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EL GATO CON BOTAS

VERSIÓN LIBRE DE CHARLES PERRAULT


MIS LIBROS DE TERCERO
EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR
VERSIÓN LIBRE DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN

MIS LIBROS DE TERCERO

Dos historias protagonizadas por bribones que


mienten para conseguir ventajas: un gato astuto
y embaucador y un par de forasteros con aire
de expertos tejedores.
¿Cuál será el destino del hijo de un molinero
convertido en marqués y del emperador que solo
amaba sus trajes nuevos?

SANTILLANA y los autores


ceden los derechos de la reproducción parcial
de la obra en el marco de
la cuarentena por el Coronavirus.

978-950-46-5986-0

9 789504 659860
ESTE LIBRO PERTENECE A

ILUSTRACIONES DE
VIRGINIA REVERDITO

ILUSTRACIONES DE
GUILLERMO ARCE

EL GATO CON BOTAS - EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR se entregan


gratuitamente con El libro de 3.° Lengua. Prácticas del lenguaje y no puede venderse
por separado.
EL GATO CON BOTAS

H abía una vez un molinero que, antes de morir, llamó a sus tres hijos
y les dejó todos sus bienes: un molino, un asno y un gato. Al hijo
mayor le tocó el molino; al segundo, el asno, y al más pequeño, solo le
correspondió el gato.
El hijo menor no podía consolarse de haber recibido tan poca cosa.
–Mis hermanos –decía– podrán ganarse la vida honradamente; en
cambio, yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho unos
mitones con su piel, me moriré de hambre.

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El Gato, que entendía estas palabras, pero que ponía cara de que no,
le dijo con aire serio y sosegado:
–No se aflija, mi amo, no tiene más que darme un morral y un par
de botas y ya verá que su herencia no es tan poca cosa como usted cree.
Aunque el amo del Gato no puso muchas esperanzas en él, lo había visto
valerse de tantas tretas para cazar ratas y ratones, como cuando se escondía
en la harina haciéndose el muerto, que no perdió totalmente la ilusión
de que lo socorriera en su desgracia.
En cuanto el Gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamente
las botas, se echó el morral al hombro, tomó los cordones con sus patas
delanteras y se dirigió hacia un prado en donde había muchos conejos.
Puso zanahorias y hierbas dentro del bolso, se tendió en el suelo como si
estuviese muerto, y esperó que algún conejillo, poco conocedor de las trampas
de este mundo, viniera a meterse en el morral para comer lo que en él había.
Apenas se recostó, un distraído conejito entró en la bolsa. El Gato tiró
enseguida de los cordones para atraparlo y lo mató sin compasión.

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Se dirigió entonces hacia el palacio del rey y pidió a los guardias que lo
dejaran entrar para hablar con él. Lo hicieron pasar a los aposentos de Su
Majestad y, después de hacer una gran reverencia, le dijo:
–Majestad, aquí tenéis un conejo que el señor Marqués de Carabás (que
es el nombre que se le ocurrió dar a su amo) me ha encargado ofreceros de
su parte.
–Dile a tu amo –contestó el rey– que se lo agradezco.
Durante dos o tres meses, el Gato continuó llevando al rey, de cuando
en cuando, las piezas que cazaba y le decía que lo enviaba su amo.

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Un día se enteró de que el rey iba a salir de paseo por la orilla del río
con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y le dijo a su amo:
–Si sigue mi consejo, podrá hacer fortuna; no tiene más que bañarse
en el río en el lugar que yo le indique y luego déjeme hacer a mí. Pero
recuerde que ahora es usted el Marqués de Carabás; ya no es más el hijo
de un pobre molinero.
El Marqués de Carabás hizo lo que su Gato le aconsejaba, sin saber
con qué fines lo hacía.
Mientras se bañaba, pasó por allí el rey, y el Gato se puso a gritar:
–¡SOCORRO, SOCORRO! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!
Al oír los gritos, el rey se asomó por la ventanilla y, reconociendo al
Gato, ordenó a sus guardias que fueran enseguida en auxilio del Marqués
de Carabás.

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Mientras sacaban del río al pobre marqués, el Gato se acercó a la carroza
y le dijo al rey que, mientras se bañaba su amo, unos ladrones se habían
llevado sus ropas. Pero la verdad era que el pícaro las había escondido bajo
una enorme piedra. Al instante, el rey ordenó a sus servidores que fueran a
buscar uno de sus trajes para el señor Marqués de Carabás.
El hermoso traje que acababan de darle realzaba la figura del muchacho,
que era muy guapo, y la hija del rey lo encontró de su agrado. Y así fue que, en
cuanto el Marqués de Carabás le dirigió dos o tres miradas un poco tiernas,
ella se enamoró locamente de él. El rey quiso que subiera a la carroza y que
los acompañara en su paseo.

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El Gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar resultado, se
adelantó a ellos y, cuando encontró a unos campesinos que segaban un
campo, les dijo:
–¡Eh, oigan, buenas gentes, si no decís al rey que el campo que estáis
segando pertenece al señor Marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como
carne de pastel!
Al pasar por allí, el rey no dejó de preguntar de quién era ese campo.
–Estos campos pertenecen al señor Marqués de Carabás –respondieron
todos a la vez, pues la amenaza del Gato los había asustado.
–Tiene usted una muy hermosa heredad –le dijo el rey al Marqués de
Carabás.
–Como usted ve, Señor –respondió el marqués–, es un prado que no deja
de dar en abundancia todos los años.

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Mientras tanto, el Gato, que seguía yendo adelante, se encontró con un
grupo de cosechadores y les dijo:
–¡Eh, oigan, buenas gentes, si no decís al rey que todo este trigo
pertenece al señor Marqués de Carabás, seréis hechos picadillo como carne
de pastel!
Un momento después, pasó el rey y quiso saber a quién pertenecía ese
trigo.
–Todo el trigo pertenece al señor Marqués de Carabás –respondieron
todos a la vez, pues la amenaza del Gato los había asustado.
Y el rey cada vez se sentía más complacido con el marqués.

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Finalmente, el Gato con botas llegó a un grandioso castillo, cuyo dueño
era un temible ogro, el más rico de todo el país, ya que todas las tierras por
donde el rey había pasado le pertenecían.
El Gato, que por supuesto se había informado de quién era aquel ogro
y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él para presentarle sus respetos.
El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro.
–Me han asegurado –comentó el Gato– que tenéis la habilidad
de convertiros en cualquier clase de animal, que podéis, por ejemplo,
transformaros en león o en elefante.
–Es cierto –contestó el ogro bruscamente–, y para demostrarlo me veréis
convertido en un león.
El Gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante de un león
y se trepó al alero del tejado.
Un rato después, en cuanto el Gato comprobó que el ogro había tomado
otra vez su aspecto normal, bajó del tejado y le confesó que había pasado
mucho miedo.
–También me han asegurado –dijo el Gato– que sois capaz de convertiros
en un animal de pequeño tamaño, como una rata o un ratón, aunque debo
confesaros que esto me parece imposible.
–¿Imposible? –replicó el ogro–. ¡Ya lo veréis!

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eño Y mientras decía esto, se transformó en un ratón que se puso a correr
por por el suelo. El Gato, en cuanto lo vio, se arrojó sobre él y se lo comió.

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Mientras tanto, el rey, que pasó ante el hermoso castillo, quiso entrar en él.
El Gato, que había oído el ruido de la carroza, corrió a su encuentro y saludó
al rey:
–Sea bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor Marqués de
Carabás.
–¡Pero bueno, señor marqués! –exclamó el rey–. ¿Este castillo también es
vuestro? ¡Qué belleza de patio! Y los edificios son también magníficos.
El Marqués de Carabás tomó de la mano a la princesa y, siguiendo al rey,
entraron en un majestuoso salón.
El rey, encantado de las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás,
lo mismo que su hija, que estaba loca por él, y contemplando los grandes
bienes que poseía, le dijo, después de beber cinco o seis copas:
–Solo depende de usted, señor marqués, que sea mi yerno.
El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacía el
rey, y ese mismo día se casó con la princesa.
El Gato se convirtió en un gran señor y ya no corrió detrás de los ratones
más que por diversión.

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r en él.
aludó
EL TRAJE NUEVO
DEL EMPERADOR
én es
H ace muchos años vivía un emperador que gastaba todo su dinero en
trajes nuevos. No se interesaba por sus soldados, ni le atraía el teatro,
ni le gustaba pasear en coche por el bosque, a menos que fuera para lucir su
l rey,
ropa.
Un día, se presentaron en la ciudad dos pícaros que se hacían pasar por
rabás,
tejedores. Decían a todos que tejían las telas más espléndidas que pudiera
es
imaginarse. No solo los colores y los dibujos eran de una insólita belleza,
sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de
convertirse en invisibles para todos aquellos que no fuesen merecedores de su
cía el
cargo o que fueran irremediablemente tontos.
tones

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La noticia no tardó en llegar a la corte.
El emperador pensó: “¡Deben ser trajes magníficos! Si los llevase,
podría averiguar qué funcionarios del reino son indignos del cargo que
desempeñan. Podría distinguir a los inteligentes de los tontos. Sí, debo
encargar inmediatamente que me hagan un traje”.
Y entregó mucho dinero a los estafadores para que comenzaran
su trabajo.
Los pícaros instalaron entonces dos telares y simularon trabajar en ellos.
Con toda urgencia, exigieron las sedas más finas y el hilo de oro de la mejor
calidad. Guardaron en sus alforjas todo esto y fingieron trabajar en los
telares vacíos hasta muy entrada la noche.

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“Me gustaría saber lo que han avanzado con la tela”, pensaba el
emperador, pero se encontraba un poco confuso al pensar que el que
fuese tonto o indigno de su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo.
No es que tuviera dudas sobre sí mismo; pero, por si acaso, prefería
enviar primero a otro, para ver cómo andaban las cosas.
“Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores –pensó el
emperador–. Es un hombre honrado y no hay quien desempeñe el cargo
como él”.

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El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por
los dos pícaros, que seguían trabajando en los telares vacíos.
“¡Dios me guarde! –pensó, abriendo unos ojos como platos–. ¡No
veo nada!”. Pero tuvo buen cuidado en no decirlo.
Los dos estafadores le preguntaron si no encontraba preciosos el
color y el dibujo. Al decirlo, le señalaban el telar vacío, dándole los
nombres de los colores y describiendo el raro dibujo. El pobre ministro
seguía sin ver nada, puesto que nada había.
“¡Dios mío! –pensó–. ¿Seré tonto acaso? ¿Es posible que sea inútil
para el cargo? No debo decir a nadie que no he visto la tela”.

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–¿Qué? ¿No decís nada del tejido? –preguntó uno de los pillos.
–¡Oh, precioso, maravilloso! –respondió el viejo ministro mirando
a través de los lentes–. ¡Qué dibujos y qué colores! Desde luego, diré al
emperador que me ha gustado extraordinariamente.
–Cuánto nos complace –dijeron los tejedores.
El viejo ministro tuvo buen cuidado de guardar las explicaciones en su
memoria para poder repetirlas al emperador y así lo hizo apenas volvió al
palacio.
Los bribones volvieron a pedir más dinero, más seda y más oro, ya que
los necesitaban para seguir tejiendo. Lo almacenaron todo en sus alforjas
y ellos continuaron, como antes, trabajando en el telar vacío.

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Poco después el emperador envió a otro funcionario a inspeccionar
el estado del tejido. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y
remiró, pero, como en el telar no había nada, nada pudo ver.
–Precioso tejido, ¿verdad? –preguntaron los tramposos, señalando
el precioso dibujo que no existía.
“Yo no soy tonto –pensó el funcionario–, luego, ¿será mi alto cargo
el que no merezco? ¡Qué cosa más extraña! No diré nada a nadie. Es
preciso que nadie se dé cuenta”.
Así es que elogió la tela que no veía, y les expresó su satisfacción
por aquellos hermosos colores y aquel precioso dibujo.
Al día siguiente, se presentó ante el emperador y le informó:
–¡El tejido es digno de admiración!
Todos en la ciudad hablaban de la espléndida tela como si la
hubiesen visto. El emperador, entonces, también quiso verla antes
de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes
distinguidos, se encaminó a la sala donde se encontraban los pícaros
que continuaban tejiendo afanosamente, aunque sin hebra de hilo.
“¿Qué es esto? –pensó el emperador–. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es
terrible! ¿Seré tonto? ¿O es que no merezco ser emperador? ¡Resultaría
espantoso que fuese así!”.

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–¡Oh, es bellísima! –dijo en voz alta–. Tiene mi real aprobación –y
con un gesto de agrado, miraba el telar vacío, sin decir ni una palabra
de que no veía nada.
Todo el séquito miraba y remiraba, pero ninguno veía absolutamente
nada. Sin embargo, exclamaban, como el emperador:
–¡Oh, es bellísima! –y le aconsejaron que se hiciese un traje con esa
tela para estrenarlo en el desfile que debía celebrarse próximamente.
–¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! –corría de boca en boca en
la ciudad.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos
embaucadores estuvieron levantados, con más de dieciséis lámparas
encendidas. La gente pudo ver que trabajaban activamente en la
confección del nuevo traje del emperador.
Simularon quitar la tela del telar, cortaron el aire con grandes tijeras
y cosieron con agujas sin hebra de hilo. Al fin, gritaron:
–¡Mirad, el traje está listo!

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A la mañana siguiente, llegó el emperador y los dos truhanes,
quienes levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
–¡Estos son los pantalones! ¡La casaca! ¡El manto!
Y así fueron nombrando todas las piezas del traje.
–¿Quiere dignarse Vuestra Majestad a quitarse el traje que lleva
–preguntaron los bandidos–, para que podamos probarle los nuevos
vestidos ante el gran espejo?
El emperador se despojó de todas sus prendas, y los pícaros
simularon entregarle las diversas piezas del vestido nuevo. El monarca
se movía y contoneaba ante el espejo.
–¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! –exclamaron
todos–. ¡Qué dibujos! ¡Qué colores! ¡Es un traje precioso!

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–El desfile os espera, Majestad –anunció el maestro de ceremonias.
–¡Sí, estoy preparado! –dijo el emperador–. ¿Verdad que me sienta
bien? –Y de nuevo se miró al espejo, haciendo como si estuviera
contemplando sus vestidos.
Los chambelanes encargados de llevar la cola bajaron las manos al
suelo como para levantarla, y siguieron con las manos en alto como si
estuvieran sosteniendo algo en el aire; por nada del mundo hubieran
confesado que no veían nada.
Y de este modo marchó el emperador, mientras que todas las gentes,
en la calle y en las ventanas, decían:
–¡Qué precioso es el nuevo traje del emperador! ¡Qué magnífica cola!
¡Qué bien le sienta!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que no veían nada,
porque eso hubiera significado que eran indignos de su cargo o que eran
tontos de remate. Ningún traje del emperador había tenido tanto éxito
como aquel.

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–¡Pero si está desnudo! –exclamó de pronto un niño.
Y todo el mundo empezó a cuchichear sobre lo que acababa de
decir el pequeño.
–¡Pero si no lleva nada puesto! ¡Es un niño el que dice que está
desnudo!
–¡No lleva traje! –gritó, al fin, todo el pueblo.
Aquello inquietó al emperador, porque pensaba que el pueblo
tenía razón; pero se dijo: “Hay que seguir en el desfile hasta el final”.
Y se irguió entonces con mayor arrogancia que antes, mientras los
chambelanes continuaron portando la inexistente cola.

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