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TRATADO DE LOS TRES IMPOSTORES
MOISÉS, J ESÚS CRISTO, MAHOMA
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Anónimo clandestino del siglo XVIII
TRATADO
DE LOS TRES IMPOSTORES
MOISÉS, JESÚS CRISTO, MAHOMA
5
Anónimo
Tratado de los tres impostores; 1ª ed.; Buenos Aires
El Cuenco de Plata, 2007
192 pgs.; 21x12 cm.; (El libertino erudito)
ISBN: 978-987-1228-22-5
CDD 270
Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del editor.
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Colección dirigida por Diego Tatián
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PRÓLOGO
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ideas antieclesiásticas y antiabsolutistas, cuya tesis
principal –el origen puramente humano y político
de las grandes religiones por obra de impostores–
encuentra su antecedente más importante en otro
escrito anónimo fundamental, el Theophrastus redi-
vivus (1659)2. En este caso, el ES se edita conjunta-
mente con la más antigua biografía de Spinoza, La
vie de Monsieur Benoît de Spinosa (VS) escrita por el
médico Jean Maximilien Lucas, según la edición de
1719 –que, al igual que muchas de las copias ma-
nuscritas, reunía ambos textos bajo el título La vie et
l’esprit de Mr. Benoît de Spinosa3.
El autor probable de la VS, J. M. Lucas (1636-1697)4,
fue un ferviente propagandista del antiabsolutismo y
un opositor acérrimo de Luis XIV, que debió emigrar
a Holanda hacia 1677 estableciéndose en Amsterdam,
donde trabajó como periodista y librero hasta su
muerte. Probablemente haya sido introducido al cír-
culo de los discípulos de Spinoza por Jan Rieuwertsz,
editor y amigo del filósofo. En el texto de Lucas –la
única de las biografías antiguas no hostil– tiene ori-
gen la “leyenda negra” de la excomunión de Spinoza,
conforme la cual habría sido instigada por su viejo
maestro Saúl Leví Morteira, movido por deseo de
10
venganza y odio tras una delación de dos condiscípu-
los según los cuales el joven Baruch se burlaba de la
Ley mosaica y negaba que Dios fuera inmaterial y el
alma inmortal. De todo lo cual Lucas extrae la univer-
sal moraleja anticlerical: “Es absolutamente cierto que
los eclesiásticos de cualquier religión que sean –genti-
les, judíos, cristianos, mahometanos– son más celosos
de su autoridad que de la justicia y la verdad, y se
hallan todos animados por el mismo espíritu de per-
secución”.
11
–escribe Gregorio IX– asegura que el universo ha sido
engañado por tres impostores; que dos de ellos han
muerto en la gloria, mientras que Jesús ha sido col-
gado en una cruz. Además, sostiene claramente y en
alta voz, o mejor dicho, se atreve a mentir hasta el
punto de decir que son necios todos ésos que creen
que un Dios creador del mundo y omnipotente ha
nacido de una virgen. Sostiene la herejía de que nin-
gún hombre puede nacer sin el comercio de un hom-
bre y una mujer. Añade que no se debe creer en ab-
soluto sino lo que está probado por las leyes de las
cosas y por la razón natural”5. La leyenda de un
libro llamado De tribus impostoribus concebido en
el círculo averroísta del “precursor del Anticristo”
–agrega Renan–, además de los nombres de Ave-
rroes y Federico II, llega también a involucrar a los
de Boccacio, Aretino, Postel, Vanini, Campanella,
Bruno, Hobbes, Spinoza, etc., quienes sucesivamen-
te habrían sido “los autores de este libro misterioso,
que nadie ha visto (me engaño: Mersenne lo ha vis-
to, ¡pero en árabe!), que nunca ha existido”6.
Así, paralela a la heterodoxia mística y comunis-
ta que parte de Joaquín de Fiore y llega hasta los
místicos alemanes del siglo XIV, pasando por Uber-
tino da Casale, Dolcino y los Hermanos del espíritu
libre7, una línea de incredulidad materialista y anti-
clerical proveniente del estudio de los árabes y ci-
frada en la teoría de la religión como impostura,
se extendería entre los siglos XII y XVII uniendo
12
misteriosamente los nombres de Averroes y Spino-
za –o, más precisamente, el “espíritu” de ambos8.
Lo cierto es que, en caso de existir, el De tribus
impostoribus de la leyenda es una pieza completamente
diferente del Traité des trois imposteurs francés, que si
bien reproduce una tesis antigua, el mosaico de citas
y referencias que lo componen pertenecen casi total-
mente a autores modernos. Más aún, se trataría de
las primeras traducciones al francés del Leviatán y la
Ética. El cap. II del ES (“Razones que han llevado a
los hombres a imaginarse un ser invisible, o lo que
comúnmente llamamos Dios”) es considerado por S.
Berti9 como la primera versión francesa de la Ética,
en este caso del Apéndice de la parte I, que es tradu-
cido prácticamente en su totalidad sin que, como tam-
poco en los otros casos, sea revelada la fuente. En
efecto, si bien el Tratado teológico-político había sido
ya traducido al francés por Saint Glain en 1678 y
editado bajo nombres ficticios10, la Ética penetra en
13
Francia primero en la exposición que hacían de ella
textos hostiles como la Réfutation du système de Spino-
sa de F. Lamy; el Dictionnaire historique et critique...
(1697) de P. Bayle; la Démonstration de l’existence de
Dieu (1713) de Fénelon, o la Réfutation de Spinoza
(1731) de Boulainvilliers. Sin embargo, la primera
traducción propiamente dicha es la que realizara el
mismo Boulainvilliers (entre 1704 y 1712), aunque
recién publicada por Colonna D’Istria en 1907 –por
lo que la primera versión al francés completa y efec-
tivamente editada de la Ética es la de Emile Saisset
de 1842.
14
y por qué se han introducido tantas en el mundo”–
es tomado del cap. XII (Of Religion) del Leviathan,
en el que Hobbes recurre al tema de la impostura
religiosa para referir a distintos casos de la historia
pagana, aunque sin extenderla no obstante ni a
Abraham, ni a Moisés, ni a Cristo. En efecto, la se-
milla natural de la religión consiste –escribía Hob-
bes– en cuatro cosas: imaginación de espíritus y
poderes invisibles; ignorancia de las causas; devo-
ción hacia lo que produce temor; y admisión de ca-
sualidades como pronósticos de buena o mala for-
tuna. Sin embargo, estos elementos comunes dan
origen a dos tipos diferentes de religiones: en pri-
mer término las de todos los legisladores paganos
que son pura invención humana y que, orientadas
exclusivamente a la obediencia, forman parte de la
“política humana”; en segundo término, las que or-
denan su materia por “mandato y dirección de
Dios”, religiones que son por tanto “política divi-
na” –como las que cabe atribuir a “Abraham, Moi-
sés y Nuestro Señor, de quienes han derivado has-
ta nosotros las leyes del reino de Dios”12.
De manera que el tema de “la impostura y el
fraude” –que en Hobbes concierne a la magia, la
nigromancia, el conjuro, la hechicería, y a todos
aquellos que hacían creer al pueblo ser deposita-
rios de una naturaleza superior o algún tipo de pri-
vilegio con la divinidad, como Numa Pompilio, el
“fundador del reino del Perú” o Mahoma13–, es ra-
dicalizado en nuestro tratado hacia la totalidad de
las religiones, a cuya base encontramos siempre un
12 Leviatán, versión de M. Sánchez Sarto, Sarpe, Madrid, 1983,
vol I, cap. XII, p. 123.
13
Ibid., pp. 126-127.
15
impostor. Lo cual conduce al núcleo del texto, que
es la consideración del cristianismo como una im-
postura más –según una inspiración que invoca más
inmediatamente el “esprit” de Vanini que el de Spi-
noza14.
En efecto, en el capítulo “Sobre la política de Je-
sús Cristo” la fuente principal es el De Arcanis de
Vanini (de quien son tomados los motivos de la im-
postura de Cristo, la inautenticidad de la Escritura y
la crítica a las creencias en el infierno y el paraíso),
en tanto que en el que lleva por título “Sobre la mo-
ral de Jesús Cristo” fue extraído principalmente de
La Vertu des Payens de François de la Mothe le Vayer.
14 Entre los estudiosos modernos del TTI tal vez ha sido Paul
Vernière quien ha marcado con mayor intensidad la distorsión
de Spinoza –no sólo del texto sino también del “espíritu”– por
parte del autor o los autores del impío Tratado: “En todo esto
–escribe– hay poco de Spinoza: el desconocido autor, supues-
to discípulo, lejos de seguir la moderación del Tractatus [Theo-
logico-Politicus], ridiculiza no solamente la tradición judía, sino
también al pueblo judío, se burla de Jesús como Voltaire...; la
tesis misma de la impostura de los fundadores de religiones no
habría sido jamás admitida por Spinoza. El tono general, en
fin, con su penosa ironía, disimula mal la indigencia intelec-
tual, la carencia de sentido histórico, la erudición grosera y mal
digerida. Y sin embargo, reina en ese panfleto mediocre un
spinozismo latente... Tenemos la impresión no de un descono-
cimiento sino de una traición consciente de Spinoza” (Spinoza
et la pensée française avant la Révolution, op. cit., pp. 362-3). Sin
embargo, estamos de acuerdo con Silvia Berti en que esa “trai-
ción” es del más alto interés histórico.
15 The clandestine organisation and diffusion of philosophic ideas in
France from 1770 to 1850, Princeton University Press, 1938, p.
116. B. E. Schwarzbach y A. W. Fairbairn retomaron esta hipó-
16
ros propagandistas del spinozismo en Francia) la
paternidad del texto.
A su vez Richard Popkin16 sostuvo –en base a
una carta de Henry Oldenburg a Adrian Boreel fe-
chada en abril de 1656– que su origen e inspiración
deben ser buscados en medios cuáqueros, sabba-
taístas y demás corrientes milenaristas que tuvie-
ron fuerte presencia en Inglaterra y Holanda du-
rante buena parte del siglo XVII –y de las que Spi-
noza, sin ser necesariamente un “milenarista secre-
to” como llega a sugerir Popkin, estaba perfecta-
mente al tanto. La objeción de Silvia Berti a esta
posición es contundente: en efecto, si una copia del
TTI existía ya en 1656, no podría haber habido en
ella nada de Spinoza: ni transcripciones de la Etica
(1677), ni referencias al Tratado teológico-político
(1670), como efectivamente hay en la edición de La
vie et l’esprit... de 1719 (por lo cual esta estudiosa se
17
inclina a creer que el referente de la carta de Ol-
denburg es el Theophrastus redivivus). No obstante,
nada impide pensar que el spinozismo haya sido
una incorporación tardía a un texto ya existente –que
fue creciendo de ese modo, por agregación–, así
como también, naturalmente, el título L’esprit de Mr.
de Spinosa podría haber sido posterior.
Margaret Jacob, por su parte, postula en su libro
sobre el Iluminismo radical17 que la redacción del ES
proviene de grupos masónicos de La Haya, en tan-
to que Françoise Charles-Daubert18 retoma la anti-
gua conjetura según la cual la versión primitiva del
Esprit presenta “similitudes de estilo” con la bio-
grafía de Lucas, por lo que pertenecería al mismo
autor. Finalmente, Silvia Berti19 –tomando siempre
como referencia el artículo de P. Marchand20– con-
sidera que el texto debió haber sido compuesto en-
tre 1702 y 1711, fue editado por Charles Levier y su
autor habría sido un tal Mr. Jan Vroesen, Conseje-
ro de la Corte de Brabante en La Haya.
* * *
18
te raros. A. Wolf había identificado uno en la Uni-
versitätsbibliothek de Halle –que desapareció du-
rante la guerra–; M. Verecruysse otro en Bruselas;
S. Berti otro en Los Angeles, sobre el cual preparó
su edición crítica. Este último volumen habría per-
tenecido al célebre Abraham Wolf, cuya biblioteca
privada fue uno de los más importantes fondos spi-
nozistas que hayan existido. Tras su muerte, este
tesoro bibliográfico (conocido como “Wolf Catalo-
gue”) fue subastado en Amsterdam, en 1950, por el
anticuario Menno Hertzberger, y adquirido por La
University Reaserch Library de Los Angeles. Entre
los volúmenes, se encontraba el ejemplar de La vie
et l’esprit... que Berti halló en 1985, ignorado por
más de treinta años21.
La composición y la edición de este pequeño li-
bro –“perdido” durante años– por Levier y sus
amigos (Jean Rousset de Missy, Jean Aymon...) fue
una aventura intelectual emocionante y sin duda
riesgosa, cuya reconstrucción por investigadores y
estudiosos no ha disipado totalmente su misterio
–ni presumiblemente lo haga nunca. El propósito
de esa operación editorial fue claramente política,
o político-filosófica. Como quiera que sea, la “dis-
torsión” materialista y libertina del pensamiento de
Spinoza en este escrito radical, no reticente y ya
19
sustraído por completo a la cultura barroca de la
disimulación, no es la deriva menos interesante de
lo que la hermenéutica ha llamado Wirkungsgeschi-
chte, esa “historia de los efectos” que una filosofía
tiene la potencia de producir, en este caso en una
dirección emancipatoria que, por cierto, ha sido y
es el corazón del spinozismo, y seguramente tam-
bién el “espíritu” del Señor de Spinosa.
D. T.
20
BIBLIOGRAFÍA
EDICIONES
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21
EDICIONES EN CASTELLANO
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23
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Wolf, A.(edit.), The Oldest Biography of Spinoza, Allen
& Unwin, London, 1927.
25
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LA VIDA Y EL ESPÍRITU
DEL SEÑOR BENOÎT DE SPINOSA
27
28
ADVERTENCIA
29
verdad, en lugar de dañarla serviría, por el contrario,
para hacer más brillante su triunfo y más vergonzosa
la derrota de aquéllos, sin embargo no se han atrevi-
do a ir contra la corriente publicando La vida y el espí-
ritu del Señor Benoît de Spinosa.
Se han impreso de la obra tan pocos ejemplares,
que ella casi no será menos rara que si hubiese que-
dado en manuscrito.
Tendremos el cuidado de distribuir ese peque-
ño número de ejemplares entre personas capaces,
que estén en grado de refutarla. No cabe ninguna
duda de que ellos pondrán en retirada al autor de
este monstruoso escrito, y que destruirán comple-
tamente el impío sistema de Spinosa, sobre el que
se fundan los sofismas de su discípulo. Este es el
fin que nos hemos propuesto al hacer imprimir este
Tratado, del que los libertinos toman sus capciosos
argumentos.
Lo ofrecemos sin ninguna alteración ni suaviza-
miento, para que estos señores no vayan a decir
que se han atenuado las dificultades para hacer más
fácil su refutación. Por lo demás, las injurias grose-
ras, las mentiras, las calumnias, las blasfemias que
habrán de leerse aquí con horror y execración, se
refutan a sí mismas, y no pueden menos que vol-
verse contra aquél que las afirmó con tanta extra-
vagancia como impiedad, para sumirlo en la ruina.
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PREFACIO DEL COPISTA
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LA VIDA DEL SEÑOR
BENOÎT DE SPINOSA
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Nuestro siglo es muy ilustrado, pero no por ello
justo con los grandes hombres. Aunque les deba a
ellos sus mejores luces y se aproveche felizmente de
ellas, no es capaz de soportar que sean alabados, ya
sea por envidia o por ignorancia. Y no deja de sor-
prender que sea necesario esconderse para escribir
sus vidas, como se lo hace para cometer un crimen,
sobre todo si esos grandes hombres se volvieron
célebres por vías extraordinarias y desconocidas para
las almas comunes. Pues en ese caso, con el pretexto
de rendir honor a las opiniones recibidas, por ab-
surdas y ridículas que pudieran ser, defienden su
ignorancia y le sacrifican a ella las luces más sanas de
la razón y, por así decirlo, la verdad misma. Pero
cualesquiera sean los riesgos que se corran en una
carrera tan espinosa, muy poco provecho habría sa-
cado yo de la filosofía de aquel de quien me propon-
go describir la vida y las máximas, si temiera asumir
tal compromiso. No temo demasiado la furia del
pueblo, dado que tengo el honor de vivir en un re-
pública que deja a sus ciudadanos la libertad de opi-
nar, y donde incluso los anhelos de vivir tranquilo y
feliz serían inútiles si las personas de probada hon-
radez fueran vistas con envidia.
Si esta obra que consagro a la memoria de un
ilustre amigo no es aprobada por todo el mundo, al
menos lo será por quienes únicamente aman la ver-
35
dad y tienen una suerte de aversión por la imperti-
nencia del vulgo.
Baruch de Spinosa era de Amsterdam, la más
hermosa ciudad de Europa, y de origen muy hu-
milde.
Su padre, que era judío de religión y portugués
de nacionalidad, no contando con los medios para
iniciarlo en el comercio, resolvió hacerlo aprender
las Letras hebreas. Este tipo de estudio, que es toda
la ciencia de los judíos, no era capaz de satisfacer un
espíritu brillante como el suyo.
Aún no tenía quince años y ya planteaba difíci-
les problemas que los más doctos entre los judíos
tenían dificultad para resolver; y aunque una ju-
ventud tan temprana no sea aún la edad propia del
discernimiento, él sin embargo poseía el suficiente
como para que sus dudas complicaran a su maes-
tro.
Por temor a irritarlo, simulaba estar muy satis-
fecho con sus respuestas, limitándose a escribirlas
para hacer uso de ellas en su debido tiempo y lu-
gar.
Como únicamente leía la Biblia, desde muy chi-
co fue capaz de no tener necesidad de ningún in-
térprete. Hacía reflexiones tan pertinentes que los
rabinos acababan por responderle como los igno-
rantes, quienes, al quedarse sin razones, acusan a
los que tienen demasiadas de tener opiniones poco
conformes con la religión.
Un proceder tan extraño le hizo comprender que
era inútil hacer preguntas acerca de la verdad. El
pueblo no la conoce en absoluto; por otra parte,
decía, creer ciegamente en los libros antiguos es
amar demasiado viejos errores. Se decidió por lo
36
tanto a no consultarse más que a sí mismo, aunque
sin ahorrar ningún esfuerzo para llegar a descu-
brirla.
Era necesario tener un espíritu grande y una
fuerza extraordinaria para concebir, antes de los
veinte años, un proyecto de tanta importancia.
En efecto, muy pronto demostró no haber em-
prendido nada con temeridad, pues comenzando
a leer de nuevo la Escritura, percibió su oscuri-
dad, analizó sus misterios y se hizo la luz a tra-
vés de las nubes, detrás de las cuales le había sido
dicho que estaba escondida la verdad.
Luego del examen de la Biblia, leyó y releyó el
Talmud con la misma exactitud. Y como no había
nadie que lo igualara en la comprensión de la len-
gua hebrea, no encontró nada que le resultara difí-
cil, aunque tampoco nada que lo dejara satisfecho.
Pero era tan juicioso que quería dejar madurar sus
pensamientos antes de aprobarlos.
En cambio Morteira, hombre célebre entre los
judíos y el menos ignorante de todos los rabinos
de su tiempo, admiró la conducta y el genio de su
discípulo. No podía entender que un hombre joven
con tanta penetración fuese tan modesto. Para co-
nocerlo a fondo, lo puso a prueba de todas las ma-
neras y admitió luego que nunca tuvo nada que
corregirle ni en cuanto a sus costumbres ni en cuan-
to a la belleza de su espíritu.
La aprobación de Morteira hacía que la buena
opinión que se tenía de su discípulo creciera, aun-
que ello no lo volvió vanidoso. No obstante ser tan
joven, una prudencia precoz le hacía prestar poca
consideración a la amistad y los elogios de los hom-
bres.
37
Por otra parte, el amor de la verdad era hasta
tal punto su pasión dominante, que casi no veía a
nadie. Pero por más precauciones que tomara para
sustraerse a los demás, tuvo encuentros que por
honestidad no pudo evitar, aunque muchas veces
hayan sido muy peligrosos.
Entre los que se mostraban más ansiosos y em-
peñados en trabar relaciones con él, dos jóvenes,
que decían ser sus amigos más íntimos, lo instaron
a decirles sus verdaderas opiniones. Le hicieron
notar que “sean las que fueran, no había nada que
temer de su parte, pues su curiosidad no tenía otro
propósito que el de aclarar todas sus dudas”.
El joven discípulo, asombrado por un discurso
tan inesperado, permaneció algún tiempo sin res-
ponderles. Pero finalmente, constreñido por su in-
oportuna insistencia, les dijo, riendo, que “ellos te-
nían a Moisés y a los profetas por verdaderos is-
raelitas, los cuales habían decidido todas las cosas,
y que por tanto los siguieran en todo si eran verda-
deros israelitas”. “Si debemos creerles –replicó uno
de los jóvenes–, no veo en absoluto que exista un
ser inmaterial, que Dios sea incorporal, que el alma
sea inmortal, ni que los ángeles sean una sustancia
real. ¿Qué te parece a ti? –prosiguió, dirigiéndose a
nuestro discípulo. ¿Dios tiene cuerpo? ¿Existen los
ángeles? ¿El alma es inmortal?”. “Admito –recono-
ció el discípulo– que al no hallarse nada inmaterial
o incorpóreo en la Biblia, no hay inconveniente al-
guno en creer que Dios es un cuerpo, tanto más por
el hecho de que, siendo Dios grande, como dice el
Rey profeta*, es imposible comprender una magni-
* Sal., XLVIII. I.
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tud sin extensión y que, por tanto, no sea un cuer-
po. En cuanto a los espíritus, es cierto que la Escri-
tura no dice en absoluto que sean sustancias reales
y permanentes sino simples fantasmas, llamados
ángeles por el hecho de que Dios se sirve de ellos
para manifestar su voluntad. De modo tal que los
ángeles y cualquier otra clase de espíritus no son
invisibles más que a causa de su materia muy sutil
y muy diáfana, que sólo puede ser vista como se
ven los fantasmas en un espejo, en los sueños o en
la noche. Del mismo modo que Jacob, mientras dor-
mía, vio ángeles que subían y bajaban una escalera.
Por esta razón no se encuentran pruebas de que los
judíos hayan excomulgado a los saduceos por no
haber creído en los ángeles: porque el Antiguo Tes-
tamento no dice nada de su creación. Por lo que
respecta al alma, en todos los lugares en los que la
Escritura habla de ella, la palabra alma es usada
simplemente para expresar la vida o todo lo que es
viviente. Sería inútil buscar allí algo en lo que fun-
dar su inmortalidad. Lo contrario es evidente en
cientos de pasajes, y no hay nada más fácil que pro-
barlo. Pero no es este el tiempo ni el lugar para
hablar de ello”.
“Lo poco que acabas de decir –replicó uno de
los dos amigos– convencería hasta a los más incré-
dulos; pero no es suficiente para satisfacer a tus
amigos, a quienes resulta necesario algo más sóli-
do, tanto más por el hecho de que el asunto es de-
masiado importante como para tan sólo ser roza-
do. Te excusamos ahora de profundizarlo a condi-
ción de retomarlo en alguna otra oportunidad”.
El discípulo, que sólo quería abandonar la con-
versación, les prometió todo lo que quisieran. Pero
39
de ahí en más evitó con cuidado todas las ocasio-
nes en las que se daba cuenta que intentarían reto-
marla. Y recordando que rara vez la curiosidad hu-
mana es bien intencionada, estudió la conducta de
sus amigos, y encontró en ella tantas cosas que re-
procharles, que rompió con ellos y no quiso hablar-
les nunca más.
Al darse cuenta de la decisión que había toma-
do, sus amigos se contentaron con murmurar entre
ellos mientras creían que sólo trataba de ponerlos a
prueba. Pero al perder toda esperanza de poder
doblegarlo, juraron que se vengarían de él. Y para
hacerlo con mayor eficacia, comenzaron a desacre-
ditarlo ante la gente. Declararon “que era un error
creer que este joven podría llegar a ser un día uno
de los pilares de la Sinagoga, que más verosímil era
pensar que sería su destructor, pues sólo albergaba
odio y desprecio por la ley de Moisés; dijeron tam-
bién que lo habían frecuentado confiando en la re-
ferencia de Morteira, pero que finalmente llegaron
a comprender, a partir de su conversación, que era
un verdadero impío; que el rabino, por más hábil
que fuese, estaba equivocado y se engañaba torpe-
mente si tenía un buen concepto de él, y que, en fin,
el solo contacto con él les causaba horror”.
Ese falso rumor, sembrado en sordina, muy rá-
pido se volvió público; y cuando vieron la ocasión
propicia para divulgarlo más abiertamente, hicie-
ron un informe para los sabios de la Sinagoga, a
quienes incitaron de tal modo que poco faltó para
que lo condenaran sin siquiera haberlo escuchado.
Pasado el ardor del primer momento (pues los
sagrados Ministros del Templo no están más exen-
tos de la ira que los demás), lo intimaron para que
40
compareciera ante ellos. Él, que sentía que su con-
ciencia nada le reprochaba, fue alegremente a la Si-
nagoga. Una vez allí sus jueces le dijeron, con el
rostro abatido y como enardecidos por el celo de la
casa de Dios, “que luego de haber alimentado mu-
chas esperanzas sobre su devoción, no podían creer
las malas cosas que se decían sobre él, y por tanto
lo habían llamado para saber la verdad y, con amar-
gura en el corazón, lo citaban para que diera cuenta
de su fe. Le dijeron que estaba acusado del más
negro y enorme de todos los crímenes, que es el
desprecio de la Ley, de lo cual ellos deseaban ar-
dientemente que pudiera purificarse, pero que si se
mantenía en esa convicción, ningún suplicio sería lo
suficientemente duro para castigarlo”.
De inmediato lo instaron a decirles si era culpa-
ble. Cuando vieron que lo negaba, sus falsos ami-
gos, que estaban presentes, se adelantaron y decla-
raron descaradamente que “lo habían escuchado
burlarse de los judíos como de gente supersticiosa,
nacidos y crecidos en la ignorancia, que no saben lo
que es Dios y no obstante tienen la audacia de con-
siderarse su pueblo, a diferencia de las demás na-
ciones. Que en lo que refiere a la Ley, ella había
sido instituida por un hombre más astuto que el
resto en materia de política, pero para nada más
ilustrado en física, ni en la teología. Que con un
poco de buen sentido podía descubrirse la impos-
tura, y que era necesario ser tan estúpido como los
hebreos del tiempo de Moisés como para seguir a
este hombre pícaro”.
Sus acusadores revelaron todo esto, además de
lo que había dicho sobre Dios, los ángeles y el alma,
lo que conmocionó a los espíritus y los hizo gritar:
41
anatema, antes incluso de que el acusado tuviera tiem-
po de justificarse.
Animados por un celo santo para vengar la Ley
profanada, los jueces interrogan, apremian, ame-
nazan y buscan intimidar. Pero a todo esto el acu-
sado sólo replicó que “sus gesticulaciones sólo le
producían pena y que ante la exposición de tan bue-
nos testigos estaba dispuesto a reconocer lo que le
imputaban si para sostenerlo se adujeran sólo razo-
nes incontestables”.
Sin embargo, advertido del peligro en el que se
hallaba su discípulo, Morteira corrió de inmediato
hacia la Sinagoga, donde se ubicó junto a los jueces
y le preguntó “si había olvidado los buenos ejem-
plos que él le dió; si acaso su rebeldía era fruto de
los cuidados que él había puesto en su educación, y
si no tenía miedo de caer en manos del Dios vivien-
te. Le dijo que el escándalo era ya grande pero que
aún había posibilidad de arrepentimiento”.
Luego de que Morteira agotara su retórica sin
hacer vacilar la firmeza de su discípulo, con un tono
más temible y en calidad de jefe de la Sinagoga, lo
conminó a que se apurara en elegir el arrepenti-
miento o el castigo, y amenazó con excomulgarlo si
no daba inmediatamente señales de contrición.
Sin sorprenderse, el discípulo le respondió que
“conocía la gravedad de la amenaza, y que como
compensación por el trabajo que se había tomado
en enseñarle la lengua hebrea, estaba dispuesto a
enseñarle el modo de excomulgar”. Ante estas pa-
labras, encolerizado, el rabino vomita contra él toda
su hiel y tras unos fríos reproches interrumpe la
asamblea, sale de la Sinagoga y jura volver con el
anatema en la mano. Pero aunque haya estado bajo
42
juramento, no creyó que su discípulo tendría el co-
raje de esperarlo.
Sin embargo se equivocó en sus previsiones acer-
ca de su discípulo, pues lo que sigue mostró que si
estaba bien informado sobre la belleza de su espíri-
tu, no lo estaba sobre su fuerza. Habiendo transcu-
rrido inútilmente el tiempo que empleó a continua-
ción para hacerle ver el abismo en el que caería, se
fijó el día para la excomunión.
Tan pronto lo supo se dispuso a la retirada, y
lejos de asustarse dijo a quien le trajo la noticia:
“¡En buena hora! No se me obliga a nada que no
hubiera hecho por mí mismo si no hubiese temido
el escándalo, pero ya que se quiere que las cosas
sean así, entro con alegría en el camino que me ha
sido abierto, con el consuelo de que mi salida será
aún más inocente de la que fue la de los primeros
hebreos fuera de Egiptoa. Aunque mi subsistencia
no esté más asegurada de lo que estaba la suya, no
me llevo nada de nadie, y cualquiera sea la injusti-
cia que se me haga, puedo jactarme de que no hay
nada que reprocharme”.
El escaso trato que desde hacía algún tiempo te-
nía con los judíos, lo obligó a tenerlo con los cristia-
nos; en efecto, trabó amistad con personas inteli-
gentes que le advirtieron los inconvenientes de no
saber griego ni latín, por más versado que fuese en
el hebreo, el italiano y el español, por no hablar del
alemán, el flamenco y el portugués, que eran sus
lenguas naturales.
a
Aludía a lo que se dice en el Éxodo, cap. XII, 35-36, a saber,
que los hebreos despojaron a los egipcios de vasijas llenas de
oro y de plata, y de las vestimentas que les habían prestado
por orden de Dios.
43
Por sí mismo comprendió hasta qué punto le eran
necesarias estas lenguas cultas, aunque la dificul-
tad radicaba en encontrar un medio de aprender-
las sin tener fortuna, ni un origen ilustre, ni amigos
en los que apoyarse.
Como pensaba incesantemente en ello y lo ma-
nifestaba en cada circunstancia, Van den Enden, que
enseñaba con éxito griego y latín, le ofreció sus ser-
vicios y su casa a cambio de que lo ayudase un tiem-
po con la instrucción de sus alumnos cuando estu-
viera en condiciones de hacerlo.
Mientras tanto Morteira, irritado por el despre-
cio que su discípulo mostraba hacia él y hacia la
Ley, transformó su amistad en odio y saboreó, ful-
minándolo, el placer que las almas abyectas encuen-
tran en la venganza.
La excomunión de los judíosa nada tiene de par-
ticular; sin embargo, para no omitir nada que pue-
da instruir al lector, señalaré aquí los aspectos prin-
cipales.
Una vez que el pueblo se reúne en la Sinagoga,
esta ceremonia, que ellos denominan Heremb, tiene
inicio cuando se encienden una gran cantidad de
velas negras y se abre el tabernáculo donde están
guardados los Libros de la Ley. Luego, el cantante,
desde un lugar un poco más elevado, enuncia con
voz lúgubre las palabras de la execración, mientras
que otro cantante toca un cornoc y se invierten las
velas para hacerlas caer gota a gota en una cuba
a En el tratado de Seldenus De Jure Naturae & Gentium se puede
encontrar el formulario de la excomunión corriente de la que
se valen los judíos para expulsar de su propia comunidad a
los violadores de su Ley.
b Palabra que en hebreo significa separación.
c O una corneta, que en hebreo se denomina sophar.
44
llena de sangre; ante lo cual el pueblo, animado por
un horror santo y una rabia sagrada frente a un
espectáculo tan sombrío, responde amén con un tono
furioso. Lo cual demuestra el buen servicio que cree-
ría prestarle a Dios si pudiese despedazar al exco-
mulgado, cosa que sin duda haría si llegara a encon-
trarlo en ese momento, o a la salida de la Sinagoga.
Respecto de esto es necesario señalar que el so-
nido del corno, las velas invertidas y la cuba llena
de sangre son aspectos rituales que se observan sólo
en caso de blasfemia. De no ser así se limita a ful-
minar con la excomunión, como ocurrió en el caso
del señor de Spinosa, que no fue declarado culpa-
ble de haber blasfemado sino de haberle faltado el
respeto a Moisés y a la Ley.
La excomunión tiene tal gravedad entre los ju-
díos, que los mejores amigos del excomulgado no
se atreverían a prestarle la menor ayuda, ni siquie-
ra a hablarle, puesto que caerían bajo la misma pena.
Es así que quienes temen la dulzura de la soledad y
la impertinencia del pueblo prefieren sufrir cual-
quier otro castigo en lugar del anatema.
El señor de Spinosa, que había encontrado un
asilo en el que creía hallarse protegido de los insul-
tos de los judíos, no pensaba en otra cosa más que
en avanzar en las ciencias humanas –en las cuales,
con una inteligencia tan eminente como la suya, no
cabía ninguna duda de que haría en muy poco tiempo
un progreso muy considerable.
Pero los judíos, turbados y confundidos al no
haber acertado el golpe y al observar que aquél a
quien habían decidido arruinar estaba ahora fuera
de su poder, lo acusaron de un crimen del que no
habían podido declararlo culpable. Hablo de los ju-
45
díos en general, pues aunque los que viven del altar
jamás perdonan, no me atrevería a decir en esta oca-
sión que los únicos acusadores fuesen Morteira y sus
colegas. Haberse sustraído a su jurisdicción y sub-
sistir sin su ayuda eran dos crímenes que les pare-
cían imperdonables. Sobre todo Morteira no podía
tragar ni soportar que su discípulo y él permanecie-
ran en la misma ciudad después de la afrenta que
sentía haber recibido. ¿Pero cómo hacer para echar-
lo? Él no era el jefe de la ciudad como lo era de la
Sinagoga. Sin embargo, la malicia es tan poderosa
amparada en un falso celo, que el viejo lo consiguió.
He aquí cómo se las ingenió. Se hizo acompañar por
un rabino del mismo temple y fue a visitar a los ma-
gistrados, a quienes explicó que si había excomulga-
do al señor de Spinosa no fue por los motivos habi-
tuales sino por execrables blasfemias contra Moisés
y contra Dios. Exageró la impostura con todas las
razones que un odio sagrado le sugiere a un corazón
irreconciliable, y como conclusión pidió que el acu-
sado fuese desterrado de Amsterdam.
Al ver la irritación del rabino y con qué encarni-
zamiento declamaba contra su discípulo, no era di-
fícil comprender que era menos un devoto celo que
una rabia secreta lo que lo incitaba a vengarse. Los
jueces se dieron cuenta y, buscando eludir sus de-
mandas, las remitieron a los ministros.
Pero éstos, tras examinar el asunto, se encontra-
ron en dificultades. Por una parte no notaron nada
impío en la manera en que el acusado se justificaba,
pero por otra parte el acusador era rabino y el ran-
go que ostentaba les recordaba el suyo. A fin de
cuentas, una vez que consideraron todo no podían
consentir, sin con ello ultrajar el ministerio, que se
46
absolviera a un hombre al que un semejante quería
arruinar. Fue esta razón, buena o mala, la que los
hizo decidirse a favor del rabino. Es absolutamen-
te cierto que los eclesiásticos de cualquier religión
que sean –gentiles, judíos, cristianos, mahometanos-
son más celosos de su autoridad que de la justicia y
la verdad, y se hallan todos animados por el mis-
mo espíritu de persecución.
Los magistrados, que no se atrevieron a contra-
decirlos por razones que resulta fácil adivinar, con-
denaron al acusado a un exilio de algunos meses.
Por este medio el rabinismo logró su venganza,
aunque sea verdad que fue posible menos por la
intención directa de los jueces que por el deseo de
liberarse de las quejas más inoportunas de los más
insoportables y molestos de todos los hombres. Por
lo demás, lejos de ser perjudicial para el señor de
Spinosa, esta sentencia favoreció sus ganas de de-
jar Amsterdam.
Habiendo aprendido de las humanidades todo
lo que un filósofo debe saber, pensaba justamente
tomar distancia de la multitud de la gran ciudad
cuando vinieron a molestarlo.
De manera que no fue la persecución lo que lo
expulsó sino el amor a la soledad, en la que no du-
daba encontrar la verdad.
Esta fuerte pasión, que apenas si le proporcio-
naba algo de reposo, hizo que dejara con alegría la
ciudad en la que había nacido por una aldea llama-
da Rijnsburga, donde, lejos de todos los obstáculos
que sólo con la huida podía superar, se dedicó en-
teramente a la filosofía. Como había allí pocos au-
tores que eran de su agrado, recurrió a sus propias
a Aldea a una legua de Leiden.
47
meditaciones, resuelto a experimentar hasta dónde
podían llegar. Y en cuanto a esto ha proporcionado
una idea tan elevada de su espíritu, que con seguri-
dad sólo muy pocas personas han penetrado tan a
fondo como él las materias de las que se ocupó.
Vivió dos años en este retiro, donde por más
precaución que tomara para evitar todo contacto
con sus amigos, sus más íntimos iban a verlo cada
tanto y les costaba despedirse.
Sus amigos, que en su mayor parte eran carte-
sianos, le planteaban dificultades que según ellos
sólo podían ser resueltas a partir de los principios
de su maestro. El señor de Spinosa los advertía del
error en el que los sabios se hallaban aún, satisfa-
ciéndolos con razones totalmente opuestas. Pero
miren hasta dónde llegan el espíritu del hombre y
el poder de los prejuicios: al regresar a sus casas,
esos amigos casi fueron asesinados por haber ma-
nifestado públicamente que el señor Descartes no
era el único filósofo que merecía ser seguido.
La mayoría de los ministros, preocupados por
la doctrina de ese gran genio, celosos del derecho
que se arrogaban de ser infalibles en su elección,
claman contra una voz que los ofende y no olvidan
lo que saben hacer para sofocarla en el momento
mismo de su nacimiento. Pero no obstante esto, el
mal crecía de tal modo que estaba a punto de esta-
llar una guerra civil en el reino de las letras, cuan-
do se le rogó a nuestro filósofo que se explicara
abiertamente en relación al señor Descartes. El se-
ñor de Spinosa, que no quería otra cosa que ser
dejado en paz, con gusto consagró a ese trabajo al-
gunas horas de su ocio, y lo hizo imprimir en el año
mil seiscientos sesenta y tres.
48
En esa obra demostró geométricamente las dos
primeras partes de los Principiia del señor Descartes,
como dice en el prefacio a través de la pluma de uno
de sus amigosb. Pero sea lo que fuere que él haya
podido decir en favor de este célebre autor, los par-
tidarios de este gran hombre, para liberarlo de la
acusación de ateísmo, hicieron todo lo que pudieron
para hacer caer el rayo sobre la cabeza de nuestro
filósofo. Empleando en esta ocasión la política de
los discípulos de San Agustín, quienes, para limpiar-
se del reproche que se les hacía de inclinarse hacia el
calvinismo, escribieron contra esta secta los libros
más violentos. Pero la persecución hacia el señor de
Spinosa que incitaron los cartesianos, y que duró toda
su vida, lejos de hacerlo vacilar, no hizo más que
fortalecerlo en la búsqueda de la verdad.
Imputaba la mayor parte de los vicios humanos
a los errores del entendimiento y por temor de caer
en ellos se entregó aún más a la soledad, dejando el
lugar en el que estaba para trasladarse a Voorburg,
donde creyó que podría estar más tranquilo.
Los verdaderos sabios, que se dieron cuenta de
su ausencia tan pronto como dejaron de verlo, no
tardaron mucho en descubrirlo y lo abrumaron de
visitas en esta última aldea, tal como lo habían he-
cho en la primera.
Y puesto que no era insensible al sincero amor
de la gente de bien, cedió ante la insistencia de que
abandonara el campo para instalarse en alguna ciu-
dad en la que pudieran verlo más fácilmente. Se
49
estableció así en La Haya, que prefirió en lugar de
Amsterdam porque el aire era más sano, y perma-
neció allí durante el resto de su vida.
Al principio sólo era visitado por un pequeño
grupo de amigos, que lo hacía con moderación; pero
ese lugar amable no estaba nunca libre de viajeros
que procuraban ver lo que merece ser visto; los más
inteligentes de ellos, cualquiera fuese su condición,
habrían considerado que su viaje fue desaprovecha-
do si no visitaban al señor de Spinosa.
Y como la realidad respondía a la celebridad, no
había hombre docto que no le escribiese para aclarar
sus dudas. Prueba de ello es la gran cantidad de car-
tas que forman parte del libroa impreso tras su muer-
te. Pero ni la cantidad de visitas que recibía, ni la
cantidad de respuestas que debía dar a los sabios
que le escribían de todas partes, ni las obras maravi-
llosas que hoy nos deleitan, ocupaban completamente
el tiempo de este genio. Todos los días dedicaba al-
gunas horas a preparar lentes para telescopios y mi-
croscopios, actividad en la que sobresalía tanto que
si la muerte no le hubiese acaecido tan pronto segu-
ramente habría descubierto los más hermosos secre-
tos de la óptica. Era tan apasionado en la búsqueda
de la verdad que aunque tuviera una salud muy débil
y necesidad de reposo, se lo concedía en tan escasa
medida que estuvo tres meses enteros sin salir de su
casa. Llegó hasta el punto de rechazar una cátedra de
profesor en la Universidad de Heildelberg, por te-
mor a que este trabajo lo distrajera de su objetivob.
50
Después de haber realizado tanto esfuerzo por
enmendar su entendimiento, no debe asombrar que
todo lo que publicara haya sido de una calidad ini-
mitable.
Antes de él la Sagrada Escritura era un santua-
rio inaccesible. Todos quienes habían hablado de
ella lo habían hecho a ciegas. Sólo él habla de ella
como un sabio en el Tratado de Teología y de Políticaa,
pues lo cierto es que nadie ha tenido nunca un co-
nocimiento como el de él sobre la antigüedad ju-
daica.
Aunque no exista una herida más peligrosa ni
menos fácil de soportar que la maledicencia, nunca
se lo escuchó manifestar resentimiento contra quie-
nes lo calumniaban.
Cuando muchos trataron de desacreditar ese li-
bro con injurias llenas de hiel y de amargura, en
lugar de servirse de las mismas armas para des-
51
truirlos él se contentó con aclarara los pasajes a los
que se les adjudicaba un significado falso, por te-
mor a que la malicia confundiera las almas sinceras.
Si bien ese libro le ha valido un torrente de perse-
guidores, no es nuevo que el pensamiento de los
grandes hombres se mal interpreta, ni que una gran
reputación es más peligrosa que una mala.
Tuvo la suerte de haber conocido al señor pen-
sionario J. De Witt, quien quería aprender matemá-
ticas con él y a menudo lo honraba consultándole
sobre asuntos importantes. Pero le interesaban tan
poco los bienes de la fortuna que después de la muerte
del señor De Witt, quien le otorgaba una pensión de
doscientos florines, tras mostrar el documento de
su mecenas a sus herederos, como estos se resistían
a hacerla efectiva, se los entregó con tanta tranquili-
dad como si contara con otros recursos. Este gesto
desinteresado los hizo reconsiderar la cuestión, y le
concedieron con gusto lo que acababan de negarle.
En esto se basaba la mayor parte de su subsistencia,
pues de su padre no heredó otra cosa que ciertos
negocios complicados. O mejor dicho, algunos judíos
con los que ese buen hombre tenía comercio, consi-
derando que su hijo no tendría ganas de desenredar
sus embrollos, complicaron las cosas de tal modo que
prefirió dejarles todo en vez sacrificar su tranquili-
dad por una esperanza incierta.
52
Hasta tal punto buscaba pasar desapercibido a los
ojos del pueblo que poco antes de morir pidió que
su Moral no llevara su nombre, con el argumento de
que tales ostentaciones eran indignas de un filósofo.
Su celebridad se había extendido tanto que se
hablaba de él en círculos exclusivos. El Príncipe Con-
dé, quien se encontraba en Utrecht al inicio de las
últimas guerras, le envió un salvoconducto con una
carta cortés en la que lo invitaba a que fuera a verlo.
El señor de Spinosa tenía un espíritu muy bien
educado, y sabía demasiado bien lo que le debía a
personas de tan alto rango como para ignorar en
esta ocasión cómo debía comportarse con Su Alte-
za. Pero puesto que no dejaba su soledad más que
para volver rápidamente a ella, un viaje de algunas
semanas lo hacía titubear. Finalmente, luego de al-
gunas dilaciones, sus amigos lo convencieron de po-
nerse en camino. Pero como mientras tanto una or-
den del rey de Francia había convocado al príncipe
a otra parte, lo recibió en su ausencia el señor de
Luxemburgo, con miles de cortesías y asegurándo-
le la benevolencia de Su Alteza.
Esa multitud de cortesanos no perturbó a nues-
tro filósofo, pues tenía una educación más propia
de la corte que de la ciudad comercial a la que de-
bía su nacimiento y de la que, podemos afirmar,
que no tenía ni sus vicios ni sus defectos.
Puesto que quería verlo, el príncipe mandó a
decir muchas veces que lo esperase. Los curiosos
que lo amaban, y que encontraban cada vez más
motivos para amarlo, estaban encantados de que
Su Alteza lo obligara a esperarlo.
Luego de algunas semanas, cuando el príncipe
hizo saber que no le sería posible volver a Utrecht,
53
todos los franceses curiosos quedaron apenados,
pues no obstante las gentiles ofertas que le hiciera
el señor de Luxemburgo, nuestro filósofo se despi-
dió rápidamente de ellos y regresó a La Haya.
Tenía una virtud tanto más digna de estima cuan-
to que raras veces se encuentra en un filósofo: era
extremadamente arreglado y jamás salía sin que su
vestimenta dejara ver lo que distingue a un hom-
bre honesto de un pedante.
“No es –decía– ese aire sucio y descuidado lo
que nos vuelve sabios; al contrario –proseguía– esa
negligencia afectada es la marca de un alma baja
donde la sabiduría no se encuentra en absoluto, y
donde las ciencias sólo pueden engendrar impure-
za y corrupción”.
No sólo no lo tentaban las riquezas, sino que tam-
poco temía las consecuencias desagradables de la
pobreza. Su virtud lo había puesto por encima de
todas esas cosas, y si bien no fue muy aventajado en
las buenas gracias de la fortuna, nunca la lisonjeó ni
murmuró contra ella. Si bien su fortuna era de las
más mediocres, en compensación su alma era de las
mejores provistas de todo lo que hace a los grandes
hombres. Era generoso aun en estado de extrema
necesidad, y prestaba lo poco que recibía de la libe-
ralidad de sus amigos con el mismo desprendimien-
to que si hubiera estado nadando en la opulencia.
Cuando se enteró de que un hombre que le debía
doscientos florines cayó en bancarrota, en vez de
inquietarse dijo sonriendo: “debo reducir mis gas-
tos ordinarios para compensar esta pequeña pérdida:
es a este precio –añadió– que se compra la firmeza”.
No me refiero a este episodio como si fuera algo
deslumbrante, pero como el genio no se muestra
54
en nada mejor que en estas pequeñas cosas, no hu-
biera podido omitirlo sin escrúpulo.
Era tan desinteresado como poco lo son los de-
votos que claman contra él. Vimos ya una prueba de
su desinterés; vamos a referir otra que no lo honra-
rá menos.
Cuando uno de sus íntimos amigosa, que era un
hombre de buen pasar, quiso regalarle dos mil flo-
rines para que viviese más cómodamente, él los re-
chazó con su cortesía habitual, diciendo que no le
hacían falta. En efecto, era tan moderado y tan so-
briob, que aun disponiendo de muy pocos medios
no le faltaba nada. “La naturaleza –decía– se con-
tenta con poco, y cuando ella está satisfecha yo tam-
bién lo estoy”.
Pero, como se verá, no era menos equitativo que
desinteresado.
El mismo amigo que había querido obsequiarle
dos mil florines, como no tenía mujer ni hijos, quiso
hacer un testamento en su favor y designarlo su le-
gatario universal. Le habló de ello y trató de con-
vencerlo para que aceptara. Pero lejos de consentir-
lo, el señor de Spinosa le manifestó tan vivamente
que iría contra la equidad y contra la naturaleza si
en perjuicio del propio hermano disponía de su su-
cesión en favor de un extraño, por más amistad que
hubiera tenido con él, que su amigo, rindiéndose ante
sus sabias demostraciones, le dejó todos sus bienes
a quien naturalmente debía hacerlo, su heredero, a
condición, sin embargo, de que asegurase una pen-
sión vitalicia de quinientos florines para nuestro fi-
a
El señor Simón de Vries.
b No alcanzaba a gastar seis sueldos al día y apenas bebía una
pinta de vino por mes.
55
lósofo. Sin embargo, debemos admirar aquí una vez
más su desinterés y su moderación: consideró que
esa pensión era mucha y la hizo reducir a trescientos
florines. Hermoso ejemplo que será escasamente se-
guido, en especial por los eclesiásticos, gente ávida
de los bienes de los demás, que se abusan de la de-
bilidad de los ancianos y las devotas a las que enga-
ñan; no sólo aceptan sin escrúpulo sucesiones en per-
juicio de los herederos legítimos, sino que incluso
recurren a la sugestión para procurárselas.
Pero dejemos ya a estos tartufos y volvamos a
nuestro filósofo.
Por no haber gozado de una salud perfecta a lo
largo de su vida, aprendió a sufrir desde su más
temprana juventud; por ello jamás ningún hombre
entendió esa ciencia mejor que él. No buscaba con-
suelo más que en él mismo y, si era sensible a algún
dolor, era al dolor de los otros. “Creer que el sufri-
miento es menos intenso cuando lo compartimos
con muchas otras personas es –decía– una señal de
ignorancia, y hay que tener muy poco buen sentido
para considerar las penas comunes como si fueran
consuelos”.
Y con ese ánimo derramó lágrimas cuando vio a
sus conciudadanos desgarrar a su padre comúna, y
aunque supiese mejor que nadie en el mundo de
qué son capaces los seres humanos, no pudo menos
que estremecerse ante la vista de ese horrendo y
cruel espectáculo. Por una parte, veía que se come-
tía un parricidio sin precedentes y una ingratitud
extrema; por la otra, se veía privado de su ilustre
mecenas y del único apoyo que le quedaba.
56
Hubiera sido suficiente para abatir a un alma
común; pero un alma como la suya, que estaba acos-
tumbrada a vencer las turbaciones interiores, no
corría el peligro de sucumbir. Como siempre era
dueño de sí mismo, pudo muy rápidamente sobre-
ponerse a este temible episodio. Cuando uno de
sus amigos que no lo abandonaba nunca le mani-
festó su estupor, nuestro filósofo replicó: “¿De qué
nos serviría la sabiduría si, cayendo en las mismas
pasiones que el pueblo, no tuviésemos la fuerza de
levantarnos a nosotros mismos?”.
Como no estaba comprometido con partido al-
guno, no le rendía tributo a ninguno; dejaba a cada
cual la libertad de sus propios prejuicios, pero sos-
tenía que la mayor parte de ellos eran un obstácu-
lo para la verdad y que la razón era inútil si se la
usaba sin cuidado, o si se prohibía su uso cuando
se debía optar por ella. “Son estos –decía– los dos
defectos humanos más grandes y más comunes: la
pereza y la presunción. Unos se corrompen cobar-
demente en una crasa ignorancia, que los sitúa por
debajo de las bestias; otros se yerguen como tira-
nos sobre el espíritu de los simples, proporcionán-
doles como si fueran oráculos eternos un mundo
de falsos pensamientos. Es esta la fuente de las
creencias por la que los hombres se hallan infatua-
dos. Y es ello lo que los divide a unos de otros en
oposición a la finalidad de la naturaleza, que es
volverlos semejantes como niños de la misma ma-
dre. Por ello –decía– sólo quienes se han liberado
de las máximas de su infancia pueden conocer la
verdad, y es necesario hacer extraños esfuerzos
para superar las impresiones de la costumbre y bo-
rrar las falsas ideas que contrae el espíritu huma-
57
no antes de ser capaz de juzgar las cosas por sí
mismo. Salir de ese abismo –según su parecer– era
un milagro tan grande como el de poner orden en
el caos”.
No hay que sorprenderse si toda su vida com-
batió contra la superstición. Además de ser llevado
a ello por una inclinación natural, mucho contribu-
yó para que así sucediera la enseñanza de su padre,
que era un hombre sensato. Este buen hombre le
enseñó a no confundir la superstición con la autén-
tica piedad. Queriendo probar a su hijo que aún no
había cumplido los diez años, le ordenó que fuera a
buscar un dinero que le debía cierta vieja de Ams-
terdam. Cuando entró a su casa ella leía la Biblia y
le hizo una seña para que esperara hasta que hubie-
ra acabado con su plegaria. Una vez que lo hizo, el
niño le dijo el motivo de su visita y la buena vieja
contó el dinero y le dijo, mostrándoselo sobre la
mesa: “Aquí está lo que le debo a tu padre. Un día
serás un hombre tan honesto como él, que nunca se
apartó de la Ley de Moisés. El cielo te bendecirá
sólo si lo imitas”. Habiendo dicho estas palabras,
tomó el dinero para meterlo en la bolsa del niño.
Pero él, que percibió en esa mujer todas las señales
de la falsa piedad de las que su padre lo había ad-
vertido, quiso contarlo frente a ella no obstante su
resistencia. Y encontrando que faltaban dos duca-
tones, que la piadosa vieja había dejado caer por
una fisura hecha expresamente en un cajón que ha-
bía debajo de la mesa, corroboró la idea que se ha-
bía formado.
Orgulloso por el éxito de esta aventura y por la
aprobación de su padre, observó esta clase de gen-
te con más cuidado que antes, y llegó a hacer sobre
58
ella ironías tan finas que todo el mundo quedaba
sorprendido.
En todas sus acciones su propósito era la virtud,
pero puesto que no tenía de ella una idea espantosa
como la de los estoicos, no era enemigo de los pla-
ceres honestos. Es verdad que los placeres del es-
píritu constituían su objeto de estudio principal,
mientras que los del cuerpo le interesaban poco.
Sin embargo, cuando le tocaba encontrarse frente a
esa clase de distracciones de las que no se puede
prescindir de manera honesta, las tomaba con indi-
ferencia, sin que perturbara la tranquilidad de su
ánimo –cosa que prefería a cualquiera otra imagi-
nable. Pero lo que más estimo en él es que habien-
do nacido y crecido en medio de un pueblo tosco,
que es la fuente de la superstición, no haya mama-
do la amargura y haya purificado su espíritu de las
falsas máximas por las que tanta gente se encuentra
engañada. Se curó completamente de esas opinio-
nes insulsas y ridículas que tienen los judíos de Dios.
Un hombre que conocía la finalidad de la sana filo-
sofía y que, según afirman las personas más exce-
lentes de nuestro siglo, la ponía en práctica de la
mejor manera; un hombre así, digo, no hubiera po-
dido imaginarse a Dios como lo hizo ese pueblo.
Pero el hecho de no creer en Moisés ni en los profe-
tas cuando se adaptan –como él mismo decía– a la
elementalidad del pueblo, ¿es una razón suficiente
para condenarlo? He leído a la mayor parte de los
filósofos y afirmo, con toda buena fe, que no existe
ninguno de ellos que ofrezca ideas tan bellas de la
divinidad como las que nos proporciona el señor
de Spinosa en sus escritos. Dice que “mientras más
conocemos a Dios más dueños somos de nuestras
59
pasiones; que es en ese conocimiento donde se en-
cuentra la más perfecta tranquilidad de espíritu y
el verdadero amor de Dios, y que en ello consiste
nuestra salvación, es decir la felicidad y la liber-
tad”.
Son estos los puntos principales que, según nues-
tro filósofo, enseña la razón en lo que respecta a la
vida verdadera y el soberano bien del hombre. Si
se compara esto con los dogmas del Nuevo Testa-
mento se verá que son la misma cosa. La Ley de
Jesús Cristo nos conduce al amor de Dios y del pró-
jimo, que es justamente lo que la razón nos inspira
según el parecer del señor de Spinosa. De aquí es
fácil inferir que el motivo por el que San Pablo dice
que la religión cristiana es una religión razonablea,
es que ha sido prescrita por la razón y ella es su
fundamentob. También según Orígenes, se llama re-
ligión razonable a toda aquella que se halla bajo el
imperio de la razón. A lo que se añade lo que afir-
ma uno de los antiguos Padresc, que debemos vivir
y obrar según las reglas de la razón.
Son estas las opiniones seguidas por nuestro fi-
lósofo, apoyado en los Padres y en la Escritura. A
pesar de ello se lo condena, aunque sólo por aque-
llos a quienes el interés los induce a hablar contra
la razón, o que jamás la han conocido.
Si hago esta pequeña digresión es para incitar a
los simples a sacudirse el yugo de los envidiosos y
los falsos sabios, que no soportan la reputación de
la gente sensata y buscan imponer la creencia de
que sus opiniones poco tienen que ver con la ver-
a Rom., XII, I.
b Ver las notas de Erasmo sobre este pasaje.
c Teofrasto.
60
dad. Volviendo al señor de Spinosa, tenía en su con-
versación un aire tan fascinante y establecía rela-
ciones tan precisas, que insensiblemente convencía
a todo el mundo de concordar con su opinión. Era
persuasivo, aunque no afectara un hablar amanera-
do ni elegante. Tan comprensible, y su discurso tan
lleno de sensatez, que nadie lo escuchaba sin que-
dar satisfecho.
Este precioso talento atraía a su casa a todas las
personas razonables, y en todo momento se lo en-
contraba de un humor constante y agradable. En-
tre todos los que lo frecuentaban no había quien no
le testimoniara una amistad especial, pero como
nada hay tan oculto como el corazón del hombre,
luego se revelaría que la mayor parte de estas amis-
tades eran fingidas, de suerte que quienes más le
debían, sin razón alguna aparente ni verdadera,
terminaron tratándolo de la manera más ingrata.
Esos falsos amigos, que en apariencia lo adora-
ban, lo calumniaban en secreto ya sea para adular a
los poderosos –a quienes no les gusta la gente de
espíritu–, ya sea para adquirir reputación denigrán-
dolo.
Al enterarse un día de que uno de sus mayores
admiradores estaba buscando predisponer en con-
tra de él al pueblo y a los magistrados, dijo imper-
turbable: “No es una novedad que la verdad cues-
ta cara, pero no será por cierto la maledicencia lo
que me lleve a abandonarla”. ¿Existió alguna vez
una firmeza más grande, una virtud más pura? ¿Se
ha visto acaso en alguno de sus enemigos una mo-
deración semejante? Me doy perfecta cuenta de que
su desgracia consistía en ser demasiado bueno y
demasiado lúcido.
61
Reveló a todo el mundo lo que se pretendía man-
tener oculto. Encontró la Llave del santuarioa, donde
antes sólo se veían vanos misterios. He aquí la ra-
zón por la cual, aunque era un hombre de bien, no
pudo vivir con seguridad.
Aunque nuestro filósofo no fue una de esas per-
sonas austeras que consideran al matrimonio como
un obstáculo para la vida del espíritu, nunca se com-
prometió, sea porque temía el malhumor de una
mujer, sea porque se entregó por completo a la filo-
sofía y al amor de la verdad.
Además de no tener una complexión robusta, su
gran dedicación hizo que se debilitara aún más. Y
puesto que nada desgasta tanto como las vigilias,
sus indisposiciones habían llegado a ser casi conti-
nuas a causa de una maligna fiebrecilla lenta que
contrajo durante sus meditaciones. Así, luego de
haber languidecido los últimos años de su vida, la
terminó en la mitad de su carrera. Vivió por lo tan-
to cuarenta y cinco años aproximadamente, puesto
que había nacido en el año mil seiscientos treinta y
dos y dejó de vivir el veintiuno de febrero del año
mil seiscientos setenta y siete.
Era de estatura mediana, tenía los rasgos del
rostro bien proporcionados, la piel muy oscura, ca-
bellos negros y rizados, las cejas del mismo color,
los ojos pequeños, negros y vivaces, una fisonomía
bastante agradable y un aire portugués.
Tenía una inteligencia grande y penetrante, y un
temperamento muy amable. Sabía sazonar tan bien
las bromas que hasta los más delicados y severos
encontraban en ellas un encanto muy particular.
a Alusión al Tractatus Theologico-Politicus, que fue traducido al
francés con el título La Clef du Sanctuaire.
62
Sus días fueron breves –aunque sin embargo pue-
de decirse que vivió mucho, puesto que adquirió el
verdadero bien que consiste en la virtud, y ya nada
le quedaba por desear después de la gran reputa-
ción que obtuvo gracias a su profunda sabiduría.
La sobriedad, la paciencia y la veracidad no eran
más que sus virtudes menores. Tuvo la dicha de
morir en el punto más elevado de la gloria sin ha-
berla jamás ensuciado con ninguna mancha, y de-
jando en el mundo de los sabios y los doctos la tris-
teza de verse privado de una luz que no era menos
útil que la luz del sol. Aunque no haya tenido la
fortuna de ver el fin de las últimas guerras, tras las
cuales los Estados Generales retomaron el gobier-
no de su imperio medio perdido, sea por la suerte
de las armas, sea por alguna decisión desafortuna-
da, sin embargo, el hecho de haber escapado a la
tempestad que le preparaban sus enemigos no fue
para él una felicidad pequeña.
Lo habían vuelto odioso para el pueblo por el
hecho de haber proporcionado los medios para dis-
tinguir la hipocresía de la auténtica piedad y para
destruir la superstición.
Nuestro filósofo es por consiguiente muy afor-
tunado no sólo por la gloria de su vida sino tam-
bién por las circunstancias de su muerte, que afron-
tó con mirada intrépida según sabemos por quie-
nes estuvieron presentes, como si hubiera querido
sacrificarse por sus enemigos para que su memoria
no fuera manchada con un parricidio.
Somos nosotros que quedamos los que debemos
ser compadecidos, todos aquellos a quienes sus es-
critos ha vuelto mejores y para quienes su presen-
cia era de gran ayuda en el camino hacia la verdad.
63
Pero puesto que no pudo evitar el destino de todo
lo que vive, intentemos seguir sus huellas o al me-
nos, si no somos capaces de imitarlas, honrarlas con
la admiración y la alabanza. Es esto lo que aconsejo
a las almas sólidas: seguir sus máximas y sus luces,
tenerlas siempre delante de los ojos para servirse
de ellas como reglas de sus acciones. Todo lo que
amamos y honramos en los grandes hombres está
siempre vivo y vivirá a lo largo de los siglos.
La mayor parte de los que han vivido en la os-
curidad y sin gloria permanecerán sepultados en
las tinieblas y el olvido. Baruch de Spinosa vivirá
en el recuerdo de los verdaderos sabios y en sus
escritos, que son el templo de la inmortalidad.
FIN
64
CATÁLOGO DE LAS OBRAS
DEL SEÑOR DE SPINOSA
65
soluto el autor de este libro. Fue atribuido al
señor Lodewijk Meyer, médico de Amsterdam,
al señor Hermanus Schelius y al señor Van den
Hoof, que puso en evidencia su celo contra el
Stathoudérat en las Provincias Unidas. Al parecer
el autor es éste último y lo habría escrito para
vengarse de los Ministros de Holanda, quienes
eran grandes partidarios de la Casa de Orange
y continuamente declamaban desde el púlpito
contra el Pensionario De Witt.
Philosophia Sacrae Schripturae Interpres, Exercitatio Pa-
radoxa, Eleutheropoli. 1666. 4. La voz pública atri-
buye esta obra al señor Lodewijk Meyer. Este
tratado fue reimpreso con el título Danielis Hen-
sii P. P. Operum Historicum Collectio Secunda.
Lugd. Batav. apud Isaacum Herculis 1673. 8.
66
EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
BENOÎT DE SPINOSA
67
68
CAPÍTULO I
SOBRE DIOS
69
ta demasiado que el pueblo permanezca ignorante
como para soportar que alguien lo desengañe. De
manera que es necesario enmascarar la verdad o
sacrificarse a la rabia de los falsos sabios y de las
almas interesadas.
70
IV. En efecto, no son ne-
cesarias especulaciones elevadas ni penetrar en los
secretos de la naturaleza sino sólo un poco de buen
sentido para comprender que Dios no es colérico
ni celoso; que la justicia y la misericordia son fal-
sos títulos que se le atribuyen y, finalmente, que
nada de lo que los profetas y los apóstoles han
dicho de él constituye su naturaleza ni su esencia.
Para hablar sin rodeos y decir las cosas como son,
lo cierto es que esos hombres no fueron ni más
hábiles ni mejor instruidos que el resto en esos te-
mas. Lejos de ello, lo que dicen al respecto es tan
tosco que se requiere ser plebeyo para creerlo. La
cosa es en sí evidente, pero para volverla todavía
más clara, veamos si hay motivos para creer que
ellos fueron hechos de otra manera que el resto
de los hombres.
71
todos los hombres se asemejan, que todos tienen un
mismo principio y que todos los seres son iguales,
cree que profetas y apóstoles tenían un temple ex-
traordinario y que habían nacido expresamente para
propalar los oráculos de Dios. Pero, además de que
no tenían más espíritu que la gente común ni el en-
tendimiento más perfecto que el resto de los hom-
bres, ¿qué encontramos en sus escritos que nos obli-
gue a creer semejante cosa de ellos? La mayoría de
las cosas que dijeron son tan oscuras que no se las
comprende, y tan desordenadas que se ve bien que
no se entendían ni ellos mismos y que eran muy ig-
norantes. Lo que dio lugar a su credibilidad es que
se vanagloriaban de recibir inmediatamente de Dios
todo lo que anunciaban al pueblo. Creencia absurda
y ridícula, pues ellos mismos confesaban que Dios
les hablaba sólo en sueños. Puesto que los sueños
son naturales y, más aún, constituyen un estado de
embotamiento, es preciso que un hombre sea muy
vanidoso o muy insensato para alardear de que Dios
le habla en esas situaciones, y que un hombre sea
muy crédulo para pensar, contra toda evidencia, que
los sueños son oráculos. Incluso suponiendo que Dios
se hubiera revelado a alguien por sueños, por visio-
nes o por otras vías, nadie sin embargo estaría obli-
gado a creerle, pues siempre habría motivos para
temer que ese hombre fue engañado por algún im-
postor, o que sólo tuvo una ilusión producida por él
mismo, o, en fin, que su propósito fue el de engañar
a los demás. De hecho observamos que en la ley an-
tigua no se tenía por los profetas tanta estima como
la que se tiene actualmente. Cuando cansaba su char-
latanería, que casi siempre sólo tendía a apartar al
pueblo de la obediencia que debía a sus legítimos
72
reyes, se los hacía callar mediante diversos suplicios;
hasta el punto de que Jesús Cristo sucumbió porque
no tenía, como Moisésa, un ejército a su lado para de-
fender sus opiniones. Se añade a esto que los profetas
eran hasta tal punto dueños de contradecirse unos a
otros, que a veces entre cuatrocientos de ellosb no se
encontraba ninguno que fuera verdadero. Por lo de-
más, es cierto que el objeto de sus profecías, como el
de las leyes de los más célebres legisladores, era el de
eternizar su memoria haciéndole creer al pueblo que
conferenciaban directamente con Dios. Los políticos
más finos se han comportado siempre de ese modo,
aunque ese ardid no le haya dado resultado a quie-
nes, queriendo imitar a Moisés, no tenían modo de
proveer su seguridad.
73
embargo, Micaíasa lo vio sentado, Danielb vestido
de blanco y bajo la forma de un anciano, y Eze-
quielc como un fuego. Hasta su espíritu ha sido vis-
to bajo una figura corpórea. Juan Bautistad lo vio
bajo la forma de una paloma, y los apóstolese bajo
la forma de lenguas de fuego. Por otra parte, le
atribuyen miembros humanos y dicen que creó al
hombre a su imagen y semejanzaf, como acabamos
de señalar. Enseñan que es invisibleg, que ningún
hombre lo ha visto nuncah ni puede verlo y seguir
viviendoi; sin embargo Jacoboj, Jobk, Moisésl, Aarón,
Nadab, Abiu, los setenta ancianos de Israel, Ma-
noah y su mujerm, la mayor parte de los profetas y
una infinidad de otras personas ya lo han visto en
esta vida, los de corazón puro lo verán en la otran,
y allí lo veremos cara a carañ, tal como es, y sere-
mos iguales a élo. Por una parte, nos dicen que Dios
es bueno, dulce, caritativo, tierno, piadoso, benig-
no, misericordioso, paciente, que no se complace
con la muerte del malvado sino con su conversiónp.
Por otra, afirman que es severo, terrible, temible,
a I Re, XXII, 19.
b VII, 9.
c I, 27.
d Mat., III, 16.
e Hch., II, 3.
f Gen., I, 26.
g Hebr., XI, 27; I Tim., I, 17.
h Juan, I, 18.
i Ex., XXXIII, 20.
j Gen., XXII, 30.
k XLII, 5.
l Ex., XXIV, 9-11.
m Jue., XIII, 22.
n Mat., V, 8.
ñ I Cor., XIII, 12.
o I Juan, III, 2.
p Ez., XVIII, 23, 30.
74
un fuego que consume, que se complace en hacer
morir a los malvadosa, que se ríe y se burla de sus
calamidades y que no les responderá cuando gri-
ten frente a élb. En el Génesisc el hombre es repre-
sentado como libre de hacer el bien y no pecar; San
Pablod, por el contrario, enseña que no hay ningún
poder sobre la concupiscencia sin el auxilio de una
gracia particular. Se dice en el Éxodoe que Dios cas-
tigará la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta
la cuarta generación, y en Ezequielf que no se hará
cargar al hijo con la iniquidad del padre. Samuelg
dice, según el libro de los Númerosh, que Dios no se
arrepiente. Jeremíasi y Joelj, al contrario, dicen: el
primero, que se arrepiente del bien y del mal que
había dicho que haría a una nación o a un reino; el
segundo, que se arrepiente de haber causado aflic-
ción. Además, se arrepintió de haber creado al hom-
brek, de haber instaurado a Saúl como reyl, y del
mal que había dicho que le causaría a los ninivitasm.
Estas son las opiniones que esta gente tiene de
Dios a partir de sueños, inspiraciones, éxtasis, vi-
siones, revelaciones. Es esto lo que pretenden que
creamos. Pero para creer en semejantes contradic-
ciones, sería necesario ser tan toscos y tan estúpi-
a Deut., XXVIII, 63.
b Prov., I, 26-28.
c
IV, 7.
d Rom., VII, 18; IX, 10, 16.
e XX, 5.
f
XVIII, 20.
g I Sam., XV, 29.
h XXIII, 19.
i
XVIII, 7, 8, 9, 10.
j II, 13.
k Gen., VI, 6, 7.
l
Sam., XV, 11.
m Jon., III, 10.
75
dos como quienes, a pesar de la astucia de Moisés,
creyeron que un becerro era el Dios que los había
sacado de Egipto. Pero sin demorarnos en las fan-
tasías de un pueblo crecido bajo la servidumbre y
entre supersticiosos, terminemos este capítulo y,
considerando lo que hemos dicho, concluyamos que
la ignorancia es la base de la credulidad, y la cre-
dulidad la base de la mentira, de donde han salido
todos los errores que imperan hoy en día.
76
CAPÍTULO II
77
II. Una vez hallado el ori-
gen de los dioses, los hombres creyeron que serían
semejantes a ellos y que, como ellos, hacían todas las
cosas en virtud de algún fin. En efecto, dicen por
unanimidad que Dios lo ha creado todo para el hom-
bre y, recíprocamente, que el hombre ha sido crea-
do sólo por Dios. Dado que este prejuicio es tan ge-
neral, veamos por qué motivo los hombres tienen
tanta inclinación a abrazarlo, para mostrar luego que
a partir de allí se han formado las ideas del bien y el
mal, el mérito y el pecado, el encomio y el vituperio,
el orden y la confusión, la belleza y la fealdad.
78
anteponen a cualquier otra cosa, sólo tienen por
objetivo conocer las causas finales de sus acciones,
y una vez conocidas se dan por satisfechos, no bus-
can nada más y quedan convencidos de que no existe
ningún otro motivo de duda.
Luego, al encontrar tanto dentro como fuera de
ellos una cantidad de medios para lograr lo que
desean –por ejemplo ojos para ver, orejas para es-
cuchar, una lengua para hablar, dientes para masti-
car, manos para tocar, pies para caminar, etc.; fru-
tas, legumbres y animales para alimentarse, un sol
para obtener luz–, han razonado de esta manera:
que nada existe en la naturaleza que no haya sido
creado para ellos y de lo que no puedan disponer.
Por lo demás, considerando que no son ellos
quienes han creado el mundo, creyeron tener fun-
damento para imaginar un ser supremo que lo ha
creado por ellos tal y como es. Pues luego de ser
persuadidos de que ese mundo no ha podido crearse
por sí mismo, han llegado a la conclusión de que
debía ser obra de uno o muchos dioses, destinada
únicamente para el placer y el uso del hombre.
Por otra parte, puesto que la naturaleza de los
dioses que los hombres admitían les era sin embar-
go desconocida, la definieron en base a la suya pro-
pia. Creyeron que eran susceptibles de las mismas
pasiones y las mismas debilidades que ellos, y sobre
esa base imaginaron que habían creado el mundo
únicamente para los hombres, y que los hombres eran
muy amados por ellos. Y puesto que todas las incli-
naciones son distintas, cada uno se esforzó por ado-
rar a Dios según su propio humor, con el objeto de
atraer sobre sí bendiciones y de poner a toda la na-
turaleza al servicio de sus apetitos.
79
IV. De esta manera, trans-
formándose este prejuicio en superstición, se enrai-
zó de tal modo que los más toscos se creyeron capa-
ces de comprender las causas finales como si tuvie-
ran de ellas un perfecto conocimiento; así, en lugar
de mostrar que la naturaleza no hace nada en vano,
mostraron por el contrario que Dios y la naturaleza
soñaban al igual que los hombres. Y para que no se
nos acuse de exagerar las cosas, les pido que veamos
hasta qué extremo han llevado sus falsos razonamien-
tos sobre este tema. Habiendo experimentado que
en medio de las muchas ventajas que la naturaleza
les proporcionaba, una cantidad infinita de desgra-
cias como las tempestades, los terremotos, las enfer-
medades, el hambre, la sed, etc., turbaban las dulzu-
ras de sus vidas, en lugar de sacar de ello la conclu-
sión de que la naturaleza no fue creada sólo para
ellos, atribuyeron todas esas calamidades a la cólera
de los dioses, que se representaron irritados contra
ellos a causa de sus pecados. Y aunque la experiencia
cotidiana les enseñase lo contrario y una infinidad
de ejemplos les probase que los bienes y los males
eran comunes a los buenos y a los malos, no pudie-
ron sin embargo deshacerse de un prejuicio tan anti-
guo y tan inveterado. La razón de ello es que les re-
sultaba más fácil permanecer en la ignorancia natural,
que renunciar al viejo sistema de las causas finales
para inventar uno nuevo que fuera más razonable.
80
tu humano. Error en el que nos mantendríamos aún
si las matemáticas y otras ciencias no hubieran des-
truido este prejuicio.
81
seguirán preguntando sin rendirse jamás: ¿por qué
el hombre había sido invitado por su amigo en ese
momento preciso y no en otro? Y continuarán así
con una infinidad de preguntas para intentar ha-
cerles admitir que la sola voluntad de Dios, que es
el asilo de los ignorantes, es la causa de esa caída.
Del mismo modo, cuando ven la estructura del cuer-
po humano se admiran y, por el sólo hecho de que
ignoran las causas de algo que les parece maravi-
lloso, sacan la conclusión de que se trata de una
obra sobrenatural con la que nada tienen que ver
las causas que conocemos. De allí que quien quiera
conocer a fondo las causas de los milagros y com-
prender como sabio las causas naturales sin diver-
tirse admirando la ignorancia, pasa por ser impío y
herético debido a la maldad de aquellos a los que
el vulgo reconoce como intérpretes de la naturale-
za y de Dios. Estos espíritus mercenarios saben de-
masiado bien que la ignorancia que mantiene al pue-
blo sumido en el estupor es lo que los hace subsistir
y lo que mantiene su influencia.
82
de tener su libre albedrío, han pretendido inmiscuir-
se en la decisión que concierne a la alabanza y el
vituperio, el pecado y el mérito; llaman bien a todo
lo que redunda en una ventaja para ellos y lo que
concierne al culto divino, y, por el contrario, llaman
mal a todo lo que no conviene ni a uno ni a otro.
Los que ignoran la naturaleza de las cosas y no
tienen de ella otra idea que la que se forman con la
ayuda de la imaginación –a la que hacen pasar por
el entendimiento–, creen que en el mundo hay un
orden tal como se lo imaginan. Pues los hombres
están hechos de tal modo, que consideran a las co-
sas bien o mal ordenadas según las imaginen con
facilidad o con dificultad cuando los sentidos se las
representan. En efecto, dado que nos complacemos
frente a lo que fatiga menos la imaginación, nos
persuadimos fácilmente del fundamento que nos
lleva a preferir el orden a la confusión, como si el
orden fuera otra cosa que un puro efecto de la ima-
ginación humana. De manera que afirmando que
Dios ha creado todo con un orden, se le atribuye,
como al hombre, la facultad de imaginar. A no ser
desde la perspectiva de la imaginación humana, no
podemos pretender que Dios ha creado el mundo
de la manera más fácil de imaginarse, pues existen
una cantidad de cosas que están muy por encima
de la imaginación, y una cantidad de otras que la
arrastran al desorden a causa de su debilidad.
83
capaz. Por ejemplo, si el movimiento que los ner-
vios reciben de los objetos por medio de los ojos es
agradable a los sentidos, se dice que esos objetos
son bellos. De la misma manera decimos que los
olores son buenos o malos, los sabores dulces o
amargos, lo que se toca duro o blando, los sonidos
estridentes o armónicos, conforme los olores, los
sabores, etc., impacten en los sentidos y los pene-
tren de manera agradable o desagradable. Hasta
tal punto, que hay quienes han creído que Dios es
capaz de disfrutar con una melodía, y que los mo-
vimientos celestes eran un concierto armonioso.
Prueba evidente de que cada uno cree que las cosas
son tal como se las imagina, o más bien que el mun-
do es puramente imaginario.
Por ello no maravilla pensar en el hecho de que
casi no es posible encontrar dos hombres con la
misma opinión, y que incluso haya quienes se glo-
ríen por dudar de todas las cosas. Pues aunque los
hombres tengan un cuerpo semejante en muchas
cosas, difiere en muchas otras, y por ello sucede
que lo que a uno le parece bueno, a otro le parece
malo; lo que a uno le gusta, a otro le desagrada.
Resulta fácil inferir de esto que las opiniones difie-
ren sólo en lo que respecta a la fantasía, que el en-
tendimiento casi no interviene en ello, y que, final-
mente, las cosas del mundo no son más que un puro
efecto de la sola imaginación. Pero si en vez de re-
mitirse a la imaginación se consultara las luces del
entendimiento y las matemáticas, y no se fuera más
lejos de lo que puede ser concebido con la ayuda
de la luz natural, todos concordarían en la verdad,
y los juicios serían más uniformes y razonables de
lo que ellos son.
84
IX. Es evidente que todas
las razones de las que el vulgo tiene la costumbre
de valerse cuando pretende explicar la naturaleza,
son sólo maneras de imaginar que no demuestran
en absoluto lo que se quiere sostener. Y como a es-
tas razones se le dan nombres tan reales como si
existieran fuera de la imaginación, yo no las llamo
seres de razón, sino puras imaginaciones, pues no en-
cuentro nada más fácil que responder a los argu-
mentos que se fundan sobre estas nociones, que se
objetan del modo siguiente.
Si fuera verdadero que el universo es una ema-
nación y una consecuencia necesaria de la naturale-
za divina, ¿cómo se explicarían las imperfecciones
y defectos que se perciben en él –por ejemplo la
corrupción que envuelve todas las cosas con malos
olores; tantos objetos desagradables, tantos desór-
denes, tantos males, tantos pecados y tantas otras
cosas semejantes? Digo yo que no hay nada más
fácil que refutar estas objeciones.
Pues no debemos asignarles a las cosas otra per-
fección que la que corresponde a su naturaleza y a
su esencia, y ellas no son más o menos perfectas
por el solo hecho de que agradan o desagradan a
los sentidos, o por el hecho de que son útiles o in-
útiles para la naturaleza humana. Por lo demás, no
se puede juzgar la perfección de ningún ser más
que si se conoce su esencia y su naturaleza. Pero
para cerrarles la boca a los que preguntan por qué
Dios no ha creado a los hombres, sin excepción, de
modo tal que se dejaran conducir por las solas lu-
ces de la razón, basta con decir que es a causa de
que no le faltó materia para otorgar a cada ser el
grado de perfección que le era más conveniente; o,
85
para hablar más propiamente, porque las leyes de
la naturaleza eran tan amplias y tan extensas, que
podían servir para la producción de todas las cosas
de la que un entendimiento infinito es capaz.
86
CAPÍTULO III
QUÉ ES DIOS
87
en los cuatro primeros Concilios ecuménicos y ge-
neralesa.
88
re en absoluto que la copia sea semejante al origi-
nal. En resumen, en nuestros días el Dios del pue-
blo adopta muchas más formas que el Júpiter de los
paganos.
Lo más extraño es que mientras estas tonterías
más se contradicen y chocan con el buen sentido,
más el vulgo las reverencia. Cree obstinadamente
en lo que dijeron los profetas, aunque estos visio-
narios fueran entre los hebreos lo mismo que los
augures y los adivinos eran entre los paganos, y lo
mismo que los astrólogos y los fanáticos son entre
nosotros.
Se consulta la Biblia como si Dios se explicara
allí de una manera especial, aunque ella está llena
de fábulas impertinentes y ridículas. Prueba de ello
es lo que se relata de una serpientea y un asnob que
hablaron; de una mujer convertida en estatua de
salc; de un rey transformado en una bestia brutad;
de un Nazareno que destroza a un leóne, mata a
miles de hombres con una quijada de asno, arranca
los postes y los cerrojos de las puertas de una ciu-
dad y la carga sobre sus espaldas, rompe las cuer-
das más fuertes con las que se lo ata, abate un enor-
me edificio abrazando los pilares en los que está
apoyado, todo esto por la maravillosa fuerza que
reside en sus cabellos. Prueba de ello es lo que se
narra en la Biblia de un profetaf a quien los cuervos
le daban de comer dos veces al día; que vivió con
una sola comida durante cuarenta días y cuarenta
a
Gen., III, 1-5.
b Num., XXII, 29,30.
c Gen., XIX, 26.
d
Dan., IV, 32-36.
e Jue., XIV, XV, XVI.
f I Re., XVII, XIX; 2 Re., II.
89
noches de marcha; que distinguió las aguas de un
río tocándolas con su manto, y que lo atravesó con
los pies secos; que, finalmente, fue elevado hacia los
cielos desde un torbellino por un carro de fuego con-
ducido por caballos de fuego. Se cuenta de otro pro-
fetaa que permaneció tres días y tres noches en el
vientre de un pez, donde respiraba tan cómodamente
que cantó allí una canción. A pesar de todos estos
cuentos pueriles y de una infinidad de otros seme-
jantes que pululan por ese libro, se obstina en cano-
nizarlo, sin querer prestar atención al hecho de que
no es otra cosa que un entretejido de fragmentos
cocidos conjuntamente en diferentes tiempos, ofre-
cidos al público siguiendo el capricho de los rabi-
nosb, que los produjo después de haber aceptado unos
y rechazado otros según los encontrara conformes o
repugnantes a la ley de Moisés. Sí, tal es la locura y
la estupidez de los cristianos, que les gusta pasarse
la vida idolatrando un libro que recibieron de un
pueblo ignorante; un libro en el que no hay orden ni
método, que es tan confuso y está tan mal concebido
que nadie puede entenderlo, y que sólo sirve para
fomentar las divisiones entre ellos. Tal es, digo, su
locura, que prefieren adorar ese fantasma en lugar
de entender la ley natural, que Dios, es decir la na-
turaleza, en cuanto principio del movimiento, escri-
bió en los corazones de los hombres.
a Jon., II.
b El Talmud refiere que los rabinos dudaron si suprimir el libro
de Proverbios y el Eclesiastés del número de libros de la Biblia.
Lo que les impidió hacerlo fue el hecho de que hallaron allí
algunos pasajes en los que se habla elogiosamente de la ley de
Moisés. Hubieran hecho lo propio con las profecías de Eze-
quiel, si un cierto Ananías no hubiera tenido la habilidad de
conciliarlas con la misma ley.
90
Todas las demás leyes no son más que ficciones
humanas y puras ilusiones, no forjadas por demo-
nios o malos espíritus –que nunca existieron más
que en la imaginación–, sino por la astucia de los
príncipes y de los eclesiásticos; aquéllos para refor-
zar su autoridad, éstos para enriquecerse vendien-
do a los ignorantes una infinidad de quimeras.
En lo que respecta a las leyes de los cristianos,
están fundadas en un Libroa cuyo original no se
encuentra en ningún lado, y cuyas copias existentes
difieren esencialmente unas de otras en miles de
pasajes; en un Libro, en fin, que sólo contiene cosas
sobrenaturales, es decir imposibles; y las recompen-
sas y castigos que allí se proponen para las buenas
y las malas acciones, conciernen sólo a una vida fu-
tura por miedo a que el fraude se descubra en esta,
pues nunca nadie volvió de la otra para darnos no-
ticia de lo que allí sucede.
De este modo, el pueblo, flotando siempre en-
tre la esperanza y el miedo, es mantenido en el cum-
plimiento de su deber gracias a la creencia de que
Dios no ha creado a los hombres más que para ha-
cerlos eternamente felices o desdichados. Es esta
opinión, que tiene origen en la esperanza y el mie-
do, la que ha dado lugar a una infinidad de religio-
nes, de las que ahora vamos a hablar.
a La Biblia.
91
CAPÍTULO IV
92
sucumbieron tantos pueblos, y de la cual, por pro-
funda que sea, los verdaderos sabios podrían sacar-
los si su celo no fuera contrastado por quienes guían
a estos ciegos y sólo viven de imposturas. Pero aun-
que haya pocas posibilidades de que este emprendi-
miento tenga éxito, no por ello es necesario abando-
nar la causa de la verdad. Y aunque más no sea en
consideración de quienes se protegen de los sínto-
mas de un mal tan grande, es necesario que un alma
generosa diga cómo son las cosas.
93
III. Los ignorantes, es de-
cir la mayor parte de los hombres, habiendo fijado
de este modo la sustancia de sus dioses, trataron
también de entender de qué manera esos seres in-
visibles producían sus efectos; pero sin poder lo-
grarlo debido a su ignorancia, creyeron sus pro-
pias conjeturas juzgando ciegamente el futuro por
el pasado, aunque no observaran ninguna relación
ni dependencia entre ellos. En todo lo que empren-
dían, miraban al pasado y sacaban de él buenos o
malos augurios, según que el mismo emprendimien-
to haya tenido éxito o no en otro tiempo. Así, como
Formión había derrotado a los lacedemonios en la
batalla de Lepanto, después de su muerte los ate-
nienses ungieron a otro capitán con el mismo nom-
bre. Después de que Aníbal sucumbiera bajo las
armas de Escipión, llamado el Africano, a causa de
ese éxito los romanos enviaron a la misma provin-
cia otro Escipión contra César –todo lo cual no sig-
nificó ningún éxito ni para los atenienses ni para los
romanos. De modo que luego de dos o tres expe-
riencias, muchos relacionaron con el lugar y el nom-
bre su buena o mala fortuna. Otros se valieron de
ciertas palabras misteriosas que llamaron encanta-
mientos, y las creyeron de una eficacia tal que eran
capaces, por sus poderes, de hacer hablar a los ár-
boles, crear un hombre con un trozo de pan, y trans-
formar todo lo que aparece delante de los ojos.
94
dio de signos de sumisión y respeto como dones,
plegarias y otras cosas semejantes. Digo al comien-
zo, ya que la naturaleza no enseña a realizar bajo
estas circunstancias sacrificios sangrientos, que sólo
fueron instituidos para la subsistencia de los sacri-
ficadores y ministros destinados al servicio de es-
tos bellos dioses.
V. La semilla de la religión,
es decir la esperanza y el miedo, a fuerza de pasar a
través de las pasiones, los juicios y los distintos con-
sejos de los hombres, produjo una gran cantidad de
extrañas creencias que son la causa de tantos males,
de tantas crueldades bárbaras y tantas revoluciones
que ocurren en los Estados. Los honores y los cuan-
tiosos réditos vinculados con el sacerdocio, que en
seguida pasan a ser propios del ministerio y las car-
gas eclesiásticas, atrajeron la ambición y la avaricia
de las personas astutas, que se aprovecharon de la
estupidez y la debilidad de los pueblos; y éstos in-
sensiblemente adoptaron el dulce hábito de asentir
a la mentira y odiar a la verdad.
95
VII. La materia informe del
mundo fue llamada Dios Caos. Se divinizaron tam-
bién el cielo, la tierra, el mar, el fuego, los vientos y
los planetas. También los hombres y las mujeres;
incluso el becerro, el perro, el cerdo, el cocodrilo,
la serpiente, la cebolla, los pájaros, los reptiles, en
una palabra toda clase de animales y de plantas tu-
vieron su parte. Cada río y cada manantial lleva-
ban el nombre de un Dios; cada casa tenía el suyo,
cada hombre tenía su genio. Finalmente todo estu-
vo lleno de espíritus, de sombras y de demonios,
tanto arriba como abajo de la tierra. No fue sufi-
ciente inventar divinidades en todos los lugares ima-
ginables; también se llegó a creer en ofensas hechas
al tiempo, al día, a la noche, a la concordia, al amor,
a la paz, a la victoria, a la disputa, al rencor, al ho-
nor, a la virtud, a la fiebre, a la salud, etc.; se llegó
a creer, digo, que se ultrajaba a esas bellas divini-
dades si no se les elevaban templos y altares. En
seguida se comenzó a reverenciar al propio genio,
que algunos invocaban bajo el nombre de musa.
Unos, bajo el nombre de fortuna, adoraban su pro-
pia ignorancia. Otros bautizaron sus desenfrenos
con el nombre de Cupido, su cólera con el nombre
de Furia, en una palabra, no había nada que no lle-
vara el nombre de un Dios o de un demonio.
96
cuidado en establecerla sobre fundamentos durables.
A tales efectos construyeron altares a dioses que se
dignaban a manifestarse a los hombres bajo esos si-
mulacros, les levantaron soberbios templos, institu-
yeron sacrificios, fiestas y ceremonias en su honor;
designaron sacrificadores, sacerdotes y ministros
para servirlos; asignaron a estos ministros, además
del diezmo, las mejores partes de las bestias sacrifi-
cadas, la mejor parte de los frutos, las legumbres,
los granos ofrecidos a los altares, y de esta manera
comprometieron a estas almas bajas y venales a man-
tener un culto que les resultaba tan provechoso. Y
esos sacrificios –de los que los dioses sólo veían el
humo–, los diezmos y las ofrendas, fueron inmedia-
tamente consideradas como cosas santas destinadas
a sagrados misterios, a fin de que nadie tuviera la
audacia de pretenderlos ni la temeridad de tocarlos.
Para engañar mejor a los pueblos, esos sacerdo-
tes se hacían pasar por profetas y hacían creer que
adivinaban el futuro gracias al comercio que se jac-
taban de tener con los dioses.
Como nada es tan natural al hombre como el
deseo de conocer su destino, esos impostores fue-
ron demasiado hábiles como para no aprovecharse
de esta inclinación y como para omitir una circuns-
tancia tan favorable para sus propósitos. Unos se
establecieron en Delos, otros en Delfos y otras par-
tes, donde, por medio de ambiguos oráculos, res-
pondían a las preguntas que les eran formuladas.
Incluso las mujeres estaban mezcladas en todo esto.
Efectivamente, durante las grandes calamidades los
romanos recurrían a los libros de las Sibilas.
Los locos y los insensatos pasaban por ser inspi-
rados, y quienes fingían tener comercio con los
97
muertos eran llamados nigromantes. Otros leían el
futuro en el vuelo de los pájaros o en las entrañas
de las bestias. En fin, los ojos, las manos, el rostro,
un objeto extraordinario, todo les parecía de buen
o mal augurio. Tanto es así, que la ignorancia está
dispuesta a creer lo que sea, siempre que se posea
el secreto para mantenerla.
98
CAPÍTULO V
SOBRE MOISÉS
99
baba su dominación, y que nadie debía tener la au-
dacia de disputársela. Jamás ha habido gente más
ignorante que esa ni, consiguientemente, gente más
crédula. En una ocasión tan propicia para mostrar
sus raros talentos, les hizo creer que Dios se le ha-
bía aparecido; que era por orden suya que debía
guiarlos; que Dios lo había elegido para gobernar-
los; que ellos mismos serían su pueblo elegido, pri-
vilegiado con exclusión de todas las demás nacio-
nes, siempre que creyeran e hicieran lo que él diga.
Y para terminar de convencerlos de su misión divi-
na, realizó en su presencia algunos astutos prodi-
gios que ellos creyeron ser milagros. Así, esos po-
bres desgraciados, deslumbrados por esas ilusiones
y embelesados al creerse adoptados por el mayor
de los dioses, después de salir de una dura esclavi-
tud, aplaudieron a Moisés y le juraron obediencia.
100
mediata con la divinidad atrajo hacia sí un respeto
y una obediencia sin límites. Sin embargo, por más
hábil que haya sido ese legislador, le hubiera sido
difícil hacerse obedecer si no hubiera contado con
la fuerza, pues sin las armas un impostor raramen-
te ha tenido éxito. En efecto, entre un número tan
grande de hombres que él tuvo el arte de avasallar,
había algunos lo suficientemente iluminados como
para advertir sus ardides, y lo bastante valientes
como para reprocharle que “bajo las falsas aparien-
cias de justicia y de igualdad, se había adueñado
de todo; que estando la autoridad soberana ligada
a su estirpe, ningún otro tenía el derecho de pre-
tenderla; que, en fin, él era menos su padre que su
tirano”. En esas ocasiones, Moisés, que era un polí-
tico hábil, mataba sin piedad a esos espíritus libres,
sin exceptuar a ninguno de los que blasfemaban
contra su gobierno. Con esas precauciones, y ca-
muflando los suplicios como si se tratase de ven-
ganzas divinas, vivió siempre como el amo absolu-
to. Y para terminar de la misma manera que había
comenzado, es decir como farsante e impostor, ex-
cavó un abismo en esa soledad a la que se retiraba,
y se arrojó allí a fin de que su cuerpo no fuera en-
contrado para hacer creer así que Dios lo había ele-
vado.
Sin embargo, él no ignoraba que la historia de
los patriarcas que lo habían precedido era tenida
en gran veneración aunque sus sepulcros se hubie-
ran hallado. Pero esto no fue suficiente para con-
tentar a una ambición como la suya; era necesario
que se lo adorase como a un Dios del cual la muerte
no pudo hacer su presa. En efecto, hacia eso tendía
lo que él dijo al comienzo de su reinado: que fue
101
designado Dios, el Dios del Faraón. Después de él
Rómuloa, Elíasb, Empédoclesc, y quienes como ellos
tuvieron la insensata vanidad de eternizar su nom-
bre, también ocultaron el momento de su muerte
para que se los creyese inmortales.
102
CAPÍTULO VI
103
II. Pero aunque en esos
tiempos rudos la credulidad de los romanos era
grande, sin embargo no lo era en comparación con
la de esos mismos romanos en los siglos civiliza-
dos. En efecto, estos últimos se apropiaron de los
dioses, las creencias y las supersticiones de todas
las naciones a las que habían vencido. Adoptaron
en particular la teología de los griegos, quienes
creían que Minerva había nacido de la cabeza de
Júpiter y Baco de su cadera; que Erictonio y Mirra
fueron engendrado por ese padre de los dioses, sin
madre, y que, al contrario, Vulcano y Marte fueron
los hijos de Juno, sin padre. Que Inaco, Eaco, Hér-
cules, Alejandro y una infinidad de otros eran hijos
de Júpiter, y que Perseo nació de este Dios y de la
virgen Dánae. La fecundidad de una virgen no le
resultaba increíble a esta gente que admitía, como
si se tratase de verdades divinas reveladas, una in-
finidad de cosas más absurdas y contradictorias.
Por lo demás, tal vez tomaron esta opinión de los
egipcios, quienes creían que el espíritu de Dios,
pneuma théon, podía dejar encinta una mujer.
104
CAPITULO VII
105
una virgen como madre pero con la diferencia de
que ellas concibieron fecundadas por los rayos del
sol. Esto sucedió en un tiempo en el que los judíos,
cansados de su Dios, como lo estuvieron de sus jue-
cesa, quisieron tener uno que fuera visible, al igual
que las demás naciones. Puesto que el número de
insensatos es infinito, Jesús Cristo encontró segui-
dores por todas partes, aunque su extrema pobreza
fue un obstáculo invencible para su elevación. Los
fariseos, a veces embelesados por la osadía de un
hombre de su propia sectab, otras veces celosos de
su audacia, lo bajaban o lo subían según el incons-
tante humor de la plebe. Aunque corriese cierto ru-
mor acerca de su divinidad, era imposible que, es-
tando despojado de todo como él estaba, su proyec-
to pudiera tener éxito. Aunque hubiera realizado los
milagros que se le atribuían, puesto que no tenía di-
nero ni ejército, no podía más que sucumbir. Pero si
hubiese tenido a disposición finanzas y tropas, es ve-
rosímil que su éxito no hubiera sido menor que el de
Moisés, el de Mahoma y el de todos aquellos que tu-
vieron la ambición de ponerse por encima de los de-
más. Si fue más desafortunado, no fue menos diestro,
y algunos episodios de su historia revelan que el prin-
cipal defecto de su política fue el de no haber previsto
de manera suficiente su seguridad. Por lo demás, no
me parece que haya tomado medidas peores que las
de los otros legisladores, cuya memoria permaneció
como árbitro de la creencia de tantos pueblos.
a En el libro I de Samuel, cap. VII, se dice que los israelitas,
estando descontentos de los hijos de Samuel, por quienes
eran juzgados, exigieron un rey, siguiendo el ejemplo de las
otras naciones a las que quisieron parecerse.
b Jesús Cristo era de la secta de los fariseos, es decir de los
pobres, en tanto que la de los saduceos era la secta de los ricos.
106
CAPÍTULO VIII
107
su vez, les preguntó de quién era la efigie y la ins-
cripción que se veía en la moneda. Del César, res-
pondieron. Y él replicó: “Dad al César lo que perte-
nece al César y a Dios lo que pertenece a Dios”. Con
esta respuesta ambigua, si está permitido hablar así,
eludió la dificultad que se le presentaba y evitó la
trampa en la que cualquier otro habría caído.
108
IV. Esas eran las astucias y
las escapatorias del destructor de la antigua ley y pa-
dre de la nueva. Esas fueron las semillas de la nueva
religión construida sobre la ruinas de la vieja, la que,
para decirlo con ánimo imparcial, nada tenía de más
divino que las otras sectas que la precedieron. Su fun-
dador, que no era para nada un ignorante, al ver la
extrema corrupción de la república de los judíos, la
consideró próxima a su fin y creyó que debía nacer
otra de sus cenizas. El temor a ser anticipado por otro
más ambicioso que él lo llevó a apresurarse e impo-
nerse con medios contrarios a los de Moisés. Éste había
comenzado por volverse amenazador y temible para
las demás naciones. Jesús Cristo, al contrario, las atrajo
hacia sí agitando la esperanza de otra vida que se ob-
tendría –decía–, en la medida en que se creyera en él.
Y así como Moisés sólo prometió bienes temporales a
quienes observaran su ley, Jesús Cristo les prometió
bienes interminables. Mientras que las leyes de uno
sólo tenían en cuenta el exterior, las del otro se diri-
gían hacia la interioridad; alaban o blasfeman hasta
los pensamientos y establecen lo contrario que las
de Moisés. De lo que se sigue que Jesús Cristo cre-
yó, como Aristóteles, que tanto las religiones como
los Estados y los individuos, se generan y se corrom-
pen; y que así como nada surge sino de lo que se ha
corrompido, ninguna ley sustituye a otra sino en cuan-
to es completamente opuesta. Pero como es muy di-
fícil decidir a los hombres a pasar de una ley a otra,
y la mayor parte de los espíritus son extremadamente
tenaces en materia de religión, Jesús Cristo, imitan-
do a otros innovadores, recurrió a los milagros, que
han sido siempre el escollo de los ignorantes y el
asilo de los ambiciosos.
109
V. De este modo se fundó
el cristianismo. Aprovechando los errores de la po-
lítica de Moisés, Jesús Cristo logró –mejor que nin-
gún otro emprendimiento– tomar las medidas ne-
cesarias para volver eterna su ley. Los profetas he-
breos pensaban hacerle honor a Moisés predican-
do un sucesor que se le parecería, es decir un Me-
sías grande por sus virtudes, poderoso por sus bie-
nes y temible para sus enemigos. Sin embargo, sus
profecías produjeron un efecto contrario; de he-
cho, a partir de ello una gran cantidad de ambi-
ciosos encontraron la oportunidad para presentarse
como el Mesías anunciado, lo que causó revueltas
que se extendieron hasta la entera destrucción de
esta antigua república. Más hábil que los profetas
mosaicos, para desacreditar a quienes se levanta-
ron contra él, Jesús Cristo predijo que cierto hom-
brea sería el gran enemigo de Dios, la delicia de los
demonios, la sentina de todos los vicios y la desola-
ción del mundo. Luego de estos bellos elogios, nin-
guno, me parece, habría querido ser el Anticristo; y
no veo que sea posible encontrar un secreto más efi-
caz para eternizar una ley –aunque no haya nada más
imaginario que las voces que se han hecho correr
acerca de este pretendido Anticristo.
Durante su vida, San Pablo dijo que el Anticris-
to ya había nacido y que, por consiguiente, estaba
esperando el advenimiento de Jesús Cristob. No
obstante, han pasado más de mil seiscientos años
desde la predicción del nacimiento de este precur-
sor, sin que nadie haya oído hablar de él.
a Ver Mat., XXIV, 4-5, 24-26; 2 Tesal., II, 3-10; 1 Juan, II, 18.
b 2 Tesal., II, 7.
110
Reconozco que algunos han atribuido estas pa-
labras a Ebión y Cerinto, dos grandes enemigos de
Jesús Cristo, dado que ellos combatieron su pre-
sunta divinidad. Pero puede decirse también que,
si esta interpretación es conforme al sentido que le
da el apóstol –lo que no es creíble–, esas palabras
designan en todos los siglos una infinidad de anti-
cristos. En efecto, no son verdaderos sabios quie-
nes creen faltar a la verdad por el hecho de soste-
ner, con Bonifacio VIIIa y León Xb, que la historia
de Jesús Cristo es sólo una fábula, y que la ley no es
más que fantasías que la ignorancia ha puesto en
boga, y que es mantenida por interés.
a Bonifacio VIII decía que los hombres tienen las mismas almas
que las bestias, y que las almas de los hombres y la de las
bestias no vivían más unas que otras. Decía asimismo que el
Evangelio, como todas las demás leyes, enseñaba muchas
verdades y muchas mentiras. Por ejemplo una trinidad, que
es falsa; el parto de una virgen, que es imposible; la encarna-
ción y la transubstanciación, que son ridículas. También de-
cía que no creía en la virgen más que en un asno, ni en su hijo
más que en un potro de asno.
b Al entrar una vez en una habitación donde los tesoros exhibi-
dos, exclamó: esta fábula de Jesús Cristo es muy útil para
hacerse rico.
111
fos. Él sabía que su ley y el buen sentido eran cosas
diametralmente opuestasc, por lo que tantas veces
declama contra los sabios y los excluye de su reino,
donde no admite más que a los pobres de espíritu,
a los simples y a los imbéciles. Por lo demás, los
espíritus razonables no se sienten desafortunados
por no mezclarse con los insensatos.
112
ba cuando la violaban. Imitaba en esto a los prínci-
pes nuevos, que prometen confirmar los privilegios
de sus súbditos mientras su poder no esté completa-
mente afirmado, pero que violan sus promesas cuan-
do se sienten lo suficientemente fuertes como para
hacerlo con impunidad. O mejor, hizo como esos
hábiles monarcas que, bajo el pretexto de confirmar
y explicar las viejas ordenanzas de sus predeceso-
res, las suprimen por completo y las sustituyen, de
manera imperceptible, con sus nuevas leyes.
113
CAPÍTULO IX
114
alguno de estos escritos todo el comienzo del Evan-
gelio según San Juan. A esto se agrega que este após-
tol tenía un conocimiento tan perfecto de muchos
autores, que no tenía ningún problema en plagiar-
los, ni en robarle a los profetas sus enigmas y sus
visiones para hacer con ellos su Apocalipsis.
¿Dónde podría tener origen la conformidad que
existe entre la doctrina del Viejo Testamento y la de
Platón, si no en el hecho de que los rabinos y quie-
nes fijaron la Escritura a partir de una multitud de
fragmentos, saquearon para ello al gran filósofo?
Ciertamente, el nacimiento del mundo presenta
más verosimilitud en el Timeo que en el Génesis. Sin
embargo, no podría decirse que ello provenga de
que Platón leyera durante su viaje a Egipto los li-
bros judaicos, ya que, como dice San Agustína, To-
lomeo no los había hecho traducir aún cuando Pla-
tón estuvo allí. La descripción que Sócrates le hace
a Simmias en el Fedón tiene infinitamente más gra-
cia que el paraíso terrestre, y el andrógino está, sin
comparación posible, mucho mejor inventado que
todo lo que dice el Génesis acerca de la extracción
de Eva a partir de una de las costillas de Adán.
¿Hay algo que sea más semejante que estos dos
abrazos: el de Sodoma y Gomorra, y el que causó
Faetón? ¿El de José e Hipólito? ¿El de Nabucodo-
nosor y Licaón? ¿El de Tántalo y el rico malo? ¿El
del maná de los israelitas y la ambrosía de los dio-
ses? San Agustínb, San Cirilo y Teofilatos comparan
a Jonas con Hércules, apodado Trinoctium porque
estuvo durante tres días y tres noches en el vientre
115
de una ballena. El río de Daniel, descripto en el
capítulo séptimo de sus Profecías, es una imitación
evidente del Puriflegetón, del que se habla en el
Diálogo sobre la inmortalidad del alma.
El pecado original y la caja de Pandora se pare-
cen mucho, los sacrificios de Isaac y de Jefté son
parecidos al de Ifigenia, en cuyo lugar fue puesta
una cierva. Lo que se narra de Lot y de su mujer
concuerda absolutamente con lo que se relata de
Baucis y Filemón. En fin, hay un vínculo constante
entre los autores de la Escritura y Hesíodo y Ho-
mero.
116
tan frugal, este filósofo, por más pagano que fuera,
decía que era mejor ser pobre y razonable que rico
y opulento pero carente de razón, y agregaba que
raramente la fortuna y la sabiduría se encuentran
en un mismo hombre, y que no se podría ser feliz
ni vivir con placer más que si nuestra felicidad va
acompañada de prudencia, justicia y honestidad, que
son las cualidades de la verdadera voluptuosidad.
En lo que concierne a Epicteto, no creo que ja-
más un hombre –y no exceptúo a Jesús Cristo– haya
sido más austero, más firme, más constante y más
libre de pasiones que él. No digo nada que no sea
fácil de probar. Pero para no traspasar los límites
que me impuse voy a referir, entre todas las bellas
acciones de su vida, sólo un ejemplo de su constan-
cia. Siendo esclavo de un liberto llamado Epafrodi-
ta, que era capitán en la guardia de Nerón, a este
bruto se le ocurrió torcerle la pierna. Al darse cuenta
de que eso le producía placer, Epicteto le dijo son-
riendo que sabía bien que el juego no terminaría
hasta que no le hubiera roto la pierna –cosa que en
efecto ocurrió, como él lo había previsto. Y bien
–dijo luego sonriendo y con la misma expresión–,
¿no le había dicho que me rompería la pierna?
¿Hubo alguna vez una constancia como esa? ¿Po-
dríamos afirmar que Jesús Cristo haya llegado has-
ta ese punto? Él lloraba y sudaba de miedo ante el
menor peligro, y frente a la muerte mostró una ba-
jeza de espíritu nunca vista en la mayor parte de
sus mártires.
Si la injuria del tiempo no nos hubiese privado
del libro escrito por Arriano sobre la vida y la
muerte de nuestro filósofo, estoy seguro de que
tendríamos otros ejemplos de su paciencia. No
117
dudo que se dirá de esta acción lo que los igno-
rantes dicen de la virtud de los filósofos: que es
una virtud hija de la vanidad, y que no es lo que
parece. Pero tampoco ignoro que quienes hablan de
este modo lo hacen para la cátedra, pues saben que
118
CAPÍTULO X
119
ción, luego su filiación divina, y todas las fábulas
que decidieron al emperador Juliano a abandonar
la secta de los nazarenos, es decir el cristianismo, al
que consideró una grosera ficción del espíritu hu-
mano, puesto que sólo lo encontraba fundado en
una simple narración de prodigios.
Las dificultades que encontraron para afirmarse
entre los hebreos, los decidió a buscar a los genti-
les y a intentar ser más felices con ellos que con los
de otra nación. Pero dado que para esto era nece-
sario más ciencia de la que tenían –puesto que se
contaban entre los gentiles los filósofos, demasia-
do amigos de la verdad como para prestar aten-
ción a cualquier bagatela–, conquistaron a un joven
de espíritu ardiente y activo, un poco más instrui-
do que los pescadores, o mejor dicho un mejor char-
latán. Este joven, que se unió a ellos por causa de
una fulguración del cielo que lo dejó ciego –pues de
otro modo la impostura no hubiera tenido éxito–,
atrajo a Jesús Cristo a algunas almas simples por el
relato de esta visión y el de su presunto rapto al
cielo; por el miedo a los sufrimientos de un infier-
no que fue tomado de las fábulas de los poetas an-
tiguos; por la esperanza de una resurrección glo-
riosa y un paraíso apenas más soportable que el de
Mahoma. De manera que unos y otros procuraron
a su maestro el honor de pasar por un Dios, honor
que él mismo estando vivo no había podido obte-
ner. En esto su suerte no fue mejor que la de Ho-
mero, si se piensa que seis de las ciudadesa que ha-
bían expulsado y despreciado a este poeta durante
120
su vida, se disputaron, tras su muerte, la gloria de
haber sido su cuna.
121
gusanos, y obtener de allí satisfacción, como si pu-
diera sentirse ofendido? ¿Y que, finalmente, para
obtener de su divinidad irritada el perdón por sus
presuntas ofensas y satisfacer su infinita justicia, que
reclamaba su muerte, se abandonó en lugar de ellos
al suplicio más cruel y más infame, como si, supo-
niendo que hubiera sido realmente ofendido, no
hubiera sido dueño o bien de imponer sus dere-
chos, o bien de reconciliar a aquellos pecadores con
su divinidad de una forma distinta, o bien, en fin,
de concederles un perdón gratuito?
Pero me da vergüenza demorarme más tiempo
en tan evidentes contradicciones. Paso entonces a
Mahoma, que merece que hablemos de él por cuan-
to fundó una ley sobre máximas completamente
opuestas a las del legislador de los cristianos
122
CAPÍTULO XI
SOBRE MAHOMA
123
gros y acertar así en la debilidad del pueblo, que
ama los prodigios. En primer término, al igual que
los otros, se encontró rodeado de una plebe igno-
rante entre la que difundió los nuevos oráculos que
decía recibir del cielo. Se trataba de gente sensual y
grosera, atraída por placeres que este impostor le
prometió en un paraíso donde la felicidad de quie-
nes observaran su ley consistía en parte en la satis-
facción de sus sentidos. Así se difundió su fama a
lo largo y a lo ancho, y fue exaltado de tal modo
que la de sus predecesores disminuyó poco a poco.
124
mento de nuestra consolidación. Somos seguidos
por un gran pueblo, al que hemos conquistado, pero
se trata de confirmar esta conquista por medio del
artificio que usted tan felizmente ha inventado”a.
Al mismo tiempo lo convenció de que se ocultara
en el foso de los oráculos, desde cuyo fondo gene-
ralmente simulaba la voz de Dios. Engañado por
las dulces palabras de este impostor, el pobre hom-
bre simuló el oráculo como solía hacerlo, y cuando
escuchó la voz de Mahoma y el rumor de la multi-
tud que lo seguía, comenzó a gritar como había es-
tado convenido: “Yo, que soy vuestro Dios, decla-
ro que he designado a Mahoma para ser el profeta
de todas las naciones. De él aprenderán la verda-
dera ley, porque los judíos y los cristianos cambia-
ron la que les había dado”.
Desde hacía mucho tiempo este hombre jugaba
ese papel, pero finalmente fue pagado de la mane-
ra más ingrata, pues Mahoma, al escuchar la voz
que lo proclamaba como un hombre divino, se diri-
gió a ese pueblo engañado por su falso mérito y le
a Naudé refiere este hecho de manera un poco distinta. Dice que
Mahoma convenció al más fiel de sus criados para que descen-
diera al fondo de un pozo que se hallaba cerca del gran camino,
y que gritase: “Mahoma es el predilecto de Dios, Mahoma es el
predilecto de Dios”, cuando él pasaba acompañado por la
gran multitud del pueblo que siempre lo seguía. Y puesto que
todo sucedió en el modo en que él había previsto, agradeció de
inmediato a la bondad divina por un testimonio tan extraordi-
nario, y le pidió a toda la gente que lo seguía que en ese mismo
instante rellenaran el pozo y que construyeran encima una pe-
queña mezquita como recuerdo de semejante milagro. Y por
este ardid, ese pobre criado fue inmediatamente sepultado
bajo una lluvia de piedras que le quitaron para siempre la
posibilidad de revelar la falsedad de ese milagro. Pero la tierra
y las plumas parlanchinas recogen el sonido.
Excepit sed terra sonum, calamique loquaces, Petronio, Epigram-
mata, en Considérations politiques sur les coups d’Etat.
125
ordenó en nombre de Dios, que lo reconocía como
su profeta, que llenara de piedras el foso del cual
había salido en favor suyo un testimonio tan autén-
tico, en memoria de la piedra que alguna vez erigió
Jacob en una ocasión parecida, como signo de que
Dios se le había aparecido.
Tal fue el funesto fin de ese miserable, que tanto
había contribuido a la exaltación de Mahoma; es
sobre ese montón de piedras que el último de los
más célebres impostores estableció su ley.
Ese fundamento es tan sólido, que después de
más de mil años de imperio no se advierte aún que
esté por debilitarse.
126
cos, de los supersticiosos y de la necia credulidad
del pueblo, nos sería fácil mostrar, por medio de
una infinidad de testimonios, que las opiniones que
hemos manifestado están perfectamente de acuer-
do con la de los mejores autores, tanto antiguos
como modernos, que han escrito sobre estos temas.
Pero como estos testimonios ocuparían demasiado
lugar, nos limitaremos a referir lo que dos célebres
modernosa escribieron sobre esta cuestión. Aunque
ambos eran eclesiásticos, y por lo tanto estaban
obligados a expresarse con prudencia respecto a la
superstición, no se dejará de percibir sin embargo,
detrás de su cautela y de su estilo católico, que di-
cen cosas tan libres y tan fuertes como las que deci-
mos nosotros. Podrán juzgar por ustedes mismos
leyendo lo que sigue a continuación, que hemos
extraído fielmente de sus obrasb.
127
CAPÍTULO XII
128
chas y diversas especies de religiones; principalmente
la pagana, dado que tuvo una gran expansión, renom-
bre y permanencia en el mundo. Pues no solamente
en los medios de servir y honrar a la deidad, sino
también en las opiniones y en las creencias, estuvo
dividida en muchas sectas diferentes. Es posible se-
ñalar tres formas principales, que San Pablo quiso
indicar como de pasada, haciendo subir su número a
cuatro junto a la judaica: no hay más ni griego, ni
hebreo, ni bárbaro, ni escita. En la religión de los
bárbaros, que carece de ley, de reglas y de ceremo-
nias ciertas y determinadas, cada uno adora y sirve
como quiere a cualquier aparente deidad, según su
fantasía. Las otras dos tienen sus sacrificios y sus
servicios religiosos establecidos y determinados,
aunque de manera diversa: los de la religión escita
son sanguinarios y crueles. Los de la griega (llamada
así con un nombre particular, pero es la más célebre
de las sectas a excepción de la bárbara y de la escita)
son más políticos y humanos –y a su vez son diver-
sos en su interior según los pueblos y los autores.
Los griegos en particular fueron instruidos por sus
poetas y filósofos; los egipcios por sus sacerdotes;
los galos por sus druidas; los romanos por sus libros
sibilinos y por las leyes de Numa; los persas por sus
magos; los hindúes por sus brahamanes y sus gim-
nosofistas. Pero en esto la religión cristiana supera
con mucho a todas las demás. Sería demasiado pre-
tender numerar e inventariar todos los miembros y
las diferentes particularidades propias del cristianis-
mo. En primer lugar, esta diferencia se da en lo que
respecta a los distintos pueblos que difieren en algu-
nos puntos de la doctrina, y especialmente en el cul-
to y en los servicios a Dios: el griego, el latino, el
129
etíope, el sirio, el armenio, el hindú, el moscovita, y
otros. Luego, en lo que concierne a las opiniones sobre
la doctrina y la creencia, surgieron muchas herejías
y muchas sectas. Finalmente, con respecto a las cere-
monias y a los ritos, una enorme variedad de órde-
nes, confesiones y maneras de vivir. Y todas estas
grandes diversidades han existido y aún existen y
se extienden bajo la común bandera de su jefe y bajo
el nombre cristiano.
130
tuvieron. La mahometana, que llegó al último, se
enorgullece de su prosperidad y de sus grandes
victorias, habiendo disminuido mucho y en poco
tiempo la grandeza de las otras –incluso la de la
religión cristiana, que además de que tuvo preemi-
nencia en la época del nacimiento de la religión ma-
hometana, es la única que la enfrentó y la enfrenta
aún, tanto que se hace temer en casi todo el mundo.
131
CAPÍTULO XIII
132
consenso, incluso las más absurdas. Todas sostie-
nen y enseñan que Dios se apacigua, se somete y se
conquista por medio de plegarias, dones, votos, pro-
mesas, fiestas, incienso. Todos creen que el servi-
cio principal y más grato que se le puede hacer a
Dios y la manera más eficaz de apaciguarlo y obte-
ner su gracia, consiste en hacerse mal, lastimarse,
infligirse muchas tareas pesadas, difíciles y doloro-
sas: lo prueban en el mundo y en todas las religio-
nes tantas órdenes, compañías y cofradías destina-
das a los más variados ejercicios extremadamente
dolorosos y de ardua ejecución, que llegan al punto
de desgarrarse y despedazar su cuerpo, y creen así
merecer mucho más que la gente común, que no
toma parte en esos tormentos y aflicciones como
ellos. Todos los días se procuran otros nuevos, y
jamás la naturaleza humana dejará de inventar me-
dios para infligirse sufrimientos y tormentos, pues
todo ello deriva de la opinión de que Dios encuen-
tra placer y se divierte con el tormento y la derrota
de sus criaturas. Esta es la opinión que se halla en
la base de los sacrificios, que han sido universal-
mente practicados por todo el mundo antes del na-
cimiento del cristianismo, y no sólo sobre las bes-
tias inocentes, que eran masacradas con derrama-
miento de sangre como si fuera un precioso presen-
te para la divinidad, sino también (extrañeza de la
humana locura) sobre pequeños e inocentes niños,
y sobre adultos, tanto si eran criminales como gen-
te de bien, costumbre que fue practicada con gran
devoción por todos los pueblos. Como los getas,
que entre otras ceremonias y sacrificios, cada cinco
años enviaban al dios Zalmoxis uno de sus hom-
bres con el propósito de solicitarle cosas necesa-
133
rias. Y puesto que debía ser uno que muriese al ins-
tante (pues lo mataban arrojándolo sobre las pun-
tas de tres jabalinas rectas), sucedía que arrojaban
a varios hasta que uno de ellos se ensartara en un
punto mortal y expiraba enseguida. O como los
persas, quienes –según el testimonio de Amestris,
madre de Jerjes– enterraban vivos y de una sola
vez a catorce jovencitos pertenecientes a las fami-
lias más ilustres, según lo establecía la religión de
su país. O como los antiguos galos y cartagineses,
que inmolaban a sus niños frente a sus padres y sus
madres como ofrendas a Saturno; y también lo la-
cedemonios, que mimaban a su Diana azotando a
muchachos jóvenes, a veces hasta la muerte, para
su deleite; o los griegos, como lo prueba el sacrifi-
cio de Ifigenia; o los romanos, según testimonian
los dos decios, Quae fuit tanta iniquitas Deorum, ut
placari à Pop. Rom. non possent, nisi tales viri occidis-
sent. También los mahometanos, que se acuchillan
el rostro, el estómago y los miembros para gratifi-
car a su profeta; y en las nuevas Indias occidentales
y orientales; y en el Temistitán, donde embadur-
nan sus ídolos con sangre de niños. ¿Qué mayor
alienación del juicio podría haber que la de pensar
en adular a la divinidad por medio de la inhumani-
dad, pagar la bondad divina con nuestro sufrimien-
to, y satisfacer su justicia con la crueldad? Justicia,
pues, hambrienta de sangre humana, sangre ino-
cente derramada y esparcida con tantos dolores y
tormentos, ut sic Dii placentur, quemadmodum ne ho-
mines quidem saeviunta. ¿De dónde podrá venir esta
opinión y esta creencia de que Dios tiene placer con
a Séneca.
134
el tormento y con la destrucción de sus obras y de
la naturaleza humana? Siguiendo esta opinión, ¿de
qué naturaleza está hecho Dios?
135
y vigoroso no puede hacer otra cosa que burlarse,
en tanto que otras son demasiado altas, excepcio-
nales, milagrosas y misteriosas, de las que el senti-
do común nada puede llegar a conocer. Ahora bien,
el espíritu humano sólo es capaz de cosas medio-
cres; desprecia y desdeña las pequeñas, se paraliza
y se maravilla frente a las grandes. Por lo que no
sorprende que se desanime, se disguste y se enoje
con cualquier religión que no tenga nada de me-
diocre y de común. Pues si es fuerte, la desdeña y
se le burla; si es débil y supersticioso, se pasma y se
escandaliza. Praedicamus Jesum Crucifixum, Judaeis
scandalum, Gentibus stultitiam. Por lo que hay tantos
incrédulos e irreligiosos que consultan y escuchan
demasiado su propio juicio, y quieren examinar y
juzgar las cuestiones religiosas según sus posibili-
dades y su capacidad, y tratarlas con los instrumen-
tos que les son propios y naturales. Es necesario ser
simple, obediente y bonachón para estar dispuesto a
recibir la religión, a creer en ella y mantenerse bajo
sus leyes con reverencia y obediencia, a sujetar el
juicio y dejarse llevar y conducir por la autoridad
pública, Captivantes intellectum in obsequium fidei.
136
VII. Ahora, dado que las
religiones y las creencias son, como ya se dijo, ex-
trañas al sentido común y van mucho más allá de
toda capacidad y toda inteligencia humana, ellas
no pueden –ni deben– ser acogidas, ni habitar en
nosotros con medios naturales y humanos (pues de
otro modo tantas almas excepcionales y excelentes
que han existido habrían llegado a ellas), sino que
resulta necesario que hayan sido entregadas y apor-
tadas por una revelación extraordinaria y celestial,
acogidas y recibidas por inspiración divina, como
si vinieran del cielo. Así, todos dicen haberla reci-
bido –al igual que a la fe y a toda la jerga que em-
plean–, no de los hombres ni de criatura alguna sino
de Dios.
137
gión. Si hubiera sido implantada por un vínculo di-
vino, nada en el mundo nos podría apartar de ella;
un vínculo como ese no podría romperse con tanta
facilidad. Si allí estuviera el toque y el rayo de la
divinidad, aparecería en todas partes y produciría
efectos que se dejarían sentir y serían milagrosos,
como dijo la verdad. Si se tiene una sola gota de fe,
se mueven montañas. ¿Pero qué relación o propor-
ción puede darse entre la convicción de la inmorta-
lidad del alma y una recompensa futura gloriosa y
feliz, o bien desdichada y angustiosa, y la vida que
se lleva? El solo temor de las cosas en las que se
dice creer tan firmemente, sería descarriar y per-
der el sentido. Pero el solo temor y miedo de morir
por mano de la justicia, y públicamente, o de cual-
quier otro incidente vergonzoso o penoso hizo que
muchos perdieran la razón y los empujó a tomar
decisiones muy extrañas; ¿y qué es esto en compa-
ración con lo que la religión enseña sobre el futuro?
¿Pero sería posible creer de verdad y esperar esta
inmortalidad feliz, y a la vez temer a la muerte,
que es el pasaje necesario hacia allí? ¿Sería posible
temer el castigo infernal y sin embargo vivir como
se vive? Se trata pues de fábulas, cosas más incom-
patibles que el fuego y el agua. Ellos dicen que lo
creen, se obligan a creer que creen, y quieren hacér-
selo creer a los demás. Pero las cosas son distintas;
no saben lo que significa creer –son mentirosos y
engañadores, decía un antiguo.
138
CAPÍTULO XIV
139
cristiano Valente –dice la historia de la Iglesia– ale-
gaba para justificar su apostasía las grandes diferen-
cias, cismas y debates que había entre los cristianos.
Después de todos ellos, San Agustín decía que en
sus tiempos la Iglesia de Jesús Cristo había logrado
una autoridad tal, que todos sus enemigos y detrac-
tores habían quedado derrotados y reducidos a si-
lencio, y nada les quedaba para decir de los cristia-
nos a no ser que no se ponían para nada de acuerdo,
y que los gentiles que permanecieron nada tenían
para objetar, a excepción de sus disensos. Es en ver-
dad una cosa extraña que la religión cristiana, la
única verdadera en el mundo, la verdad revelada
por Dios, que debería ser absolutamente una y es-
tar unida en la fe dado que sólo hay un Dios y una
sola verdad, esté sin embargo desgarrada en tan-
tas partes y dividida en tantas opiniones y sectas
contrarias, hasta tal punto que no hay artículo de fe
ni punto de la doctrina que no haya sido debatido
y tratado de distinto modo, y que no haya origina-
do herejías y sectas contrarias. Y lo que la revela
mucho más extraña aún, es el hecho de que en las
demás religiones, falsas y bastardas, como la gentil,
la pagana, la judaica, la mahometana, no se encuen-
tran tales divisiones y facciones, pues las que exis-
ten en ellas o bien son pocas, superficiales y de es-
casa importancia –como en la judaica y en la maho-
metana–, o bien, si han sido numerosas como en la
gentil y entre los filósofos, por lo menos no han cau-
sado grandes y clamorosos efectos, ni conmocio-
nes en el mundo. Y no son nada en comparación
con las grandes y perniciosas divisiones que han
ocurrido desde el comienzo y continuamente en la
cristiandad.
140
II. Porque resulta espanto-
so observar los efectos que han producido las divi-
siones en la cristiandad. Primero, en lo que respec-
ta al gobierno y el Estado, con frecuencia se han
verificado alteraciones y subversiones en las repú-
blicas, los reinos, las razas; divisiones en los impe-
rios que han llegado a conmover el mundo. Ha ha-
bido hazañas crueles, furiosas y muy sanguinarias,
que causaron un gran escándalo, vergüenza y afrenta
para la cristiandad, en el interior de la cual cada
parte, bajo la apariencia de celo y afección a la reli-
gión, odia mortalmente a todas las otras y se arro-
ga el derecho de perpetrar cualquier acto de hosti-
lidad. Esto no sucede en las demás religiones. Sólo
a los cristianos les está consentido ser asesinos, pér-
fidos, traidores, y encarnizarse unos contra otros
por medio de toda clase de inhumanidad contra los
vivos, los muertos, el honor, la vida, la memoria,
las almas, los sepulcros y cenizas, usando fuego,
fierro, libelos muy mordaces, maldiciones, proscrip-
ciones del cielo y la tierra, destierros, incendios de
huesos y sepulcros, procurando que todo ello sirva
para la seguridad y la imposición del propio parti-
do y el retroceso del otro. Y esto sin ninguna com-
postura, con una rabia tal que cualquier considera-
ción de parentesco, alianza, amistad, mérito, grati-
tud, es dejada a un lado. Y si quien ayer era eleva-
do hasta el cielo con elogios y era considerado como
un gran sabio y un virtuoso, llega a adherir hoy al
otro partido, es proclamado ignorante, malvado y
desgraciado, a viva voz y por escrito. Así es como
se muestran el celo y el ardor por la religión, y fue-
ra de esto en todas partes sólo hay frialdad en la
observancia de la religión. Quienes tienen respecto
141
de ella un comportamiento moderado y reservado,
son desacreditados y sospechados de ser tibios y
poco celosos. Y se considera una falta abominable
poner buena cara y tener un trato amable con los
del partido contrario. Por todo esto algunos que-
dan escandalizados, como si la religión cristiana
enseñara a odiar y a perseguir, y sirviera como
medio para ir derecho al objetivo de hacer valer
nuestras pasiones de ambición, avaricia, venganza,
odio, resentimiento, crueldad, sediciones, las cua-
les de otro modo languidecen adormecidas y no se
enardecen hasta que no son despertadas por la re-
ligión. Sobre esto, sin embargo, algunos dicen que
la culpa no la tiene la religión sino los religiosos; y
dicen que si se sigue la regla de la caridad y el dis-
curso de la razón respecto a las faltas del entendi-
miento y del juicio, que llamamos errores y falsas
opiniones, es necesario no dejarse conducir por el
odio y la severidad sino por la piedad y la compa-
sión, y tratar a las personas equivocadas e incrédu-
las como se trata a los discapacitados, los sordos,
los ciegos, los locos, que no son odiados sino com-
padecidos, que más bien se tiene piedad por ellos y
se los ayuda como se puede. Basta con comportarse
de ese modo para dar a entender a todos que no
se aprueban para nada sus opiniones, y que incluso
se las condena. Lo que significa evitarlas de mane-
ra pacífica y no aceptarlas, pero en una manera que
no implica odio, incivilidad, enemistad y menos aún
hostilidad contra la persona, sino una reprobación
y un disentimiento franco respecto a las opiniones
y las creencias. A otros les parece que esto no se
hace sin una buena razón, la que consiste en que los
cristianos se casan con su religión y la abrazan como
142
una verdad proporcionada por la mano de Dios, y
por eso son extremadamente celosos y cuidadosos.
De allí que a todos los que intentan algo contra ella,
para turbarla, ofenderla o injuriarla, los atacan mor-
talmente como si fueran enemigos jurados y capita-
les de Dios, de su salvación y de todo el resto; y
que tratándose de algo de tal importancia, no pue-
den ni deben comportarse con indiferencia y mo-
deración sin traicionar la causa de Dios y la suya
propia. Y si ello no sucede así en las demás religio-
nes, se debe al hecho de que los otros no tienen a la
religión en la misma consideración ni le otorgan la
misma importancia, sino que la consideran como
algo humano que se recibe de los hombres. Esto en
lo que concierne al gobierno y al Estado, pero en lo
que toca al alma y a la conciencia, se originan efec-
tos aún peores que introducen turbación en las con-
ciencias, prejuicios en la religión misma, desórde-
nes en las costumbres y la disciplina, hasta tal pun-
to que finalmente muchos, cansados y aburridos de
tantas divisiones y contrastes, no sabiendo qué de-
cidir y a qué atenerse, lo dejan todo, quedan en
blanco, y llegan hasta a despreciar y abandonar la
religión. Pues sabemos demasiado bien que la apos-
tasía, el ateísmo, la irreligión, son productos e hijos
bastardos de las herejías. También sabemos que las
divisiones que se produjeron en la cristiandad orien-
tal, han sido la ocasión y han abierto la puerta para
que irrumpieran Mahoma y su Corán.
143
CAPÍTULO XV
I. El supersticioso no deja
vivir en paz ni a Dios ni a los hombres. Concibe un
Dios triste, rencoroso, difícil de contentar, fácil de
irritar, lento para apaciguarse, que examina nues-
tras acciones a la manera humana de un Juez muy
severo, espiándonos y acechándonos a cada paso.
Prueba de ello son las maneras en que lo sirve, que
son siempre las mismas. Tiembla de miedo; no puede
fiarse ni asegurarse, temiendo no haber hecho nun-
ca las cosas lo suficientemente bien y haber descui-
dado algo, omisión por la cual todo lo hecho no
valdrá nada. Duda si Dios está contento, se ocupa
en adularlo para apaciguarlo y volverlo propicio;
lo importuna con plegarias, votos, ofrendas; simu-
la milagros; cree fácilmente y acepta los que son
imaginados por otros; toma e interpreta todas las
cosas como expresamente hechas y enviadas por
Dios, aun las puramente naturales; recibe y admite
todo lo que se le dice como un hombre ansioso, duo
Sperstitiosis propria, nimius timor, nimius cultus. ¿Qué
es todo esto si no esforzarse para actuar con Dios
de la manera más vil, sórdida e indigna, e incluso
de una manera más mecánica de lo que se haría con
un hombre de honor? Por lo general toda supersti-
ción y todo error en materia de religión, tiene ori-
gen en el hecho de que no se estima suficientemen-
te a Dios: lo evocamos y lo hacemos descender a
144
nuestro nivel, lo juzgamos según nosotros mismos,
le atribuimos nuestros humores: ¡qué blasfemia!
145
midine Divum, depressosque premunt ad terram. Nulla res
multitudinem efficacius regit, quam Superstitioa.
146
Melusina, del sabat de las brujas, de los hombres-
lobo, de los lémures, de las hadas, de los espíritus,
etc., para que los admire inmediatamente. Basta que
una madre atormente a una pobre muchacha, para
que diga que está poseída o le crea a cualquier sa-
cerdote ignorante o malvado que la hace pasar por
tal; que cualquier alquimista, mago, astrólogo, lu-
lliano o cabaslista comiencen a lisonjearlo un poco,
para que los tome como la gente más sabia y hones-
ta del mundo; que un Pedro el eremita predique la
cruzada, para que haga reliquias de los pelos de su
mula. Basta que alguno le diga, bromeando, que
una caña o un ánsar han sido inspirados por el Es-
píritu Santo, para que él lo crea seriamente. Si la
peste o una tormenta destruyen una región, ense-
guida acusará de ello a los untadores o magos. En
una palabra, aunque se lo engañe y se lo desprecie
hoy, el pueblo se dejará nuevamente sorprender
mañana, sin aprender nunca de las experiencias an-
teriores para conducirse bien en las presentes y las
futuras. En estas cosas consisten los principales sig-
nos de su gran debilidad y estupidez.
147
y no obstante, inmediatamente después resulta
que lapidantes Paulum, traxerunt eum extra Civi-
tatem, existimantes mortuum esse a. Los romanos,
que a la mañana adoraban a Sejano, a la tarde
Ducitur unco
Spectandus. (Juven. Sat. 10)b
Iram
Colligit & ponit temere, & mutatur
in horasc (ad Pison.).
148
tuat, aliud ex alio comprehendit, petita relinquit, relicta
repetit, alternae inter cupiditatem suam, & paenitentiam
vices sunta.
149
CAPÍTULO XVI
I. Si consideramos cuáles
han sido los orígenes de todas las monarquías, siem-
pre encontraremos que han comenzado por algunas
invenciones y supercherías, poniendo la religión y
los milagros a la cabeza de una larga serie de barba-
ries y de crueldades. Tito Livio (l. 4. Decad. I) fue el
primero en ponerlo de manifiesto: Datur –dice– haec
venia antiquitati, ut miscendo humana Divinis, primordia
Urbium augustiora faciata. Lo cual, como enseguida
mostraremos, es absolutamente verdadero; pero por
el momento es necesario que nos detengamos en las
cosas generales, y comenzar nuestra demostración
examinando el origen de las cuatro primeras y más
grandes monarquías del mundo. La tan célebre rei-
na Semíramis, que fundó el imperio de los asirios,
fue lo suficientemente ingeniosa como para conven-
cer a sus pueblos de que, al ser abandonada cuando
era niña, fue nutrida por los pájaros, que le daban la
comida en la boca como acostumbran a hacer con
sus pichones; y queriendo aun confirmar esta leyen-
da con los últimos actos de su vida, ordenó que tras
su muerte se hiciera correr la voz de que se había
transformado en paloma, y que salió volando con
una bandada de pájaros que vinieron a buscarla has-
a Se perdona a la antigüedad el hecho de que, mezclando las
cosas humanas entre las divinas, vuelve más venerable el
comienzo de las ciudades.
150
ta su habitación. Incluso tomó la resolución de simu-
lar y cambiar su sexo: de mujer que era se convirtió
en macho, asumiendo el papel de su hijo Nino e imi-
tándolo en todas sus acciones. Y para lograr mejor el
objetivo de su emprendimiento, decidió introducir
en el pueblo una nueva forma de vestimenta, muy
favorable para cubrir y ocultar lo que hubiera podi-
do delatarla fácilmente como mujer. Brachiaenim ac
crura velamentis, caput tiara tegit, & ne novo habitu ali-
quid occultare videretur, eodem ornatu Populum vestiri
jubet, quem morem vestis exinde Gens universa teneta, y
de esa manera primis initiis Sexum mentita, puer credi-
ta est (Just. Initio)b. Ciro, que fundó la monarquía de
los persas, quiso asimismo legitimar su dominio re-
curriendo a la historia de la viña que su abuelo As-
tiages había visto nacer ex naturalibus Filiae, cujus pal-
mite omnis Asia obumbrabaturc, y por el sueño que él
mismo tuvo cuando tomó las armas y escogió a un
esclavo como compañero de todos sus emprendi-
mientos. Pero sobre todo fomentó la idea de que
una perra lo había nutrido y amamantado en el bos-
que donde había sido abandonado por Arpago, has-
ta que un pastor lo encontró por casualidad, lo llevó
junto a su mujer y lo alimentó cuidadosamente en su
casa. En cuanto a Alejandro y Rómulo, dado que
sus proyectos eran más elevados, consideraron asi-
mismo que era necesario practicar estratagemas más
151
eficaces aún. Por ello, si bien comenzaron como los
otros con la leyenda de su propio origen, sin em-
bargo la llevaron al límite más extremo que pueda
concebirse, hasta tal punto que dijo Sidonio,
152
bilius quam Alexandri esseta. Añadamos a esto que
cuando algunos prisioneros le hicieron conocer el
remedio del que podía valerse contra las flechas
envenenadas de los indios, antes de volverlo pú-
blico hizo creer que Dios se lo había revelado en
sueños. Pero mientras esta ambición insaciable lo
había llevado a hacerse adorar, finalmente las ad-
vertencias de Calístenes, la obstinación de los lace-
demonios y las heridas que todos los días recibía
combatiendo, lo obligaron a reconocer que todas
sus fuerzas jamás serían suficientes para producir
esta nueva apoteosis, y que hace falta una mayor
fortuna para ganar un pequeño lugar en el cielo que
para subyugar aquí abajo y dominar toda la tierra.
Y si se agregan a estas historias las de la muerte de
su padre Filipo, de la que fue cómplice con su ma-
dre Olimpia, y la de Clito, a quien mató con su pro-
pias manos por haber adquirido demasiada autori-
dad entre los soldados, se llegará a la conclusión
de que Alejandro practicaba en secreto lo que Cé-
sar haría más tarde abiertamente: si violandum est
jus, regnandi causab. En lo que respecta a Rómulo,
obtuvo crédito gracias a sus historias sobre el Dios
Marte que frecuentaba con familiaridad a su madre
Rea, a la fábula de la loba que lo amamantó, al en-
gaño de los buitres, a la muerte de su hermano, al
derecho de asilo que instituyó en Roma, al rapto de
las Sabinas, al asesinato de Tacio que dejó impune,
y finalmente gracias a su propia muerte anegado
en los pantanos, que tenía por propósito hacer creer
que su cuerpo, dado que no se hallaba en la tierra,
a A fin de que no hubiera en Oriente ningún nombre más vene-
rable que el de Alejandro.
b Si se debe violar el derecho es para reinar.
153
había sido elevado hacia los cielos. Si se añaden
ahora a esos golpes de Estado de Rómulo los que
practicó su sucesor Numa Pompilio sirviéndose de
su ninfa Egeria, y las supersticiones que introdujo
durante su reinado, será fácil decir a continuación:
154
venir a un famoso astrólogo con el objeto de que,
por medio de las predicciones que realizaba acerca
de los cambios que debían producirse en el Estado y
de la nueva ley que un gran profeta debía estable-
cer, el pueblo se predispusiera a recibir fácilmente la
suya cuando la predicara. Pero al advertir que su
secretario Abdala-ben-Salon, contra el cual se había
irritado sin razón, comenzó a descubrir y hacer pú-
blicas tales imposturas, una tarde lo degolló en su
propia casa, haciendo prender fuego en las cuatro
esquinas con el objeto de convencer al pueblo, al día
siguiente, que ello había sucedido debido al fuego
del cielo, para castigar al secretario por haber queri-
do cambiar y corromper pasajes del Corán. No obs-
tante, no fue esta la última de sus astucias, pues aún
era necesaria una que completara el misterio: fue la
de convencer al más fiel de sus servidores para que
descendiera hasta el fondo de un pozo que estaba
cerca del gran camino, y cuando él pasara en compa-
ñía de la multitud que normalmente lo seguía, grita-
se: “Mahoma es el predilecto de Dios”. Cuando esto
sucedió como había sido planeado, inmediatamente
agradeció a la bondad divina por una prueba tan
evidente, y le pidió al pueblo que lo seguía que en
ese mismo momento tapara el pozo, y construyese
encima una pequeña mezquita como recuerdo de
semejante milagro. Y debido a este ardid, el pobre
sirviente fue sepultado de inmediato bajo una mon-
taña de piedras que le quitaron para siempre la
posibilidad de revelar la falsedad de ese milagro,
Excepit sed Terra sonum, calamique loquacesa.
155
CAPÍTULO XVII
156
II. Pero hubo siempre sólo
dos medios capaces de mantener a los hombres en
el cumplimiento de su deber: el rigor de los casti-
gos que establecieron los legisladores antiguos para
reprimir los crímenes que fueran conocidos por los
jueces, y el miedo a los dioses y a su cólera, para
impedir los crímenes que por falta de pruebas no
podían ser lo suficientemente confirmados; como
dice el poeta Palingenio (in Libra):
157
III. Los legisladores y los
políticos se han servido de la religión de cinco ma-
neras principales, a las que pueden ser referidas
todas las demás.
La primera, que es la más común y frecuente,
consiste en convencer a los pueblos de que cuentan
con la comunicación de los dioses, para así poder
imponer con mayor facilidad el objetivo que se ha-
bían propuesto. Como vemos, más allá de los anti-
guos que referimos antes, Escipión quiso hacer creer
que no hacía nada sin el consejo de Júpiter Capito-
lino; y Sila, que todos sus actos eran favorecidos
por Apolo de Delfos, de quien siempre llevaba una
pequeña imagen; y Sertorio, que su cierva le pro-
porcionaba noticias de todo lo que se decidía en el
consejo de los dioses. Pero para referirnos a histo-
rias que nos resultan más próximas, es cierto que
por medios semejantes Jacobus Bussularius domi-
nó durante algún tiempo en Pavía; Juan de Venecia
en Bolonia; y en Florencia Girolamo Savonarola, so-
bre quien Maquiavelo observó: “El pueblo de Flo-
rencia no es estúpido, y sin embargo el fray Girola-
mo Savonarola le hizo creer que hablaba con Dios”a.
No hace más de sesenta años que Guillermo Postel
quiso hacer lo mismo en Francia, como también
Campanella intentó hacer más tarde en la alta Cala-
bria, pero, a diferencia de los anteriores, ellos no
pudieron conseguirlo por no haber contado con la
fuerza suficiente –pues como dijo Maquiavelo, esta
es una condición necesaria para todos los que se
proponen fundar una nueva religión.
158
IV. La segunda invención
de la que se han servido los políticos para favore-
cerse de la religión entre los pueblos, ha sido la de
fingir milagros, imaginar sueños, inventar visiones
y producir monstruos y prodigios:
V. La tercera se basa en
voces falsas, revelaciones y profecías, que se pro-
pagan con el propósito de espantar, asombrar y con-
mover al pueblo, o bien para enardecerlo y enva-
lentonarlo, según se presente la necesidad de hacer
una cosa o la otra. Y respecto a esto señala Postel
que Mahoma se vinculó con un célebre astrólogo
que no hacía más que predicar una gran revolución
a Cosas capaces de transformar la manera de vivir y turbar
todas las fortunas con un gran temor.
159
y un gran cambio, que debían realizarse tanto en la
religión como en el reino, que traería todo tipo de
prosperidad, con el propósito de allanar con estas
invenciones el camino de Mahoma, preparar a los
pueblos para recibir más fácilmente la religión que
él quería introducir, e intimidar por medio de lo
mismo a quienes no querían aprobarla, alimentan-
do la sospecha que ellos podían tener de combatir
contra el orden de lo que estaba destinado si se
oponían a este nuevo favorito del cielo, pues siem-
pre tiene mayores ventajas aquel
160
castillo próximo a la ciudad de Toledo, donde se creía
que había sido escondida por algún gran profeta. Y
me animo a decir, con muchos historiadores, que sin
estas hermosas predicciones Mahoma II no habría
podido tomar tan fácilmente la ciudad de Constan-
tinopla. ¿Pero hay ejemplo más extraordinario que
el que tuvo lugar en 1613 en Acosta, principal ciu-
dad de la isla de Magna? Esta ciudad, que se había
rebelado contra el sufí, fue tomada sin mayores pro-
blemas por su lugarteniente Arcomat, gracias a cier-
ta profecía –transmitida a los ciudadanos por la tra-
dición– según la cual si la ciudad no se sometía a
Arcomat sería “arcomatada”, lo que en su lengua
quería decir que si no se sometía al Destructor sería
destruida. Mientras que si ella hubiera querido de-
fenderse seguramente no hubiera sido tomada, dado
que, según informa el médico portugués Garcias ab
Horto –que había estado allí treinta o cuarenta años
antes–, tenía un perímetro de cinco leguas, cincuen-
ta mil familias, y rendía al sufí quince millones seis-
cientos mil escudos anuales de renta asegurada. El
mejor camino para que los políticos engañen y se-
duzcan al populacho insensato, es servirse de estas
predicciones para hacerle temer o esperar, aceptar o
rechazar todo lo que se les antoje.
161
se precisa ser sordo o más astuto que Ulises para
no ser encantado por él. Tanto es así que todo lo
que los poetas escribieron sobre los doce trabajos
de Hércules, encuentra sus raíces mitológicas en los
diferentes efectos de la elocuencia, por medio de la
cual este gran hombre lograba sortear toda clase
de dificultades. Y por ello mismo los antiguos ga-
los tuvieron razón en representarlo con muchas pe-
queñas cadenas de oro que salían de su boca y en-
traban en los oídos de una gran multitud de perso-
nas, a la que arrastraba encadenada tras de sí.
Y para no hablar más que de nuestra Francia, ¿no
se sabe acaso que la famosa cruzada emprendida con
tanto celo por Godofredo de Bouillon fue incentiva-
da y concluida por las arengas y prédicas de un hom-
bre simple apodado Pedro el Eremita, así como la
segunda lo fue por las de San Bernardo? ¿Qué más?
¿Existió alguna vez un asesinato más malvado y abo-
minable que el de Luis, duque de Orléans, perpetra-
do en 1407 por el duque de Borgoña? Sin embargo
ahí estaba Jean Petit, teólogo y gran predicador, que
supo minimizarlo, enmascararlo y esconderlo muy
bien gracias a los sermones que pronunció en París,
en el atrio de Notre Dâme, al punto que desde ese
momento todos los que declaraban sostener el par-
tido de la casa de Orléans eran considerados por el
pueblo sediciosos y rebeldes –cosa que los obligó a
usar el mismo artificio que el enemigo y ponerse bajo
de protección de ese gran hombre de bien que fue
Jean Gerson, quien aceptó su defensa e hizo decla-
rar al Concilio de Constanza errónea y herética la
tesis sostenida por Petit. Pero así como Jean Petit
había sido la causa de una gran ruina en tiempos de
Carlos VI, hubo un franciscano llamado Ricardo que
162
en tiempos de Carlos VII fue causa de un gran bien.
En efecto, luego de diez predicaciones de seis horas
cada una que realizó en París, hizo arrojar a las ho-
gueras encendidas en las esquinas para tales efectos,
mesas, tableros, mapas, bolas, billares, dados y otros
juegos de azar que inducen con violencia a los hom-
bres a jurar y blasfemar. Pero este buen hombre casi
no había salido aún de París, cuando se comenzó a
despreciarlo y burlarse abiertamente de él, y el pue-
blo volvió con más aplicación que antes a sus habi-
tuales diversiones. No ocurrió ni más ni menos con
las extrañas metamorfosis y conversiones, por así
decir, milagrosas, que hace no más de veinte años
hacía el padre capuchino Jacinto de Casale en todas
las ciudades de Italia en las que predicaba: no dura-
ban más tiempo que el que permanecía el padre para
cumplir con su misión.
163
libros no tratan de otra cosa–, después de haber ha-
blado de nosotros los franceses, me contentaré con
detenerme en los españoles y seguir puntualmente
lo que Mariana, el más fiel de sus historiadores, ha
referido al respecto. Hablando de los primeros go-
dos que ocuparon los territorios de España y de las
guerras que hacían para expulsarse unos a otros, dice
que se servían de la religión como pretexto para rei-
nar, y su refrán era: optimum fore judicavit Religionis
pretextuma, a propósito del rey Sisenand, quien se
hacía asistir por los borgoñeses arios para expulsar
al rey Suintila; y cuando se trata de los reyes de Chin-
tila, cum species Religionis obtendereturb, como también
cuando describe de qué modo Ervigio echó al rey
Wamba, optimum visum est Religionis speciem obstende-
rec; y cuando dos hermanos de la casa de Aragón,
violento imperiosi pontificis mandatod, se armaron uno
contra el otro, este buen padre señaló al respecto
que no había nada más inhumano que violar de esta
manera las leyes de la naturaleza, sed tanti fides Reli-
gioque fueree; y lo mismo al hablar de Navarra, que
Fernando, immensa imperandi ambitionef, le arrancó a
su propia sobrina, agrega como excusa, sed species
Religionis praetexta facto est, & Pontificis jussag. Pero
puesto que nunca será posible indicar todos los pa-
164
sajes en los que este excelente autor ha hecho ob-
servaciones similares, invoco como demostración
su libro entero, que está lleno de ellas. Y pasando a
Carlos V, citaré contra él lo que decía Francisco I en
su Apología del año 1573: “Carlos pretende usurpar
los Estados con el pretexto de la religión”. Y ha-
blando de la guerra de Alemania: “el Emperador,
fortalecido por la Liga de los Católicos, con el pre-
texto de la religión se propone oprimir al otro y
abrirse paso hacia la monarquía”. Cosa que fue muy
bien señalada por el Señor de Nevers en el pasaje
que recién citamos. Finalmente, cuando el difunto
rey Jacobo* obtuvo la corona de Inglaterra, el rey
de España se apresuró en anudar una estrecha alian-
za con él. El condestable de Castilla fue enviado
allí, la relación fue impresa, y Rovide, senador de
Milán, define a esta alianza como una obra muy
santa, reconoce al rey de Inglaterra como un santí-
simo príncipe cristiano, le ofrece de parte del rey,
su Señor, todas las fuerzas marítimas y terrestres,
y declara que el rey de España lo hace divina admo-
nitione, divina voluntate, divina ope, non nisi magno
Dei beneficioa. Puesto que la mayor parte de los prín-
cipes tiene la tendencia a tratar sobre religión como
charlatanes y servirse de ella como si fuera una dro-
ga para mantener el prestigio y la reputación de su
puesta en escena, me parece que a un hombre polí-
tico no debe serle reprochado el hecho de que para
lograr un objetivo importante recurra a las mismas
habilidades, aunque sea más honesto decir lo con-
trario y aunque, para hablar de esto justamente,
* Jacobo I.
a Por una advertencia divina, por la voluntad divina, por la
asistencia divina, y como por una gran gracia de Dios.
165
Non sunt haec dicenda palam,
rodendaque vulgo,
Quippe hominum plerique mali,
plerique scelestia.
166
CAPÍTULO XVIII
167
produce sin distinción, sin que para él sea preferi-
ble uno u otro, sin que le cueste más producir un
hombre que un gusanito o una flor.
168
V. Una infinidad de astros
que observamos por encima de nosotros nos ha lleva-
do a admitir otros tantos cuerpos sólidos en los que
ellos se mueven, entre los que hay uno destinado a la
corte celeste, donde se hallaría Dios como un rey en
medio de sus cortesanos. Es allí donde se ha estableci-
do la morada de los bienaventurados y donde se hace
creer que son elevadas las buenas almas una vez que
abandonan el cuerpo y este mundo. Pero sin demorar-
nos en una opinión tan frívola y que ningún hombre de
buen sentido puede admitir, es cierto que lo que se
denomina cielo no es más que la continuación de nues-
tro aire más sutil y más depurado, donde los astros se
mueven sin ser sostenidos por ninguna masa sólida,
del mismo modo que se mueve y se agita la tierra,
efectivamente suspendida en medio del aire.
169
CAPÍTULO XIX
SOBRE EL ALMA
170
Son estas las opiniones principales que los filó-
sofos antiguos tuvieron acerca del alma. Para vol-
verlas más claras, las dividiremos en corporales e
incorpóreas, y diremos cuáles fueron sus autores.
171
sus más nobles funciones de manera muy débil. Por
el contrario, según ellos la muerte del cuerpo es la
vida del alma, por cuanto sale de su prisión, se des-
prende de la materia y se reúne con el alma del mun-
do del que surgió. Así, conforme este pensamiento,
todas las almas de los animales tienen la misma na-
turaleza, y la diversidad de sus funciones proviene
de la diferencia de los cuerpos en los que entran.
Aristóteles, más allá del alma del mundo, admi-
te un entendimiento universal común a todos los
hombres que se comporta con respecto a los enten-
dimientos particulares al igual que la luz respecto a
los ojos –de manera que, así como la luz torna visi-
bles los objetos, el entendimiento universal los tor-
na inteligibles. Este filósofo, que estableció los cua-
tro elementos como principios de todas las cosas,
al no poder vincular las operaciones del alma a cada
uno de los elementos, pensó que habría un quinto
principio en el que ella tendría su origen. No le otor-
gó un nombre a este quinto principio, pero le otor-
gó uno nuevo al alma, el de movimiento perpetuo,
o una potencia que se mueve eternamente, y la de-
finió como aquello que nos hace vivir, sentir, con-
cebir y mover. Pero como no dijo de ningún modo
en qué consiste ese ser que es la fuente y el princi-
pio de sus funciones más nobles, no es aquí donde
debemos buscar una aclaración de las dudas que
tenemos sobre la naturaleza del alma.
172
de todas las partes del cuerpo, es decir lo que resul-
ta de la mezcla exacta de todos los elementos y de la
disposición de las partes, de los humores y de los
espíritus. Del mismo modo –sostienen– que la salud
no es una parte del que goza de ella, aunque esté en
él, así, aunque el alma se halle en el animal no por
ello es una de sus partes, sino la conveniencia mutua
de todas ellas, por las cuales se halla compuesta. So-
bre esto es necesario señalar que estos autores pen-
saron que el alma era incorpórea sobre la base de un
principio completamente opuesto a su intención. Por-
que decir que ella no es en absoluto un cuerpo sino
sólo algo que está inseparablemente unido al cuer-
po, es decir, en buena lógica, que es enteramente
corpórea, en la medida en que se denomina corporal
no sólo a lo que es cuerpo, sino a todo lo que es
forma y accidente inseparable de la materia.
Son estos los nombres de quienes pensaron que
el alma era incorpórea o inmaterial; quienes, como
pueden ver, no están de acuerdo siquiera con ellos
mismos, y por consiguiente no merecen ser creí-
dos. Vayamos a aquéllos que pensaron que el alma
era un cuerpo.
173
un fuego, pero agregaron que, como el fuego, esta-
ba compuesta de átomos que penetran con facilidad
en todas las partes del cuerpo y lo hacen mover.
Hipócrates dijo que era un compuesto de agua y
fuego; Empédocles, un compuesto de los cuatro ele-
mentos.
Como Demócrito, Epicuro creyó que el alma es-
taba compuesta de fuego, aunque agregó que en
esa composición entra el aire, junto a un vapor y
otra sustancia que no tiene nombre y que es el prin-
cipio del sentimiento. Sostuvo que a partir de esas
cuatro sustancias diferentes se forma un espíritu
muy sutil que se expande por todo el cuerpo, y que
debe llamarse alma.
Aristóxeno, filósofo y músico, sostuvo que el alma
es un acorde de todas las partes del cuerpo, o una
armonía semejante a la que resulta de la diversidad
de las voces e instrumentos que las acompañan.
Todos estos filósofos señalaron que el alma crecía
y se marchitaba con el cuerpo; que era débil durante
la infancia, fuerte en el vigor de la edad, delirante en
la vejez, soñadora durante el sueño, embrutecida en
la embriaguez, abatida en la enfermedad, etc. Y ade-
más de creer que era corpórea, creyeron, con quienes
vivieron antes de Ferécidesa, que era mortal.
174
VI. Jenócrates, según refie-
re Ciceróna, negó que hubiesen almas; y Dicearco
le hace decir a un viejo llamado Ferécrates que el
alma no es nada, sólo un nombre en el aire que nada
significa. Que no hay alma ni espíritu en el hombre
ni en las bestias. Que la potencia por la que actua-
mos y sentimos es la misma en todo lo que tiene
vida, que es inseparable del cuerpo y que no es sino
el cuerpo mismo, modificado de tal modo que sub-
siste gracias al temperamento que la naturaleza le
ha proporcionado.
a Tusculanae Disputationes, I.
175
uno, puesto que nadie puede dudar de sí mismo.
Ahora bien, si esto es cierto, su duda resulta inútil.
En tercer lugar, cuando dice que el alma es una
sustancia o una cosa que piensa no nos dice nada
nuevo, pues sobre esto todos están de acuerdo. La
dificultad consiste en determinar qué es esta sus-
tancia que piensa, y es precisamente esto lo que él
no hace, como tampoco los otros.
176
CAPÍTULO XX
QUÉ ES EL ALMA
177
III. Es entonces cierto que
esta alma, siendo de la misma naturaleza en todos
los animales, se disipa con la muerte del hombre,
así como también con la de las bestias. De donde se
sigue que lo que poetas y teólogos nos relatan del
otro mundo, no es más que una quimera que ellos
mismos han inventado y esparcido por razones que
son fáciles de adivinar.
178
CAPÍTULO XXI
179
aire como si fuera una vestimenta cuando querían
hacerse visibles a los ojos de los hombres. Otros
sostenían que se trataba de cuerpos animados, pero
que estaban hechos de aire o de otra materia más
sutil que condensaban como les parecía cuando que-
rían aparecer.
180
célebre historiador de la antigüedada–, con el pro-
pósito, decía, de que el miedo que el pueblo debía
tener de esas potencias invisibles lo mantuviese en
el cumplimiento del deber. Y para hacerlo con ma-
yor autoridad, dividieron los demonios en buenos
y malos: los primeros, para incitar a los hombres a
observar sus leyes; los segundos, para contenerlos
e impedirles que las transgredan.
Pero para saber qué son los demonios sólo es
necesario leer a los poetas griegos, y sobre todo lo
que dice Hesíodo en su Teogonía, donde trata ex-
tensamente sobre la generación y el origen de los
dioses.
181
único demonio bueno el nombre de espíritu de Dios,
y llamando profetas a los que poseían este buen
espíritu. Más aún, llamaron espíritu divino a aque-
llo que consideraban como un gran bien, y al con-
trario caco-demonio, espíritu maligno, a todo aque-
llo que consideraban como un gran mal.
182
espíritus buenos y malos, nunca dijo si ellos eran
materiales o inmateriales, lo cual prueba que sólo
sabía con relación a ello lo que los griegos le habían
enseñado a sus ancestros. Si él hubiera sabido más,
sería tan condenable que no hubiera instruido a los
hombres, como lo es el hecho de negarles a todos
la virtud, la fe y la piedad que él asegura poder
darles. Pero para volver a los espíritus, es obvio
que las palabras demonio, satanás, diablo, no son
en absoluto nombres propios que designen indivi-
duo alguno, y que desde siempre sólo los ignoran-
tes fueron capaces de creerle a Jesús Cristo, a partir
de lo que dijeron los griegos –que las inventaron–,
y los judíos –que las adoptaron.
Luego de que estos últimos fueron contamina-
das por ellas, le atribuyeron esos nombres, que sig-
nifican malo, engañador, astuto, adversario, ene-
migo, acusador, calumniador, destructor, extermi-
nador, etc., tanto a las potencias invisibles cuanto a
sus propios enemigos, es decir a los gentiles, que,
según ellos, habitaban en el reino de satanás, en
tanto que sólo ellos –pensaban– habitaban en el rei-
no de Dios.
183
suficientes sólo dos palabras para convencer a los
más obstinados.
Todos los cristianos están de acuerdo en que
Dios es el primer principio y la fuente de todas las
cosas; que él las creó y las conserva, y que sin su
ayuda caerían en la nada. Según este principio, es
cierto que Dios creó lo que llamamos diablo y sata-
nás, de igual modo que a todas las demás creatu-
ras. Y sea que lo haya creado bueno o malo, cosa
que aquí no viene al caso, se sigue de ese principio
que si él subsiste malo como es, según ha sido di-
cho, no puede ser más que gracias a la intervención
y el permiso de Dios, que por tanto así lo quiere.
Ahora bien, ¿cómo se puede comprender que Dios
conserve una creatura que no sólo lo maldice sin
cesar y lo odia mortalmente, sino que además se
esfuerza por corromper a sus amigos para tener el
placer de maldecirlo a través de una infinidad de
bocas? ¿Cómo, digo, se puede comprender que Dios
mantenga, conserve y permita subsistir al diablo,
para que le haga todo el mal posible, para que lo
destrone si estuviera en su poder hacerlo, y para
que desvíe de su servicio a sus elegidos y favori-
tos? ¿Cuál es el propósito de Dios en todo esto? ¿O
más bien, qué es lo que se nos quiere decir al hablar
del diablo y del infierno? Si Dios lo puede todo y
nosotros nada podemos sin él, ¿cómo es posible que
el diablo lo odie, lo maldiga y le arrebate a sus
amigos? O él está de acuerdo, o no lo está. Si está
de acuerdo, entonces el diablo, al maldecirlo, sólo
hace lo que debe dado que únicamente puede ha-
cer lo que Dios quiera. Por consiguiente no es el
diablo sino Dios quien se maldice a sí mismo por la
boca del diablo. Cosa que es, según creo, totalmen-
184
te absurda. Si no está de acuerdo, entonces no es
verdad que es todo poderoso. Y si no es todo po-
deroso, será necesario que en lugar de un solo prin-
cipio de todas las cosas debamos admitir dos, uno
del bien y el otro del mal; uno que quiere una cosa
y el otro que quiere y hace todo lo contrario. ¿A
dónde conduce este razonamiento? A hacer confe-
sar de manera irrefutable que ni Dios, ni el diablo,
ni el alma, ni el cielo, ni el infierno son como se los
suele pintar; y que los teólogos, es decir quienes
esparcen fábulas como si fueran verdades divinas
reveladas, son todos, exceptuando algunos igno-
rantes, gente de mala fe que abusan maliciosamen-
te de la credulidad del pueblo para inculcarle lo
que les viene en ganas, como si el vulgo sólo fuera
capaz de quimeras, o sólo debiera ser alimentado
con esas viandas insípidas, donde no se ve más que
el vacío, la nada, la locura, y ni siquiera un grano
de sal, de verdad y de sabiduría.
Hace ya mucho tiempo que estamos infatuados
por este máximo absurdo, según el cual la verdad
no está hecha para el pueblo y que él no es capaz de
conocerla. Pero en todos los tiempos han existido
espíritus sinceros que se han rebelado contra una
injusticia semejante, así como nosotros acabamos de
hacerlo en este pequeño tratado.
Quienes aman la verdad sin duda encontrarán
en él un gran consuelo; y es sólo a ellos a quienes
quisiéramos complacer, sin cuidarnos en absoluto
de aquellos que consideran a los prejuicios como
oráculos infalibles.
FIN
185
186
ÍNDICE
PRÓLOGO
9
BIBLIOGRAFÍA
21
ADVERTENCIA
29
PREFACIO DEL COPISTA
31
187
VII. SOBRE JESÚS CRISTO
105
VIII. SOBRE LA POLÍTICA DE JESÚS CRISTO
107
IX. SOBRE LA MORALIDAD DE JESÚS CRISTO
114
X. SOBRE LA DIVINIDAD DE JESÚS CRISTO
119
XI. SOBRE MAHOMA
123
XII. SOBRE LAS RELIGIONES
128
XIII. SOBRE LA DIVERSIDAD DE RELIGIONES
132
XIV. SOBRE LA DIVISIÓN DE LOS CRISTIANOS
139
XV. SOBRE LOS SUPERSTICIOSOS, LA SUPERSTICIÓN
Y LA CREDULIDAD DEL PUEBLO
144
XVI. SOBRE EL ORIGEN DE LAS MONARQUÍAS
150
XVII. SOBRE LEGISLADORES, POLÍTICOS,
Y CÓMO SE SIRVEN DE LA RELIGIÓN
156
XVIII. VERDADES SENSIBLES Y EVIDENTES
167
XIX. SOBRE EL ALMA
170
XX. QUÉ ES EL ALMA
177
XXI. SOBRE LOS ESPÍRITUS LLAMADOS DEMONIOS
179
188
189
190
191
192