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América Latina
Bruno Lautier
IEDES - Universidad de París I
Septiembre de 2005
Esta ponencia es la traducción de gran parte del texto que he enviado en francés a los
organizadores del coloquio. Por una cuestión de extensión, he suprimido algunas precisiones
y prácticamente todas las notas de pie de página. Aquellos que cuenten con un conocimiento
mínimo del francés pueden remitirse al texto completo.
El tema de una protección social “universal” vuelve a estar, en este principio de siglo, al
orden del día en América Latina, y ello por dos razones principales:
Por otro lado, las políticas focalizadas no pueden asumir el rol de las políticas públicas de
protección social, en sus dos formas “puras” - bismarckianas o beveridgianas -, o en las
múltiples formas híbridas que adoptaron tanto en Europa desde hace medio siglo, como en la
mayor parte de los países latinoamericanos: efectos “macroeconómicos” vía la acción sobre la
demanda y la extensión del horizonte temporal de los actores económicos; efectos productivos
que resultan de las mejoras de las capacidades productivas de la población protegida (mejoras
en el nivel de educación, salud o alimentación); efectos políticos que resultan de la
pacificación de las relaciones sociales ligada a la protección social.
1
cuestiones, publica textos que van en ese mismo sentido, mostrando, en particular, la
incapacidad de los mecanismos de mercado para reducir las desigualdades en materia de
acceso a la protección social; UNICEF manifiesta posiciones cercanas a las de la CEPAL, en
particular respeto del vínculo entre pobreza de las familias-vulnerabilidad-protección social.
En resumen, todo indica que hemos pasado de una actitud de franca hostilidad hacia los
sistemas de protección social de con aspiraciones universalistas a una actitud más “abierta”:
los sistemas de protección social preconizados son casi siempre sistemas mixtos, que
combinan solidaridad familiar o comunitaria, solidaridad mutualista restringida (mutuales de
salud sobre una base profesional particular), recursos de mercado (incluyendo los “mico-
seguros”, que están basados en mecanismos de mercado) y, por último, sistemas controlados,
gestionados o por lo menos parcialmente financiados por el Estado. Pero incluso si éstos
últimos no son necesariamente concebidos como el polo hegemónico de los sistemas de
protección social y son presentados como subsidiarios y complementarios, es forzoso
rehabilitar el carácter central de la intervención estatal.
En cuanto a los gobiernos nacionales, éstos han respondido a coyunturas políticas nacionales
más que a las inflexiones sugeridas o impuestas por las instituciones internacionales. Estas
coyunturas políticas internas son muy diversas: la “ley 100” de 1993, que transforma el
seguro de salud en Colombia; en Brasil, las múltiples leyes que desembocan -vía la bolsa
escola y otros subsidios- en la creación de la bolsa familia y más tarde en la ley sobre el
“ingreso de ciudadanía” (2004); el desarrollo de los programas alimentarios y de empleo de
interés general dirigidos a los desempleados en la Argentina (con una fuerte participación de
los gobiernos provinciales); las múltiples acciones del gobierno venezolano, en particular en
materia de salud básica, los programas Progresa y Oportunidades en México… todos esos
ejemplos no son el resultado de exigencias externas sino más bien de una coyuntura política
interna. Se trata entonces, más bien de una confluencia de dos movimientos en parte
autónomos (uno proveniente de las instituciones internacionales, otro de los poderes públicos
nacionales) que de una determinación automática.
Existen entonces coyunturas políticas adecuadas para el avance hacia una protección social
universal. Pero esta constatación plantea dos cuestiones:
2
La primera, redefinir precisamente lo que se puede llamar “protección social universalista” o
“sistema de protección social universal”, eventualmente combinados con la restricción “con
aspiración (universalista)”. Luego trataré de explorar algunas interrogaciones más bien
ingenuas: contra qué se protege (que remite a la cuestión de los riesgos) y porqué (que remite
a la cuestión de las funciones de la protección social). Terminaré con un breve estudio de
algunas dificultades que condicionan la universalización.
Coincido con Bruno Théret quién, a partir de una demostración semántica, afirma que es
preferible hablar de “sistema de protección social” y no de “Estado Providencia”, “Estado
Social” o “Estado de Bienestar” (Welfare State).
Un sistema de protección social universalista aspira a proteger, pero también a controlar toda
la población presente en un territorio, sujeta a la soberanía del poder político. De esto se
desprenden dos interrogaciones, tan ingenuas que rara vez se las plantea: contra qué se
protege y porqué.
En general, la respuesta a esta pregunta consiste en un catálogo de riesgos. Esta respuesta sólo
desplaza el problema ya que la definición misma de los riesgos contra los cuales se protege 1
es una cuestión política. En el artículo 21 de la declaración de los Derechos Humanos de
1793 2 , un texto fundador de la idea de protección social, el riesgo (la palabra no se utilizaba
1
Aunque no se trata necesariamente de “proteger” directamente; para el Banco Mundial [Holzmann R. et alii,
2003, p.501], se trata más bien “de ayudar a los individuos, los hogares y las colectividades a manejar algunos
riesgos”.
2
“La asistencia social es una deuda sagrada. La sociedad debe asegurar la subsistencia de los ciudadanos
desprotegidos, ya sea procurándoles un trabajo, ya sea asegurando los medios de existencia a los que no estén en
condiciones de trabajar”.
3
en aquella época) consiste en no poder obtener ingresos a través del trabajo (por discapacidad,
edad, enfermedad, maternidad, o lo que todavía no se denominaba desempleo). Esta es la
concepción que ha presidido el establecimiento de todos los sistemas de protección social
europeos y latinoamericanos; pero rápidamente aparecieron “riesgos” diferentes del riesgo de
perder el ingreso del trabajo; en general se trata de riesgos de costos o gastos excepcionales:
costo del tratamiento de una enfermedad o discapacidad, costo de la crianza y la educación de
una cantidad elevada de hijos. El Banco Mundial extiende aún más el catálogo: hay riesgos
individuales (enfermedad, viudez o “disgregación familiar”) pero sobre todo, en el ejemplo de
los pobres de África, riesgos colectivos (“el SIDA, los conflictos armados, la inestabilidad
estacional de los precios, las sequías, los shocks macroeconómicos”), riesgos naturales (“las
inundaciones por ejemplo”), que se suman a los riesgos que son “el resultado de la actividad
humana (por ejemplo una inflación que resulta de una decisión de política económica)”. Pero
definir como riesgo todo acontecimiento o estado desfavorable (en particular para los pobres y
vulnerables) implica, por un lado, desconectar completamente la noción de riesgo de la de
ingresos por trabajo y, por otro, considerar a priori cualquier sistema institucional de
protección social (estatal o paraestatal) como ineficaz: es difícil imaginar una institución de
protección que proteja contra las consecuencias de un “shock macroeconómico” o de una
guerra.
El debate sobre las formas precisas de la evolución de esta “triple mixtura” (prestaciones
financiadas en base contributiva, fiscal o de mercado) es un debate de una importancia
política fundamental. Los países privilegian en general uno o dos polos (rara vez uno solo de
4
los tres o los tres a la vez); a veces un par para una categoría de riesgos y otro para otra
categoría 3 . El debate sobre el universalismo se circunscribe aquí a los sistemas financiados
sobre una base contributiva y/o fiscal (incluso cuando el sector privado, con fin de lucro,
puede intervenir, por ejemplo en la gestión de los fondos).
La respuesta a esta pregunta es, a priori, una obviedad: hay que proteger por evidentes
razones morales, porque sólo se puede estar en contra de situaciones de pobreza, de
vulnerabilidad, de incertidumbre y de precariedad social. Es esa misma evidencia moral la que
originaba la repentina toma de conciencia del Banco Mundial (en su reporte de 1990 y más
tarde en el de 2001) de la existencia y del carácter “inaceptable” y “aflictivo” de la pobreza de
masa.
Si bien la preocupación moral (la “aflicción”) jugó siempre un papel importante en el origen
de las políticas de lucha contra la pobreza por una parte, y de protección social por otra, esta
preocupación o motivación nunca ha sido, en sí misma, el origen único (ni siquiera el
principal) de estas políticas. Esta afirmación es válida tanto para los promotores de las “poors
laws” en la Inglaterra de principios del siglo XIX, como para la corriente de la “economía
social” de los años 1830 en Francia, para la acción de los liberales progresistas en Inglaterra,
que desembocó en el voto de la ley sobre la ayuda a los indigentes de 1905 y 1911 y, a lo
largo del siglo XX, para la acción de las iglesias (tanto en Europa como en América Latina) o
de las asociaciones caritativas laicas y de algunos movimientos militantes. Esto no quiere
decir que esos actores sociales, motivados por preocupaciones morales, han sido
sistemáticamente manipulados, sino que participan de un juego complejo de actores, que
tienen intereses diferentes que se expresan, en un momento dado, a través del mismo objetivo
formal, que se convierte en la base de una coalición.
Los objetivos de la protección social y los objetivos morales son entonces dos cosas
diferentes. Sólo mencionaré aquí los dos principales objetivos (de la protección social): la
reproducción de la fuerza de trabajo y el control.
3
De hecho, las configuraciones que efectivamente se implementaron son mucho más complejas. En Colombia
por ejemplo, para la salud, la ley 100 de 1993 aplicó la dupla: financiamiento contributivo (dominante),
financiamiento fiscal (para una parte del régimen “subvencionado”). Pero el sector privado, basado en
mecanismos de mercado, no está ausente ya que son las instituciones privadas (las ARS) las que gestionan los
fondos.
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este aspecto instrumental perdía preponderancia. El desarrollo de problemáticas inspiradas en
los análisis de Michel Foucault y del neo-institucionalismo contribuyó a reducir el aspecto
instrumental de estas interpretaciones de la intervención social del Estado. Pero hubo que
pagar cierto costo teórico: hablar del “gobierno de las poblaciones” no hace avanzar los
análisis empíricos e históricos y los aspectos propiamente económicos de la protección social
se dejan en manos de economistas especializados que, cada uno en su esfera, tienden, por
supuesto, más a denunciar los costos excesivos de la protección social que a destacar sus
efectos productivos.
Es cierto que desde la aparición de las teorías del crecimiento endógeno, a fines de los años
80, los economistas, incluso los más liberales, dejaron de ignorar los aspectos productivos de
los gastos sociales (salud y educación en particular), adoptando una retórica muy parecida a la
de los pioneros de la economía del desarrollo de fines de los años 50. Pero los gastos sociales
se legitiman o únicamente en nombre de la ética y sin un “cierre” en un razonamiento
económico; o en función de su supuesto efecto naturalmente positivo sobre el crecimiento,
que se supone a la vez naturalmente favorable para los pobres, sin que se plantee la cuestión
política de las decisiones (de presupuesto, legislativas…) ni la cuestión de los conflictos que
las determinan. El tema de los objetivos y los intereses económicos de una universalización de
la protección social prácticamente no se aborda.
Desde mediados de los años 90, se constata un cambio de óptica en el análisis del tema de la
informalidad en América Latina. Paradójicamente, la situación, aún después de medio siglo de
protección social con objetivos universalistas, es comparable a la que prevalecía en Europa a
fines del siglo XIX, principios del siglo XX: cerca de la mitad de la población trabajadora
asalariada se encuentra en una situación de fuerte precariedad, alternando movimientos cortos
entre la actividad asalariada informal, la actividad no asalariada y el desempleo. No puede
entonces capitalizar sus derechos sociales (cuya formación está frecuentemente vinculada a la
permanencia en un empleo formal. El deterioro del estado sanitario de esta porción de la
población; la ausencia de efecto acumulativo de la experiencia de trabajo; el bajo nivel de
educación de la generación siguiente, vinculado al deterioro del sistema escolar: todos estos
factores se conjugan para a volver a plantear el tema de la reproducción socializada de la
fuerza de trabajo de generación en generación como una cuestión fundamental.
Algunos países - México primero, Guatemala, Honduras y Nicaragua después- han intentado
paliar este problema a través del desarrollo del “modelo de la maquila”; este modelo funciona,
de hecho, de acuerdo con el modelo de la “bomba aspirante-expulsante”: una mano de obra
muy precarizada, desprovista de los derechos sociales esenciales, que “rota” rápidamente
entre diferentes empresas para luego ser expulsada. Los límites de este modelo son visibles
hoy en México (donde el empleo industrial en las maquilas se reduce desde el año 2000): o las
empresas intentan fijar y formar la mano de obra (las maquiladoras de 2da y de 3ra
6
generación en la tipología de J. Carrillo), aunque eso sólo concierne una porción muy
reducida de la mano de obra, en segmentos de producción limitados, con un costo elevado ya
que las empresas asumen de hecho funciones que le corresponden a las instituciones estatales
(formación, salud, alojamiento); o las empresas intentan continuar con la antigua estrategia,
disminuyendo aún más los gastos “favorables” para los trabajadores y los salarios (como en
Honduras y en Nicaragua), aunque ello no alcance para enfrentar la competencia china y la
“reserva” de mano de obra “servicial” se agote. El sueño -si es que existió- de una
“maquiladorización” de todas las economías latinoamericanas (o de una parte de ellas) se
desvanece. La cuestión del vínculo entre la protección social y el modelo de desarrollo
económico se vuelve a aparecer como una cuestión central.
La función de control de las políticas sociales y, de manera más general, su función política es
un tema que se ha ocultado en el período reciente. Respecto de épocas más antiguas,
principalmente en Europa (del siglo XVI al siglo XIX) y de la lucha contra la pobreza, los
historiadores parecen coincidir en que la lucha contra la pobreza no servía únicamente para
“ayudar a los pobres” sino también para controlarlos; el objetivo de dicha lucha no era
entonces erradicar la pobreza, sino contenerla dentro de los límites políticamente aceptable y
permitir que la pobreza cumpla su función política.
Existe una abundante literatura que aborda el rol que cumplió la protección social en América
Latina, en el establecimiento de compromisos políticos con los sindicatos de trabajadores y,
de manera más general, con los asalariados estables (“fijos”), también considerados como
esenciales desde el punto de vista estratégico. El problema es el carácter determinista, y por lo
tanto la irreversibilidad, de estos discursos: en los años 80, parecía evidente y simple, para
sociólogos y politólogos de todas las corrientes, destacar el rol que jugaba la protección social
en las alianzas políticas entre los sindicatos y los partidos “nacional-populares” que ejercían el
poder, en la construcción y la permanencia de sistemas de dominación calificados como
corporativistas y populistas. Pero la ofensiva liberal contra estos sistemas escapa a los
esquemas analíticos disponibles, a menos que se afirme que -una vez que los intereses del
capital se inclinaron en favor de la precarización y el desmantelamiento de la protección
social- se formó, hacia fines de los años 80 y principios de los 90 una convergencia y una
coalición de intereses favorable al desmantelamiento de los sistemas existentes de protección
social, que hizo tabla rasa de los análisis que iban en sentido contrario, pese a que habían sido,
con frecuencia, promovidos anteriormente por los mismos autores.
Para que la eficacia de las reformas liberales sea convincente, habría que probar que esas
reformas son también eficaces en materia de control social. Ahora bien, los partidarios de las
reformas liberales no suelen mencionar las funciones de control de la protección social. Se
tiene la sensación, implícitamente, que el mercado en sí mismo basta para asegurar el control
o, si se quiere, que el workfare es eficaz. Sin embargo, es legítimo tener serias dudas al
respecto: un sistema de fondos de pensión no parece ser más eficaz que un sistema de
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jubilaciones contributivo controlado por el Estado, para asegurar la permanencia en el
empleo; y el derrumbe de los sistemas estatales de garantía del empleo y de asistencia se
tradujo más bien en el debilitamiento del control social sobre la población pobre, como se vio
en la Argentina de principios de los años 2000. Las medidas de política social que han tenido
un fuerte efecto en materia de control social son, de hecho, medidas que tienden al
universalismo, fuertemente dirigidas por el Estado y no las que tienden a la liberalización:
Progresa - Oportunidades en México y Bolsa Escola y luego Bolsa Familia en Brasil. Estos
programas han tenido efectos mensurables sobre la asiduidad escolar, sobre la utilización
regular del sistema de salud básica e indirectamente, sobre las relaciones de autoridad entre
padres e hijos y las formas de organización familiar.
Las políticas de protección social siempre tienen efectos en términos de control social, aún
cuando no siempre proclamen ese objetivo (excepto quizás en materia de política familiar).
Denunciar los desvíos corporativistas de los sistemas de protección social (como en Argentina
hacia principios de los años 90, o durante los debates sobre las jubilaciones de la función
pública en Brasil a mediados del 2003) equivale a ocultar esta función de control, que sin
embargo se revela siempre de inmediato. Algunas empresas argentinas por ejemplo, cuya
privatización se acompañó de una fuerte precarización estatutaria y del fin del acceso
automático a las obras sociales, han intentado promover un discurso sobre la “cultura de
empresa” y la competitividad individual de los asalariados. Pero es legítimo tener serias dudas
respecto de la perdurabilidad y eficacia de dicho modo de control.
No es por cinismo que destaco las virtudes de la protección social en materia de control social
(ya sean normas vehiculadas por la familia o disciplina en el trabajo). No mencionarlas
equivale a desconocer que este tipo de control es una alternativa a otras formas de control,
brutales o funestas. Por otro lado, tomarlas en cuenta explícitamente es la única manera, en
situaciones políticas democráticas, de construir coaliciones políticas estables.
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En América Latina, la cuestión de la protección social se plantea de manera muy diferente de
como se planteó en Europa occidental, donde el movimiento de universalización fue más o
menos rápido según los países, pero siempre ininterrumpido, tanto respecto de la población
cubierta como de los riesgos cubiertos. En América Latina en cambio, la aspiración
universalista de la protección social que se afirma a fines de los años 40, sólo se concretiza
parcialmente y con una calidad heterogénea. En otras palabras, desde principios de los 50, con
una única retórica sobre la protección social y los derechos sociales universales, se observa la
instauración de un sistema dual (seguro-asistencia), que al mismo tiempo reivindicaba y
negaba (mediante un discurso sobre la unicidad de la ciudadanía) esta dualidad. Este sistema,
inicialmente dual se convierte en un sistema triple, ya que entre un “núcleo” (a su vez
heterogéneo) que pertenece a un sistema contributivo de seguros (eventualmente
complementado con seguros privados) por un lado, y un conjunto de “blancos” de los
sistemas de asistencia (los inactivos y los sectores más bajos de la economía informal
principalmente) por otro lado, se ha creado una zona intermedia (un no man’s land, una tierra
de nadie) compuesta por una población a la que ni se asegura ni se asiste. Las razones de la
formación de esta zona intermedia son simples: en primer lugar, la débil creación de empleo
en la función pública y en las grandes empresas y sobre todo el desarrollo de formas de
contrato con una duración limitada, muy precarios y que con frecuencia no posibilitan el
acceso al sistema de seguros de la protección social. La Argentina, sin ser estadísticamente
representativa de este movimiento, es un ejemplo paradigmático: el “núcleo estable y
protegido”, que era la particularidad del empleo en la Argentina, es ahora claramente
minoritario ya que pasó de 46% en 1991 a 39% en 2003 (además un poco más de un tercio de
esos trabajadores ha perdido la estabilidad del empleo).
América Latina no puede, actualmente, copiar el modelo europeo de los años 1945-75, de
extensión progresiva de los derechos sociales a partir de una base mayoritaria de asalariados
estables. La razón principal de esta imposibilidad no radica tanto en la diferencia de tasas de
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empleo asalariado (la Argentina y Uruguay tienen tasas superiores a las francesas de los años
50/60, y Brasil y México cuentan con tasas cercanas) sino más bien en la dinámica de la
relación salarial. En Europa occidental de los años 50/60, la perspectiva de un crecimiento
continuo tanto del empleo asalariado como de la integración vitalicia dentro del asalariado era
una evidencia social, económica y política y la protección social era un componente de este
movimiento (causa y consecuencia a la vez). En numerosos sectores de la economía, los
empleadores adhirieron al conjunto de leyes que extendían a la vez el campo de los riesgos y
de la población cubierta, porque esas leyes satisfacían sus necesidades económicas (en tanto
empleadores, necesitaban una mano de obra estable y en “buen estado”) y atenuaban sus
temores políticos (al desactivar la amenaza comunista y el sindicalismo revolucionario).
La situación se bloquea entonces, cuando sólo se tienen en cuenta los intereses económicos de
la universalización de la protección social: ésta no interesa al empresariado de las firmas
grandes y medianas, que prefiere el “mutualismo restringido” y apela al seguro privado para
una parte solamente de su mano de obra; el empresariado de las pequeñas y micro-empresas
prefiere una ausencia total de protección para sus asalariados (que reemplaza eventual y
parcialmente con favores paternalistas); las capas más altas de la economía informal prefiere
apelar ya sea al mercado, ya sea a mutuales corporativistas cerradas; los asalariados precarios
y las capas inferiores de la economía informal (que están frecuentemente en un mismo
“circuito de movilidad”) no tienen capacidad contributiva ni posibilidades de formar grupos
de presión y demandan sobre todo (como los campesinos de pequeñas explotaciones) una
cobertura y una calidad mínima para los servicios sociales básicos (en materia de salud y de
jubilación).
Las “reformas” de las instituciones de protección social, en el sentido liberal del término que
significa generalmente “privatizaciones”, han sido extremadamente excluyentes,
particularmente en materia de jubilaciones. Después de una década de “reformas” (dos
décadas para el caso de Chile) las evaluaciones de los nuevos sistemas son extremadamente
críticas. Incluso el Banco Mundial es prudente. En un documento muy completo y preciso,
traza un cuadro muy optimista de la situación: el ejemplo de Chile es calificado como
“reasonably successful since it replaced an insolvent, inefficient and discriminatory system
with another which is providing better and safer pensions ”; para los otros países,
probablemente “the net real return of the funds invested will decline”; sin embargo “the
reformed systems will reinforce their solvency and efficiency and, in any case, continue to be
less subject to the introduction of inequitable privileges than the old system ” (idem). El
reporte presenta luego un catálogo de cosas que deberían para mejorar; dos de ellas se refieren
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a la extensión de la cobertura: la primera “creating policies to encourage the incorporation of
the informal sector (hidden economy) into the pensions system. One group of workers to be
dealt with as a matter of urgency are the self-employed, who in some countries are almost
actively discouraged from joining the system in an effective way. In any case, it should not be
forgotten that the level of coverage of any type of pension scheme is closely linked to the
limitations and restrictions of the labour market and the level of development of the country”.
La segunda mejora consiste en lo siguiente “Incorporation of excluded groups. In all the
countries analysed except Bolivia, the reform excluded certain groups (more for reasons of
self interests than for financial motives) which retain privileges that are potential source of
financial desequilibrium and reinforce a system with double standards which is unacceptable
in developed democratic countries ” (p. 36 y 37).
Estos argumentos son extremadamente sorprendentes, se nos dice en primer lugar que la
reforma ha establecido un sistema que no funciona del todo bien, aunque funciona menos mal
que el sistema que ha reemplazado. Se nos dice luego que no ha logrado la cobertura del
riesgo asociado a la vejez ni para los informales “self-employed” ni para los excluidos. Luego
se nos dice que las razones de esta imposibilidad son políticas, que era precisamente lo que se
le reprochaba al antiguo sistema. Pero se nos dice también que “in any case”, el nivel de
desarrollo de esos países torna difícil la integración de los informales y que lo que sería
inaceptable en los “developped democratic countries” debe sin dudas ser soportable en
América Latina.
Dicho de otro modo, incluso si los sistemas reformados funcionaran bien (lo que no es el caso
y no está cerca de serlo) es prácticamente seguro que no podrán ser extendidos ni a los
trabajadores de la economía informal ni a los “excluidos”, por un lado porque el “nivel de
desarrollo” de América Latina es insuficiente y, por otro lado, porque este continente acepta
una dualidad que no aceptan los países “democráticos desarrollados”.
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reforma que tienen éxito generalmente se caracterizan por el desarrollo de alianzas y redes
entre los reformadores internacionales, nacionales y locales, los que diseñan las estrategias de
la introducción y sustentabilidad del cambio y que evitan o neutralizan a la oposición ”.
Para sintetizar, con un poco de ironía, los dos textos que he resumido aplicándolos al caso de
la Argentina, se podría escribir la fábula siguiente: Menem era más peronista que Evita, y sólo
quería favorecer a los pobres, los excluidos y los precarios; quería entonces derrumbar un
sistema de protección social que sólo beneficiaba a los sindicatos, a los burócratas, a los
caciques del partido en el poder (el suyo) y a los jubilados privilegiados. Pero la coalición
contra la reforma era fuerte. Menem tuvo entonces que apelar a los inversores financieros,
nacionales y extranjeros y a las instituciones internacionales para que impongan condiciones a
los burócratas del Ministerio de Economía. Esta coalición, paradójicamente, tuvo éxito. Pero
diez o doce años después se constata que los trabajadores informales (y particularmente los
“self employed”) y los excluidos no tienen acceso a la protección social (por lo menos en
materia de jubilaciones). Esto no significa que las “reformas” eran malas sino que se debe
simplemente al hecho de que la Argentina no está aún suficientemente desarrollada y que –
como es poco democrática- acepta los privilegios y los “double standards”. Esta fábula no
parece muy convincente, incluso para aquellos que llevan el liberalismo en la sangre.
Sin embargo, este tipo de análisis tiene la virtud de señalar el carácter determinante de la
cuestión de las coaliciones en materia de protección social. Ninguna reforma de los sistemas
de protección social, tanto en el sentido de las privatizaciones de mercado como en el de la
universalización bajo el control del Estado, puede lograrse si no se forman coaliciones que le
sean favorables. Pero existen dos visiones de la cuestión de las coaliciones. La primera, que se
presenta como en el caso del análisis de Merilee Grindle, como “institucionalista”, se reduce,
de hecho, a una “economía política de elecciones racionales”, a una colusión de intereses que
convergen en un momento dado. De ahí la dificultad para revelar esos intereses (o la
necesidad de inventarlos) cuando surge una “paradoja”, es decir, cuando surge una
inconsistencia en la explicación. La otra visión es la que originó el éxito merecido de los
análisis de Esping Andersen; las coaliciones que él analiza no se forman en torno de intereses
preexistentes y expresados por lobbys, sino en torno de un proyecto “social”, siempre
impreciso y en construcción al momento de formación de la coalición.
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El mismo problema se plantea, aunque a la inversa se podría decir, para la instauración de
sistemas universalistas. Es decir, la cuestión de lo que podría ser un “proyecto social”
coherente con la universalización de la protección social y de las coaliciones que podrían
formarse en torno de dicho proyecto.
Del análisis anterior sólo pueden deducirse principios generales que podrían ser útiles para
esbozar los modelos, o más bien “escenarios” posibles del camino hacia la universalidad de la
protección social frente a los riesgos sociales.
El primer principio es que no se puede fundar una política de universalización sobre una
política de “tabla rasa”, es decir que preconice la destrucción del conjunto de los derechos
sociales existentes con base contributiva, en nombre de que eran inequitativos, anti-
redistributivos y corporativistas. Es cierto que se puede, a través de negociaciones (en
particular con los sindicatos), hacer aceptable la disminución o la supresión de tal o tal
“ventaja” excesiva. Pero lo que subsista del “núcleo” del sistema de seguros debería ser
considerado como una de las bases de la extensión hacia la universalización de los sistemas de
protección. Una de las razones para que esto sea así es política e ideológica a la vez. La
universalización no es sólo la extensión de los procedimientos técnicos de cobertura de
riesgos; sino que es en primer lugar la universalización de los derechos sociales. Los sistemas
de protección basados en los seguros forjaron la representación simbólica de la idea misma de
los derechos sociales que se trata de extender y garantizar. Los derechos garantizados sólo
existen cuando existe una contrapartida, que en ningún caso significa una contrapartida
contable, y es en ese punto en que la lógica de la protección social difiere radicalmente de la
lógica del mercado (de los seguros).
Es conveniente distinguir dos cosas muy diferentes que se confunden con mucha frecuencia:
por un lado los derechos del ciudadano, por otro, los derechos del trabajador. Esta distinción
se desdobla en una segunda distinción dentro de los derechos del ciudadano, entre los
derechos sociales del ciudadano y los derechos ligados a la ciudadanía. La mayor parte de los
derechos del ciudadano dependen -adecuadamente-, en Europa occidental, de instituciones
claramente diferenciadas de las instituciones de la protección social en el sentido estricto:
instituciones educativas, instituciones que gestionan la infraestructura urbana (agua, vialidad,
saneamiento, etc.), instituciones que garantizan la seguridad. El financiamiento de los gastos
de esas instituciones es exclusivamente fiscal y plantea una multiplicidad de problemas de
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definición de la igualdad de derechos. Pero la desigualdad en el ejercicio de esos derechos no
los convierte en “derechos sociales”.
La “asistencia” en el sentido estricto del término, tal como aparece por ejemplo en el texto de
1793 citado anteriormente, respecto de “personas que no están en condiciones de trabajar”, no
es un “derecho social del trabajador”; es un deber de la nación para con los ciudadanos, sin
otra contrapartida que la sumisión al poder soberano. Esto implica distinguir claramente, para
cada tipo de cobertura de riesgos, lo que tiene que ver con los derechos sociales del trabajador
y lo que tiene que ver con la asistencia de la Nación. Esta distinción se vuelve problemática
en algunas de las grandes esferas de intervención de la protección social. En materia de la
familia por ejemplo, algunos riesgos están vinculados a los derechos sociales que se
desprenden del trabajo: pérdida del ingreso por maternidad por ejemplo; otros se vinculan a
la relación de las/los ciudadanas/os con la Nación 4 . En materia de salud, la cuestión es de la
misma naturaleza: una parte de los gastos en salud está vinculada al trabajo, ya sea porque el
trabajo es la causa del estado de salud del trabajador o que el gasto tenga como efecto poner
(o volver a poner) al trabajador en estado de trabajar. Otra parte está vinculada a los derechos
sociales del ciudadano.
Los “derechos sociales del ciudadano” no se definen, en ningún caso, como “caridad”. Allí
radica, por otra parte, la ambigüedad de la “renda basica de ciudadania” brasilera (de la que
hablaré después). Se la puede interpretar, por un lado, como un subsidio mínimo otorgado a
los pobres (y a los no pobres) para deshacerse del problema de la pobreza y de las
reivindicaciones de los pobres. Pero, por otro lado, se la puede interpretar como el
reconocimiento y la contrapartida al hecho de que todo ciudadano contribuye o ha contribuido
(aunque sea desempleado, ama de casa, o viejo) a la reproducción de lo que constituye la
Nación: familia (las generaciones anteriores y las que seguirán), vida colectiva local,
(inclusive por los mecanismos de solidaridad), reproducción y transmisión de los valores
simbólicos, etc. La idea de “derechos sociales del ciudadano” remite entonces a la idea de que
todo ciudadano es -en tanto “molécula” de un cuerpo productivo colectivo- productor de algo
que va más allá de la actividad del trabajo remunerado. Se trata efectivamente de derechos
sociales y no del cumplimiento de funciones estatales, como se señaló respecto de las políticas
urbanas y educativas. Que el financiamiento en los dos casos sea fiscal no impide que la
naturaleza de esos gastos sea fundamentalmente diferente.
4
Por ejemplo, numerosos historiadores de las políticas familiares en Francia estiman que la creación de los
subsidios familiares responde a una política “de natalidad” en parte determinada por la “sangría” demográfica de
la primera guerra mundial.
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resolvería de una vez estos problemas, además de extender la ayuda a las familias trabajadoras
de bajos ingresos”.
La primera observación que se puede hacer es que resulta sorprendente justificar mediante
argumentos técnicos una medida que, de ser llevada a cabo, implicaría una conmoción total
del sistema de protección social, o incluso de las relaciones sociales en su conjunto. En efecto,
la “renda basica de cidadania” plantea una larga serie de problemas irresueltos (más allá del
problema del financiamiento), dos en particular: el primero es que nadie sabe (dado el carácter
candente de los alcances políticos) si la “renda basica” va a reemplazar a las numerosos
subsidios dirigidos a los “pobres” o si se sumará a ellos. En el primer caso, la “renda basica”
agravaría la situación relativa de los pobres y en muchos casos la situación absoluta. Esta
opción sería absolutamente coherente con la visión de los liberales, inventores del subsidio
universal como substituto de todos los subsidios de asistencia: se trata de solventar la
“demanda de seguridad de los pobres”. Si éstos prefieran utilizar el subsidio para alimentarse
simplemente o mejorar su alojamiento en vez de contratar un seguro de salud, ése es su
problema. No podrán culpar más que a ellos mismos cuando estén enfermos. En el segundo
caso, el costo financiero sería insoportable y la medida no se pondrá nunca en práctica,
excepto con un nivel ridículo.
La puesta en práctica de la “ley 100” en Colombia ilustra bien esta cuestión. La aplicación de
esta ley presente un balance incierto en sus aspectos relacionados con la salud. Por un lado,
las tasas de cobertura han aumentado significativamente (al menos hasta el 2002), en
particular entre las categorías (o las clases de ingresos) que tenían las tasas de cobertura más
bajas. El gasto público en salud también aumentó considerablemente. Pero por otro lado, una
proporción importante de individuos “subvencionados” no deberían serlo e inversamente, una
proporción importante de aquellos que deberían poder acceder al subsidio no pueden hacerlo.
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Los análisis críticos explican, en general, el primer problema en relación con el fuerte
desarrollo de prácticas clientelistas (reforzadas por la descentralización) y el segundo por
aspectos “técnicos” (fallas administrativas en zonas rurales, desconocimiento de los derechos,
importancia de la población fluctuante y mal registrada). Pero más allá de ese debate, la
situación de la protección social en materia de salud en Colombia revela dos principios
importantes, que no han sido señalados.
Conclusión
Este texto, ya demasiado largo, se detiene, de cierta manera, allí donde debería haber
comenzado, es decir, en el enunciado de los procedimientos que permitirían determinar cómo
formular los desafíos políticos, establecer la base para la realización de un consenso y para la
formación de coaliciones políticas. El objetivo era simplemente mostrar que la
universalización de la protección social es un tema serio, práctico y político y una cuestión
urgente que no se puede dejar para un hipotético futuro promisorio. Desde un punto de vista
puramente económico, no existe ningún argumento convincente para refutar la hipótesis de la
universalización de la protección social. En efecto, por un lado esa universalización tiene
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efectos productivos que nadie se toma el trabajo de evaluar seriamente. Por otro lado, la
hipótesis inversa (la continuación del desmantelamiento neo-liberal de las políticas sociales)
genera costos políticos que se traducen en costos económicos que se vuelven mensurables
cuando ya es demasiado tarde.
Por tanto, la cuestión de las coaliciones políticas se desplaza: las coaliciones que podrían
haber llevado a la universalización no han resultado nunca, en la historia mundial, de un
cálculo sino de una apuesta. Es cierto que las condiciones para la formulación de dicha
apuesto se han modificado profundamente desde los años 40/50. Pero las condiciones
políticas presentan algunas semejanzas con aquel período: debilitamiento y hasta derrumbe de
antiguas coaliciones; divisiones y conflictos en el seno de las clases dominantes, incapacidad
para formular un proyecto económico que no se apoye sobre un proyecto social. Todo esto es,
desde luego, bastante voluntarista, pero la protección social siempre fue una cuestión de
voluntarismo.
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