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CLAVES DE LA EXISTENCIA

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grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v. siglo xxi editores, s. a.
CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS, GUATEMALA, 4824,
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CLAVES DE LA EXISTENCIA
El sentido plural de la vida humana

G. DURAND, R. PANIKKAR, J. GRONDIN, M. BEUCHOT,


F.K. MAYR, J. THOMAS, C.J. CELA CONDE, E. BECKER,
LL. DUCH, J.-C. MÈLICH, R.M. RGUEZ. MAGDA, H. MUJICA,
W. ROSS, R. LÓPEZ-PEDRAZA, M. CAVALLÉ y otros

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS, BLANCA SOLARES,


LUIS GARAGALZA (Eds.)

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CLAVES de la existencia : El sentido plural de la vida humana / Andrés Ortiz-
Osés, Blanca Solares, Luis Garagalza, editores. — Barcelona : Anthropos
Editorial ; México : Universidad Nacional Autónoma de México - Centro
Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, 2013
574 p. ; 24 cm. — (Obras Generales)

Bibliografías
ISBN 978-84-15260-64-6

1. Existencia - Filosofía - Enciclopedias 2. Hermeneusis - Enciclopedias


3. Sentido de la vida - Enciclopedias 4. Antropología filosófica - Enciclopedias
I. Ortiz-Osés, Andrés, ed. II. Solares, Blanca, ed. III. Garagalza, Luis, ed.
IV. Universidad Nacional Autónoma de México - Centro Regional de Investigaciones
Multidisciplinarias (México) IV. Colección

Primera edición: 2013

© Andrés Ortiz-Osés et al., 2013


D.R. © Universidad Nacional Autónoma de México, 2013
© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2013
Edita: Anthropos Editorial. Barcelona
www.anthropos-editorial.com
En coedición con el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. Universidad
Nacional Autónoma de México
Av. Universidad n.º 3000, Delegación Coyoacán, Ciudad Universitaria, 04510, México D.F.
ISBN: 978-84-15260-64-6
Depósito legal: B. 7.197-2013
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661
Impresión: Cofás, S.A., Madrid

Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra
sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 917021970/932720447).

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PRESENTACIÓN GENERAL
EXISTENCIA Y SENTIDO: MITO Y PERSONA:
EL MAL Y DIOS: FELICIDAD Y MELANCOLÍA

Andrés Ortiz-Osés

A Juanis Sanz de Santamaría

Un hecho de nuestra vida no vale por ser meramente verdade-


ro, sino por encerrar alguna significación humana o sentido.
J.W. GOETHE

El presente volumen colectivo es filial del Diccionario de la existencia, publicado en esta


misma editorial, y ofrece en artículos selectos las claves hermenéuticas de la existencia,
configurando un mosaico que expone el sentido plural de la vida humana. En esta oca-
sión me acompañan en la coordinación el profesor amigo Luis Garagalza y la profesora
mexicana Blanca Solares, discípula y maestra en la filosofía de la cultura, para significar
así la presencia de los invitados latinoamericanos. Se trata, en efecto, de una colabora-
ción fundamentalmente hispanoamericana, en la que sin embargo también participan
relevantes autores europeos.
La idea central de este manual es continuar, profundizar y sistematizar el concitado
Diccionario de la existencia, ofreciendo un elenco de temas existenciales y asuntos hu-
manos en torno al sentido de nuestra estancia en este mundo. Pero antes de pasar a su
lectura quisiera abrir el horizonte que cobija esta obra mestiza, remitiendo a la Dialécti-
ca de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, para recalar brevemente en M. Heidegger,
y S. Kierkegaard, y finalmente la hermenéutica contemporánea y el personalismo.

1. Dialéctica de la Ilustración: mito y razón

Quisiera partir del incisivo texto de M. Horkheimer y T. Adorno Dialéctica de la Ilustra-


ción para situar el sentido de nuestro trabajo colectivo. En ese texto singular de la Es-
cuela de Francfort se estudia la Ilustración propia de nuestra modernidad como el in-
tento por desmitificar el viejo mundo a través de su racionalización, la cual conlleva la
liquidación del antiguo animismo y el desencantamiento de la realidad. Este proceso de
decantación racional y desencantamiento desmitificador ha sido posible por un parale-
lo proceso de abstracción, consistente en trasformar dioses, númenes y demonios en
entidades conceptuales o ideas. Lo malo es que se trata de una transmutación de la
existencia vivida en sus esencias, pasando así de lo concreto a lo abstracto, de la vida a
su esquematismo y del sentido vívido (subjetivo) a la verdad objetivada (cosificada).1

1. M. Horkheimer y T. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid 1994. Esta obra procede
de 1944, y se publicó con el título de Fragmentos filosóficos.

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Andrés Ortiz-Osés

Con este paso del mito a la razón no sólo se renuncia al sentido vivido, simbolizado
por la experiencia mágico-religiosa del mana como cualidad mística que atraviesa
energéticamente todas las cosas, sino que se consolida una visión del mundo de signo
patriarcal-racionalista basada en el dominio o dominación tanto de la naturaleza exte-
rior como de nuestra naturaleza interior en nombre de un pensamiento cuantitativo y
mecanicista que desprecia lo cualitativo y vital. Se trata de un proceso de olimpización
del submundo matricial, telúrico o terrestre por parte de una nueva ideología de la luz y
de una nueva mentalidad solar. De esta forma se describe el paso del mito matriarcal-
naturalista y comunalista al mito patriarcal-racionalista e individualista:

Un pueblo guerrero de dominadores se asienta sobre la masa de los pueblos autóctonos


vencidos: las divinidades ctónicas de los aborígenes son desterradas al infierno por la
religión solar de Indra y Zeus.2

Si el viejo mito preracional y preilustrado identificaba lo no viviente con lo viviente,


el nuevo mito patriarcal-racionalista o ilustrado identifica lo viviente con lo no viviente.
El viejo mito recaía en un animismo (subjetivismo), pero el nuevo mito recae en un
objetivismo reificador. La diferencia estriba en que el animismo vivifica las cosas, mien-
tras que el mecanicismo reifica o cosifica las almas: y no se sabe qué es peor, ya que el
animismo resulta ingenuo pero el mecanicismo resulta alienante. El arquetipo de seme-
jante racionalización negativa es Ulises, el héroe de la Odisea que se afirma a sí mismo
en cuanto se niega a sí mismo llamándose «nadie», el astuto héroe racional que encuen-
tra el camino de su vida reprimiendo sus afectos y oprimiendo sus afecciones.

2. El héroe patriarcal

Odiseo/Ulises vence a sus enemigos venciéndose a sí mismo: un sí-mismo que le sirve de


medio o instrumento para dominarse y dominar la realidad del mundo. Y es que el
auténtico héroe racional, ilustrado y moderno, tal y como lo presenta el Marqués de
Sade, es el hombre libre, cuya liberación se paga a base de un «rigor libertino» consis-
tente en dominar todo afecto del corazón, todo amor o compasión, toda ternura tildada
de femenina o feminoide por una virilidad machista. De esta guisa, la razón reaparece
como la razón masculina/masculinista de la vida, o sea, como razón patriarcal.
Para reencontrar la exaltación de la mujer en el amor, afirman Horkheimer y Ador-
no, hay que volverse, a través del cristianismo, a los viejos estadios matriarcales, precisa-
mente superados hegelianamente (abstractamente) por la razón patriarcal que contami-
na a la propia razón ilustrada. Con ello tocamos el centro mismo de la Dialéctica de la
Ilustración, cuyo lema capital dice así:

El mito solar, patriarcal, es ya Ilustración.3

Este lema central permite distinguir adecuadamente entre el mito matriarcal y el


mito patriarcal, así como paralelamente entre el sentido existencial y la razón abstrac-
cionista. En el texto que comentamos comparece una sutil continuidad entre el mito

2. Horkheimer y Adorno, obra concitada, p. 68; al respecto ver mi obra La diosa madre, Trotta,
Madrid 1996.
3. Dialéctica de la Ilustración, o.c., p. 66.

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Presentación general

patriarcal y la razón dominadora, quedando aparcado como utopía imaginaria el espec-


tro arcaizante del mito matriarcal y su sentido matricial de la existencia. Pues bien, es el
judaísmo de nuestros autores el que les impide recaer en el mito matriarcal, frente a
cuya regresión en el pasado proyectan un ascenso de la conciencia de carácter racional
abierta a un futuro sin dominio, ya que el dominio es el demonio y viceversa.
Ahora bien, debería haber sido la Ilustración moderna la que, asumiendo el pasado
matriarcal, hubiera llevado a cabo un racionalismo no dominador sino asuntor de la
naturaleza, a través de una sublimación no-represora de nuestros deseos, sentimientos,
afectos y afecciones humanas (tal y como propuso el francfurtiano Marcuse).4
Pero al haber recaído la Ilustración en la moderna barbarie de una razón patriarcal,
dominadora, Horkheimer y Adorno se vuelven al benévolo patriarcalismo judío, el cual
desmitifica o desencanta el mundo mágico no en nombre de una razón destructora, sino
en el nombre de un Dios que recoge la magia trasfigurándola y superándola de modo
trascendente. En donde el futuro abierto trasciende toda inmanencia e idolatría del
presente, todo dominio, desmitificando el mito en razón de un sentido de trascendencia
absoluta: el Dios bíblico como el totalmente Otro.5

3. Heidegger y la hermenéutica

Ahora bien, la apelación a la trascendencia del Dios hebreo resulta sin duda algo abrup-
ta en filosofía, una especie de «Deus ex machina» o expediente demasiado expeditivo
(aunque intrigante). Cabría en efecto otra salida a la encerrona ilustrada de la razón
patriarcal, propiciada por el propio texto que analizamos. Es el caso de M. Heidegger,
quien apuntó entre otros a una recuperación y reinterpretación del mito matriarcal en
su versión del ser matricial, lo que significa una restauración del mito pagano presocrá-
tico, es decir, prepatriarcal, preolímpico y preracionalista.
En efecto, en la segunda etapa heideggeriana, el ser comparece como el origen o
matriz del universo, superponiéndose a la physis como naturaleza naturante en Herácli-
to, siendo concebido en términos mitológicos como el «brotar» (phyein) desde la oscuri-
dad y lo velado (léthe) a la verdad revelada (alétheia): en donde la clave de la verdad
revelada (olímpica) está en el sentido velado (preolímpico) y no al revés: así en su obra
Beiträge/Aportes a la filosofía de 1936-1938.6
Sin embargo en su etapa final el propia Heidegger «supera» su actitud mitológica
de los años treinta y cuarenta hasta concluir en una exposición hermenéutica del ser ya
no como mito (mythos) sino como logos (lenguaje). En su obra De camino al lenguaje
(1959) el filósofo germano divisa el ser en medio del lenguaje como logos (palabra) que
va y viene dialógicamente, a modo de cópula simbólica que coimplica todos los seres
—la realidad omnímoda— en el medium del lenguaje humano.
A partir de aquí su discípulo H.G. Gadamer interpreta el ser como el logos dialógico, la
razón común o democrática, la razón encarnada, el logos que coimplica lingüísticamente a
todos los implicados en el juego del lenguaje concebido como conjugación de la realidad. En
donde el mito se hace logos, al tiempo que la objetividad y la subjetividad se articulan en la

4. Véase de H. Marcuse su famosa obra contracultural Eros y civilización, varias ediciones.


5. Al respecto ver Horkheimer, Marcuse, Popper, A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 1976.
6. Beiträge/Aportes a la filosofía, Biblos, Buenos Aires 2004. Confrontamos así la obra oracular de
Heidegger de signo derechoso (fascistoide) con el texto oracular de Horkheimer-Adorno de signo
izquierdoso (marxistoide).

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Andrés Ortiz-Osés

intersubjetividad. Podríamos hablar de una reconversión del mito matriarcal o patriarcal en


una mito-logía de carácter fratriarcal, por cuanto basada en la dialogía del ser.7
En este nuevo esquematismo hermenéutico el dilema mito-logos o mito-razón se
resuelve lingüísticamente. En lugar de contraponer este par clásico de un modo tradi-
cionalmente dualista, cabe interpretarlo en su contínuum lingüístico en el medio del
lenguaje. Esto significa por una parte que el mito es ya logos porque es lenguaje implíci-
to o implicado y, por otra parte, que el logos es mito en cuanto explicitado o explicado.
Así que mito y logos se resuelven en el lenguaje, el cual se define como un querer-decir el
ser humanamente, así pues como mito-logía, razón lingüística o intersubjetiva.
Parafraseando a Gadamer podemos decir que el ser que puede comprenderse es
sentido: sentido lingüístico. Esto significa que el sentido se articula lingüísticamente
(como logos), pero promana de la vivencia o experiencia de la vida (mito). Como lo ha
dicho G. Vattimo a su manera:

El ser acaece en el lenguaje, en la conversación, en la lengua viva que habla una humani-
dad. Naturalmente el ser no deriva del lenguaje, pero se da allí así.8

Así que el ser, concebido lingüísticamente como sentido, procede de la vida


(con)vivida, y por tanto de la existencia. Con ello cerramos el periplo heideggeriano,
volviéndonos al primer Heidegger y su definición del ser como ser en el mundo, un ser
encarnado específicamente en el hombre como existencia (Dasein). De esta guisa, la
existencia humana expone su consistencia inconsistente por cuanto dependiente del ser
que la define. A continuación quisiera tematizar esta existencia propia del hombre si-
quiera sucintamente.

4. Existencia y persona

El ser como mito en el segundo Heidegger es el ser como «alma» espacial del mundo: jora
o matriz, origen matriarcal y destino matricial. Por su parte el ser como mito-logía en el
último Heidegger es el lenguaje humano del mundo. En ambos casos el ser es el respirade-
ro de la realidad mundana, su apertura radical o trascendental. Finalmente si nos dirigi-
mos al primer Heidegger (Ser y tiempo, 1927) el ser comparece como ser en el mundo,
revelándose en la existencia humana (Dasein) como alma encarnada: mito convertido en
logos, logos revertido en carne, carne definida espaciotemporalmente. Yo sintetizaría el
recorrido hermenéutico del ser heideggeriano definiéndolo como el trasunto del hombre
como persona, así pues como alma encarnada y mito reconvertido en logos, lenguaje.
En efecto, el hombre como persona es fundamentalmente alma encarnada y, como el
ser, el alma es de algún modo todas las cosas y nada de las cosas, temporalidad mundana
y espacio transmundano, o sea, finitud abierta al infinito, cuerpo intramundano y alma
extramundana, tiempo inmanente y espacio simbólico (abierto). Como en Kierkegaard,
bien conocido por Heidegger, el hombre o yo humano es una síntesis relacional de lo finito
y lo infinito: «el yo es una relación que se refiere a sí misma y, al hacerlo, también a otra».9
De ahí la oscilación del hombre entre lo infinito y lo finito, entre la imaginación abierta a

7. Ver M. Heidegger, De camino al habla, Odós, Barcelona 1990; para la mito-logía fratriarcal ver
mi obra Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2005.
8. G. Vattimo, Non essere Dio, Aliberti, Roma 2006, p. 133.
9. S. Kierkegaard, Tratado de la desesperación, Gradifco, Buenos Aires 2007.

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Presentación general

lo posible y la realidad propia de la necesidad, entre el yo y el otro. Pues el yo no es tal sino


en presencia del Otro (el Tú), archisimbolizada en Kierkegaard por Dios, pero resimboli-
zada por los otros hombres.
Con ello nos acercamos a la concepción típicamente cristiana de la persona como
existencia (hýpasis) definida por su subsistencia, la cual se caracteriza por tener su pro-
pio acto de ser (subistentia quasi esse habens), así como por captarlo y tomar conciencia
del ser que, como el alma, es de algún modo todas las cosas pero sin ser cosa. Por eso el
máximo distintivo de la persona como hipóstasis o supuesto radical es el ser ella misma
«autofin» o autofinalidad (teleiótes), fin en sí misma y no medio, como proclamará Kant.
De aquí que la razón personal no puede ser meramente técnica o instrumental, como
aducen Horkheimer y Adorno, sino razón interpersonal o, en la terminología de J. Ha-
bermas, razón comunicativa.10
En la patrística griega cristiana la persona es «autotélica» (autotéle), significando
así la propia realización de su propia realidad. Esto quiere decir que la persona es auto-
real por cuanto tiene realidad propia y primaria, frente al mundo cósico del ente que
obtiene una realidad impropia y secundaria. Por ello la realidad radical y principal (prin-
cipial) es la persona (hipóstasis), considerada en la filosofía cristiana como el ser real
frente a la visión griega del ser real como sustancia (ousía). Los griegos dan la primacía
ontológica a lo sustancial, cósico o entitativo (ousiático), cuyo correlato ideal es la idea
abstracta (eidos), mientras que la filosofía cristiana confiere la primacía ontológica a la
persona anímica, al alma relacional, a la interioridad concreta (para-sí y al otro).11

5. Compresencia del mal

He aquí que en la filosofía clásica (griega) la realidad dice sustancia como fundamento
cósico-racional de lo real, de aquí que la realidad obtenga una consistencia hiperreal. Por
su parte en la filosofía cristiana la realidad dice relación transreal, cuyo paradigma es la
persona cuyo fundamento es autofundamento hiporreal (el alma y lo anímico). Mientras
que la realidad cósico-racional tiene un precio, la realidad personal obtiene aprecio.
El ser-real no es pues el ser-ente sino el ser-persona: el ser personal o hipostático, el
ser anímico o relacional. Ahora bien, la persona no es el individuo solitario sino el indi-
viduo solidario. Ahora el sentido del ser está en el hombre como existencia, la cual es el
ser del sentido: del sentido lingüístico o intersubjetivo, del sentido apalabrado o consen-
tido, del sentido anímico del mundo.
La persona no es algo sobrepuesto a modo de máscara (prósopon), sino que es algo
subpuesto o supuesto (suppositum): el ser al que le va su ser, de donde la suidad perso-
nal, ya que toda persona es suya por su personalidad (sui iuris).12 De aquí se deduce el
carácter de incomunicable que los medievales atribuyeron a la persona, junto a su ca-
rácter de comunicación o comunicabilidad acentuado por el personalismo contemporá-

10. Ver J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid 1985. Sobre la persona
véase Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 1, q. 45, así como In XII Metaphysica, 1; al respecto
Enciclopedia Rialp, Madrid 1974, tomo XVIII: «Persona».
11. Sobre la filosofía cristiana y su noción de persona en la patrística griega (cristianizada), ver A.
Amor Ruibal, Los conceptos fundamentales de la filosofía y del dogma, Xunta de Galicia, Santiago 1990 ss.
12. Puede consultarse el personalismo de Max Scheler, Levinas, y Martín Buber, así como G. Marcel
y E. Mounier; sobre la persona ver J. F9errater Mora, Diccionario de Filosofía, Buenos Aires 1990, «Per-
sona». El personalismo empalma con la tradición humanista de Montaigne y socios renacentistas.

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Andrés Ortiz-Osés

neo. Y es que la persona se autodefine finalmente como la comunicación de lo incomu-


nicado, la expresión de nuestra intimidad, la presencia corporal de la ausencia anímica
(el alma), la dicción de nuestra propia condición humana.
Ahora bien, todo lo dicho corre el riesgo de ser tomado idealistamente por cuanto
la persona se define como un supuesto con alma. Sin embargo hay que reconocer que la
persona y su singularidad no es respetada sino maltratada por otras personas desalma-
das, cuya alma es meramente animalesca o inhumana o bien se ha solidificado o petrifi-
cado o también se ha despersonalizado en una interioridad hueca cohabitada por el
señor de la nada: el diablo, el cual contrapone el odio al amor y la maledicencia o male-
ficencia a la benedicencia o beneficencia. Es la persona posesa o poseída por el revés del
ser, la nada, sobrecompensada por un ego que se autoafirma a costas del otro.
Podemos hablar entonces directamente del mal, sea como indiferencia al otro des-
amparado, sea como desamor ante su miseria sea como rencor o envidia, considerada
por cierto esta última como nuestro tradicional vicio nacional. Curiosamente la típica/
tópica envidia hispánica no se encelaría por lo que el otro hace o aporta, sino por lo que
no hace, o sea, por lo que ha conseguido sin trabajar, por lo que ha trabajado para no
trabajar y, en definitiva, por la apariencia de ser que aparenta ante el otro precisamente
para ser envidiado. De donde se deduce que nuestra envidia provendría de un autóctono
estilo mediterráneo consistente en el castizo deseo de aparentar para dar envidia, olvi-
dando así que la compasión podría evitarla.13
Sírvanos esta leve indicación para poner de manifiesto desde ya la compresencia
del mal y su negatividad junto al bien y su positividad, ya que aquel no es sino el revés de
este. Por otra parte, el mal moral o cultural que comparece en el hombre es el reflejo
humano del mal natural que emerge de la propia naturaleza. Quede aquí esbozada la
cuestión del mal como contrapunto agudo del bien, cuestión abrupta que será tratada
convenientemente en esta misma obra colectiva.
Mas a pesar de todos los esfuerzos propios y ajenos la cuestión del mal (radical)
resulta irresoluble: pero acaso precisamente la conciencia de la no resolución plena del
mal lo haga más «vulnerable», al hacernos más precavidos y radicales, de modo que al
radicalizar el mal nos radicalizamos en su diagnóstico y prevención, en su evitación posi-
ble, en su remediación factible y finalmente en su más adecuada asunción ineludible.
Ha sido el humanista George Steiner entre tantos otros quien, ante el mal abruma-
dor que rodea al hombre en el mundo, ha reivindicado el «silencio de Dios» como salida
piadosa a semejante impasse catastrófico. El silencio de Dios representa para el huma-
nista un vacío exigitivo éticamente y un nihilismo desbordante simbólicamente. Pues el
autor coloca la ausencia de Dios «en relación con la tristeza, con el abismo que hay en el
centro mismo del amor». Así el vacío de Dios y su ausencia (presente) se conciben como
la presencia (ausente) del amor en el mundo humano, o sea, como un hueco axiológico,
una potencia abierta y lacerada, una realidad surreal.14
Sí, el enigma del ser encuentra su simbólica más profunda en el enigma del amor,
presidido por un anhelo oscuro, el deseo turbulento y una apertura al infinito desde la
finitud lacerante y lacerada.

13. Una tal tipología de la envidia, alejada de la ética puritana del trabajo, parece obtener un cierto
toque latino: su paradigma sería la envidia de Cecco d’Ascoli por Dante o la de Salieri por lo que
Mozart hace sin trabajar, o sea, sin esfuerzo aparente. Subyace aquí en el fondo la mitología del «dolce
far niente» o trabajar para no trabajar, ludismo con el que F. Savater inaugura sus interesantes memo-
rias tituladas Mira por dónde.
14. Consultar G. Steiner, Los libros que nunca he escrito, Siruela, Barcelona 2008, p. 236 s.

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Presentación general

6. El Dios implicado

Pero mucho más radical que el judío G. Steiner, ilustrado y anarcoplatónico, se muestra
el autor bíblico del impresionante Salmo 88, en el que la ausencia de Dios es recrimina-
da agriamente por el salmista, identificado con el mal radical de la finitud, la contingen-
cia y la muerte (los exegetas hablan de una enfermedad incurable, quizás la lepra).
En el salmo más negro de la Biblia, su denegrido autor grita su negrura frente a
Yahvé, que no atiende su súplica y lo abandona en las tinieblas. En este contexto de fe
oscura el atribulado se autopresenta como encerrado y enclaustrado, obstruido y obtu-
rado, en una angostura propia de la angustia existencial.
Mas lo más llamativo del salmo es que en su radical protesta contra un Dios aban-
donador, se le acaba acusando de ser el causante del sufrimiento, el cual no se debe al
propio pecado sino al desamparo de un tal Dios desamparador, más aún, sordo e incom-
pasible, destacando no sólo su ausencia irracional sino incluso su presencia hostil:

Oh Yahvé, mi Dios salvador,


a ti clamo noche y día.
Porque estoy harto de males,
con la vida al borde del sepulcro;
contado entre los que bajan a la fosa,
soy como un hombre acabado:
relegado entre los muertos.
Me has echado en la fosa profunda,
en medio de tinieblas abismales;
arrastro el peso de tu furor,
me hundes con todas tus olas.
Has alejado de mí a mis conocidos,
me has hecho para ellos un horror.
Cerrado estoy y sin salida,
mis ojos se consumen por la pena.
¿Por qué Yahvé rechazas mi alma
y ocultas tu rostro lejos de mí?
Desdichado y enfermo desde mi infancia
he soportado tus terrores, no puedo más.
Tu furor ha pasado sobre mí,
tus espantos me han aniquilado.
Me anegan como el agua todo el día,
se aprietan contra mí todos a una.
Has alejado a compañeros y amigos
y son mi compañía las tinieblas.15

En el corazón del salmo hay una expresión que sintetiza la extrema aflicción del
siervo de Yahvé: estoy clausurado y confinado, aprisionado y sin escapatoria (clausus
sum, traduce expresivamente la Vulgata el término hebreo oclusivo/ocluyente). Los exége-
tas o especialistas remarcan la importancia en el salmo de las tinieblas que recorren todo

15. Véase Biblia de Jerusalén, Desclée, Bilbao 1998, Salmos. Entre los posibles autores o referentes
del salmo 88 están Emán (un levita escogido por David), el rey Exequias enfermo, el rey Ozías, Azarías
el leproso, Jeremías encarcelado.

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Andrés Ortiz-Osés

el itinerario doloroso —via crucis— del salmo, y con ellas culmina el último versículo. Nos
las habemos bíblicamente con las tinieblas que reaparecen de nuevo en la muerte de Jesús
en el Gólgota, cuando este grita también a Dios por qué lo ha abandonado in extremis.16
Hay un relato oriental de un maestro liberado que es apaleado por unos bandoleros
hasta la muerte. Lo intrigante del caso es que el maestro búdico no se contuvo ni se
dominó, no aceptó los golpes ni se sometió, sino que gritó hasta la extenuación en su
martirio. Mas el relato concluye que el monje alcanzó la iluminación precisamente a
través de sus gritos, así pues gritando y no silenciando, expresando y no reprimiendo,
acusando el golpe y no masoquistamente.
De modo que nos confrontamos a la situación-límite de la muerte sintomáticamen-
te desamparada de/por la divinidad. Por ello en el nuevo comentario bíblico internacio-
nal se llega a hablar de un «Dios adversario», que incluso ha aterrorizado a su fiel,
abrumándolo con un oleaje tempestuoso y rechazando su alma en vilo, envilecida por el
sufrimiento: en donde el Dios de la vida parece impotente ante la muerte, más aún,
permite que la muerte anegue al hombre definitivamente.17
Sólo otro judío contemporáneo —Paul Celan— podía volver a expresar esta viven-
cia ambivalente de un Dios a la vez afirmado y denegado, celebrado (a favor de su ampa-
ro) y en contra (de su desamparo):

Seas alabado, gran Nadie,


Por ti queremos florecer
Y contra ti.18

7. Reflexión medial

Aquí nos interesa señalar la compresencia de un mal que en su radicalidad resulta aso-
ciado a la propia divinidad así coimplicada, atravesada o traspasada por él. Lo cual
remite al mal radical asumido en la crucifixión de Jesús no ya como un accidente, sino
como la accidentación de la propia divinidad en el mundo. En donde el mismo mal
quedaría crucificado y traspasado o transmutado en la resurrección (para el cristiano).
Cabría decir que Dios es el bien pero contiene el mal, y precisamente en su conten-
ción confía el creyente. De este modo la potencia divina aparece como una potencia
sacrificada, en cuyo sacrificio no sólo se purifica el bien respecto a su abstracción o
desimplicación al encarnarse o implicarse, sino también se purifica el mal al traspasar
por el fuego del amor divino en dicha encarnación.
En ambos casos se trata de la visión de un Dios crucificado, explícita en el cristianis-
mo, y por lo tanto de un Dios implicado, en el doble sentido ontológico y moral, real y

16. Hay un paralelo piadoso del salmo en el Libro de Job (Biblia), así como un paralelo despiadado
en la filosofía de Feuerbach, el cual concibe a Dios como fruto de la proyección alienadora del hom-
bre, ya que afirma la existencia y consistencia divinas a costas de la existencia y consistencia humanas:
véase su obra La esencia de la religión.
17. Puede consultarse al respecto Craig C. Broyles, New international biblical commentary, Psalms,
Hendrickson, Massachussets 1999; también Marc Girard, Les psaumes redécouverts, Bellarmin, Québec
1994; F. Lindström, Suffering and sin, Almquist, Estocolmo 1994; finalmente, B. Villegas, El libro de los
salmos, Universidad Católica de Chile, 1989.
18. Paul Celan, Salmo, traducción propia; véase su obra poética publicada por la editorial Trotta
de Madrid.

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Presentación general

jurídico. Pues de acuerdo con el salmo 88, Dios es el responsable de nuestra situación
radical: aquí radicaría la «cruz» de su existencia real y de su realidad surreal.19
Ante la conciencia planetaria de un mundo que flota solitario y abandonado a su suerte
en medio de constelaciones y galaxias inmensas, el hombre consciente se ve abocado a cierta
melancolía. La melancolía expresa románticamente un tiempo que huye y se pierde vertigi-
nosamente, por eso busca un espacio barroco en el que el pensamiento oficia el exorcismo
del mal a través de la crítica, la ironía y la apertura de nuestra soledad a la otredad.
Parafraseando a W. Benjamin cabe afirmar que el sentido crece paradójicamente
ante la negatividad, ya que proyecta la positividad siquiera mentalmente. La melancolía
se convierte entonces en melancolía surreal o irónica frente a una realidad opaca. Una
tal melancolía irónica o surreal realiza una crítica radical de nuestro mundo, pero evi-
tando todo extremismo, o sea, toda solución heroica: precisamente en nombre de una
visión coimplicativa de los extremos para su mutua corrección o correlativización de-
mocrática, en pro de una fraternidad ya no utópica sino eutópica o felicitaria.20
Pero, ¿hay aún tiempo suficiente y espacio adecuado al respecto? ¿No se ha intentado
siempre de nuevo una y otra vez con resultados consabidos? ¿No hay un límite ontológico
en la naturaleza y en nuestra cultura que impiden su armonía? ¿No acaba la muerte y lo
que consignifica con toda esperanza? ¿No es el ser abismático, como la vida y el amor?
En todo caso, nadie ni nada puede (en)cerrarnos ni clausurar nuestro discurso en
curso, nadie ni nada puede obturar ni obstruir nuestro vacilante caminar por este mun-
do: al menos nos queda la apertura a la otredad, el abrimiento tanto en la vida como en
la muerte, la entrevisión de un sentido que experimentamos como trascendencia inma-
nente o inmanencia trascendente, siquiera sea un sentido acorralado por el sinsentido.

8. En torno a la felicidad

Hay que situar la felicidad humana por encima de la mera animalidad, ya que el animal no
es específicamente feliz, aunque algunos de ellos nos hagan tan felices domésticamente.
La felicidad no pertenece al reino mineral, vegetal o animal, pero tampoco al reino huma-
no propiamente sino impropiamente. Propiamente la felicidad pertenece al presunto rei-
no de los dioses, ya que sólo el Dios es feliz en su eternidad olímpica o celeste. La felicidad
es por lo tanto propiamente divina y sólo impropiamente humana, puesto que el hombre
no es feliz sino que obtiene cierta felicidad sólo en cuanto participada de la divinidad.
La felicidad es un atributo de la esencia de los dioses, y la existencia humana sólo
puede vivenciarla a través de un rapto o robo de ese tesoro divino. Se trata de un rapto
basado en la listeza de la razón, como diría Hegel, pero es un robo hasta cierto punto
sacrílego, un acto algo diabólico o demoníaco, una acción titánica o heroica propia de
Prometeo. El cual roba el fuego sagrado de los dioses para traerlo al mundo de los
hombres, por lo que es castigado por los divinos a causa de su pecado.
Un tal pecado es piedad para con los hombres e impiedad para con los dioses. Por ello
la «felicidad humana» comparece paradójicamente como «infelicidad divina», puesto que
se basa en el hurto de una propiedad divina. En efecto, nuestra felicidad mundana se apro-

19. Véase mi obra Metafísica del sentido, Universidad de Deusto, Bilbao 1989.
20. Sobre la moderna melancolía acompañada por la soledad, véase S. Sontag, Bajo el signo de
Saturno, Edhasa, Barcelona 1987, en donde la autora sitúa a W. Benjamín tras la estela de un (in)cierto
Goethe y en compañía de Baudelaire, Proust, Kafka, K. Kraus, Klee y R. Walser. Pero en realidad la
historia de la melancolía es la historia de la inteligencia afectiva.

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pia de un atributo del Dios, arrancando así un trozo de eternidad celeste para este mundo
terrestre, o bien atrapando una parte de la bienaventuranza divina para este mundo huma-
no. La felicidad humana es la infelicidad divina porque los dioses se sienten hurtados de su
poderío y sienten celos del hombre, cuya desmesura (hybris) consideran como el orgullo de
querer ser dioses, sintiéndose así estos amenazados en sus tronos supremos.21
De aquí que los dioses reaccionen culpando al hombre prometeico, que quiere ser
feliz como ellos, así como castigando dicha soberbia considerada como titánica o demo-
níaca. En la mitología griega el heroico Ícaro intenta ascender a los cielos hasta caer
vertiginosamente en la tierra; por su parte en la Biblia el arcángel Lucifer acaba siendo
el ángel caído por querer ser como Dios, o sea, divino. Y es que la felicidad humana o
infradivina es infelicidad divina, también en el sentido de que los dioses no pueden
valorar una felicidad limitada y contingente, finita y cochambrosa, sublunar y decaden-
te. Por eso la felicidad humana resulta infelicidad divina, pero también viceversa: la
felicidad divina resulta infelicidad humana porque a menudo aquella lo es a costas/
costes de esta (como advirtiera Feuerbach). Pero es que además, la felicidad divina re-
sulta para el hombre abstracta o estatuaria, impasible e imposible, trascendente y almi-
donada con su típico final feliz a pesar de los avatares de los dioses.
El hecho de no morir, la inmortalidad que es el máximo atributo divino, será vista
paradójicamente por el hombre como insoportable, lo mismo que la muerte humana
resulta insoportable para los dioses inmortales. Y es que el tiempo y la temporalidad
introducen un elemento de aventura, riesgo e incertidumbre que sólo es propia de la
felicidad humana, la cual se define así como suerte, azar o fortuna, mientras que el
destino del Dios está previsto y asegurado al respecto. Esto hace que una buena parte de
los dioses más antropomórficos se relacione con los humanos así como con las huma-
nas en busca de aventuras no sólo celestes sino terrestres. Y esto hace también, como
adujo brillantemente C.G. Jung, que el mismísimo Dios judeocristiano se acabe encar-
nando para compartir la suerte de la vida humana en este mundo.22
Así que la felicidad humana es la infelicidad divina, y la felicidad divina es la infelicidad
humana. Y, sin embargo, estamos viendo cómo el diálogo entre la felicidad humana y la
felicidad divina se halla establecido en los grandes documentos de nuestra cultura tanto
mitológicos como religiosos. De lo dicho podemos sonsacar que el hombre trata de recoger
las migajas de una felicidad que es propiamente divina, mientras que los dioses por su parte
tratan de relacionarse con los hombres por cuanto ávidos de avatares terrestres, para no
aburrirse en su cielo paradisíaco. Incluso los dioses más trascendentes tienen algún tipo de
relación con los hombres a través de las revelaciones de aquellos y de las veneraciones de
estos. La consecuencia paradójica de todo ello es que la felicidad humana busca lo que no
tiene (lo divino o trascendente), mientras que la felicidad divina busca lo que no tiene (lo
humano o mundano, la inmanencia). Algo por otra parte bastante obvio y razonable.
El problema surge a la hora de definir nuestra felicidad humana por su trascendencia
o por su inmanencia. La respuesta tradicional (idealista) ha sido definir nuestra felicidad
por su trascendencia referida al Dios, mientras que la respuesta clásica materialista define
nuestra felicidad por su inmanencia mundana. Por nuestra parte y tras lo dicho, nosotros
mismos situaríamos la felicidad humana como trascendencia inmanente o inmanencia

21. Véase la figura de Prometeo en la mitología griega clásica, así como la figura del diablo bajo la
forma de serpiente en la Biblia (Libro del Génesis); al respecto puede consultarse H. Bloom, Los poetas
visionarios del romanticismo inglés, Barral, Barcelona 1974, en torno a Blake, Byron, Shelley y Keats.
22. Véase de C.G. Jung su obra Respuesta a Job.

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trascendente, al definirla como apertura de la in-felicidad animal a la felicidad divina. Lo


cual conlleva la conciencia y asunción de nuestra animalidad, aunque abierta a lo divino o
sublime, al cual sólo puede accederse a través de una cierta sublimación capaz de destilar
la positividad en el medio terrestre de la negatividad. Pues bien, esta destilación que define
la felicidad humana sólo es posible por la libación de lo real que realiza el amor.
La felicidad humana radica en el amor pero dolorosa y sufrientemente, compasiva-
mente. Mientras que los dioses no se aman compasivamente, dada la propia perfección
de su naturaleza, la especificidad humana radica en amar compadecientemente, com-
padecimiento que algunos dioses o semidioses han comprendido a través de su encarna-
ción o humanización (así Cristo u Orfeo). El amor humano es la envidia de los dioses
compasivos, amor que inmortaliza al hombre al elevarlo y que desinmortaliza al Dios al
asumir la condición mortal. En efecto, la muerte que es lo impropio del Dios y lo más
propio del hombre, es la que posibilita en última instancia un amor humano o humani-
zado, encarnado y encarnizado, compasivo y cómplice. Pues la eternidad es un ámbito
plastificado, y el no poder morir equivale a no poder amar: humanamente.
El amor humano es el amor al hombre (infeliz) y no al Dios (feliz). Por eso amamos
la belleza efímera y no la belleza hierática, y por lo mismo amamos a tipos concretos y
no a arquetipos abstractos. Ahora bien, este inmanente amor humano nos trasciende,
por lo cual precisamos el contacto con lo divino para poder amar humanamente, ya que
el amor dice apertura al otro y, por lo tanto, autotrascendencia. De este modo, en lo más
íntimo del corazón humano inhabita un trozo de eternidad, una chispa del fuego divino,
una incandescencia más allá o más acá de la muerte. Es la felicidad del amor que perdu-
ra a pesar de su fracaso, la llama de amor viva en medio de la noche oscura, el incendio
que acabará con todo menos con su rescoldo amoroso.23
Porque hay un amor que corroe el tiempo y perdura incluso tras su ruptura, un
amor que trasciende el tiempo y el espacio porque cohabita el alma, un amor «catascen-
diente» que supura o supera por debajo la materia en espíritu. En la teología cristiana
clásica hay un amor que, a través de los rostros terrestres, arrostra finalmente el mismí-
simo rostro del Dios, se denomina el deseo natural de ver la faz divina, el anhelo de la
visión beatífica. En donde la belleza terrestre es trasportada hasta la belleza celeste, a
través de un vehículo que remite a Platón y el neoplatonismo, a san Agustín y al francis-
cano Buenaventura. Por cierto, en lugar de ver en la eutanasia un sacrilegio que roba al
Dios su señorío, cabría concebir una eutanasia cristiana como una especie de sacramen-
tal o símbolo de paso o pasaje para canalizar el deseo natural de ver al Dios.
Platonismo, se me dirá, platonismo cristiano para beatos y beatas. Y bien, detengá-
monos un momento para reflexionar autocríticamente al respecto. Cuando A. Comte-
Sponville elige a Diógenes contra Platón lo elige para «hablar del mal que es frente al
bien que no es», lo cual resulta bien lúcido pero incompleto. En efecto, no se trata de
oponer el idealismo de Platón frente al naturalismo de Diógenes, pero tampoco al con-
trario; o mejor dicho, se trata de oponerlos para coimplicarlos y correlativizarlos. Pues
si Platón ha olvidado la descensión del mal, Diógenes ha olvidado la ascensión del bien.
Se trataría entonces de coafirmar los contrarios coimplicados, buscando su mediación
o remediación. Ahora bien, Comte-Sponville nos reconcilia divinamente con lo huma-
no, con esta vida y este mundo, con este espaciotiempo azaroso que vivimos, pero no nos
reconcilia humanamente con lo divino de esta misma vida.24

23. Compárese al respecto la visión de Heráclito sobre el Fuego como lo divino inmanente.
24. Al respecto, André Comte-Sponville, Impromptus, Paidós, Barcelona 2005.

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Cierto, lo divino para el filósofo francés está representado por Mozart, cuya música
felicitaria celebra la gracia de la pura inmanencia mundana, olvidándose empero de su
impresionante Réquiem escatológico, liminar, extático. También concelebra nuestro fi-
lósofo el heroísmo de Beethoven junto a la ternura de Schubert y al sosiego de Brahms,
pero se olvida sintomáticamente de Bach y su música religiosa y religadora, sacral y
numinosa, mística en la interpretación de Furtwängler, mítica en la de Klemperer y
romántica en la de Karajan. Y es que el romanticismo no le va a nuestro lúcido autor, el
cual reniega de Schumann por su exceso de sentido y falta de verdad, por su melancolía
y la exposición de una realidad dura y sin remedio. Con ello el filósofo ha presentado sus
propias credenciales a la luz pública.
Comte-Sponville quiere enfrentarse a la dura verdad de la vida, pero cuando se la
presentan como hace Schumann, la rechaza porque la ofrece sin remedios. Pero el re-
medio o remediación es precisamente el sentido (romántico), el cual actúa como una
humanización de la verdad inhumana y, por tanto, como una encarnación. El autor
debería mantener la dialéctica entre verdad (ilustrada o racional) y sentido (romántico o
sentimental), y no recaer en la unilateralidad de que «la verdadera vida es la vida verda-
dera», olvidando el sentido de la vida como sentido consentido. Entre lo trágico y lo
irrisorio, dilema al que nos conduce la pura verdad de la existencia, el impuro sentido de
la existencia nos conduce a mediaciones y pactos, puntos medios y transiciones, en fin a
toda la gama de lo tragicómico o dramático típicamente humano, el cual no es ni trágico
ni cómico sino precisamente medial y ambivalente.
El caso es que el hombre no puede quedarse en los extremos, aunque tampoco
recaer en una ambivalencia sin mediar. Afirmar la ambivalencia es afirmar la doble
valencia de lo positivo y lo negativo, de la verdad y la no-verdad, del sentido y del sinsen-
tido, de la felicidad humano-divina y de la infelicidad animal o animalesca. La media-
ción de esta ambivalencia o coimplicación de los contrarios remite al archisímbolo filo-
sófico del Dios como coincidencia de opuestos (coincidentia oppositorum) en Nicolás de
Cusa, lo cual representa la proyección de una reconciliación de los contrarios simboliza-
dos radicalmente por la vida y la muerte. Una tal proyección simbólica sólo puede reali-
zarse desde una cierta melancolía existencial, la cual trata de superar la contradicción o
cruz de la vida: supurar, digo, y no superar loca o heroicamente.
Ahora bien, donde el autor francés habla de aceptar lo real «porque lo real siempre tiene
razón», yo hablaría de asumir críticamente lo real porque lo real no sólo es racional, como
quería Hegel, sino racional e irracional. Por otra parte, no comparto el que «la vida es buena
y ella solo lo es», ya que nuestra vida es buena y mala, y el autor lo sabe perfectamente. Por
eso es capaz de acoger la negatividad de la existencia, porque esa negatividad puede poten-
ciar la positividad de la propia existencia. Por ello coincido en la positivización de lo negativo
y en el enfrentamiento (afrontamiento, diría yo) de dicha negatividad, lo que el autor deno-
mina decir sí al no, aunque sin olvidar correlativamente el complementario decir no al sí.
En efecto, el «sino» de la vida consta del sí y del no, del éxito y del fracaso, de la belleza
y su pérdida. El sentido de la vida consiste entonces en la asunción del sinsentido, así como
el triunfo consiste en encajar el fracaso, el amor en imbricar el desamor y la felicidad en
coimplicar la infelicidad. Pero respecto al tema de la felicidad estoy más cerca de Nietzsche
o Voltaire que del propio Comte, ya que la felicidad debe tener más en cuenta a la salud que
la salud a la felicidad, y ello en nombre de la vivencia del cuerpo y la convivencia del alma.
Esta vivencia y convivencia no está reñida sino que se alía con cierta melancolía abierta, que
el autor siguiendo a Freud prefiere denominar el trabajo del duelo de existir en este mundo
y no en el otro, incluso aceptando la desesperanza o desesperación así asimilada:

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Presentación general

Freud llama trabajo de duelo a lo que yo llamo desesperación, y que consiste en aceptar la
vida tal cual es, difícil y arriesgada, fatigosa, angustiante, incierta. Aceptemos sufrir y
temblar. ¿Quién no teme a la enfermedad, a la vejez, a la soledad? Nada se termina nunca
de adquirir. La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor,
el vacío, la eterna falta de permanencia de todo. Es la vida siempre desgarradora. Como
decía Montaigne, «todo contento de los mortales es mortal».
Los hombres son desgraciados por razones a menudo muy respetables: porque viven
con un hombre o con una mujer que ya no aman, que ya no los ama, o porque el compañe-
ro los engaña, porque trabajan en algo que los hastía o los agota, o bien porque carecen de
trabajo, les falta dinero, tiempo, amigos, porque están inquietos por los hijos, por su futu-
ro, porque están cansados, porque envejecen, porque tienen miedo de morir...
Vanidad de todo, verdad de todo: decepción, desilusión. El amor decepciona, el traba-
jo decepciona, la filosofía decepciona. Toda esperanza decepciona siempre, aunque se
satisfaga, por ello la satisfacción con tanta frecuencia es agridulce. Pero más vale la verdad
amarga que el almíbar de la ilusión. El que sólo amara la felicidad no amaría la vida y por
ello se privaría de ser feliz. Por otra parte la dulzura del placer queda como potenciada por
la amargura y la escasez.
Por eso hay que aceptar también esto: nuestra debilidad, nuestro temor, nuestra inca-
pacidad de aceptar. La felicidad debe menos al coraje que al azar, lo que los griegos llama-
ban destino, lo que nosotros llamamos suerte (cuando nos sonríe).
Así pues, ¿qué felicidad nos queda? La que sólo se encuentra a condición de renunciar,
la que no se posee, la que sólo se da en el movimiento de su pérdida, como un amor
liberado del amor, con su sabor a un tiempo amargo y dulce. Tal como la vida sabe a
felicidad, la felicidad sabe a desesperación.25

Decíamos más arriba que la gran virtud de A. Comte-Sponville radica en reconciliar-


nos con la vida, con esta vida, y con el mundo, con este mundo, a pesar de todos los pesares
y penares. Pero, como puede adivinarse por lo traído a colación, la reconciliación con esta
vida se realiza a costas de la otra u otras, la reconciliación con este mundo se realiza a
costas del otro mundo u otros mundos. Su filosofía parece fundarse en el «cierre catego-
rial» que G. Bueno adjudicó a la racionalización de lo real en su verdad, frente a la «aper-
tura trascendental» propia de una filosofía abierta al sentido. Y bien, quizás con ello se
trata de verificar la verdad de la vida, pero desde luego no el sentido de la existencia. El
cual trasciende a la verdad porque la verdad es cósica o inhumana, óntica o reificadora,
mientras que el sentido es ontológico o antropológico, humano y existencial.
En efecto, la verdad de la vida resulta mortífera porque consignifica la muerte como
lo más verdadero, mientras que el sentido de la vida es vivificador porque simboliza el
amor como contrapunto dialéctico y tan fuerte como la muerte. He aquí que la razón de
la verdad puede ser refutada racionalmente, pero el sentido del amor como asunción
de lo sentido (sentimiento o afección) es irrefutable precisamente en su trascendencia.
A este respecto tiene razón Comte cuando afirma freudianamente que la melancolía no
acaba de aceptar la muerte, aunque yo diría que la asume críticamente frente al sí beato
o bobalicón a la nada (nihilismo). Mi último reproche a la lúcida filosofía comtiana es
que nos encierra en nuestra finitud e inmanencia, pero si bien uno asume dicha finitud
y contingencia radical, no se cierra sino que se abre a la otredad. Como decía Epicuro
nuestra vida es una ciudad sin muros o murallas, así que no los construyamos sino que
la mantengamos abierta.26

25. Comte, obra citada, páginas 22, 73 y 77, 57 y 61, 78 y 91.


26. Coincido en esta crítica a Comte con la realizada por su amigo Luc Ferry, puede verse su obra
¿Qué es una vida realizada?, Paidós, Barcelona 2006.

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Pues bien, tanto la definición del amor como la de la muerte afirman la apertura
radical a la otredad, en el primer caso; y la apertura a la otredad radical, en el segundo.
Nadie nos quitará el dolor del amor y la muerte, aunque se pueda y deba paliar; mas
nadie debería quitarnos o privarnos de la trascendencia del amor y la muerte, aunque se
pueda y deba inmanentizar y humanizar. Curiosamente tanto en el amor como en la
muerte se realiza una pareja y radical relativización del ente y lo cósico, del mundo y la
inmanencia, porque al cumplirla o afirmarla la niegan o sobrepasan. Y la sobrepasan
precisamente en nombre de esa emergencia o trascendencia innombrable que Heideg-
ger ha nombrado como el ser, es decir, el sentido latente o latiente, el sentido implícito o
implicado (siquiera atravesado explícitamente de sinsentido). Pues sin romanticismo
no se puede vivir, aunque de romanticismo tampoco.
Precisamente el Dios representa el sentido romántico de la existencia, a pesar del
oscurantismo de tantas iglesias, aunque el Dios cristiano en la cruz representa también
el sentido antiromántico de la existencia. El sentido crucificado entre dos ladrones, el
bueno y el malo, el bien y el mal.

9. Visión melancólica

La melancolía es la respuesta típicamente humana a la negrura del mundo compartida


por el propio hombre. Por eso se emparenta clásicamente con el dragón y lo dracontiano
y, ya en la cultura cristiana, con el diablo o demonio. Frente al dios solar Zeus o Júpiter,
la melancolía se asocia con los dioses telúricos Saturno o Cronos; y frente al Dios celeste
de la creación judeocristiana, la melancolía se asocia con el diablo que descree en Dios y
trata de descrear su creación, representando así el nihilismo.27
El melancólico es entonces un héroe antiheroico, saturniano y pesante, cohabitante
de la noche y asuntor de la muerte. El melancólico es un iniciado en los misterios de la
vida y de la muerte, y está representado por el romanticismo de Novalis cuando afirma
que buscamos por todas partes el absoluto y sólo encontramos cosas. Lo cual es como
afirmar heideggerianamente que buscamos el ser y nos topamos con el ente.
La melancolía es la asunción de lo oscuro y la supuración del negativo, porque el
melancólico sabe que no hay luz sin oscuridad ni positividad sin negatividad, algo que la
Ilustración y las luces de la razón tratan de superar a través de la razón pura. Pero ya
Schelling señaló que la razón, espíritu o intelecto proviene de lo no-racional, no-espiri-
tual y no-intelectual. Por eso el símbolo melancólico por excelencia es el mismísimo
amor, el cual se define como divino y demónico, como un dios y un demonio al mismo
tiempo (así ya Plotino). Pues como dice el poeta, no hay gozo sin padecimiento ni flore-
cimiento sin desflorecimiento:

Porque después de todo he comprobado


que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.
FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ

27. Puede consultarse al respecto la obra de László Földényi, Melancolía, Galaxia Gutenberg, Bar-
celona 2008.

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Presentación general

La melancolía ironiza sobre un presunto/presuntuoso mundo positivo en nombre


de la gran negatividad representada por la muerte, por eso la melancolía es mercurial y
decadente, en correspondencia con la decadencia efímera de la realidad. Pues en la
melancolía, como dice Eric Wilson, la penumbra consustancial a la existencia sale a la
luz, asumiendo así lo sobreseído por el optimismo clásico, el racionalismo moderno y el
idealismo tradicional.28
Aceptar la muerte es por lo tanto asumir el mundo como lo que es, lo que ha sido y
lo que será: contingente y finito, siquiera el melancólico abierto asuma críticamente esa
contingencia y finitud en nombre de una apertura a la otredad. Pues la esencia de la me-
lancolía radica precisamente en ese contraste entre la radical finitud y la apertura infini-
ta, entre la contingencia limitada y el anhelo ilimitado. La melancolía es romántica
porque divide al hombre entre lo que es y lo que podría o debería ser: un deber sin duda
expresado como un «debe» en el haber hirsuto de nuestra realidad intramundana.
El actual héroe cinematográfico melancólico es Batman, el antihéroe nocturno y som-
brío situado entre el orden y el caos, capaz de crear orden a través del desorden y de proteger
cual murciélago simbólico a la ciudad de Gothan. Batman es el caballero oscuro y solitario,
huérfano y marginal, cuyo lema es que lo peor precede a lo mejor, mentando así a la depre-
sión nocturna del sol que precede a su orto esplendente, así como a la muerte como el final
que es el principio. La melancolía de Batman es biófila porque le permite ayudarse a sí
mismo ayudando al otro y, por lo tanto, saliendo de sí, siquiera oculto bajo su máscara.29
Parece claro que Batman está resentido por el oscuro asesinato de sus padres, por
eso lucha desde las tinieblas contra el mundo tenebroso, pero no contra todo el mundo.
En ello este héroe moderno se distingue del poeta medieval Cecco Angiolieri (Cecco de
Siena), el cual atacó a todo el mundo en nombre de un Dios justiciero total:

Si fuese fuego quemaría el mundo,


Si fuese viento lo arrasaría:
Si fuese agua lo inundaría,
Si fuese Dios lo hundiría en el abismo.30

En estos versos este poeta radical no dice lo que haría si fuese tierra, pero tras lo
dicho la consecuencia resulta fulminante: si fuera tierra devastaría al mundo. Se trata
sin duda de un melancólico apocalíptico y no de un melancólico integrado, aunque lo
que el autor llama su melancolía (la mia malinconia) es una melancolía lúdica, ya que el
soneto obtiene un tono entre jocoso y provocativo.
Muy distinta es la melancolía que llega a su límite, se agria y se proyecta agresiva y
dogmáticamente: entonces nos las habemos con el absolutista que reacciona frente a su
propio relativismo con un redoble de autofirmeza. Se trata del dogmático que trata de
acabar con la debilidad en nombre de una verdad puritana:

Cuando veáis un tipo absolutamente seguro de sí mismo,


Que impone sus tesis hasta arrasar a los demás

28. Puede verse Eric Wilson, Contra la felicidad, Taurus, Madrid 2008. Entre los melancólicos
reconocidos suelen citarse Job, Homero, Heráclito, Demócrito, Empédocles, Dante, Petrarca, Donne,
Miguel Ángel, Kierkegaard, Novalis, Hölderlin, Goya, Mahler, Benjamín...
29. Frente al águila olímpica y solar de Zeus, el búho filosófico o el murciélago (Batman) es un
símbolo tradicional de melancolía por su nocturnidad lunática.
30. Ver Antología de la lírica italiana primitiva, Sial, Madrid 2008; de Batman puede verse el
reciente film, El caballero oscuro.

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Andrés Ortiz-Osés

Y lo hace con segura satisfacción, tal vez en nombre de Dios,


Entonces es que os habéis dado de bruces con un dogmático.
El dogmático cree que posee la verdad en estado puro,
Que los demás deben postrarse ante tamaña situación,
Y que quien no se postre, con reverencia, es su enemigo:
A quien habrá que dominar, encauzar y, tal vez, destruir.
Pero apliquemos la metodología de la sospecha...
En realidad, ocultan tal grado de radical inseguridad
Que tienen que echar por delante el fantasma adúltero
De la seguridad a ultranza: es su despreciable escondite.
Y así, cuando les falta un trocito de seguridad,
Se viene abajo, con estrépito, todo el fantasma,
Quedándose en la desnudez agraviada de su inseguridad.
Cuando tal cosa sucede gritan, insultan, acusan,
Se dan sobre todo por ofendidos.
Porque, repiten, ellos tienen la verdad en estado puro,
Son los necesarios, los guardianes de los valores, los mejores.31

Pero ya se sabe, si lo mejor es enemigo de lo bueno, entonces los mejores serían


paradójicamente los enemigos de los buenos. Un pensamiento que pone en solfa crítica
el heroísmo del héroe como el mejor.

Oclusión

Si excluimos la oscuridad de la melancolía, excluimos también la luz de nuestra vida, ya


que accedemos a la luz desde el contraste de lo oscuro, como accedemos al todo desde la
nada y a la blancura desde la negrura.
Al aceptar la muerte avivamos la vida, al asumir la soledad nos unimos con todos y
no sólo con algunos, al encajar el sinsentido nos abrimos al sentido. Mientras que el
idealismo clásico capta el tiempo en el medio de lo eterno, nuestra (pos)modernidad
capta la eternidad en el medio del tiempo.
La melancolía es tristeza de vivir contingentemente: superarla sería suplantar nues-
tra vida humana por otra deshumana, supurarla en cambio quiere decir asumir nuestra
finitud abierta al infinito. De esta guisa, la melancolía es la tristeza que ha obtenido
numinosidad, o sea, trasfiguración o sublimación.
Lo cual no significa luchar contra la felicidad en defensa de la melancolía. Significa
luchar a favor de una felicidad a la que, paradójicamente, sólo se accede asumiendo la
infelicidad irremediable y tratando de remediar lo remediable. Pues no hay mayor infe-
licidad que el limbo que no conoce la felicidad porque desconoce la infelicidad.
Mas el hombre no cohabita el limbo sino el mundo, el cual se sitúa entre el cielo de
la felicidad y el infierno de la infelicidad: en la región medial donde luchan ángeles y
demonios en el corazón del cosmos. Y ambos resultan necesarios para el equilibrio
inestable de nuestro mundo humano: ni divino ni humano, si acaso divino-demoníaco.
En efecto, la elección del limbo consistiría en evitar drásticamente la felicidad para
así coevitar también la infelicidad: pero mejor asumir la felicidad y la infelicidad con-
trastantemente, dualécticamente, coimplicativamente.

31. Roberto Alcover, Invitación a la sospecha, PPC, Madrid 1998, p. 105 s.

20 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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INTRODUCCIÓN GENERAL
DEL SENTIDO DE LA VIDA1

Jean Grondin

Albert Camus escribió, al inicio de El mito de Sísifo, que sólo hay un problema filosófico
verdaderamente serio: saber si la vida merece ser vivida. Preguntarse si la vida merece
ser vivida equivale, en nuestros días, a preguntarse si puede tener un sentido. Frente a
esta pregunta quisiera responder, inicialmente y de manera bastante perentoria, que por
una razón muy simple la vida no puede no tener sentido. En efecto, una de dos: o bien la
vida tiene uno o varios sentidos, o bien no tiene ninguno en absoluto. Pero si no tiene
ninguno, si la vida es absurda como lo pensó la generación de Camus, es porque se
presupone que debe tener un sentido. La vida puede ser sentida o experimentada, a
menudo muy justamente, como un sinsentido, pero sólo a condición de que la acompa-
ñe una espera2 de sentido. Es decir, es porque la vida debería tener un sentido que se
puede hablar de una vida que no tiene sentido. En ese sentido, los pensadores de lo
absurdo son los filósofos más racionalistas que pueda haber. Gracias a que le dan un
sentido muy fuerte a la vida pueden proclamar el absurdo de la existencia. Es por ello
que quizás no haya nadie que crea con mayor fuerza en el sentido de la existencia que
precisamente aquellos que lo cuestionan.
La misma verdad puede decirse en relación con el pesimista, que se cree el cuento
de que todo irá mal. Pero si lo piensa y lo dice (por ejemplo, antes de una competi-
ción o de un examen difícil) es porque secretamente espera (tiene la esperanza de)
que las cosas terminarán por ir bien; como si el pesimista esperase, y de hecho lo
hace, equivocarse al aguardar lo peor. Por eso el filósofo Hans-Georg Gadamer siem-
pre decía que al pesimista le falta un poco de honradez: se miente, y busca mentirse
a sí mismo aguardando siempre lo peor, pero con la esperanza inconfesada de en-
contrar lo mejor.3
Ocurre algo semejante con la pregunta por el sentido de la vida. La pregunta misma
descansa en una espera de sentido, de manera que la vida, desde el momento en que se
interroga por su sentido, no puede no haberlo presupuesto. Lo que queda por saber es
cuál es ese sentido.
Antes de abordar la pregunta en sí misma, quizás resulte importante recordar que
la pregunta por el sentido de la vida nunca se había planteado de manera tan dramática
como hoy en día (la filosofía clásica hablaba menos del sentido de la vida que del «fin de

1. Agradecemos a Jean Grondin el envío personal de este artículo en francés, cuya traducción se
debe a Jorge Dávila: véase J. Grondin, Del sentido de la vida, Herder, Barcelona 2005 (edición de Luis
Garagalza).
2. N. del T. En francés: atente, vale decir, una espera con la convicción de lo que acontecerá.
3. Cf. «Die Kindheit wacht auf». Gespräch mit dem Philosophen Hans-Georg Gadamer, entrevista
publicada en Die Zeit, 13 (26 de marzo de 1993), p. 23.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 21

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Jean Grondin

todas las cosas).4 Se trata, en efecto, de una pregunta mucho más reciente de lo que
solemos pensar de ordinario. Un erudito alemán5 nos ha recordado, por lo demás, que el
primero en haber empleado la expresión habría sido Friedrich Nietzsche (1844-1900).
Si esta situación resulta poderosamente irónica se debe a que Nietzsche, el gran pensa-
dor de la «muerte de Dios», se percibe por lo general como aquel que habría cuestionado
vigorosamente que la vida tenga un sentido cuando, en realidad, parece haber sido el
primero en hablar expresamente de un sentido de la vida.
Nietzsche lo hizo en un texto de 1875, es decir, en un texto de su juventud y que él
mismo no publicó pero que se encuentra en la edición de sus obras póstumas (indiscu-
tiblemente). En ese texto de Nietzsche, la expresión referida al «sentido de la vida»,
como pasa siempre con las expresiones originales, no está especialmente argumenta-
da ni es evidente, de manera que resulta difícil discernir su sentido preciso. He aquí el
texto en cuestión:

La mayor parte de los hombres no se consideran siquiera como individuos; eso es lo que
muestran sus vidas [...] El hombre únicamente es individuo según tres formas de existen-
cia: como filósofo, como santo o como artista. Basta sólo con ver con qué mata el hombre
de ciencia su propia vida [womit ein wissenschaftlicher Mensch sein Leben todt schlägt]:
no; pero ¿qué tiene que ver la doctrina de los particulares en los griegos con el sentido de la
vida? [was hat die griechische Partikellehre mit dem Sinne des Lebens zu tun?] —Vemos
aquí hasta qué punto innumerables hombres sólo viven para preparar un hombre verdade-
ro: los filólogos, por ejemplo, sólo están ahí con el fin de preparar al filósofo que, por su
parte, sabe sacar provecho del trabajo de hormiga de aquellos para poder decir algo a
propósito del valor de la vida. Sobreentendido que, por supuesto, sin esta dirección, la
mayor parte de ese trabajo de hormiga resulta absolutamente sin sentido y superflua.

4. La obra clásica al respecto sigue siendo la de Cicerón (106 a.c.-43 a.c.), De finibus bonorum et
malorum, De los fines de los bienes y de los males (terminada en el año 45); un título tan poco inteligible
en francés moderno que ha sido traducido como Des termes extrêmes des biens et des maux (trad. por
Jules Martha, Les Belles Lettres, París, 1928). Las traducciones antiguas hablaban Del soberano Bien y
del más grande mal (Cf. incluso la reciente edición alemana Über das höchste Gut und das grosse Übel
[Sobre el soberano Bien y el peor mal], Stuttgart, Reclam, 1989. [La traducción española reza Del
supremo bien y del supremo mal, Gredos, Madrid 1987). La palabra finis, que traduce de manera más
o menos adecuada el concepto griego de telos, designa el término último hacia el que tienden todos los
bienes. Esta noción ha perdido su evidencia, pero conserva su importancia puesto que es esta noción
de un «fin» que gobernaría todas las cosas la que ha sido remplazada por la pregunta por el «sentido»
de la vida al final del siglo XIX. La idea de una «finalidad» última, o de un telos inherente a la vida, se
remonta, por supuesto, a Aristóteles (Ética a Nicómaco, 1, 5) pero también a la idea del Bien en Platón
(República, VI y Fedón, 99).
5. Se trata de Volker Gerhardt, Friedrich Nietzsche, Múnich, Beck, 1992, p. 21. El texto de Nietzsche
que citaré y comentaré más adelante se encuentra en la edición ya estándar de la Kritische Studienausgabe
[KSA] de G. Colli y M. Montinari, Múnich/Berlín/Nueva York, 1986, vol. 8, p. 32, N 1875,3 [63]. Véase
también el fragmento aún más antiguo del vol. 7, p. 668, N 1873,29 [87] que habla del «sentido de la
vida terrestre»: «Explicar a alguien el sentido de la vida terrestre (jemanden über den Sinn des
Erdenlebens aufzuklären), he ahí el primer objetivo; pero mantener a alguien en esta vida terrestre, y
con él las numerosas generaciones por venir (pero para ello es necesario esconderle la primera consi-
deración), es el otro objetivo». Para convencerse de la juventud de la pregunta por el «sentido de la
vida» basta con recordar la incomodidad con la que Martin Heidegger la planteaba ya al comienzo de
un ciclo de conferencias que dictó, en 1925, sobre el filósofo Dilthey: «El tema corre el riesgo de
parecer muy distante y desconocido, pero se encuentra allí el problema fundamental de toda la filoso-
fía occidental: el problema del sentido de la vida humana» (Conferencias publicadas en el Dilthey-
Jahrbuch, 8, 1992-1993, p. 144). Desde entonces, nos gustaría decir, ningún problema filosófico nos ha
sido tan próximo y conocido, a falta de ser resuelto o incluso atacado.

22 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Introducción general

No se trata aquí de hacer la exégesis detallada del texto de Nietzsche6 (que sería
objeto de una tesis universitaria), sino de tomarlo como punto de partida a fin de
aprender a plantear mejor la pregunta por el sentido de la vida. En ese texto, el joven
Nietzsche exalta tres formas de vida o de existencia: la vida del filósofo, la del artista y
la del santo (lo que, proviniendo de su pluma, tal vez resulte sorprendente; pero es que
los grandes filósofos tienen el genio de rebasar siempre las imágenes simplistas que
solemos hacemos de su pensamiento). No es difícil adivinar por qué: en los tres casos,
la forma de existencia tiene un sentido que encaja muy bien con la vida del individuo,
esto es, el filósofo, el artista y el santo son un poco los «artesanos» de sus destinos y lo
son, o al menos nos gustaría suponerlo, en el conjunto de su existencia. Es por eso que
la vida de los santos, de los artistas y de los verdaderos filósofos puede, con frecuencia,
llegar a ser también un modelo acaso más inspirador aún que sus mismas obras (cier-
tamente, este es el caso de Sócrates o de Jesús, que jamás escribieron). En todo caso,
nos interesamos con más intensidad por la vida de Rembrandt, Mozart o Heidegger
que por la de los grandes científicos. Nietzsche parece entonces asociar esta noción de
un sentido de la vida con una concepción fuerte de la individualidad; eso es caracterís-
tico de su pensamiento pero también de nuestra época en general. Según ese pensa-
miento, la vida sólo tiene sentido para un ser que toma la vida en sus propias manos,
que hace de ella, de algún modo, una obra de arte. Los demás, se dice a veces, dejan
que la vida los lleve o, como lo sugería Spinoza, parecen abandonarse a sus ocupacio-
nes vanas y fútiles (aunque resulte presuntuoso pretender hacerla por el otro, uno no
puede hablar más que por sí mismo).
En un gesto sin duda dirigido contra su propia formación intelectual, Nietzsche
excluye con sumo placer a los filólogos de las individualidades para las que la vida impli-
ca y compone un sentido. Los filólogos son, está claro, los sabios que se interesan por la
edición y el comentario erudito de los textos de la antigüedad clásica. El mismo Nietz-
sche era filólogo de formación y enseñaba filología clásica en la Universidad de Basilea
en esa época (1875). Ahora bien, los filólogos, escribe Nietzsche (manifiestamente para
sí mismo), no son más que hormigas que laboran produciendo un fruto que sólo puede
servir a las grandes individualidades, la del filósofo, la del santo o la del artista, en las
que Nietzsche quiso ciertamente celebrar sus propios ideales de vida.
Como ya he dicho, la orientación del texto de Nietzsche, su sentido de las grandes
individualidades y su orgulloso desprecio por la existencia de las «hormigas» me intere-
san menos que el sentido de la expresión —que parece haber sido el primero en aventu-
rar— «sentido de la vida». Tiene razón Nietzsche al desconfiar de los filólogos; sin duda
es significativo el hecho de que esa expresión haya sido utilizada por un filólogo de
profesión. Y es que la expresión inaudita de un sentido de la vida presupone que la vida

6. El contexto de sus reflexiones (KSA, vol. 8, p. 131) muestra que Nietzsche se apoya en un libro
de Dühring titulado El valor de la vida (Der Werth des Lebens), publicado en 1865. La expresión, feliz-
mente, no se impuso, pero el término «valor», importado de la economía, tenía prometido un gran
porvenir. Por lo demás, Nietzsche proyectaba escribir un libro sobre Dühring en 1875 (KSA, vol. 8,
p. 128). El economista y filósofo Eugen Karl Dühring (1833-1921) disfrutó de gran notoriedad en su
tiempo, luego pasó al olvido y, en una época aún reciente, fue conocido sobre todo porque Friedrich
Engels había redactado un libro contra él, el Anti-Dühring (1877); en su tiempo de notoriedad, Dühring
defendía una filosofía positivista y materialista (conforme al espíritu de su tiempo) pero desgra-
ciadamente también fue el autor de horribles panfletos antisemitas (entre ellos, La cuestión judía
como cuestión de la nocividad de las razas para la existencia, las costumbres y la cultura de los pueblos,
4.a edición, 1892).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 23

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Jean Grondin

puede ser «leída» como un texto. Del mismo modo que un texto, la vida posee un co-
mienzo, un fin y, por eso mismo, una dirección y un sentido. Puede entonces ser consi-
derada como un «recorrido con sentido» (tal como un cursus; de ahí la idea de «carre-
ra», término que suena horrible cuando designa una «carrera de méritos», pero que
puede también entenderse en el sentido de una «cantera abierta», la de nuestra vida),
susceptible de dirección y de inquietud, pero también de trastornos y de catástrofes. La
pregunta por el sentido de la vida es la de saber si esta trama o esta extensión tiene un
sentido y, si es así, cuál.
Podríamos hablar aquí de una «filologización» de la existencia. En esa perspectiva,
la vida humana aparece, en efecto, como un «texto» susceptible de recibir el beneficio de
un sentido. ¿Es ese sentido inmanente a la vida? ¿Debe serle insuflado? ¿Hay que inven-
társelo, prescribírselo? Todas estas preguntas son apremiantes, pero no deja de ser sig-
nificativo observar que la pregunta por el sentido de la vida se haya planteado tan tardía-
mente. De hecho, si esta pregunta se plantea hoy día, o al menos después de Nietzsche,
con tanta agudeza, es porque en cierto sentido la vida ha dejado de tener uno. Si ante-
riormente la pregunta por el sentido de la vida no se planteaba ni por asomo, era porque
ese sentido le era propio. La vida se encontraba y se sabía instintivamente encajada en
un orden del mundo o del cosmos, al cual no podía menos que conformarse, plegándose
a sus rituales, que eran todos ritos de pasaje más o menos convenidos.7
La pregunta por el sentido de la vida presupone que ese sentido ya no le conviene, o
ya no le es propio. Si esta situación resulta bastante aporética es porque parece muy
difícil darle un sentido a la vida precisamente en el momento en que ese sentido ha
llegado a ser tan problemático. Es como cuando uno se interroga por el sentido de una
institución ya fenecida o de una relación, por ejemplo amorosa. Porque se presenta
como problemática y porque todos los intentos por darle, o volver a darle, un sentido no
hacen más que agravar la situación. La pregunta por el sentido de la vida no puede
entonces ser abordada desde la despreocupación o la falta de inquietud de las que es, en
cierto modo, trágica nostalgia.
Si la pregunta por el sentido de la vida nos parece trágica es porque la pregunta
resulta mucho más evidente que la respuesta. En cierto sentido, acaso brutal, la pregun-
ta parece arruinar toda posibilidad de respuesta. Cualquier respuesta puede ser vista y
deconstruida como una respuesta construida, y por lo tanto artificial —es decir, deses-
perada—, frente a un problema que de ningún modo tiene solución. Es así como las
respuestas frente a la pregunta por el sentido de la vida —por ejemplo, las respuestas
religiosas (la vida sólo tiene sentido en la perspectiva de un más allá, donde todo estará
bien y donde todos los errores serán reparados), las humanistas (abrámonos al avance
de la cultura) o las vagamente hedonistas (disfrutemos de la vida, sólo hay una)— pue-
den ser leídas como intentos de producir calma, como tentativas que dependerían de las
disposiciones de cada cual y de la manera en que cada uno desee anestesiar la angustia
de la existencia. Le corresponde a cada cual, suspiraba Max Weber, encontrar los demo-
nios que sostendrán los hilos de su existencia. ¿Son todos los demonios idénticos? ¿Es
indiferente consagrarse a Buda, a Marx o a Madonna?
Una cosa es segura, en todo caso, para la filosofía. A saber: sólo la vía de Sócrates
está abierta, la vía del conocimiento de sí mismo o del diálogo interior. Y como la vida es
una interrogación acerca de sí misma, cada cual debe responder al menos una vez en la

7. Sobre esta evidencia del sentido del mundo, véase el libro de Rémi Brague, La sagesse du monde.
Histoire de l’expérience humaine de l’univers, Fayard, París, 1999.

24 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Introducción general

vida (la única que se nos concede y sin posibilidad de apelación) a la pregunta por el
sentido de la existencia en el tiempo. Como se trata de una respuesta que debo darme a
mí mismo, a la pregunta que yo soy para mí mismo (Agustín), no deja de tener impor-
tancia consagrarse a un santo más que a otro.
¿Sobre qué indaga uno cuando se interroga por el sentido de la vida? Hemos visto
ya que la expresión fue empleada en primer lugar por un filólogo; en consecuencia, por
un sabio cuya profesión consistía en interrogarse acerca del significado de los textos.
¿En qué sentido se puede hablar del sentido de la vida? ¿Cuál es el sentido del sentido?
Con una pretensión menos deconstructora que constructora y puesto que están imbri-
cados unos en otros, se pueden distinguir varios sentidos del sentido en la expresión, y
en la indagación, del «sentido de la vida»:

1. El sentido posee en primer lugar, tanto en francés como en muchas otras lenguas, un
sentido direccional: designa simplemente la dirección de un movimiento. Es así como
hablamos del sentido de las agujas del reloj, del sentido de la corriente o de una vía de
«sentido único.
Aplicado al caso del sentido de la vida, podemos decir provisoriamente que el senti-
do de la vida es el de una extensión, el de —un cursus que se extiende desde el nacimien-
to hasta la muerte. Antes de nacer, yo no era; «yo» no iba hacia ninguna parte y mi vida,
o la no-vida, no tenía ningún sentido; si acaso, en el límite extremo, lo tenía para mis
padres, que deseaban un hijo (cosa que con frecuencia hacen los padres para dar un
sentido, un porvenir, a su existencia). La vida no tiene sentido sino porque yo he nacido,
por lo tanto, porque mi nacimiento está «detrás» de mí y porque mi vida «va» o «se va»
a alguna parte. El término de ese recorrido es, evidentemente, la muerte, que se encuen-
tra delante de mí, esa que me aguarda implacable. En el sentido direccional del término,
el sentido de la vida es, por tanto, el de una carrera hacia la muerte, como repetía Heideg-
ger; una carrera que jamás ganaremos. La fórmula es paradójica, y esa paradoja es la
que tenemos que vivir; pero el sentido de la vida, en el sentido más irrisoriamente direc-
cional del término, es la muerte. Toda interrogación sobre el sentido de la vida presupo-
ne este horizonte terminal.
Ahora bien, la gran paradoja de la muerte, su carácter literalmente insostenible,
es que significa el fin de mi existencia. La «sustancia» que yo soy, en el sentido en que
soy el sustrato de todo cuanto me acontece, ya no estará más allí para sufrir la muerte,
para recibirla, para acogerla. ¡Clic! Las luces se apagarán sin mí. Digo con esto una
enorme banalidad; por supuesto, una banalidad que nos corresponde ser también,
pero este fin no es un fin como los otros, como cuando se habla del fin de una película,
de una comida o de un viaje, puesto que después de estos fines la vida continúa. Pero
con la muerte, nosotros ya no estaremos más para ver cómo continúa la vida. Habre-
mos sido y no «seremos» nada más en un futuro que incluso resiste la enunciación.
¿Qué hacer? De hecho, y es lo que resulta trágico, no se puede hacer nada, puesto que,
hagamos lo que hagamos, la muerte nos segará. La muerte nos privará del ser que
somos, aunque esta es una fórmula que resulta impropia puesto que nosotros ya no
estaremos para ser privados de nada, no importa lo que sea. Pero estamos obligados a
partir de este término, si acaso no de abandonarnos a él, si queremos interrogamos por el
sentido de la vida. Una cosa está clara, a saber, que la pregunta sólo se plantea porque
el sentido de la vida, su «término», es la muerte; querámoslo o no, pues para nada sirve
aquí el querer o el no querer.

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Jean Grondin

2. Además de ese sentido direccional, subyacente a toda filosofía del sentido de la vida,
el sentido posee también un sentido que puede llamarse «significante» o «significati-
vo», aun corriendo el riesgo de ser tautológico. También se habla del sentido, y es casi
lo más frecuente, para circunscribir la significación, la acepción o el alcance de una
palabra. Cuando me encuentro con una palabra extranjera, puedo, por ejemplo, con-
sultar un diccionario. La palabra que me resulta extraña se transforma entonces en
una palabra más familiar, mucho más familiar en cuanto puedo emplearla yo mismo
con cierta seguridad, como si ya me resultara propia. La interrogación sobre el senti-
do (de una palabra o de un texto) es tal que, cuando una nueva familiaridad se ha
instalado, puede dejar de plantearse.
La interrogación sobre el sentido de la vida presupone también, muy ciertamente,
un sentimiento de extrañeza, lo que no deja de ser curioso, pues se trata en este caso de
la vida —la que vivo, la que soy, la que me tiene— que resulta ser entonces extranjera
con relación a ella misma. Esta vida que yo soy, y que no cesará sino con mi muerte,
tiene para mí, a pesar de su constante intimidad, algo de extrañeza, de misterio, de
extravío; como si, sin saberlo, estuviésemos amarrados al lomo de un tigre, como dice
Nietzsche en un texto fulminante que Foucault recogerá en Las palabras y las cosas.
Nuestra vida se extiende desde el nacimiento hasta la muerte, pero no tenemos ningún
recuerdo de nuestro nacimiento, ni siquiera de nuestros primeros años —Agustín lo re-
cuerda al inicio de sus Confesiones— y nuestra muerte tampoco formará parte del
campo de nuestra experiencia. Encajonados entre esos dos extremos, no tenemos nin-
gún asidero real sobre nosotros mismos. Por lo demás, un «asidero» sólo es posible
frente a frente a un objeto que se encuentra ante nosotros, y eso jamás es el caso con
nuestra existencia. Nadie es responsable de su nacimiento, y la muerte, en la mayor
parte de los casos, queda como algo imprevisible, repentino y bestial. La muerte nos
recuerda justamente que nosotros somos bestias y que pereceremos como las hormi-
gas que aplastamos o como los animales que devoramos, salvajemente. El reto que
nosotros somos (no me cansaré de repetirlo) es el del sentido que podemos reconocer
o dar a nuestra modesta extensión en el tiempo. Reconocer o dar (prometo volver
sobre esta dualidad), eso lo sabremos cuando llegue el tiempo de preguntarse si ese
sentido es inmanente a la vida o si debe serle inspirado. Sólo importa, por el momen-
to, ver que el sentido de la vida es el de una existencia que está dotada de una «signifi-
cación», a pesar del sinsentido del término.
Pero el sentido de la vida involucra otros sentidos filosóficamente esclarecedores
que tal vez puedan ayudarnos a responder la pregunta por el sentido de la vida frente al
sinsentido. Y es que la noción de sentido remite no sólo a una dirección (1) y a una
posibilidad de significación (2); la noción de sentido también apela a una capacidad de
«sensación», a un cierto «sentido» de, o mejor para, la vida.

3. El sentido de la vida es también lo que podemos denominar, de nuevo tautológica-


mente, un cierto sentido «sensitivo», un olfato, una nariz para la vida. El sentido
designa, en este caso, una capacidad de sentir e incluso de disfrutar la vida, capaci-
dad para la cual algunos parecen mejor dotados que otros. De manera intuitiva se
piensa sin más que los latinos son en ello más aptos que los nórdicos, por estar éstos
petrificados de puritanismo. Saber tomar el tiempo de vivir es disponer de un cierto
«sentido» de la vida, saber reconocerle un cierto sabor a la vida, saber que es menos
un «conocimiento» que una capacidad o un ser, y muy frecuentemente también una
felicidad.

26 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Introducción general

Aun cuando Nietzsche haya sido probablemente el primero en hablar de un sentido


de la vida, esa idea de un «sabor de la vida» es muy antigua. Se la encuentra, por ejemplo,
en Agustín cuando escribe en alguna parte que «el alma tiene que existir siempre, ella vive
“más” si es “sentida” y menos cuando es “no sentida”» (et quia semper anima est, semper
vivit; sed quia magis vivit cum sapit, minusque cum desipit).8 La traducción francesa que
he citado habla de «vida sentida» o no, mientras que Agustín emplea simplemente el verbo
sapere. Es un verbo magnífico. En su primer sentido, intransitivo —precisamente el que
viene al caso aquí—, el verbo sapere quiere decir simplemente que una cosa «tiene gusto»
(sapit). En el pasaje que nos interesa, dice Agustín, en efecto, que el alma vive manifiesta-
mente «más» si tiene sabor (cum sapit) que si no lo tiene (cum desipit). Sin hacer muchos
juegos de palabras, está claro que ese sentido intransitivo de sapio habita aún el sentido
transitivo del verbo sapere, vale decir, cuando significa «sentir» e incluso «saber» algo: yo
«sé» algo cuando siento ese algo y cuando le encuentro algún sabor. El contraste estableci-
do por Agustín entre sapio («tener sabor») y desipio (no tenerlo) permite aclarar lo que
podemos entender por un sentido de la vida: la vida puede ser picante o amarga, en conse-
cuencia, ser sentida (sapere) o no sentida (desipere).
Es en este sentido «sensitivo» que hablamos de los cinco sentidos que nos abren
tanto al otro como al mundo. Algunos sentidos están más desarrollados que otros, algu-
nos seres son más sensibles a los olores, a los gustos o a los sonidos. Pero también se
habla, en un sentido vecino, de un sentido de las buenas maneras, de un sentido del
tacto, de un sentido para esto o para aquello (que también es siempre un «buen» sentido
y un sentido que puede ser común, en el sentido del common sense o del sensus commu-
nis). En todas estas acepciones, el sentido designa una facultad de sentir, un cierto sen-
tido de la vida. La pregunta por el sentido de la vida es también, entonces, tanto la
capacidad de encontrarle un cierto sabor a la vida como la de reencontrarse en la exis-
tencia. Nos equivocaríamos totalmente si creyéramos que la filosofía es extraña a esta
sensibilidad. De hecho, su función principal —aún cuando tan poco se ejerza hoy día (lo
cual es sólo argumento contra el hoy día)— es quizás la de recordarnos lo que hace la
vida digna de ser vivida.
Esta idea de un arte de vivir o de una sensibilidad de (o hacia) la vida nos lleva a
evocar un último nivel de sentido para esta expresión de un sentido de la vida.

4. Se entiende también por «sentido», esta vez en un sentido un poco más reflexivo,
una capacidad de juzgar, de apreciar la vida. Así, en francés se emplea la expresión
«a mon sens» con la connotación de una cierta apreciación reflexiva de las cosas. Se
hablará asimismo de un hombre sensato o de un juicio con sentido (sensé). El senti-
do se encuentra en este caso acoplado con una cierta sabiduría en la que se conjugan
la experiencia, la razón e incluso una cierta simplicidad natural. La cuestión del
sentido de la vida aspira a tal sabiduría de la vida que es la razón de ser, la esperanza
de toda filosofía.

8. Agustín, La Trinité, V,V, 6, traducido por M. Meller y Th. Camelar, Oeuvres de saint Augustin, vol.
15, «Bibliotheque Augustinienne», Desclée de Brouwer, París, 1955, p. 432 (trad. esp., Tratado sobre la
santísima Trinidad, ed. por L. Arias [1968], Obras de San Agustín, BAC, Madrid; 1957-1963).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 27

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I
EL SENTIDO PLURAL DE LA VIDA HUMANA

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OBERTURA
EL SENTIDO HERMENÉUTICO DE LA VIDA HUMANA

Mauricio Beuchot

Para el pájaro el nido, para la araña su tela, para el


hombre la amistad.
W. BLAKE, Las bodas del cielo y el infierno

Introducción

En estas líneas me propongo abordar el problema del sentido de la vida, desde el ángulo
de la filosofía. Parece llamar la atención el que se aborde este problema, pero es el más
urgente y perentorio. También parece llamar la atención el que se aborde desde la filoso-
fía, a pesar de que se ha hecho en toda la historia de ésta, y es que estamos en una crisis
o caída de la filosofía, en la que el mundo filosófico sólo habla de lo que se le pide en el
mercado, como en una especie de mercado filosófico, y éste ya tiene, a nivel mundial,
global, su sentido, que es el consumismo y el hedonismo que lo alimenta. Pero de algún
modo ha sido búsqueda de sentido el oponerse al que ordinariamente se tiene, o se
pretende tener en la sociedad; más aún, es cuando se es más filósofo.
Si Nietzsche pensaba la filosofía de la cultura como crítica de la cultura, esto es lo
que hacemos al hacer lo otro, al poner en crisis los sentidos que se han dado, e incluso la
dotación de sentido que ha realizado la filosofía últimamente. Ya ha habido voces que
nos dicen que estamos faltos de sentido. Derrida veía en eso el apocalipsis; no un es-
truendo de estrellas que caen y montañas que se derrumban, sino un apocalipsis sin
ruido, anodino, doblemente doloroso: un apocalipsis de sentido. Por eso mucho más
parece que hoy, que nadie quiere tocar ese tema, se nos haya convocado a tocarlo, a
estrujarlo, para que suelte sus potencialidades.

El sentido de la vida, pregunta del hombre

En esta tardomodernidad o posmodernidad, muchos filósofos asumen que no hay


sentido, y así viven la vida. O dicen que hay un sentido meramente inmanente, intrín-
seco a ella, dado por el placer que cabe obtener entre el nacimiento y la muerte; eso
reconcilia con el nacer y hace más soportable el morir. Eso es ya tener un sentido. Pero
puede ser que uno no se contente con eso, no se conforme con una idea del sentido de
la vida tan restringida.1

1. A. Ortiz-Osés, Metafísica del sentido. Una filosofía de la implicación, Bilbao: Universidad de Deusto,
1989, pp. 29 ss.

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Mauricio Beuchot

El ser humano ha preguntado acerca del sentido con una insistencia muy fuerte, y
tratando de agotar las posibilidades. No se necesita ser filósofo de profesión para hacer-
lo; todo hombre en sus reflexiones se pone el sentido de su vida como una cuestión
fundamental, tal vez como la cuestión fundamental, pues da la impresión de que, si bien
la satisfacción de las necesidades materiales para la vida es la cuestión primordial, des-
pués de ella (es decir, una vez resuelta ella), se pasa a la del sentido de esa vida que se
protege y se promueve. Tal es la condición del hombre, a diferencia de los animales. O
quizá deba decirse que es el aspecto del ser humano común y corriente en el que más se
ve su vocación filosófica, su atracción por la contemplación del cosmos. Ambas cosas ya
las decía Aristóteles: el hombre filosofa después de remediar sus necesidades más bási-
cas, y todo hombre por naturaleza desea saber hasta las causas más profundas del ser.2
En ese sentido orienta su investigación, sobre todo cuando se asume como filósofo en
cuanto tal (y quizá no tanto como filósofo profesional), y se pone a desarrollar su re-
flexión filosófica, en la cual tiene un lugar de importancia primordial el problema del
sentido de la existencia, de la vida concreta que cada quien tiene delante de sí.
Y, en esta línea, el hombre no se ha quedado en responder que el sentido de la vida
es el mero placer, o, en todo caso, no el solo placer sensual, sino también el intelectual.
Esto se atribuía ya al propio Epicuro. En efecto, este pensador, injustamente acusado
como un hedonista sensualista, por lo que era visto como procaz, se acercó mucho a lo
que deseo plantear como sentido de la vida: el afecto o amor. Fue el campeón de la
amistad.3 En primer lugar, Epicuro mismo, haciendo un cálculo de los placeres, llegaba
a decir que los placeres del alma duran más que los del cuerpo, que sabemos que son
muy efímeros, por lo que prefería los del alma. Además, fue famoso por su tesis de que
lo mejor que tenemos los seres humanos es la amistad, y en su jardín, como se llamaba
a su escuela, se reunía con amigos, a filosofar y a degustar algunos placeres, era un
cierto ágape.
En verdad la amistad, el afecto, la caridad o ágape es lo que da sentido a la vida.
Esto se ha propuesto en las religiones y en las filosofías, sólo que ahora se ha olvidado, o
se ha soterrado, y hace mucha falta recordarlo. Es lo que trato de hacer aquí.

Sentido de la vida y filosofía

La hermenéutica siempre se ha ocupado del sentido. Y si algo requiere que le busque-


mos su sentido, eso es la vida, la existencia. Aquí sentido se entiende como dirección, lo
cual tiene cierta conexión con el sentido de las expresiones, porque también es el signi-
ficado primario de la vida misma. En todo caso, suena a intención, a intencionalidad,
palabra que tiene la ventaja de poseer ambas connotaciones, tanto la de dirección hacia
algo como la de comprensión de algo. Y, al plantearnos esa pregunta, resuena en nuestro
cerebro la famosa frase de Camus, según la cual antes de saber si las categorías son diez
o doce, etc., lo que urge es tener alguna razón para no suicidarse.4 Y es, además, lo más
filosófico. Quizá es la parte más filosófica de todo hombre. Y es, sobre todo, la más her-
menéutica. Mas, a través de muchos sentidos, aparente o pretendidamente encontra-
dos, surge el Sentido. Conforme se avanza en la vida, se va perfilando. Por eso, de jóve-

2. Aristóteles, Metaphysica, lib. I, cap. 1.


3. F. de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión, Madrid: Tecnos, 1986, p. 51.
4. A. Camus, El mito de Sísifo, Madrid: Aguilar, 1958, pp. 16-17.

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Obertura. El sentido hermenéutico de la vida humana

nes, el sentido se vive, un poco sin darse cuenta, se presiente, y, de viejos, se comprende,
se teoriza. Eso hace que preguntemos a los mayores. Además, el sentido está relaciona-
do con el valor, con la axiología; porque lo que nos resulta valioso es lo que nos inclina,
nos orienta, nos da sentido.
También hay pensadores que han reflexionado ex professo en el sentido de la vida, y
a ellos acudimos, para, igualmente, preguntarles. Toda una tradición de libros sapien-
ciales, tanto en teología como en filosofía, ofrece respuestas. Por supuesto que la teolo-
gía lo ha hecho. La filosofía también. Son perspectivas diferentes, pero a veces sus res-
puestas coinciden, a veces divergen. Aquí abordaremos el camino filosófico, no el teoló-
gico (aunque en algún punto se cruce con el otro).
Y es que el sentido de la vida ha sido más bien peculio de la teología. A mí me llamó
mucho la atención el que Leo Strauss, al considerar la empresa de Heidegger en El ser y
el tiempo, que es preguntar por el sentido del ser, haya dicho que es una pregunta teoló-
gica,5 que no tiene respuesta desde el ángulo de la filosofía, y con ello explica el hecho de
que Heidegger haya dejado incompleto ese proyecto.
Pero creo que se puede dar una respuesta desde el punto de vista filosófico. En cada
momento de la historia de la filosofía se han realizado búsquedas y reflexiones sobre
el sentido del existir. De hecho, siempre se tiene algún sentido, siempre se vive por algún
sentido, aunque no se haga explícito. Pero lo característico aquí es que la filosofía ha
pretendido dar sentido, de manera distinta de la teología. Si la teología se basa en la fe,
la filosofía se basa en la razón. Ofrece el sentido que ofrece, desde la razón (como decía
Kant, dentro de los límites estrictos de la pura razón).
¿Qué sentido de la vida brinda la filosofía? ¿Qué sentido de la vida surge de la sola
razón? ¿Qué sentido se basa en ella? Hay algo que ha sido la tónica: la felicidad. Siempre
se ha buscado la felicidad; a pesar, incluso, de que algunas gentes digan que no preten-
den la felicidad, que no les interesa, es lo que más interesa a todos. Pero sigue siendo
demasiado formal, igual que decir que lo que orienta en la vida es el bien (lo cual es
cierto, pues ni el mismo suicida pretende la muerte como un mal, sino como un bien,
por no soportar ya algún sufrimiento de la vida; y, aun cuando se alegara a los masoquis-
tas, que parecen buscar su mal, esto no es así, pues para ellos el dolor es un bien, una
especie de felicidad).
Mas, tanto el bien como la felicidad resultan demasiado formales todavía, es decir,
demasiado vacíos de contenido, porque hay muy diversas opiniones acerca del bien y la
felicidad. Por dar algunos ejemplos, Sócrates, Platón y Aristóteles ponían el bien del
hombre y su felicidad en la contemplación del orden del universo, tanto en lo teórico
como en lo práctico; pues se trataba de la sabiduría, y ésta no es solamente teórica,
también es práctica. En cambio, sucesores de Sócrates, como los cirenaicos y los epicú-
reos, entendían el bien como el placer; algunos, como el placer sensible, otros como el
intelectual. O decían que ambos, y hasta daban prioridad al intelectual, por ser más
duradero y mejor que el sensible. Otros, como los megárico-estoicos, veían el bien en la
virtud, sobre todo en la sabiduría, principalmente en la moral. Y allí sigue el debate,
hasta que algunos, como los escépticos, decían que no había sentido alguno.
Hay un grupo especial, variopinto, de los que parecen decir que no hay sentido. Son
los nihilistas, que también tienen larga historia. Desde ciertas religiones (Nietzsche ha-
blaba del budismo, seguramente burlándose a Schopenhauer), pasando por los sofistas,

5. L. Strauss, «Une introduction à l’existentialisme de Heidegger», en el mismo, La renaissance du


rationalisme politique classique, París: Gallimard, 1993, p. 99.

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Mauricio Beuchot

que eran tan relativistas que no parecían dejar lugar al sentido, sino a la nada; y luego los
escépticos, de diversos pelajes, pues, por ejemplo, los pirrónicos tenían como sentido de
la vida la ataraxia, la paz del alma, por contagio de los hindúes, en los viajes de Alejandro
Magno; por ello no les interesaba la pugna de las opiniones, antes bien preferían no
saber nada, la equipolencia entre las opiniones y, por lo mismo, la suspensión del juicio
o epojé. Pero otros, los escépticos académicos, como Carnéades, no suspendían total-
mente el juicio, sino que dejaban un resquicio al conocimiento, esto es, se colocaban en
la duda, la cual, a pesar de las apariencias, es de orden cognoscitivo, y con intereses
cognitivistas. Hasta llegar a algunos románticos o simbolistas, que aterrizan en Nietz-
sche, el cual parece combatir un nihilismo para aceptar otro. Rechaza el decadentista, el
nihilismo incompleto o pasivo, para proclamar el activo y completo, heroico o clásico. Y
este nihilismo pasa, con variantes, a Heidegger, que lo refleja en sus escritos sobre Nietz-
sche y en su polémica con Steiner, y llega hasta Vattimo, que lo vive de manera paradó-
jica. O tal vez coherentemente, pues, aunque retoma el nihilismo nietzscheano para su
filosofía, sobre todo para la hermenéutica, haciéndola no-metafísica, o post-metafísica,
vive una esperanza cristiana.6 Y tal vez aquí la enseñanza es que el propio nihilismo,
cuando deja de ser pasivo y decadente (que es el de los presuntuosos de nihilidad), y se
vuelve activo y clásico o heroico, es cuando se vuelve capaz de dar un sentido a la vida,
de promover e impulsar la existencia. Esto se ve, por ejemplo, en el propio Vattimo, que
habla de la esperanza, que es la virtud que, más aún que la fe, orienta hacia el sentido (o
lo refleja), aunque él lo ve como futuro político. Puede ser; pues, en definitiva, la espe-
ranza es lo que nos empuja hacia el futuro, a no desistir de andar por la vida.

Sentido de la vida y hermenéutica

Ya el propio Heidegger confiaba la exploración del sentido del ser a la hermenéutica,


una hermenéutica de la facticidad, que es la que corresponde a la ontología. Es cuando
la hermenéutica se hace ontología, o cuando la ontología se hace hermenéutica, o, tal
vez mejor, cuando hermenéutica y ontología coinciden. En efecto, la búsqueda del senti-
do del ser, del existir, de la vida, es el punto en el que hermenéutica y ontología se tocan.
Y es que, para el ser humano, el ser o el existir es la vida, el vivir. Como decían los
escolásticos, «esse viventibus est vivere» («el ser, para los vivientes, es el vivir»). Así, la
pregunta metafísica mayor, más elevada y más profunda a la vez, sería la pregunta por el
ser, esto es, por la existencia, la cual se vuelve, para nosotros, seres humanos, la pregunta
por la vida. Y la pregunta por la vida es la pregunta por el sentido de la vida.
De manera principal, pues, la pregunta por el sentido se asienta en la hermenéu-
tica, que es la disciplina de la interpretación de textos, y uno de los textos, el principal,
es el de la vida de cada uno. Con ecos orteguianos, nos topamos con el texto que somos
nosotros mismos, y tenemos que reconocer que hay que comprenderlo, que en ello
«nos va la vida».
Es donde da la impresión de que nosotros, filósofos, somos pobres teólogos meno-
res, o aprendices de teólogos, porque la pregunta por el sentido, como lo oponía Leo
Strauss a Heidegger, es en el fondo una pregunta teológica, no filosófica, propiamente.
Uno recuerda lo que de Heidegger escribía su discípulo Karl Löwith: «[Cuando Heideg-

6. G. Vattimo, «La edad de la interpretación», en R. Rorty - G. Vattimo, El futuro de la religión.


Solidaridad, caridad, ironía, Barcelona: Paidós, 2006, pp. 65 ss.

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Obertura. El sentido hermenéutico de la vida humana

ger era privatdozent] nos decía a sus alumnos que hacíamos mal en medirlo con paráme-
tros como Nietzsche y Kierkegaard o cualquier otro filósofo creativo, pues en él no había
para ofrecer nada comparativamente positivo, que él no sería en absoluto un “filósofo”,
sino un “teólogo cristiano” (con el acento en el logos), que tenía la única tarea, por com-
pleto inadecuada a la enseñanza y la prosecución, de destruir críticamente las concep-
ciones tradicionales de la filosofía y la teología occidentales».7 En esa frase, dicha a sus
alumnos, Heidegger reconocía que su filosofía tenía un sesgo teolófico o, por lo menos,
que había preguntas teológicas en su filosofía, y una de ellas era la del sentido del ser,
como lo insinúa Leo Strauss. Pero, como también hemos visto, esa pregunta sigue plan-
teándose en la filosofía, ha tenido un estatus de pregunta filosófica. Y así trataremos de
abordarla, y, precisamente, desde la hermenéutica.
Una postura hermenéutica nos enseña que no se puede vivir sin sentido.8 Aunque
algunos posmodernos muy terribles han afectado que no se necesita el sentido, que más
bien se vive el sinsentido, o que ya se han acostumbrado a vivir sin sentido, lo cierto es
que buscamos sentido para nuestras vidas, y no estamos conformes con el que hemos
encontrado o propuesto para ella. Estamos siempre en búsqueda, y cuando se va el
sentido, o se pierde, se va y se pierde la vida; es cuando amenaza el suicidio.
Lo cierto es, también, que no se puede vivir sin sentido. En eso soy muy hermeneu-
ta. Para la vida no buscamos referencia, está dada, nos encontramos ya en ella, no hay
que demostrar nada. Pero sí hay que buscar el sentido, y de todas maneras estamos
viviendo uno, un sentido, aun sea el que todos le dan a la vida usualmente en nuestra
sociedad, en nuestra cultura, el sentido consuetudinario. Sólo cuando lo criticamos, y
nos oponemos a él o lo aceptamos, pero después de someterlo a crítica, es cuando esta-
mos haciendo propiamente hermenéutica, cuando hacemos propiamente filosofía.
Lo cierto es que, de tiempo en tiempo, revisamos nuestra vida, para ver si ha discu-
rrido por el cauce del sentido que deseamos para ella, o para ver si es necesario darle
otro sentido. Siempre estamos a vueltas con el sentido, debatiéndonos con él, luchando
para dar uno o para mejorar el que se ha dado. Tal parece que no podemos vivir la vida
sin un sentido, a pesar de lo que digan los que hablan de una crisis de sinsentido y hasta
juran que los posmodernos (especie de superhombres) son los que han aprendido a vivir
sin él. No es cierto.
El sentido de la vida se coloca en la antropología filosófica o filosofía del hombre
que tenemos. Y esa disciplina no es otra cosa que una ontología de la persona, una
metafísica aplicada, por lo cual puede hablarse de metafísica del sentido, que se elabora
desde la parte antropológica, pero que es tan abarcadora que se coloca en la parte más
alta de la filosofía: la metafísica. Y la hermenéutica le sirve de mediación, es la mediado-
ra entre la antropología y la metafísica, colocada en la antropología filosófica o filosofía
del hombre, como ontología de la persona y, sobre todo, como dadora de sentido, como
buscadora de sentido, en la mina de los tesoros. Pues es lo que ilumina el caminar, el
discurrir del hombre. Toda empresa humana está orientada por la idea de hombre que
se profese, y ésta se encuentra en un contacto muy directo con el sentido de la vida, ya
que en la idea de hombre que se tiene está el sentido que se le da, que se le ha encontrado
o se le ha dado.

7. K. Löwith, Heidegger, pensador de un tiempo indigente. Sobre la posición de la filosofía en el siglo


XX, Buenos Aires: FCE, 2006, p. 281.
8. J. Grondin, Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico, Barcelona: Herder, 2005, pp. 151 ss.

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Mauricio Beuchot

Sentido de la vida y hermenéutica analógica

Si la hermenéutica tiene mucho que ver con el sentido, la hermenéutica analógica busca
el sentido de una manera peculiar.9 No trata de buscar un sentido único, lo cual sería
unívoco; es decir, no hay una única idea de la felicidad o del bien. Por eso suele distin-
guirse entre éticas de la justicia y éticas del bien o de la felicidad. Las primeras aseguran
la justicia, que es lo básico, lo indispensable. Por eso en cuanto a la justicia hay mucho
acuerdo y se concita el consenso con mucha facilidad. En cambio, el acuerdo y el con-
senso resulta muy difícil en cuanto a la idea de bien o felicidad, porque hay disenso entre
las culturas y aun entre los individuos, miembros de una misma cultura. Por eso se les
llama mínimos de justicia y máximos de vida buena.10 Se les llama mínimos de justicia
porque son lo más imprescindible para poder vivir en sociedad. Y se les llama máximos
de vida buena porque son los ideales de calidad de vida de cada individuo o grupo. Los
mínimos son fácilmente aceptables por la mayoría, los máximos son difícilmente acep-
tables, a veces incluso es imposible que se los acepte, porque son contrarios. Pero, preci-
samente, los máximos de vida buena son los que dan sentido a los mínimos de justicia.
Esto nos muestra lo importante que es el sentido. No se puede vivir sin sentido,
como no se puede vivir sin respirar. El sentido es lo que orienta y lo que impulsa. Al
reflexionar sobre la idea de felicidad, en seguimiento de Aristóteles, Santo Tomás esta-
blece algunas cosas que parecen dar felicidad a la gente, que se buscan como fin. Son: el
placer, el dinero, el poder, el prestigio y el amor.11 No rechaza el placer, el dinero, el poder
ni el prestigio, pero siempre y cuando sean vistos como medios. En efecto, el bien es un
fin, y los bienes que se mencionan son fines. Pero hay un fin último o principal, y fines
secundarios o intermedios. Éstos tienen carácter de medios para ese fin que es el mayor.
Así, el placer, el dinero, el poder y el prestigio han de ser puestos como medios para el
amor, caridad o afecto. Si se examinan con cuidado, sólo el afecto llena. El placer pide
más, nunca sacia, se procura más. Lo mismo el dinero, pues el que gana mucho quiere
más, y no cesa de hacer negocios. El que tiene poder busca más, y no para con nada. El
que tiene prestigio quiere más, y nada lo sacia. Son cosas que no llenan, la prueba está
en que empujan cada vez a más; por ello no son fines últimos, no puede ponerse en ellas
la felicidad, el sentido. En cambio, el afecto sí sacia, no se termina, y lo deja a uno
plenamente satisfecho. Ése es el sentido principal, y los otros sólo pueden ser sentidos
secundarios, supeditados a éste y en función de él.
Después viene el pleito de si el sentido de la vida se lo damos nosotros o lo encontra-
mos ya dado. Es decir, se trata de ver si el sentido es algo que se construye o es algo que
se encuentra, que se halla. Esto la hermenéutica analógica lo resuelve integrando las
partes o porciones de construcción y de hallazgo en una proporción. El sentido es en
parte construido y en parte encontrado; es decir, está en parte ya dado, y tenemos que
encontrarlo, porque hay condiciones biológicas, sociales, psicológicas, etc., con las que
ya cuenta el hombre, que forman parte de su dotación o condición, y hay que tomarlas
en cuenta, so pena de actuar en el vacío y en la falsedad. Pero también tiene el hombre
que construir su sentido, porque el hombre no se resigna a ser un objeto puramente
natural, determinado; también tiene su libertad, por escasa que sea, y es con la que

9. M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica. Hacia un nuevo modelo de la interpretación,


México: UNAM-Ítaca, 2008 (4.a ed.).
10. A. Cortina, Ética civil y religión, Madrid: PPC, 1995, pp. 63 ss.
11. Sto. Tomás, Summa Theologiae, I-II, q. 2, aa. 1-8.

36 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Obertura. El sentido hermenéutico de la vida humana

construye la cultura, la historia. En esa medida también construye. Es decir, el sentido


de la vida en parte es encontrado y en parte es construido, en parte está ya dado y en
parte hay que hacerlo. Es como la cultura y la historia, atadas a lo natural y, sin embar-
go, llevadas por la libertad.
En el psicoanálisis encontramos una situación parecida a la que se describe en la
Poética de Aristóteles a propósito de la tragedia.12 Lo trágico es que, para los griegos,
como no creían en la libertad omnímoda, el ser humano tiene su destino, trazado por
los dioses. De ahí la astrología y los augurios. Lo trágico es que el destino ya está
escrito y dado. Y el héroe es el que resiste a la fatalidad, a los hados y, por lo tanto, se
opone a los dioses.
Y en el psicoanálisis todo está, según Freud, determinado por la ananké, la necesi-
dad, que era otro nombre que se daba al destino, a la fatalidad, a la falta de libertad y
autodeterminación.13 El hombre estaba condenado al eterno retorno, a la repetición
continua y sin fin. Pero aquí, también, el ser humano se opone a la fatalidad, se resiste a
la necesidad, a la ananké, y trata de romper la repetición, reescribe su destino. Es cues-
tión de reescribir; es cuestión de escritura; por lo tanto, de hermenéutica.
En efecto, al sentido dado, a la fatalidad establecida, al destino manifiesto, nos
oponemos con heroicidad; tal es la tarea del héroe, labrar su propio destino o, tal vez
mejor, reescribirlo. Ya estaba escrito, estaba condenado a realizarlo y a repetirlo, tenía
ya trazada la senda, y la tenía que recorrer, que caminar. Pero aquí la función del héroe
es la de pugnar por caminar en sentido distinto, en sentido contrario, buscar y explorar
otros caminos.
No en balde el sentido se asocia con la dirección, va de la mano de los caminos; el
sentido es la dirección que toma nuestro camino, es un término caminero por antono-
masia, se ajusta al hombre en tanto caminante. Por eso el sentido nos conduce a la vida
como camino, como caminar, como viaje. La vida es vista aquí como camino, como
caminar, como discurrir o como discurso, como texto que se compone, como papel que
se reescribe. Es vista como hermenéutica, pues Hermes era el diosecillo de los caminos,
sobre todo de los cruces, por ello es una hermenéutica de la encrucijada.
En el ámbito de una hermenéutica analógica, esto nos indica que ella es trágica,
que admite la reflexión de la tragedia.14 En lo mismo trágico, ella busca el sentido; pero,
sobre todo, busca un sentido de la vida, del ser. Y es que lo trágico no es desplomarse en
el vacío, en la batahola de la equivocidad; ciertamente es escapar del determinismo de la
univocidad, pero sin caerse en la equivocidad; es decir, es encontrar un equilibrio difícil,
complejo. Esa es la tragedia mayor, en el sentido de luchar a favor de la vida, darle
sentido. Lo trágico es luchar contra el sinsentido, encontrar el suficiente sentido para
seguir adelante. Y esto es lo que trata de hacer una hermenéutica analógica. Por eso una
hermenéutica analógica es trágica y, además, ayuda a salir de la tragedia. Con heroísmo.
Pero un heroísmo interior, íntimo; no de la acción estentórea, sino de la virtud, de la
acción moral, incluso de la paciencia.

12. Aristóteles, Poetica, 14, 1453a.


13. P. España España, Determinismo y libertad en el psicoanálisis, Guadalajara: Ed. Universidad de
Guadalajara, 1991, pp. 86 ss.
14. T. Oñate, «Prólogo. Henología y transhistoria: lo uno y lo múltiple en la hermenéutica actual»,
en G. Vattimo, T. Oñate, A. Núñez y F. Arenas (eds.), El mito del uno. Horizontes de latinidad. Herme-
néutica entre civilizaciones I, Madrid: Dykinson, 2008, p. 12.

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Mauricio Beuchot

Conclusión

Así, pues, esa pregunta tan perentoria y necesaria, como es la del sentido de la vida, de la
existencia, tiene un lugar principal en la hermenéutica, ya que ésta se dedica a buscar el
sentido de los textos, y la vida puede verse como un texto, cuyo sentido se va a interpre-
tar, a entresacar. Según algunos, se construye, según otros, ya está dado; pero tal parece
que tiene algo de ambas cosas, está en parte dado y en parte es construido. En eso
consiste lo analógico, que es un híbrido: ni solamente lo uno, ni solamente lo otro, por-
que cada cosa por su lado resulta reduccionista.
Y, frente a la tragedia, frente al pensamiento trágico, la hermenéutica analógica
tiene un papel importante, ya que ella misma recoge en su difícil equilibrio el carácter
trágico de la vida, pues nos ayuda a buscar la libertad, frente a los determinismos que
siempre tenemos, frente a la necesidad que nos rodea, de modo que la superemos y
alcancemos la proporción de libertad que pueda dar una orientación a nuestra vida, es
decir, que alcance a darle un sentido. Lo busca en la libertad que da la virtud, que confie-
re esperanza y apertura.
Y, también, una hermenéutica analógica pretende dar a la tragedia de la vida, de la
existencia, una salida, una salvación. Hemos dicho que el sentido de la vida es el afecto,
la amistad, el amor. Pero llega un momento en que se empieza a pensar en el Amor como
algo personal, y, sin embargo, como algo, además, trascendente, que ocupa el misterio,
la trascendencia. Aquí es donde la filosofía no nos acompaña más, sino que tiene que
llegar, así como al Dante lo guió Virgilio, el Dante para guiarnos, porque hemos abando-
nado el ámbito de lo racional, o de lo puramente racional, o de lo meramente racional, y
pasamos al de la fe, la cual, sin embargo, no es irracional, sino que usa de la razón, pero
como de preámbulo, no como de puerto de llegada.

38 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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EL SENTIDO MITOLÓGICO DE LA VIDA HUMANA

Luis Garagalza

Introducción

Lo primero que tenemos que hacer para comenzar el estudio de la mitología es despren-
dernos del significado que se suele atribuir a la palabra mito, puesto que comúnmente se
la asimila con algo falso e indemostrable, con una mera fábula, mentira, engaño o historia
imaginaria que carece de valor desde el punto de vista religioso, filosófico o humano (salvo
el meramente literario). Para ello podemos, por ejemplo, atender a su etimología. En
griego, mito (mythos) no tenía esas connotaciones peyorativas e, inicialmente al menos,
no se contraponía a la razón (logos): significaba «palabra» (especialmente hablada), «rela-
to», «narración», el contenido que se conserva mediante la tradición (sobre todo oral).
También el Diccionario de la Real Academia apunta, al menos en las últimas ediciones, en
esta dirección cuando ofrece la siguiente definición: «Narración maravillosa situada fuera
del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Con
frecuencia interpreta el origen del mundo o grandes acontecimientos de la humanidad».
Así pues, a diferencia del sentido común que, por diversos motivos provenientes
tanto de la antigüedad grecocristiana como de los tiempos modernos, desprecia al mito,
nos proponemos tomarlo en serio. Pero tomarlo en serio no implica, por otro lado, creer
lo que el mito dice en sentido literal, al pie de la letra, como si fuera el discurso de un
historiador profesional que nos habla de los acontecimientos históricos o de un científi-
co que describe y explica los fenómenos naturales. Conviene tener en cuenta a este res-
pecto lo que afirmaba Salustio: «el mito habla de aquello que nunca ha sucedido pero
que, sin embargo, siempre está presente en el fondo de la conciencia».1
El mito no se refiere, pues, a lo que nosotros, los occidentales y modernos, entende-
mos por Historia ni por Naturaleza en sentido científico; parece ser que tales cosas, pura
y simplemente, no existen en la concepción mítica. «Su mundo —afirma un importante
filósofo contemporáneo— es dramático, de acciones, de fuerzas, de poderes en pugna.
La percepción mítica se halla impregnada siempre de estas cualidades emotivas; lo que
se ve o se siente se halla rodeado de una atmósfera especial de alegría o de pena, de
angustia, de excitación, de exaltación o postración».2 Por ello, para comprender la mito-
logía, hay que tener en cuenta que su sentido es simbólico. Freud la caracterizó desde la
perspectiva de la psicología como un «sueño colectivo», como una creación inconscien-
te que da expresión a los sentimientos, anhelos, emociones, necesidades o temores más
profundos que afectan a un grupo humano. Es, como el sueño, un producto espontáneo
de la psique o alma humana en el que ella se expresa o revela, descubriendo al mismo
tiempo la naturaleza y el destino del ser humano. Su función primaria consiste en mani-

1. Salustio: Peri theon kai kosmou, IV, 9, citado por Lluís Duch: Mito, interpretación y cultura,
Barcelona: Herder, 1998; p. 84.
2. Ernst Cassirer: Antropología filosófica, México: Fondo de Cultura Económica, 1977; p. 119.

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festar la psique, la experiencia o vida interior del ser humano. Esa manifestación o
exteriorización hace posible una primera toma de conciencia y sirve al mismo tiempo
como factor de protección para el desarrollo de la vida psíquica.
Desde la perspectiva antropológica, la mitología aparece como la condensación de
la experiencia de una comunidad en imágenes y relatos, como la primera manera en que
se organiza la memoria colectiva. Constituye así, junto con el lenguaje, el primer estrato
de la cultura en el que se enraízan los valores y se gesta el sentido; el primer paso en el
surgimiento de la significación humana con la que se reviste el cosmos. Lo vivido como
importante o relevante por la comunidad queda así convertido o traducido en figuras y
sucesos que buscan, de un modo casi inconsciente, encajar o articular en una visión
global lo que en principio aparece como una especie de puzzle, es decir, de modo frag-
mentario, desordenado, inconexo, caótico.
Lo que persigue la mitología no es propiamente dar una explicación (científica) de
lo que ocurre, sino ponerlo en orden; en un orden que sea significativo y comprensible
para el ser humano, que dé una respuesta a sus inquietudes concretas poniéndolas en
relación con la totalidad de su existencia. El mito no explica, pues, nada, sino que impli-
ca lo vivido integrándolo en el interior de un relato simbólico y, como ya hemos apunta-
do más arriba, esa implicación ejerce una función protectora del desarrollo de la psique,
protección que es tan indispensable como la nutrición del cuerpo y la educación del
espíritu o intelecto. Mas, para comprender mejor esta función protectora, vamos a con-
siderar brevemente la naturaleza de ese ser que genera, y necesita, mitología para vivir.

1. La peculiaridad del ser humano

Al considerar al ser humano desde una perspectiva biológica, descubrimos en él dos ras-
gos sobresalientes: la relativa brevedad del proceso de desarrollo intrauterino en compara-
ción con el de otras especies, cosa que permite calificar su nacimiento tras los nueve meses
de gestación normal como un nacimiento prematuro, y la insuficiencia de su dotación
instintiva para garantizar la existencia y supervivencia no solo del individuo, sino de la
propia especie. Estos dos rasgos hacen de él un animal especialmente desvalido, en el que
el período inicial de dependencia de la protección materna se encuentra extraordinaria-
mente acentuado; tanto, que es posible plantear la hipótesis de que en realidad nunca
logra superar esa dependencia, sino solo trasladarla hacia la sociedad o transformarla en
necesidad de compañía, comunicación, intercambio y, en definitiva, cultura.
Sería, pues, el hombre un animal inseguro, constantemente amenazado y puesto en
cuestión por una infinidad de peligros para los que no tiene una respuesta preestableci-
da y adecuada, sino que tiene que empezar por buscarla. No se encuentra adaptado
mediante mecanismos biológicos a un determinado medio ambiente, no está bien fija-
do, no tiene un entorno definido; por tanto, debe crearse un mundo o una imagen del
mundo que le permita dominar el exceso de estímulos que lo asaltan inundándolo en la
experiencia y el sentimiento del caos. En este sentido, el ser humano es un ser liberado
del entorno y abierto al mundo, necesitado de crear imágenes que le permitan ordenar el
caos y transformarlo en universo.
Sin embargo, justo sobre esta debilidad morfobiológica se levanta, paradójicamen-
te, la fortaleza que le ha permitido sobrevivir miles de años. Su falta de adaptación a un
entorno determinado le proporciona una plasticidad y apertura inmensas (si las compa-
ramos con el escaso margen de maniobra que tienen las demás especies) que posibilitan,

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El sentido mitológico de la vida humana

y reclaman, la interpretación cultural. Para sobrevivir, el hombre necesita crearse una


imagen (cultural) del mundo y una imagen de sí mismo. En este sentido cabría decir,
con Arnold Gehlen, que no tiene propiamente naturaleza: es un «animal innatural (es
decir, cultural) por naturaleza». La interpretación del entorno y de sí mismo (aunque sea
al principio inconsciente) es una necesidad de supervivencia para el hombre; la inter-
pretación no sería, entonces, un mero «modo de conocer», sino su «modo de ser» (cf. la
hermenéutica a partir de Heidegger y Gadamer). No vivimos propiamente en el entorno
que nos rodea ni tampoco conocemos inmediatamente las cosas o los acontecimientos:
habitamos un mundo cultural, mito-lógico, simbólico, lingüístico.3

2. La mitología como factor de protección

Pues bien, partiendo de estos planteamientos antropológicos, el mitólogo norteamerica-


no Joseph Campbell presenta la mitología como una especie de segunda placenta que
ejercería, a modo de bolsa marsupial, una función protectora del desarrollo psíquico de
ese ser condenado a nacer prematuramente, sin haber acabado su proceso de madura-
ción corporal y mucho menos psíquica; sería la «matriz de la gestación postnatal»:4

El mito constituye la matriz universal del nacimiento específicamente humano, la larga-


mente escogida y fiable matriz en cuyo seno el ser incompleto alcanza su madurez, mien-
tras protege simultáneamente a la psique en desarrollo de los impulsos que no se halla en
condiciones de afrontar y le provee los alimentos y nutrientes imprescindibles para su
desarrollo normal y armónico.5

Si la cultura es, como propone Clifford Geertz, «un modelo de significación encarna-
do en símbolos transmitidos históricamente por medio de los cuales los hombres comuni-
can, reproducen y desarrollan su conocimiento sobre la vida y sus actitudes hacia ella», el
mito señala, junto con el lenguaje, el inicio de esa nuestra interpretación cultural del mun-
do.6 Y si, como hemos apuntado, el ser humano es un «animal cultural por naturaleza», el
surgimiento del mito debería coincidir con el inicio del propio ser humano.
Decir que marca nuestro inicio no significa sin más que sea algo exclusivamente
«primitivo» que ya haya sido superado y suprimido con los avances de la civilización.
Pues así como seguimos hablando y viviendo en una lengua u otra, así el mito sigue
actuando entre nosotros, hombres occidentales y modernos, «en todas las formas de
comunicación interhumana: en las actividades intelectuales, en la producción artística,
en el lenguaje, en la vida en común configurada por valores éticos, en la praxis tecnoló-
gica, en la vida sexual».7 Lo que ocurre es que no resulta fácil detectarlo y pasa casi
inadvertido; al menos, el mito propio, porque el mito del otro, como la paja en el ojo
ajeno a la que aluden los Evangelios, suele saltarnos rápidamente a la vista. Y si el mito
sigue estando presente en la actualidad es porque se corresponde con una necesidad del

3. Para la concepción antropológica subyacente, cf. Arnold Gehlen: El hombre, Salamanca: Sígue-
me, 1980; Juan Rof Carballo: El hombre como encuentro, Madrid: Aguilera, 1974; Edgar Morin: El
paradigma perdido, Barcelona: Kairós, 1974; Andrés Ortiz Osés: Amor y sentido, Barcelona: Anthropos,
2003; y Luis Garagalza: Introducción a la hermenéutica contemporánea, Barcelona: Anthropos, 2002.
4. Joseph Campbell: El vuelo del ganso salvaje. Barcelona: Kairós, 1997; p. 65.
5. Ibíd., p. 69.
6. Cf. Clifford Geertz: La interpretación de las culturas, Barcelona: Gedisa, 1990.
7. Leszek Kolakowsky: La presencia del mito, Madrid: Cátedra, 1990; p. 11.

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ser humano más profunda que todas sus necesidades materiales y más concreta que
todas las espirituales: la necesidad anímica de sentido.8
Esa necesidad es la que impulsa la revuelta permanente del ser humano contra el
«absolutismo» de la realidad (por citar a Blumenberg), que tiende a imponérsenos como
omnipotente, contra la angustia que deriva de la falta de protección y de la deficiente
dotación biológica del hombre, contra la constatación de la inevitabilidad de la muerte,
del absurdo y del sinsentido.
Las contradicciones que se plantean en la existencia entre factores opuestos como
vida y muerte, luz y oscuridad, amor y odio, masculino y femenino, bien y mal..., y que nos
ponen en tensión amenazando con desgarrarnos, aparecen en el relato mítico no resuel-
tas, pero sí mediadas por un cordón o hilo simbólico que mantiene enlazados a los opues-
tos. La mitología se expresa en un lenguaje simbólico que relata dramáticamente los ava-
tares del sentido, relaciona los aspectos contradictorios de la experiencia humana e inten-
ta ofrecer un encaje a todas las realidades sin exclusión. Por ello podríamos caracteriza al
mito y al símbolo como la sutura (cultural) de una fisura o desgarro (natural).

1. Los tipos de mitología en el mundo

Son muchas las mitologías que han surgido a lo largo de la historia de la Humanidad y son
muchas también las que, de un modo u otro, siguen existiendo en la actualidad. Las dife-
rencias entre ellas son, al igual que las que hay entre culturas, muy grandes. Sin embargo,
entre ellas no hay solo diferencias: también es posible detectar muchas similitudes. Pues
bien, para poder comprender la existencia de esas similitudes existentes entre las distintas
mitologías, los mitólogos suelen recurrir a dos hipótesis fundamentales.
Una de ellas afirma que hay en la psique humana una tendencia a generar espontánea-
mente determinados motivos y símbolos, tendencia que descansa en última instancia en el
hecho de que, desde un punto de vista biológico, nuestro cuerpo tiene los mismos órganos,
las mismas funciones, las mismas tendencias y los mismos conflictos.9 La otra hipótesis
recurre, por el contrario, a la difusión para dar cuenta de las similitudes entre los mitos y
trata de encontrar los posibles puntos de contacto entre las culturas, en virtud de los cuales
un contenido generado en un determinado contexto geográfico y cultural se transmite o
traslada a otro contexto y experimenta así múltiples modificaciones y variaciones.

8. «Lo cierto —afirma M. Frank— es que existe una necesidad real de construir un mundo con
sentido, es decir, según un sistema de reglas y valores a partir del cual se puedan aceptar y entender los
hechos empíricos no solo como algo meramente dado y constituido de esta u otra manera, sino también
como hechos con un fundamento y una legitimación.» Manfred Frank: El Dios venidero, Barcelona:
Ediciones del Serbal, 1994; p. 74. En este sentido, en tanto que legitimación y justificación de las situa-
ciones fundamentales de la vida, la mitología se aproximaría a la ideología, bien que con la decisiva
diferencia de que esta lleva a cabo esa fundamentación en el plano del poder (impuesto desde fuera/
arriba), la historia y la política, mientras que aquella lo hace desde la potencia (emergente desde dentro/
abajo), aludiendo a acontecimientos ocurridos en un tiempo anterior a todo tiempo y con una intención
metafísico-cultural.
9. Partiendo de esa base biológica, el psicólogo Carl Gustav Jung postuló la existencia de un in-
consciente colectivo y acuñó la noción de arquetipo para referirse a esa tendencia de la psique a generar
determinados contenidos. Jung elaboró esta teoría impulsado por el asombro que le provocaba el
parecido que encontraba entre los sueños y delirios de algunos de sus pacientes y los mitos de muy
diversas culturas totalmente desconocidos por esos pacientes. Cf. Charles Baudouin: La obra de Jung,
Madrid: Gredos, 1967 y C.G. Jung: El hombre y sus símbolos, Barcelona: Caralt, 1997.

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El sentido mitológico de la vida humana

En cualquier caso, a pesar de la enorme diversidad de las mitologías, es posible


poner cierto orden entre ellas distinguiendo unos tipos fundamentales en los cuales se
pueden encuadrar los casos concretos. Concretamente, vamos a proponer un modelo
que divide el universo de las mitologías en tres grandes bloques, según que la posición
central en la mitología esté ocupada por una figura materna, por una paterna o por una
fraterna. En torno a ese eje central, se articula y organiza el conjunto de relatos que
pertenecen a cada mitología en su intento de mediar la realidad y articular los factores
opuestos que la constituyen, integrándolos en una cosmovisión unitaria.

1.1. Mitología matrial-femenina

Así, a partir de las sepulturas detectadas en Europa datadas entre el 30.000 y el 8.000
a. de C., se ha podido hablar de la existencia de una «mitología materna» ya en el paleo-
lítico superior.10 El hecho de que, en muchas de esas sepulturas, el cadáver se encuentre
enterrado en posición fetal parece apuntar hacia una concepción de la tierra como ma-
dre, así como a la creencia en un renacimiento futuro tras el retorno a la posición origi-
naria en su seno. Además, las numerosas figurillas de pequeño tamaño llamadas Venus
paleolíticas (entre las que destacan la Venus de Willendorf y la de Lespugue), que repre-
sentan mujeres desnudas o semidesnudas, obesas y con los rasgos sexuales muy acen-
tuados, podrían tener un sentido mágico y religioso relacionado con la potencia de la
generación y la fertilidad, tanto de la especie humana como de la Naturaleza, potencia
que queda así representada como femenina.11
Resulta significativo que en este contexto, que presumiblemente corresponde a un modo
de producción en el que predomina la actividad recolectora y plantadora, no hayan apareci-
do figuras masculinas ni tampoco representaciones de la unión sexual; resulta comprensible
si caemos en la cuenta de que, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la mujer, el papel
biológico que juega el hombre en la procreación no es algo que resulte evidente.12
Un destacado investigador afirma que estas Venus paleolíticas son «las directas
ascendientes de las Diosas-Madres del Neolítico y precedentes de todas las diosas de la
fecundidad, ya se llamen Isthar, Astarté, Tanit, Isis o Hathor de épocas históricas».13 En
estas figuras se condensa una interpretación antropomórfica que concede a la Naturale-
za las características de un ser humano, de tal modo que queda personificada como
madre. Los misterios de la vida y de la muerte que van asociados a este Naturaleza
divinizada tienen un carácter femenino, por lo que se puede comprender que en este
contexto sea la mujer la que ejerce de intermediaria con el cosmos, así como la respon-
sable de garantizar la comunicación dentro del grupo y de socializar a los niños.

10. Cf. al respecto José M. Gómez Tabanera: «El enigma de las Venus paleolíticas», Historia 16
(Madrid), 17 (septiembre 1977), 65-78.
11. Se pueden ver fotografías de las estatuillas en http://usuarios.lycos.es/exponeandertales/
fotografias.htm Recientemente, el Departamento de Arqueología de la Sociedad de Ciencias Aranzadi
ha encontrado en la cueva de Fraile Haitz I de Deba una colección de objetos prehistóricos, entre los
que destaca una piedra de 12 centímetros con forma de silueta femenina muy semejante a las Venus
paleolíticas (cf. http://terraeantiqvae.blogia.com/2005/100601-gipuzkoa.-hallan-en-una-cueva-de-deba-
vestigios-unicos-en-europa-de-rituales-del.php).
12. Todavía en el siglo XX, los habitantes de las islas Trobiand (Polinesia) desconocían la paterni-
dad fisiológica, por lo que, como consecuencia, no existía propiamente la figura del padre tal como la
concebimos en las culturas patriarcales. Véase al respecto Bronislaw Malinowski: Estudios de psicolo-
gía primitiva, Buenos Aires: Paidós, 1963.
13. J.M. Blázquez y otros: Historia de las religiones antiguas, Madrid: Cátedra, 1993; p. 77.

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Luis Garagalza

Hay en este sentido una valoración positiva de la oscuridad y de la humedad, de las


cavidades, de las grutas y oquedades, todos los cuales quedan simbólicamente asociados a
lo que ocurre alejado de la luz y de la visión, en el interior, sea del cuerpo de la madre
(gestación), sea de la tierra (germinación de la semilla, regeneración y fusión del cadáver).
Además, la prolongación del período de dependencia del niño respecto a la madre refuer-
za el vínculo entre ellos y parece propiciar el desarrollo del lenguaje, la comunicación
emocional y las relaciones interpersonales dentro de una atmósfera de empatía profunda.
Entre la madre y su bebé hay un vínculo tan fuerte que podría decirse que no llegan a ser
dos, que no hay propiamente una dualidad entre ellos: aquí puede verse el germen de la
relación entre un yo y un tú (reconocido como tal tú y no como una cosa u objeto). «La
visión maternal-femenina, cíclica y rítmica, disuelve —según afirma A. de Riencourt—
toda dualidad, incluida la de la vida y la muerte, en un abrazo cálido y consolador».14
Como representaciones de esta mitología matrial, cabe citar la de la India anterior
a los arios (Harappa y Mohenjodaro), la cretense anterior a las invasiones de los indoeu-
ropeos, la de los Trobiand en Polinesia, estudiada por Malinowski, la andina de la Pa-
chamama, así como la mitología vasca, salvada del olvido por José Miguel de Barandia-
rán. Pero permítasenos insertar una cita de la famosa arqueóloga lituana emigrada a
Estados Unidos Marija Gimbutas, la cual ha estudiado la mitología de la diosa a partir
de sus propios hallazgos en excavaciones realizadas por la zona central de Europa, alu-
diendo directamente a la mitología vasca como perteneciente a ese ámbito al que ha
denominado «la vieja Europa»:

Las creencias de los pueblos agrícolas relativas a la esterilidad y fertilidad, la fragilidad de


la vida y su constante amenaza de destrucción, así como sobre la necesidad de que perió-
dicamente se renueven los procesos generadores de la Naturaleza, son algunas de las más
duraderas y, a pesar del continuo proceso de erosión que han sufrido en época histórica,
continúan hoy en día, al igual que lo hacen otros aspectos muy arcaicos de la Diosa prehis-
tórica. Transmitidas por las abuelas y madres de la familia europea, las antiguas creencias
sobrevivieron a la implantación de los mitos indoeuropeos primero y cristianos después.
La religión centrada en la Diosa existió durante un largo período de tiempo, mucho más
largo que el que duró la indoeuropea, y tiene de pervivencia la cristiana, dejando una
marca indeleble en la psique occidental.15

1.2. Mitología patriarcal-masculina

Pues bien, frente al enterramiento en posición fetal, la cremación representa otra forma
de tratar al cadáver que tiene asociaciones simbólicas opuestas a las anteriores y puede
servirnos para presentar el segundo tipo fundamental de mitología, al que denominare-
mos patriarcal-masculino. En las mitologías de este tipo se sitúa en el centro una figura
masculina que desplaza a la anterior figura femenina y se apropia de sus atributos y
potencias, reinterpretándolos con una orientación nueva.
En la cremación, el cadáver se destruye de un modo rápido y drástico: ahora ya no
retorna a la tierra, sino que parece escapar de ella, elevándose en forma de humo hacia el
cielo. Resulta sintomático que ahora sea el cielo diurno el que queda divinizado, presen-

14. Cf. Amaury de Riencourt: La mujer y el poder en la historia, Buenos Aires: Monte Ávila Editores,
1974; p. 61.
15. Marija Gimbutas: El lenguaje de la Diosa, Madrid: Dove, 1996; p. XVII. Las alusiones directas a
la cultura vasca se pueden encontrar en las páginas XVII, XVIII, XX, 68, 79, 135, 136, 190, 210 y 320.

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El sentido mitológico de la vida humana

tándose como dios padre trascendente y creador del mundo. En este contexto, el sol, que a
diario lucha contra las tinieblas hasta vencerlas, queda revestido de un carácter masculino;
sus rayos se ven como responsables de fecundar la tierra y hacer que germine la semilla.
Representa simbólicamente la conciencia individual, así como la luz del conocimiento ra-
cional, que se impone sobre los sentimientos y las pasiones.16 En este sentido puede interpre-
tarse la afirmación aristotélica de que «los deseos y apetitos alcanzan parte de razón, en
cuanto se sujetan a ella y la obedecen [...] como el que escucha los consejos de su padre».17
Esta concepción patriarcal se va configurando en el interior de la actividad predo-
minantemente masculina de la caza, que requiere audacia y valor, pues comporta el
riesgo de una lucha a vida o muerte: la victoria del cazador significa la muerte de la
presa (y a la inversa). La conciencia masculina busca autoafirmarse de una manera
heroica: se vuelca en la realidad exterior y se concentra en una sola tarea y en un solo
objeto (la presa), al que se contrapone como sujeto.
Podría verse aquí una raíz antropológica de la tendencia a dualizar o establecer
distinciones drásticas entre los opuestos, comenzando por la misma oposición sujeto-
objeto.18 Esta autoafirmación de la conciencia masculina se conquista desprendiéndose
de los lazos afectivos y sentimentales que la unen al mundo de la infancia y de la madre,
los cuales adquieren precisamente en esta fase una valoración negativa, pues parecen
amenazar a ese yo, todavía débil e inseguro, con devorarlo; surge así la figura del héroe
que, con su lanza o espada, atraviesa al monstruo, dragón o serpiente (de antiguas con-
notaciones matriales femeninas).19
La actitud patriarcal que subyace en la actividad de la caza impulsa un proceso de
emancipación respecto a la Naturaleza, dirigido por una voluntad de control y dominio.
Esta voluntad actúa tanto sobre la mentalidad ganadera de los pastores nómadas como
sobre la mentalidad guerrera, e interviene también en la formación y organización polí-
tica de los primeros Estados.
Por lo que respecta a la cultura occidental, hay que resaltar la importancia de dos
mitologías que se desarrollan a partir del año 2000 a. de C. siguiendo esta dirección pa-

16. Puede recordarse en este punto la famosa alegoría de la caverna con la que Platón ilustra su
concepción (patriarcal) de la filosofía, como una subida o ascensión desde la oscuridad que reina en el
fondo de la caverna de la ignorancia, donde las sombras son tenidas por lo real (y que se corresponde
con el mundo natural en el que tiene lugar la génesis y la transformación), hacia la luz del día, que
hace posible la visión (conocimiento racional mediante la idea). El sol, que representa la idea, el bien
y lo real, es al mismo tiempo el principio de toda otra realidad, que sólo es en la medida en que
participa de la idea, y del auténtico conocimiento, que es un conocimiento basado en la definición
conceptual, un conocimiento mediante la idea. No se olvide, como señala F.K. Mayr, que «para Platón
la mujer no es sino oscura contrafuerza y oscuro enigma (Leyes VI, 781 bc, V 739 c): el oscuro enigma del
caos frente al orden propio del hombre-hombre (varón) (Politeia V 462 c)» (Franz Karl Mayr: La mito-
logía occidental, Barcelona: Anthropos, 1989; p. 53.)
17. Aristóteles: Ética a Nicómaco, I, 13 (las cursivas son nuestras).
18. A este respecto, un neurocirujano que ha estudiado las relaciones entre la escritura y el cerebro,
Leonard Shlain, afirma lo siguiente: «La capacidad de centrarse en una sola tarea y la supresión de las
emociones es un atributo más deseable para el cazador que la conciencia de globalidad y la profundi-
dad emocional. La independencia entre sujeto y objeto también le permite al cazador distanciarse de las
piezas que caza. La ausencia de pasión inherente al dualismo, una forma de ver el mundo indispensable
para matar, es lo opuesto del apego que una madre siente por su hijo» (Leonard Shlain: El alfabeto contra
la Diosa, Madrid: Editorial Debate, 2000; p. 43.) Esta oposición entre sujeto y objeto estaría en la base de la
visión mecanicista del cosmos que se concreta durante la edad moderna en la visión científica de la física.
19. Véase al respecto el artículo del psicólogo Erich Neumann: «El hombre creador y la transfor-
mación», en Los dioses ocultos. Círculo Eranos II, Barcelona: Anthropos, 1997.

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Luis Garagalza

triarcal. Por un lado, la mitología indoeuropea, traída desde las estepas asiáticas por suce-
sivas oleadas de pueblos guerreros, como los aqueos, dorios, jonios, que sitúa a un dios
padre (Zeus, proveniente del sánscrito Dyaus que alude al brillo del cielo diurno) al frente
de una forma de vida social que culminará en la polis, la ciudad estado griega. Por el otro
lado, en el norte de África, la cultura hebrea cree en un dios trascendente (El, Jahvé),
creador del mundo a partir de la nada, que dirige con celo al pueblo elegido, librándolo de
las idolatrías naturalistas y de sus poderosos enemigos (babilonios, egipcios, etcétera).
En ambos casos, la divinidad patriarcal se impone, de modo más drástico en el caso
hebreo y de modo más suavizado en el heleno, sobre un trasfondo cultural previo de
carácter matrial-naturalista (la mitología cananea y la minoico-cretense, respectivamente)
y refuerza el papel y la autoridad del paterfamilias, devaluando la significación de la mu-
jer.20 Podría decirse, entonces, que Occidente es el resultado de una conquista (o, mejor,
de una sucesión de conquistas) por parte del principio patriarcal, que actúa en las civili-
zaciones nómadas de cazadores y ganaderos, lo cual permite comprender su activismo
heroico y su inquietud progresista. Oriente, por su parte, se habría mantenido apegado
a la cosmovisión matrial de los plantadores y recolectores sedentarios, con su caracterís-
tica pasividad y su tendencia a la fusión mística.

1.3. Mediaciones: la mitología fratriarcal

La tensión que se plantea entre lo matrial-femenino y lo patriarcal-masculino actúa a lo


largo de toda la historia de la Humanidad y afecta al interior de cada cultura y al interior
de cada persona (pues se puede considerar, como hace Jung, que tanto en el hombre
como en la mujer hay una parte de la personalidad que tiene carácter masculino, a la
que llama animus, y otra que lo tiene femenino, anima). El proceso de maduración
psíquica (o proceso de individuación) sería, visto desde esta perspectiva psicológica, el
resultado de un diálogo entre la parte masculina y la parte femenina de la personalidad,
en el que la parte dominante reconoce y asume a la parte que inicialmente había sido
sacrificada en aras de la diferenciación. Unas veces, esa tensión genera conflictos y pro-
voca imposiciones violentas o dominios silenciosos, pero también puede dar lugar a
encuentros en que esos dos principios acceden a mediaciones creativas en las que se
mantienen mutuamente equilibrados.
Un buen ejemplo de esta mediación, que podríamos llamar intermitológica, lo po-
demos encontrar en el caso de la invención de la agricultura en el neolítico, a partir del
10 000 a. de C. Esta «revolución», cuyos efectos han sido comparados con los de la revo-
lución industrial del siglo XIX y con los de la informatización de la sociedad del conoci-
miento que estamos viviendo, se basa en la transformación que experimenta el cultivo
femenino de pequeñas huertas gracias a la introducción del arado manejado por hom-
bres y tirado por bueyes.21 El arma masculina, la espada, hasta ahora dadora de muerte,
se reconvierte, por el contacto con la visión matrial de la tierra como madre, en instru-
mento de vida, en arado que al penetrar en su seno lo fecunda.22

20. Cf. al respecto Franz Karl Mayr: La mitología occidental, Barcelona: Anthropos, 1989, especial-
mente el capítulo titulado «La mitología occidental y su simbólica religiosa».
21. Esa comparación fue establecida por Alvin Toffler en su famoso libro La tercera ola (Barcelona:
Plaza y Janés, 1980).
22. La actividad agrícola ayudó a controlar y encauzar los impulsos agresivos y predadores del
hombre, al vincularlos al uso productivo del arado. En este sentido, los prehistoriadores hablan de una
atenuación de la violencia entre el 7000 a. de C. y el 4000 a. de C. En esta época, los poblados solían

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El sentido mitológico de la vida humana

Este mestizaje de simbologías, que llega hasta el interior de la cultura griega en


forma de misterios iniciáticos como los de Eleusis, en la figura del dios Hermes o en la
noción platónica del «alma del mundo», suscita en la imaginación mítica la imagen del
ciclo del nacimiento, la muerte y el renacer, que se proyecta en figuras como la del dios
hijo y amante de la madre tierra que muere y resucita; entre otros ejemplos, puede
citarse a Atis, Adonis, Osiris, Dioniso o Cristo. El cristianismo, efectivamente, ha de ser
ubicado en este contexto y comprenderlo como el resultado de la mediación entre la
tradición patriarcal hebrea y la religiosidad mistérica mediterránea, como se hace pa-
tente, por citar un solo ejemplo, en Juan 12, 24-26: «Si el grano de trigo, después de
echado en tierra, no muere, queda infecundo, pero si muere produce mucho fruto».23
Este carácter fratriarcal y mediador del cristianismo se hace patente en el proyecto del
humanismo renacentista, que promueve un renacer del alma pagana de la antigüedad
en el seno de la Europa cristiana. Dicho renacer se expresa magníficamente en el Juicio
Final de Miguel Ángel, en el que el Cristo que avanza con gesto más de calma que de
condena no ejerce propiamente de separador, sino más bien de medio o mediación que
pone los contrarios en un proceso de circulación que tendría un carácter regenerativo.24
Las mitologías de este tipo son doblemente mediadoras, pues por un lado, en tanto
que mitologías, median la realidad articulándola en torno a una figura fratriarcal como
Cristo o Hermes y, al mismo tiempo, median entre la cosmovisión matrial y la patriar-
cal, propiciando una implicación o integración recíproca.
Ahora bien, no se ha de pensar que tales mitologías pertenecen exclusivamente a la
antigüedad, pues penetran también en la edad moderna. Así, la mitología patriarcal
configuraría la visión racionalista ilustrada, que comprende las llamadas ciencias duras
o exactas, que persiguen la explicación de los fenómenos naturales vinculándolos a leyes
generales formuladas matemáticamente, así como la actitud competitiva que se impone
en el mundo de la empresa y de los negocios. La mitología matrial, por su parte, estaría
detrás de la actitud solidaria y empática en la que los límites de la individualidad se
difuminan; detrás de la visión nocturna y romántica de la actividad artística y cultural y
de la existencia; asimismo, detrás de las ciencias humanas y los saberes hermenéuticos
que aspiran a la comprensión del pasado, la tradición, los textos y obras culturales y, a
través de ellos, a la comprensión de uno mismo. Pues bien, ambas visiones resultan
necesarias: fratriarcalmente.

estar junto a los ríos y muchos carecían de fortificaciones. El estudio de los útiles encontrados no
indica un predominio de las armas sobre los instrumentos domésticos, como suele ocurrir en las
civilizaciones posteriores. Podemos situar dentro de este contexto cultural ciudades como la de Jericó,
fechada en el 9500 a. de C., o Zatal Hüyuk, fechada entre el 6500 a. de C. y el 5700 a. de C., que no
muestra ningún signo de actividad guerrera durante esos ochocientos años.
23. Cf. A. Ortiz Osés: Amor y sentido, Barcelona: Anthropos, 2003.
24. Cf. A. Ortiz Osés: La razón afectiva. Arte, religión y cultura, Salamanca: Editorial San Esteban,
2000, así como su artículo «Hermes-Cristo: Miguel Ángel», en Diccionario de la existencia, Barcelona:
Anthropos, 2006.
25. «Mientras que un símbolo está vivo —afirma Jung— es la expresión de algo que no se puede
designar de mejor manera que con él. El símbolo está vivo mientras que se encuentra preñado de
sentido. Pero si el símbolo ha dado a luz su sentido, esto es, si se ha encontrado la expresión que
formula mejor que el símbolo usado lo que se buscaba, aguardaba o presentía a su través, entonces el
símbolo muere, es decir, ya no tendrá más que un significado histórico.» C.G. Jung: Tipos psicológicos,
Barcelona: Edhasa, 1994; p. 555, así como Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1945, p. 531.

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Luis Garagalza

2. La interpretación simbólica de la mitología

Al abordar la interpretación de las mitologías hay que evitar, como hemos apuntado más
arriba, dos peligros que pueden impedir que el proceso de comprensión se realice efec-
tivamente. El primer peligro es la literalidad, que tiende a identificar el sentido con lo
que el mito dice directa o inmediatamente. El segundo peligro es el supuesto de que la
mitología carece de sentido, ya que solo responde al capricho de una imaginación des-
atada que funciona sin ningún control de la razón ni de la experiencia.
Para evitar la literalidad, hay que reconocer que el lenguaje de la mitología es un
lenguaje simbólico, que no tiene un referente directo, sino que hace alusiones, insinua-
ciones o sugerencias que apuntan a un sentido imposible de expresar o presentar direc-
tamente.25 Contra el segundo peligro, cabe decir que ese lenguaje simbólico es efectiva-
mente un lenguaje; por tanto, en cuanto que tal, está regido por una «gramática» que
regula los modos en que las imágenes se combinan entre sí al articularse en los relatos.
Pues bien, en este punto vamos a recabar la ayuda del simbólogo más destacado de
la segunda mitad del siglo XX, que ha estudiado con detenimiento esa gramática del
lenguaje simbólico desde una perspectiva antropológica. Se trata del francés Gilbert
Durand, que fue profesor de antropología cultural en la Universidad de Grenoble. En su
libro titulado Las estructuras antropológicas del imaginario, Durand cataloga y organiza
sistemáticamente las innumerables imágenes que aparecen en el universo mental del ser
humano, con lo que realiza un trabajo similar al efectuado por Linneo en el ámbito de la
botánica y la zoología.26
Al elaborar este peculiar catálogo, Durand descubre que los símbolos tienden a
articularse en torno a determinados ejes o esquemas dinámicos, constituyendo una es-
pecie de constelaciones, que convergen a su vez en diferentes estructuras hasta delimitar
dos grandes «regímenes» de funcionamiento de la imagen, que regulan la función sim-
bólica del ser humano tanto en su dimensión psíquica individual como en la dimensión
social. Sirviéndose de la oposición básica entre la luz y la oscuridad, Durand los denomi-
na régimen diurno y régimen nocturno.27

26. Gilbert Durand: Las estructuras antropológicas del imaginario, Madrid: Fondo de Cultura Eco-
nómica de España, 2004. Para una presentación más amplia y detallada de este planteamiento de la
simbología en su conexión con la hermenéutica contemporánea, se puede consultar L. Garagalza: La
interpretación de los símbolos, Barcelona: Anthropos, 1990.
27. Estos regímenes hunden por un lado sus raíces en nuestra común naturaleza humana, en el
ámbito de lo biofisiológico. En este sentido, se apoyan sobre las tres grandes series de gestos o
reflejos innatos identificadas por la reflexología conductista de la Escuela de Leningrado
(Vladímir Bejterev) en el estudio empírico del sistema nervioso: la dominante postural, responsable
de la conquista de la posición erguida, la dominante de nutrición, que orienta al recién nacido en la
búsqueda del pecho y le inclina a la succión, y que se prolonga en la dominante copulativa, que rige
los movimientos rítmicos del ejercicio de la sexualidad (resulta significativa a este respecto la obser-
vación con microcámaras, que ha permitido comprobar que el feto se chupa el dedo a partir del
cuarto o quinto mes). Por otro lado, dichos regímenes se prolongan y proyectan su influencia en la
configuración de las obras culturales y sociales en toda su diversidad. Lo imaginario tiende así un
puente entre la universalidad de la naturaleza humana y la diversidad de las derivaciones culturales,
sociales e históricas en las que se realiza, actuando siempre como un sistema de fuerzas de cohesión
dinámica de las polaridades y antagonismos.

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El sentido mitológico de la vida humana

2.1. El régimen diurno

En el régimen diurno domina la capacidad de abstracción y distinción, así como el


principio de no contradicción: la imaginación funciona polémicamente, apoyándose
sobre la acentuación o exageración de la diferencia entre las imágenes contrarias, entre
los opuestos, por lo que tiende a instaurar una visión dualista, más o menos acentuada,
en la que uno de los opuestos queda cargado de connotaciones negativas y constituye el
fondo tenebroso sobre el que acaba por imponerse el estallido de la luz. Así, la instancia
de la temporalidad se afronta en este régimen separando los aspectos positivos de los
negativos y proyectando los primeros sobre un más allá intemporal, con lo que los últi-
mos quedan como la significación propia del devenir (y del destino).
La inquietud y la angustia asociadas a la vivencia del tiempo, que en su transcurrir
conduce inexorablemente a la muerte, se configuran bajo símbolos de animales, de la
noche tenebrosa y de la caída en el abismo.28 Frente al «monstruo» devorador se alza
ahora el «héroe» armado con la espada y dispuesto a entablar un combate a muerte. A la
amenaza de lo oscuro se le contraponen los símbolos de la luminosidad, mientras que el
terror a la caída es compensado por los símbolos de la ascensión y la elevación, el vuelo
ingrávido de los pájaros, las alas de los ángeles y el espíritu que, ascéticamente, se libera
de la materia, del cuerpo. Se trata, pues, de una especie de «huida de este mundo»
impulsada por el deseo de eternidad.
Pertenecen a este régimen diurno las cosmovisiones y las filosofías en las que pre-
domina un pensamiento dualista y formalista, como ocurre en Oriente, por ejemplo, en
las doctrinas filosóficas samkia o vedanta. En Occidente, dicho régimen predomina en el
Antiguo Testamento, en cuyo inicio nos encontramos, de forma reveladora, con la «caí-
da» del pecado original; en la mitología olímpica griega; dentro de la filosofía, en Parmé-
nides, formulador del principio de no contradicción, así como en Platón, que distingue
el «mundo sensible» del «mundo inteligible», o Descartes, con su lema «claridad y dis-
tinción»; y, de modo más general, en todo el conocimiento objetivo y científico (si bien,
salvo en los casos patológicos, ese predominio no es absoluto, sino que se encuentra
compensado por la actuación más o menos latente de lo nocturno).
También nuestra sociedad occidental está articulada en lo fundamental por el
régimen diurno de la imagen, como se manifiesta sintomáticamente en la fascinación
por el éxito, el ascenso social, la eficacia y la luminosidad de los rascacielos metaliza-
dos, la conquista del espacio y la velocidad, la alta fidelidad, la alta definición y, en
general, de la alta tecnología, con el consiguiente desprecio de lo pequeño, lo lento, lo
bajo, lo oscuro.
Esta persecución de la trascendencia comporta, sin embargo, una paradoja funda-
mental expresada en la figura de Ícaro, el héroe griego que pretende volar tan alto que,
finalmente, sus alas de cera se derriten por el calor del sol. El predominio absoluto o
monopolio de la región diurna desembocaría en el idealismo, el dualismo y la esquizo-
frenia. El propio Platón sabía que la fuerza de elevación se consigue en la oscuridad de la
caverna, es decir, que procede de la propia condición temporal y material.

28. Recuérdese que en la mitología griega el dios Cronos, palabra que significa «tiempo», devora a
sus propios hijos.

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Luis Garagalza

2.2. El régimen nocturno

Frente a la actitud polémica propia del régimen diurno, se perfila otra actitud imagina-
tiva que no busca el antídoto contra el tiempo en el más allá. Ahora es la propia Natura-
leza la que se ofrece como un cálido refugio que protege de las inclemencias del tiempo;
las tinieblas quedan así cubiertas por el eufemismo de la noche serena que propicia el
descanso, la paz, la inspiración y la ensoñación o el amor. La imaginación no huye ya del
tiempo, sino que se recrea en organizarlo y configurarlo. Nos aproximamos, pues, al
otro gran régimen del imaginario calificado por Durand como nocturno.29
Ahora, el valor (el tesoro simbólico) no se encuentra en una cima a la que hubiera que
ascender ni en el cielo, sino en las profundidades de la tierra, a las que las que hay que des-
cender, que «penetrar». El abismo se presenta, pues, dulcificado como una cavidad en la
que se desciende suave y placenteramente, como un refugio cálido y mullido que invita al
descanso, a la relajación y a la ensoñación. Aquí, el héroe es un antihéroe que está desarma-
do, no lucha, se complace en dejarse tragar simbólicamente por el dragón en una especie de
inmersión en el estado narcisista o regresión al seno materno, para ser posteriormente
regurgitado (recuérdese el caso de Jonás en la Biblia o de Pulgarcito en los cuentos infanti-
les). Las imágenes de la feminidad, y en especial las de la maternidad, quedan ahora asocia-
das con la tierra, el agua y la humedad, con los lugares oscuros, recónditos, cerrados, en los
que se realiza la metamorfosis, la transformación, el milagro de la vida.
Aquí no hay distinciones tajantes: los contornos de las imágenes se difuminan ha-
ciendo que todo se fusione o confunda con todo en una especie de caos primigenio. La
aspiración máxima es la no distinción, la no separación, la fusión del éxtasis amoroso, la
disolución que borra los límites. La muerte pierde las connotaciones aterradoras que
tenía en el régimen diurno y se cubre con eufemismos como «retorno al hogar» y «des-
canso eterno»; o bien se presenta como fin de una etapa que señala el inicio de otra
nueva. Las valoraciones propias de la región diurna quedan, pues, invertidas: el princi-
pio de no contradicción es sustituido por el de la coincidencia de los contrarios.
En este régimen nocturno actúa también la tendencia a componer las imágenes en
un relato en el interior del cual los opuestos ya no se excluyen, aunque tampoco llegan a
confundirse: se suceden, se alternan, se complementan, se rechazan o se reclaman, pero
integrados en una trama, bien sea como fases de un proceso cíclico («eterno retorno»),
bien como etapas de un desarrollo coimplicativo. Esta alianza de los contrarios se con-
creta en el símbolo taoísta del yin y el yang, en el que en el interior de la parte negra se
encuentra un círculo blanco y en el interior de la blanca, uno negro.
El régimen nocturno de la imagen queda bien representado por ciertas tradiciones y
filosofías orientales, como el hinduismo, con su noción de atman como núcleo o centro en
el que la particularidad del individuo se disuelve en la unidad cósmica, y el budismo, en el
que predominan la pasividad y la interiorización en un proceso que apunta hacia el nirva-
na, la liberación final por la abolición de todas las dualidades ahora reconocidas como
maya, como ilusión, engaño o error de perspectiva. En Occidente, es posible detectarlo en
los inicios de la filosofía griega, especialmente en Heráclito, y en una tradición que, pese a
haber quedado marginada por la filosofía oficial, periódicamente aflora en forma de hete-
rodoxias, críticas, transgresiones, subversiones o reversiones de los valores dominantes.

29. Dentro del régimen nocturno, G. Durand distingue a su vez dos estructuras fundamentales: las
místicas o fusionales y las sintéticas o dramáticas, si bien aquí no vamos a detenernos a considerar
las diferencias entre ellas (se puede consultar al respecto nuestro estudio citado más arriba).

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El sentido mitológico de la vida humana

3. La mitología vasca

Pues bien, es precisamente en el interior de este régimen nocturno donde hay que situar
a la mitología vasca, de la que nos vamos a ocupar con detenimiento en los siguientes
capítulos. Tanto su cosmovisión telúrica, que incluye e implica el cielo, como la valora-
ción que adquieren lo interior, lo oculto y, de un modo más general, lo femenino y mater-
no, así como la ausencia significativa de figuras heroicas, son síntomas de que nos en-
contramos en una atmósfera nocturna.
Para comprender la mitología vasca habrá que tener en cuenta, pues, su adscrip-
ción al régimen nocturno de la imagen e interpretarla teniendo en cuenta su peculiar
manera de articular las imágenes, su peculiar lógica, es decir, sin pretender reducirla a
las categorías y a la lógica propias del régimen diurno. En efecto, la mitología vasca es
telúrica o terrácea y lunar, lo que la diferencia de las mitologías celestes, uránicas o
solares de carácter patrial.

3.1. La mitología vasca como visión del mundo

Tras nuestras consideraciones generales sobre la función y los tipos de la mitología,


vamos a centrarnos ya en el caso particular de la mitología vasca. Se trata de un con-
junto de mitos, relatos y leyendas que se han conservado por tradición oral y que
fueron recopilados especialmente por José Miguel de Barandiarán en la primera mi-
tad del siglo XX, con lo que los salvó de su desaparición y olvido. Al igual que el euske-
ra, también la mitología vasca tiene un carácter preindoeuropeo: es una modalidad de
paganismo anterior a la llegada del cristianismo y contiene una visión del mundo que
entroncaría con las de las mitologías matrial-femeninas de la vieja Europa más arriba
delineadas.
Cuando Barandiarán comenzó a estudiar ese paganismo que seguía vigente de modo
más o menos difuso en la mentalidad popular vasca, se vio sorprendido por el hecho de
que gran parte de las informaciones que recibía estaban relacionadas de un modo u otro
con la figura de Mari, a quien llamó «el genio de las montañas» y consideró como un
«ser extraordinario» en el que llegó a reconocer, aunque como hipótesis, a «una divini-
dad de la religión antigua de los vascos».30
Este fenómeno resultaba difícilmente comprensible desde el marco teórico de la
Escuela de Viena que el etnólogo empleaba como guía metodológica, pues presupo-
nía la existencia de un monoteísmo primigenio de cuya descomposición habrían re-
sultado los diversos politeísmos, y chocaba también con los intentos de leer la mitolo-
gía vasca por comparación con mitologías indoeuropeas como la griega, la germánica
o la celta. No habrá de extrañarnos, pues, que en la conclusión de uno de sus escritos
sobre Mari, Barandiarán haga la siguiente declaración: «No me hago la ilusión de
haber agotado la materia: creo sinceramente que no he hecho más que empezar a
descorrer el velo que la encubre. Sin embargo, los datos expuestos nos revelan un
nuevo aspecto de lo que hay en el fondo del espíritu actual, si bien en estado fragmen-
tario y casi sin vida. [...] Sé que una detenida investigación de nuestro folklore sumi-
nistraría innumerables noticias reveladoras de antiguas creencias acerca de este perso-

30. José Miguel Barandiarán: Obras completas, Bilbao: Gran Enciclopedia Vasca, 1972; t. I, pp. 272
y 279. En otro lugar lo identifica también, aunque de un modo indirecto, con el «genio de la Tierra»
(pp. 149 y 243).

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Luis Garagalza

naje. Sólo falta que obreros entusiastas y expertos laboren de consuno en todo el
ámbito del país; con lo cual prestarán un valioso servicio a la historia, a la psicología
y a la cultura del pueblo vasco».31
Barandiarán detectó de este modo, bien que un poco a contrapié, la que puede ser
considerada principal característica de la mitología vasca: que su visión del mundo gira
simbólicamente en torno a la figura de Mari, la cual se encuentra íntimamente vincula-
da con la tierra. Para comprender adecuadamente a este personaje hay que interpretar-
lo, según intentaremos mostrar posteriormente, como uno de los avatares o representa-
ciones de la Gran Diosa que, desde la prehistoria, ha presidido, amparado y promovido
el desarrollo cultural, simbólico y lingüístico de la Humanidad. Pero dejemos que sea la
arqueóloga Marija Gimbutas la que nos presente a la Diosa de la vieja Europa, cuyas
innumerables imágenes ofrecen una concepción de la vida y de la Naturaleza como un
proceso de constante transformación, de cambio, de devenir, de oscilación rítmica entre
creación y destrucción, nacimiento y muerte, como un movimiento imparable en el que
los opuestos se mantienen vinculados entre sí en la circularidad de la regeneración:32

Los principales temas representados en el simbolismo de la Diosa son el misterio del naci-
miento y la muerte, así como el de la renovación de la vida, no sólo humana sino de todo el
planeta y, por supuesto, del cosmos. Símbolos e imágenes se agolpan en torno a la Diosa
partenogenética (autogeneradora) y sus funciones básicas como Donante de Vida o Porta-
dora de Muerte y como regeneradora de la Madre Tierra. Ella era la única fuente de vida,
la cual tomaba su energía de manantiales y pozos, del sol, de la luna y de la tierra húmeda.
Este conjunto de símbolos representa un tiempo mítico que es cíclico, no lineal. En el arte
esto se manifiesta en signos de movimiento: espirales que giran y se retuercen, serpientes
enroscadas y ondulantes, círculos, crecientes, astas de toro, semillas germinadas y brotes.
La serpiente era en este contexto el símbolo de la energía vital y la regeneración, una
criatura de lo más benévolo, no malvada.33

Esta concepción de la Naturaleza, de la tierra y de la vida que se configura en el


simbolismo de la Diosa contrasta, como señala J. Campbell, con la que nos presenta la
Biblia cuando en el Génesis 3:19 el Padre Creador le dice a Adán: «Con el sudor de tu
rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de que fuiste formado: puesto que
polvo eres y a ser polvo tornarás».34 En la primera, la tierra no es polvo, sino que es vida,

31. José Miguel Barandiarán: «Mari o el genio de las montañas», en Obras completas, Bilbao: Gran
Enciclopedia Vasca, 1972; t. I, p. 302.
32. Esta imagen de la naturaleza llega hasta los inicios de la filosofía en Grecia a través de la
noción de physis (palabra griega que significa «naturaleza» y de la que proviene nuestra palabra físi-
ca). La physis, que es precisamente el tema que nos encontramos en los inicios de la reflexión filosófi-
ca, se nos ofrece siempre como la tensión o la lucha entre los opuestos (frío y calor, día y noche, lo
húmedo y lo seco, masculino y femenino, invierno y verano, etcétera), lucha en la que, sin embargo, no
se acaba imponiendo uno de los opuestos sobre el otro, sino que ambos se van sucediendo y alternan-
do de un modo ordenado, con un cierto equilibrio, lo cual hace posible que haya algo, que se dé la
realidad en vez de la nada o el caos. La reflexión sobre la physis plantea la pregunta por el origen o
arché, entendido como la unidad previa de la que, por escisión, provienen todos los pares de opuestos
y que sería la instancia responsable de su regulación y del orden. Dicha reflexión plantea también uno
de los problemas fundamentales de la filosofía griega: el problema de cómo es posible, si es que lo es,
el cambio, la transformación, el movimiento, problema que atraviesa el centro de todo el pensamiento
de Platón y Aristóteles.
33. Marija Gimbutas: El lenguaje de la Diosa, Madrid: Dove, 1996; p. XIX.
34. Cf. J. Campbell: Las máscaras de dios: mitología occidental, Madrid: Alianza, 1992; vol. III, cap. 1.

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El sentido mitológico de la vida humana

materia viva que en su incesante movimiento todo lo genera y regenera. Además, en ella la
serpiente no conoce aún la maldición por parte del Señor («serás maldita entre todos los
animales y bestias de la tierra: andarás arrastrándote sobre tu pecho, y tierra comerás
todos los días de tu vida»), sino que es el símbolo por antonomasia del misterio matrial-
femenino de la regeneración. La serpiente queda asociada a motivos que simbolizan las
aguas y la humedad vital, como espirales, zigzags, meandros, cheurones, laberintos, etcé-
tera, que aparecen con enorme profusión decorando estatuillas y piezas de cerámica a
todo lo largo del neolítico. Según M. Gimbutas, estas decoraciones podrían ser alusiones u
ofrendas con las que se pretendía colaborar simbólicamente en la tarea fundamental del
sustento natural de la vida, asegurando el retorno cíclico y la renovación de la vida.35

3.2. La Tierra como madre

Pues bien, la mitología vasca comparte con la mayoría de las culturas tradicionales una
visión geocéntrica del cosmos en la que la Tierra está debajo de nosotros y nos sostiene,
mientras que el firmamento está arriba y los astros que en él se mueven giran en torno a
ella (y a nosotros, que en consecuencia estamos en el centro del cosmos) con un movi-
miento perfectamente circular (salvo en el caso anómalo de los planetas).36 Esta visión
tradicional contrasta con la concepción científicamente establecida por Galileo y Newton,
que marca el inicio de la primera de las ciencias modernas, la física, según la cual la Tierra
se mueve en torno al Sol. El Sol no es ya, como nos sigue pareciendo, el astro más grande
y más poderoso, sino una estrella más bien mediana, como miles de millones de otras
estrellas. Resulta así que a la Tierra se le reconoce la misma dignidad de los astros, pero a
costa de perder la posición central: ya no está, ni estamos, en el centro del universo, sino
en algún lugar de una pequeña galaxia perdida en la inmensidad de la noche cósmica.
Para la mentalidad tradicional, que se mantiene apegada en esto a la antigua expe-
riencia natural, sensible, simbólica, el Sol sale efectivamente cada mañana del interior
de la Tierra o, según la orientación geográfica, de la mismísima mar, que se cuida de no
apagarlo.37 En el caso vasco, además, se cree que el Sol y la Luna, ambos de género
femenino y hermanas entre sí, son las hijas de la Tierra y que de ella surgen y a ella
retornan, transitando por su interior para volver a nacer, regeneradas, al día siguiente.38
La Tierra queda así concebida como madre (Ama Lur), por lo que se le rinde culto y se le
hacen ofrendas. Tiene, además, un carácter cósmico, pues, desde abajo, en una especie
de abrazo ilimitado, lo abarca todo: lo mineral, lo vegetal, lo animal, lo humano, los
astros y hasta el propio cielo (Urtzi) como límite extremo.
Puede decirse por todo ello que la mitología vasca contiene una cosmovisión telúri-
ca o terrácea, en la que la Tierra representa el cuerpo del universo, la madre y materia de

35. M. Gimbutas: El lenguaje de la Diosa, Madrid: Dove, 1996, especialmente el capítulo 14 (véase
figura 15), así como Diosas y dioses de la Vieja Europa, Madrid: Istmo, 1991.
36. Esta visión es también la de los niños pequeños. Recuerdo que cuando intenté convencer a mi
hijo Jon, que tendría dos o tres años, de que la Tierra es como un globo muy, muy grande, que va
flotando por el espacio sideral, se resistió todo lo que pudo y finalmente lo aceptó, pero con la siguien-
te reserva: «vale —me dijo con la extrema lógica que caracteriza a los niños—, puede que sea un globo;
pero si es un globo nosotros estamos encima y, entonces, los que están debajo ¿por qué no se caen?».
37. A pesar de que todos estamos perfectamente informados de que es una apariencia, todos,
incluso los físicos, seguimos diciendo, y viendo, que el sol sale al amanecer y se pone, cae o decae
al anochecer.
38. Véase J.M. Barandiarán: Obras completas, Bilbao: Gran Enciclopedia Vasca, 1972; t. I.

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Luis Garagalza

la que están constituidos todos los seres, incluido el ser humano (también en latín el
étimo de homo «hombre» es humus, que significa «tierra»). A este respecto puede resul-
tar interesante, como hace P. Arnaud, el intento de establecer el parentesco mítico y
simbólico de la cultura vasca con la cultura minoica (cretense), perteneciente, como
hemos señalado, al ámbito de la vieja Europa. Como dato curioso, en euskera la palabra
que significa «materia» (ya sea entendida como el material que se utiliza para hacer algo
o como asunto de una conversación) es gaia, que coincide con el nombre de la diosa
griega de la Tierra (Gea o Gaia).39 En esta misma dirección parece apuntar el estudio
realizado por Jorge Alonso del lenguaje religioso y funerario minoico y vasco, cuestiones
estas que hay que tomar, empero, con todas las reservas, dado lo resbaladizas que son las
comparaciones filológicas.

3.3. Animismo vasco

Este cuerpo del universo que es la Tierra tiene una parte interior considerada como sagra-
da y valiosa. Por sus grietas y galerías circulan los astros, fuerzas misteriosas y seres mági-
cos, y además contiene tesoros, oro, fuego, agua, ríos de leche y miel, etcétera. Tiene asi-
mismo una parte exterior, profana, en la que por lo habitual moramos nosotros y en la que
transcurre nuestra vida cotidiana. Y si la Tierra es el cuerpo del universo, la diosa Mari,
símbolo y personificación de las fuerzas y energías que circulan por el cosmos y por el ser
humano, representaría su alma.40 Tal alma no es etérea, no aspira a ascender a lo alto, sino
que se mantiene apegada a lugares concretos; mora en el interior y aflora esporádicamen-
te con diversas formas para animar, reanimar, compensar o equilibrar el transcurso tanto
de los procesos naturales (lluvia y sequía, por ejemplo) como de la vida psicosocial de la
comunidad.41 Mari comparece así como la personificación del alma de la Tierra, como la
misteriosa energía vital, simbolizada por el oro y el fuego encerrados en sus entrañas, que
la anima desde dentro, convirtiéndola en Tierra que vive y que da vida a todas las cosas que
de ella provienen, manteniéndolas ligadas entre sí por relaciones de correspondencia ba-
sadas en la simpatía y repulsión, en el amor y el odio.42
Estaríamos así en presencia de una visión del mundo a la que se ha denominado
hilozoísta (derivado del griego hyle «materia» y zoé «vida»), que sería una de las varian-
tes del animismo característico de la mentalidad mágica. En el animismo, la Naturaleza
es vista como animada, como si fuese un ser vivo. Aquí no se distingue entre una regula-
ridad puramente mecánica y una motivación psíquica; todas las cosas se comportan
como si estuviesen vivas y tuvieran intenciones o persiguieran determinados fines. Por

39. Paul Arnold: El misterio vasco desvelado, Bilbao: Ediciones Mensajero, 1986; p. 113. El carácter
preindoeuropeo del euskera ha sido considerado en sus consecuencias simbólicas y cosmovisionales
por Jon Baltza en su obra Un escorpión en la madriguera. Indoeuropeo y euskara: mito e identidad,
Guipúzcoa: Hiria, 2000.
40. Todas estas cuestiones son estudiadas y desarrolladas en la segunda parte de este libro.
41. En este punto podríamos señalar cierta similitud entre la visión tradicional vasca que se expre-
sa en su mitología y la teoría biológica defendida por James Lovelock, según la cual toda la biosfera del
planeta Tierra, es decir, el conjunto que forman los seres vivos con el medio en que se desarrollan,
podía ser considerada como un único organismo a escala planetaria en el que todas sus partes están
tan relacionadas entre sí como las células de un solo cuerpo, por lo que se dan procesos que tienden a
mantener el equilibrio, a la autorregulación. Al buscar un nombre para referirse a esa entidad
supraindividual, Lovelock encontró la ayuda del novelista William Golding, quien le propuso llamarle
Gaia, que era el nombre de la diosa de la tierra en la mitología griega.
42. Para todo ello, cf. A. Ortiz Osés: La diosa madre, Madrid: Trotta, 1996.

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El sentido mitológico de la vida humana

ello, todavía uno de los primeros filósofos griegos, Tales de Mileto, afirmaba, además de
que «todo proviene del agua», que «todo está lleno de dioses» (e incluso para un filósofo
ya tan científico como Aristóteles, una piedra cae cuando la suelto porque el lugar natu-
ral de las cosas pesadas está abajo, y ellas «quieren» o tienen como fin volver a su lugar).
En la actualidad, sigue existiendo una visión del mundo de este tipo, aunque arrincona-
da por el predominio de lo mecánico y técnico en su búsqueda obsesiva de la eficacia.
Sin embargo, es posible detectarla, por ejemplo, en lo que Max Scheler, antes de que se
difundiese la conciencia ecológica, llamó la «fusión afectiva» con la Naturaleza; en la
afirmación, por parte de Teilhard de Chardin, de que el cosmos no habría podido alber-
gar al hombre si la materia no tuviera una especie de «textura psíquica»; o, dentro de la
cultura vasca, en el «sentimiento cosmovital» que, según afirma Juan Thalamas, buen
conocedor de la mentalidad popular, inspira e impregna la poesía de Lizardi.43
En este contexto animista, lo que se experimenta como real es precisamente la
influencia o influjo que las cosas ejercen sobre el ser humano; no se distingue con nitidez
entre subjetividad y objetividad ni entre las cosas y los efectos que provocan en el que las
percibe o vive. La imagen y el nombre pertenecen a la cosa, se identifican con ella. Por
ello, los primeros etnólogos se encontraron con la resistencia de los indígenas a ser
fotografiados, pues estos creían que, si alguien se quedaba con su imagen fotografiada,
se apropiaba de su alma y adquiría un poder sobre ellos.
A este contexto pertenece también la sentencia tradicional vasca según la cual «todo
lo que tiene nombre se dice que es» (izena den guztia omen da), que, si bien no es verda-
dera si se la aplica a las cosas en su objetividad mecanicista, tiene sentido si se compren-
de, como hace en la actualidad toda la filosofía hermenéutica, que el lenguaje articula la
experiencia y vivencia humana de la realidad, de tal modo que en el nombre se expresa
o representa la interacción entre la realidad y el ser humano que, diciéndola, la configu-
ra e interpreta como tal.44 El nombre, según esto, dice la relación entre la cosa y el que
vive en contacto con ella, el influjo o influencia que lo real ejerce sobre el ser humano.
Podría descubrirse en este sentido una especie de alianza entre la filosofía herme-
néutica contemporánea (representada por Heidegger y Gadamer) y la arcaica mentali-
dad animista vigente en la mitología vasca, por cuanto que ambas contrastan con la
visión mecanicista propia de la física newtoniana y predominante en la modernidad,
que solo considera como real aquello que puede ser concebido y explicado tomando
como metáfora de la realidad a la máquina (de la que es ejemplo por antonomasia el
reloj con sus resortes y engranajes). Frente a ello, la mentalidad anímica o animista
ofrece una visión dinámica o energética de la realidad que estaría en constante proceso
de realización, realización que acontece precisamente a través del simbolismo, del len-
guaje, de la interpretación humanizadora.

43. Max Scheler: Esencia y formas de la simpatía, Salamanca: Sígueme, 2005; Pierre Teilhard de
Chardin: El fenómeno humano, Madrid: Taurus, 1962; Juan Thalamas: «El sentimiento cosmovital en
la poesía de Lizardi» en Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, 1974.
44. Gadamer, que es considerado como el padre de la hermenéutica contemporánea, llega a afir-
mar que «el ser que puede ser comprendido es lenguaje». Hans Georg Gadamer: Verdad y método,
Salamanca: Sígueme, 1977; p. 567. Cf. al respecto L. Garagalza: Introducción a la Hermenéutica con-
temporánea, Barcelona: Anthropos, 2002, así como A. Ortiz Osés y P. Lanceros: Diccionario de Herme-
néutica, 4.ª ed., Bilbao: Universidad de Deusto, 2005.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 55

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EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA VIDA HUMANA

Mónica Cavallé

El ansia de conocer aquello de donde nacen todos los


seres, lo que les hace vivir después de nacer, hacia lo
que todos caminan y en lo que han de hundirse final-
mente: eso es Brahman.
Taittirîya Upanishad, III, I, I1

1. Introducción

¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuál es la razón de ser y la finalidad o propósito de la vida


y de la existencia humana? ¿Por qué hay algo y no más bien nada? ¿Qué es todo esto?
¿Por qué y para qué estamos aquí? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es
nuestra función en la vida? ¿Todo acaba tras la muerte? ¿Es esto todo lo que hay: una
vida incierta y breve, salpicada de dolores y alegrías, y más aún de momentos anodinos,
en medio de dos oscuridades eternas? ¿Cuál es el sentido o el valor del sufrimiento?
¿Existe un objetivo último que pueda dar sentido a nuestras luchas y dolores, y direc-
ción a nuestros anhelos y a nuestra acción?
La búsqueda de sentido quizá haya sido la indagación más apasionada del género hu-
mano, una búsqueda que ha constituido el aliento de incontables religiones y filosofías.
Estas últimas, en todas las épocas y culturas, han buscado dar respuesta a preguntas como
las anteriormente formuladas o al menos indagar en si es posible alcanzar tales respuestas,
es decir, en si se trata de preguntas con sentido o sólo modos de hablar sin referente real.
Esas preguntas, como la propia filosofía, conciernen a todo ser humano en cuanto
tal, aunque sólo unos pocos procedan a una elaboración de las mismas consciente y
rigurosa. Dicho de otro modo: no es posible eludir dichas preguntas como no es posible
escapar a la filosofía. No se ha preguntado por el sentido de la vida únicamente allí
donde la instalación aproblemática y acrítica del individuo en un determinado contexto
socio-cultural con asunciones filosóficas y/o religiosas muy nítidas y unívocas, le ha
proporcionado respuestas vicarias que han aplacado su propia indagación.
Durante muchos siglos la pregunta por el sentido de la vida encontró respuesta,
dentro de nuestro marco cultural, en la existencia de un Creador del Cosmos, funda-
mento de todo lo existente, cuyo plan redentor rige la historia global e individual, garan-
tizando la pervivencia tras la muerte y dotando de un significado particular a la vida
presente, en especial, a sus aspectos más insatisfactorios o dolorosos. En efecto, para la
visión del mundo cristiana, que dominó Europa desde el siglo IV hasta el siglo XVII, la
existencia en su conjunto se hallaba bajo la providencia de un dios personal; la vida en
su totalidad y la vida de cada cual estaban sujetas al gobierno y a la economía divinas, a

1. Eight Upanishads. With the Commentary of Sankarâcârya, vol. I. Transl. by Swami Gambhirananda.
Calcutta: Advaita Ashrama, 19892, p. 391.

56 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido filosófico de la vida humana

su voluntad inescrutable pero benéfica, y tenían, por tanto, un sentido y un propósito


inequívocos. Buena parte de la filosofía de esos siglos, en su condición de sierva de la
teología, sostuvo y buscó justificar racionalmente dicha visión del mundo a la que remi-
tía en su pregunta por el sentido de la existencia humana.
Esta visión, mayoritariamente asumida en Occidente durante siglos, comenzó a
quebrarse coincidiendo con la consolidación y el triunfo de la ciencia moderna. Esta
última no negaba necesariamente la existencia de Dios, como muestra el auge del Deís-
mo entre muchos filósofos y científicos de la Ilustración, para quienes el orden del mun-
do revelado por la Nueva Ciencia evidenciaba al Eterno Geómetra.2 Para el deísta, Dios
es el creador del universo, pero no interfiere arbitrariamente en los detalles de su obra,
en la vida de los humanos ni en las leyes del universo, a través de las cuales se revela. Aún
está implícita en esta cosmovisión la confianza en el orden del mundo, en la bondad de
su origen o fundamento, y en la razón humana, que es capaz de desentrañar dicho
orden. Pero el paso siguiente ya estaba servido: si hay un orden inteligente implícito en
la naturaleza, ¿por qué recurrir a Dios? ¿No cabe explicar el mundo sin la necesidad de
una hipótesis divina? El mismo orden del mundo que a los ojos del deísta evidenciaba la
existencia de Dios, para muchos revelaba un mundo autosuficiente que abocaba a la
negación del principio divino. De aquí que el deísmo conviviera con un ateísmo crecien-
te que alcanzaría un auge significativo en el siglo XIX.
La crítica a la cosmovisión cristiana —y, por tanto, a las premisas asumidas duran-
te siglos en Occidente sobre el sentido de la vida— ha tenido, desde el siglo XVII hasta el
presente, diversos frentes e hitos en el ámbito de la filosofía. Enumeramos algunos de
ellos: la crítica empirista a la posibilidad de conocimiento de Dios; la crítica ilustrada a
la religión revelada en Occidente; los positivismos, alentados por el desarrollo de la cien-
cia natural, y los materialismos antimetafísicos y antiteológicos; el utilitarismo y su
intento de fundar una moral ajena a la sustentada en las fuentes reveladas; las actitudes
nihilistas y su negación de todo aquello que predique una finalidad superior y objetiva
impuesta a la vida desde más allá de ella; el marxismo; los existencialismos ateos, para
los que el ser humano no es nada más que lo que éste hace de sí mismo; el positivismo
lógico y la filosofía analítica y su afirmación de que toda pregunta de naturaleza trans-
empírica, como la pregunta por el sentido de la vida, pertenece a la larga lista de pregun-
tas metafísicas mal planteadas que han estructurado la historia de la filosofía; los natu-
ralismos cientificistas, que sostienen que la explicación científica del cosmos (como la
teoría de la selección natural y similares) ha hecho superfluas y revelado falaces la «hi-
pótesis» de Dios y de un diseño inteligente del universo y para los que el ser humano es,
por tanto, un efecto accidental y aleatorio, no sujeto a previsión, plan, intención o pro-

2. Ramón Alcoberro resume así la definición que el deísta Voltaire nos da de «ateísmo» en su Diccio-
nario Filosófico: «Error de razonamiento que surge por una mala comprensión del principio de causali-
dad. Para Voltaire, la existencia de Dios —que se identifica con la Razón— es evidente por sí misma».
«Voltaire: una mirada alfabética», artículo publicado en La Vanguardia, Barcelona, 22 nov. 1994, p. 41.
«Cuando contemplamos una obra notabilísima de pintura, de escultura, de poesía o de elocuencia;
cuando oímos una música que encanta los oídos y el alma, la admiramos y la queremos. Sin que la
admiración ni el amor nos proporcionen la menor ventaja, experimentamos un pensamiento puro, que
algunas veces llega hasta la veneración. Éste es, poco más o menos, el único modo de explicar la profun-
da admiración y el entusiasmo que nos produce el Eterno Arquitecto del mundo. Contemplamos la obra
con un asombro mezclado de respeto y de anonadamiento, porque el corazón se eleva hasta donde
puede y se acerca cuanto le es posible al artista. Pero ¿qué sentimiento es ése? Un no sé qué vago e
indeterminado, un pasmo que no se parece a nuestras afecciones ordinarias». Voltaire. «Amour de Dieu».
Dictionnaire Philosophique. Voltaire Intégral en Ligne <http://www.voltaire-integral.com>

CLAVES DE LA EXISTENCIA 57

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Mónica Cavallé

pósito.3 Mencionaremos, por último, la sensibilidad postmoderna en la que estamos


insertos, su desconfianza en los meta-relatos y su negación paralela de las cosmovisio-
nes globales totalizantes supuestamente portadoras de sentido, una sensibilidad que ha
llegado a negar uno de los supuestos básicos de la modernidad —ejemplificado paradig-
máticamente en la física clásica, tan distinta a la física contraintuitiva del siglo XX—:
hay un orden intrínseco al cosmos y la razón humana puede desvelarlo.
A la luz de la sensibilidad filosófica contemporánea predominante, algunos de cu-
yos antecedentes hemos descrito, muchas de las preguntas que formulábamos al inicio
adquieren un inusitado nuevo aspecto: de ser las preguntas básicas e ineludibles de la
existencia, las propias del ser humano en cuanto tal, pasan a considerarse malentendi-
dos, modos de hablar sin referente real, o bien invenciones pueriles propias de una
mente mítica que proyecta, antropomórficamente, causas finales, intenciones y signifi-
cados ocultos en la realidad.
Las interpretaciones escépticas, ateas y/o materialistas del mundo no son exclusi-
vas de la modernidad occidental; están ya esporádicamente presentes desde la antigüe-
dad, tanto en Occidente como en Oriente; pero era así en sociedades estructuradas a las
que el individuo se sentía vinculado íntimamente, al igual que se sentía integrado en el
cosmos y, aún más allá, en la raíz o fundamento de la existencia. Esta confianza implíci-
ta en el fondo de la realidad, este sentido básico de pertenencia a la matriz de la vida, se
quiebra a gran escala con el avance de la modernidad occidental, lo que propició que la
angustia existencial y las crisis de sentido hayan sido en nuestro contexto cultural parti-
cularmente agudas y epidémicas. Y es que cuando se considera el ámbito de lo sobrena-
tural el único capaz de dotar de fundamento, significado y propósito a la vida humana,
una vez cuestionado y negado, el mundo queda privado de sentido y de dirección últi-
mas, ya no posee de manera objetiva ningún valor esencial y superior y la vida queda
dejada a sí misma. De aquí la angustia ontológica, tan propia del siglo XX, el convenci-
miento intelectual y la vivencia subjetiva de que la existencia humana es absurda, super-
flua y sin sentido, «una pasión inútil» (Jean-Paul Sartre).4
Ahora bien, esta aguda conciencia de futilidad y los tonos nihilistas o dramáticos
asociados al cuestionamiento del ámbito de lo sobrenatural sólo parecen haber estado
presentes allí donde previamente se había confiado en la existencia de valores absolutos
que podían orientar la vida humana desde más allá de ella, y allí donde se había supuesto
que sólo desde dicha referencia ésta podía obtener su sentido. Donde nunca existió esta
expectativa y se ha convivido aproblemáticamente con la carencia de un referente sobre-
natural, es decir, para buena parte de las posiciones ateas, naturalistas, positivistas o ag-
nósticas contemporáneas, dicho vacío no es connotado ni vivenciado negativamente. De
aquí la insistencia de estas posiciones en que el hecho de que la vida no tenga un sentido
objetivo y absoluto no implica que ésta carezca de sentido, pues el sentido puede ser
creado, construido por el propio individuo; más aún, frente al tópico del ateo pesimista y

3. «El único relojero en la naturaleza son las fuerzas ciegas de la física, aun cuando puestas en
acción de una manera muy especial. Un verdadero relojero prevé: diseña los dientes de sus piñones y
sus resortes, y planea sus interconexiones, con un propósito futuro en su imaginación. La selección
natural, el ciego, inconsciente y automático proceso que descubrió Darwin, y que sabemos ahora que
es la explicación de la existencia y, aparentemente con propósito, forma de toda vida, no tiene propó-
sitos en mente. No tiene mente ni imaginación. No planea para el futuro. No tiene visión, no prevé, no
tiene vista. Si se puede decir que hay un papel de relojero en la naturaleza, es el de un relojero ciego».
Richard Dawkins. The Blind Watchmaker. Londres y Nueva York: W.W. Norton & Co., 1986, p. 5.
4. El Ser y la nada, Buenos Aires: Editorial Losada, 1968, p. 747.

58 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido filosófico de la vida humana

amoral, enfatizan que estos sentidos atribuidos creativamente son suficientes para dotar a
la propia vida de significado y plenitud, para que el ser humano sea feliz, equilibrado y
lleve una vida altamente moral.5 En otras palabras, para estas posiciones, la vivencia de la
carencia de sentido existencial no se da en quienes no creen en sentidos y propósitos
objetivos y absolutos, sino entre quienes sienten que no tienen metas por las que vivir,
entre aquellos a los que su vida personal no les resulta subjetivamente significativa pues no
han sabido, o no han podido, investirla creativamente de valor y de propósito.
La necesidad de sentido es hoy la misma de siempre, pero ya no resultan satisfacto-
rias para muchos las respuestas tradicionales de la religión y la filosofía basadas en dog-
mas, en mitos orientados a mitigar la angustia existencial y el miedo a la muerte, o en
metarrelatos no corroborados por la experiencia directa. El siglo pasado ha protagoniza-
do, además, un cuestionamiento progresivo de instituciones y tradiciones milenarias, lo
que ha contribuido igualmente a inocular el fermento de la duda y la sensación de que
todo es incierto y relativo, de que no hay referentes sólidos a los que atenerse. También
han hecho aguas para una mayoría las grandes utopías sociopolíticas que buscaron llenar
el vacío dejado por la crisis de las cosmovisiones tradicionales. Y no todos atinan a dar un
sentido elevado y creador a su existencia cuando el entorno social, lejos de ofrecer mode-
los adecuados para ese fin, invita a avanzar en la dirección opuesta. De hecho, muchos de los
actuales nuevos dioses son preocupantemente banales, como lo es el dios de la religión del
consumo y del mercado, cuyo proselitismo agresivo «presiona constantemente con: “Cóm-
prame si quieres ser feliz”. Si no se está cegado por la separación habitual entre lo profano
y lo sagrado, se puede comprender que aquí se trata de la promesa de una nueva salvación,
de un nuevo medio para resolver la cuestión del desamparo».6 Esta nueva religión —que
con su promesa futura de satisfacción siempre aplazada y de crecimiento material ilimita-
do ha contribuido a disociar al individuo del cosmos (como evidencia la actual crisis
ecológica), a minar los valores comunitarios y a atomizar las sociedades— ha dado a
muchas vidas un perfil reconocible: la carrera autista y frenética por adquirir símbolos de
estatus y por acumular momentos de placer ávido y caro. Hoy son más vigentes que nunca
las palabras con las que Ruskin retrataba la inquietud de sus contemporáneos: «Nuestros
dos objetivos en la vida son los siguientes: por más que tengamos, poseer más, y donde sea
que estemos, ir a otra parte». Pocas personas no intuyen en algún nivel de sí mismas la
futilidad de esta persecución que, por su misma naturaleza, no puede hallar reposo ni
satisfacer nuestros anhelos más genuinos; de aquí que la ansiedad, la insatisfacción y la
frustración generalizadas sean epidémicas, y de aquí el éxito de todo lo que acalle pasaje-
ramente este malestar, como la estimulación continua de los sentidos —es decir, más de
lo mismo— o los psicofármacos. Aún así, la religión del mercado «ya se ha convertido en la
religión más próspera de todos los tiempos, y gana adeptos con todavía mayor rapidez que
ningún otro sistema de creencias o de valores en la historia de la humanidad».7 Si tanto la
religión como la filosofía han tenido históricamente la función de ayudarnos a compren-
der la realidad, nuestro lugar y función en ella, y el sentido de nuestra existencia, ambas
«satisfacen cada vez menos esta función; precisamente porque es suplantada —o encu-
bierta— por otros sistemas de creencias u otros sistemas de valores. Hoy en día, las cien-

5. «Los ateos pueden ser felices, equilibrados, morales e intelectualmente satisfechos». Según
Richard Dawkins, este es uno de los cuatro mensajes «aumentadores de conciencia» de su libro The
God Delusión. Londres: Bantam Press, 2006.
6. David Loy, «La religión del Mercado», Revista Zendodigital, Nueva época, n.º 12, octubre-diciem-
bre, 2006.
7. Ibíd.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 59

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Mónica Cavallé

cias constituyen el nuevo sistema de explicación más poderoso, y el consumismo, el siste-


ma de valores más atractivo».8

2. Dos acepciones del término «sentido» en la expresión «sentido de la vida»

Este tipo de discurso en torno al sentido de la vida, que he resumido en pinceladas


muy gruesas, nos resulta sobradamente familiar pues ha sido hegemónico en nuestra
cultura. Pero no es mi intención, en las siguientes páginas, ahondar en él, sino mostrar
que no es el único posible y que parte, de hecho, de premisas culturalmente condicio-
nadas de las que pocas veces somos conscientes. En concreto, parte de la falsa alterna-
tiva entre un universo creado deliberadamente con un propósito y un universo pro-
ducto de fuerzas ciegas, entre un sentido objetivo impuesto por un principio superior
al mundo desde más allá de él y un sentido construido exclusivamente por la subjetivi-
dad humana. Asocia, además, la experiencia del sentido al futuro —en o más allá de la
vida presente— y/o a propuestas explicativas —con pretensión de universalidad o sin
ella— que desvelan una hilazón razonable con una orientación teleológica tras los
hechos inciertos y erráticos que parecen componer la vida humana. Incluso allí donde,
en nuestro contexto cultural, la búsqueda del sentido de la vida se manifiesta en sus
formas más banales, se mantienen, si bien de forma inconsciente, algunos de los ele-
mentos señalados, como la creencia secularizada de que la salvación exige ineludible-
mente una orientación hacia el futuro.
Trataré de ilustrar la relatividad de este discurso exponiendo otra aproximación
muy diferente al sentido filosófico de la vida, que ha estado presente de forma privile-
giada, aunque no exclusiva, en lo que en otros escritos he denominado filosofías sa-
pienciales: aquellas filosofías que son indisociablemente vías de conocimiento de la
Realidad y disciplinas de liberación, y en las que el saber sobre la Realidad no incum-
be a la filosofía en su contenido conceptual, sino que equivale a una metanoia del ser
total de la persona, al alumbramiento de un nuevo modo de ser y de estar en el mundo
y de una nueva visión. Aludo a disciplinas orientales como el taoísmo, el budismo o el
vedânta —no en sus derivaciones populares, sino en sus versiones más depuradas y
estrictamente metafísicas— y a numerosas filosofías occidentales antiguas y posterio-
res —de algunas dejaremos constancia en las siguientes páginas— que se han concebi-
do eminentemente como prácticas filosóficas orientadas a propiciar dicha metanoia
en la que consideran que radica la esencia del conocimiento metafísico. La expresión
«filosofía sapiencial» tiene un valor arquetípico y, si bien hay enseñanzas que respon-
den a ella de forma nítida, como las mencionadas doctrinas orientales, tiene, sobre
todo al aplicarlo a nuestra tradición filosófica, un valor fundamentalmente orientativo
o aproximativo. Esta expresión en absoluto pretende establecer una equivalencia en-
tre los contenidos y afirmaciones de las filosofías que se ajustan o aproximan a su
perfil, pero sí reconoce en ellas significativas semejanzas estructurales; por ejemplo, y
en lo que respecta a la cuestión del sentido de la vida, son muchas las que consideran
que, en la misma medida en que conocer la Realidad es real-izarse, tornarse conscien-
temente uno con ella, lo relevante no son las opiniones referentes a cuál sea el sentido
de la vida, sino la praxis existencial y metafísica que permite encarnar en el presente
dicho sentido y ser uno con él.

8. Ibíd.

60 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido filosófico de la vida humana

La filosofía occidental reciente suele pasar por alto en su discurso habitual sobre el
sentido de la vida este último enfoque, un olvido significativo teniendo en cuenta que la
propuesta al respecto de las filosofías sapienciales es, con mucho, la más intercultural,
la más capacitada para aunar tradiciones diversas en el espacio y en el tiempo.
Sugiero que la diferencia entre estas dos perspectivas puede iluminarse atendiendo
a dos de las acepciones fundamentales del término «sentido»:

1) El sentido entendido como significado. Esta acepción de la palabra «sentido», en la


expresión «sentido de la vida», es la más habitual en nuestro contexto cultural, tanto en el
marco del lenguaje coloquial como en los contextos filosóficos y religiosos. El sentido en
esta acepción equivale a lo que cada cual se dice a sí mismo sobre desde dónde viene su
vida y hacia dónde va, sobre cuál es la razón de ser, la finalidad o el propósito de su
existencia o sobre el significado que para él tiene lo que en ella acontece. El sentido como
significado es el que casi siempre está implícito en las respuestas a las preguntas «por qué»
y «para qué», o en enunciaciones del tipo «el sentido del sufrimiento es...», etc.
El sentido como significado se expresa en un juicio o una serie de juicios, en una
determinada formulación o explicación discursiva. Como veremos, las tradiciones sa-
pienciales comparten con buena parte de la sensibilidad contemporánea que los signifi-
cados y propósitos pertenecen a la esfera subjetiva. Comparten también su cuestiona-
miento del presupuesto de que la vida sólo se justifica apuntando a algo (una finalidad,
un significado) que está más allá de sí misma.

2) El sentido entendido como dirección. Toda teoría o creencia sobre el significado


de la vida que pretenda tener validez universal y objetiva es intrínsecamente polémica,
puede ser aceptada o rechazada. Frente al carácter inevitablemente polémico del senti-
do entendido como significado, el sentido entendido como dirección, en la expresión
«sentido de la vida», apunta a una mera constatación empírica: la constatación de que la
vida es movimiento y de que el movimiento de la vida no es arbitrario, pues sigue una
determinada dirección, avanza según un cierto cauce (sin que esté implícito en esta
constatación que lo haga para llegar a un determinado lugar o para alcanzar un determi-
nado propósito u objetivo).
El sentido como dirección no puede expresarse en un juicio ni en ninguna formula-
ción discursiva. Requiere sencillamente ver, mirar.

Esta última acepción del término «sentido» es la habitualmente presente en la con-


cepción del sentido de la vida de las filosofías sapienciales. En las siguientes páginas nos
adentraremos en esta concepción y para ello retomaremos dos nociones sapienciales
paradigmáticas: Tao, la intuición central del taoísmo primitivo de Lao Tse (VI-V a. C.)9 y
Chuang Tse (IV a. C.), denominado también taoísmo sapiencial o taoísmo metafísico
para distinguirse del abigarrado y supersticioso taoísmo posterior; y el Lógos de Herácli-
to (VI-V a.C.), el primero que otorgó a esta noción una atención especial en la filosofía
griega antigua.10

9. Aunque su realidad histórica es controvertida, tradicionalmente se sitúa la vida de Lao Tse en el


siglo VI-V a. C., si bien estudiosos recientes tienden a ubicarla en el siglo IV a. C.
10. Insistimos en que no pretenderemos establecer una plena equivalencia entre ambas nociones
y filosofías, sino sólo desvelar analogías estructurales significativas.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 61

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Mónica Cavallé

3. El sentido objetivo de la vida

3.1. El sentido invisible


Hay algo misterioso y solitario
que es antes de todo comienzo y final, del cielo y de la tierra.
Indistinto y completo, silencioso e inmutable,
todo lo penetra y abarca sin agotarse,
y es fuente perpetua de todas las cosas.
Se le podría llamar la Madre del mundo,
pero no conociendo su nombre, lo denomino Tao.
LAO TSE11

La metafísica de Lao Tse y Chuang Tzu orbita en torno a una intuición conceptualmente
inaprensible que es simbolizada con el término Tao. Esta noción tiene diversos significados,
entre ellos, el de sentido, camino, sendero, vía o dirección. El Tao es el Sentido de la vida, el
gran Camino. Es la Inteligencia que da forma y dirección al proceso de la vida, sin confundir-
se con él pero sin ser otra cosa que él. Es la fuente, el cauce, el curso y el fluir de la vida.
Para el taoísmo sapiencial, el Tao no es una hipótesis especulativa. Es evidente. Su
evidencia es el mundo. Se trata, pues, de un Sentido visible y directamente experimenta-
ble, pues es la inteligencia creativa que se expresa en el cosmos y en nuestra propia
interioridad. Pero el Tao es, a su vez, oculto, inmanifiesto, incognoscible e inasible. Acu-
damos para iluminar esta última afirmación a una analogía: nuestros procesos y conte-
nidos psíquicos evidencian la realidad de nuestra conciencia, pero ésta, a su vez, no es
un objeto cognoscible, un contenido de conciencia más, sino lo que estos últimos siem-
pre presuponen como su condición inobjetivable de posibilidad. La conciencia, a su vez,
es la realidad íntima y última de los contenidos de conciencia cambiantes, siendo a su
vez totalmente independiente de ellos e inafectada por ellos. De un modo análogo, el Tao
es «lo que hace las cosas sin hacerse cosa con las cosas».12 Es el fundamento y la raíz
atemporal de lo existente, el Vacío creativo que sostiene el mundo; no pertenece al plano
de lo existente, no es un ente, ni siquiera un Ente Supremo, y no puede ser objeto de
nuestra representación. Pero si bien es irreductible al mundo, el mundo no es otra cosa
que el Tao, pues «el ser de las cosas no descansa en sí mismas» (Chuang Tzu).13 El Tao es,
con respecto al mundo manifiesto, plenamente trascendente e inmanente. El taoísmo
no es, por tanto, un panteísmo ni un naturalismo.
Nuestro contexto cultural, con sus arraigadas categorías dualistas y su tendencia a
objetivar y entificar toda realidad, incluso la realidad del Ser, tiene una particular difi-
cultad para advertir que es falaz la alternativa metafísica entre trascendencia e inma-
nencia. Este aparente dilema ha conducido a que parezca ineludible la opción entre la
creencia en un Ente supremo distinto del mundo o bien los inmanentismos o naturalis-
mos, una falacia que tiene consecuencias directas en la comprensión del sentido de la
vida humana y que ha abocado a que el cuestionamiento de lo trascendente haya pareci-
do revelar un mundo chato y desalmado, carente de todo sentido intrínseco.14

11. Tao Te King. Traducido y comentado por Richard Wilhem, Málaga: Sirio, 19953, XXV.
12. Chuang-Tzu. Trad. de Carmelo Elorduy S. J. Caracas: Monte Ávila Editores, 1992, c. 20, 1, p. 138.
13. Ibíd., c. 17, 7, p. 118.
14. En el ámbito católico se afirma que Dios es trascendente e inmanente, pero la inmanencia del
Dios cristiano está lejos de ser una inmanencia plena. La Iglesia ha negado insistentemente la identifica-
ción de la naturaleza última de la criatura con la divina, y de aquí, por ejemplo, la condena eclesiástica

62 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido filosófico de la vida humana

El término heracliteano Lógos tiene igualmente diversos significados, siendo uno de


ellos el de sentido.15 El Lógos es el Sentido de la existencia, la Inteligencia que origina y
armoniza el devenir y la dirección y el orden que sigue la existencia en su desenvolvimien-
to. El Lógos es el fundamento del mundo manifestado y su principio ordenador, y es tanto
trascendente como inmanente con relación al mundo: «No hay sino una sola sabiduría:
conocer la Inteligencia que gobierna todo penetrando en todo» (Heráclito, fr. 41).16
El término Lógos, al igual que el de Tao —un vocablo que algunos han traducido por
Lógos—, apunta a la constatación de que la vida es intrínsecamente inteligente. Esta
constatación tampoco tenía, para buena parte de la filosofía griega antigua, carácter de
hipótesis, sino que se consideraba evidente, pues siendo oculto e inasible —«la verdade-
ra naturaleza gusta de ocultarse» (fr. 123)—, el Lógos se patentiza en nuestra interiori-
dad, en la presencia inteligente en nosotros, que no es obra nuestra sino que nos ha sido
dada, en el orden cósmico y en la belleza del mundo. «Vislumbre de las cosas ocultas son
las que se muestran» (Anaxágoras, fr. 21a).17
Tanto para Lao Tse como para Heráclito la manifestación es cambio, flujo constante
del ser al no ser, de lo posible a lo real, un flujo en el que todos los fenómenos son interde-
pendientes y en el que tiene lugar el juego permanente de los opuestos, del yin y del yang.
De aquí su común metáfora del fluir del agua. La única constante en el cosmos es el
cambio —«No es posible descender dos veces al mismo río» (fr. 91). Todo es, por tanto,
impermanente, y lo único permanente en este proceso —una permanencia que no ha de
entenderse desde parámetros temporales ni como la permanencia de «algo» existente— es
el Tao. La realidad última e íntima del cambio, de la multiplicidad y de la guerra de los
opuestos —«todo se engendra por vía de contraste» (fr. 8)—, es la unidad, la identidad y la
permanencia del Lógos. Esta «armonía oculta que es mejor que la aparente» (fr. 54) posi-
bilita una instalación y una confianza básicas en el fondo de la realidad que explica que la
transitoriedad y la fugacidad de lo existente y la ineludible alternancia de los opuestos no
sea vivenciada por estas cosmovisiones de forma dramática sino extática.
La vida es flujo, movimiento; pero un movimiento que acontece en el seno de un no
tiempo, de un eterno ahora. «[El sabio] junta todos los tiempos en la pureza de la Unidad»
(Chuang Tzu).18 El ahora eterno no es la eternidad del Ser enfrentado dualmente al devenir,
no es lo eterno opuesto a lo temporal, sino el vacío originario y atemporal en el que el tiempo
es y acontece. Esta intuición es común a las tradiciones sapienciales y místicas: «El ahora o el
presente incluye todo tiempo. (Ita nunc sive praesentia complicat tempus). El pasado fue pre-
sente. El futuro será presente. Luego, no hay nada en el tiempo excepto lo dispuesto en el
presente» (Nicolás de Cusa).19 El pasado es sólo nuestro recuerdo del mismo, el futuro es sólo

de algunas sentencias del Maestro Eckhart, en las que sí se apunta a dicha inmanencia plena: «Todas las
criaturas son una pura nada: yo no digo que sean poco, o algo, sino que son una pura nada» (artículo 26
de la Bula de Juan XXII «In agro dominico» en la que se condenan 28 artículos del Maestro Eckhart;
Maestro Eckhart. El fruto de la nada. Ed. y trad. de Amador Vega Ezquerra. Madrid: Ediciones Siruela,
1998, p. 178); son una pura nada pues, como nos decía Chuang Tzu, su ser no descansa en ellas mismas.
15. Lógos también significa Razón, Habla, Discurso (deriva del verbo ëÝãù, legô: decir, hablar). Tao
también puede significar Razón, Palabra y, como verbo, hablar, decir, conducir.
16. Rodolfo Mondolfo. Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, prólogo de Risieri Frondizi,
traducción de Oberdan Caletti, Siglo XXI editores, México, 2000. Los fragmentos (fr.) que a continua-
ción se citan sin especificar su autor son de Heráclito.
17. Fragmentos presocráticos. De Tales a Demócrito. Introd., trad. y notas de Alberto Bernabé. Ma-
drid: Alianza Editorial, 2008, p. 257.
18. Chuang-Tzu, c. 2, 11, p. 21.
19. La Docta Ignorancia. Trad., prólogo y notas de Manuel Fuentes Benot. Madrid: Aguilar, 1981, 2. 3.

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nuestra anticipación del mismo; y este recuerdo y esta anticipación tienen lugar siempre
ahora, en un ahora, por tanto, intemporal, no limitado por el antes y el después. La realidad
es siempre y únicamente ahora. El seno del tiempo es la eternidad —entendida no como un
tiempo ilimitado sino en el sentido metafísico de atemporalidad— del Lógos, del Tao.20
Tanto la noción de Tao como la de Lógos nos hablan, por consiguiente, de un mun-
do que no es una creación deliberada y distinta de su fundamento: «Este mundo, el
mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los hombres» (fr.
30). El Tao no es otra cosa que el mundo, sino su realidad última, fundamento y sustrato;
no equivale, por tanto, a un Ser supremo que conscientemente gobierna el universo.
Oculto —ama ocultarse, nos decía Heráclito—, «no reclama como suyas sus perfecciones.
Ama y nutre todas las cosas pero no domina sobre ellas» (Lao Tse).21 Del mismo modo,
el Lógos no es un Ser superior ni un principio creador que está por detrás y por encima
de las cosas, sino la afirmación de la unidad de lo real: «Escuchando a la Razón, y no a
mí, es sabio reconocer que lo Uno es todas las cosas» (fr. 50).
Como se deriva de lo anterior, el Tao es el sostén del mundo, pero no propiamente su
causa, pues a la Unidad no le competen relaciones. Por otra parte, no tiene sentido hablar
de causalidad donde no hay espacio ni tiempo, aunque contenga a estos últimos dentro de
sí. En el eterno presente sólo cabe la libertad creativa, la acción sin porqué. «Desde el
punto de vista más elevado el mundo no tiene causa»,22 carece de meta, intención o propó-
sito —unas nociones que sólo tienen sentido en el plano del tiempo, del llegar-a-ser. El Tao
actúa sin actuar (wu wei) y sin propósito, sin ningún porqué, como carece de propósito el
surgimiento de una onda en un estanque o el de un sueño en la conciencia del soñador.
Sencillamente esa es su naturaleza. «Todo es maravillosamente inexplicable».23
La manifestación cósmica es inintencional, espontánea y acausal. La espontaneidad
originaria o tzu-jan —un término que también significa naturaleza— es, para el taoísmo,
la naturaleza de la acción del Tao; y por eso el objetivo de la vida humana es igualmente
para el taoísmo tzu-jan, la naturalidad o espontaneidad; no la acción que se sujeta a un
orden moral prefijado, ni la acción correcta según un determinado modelo, tampoco la
acción fruto de la espontaneidad inferior, que es sólo condicionamiento, pasividad y reac-
tividad, sino la acción libre o descondicionada que no pretende nada, ni siquiera ser natu-
ral o espontánea, que ya no busca su sentido más allá de sí misma —pues no hay un más
allá del momento intemporal— y que se sabe cauce de la acción de Tao.

Vaciaré yo también mi voluntad para andar sin rumbo alguno, ignorante de mi paradero.
Iré y volveré sin saber dónde me voy a detener. Iré y vendré ignorante del término de mis
andanzas. Erraré por espacios inmensos [Chuang Tzu].24
Para la mentalidad taoísta una vida vacía y sin finalidad no sugiere nada deprimente.
Insinúa la libertad de las nubes y de los arroyos, que vagan sin rumbo, y de las flores en

20. «Hay, en verdad, dos formas de Brahman: el tiempo y la atemporalidad» (Maitrî Upanishad VI,
14, 15). El Lógos y el Tao son atemporalidad invisible y temporalidad visible por igual. Esta compren-
sión no-dualista supera la ingenua interpretación del pensamiento de Heráclito según la cual éste
sostiene que el Lógos, puro devenir, es ajeno a la atemporalidad, lo que supuestamente lo enfrentaría
al eternalismo del Ser de Parménides.
21. Tao Te King, XXXIV.
22. Nisargadatta Maharaj. I Am That. Talks with Sri Nisargadatta Maharaj. Translated by Maurice
Frydman, edited by Sudhakar S. Dikshit. Bombay: Chetana, 19813, p. 39.
23. I Am That, p. 228.
24. Chuang-Tzu, c. 22, 10, p. 158.

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El sentido filosófico de la vida humana

desfiladeros impenetrables, hermosas sin que nadie las vea, y de la marea del océano, que
siempre baña la arena sin objeto.25

La ateleológica espontaneidad del Tao se expresa por igual en el mundo externo y en


nuestra propia interioridad. Decimos que buena parte de nuestras acciones humanas
son intencionales porque muchas de ellas son el fruto de una decisión consciente en la
que tenemos presente la consecución de ciertos propósitos. Ahora bien, ¿decidimos de-
cidir? ¿Decidimos decidir decidir... y así indefinidamente? En efecto, elegimos hacer lo
que queremos, pero no podemos elegir querer lo que queremos.26 En último término,
también la acción y el pensamiento humanos, al igual que la ola en el estanque, sencilla-
mente «suceden» espontánea y ateleológicamente, sin que en su más íntima génesis
dichos actos puedan atribuirse a la planificación consciente de un yo individual separa-
do —por más que éste, a posteriori, se asigne la autoría última de la acción. Para el
taoísmo, en el fondo de lo que llamamos actos intencionales y volitivos se revela igual-
mente la espontaneidad originaria del Tao, el único actor en toda acción. No hay en ello
ningún determinismo, pues el Tao es el fondo de la naturaleza humana, no algo que la
determine desde más allá de ella. Y no hay ninguna arbitrariedad, pues «El carácter
humano no cuenta con pensamientos inteligentes, pero el divino sí» (fr. 78).

El Te (virtud) es la acción que procede sin mi consentimiento. La acción que no se produce


sin mí es traza o disposición mía. Sus nombres son contrarios, pero las realidades acuer-
dan perfectamente [Chuang Tzu].27

Esta espontaneidad originaria no es ajena a la visión griega del Ser. De hecho, el Lógos
también era percibido en la Grecia presocrática como phýsis, un término que significa natu-
raleza y que procede etimológicamente del verbo phyo = hacer salir a la luz, brotar, crecer,
surgir. Phýsis es la fuente (naturaleza naturante) de la que surgen los entes, la fuerza creativa
por la que éstos salen de lo oculto y se sostienen como tales (naturaleza naturada). La phý-
sis,28 como el Tao, se expresa como una fuerza espontánea, autorregulada y creativa.
También el término phýsis abarcaba en la Grecia presocrática tanto el mundo natu-
ral como el mundo humano. «Todo pertenece al ámbito de la phýsis, dioses y hombres,
cielos y tierra, plantas y animales, la especie humana y sus logros».29 En su sentido
originario, la phýsis comprendía, como acabamos de indicar, tanto la naturaleza natu-
rante —«el orden que no envejece de la naturaleza inmortal» (Eurípides),30 «la arché

25. Alan Watts. El camino del zen. Trad. de Juan Adolfo Vázquez. Barcelona: Edhasa, 2006, p. 170.
26. «Tú puedes hacer lo que quieras, pero tú puedes, en cada instante de tu vida, querer tan sólo
algo determinado y lamentablemente ninguna otra cosa que esto». Los dos problemas fundamentales
de la Ética. Trad. e introd. de Pilar López de Santa María. Madrid: Ed. Siglo XXI, 2002, p. 56. «Queda
claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo
porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos,
queremos, apetecemos y deseamos». Spinoza. Ética. Introd, trad. y notas de Vidal Peña. Madrid: Alianza
Editorial, 1999, III, Prop. IX, p. 206.
27. Chuang-Tzu, c. 23, 15, p. 171.
28. El término phýsis también alude a las propiedades activas de las cosas, a la naturaleza particu-
lar de cada una y a su virtualidad propia. Análogamente, en el taoísmo el término te equivale a la
naturaleza particular de cada cosa y a su fuerza y virtualidades propias, las cuales la reciben del Tao.
Te es fuerza, poder, vitalidad y virtud.
29. Tomás Calvo Martínez. «La noción de Phýsis en los orígenes de la filosofía griega». Daimon:
Revista de filosofía, n.º 21, 2000, 21-38, p. 37.
30. Cit. en ibíd., p. 22.

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ingenerada y eterna»—31 como la naturaleza naturada o Kosmos —la totalidad ordenada


de la existencia, que incluye los reinos físicos, psíquicos y espirituales— y la fuerza diná-
mica que permite su emergencia. Era una noción máximamente general, equivalente a la
noción de ser —el término que se irá imponiendo a partir de Parménides—,32 que abarca-
ba todo lo real en cuanto tal. Ahora bien, esta noción irá perdiendo progresivamente en el
mundo griego antiguo su universalidad, su alcance metafísico. Esto se evidencia ya en
el pensamiento de Platón, para quien el término phýsis tiene un alcance meramente cos-
mológico, entendiendo por cosmos la realidad físico-natural, y deja, por tanto, al margen
la subjetividad humana y sus frutos, lo que explica el desinterés socrático por la «indaga-
ción acerca del phýsis», acerca del mundo natural y sus causas, frente al conocimiento de
sí mismo, el único que permite alcanzar verdades íntimamente ciertas y universales.
Quizá ciertos elementos presentes ya en los filósofos presocráticos con menos acen-
to metafísico, aquellos que primaban en la búsqueda de la arché la observación del mun-
do exterior sobre la auto-indagación, preludiaran este reduccionismo. Erwin Schrödin-
ger, en su ensayo «La naturaleza y los griegos», sostiene en esta línea que desde sus
mismos inicios la filosofía griega tendió a la objetivación del mundo, una tendencia que
ha perdurado hasta el presente en Occidente. Describe del siguiente modo este rasgo
peculiar de nuestra imagen científica del mundo, rara vez advertido y que, según él,
tiene su origen en Grecia:

El científico simplifica su problema de entender la naturaleza al ignorar —o desconectar


de la imagen del mundo a construir— [...] el sujeto de conocimiento [...] Esto facilita mu-
cho la tarea. Pero deja huecos, enormes lagunas; conduce a paradojas y antinomias cada
vez que, ignorando la renuncia inicial, uno intenta hallarse a sí mismo en el marco descrito
[...] Este paso importante [...] ha recibido otros nombres que lo hacen aparecer como algo
inofensivo, natural, inevitable. Podría ser denominado objetivación, la contemplación del
mundo como un objeto. En el momento en que se hace tal cosa, uno se excluye virtual-
mente a sí mismo [...] Y, sin embargo, se trata de un rasgo distintivo, un hecho peculiar en
nuestra manera de entender la Naturaleza, y la emergencia de tal rasgo tiene sus conse-
cuencias [...] Al hacer tal cosa, cada cual, lo quiera o no, se coloca a sí mismo —el sujeto de
conocimiento, aquello que dice «cogito ergo sum»— fuera del mundo, se traslada a sí
mismo hacia una posición de observador externo, dejando de pertenecer él mismo al con-
junto. El «sum» se convierte en «est» [...] Y entonces me quedo muy perplejo de que la
imagen científica del mundo real a mi alrededor sea tan deficiente. Proporciona mucha
información factual, pone toda nuestra experiencia en un orden admirablemente consis-
tente, pero es horriblemente muda acerca de todas y cada una de las cosas que están
realmente cerca de nuestro corazón, que realmente nos interesan. [...]tal es la razón de que
la visión científica del mundo no contenga en sí misma valores éticos, ni valores estéticos,
ni una palabra acerca de nuestra finalidad última o destino, ni nada de Dios, si lo prefie-
ren. ¿De dónde vengo, a dónde voy?33

En nuestra visión habitual del mundo, aquello que en el hombre conoce sin ser
nunca objeto de su conocimiento queda excluido, y el cosmos, objetivado. No es de
extrañar que, como ya señalamos, el entronizamiento de la visión científica, hermanada
con esta visión del cosmos, haya sido el caldo de cultivo en Occidente de naturalismos,

31. Ibíd., p. 25.


32. Cfr. ibíd., 37.
33. La naturaleza y los griegos. Trad. y prólogo de Víctor Gómez Pin. Barcelona: Tusquets Editores,
1997, pp. 121-127. Aunque Schrödinger sostiene que Heráclito recae en este error, el de hipostasiar el
mundo como un objeto, considero que, lejos de ser así, es un ejemplo de todo lo contrario.

66 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido filosófico de la vida humana

nihilismos y ateísmos antimetafísicos, y que haya propiciado, con demasiada frecuen-


cia, una visión chata del cosmos, la de un cosmos carente de valores intrínsecos, cuali-
dad y sentido objetivos. Pero el Lógos, al igual que el Tao, es tanto el fondo último de
todo lo existente como el fondo último de nuestra subjetividad. «Quizá nunca logres
hallar los límites del alma, cualquiera sea el camino que recorras: tan profundo es su
lógos» (fr. 45). El Lógos es tan autoevidente como lo es nuestra propia conciencia para sí
misma. Somos conscientes y hayamos en nuestro fondo —insistía Sócrates— el sentido
de la verdad, de la belleza, del bien; por eso, el fondo de la realidad, que es nuestro
propio fondo, no puede ser una energía inconsciente y ciega. La Inteligencia y la Con-
ciencia no son, por tanto, una manifestación particular dentro del cosmos cuya «sede»
sea el hombre, sino el entramado y la sustancia misma del universo. No son un producto
tardío de la evolución del cosmos —aunque sí lo sean la inteligencia y auto-conciencia
específicas del homo sapiens— sino su mismo origen, naturaleza y sustrato: «Común a
todos es la inteligencia» (fr. 113). Pero «[...] aun siendo el Lógos general a todos, la
mayoría vive como si tuviera una inteligencia propia particular» (fr. 2). El Tao o el Lógos
no son, pues, principios cosmológicos sino metafísicos, que abarcan por igual la dimen-
sión subjetiva y objetiva de la realidad, revelando su unidad (no-dualidad) esencial. Por
eso el camino del conocimiento del Lógos o del Tao es, eminentemente, el auto-conoci-
miento metafísico —«Me he investigado a mí mismo» (fr. 101).
Retornando a la cuestión que nos incumbe, el sentido filosófico de la existencia
humana, de todo lo dicho se sigue que para estas sabidurías no hay dualidad entre la vida
y su sentido. El Tao no es una voluntad u orden ajeno al universo e impuesto a éste desde
fuera de él. No conlleva el sometimiento de la voluntad humana a otra voluntad. No es
una ley moral que el hombre deba obedecer y de la que se puede apartar —«El Tao es
aquello de lo que uno no puede desviarse; aquello de lo que uno puede desviarse no es el
Tao» (Chung-Yung).34 No es un destino al que el ser humano haya de someterse, pues ya
«todas las cosas suceden de acuerdo a esta Razón» (fr. 1). Y no hay en ello ningún deter-
minismo —insistimos— porque este último implica una dualidad no presente en estas
enseñanzas y porque la libertad de cada cosa es ser lo que ella íntimamente es.
La vida no obtiene su sentido al remitirse o al apuntar a algo distinto de sí misma.
La vida no tiene sentido. La vida es sentido. Por tanto, no hay respuesta a la pregunta por
el sentido de la vida; sólo se puede ser uno con él.

La solución del problema de la vida se aprecia en la desaparición de ese problema. (¿No es


esta la razón por la que las personas que tras largas dudas llegaron a ver claro el sentido de
la vida no pudieran decir, entonces, en qué consistía tal sentido?) [L. Wittgenstein].35

El sentido de la danza cósmica no puede captarse mediante explicaciones, sino a


través de la vivencia del ajuste significativo que surge en la entrega consciente a dicha
danza. La vida sabia es la vida en conformidad consciente con el Tao. «Obrar de acuerdo
a la naturaleza, comprendiéndola, es sabiduría» (fr. 112). Esta correspondencia, este
ajuste consciente con la realidad —que conlleva la conciencia de que dicho ajuste nunca
se dejó de dar—, el abandono de las resistencias mentales a «lo que es», equivale a la
experiencia del sentido de la vida. Sólo entonces, «tu mirada será inocente como la de un
ternero recién nacido y no tratarás de indagar el porqué, las razones de las cosas» (Chuang

34. Chung-Yung o Doctrina del Medio. Cit. por Alan Watts. El camino del Tao. Barcelona: Kairós,
19915, p. 85.
35. Tractatus logico-philosophicus, 6.521.

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Tzu).36 Pues se comprende íntimamente que la genuina experiencia del sentido de la


vida nunca es el fruto de la indagación en los porqués y en los «paraqués» —sin que ésta
quede necesariamente excluida—; y se comprende igualmente que la carencia de senti-
do está enraizada en la creencia, y en la consiguiente sensación ilusoria, de ser un indi-
viduo separado de la realidad, de la totalidad y del fondo de la vida, y que, desde esta
vivencia, es decir, tras haber objetivado la realidad y habernos situado como un extraño
ante ella, la búsqueda de explicaciones, como camino hacia la experiencia del sentido, es
sólo un sustituto vicario y estéril de la confianza básica perdida —una búsqueda que, en
el mejor de los casos, puede proporcionar pasajeramente seguridad mental, pero nunca
confianza metafísica real.

No tengo ese sentido de inseguridad que le hace a usted ansiar el conocimiento. Yo soy
curioso, como un niño es curioso. Pero no hay ansiedad que me haga buscar refugio en el
conocimiento. Por lo tanto, no es de mi incumbencia si renaceré o cuánto durará el mun-
do. Estas son preguntas que nacen del temor [Nisargadatta].37

Quizá tras lo dicho se entienda mejor por qué las siguientes palabras, que, elegidas
aleatoriamente entre un sinnúmero de referencias posibles, resumen una de las posicio-
nes típicas en nuestra cultura en torno al sentido de la vida, están lejos de reflejar un
sentir universal y están más condicionadas por categorías culturales de lo que de entra-
da quizá podríamos advertir:

No hay misterio en la felicidad. [...] El hombre feliz no mira hacia atrás. Vive el presente. Y
ahí está el problema. El presente nunca puede darnos una cosa: sentido. Los caminos de la
felicidad y del sentido no son los mismos. Para encontrar la felicidad, un hombre sólo
necesita vivir en el instante; sólo necesita vivir para el instante. Pero si quiere sentido —el
sentido de sus sueños, de sus secretos, de su vida—, deberá rehabitar el pasado, por oscuro
que fuere, y vivir para el futuro, por incierto que sea. Así, la naturaleza pone a bailar
delante de nuestros ojos la felicidad y el sentido, y se limita a urgirnos a que elijamos una
de las dos cosas.38

Rubenfeld nos habla de un sentido que se alumbra al enlazar argumentalmente el


pasado y el futuro, que precisa de porqués y de «paraqués» y que equivale, como ya
señalamos, a la interpretación que cada cual hace sobre desde dónde viene su vida y
hacia dónde va y sobre el significado de lo que en ella acontece. Para las visiones que nos
ocupan, hay una experiencia del sentido de la vida mucho más originaria y de alcance
ontológico: la experiencia siempre en presente (un presente que no equivale al instante)
del flujo de la vida; el «desde dónde» y el «hacia dónde» son inquietudes mentales ajenas
a esta experiencia y que sólo las tiene quien carece de ella. Para Rubenfeld, la felicidad
está ligada al instante y es ajena a la experiencia del sentido. Para las filosofías sapiencia-
les descritas, la felicidad es otro nombre para la experiencia originaria del sentido, y su
tiempo no es el instante asfixiado entre el pasado y el futuro, a los que excluye, sino el
eterno presente, que no se aparta del tiempo, sino que lo trasciende precisamente por-
que lo abarca en su totalidad.

36. Chuang-tzu, c. 22, p. 105.


37. I Am That, p. 427.
38. Jeb Rubenfeld. La interpretación del asesinato. Barcelona: Anagrama, 20062, p. 13.

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El sentido filosófico de la vida humana

3.2. El sentido visible


Toda la naturaleza es artística, porque tiene como un
camino y un sendero para seguir.
CICERÓN39

Todo lo dicho podría parecer una teoría más sobre el sentido de la vida que, como tal,
puede ser aceptada y rechazada. Y, en efecto, así es. Como afirma el Tao Te King, «El Tao
que puede ser enunciado no es el verdadero Tao» (I). Estas palabras reflejan un rasgo
característico de las filosofías sapienciales, y muy en particular de las filosofías sapiencia-
les de Oriente: su relativización de las doctrinas teóricas. Para estas disciplinas, la filosofía
en su contenido conceptual no tiene valor en sí misma; su valor radica en su capacidad
para constituirse como un conjunto de sugerencias, instrucciones o indicaciones que se
orientan a posibilitar que cada cual verifique, mediante la experiencia directa y a través de
cierta praxis existencial, la verdad transformadora de una enseñanza. Para las filosofías
sapienciales, sólo donde hay esta experiencia íntima y directa cabe hablar de conocimiento
filosófico real. Es desde esta vivencia desde donde las palabras sobre el Sentido se ilumi-
nan, nunca a la inversa. De hecho, consideradas en sí mismas constituyen sólo una teoría
más, y tan relativa e inadecuada para apresar la realidad como cualquier otra. Las discipli-
nas que tienen conciencia de esto último no se constituyen como sistemas teóricos sobre
la realidad última con valor autónomo, sino ante todo como prácticas filosóficas.
Hemos ahondado en el Sentido invisible tomando como referencias las intuiciones
del Lógos y del Tao. Profundizaremos a continuación en el Sentido visible, que es el rostro
visible y manifiesto del Sentido invisible, acudiendo a otras referencias, muy en particular
al pensamiento estoico (III a. C - III d. C.), heredero de la concepción heracliteana del
Lógos, y a la filosofía de Spinoza (s. XVII), inspirada, a su vez, en la sabiduría estoica.
Señalábamos que el sentido entendido como dirección, en la expresión «sentido de
la vida», apunta a la constatación de que todo lo existente se mueve siguiendo una deter-
minada dirección. Éste, insistimos, es el sentido que aquí nos ocupa, el movimiento
inteligente de la vida, y no los significados basados en creencias o hipótesis teóricas.
En efecto, la única constante en el cosmos es el cambio, pero este cambio no acontece
arbitrariamente sino según ciertos cauces. Así, por ejemplo, cuando plantamos una semilla
sabemos que de ella no va a brotar cualquier cosa sino una planta concreta cuyo crecimiento
va a responder, además, a unas pautas específicas. Cabría decir que este cauce o dirección
viene definido, acudiendo a la terminología aristotélica, por el paso de la potencia al acto,
por la actualización progresiva de las posibilidades internas latentes en cada realidad.
En otras palabras, si observamos la vida en todas sus manifestaciones, la existencia
en su conjunto y nuestra propia existencia, podemos constatar que la naturaleza de la vida
consiste en anhelar más vida, una vida más intensa y plena. La vida se revela como un
proceso creativo que implica una constante actualización de formas y posibilidades laten-
tes que pugnan por expresarse y alcanzar un creciente grado de complejidad. La constante
que parece guiar la existencia en todas sus manifestaciones y órdenes es la de que todo
tiende a actualizar el potencial que trae consigo y a alcanzar su pleno desenvolvimiento.
«Cada cosa —sostiene Spinoza en su Ética— se esfuerza cuanto está a su alcance por
perseverar en su ser», y «el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es

39. En «Sobre la naturaleza de los dioses», hablando de Zenón. Los estoicos antiguos. Introd., trad.
y notas de Ángel J. Cappeletti. Madrid: Gredos, 1996, p. 113.

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nada distinto de la esencia actual de la cosa misma».40 Spinoza denomina a este esfuerzo,
que no es otra cosa que la potencia de obrar que define la esencia de cada realidad, cona-
tus. Los estoicos la denominan hormé: la fuerza que lleva a todos los entes a conservarse y
a perfeccionar su propia esencia. El conatus es la dirección visible de la vida. Hablamos,
por tanto, no de una hipótesis teórica, sino de algo directamente experimentable.

El fin de la vida es el pleno desenvolvimiento. Estamos aquí para realizar nuestra natura-
leza perfectamente [Oscar Wilde].41
El gran principio, el principio dominante [...] es la importancia esencial y absoluta del
desenvolvimiento humano, en su más rica diversidad [Wilhelm von Humboldt].42

La vida ya tiene un sentido y una dirección que no son diferentes de la misma vida.
No se trata, por tanto, de que descubramos el sentido y luego nos ajustemos a él desde
más allá de él. El sentido de la vida no es otro que el verdadero sentido y ritmo de la
naturaleza de las cosas.
En este proceso creador cuyo sujeto es la Vida en sentido amplio, el ser humano
tiene una posición peculiar frente a otras formas de vida. El mundo natural expresa
ineludiblemente ese movimiento de la Vida (la tierra gira sobre su propio eje cada día, la
semilla llega a ser un frondoso árbol, el ave quiebra el cascarón en el momento justo, y
ellos no han de hacer nada por sí mismos para lograr tal cosa). Pero el ser humano no se
limita a ser cauce del obrar de la Vida en él, el que le empuja a actualizar todas sus
posibilidades latentes, sino que en virtud de su autoconciencia se sabe partícipe de di-
cho movimiento y colabora conscientemente con él. «Sólo al ser racional le ha sido dado
seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para
todos» (Marco Aurelio).43 En otras palabras, el ser humano puede crear, crearse a sí
mismo; o, más propiamente, co-crear, pues si bien despliega voluntaria, consciente y
creativamente muchas de sus posibilidades, en ningún caso ha elegido estas últimas,
pues él no es el creador de su propio potencial. La conciencia de su conatus, del sentido
inteligente de la vida en él, especifica al ser humano frente a otras realidades.
Tradicionalmente se ha descrito el potencial que constituye la esencia dinámica del
ser humano como constituido por tres cualidades básicas: energía, inteligencia/concien-
cia/ amor/bienaventuranza. Como ha descrito Antonio Blay,44 el aspecto energía se expresa
en todo lo que en nosotros es energía vital y psicológica: ganas de vivir, capacidad comba-
tiva, capacidad de defender y afirmar lo que somos, capacidad de hacer, de llevar a la
acción, etc. El aspecto inteligencia se manifiesta en nuestra capacidad de conocer: de
percibir, de pensar (relacionar, abstraer, juzgar), de intuir, de comprender, de tomar con-
ciencia. De la cualidad esencial amor/felicidad derivan todas nuestras experiencias y capa-
cidades relacionadas con el sentir: la capacidad de experimentar placer-displacer sensible,
la alegría, el sentimiento de belleza y armonía, el amor, la beatitud, etc.45 El desenvolvi-

40. Ética, III, Prop. VI y VII, pp. 203 y 204.


41. El retrato de Dorian Gray. Madrid: Biblioteca Nueva, 1941, pp. 129 y 130.
42. «De la esfera y de los deberes del Gobierno». Citado por John Stuart Mill al inicio de su obra Sobre
la libertad. Trad. de Pablo de Azcárate y prólogo de Isaiah Berlin, Madrid. Alianza Editorial, 2005, p. 55.
43. Meditaciones. Introd., trad. y notas de Bartolomé Segura Ramos. Madrid: Alianza editorial,
1999, libro X, 28, p. 143.
44. Cfr. Ser. Curso de psicología de la autorrealización. Barcelona: Indigo, 1992, cap. 1.
45. Cfr. Ibíd. Desde esta perspectiva, sólo tienen sustancialidad las cualidades y los denominados
«defectos» no son más que cualidades deficientemente desarrolladas o cualidades filtradas por ideas

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El sentido filosófico de la vida humana

miento del ser humano sigue, por tanto, un cauce específico definido por las respuestas
que le son propias, es decir, por sus posibilidades y potencias específicas —poderes cogni-
tivos, afectivos y activos. A su vez, la actualización de su potencial va acompañada necesa-
riamente por una conciencia subjetiva de satisfacción, de serena plenitud.

La alegría es el paso del hombre de una menor a una mayor perfección [Spinoza].46

El término actualización significa que nuestro crecimiento (y la plenitud subjetiva con-


siguiente) sigue una dirección muy concreta: de dentro hacia fuera. Nuestro crecimiento no
viene dado por lo que nos pasa, sino por las respuestas activas que damos ante lo que nos
pasa. Significa que nuestra plenitud específica no procede de lo que tenemos o adquirimos,
sino de lo que actualizamos, de lo que somos y expresamos. Crece nuestra potencia de obrar
cuando la ejercitamos de forma activa situando dentro de nosotros el origen y la meta de
nuestros movimientos, cuando actuamos en lugar de reaccionar. Nuestra comprensión no
aumenta porque incorporemos toda la erudición posible, sino cuando asimilamos dicha
información activamente, cuando ejercitamos nuestra capacidad de ver, de penetrar en el
sentido de las cosas, de pensar por nosotros mismos, de tomar conciencia. Crece y madura
nuestra afectividad no en virtud del amor que recibimos, sino del que damos y expresamos.
Somos activos y dueños de nuestras respuestas cuando tenemos la actitud de movili-
zar lo mejor de nosotros mismos, de vivir en acto el potencial que somos, aunque el exte-
rior no lo justifique ni lo provoque, porque hacerlo es nuestra naturaleza. Sólo entonces
dejamos de ser un eco pasivo del exterior y comenzamos a estar vivos, despiertos, presen-
tes. La única plenitud existencial real y permanente —la que puede estar presente incluso
en situaciones y circunstancias difíciles y dolorosas— procede de la conciencia de estar
creciendo, afirmando lo que íntimamente somos, de estar actualizando nuestro potencial.
Esta conciencia equivale a la experiencia del sentido de la vida en el plano existencial.
Para la filosofía estoica, si bien los bienes exteriores y los bienes del cuerpo no siem-
pre dependen de nosotros, sí dependen en toda circunstancia de nosotros las respuestas
que damos ante las situaciones externas o internas. Esta capacidad de sobreponernos a lo
dado y de ser dueños de las respuestas activas que damos ante ello está garantizada por la
presencia del Lógos en nosotros, por nuestra prohaíresis (albedrío) o hegemonikon (princi-
pio rector), aquello «que se despierta a sí mismo, se encauza y se hace a sí mismo como
quiere ser; el que hace que todo lo que acontece le aparezca como él quiere» (Marco
Aurelio).47 Incluso en medio de las situaciones objetivamente más difíciles y limitadas
siempre podemos hallar en nuestro más íntimo centro un espacio de libertad y de poder
incoercibles que nos permite ser dueños de la actitud que adoptamos ante dichas situacio-
nes y que nos permite dar ante las mismas una respuesta actualizadora y creadora.

¿Se puede, entonces, sacar provecho de esto? De todo. ¿Y también del que insulta? Sí. ¿Cuánto
aprovecha el entrenador al atleta? Muchísimo. Pues el que me insulta se vuelve entrenador
mío; entrena mi capacidad de aguante, mi docilidad, mi mansedumbre. [...] Si alguien me

inadecuadas. Por ejemplo, «el odio es una inclinación a desechar algo que nos ha causado un mal»
(Spinoza. Tratado breve. Trad., prólogo y notas de Atilano Domínguez. Madrid: Alianza Editorial, p. 113).
Es una cualidad —el impulso autoafirmativo de nuestro conatus, que nos conduce a buscar nuestro
bien— expresada como odio a causa de los juicios erróneos, pues, como sostiene Spinoza, tal odio
jamás hubiera surgido si se conociera la naturaleza del verdadero bien.
46. Ética, III, Prop. LIX, p. 263.
47. Meditaciones, libro VI, 8, p. 78.

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Mónica Cavallé

entrena en la docilidad, ¿no me aprovecha? [...] ¿Un mal vecino? Para sí mismo, pero para
mí bueno. Entrena mis buenos sentimientos, mi ecuanimidad. ¿Un mal padre? Para sí, pero
para mí bueno. Esto es la varita de Hermes: ‘Toca lo que quieres —dice— y se convertirá en
oro». No, sino: «Venga lo que quieras y yo lo convertiré en un bien» [Epicteto].48

La felicidad, que es el fin último del ser humano, no consiste —sostiene Aristóteles
en su Ética a Nicómano— ni en el placer, ni en la riqueza, ni en los honores, ni en la
fama, ni en el poder, ni en ningún bien exterior, ni en algún bien del cuerpo, sino en
la operación o actividad humana conforme a su naturaleza específica, en la actualiza-
ción de sus potencias propias, entre las cuales el noûs, lo que hay «de más divino en él»,
ocupa el lugar privilegiado.
Spinoza describe esta tendencia universal hacia la felicidad o hacia lo que cada cual
juzga como bueno, afirmando que «el deseo de vivir felizmente, o sea, de vivir y obrar
bien, etc., es la misma esencia del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno realiza por
conservar su ser»;49 un esfuerzo que es efectivo y actualizador, que permite el desenvol-
vimiento de nuestra naturaleza propia, cuando está guiado por lo que especifica a esta
última, la Razón, pues, como veremos, «las acciones del alma se siguen sólo de las ideas
adecuadas, y el alma sólo es pasiva porque tiene ideas inadecuadas».50
Todo ser humano tiende a su autoafirmación y plenitud ontológicas. Esta es la direc-
ción de la vida en él. Al afirmar esto introducimos en la consideración del sentido existen-
cial la causa final. Pero se trata de una causa final que, si bien define una dirección, no
implica proyectar en el futuro la experiencia del sentido, pues el crecimiento vivenciado
subjetivamente como plenitud es el movimiento activo de la vida en el presente. Sólo cabe
vivir y obrar bien ahora.51 El fin del crecimiento es crecer. El fin de la vida es vivir.

Si alguien durante mil años preguntara a la vida: «¿Por qué vives?»... ésta, si fuera capaz de
contestar, no diría sino: «Vivo porque vivo». Esto se debe a que la vida vive de su propio fondo
y brota de lo suyo; por ello, vive sin porqué, justamente porque vive para sí misma. Si alguien
preguntara entonces a un hombre veraz, uno que obra desde su propio fondo: «¿Por qué obras
tus obras?»... él, si contestara bien, no diría sino: «Obro porque obro» [Maestro Eckhart].52

Esta búsqueda universal del propio bien, esta tendencia a la autoafirmación ontoló-
gica, trasciende el dilema ficticio entre egoísmo y altruismo. «El supremo bien de los
que siguen la virtud es común a todos, y todos pueden gozar de él igualmente» (Spino-
za).53 Pues el impulso autoafirmativo se torna necesariamente inclusivo cuando se com-
prende vivencialmente que el genuino bien del otro no puede colapsar con nuestro ver-
dadero bien, desde el momento en que este último depende únicamente de nuestras
respuestas activas, y, más aún, cuando se comprende que nuestro supremo bien es co-
mún y difusivo, pues el aislamiento ontológico es una ficción. El aumento de la propia
capacidad de obrar es indisociable del aumento de la capacidad de amar, de la capaci-
dad de otorgar a los demás el espacio en que ellos también puedan florecer.

48. Disertaciones por Arriano. Trad., introd. y notas de Paloma Ortiz García. Madrid: Gredos, 1995,
Libro III, XX, pp. 314-315.
49. Ética, IV, Prop. XXI, p. 310.
50. Spinoza. Ética, III, Prop. III, p. 202.
51. «Nadie se esfuerza por conservar su ser a causa de otra cosa». Spinoza. Ética, IV, Prop. XXV, p. 312.
52. Tratados y Sermones. Trad., introd. y notas de Ilse M. De Brugger, Barcelona: Edhasa, 1983,
pp. 307 y 308.
53. Ética, IV, Prop. XXXVI, p. 323.

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El sentido filosófico de la vida humana

El sentido de la vida y la dinámica real de la vida son idénticos. Por eso sólo cuando
nos alineamos con la dinámica de la vida tenemos la experiencia positiva de dicho sen-
tido. Ahora bien, dado que este sentido está siempre presente, puesto que «aquello de lo
que uno puede desviarse no es el Tao» (Chung Yung), también la experiencia del sinsen-
tido ha de ser necesariamente una manifestación del sentido de la vida. Y así es. La
propia insatisfacción y el sufrimiento humanos son una constatación de que hay en
nosotros una suerte de movimiento inteligente que avanza en una determinada direc-
ción, que nos orienta hacia nuestra plenitud y que se expresa en el lenguaje de la insatis-
facción o del sufrimiento cuando ese avance se frena. La experiencia dolorosa del sin-
sentido es, paradójicamente, una experiencia del sentido, pues es un signo de que la
demanda de este último es intrínseca a nuestra constitución. La tristeza, la insatisfac-
ción y carencia de sentido, lejos de ser expresión del sinsentido de la vida, son una
manifestación de la dirección inteligente que hay en ella, de nuestro impulso hacia la
felicidad. El anhelo de sentido es la expresión del Sentido. El sufrimiento es un eco en
nuestra vida psíquica de la voz del Lógos, del Sentido de la vida, una manifestación
inequívoca de su inteligencia. Este sentido, de nuevo, no es algo abstracto, una mera
hipótesis teórica, sino una vivencia concreta y sentida —aunque con frecuencia no reco-
nocida— con la que estamos en contacto directo de continuo.

4. El sentido subjetivo de la vida


La felicidad es el buen decurso de la vida.
ZENÓN54

Hemos visto que el sentido de la vida coincide con la dirección que define la tendencia
al crecimiento intrínseca a toda realidad, y que, dado que la vida ya tiene un sentido,
es cuando sintonizamos con el movimiento de la vida en nosotros y coincidimos con él
cuando tenemos la experiencia positiva de dicho sentido.
Apuntamos también cómo las tradiciones sapienciales comparten con buena parte
de la sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la esfe-
ra subjetiva.

Para Zeus todo es bello, bueno y justo; los hombres, por el contrario, tienen unas cosas por
justas y otras por injustas [Heráclito, fr. 102].
Si se las ve desde el punto de vista del Tao, en las cosas no existe la diferencia entre lo
precioso y lo vil; mirándolas desde el punto de vista de las mismas cosas, cada cosa se tiene
a sí por preciosa y a las demás por viles; mirándolas desde el punto de vista del sentir
mundano, lo precioso y lo vil no están en las cosas mismas [están en la valoración que se
hace de ellas] [Chuang Tzu].55

En efecto, estamos en cada momento interpretando y significando nuestra experien-


cia, unas atribuciones de significado que dependen de nuestras concepciones sobre lo que
sea bueno o malo, valioso o carente de valor, deseable o indeseable. El mundo humano no
es un mundo de hechos brutos, neutros, sino un mundo de atracciones y repulsiones, un
mundo interpretado, sentido, valorado. Utilizo habitualmente la expresión «filosofía ope-

54. Citado por Clemente de Alejandría. Los estoicos antiguos, p. 118.


55. Chuang-Tzu, c. 17, 4, p. 116.

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rativa» para apuntar a la filosofía que subyace a —y se encarna en— nuestro modo de vivir
y de ver, la que explica por qué hacemos unas cosas y no otras, por qué buscamos unas
situaciones y huimos o pasamos por alto las contrarias, por qué nos motivamos, nos des-
motivamos, nos alegramos, nos entristecemos o experimentamos frustración, por qué
algo nos atrae o nos contraría, etc. Esta filosofía operativa, latente en nuestro modo de
interpretar y de valorar cada acto y cada situación, y que se evidencia en nuestras conduc-
tas y emociones habituales, no siempre coincide con nuestra filosofía teórica, con lo que
creemos pensar sobre esto o lo otro o con los valores que decimos sostener.
Desde este supuesto, cabe denominar sentido subjetivo de la vida a la dirección con-
creta que sigue la vida de cada cual en función de los significados que atribuye a los distin-
tos hechos, situaciones y experiencias. Esta dirección se descubre al observarnos vivir y al
advertir que suelen ser siempre las mismas las cosas que nos ilusionan y desilusionan, las
que nos dan energía o nos la quitan, las que nos llevan a hacer o a no hacer; al advertir en
nuestro modo de tratar a los demás, en nuestros anhelos y temores, esquemas recurrentes.
Cada cual otorga, por tanto, una dirección o un sentido particular a su vida, un perfil
singular, en el que se dibujan patrones y consignas reconocibles (intentar demostrar que
soy o que no soy algo, conseguir esto o lo otro, evitar el esfuerzo o el conflicto, etc.).
De esta filosofía latente y encarnada en nuestro funcionamiento cotidiano, de nues-
tras interpretaciones y atribuciones de significados —señalábamos—, depende en buena
medida el que juzguemos algo como positivo o negativo, como valioso y significativo
o como carente de valor. De esto se deriva, a su vez, que con frecuencia vivenciamos algo
como negativo o carente de sentido únicamente debido a nuestro empeño en que las cosas
sean como queremos que sean, y no como son; lo juzgado como negativo no lo es en sí,
sino sólo en función de nuestra forma particular de interpretar y significar la realidad.
Y es que si bien otorgamos una dirección concreta a nuestra vida, esta última, como
hemos venido viendo, tiene ya un sentido y unos ritmos propios, de modo que si el
sentido particular que pretendemos asignarle no respeta ni se ajusta a su sentido objeti-
vo, habrá sufrimiento, frustración y un sentimiento de falta de realización. Dicho de
otro modo, si nuestra visión de las cosas y nuestras concepciones sobre lo que sea acep-
table o inaceptable son inapropiadas, nos eludirá la experiencia efectiva del sentido, del
ajuste con lo que es. Sentiremos que la vida es absurda o nos maltrata, cuando lo único
errado es nuestra propia visión, nuestras propias concepciones sobre lo bueno y lo malo,
lo razonable o lo irracional:

Lo único insoportable para el ser racional es lo irracional, pero lo razonable se puede


soportar: los golpes no son insoportables por naturaleza. ¿De qué manera? Mira cómo: los
lacedemonios son azotados porque han aprendido que es razonable. ¿No es insoportable
ahorcarse? Pero cuando alguien siente que es razonable, va y se ahorca. Sencillamente, si
nos fijamos, hallaremos que nada abruma tanto al ser racional como lo irracional y, a la
vez, nada le atrae tanto como lo razonable. Mas cada uno experimenta de modo distinto lo
razonable y lo irracional, igual que lo bueno y lo malo y que lo conveniente y lo inconve-
niente. Ésa es la razón principal de que necesitemos la educación, que aprendamos a
adaptar de modo acorde con la naturaleza el concepto de razonable e irracional a los casos
particulares [Epicteto].56

Nuestros anhelos nos vienen dados, nuestras demandas profundas nos vienen dadas.
Tenemos necesidades —inclinaciones afectivas, una necesidad de comprender y de saber

56. Disertaciones por Arriano, I, II, pp. 60 y 61.

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El sentido filosófico de la vida humana

a qué atenernos, etc.— que no hemos elegido. Todo ello es un reflejo de la dirección de la
vida en nosotros. No somos, por tanto, libres de querer cualquier cosa ni de que nos haga
feliz cualquier cosa. Y el empeño en ser felices de modos no acordes a nuestras exigencias
profundas —por ejemplo, eludiendo una vida interiormente activa y esperando que sea lo
externo (cosas, personas y situaciones) lo que nos otorgue nuestra plenitud—, tarde o
temprano trae consigo insatisfacción o sufrimiento. Esto implica poner límites al cons-
tructivismo extremo postmoderno. Los significados son construidos, sí, pero la realidad
tiene sus exigencias. Y si bien hay un margen inagotable para la creatividad, para la crea-
ción de un modo propio de vivir acorde a nuestra singularidad y a nuestras preferencias,
esta creación tiene sus límites. Esto último es algo difícil de advertir cuando se ha elimina-
do de la realidad todo sentido intrínseco (al hacer equivaler sentido con significado), y
cuando nos creemos separados de ella y de otra naturaleza que ella.

5. Vivir conforme a la naturaleza o el ajuste del sentido subjetivo


al sentido objetivo de la vida

Nuestro soberano interior, cuando es conforme a la


naturaleza, tiene ante los acontecimientos una actitud
tal que siempre se adapta fácilmente a lo dado.
MARCO AURELIO57

Si bien todos tendemos universal e ineludiblemente al bien, nuestros juicios sobre lo bueno
son divergentes y pueden ser errados. Es preciso, por tanto, que la filosofía de cada cual, la
que le permite comprender, interpretar y significar su realidad, posibilite el ajuste del sen-
tido subjetivo de su vida a su sentido objetivo, que no dé lugar a la pretensión de introducir
cambios en nuestra vida que vayan en contra del sentido y del ritmo de las cosas, que nos
enseñe a aceptar la vida tal como es, a respetar las demandas propias de cada realidad y
nuestras propias demandas. Vivir conforme a la Naturaleza —una expresión que resume
uno de los objetivos de las filosofías sapienciales— precisa, por tanto, como nos decía
Epicteto, educación, en concreto, de nuestras concepciones sobre el bien y el mal.

5.1. Lo que depende y lo que no depende de nosotros

Los filosóficos estoicos ofrecen con este fin una pauta tan sencilla como práctica. Esta-
blecen, como ya mencionamos, una diferencia decisiva entre «lo que depende de noso-
tros» —lo que depende del Principio rector, es decir, aquello que en ningún caso nos
puede ser arrebatado y que se resume en el uso correcto de las representaciones, en
nuestra capacidad de interpretar y significar la realidad de un modo u otro, en nuestros
juicios sobre el bien y sobre el mal—58 y «lo que no depende de nosotros» —todo lo

57. Ibíd., IV, 1, p. 49.


58. Matizo en este punto que me aparto de las interpretaciones habituales de la filosofía estoica
que la consideran una filosofía voluntarista e individualista. Considero, de hecho, que en la línea de
tantas otras filosofías sapienciales, cuestiona la concepción convencional del libre arbitrio. Para los
estoicos, la libertad del Principio rector es pura y exclusivamente la libertad del Lógos, su irreductibilidad
a lo dado. A su vez, el Principio rector es fuente de discernimiento y capacidad de asentir o no a las
representaciones, pero en un mismo acto, y no como si el entendimiento y la voluntad fueran dos

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Mónica Cavallé

demás: la fama, la aprobación ajena, la salud, la riqueza, la suerte de nuestros seres


queridos, etc. Y es que si bien los hechos y situaciones de nuestra vida dependen de
nosotros en grado variable, lo que siempre está en nuestra mano es cómo interpretemos
y signifiquemos esos hechos y situaciones y, por tanto, el tipo de relación que establezca-
mos con ellos, la actitud con que los afrontemos. Según Epicteto, aquello que no depen-
de de nosotros es, desde un punto de vista ético, indiferente, no merece ser calificado de
bien o de mal; abarca, sin duda, hechos o estados preferibles o indeseables, pero que no
tienen la capacidad de afectar a nuestro Principio rector, que no son capaces de tornar-
nos mejores o peores seres humanos, y sólo aquello que puede incumbir a la parte más
noble del ser humano merece el calificativo de verdadero bien o de verdadero mal.

[...] la divinidad hizo a todos los hombres para ser felices, para vivir con equilibrio. Para eso
nos dio recursos, entregando a cada uno unos como propios y otros como ajenos. Los que
pueden ser impedidos y arrebatados y los coercibles no son propios, y son propios los libres
de impedimentos. Pero la esencia del bien y del mal, como convenía que lo hiciera quien se
preocupa de nosotros y nos guarda paternalmente, reside en los propios [Epicteto].59

El sentido subjetivo de la vida concuerda con su sentido objetivo, por tanto, cuan-
do elegimos conscientemente situar nuestro bien incondicional sólo en aquello que
depende de nosotros. Cuando así lo hacemos descubrimos que para lo que esencial-
mente somos no existen los obstáculos, que ante todo podemos dar una respuesta
activa y creadora, que todo puede convertirse en una ocasión de crecimiento íntimo,
que nada nos impide actualizar nuestra humanidad, afirmarnos ontológicamente; que
podemos, por ejemplo, sentirnos acosados, pero no necesariamente destruidos, por la
enfermedad, por la calumnia, por las pérdidas..., que podemos incluso convertirlas en
un triunfo interior.
«En esto consiste la educación: en aprender a querer cada una de las cosas tal y como
son» (Epicteto).60 Dejamos de adaptar a los casos particulares de un modo acorde con la
naturaleza el concepto de lo razonable e irracional cuando yerra nuestro discernimiento
acerca de lo que depende o no depende de nosotros y cuando juzgamos como intrínseca-
mente bueno o malo lo que no depende de nosotros. Estos errores de juicio están presente
cuando, por un exceso de pasividad y una falta de confianza en la presencia del Lógos en
nosotros, olvidamos que nada puede vencer al albedrío, que siempre podemos sobrepo-
nernos a lo dado y dar una respuesta actualizadora ante ello; o cuando pretendemos con-
trolar desordenadamente lo que no depende de nosotros, olvidando que este control tiene
sus límites y que, ante estos últimos, la única actitud activa posible es la aceptación.
La actitud interiormente activa —la disposición a vivir en acto el potencial que
somos— y la aceptación de lo inevitable —de los aspectos irrevocables de la existencia,

facultades distintas, es decir, como si fuera posible comprender bien y actuar mal. Spinoza sostiene,
en esta línea, que «en el alma no se da ninguna volición, en el sentido de afirmación o negación, aparte
de aquella que está implícita en la idea en cuanto que es idea» (Ética, II, Prop. XLIX, p. 177). Es decir,
no hay tal cosa como una voluntad autónoma que niegue o afirme lo verdadero y lo falso, sino que la
naturaleza de la idea (que sea clara y distinta, confusa, etc.) determina necesariamente nuestra afir-
mación (en la forma de certeza o de carencia de duda sin certeza), nuestra negación o nuestra absten-
ción de juicio. Por eso afirma Spinoza más adelante que: «La voluntad y el entendimiento son uno y lo
mismo» (Ética, II, Prop. XLIX, p. 179). La voluntad es la facultad de afirmar o negar, de asentir o no a
una idea, un asentimiento que está implícito en la idea en cuanto tal. Ésta es también la base del mal
llamado «intelectualismo socrático»: el mal es, en último término, ignorancia.
59. Disertaciones por Arriano, III, XXIV, p. 343.

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El sentido filosófico de la vida humana

entre ellos, el pasado y el presente tal y como se está manifestando— alumbran la expe-
riencia positiva del sentido de la vida. La aceptación así entendida no equivale a la resig-
nación, a dejar de intentar cambiar lo que puede ser cambiado; no requiere que nos
guste lo aceptado, ni exige la renuncia a nuestras preferencias por ciertas condiciones
frente a otras ni al esfuerzo por hacerlas prevalecer; equivale, eso sí, al abandono de la
creencia de que sólo una de esas condiciones debería existir, al abandono de la exigencia
de que la realidad sea de una determinada manera, la que se corresponde con nuestras
ideas sobre cómo deberían ser las cosas. El sufrimiento psicológico y la experiencia del
sinsentido no radican en el dolor físico o anímico, que es un aspecto ineludible de la
existencia; se sostienen en la creencia «esto no debería ser como es», en la lucha con la
realidad, la única batalla que siempre está perdida de antemano.

No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino que quiere los sucesos como
suceden y vivirás sereno [Epicteto].61
La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente, la armonía con las
cosas en el modo en que suceden. Un sabio no quiere que las cosas sean distintas de como
son; él sabe que, considerando todos los factores, las cosas son inevitables. Es amigo de lo
inevitable y, por lo tanto, no sufre. Puede que conozca el dolor, pero éste no lo alterará. Si
puede, hará lo necesario para restablecer el equilibrio perdido, o dejará que las cosas sigan
su curso [Nisargadatta].62

La aceptación de lo inevitable madura cuando, de ser una simple constatación del


sinsentido de negar lo que es, da paso a una serena confianza en el fondo de la realidad
y, más aún, a una gratitud maravillada ante la inteligencia rectora de la vida, ante el
orden natural de las cosas y sucesos. En esta actitud culmina la esencia de la vida filosó-
fica: el ajuste lúcido con «lo que es».

A la Naturaleza, que da y que quita todo, el que está instruido y es discreto dice: «Dame
todo lo que quieras; quítame lo que quieras». Esto lo dice sin animosidad contra ella, sino
sólo obedeciéndola y teniéndole buena fe [Marco Aurelio].63
No tenemos la potestad absoluta de amoldar según nuestra conveniencia las cosas exterio-
res a nosotros. Sin embargo, sobrellevaremos con serenidad los acontecimientos contrarios
a las exigencias de nuestra utilidad, si somos conscientes de haber cumplido con nuestro
deber, y de que nuestra potencia no ha sido lo bastante fuerte como para evitarlos, y de que
somos una parte de la naturaleza total, cuyo orden seguimos. Si entendemos eso con clari-
dad y distinción, aquella parte nuestra que se define por el conocimiento, es decir, nuestra
mejor parte, se contentará por completo con ello, esforzándose por perseverar en ese con-
tento. Pues en la medida en que conocemos, no podemos apetecer sino lo que es necesario,
ni, en términos absolutos, podemos sentir contento si no es ante la verdad. De esta suerte, en
la medida en que entendemos eso rectamente, el esfuerzo (conatus) de lo que es en nosotros
la mejor parte concuerda con el orden de la naturaleza entera [Spinoza].64

60. Disertaciones por Arriano, I, XII, p. 97.


61. Manual, en Tabla de Cebes. Musonio Rufo: Disertaciones, Framentos menores. Epicteto: Manual,
Fragmentos. Trad., introd. y notas de Paloma Ortiz García. Madrid: Gredos, 1995, 8, p. 187.
62. I Am That, p. 270.
63. Ibid, X, 14, p. 140.
64. Ética, IV, c. XXXII, p. 379.

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Mónica Cavallé

5.2. La noción filosófica de providencia


Todo se me acomoda lo que a ti se acomoda. ¡Oh, Cos-
mos! Nada me llega tarde nada demasiado pronto si
llega a punto para ti.
MARCO AURELIO65

Las filosofías sapienciales siempre han invitado a la aceptación serena de lo inevitable,


una actitud que se sustenta en la confianza en la inteligencia rectora de la vida. De
hecho, esta aceptación no es posible sin confianza. Si creemos que las cosas y procesos
de la vida no tienen inteligencia propia, sentiremos que sin nuestro control están aboca-
das al sinsentido y al caos y no podremos dejar de manipular a los demás, a la realidad
y a nosotros mismos. Esta confianza arraiga, por tanto, en la intuición del Lógos, del
Tao, del dharma,66 del Sentido de la vida como un proceso intrínsecamente inteligente.
La intuición del Lógos está en la base, a su vez, de la noción filosófica de providencia
(prónoia), presente en la filosofía antigua y desarrollada particularmente por Sócrates, Pla-
tón y la tradición estoica. Esta noción apunta al cuidado del Lógos, expresa la convicción de
que la Naturaleza procura a todas las cosas vivientes los medios para conservarse, para
hacerse con lo que es conveniente para ellas, para satisfacer su función propia, de modo que
puedan alcanzar su fin individual y, a la vez, vivir en armonía y conformidad con el todo.
Aplicada al mundo humano, esta noción parece ingenua y problemática y despierta
objeciones análogas a las que pone Séneca en boca de Lucilio en su diálogo «Sobre la
providencia»: «Me preguntaste, Lucilio, por qué, si la providencia rige el mundo, suce-
den algunas desgracias a los hombres buenos».67 Las guerras, las injusticias, la pobreza,
el hambre, las vidas sumidas en el sufrimiento y en el sinsentido, especialmente las de
los justos e inocentes, no parecen evidenciar dicho cuidado providente. Estas objeciones
siguen siendo vigentes y son la réplica habitual ante la concepción más generalizada de
la providencia, la asociada a una concepción antropomórfica de lo divino, la de un padre
bondadoso que vela por cada una de las criaturas y atiende las peticiones de los seres
humanos, hasta el punto de que éstas pueden cambiar su Voluntad, y que únicamente
permite los llamados «males» (la injusticia, la enfermedad...) para que obtengamos de
ellos mayores bienes. Pero la noción filosófica de «providencia», en particular la concep-
ción estoica de la misma, tiene otra naturaleza bien distinta. Según esta última con-
cepción, decíamos, el Lógos —que no es una Voluntad disociada de nosotros, sino nues-
tro más íntimo sí mismo— garantiza que podamos vivir en conformidad con nuestra
naturaleza y función propias y que podamos alcanzar nuestro fin individual. Ahora bien,
nuestra naturaleza propia y específica es el Principio rector. Nuestro fin individual, a su
vez, consiste en vivir en conformidad con nuestra naturaleza; radica, pues, en la virtud,
no en la mera auto-conservación biológica. La providencia del Lógos se manifiesta en la
vida humana, por tanto, en que, si vivimos en armonía con el Principio rector, es decir, si

65. Meditaciones, IV, 23, p. p. 54.


66. Dharma es un término sánscrito que significa «orden natural», «orden eterno» o «realidad»,
aquello que, oculto, sostiene todo. Su raíz significa ajustar, sostener, soportar, mantener unido. El
dharma es lo que sostiene y mantiene unido el cosmos, lo que posibilita la armonía cósmica. El térmi-
no dharma también alude al modo de obrar de cada ser prescrito por su naturaleza, y a la rectitud y
virtud, que es la colaboración humana activa en el mantenimiento del orden cósmico.
67. Diálogos I. Edición bilingüe. Introd., trad y notas de Antonio Cursi. Buenos Aires: Losada,
2007, p. 215.

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El sentido filosófico de la vida humana

situamos el bien y el mal en lo que depende de nosotros, podremos vivir serenos y libres
y no habrá motivos para reprochar nada a la vida. Radica en la confianza de que:

El ánimo no puede estar nunca en el destierro, pues es libre y pariente de los dioses [...]
Este pequeño cuerpo [...] es zarandeado de una lado a otro; en él aparecen las torturas, los
hurtos, las enfermedades. En lo que respecta al ánimo en sí, es inviolable y eterno, y no
existe mano que pueda golpearlo [Séneca].68

El cuidado del Lógos en el que Epicteto confiaba no le evitó ser esclavo, humillado,
cojo y desterrado, pero se manifestó en que nada de eso le impidió vivir «cantando un
himno a la divinidad» («¿Qué otra cosa puedo hacer yo, un anciano cojo, más que cantar
un himno a la divinidad?»).69 No libró a Sócrates de la calumnia y de la condena injusta,
pero se reflejó en su vida en que nada de ello minó su libertad interior y su contento
íntimo. Ésta es la naturaleza del cuidado del Lógos cuando nos alineamos conscientemen-
te con él, con su Curso en nosotros.

Nunca harás reproches a la divinidad ni le reclamarás el despreocuparse de ti si no te apartas


de lo que no depende de nosotros y pones el bien y el mal sólo en lo que depende de nosotros.
Porque si supones que algo de aquello es un bien o un mal, es de toda necesidad que hagas
reproches y odies a los causantes cuando falles en lo que quieres y vayas a dar en lo que no
quieres. Pues todo ser vivo es de ese natural: rehuir y apartarse de lo que le parece perjudicial
y de sus causas e ir en busca de lo beneficioso y sus causas y admirarlo (Epicteto).70

6. Conclusión
Ha sido el hombre quien ha inventado la idea de fin;
pues en realidad no hay finalidad alguna.
NIETZSCHE71

La sensibilidad contemporánea tiende a negar la existencia de sentidos objetivos y absolu-


tos, es decir, de un significado esencial (el significado de «todo»); se considera que sólo
cabe hablar de significados existenciales, aquellos que hacen que, para cada cual, algo
resulte significativo. Desde el punto de vista de las filosofías sapienciales, no hay, en efecto,
un significado esencial, objetivo y absoluto, pero sí hay un Sentido objetivo cuya vivencia
es máximamente significativa y valiosa —pues equivale, de hecho, al contacto con la fuen-
te ontológica de todo lo significativo y valioso. Nuestros significados subjetivos pueden
ocultar dicho Sentido o bien revelarlo y encauzarlo, pero en ningún caso crearlo.
Hemos distinguido, pues, entre la experiencia del Sentido en el nivel esencial y en el
nivel existencial. La primera es la experiencia del Ser, del Sentido de la Vida, como
nuestra realidad originaria, plena en sí misma en el presente atemporal y que, por tanto,
no necesita subordinarse a nada extrínseco, fines, razones o propósitos; totalmente au-
tojustificada y, por ello, fundamento de toda justificación y porqué relativos. El sentido
existencial, a su vez, es la expresión dinámica del Sentido: la plenitud que se posee en

68. «Consolación a Helvia», en Escritos Consolatorios. Introd., trad. y notas de Perfecto Cid Luna.
Madrid: Alianza editorial, 1999, p. 132.
69. Disertaciones por Arriano, libro I, XVI, p. 106.
70. Manual, 31, p. 200.
71. Nietzsche, El Ocaso de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos. Trad. de Francisco Javier
Carretero Moreno. Madrid: M. E. Editores, 1993, p. 81.

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Mónica Cavallé

perfecta simultaneidad en el ahora atemporal, se expresa en el tiempo como un proceso


de actualización y de consecución de dicha plenitud. Estos dos puntos de vista, lejos de
ser contrarios, son los dos rostros, invisible e visible, de un único sabor, el del sentido de
la vida, allí donde se comprende vivencialmente que la sede del devenir es la plenitud del
ser, que la sede del tiempo es la atemporalidad, que podemos, por tanto, estar en el
devenir sin ser de él. Sólo así la existencia deja de percibirse como un proceso enajenado
que busca su sentido en un futuro siempre elusivo, para pasar a constituir la expresión
de la plenitud que en nuestro más íntimo fondo ya somos.
Precisamente en la síntesis de ambos puntos de vista, no procesual y procesual,
radica la esencia de todo proceso creativo: cada instante del mismo es un fin en sí,
perfectamente satisfactorio y total, que no se subordina ni adquiere sentido en función
del resultado final, aunque la mirada no creadora circunscrita al espacio y al tiempo
sólo advierta ahí una actividad procesual e intencional que busca su fin fuera de sí, sin
sospechar que la plenitud buscada es ya y lo es en cada instante de la misma.
Se puede entender ahora por qué buena parte de las metafísicas y cosmologías
tradicionales coinciden en afirmar que la acción creativa por excelencia es la acción
misma de lo real. La acción del Ser, del Fundamento de lo existente, no busca fuera de sí
su plenitud —pues nada queda fuera del Ser—; es la expresión de su incontenible auto-
suficiencia. Es una acción, por lo tanto, «sin porqué», como afirma el Maestro Eckhart
y Angelo Silesio; o, como sostiene Sânkara, sin referencia a ningún propósito. Esta ac-
ción «sin porqué», si hubiera que expresarla mediante algunas analogías de nuestro
mundo relativo, éstas sólo podrían ser las de la «creación artística» y el «juego», en tanto
que actividades absolutamente gratuitas y autojustificadas. De aquí que ambas metáfo-
ras hayan sido utilizadas en numerosas tradiciones metafísicas de Oriente y Occidente
para aludir a la actividad propia del Ser, la que compete a su naturaleza. En la tradición
vedânta de la India, por ejemplo, se describe metafóricamente la acción de lo Supremo
como mero deporte, juego o expresión dramática: Brahma crea, conserva y destruye los
mundos como expresión y goce de su propia naturaleza creativa, sin referencia a ningún
propósito, y de forma tan natural como el hombre espira e inspira. El mundo es, para
esta tradición, la interminable expresión del artista embriagado por el éxtasis de su
propia creatividad sin fin. Por eso, el secreto del Universo —dirá Aurobindo— es la
alegría pura del Niño que juega. Ya en nuestra tradición afirmaba Heráclito —con unas
palabras que retomará Heidegger—: el Ser es un niño que juega.
De aquí que, también para estas tradiciones metafísicas, la plenitud subjetiva del ser
humano coincida con su capacidad de reconocer dentro de sí, y de encauzar, esta actividad
de auto-expresión que no tiene más meta que sí misma. La actitud que posibilita la íntima
realización metafísica coincide, por lo tanto, con la del artista puro: aquel que, cuando crea,
es uno con su obra y para el que cada instante del proceso creador es un fin en sí mismo,
plenamente satisfactorio y total, que en ningún caso se subordina o adquiere sentido en su
referencia al producto final. Para el genuino artista, la técnica ha de culminar en el olvido de
dicha técnica, y en el olvido, por consiguiente, de sí mismo en tanto que «hacedor» de la
obra. Sólo entonces —cuando la persona se hace transparente en cuanto tal— es cuando, en
expresión de Whistler, «Arts happen» (el arte sucede); y sucede como parte del mismo «acon-
tecer» de lo existente, es decir, como co-creación metafísica que encauza el Sentido de la
vida, la acción creadora del Ser. Si, como afirmaba Simone Weil, «el genio real no es otra
cosa que la virtud sobrenatural de la humildad en el dominio del pensamiento»,72 cabría

72. «La persona y lo sagrado», Revista Archipiélago: cuaderno de crítica de la cultura, n.º 43, p. 92.

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El sentido filosófico de la vida humana

decir que el genio en el vivir coincide con la máxima expresión de la humildad en el dominio
del pensamiento y de la acción.

Se actúa lo que se ve y se siente, se pone en práctica no el capricho de una voluntad autóno-


ma, sino la inspiración que surge de las entrañas mismas del Ser cuando el hombre obedece,
esto es, oye los latidos puros de su corazón. Y es actuando, como él mismo se sorprende
creando, co-creando, puesto que él no sabe qué hay en el Abismo, quién habita en las profun-
didades del Ser. La creación es tan de la Nada que no hay telos, no hay modelo, ni siquiera
ideal, no hay causa final. «Die Rose ist ohne Warum!». Este sería el sentido profundo de la
contemplación: se escucha, se actúa y se crea al mismo tiempo y en un solo acto.73

Esta visión está muy alejada de la que propicia nuestro contexto cultural. Éste nos
ha habituado a asociar la experiencia del sentido de la vida a la consecución de una
misión especial asociada a la importancia individual y a la orientación hacia el logro
futuro. Propicia el apego a metas, ideales y esperanzas, a las que se subordina buena
parte de la acción presente. Se exalta la esperanza y las religiones ofrecen un consuelo
sustentado en ella. Para muchos, el sentido de la existencia sólo se alumbra en la orien-
tación a un telos futuro; un telos que, ante el colapso de la muerte, se proyecta en un más
allá histórico o supraterrenal.
Las filosofías sapienciales no niegan lo evidente: que la existencia humana en el
tiempo se proyecta estructuralmente hacia el futuro o, como sostenía Ortega, que «la
vida es futurición».74 Pero nos recuerdan que esta proyección y el devenir en su conjunto
descansan en el seno de un eterno presente, en el presente de nuestra Presencia cons-
ciente, intocada por el movimiento mental de la rememoración y la anticipación; nos
recuerdan que es propio del ser humano estar en el devenir sin ser de él, actuar teniendo
en cuenta el pasado y el futuro sin por ello instrumentalizar el momento presente, sa-
biendo que el ahora eterno es la sustancia del tiempo, y la libertad creativa, la fuente y
matriz de todo devenir causal. Tampoco niegan la conveniencia psicológica de proyec-
tarse alentadoramente en el futuro, pero advierten que la vivencia del sentido que esta
orientación propicia no equivale a la experiencia más originaria del sentido de la vida.
Las metas individuales y colectivas son indispensables, estructuran nuestra acción, pro-
porcionan orientación y energía y permiten soportar las adversidades, pues «quien po-
see su propio porqué de la vida soporta casi todo cómo».75 Pero esas mismas metas,
cuando se erigen en fuente exclusiva de sentido, distraen de un presente que no agrada,
agudizan la distancia entre lo que es y nuestras creencias sobre lo que debería ser, nos
dividen, por tanto, psicológicamente e imposibilitan la unificación y el ajuste con el
corazón del presente que sólo la aceptación plena hace posible. La motivación y la ener-
gía que surgen de la esperanza son falaces cuando condicionan la mente a mirar hacia el
futuro para saborear algo parecido al sentido y a la realización.76
Las tradiciones filosóficas que he denominado sapienciales coinciden al apuntar
que la genuina experiencia del sentido es la experiencia del Lógos entendido como
fuente y dinámica misma de la vida, en la que de hecho ya estamos insertos, y que, por

73. Raimon Panikkar. La experiencia filosófica de la India. Madrid: Trotta, 1997, p. 66.
74. Ortega y Gasset. ¿Qué es filosofía? Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial, 2001, p. 191.
75. Nietzsche, El Ocaso de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos, p. 41.
76. Spinoza es contundente a este respecto: «Los afectos de la esperanza y el miedo no pueden ser
buenos [...] cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en
no depender de la esperanza». Ética, IV, Prop. XLVII, pp. 339 y 340.

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Mónica Cavallé

tanto, sólo el ajuste con dicha dinámica permite al ser humano alcanzar la experiencia
incondicional del sentido de la vida, la que es independiente de los avatares biográfi-
cos de cada cual.
Este abordaje trasciende la especulación acerca de cuál sea el sentido-significado
de la vida como un todo, y no aporta argumentos teóricos que puedan acallar superfi-
cialmente la sed de sentido, pero que son en realidad meros sucedáneos del mismo.
Tampoco proporciona creencias que la mente pueda utilizar como «trucos» para propi-
ciar la «aceptación» (por ejemplo, la de que los actos malos se castigarán y los buenos se
premiarán a la medida de nuestras exigencias humanas de justicia, etc.). De aquí el
interés de esta perspectiva para el momento actual, pues confluye con un aspecto para-
digmático del mismo. El relativismo contemporáneo y la crisis de los grandes sistemas
ideológicos y de las tradiciones religiosas han propiciado que ya no haya sistemas de
creencias, instituciones sociales o cosmovisiones incuestionables. El individuo medio
carece de referencias indiscutibles sobre qué sea la realidad y, en general, de referentes
sólidos en los que apoyarse. Pero ya no quiere sucedáneos; ya no puede dar marcha
atrás para retornar al calor de una seguridad que ahora, con la nueva perspectiva logra-
da, resultaría ficticia. Y lo que las tradiciones sapienciales ofrecen como respuesta a la
pregunta por el sentido de la vida no es un sistema de creencias más, ni más promesas
de futuro, sino algo que, para la mente que aferra en su búsqueda de seguridad, resulta
muy parecido al vacío. Pues son muchos los que, insatisfechos con la especulación filo-
sófica sustentada en la opinión y desenraizada de la praxis cotidiana, con las respuestas
de las religiones tradicionales y con sus sustitutos banales, como la religión del consu-
mo, no han caído en las garras del cinismo y aún mantienen una confianza inarticulada
en el fondo misterioso de la vida, una confianza que no necesita creencias relativas al
más allá ni construcciones teóricas siempre inciertas acerca de los porqués y los «para-
qués». Son estas personas las que están redescubriendo las intuiciones perennes de las
grandes tradiciones sapienciales.

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* Incluye sólo los libros citados. Cuando lo considero oportuno, modifico las traducciones citadas.

82 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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CLAVES DE LA EXISTENCIA 83

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EL SENTIDO INICIÁTICO DE LA VIDA HUMANA

Blanca Solares

[...] mientras no hagas tuya la consigna: ¡muere y deviene!


sólo serás un turbio huésped
en la tierra oscura.
GOETHE

Si algo caracterizaba a la transmisión tradicional de la cultura era que toda adquisición


de un saber o un poder con su doble cara, técnica y simbólica, traía implicado un proce-
so iniciático por parte de los miembros individuales de la comunidad, es decir, los apren-
dizajes vitales eran comprendidos y asumidos como auténticos passages que trasmuta-
ban radicalmente la biografía del iniciado. Sólo así, éste podía acceder a los códigos
culturales y «sobrenaturales» para orientarse en el mundo.
Según el pensamiento religioso del México Antiguo, que aquí a través de la cultura
maya nos servirá como ejemplo, el mundo se ordenaba de acuerdo al designio de los
dioses. El orden de las cosas había sido instaurado en el principio de los tiempos por
seres sobrenaturales que con su sacrificio habían hecho posible la creación. La misión
principal del hombre en la Tierra era resguardar el equilibrio de esa creación donada,
honrando a sus dioses a través del ritual. La historia de la creación conformaba una
«historia sagrada» que contaba cómo las cosas llegaron a ser —el hombre, las plantas, el
tiempo e incluso los nombres— y era importante conservarla cuidadosamente, a fin de
poder transmitirla de manera intacta a las nuevas generaciones.
Mientras el hombre moderno ve en la historia que lo ha precedido una obra pura-
mente humana y se cree dueño de continuarla y perfeccionarla indefinidamente, transfor-
mándola de modo aleatorio en un medio de pura artificialidad, para el hombre premoder-
no o tradicional, los actos más relevantes de la vida habían acontecido en el tiempo mítico
de los orígenes. La mayoría de los mortales, sólo podían tener acceso a ese saber, a esa
«ciencia tradicional», si eran instruidos durante cierto tiempo en ceremonias secretas, al
final de las cuales, si se había superado una serie de arduas pruebas, se podía ser merece-
dor del conocimiento sagrado. Sólo los iniciados tenían acceso a la cultura.
La vida religiosa del hombre se dividía en etapas acordes con el desarrollo físico y
psíquico de su cuerpo. Los ritos de nacimiento, pubertad, matrimonio y muerte marcaban
decididamente la evolución del niño en adulto consciente y responsable. Esta serie de tran-
siciones se consideraban también «crisis vitales», porque cuestionaban nuestro lugar en el
mundo y daban relevancia a las encrucijadas que marcaban definitivamente nuestra vida.
Entre los mayas de Yucatán, al menos hasta antes de la colonización española, a lo
largo de la primera fase de la vida, nadie dejaba de recibir lo que Diego de Landa calificó
como «bautizo» pero que, en realidad, me parece, equivalía a un rito de iniciación de la
pubertad, ritos especialmente importantes entre las diversas categorías de iniciación que,

84 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido iniciático de la vida humana

tanto hombres como mujeres recibían «entre los tres y los doce años de edad». Landa nos
informa de que «las indias criaban a los niños hasta la edad de tres años»; mientras a los
varones solían «ponerles pegada a la cabeza, en los cabellos de la coronilla, una contezuela
blanca», a las muchachas les colocaban ceñido abajo de los riñones, con un cordel delga-
do, una conchuela, «que les venía a dar encima de la parte honesta». Esos adornos no se
debían quitar antes del «bautismo» y «nunca se casaban antes de ser bautizados».1
La iniciación implicaba una muerte ritual a la que seguía una resurrección o un
nuevo nacimiento, pues la muerte del neófito era necesaria para dar lugar al hombre
nuevo o a un nuevo modo de ser. En la lengua de Yucatán zihil o caputzihil —registra
Landa— quiere decir «nacer de nuevo u otra vez»; renacimiento o nuevo nacimiento.
La muerte iniciática significaba el fin de la infancia o de una etapa de la vida
sobre todo bajo el cuidado de la madre, equiparable a la ignorancia y la condición
profana, al margen de las responsabilidades que traía consigo asumir la sexualidad
corporal. Los ritos de pubertad consistían en preparar a los jóvenes para su agrega-
ción al mundo sexual y asumir responsabilidades familiares y comunitarias tales como
incorporarse al mundo del trabajo, participar de las desgracias de una mala cosecha,
tomar decisiones de manera independiente. La pubertad, distinta de la moderna con-
cepción social de la «adolescencia», era y sigue siendo un fenómeno natural del desa-
rrollo físico humano causado por los cambios somáticos y emocionales que experi-
menta el/la joven cuando alcanza la madurez sexual, pero no se extendía indefinida-
mente, como suele pasar en nuestros días. En las sociedades arcaicas, este momento
estaba rotundamente marcado por los ritos de pubertad que informaban al hombre y a
la mujer de sus aptitudes y diferencias físicas para poder proseguir su vida, lo cual
conllevaba un significativo «cambio».2
Cuando el padre deseaba que su hijo fuera iniciado iba con el sacerdote, quien
comunicaba la noticia a la comunidad y escogía una fecha fasta para llevar a cabo la
ceremonia. Designaba a un principal, que debería ayudarlo, y a cuatro chaces3 —porque
cuatro eran los rumbos del mundo— que debían recibir el visto bueno de los padres.
El día indicado, todos se reunían en el patio de la casa y el suelo era cubierto con hojas.
A los niños varones se les colocaba de un lado, acompañados por un hombre; a las niñas del
otro, acompañadas por su «madrina». Se procedía a la purificación del espacio ritual, y
posteriormente se barría el suelo para cubrirlo con una nueva capa de hojas y petates.

1. Diego de Landa, Relación de las cosas de Yucatán, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,
México, 1994, p. 122.
2. Aunque es difícil encontrar datos sobre el inicio de la pubertad en tiempos pasados, B. Bettelheim
nos hace notar que desde principios del siglo XX, «la edad de la menarquía ha descendido a razón de
casi tres meses por decenio, y lo mismo ha ocurrido con la edad en que los chicos llegan a la madurez
sexual. Por lo tanto nuestros chicos maduran sexualmente mucho antes que los muchachos de princi-
pios de siglo (XX). Y a lo largo del mismo periodo el tiempo que la mayoría de los jóvenes pasa en la
escuela ha aumentado en, como mínimo, el mismo número de años, cuando no mucho más. La anti-
cipación de la madurez física y sexual, unida a un periodo de dependencia mucho más largo, causa
tensiones inevitables en el individuo y entre él y su familia. Si la madurez sexual tiene lugar a una edad
más temprana que antes (alrededor de los doce años) nada raro hay en que bastantes de nuestros hijos
comiencen a actuar sexualmente también a edad más temprana». Ver especialmente las páginas sobre
«La creación de la adolescencia», en Bruno Bettelheim, No hay padres perfectos, Critica, Barcelona,
2000, p. 413. Las políticas de salud y las investigaciones sobre los adolescentes, deberían tener este
libro especialmente en cuenta. Ver también, F. Doltó, La causa de los adolescentes, Seix Barral, México,
segunda reimpresión, 1992.
3. Los chacs eran divinidades asociadas con los rumbos del universo.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 85

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Blanca Solares

Los chaces colocan un lienzo blanco sobre la cabeza de cada uno de los muchachos
y preguntaba «a los que eran grandecillos si habían hecho algún pecado o tocamiento
feo, y si lo habían hecho confesábanlo y los separaban de todos los otros».4
Tres días antes de la fiesta —llamada emkú o imkú: descenso del dios— los padres
de los muchachos y los oficiantes ayunaban y rezaban, absteniéndose de las mujeres.
El nuevo nacimiento no era un nacimiento «natural» sino que se insertaba en la histo-
ria sagrada conservada por el mito. En el pensamiento tradicional, el hombre se reco-
nocía como tal en la medida en que era hecho por segunda vez, conforme a un canon
ejemplar y transhumano.5
La iniciación ponía fin a una etapa de la vida e introducía al novicio en la cultura.
Era la manera de acceder al conocimiento de la tradición mitológica, a través de la cual
se le revelaba al hombre la historia sagrada del mundo y de la humanidad. Al someterse
a un conjunto de pruebas iniciáticas, el hombre comprendía la importancia de sus actos
en el mundo y asumía con seriedad la responsabilidad de recibir, participar y, más tarde,
transmitir los valores espirituales de su cultura.
Podemos decir que la iniciación constituye uno de los fenómenos espirituales más
significativos de la historia de la humanidad. Era un proceso a través del cual se ponía en
juego la vida total del hombre. No era sólo una ceremonia mediante la que «se recibía una
disposición a ser bueno en las costumbres y no ser dañado por el demonio», como decía
Landa, quien observaba las ceremonias de los antiguos a través de la lente del colonizador
cristiano, sino un proceso a través del cual, el neófito se instruía en los valores de su cultura
no sólo para cumplir de manera pasiva con actos sociales transmitidos por costumbre, sino
por convicción, seguro de que la manera de vivir de acuerdo a esos valores, era la apropiada
para el resguardo de la armonía entre los hombres y entre los hombres y los dioses.
Todo el conjunto de símbolos usados en el ritual tenían un significado profundo. El
suelo era cubierto de hojas, con lo que se aludía a que el candidato pertenecía en primer
término al «lugar» o microcosmos donde había nacido. La madre no había hecho sino
recogerlo. Colocando las hojas, la primera vez, se amortiguaba la caída o nacimiento del
iniciado, en la Madre Tierra;6 la segunda, consagraba, quizá, la tierra en la que viviría. El
sacerdote iba vestido especialmente para la ocasión y portaba un hisopo hecho de colas
de serpiente, porque era el animal mítico asociado con la muerte, el inframundo y el
renacimiento; con éste rociaba y bendecía a los niños. Luego, el principal golpeaba nue-
ve veces —número semejante a los niveles del inframundo— con un hueso, símbolo
también de los muertos, la frente de cada niño, a la manera del inicio de un viaje por las
zonas oscuras de la muerte.
El punto culminante de la ceremonia, tras haber «matado» simbólicamente a cada
niño al golpearlo con el hueso, era cuando el oficiante lo hacía renacer ungiéndolo de
vida. El oficiante mojaba nuevamente el hueso en agua virgen mezclada con cacao y
flores y dejaba unas gotas de ese líquido en la frente, el rostro, los dedos de las manos y
los pies de cada chico.

4. Landa, op. cit., p. 124.


5. Con relación a la existencia de la iniciación en todas las sociedades premodernas remitirse, por
supuesto, a las obras de Mircea Eliade, especialmente, para el tema que tratamos, Iniciaciones místi-
cas, Taurus, tercera reimpresión, Madrid, 1989.
6. Ver, Martha Ilía Nájera, El umbral hacia la vida, El nacimiento entre los mayas contemporáneos,
UNAM, México, 2000, p. 208. Ver también la p. 178, donde dice «las hojas funcionan como amortigua-
dor y evitan que el espíritu parpadeante caiga sobre el techo o sobre una roca y sufra una muerte
sangrienta».

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El sentido iniciático de la vida humana

Luego, el sacerdote retiraba el lienzo que cubría la cabeza de los participantes y qui-
taba la cuenta blanca que caracterizaba a los varones no iniciados. Sus ayudantes amena-
zaban nueve veces con un cigarro a cada uno de los niños, les daban a respirar un ramo de
flores y los hacían fumar, «chupar el humazo». Aquí el humo parecía actuar como encan-
tamiento o para alejar el mal.7 Por lo demás, se creía que el tabaco molido protegía a las
personas de la muerte por rayo y era considerado un remedio contra la magia negra; si se
frotaba en la frente, la nuca y las corvas impedía que lo agarrara a uno la muerte. Durante
siglos, entre los mayas antiguos, el tabaco se usó como insecticida y remedio contra enfer-
medades tales como asma, escalofríos, convulsiones, ojos, enfermedades de la piel, trans-
tornos intestinales o nerviosos, infecciones urinarias, mordeduras y piquetes.
Es probable que como en el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas quichés, donde
una de las pruebas que los héroes deben sufrir es pasar una noche en la cueva de las
tinieblas y tener sus cigarros y antorchas de pino encendidas toda la noche, aquí tam-
bién, en las pruebas de iniciación, fumar un cigarro nueve veces guardara algún vínculo
con esa prueba iniciática que los gemelos divinos lograron superar apagando sus ciga-
rros y colocando luciérnagas en sus puntas a fin de engañar a sus enemigos.
Thompson registra también que los candidatos a la jefatura de una comunidad, de-
bían resolver ciertos acertijos cuyas preguntas y respuestas se encuentran registradas en el
Chilam Balam de Chumayel. Por ejemplo, uno de los acertijos decía lo siguiente: «Hijo,
tráeme el cocuyo de la noche. Su olor atravesará el norte y el oeste... Y lo que pide es un
tubo de fumar lleno de tabaco». Estos acertijos estaban destinados a averiguar si el candi-
dato tenía suficientes conocimientos esotéricos, necesarios para su futuro puesto.8 Pues
naturalmente, debían tener un buen conocimiento de las costumbres y los mitos mayas.
Más tarde, las madres podían quitar también a sus hijas el emblema de no inicia-
das, la concha sujeta sobre el bajo vientre mediante el cordel atado arriba de las caderas.
Cuando la fiesta terminaba, los muchachos comían parte de los regalos traídos por
sus madres; se llenaba de vino una gran vasija dedicada a los dioses por parte de los
chicos, y uno de los ayudantes, el cayom, bebía el vino de un solo trago. Aunque la fiesta
concluía con un festín de «comer y beber largo», el organizador de la fiesta debía ayunar
durante los nueve días siguientes.
Con relación a las iniciaciones femeninas es de notar que están asociadas, como en
otras culturas, con la primera menstruación, el embarazo y el primer parto, es decir, con
el brote y la revelación de la mujer como creadora de vida. La sangre menstrual era un
fenómeno desconcertante no sólo para la niña y su familia sino para el conjunto de su
sociedad. Como muchas otras culturas tradicionales lo muestran, la sangre menstrual
era un tabú, por un lado, se le consideraba vinculada con la muerte, la contaminación y
un exceso de calor húmedo que producía descomposición y enfermedad; por otro, con
la vida y la fertilidad.
Perla Petrich reporta que los mochós, de la región de Motocintla, Chiapas (1981-
1984), consideran a las mujeres durante «su regla» como símbolos de estados impuros,
que podían contaminar o cortar el proceso de crecimiento de los campos de cultivo, por
lo que debían abstenerse de limpiar mazorcas.9 Los mayas lacandones guardaban absti-
nencia sexual, los tzotziles creen que relacionarse sexualmente con la mujer en esos días
produciría calambres. En un pueblo tan lejano a los mayas como los hacen de Nueva

7. J. Eric S. Tompson, Historia y religión de los mayas, Siglo XXI, Doceava edición, 2004, p. 156.
8. Thompson, op. cit., p. 143.
9. Cit. Nájera, op. cit., p. 27.

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Blanca Solares

Guinea, alrededor del 1500, se creían incluso que tener coito con una mujer durante su
menstruación implicaba arriesgarse a dar a luz a pequeños leprosos o monstruos.
Es por ello que entre los mayas quichés, a manera de un rito iniciático del paso de la
niñez a la edad adulta, la joven que tenía su primera menstruación era llevada al temazcalli
por la comadrona que había estado presente cuando nació, con la finalidad de que se
purificara.10 Al calor del vapor, las hierbas aromáticas y una luz lúgubre, la partera explica-
ba a la niña los cambios que habían ocurrido en su cuerpo y las normas a seguir.
La vieja partera explicaba a la niña el significado misterioso de la sangre menstrual en
tanto signo contundente de su capacidad creadora y de procreación. De hecho, una de las
palabras que incluso hoy se siguen usando para designar la menstruación, entre los yucate-
cos, es la palabra hula que significa «flor», término que también designa fertilidad. Así como
la flor es un capullo que al abrirse puede fecundarse, las mujeres son «las flores de este
mundo». La «flor roja» es el presagio de la transformación de la niña en mujer en potencia.11
La antropóloga Marie-Odile Marion sugiere que entre los lacandones la palabra na es
tanto el nombre para «luna» como para «menstruación», pero que también significa «ma-
dre» y «casa», el lugar donde se duerme y se copula, es decir, «el término que define y
reproduce el universo de las mujeres [...] concepto estrechamente vinculado con la idea de
fertilidad humana y de familia constituida por un hombre en torno a una mujer».12
Al interpretar las costumbres de los mayas antiguos, Diego de Landa dice que las
mujeres tenían la función de preservar la especie humana sobre la tierra y que desde
niñas eran educadas en ese sentido. «Debían ser fecundas y prolíficas». Uno de los ritua-
les más conocidos, para tal efecto, era la costumbre de realizar danzas de tipo erótico,
para atraerse marido y tener un vientre fecundo. «Bailaban por sí sus bailes y algunos
con los hombres, en especial uno llamado naual, no muy honesto»,13 razón por la que los
frailes católicos se escandalizaron y terminaron por prohibirlo.
La iniciación era un rito secreto. En realidad, lo poco que sabemos o podemos llegar
a deducir de los esquemas iniciáticos a través del filtro cristiano de los informantes, pierde
su realidad ritual y opaca la profundidad de la experiencia vivida por el iniciado. No obs-
tante, uno de los rituales más bellos y atrevidos se vislumbra aún en el fragmento poético
«Kay nicté» (Canto de la flor), integrado en el escrito sagrado de Los Cantos de Dzitbalché:

La bellísima luna
se ha alzado sobre el bosque;
va encendiéndose
en medio de los cielos
donde queda en suspenso
para alumbrar sobre
la tierra, todo el bosque.
[...]
Hemos llegado adentro
del interior del bosque donde
nadie nos mirará
lo que hemos venido a hacer.
[...]

10. Temazcalli o baño ritual, ver Nájera, op. cit., p. 26.


11. Nájera, op. cit., p. 30.
12. Marie-Odile Marion, Le pouvoir des filles de Lune... p. 240, cit. Nájera, op. cit.
13. Landa, op. cit., p. 57.

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El sentido iniciático de la vida humana

[...] Ya, ya
estamos en el corazón del bosque
a orillas de la poza en la roca,
a esperar
que surja la bella
estrella que humea sobre
el bosque. Quitáos
vuestras ropas,
desatad vuestras cabelleras;
quedáos como
llegásteis aquí
sobre el mundo,
vírgenes,
mujeres mozas [...].14

Las mujeres se dirigían al bosque para recibir el resplandor selénico, la fuerza que
enviaba la diosa Luna a las mujeres para fortalecer su sexualidad, conseguir una buena
pareja y propiciar el ciclo de vida. Las mujeres que participaban en el ritual acudían con
vestiduras nuevas, desde el calzado hasta la cinta de su cabello, llevaban caracolas e
hilos de algodón. Dirigidas por una anciana, iniciaban un ritual que consistía en danzar
alrededor de una poza o fuente de agua cristalina, a fin de hacerse fecundas.
Es probable que las ceremonias del embarazo y del parto, como lo anota Van Gen-
nep,15 constituyeran una unidad, en principio se celebraban los rituales de separación
que aislaban a la mujer encinta de la comunidad; continuaban con los rituales del emba-
razo que se correspondía con los periodos de aislamiento; y terminaban con la reincor-
poración de la mujer a su vida cotidiana, en su nuevo papel de madre. Estos rituales
eran importantes sobre todo durante el primer parto. El inicio de la fertilidad femenina
se asociaba con la menstruación y sus valencias simbólicas, la Luna y la Madre Tierra,
con la que se asimilaba la matriz de la mujer.
Durante la preñez como durante la menstruación, la mujer adquiría características
especiales, era un periodo liminar en la que la embarazada suscitaba sentimientos am-
biguos. En el alumbramiento volvemos a encontrar que la partera jugaba un papel de
primordial importancia, especialmente, en el manejo y la lectura de la placenta y el
cordón umbilical, que podían indicar algún vestigio del destino del recién nacido.
La reintegración de la nueva madre en su comunidad sobre todo en el caso de las
primerizas se vinculaba con las tradiciones del puerperio, con los cuidados que guarda
la madre después del parto, el primer contacto del niño con la tierra y las muestras de
agradecimiento de los padres a los seres sobrenaturales por el don con el que habían
sido bendecidos.
Según nos ilustra Mercedes de la Garza, había también otro tipo de iniciaciones, la que
realizaban los hombres especializados en la interpretación de los sueños y conocedores de
las plantas sagradas: los curanderos, adivinos, hombres de medicina o chamanes que reci-
bían una iniciación intensa.16 El camino más fácil, rápido y directo para lograr el trance
extático para estos hombres, era la ingestión o aplicación de plantas psicotrópicas o bebidas

14. En M. León-Portilla y E. Shorris, Antigua y nueva palabra. Antología de la literatura mesoamericana


desde los tiempos precolombinos hasta el presente, Aguilar, México, 2004, pp. 672-680.
15. Arnold van Gennep, Los ritos de paso, Alianza, Madrid, 2008.
16. Mercedes de la Garza, Sueño y alucinación en el mundo náhuatl y maya, Centro de estudios
mayas, IIF-UNAM, 1990.

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sagradas, enteógenos. En los hongos, por ejemplo, residían para los indígenas, deidades que
pasaban a integrarse al hombre que los ingería, sacralizándolos y dotándolos de poderes
sobrehumanos a fin de vincularse con los dioses y penetrar en espacios sagrados.
El rito tenía como objetivo la posesión extática del hombre por la divinidad. Era una
manera de comunicarse y acceder a un saber secreto donado por los dioses para asegurar la
pervivencia y el acceso a las fueras de la naturaleza, así como de purificación de las faltas.
La ejecución del rito debían llevarse a cabo rigurosamente, ya que lo sagrado era lo
suprahumano, lo infinitamente poderoso que podía comunicar su fuerza mágica pero
también destruir al hombre. Sólo algunos hombres podían transitar de lo sagrado a lo
profano, aquellos elegidos por las propias divinidades que, después de las señales de esa
elección —en muchas ocasiones por los sueños— habían de recorrer un camino iniciáti-
co a fin de vincularse con los dioses. El uso ritual de las plantas sagradas estaba reserva-
do al chamán, los expertos en el trance extático, los elegidos por las propias divinidades
de esas plantas y los conocedores de su manejo. Los chamanes eran «videntes», «los que
sabían ver», «los que tenían el cerebro abierto».
En sus informes sobre los quiches y otros grupos de Guatemala de fines del siglo
XVII y principios del siglo XVIII, Fray Margil de Jesús dice:

Asimismo, del pacto explícito que con el demonio tenían muchos, y en particular uno, que
confesó haber estado tres días en lo inculto de una cueva, de aprendiz con dos viejos, el
uno llamado Bucanel y ella Tu Espiacoc (Ixmucane e Ixpiyacoc, los adivinos del Popol
Vuh), en cuya compañía estuvo tres días, en cuyo término comprendió con toda perfec-
ción toda forma de sacrificios maléficos, transformaciones en varias figuras y a curar
varias enfermedades y en particular de quebraduras de huesos...17

Según este relato, resalta Mercedes de la Garza, permanecer en un lugar oscuro duran-
te un lapso considerable, entre los antiguos, tenía el significado de morir; así como salir de
ahí, renacer. Introducirse en una caverna simboliza cruzar el umbral del inframundo, hacia
el útero materno, ámbito de muerte y vida. Era necesario morir tres días para adquirir los
conocimientos y poderes del chaman. Jacinto de la Serna da a conocer el caso de un adivino
ciego que declaró que estando al borde de la muerte, se quedó dormido y bajó al infierno,
«ahí le dijeron que regresara y le enseñaron a curar con hierbas medicinales».18
Una curandera decía que siendo niña murió y estuvo tres días debajo del agua,
donde vio a sus parientes, que le dieron los dones para curar y le entregaron los instru-
mentos necesarios para su oficio. Ella misma declaró que conocía a otros veinte curan-
deros que habían muerto y que habían recibido «en la otra vida» el arte de curar, ense-
ñándoles cómo usar el peyote y otras hierbas. Las artes chamánicas sólo se aprendían en
un estado distinto al de la vigila normal, durante el sueño, viaje o «muerte» iniciática, a
través de una experiencia límite en la cual el hombre, rompiendo con las barreras de la
percepción habituales, abierto a la vida del espíritu, era capaz de recibir las instruccio-
nes de los antepasados en el arte de sanar.
Aún hoy, los mayas afirman que los antiguos dioses de la tierra y la naturaleza gobier-
nan las selvas y los campos. Los santos cristianos se unen con los dioses paganos y senta-
dos ambos en las cuatro entradas del pueblo, los protegen del terror de la noche y la flecha
que vuela en el día. El pensamiento religioso del maya antiguo posee una fuerte impronta
animista, cree que toda la creación está viva y es activa. Árboles, piedras y plantas no son

17. De la Garza, op. cit., p. 148.


18. De la Garza, p. 149.

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El sentido iniciático de la vida humana

naturaleza inerte, o material mudo y manipulable, sino animados seres que se oponen o
ayudan al hombre. La tierra y los cultivos son seres vivos, de manera que cuando se abate
la selva para hacer la milpa se pide perdón a la tierra por «desfigurar su faz». Cuando se
mata a un venado, se le pide una disculpa por esa necesidad. Los mayas jacaltecas de los
altos de Guatemala, cuando necesitan tirar un árbol grande para hacer la cruz del pueblo
envían un rezador a un grupo de árboles altos para pedir que uno de ellos se ofrezca
voluntariamente para ese fin.19 No se trata de meras supersticiones, sino de actos de respe-
to a la vida y custodia del misterio que la envuelve. Los mayas tzotziles creen que cuando
se tala una selva algunos de los árboles caídos van al cielo a quejarse. Los mayas quichés de
Chichicastenango dicen que el maíz teme a los temblores de tierra y, por ello, cuando hay
un terremoto llaman a voces al maíz para calmarlo. Los que hacen instrumentos musica-
les oran mientras trabajan para que su obra sea perfecta y dan a sus instrumentos un poco
de licor para ponerlos contentos. Las «almas» o «semillas» de los dioses se hallan disemi-
nadas en las sustancias de todos los seres que forman la vida del mundo.
No es posible seguir resumiendo aquí otros de los numerosos ritos iniciáticos ma-
yas, los que se realizaban para instruir a los hombres y mujeres en el ejercicio de sus
oficios o los rituales de tránsito hacia la muerte. Queda claro, sin embargo, la importan-
cia y necesidad de la iniciación para el hombre antiguo, en la medida en que lo aprendi-
do de manera secreta no eran conocimientos —informaciones claras y objetivas, meras
técnicas de eficacia utilitaria— sino revelaciones a través de la cuales cada acto de la vida
se integraba en una unidad afectiva y de sentido con el entorno.

II

De importancia capital en la sobrevivencia y regeneración cíclica de las sociedades tradi-


cionales, en contraste, la iniciación en el mundo moderno tiende a volverse absolutamente
irrelevante. La originalidad del hombre moderno, su novedad respecto a las sociedades
premodernas es su voluntad de considerarse como un ser histórico, libre y sin ataduras
respecto de costumbres que considera innecesarias y que, incluso, puede someter a análi-
sis crítico. La imagen que tiene el hombre de sí mismo dista con mucho de la imagen del
hombre tradicional, que para llegar a ser —a conocerse y a espiritualizarse— requería de
un proceso iniciático que conllevaba incluso un riesgo efectivo de muerte.
La adolescencia como una etapa de la vida creada socialmente, la individualización
actual de la mujer basada en el mercado laboral, su presencia cada vez mayor en las
aulas académicas, la movilidad y la velocidad a la que se desplaza el mundo moderno, no
estaban presentes en el horizonte arcaico.
Ni las familias podían permitirse el lujo de mantener a sus vástagos después de la infan-
cia, ni la longevidad permitía un largo periodo de escolarización, ni el matrimonio era un
acto sobre el que pudiera optarse, con base a la elección personal del cónyuge o de la pareja.20
Además, como cualquier otro hecho cultural, dice Eliade, el fenómeno de la inicia-
ción es también un hecho histórico.21 De manera que, aunque las ceremonias iniciáticas se

19. Thompson, op. cit., p. 209.


20. Recuerda Landa: «Los padres tienen mucho cuidado de buscarles con tiempo a sus hijos,
mujeres de su estado y condición, y si podían, en el mismo lugar...; y para tratarlo buscaban casamen-
teros que lo acordasen». Landa, op. cit., p. 121.
21. Eliade, op. cit., p. 214.

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siguieran realizando hasta el siglo XVI es muy probable, como lo anota Landa, que el ritual
ya para entonces tendiera a degradarse: «Que antiguamente se casaban de 20 años y ahora
de doce o de trece y por eso se repudian más fácilmente, como que se casan sin amor e
ignorantes de la vida matrimonial y del oficio de los casados; y si los padres no podían
persuadirlos de que volviesen con ellas, buscábanles otras y otras (mujeres)...». Mientras,
las madres, a la manera de un destino fatal, enseñaban a sus hijas que «la mujer diese
siempre de comer al marido», acto que era considerado como «señal de casamiento». Tan
era así que «Los viudos y viudas se concertaban sin fiesta ni solemnidad y con sólo ir ellos
a casa de ellas y admitirlos y darles de comer se hacía el casamiento». 22
La descomposición comunitaria que han venido sufriendo las sociedades indígenas,
fruto del acoso, la violencia y discriminación de sus formas de vida y creencias por parte de
las compañías privadas y de los Estados nacionales modernizadores, están ya terminando
con los últimos vestigios del resguardo que significaron sus prácticas a lo largo de los siglos.
Ahora bien, en las zonas urbanas e industrializadas de nuestros días, el matrimonio
también se ha vuelto una cuestión formal y el sometimiento de las mujeres y los niños al
dominio masculino, en muchos ámbitos, perdura e incluso se incrementa. Y, no obstan-
te, la atracción por la vida en familia, la pareja y el cuidado de los hijos continúa mani-
festándose, muchas veces, cobrando incluso formas angustiosas y de aguda necesidad.
¿Anula el mundo moderno la necesidad de iniciación vinculada a la experiencia
religiosa del hombre a lo largo de su historia? ¿Puede el hombre moderno afrontar las
mismas crisis vitales que el hombre antiguo pero sin iniciación?
Tal y como podemos constatarlo en la existencia de un número considerable de
sectas, sociedades, agrupaciones teosóficas, antroposóficas, cristianas y neobudistas,
los «ritos de iniciación» siguen realizándose; en unas ocasiones, desacralizados y vacia-
dos de su significado original y, en otras, prolongando un lenguaje religioso fuera de
contexto y por lo mismo carente de honda y duradera significación. La mayoría son
improvisaciones recientes e híbridas que ilustran la desorientación de una parte del
mundo moderno expresado en el anhelo de hallar un sustituto a la necesidad de fe y
religión; de manera que, aunque el hombre moderno haya perdido el sentido de la ini-
ciación sigue practicando rituales llamados «iniciáticos» que muestran la necesidad de
«regenerarse», «consagrar» y «tomar parte del espíritu», si bien con frecuencia no se
trata sino de la obtención de marcas de identidad estereotipadas promovidas por agru-
paciones que movilizan la neurosis de sus participantes.
De hecho, aunque el mundo moderno ni practique, ni conozca el significado de la
iniciación al interior de una tradición específica, sigue celebrando «eventos» y «ceremo-
nias» religiosas, bautizos, bodas, aniversarios, primeras comuniones, asignándoles un
papel decorativo y frívolo, al tiempo que desarrollando una gama de ironizaciones pseu-
do-rituales. Para el sociólogo norteamericano D. Lyon, no resulta alarmante que por los
molinetes de Disneylanda, pasen en un día diez mil personas dirigiéndose no al parque
de atracciones en sí, sino a un evento eclesiástico organizado como show mediático.23
La adhesión masiva y espontánea a tales pseudogrupos y prácticas pseudoritua-
les, me parece, son una muestra de que en lo más profundo de su ser, el hombre
moderno sigue siendo sensible a esquemas y mensajes iniciáticos. Como lo subraya
Eliade: «Incluso para el hombre a-religioso moderno, la religión persiste de manera
«inconsciente» y no ha dejado de ejercer una función esencial en la economía de la

22. Landa, op. cit., pp. 121-122.


23. D. Lyon, Jesús en Disneylandia. La religión en la posmodernidad, Cátedra, Madrid, 2002.

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El sentido iniciático de la vida humana

psique».24 Desde un punto de vista psicológico —incluso subraya— «la extravagante


inautenticidad de esos ritos iniciáticos importa poco», porque lo que se pone en juego es
que la psique de quienes toman parte en ellos recupere fugazmente cierto sentido de
participación y logre encontrar un cierto consuelo, algún alivio a su aislamiento.
Así pues, aunque cueste reconocerlo, la sociedad industrial ni ha sido, ni es posible,
exclusivamente como tal —basada exclusivamente en el éxito de sus aplicaciones técni-
cas— sino que está conformada por hombres y mujeres que no han variado sus esque-
mas de generación, vulnerables y arrojados a la contingencia. Aunque el desarrollo cien-
tífico-tecnológico haya llevado el dominio de la naturaleza hasta un grado de destruc-
ción sin precedentes y la medicina pueda ostentar de sus éxitos en el alargamiento de la
vida o su generación in vitro, las experiencias humanas básicas, que implican cambios
en su frágil textura —el nacimiento, la pubertad y la muerte— se mantienen constantes.
Es decir que, aunque el mercado de trabajo requiera de personas libres de compromisos
familiares o «disponibles», el horizonte de felicidad que puede traer el nacimiento de un
hijo o compartir la intimidad con una «alma gemela», continúan manteniéndose como
una promesa en el horizonte humano.
La necesidad del hombre de ser iniciado —de encontrar las razones profundas de
sus actos y orientarse por valores— se mantiene latente. Aún cuando el carácter iniciáti-
co de las pruebas que el hombre debe afrontar en momentos de crisis, soledad y deses-
peración no se aprecien de manera evidente, no deja de ser verdad que el hombre sólo
llegar a ser él mismo tras resolver una serie de situaciones desesperadamente difíciles,
tras las cuales es posible un nuevo despertar.25
Las contradicciones actuales entre los géneros causados por la destradicionaliza-
ción de la familia estallan en el seno de la pareja y, efectivamente, como lo consignan
Beck y Beck-Gernsheim, tienen sus campos de batalla en la cocina, en la cama y en la
habitación de los hijos.26 Al interés de las mujeres por una seguridad económica inde-
pendiente se le oponen el interés por una vida en pareja y la maternidad, actos que en las
sociedades tradicionales implicaban una iniciación para ambos géneros, al tiempo que
el fortalecimiento de las relaciones y los compromisos comunitarios.
De la capacidad de parir de la mujer, hoy, en las zonas urbanas sobre todo del Primer
Mundo, ya no se deduce su responsabilidad para con los hijos, el trabajo doméstico y el
cuidado de casa, la renuncia a ejercer una profesión o tener que subordinarse al marido.
La llamada liberación femenina cuestiona los fundamentos de la familia (matrimo-
nio, sexualidad, paternidad, etc.). Aunque la maternidad siga siendo la atadura más
fuerte al rol tradicional de la mujer, los métodos anticonceptivos y las posibilidades de
interrumpir el embarazo, o bien de optar por un bebé-probeta, colocan a los involucra-
dos frente a nuevas posibilidades.
La libertad de elegir que fue una de las principales promesas del pensamiento ilus-
trado aparece pues, como un horizonte de responsabilidad. No sólo está vinculada con
estar «condenados a elegir», sino que para ello será necesario antes comprender.
U. Beck y E. Beck-Gernsheim refieren una «novela documental» de Hans Magnus
Enzensberger, «en la que la ideología de la libertad subversiva roza siempre con la histe-
ria». Dice ahí uno de los personajes de la novela:

24. Eliade, op. cit., p. 211.


25. Ver, Eliade, op. cit., p. 212.
26. Beck y Beck-Gernsheim, El normal caos del amor. Las nuevas formas de la relación amorosa,
Paidós, Barcelona, 1998, p. 47.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 93

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Blanca Solares

Seguramente no exagero si afirmo que ustedes (un puñado de personas, entre el siglo XVIII
y XIX) han inventado «el amor», o mejor dicho, lo que en Europa se considera hasta hoy
como tal. Porque, ¿qué era eso antes? Los padres casaban a la pareja, se tenía un buen o
mal partido, se buscaba fuerza de trabajo, se engendraban hijos que se criaban, [...] Luego,
bastante tarde, se les ocurrió que debería conseguirse algo más, más allá del puerperio, del
trabajo y del patrimonio: como si pudieran tomar la vida, también en ese aspecto, en sus
propias manos. ¡Una idea altamente arriesgada y de altas consecuencias! El Yo en toda su
magnitud, y el Tú. El alma y el cuerpo debían convertirse en una pequeña eternidad. Eso
era un énfasis, una esperanza, un deseo de felicidad, que anteriores generaciones ni se
habían atrevido a soñar. Y al mismo tiempo era una exigencia mutua exagerada que gene-
raba posibilidades totalmente nuevas de desgracia. La decepción era la otra cara de vues-
tra utopía, y vuestros nuevos acuerdos daban también a la vieja lucha entre los géneros un
giro radical.27

La importancia de la iniciación en el mundo tradicional residía en hacer ver que «el


hombre verdadero» —el hombre espiritual— no era el simple resultado del hombre
«natural», sino que debía ser instruido por los viejos maestros, según los modelos reve-
lados por los seres divinos y recreados en sus tradiciones. Esos viejos maestros eran la
élite de su sociedad, los que conocían el mundo del espíritu. Su función era transmitir a
las nuevas generaciones el sentido profundo de la vida humana, su «cultura» o suma de
valores recibidos de los seres sobrenaturales. La función de la iniciación era revelar a
cada nueva generación un mundo abierto a lo transhumano.
Es probable aún que el resguardo de la vida humana —frente a los desafíos de la
modernidad— pueda ser tomada como una de esas «pruebas» surgidas de la autentici-
dad del deseo inconsciente de crecer y espiritualizarse, semejantes a las que, en el esque-
ma de la aventura mítica, el héroe debía de salvar para regenerarse y llegar a su destino.
Para C.G. Jung, la individuación, que es la meta última de la vida humana, se realiza a
través de una serie de «pruebas» de tipo iniciático. En un momento de desorientación
como el actual, quizá sólo nos salve la esperanza de buscar sin encontrar (Bloch) la
manera de hacer posible una nueva existencia, no bajo la forma de nuevos y meticulosos
acuerdos legales de regulación controlada (desde la limpieza de los zapatos hasta la
preparación del desayuno, ritmos de movilidad, tiempos de nacimiento, quien puede
quedarse en casa, cuándo se puede volver a trabajar o si hay que confesar las aventuras
con otros)28 como parece ser la tendencia en las sociedades del Primer Mundo, sino
atenta a lo Otro como misterio; pletórica y significativa.
Para ello, quizá, no estaría de más introducirse y conocer el sentido iniciático de la
vida humana en las sociedades tradicionales; aprehender el significado que tenían estas
acciones para el resguardo de la vida social y la felicidad individual y comunitaria; y, en
lugar de «acordar el acuerdo» —un supuesto divorcio contractual y en armonía, «todo
legalizado ante notario»— tratar de reconstruir dialógicamente sus misterios e interpre-
tar la clave de su sentido.
Con seguridad, esto no podrá pasar al margen de la revisión —tan chocante al
mundo actual, pero no menos posible— de instruirse en las formas de vida del mundo
antiguo, cuya reconstrucción y necesidad de interpretación seguirá siendo un desafío al
logocentrismo dominante.

27. Beck y Beck-Gernsheim, op. cit., p. 219.


28. Beck y Beck Gernsheim, op. cit., p. 218.

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EL SENTIDO MATRICIAL DE LA VIDA HUMANA

Blanca Solares

El siglo XX ha planteado interrogantes a la humanidad, quizá, con una gravedad mayor que
nunca antes en la historia, riesgos y esperanzas decisivos que afectan las cuestiones últimas
de nuestra humanidad y cuya respuesta nos coloca en una encrucijada clave en nuestro
devenir. Entre ellas: ¿Qué es la vida? ¿Qué caracteriza la feminidad? ¿Qué relación guarda lo
femenino con la vida humana? ¿Es la maternidad lo más esencial de la vocación femenina?

II

Quizá ningún relato logre expresar tan claramente el sentido matricial de la vida humana
en el contexto aciago de nuestros días como Vida y destino, de Vasili Grossman, terminada
en 1961, pero sólo publicada diez y nueve años más tarde y apenas, recientemente, vertida
al español (2007),1 milagrosamente salvada de su destrucción por la ideología comunista.
Vasili Grossmann (1905-1964) murió abatido por la censura del burocratismo so-
viético comandado en su turno por Nikita S. Jruschov y consumido por un cáncer; sin
saber que su novela sería comparada con las obras de Tolstoi, Dostoyevski y Chéjov, ni
que iba a ser leída en todo el mundo por ojos interrogantes, con análoga avidez a la que
desvelaron los dilemas del destino humano, en su obra y escritura.
Autor ruso-judío, caracterizado por G. Steiner como el Tolstoi del siglo XX, la novela
de Grossman intenta dar cuenta de los resortes que han movido la inercia del totalitarismo
moderno, aniquilador de la libertad, y qué es lo que se le puede oponer; empresa narrativa
con la que responde a una tarea que hoy sigue estando pendiente en nuestros destinos, en
las matanzas a lo largo y ancho de la devastada África, Afganistán, Chechenia, Irak, Pales-
tina, etc. Si el siglo XX se caracteriza por ser uno de los más cruentos en la historia del
hombre, el siglo de la de «guerra permanente», ¿acaso el XXI presenta otra opción? ¿Pue-
den hoy las mujeres, como en la Lisistrata de Aristófanes, hacer que los hombres restablez-
can la paz? O bien, ¿optaremos por la sumisión y nos ahogará la impotencia?

La primera mitad del siglo XX, será recordada como una época de grandes descubrimientos
científicos, revoluciones, grandiosas transformaciones sociales y dos guerras mundiales...
entrará en la historia de la humanidad como la época del exterminio total de enormes ex-
tractos de población judía... En ese tiempo, una de las particularidades más sorprendentes
de la naturaleza humana que se reveló fue la sumisión. Hubo episodios en que (las víctimas)
formaron enormes colas en las inmediaciones del lugar de la ejecución y eran las propias
víctimas las que regulaban el movimiento de la cola. Se dieron casos en que algunas madres
previsoras, sabiendo que habrían de hacer cola desde la mañana hasta bien entrada la noche

1. Vasili Grossman, Vida y destino, trad. Marta-Ingrid Rebón Rodríguez, Lumen, México, 2008.

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Blanca Solares

en espera de la ejecución, que tendrían un día largo y caluroso por delante, se llevaban
botellas de agua y pan para sus hijos... la sumisión de las masas es un hecho irrebatible.2

Vida y destino se articula en torno a la famosa Batalla de Stalingrado que decidió el


triunfo de las tropas rusas durante la invasión alemana dirigida por Hitler en Rusia,
entre 1941 y 1942. Más que en ningún otro choque, fue en esta contienda en la que se
dirimió el destino entre el avance victorioso de las fuerzas hitlerianas que controlaban la
mayor parte del territorio europeo —al que habían plagado con más de novecientos
campos de exterminio de judíos y elementos indeseables de las poblaciones atacadas—
y el Ejército Rojo, en cuyas espaldas se cifraba el triunfo de los aliados occidentales,
Inglaterra, los Estados Unidos, más los focos clandestinos de resistencia en cada país.
En esa batalla, sobre todo, se hallaba en juego la supervivencia del Estado nacional
soviético, que se había venido consolidando a través de sus acciones de colectivización
forzada y sus propios sistemas de campos de exterminio (Gulags), sus policías secretas y
sus purgas partidistas, todo comandado por la férrea dictadura de Stalin y su afán in-
contenible, afín al de Hitler, de hacer que «el mundo se atragantará en sangre».

[...] el 12 de septiembre de 1942, cuando el nacionalsocialismo estaba en el apogeo de sus


éxitos militares, los judíos de Europa fueron sustraídos a la jurisdicción de los tribunales
ordinarios y transferidos a la Gestapo. Adolf Hitler y los dirigentes del Partido tomaron la
decisión de aniquilar a la nación judía.

En la URSS, la campaña para el exterminio masivo de personas había estado espe-


cialmente preparada, incitando en la población el odio y la repugnancia.

[...] en una atmósfera de odio y repulsión... se preparó y llevó a cabo la aniquilación de los
judíos ucranianos y bielorusos. La experiencia había mostrado que la mayor parte de la
población, tras ser expuesta a empresas similares, está dispuesta a obedecer hipnótica-
mente todas las indicaciones de las autoridades.3

III

Quisiera destacar que el tema central que, a mi parecer, subyace a las más de mil páginas
que componen el libro es lo matricial, la entrega dinámica de la imagen-emoción pri-
mordial de lo femenino a fin de que su energía pueda afluir al hombre, en la vida y en la
muerte. Madre-matriz-cosmos-origen de los seres, formas de la propia eclosión existen-
cial. Madre natura y madre natural. Cada una de las mujeres que aparecen en la novela
van configurado los aspectos diversos, sombríos, amorosos, ambiguos y sabios de la
imagen matricial que simbólicamente nos alumbra con sus invariables destellos, ahora,
como a lo largo de toda la historia de la cultura.
Se trata de rescatar el significado de lo matricial en la dinámica formativa del espí-
ritu humano, en la larga duración y, a la vez, en un momento de la historia, preciso y bajo
condiciones extremas. El trasfondo en el que se despliega la novela y el sentido matricial
de la vida humana, se nos develan aquí en el límite de un abismo, en condiciones bajo las
cuales, no obstante el deseo de los hombres de defender su derecho a ser hombres, los

2. Ibíd., p. 261.
3. Ibíd., p. 261.

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El sentido matricial de la vida humana

órganos de seguridad del Estado que los dominan, apuntan a un solo objetivo: destruir-
los, quebrarlos, roerlos, cercenarlos, hasta llevarlos a un ínfimo nivel de fragilidad en el
que no puedan ya pensar en la justicia, la libertad, ni la paz.4
En aquellos días, las medidas instrumentadas contra las poblaciones de los Estados
en contienda, el alemán y el ruso, demostraron más sus similitudes que sus antagonis-
mos, en ambos ondeaba la bandera del proletariado, en ambos se apelaba a la unidad
nacional y al esfuerzo de los trabajadores; en ambos se forjaba la fuerza de masa más
poderosa e indiscutible del siglo XX como nacional-socialismo.
El representante supremo de Himmler, en el principal campo de concentración
nazi de la URSS, Liss, comentaba con desconcierto y convencimiento a A. Mostovskói,
un prisionero comunista: «En el mundo existen dos grandes revolucionarios: Stalin y
nuestro Führer. Es la voluntad de ambos la que ha dado origen al socialismo nacional
del Estado... ¡el alma de nuestra época!».5
¿Puede hablarse de lo matricial al margen de la denuncia de los totalitarismos en la
novela de Grossman? ¿O adquiere tal relevancia lo matricial en su novela por la situa-
ción expresa en que pese a todo acontece y no sólo sucede?
Las mujeres que aparecen a lo largo de este relato nos otorgan con su hacer la clave
para que la vida no deje de ser vida y la muerte no devaste la existencia. Todas parecieran
tener una sola premisa inquebrantable: «Ten la seguridad hijo de que mi amor por ti no
podrá ser destruido por ningún poder».
Mientras los agentes del poder alzan una universalidad abstracta (la nación, el Es-
tado, el capital, etc.) para la aniquilación real de los individuos de carne y hueso, las
madres, desde su apego y compromiso singular, en su decidida entrega personal, hacen
plena y concreta la «universalidad» de la vida humana.

IV

Vida y destino es una novela dedicada a la memoria de Yekaterina Savélievna Grossman,


asesinada por los nazis junto con otros veinte mil judíos en Berdíchev, Ucrania, el 15 de
septiembre de 1941. La muerte de su madre asesta a Grossman un golpe definitivo e
inconsolable a su vida, la madre perdida como trasfondo de todo amor es para él una
ausencia insoportable. Este perturbador libro corre sobre una interrogante constante:
qué representa su madre en su vida, con qué valores vitales se asocia su figura, qué
constituye su singularidad, porqué le sigue iluminando en las tinieblas.
A través de este tributo personal Grossman, sin embargo, nos abre, más allá de la
propia singularidad de su madre, al sentido matricial de la vida humana.

El sentido matricial de la vida humana, en la novela de Grossman, encarna en mujeres


concretas. Ludmila, Zhenia, Vera, Nadia, Mashenka, Sofía Ósipovna, Katia... Los nom-
bres de las mujeres que aparecen en el relato (entre más de 173 personajes) conforman
los diversos aspectos de lo femenino que se despliega en nuestra lectura.

4. Ibíd., p. 1073.
5. Ibíd., p. 510.

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Blanca Solares

Entre ellas hay no sólo jóvenes seductoras y amantes rebeldes, sino también muje-
res viejas sin miedo al Estado y capaces de salvar a un niño del orfanato, amas de casa
pequeñoburguesas y apolíticas, ancianas y niñeras analfabetas y llenas de prejuicios
religiosos pero dispuestas, igualmente, a compartir un mendrugo de pan o curar a un
enfermo, exponiéndose ellas mismas a ser remitidas a un campo.
Virgen-madre-matriz-cosmos, ámbito de apego al «espíritu» encarnado y luego de
aliento para realizarlo, fuente de la que extraemos la fuerza para crecer y aprender a ser
libres, es decir, a resguardar nuestra humanidad y tomar conciencia de los otros, del
universo, de su movimiento, de su crueldad.
Las mujeres, como bien anota Julia Kristeva respecto de la miserable misoginia de
principios del siglo XX, y no sabemos en qué grado hasta la actualidad, aparecen aquí
como algo más que «la mitad de la especie de mamíferos destinados a dar a luz». Son,
por lo menos, la otra mitad de la especie humana que pese a las condiciones de extrema
dureza, continúan recreando y resguardo de manera paciente un espacio para la vida.
Así, bordeando la muerte, para David, su madre seguía siendo «su único baluarte» y
esperanza y seguía confiando en ella ciegamente y sin reservas. Recordaba que:

Cuando la madre se despertaba y se acercaba a su cama, como una nube en la noche


tenebrosa, él bostezaba feliz porque sentía que la fuerza más grande del mundo le defen-
día de la oscuridad del bosque nocturno.6

Igualmente, cuando Vera dio a luz a un niño, la maternidad transformó a la mujer.


Desde el momento en que sintió el peso del bebé sobre su pecho, tuvo la sensación de
que todos sus pensamientos habían cambiado. Todo lo que ahora se le pasaba por la
cabeza estaba impregnado del sentimiento hacia su hijo recién nacido, «todo tenía sen-
tido o dejaba de tenerlo sólo en relación a él».7
Pero, no sólo la maternidad transforma a la mujer; la muerte de un hijo logra
sacarla fuera de sí. «Tolia estaba muerto». De manera que cuando Ludmila, por fin
encontró a Tolia, «actuó como una gata que ha encontrado a su gatito muerto, se
alegra y lo lame...» («Mi pobre niño, tímido, torpe, hijito querido...»). «Todos los hom-
bres son culpables ante una madre que ha perdido a su hijo en la guerra; y a lo largo de
la historia de la humanidad todos los esfuerzos que han hecho los hombres por justifi-
carlo han sido en vano».8

VI

«La ternura, la entrega, la pasión, el instinto maternal de la mujer es el pan y el agua de


la vida»,9 leemos en el libro. Pero a lo largo de sus páginas, las mujeres tampoco cesan de
cometer errores y mostrar sus límites. La mujer es también la madre ansiosa que ahoga
a su niña; Liudmila que ha envejecido en la amargura y ha perdido el amor de su mari-
do; Zhenia que, sin advertir al novio, no puede dejar de pensar en su antiguo amor; la
mayor Sofía Ósipovna Levinton, médico militar, que avanzando con paso pesado y ca-
dencioso hacia su destino, con un niño aferrándose a su mano, sólo se descubre en el

6. Ibíd., p. 251.
7. Ibíd., p. 772.
8. Ibíd., p. 180.

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El sentido matricial de la vida humana

último momento como «madre». La imagen de lo femenino que aquí se nos revela com-
pone un cuadro de inconsistencias; la matriz es también ambivalente, madre y madras-
tra; madre que procrea y que titubea y abandona a sus hijos.
La imagen arquetípica de la feminidad se abre y se retrotrae, se dona y se constriñe,
es potencia e impotencia, es ceguera y videncia que evita el dualismo, muestra sus in-
consistencias, se aventura en los riesgos; y constituye un andamiaje decisivo de acceso a
la realidad.

VII

Del conjunto de las mujeres que aparecen en el relato, quizá la sabiduría femenina en-
carne como en ningún otro de los personajes, a través de dos ancianas, Ania Semióno-
vna, madre de Strum/Vitia/Viktor y Aleksandra Sháposhnikova, madre de Ludmila. La
primera, como la madre de nuestro autor, asesinada en un campo de concentración; la
otra, lúcida sobreviviente de la guerra, que no cesa de interrogarse por el destino de cada
uno de los miembros de su familia con la misma intensidad que por la del pueblo judío
o por la de cualquier inocente maltratado. ¿En qué podría consistir la sabiduría de estas
mujeres, cuál es el saber ancestral que cultivan y cuya memoria Grossman honra?
Detrás de las alambradas de un gueto judío, dentro de aquel «redil para ganado»,
encerrada como una «bestia privada de derechos», Ania escribe la última carta a su hijo.
A través de sus líneas, lo primero que destaca es su desconcierto. «Es difícil, Vitia, com-
prender realmente a los hombres...»
A lo largo de las últimas líneas que escribirá, Ania compone un retrato preciso de la
ambigüedad inherente a los hombres. Por ejemplo: su vecina, una mujer con estudios y
diplomada en la escuela de artes forzó la puerta de su casa y arrojó sus cosas a un
cuartucho, gritándole: «Usted está fuera de la ley». Un profesor jubilado que siempre
mandaba saludos a la familia, en aquellos días infaustos, sólo le daba la espalda. Mu-
chos otros estaban dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospechase
que estaban en desacuerdo con las autoridades, todos seres cuya moral se había atrofia-
do. Dos vecinas en su presencia se pusieron a discutir sobre cuál se quedaría con sus
pertenencias, pero al momento en que ella tuvo que partir, las dos lloraron. «Hay perso-
nas que son realmente extrañas».
Schukin, un hombre sombrío y al que Ania creía de corazón duro, es el único de
entre sus pacientes que se ofreció a ayudarla. A punto de ser exterminada, Ania observa
que en el gueto hay personas malas, codiciosas, deshonestas, traidoras, pero también
otras que no dejan de pensar en sobrevivir y en cuyos ojos sólo ve el reflejo de su alma.
«Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo
tiempo, triunfante sobre la violencia».10
La ambigüedad es un rasgo contundente de la condición humana, una caracte-
rística inherente al ser humano en todos los tiempos y culturas. Y «cuanta inhuma-
nidad hay en el ser humano». La vida de los judíos bajo el fascismo era horrible, pero
«los judíos no eran ni santos ni malhechores, eran seres humanos»,11 como todos los
hombres hasta el día de hoy.

9. Ibíd., p. 695.
10. Ibíd., p. 102.
11. Ibíd., p. 244.

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Blanca Solares

¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas
cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos cono-
cen un idéntico destino.12

La otra anciana a la que quisiera referirme es Aleksandra Sháposhnikova, quien


con un hijo desaparecido en la guerra, su casa devastada y sin refugio, recorre las ruinas
de su ciudad y a través de la calle sembrada de escombros, reconoce los restos de un
muro de su casa. «Las huellas del incendio habían quedado impresas en los ladrillos, a
menudo hechas añicos por las explosiones». «Con una fuerza brutal que le sacudió el
alma percibió toda su vida: sus hijas, su desdichado hijo, su nieto Sheriozha, las pérdi-
das irreparables y su cabeza gris, sin un techo».
En medio de esa calle desvastada, Aleksandra Sháposhnikova nos revela, sin em-
bargo, el testimonio más íntimo de su vida, un retrato de su alma. «La vida de sus seres
queridos era un desbarajuste, una vida embrollada, confusa, repleta de dudas, de des-
gracias, de errores.» Su propia vida también era enmarañada y confusa: «vive esperan-
do el bien, cree, teme el mal, llena de angustia por los que viven y también por los que
están muertos; ahí está..., preguntándose por qué el futuro de los que ama es tan oscuro
y sus vidas están tan llenas de errores». Débil, enferma, con el abrigo raído y los zapatos
destaconados mirando las ruinas de su casa, nos entrega su convicción más profunda:

Y aunque ninguno pueda decir lo qué le espera, aunque sepan que en una época tan terrible el
ser humano no es ya forjador de la propia felicidad y que sólo el destino tiene la fuerza de indul-
tar o castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo
de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria
o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres
humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparaba el futuro —la fama por su trabajo o la sole-
dad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución—, ellos vivirían como seres huma-
nos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consistía la victoria amarga y
eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo.13

A sus setenta años, en medio de su confusión, su dolor aporta una respuesta a sus
preguntas, entereza y una especial serenidad, claridad y una gota de esperanza. El futu-
ro de Aleksandra Vladimírovna Sháposhnikova seguía siendo una incógnita. No obstan-
te, pensó: «Queda vida por delante».

VIII

Quizá la diferencia entre vida y existencia sólo se comprenda en situaciones extremas,


cuando la vida ha quedado interrumpida y, sin embargo, la existencia sigue y se prolonga.
Es sorprendente que por más que la existencia pueda ser miserable, el pensamiento
de una muerte cercana, colme al corazón de terror.
El sentido matricial de la vida se pone a prueba en las condiciones más extremas, a
fin de seguir viviendo e impedir que la existencia sea arrasada por la inhumanidad.
¿Puede haber vida bajo el deslumbrante cielo plomizo del miedo al Estado escrito
en letras siniestras, particular, atroz, insuperable para millones de personas?

12. Ibíd., p. 103.


13. Ibíd., p. 1092.

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El sentido matricial de la vida humana

¿Puede uno seguir siendo hombre bajo un régimen totalitario? ¿Guarda lo matri-
cial también un vínculo con la muerte?
Prisionero en un campo ruso, Krímov apenas si podía comprender vagamente que
si deseaba seguir siendo un hombre se le presentaba sólo una opción más fácil que la de
conservar la vida: la muerte. La misma opción que tenía Shtrum, si se negaba a colabo-
rar con el Estado soviético. Strum pensó:

Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte, no se


debe temer si se quiere seguir siendo un hombre. «Bueno, ya veremos —dijo—. Tal vez
tendré la fuerza. Tu fuerza, mamá».14

Ania no sólo había dado la vida, también le había enseñado a morir.

IX

La única posibilidad de seguir siendo hombre, a veces, es la muerte. Ese saber emana de
lo matricial o de la fuerza para atreverse a ser libre. En las profundidades de la vida hay
una fuerza ciega y obtusa en el hombre.
En medio de la muerte: ¡Vivir, ganas de vivir! «Por dura que sea la vida, uno siempre
tiene ganas de vivir». La vida: felicidad del hombre e, igualmente, tremendo dolor.
La vida se convierte en valor supremo, en felicidad, en libertad, en la medida en que
el individuo existe como mundo que nunca se repetirá en toda la eternidad, guiado por
un saber matricial, transmitido por las madres, y que no se puede olvidar:

Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un
hombre... en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo, ni la soberbia, sólo para la
humildad.

Tal vez, ante ese extremo último de tener que morir para preservar el núcleo de digni-
dad, de ansia de vida que le queda al perseguido, al acorralado por la tiranía inhumana de
otros hombres, el riesgo de muerte que una mujer corre cuando va a «dar a luz» deje de ser
visto como un simple hecho biológico y sea comprendido como un símbolo, guardado en
el corazón de su disposición a cada momento para abrir la vida en el mundo.

El conjunto de los ejemplos que he venido reuniendo, me parece, nos llevan a pensar aquí
en una cuestión, si la fuerza para saber aferrarse a la vida está asociada a lo matricial, se
tendrá nuevamente que relativizar la necesidad de romper con la tradición y los roles que
hasta ahora las mujeres han venido cumpliendo como madres y como esposas, en el ho-
gar, la familia, la educación y el cuidado de los niños. La maternidad, tan desacreditada
como una insuperable condición natural y una brecha definitiva, entre la misma mujer y
la liberación femenina, a lo largo de los ejemplos expuestos, y justo en esas condiciones
extremas, vuelve a surgir como una vocación absorbente e irremplazable.

14. Ibíd., p. 1067.

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Blanca Solares

XI

Con todo, dice Julia Kristeva, a propósito de su lúcida investigación sobre un posible
«genio» femenino, admitamos que, a pesar de los progresos de la ciencia, las mujeres
seguirán siendo las madres de la humanidad, y que al amar a los hombres engendrarán
niños;15 y que a través de esta relación, la humanidad seguirá generándose como cultura.
Aliviada por el recurso del progreso de la ciencia, incluso por la opción libre al aborto
cuando las condiciones no son propicias para la mujer, de las diferentes técnicas y la
solidaridad de los hombres, quizá la maternidad se impone nuevamente, aún en nuestros
días, como la más esencial de las vocaciones femeninas, ya sea deseada, aceptada o reali-
zada, con un mayor número de posibilidades para la madre, para el padre y el niño.
Más allá de la oscilación de las acostumbradas tendencias sociales que desacredi-
tan la idea de una particularidad y libertad femeninas, diversos acontecimientos dan
prueba de una renovación de la emancipación femenina que, sin embargo, no exime a
las mujeres de constituirse quizá como la única defensa frente a la violencia y la automa-
tización. De manera que:

[...] por su ósmosis con la especie, que las diferencia radicalmente de los hombres, las
mujeres heredan importantes dificultades para manifestar su genio... (y, por supuesto)
para el cultivo de esa humanidad que ellas albergan en sus vientres.

¿Tendrían que afanarse las mujeres en sobresalir unidimensionalmente en la escue-


la de la competencia masculina de los tiempos modernos? ¿Justifica el «genio» la vida?
No, a decir de nuestras mujeres, tampoco de las que investiga Kristeva. La vida se justi-
fica de manera más humilde.

XII

En su tesis de doctorado sobre El concepto del amor en S. Agustín, Hanna Arendt refiere
que el tema de la vida no puede referirse al margen del tema del amor. Subraya, sin
embargo que, para San Agustín, el amor no tiene que ver con el deseo, el apetito libidi-
noso, la concupiscencia o la estructura fundamental del ente que no se posee a sí mismo
y que está en peligro de perderse, sino que el amor, por el contrario, es coextensivo de la
vida. En el amor reside el carácter propio de la vida. La vida considerada, por San
Agustín, como un bien supremo que no puede arriesgarse porque es eterno. De acuerdo
a su concepción cristiana del mundo, la eternidad está fuera de nuestra existencia y el
amor tiende hacia esa fuerza de la existencia que es la vida eterna en Dios.16
No obstante, los tiempos modernos, ya en la época de San Agustín, son también
tiempos de cambio. En contraste con una concepción de la vida que no puede ser altera-
da, la posición contemporánea del hombre reemplaza la aspiración al ser eterno por el
ideal de modificación y desplazamiento incesante, por el deseo de ruptura, renovación y
renacimiento que pone de relieve el «cambio», o lo contrario del apaciguamiento, «fren-
te a Dios» estabilizador.

15. Julia Kristeva, El genio femenino: vol.1. Hanna Arendt; vol. 2. Melanie Klein; vol. 3. Colette,
Paidós, Buenos Aires, 2000.
16. Remitirse al vol. 1 de Kristeva sobre Hanna Arendt, «Amar, según San Agustín», pp. 46-64.

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El sentido matricial de la vida humana

A la vida como rememoración del pasado y aspiración a una vida dichosa, de recon-
ciliación con lo eterno, se opone el retorno rebelde al ser en la vida, como amor.
S. Agustín no ignoró este hecho. Al contrario, su importancia consiste en hacer
engranar al universo eterno con la sucesión temporal. La peculiaridad del pensamiento
de Arendt, siguiendo a S. Agustín, en destacar que si la vida no es sólo la vida eterna sino
también la vida que adviene, ésta lo es en y por el nacimiento. De ahí que: «Lo que
adviene en el mundo es también constituido por el hombre que vive en el mundo». «La
vida constituye al mundo».
Al hecho de que el hombre nace en el ser, lo habita y lo ama (San Agustín), Hanna
Arendt suma la dimensión del comienzo y del hacer. Dice Arendt, la vida es un princi-
pium divino y un initium humano. La vida transforma la creación en mundo, desde el
momento en que la criatura al nacer encuentra el mundo y lo hace.
Cada nacimiento señala lo que está por delante. Más allá de su fin en la muerte, el
ser vivo que ama, anuncia la duración futura (en lo eterno). El otro, el recién nacido, da
forma a la vida. La vida en el mundo que no es la de un ser «arrojado» (Heidegger) a la
ajeneidad, sino la de un ser «acogido», por amor, en el regazo materno, familiar y afectivo.
Con cada «vida nueva», el vínculo entre el hijo y la madre plantea la cuestión del Otro.
Arendt lanza así una radical pregunta al aire. ¿Será posible el vínculo de la societas con
ese Otro, de modo que no sea en el anonimato de los otros «unos», sino en el amor mutuo
que se disuelva la dependencia recíproca? La novela de Grossman nos ofrece una pista.
Entre el nacimiento y la muerte, la vida se despliega en la obra de un aprender
lo matricial.

XIII

Todos tenemos una vida, algunos aventuras insólitas que podemos narrar a nuestros
allegados y otros, sucesos de la vida que alcanzan fama y pueden tener, incluso, un
impacto mediático. Pero no todas las vidas constituyen una biografía memorable.
En el intervalo entre el nacimiento y la muerte, dice Hanna Arendt, aparece el relato,
una obra arraigada en la biografía de una experiencia que puede compartirse con otros
hombres. Vasili Grossman, rinde tributo a su madre y nos entrega así el rescate de su
relato. En coincidencia con la lectura juvenil de Arendt de S. Agustín, asume que la princi-
pal característica de la vida específicamente humana, «cuya aparición y desaparición cons-
tituyen acontecimientos-de-este-mundo», consiste en que ella está siempre llena de acon-
tecimientos que, al final, pueden ser narrados y constituir una biografía; de bios, vida,
plenitud, no-animal y no-fisiológica, en oposición a la simple zoé, la inercia del tiempo.
La posibilidad de representarse del hombre, del nacimiento a la muerte, de pensarse en
el tiempo y de decírselo a Otro, de compartirlo con Otros, la posibilidad de narrar que abre
Grossman, funda la vida humana en lo que tiene de específica, de profunda, de alegre, de
festiva, conmovedora y tierna pese a la amenaza del exterminio y la violencia del terror.
Nietzsche descifró en la «voluntad de poder» un deseo de vida, así como Heidegger
el retiro «sereno» de la obra poética, o «la serenidad del decir poético». Arendt, recusan-
do a ambos, rehabilita la praxis del relato. Sólo la acción como narración (la vida como
digna de ser contada) y la narración como acción (la reflexión e interrogación sobre la
vida) constituyen la vida en lo que ella tiene de «específicamente humana». Esta concep-
ción, que anuda el destino de la vida con el relato y que está unida también con la ética y
la política, condiciona la esencia duradera de la obra de arte (Kristeva). Pero en tanto

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Blanca Solares

que relato histórico, acompaña también la vida de la polis, diría Arendt, de la vida polí-
tica, en el sentido noble de la palabra, ya amenazada desde los griegos. El relato aparece
en la infancia, con la lengua materna (cuento, canto, arrullo) y se liga con la palabra
como saber y fuerza de elección, anclada también a la casa materna.
La obra poética, igualmente, es una criatura que «se da a luz» tras una prolongada
y silenciosa gestación interior.
El modelo de la creación, como lo concebían los antiguos, era matricial y estaba
presidido por las musas, esos daimones femeninos.

XIV

El siglo XX ha contribuido a liberar a las mujeres respecto del ciclo vital, aunque esta
tendencia existe desde hace miles de años sólo ciertas minorías pudieron aprovecharla
en el pasado. El desarrollo de la ciencia ha hecho que esta emancipación sea posible
cada vez a un mayor número de mujeres en los países más desarrollados y tendencial-
mente en el resto de los países del llamado Tercer Mundo, donde también ya las mujeres
toman un lugar decisivo en el ámbito social y político. «El nuevo siglo será femenino,
para bien o para mal». El «genio femenino» revelado a través de las acciones de las
mujeres en la obra de Grossman, al igual que las biografías de las mujeres específicas
sobre las que nos ilustra J. Kristeva, Hanna Arendt (1906-1975), Melanie Klein (1882-
1960) y Colette (1873-1951), nos permite confiar en que no será para peor.
Otra sexualidad. Otro lenguaje. Otra política.
No obstante, el rechazo a la tradición, tendrá que cuidarse respecto de los excesos
acometidos, principalmente en la década de los sesenta, al estigmatizar a la maternidad
como prueba última de la explotación de las mujeres.

Las madres pueden ser genios, no sólo del amor, del tacto, de la abnegación, de la resisten-
cia o incluso del maleficio y la brujería, sino también de una cierta manera de vivir la vida
del espíritu. Esta manera de madre y de mujer (a veces calurosamente aceptada, otras
veces negada o hecha añicos por conflictos), les confiere en efecto un genio muy de ellas.17

¿Representan las madres la única defensa contra la inercia al sometimiento y la


moderna automatización de la vida? Los relatos que Grossman nos ofrece, especialmen-
te de las mujeres que luchan a fin de que el ser humano no pierda su capacidad de amar
y de sentir, han intentado con destellos deslumbrantes bordear esta cuestión. Si el siglo
XX no será sólo de siniestra memoria, quizá ello se deba al amor, el placer y la sabiduría
de las mujeres libres y diferentes respecto del sexo masculino. Su entrega gozosa en el
cuidado del Otro, seguirá siendo una fuente de luz.

Recuerda (Vitia) que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en
los días tristes, nadie tendrá el poder de matarlo.
En estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría.

17. Ibíd., p. 14.

104 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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EL SENTIDO AXIOLÓGICO DE LA VIDA HUMANA

Vicente Vide

La solución del problema de la vida se nota en la desaparición


de ese problema. (¿No es ésta la razón por la que personas que
tras largas dudas llegaron a ver claro el sentido de la vida, no
pudieran decir, entonces, en qué consistía tal sentido?)1

El sentido axiológico de la vida se sitúa en el ámbito de los ejes centrales de la existencia,


un ámbito que, según Wittgenstein no se reduce ni a hechos ni a estados de cosas. Por
mucha información científica que tengamos, no por ello podremos resolver la cuestión
del sentido de la vida. Mas tras la desaparición del problema el sentido de la vida se hace
patente, aunque seamos incapaces de decir en qué consiste ese sentido. Aunque la pre-
gunta por el sentido de la vida no es una pregunta, en sentido estricto; el proceso de
plantearse la pregunta, intentar dar una respuesta y darse cuenta de la carencia del
significado de la pregunta, muestra el sentido de la vida a aquel que ha seguido este
proceso. Se encuentra en mejor situación ante ella, el sentido de la vida se le hace paten-
te a quien lo descubre como ausente. Cuando se llega a este ámbito se puede arrojar ya
la escalera (cfr. el Tractatus de Wittgenstein) y se puede ver y vivir la vida como valor y
descubrir el valor de la vida no como totalidad de objetos o hechos del mundo, sino
como una coimplicación con el sentido del mundo.
El sentido tiene que ver con la implicación. Como dice A. Ortiz-Osés: el hombre se
hace coímplice de una realidad en relación de complicidad.2 El sentido de la vida se da
o se muestra en el ámbito de una vida de sentido. Y el sentido consiste precisamente en
la mediación simbólica entre lo dado y lo no-dado, entre el caos y el cosmos, entre eros
y logos, entre razón y sinrazón, una articulación de lo no-articulado. El sentido sólo se
aprehende a la luz del sinsentido, como lo concertado ante el desconcierto existencial.
El sentido se muestra como dirección, orientación por donde fluye el valor de la vida o
la vida como valor. El sentido es, pues, eje de la vida y del mundo (Axis mundi), de
donde se emparenta con lo axiológico y por ello, el sentido de la vida presenta un
carácter axiológico.
El sentido de la vida consiste en el encaje del eje de la rueda de la vida. Precisamente
para describir el núcleo de la vida humana Buda utiliza el término dukkha que en sánscri-
to significa etimológicamente «rueda que no gira o que tiene un eje desencajado». La raíz
kha significa «hueco, abertura en una rueda en la que está enclavado el eje». Kha unido a
duh designa algo que tiene una calidad pobre o poco satisfactoria y expresa el malestar, la
incomodidad existencial manifestada como vaciedad e inconsistencia. La llamada prime-
ra verdad budista muestra cómo en el núcleo de la vida se halla un viaje incómodo lleno de
baches debido a ese desencaje existencial. Este es su significado más profundo y no el de
sufrimiento, insatisfacción o dolor. En cambio, sukkha designa todo lo contrario: eje bien

1. L. Wittgenstein: Tractatus logico-philosophicus, Alianza Universidad, Madrid 1987, 6.521.


2. Cfr. A. Ortiz-Oses: Metafísica del sentido. Universidad de Deusto, Bilbao 1989, 14.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 105

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Vicente Vide

encajado que permite que la rueda gire correctamente y el viaje en carro se realice de
manera ajustada y agradable. Se suele traducir como «felicidad». Cuando Buda enfatiza la
asunción del sufrimiento, del dolor y de la insatisfacción no niega la felicidad existente en
la vida. En los discursos de Buda aparecen diversas clases de felicidad: la felicidad de la
vida de familia, la felicidad de los placeres de los sentidos, la felicidad del renunciamiento,
la felicidad del apego, la felicidad del desapego, la felicidad física, la felicidad mental, etc.
El énfasis del budismo no está tanto en el binomio dolor/felicidad (duhkha/suhkha) cuan-
to en el encaje existencial de todo lo que acontece en la vida, ya que todo es acontecer,
devenir, impermanencia, cambio, estados condicionados, es decir, correlacionalidad. El
encaje del eje de la rueda de la vida nos lleva a descubrir la vida como valor así como el
valor de la vida. Por ello el sentido de la vida va unido a su dimensión axiológica.
Lo axiológico se ha relacionado con los valores. Si los valores son expresión de lo
que vale en la vida, es decir, de lo que cuenta en la vida en cuanto expresa una condensa-
ción significativa del vivir, entonces ciertamente tiene que ver lo axiológico con los valo-
res. No se puede disociar el sentido de los valores. Pero hay valores con sentido y valores
sin sentido. Si se conciben los valores al estilo de la ética material de los valores de Max
Scheler como una hipostatización de esencias platónicas, captadas en base a una ahistó-
rica intuición eidética hiperuránica, entonces esos valores son sin-sentidos, en cuanto
no constituyen mediaciones axiales del mundo y de la vida, es decir, del mundo de la
vida y de la vida del mundo. Por ello es mejor caracterizar el sentido como juntura,
como quicio liminal (quicio del latín cardo-inis), o sea, ámbito de intersección de puntos
cardinales, de virtudes cardinales, como orientación y referencia en medio del cruce de
caminos de la existencia. Y ello, una vez más, sin privilegiar un punto cardinal frente a
otros, como se nos desliza, queriendo o sin querer, cada vez que preguntamos: ¿cuál es el
norte de tu vida? ¿Por qué no preguntamos: «Cuál es el sur o el este o el oeste de tu
vida?». Sabemos que ello se debe al aplastante peso de las hierofanías septentrionales
(de septentrión, o septem triones, los siete bueyes) que los romanos veían (¡qué imagina-
ción!) en la Vía Láctea cuando guiaba y orientaba a las gentes en las noches de aquella
época. Identificar el sentido con el norte de la vida conlleva privilegiar un marco de
referencia que propicia una forma de vida celeste, imperial, tecnocrática, estructurada
en base a los de arriba, a esencias dadas e inmutables que hay que seguir y quien no las
sigue pierde el norte. Se le recrimina: «Has perdido el norte».
La articulación del sentido de la vida como Axis mundi se expresa de manera muy
adecuada en los mitos relativos al Árbol de la vida. En ellos éste aparece como eje del
mundo, como punto central entre el cielo y la tierra. Esta topografía mitológica tiene
especial importancia en los pueblos nórdicos, tanto altaicos como germánicos, aun-
que quizás sea de origen mesopotámico. Los tártaros Abakan hablan de una montaña
de hierro sobre la que crece un abedul de siete ramas, símbolo de los siete pisos del
cielo. Entre los escandinavos encontramos a Odín que ata su caballo a Yggdrasil, el
árbol cósmico. Las raíces de este árbol llegan hasta el corazón de la tierra, donde se
halla el reino de los gigantes y el infierno. La fuente Urd está junto a este árbol cósmi-
co; allí tienen lugar las reuniones de los dioses para administrar justicia en el mundo.
Los sajones consideraban a la estela cósmica Irminsul como la columna universal que
sostiene y sustenta todas las cosas. En la mitología china el árbol milagroso está en el
centro del universo como madero erguido. En todas estas mitologías el árbol como
«eje cósmico» expresa la realidad en su dimensión de orientación, referencia, norma,
soporte y punto de apoyo del cosmos. También podría interpretarse en este sentido el
árbol de la cruz del cristianismo en cuanto entronca con el árbol de la vida del Géne-

106 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido axiológico de la vida humana

sis.3 En todas las culturas y religiones hay ejes, puntos de referencia, centros de la
existencia. Su configuración es múltiple y cambiante, pero el simbolismo del centro
del mundo y del eje de la existencia siempre ha ido asociado al sentido. El Árbol de la
vida simboliza el universo, las columnas centrales sostienen el mundo como funda-
mento inmanente. El círculo del mandala en las escuelas tántricas en forma de series
de círculos en un cuadrado constituye un eje mediático que permite al iniciado aden-
trarse en los vericuetos dialécticos de la existencia. Por ahí camina lo axiológico.
El sentido implicado es, pues, un sentido implicativo o co-implicativo. El sentido no
responde al cómo es o al por qué es un ser, sino al para qué lo es. El sentido en cuanto
explicitación de lo contenido en los pliegues del tejido de la existencia conlleva religación,
vinculación articuladora y transformadora de la vida; comporta, pues, valores vitales, pero
no sustanciales, dados de una vez para siempre, sino recreados simbólicamente como ar-
quetipos. Los valores son, pues, recreaciones simbólicas y arquetípicas del sentido de la vida.
Tradicionalmente los valores se han situado en el ámbito del ser y del deber ser. Los
valores en cuanto expresión del sumo bien se remontan a la filosofía griega y escolástica,
son las esencias captadas sub ratione boni (como bien para el hombre). En Kant se forma-
lizan hasta tal punto que se identifican con la pura forma de la ley como deber ser, impe-
rativo categórico incondicional e inmaterial. El primer uso técnico de la noción de valor
proviene de la economía política y de ella ha pasado sobre todo por influjo de Nietzsche al
lenguaje filosófico, concretamente a la axiología. Para Nietzsche fue el hombre quien,
para sobrevivir, puso los valores sobre las cosas. Fue él quien creó el sentido de las cosas.
Por eso se llama hombre, es decir, el que valora. En cambio, según F. Brentano la represen-
tación es objeto del juicio y del sentimiento. El juicio discierne la verdad. El sentimiento
estima el valor. El valor se refiere al sentimiento del mismo modo que la verdad al juicio.
Los valores se fundan sólo en el acto valorativo; el cual no es un proceso racional, sino
emocional. El amor posee una peculiar inmediatez de evidencia como criterio acertado.
De aquí arrancarán las teorías de Meinong y Ehrenfels. La axiología de A. Meinong es
subjetivista. Para él, una cosa tiene valor cuando nos agrada y en la medida en que nos
agrada. Es necesario partir de la valoración como hecho psíquico; tal hecho es siempre un
sentimiento, el cual lleva a su vez implícito un juicio de existencia. En toda valoración se
produce un estado de placer o de dolor, basado en el juicio existencial. Aunque el valor es
puramente subjetivo, mantiene, no obstante, una referencia al objeto a través del juicio
existencial. Un objeto tiene valor en tanto posee la capacidad de suministrar una base
efectiva a un sentimiento de valor. Posteriormente, hizo menos radical este subjetivismo:
un objeto tiene valor en cuanto un sujeto tiene o debe tener algún interés por él.
Para W. Ostwald la realidad es la energía, entendida ésta como una verdadera causa
y como constante ontológica que continuamente se modifica. Las realidades particula-
res son modos de energía, la cual es siempre constante. La energía es un valor. Esta
teoría, conocida con el nombre de energetismo enseña el imperativo energético: no des-
perdiciar la energía libre que disminuye constantemente, sino aprovecharla. También
H. Aifinsterberg sostiene que los valores son el resultado de una acción libre de afirma-
ción, pero que se establecen independientemente organizados en una jerarquía. El valor
puede originarse o bien de la vida espontánea o bien de la vida consciente.
El objetivismo axiológico, representado en W. Windelband y H. Rickert sostiene
que el valor no pertenece a la esfera del sujeto, sino a la del objeto. Ahora bien, este

3. Una documentación detallada sobre las mitologías del árbol como «axis mundi» se encuentra en
Cfr. M. Eliade: Tratado de historia de las religiones. Cristiandad, Madrid 1981. 2 ed., 285-286 y 304-309.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 107

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Vicente Vide

objeto no tiene realidad, como la tiene el objeto de una experiencia sensible, sino que
constituye un «tercer reino». Es decir, entre el reino de la realidad y el de los valores no
es posible una relación si no es a través de una esfera diferente de ambas. Ese «tercer
reino» está constituido por relaciones, llamadas por Rickert «formaciones de sentido»
(Sinngebilde). La cultura es el reino, de las formaciones de sentido.
Alejado del kantismo, el objetivismo axiológico ha tenido sus representantes más
destacados en el círculo de la Fenomenología. Siguiendo el método fenomenológico de
Husserl, Max Scheler está de acuerdo con Kant al rechazar la «ética de bienes», pero
esto no tiene que llevar a una aceptación de la «ética del imperativo categórico». Hay
que distinguir entre bienes y valores. Frente a Kant, Max Scheler propone una ética
material de los valores. Según él los valores son cualidades ideales a priori que constitu-
yen un mundo de objetos independiente de las variaciones y modificaciones históricas.
Son «a priori» porque son aquellas unidades de significado ideal que se autodan en una
intuición inmediata con ocasión del hecho prescindiendo de todo tipo de posición sub-
jetiva. Se captan en un acto de intuición emocional (Wertfühlen). Pero los valores como
cualidades ideales a priori no pueden constituir mediaciones axiales del mundo de la
vida y quedan disociados del ámbito del sentido de la vida.
Nicolai Hartmann sigue una línea paralela a la de Scheler, pero considera única-
mente la persona individual. Los valores son, como afirma también Scheler, esencias
irracionales, estando la norma y el deber fundados en el ser independiente de los valo-
res. No hay una prioridad del deber respecto de los valores, sino que el valor precede al
deber y lo condiciona. Los valores poseen el carácter de esencias originales, indepen-
dientes de la representación y del deseo. Son objetos ideales, aprehensibles en una vi-
sión intuitiva a priori, independiente de toda experiencia. Hartmann retorna así a la
teoría platónica de las ideas y, al igual que Scheler disocia el sentido de la vida como
implicación de la dimensión axiológica de la existencia. Si los valores son condensacio-
nes axiales de la existencia, no pueden quedar desligados del ser y de la vida como
sentido.4 Siguiendo el anuncio profético de Nietzsche podríamos decir que el sentido de
la vida es la vida como valor y el valor de la vida es la vida como sentido. Pero para ello
es preciso situar el sentido axiológico de la vida en el ámbito hermenéutico-simbólico.
En efecto, los valores se sitúan en el ámbito de lo simbólico como universos de
sentido que condensan y articulan (logos) los ejes (axis) arquetípicos de la existencia.
Los valores son, pues, condensaciones axiológicas de la existencia. Al igual que el senti-
do se accede a ellos desde el ámbito de lo simbólico.
Paul Ricoeur en su obra Finitud y culpabilidad caracteriza los símbolos como las
significaciones analógicas formadas espontáneamente y que nos transmiten un sentido.
En su obra El conflicto de las interpretaciones señala cómo los símbolos son mediaciones
del sentido. El símbolo presenta una estructura de doble sentido. El símbolo en cuanto
da que pensar promueve un sentido que apunta hacia lo que cuenta e importa en la vida,
hacia los valores. Los símbolos nos señalan que la vida posee una estructura más pro-
funda que la conocida por la experiencia común y diaria, prosaica y homogénea. E. Cassi-
rer en su Filosofía de las formas simbólicas muestra el carácter simbólico del universo
humano. Radica en su contextura biológica no cerrada instintualmente, sino abierta,

4. Para profundizar en la axiología de estos autores pueden consultarse las siguientes obras: R.S.
Hartmann: La estructura del valor. Fundamentos de la axiología científica. México 1959; 1. J. Hessen, Tratado
de filosofía, II, Teoría de los valores, Buenos Aires 1951; A. Linares Herrera, Elementos para una crítica de la
filosofía de los valores, Madrid 1949; M. Scheler, Ética, Buenos Aires 1948; F. Orestano, Los valores huma-
nos, Buenos Aires 1947; J. Ortega y Gasset, ¿Qué son los valores?, en Obras Completas, VI, Madrid 1946.

108 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido axiológico de la vida humana

donde la distancia entre el deseo y realidad no se colma nunca. Los símbolos son vehícu-
los de valores en cuanto permiten acceder a las estructuras y núcleos axiales de la exis-
tencia.5 Los símbolos reúnen extremos en una misma cosmovisión. De este modo, el
pensamiento simbólico, a diferencia del pensamiento científico, no procede por reduc-
ción de lo múltiple a lo uno, sino por explosión de lo uno hacia lo múltiple, para captar
lo nuclear de la vida como eje de rotación existencial. Los símbolos expresan, por tanto,
los valores de la existencia. Ello es así porque lo significado en el símbolo pertenece a un
orden distinto pero no distante de aquel en el que se sitúa el significante. Hay en el
proceso simbólico un plus de significación, lo que llamaba Lévy-Strauss «significado
flotante».6 Los símbolos expresan las densidades significativas de lo real, ya que el sím-
bolo manifiesta lo simbolizado como el rostro a la persona.
Estas densidades significativas de lo real se condensan en diversas dimensiones. Así
acontece en el mundo del arte, en el de las relaciones personales, en el ámbito metafísico,
estético, religioso y en el ámbito ético. Los valores se han situado en el ámbito ético desde
la tradición clásica, pero en realidad sería más propio hablar de la dimensión axiológi-
ca de lo real, en la que confluyen las densidades significativas de lo real. En efecto, en el
simbolismo estético de una obra de arte pueden confluir una múltiple serie de valores en
cuanto densidades significativas que articulan dimensiones centrales de la existencia. Así lo
expresa M. Heidegger señalando el sentido axiológico de la vida expresado simbólicamente
por van Gogh en un cuadro en el que aparecen el par de zuecos de un campesino. Contem-
plándolo se advierte el sentido axiológico de la proximidad y religación a la tierra en la vida
del campesino así como la dureza y tragicidad asumida. Así lo interpreta M. Heidegger:

Ateniéndonos al cuadro de van Gogh no podemos ni siquiera establecer dónde se encuentran


esos zapatos. En torno a ese par de zapatos de campesino no hay literalmente nada donde se
los pueda localizar; nada... si no es un espacio vago... Un par de zuecos y nada más. Y sin
embargo..., en la oscura intimidad del hueco del calzado está metida la fatiga de los pasos de la
labor. En la ruda y pesadez del zapato está afirmado el lento y obstinado caminar a través de
los campos a lo largo de los surcos siempre iguales que se extienden a lo lejos bajo el viento...
A través de esos zapatos llega a nosotros la llamada silenciosa de la tierra, su entrega callada
del grano que madura, su secreto rehusársenos en el árido barbecho invernal. A través de ese
objeto se nos comunica la muda inquietud por la seguridad del pan, la alegría silenciosa del
sobrevivir de nuevo, la angustia ante el parto inminente, el temor ante la muerte que se acerca.
Este producto pertenece a la tierra y está al abrigo en el mundo de la campesina.7

El sentido expresa, pues, el eje, el centro de gravitación, el núcleo de rotación de la


existencia. Los clásicos lo llamaban «pondus», «peso» en cuanto núcleo central de atrac-
ción. Y este eje-valor central tiene que ver con el amor. Por eso decía San Agustín: «amor
meus, pondus meum». Más prosaicamente lo expresa el escudero del caballero protago-
nista de la película El séptimo sello de Ingmar Bergman: «En este mundo imperfecto el
amor es lo más perfecto precisamente por su perfecta imperfección».

5. Cfr. G. Durand: De la mitocrítica al mitoanálisis: figuras míticas y aspectos de la obra, Barcelona:


Anthropos Editorial, 1993, 23. También resulta de gran interés para el estudio de la mediación simbó-
lica su obra: La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu, 2005.
6. Cfr. C. Lévi-Strauss: «Introduction à l`oeuvre de M. Mauss», en Sociologie et anthropologie, París,
Presses Universitaires de France, 1950, XLVIII.
7. M. Heidegger: Der Unsprung des Kunstswerkes, en Holzwege. Obras completas, Frankfurt,
Klosterman, vol. V, 18-19. La traducción castellana está tomada de J. Martín Velasco: El hombre, ser
sacramental. Raíces humanas del simbolismo. Fundación Santa María, Madrid, 1988, 27-28.

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EL SENTIDO PEDAGÓGICO DE LA VIDA HUMANA

Joan-Carles Mèlich

¿Y me preguntas hoy por qué estoy triste?


De los álamos vengo.
ÁNGEL GONZÁLEZ, Otoños y otras luces

1. Pórtico

En un momento u otro, la experiencia humana de la vida es (o será), necesariamente,


ese «silencio eterno de los espacios infinitos», esa experiencia de finitud, de contingen-
cia y de azar, esa experiencia de vacío y de soledad, esa experiencia de límite, de abando-
no y de muerte, porque si bien, como mostraron Epicuro, Spinoza y Wittgenstein, nadie
puede vivir su propia muerte, la muerte no se vive, no es menos cierto el hecho de que,
desgraciadamente, todos los días asistimos a la muerte y al sufrimiento de los demás.1
El filósofo alemán Karl Jaspers definió en su libro Philosophie (1932) como «límite»
una situación de la que no se puede salir ni se puede cambiar, por ello no es posible resolverla
con la ayuda del conocimiento científico-técnico. En una situación así el ser humano es
incapaz de confiar en los procesos calculados y planificados de la «razón instrumental». En
ella de nada sirven los expertos, los especialistas o los manuales. Y precisamente porque
ineludiblemente los seres humanos vivimos (o viviremos) en situaciones límite, porque no
podemos escapar a su inquietante presencia, todos somos seres necesitados de ámbitos de
inmunidad, de espacios de protección, de esferas físicas, simbólicas y tecnológicas.2
Pero hay una cuestión aquí que resulta fundamental: la pregunta por el sentido de la
vida. No solamente tendríamos que preguntarnos ¿qué sentido tiene una vida que se
sabe finita? sino otro interrogante, digamos, más pedagógico: ¿dónde encontrar el senti-
do? Y si eso es posible, entonces ¿cómo transmitirlo?
En el presente ensayo voy a sugerir que son precisamente las narraciones, en sus
variados modos y formas de expresarse, las que, en un tiempo de crisis generalizada, en
una época en la que el espectro del nihilismo recorre Occidente, constituyen auténticas
prácticas de dominio de la contingencia, ámbitos de inmunidad, o, si se prefiere, para-
fraseando al filósofo alemán Peter Sloterdijk, esferas que dan cobijo a la inquietante
presencia del azar y de la incertidumbre en las vidas humanas.
En lo que sigue sostengo que, aunque desde una perspectiva pedagógica, las narra-
ciones no son transmisoras de Sentido (porque el Sentido es imposible ya de recuperar
si Dios ha muerto), sí que resultan portadoras de un cierto orden a media luz, de una

1. Emmanuel Levinas le criticará a Heidegger precisamente esta cuestión: el hecho de que el


filósofo alemán no se ocupara en Sein und Zeit (1927) de la muerte del otro.
2. Véase la trilogía de Peter Sloterdijk Sphären, Suhrkamp, Frankfurt, 1998 (Hay traducción caste-
llana: Esferas, Madrid, Siruela, tres volúmenes).

110 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido pedagógico de la vida humana

especie de orden crepuscular en nuestro espacio y en nuestro tiempo.3 Las narraciones


vinculan simbólicamente el tiempo humano (el pasado del presente y el futuro del pre-
sente) y pueden hacerlo «soportable».4 Parafraseando a Odo Marquard diría que donde
ya no es posible cambiar hay que narrar. Esta es, por decirlo en pocas palabras, la tesis
que subyace a este breve ensayo.

2. Las situaciones-límite

Hace ya muchos años, Karl Jaspers estableció que la «experiencia de las situaciones-
límite» era estructural, ineludible a cualquier interpretación humana del mundo. No
hay vida humana sin muerte (Tod), sin sufrimiento (Leiden), sin contingencia (Zufall),
sin lucha (Kampf).
Evidentemente, cada cultura ha intentado «reducir» esta experiencia de maneras
distintas. Como señaló Hans Blumenberg en su Arbeit am Mythos (1979), todas las cultu-
ras han soñado alguna vez con «dominar la realidad» o, lo que es lo mismo, en controlar,
planificar, y organizar las condiciones de su existencia, la experiencia que supone vivir en
un mundo inhóspito. Todos los seres humanos, vivan en la cultura que vivan, han soñado,
de un modo u otro, un imposible sueño: tener bajo control sus situaciones límite...
Evidentemente, en la medida en que el ser humano es un ser cultural, cada universo
simbólico ha realizado este sueño de maneras distintas. Pero, en cualquier caso, la expe-
riencia de las «situaciones-límite» es estructural a la existencia humana, aunque las for-
mas de hacerle frente sean históricas.5
En la obra citada, Hans Blumenberg sostiene que el universo carece de fundamento
y de propósito, y se comporta de forma indiferente a los intereses de los hombres. Así, a
lo largo de toda su historia, la humanidad ha intentado enfrentarse a la contingencia, a
este —en términos de Blumenberg— absolutismo de la realidad (Absolutismus der Wir-
klichkeit). Toda la historia de las civilizaciones podría concebirse grosso modo como un
gigantesco esfuerzo por «establecer distancias» frente a este universo anónimo e indife-
rente que se presenta amenazante. Y es precisamente aquí el lugar en el que las narracio-
nes, en sus diversas formas (relatos, mitos, alegorías, fábulas, ritos, poesías, dramas,
tragedias, comedias...), hacen su aparición.6
Desde esta perspectiva, las narraciones serían las distintas respuestas (o, si se pre-
fiere, las compensaciones) que los hombres y mujeres dan a las situaciones-límite, a todo
lo que no puede resolverse científicamente en sus diversos tiempos y espacios.
Los seres humanos tienen necesidad de historias narradas para poder dominar la
«historia», la «realidad», su espacio y su tiempo, su envejecimiento y su muerte (la suya
propia y la de los demás). Hombres y mujeres pueden atenuar el inmenso poder amena-
zante de la «realidad contingente» mediante el trabajo con mitos, con relatos, con narra-
ciones. Subrayo el hecho de que las narraciones sólo pueden atenuar el poder amenaza-
dor de la contingencia, nunca eliminarlo del todo. En un universo en el que las situacio-

3. B. Waldenfels, Ordnung im Zwielicht, Frankfurt, Suhrkamp, 1987.


4. Sobre el sentido que le otorgamos al término símbolo véase L. Duch / J.C. Mèlich, Ambigüedades
del amor, Madrid, Trotta, 2009.
5. Utilizo el término estructural en el sentido de L. Duch, La educación y la crisis de la modernidad,
Barcelona, Paidós, 1997.
6. H. Blumenberg, Arbeit am Mythos, Frankfurt, Suhrkamp, 1990. Hay traducción castellana: Tra-
bajo sobre el mito, Barcelona, Paidós, 2003.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 111

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Joan-Carles Mèlich

nes límite dejasen de ejercer su poder amenazante sería un mundo en el que no podría
existir la vida humana.
La forma que poseen los relatos de hacer frente a la contingencia no es otro que el
hecho de transformar la realidad caótica en una pluralidad de historias, de narraciones
cordiales, de narraciones portadoras de sentido, de consuelo, de apoyo. La función de las
narraciones es, pues, la «cosmización», el paso del caos al cosmos. (Aunque la posibili-
dad del caos nunca se pueda anular del todo). Y ésta es también la base de toda cultura:
la ordenación del mundo, el control de la ambigüedad y de la ambivalencia. Por eso no
hay cultura posible sin narraciones, porque los seres humanos necesitan un mínimo de
seguridad, tienen que sentirse acogidos en un universo habitable. Aunque para ello es
necesario que la indeterminación y el cambio se mantengan algo alejados; no del todo,
evidentemente, porque en un mundo de ideas «claras y distintas» también la vida sería
invivible. La existencia humana se mueve siempre entre el caos y el cosmos, entre la
permanencia y el cambio, entre el éxodo y el asentamiento.
Ya se ha dicho antes que la experiencia de las situaciones-límite es de una manera u
otra ineludible para los seres humanos en cuanto seres que habitan un mundo. Precisa-
mente porque no hay posibilidad de escapar a esa experiencia, porque la experiencia de
la contingencia, del mal, del sufrimiento y de la muerte (la de cada uno y sobre todo la
del otro), es estructural a la condición humana, hay una «ansiedad fundamental» que
subyace a todo modo de habitar el mundo. De ahí que aunque la ciencia y la tecnología
avancen, progresen, las narraciones siguen siendo imprescindibles, porque ni la ciencia
ni la técnica pueden aportar sentido, las narraciones, en cambio, sí. Esto es especialmen-
te relevante en el mundo moderno. Como veremos a continuación, frente a la idea de
que la modernidad supone el fin de lo narrativo (el paso definitivo del mito al logos), lo
que uno descubre es justamente todo lo contrario: cuanto más moderno se vuelve el
mundo más necesitamos de la narración. Narrare necesse est (Odo Marquard).7

3. Narraciones y teorías científicas

A diferencia de lo que suele creerse, las narraciones no desaparecen una vez se ha alcan-
zado un alto grado de conocimiento científico y tecnológico. No es cierto que desde el
momento en que se descubre la «Verdad» contrastable empíricamente (en el caso de que
tal cosa sea posible) se desvanezcan. Más bien sucede todo lo contrario.
La irrupción de la postmodernidad muestra que las narraciones son todavía más
necesarias en un universo en el que la tecnociencia se ha convertido en una forma de
vida, en el modo de ser de hombres y mujeres en su vida cotidiana. De esta cuestión se
ha ocupado sobre todo el filósofo alemán Odo Marquard. Según él, frente al «dogma»
positivisma cabe afirmar que cuanto más científico se vuelve el mundo más imprescindi-
ble resulta la narración.
Si bien es cierto que en algún momento los mitos han ocupado el lugar de la verdad
científica, no lo es menos el hecho de que la función antropológica del relato no es la
misma que la de la ciencia. Odo Marquard sostiene que las teorías científicas —supues-
tamente— hablan de la realidad «existente». El científico se ocupa de decirnos cómo es

7. O. Marquard, Philosophie des Stattdessen. Studien, Reclam, Stuttgart, 2000. Se puede consultar
la traducción castellana titulada: Filosofía de la compensación. Escritos sobre antropología filosófica,
Barcelona, Paidós, 2001.

112 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido pedagógico de la vida humana

el mundo, la verdad del mundo. Las narraciones, en cambio, nada tienen que ver con
esto. Ellas no tratan de la «verdad» o de la «realidad», sino de la forma o el modo de
«soportar» la realidad, de «convivir» con la verdad.
En una palabra: las narraciones realizan una función terapéutica, nos ayudan a
soportar las «verdades existenciales» de nuestra vida cotidiana. La función del relato no
es, en ningún caso, mostrar la verdad empírica sino ayudarnos a sobrellevarla, por eso
las historias tienen que ver con la felicidad y con la infelicidad. En otras palabras: los
relatos nos muestran qué sentido tiene (si es que tiene) el mundo y, si no, cómo soportar
lo absurdo de la existencia.8
Los relatos, las fábulas, los cuentos nos ayudan a resistir el sufrimiento de la vida, a
inventarnos un «sentido» en un universo mudo e indiferente al dolor humano. Las na-
rraciones disimulan el «vacío existencial», son lugares simbólicos de refugio que favore-
cen «procesos de cosmización»; producen orden interior, sosiego y hospitalidad.
Por eso, insisto, no hay paso del mito al logos, no puede haberlo. Es inconcebible la
existencia humana sin la presencia al mismo tiempo de mythos y de logos, de imágenes
y de conceptos, de símbolos y de signos, de ciencia y de arte...9 Y no hay paso del mito al
logos porque existen situaciones en la vida humana, —«situaciones-límite», que ningún
logos puede resolver. Estas situaciones no se pueden solventar con «conocimiento técni-
co». Es como si el logos, el conocimiento científico, el lenguaje conceptual, chocara
contra un muro que se le resiste a pesar de su implacable avance.
Las teorías científicas pueden, ciertamente, ofrecer protección, sobre todo protec-
ción «física», pero resultan insuficientes desde una perspectiva «existencial» o «vital».
Es aquella idea que Ludwig Wittgenstein expresó de forma magistral en el conocido
aforismo del Tractatus: «Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científi-
cas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo
más mínimo».10
Desde esta perspectiva, puede verse ahora mayor con claridad lo que decía más
arriba: el progreso de la ciencia y de la técnica no ha significado el ocaso de la narración
sino precisamente todo lo contrario. La tecnociencia no puede responder a la pregunta
por el sentido, y una pedagogía que viva únicamente de los lenguajes del logos es incapaz
de ser de dar respuesta al interrogante de por qué debo seguir viviendo.
En un universo colonizado por la razón instrumental (Horkheimer) andamos nece-
sitados de relatos que compensen la ausencia de puntos de referencia absolutos, de
arquetipos que respondan a las cuestiones protológicas y escatológicas. Insisto, cuanto
más ilustrada se vuelve una sociedad más importancia cobra la narración.

4. Sentido y acontecimiento

Los seres humanos necesitamos narraciones para soportar la contingencia. Esta es una
tesis fundamental. Estamos obligados a narrar porque no podemos sobrevivir sin senti-
do, sin un tipo u otro de orden, de cosmos, aunque sea un orden crepuscular, un orden

8. Véase, sobre esta cuestión: O. Marquard, Glück im Unglück, Philosophische Überlegungen, Munich,
Fink, 1996. Hay traducción castellana titulada: Felicidad en la infelicidad. Reflexiones filosóficas, Bue-
nos Aires, Katz, 2006.
9. Véase Ll. Duch, Antropología de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, Madrid, Trotta, 2002.
10. L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Madrid, Alianza, 2003, 6.52.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 113

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Joan-Carles Mèlich

en el que la amenaza del caos siempre está presente. No podemos habitar un mundo
radicalmente caótico.
En nuestra existencia cotidiana, inventamos juegos, pasatiempos, para no pensar
en el sentido (o el sinsentido) de la vida. A menudo vivimos una vida «rutinizada». Ade-
más, la implacable aceleración del tiempo no nos deja instantes para la reflexión. No
tenemos tiempo para pensar sobre nosotros mismos, para autoexaminarnos.
Pero un día la rutina se rompe y, de repente, irrumpe sin avisar, en el instante más
insospechado, un acontecimiento, una «situación-límite», y ya nada vuelve a ser como
antes. Un acontecimiento es, al igual que un lance o un suceso, algo que nos pasa, pero, a
diferencia del mero lance, el acontecimiento abre una «brecha en el tiempo», abre, en la
vida de cada ser humano, una fisura, una grieta. Por eso, frente a los acontecimientos sólo
cabe el consuelo. Esta es la función de la narración, una función terapéutica, consoladora.
Una vida sin historias es imposible porque es insoportable una existencia sin algún
sosiego frente a los avatares de los acontecimientos que nos obligan a replantearnos
nuestro modo de ser en el mundo. Narramos para seguir vivos, para «soportar» la reali-
dad de la muerte. «Narro, luego aún existo» (Odo Marquard). Esta es, pues, una de las
funciones fundamentales del relato: hacer de lo inhóspito e inquietante algo que nos sea
familiar y accesible. Las narraciones hacen posible que podamos soportar la temible
amenaza de los acontecimientos.
El nacimiento, el amor y la muerte son tres acontecimientos fundamentales que, de
un modo u otro, toda persona «vive» en algún momento de su vida. No me refiero, como
puede suponerse, al propio nacimiento, puesto que el nacimiento no es un aconteci-
miento que uno pueda vivir.11 El nacimiento siempre es un acontecimiento para otro. ¿Y
qué decir del amor? No me refiero aquí al amor que se ha desarrollado estable o inesta-
blemente a lo largo de la vida, sino al amor que irrumpe repentinamente. ¿Quién no ha
vivido este amor como un auténtico acontecimiento? Lo mismo sucede con la muerte
(que no debe confundirse con el morir). Es verdad que nadie puede vivir su muerte. «La
muerte no tiene nada que ver con nosotros. Pues el ser, una vez disuelto, es insensible, y
la condición insensible no tiene nada que ver con nosotros», escribió Epicuro. Mi muer-
te, ciertamente, no es un acontecimiento de mi vida, pero sí el «morir» y la «muerte del
otro», especialmente la del amigo, la del amante, la del hijo...
Los acontecimientos no tienen que ver con la acción sino con la pasión. No «hace-
mos» acontecimientos, son los acontecimientos los que «nos hacen», nos pasan, e inevita-
blemente nos forman, nos deforman y sobre todo nos transforman. Uno no puede decidir
vivir al margen de los acontecimientos puesto que esta decisión no está en su poder.
A diferencia de un suceso que, si bien aunque no es deducible de la lógica del siste-
ma sí puede acabar siendo integrado de un modo u otro en esta lógica, en un cierto
proyecto de vida o, en lo que yo llamaría, un proyecto de formación,12 un acontecimiento
abre una grieta. El acontecimiento es literalmente transformador.13
La muerte de un ser querido, por ejemplo, transforma de tal manera la situación y
por lo tanto la identidad de la persona que lo experimenta, que le obliga a un radical

11. Puede verse el sugerente ensayo de P. Sloterdijk, venir al mundo, vernir al lenguaje, Valencia,
Pre-Textos, 2006.
12. Uno reconduce su vida después de un suceso imprevisto, pero no necesariamente está obligado
a hacer borrón y cuenta nueva. En otras palabras: un suceso, aunque inesperado, puede acabar con-
formando un proyecto vital.
13. Un buen ejemplo literario de acontecimiento es, precisamente, el conocido relato de Kafka, Die
Verwandlung (La transformación).

114 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido pedagógico de la vida humana

replanteamiento de su modo de ser en el mundo. Es por esta razón que el acontecimien-


to pone de manifiesto (a veces de forma brutal) tanto la finitud como la fragilidad de
toda vida humana.
Me gustaría insistir en el hecho de que la radicalidad del acontecimiento va más allá
de la mera imprevisibilidad, porque abre una grieta que impide cualquier sutura defini-
tiva, y aún en el supuesto que uno pudiera suturar esta fisura, siempre le quedará una
marca, una huella, una cicatriz. La vida humana, cada vida humana, en la medida en
que está inevitablemente expuesta a los avatares del azar, de la contingencia y de los
acontecimientos, es una vida marcada. De esta forma invariablemente aparece, en la
existencia de cada uno de nosotros, una cicatriz que resulta imposible borrar.
En definitiva, lo que quiero mostrar es que el acontecimiento obliga a un cuestiona-
miento total, rompe el sentido establecido, y no puede interpretarse dentro de la lógica
del sistema dominante, del proyecto de formación que cada uno había dibujado y den-
tro del que había estado educado. Después de experimentar un acontecimiento la perso-
na sufre un vuelco en su secuencia de formación. En una palabra: uno ya no es el que era
antes, uno deja de ser lo que era, o ya no se puede ver a sí mismo de la misma manera.
Así pues, strictu sensu, es imposible una «pedagogía del acontecimiento», o una «for-
mación para el acontecimiento», si por pedagogía se entiende aquí una secuencia de pro-
gramación o de planificación, porque por su naturaleza imprevista, inesperada, el aconte-
cimiento es lo que rompe toda intencionalidad, todo Sentido, porque aunque alguien se
negara a vivirlo o a experimentarlo, sucedería de la misma manera porque está fuera del
alcance del personaje. La tarea de la pedagogía, pues, deberá ser otra muy distinta.
Es evidente que, aunque uno quiera, tampoco podemos prepararnos para el acon-
tecimiento porque desconocemos cuándo y de qué manera sucederá. Lo único que se
puede hacer es prepararse para soportarlo, y para ello es necesario narrar. Aquí es donde
se inscribe el sentido pedagógico de la vida humana: no en la transmisión de un Sentido,
algo imposible como acabamos de ver, sino en la compasión,14 en el consuelo.15
La narración —insisto— realiza una función de consuelo. Y esta es, a mi juicio, una
de las tareas fundamentales de cualquier praxis pedagógica: acompañar al otro en el
dolor y en la muerte, en el vacío existencial, en el absurdo, en el silencio eterno de los
espacios infinitos, hacer «vivibles» estos acontecimientos, ayudar a protegernos de ellos...
La transmisión narrativa debe hacer soportables los acontecimientos más impor-
tantes que todo ser humano realiza a lo largo de su vida. Éstos conforman su experien-
cia de la contingencia, o, si se prefiere, de la finitud, una finitud que no solamente nace
de la certeza que tenemos cada uno de nosotros y los que nos rodean de que la vida es
breve, de que es necesario aprender a vivir sin certezas absolutas, de que ante una mis-
ma situación muchos desenlaces son posibles, de que es necesario tomar decisiones que
escapan al razonamiento técnico y que se resisten a cualquier forma de ilustración. Para
soportar esta «experiencia estructural», la finitud, no tenemos otro remedio que contar
historias. Que contar y que nos cuenten historias. Quizá la única manera de tolerar una
vida que se sabe finita, es narrando historias.16

14. Cuando hablo de una ética de la compasión evoco fundamentalmente la filosofía de Schopenhauer,
así como la de Horkheimer.
15. Sobre la relevante cuestión del consuelo desde una perspectiva antropológica y pedagógica
puede consultarse L. Duch y J.-C. Mèlich, Escenarios de la corporeidad, Madrid, Trotta, 2005, Excursus:
«La consolación», pp. 365 y ss.
16. Sobre la cuestión de la finitud desde un punto de vista filosófico-pedagógico véase J.-C. Mèlich,
Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder, 2002.

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Joan-Carles Mèlich

5. Las formas de dominio de la contingencia

Los seres humanos descubrimos tarde o temprano, para decirlo con Octavio Paz, que
somos «los hijos de Cronos», los hijos del Tiempo. Y sabemos que Cronos (o Saturno, en
el cuadro de Goya) nos acaba devorando. El tiempo es, finalmente, sufrimiento y muer-
te. ¿Cómo soportar esta experiencia? ¿Cómo no sucumbir a la desesperación?
Decía al principio que, siguiendo a Hans Blumenberg, a lo largo de la historia,
todas las culturas han generado narraciones, artefactos simbólicos para hacer llevadera
la «inquietante presencia de la finitud». Es evidente que cada universo humano ha con-
figurado distintos ámbitos de protección, diferentes esferas, pero cada uno de ellos coin-
cide con los demás estructuralmente en ofrecer esa necesidad existencial de cobijo.
En una sociedad «tradicional» las maneras de consolar al otro en las situaciones-
límite están, de algún modo, inscritas en los «grandes relatos», en los mitos. Ahora bien,
en un mundo como el que nos ha tocado vivir, un mundo postmoderno, sin seguridades
absolutas, un universo en el que todo, o casi todo, es precario, provisional, inestable,
fugaz, líquido (Bauman)..., un mundo en el que «todo lo sólido se desvanece en el aire»
(Marx) ¿qué tipo de relaciones pedagógicas podemos configurar?
Si es cierto que vivimos en la época del fin de los grandes relatos, ¿dónde encontrar
las fábulas que ejerzan la función de «praxis de dominio de la contingencia»? Si es
verdad que «Dios ha muerto», si es cierto que el mundo suprasensible ha perdido su
fuerza efectiva (Heidegger), ¿dónde hallar consuelo? Esta es la pregunta fundamental
que ya se formulaba el «hombre loco» en el conocido aforismo 125 de La gaya ciencia de
Nietzsche: ¿Podremos vivir sin dioses? Algunos contestarían que no hay otra solución
que el retorno de «lo religioso», otros se muestran nostálgicos de la «metafísica»...
A mi juicio todas estas opciones resultan sumamente peligrosas, porque, querá-
moslo o no, no hay posibilidad de vuelta atrás. ¿Qué hacer entonces? Creo que las dos
grandes «soluciones» contemporáneas al drama de la contingencia, a la inquietante pre-
sencia de la finitud, radican grosso modo en la tecnología (sistema tecnológico) y en la
estética (estetización de la vida).
Es evidente que la técnica es, desde una perspectiva antropológica, un aspecto es-
tructural en la vida de los seres humanos. Si hay ser humano hay, necesariamente, técni-
ca, esto es, modos de intervenir sobre el mundo, formas de cambiar el mundo, de eso no
cabe la menor duda. Ahora bien, la técnica no es la tecnología. Como ya advirtió Raimon
Panikkar hace algunos años, la tecnología no es un instrumento sino un sistema social,
una forma de vida.17 A diferencia de la técnica, la tecnología es un logos, una concepción
del mundo, con sus propios valores. El filósofo italiano Umberto Galimberti ha puesto
de manifiesto en un libro a mi juicio excepcional, Psiche e techne. L’uomo nell’età della
tecnica, que es preciso abandonar de una vez el «mito» de la «falsa inocencia» de la
tecnología, esto es, la idea de que la tecnología es un instrumento y por tanto, neutral.
Galimberti cree con acierto que es inaceptable la idea de que la tecnología sólo ofrece
medios que los seres humanos decidimos usar bien o mal. La tecnología no es neutral
porque no es un «instrumento» sino una «forma de vida», y no es neutral porque ha
creado universos con unas determinadas características que no podemos evitar, y al
vivir en ellas adquirimos unos hábitos, unos valores, una determinada «concepción del
mundo». La tecnología no tiene nada que ver con una especie de procedimiento neutral

17. R. Pannikar, «El tecnocentrisme», en La nova innocència, Barcelona, La Llar del Llibre, 1991.

116 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido pedagógico de la vida humana

puesto a disposición de un fin, no es de ninguna de las maneras un instrumento que


elegimos para utilizarlo cuando nos convenga, y cuando no conviene podamos abando-
nar. La tecnología es nuestro mundo y nuestro entorno, nuestro ambiente. La tecnología
es el sistema social en el que las finalidades, los medios, las ideas, las conductas, las
acciones, los sueños, los deseos…son articulados tecnológicamente y tienen la necesi-
dad de velocidad. Éste es el valor dominante del sistema tecnológico.
La segunda forma contemporánea de «dominio de la contingencia», es la estética, o
mejor, la «estetización de la vida». La estética hace referencia aquí a lo que muchos de
nuestros contemporáneos han adoptado como modus vivendi. Podríamos hablar aquí,
por ejemplo, de las nuevas técnicas corporales, o formas de comportarse con el cuerpo,
podríamos mencionar la importancia de la moda, del deporte, de los piercings, los ta-
tuajes o de las patologías corporales: la anorexia y la vigorexia. También habría que
hacer referencia a las relaciones personales, unas relaciones «ligeras», en las que se huye
de todo compromiso. Un «amor líquido», en definitiva.18
Pero en un universo en el que los «grandes relatos» han entrado en crisis, creo
todavía hay una tercera posibilidad para «dominar la contingencia» —más allá de la
tecnología y de la estética—, una posibilidad que recupera la dimensión narrativa y, por
lo tanto, temporal, adverbial y subjuntiva de la vida humana. Me refiero a la ética.
La ética —tal como yo la concibo— nada tiene que ver con un código deontológico,
con unas normas o con unos imperativos. Desde una perspectiva antropológica y, con-
cretamente, narrativa, la ética es una relación de acogida, de hospitalidad, de deferencia
con el otro. La ética cumple así la función de praxis de dominio de la contingencia.
Ahora bien, la ética no puede confundirse con la moral. Mientras que ésta es un
conjunto de hábitos, normas, valores, propios de una cultura concreta en un momento
determinado de la historia, la primera sería aquella situación en la que la moral encuen-
tra su punto ciego.19 Siguiendo a Emmanuel Levinas, podría decirse que la moral consis-
te en una «serie de reglas relativas a la conducta social y al deber cívico».20 La ética, en
cambio, es una situación en la que la regla, o el marco normativo moral, no encaja; es la
respuesta a la demanda del otro.21

6. Sentido, ética y pedagogía

La ética es, desde el punto de vista de una filosofía antropológica como la que estoy
esbozando, una suerte de respuesta cordial: una gramática del consuelo, de los afectos,
del acompañamiento, de la proximidad. Es especialmente la palabra «humana», en tan-
to en cuanto es una palabra «narrada» la que hace posible la construcción de «mundos
habitables». La ética es narrativa.

18. Puede verse Z. Bauman, Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, Madrid,
FCE, 2005. Nos hemos ocupado más extensamente de esta cuestión en Ll. Duch y J.-C. Mèlich, Escena-
rios de la corporeidad, Madrid, Trotta, 2005.
19. Véase, por ejemplo, B. Waldenfels, Schattenrisse der Moral, Frankfurt, Suhrkamp, 2006. Puede
consultarse también B. Waldenfels y I. Därmann, Der Anspruch der Anderen. Perspektiven einer
phänomenologischer Ethik, Munich, Fink, 1998.
20. E. Levinas, «Ética del infinito», en R. Kearney, La paradoja europea, Barcelona, Tusquets,
1998, p. 213.
21. Sigo extensamente B. Waldenfels, The Question of the Other, Nueva York, Suny Press, 2007 y
B. Waldenfels, Grundmotive einer Phänomenologie des Fremden, Frankfurt, Suhrkamp, 2006.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 117

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Joan-Carles Mèlich

¿Pero qué significa exactamente «ética narrativa»? Uno se puede preguntar con
toda la razón del mundo: ¿qué aporta «lo narrativo» a la ética? Digamos, por de pronto,
que «lo narrativo» se opone tanto a «lo metafísico» como a «lo tecnológico». En éstos se
busca, de forma más o menos explícita, un punto arquimédico que sirve de soporte al
conocimiento y a la acción. Este punto, que Descartes describe con precisión en su
segunda meditación, es inmóvil, eterno, universal, es «firme y seguro». Desde una pers-
pectiva narrativa, en cambio, nos movemos, por así decir, en un universo «heraclitiano».
No hay tal punto arquimédico, no hay Absoluto. O, dicho de otro modo, «lo narrativo»
significa que no podemos eludir, en tanto que seres humanos, la historia, la abverbiali-
dad, la provisionalidad, en una palabra: el tiempo y el espacio. En una ética narrativa no
contamos con «principios», con «imperativos categóricos»..., sino con tono y tacto, afec-
to, situación, contexto, interpretación, experiencia, singularidad...
Una ética narrativa no es, pues, metafísica sino netamente antropológica. Parte de la
idea de que los seres humanos, los parlantes por excelencia, los empalabradores de mun-
dos, se expresan con «signos» (conceptos, fórmulas, categorías) y con «símbolos» (imá-
genes, metáforas, relatos). La «buena (o mala) salud» de los hombres y de las mujeres en
sus mundos depende en gran medida del equilibrio, a menudo inestable, que sean (sea-
mos) capaces de establecer entre nuestros diversos registros lingüísticos.
Para responder, aunque sea provisionalmente a la cuestión del sentido de nuestra
existencia, para vivir, en definitiva, necesitamos configurar entornos cálidos. Los anima-
les humanos precisan ser acogidos y reconocidos en el seno de una familia y de una
tradición, necesitan «crear lazos». Esto es la ética y esta es la tarea fundamental de la
pedagogía.
Creo que no hay mundo humanamente «habitable», no hay vida humana «vivible»
sin una forma u otra de ética, de respuesta a la demanda del otro, de semántica de la
cordialidad. Esa «semántica» es posible precisamente por la dimensión compasiva, hospi-
talaria, acogedora de las palabras humanas, de las palabras simbólicas, de las narraciones.
No estaría fuera de lugar recordar que desde sus orígenes en el mundo griego, el
símbolo es una expresión de reconocimiento de la alteridad. El símbolo es una prueba
de amistad.22 No es posible imaginar una vida vivida humanamente sin amistad, sin
lazos cordiales. Es por esta razón que para hacer frente a la «inquietante presencia de la
finitud y de la contingencia», para poder vivir frente al «absolutismo de la realidad», son
necesarias narraciones que configuren entornos cálidos, relaciones de proximidad; na-
rraciones éticas.
Las narraciones crean atmósferas de intimidad y de serenidad. Y en estos relatos no
sólo es decisivo lo que se narra, sino especialmente cómo se narra. Tiene toda la razón el
pedagogo holandés Max van Manen en poner el acento pedagógico en el tacto y el tono,
mucho más que en la táctica o en la estrategia. Los silencios son tan importantes como
las palabras. O, mejor dicho, son mucho más importantes, porque lo auténticamente
decisivo es «lo que no se puede decir», lo que se oculta en los intersticios del lenguaje. De
ahí que el que esto suscribe comparta plenamente la visión que tenía Wittgenstein de la
ética: una ética del testimonio, una ética del silencio. No hay posibilidad de una pedago-
gía con rostro humano sin una ética narrativa: una ética de la respuesta, de la hospitali-
dad, de la compasión y de la aproximación.

22. Véase el sugerente texto de E. Lledó, Elogio de la infelicidad, Valladolid, Cuatro Edicio-
nes, 2005.

118 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido pedagógico de la vida humana

7. Telón

La vida humana se teje como una trama argumental. Lo que uno es en cada instante de
su vida se asemeja a un relato que se va transformando en el presente desde el pasado y
proyectándose hacia el futuro. En esta trama de la vida cada uno se encuentra con
personajes con los que establece relaciones. Es, en este caso, irrelevante, si estos perso-
najes son reales o ficticios. Lo importante es el modo de relacionarnos con ellos, y la
forma que toma la relación no puede sino decidirse in media res. Éticamente siempre
resolvemos las situaciones a posteriori.
Las preguntas de la vida se responden después de que se hayan formulado, no
antes. ¿Qué debo hacer en un caso «así»?, solemos preguntar. Pero no hay respuesta a
esta pregunta, al menos antes de encontrarnos en un caso «así». En el mundo de la vida
cotidiana, el caso «típico» no existe, no es caso alguno. No hay, en el mundo humano,
«casos típicos». La tipificación sólo es relevante en el mundo técnico, pero el mundo
humano, la vida, tiene mucho más de existencial que de técnica.
No sé cómo voy a responder a una pregunta, ni cómo voy a posicionarme ante
una situación o un problema, ni cómo voy a reaccionar frente a un dilema... hasta que
me halle en él. Esto es esencial tenerlo muy en cuenta en pedagogía. Desde el punto
de vista narrativo podríamos decir que el relato es una forma de comportarse con el
mundo y con los demás, es una manera de tratar o de situarse en un mundo comparti-
do, una manera de mirar, de contemplar el mundo. Dicho brevemente: las narraciones
éticas nos ayudan a enfrentarnos al tiempo, al poder devorador de Cronos, pero sin
escapar del tiempo.
Es evidente que, desde una perspectiva pedagógica, la narración no resuelve proble-
mas pero nos ayuda a encararlos. La narración sirve para «hacer frente» a una situación,
a un conflicto, a un dilema, pero de ninguna de las maneras es una «varita mágica» que
nos dé su solución. Por eso narración se opone a técnica, porque para ésta la respuesta ya
está dada antes de que se formule la pregunta o, dicho con otras palabras, porque para la
técnica la situación es irrelevante, puesto que todas las situaciones son análogas, con lo
que no son propiamente «situaciones». La narración, en cambio, sabe que nunca se dan
dos situaciones idénticas porque jamás hay dos personas iguales, ni dos tiempos o dos
espacios análogos. La narración se teje in situ, en camino, en trayecto. Configurar, pues, la
educación narrativamente significa ser consciente de que la improvisación es inevitable.
No tenemos más remedio que crear, que inventar, en cada momento el sentido (o el sinsen-
tido) de nuestra vida. Y, para conseguirlo, tenemos que narrar...

CLAVES DE LA EXISTENCIA 119

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EL SENTIDO ANTROPOLÓGICO DE LA VIDA HUMANA

Carlos Beorlegui

¿Qué arco habrá arrojado esta saeta


que soy?
¿Qué cumbre puede ser la meta?
J.L. BORGES

1. La inevitable pregunta por el sentido

En épocas como la nuestra, en la que se tiende a difuminar la diferencia entre los huma-
nos y el resto de las realidades mundanas, sigue manteniéndose la evidencia de una
cualidad exclusiva de nuestra especie: la capacidad de preguntar y de interrogarnos por
todo, por el mundo y por nosotros mismos. Preguntas que van desde la sencilla curiosi-
dad de cómo funcionan las cosas, hasta la más honda del para qué todo, la pregunta por
el sentido de todo. Sólo los humanos vivimos constreñidos y aferrados dramáticamente
a esa cuestión. Puesto que no surge tan sólo en momentos de ocio caprichoso y aburri-
do, sino que constituye un elemento consustancial de nuestra condición. Es algo que nos
configura y nos define. Aunque también es cierto que puede haber quien nunca se la
plantee explícitamente, o que haya muchos que la eviten permanentemente para no
tener que preocuparse de tener que poner en cuestión el rumbo superficial de su trayec-
toria vital. Son los que no se atreven o rehúyen plantearse en serio para qué están en la
existencia, en definitiva, los incapaces de atreverse a sostener la mirada de la esfinge,
como le gustaba decir a Unamuno.
A poco que nos detengamos en ahondar en nuestra vida y en tomar las riendas de la
misma, nos veremos reflejados en este punto en los versos de Borges que he situado en
la cabecera de este escrito: somos como una flecha lanzada hacia un blanco desconocido
y empujados hacia una cumbre, pero dotados de la consciencia necesaria para hacernos
cuestión y preguntarnos por el posible arco que nos ha arrojado al infinito, y por la meta
a la que parece que podemos y debemos apuntar. Estas sugerentes metáforas borgianas
son suficientes como para centrar nuestro escrito y sacarle todo el partido filosófico y
existencial de que están impregnadas.
Si analizamos los elementos que están implicados en estos símiles, lo primero que
advertimos es la correspondencia con el título que proponemos a nuestro escrito: el
sentido antropológico de la vida humana. Es evidente que adjetivar al sentido como
antropológico puede sonar a petición de principio o a tautología, pero no es ocioso
mantener tal adjetivo, porque aclara y llama la atención sobre la estructura del sentido
de la vida. Y ello por dos aspectos que están mutuamente implicados: hablamos del
sentido antropológico de la vida porque es el ser humano, por un lado, quien hace la
pregunta (ya hemos dicho que es el único ser intramundano capaz de hacerla, o capaz
de hallarla planteada dentro de sí), de tal forma que parece ser que no hay sentido sin

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El sentido antropológico de la vida humana

un ser humano que lo plantee; y, por otro, es él mismo el que responde a la cuestión, o
trata de proponer diversas respuestas posibles que le resulten más acertadas o más
razonables. En su propia condición está la pregunta, y también con ella se atisba y se
adivina la respuesta.
Por tanto, a la hora de reflexionar sobre la estructura de esta fundamental e inevita-
ble cuestión, y permaneciendo apoyados en las metáforas de Borges, nos encontramos
con varios elementos coimplicados en una estructura compleja e inseparable, que nos
invita a analizar y desgranar en momentos sucesivos:

— en primer lugar, el hecho de que esa flecha es capaz de tomar conciencia y de


preguntarse sobre su realidad y situación;
— al mismo tiempo, la experiencia de su direccionalidad, esto es, de ser una reali-
dad, al estilo de una flecha, atravesada por una energía cinética que no ha sido generada
por ella misma y de la que no es responsable; es decir, la evidencia de haber sido impul-
sados por un arco que la ha lanzado al vacío, sin tener idea de quién es el arquero;
— sentir que nuestra vida es un dinamismo orientado a una meta, o a una
cima montañosa que tiene que tratar de escalar, por forzoso que sea y por difícil que
se presente;
— pero, al mismo tiempo, la experiencia de no ser exactamente como una flecha
inerte que camina hacia un blanco al que llegará de forma inevitable e inapelable, sino
más bien sentirse como quien tiene la capacidad de elegir la meta a la que apuntar, y la
cima que alcanzar.
— Hay también otro elemento imprescindible, aunque no aparece en el símil de
Borges: la dimensión relacional y social del sentido. El sentido se da en una red de
relaciones entre las cosas, del yo con el mundo, y sobre todo con los demás seres huma-
nos. De ahí que el sentido esté impregnado también de inevitables implicaciones y con-
secuencias éticas.

Considero que estos cinco elementos conforman lo que podríamos llamar la estruc-
tura antropológica de la pregunta por el sentido. Pero, en la medida en que se plantea
como pregunta, como problema, se trata de una cuestión que parece que nos sobrepasa
inevitablemente, y resulta también inevitable que pueda ser respondida desde un am-
plio abanico de posturas. De modo que esta pluralidad de propuestas parece que perte-
nece también, de modo intrínseco, a la propia naturaleza y esencia de la cuestión. Por
ello, el desarrollo de las reflexiones que pretendemos ir presentando, se encaminarán a
ir analizando los diversos elementos que han sido pergeñados en esta estructura antro-
pológica de la cuestión del sentido.

2. Una cuestión inevitable pero de reciente planteamiento

Hemos indicado que está inscrita en la condición humana la pregunta por el sentido,
por lo que parece inevitable el convencimiento para los seres humanos de que la vida
tiene algún sentido implícito, aunque no siempre tengamos claro en qué consiste. Preci-
samente por eso se nos presenta como interrogante, fruto de la duda. De ahí que a lo
largo de la historia, los seres humanos más que plantear los interrogantes que la vida nos
presenta en clave de sentido, lo hacía preguntándose por el fin o la explicación de la vida
y de sus diferentes componentes.

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Carlos Beorlegui

Pero resulta curioso constatar que, a pesar de que la cuestión del sentido es algo
inevitable y consustancial con la condición humana, no siempre la ha vivido con talante
problemático y dramático. J. Grondin nos indica que el problema del sentido de la vida
es más bien cuestión relativamente reciente (Grondin, 2005, 25 y ss.).
Aunque parezca que esa afirmación conlleva una contradicción, no lo es tanto si se
excava más a allá de su superficie. La pregunta por el sentido, de un modo más o menos
explícito, más o menos profundo, parece acompañar al ser humano desde los orígenes
de nuestra especie. Pero aunque ha tenido que percibirla desde siempre cargada de una
inevitable dosis de dramatismo, la ha sabido gestionar y responder el ser humano apo-
yado en cosmovisiones religiosas que le ayudaban a digerirla más tranquilamente y a
convivir pacíficamente con ella. Es evidente que, durante la casi totalidad de la historia
del ser humano, la cuestión acerca del sentido de la vida se percibía como esquiva y
problemática, pero nunca se dudaba de que tenía una respuesta segura y coherente.
Sólo en épocas recientes se explicita por primera vez la propia cuestión, como prueba
clara de la puesta en cuestión de que la vida tenga sentido, y no sea el sinsentido la
respuesta definitiva a esta pregunta que atormenta permanentemente a los humanos.
Las diversas propuestas acerca del sentido de la vida han corrido paralelas a las
correspondientes imágenes que el propio ser humano ha tenido de sí mismo. Así, tras
una etapa en que nos hemos comprendido desde una cosmovisión teocéntrica, desde la
cual el sentido de la realidad y de la vida se entendía e interpretaba dentro de los pará-
metros teológicos, se inició una etapa antropocéntrica, no necesariamente anti-teológi-
ca al principio, en la que el propio ser humano era la unidad de medida de todo. Estaría-
mos en la actualidad en una etapa post-humanista y post-antropocéntrica en la que se
trata de redefinir y de resituar, y hasta de diluir, al ser humano en su entorno mundano,
teniendo ello como consecuencia nuevas propuestas y reordenaciones de la cuestión del
sentido, como vamos a ir viendo.

2.1. Del teocentrismo al sentido antropocéntrico

Como hemos indicado ya, en las primeras etapas de la humanidad, apremiado y angus-
tiado por la ignorancia e impotencia con la que se enfrentaba a los acontecimientos de la
naturaleza que le envolvía y dominaba, el ser humano atribuía significado y valor numi-
noso a toda realidad que le superaba. Del animismo pasó a una concepción politeísta, y
luego a la emergencia de las grandes religiones monoteístas, si hemos de creer a los
historiadores de las religiones.
En el ámbito de la cultura occidental, con el Renacimiento se comienza a enten-
der la realidad humana desde su propia autonomía. Se pasa de entender al hombre
como criatura de Dios a verlo en sí mismo, adornado de maravillosas cualidades, aun-
que tales atributos se consideren en un primer momento como dones de Dios. Pero en
el sucesivo ahondamiento en la autonomía del hombre y del mundo, la realidad de
Dios y su conexión con él irán perdiendo paulatina consistencia, hasta quedar reduci-
das en el deísmo al primer impacto de puesta en funcionamiento de la mecánica mun-
dana. La acción de Dios sobre el mundo se reduciría, pues, a ponerlo en marcha,
dejándolo posteriormente a merced de la inercia de las leyes con que lo había dotado.
Se sigue manteniendo, por tanto, una cierta relación con Dios, pero es entendido como
una realidad impersonal que no se preocupa ya por lo mundano, ni por su suerte
futura. Es la única forma de perdonarle, por parte de algunos, la dolorosa e ineludible

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El sentido antropológico de la vida humana

experiencia del mal, problemática tan candente en esa época de la mano de Leibniz y
de Voltaire, así como de otros muchos. Faltará poco para que, en la segunda mitad del
siglo XIX, predomine la postura de prescindir de la referencia religiosa, y entender la
realidad de Dios como un estorbo para la autonomía y la realización del ser humano.
El sentido de la vida y del universo se halla encerrado en sus propias estructuras autó-
nomas y no hace falta acudir a instancias trascendentes.

2.2. Descentramiento antropológico del sentido

La segunda mitad del s. XIX y comienzos del XX están enmarcados por la emergencia de
esta nueva visión antropocéntrica (los denominados humanismos ateos), momento en
el que llevándose hasta el extremo la autonomía de lo mundano frente a Dios iniciada
por el deísmo, de la mano de pensadores como Nietzsche, Feuerbach, Marx, Freud y
otros, se vive de una concepción antropológica en la que la idea de Dios aparece como
un estorbo para la realización autónoma del ser humano.
Si antes no había sentido sin Dios, ahora nada tiene sentido sin el hombre, y todo
tiene sentido desde él. Es lo que Foucault denominará la episteme humanista, en la que
el hombre se convierte en el nudo epistémico, en única fuente de sentido, puesto que
ocupa el lugar de Dios como horizonte trascendental desde el que se ve y se sostiene toda
la realidad (M. Foucault, 1971).
El sentido de lo humano queda en estos filósofos marcado y configurado simple-
mente por las leyes que rigen lo económico, biológico o psicológico, entendiéndolas
como nuevo ámbito trascendental desde el que entender el sentido de lo humano.
Y es en ese cambio de horizonte en la comprensión de lo humano, cuando se en-
tiende que se produzca por primera vez una radical puesta en cuestión del sentido de la
existencia, como ocurre de forma explícita, por primera vez, en uno de los textos de
juventud de Nietzsche.
Si hasta esta época la cuestión del sentido se entendía y se planteaba desde una
óptica teocéntrica, y por tanto se vivía en gran medida de modo tranquilo y controlado,
en la medida en que hasta ese momento los grandes interrogantes que la vida planteaba
al ser humano tenían una respuesta y explicación desde los parámetros religiosos, lo
nuevo en la historia de los humanos consistirá en aparecérsenos esta cuestión en el
ámbito del nihilismo, y, por tanto, como la posibilidad de que la vida pueda estar aboca-
da al sinsentido. Ya no está claro que la vida tenga sentido, sino que al hombre contem-
poráneo se le hace evidente la inquietud filosófica de si la vida merece la pena de ser
vivida, como plantea Camus en El mito de Sísifo. J. Grondin nos hace ver, como ya
hemos apuntado, que fue Nietzsche el primero que plantea de modo explícito la cues-
tión del sentido de la vida, en un texto de juventud (Grondin, 2005, 27 y ss.). Frente a la
mayoría de los seres humanos que viven su vida sin plantearse a fondo su finalidad, hay
sin embargo, dice Nietzsche, tres tipos de existentes, el filósofo, el santo y el artista, que
toman su vida en sus manos, la viven como individuos dueños de sí, y se plantean en
serio el valor de la vida, se cuestionan sobre su sentido, y tratan de vivir de esa forma
como hombres.
Más adelante, Heidegger plantea también la cuestión del sentido de la vida en una
serie de conferencias sobre la filosofía de W. Dilthey, como un tema que se nos apare-
ce, dice él, como «muy distante y desconocido», pero al mismo tiempo como «el pro-
blema fundamental de la filosofía occidental». A partir de entonces, como indica J. Gron-

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din, «ningún problema filosófico nos ha sido tan próximo y conocido» (Grondin, 2005,
28). Efectivamente, a partir del ontologismo existencial heideggeriano y del existen-
cialismo francés de Sartre, Camus, Marcel, y otros, así como, entre nosotros, el senti-
miento trágico de la vida de M. de Unamuno, una de las cuestiones clave que atraviesa
toda vida humana que pretenda vivir de modo consciente y auténtico, será la cuestión
del sentido. ¿Merece la pena vivir, o todo es una broma chistosa o macabra de la
naturaleza? ¿Estamos los humanos, como diría Sartre, emparedados y confinados
inevitablemente entre el ser y la nada, experimentando en nuestras más profundas
entrañas lo absurdo de la vida?
Lo que resulta interesante es reflexionar por qué la pregunta por el sentido se ha
planteado entre los humanos de una forma tan tardía. Con toda probabilidad la razón
de ello es que ciertos modos de responder, de modo implícito, a la cuestión han dejado
de ser relevantes o evidentes. Para los hombre occidentales de finales del siglo XIX, deja-
ba de ser evidente que la vida tenía sentido desde una cosmovisión religiosa, o metafísi-
ca universalizable. Las categorías y los parámetros cosmovisionales, que hasta entonces
habían sido válidos y más o menos convincentes, empezaban a resquebrajarse y a poner-
se en cuestión. Las tesis de Nietzsche sobre la «muerte de Dios» iban más allá de ser una
afirmación meramente religiosa, para tener también, y sobre todo, una relevancia meta-
física, el convencimiento de que no existen ya unas claves ontológicas universales desde
las que apoyar la comprensión de la realidad y de nuestras vidas. Se nos abre de este
modo la puerta al nihilismo y a la necesidad de que los humanos creemos por nuestra
cuenta las nuevas categorías en las que apoyar nuestra existencia.
Pero también la propuesta antropocéntrica de sentido ha sido puesta en cuestión
en tiempos más recientes desde planteamientos que algunos denominan post-antropo-
céntricos. Y se ha radicalizado desde la segunda mitad del siglo XX con diversas pro-
puestas anti-humanistas, posthumanistas y trans-antropocéntricas. Si los anti-huma-
nismos estructuralistas partían de la afirmación de la muerte del hombre y la considera-
ción del sentido como algo que nos sobrepasa, como una enmarañada estructura sintáctica
que conforma el conjunto de las leyes de lo real, disolviéndose y resolviéndose lo huma-
no en un pieza más de la maquinaria estructural del universo, los planteamientos reduc-
cionistas de corte cientifista han agudizado el talante post- o trans-antropocéntrico de la
visión del hombre, reduciéndolo a ser un animal más (P. Singer, y el Proyecto Gran
Simio), o una simple máquina de genes egoístas, como defienden los sociobiólogos (Wil-
son, Dawkins), o un entramado quasi instintivo de pautas de conducta conformadas en
nuestra época de cazadores-recolectores, como defiende los psicólogos evolucionistas
(Pinker, Tooby y Cosmides), reduciéndose de esta manera lo humano a las dinámicas de
los genes y a sus estrategias de supervivencia y de un mejor acomodo al entorno ecológi-
co, sin otras dinámicas vitales más que las marcadas por su propia estructura genética.
Desde este amplio y complejo abanico de propuestas post-humanistas resulta evi-
dente que brote con especial fuerza y perplejidad, aunque con orientaciones y matices
tan distintos, la inveterada o recurrente pregunta por el sentido de nuestra existencia.
A pesar de ello, parece también evidente que la puesta en cuestión del sentido de la
vida, o el percibir ese sentido como problemático, conlleva el reconocimiento implícito
de la existencia de algún tipo de sentido, puesto que de no ser así ni siquiera nos lo
plantearíamos. La cuestión del sentido parece, pues, implicar el convencimiento de que
hay algún tipo de sentido, aunque nos resulte problemático definirlo y aceptarlo.
Es decir, no es cuestión de que los humanos seamos la única fuente del sentido, sino
que nos hallamos instalados en el horizonte del mismo, retados por la tarea de definirlo,

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El sentido antropológico de la vida humana

esclarecerlo y aceptarlo, de modo que nuestra vida no guarda significado al margen del
mismo. Por eso, aunque nos está vedado desentrañar de forma definitiva la respuesta
por el sentido, podemos esclarecer al menos la estructura en la que se plantea.

3. La estructura de la cuestión del sentido

Sea cual sea el modo como resolvamos la cuestión, parece que tenemos en común la
estructura antropológica en la que se nos plantea. Ya dijimos que en ella se advierten
como cinco los elementos o aspectos que conforman esta estructura: la consciencia
del problema, la naturaleza dinámica del mismo, su dimensión trascendente, el prota-
gonismo del hombre en el mismo, y la dimensión relacional/social. Veamos cada uno
de estos aspectos.

3.1. La toma de conciencia de la cuestión

Si algo nos caracteriza como humanos es, como ya hemos repetido, la presencia inevita-
ble en nosotros de la cuestión del sentido. Es una de nuestras características esenciales.
Nos percibimos, siguiendo el símil de Borges, como una flecha ya disparada por un arco
y un arquero que desconocemos. Somos una realidad más en el universo, impulsada por
la imparable onda expansiva que nos empuja a tergo de forma centrífuga. Pero, a dife-
rencia del resto del cosmos que se mueve sin saberlo, que no puede tomar consciencia
de hallarse en esa fase de expansión desde la primera explosión de la que nos hablan los
cosmólogos actuales, los humanos nos sabemos inmersos en este dinamismo en el que
nos han involucrado. Y nos hacemos cuestión del arco, el arquero y la meta a la que pa-
rece que nos han impulsado.
Nos surgen de forma espontánea las cuestiones vitales: ¿por qué y para qué estamos
aquí? ¿qué sentido tiene todo? ¿de dónde venimos y a dónde vamos? ¿todo se termina
con la muerte, como todo se inició con el nacimiento, o nos está reservado un tiempo
indefinido o la eternidad?
Decimos que son cuestiones inevitables, pero también sabemos que hay muchos
compañeros de viaje que dan la espalda a estas cuestiones, que no se atreven a mirar
cara a cara a los ojos de la esfinge. Pero no sólo la huida de estas cuestiones es propio de
lo que Heidegger denominó una vida inauténtica, sino que, como indica Grondin (2005,
14), también determinadas corrientes y sensibilidades filosóficas atacan y disuaden de
enfrentarse y responder a estos interrogantes, por considerarlos metafísicos, inútiles;
algo así como escapes de personas que no quieren aceptar que tales cuestiones son
restos de épocas religiosas y míticas ya periclitadas para siempre.
Más bien lo propio de una filosofía radical es no eludir ninguna cuestión, e
independientemente de cómo respondamos a las preguntas por el sentido, la cues-
tión en sí es ineludible y en su correcta gestión nos va lo más fundamental de nuestra
existencia. Si, como pretenden algunos, no corresponde a la esencia de la filosofía
preguntarse para qué todo, la pregunta más definitiva de nuestra vida, la conclusión
más evidente es: ¿para qué entonces filosofar? ¿De qué vale hacer un catálogo ex-
haustivo y perfecto de las leyes de la naturaleza, si nos quedamos ahí, con la mera
constatación fáctica de lo que hay, si amordazamos por innecesaria la evidente e
inevitable pregunta por su sentido?

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El problema es que la tendencia a dejar de lado la cuestión por inútil e inadecuada,


tiene mucho que ver con la diferente forma de asimilar nuestra condición tempórea.
Precisamente porque somos limitados y finitos, necesitamos saber para qué vivir, qué
sentido tiene todo si al final morimos. Es una cuestión vital para la filosofía, aunque
termine por responder que no somos más que una «pasión inútil» (Sartre). Frente a esas
respuestas tan extremas, el grueso de la filosofía se aferra a conceder un sentido a la
vida, y a esperar y desear que lo tenga.
Además, esta cuestión inevitable sobre el sentido, núcleo de toda filosofía que quie-
ra tomar en serio y en profundidad la existencia, no es algo abstracto y teórico, sino que
pertenece al dominio interno de cada persona, de cada yo. Como veía Unamuno, experi-
mentamos en ciertos momentos un tanto angustiosos que nos hemos convertido a noso-
tros mismos en un enigma (mihi quaestio factus sum), en un interrogante que necesita
ser aclarado y respondido. Este convencimiento es lo que le hace decir a Grondin que
«no se puede filosofar verdaderamente sino en primera persona, sólo solitariamente»
(Grondin, 2005, 16). Nos experimentamos como un diálogo interior del que emerge
tanto la cuestión del yo como la pregunta sobre el sentido del universo. Y eso es así
porque el que vive y existe es el yo, cada yo, y no está, por tanto, en cuestión la existencia
en general, sino ante todo y sobre todo mi propia existencia. Es ese yo arrojado a la
existencia, y dotado, como dice Unamuno citando a Spinoza, del conato consustancial
por existir (Unamuno, 1913), del deseo y la voluntad de perdurar para siempre.
Pero también, y de un modo complementario, el sentido de la vida para el yo no se
da al margen de los otros, puesto que no hay vida ni tampoco sentido sin la dimensión
social. El sentido se gesta con los otros, y nunca sin ellos. De ahí que el sentido esté
también impregnado no sólo de dimensión social, sino también cultural e histórica, y se
plasma, se objetiva y se transmite a través del instrumento del lenguaje. De ahí que
digamos también que el sentido equivale al significado de esa partitura lingüistizada
que es la realidad y nuestra vida.
La cuestión del sentido se sitúa, por tanto, en el interior de nuestro yo (ese diálogo
interior que somos, según Grondin), pero también en el ágora pública en la que dialoga-
mos con los otros, y confeccionamos el conjunto de interacciones interpersonales e ins-
titucionales que constituye toda sociedad.
En definitiva, como queríamos defender, el ser humano es el único ser de la reali-
dad mundana que se hace cuestión del sentido, o en el que la vida se presenta como un
interrogante, además de modo dramático e ineludible. Somos una flecha lanzada al
vacío, pero plenamente conscientes del foráneo dinamismo que nos envuelve.

3.2. La direccionalidad del sentido

Preguntarse por el sentido es preguntarnos por el significado de algo, y más bien pregun-
tarnos por la dirección hacia el que ese algo apunta (Grondin, 2005, 36). Somos la flecha
lanzada al infinito, pero sin tener claro hacia dónde vamos. La pregunta que esa expe-
riencia nos espeta es, pues, hacia dónde vamos, en qué dirección se orienta nuestra vida.
Y sobre todo, se nos plantea la cuestión de si esa dirección es un dinamismo totalmente
externo a nosotros, sobre el que nada podemos hacer e intervenir, o si tenemos alguna
posibilidad, al menos en parte, de hacernos cargo del timón.
La pregunta por el sentido, y esto es algo central para el conjunto de las reflexio-
nes que aquí estamos haciendo, es una reflexión sobre la vida que nos precede. La

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El sentido antropológico de la vida humana

realidad se sitúa antes y previa al sentido. La razón se apoya y se nutre del mundo de
la vida, lo quiera o no, lo advierta o no. Nos hacemos cuestión sobre lo que ya somos,
lo que ya está siendo y moviéndose. De ahí que la pregunta por el sentido no es más
que un intento de interpretación de la realidad que nos precede. Antes de que nos demos
cuenta de que somos, y empecemos a reflexionara sobre qué somos, lo estamos siendo
de un modo del que, en principio, no somos responsables y en el que no hemos inter-
venido. Esta constatación es fundamental para el apartado final, en el que nos pregun-
taremos y ahondaremos sobre si el sentido es algo dado, o más bien algo que construi-
mos nosotros; o es posible que sea una síntesis de ambos aspectos. De momento lo
dejamos apuntado como interrogante.
Aquí nos interesa resaltar lo que parece evidente: nuestra propia realidad precede a
la toma de conciencia de la misma. De ahí que, sin haberlo previsto ni decidido, nos
hallamos como la flecha suspendida en el aire e impelida a dirigirse hacia un blanco. La
primera conclusión, pues, que sacamos es que la realidad, y nosotros dentro de ella, está
ya dotada de un sentido, o, al menos, está configurada por una dirección, por una lógica,
unas leyes, que no las hemos dictado nosotros. Y tampoco sabemos, de entrada, quién o
qué lo ha hecho.
Junto a ello, podemos también escarbar en esta reflexión, y darnos cuenta de que
sea cuál sean las leyes de este dinamismo y la dirección hacia la que nos lleva, su trayec-
toria es limitada, algún día se acabará. Se acabará el dinamismo del universo, y mucho
antes se acabará el dinamismo de nuestra vida. Somos limitados, nos espera la muerte.
Y es precisamente la conciencia de la muerte, la evidencia de que nuestra vida tiene un
límite temporal, no sólo por detrás sino también por delante, por lo que la cuestión del
sentido resulta tan acuciante, inevitable y dramática. ¿Para qué vivir si tenemos que
morir? ¿Qué sentido tiene ser una «consciencia entre dos nadas» (Sartre)? La dramática
consciencia de nuestra limitación tempórea nos advierte de que no tendremos tiempo
para conseguir y lograr todo lo que quisiéramos ser, para llevar a cabo nuestra realiza-
ción temporal completa. Aunque también nos atropella la pregunta de si la cuestión del
sentido depende de los muchos años que vivamos, de que tengamos lo que se dice una
vida plena y colmada, o más bien de que acertemos a lograr el objetivo que merece la
pena, sea la vida larga o corta. Sea lo que sea que respondamos a estas cuestiones, está
claro que si no tuviéramos la evidencia de la muerte y de la limitación de nuestras vidas,
no nos acuciaría posiblemente la pregunta por su sentido. Si estuviéramos convencidos
de que nuestra vida no tiene fin, sería ocioso preguntarnos por su sentido. Simplemente
viviríamos, menospreciando su tiempo y su contenido, porque lo tendríamos en abun-
dancia y sin restricciones. Pero la realidad es que no es así. Percibimos la vida como un
suspiro y, a veces, como fatiga inútil.
Hay otro aspecto que compone y forma parte de la direccionalidad del sentido, y es
la experiencia de que vivimos la vida atravesados por la esperanza. La vida nos arrastra
con su impulso intrínseco, impregnándonos de esperanza de conseguir algo, aquello
que satisfaga nuestros anhelos más hondos. Ante todo es la esperanza de ser felices, de
conseguir el bien que todos anhelamos, aunque cada humano defina el bien de modo
tan diferente. Así, podemos discrepar sobre el sentido y el contenido del bien, de la
felicidad, pero difícilmente podremos negar que la búsqueda del bien y de la felicidad
constituya un elemento esencial de la condición humana. De ahí que un ingrediente
inevitable del sentido de la vida es hallarse transportados y empujados a la búsqueda del
bien, de lo que advertimos como meta de la realización humana.

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3.3. La faceta trascendente del sentido

Ya hemos apuntado en líneas anteriores que el sentido, o al menos parte del mismo, está
ya ofrecido y dado antes de que seamos conscientes de ello. Nos preguntaremos más
adelante si el sentido es algo que se nos da o algo que nosotros construimos, y veremos
cómo hay posturas que absolutizan o exageran cada uno de los lados de esa alternativa,
cuando lo más acertado es compatibilizarlos y conjugarlos.
Pero está claro que, aunque no hay sentido sin el polo consciente de los sujetos
humanos, y, por tanto, no hay sentido sin interpretación creadora, es evidente que toda
interpretación lo es de algo, de la realidad, pero una realidad que no la creo yo sino que
está en gran medida dada a mí con anterioridad, y que constituye el ámbito en el que soy,
del que formo parte, y que voy completando con mis interpretaciones y acciones creativas,
junto con los demás sujetos humanos.
Aquí se trata, por tanto, de advertir y explicitar la cara gratuita o trascendente del
sentido. Ya decíamos con anterioridad que antes de que seamos conscientes de la reali-
dad y de nosotros mismos en ella, la realidad está ahí, nos precede. No existimos ni
somos nada fuera o al margen de ella, sino dentro de ella, como parte de la misma.
Porque es evidente que la realidad no sólo es algo que está ahí además de nosotros, sino
que no somos al margen de ella. Somos parte de ella y no somos nada sin ella. La reali-
dad es lo que nos posibilita y nos empuja a ser y a la realizarnos. La realidad, en su
trasfondo más radical, es el horizonte último, posibilitante e impelente que nos empuja
a tergo para que podamos y tengamos que ser, en un ejercicio permanente de apropia-
ción de posibilidades (Zubiri).
La verdad es que estamos rodeados de pruebas que refuerzan lo dicho. Estamos en
un mundo cada vez más transparente a la mirada de los científicos y de los filósofos. No
cabe duda de que la ciencia y la filosofía son, a su manera, sendos procesos de interpre-
tación, pero no son creaciones de la nada, sino propuestas de interpretación acerca de
cómo se nos presenta la realidad, como algo autónomo y previo a nuestro esfuerzo por
conocerla y reducirla a nuestros esquemas de medición, interpretación y manipulación.
Pero la ciencia y la filosofía no se encargan sólo de dar cuenta de la realidad exterior
a nosotros, sino que también de hacernos ver que somos una parte más de la realidad, y
fruto de ello es nuestra condición genética, molecular, embriológica, biológica, compor-
tamental, psicológica, sociológica y cósmica. Sobre esos datos que somos y que nos
conforman, podemos y debemos construir el rumbo de nuestra vida, en diálogo con los
otros humanos.
Dentro de la estructura del símil de Borges diríamos que, a la hora de preguntarnos
por el sentido de nuestras vidas, despertamos también a la conciencia de estar ya lanza-
dos al aire por un arco y un arquero que no sabemos cómo son, ni desde cuándo han
soltado la cuerda, ni si tenían un plan y una meta hacia la que proyectarnos. Nos halla-
mos ahí, con esas dudas y esas cuestiones lacerantes y dramáticas. Está claro, pues, que
la vida se halla también en otras manos y no depende tan sólo de lo que nosotros elija-
mos, como si partiéramos de cero.
Pero la trascendencia del sentido no es sólo metafísica, sino también histórica y
cultural. Es decir, el sentido no lo hacemos solos, al margen de los otros. Nos vemos
entre otras flechas, también lanzadas al aire, y somos deudores de lo que los otros, las
generaciones anteriores han ido decidiendo y construyendo: somos hijos de la cultura,
del entorno humano que nos hace tales. El sentido nos trasciende, pues, por todos los
costados, nos guste o no, lo advirtamos o no.

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El sentido antropológico de la vida humana

3.4. Libertad y sentido

La flecha consciente que somos nosotros, se experimenta arrastrada por un dinamis-


mo que no sabe adivinar de dónde viene y a dónde apunta, pero al mismo tiempo nos
percibimos como totalmente distintos a una flecha que no puede cambiar su rumbo.
La vida del ser humano no sólo está iluminada por la autoconciencia sino guiada
también por la autonomía.
Los defensores del determinismo nos dirán que nos engañamos, que la supuesta
libertad del ser humano es más un autoengaño que realidad. Es cierto que la libertad no
es un dato demostrable científicamente, sino la autoevidencia que tenemos algunos (más
bien, la mayoría) de que podemos elegir libremente entre diversas posibilidades de ac-
ción. Podemos engañarnos en algunas ocasiones, pero no siempre, a menos que estemos
dispuestos a aceptar que nuestra vida es un autoengaño permanente. Pero, en ese su-
puesto, también lo estaría quien afirmara que estamos determinados, siendo también la
ausencia de la libertad un mero engaño. Por eso, si el determinismo es cierto, lo es
porque sí, no porque sean evidentes y lógicas las razones de los deterministas.
Del mismo modo, si el determinismo fuera cierto, tendríamos que negarnos a ha-
blar de responsabilidad y de ética, pues determinismo y ética son intrínsecamente in-
compatibles, a no ser que cuando hablemos de justicia, bondad, bien, etc., entendiéra-
mos que tales categorías no son más que ficciones, al estilo de cuando hablamos de las
hadas, las ninfas, los centauros y otras realidades de ficción que pertenecen al mundo de
la fantasía (I. Berlin, 1974). Las consecuencias que esto supondría para nuestra vida son
evidentes, puesto que tendríamos que admitir que todo lo que pensamos, decimos y
creemos es un puro y delirante sinsentido.
Es más razonable aceptar la opinión del sentido común y la evidencia coherente del
mundo de la vida en el que aceptamos la libertad, aunque esa libertad no sea absoluta
sino limitada y apoyada en las diversas circunstancias de lo mundano. Esta evidencia de
nuestra libertad es la que nos hace defender la participación activa de cada ser humano
en la confección del sentido de su vida. Si es cierto, como hemos dicho en el apartado
anterior, que el sentido nos trasciende, que están ya dados muchos elementos de la red
en la que se va confeccionando, también es cierto, de modo complementario, que nues-
tras decisiones se engranan con las circunstancias y las decisiones de los demás huma-
nos para componer el resultado final de nuestra realización personal y del desarrollo
como se va confeccionando poco a poco la madeja de nuestras vidas y de la historia. No
somos presa de un ciego destino, como dice la canción, sino del entrelazado diálogo entre
nuestras decisiones con la realidad y en los otros.

3.5. El sentido responsable de los otros

No hay sentido de la vida al margen de los otros, porque el ser humano no es un


individuo aislado, sino fruto de una urdimbre en la que los otros son factores necesa-
rios e imprescindibles. El dato más evidente de la realidad es su respectividad (Zubiri,
1962), pero la respectividad no es estática sino dinámica (Zubiri, 1989). Todas las rea-
lidades o sustantividades están conformadas como estructuras de notas, remitidas
esencialmente unas a otras.
Desde este punto de vista, la realidad humana es una sustantividad más, situada en
el mundo de modo respectivo y campal. Ahora bien, lo que construye de modo más

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Carlos Beorlegui

esencial nuestra humanidad no es su relación con las cosas, sino la relación con los
otros. De tal modo que la socialidad, la relación reciprocante con los otros humanos
(Ortega y Gasset, 1972), es más esencial y fundante que nuestra relación con el entorno
ecológico. La presión propia de la selección natural en el proceso evolutivo se sitúa en
los seres humanos más que en el ámbito de su relación con el entorno ecológico, con el
entorno interhumano, de modo que necesitamos poseer de modo innato una capacidad
de ponernos en el lugar del otro para saber cómo va a reaccionar ante mí. De ahí que los
seres humanos somos desde el nacimiento unos psicólogos innatos (N. Humphrey, 1995),
dotados de lo que los estudiosos de la conducta denominan teoría de la mente, esto es, la
capacidad de captar la interioridad del otro y de ponerse en su lugar, capacidad que los
neurocientíficos actuales sitúan en las recién descubiertas neuronas espejo (Rizzolatti y
Sinigaglia, 2006).
Somos, pues, inevitablemente sociales desde nuestra raíz existencial. La condición
campal del embrión le hace depender de la madre, no sólo durante el delicado proceso
de gestación sino también durante nuestra prolongada infancia y adolescencia, fruto de
la neotenia. Eso hace que, como indica Roff Carballo, se conjuguen y correlacionen la
deficiencia biológica (Gehlen, 1980) del recién nacido con la tendencia diatrófica de la
madre, que lo acoge y lo protege en los primeros tramos de su vida (Roff Carballo, 1973),
conformando esa fundamental urdimbre primigenia con la que estamos troquelados desde
nuestro nacimiento.
Por tanto, los demás de alguna manera forman parte constituyente de nuestra rea-
lidad y de nuestra propia personalidad. De tal modo que, al decir de Lévinas, lo que
conforma nuestra persona, nuestro yo, no es tanto la autonomía cuanto la responsabili-
dad (Levinas, 1974, 1977, 1987). Yo soy el otro, los otros, convirtiéndome por ello hasta
cierto punto en el rehén del otro, consciente de que nunca podré decir con absoluta
certeza y verdad que he cumplido de forma total mi responsabilidad hacia el otro y
pagado la deuda radical que tengo contraída con él. Es lo que le lleva a decir a Lévinas
que la ética es la filosofía primera, por encima de la pretensión de la filosofía occidental,
desde los griegos hasta Heidegger, de situar en ese lugar a la ontología. No es, pues, el
olvido del ser (Heidegger) la gran deficiencia de la filosofía occidental, sino más bien
el olvido del otro (Lévinas).
El sentido de la vida no se conforma, por tanto, sin los otros. No somos una flecha
que se descubre volando solitaria hacia un destino que no conoce, sino que se halla
acompañada en esa aventura por un cúmulo de flechas, una pláyade de estrellas en el
firmamento, que constituyen la enorme multitud de los seres humanos. No es posible
entender mi realización personal al margen de los otros, siendo en muchas ocasiones
este el motivo del sinsentido de muchas vidas que se ven en el vacío, depresivas y sin
rumbo, porque han olvidado enlazar el sentido de sus vidas en un trenzado en el que los
otros forman parte esencial. De ahí que posiblemente, como nos dice Gollwitzer, la me-
jor manera de rescatar a las personas de una vida vacía y sin sentido, al borde a veces del
suicidio, sea reintegrarlas al entramado social, y hacerles ver que los demás necesitan de
ti, como tú necesitas de los otros (Gollwitzer, 1977).
Como nos dice Lévinas, nuestro yo está troquelado desde su raíz más esencial por
un dinamismo que nos vuelca hacia el otro, conformado por una estructura de cuidado
por el otro. Mi yo se define como responsabilidad, y, por tanto, lo que me hace ser único
no es la irrepetibilidad de mis decisiones libres (autonomía), sino la irrepetibilidad de
mi responsabilidad hacia los otros. Por tanto, el sentido de la vida pasa por salir de sí
para abrirse a los otros. No hay auténtico sentido de la vida humana al margen de esta

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El sentido antropológico de la vida humana

apertura al otro y a lo otro. Sólo saliendo al otro me puedo reganar como yo, como
persona. Es la sabiduría contenida en el dicho evangélico: «El que quiera ganar su vida
la perderá, y el que pierda su vida la ganará» (Marcos, 8,35). Independientemente de su
envoltorio religioso, esta máxima nos muestra una dimensión inevitable de la estructura
antropológica del sentido de la vida.

4. La articulación del sentido: el sentido dado y construido

Entramos en el nudo central de estas reflexiones, apuntado ya en varios momentos


anteriores: ¿el sentido es algo que está dado, y, por tanto, algo que simplemente tenemos
que descubrir, o más bien es algo que construimos nosotros, que depende total y exclu-
sivamente de nosotros? ¿Cabe alguna otra alternativa intermedia?
Hemos advertido también que ante esta cuestión caben tres posturas: la de quienes
entienden el sentido como una realidad previa a nosotros, ante lo que no nos queda más
que descubrir y aceptar; la de quienes, en el otro lado del abanico, defienden que el
sentido es única y exclusivamente creación del ser humano; y una tercera, intermedia
entre ambas, la de quienes entienden que el sentido es la conjunción dialogada de ambas
posturas. Mi opinión se decanta por esta tercera postura.
No cabe duda de que las dos primeras inciden en un aspecto necesario e inevitable
del sentido. La primera ha sido la habitual a lo largo de la historia de la filosofía, en la
medida en que el ser humano se ha visto ante un cosmos que le sobrepasa, que no
domina, proyectando sobre las fuerzas indomables de la naturaleza seres numinosos a
los que tenía que aplacar, y en último término la realidad de Dios como fundamento de
todo. De ahí que para una cosmovisión teocéntrica, el primer modo de entender el orden
del cosmos y el sentido de la vida sea hacerlo en clave de someterse a la voluntad a veces
caprichosa de los dioses. El sentido está ahí, y ahí que descubrirlo y dominarlo.
En épocas posteriores, cuando se seculariza el orden divino en aras de un orden
más frío del logos, de las leyes del devenir y de la naturaleza, se sigue entendiendo el
sentido de la realidad como algo dado, como un orden dinámico pero bien trabado
que nos marca el camino, y ante él no podemos hacer otra cosa que descubrirlo y
acatarlo. Sin necesidad de situarse en posturas tan claramente defensoras de un senti-
do cerrado que planea por encima de lo humano, y oponiéndose a la mayoritaria co-
rriente postmoderna actual que centra la articulación del sentido en la exclusiva deci-
sión de cada individuo, hay también quienes afirman la realidad del sentido como algo
dado, que el ser humano tiene que descubrir y aceptar. Parece que esta es la postura en
la que se sitúa J. Grondin (2005), aunque en un esfuerzo de entenderlo mejor podemos
quizás situarlo en la postura intermedia, aunque acentuando con especial empeño el
ingrediente o dimensión del sentido como algo previamente dado a la realidad huma-
na. Para mostrarlo, insiste en múltiples elementos de nuestra condición, en los que se
advierte con gran claridad que el entorno que nos rodea, desde la realidad física a la
biológica y etológica, está plasmado de ámbitos atravesados por legalidades autóno-
mas y previas a la decisión humana.
La postura que se inclina por situar el indiscutible protagonismo del ser humano en
la configuración del sentido es consecuencia del progresivo antropocentrismo de la
modernidad occidental. La realidad no es un hecho dado, sino algo construido por el ser
humano, como resulta evidente desde Descartes y sobre todo a partir de Kant. El mundo
como objeto de nuestro conocimiento podemos entenderlo como una síntesis de la rea-

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lidad en sí y de las diversas formas a priori de nuestras estructuras intelectivas; aunque


podemos extremar la dimensión subjetiva y quedarnos en una postura idealista que
reduce lo que hay a meras construcciones de nuestra razón.
En esta segunda postura, dentro del diálogo entre realidad y sentido desaparece la
realidad, o se reduce a ser una simple construcción del sentido. Y si nos hallamos en un
momento en el que advertimos los errores, exageraciones y narcisismos de la raciona-
lidad moderna e ilustrada, el sentido de lo que hay, tal como lo entiende la postmoderni-
dad, tanto en la dimensión epistemológica, ontológica como ética, parece dimanar casi
exclusivamente del individuo (Vattimo, 2007). La postmodernidad actual vive del recha-
zo de la ebriedad magalomaníaca de la razón moderna, para refugiarse en un pensa-
miento débil y fragmentado, que no cree en verdades absolutas y universales, sino en
verdades y convicciones fragmentadas, parciales y provisionales. El sentido lo construye
cada uno, no necesariamente al margen de los otros, sino en diálogos de consensos de
conveniencia, estratégicos, en los que tratamos de vivir y dejar vivir, pero sin más ilusio-
nes y propuestas idealistas utópicas.
Frente a las dos posturas extremas indicadas, entendemos que el sentido es faena
de diálogos y de fronteras, pero no de cortos vuelos, como los consensos más o menos
estratégicos, sino fructíferos y con pretensiones de que la verdad que vamos encontran-
do, aunque no sea nunca definitiva, nos van señalando los caminos verdaderos y nos
alejan de los erróneos. De ahí que me ha gustado siempre la frase de Adorno: «No existe
la verdad absoluta, pero no tenemos que cejar en perseguirla».
E igualmente, me ha resultado siempre de una claridad meridiana la postura de
Merleau-Ponty en su disputa con Sartre acerca de la libertad y la articulación del sentido
(M. Merleau-Ponty, 1975; E. Bello, 1979). Si para Sartre la libertad es absoluta y el
sentido se configura a partir de un único vector, que va del yo al mundo, en la medida en
que las cosas tienen sentido si forman parte del proyecto que yo elijo para mi vida (sea
como montañero o como fotógrafo), para Merleau-Ponty tal modo de ver las cosas es
profundamente deficiente, en la medida en que reduce la articulación del sentido a una
única dimensión. Por el contrario, el sentido se conforma y sitúa en la intersección de
los dos vectores: del yo al mundo, y del mundo al yo; y sobre todo, del yo a los otros, y de
los otros al yo. Es cierto, por tanto, que no hay sentido sin el yo, y que las cosas no son un
obstáculo para mí más que cuando forman parte del proyecto que yo he diseñado (por
ejemplo, esta montaña es un obstáculo para mí cuando decido ser montañero y subirla),
pero, cuando forman parte de mi proyecto, el modo como tales realidades están consti-
tuidas no depende de mi decisión (la montaña es como es, decida subirla o sólo fotogra-
fiarla). Lo único que yo hago es convertir a las cosas en obstáculos en general, pero no
conformo las características concretas de su dificultad o facilidad como obstáculos.
De ahí que, para Merleau-Ponty, a las cosas no hay que verlas sólo como simples
obstáculos sino también como mediaciones necesarias de configuración del sentido.
La libertad no está sólo constituida por el aspecto negativo, por la capacidad de no
estar determinado por nada, sino también por la dimensión positiva que hace com-
prometerme con las cosas y los acontecimientos. Por eso que, frente a la ilusión de
Sartre de creer que uno es más libre en la medida en que no se ha decidido aún por
nada, Merleau-Ponty entiende que no hay libertad sin compromiso, aunque todo com-
promiso conlleve tener que elegir algo para desechar y postergar otras cosas. Sólo así
se da la libertad y la articulación del sentido, porque sólo cuando voy eligiendo, y voy
concretando mi vida, la voy realizando a través de nuestro compromiso con las cosas,
con los demás, y con los acontecimientos.

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El sentido antropológico de la vida humana

No estamos, pues, condenados a la libertad (Sartre), sino que estamos condenados,


o mejor invitados al sentido, a dar y a recibir sentido. Porque donde se da un diálogo
entre yo y el mundo, entre yo y el otro, entre la mente y lo corpóreo, ahí es donde emerge
el sentido, en el ámbito de la intermundaneidad, de la interpersonalidad y de la intercor-
poreidad. El sentido es, pues, fruto de la coimplicación de los contrarios (Ortiz-Osés,
2007, 75 y ss.), que dialogan y se complementan.
En el fenómeno del lenguaje es donde mejor se plasma esta coimplicación y com-
plementariedad entre lo dado y lo construido en la estructura del sentido. En el lenguaje
hay una dimensión de constreñimiento que me precede: las reglas de la gramática que
no puedo olvidar ni utilizar incorrectamente, puesto que no me podría entender con mis
interlocutores. Con ese instrumento lingüístico, correctamente utilizado y a través del
mismo, tengo absoluta libertad para expresar todo lo que quiera, dándose, pues, un
excelente entrelazamiento de determinismo/constreñimiento y de libertad.
En igual medida se conjugan hoy día, dentro de la conformación de nuestra estruc-
tura y capacidad ética, dos momentos o dimensiones complementarias: la ética del
deber y la ética de la felicidad, la ética de mínimos y la de máximos. Junto a un conjunto
de deberes mínimos, que todos tenemos que respetar para que sea posible la conviven-
cia, están los ideales personales y los modelos antropológicos que cada uno puede se-
guir para conseguir la realización personal y la felicidad. Ahora bien, yo entiendo que la
ética mínima, como emanada de los consensos racionales sobre lo que es bueno y malo
para todos, no nace fruto en este tipo de concepción ética y de racionalidad comunica-
tiva de decisiones estratégicas de los participantes. Si así fuera no habríamos salido de
la postura segunda, según la cual el sentido es fruto exclusivo de las decisiones de cada
individuo, sino que se supone que emerge de la evidencia del mejor argumento. E inclu-
so tendríamos que dejar claramente explícito el hecho de que hay datos previos al ejer-
cicio de la argumentación que se imponen a la dinámica del diálogo, puesto que son
estructuralmente previos al juego lingüístico y a los interlocutores, como por ejemplo la
dignidad de cada individuo, el derecho de todos los hablantes a presentar argumenta-
ciones y la simetría de los participantes en el discurso. Tales rasgos o elementos, dedu-
cidos del correcto uso del discurso, no dependen de la libre decisión de los participan-
tes, sino que se les imponen a ellos desde la misma estructura del diálogo interpersonal
correctamente ejercido.
Esto nos lleva a insistir en la inevitable dimensión social y ética de toda propuesta
de sentido. El sentido está orientado hacia la consecución del bien y de la felicidad, que
se consigue en el ejercicio de la responsabilidad hacia los otros, en la lucha común
contra el sufrimiento, el mal y el sinsentido.

5. Para concluir

La pregunta por el sentido es, por tanto, algo específico y exclusivo de la condición
humana, y eso es lo que la convierte en inseparable compañera de viaje de nuestra
existencia.
De ahí que esta pregunta, en el momento en que tratamos de desmenuzar sus ingre-
dientes y estructura, se nos presenta conformada por un ramillete de elementos que
forman parte de nuestra realidad antropológica: su carácter dinámico y direccional, su
trascendencia o sobrepasamiento, la conciencia del mismo, la libertad, así como su di-
mensión social y responsable. Es por eso que hablamos del sentido antropológico de la

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vida humana. La pregunta por el sentido está troquelada y estructurada en cierto modo,
con ingredientes similares a nuestra propia condición como humanos.
Esta supuesta estructura básica de conformación del sentido, que se nos presenta
como interrogante abierto, no prejuzga la respuesta que demos a tal cuestión. Caben
múltiples modos de resolverla, en función de los modelos antropológicos y de las cosmo-
visiones en las que estemos aposentados.
Y en esta pluralidad de propuestas, se juega la cuestión de fondo sobre si el sentido
es meramente algo dado y a desentrañar, o algo que nosotros (individuos o colectivos
culturales) construimos con nuestras decisiones libres. Hemos defendido por nuestra
parte que más bien el sentido es fruto de la coimplicación de ambos extremos comple-
mentarios, puesto que entendemos que el sentido se amasa en el ejercicio de hacernos
cargo de la realidad, para empujarla responsablemente en la dirección en la que consi-
deramos se consigue y nos acercamos más eficazmente al bien y a la felicidad de todos
los humanos.
Sólo en el horizonte de la responsabilidad hacia los demás seres humanos, en espe-
cial los más vulnerables y esclavizados, parece que la búsqueda del sentido se ilumina de
mejor manera y cobra mayor coherencia.

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134 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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EL SENTIDO IMAGINARIO DE LA VIDA HUMANA

Joël Thomas
Entrevista de Marta Herrero Gil

Joël Thomas, profesor de literatura latina en la Universidad de Perpiñán es un herme-


neuta: un viajero que va hilando sentidos. Como James Hillman, Gilbert Durand, Henry
Corbin, Andrés Ortíz-Osés, Ignacio Gómez de Liaño o Mircea Eliade, estudia los imagi-
narios, esas gafas de miles de formas que nos ponemos los seres humanos para dar
sentido a nuestra vida. Mientras Roma creyó en sus mitos primigenios, dice el profesor,
pervivió. Joël Thomas ha participado en Eranos, un círculo en el que se reunieron, desde
1933 a 1989, a orillas del Lago Maggiore (Suiza) y a la estela del pensamiento de C.G.
Jung, los grandes científicos del siglo XX. Se trató, dice, de una experiencia sin preceden-
tes en las ciencias humanas. Los asistentes convivían y compartían ideas, buscaban
tender puentes entre las ciencias, las religiones y los dualismos. Querían sustituir la
oposición de los contrarios, que había llevado a Occidente a la catástrofe, por la relación
que los unía. La Guerra de las Galaxias se empezó a fraguar allí: en la intuición de que los
mitos, los símbolos y las grandes creaciones de la imaginación conforman nuestra reali-
dad. Eranos anunció la era de la imagen.

1. ¿Qué es el imaginario?

Lo primero que hay que decir es que no debemos confundirlo con la imaginación ni con
un concepto bastante vago coincidente grosso modo con el pensamiento. Los teóricos
del imaginario tienen una definición bastante más estricta del concepto. Yo la traduciría
así: nuestro imaginario es el conjunto de los dinamismos organizadores de las diferentes
instancias de nuestra psique. Esto quiere decir que la actitud lógica, racional, forma
parte de nuestro imaginario; ella es uno de sus componentes. Corbin distinguía imagi-
nal y fantasía. Lo imaginal entroncaría con el inconsciente colectivo de Jung: se trata de
las construcciones simbólicas con las que las personas construyen los sentidos. La fanta-
sía, para él, es lo que pertenece propiamente a nuestra historia individual, a nuestros
recuerdos: lo que no compartimos, lo que tiene una coloración propia. Pero es seguro
que imaginal y fantasía están íntimamente entrelazados. Es por eso que nuestros recuer-
dos nos ponen en relación a la vez con lo más íntimo de nosotros mismos y con el
cosmos entero: ellos se ensanchan hacia una dimensión cósmica. Como vemos, la dis-
tinción es interesante. Jung dice más o menos la misma cosa bajo una forma distinta.
La definición no estaría completa si no subrayáramos la parte que hace al imagina-
rio reconocerse con las formas simbólicas: más allá de las formas, las imágenes se orga-
nizan en redes que hacen sentido por su interconexión. Así, no comprenderíamos un
episodio aislado de la mitología sin un conocimiento global de los relatos míticos, por-
que se sostienen entre ellos. Al mismo tiempo, una vez este reconocimiento ha hecho
efecto, se percibe que cada episodio es como un resumen de la totalidad de la estructura:

CLAVES DE LA EXISTENCIA 135

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Joël Thomas

el microcosmos es la imagen del macrocosmos. Para hacérselo comprender a mis estu-


diantes, tomo a menudo la imagen del collar del dios hindú Indra: es tan perfecto que en
cada una de sus perlas se refleja el collar entero.

2. ¿Qué relación hay entre el imaginario y el arquetipo de Jung?

Jung insiste más bien en la noción de inconsciente colectivo. Ella es más clara que la
palabra arquetipo, a menudo mal comprendida, y cargada (sin razón, según mi opinión)
de una dimensión mística que muchas veces ha alimentado las críticas contra Jung.
Para Jung, el yo personal tiende a organizarse (lo que él denomina trabajo de individua-
ción) desde los núcleos dispersos de nuestra conciencia (los heterónimos de Fernando
Pessoa); la persona accede entonces a un espacio en el que la coherencia está asegurada
por la relación simbólica entre los diferentes constituyentes. Y es entonces cuando se
opera una suerte de ensanchamiento cósmico de este «Yo» a un «Ello» cósmico más
general, compartido por un conjunto más amplio de individuos, y recobrando la noción
de inconsciente colectivo. Pero para comprender el proceso, no es necesario hacer inter-
venir a lo divino (lo sagrado sí, sin duda, y también las formas simbólicas). Jung ha
insistido siempre en el hecho de que su proceso era fenomenológico: sostenido y verifi-
cado por ejemplos concretos, por los hechos y por la experiencia. Así pues, podemos
tomar esta noción de arquetipo, que es además más platónica que junguiana. Para Pla-
tón, no hay duda del contexto espiritual: las Ideas son de origen divino. El imaginario
junguiano no salva, a mi juicio, este límite. O más exactamente, y muy hábilmente, él
nos describe un mundo de símbolos que da sentido a nuestro mundo material. El mun-
do visto por Jung es más un vasto pensamiento que una vasta materia; el proceso jun-
guiano no excluye la espiritualidad; pero ella no se reduce a una espiritualidad precisa;
Jung se acuerda del koan zen: «Si usted encuentra al Buda, mátelo». Lo que se puede
decir es que, efectivamente, para Jung una terapia inculta (que no haya recurrido a un
ensanchamiento cultural o mitológico) es inconcebible. Pero en este contexto, la ciencia
es por sí sola la mejor terapia, ya que el conocimiento del fondo arquetípico humano a la
que ella conduce es en sí normalista: lo vemos, nada de irracional ahí dentro.

3. ¿Cuál es el origen de las teorías del imaginario?

Indudablemente, el padre fundador de las teorías del imaginario es C.G. Jung. Freud
había abierto la vía, pero él siempre subordinó la Nachtseite, la «parte nocturna» de la
psique a su dimensión diurna. Vale con ver el rol que da al sueño. Para Freud, el sueño es
un momento de desahogo que permite a la psique reencontrar su equilibrio mermado
por la actividad diurna, mientras que para Jung, el sueño, la actividad nocturna, tiene
una vía propia, tan importante como la actividad diurna. Dionysos es igual que Apolo.
Con Jung, el mundo del sueño y de la noche se reencuentra con su vía real. Después de
Jung, Caillois, Bachelard, y tras ellos G. Durand, van a fortificar las riberas de esta gran
corriente. Hacia los años setenta, la corriente se va a encontrar con otro flujo regenera-
dor: las teorías de la complejidad y la escuela de Palo Alto. De esta convergencia nacie-
ron las teorías del imaginario, tal y como las conocemos hoy, y en particular tal y como
un excelente conocedor y difusor de ideas, E. Morin, nos las presenta, en torno a la
noción de complejidad.

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El sentido imaginario de la vida humana

4. ¿Qué búsqueda intelectual le dirigió hacia el imaginario?

El sentimiento de que las investigaciones de la crítica literaria llegarían a un impasse si


se cerraban en el solipsismo, y si no se regeneraban ensanchándose y teniendo en cuenta
las corrientes de la antropología. Con esta idea, en los años setenta, la escuela de Greno-
ble, dirigida por G. Durand, hacía llegar una corriente de aire fresco a los estudios uni-
versitarios. Mi apuesta personal ha sido la de aplicar estas metodologías al mundo de la
Antigüedad Clásica. Ellas permitirían una relectura apasionante, que nos mostraría en
particular que los mitos habrían sido escritos, más allá de la sociedad greco-romana,
para conservar un valor de la verdad. Eneas, Ulises, Teseo, Jasón, Heracles, tenían algo
que decirnos, más allá del paso del tiempo. Su tentativa por organizar su espacio era un
paradigma que nos daba el sentido de nuestro propio laberinto interior. Las teorías del
imaginario nos permiten entrar en esta relectura que nos abre a nuestra propia psicolo-
gía profunda; hemos quedado impresionados por la riqueza del relato mítico, y por su
dimensión polisémica, que aclara y renueva no sólo nuestro conocimiento de la Antigüe-
dad sino también el de nuestro propio mundo; una vez más, antiguos y modernos no
aprehenden el sentido sino en feed-back, en reflexividad, en diálogo recíproco. Del mis-
mo modo, las disciplinas tradicionales no estarían aisladas, sino que se reagruparían en
una totalidad antropológica, reunidas la literatura, la historia, la historia del arte, la
filología, y también la filosofía y el psicoanálisis. En un momento en el que muchos
predicen el fin de los estudios clásicos, me pareció que sería de estas relecturas del
imaginario de donde vendría la renovación, y es en este sentido en el que he construido
toda mi carrera y mi producción universitarias.

5. ¿Qué es Eranos?

Eranos es, hasta donde yo conozco, una experiencia sin precedentes en la historia de
las ciencias humanas. Instigados por C.G. Jung, más de cien investigadores y uni-
versitarios de alto nivel, de disciplinas muy diferentes y procedentes del mundo ente-
ro, se han reunido, cada año, desde 1933 hasta 1989, en esa especie de cónclave que
fue la década de la Tagung de Eranos. La duración era excepcionalmente larga para
un coloquio; pero es justamente eso, y el aspecto de cónclave (ya que prácticamente
no se salía de Moscia durante los diez días) lo que cimentó las relaciones entre los
participantes. Cada año, un tema nuevo reunía a los conferenciantes; citaremos por
ejemplo «El hombre y el tiempo», «El hombre y la energía», «El hombre y las muta-
ciones», «El hombre y la paz». En el paraje encantador de Moscia, sobre el Lago
Mayor, Eranos ha visto pasar, entre otros, a Corbin, Daniélou, Eliade, Jung, Kérényi,
Massignon, Otto, Portmann, Rahner, Scholem, Schrödinger, Tillich, Zimmer, Durand,
Servier, Brun, Hillman… El mérito más grande de Eranos es sin duda el de haber
sabido provocar y animar el diálogo y el encuentro entre representantes de diferentes
ciencias y disciplinas del espíritu. En una época en la que las «monoculturas» espe-
cializadas parcializan el saber, la originalidad y el riesgo pasaban por esta capacidad
de crear diálogo, confrontación y circulación de ideas. Eranos fue un lugar privilegia-
do donde se tomó conciencia de las verdaderas dimensiones de la cultura y del mesti-
zaje profundo entre disciplinas.

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Joël Thomas

6. Usted habla de la actualidad de la Antigüedad. ¿Qué tiene ella que enseñarnos?

Nosotros no somos los herederos de griegos y romanos. Pero ellos no nos son extranje-
ros. Para mí, son más bien hermanos que nos han precedido en la aventura humana,
cuya experiencia, testimonio y saber pueden ayudarnos. La actitud más perversa sería
hacer de ellos modelos: nuestros propios modelos están por inventar. Todos los procesos
sobre «nuestros ancestros los romanos, los griegos, o los galos» son en primer lugar
tentativas de tomar del pasado una justificación para la verdad de las sociedades presen-
tes. La sociedad musoliniana caricaturiza el modelo romano, es uno de los ejemplos
más ridículos, si no nauseabundo. La actualidad de la Antigüedad es su capacidad de
hablarnos, de dejarnos ver experiencias que no hay que reproducir, pero cuya compren-
sión puede ayudarnos a nosotros mismos a avanzar. Así, la exégesis mitológica, la lectu-
ra de los mitos puede decirnos muchas cosas sobre nuestra psicología profunda.

7. ¿Cómo le gustaría que fuera el futuro de las ciencias humanas?

Un futuro de pluralidad y de tolerancia, pero también de audacia para implicarse en vías


todavía no exploradas. Durante mucho tiempo, las ciencias humanas han estado a la
cola de las ciencias exactas, de las que han copiado los protocolos de manera bastante
servil. Eso no ha conducido a otra cosa que a su descrédito. Desde la emergencia de las
teorías de la complejidad, las ciencias humanas tienden a reencontrar su lugar. No es
cuestión de decir que ellas son más o menos importantes que las ciencias exactas; no se
trata de competición. Pero es seguro que las ciencias humanas y las ciencias exactas son
indisociables las unas de las otras. Existe una misma razón y una misma intuición en las
obras de todos los campos epistemológicos.

8. Casi todos los investigadores del imaginario dicen que la vida tiene sentido.
¿Qué sentido? ¿Unitas multiplex?

Hemos dicho que los investigadores del imaginario habían insistido en la existencia de
las formas simbólicas. Desde ahí, la vida hace sentido; la superestructura de las imáge-
nes y de los sistemas de representación integra la materia en un conjunto que la trascien-
de. La fuerza habita la forma, que no es más que su cristalización. Esto fue sin duda el
gran descubrimiento «científico» del paleolítico, a través de un doble sentimiento: pri-
mero, la intuición de que el mundo, los objetos, estaban atravesados por fuerzas cósmi-
cas (el descubrimiento de lo sagrado); después la certeza de que el hombre no era sim-
plemente espectador en ese teatro cósmico, de que él podía ser actor, y optimizar las
formas, a través de las técnicas. El pulido paciente de un silex formaba un bifaz a la vez
bello y eficaz: la técnica humana permitía acceder a una forma de perfección. Así, el
hombre colaboraba en el plan cósmico, se creaba un compromiso entre la humanidad y
el cosmos. La Antigüedad Clásica ha vivido de la prolongación de estos paradigmas. La
noción de mimesis, o imitación de la naturaleza, es su reflejo. El mejor artista será el que
consiga reproducir casi a la perfección las formas de la naturaleza.
Otra cosa: existe, como hemos dicho, un modelo, una fuerza que habita las for-
mas. Pero las formas por sí mismas son infinitas, tienen un tornasol que reproduce la
verdad misma de las formas múltiples de la vida. No sabríamos oponer unitarios a
pluralistas: la vida es a la vez una y múltiple (unitas multiplex, efectivamente), y es en

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El sentido imaginario de la vida humana

esta unicidad y multiplicidad donde reside su sentido. Era lo que explicaba el ompha-
los de Delfos: una piedra levantada, un axis mundi único, así pues, pero recubierto de
una red, un agrénon que simboliza el tejido múltiple de las formas del ser vivo. Vemos
mejor por qué Jung, después de Platón, habló de los arquetipos; pero ni uno ni otro
olvidaron la parte de la diversidad.

9. ¿Tiene la Historia un sentido?

Para Eliade, la historia sólo toma sentido cuando se la empareja con el mito, y en parti-
cular con los relatos de fundación. Si no, los sucesos son aleatorios y no hacen sentido.
Roma es un buen ejemplo: sus grandes hombres siempre han sido percibidos como
continuadores de la obra de Rómulo, el autor del primer surco (Augusto estaba muy
apegado a su título de «segundo Rómulo»). Ellos siguen ligándose a este origen mítico
(incluso si, en Roma, el mito de fundación es histórico, a diferencia de la India, donde es
metafísico). Y Virgilio lleva más lejos las raíces, al presentarnos la Roma naciente como
Troia melior, una nueva Troya, pero mejor. El sentido de la historia romana se remonta
de ese modo hasta los orígenes troyanos. La vitalidad de la sociedad romana se funda
sobre esta relación en feed-back entre un mito que se encarna en la historia, y una histo-
ria que saca su sentido de la relación con el mito original. Mientras Roma se acordó de
esto, pervivió.

10. Usted dice que los teóricos del imaginario (Eliade, Hillman, etc.)
son un poco rebeldes. ¿Por qué?

Porque, justamente, han sido valientes para no quedarse en el molde de la ciencia oficial
y conformista. Sus experiencias les habían conducido a la idea de que muchos de los
descubrimientos se habían hecho por casualidad (dejando que una parte de intuición y
de desorden condujeran el proceso), y no por una exploración sistemática (los Curie
tenían un laboratorio miserable, y las más grandes máquinas universitarias no son siempre
las más fecundas). Ellos tuvieron el coraje de poner sus ideas en práctica, y de convertir-
se un poco en francotiradores de las ciencias humanas. A G. Durand, gran resistente de
la Segunda Guerra Mundial, le gusta decir que él ha mantenido esa práctica de la resis-
tencia en su recorrido universitario; y es verdad. Es también por eso por lo que han
sabido crear en torno a ellos una verdadera red no de discípulos (no les gusta la palabra),
pero sí de émulos y de epígonos: porque ellos no se han inscrito en la grande rat race
universitaria, la carrera por los puestos, las prebendas y las distinciones. Ellos han cami-
nado contracorriente, y eso los ha llevado más lejos que a los otros, como pioneros y
descubridores. Eso ha sido al mismo tiempo su honor y un honor que han comunicado
a las ciencias humanas, que les deben mucho.

11. ¿Son estos teóricos personas religiosas? ¿En qué sentido?

Jung escribe: «Nadie que no ha recobrado su actitud religiosa puede curarse». Esto
quiere decir que él, en cierto modo, pone la experiencia religiosa en el centro de la
terapia analítica. No hace falta otra cosa que remitirnos a Kierkegaard, que escribía ya,
de manera aún más radical: «Todo hombre que no piensa poéticamente o religiosamen-

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Joël Thomas

te es un necio». Pero hay que entender a qué se refiere Jung cuando habla de actitud
religiosa. Es la religio, en el sentido etimológico: la capacidad de religar entre ellos los
acontecimientos y las reflexiones; es, de hecho, la capacidad de vivir el mundo como
simbólico (y ahí el symbolon es el signo concreto (un palo de arcilla roto) que marca la
ligazón entre huéspedes, en el mundo antiguo). Para Jung, y para los teóricos del imagi-
nario, no se trataría de tener de referencia a una religión en particular, sino de poseer
una actitud religiosa, que se identifica con el sentido de lo sagrado, la capacidad de no
limitar nuestra Weltanschaaung a una actitud materialista.

12. ¿A qué se refiere cuando habla de realidad compleja?

La complejidad se comprende a través de la etimología de la palabra latina com-


plexus, que significa «tejido». El descubrimiento de la complejidad es la toma de con-
ciencia de que la importancia no está en las cosas, sino en la relación entre ellas. Todo
está en la relación. Ella está en el centro mismo de la noción de emergencia. La emergen-
cia permite escapar de la aporía de la dualidad. En el mundo, las diferentes instancias
(masculino y femenino; claro y oscuro; orden y desorden) no se oponen; o más bien, no
se oponen sino para trascender esta oposición inicial necesaria para la diferenciación.
Después de oponerse, ellas se organizan: la organización crea una nueva instancia, que
es más que la suma de las instancias de las que procede. La complejidad es eso. Remar-
camos que es el principio de un «tercero incluido», en estricta oposición con el «tercero
excluido» de Aristóteles: al o… o (es blanco o negro, verdadero o falso) le sucede el y... y
(es blanco y negro, verdadero y falso). Desde la invención del psicoanálisis y de la física
cuántica (concomitantes), aprendemos que uno y uno no suman dos, sino tres, y tam-
bién que una cosa y su contraria pueden ser verdaderas al mismo tiempo. Las teorías de
la complejidad están de ese modo directamente ligadas, en las ciencias humanas, a una
promoción de la psicología profunda, tendente a reexaminar los dominios hasta aquí
dejados a la sombra y el olvido: el sueño, las formas de expresión no racionales, dema-
siado tiempo consideradas como primitivas y arcaicas. En el plan de las ciencias exac-
tas, la integración de la complejidad es el descubrimiento de una infra-física, la de la
partícula, donde las leyes de la física clásica no nos sirven, y donde el principio de incer-
tidumbre de Heisenberg (no podemos conocer a la vez la velocidad y la masa de una
partícula) nos proyecta hacia un universo de lo aleatorio, de la neguentropía (y ya no de
la entropía), de la sincronicidad. Es justamente en Eranos donde fue debatido el diálogo
que tuvieron Jung y el físico Pauli (autor de la noción de sincronicidad, el tiempo no
causal, absoluto, y de sus implicaciones en las ciencias humanas y exactas).

13. ¿Cuál es el imaginario emergente en este momento de la historia?

Sería afortunado si lo supiera. Podemos plantear el problema como Gilbert Durand: en


cada época, se observan los mitos decadentes (los de las generaciones precedentes), los
mitos dominantes (el Zeitgeist, la moda), y los mitos nacientes, que serán los mitos domi-
nantes del mañana. Quien tiene la intuición de localizarlos, puede entrever lo que ocu-
rrirá en el futuro. Pero no es fácil, porque acontecimientos impredecibles pueden impo-
nerse y destruir las tendencias. A posteriori, reparamos en los periodos, las tendencias
míticas. Por ejemplo, a un periodo prometeico (animado por la fe en un progreso inde-
finido) le ha sucedido un periodo bajo el signo de Hermes (el periodo de Mac Luhan, con

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El sentido imaginario de la vida humana

su fe en el mundo de la imagen; y también el desarrollo de todos los modos de comuni-


cación: en primer lugar los transportes, luego Internet, la tela invisible que nos relacio-
na); pero incluso Hermes no ha podido impedir la crisis actual; es ahí donde los teóricos
del imaginario dudan: para M. Maffesoli, asistiremos al regreso de Dionysos, a la vez
con las esperanzas de una comunicación festiva y con los vértigos de la violencia que
nunca está lejos de Dionysos.

14. ¿Corbin era, además de un especialista en el sufismo, sufí?

No creo que Corbin fuera sufí, en el sentido de que hubiera sido iniciado en el sufismo
(aunque no sé nada de ello). Él procedía de un medio protestante que, por lo que yo sé,
lo marcó profundamente. Pienso más bien que Corbin fue seducido por el sufismo en
tanto que recorrido espiritual de muy alto nivel; en esa altitud, todas las sabidurías,
todas las místicas convergen hacia la tolerancia, un amor hacia la humanidad que las
acerca (sin superponerse: los sincretismos, históricamente, han tenido siempre fraca-
sos). Para mí, Corbin (como Durand, como Eliade) era un hombre que buscaba la ver-
dad, y la encontraba en el mensaje del sufismo. Él ha conducido siempre su camino
conciliando su empatía personal con un rigor heredado de su formación universitaria.
El corazón y la razón: es ahí donde su testamento espiritual (su obra) es fuerte.

15. ¿Qué buscan los teóricos del imaginario, el conocimiento o la sabiduría?

Sin hacer, como dicen los franceses, una respuesta de normando (los normandos son
conocidos por la ambigüedad de sus respuestas: «puede que sí, puede que no»), yo diría
que ambos. En este punto, las teorías del imaginario se reconcilian con una tradición de
la Antigüedad, que perdura hasta el Renacimiento, y que no distingue verdaderamente
ciencia de sabiduría. La palabra latina sapientia tiene ambos sentidos. Porque el conoci-
miento tiende a la sabiduría: al saber. El sapiens, el sabio y el erudito a la vez (Pitágoras
es un buen ejemplo), se opone, para los estoicos, al ignorante, que es ciego, que no sabe;
y entre los dos, la sabiduría antigua coloca (bella noción) al proficiens, el que no está
todavía en la luz, pero que se ha puesto en camino, porque sabe que hay un camino,
incluso si él no conoce la solución. Es cierto que el drama de la hipertecnología que
viven nuestras sociedades es quizá el de haber disociado ciencia y sabiduría, de haberlas
colocado en sectores muy diferentes, sin verdadero diálogo: de ahí todos los «comités de
ética» que lo hacen todo rápidamente, pero un poco tarde...

16. ¿Tiene usted esperanza en el futuro de las ciencias humanas?


¿Y en el de la humanidad?

En primer lugar, espero haberte convencido de que el futuro de la humanidad pasa


por el futuro de las ciencias humanas: es el único modo de escapar de una barbarie
moderna y devastadora. Es cierto que, si examinamos el problema sobre las bases de
lo previsible, las perspectivas no aseguran nada: agotamiento de los recursos natura-
les, crecimiento de los fanatismos, pauperización de poblaciones cada vez más nume-
rosas, degradación del medio ambiente... Hay motivos para inquietarse. Pero la hu-
manidad nunca ha avanzado sobre las bases de algo totalmente previsible. Es por esto

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Joël Thomas

que, a mi juicio, la renovación vendrá de un acontecimiento imprevisible, de una suer-


te de mutación en nuestra historia y nuestras mentalidades. Este «completamente
Otro» es sin duda la única manera de escapar de la entropía que nos amenaza. Pero,
¿cómo se manifestará? Es imposible decirlo. Se dice que no hay que agotar los recur-
sos de la humanidad, ni los de Gaia, nuestra tierra. No podemos sospechar lo que
ocurrirá, y la aventura humana es tan prodigiosa, en un periodo tan corto la acelera-
ción de la historia del homo sapiens es tan excepcional, que el futuro nos reserva segu-
ro sorpresas. Estamos entre el encantamiento y la decepción. Sófocles lo decía ya en
sus tragedias. Quizá está ahí el problema: nuestras tecnologías han explotado, pero
nuestro sentido de la ética y de la moral se ha estancado...

Destacados

«Las teorías del imaginario nos permiten entrar en una relectura que nos abre a nuestra
propia psicología profunda; hemos quedado impresionados por la riqueza del relato
mítico, y por su dimensión polisémica, que aclara y renueva no sólo nuestro conoci-
miento de la Antigüedad sino también el de nuestro propio mundo.»
«Eranos fue un lugar privilegiado donde se tomó conciencia de las verdaderas dimensio-
nes de la cultura y del mestizaje profundo entre disciplinas.»
«No sabríamos oponer unitarios a pluralistas: la vida es a la vez una y múltiple (unitas
multiplex, efectivamente), y es en esta unicidad y multiplicidad donde reside su sentido.»
«La vitalidad de la sociedad romana se funda sobre la relación en feed-back entre un
mito que se encarna en la historia, y una historia que saca su sentido de la relación con
el mito original. Mientras Roma se acordó de esto, pervivió.»
«El descubrimiento de la complejidad es la toma de conciencia de que la importancia no
está en las cosas, sino en la relación entre ellas.»
«El futuro de la humanidad pasa por el futuro de las ciencias humanas: es el único modo
de escapar de una barbarie moderna y devastadora.»

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EL SENTIDO NIETZSCHEANO DE LA VIDA HUMANA

Andrés Ortiz-Osés

El hombre es la encarnación de la disonancia.


F. NIETZSCHE

PRESENTACIÓN GENERAL

Ofrecemos a continuación un amplio texto sobre la filosofía vitalista de Federico Nietz-


sche, el brillante pensador germano que en algunas ocasiones fantaseó con ser español
mejor que alemán. El propio filósofo se consideraba alemán por parte de madre, pero
descendiente de un noble polaco protestante por parte de padre. En cualquier caso,
nuestro autor es un nórdico que acaba cautivado por el sur, de ahí la potencia germánica
de su pensamiento experimental y el colorido mediterráneo de su lenguaje ardiente.
En su juventud F. Nietzsche profesa un romanticismo trágico (pesimista) en la línea
de su maestro Schopenhauer, pero en su edad madura se convierte en ilustrado optimis-
ta y crítico de toda decadencia, personificada ahora en su viejo amigo R.Wagner, hasta
desembocar en la final afirmación de la «voluntad de poder». Este paso del romanticis-
mo al posromanticismo, junto a ciertos vaivenes filosóficos e ideológicos, ha confundi-
do a sus discípulos y lectores, los cuales suelen tomar solamente una etapa o aspecto de
su obra para evitar confrontarse al conjunto. En su lugar, aquí tratamos de ejercitar una
interpretación transversal de la obra nietzscheana, capaz de verla en su conjunto o con-
junción de diferencias.
A partir de una tal coimplicación de las diferencias, por cierto ya avisada por nuestro
autor, es posible evitar definir a Nietzsche como romántico o ilustrado, redefiniéndolo como
un romántico ilustrado o un ilustrado romántico. El interés fundamental de la figura y obra
de nuestro original filósofo europeo está precisamente en la proyección de un romanticis-
mo ilustrado y de una Ilustración romántica, pues eso es lo que diferencia a Nietzsche
respecto a sus antecesores y sucesores meramente románticos o meramente ilustrados. No
extraña al respecto que, cuando nuestro autor busque su interlocutor válido, sea Goethe el
elegido —esa figura situada precisamente en el filo de Werther y Fausto, del sentimentalis-
mo y la acción, de la sensibilidad y el intelecto, de la afectividad y el dominio de sí.
El romanticismo ilustrado de Nietzsche —la nueva Ilustración romántica que anun-
cia— se basa en la reconciliación de la vida y la razón, de la razón con la arracionalidad,
de la conciencia con el inconsciente, de Apolo con Dioniso. Pero en la escritura de Nietz-
sche hay una (in)cierta oscilación entre lo apolíneo y lo dionisiano que acaba basculan-
do a favor de este último factor, lo cual acaba problematizando la escena nietzscheana
por una tal preponderancia de lo vital sobre lo racional. De ahí ciertos bandazos de
Nietzsche hacia posiciones fascistoides, recogidas sintomáticamente por M. Heidegger,
o bien en el otro extremo hacia posiciones anarcoides, recogidas entre nosotros por un
juvenil y afrancesado F. Savater.

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Andrés Ortiz-Osés

Ahora bien, el Nietzsche cabal es el que plantea un hermeneutismo generalizado,


entendido como una axiología que criba los valores culturales vitales o vitalistas frente a
los valores antivitales o represivo/opresivos para el hombre. En esto Nietzsche es un
maestro, el gran valorador, con un olfato exquisito para diferenciar matices, atmósferas
y ambientes cargados simbólicamente. El mismo filósofo ofrece/ofrenda su vida en tal
experimento axiológico o valorativo, hasta lograr rescatar la belleza y la alegría de la
vida de su ineludible trasfondo sombrío.
La obra de F. Nietzsche es la obra de un gran filósofo y literato, cuya brillantez
resalta en una especie de espectro violeta o violáceo, situado entre el azul celeste o mari-
no y el rojo de su pasión interna. La filosofía nietzscheana emerge en contrapunto a la
enfermedad crónica de su autor, a modo de sublimación y trasvaloración cultural. El
filósofo germano se caracteriza por su resolución o valentía, por su honradez y veraci-
dad, aunque a veces recae en la megalomanía y el sadomasoquismo. Por eso hay que
revisar críticamente tanto la beatería pronietzscheana como la batería antinietzschea-
na, pues ninguno de ambos bandos hace justicia de nuestra filósofo.
Hacer justicia no es ajusticiar ni ajustar cuentas, aunque tampoco contar cuentos
congraciándose con los extremos o extremosidades del filósofo. Hacer justicia es ajus-
tarse al autor y su temática, enjuiciando la cuestión no anecdótica sino crucial, la cual es
en Nietzsche el asunto radical de la vida y la muerte, del gozo y el sufrimiento, del bien
y el mal, de la verdad y el error o la mentira, de la moralidad y la inmoralidad. La
pregunta nietzscheana originaria es cómo soportar la vida, así pues cómo armonizar
existencial o humanamente la disarmonía vital.
Como hemos indicado, la mejor respuesta nietzscheana no es la extremista o extre-
mosa respuesta cuasi darwiniana de la «voluntad de poder», al menos en su sentido de
prepotencia.1 El mejor Nietzsche no es el filósofo sesgado sino el pensador transversal,
no es el Nietzsche desgarrado dionisianamente sino el Nietzsche desgarrado y conjunta-
do apolíneamente, aquel que enciende su genio en la trasparencia de lo opaco, en la
trasfiguración del caos, en la supuración del alma. Pues, como dice Félix Grande, la
genialidad es combustible y la enciende el dolor. El Nietzsche folklórico —el Nietzsche
torero— debe dar paso entre nosotros al Nietzsche trágico-romántico iluminado por la
Ilustración, pues es así como se realiza la racionalización de lo irracional.
En su conjunto este artículo ofrece una revisión de la filosofía nietzscheana, cuya
divisa define al hombre —y muy especialmente al hombre Nietzsche— como una «diso-
nancia encarnada». O sea, como una discordancia ontológica o natural que tratamos de
concordar humanamente a través de la cultura: de una cultura potenciadora o creadora,
asuntora y liberadora. Una cultura que cultiva este mundo y proyecta el trasmundo
simbólicamente para su apertura axiológica o valorativa.
Según E. Jabès, todo escritor trata de elevar lo efímero —lo profano— al rango de lo
perdurable —lo sagrado. En el caso de Nietzsche la cosa se complica, ya que se trata de
sacralizar lo profano (la vida) y de profanar lo sagrado (la trasvida), así como de absolu-
tizar lo relativo (el devenir) y de relativizar lo absoluto (el ser). Oscar Wilde, que muere
como Nietzsche el año 1900, traduce la cuestión propugnando que las cosas triviales
(como lo estético) se traten con seriedad y las cosas serias (como lo religioso) con trivia-
lidad estudiada.

1. Darwin afirma la evolución de las especies basada en la selección natural de los más aptos. Por
su parte, Nietzsche preconizaría la selección cultural de los más aptos, más fuertes o mejores
(aristocratismo).

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El sentido nietzscheano de la vida humana

NIETZSCHE: LA DISONANCIA ENCARNADA

Leer a Nietzsche de joven empalma con una filosofía juvenil, ya que el filósofo alemán
nunca llegó a viejo. Pero leer a Nietzsche de viejo, tras haberlo leído juvenilmente, resul-
ta un poco inquietante ya que nos confrontamos con una filosofía efervescente y a veces
enervante, pero divisada desde una perspectiva ya calmada. Por eso leer a Nietzsche de
viejo resulta tan nostálgico, puesto que en el joven domina la inquietud y en el mayor la
quietud, mientras que Nietzsche permanece en vilo toda su vida. Pues es característico
de nuestro autor una inteligencia y sensibilidad extremas, aunque también cierta mega-
lomanía e incluso fanatismo, como reconocerá el propio filósofo tardíamente.
En esta ocasión queremos estudiar especialmente al primer Nietzsche y al último, o
sea, tanto El nacimiento de la tragedia (1871) como los Fragmentos póstumos de 1885-
1889 en torno a la «voluntad de poder» (Wille zur Macht). Entre la primera obra y la
última se ubica todo el itinerario nietzscheano, el cual pasa del romanticismo juvenil
junto a Schopenhauer y Wagner hasta derivar en una especie de «positismo» basado en
la afirmación de los valores biológicos o vitalistas. Si en el primer Nietzsche hay un
equilibrio entre Dioniso el vital y Apolo el formal, el último Nietzsche se decanta por
Dioniso contra Apolo, la voluntad de poder contra la decadencia, la autoafirmación
frente a toda despersonalización, el mundo inmanente contra el mundo trascendente
propio de las religiones, especialmente la cristiana.
El itinerario nietzscheano resulta hoy bastante aclarado y podemos presentar su
falsilla del siguiente modo. El filósofo alemán descubre la lucha soterrada entre la vida y
la razón bajo los símbolos de Dioniso y Apolo respectivamente. Aunque enamorado de
Dioniso, el Nietzsche juvenil admite el contraste corrector de Apolo como necesario,
conformando así una entente de la vida con la razón. Sin embargo, el Nietzsche maduro
afirmará a Dioniso contra Apolo, o sea, la vida contra la razón (pereat veritas, fiat vita).
De este modo, el latente criticismo nietzscheano frente a Sócrates y el racionalismo, así
como frente al cristianismo y el moralismo se radicalizará compulsivamente.
Pero nosotros no queremos reflejar meramente la obra nietzscheana ni solamente
reflexionar sobre ella, sino inflexionar el texto y leerlo oblicua y transversalmente hasta
encontrar en sus pliegues y repliegues un encuentro de contrastes bien contrastados. Aho-
ra bien, mientras que en la hermenéutica se trata de entender al otro mejor, en nuestra
hermenéutica simbólica se trata de entenderse uno mismo mejor (a través del otro).
He aquí nuestro recorrido: 1. Del Nietzsche romántico al posromántico; 2. El equi-
librio entre Dioniso y Apolo; 3. El desequilibrio de Dioniso y Apolo; 4. Hermes entre
Dioniso y Apolo; 5. Filosofía hermesiana; 6. La vida y la muerte; 7. Sentido y sinsentido;
Conclusión final: Zaratustra; Excurso sobre G. Vattimo

1. Del Nietzsche romántico al posromántico

Nietzsche es un filósofo y filólogo que proyecta un pensamiento literario basado en la


compresencia simbólica de Dioniso y Apolo: aquel representa nuestros instintos vitales,
este nuestra ensoñación racional o formal. Como había afirmado anteriormente el mitó-
logo suizo Juan Jacobo Bachofen, colega mayor de Nietzsche en la Universidad de Basi-
lea, Dioniso comparece en la Grecia arcaica como el hijo predilecto de la diosa madre
Demeter, mientras que Apolo es el hijo predilecto del dios padre Zeus. El dios Dioniso es
preheleno y preolímpico, el divino Apolo es heleno y olímpico, representando aquel las

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Andrés Ortiz-Osés

fuerzas arracionales o emocionales y este la fuerza abstractiva o separadora de lo vital


(abstrahere dice separar). Pues bien, así como Bachofen describe la religión griega como
el tránsito del culto matrial de Demeter a la cultura olímpica de Zeus, así Nietzsche
describe el pensamiento griego como el traspaso del culto orgiástico de Dioniso a la
cultura organizada de Apolo.2
Bachofen ya había entrevisto en la tragedia griega la compresencia del principio
matriarcal y del principio patriarcal, así en el Edipo de Sófocles, que se casa con su
propia madre a la que luego renuncia patriarcalmente. Por su parte, Nietzsche verá en la
tragedia griega la paralela compresencia dual del principio dionisiaco y del principio
apolíneo, así en el propio Edipo sofocleo, en el que descubre una música dionisiana de
fondo —el destino matriarcal en Tebas— trasformada empero apolíneamente ante la
visión de Atenas. Si la genialidad de Bachofen está en contar la dualidad del principio
matrial y patrial en Grecia, la genialidad de Nietzsche está en cantar la dualidad del
principio dionisiano y apolíneo en la propia Grecia.3
Quizás el problema estriba en que ninguno de los dos mitólogos germanos logran
captar la relevancia de una reconciliación de los contrarios en una tercera figura o figura-
ción remediadora de dicho dualismo. Ninguno de los dos atisba la figura simbólica de
Hermes como mediación de Dioniso y Apolo respectivamente. Esta visión mediadora emer-
ge en la tradición de la Hermenéutica contemporánea, cuyo patrón es Hermes, el dios de la
comunicación de los contrarios. Por otra parte, ni el uno ni el otro parecen percatarse de
que el cristianismo representa una religión hermesiana o mediadora entre lo matriarcal y lo
patriarcal, lo dionisiano y lo apolíneo, aunque Bachofen lo barrunta sin llegar a captar que
la figura de Cristo simboliza el Hijo de la diosa Madre y del dios Padre, así como el Herma-
no que hermanaría a Dioniso y Apolo (el cristianismo como religión fratriarcal).4
Pero hay una obvia diferencia entre la mitología cultural de Bachofen y la de Nietz-
sche. Mientras que Bachofen se considera cristiano (protestante), Nietzsche profesa un
anticristianismo militante al considerar el cristianismo la encarnadura misma de la de-
cadencia idealista y del igualitarismo debilitador, una religión innatural propia de los
débiles, las mujeres y los enfermos. Frente al cristianismo, el filósofo alemán proyecta la
Grecia arcaica como estandarte de la religión vital de Dioniso trasfigurado por Apolo,
aunque finalmente nuestro filósofo acabará afirmando a Dioniso y renegando de Apolo y
lo que representa: la razón, la verdad y la ciencia, Sócrates y Eurípides, el cristianismo y la
moral, el pesimismo de Schopenhauer y el romanticismo artístico de Wagner.
Frente a todo este mundo decadente Nietzsche presentará como sus modelos a los
espíritus libres y los genios creadores, que encarnan el poderío como diversificación y la
honestidad o veracidad humana (frente a la verdad mentirosa), así como a los héroes
trágico-guerreros del paganismo que coafirman la vida inmanente, pero también el vi-

2. De Bachofen puede verse su obra Mitología arcaica y derecho materno, Anthropos, Barcelona 1992.
De Nietzsche véase El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid 1994, volumen que incluye los escritos
preparatorios de dicha obra. Para el conjunto de la obra original nietzscheana ver: Werke, G. Colli y
M. Montinari, Walter Gruyter, Berlín 1980.
3. Puede consultarse al respecto el Edipo Rey de Sófocles, varias ediciones. Por cierto, Nietzsche
toma en préstamo de la Biblioteca de Basilea en 1971 la obra de Bachofen Gräbersymbolik, así como la
de F. Creuzer Symbolik und Mythologie.
4. El fratriarcalismo pagano se inscribe la progenie de Edipo, cuya hija Antígona es la heroína del
amor para con su hermano Polinice, frente al tirano Creonte (fratriarcalismo versus patriarcalismo).
Respecto al fratriarcalismo cristiano puede verse mi obra Las claves simbólicas de nuestra cultura,
Anthropos, Barcelona 1992.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

rilismo propio del código ario de Manu o Zaratustra y del hinduismo de las castas, la
virilidad árabe (Mahoma) y la fuerza del Antiguo Testamento (Moisés), el carácter indó-
mito de los corsos y Napoleón, la filosofía de Empédocles y Heráclito, Anaximandro y
Pisístrato, los sofistas y los cínicos, la autoafirmación egoísta, Demócrito y Protágoras,
Jenofonte y Píndaro, Tucídides y Demóstenes, Pericles, Alejandro Magno y Julio César,
Bruto y Petronio, Cicerón y Horacio, Maquiavelo y César Borgia, la sabiduría artística
de Montaigne y Gracián, Shakespeare y Leonardo, Rafael y Miguel Ángel, Palestrina y
Mozart, Bach y Beethoven, Lessing y Lamarck, Burckhardt y Goethe, Stendhal y Lich-
tenberg, Mirabeau, Merimée y Bizet.5
Pero a esta lista de amigos se contrapone un listado de enemigos decadentes como
Buda y Pablo de Tarso, Parménides y Solón, Aristóteles y Platón, Aristipo y los megári-
cos, los estoicos y los racionalistas, los moralistas y la «metafísica celibataria» medieval,
Cervantes y su Don Quijote, Rousseau y Hegel, D. Strauss, el socialismo y la democracia,
los débiles o no-libres. Entre ambos quedan situados los ambiguos o ambivalentes como
la filosofía china y Homero, los epicúreos y los hedonistas, los judíos, Jesús y el Evange-
lio de san Juan (mistérico), Pitágoras y Orfeo, Plutarco, Spinoza y Voltaire, La Roche-
foucauld, Schiller y Leopardi, Hölderlin y Emerson, Dostoievski y Baudelaire, Dühring.6
La ingeniosidad de Nietzsche consiste en haber delineado un elenco configurativo
de los valores y visiones del mundo más importantes en sus encarnaciones históricas,
geográficas o personales. Si de joven nos presenta a Alemania frente a judíos y latinos,
como nación cultural por excelencia con Lutero y Kant a la cabeza, más tarde criticará
lo alemán situándolo entre lo metafísico y lo vulgar, despreciando lo inglés por su utilita-
rismo y prefiriendo lo latino, especialmente el Renacimiento italiano con Leonardo y
Maquiavelo, así como la sensibilidad francesa y el sur mediterráneo, con la música de la
ópera Carmen de Bizet al frente. Sintomáticamente Nietzsche, discípulo de Schopen-
hauer y amigo de Wagner, acabará distanciándose de ellos considerando al primero
pesimista y al segundo romántico. Pero paradójicamente lo que el propio Nietzsche
destaca de su amigo/enemigo Wagner no sólo describe el lenguaje operístico-musical de
este, sino también el propio lenguaje filosófico-artístico de nuestro pensador:

El esplendor pictórico y la potencia del sonido, el simbolismo de la sonoridad, del ritmo,


de los cromatismos de la armonía y la disarmonía, la sugestiva significación de la música
en relación con otras artes, la entera sensualidad de esta.7

En su intensa soledad existencial de «homo viator» que recorre el sur de Francia,


Suiza e Italia, nuestro filósofo será incapaz de salvaguardar el equilibrio dinámico entre
Dioniso y Apolo, desequilibrándose a favor de aquel frente a este. Su filosofía dionisiana
es el eco de «la autoresonancia de la soledad», en la que el enfermo Nietzsche proyecta

5. Nietzsche acentúa su virilismo de fondo prusiano a lo largo de su vida, interpretando la pedofilia


griega como una manifestación de la virilidad, cuya decadencia representa Sócrates (un personaje
empero tan fascinante como Jesús para el propio Nietzsche). Ello no excluye la fina observación cuasi
femenina del filósofo germano, capaz de descubrir el fondo femenino-religioso en Jesús o Francisco
de Asís, pero también en la potente música de Bach, aunque no en Miguel Ángel, cuyo Cristo del Juicio
Final interpreta como Juez titánico o «titánida», desconociendo su probable rictus compasivo o amo-
roso; puede verse al respecto mi Apéndice a H.G. Gadamer y otros, Diccionario de hermenéutica,
Universidad de Deusto, Bilbao 2006.
6. Para la ubicación de Nietzsche puede consultarse Varios, Nietzsche bifronte, Biblioteca nueva,
Madrid 2005.
7. F. Nietzsche, Fragmentos póstumos (1885-1889), Tecnos, Madrid 2008, p. 676.

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Andrés Ortiz-Osés

una voluntad de salud que trata de superar su propia debilidad orgánica heroicamente.
Pero al final sucumbe en un desequilibrio de teoría y práctica que lo lleva al manicomio
fatalmente. La embriaguez de Dioniso ha vencido a la lucidez de Apolo, pero en la bata-
lla de Dioniso tanto contra Apolo como contra el Crucificado, aquel comparece en el
último acto como un «Dioniso crucificado»: una imagen del propio Nietzsche hospitali-
zado desde 1889 hasta 1900, el año de su muerte.8
En el presente texto trataremos de delinear el primer escrito de Nietzsche —El
nacimiento de la tragedia—, así como el último —Fragmentos póstumos. Es un modo
efectivo de plantear la originaria filosofía nietzscheana y señalar su posterior evolución.
Pensamos que la auténtica aportación nietzscheana está en haber planteado el tema
radical de una filosofía de la vida, que él mismo formula así: «Cómo soportar lo insopor-
table». Pues Nietzsche no es un filósofo que se vaya por las ramas estudiando cuestiones
escolásticas, sino el filósofo que planta como un espino el sentido de la vida y de la
existencia humana, el sentido radical del mundo. Su respuesta es tan radical como su
planteamiento, pero quizás no tan radicada como debiera haber sido, acaso porque su
respuesta es valiente pero demasiado cínica (en el sentido filosófico del término).9

2. El equilibrio de Dioniso y Apolo

Nietzsche escribe a los 25 años su obra más interesante: El nacimiento de la tragedia. Se trata
de una obra que plantea la lucha cultural como una lucha cuasi erótica que concelebra su
reconciliación en los momentos culminantes, los cuales son los momentos fecundos y pro-
creadores de sentido. En efecto, Dioniso simboliza el trasfondo matricial, bárbaro y titánico,
encarnando el destino transracional del mundo; por su parte, Apolo representa la superficie
de la aparición y la apariencia, la ensoñación abstractoide y la ilusión racioide. Mientras que
Dioniso es un dios naturalista que expresa la voluntad de vivir como infrastructura de lo real,
Apolo es un dios culturalista, plástico o figurativo de carácter suprastructural.
La realidad profunda, la cosa-en-sí, tiene un carácter dionisiano, trágico y musical
basado en la melodía y la armonía; por su parte, la realidad fenoménica o apariencial
tiene un carácter apolíneo y rítmico o gestual. Pues bien, precisamente en la tragedia
arcaica de Esquilo y Sófocles se produce el encuentro y acorde tensional entre Dioniso y
Apolo, por cuanto Apolo espiritualiza el materialismo de Dioniso a través de una trasfi-
guración del destino ciego o aciago en sentido apolíneo, luminoso o solar. La naturaleza
desgarrada de Dioniso es superada y articulada simbólicamente por Apolo.10

8. Puede consultarse al respecto P. Sloterdijk, El pensador en escena, Pre-textos, Valencia 2000.


9. El cinismo es una filosofía libre y aun libertaria; hay que recordar las figuras de Antístenes
y Diógenes.
10. Detrás de Dioniso están los aquelarres de las brujas en torno al macho cabrío, asi como los carna-
vales: puede consultarse al respecto mi obra Antropología simbólica vasca, Anthropos, Barcelona 1989.
Por cierto, en su obra juvenil Nietzsche considera la melodía o armonía como dionisianas y lo
rítmico como apolíneo, lo que le confiere a Dioniso una dimensión romántica y sentimental (a modo
de alma matricial del mundo) frente aun Apolo más viril. Pero significativamente en su obra madura
se invertirán los términos, definiendo a Dioniso por la gestualidad viril de la danza frente al Apolo
poético o ensoñador, otorgando ahora a Dioniso un carácter más corporal y a Apolo más anímico.
Como veremos es el paso del Dioniso matriarcal (el dios de las mujeres) al Dioniso patriarcal (el dios
de los viriles). Si en el primer Nietzsche el matricial Dioniso es sometido por el viril Apolo, posterior-
mente Dioniso asume la virilidad apolínea, quedando Apolo como signo de una especie de feminidad
abolida. Puede consultarse Nietzsche, Fragmentos póstumos, o.c., p. 519.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

En su primera obra Nietzsche, siguiendo aún a Schopenhauer, concibe la existen-


cia como la obra de una divinidad sufriente que se refleja en el mundo dolorosamente.
Este sufrimiento se expone en Dioniso, el cual encarna «el abismo del ser», cuya supera-
ción está asignada a Apolo a través de un proceso de sublimación de lo abismático y de
elevación de lo terrestre a lo celeste olímpico. De este modo el «espanto» que nos produ-
ce la tragedia griega no es aniquilado por la catarsis o purificación puramente racional,
como pensaba Aristóteles, sino que es asumido heroicamente como una disonancia que
acaba en consonancia a través de la compasión apolínea de la pasión, muerte y renaci-
miento de Dioniso.11
El eco de la sabiduría trágica griega se daría por una parte en la Misa católica en
cuanto drama de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y por otra parte en la Ópera
a partir del Renacimiento, encontrando en Wagner la máxima expresión de aquella di-
sonancia que culmina en acorde. En la ópera Tristán e Isolda comparecería el destino
trágico redimido por un amor que lo revierte en destinación humana. De esta guisa
ejemplifica Nietzsche su noción capital de amor destinal (amor fati) como coafirmación
de la vida y de la muerte, del placer supremo y del más hondo dolor, de eros y thánatos
(según la terminología de S. Freud y el psicoanálisis).12
Sin embargo, la filosofía de Nietzsche no se queda en este movimiento de Dioniso
hacia Apolo, sino que se completa con el retorno de Apolo a Dioniso. El primitivo
Dioniso matriarcal-naturalista es sublimado por el Apolo patriarcal-racionalista, mien-
tras que el propio Apolo precisa de Dioniso para abrir el reino de la apariencia apolí-
nea a la realidad en-sí dionisíaca. El primer movimiento de la vida es ascensional, pero
el último movimiento de la vida es descensional, ya que disuelve nuestra individuali-
dad apolínea en la universalidad dionisiana de la madre naturaleza, al revertir el ser
patriarcal a su raíz matriarcal: a las madres del ser, como las llama el propio Nietzsche
siguiendo a Goethe.13
He aquí que las madres del ser son la voluntad transpersonal (Wille) como esencia
energética de la vida, el dolor (Weh) como condición existencial y la alucinación (Wahn)
como experiencia surreal del pandemonium llamado mundo. Normalmente esta tercera
matriz del ser (Wahn) suele traducirse como «ilusión», pero la ilusión es típicamente
apolínea en cuanto mienta la aparición y apariencia de la realidad superficial, mientras
que la matriz dionisiaca no es aparición sino «parición», mentando la condición radical
de la realidad como pro-creación matricial. Por eso habla Nietzsche de la esencia de lo
real como voluntad sufriente y paciente, ya que no se trata de luz apolínea sino del dar-
a-luz dionisiano como creación estridente, siquiera dicha parturición dé a luz también
la belleza y la propia luz del mundo.14
Quiere esto decir que antes y después de la aparición o apariencia apolínea está la
parición o procreación dionisiana, la cual no es una ilusión sino un delirio o alucinación,
una enajenación o desvarío, si acaso una «dilusión» o disolución de lo real en la surrea-
lidad, de lo dado o creado en su dación o creación matricial. Desde esta perspectiva cabe
decir nietzscheanamente que Dioniso simboliza la vida, Apolo la existencia y Dioniso de
nuevo finalmente la muerte y la recreación del mundo. De esta manera Apolo nos ayuda

11. Heidegger recoge la visión nietzscheana de lo abismático y de lo sublime en su concepción


mitológica del ser; ver mi obra Heidegger y el ser-sentido, Universidad Deusto, Bilbao 2009.
12. Consultar de S. Freud su obra El malestar de la cultura, así como también El futuro de una ilusión.
13. De Goethe puede consultarse su Fausto, varias ediciones.
14. Nuestro Zubiri, a partir de Nietzsche y Heidegger, ha podido distinguir entre el brillo de lo real
en-sí (de-suyo) y la luz advenida y posterior; véase su obra Sobre la esencia.

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Andrés Ortiz-Osés

a soportar la vida (animal) reconvertida en existencia humana (estética), pero a su vez


Dioniso nos ayuda finalmente a soportar la existencia (humana) al diluirla en la vida
universal (dionisiana), es decir, en el Uno-Todo (Hen-Pan) originario y terminal. La dia-
léctica transcurre por lo tanto de Dioniso a Apolo y viceversa, de Apolo a Dioniso, en
donde al principio y al final vence Dioniso, quedando para Apolo el medio del camino
entre la vida y la muerte, el medio o mediación de la existencia humana.
Toda esta dialéctica o dualéctica entre Dioniso y Apolo, la vida y la existencia, queda
rota según Nietzsche cuando se desengancha la fraternidad entre el dios irracional y el
dios racional. Si en la Grecia arcaica Apolo significa la racionalización estética de la
irracionalidad dionisiana en la tragedia, después triunfa el racionalismo apolíneo con la
llegada de Sócrates y Eurípides, cuyo racionalismo reprime el trasfondo dionisiano sim-
bolizado por la música y lo trágico, la vida que implica la muerte, el amor destinal.
Mientras que el héroe trágico sucumbe, el nuevo héroe postrágico ya no sucumbe.
En el lugar/lagar de lo trágico se yergue ahora una existencia descolorida y una coexis-
tencia plastificada, cuyos representantes son Platón y Aristóteles, pero también el cris-
tianismo con su trascendencia apolínea. Los viejos dioses olímpicos, dioses vitales y
epicúreos, ceden al dios cristiano, el cual es para Nietzsche un dios pálido y antivital,
anémico y débil, asténico y moralizante, decadente y antivital.15
Con el racionalismo socrático y el cristianismo moralizante se abre la época del gran
desequilibrio —Apolo versus Dioniso—, frente a la cual Nietzsche trata de reequilibrar sus
valores aunque recayendo infaustamente en su inversión y, por tanto, en un nuevo des-
equilibrio cuyo lema es Dioniso contra Apolo y el Crucificado. El autor alemán tiene razón
en su crítica al nuevo apolinismo hegemónico, basado en la voluntad clásica de verdad,
pero se pasa inopinadamente al extremo contrario al defender un dionisismo hegemónico
basado en la «voluntad de poder» más allá del bien y del mal. En ello no ha sabido o no ha
podido seguir su propia receta de vivir sin reparos entre los opuestos, como su admirado
Goethe, utilizando unas doctrinas contra otras para así reservar su propia libertad.16

3. El desequilibrio entre Dioniso y Apolo

La obra madura de Nietzsche Así habló Zaratustra, publicada tras el giro ilustrado de
nuestro filósofo, significa la expresión del cénit que acoge al nadir, la exaltación que
cobija a la depresión, la montaña que alberga al abismo. Tras la decepción de su amor
por Lou Salomé, al ser rechazado por esta, el filósofo solitario trata de trasformar el no
en sí, la decepción en recepción, el desamor en amor, la descensión en ascensión. El
personaje de Zaratustra tiene rasgos del Hermes griego, como ya entrevió C.G. Jung, por
cuanto Zaratustra trata de reconciliar el abismo dionisiano y la sublimación apolínea a
través de un lenguaje tensado como la cuerda del arco y de la lira reunidos. Zaratustra
proyecta la reversión de los valores pero no su inversión, al tratar de trasvalorar los
valores con valor o valerosamente, pero sin resentimiento.17
Sin embargo este equilibrio irregularmente encarnado por Zaratustra no logra
mantenerse homeostáticamente, y en la última etapa nietzscheana Dioniso destruye
agresivamente a Apolo. Tal ocurre en su aguerrida obra La genealogía de la moral, en la

15. Para una revisión del Dios cristiano tradicional ver mi libro Amor y sentido, Anthropos, Barce-
lona 2006.
16. Fragmentos póstumos, o.c., p. 293.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

que lo apolíneo representado por la moral cristiana encadenadora sufre el furor fatal de
un Dioniso cual Prometeo desencadenado. Aquí Dioniso ya no es el hijo de la madre
Demeter, tal y como comparece en Creta o en Eleusis, sino una figura protogriega empa-
rentada con el ario Wotan de la mitología germana. Ahora Dioniso es un dios patriarcal,
guerrero y belicoso en lucha a muerte contra los valores femeninos y fementidos, enfer-
mizos y judaicos, socráticos y sacráticos, débiles y cristianos, románticos y decadentes.18
La eclosión de semejante traspaso de Apolo a un Dioniso enfurecido puede obser-
varse nítidamente en los textos de los Fragmentos póstumos, los cuales ofrecen las últi-
mas meditaciones nietzscheanas antes de su debacle mental en Turín. En estos Frag-
mentos nuestro filósofo alaba a los superadores dionisianos y vitupera a los superados
apolíneos. Partiendo de una revisión del ser de la realidad como vida y nada más que
vida, Nietzsche redefine esta vida simplemente como «más vida», voluntad de poder,
fuerza biológica (Bíos = Bía). Se afirma sin ambages la fortaleza y la raza señorial, el
aristocratismo y el virilismo, la imposición del sentido en lo real y la divinización de la
inmanencia, el movimiento de arriba abajo y el dominio victorioso, la valentía fáustica y
la fisiología corporal frente al alma y lo anímico.19
Lo que subyace a esta filosofía dionisiana de signo antiapolíneo es la sobreafirmación
de la vida y su sacralización en todos sus extremos, la eternización del devenir reconverti-
do así en ser, la santificación de todas y cada una de las cosas en un Todo que todo lo
contiene y consagra. La tesis del «eterno retorno» de todas las cosas es la afirmación del
mundo considerado como su propio trasmundo, cuyo dios es el propio Dioniso inmanen-
te y no un dios trascendente. Ahora el auténtico dios nietzscheano es una divinidad que
comprime en sí la plenitud de antagonismos de la vida, redimiéndolos y justificándolos en
su trasfiguración divina. Al bendecir así el todo de la vida se bendicen sus partes, al asumir
lo bueno asumimos también lo malo, al decir sí acogemos el no. Por eso Nietzsche puede
hablar de divinizar al mismísimo diablo y santificar el mal, los cuales no son sino los
reversos necesarios del ser. Sólo los más fuertes coafirman también lo más débil o debili-
tado, el dolor y el azar, el sinsentido y la fatalidad, el mal y lo malo, la enfermedad y el
infortunio. Pues lo terrible vital forma parte de la grandeza existencial.20
El paradigma científico de Nietzsche respecto a la voluntad de poder es el proto-
plasma, el cual se apropia de algo y lo incorpora en su organismo íntegramente. El
egoísmo auténtico, dionisiano o vital, está así en la base de la existencia como condición
ontológica de nuestra potencia. De este modo la vida se autoafirma incluso más allá de
la muerte, ya que el Dioniso despedazado por las Ménades renace y retorna de nuevo a
esta vida (y no a la otra como el Cristo). El devenir es así el devenir del ser inmanente, ya
que el ser es la voluntad de devenir y realizarse mundanamente. Por ello hay que vivir
dionisianamente, lo cual dice resolutamente (Goethe): con resolución, puesto que como
dice P. Berkowitz, lo que uno no domina, lo domina a uno.21

17. De Jung ver su Nietzsche’s Zarathustra. También se ha querido ver en Zaratustra un eco de
Empédocles, el filósofo griego que piensa la realidad como la conjugación entre el amor y el odio.
18. Un ejemplo de este dionisismo desatado lo tenemos en la tardía reacción de rencor de Nietzsche
al no de su amiga Lou, a la que acabará llamando «mona», pero no en el sentido de monada sino de
manada (mona como simia o simiesca).
19. Nietzsche se ha inspirado para la definición de vida como fuerza (bíos=bía, vita es vis) en
Lucilius, así como en Menandro y su concepción de la vida como expansión violenta. Puede consultarse
Fragmentos póstumos, p. 218.
20. Fragmentos póstumos, pp. 368 y 270.
21. Ver de P. Berkowitz su obra Nietzsche. La obra de un inmoralista, Cátedra, Madrid 2000.

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Andrés Ortiz-Osés

Nietzsche recupera drásticamente el paganismo clásico frente al cristianismo til-


dado de castrador del vigor corporal en nombre de la virtud moral (moralina). Esta
recuperación del paganismo ateo no debe verse como algo malo sino como una revi-
sión del mal, cuya trasfiguración se pretende sin moralina. El ateísmo nietzscheano
no es malo sino que observa el mal en el mundo, el cual hace imposible la idea de un
Dios-bien creador del mal. A partir de aquí el teísmo es visto como una creencia moral
realmente inmoral e impúdica, por cuanto escamotea el mal inmanente en nombre del
bien trascendente.22
La cuestión así planteada cobra una intriga nueva cuando ponemos el ejemplo del
mal radical simbolizado por la muerte. La muerte es el mal radical en cuanto fracaso
existencial y consunción de la vida, ejecución de nuestra finitud y contingencia, límite final
y extinción consecuente. Frente a semejante mal radical encarnado en la muerte, Nietz-
sche lo asume para trasfigurarlo inmanentemente en el infinito retorno de lo mismo así
eternizado en el tiempo como devenir cíclico. Por su parte el cristianismo asume la muerte
para su trasfiguración en el retorno eterno de la vida a su trasposición trascendente.
Así que mientras Nietzsche proclama una trascendencia inmanente, el cristianismo
proclamaría una inmanencia trascendente o trascendida por la trascendencia. En ambos
casos la muerte es la cruz o revés de la vida: una cruz recubierta por las rosas, como dice
Nietzsche siguiendo a Goethe, o una cruz recubierta por la corona de espinas en el cristia-
nismo nazareno. En cualquier caso, y como Nietzsche sabía, la rosa surge de la espina
como la vida de la muerte, y la espina resurge de la rosa como la muerte de la vida.23
He aquí un leve pero lúcido elemento de encuentro dialéctico entre nietzscheanis-
mo y cristianismo, dionisismo y apolinismo, vida y muerte. Quizás podríamos decir que
el paganismo afirma especialmente la vida (que asume la muerte), mientras el cristianis-
mo coafirma la muerte (que asume la vida). El propio Dioniso simboliza primero la vida
en su embriaguez, mientras que Apolo representa la vida en su plasticidad y plastifica-
ción estética y, por tanto, la vida plástica o plastificada (la vida detenida o contenida,
amortajada). Pero acaso lo más interesante y a menudo olvidado es que Dioniso simbo-
liza simultáneamente la vida como eros y la muerte como thánatos, de acuerdo con el
presocrático Heráclito.24
A continuación quisiera recoger la cuestión abierta de la vida y de la muerte, intro-
duciendo un nuevo personaje mitológico, el dios mediador Hermes más arriba concita-
do. Nos reclamamos así de la Hermenéutica actual, cuyo patrón es Hermes, el cual
reequilibra el desequilibrio introducido tanto por la filosofía apolínea como por la filo-
sofía dionisiana separadamente. Retomamos así la primitiva intención nietzscheana de
reenganchar a Dioniso y Apolo, replanteando la figura de Hermes como posible solución
a la disolución (pos)moderna. Se trata de una solución hermenéutica a favor de un dionisis-
mo apolíneo y de un apolinismo dionisiano, de una paganismo cristiano y de un cristia-
nismo pagano (secular), de un estoicismo epicúreo y de un epicureísmo estoico y, final-
mente, de una vida mortal y de una muerte vital. 25

22. Por otra parte, el propio Nietzsche no se considera irreligioso o impío sino religioso, fundador
de una nueva religiosidad: una especie de religiosidad secular.
23. Respecto a la visión «rosa-cruz» de la vida y de la muerte, puede consultarse la obra musical de
Mozart «La flauta mágica».
24. Véanse de Heráclito sus Fragmentos/Fragmente, Weidman, Dublín-Zúrich 1968.
25. En un fragmento de 1881 Nietzsche afirma haber tomado para su teoría y práctica una parte
del estoicismo y otra del epicureismo.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

4. Hermes entre Dioniso y Apolo

Hermes es el dios del lenguaje, la comunicación y la mediación. La mitología griega lo


presenta como una divinidad de origen pregriego pero arraigado en el Olimpo, de
modo que es capaz de mediar el trasfondo preolímpico y la suprastructura olímpica.
Hijo de Zeus y de la ninfa Maya, padre del Hermafrodita, Hermes no es sólo el dios de
la hermenéutica sino también de la hermética, por cuanto media el inframundo, lo
terrestre y lo celeste. Filosóficamente Hermes simboliza la piedra de toque del sentido,
en cuanto señala las encrucijadas y los límites, indicando las rutas o direcciones del
sentido. Mensajero de los dioses apolíneos, Hermes es también el falo de fecundidad
dionisiana, caracterizado por una astucia no de la razón (hegeliana) sino del sentido
(heideggeriano).26
Las ciudades en las que había culto a Hermes se llamaban Hermópolis, cultos que
predisponían a cierta política hermenéutica o ecuménica. Pues no en vano, según Tertu-
liano o Lactancio, Hermes es el profeta pagano del cristianismo, así como la prefigura-
ción pagana del Cristo mediador entre los cielos y la tierra a través de su encarnación.
Tanto Hermes como Cristo son hijos del dios Padre y de una figura matriarcal-terrestre
(Maya, María). Pero quizás lo más decisivo de Hermes es que pone en comunicación
este mundo y el trasmundo, la vida y la muerte, la existencia y el Hades o los Campos
Elíseos. Pero también en esto se asemeja al Cristo, que desciende al Sheol, Hades o seno
de Abraham y asciende a los cielos o supramundo (seno de la divinidad).
Técnicamente Hermes es el «psicopompo» o conductor de las almas de este mun-
do al otro, de la vida al más allá a través de la muerte, caracterizándose como una
divinidad anímica asociada al alma, la cual se sitúa entre el espíritu puro apolíneo y el
impuro cuerpo dionisiano, precisamente mediando ambos extremos. En el propio
símbolo hermesiano (el caduceo) comparece la serpiente terrestre y las alas celestes,
cosignificando a Hermes como una especie de serpiente alada o emplumada. Y sin
embargo, Nietzsche no tuvo en cuenta suficiente esta figura o figuración de Hermes
como mediador de Dioniso y Apolo, siquiera un cierto eco pueda advertirse en el Zara-
tustra, como adujimos antes. No obstante, es posible rastrear cierto hermesianismo
implícito o implicado en Nietzsche, a pesar de su extremosidad final, no sólo en su
primera obra sino también en la última. Pues el propio Nietzsche es un «centauro»,
bifronte y ambivalente que ha entrevisto modos creadores basados en la coimplica-
ción de los contrarios u opuestos.27
Ya hemos visto cómo el joven Nietzsche nos presenta a Dioniso y Apolo reconcilia-
dos hermesianamente o, como el propio filósofo afirma, apareándose cuasi androgíni-
camente en una alianza fraternal, hasta el punto de definir al Hombre como disonancia
dionisiana encarnada, humanada o humanizada en acorde apolíneo (Menschwerdung
der Dissonanz). Pero incluso en el Nietzsche maduro es posible atisbar esos momentos/
mementos en los que el alemán declina su furor teutónico haciendo gala de un humor
fulgurante. En los Fragmentos póstumos concitados, su obra terminal, Nietzsche procla-
ma una auténtica síntesis de opuestos capaz de hacer emerger la fuerza global a través
de la sujeción de los contrarios. Por eso trata desesperadamente de elevar a Dioniso al
Olimpo, así como de redimir el mal. Su propia visión de la lucha es entendida alguna vez

26. Ver sobre Hermes Varios, El retorno de Hermes, Anthropos, Barcelona 1992.
27. En un fragmento de 1877, Nietzsche habla de «incorporar en mí todo el positivismo y, sin
embargo, seguir siendo portador del idealismo» (Colli-Montinari, 8, 386).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 153

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Andrés Ortiz-Osés

como equilibramiento e impulso de libertad, de acuerdo a un hermesianismo que coloca


la interpretación en el centro del acontecer humano del mundo.28
Colocar la interpretación en el centro de su cosmovisión es presentar el mundo
como una «inter-pretación» o mediación de fuerzas valorativas. En efecto, tanto la ra-
zón como el lenguaje son entendidos hermenéuticamente como equilibrio de fuerzas
afectivas y estados que pasan del inconsciente a la consciencia, al tiempo que el yo es
visto como mediador o intér-prete de los afectos contrarios. Por otra parte, concebir el
acontecer del mundo como interpretación, significa no tomar nada a pecho (pesimis-
mo), sino interpretativamente como un baile de máscaras. La visión de un devenir her-
menéutico o interpretante es la revisión de lo real como relacional y no como absoluto,
de donde el intento lúcido de proponer una cosmovisión matizada, eliminando las opo-
siciones en el médium disolutor del mar infinito. No extraña acabar oyendo al desmesu-
rado Nietzsche que los más fuertes serán los más mesurados o asuntivo, los más ligeros,
como Zaratustra.29
Aquí no es la verdad dogmática sino el sentido laberíntico el médium en que se
mueve este hermeneutismo nietzscheano: «Ariadna, dijo Dioniso, tú eres el laberinto».
En el centro del laberinto está el Minotauro, que es el propio Dioniso, a veces simboli-
zado como Edipo, Tristán o Fausto, César o Napoleón, pero también como Leonardo,
Beethoven o Wagner. En todo caso, no debemos exterminar al Minotauro, Monstruo o
Dragón, el cual encarna la pasión dionisiana (pathos), sino dominarlo en nombre de la
razón estética o apolínea (pero no en nombre de la razón represiva). Como ya dijimos
antes, se trata de asumir el necesario reverso de las cosas a través de una tensión de
opuestos cuya clave no es el heroísmo sobrepasador, sino el heroísmo soportador y
trasformador. El auténtico héroe es el que saca del conflicto un tono concertante.
Según C.P. Janz el propio Nietzsche avanza así, en proposiciones disonantes, dejando
abierto el acorde final.30
Incluso en medio de tempestades del cuerpo y vicisitudes del alma, nuestro filósofo
habla positivamente de las virtudes trasfigurantes, considerando alguna vez el mal como
una exageración y el bien como una protección. El auténtico artista, que es el que da en
lugar de recibir, es el creador que usa las pasiones y conflictos como medios de su crea-
ción. Por ello valora a los valientes y abstinentes, aconsejando arrojar al mar lo que nos
pesa (y al cabo arrojarse uno mismo liberadoramente). Este Nietzsche lúcido transcribe el
consejo de poner fin a la enemistad con la amistad, y no con más enemistad. Pues a pesar
de su distanciamiento cínico respecto al amor romanticote, nuestro filósofo dirá silente-
mente que «no he profanado nunca el sagrado nombre del amor». «En esta misma línea
admite que el sufrimiento existencial sólo se redime por el amor o por la muerte».31
El amor o la muerte. El amor es en el fondo nietzscheano-dionisiano amor al desti-
no, amor del hado, amor fatal: «¿No puedes soportar tu destino? Ámalo: la voluntad
redime». De este modo radical el amor al hado es en el fondo amor a la muerte, amor
mortal: amor fati como amor mortis. No en sentido fascistoide sino en el sentido biófilo
de que amar la vida es amar la muerte. Novalis pudo hablar románticamente de la
muerte como de una noche de bodas para los que aman; por su parte Isolda celebra

28. Hermes como sierpe alada simbolizaría la elevación de Dioniso por Apolo: un Dioniso alado y
un Apolo serpentino.
29. Fragmentos póstumos, pp. 123 ss. Sobre la ligereza de Zaratustra consultar Así habló Zaratustra,
Cuarta parte.
30. Fragmentos póstumos, pp. 270, 329, 334-336. Ver de Janz su obra Nietzsche, Alianza, Madrid 1985.
31. Fragmentos póstumos, pp. 74, 726.

154 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido nietzscheano de la vida humana

anegarse en el todo inconscientemente. A este respecto el propio Nietzsche recita aque-


lla sentencia de Zenón el estoico que coliga la vida y la muerte, la navegación y el naufra-
gio per modum unius (de modo unitario):

Naufragium feci: bene navigavi.


He navegado bien, incluyendo el naufragio.

Algo parecido parece decir Ungaretti en su encuentro con el mar-madre-muerte:

Con el mar
me hago
un ataúd
de frescura.32

Si la pregunta filosófica radical de Nietzsche era «cómo soportar lo insoportable», ya


nos estamos acercando a la respuesta. Por una parte, lo insoportable de la vida trágica o
dionisiana lo soporta Apolo a través del arte postrágico (cómico) de sobrevivir cultural-
mente. Por otra parte, lo insoportable de la sobrevivencia apolínea lo soportamos dionisia-
namente a través de la embriaguez de la música trágica. Finalmente soportamos lo inso-
portable de la vida dionisiana por la propia muerte trágica que rompe el hechizo de vivir.
Así que soportamos lo insoportable de la vida trágica por la existencia cómica, y soporta-
mos lo insoportable de la existencia cómica por la compasión trágica. Lo cual quiere decir
que soportamos la vida por la muerte como descanso final, y soportamos la muerte por la
vida como reclamo existencial. Quizás entendemos ahora que la expresión «Dios ha muer-
to» viene a decir que la vida muere, consignificando que la vida es mortal y la muerte vital
o divina, en cuanto introducción en el Uno matricial (Das Ur-Eine).
Hermes entre la vida y la muerte. Quizás sería mejor no haber nacido o, si nacido,
haber muerto, como quería el Sileno. En todo caso la muerte no sería la gran catástrofe
de la separación del alma y del cuerpo, como piensa Tomás de Aquino, sino el sacramen-
to como piensa L. Boros (sacramentum mortis). En donde la muerte es el fin como
finalización, cumplimiento o plenitud de vida, como afirma K. Rahner, por cuanto el
alma se abre en la muerte al todo del mundo pancósmicamente. Ya lo barruntó el propio
Nietzsche cuando en el verano de 1888, poco antes de su desequilibrio mental y orgáni-
co, inscribió esta sentencia lapidaria:

Certeza tenemos de nuestra muerte:


¿por qué no tendríamos que estar serenos?33

5. Filosofía hermesiana

Nietzsche realiza una auténtica crítica de la verdad (trascendente) en nombre de lo que


podemos llamar el sentido o valor de la vida. Pero al redefinir posteriormente el valor
vital o existencial como voluntad de poder, el propio Nietzsche recae en el dogmatismo

32. Nietzsche, Fragmentos póstumos, p. 721. De Novalis véanse sus Himnos a la noche. De Ungaretti
ver Antología, Compañía Fabril, Buenos Aires 1965. Como cuenta Diógenes Laercio, el tal Zenón se
estableció bien en Atenas tras haber naufragado.
33. Fragmentos póstumos, pp. 716 ss. De K. Rahner véase su obra Teología de la muerte.

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Andrés Ortiz-Osés

de un sentido-verdad o verdadero, formulado como «eterno retorno de lo mismo» de un


modo fijo o fijado. En donde la afección del sentido queda congelado o reificado en el
frígido determinismo de un acontecer impersonal.34
Sin embargo el interés de Nietzsche radica en haber replanteado la filosofía tradi-
cional con su escolasticismo a partir del sentido de la vida y de la existencia. Al resituar
este sentido existencial entre Dioniso y Apolo, la vida y la muerte, el filósofo alemán ha
experienciado la tragicidad de la vida y ha recreado toda una axiología y simbología
para tratar de entender la conexión entre la vida y la muerte, precisamente para respon-
der a la pregunta por la soportabilidad de lo insoportable.
Y bien, ¿cómo soportar lo insoportable? En primer lugar, como hemos apuntado,
supurando lo insoportable y no superándolo (esto último es imposible), supuración que
consiste en soportar hermesianamente a Dioniso por Apolo y a Apolo por Dioniso, a
Dios por el diablo y al diablo por Dios, a lo trágico por lo cómico y a lo cómico por lo
trágico, a la vida por la muerte y a la muerte por la vida, al mal por el bien y al bien por
el mal, a la noche por el día y al día por la noche, al amor por el humor y al humor por el
amor, al cristianismo por el paganismo y al paganismo por el cristianismo, a la derecha
por la izquierda y a la izquierda por la derecha, al cielo por la tierra y a la tierra por el
cielo, a lo masculino por lo femenino y a lo femenino por lo masculino. Pero esto es
predicar/practicar un hermesianismo o, si se prefiere, un dionisismo apolíneo y un apo-
linismo dionisiano.35
Nietzsche captó perfectamente bien esta necesaria teoría y práctica de la coimplica-
ción de los contrarios, pero al final su vida y su filosofía se desequilibran dionisianamente.
A pesar de ello logró mantener un equilibrio dionisiano áureo hasta que no pudo más,
entonces lo insoportable de la razón fue soportado perdiendo la razón, pero no el sentido,
pasando de la consciencia diurna a la inconsciencia nocturna. De este modo la enferme-
dad nos salva de una salud explosiva y viceversa, de modo que la vida nos salva de la
muerte y la muerte nos salva de la vida en una cosmovisión dualéctica generalizada.
Desde la posición pagana grecorromana Nietzsche nos ha hecho ver el extremismo
del judeocristianismo y su moralismo, aunque ahora se trataría también de ver el extre-
mismo del paganismo desde la perspectiva cristiana. Cuando nuestro autor se reclama
de gran Renacimiento italiano no debería olvidar que nos las habemos con una época
cultural en la que se conjugan el paganismo y el cristianismo, Sócrates y Jesús, como ha
mostrado convincentemente Agnès Heller. Precisamente el denostado por Nietzsche de-
mocratismo moderno sigue siendo una interesante síntesis de la libertad pagana y del
igualitarismo cristiano en fraternidad intercultural. Todavía en un líder como el presi-
dente Obama puede apreciarse bien ese entrecruzamiento benévolo de contrastes.36
Entender la contradicción como Nietzsche quiere significaría aprehender tanto la
vida dionisiana como la sobrevida apolínea, ya que Apolo no se queda en el mero vivir
inmediato, sino que quiere algo más que la mera vida, para adoptar la expresión de
G. Simmel. El propio lenguaje humano es la fusión de la música o sonido dionisiano y

34. Curiosamente hay un acercamiento a Nietzsche en la actual concepción física del universo como
«multiverso», al concebir universos o mundos infinitos, pero que se finitizan en acontecimientos limita-
dos, por lo que dichos acontecimientos finitos acaban repitiéndose en universos o mundos infinitos.
Subyace a esta visión física la idea de que los universos o mundos son cerrados y se recrean espontánea-
mente de modo infinito (mejor sería decir, de modo indefinido, dado que se trata de una hipótesis).
35. Sobre el hermesianismo como hermenéutica de la coimplicación, ver mi obra Cuestiones fron-
terizas, Anthropos, Barcelona 1995.
36. Sobre el gran Renacimiento véase el libro de Agnès Séller al respecto (Península).

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El sentido nietzscheano de la vida humana

del gesto apolíneo imaginal o conceptual. La coimplicación de los contrarios consiste en


«amar en el norte el sur y en el sur el norte», como dice bellamente nuestro filósofo en
Más allá del bien y del mal. Por eso asocia el humor al amor del hado, ya que «se requiere
del mejor humor del mundo para soportar semejante mundo del eterno retorno».37
Quizás es que debemos interpretar a Nietzsche no conceptualmente sino musical-
mente, interpretativamente. Mientras que la música es un simbolismo preconceptual
(pero conceptivo), el concepto es ya un símbolo amusical (un mero signo semiótico y no
hermenéutico). Así que el concepto racional es unívoco, mientras que el concepto sim-
bólico es inteligencia afectiva y «logos polytropos», por cuanto incluye la música: el
primero se basa en la dicotomía general del aut-aut (o esto o lo otro), el segundo se basa
en policromía dualéctica del sive-sive (ora esto ora lo otro). Pues la vida no es trágica o
cómica sino tragicómica, por eso hay que asumir también a Eurípides, frente al criterio
de Nietzsche, por cuanto añade al pesimismo trágico de Esquilo y Sófocles la comedia
optimista. Y por lo mismo hay que recuperar a Sócrates y su socratismo racionalizador,
como cuando en 1877 nuestro autor considera «necesario incorporar en mí todo el posi-
tivismo y, sin embargo, seguir siendo aún portador del idealismo». Y es que, en efecto,
hay un Nietzsche mediador que en 1874 intenta reconciliar a Brahms y Wagner.38
Respecto al cristianismo, la crítica nietzscheana resulta certera aunque exagerada y
despiadada. A pesar de que salva parcialmente a Jesús, el cristianismo queda condenado
como una moralización monstruosa e innatural de la vida ascéticamente envenenada o
culpabilizada, sólo redimible en el más allá de una hipotética trasvida enajenante. A
pesar de todo, tanto en el dionisismo nietzscheano como en el cristianismo nazareno
este mundo comparece como la obra de un dios sufriente, y en ambos casos el dolor y la
cruz se ocultan bajo el reverso de la vida, como adujimos más arriba. También en ambas
latitudes el sufrimiento santifica la vida, aunque el Nietzsche final ya no querrá saber
tanto de esta concepción romántica juvenil. Pero incluso el último Nietzsche proyecta
un dios trasfigurador de la vida, colocando la redención de la vida en el amor a la muer-
te, como ya dijimos, lo cual significa asumir el sufrimiento del amor y el sufrimiento de
la muerte como redentores de la existencia.39
A pesar de su final antiromanticismo, Nietzsche se aproxima a V. Hugo en su visión
de la melancolía como la felicidad de estar triste. Toda la filosofía nietzscheana trata de
dar un nuevo crédito a lo desacreditado por la filosofía decadente, pero sabiendo distin-
guir perfectamente entre la felicidad externa del vicioso y la felicidad interna del vigoro-
so, entre la satisfacción exterior del libertino y la satisfacción interior del un artista
como Rafael, entre el normal o normalizado (mediocre) y el raro o creador, entre la
alegría necia y la alegría que trasfigura el dolor. Incluso tras haber proclamado la divi-

37. Nietzsche, Fragmentos póstumos, primavera 1885, así como Más allá del bien y del mal. De
G. Simmel pueden consultarse sus Estudios sociológicos.
38. Sobre la mediación que ofrece la razón simbólica entre intelecto y emoción, ver mi obra La
razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000. Sobre el simbolismo musical, ver D. Picó, en Nietzsche
bifronte, obra citada. Por cierto, el simbolismo lacaniano es paterno (semiótico, amusical), mientras
que el simbolismo junguiano es materno (pulsional, musical): puede consultarse mi obra C.G. Jung,
Universidad Deusto, Bilbao 1982. En la óptica de Nietzsche, el simbolismo es la objetivación apolínea
de lo dionisiaco, de modo que el sentido simbólico o imaginal sería la trasfiguración del caos, el logos
del mito, la configuración de la pulsión.
39. El Nietzsche juvenil llega a presentar al santo cristiano martirizado como ejemplo de la volup-
tuosidad en el sufrimiento (uno pensaría en la iconografía de san Sebastián). Sería interesante una
comparación al respecto con el De profundis de O. Wilde, en el que el literato dice de Cristo que
comprendía el pecado y el dolor como algo bello y santo, como etapas de la perfección.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 157

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Andrés Ortiz-Osés

nización del mundo, Nietzsche sabe que el mundo no es divino, ni moral ni humano. Por
eso reconoce cínicamente llevar una vida de perros, asolado por una soledad que asume
y exorciza a un tiempo en su roca solitaria junto al mar en Génova, desde la que vuelve a
distinguir entre el Jesús sublime o sublimador y el cristianismo desublimado y castra-
dor propio de la Iglesia.40
Su propio antifeminismo queda matizado cuando le oímos decir que la sabiduría es
una mujer, eso sí, que ama a un varón fuerte y no débil. Pero la cantidad y lo cuantitativo
—la fuerza— queda referida a la cualidad y lo cualitativo —la virtú o virtualidad rena-
centista—, de modo que acaso lo fuerte encuentra su correspondencia en lo débil, y por
tanto la fortaleza sería la ocasión de mostrar la capacidad de asumir la debilidad propia
y ajena. Entre las debilidades nietzscheanas está precisamente su falta de una fuerte
felicidad, como confiesa al final de su vida, lo que le obliga a soportar el sinsentido pero
sin culpabilizar ni culpabilizarse, que sería la gran gangrena cristiana. En su trasvalora-
ción de los valores arribará a una afirmación mediterránea del devenir convertido en ser
eterno o eternizado. En ello hay una curiosa equivalencia con Heidegger, pues si en
Nietzsche el acontecer es el ser, en Heidegger correspectivamente el ser es el acontecer.41

5. La vida y la muerte

Una cierta disarmonía, es decir, una cierta mezcla de


consonancia y conflicto parece ser la verdadera forma
de la vida.
Nietzsche sobre Dühring

El fino olfato nietzscheano conduce a nuestro autor a una regeneración de la sensuali-


dad decadente o innatural típicamente socrático-sacrática (cristiana) en nombre de una
sensualidad natural poscristiana. La sensualidad cristiana es una sensualidad enfermi-
za porque es una erótica del ideal, que busca la salvación en lugar de la sanidad o sana-
ción. La salvación es moral y fantasmagórica, la sanación es biológica y fisiológica. En
realidad Cristo fue un «anarquista santo» malentendido por su Iglesia, puesto que siem-
pre pensó vivencial y simbólicamente y no literal o dogmáticamente. Según Nietzsche,
Jesús plantea una redención del pecado y del pecador, al tiempo que proyecta una fe viva
que es su propia recompensa, de la que obtiene una dicha genuinamente religiosa, mien-
tras que en el cristianismo posterior es la desdicha lo que lleva al cristiano a la fe (una
desdicha que desdice esa fe).
Pero Nietzsche se acoge frente a toda trascendencia a lo que G. Colli ha llamado su
«intransigente inmanentismo», al identificarse con un Dioniso huérfano de Apolo. La

40. Nietzsche critica la sexualidad extraviada de los fundadores del cristianismo (de Jesús a Fran-
cisco de Asís), la cual tiene que satisfacerse con fantasmas. Para la crítica de la Iglesia (católica) al
respecto, véase la autocrítica del teólogo y psicoanalista E. Drewermann, Kleriker/Clérigos, Trotta,
Madrid 1997.
41. El joven Nietzsche apoya a una especie de héroe antiheroico capaz de ser victorioso en la
derrota. Y en un fragmento de 1875 nuestro autor se plantea la hipótesis dorada de la existencia de lo
superior por mor de lo inferior, la gran virtud en función de la fragilidad, criticando que lo fuerte se
imponga a menudo de modo negativo. Por su parte, el dios cristiano encuentra la fuerza en su debili-
dad o encarnación (la debilidad del amor). Respecto a Heidegger ver mi obra Heidegger y el ser-sentido,
Universidad Deusto, Bilbao 2009.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

flauta dionisiana ya no se acuerda de acordarse con el acorde musical de la cítara apolí-


nea. Ahora la estridencia de la música dionisiana disuelve la consonancia de la lira apo-
línea. Pero necesitamos tanto la flauta como la cítara, tanto el arco en tensión dinámica
como la lira en distensión apaciguadora, tanto la profundidad del dolor como la super-
ficie del placer, tanto la vida como la muerte, la alegría como la tristeza.42

(Si no viviera triste moriría)


Defiende su derecho a la tristeza.
«Si no viviera triste moriría».
A fuerza de tristeza queda ileso
de su amarga acritud.
La tristeza
lo que de Dios nos queda todavía.
(Mañana será el mar)
Mañana llegará nuestro descanso;
no ceses de latir, corazón mío;
mañana será el mar, será el remanso
en que mi afán se tienda como un río.
Mañana será el pan de nuestra hambre,
mañana a nuestra luz huirá el ocaso.43

Nietzsche, reflejando a Dühring, ha escrito sobre la vida y la muerte: «Se debería


considerar la muerte como una cierta reconciliación de todos los males de la existencia
individual, no dominables de otra manera. La muerte no puede faltar en el conjunto de
la vida: de lo contrario, ésta sería un quehacer insulso y aburrido. La muerte no es la
enemiga de la vida por antonomasia, sino el medio a través del cual se hace manifiesto el
significado de la vida. La muerte es la medida de la vida».44
En pro y en contra de Dühring, el propio Nietzsche escribió que «la forma más
universal del destino trágico es la derrota victoriosa o llegar a ser victorioso en la derro-
ta. Pues lo que es derrotado es el individuo, y a pesar de ello nosotros sentimos su
aniquilación como una victoria. Para el héroe trágico es necesario perecer en aquello
que él tiene que vencer, pues perecer aparece tan digno y venerable como nacer. Pero el
individuo que descubre por doquier su insuficiencia, ¿cómo podría soportarlo si no
reconociese a la vez algo sublime y pleno de sentido en sus luchas, en sus afanes y
ocasos?». Como el Tristán de Wagner, Nietzsche siente «amor por aquello a través de lo
cual uno es redimido, juzgado y aniquilado».45
A partir de aquí cabría definir la muerte como la trascendencia de la vida inma-
nente, así como la salvación del perecimiento individual en el Uno matricial. La origi-
nalidad de Nietzsche se caracteriza por su necesidad de asumir el sufrimiento y otor-
garle nobleza frente a su miserabilización y deshumanización: hasta tratar de trasfigu-

42. El Nietzsche maduro afirma que el placer es más profundo que el dolor, pero el dolor sería más
real o radical, como afirmaba de joven en consonancia con su maestro Schopenhauer: véase la magna
obra de este El mundo como voluntad y representación.
43. Jesús Tomé (Puerto Rico), extractos de dos poemas (pueden verse íntegramente en internet).
44. Véase la transcripción y comentarios a la obra de E. Dühring El valor de la vida en Fragmentos
póstumos (1875-82), pp. 131 ss.
45. Fragmentos póstumos 1869-1874, p. 180, así como 1875-1882, pp. 178 y 197. En un fragmento
de 1870 Nietzsche afirma que el verdadero signo de salud es la muerte bella: la eutanasia.

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rarlo (trans)humanamente. Por eso puede afirmar la dicha de la desgracia del saber, lo
cual es afirmar la dicha de la desdicha del conocimiento: el cual es siempre conoci-
miento trágico. Comentando a Wagner, nuestro autor vuelve a simbolizar el auténtico
conocimiento en el conacimiento de la muerte (la muerte es mucho más perdurable
que la vida):
Aquí es preciso aducir el prodigioso significado de la muerte. La muerte es el tribu-
nal, pero libremente elegido, vivamente deseado, lleno de estremecedor atractivo, como
si fuera algo más que una puerta hacia la nada. La muerte es el sello de toda gran pasión
y de todo heroísmo, sin ella la existencia no es nada de valor. Estar maduro para la
muerte es lo máximo que se puede lograr, pero también lo más difícil y lo que se con-
quista a través de heroicas luchas y sacrificios. Toda muerte de este tipo es un evangelio
del amor; y la música toda es una especie de metafísica del amor; un aspirar y querer
que a ojos de la mirada vulgar aparece como el ámbito de la «noluntad», como un bañar-
se en el mar del olvido, un conmovedor juego de sombras de la pasión pretérita. El
individuo no puede vivir de una manera más bella que cuando madura y se inmola en
esta lucha a muerte.46
En un aforismo de 1874, Nietzsche llega a afirmar que el sufrimiento es el sentido
de la existencia. Ahora bien, afirmar que el sufrimiento es el sentido de la existencia
(como trasfondo destinal) no equivale a decir que el sentido de la existencia sea el sufri-
miento (como horizonte tendencial): en el primer caso el sufrimiento funge como «bajo
obstinado» del existir, en el segundo como opción masoquista. Lo que el aforismo nietz-
scheano viene a decir es que sólo a partir de la procreación y el sufrimiento vital es
posible la creación y el gozo existencial, lo mismo que a raíz del padecimiento de la vida
se hace posible la alegría como un contrapunto armónico a la disarmonía de fondo. Es a
partir de la tierra y el barro como construimos casas o catedrales, es a raíz del deseo
carencial como podemos realizarnos.47
Nuestra consciencia procede desde la inconsciencia, lo mismo que el ser procede
desde el no-ser. Nuestra existencia trata de encarnar la disonancia de la vida humana-
mente, como un acorde de la discordia. Pues el amor sólo surge del dolor, como la gracia
desde la desgracia y la redención desde el pecado. Así que es a partir del pesimismo
como podemos ser optimistas realistas, lo mismo que solamente asumiendo el sinsenti-
do podemos proyectar el sentido humano aunque no sobrehumano, pues el Sobrehom-
bre (Übermensch), ahora frente al propio Nietzsche, es una desmesura.48
Si según el filósofo germano el placer quiere profunda eternidad, el mismo placer
debe soportar esa eternidad pacientemente. Pues si el placer quiere ser eterno sólo lo
puede conseguir eternizando el correlato del sufrimiento vital a modo de basamento
telúrico del Olimpo. Por ello el sufrimiento es el sentido ontológico-dionisiano del mun-
do, aunque el sentido existencial lo pongamos en el placer apolíneo o antropológico. Ya
que, como adujo nuestro autor, no hay verdad superficial bella sin una profundidad
horrible. Se trataría de tocar ese fondo para, asumiendo su discordancia, contentarse
concordantemente:

46. Fragmentos póstumos 1875-1882, pp. 177-178, así como p. 702.


47. Para el aforismo, Fragmentos póstumos 1869-1874, Tecnos, Madrid 2007.
48. Podríamos hablar con cierto humor de una actitud «optimixta» de pesimismo. Para el
Sobrehombre ver F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1980. Gianni Vattimo ha tratado
de salvar al Sobrehombre nietzscheano traduciéndolo benévolamente como «Ultrahombre» (el hom-
bre ulterior, y no el superhombre); véase su obra Introducción a Nietzsche.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

Cuán agusanada y hecha jirones está la vida humana, hasta qué punto se halla enteramen-
te construida sobre el fraude y el disimulo, cómo todo lo solemne, cómo las ilusiones, todo
placer de vivir se debe al error —y hasta qué punto el origen de un mundo semejante no
hay que buscarlo en un Ser moral, sino acaso en un Creador-artista. Mas los dioses son
malos y sabios: merecen su ocaso, el hombre es bueno y estúpido —tiene un porvenir más
bello y únicamente lo alcanza cuando aquellos han entrado en su crepúsculo final.49

Frente a la disonancia del sinsentido, el sentido sería la disonancia encarnada o


humanada, el ruido armonizado o simbolizado. Un tal sentido simbólico es la media-
ción o intersección de lo visual o espacial y de lo auditivo o temporal: por lo primero
expresa la dirección imaginal, por lo segundo la tonalidad musical. El sentido abre un
espacio melódicamente, proyectando un horizonte desde una cadencia. Así que el senti-
do es la interpretación del mundo desde el pathos, la pasión o la afección, es decir,
«patológicamente»: artísticamente. Pero se trata de un pathos enfriado con la edad,
cuyo proyecto es un ideal noble abanderado por el «ángel frío», el cual representa el
idealismo pulsional y realista de un Nietzsche macerado y madurado a finales de 1880:

Mi ideal es: una independencia que no hiera la vista, un orgullo atenuado y escondido, un
orgullo que se salda con los demás no compitiendo por su honor ni su placer y aguantando
la burla. Eso ennoblecerá mis hábitos: nunca vulgar, siempre afable, sin ansiedad, pero
avanzando tranquilo, levantando el vuelo; sencillo, hasta parco conmigo mismo, más sua-
ve con los demás. Un sueño ligero, un paseo tranquilo a mis anchas, nada de alcohol, nada
de príncipes ni otras celebridades, nada de mujeres y periódicos, nada de honores, ningún
trato social salvo el de los espíritus superiores y de vez en cuando el pueblo bajo —esto es
imprescindible, como tener a la vista una vegetación tupida y sana—, las comidas más
preparadas, si es posible preparadas por mí mismo. Ideales del estilo son las esperan-
zas que las pulsiones nos permiten anticipar, nada más. Tan cierto como tenemos pulsio-
nes es también que estas difunden por nuestra fantasía una suerte de esquema de uno
mismo, cómo debiéramos ser para satisfacer adecuadamente las pulsiones —esto es idea-
lizar. Habría que enseñarles a los trabajadores a disfrutar de la vida, a gastar poco, a estar
a gusto, a cargarse lo menos posible (con mujer e hijos), a no beber, en fin, a ser filosóficos
y a trabajar tan sólo mientras entretenga, a burlarse de todo, a ser cínicos y epicúreos.50

7. Sentido y sinsentido

Donde existe una gran fuerza, es necesario utilizar una


balanza con contrapesos.
F. NIETZSCHE

En este texto nos ha interesado confrontar al joven Nietzsche romántico y pesimista con
el maduro Nietzsche posromántico e ilustrado que acaba afirmando optimistamente la
«voluntad de poder». Hemos tratado de reinterpretar esta contraposición como una
composición cuasi musical, en la que finalmente se destila una especie de discordancia
concordante regida por el compás empedoclesiano del amor y el disamor complementa-
rios. Por ello nuestro filósofo puede describir a la filosofía como una alianza de fuerzas

49. Al respecto F. Nietzsche, Fragmentos póstumos 1975-1982, p. 413, así como Fragmentos póstu-
mos 1869-1874, p. 280.
50. Al respecto, Fragmentos póstumos 1875-1882, pp. 693-694, así como Fragmentos póstumos
1869-1874, p. 254.

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Andrés Ortiz-Osés

que unen (a modo de médico de la cultura), así como a la cultura como el acuerdo de
muchas fuerzas originariamente hostiles que pueden repentizar hoy una melodía.51
En realidad interpretamos a Nietzsche no de un modo meramente histórico o his-
toricista, sino de manera vital o transhistórica, lo cual quiere decir axiológica o simbóli-
camente. Esto significa buscar el valor o valoración de la vida, así como el sentido o
sinsentido de nuestra existencia. Aquí radica precisamente el alto interés de la filosofía
nietzscheana, en su captación valiente y veraz, profunda y afectiva del valor del ser. A
este respecto el filósofo germano se pregunta si, como dijo Hume irónicamente, este
mundo imperfecto ha sido objeto de creación de un sujeto divino demasiado joven o
inexperto, o por el contrario demasiado viejo y decadente. Pues como dice el mismo
Hume y transcribe Nietzsche, este mundo no es precisamente un mundo feliz:

Si un extranjero fuese inmediatamente arrojado sobre nuestro globo terráqueo, le mos-


traría, para que se hiciese una idea de nuestros sufrimientos, un hospital lleno de enfer-
medades, o una prisión atestada de malhechores, o un campo de batalla sembrado de
cadáveres, o una flota a punto de naufragar, o una nación que agoniza bajo una tiranía,
o por causa de la hambruna o la peste. Para mostrar el lado alegre de la vida y para darle
una idea de sus placeres —¿a dónde tendría que llevarle? ¿A un baile, a la ópera, a una
corte? Pensaría, con razón, que lo que yo quería era mostrarle únicamente otra clase de
penas y preocupaciones.52

Pero es el propio Nietzsche quien, pasando de una consideración transhistórica a


otra histórica, divisa nuestra sufrida contingencia en este mundo de un modo melo-
dramático:

Sentir históricamente quiere decir saber que uno ha nacido, en todo caso, para sufrir y que
todo nuestro trabajo sólo servirá en el mejor de los casos para olvidar el sufrimiento. Los
semidioses vivieron siempre en el pasado, y la generación actual siempre ha sido la gene-
ración bastarda. Sólo las generaciones venideras podrán valorar en qué fuimos también
nosotros semidioses. Con esto no se quiere decir que exista una decadencia continua: pero
cada época es siempre al mismo tiempo algo que se muere y suspira bajo la caída otoñal de
las hojas. Sólo se considera la vida individual humana: lo que pierde el adolescente, cuan-
do sale de la infancia, es tan insustituible [...] como lo que pierde cuando se convierte en
hombre, para perder finalmente, una vez más, cuando llega a viejo, el último bien, de tal
manera que ahora conoce la vida y está preparado para perderla. Pero hay que soportar la
pérdida. El recuerdo acumula siempre más pérdidas y al final, cuando sabemos que he-
mos perdido todo, la consoladora muerte nos quita este saber, nuestro último predio. Mas
si la tarea fuese en general decir en voz alta el pasado, ¿quién podría soportarlo? Para
poder vivir, hay que tener mucha fuerza para olvidar.53

Este Nietzsche, que alguna vez fantasea con poder ser español mejor que alemán, es
el discípulo de Schopenhauer, el cual buscaba la infelicidad aunque sin acabar de encon-
trarla, lo mismo que los antiguos buscaban la felicidad aunque sin encontrarla tampoco.
Sin embargo, a diferencia de su maestro, Nietzsche sí que encuentra la felicidad precisa-
mente porque no la busca, sino que le ha salido al encuentro paradójicamente con el
destino de su crónica enfermedad. Es un encuentro de la felicidad en la infelicidad,

51. Fragmentos póstumos 1869-1874, pp. 511 y 524.


52. D. Hume, Diálogos sobre la religión natural, sección 10; al respecto F. Nietzsche, Fragmentos
póstumos, o.c., pp. 483-484.
53. Fragmentos póstumos, o.c., pp. 505 y 507.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

porque nuestro filósofo es capaz de descifrar y asimilar lo que nos dice la infelicidad, el
sufrimiento y el padecimiento:

Cada instante de la vida quiere decirnos algo, pero nosotros no queremos escuchar; tenemos
miedo, cuando estamos solos y silenciosos, que se nos susurre algo al oído —y así odiamos
el silencio y ensordecemos con la vida social. El hombre evita con todas sus fuerzas el sufri-
miento, pero todavía más el sentido del sufrimiento padecido, poniéndose siempre nuevas
metas busca olvidar lo que queda detrás. Si la pobreza y el sufrimiento le hacen rebelarse
contra el destino, que le arroja precisamente contra esa abrupta costa de la existencia, evita
así aquella mirada profunda que desde el núcleo de su sufrimiento le mira preguntando:
como si le quisiese decir: ¿no se te ha hecho más fácil comprender la existencia? ¡Bienaven-
turados los pobres! Y si los aparentemente más afortunados son consumidos realmente por
la intranquilidad y la por la huida de sí mismos, a fin de no ver en absoluto la mala condición
natural de las cosas, por ejemplo del Estado o del trabajo o de la propiedad —¿a quién
podrían ellos provocar envidia! Quienes glorifican el carácter finalista de la selección (como
Spencer) creen saber cuáles son las circunstancias que favorecen el desarrollo ¡y no incluyen
entre ellas el mal! ¡Mas qué habría sido del hombre sin miedo, sin envidia o codicia! Ya no
existiría; y si uno piensa en los hombres más ricos, más nobles y más fecundos, sin mal —se
está pensando una contradicción. Que se actuara por todas partes con benevolencia, inclui-
do uno mismo —eso sería un sufrimiento terrible para el genio, puesto que toda su fecundi-
dad se nutre egoístamente de los demás, y pretende dominarlos, explotarlos, etc.54

El auténtico filósofo nietzscheano es el crítico corrosivo de toda falsa infelicidad o


felicidad, sea bajo la forma del tinglado o de la melopea, lo que nuestro autor denomina
con las tres M: lo momentáneo, la moda y el modo filisteo (periodístico) de nuestra
pseudocultura contemporánea. Frente a la felicidad beata o beatífica, pero también frente
a la infelicidad abrupta y sin salida, Nietzsche busca otra escena o escenario, en cuyo
frontispicio puede leerse la antigua sentencia española: «defiéndame Dios de mí» (pero
un dios dionisiano). Porque tanto la felicidad como la infelicidad son simples expedien-
tes de los que debemos librarnos o ser librados para poder/saber vivir, por cuanto son
extremos de una realidad abigarrada: la infelicidad en la felicidad, pero también la feli-
cidad en la infelicidad (dicho sea simbólicamente).
Desde esta perspectiva, se podría decir nietzscheanamente que es feliz quien es o al
menos ha sido infeliz, lo mismo que es infeliz quien es o al menos ha sido feliz, puesto
que se necesita un término de comparación correlativo. La correspectividad de la felici-
dad respecto a la infelicidad y viceversa, nos recuerda la misma correlatividad de la
independencia respecto a la dependencia y viceversa, de modo que el independiente es
aquel que tiene un alma paradójicamente dependiente, es decir, sensible. La dialéctica
nietzscheana es una dialéctica de la contradicción como «condicción», hasta convertirse
en una «diléctica» amorosa de esos contrarios, así cuando nuestro autor afronta abierta-
mente el logro y la decepción, bendiciendo la negatividad que enriquece el mundo y
absorbiendo la dulzura amarga de la vida, pero también la amargura de la vida que
revierte en dulce al poder expresarla. Claro que aquí nos topamos con el límite demóni-
co, tras el cual subyace ya el sadomasoquismo nietzscheano, el cual consiste en la cele-
bración positiva de lo negativo de forma inmediata (sin mediaciones o remediaciones):

La alegría ante la desgracia ajena o ante la felicidad ajena nos benefician, son fuente de un
desarrollo más fuerte. Incluso es posible disfrutar de la alegría de nuestros enemigos ante

54. Fragmentos póstumos, o.c., p. 563; Fragmentos póstumos 1875-1882, p. 768.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 163

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Andrés Ortiz-Osés

nuestra desgracia. Se fantasea con un falso concepto de concordia y paz, considerado el


más provechoso de los estados. En realidad, a todas las cosas les es inherente un fuerte
antagonismo, al matrimonio, la amistad, el Estado, la confederación de Estados, la corpo-
ración de asociaciones científicas, la religión, a fin de que crezca algo adecuado. La oposi-
ción es la forma de la fuerza —en la paz como en la guerra, ¡por eso tiene que haber
fuerzas diferentes, y no iguales, pues estas se mantendrían en equilibrio. Cuando un pue-
blo se vuelve orgulloso y busca enemigos, su fuerza y sus bienes crecen.
Por otra parte, qué importa mi felicidad, los sabios entre los hombres deben regocijar-
se con su locura, pues yo amo a los que no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su
ocaso. Siniestra es la existencia humana y carente aún de sentido. A fondo yo no amo más
que a la vida —¡y, en verdad, sobre todo cuánto la odio! La felicidad es una mujer, pero yo
no corro detrás de las mujeres: por eso la felicidad corre detrás de mí.55

Conclusión final: Zaratustra

Con las últimas citas del Zaratustra nietzscheano nos confrontamos a la legendaria figu-
ra simbólica del profeta persa/iraní Zoroastro, del siglo VI antes de Cristo, cuya doctrina
aria se describe en el Zend-Avesta como la lucha dramática entre el bien y el mal, Ormuz
y Ariman, lo divino y lo demoníaco. De esta guisa Nietzsche replantea decisivamente la
cuestión capital del bien y del mal, la cuestión de la tradición gnóstica sobreseída por el
moralismo moderno en el que el bien comparece beatificado por encima del mal. Es
verdad que incluso en el Avesta el bien acabará venciendo al mal, aunque esa victoria se
dará en otro mundo, pero Nietzsche ha recogido del gnosticismo la importancia radical
concedida al mal, aunque buscando no su vencimiento por el bien sino la sublimación
del mal en bien, de modo que las nuevas virtudes poscristiasnas no surjan contra las
pasiones sino de las pasiones, al mismo tiempo que lo divino y lo angélico surja de lo
demoníaco por un proceso de destilación y no de represión.
En realidad no hay una oposición absoluta entre el arriba celeste y el abajo infra-
mundano, ya que a mayor elevación hacia la luz (símbolo del bien) mayor profundiza-
ción hacia la oscuridad (símbolo del mal). Así que el bien y el mal no son esencias
inmutables sino símbolos temporales que se trata de trasvalorar, ya que el bien ha sido
concebido buenamente y el mal malamente. Zaratustra comparece como el nuevo Her-
mes que cambia los mojones o límites de la moral tradicional. En efecto, lo bueno mo-
ralmente es lo malo vitalmente, y viceversa, de modo que la moral tradicional desmora-
liza en lugar de dar moral, en el sentido de vigor, fuerza y poder. El intento de Zaratustra
radica en quitar al mal su maldad tradicional, asimilando su energía y transustanciando
su pulsión, elevando lo bajo y rebajando lo alto, asumiendo el azar y el destino, el tiempo
y la temporalidad, de modo que se coafirmen lo alto y lo profundo, el arriba y el abajo, la
cumbre y el abismo.56
Zaratustra acaba predicando al Sobrehombre, el cual es como un demonio trasmu-
tador, arquetipo del Nietzsche tragado por la ballena de la soledad en la que encuentra
como Jonás su patria salvadora de los hombres. Desde ella nuestro autor redime la
inocencia y el gozo, el dominio y el egoísmo, el mundo del país de los hijos (niños) frente
al país de los padres y de las madres. Zaratustra es a la vez el abogado de la vida y el

55. Fragmentos póstumos, 1875-1882, pp. 718 y 825, así como Así habló Zaratustra, o.c., discursos.
56. Ver al respecto el Zaratustra nietzscheano, reconocible como un demon (daimon, demónico
transvalorador de los valores). Curiosamente también M. Heidegger define al Ser-sentido de la exis-
tencia como sublime y abismático, véase mi Heidegger, obra concitada.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

abogado del sufrimiento, porque es el abogado del círculo o anillo del existir, cuya ley es
el eterno retorno de lo mismo. En esta circularidad anida la eternidad del «dios desco-
nocido», una divinidad demónica que consigna a la vez el dolor y la felicidad de modo
unitario, pues Nietzsche ama la ambivalencia (aunque no la ambigüedad). La conclu-
sión de su nueva moral inmoral es consecuente: «nada es verdadero, todo está permiti-
do», lo cual encarnaría una inmoralidad moral, ya que aunque Nietzsche-Zaratustra
ama a los «belfos lascivos» (la sensualidad), en el fondo se trata de «voluntad de amor»
(Wille zur Liebe) y por ello de amor al amor, el cual es a la vez moral e inmoral, altruista
y egoísta, donación y recepción, sufriente y gozoso.57 El definitivo discurso de Nietzsche
que sirve de alternativa «moral» se enuncia como un amor necesario (amor fati): el amor
a lo que es necesario. Pero lo necesario es tanto el dolor como la alegría:

La capacidad para el dolor es un conservante extraordinario, una especie de seguro de


vida: ésta es lo que el dolor ha conservado: es tan útil como el placer —para no decir
demasiado. Me pongo a vivir para hacer que del dolor surja una vida que sea todo lo rica
posible —seguridad, prudencia, paciencia, sabiduría, variación, todos los matices deli-
cados del claro y el oscuro, de lo amargo y lo dulce —todo se lo debemos al dolor. Sólo
con esta condición, estar siempre abierto al dolor, venga de donde venga y hasta lo más
profundo, sabrá estar abierto el hombre a las especies más delicadas y sublimes de la
«felicidad». ¿Qué me sucedió ayer en este lugar? Nunca había estado tan feliz, y la marea
de la existencia me trajo con las más altas olas de la dicha su más delicioso manjar, la
melancolía púrpura.58

La melancolía nietzscheana es la melancolía púrpura: la melancolía de humano


color encarnado: la melancolía encarnada.

Excurso sobre G. Vattimo

Aparece en español el Homenaje internacional al filósofo nietzscheano-heideggeriano


Gianni Vattimo, articulado e introducido por su discípulo Santiago Zabala, en el que
toman parte figuras reconocidas como U. Eco, Ch. Taylor, R. Rorty, M. Frank, R. Schür-
mann, W. Welsch, J.L. Nancy, R. Bubner, J. Grondin, G. Marramao, Flores d’Arcais,
F. Savater y otros reconocibles. El traductor español Javier Martínez Contreras vierte el
original —Weakening Philosophy— como «Debilitando la filosofía», ya que es propio del
«pensamiento débil» vattimiano disolver el dogmatismo del pensamiento tradicional
absolutista, esencialista o sustancialista, desmoronando el fundamentalismo de la meta-
física clásica y su idea fundamental del Ser precisamente como fundamento inconcuso
de la realidad (así maniatada, amordazada o reificada).59
En consecuencia, cabe entender la filosofía vattimiana como debilitante o debilita-
dora, como una asunción de la Gaya ciencia nietzscheana, así pues como el Gay saber

57. Ver de nuevo el Zaratustra, capítulo «Del inmaculado conocimiento» y «El mago»; también mi
visión juvenil de Nietzsche en mi obra La nueva filosofía hermenéutica, Anthropos, Barcelona 1986. Al
criticar el país del padre (Vaterland, patria) y el país de la madre (matria, Mutterland) y afirmar el país
de los hijos o niños (Kinderland), Nietzsche se sitúa en una posición cercana al fratriarcalismo, puesto
que el país de los hijos es el país de los hermanos, la fratria de la hermandad.
58. Fragmentos póstumos 1875-1882, pp. 865 y 879, 894.
59. Véase Santiago Zabala (Ed.), Debilitando la filosofía. Ensayos en honor de G. Vattimo, Anthropos,
Barcelona 2009.

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Andrés Ortiz-Osés

propio del personaje de Zaratustra, el cual predica a la vez el arraigo en la tierra (simbo-
lizado por la serpiente de su caduceo) y el andar ligeros sobre ella (simbolizado por las
alas del mismo caduceo). Y en efecto, hay una cierta ligereza vattimiana frente a la
seriedad germánica y a la analítica anglosajona, ligereza que tiene un toque latino de
sensibilidad e intuición, de cromatismo y agilidad, de arraigo existencial y desarraigo
libertario típicos del Zaratustra nietzscheano:

Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero,


el que hace señas con las alas, uno dispuesto a volar.
[Así habló Zaratustra, Cuarta parte]60

Como Zaratustra, Gianni Vattimo es fiel al sentido de la tierra, pero no de un modo


pesante o sofocante sino ligeramente, flotante o posmodernamente. La simbólica de las
alas remite aquí al interés liberador o emancipador, siempre compresente en la activi-
dad teórica y práctica del filósofo italiano, a la vez que político europeo. En efecto, hay
que situar su hermenéutica entre el marxismo de Marx y el liberalismo de Popper, en esa
zona solidaria que podemos denominar «comunismo hermenéutico» (que es precisa-
mente el título de un libro anunciado de Vattimo en colaboración con S. Zabala).
Y es que Zaratustra no es Dioniso ni Apolo, sino Hermes el remediador, aquel dios
griego que hace de puente con el dios cristiano. En efecto, Hermes es el Cristo pagano y
Cristo es el Hermes cristiano. Se trata del dios de la Hermenéutica, pues la hermenéuti-
ca fundada por Heidegger y Gadamer realizan un puente o mediación entre el paganis-
mo y el cristianismo, lo griego y lo cristiano, reinterpretando el ser griego como un ser
encarnado y tachado o crucificado (Heidegger), cuya expresión es el logos humanado
del lenguaje dialógico (Gadamer). En esto Vattimo ha sido fiel al espíritu de la herme-
néutica, explicitando su idea originaria como «Verwindung»: no ya superación de lo
otro sino comprensión, no ataque al otro sino coimplicación, no denegación de la dife-
rencia sino asunción crítica, no violencia a la otredad sino ironía y caridad.61
Más ironía y caridad responden respectivamente a una noción griega o pagana (la
ironía socrática) y a otra noción cristiana. Pues bien, fue el romántico Schlegel quien
coimplicó ambas nociones aparentemente dispares al proponer que la auténtica ironía
es la ironía del amor, la ironía amorosa o caritativa, esa actitud que se acerca a la noción
de piedad humanista y de compasión en Schopenhauer. Es esta ironía de la caridad la
que le sirve a Vattimo para exorcizar los males de nuestro tiempo, desde el fundamenta-
lismo a la marginación, desde el capitalismo a la pobreza, desde la violencia hasta la
exclusión. Se trata de una búsqueda de la complicidad humana universal, basada en una
Fraternidad que emerge precisamente en el entrecruzamiento simbólico del romanticis-
mo (cristiano) y de la Ilustración (pagana).
Toda esta temática junto con otras adyacentes comparecen en el Homenaje interna-
cional a Gianni Vattimo organizado por S. Zabala. Allí el lector curioso podrá encontrar la
reacción de figuras relevantes del pensamiento contemporáneo a la filosofía vattimiana,
así como la respuesta final de este. Algunos como U. Eco le ruegan a Vattimo que tenga en
cuenta los límites de la interpretación sin fin preconizada por este, ya que siguiendo a su

60. Curiosamente, en un Fragmento de 1875, Nietzsche debilita el pensamiento darwiniano de la


lucha por la existencia, alegando que son precisamente los débiles y ligeros quienes hacen progresar la
sociedad frente a los elementos fuertes y estáticos que la estabilizan; ver Fragmentos póstumos 1875-
1882, p. 214.
61. Al respecto G. Vattimo, Non essere Dio, Albertino, Regio Emilia 2006.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

maestro Aristóteles el semiólogo Eco se siente inquieto por una posible disolución ilimita-
da propia del nihilismo vattimiano (acaso ignorando que toda disolución se realiza final-
mente a favor de una resolución en nuestro caso política, de signo liberador o emancipa-
dor). Otros como Jean Grondin avisan al filósofo turinés del peligro de reducir el lenguaje
del ser a nuestro lenguaje, lo cual sería recaer en antropomorfismo (un antropomorfismo
empero que evita su subjetivismo si es consciente de serlo, diría yo). Otros como W. Welsch
advierten a nuestro autor de una recaída en el historicismo (desconociendo quizás que
uno relativiza su ideología reconociendo su historia relativa).
Uno de los autores más intrigantes al respecto es R. Schürmann, original personaje
filosófico que se inspiró en el maestro Eckhardt para realizar una interpretación radical
del ser heideggeriano como anarcoide (el ser no como fundamento sino como desfun-
damento). En su artículo sobre Vattimo este autor plantea sutilmente el sexo del ángel
de P. Klee, aquel angelote que W. Benjamín descubre junto a las ruinas acumuladas de la
historia. Pues bien, el propio Schürmann responde que quizás se trata de un ángel feme-
nino, cuya debilidad se traduce en compasión, reflejando así el debilitamiento vattimia-
no como una disolución de la razón patriarcal (una cuestión que me es cara). Ya Karl
Popper en su obra «La sociedad abierta y sus enemigos» interpretó las Ideas platónico-
aristotélicas de las cosas como sus «padres» o esencias internas, es decir como sus es-
tructuras o fundamentos esenciales (frente los cuales la existencia significaría no el pa-
trón de las cosas sino su madre o matriz, añadiríamos nosotros hermenéuticamente).
Para finalizar yo mismo quisiera plantearle al maestro y amigo Vattimo la cuestión
de su vinculación filosófica a Nietzsche y Heidegger. De Nietzsche parece tomar la par-
te más crítica de su pensamiento nihilista, de Heidegger (y Pareyson) retomaría la parte
constructiva de su cristianismo hermenéutico. Ahora bien, a la hora de la verdad, el
propio Vattimo aduce que trata de interpretar a Heidegger a partir de Nietzsche, de ahí
su acento deconstructivo o disolutor, así como su aceptación de que «el valorar o inter-
pretar (humano) constituye al ser» (Nietzsche). Esta posición antropomórfica o super-
humanista se diferencia del antihumanismo heideggeriano, según el cual el valorar o
interpretar (humano) no constituye al ser, sino que constituye el ser (en el sentido de que
el ser mismo valora o interpreta a nuestro través, mientras que el hombre realiza una
respuesta al ser más o menos responsable).
El caso es que en Nietzsche hay una cierta reducción del ser al (super)hombre, lo
que lleva a cierto antropomorfismo asumido; por su parte en el Heidegger maduro hay
la convicción de que valoramos o interpretamos al ser porque el ser precisamente valora
o interpreta a nuestro través, de modo que hay una cierta preminencia del ser sobre el
hombre (ontología hermenéutica). Pues bien, la hermenéutica clásica de Gadamer ha
proseguido la senda de Heidegger, aduciendo que «hay más ser que conciencia, de modo
que no puede ser superado».62 Podríamos decir que el ser no puede ser superado por el
(super)hombre, sino solamente supurado, dado su carácter destinal. Se trataría enton-
ces de articular nuestro destino humano: humanamente.
En fin, toda esta problemática y otras adyacentes pueden estudiarse ahora en la
amplia edición de las Obras Completas de Gianni Vattimo por parte de la Editorial Mel-
temi. Las Opere Complete de nuestro autor están editadas por sus discípulos S. Zabala,
A. Martinengo y M. Cedrini. Ya está a disposición el Volumen introductorio, así como el
tomo I dedicado a la Hermenéutica. Enhorabuena.63

62. H.G. Gadamer, Kleine Schriften, I, p. 127.


63. Gianni Vattimo, Opere Complete, Meltemi, Roma, 2007 ss.

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Andrés Ortiz-Osés

Colofón: ilustración romántica

Nietzsche no dejó de luchar hasta su muerte por una


justificación del fin y del sentido de la existencia.
F. OVERBECK

Como adujimos en la Presentación general, la vida y la obra de F. Nietzsche se sitúan


entre el romanticismo y la Ilustración, el primero representable por Dioniso y la segun-
da por Apolo. Quizás lo más interesante de la filosofía nietzscheana es precisamente ese
entrecruzamiento de motivos románticos e ilustrados, idealistas y realistas, entrecruza-
miento que nos permite hablar de romanticismo ilustrado o Ilustración romántica, cuyo
paradigma para Nietzsche fue a lo largo de su vida una figura híbrida o hermesiana
como Goethe, defensor del neptunismo evolutivo y no del vulcanismo eruptivo o revolu-
cionario y, por tanto, de esa melodía existencial que cual nave navega procelosamente
por el mar tormentoso/atormentado de la vida (como dijera Wagner).64
Se trataría entonces de soportar posnietzscheanamente la contradicción entre ro-
manticismo e Ilustración, Ilustración y romanticismo. Mientras que la Ilustración nos
exige afirmar la verdad de lo verdadero, el romanticismo nos permite proyectar la ima-
ginación de lo bello. Ahora bien, por una parte debemos evitar el dualismo o separación
absoluta entre ambos extremos pertenecientes a la experiencia humana unitaria, pero
sin recaer en la reducción de un extremo al otro ni tampoco confundir ambos ámbitos.
No se trata de dualismo ni de monismo, sino de dualéctica de los contrarios, de modo
que nos dejemos guiar no por la razón solamente ilustrada ni por el sentimiento mera-
mente romántico en sus respectivas purezas, sino por la complejidad o impureza huma-
na que coagula razón y corazón en una «inteligencia afectiva».65
La inteligencia afectiva es la que define el sentido humano como guía de nuestra
realización en el mundo, un sentido que no es razón pura ni verdad abstracta sino razón
encarnada y verdad humanada. Ya el fundador de la Hermenéutica contemporánea
F. Schleiermacher, mitad romántico mitad ilustrado, definía la verdad como la interco-
nexión infinita en lo finito, así pues como un relaciocinio y no un mero raciocinio. Pues
un romanticismo ilustrado desecha por su parte el absolutismo dogmático de la razón y
la verdad, mientras que una Ilustración romántica desecha por su parte el relativismo
nihilista de la verdad y la razón. De aquí que la categoría fundamental de una Ilustración
romántica sea la relación y su divisa el relacionismo.
Este relacionismo posibilita la proyección de una razón axiológica que sería la he-
rencia más fructífera de Nietzsche. Una tal razón axiológica es una razón simbólica, la
cual indaga el sentido de lo real a través de su valoración. La razón axiológica sería la
heredera posmoderna de la razón mitológica, defendida por Hölderlin, Schelling y He-
gel en su Sistema-programa del idealismo alemán. En ambos casos se intenta que la luz
de la razón asuma críticamente la oscuridad y las sombras de lo real sin escamotearlas,
por medio de un proceso de racionalización de lo irracional capaz de trasfigurarlo hu-
manamente. El lema de semejante Ilustración no sería tanto la iluminación clásica ra-
cionalista (Aufklärung) cuanto la trasfiguración axiológica (Nietzsche habla de trasvalo-
ración y Verklärung).

64. Curiosamente nuestro tenista Rafael Nadal ha podido hablar cuasi wagnerianamente de asu-
mir deportivamente el dolor que inflige el esfuerzo físico, intentando gozar del propio sufrimiento.
65. Véase nuestro libro La razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

Podría achacarse a una tal Ilustración romántica que su revisión crítica de la verdad
clásica o tradicional en nombre del sentido impide la constitución de una moral social,
pero ello es desconocer que el sentido es un sentido intersubjetivo o interhumano, razón
encarnada y verdad humanada. El filósofo posmoderno G. Vattimo ha mostrado al res-
pecto cómo es la verdad absoluta la que destruye desde su inhumanidad nuestras verda-
des humanas, finitas y contingentes. Sin embargo, el peligro de la posmodernidad vatti-
miana está por su parte en pasarse del absolutismo de la razón al relativismo de la verdad,
frente a los cuales defendemos el relacionismo del sentido compartido.66
El relacionismo del sentido sería el propio de una intramodernidad que se desmarca
tanto del absolutismo moderno de la razón (meramente ilustrada) como del relativismo
posmoderno de la verdad (meramente romántica). Lo que hace interesante la coimpli-
cación de Ilustración racional y romanticismo sentimental es que hay una mutua alar-
gamiento y corrección de los contrarios a favor de un correlacionismo o correlativismo
generalizado, de modo que no domine la razón ni el sentimiento sino la razón afectada.
Si en la axiología cultural la Ilustración comparece como paternal, el romanticismo por
su parte comparece como maternal. Esta oscilación posibilita la corrección de un extre-
mo por el otro, hasta lograr su mutua desextremización y diálogo, que es de lo que se
trata en democracia.67
Acabamos de mentar la democracia, la cual parece asociarse más con la Ilustración
que con el romanticismo. Veamos. Ciertamente la Ilustración se basa en el fundamento
democrático del lema «libertad, igualdad, fraternidad», aunque en la Ilustración revolu-
cionaria el despotismo y el terror hagan acto de presencia infame. Por otra parte, los
jóvenes románticos simpatizaron con la Revolución francesa, aunque no precisamente
con sus excesos terroristas. Y bien, es cierto que el romanticismo ha podido promover
cierto patriotismo o nacionalismo, democrático en Herder y fanático en Kleist, pero
también cierto socialismo utópico, de Marx a Landauer. Ahora bien, más que un defecto
del romanticismo, los excesos nacionalistas o socialistas se deben a una politización
ideológica del propio romanticismo, cuya divisa fundamental es diáfana: romantizar o
potenciar cualitativamente la vida humana (Novalis).
En su obra Romanticismo, el estudioso R. Safranski nos ofrece un cuadro ponderado
del movimiento romántico en Alemania, destacando el papel corrector y complementario
del romanticismo junto a la Ilustración. Los grandes románticos han tratado de unir cos-
mopolitismo e individualismo, o si se prefiere, universalismo y personalismo: así en Her-
der, que introduce la historia como relativización de todo absolutismo, aunque con el
peligro de acabar absolutizando la propia historia (historicismo). Precisamente para exor-
cizar todo absoluto, incluido el historicista, F. Schegel funda una especie de romanticismo
irónico, el cual relativiza todo lo finito, determinado o fijo en nombre de lo infinito relati-
vizador (cuya designación última, es el nombre de Dios, entendido de un modo indefinido
(nosotros diríamos simbólica y no literalmente para evitar todo fundamentalismo).68

66. De G. Vattimo ver Addio alla veritá, Meltemi, Roma 2009.


67. En un cuento que nos recuenta mi sobrina-nieta Ángela de tres años, el lobo patriarcal se traga
cual dragón/tragón a la niña, salvada por la madre al rajar el vientre lobezno y sacarla de su encierro.
Pero el cuento simbólico tiene una segunda versión o variante complementaria, según la cual la gata
matriarcal se come a la niña, ahora salvada por el padre que raja el vientre gatuno sacándola de su
encerrona. El cuento mitológico muestra así que lo maternal nos salva de lo paternal, y viceversa, lo
paternal de lo maternal, a favor de lo que podemos llamar un mundo fratriarcal; puede consultarse al
respecto mi obra Las claves simbólicas, Anthropos, Barcelona 1992.
68. Ver R. Safranski, Romanticismo, Pre-textos, Valencia 2009.

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Andrés Ortiz-Osés

A este respecto, quizás el mayor interés hermenéutico del romanticismo de un No-


valis esté en su visión del cristianismo nocturno del Dios mortal, complementando así la
religión griega de la luz y los dioses olímpicos. Por su parte, F. Schlegel descubre la
materia arcaica de la arcaica tragedia griega y su perfección formal, descubrimiento
antecedente de la visión dionisiaca y apolínea de Nietzsche. De este modo, tenemos un
romanticismo basado en lo cristiano, pero también un romanticismo basado en lo grie-
go clásico o arcaico (así Heine), así como un romanticismo basado en lo germano (así
Wagner). Este último concibe al héroe germánico Sigfrido como una mezcla de Prome-
teo y Cristo, cuyo cometido heroico consiste en recuperar el anillo del poder (patriarcal)
para donárselo a Brunilda por amor (matricial). Un modo interesante de deconstruir el
poder (político) en nombre de la potencia (romántica).69
Lo romántico en el sentido negativo del término emerge cuando, a partir de
Fichte, el yo germánico se contrapone al no-yo francés, oponiendo la cultura germa-
na (dionisiana o romántica) a la civilización francesa (apolínea o ilustrada). Aquí
parece el romanticismo político nacionalista, aunque también hay un romanticismo
político socialista, como hemos dicho, el romanticismo de acero tanto del socialis-
mo marxiano como del nacionalsocialismo. En todos los casos hay una especie de
romantización inflacionaria del hombre convertido en el ser y divinizado heroica-
mente (así en Feuerbach y Marx, Hitler o Mao). Sin embargo, y como dice significa-
tivamente Safranski, el Estado propugnado por los románticos es un estado mater-
nal y antiheroico, mientras que el Estado propio de nazis (y comunistas) es un esta-
do patriarcal y heroico.70
La respuesta a tales extremismos procede de Max Weber llamando a la sobriedad y
aconsejando evitar el espejismo del encantamiento. Pero también hay una respuesta
desde dentro del romanticismo (ilustrado) como es la de T. Mann, predicando/practi-
cando un romanticismo irónico y (auto)crítico. Respecto a Nietzsche, su romanticismo
bebe en Wagner hasta su decepción, pero también en Hölderlin y su visión del instante
dionisíaco, en el que lo divino, infinito o eterno aparece y se sustrae al mismo tiempo (tal
y como el ser heideggeriano se muestra y se retira simultáneamente).71
Una de las respuestas románticas más lúcidas al romanticismo desde dentro es la
de Schiller y su concepción de la libertad como independencia de las pasiones. El gran
literato germano propugna un romanticismo lúdico, en el que se conjuga el juego de los
símbolos, el simbolismo capaz de sublimar la letra en espíritu. Uno mismo piensa que
esta sería precisamente la herencia más preciada de la filosofía nietzscheana, la proyec-
ción de una Hermenéutica simbólica de la vida y una exégesis axiológica de la existen-
cia. El simbolismo es el verdadero relacionismo y nuestra axiología compartida, el ám-
bito intermedio de la inteligencia afectiva y el médium cultural de nuestra convivencia o
experiencia en el mundo.
Por último, queda la respuesta del romántico Hoffman al romanticismo desde una
posición de humor carnavalesco que nos parece muy interesante actualmente. Sin em-
bargo, su nombre ha quedado asociado tanto al horror como al terror, los cuales son los
componentes de su obra El elixir del diablo, que narra las desventuras del monje Medar-
do. Pero el humor trata de disolver tanto el horror como el terror, aunque al parecer sin
conseguirlo del todo. Suponemos humorísticamente que ha influido negativamente al

69. Véase de R. Wagner su ópera El anillo de los Nibelungos, varias ediciones.


70. R. Safranski, obra citada.
71. Ver al respecto mi obra Heidegger y el ser-sentido, Universidad Deusto, Bilbao 2009.

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El sentido nietzscheano de la vida humana

respecto su nombre compuesto «Eduardo Teodoro Amadeo», cuyas iniciales dan el ana-
grama de «E.T.A. Hoffman», que es como se le conoce. Ello ha podido dar mal pie para
que algún filisteo pseudoilustrado haya podido considerar el terrorismo, en este caso
etarra, como típicamente romántico, aunque uno piense que no hay nada tan antirro-
mántico como el terrorismo.
En todo caso precisamos una Ilustración romántica y un romanticismo ilustrado:
por lo primero somos realistas, por lo segundo somos idealistas y, en definitiva, realidea-
listas. Es la conclusión personal que hemos extraído de la obra nietzscheana, en la que
se da un intrigante entrecruzamiento del motivo ilustrado (atrévete a pensar) y del moti-
vo romántico (atrévete a romantizar), cuya conjunción puede sintetizarse en el lema her-
menéutico-existencial: atrévete a implicar (y no meramente a explicar).

(Final)

En su opúsculo sobre su amigo Nietzsche, el teólogo liberal Franz Overbeck presenta a


nuestro filósofo tensionado entre la depresión hiperrealista y la exaltación idealista, de
modo que su optimismo procede contrapuntísticamente de su desesperación. Es el re-
trato de un «pobre hombre» (como todos, se trata de una redundancia o pleonasmo) que
trata de superarse a base de autoheroísmo. Finalmente, y tras comparar a Nietzsche con
Pascal y Rousseau, Proudhon y Stirner, Overbeck mienta la curiosidad de una filosofía
viril como es la nietzscheana, feminizada empero posteriormente por algunos discípu-
los y discípulas (desde su hermana Elisabeth y Lou Salomé a Vattimo y Sloterdijk). La
solución de este último enigma nietzscheano bien podría estar en que dicha virilidad
procede complementariamente de una profunda feminidad.72
Queremos finalizar nuestro recorrido con un soneto cuasi nietzscheano del poeta
Francisco Luis Bernárdez, en el que la cara o rostro de la realidad renace a través de su
envés o revés, cruz o contrarostro:

Si para recobrar lo recobrado


debí perder primero lo perdido
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado.
Si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.
Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
que lo que árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.73

72. Ver F. Overbeck, La vida arrebatada de F. Nietzsche, Errata naturae, Madrid 2009. El autor
concluye con una velada alusión a la «homosexualidad estética» de Nietzsche; en este contexto resulta
curioso que el dios Dioniso fuera invocado por los pederastas griegos que, como Anacreonte o Sófocles,
trataban de obtener los favores eróticos de los efebos (los muchachos de 12 a 17 años).
73. Sobre el poeta hispano-argentino F.L. Bernárdez y su poesía puede consultarse en la red (Google).

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Andrés Ortiz-Osés

Sería de esta forma humana o encarnada, coimplicativa o dualéctica, como Nietz-


sche accede al umbral de lo divino dionisiano —el uno-todo— desde la dispersión
mundana: pues si desde el mundo adionisiaco (amusical) las cosas están dualizadas y
escindidas, desde el mundo musical dionisiano las cosas configuran un sentido de
implicación. Pues como recita el filósofo-sacerdote Heráclito: «Para los hombres unas
cosas son justas y otras injustas, mientras que para el dios todas las cosas son bellas,
buenas y justas».74
En donde la divinidad —Dioniso— significa el conjunto de las oposiciones en su
unidad, así como la sublimación de lo negativo en su positivación. Por eso afirma el pro-
pio Heráclito que el himno al falo en la procesión en honor a Dioniso sublima lo desver-
gonzado en vergonzoso y lo vergonzoso en venerable, ya que el mismo dios es símbolo
ambivalente de una sexualidad concebida a la vez como lo más profano y lo más sagrado,
lo más vital y lo más mortal, lo más potenciador y lo más debilitador, lo más orgiástico y lo
más funeral, lo más animalesco y lo más divino.75
Y es que Dioniso según Heráclito es la vida y el hades, eros y thánatos, ya que el
dios es «día noche, invierno verano, guerra paz, saciedad hambre» (B. 67). Se trata
del dios como el Uno-todo que se convierte en el Todo-uno. Un tal dios no trasciende
los contrarios sino que los implica inmanentemente, por lo que se trata más bien de un
daimon o demon que conjuga/conjuega el Juego ontológico del universo. Ahora bien,
asumir filosóficamente el juego de los contrarios es asumir la vida no bobalicona sino
críticamente, no unilateral sino tragicómicamente, no plana sino dualécticamente, no
cruda sino hermenéuticamente.76

74. Heráclito, Fragmentos, B102.


75. Ver Heráclito, Fragmentos, B15, en donde conjuga la ambivalente significación del término
«aidioi».
76. La filosofía trágica de C. Rosset afirma la realidad en su crudeza, propugnando soportarla
alegremente: puede verse su obra El principio de crudeza (crueldad). Sin embargo y frente a ello, se
trata de «cocer» dicha crudeza o crueldad (dionisiana), reconvirtiéndola en cultura humana o huma-
nizada (apolínea). En donde puede observarse el fratriarcado o hermandad de los hermanos opuestos
y compuestos: Dioniso y Apolo.

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INTERLUDIO
EL NUEVO CONTEXTO GLOBAL: TRANSMODERNIDAD

Rosa María Rodríguez Magda

No sé si uno puede erigirse en dueño de las palabras. Los términos emergen, se acuñan
y circulan, con mayor o menor éxito. En este caso, «Transmodernidad», dado que lo he
convertido en eje de mis reflexiones durante más de veinte años, he desarrollado una
teoría al respecto y no me consta que fuera utilizado antes de manera consistente, creo
que puedo reclamar la maternidad del concepto. Maternidad en el sentido abierto que
tal proceso tiene: generación en el interior de una misma, parto, atención, cuidado, y
finalmente liberación de la criatura para que vaya creciendo en las diversas interaccio-
nes que el mundo exterior le ofrece.
El término surgió, como he comentado varias veces, en una conversación que tuvo
lugar con Jean Baudrillard en su casa de París, allá por 1987. Reflexionando sobre la
corriente postmoderna, a la que él se negaba a adscribirse, le sugerí que más que una
coyuntura «post», si tomábamos en cuenta sus apreciaciones sobre «transpolitique»,
«transexualité»..., al hilo de sus análisis sobre el imperio de la simulación y la hiperrea-
lidad, bien podríamos denominar a nuestra época como «Transmodernidad».
Con tal concepto he pretendido demarcar lo que, a mi modo de ver, constituye un
verdadero cambio de paradigma que puede alumbrar las relaciones gnoseológicas, so-
ciológicas, éticas y estéticas de nuestro presente. Y así lo empecé a plasmar en mi libro
La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna,1 desarrollando otros aspectos en
El modelo Frankenstein. De la diferencia a la cultura post,2 y concretando su teorización
en Transmodernidad.3
La denominación parece que se abre a una cierta popularidad, aún cuando, de una
forma espontánea, la he visto surgir, no siempre con el sentido que yo le he dado, en
diversos ámbitos; por ello bueno será hacer un breve apunte de estas coincidencias y
divergencias, antes de centrarnos en mi exposición.
En primer lugar quiero citar a mi muy querido amigo Enrique Miret Magdalena,
quien me comentó que, años atrás, había empleado dicho término en una conferencia,
que no llegó a publicarse, como manera de ejemplificar una nueva etapa sintética, sin
embargo no volvió a retomarlo hasta 2004 en el capítulo de uno de sus libros.4 También
Jüri Talvet, hispanista estonio lo utilizó ocasionalmente para denominar la poesía actual
que busca escapar del agotado canon postmoderno. Cito estas dos coincidencias, de las
muchas dispersas que han podido darse y sin duda seguirán surgiendo. No obstante tres
son los autores o corrientes, que, siempre posteriormente a mi acuñación en 1989, han
intentado aplicar el concepto con pretensiones teóricas.

1. Editado por la editorial Anthropos de Barcelona en 1989.


2. Madrid, Tecnos, 1997.
3. Barcelona, Anthropos, 2004.
4. Enrique Miret Magdalena, La vida merece la pena de ser vivida, Madrid, Espasa, 2004.

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Rosa María Rodríguez Magda

Así, el filósofo mexicano Enrique Dussel, en su libro Postmodernidad, Transmoder-


nidad (1999)5 lo sitúa en el contexto de la teología de la liberación y la indagación sobre
la identidad latinoamericana, entendiendo por teorías transmodernas aquellas que, pro-
cedentes del tercer mundo, reclaman un lugar propio frente a la Modernidad occidental,
incorporando la mirada del otro postcolonial subalterno.
Por otro lado, ha aparecido la noción de «Transmodernidad» esporádicamente en
el marco de encuentros relacionados con la cultura de la paz, el diálogo intercultural o la
filosofía del derecho. Especialmente Marc Luyckx ha reiterado el concepto, utilizándolo
a partir de 1998 del seminario «Gouvernance et Civilisations» que coordinó en Bruselas,
organizado por La Célula de Prospectiva de la Comunidad Europea, en colaboración
con la World Academy of Arts and Sciences. Según él lo aplica, la Transmodernidad
pretendería una síntesis entre posturas premodernas y modernas, constituyendo un
modelo en el que se acepta la coexistencia de ambas, con el fin de compatibilizar la
noción de progreso con el respeto de la diferencia cultural y religiosa, intentando supe-
rar el rechazo, principalmente de países islámicos, a la visión occidental de la Moderni-
dad. En este mismo sentido de diálogo entre culturas lo han utilizado también Ziauddin
Sardar, Etienne Le Roy o Christoph Eberhard.
Un tercer ámbito donde se ha pretendido desarrollar una cierta teorización al res-
pecto es el de la arquitectura. En 2002 el Austrian Cultural Forum de Nueva York pro-
gramó en 2002 la exposición: «TransModernity. Austrian Architects». Y Marcos Novak,
que codirigió con Paul Virilio entre 1998 y 2000 la Fondation Transarchitectures de
Paris, ha potenciado la noción de transarquitectura como la arquitectura líquida del
nuevo espacio virtual. Es de resaltar la cercanía personal e intelectual de Virilio y Bau-
drillard, por lo que la utilización de Novak, aún centrada en un ámbito específico, resul-
ta más afín a la cosmovisión de la que parto y que he desarrollado teóricamente.
Todas estas coincidencias en la utilización de un término, más allá de la diversidad de
acepciones, creo que demuestran una misma captación de las contradicciones de la Mo-
dernidad y una búsqueda de un nuevo modelo que dé razón de los cambios que se operan
en nuestro presente. Desde esta común percepción paso a exponer mi concepción de Trans-
modernidad, en el convencimiento de que no sólo debemos estar alerta a las transforma-
ciones que se operan en el panorama contemporáneo, sino que es necesario, más allá de la
enunciación dispersa y puntual, elaborar una teoría consistente, que defina con claridad
lo que, a mi modo de ver como he dicho, es un efectivo cambio de paradigma.
Comienzo pues, puntualizado lo que no es Transmodernidad.
Reducir la Transmodernidad a un diálogo de civilizaciones o a un marco que palíe las
insuficiencias de la Modernidad occidental representa un voluntarismo, loable sin duda,
pero todavía moderno, y extremadamente chato en su postulación gnoseológica. A gran-
des rasgos se trata de reproducir un tópico simplista: la Modernidad representa el impe-
rialismo cultural y político de la Europa colonial, el postmodernismo nos sume en el rela-
tivismo emanado desde la misma sociedad occidental, frente a ambas se propone un su-
puesto «transmodernismo» que sería la lucha contra la opresión que tales modelos suponen,
la reivindicación de la alteridad y de las culturas no occidentales (Dussel). Esta visión
responde a un maniqueísmo difícilmente defendible en su esquematismo; procede a la
culpabilización en bloque de la Modernidad como eurocéntrica, identicando el imperialis-
mo político con los valores de la racionalidad moderna; supone un lugar salvífico para los
oprimidos, otorgando a la victimización moral un carácter gnoseológico que no posee;

5. Postmodernidad y Transmodernidad, Puebla, Universidad Iberoamericana, 1999.

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Interludio. El nuevo contexto global: transmodernidad

olvida que son los valores modernos de la pluralidad, la justicia, la democracia, la razón
autocrítica, la libertad y la autonomía, aquellos a partir de los cuales los excluidos apare-
cen como tal y adquieren la legitimidad para su emancipación. No son estos valores, fruto
de la Europa moderna, los que constituyen su opresión, sino, precisamente los que garan-
tizan su liberación. El que una cultura tradicional haya estado oprimida por otros, no
implica que sus valores comunitarios sean liberadores per se. La liberación de un pueblo
no siempre es la liberación de sus individuos, sus pautas deberán ser evaluadas en el
tribunal de la razón, sujetos a la misma autocrítica que los valores modernos han efectua-
do sobre sí mismos. La universalidad de los valores modernos se vuelve falsaria no solo
cuando no se aplica de forma autocrítica sobre sí misma, sino cuando, fruto de un pater-
nalismo —este sí eurocéntrico—, exime a otras culturas del mismo autoexamen ¡Cuántos
pueblos indígenas o visiones teocráticas mantienen en su seno el autoritarismo, la sumi-
sión, la discriminación sexual y aún racial! Así, resulta cuanto menos curiosa la interpre-
tación de Ziaudin Sardar cuando afirma: «Podemos definir un futuro transmoderno como
una síntesis entre una tradición que estructura la existencia —y que es susceptible de
cambio y transición— y una nueva forma de Modernidad que respeta los valores y los
estilos de vida de las culturas tradicionales. Es en este sentido en el que las comunidades
tradicionales no son premodernas, sino transmodernas. Dado que la mayor parte del mundo
musulmán está compuesto por sociedades tradicionales, que extraen de su tradición su
fuerza vital, podemos considerarlo como transmoderno antes que pre-moderno».6 Difiero
totalmente. La Transmodernidad no es la síntesis apresurada y bienintencionada de tradi-
ción y Modernidad, sino la compleja configuración social, política, tecnológica y concep-
tual del presente, que requiere de un paradigma fiable para su descripción, análisis y
transformación. Y ello no puede hacerse en la autoadjudicación de el término «transmo-
derno» por ciertas colectividades, que o bien se definen por su rechazo de la Modernidad
occidental, o pretenden ser su alternativa sin asumir sus exigencias. Mientras el diálogo de
civilizaciones intenta acuñar el término transmoderno como vacua utopía de organismos
internacionales, de consensos etéreamente programáticos, una nueva realidad nos envuel-
ve a todos, la que incluso se aleja del choque de civilizaciones por calculados intereses
globales de mercado. Esta es la realidad cuya comprensión representa el reto del presente.
Debemos partir, abandonando antiguas ilusiones, del análisis de la crisis de la Mo-
dernidad, de las críticas postmodernas, hasta llegar a la configuración del nuevo para-
digma conceptual y social. Lo «trans» no es un prefijo milagroso, ni el anhelo de un
multiculturalismo angélico, no es la síntesis de la Modernidad y la premodernidad, sino
de la Modernidad y la Postmodernidad. Constituye, en primer lugar, la descripción de
una sociedad globalizada, rizomática, tecnológica, gestada desde el primer mundo, en-
frentada a sus otros, a la vez que los penetra y asume; y en segundo lugar, el esfuerzo por
transcender esta clausura envolvente, hiperreal, relativista. Como he dicho en otro lu-
gar: «La Transmodernidad no es una ONG para el tercer mundo, y es bueno que ellos lo
sepan cuanto antes, igual que nosotros deberíamos comprender lucidamente que no es
tampoco la nueva utopía tecnológica y feliz. Es el lugar donde estamos, el lugar precisa-
mente donde no están los excluidos. Con ello tendremos que bregar todos».7
No obstante debemos matizar ese «no estar» de quienes sustentan posturas anti-
modernas, pues si bien la Modernidad occidental excluyó a determinadas culturas, pue-

6. Ziaudin Sardar, «Islam y Occidente en un mundo transmoderno», en Islamonline y traducido


por http://www.webislam.com/?idt=407
7. Rosa María Rodríguez Magda, Transmodernidad, Barcelona, Anthropos, 2004, p. 16.

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Rosa María Rodríguez Magda

blos, grupos étnicos y religiosos, la modernización dibuja el mapa en el que éstos emer-
gen, generando también una suerte de paradójica síntesis entre premodernidad y Post-
modernidad. Así, por ejemplo el fenómeno del terrorismo islámico desarrolla sus bazas
de espectacularidad y estrategia operativa en buena medida gracias a la sociedad mediá-
tica y cibernética. Sin menospreciar la tragedia real de las víctimas, los atentados del 11-S
no hubieran tenido su fuerte impacto sin la retransmisión en directo de la destrucción
de las torres gemelas, ni los comunicados de Al Quaeda su inoculación de peligro indo-
meñable al margen de la propagación de mensajes encriptados que la agilidad de inter-
net proporciona. El desafío a la sociedad occidental no se ejerce desde posturas pre y
antimodernas, como el Mal Radical, lo Otro ajeno e inasimilable; a la vez que empuña el
dominio de lo real por su desprecio de la muerte, circula transmodernamente por las
venas de nuestra sociedad transmoderna, se estructura física y especularmente de la mis-
ma forma reticular, y es eso lo que nos causa una angustia difusa, un terror insoslayable.
Y mientras el radicalismo salafista ejerce de esta manera su presencia transmoderna,
gran parte del orbe musulmán, el representado por Arabia Saudí y los países del Golfo
Pérsico configuran con su lujo, su poder económico, su alta tecnología y su urbanismo
de ensueño otra inusitada plasmación de la Transmodernidad.
La cultura transmoderna que yo describo parte de la percepción del presente co-
mún a diversos autores y a la que han denominado de diferentes maneras ofreciendo
también respuesta variadas, como puedan ser «el capitalismo tardío» de Jameson, «la
Modernidad líquida» de Bauman, o «el desierto de lo real» de Zizek. Mientras algunos
constatan lo que tiene de ruptura con la fase moderna y postmoderna, no dejan otros de
postular una continuidad, que, a mi modo de ver, empaña la percepción del cambio de
paradigma que debe servirnos para perfilar las armas conceptuales con las que enfren-
tarnos a nuestra contemporaneidad.
La Modernidad pretendió postularse como un todo articulado, aún a pesar de su
heterogeneidad, una apuesta de racionalidad consistente y de progreso ético-social. El
conocimiento adoptó el modelo objetivo y científico, validado por la experiencia y el
progresivo dominio de la naturaleza, y avalado por el desarrollo de la técnica. Paralela-
mente se requería un horizonte alcanzable de emancipación de los individuos, libertad y
justicia social.
En este sentido la Modernidad postula la necesidad y legitimidad de los discursos
globales o sistémicos.
La crisis postmoderna denunciará la imposibilidad de dichos postulados. Como es
de sobra conocido, Lyotard en La condición postmoderna8 proclamó el fin de los Gran-
des Relatos, de los paradigmas unitarios, mostrando el presente como el espacio de las
micrologías, la heterogeneidad, la fragmentación y la hibridez. Al abrigo del nacimiento
de la Theorie y de los Cultural Studies, grandes propagandistas desde USA de la moda
postmoderna, se propaló en el mundo académico y mediático la especie de que, según
simplificadas lecturas, el discurso es poder (Foucault), la realidad textualidad (Derrida),
el sujeto deseo (Deleuze) y todo ello simulacro (Baudrillard). Sólo faltaba que a ello se
uniera Fukuyama proclamando el fin de la historia. La crítica literaria difunde, como
dogma escolar, a partir de los años ochenta y hasta hoy, lo que la filosofía postestructu-
ralista elaboró, con sobrada mayor enjundia, años antes.9 El postcolonialismo recon-

8. Trad. cast.: Madrid, Cátedra, 1984.


9. Véase a este respecto el excelente libro de François Cusset French Theory. Foucault, Derrida,
Deleuze & Cía. Y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos. Barcelona, Melusina, 2005.

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Interludio. El nuevo contexto global: transmodernidad

vierte en su beneficio y utiliza como armas contra la cultura occidental lo que era una
deconstrucción de ésta sobre sí misma.
Pero, cuando el pensamiento se convierte en escolástica y lugar común, traiciona el
empuje crítico que alumbró el surgir de novedosas conceptualizaciones. Parece tiempo
de valorar no ya la ruptura que la Postmodernidad representó, sino su propia quiebra,
esto es la crisis de la crisis y la utilización espúrea por parte de quienes pretenden legiti-
mar a través de ella un retorno identitario neopremoderno.
¿Podemos hoy, ya entrado el siglo XXI seguir repitiendo sin autocrítica toda la retó-
rica post, tan alejada ya de sus comienzos rupturistas?
La tesis fundacional del pensamiento post era la imposibilidad de los Grandes Rela-
tos, de teorías omniexplicativas. La Postmodernidad abanderaba el surgimiento de una
multiplicidad, fragmentada y centrífuga, gozosamente irreconstruible. Y sin embargo,
en los últimos tiempos, esa miríada de partículas dispersas, parecen haberse reagrupa-
do en un todo caótico, totalizante, surgiendo un Nuevo Gran Relato, de proporciones
antes insospechadas: la Globalización. Un Nuevo Gran Relato, que no obedece al esfuer-
zo teórico o socialmente emancipador de las metanarrativas modernas, sino al efecto
inesperado de las tecnologías de la comunicación, la nueva dimensión del mercado y de
la geopolítica. Globalización económica, política, informática, social, cultural, ecológi-
ca..., donde todo está interconectado, configurando un magma fluctuante, difuso, pero
inexpugnablemente totalizador.
Por lo tanto, podemos concluir que resulta caduca la afirmación postmoderna de la
imposibilidad de Grandes Relatos. Si existe un nuevo Gran Relato: la Globalización,
será necesario, repito, contemplar la configuración del presente con sus modificaciones
a partir de este fenómeno. Mas que el prefijo «post» sería el de «trans» el más apropiado
para caracterizar la situación, dado que connota la forma actual de transcender los
límites de la Modernidad, nos habla de un mundo en constante transformación, basado,
como he apuntado, no sólo en los fenómenos transnacionales, sino en el primado de la
transmisibilidad de información en tiempo real, atravesado de transculturalidad, en el
que la creación remite a una transtextualidad y la innovación artística se piensa como
transvanguardia. Por consiguiente, si a la sociedad industrial correspondía la cultura
moderna, y a la sociedad postindustrial la cultura postmoderna, a una sociedad globali-
zada le corresponde un tipo de cultura que denomino transmoderna.
La Transmodernidad trasciende la Modernidad, es consciente de sus cegueras y
limitaciones, pero de alguna manera la continúa, pues no podemos sustraernos a su
tarea inacabada, aunque hoy emerge en un multiversum de hibridaciones, en el que las
corrientes, y la realidad misma son copia, cita autorreferencial. El abandono postmo-
derno de la originalidad nos sumerge en un eclecticismo culturalista. La transformación
social es blandamente sustituida por el consumo de lo social, la realidad por la simula-
ción. La ironía, el escepticismo y el narcisismo, que nos lega el discurso postmoderno,
sustituyen a la crítica, el conocimiento y la ética por medio de los cuales el modelo
ilustrado configuró la Modernidad. Tras la fiesta del pastiche hedonista postmoderno,
sabemos que estas herramientas no son suficientes para comprender el mundo, y mu-
cho menos para transformarlo. La Transmodernidad no es una meta sino la descripción
de la situación en que nos hallamos, un punto de no retorno ante nuestras antiguas
certezas, pero también una asfixia que pugna por salir de la banalidad. Tiene pues una
vertiente descriptiva, cuya constatación no hemos elegido, de análisis de los fenómenos
sociales, gnoseológicos, vivenciales; una exigencia de conocimiento y un anhelo de ir
más allá en la superación de los límites que hoy nos atrapan.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 177

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Rosa María Rodríguez Magda

La eclosión de lo virtual nos sitúa, tras la muerte de la antigua metafísica, en los


retos de una nueva ciberontología, de la hegemonía de la razón digital. Pero no se trata
de la celebración eufórica, sin compromiso ético y político, de una supuesta muerte de
la realidad, sino de la necesaria consideración de cómo la realidad material ha sido
amplificada y modificada por la realidad virtual. Ello no puede recluirnos en el reino de los
signos; tras las aportaciones de la semiótica, que leía la realidad como conjunto de signi-
ficantes, debe abrirse un campo a la «semiurgia» o análisis de cómo los signos generan
realidad, desarrollando igualmente una «simulocracia», esto es, el estudio de cómo los
simulacros producen espacios y efectos de poder.
El prefijo trans connota no sólo los aspectos de transformación que vengo apuntan-
do, sino también la necesaria transcendencia de la crisis de la Modernidad, retomando
sus retos pendientes éticos y políticos (igualdad, justicia, libertad...), pero asumiendo las
críticas postmodernas. Los enunciados de la postpolítica, el postdeber o de una socie-
dad postreligiosa, no pueden resolverse en el nihilismo —ni mucho menos en un retorno
del integrismo—, sino en la formulación de un horizonte que asuma el vacío ontológico
como desafío racional, creador y comprometido.
Para esto no nos es necesario el suelo firme de lo nouménico, cuya inaccesibilidad
ya Kant constatara, el reino de los fundamentos puede ser sustituido por una «fenome-
nología de la ausencia», que sin embargo, fácticamente, no se enfangue en la inacción
del relativismo. Un uso regulativo, formal, de los valores y las ideas, sin recurrencia a un
esencialismo metafísico, la deliberación y elección de las reglas del juego para las diver-
sas prácticas, un sujeto estratégico situado, la asunción del compromiso ontológico de
las elecciones, la defensa a ultranza del individuo, cierta ironía escéptica frente a los
nuevos embates de los fundamentalismos, pero sin menoscabo del ideal democrático
ilustrado como horizonte requerido. Por doquier observamos este resurgir nostálgico de
los fundamentalismos, intentando ofrecer un dique seguro al relativismo postmoderno,
esto nos retrotrae a postulados premodernos, de valores eternitarios teocráticamente
sustentados, lo cual representa un paso atrás, pues invalida los avances de autonomía y
secularización, baluarte de la libertad de los individuos y sociedades democráticas, legi-
timados sin apelar a una instancia superior a ellos mismos que no pueda ser cuestiona-
da racionalmente. El que la cúspide de la pirámide social no esté ocupada por un monar-
ca absoluto o una autoridad totalitaria, ni la cúspide gnoseológica por la verdad absolu-
ta o un ente supremo, lejos de ser una carencia constituye la base de la democracia y de
la libertad de pensamiento, pues son los individuos los que eligen quién o qué debe
ocupar tal espacio de forma temporal y revisable, es esta ausencia primigenia la que nos
pone a resguardo de los totalitarismos o las teocracias. Asumir la falibilidad de los go-
bernantes y de los postulados teóricos es el logro que el vértigo del vacío en las socieda-
des transmodernas no nos puede hacer olvidar.
La globalización nos introduce en el primado de la simultaneidad, la territorialidad
es sustituida por el ciberespacio, donde lo global y lo local coexisten, conformando lo
«glocal», (en acertada expresión de R. Robertson), ofreciendo un panorama no post ni
multi sino transculcultural, más allá de la deriva reactiva postcolonial que parece regre-
sar a una premodernidad identitaria.
La Transmodernidad se muestra cual fórmula híbrida, totalizante y light, síntesis
dialéctica de la tesis moderna y la antítesis postmoderna. No hay ruptura, de ahí el
necesario abandono del prefijo post, sino retorno fluido de una nueva configuración de
las etapas anteriores. Una confrontación de las características de los tres momentos
como propedéutica aproximativa, aún a riesgo de resultar simplificadora, puede darnos

178 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Interludio. El nuevo contexto global: transmodernidad

una visión más intuitiva del proceso y de nuestro momento actual, por lo cual paso a
reproducir las columnas que diseñé a tal fin.

MODERNIDAD POSTMODERNIDAD TRANSMODERNIDAD


Realidad Simulacro Virtualidad
Presencia Ausencia Telepresencia
Homogeneidad Heterogeneidad Diversidad
Centramiento Dispersión Red
Temporalidad Fin de la historia Instantaneidad
Razón Deconstrucción Pensamiento único
Conocimiento Antifundamentalismo escéptico Información
Nacional Postnacional Transnacional
Global Local Glocal
Imperialismo Postcolonialismo Cosmopolitismo transétnico
Cultura Multicultura Transcultura
Fin Juego Estrategia
Jerarquía Anarquía Caos integrado
Innovación Seguridad Sociedad de riesgo
Economía industrial Economía postindustrial Nueva economía
Territorio Extraterritorialidad Ubicuo transfronterizo
Ciudad Barrios periféricos Megaciudad
Pueblo/clase Individuo Chat
Actividad Agotamiento Conectividad estática
Público Privado Obscenidad de la intimidad
Esfuerzo Hedonismo Individualismo solidario
Espíritu Cuerpo Cyborg
Átomo Cuanto Bit
Sexo Erotismo Cibersexo
Masculino Femenino Transexual
Alta cultura Cultura de masas Cultura de masas personalizada
Vanguardia Postvanguardia Transvanguardia
Oralidad Escritura Pantalla
Obra Texto Hipertexto
Narrativo Visual Multimedia
Cine Televisión Ordenador
Prensa Mass-media Internet
Galaxia Gutenberg Galaxia McLuhan Galaxia Microsoft
Progreso/futuro Revival pasado Final Fantasy10

Al observar las tres columnas, percibimos en la primera el impulso del pensamiento


fuerte moderno, en la segunda la ruptura heterogénea, y en la tercera un cambio de
registro, que refunde ambas en el cumplimiento de una totalidad incongruente, ficticia,
pero real. No se trata, repito, de una propuesta, sino de una descripción, considerar lo
que de propio tiene la situación presente, percibir como ésta configura un paradigma
diferente, es el paso previo para su comprensión, su análisis y su posterior transforma-
ción en cuanto de ella nos resulta lesivo.
Analicemos más de cerca el proceso.
El pensamiento moderno no ponía en tela de juicio la realidad, la consideraba diná-
mica y susceptible de ser transformada por los actores sociales. El giro lingüístico post-

10. Rosa María Rodríguez Magda, Transmodernidad, op. cit., p. 34.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 179

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Rosa María Rodríguez Magda

moderno potenció la semiosfera, el signo adquirió predominio sobre el referente, el


mundo parecía una serie de simulacros consumibles de forma indolora. La Transmoder-
nidad nos ofrece una síntesis entre lo material y la ficción, la realidad virtual es sin
existir, no se reduce a mera fabulación sino que se convierte en la verdadera realidad. El
sujeto ya no se encuentra enfangado en lo físico, pero tampoco queda relegado a su
atenuación pasiva frente al exceso de datos, es telepresente y de esta forma interactivo.
El imperio de lo Mismo con su voluntad moderna de sistema se rompe en la fragmenta-
ción post de lo heterogéneo, para, finalmente, reconvertirse en diversidad asimilable, las
identidades reaparecen como agrupaciones de consumidores específicas, es el propio
universo cibermediático el que les otorga visibilidad, ya sean minorías étnicas, sexuales,
movimientos antiglobalización u organizaciones terroristas.
Frente a la idea de un centro fundamentante, la crítica posmoderna se pretendió
rizomática, dispersa, irreconciliable; el presente transmoderno se articula entorno a la
metáfora de la red, que instituye una especie de equilibrio, inestable pero interconectado.
La temporalidad moderna era progresiva y lineal, a ésta se opuso el «fin de la histo-
ria», hoy la celeridad se torna cuasi estática, la instantaneidad es un presente permanen-
temente actualizado.
La Ilustración nos legó una Razón autocrítica pero fuerte, el pensamiento postmo-
derno operó una minuciosa deconstrucción, la era postmetafísica parece en estos mo-
mentos tentada por la equívoca totalización del pensamiento único.
El ideal de conocimiento moderno sustentado en la razón pretendía alcanzar la
universalidad. La crítica post medró en el relativismo y el contextualismo. La Transmo-
dernidad pretende hacer reconducir la miríada de la información autodenominándose
«sociedad del conocimiento».
Los estados modernos lo fueron nacionales. La fractura de éstos generó primero la
postnacionalidad, más allá de la ruptura, el panorama que hoy nos encontramos es
decididamente transnacional. La economía, la cultura, la comunicación, el futuro del
medioambiente se piensan como una totalidad interdependiente, en cuyo seno, sin em-
bargo, perviven las naciones como entidades históricas, territoriales y culturales.
Al Estado moderno le corresponde un imaginario global simple, esto es, un anhelo
universalista en cuanto a su cultura, y una vocación imperialista en cuanto a su expan-
sión política: busca consolidar su territorio y proyectarse más allá de él. Este imaginario
global simple fue duramente criticado por el pensamiento postmoderno. La momentá-
nea atracción de lo local queda asumida en este conjunto envolvente que incluye lo
específico, lo Glocal. El imperialismo moderno fue contestado por la creación de un
pensamiento postcolonial, que cada vez más encalla en un diferencialismo comunitaris-
ta, mientras la realidad social impone una transetnicidad transcultural que aún debe
construir su propio cosmopolitismo, manteniendo los «niveles de diferencia legítima»,11
en nuestro caso: individuo, colectividades, región, nación, Unión Europea, Occidente,
mundo, planeta, universo.
El proyecto moderno delimitó sus fines de optimista progreso, el desencanto post,
acunado entre los algodones del estado del bienestar, entronizó el yupismo feliz del
individualismo hedonista. El presente nos ofrece un panorama más inseguro y precario,

11. Entiendo por «nivel de diferencia legítima» aquel desde el cual se puede reclamar el reconoci-
miento de la especificidad de una comunidad, pero normalmente ello conlleva un ejercicio de poder
perverso: quien pretende acaparar el nivel de diferencia legítima, demoniza el nivel superior acusán-
dolo de imperialismo y anula en su seno las diferencias como disgregadoras.

180 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Interludio. El nuevo contexto global: transmodernidad

la inestabilidad ha de ser gestionada estratégicamente. La innovación científico-técnica,


ya no garantiza la seguridad de su sostenibilidad, la contemporaneidad transmoderna
es una «sociedad del riesgo», desde la difícil geopolítica entre Oriente y Occidente a la
amenaza del cambio climático o la crisis económica mundial.
Si la era moderna fue coetánea de la revolución industrial, la sociedad postindus-
trial modificó los conceptos de producción, consumo, clase, actor social, pero hoy es la
«nueva economía» basada en la globalización financiera y las nuevas tecnologías de la
comunicación la que configura un nuevo estadio.
La determinación de un territorio propio, asentamiento de los estados nacionales
modernos, ha dejado de ser un hecho palpable, la ciudad se convierte en megaciudad, y
el modelo espacial centro/periferia ya no representa una alternativa ni de un modo aco-
modado de vida ni de una analítica de poder, lo ubicuo transfonterizo establece una
nueva cartografía.
La noción de ciudadanía pugna por prolongar la fórmula moderna de acción políti-
ca. Pero más allá del individuo postmoderno encerrado en su burbuja hedonista, agota-
do e indiferente, los anunciados peligros de autismo han quedado anulados por nuevas
formas de relación social, como pueda serlo el chat, y un estilo de conectividad estática,
a través de la cual los grupos se comunican e interactúan. Otra vez nos encontramos con
una azarosa síntesis transmoderna en la que en la que la acción y el sujeto adquieren un
rostro insospechado, a veces trivial, otras solidario o combativo.
La realidad no se compone tanto de circulación de mercancías, de objetos, cuanto
de paquetes de información (bits). El espíritu, sustituido postmodernamente por la retó-
rica del cuerpo, se convierte por medio de la teconología en cyborg, y el sexo, más allá
del erotismo en cibersexo, completando el paso de la cultura y de la contracultura a la
cibercultura. Un consumo a la carta, en el que Internet cumple un salto cualitativo,
verdadera hegemonía de la pantalla, de un proceso que, naciendo con la fotografía,
adquirió una nueva dimensión con el cine y posteriormente la televisión. De la Galaxia
Guttemberg de una Modernidad que gira alrededor de la imprenta a la Galaxia McLu-
han símbolo postmoderno de los mass media, llegando finalmente al imperio cibertec-
nológico de lo que podríamos hoy denominar Galaxia Microsoft.
La globalización como totalidad envolvente, conforma pues una nueva situación
que requiere, como vengo repitiendo, de un renovado paradigma conceptual. No esta-
mos ya en lo post sino en lo trans. Perverso cumplimiento dialéctico que engloba los
intentos que surgen por situarse fuera, desde los discursos antiglobalización al terroris-
mo integrista. El resto, los excluidos, son mera sombra en el fondo de una pantalla,
aquellos que reclaman legítimamente un discurso propio lejos de la distorsión eurocén-
trica deberán evaluar hasta qué punto las conceptualizaciones que los distorsionaron
siguen en cierta medida siendo las armas para su visibilización, y cómo su presencia
surge ahora con unas pautas complejas e híbridas. No hay «afuera» pues que en este
mundo ocurre todo y con las estrategias e instrumentos que el presente nos procura.
Aceptarlo es el primer paso para pensar su complejidad geoestratégica, económica, cul-
tural. La muerte, la destrucción, el desafío... están igualmente en internet. Los estallidos
arcaicos, las apelaciones premodernas o contramodernas son también las esquirlas de
un mismo Caos multiforme. Esta es la condena, pero también el reto que la Transmoder-
nidad nos depara, aguzar las armas de la razón nuestro único baluarte.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 181

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EL SENTIDO COIMPLICATIVO DE LA VIDA HUMANA

Andrés Ortiz-Osés

Introducción

Seleccionamos aquí dos poemas del poeta salvadoreño Hugo Lindo (1917-1985), el poeta
existencial de la imaginería cósmica y luminosa, expresada en una lírica carnal y concreta,
apegada a las cosas vividas y humanizadas. Nuestra intención es contextualizar levemente
la poética del hispanoamericano con ayuda de la poética romántica inglesa (Blake, Byron,
Shelley, Keats), así como con el contrapunto del posromántico J.L. Borges.1
Rafael Maya subrayó la poética ondulante de Hugo Lindo, lo que nos remite al «hom-
bre ondulante» de Montaigne por su vivacidad, versatilidad y movilidad lingüística. Se
trataría de una poesía acuática, que afluye en cascada o torbellino, en arroyo o embalse, en
corriente dinámica a la mar. Poesía acuática y aérea. El propio poeta se pregunta «por qué
detener en las palabras lo que se va por ellas: la ruta aérea de las hojas».2
En el primer poema se proyecta el apogeo, la exaltación de la luz del alba; en el
segundo el hipogeo, la introyección de la entreluz crepuscular y melancólica. Expone-
mos así la dualéctica del esplendor y la decadencia, del gozo y el ocaso, de la extrover-
sión y la introversión, de la aspiración y el declive. La asunción de estos dos límites
simboliza la sabiduría humana, una sabiduría que, como adujera Blake, sólo se vende
en el desolado mercado a donde nadie va a comprar. Ahora bien, la desolación en Shelley
es una cosa delicada, como veremos más abajo.

1. El apogeo
(NAVEGANTE RÍO)
Y estamos otra vez, ángel del alba,
ante el vitral de tu presencia pura
hecha de carne de luz. Las nubes claras,
los rumores silvestres,
el navegante río, río abajo
y el corazón enarbolando esperas.
Bienvenida tu lámpara
y el cáliz de la flor y la cigarra,
porque todo está húmedo y fragante
y el verde es fresco, ¡menta y mejorana!
Hoy se inicia el amor. El suave canto
del amor, simplemente.

1. De Hugo Lindo puede consultarse la antología Varia poesía, Ministerio de Educación, El Salva-
dor 1961. Sobre los románticos ingleses puede consultarse Harold Bloom, Los poetas visionarios del
romanticismo inglés (Blake, Byron, Shelley, Keats), Barral, Barcelona 1974. Finalmente, de Jorge Luis
Borges, véase su Obra poética, Alianza, Madrid 1972.
2. De Montaigne pueden consultarse sus famosos Ensayos.

182 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido coimplicativo de la vida humana

La juventud se baña en las albercas,


retoza en las colinas
y tiene un ansia de volar
con sus hermanos de plumaje y trino.
Y entrelaza las manos y sonríe.
Y tiembla un poco de ignorar.
Y se asombra de estar sobre la tierra
cuyo misterio sube por la venas
hasta la soledad y el sueño abiertos.
La juventud.
El Alba.
Da lo mismo.
El árbol en sus pomas se solaza
y una ternura, una turgencia crecen
bajo la luz,
sobre la luz,
en ella.
De los helechos tiernos cae el agua,
salto mortal de espuma,
y el cuenco de una sed nunca cumplida
recoge su milagro.
Aquí comienza el río, ángel del alba,
el navegante río río abajo,
aquí comienza, en la inicial burbuja,
en el salto mortal.
Luego se irá la juventud al tiempo
y en el tiempo hallará cauce y destino.
Luego se irá la juventud, y el río
se irá con ella hasta la edad callada.
Pero hoy, el hoy exacto, el hoy de ahora,
el que se irá con juventud y río,
está maduro ante la luz y el tacto
y ante el misterio fino de la gula,
y es bronce de alegría en el oído,
y miedo aventurado y atrevido
por el túnel del sexo.
¡Ah, de la flor y el fruto y la semilla!
¡Ah, de la flecha, Sagitario ciego!
¡Tibia razón del mundo que amanece,
ángel del alba, cifra del secreto!
El hoy es hoy.
Ahora.
Nunca.
Siempre.
Cresta de la montaña en donde el río
mira con estupor ambas vertientes.
Es la altura cabal. Y en ella estamos,
ángel del alba, jóvenes, enhiestos,
recibiendo tu luz.
Hoy se inicia el amor, doncellas, niños,
ángeles del linaje de los vientos,

CLAVES DE LA EXISTENCIA 183

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Andrés Ortiz-Osés

y el prado es verde por su verde esencia,


como un espejo de esperanza puesto
bajo los pies que danzan ¡aleluya!
¡Bebed el hoy en esta copa clara,
en la inocencia del rocío,
en las manos del aire!
¡El navegante río, río abajo
y el corazón enarbolando esperas!3

2. El hipogeo

Este poema de Hugo Lindo proyecta un símbolo de la eterna juventud y de la presencia


extática del ahora o instante estante: cuando todo florece, se abre y restalla como una
eclosión deslumbrante. Sin embargo se trata de un «salto mortal» de la propia naturale-
za ante el hombre deslumbrado, que presencia el derroche al tiempo que anuncia su
decadencia. Pues el engrandecimiento, como dice H. Bloom, lleva siempre consigo el
peso de la caída del hombre. El poeta Lord Byron lo expresó románticamente:

La imaginación deja caer su alón,


Y la triste verdad que se cierne sobre mi mesa
Vuelve burlesco lo que una vez fue romántico.
Nunca —nunca— ¡Oh! Nunca más sobre mí
El frescor del corazón podrá caer como el rocío.
LORD BYRON.4

En el siguiente poema Hugo Lindo pasa de la lujuria vital a su retracción o conten-


ción, del estallido del alba a su ocaso, de la primavera al invierno y del día a su noche.
Ahora nos queda el recuerdo de una felicidad pasada por agua, la memoria de un tiempo
feliz y fugaz, el tránsito de la niñez a la maduración y la maceración, el paso de la ilusión
a su dilusión en el medio escarchado de una realidad endurecida. Mas, como quería
Shelley, acaso nuestros cantos más dulces son los que hablan del pensamiento más triste.

(ES DULCE ESTAR EN ÉL)


Pero tenemos, sí, que desprender los ojos
de este pasado tierno
que nos moja las fuerzas.
Es dulce estar en él,
en su uterina quietud llena de asombro,
y hundirse en el perfume de sus pasos
que apenas si han dejado huella por el aire.
Dulce decir amor
con la misma inocencia, entre los grillos,
el tejido imperfecto de los árboles
y el testimonio de la luna.
Dulce arrimarse a la perdida casa
—corredores, macetas, lluvia, hermanos—

3. Hugo Lindo, Navegante río, Ministerio de Educación, San Salvador 1963.


4. Puede consultarse el Don Juan de Lord Byron.

184 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido coimplicativo de la vida humana

y recordar que fuimos


más de ilusión que de verdad madura.
Mas hoy estamos, hoy, sobre otra tierra.
Y nos reclama
la brava sed del día.
Ya será el recordar este momento duro
como si hubiera sido un árbol,
un espejo,
algo sin llagaduras ni sollozos.5

3. Apogeo e hipogeo

Los dos poemas de Hugo Lindo enuncian la vida como un doble movimiento de apogeo
e hipogeo, diástole y sístole, dilatación y contracción, expansión e impansión. Como el
ser en Heidegger o la rosa en Blake, la existencia dice luz y oscuridad, luz opaca, llama
que arde pero se consume. Sin consunción no hay luz ni llama ni rosa:

La rosa se te dio,
gloria en la vista,
miel del olfato,
levedad del tacto,
porque lloraste encima de sus brotes.
HUGO LINDO6

La cuestión estriba en que nuestro fuego interior o anímico logre en su consunción


temporal su consumación transtemporal, de acuerdo al verso religioso/religador del poeta:

Re-ligaré mi finitud exacta


a tu infinita aurora.
Y mis fronteras hallarán frontera
donde tu luz, el límite limita.
HUGO LINDO7

En la poesía de Hugo Lindo se plasma el traspaso de la infinitud originaria, propia


de la niñez y de la adolescencia, del alba y la exaltación, a la posterior finitud, confinitud
o confinamiento propia de la madurez y finalmente de la muerte. La cual se abriría de
nuevo al origen cósmico y a su infinitud o transfinitud simbólica y real.
Todo ello pareciera acercar la poética de Hugo Lindo a la voz melancólica de Jorge
Luis Borges, aunque sin participar en su radicalismo panteísta-nihilista de su famoso
soneto «Ya no seré feliz»:

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.


Hay tantas otras cosas en el mundo.
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta

5. Hugo Lindo, íd., pp. 74-75.


6. Hugo Lindo, Canto XXI (Goggle, Internet).
7. Hugo Lindo, Varia poesía, o.c.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 185

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Andrés Ortiz-Osés

Y aunque las horas son tan largas, una


Oscura maravilla nos acecha.
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste debe ser borrada.
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
JORGE LUIS BORGES8

Pero la dicha no debe ser borrada sino inscrita en el ser. Y lo que era todo no tiene que
ser nada sino la nada-todo: el silencio que acoge tanto los sonidos armónicos como los
sonidos rudos que llamamos ruidos. Precisamente porque nuestro límite y frontera limita
con lo ilimitado afrontado in extremis por el hombre: el cual se define como el transfronte-
rizo que transita por un límite ilímite. Este límite ilímite es la vida abocada a la muerte, la
vida que divide lo que la muerte reúne finalmente (Shelley). Y es que no hay creación vital
sino sobre el caos mortal, tal y como lo ofrece Keats en la figura de Saturno.9

Conclusión

De nuestros comentarios podemos obtener la siguiente reflexión: todo límite, positivo o


negativo, encuentra su límite en la disolución o ilimitación (simbolizada por la muerte
como límite ilímite). Y viceversa, todo ilímite o transfinitud, positiva o negativa, encuentra
su límite en su propia limitación (simbolizada por la propia muerte como ilímite límite).
Así que hay una complicidad o coimplicación de los contrarios, una dualéctica
equilibradora de los opuestos: de modo que la felicidad limita con la infelicidad (finitud
y contingencia), mientras que la infelicidad limita con la felicidad (finalmente el óbito o
éxitus, éxito o salida de este mundo). Esta mediación de los contrarios define al hombre
como una medianía que no alcanza ni el cielo ni el infierno, como alegó Byron, porque
yace entre ambos y es entrambos:

Mitad polvo, mitad deidad,


Incapaz por igual
De hundirse o encumbrarse.
LORD BYRON

El hombre ocupa este puesto intermedio e intermediario entre el cielo y el infierno.


Ahora bien, ¿qué puesto podríamos asignarle al Dios de Hugo Lindo, que es el Dios de
nuestra cultura? Yo diría que el puesto del Dios en este mundo es a la vez imposible y
necesario. Imposible, dado el mal inmisericorde que nos inunda; más necesario, dado el
bien compasivo que nos circunda y el anhelo de felicidad que nos constituye (con la
irónica excepción de un Borges zaherido).10

8. Ver la Obra poética de Borges citada más arriba.


9. Véase al respecto el Hiperión de Keats.
10. Para todo el trasfondo filosófico, ver A.Ortiz-Osés, La herida romántica, Anthropos, Barcelona 2008.

186 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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EL SENTIDO LINGÜÍSTICO DE LA VIDA HUMANA

Andrés Ortiz-Osés

Introducción. Desculpabilizar el lenguaje

Tras el viejo motivo sartriano del «engagement» o compromiso a través del lenguaje con
una presunta realidad que lo trasciende, redescubrimos hoy el «engagement» o compro-
miso con el propio lenguaje considerado ahora como lugar de «engajamento» —encaje y
urdimbre— de la realidad omnímoda. Ello equivale a ver en el lenguaje no un mero
medio sino auténtica mediación de la experiencia interhumana, así como medium de
relación de todas las cosas cuyo parentesco ontológico queda allí desvelado.
Esta nueva visión del lenguaje recorre el estructuralismo (Barthes, Derrida, Kristeva),
la antropología (Gehlen, Jung, Lorenzer), la filosofía hermenéutica (Gadamer, Apel, Loren-
zen, Habermas). Pero no se detiene en el ámbito filosófico, sino que se ejercita en la crea-
ción literaria: y así, los nuevos lenguajes novelísticos dan cuenta de una especie de «incesto
lingüístico», por cuanto el objeto y sujeto de la creación estética parece ser el propio len-
guaje. Es como si hubiéramos caído en la cuenta de la decisiva importancia intermediado-
ra del lenguaje no sólo como estructura interpuesta entre nosotros y las cosas (el mundo),
sino como habitat o habitaculum del hombre en su mundo, es decir, como estructuración
o articulación activa de nuestra experiencia. Frente a la vieja actitud despectiva del lengua-
je propia del tecnólogo o del «fiel» comprometido, la nueva actitud ofrece rasgos de inves-
tigación cuasilibidinal del lenguaje, el cual pasa a ser, de mero medio opaco o transparente,
materia simbólica de nuestro modo de entendérnoslas con la realidad.
A partir de semejante situación abierta es posible hablar de desculpabilizar el lenguaje
en el sentido de su despenalización o disculpación. Desculpabilizar el lenguaje quiere decir
arrancarlo de su secular opresión/represión, liberar sus fluidos almacenados, salvarlo. He-
mos sido educados bajo un lenguaje impositivo-patriarcal, de modo que resulta obvia en
nuestra cultura la lacaniana ecuación lenguaje = racionalidad = ley del padre. Ahora bien,
desculpabilizar el lenguaje para poder «amarlo» quiere decir, en primer lugar, desenganchar
semejante ecuación y declarar que el lenguaje no es la representancia de la ley paterna sino,
como han mostrado Jonas y Jonas, la resultancia del amor materno. Hay que buscar el
origen filogenético y ontogenético del lenguaje no en la interiorizada voz represora de la
conciencia (super yo), sino en la exteriorizada voz liberada del inconsciente infantil en con-
tacto con la madre. En efecto, el nacimiento del lenguaje es retrotraído hoy, más acá de su
origen en las actividades intermasculinas venatorias, al diálogo originario y primigenio en-
tre la madre y el niño a través del balbuceo y parloteo: aquí se realiza, efectivamente, la
primera decisiva socialización, comunicación y troquelado lingüístico-cultural primigenio.1

1. Cfr. Doris F. Jonas y David Jonas. Das erste Wort. Hamburgo 1979; asimismo, Varios, Weib und
Macht, Francfort 1979. Ver al respecto mi libro Comunicación y experiencia interhumana, Ed. Desclée
1977. He tomado la palabra engajamento de la presentación de E.M. Fiori al libro de P. Freire, PedagogÍa
del oprimido, S. XXI, p. 12.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 187

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Andrés Ortiz-Osés

El primigenio engajamiento humano no lo es con las cosas sino con el propio lenguaje
como «urdimbre», encaje o trama constitutiva que pone en marcha la capacidad de
aprender dialógicamente la realidad o, si se quiere, la capacidad de comprender la rea-
lidad aprehendida en un «relaciocinio» que dará posteriormente origen al raciocinio.
Así pues, el lenguaje hunde sus raíces no en el super-yo patriarcal-racionalista sino en el
intra-yo matriarcal originario.
Pero vayamos por partes en esta reconsideración de la esencia y sentido del lenguaje.

1. El lenguaje como relación transaccional

Podríamos centrar la revisión que del lenguaje se realiza en la actualidad proponiendo


una concepción de éste como relación «transaccional» primaria y relación «transicio-
nal» fundamental.
Como hemos dicho, la urdimbre constitutiva del hombre que se establece en la proto-
relación primaria madre-niño es esencialmente lingüística. Se trata, en efecto, del pro-
tolenguaje humano y, por tanto, de la primigenia red comunicacional en la que se urde la
realidad toda: «lo que nos une a los demás, y con ello al mundo, es fundamentalmente el
lenguaje; si tuviésemos otro lenguaje materno, seríamos otros hombres con otra realidad»
(G. Bally). Como ha mostrado perfectamente Rof Carballo, la urdidumbre constitutiva
primaria —la protorelación madre-niño (Neumann)— constituye precisamente la estruc-
tura primera de fondo o trasfondo (sostén) de la que podrá emerger la posterior estructura
de orden o configuración posibilitada por aquélla. Podríamos expresar esto mismo con el
maestro Cassirer y su discípula S. Langer diciendo que el lenguaje, nacido del contacto del
hombre con las cosas, logra articular el inframundo caótico del sentimiento en consenti-
miento o mundo. Pura transacción afectiva, el lenguaje primigenio logra con la misma
ayuda materna fijar, detener, condensar los fluidos emocionales en puntos transitivos y
mediales que darán origen a su posterior elaboración conceptual o solidificación abstrac-
ta. Estamos tan mal acostumbrados a contraponer lenguaje (racional) y afección (prerra-
cional) que no caemos en la cuenta de algo fundamental: que el hombre no es tal origina-
riamente por su riguroso control racional, sino por su «desmadre» afectivo que precisará
—y, por tanto, posibilitará— la necesaria elaboración de tanta emotividad y expresividad
liberadas (A. Gehlen). Como dice el propio Rof, «la carga afectiva de una situación cual-
quiera fuerza al individuo a entenderla, esto es, a evacuarla interpretándola. La interpreta-
ción se mueve dentro del mismo marco sociocultural que ha servido de programación en
la primera infancia». La carga afectiva posibilita así el subrayado emotivo de un rasgo de
la realidad, rasgo que será investido libidinalmente y aprehendido en un símbolo dinámi-
co. De este modo, la captación de la realidad se realiza en el ámbito de un contexto inter-
humano o intersubjetivo, siendo el contexto originario y el modelo de todo otro aprendiza-
je el de la protorelación madre-niño como «experiencia programadora» en el manejo de
símbolos (que no son sino palabras ricas en contexto humano).2
Pero accedamos directamente, con ayuda de Rof Carballo, al laberinto de la urdim-
bre afectiva primaria donde se realiza el primigenio apalabramiento de hombre y mun-
do al encuentro. En este ámbito de unión simbiótica madre-niño se realiza la transmi-

2. De toda la apasionante obra de Rof Carballo, que nos servirá aquí de trasfondo, ver especial-
mente Biología y Psicoanálisis, Desclée, pp. 437, 311. Sobre E. Cassirer, mi artículo en «Letras de
Deusto», enero-junio 1978. De A. Gehlen, El hombre, en Ed. Sígueme.

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El sentidi lingüístico de la vida humana

sión de las actitudes ante la vida. En efecto, en estas primeras interrelaciones se lleva a
cabo la maduración de las estructuras más profundas del cerebro (el rinencéfalo, cere-
bro interno límbico-olfatorio o visceral) en contacto con el subconsciente materno. Este
«cerebro interno» funda los hábitos emocionales, configura el sentido del yo y la rela-
ción social e integra la propia personalidad en la estructura de la temporalidad. El rinen-
céfalo es así un aparato asociativo-integrador responsable del aprendizaje básico animal
y humano: «la poderosa intervención del rinencéfalo en la regulación de actividades
orales, actividad investigadora, gracias a la cual el animal husmea su contorno, hacién-
dose cargo olfatoriamente de los peligros y de las promesas (alimento, gratificación
sexual) que la realidad le ofrece» (o.c., p. 300).
El cerebro interno en cuanto cerebro más arcaico (arqui- y paleocórtex), es el lugar
de evaluación de las respuestas (hipocampo) adaptándolas a la complejidad de la situa-
ción de acuerdo a las experiencias anteriores. Por su estructura interna significa el estra-
to más primitivo o animal en el hombre, estrato a partir del cual el lenguaje va a desarro-
llarse en contacto con el lenguaje materno, posibilitando a su vez tanto filogenéticamen-
te (Jonas) como ontogenéticamente (Rof) la maduración del cerebro (neocórtex). De
este modo, lo que denominamos lenguaje racional hunde sus raíces en el lenguaje afec-
tivo propio de la primera urdimbre constitutiva, con lo que se pone una vez más de
manifiesto la desimplicación del lenguaje como «ley» paterna y su implicación como
originaria «red» materna. Mientras que el metalenguaje patriarcal-racionalista obtiene
un papel meramente funcional o técnico-instrumental, el protolenguaje materno afecti-
vo retiene su fundacional papel constituyente, integrativo y básico como forma primera
de comunicación por contactación.3 Se trataría ahora de seguir el curso del lenguaje y de
su tránsito de relación transaccional a relación transicional.

2. El lenguaje como relación transicional

El lenguaje, protorelación primigenia, constituye además la relación transicional por


excelencia. En el psicoanálisis se denomina «objeto transicional» aquel objeto que des-
empeña el papel de la presencia envolvente de la madre, objeto entregado por la propia
madre al niño o, cuando menos, investido por éste y cargado de relación «matriarcal»
(cfr. el carrete usado por el niño como símbolo de la presencia-ausencia de la madre).
Digamos que el objeto transicional sirve de transición, paso o tránsito del contacto piel-
a-piel con la madre al contacto simbólico: el objeto en cuestión «representa» la perma-
nencia de la urdimbre constitutiva a un nivel de urdid/ardid (metaurdimbre).
Podemos considerar que el lenguaje, constitutivo esencial de la primaria urdimbre
real, sirve ahora de nexo de transición a la constitución de una urdimbre ideal. En efec-
to, el objeto transicional por excelencia es siempre el lenguaje, ya que posibilita un tal
desplazamiento o deslizamiento de la estructura matrial de contacto (contigüidad: me-
tonimia) a la estructura patriarcal de ordenamiento metafórico, así como la consiguien-
te condensación de tal desplazamiento en un símbolo. Dicho de una forma más clara, el
lenguaje, que nos posibilita la toma de contacto afectiva con la realidad a través de la
madre, nos posibilita a su vez la toma de distancia afectiva por cuanto se constituye en
representante permanente de su presencia (aún ausente) y, por tanto, en gozne, quicio o

3. Jonas y Jonas, o.c. p. 195; Rof, o.c., 273, 311, 436 y Urdimbre afectiva y enfermedad, Labor, 322,
464,305; E. Neumann, Das Kind, Walter.

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Andrés Ortiz-Osés

eje de rotación de la subjetividad a la objetividad, de la realidad vivida a la realidad dada,


del interior al exterior, del símbolo natural al signo cultural o arbitrario. El juego lingüís-
tico es el juego fundamental que logra conjugar fantasía y realidad, reino de la vivencia
matriarcal de la vida y de su convivencia racional.
Han sido A. Lapierre y B. Aucouturier en su obra Simbología del movimiento quie-
nes, sobre los caminos de Wallon, Rogers y Piaget, han descrito el tránsito de la cons-
ciencia crepuscular en el hombre (o percepción difusa de nivel subcortical) a la percep-
ción objetiva de la realidad a través del gesto como «proyección del yo en el espacio» y
consiguiente apropiación del mundo», sin tener empero en cuenta que el gesto es esen-
cialmente lenguaje (o, si se prefiere, que el lenguaje es esencialmente gesto).4
Asumiendo esta problemática psicopedagógica e integrándola en nuestra perspectiva,
diríamos que el lenguaje logra obviar el paso de la primitiva seguridad afectiva materna a la
posterior seguridad intelectual de signo paterno, y ello a través de una nueva investición: la
investición del vacío dejado por la ausencia materna y rellenado por significaciones que
emergen de un proceso de condensación, destilación y con-figuración. Lo que Lapierre/
Aucouturier dicen del gesto, hay que decirlo del propio lenguaje: «Es el gesto el que junta,
separa, alinea, escoge, clasifica y organiza los objetos móviles, o que se organiza a sí mismo
respecto a los objetos fijos, en esa dialéctica constante entre la creación de estructuras a
partir del cuerpo y la integración del cuerpo en esas estructuras creadas» (p. 123). Compáre-
se esta definición del gesto con la que Cassirer nos ofrece del lenguaje en su Filosofía de las
formas simbólicas: «el lenguaje distingue, elige, dirige y construye por tales tomas de posi-
ción determinados centros y puntos medios de percepción objetiva»), y obtendremos el
lugar de mediación del lenguaje como frontera viva o rito de pasaje de lo preracional o
subconsciente a lo racional o consciente —pasaje realizado siempre ya de algún modo (in-
consciente) por el lenguaje, por cuanto el niño, como reconocen en algún momento nuestros
autores, «vive inmerso en un baño de lenguaje».
Podemos, pues, considerar al lenguaje con todo derecho como urdimbre de trans-
mutación o reconversión de las impresiones en su expresión, así como estructura de
transformación del pensamiento salvaje o silvestre en pensamiento civilizado, lo que no
es sino otro modo de asignarle el proceso de hominización, cerebralización y corticali-
zación superior: «los objetos, los sonidos, los desplazamientos y luego las relaciones son
reemplazadas por símbolos o signos. Se imaginan situaciones, se las codifica, se intenta
prever y deducir. Es el paso al razonamiento abstracto, hipotético-deductivo (Piaget), la
matematización de las situaciones» (p. 126).
El lenguaje, nacido de la primigenia urdimbre afectiva, realiza la transición de esta
situación «urobórica», incestuosa o fusional a una situación lógica, conceptual o abs-
tracta. A este fin, el lenguaje se interpone entre nosotros y la realidad constituyendo una
atmósfera, un espacio virtual o de suspensión en el que es posible filtrar la realidad de
un modo «antropológico», así como dar el paso de una situación fusional (protolenguaje
materno-afectivo) a una situación diacrítica (metalenguaje paterno-racional). En este
sentido tiene perfecta significación la a primera vista increíble afirmación de la antropo-
biología actual, según la cual la inteligencia no sólo no se desarrolla sin la matriz de la
urdimbre simbiótica primera sino que en su sentido último no constituye sino una con-
tinuación lógica o metaurdimbre reconstruida, organizada de acuerdo al modelo de
construcción de aquélla, de aquí que en toda autentica creación se realice una especie de

4. A. Lapierre, B. Aucouturier, Simbologia del movimiento, Ed. Científico-Médica; también, Varios,


Teoría de/lenguaje, Paidós, pp. 20 ss.

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El sentidi lingüístico de la vida humana

reactivación de la consciencia en contacto con las estructuras profundas del inconscien-


te.5 Veámoslo más despacio.

3. Agresividad y creatividad

Todo proceso humano de creación lingüística repite el proceso lingüístico de creación


humana, lo que explica ese curioso fenómeno patente en todo creador de haber de recu-
perar su «urdimbre perdida», situándose así al borde de su conciencia, junto al abismo
del inconsciente, ocupando precisamente el lugar móvil del lenguaje como lugar inter-
medial —lugar límite, fronterizo y peligroso por la reviviscencia de las fuerzas ctónico-
libidinales en él reactivadas. Creemos de nuevo que lo que la escuela jungiana afirma
sobre la necesidad imperiosa en toda obra de creación respecto a realizar una regresión
al inconsciente matrial con el fin de regresar metamorfoseado, ha de referirse específi-
camente al lenguaje como responsable de esa acción intervalar entre inconsciente ma-
trial y consciente patrial. Por ello no hay creación sin desculpabilización del lenguaje.
Desculpabilizar el lenguaje quiere decir aquí inmergirse en su estructura dialéctica, la
cual funciona como medium de transformación a través de su «materialidad» arquetípi-
camente matrial (sabido es que «materia» y «mater» están urdidas en un mismo paren-
tesco lingüístico): «Lo femenino-maternal es recipiente de transformación para conver-
tirse en receptáculo del espíritu que se metamorfosea al elevarse. El seno maternal es la
vasija donde el espíritu se metamorfosea. Toda creación tiene que ver con los Arquetipos
maternos, absorbentes y temibles, pero fecundantes».6
Todo esto se comprende si tenemos en cuenta que la captación de la realidad en el
medium fluido del lenguaje desculpabiliza nuestra mirada y desembarra a las cosas de
sus atributos fijos. De esta manera, el lenguaje, que ha permitido madurar al hombre,
permite madurar a las cosas en su receptáculo a modo de útero hermenéutico. De aquí
proviene asimismo, según creemos, la sensación compresente en todo artista de un cier-
to sumergir como en caldo de cultivo —el lenguaje— su objeto, reconvertido así paradó-
jicamente en sujeto por causa de una transferencia afectiva experimentada como seduc-
ción del objeto respecto a nosotros, en una especie de ámbito transaccional primario.
En toda inmersión amorosa en el lenguaje (o de su objeto en el lenguaje) se trata
siempre de obviar una nueva elaboración (Verarbeitung) facilitada —y esto es funda-
mental— por nuestra primigenia capacidad afectivo-emotiva, capacidad que posibilita,
frente a lo que suele creerse, nada menos que la desobturación de nuestras relaciones,
concepciones e ideas fijas o rígidas en un nuevo caleidoscopio: el lenguaje siempre viejo
y siempre nuevo —o sea, la urdidumbre o apalabramento siempre en embarazo de hom-
bre-hombre y mundo al encuentro. Como mostrara Kubie, es la instancia medial del
preconsciente, frente a la consciencia obturada y aún al inconsciente rígido, la que posi-
bilita la flexibilización de estructuras mentales o vitales en libre recreación o relación de
su sentido. Ello implica desconstruir el orden impuesto y liberarse de lo asegurado a

5. La construcción lingüística de la realidad explica asimismo que su reconstrucción en el caso de


enfermos psíquicos o de urdimbre —aunque toda enfermedad atañe a la urdimbre, por cuanto cons-
tituye un desgarrón en la comunicación intersubjetiva— se lleve a cabo a través y en el medium del
lenguaje; véase al respecto, M.A. Sechehaye, La realisation symbolique, H. Huber.
6. J. Rof, Entre el silencio y la palabra. Aguilar, pp. 280-282, 301¸E. Neumann, Kunst und schöpferisches
Unbewuste, Rascher; también ahora Kittler/Turk, Urszenen. Suhrkamp y M. Curtius y otros, Theorien
der künstlerischen Producktivität. ibd.

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Andrés Ortiz-Osés

todo riesgo —lo que finalmente implica desculpabilizar la oposición contra el padre y lo
que representa (la ley, el orden y el concierto) para liberar la disponibilidad creadora.7
Ahora bien, con esta liberación de las energías psico-libidinales parecería darse
cauce libre a concomitantes energías peligrosas. Tal es la tesis del psiquiatra F. Llavero,
cuando afirma que una tal regresión desde las funciones discriminativas del neocórtex
(o consciencia crítica) al nivel inferior de los estratos cerebrales más arcaicos (cerebro
primitivo, subconsciencia, inconsciente colectivo, consciencia de masa) conlleva un evi-
dente peligro o riesgo de pérdida del control racional y recaída en automatismos irracio-
nales, entre los que pueden emerger el fanatismo y la agresividad.
Aun sin negar dichos riesgos, pensamos que precisamente el proceso de «recrea-
ción lingüística» ofrece el modelo de salida adecuada a dichos mecanismos irracionales.
En efecto, la única forma de conjurar el inframundo «ctónico» de las fuerzas matriales
es confrontarse con él, sonsacando de dicha confrontación lingüística las fuerzas positi-
vamente transmutadas del inconsciente. Una tal confrontación lingüística o articulato-
ria desculpabiliza a nuestros lenguajes desenganchándolos de su negativa tutela patriar-
cal (super yo), obviando así la recreación de las propias estructuras personales e inter-
personales ubicadas precisamente más allá y más acá de los extremos de lo matriarcal
absorbente y de lo patriarcal oprimente, en ese ámbito intermedio que representa nues-
tro espacio de libertad. Pero, sobre todo, nos es factible transferir la agresividad al plano
simbólico del lenguaje, y ello con el fin de transmutarla, exorcizarla y reaprovecharla
constructivamente en nueva investición.
Creemos que una auténtica desculpabilización de nuestro lenguaje cultural signifi-
ca, en primer lugar, despenalizarlo respecto a la culpa y penas impuestas sobre sus
orígenes matriarcales desplazados por nuestra civilización patriarcal. Pues si la primera
liberación del lenguaje in fieri (en proceso) es una liberación para la conciencia, la se-
gunda liberación (o liberación del lenguaje ya hecho (in facto esse) es o debe ser libera-
ción de nuestra consciencia. Mientras que en un sistema de vida matriarcal-naturalista
desculpabilizar el lenguaje significaría liberarlo en dirección de la racionalización de lo
irracional, en nuestro sistema de vida patriarcal debe significar en primer término libe-
rarlo de la conciencia opresivo/represora. En este último caso, tiene especial sentido
hablar de «amor» al lenguaje o, si se prefiere, de «salvarlo». Pero apenas si es ya posible
en nuestro mundo encontrar, fuera de los poetas, algún soteriólogo del lenguaje, pues si
la religión se encargó de renegar del lenguaje humano, el psicoanálisis se encarga de
asediarlo encontrando por todos sus intersticios sublimaciones mal digeridas, trozos de
libido en corrupción, deseos inconfesados. Si a estas técnicas de disuasión e higiene del
lenguaje añadimos las descalificaciones por parte de ciertos compromisarios marxistas,
las polémicas del positivismo lógico o los desplantes de ciertos misticismos, el lugar
medial ocupado por el lenguaje se vuelve foco, blanco y espejo de las iras más airadas.
Ahora bien, una cosa es atacar a determinados lenguajes o al lenguaje propio de
nuestra civilización y cultura, y otra muy distinta renegar del lenguaje como tal. Salvar
a este último significa, de acuerdo con lo dicho, salvarnos a nosotros mismos y a nuestro
mundo humano o, si se quiere, salvar la libertad de ser y hacernos a través de este
medium plástico que nos define como animales relacionales. Por lo que respecta al pri-
mer lenguaje, o sea, a nuestro lenguaje establecido, salvarlo quiere decir descarcelarlo,
amamantarlo en las ubres nutricias de sus orígenes matriarcales, desvelar estos oríge-
nes: revelar que tras todo logos hay un mythos agazapado, el mito de nuestra cultura
antimítica en teoría pero no respecto a su propio mito, la erótica de la apropiación del
deseo y la ocultación o racionalización tras el lenguaje más abstracto.

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El sentidi lingüístico de la vida humana

Si tras todo logos hay un eros o un mito y, viceversa, tras cada mítica o erótica hay
un logos en ejercicio que intenta racionalizarlo todo ahora en el sentido psicoanalítico
de enmarañarlo, está claro que lo que se esconde —o, mejor, lo que escondemos como
apropiación para nosotros mismos— tras nuestros lenguajes es la «mujer» en su sentido
simbólico-arquetipico: lo matriarcal-femenino oprimido-reprimido por un logos patriarcal
que revela en sus racionalizaciones cuotidianas aquello que oculta como lo prohibido
(para los demás): la transgresión del lenguaje originariamente matriarcal-femenino pero
apropiado por el hombre, el subconsciente de signo materno —Jung— tanto más peli-
groso cuanto más acallado, el ánima sojuzgada por nuestra cultura desalmada y desani-
mada. Esta es la auténtica agresión contemporánea: la agresión metalingüística, el apro-
piamiento del lenguaje como lenguaje masculino, la denegación de lo no-agresivo como
lo contaminado de femineidad, el desprecio de lo prelógico (el proletariado, lo afroasiá-
tico, los niños), la renegación del ámbito religioso como ámbito mágico-mítico numino-
so (en el auténtico Dios, dice Eckart, no existe el no, como tampoco en el inconsciente)
y, finalmente, el miedo bochornoso a lo titánico-aferente (afectividad) liquidado presun-
tamente por lo centáurico-fálico-agresivo (efectividad).
Mas no hay que olvidar la vuelta de lo oprimido-reprimido en forma devastadora
para la propia consciencia. La única forma de hacer productivas las formas ctónico-
matriales del inconsciente está no en denegarlas o reprimirlas, sino precisamente en
articularlas; ya Jung distinguió la regresión lúcida —el incesto filosofal o lingüístico—
de la regresión negativa: ésta aparece paradójicamente por causa de una sublimación
represora de las energías psíquicas más profundas. Dicho en la terminología usada por
F. Llavero pero en su desfavor, la decorticación o descorticalización regresiva negativa
proviene de una «supercorticalización» o superracionalización represora.8
Adler vio perfectamente que el valor de lo «superior» en nuestro tiempo se alía a una
axiología viril, de acuerdo con la cual las virtudes viriles son las virtudes sin más o redun-
dantes («virtus» viene de «vir»). Pero también en la cultura vale solamente el lenguaje viril.
Menéndez Pelayo apostrofaba de heréticas a las culturas matriarcal-femeninas o empa-
rentadas (tanto el barroco como los diversos panteísmos) en nombre de una ortodoxia
cultural basada en los valores viriles de la civilización romana y su recto derecho. Pero
sabemos lo que oculta semejante autoafirmación virilista: la denegación del «propio» sub-
consciente cultural, la obturación del movimiento retroprogresivo del lenguaje en su crea-
tividad y la recaída en la falsa consciencia, en la negativa racionalización y en la abstracta
moralización. Es curioso que el propio psicoanálisis se haya escandalizado largo tiempo
ante la automática aparición, tras nuestros lenguajes culturales más abstractos, de un eros
agazapado y reprimido: el eros matriarcal-femenino. Hoy, sin embargo, parece ya enten-
der que lo que anida tras nuestras inmensas redes de mensajes, técnicas y leyes es una
ausencia, una «pérdida de objeto», la Gran Pérdida del Objeto-Sujeto: la pérdida del Sen-

7. Este proceso de re-creación subjetiva en la creación objetiva, y viceversa, ha sido descrito por
Jung, Kubi, Neumann, Ehrenzweig, Lapierre, Rof y otros.
8. Como ha puesto últimamente de manifiesto Baudrillard, las masas —frente a lo previsto y acaso
querido por los mass-media— están reaccionando a los mensajes supercorticalizados y
superracionalizadores de esos medios con una supercompensación positivamente valorada por
Baudrillard de «regresión» no manipulable, al intercalar entre ellos y los mensajes teledirigidos una
especie de pantalla reverberante o filtraje «rinencefálico» de la realidad manipulada. Las masas (o la
consciencia de masa, el inconsciente colectivo, la urdimbre reverberante) no obtiene aquí un significa-
do regresivo negativo, sino altamente positivo como lugar de metabolización de lo dado, negándose
así a ingresar en la alienación total.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 193

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Andrés Ortiz-Osés

tido, objetivo vital o existencial. La depresión o sinsentido como fantasma de nuestra


cultura, revela una profunda represión del sentido, así como la nostalgia del lenguaje
perdido tal y como se insinúa en los movimientos juveniles, en la retribalización ambiva-
lente de nuestro mundo y, negativamente, en el llamado desencanto. Nostalgia de un len-
guaje poético-místico, lenguaje femenino por antonomasia, melancolía de la lengua ma-
terna y, mucho más, de una Lengua Materna Universal: «nostalgia de una unidad unitaria
y remota, paraíso primero, raíz y fundamento de todo ser», dice Rof. Nostalgia de crea-
ción, recreación o nueva creación en medio del disecamiento general.

4. Retroprogresión y lenguaje

«Lo masculino posee respecto a lo femenino un carácter progresionista, lo femenino res-


pecto a lo masculino un carácter retrogresivo: lo masculino significa para lo femenino
liberación para la consciencia, la mujer para el hombre liberación respecto de la conscien-
cia». En torno a esta profunda afirmación de Erich Neumann, hemos intentado más arri-
ba escenificar en el lenguaje humano, como hilo conductor de ida y vuelta, los caracteres
sólo aparentemente antagónicos de lo matriarcal-regresivo y de lo patriarcal-progresivo, y
ello con la intención final de presentar el modelo del lenguaje como el modelo fundamen-
tal de complexión que debe actuar subyacente a todo logos humano (individual o colecti-
vo) desculpabilizado. El propio E. Neumann nos ha ofrecido, en su Zur Psychologie des
Weiblichen, como ejemplo de lenguaje logrado, el texto literario y el contexto musical de la
obra de Mozart La flauta mágica. En este texto y contexto se realiza, efectivamente, la
síntesis de los contrarios simbolizada en la propia flauta que, cual lenguaje proveniente
del inframundo mágico de la Gran Madre Hechicera, ejecuta la armonización de los afec-
tos y su transformación en sentimientos positivos en manos del intérprete Tamino (ayuda-
do por su ánima Pamina). La flauta mágica —personificación del lenguaje en su capaci-
dad de acordar lo discorde o simplemente «incorde»— posee una específica «bändigende
Kraft»: una fuerza vinculadora capaz de amansar las fieras (cfr. el tema de Orfeo) y «re-
unir» (ésta es la significación del logos originario según Heidegger) lo masculino con lo
femenino, consciente e inconsciente, melodía y armonía.
Ahora bien, según que un lenguaje en cuestión sea de signo matriarcal o patriar-
cal, la comunicación de los contrarios que un lenguaje desculpabilizado instituye, se
realizará en un sentido o en otro. El propio Rof Carballo, tan avisado por las escuela
de Jung de la necesidad de reconectar el lenguaje patriarcal vigente (centrado en el
sistema cortical) con las estructuras hipotalámicas emotivas del subconsciente, no
duda, sin embargo, a la hora de diagnosticar el eminente caso matriarcal de la cultura
gallega, en afirmar la perentoria necesidad de sobrecompensar su congénito carácter
femenino-pasivo (masoquista en ocasiones) con una dosis de elaboración o translabo-
ración (working through) de signo patriarcal-racionalista. Se trataría de elaborar (asu-
mir críticamente) lo que se considera como peligrosa vecindad del ánima a la cons-
ciencia en la psicología galaica.
El mismo problema recurre en la problemática del matriarcalismo vasco, diag-
nosticado por C. del Pino, J.J. Lasa o, de un modo excesivamente negativo, por J. Aran-
zadi, también aquí nos encontramos con el problema de la complementación de una tal
estructura psicosocial matriarcal-naturalista de signo comunal con la correspondiente
estructura racional (lo que he denominado necesidad de racionalización positiva de lo
irracional). En algún lugar propuse el relato legendario de Beñardo como lenguaje para-

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El sentidi lingüístico de la vida humana

digmático de una auténtica autosuperación o superación desde dentro —puesto que el


relato es autóctono vasco— de la propia estructura matriarcal vasca. En efecto, en el
relato se nos cuenta simbólicamente cómo Beñardo es decapitado por su madre, la cual,
tras coger sus restos, los da en comida al padre; la hermana de Beñardo, con ayuda de
una vieja (en variante posterior convertida en Virgen), recoge los huesos de su hermano
roídos por el padre y, alegando que quiere jugar con ellos, los siembra en la huerta
familiar que reproducirá a Beñardo sobre un árbol portando una espada (con la que
matará a sus padres) y una naranja que dará a su hermana, viviendo ambos en adelante
muy felices. Como se ve, nos hallamos ante un relato de estructura mítica que narra muy
bien el paso de una dependencia de la madre terrible (y del padre temible) a una poste-
rior autonomía simbolizada en la fundación de un «fratriarcado», en el cual la hermana
representa la parte positiva del arquetipo de lo femenino, liberado del negativo aspecto
matriarcal, como ánima protectora.9
Sin embargo está claro que el lenguaje vigente de nuestra cultura occidental no es de
signo matriarcal sino patriarcal, de modo que encuentra en la asunción de lo negado/
reprimido su desculpabilización interna. Mientras que la desculpabilización del lenguaje
matriarcal se realiza en base a una reprogresión —racionalización de lo irracional o libe-
ración para la conciencia—, la desculpabilización de nuestro lenguaje patriarcal se realiza
correspectivamente en base a una retrogresión o liberación respecto a la consciencia.
Quisiera ofrecer al respecto un interesante ejemplo de lenguaje poético que, en
cuanto creación lingüística ejercida, escenifica perfectamente esta urdida coimplica-
ción de los contrarios que fuera denominada en la vieja hermética como «coniunctio
oppositorum» («coniunctio, cohabitatio, coitus» en relación con la «decoctio» y la «di-
gestio» alquímica estudiada por Jung).
A tal fin hemos elegido un poema del poeta centroamericano Hugo Lindo que ejem-
plifica el tránsito o transición que un auténtico lenguaje creador desculpabilizado estable-
ce entre regresión y progresión. Mientras que la regresión matriarcal está simbolizada por
un «pasado tierno que nos moja las fuerzas», y tiene por arquetipos a la luna y los árboles
de una «perdida casa» habitada por la «ilusión», la progresión patriarcal está patentizada
en la negativa a demorarse allí, en la decisión de «desprenderse» de ese pasado en nombre
del «hoy» y «la brava sed del día». El poema concluye cointegrando «recuerdo» (pasado) y
«fortaleza» (futuro), mediados por la imagen del presente transitivo y cuasi-lingüístico
del «espejo»; la consecuencia presenta la reconstrucción de un viejo árbol con su urdim-
bre o «tejido imperfecto» transformado ahora en un «árbol sin ligaduras».10
Podemos realizar una reconstrucción hermenéutica del poema distinguiendo:

— Primero, una situación de regresión caracterizada por el pasado/uterino, el mo-


jado/perfume, el tejido/la luna y la casa perdida/la ilusión.
— Segundo, una resolución (regreso) al «hoy» y al «otro día».
— Tercero, la coimplicidad (retroprogresión) de árbol pasado y futuro, a modo de
una asunción, mediación de contrarios y sublimación.

9. De Rof Carballo, véase Entre el silencio y la palabra. El relato vasco puede consultarse en J.M.
Barandiarán y otros, El mundo en la de la mente popular vasca. Auñamendi. Sobre la estructura mítica
aludida, ver Jung, La psicología de la transferencia, Paidós.
10. Puede verse Hugo Lindo, Navegante río, San Salvador 1963, reproducido en el artículo «El
sentido coimplicativo de la vida humana» de esta misma obra colectiva. Aquí complejificamos la
exégesis realizada en ese artículo, y la profundizamos hermenéuticamente.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 195

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Andrés Ortiz-Osés

Este poema expresa a la perfección poética nuestra teoría sobre la retroprogresión


como modelo lingüístico fundamental. Mas no se trata de una muestra aislada, sino de
un ejemplo que encuentra en el poemario «Navegante río» diferentes expresiones. El
libro entero está transitado de una oposición vertebral entre el principio masculino de la
vida y el principio femenino de la misma, principios que el autor intenta sintetizar una
y otra vez, en cada creación, con cada poema. Y, así, aparece el día compuesto de «go-
zos» y «tormentas», mientras que el mar y el agua aparecen revividas «entre la angustia
y el esfuerzo», o entre el amor o los niños y la angustia o los muertos. El tiempo es
experimentado a la vez como red (ligazón) y proyecto o proyección: «oh, maravilla de
saberse ligado y proyectado». El mismo idioma —el lenguaje reduplicativo, lingüístico-
verbal o lengua— aparece coimplicando, cual «reptil», las «venas» y la «luz», y entre las
venas y la sien, el hijo —el poema— intenta abrirse paso sin conseguirlo a veces. Final-
mente, lo que podríamos considerar como oposición estructural fundamental: la perti-
nente entre la luz (el sol, el día, la claridad, el arriba) y los bosques (la sombra, la hume-
dad, las pomas, raíces y jugos, la matriz de la noche, el adentro).
Ante semejante dualismo fundamental, nuestro autor recurre a una especie de con-
cepción cósmico-panteísta, de acuerdo con cuya imaginería «selvática» todo está enla-
zado, urdido o articulado con todo. Y así, se nos dice ser «hijos del aluvión», que porta-
mos «otra luz: la misma y diferente», y renacemos del mar «porque todo era yo». Una
atmósfera de amor «omnipariente» recorre las estaciones de la vida, convocando a un
lugar donde trasmundo e intramundo se encuentran: «un mundo surge más allá del
mundo y un hombre más adentro de cada hombre». Esta concepción interlingüística de
la realidad encuentra su formulación definitiva en aquel verso de su poema «Una esta-
ción que viaja»: «porque ya nada es algo solamente».
Pero si he traído aquí a colación la imaginería selvática de H. Lindo es porque nos
encontramos con un poeta representante de nuestro mundo e identificado obviamente
con el «reino del padre», es decir, con el registro de la luz y de la razón solar: «Oh, Sol, mi
Padre sol, mi razón verdadera, amado hasta las llagas». Los motivos del héroe patriarcal
emergen con naturalidad, y el autor se identifica sin duda con el tiempo heroico de los
«barones» esforzados. Pero tampoco reniega, y aquí está su fuerza, del arquetipo de la
«luna» que implica en nuestro mundo, como nos dice, la deserción amorosa, el «pecado»
y la ausencia (recuérdese lo que antes dijimos sobre la nostalgia de todo auténtico creador
respecto a la urdimbre perdida); como tampoco reniega de la «sombra» a la vez «fuerte
enemiga» y «necesario soporte», con lo que el autor parece ingresar intuitivamente en la
cosmovisión jungiana del mundo: ni teme finalmente «caer en tentación creadora», que
en otro lugar denomina «abismo» creador, o «caer hacia la luz», forma inigualable de
expresar perfectamente la retroprogresión creacional del sentido desculpabilizador.
Mas es su poema «Navegante río» que da título a todo el libro y con el que obtuvo el
Primer Premio en los Juegos Florales Centroamericanos, el que mejor verifica lo que
más arriba denominamos como desculpabilización del lenguaje. En este poema se rea-
liza una vibrante síntesis poética de la simbólica matriarcal y patriarcal reunidas en un
interlenguaje o lenguaje de ida y vuelta, que denominaremos en palabras del propio
poeta «presencia pura hecha carne-de-luz».11
Ahondando en dicho poema podemos observar la composición de los contrarios y
su disolución interna por obra y gracia de un lenguaje resolutivo interpuesto entre la

11. Puede verse dicho poema en el artículo concitado «El sentido coimplicativo de la vida» en este
mismo volumen.

196 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentidi lingüístico de la vida humana

carne y la luz, las nubes y la claridad, el abajo y la espera, la alberca y la colina, el retozar
y el volar. Justo en mitad del poema, el poeta «entrelaza» los contrarios así coimplica-
dos: el misterio y la apertura bajo la luz y sobre ella, la caída y el recogimiento, el abajo
y el arriba, el comienzo y el final mortal. Este entrelazamiento se realiza a través de la
mismidad del tiempo, concebido a la vez como cauce y destino.
Ahora bien, frente al pasado inicial y al futuro mortal se yergue el Presente maduro, el
hoy y el ahora, la vivencia pura en el contexto impuro de la vida. Una especie de «tempiter-
nidad» recorre las últimas estrofas a modo de detención, eterno retorno o visión transver-
sal del mundo en su inocencia. El poema concluye con un contraste que simboliza el
sentido que se va río abajo y un tiempo neguentrópico que «enarbola esperas».

Conclusión

Las últimas estribaciones de nuestro trabajo nos conducen a una consideración del len-
guaje como «materia viva» que nos acercan, inopinadamente, a una clásica concepción
cristiana del logos como vida. Recogiendo una notación de Gregorio Nacianzeno, recor-
dada por H. Heimsoeth en su obra Los seis grandes temas de la metafísica occidental,
podríamos reinterpretar el lenguaje como realidad viviente «autotélica» que tiene en sí
su fin, e.d. como «autozoé». Ya Nietzsche quedó perplejo ante lo que en su Anticristo
considera como aportación más específica del fundador del Cristianismo: la visión de la
realidad como realidad viviente, como flujo y reflujo, visión dinámica que el propio
Nietzsche contrapone a la de la realidad como fija, al lenguaje que atrapa, a la palabra
rígida. Nos hallamos, pues, ante una visión lingüístico-poética de la realidad o, filosófi-
camente expresado, ante una visión dialéctica de la realidad que encuentra en un cierto
Hegel su expresión más significativa, al definir el comprender como aprehensión transi-
tiva de las cosas o, si se quiere, aprehensión del «tránsito» mismo —relación— de un ser
hacia lo(s) demás: es la comprensión de la verdad o, mejor, el sentido: la Idea como
lenguaje vivo. O el ardid de la razón convertido en urdid o urdimbre afectiva.
Mas no quiero finalizar sin decir una palabra sobre el otro modo vigente de con-
siderar la realidad como opaca, inmóvil, estática, muerta, rígida. La realidad como
opresiva, maciza y ocupada. De acuerdo con Rof Carballo, la especial vigencia en Es-
paña de una tal visión de la realidad como tierra asolada y ámbito de enemistad tiene
que ver, naturalmente, con la propia realidad pobre y escuálida de la misma tierra
hispana. Pero no solamente —acaso «porque ya nada es algo solamente». También
tiene que ver, al parecer, con una urdimbre deficitaria, con una tradición y transmi-
sión desgarradas, con una profunda carencia afectiva específicamente matriarcal.
Podríamos interpretar finalmente nuestro «machismo» peninsular, paradójicamente,
como una diatriba contra nosotros mismos, contra nuestra urdimbre deficitaria, con-
tra nuestro propio subconsciente no asumido —y el subconsciente, según lo dicho, es
femenino. Una razón más para reconciliarnos con nosotros mismos: con nuestra som-
bra y «enemigo». Sabido es que, a falta de esta integración o asunción de lo otro en
nosotros, funciona una negativa proyección de nuestros déficits no reconocidos sobre
el prójimo, arropado así como sombra y enemigo. Sólo un inmenso mito fratriarcal
puede salvarnos: a tal fin, convendría ir desculpabilizando nuestros lenguajes para
recrear el sentido aún no consentido.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 197

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EL SENTIDO ÉTICO DE LA VIDA HUMANA

Javier Martínez Contreras

Las páginas que siguen se ocupan de un tema que, en mi caso, es un desafío con tintes
muy personales. Se trata de pensar sobre el sentido ético de la existencia. Un sentido que
no es uno, sino muchos, vivido y concretado de muchas maneras, y del que se tiene la
sensación, en nuestro entorno cultural al menos, de que está perdido o sumergido en las
arenas de una confusa nebulosa que recibe casi todas las culpas: el nihilismo. La re-
flexión sobre el sentido ético de la existencia surge de la preocupación que despierta el
espectáculo que ofrece el entramado de relaciones entre seres humanos establecido en
el planeta, que visto con una cierta distancia, es como para alarmar hasta comprometer
el sueño; también de la necesidad de pensar, en toda su amplitud, el desarrollo de la
existencia que pueda merecer el calificativo de humana. En lo que a mí respecta, la ur-
gencia de esta reflexión no se debe a que esté convencido de que estemos «perdiendo
valores», como se oye con cierta frecuencia, o porque crea que «ya no hay moral», según
suele diagnosticarse con cierta rapidez en determinados círculos. No creo que éste sea el
problema: como espero poder mostrar, no hay forma de vida que no maneje reglas, que
no asuma una moral, la cual puede, cómo no, entrar en conflicto con otras.
El asunto, a mi entender, es de muy otra índole. Parece que quizá se trate de pensar
sobre el sentido ético que desarrollamos en las formas de vida en las que nacemos, nos
socializamos e introducimos variables que configuran el abanico de posibilidades de
nuestros comportamientos. En el fondo, siguen en juego las viejas cuestiones: ¿por qué
un comportamiento es preferible a otros?, ¿qué nos impulsa a comportarnos conforme
a unas determinadas normas morales?, ¿seguimos siendo discernidores de comporta-
mientos o los procesos de emancipación de la modernidad nos han liberado también de
esta tarea y el mundo moral comienza y termina con cada y en cada uno, sin posibilidad
de ir más allá de su propia piel?
Nuestra realidad existencial sigue dando qué pensar. A todas luces. Me propongo
entonces un itinerario que comienza con la narración de algunas situaciones en las que
se plantean ciertas preguntas que se me antojan urgentes en estos tiempos. Desde ahí, en
un segundo paso, abordaremos una reflexión que intente encauzar los posibles desarro-
llos de esas preguntas, de manera que podamos agudizar un cierto olfato respecto al
sentido ético de la existencia humana, para terminar con algunos apuntes que permitan
seguir pensando y desarrollando los aspectos positivos de las formas de vida sin perder
de vista sus patologías.
En ningún caso entiendo posible ofrecer algo más que pistas, iluminaciones o
destellos, a lo sumo sugerencias, en y sobre un tema que, como la existencia misma,
siempre está abierto, es cambiante, y, como las mismas formas de vida en los que se
cultiva, requiere de la flexibilidad suficiente como para generar modificaciones sin
perder lo que de la experiencia acumulada y fijada en las tradiciones morales sigue
siendo relevante, quizá imprescindible, para el gobierno del comportamiento indivi-
dual y grupal. Como espero poder mostrar, la categoría del progreso no es, creo que en

198 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

ningún caso, una categoría moral. Por mucho que crezcamos o avancemos en el plan-
teamiento de nuevas perspectivas de reconocimiento de derechos, problemas, ejerci-
cios de responsabilidad y demás, no hay modo de librarse de todo aquello que esas
aportaciones pretenden mantener bajo control. Por eso el saber en el ámbito de la
ética tiene ese carácter reiterativo, o mejor, ese carácter «sisífico»1 que lo hace tan
peculiar, y que como saber práctico que es, no implica un grado de conocimiento en
términos teóricos, sino sobre todo grados de crecimiento y, en tal caso, connota y
denota sabiduría, la cual se desarrolla en la finura del análisis y en la gentileza, integri-
dad y entereza de las elecciones de comportamiento. Como bien sospechaba Sócrates
en el Menón, no hay posibilidad de enseñar la virtud; no hay modo de enseñarle a
alguien a hacer algo bien. Lo que sí es posible es ayudarle a recordar cómo hacerlo. La
mayor aspiración de lo que sigue es proponer cómo sucede ese recuerdo que nos pre-
senta un buen hacer que es, a la vez, un buen ser.

1. Lo que da qué pensar

Debo aclarar de antemano que todas las situaciones que aquí se presentan son situacio-
nes reales. En ningún caso se trata de experimentos mentales ni de situaciones de labo-
ratorio, ni de ficciones pensadas ad hoc. Todas ellas recogen momentos vividos en pri-
mera persona o recogidos directamente de sus protagonistas.
La primera situación es la siguiente. Un transeúnte va caminando. Acaba de comer
tranquilamente en su casa y atraviesa un parque para incorporarse de nuevo a su trabajo
y enfrentar la media jornada que tiene ante sí. Va dando vueltas en su cabeza a los asun-
tos pendientes sobre su mesa. Está un tanto ensimismado, de manera que sólo presta la
atención estrictamente necesaria al entorno que está atravesando. En un lugar del par-
que, un tanto transitado un día tan bueno como ese, un señor que acaba de aparecer a su
lado desde un camino lateral, se lleva la mano al pecho, respirando con dificultad, se
arrodilla y cae al suelo, quedando tendido boca arriba. Sigue respirando con dificultad,
los ojos están en blanco, está pálido y parece perder el conocimiento. Nuestro transeúnte
se para, se agacha y echa mano de su teléfono para llamar a los servicios de urgencia. Una
pareja que ve la escena desde unos metros de distancia grita al transeúnte que están
llamando ellos, y enseguida afirman que una ambulancia está en camino. El transeúnte
sigue al lado del señor que no responde a ningún estímulo externo. En esto, aparece otro
individuo que parece saber lo que hay que hacer: llega, pide tranquilidad, se agacha,
afloja el cinturón del desfallecido para facilitarle la respiración, lo cambia de postura y lo
acomoda... todo como quien sabe lo que hay que hacer. Hasta que empieza a revisar los
bolsillos del accidentado buscando su cartera. La saca y rebusca dentro de ella. Encuen-
tra lo que parece una abultada suma de dinero y pretende quedarse al menos con una
parte. El transeúnte le recrimina su actitud con rotundidad y le conmina a dejarlo todo

1. Esta expresión que creo tan afortunada, «la ética sisífica», que tan bien recoge la necesidad de
volver una y otra vez sobre el comportamiento moral y sus opciones, en el intento de realizar un
proceso de aprendizaje a partir de las interacciones con los otros y la propia introspección, buscando
un mejor hacer ligado indefectiblemente en este caso a un mejor ser (porque se es más pleno, más
feliz), se la debo a la brillantez y cortesía de Ibon Zubiaur, que ha planteado con agudeza y finura
alguna situación paradigmática como en «La proximidad del mal» en Letras Libres 30 (2004), 76-77;
«El gesto inútil», en Letras Libres 54 (2006), 79-81; «Tadeusz Sobolewicz», en Letras Libres 36 (2004),
88-89 y «Günter Grass: conciencias quebradas», en Letras Libres 93 (2006), 90-91.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 199

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Javier Martínez Contreras

en su sitio. El supuesto profesional mira al transeúnte, se levanta sin decir palabra, tira la
cartera sobre el pecho del accidentado y se va. El transeúnte vuelve a echar mano de su
teléfono, pero el accidentado comienza a reaccionar y en un tiempo sorprendentemente
rápido parece recuperarse, se incorpora, y comienza a pedir disculpas al transeúnte, que
está desconcertado y muy preocupado por toda la situación. El accidentado se explica:
todo es una situación ficticia creada para ser filmada con cámara oculta. El director de la
filmación se acerca, al igual que casi todo el equipo, a pedir disculpas viendo el estado de
nervios del transeúnte. La pretensión del equipo es poner a gente normal ante una situa-
ción de tensión importante e inesperada, y ver cómo reacciona. Explican que el transeún-
te es el primero que se ha parado y que lo más habitual es que la gente pase de largo. El
transeúnte sólo alcanza a negar su permiso para que usen las imágenes filmadas y les
pide que piensen lo que están haciendo, que eso, así planteado, no es de recibo. Llega
tarde al trabajo, así que sin poder dedicar el tiempo que se merece a debatir con el equipo
de filmación y sus actores, se da media vuelta y se va.
El segundo escenario para pensar se desarrolla en un aula universitaria, en el mar-
co de una asignatura de ética profesional en último año de carrera. Se planteó la misma
situación en dos grupos diferentes de alumnos, el mismo día, con idéntico resultado. Se
les plantea la siguiente situación: como todos saben, en los campos de concentración
alemanes se realizaron experimentos médicos con los prisioneros. Obviamente ni se
pedía consentimiento, ni se les informaba de nada ni se tenía, por supuesto, ningún tipo
de consideración. Sencillamente eran estupendas cobayas humanas. El acuerdo inter-
nacional tras el término de la guerra es tajante en cuanto al uso de los resultados de los
ensayos médicos realizados en tales condiciones. Sencillamente se dan por inexistentes.
No se usan. La mayoría de los alumnos no comprendía por qué. Entendían que un
acuerdo así carece de sentido, es casi absurdo: si el daño ya está hecho, si ya lo han
pasado mal, al menos que todo ese dolor, todo ese sufrimiento, tenga alguna utilidad y
sirva para que la salud de otros puedan salir beneficiada. Tan sólo dos alumnos de cada
uno de los grupos, tras pensar durante apenas unos instantes, consideraron que tal acuerdo
no sólo tiene sentido, sino que es imprescindible. Hacer uso de aquellos resultados equi-
valdría a dar por buena la forma de obtenerlos, de manera que se asumiría la utilidad
que las atrocidades cometidas son útiles, y por tanto, tienen valor. De ese modo en caso
de utilizarlos, la barbarie quedaría, al menos parcialmente, redimida. Y eso no puede
ser, incluso aunque haya que pagar el precio de determinadas «utilidades».
La tercera situación hace referencia a varias conversaciones mantenidas con diferen-
tes campesinos mayas de Guatemala, en diferentes aldeas del país, a propósito de las
masacres realizadas por el ejército en los años ochenta y noventa del pasado siglo. Era una
pléyade de relatos estremecedores de boca de supervivientes directos de las masacres, o de
familiares capaces de reconstruir con toda viveza escenas de una violencia cuya califica-
ción es como la de toda violencia que hasta la fecha hemos conocido: estremecedora,
brutal, inexplicable, injusta, devastadora, inolvidable... Sobre todo cotidiana, porque pasa
a formar parte sin remedio de la historia personal y colectiva. No es este el lugar de relatar
ninguna de esas escenas de pesadilla. Pero sí una escena desarrollada en un aula de una
universidad guatemalteca en la que la docente plantea aquellos años y elabora una diserta-
ción sobre la relación entre la seguridad nacional y su necesaria vinculación con los dere-
chos humanos. Al día siguiente, una alumna, hija de militar guatemalteco implicado en
los «operativos» de aquellos años, y por tanto con responsabilidad directa en la violencia
que narran las víctimas, reprocha a la docente su discurso porque habló con su padre del
asunto y la visión del aguerrido militar es que «los indios sólo así entienden».

200 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

Una última circunstancia. Esta vez no se trata de un relato de situación. Es la im-


presión derivada de la lectura de un libro de un autor vasco afincado desde hace varios
años en Alemania. El libro, titulado Los peces de la amargura, es un relato casi descripti-
vo, en todo caso frío, sin paños calientes, de las situaciones vitales asociadas a la violen-
cia presente en el País Vasco.2 Víctimas del terrorismo, hijos de las víctimas que crecen
en entornos en los que están marcados sin saber por qué, jóvenes que inician su camino
como «liberadores» del pueblo, vecinos considerados «traidores» a la causa que reciben
el trato consecuente con su osadía... Por esas páginas desfilan todos los personajes que
viven esa atmósfera violenta. El panorama está bastante completo. Pero a mi juicio, lo
mejor del relato no es el análisis introspectivo de los personajes, sino el reflejo preciso,
cabal y exacto de las relaciones que se van tejiendo en torno a lo que se puede y no decir
en un contexto mediatizado por una violencia explícita que todos saben de dónde viene
y a dónde va. El resultado es el retrato de una sociedad enferma que termina por acos-
tumbrarse a sus miradas miopes y sesgadas para poder sobrevivir a su propia situación,
francamente irrespirable.

2. El sentido ético de la existencia

Si presento estas narraciones no es porque respondan a criterios de especial escándalo


(hay en los periódicos de todos los días noticias que cumplirían muchísimo mejor las
exigencias de este criterio) ni porque las considere especialmente importantes o trascen-
dentales. Lo que sí creo es que son suficientemente representativas, incluso paradigmá-
ticas, de la cuestión que hoy se plantea con rotundidad en torno al sentido ético de la
existencia. Sentido que es con frecuencia discutido en cuanto puesto en tela de juicio a
la par que el sentido de la existencia, o en cuanto se intenta descubrir uno único que
sirva para reducir la pluralidad de ofertas morales presentes en nuestros entornos socia-
les. En todo caso, lo que quiero mostrar a través de estas situaciones es que tras todas
ellas es posible caer en la cuenta de una serie de elementos comunes que se metamorfo-
sean según las circunstancias y los sujetos, pero que configuran de hecho un sentido
ético de la existencia humana. Trataré de explicarme.
El transeúnte, el profesor, el cooperante y el lector de las narraciones anteriores están
atrapados en una situación en la que entran en colisión diferentes formas de situarse en la
realidad. Cada una de esas formas de situarse activamente en los diferentes entornos
circunstanciales, es un modo elegido o no, pero eficaz, de construirse uno a sí mismo, una
forma de desarrollarse como ser humano. En realidad, puede decirse de forma muy ele-
mental y sucinta que vivir no es más que un constante interactuar con un medio (natural,
social, político, económico, religioso, intelectual, afectivo, etc.).3 El resultado de esa inte-
ractuación, si es positivo, queda recogido (bien en el código genético, bien en cualquier
otra forma intelectual de almacenamiento y acumulación de experiencia) y si no es satis-
factorio bien se desecha o bien conduce a la desaparición de la especie incapaz de adaptar-
se. En el caso de la especie humana, la interacción con el medio nos impone la necesidad
de adoptar comportamientos, de discernirlos y, en consecuencia, preferirlos, pues no es el

2. El autor del texto que aquí citamos, Fernando Aramburu, explicó sus motivaciones y pretensio-
nes a la hora de escribir ese texto en el discurso que pronunció en la Real Academia Española con
motivo de la entrega del Premio Real Academia Española por ese trabajo. Está recogido en «Terroris-
mo y mirada literaria», en Claves de Razón Práctica (2009) 190, pp. 4-6.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 201

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Javier Martínez Contreras

instinto puro el único elemento que parece gobernar el comportamiento. Ese es un proce-
so complejo que a menudo realizamos de una manera que puede parecer espontánea,
pero que en realidad responde a un largo y laborioso proceso de aprendizaje4 realizado en
el marco de una forma de vida en la cual asumimos, como por ósmosis, valores y senti-
mientos, que aprendemos a discriminar de manera muy eficaz, hasta el punto de que
logramos automatizar respuestas que se rigen por tales criterios.
Parece que el mecanismo que acabamos de describir de forma tan somera no sería
muy diferente del proceso de aprendizaje en cualquier otro animal social, salvo quizá
por los ámbitos en los que se puede desmenuzar el entorno que hemos denominado
«medio» en el caso propio del ser humano. Sin embargo este mecanismo de aprendizaje
en el ser humano tiene una característica que lo convierte en único más allá de los
campos concretos de su puesta en juego: el ser humano irrumpe en la naturaleza como
un ser viviente con carácter histórico.5
Esto quiere decir varias cosas. En primer lugar, que el ser humano no ha ligado el
despliegue de su vida a determinados ecosistemas, es decir, no ha modelado sus genes
en función sólo del medioambiente concreto en el que se sitúa; ciertamente hay varia-
ciones adaptativas que responden al medioambiente, pero son menores con respecto a
la carga genética común por todos compartida. Esta es probablemente la raíz de uno de
los elementos de mayor importancia para la consideración moral del ser humano: la
libertad, de la que más adelante nos ocuparemos con cierto detenimiento. Pero esta
toma de distancia con respecto a las determinaciones que la naturaleza parece imponer
a las demás criaturas, sin suponer un desapego absoluto, abre a su vez el mundo de la
historia. La vida de la especie humana se ha desarrollado en contextos muy diferentes a
lo largo del tiempo y el espacio, y ha sido capaz de guardar memoria de tales aprendiza-
jes. En esos ensayos de vida encontramos multitud de maneras de amar, de saber, de
cultivar la sensibilidad, de alimentarse, de hacer la guerra y vivir en paz, de elaborar
artefactos técnicos, de trabajar, de cultivar el ocio, las artes y establecer relaciones fami-
liares y sociales. Todos esos modos y estilos históricos de ser humano son los que se
denominan, en palabras de Eladio Chavarri, formas de vida.6 El concepto forma de vida,
tal como lo elabora este autor, nos remite «al arraigo social de una persona, a su peculiar
modo de ser hombre junto a otros hombres».7 Obviamente, las formas de ser humano
junto a otros seres humanos están enmarcadas por condiciones biológicas, ecológicas,

3. Una obra y pensamiento notable y poco conocido, que entiende el universo como un sistema de
seres en relación, de manera que cada uno se define no en función de sí mismo, sino precisamente en
función de las relaciones que lo constituyen, es la obra de Ángel Amor Ruibal, Los problemas funda-
mentales de la Filosofía y del Dogma. Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, VI vols.
4. Un estudio reciente y exhaustivo sobre esta cuestión, recogiendo aportaciones de la Filosofía, la
Neurociencia y la Psicología, es el ofrecido por Marc D. Hauser, La mente moral. Cómo la naturaleza ha
desarrollado nuestro sentido del bien y del mal. Barcelona, Paidós, 2008.
5. Considero especialmente relevantes los análisis que el profesor Eladio Chavarri López de
Dicastillo ha ofrecido en diferentes obras en torno a esta temática y que tenemos muy en cuenta al
redactar estas páginas: Ensayos en torno a la Racionalidad. Salamanca, San Esteban, 1990; El cerco
de la razón desarrollista. San Esteban, 1991; «Dimensiones de los valores» en la obra colectiva Valo-
res Marginados en nuestra sociedad San Esteban, 1991; Perfiles de nueva humanidad. San Esteban
1993; «Modelos humanos convocados a juicio» en Tiempos de Crisis. San Esteban, 1995; Nuestro
arquetipo humano. Trazos de su razón soberana. San Esteban, 1997; La carga vital de la ciencia. Sala-
manca, San Esteban, 2006.
6. Cf. Eladio Chavarri, «Modelos humanos convocados a juicio»..., p. 37.
7. Eladio Chavarri, «Dimensiones de los valores»..., p. 39

202 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

políticas y también culturales. Toda forma de vida es un marco que hace posible, y por
ello simultáneamente limita, experiencias humanas. No nacemos ni nos desarrollamos
en un medio vacío o vaciado de humanidad, más bien vivimos experiencias propiciadas
o incluso en ciertos casos, prefijadas, que configuran con su impacto la humanidad
individual y social.
Y en segundo lugar, el carácter histórico que hace único al ser humano significa que
su vida ha sido ensayada de múltiples formas de vida de las que se guarda memoria,
que se cristalizan en ese entramado que recibe el nombre de forma de vida o de cultura,
si se prefiere, entendiendo con ello los moldes —abiertos, cambiantes, modificados y
modificables— en los que cultivamos la humanidad respectiva.
Ahora bien, ese entramado tejido por las interacciones con el medio que la memo-
ria atesora para su transmisión debe su carácter histórico a un elemento que todavía no
hemos mencionado pero que resulta imprescindible en el estudio del ser humano y su
eticidad: la razón. Efectivamente, no interactuamos con nuestro medio abordando los
problemas que nos presenta sólo dotados de la fuerza del instinto encauzado por las
habilidades desarrolladas por nuestra biología en términos sensoriales. Nosotros conta-
mos con la razón.
¿Pero qué nombra ese término? ¿Es posible saber de qué hablamos cuando habla-
mos de razón?8 Es probable que podamos estar de acuerdo a la hora de calificar la razón
como una dynamis, término que en la filosofía griega designa una forma de ser abierta a
un amplio abanico de manifestaciones en principio carente de determinaciones previas.
Por tanto, hablamos de un modo de ser abierto a la sorpresa, indeterminado y en conse-
cuencia capaz de determinarse de mil y una formas distintas. Si la razón, como preten-
demos, es entonces una dynamis, sólo es cognoscible en el momento en el que se deter-
mina, en el momento en el que su capacidad, su potencialidad, se hace operativa en un
determinado ámbito produciendo un resultado.
Como puede observarse, la razón así caracterizada es una capacidad, una potencia,
en desarrollo continuo, y por tanto, profundamente histórica, que se manifiesta en las
diferentes experiencias humanas, concretándose en lo que podemos llamar «racionaliza-
ciones», y a los discursos paralelos, «racionalidades». Toda esa serie de racionalizaciones
y racionalidades, manifestaciones históricas de la razón, la concretan, la hacen visible e
identificable, y sin embargo, ninguna la agota, de manera que no puede ser identificada
con una de esas manifestaciones de forma excluyente, como si una racionalización ocupa-
da de la mejora de un sistema de riego, o una racionalidad como la científica, pudiesen
considerarse sin abuso como la actualización definitiva, el desarrollo acabado y perfecto,
último, de la razón (que en ese caso abandonaría su carácter de dynamis para asumir el de
ergon [obra]), aún cuando es cierto que toda dynamis apunta en su desarrollo hacia una
meta de realización definitiva, perfecta, que fue denominada entelequia (en telos ekhein).
Entre las posibilidades de concreción que la razón ofrece, y la de mayor interés en
lo que aquí tratamos, se encuentra la que podemos llamar razón valorativa,9 presente en
toda forma de vida. Su concreción consiste en desplegar unos mecanismos eficaces que
nos permiten movernos en la experiencia valorativa, que me atrevo a calificar de núcleo
duro de cualquier propuesta de humanidad o de cualquier forma de vida. La experiencia

8. Uno de los estudios más completos sobre el concepto de razón y la posibilidad de seguir pensán-
dolo en el actual panorama filosófico es el de Wolfgang Welsch, Vernunft. Die zetigenössische
Vernunftkritik und das Konzept der transversalen Vernunft. Fankfurt, Suhrkamp, 1996.
9. Véase al respecto el ensayo de Eladio Chavarri, «Paradigmas de razón valorativa», en Ensayos
en torno a la racionalidad..., pp. 175-196.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 203

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Javier Martínez Contreras

valorativa es esa singular relación que el ser humano establece con su entorno, en la que
el trato con cada uno de los elementos o relaciones que configuran el medio es goberna-
da por un interés que responde a una necesidad sentida con mayor o menor urgencia,
más o menos perentoria. Los criterios para establecer las valoraciones respectivas de
cada uno de los elementos y relaciones que configuran el medio están contenidos en la
forma de vida en la que aprendemos a ser humanos. En definitiva, parece que todas las
relaciones que establecemos obedecen a una serie de intereses (cognitivos, técnicos,
afectivos) que a su vez son calificados de valiosos o carentes de valor, es decir, que a su
vez están teñidos por un interés valorativo. El interés valorativo requiere poder expresar-
se mediante conceptos, los conceptos valorativos, que siempre se expresan en pares de
términos antagónicos: útil-inútil, rico-pobre, justo-injusto, bello-feo, etc. De hecho, nos
expresamos con notable frecuencia sobre las cosas con las que interactuamos compo-
niendo juicios que asignan valores o contravalores aprendidos en nuestra forma de vida.
Tales juicios valorativos no dicen qué son las cosas sobre las que nos pronunciamos, sino
qué consideración nos merecen: asignamos valor a aquello que nos ofrece cierta pleni-
tud o contribuye a nuestra realización humana según el modelo asumido (individual o
colectivamente, en este caso es igual), y asignamos contravalor a lo que supone deficien-
cia, impedimento o imposibilidad con respecto a la plenitud modélica a la que se aspira.
Esta dinámica no es una dinámica, con todo, estrictamente determinada. Si bien es
cierto que hay una dimensión fáctica en la asignación de valores, es decir, hay un uso
efectivo común, ordinario, compartido por la generalidad o mayoría de participantes en
una forma de vida —lo que podría considerarse como la dimensión moral—, hay tam-
bién una dimensión valorativa axiológica o crítica, que usa la asignación de valores con
un sentido crítico, muy distinto del fáctico, en el que de hecho se ponen en tela de juicio
los modelos ofrecidos por las formas de vida, juzgando sus respectivas calidades huma-
nas —lo que podría considerarse como la dimensión ética. En ambas dimensiones, la
relación valorativa se establece conforme a una base que sirve de apoyo al vínculo que se
propone y encuentra expresión en el juicio valorativo. Esa base, ese fundamento, es
bifronte: por un lado tenemos a la persona que valora; por otro, aquello que es valorado.
Del lado de la persona tenemos necesidades, percepciones, aspiraciones, afectos y senti-
mientos específicos. Del lado de las cosas tenemos las características objetivas que pue-
den encajar con esos elementos presentes en quien valora, a menudo expuestos en for-
ma de demanda, necesidad o carencia, hasta el punto de colmarlos. Entre ambos extre-
mos del vínculo median unos cánones regulativos que no son arbitrarios ni caprichosos,
sino que apuntan hacia un cierto deber ser que cada forma de vida establece desde su
propia experiencia, y que obviamente cambian de una forma de vida a otra. Resulta
entonces que las formas de vida difieren básicamente en la oferta específica de humani-
dad que presentan, pero en todas ellas la razón histórica se concreta en un ejercicio
valorativo fáctico y axiológico que constituye el núcleo duro de su ideal.
Para completar el instrumental analítico, es necesario esclarecer un punto que es
muy relevante, y es la cuestión de la asimultaneidad o asincronicidad que atañe a las
formas de vida. El concepto nos lo proporciona el filósofo alemán Ernst Bloch10 en el

10. Este concepto aparece por vez primera en el comentario de Bloch al libro de G. Lukács Historia
y conciencia de clase, publicado en 1923, recogido en Ernst Bloch, Philosophische Aufsätze. Frankfurt,
Suhrkamp, 1969, pp. 598-621, y se desarrolla con posterioridad en Herencia de este tiempo, libro apareci-
do por vez primera en 1935; E. Bloch, Erbschaft dieser Zeit. (EdZ) Frankfurt, Suhrkamp, 1985. La segun-
da parte del libro lleva por título «Asimultaneidad y delirio» (Ungleichzeitigkeit und Berauschung), y en

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El sentido ético de la vida humana

marco de su análisis cualitativo de la historia,11 pero bien puede aplicarse a la cuestión


que ahora pretendemos esclarecer. Afirmar la historicidad de la razón y de sus cristaliza-
ciones en diferentes formas de vida no implica que en cada época o período cronológico
de la historia esté presente una única forma de vida. Es posible, como de hecho aconte-
ce, que una forma de vida, un modelo de humanidad, sea predominante y mayoritario,
o sirva para identificar unos rasgos generales propios de un período en términos crono-
lógicos. Pero eso no implica que otras formas de vida, otros modelos no estén presentes,
tanto fáctica como axiológicamente, en el mismo período cronológico en el que una
forma de vida pueda ser calificada como hegemónica. Esto es precisamente lo que de-
signa el concepto de asimultaneidad: de igual manera que no todos los que comparten
unas mismas fechas del calendario viven de hecho en el mismo tiempo (kairós), no todo
el mundo comparte la misma forma de vida.
Precisamente ésta es una parte del conflicto reflejado por las situaciones de las que
nos hacíamos eco en las primeras páginas de esta exposición. El transeúnte elige una
conducta de ayuda gobernada tanto fáctica como axiológicamente por unos valores que
resultan desacostumbrados, extraños, chocantes. Valores que él hasta siente agredidos,
en este caso por los valores que gobiernan la acción de quien pretende poner a prueba a
otros sometiéndolos a una situación de presión completamente ficticia y a ojos de una
cámara para dar espectáculo. El ideal proyectado en uno y otro caso es completamente
divergente. Lo mismo sucede con el debate entre el profesor y sus alumnos: estos últi-
mos realizan un juicio fáctico guiado por el valor de la utilidad, una de las cumbres de la
forma de vida en la que estamos inmersos; el profesor pretende hacerles caer en la
cuenta del corto recorrido de una facticidad que no sea revisada a la luz de propuestas
axiológicas de mayor alcance y recorrido cuyo ideal de humanidad es más poliédrico y
policromo que el que rinde tributo a la utilidad y el máximo rendimiento con la mínima
inversión. El relato recogido en Guatemala presenta exactamente el mismo comporta-
miento: un juicio fáctico establecido conforme a una valoración socialmente aprendida
sirve en este caso para oponer dos modelos de construcción social: uno que excluye y
mata frente a otro que incluye y restringe privilegios (que no derechos). Y la experiencia
del lector sobrecogido por la rudeza de una realidad violenta cotidiana pone de mani-
fiesto hasta qué punto ejerce poder y fuerza la imposición de una forma de vida en
términos de hegemonía: no sólo logra cobijar el asesinato, la extorsión, la amenaza o el
miedo; les otorga justificación, explicación y logra abrirles un futuro en el que se piensa
que tales hechos no tendrán más consecuencia que la liberación de la que con tanto
entusiasmo se habla, sin caer en la cuenta de la degradación humana que la acompaña.
Aquí llegamos a una de las cuestiones que mayor interés despiertan en la considera-
ción del sentido ético de la existencia. Todos los elementos analíticos y conceptuales que
hemos aportado nos permiten desmenuzar con cierta paciencia y meticulosidad lo que
en términos más apresurados podríamos denominar un «conflicto de valores». Y no es
que el término esté mal escogido. De hecho, se trata de conflicto de valores lo que subya-

ella aparece un resumen de presentación del concepto que nos interesa, bajo el título: «Asimultaneidad
y deber con su dialéctica» (Ungleichzeitigkeit und Pflicht zu ihrer Dialektik) pp. 104-160.
11. Si bien el concepto blochiano es pensado en términos de análisis histórico cualitativo, cabe
aplicarlo al ámbito de la tensión entre las dimensiones fáctica y axiológica de los juicios valorativos en
lo que reflejan de tendencias diferentes que comparten un mismo tiempo cronológico, pero diferente
tiempo kairótico (cualitativo). Para un estudio detallado de este concepto, su contexto y su aplicación,
puede consultarse Javier Mtnz. Contreras, Las huellas de lo oscuro. Estética y Filosofía en Ernst Bloch.
Salamanca, San Esteban, 2004. El capítulo tercero recoge precisamente este punto.

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Javier Martínez Contreras

ce a las situaciones de las que nos hemos hecho cargo aquí y a las mil situaciones cotidia-
nas a las que todo el mundo de uno u otro modo se enfrenta. Pero no basta con saber
ésto, porque la mayoría de las veces, quiero pensar que debido a que no hay mayor
capacidad analítica ni se cuentan con mejores instrumentos de reflexión, se suele resol-
ver con un subjetivismo radical (cada uno con la suya, y procuremos no chocar demasia-
do porque no hay modo de traspasar los límites establecidos por la propia «piel moral»,
como si esta fuese impermeable), o con un gesto rápido que usa sin cautelas el califica-
tivo «nihiliista» para explicar los conflictos en términos de «pérdida de valores», que en
el mejor de los casos mueve a la nostalgia pero no impulsa una auténtica hermenéutica,
un intento efectivo de comprensión que busque una situación, al menos idealmente
mejor, más allá de la contradicción detectada.
Tampoco creo que el intento de comprensión que busca mirar más allá signifique
un «progreso moral». Creo que la noción de progreso, tan moderna como desgastada,
no es aplicable a la relación conflictiva entre las diferentes formas de vida en términos
valorativos; el conflicto entre ellas no creo que sea el de una dialéctica capaz de supera-
ción en los términos de realización progresiva que propone el hegelianismo. Si así fuera,
una vez elegida una forma de vida y adecuados a su matriz valorativa, no habría razón
para entrar de nuevo en conflicto con las formas de vida desechadas, es decir, ya supera-
das, sino sólo con otras nuevas que fuesen surgiendo como alternativa a la elegida. Como
sabemos por experiencia, esto no funciona así. Lo que entra en conflicto no son dos
valores que pugnan entre sí a ver quién puede más o a ver cuál es mejor, sino dos formas
de vida que plantean sendos horizontes de humanidad, es decir, sendos horizontes de
sentido. Los valores propuestos y difundidos en toda forma de vida son de hecho mojo-
nes de sentido, en un doble aspecto: porque aportan la tensión necesaria para superar
situaciones que se experimentan como constrictivas (es el juego entre el par valor-con-
travalor) y porque aportan la razón que permite explicar lo que se hace, un criterio de
preferibilidad que orienta la acción. ¿Cómo funciona entonces el conflicto entre formas
de vida y cómo poder explicarlo?
Parece que esa dimensión fáctica de los juicios valorativos no se contenta con adju-
dicar valores o contravalores a cosas o relaciones conforme a cánones establecidos, sino
que además estructura los juicios valorativos porque establece jerarquías de valores apli-
cando un criterio de preferencia y postergación. Este es precisamente el mecanismo de
interpretación del sentido que se realiza desde las matrices valorativas de las formas
de vida: unos valores ceden a favor de otros en función de nuestras preferencias en caso
de colisión, y además se considera que hay algunos valores que en ningún caso y bajo
ninguna circunstancia sean sacrificables. De ese modo se establecen las jerarquías de
valores en las formas de vida, instrumento imprescindible para garantizar su eficacia
como oferta de sentido en términos de humanidad deseada.
En el fondo podemos considerar que este es el modo en el que se establecen reglas
de juego para los individuos de un grupo social al menos en lo que respecta a los
códigos morales, sus observancias y los castigos asignados a sus transgresiones. Pero
también se expresa así un margen de libertad de los individuos con respecto a la forma
de vida en la que se insertan: cada quien elabora su jerarquía de preferencias y, conse-
cuentemente, de valores, lo cual eleva el grado de complejidad de las interacciones
entre los individuos mucho más. No obstante, la formación de estas escalas de prefe-
rencias suele estar muy marcada por la forma de vida, de manera que el rango de la
variación detectable en ellas no suele ser inabarcable, sino más bien de límites preci-
sos y no precisamente generosos.

206 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

Ahora bien, la dimensión fáctica y su imprescindible e impresionante trabajo no


son el único personaje de este escenario. Hay otro personaje encargado de contemplar
no lo estimado en cada forma de vida, sino precisamente lo estimable,12 lo cual impone
un uso de los valores con sentido crítico. Lo que desde esta dimensión se plantea no es la
asignación de tal o cual valor o contravalor a tal o cual objeto o relación, sino un diag-
nóstico de la calidad humana de la vida que la matriz valorativa de una forma de vida
consigue realizar. Cabe preguntarse en virtud de qué regla o canon establecen ese diag-
nóstico de calidad los juicios axiológicos. Es posible presentar una serie de instancias
racionales que transcienden todas y cada una de las formas de vida y que servirían para
tal menester, pero quizá esto sirviera para dotar a la reflexión sobre la moral (en este
sentido habría que comprender la ética y los adjetivos derivados de tal actividad) de un
cierto carácter elitista o reservado. No creo que sea así. Cualquiera es capaz y está en
condiciones —salvo patología manifiesta— de dar razón de sus comportamientos, de
explicar por qué ha preferido hacer algo de un modo y ha dejado de hacerlo de otro,
distinto y posible. Las instancias de juicio axiológico pueden obedecer a elaboraciones
intelectuales elaboradas por expertos en calidad de vida humana, pero con mayor fre-
cuencia provienen de una sabiduría que consiste en el arte de saborear la vida humana
desde una perspectiva amplia, integradora, descentrada de sí, si no universal, al menos
universalizable.
En función de estas instancias axiológicas que nos permiten establecer juicios
valorativos sobre las formas de vida podemos regresar una vez más sobre nuestras
cuatro situaciones paradigmáticas y preguntarnos sobre la calidad humana de vida
que se puede deducir de las matrices valorativas en conflicto en ellas. Y como se sabe,
en todo conflicto, hay que elegir. ¿Cómo realizamos la elección y con qué bagaje conta-
mos para realizarla? Está claro, por todo lo dicho, que nuestra razón nos permite
formular juicios valorativos fácticos y axiológicos para encauzar nuestras relaciones
en términos de preferencia y postergación, y además decidir sobre la calidad humana
que se deriva del modelo así elaborado. ¿Basta con eso? Creo que no. El bagaje que nos
permite ese ejercicio racional que supone la elección de una forma de vida como la
propia, tanto en términos tanto individuales como colectivos, no estaría completo sin
dos de sus elementos más fundamentales: la libertad y el mundo de los afectos, senti-
mientos y pasiones. De hecho, por lo que parece, nuestra razón valorativa es básica-
mente una razón afectiva.
Ocupémonos en primer lugar de la libertad, que en este caso significa en primer
lugar la capacidad de elegir, de decantarnos y por tanto asumir una forma de vida como
propia. Esta es una caracterización bastante elemental de la libertad. Apenas su primer
paso, que se da en términos muy ambiguos: se elige una forma de vida por motivos de
identificación social, porque hemos sido socializados, criados, educados en ella, en algu-
nos casos —probablemente los menos— como consecuencia de un proceso de discerni-
miento que parte de una inquietud que indica que algo no va bien, que algo no funciona
porque no satisface, en la forma de vida en la que se está viviendo. A partir de ahí
comienza un proceso en el que la libertad se determina porque al realizar una elección
escoge un campo de juego, una abanico de posibilidades de comportamiento regido por
las normas de preferibilidad y rechazo que ya nos resultan familiares. Cuando esto suce-
de, la libertad aparece inevitablemente acompañada: la razón deliberativa, la solidari-
dad, la justicia, la responsabilidad... De todos esos compañeros me parece indispensable

12. Cf. Eladio Chavarri, «Dimensiones de los valores»... p. 51 ss.

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Javier Martínez Contreras

recuperar uno del que apenas se habla probablemente porque una de las patologías que
afectan a nuestra forma de vida es el rechazo a la crítica que pueda tener como conse-
cuencia la introducción de cambios sustanciales en su matriz valorativa, en su núcleo
duro. Me refiero a la parresía.
El término ni siquiera resulta familiar, y sin embargo se trata de una de las cuali-
dades más apreciables y apreciadas de la Antigüedad griega, que sirve de unión entre
el cuidado de sí y el cuidado de los otros, del gobierno de sí mismo y del gobierno del
conjunto, enlazando individuo y sociedad, ética individual y ética social o política.13
La parresía alcanza tanto al ethos, a la cualidad moral o actitud moral, cuanto a un
saber hacer, un saber ejercer que es un decir verdadero, sincero y arriesgado en el que
discurso y verdad se dan la mano. La pretensión de ese discurso es la de, aprovechan-
do las circunstancias, la ocasión, incidir en que cada quien se construya a sí mismo en
términos de autonomía, por tanto de responsabilidad, dibujando un sujeto virtuoso y
en consecuencia dichoso, feliz. La parresía, traducida al latín como libertas, es la cuali-
dad necesaria en el planteamiento de una ética entendida como definición de un estilo
de existencia, la elección de una forma de vida que permite la realización de un modo
de ser hombre que realmente merece la pena porque no basa su calidad ni en el enga-
ño que oculta, esconde o manipula información, ni en el éxito de unos a costa de la
pérdida de muchos.
¿Qué significa exactamente el término parresía? Suele traducirse el término como
«libertad de palabra», «hablar libremente», en el sentido de decirlo todo. No sólo todo lo
que uno tiene que decir, sino todo lo que hay que decir. Se supone que el parresiastés
ofrece un relato completo de cuanto tiene en su mente de manera que los demás pueden
comprender con bastante exactitud lo que piensa. Se establece de ese modo una relación
en la que la franqueza es imprescindible y además se actúa sobre la opinión de los
demás mostrando la propia del modo más directo posible. No obstante, nos equivoca-
ríamos si pensásemos que el parresitastés se limita a su verdad. El parresiastés dice lo
verdadero porque sabe que es verdadero, y lo sabe porque eso que dice es realmente ver-
dadero (pues en caso contrario no sería un parresiastés).14 Como tercera característica,
la parresía está vinculada al valor frente al peligro: se requiere valor para decir la verdad
a pesar del peligro que se cierne sobre quien ose tal ejercicio. En la Grecia clásica la cosa
no era para bromas: se corría el riesgo de morir por decir la verdad en lugar de disfrutar
de consideración y reconocimiento.15 El parresiastés parece ser alguien que prefiere de-
cir la verdad antes que ser alguien falso consigo mismo y con el resto. La parresía, ade-
más, se plantea como un juego entre el que dice la verdad y su interlocutor porque el
peligro proviene de la reacción del interlocutor ante la verdad desnuda que se le presen-
ta en el discurso del parresiastés. Por tanto, la parresía tiene una función de crítica que se
ejerce en condiciones de inferioridad: el parresiastés siempre es menos poderoso que
su interlocutor, de ahí su dificultad y su peligro. Este rasgo es muy importante si lo
pensamos en las sociedades actuales que pretenden construir esquemas democráticos
de convivencia. Sin parresía no hay posibilidad real de tomar parte en la vida política,

13. Nuestra referencia para la presentación y exposición de este concepto es el magnífico estudio
realizado por Michel Foucault, Discurso y verdad en la antigua Grecia. Barcelona, Paidós, 2004.
14. Cf. ídem p. 39
15. Sin pretender una identificación que ciertamente no es automática, si cabe hacerse una idea
de lo complejo del panorama para los filósofos en la Grecia clásica (auténticos parresiastés en algunos
casos) consultando el texto de Luciano Canfora, Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filóso-
fos griegos. Barcelona, Anagrama, 2002.

208 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

pues se instaura una situación en la que la vida política común se protege contra la
verdad. La última característica de esta cualidad es que en ella decir la verdad es consi-
derado un deber. Nadie obliga a hablar al parresiastés; éste siente que su deber es hacerlo
y no guardar silencio.
En resumidas cuentas, la parresía es una actividad discursiva en la que el hablante,
a través de la franqueza, establece una relación específica con la verdad; se relaciona
también con la propia vida en lo tocante al modo de enfrentar y asumir el peligro; en la
relación consigo mismo y con los otros incide también la crítica en cuanto exposición de
la dimensión axiológica de lo estimable; y además, se une una relación específica con la
moral en cuanto a que en ella intervienen tanto la libertad como el deber. En la parresía
de hecho se realiza una elección: se prefiere la franqueza y la verdad a la persuasión, la
falsedad o el silencio, se prefiere el riesgo a la seguridad, la crítica a la adulación y el
deber al interés propio o a la apatía.16
¿Por qué resaltarla y recuperarla? Porque si, como antes avanzábamos, el conflicto
de estas situaciones puede remitirse a un conflicto de valores, y éstos cumplen la fun-
ción de transformar, ofrecer sentido, superar constricciones fácticas, acreditar y des-
acreditar entes, entonces es imprescindible que el ejercicio de libertad de los sujetos
dentro de una forma de vida sea un ejercicio de libertad parresiástico en cuanto a la
franqueza, el compromiso con la verdad, la responsabilidad frente a la propia vida y la
de los otros, la asunción de las consecuencias puedan derivarse del ejercicio de palabra
que efectúa el parresiastés y su compromiso con una forma de vida que es criticada y
superada con la intención de que el ser humano dé lo mejor de sí.
En segundo lugar, tenemos pendiente el asunto de la razón afectiva y el mundo de
los sentimientos.17 No ha sido especialmente hábil nuestra tradición ética en la conside-
ración, tratamiento y articulación de las pasiones, sentimientos y emociones. Más bien
se ha procurado neutralizarlos en lo posible, cuando no dominarlos o directamente
reprimirlos. Ninguna de las propuestas éticas basadas en el dualismo que separa cuerpo
(sentimientos) y alma (razón) puede considerarse exitosa en su pretensión de hacernos
funcionar en clave de razón valorativa apática, es decir, valoraciones tendentes a obede-
cer una supuesta capacidad de elección basada exclusivamente en criterios racionales
carentes de tintes afectivos que arrojasen una sombra de subjetividad que, de ser cierta,
invalidaría la decisión adoptada. Esta forma de encarar la reflexión sobre el comporta-
miento moral ha sido la más común en la ética occidental hasta que David Hume propu-
so la subordinación de la razón a la pasión.
Sin embargo, es evidente que el mundo afectivo tiene una relevancia en la vida
personal y común difícilmente igualable en peso por cualquier otra instancia. Esto es
bien conocido y normalmente también bien utilizado en los ámbitos políticos, no siem-
pre con intenciones confesables, sino más bien cercanas a la manipulación. La razón de
tal relevancia no estriba únicamente en que haya un cierto consenso sobre la importan-
cia que cada quién otorgue a la vida afectiva o los estudios que manifiestan la relación

16. Cf. Michel Foucault, O.C. p. 46.


17. Entre otros estudios sobre la cuestión afectiva pueden verse los siguientes: Daniel Goleman, La
inteligencia emocional. Barcelona, Kairós, 1996; José Antonio Marina, El laberinto sentimental. Barce-
lona, Anagrama, 1988; Andrés Ortiz-Osés; La razón afectiva. Salamanca, San Esteban, 2000; Susan
Sontag, Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara, 2007; Eva Illouz; Intimidades congeladas. Las
emociones en el capitalismo global. Buenos Aires, Katz, 2007; Martha C. Nussbaum, Paisajes del Pensa-
miento. La inteligencia de las emociones. Barcelona, Paidós, 2008; Xavier Etxeberria, Por una ética de
los sentimientos en el ámbito público. Bilbao, Bakeaz, 2008.

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Javier Martínez Contreras

entre la afectividad y algunas patologías tanto individuales como psicosociales, o entre


entornos afectivos adecuados y el correcto desarrollo biológico y social. El motivo tiene
que ver con el hecho de que los sentimientos tienen una capacidad de movilización,
motivación e identificación colectiva (es decir, relacional), que no encontramos en nin-
gún otro elemento constitutivo de las formas de vida, siempre muy empeñadas en deli-
mitar y educar las afectividades posibles e imposibles dentro de cada una de ellas. Y por
ende, la actividad de la razón valorativa que hemos descrito en claves de estricto funcio-
namiento formal, es una actividad inimaginable sin el acompañamiento de los senti-
mientos y las emociones. No es posible realizar valoración o estima alguna de cualquier
objeto, situación o persona sin que esa actividad tenga como suelo nutricio un senti-
miento o una emoción.
Y aquí es donde aparece la primea dificultad de orden terminológico. ¿Hablamos
de emociones o de sentimientos? ¿Son lo mismo una cosa y otra o hay diferencia entre
ellas y de qué orden son? ¿Entran en consideración aquí las pasiones? Tras esta preci-
sión terminológica, será necesario tratar de aclarar qué mecanismos funcionan en el
mundo afectivo para dejar constancia de su contundente presencia y relevancia en la
cuestión que nos ocupa.
Parece que el mundo afectivo o sentimental es un mundo en el que cabe establecer
la identificación de habitantes diferentes, del mismo modo que en el mundo racional
distinguimos entre sensaciones, percepciones, juicios o conceptos e ideas. El primero de
los habitantes del mundo afectivo es el sentimiento. Se trata de un balance de orden
afectivo que realizamos conforme a datos obtenidos de los intercambios realizados en-
tre la realidad exterior a nosotros y nuestros deseos, expectativas y creencias. Estamos
entonces ante un termómetro de lo más eficaz que nos permite observar el impacto que
tiene sobre nosotros el medio que nos rodea y ante el que reaccionamos. La reacción que
experimentamos en realidad mide la importancia, es decir, el valor, que otorgamos, para
bien y para mal, a aquello que nos afecta. Esto es crucial, y lo analizaremos más adelan-
te. Ahora bien, las reacciones que mide este termómetro interno no siempre responden
a un patrón de serenidad. En ocasiones hay sentimientos que nos asaltan abruptamente,
con una intensidad más que notable, pero por suerte resultan breves, y suelen ir acom-
pañados de manifestaciones corporales. A esa clase de sentimientos las llamamos emo-
ciones.18 El tercer habitante del mundo de los afectos es la pasión, caracterizada por ser
un sentimiento de una enorme intensidad que impele con fuerza casi irresistible a ac-
tuar de una determinada manera. Ciertamente entonces, podría decirse que tanto emo-
ciones como pasiones son modulaciones de los sentimientos, o formas de hacerse pre-
sentes los sentimientos que son el resultado de un balance interno realizado por cada
individuo como respuesta a una afección. Veamos como sucede la elaboración de esa
respuesta interna.
En su magnífico estudio sobre el mundo afectivo y su relevancia ética, Martha
Nussbaum califica las emociones, es decir, los sentimientos, de «levantamientos geológi-
cos del pensamiento», dando así cuenta de la nada despreciable aportación de tales

18. Aquí aparece un punto de disonancia entre lo que presenta Xavier Etxeberria, quien asume la
denominación de los afectos que ofrece José Antonio Marina, y lo que plantea Martha Nussbaum. Esta
última describe lo que ella llama emociones en términos prácticamente idénticos a los que usa Xavier
Etxeberria para los sentimientos. Quizá la razón de tal discordancia pueda estar en la elección de la
palabra castellana para traducir el término inglés «emotion», que puede traducirse tanto por senti-
miento como por emoción, dependiendo del uso concreto de la palabra que se haga en cada caso.

210 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

terremotos a la decisión que regula nuestros comportamientos. Y para completar el


análisis de tales conmociones, sostiene que en ellas se dan juicios de valor que atribuyen
importancia variable a cosas, personas y relaciones externas, en función de una serie de
parámetros que pueden considerarse de orden individual. De manera que en los senti-
mientos se da la confluencia de tres procesos casi de forma imperceptible: una valora-
ción cognitiva, es decir, una evaluación o balance, el desarrollo y florecimiento de los
objetivos propios y proyectos que cada quien juzga de máxima importancia, y la relevan-
cia, igualmente variable, de esos elementos externos en tanto que también forman parte
del mapa de objetivos propios del individuo.
En consecuencia, debemos aclarar en qué consista esa actividad evaluadora en la
que parecen implicadas diversas operaciones. Lo primero que aparece claro es que esas
evaluaciones tienen objeto, es decir, algo es evaluado. Ciertamente la evaluación que se
realiza de ese objeto depende de múltiples factores: unos son de carácter subjetivo (cuá-
les son las necesidades o intereses del evaluador, sus creencias, su forma de ser, su au-
toimagen o estado de ánimo) y otros de carácter más social (normas y hábitos aprendi-
dos, valores, obligaciones y deberes interiorizados, normas sociales vigentes que estipu-
lan qué es y qué no es correcto, etc.).19
El objeto del que hablamos no es, en el ámbito de la emoción, percibido sin más.
La relación que se establece con él es de carácter interno y deja traslucir una mirada
de peculiares características. Aquí no se trata de que la percepción del objeto sea
verdadera en el sentido de la adecuación, ni siquiera correcta. La mirada de la que
hablamos manifiesta sobre todo una implicación del sujeto con el objeto, y manifies-
ta cómo se ve el sujeto en relación a tal objeto. Precisamente en ese punto entran en
juego toda una serie de creencias sobre el objeto y sobre sí mismo. Aristóteles, Espi-
nosa, Descartes o Hume definen las emociones en términos de creencias. Esto es muy
importante tenerlo en cuenta, porque en mi opinión es la clave que nos permite rom-
per la coraza de un sentimentalismo bastante rudimentario y falso, pero muy exten-
dido, que sostiene que cada quien estaría encerrado inevitablemente en el caparazón
de sus sentimientos, como si estos fuesen la fuente última y prístina de la más invio-
lable intimidad... y resulta que en ese reducto inviolable hay elementos de indudable
procedencia social y por tanto heterónoma, hasta el punto de que sin ellos no hay
sujeto capaz de sentimientos complejos más allá de reacciones que podríamos califi-
car de estrictamente primarias.20 No obstante, sobre este punto de heteronomía vol-
veremos un poco más adelante. Estas creencias de las que hablamos son esenciales
para descubrir la identidad del sentimiento. Por sí mismo, el sentimiento no me indi-
cará si lo que estoy sintiendo es preocupación, miedo, aflicción o compasión. Necesi-
to para ello realizar un trabajo en el que analice lo que está pasando en términos de
afectos y creencias, es decir, considere el pensamiento como una herramienta im-
prescindible en el mundo afectivo.
Y por último resulta que los sentimientos, como decíamos antes al utilizar la metá-
fora del termómetro, asignan al objeto percibido con esa peculiar mirada subjetiva en
relación con un complejo mundo de creencias, un valor, que se establece en función del
papel que tal objeto debe cumplir con respecto a la propia vida o al propio proyecto vital

19. Cf. Xavier Etxeberria, O.C. pp. 18-20.


20. Véanse a este respecto los capítulos dos y tres de la obra citada de Martha Nussbaum, dedica-
dos a las diferencias y similitudes entre el mundo afectivo animal y humano y a las referencias sociales
del sentimiento individual respectivamente.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 211

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Javier Martínez Contreras

de la persona.21 Esto no quiere decir que los objetos teñidos por el sentimiento se instru-
mentalicen en el sentido de que su valor se les asigne en función de su capacidad para
satisfacer a alguien. De hecho, hay muchos objetos que son estimados por sí mismos, sin
ninguna asignación de funcionalidad. Pero lo cierto es que aquellos que aparecen en esa
relación estrecha e íntima que estamos describiendo, adoptan una perspectiva que, con
Nussbaum, vamos a llamar local.22
Llegados aquí, el primer proceso al que antes aludíamos, está completo. Hemos
percibido y hemos valorado. Obviamente, como toda actividad humana, esta actividad
no es sólo una respuesta evaluadora de la situación de un individuo con respecto a su
medio. Esta respuesta cumple una función imprescindible para el sujeto que la realiza:
está relacionada con el desarrollo y florecimiento de la propia vida y su proyecto. Es
decir, estamos ante la perspectiva eudaimonista, en la que la pregunta fundamental es
cómo debo vivir. La respuesta a esa pregunta es el ideal de felicidad, de vida plena, que
cada sujeto se configura, y que debe incluir necesariamente todo aquello a lo que se
atribuye valor por su papel y su lugar en ese horizonte de felicidad. Este horizonte se
forma realizando un filtrado de elementos que tienen que ver tanto con la historia perso-
nal como con las normas sociales vigentes en las formas de vida. Normas sociales que no
sólo tienen contenido moral sino también prefiguran la imagen del éxito y del fracaso.
De forma entonces que el mundo afectivo tiene un ineludible componente de cons-
trucción social que no eclipsa ni sustituye, sino que más bien complementa, su otro
ingrediente antes mencionado, la historia individual. Por eso los cambios en las normas
sociales alteran la vida emocional de los individuos. Por eso es posible pensar, ante las
situaciones que nos servían de marco al inicio de estas páginas, que todo se explica por
una pérdida de valores o de eliminación de normas con consecuencias afectivas profun-
das para los individuos que siguen sosteniendo sus proyectos felicitantes conforme a
claves que ya no son las vigentes en el conjunto de la sociedad/forma de vida en la que
viven. Dos importantes consecuencias se siguen de esta constatación: hay una lógica en
los sentimientos humanos según la cual en ellos se confronta la libertad individual con
la moralidad vigente en una forma de vida, lo que entraña la necesidad de educar los
sentimientos de quienes en ella habitan; por otro lado, los sentimientos están sujetos a
deliberación y revisión conforme a una serie de interacciones con los otros, de manera
que hay una reflexión general que establece formas de reciprocidad muy complejas,
pero igualmente imprescindibles para el horizonte vital felicitante de los individuos.
Esto es lo mismo que reconocer la dimensión pública de todo sentimiento, que no deja
de ser una realidad, una dinámica, individual, y si la reconocemos, entonces se impone
también el reconocimiento de toda una serie de mecanismos tanto individuales como
colectivos que permiten la identificación y cultivo de aquellos sentimientos que una
forma de vida identifica como positivos porque empujan hacia el horizonte de su pro-
puesta eudaimónica, con todas sus ambivalencias, y el modo de desterrar, reprimir, en-
cauzar o modificar —según lo hábil o patosa que sea la sabiduría sentimental y su trans-
misión educativa en una forma de vida— de los sentimientos interpretados en el sentido
opuesto al que acabamos de describir.

21. Esto no significa que todo valor esté ligado necesariamente y por definición a un sentimien-
to. De hecho hay valores de orden intelectual, por ejemplo, con los que el individuo no mantiene
ninguna relación vital (por tanto no hay implicación afectiva) y que se considera valiosos en térmi-
nos generales.
22. Martha C. Nussbaum, O.C. p. 53.

212 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

Un último detalle a este respecto: el mundo afectivo tiene la denodada costumbre de


traducirse en comportamientos. Las valoraciones afectivas apoyadas por las creencias no
se quedan en el plano teórico o intelectual sin ir más allá. Suele suceder que nuestra
libertad personal se pone en situación de realizarse cuando decide si efectivamente vamos
a realizar aquello que nuestros sentimientos o emociones o pasiones exigen con rotundi-
dad en el momento en que se presentan. Nuestro transeúnte podría haberse airado y
encauzar su rabia manifestando su total desacuerdo con el experimento del que habría
sido objeto con formas coléricas perfectamente comprensibles en esa situación en lugar
de optar por una contención de sus sentimientos de impotencia y rabia que sustituyeron a
la agitación y el temor ante el enfermo que creía tener delante. El profesor podría haber
optado por dar cauce a su aflicción y su tristeza ante el utilitarismo de sus alumnos tam-
bién con un discurso en tono de diatriba afeando a sus alumnos su miopía moral, en lugar
de proponer preguntas que les pusiesen en el brete de ver y considerar lo que hasta ese
momento preferían ignorar. O la profesora que tras su discurso sobre la violencia del
Estado guatemalteco se queda literalmente de piedra ante la incapacidad de la alumna
que se queda con una visión de la realidad completamente ideologizada, y opta por el
silencio en lugar de gritarle indignada y temerosa, su incapacidad para la empatía que le
permitiría ponerse en el lugar de aquellos a quienes con tanto ahínco desprecia. O nuestro
escritor, que opta por una «ficción» que sea el espejo frío, contundente y brutal en su
recopilación, de una realidad a la que habría podido enfrentarse con instrumentos más
cálidos, más envolventes y seductores, buscando que sus lectores apreciasen los mismos
matices que él percibe y convirtiéndolos en sus cómplices.
Todos estos protagonistas hacen uso de su libertad y deciden el comportamiento
más acorde tanto con sus sentimientos como con las normas que consideran deben ser
observadas para lograr alcanzar el horizonte felicitante de la forma de vida en la que se
enmarcan.

3. Para seguir pensando

Parece entonces que el sentido ético de la existencia envuelve una complejidad nada
desdeñable. Implica tanto nuestras capacidades deliberativas, judicativas y valorativas
como el interesante mundo de nuestros afectos, al servicio de los cuales efectúa su traba-
jo la razón. Y parece que queda de manifiesto también su importancia, pues en él se
comprometen nada menos que el ejercicio de nuestra libertad como el horizonte de
felicidad y de sociabilidad. Otro de los descubrimientos, de rango no menor, es el que
nos obliga a pensar ese sentido ético ligado siempre a una forma de vida, siempre con-
creta, determinada, condición de posibilidad y limitación, simultáneamente, de la diná-
mica de realización individual y colectiva que lo define.
Quizá nos hemos extendido con cierta demora sobre los aspectos de análisis que
explicitan lo que permite hablar del sentido ético de la existencia. Era necesario. Pero
para completar el panorama es necesaria una palabra sobre el sinsentido, o las patolo-
gías, inherentes tanto a esta cuestión como a la propia condición humana.23 Toda forma

23. De hecho, esta cuestión de la ambivalencia como mirada dúplice sobre la realidad es una de las
preocupaciones constantes del pensamiento y la obra de Andrés Ortiz-Osés. Parece obvio que en este
tema específicamente, no podemos dejar de mencionar, considerar y atender la duplicidad de toda
forma de vida y de toda apreciación moral y ética.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 213

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Javier Martínez Contreras

de vida, como hemos visto, aporta elementos más que suficientes como para desarrollar
una vida que pueda ser considerada moral y feliz. Pero simultáneamente, toda forma de
vida imposibilita determinados elementos que bien pueden considerarse imprescindi-
bles. No hay forma de vida que pueda considerarse exonerada de patologías, de la nega-
ción de aquello que propone como su más profunda raíz de sentido.
Así por ejemplo, se sostiene que nuestra forma de vida impide de hecho el cultivo
del valor/sentimiento de solidaridad más allá de su versión cálida.24 Igualmente se
constatan las enormes dificultades que tenemos para hacernos una idea de la libertad
y su ejercicio más allá de la idea liberal que ha conseguido adueñarse de nuestro ima-
ginario colectivo, no sólo en los términos parresiásticos que aquí hemos presentado,
sino también en términos de desarrollo comprometido de la elección adoptada con
tintes de responsabilidad.25 O también es posible que se analice de qué manera el
paradigma de razón predominante en una forma de vida impide aquellos ejercicios de
crítica que obligarían a la transformación de comportamientos asumidos como natu-
rales que cederían ante el empuje de valores provenientes de otro tipo de racionalida-
des igualmente legítimas, si bien postergadas.26 E incluso se puede explicitar hasta qué
punto el sentido ético puede ser postergado para favorecer intereses ligados a un modo
de actividad económica que sin esa manipulación no sería posible practicar, y qué
cambios habría que introducir tanto en el sentido ético como en la esfera de la econo-
mía para recuperar una relación cuyo quebranto no ha tenido consecuencias acepta-
bles ni sostenibles.27
Si es cierto que los dos pilares del sentido ético de la existencia son, como ya
mencionara Aristóteles, el hombre bueno y la constitución justa,28 no es menos cierto
que esos pilares constantemente se enfrentan con la posibilidad del fracaso de su pro-
puesta pues aparece siempre como contrapunto el hombre malo y la constitución in-
justa. He insistido en que no cabe pensar en este campo en términos de progreso, pues
nunca dejamos atrás definitivamente aquello que una forma de vida determina como
indeseable. Y creo que los esquemas dualistas que fácilmente dividen la realidad en
términos de bueno y malo y procuran aparentes soluciones que extirpan lo calificado
en el segundo dividendo, son esquemas engañosos y por ende injustos. La condición
humana es como es. Perfectible, sí, pero no inocente. Decidir ignorar las patologías,
decidir extirpar el mal, no es una forma de superarlo. Sólo es una forma de potenciar-
lo. De ahí el carácter sisífico, reiterativo, de la reflexión ética y de la práctica moral. Ni
el carácter individual (ethos) puede darse por formado (y por tanto blindado ante su

24. Recomiendo el estupendo análisis de este tema en Emilio García Estébanez, «La solidaridad
imposible», en Valores Marginados..., pp. 69-88.
25. Como pone de manifiesto Marc Fumarolli en La educación de la libertad. Barcelona, Arca-
dia, 2007.
26. Alguna de las obras de Eladio Chavarri que hemos citado anteriormente proponen como pato-
logía el ejercicio exclusivo de la razón desarrollista o el modelo de hombre productor-consumidor
como únicos parámetros vitales sancionados por el horizonte vital eudaimónico de nuestra actual
forma de vida. En parecida línea de filosofía crítica puede verse Axel Honneth, Patologías de la razón.
Historia y actualidad de la teoría crítica. Buenos Aires, Katz, 2009.
27. Me remito al trabajo imprescindible de Peru Sasía y Cristina de la Cruz, Banca ética y ciudada-
nía. Madrid, Trotta, 2008.
28. Véase Agnes Heller, «Los dos pilares de la ética moderna» en Agnes Heller y Ángel Prior
(eds.) Los dos pilares de la ética moderna. Diálogos con Agnes Heller. Zaragoza, Los libros del
Innombrable, 2008.

214 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido ético de la vida humana

descomposición) ni el entorno (ethos también) que lo nutre y lo hace posible puede


darse por definitivamente constituido (e igualmente inmune ante las patologías que,
literalmente, desmoralizan).
El sentido ético de la existencia tiene que asumir entonces que es falible. Que sus
deliberaciones pueden resultar equivocadas y aquello que se aprecia porque conduce
al horizonte felicitante bien puede, a la larga, manifestar exactamente lo contrario.
Hay algo de apuesta, de riesgo, de cálculo prudente en todo esto. Sin ese riesgo carece
de sentido la libertad, la dialéctica de oposición entre diferentes formas de vida y sus
propuestas eudaimónicas. Lo que quiero decir es que no es posible no tener una idea
de lo bueno en términos de ser humano pleno (y por tanto feliz) y de constitución/
sociedad justa, y por lo mismo no es posible no identificar sus contrarios: un ser hu-
mano frustrado, infeliz, y una constitución/sociedad injusta (y en consecuencia inhu-
mana e invivible).
Toda forma de vida, y todo sujeto en ella, asumen que sus propuestas han de estar
constantemente en la dinámica de revisión que impone el desarrollo de la existencia,
aunque sólo sea en su alcance temporal. Asumen la necesidad de detectar sus patologías
y proponer la correspondiente terapia capaz de superarlas. Una superación que a la vez
que intenta ir más allá, siempre retiene lo que quiere y necesita ser sanado.29 Precisa-
mente por ello mantenemos viva la conciencia del desarrollo histórico de las formas de
vida, porque no podemos prescindir de aquello que nos salva en la medida en que lo
retenemos. El olvido no es un mecanismo con tintes liberadores en el ámbito que nos
ocupa. Más bien nos entrega atados de pies y manos a lo que debe ser superado en aras
del acercamiento efectivo al horizonte de plenitud que es lo único que puede aportar los
motivos suficientes, razonables, presentables y discutibles para preferir un comporta-
miento a otro.
Al fin y al cabo, esa es la tarea de toda ética: provocar deliberación, afinar la crítica
y, finalmente, posibilitar la adopción de comportamientos que miran más allá del hic et
nunc intentando hacernos más sabios, en el sentido del término para la filosofía anti-
gua, es decir, plenos (felices) por capaces de vivir en la mejor forma de vida. Y la mejor
de las formas de vida es aquella o aquellas que hacen posible el entorno más adecuado
para nuestra realización tanto individual como colectiva. Es aquella, o aquellas, en la(s)
que de forma óptima todo recibe y acredita el grado de estima más adecuado, más justo,
más responsable. El sentido de la sabiduría antigua se asentaba precisamente en esto:
desarrollar la capacidad de vivir una vida buena. Sus desarrollos hicieron lo posible por
proponer claves para descubrir y disfrutar el sentido ético, formativo, de la vida huma-
na. A pesar de todo, ni siquiera el olvido, actitud tan propia de nuestros tiempos, ha
conseguido hacernos olvidar definitivamente aquella virtud socrática que, sin que poda-
mos aprenderla, siempre estamos en situación de poder recordar porque forma parte de
lo que somos.

29. Muy interesante a este respecto la propuesta de Giovanni Reale en, La sabiduría antigua. Tera-
pia para los males del hombre contemporáneo. Barcelona, Herder, 2000.

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EL SENTIDO HISTÓRICO
DE LA VIDA HUMANA*

Jean Grondin

La historicidad: Hegel

La noción de historicidad, que suele designar «el carácter de lo que es histórico» (Ro-
bert), comporta dos sentidos distintos, aunque los dos relacionados con la ciencias hu-
manas. En un primer sentido, más técnico o historiográfico, «lo que es histórico» se
opone a lo que no es más que mito o leyenda. La historicidad caracteriza entonces a lo
que puede ser atestiguado de manera factual, con la «crítica de las fuentes» que practi-
can todas las ciencias humanas. Así, un historiador se puede preguntar por la historici-
dad de la guerra de Troya, un teólogo por la de la resurrección de Cristo o un filólogo por
la autenticidad de un documento.
En un segundo sentido, más filosófico, la historicidad (a veces en francés se usa la
palabra «historialité» para distinguirla del primer sentido) evoca una característica
universal de la condición humana, el hecho de que se encuentre completamente deter-
minada por su condición histórica. Como subraya la contingencia y la relatividad de
todas las opiniones, esta historicidad hace surgir el problema del relativismo (o del
historicismo). Este término, con sus dos sentidos, aparece en el siglo XIX pero sólo
adquiere un alcance filosófico en el siglo XX con autores como Dilthey, Heidegger,
Gadamer y Ricoeur.
El primer autor que utilizó el término parece haber sido Hegel, pero lo ha hecho en
un sentido que nos resulta un tanto extraño. En sus Lecciones sobre la historia de la
filosofía (ver Ricoeur, 2000, 482), Hegel evoca el sentimiento de familiaridad que tene-
mos ante los griegos y que se funda sobre el hecho de que ellos también tenían una viva
conciencia de su origen y de su esencia: «es en esa relación que existe respecto a la patria
(Heimatlichckeit: en el hecho de sentirse como en casa)..., en ese carácter de la libre y
bella historicidad, en que la Mnemosynè (la Memoria) forma parte de lo que son, donde
reside el germen de la libertad pensante y la necesidad de que la filosofía haya podido
nacer entre ellos».
La historicidad queda aquí emparejada con la conciencia de sus orígenes y, por
tanto, con la memoria. Esta concepción confirma la idea de Hegel de que el espíritu
tiene que desarrollarse de manera histórica. Es de todas formas muy significativo que
ese término sólo aparezca de un modo marginal, no en sus obras principales. La rela-
ción entre el espíritu y la historia tiene siempre un carácter bastante ambiguo en Hegel:
si bien el espíritu se realiza a través de la historia, no está empero sometido a ella.

* Traducción Luis Garagalza.

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El sentido histórico de la vida humana

1. La conciencia histórica: W. Dilthey

El término historicidad no ha sido empleado por los herederos inmediatos de Hegel y se


mantiene bastante discreto hasta finales del siglo XIX (cfr. Renthe-Fink). El tema no
vuelve a aparecer de manera significativa hasta que lo aborda Wilhelm Dilthey (1833-
1911) y su posteridad. Dilthey se dedicó desde muy pronto al proyecto, inacabado, de
una «crítica de la razón histórica», la cual tenía que elaborar una fundación metodológi-
ca de las ciencias humanas que justificara su pretensión específica de verdad. Esta con-
cepción permite entender que la razón no existe más que históricamente y que el estudio
de las formas en que se da le corresponde a las ciencias humanas. En su Introducción a
las ciencias del espíritu de 1883, Dilthey había intentado demostrar el fracaso de la meta-
física a la hora de conocer las realidades espirituales de un modo no histórico.
Las ciencias humanas, que en alemán se llaman Geisteswissenschaften, ciencias del
espíritu, pueden sustituir con éxito a la metafísica ya que adoptan una actitud resuelta-
mente histórica: ya no intentan comprender la esencia atemporal del espíritu, sino com-
prenderlo tal como se manifiesta históricamente. Se siente aquí cómo brota el problema
del relativismo histórico o de lo que se llamará el «historicismo»: ¿es posible el conoci-
miento verdadero, habida cuenta del carácter histórico de todo saber ? Dilthey está con-
vencido de que sí y por ello promete desarrollar una metodología del conocimiento
histórico, con la que pretende contener la arbitrariedad y el subjetivismo que amenazan
la objetividad de las ciencias humanas.
El primer instrumento metodológico de las ciencias humanas reside además en la
propia conciencia histórica: mientras que las épocas anteriores interpretaban ingenua-
mente la historia a partir de los prejuicios de su propio tiempo, las ciencias humanas,
que habían llegado a ser rigurosamente históricas, comprenden las realidades del espíri-
tu atendiendo a su génesis histórica. En la conciencia histórica Dilthey no ve tanto un
obstáculo como una condición de la objetividad del conocimiento. Así, a Dilthey no le
interesa tanto el conflicto entre las visiones del mundo como su posible conciliación en
una tipología: su diversidad sería el reflejo de los diversos rostros de la vida misma.
Aunque Dilthey habla mucho de la conciencia histórica y del mundo histórico, el
término historicidad resulta bastante raro en su obra. Tiene, sin embargo, un papel
fundamental en la correspondencia entre Dilthey y el conde Yorck de Wartenburg de
1877 a 1897, año en que muere éste último. Esta correspondencia apareció en 1923 y
conoció una inmensa posteridad, especialmente a través de Heidegger que se solidarizó
con Yorck en el célebre parágrafo 77 de Ser y tiempo. El interlocutor de Dilthey evoca en
una carta «nuestro común interés por comprender la historicidad» (texto citado por
Heidegger, SZ 398). La fórmula revela que probablemente el término es más de Yorck
que de Dilthey.
Yorck se pregunta si el acercamiento metodológico, comparativo y tipológico de Dil-
they, que él considera «estetizante», hace realmente justicia a la historicidad de la vida
misma. Para él, la historicidad no es primariamente una categoría de la ciencia, sino de la
propia vida. Es este posicionamiento Heidegger ha visto una toma de distancia, en nom-
bre de una filosofía de la vida, respecto al acercamiento metodológico y epistemológico de
Dilthey. En aras de la justicia hay que reconocer que el último Dilthey se ha esforzado por
mostrar cómo las categorías de la ciencia emergen de la propia vida y de su carácter
histórico. Georg Misch, editor y yerno de Dilthey, ha insistido en este punto en su impor-
tante introducción al tomo 5 de las Obras de Dilthey, aparecido en 1924.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 217

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Jean Grondin

2. Historicidad existencial y destino: M. Heidegger

Es precisamente este vínculo que hay entre la historicidad y una filosofía de la vida el
que Heidegger ha intentado «radicalizar» en su obra maestra, Ser y tiempo (1927). La
cuestión de la historicidad se convierte para él en una cuestión ontológica: concierne a la
constitución misma de un ser histórico, a saber, al hombre, al que concederá el nombre
de Dasein. El término significa que el hombre se caracteriza por el hecho de que tiene
que ser su ser, el cual puede asumir en su historicidad radical o no. La historicidad
(Geschichtlichkeit) se comprende entonces a partir del «acontecimiento» (Geschehen) o
del desarrollo de la existencia que se extiende entre el nacimiento y la muerte. El desa-
rrollo auténtico de la historicidad es el de la «resolución anticipadora» que «mira a la
muerte» y «posibilita la resolución».
Pero ¿en vista de qué ha de tomarse esta resolución? La respuesta incumbe en cada
ocasión a la existencia concreta, pero Heidegger subraya que ésta tiene que despejar sus
posibilidades de existencia auténtica a partir de una herencia (Erbe), en la que se sabe
arrojada y que debe apropiarse en favor de una repetición expresa de las posibilidades
de existencia que dicha herencia encierra. La finitud se encuentra, pues, confrontada a
su propio destino (Schicksal), que se torna en destino común (Geschick) cuando se trata
del desarrollo de una comunidad o de un pueblo. Si Heidegger habla aquí de autentici-
dad es porque el ser-para-la-muerte, es decir, la finitud de la temporalidad, constituye el
fundamento de la historicidad.
La historicidad auténtica es, pues, la que se recupera a sí misma volviendo sobre
las posibilidades ocultas de su herencia. Heidegger la contrapone a una vertiente inau-
téntica que él asimila a «la historia del mundo» (Weltgeschichte), en la que la historici-
dad no es la de la existencia que se asume, sino la de las cosas y los acontecimientos
que se encuentran frente a ella. Limitándose a observar lo que sucede, esta historici-
dad de los historiadores estaría ciega a las posibilidades que encierra la historia para
la existencia que adviene (futura). Equivaldría, pues, a una huida ante la elección de la
existencia auténtica.
El segundo Heidegger parece insistir mucho menos sobre la historicidad auténtica
o inauténtica de la existencia, pero la distinción se mantiene en su concepción de una
historia del ser comprendida como destino (Seinsgeschick). La comprensión del ser no
está ya determinada por la existencia individual, sino por un destino histórico domina-
do por la historia de la metafísica y su voluntad de controlar el ser que llega a realizarse
en la esencia de la técnica moderna. El proyecto de Heidegger consiste ahora en explo-
rar nuevas vías que permitan salir de esta historia y preparar un nuevo comienzo (más
auténtico, si se quiere).
El pensamiento último de Heidegger es al mismo tiempo historicista, pues sostiene
que la comprensión está totalmente dirigida por la historia del ser, y metahistoricista en
tanto que busca remontar el problema del historicismo («¿es posible alguna verdad bajo
los auspicios de nuestra condición histórica?»), pues el historicismo se encontraría vin-
culado con una concepción metafísica de la verdad que es precisamente la que Heideg-
ger intenta sobrepasar.

218 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido histórico de la vida humana

3. Historicidad comprensiva: H.G. Gadamer

Hans-Georg Gadamer (1900-2002) se inserta en la radicalización heideggeriana de la


historicidad, pero lo hace en primer lugar con el fin de renovar el problema más dilthe-
yano de la verdad de las ciencias humanas. Su obra maestra, Verdad y método (1960)
pone en cuestión la premisa de Dilthey, según la cual sólo se puede fundar la pretensión
de verdad de las ciencias humanas desde el establecimiento de una metodología, que
resulta necesaria para neutralizar los prejuicios históricos del intérprete. Gadamer con-
sidera que esta concepción de la verdad aplica a las ciencias humanas un ideal de cono-
cimiento que es el propio de las ciencias exactas, pero que no hace justicia a la historici-
dad esencial de la comprensión. A los ojos de Gadamer, el hecho de pertenecer a una
tradición y de comprender a partir de prejuicios es constitutivo de la comprensión.
Sería esto lo que Heidegger habría mostrado en su análisis de la comprensión
histórica en Ser y tiempo. Así pues, Gadamer se inspira no sólo en la distinción entre
una historicidad auténtica y la inauténtica, sino también en la doctrina del «círculo
hermenéutico» según la cual toda comprensión se encuentra articulada por anticipa-
ciones de sentido (o prejuicios). El ideal metódico de una tabula rasa de la compren-
sión desconoce esta historicidad esencial del comprender. La historicidad deja de ser
entonces una condición que limita la comprensión para convertirse en su condición
de posibilidad: comprendemos porque pertenecemos a tradiciones y porque hay cues-
tiones o prejuicios históricos que nos animan. En vez de intentar erradicarla, una
hermenéutica o una teoría de la comprensión histórica tiene que reconocer esta fun-
ción positiva de la historicidad.
El título de una sección central de Verdad y método eleva además la historicidad al
rango de «principio hermenéutico». Gadamer revaloriza, pues, el «trabajo de la histo-
ria» en el que se inscribe todo acto de comprensión, la cual aparece menos como una
operación de la subjetividad que como un acontecimiento de la tradición en el seno del
cual se fusionan los horizontes del intérprete y de la cosa a comprender. Gadamer inten-
ta evitar el relativismo que esta concepción parece comportar destacando, tras Heideg-
ger, que la tarea permanente de la interpretación consiste en elaborar prejuicios «confor-
mes con la cosa misma».
Esta concepción de la historicidad encuentra su asiento último en el lenguaje, com-
prendido como el elemento irrebasable de toda comprensión. «El ser que puede ser
comprendido es lenguaje», dice Gadamer en un adagio célebre. Eso quiere decir que el
lenguaje constituye a la vez el modo de realización (comprender es traer a lenguaje,
poner en palabras) y el objeto de la comprensión: lo que se comprende es un ser que no
se da más que en el lenguaje.

4. Historicidad revisionista: P. Ricoeur

Paul Ricoeur (1913-2005) se ha interesado en todo su recorrido desde Historia y verdad


(1955) hasta Tiempo y relato (t. 3 1985) y La memoria, la historia y el olvido (2000) por el
tema de la historicidad. Habiendo partido del tema diltheyano del conocimiento históri-
co, ha tenido también en cuenta los desarrollos que ha conocido la temática en Heideg-
ger y Gadamer. En este sentido, la historicidad sigue siendo para él el «modo de ser
irrebasable» (Ricoeur 2000, 449). Como en Gadamer, la historicidad constituye el punto
de partida de una hermenéutica de la conciencia histórica. Ricoeur nos recuerda, sin

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Jean Grondin

embargo, que el ser-afectado-por-el-pasado no es la única característica de la historici-


dad. Esta se distingue también por la parte de iniciativa que le corresponde y por su
capacidad de reconfigurar su mundo, pero también su propio pasado (por la memoria,
el perdón y el reconocimiento).
Ricoeur ha logrado poner esta ontología del ser histórico en relación con la episte-
mología de la propia operación historiográfica, que consiste en escribir la historia. Pro-
testa así contra la idea heideggeriana de la subordinación de todo lo que es histórico, y
en particular la historia del mundo, «a ese ser histórico primordial que somos nosotros
en tanto que sujetos de preocupación o cuidado». Heidegger estaría eludiendo así «to-
das las dificultades ligadas a la representación de aquello que ya no es pero que alguna
vez fue». Por su parte Ricoeur se esfuerza más bien en pensar las múltiples mediaciones
que vinculan a la escritura de la historia con la historicidad que somos. Vuelve a plantear
la categoría heideggeriana (y kierkegaardiana) de la repetición para mostrar que el his-
toriador no está condenado a registrar los hechos pasados y a mantenerse «ciego ante
las posibilidades», como pretendía Heidegger, sino que puede reabrir el pasado al futuro
(1985, 114; 2000, 495).
El trabajo del historiador puede enseñarnos, en efecto, que el sentido del pasado no
está cerrado de una vez por todas, puesto que puede ser relatado e interpretado de otro
modo, pero también porque la relación con el pasado puede quedar sobrecargada o bien
ser suavizada, en particular a través de la memoria y el perdón. Igualmente, el ser-para-
la-muerte no está referido sólo a mi muerte individual, que yo tengo que asumir de un
modo auténtico, sino también a la de los otros, entre los que se incluyen las muertes del
pasado que la mirada retrospectiva de la historia es capaz de abarcar y cuya rememora-
ción constituye una obligación cívica.
Así, la tesis de Ricoeur es que el historiador no queda privado de voz, como preten-
de Heidegger al abordar la temporalidad desde la perspectiva radical del ser-para-la-
muerte. De este modo Ricoeur logra pensar conjuntamente los dos sentidos fundamen-
tales, el historiográfico y el filosófico, de la noción de historicidad.

Bibliografía fundamental

BAUER, G., «Geschichtlichkeit». Wege und Irrwege eines Begriffs, Berlín / Nueva York, de
Gruyter, 1963.
DILTHEY, W., Œuvres, t. I: Critique de la raison historique. Introduction aux sciences de
l’esprit, CERF, 1992; t. III: L’édification du monde historique dans les sciences de l’esprit,
CERF, 1988.
GADAMER, H.-G., Vérité et méthode. Les grandes lignes d’une herméneutique philosophique
(1960), Seuil, 1996, Le problème de la conscience historique,1963, Seuil.
HEIDEGGER, M., Être et temps (1927), Gallimard, 1986; Authentica, 1985.
RENTHE-FINK, L., Geschichtlichkeit. Ihr terminologischer und begrifflicher Ursprung bei
Hegel, Haym, Dilthey und Yorck, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1964; tam-
bién el artículo «Geschichtlichkeit», Historisches Wörterbuch der Philosophie, Schwabe,
t. III, pp. 404-408.
RICOEUR, P., Histoire et vérité, Seuil, 1955; Temps et récit, t. 3: Le temps raconté, Seuil, 1985,
pp. 90-143; La Mémoire, l’Histoire, l’Oubli, Seuil, 2000, pp. 480-498.

220 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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EL SENTIDO ECOLÓGICO DE LA VIDA HUMANA*

Egon Becker

1. Introducción

La ecología política es un producto intelectual de los años setenta del pasado siglo. En
aquel entonces, en muchos países y regiones europeas distintos movimientos sociales
—feministas, pacifistas, alternativos y ecologistas— dieron impulso a nuevas activida-
des políticas y culturales.1 Su enfoque era el movimiento ecológico de procedencia ex-
traparlamentaria, pero cuya representación en el parlamento sería asumida luego por
los nuevos partidos ecologistas y agrupaciones de orientación ambientalista dentro del
espectro político de izquierda y liberal. La gran «cuestión ecológica», comprendida como
la pregunta por las condiciones de sobrevivencia de la humanidad en un mundo tecnifi-
cado, articuló una nueva conciencia de la crisis y de las perspectivas del orden vigente.
Se pusieron en duda los conceptos universalistas del progreso técnico y de las formas de
vida modernas. Para muchas personas, el proyecto moderno de dominio de la ciencia
sobre la naturaleza resultaba un desastre. Los intelectuales de los distintos campos polí-
ticos argumentaron en contra de la separación entre naturaleza/cultura, sujeto/objeto,
pasión ó razón, como puntos de partida del pensar.
Las actividades del movimiento ecologista se dirigieron, en un inicio, en contra de
la edificación de las plantas nucleares y los grandes proyectos industriales, la construc-
ción de nuevas autopistas y aeropuertos, la destrucción del medio ambiente y la conta-
minación de la tierra, del aire y del agua. Todo esto fue motivo de protestas y diversas
actividades políticas que comenzaron a un nivel local y regional, luchando por la conser-
vación de biótopos, bosques, lagos, ríos, casas y plazas. A través de estos conflictos, la
Naturaleza se volvió una categoría política y la crisis ecológica la clave para una nueva
comprensión del mundo. Se puso de manifiesto también que la vida cotidiana y las
relaciones sociales entre las personas se burocratizaban, tecnificaban y comercializa-
ban, mientras aumentaba el dominio de los expertos, la alienación, el consumismo y el
vacío cultural. Surgen como tema público no sólo las relaciones de las personas con la
«naturaleza externa» o su ambiente natural, sino el propio vínculo con sus necesidades,
cuerpo, emociones y sueños, es decir, con su «naturaleza interior». Lo privado devino
asunto político. Se planteó que la crisis global era causada por la forma de satisfacer las
necesidades de la vida cotidiana y que la violación de la subjetividad derivaba en una
crisis de sentido. Desde esta perspectiva, la «crisis ecológica» fue entendida como el
resultado de una crisis de la relaciones hombre, sociedad y naturaleza.
Seguramente, esto conllevaba el peligro de un subjetivismo limitado, la desviación
hacia una crítica del desarrollo técnico y de la civilización de corte romántico, la fuga en
una suerte de ámbito privado y en un cierto tipo de espiritualidad. Pero fue justamente

* Traducción: Christine Wendel y Blanca Solares.


1. Para no generalizar me referiré en lo que sigue sólo a tres países de Europa Occidental, Francia,
Alemania y Gran Bretaña.

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esta obstinación testaruda en cuestiones subjetivas, la distancia frente a los problemas y


las ideologías de los partidos, asociaciones y burocracias, la posibilidad de tratar los
problemas sociales de manera integral, lo que dio su radicalidad al movimiento ecolo-
gista inicial. Fue así que pudieron relacionarse temas e intereses individuales específi-
cos con los temas generales de la situación histórica. El movimiento político-ecologista
pudo conectar asuntos de lo más divergentes. Los problemas regionales se relacionaron
directamente con las cuestiones de sobrevivencia de la humanidad; en el ámbito de la
tensión particularismo/ universalismo, lo particular podía universalizarse, si se consti-
tuía como una amenaza para el interés general. El movimiento político-ecologista se
diferenció de los movimientos de protesta estudiantiles de los años sesenta e interpretó
la crisis del capitalismo como crisis global de sobrevivencia que afectaba no sólo al
capitalismo, sino también al socialismo estatal y a los países del sur en vías de desarro-
llo. No se buscaba más al «sujeto revolucionario» porque se creía poder salir de la crisis
a través de la creación de redes sociales de actividades individuales diversas y heterogé-
neas basadas en un cambio profundo de las formas de vivir y trabajar.

2. Ecología y política

Bajo estas circunstancias, surge a principios de los años setenta la ecología política como
expresión teórica de actividades diversas que insistían en cambios radicales de la realidad
social. Este término se aplica, de un lado, para designar a dichas actividades políticas; y de
otro, para referirse a un amplio espectro de enfoques y conceptos científicos. Forma parte
de su contexto político de surgimiento, la confrontación entre el movimiento obrero tradi-
cional y los partidos izquierdistas, con el movimiento ecologista y alternativo. Su contexto
teórico de formación se caracteriza por un discurso de las diferentes formas marxistas de
pensar occidental, de un lado; y de otro, por un nuevo enfoque de la crisis ecológica. De
esta manera, al mismo tiempo que fue posible abrir el campo conceptual de la izquierda
de la Europa Occidental a temas ecológicos, conseguir espacios legítimos para temas y
formas de pensar ecológicas en los discursos marxistas, en el discurso político-ecológico
sobre la crisis, surgieron nuevas figuras de pensamiento y elementos diversos de crítica
marxista. Cabe, sin embargo, preguntarse si realmente se produjeron las innovaciones
conceptuales y síntesis productivas derivadas de estos vínculos.
A nivel teórico la relación entre ecología y política puede ser descrita desde dos
perspectivas complementarias: como ecologización de la política o como politización de
la ecología. El término ecologización de la política alude a la tematización de los proble-
mas ambientales como problemas políticos y tiene como fin cambiar a la sociedad de tal
manera que pueda enfrentar la moderna situación de crisis. Lo cual sólo es posible
cuando las instituciones políticas, en correspondencia con las necesidades ecológicas,
buscan los recursos para la prevención y resolución de la crisis. Esta perspectiva se
relaciona con una política ecológica reformista representada en el presente, en Europa
Occidental, no sólo por los partidos verdes sino también, con mayor o menor claridad,
por casi todos los partidos democráticos. El término politización de la ecología, por el
contrario, significa plantear la «cuestión ecológica» en el ámbito del discurso crítico de
dominio capitalista. La crisis ecológica no sólo se interpreta como catástrofe inminente
sino como posibilidad de realización de la utopía y del potencial revolucionario. De esta
manera, la «ecología política» puede convertirse en utopía revolucionaria en busca de
nuevas y radicales formas de vida y de producción.

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El sentido ecológico de la vida humana

Los procesos de formación en la ecología política son posibles desde ambas pers-
pectivas; la diferencia entre una y otra, apenas si puede plantearse un tanto desfigurada,
a través de la contradicción entre reforma y revolución.
A principios de los años setenta aparece en Estados Unidos una serie de publicacio-
nes sobre la crisis ecológica global como tema de controversias públicas. Se formula la
«cuestión ecológica» con mucho énfasis. El libro del matrimonio Ehrlich sobre El creci-
miento demográfico o de Barry Commoner sobre los límites del crecimiento son ejem-
plos prominentes. Las tesis y los modelos de cálculo del Estudio Meadows para el Club
of Rome (Meadows et al., 1972), Más allá de los límites de crecimiento, estaban en el
centro del debate, fueron recibidos con rapidez en Europa y provocaron un boom de
literatura sobre la crisis ecológica.
En el modelo mundial del Estudio Meadows se describen cinco tendencias y sus
indicadores cuantitativos e interrelacionados: la industrialización acelerada y el creci-
miento de la producción industrial, el rápido crecimiento demográfico, la desnutrición
a nivel mundial, la explotación de las materias primas y la destrucción de biótopos. La
necesidad de limitar el crecimiento se basa, por un lado, en los recursos limitados del
globo terrestre y, por otro, en la capacidad limitada de absorción de la biosfera de la
basura y las sustancias nocivas. Dos fuerzas poderosas propulsan un proceso entrópico
en el que se erigen y desmontan estructuras constantes de alto grado de organización: el
ser humano y el capital industrial. Se afirma que ambos tienen la capacidad de autorre-
producirse y automultiplicarse. Los otros sectores de crecimiento, sin embargo (pro-
ducción de alimentos, explotación de recursos naturales y contaminación ambiental) no
tienen una estructura que sea capaz de esto, sino más bien son llevados a crecer a través
de la dinámica del crecimiento demográfico y del capital industrial. Desde la perspecti-
va del Estudio Meadows et al., la crisis ecológica global es resultado de la interacción de
la dinámica demográfica con el crecimiento económico.
Impulsado por estas consideraciones, que desde una perspectiva actual parecen
bastante generalizadas respecto de la ecología, surge un nuevo discurso marxista que,
por un lado, acepta las tesis basadas en el neomaltusianismo como afirmaciones de
moda de la ecología política basadas en las ciencias; y, por otro, las considera como el
equivalente ideológico de la economía política burguesa. Muchos creyeron, en aquel
entonces, que se podía criticar a la ecología política de la misma manera en que Marx
criticó a la economía política burguesa de su época. Pero sólo confundieron la diferen-
cia entre ecología y economía. Otros buscaron un nuevo enfoque para la reconstrucción
de la ecología política bajo las condiciones de la crisis ecológica y relacionaron estrecha-
mente el futuro del marxismo con el desarrollo de la ecología política (Lipietz, 1993). La
ecología global interpretada por los marxistas respondió a la «cuestión ecológica» en los
años setenta con la hipótesis ecológica global: las sociedades industrializadas del plane-
ta producen contradicciones ecológicas que a corto plazo terminarán en su propio co-
lapso. Las potencias productivas, que liberó la sociedad burguesa, no sólo fueron alcan-
zadas sino superadas por su potencial destructivo.
El autor alemán Hans-Magnus Enzensberger publicó, en 1973, una brillante crítica
de la ecología política, que vino a sacudir los fundamentos mismos del pensamiento
marxista. ¿Qué pasaría si la hipótesis ecológica global fuera cierta? Enzensberger estaba
convencido de que, en ese caso, las sociedades capitalistas habrían perdido la posibili-
dad de poner en práctica el proyecto marxista de «reconciliación hombre-naturaleza»,
lo que valía no sólo para las sociedades capitalistas altamente industrializadas sino tam-
bién para aquellas en transición al socialismo. Enzensberger consideraba que llegado

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un determinado grado de destrucción irreversible de la naturaleza, el concepto de «im-


perio de la libertad» perdía su sentido. De manera que mientras no se especificaran de
forma clara las consecuencias de la hipótesis ecológica global, no había necesidad heurís-
tica de fundar ninguna afirmación relacionada con el futuro (Enzensberger, 1974).

3. Variaciones europeas de la ecología política

En cada uno de los países europeos, la respuesta ecológica global a la cuestión ecológica
se recibió o se rechazó en diferente medida. Los procesos educativos de la ecología
política transcurrieron igualmente de manera muy distinta, en un amplio espectro de
enfoques y conceptos oscilantes al interior de un ámbito de tensión entre movimientos
políticos y política ambiental institucionalizada, entre formación de teorías extraacadé-
micas y ciencia académica, entre ideología política y reflexión filosófica.2 Rasgo común
a todos ellos era la crítica radical al crecimiento y el propósito de una transformación
profunda de las sociedades capitalistas industriales. Otro rasgo más, fue el reconoci-
miento de que la cuestión ecológica requería de una revisión del marco conceptual de la
economía política marxista ortodoxa que por regla general llevaba a la apertura a cues-
tiones ecológicas. Un ejemplo de ello fue el filósofo francés André Gorz, filósofo social de
quien daré luego más detalles.
En las trincheras ideológicas de los años setenta, las disputas sobre la interpreta-
ción correcta de Marx y de la crítica marxista de la economía política eran frecuentes.
De estas disputas político-ecológicas opuestas y de la revisión de pensadores marxistas
fundamentales, proceden varias agrupaciones: los ecomarxistas, ecosocialistas, ecofe-
ministas-marxistas o ecologistas-socialistas, variantes ideológicas que continúan exis-
tiendo incluso hoy en día. A pesar de no tener mucha importancia en ningún país euro-
peo, cada una sostiene sus propios conceptos de la ecología política.
En Europa Occidental, la ecología política existe sólo en sus particularidades nacio-
nales y discursivas:3

• En Francia guarda una relación estrecha con la discusión programática dentro y


al margen del partido Les Verts. Tienen un papel importante autores abiertos al discurso
político-ecológico, receptivos a diferentes corrientes filosóficas ramificadas, por ejem-
plo, André Gorz, Bruno Latour, Alain Lipietz, Michel Serres y Alain Touraine.
• En Inglaterra, la ecología política se forma principalmente en el marco del discur-
so académico y se desarrolla como ramo y enfoque específico en disciplinas como Geo-
grafía Humana, Antropología Cultural, Sociología del Desarrollo y Ciencias Políticas.
Resaltan a nivel internacional autores como David Harvey, Michael Redclift, Michael
Watts y Graham Woodgate.
• En Alemania, el desarrollo de la ecología política transcurre paralelamente a las
discusiones ideológicas y programáticas que acompañan a la formación del partido
Die Grünen, en los años setenta. Jugaron un papel especial Rudolf Bahro y Wolfgang

2. No contamos con una historia amplia de estos procesos de la ecología política, como movimien-
to político y como ciencia política. Más bien se investiga la transición del movimiento político ecologista
hacia la política de partido ecologista. Compárese con Burchell 2002.
3. Las publicaciones existentes, en las que se encuentran panoramas generales acerca de la ecolo-
gía política, están marcadas profundamente por las experiencias anglosajonas. Compárese por ejem-
plo con Greenberg/Park (1994), Forsythe (2002).

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El sentido ecológico de la vida humana

Harich, así como algunos grupúsculos maoístas agrupados en torno a proyectos de


publicación. Sin embargo, estas variantes de la ecología política pronto se agotaron en
las controversias entre las distintas fracciones (ecologistas radicales «fundamentalis-
tas» versus partidos verdes «realistas») o se convirtieron en sectas ideológicas ecolo-
gistas de izquierda.

En las tres décadas posteriores a la publicación de los balances, modelos y proyec-


ciones al futuro de Meadows et al. (1972), sucedieron muchas cosas en el mundo político
y científico. Se elaboraron modelos de crecimiento mundial más precisos y diferencia-
dos y un sinfín de estudios empíricos. Determinados aspectos de la crisis ecológica glo-
bal perdieron importancia y otros entraron en el foco de atención.
La dinámica demográfica, la producción industrial, el abastecimiento de la po-
blación de energía, alimentación y agua guardan una relación indisoluble con los cam-
bios del clima observados y pronosticados. El discurso político-ecológico se insertó en
un nuevo orden y la cuestión ecológica se mantuvo vigente, pero la hipótesis global
ecológica respecto de las fuerzas autodestructivas de las sociedades industriales no
llegó a refutarse.
Finalmente, la conferencia de la Naciones Unidas de Río de Janeiro, en el año de
1992, interrelacionó los problemas ambientales y de desarrollo con la justicia entre
naciones, países desarrollados y en vías de desarrollo, generaciones y géneros. Los
países del Sur resaltaron la relación entre el desarrollo ambiental, la pobreza y el
subdesarrollo. Con base en el concepto de Sustainable Development, de un desarrollo
sostenible y justo, se diseñó un plan a futuro, basado en una transformación orientada
ecológicamente de las sociedades del norte y del sur, y de su relación con la naturaleza
habitada y deshabitada. Surgió un orden nuevo de discurso y la «Ecología Política del
Tercer Mundo» fue el contexto para una nueva articulación de problemas e intereses
(Bryant/Bailey 1997).
A través de estos desarrollos y modificaciones, el contexto político y teórico de la
ecología política ha sufrido un cambio drástico. En especial, en los países anglosajones,
el término political ecology resume distintos enfoques y estudios que se dedican a inves-
tigar la influencia de factores políticos, económicos, sociales y culturales sobre el con-
texto ecológico. La mayoría de las veces, se trata de la influencia de procesos sociales,
política estatal, fuerzas económicas y trasnacionales en problemas locales-regionales,
en la política ambiental y el clima. Los estudios, se refieren, por ejemplo, a la disponibi-
lidad y acceso a recursos naturales, la explotación de las tierras, la deforestación, la
disminución de las especies, la urbanización, el desarrollo demográfico, así como a po-
lítica ambiental y de protección de la naturaleza.

4. Límites de la ecología política

La ecología política temprana sólo puede seguir manteniéndose viva si se libera de sus
orígenes tanto políticos como teóricos y se constituye nuevamente. De otra manera,
desaprovecha los desarrollos actuales y termina como una ideología de secta, es decir,
desaparece por completo del escenario. Ahí donde sigue viva en Europa, se alejó intelec-
tualmente de las coyunturas de los movimientos ecologistas, de las demandas políticas
de los partidos ambientalistas y de las restricciones y normas de la política ambiental.

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Es necesario por lo tanto que la ecología política no sólo deje de lado el recuerdo de su
contexto de surgimiento sino que lo niegue de tal manera que lo asuma como contingen-
te y secundario con relación a la situación política actual. Asimismo tendría que liberar-
se del pensamiento marxista dogmático y abrirse a otras formas de pensar teóricas, lo
que significa, también, hacer explícita la diferencia entre la ecología política como movi-
miento social y la ecología política como actividad científica.
La gran «cuestión ecológica» nos lleva así de manera directa a un problema científi-
co de relevancia para todo el siglo: ¿cómo pueden pensarse, comprenderse conceptual-
mente, e investigarse empíricamente las relaciones de intercambio dinámicas entre es-
tructuras y procesos naturales y sociales, intentar transformarse en modelos matemáti-
cos y ponerse en práctica? Las actividades de numerosas disciplinas y áreas de estudios
en Ciencias Naturales y Ciencias Humanas apuntan a esta problemática.4
En todos estos ámbitos de investigación la cuestión ecológica se guía por una pre-
gunta normativa: ¿qué condiciones estructurales hacen posible procesos de desarrollo
sostenibles entre sociedad y naturaleza y qué consecuencia tienen éstos en las relaciones
cotidianas entre las personas?
La ecología política sólo puede sostenerse dinámicamente, si defiende, de un lado,
su carácter particular y si se integra, de otro, a un contexto científico más amplio.

• La ecología política anglosajona logró esto en gran parte. Allí se considera a la


ecología política un área de discusión junto a todas las demás actividades científicas
abocadas a la dimensión política de las relaciones dinámicas entre sociedad y naturale-
za. Está abierta a diferentes enfoques disciplinarios, teóricos y políticos, y evoluciona a
través de actividades científicas y pedagógicas dentro de disciplinas específicas; como
ámbito científico interdisciplinario se desarrolla a través de talleres y conferencias, pu-
blicaciones de revistas, libros, grupos científicos, etc. La ecología política se estableció y
logró ser reconocida como ciencia.
• En Francia, la relación con las actividades políticas de los movimientos sociales y
de los partidos sigue siendo profunda. Los parámetros de pensamiento marxistas, por
un lado, se modifican (Gorz, Lipietz); por otro, tienden a ser reemplazados por otras
ideas teóricas filosófico-científicas (Serres, Latour). El vínculo con el contexto académi-
co tiende a ser débil.
• En Alemania, se llevan a cabo varios intentos por conservar la relación con la
actualidad política. En contraste con el movimiento ambientalista que sólo actúa limita-
damente, los representantes de la ecologista política se alían, por ejemplo, con la red de
crítica a la globalización de Attac, con las grandes ONG (Organizaciones No Guberna-
mentales) como Greenpeace o con los partidos verdes de izquierda. Desde una perspecti-
va pragmática, intervienen en la política como forma de asesoramiento científico alter-
nativo. Siguiendo el modelo anglosajón, en Alemania, el pragmatismo político-ecológico
se refiere a problemáticas ecológicas sociales actuales y más allá de razonamientos teó-
rico-filosóficos abstractos, apoyan científicamente a la política del medio ambiente de
las instituciones estatales, partidos, asociaciones, organizaciones e iniciativas cívicas.
En estos contextos prácticamente no se habla de «ecología política». También permane-

4. Disciplinas como la Geografía Humana, la Antropología Cultural, la Ecología Humana y Cultu-


ral, Economía de Desarrollo y Sociología de Desarrollo se interesan desde hace mucho por este tema.
Además, existen ahora nuevas áreas de investigación acerca de los cambios globales y la sustentabilidad,
los cambios climáticos y la biodiversidad.

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El sentido ecológico de la vida humana

cen activos, teóricos y agrupaciones que insisten en permanecer acorazados en el con-


texto dogmático antiguamente marxista y de una ideología sectaria ecológico-política.

5. Más allá de los límites de la ecología política

La pregunta global ecológica sobre las condiciones de sobrevivencia de la humanidad


remite a la crisis de las relaciones entre hombre, sociedad y naturaleza. En los años
setenta, la mirada analítica se dirige a la limitación de los recursos y dificultades en el
abastecimiento de energía, materias primas, agua y alimentos, lo cual establece límites
materiales al crecimiento demográfico continuo y la creciente producción industrial. Es
por ello que se habla de una crisis de crecimiento. Sin embargo, para críticos «videntes»
como Iván Illich en México, o André Gorz en Francia, la crisis de crecimiento es sólo el
indicador externo de una crisis mucho más profunda y amplia, que supera los límites de
la ecología política. Vale la pena detenerse un poco en André Gorz porque, por un lado,
alza una crítica radical de la metafísica histórica marxista y, por otro lado, una radicali-
zación en la comprensión de la crisis ecológica: «Crisis de las relaciones de los indivi-
duos con la economía, el trabajo, las relaciones con la naturaleza, con nuestro cuerpo,
con nuestro sexo, con la sociedad, con nuestro origen, con la historia; crisis de la vida
urbana, del espacio que se habita, de la medicina, la escuela y la ciencia» (Gorz 1977).
Las relaciones fundamentales de la existencia humana están profundamente afec-
tadas. Si el «sentido» alude a las relaciones de un sujeto consciente del mundo hacia su
mundo, la crisis ecológica se descubre como una crisis de sentido. Para comprenderlo, el
pensamiento marxista resulta demasiado estrecho, pues en él no hay espacio para la
cuestión del sentido ecológico. André Gorz, afín al pensamiento de Sartre y Freud, colo-
ca esta cuestión en el centro de su pensamiento político-ecológico. Desde los años sesen-
ta, trabaja en la revisión del pensamiento marxista y a partir del existencialismo intenta
abrir un espacio a los seres humanos como sujetos de sus acciones, basadas en la liber-
tad y la emancipación. La conciencia del ser humano como ser emotivo se forma en
relación con la sociedad y la naturaleza en tanto realización de la libertad.
La respuesta a la cuestión ecológica se basa en una democracia de productores y la
división institucional entre una esfera autónoma y otra heterónoma. El objetivo político
es una ampliación de los campos de juego autónomos de los actores más allá de la
producción social de lo necesario, o sea, las necesidades básicas. «Se despide del prole-
tariado» como si se tratara de una fuerza revolucionaria obsoleta para un cambio radi-
cal de las relaciones de poder y gobierno capitalistas (Gorz, 1977).
Para Gorz, las necesidades humanas están vinculadas al contexto cultural y econó-
mico, y son la clave para la comprensión de la crisis ecológica, en la cual encuentra una
pauta normativa para su Crítica de la razón económica. En la medida en que relaciona su
vida personal con su desarrollo intelectual, social y político, elabora una teoría de las
necesidades radicales. En sus trabajos teóricos sobre un discurso marxista de las necesi-
dades, al que siempre vuelve, crítica el dominio de los expertos (Illich, 1977), la sociedad
laboral y la división del trabajo capitalista privada de sentido (Gorz, 2006).
Para André Gorz, la acción política no se restringe al «sistema político», a sus
partidos, parlamentos, gobiernos y asociaciones, sino que debiera ser más amplia y
radical. Desde su perspectiva teórica, todas las sociedades modernas están marcadas
por un conflicto central: el de la lucha entre dominadores y dominados en el uso de los
medios con los que la sociedad misma se «produce» y renueva. Gorz está convencido

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de que la confrontación principal es la que se desarrolla entre los que intentan desa-
rrollar estos medios para la consolidación y extensión de su dominio y aquellos que
desean transformar estos recursos en propiedad colectiva, o abolirlos con el fin de
eliminar las relaciones de dominio y hacer que los hombres actúen como sujetos de
sus propias acciones. Así, sus reflexiones expresan la utopía revolucionaria que nunca
abandonó desde su juventud.
Sin caer en el mero pragmatismo, en Alemania, las actividades teóricas o práctico-
científicas traspasaron también los límites de la ecología política en diferentes sentidos,
si bien menos en el de una utopía revolucionaria. La cuestión del sentido ecológico se
relaciona, también, con las preocupaciones y forma de pensar de la temprana Teoría
Crítica de Frankfurt (Horkheimer y Adorno), con los impulsos teóricos difusos del mo-
vimiento estudiantil, con la crítica feminista del dominio y con la crítica ecológica de la
ciencia y de la técnica. De allí, procede también la Ecología Social como ciencia crítica
de las relaciones socio-naturales (Becker / Hahn, 2006), en la que, de manera cercana a
Gorz, la categoría de «necesidad» adquiere una relevancia central a fin de pensar las
relaciones sociales básicas respecto de la naturaleza.
En el trabajo, la producción, la vivienda, la movilidad, la sexualidad y la reproduc-
ción en su conjunto cristalizan formas diversas de satisfacción de las necesidades. La
investigación social-ecológica analiza los recursos y formas como estas relaciones bási-
cas se regulan de manera material y se simbolizan culturalmente.5 A nivel social, están
marcadas por relaciones de clase, dominio y reglas culturales, son objeto de tensión, por
lo que poseen también una dimensión política.
Para la ecología-social, la crisis ecológica significa crisis de las relaciones socio-
naturales. Según el sociólogo francés Alain Touraine, uno sólo puede hablar realmente
de crisis si nuestras sociedades son incapaces de desarrollar un concepto de ellas mis-
mas, «si no saben quiénes son, ni lo que pueden llegar a ser». En una crisis de tal enver-
gadura, al margen de una idea de sí mismos y del sentido de su existencia, los hombres
apenas si pueden actuar como sujetos de sus acciones. Bajo estas circunstancias, el
objetivo político de transformar a los hombres en sujetos de sus propias acciones devie-
ne en sí mismo un concepto abstracto. Pues no sólo se trata del uso de los medios y
recursos con los que la sociedad se transforma a sí misma, es decir, de la relación de la
sociedad con ella misma, sino de los medios y recursos con los que la sociedad determi-
na y regula el sentido de su relación con los otros hombres y con la naturaleza. Dicha
relación está marcada de manera determinante por las necesidades fundamentales del
mundo de vida, por la forma en que éstas se definen en el mundo de experiencia de los
hombres y los medios con las que las satisfacen.

6. Existencia ecológica

En la utopía revolucionaria de André Gorz, la existencia política, económica, cultural y


ecológica converge con el proceso de emancipación y transformación siempre inacaba-
da del «sujeto». Esto quiere decir «que los actores responden por sus acciones y tentati-
vamente pueden controlar sus consecuencias, que los hombres no son un simple instru-
mento de objetivos ajenos a ellos mismos o rueditas sobre rodillos de un sistema impre-

5. Consultar Institut für sozial-ökologische Forschung, http://www.isoe.de. Christoph Görg (1999)


elaboró una variante de la teoría de las relaciones sociales naturales orientada más a la sociología.

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El sentido ecológico de la vida humana

decible funcionalmente diseñado. Dicho de manera concisa, alude a la emancipación y


ejercicio responsable del derecho a la libertad de cada persona para desarrollar sus
aptitudes prácticas, sensualidad, emociones, reflexión, alegría y autoestima, a la realiza-
ción de proyectos conjuntos y la autoorganización de formas colectivas de trabajo.
La cuestión del sentido ecológico de la vida aparece aquí al interior de un diseño
social radical, si bien, resta por definir con más claridad si la cuestión del sentido alude
a una cuestión ecológica. En la ecología social, y en la teoría crítica de las relaciones
socio-naturales derivada de ella, la pregunta adquiere un papel relevante. Damos un
sentido a nuestra vida si a nivel subjetivo la enmarcamos en un contexto significante. A
nivel ecológico podemos decir que este contexto, en el que resaltan nuestras relaciones
con otros seres, son tanto la naturaleza viva como la inorgánica. Pensar ecológicamente
significa, pues, pensar relacionalmente, percibir relaciones y darles significado. Forman
parte de ello, no sólo las relaciones con otras personas o seres, sino con el aire, el agua,
la tierra, las tempestades, el clima, los sonidos y los olores. Vivimos nuestras experien-
cias sensuales en contextos ecológicos, con relación a la materialidad del mundo en el
que reconocemos, determinamos y evaluamos nuestras necesidades. Es en la acción
conjunta de los hombres, en un contexto cultural, económico y político que evolucionan
los modelos de las complejas relaciones sociales con la naturaleza.
¿Cómo podemos hablar de la diversidad de formas de existencia humana y de sen-
tido sin caer en balbuceos o galimatías filosóficas? ¿Es posible, dada la diversidad de
matices de la experiencia, describir modelos sencillos y generales de relaciones socio-
naturales o este tipo de descripciones son sólo construcciones filosóficas de origen oscu-
ro, parloteo y un metalenguaje balbuceante?
Desde la perspectiva de la Ecología Social pretendemos hacer planteamientos de
validez general sobre las necesidades básicas humanas expresadas en modelos generales
de regulación material y simbolización cultural de las relaciones sociales naturales. Pues,
es probable que suene superfluo, pero los discursos filosóficos debieran recordar de vez
en cuando ciertas trivialidades antropológicas, entre ellas, que todos nacemos y nos
encaminamos hacia la tumba; respiramos, comemos, dormimos, amamos y odiamos;
vivimos nuestra sexualidad y traemos niños al mundo; aprendemos a hablar, pensar,
cantar o bailar, y podemos sentir, reír o llorar. Es de la diversidad desconcertante de las
actividades humanas individuales de donde se derivan modelos generales de relaciones
sociales con la Naturaleza. Sociedades y culturas las encuadran y las aseguran de tal
manera que crean sistemas de abastecimiento, de alimento, agua, energía, salud, cons-
trucción de casas y avenidas, conformando las condiciones de existencia para la vida
individual y social en general (Hummel, 2008).
La ecología política de los años setenta y ochenta enfatizó en los cambios sociales
radicales necesarios para la regulación de la crisis ecológica y la transformación de las
personas en sujetos responsables de sus acciones. Pero debido a su concentración en el
aspecto social de aquella crisis, se produjo una suerte de déficit ecológico, que se corres-
ponde con un déficit científico y filosófico. Desde la perspectiva de la Ecología Social, en
contraste, estamos convencidos de que sin descripciones de punta basadas en las cien-
cias naturales y su interpretación relacionada con las ciencias sociales y la filosofía, no
es posible comprender ni el fenómeno de la crisis ni los resultados de los intentos socia-
les de su regulación. La controversia a nivel mundial sobre el calentamiento del planeta
es el mejor ejemplo de ello.
Si tomamos en serio que el pensar social-ecológico está basado en el establecimien-
to de relaciones y vínculos significantes, en el que las relaciones entre hombre, sociedad

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y naturaleza están en el centro, derivamos de ahí consecuencias lógicas, epistemológicas


y metodológicas en el sentido siguiente: si no se abandona la metafísica tradicional, si
no se rompe con la ontología sustancialista y la lógica de la identidad, sin una crítica
radical de la epistemología idealista o materialista, no pueden pensarse ni comprender-
se las relaciones sociales con la Naturaleza, es decir, pensar metódicamente en las rela-
ciones en lugar de las sustancias, en las diferencias en lugar de las identidades, en pres-
tar atención a los procesos en lugar de las estructuras, en relacionar lo material con lo
simbólico. Para ello, podemos basarnos en desarrollos paralelos a las ciencias naturales
y humanas recientes así como en la filosofía, en desarrollos que con frecuencia solemos
no conocer porque transcurren en ámbitos y discursos ajenos a nosotros, pero en los
que aceptamos incursionar. A veces descubrimos relaciones inesperadas y nos sorpren-
demos de que otros llegaran por caminos distintos al mismo lugar que nosotros sin
tanto esfuerzo. Entonces descubrimos que somos sólo el nudo de un tejido anudándose
siempre de nuevo y al que apenas empezamos grosso modo a conocer.

Bibliografía citada

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230 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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EL SENTIDO BIOLÓGICO DE LA VIDA HUMANA

Camilo J. Cela Conde

¿Qué entendemos por «sentido» al hablar de la vida? Desde que Darwin proporcionó
una explicación acerca de la diversidad de las especies, su aparición, sus características
y su extinción sin necesidad de apelar a un «diseñador inteligente», la idea misma de que
los organismos tengan un sentido ha dejado de ser considerada por la ciencia como
digna siquiera de ser tenida en cuenta. Cierto es que Richard Dawkins (Dawkins, 1976)
otorgó a los organismos un sentido concreto: el de servir de soporte —y mecanismo útil
de reproducción— a los genes. Pero al margen de lo afortunado o no del hallazgo meta-
fórico del «gen egoísta», es difícil sostener que la condición humana refleje sólo eso: una
competición en la que algunos genes salen triunfantes. Semejante modelo es, sobre re-
duccionista extremo, imposible de demostrar y, de hecho, existen indicios sobrados acerca
de dos aspectos esenciales que lo contradicen. El primero, que la postura adaptacionista
radical («todo lo que existe en la vida obedece a sus ventajas adaptativas») hace tiempo
que se considera equivocada. El azar y los cambios ambientales intervienen, ofreciendo
la oportunidad de que aparezcan efectos secundarios de órganos y funciones selecciona-
dos para otras cosas. La segunda razón para negar el esquema de Dawkins es la de que
la epigénesis, el proceso de desarrollo en un medio ambiente concreto, permite a los
organismos en desarrollo llegar a puntos muy diferentes a partir de los mismos genes.
Siendo así, por «sentido de la vida» entenderemos aquí la búsqueda de la condición
humana: sus características y la manera como, gracias a la selección natural, llegaron
éstas a aparecer.

¿Qué es un ser vivo?

Comencemos, pues, ese rastreo de las claves de nuestra existencia. En términos biológi-
cos, lo oportuno es plantearse el sentido de la vida humana tomando como objetivo a
explicar el de por qué razón existimos como especie. Pero las dudas acerca de nuestra
presencia en el mundo cabría formularlas en términos más generales, es decir, tal y
como hace la célebre pregunta «¿por qué existe algo en vez de nada?» —una preocupa-
ción creo que de Hans Küng, aunque cito de memoria y es probable que yerre la cita.
Plantearse los porqués de la existencia de cualquier cosa es una labor filosófica cuyo
resultado depende en gran medida del punto de vista que adoptemos de antemano o, mejor
dicho, de la vía por la que nos adentremos en busca de alguna respuesta. La que a mí se me
ha asignado aquí es la vía biológica, la darwiniana, en concreto, y voy a intentar ofrecer
explicaciones evolutivas acerca de la existencia de los seres vivos y, en último término, del
Homo sapiens. Pues bien, el punto de partida más coherente a tal respecto, la necesidad
inmediata con la que nos topamos, parece ser la de aclarar que es eso: un ser vivo.
Si seguimos el criterio epistemológico de Hilary Putnam (Putnam, 1988), quien
distinguió entre aproximaciones técnicas, o científicas, y aproximaciones de sentido

CLAVES DE LA EXISTENCIA 231

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Camilo J. Cela Conde

común —common sense—, lo que es un ser vivo parece claro que puede formularse de
manera bastante fácil en términos populares, de folk psychology. Todos contamos con
intuiciones acerca de lo que está vivo y lo que no. Cuando Antón Van Leeuwenhoek miró
por la lente del primer microscopio, concluyó de inmediato que los seres que se movían
en la gota de agua examinada estaban vivos. Pero dar una caracterización técnica de un
organismo es mucho más difícil. La más habitual, identifica la vida con la posesión de
ácidos nucleicos autorreplicantes (DNA y RNA). Sin embargo la cuestión acerca de si los
virus, que disponen de ácidos nucleicos, están vivos se encuentra aún en debate. Los
virus no llevan a cabo metabolismo alguno; no ingieren alimento ni lo procesan. Ni
siquiera se reproducen como lo hacen los organismos no virales; para obtener descen-
dencia, han de inyectar su DNA en una bacteria. De tal suerte, los virus desaparecen
como tales supuestos organismos, se dispersan en sus distintas partes antes de que se
produzcan los procesos de replicación. Pero también puede sostenerse lo contrario: que
el DNA propio de los seres vivos procede de los virus (Zimmer, 2006), con lo que éstos
serían algo así como el denominador común de toda vida.
Sea como fuere, dejemos —de momento al menos— de lado a los virus para cen-
trarnos en lo que es, en términos técnicos, un ser vivo. Convengamos en que es un ente
que dispone de ácidos nucleicos, a los que se añaden proteínas y enzimas hasta formar
un organismo capaz de reproducirse. Pues bien, ¿cuál es la clave de la existencia de algo
así? ¿Cómo pudo aparecer?
El célebre experimento de Miller-Urey consiguió en el año 1953 por vez primera
producir aminoácidos en el laboratorio —los aminoácidos son los componentes esen-
ciales de las proteínas, y lo que obtuvieron Miller y Urey fue, en su mayor parte, uno de
ellos: alanina. Los investigadores recrearon para su experimento la supuesta atmósfera
primigenia de la Tierra, con metano, hidrógeno y amoniaco, y aportaron energía en
forma de calor y chispas eléctricas a ese «caldo primordial».
Sintetizar nucleótidos fue más difícil pero en 1960 el español Juan Oró, combinan-
do hidrógeno y cianuro de hidrógeno en altas concentraciones, logró obtener la base
nitrogenada adenina —las bases nitrogenadas son componentes esenciales de los ácidos
nucleicos y hay cuatro de ellas en el DNA: adenina, guanina, citosina y timina, sustituida
esta última por uracilo en el RNA. Oró propuso también una interpretación acerca de
cómo habría podido producirse ese paso en condiciones naturales: mediante la concen-
tración cada vez más elevada del cianuro de hidrógeno disuelto en un agua que se va
helando lentamente.
Si el paso de las moléculas inorgánicas a las orgánicas es hasta cierto punto senci-
llo, la aparición de estructuras proteínicas capaces de autorreplicarse gracias a la pre-
sencia de ácidos nucleicos —lo que hemos llamado «un ser vivo»— resulta más difícil de
conseguir e incluso de imaginar. La interpretación más simple consiste en sostener que
la vida, en forma de unos primeros ácidos nucleicos que darían lugar a nuevas copias de
sí mismos, comenzó de manera espontánea. Pero en las condiciones actuales, la replica-
ción necesita de la presencia de enzimas y la más pequeña de ellas, la ribonucleasa,
cuenta con 120 aminoácidos y 540 unidades de información que tienen que encadenarse
en una secuencia precisa. El biólogo Haldane propuso en 1965 la idea de que debió
existir una «protoenzima» de unas 100 unidades de información, una cifra todavía de-
masiado elevada para que la sucesión informativa apareciera de forma aleatoria. No
obstante, a principios de los años ochenta del siglo XX Cech y Altman descubrieron
moléculas de RNA capaces de replicarse sin necesidad de enzimas —hallazgo que les
supuso la concesión del premio Nobel en 1989.

232 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido biológico de la vida humana

Se han propuesto modelos teóricos acerca de cómo podrían haber aparecido las
primeras moléculas autorreplicantes (Wolf y Koonin, 2007; Ysahknin, 2007, por ejem-
plo), e incluso contamos con modelos matemáticos de la dinámica del proceso (Nowak
y Ohtsuki, 2008). Se han multiplicado los intentos de recrear el origen de la vida (vid.
por ejemplo Hazen, 2005). Pero ningún experimento ha logrado por el momento sinte-
tizar ex novo ácidos nucleicos autorreplicantes. Incluso las noticias recientes apareci-
das de los logros alcanzados en ese sentido deben ser matizadas. Volviendo a los virus,
el equipo de Craig Venter —uno de los padres de la clonación del genoma humano—
logró componer un virus sintético, el bacteriófago fX174 a partir de oligonucleótidos,
de réplicas parciales del genoma del virus (Smith, Hutchison, Pfannkoch y Craig Ven-
ter, 2003). El virus sintético obtenido se mostró capaz de infectar bacterias. Y por si
mantenemos las dudas acerca de la condición de seres vivos de los virus, el equipo de
Craig Venter logró a principios de 2008 replicar ex novo en el laboratorio el genoma
completo de la bacteria M. genitalium (Gibson, et al., 2008). Pero lo que hicieron esos
científicos a la hora de «fabricar» el nuevo genoma fue utilizar otras bacterias para
que, con su capacidad de replicación de secuencias genéticas, se pudiesen ir obtenien-
do los distintos pedazos del DNA de la M. genitalium con el fin de ensamblarlos des-
pués. En términos de una exigencia estricta, eso no es fabricar un ser vivo partiendo
de elementos químicos inorgánicos.

Los primeros organismos

La sensación de fracaso que puedan dejarnos los intentos de sintetizar la vida más sim-
ple debería matizarse. La cuestión de cómo comenzó la vida escapa a las aproximacio-
nes científicas para formar aparte de los problemas filosóficos —en términos de sentido
común, siguiendo a Putnam— acerca de los acontecimientos extraordinarios. De la mis-
ma manera que no cabe concebir qué era el espacio y el tiempo antes del big bang, nos es
difícil entender cómo funcionarían las leyes relacionadas con la evolución en el proceso
mismo del inicio de la existencia de los organismos.
Dejemos de lado, pues, el momento mismo de la aparición de la vida y vayamos al
hecho constatable de la presencia de los primeros seres vivos en el planeta. Es probable
que los indicios más antiguos al respecto sean los estromatolitos de 3.430 millones de
años de edad de Strelley Pool Chert (Pilbara Craton, Australia) (Allwood, et al., 2006).
Eso significa que cerca de mil millones de años después de la formación del planeta
—estimada en una fecha de alrededor de 4.500 millones de años—, al alcanzar tempera-
turas más moderadas que las de su nacimiento, la Tierra ya contenía vida.
Una vez que surgieron esos primeros seres, a la biología derivada del pensamiento
de Darwin le caben pocas dudas acerca de que los organismos interactuaron con el
medio ambiente a través del proceso que llamamos selección natural. Pronto fueron
capaces de producir el que con toda probabilidad cabe ser considerado como el mayor
de los cambios ecológicos en la historia de la vida. Gracias a la función clorofílica, unas
bacterias, las llamadas cianofíceas, transformaron la atmósfera de la Tierra desde la
reductora anterior liberando oxígeno y dando lugar a la atmósfera oxidante de que dis-
ponemos ahora. Los ejemplares más antiguos de cianobacterias podrían alcanzar los
2.500 millones de años (Summons, et al., 1999).
A partir de la presencia de una atmósfera oxidante, la historia de la vida en nuestro
planeta entra en los procesos de evolución, diversificación y transición hacia formas de

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Camilo J. Cela Conde

vida que suelen entenderse como de complejidad creciente. Por más que sea dudoso
establecer, hablando de los seres vivos una jerarquía de complejidades, y más aún hablar
de «progreso» alcanzado a través de la evolución por selección natural — vid. Ayala,
1974—, John Maynard Smith y Eörs Szathmáry propusieron en 1995 un esquema útil a
nuestros propósitos acerca de lo que podría ser esa complejidad creciente (Maynard
Smith y Szathmáry, 1995; Szathmáry & Maynard Smith, 1995). Dichos autores utiliza-
ron como criterio para poder detectar el incremento de complejidad la forma en que se
transmite la información de unas generaciones a otras dentro de un linaje de organis-
mos. El nivel más alto en la complejidad en la escala de Maynard Smith y Szathmáry lo
alcanzaríamos los seres humanos con la adquisición por selección natural del lenguaje.

Rasgos derivados humanos

El estudio de la evolución de los linajes (la denominada filogénesis) se basa en la identi-


ficación de taxa —especies, en principio, pero también géneros, familias, etc.—, por una
parte, y en el establecimiento de las relaciones evolutivas que existen entre un taxón
concreto y los más cercanos a él. Cualquier taxón necesita, para ser definido como inde-
pendiente sin tener que reducirlo a otro ya descrito, que se identifique al menos un rasgo
derivado, una apomorfia que es como se conoce en términos técnicos el carácter exclu-
sivo de un taxón.
Por lo que hace a los humanos modernos —esa condición de «modernos» es el
término que suele utilizarse en la antropología para distinguir nuestra especie de otros
ancestros dentro de los homínidos—, Sean Carroll (Carroll, 2003), menciona quince
rasgos específicamente humanos y, entre ellos, precisamente el lenguaje. Podrían aña-
dirse más. Procesos como los de la valoración moral o la apreciación estética forman
parte sin duda alguna de la condición humana.
En cualquier caso, el lenguaje constituye un ejemplo de apomorfia. Pero no es un
buen ejemplo. Se trata en principio de un rasgo funcional, relacionado con determinada
conducta. Y detectar conductas en el registro fósil es algo muy complicado —no se
fosilizan, claro es—, así que los biólogos dedicados a la sistemática desconfían de los
rasgos funcionales. ¿Cómo podríamos entender la forma en que evolucionó el lenguaje
para poder decidir si es exclusivo de los humanos?
Hay una solución: relacionar los rasgos funcionales con rasgos anatómicos, con
requisitos que tienen que darse para que la conducta sea posible. La bipedia es el rasgo
derivado común de todos los homínidos (el linaje que incluye a los humanos y sus ances-
tros no compartidos con ningún otro simio) y, por supuesto, es funcional. Pero existen
correlatos o requisitos anatómicos que se relacionan con la locomoción bípeda como es
el caso del pie, la cadera, el fémur, la rodilla, la inserción de la columna vertebral en el
cráneo y otros.
Pues bien, si queremos mantener el nivel de la discusión acerca de los porqués de la
existencia de los humanos —no sólo de los homínidos— dentro de los parámetros de
la comparación anatómica y genética, la bipedia no nos sirve. No es exclusiva de los
humanos modernos. Pero el lenguaje, tal vez sí. Y el de doble articulación propia de
los seres humanos es el resultado de la aparición de otra complejidad distinta, la de la
organización del cerebro.
Como gusta decir el paleontólogo Phillip Tobias, no se habla con la laringe sino
con el cerebro. A su vez, las complejas conexiones neuronales que puede realizar un

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El sentido biológico de la vida humana

cerebro como el humano derivan de una determinada estrategia adaptativa que con-
siste en hacer depender el sistema nervioso —aunque no sólo él, por supuesto— de
sistemas genéticamente codificados de procesamiento de la información (Szathmáry,
Jordán y Pál, 2001). Pero nuestros conocimientos actuales no nos permiten ir tan lejos
en la identificación de pistas evolutivas al respecto. Sabemos muy poco acerca de la
expresión genética en el cerebro, y menos aún de aquella que pueda relacionarse con
el lenguaje y su evolución.
De hecho, estudiar la evolución del lenguaje es una tarea hoy por hoy un tanto
frustrante a causa de la dificultad extrema de conseguir indicios acerca de la filogénesis
de ese rasgo (Cela Conde, Gomila, Munar y Nadal, 2008). Así que, en términos de la
biología darwinista, la apuesta mejor para justificar la existencia del ser humano tal
como lo conocemos está en el cerebro o, mejor dicho, en el conjunto del cerebro y sus
estados funcionales, a los que muchos llaman «mente». Vayamos con lo que cabe decir
de su origen.

Mente y cerebro

Cerebro, cráneo y mente son entidades biológicas diferentes. Pero están lo suficiente-
mente relacionadas entre sí como para que sus procesos respectivos de evolución tengan
numerosos puntos de contacto.
Eso supone una ventaja y un inconveniente. La ventaja consiste en que será posible
sacar algunas conclusiones acerca de la evolución de la mente —que, como es obvio, y al
igual que el lenguaje, no se fosiliza— a partir de restos craneales. El inconveniente estri-
ba en que, precisamente por eso, resulta tentador llevar esas especulaciones demasiado
lejos, identificando de forma mecánica tamaño craneal, complejidad cerebral y capaci-
dad mental. La mayoría de los autores que se han referido a la evolución de los homíni-
dos advierten de los peligros de la extrapolación: una cosa es constatar que se ha produ-
cido un incremento en el volumen del cráneo y otra muy diferente concluir que, en
consecuencia, la nueva especie tiene una mente más compleja. Pero las precauciones inicia-
les suelen también desaparecer, y no resulta nada difícil el encontrar afirmaciones espe-
culativas acerca de la superioridad mental de nuestros antepasados directos en compa-
ración con otras especies más alejadas de nosotros en términos evolutivos.
Hablar de la evolución del cerebro obliga, pues, a la cautela. Sobre todo porque, de
manera paradójica, exige también de forma necesaria audacia e imaginación. Uno de
los científicos de mayor talla del siglo XX, Francis Crick, descubridor, junto con Watson,
de la estructura en doble hélice del DNA y empeñado más tarde en dilucidar cuáles son
los correlatos neurales de la actividad mental a la que llamamos consciencia, publicó
hace unos años un libro que no dudó en titular «la búsqueda científica del alma» (Crick,
1994). Crick comenzaba su libro confesando que para escribirlo tuvo que lanzar toda
cautela por la borda. Abandonar cautelas excesivas es inevitable cuando se pretende
hablar del conjunto mente-cerebro, salvo que optemos por refugiarnos en un reduccio-
nismo tan seguro como inútil al sostener que la única explicación posible es la anatómi-
ca. Si vamos más allá, entrando en las funciones globales cerebrales —que es como se
suele definir, en el contexto biológico, la mente—, la cautela huye atropellada por un
cúmulo de intuiciones, extrapolaciones, categorizaciones y conclusiones que, a menu-
do, sólo podemos dar por provisionales. Pero es sin duda mejor el tener un modelo
provisional que él no disponer de nada en absoluto.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 235

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Camilo J. Cela Conde

Cuando un científico propone un modelo funcional del que no puede detallar sus
correlatos estructurales, es decir, cuando sostiene cosas como «el cerebro es una má-
quina de procesamiento de la información que funciona de forma semejante a las
máquinas de Turing», pero no puede indicar cuáles son los componentes del cerebro
que actúan de esa forma y detallar sus conexiones sinápticas, se dice que está em-
pleando un modelo de caja negra. Los modelos más oscuros de todos respecto de la
relación entre entorno e individuo son los conductistas, para los que el contenido de
la caja negra resulta prescindible (la respuesta puede predecirse mediante una fun-
ción dependiente sólo del estímulo). La ciencia cognitiva dio un paso adelante cuando,
gracias a la metáfora de la computadora, proporcionó modelos algo más transparen-
tes. Pero no mucho. El contenido de la caja, es decir, la actividad mental se volvió
importante a la hora de predecir las conductas, pero su manera de funcionar —su
«arquitectura»— se postulaba como independiente de la arquitectura cerebral, de for-
ma parecida a como hardware y software son componentes distintos de una computa-
dora e interesan a científicos y técnicos diferentes. Hoy día se pretende ir más allá,
mostrando en qué forma mente y cerebro son interdependientes, tarea en la que las
teorías de la consciencia del propio (Crick y Koch, 1990), de (Llinás y Ribary, 1993), de
(Changeux, 1983) o de (Zeki, 1992), por mencionar algunas de las más conocidas,
comenzaron a aclarar el contenido de la caja negra.
Es ése el horizonte paradigmático en el que intentaremos movernos a la hora de
hablar de la filogénesis del cerebro. Cautela y audacia deberán, pues, equilibrarse, y la
única manera de poder llegar al compromiso es la de intentar establecer cuándo aparece
la especulación y hasta dónde llega. Pero que, tarde o pronto, aparecerá, es algo seguro.
En la primera frase de un artículo dedicado a la evolución de la capacidad cognitiva,
Lewontin advertía que si se pretende decir lo que se sabe hoy de la evolución de la
cognición humana, uno debe detenerse al llegar al final de esa misma frase (Lewontin,
1990). Sin embargo, Lewontin continuó con su artículo. Es algo legítimo, siempre que
queden claras las reglas del juego.

De la mente al cráneo

Decíamos antes que cerebro, mente y cráneo son entidades biológicas estrechamente
relacionadas. Aun cuando sea bastante común el pensar que es ésa una evidencia que no
necesita de mayores justificaciones, vamos a intentar explicar, grosso modo, el cómo y el
por qué de su relación.
La evolución de algunos seres vivos al estilo de los vertebrados incluye la aparición
de A) sistemas de obtener información del medio ambiente, B) órganos de centraliza-
ción y modificación de esas informaciones y C) estructuras óseas que protegen tales
órganos. Pero sería un pecado de soberbia el ver la filogénesis de los seres humanos
como un proceso encaminado de manera obligada a la aparición de un cerebro en el que
el neocórtex está muy desarrollado y permite hacerse con un lenguaje de doble articula-
ción. Tales seres no son ni necesarios ni inevitables y, de existir, no pueden considerarse
versiones «mejoradas» de otras formas de vida que construyen y comunican de manera
diferente las informaciones medioambientales. Como decíamos antes, los biólogos han
tenido un trabajo considerable para poder eliminar los prejuicios que subyacen al con-
cepto de «progreso», preconcepciones que llevaban, inevitablemente, a una idea del
mundo de la vida como una montaña en cuya cima está el ser humano. Cosas tan excel-

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El sentido biológico de la vida humana

sas para nosotros como la moral, la estética o el lenguaje podrían ser en realidad produc-
tos tangenciales, efectos secundarios de una adaptación por selección natural encami-
nada a lograr otras cosas (Ayala, 1995).
Aunque no sea de forma ni inevitable ni necesaria, la manera como ha ido incre-
mentándose la complejidad cognitiva en el linaje humano pone en relación los tres
elementos que indicábamos en el párrafo anterior: sistemas de obtención de informa-
ción del medio ambiente, órganos para tratar de esas informaciones y estructuras óseas
destinadas a protegerlos. La obtención de informaciones del medio ha ido dando lugar,
por medio de la evolución, a un órgano central capaz de integrar diferentes estimulacio-
nes sensoriales, encerrado en una caja ósea y capaz de controlar comportamientos mo-
tores que incluyen el hecho de comunicarse con otros seres. El que esos tres aspectos
guarden estrecha relación no es, naturalmente, una mera correlación estadística. Tiene
sentido el que el incremento en la complejidad cognitiva exija cerebros más enrevesados
y cráneos más grandes. El tomar en cuenta ese sentido nos permitirá proponer un pano-
rama más completo de lo que es la evolución de todo el conjunto.
No parece que sea necesario definir en qué consiste un cráneo. Lo que es un cerebro
llevaría, quizá, a mayores controversias. Pero resulta seguro que pretender dar una defi-
nición de la mente obliga a entrar en una polémica imposible de resolver. Ni siquiera
sería universalmente aceptado el que optásemos por admitir que la mente, sea lo que
sea, está en el cerebro. (Bergland, 1985) sostiene que está distribuida por todo el cuerpo,
idea que seguramente habría sido mejor aceptada hace varios siglos cuando se situaba
en el corazón. Desde una perspectiva muy diferente, Roland Fischer (1990) sostuvo que
la mente es una construcción colectiva, el resultado de la interacción de diferentes seres
humanos como, por ejemplo, la comunidad de científicos cognitivistas. El que el lengua-
je humano contenga elementos biológicos y sociales imposibles de eliminar sin graves
trastornos para el individuo hace pensar que el problema filosófico de la individualidad
no resulta fácil de resolver. Pero a los efectos de lo que se está discutiendo aquí, la simpli-
cidad que supone el colocar la mente en el cerebro tampoco parece que implique pagar
un precio excesivo en términos de reduccionismo. Por tanto sostendremos que, aunque
sea de una manera poco precisa, la mente puede identificarse con la actividad funcional
global del cerebro.

La evolución del cerebro

La evolución del cerebro en el género Homo puede describirse en resumen como un


proceso de crecimiento hacia cerebros más grandes con ciertas áreas muy desarrolladas
dentro de ellos. De los cinco géneros a los que se podría reducir nuestro linaje, Sahelan-
thropus, Praeanthropus, Ardipithecus, Australopithecus, y Homo (Cela-Conde y Ayala,
2003), esa tendencia sólo aparece en el último. Los otros cuatro mantienen cerebros
similares en tamaño al del chimpancé.
Pero hablar de cerebros mayores puede inducir a confusión. Como lo que ha
crecido en la evolución de Homo es el tamaño del cuerpo en su conjunto, y no sólo el
del cerebro, resulta necesario establecer índices comparativos. Cualquiera de ellos,
como el coeficiente de encefalización (Jerison, 1977), permite entender en qué medi-
da una especie cuenta con un volumen cerebral igual —alométrico— o superior —extra-
alométrico— al que corresponde por el tamaño del cuerpo. Pues bien, hablando en
términos relativos, se pueden detectar en el género Homo varios incrementos extra-

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Camilo J. Cela Conde

alométricos de la capacidad cerebral. El primero, en Homo habilis, la especie de


cerca de 2,5 millones de años (m.a.) de antigüedad con la que aparece el género.
Algunos de sus ejemplares alcanzan los 700 cc de volumen cerebral, muy grandes
comparados con los de menos de 400 cc de los australopitecinos, de un tamaño
corporal parecido. El segundo incremento se da en H. erectus —una o varias espe-
cies de ese grado existieron desde hace 1,8 m.a. hasta los 70.000 años de los últimos
ejemplares asiáticos—, con cerca de un litro de capacidad craneal. Por fin, los nean-
dertales, extinguidos hace 30.000 años, que cuentan con 1.600 cc, son los ejemplares
de Homo de mayor volumen cerebral. Pero su coeficiente de encefalización es seme-
jante al de H. sapiens, cuyo cerebro alcanza 1.350 cc en promedio pero con un cuer-
po también menos voluminoso.
Que el cerebro aumente de volumen más allá del aumento del tamaño del cuerpo
implica la necesidad de explicar cómo pudo lograrlo. Cualquier hipótesis acerca de la
encefalización creciente debe tomar en cuenta las necesidades metabólicas. El tejido
cerebral consume una cantidad muy grande de oxígeno y glucosa, y lo hace de manera
continua al margen de los estados físicos o mentales del individuo. Eso sucede en todos
los mamíferos pero en el ser humano las necesidades metabólicas de su gran cerebro se
disparan. La conclusión que cabe sacar es la de la existencia de unas altas exigencias
metabólicas que deben ser atendidas si la selección natural impone un córtex en expan-
sión. ¿Cómo se consigue tal cosa?
Katherine Milton (Milton, 1988) apuntó como única salida para satisfacer la de-
manda metabólica del cerebro creciente en el género Homo la de un cambio de dieta
hacia nutrientes de mayor rendimiento —carne, en esencia. El estudio de (Aiello y
Wheeler, 1995) acerca de la relación que existe entre tamaño cerebral y longitud del
intestino apunta en una parecida línea. Dos especies diferentes de animales con una tasa
metabólica similar deberían «elegir» entre tejidos intestinales y tejidos cerebrales, ya
que ambos requieren un aporte energético muy alto. Como la dieta folívora exige intes-
tinos muy grandes para procesar los alimentos, ese sistema digestivo costoso sería una
barrera capaz de impedir una alta encefalización. Por el contrario, los homínidos ha-
brían entrado con el género Homo en una solución adaptativa en feed-back que ha sido
enunciada bajo el nombre de «Hipótesis del hombre cazador» (Washburn y Lancaster,
1968, por ejemplo). Según ese esquema, los cerebros servirían para obtener presas de
las que alimentarse, y la carne suministraría la dieta de alta calidad necesaria para que el
cerebro se desarrollase.
Sea cual fuere el fundamento de la presión selectiva hacia cerebros más grandes, en
todas las hipótesis propuestas se intenta responder a una característica notoria de la
evolución del cerebro humano: la aparición de pautas organizativas que desarrollan
ciertas áreas. De acuerdo con (Holloway, 1983), la evolución del cerebro en los homíni-
dos tuvo lugar a través de dos grandes modificaciones de su estructura. La primera, en
los australopitecinos (ejemplares como el Niño de Taung, de Sudáfrica, o A.L. 162-28 de
Hadar, Etiopía), con alguna reorganización del parietal posterior y el occipital anterior
hacia pautas más humanas. El volumen cerebral no experimentaría, sin embargo, como
ya hemos dicho cambios apreciables: continúa en el género Australopithecus dentro de
los valores de los simios. Una segunda etapa supondría, por el contrario, que el género
Homo dispone de volumen craneal y unas asimetrías cerebrales más en la línea de los Homo
sapiens actuales. Por decirlo de otro modo, Holloway sostiene la posibilidad de que existie-
se ya una cierta lateralización cerebral en los primeros Homo, aun cuando menos desa-
rrollada que en los humanos actuales.

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El sentido biológico de la vida humana

Dentro del género Homo, cabría hablar de tres pasos en la evolución de la compleji-
dad cerebral paralelos a los indicados en cuanto al aumento del volumen. El primero, la
aparición en Homo habilis de una organización neurológica «esencialmente humana»
(Holloway, 1974). El segundo, el salto en el índice de encefalización de Homo erectus que
se logra por medio de una expansión sobre todo occipital (Wynn, 1993). El tercero, la
aparición de una nueva pauta en Homo sapiens, distinta a la de Homo neanderthalensis
(Bruner, Manzi y Arsuaga, 2003). Los neandertales mantendrían un cerebro semejante al
de Homo erectus, aunque mucho más grande, mientras que nuestra especie habría desa-
rrollado las áreas prefrontales y parietales para dar lugar a nuestros cráneos abombados.
Pero ¿realmente contamos con evidencias firmes acerca de tales expansiones? Tal
hipótesis tropieza con los resultados obtenidos por Damasio, Semendeferi y Frank (Se-
mendeferi, Damasio y Frank, 1997). Su estudio volumétrico de los lóbulos frontales de
algunos monos y simios (macaco, gibón, orangután, gorila y chimpancé) indica que, si
bien el tamaño absoluto tanto del cerebro en su conjunto como el del lóbulo frontal es
superior en los seres humanos, cuando se entra en el análisis relativo las cosas cambian.
En términos alométricos, tanto el tamaño del lóbulo frontal como la distribución de sus
sectores es muy parecida en los monos, en los simios y en los seres humanos. La conclu-
sión que cabe sacar es que la evolución del linaje humano implicó un aumento del tama-
ño cerebral, pero no un desarrollo relativo del lóbulo frontal, cosa que sorprende en la
medida en que ese lóbulo interviene en algunos procesos importantes como son el pen-
samiento creativo, la planificación de acciones futuras, la expresión artística o el análisis
semántico. Un resultado semejante es el que presentan (Semendeferi y Damasio, 2000)
al comparar las expansiones de tres grandes zonas corticales: los lóbulos frontal, tempo-
ral y parieto-occipital. Mediante el cálculo postmortem del volumen del córtex frontal en
relación con el tamaño del cuerpo en diversos primates, y a través de estudios de reso-
nancias magnéticas de diversas regiones del córtex de los hominoideos (humanos, gran-
des simios africanos, orangután y gibón), Semendeferi y Damasio (2000) encontraron
notables diferencias en el volumen en términos absolutos, como es lógico. Pero los resul-
tados estadísticos obtenidos en la comparación de las áreas indican que el tamaño rela-
tivo del lóbulo frontal no distingue a los humanos de los demás hominoideos. Nuestra
área frontal es —en términos alométricos— la que corresponde a un primate con un
cerebro de nuestro tamaño, y sólo el gibón, entre las especies consideradas, tiene un
área frontal menor. Las áreas temporal y parieto-occipital tampoco indican diferencias
relativas significativas. La conclusión que sacan las autoras es que las modificaciones
evolutivas del córtex frontal son anteriores a la separación chimpancés/humanos, así
que las diferencias cognitivas enormes entre los simios y los humanos no pueden justifi-
carse de esa manera.
Semendeferi y Damasio (2000) dejaron abierta la posibilidad de que, aun cuando el
volumen total relativo de los lóbulos frontales fuese semejante en los simios superiores y
humanos, algunas zonas como el córtex prefrontal habrían podido expandirse en nues-
tra especie. Esa sugerencia es compatible con el estudio comparativo de otra especialis-
ta en la evolución del cerebro, Dean Falk (Falk et al., 2000), de las capacidades endocra-
neales de humanos modernos, gorilas y chimpancés. El trabajo de Falk y colaboradores
indica una medida relativa igual para el lóbulo frontal en los tres casos (las medidas se
obtuvieron proyectando en el plano horizontal las cotas máximas de anchura y longi-
tud), pero con diferencias significativas a favor de los humanos en algunas subregiones
del lóbulo frontal. Eso quiere decir que el lóbulo frontal humano se habría reorganizado
en comparación con el de los grandes simios africanos.

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Camilo J. Cela Conde

Quizá la cuestión no sea, pues, tanto el volumen de las zona frontal como su organi-
zación. En ese mismo sentido apunta el estudio de la girificación llevado a cabo por
(Rilling y Insel, 1999) al indicar una evolución extraalométrica de las circunvoluciones
de las áreas prefrontal y parietal sólo en Homo sapiens entre todos los primates. Justo
aquellas identificadas por Jerome Bruner (Bruner, 2004) como propias de la condición
humana. Las claves de nuestro cerebro particular deben ser buscadas, pues, en la expli-
cación del incremento de esas áreas y en las actividades funcionales que realizan.

Tareas pendientes

Hasta aquí hemos justificado el sentido biológico de la vida humana —su característica
distintiva— como el de adquisición por selección natural, a través de un proceso que
llevaría más de dos millones de años, de unos cerebros capaces de dar lugar al lenguaje,
la capacidad estética y los juicios morales. También hemos indicado que ese gran y
complejo cerebro sufrió modificaciones en las áreas prefrontal y parietal en nuestra
propia especie. Pero queda por explicar cómo se relacionan esos dos fenómenos: el de
las funciones estéticas, éticas y lingüísticas —por no hablar de otras facultades, como la
musical o la matemática— con dichas áreas.
La localización de la facultad del lenguaje con zonas como las de Broca y Wernicke
es conocida desde hace tiempo, en especial merced a los estudios de las afasias ocasio-
nadas por los daños cerebrales. Respecto de las redes neuronales que intervienen cuan-
do juzgamos comportamientos o nos extasiamos con la belleza comienzan a apuntarse
algunas evidencias —vid. por ejemplo Greene (2002), Moll et al. (2002), Vartanian y Goel
(2004) y Cela-Conde et al. (2004)—, pero el camino todavía por delante es muy largo y
será difícil de recorrer.
Ir más allá, llegando en términos de la activación de redes neuronales a los qualia,
es decir, a las impresiones fenomenológicas personales de la belleza, la semántica o la
preferencia moral, es una tarea no sólo pendiente sino, hoy por hoy, difícil siquiera de
imaginar. Noam Chomsky ha sostenido que ese sentido de la vida humana sólo es
accesible mediante el sentido común y jamás será dilucidado en términos técnicos
(Chomsky, 1998). Cabe discrepar de esa apreciación pero, para hacerlo con cierto
sentido, habrá que aguardar a que aparezcan las evidencias científicas acerca de cómo
nuestros cerebros son capaces de crear cosas como el Ulysses, la Venus del espejo o
Eine kleine Nachtmusik.

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EL SENTIDO HEIDEGGERIANO DE LA VIDA HUMANA

Andrés Ortiz-Osés

Para Edickson Minaya

I. Introducción
El ser es la trascendencia. Heidegger pierde a Dios y lo
busca toda la vida.
H.G. GADAMER, L’ultimo dio

Recogemos aquí nuestra visión sobre M. Heidegger en torno a la cuestión crucial del
sentido del ser y del ser como sentido, en su radical acepción de sentido de la existencia.
Un autor y una temática lo suficientemente relevantes como para justificar esta reflexión.
Nuestra interpretación de Heidegger no pretende ser la propia de un técnico o experto,
sino la de un interesado en la interesante vida y obra heideggeriana a lo largo de los años.
Se trata de un filósofo intrigante que se pasa la vida raptado por el «duende» del ser, como
sospechaba aquella viejecita que lo visitaba en su cabaña solitaria de la Selva negra.
Este interés personal se basa en la cercanía de un autor que comienza siendo teólo-
go y acaba siendo filósofo, planteando resueltamente el problema axiológico del sentido
de la vida aunque camuflada bajo la jerga sutil de un lenguaje complicado, reflejo del
propio ser concebido como coimplicidad de los seres y coimplicación de lo real. Y es que
la sutileza del lenguaje expresa también un profundo amor por el lenguaje como ámbito
de desvelación y velación del sentido. En este aspecto Heidegger participa de la concep-
ción romántica según la cual el lenguaje es la madre del espíritu (J. Grimm), lenguaje
que lo contiene todo simbólicamente (Bachofen). A su modo y manera Heidegger ha
llevado a cabo radicalmente la idea de L. Klages respecto a la filosofía como una medita-
ción conducida por el propio lenguaje.
Pero hay además un episodio importante en la vida de Heidegger, cual es su partici-
pación en el movimiento nacionalsocialista en 1933, que lo hace también cercano a este
intérprete. Pues uno mismo puede considerarse hijo del entusiasmo fascistoide paterno,
al menos en lo que respecta a mi concepción biológica, siquiera el posterior nacimiento se
diera ya en un contexto de crisis de dicho entusiasmo (es la diferencia que va de 1942, el
año de la primavera nacionalsocialista, al año 1943, el año de la derrota nacionalsocialista
en el invierno ruso). Y es que no puede obviarse en este contexto que la inflación del sujeto
fascista se enfrenta simétricamente a la inflación del sujeto comunista o marxista. De este
modo, concebido bajo el entusiasmo pero nacido ya bajo cierto desentusiasmo, uno puede
comprender mejor la famosa fase nacionalsocialista de Heidegger durante el año 1933, de
acuerdo a la divisa bachofeniana «la mejor crítica consiste en comprender». Que no en
vano la comprensión es la clave de la hermenéutica de Heidegger a Gadamer.
Una tal comprensión hermenéutica de los textos heideggerianos no debería reali-
zarse literalmente de acuerdo a lo que dice cósicamente, sino axiológicamente de acuer-

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Andrés Ortiz-Osés

do a lo que quiere decir simbólicamente, o sea, de acuerdo al sentido simbólico. Sí, ya sé


que Heidegger sospecha de toda mitología, axiología y simbología que considera algo
ajeno a su obra filosófica (propio del vitalismo, neokantismo o incluso del existencialis-
mo), pero hoy aparece claro que la filosofía heideggeriana alberga toda una mitología,
simbología y axiología del ser, como no podía ser de otra manera, posibilitadas precisa-
mente por esas filosofías que rechaza polémicamente. Tras leer lo que dice Heidegger, se
trataría de sonsacar cómo lo dice y lo que quiere decirnos, o sea, aquello que ha querido
decir para mí/nosotros. A tal fin hay que leer entre líneas y auscultar el tono y la tonali-
dad, el espíritu y la actitud, así pues tanto la melodía como la armonía, la clave que usa
y su ejecución, las consonancias y las disonancias, lo profundo y lo superficial.
Empecé mi andadura filosófica con Heidegger y quiero acabar con Heidegger, an-
tes de que el propio Heidegger acabe con nosotros. Ahora bien, no es fácil ver claro en la
Selva Negra heideggeriana, aunque en este caso tan importante como ver claro es ver
oscuro o captar oscuramente. Por su parte los heideggerianos se empeñan en interpre-
tar a su maestro escolásticamente, proyectándolo como creyente o increyente, idealista
o nihilista, fenomenólogo o hermeneuta, metafísico o anarcoide, dionisiano o apolíneo.
Precisamente recogiendo estos dos últimos temas nietzscheanos el propio Heidegger
mostró cómo los alemanes aúnan el apasionamiento y la racionalización, de modo que
en el caso heideggeriano haríamos mejor en repensar la dialéctica o dualéctica de dichos
contrarios en nuestro autor y su obra.
Como su filosofía, Heidegger es una complicación de opuestos simbolizados por el
propio ser como cruz de la realidad en su sentido abierto y transversal. Pues el ser no
«es» propiamente sino impropiamente y, por tanto, simbólicamente como ser-sentido
crucificado, por cuanto atravesado por la nada. Y sí, ya sé que el propio Heidegger
desecha todo simbolismo ajeno explícito aunque mantiene el propio implícito, pero ello
no importuna a su intérprete ya que se trata de entender a un autor «mejor» de lo que él
se entendió a sí mismo, como adujera Schleiermacher, o en todo caso de amplificar su
pensamiento, como diría Jung, de modo dialógico o coimplicativo.
Acaso la virtud del ser heideggeriano consista en su concierto y desconcierto en
medio de los seres, en su junción y su disjunción, en ser sentido y contrasentido, dona-
ción y retracción, amor y muerte. Pues, como afirmara el propio Heidegger, el ser es el
fundamento y el abismo, caracterizado por el ajuste y el desajuste, ya que la nada perte-
nece al ser mismo. H.G. Gadamer ha definido el ser heideggeriano como la «trascenden-
cia», concebida filosóficamente como aquello que nos sobrepasa: «Para nosotros, la
trascendencia es una buena expresión para decir que lo que se da en el mundo no es
seguro o que no es como es. Por lo demás, la trascendencia me parece un buen concepto
para evitar la unilateralidad de un saber científico que tiende solamente a la objetividad
y a la verificación de los enunciados».1
En el primer caso se trataría de trascendencia ontológica, en el segundo caso de
trascendencia gnoseológica. El propio Gadamer está pensando platónicamente en el
concepto trascendente del Ser, Valor o Bien como un más allá, como una anticipación
ética de la perfección o complección (inalcanzable real o mundanalmente).
Ahora bien, nosotros preferimos hablar de «trascendencia inmanente», ya que ese
presunto/presuntuoso bien está contrarrestado por el mal, de modo que la mejor forma

1. La primera versión de la trascendencia está en H.G. Gadamer, Die Lektion des Jahrhunderts, Lit.
Münster 2002; p. 81; la segunda versión de la trascendencia está en H.G. Gadamer, L’ultimo dio, Meltemi,
Roma 2002, p. 115.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

de hacer el bien seguramente está en remediar el mal. La ética del bien debe conjugar
una ética del mal, en el sentido de que la auténtica elevación hacia el bien está en abajar-
se para remediar el mal, de modo que hacer lo mejor consista primariamente en rehacer
lo peor, que es la suerte de los peor favorecidos. So pena de que nos siga dominando la
abstracción del capitalismo ficcional y sus secuelas: pues no es ético seguir consumien-
do el bien sin asumir el mal.

II. Heidegger y el ser-sentido

Das Sein ist: Das Sein west.


El ser serencia: lo esente esencia.
M. HEIDEGGER

Quisiera presentar a continuación la falsilla que me ha servido de guía para interpretar


sintéticamente el largo itinerario de M. Heidegger (1889-1976). El filósofo alemán co-
mienza su andadura afirmando la revelación del ser en el hombre, para posteriormente
reafirmar la revelación del hombre en el ser, hasta finalizar su trayecto coafirmando
hombre y ser en el lenguaje como mediación de ambos.
Tanto Heidegger como muchos de sus comentaristas opinan que no hay que dis-
tinguir propiamente etapas en su pensamiento, y tienen razón por cuanto es un pensa-
miento unitario que comparece prácticamente ya íntegro en su magna obra Ser y tiem-
po de 1927. Sin embargo, observamos en primer lugar la famosa Kehre o vuelta, en la
que el propio filósofo confiesa que el ser, tras haberse manifestado existencialmente
en el hombre (Dasein), gira sobre sí mismo para automanifestarse a sí mismo como
destinal (Geschick). De este modo, el ser que primero se define en relación con la
temporalidad humana activa y proyectiva, después se redefine como prototiempo o
acontecimiento radical (Ereignis), el cual ofrece un carácter matricial pro cuanto coim-
plicativo o asuntor.
Ahora bien, da la casualidad (sincrónica) de que esta vuelta o giro del ser coindice
con el propio giro del hombre Heidegger, cuando está de vuelta tras su inflacción nacio-
nalsocialista en 1933. Por eso la Kehre no representa una inversión pero sí una reversión
y profundización, un tránsito del Superhombre nietzscheano al Superser posnietzscheano.
El Dasein ya no se infla por el espíritu del pueblo alemán, sino que se desinfla para
albergarse en el espacio abierto del ser: una nueva apertura trascendental que contrasta
con el anterior cierre trascendental. Ahora el Dasein ya no se asocia con el hombre
(alemán), sino con sus raíces en los griegos presocráticos. Y ahora el ser se disocia del
ámbito alemán para mentar la esencialidad de lo real, a modo de traducción del Uno-
Todo (hölderliniano), aunque sin fusiones o confusiones.
Decimos sin fusiones ni confusiones porque en rigor griego el ser no es el uno, ya
que entre los griegos no hay unión fusiva con lo divino, puesto que lo divino es lo otro.
Por lo mismo el ser heideggeriano no es confusivo sino que es el claro (Lichtung), lo
abierto libre, el refugio como reunión radical de lo real en su diferencialidad. Se da aquí
un pasaje del Dasein como el claro al ser como el claro, por cuanto aquel no lo es, aunque
lo custodia o resguarda.2

2. Ver M. Heidegger, Zur Frage nach der Bestimmung der Sache des Denkens, 1965, Erker, St. Gallen,
1984; también El final de la filosofía y la tarea del pensar, en: Tiempo y ser, Tecnos, Madrid 2000.

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Andrés Ortiz-Osés

Así pues, hay en Heidegger un traspaso primero del ser al hombre y luego del hom-
bre al ser, caracterizado este segundo momento por cierto «antihumanismo» bien pa-
tente en su Carta sobre el humanismo, publicada tras la segunda guerra mundial. Pero la
transición heideggeriana arriba a un tercer término del viaje filosófico, ya que cabe
introducir la problemática del lenguaje como el tercer elemento fundamental de su filo-
sofía. El lenguaje recorre toda la obra de nuestro autor otorgando una especie de hilo
conductor, como mostrara H.G. Gadamer, pero adquiere un carácter claramente media-
dor al final en su obra De camino al lenguaje. Aquí el lenguaje media entre el ser y el
hombre, por cuanto en el lenguaje el ser es apalabrado por el hombre bajo la cópula
ontológica «es».
Hombre, ser, lenguaje. Estos son los tres mojones heideggerianos que configuran
las etapas de su camino hermenéutico, siquiera la última represente la coimplicación de
las anteriores. Pero veámoslo más de cerca, sonsacando brevemente las consecuencias
cosmovisionales o valorativas más significativas.3

1. Del ser al hombre

En 1927 Heidegger publica su obra capital Ser y tiempo, en la que expone la primera
tesis indicada sobre que el ser (Sein) se revela en el hombre (Dasein). En terminolo-
gía filosófica tradicional, esta visión puede expresarse diciendo que el ser es la esen-
cia o lo esencial y el hombre la existencia o lo existencial, con lo cual viene a decirse
que la esencia se desvela en la existencia, o si se prefiere, que lo esencial es lo existen-
cial. En términos más heideggerianos podríamos expresar esto mismo aduciendo
que el ser como sentido radical de lo real se manifiesta en la existencia humana y,
por cierto, como tiempo o temporalidad, el cual conlleva la finitud, la contingencia y
la muerte.
Esto significa afirmar que la trascendencia comparece en la inmanencia y como
inmanente o inmanentizada. Parecemos abocados así a la cosmovisión religioso-teoló-
gica sobre lo divino, sagrado o numinoso en cuanto secularizado, encarnado o profana-
do en el mundo del hombre, lo que se corresponde con la propia trayectoria de un
Heidegger católico abierto al protestantismo (luterano) y finalmente a la secularidad
mundana. He aquí que lo divino se encarna en el hombre, así como el ser se encarna en
el hombre en cuanto «aquí» del ser (lo que en el escotismo estudiado por Heidegger se
denomina el ser-aquí o esse-hic, la concreción o heceidad).4
Pero a raíz de un tal planteamiento filosófico-teológico el problema de Ser y tiem-
po es que conduce a una cierta inflación del hombre por cuanto es el ámbito de revela-
ción del ser-sentido de la vida. Esta inflación comparece nítida en la visión heidegge-
riana de un ser que no es en-sí sino que se da en tanto existe el hombre(Dasein), o sea,
en cuanto el ente es en el «aquí» del hombre. En su curso sobre el problema de la
trascendencia en Ser y tiempo, dictado en 1928, nuestro autor llega a afirmar que el
propio Dasein se da a sí mismo algo así como el ser, y entonces aparece el ente. Es
cierto que en el mismo texto el ser comparece como prototrascendencia radical frente
a la cual el hombre es la trascendencia radicada, pero vuelve a insistir en que el ser y su

3. Para las obras originales de M. Heidegger, remitimos a su Gesamtausgabe, cuya edición está a
punto de culminar en la editorial Klostermann de Francfort.
4. Téngase en cuenta al respecto el trabajo de Heidegger sobre Duns Scoto, 1916.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

radicación temporal se dicen en el hombre (desde la posterior revisión del autor diría-
se demasiado humanamente).5
Lo que estamos diciendo es que en esta primera etapa Heidegger no concibe el ser
sin el hombre, aunque pueda concebir al ente sin la existencia del hombre. Lo cual
confiera dureza inhumana al ente, pero sobreponiendo al ser una especie de dependen-
cia respecto del hombre. Podríamos decir que en esta etapa el ser heideggeriano gravita
en el tiempo existencial humano, por cuanto pertenece a lo que Cassirer llamaba el
contexto humano del sentido, frente al contexto cósico del ente. Pues el ser heideggeria-
no no «existe» como el hombre, ya que sólo el hombre dice existencia. Esta definición de
la esencia del hombre como existencia, además de inflarlo, deja al ser flotando en la
nada y a merced de la libertad humana.6
Detrás de semejante visión antropotópica del ser está la figura de F. Nietzsche y su
visión de un mundo basado en la «voluntad de poder» y sus transvaloraciones humanas,
una voluntad que arriba dionisíacamente al Superhombre transvalorador. Y es que en
esta primera etapa heideggeriana hay una cierta connivencia entre el Dasein humano y
el Superhombre nietzscheano, ya que ambos están preñados o impregnados por la reve-
lación del gran secreto del universo: el ser-sentido trasladado de lo infinito a lo finito, de
lo absoluto a lo relativo, de la trascendencia pura a la trascendencia impura o inmanen-
te. En ambos casos el hombre es el proyector del valor radical de la existencia, valor que
depende del propio valor y valoración humanos exacerbados. Encontramos así una con-
tinuidad nietzscheano-heideggeriana que acaba obteniendo un mismo tono heroico,
patriarcal y belicoso.
En 1933, el año decisivo de la decisión nacionalsocialista, Heidegger proclama a
Leo Schlageter como el pionero nacionalsocialista, el héroe de una voluntad tan dura
como los montes graníticos de la Selva Negra, el cual se mantuvo en pie en impasible
ademán aceptando su destino alemán. Ahora Heidegger predica la conquista del ser por
parte de un Dasein que impone la medida al tiempo, colocando la triple forma del poder
temporal (pasado, presente y futuro) a su mando y servicio. En su discurso del Rectora-
do titulado «La autoafirmación de la universidad alemana», nuestro autor sitúa polémi-
camente su presente entre el pasado como arraigo en la comunidad germana y el futuro
como lucha por su grandeza.7
Heidegger aboga por el espíritu del pueblo (Volksgeist), denunciando el liberalismo
individualista como desligación y desarraigo en nombre de la auténtica religación al
origen, la naturaleza y la comunidad, criticando la civilización tecno-científica desde
una posición filosófica cuyo lema es el saber-poder vinculante y unificador. Se impone
así la voluntad de existencia (Daseinswille) como autoafirmación y cierre espiritual de la
Universidad alemana, en cuanto ligación con la comunidad originaria frente a la socie-
dad dividida en clases y partidos. Y aquí Heidegger remite a F.K. Savigny, el jurista
romántico organicista que, bajo el influjo de Schelling, influyó en Bachofen y socios.
Estos socios son, por una parte, el propio Nietzsche y su continuación nacionalsocialista

5. Ver M. Heideggger, El problema de la trascendencia, 1928, en Gesamausgabe, 26, 1978; hay


traducción de P. Oyarzun, Escuela de Filosofía, Universidad ARCIS (puede consultarse en Internet,
textos de Heidegger organizados por Horacio Potel).
6. Véase de E. Cassirer su Antropología filosófica, FCE, México 1970.
7. M. Heidegger, La autonomía de la universidad alemana, traducción de R. Rodríguez, Tecnos,
Madrid 1992. Puede contemplarse la imagen de Heidegger en su despacho rectora1 en 1933, inflado
en su Dasein, portando las insignias nazis y proyectando una mirada fija, fría y cortante.

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Andrés Ortiz-Osés

(Klages, Baeumler) y, por el otro lado, Engels y Bebel, y su versión marxiana (Bloch,
Horkheimer, Benjamin, W. Reich, E. Fromm).8

2. Del hombre al ser

Mi interpretación es que el primer Heidegger, bajo lo que después él mismo llamará la


influencia destructiva de Nietzsche, acaba proyectando un Dasein inflado de rasgos pro-
meteicos, heroicos y fascistoides. Filosóficamente ello se traduce en la autoafirmación
mentada del hombre auténtico embarazado y embargado por el ser-sentido de lo real,
capaz de captar y realizar lo esencial, o sea, la esencia del propio ser. Pero el propio ser
adquiere un carácter identitario, ya que se autodefine como mismidad sin diferencias y
como identidad pura, purista o puritana. Esto se manifiesta en la mismísima concep-
ción heideggeriana del amor, aparentemente tan inofensiva, cuando lo define como un
querer que lo amado sea «lo que es». La identidad dogmática o fundamentalista define
el ser (alemán) como una esencia caracterizada por su fijación o destino (Schicksal).9
Todo ello cambia significativamernte con la distancia de Heidegger respecto al
nacionalsocialismo a partir de 1934, y se vuelve clara a partir de 1936 cuando vuelve
a clarear el ser en lo abierto. Es ahora cuando realiza una crítica de la voluntad de
poder nietzschana, abriéndose poéticamente a Hölderlin. Respecto a Nietzsche, Hei-
degger parece darse cuenta de que la afirmación dionisíaca, frente al racionalismo
apolíneo, conlleva en dicho autor una connotación patriarcal-belicosa. Pues en reali-
dad Nietzsche ha malinterpretado a Dioniso, el dios matricial que se afinca en Creta
desde tierra extraña, pero que Nietzsche lo ve a través del prisma del dios germánico
Wotan, el dios extático pero furioso y belicoso, perteneciente a los Ases patriarcales y
de signo aguerrido.10
Pero el auténtico Dioniso es preindoeuropeo y prepatriarcal, el dios báquico del
vino y las mujeres, que el gran poeta Hölderlin ya no lo contrapone a Cristo, como
Nietzsche, sino que aúna a ambos en un mismo destino trágico-redentor. Esta revisión
de lo dionisíaco patriarcal como lo dionisiano matriarcal se conjuga en Heidegger con
una revisión del pensamiento clásico (indoeuropeo ) desde las categorías preclásicas de
los primeros filósofos anteriores a Platón y Aristóteles, arribando así a una concepción
del ser como «poder no violento», o sea, como potencia emergente. De esta guisa redes-
cubre Heidegger el mundo anterior a la cultura clásica greco-cristiana, pero ya no en
contra de esta, como pretendía Nietzsche.
Ahora Heidegger deconstruye su itinerario del ser al tiempo (humano) volviéndose
correspondientemente del tiempo (humano) al ser sobrehumano. Vuelta o giro del sen-

8. Ver al respecto mi obra Comunicación y experiencia interhumana, Desclée, Bilbao 1976. La


figura decimonónica de Bachofen es fundamental para entender el terremoto axiológico que surge al
diferenciar entre la cosmovisión matriarcal y la cosmovisión patriarcal, que en Nietzsche se traduce
por la diferencia entre lo dionisiano y lo apolíneo. Por una parte, Heidegger sufre la huella de Bachofen
y Klages, a quienes cita significativamente, así como del propio A. Baeumler (primero amigos y luego
enemigos). En su Dialéctica de la Ilustración, M. Horkheimer achacará a la cosmovisión patriarcal-
racionalista el abstraccionismo de nuestro mundo alienado y reificado por un trabajo inhumano.
9. Ver la citada Autoafirmación, así como los trabajos sobre la universidad alemana y la filosofía
alemana, 1934 y 1936.
10. Sobre Wotan, consúltese el trabajo de C.G. Jung del mismo título; véanse ahora sus Obras
Completas en la editorial Trotta de Madrid.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

tido del ser (explicatio) al ser del sentido (implicatio), del ser tempoespacializado en el
Dasein al ser espaciotemporalizado en su propio encuadre/cuadratura de lo real que
coimplica a dioses y mortales, tierra y cielos. El ser se encuadra en su propio ámbito o
localización (Erörterung), en su propio espacio esencial u hogar ontológico, como lo
llama nuestro filósofo. Pues como dice el heideggeriano G. Bachelard:

Todo espacio realmente habitado contiene la esencia del concepto de lugar, porque allí se
reúne la memoria y la imaginación.11

El ser que anteriormente no podía ser sin el Dasein revierte ahora en el ser que sólo
«es» propiamente, y que incluso podría ser sin el ente (un enunciado radical que aparece
en la Introducción a la Metafísica de 1943, luego rechazado por nuestro autor). Pasamos
así de una visión del ser enmarcado en el mundo del hombre, a una revisión del ser que
enmarca al hombre y su mundo. Cierto, el ser sigue teniendo relación privilegiada con el
hombre, pero ahora se acentúa que el ser es el privilegio del hombre, y no al revés. Un tal
ser se redefine en este segundo Heidegger como Physis o naturaleza emergente a partir
de Heráclito, así como origen del nacer y del morir, del ajuste y del desajuste a partir de
Anaximandro.12
Ahora el ser aclara no sólo su rostro de dacción o donación (es gibt), sino también
su contrarrostro de retranca o retracción. Sublime y abismático, revelado y velado, el
ser heideggeriano adquiere en esta segunda etapa caracteres míticos y místicos, a modo
de limen o liminaridad, como acontecimiento radical frente al cual el hombre aparece
como su a-guardador, a la vez guardador y aguardador. El poder sin violencia parece de-
finir a este ser heideggeriano, junto al cual Heidegger concelebra la serenidad como
coimplicidad del hombre en el ser-sentido, situándose entre la inmanencia y la trascen-
dencia. Las nuevas referencias al respecto son los místicos Eckhart y Ángelus Silesius,
así como los poetas Rilke, George, Trakl, Celan y Char.
Es como si Heidegger hubiera virado con el ser desde su propia heroificación a su
desheroificación, así pues desde el heroísmo nietzscheano al antiheroismo posnietz-
scheano (hölderliniano). Ha comprendido que el mundo del Superhombre se basa en la
tecnociencia como un poder transhumano que el hombre no puede/debe manipular
impunemente, so pena de cataclismo cósmico. Como dijo nuestro filósofo en conocidas
entrevistas, aprendió en 1933 que la metafísica del ser como poder se verifica en nuestra
civilización técnica, y que no hay salvación simplemente humana. Sólo un dios puede
aún salvarnos: pero se trata de un dios ausente, cuya ausencia debe meditarse como el
trasfondo de nuestra época secular.13

11. G. Bachelard, La poética del espacio, FCE, Madrid 1993. Ver al respecto los trabajos de Heideg-
ger sobre Hölderlin y la esencia de la poesía, así como la obra de L. Klages (Der Geist als Widersacher
der Seele) y de A. Baeumler (Das mythische Weltalter). Curiosamente mientras que el primero considera
el tiempo como femenino y el espacio como masculino, a lo Bergson, el segundo reconsidera el tiempo
como masculino y el espacio como femenino, a lo Oteiza (cuyo espacio es un ámbito vacío o vaciado);
ver al respecto mi obra La herida romántica, Anthropos, Barcelona 2008.
12. Sobre la vuelta, ver M. Heidegger, Die Kehre, Ciencia y técnica, Editorial Universitaria, Santiago
de Chile, 1993, traducción F. Soler.
13. Véase al respecto las entrevistas de Heidegger con la revista Der Spiegel, traducción de R.
Rodríguez, Tecnos, Madrid 1996, así como con R. Wisser y con Towarnick-Palmier, 1969.

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Andrés Ortiz-Osés

3. El lenguaje mediador

En la vuelta o giro mentado hay una reversión del ser abierto al futuro desde su raigam-
bre, al ser abierto al origen desde su destino o destinación. El peligro del Dasein heideg-
geriano en su primera etapa está en la subjetividad objetivadora del mundo, hasta que
retrocede o recula (Schritt zurück) hasta el ser como coimplicación matricial. De esta
guisa hay una especie de deconstrucción matriarcal (regresiva) de la proyección patriar-
cal (agresiva), pasando así del futuro utópico al pasado mítico-místico. En realidad di-
cha deconstrucción heideggeriana es una tónica en su vida filosófica, ya que se pasa el
tiempo tratando de «destruir» la metafísica clásica del ser como fundamento fundamen-
talista (llámese Dios o Idea, Razón, Esencia o Sustancia) en nombre de un ser abismáti-
co y relacional caracterizado tanto por la verdad como desvelamiento como por el senti-
do oculto como velamiento.
La lucha (Pólemos) entre el ser y el hombre discurre a lo largo de la obra heidegge-
riana. Si al principio la lucha parece decantarse por el hombre, al final acaba decantada
por el ser. Pero esta lucha (Auseinandersetzung) encuentra a lo largo de la obra heidegge-
riana el hilo conductor del lenguaje, el cual se muestra explícitamente en De camino al
lenguaje de 1959. Aquí engarzará H.G. Gadamer su hermenéutica, al redefinir el ser
como lingüístico: «el ser que puede comprenderse es lenguaje». Ahora el lenguaje es la
mediación entre hombre y ser, ya que el hombre dice el ser en el lenguaje. Con ello se
remedia también la vieja lucha entre objetividad y subjetividad, cosa y sujeto, mundo y
alma, realidad e idealidad, puesto que en el lenguaje se apalabra la realidad de un modo
ideal, así como lo objetivo de un modo subjetivo.14
La realidad radical y primaria —el ser— es lingüística y se expone y expresa en el
lenguaje como logos del ser. De esta manera recobra el Logos su viejo estatuto herme-
néutico heraclíteo de «reunión» (légein) de opuestos compuestos: mundo y hombre al
encuentro, lo que nos lleva a una especie de realidealismo hermenéutico, según el cual el
ser es objetivo-subjetivo, real-ideal, relacional y simbólico diría yo, ontológico. Pues,
como quería el viejo Varrón, el hombre impone los nombres en el lenguaje como quiere
(subjetivamente), pero los declina como quiere la naturaleza (objetivamente). Así que en
el lenguaje el Dasein propone lo nominal (accidental), pero el ser propone su declinación
(lo esencial). En donde el lenguaje comparece como el paso de la naturaleza a la cultura
y, por tanto, como médium de la hominización.15
En el lenguaje el ser se implica en el hombre y el hombre se coimplica en el ser. De
esta guisa el lenguaje es la articulación del elemento patriarcal o proyectivo y del ele-
mento matriarcal o asuntivo, puesto que es el ámbito donde convergen la aparición
veritativa y el ocultamiento del sentido, el despliegue explicativo y el repliegue impli-
cativo, el ser y el no-ser, la razón masculina de la vida y la razón femenina de la vida. El
lenguaje reaparece entonces como una mito-logía, la cual engarza tanto el mito como
el logos, Dioniso y Apolo, la pasión y la razón. El lenguaje es la junción o unción entre
lo matricial y lo patricial en su mediación fratriarcal o democrática, intersubjetiva o
interhumana.16

14. Ver H.G. Gadamer, Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1985; M. Heidegger, De camino al
habla, Odós, Barcelona 1990.
15. Consúltese de Varrón su obra De lingua latina, Anthropos, Barcelona 1980, libro X, 53.
16. Puede consultarse G. Vattimo, A. Ortiz-Osés, S. Zabala, El sentido de la existencia, Universidad
Deusto, Bilbao 2007.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

Ahora bien, el lenguaje remedia muy especialmente lo real y lo surreal, la presencia


y la ausencia. En efecto, el lenguaje hace presente lo ausente a través de sus signos y
símbolos, de modo que alberga no sólo la luz de la conciencia sino la oscuridad del
inconsciente, lo viviente y también lo muerto, no sólo lo actual sino lo potencial o vir-
tual, las cosas y también las ideas. No sólo el cuerpo visible sino el alma invisible. De este
modo el lenguaje así radicalizado simboliza al propio ser como cópula universal («es»),
y al propio hombre como cópula encarnada de cuerpo y alma, materia y forma, natura-
leza y cultura, amor y muerte.

Transición: amor y muerte

Yo mismo interpretaría el lenguaje así entendido como logos de amor: donde el amor
funge como amor de los contrarios y, por lo tanto, como amor y muerte. Mientras que el
amor se abre al otro (enajenación), la muerte se abre a lo otro (alienación).
Por eso el amor simboliza el ser-sentido y la expansión (felicidad), mas la muerte
significa el sinser, el sinsentido y la impansión (infelicidad). Y es que la muerte es el
precio de la vida como amor.
Y, sin embargo, amor y muerte se codicen mutuamente (amor et mors convertun-
tur). Lo mismo que el ser y el no-ser (la nada) se codicen mutuamente (esse et nihil
convertuntur). Pues el amor es el sentido atravesado por el dolor del tiempo, su contin-
gencia y finitud. Por su parte, la muerte es el sinsentido que acaba en el reposo eterno.
Así que hay un vínculo secreto entre el amor y la muerte, ya que el amor es mortal
(en el amor morimos siquiera para vivir), mas la muerte es amorosa (en la muerte mori-
mos siquiera para trasvivir). De esta guisa, amamos en alguien al ser como Uno-Todo, y
morimos a alguien en el ser como Todo-Uno.17

III. Interludio. Logos de amor

Das Sein: es gibt.


El ser se da.
M. HEIDEGGER

Martin Heidegger recoge la gran tradición greco-cristiana de la filosofía metafísica y le


da un primer giro o reversión típicamente vitalista o existencial, consistente en reenten-
der el ser —protosímbolo del sentido radical de lo real— no ya en el contexto clásico de
lo cósico o reificado, entitativo o inhumano (el contexto del ente), sino en el ámbito
abierto del hombre y lo humano. Con ello el ser recobra un carácter existencial frente al
esencialismo clásico.
Ahora bien, este pasaje drástico del ser clásico como fundamento esencial o sustan-
cial al ser posclásico como relación existencial promueve al hombre como el lugar privi-
legiado de revelación del propio ser, con el peligro de inflación del Dasein humano.
Peligro que deviene perversión con la aparición del nacionalsocialismo y su cosmovi-
sión basada en el Superhombre pseudonietzscheano. Pues bien, en 1933 Heidegger re-
cae en el nazismo inflacionariamente (Gadamer habla de «infatuación»).

17. Al respecto véase mi obra Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2004.

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Andrés Ortiz-Osés

La posterior reacción de Heidegger frente a la barbarie tanto nazi como comunista


y, en general, frente a la im-posición tecnocrática, comienza poco a poco a partir de 1934
y se va consolidando con la crítica a Nietzsche y su voluntad de poder, así como con el
descubrimiento de Hölderlin que «poetiza» su pensamiento filosófico abrupto. A partir
de aquí nuestro filósofo regrede a los orígenes presocráticos para concebir el ser como
acontecimiento radical (Ereignis).
Lo que hemos considerado como su última etapa del lenguaje es más bien un tercer
nivel que intermedia la anterior lucha o disputa entre el ser y el hombre, radicándola en
el lenguaje concebido como encuentro hermenéutico entre el hombre y el ser. En efecto,
en el lenguaje el hombre dice el ser diferenciadamente, precisamente porque en el len-
guaje el ser es apalabrado por el hombre humanamente (perspectivísticamente).
Ahora bien, este apalabramiento del ser en el lenguaje por parte del hombre se
define como apertura de sentido, por lo cual deberíamos cambiar la sentencia de Gada-
mer así: «El ser que puede ser comprendido dice sentido». De esta forma reinterpreta-
mos la filosofía heideggeriana como una filosofía del sentido, cuya simbología pretende-
mos exponer brevemente a partir de la famosa Carta sobre el humanismo, acaso el texto
más claro y decisivo de nuestro filósofo.
En su Carta sobre el humanismo, M. Heidegger redefine intrigantemente el Ser
como la fuerza sutil de la posibilitación amante (mögendes Vermögen), de modo que
todo ser puede ser por la pujanza cuasi erótica de la posibilitación amorosa o potencia
del amor (Vermögen des Mögens): por ello, escuchar al ser significa amarlo todo a-guar-
dando su verdad, mientras que pensar es hacerse cargo de alguien o algo en su esencia,
así pues, amarlo.
La realidad en su ser es entonces la realidad como sentido de coimplicación de los
contrarios, coimplicación simbolizada por el propio Heidegger como un cuadrilátero en
el que luchan amorosamente los cuatro en complicidad: «cielos y tierra, mortales y dio-
ses». A partir de aquí la tarea del hombre en el mundo parece aclarada: en efecto, se
trataría de salvaguardar la tierra y aceptar los cielos, así como paralelamente atender a
lo divino y asumir la muerte.
Ello significa que el ser heideggeriano comparece como apertura radical a la
otredad, encrucijada simbólica de contrarios, mediación hermenéutica de opuestos
y relación transversal de implicados. Los implicados en y por la implicación destinal
del ser somos los hombres y las cosas, la tierra y el cielo, los mortales y los dioses, la
inmanencia y la transcendencia. Pues bien, la encarnación del ser es el propio hom-
bre en su existencia (Dasein), el cual transita cual Hermes ilimitado a través de lo
limitado, siendo definido como el fronterizo que atraviesa líquidamente las fronte-
ras, el limítrofe que traspasa los límites de lo ilimitado, el transfronterizo (Grenzgän-
ger des Grenzenlosen).
Es verdad que Levinas ha realizado una crítica del Ser heideggeriano concebi-
do como neutro o impersonal: pero Levinas se equivocaba cuando reduce el Ser
heideggeriano a lo sagrado o religioso (pagano) y lo critica en nombre de lo santo o
lo ético (judeocristiano). Pues yo pienso que no puede haber ética o moral sin reli-
gión o religación, ya que toda obligación es una ob-ligación frente a el/lo otro religa-
do o implicado.
Por ello quisiéramos interpretar el Ser heideggeriano como coimplicación radical
de los seres, lo cual significa la implicación de el/lo otro, así pues la religación de la
otredad tanto humana como transhumana, tanto personal como transpersonal. Una tal
coimplicación del otro (otredad) puede representarse en la figura simbólica o figuración

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El sentido heideggeriano de la vida humana

imaginal del daimon eros, interpretado como mediación de contrarios y hermanamien-


to de lo real y, por lo tanto, como relacionalidad ontosimbólica. Aquí se inscribiría la
concitada visión heideggeriana del Ser como Vermögen: potencia de querer o querencia,
deseo posibilitante y posibilitación del amor (la voluntad de poder como amor). En
donde el poder mienta la realidad seca y secante y el amor el agua simbólica que diluye,
vivifica y humaniza esa realidad ensequecida y petrificada (reificada).
H. G. Gadamer prefiere hablar de diálogo o respeto antes que hablar de amor, y
ciertamente es un lenguaje políticamente más correcto. Pero lo hace porque el amor le
sugiere «voluntad de poder», lo cual es una sugerencia excesiva, ya que el amor no es
voluntad de poder sino de potencia. La voluntad romántica de potencia es potencia-
ción de uno mismo y del otro, la voluntad política de poder es prepotencia propia y
depotenciación del otro. La diferencia estriba en que la voluntad de poder política
procede de una autoridad potestativa, mientras que la voluntad de potencia amorosa
promana de un autor sin postestad, cuya obra no es la maquinación (Gestell) sino la
recreación de sentido.18
De esta guisa, una hermenéutica del sentido como la que proponemos es una her-
menéutica recreativa del sentido (por afirmación, concelebración o conjugación lúdica)
y recreadora del sinsentido (por denegación o remediación, supuración o sublimación).
Pero aún nos queda lo esencial: una hermenéutica creativa de sentido, lo cual sólo es
factible a través de la capacidad simbolizadora del hombre. O por una hermenéutica
simbólica, abridora de sentido. Precisamente el ser heideggeriano es el ejemplo paradig-
mático de una creación de sentido, ya que en él se simboliza el sentido existencial en
cuanto existencia de sentido. Esperemos que nuestra propia interpretación del ser hei-
deggeriano aporte cierta revisión y recreación del ser-sentido.
En la hermenéutica actual se discute abiertamente sobre si el sentido es objetivo,
como piensan E. Coreth o J. Grondin de acuerdo a la tradición clásica, o bien si el
sentido es relativo, como piensan R. Rorty y G. Vattimo de acuerdo con la
(pos)modernidad. En el fondo de esta dualización de la hermenéutica actual está por
una parte la interpretación relativista nietzscheana del tipo de J. Derrida y por otra la
interpretación heideggeriana del tipo H.G. Gadamer, a la que nosotros mismos nos
acogemos libremente. Y ello por cuanto, a nuestro entender, el interés hermenéutico
de Heidegger está en haber criticado, sí, la imposición clásica del ser de arriba abajo
(platónicamente) pero no para rechazar nihilistamente el ser, sino para proponer una
revisión originaria del mismo que funcione de abajo arriba, o sea, ya no explicativa
sino implicativamente.
A partir de la revisión heideggeriana, Gadamer puede redefinir la verdad como
comprensión no de lo real dado sino de lo real en dación o emergencia, redefiniendo a
su vez el método hermenéutico como acontecimiento lingüístico o conjugación de lo
real vivido (recuérdese que Verdad y método se titulaba originalmente Comprensión y
acontecimiento). En este aspecto tiene razón E. Betti cuando denuncia que Gadamer
interpreta el significado de algo (Bedeutung) como significación o sentido (Bedeutsamkeit),
puesto que la comprensión hermenéutica no dice explicación sino implicación. Y en
efecto, el sentido hermenéutico no está dado cósicamente, aunque tampoco puesto sub-

18.Ver de H.G. Gadamer Die Lektion des Jahrhunderts, Lit, Münster 2002, p. 64. Curiosamente el
amor sigue fundándose en el conocimiento filosófico de uno mismo, ya que al conocerme a mí
mismo deseo conocer al otro por compensación o complementación, como salida de sí y como
apertura existencial.

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Andrés Ortiz-Osés

jetivamente por el sujeto, sino que está «compuesto» de objetividad y subjetividad de


acuerdo al encuentro del ser y el hombre en el lenguaje.
Si el ser heideggeriano es el brillo primigenio de lo real, el lenguaje gadameriano es
la luz del ser, en donde el brillo funda a la luz, y no al revés. Sin el brillo del ser no hay luz
posible, pero sin la luz del lenguaje no aparece el ser. De modo que el ser no es en-sí
absoluto, pero tampoco es de-nosotros (posesivamente): si acaso el ser es en-sí y por/
para nosotros, relacionalidad pura (o más bien impura), Por eso defendemos un relacio-
nismo y no un relativismo, ya que el ser de las cosas no es relativo ni absoluto sino
relacional o, más exactamente, correlacional. Pues si no hay sentido sino en relación con
un ámbito o juego lingüístico, contexto o paradigma, esto no define sino el carácter
(co)relacional del sentido típicamente humano.19
El ser de lo real es o bien objetivo-subjetivo en su explicación científica, o bien
subjetivo-objetivo en su comprensión hermenéutica. No podemos situarnos en la pura
objetividad sin subjetividad alguna, ni tampoco en la pura subjetividad sin objetividad
alguna, ya que todo conocimiento de lo real se basa en la impura experiencia del hom-
bre en el mundo. Por eso la objetividad pura es una abstracción aperspectivística y
deshumanizada, mientras que la subjetividad pura es un solipsismo trascendental ilu-
sorio. Por todo ello la disputa de si hay hechos o interpretaciones debe resolverse a
favor de los «hechos interpretados». Y es un hecho interpretado que de momento
estemos en el año 2008.
Por eso, estoy de acuerdo con J. Grondin cuando afirma que es un hecho que París
sea la capital de Francia, aunque no creo como él que sea un hecho probado sino com-
probado: un hecho interpretado políticamente, una hechura del hombre, un acuerdo no
necesariamente cuerdo y, por supuesto, contingente; podríamos hablar aquí de una ver-
dad no esencial sino de una verdad política. Respecto al otro ejemplo, el del agua como
H(2)0, también es un hecho, pero un hecho sólo interpretado químicamente. Finalmen-
te el último ejemplo se refiere a no haber estado en Plutón, lo cual es un hecho interpre-
tado restrictivamente, ya que estamos interconectados con Plutón cosmológicamente.20
En conclusión, podríamos hablar de una ontología simbólica, no objetiva ni subjeti-
va sino objetivo-subjetiva o subjetivo-objetiva. Esta ontología simbólica se basa en la
emergencia de un sentido que arriba al hombre, pero desde la propia naturaleza natu-
rante o realidad realizante. Frente al objetivismo clásico absolutista y al subjetivismo
moderno relativista, propugnamos un relacionismo de los contrarios: objeto y sujeto,
naturaleza y cultura, ser y hombre al encuentro. En donde la realidad cobra simboliza-
ción en contacto con el hombre, de modo que el lenguaje simbólico condiciona el autén-
tico encuentro entre el ser y el hombre: el encuentro del sentido.

IV. Reflexión final

La naturaleza mutuamente correspondiente del dios y


de la diosa
M. HEIDEGGER, Aufenthalte/Estancias

19. Me inspiro aquí en mi maestro español Ángel Amor Ruibal, Los problemas fundamentales de la
filosofía y del dogma, Santiago de Compostela 1914 ss.; reedición: Consejo Superior Investigaciones
Científicas, Madrid 1972 ss.
20. Para toda la cuestión ver Jean Grondin, ¿Qué es la hermenéutica?, Herder, Barcelona 2008.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

En la mitología matriarcal-naturalista la verdad del ser es el sentido oculto en el seno de


la naturaleza o en las grutas de la tierra, la clave oculta en la oscuridad de la mater-
materia, la magia que anida en el interior del cosmos a modo de «mana» (energía místi-
ca), lo sagrado considerado como lo numinoso o secreto (el alma) frente a lo luminoso o
manifiesto (entitativa o cósicamente). En la mitología matriarcal vasca la verdad habita
en la cueva plutónica de la diosa Mari, lugar lunar de los arquetipos radicales de la
existencia, frente al exterior devaluado, pagano, solar y patriarcal. En esta mentalidad
tradicional la potencia matricial (adur) antecede al poder patriarcal (indar), lo mismo
que el parir o dar a luz (parición) antecede a toda aparición o luminosidad.
Pero en las mitologías patriarcal-racionalistas, como son las clásicas indoeuropeas,
se da una inversión de este modelo tradicional típicamente preindoeuropeo. En la Gre-
cia clásica aún podemos observar el tránsito del modelo matriarcal de ciertos presocrá-
ticos —así el ser indefinido de Anaximandro— al modelo platónico-aristotélico, cuyo ser
es lo definido racionalmente. La verdad del ser, desde los griegos a la fenomenología
contemporánea, ya no se define como implicación sino como explicación, es decir, des-
pliegue a la luz de la razón. Manifestación, desvelamiento o desocultación de un sentido
que aparece a la luz del día e-videntemente: paso platónico de la caverna matricial plutó-
nica a la luz solar del mediodía trasparente (alétheia).
El propio Heidegger participa de esta cosmovisión clásica y moderna típicamente
indoeuropea (indogermana), según la cual la verdad del ser es su manifestación cuasi
celeste. Pero, inspirado sin duda por el propio Nietzsche, pronto se da cuenta de que la
verdad del ser es una explicación de una implicación, la manifestación de algo oculto, la
visibilidad de lo invisible. La verdad del ser sería la revelación o positivación de un
negativo, positivación o revelado que visibiliza el negativo precisamente al invisibilizar-
lo. En la verdad del ser heideggeriano (a-létheia) hay un momento de apertura o mani-
festación y otro de retranca o retracción, ya que la verdad como manifestación patriar-
cal del ser está contrapunteada por la oscuridad matriarcal de este. De esta guisa, la
verdad del ser paga un tributo a la desvelación masculina y, por lo tanto al dios celeste
(Zeus, Apolo) y otro tributo al velamiento o velación femenina y, por lo tanto, a la diosa
terrestre (Demeter, Artemisa).
La inteligencia de Heidegger está en haber descubierto en la filosofía clásica griega
la racionalización de lo irracional, el filtro occidental de lo oriental, la apolinización de
lo dionisiano. En su importantísimo Viaje a Grecia, Heidegger descubre en la isla de
Delos la esencia de la verdad del ser, representado a la vez por la diosa pregriega Artemi-
sa y por el dios griego Apolo, los dos nacidos en la isla del Egeo. Ambos son hermanos
gemelos, hijos de la diosa Leto y nietos de la vieja diosa Febe, la primitiva divinidad de
Delos antes de la llegada de Apolo. Pues bien, mientras que Apolo señala la luz de la
verdad del ser, Artemisa simboliza su oscuridad lunar. En griego Delos significa lo visi-
ble o claro, pero es una visibilidad apolínea oscurecida por Artemisa, la diosa salvaje de
carácter dionisiano, la diosa Osa que se esconde. La verdad como luminosidad (alétheia)
procede aquí de la verdad como previo «dar a luz» (eileithyia), que es el sobrenombre de
Artemisa como donadora de vida (en Creta).21

21. Para todo ello, ver M. Heidegger Aufenthalte/Estancias, Pre-textos, Valencia 2008, p. 35 ss.;
sobre la diosa Artemisa ver A. Cotterell, Diccionario de mitología universal, Ariel, Barcelona 1988,
pp. 167 s. La diosa Artemisa podría denominarse la diosa Dionisa por su carácter dionisiano: sus
adoradoras femeninas extraían sangre de la garganta de sus víctimas masculinas, lo que nos recuerda
el sacrificio de animales en la orgía de Dioniso por parte de las ménades.

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Andrés Ortiz-Osés

Así que en Heidegger la verdad del ser comparece como luz, sí, pero como una luz
opaca: como el fuego oscuro de Heráclito y como la llama del hogar cuidado por la diosa
Hestia. Por ello Heidegger puede hablar en su Viaje a Grecia de la ausencia no ya del dios
(resplandeciente) sino de la diosa, refiriéndose a Atenea en Atenas y a Afaia en la isla de
Egina. La auténtica verdad del ser muestra o deja ver lo real, y al mismo tiempo cuida lo
velado, de modo que revela y vela, en donde lo más importante es lo que se cuida y vela,
o sea, lo sagrado: con lo cual Heidegger sintetiza la mitología matriarcal y patriarcal
filosóficamente. Yo diría entonces que el ser heideggeriano significa simbolizando, reve-
la velando, dice callando: se trata de un logos que asume el mito, mito cuyo radical
remite al silencio (mito=mutismo). Ello está de acuerdo con la función oracular del dios
délfico según Heráclito, la cual consiste en mostrar o significar simbolizando.22
De este modo, Heidegger puede celebrar hölderlinianamente la tierra y el cielo, la
patria y la no-patria coimplicadamente. En Delfos descubrirá el ombligo oculto de la
Tierra, ya que la madre de la Tierra, la diosa Gaya, da a luz allí al mundo (occidental);
pero también descubre el águila de Zeus revoloteando por el impresionante entorno del
monte Parnaso. En su consideración final sobre lo griego, Heidegger simboliza lo ilimi-
tado por el mar y lo delimitado por la tierra, asumiendo aquel en esta a modo de morada
humana. En esto último Heidegger corrige a Nietzsche, ya que Zaratustra se va de la
tierra al mar, de lo limitado a lo ilimitado y caótico (así en el poema Zwischen Raubvöge-
ln), mientras que Heidegger regresa del mar a la tierra, de lo ilimitado y caótico a lo
limitado y diferenciado, de acuerdo con su idea complementaria de apolinizar o articu-
lar lo dionisiano o desmedido.
Dioniso es el dios asiático irracional que sirve de contrapunto a Apolo, el dios grie-
go racional. Podríamos hablar de un cierto pensamiento «retroprogresivo» en Heideg-
ger, que yo interpretaría recreadoramente así: la búsqueda platónica de la verdad y la
bondad de un modo proyectivo o desvelador-revelador, que es típica de nuestra mentali-
dad occidental, debe corregirse y complementarse con la asunción de la no-verdad y la
no-bondad como sombras negativas de nuestra presunta/presuntuosa positividad. Esto
quiere decir que no hay auténtica luz si no se asumen las tinieblas, no hay bien sin
remediar el mal y que no hay verdad sin coimplicar la no-verdad y lo no-verdadero, la
falsedad y la mentira, el error y lo irracional-dionisiano (algo de nuevo bastante nietzs-
cheano). Pues no hay progreso sin regreso al origen, no hay cielo sin tierra ni hombre sin
mujer, no hay apariencia sin parición, ni dios sin diosa.23
Se trata de todo un programa positivo y negativo, filosófico y político, crítico y
transvalorativo. El resultado sería la (con)vivencia de una existencia de acuerdo con
su esencia dinámica, o sea, de acuerdo con el ser cómplice y coimplicacional de senti-
do. En todo caso, conviene advertir que nuestra mentalidad patriarcal proyecta valo-
res negativos en la mitología matriarcal, considerada como el ámbito de lo no-verda-
dero, irracional y oscurantista. Pero como intuyera oblicuamente el propio Nietzsche,

22. Podríase relacionar el ser heideggeriano con la «intrahistoria» unamuniana de la historia,


entendida como el mito simbólico o simbolizador (simbolizante) frente al ente o realidad simbolizada
o desvelada; puede consultarse al respecto la obra de Unamuno En torno al casticismo, en la que
presenta la intrahistoria como el «intramundo», espíritu «espirituante» o eterno presente que alberga
el espíritu espirituado, silencioso e inconsciente, abierto a la sedimentación de la historia, la cual es
meramente exterior y consciente; puede consultarse al respecto Miguel de Unamuno, Documentos
Anthropos, 3, 1992.
23. Ver de Nietzsche su poema Zwischen Raubvögeln. Sobre el pensamiento retroprogresivo,
consúltese Salvador Pániker, Asimetrías, Debate, Barcelona 2008.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

la auténtica verdad está en lo no-verdadero, en lo oculto u ocultado, en lo irracional o


irracionalizado, en lo marginal o marginalizado, en lo oscuro u oscurecido por nues-
tra razón patriarcal abstraccionista, la cual abstrae del mal, la negatividad y la muerte,
de la pobreza y la miseria material y moral. Los cuales simbolizan precisamente la
verdad más honda y radical, la cuestión pendiente o por pensar, lo reprimido y oprimi-
do por la luz del bien que nos ciega para el mal a coimplicar humanamente. Pues no
deberíamos olvidar que lo negativo es lo negado o denegado, lo excluido o abstraído,
lo temido y exorcizado, lo tabuizado.
Ahora bien, hay cosas bien tabuizadas y hay cosas mal tabuizadas, y estas son las que
necesitan revisión en nombre de un bien que asume el mal. El baremo axiológico sigue
siendo la biofilia, el amor existencial que trata de abrir la cerrazón, la positividad que trata
de remediar la negatividad, el logos que trata de articular el mito, el lenguaje que trata de
racionalizar lo irracional, el dios que trata de redimir al diablo, la gracia que nos salva del
pecado y la justicia que condena el delito, la vida que trata de implicar la muerte humana-
mente, y no sobrehumana ni infrahumanamente.

Conclusión

Quizás la clave de todo ello esté en una doble fórmula posnietzscheana basada en la
coimplicación de los contrarios: dionisización de lo apolíneo y apolinización de lo dioni-
siano. Pero ello significaría abajar lo alto (el idealismo de la verdad y el abstraccionismo
de la razón) y elevar lo bajo (el sensualismo del sentido y la axiología existencial), así
como revisar al Dios clásico (cuya bondad no resulta tan buena o absoluta) y al diablo
tradicional (cuya maldad no resulta tan mala ni absoluta). Se trataría de trasvalorar los
valores no en base a su inversión sino a su reversión. La conclusión es una cierta recon-
versión de los opuestos, según la cual el bien también dice mal y el mal también codice
bien, la verdad también dice no-verdad y la no-verdad codice verdad, la razón también
dice irrazón y la irrazón codice razón. Lo cual no es recaer en el relativismo sino en el
relacionismo y la dualéctica de los contrarios (coimplicacionismo simbólico).24
Podríamos decir lo dicho antropológicamente. La realidad humana ocupa esa fran-
ja relacional situada entre el ser y la nada, la verdad y el error/errar, la vida y la muerte.
Es una franja intermedia e intermediadora que articula la contradición como condición
de la realidad humana o humanada. Humanizar dicha realidad conflictiva quiere decir
posibilitar su (re)mediación precisamente a través del apalabramento lingüístico, cuya
expresión democrática es el parlamento.
Pero filosóficamente caben dos opciones al respecto: la solución occidental a la con-
tradicción como condición de lo real consiste en religar o conectar los contrarios en el ser
(así Hegel); la solución oriental consiste en desligar y diluir los contrarios en la nada (así el
budismo). Pero ambas soluciones resultan cómplices y nos conducen a una misma com-
plicidad. Pues es el caso que al coimplicar los contrarios los desimplicamos de su absolu-
tez, dogmatismo y entitativismo, nadificándolos simbólicamente como extremos o extre-
mismos ahora fluidificados, transfigurados y democratizados críticamente.
Heidegger obtiene así razón por lo que hace al tema de la contradicción/condición
de lo real, al menos si lo interpretamos del siguiente modo: el ser es la nada de ser (por

24. Sobre nuestro «coimplicacionismo simbólico» consúltese mi libro Cuestiones fronterizas,


Anthropos, Barcelona 1999, Epílogo.

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Andrés Ortiz-Osés

cuanto el ser no es nada del ente y nada de la entidad): y la nada es el ser del ser (por
cuanto el ser es el no-ente y la no-entidad). La conclusión parece obvia: lo que es tam-
bién no es, y lo que no es también es. Lo cual nos lleva a redefinirnos por nuestro ser y
no-ser, ya que tan importante es ser (hombre) como no ser (mujer). Pues yo soy lo que
soy y lo que no soy, y el impropio no-ser me define tanto como el propio ser: el cual
tampoco nos define propiamente, por cuanto no es ni definido ni definitivo.25

APÉNDICE: LO CRUCIAL (HERMENÉUTICA MEDIAL)

1. La hermenéutica de Jean Grondin

Nada tiene sentido [C. Lévi-Strauss].


Incluida esta sentencia del autor [AOO].

Tanto en su libro Del sentido de la vida como en Qué es la hermenéutica, el filósofo Jean
Grondin recupera una visión hermenéutica cercana al hermeneuta Gadamer más realis-
ta, el que se atiene a la interpreción ad rem y al lenguaje de las cosas. El autor canadiense
conoce bien los extremos a que ha llegado la hermenéutica posmoderna en su nomina-
lismo, relativismo y nihilismo, de Rorty a Vattimo y Derrida, y trataría de contrapuntear
esa tendencia disolutoria en nombre de la filosofía clásica que procede de Sócrates,
Platón y Aristóteles, y arriba a través de Tomás de Aquino a Kant, Hegel y Heidegger.
Frente al subjetivismo contemporáneo, la filosofía grondiniana reclama un sentido
de la vida no meramente construido por el hombre sino dado en la realidad realmente.
Esto significa que el sentido está dado y no puesto por el hombre, de donde se sigue que
hay hechos y no sólo meras interpretaciones, frente a Nietzsche y sus secuaces. Mientras
que las divisa hermenéutica actual afirma que todo lo que tiene nombre es (lingüismo,
estructuralismo, constructivismo), Grondin reacciona afirmando que todo lo que es lo
es, tenga o no nombre.
Esta reacción parece algo conservadora precisamente porque trata de conservar
la realidad de lo real en su ser-sentido. En esta recuperación clásica Jean Grondin
me recuerda a nuestro filósofo X. Zubiri, el cual replantea el fundamento del ser en la
realidad como de-suyo (y no meramente de-nuestro), pero también a mi «Doktorvater»
E. Coreth, el metafísico aristotélico-tomista y hegeliano-heideggeriano. También me re-
cuerda la teoría del «diseño inteligente» como implícito o implicado en la realidad, aun-
que sin sus connotaciones americanas fundamentalistas. Ahora bien, esta nueva recupe-
ración de la ontología, que es lo que es, tiene a su favor el genetismo científico contem-
poráneo, e incluso la versión fuerte de la arquetipología de C.G.Jung, según la cual hay
arquetipos que, a modo de pautas de conducta, fundan nuestra experiencia de lo real de
modo apriórico.26
Para que no haya dudas sobre su posición, el propio Grondin ha dialogado con la
hermenéutica analógica de M. Beuchot, a la que ha achacado cierto desequilibrio equi-

25. Recordemos que el ser heideggeriano es lo que se sustrae: sustracción y no abstracción, resta
y no suma, contrapunto y no punto.
26. Podríamos aducir aquí la visión de Kafka sobre que en alemán el ser significa ser-suyo (sein):
se trata de la suidad o carácter de-suyo de la realidad en Zubiri; puede consultarse de F. Kafka,
Aforismos, n.º 46.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

vocista en nombre de la propia concepción univocista grondiniana. Con ello nuestro


autor se sitúa a favor de un ser que trasciende al hombre, frente a la visión posmoderna
de un ser que «es» por el hombre. El filósofo Santiago Zabala ha podido hablar a este
respecto de los residuos del ser, y también podría hablar vattimianamente de los restos
del ser. Pero Grondin hablaría sin duda de los remanentes del ser, precisamente porque
el ser permanece incólume.
Pues bien, en esta disputa entre el clasicismo de Grondin y el posmodernismo de
Vattimo y Zabala, yo mismo trataría de mediar o remediar el mutuo extremismo. En
efecto, uno piensa que el ser-sentido no está dado como quiere Grondin, al menos abso-
luta ni cósicamente (reificadamente), pero tampoco está puesto meramenta por el hom-
bre como quiere Zabala, al menos absoluta o arbitrariamente. El ser-sentido no está ni
dado ni puesto, sino expuesto y en dación abierta, apertura dinámica y evolución. De
este modo mantenemos el diálogo entre el mundo y el hombre, el ser y el alma, y en ese
diálogo surge el sentido precisamente como relación de objetividad y subjetividad, rea-
lidad e idealidad, de modo que el ser-sentido es objetivo-subjetivo en su verdad y subje-
tivo-objetivo en su sentido.
El sentido es así la sutura simbólica de la fisura real, fisura representada aquí por lo
real y lo ideal, lo objetivo y lo subjetivo, lo mundanal y lo humano. Frente al absolutismo
de la realidad y al relativismo de lo real, afirmamos un relacionismo o correlacionismo
de los contrarios, o sea, la coimplicación de lo natural y de lo cultural, algo muy impor-
tante en la actual discusión sobre la ingeniería genética. De aquí que en lo referente a la
arquetipología de C.G. Jung, no interpretemos los arquetipos como patrones cerrados
(pattern), sino como matrices abiertas de conducta (mattern).
Puede entenderse la posición grondiniana como un contrapeso al nominalismo
contemporáneo propio de cierto «hermeneutismo», precisamente en nombre de una
fenomenología cuyo peligro empero está en ser pre-hermenéutica. Por una parte com-
prendo y comparto su afirmación de lo que yo llamaría el sentido ontológico de lo real,
por cuanto la realidad es ya una interpretación ontológica real o realísima que nos pre-
cede y funda ya que constituye nuestro trasfondo real o natural. El cual sin embargo se
curva y comba, aunque no se quiebra, con la presencia del hombre y su cultura en medio
de lo real, ya que la cultura humana introduce precisamente elasticidad o plasticidad en
los brutos hechos de lo real. Por eso yo hablaría del ser-sentido más que en términos de
residuos o remanentes, en términos de rastro: pues los rastros del ser no comparecen
propiamente en las cosas sino en los rostros del hombre, a la vez trascendente y trascen-
dido por lo real.
Subyace a la posición de Grondin la visión de su maestro Ricoeur, el cual sostiene la
preminencia del sentido vivido respecto al sentido dicho o articulado lingüísticamente.
En Ricoeur la misma vida es significante, de modo que el sentido está dado en la vida
como una fuerza emergente o afección latente que cohabita la corporalidad del mundo
del hombre, sentido que encuentra en el lenguaje su posterior articulación, configura-
ción y transformación. Pero a este respecto, uno preferiría hablar del sentido vivido
lingüísticamente y no al margen del lenguaje, pues en este último caso sólo podríamos
hablar de pura vivencia cuasi animalesca. Pero la vivencia humana es convivencia, de
modo que el sentido humano no es mera vivencia sino vivencia articulada o vivencia
lingüística, con-vivencia: es la diferencia entre el mero deseo instintivo animalesco (anár-
quico) y el deseo humano o humanizado (autárquico)
A partir de esta nuestra posición mediadora o relacionadora, cabe interpretar el
sentido del ser apalabrado por el hombre en su ambivalencia radical como un sentido,

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sí, pero atravesado de sinsentido, negatividad y muerte. Grondin afirma que cada ser
busca lo mejor, pero a menudo encuentra lo peor; también afirma que hay una aspira-
ción a una sobrevida en nosotros, pero también hay una expiración en la infravida. Y si
es verdad que mientras hay vida hay esperanza, también lo es que el que espera desespe-
ra. Finalmente sin ilusión no se puede vivir, pero de ilusión tampoco.
Decía Einstein que lo incomprensible es que el mundo sea comprendido, pero a su
vez lo comprensible es que el mundo es incomprensible. Y es que el sentido se presupo-
ne negándolo, dice Grondin, pero a su vez se niega presuponiéndolo. Creo que no pode-
mos/debemos salir ni metafísica ni éticamente de semejante coimplicación de contra-
rios, a la que hemos de encontrar una cierta conjugación o encaje. La única salida cuasi
hegeliana a ese dualismo del sentido y del sinsentido, del bien y del mal, de Dios y del
diablo, de la vida y de la muerte, estaría en que se trata de una articulación de opuestos,
articulación en la que por su estructura lógica propia del Logos, lo positivo sobrepasa a
lo negativo y el sentido al sinsentido. De donde nace o puede nacer una cierta esperanza
o apertura trascendental.
A este respecto quisiera recuperar la visión del último Heidegger, quien en su Aufen-
thalte/Estancias proyecta lo sagrado o sentido fascinante en Apolo y lo sagrado o sentido
tremendo en Artemisa, la Virgen cazadora perteneciente al oscuro trasfondo pregriego
de nuestra cultura. Podríamos decir que Artemisa simboliza lo trágico y destinal, el
abismo y la muerte. En efecto, Apolo representa lo visible y la apariencia, mientras que
Artemisa representa lo invisible y la desaparición o perición.
Cabe pues en este contexto schopenhaueriano-nietzscheano la conciencia lacerante
y abisal es que el sentido superficial está en el bien apolíneo o platónico, pero el sentido
profundo estaría en el presunto mal artemisiano o plutónico simbolizado por la «muer-
te». En este supuesto, el sentido de la vida yacería en la «muerte» como vuelta al origen
o descanso eterno. Ahora bien, todos somos víctimas de la muerte en cuanto mortales,
aunque algunos son específicamente víctimas de la vida, los cuales precisan sin duda
una compasión y acción también específica; ya que son las víctimas de la injusticia y la
pobreza, del mal remediable y no sólo de la muerte irremediable. Dice C. Lévi-Strauss
que la vida no tiene ningún sentido: pero entonces quizás lo obtenga la muerte, de acuer-
do con lo dicho por el propio Hedidegger:

Como relicario de la nada,


la muerte es la custodia del ser.27

2. La filosofía de A. Comte-Sponville

Podemos replantear la cuestión hermenéutica de fondo con ayuda del concepto de ana-
logía, recuperado por nuestro común amigo M. Beuchot. Por una parte la analogía per-
mite situarse en el medio entre el univocismo u objetivismo (realismo) y el equivocismo
o subjetivismo (relativismo). Pero cabe también concebir la analogía ya no sólo como el
medio, sino como la mediación entre esos extremos. A partir de aquí podemos entender
la tecnociencia como unívoco-equívoca u objetivo-subjetiva, por cuanto realiza una con-
creación de lo real; por su parte el arte y la estética serían equívoco-unívocos o subjetivo-
objetivos, por cuanto realizan una recreación de lo real. La clave hermenéutica de am-

27. M. Heidegger, Vorträge und Aufsätze, Pfullingen 1954, p. 177.

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El sentido heideggeriano de la vida humana

bos modos o módulos está en que en ambos casos se trata de una «interpretación» de lo
real, interpretación que da cuenta de lo mismo diferenciado, ya que la interpretación
maneja una noción mixta de identidad y diferencia, que podemos rebautizar como «di-
dentidad» o identidad diferida.
En el fondo la disputa entre realismo o relativismo recubre la disputa entre objeti-
vismo y subjetivismo, materialismo e idealismo, Lucrecio y Kant, Marx y Hegel. El filó-
sofo francés André Comte-Sponville trata de reconstruir un materialismo que, basado
en la posición mediadora de Feuerbach, no reduzca el sujeto al objeto, la idea a la mate-
ria, el espíritu al cuerpo y el hombre al mundo o naturaleza. A tal fin el autor coloca el
primado en la materia, el cuerpo y el deseo, pero traslada la primacía al espíritu, la razón
y el valor. Así pues, el punto de partida es la materia sensible o sensual —la fuerza, el
placer, el egoísmo—, pero el punto de llegada o arribada es la asociación, la libertad y el
sentido. Entre el punto de partida y el punto de llegada hay un proceso de elevación o
sublimación, capaz de sobrepasar la realidad bruta por la idealidad como realidad esti-
lizada de la cultura, en la que proyectamos ilusiones necesarias para nuestra sobreviven-
cia humana (los ideales).
El materialismo de Comte funciona pues de abajo arriba (ascensionalmente), al
revés que el idealismo que sería un platonismo cuasi religioso que funciona de arriba
abajo (descensionalmente). Por eso el materialismo sería progresista y futurista, frente
al idealismo que sería regresivo y pasotista. En efecto, el materialismo es naturalista y
parte de la naturaleza a la cultura, el idealismo es sobrenaturalista y parte de una revela-
ción o trascendencia que procede de lo alto a lo bajo. Y es que en el materialismo se
parte del ser real para llegar al valor ideal, mientras que en el idealismo se parte del ser
ideal para allegarse al ser real.
Si el peligro del idealismo está en reducir la materia (lo bajo) al espíritu (lo alto), el
peligro del materialismo está en reducir el espíritu (lo alto) a la materia (lo bajo). Pero ya
hemos indicado que el materialismo de Comte trata de evitar ese reduccionismo del
espíritu al cuerpo, considerando precisamernte al espíritu como una elevación o subli-
mación de la materia. Sin embargo, el autor recae en el clásico reduccionismo marxia-
no, al concebir la infrastructura como material y la suprastructura como espiritual, en
donde esta no puede considerarse sino como un epifenómeno de aquella (aunque sea
relevante o revelante de sentido).
Pues bien, yo pienso que para no recaer en ningún reduccionismo sea material sea
espiritual, lo mejor es plantear el tema del sentido in medias res, medialmente, crucial-
mente. Comenzar por lo bajo (la materia) es remitirnos a nuestros orígenes en el pasado
cuasi mítico, lo mismo que comenzar por lo alto (el espíritu) es proyectarnos a un final
futurista de carácter místico. Pero aquí y ahora lo importante y decisivo no es el pasado
ni el futuro, no son los orígenes ni el final escatológico, no es el mito ni la mística. Lo
crucial es lo que nos importa en el presente, la encrucijada en la que estamos coimplica-
dos, lo que nos pasa medialmente, la mediación en la que estamos metidos, la estancia
humana al margen de instancias extremas sean prehumanas sean poshumanas.
Nuestro objeto y sujeto de estudio es el fenómeno humano intermedio e interme-
diado, situado entre el infrafenómeno (material) y el suprafenómeno (espiritual), el fe-
nómeno humano como relación de elementos pero no reducible a estos, la realidad
existencial colocada estratégicamente entre lo físico y lo metafísico, lo meramente sensi-
ble y lo puramente suprasensible, la experiencia humana y su convivencia de sentido
ubicada anímicamente entre el cuerpo impuro y el espíritu puro como mediación de
ambos. La existencia humana es una coexistencia de materia espiritualizada y de espíri-

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Andrés Ortiz-Osés

tu encarnado o enmaterializado, experiencia anímica que encuentra su encarnación en


el alma redefinida como aferencia o afección radical.
El alma se sitúa simbólicamente entre el espíritu y el cuerpo, y se define como
inteligencia afectiva, la cual se diferencia de la inteligencia pura y de la impura sensa-
ción porque dice afectividad específicamente humana. Hay que reinterpretar el ámbi-
to anímico como afección radical, cuya encarnadura es el amor, el cual se diferencia
tanto del deseo físico o fisiológico de carácter egoísta como del desprendimiento espi-
ritual de carácter caritativo o compasivo. Deseo y caridad son extremos y partes o
abstracciones/extracciones de una relación anímica caracterizada por la afección a la
vez objetiva y subjetiva, egoísta y transegoísta, autoafirmativa y heteroafirmativa, sen-
sible y suprasensible.
Así que hay lo físico, fisiológico o material y hay lo metafísico, suprasensible o
espiritual. Pero estos son dos polos o extremos cuya coimplicación o coimplicidad con-
figura la realidad humana en su composición y dualéctica fundamental de contrarios.
Spinoza vio bien la mediación que juega la inteligencia afectiva, cuando en su Ética (III,
39) aduce que «cada cual juzga según su afección»: una afección de algo o alguien y, por
tanto, objetivo-subjetiva o subjetivo-objetiva, ya que se basa en el afectar al otro y ser
afectado por el otro, a través del diálogo afectivo de carácter activo-pasivo (afectado/
afectante). Por su parte, Heidegger entrevió bien que la auténtica realidad humana radi-
ca en el entrecruzamiento de los contrarios (alto y bajo, sensible y suprasensible, cielo y
tierra). Por eso el ser-sentido o ser encarnado se expresa en el cruce de los opuestos, a
modo de cuadratura del círculo o circulación del cuadrado:

El ser se muestra más bien en las cuatro regiones del Cuadrado (cielo y tierra, mortales e
imortales) y su reunión en el ámbito de su cruce [M. Heidegger, Zur Seinsfrage].

El cruce de los opuestos es la encrucijada a la que pertenecemos y en la que nos


encontramos. Este es el ámbito de nuestra realidad humana, cruzadas por lo alto y lo
bajo, dioses y mortales, pero irreductible a ellos por separado. En donde se afirma la
relación de los elementos y la mediación de los extremos, así pues la contracción de los
contrarios y la composición de los opuestos. De este modo cuasi contradictorial, lo cru-
cial comparece como el fundamento o fundación, la relación o articulación de lo funda-
do/fundido en su reunión, nuestra estancia radical y medial, la realidad humana o en-
carnada, la realidad real compuesta, y no parcializada ni reductiva sea por arriba sea
por abajo. Y es que, como decía Hegel, lo vivo se diferencia de lo muerto en que encierra
una contradicción que puede abrazar y sostener (Lógica II,I,2).
La realidad humana está en el medio o mediación y no en los extremos de la mate-
ria o el espíritu, así pues en el alma y lo anímico como entrecruzamiento de cuerpo y
espíritu. De esta guisa, la existencia humana no es impuro deseo (animalesco) ni pura
libertad (angelical), sino deseo liberado y libertad encarnada. En el mundo del hombre
lo alto y lo bajo se entrecruzan dualécticamente, lo mismo que la pagana alegría de
Demócrito o Spinoza y la santa tristeza de Heráclito o Heidegger. Pues la afección aní-
mica radical no es mero deseo erótico (eros) ni tampoco pura caridad agapeística (ága-
pe) sino amor ambivalente, a la vez eros pagano y ágape cristiano, autoafirmación y
heteroafirmación, relacional y abierto.
Frente a esta apertura anímica hacia abajo y hacia arriba, adelante y detrás, el
materialismo nos encierra en el inframundo terrestre y el idealismo nos abstrae al
supramundo celeste, ambos inhumanos por cuanto el hombre cohabita ese territorio

262 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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El sentido heideggeriano de la vida humana

intermedio e intermediado llamado mundo. Ni fijación en los orígenes ni enajenación


escatológica, sino coafirmación del pasado y del futuro en el presente transeúnte, coafir-
mación de tierra y cielo en este mundo. Pues el mundo del hombre está atravesado
por el inframundo de la mater-materia y por el supramundo de las formas espiritua-
les, pero no es ni uno ni otro sino si acaso entrambos: mediación radical, encrucijada
del sentido, interrealidad radicada. Acaso por ello el propio Heidegger define el ser-
sentido como tiempo, sí, pero como tiempo temporal y transtemporal, histórico y
catahistórico, devenir enroscado en su revenir, tiempo dinámico y estático, tiempo
extático (Er-eignis).
Por lo que hace al materialismo de Comte se trata de un materialismo ateo sin
estridencias, el cual reniega de todo Dios. No hay Dios y en consecuencia no hay ni existe
propiamente nada: ni sentido o valor ni bien o belleza ni cielo o felicidad. Por consi-
guiente no hay esperanza aunque sí desesperanza. El materialismo ateo reacciona así
frente al idealismo crédulo que hipostasía el sentido con una apostasía del sentido. De
acuerdo con ello, la vida es impuro deseo, potencia que crea el objeto, olvidando que el
deseo es también carencia creada por el objeto, como adujera Platón. El problema de un
tal materialismo es que considera el deseo como material y no espiritual, como impura
potencia real cuyos actos ideales o espirituales son irreales, como el ser que proyecta
valores imaginarios o ilusorios. De aquí que Comte recupere la cosmovisión orientali-
zante, según la cual la realidad ontológica o metafísica de nuestro mundo es ilusoria
(samsara) y por lo tanto vacuidad: de donde el recurso a la indiferencia y la desesperan-
za, a la ataraxia y al nirvana, como modos de asumir dicha ilusión o vacuidad.
El ser no tiene valor y el valor no tiene ser: este es el dualismo que subyace al
materialismo comteano. Olvida así la surrealidad o realidad medial situada entre lo real
y lo espiritual, surrealidad que en el propio movimiento surrealista de Bretón y socios
simboliza el cruce de lo real y lo ideal, de la materia y lo espiritual. Pero el error de
Comte y similares es considerar lo surreal como meramente irreal o imaginario, desco-
nociendo que lo surreal simboliza lo simbólico. Ahora bien, a diferencia de lo puramen-
te imaginario, lo simbólico está preñado de afección, pues el simbolismo es la inteligen-
cia afectiva o anímica. Frente al deseo como impura potencia corporal y frente al espíri-
tu como poder ideal, lo anímico-simbólico —el alma— dice actitud de aferencia o
implicación del sentido. En efecto, el alma es la implicación de lo implicado (el cuerpo)
y de lo explicado (el espíritu), cuya especificidad radica en un saber de salvación llama-
do sabiduría, situado dualécticamente entre la especificidad corporal (la salud) y la es-
pecificidad espiritual (la redención o liberación).

Oclusión final

En la historia de la filosofía hay dos principios de la realidad denominados tradicional-


mente la esencia y la existencia. Mientras que la existencia denota el exterior, la esencia
connota el interior. El clasicismo idealista de Platón a Hegel ha privilegiado la esencia, el
nominalismo moderno de Occam a Derrida ha privilegiado la existencia. Como afirma-
ra Sartre frente a la historia tradicional, la existencia precede a la esencia.
La existencia precede fenoménicamente a la esencia pero no la desplaza. Pues si la
existencia es lo primero o primario, la esencia es lo primordial. En su obra La filosofía de
la religión, Jean Grondin replantea críticamente este sobrepasamiento moderno de la
esencia por parte de la existencia, lo que significa un sobrepasamiento de lo esencial por

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Andrés Ortiz-Osés

lo existencial, de lo trascendental por lo empírico, de la dación por lo dado y del interior


por el exterior (en mi propia terminología).
Precisamente la gran paradoja de la filosofía de Heidegger consiste en un primer
paso del esencialismo clásico a una hermenéutica existencial posclásica, transitando del
ser (esencial) al ser existencial (el Dasein o existencia humana). Pero la paradoja está en
que en su segunda singladura —la famosa Kehre— el propio filósofo retorna del ser
existencial (Dasein) al ser esencial (Sein), de modo que la existencia «explica» extrínse-
camente a la esencia, pero a su vez la existencia es «implicada» intrínsecamente por la
esencia, pudiendo hablar de una dualéctica de contrarios o si se prefiere de un círculo
hermenéutico de los opuestos: materia exterior y energía interior, elementos reales y
relación surreal. Finalmente, el propio Heideger acaba comprendiendo el ser a la vez
como existencial acontecer (Ereignis) y esencial implicación (Er-eignis).
He aquí que tras la exaltación maníaca que culmina en 1933, Heidegger recae en
una cierta etapa depresiva o regresiva posterior, hasta lograr finalmente cierto equilibrio
basado en la serenidad. Por eso el ser heideggeriano dice a la vez lo maníaco y lo depre-
sivo, la proyección patriarcal y la regresión matricial, la extroversión y la introversión.
El ser expone la libertad y el destino, la afirmación y la negación, la suma y la resta. La
bipolaridad del ser se expresa en su mística elevada y su mítica naturalista, así como en
su carácter «progrerregresivo», el cual consiste en afirmar negando, revelar velando y
explicar implicando. El ser heideggeriano es así un ser híbrido y bifronte, un concepto
mito-lógico que articula la ambivalencia radical de ser en el mundo.
Podríamos finalizar afirmando que M. Heidegger no es un ilustrado sino un «ilumi-
nado» que, tras supurar la infección nacionalsocialista, reacciona como un «alumbra-
do» hasta acceder a un cierto quietismo existencial (Gelassenheit). Por supuesto, los
términos aquí entrecomillados no tienen un sentido propio ni impropio sino propio e
impropio, y no obtienen un sentido positivo o negativo sino positivo y negativo, o sea,
ambivalente.

264 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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APÉNDICE
INTRODUCCIÓN A LA TEOFÍSICA

Raimon Panikkar

Más que un intento de armonizar la ciencia con la filosofía, lo que proponemos a conti-
nuación, reflejo de una preocupación de muchos años por los problemas cosmológicos,
es más bien una visión teológica de la ciencia, esto es, no una meta-física sino una teo-
física. La expresión debe comprenderse. No se trata de una física de «Dios», sino del
Dios de la física, esto es, del Dios creador del mundo, o, con otras palabras, del mundo,
no como ser autónomo, esto es, independiente y desconectado de Dios, sino constitutiva
y ontonómicamente religado a Él.
No es, pues, el problema de mostrar que Dios está al Principio como también al final
de la ciencia, ni tampoco la faena apologética de mostrar que la creencia en Dios no es
incompatible con la aceptación de la ciencia, lo que nos ha sinceramente preocupado,
sino otra cuestión más íntima, más central y más humilde. En términos un tanto paradó-
jicos podría formularse más bien así: lo que realmente buscamos es una visión de la
ciencia como teología, esto es, una concepción de la física como teofísica, como ciencia
de Dios, ella también. Lo que nos interesa es la especulación científica como descubri-
miento de Dios, de sus manifestaciones, de su creación (nuestro espíritu no excluido),
como revelación de la obra divina, como camino para conocer y para acercarnos (óntica-
mente) más a Dios. Pero no a un Dios antropomórfico ni a un Dios puramente inmanen-
te, ni terriblemente trascendente, sino al Dios verdadero, que es Dios también de la cien-
cia, que es desvelado (re-velado) también por la ciencia y reconocido por ella, no sólo
como término de la vida del hombre o como fin exterior a la ciencia, sino como último
cimiento y última estructura de la ciencia misma; o, con otras palabras, estamos interesa-
dos en la ciencia como teología. No como toda la teología, evidentemente, ni tampoco
como parte esencial de ella, sino como su más humilde y más insignificante ingrediente.
Dios magnifica a los humildes y ensalza a los insignificantes. ¿No se ha cumplido, en
nuestra época, algo también de lo profetizado en el Magnificat mariano? La física, el
conocimiento más terrestre, más insignificante de la obra divina, se ha visto convertida
en la «ciencia» por antonomasia, en la cultura de nuestros días. No se conseguiría nada
con querer «bajarle los humos» y humillarla para colocarla en el último lugar. Ella sola se
colocará allí si se da cuenta de que en última instancia se las está habiendo con el mismo
Ser divino, al socaire de sus mediciones y experimentos. Ella sola caerá de rodillas en
actitud adorante, sin que haya que castigarla por eso como a un párvulo de primera
enseñanza, en un colegio decimonónico, a ponerse de rodillas de cara a la pared. [...]
Nuestra idea de Dios se ha fosilizado de tal manera que le hemos caracterizado
como El Otro, cuando Él, en rigor, es más bien El Uno. Parece como si no tuviera que
desempeñar ningún papel, ni encontrase ningún lugar en la misma elaboración científi-
ca en cuanto tal, siendo así que fuera y aparte de Él no hay nada.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 265

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Raimon Panikkar

Entiéndase bien, no es tan sólo que Dios «sepa» también física y conozca mejor que
nosotros las matemáticas; sino que la física y las matemáticas son, en cuanto tales,
manifestaciones del Espíritu divino y el mundo que ellas nos ayudan a conocer, el esca-
bel de sus pies. No es, repito, que la ciencia se «base» o «culmine» en Dios, lo que discu-
timos. Esto se admite plenamente. No es tampoco que tratemos de justificar la ingeren-
cia de Dios en este intervalo «científico» entre el «principio» y el «final» divinos (el
remedio sería entonces peor que la enfermedad) como un extraño, como un Otro que
fiscalizase o dictase la especulación científica que debe ser soberanamente libre en su
campo; sino que nos interesa la ciencia como revelación de Dios, como conocimiento de
su naturaleza, no en su plenitud ni siquiera en la nuestra (esto es, como si nuestro cono-
cimiento «físico» de Dios fuese el máximo a que el hombre puede llegar), pero tampoco
nos contentamos con el secundario papel que se le reconocía comúnmente, a saber, el de
ofrecernos «conceptos» y «analogías» que luego trascendidos podían elevarnos hasta un
cierto conocimiento de Dios. Esto es cierto, pero hay mucho más. Existe la visión, no ya
poética o mística del universo creado, sino la visión estricta y rigurosamente física y
fisicomatemática del mundo material como un descubrimiento de Dios, como un cono-
cimiento de lo Absoluto, como un contacto con el Ser, como una chispa, la última, de
esta sabiduría divina, el ser poseído por la cual es la culminación de la creación entera.
Es evidente que esta reivindicación teológica de la materia (y su importancia en
nuestros días difícilmente puede exagerarse) tenía que ser honestamente científica. Por
esto las páginas anteriores no hemos abordado el problema desde el ángulo estricta-
mente teológico. Esto acaso sea el fruto de otro estudio posterior. Hasta ahora sólo
hemos esbozado, muy imperfectamente, algunos puntos preliminares de esta ontono-
mía científica.
El idealismo en ciencia, como en filosofía, tiene un punto positivo de un valor incal-
culable: nos hace darnos cuenta del carácter especular del universo entero. Todo él refle-
ja lo que el Espíritu hace o es. Lo que ocurre es que este Espíritu no es ni el humano, ni
el de una razón hipostasiada en sí misma, sino el Espíritu de Dios, cuya faz nosotros
redescubrimos reflejada en la materia misma de nuestras «especulaciones». [...]
No basta decir que la naturaleza refleja e imita a Dios; hay que verlo y hacerlo ver.
Esta es una misión de la ciencia, siéndolo también de la teología. Pero aún hay más: es
igualmente cierto que la inversa también es verdad: Dios imita y refleja la naturaleza. Y
el conocimiento de ello es aún función de la ciencia, que no sabe cómo es Dios, pero que
intenta conocer lo que es el mundo. La teología le dice a la ciencia: lo que tú descubres
en el universo es un pálido reflejo de lo que ocurre en Dios y de lo que Dios es. Mas la
ciencia le responde a la teología: lo que yo encuentro en el cosmos, lo que éste es y lo que
le sucede es también una refracción (y difracción) de lo que Dios es y en Él sucede; pues
uno de los medios para saber de Dios es saber acerca de su obra terrenal. Hasta ahora
nos habíamos contentado con un cierto conocimiento del mundo material para remon-
tarnos muy pronto a la especulación de lo trascendente. La ciencia actual nos enseña a
profundizar y penetrar más en el conocimiento del universo y descubrir así nuevos as-
pectos del Absoluto, sin salirnos precipitadamente de su creación. Lo secular (y la cien-
cia es un conspicuo exponente) pertenece también a la teología, a una teología secular
(no laica), que nuestra época desea.

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II
CLAVES DE LA EXISTENCIA

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OBERTURA
LA EXISTENCIA SOCIAL*

Gilbert Durand

Introducción: sociologías

Actualmente ya no nos extrañamos cuando se habla de «las sociologías» en plural. Ahon-


dar en esa pluralidad puede ser fructífero, siempre que se tenga en cuenta que la ciencia
exige, como es bien sabido, que el pluralismo sea coherente y que las contradicciones se
organicen en un sistema. Podemos poner en plural las metodologías, podemos hablar de
psicologías, de sociologías, de lingüísticas, pero teniendo bien claro que su objeto es
siempre el mismo: el hombre en su singularidad. El famoso fresco de Rafael La Escuela
de Atenas nos ofrece un buen ejemplo de cómo las tensiones y contradicciones existentes
en el interior de ese grupo se organizan en torno a la cohesión central y contradictoria
representada por Platón y Aristóteles.
Pero ¿cuál de nuestros sociólogos sería nuestro Platón? ¿Quién nuestro Aristóte-
les? ¿Montesquieu? ¿Comte? ¿Marx? ¿Weber? ¿Pareto? ¿Durkheim? No hemos logra-
do establecer una cohesión entre la proliferación de estudios teóricos unidimensiona-
les y la proliferación de los hechos sociales. Con esto quiero expresar mi malestar. Y si
yo respeto —¡pluralismo obliga!— los caminos que siguen otros investigadores de nues-
tra disciplina, espero que se me permitirá expresar mi descontento ante esta situación.
Tendríamos que recordar a Descartes y decir, con su misma humildad y tolerancia:
«No es mi intención enseñar el método que debe seguir cada uno... sino sólo mostrar
de qué manera he intentado conducir el mío». A pesar de los meritorios esfuerzos del
análisis factorial y sobre todo del análisis multivariado, seguimos ante una sociología
un tanto «desparramada» y «plana» (como hay una «geometría plana»), es decir, que
carece de punto de fuga hacia una perspectiva antropológicamente fundadora. Ade-
más, a diferencia del psicólogo y del historiador, el sociólogo se queda muchas veces
empantanado como cuando un detective se enfrenta a un crimen perfecto en el que el
cuerpo del delito ha desaparecido.
Mientras que el psicólogo tiene ante sí un individuo bien delimitado por su piel y
por su sistema nervioso, mientras que el historiador puede acotar su campo arqueológi-
co, la mayoría de las veces el objeto del sociólogo, irónicamente denominado «cuerpo
social», no suele tener ni lugar ni historia —cosa que despierta la ironía de Fernando
Braudel. El objeto de la sociología es como ese dios escolástico cuya circunferencia está
por doquier y cuyo centro no está en ningún lugar. Ese «en ningún lugar» —esa utopía
fundamental— unido al «por doquier» debería alertar a nuestra metodología. Recorde-
mos ahora la definición del símbolo que da René Thom:1 conjunción de una identidad

* Traducción Luis Garagalza.


1. Cfr. René Thom, Modeles mathématiques de la morphogenèse, coll. 10/18, 1974.

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Gilbert Durand

localizable (el significante), que puede encontrarse en cualquier punto del tiempo y del
espacio, y de una identidad «no separable» (B. d’Espagnat)2 y, por tanto, ilocalizable (el
significado), semantismo puro, pura «utopía», puro «en ningún lugar». Se puede obser-
var que la definición del objeto de la sociología se corresponde punto por punto con la
del símbolo. ¿Se corresponderá también el objeto de la sociología con este modelo sim-
bólico? ¿Será que lo social, que como bien ha visto el sociologismo resulta coextensible
a todo el consensus antropológico, ha de ser visto como el significante de un punto de
fuga en perspectiva, no localizable al margen de la perennidad de lo imaginario, que
constituiría su centro «no separable», radicalmente u-tópico?
Si se plantean estas cuestiones es porque nuestra «Escuela de Sociologías» está a la
espera de ese punto de perspectiva que en el célebre fresco de Rafael representan Platón
y Aristóteles. A la espera de un sistema que descubra esa profundidad simbólica. ¡A la
espera de un Freud o, al menos, de un Bachofen!3 Pues dado que nuestra sociología sólo
ha considerado los «hechos» sociales como meros significantes planos que no remiten
sino a otros hechos semejantes a ellos mismos, se encuentra en el mismo punto episte-
mológico en el que se encontraba la psicología en 1861 o, en todo caso, antes de 1902,
fecha en la que queda planteada la primera tópica freudiana. Antes de 1902 había una
psicología múltiplemente unidimensional (en la que se enfrentaban los «datos inmedia-
tos de la conciencia» y las localizaciones cerebrales) sin tópica alguna, es decir, sin una
teoría de las diferencias de nivel de la psique, de su profundidad.
La primera tópica de 1900 —posteriormente reelaborada en la segunda tópica de
1920— enuncia el carácter simbólico que tiene la psique en la medida en que vincula el
«hic et nunc» del discurso y de las actitudes conscientes con un pasado «genérico» (los
tres o los cinco primeros años de vida), que se encuentra sumergido en el inconsciente
de la psique. Jung4 completa esta primera tópica abriendo una puerta que va a permitir
que el sociólogo entrevea una salida de la unidimensionalidad. Tras el famoso sueño5 de
1909 durante la travesía del Atlántico en compañía de Freud —sueño cuya interpreta-
ción alejará a los dos fundadores del psicoanálisis como el platonismo se alejó del aristo-
telismo entre los neoplatónicos— Jung toma conciencia de que tras el inconsciente per-
sonal, en los últimos subterráneos de la psique, hay capas aún más profundas que alber-
gan tanto los fundamentos inmemoriales del mito, el famoso «in illo tempore» sobre el
que tanto ha insistido Eliade, como un «en ningún lugar» absoluto que subyace al mis-
terio de la aparición prehistórica de los homínidos. Esta puesta en conexión en la pro-
fundidad entre el inconsciente individual y el «colectivo» iba a verse múltiplemente con-
firmada en colaboración con su amigo el filólogo helenista Karl Kérényi6 así como con
Mircea Eliade en el Círculo de Eranos en Ascona.
Pero esta «mano» que desde 1909-1912 queda tendida desde el lado de la tópica
psicoanalítica no fue aceptada por la sociología,7 con lo que su retraso epistemológico
iba a quedar asentado para el medio siglo siguiente.

2. Cfr. B. d’Espagnat, A la recherche du réel. Le regard d’un physicien. Gauthier-Villard, 1979 (En
busca de lo real. La visión de un físico. Alianza, Madrid, 1983).
3. Cfr. J.J. Bachofen, Das Mutterrecht, 1861.
4. Cfr. C.G. Jung, Métamorphoses et symboles de la libido, 1912.
5. Cfr. el relato de este sueño en E.A. Bennett, Ce que Jung a vraiment dit, Stock, 1968.
6. Cfr. entre otros C.G. Jung y Ch. Kérényi, Introduction a l’essence de la mythologie, Payot.
7. Y ello a pesar de las significativas aproximaciones, dentro de la propia Escuela francesa, de un
Louis Gernet. Cfr. Le génie grec dans la religion. A. Michel, 1932.

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Obertura. La existencia social

1. La nueva sociología simbólica

No voy a insistir aquí en ese retraso, cosa que ya he hecho varias veces, muy particular-
mente en el capítulo 4 de mi libro Science de l’homme et tradition (2.ª ed. Berg, 1979)
titulado «Hermetica ratio et Science de l’homme». Examinaba allí las posibilidades de
un «Nuevo Espíritu antropológico» que se levantase, al igual que el «Nuevo Espíritu
científico» evidenciado por Bachelard, sobre los revolucionarios descubrimientos que
desde 1905 han transformado totalmente la física moderna y su aparato lógico-matemá-
tico. Desde entonces el movimiento de subversión epistemológica8 no ha hecho más que
acentuarse, cosa que se hace patente en la obra de epistemólogos como Lupasco, Atlan,
Von Foester o E. Morin, asi como en la trayectoria de sabios tan importantes como
Olivier Costa de Beauregard, Bernard d’Espagnat y de mis amigos Ferdinand Gonseth y
René Thom.9
La toma de conciencia de los sociólogos no ha seguido ni de lejos esa revolución
epistemológica, a pesar de la existencia de numerosas instancias empíricas que apun-
taban en esa dirección. El programa del Nuevo Espíritu científico/1981, que puede
resumirse en: pluralismo coherente - coherencia sistémica o contradictorial10 - contra-
dictorialidad en fases de actualización/potencialización-relativización de los concep-
tos clásicos de espacio (d’Espagnat), de tiempo y de causalidad (Costa de Beauregard),
constituye una tópica sistémica en la que dos (o más) elementos simétricos se fundan
sobre un tercero (o enésimo) que es asimétrico respecto a los otros y que se encuentra
en otro nivel.
Así, el Nuevo Espíritu científico, en lo que tiene de más actual, viene a confirmar
tanto el esquema heurístico de las dos tópicas freudianas como el concepto-clave jungia-
no de «profundidad».
Pese al retraso epistemológico que acabamos de mencionar, estamos asistiendo
ciertamente a una fase en la que se ha generalizado el rechazo a la unidimensionalidad11
atrincherada durante cuatro siglos en el modelo de la física clásica (y yo estoy implicado
en esa crítica a la reducción unidimensional desde 1964).12 La noción de «profundidad»
y la nostalgia de una tópica no han dejado nunca de rondar a la ciencia del hombre y en
particular a la sociología, a pesar de la profesión de fe reduccionista heredada del siglo
XIX. Se trata de un viejo problema planteado en un sentido aristótelico que afecta a la
trayectoria heurística, ya mucho antes de Descartes, a través de nociones como las de
«sustancia» y «accidentes». Un problema que comparece también de algún modo en la
famosa noción marxista de infraestructura —subvertida y refinada por la Escuela de
Frankfurt—13 y que anima la sociología de Pareto oponiendo a los «derivados» y a las
«derivaciones» móviles los «residuos» fijos (de la cosa social).

8. Cfr. J.-J. Wunenburger, «Pour une subversion épistémologique», en La Galaxie de l’Imaginaire, op. cit.
9. Cfr. R. Thom, «Les racines biologiques du symbolique», en M. Maffesoli (dir.), La Galaxie de
l’Imaginaire, Berg, 1980.
10. Cfr. J. Fontanet, Le social et le vivant. Une nouvelle logique politique. Plon, 1977. Cfr. L. von
Bertalanffy, Théorie générale des systèmes, Dunod, 1978.
11. Cfr. G. Bachelard, La philosophie du non. Essai sur la philosophie du Nouvel Esprit scientific.
PUF, 1940 (trad. en Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1973). Cfr. en Figures mythiques et visages de l’oeuvre,
op. cit. (hay trad. cast. en Anthropos), el cap. 9: «El siglo XX y el retorno de Hermes».
12. L’imagination symbolique. PUF, 1964 (trad. cast. en Ed. Amorrortu).
13. Es preciso llamar la atención sobre la inclinación tópica que existe en K. Manheim entre
ideología y utopía. Cfr. E. Bloch, L’esprit de l’Utopie, 1918.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 271

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Gilbert Durand

El propio fundador de la sociología francesa, Emile Durkheim —a pesar de la vo-


luntad de allanar positivistamente los hechos sociales sobre el modelo de las «cosas» de
la física clásica mecanicista— expone en su última obra14 la importancia del relato sa-
grado, de la religión, como índice mayor de una sociedad: los dioses y los mitos expresan
la pregnancia social del vínculo societal. En este contexto se ubica la célebre disputa
entre la «profundidad» de la comprensión y la superficialidad insuficiente de la explica-
ción. Pero hasta un neo-positivismo ortodoxo y austero como el de Paul Lazarsfeld y el
de mi amigo Raymond Boudon15 intenta sacar a la luz con el «análisis multivariado»
otras variables más profundas, por detrás del juego aparente y unidimensional de dos
variables concomitantes, que podrían pasar desapercibidas en una primera investiga-
ción superficial.
Un buen ejemplo de esa obsesión lo encontramos en la sociología de Georges Gur-
vitch que en las décadas de los cincuenta y sesenta entrevió —ciertamente de un modo
demasiado confuso— que por debajo de los niveles superficiales como son las morfolo-
gías, organizaciones, roles, modelos sociales, etc., se encuentran las «ideas y valores»,
los «símbolos sociales» subyacentes. A su vez estos «niveles profundos» se pluralizan en
sentido horizontal por las tipificaciones divergentes de las «relaciones sociales». Gur-
vitch tiene la intuición de una especie de «pluralismo cruzado»: el de las formas de
sociabilidad que recortan campos heurísticos ajenos a la investigación sociológica y el
de los «niveles profundos» que definen finalmente la superficie de la socialidad como el
mero significante de una significación simbólica profunda.
La sociología de Gurvitch ha entrevisto, por detrás de los aspectos factuales de la
sociología, la existencia de un relato significativo, de un recital sintomático fundador.
Pero el mérito de haber evidenciado empíricamente la noción de profundidad simbólica
debería recaer sobre mi recordado maestro y amigo Roger Bastide.16 Bastide se dio cuenta
de que en los conjuntos socio-culturales maltratados por aculturaciones brutales (en
este caso las deportaciones de esclavos negros a América) siempre subsiste un núcleo
«coriáceo» que resiste todos los esfuerzos de desculturación. Y este núcleo reside en las
profundidades de las creencias religiosas y de los relatos míticos constitutivos de esa
sociedad, de sus instituciones, de su morfología.
Pero la obra fundadora por antonomasia de una «nueva sociología» a partir de una
reversión epistemológica radical y de un revalorización heurística del mito como infra-
estructura funcional es la obra, monumental, de Georges Dumézil —cuya publicación se
va escalonando desde 1948, Jupiter-Mars-Quirinus, hasta nuestros días, pasando por los
puntos destacados de 1956 (Aspects de la fonction guerrière chez les Indo-Européens), de
1959 (Les dieux des Germains)... La minuciosa exploración filológica de Dumézil venía,
por un lado, a relativizar el relato histórico (tan decisivo para todos los positivismos), en
este caso el de Tito Livio, mostrando sus conexiones con un zócalo mitológico más pro-
fundo, a cuyo metalenguaje17 cabe acceder —¡y el legendario indoeuropeo está en el
umbral de ese metalenguaje!— mediante el método comparativo. Por otro lado este
sabio filólogo demostró la existencia de un pluralismo (trifuncional para Dumézil, que

14. Las formas elementales de la vida religiosa. Alcan, 1925.


15. Cfr. R. Boudon y P. Lazarsfeld, L’analyse empirique de causalité. Mouton, 1966.
16. Cfr. Roger Bastide, Le candomblé de Bahía, 1958; Les religions africaines au Brésil, 1960. Sobre
la aculturación cfr. los trabajos de G. Balandier, especialmente la noción de «transfert», en Sociologie
de l’Afrique noire, PUF, 1955.
17. Sobre la noción de metalenguaje, cfr. nuestro Figures mitiques et visages de l’oeuvre, cap. 2.
«Structures et métalangages» (hay trad. cast. en Ed. Anthropos, Barcelona, 1993).

272 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Obertura. La existencia social

nosotros hemos creído poder ampliar aún más)18 del propio mito que actuaría sobre las
formas de sociabilidad constitutivas de una determinada sociedad.
Además Dumézil insiste en la existencia de una tercera raíz de la pluralidad, no
detectada por Gurvitch sino por Lévi-Strauss: el carácter «dilemático» de todo mito;19
cada mito es heterogéneo en virtud del artificio diacrónico del sermo mythicus que per-
mite la integración en el discurso de las situaciones contradictorias. Esto es lo que expli-
ca el carácter «imperialista» de todo mito, de toda divinidad, de toda función como ha
mostrado Dumézil a propósito de las tríadas capitolinas.20 Como nosotros mismos de-
cíamos en 1959, el mito es, por su propia forma diacrónica (sermo mythicus), necesaria-
mente «sintético»; es necesariamente un lugar en el que se da la coincidencia de cosas
que son no sólo heterogéneas, sino incluso contradictorias.21
De este modo Dumézil esbozaba los tres postulados de una tópica: toda intención
histórica de una sociedad determinada se resuelve en mito; toda sociedad reposa sobre un
zócalo mítico diversificado; todo mito es en sí mismo un «recital» de mitemas dilemáticos.
Si se refuerza la obra de Georges Dumézil con la obra también monumental, menos inten-
siva pero más extensiva, de mi amigo Mircea Eliade,22 se dispone entonces de un sólido
punto de partida para intentar elaborar la tan deseada tópica de la sociología.
Quisiera añadir todavía a esta convergencia epistemológica un nombre importante
de nuestra ciencia del hombre y relatar un reciente encuentro personal con él. Voy a
evocar en este sentido la emisión de France Culture del 28 de febrero de 198123 en la que
yo estaba situado como «entremés» —¡mientras que Fernand Braudel era reservado
para los «postres»!— en torno al plato central constituido por la noción de «progreso»
planteada en el libro de mi amigo Gabriel Gosselin.24 Ya el mismo título paradójico del
libro, Changer le progrès, situaba en el horizonte la relativización mítica de una tesis que
los positivismos del siglo XIX consideraban como una adquisición científica. Hay que
insistir en que entre Braudel y yo no existía ningún acuerdo elaborado de antemano. No
tuvo nada de inesperado que el autor de las Structures anthropologiques de l’imaginaire
afirmase que las mitologías del progreso no representan más que un pequeño «pliegue»
etnocéntrico con relación al tapiz antropológico casi continuo de los mitologemas del
Eterno Retorno, pero sí resultó sorprendente que las afirmaciones de un historiador —es
decir, de un sabio dedicado por definición al estudio de lo que no permanece, incluso de
lo efímero— convergiesen con las de un antropólogo «fixista» como yo.
Braudel no se limitó a abogar una vez más por la «larga duración histórica»25 contra
las instantáneas sin raíces de numerosos sociólogos, sino que frente a las hipótesis de un
progreso unidimensional y continuo, proponía diversificaciones, dialectizaciones del de-
venir histórico en el que el tiempo, lejos de correr en un chorro continuo, dibujaba aquí
ciertos progresos, allí recurrencias o regresiones, incluso remolinos, y se hojaldraba en

18. Cfr. nuestro artículo «La ciudad y las divisiones del reino: hacia una sociología de las profundi-
dades», en Eranos Jahrbuch, vol. 45, 1976.
19. Cfr. Cl. Lévi-Strauss, L’anthropologie structural, I, Plon, 1958 (trad. cast. en Eudeba, Buenos
Aires, 1968).
20. Cfr. G. Dumezil, La religion archaïque des Romains, Payot, 1966.
21. Cfr. nuestras Structures anthropologiques de l’imaginaire, II parte, cap. 4: «Mythe et semantisme»
(hay trad. cast. en Ed. Taurus).
22. Cfr. nuestro artículo «Mircea Eliade et l’anthropologie profonde», en Mircea Eliade, L’Herne, 1978.
23. Productor E. Noël.
24. Cfr. Gabriel Gosselin, Changer le progrès, Seuil, 1979.
25. Cfr. F. Braudel, Ecrits dur l’histoire, Flammarion, 1969 (hay trad. en Alianza Ed., 1991). Cfr.
«Histoire et sciences sociales: la longue durée», Annales ESC, n.º 4, 1958.

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ritmos diversos, en los que los retrasos, los avances y las detenciones se separaban en
distintas corrientes. Y en el trasfondo de ese tiempo pluralizado el gran historiador situa-
ba la paradoja de una «historia inmóvil», de una «historia pesada» que constituiría el
zócalo, la plataforma continental en la que se enraízan y se generan tanto los lentos movi-
mientos orogénicos como los seísmos fulgurantes de la historia. Una «historia inmóvil»
que no tiene nada que ver con una prehistoria caduca, sino que perdura durante siglos,
durante milenios, siendo a veces contemporánea de nuestra modernidad más fugaz.
Si se vincula esta constatación del ilustre historiador —a saber, la de un tiempo plural
tanto más pregnante y profundo cuanto más se retarda, se detiene— con el análisis du-
méziliano cabe deducir que la cuasi-inmovilidad de cierta historia (lo «coriáceo» diríamos
empleando la expresión de R. Bastide) que constituye la identidad semántica de una so-
ciedad, no es otra cosa que ese zócalo mitológico, esa Heilgeschichte (o mejor Weihung-
geschichte) metalinguística y generativa, en el que la facticidad del hecho histórico se co-
munica con la intencionalidad del sujeto sociocultural, y que constituye, por detrás de la
ya de por sí lenta evolución de la lengua natural de esa sociedad, el zócalo más profundo y
más indestructible sobre el que se despliegan la peripecias y los azares de una sociedad.
Al margen de estas aproximaciones empíricas a la «profundidad», cada vez más
convergentes, por parte de los antropólogos y los sociólogos contemporáneos, es preciso
señalar el sólido anclaje metodológico que posee en 1981 el recurso sociológico a lo
«invariante», lo «coriáceo», lo «casi-inmóvil». Hasta ahora la sociología, sobre todo la
más sociográfica, se había dejado seducir por la aparente facilidad del estudio, tantas
veces ridiculizado por Fernand Braudel, de la «diferencia», de las «instantáneas» y los
eventos. Pues para poder hablar de cierta «diferencia» hace falta disponer de un «cor-
pus» de «semejanzas», de un marco de invariables. No voy a insistir ahora sobre los
métodos, emparentados con el «análisis de los contenidos»,26 para evidenciar los lechos
«generativos» y redundantes (sincrónicos, paradigmáticos, constelaciones o «paquetes»
de imágenes, de mitemas, «imágenes obsesivas», etc.) que constituyen la metalingüísti-
ca del sermo mythicus. Pero si querría señalar que la epistemología contemporánea
ofrece teorías que permiten llevar a cabo esa búsqueda sobre esa invariable «profunda».
Comenzaré aludiendo a la teoría matemática de los logoï elaborada por René Thom,
el conocido teórico de las «catástrofes».27 Este autor detecta «estructuras de carácter
algebráico-geométrico dotadas de la propiedad de estabilidad estructural (el subrayado
es nuestro)», logoï que se definen por lo demás como «singulares», «conflictuales» o
«jerárquicos». ¡Se puede ver fácilmente —desde la perspectiva de Dumézil— el enorme
interés formal que tienen para la exploración de nuestros mythoï tales logoï!
Además, el lingüísta Noam Chomsky28 defiende, frente al formalismo estructural, la
existencia de un desnivel entre el hilo fonético o sintáctico del discurso y el orden «pro-

26. Cfr. Figures mythiques et visages de l’oeuvre, Conclusion: «Méthodologie, mythocritique et


mythanalyse»; B. Verenson, Content Analysis in Communication Research, Glencoe, Free Press, 1952;
F. Bataille y A. Schiffres, Analyses de presse, PUF, 1969; Cfr. Lévi-Strauss, Anthropologie structurale, I,
Plon, 1958. Cfr. así mismo el original método utilizado por P. Brunel (L’évocation des morts et la descente
aux enfers: Homère, Virgile, Dante, Claudel, Sedes, 1974) en el que pasa los contenidos por las cribas
«factoriales» de la toponimia, de la arquitectura (del «paisage»), de la taxinomia, de la teología, de la
semántica y finalmente de los géneros literarios y de los efectos poéticos.
27. Cfr. la exposición de esta noción en «La Cité et les división du royaume», en Eranos Jahrbuch
45, 1976.
28. Cfr. nuestro libro Figures mythiques..., op. cit., cap. 2, «Estructuras y metalenguajes», donde
exponemos la teoría de Chomsky.

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fundo» del sentido. Este último existe previamente en forma de «base semántica» y
genera la estructura superficial del discurso, y no a la inversa. En la base de los diversos
sistemas transformacionales se encuentran siempre, según afirman Thom y Chomsky,
ciertas invariables heterogéneas a partir de las cuales se «generan» las transformacio-
nes. Cabe así conferirle una estructura lógica y matemática a la vieja noción empírica de
«residuo» en Pareto.

2. Sociología de las profundidades

Por lo que a mí respecta, no puedo restituir en una modesta conferencia todas las
filiaciones, las concurrencias epistemológicas y los entramados metodológicos que
permiten hacerse cargo científicamente de la noción de «invariables profundas» (¡ten-
gamos cuidado de no omitir el plural!). Quisiera ilustrar con dos ejemplos paradig-
máticos la pertinencia de esta sociología de las profundidades. Hubiera podido, cierta-
mente, elegir y comentar la trayectoria de mi amigo y colega J.P. Sironneau en su tesis so-
bre las «religiones seculares»29 o incluso los recientes trabajos del historiador P. Solé
sobre Los mitos cristianos, o bien los del sociólogo André Reszler sobre Les mythes
politiques modernes, los de Henry Desroche, L.-V. Thomas o el libro de Michel Caze-
nave y Roland Augret.30 He preferido, empero, centrarme en la obra de algunos auto-
res que no son sociólogos y que ilustran de un modo más ingenuo, y por ello más
convincente, mi propuesta sociológica. Además los ejemplos que he elegido no son
ensayos breves y «ligeros», sino «pesadas» tesis, elaborados a lo largo de años de labo-
riosa investigación y que cubren exhaustivamente —según los especialistas que las
han juzgado— su campo de estudio.31
Citaré en primer lugar de la tesis del latinista Patrice Cambronne titulada Investiga-
ción sobre las estructuras de lo imaginario en las «Confesiones» de san Agustín, dirigida
por André Mandouze, defendida en la Sorbona en junio de 1979 ante un tribunal com-
puesto por Alain Michel, Paul Ricoeur, J. Fontain y yo mismo. Se trata de un trabajo
monumental y exhaustivo, según los informes de los latinistas (insisto en este punto que
indica la minuciosidad de la investigación y la fiabilidad de sus conclusiones). El resul-
tado de estas 1200 páginas en cuatro tomos podría no haber sido más que una aplica-
ción a las Confesiones de la psicocrítica elaborada por Charles Mauron32 siguiendo la
estela de otros muchos psiconálisis literarios. ¡Tal es la facilidad con que se presta la
psique individual a los tópicos y al instrumental psicoanalíticos! Pero la personalidad
fundadora canónica, por así decirlo, del principal Padre de la Iglesia de Occidente des-
borda con mucho el «misterio personal».
Las metáforas obsesivas del obispo de Hipona van a animar durante siglos la poste-
ridad socio-histórica de san Agustín. La investigación penetra en la dimensión mitocrí-

29. Secularisation et religions politiques, Mouton, 1981.


30. Cfr. P. Solé, Les mythes chrétiens; A. Reszler, Les mythes politiques modernes. PUF, 1981; H.
Desroche, La sociologie de l’espérance; L.-V. Thomas, Civilisation et divagation, Payot, 1979; M. Cazenave
y R. Augret, Les empereurs fous, Imago, 1981.
31. Estas tesis se han gestado en dos de los principales laboratorios franceses de investigación
sobre lo imaginario: el CRI de las Universidades de Saboya y de Grenoble —que yo fundé hace 15
años— y el LAPRIL (Laboratoire pluridisciplinaire de recherche sur l’image littéraire) que dirigen en
la Universidad de Burdeos mis colegas y amigos Cl.-G. Dubois y Antoine Faivre.
32. Cfr. Ch. Mauron, Des métaphores obsédantes au mythe personnel. J. Corti, 1963.

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tica, concretándose en un mitoanálisis de uno de los pilares fundamentales de la socie-


dad cristiana, del zócalo religioso de Occidente. En efecto, el agustinismo, con sus imá-
genes obsesivas, sus ideologías, su mito rector, ha venido periódicamente a estructurar
la sociedad cristiana, en particular en los momentos de mayor tensión: las corrientes
ascéticas y heréticas de los siglos XIV y XV, la Reforma, el jansenismo y, a su través, si
hemos de creer la famosa tesis de Max Weber, toda la mentalidad y la ideología capitalis-
ta por un lado, y, si hemos de creer a Ernst Bloch, toda una teología contestataria que
viene representada por los Schwärmer.
Patrice Cambronne logra detectar un mito «coriáceo» agustiniano que va mucho
más allá de los estados anímicos particulares del converso de Ostia. No voy a entrar en
los meandros de este trabajo —un «acontecimiento considerable», como subraya con
admiración su director André Mandouze— en los que se analiza con precisión los mite-
mas «heroicos» de la Ascensión opuesta a la Caída, con la necesidad de su coadyuvante
crístico, lo cual hace afirmar al autor que «las Confesiones son el primer tratado de
Agustín sobre la gracia». Estos mitemas se combinan con los mitemas del Exilio y de la
Exterioridad opuestos a los del Retorno y del Éxodo interior.
Las conclusiones de este importante trabajo tienen un doble alcance: psicológico o
biográfico y sociológico. El autor constata en primer lugar la existencia de una continui-
dad mitanalítica entre el libro I y el libro XIII de las Confesiones. Dicho de otro modo, a
pesar del despliegue narrativo y la exposición de las etapas de la famosa «conversión», el
análisis exacto de los mitos y de sus mitemas revela una estricta continuidad entre el
maniqueísmo inicial y el descubrimiento del cristianismo paulino. La famosa «conver-
sión» habría sido una especie de epifenómeno, la confirmación mediante el dualismo
paulino del gnosticismo dualista de Manes. En la poderosa corriente social del agusti-
nismo —que se contrapone radicalmente al humanismo tipificado por Pelagio, como el
agustiniano Lutero se contrapone al humanismo representado por Erasmo— se descu-
bre, por detrás de su atracción intelectual hacia el neoplatonismo de Plotino, una conta-
minación fundamental del cristianismo occidental y de sus mitos por el mito dualista
oriental de Manes.
Con el agustinismo asistimos a una especie de injerto cultural de los gnosticismos
dualistas —bien estudiados en el este eslavo, protoeslavo y asiático por Mircea Eliade en
su libro Zalmoxis— sobre el viejo tronco pagano greco-latino e incluso sobre el cristia-
nismo triunfalista de la herencia de Constantino. En la tesis de Cambronne tenemos,
pues, un ejemplo admirable —perfectamente circunscrito con el análisis de un docu-
mento literario mayor, las Confesiones— de una «larga duración» mitológica que, con
oscilaciones a la alta y a la baja, actúa incluso por debajo de la propia predicación cris-
tiana y configura una corriente socio-cultural profunda que se deriva del maniqueísmo
y que todavía en la actualidad sigue constituyendo uno de los ejes «integristas» de la
psique colectiva cristiana.
El otro ejemplo es el del italianista Gilbert Bosetti. En una tesis más monumental
aún que la de Cambronne (7 tomos y 3000 páginas), dirigida por mi amigo Michel Da-
vid33 y defendida en la Université des Langues et Lettres de Grenoble en 198134 sobre «El
mito de la infancia en la literatura narrativa italiana desde 1918 hasta 1968», G. Bosetti
viene a mostrar el primado que ejerce la larga duración mítica sobre los tumultos y los

33. Cfr. M. David, Letteratura e psicanalisi, Mursia ed., 1967; La psicanalisi nella cultura italiana,
Boringhieri ed., 1966.
34. El tribunal estaba integrado por André Bouissy, P. Barruco, E. Luti y yo mismo.

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Obertura. La existencia social

cambios ideológicos. En este trabajo magistral, cuya exhaustividad ha sido alabada por
todos los especialistas, Bosetti, además de analizar la especificidad del mito de la infan-
cia y de sus mitemas constitutivos (nostalgia de la Edad de Oro, recurso al origen, elogio
de la inocencia, de la espontaneidad, de lo poético, etc.), muestra de un modo decisivo
que este mito que nace tardíamente en Italia hacia el final de la Gran guerra y que
desaparece progresivamente hacia 1968 no responde a las contraposiciones ideológicas
ni a las estratificaciones políticas violentamente enfrentadas.
Encuadrando y desbordando al mismo tiempo el ventennio fascista, el mito se afir-
ma con la misma perennidad tanto en los relatos de los escritores fascistas como de los
antifascistas. Se podría decir con palabras de Braudel que las ideologías y las actitudes
políticas no son sino «dramatipos» superficiales; que el mito cae del lado de la historia
«lentamente ritmada» y que probablemente se encuentre anclado en los elementos cons-
titutivos de la «historia inmóvil» de todo un pueblo. Italia acepta de buen grado llamarse
«tierra de la infancia». Mientras que la ideología opone con una violencia dramática a
Pavesse y a Ada Negri, el movimiento mítico profundo reconcilia a los adversarios en el
interior de una serie de imágenes englobantes.
Si me he detenido un tanto con estas dos tesis monumentales es, por un lado, por-
que sus demostraciones vienen garantizadas por su exhaustividad y, por otro lado,
porque provienen de investigadores que, al no ser sociólogos, no se ven afectados por los
estereotipos fundadores de nuestra sociología positivista y mecanicista, ni por aquellas
divinidades de la época que hacia 1850 se inclinaron sobre la cuna de la joven ciencia
sociológica (y a las que todo sociólogo venera a menudo a su pesar en la intimidad de su
corazón). Podríamos añadir ciertamente a esta demostración, que parte de una mito-
crítica para desembocar en un mitanálisis social, numerosos trabajos de literatos como
A. Viatte, Léon Cellier, P. Albouy, J. Perrin sobre el «mito romántico», René Bourgeois
sobre la «literatura Imperio», S. Vierne sobre las resurgencias de los mitos iniciáticos al
final del siglo XIX...35 Simplemente nos ha faltado espacio en este corto artículo para
rendir homenaje al trabajo convergente de todos estos amigos. De todos estos trabajos
se desprende una reflexión tópica a la que tendremos que atender para acabar.

3. Mitología social

Las nociones de «profundidad» y de profundidad «mítica» nos proporcionan algunos


elementos para esbozar una tópica. Sabemos, para empezar, que lo profundo coincide
con lo mítico. Lo mítico sería como el inconsciente donde se formula en imágenes las
grandes cuestiones de la condición humana: «¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A
dónde vamos? ¿Qué nos espera después de la muerte? ¿Qué es lo que nos identifica y
funda nuestro consenso social? ¿De dónde vienen el hombre y el mundo?». Ahora bien,
al plantear esta distinción entre lo consciente y lo insconsciente, ¿no estamos ya situa-
dos en la primera tópica del psicoanálisis?
Pues bien, antes que nada conviene dejar claro que se trata simplemente de una
metáfora psicoanalítica. Y como no hay ninguna razón que nos haga sospechar que la
psique colectiva tenga una naturaleza distinta que la psique individual, nos parece mu-
cho más pertinente esta metáfora que las que suelen modelar el imaginario sociológico:

35. Cfr. R. Bourgeois, Chateaubriand et la littérature Empire, Masson, 1972; S. Vierne, Jules Verne et
le roman iniciatique, Ed. du Sirac, 1973; J. Perrin, Les structures de l’imaginaire shelleyen, PUF, 1973.

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metáforas vegetales progresistas, calcadas sobre el viejo fondo mítico, tan etnocéntrico,
del árbol de Jessé judeo-cristiano, o metáforas biológicas que insisten sobre el invierno
septentrional, sobre el «fin», la decadencia y vuelven a encontrar con Spengler el viejo
mito germano-escandinavo del Ragnarök; metáforas tomadas de la física del siglo XIX
que ponen falazmente al servicio de la «cosa» social ciertos conceptos e imágenes que el
Nuevo Espíritu científico ha declarado obsoletos. Estas metáforas han funcionado como
«obstáculos epistemológicos»36 que dificultan una buena conceptualización de lo social
y de la sociedad.
Las dos famosas «tópicas» freudianas pueden servir, si les imprimimos cierta am-
plificación jungiana, como metáforas para expresar el funcionamiento de la psique co-
lectiva. Aunque Jung no utiliza el término «tópica», todo su sistema, a partir del famoso
sueño de 1909, viene a ser una complicación o «complejización» de la primera tópica
freudiana que abre la perspectiva estrictamente psicológica «hacia abajo», hacia las pro-
fundidades últimas, «colectivas» y específicas, de la psique. Además las imágenes que
afloran del inconsciente no son vistas por Jung como sospechosos mensajes sintomáti-
cos de una neurosis. La producción de imágenes mentales es, por el contrario, signo de
normalidad; es algo necesario para la individuación. La cultura y sus obras no son la
erupción vergonzante de ninguna enfermedad oculta. Tampoco los grandes mitos que
transportan estas imágenes, recubriendo a los arquetipos con una vestidura colectiva o
social, con imágenes arquetípicas, se resuelven sin más como manifestaciones espúreas
de un «ello» confrontado a las censuras del «superyó». Todo el proceso de individuación
y de elevación del yo consiste en la armonización de los contrarios que se manifiesta en
epifanías imaginarias. Esta tópica atemperada, que es menos dialéctica que la dramáti-
ca segunda tópica freudiana, podrá servirnos como modelo para comprender la indivi-
duación social.
Lo que se encuentra en las capas más profundas del «ello» no puede ser, ni para el
sociólogo ni para Jung, otra cosa que el thesaurus de la memoria de la especie y de sus
implicaciones en las «imágenes arquetípicas» colectivas. Pues en sí misma ninguna so-
ciedad tiene «pulsiones»: como los ángeles, la sociedad no tiene sexo: es el imaginario el
que la cubre con un vestido o con una coraza, siendo su única libido su instinto de
supervivencia, la tendencia a perseverar en su ser. Al «ello» de una sociedad le pertene-
cen sus paisajes y sus monumentos culturales, sus actitudes corporales mecanizadas, las
inflexiones mentales de su lengua natural e incluso, como ha mostrado Dumézil en
relación con los indoeuropeos, de su grupo lingüístico. Pero tanto para Dumézil como
para Bastide, Bosetti o Cambronne, el «ello» fundamental y genérico de lo social es
precisamente el conjunto de los sermones mythici que coincide con la duración «cuasi
inmóvil» braudeliana y con el metalenguaje que el sociólogo detecta en los gestos, los
lapsus, los actos mecánicos de la vida cotidiana. Lo «minúsculo» que tanto aprecia el
sociólogo Michel Maffesoli remite muchas veces a las invariables más «coriáceas» de un
grupo social.37 Hay grupos, como los mujíks, que... ¡prefieren dejarse matar antes que
cortarse la barba! Se trata del zócalo mítico que constituye el referente invariable de un
determinado grupo social.
Así, en la larga duración histórica de una determinada sociedad global se pueden
detectar ciertos mitos reguladores que emergen periódicamente para conmemorar y

36. Cfr. G. Bachelard, La formation de l’esprit scientifique. Contribution a une psichanalyse de la


conaissance objective, Vrin, 1970 (trad. cast. en Siglo XXI, Buenos Aires, 1972).
37. Cfr. M. Maffesoli, La conquete du présent, PUF, 1978.

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Obertura. La existencia social

restablecer la sociedad. Así, por ejemplo, en las narraciones legendarias de la historia


de Francia resulta muy llamativa la presencia del mito del héroe justo al que la mala
suerte hace, injustamente, caer derrotado. Su prototipo es Vercingetorix.38 Este mode-
lo se repite de siglo en siglo, no importando nada que se tome «prestado» de otro
entorno cultural como el Tristán de Chrétien de Troyes39 o el Hércules galo reelabora-
do en el siglo XVI. Lo esencial radica en la «coriacidad» de la redundancia: Rolando en
Roncesvalles, los cátaros en Montségur, Jacques de Molay en la plaza de Grève, Juana
de Arco en Rouen, Enrique IV y el puñal de Ravaillac, Luis XVI en el Temple, Napo-
león en Santa Elena (mito este que se encuentra muy reforzado por el de Prometeo, el
titán heroico, bienhechor y derrotado),40 Hugo de Guernesey, Pétain en la isla de Ré,
De Gaulle en Colombey. ¡Hay para todos los gustos ideológicos y políticos en este gran
mito de reyes y de héroes malditos!
Como ya había presentido Nietzsche y como posteriormente ha subrayado Braudel
las sociedades no son, pese a lo que puedan sugerir las metáforas biológicas usadas por
los filósofos de la historia, «mortales». Una sociedad no cae de un solo golpe, como le
ocurre a Grecia en el célebre cuadro de Delacroix. Hay en ellas un núcleo «coriáceo» que
coincide justamente con el «corpus» sagrado de los mitos. Al igual que la historia, tam-
poco las sociedades tienen un fin más o menos apocalíptico; sobreviven en las peores
condiciones en «reductos» culturales o en islotes los tenaces islotes de las lenguas natu-
rales. Pues las herencias de palabras son herencias de imágenes. Además, en este nivel
profundo de lo inmóvil de la historia el inconsciente social se aúna con el inconsciente
de la especie. Este hecho permite comprender, como ha visto Lévi-Strauss, que los mitos
se pueden «traducir» siempre sin traicionarse demasiado así como dar cuenta de los
«universales» detectados por los lingüistas (G. Mounin, T. de Mauro) o de la «base gene-
rativa» postulada por Noam Chomsky. Hay que insistir, empero, en que en este nivel
«profundo» no reina la confusión anómica de las imágenes y los mitemas. Como presin-
tió Lévi-Strauss y como ha quedado demostrado —siguiendo nuestros propios trabajos
sobre las «estructuras» de lo imaginario— por Y. Durand y por Montgolfier y Ribeill,41
sólo existe un número limitado y estrictamente delimitable de «datos inmediatos» del
«ello» social.
El lote integrado por los discursos oficiales, las racionalicaciones ideológicas y
las utopías de escuela42 se ubica en el otro extremo del topos social, en plena concien-
cia colectiva de los enunciados, las codificaciones, los lenguajes técnicos y los conte-
nidos pedagógicos, en el punto donde el logos sustituye al mythos. Habrá, empero,
que tomar ciertas precauciones antes de asimilar brutalmente esta «conciencia colec-
tiva» con el «superyó» freudiano. Es preciso, efectivamente, ser más prudente que

38. Cabe resaltar que la historia de este último no ha sido trasmitida por ningún Tito Livio galo,
sino por el enemigo y el ocupante de la Galia: Julio César.
39. Cfr. P. Gallais, Genèse du roman occidental. Essais sur Tristan et Iseut, Sirac, 1954.
40. Cfr. J. Tulard, Le mythe de Napoléon, cap. 3, «Prométhée», A. Colin, 1971; R. Huyghe, Le sillage
de Napoléon, Revue de Paris, 1969; J. Plugmene, Les nations romantiques, Fayard, 1979; A. Kimmel
y J. Poujol, Certaines idées de la France, Dossier du Centre Intern. d’Etudes Pédagogiques de Sèvres, 1980.
41. Cfr. Cl. Lévi-Strauss, Anthropologie structurale, op. cit.; nuestras Estructuras antropológicas de
lo imaginario, op. cit.; Yves Durand, L’exploration expérimental de l’imaginaire, tesis de Grenoble II,
1981; J. de Montgolfier y G. Ribeill, Eléments d’une conception dialectique du systeme social, París,
Sema, 1971.
42. Aunque no se mantenga la dialéctica manheimiana ideología/utopía. Cfr. J. Servier, Histoire
de l’Utopie.

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algunos analistas, tan brillantes y atinados por otro lado, como Erich Fromm o Karen
Horney.43 Si cabe hablar del «superyó» colectivo metafóricamente, es decir, teniendo
lo menos posible en consideración la vieja relación psicoanalítica individuo/angustia/
censura social, es para marcar la diferencia entre el «ello» inconsciente y las raciona-
lizaciones conscientes. Pero ese «superyó» metafórico se combina con el inconscien-
te colectivo mucho más fácilmente de lo que lo hace el individuo (y sus pulsiones) con
el «superyó» social. Pues como el cuerpo social es infinitamente extensible —¡su cir-
cunferencia está en todas partes!— la diferencia se modula con mayor o menor niti-
dez según que se trate de un microgrupo, de una clase de edad, de un subgrupo
profesional, etc.,44 en relación con una sociedad global que a su vez se modula en
varias especificaciones.
Hay, además, ritmos con diversos tempi en el devenir de todo cuerpo social. Se
observan sístoles y diástoles míticas. Determinados mitos salen de la reserva inconscien-
te y emergen triunfalmente —y usan su potencialidad actualizándose— en la conciencia
colectiva, mientras que otros, reprimidos por toda una plétora de factores difícilmente
simplificables, se mantienen en un estado latente y mal formulado,45 como esperando
un relevo de significación. Así a finales del siglo XVIII cuando emerge en la conciencia de
la Aufklärung el mito de Prometeo46 y durante toda la primera parte del siglo XIX en el
que este mito del progreso secular, material, se va demistificando en la pedagogía positi-
vista y cientifista, otras derivaciones más discretas del famoso mito se mantienen a la
espera en el «ello» colectivo: el individualismo del mito de Fausto47 o de sustitutos tales
como los mitos de Orfeo, de Dioniso, de Hermes que emergieron a finales del siglo a
través del Parnaso, los simbolistas, los decadentes, las remitologizaciones wagnerianas
y nietzscheanas. Es indudable que se da cierto enfrentamiento entre los mitos latentes,
el «ello» inconsciente de una sociedad, y los mitos en vías de demistificación racional
que, en virtud del asentamiento de su lógica y de la generalización de sus pedagogías, se
van constituyendo como una especie de «superyó». Pero también es indudable que hay
ciertos deslizamientos y componendas que se suelen ignorar cuando se lleva a cabo una
aplicación demasiado estrecha de la tópica freudiana a lo social.
Las acciones lógicas y las acciones no lógicas —para hablar como Pareto— se com-
binan mejor en la conciencia colectiva que en la psique individual. Existe un «doble
juego» institutivo de lo social, una duplicidad y hasta una complicidad que ha sido de-
tectada por Michel Maffesoli.48 En vez de llamar a la conciencia colectiva «superyó»
dramático sería mejor decir que es un estado «primario» con relación al cual el incons-
ciente colectivo sería lo «secundario», un lugar donde se da una reduplicación que no se
basa en el choque frontal sino en una pluralidad que da pie a «una dialéctica comple-
mentaria». Maffesoli se sirve de la imagen de una «capilarización insidiosa» que resulta

43. Cfr. E. Fromm, El miedo a la libertad (trad. esp. Paidós, 1973); Societé aliéné et societé saine (trad.
fra. Courrier du Livre, 1967). Cfr. K. Horney, The neurotic personality of our time. Nueva York, 1937.
44. El impacto de las generaciones sobre el curso de las sociedades ha sido bien estudiado por H.
Peyre, Les générations littéraires, Nueva York, 1947; G. Michaud, Introduction a une science de la littérature,
Estambul, Puhlan, 1950.
45. Sobre la distinción entre mitos latentes y mitos manifiestos, cfr. la preciosa Anatomie de Gide,
de R. Bastide.
46. Cfr. el catálogo de este mito en Trousson, Le mythe de Prométhée.
47. Cfr. A. Dabezies, Le mythe de Faust, A. Colin, 1972. Para la bibliografía, cfr. «Faust», Cahiers de
l’Hermétisme, bajo la dirección de A. Faivre y F. Tristan, Albin Michel, 1977.
48. Cfr. M. Maffesoli, op. cit. cap. VII, 3, «El doble juego».

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Obertura. La existencia social

fácilmente diferenciable de cualquier enfrentamiento abierto entre «superyó» y el «ello».


También Lévi-Strauss detectó en el interior de un determinado consensus social cierta
connivencia contradictoria entre el rito y el mito.49
Así pues, esta tópica que distingue entre las superficies conscientes de lo social y
sus profundidades míticas nos introduce en una dialéctica muy particular, alejada de los
problemas brutales de la censura y la represión dramatizados por la tópica psicoanalíti-
ca. Las tópicas freudianas estaban esclerotizadas por su «libidinismo», que no es más
que una copia del monoteísmo. El único problema real de una sociedad consiste en
perseverar en su ser, no en cómo satisfacer una libido imperialista. Perseverar en su
identidad a pesar de los avatares y las usuras de la historia, a pesar de los contratiempos,
a pesar de los acelerones o los accidentes de las técnicas. A partir de ahí, todos los
medios son buenos, y especialmente los que ofrecen el menor riesgo de rupturas. En la
relación inconsciente/consciente colectivo «la astucia» juega un papel mucho mayor que
el enfrentamiento brutal.50
También en la historia social interviene el eterno retorno y el eterno eclipse de los
mitos que emergen lentamente del inconsciente colectivo, se componen y regatean con
los mitologemas vigentes en las instituciones, y muy poco a poco, en una larga duración,
van fagocitando mitema tras mitema los magisterios racionalizados, sus códigos, sus
instituciones. El verdadero «contrato social» es el de la amalgama de las contradiccio-
nes, de la flexibilidad de las mayorías, de las concesiones sistémicas en el lento baile de
la historia. Ese contrato ha de resultar tanto más complejo por cuanto que la sociedad
no tiene sólo un «ello» obsesivo y único sino que es un nexo de subgrupos (poco nos
importa ahora que se trate de un nexo mecánico u orgánico)51 que tienen cada uno su
propia singularidad, su particular mitología fundadora. Se trata de un inmenso polípero
ciertamente jerarquizado, pero cuya jerarquía no es otra cosa que el principio generali-
zado de «querer estar juntos y perseverar en el ser». Inmenso polípero cuya arqueología
descubre a veces atolones incorruptibles, corales coriáceos que no pueden ser destrui-
dos por ninguna marea o tempestad del tiempo.

4. Teatralidad y pluralidad

En la confluencia de esta tópica suave, que se mueve como los cangilones de una vieja y
lenta noria, adquiere un singular relieve aquello que podría corresponder socialmente al
«yo». Con la noción de «personalidad de base» el culturalismo americano ha intentado
delimitar este «yo» social en la confluencia entre lo «primario» que permanece y los
efectos «secundarios» modificadores.52 Así como la personalidad de la ciudad griega
antigua resulta de la tensión entre la «apariencia» apolínea y el «querer ser» dionisíaco,
así el yo social está distendido entre las instituciones y las ideologías fluctuantes por un
lado, y la base primaria de las grandes interrogaciones míticas por el otro lado. Hay
ciertamente una tensión, pero no se trata de una dialéctica rígida, como creyó Mann-
heim, entre las utopías del futuro y las ideologías del pasado, sino más bien entre los
aggiornamenti ineluctables y las conmemoraciones necesarias para el mantenimiento

49. Cfr. Lévi-Strauss, op. cit.


50. Cfr. M. Maffesoli, op. cit.; G. Ribeill, Tensions et mutations sociales, PUF, París, 1974.
51. Cfr. E. Durkheim, De la division du travail social, Alcan, 1893.
52. Cfr. R. Linton, The cultural background of personnality. Nueva York, 1945.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 281

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Gilbert Durand

de la identidad social. Cabría decir pues, con Maffesoli, que el yo social es esa teatrali-
dad, «ese cemento que permite que el conjunto social sea un todo contradictorio pero
ordenado»,53 o dicho de otra manera, un pluralismo coherente.
Para J. Douvignaud54 el teatro es el indicador social por excelencia, el acto por el
que la existencia colectiva «se revela desdoblándose para representarse a sí misma».
Quizá en la teatralidad podamos encontrar la solución a la famosa cuestión de cómo
es posible asomarse a la ventana para verse pasar por la calle. Indiquemos rápidamen-
te que esa teatralidad se puede codificar, que los «actantes» pueden quedar reducidos
a un número restringido de núcleos «sémicos» (cfr. Greimas), «dramáticos» (cfr. So-
riau). Un análisis sistemático a partir del «yo» social sería muy fructífero y permitiría
inducir los mitologemas esenciales del «ello» y las formas y códigos institucionales del
«superyó».55 Como dice Y. Durand, a partir «de esta convergencia (entre Propp, Grei-
mas, Souriau, Dumézil y yo mismo) de investigaciones relativas a la existencia de un
número límitado de roles que estructuran la actividad mítica y lingüística del hom-
bre... creemos que hay materia para definir ciertos puntos de anclaje fundamentales
del imaginario humano».
Mientras que al inconsciente social le afectaría el presemiotismo del mythos, la
conciencia social recibiría las codificaciones del logos, el «yo» social respondería a los
resortes del drama. No olvidemos que la palabra «persona» tiene primariamente un
sentido dramatúrgico preciso. La persona tiene inevitablemente un carácter social: es
rol, máscara, coturno. Mas por ello, en el seno del yo que individualiza a una sociedad se
refracta el pluralismo de los «roles» y de las «situaciones. ¿No provendrá el teatro, como
subraya Duvignaud, de antiguas liturgias que, en el interior de la representación, equili-
bran el mito que las impregna mediante los códigos del lenguaje, las situaciones y dra-
matis personae de la conciencia colectiva? El «yo» de una sociedad es su puesta en esce-
na. El teatro, el cine, la literatura y en particular ese «teatro de bolsillo» que es lo nove-
lesco56 son índices por antonomasia de una sociedad.
Esta aproximación «tópica» a la socialidad sitúa en la lenta noria de la historia el
pozo profundo donde hierve el balbuceo de los mitos y la techumbre constantemente
amenazada en la que se agotan las codificaciones, mientras que la re-presentación so-
cial, que combina el mito con la notaciones más cotidianas, constituye la «personali-
dad» de una sociedad. Esta aproximación tópica en la que el pluralismo de los valores se
manifiesta en cada nivel (politeísmo de los mitos, roles múltiples de los actores del dra-
ma social, proliferación de códigos, de reglamentos, de instituciones) quizá permita
responder con cierta pertinencia a la obsesiva cuestión durkheimiana de la distinción
entre lo «normal» y lo «patológico». A partir de esa respuesta será posible una sociología
de las profundidades que inspire una «sociatría», es decir, una política. Digamos que la
patología social, el punto de morbidez extrema, es el instante, afortunadamente siempre

53. Cfr. M. Maffesoli, op. cit., p. 160; E. Goffman, La mise en scène de la vie quotidienne. Ed. de
Minuit, 1973.
54. Cfr. J. Duvignaud, L’acteur, sociologie du comédian, PUF, 1965, y Sociologie du théatre,
PUF, 1965.
55. Cfr. la tesis de Y. Durand, L’exploration experimental de l’imaginaire (Université de Grenoble II,
1981), donde elabora de un modo prometedor ese análisis actancial, partiendo de los trabajos de A.
Greimas (Structure élémentaire de la signification, Bruselas, PUF, 1976), de E. Soriau (Les deux cent
mille situations dramatiques. Flammarion, 1950) y de los trabajos clásicos de V. Propp, Morphologie du
conte, Ed. du Seuil, 1970 (trad. cast. en Ed. Fundamentos, Madrid, 1971).
56. Cfr. Cl.-E. Magny, L’age du roman américain, Ed. du Seuil, 1948.

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Obertura. La existencia social

agudo y nunca crónico, en que se da una nivelación social y un poder monolítico. El


instante del Leviatán en forma de dictadura de la «voluntad general» que ha sido soñado
en demasía por nuestras utopías sociológicas del siglo XIX. La salud social es el libre
juego de las pluralidades tanto en la horizontal como en la vertical de la «tópica» y, al
igual que la salud psíquica, reside en la alquimia de la individuación, en la rebis de la
conjunctio oppositorum.57
Ésa es también una de las grandes conclusiones que se puede sacar de la reflexión
duméziliana sobre diez siglos de salud romana. Una sociedad goza de «buena salud»
cuando permite el juego de una pluralidad de valores en todos los niveles de su tópica:
pluralidad de codificaciones y división de poderes institucionales, que Montesquieu ya
consideraba como criterio de salud política, pluralidad de roles que integren, respetan-
do su especificidad, a todos los actores que intervienen en el drama de la individuación
social. Una sociedad sana es la que no excluye a ningún subgrupo, a ninguna de las
minorías que la constituyen; es, en definitiva, aquella sociedad que alimenta su incons-
ciente con el politeísmo de los mitos. Y ninguna sociedad, ni siquiera las que aparente-
mente se reclaman de una religión fundadora monoteísta, puede escapar, so pena de
muerte parcial, a una politeización de sus valores, a un pluralismo de las imágenes-
arquetipos que compense la pluralidad de sus instituciones funcionales.58
Así, con el politeísmo de los mitos y con las manifestaciones del yo social en los
dramatis personae de las re-presentaciones sociales y en las múltiples codificaciones
funcionales, la tópica nos introduce en una triple pluralidad en constante cambio, remo-
delada, viviente...
Algo similar ocurre en el fresco de Rafael mentado más arriba, en cuyo horizonte se
pluraliza la perspectiva que coordina la plétora de filosofías. Pues no se puede establecer
una correspondencia monotética entre los dos protagonistas y las tres bóvedas del edifi-
cio que los alberga: Platón señala al cielo, Aristóteles apunta a la tierra y junto a ellos, en
los nichos, se encuentran Apolo, el hermano de las musas, que sostiene la lira, y Atenea,
la virgen guerrera, la razón armada con la lanza y el escudo, en el que gesticula la cabeza
de la Gorgona... Pluralismo.

57. Cfr. Y. Durand y J.P. Schnetzler, «L’imaginaire pathologique et la détérioration symbolique à


travers les tests AT 9», Congrès de Psychiatrie, 64 sesion, Grenoble, 1966. Cfr. L. von Bertalanffy, op.
cit., pp. 220-225.
58. Cfr. nuestro artículo «Structure et fonction récurrentes de la figure de Dieu», en Eranos Jahrbuch,
n.º 37, Rhein Verlag, 1970.

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LA EXISTENCIA GOZOSA

Xabier Etxeberria

Aproximaciones iniciales

Atribuimos «alegría» a múltiples y dispares vivencias y realidades. Para ilustrar esta


afirmación imaginemos escenas como éstas en un gran hospital. En una habitación, un
enfermo, ya en la fase final de su curación, está acompañado por dos amigos; los tres,
para distraerse, se encuentran viendo por televisión un partido de fútbol en el que juega
su equipo favorito; «estallan» en intensa alegría, con aparatosos gestos corporales y
gritos que no pueden contener, cuando su equipo mete un gol que empata el partido;
pero su «júbilo» dura el breve tiempo que tarda el equipo contrario, ya a punto de fina-
lizar el encuentro, en meter otro gol; en ese momento, es el «abatimiento» el que les
invade. En una sala de espera, los padres de una niña a la que están practicando una
arriesgada operación quirúrgica, esperan ansiosos el resultado de la misma; aparece al
fin el cirujano, con rostro sonriente, y les comunica que todo ha ido «felizmente»; los
padres, abrazados, y sin poder contenerse, «lloran de alegría». Cuatro horas más tarde,
esos mismos padres están en una habitación del hospital, silenciosos, ya con su hija, que
duerme sedada; se encuentran serenos, sosegados, sintiendo un «gozo» interior suave e
intenso a la vez, en el que se detecta vivencia de armonía con el conjunto de la realidad;
sus cuerpos parecerían no expresar nada, pero si se les mira bien, sus caras «irradian»
un discreto y expresivo «contento» en el que parecen instalados. En la habitación conti-
gua una mujer que acompaña a su hijo enfermo se encuentra con claros signos de des-
asosiego; no por la enfermedad de su hijo, que no es grave, sino porque su marido,
siguiendo su costumbre, ha preferido ir al bar con sus amigos, para «divertirse», por-
que, según dice él, «hay que alegrar la vida». En la sala en la que reúnen a niños enfer-
mos con estancia larga en el hospital, un excelente payaso les hacer «reír» incansable-
mente, por su gran sentido del «humor». Mientras tanto, por los pasillos, caminan jun-
tos dos médicos; uno comenta al otro que a una compañera de ambos no le han dado al
final el cargo de jefa del servicio de traumatología al que aspiraba; quien escucha la
noticia no puede reprimir que en su rostro aparezcan signos diversos del «regodeo» que
le provoca que a su colega, a la que aborrece, no le den una plaza que tanto desea y para
la que la sabe muy preparada.
Estas seis escenas son sólo una muestra de las muchas más que podrían describir-
se. Creo, de todos modos, que son suficientes para expresar la idea inicial de que la
alegría se predica de múltiples y dispares vivencias e incluso realidades («es una perso-
na alegre», se dice también). Además, el que hayan sido situadas en un hospital, en el
que se dan tantas experiencias de dolor, muestra muy bien que la alegría convive com-
plejamente con el dolor y la tristeza (claves entrecruzadas de la existencia, de las que el
hospital sería lugar a la vez fáctico y simbólico). Dejando, de todos modos, para más
adelante, el análisis de esta convivencia de sufrimiento y gozo, comencemos, por un
lado, explorando lo que puede unificar a esas vivencias diversas hasta el punto de que

284 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia gozosa

cabe darles el común calificativo de «alegres» y, por otro lado, indagando lo que las
diferencia, a fin de hacer los discernimientos oportunos, existenciales y morales, en
este calificativo tan ambiguo.
Spinoza, quien convierte las partes tercera y cuarta de su Ética en un tratado sobre
la alegría y la tristeza —por lo que será una referencia constante con la que contrastar-
se—, identifica «todo género de alegría» y lo que a ella conduce con el «bien» y a éste con
lo que «satisface un anhelo», remachando, por cierto, que «no deseamos algo porque lo
juzgamos bueno, sino que lo llamamos bueno porque lo deseamos» (1987: 211). Según
esto, lo que uniría a todas las vivencias precedentes es que expresan emocionalmente la
constatación de la realización en nosotros de lo que juzgamos bueno para nosotros.
Dicho a la inversa: detectar alegría en nosotros «por algo o alguien», es la señal de que
ese algo o alguien lo sentimos como bueno. La gran disparidad de vivencias manifesta-
ría la disparidad de nuestras concepciones de bien.
Aparece así una primera pista fecunda —conexión entre alegría y bien— que, con
todo, implica ambigüedades que tendrán que ser clarificadas. En primer lugar, cabe
precisar que distinguimos dos tipos de bienes por su conexión con la alegría: en algu-
nos el lazo es implícito o muy débilmente emocional (si me hacen un análisis de
sangre rutinario, no vivencio alegría, aunque «me alegre», con lógica «racional», de
que me lo hagan); en otros, como en los casos antes citados, el lazo es explícito. Esto
es, los bienes que nos alegran propiamente son aquellos que provocan en todo nuestro
ser expansividad,1 relajación, liberación, ligereza, etc. En segundo lugar, el bien así
presentado se muestra decisivamente subjetivo y, por tanto, abierto al enfoque relati-
vista, que Spinoza parecería asumir expresamente, según se acaba de citar. Ahora
bien, en el propio Spinoza el relativismo se modula decisivamente cuando resalta
luego que lo bueno es aquello que favorece nuestra conservación, nuestra potencia de
obrar, lo que nos acaba conduciendo al ideal de apetecer lo necesario. Y, en cualquier
caso, una de las tareas que nos impone esta conexión entre alegría subjetiva y bien es,
precisamente, la de discernirla desde un punto de vista moral no duramente subjeti-
vista que tenga presente tanto el enfoque teleológico, de vida realizada, cuanto el
deontológico, de deber que se nos impone. Baste tener presentes los casos hospitala-
rios antes resaltados para intuir que esta dilucidación se impone. En tercer lugar, esta
conexión entre alegría y obligatoriedad hacia el otro nos recuerda que en ella, aunque
sea siempre vivencia del sujeto individual, anida decisivamente la dimensión «relacio-
nal», no necesariamente en forma de deber, sino especialmente en forma de motiva-
ción y plenificación; dimensión que deberá ser explorada como merece. En cuarto
lugar, el bien percibido en la alegría es siempre un bien que disfrutamos en el presen-
te. Éste es, en efecto, su tiempo por excelencia; pero habrá que analizar si la alegría
puede apuntar además, y de qué modo, a bienes pasados rememorados (que «cele-
bro») o a bienes proyectados en el futuro (que espero), aunque unos y otros sean
presentificados de cierto modo.
Volviendo a la definición de Spinoza, nos encontramos con que une bien y ale-
gría con realización de un deseo (el que hace «bueno» a su objeto). La relación es
compleja, porque, en parte, la alegría nos viene porque el anhelo ha sido satisfecho;
pero, a su vez, la propia alegría es, con frecuencia, potente generadora de deseos.

1. Es lo que nos sugiere el origen etimológico de «alegría», palabra que proviene de alacer, que, en
el latín vulgar, significa «algo vivo o animado» (Marina y López, 1999: 292).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 285

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Xabier Etxeberria

Centrándonos de momento en lo primero, en los casos antes presentados sí se da


esta común conexión entre anhelo realizado y alegría. Aunque hay que mencionar
que, a veces, la alegría nos sorprende sin desear expresamente nada, como fruto de
un acontecimiento inesperado, desvelando lo que, quizá, cabría considerar deseos
implícitos o incluso inconscientes. ¿Es la alegría, también aquí, el revelador de lo
que deseamos de verdad?
Esta segunda conexión, ahora entre alegría y deseo, es, de nuevo, muy sugerente,
pero, igualmente, generadora de retos que precisan clarificación. Para empezar, parece
someter a la alegría a las complicadas dinámicas del deseo, a sus peligros de insaciabili-
dad y dominio, que habrá que ver cómo afrontar; aunque tenemos ya una pista en el
hecho de que entre las propias versiones de la alegría encontramos la del «contento»,
que nos sugiere satisfacción con lo que se contiene, sin que se aspire a más. En segundo
lugar, a la experiencia de realización de un deseo la solemos llamar también «placer»:
habrá que preguntarse, a este respecto, si placer y alegría son básicamente identificables
o si se impone una distinción entre ellos.
Un tercer denominador común que cabe encontrar en las diversas versiones de
alegría es su imbricación con expresiones corporales. La alegría es una experiencia sen-
timental que afecta visiblemente a la totalidad de lo que somos porque queda muy mar-
cada no sólo en nuestra conciencia, sino en nuestra corporalidad. La risa y la sonrisa son
sus expresiones más típicas, pero, por supuesto, como muestran los ejemplos descritos
al comienzo, ni son las únicas, ni lo son necesariamente. Explorar este aspecto, que se
manifiesta desde las formas más sutiles hasta las más llamativas, que, en él mismo, está
cargado de densidad moral (piénsese en todas las variedades de la risa) aunque no se
agote en ella, es también una tarea necesaria.
Por último, lo que conviene subrayar es no ya lo que une a todas las vivencias de
alegría, sino lo que las distingue, en unos casos por su intensidad, en otros por su
naturaleza. Tenemos así, respecto a lo primero, una alegría que puede ser muy dis-
creta, pero igualmente, expresarse como «exultación», «alborozo», «júbilo», «rego-
cijo», «algazara», etc. Respecto a su naturaleza: tenemos la alegría que se muestra
más como acción y la que se manifiesta más como «contento», como serena satisfac-
ción en la receptividad positiva de lo que se tiene; o la alegría que se vivencia extro-
vertidamente y la que tiene dinámicas de introversión, la que podemos llamar «goce»,
que se intensifica en la «frución»; o la alegría que se expresa como emoción transito-
ria frente a la que se instala en nosotros como estado permanente. Ir presentando
como conviene todo este abanico de diversidad, es otro modo de afrontar todo lo que
la alegría supone.
Estos cuatro bloques de consideraciones iniciales nos dan, creo, una idea suficien-
temente consistente de lo implicado en la alegría. En las líneas que siguen voy a tratar de
desarrollar las cuestiones y tareas a las que remiten, no sin antes advertir que, como ya
puede intuir el lector, la complejidad apuntada sugiere que hacer una delimitación ana-
lítica precisa de lo que significa la alegría es algo que se nos escapa. Ahora bien, que no
podamos apresar racionalmente el concepto no sólo no es negativo sino que es fecundo
(es lo que se sugiere al hablar de «misterios» gozosos). Lo que importa es encontrar
aquellas pistas y esbozos que, correlacionados con las realidades diversas de la alegría,
puedan purificarlas y potenciarlas, sabiendo que lo decisivo en última instancia no es
pensarla sino vivirla.

286 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia gozosa

La alegría como emoción, la alegría como estado

Para avanzar significativamente en la comprensión básica de la alegría conviene co-


menzar por describir los dos grandes modos en los que la experimentamos.2 Recorde-
mos el ejemplo de los padres que esperan el resultado de la operación de su hija.
Cuando les llega la buena noticia, les emerge la alegría en forma de eclosión: se de-
rrumba en ellos una manera de ser-en-el-mundo, no una mera manera de conocerlo, y
emerge otra, en la que la realidad entera se les muestra acogedora y llena de posibili-
dades: la alegría certifica la liberación que viven, la desaparición de sus tensiones con
el mundo y de la hostilidad de éste. Es, de este modo, «una forma no agresiva de
convivencia con el mundo, porque éste ha pasado de ser inconveniente a ser conve-
niente» (1970: 45).
Lo que aquí se subraya, que hace tan relevante a la alegría al conexionarla de esta
manera con la liberación, tiene toda su fuerza en experiencias como la citada de esos
padres. Hay que reconocer, con todo, que muchas eclosiones de alegría tienen densi-
dades liberadoras mucho menores e incluso ambiguas. Basta que retomemos ahora el
ejemplo de los que ven el partido de fútbol. Ciertamente, la alegría del gol es también
liberadora para ellos y la intensidad emocional es máxima, pero tendremos que pre-
guntarnos por su densidad e, incluso, recomendar advertencia crítica respecto a ella,
para que se viva en modos que no deriven hacia lo que después describiré como tram-
pas de la alegría.
El que esta forma de alegría sea una emoción, le da las connotaciones que ésta
tiene. Fundamentalmente, la transitoriedad y la expresividad corporal. Respecto a lo
segundo, cuanto más carga emotiva, normalmente, más expresividad, a menos que me-
dien procesos personales o sociales de represión. En cuanto a la transitoriedad, su ma-
yor o menor grado dependerá de muchos factores: en los ejemplos citados es manifiesta
la fugacidad de la alegría de los espectadores de fútbol, mientras que hay que presupo-
ner que la de los padres de la niña está llamada a prolongarse en el tiempo, aunque se
redefina y se resitúe en el mapa global de otros sentimientos y experiencias. Este tema
de la fragilidad de la alegría tiene la suficiente relevancia como para dedicarle más ade-
lante un apartado específico.
La alegría que «se instala» en nosotros, pasa a ser alegría-estado. Es a lo que apunta
la experiencia serena de «contento» de los padres que tienen ya a su hija operada. Cuan-
do se logra en su sentido más denso, los rasgos propios de la emoción se diluyen: no sólo
la transitoriedad es superada, sino que los signos corporales se reducen al mínimo, aun-
que en ese mínimo puedan ser enormemente expresivos, como es el caso de la paradig-
mática «sonrisa de Buda». Estar alegre es ahora «una forma estable de afrontar la exis-
tencia», un «vivir continuamente la conveniencia con el mundo» (Monedero, 1979: 49),
al que, básicamente, se acepta como es (se le acoge incluso cuando se le intenta transfor-
mar en algo). La conciencia establemente alegre vive, en su sentido más pleno, una
comunidad con la realidad, una fraternidad/sororidad con todas las entidades que la
componen (el ejemplo de Francisco de Asís viene aquí a la mente). Llegados a este punto
cabe preguntarse si una alegría así es un modo de felicidad que desborda a la alegría
propiamente dicha.

2. Los presenta muy bien Monedero en obra (1970) que tengo especialmente presente en
este apartado.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 287

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Xabier Etxeberria

Alegría, placer, felicidad

Si se impone tratar de distinguir entre alegría y felicidad, con más razón aún hay que
intentar precisar la diferencia, si es que la hubiera, entre placer y alegría. La filosofía
preocupada por la vida buena no ha tratado equitativamente en su reflexión a estas tres
categorías: ha privilegiado a la felicidad confrontándola con el placer —a veces identifi-
cándola con éste—, mientras que de la alegría, salvo en casos como el de Spinoza, ha ido
en general dejando apuntes varios, cuando ha trabajado las emociones y pasiones. Creo
por mi parte que habría que reivindicar un espacio reflexivo mucho más relevante para
la alegría que el que ha tenido.
La confusión entre alegría y placer procede de su común remisión al deseo huma-
no, como ya adelanté en la introducción. En principio, el deseo se nos muestra como
aspiración a que algo sea en nosotros o para nosotros. Cuando esa aspiración se realiza,
experimentamos placer. ¿Es la alegría únicamente cierto modo de vivencia y de manifes-
tación exterior de ese disfrute que funcionaría automáticamente? ¿Tiene ella siempre,
como antecedente, un placer que funcionaría como su causa?
Hay que reconocer que existen zonas difusas a la hora de plantear la posible distin-
ción entre placer y alegría. Que, incluso, hay experiencias en las que la confusión es más
manifiesta, como pueden ser las que después analizaré bajo el término de «diversión».
Pero, a pesar de ello, considero que es importante esforzarse en precisar la diferencia
existente, porque resulta relevante.
Para arrancar, puede ayudarnos un apunte de Spinoza (ver 1987: 185 y 297-298).
Dentro del afecto de la alegría incluye tanto al placer como al regocijo,3 para distinguir a
continuación a éstos del siguiente modo: el placer se refiere al hombre cuando una parte
de él (a veces dice «del cuerpo»)4 resulta más afectada, mientras que el regocijo debe ser
entendido como afectando a todas las partes igualmente. Propongo, por lo que a mí
respecta y por las razones que voy a ir desgranando, no incluir al placer como modali-
dad de la alegría y, sí, asumir la distinción que apunta Spinoza, no ya entre placer y
regocijo, sino entre placer y alegría en general. Según esto, el placer en cuanto tal se
polariza en una parcialidad de lo que somos, aunque desde ella nos afecte a toda nuestra
realidad personal, mientras que la alegría, por ella misma, es personalizada, afecta al yo
como un todo integrado.
Esta distinción, que cabría discutir desde concepciones más englobantes del placer
como las epicúreas, se ve corroborada por el uso cotidiano del lenguaje, al que doy clara
importancia para precisar las categorías. Así, aunque podemos decir «me ha dado ale-
gría» y «me ha dado placer», sólo podemos decir «me ha alegrado» (no «me ha placerea-
do»); esto es, la alegría que me ha dado ha colmado mi ser entero. Incluso puede expre-
sarse: «soy alegre» —jovial, risueño—, para remitir a una manera de ser de la persona,
mientras que sería forzado decir «soy placentero». E, igualmente, con un sentido similar
aunque abierto a la transitoriedad, cabe afirmar que «estoy alegre», mientras que hablo
sólo de que «experimento placer». El placer se muestra así una experiencia del yo, mien-
tras que la alegría es el yo en un determinado modo de ser o estar.

3. Y dentro de la tristeza, tanto al dolor como a la melancolía. Spinoza juega constantemente con
la contraposición entre alegría y tristeza. Aquí retomaré en general lo relativo a la primera y sólo
puntualmente la confrontaré con la segunda.
4. Prefiero por mi parte mantener la referencia a una parte del hombre, más que del cuerpo, para
incluir la posibilidad de placeres no propiamente corporales, como el que puede proporcionar la
lectura de un libro.

288 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia gozosa

Spinoza, de la distinción que hace, saca una consecuencia. Precisamente porque el


placer, con su agradabilidad, afecta a unas partes del hombre más que a otras, induce a
aferrarnos a él bloqueando la posibilidad de que seamos afectados de otras maneras y en
el conjunto de lo que somos. Encontramos aquí los riesgos de la fascinación polarizado-
ra del placer, de que cautive nuestra conciencia. En la vivencia más auténtica de la ale-
gría, al englobar a todo el ser, este riesgo quedaría decisivamente mitigado (aunque de
los riesgos de la alegría, manifiestos en los procesos de debilitamiento de su versión más
plena, habrá que hablar más adelante).
Monedero, con consideraciones que pueden continuar las precedentes —aunque
tiene además apreciaciones sobre el placer de las que me distancio—, resalta que, en
definitiva, placer y alegría son dos formas diferentes de acceder a realidades percibidas
como buenas: en el placer se puede hablar más bien de objetos juzgados buenos, ten-
diéndose a hacer «un cuerpo» con ellos; mientras que en la alegría es el mundo, la reali-
dad global, la que se vivencia como buena. En otro sentido complementario a éste,
Bergson habla de que el placer es un artificio de la naturaleza para la conservación de la
vida, mientras que la alegría indica «la dirección en que la vida está lanzada», anuncia
que «la vida ha triunfado», que hay creación (cit. en Marina y López, 1999: 288).
El que pueda distinguirse de este modo placer y alegría supone ciertamente una
jerarquización a favor de la alegría en el horizonte de la plenitud, pero no una negación
hipermoralizante del placer. En ambos hay una positividad que tendrá que ser gestiona-
da al amparo de la razonabilidad (incluyendo la razonabilidad moral), para que no se
caiga en sus riesgos. Igualmente, el que quepa la distinción supone que cabe la vivencia
separada, pero no niega la posibilidad de que se dé una vivencia conjunta. Esto significa
que hay placeres que se experimentan en y con la alegría (por ejemplo una relación
sexual que es a la vez un encuentro afectivo intenso), hay alegrías que no relacionamos
espontáneamente con vivencias de placer (que se salve a alguien que está a punto de
ahogarse) y hay placeres que no unimos a la alegría (así, cuando se toma alcohol «para
olvidar», como dice el tópico, o el sueño reparador, o incluso la lectura de un libro que
me entretiene).
Precisada de este modo la distinción entre placer y alegría, nos queda hacer algo
parecido entre alegría y felicidad. Si acudimos de nuevo al lenguaje cotidiano nos en-
contramos con que podemos decir «estoy feliz», de modo similar a «estoy alegre». Cabe
en este sentido, considerar a ambos términos como sinónimos, indicando un estado de
cierta permanencia, amenazado a su vez de fragilidad. Pero, en general, ya en el uso
tendemos a postular más permanencia al estado de felicidad que al estado de alegría. Y
por ahí iría, creo, una de las distinciones. Es la que queda apuntada cuando constata-
mos que si puedo decir «soy feliz», para remitirme a una situación existencial plenifi-
cante de la que disfruto con estabilidad, no puedo decir del mismo modo «soy alegre»,
pues aquí me remito a una tendencia temperamental.
Todo esto apunta a que la felicidad puede ser considerada como la alegría consu-
mada, plena y estable, en la que nada se echa en falta. Así planteada, se muestra más
un horizonte al que en nuestra situación de contingencia nos acercamos más o menos,
que una realidad. Es en esta perspectiva en la que cabe entender las propuestas de
felicidad como vida realizada, propias de éticas como la de Aristóteles; y, por supues-
to, las ligadas a lo religioso en sentido amplio —con mayor o menor acentuación de su
dimensión trascendente. El concepto de felicidad, aquí, diluye su referencia a la senti-
mentalidad vivida (muy presente en la alegría), para ser más eso, un horizonte al que
se aspira, una orientación, aunque en la medida en que se adelante su disfrute, se

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disfrutará también sentimentalmente.5 Frente a ella, las vivencias de alegría serían


expresiones más acomodadas a nuestra realidad contingente, y, a su vez, anticipos y
realizaciones parciales de la felicidad.

Fecundidad de la alegría

Tras las clarificaciones precedentes, estamos en disposición de adentrarnos más a fondo


en lo que significa la alegría. Conviene comenzar resaltando sus potencialidades. Nos
hacemos una idea básica, aunque sea difusa, de éstas, con la sola consideración de que
la depresión, esa enfermedad que nos paraliza al quitarnos las ganas de vivir, es conside-
rada como la psicopatología de la alegría, como la incapacidad para abrirse a ésta. Es
decir, allá donde no se percibe posibilidad de alegría, las motivaciones estimulantes de la
acción creativa y de las relaciones positivas decaen decisivamente. Por eso, se ha dicho
de ella que es la mejor «medicina» contra todo tipo de desalientos.
De todos modos, el fruto más inmediato de la alegría no es la motivación para la
acción. Como se indicó antes, la alegría reconfigura (transfigura) nuestra percepción del
mundo, haciendo que nos sintamos a gusto en él, reconciliados con él. En este sentido,
tiene una vertiente de aceptación de (una parte de) la realidad, porque es considerada
buena. Pero con frecuencia, como también se adelantó, esa percepción de bondad supo-
ne en realidad una liberación de las condiciones opresoras de la realidad, de su hostili-
dad que se desvanece. Y esa liberación no sólo se festeja —alegría— sino que da alas, da
alas para la iniciativa libre, confiada, incluso entusiasta.
Precisamente porque este entusiasmo es dinamizador pero induce también al ries-
go de precipitación cuando se expresa como «euforia», se aconseja a quien toma decisio-
nes en momentos de alegría intensa que las revise cuando ésta, con el paso del tiempo y
confrontada más objetivamente con el conjunto de la realidad, ha quedado en situación
mesurada de más estabilidad, como contento. Es ésta una modalidad del consejo de
Aristóteles en el que se nos pide que nos apoyemos decisivamente en la motivación de la
emoción, pero guiándola con la prudencia de la razón.
Spinoza enfatiza la potencialidad de la alegría enmarcándola en su famosa ley del
conatus, según la cual cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar
en su ser. A partir de ella, concibe a la alegría —la que puede considerarse como tal,
según se va clarificando— como «el paso del hombre de una menor a una mayor
perfección» (1987: 235), mientras que la tristeza sería exactamente lo contrario. Como
puede constatarse, el gozo tiene para él una centralidad decisiva en nuestros procesos
de plenificación. Son buenas todas las cosas que proporcionan alegría porque favore-
cen y aumentan la potencia del ser humano.6 Desde este supuesto, Spinoza se enfrenta
a quienes piensan que todo mérito moral tiene que ir acompañado de dolor y tristeza,
situando a partir de ahí bajo sospecha a la alegría: «La superstición parece admitir que
es bueno lo que reporta tristeza y malo lo que proporciona alegría. Pero, como ya
hemos dicho, nadie sino un envidioso puede deleitarse con mi impotencia y mis pe-
nas. Pues cuanto mayor es la alegría que nos afecta, tanto mayor es la perfección a la
que pasamos y, por consiguiente, tanto más participamos en la naturaleza divina, y no

5. Me he acercado a esta categoría en: «Felicidad» (2006).


6. Con sus propios parámetros, Nietzsche conexiona también la alegría con la «voluntad de po-
der», al considerarla como signo de que el poder al que se aspira ha sido conseguido.

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puede ser mala ninguna alegría que se rija por la verdadera norma de nuestra utili-
dad» (ibíd.: 337).
De este supuesto fundamental Spinoza extrae una conclusión que muestra con
claridad las potencialidades de la alegría, a la vez que nos introduce en sus trampas y
peligros. Si la concebimos del modo antedicho, nos esforzaremos en afirmar en noso-
tros y en quienes amamos lo que puede afectarnos o afectarles de alegría, nos esforza-
remos en promover que suceda lo que suponemos que conduce a ella. Fijémonos que,
con ello, se acaba de establecer un lazo, que resulta decisivo, entre alegría y amor
(éste, para Spinoza, es la alegría acompañada por la idea de una causa exterior). Lo
exploraré más adelante, al hablar de la relacionalidad de la alegría. Pero ahora convie-
ne resaltar lo que esa conexión revela de potencialidad: trabajaremos por transforma-
ciones de la realidad que, siendo percibidas como bien, generen alegría, no sólo pen-
sando en nosotros, sino también en quienes amamos. El peligro grave está en que,
espontáneamente y en contraposición, con nuestras intervenciones trataremos de causar
tristeza, esto es, disminución de perfección e incluso aniquilación, en quienes odia-
mos. Y las trampas se sitúan en que podemos caer en apreciaciones de amor de noso-
tros mismos (soberbia) y de los otros (sobreestimaciones) que no se ajusten a la reali-
dad, induciendo a orientaciones equivocadas para la alegría. Pero también sobre todo
esto habrá que reflexionar más adelante.
Continuando con las potencialidades de la alegría, hay una observación de Aris-
tóteles en su Ética Nicomáquea que considero especialmente sugerente: «Nadie lla-
mará justo al que no se complace en la práctica de la justicia, ni libre al que no se goza
en las acciones liberales, e igualmente en todo lo demás [relativo a la virtud]» (ed.
1988: 145; subrayados míos). La alegría se nos muestra aquí signo de la autenticidad
de la virtud y, en general, de la moralidad. Se enfatiza así lo que Spinoza retomó luego
a su modo, como vimos: que la moralidad, por ella misma, no está unida a la tristeza,
aunque, añado, en determinadas circunstancias tenga que estar unida al esfuerzo y a
ciertas renuncias y sacrificios. Pero, implícitamente, se sugiere algo más: la alegría
puede ser considerada el criterio de discernimiento de lo bueno. Si la práctica mate-
rial del bien no acaba siendo7 experimentada como alegría en alguna de sus modali-
dades habrá que sospechar de ella, porque, como indicaba Nietzsche, quizá no sea
más que resentimiento. Por cierto, el mismo criterio podría plantearse para otros
ámbitos de la experiencia humana, como el de la fe religiosa para el que cree: si esa fe
no está acompañada de un fondo decisivo de alegría que se explicita como tal sufi-
cientemente aunque conviva complejamente con otros sentimientos, habrá que plan-
tearse si es o no correcta la concepción de lo divino que se tiene y la religación con él
que se fomenta. Evidentemente, la alegría con la que confrontemos experiencias como
las morales o las religiosas, tendrá que ser la alegría purificada, la que se expresa en
lo mejor de ella, de acuerdo con las matizaciones que se van introduciendo en el
esfuerzo por definirla.

7. Digo lo de «acaba siendo» porque en ocasiones, confrontada la moralidad con un fuerte sufri-
miento, sobre todo si es injusto, precisa procesos psicológicos de «duelo» que hay que respetar, para
que advenga luego ese asentarse sereno en la realidad. E, igualmente, ante ese sufrimiento injusto del
otro se impone moralmente una tristeza en quien lo observa —hablaré de esto más adelante— que,
con todo, puede abrir a procesos de solidaridad que conduzcan a la alegría.

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Apertura relacional de la alegría

Las potencialidades de la alegría que se acaban señalar nos han empujado, como se ha
visto, a subrayar su dimensión relacional. Hay que comenzar reconociendo, de todos
modos, que la experiencia de la alegría es en cuanto tal individual. Además, en deter-
minadas ocasiones, la vivenciamos sin compartirla aparentemente con nadie. Piénse-
se, por ejemplo, en el gozo que puede producirnos la contemplación de un paisaje. Sin
embargo, incluso en experiencias como éstas están presentes los demás: mi modo de
contemplar el paisaje, aunque sea creativo y personalizado, es deudor de la socializa-
ción recibida y de relaciones previas; y, a su vez, incidirá en las relaciones que yo tenga
posteriormente.
Por otro lado, la relacionalidad en la vivencia de la alegría es algo que resulta mani-
fiesto en el hecho de que habitualmente se experimenta en procesos de relación y gra-
cias a ellos. Baste recordar, a modo de ejemplo, los casos que se describieron al iniciar
estas líneas. En ellos, de todas formas, se percibe además que esta relacionalidad puede
concretarse de múltiples maneras y que no todas son iguales de cara a la moralidad.
Destaco aquí algunas de ellas.
La relación en juego más resaltada ha sido la del amor y la amistad. Con Spinoza
adelantamos ya que quien ama trata de inducir a la alegría a la persona que ama, a
través de las iniciativas pertinentes. A su vez, Aristóteles, que tanta relevancia da a la
amistad en su enfoque ético, apunta otra idea complementaria en su Ética Eudemia: «es
un rasgo de amistad alegrarse por la única razón de que el otro [el amigo] se alegra»
(1988: 512), debiendo verse en ello una expresión decisiva del compartir (que también
debe incluir el dolor). Ante la alegría del otro existe siempre la tentación de envidiarla;
pues bien, la prueba de la amistad es que esa alegría no sólo no es percibida suspicaz-
mente, sino que es fuente de una alegría que nace en mí a causa de ella. Puede añadirse
aún una tercera idea a las de estos dos autores: la propia experiencia de amistad es en sí
experiencia de alegría, de alegría compartida.
De todos modos, la alegría no se expande relacionalmente sólo en climas de amis-
tad. El mismo Spinoza nos recuerda que si nosotros, con nuestras acciones, vemos que
causamos alegría en otros, nos consideramos a nosotros mismos con alegría (con «glo-
ria»). Esto es, generar alegría en los demás supone habitualmente generarla en nosotros.
A su vez, es un fenómeno muy conocido el que la alegría resulta «contagiosa», como se
puede constatar plásticamente en una de sus manifestaciones, la de la risa. No es que se
trate de un contagio automático, porque los procesos de alegría tienen sus complejida-
des, pero sí notablemente abierto a que se efectúe.
En lo que se va considerando, la relacionalidad implicada en la alegría está siendo
positiva para todos los afectados por ella. Pero, desgraciadamente, no siempre sucede
así. Ya se pudo intuir en el ejemplo inicial del médico que se regodeaba por la desgracia
que le había ocurrido a una compañera suya. Spinoza, por su parte, habla de la «irri-
sión» para referirse a la «alegría surgida de que imaginamos que hay algo despreciable
en la cosa que odiamos» (1987: 238) o que menospreciamos, o que vemos con resenti-
miento. Él mismo añade a continuación que se trata de una alegría que no es sólida,
pero, siendo esto cierto, no hay que contentarse con esta evaluación: se trata de una
alegría que se orienta hacia la inmoralidad.
Para enfrentarnos a esto no podemos contentarnos con exhortar al amor, aunque
sea algo muy positivo, dado que donde hay amor o amistad hay fomento mutuo de
alegría. Tendremos que apostar decididamente por unir a ésta con la relacionalidad

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propia de la justicia que se arraiga en los derechos humanos y que exige que trabajemos
por inhibir sentimientos como el odio que, suponiendo daño a la dignidad del otro,
facilitan decididamente el que nos alegremos por el mal de la persona a la que se dirigen
—lo que empuja incluso a que se lo causemos. Alegrarse del mal del otro apunta a una
inmoralidad, tanto más grave cuanto mayor es el mal que se está dispuesto a festejar.
Puede en un momento dado surgirnos a cualquiera de nosotros una alegría de este tipo,
debido a la espontaneidad inevitable propia de todo sentimiento, pero nos toca retraba-
jarla para que no se consienta el avance en esa dirección y, evidentemente, para que no
se concrete en obras —que comienzan con las expresiones de alegría—; debemos ade-
más confrontarla con otros sentimientos, como el del respeto, en formas tales que aca-
ben haciéndola desaparecer.
Aristóteles nos da en este sentido un consejo decisivo, que hay que resituar en esta
concepción de la justicia —que él no tenía. Nos dice en su Ética Nicomáquea: «debemos
haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón, para podernos
alegrar y dolernos como es debido, pues en eso radica la buena educación» (1988: 162).
Concretando: es, por un lado, radicalmente denunciable el que, por ejemplo, en los con-
flictos sociales y políticos violentos, se exprese alegría públicamente por la muerte del
otro al que consideramos enemigo —esas expresiones de alegría son negaciones de la
dignidad del otro—; y es, por otro lado, una tarea educativa decisiva el que induzcamos
(a través de la educación en su sentido más amplio, esto es, incluyendo todo aquello que
realmente educa) a vivencias del sentimiento de la alegría que no caigan en estas deri-
vas. Hay que advertir, por cierto, que la alegría/tristeza puede tener un enmarque priva-
do (como el del ejemplo del médico que se alegra por la desgracia de su colega) y un
enmarque e impacto público (como es el caso de quien se alegra por el sufrimiento que
la violencia terrorista causa a sus víctimas).8
Con estas consideraciones hemos abocado a una circularidad que hay que calificar
como virtuosa. Si antes pudimos decir que la alegría era criterio de discernimiento de la
práctica virtuosa, ahora tenemos que añadir que la justicia es criterio de discernimiento
de la alegría que merece ser aceptada positivamente. ¿Tendríamos que avanzar hacia la
postulación de una alegría que sólo se autentifica como tal cuando es moralmente acep-
table? Quizá sea demasiado, y estemos forzados a confrontarnos con el hecho de ale-
grías que, siéndolo, son también inmorales. Aunque, entonces, tendremos que acompa-
ñar esta constatación con una firme jerarquización axiológica y de legitimidad moral de
los diversos modos de vivenciar y expresar la alegría.

Trampas de la alegría

Por lo que se acaba de resaltar, hay un momento deontológico en los procesos de la


alegría, que la califica de moralmente legítima o ilegítima, que se nos impone. Pero en
conjunto, las vivencias de alegría, con su contrapunto en la tristeza, apuntan fundamen-
talmente a dinámicas de construcción de la persona, individualmente y en relación.
Aquí no hablamos ya tanto de que algo se nos imponga o no, cuanto de que avancemos
o no en procesos de realización personal adecuada o conveniente, para lo que se precisa
fundamentalmente una «sabiduría».

8. Tengo presente la perspectiva pública de esta problemática, ampliada al conjunto de los senti-
mientos, en Por una ética de los sentimientos en el ámbito público, Bilbao, Bakeaz, 2008.

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Esto se concreta en buena medida en el cuidado por no caer en las trampas de la


alegría. Pascal, en unas páginas célebres, nos previene contra la que puede ser la más
común: la de identificarla con diversión (es lo que hace el marido citado al comienzo,
que deja a su mujer el cuidado de su hijo enfermo). En la diversión se da el expandirse
propio de la alegría y con frecuencia, están también las expresiones físicas de ésta. Pero
hay una cuestión que la hace delicada —no necesariamente negativa, como parece des-
prenderse del texto pascaliano—: en vez del expandirse del yo que es lo más positivo del
goce, puede darse su desparramamiento en las cosas, el que se pierda en ellas, como lo
sugiere el propio nombre (di-vertirse). Pascal, en concreto, critica con agudeza la su-
puesta máxima de que «sin divertimiento no hay alegría, con divertimiento no hay tris-
teza». Y desvela los mecanismos ocultos que actúan en quienes la siguen. En el fondo
intuyen que nuestra grandeza está en el reposo, en la soledad en la que nos hacemos
cargo de nosotros mismos, pero a su vez temen enfrentarse a ello. Pretendiendo conse-
guir la tranquilidad, lo que aman en verdad es lo que les aporta el modo que tienen de
buscarla, esto es, el jaleo y el tumulto, a los que se apegan: «no saben que lo que buscan
no es la presa, sino la caza» (1976: 38). En realidad, en esa contradictoria aspiración en
la que se persigue el reposo a través de la agitación, el objetivo decisivo acaba siendo
combatir el aburrimiento (que se vería como lo opuesto a la alegría, más que la tristeza),
algo que nos puede entrampar en búsquedas sin fin de experiencias nuevas de diversión
para evitar el fastidio que generan las conocidas. En el fondo, añade Pascal, lo que se da
en ese ansia de localizar la alegría en el exterior es un mecanismo de ocultación, un
«resentimiento ante nuestras continuas miserias».
Creo que conviene tomar muy en serio la advertencia pascaliana ante estrategias de
diversión que, al ser identificadas con la alegría, identifican a su vez a ésta con lo que es
una huida de sí mismo y de la realidad.9 Con todo, para no caer en moralismos rígidos,
conviene igualmente reconocer la parte positiva de la diversión. En ella, efectivamente,
también cabe encontrar: relaciones interhumanas relajadas en clima festivo y de gratui-
dad; disfrute de las cosas que nos da la vida; estimulaciones para alegrías positivas; dis-
tracciones y entretenimientos que no suponen un mero pasar el tiempo, sino que implican
una relajación que nos permite afrontar tareas duras o difíciles; etc. No está de sobra, por
eso, completar el texto de Pascal con esta observación de Aristóteles, siempre mesurado:
«al amigo de divertirse se le considera desenfrenado, pero es blando, pues la diversión es
un relajamiento, ya que es un descanso, y el amigo de divertirse se excede en ella». Tradu-
ciendo la afirmación con palabras algo menos enrevesadas: la diversión que no es desen-
freno, que tiene su propia mesura, es positiva. Spinoza apunta igualmente en esa direc-
ción cuando advierte que «servirse de las cosas y deleitarse con ellas cuanto sea posible (no
hasta la saciedad, desde luego, pues eso no es deleitarse) es propio del hombre sabio»
(1987: 300). Por cierto, esta recomendación nos recuerda que, con frecuencia, en la diver-
sión se dan imbricaciones de placer y alegría que conviene vivenciar con adecuados discer-
nimientos, para que se potencien ambos, en concreto para que el placer no empobrezca a
la alegría (que «gozar de la vida» no obstaculice el «gozo de la vida»).
Junto a la trampa de la alegría que consiste en identificarla con la lucha contra el
aburrimiento a través de la diversión —desenfocando el alcance que conviene que tenga

9. Puede darse el caso de que estas huidas sean, no sólo estrategias equivocadas de construcción
del yo, sino dejación de deberes hacia el otro, que se nos imponen. Es lo que sucede en el caso propues-
to al inicio de la persona que decide divertirse dejando abandonado a su hijo enfermo y no asumiendo
su deber de acompañamiento de su mujer.

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ésta e ignorando otras dinámicas de alegría enormemente positivas—, hay también al-
guna otra, que no deja de tener conexión con ésta. Subrayo aquí en concreto la implica-
da en esas alegrías que suponen irresponsabilidad ante la realidad. Es lo que, en el
lenguaje cotidiano, se expresa cuando se dice de alguien que ha hecho algo «alegremen-
te», esto es, con ligereza, sin estar realmente atento a todo lo que habría que tener pre-
sente en cuanto a circunstancias y consecuencias. La alegría positiva es ligereza, pero de
otra naturaleza, y no obstaculiza asumir las dificultades y responsabilidades que la vida
nos presenta —incluso lo facilita.

Fragilidad de la alegría

La alegría consciente de su impacto en el otro y atenta a sus trampas es una alegría


purificada, positiva, que nos hace estar en la positividad de la vida y el yo. Pero incluso
esta alegría tiene un elemento delicado: el de su fragilidad. Es frágil desde dos puntos de
vista: porque no siempre es fácil que advenga; y porque, advenida, puede ser fugaz.
La causa de las dificultades para que advenga está en que se precisa la conjunción
positiva de dos variables, que no siempre es fácil. Por parte del sujeto, la aparición de la
alegría es facilitada cuando se tiene un carácter propenso a ella y cuando se tienen unas
vivencias interiores en las que no hay espacio para esa tristeza que puede instalarse en
nosotros (como pesadumbre, melancolía, abatimiento, amargura, angustia, depresión)
cualificando decisivamente un tono vital que bloquea la entrada del gozo. Por parte de la
realidad, la alegría emerge cuando se producen manifestaciones o cambios de tal natu-
raleza que hacen visible su dimensión positiva, acogedora, esponjada, relajante. Cuando
ambos factores se dan entrelazadamente, nada obstaculiza el que la alegría se apodere
de nosotros en alguna de sus variantes.
Puede entenderse que la variable más relevante acaba siendo en general la primera:
cuando estamos subjetivamente abiertos a la alegría, encontraremos normalmente as-
pectos de la realidad que nos la motivarán, incluso en circunstancias difíciles. Esto su-
pondría que la alegría no sería una experiencia frágil, porque a fin de cuentas depende-
ría de nosotros. Pero, como sabemos todos, las cosas son más complicadas. Nuestro
psiquismo se resiste con frecuencia, por encima de nuestra voluntad, a clausurar esas
tristezas instaladas antes mencionadas. Y la alegría tiene la característica de que es
gratuita, pero a su vez precisa para producirse una actitud de receptividad hacia ella que
sólo se tiene cuando nos despegamos emocionalmente de modo eficaz de tales tristezas.
Lo que no es fácil porque, paradójicamente, cabe el apego a la melancolía, a la angustia,
a la depresión, aun siendo conscientes de que tiñen nuestra vida de amargura y la empo-
brecen. En estas circunstancias se imponen evidentemente procesos terapéuticos que
faciliten salir de la trampa en la que se encuentra el sujeto.
Si, como vemos, el polo subjetivo se nos muestra más resistente a nuestra inicia-
tiva de lo que podía pensarse, el polo objetivo puede ser, por el contrario, algo más
dúctil de lo que cabe imaginar espontáneamente. Esto es, hay circunstancias de la
realidad que se nos imponen, algunas de ellas no sólo no facilitadoras de alegría, sino
que «exigen» vivencias de tristeza. Pero hay igualmente circunstancias de la realidad
que pueden ser cambiadas por nuestra actividad para que adquieran esa característica
de acogida que motivará la alegría. Esto es, la alegría sigue teniendo algo de gratuito,
de lo que desborda la decisión de nuestra voluntad, pero puede ser favorecida: es un
«por añadidura» que nos espera con alta probabilidad cuando hacemos que ciertas

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cosas, inspiradas por el amor y la justicia, sucedan. Lo que convierte en menos débil la
fragilidad de la alegría.
La alegría no sólo es frágil, avancé, por esta complejidad de su aparición. Lo es
también porque, vivenciada, se nos muestra con frecuencia fugaz: en la realidad pueden
surgir aspectos o acontecimientos que la quiebren a nuestro pesar, al motivar la apari-
ción de lo que se opone a ella, la tristeza. Este riesgo de fugacidad resulta manifiesto
sobre todo para esa forma de alegría que en su momento quedó calificada como emo-
ción, esa alegría que es debida a que algo acontece y que, o puede dejar de acontecer o
puede perder su «chispa» una vez instalado en la realidad. Es el caso, en los ejemplos
iniciales, de quienes contemplaban el partido de fútbol. Pero también podría serlo de
quienes reciben la buena noticia de la operación exitosa de su hija, si al día siguiente se
les comunica que han aparecido complicaciones. En cambio, la alegría-estado, al menos
en sus expresiones más densas y logradas, se resiste mucho más decisivamente a que los
acontecimientos la quiebren. Es a ella a la que nos remite Spinoza cuando habla, con
tonos estoicos —podría decirse también que búdicos—, del «contento de sí mismo» que
nace de la razón: no tenemos la potestad absoluta de amoldar a nuestra conveniencia las
cosas exteriores, pero sí podemos comprender y aceptar que somos parte de una natura-
leza en la que se impone un orden. Cuando lo logramos, «aquella parte nuestra que se
define por el conocimiento, es decir, nuestra mejor parte, se contentará por completo
con ello, esforzándose por perseverar en ese contento» (1987: 337, subrayados míos). Es
decir, si apetecemos lo necesario, concordando así con el orden de la naturaleza, nuestro
poder frente a los afectos variables que nos turban será decisivo y el contento se instala-
rá en nosotros, a modo de una alegría estable que, quizá, habría que llamar ya felicidad.
Este mensaje que nos cura de la fugacidad de la alegría suena a demasiado intelec-
tualista. Con todo, percibido como horizonte y despegado de su interpretación determi-
nista dura, esto es, no adormecedor de los trabajos a favor de la justicia y la paz que
deban emprenderse, puede resultar sugerente. No está de sobra, en cualquier caso, con-
frontarlo con otra propuesta cargada de afectividad integradora de todo, como es la ya
antes mencionada de Francisco de Asís —ligada en su caso a una determinada vivencia
religiosa—, capaz de reconciliarse con toda la realidad, también con la que nos quema-
ría normalmente la alegría, sintiéndola de verdad «hermana» en sus más diversas mani-
festaciones (hermano sol, hermana flor, babosa, víbora..., hermano amigo, hermano
enemigo..., hermana enfermedad, muerte..., hermana paciencia, hermana jovialidad...).

Ámbitos problemáticos para la alegría

La alegría puede surgir en las circunstancias más variadas, incluso en las más insospe-
chadas. Con todo, se puede presuponer que hay ámbitos de la existencia y de la realidad
que habría que plantearlos cerrados a ella. A primera vista, parece que uno de ellos tiene
que ser la tristeza, al definirse como su opuesto. Otro podría ser el dolor, que se supone
percibimos como mal. Spinoza hace además incompatibles con la alegría auténtica lo
que muchos consideramos como sentimientos y virtudes relevantes: la esperanza, la
humildad, la conmiseración (compasión), el arrepentimiento...
Exploremos un poco todo esto, comenzando por los reparos spinozianos. Éstos
tienen su origen en el ideal que se acaba de señalar de aceptar coherentemente el orden
necesario de la naturaleza, como expresión del máximo contento, algo que sería negado
por los sentimientos citados. Empecemos con la esperanza. Nos impulsa a imaginar que

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sucede en el futuro algo capaz de alegrarnos, y como lo imaginamos en el presente nos


alegramos ya. Desde este punto de vista, la esperanza es una alegría surgida de una
imagen futura de cuya realización dudamos; lo que hace que se trate de alegría incons-
tante y fluctuante, que convive ineludiblemente con el miedo, o tristeza que brota de la
posibilidad de que lo que deseamos no se realice. Pues bien, es esto último lo que, según
Spinoza, debería movernos no a alimentarla sino a inhibirla desde la serena aceptación
de lo que sucederá necesariamente. En cuanto a la humildad, es concebida por este
autor como la tristeza que se apodera de nosotros cuando tenemos presente nuestra
impotencia o debilidad, haciéndonos pasar por eso a una menor perfección respecto al
horizonte de perseverar en nuestro ser. La humildad, sentencia, no es una virtud, es una
pasión (de tristeza): conocernos a nosotros mismos es conocernos como potencia; si nos
consideramos como impotencia no se debe a que nos conocemos, sino a que nuestra
potencia de obrar está reprimida. Tampoco el arrepentimiento nace de la razón, porque
no se armoniza ni con la potencia ni con el orden necesario; por eso, «el que se arrepien-
te de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente» (1987: 306). Por último, la
conmiseración es también una tristeza, mala e inútil de por sí, porque supone ignoran-
cia de que todas las cosas se siguen necesariamente en virtud de las leyes de la naturale-
za (o Dios), y, además, incita a acciones inadecuadas; lo que nos debe alentar a ayudar a
los otros es sólo la razón.
En resumen, las cuatro experiencias citadas son todas ellas tristezas para Spinoza
y, en cuanto tales, inadecuadas. Es cierto que hace una matización a la hora de rechazar-
las (ver 1986: 307). Como «el vulgo» no se muestra en general capaz de asumir el ideal
propuesto —la pura guía de la razón—, «mirando por la utilidad común» resulta conve-
niente que esté sometido por esos afectos, pues así se le conducirá con mucha mayor
facilidad. Como puede constatarse, es una condescendencia que implica menosprecio.
Dejando de lado aquí esta última cuestión, considero que puede discutírsele a Spi-
noza su condena de los afectos citados, aunque, por supuesto, distanciándose de sus
supuestos metafísicos, para acercarse más a enfoques como el aristotélico, en el que el
ser humano, en cuanto razón emocional que es, actúa sintetizando complejamente sen-
timientos plurales y razón. Para empezar, la tristeza no es de por sí negativa: a veces es
expresión de armonía con nuestro deber, puede ser el paso necesario para determinadas
alegrías e incluso puede mostrarse como acentuadora de nuestra potencia de obrar.
Concretemos. Cuando alguien ha sufrido injustamente a causa de la acción de otro ser
humano, si ese otro ser humano soy yo, el que me arrepienta sinceramente es una triste-
za que se corresponde con el deber de deplorar lo que he hecho y que prepara la alegría
de la reconciliación y la potencia conjunta de obrar que emana de ella. Y el que me
conmueva su dolor en el caso de que no sea yo el victimario, es una tristeza que, a partir
de la solidaridad que crea, se muestra como actuante frente a la violencia sufrida y
colabora en una reasunción del dolor por parte de la víctima que pueda derivar en sere-
nidad —alegría como contento de sí. Evidentemente, debe tratarse de afectos que estén
a su vez impregnados de razonabilidad y sustentados en el respeto a la dignidad del otro,
de modo tal que puedan desarrollarse como auténticas virtudes.
Respecto a las otras dos experiencias rechazadas por Spinoza, puede argumentarse
algo parecido. De la esperanza hay que decir que, ciertamente, convive con la zozobra,
pero ésta, a su vez, puede manejarse adecuadamente, no quebrando la alegría, si, por un
lado, se adelanta vivencialmente la disposición a asumir con serenidad lo que se nos
impondrá forzadamente y, por otro lado, se incluye de modo intrínseco a ella la dimen-
sión activa, de modo tal que la esperanza no se exprese como mero esperar, sino como

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trabajo que, en lo que puede, colabora en que aparezca lo que se espera. Así vista, la
esperanza hace que nuestra alegría, en cuanto tal siempre en el presente, tenga proyec-
ción fecunda —con potencia de obrar— hacia el futuro, como puede tenerla hacia el
pasado el recuerdo de lo grato, nada alienante si, del mismo modo, alimenta activamen-
te la potencia de obrar del presente. De la humildad cabe decir que la versión que Spino-
za hace de ella se remite más bien a uno de sus extremos viciosos —identificarnos con
nuestra negatividad, con el correspondiente menosprecio. Pero si la concebimos en su
excelencia máxima, esto es, en su justo medio entre el automenosprecio y el orgullo, la
valoración que hacemos de ella cambia. Se nos muestra entonces como conciencia ho-
nesta y coherente de lo que somos, en la que se incluyen nuestros límites pero también
nuestras potencialidades, vistas éstas como una síntesis compleja entre lo que cabe atri-
buir a nuestros méritos y lo que debemos reconocer agradecidamente como dones reci-
bidos. Una humildad así, ciertamente delicada, expresa el equilibrado y auténtico con-
tento de sí, y, una vez más, alimenta una potencia de obrar lúcida, esto es, conocedora de
sus capacidades y límites, así como de las necesarias colaboraciones, a las que se abre
espontáneamente.
En definitiva, creemos que estas cuatro experiencias sí son también ámbitos para la
alegría: en parte la hacen presente de modo directo, en parte son vías para que pueda
advenir ante circunstancias especialmente difíciles para ella. Esta consideración mati-
za, como puede constatarse, la dura contraposición entre tristeza y alegría (por ejemplo,
ciertas lágrimas de arrepentimiento sincero sintetizan a ambas). Y nos incita a modular
igualmente el postulado de que el sufrimiento, en cuanto en sí no deseado, también sería
inconcebible vivirlo armonizado con la alegría: en la medida en que podamos encontrar-
le sentido la armonización será posible, aunque a veces se muestre como «armonización
tensionada» (es lo que se constata, por ejemplo, en ciertas luchas a favor de la justicia
que nos suponen dolor, pero sobre un sustrato de alegría; o también en la acogida serena
de una dura enfermedad que puede abocarnos a la muerte, algo con lo que Spinoza
estaría de acuerdo). El campo de la alegría, como puede verse, es mucho más amplio
que el que puede mostrarse a primera vista. Aunque adentrarse en algunos de sus espa-
cios pide actitudes específicas.

La corporalidad de la alegría

La alegría se expresa corporalmente. Es algo manifiesto. Y algo que evidencia que se


trata de un sentimiento que implica a todo lo que la persona es, mostrando vivamente su
unidad. Las expresiones más llamativas son, por supuesto, las de la alegría-emoción.
Según los casos, y como se vio en los ejemplos del inicio, se grita, se corre, se abraza al
otro, se llora, se ríe hasta llegar a la carcajada, se remueve el ritmo respiratorio y cardía-
co, etc. Como puede constatarse, se trata de manifestaciones que revelan expansividad,
ligereza, capacidad de movimiento, libertad, fusión con el otro: todo lo que la alegría
pretende ser. Lo contrario, la tristeza, está muy bien definido en su variante como «pesa-
dumbre», como vivencia en la que la sensación que domina es la de peso o pesantez que
nos constriñe, nos aprisiona, nos aplasta.
Si se trata de la alegría-estado, las manifestaciones corporales pueden ser imper-
ceptibles a primera vista, pero están ahí. La risa se hace como mucho una discreta
sonrisa, el semblante se muestra agradable y relajado, el ritmo respiratorio serenamente
acompasado. También, de nuevo, expresiones muy adecuadas de este modo de alegría,

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La existencia gozosa

en el que la expansividad, la ligereza, la libertad, se manifiestan con más discreción


pero, en realidad, con mucha más potencia.
El fenómeno corporal que más expresamente se ha adjuntado a la alegría es el de la
risa, en la que no hay sólo sonido, sino movilidad corporal global. En ella, en efecto, en
sus variaciones, se pueden condensar las diversas variaciones de la alegría. Admite gra-
dos en intensidad: carcajada (risa impetuosa y ruidosa), risa, sonrisa (sub-risa). Pero,
sobre todo, admite múltiples variables expresivas, positivas y negativas. Así, tenemos la
«risa falsa» del que finge, la «risa sardónica» o afectada; la «sorna» del que se regodea; la
«irrisión» que remite al menosprecio; el «tomarse a risa» del no dar importancia a algo
que la tiene; el «comerse la risa» del que la reprime por algún motivo; y, por supuesto, la
«risa franca», transparente, auténtica. Para las intensificaciones, tenemos en el lenguaje
corriente múltiples expresiones: «caerse, descoyuntarse, desternillarse, mearse, morir-
se, troncharse, reventar... de risa»; por cierto, muestran muy bien la implicación del
conjunto de nuestro organismo en la alegría.
El que haya esta conexión entre corporalidad y alegría hace que quepa buscar la
emergencia de ésta a través del consumo de productos que movilizan nuestro cuerpo en
formas tales que la facilitarían. En la cultura mediterránea esta propiedad se ha asigna-
do tradicionalmente al vino.10 El consumo moderado de alcohol se muestra, en efecto,
en general, con capacidades de desinhibición que favorecen ciertas vivencias de alegría,
sobre todo en contextos de amistad. Ahora bien, la experiencia prueba también que la
alegría que surge sólo del vino, que no tiene conexión con una interioridad abierta al
gozo, es en realidad la cara dramática de la tristeza, su gran mueca en forma de risa.
Como prueba igualmente que la no moderación conduce a lo que contradice radical-
mente la alegría: la autodestrucción de sí mismo y, con frecuencia, la agresividad hacia
el otro. La autenticidad, la prudencia y el deber se imponen, pues, en la gestión de estos
estimulantes físicos de alegría.

La alegría como humor

La risa tiene que ver, por supuesto, con lo que nos hace reír, y esto con todo lo que
incluimos en el buen humor. Este ámbito expresivo de la alegría posee características
que conviene resaltar, por ser más relevantes de lo que parece a primera vista.
El humor (bromas, chistes, etc.) puede ser relacionado con el descanso y con la
diversión de la que se habló antes. Es lo que hace Aristóteles, quien apostilla que «el
descanso y la diversión parecen indispensables para la vida» (Ética Nicomáquea: 1998,
233). Pero en realidad, en él hay mucho más que esto. El humor precisa a la vez inte-
ligencia y corazón. Respecto a lo primero, el mismo Aristóteles habla ya de «agudeza
del ágil de mente». En cuanto a lo segundo, ese tipo de humor sólo emerge en el
humorista —y en quien lo escucha— cuando se contempla con empatía de fondo la
fragilidad y la estupidez humana, de la que todos somos víctimas (es lo que no se da en

10. Una muestra de ello es un texto de la Biblia (Ecl 31, 25-31). Exalta lo positivo del vino: «¿Qué
es la vida a quien le falta el vino, que ha sido creado para contento de los hombres?». Pero pide
mesura, pues «el vino ha perdido a muchos»: «Regocijo del corazón y contento del alma es el vino
bebido a tiempo y con medida. Amargura del alma, el vino bebido con exceso». Es por esta doble
posibilidad por lo que nuestra rectitud es probada por el vino a la manera como «el horno prueba el
temple del acero». Por cierto, poco antes, en el mismo libro se recomienda enfáticamente la alegría
frente a la tristeza (ver Ecl 30, 21-25).

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Xabier Etxeberria

las «bromas pesadas»: «pesan», como la pesadumbre, lo contrario a la alegría). El


buen humor —la buena alegría—, en este sentido, supone una significativa capacidad
de distanciarse de sí mismo, de relativizarse a sí mismo y a los demás, pero con un
trasfondo de bondad.
Aristóteles aclara este trasfondo buscando como siempre el término medio. El
incapaz de humor es el que él llama «rudo»: a veces por carecer de la agudeza necesa-
ria —es lo que sugiere el término aristotélico—, en otras ocasiones, añado por mi
parte, por ser incapaz de relativizarse a sí mismo, o por estar bloqueado en la negrura
existencial. El que se excede es el «bufón» (y el que le ríe sus gracias): quiere hacer reír
a toda costa y por todos los medios, sin preocuparse por lo correcto. El que se sitúa en
medio es el «ingenioso», el que «tiene tacto en el decir y en el oír», el que (se) divierte
sin caer en lo indecoroso ni en la burla. Aristóteles reconoce, con todo, que esta defini-
ción es imprecisa, pues lo juzgado «odioso» en este terreno difiere según las personas.
¿Cómo avanzar hacia una mayor precisión? Creo, para empezar, que conviene diferen-
ciar el buen humor del sarcasmo, y definir a éste como aquel humor que supone des-
precio a la persona de la que se hace la burla, daño, por tanto, a su dignidad. En
segundo lugar, es preciso discernir entre las expresiones del humor definido como
ironía e implicando crítica: si, por ejemplo, incluso siendo ácido, se confronta con los
abusos del poder, no sólo es legítimo, sino que se nos muestra unido a su modo a la
reivindicación de justicia, como agudo trasgresor de imposiciones diversas; no es daño
a la dignidad de la persona afectada sino a ciertas acciones de ésta, siendo a la vez
apoyo a la dignidad de los oprimidos por ella.11
En la primera aproximación a la alegría, al comenzar estas líneas, la definíamos
como un modo de reacción emocional ante algo percibido como bien. El fenómeno del
humor nos fuerza a matizar esta afirmación. Podría decirse que, por ejemplo, oír un
chiste es el bien que nos acontece y que hace aflorar la emoción alegre. Pero si conside-
ramos la concepción del chiste como fruto del potencial de alegría del que lo concibe,
entonces el bien ofertado es la propia alegría que, al ser recibida, se expande. La gratui-
dad de ésta no sólo acontece entonces en su emergencia no controlable en nosotros, sino
también en su oferta a nosotros.12 Quizá sea por esto por lo que decimos del humorista
que «hace gracia», que «es gracioso». Quizá sea también por eso por lo que identifica-
mos al humor con el juego, con el cultivo de esa dimensión de no seriedad en nosotros
que, paradójicamente, logra que tengamos el punto justo de seriedad.

Conclusión: la alegría como una clave de la existencia

Este texto se publica en un volumen que tiene como título «claves de la existencia».
«Claves» se dice en plural. En un plural complejo en el que las propuestas, nunca cerra-
das, nunca dogmáticas, siempre con márgenes de precariedad, se entrecruzan, a veces
completándose, a veces tensionándose creativamente, a veces confrontándose. Confío

11. Aristóteles se pregunta si los legisladores no tendrán que prohibir ciertas burlas, del mismo
modo que prohíben ciertos insultos. Es verdad que hay que cuidar que no se dañe la dignidad de las
personas, pero los poderosos no deben encontrar en ello injustificadas excusas para acallar voces
críticas.
12. El que, luego, quepa la profesionalización del humorista, el payaso, etc., no quita a esta afirma-
ción su sentido fundamental.

300 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia gozosa

en que tras el recorrido realizado resulte fundado postular a la alegría como una de esas
claves de existencia. Y hasta aspiro a que pueda ser vista como la que, imbricándose con
otras, les da frescura y vitalidad.
Para probarlo no pretendo sintetizar ahora el camino recorrido. Me limito por eso
a subrayar lo que en la alegría ha aparecido de fuerza para vivir, para expresar y sellar
relaciones, para estimular la acción, para revelar sentido positivo, para afrontar las difi-
cultades, el sufrimiento y el mal. Añadiendo, de todos modos, que, para que estas poten-
cialidades se actualicen, se ha mostrado necesario abordar las variantes del gozo con un
ajustado y doble discernimiento: el que contempla el horizonte de plenitud y el que tiene
presente lo que en justicia se debe al otro.
La alegría como clave de la existencia se confronta fundamentalmente con la clave
que, poniendo de relieve el imponente mal y sufrimiento en el mundo, cuestiona que
haya motivos para sentirse alegre, hasta el punto de ver en ello o una inconsciencia o
una obscenidad. Hay que acoger con respeto profundo y coherente esta interpelación.
Para postular una alegría que, afirmando con convicción que la vida humana desborda
ese dolor, a su vez intenta afrontarlo solidariamente, horadarlo con su propio toque. En
este nuestro mundo, en esta nuestra existencia, hay momentos fundamentales, nada
irrelevantes, para la alegría. Un planteamiento como éste no es fácil de racionalizar, y es
por eso por lo que cabe hablar de «misterios gozosos», capaces de imbricarse con los
dolorosos. Misterios en cuanto desvelamientos parciales pero a su vez con fuerte capaci-
dad para ser vividos con intensidad.
La alegría es una clave discreta. Pide ser conscientes de su fragilidad y su imper-
fección. Saber que se trata de alegría de seres contingentes en situaciones contingen-
tes; sin que, con todo, esta constatación oscurezca todas las posibilidades que laten
en ella. Es también, por esto mismo, una clave delicada, en riesgo. Mario Benedetti
(1999) así lo entiende en su poema «Defensa de la alegría», con algunos de cuyos
versos acabo estas líneas: «Defender la alegría como una certeza / defenderla del
óxido y la roña / de la famosa pátina del tiempo / del relente y del oportunismo / de
los proxenetas de la risa / ...defenderla del azar / y también de la alegría». ¿Cómo
podríamos vivir sin ella? ¿Sin ella palpitando en nosotros y en los otros, como reali-
dad o como esperanza fundada?

Bibliografía citada

ARISTÓTELES (1988), Ética Nicomáquea, Ética Eudemia, Madrid, Gredos.


BENEDETTI, M. (1999), Antología poética, Madrid, Alianza.
ETXEBERRIA, X. (2006), «Felicidad», en A. Ortiz-Osés y P. Lanceros, Diccionario de la existen-
cia, Barcelona, Anthropos.
— (2008), Por una ética de los sentimientos en el ámbito público, Bilbao, Bakeaz.
MARINA, J.A. y LÓPEZ PENAS, M. (1999), Diccionario de los sentimientos, Barcelona, Anagrama.
MONEDERO, C. (1970), La alegría: un análisis fenomenológico y antropológico, Madrid,
Mateu Cromo.
PASCAL, B. (1976), Pensamientos, Madrid, Espasa Calpe.
SPINOZA, B. (1987), Ética, Madrid, Alianza.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 301

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LA EXISTENCIA ODIOSA

José Luis Villacorta

Ved cuán activo está


y qué bien se conserva
el odio en nuestro siglo.
Con qué ligereza salva obstáculos,
y qué fácil le resulta saltar sobre su presa.
W. SZYMBORSKA,
Paisaje con grano de arena

Un tema de gran calado en la tradición occidental

Desde los lejanos siglos de Homero (Ilíada) y Eurípides (Medea), el odio ha sido materia
literaria y especulativa. Aristóteles lo abordó en su Retórica, II, 1382a; en su Política, VIII
10, 1312b 25 y en su Etica a Nicómaco, II, 1105b. Diógenes Laercio en su Vidas y opinio-
nes, VII, 113, 19 y ss. Y Plutarco en su breve texto Sobre la envidia y el odio en Moralia
536 F-537a. En épocas más cercanas se vuelve sobre este mismo tema secular a través de
autores como Arthur Rimbaud, Edgar Allan Poe, Sigmund Freud, Walter Benjamin,
Julia Kristeva, Jean Baudrillard, Paul Ricoeur, J. Lacan, etc.
En la clase XXII, seminario I sobre Los escritos técnicos de Freud, Jacques Lacan
aseveró rotundamente:

[...] hoy, los sujetos no tienen que asumir las vivencias del odio en lo que éste puede tener
de más ardiente. ¿Por qué? Porque ya de sobra somos una civilización del odio [p. 403].

Años antes José Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote no había dudado en
juzgar duramente a los españoles, cuya morada íntima habría sido ocupada hace tiem-
po por el odio. Por eso, comenta, «se ha convertido para el español el universo en una
cosa rígida, seca, sórdida y desierta» (Madrid, 1969, 2.ª ed., p. 14).
Si ésta es la situación real, dentro de la cual transcurre nuestra historia, tenemos
que responder sin más dilaciones a la pregunta: ¿qué es el odio?
Una respuesta operativa la ofrece Carlos Castilla del Pino en su Teoría de los
sentimientos:

El odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se
desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la
destrucción que se anhela [p. 329].

Este sentimiento, así descrito, se manifiesta de forma secuencial: deseo y destruc-


ción física o social (verbal o más allá de lo verbal) hasta la práctica desaparición de su
memoria. Este hecho pretende ser conjurado, cuando se invocan principios morales o
de simple autoestima, pero esta lógica reacción no puede negar su existencia. Incluso,

302 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia odiosa

para una terapia sobre el odio es conveniente asumir conscientemente y lúcidamente su


presencia y densidad.

Las causas del odio

La siguiente cuestión es elemental: ¿por qué odiamos?


Odiamos cuando nos sentimos amenazados en nuestra identidad, ya se presente
este ataque como total o parcial. La identidad es una dimensión compleja, en la que se
incluyen no sólo nuestra persona física, sino nuestra familia, nuestra tierra, nuestras
ideas, nuestra libertad, etc. Cuando tiene lugar este sentimiento, no tiene que darse una
reacción inmediata, porque ésta puede frenarse o ralentizarse, cuando se activan los
criterios éticos, por ejemplo. Pero lo propio del odio es que no acepta embridarse con
pautas sociales o morales, sino que rebasa los diques de la cultura para situarse a niveles
de naturaleza. Se retroalimenta de ella y se crece por ella.
Al ubicarse el odio en los pliegues de la naturaleza humana, se comprende mejor
que el mismo nos acompañe siempre, porque forma parte de nuestra propia realidad,
convertido en imagen humillante y, por lo tanto, en atentado narcisita, como lo califica
Castilla del Pino.
A partir de esta situación, la reacción del sujeto es la de tratar por todos los medios
de su expulsión, precisamente, porque es percibido como perteneciente a nuestro ser
más íntimo.
Es comprensible que el miedo tenga la finalidad de activar la defensa frente a un
posible ataque exterior, pero ¿qué finalidad tiene el odio?
La primera respuesta es que odiamos para proteger nuestra identidad amenazada.
Si este sentimiento no es muy fuerte, se puede sortear la dificultad que ocasiona en las
relaciones humanas transformándolo en indiferencia, que es una forma de «alejarse» de
su dominio. Pero, cuando esto no sucede, asistimos a un crecimiento constante y este
proceso puede alcanzar un nivel insoportable para el que lo padece. Entonces ante él
sólo aparece la destrucción como único modo de liberarse de su angustiante presión.
Entonces, es muy difícil desactivarlo, porque la desaparición del objeto odiado aparece
como la única solución.
La expresión poética de W. Szymborska resulta perfectamente analítica:

No es como los otros sentimientos.


Más viejo y, a la vez, más joven.
Por sí mismo genera la causa
de su despertar a la vida.
Duerme a veces, pero jamás con un sueño eterno.
Y el insomnio no le resta fuerzas, se las da.

¿Cómo se alimenta y crece el odio?

Su forma de desarrollarse es siempre parecida: el ser odiado aparece como superior y


más poderoso. Ésa es su «lógica», porque no puede odiarse a quien se considera inferior.
Es el mecanismo que se manifiesta en el antisemita: el judío aparece siempre como
poderoso y gravemente peligroso («conspiración judía internacional»). A esta sensación

CLAVES DE LA EXISTENCIA 303

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José Luis Villacorta

le acompaña un sentimiento de impotencia ante la «magnitud» de la amenaza. En reali-


dad, lo que se produce de forma inconsciente es una experiencia insoportable de la
propia debilidad: se odia, porque se siente aplastado por la sola presencia física o virtual
del sujeto odiado.
Se comprende entonces el juicio de Castilla del Pino: el odio a los demás exige el
previo autodesprecio. Esta aparente paradoja manifiesta las trampas de la «lógica racis-
ta». Ésa es la fuente desde la que se alimenta todo racismo, misoginia, xenofobia, fana-
tismo, etc. Dando vuelta a esta reflexión, puede afirmarse que nadie que tenga una au-
toestima suficiente y una visión equilibrada y asumida de sus deficiencias tiene peligro
de caer en la dinámica del odio. Es decir, la personalidad del odiador es víctima de un
patología, perfectamente descrita en psiquiatría (véase la obra de Häsler El odio en el
mundo actual o la de Jean Baudrillard Pantalla total entre muchas otras).
Estas afirmaciones son tan densas que pueden resultar increíbles. Porque, ¿cómo
puede aceptar un nazi que en el fondo se siente inferior a un judío?
Aquí intervienen los procesos ideológicos como sistemas de racionalización. ¿Cómo
funciona la ideología nazi, en este caso? Como licencia para odiar sin la consiguiente
carga de autodesprecio. La ideología funciona como delirio: el nazi construye de forma
paranoica la así llamada conspiración judía internacional, del estilo de Los Protocolos de
los Sabios de Sión, obra canonizada en Mi lucha de Adolf Hitler. Cuando Glucksmann se
pregunta ¿qué es lo que revela Auschwitz?, se responde: «Nada sobre el judío, pero
mucho sobre los mundos que le rodean» (El discurso del odio, p. 99).
Los mundos que provocan tales pirámides de sacrificio están habitados por perso-
nas débiles, cobardes, con muy baja autoestima, por eso los dictadores pueden ser obe-
decidos sin la más mínima reserva.
Esta misma paranoia aparece en otras ideologías en forma de hacha que corta la
cabeza de la serpiente (versión simbólica del enemigo). La consecuencia es casi siempre
doble: licencia para odiar, que sirve de soporte a la licencia para matar.
La permanencia, cuando no la espiral del odio, se alimenta de la presencia del
sujeto odiado, que funciona como espejo de nuestra impotencia. Ésta es la razón que
explica la permanencia del odio: cuando el colonizador occidental ha abandonado
físicamente la tierra que dominó, su imagen permanece como explicación de toda la
impotencia del gobierno autóctono actual. No sirve este mecanismo paranoico para
solucionar ningún problema, pero es útil para «soportar» el hecho de no ser capaz
de solucionarlos.
Por todo ello, puede afirmarse que el odio no muere nunca. De nuevo, una de las
estrofas de W. Szymborska proyecta su lucidez, presentando la permanente seduc-
ción del odio:

¡Qué anemia y apatía


la de los otros sentimientos!
¿Desde cuándo la fraternidad
arrastra multitudes?
¿Ha llegado alguna vez la compasión
primera a la meta?
¿A cuántos voluntarios seduce la duda?
El odio sí seduce, ¡y cómo!, es perro viejo.

304 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia odiosa

La deriva del que odia

¿Qué actitud suele adoptar el que odia, cuando descubre que le resulta imposible des-
truir al sujeto odiado? Rebajar, desprestigiar, menoscabar al ser odiado, procurando que
estas operaciones no perjudiquen al odiador. Vale todo: la difamación, el desprecio, la
calumnia... Ésta es una forma de practicar el odio sin que afecte al que lo ejercita o, por
lo menos, minimizando los costes en lo posible. Un caso entre mil lo ofrece la política
educativa de Argelia una vez acabada la independencia. Pretendieron borrar toda huella
de cultura francesa, porque era la del colonizador. Por lo tanto, había que arabizar una
sociedad que ha perdido en gran parte el uso del árabe. Contrataron profesores egipcios
sin reparar en el hecho de que muchos de ellos estaban influidos por los Hermanos
Musulmanes. Años después, el Frente Islámico de Salvación (FIS) ganaba las elecciones
y la única forma de detener el integrismo islámico fue utilizar al ejército y dar un golpe
de Estado. La expresión de Carlos Castilla del Pino es elocuente: «Lo ideal para el que
odia es destruir el objeto odiado sin que a él le pase nada» (p. 334).
La recompensa del que odia es la fantasía de un final feliz de la historia personal o
colectiva. Pero ocurre todo lo contrario: la persistencia del odio termina por dirigirse
contra sí mismo al no soportar su propia impotencia de superar su bloqueo patológico.
La escenificación más patética es la que representa a la revolución devorando a sus
hijos. Personas que han formado el núcleo duro del «nosotros» terminan siendo perse-
guidas y aniquiladas bajo la acusación de traición. Desde las espectaculares «purgas» de
Stalin en su propio partido a las más selectivas de ETA dentro de su organización apare-
ce un camino de purificación interminable: el odio exige un refinado cada vez mayor. El
silencio es el precio que hay que pagar al que se erige ya en dueño de la vida y de la
muerte, legítimo y exclusivo representante de la ideología transformada en misocracia.
Consecuentemente, queda todavía una cuestión pertinente: ¿se nace con el odio
inscrito en nuestra naturaleza o se aprende a odiar dentro de una situación cultural
determinada? Lo hasta aquí reseñado es suficiente para mostrar que el odio pertenece a
la naturaleza humana, pero ahora conviene apuntar los caminos que nos llevan a odiar.
Las culturas pueden presentarse como ritos iniciáticos que enseñan a sus miembros el
camino emotivo de incorporación al grupo o al clan. Los clanes se constituyen compar-
tiendo los mismos afectos de aceptación y de rechazo como cemento social que confor-
ma una determinada comunidad. El marco social es educativo en cuanto que presenta e
impulsa la interiorización de los afectos y odios. De este modo, nos identificamos con
los que odiamos las mismas cosas.
Hay que retrotraerse a la Ciudad de Dios de san Agustín para recoger su definición
de pueblo:

El pueblo es una congregación de muchas personas, unidas entre sí con la comunión y


conformidad de los objetos que ama, sin duda para averiguar que hay un pueblo será
menester considerar las cosas que ama y necesita [Libro XIX, cap. XXIV].

Ésta es una definición clásica en la teología política agustiniana. Pero junto a ella
creció en la misma cultura romana otra definición de signo contrario: el odio al cartagi-
nés (delenda est Cartago) fue signo de verdadera romanidad.
Modernamente, se ha podido comprobar la fuerza y la solidez de los vínculos del
odio, transmitidos de generación en generación. Si alguien deja de odiar, se convierte en
objeto de la sospecha.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 305

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José Luis Villacorta

W. Szymborska pone la estrofa adecuada una vez más:

Avispado, listo, trabajador.


¡Cuántos cantares ha compuesto!
¡Cuántas páginas de historia ha numerado!
¡Cuántas alfombras humanas ha desplegado,
en cuántas plazas, en cuántos estadios!

¿Es el odio un destino?

A pesar de todo, inducido o impreso en la naturaleza humana, el odio no es un destino,


porque sucede con frecuencia (para beneficio de la cultura humana) que no llega a nacer
o simplemente no se desarrolla, cuando lo intenta en personalidades equilibradas con
una autoestima suficiente. El odio no encuentra tierra abonada en personas y comuni-
dades con alto nivel de satisfacción. Y esto es tanto más significativo, cuanto que esas
personas, que no están inducidas por el odio del grupo y que gozan de una naturaleza
saludable, reciben el impacto mediático frente al que sólo una cultura ilustrada puede
prestar la ayuda necesaria. Lo puso de relieve Jean Baudrillard, cuando en la obra citada
(Pantalla total) advertía que «nuestra sociedad engendra una violencia virtual, una vio-
lencia reactiva. Una violencia histérica en cierto sentido —tal como se habla de un em-
barazo histérico— y que, al igual que éste, no da a luz absolutamente nada, ni tampoco
es fundadora ni generadora de nada. Es el odio...» (p. 107).
¿Cuál es la amplitud y la profundidad de este fenómeno y cómo cala en la vida de
millones de consumidores audiovisuales? Es una pregunta que exige la descripción de
un espacio inmenso, recorrido ya por especialistas del estilo de Román Gubern, Gilles
Lipovetsky, Philippe Quéau, etc.
Es obligado el deber de centrar esta síntesis retomando el análisis del discurso del
odio, orientados esta vez por André Glucksmann, porque, al hilo de las investigaciones
de estos expertos, líneas arriba citados, reflexiona sobre el odio y su visualización en los
medios. Hoy, la escenografía del odio tiene un protagonista privilegiado por los medios
de comunicación: el terrorista. A él dedica Glucksmann sus mejores páginas.
Cada día los escenarios del odio se suceden de forma transversal: desde las cár-
celes de Abu Graib y Guantánamo hasta el degüello de rehenes por parte de grupos
islamistas. El odio aparece en todos ellos como manifestación de poder. No es sim-
plemente un sentimiento que tiene lugar en los pliegues de la persona o de los gru-
pos, sino una práctica que se realiza ante las cámaras. Este carácter publicitario es
algo típico de la actualidad; ha dejado de ser un impulso negativo, vergonzante o
simplemente inmoral. Ante las cámaras aparece como panacea y exaltación de la
radicalidad de la lucha. Estas escenas no dan que pensar, sino todo lo contrario: no
provocan un pensamiento en los millones de televidentes, sino miedo, odio, repug-
nancia. Ya no hay lugar para actitudes reactivas, sino desactivadoras. El odio al
verdugo queda paralizado por el miedo y la actitud más generalizada es evitar estar
presente en los escenarios en conflicto. Freud había detectado en el fondo de la
condición humana la «pulsión de muerte», cuando escribía en 1915 Consideraciones
actuales sobre la guerra y la muerte.
¿Esta pulsión de muerte es la preparación de una época nihilista?

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La existencia odiosa

El horizonte del nihilismo

Éste es el término que se utiliza hoy en los artículos y ensayos de los analistas sociopolí-
ticos. Con ello se alude a una etapa histórica en la que no se aceptan ni tabúes ni reglas
ni fe ni ley. Ya no hay límites ni en los ámbitos políticos, morales o ideológicos. La
misma figura del «enemigo» se ha difuminado. El «amor a los amigos y el odio a los
enemigos» se ha disuelto en una postura indiscriminada, donde los enemigos «exterio-
res» no se distinguen de los «interiores» a la comunidad propia, porque estos últimos
están lastrados por su tibieza ante el enemigo o su posible colaboracionismo.
Estamos asistiendo a una nueva edición, esta vez a escala global, de la catarocra-
tía o escalada global de los así llamados «cátaros» («puros»). No basta con ser musul-
mán, hay que serlo sin fisuras, como talibán, después de haber sido refinado por la fe
de las madrasas.
Se trata ahora de sustituir la demostración de la fuerza por la demostración del
odio (Glucksmannn, op. cit., p. 30). En este caos nihilista se instalan los más fanáticos.
De este modo, el odio se difunde de forma multilateral. En Chechenia se abre el escena-
rio en el que se dan cita los nihilismos extremos. Se trata de prolongar un conflicto sin
reglas ni leyes de ninguna clase.
Por eso, puede sentenciar el autor del discurso del odio: «Bin Laden no moviliza
fuerzas clásicas, sino odios... Bin Laden apunta no tanto a los territorios como a los
cerebros...» (p. 241).
Las últimas páginas del citado ensayo resumen en siete proposiciones la presencia
del odio en nuestro mundo actual:

1. El odio existe, reina en estado puro.


2. El odio se maquilla de ternura, que llevará a la humanidad a los esplendores de
una comunidad edénica.
3. El odio es insaciable.
4. El odio promete el paraíso, acampado en la mítica prehistoria.
5. El odio pretende ser Dios creador. Hay que vivir el odio, controlar al sexo
débil, eliminar el factor judío y echar fuera al estadounidense. Entonces el odio te
corona Dios.
6. El odio ama la muerte (de la mujer, del judío, del estadounidense).
7. El odio se nutre de su devoración (pp. 263 a 268).

El discurso de Glucksmann es discutible en puntos concretos, principalmente en su


intento de fundir el objetivo del odio islámico en la mujer, el odio al judío y el odio al
estadounidense, como si fuesen los tres planos del mismo objetivo.

Nuevas perspectivas

En lugar de hacerlo aquí, es mejor dejarlo a juicio del lector y ofrecer todavía perspecti-
vas nuevas, que amplíen el marco de referencia para un estudio más completo.
El odio sirve tanto para adaptarse a la realidad, porque no nos deja indiferentes y
nos exige siempre una reacción (amor o rechazo) y, al mismo tiempo, hace posible, junto
a otros sentimientos, la organización subjetiva de la realidad, como lo ha señalado Casti-
lla del Pino (El odio, Barcelona, 2002, p. 15). Este proceso nos articula con lo real, de tal

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José Luis Villacorta

modo que, al estar en lo real, seleccionamos lo que nos resulta interesante y rechazamos
lo que nos resulta negativo u odioso.
Ahora bien, esta tarea selectiva y valorativa es fruto de la imaginación. El objeto del
odio (judío, etc.) se convierte en una imagen, diseñada a partir de nuestros miedos,
obsesiones, prejuicios, etc. Esto significa que nos movemos dentro de un mundo imagi-
nario, fruto de la construcción de la persona o del grupo, con poca o ninguna referencia
a lo real. Ese mundo imaginado se instala en la persona y en el grupo y se retroalimenta
desde sus fantasías selectivas. Se puede afirmar, por lo tanto, que nos parasita. Creamos
nuestros propios parásitos y nuestra imaginación los alimenta; por eso, puede vivir en
nosotros, cuando ha desaparecido físicamente de nuestra vista.
Hay todavía un pliegue interior que necesita de la conciencia y de la compren-
sión. Me refiero a la angustia que se produce en el sujeto frente al objeto odiado, ya
que esa angustia puede arrastrar al sujeto a la histeria. Esto sucede, cuando se descu-
bre el ser del otro, que no puede ser colonizado o desfigurado por mi imaginación. A
este descubrimiento puede suceder una reacción de amor o de odio. Y el odio se pro-
duce, cuando me doy cuenta de que me resulta dificilísimo amarle o respetarle o acep-
tarle y no estoy dispuesto a hacerlo, porque me exigiría demoler toda la construcción
imaginaria que he fabricado y en la que he vivido tanto tiempo. Aceptar la reacción
que provoca esa situación insoportable, es quizá el comienzo de la curación o desacti-
vación del odio. Aceptar la diferencia sin odiarla es la clave del giro vital que libera al
sujeto de la tiranía del odio.
Carmen Gallano ha hecho una descripción exacta de este fenómeno, al presentar el
odio, que se alimenta obsesivamente de la negación del otro:

El odio obsesivo es el que mueve las guerras de religión, permanentes en la historia, y que
se dan en nuestra civilización en las nuevas formas de religión que son los nacionalismos,
sectarismos, etc. Esas guerras son el corolario de la pretensión de los sujetos de eliminar la
división, que es la herida en su identidad, y de realizarse en una esencia del ser que estaría
entera en la pureza de un Ideal [El odio, op. cit., p. 50].

Evidentemente, un ideal es fruto de una construcción imaginaria y, cuando se aspi-


ra a una pureza máxima del mismo, se ponen las bases del odio a la diferencia. ¿Quiere
decir esto que hay que llegar a proclamar el final de las ideologías, en cuanto matrices de
odios colectivos y personales?

Posibles trampas de la identidad colectiva

Las ideologías tradicionalmente han marcado la geografía de la identidad. Pero hoy se


contemplan los fenómenos ideológicos como de baja intensidad (el desgaste de la iz-
quierda y derecha tradicionales es un lugar común). Entonces, la práctica del odio apa-
rece como una forma de reconstruir la identidad gastada y como un modo de proyectar
la sensación social de la diferencia.
Hay una forma de arrancar el veneno a todos los procesos ideológicos: no repri-
miéndolos, sino haciéndolos pasar por la «radiografía crítica», para comprender su
origen y procesos, logrando así una deconstrucción-positiva, no su aniquilación. El
conocimiento de las pulsiones no nos lleva a su destrucción, sino a negarles el papel de
orientaciones.

308 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia odiosa

Los grandes manipuladores de las masas despiertan con éxito las pulsiones del
odio, de la repugnancia, de la aversión, etc., para vehicular reacciones xenófobas, atávi-
cas, religiosas, etc.
Sin embargo, una reacción de odio en la sociedad actual puede no responder a los
procesos tradicionales, porque hoy estamos remodelados por la información univer-
salizada y esto supone una devaluación, un desgaste, incluso un difuminado, del otro.
Los medios audiovisuales acercan tanto las culturas, los comportamientos y las for-
mas de vida hasta ayer tan lejanos, que el extraño aparece domiciliado en nuestro
entorno familiar. A esta realidad virtual se añade hoy la diversidad cotidiana de tipos
humanos, que, gracias a la inmigración, forman parte del paisaje habitual, en el que
vivimos. Desde esta situación social, pueden comprenderse y discutirse las afirmacio-
nes de Jean Baudrillard:

[...] el odio (el racismo, etc.) sería un fanatismo de la alteridad. Intenta compensar deses-
peradamente la pérdida del otro mediante el exorcismo de otro artificial que puede ser
cualquiera [Pantalla total, p. 111].

El odio, entonces, aparece como inmenso resentimiento por la pérdida del otro.
Según Baudrillard: «Se quiere que el odio sea el del otro, de ahí la ilusión de enfrentarse
a él predicando la tolerancia y el respeto a las diferencias» (ibídem). La percepción que
se tiene en Occidente, por ejemplo, del musulmán es que odia todo lo que tenga relación
con la cultura europea. Nuestra reacción es la de quien lo acusa (porque así lo siente) y,
por lo tanto, acusa a todo musulmán de odio, sin mayores reservas. Sería una clase de
odio in reverse: yo no odio, sino denuncio que es el otro el que me odia.
Es la línea alimentada por el radicalismo islámico. Éste es hoy un juego muy peli-
groso, ya intuido por W Szymborska:

Siempre dispuesto a nuevas tareas.


Si es necesario esperar, espera.
Dicen que es ciego. ¿Ciego?
Tiene los ojos de lince del francotirador
y mira el futuro con denuedo.
Él, sólo él.

Ésta no es una reacción individual exclusivamente, porque el odio se ejerce habi-


tualmente de forma comunitaria y se alimenta de forma social. La expresión pública del
odio es una de las formas más comunes, que recargan la intensidad de este sentimiento
en las comunidades humanas. Por eso, se afirma con repetida insistencia que el «cemen-
to» que mejor cohesiona a los convocados contra los «otros» es el odio.
El estudio de Nicolás Rodríguez Idárraga, publicado en la Revista de Estudios So-
ciales (n.º 16), recoge un muestreo de literatura latinoamericana, con el que ilustra el
tema del odio en aquellas latitudes. Sin embargo, la impresión que el lector deduce de su
análisis es que no es un estudio meramente localista, sino que mucho de lo que se afirma
tiene validez más allá de sus fronteras. El odio, realizado en diversas formas de violen-
cia, como reacción frente a la injusticia estructural de las sociedades andinas, disuelve
paulatinamente toda esperanza de cambio, aunque siempre se suceden los estallidos de
agresividad incontrolada. Incluso, cuando se trata de propagar la indiferencia (con in-
tención de desactivarlo) entre las capas de la población, la cosecha del odio viene acom-
pañada por la venganza. Es decir, el odio es subversivo (p. 100).

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José Luis Villacorta

Cuando desde esta situación límite se ensaya la rebelión, espoleados por la situa-
ción de hambre y de abuso de poder, el odio está justificado en palabras de Ernst Fischer
(publicadas por A. Häsler en El odio en el mundo actual, p. 32). Una de las consideracio-
nes finales de Nicolás Rodríguez Idárraga es contundente y totalmente comprensible:

[...] la política, más que un ejercicio netamente racional, se erigió como una racionaliza-
ción del odio con miras a la política» [p. 103].

Según él, en la configuración de los pueblos andinos el odio ha servido para confor-
mar sociedades inacabadas, conflictivas y rara vez armoniosas.
La trayectoria del yihadismo internacional merecería un marco aparte por su tras-
cendencia y actividad planetaria, pero no es arriesgado afirmar que un puente le une a
fenómenos comparables en las sociedades andinas, aunque haya muchos elementos
interpretativos diferentes. El peso de la dimensión religiosa en los dos sectores es muy
diverso, evidentemente. Las reacciones populares andinas no invocan una religión como
máxima instancia del tribunal de la historia y todos saben que la Teología de la Libera-
ción y la invocada por al-Qaeda no son simétricas.

Antiguas consideraciones sobre el odio para ser pensadas hoy

Antes de que la cultura clásica reflexionase sobre el odio, lo habían hecho la literatura
sánscrita y la budista. Pero Europa ha retenido y reformulado este tema invocando
hasta la actualidad escritos de Homero, Aristóteles, Plutarco, Eurípides y Séneca.
Aristóteles en su Retórica (II, 1382a) ha descrito el hecho del odio como un senti-
miento que brota naturalmente y sin remedio posible frente a quienes son declarados
enemigos. El que odia no siente pena nunca y lo único que busca es la desaparición de
quienes son el objeto de su rechazo. En la Política (VIII 10, 1312b 25) estudia las reaccio-
nes colectivas contra las tiranías, porque aparecen como odiosas y en algunos casos
como despreciables. En esas ocasiones aparece el odio acompañado por la ira, que des-
encadena la pasión, que aquél no lleva consigo, porque su carácter es más frío y calcula-
dor. Por eso, el odio desapasionado es capaz de pensar con artera vigilia.
Los escritos estoicos dedicaron atención y no escasa reflexión a desentrañar las
pasiones humanas, pero las pasamos por alto para centrarnos en la obra de Plutarco
Sobre la envidia y el odio. El origen de éste es la imaginación, que elabora la idea de que
«el odiado es una persona maligna» (Moralia, 536F). Su fundamento reside en la injusti-
cia y la maldad percibidas por el grupo de personas, que no se muestran indiferentes
ante una situación humana injusta. Por eso, es socialmente admisible, aunque busque la
aniquilación del enemigo, cuando se produce por causas nobles.
Pero es Empédocles, un griego de Sicilia, quien ha subrayado que el odio es destruc-
tivo y maldito, furioso o enloquecido. El recuerdo de la Ilíada, donde Aquiles es arrebata-
do por estos sentimientos, está presente como «furioso dominio», en el que los odiado-
res reciben su castigo. ¿Cómo lo había expuesto Homero en su poema épico?
Aquiles recibe la noticia de la muerte de Patroclo y su reacción desgarrada clama
venganza, para acabar con la vida de Héctor. Su odio se manifiesta en el diálogo que
mantiene con Licaón, hijo de Príamo. Licaón ha caído prisionero por segunda vez: «A
tus plantas, Aquiles, estoy; ten piedad y respétame». La primera vez Licaón fue rescata-
do por una crecida suma y ahora espera el mismo trato. El destino le ha puesto en sus

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La existencia odiosa

manos y pide respeto y piedad, porque «nací de otro vientre del que nació Héctor, el que
ha dado la muerte a tu dulce e intrépido amigo».
La amarga respuesta de Aquiles no se hizo esperar: «¡Infeliz! De rescate no me
hables, ni aun lo recuerdes. Antes de que a Patroclo llegara su día funesto complacíase
mi corazón en salvarles la vida a los teucros, y a muchos con vida apresé y vendí luego.
Pero ahora ninguno podrá de la muerte escaparse si en mis manos, delante de Ilión,
algún dios me los pone y especialmente aquellos que sean los hijos de Príamo».
Ante el odio se disuelven las dos razones expuestas por el prisionero: la práctica del
perdón y no tener la misma madre que Héctor. La venganza se extiende no sólo a los
miembros de una familia, sino a toda la colectividad, de la que forman parte sus miem-
bros. La responsabilidad de cada uno abarca a todos los miembros de su pueblo. Por
eso, la venganza se ceba en todos los habitantes de Troya. La persona representa a un
todo, que debe cargar con las consecuencias de sus actos. Hasta en la actualidad las
mentalidades sociales reaccionan del mismo modo: los sujetos y los objetos del odio son
colectivos. Los judíos, los árabes, los americanos, los alemanes... son los sujetos y los
objetos de las derivas del desafecto y del odio.
Hay un elemento más clarificador de este proceso: los protagonistas están enmar-
cados por el destino y, por ello, son sus ejecutores. Todos los seres humanos deben
aguardar «la muerte y la parca». Todo está decidido: «De mañana vendrá o por la tarde
o quizá al mediodía; no sé quién en la lucha vendrá a arrebatarme la vida con la lanza
o la flecha que alguno de su arco dispare». El odio responde a un plan superior que
sentencia el día y la hora de la muerte de cada persona. Este carácter instrumental de
los sentimientos humanos reviste de tragedia la vida del hombre sobre la tierra, por-
que sus decisiones son utilizadas para cumplir la inexorable sentencia del destino. Sus
actos pueden escenificar todas las formas del odio, cuando arroja el cadáver al río
para deshacerse de él e impedir las honras fúnebres, que pueda personalizar su ma-
dre. No hay lugar a la piedad, porque no está dispuesto a conceder a su madre el
cuerpo de su hijo, rompiendo así, abruptamente, los lazos de la sangre, que el rito
funerario manifiesta y llena de significado.
Su ira se extiende a todo los troyanos: «Moriréis atrozmente hasta haber expiado la
muerte de Patroclo y de cuantos aqueos murieron al lado de las rápidas naos, cuando yo
no asistía a la lucha».
La expiación supone la aniquilación de todo el pueblo. La ley del Talión ha sido un
intento de impedir las masacres colectivas. El odio se caracteriza por desbordar los
límites, por eso, la cólera de Aquiles no llega a saciarse, a pesar de los siguientes comba-
tes victoriosos, en los que va eliminando a cuantos enemigos salen a su encuentro. Muer-
to el amigo, que le unía a la vida, nadie, piensa Aquiles, merece vivir.
Su enfrentamiento con Héctor (capítulo XXII) alcanza el punto máximo del pa-
roxismo de la ira. El héroe troyano quiere llegar a un acuerdo con Aquiles, para que si
muere en la lucha, su cuerpo sea respetado y devuelto a su familia. No hay en esto trato
posible. Aquiles «con torvo mirar» dijo: «¡Perro! No por mis padres ni por mis rodillas
supliques. ¡Ojalá que la cólera y mi corazón me indujeran a cortar y comer cruda tu
carne, tal daño me hiciste!». Su cuerpo será arrojado a los perros y a las aves de presa. Es
negado el derecho de los padres a colocar su cuerpo en un lecho y a llorarle. El odio
destruye hasta la raíz a la persona odiada y quienes pretenden mantener la presencia
ritual del que ha perdido la vida, no consiguen ni siquiera el respeto debido a su cuerpo,
que formaba parte de lo que podría calificarse de «reglas de honor» dentro del enfrenta-
miento bélico. De ahí la prohibición de los funerales de las personas particular u oficial-

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mente odiosas. El odio rompe toda norma o regla de conducta, porque su ámbito no es
el humano, sino un espacio cercano a la bestialidad (Aquiles no se atreve a comer su
carne). La negación de los rituales funerarios es una forma de perseguir a la víctima más
allá de la muerte; significa destrozar la memoria de los que le sobrevivan. Su gesto de
destrozar su cuerpo, arrastrándolo con su carro, es un modo de destruir su forma-figu-
ra: «Una nube de polvo el cadáver alzó yendo a rastras, esparcidos los negros cabellos, y
aquella cabeza, antes bella, se hundía en el polvo...».
Realizada su venganza y celebrados los rituales por su amigo, Aquiles no puede
contener las lágrimas ni conciliar el sueño. En esa situación Príamo se decide a acudir al
campamento de los aqueos para pedir el cadáver de su hijo, evocando e invocando ante
Aquiles la memoria de su padre: «Dijo así, y él sintió un vivo afán de llorar por su padre
y al anciano tomó de la mano y se lo llevó aparte. Recordando los dos, él lloraba sin
tregua por Héctor, postrado a las plantas de Aquiles; Aquiles lloraba unas veces por su
padre y otras por Patroclo; y se llenó la tienda de entrambos gemidos» (los textos citados
de la Ilíada están recogidos de la traducción de Fernando Gutiérrez, publicada por Pla-
neta en 1968).
Ésta es una de las escenas más emotivas del humanismo griego. Sus lágrimas di-
suelven el odio, porque desde el sufrimiento el otro odiado es semejante al portador del
odio, y es esta conciencia de la semejanza la que devuelve la conciencia a la humanidad.
La percepción de que son seres humanos sometidos al sufrimiento y al irrevocable des-
tino. Desde el humanismo griego este mensaje sobre la superación del odio queda im-
preso para siempre. Ésta es la experiencia de la tragedia griega: proponer la representa-
ción del carácter de víctimas de una historia, cuyos hilos son manejados desde más allá
de la voluntad humana. Ésta es la clave de la catarsis.

Medea, la seducción del odio

Medea es un símbolo del odio, que ha sido tratado a lo largo de la tradición occidental
por su gran fuerza trágica desde Eurípides, Ovidio y Séneca hasta Corneille, Grillparzer,
Jahn, Unamuno, Anouilh, etc.
Aristóteles, en su ya citada Retórica, había indicado que el que odia busca la des-
trucción total del odiado o, por lo menos, la aniquilación parcial. Ésta es Medea; no
puede destruir a su esposo Jasón, pero sí puede impedir que sea feliz después de haberla
traicionado. Para conseguirlo, asedia su persona con la muerte de su reciente prometida
y la de sus dos hijos. Esto último quiere decir que el odio le lleva a destruir lo que más
quiere, sus dos hijos inocentes.
La representación de esta tragedia provocó en el público un auténtico horror hacia
su persona, y quizá fuera ésta la causa por la que no obtuvo el reconocimiento del pri-
mer premio a pesar de su gran categoría literaria y escénica.
El diálogo final enfrenta a Jasón y Medea, que manifiestan la hondura de su odio
y rabia. Medea se presenta con su odio desplegado por la furia y el orgullo de la mujer
que ha sido despreciada por su esposo y reconoce en dos versos la hondura del mal
que va a cometer:

[...] mi apasionamiento es superior a mis reflexiones, lo que es la causa de los mayores


males de los humanos.

312 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia odiosa

El primer verso «corrige» la opinión socrática de que sólo hace el mal el que ignora el
bien. El conocimiento del bien moral supera todas las pasiones que empujan al ser huma-
no hacia el mal. El «apasionamiento» es más fuerte que toda reflexión. Por eso, Medea no
puede embridar el odio, porque su thymós (fuerza vital, apasionamiento, cólera) es una
fuerza incontrolable, que la impulsa a cometer actos de auténtica barbarie.
El segundo verso trata de llevar a la catarsis (lugar de desembarco) al espectador,
puesto que la vida humana debe «desembarcar» en buen puerto y no romperse contra
los arrecifes del furor indomable. La tragedia de Medea es que el odio, frío y calcula-
dor, es más fuerte que su amor de madre. El daño que ocasiona a Jasón, suaviza la
intensidad de su drama personal, al cometer el infanticidio con sus propios hijos. Esta
pasión bárbara es uno de los mayores males de la humanidad por su capacidad des-
tructiva. En Aquiles había un pequeño espacio para la catarsis, pero la obcecación de
Medea no conoce la mínima posibilidad de reconciliación. Es el odio en estado puro,
irreductible e indomable.
Aristóteles recuerda que las personas odiamos, porque tenemos «razones» para
ello: enemistades heredadas, prejuicios, etc. Por eso, el odio se convierte en un peligro
de dimensiones mayores, cuando es el de todo un pueblo contra otro.
Sin embargo, la radicalidad del odio se manifiesta más en el individuo que en la
colectividad. Aquiles y Medea simbolizan el odio que surge del agravio personal, y se
desarrolla con fuerza en la soledad amargada de los protagonistas. Esa ola gigantesca se
va formando progresivamente en los pliegues más íntimos y se manifiesta en una sed
incontenible de venganza, como forma de cauterizar su intenso dolor.
Carlos García Gual recuerda, al final de sus reflexiones sobre el odio en la anti-
güedad, una tradición mítica, según la cual cuando llegaron a los Campos Elíseos
Aquiles y Medea se unieron en matrimonio con la aprobación complacida de los dio-
ses olímpicos.
El verso de W. Szymborska brilla con intensidad al asegurar:

El odio sí seduce...

Ésta es una constatación trágica: los símbolos más emblemáticos del odio en la
tradición occidental se atraen con la fuerza invencible del reconocimiento. Siempre
resulta pertinente el comentario de que la cultura griega no tiene por qué ser un
punto de llegada, porque ha demostrado suficientemente que ha sido un punto de
partida. Y el origen no tiene por qué ser una condena, que deja la cuestión sentencia-
da para siempre.

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LA EXISTENCIA ALTERADA

Josetxo Beriain

Ni el Logos del yo,


ni el Anti-logos del Otro,
sino el Diálogos del yo como otro.

I. Introducción

La pretensión de estas páginas no es revisitar las teorías sobre el otro, la alteridad, pre-
sentes en las religiones universalistas, ni tampoco analizar teorías filosóficas del otro,
como las de Buber, Heidegger, Levinas o Ricoeur, o teorías sociológicas como las de G.H.
Mead o Ch.H. Cooley, sino más bien dar cuenta de las diversas tramas de significado
implicadas en la facticidad de las distintas variedades de encuentros con el otro, tratan-
do de comprenderlos interpretativamente. Para poder hablar de la realidad del «otro»
tenemos que determinar cuáles son las distinciones directrices que determinan la inclu-
sión/exclusión1 de los individuos dentro de una unidad sociocultural. En este sentido,
podemos distinguir dos tipos de relación: por una parte, la relación «arriba/abajo», y por
otra parte, la relación «adentro/afuera».
Para comprender adecuadamente el significado sociológico del «otro» nos es de
inestimable ayuda la distinción directriz arriba/abajo.2 En Grecia «Demos» era la comu-
nidad de ciudadanos política y jurídicamente cualificada de una polis, que domina so-
bre sí misma y al mismo tiempo sobre los infraestratos no cualificados (esclavos, mete-
cos y extranjeros). Análogamente, el populus romano (también la gens, natio y sobre
todo civitas) es soberano hacia abajo y hacia afuera. Este tipo de dominación se repite
en el Medievo y en la Edad Moderna temprana, aquellas naciones, que por derechos de
nacimiento o derechos territoriales son calificadas como «naciones nobles», dominan a
las capas y a las poblaciones étnicamente heterogéneas. En la Edad Moderna legitimada
«democráticamente» el concepto de pueblo encuentra su doble en el concepto de «pue-
blo de señores» (Herrenvolk), el cual tiene aspiraciones de dominación sobre minorías
dentro del Estado y sobre otros pueblos fuera del Estado. El concepto de «pueblo» en
este sentido no representa a aquella población gobernada con arreglo a criterios jurídi-
co-políticos democráticos, sino más bien la multitud de gobernados o dominados. Aquí
el pueblo se convierte en «multitud», «masa», «vulgo». Esta noción de «pueblo» es la que
subsiste tanto en el tipo de dominación feudal absoluta como en el tipo de dominación
totalitaria de las élites del partido único en el «socialismo realmente existente».
Para comprender el significado del encuentro con el otro debemos situar tal en-
cuentro, también, en el seno de la distinción directriz adentro/afuera.3 Este tipo de rela-

1. Ver N. Luhmann, «Inklusion und Exklusion», en Soziologischen Aufklärung, Opladen, 1995, 237-264.
2. R. Kosselleck, «Einleitung» a «Volk, Nation, Nationalismus, Masse» en Geschichtliche
Grundbegriffe, Sttutgart, vol. 7, 1992, 145.
3. Ver ibíd., 145-146, y Z. Bauman, Modernity and Ambivalence, Londres, 1991, 53 y ss.

314 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia alterada

ción se pone de manifiesto cuando el «pueblo» (Demos) de las ciudades griegas es dife-
renciado de un koinon o de un ethnoi de los «Estados tribales» vecinos, o cuando el
populus romano se diferencia de «gentes» o nationes existentes dentro o fuera del Impe-
rio, o cuando en la Edad moderna —como en Prusia o en Austria-Hungría— varias
nationes según costumbres, lenguaje y cultura son partes de un Estado. De forma inver-
sa, los daneses y los polacos podrían ser miembros de otros Estados. La constitución
interna y la delimitación externa de un colectivo se consigue a través de la denomina-
ción, poniendo nombre al colectivo para configurar su identidad. Así lo pone de mani-
fiesto Friedrich Carl von Moser cuando afirma en 1766: «Nosotros (los alemanes) somos
un pueblo, de un nombre y de un lenguaje».4 La asimetría resulta, por ejemplo, de la
oposición existente entre el nombre «cristianos» y el nombre «bárbaros».5
Los dioses, los monstruos y los extraños,6 ellos representan experiencias de alteri-
dad que nos confrontan con ciertos límites, al subvertir ciertas categorías y esquemas
clasificatorios. Debido a que amenazan lo conocido con lo desconocido, lo extraordina-
rio, lo sublime, lo monstruoso, se experimentan con temor y temblor, exiliándonos al
infierno o al cielo o, simplemente, apartándose de las familiaridades de la comunidad
humana, arrastrados a países de extraños.
La figura del extraño —que va desde la antigua noción de extranjero (xenos) a la
categoría contemporánea del extranjero-invasor, pasando por el «salvaje» como el gran
otro moderno—7 opera generalmente como una experiencia límite para los humanos,
intentando identificarlos frente a otros y contra otros. Los griegos tenían sus «bárba-
ros», los romanos sus «etruscos» y los europeos sus exóticos «salvajes de ultramar». El
mito occidental de la frontera supone un epítome de ésto cuando el peregrino encuentra
al nativo pequot en Massachussets en el siglo XVII y pregunta ¿quién es el extraño?, no
dándose cuenta, por supuesto, de que el nativo está preguntándose lo mismo al encon-
trarse con el peregrino. Los extraños, por tanto, son casi siempre otros para uno mismo
(y uno mismo no sería sino otro para los extraños).
Los monstruos también señalan la experiencia-límite de un exceso incontenible, re-
cordando al sujeto que nunca es soberano completamente. Muchos grandes mitos y cuen-
tos son testigos de este aserto: Edipo y la esfinge, Teseo y el minotauro, Job y Leviatán, san
Jorge y el dragón, Ahab y la ballena, Ripley y el Alien. Cada narrativa del monstruo nos
trae a colación que el sujeto no está seguro nunca en sí mismo, tal como lo introdujo
Foucault en El orden del discurso, «existen monstruos que nos rondan, cuyas formas cam-
bian con la historia del saber». Ellos habitan en los márgenes de lo que puede ser legítima-
mente pensado y dicho, desafían nuestras normas acreditadas de identificación. Innatura-
les, transgresivos, obscenos, contradictorios, heterogéneos, locos, los monstruos son lo
que nos mantiene despiertos por la noche, y lo que nos pone nerviosos durante el día. Nos
atemorizan porque también «cuidan» de nosotros. Ellos sirven como criaturas híbridas
que operan en términos de oposiciones binarias estructurales entre la naturaleza (nacido
de una, de la tierra, del caos...) y la cultura (nacida de dos, padres humanos, sociedad,
familia...), como lo llegó a situar Lévi-Strauss en Antropología estructural. Son aquello que
puede ser y no ser, son categorías limítrofes, liminoides, en los términos de Victor Turner.

4. F.C. von Moser, Vom dem Deutschen Nationalgeist (1766), Munich, 1976, 5.
5. R. Kosselleck, Vergaggene Zukunft, Frankfurt, 1979, 211 y ss.
6. Ver el interesante trabajo a este respecto de Maya Aguiluz: El lejano próximo. Estudios socioló-
gicos sobre extrañeidad, Anthropos, Barcelona, 2009.
7. Sobre la noción de extraño y frontera ver el atinado trabajo de François Hartog: Anciens, modernes,
sauvages, París, 2005.

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¿Y qué representan los dioses, la tercera de las figuras elegidas? Éstos trascienden
las leyes del tiempo y el espacio adoptando un estatuto inmortal, pero mientras los
monstruos surgen del inframundo y los extraños proceden de un mundo circundante, los
dioses generalmente residen en el otro mundo «más allá».

II. El extranjero externo

Cuando hacemos frente a la realidad del extranjero más allá de las fronteras de mi (nues-
tro) mundo, hacemos frente a la necesidad de efectuar una clasificación del desconocido.
El extranjero en esta situación, así observado por nosotros, cuestiona nuestra propia segu-
ridad, o mejor la seguridad de nuestra clasificación. La «angustia de lo innombrable» que
el extranjero nos provoca la encontramos inicialmente a través de una constatación lin-
güística: damos al extranjero un nombre, recibe un lugar en una red con marcas, que nos
permite hacer diferencias, ordenar el mundo con arreglo a unos contornos visibles. Como
ha visto Simmel, la condición de extranjero resulta de la distancia existente entre nuestra
propia posición y la de los otros. Los «otros» descubiertos en el siglo XV en América —los
«indios»— no eran en realidad compañeros, sino el objeto de un contrato.8 En la great
chain of being,9 estos extranjeros fueron ordenados en el final más bajo. No eran ni dioses
ni enemigos, sino cosas que se encuentran, se toman en propiedad y se puede venderlas.10
Con el sometimiento de los desconocidos, los cronistas del descubrimiento se retrotraen a
la centralidad simbólica de la propia comprensión cristiana del mundo. La distancia per-
dida puede ser reconstruida a través de una forma de jerarquización social, que puede ser
mantenida por el despliegue de una conexión cultural a través de las misiones. La cons-
trucción social de la distancia experimenta una metamorfosis ya que la distancia horizon-
tal-espacial (natural) que realmente le separa de nosotros11 se transforma en una distancia
social-jerárquica. Sin embargo, la conexión entre «la gran cadena del ser» y el «universa-
lismo cristiano» se manifestará como precaria e inestable. El encuentro con el «otro»
indígena a finales del siglo XV se manifiesta dentro del marco configurado por la «inven-
ción del ser asiático de América»,12 en los términos de Enrique Dussell, más que por el
descubrimiento geográfico, propiamente dicho. Éste ya había sido realizado por los movi-
mientos de pobladores tempranos que atraviesan el estrecho de Behring 25.000 años a.C.
y descienden por las costas noroccidentales de Canadá y Estados Unidos hasta poblar
todo el continente.13 Expediciones transatlánticas precolombinas realizadas por la saga
nórdica de Erik el Rojo en 985 establecen asimismo colonias en Groenlandia. Por tanto, ni
es tan nuevo el mundo encontrado en 1492 por Cristophorus Columbus ni tampoco es tan
descubierto, puesto que existen descubrimientos precolombinos previos.14 Columbus lla-

8. U. Bitterli, Alte-Neue Welt, Munich, 1986, 18.


9. A. Lovejoy, The Great Chain of Being, Cambridge, Mass., 1982.
10. En las colonias españolas se consideró, vía bautismo, que los «nativos» americanos al menos
en «lo más bajo» de la jerarquía social pudieran tener un lugar, mientras en las colonias anglosajonas
quedaron totalmente excluidos. Ver T. Todorov, La conquista de América. El problema del otro, México,
1987, 195 y ss.; O. Paz, El laberinto de la soledad. Posdata, Barcelona, 1996, 72 y ss., 98 y ss.
11. T. Todorov, On Human Diversity, Cambridge, Mass., 1994, 1-90.
12. E. Dussell, El encubrimiento del otro, hacia el origen del mito de la modernidad, Quito, Ediciones
Abya-Yala, 1994, 38.
13. Se puede documentar esto en: http://poblamerica.blogspot.com/, http://argoperu.perublog.net/
14. Ver por ejemplo el interesante trabajo de Eviatar Zerubavel: Terra Cognita. The Mental Discovery
of America, Rutgers Univ., Nueva Jersey, 1992, 11-36.

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ma a los indígenas «indios» porque pensaba que había llegado a las Indias Occidentales.
Aquí se produce una novedad en la construcción de la alteridad, la «espacialización del
otro» propia de la sociedad tradicional, según la cual el «pagano» estaba alejado, lejano,
fuera del orden territorial civilizatorio cristiano, como ocurrió en las Cruzadas y antes
más en el Imperio Romano, se transforma en «temporalización del otro», según la cual el
«salvaje» con el que se encuentra el conquistador español está «atrasado» y no ha alcanza-
do todavía el estadio de civilización de la Corona española ni de la Iglesia católica. El
«otro» interno extraño —los musulmanes y los judíos— expulsado a finales de la Edad
Media de territorio peninsular español será sustituido por un «otro» externo igualmente
extraño y Nueva España-México nace en el siglo XVI como hijo de una doble violencia15
imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles. La decadencia del catolicismo
europeo, entonces representada por España, coincide con su apogeo hispanoamericano,
se extiende en tierras nuevas en el momento en que ha dejado de ser creador en la penín-
sula. «El mundo colonial era una proyección de una sociedad que ya había alcanzado su
madurez en Europa. Su originalidad es escasa. Nueva España no busca ni inventa, aplica
y adapta».16 Es una civilización hecha para durar tal cual es, pero no para transformarse.
Como afirma Tzvetan Todorov, reciente premio Príncipe de Asturias: «Los autores espa-
ñoles, en el mejor de los casos, hablan bien de los indios; pero, salvo en casos excepciona-
les, nunca hablan a los indios».17 Pero nunca debemos olvidar que las colectividades no
son entidades dadas sino simbólicamente construidas y en este proceso de construcción el
ser «salvaje» o «atrasado» no es una propiedad inherente a una clase particular de conduc-
ta, costumbre y hábitos de un grupo, sino una propiedad conferida a tal conducta por una
identidad dominante. Esta dualidad de la identidad que genera una doble conciencia asi-
métrica no se superará con la Independencia de las colonias a partir de 1810 ya que el
criollo, el crioulo, the colonial, queda «excluido» del mundo peninsular español, puesto
que al haber nacido en las Américas, no podía ser un español auténtico, ergo, el peninsular,
nacido en España, tampoco podía ser un americano auténtico.18 Ni la postindependencia
y las formaciones oligárquicas que van de 1810 hasta 1900 aproximadamente ni tampoco
el período de formación de las élites capitalistas modernas a partir de finales del siglo XIX
lograrán superar esa peligrosa dualidad de la identidad al reproducir un «colonialismo
interno»19 que excluye al indígena y fomenta un régimen de inclusión social claramente
discriminatorio con las comunidades indígenas, caracterizado por: economía de subsis-
tencia predominante; mínimo nivel monetario y de capitalización; tierras de acentuada
pobreza agrícola o de baja calidad cuando están comunicadas, o impropias para la agri-
cultura (sierras), o de buena calidad pero aisladas; agricultura y ganadería deficientes
(semillas de ínfima calidad, animales raquíticos de estatura más pequeña que los de su
género); técnicas atrasadas de explotación, prehispánicas o coloniales (coa, hacha, malaca-
te); bajo nivel de productividad; niveles de vida inferiores a los de las regiones no indígenas
(mayor insalubridad, índices más altos de mortalidad general e infantil, analfabetismo,
raquitismo); carencia acentuada de servicios (escuelas, hospitales, agua, electricidad); fo-
mento del alcoholismo y la prostitución por los enganchadores y ladinos; agresividad de
unas comunidades contra otras (real, lúdica, onírica), cultura mágico-religiosa y manipu-
lación económica (economía de prestigio) y, también, política (vejaciones, voto colectivo).

15. Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, 1981, 110.


16. O. Paz, op. cit., 115.
17. T. Todorov, La conquista de América, México, 1987, 143.
18. B. Anderson, Comunidades imaginadas, México, 1993, 92.
19. Pablo González Casanova, Sociología de la explotación, México, 1965.

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Estas manipulaciones corresponden a estereotipos típicamente coloniales, en que los in-


dios «no son gentes de razón», son «flojos», «buenos para nada» y en que la violación de
las reglas estrictas de cortesía, lenguaje, vestido, tono de voz por parte de los indígenas
provoca reacciones de violencia verbal y física en los ladinos.

III. El extranjero en el extranjero

Cuando la situación es la de los extranjeros que se hallan en el extranjero, nuevas y simétri-


cas codificaciones son necesarias con las que la diferencia pueda ser considerada como
diferencia de los de igual rango. Tal situación ocurre cuando en la corriente de migraciones
varios grupos de extranjeros, por un tiempo limitado, son conducidos en torno a un objeti-
vo común. Así, los marinos en los puertos del mundo antiguo, los peregrinos medievales en
el camino de Santiago de Compostela, los cruzados medievales cristianos en la isla de Mal-
ta, los obispos en los concilios medievales tardíos, los estudiantes en las grandes universida-
des premodernas, los turistas en el capitalismo tardío actual.20 La diferenciación entre las
diversas nationes es aquí el modo normal de (co)existencia. Esto permite la clasificación de
los extranjeros sin distancias espaciales ni temporales ni sociales, y describe la diferencia
entre extranjeros como innegable. La condición de extranjero es la condición normal y es
en el encuentro internacional donde devienen visibles las diferencias nacionales. Ellos nos
experimentan como nosotros les experimentamos a ellos, y todos los lados conocen el por-
qué. El código nacional descubre así la igualdad de las naciones, que extranjeras son entre
ellas encontrándose a sí mismas en tal condición de extranjeridad. El desarrollo de las
tecnologías de la información y la comunicación junto a las diásporas migratorias del sur al
norte y del este al oeste configuran nuevas minorías identitarias que conectadas a la Inter-
net se convierten en poderosas mayorías.21 Las revoluciones en las comunicaciones y en el
transporte que se dan después de la Segunda Guerra Mundial combinados con el capitalis-
mo postindustrial mundial posibilitan todo un conjunto de migraciones internacionales a
una escala que históricamente no tiene precedentes. Así y ya dentro de un mundo poscolo-
nial, «el trabajador de la construcción marroquí en Amsterdam puede escuchar cada noche
las emisiones radiofónicas de Rabat y no tener dificultad alguna en adquirir grabaciones
piratas de los cantantes favoritos de su país. El inmigrante ilegal tailandés que trabaja como
camarero, que vive en un suburbio de Tokio y que está apadrinado por la Yakuza, puede
mostrar a sus camaradas cintas de vídeo de karaoke recién producidas en Bangkok. La
doncella filipina en Hong Kong puede telefonear a su hermana en Manila y enviar dinero
electrónicamente a su madre en Cebú. El brillante estudiante hindú residente en Vancouver
puede permanecer en contacto diario con sus antiguos compañeros gracias al correo elec-
trónico. Por no hablar del torrente creciente de faxes».22 El Tercer Mundo ya no se mantiene
en un remoto «allá» sino que empieza a aparecer «aquí»23 y viceversa.

20. T. Todorov, On Human Diversity, Cambridge, Mass., 1994, 344 y ss. Ver el interesante trabajo de
I. Chambers, Migración, cultura e identidad, Buenos Aires, 1995.
21. Ver al respecto el trabajo de A. Appadurai: Fear of Small Numbers, Duke, North Carolina, 2006.
22. B. Anderson: «Exodo», Inguruak, 21, 1998, 7 y ss. (original aparecido en Critical Inquiry, 20,
invierno, 1994, 314-327).
23. Ver al respecto la obra de I. Chambers: Migración, cultura, identidad, Buenos Aires, 14.

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IV. El extranjero como lejano próximo y la proyección de la sombra

La primera reflexión sociológica explícita sobre el extranjero la encontramos en la obra de


Georg Simmel.24 El extranjero aparece como «el que viene hoy y se queda mañana», como
aquel oximorón social en el que confluyen la proximidad y el alejamiento. Está con noso-
tros pero no es uno de los nuestros. Existen amigos y enemigos y existen extranjeros. El
afuera es la negatividad de la positividad del adentro. El afuera es lo que no es el adentro.
El extranjero pone en cuestión la posibilidad de interacción social, y lo hace socavando la
oposición entre amigos y enemigos como el compleat mapa mundi, como la diferencia que
consume todas las diferencias y que no deja nada fuera de ella. La oposición entre amigos
y enemigos es la oposición entre hacer y padecer, entre ser un sujeto y ser un objeto de
acción. La amistad y la enemistad, como apuntó Simmel, generan formas arquetípicas de
interacción (de oposición). El extranjero rompe esta oposición porque no es amigo ni
enemigo, y porque pudiera ser ambos. El extranjero es un miembro de la familia de los
indecidibles, de los innombrables, de aquellos (que como afirma Derrida) «no pueden ser
ya incluidos dentro de la oposición binaria, resistiéndose y desorganizándola, sin consti-
tuir nunca un tertio excluso, sin permitir un desenlace a la manera de la especulación
dialéctica».25 Podemos afirmar que el extranjero es una realidad liminar,26 una realidad
ambivalente, que no es ninguno de los extremos de una oposición binaria, pero que pudie-
ra ser ambos. El miedo al extranjero es el horror a la indeterminación. El extranjero apa-
rece como «la sombra» que oscurece los valores instituidos, que no puede ser aceptado
como la parte negativa de la propia estructura y por tanto es proyectada su imagen como
«afuera-extraño». Jacques Derrida enumera algunos ejemplos de categorías indecidibles
como: a) el pharmakon, término griego (usado por Platón en el Fedro) designa el remedio,
la receta, el veneno, la droga, el filtro con relación al katarma, a la enfermedad. El phar-
makon es poderoso porque es ambivalente y es ambivalente porque es poderoso, participa
de lo sano y de lo enfermo; b) el hymen designa a la vez membrana y matrimonio, es decir,
significa al mismo tiempo virginidad y su violación por la fusión entre uno mismo y otro.
Hymen no es ni identidad ni diferencia, ni adentro ni afuera, ni virginidad ni su ruptura.
Esta situación de liminaridad entre dos mundos, propia del extranjero, la pone de mani-
fiesto también con gran agudeza el sociólogo de la Escuela de Chicago, Robert Park, quien
después de haber estudiado con Simmel, a comienzos del siglo XX en Berlín, escribe en
1928 un influyente trabajo: Human Migration and the Marginal Man, en el que apunta la
idea del ambivalente estar entre dos mundos del extranjero, precisamente por ser un Homo
transiens. Simmel, en su Sociología, ya definió al extraño como el «lejano próximo» (Sim-
mel, 1986, II, 716-717; énfasis añadido), como aquel que está lejano culturalmente, pero,
muy próximo espacialmente, tanto que es nuestro vecino, habita con nosotros, en nuestro
mismo edificio. Pero esta situación liminar se resuelve cuando «nosotros», los «estableci-
dos»,27 definimos la situación y en ella definimos a «ellos», a los «forasteros», estableciendo
una doble conciencia asimétrica. El carisma y prestigio grupal de los establecidos se cons-

24. G. Simmel, Sociología, Madrid, 1986, vol. 2, 716 y ss. Ver también el interesante trabajo de
Nedim Karayakali: «The Uses of the Stranger: Circulation, Arbitration, Secrecy, and Dirt», Sociological
Theory, 24, 4, 2006, 312-330.
25. J. Derrida, Disseminations, Londres, 1981, 71, 99.
26. Ver V. Turner, The Ritual Process, Ithaca, Nueva York, 1969, 94-113, 128-130.
27. Norbert Elias es quien introduce estas categorías en: «Ensayo acerca de las relaciones entre
establecidos y forasteros», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 104, 2003, 220-251 (trad.
de Jesús Casquete).

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truye a partir de los «mejores» atributos de sus miembros, mientras que la imagen grupal
de los advenedizos descansa en las «peores» cualidades de su subgrupo más anómico.
Creo que podemos entresacar otra situación más extrema cuando se procede a un
extrañamiento de lo propio a través de la construcción social del «chivo expiatorio». Esta
expresión se remonta al Caper Emisarius de la Vulgata, interpretando libremente del griego
Apopompaios («que aparta los castigos»). En el texto bíblico hebreo significa: «aquel que
está destinado a Azazel» (antiguo demonio del que se decía que habitaba en el desierto).
Todas las sociedades (incluidas las modernas) han creado y utilizado la distinción axiológica
que separa el bien del mal y todas las sociedades experimentan más tarde o más temprano
una situación de crisis. En este contexto se puede producir un proceso de proyección de la
sombra,28 es decir, un proceso en el que se proyectan las causas de la crisis en un colectivo de
la propia identidad colectiva, presentándolo como una «sombra peligrosa»: los indios, los
judíos, los negros, los gitanos, los comunistas, los portadores del sida, etc. Esta «sombra»
que contradice los valores instituidos, no es aceptada como una parte negativa de la propia
estructura y es proyectada hacia afuera y experimentada como extraña a la propia estructu-
ra. Es combatida, castigada y extirpada como «lo externo extraño», en lugar de ser conside-
rada, como lo que realmente es, como «lo interno propio». Algo así detecta Amos Oz cuando
afirma que «dentro de la sociedad israelí, los territorios (ocupados) sólo son el lado oscuro
de nosotros mismos (es decir, de la sociedad israelí)».29 A menudo, proyectamos en otros,
«fuera de nosotros», aquellos temores inconscientes que habitan en nosotros y nos pertur-
ban. Más que reconocer la presencia de la alteridad en nuestro interior, la llevamos fuera
creando, irresponsablemente, chivos expiatorios, estigmatizados, entre otros, rechazando la
posibilidad de nuestro autorreconocimiento como otros. En tantos casos, muy conocidos, la
consecución de tales proyecciones recáe en otro como monstruo y dios. De hecho, en las
hierofanías —espacios sociosimbólicos donde se presenta lo sagrado a través de figuras
profanas— aparece la doble naturaleza de la alteridad que proyectamos de forma disyuntiva
fuera de nosotros. Rudolf Otto en su obra Lo santo escrita en 1917, y que proyectó su in-
fluencia en el primer tercio del siglo XX, se detiene en el análisis de las experiencias religiosas
y muestra la naturaleza ambivalente de lo divino. Lo divino muestra su poder fascinante y al
mismo tiempo aparece como algo terrible, por tanto, sus dos dimensiones —fascinans y
tremendum— combinan ese aspecto sublime y fascinante de lo sagrado con su aspecto tre-
mendo y siniestro que produce miedo. Muchas culturas han sido conocidas por haber des-
plegado mitos sacrificiales donde el extraño pasa a convertirse en un «chivo expiatorio»;
atribuyendo a algunos elementos extraños la responsabilidad de ciertas crisis sociales, los
«cazadores de brujas» han procedido a confinarlos o a eliminarlos. Esta estrategia sacrificial
fundamentalmente presente en los relatos bíblicos del Viejo Testamento, pero también en el
Nuevo Testamento, penetra comunidades enteras con un concepto vinculante de identidad,
con el sentido básico de quien es incluido (nosotros) y de quien es excluido (ellos). El precio
a pagar por la construcción de la tribu feliz, con frecuencia, se manifiesta en el ostracismo
del marginal: en la inmolación del «otro» en el altar del extraño. Ulrich Beck en un trabajo
titulado «¿Cómo los vecinos se convierten en judíos? La construcción política del extraño en
la era de la modernidad reflexiva»,30 ofrece una serie de consideraciones acerca de la condi-
ción moderna de «extrañeidad» interpretada como desarraigo, con su propensión a provo-

28. E. Neumann, Tiephenpsychologie und neue Ethik, Frankfurt, 1990, 38 y ss.


29. A. Oz, La tercera condición, Barcelona, 1994, 44.
30. Yo tomo la referencia de «How Neighbors Become Jews. The Political Construction of the Stranger
in an Age of reflexive Modernity», Constellations, vol. 2, 3, 1996a, 379-396 (trad. en Papers, 84, 2007, 47-66).

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La existencia alterada

car las emociones más negativas, el odio y la ira, porque los extraños que han quedado sin
lugar pueden «estar lejos (culturalmente) y cerca (físicamente) de cualquier parte» (como ya
advirtiera Simmel) y a la vez «no se parecen a nosotros» por lo que con ellos se reactivan
viejas estrategias de marcado31 como el «nosotros-natural versus ellos-extraño» y se potencia
la conversión del extraño en enemigo (hostis). Pero, el extraño es una categoría sin opuesto,
es una categoría liminar, hay que realizar una labor de enmarcado social y político, de fra-
ming, en los términos de Erving Goffman, para convertir al extraño en amigo o en enemigo.
Esto lo explica muy bien Zygmunt Bauman en el famoso segundo capítulo («La construc-
ción social de la ambivalencia») de su obra maestra, Modernidad y ambivalencia.32
A través del tiempo, uno es testigo del recurrente rol de los chivos expiatorios encar-
nados en las figuras colectivas como los cananitas, los gentiles, los herejes, las brujas, los
judíos, los negros, los «rojos», los salvajes.33 Uno piensa en la representación iconográfi-
ca de los monstruos y demonios en los frescos medievales, en los murales, mosaicos y
pinturas como en los manuscritos ilustrados y en los ritos litúrgicos. En esas escenas, las
figuras demónicas casi invariablemente tienen rasgos cabríos (cuernos, pelo espeso,
barba, pezuñas); tales características no pueden enmascarar el hecho de que los demo-
nios son también, al menos, medio-humanos, es decir, son híbridos. Éstos abarcan una
amplia variedad de «indeseables» considerados malvados bajo el Sacro Imperio Roma-
no como herejes e infieles, judíos, sodomitas, transexuales, seres lascivos y tentadores.34
La mayor parte de estas figuras iconográficas se agruparían en tres imágenes de chivos
expiatorios: 1) las representadas en el libro del Levítico; 2) la serpiente y la Caída de
Adán y Eva, y 3) Satán, derivado del hebreo He-satan, que significa el «enemigo» o el
«acusador»: alguien que es portador del conflicto, la tentación y la desunión.
En toda esta serie de miedos apocalípticos, los santos permanecen en su santidad mien-
tras que los extraños son victimizados como chivos expiatorios. Estas prácticas no acabaron
con el surgimiento de los Estados nacionales, y la secularización implícita en el proceso de
formación. Uno piensa en el Terror tras la Revolución Francesa; en el esclavismo y el racismo
junto con la Revolución Estadounidense; en la expansión de los juicios sumarios después de
la Revolución Rusa y en los más recientes acontecimientos como el Holocausto y otros
genocidios. Todos estos episodios muestran, como afirma Mary Douglas en Pureza y peligro
(2000), que se ha tratado de purificar santos a través de las purgas de chivos expiatorios.
Se debe constatar la existencia de una base antropológica de interpretación según
la cual la función clave de las mitologías en las que se inscribe el monstruo sacrificial
reside en separar el ámbito sagrado de un mundo peligroso en donde se encuentra cual-
quier extraño, el espacio caótico, los demonios, etc. En línea con la argumentación pro-
puesta por Mircea Eliade se puede decir que lo sagrado revela una realidad absoluta y al
mismo tiempo posibilita una orientación, así se constituye el mundo en el sentido de
que fija los límites y haciendo esto establece el orden del mundo.35

31. Ver el importante trabajo de H.S. Becker: Outsiders. Studies in the Sociology of Deviance, Nueva
York, 1963, especialmente el cap. 10: «Labelling Theory Reconsidered», 177-208.
32. Z. Bauman, Modernidad y ambivalencia (trad. de Maya Aguiluz y Enrique Aguiluz), Barcelona,
Anthropos, 2005, 84-110.
33. El estudio de Regina Schwartz The Curses of Cain: The Violence Legacy of Monotheism, Chicago,
Ill., Chicago University Press, 1997, representa un excelente análisis de las narrativas bíblicas en las
que se inscriben propósitos de agresión territorial, violencia étnica y división nacional.
34. Lorenzo Lorenzi, 1999. Devils in Art. From the Midle Ages to the Renaissance, Cantro di de la
Edifirme S.R.L., p. 50.
35. Mircea Eliade, [1957] 1985. Lo sagrado y lo profano, trad. Luis Gil, Barcelona, Labor.

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Estos monstruos, a menudo, ponen de manifiesto una experiencia de lo sagrado,


que, como en muchas religiones, está «atrapada en tensiones irreductibles sin fin entre
el orden y el caos, la orientación y la desorientación, el yo y el otro, el fundamento y el
abismo».36 Todos estos monstruos son seres no-muertos, ellos retornan porque tienen
algo que decir o mostrar a los seres humanos sobre lo que son. Este retorno irreprimible
de lo monstruoso tiene razones que la razón no comprende.
En una serie de escritos controvertidos que René Girard dio a conocer a partir de la
década de 1970, como La violencia y lo sagrado (1972), El misterio de nuestro mundo
(1978) y El chivo expiatorio (1982), Veo a Satán caer como el relámpago (1999), ha desa-
rrollado y expuesto los mecanismos psicosociales y antropológicos que estructuran el
fenómeno del sacrificio expiatorio rastreándolo en los mitos de culto sacrificial, pero
también en el ámbito de la política, la literatura, el derecho y la etnología. Girard co-
mienza sometiendo las ideologías del sacrificio expiatorio a una hermenéutica crítica de
la sospecha exponiendo los significados ocultos tras los aparentes. Su hipótesis nuclear
puede situarse de la siguiente manera: la mayor parte de las sociedades están basadas en
el sacrificio ritual de un «otro» maligno. El consenso fundacional necesitado para la
coexistencia social se consigue a través de una proyección colectiva donde un «marginal
victimizado» se convierte en el portador de toda la agresión, la culpa y la violencia que
sitúa a un vecino contra otro dentro de la tribu, recordándonos ese moto mencionado
antes al comenzar el actual trabajo. Esa victimización del chivo expiatorio-extraño sirve
para generar un sentido de solidaridad entre la gente y el pueblo (gens, natio) ahora
unificada en torno a un acto compartido de persecución. De esa manera, la armonía es
restaurada en la comunidad que convenientemente olvida su odio inicial al extraño y
puede incluso llegar a reverenciarlo (retrospectivamente); en definitiva, la oblación ri-
tual del extraño sirve para salvar a la comunidad de sí misma, de sus fobias, de su
miedos, de sus sombras, de sus propias imágenes negadas públicamente.
El chivo expiatorio se convierte en aquel que logra convertir a una sociedad interna-
mente dividida en una sociedad internamente unificada mediante la exclusión por asesi-
nato de uno de sus miembros. Es interesante hacer notar que la víctima no sólo es asesina-
da sino que a través de un fenómeno de transfiguración viene a ser objeto de reverencia,
incluso al punto de convertirse en héroe fundador para la comunidad. No debemos olvi-
dar que la alteración de los extraños sacrificados, convertidos en «otros» sagrados, se reali-
za sobre la base de un olvido estratégico, de su estigmatización inicial, es decir, del hecho
de que originalmente fueron víctimas asesinadas en un ritual sangriento. Girard no se
detiene en el análisis de las sociedades antiguas sino que lleva las tendencias sacrificiales a
las sociedades modernas, en el sentido en el que en estas últimas se reproduce cierta
rivalidad mimética en pos de recursos escasos, que periódicamente conducen a la cons-
trucción social de la categoría de «enemigo», algo de lo cual ha sido magistralmente des-
crito también por Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto, así como en su anterior
Modernidad y ambivalencia. Fenómenos recurrentes de este tipo los podemos encontrar
en lo que se ha conocido como cazas de brujas, xenofobias, racismos y antisemitismos
desplegados como mecanismos para garantizar la así llamada «seguridad nacional». Tales
modalidades de persecución operan sobre la fantasía de que el mal adverso dentro/fuera
del pueblo (Volk) envenena los bienes de la comunidad, contaminando el cuerpo político,
corrompiendo a la juventud, erosionando la economía, saboteando la paz y, en resumidas
cuentas, destruyendo la fábrica moral de la sociedad. En este proceso, los medios de co-

36. Timothy Beal, 2001. Religion and Its Monsters, Londres, Routledge, ver la Introducción.

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La existencia alterada

municación de las sociedades modernas juegan un papel central en la construcción y


difusión (inmediata) de sucesivas víctimas sacrificiales. Pero las prácticas sacrificiales
expiatorias tienen una contestación y ésta proviene de la propia religión monoteísta, en su
versión ya no patriarcal tradicional sino más bien en la religión fratriarcal del «hijo, que se
proyecta como hermano» (Jesús), y que supone un vuelco del victimismo sacrificial ya que
el énfasis no está ya en las masas que persiguen a individuos inocentes sino en las víctimas
que padecen la injusticia y la agresión sin ningún tipo de culpa.
Hemos adoptado dos tipos de estrategia a la hora de conducirnos a través de las
alteridades monstruosas. La primera de ellas ya aparecía en la célebre obra de Edward
Said, Orientalismo, y en una menos conocida de Partha Mitter, Monstruos malignos,
según las cuales el monoteísmo occidental demonizó aquello que contenía un carácter
excesivo de alteridad. En una reacción etnocéntrica se volcó sobre aquello que recono-
ció como diferente y extraño. Se ha pretendido en cierta medida demonizar a los mons-
truos manteniendo a dios de un lado como es evidente en algunos relatos bíblicos en los
que se estigmatiza al monstruo como amenaza al orden divino. En este sentido, lo mons-
truoso amenazante se representa como un enemigo de dios y es exorcizado desde el lado
correcto de las cosas enviándolo a una suerte de infierno. «Nuestro orden» es identifica-
do con lo sagrado frente a un caos diabólicamente monstruoso. Tal es el destino del
monstruo marino Leviatán en el Salmo 74 y en Isaías 27.37
Otra estrategia o forma de responder al monstruo como personificación de la otre-
dad en la mismidad procede con la deificación. Encontramos al demonio aquí siendo
divinizado como una manifestación de alteridad sacra. Su advenimiento al mundo se
representa como «hierofanía», esto es, epifanía de lo santo. El monstruo es un enviado
de lo divino o sagrado como radicalmente otro, distinto de nuestro orden establecido de
las cosas. Representa una invasión de lo que podríamos llamar caos sagrado y también
una desorientación dentro del sujeto, la sociedad y el mundo.
Si demonizar monstruos (como impuros) mantiene a dios de nuestro lado (como
puro) deificarlos supone traernos a una zona de «horror religioso». Entramos así al ambi-
valente mundo de lo santo que Rudolf Otto conectó con la larga tradición de lo sagrado
fascinante y terrorífico que procede de las hierofanías del antiguo testamento y que arriba
a las teorías posmodernas de «lo sublime histérico». El fenómeno de la crisis sacrificial no
está confinado ni al discurso mitológico ni al discurso teológico, existe en nuestro imagi-
nario social actual una obsesión persistente con lo monstruoso que es sintomática del rol
que perdura de los sacrificios expiatorios en la cultura contemporánea.

V. Barbarie moderna y proceso descivilizador

La barbarie moderna, porque hay una barbarie moderna, no lo duden, en lo concernien-


te a la identidad, se basa en la justificación fáctica del dolor del vecino,38 víctima de
acciones crueles ante las que nos hacemos insensibles moralmente. La barbarie moder-
na39 significa una insensibilidad peculiar a la violación de las normas, una indiferencia
—«adiaforización», diría Bauman— hacia las pretensiones de integridad y reconocimiento
de otras personas. Esta nueva barbarie se funda en la existencia de una constelación

37. Se puede consultar al respecto el mencionado libro de Timothy Beal (2001: introduction).
38. U. Beck, «How Neighbors Become Jews» Constellations, vol. 2, 3, 1996, 378-396.
39. Cl. Offe, «Modern “Barbarity”», Constellations, vol. 2, 3, 1996, 354-376.

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Josetxo Beriain

«triangular»40 compuesta de dos sujetos —no sólo los verdugos sino también los espectado-
res— y de un «objeto» —las víctimas. En el ámbito de la moralidad se produce una necrosis
de las normas y en el ámbito psicológico se produce un proceso extraño por el que alguien
(los espectadores) «deliberadamente olvida algo». Esta situación de barbarie supone una
tolerancia de la violencia destructiva, libre de justificación. Los actos bárbaros y sus omisio-
nes son el resultado de un proceso descivilizador41 en el que el «autocontrol» (en los térmi-
nos de Elias) es abandonado y las interdependencias y afiliaciones cognitivas y morales son
ignoradas. Estos regresus o des-aprendizajes de la civilización contra sí misma están inscri-
tos en la civilización misma, como lo ha puesto de manifiesto la espantosa Shoah.

VI. El extranjero interno en la modernidad actual

Otra situación es la del extranjero en la propia sociedad, donde la distancia horizontal-


espacial se ha reducido a cero, sin embargo, los derechos de inclusión social en la comuni-
dad se plantean con mayor intensidad. Existe una variedad de extranjeros en la propia
sociedad: los esclavos en la Edad Media, los judíos presentes en gran parte de Europa
Occidental y de Estados Unidos, los exiliados políticos y los inmigrantes económicos42 en
la Edad Moderna. No obstante, podemos distinguir de una manera más general, entre
aquellos que están de paso y aquellos que se han establecido permanentemente. Cuando el
grupo de extranjeros asentados logra ser «incluido» socialmente, es decir, cuando logra los
derechos de propiedad, de contrato y de trabajo en la economía capitalista y los derechos
de ciudadano y de cliente de los servicios de la administración burocrática, se ponen de
manifiesto dos tendencias, o bien hacia la asimilación, hacia la integración dentro de la
cultura dominante, y/o bien hacia el mantenimiento, hacia la protección y hacia el desa-
rrollo de la cultura originaria del extranjero, lo que originará la necesidad de promover
una coexistencia de las thick cultures en el seno de una thin multicultural citizenship, en los
términos de Will Kymlicka.43 La adquisión del catálogo de «oportunidades vitales», en los
términos de Dahrendorf, no es automática para todos, lo es por el hecho de la contingen-
cia del lugar de nacimiento para los nativos, pero, para el extranjero constituye una con-
quista social. Cuanto más diferenciadas son las instituciones de la sociedad más inevitable
es el intercambio entre y con los extranjeros. Las ataduras primordiales son sustituidas,
como mecanismos de inclusión, por vínculos político-jurídicos.44
El nativo tiene unos derechos de inclusión de los que no goza el extranjero. El proceso
de evolución de las sociedades pone de manifiesto que la modernidad occidental despliega
un conjunto de nuevas situaciones funcionalmente especializadas, en torno a las que orga-
niza una estructura de roles asimismo especializados para proceder a la inclusión de los
nativos. El rol de ciudadano es el que primero hace su aparición histórica a través de
las revoluciones liberales y burguesas, le sigue el rol de trabajador prohijado al calor de la
revolución industrial y la sociedad centrada en el trabajo, el Estado Social de Bienestar

40. Cl. Offe, op. cit., 358.


41. S. Mennell, «Decivilizing Process», International Sociology, vol. 5, 2, 1990, 205-223.
42. M. Walter, Spheres of Justice, Nueva York, 1983, 56-60.
43. W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, Oxford, 1995, especialmente el capítulo final: «Ties
that Bind».
44. J.C. Alexander, «Core Solidarity, Ethnic Group, and Social Differentiation: A Multidimensional
Model Of Inclusion in Modern Societies», en J. Dofny, A. Akiwowo (eds.), National and Ethnic
Mouvements, Londres, 1980, 5-28.

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La existencia alterada

crea los roles de consumidor y el rol de cliente de la burocracia. El nativo goza de los
derechos de propiedad, de contrato y de trabajo dentro de la economía capitalista, y de
los derechos electorales del ciudadano y de los derechos del bienestar como cliente de las
burocracias administrativas.45 La categoría de perteneciente a un Estado nacional pone de
manifiesto que «todos los contextos funcionales son accesibles a todos los participantes de
la vida social: todos (y esto afecta a la diferencia entre clérigos y laicos) tienen la posibilidad
inmediata de decidir la propia fe. Todos son sujetos de derechos; cuáles son los derechos
que tengan es algo que se determina exclusivamente según la historia del propio sistema
jurídico. Todos tienen acceso a los cargos políticos y al sufragio, dentro de unos límites
funcionalmente inexcusables (edad). Todos pueden adquirir y enajenar propiedad. En prin-
cipio, todos pueden saberlo todo, y los criterios de verdad/falsedad se vinculan a una veri-
ficación intersubjetiva. Todos deben ir a la escuela y también en este campo están apare-
ciendo tendencias, si bien en los últimos tiempos orientadas a la disolución de las barreras
y a la universalización de la responsabilidad pedagógica».46 Este proceso de inclusión im-
plica una transformación de la categoría del laico: primero, que el laico es considerado de
forma generalizada, esto significa que se prescinde de los atributos individuales irrelevan-
tes para resolver un problema funcionalmente específico. Segundo, que surge el problema
de la reespecificación, ya que el estatus del laico se transforma en una variedad de roles
complementarios sistémico-funcionalmente relacionados. Uno no es sólo ciudadano, sino
que es además trabajador, consumidor y cliente/paciente de las burocracias.47 Los déficits
de esta rejilla de inclusión del nativo ponen de manifiesto la existencia de una estratifica-
ción de las oportunidades de acceso,48 por ejemplo, en las sociedades tradicionales se pro-
duce un acceso jerárquico-estamental (según se sea esclavo, plebeyo, miembro del clero o
señor feudal) al reparto de provisiones y a la toma de decisiones; en las sociedades indus-
triales el proceso de asalarización capitalista discrimina negativamente a una buena parte
de los estratos más bajos de la población condenándolos a la pobreza.
Está muy difundido el argumento del «choque de civilizaciones», término acuñado por
S.A. Huntington, pero lo que en realidad ha ocurrido y ocurre actualmente son encuentros,
difusión, hibridación49 entre culturas y complejos civilizacionales. Como la cultura cristiana
tardomedieval europea no acabó con las culturas aborígenes mesoamericanas en el siglo XV,
así tampoco ha acabado la civilización moderna con las civilizaciones tradicionales. Los
etnopaisajes50 de las diferentes civilizaciones han dejado de existir como realidades «aquí y
ahora» para coexistir como realidades «ahora en todos los sitios», debido a los nuevos desa-
rrollos en las tecnologías de la información y de la comunicación. Evidentemente, estas
modernidades en plural son iguales sólo desde un punto de vista lógico, sin embargo, desde el
punto de vista sociológico no lo son. La asimetría se manifiesta en que esferas como la
familia, la sociedad civil, el mercado, la política, no actúan con arreglo a una sincronización
global, están diferenciadas en el espacio y en el tiempo. A mi modo de ver el conflicto actual
no emerge de un choque de civilizaciones sino más bien de un choque dentro de las civili-

45. J. Cohen, A. Arato, «Politics and the Reconstruction of the Concept of the Civil Society» en A.
Honneth, T. MacCarthy (eds.), Zwischenbetrachtungen. Im Prozess der Aufklärung, Frankfurt, 1989, 502.
46. N. Luhmann, Soziologische Aufklärung, Opladen, 1975, vol. 2, 160.
47. R. Stichweh, «Inklusion im Funktionsysteme der modernen Geselschaft», en R. Mayntz et al.,
Differenzierung und Verselständigung, Frankfurt, 1988, 262.
48. Ver U. Beck, Die Erfindung des Politischen, Frankfurt, 1993, 93-95.
49. Ver el trabajo de N. García Canclini: Culturas híbridas, México, 1990.
50. Tomo el término de Arjun Appadurai en su conocido e influyente trabajo: Modernity at Large.
Cultural Dimensions of Globalization, Minneapolis, 1996.

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Josetxo Beriain

zaciones, de las contradicciones y antinomias que produce la emergencia de proyectos de


modernidad dentro de distintas civilizaciones. Toda interpretación es una traducción in
nuce.51 No existe ninguna cultura ni civilización que sobreviva aislada sino en permanente
contacto e hibridación con otras culturas. Empíricamente, podemos afirmar que la tesis del
contacto cultural formulada por la Escuela de los Círculos Culturales desarrollada por Gräb-
ner a comienzos del siglo XX en Viena y que tendrá desarrollos posteriores en los estudios de
mitología comparada de Franz Boas y en la teoría del intercambio de Marcel Mauss da
cuenta con mucho más acierto de la coexistencia de distintos cluster culturales que la teoría
del choque cultural. En el fondo de todo encuentro con el otro está siempre la pretensión de
comprender-se mutuamente asumiendo el rol del otro,52 en los términos de Mead, de alcan-
zar cierta fusión de horizontes,53 en los términos de Gadamer en donde la idea fuerza no
estaría en el Logos del yo, ni el Anti-logos del Otro, sino en Diálogos del yo como otro. De
hecho, «las culturas están demasiado entremezcladas, sus contenidos e historias son dema-
siado interdependientes e híbridas, para la separación quirúrgica en oposiciones la mayor
parte de las veces ideológicas como Oriente y Occidente»54 o islam versus Occidente u Occi-
dente versus el resto del mundo, como pretenden los teóricos del choque cultural, de hecho,
¿qué es Occidente sino una exitosa hibridación de Jerusalén, Atenas y Roma?, ¿acaso no
proceden las tres grandes religiones monoteístas de un mismo tronco común?
Déjenme finalizar estas páginas con una pequeña historia de hibridación cultural.
Cuenta Benedict Anderson en Spectre of Comparisons (1998), que el 29 de febrero de
1920, en la pequeña ciudad del centro de la isla de Java llamada Delangu, Haji Misbach,
piadoso peregrino y ardiente comunista que regresa de La Meca, con su rostro moreno,
su sombrero estilo Panamá y su traje de lino blanco, en un mitin que tuvo lugar en la
región, pronunció las siguientes palabras: «La época actual puede, con toda legitimidad,
ser llamada djaman balik boeono (que en antiguo javanés popular significa “edad de un
mundo transformado”), lo que antes estaba arriba, ahora está abajo. Se dice que en el
país de Oostenrijk (palabra holandesa que significa “Austria-Hungría”), lo que acostum-
braba a ser encabezado por un Radja (palabra indonesia que designa “monarca”) se ha
convertido ahora en una balik boeono (república en javanés) y muchos ambtenaar (pala-
bra holandesa que designa «funcionario gubernamental») han sido asesinados por la
república. Un antiguo ambtenaar sólo tiene que mostrar su nariz para que le corten el
cuello. Por tanto, hermanos, ¡recordad! El país no pertenece a nadie más que a nosotros
mismos».55 Llama poderosamente la atención la profusión en el uso de palabras proce-
dentes del javanés, del holandés y del indonesio-malayo, pero esto no nos debe ocultar la
idea-fuerza de fondo que se manifiesta en la emergencia de la visible Java frente a la
invisible Oostenrijk, precisamente debido a que los lenguajes son transparentes entre sí,
se interpenetran y reconfiguran mutuamente sus propios dominios respecto al mundo o
mundos a los que dan expresión. Emerge una nueva forma de ver el mundo en la que el
holandés ha descendido de su estatus como lengua del poder colonial y el javanés ha
descendido de su posición como lenguaje de la verdad primordial. La jerarquía ha sido
secularizada como principio de orden adoptándose la heterarquía transversal como nuevo
principio de orden en el que todos los lenguajes están presuntamente coimplicados.

51. J. Habermas, «Terrorism and the Legacy of Enlightment», en Habermas y Derrida, Philosophy
in a Time of Terror, Chicago, 2003, 37.
52. G.H. Mead, Espíritu, persona y sociedad, Barcelona, 1982, 272-273.
53. H.G. Gadamer, Verdad y método, Salamanca, 1977, 376-377.
54. E. Said, Representations of the Intellectual, Londres, 1994, xi.
55. B. Anderson, Spectre of Comparisons. Nationalism, South Asia and the World, Londres, 1998, 30.

326 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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LA EXISTENCIA SANTA

Waldo Ross

¿Quién se atrevería hoy a hablar de santidad? La sola palabra evoca martirio, ascetismo,
un hombre colgado de una cruz o una mujer consumida en la hoguera. Además, ¿cómo
sería posible visualizar la santidad en un mundo en el que se dice que es el hombre quien
crea sus valores, su estilo de vida y sus opciones? El hombre y nadie más que el hombre.
Se ha deificado de tal manera al hombre y a la sociedad que, a fin de cuentas, la santidad
ya no encuentra lugar en este mundo.
Sin embargo, la santidad existe y es lo único que hace que la vida valga la pena de ser
vivida. Y hay algo más que conviene anticipar: cualquiera de nosotros puede ser santo si
verdaderamente se propone serlo. Porque la santidad no tiene nada que ver con martirios
monstruosos o con obediencia ciega a una iglesia o a un dogma. La santidad no tiene dog-
mas y no se doblega frente a los poderes de este mundo. Santo es aquel que cree firmemente
que el hombre es una parte ínfima del proceso cósmico y que, por ser plenamente consciente
de esta finitud y contingencia, es digno de ser salvado y eternizado. El santo absorbe dentro
de sí la contingencia de los hombres y, al hacerlo, los eleva al plano de la perennidad.
Para eliminar toda duda o vacilación diremos de partida los nombres de algunos
santos. Yo, en primer lugar, elegiría a Buda que fue un hombre que lo tuvo todo y supo
renunciar a todo, que conoció la vida, la sufrió y la superó. Más adelante, colocaría en la
lista de santos a Platón, Plotino o Spinoza. O mujeres como Safo, Aspasia o Hipatía. Todos
ellos, al vivir según sus ideas y sin matar a nadie, intentaron dar un mensaje de salvación.
También entrarían en la lista los emperadores Marco Aurelio y Juliano, aunque Juliano
está demasiado fascinado con la imagen del héroe. Ya volveremos sobre esto. Todos estos
nombres tienen algo en común: todos esos personajes se colocaron por encima de las
convenciones sociales y de los dogmas y lanzaron la vida hacia adelante. ¡Ah! Y no olvide-
mos que el santo no debe hacer ningún milagro, ni antes ni después de muerto, sino actuar
en el aquí y el ahora que es lo único importante. El ser humano tiene una memoria genial
para recordar mistificaciones y estupideces, pero jamás recuerda el contacto de otro ser
que lo ayudó a salvar el aquí y el ahora. Por eso el santo pertenece a ese dominio mágico
que no existe pero sin el cual los hombres no podrían vivir ni dormir: el Olvido.
Hemos hablado del hombre como una partícula ínfima del proceso cósmico. El
hombre no es nada excepcional. Es sólo un producto imperfecto hecho después de mu-
chos fracasos que, en sus juegos de laboratorio, sufrió una «Divinidad experimentado-
ra». Pero esta sencilla constatación nos lleva hacia algo que es bastante sorprendente. El
Universo es a la vez inteligible e imprevisible. Hay en él algo de necesidad y de azar, algo
de determinismo y de probabilismo. Hay en él algo de creación pura, de total indetermi-
nación, y algo de ordenación susceptible de ser encerrada en un sistema de ecuaciones.
Por lo tanto, en la base misma del Universo debe existir un «campo de creación»,
una actividad espontánea situada por debajo de la matriz espacio-tiempo. Y, coincidente
con esto, debe también existir un «mundo de objetos eternos» que en su seno guardaría
las esencias, leyes, modelos posibles, valores, etc. Estas ideas están en el fondo de nues-

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Waldo Ross

tra conciencia filosófica: la primera la formuló Heráclito y la segunda apareció en Pla-


tón con su «mundo de las Ideas». Pues bien, y digámoslo de una vez, el mundo de la
santidad está enraizada en estas dos concepciones ancestrales de pensar humano.
Tengo ante mí el libro de Louis Lavelle sobre la santidad. Le adjudica el instante al
héroe y la eternidad al santo. Poniendo esto en el lenguaje de la psicología profunda,
tendríamos que llegar a la conclusión de que el héroe es un extrovertido que actúa sobre
el instante, mientras que el santo es un introvertido que toma sobre sí la contingencia y
finitud de este mundo las lleva como su cruz, y así las proyecta sobre la eternidad.
Esto, en principio, está muy bien, pero creo que las cosas son más complicadas que
lo que aparecen a primera vista. El héroe y el santo son personajes que están muy cerca-
nos y es muy difícil discernir con claridad su frontera. Todo santo es un héroe pero no
todo héroe es un santo. Entiéndase bien —y no me canso de repetirlo— que no creo que
el santo pertenezca al mundo monstruoso de las flagelaciones y de las obediencias obse-
sivas a un dogma. Como no creo que el héroe sea un ganador de batallas exaltado por
ciertos cretinos que, más tarde, se han aprovechado de su valentía.
Todo santo debe ser héroe en el sentido de llevar dentro de sí un «mundo de objetos
eternos» que implanta de golpe, y con esa movilidad estética que llamaríamos «gracia»,
en este aquí y en este ahora. Esto no es cosa fácil, pues requiere ponerse por encima de
los poderes de este mundo. Por eso, cualquiera puede ser santo si tiene el coraje de serlo.
Y también por eso mismo son tan pocos los santos, pues el ser humano muestra una
tendencia innata hacia la mezquindad y la cobardía. Pero el héroe procede de manera
diferente y seguramente complementaria. El héroe no lleva grabado dentro de sí el «mun-
do de los objetos eternos», sino más bien lo espera y eventualmente lo recibe, es fertiliza-
do por dicho mundo.
En el Eutifrón platónico se sostiene, de modo problemático, que «santo» sería lo
que obtiene el favor de los dioses. Pero resulta que ni el santo ni el héroe comienzan su
labor gracias al favor de los dioses. Al contrario, primero son santos o héroes y después
lanzan su plegaria a las divinidades. Esto se ve claro en Ulises a quien la diosa Atenea lo
admiraba y protegía por el manejo de argucias con el cual él había nacido, porque ella
misma, con su astucia y sus ojos de lechuza, usaba también toda clase de estratagemas
para hacer triunfar la Verdad. Jámblico tenía razón al decir que el hombre no habla a los
dioses como una persona a otra, sino que en la plegaria los pensamientos son pensados
en común por el hombre y por los dioses. La diferencia entre santo y héroe reside más
bien en el hecho de que el santo es plenamente consciente del «mundo de objetos eter-
nos» que lleva en el seno de su psiquismo, mientras que el héroe espera la llegada de ese
mundo con angustia. En este sentido, es más frecuente ser héroe que santo.
La personalidad del santo es «esponjosa», absorbe el instante y sus limitaciones
dentro del mundo de objetos eternos que está presente en las profundidades de su alma.
Por eso el santo eleva el mundo que existe a su alrededor y otorga carisma a las personas
que se le acercan. En cambio, la personalidad del héroe es «proyectiva», proyecta ciertos
aspectos del mundo de los objetos eternos dentro del instante. Pero como el héroe no
posee dicho mundo sino que aspira a poseerlo, en el subsuelo de su inconsciente afloran
la angustia y la duda. Cristo sufrió esta terrible experiencia en la noche de Gethsemaní.
El héroe no otorga carisma, sino más bien actúa por carisma.
Pero hay algo tal vez más importante. El santo se libera del dolor del ciclo de las gene-
raciones. Cuando Buda tuvo su iluminación bajo la sombra de un árbol, entró al Nirvana y
entonces tomó conciencia de que ya no retornaría jamás a las vicisitudes de esta vida. Supo,
en la luz de un relámpago, que su actuar en el espacio y en el tiempo había finalizado. En

328 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia santa

cambio, el héroe cree inconscientemente en su retorno a este mundo o, por lo menos, cree
que su mensaje se va a encarnar y revivir en las generaciones futuras. Por eso mi duda acerca
de la santidad del emperador Juliano que se creía la reencarnación de Alejandro Magno. El
héroe no se libera del dolor: en cada página de la Odisea, Ulises se queja amargamente de sus
desgracias. Ni siquiera el placer erótico que tuvo al lado de diosas como Calipso o Circe
lograron liberarlo de su dolor. En el fondo de su alma, el héroe intenta siempre volver al
lugar de donde ha salido. Esto es tan claro y tan propio del inconsciente colectivo que, al
morir un héroe, el pueblo aguarda pacientemente, y a veces durante siglos, su retorno.
Pero hemos sido un poco injustos. Hasta ahora hemos hablado de la presencia o de
la esperanza del «mundo de objetos eternos» en el santo y en el héroe. Al parecer, hemos
olvidado esa otra dimensión de la existencia que es el «campo de creación». Sin el cam-
po de creación, el mundo de los objetos eternos seria algo así como un mausoleo de
imágenes estáticas, congeladas, sin relación con el mundo de la representación, con el
mundo que vivimos a cada instante.
El santo espera que el campo de creación fertilice y movilice el mundo de objetos
eternos que yace en el fondo de su alma. Como el héroe espera que el mundo de los
objetos eternos fertilice y movilice el instante en que le toca actuar. No olvidemos este
paralelismo que es esencial.
En su introversión el santo se acerca fundamentalmente al campo de creación, mien-
tras que el héroe se acerca al mundo de la representación e intenta darle consistencia y
sustancia de eternidad. La fe del héroe ontifica y sustancializa lo efímero de este mundo. Por
eso es que el héroe es un poeta sin palabras, pues es el poeta quien ha recibido la palabra de
los Dioses para lograr eternizar el instante. Junto al héroe y al santo, el poeta es el más alto
ejemplar que la Naturaleza ha colocado sobre esta mísera piedra que yace al borde de la
galaxia. Es verdad que el poeta es esencialmente enemigo de los poderes de este mundo, es
verdad que es anárquico, y por eso Platón lo excluía de su república. Pero también es verdad
que el Universo es algo anárquico, probabilístico, dotado de una dosis de azar, y el poeta es
precisamente el vidente de esta dosis. Y esto Platón no lo había sospechado.
Pero no hagamos tantas distinciones inútiles.
Al final de cuentas el santo y el héroe confluyen hacia una meta común: la divinización
de este mundo. Mientras los políticos e ideólogos prometen el paraíso terrenal que nunca
llega y manipulan a la gente de la manera más grotesca (cuanto más grotesca sea la manipu-
lación, menos se da cuenta la gente de ella), el santo y el héroe luchan por salvar el instante.
El poeta es el notario que apunta con rigor y justicia los pormenores de esta lucha.
El santo, el héroe y el poeta son la avanzada de la humanidad que se ha lanzado a la
guerra para lograr finalmente el reino de la divinidad. La divinidad no es causa de este mun-
do, es su resultado final. Campo de creación, mundo de objetos eternos y estos tres ejempla-
res, santo, héroe y poeta, serán finalmente los que determinen la imagen de ese reino.
Sólo la lucha nos enaltece. Por eso la divinidad protectora del heroísmo es la
diosa Atenea, símbolo de la verdad combativa. Y a veces nos cuesta mucho trabajo
convencernos de que es esa lucha la que dará el único resultado positivo que es de
esperar en este mundo. McTaggart se desesperaba al tratar de calcular si el bien sería
mayor que el mal en la economía de la existencia. Esto me trae a la memoria la fase
final de la mitología vikinga: aunque el mal sea mayor y al final sus potencias impon-
gan su triunfo, podremos morir felices al pensar que hemos luchado sin desfallecer y
sin pensar en nosotros mismos.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 329

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LA EXISTENCIA MALA

Luis Garagalza

El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el


precio de la libertad.
R. SAFRANSKI

Introducción

La filosofía occidental surge en el intento de pensar el ser de lo real y, pese a que en sus inicios
tiene un carácter trágico, pronto queda tan deslumbrada por la contemplación del bien (y
sus correlatos, la unidad, la belleza y la verdad) que pasa por alto y soslaya la cuestión del
mal. Desde entonces las corrientes predominantes en la historia de la filosofía se han esfor-
zado por pensar el bien y han desarrollado un tipo de pensamiento capaz de hacerlo apoyán-
dose en el principio de no contradicción y en la coherencia sistemática. Una vez instalada la
filosofía en un tal pensamiento del bien, el mal comparece precisamente como lo impensa-
ble, por lo que va a quedar apartado, excluido y olvidado en la oscuridad impenetrable del
abismo y del no-ser. De este modo la filosofía se entrega a la celebración teórica del bien, sin
darse cuenta de que esa celebración instaura el sacrifico del mal. El sacrificio (teórico) del
mal se convierte así en una especie de rito de iniciación para acceder a la filosofía (oficial), la
cual se desmarca a su vez de otros tipos de pensamiento que no realizan ese sacrificio, por lo
que no son reconocidos como propiamente «filosóficos». Pero en la actualidad, en el contex-
to de la posmodernidad, son éstos últimos, precisamente, los que resultan más relevantes
para la filosofía, pues plantean una tarea, la de asumir el mal, que no se puede eludir si se
pretende proseguir esa aventura que es la búsqueda de una comprensión del sentido y sinsen-
tido de la propia existencia, así como, más en general del ser humano y, como quería Max
Scheler, del lugar que ocupa en el cosmos. Haremos, pues, un recorrido por la historia de la
filosofía atendiendo a esta cuestión, pero antes de abordar la problemática filosófica que se
plantea en torno al tema del mal vamos a hacer una consideración sobre el modo en que esa
problemática se plantea ya en el interior de las tradiciones mitológicas griega y judeocristiana.

1. Mitologías del mal

1.1. La tradición bíblica

Tras haber creado el mundo a partir de la nada y poner en él al hombre, creado «a su


imagen y semejanza», Dios se detiene al final del sexto día a contemplar su obra y se
siente satisfecho, pues le parece que todo estaba bien: «Y vio Dios todas las cosas que
había hecho; y eran en gran medida buenas».1 La tradición bíblica ofrece en este sentido

1. Gen. 1, 31.

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La existencia mala

una visión básicamente optimista: tanto el Creador como su creación son buenos en el
fondo, por lo que se puede, y se debe, confiar en ellos. Partiendo de esta bondad incues-
tionada el relato apenas se demora en el encomio de la bondad y belleza de ese universo
recién creado ni en la presentación del transcurrir de la vida humana en su plenitud de
sentido. Tras el reposo del séptimo día el relato inicia sin más preámbulos la complicada
tarea de dar cuenta del surgimiento del mal, que en cuanto tal no habría sido directa-
mente creado por Dios. Así, tan pronto como quedó instalado en el Paraíso con la fina-
lidad de cuidarlo y disfrutarlo, el ser humano recibió un precepto: «Puedes comer del
fruto de todos los árboles del Paraíso, más del fruto del árbol de la ciencia del bien y del
mal no comerás, porque el día que de él comieres, morirás».2
Aparece así, dentro aún de la propia condición paradisíaca, el primer límite de la
existencia humana. Ahora bien, ese límite no tiene un carácter absoluto o insuperable,
ya que es formulado al modo de una prohibición, con lo cual resulta que el estableci-
miento de ese límite coincide con el establecimiento o reconocimiento de la libertad del
ser humano. Se inicia de este modo lo que Safranski ha llamado «el drama de la liber-
tad».3 Safranski reconoce que esa prohibición encierra «una contradicción pragmática
consigo misma»,4 pues contiene una paradoja que tiene, podríamos añadir, algo de «dia-
bólico». Se podría comparar a un mandato irrealizable que ordenara no tener en cuenta
ese mandato, pues la propia prohibición de acceder al conocimiento del bien y del mal
hace que el hombre sepa que es malo comer del árbol del conocimiento, con lo cual ya
habría accedido a ese conocimiento. Más que una prohibición parece una especie de
trampa contra el hombre. O es que Dios no se da cuenta de lo que está provocando,
siendo entonces un insensato. Aparece de este modo una inquietante ambivalencia del
propio Dios.
En virtud de ese «no» emitido por Dios, el ser humano queda enfrentado a un reto
que ya no va a poder evitar: queda paradójicamente obligado a la libertad, como ha
puesto de relieve incansablemente J.P. Sartre.5 Está obligado a decidir, a tomar una elec-
ción en la que se juega lo que va a ser. Ello implica a su vez que su existencia no está
determinada de antemano, cerrada o fijada, sino abierta, inacabada y, por ello, amena-
zada por el fracaso.
De todas formas, y pese a que la prohibición de Dios ya pone al ser humano en un
brete, en el reto de la libertad, fue precisa, según el relato, la intervención de la serpiente
para que el hombre comiera efectivamente del árbol prohibido, negando así la negación
divina. Es en efecto la astuta serpiente la que incita a Eva a comer del árbol prohibido,
inyectándole el veneno de la duda respecto a las intenciones de Dios. Le insinúa en este
sentido que en realidad les estaba mintiendo al decir que el fruto prohibido acarrea la
muerte, pues lo que ocurre más bien es que les haría ser como dioses. La serpiente
quiebra así la confianza primigenia de Eva, su ingenua tranquilidad, y logra que se
asuste ante la posibilidad de que Dios les hubiera estado engañando. Atrapada por la

2. Gen. 2, 17.
3. R. Safranski, El mal o el drama de la libertad. Tusquets, Barcelona, 2002.
4. R. Safranski, op. cit., p. 22.
5. «Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justi-
ficaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está
condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado,
libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace». J.P. Sartre, El
existencialismo es un humanismo. Edhasa, Barcelona, 1999, p. 78 (hay edición en http://
www.lainsignia.org/2001/febrero/cul_093.htm).

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angustia, Eva se deja llevar por el miedo viendo en el fruto prohibido no un veneno, sino
la medicina: el medio para librarse del miedo haciéndose (inmortal) como Dios.6 Se
consuma así la irrupción del mal en el mundo, de la que en esta versión se hace respon-
sable a la incitación de la serpiente y a la debilidad o in-firmitas que demuestran tanto
Eva como Adán al hacer un uso inadecuado de la libertad que Dios les había otorgado.
En esta versión el propio Dios queda, empero, libre de la menor sospecha de estar impli-
cado en el asunto.
Ahora bien, aquí se plantean algunas cuestiones: ¿quién es esta serpiente? ¿De dón-
de ha salido? ¿Qué es lo que pretende? Para intentar arrojar algo de luz sobre estas
cuestiones vamos a hacer un paréntesis. El especialista en mitologías comparadas
J.Campbell defiende que la mayoría de los temas y motivos que aparecen en la Biblia no
aparecen en ella por primera vez, sino que tienen una historia anterior. En concreto, el
tema del Edén no pertenecería propiamente a una mitología del desierto como la judía,
sino que provendría de la primitiva mitología matriarcal común a los pueblos plantado-
res, si bien en la Biblia se le ha dado a todo el relato un giro de 180 grados, se ha
producido una inversión y se reinterpreta la problemática desde una perspectiva pa-
triarcal. «Quien esté familiarizado con las mitologías de la diosa de los mundos primiti-
vo, antiguo y oriental reconocerá equivalentes en todas las páginas de la Biblia, aunque
transformados para proporcionar razonamientos contrarios de las antiguas creencias.
Por ejemplo, en el episodio de Eva y el árbol, no se dice nada que indique que la serpien-
te que se le apareció y le habló era una deidad por derecho propio, que había sido
adorada en el Levante por lo menos durante los siete mil años anteriores a la composi-
ción del libro del Génesis».7 Durante todo este tiempo la serpiente, caracterizada por su
maravillosa capacidad de renovarse abandonando la piel vieja y desgastada para gene-
rar una nueva, simboliza la misteriosa fuerza del renacimiento y de la regeneración de la
naturaleza, que se proyecta tanto en el simbolismo de la luna, con su movimiento cre-
ciente y menguante, como en la fuerza generadora de la mujer (recuérdese que la inter-
vención del semen en la fecundación del óvulo no es algo evidente, sino algo que se irá
descubriendo en el transcurso del surgimiento de la conciencia). Campbell ofrece nume-
rosos ejemplos pertenecientes a diferentes culturas de este sistema mítico del Oriente
Próximo en los que la historia, con su árbol, su serpiente y dos o más personajes a su
alrededor, transcurre sin ningún síntoma de miedo, de peligro ni de ira divina. «No hay
(en todos esos ejemplos) tema de culpa unido al jardín. La dádiva del conocimiento de la
vida está allí, en el santuario del mundo, para ser cogida. Y es otorgada de buena gana a
cualquier mortal, hombre o mujer, que llegue con el deseo y la disposición adecuados
para recibirla».8
Pero volvamos tras este paréntesis al propio relato del Génesis, que no nos da más
explicaciones sobre la serpiente, por lo que para hacerse una idea sobre ella es preciso ir
atando cabos con alusiones posteriores. Así sabemos que algo tiene que ver con la envi-
dia: «Por la envidia de la serpiente entró la muerte en el mundo».9 Sabemos también que
antes de presentarse en forma de serpiente había sido en realidad un ángel creado por

6. Cfr. E. Drewermann, Structuren des Bösen. Die jahwistishe Urgeschichte in psychoanalytischer


Sicht. Paderborn, Munich, 1984, así como Psicoanálisis y teología moral. Desclée, Bilbao, 1996.
7. J. Campbell, Las máscaras de Dios, vol. III, Alianza, Madrid, 1991, p. 25.
8. J. Campbell, op. cit., p. 30.
9. «Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza,
pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que
padecerla». Sabiduría, 2, 23-24.

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Dios, pero que por orgullo quiso ponerse por encima de su creador, siendo arrojada al
infierno con la tercera parte de los ángeles que quisieron seguirle. Esta versión se va
consolidando lentamente hasta configurar ya en la Edad Media la imagen personificada
del Diablo.
En la historia de Job, por otro lado, Satán juega ya un papel importante. Cuenta el
libro de Job que un día se presentaron ante Dios sus hijos, entre los que se encontraba
Satán, que venía de recorrer la tierra. No parece extrañarle a Dios esa presencia, pues se
limita a dirigirse a Satán para alabar a Job, un hombre feliz, que tenía una vida próspera
cuidando de su familia y era profundamente bueno: «un varón sencillo y recto, temeroso
de Dios y apartado del mal». Charlando con Dios en un ambiente más bien relajado,
como de camaradería, Satán se ríe de la presunta bondad de Job y, siguiendo la misma
estrategia que tan buenos resultados le dio con Eva en el Paraíso, inyecta en Dios la duda
respecto a su honrado siervo, insinuando que su amor no es gratuito, sino que se reduce
a lo que hoy llamaríamos un intercambio mercantil ventajoso. Job ama a Dios porque le
resulta rentable el buen trato que recibe a cambio, mas, apunta Satán, «extiende un
poquito tu mano y toca sus bienes y verás como te maldice en tu cara».10 Pues bien,
parece que el veneno de la duda hace mella en Dios, que se va a aliar con Satán consin-
tiendo que ponga a prueba a Job. Sin tener nada que ver, el pobre Job va a ser víctima de
este juego macabro en el que su Señor se ha dejado involucrar. «Para Job —señala Safrans-
ki— sólo queda la fe en un Dios insondable. Pero si Dios es insondable, también lo es el
mundo. Entonces acontece en él el mal, y hay males en él, sin que existan para ello
buenas razones, es decir razones que conduzcan a un buen orden del mundo».11 Mas de
este modo el bueno de Job logra asumir la oscura implicación de su Dios con el mal sin
maldecirle y conservando su dignidad: «La imagen del mal inexplicable y del Dios inson-
dable se confunden entre sí. Dios deja de ser fundamento y se convierte en abismo».12 A
este Dios abismal, que incluye tanto las fuerzas claras como las oscuras, parece estar
refiriéndose Job cuando afirma: «Si hemos recibido de Dios el Bien, ¿por qué no habría-
mos de aceptar también el mal?».13 En este caso el hombre demuestra ser mucho más
maduro que Dios. Job ha quedado por encima de Yahvé. Pero, como señala Jung, Yahvé
acabará dándose cuenta y se hará cargo de lo que ha hecho, o permitido hacer cuando
menos, con Job. Y llega a la conclusión de que ha de «humanizarse»: toma la decisión de
encarnarse, asumiendo la condición humana, en su Hijo.14
Esta historia parece reforzar la impresión de que cabe hablar de cierta ambivalen-
cia de Dios, a la que hemos aludido antes en relación con la prohibición del Paraíso y
que es posible detectar también con relación al asesinato de Caín. Caín mató a su her-
mano movido por la rabia y la envidia que suscita en él el hecho de que Dios acepte de
buen grado las ofrendas de Abel y rechace, por el contrario, las suyas. Pero, ¿a qué se
debe ese rechazo? El relato no alega ninguna causa que lo justifique. Parece más bien
una arbitrariedad o capricho divino que un acto de justicia.
Basten estas consideraciones sobre la aparición de la cuestión del mal en la tradi-
ción bíblica, por el momento, y recordemos brevemente cómo se nos presenta en la
mitología griega.

10. Job, 2, 5.
11. R. Safranski, op. cit., p. 266.
12. R. Safranski, op. cit., p. 252.
13. Job, 2, 10.
14. Cfr. C.G. Jung, Respuesta a Job. FCE, México, 1983.

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1.2. La mitología griega

La cuestión del mal no ocupa en la mitología griega un lugar tan específico como el
que ocupa en la Biblia. En aquélla no encontramos una situación paradisíaca que se
quiebra repentinamente. El mal está presente ya desde el inicio en el abismo de ho-
rror, caos y violencia del que proviene el cosmos y el mundo humano. El inicio está
marcado por la guerra a muerte entre los dioses, por el incesto, por la venganza, por
una violencia que se cierra en una espiral sólo interrumpida por la decisión magnáni-
ma de Zeus tras su victoria, que decide reconocer a sus enemigos llevando a cabo un
reparto de poderes entre ellos (del que sintomáticamente quedó excluida Deméter).
En esta visión mitológica la humanidad surge directamente de la Tierra (Gea) y, tras
sufrir varias extinciones que parecían augurar un fracaso definitivo, será la interven-
ción de Prometeo la que logra consolidar su presencia en el mundo. Prometeo, que
proviene de los titanes contra los que había luchado Zeus, no acaba de reconciliarse
con éste ni acepta someterse a él. Su rebeldía le lleva a engañar astutamente a Zeus a la
hora de ofrecerle el sacrificio, dándole sólo los huesos envueltos en la piel para quedar-
se con la carne, y a erigirse como defensor de los humanos, que habían quedado en la
penuria por la imprevisión de Epimeteo a la hora de repartir las facultades y atributos
entre las diversas especies. Prometeo se atreve a robar el fuego de Hefesto, que sólo
existía en el Olimpo, y se lo entrega a los humanos, con lo que inicia el desarrollo de la
conciencia y de la civilización.15
Según otra versión, los seres humanos tenían una existencia indigna, vivían ocultos
y acurrucados en la oscuridad de las cavernas, pues estaban paralizados por el miedo
que les provocaba el conocimiento de la fecha de su muerte. Gracias a Prometeo, que les
hizo olvidar la hora de su muerte, y su impotencia ante ella, los hombres comenzaron a
organizarse y se pusieron manos a la obra, se empeñaron en trabajar y comenzaron a
vivir como si no tuvieran que morir. La supervivencia de la humanidad queda así vincu-
lada al proceso civilizador (utilización del fuego para cocinar-transformar la naturaleza
y capacidad de trabajo y de organización para controlar los procesos naturales) propi-
ciado por la rebelión de Prometeo. Prometeo aporta, pues, grandes beneficios al ser
humano, pero con ellos recae también sobre la humanidad el resquemor que le ha que-
dado a Zeus por sus engaños.
Movido por ese resquemor Zeus decide castigar a los hombres. Con ese fin ordena
a Hefesto que modele con arcilla una mujer, llamada Pandora, y dispone que sea adorna-
da con los regalos de todas las diosas. Una vez que ha alcanzado todo su esplendor, Zeus
la envía como regalo a Epimeteo quien, haciendo caso omiso de la advertencia de su
hermano de no aceptar los regalos de Zeus, se enamora inmediatamente de ella. Pando-
ra descubre la caja-ánfora en la que Prometeo había conseguido encerrar todos los ma-
les (la vejez, la fatiga, la enfermedad, etc.) junto con la esperanza y, movida por la curio-
sidad, y por la tontera, la abre. Esa acción inconsciente permite que los males se escapen
de su encierro extendiéndose por el mundo: a partir de ese momento será necesario el
trabajo y además todo bien encerrará una contrapartida de mal. Para cuando se dio
cuenta de lo que estaba ocurriendo y volvió a tapar el ánfora ya lo único que quedaba
dentro era la esperanza (elpis).
En la versión de Hesíodo se dice que el nombre de «Pandora» le fue asignado a esta
primera mujer porque había recibido dones de todos los dioses. Ahora bien, según Jane

15. Platón, Protágoras, 320d-321d.

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La existencia mala

Harrison la figura de Pandora y el tema de su ánfora proviene de un trasfondo anterior


a la mitología olímpica y Hesíodo estaría realizando una «inversión mítica» de su valor,
pues originariamente Pandora habría sido «la que da todos los dones», cosa que con-
cuerda con el nombre de «Anesidora», que a veces se asocia con Pandora, y que era un
epíteto que se solía aplicar a Gea-Deméter emergiendo con los brazos alzados en forma
de Core.16 Harrison considera, pues, que Pandora es originariamente, en la primitiva
mitología matriarcal, la diosa de la tierra que proporciona todo lo necesario para la vida.
Esa figura experimenta una extraña transformación que la minimiza y la carga de una
valoración negativa al comparecer en el contexto de una mitología patriarcal como la
griega en la que el mal queda vinculado a lo femenino en tanto que representación de la
debilidad, pues esa mitología articula precisamente una interpretación del mundo y de
la vida basada en la exaltación de los valores masculinos y de las virtudes del héroe-
guerrero que se afirma en la lucha contra el monstruo amenazador.

2. El pensamiento trágico y el inicio de la filosofía

Pero dejemos la mitología y atendamos a la época en la que el pensamiento occidental


comienza a constituirse en el interior mismo de la mitología, de la literatura homérica y
de la tragedia. A este respecto cabe plantear, con la ayuda de Cornelius Castoriadis, que
la originalidad de la cultura griega consiste en haber sido capaz de realizar y de soportar
la experiencia del abismo, de asumir conscientemente lo que este autor denomina «la
pesadilla de la inconsistencia de lo que es», aceptando que el universo, el mundo huma-
no y la propia existencia de cada uno carecen de fundamento, provienen del caos y se
sustentan sobre esa grieta o apertura originaria a la que alude la palabra griega Khaos.17
La realización y asimilación de esta experiencia trágica, en la que «se comprende el
mundo como incomprensible», sería, según esta hipótesis, lo que hizo posible las dos
grandes aportaciones de los griegos: la filosofía y la política.18
«Lo que hace a Grecia —afirma Castoriadis— es precisamente la cuestión del sin-
sentido o del no-ser [...]. Los griegos afirman tan fuerte que el ser es, sólo porque están
obsesionados por la certeza de que de la misma manera el ser no es, de que su ser está
indisociablemente encadenado al no-ser».19 Esta cuestión o este problema, que se for-
mula y articula ya en el interior de la mitología, de la literatura homérica y de la trage-
dia, es el que conduce a la interrogación filosófica, provocando el distanciamiento res-
pecto a la propia tradición, a las costumbres y convenciones de la polis y el correlativo
descubrimiento de que la sociedad se instituye a sí misma creando imaginariamente las
instituciones que la sostienen.
Cabría detectar ya esa problemática, por ejemplo, en la historia de Pandora, esa
primera mujer creada por Hefesto a modo de regalo envenado para la humanidad, que
al abrir el ánfora hizo que vinieran al mundo todos los males. Para cuando quiere cerrar-
la, tras darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya había salido de su interior todo lo
que contenía, menos la esperanza (elpis). Pese a la ambigüedad de este último detalle,
Castoriadis entiende que el hecho de que la esperanza haya quedado dentro del ánfora

16. Cfr. J.E. Harrison, Prolegomena to the Study of Greek Religion. Princeton, Nueva Jersey, 1991.
17. C. Castoriadis, Lo que hace a Grecia. 1. De Homero a Heráclito, Buenos Aires, 2006, p. 241.
18. C. Castoriadis, op. cit., p. 66.
19. C. Castoriadis, op. cit., p. 327.

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alude precisamente a esa especie de desengaño trágico que afecta originariamente al


alma griega, a esa resistencia a creer que pudiera haber una concordancia o armonía de
fondo entre el cosmos y lo que nosotros somos o deseamos y, correlativamente, al escep-
ticismo respecto a lo que cabe esperar tras la muerte. Tal sería la antigua sabiduría
trágica que se condensa, como nos hizo saber Nietzsche, en la sentencia emitida por el
viejo Sileno, ese dios de los bosques, feo y deforme que se encargó de criar a Dioniso,
cuando al ser preguntado por el rey Midas sobre el bien supremo del hombre contestó lo
siguiente: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas
a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente
inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es
para ti morir pronto».20
La liberación de esa esperanza-engaño marca la ruptura de la cultura griega con
todas las anteriores, permitiendo atisbar el abismo, la apertura, la herida, la grieta, el
vacío o el caos, que es, según afirma la Teogonía de Hesíodo, lo que primero advino. Los
mitos griegos, afirma Castoriadis, «develan una significación del mundo que no puede
reducirse a ningún tipo de racionalidad, una significación que presenta constantemente
el sentido sobre un fondo de sinsentido, o el sinsentido como penetrando el sentido por
todas partes».21 Aquí radicaría «el suelo nutricio del imaginario social griego», pues en
la religión griega lo sagrado es, según afirma nuestro autor, aquello que alude o evoca el
abismo, haciéndolo de algún modo presente en el interior del mundo.22
Pues bien, la sentencia de Anaximandro habría que ubicarla en el momento en el
que el pensamiento mítico comienza a colapsarse, aunque aún se respira su aire trágico,
y apunta ya el inicio del pensamiento metafísico, pero aún está muy lejos de consolidar-
se de un modo sistemático. La reflexión de Anaximandro se vuelve interrogante sobre
un tema que ya había inquietado a la tradición mítica: el enigma de la physis, de la
génesis y la transformación de los opuestos, de esa lucha inagotable que se representa en
el movimiento natural. Se trata de comprender qué es lo que hace que esa lucha no
provoque el predominio absoluto de uno de los opuestos y la supresión del otro, es decir,
no se resuelva en mero caos, sino que alcance cierto equilibrio, cierta regularidad, que es
lo característico del «cosmos». Mientras que el mito alude a un acontecimiento primero
que ha lugar «in illo tempore», en un tiempo exterior al tiempo normal o profano, y
ejerce desde fuera una especie de coacción, la reflexión de Anaximandro intenta nom-
brar algo que es «físico», que alude a un desarrollo interno. Busca lo primero, la arkhé,
aquello de lo que provienen los opuestos, aquello que los opuestos tienen, por tanto, en
común, y lo hace utilizando una palabra que no remite a nada concreto, ni siquiera
representable: to ápeiron, que podríamos traducir como lo infinito, lo indeterminado, lo
ilimitado y lo informe, teniendo en cuenta que tradicionalmente era un adjetivo que
solía asociarse sobre todo con el mar. Al afirmar que el ser es ápeiron Anaximandro
estaría creando una nueva interpretación de la experiencia básica del abismo, contra la
cual se recorta el universo imaginario griego y su afán de mesura, de armonía, de orden
y de equilibrio, de justicia y de razón.

20. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia. Alianza, Madrid, 1976, p. 52. Este trasfondo pesimis-
ta de la cosmovisión griega se expresa también en la historia que narra Heródoto de una madre que,
alegando la gran piedad de sus hijos, pide a Apolo que le conceda el mayor de los premios: que sean
liberados de la vida cuanto antes y puedan morir sin sufrimientos (cfr. Safranski, op. cit., p. 20).
21. C. Castoriadis, op. cit., p. 200.
22. Cfr. C. Castoriadis, op. cit., p. 218.

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To áperion es, según la sentencia, aquello de lo que todo viene y a lo que todo vuelve,
por lo que jugaría, en opinión de Castoriadis, el mismo papel que juega el khaos en la
mitología hesiódica. De hecho nuestro autor considera que la sentencia expresa en un
lenguaje poético-filosófico lo mismo que encontramos en Hesíodo y en Homero: «el
ciclo eternamente recomenzado de la injusticia, de la desmesura y del ultraje que condu-
ce a la catástrofe y a la destrucción».23 Cada cosa al generarse se desprende de ese fondo,
de esa matriz oscura, y adquiere una determinación, una definición, estableciéndose
dentro de unos límites.

3. La filosofía clásica y la teología

En los inicios de la experiencia filosófica griega se despliega una visión del mundo en la
que lo real se ofrece como una transformación constante y los opuestos se conciben
como momentos inseparables que pertenecen a un mismo movimiento continuo y que
tienen un origen común. Al acuñar la noción to ápeiron para aludir filosóficamente a ese
origen, Anaximandro le está concediendo a lo indeterminado, infinito o ilimitado, pese
a la ambigüedad que le rodea, una dignidad y un respeto que la posterior filosofía, ya
consolidada con el platonismo, no va a ser capaz de mantener. Para comprobar de qué
manera queda devaluado el ápeiron en el pensamiento clásico, y luego dominante en la
cultura occidental, bastará con que recordemos que uno de los significados que tiene la
palabra eidos, sobre la que pivota la filosofía platónica, es precisamente determinación.24
La filosofía de Platón se apoya en efecto sobre la nítida distinción entre lo determi-
nado y lo indeterminado, entre el cielo y la tierra, entre la luz y la oscuridad, siendo la
verdad precisamente la explicación, gracias al pensamiento racional y a la claridad que
arroja la idea, de lo meramente vivido o sentido de un modo oscuro, fusional, confuso o
difuso. El acceso al conocimiento es como la ascensión que lleva mediante un ejercicio
heroico desde la oscuridad de la caverna hasta el mundo exterior, en el que la luz del día
hace posible la visión. La ciencia, el saber que se apoya en la causa, en la definición, en
la idea, libera de los errores, engaños e ilusiones que generan las meras opiniones y le
proporciona al alma la tranquilidad, la seguridad, el equilibrio: la felicidad de experi-
mentar que habita en un «cosmos» que está en concordancia con ella, que está dotado
de la misma estructura racional que ella.
La realidad queda así asociada al ámbito de lo inteligible y en particular a la idea
suprema, la idea del Bien (y a la Unidad) como principio gnoseológico y ontológico que
encuentra su símbolo en el astro rey, con lo que se contrapone al ámbito de lo sensible,
a este mundo, que no es propiamente sino sólo de un modo impropio, como de presta-
do: un ámbito en el que acontece el movimiento, el cambio, la transformación, el deve-
nir que conduce finalmente siempre a la pérdida de la determinación, a la disolución en
la tierra como símbolo opaco de lo informe y caótico (jora). Si bien puede hablarse a este
respecto de cierto dualismo platónico, no ha de olvidarse empero de que no se trata de

23. C. Castoriadis, op. cit., p. 329.


24. Plotino se reafirma en esta línea, pese a sus consideraciones sobre el ser como trascendente al
ente (epekeina tes ousias), cuando afirma que el mal «es al bien como la falta de medida a la medida,
como lo ilimitado al límite, como lo informe a la causa formal, como el ser eternamente deficiente al
ser que se basta a sí mismo; es siempre indeterminado, inestable, completamente pasivo, jamás satis-
fecho, pobreza completa» (Enn. I, VIII, 3, citado por Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Alianza,
Madrid, 1979, p. 2080).

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un dualismo radical.25 Es cierto que resulta fácil encontrar en Platón descalificaciones


del mundo sublunar porque «está necesariamente poseído del mal» (Teet, 176 a) y del ser
humano («hombres y mujeres son más que nada muñecos que sólo poseen una mínima
parte de realidad», Leyes, 804 B), pero en el platonismo ortodoxo el universo visible no
se contrapone frontalmente al mundo ideal. Esos dos mundos no son dos reinos separa-
dos e independientes sino que entre ellos media una relación de dependencia (participa-
ción), por un lado, y una vía de comunicación (eros), por el otro. La consideración de la
materia como causa del mal no parece ser propiamente platónica ni neoplatónica: «Plo-
tino podía aceptar la identificación de la materia con el mal —como señala Dodds— a
condición de que ambos elementos quedaran reducidos a la categoría de productos
marginales, como límite extremo de la emanación del Absoluto».26 En este sentido el
desprecio platónico del mundo no es absoluto, pues además de materia contiene tam-
bién cierta proporción, aunque sea de un modo exiguo y limitado, de forma y de luz.
Platón nos presenta la concepción del alma que se corresponde con esta ontología
mediante la alegoría del «carro alado» dirigido por un auriga y tirado por dos caballos.27
En el caso de los inmortales, encabezados por Zeus, los caballos son de pura raza («be-
llos, buenos y verdaderos» como todo lo divino) y las alas fuertes y seguras, de tal modo
que los carros vuelan sin esfuerzo, ascienden hasta la misma bóveda celeste e incluso
logran atravesarla: «En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su
vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la
génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro —en eso otro que nosotros
llamamos entes—, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser».28
En el caso de los humanos, los caballos serían más bien mestizos (mezclados) y las
alas se encuentran debilitadas, cuando no rotas. En este caso el auriga-razón suele tener
que conducir un caballo bueno y homogéneo en su naturaleza, que además es bello y
resulta dócil, y otro malo y constituido por elementos contrarios, que fácilmente se
desboca. La conducción de un carro así constituido resulta difícil e incierta, por lo que
es fácil perder el equilibrio y ser arrastrado por el cuerpo y sus pasiones, quedando el
alma atrapada en el laberinto de las opiniones sobre el mundo sensible o hundiéndose
en la ignorancia.
Platón rompe, pues, con la ambivalencia que caracterizaba a la experiencia trágica
e intenta conjurar el mal tomando partido por la afirmación del bien, el orden, la armo-
nía y la belleza. La negatividad, el sufrimiento, la discordancia quedan minimizados al
ser ubicados, y recluidos-reprimidos, en el ámbito de la mezcla, del devenir, en el reino
ilusorio de lo que no es propiamente, de lo que meramente transcurre bajo el dominio

25. A este respecto G. Durand establece una distinción entre un dualismo diametral, absoluto o
esquizomorfo, en el que los opuestos están separados por un abismo, y un dualismo mitigado, concén-
trico o drámatico en el que suele darse un tercer término que ejerce de mediación. Cfr. G. Durand,
L’Âme tigrée. Denoel, París, 1980.
26. E.R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia. Cristiandad, Madrid, 1975, p. 34.
«Pero, señala en otro lugar, ningún estoico o aristotélico, ningún platónico ortodoxo se hubiera atrevi-
do a condenar el cosmos en conjunto. Cuando nos tropezamos con semejantes posturas condenatorias
hemos de sospechar que, en última instancia, derivan de una fuente situada más al este, de un dualis-
mo más radical que el platónico», p. 32.
27. Fedro 245. En este planteamiento platónico el auriga se corresponde con la parte racional-
intelectual del alma (la «cabeza» = el gobernante), el caballo bello y bueno con la parte irascible o
voluntativa (pecho = los guerreros) y el caballo malo y feo con la parte apetitiva y pasional (abdomen
= los productores).
28. Fedro 247e.

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La existencia mala

del tiempo (devorador). Este optimismo ontológico, que descansa sobre una devalua-
ción de la naturaleza, el cuerpo, la madre-materia y el tiempo, pronto va a chocar con
una objeción teórica, a la que intentará dar respuesta la teodicea elaborando una justifi-
cación de Dios. Epicuro, apoyándose en el materialismo atomista de Demócrito, se pre-
gunta cómo ha de entenderse que siendo Dios bueno y omnipotente siga existiendo en el
mundo el mal, una objeción que será recogida por Hume y Bayle casi dos mil años
después.29 La existencia del mal implica, para Epicuro, la no existencia de Dios, o al
menos de un Dios caracterizado por la bondad y la omnipotencia. Puede que existan
dioses, pero serían dioses que no se preocupan ni se interesan por nuestras cosas, por lo
que tampoco habría que venerarlos o temerlos, ni esperar nada de ellos. La actitud
correcta respecto a los dioses sería la indiferencia, pues con ellos ocurre lo mismo que
con la muerte: que si estoy yo no está ella y si está ella no estoy yo.30
Pues bien, una gran parte de la teología cristiana se apoya precisamente sobre la
filosofía platónica y elabora la imagen de Dios como ser supremo, bueno y omnipotente,
que, según afirma la Biblia, crea el mundo de la nada y al ser humano «a su imagen y
semejanza». En este sentido, Agustín emplea la imagen bíblica del ciervo que busca la
fuente (Salmo 41) para ilustrar el anhelo natural que tiene el alma de elevarse sobre sí
misma buscando el bien, de trascenderse superando el error que la encierra en sí misma
y abriéndose a Dios. Dios sería esa corriente de agua fresca hacia la que el ciervo se
dirige espontáneamente para saciar su sed. El ciervo se encuentra empero con unas
serpientes, símbolo del mal (el egoísmo, la envidia, la lujuria, etc.) que obstruyen el paso
y tiene que luchar con ellas. Al igual que el ciervo, el alma humana tiene que luchar con
esas pasiones que le impiden continuar su itinerario hacia Dios. Si renunciase a la lucha
se estaría traicionando a sí misma, a su deseo de trascendencia: se encerraría obstinada-
mente en ella misma y se resignaría a no sentir su relación con Dios, a no realizar plena-
mente todo su potencial.31 No sería, pues, lo decisivo en el pecado el desear algo malo.
Lo decisivo es la deserción de lo mejor, la renuncia a una perfección superior que podría
haber deseado, la traición a la trascendencia posible.32 El problema está en que se desea
un bien inferior cuando sólo habría que desear un bien superior: sería una especie de
falta de ambición a la hora de elegir el objeto de deseo. El mal, ahora visto como pecado,
sería precisamente esta insatisfacción, esta no-realización, esta falta o defecto de ser:
una carencia de la que se derivan actos efectivamente negativos.
Para comprender el alcance de esta doctrina agustiniana hay que tener en cuenta
que en su juventud Agustín había aceptado durante varios años los planteamientos del

29. Hume recoge la objeción de Epicuro formulándola del siguiente modo: «¿Es que Dios quiere
evitar el mal y es incapaz de hacerla? Entonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere?
Entonces es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?». D. Hume,
Diálogos sobre la religión natural. Alianza, Madrid, 1999, p. 128.
30 «El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no
existe, y cuando está presente nosotros no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni
para los muertos, ya que está lejos de los primeros y, cuando se acerca a los segundos, éstos han desapa-
recido ya. A pesar de ello, la mayoría de la gente unas veces rehúye la muerte viéndola como el mayor de
los males, y otras la invoca para remedio de las desgracias de esta vida. El sabio, por su parte, ni desea la
vida ni rehúye el dejarla, porque para él el vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte. Y así
como de entre los alimentos no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo
disfruta no del tiempo más largo, sino del más intenso placer». Epicuro, Carta a Meneceo.
31. «Peccatum non est appetitio malarum rerum, sed desertio meliorum». De natura boni contra
manichaeos, 34.
32. O. Spann entiende este fracaso como una «des-extatización» (cfr. R. Safranski, op. cit., p. 50).

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maniqueísmo, una de las múltiples variantes del gnosticismo. Los maniqueos eran se-
guidores de Mani (210-276), un reformador religioso persa que buscaba la integración
sincrética del judaísmo, el cristianismo, el zoroastrismo y el budismo en una sola reli-
gión. Presenta una religión centrada en una visión dualista del universo como constitui-
do por la lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal, asociados
a dos divinidades provenientes de la tradición persa: Ormuz, el principio espiritual de la
luz, creador de todo lo bueno, y Ahrimán, el principio material de las tinieblas, respon-
sable de todo el sufrimiento y de todo el mal. El universo es imaginado como el resulta-
do de un ataque que sufre el reino de la luz, que vivía en paz consigo mismo y en equili-
brio, por parte del reino de la oscuridad, que se mantiene constantemente en un movi-
miento desordenado (movimiento que es la causa de su descubrimiento del reino de la
luz y del deseo de conquistarlo). El mundo y el tiempo son la consecuencia de este
ataque, productos de la mezcla de estas dos fuerzas o sustancias contrarias que acontece
tras la derrota experimentada por el reino de la luz: «La existencia humana, al igual que
la vida universal, es únicamente el estigma de una derrota divina. En efecto, si el Hom-
bre primordial hubiera vencido desde el primer momento, ni el cosmos ni la vida ni el
hombre hubieran existido. La cosmogonía es un gesto desesperado de Dios para salvar
una parte de sí mismo, al igual que la creación del hombre es un gesto desesperado de la
materia para retener cautivas las partículas de la luz».33
En este contexto el pasado comparece como la época en la que aconteció esa mez-
cla: una mezcla que perdura en el presente, pero que dejará paso en el futuro a una
nueva y definitiva separación. Como el mal es un principio, una sustancia, nunca podrá
ser eliminada ni cabe esperar que sea absorbida o integrada en el bien: la victoria sólo
puede consistir en restablecer el apartamiento, en un retorno del mal a su reino de
tinieblas. El mundo arderá en un incendio purificador y las partículas de luz que hayan
logrado salvarse ascenderán al cielo. «La materia, con todas sus personificaciones, sus
demonios y sus víctimas, los condenados, será encarcelada en una especie de masa y
arrojada al fondo de una gigantesca fosa, que luego quedará sellada con una roca enor-
me».34 La separación será, ahora sí, definitiva.
En su confrontación con la Iglesia católica, que lo condenó ya en 296 con Dioclecia-
no, el maniqueísmo afirmaba que un cosmos como éste, dominado por el mal, no puede
ser obra de Dios, que es trascendente y bueno, sino de su adversario. Identificaba de este
modo al dios malvado, que ha creado este mundo despreciable y todo el mal que hay en él,
con el Yahvé del Antiguo Testamento, negándose, en consecuencia, a adorarle y obedecer-
le. De este dualismo se derivan tanto la imposibilidad de aceptar el dogma de la Encarna-
ción como el rechazo de la reproducción (aunque no del ejercicio de la sexualidad), pues
traer un niño a este mundo es visto como un modo de continuar y de colaborar con el
imperio del mal. La única opción que le queda al ser humano es pugnar por liberarse
completamente del influjo del cuerpo mediante la purificación y la búsqueda del conoci-
miento (gnosis), por lo que resulta inútil y aun perjudicial cualquier intento de mediación
eclesiástica o sacramental. La gnosis, el conocimiento que es al mismo tiempo la salva-
ción, consiste fundamentalmente en una anamnesis: se trata de recordar la historia secre-
ta, olvidada, de uno mismo y, al mismo tiempo, del origen del cosmos. Recordando esta
cosmogonía y la correspondiente antropogonía el maniqueo llega a reconocer que es una

33. M. Eliade, «Historia de las creencias y de las ideas religiosas», t. II, Cristiandad, Madrid, 1978,
p. 381.
34. M. Eliade, op. cit., p. 456.

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partícula o una chispa de la luz originaria que ha quedado atrapada en el interior de la


materia oscura. «Hasta el fin del mundo, una parte de la luz, es decir, del alma divina, se
esforzará por despertar y, en última instancia, por liberar a la otra».35
Podríamos hacernos así una idea de la cosmovisión maniquea que abrazó Agustín
en su juventud. Desengañado, sin embargo, tras su entrevista con Fausto, el más famoso
de los maniqueos, de la capacidad de explicar intelectualmente el problema del mal con
el postulado dualista, Agustín va derivando a través del escepticismo hasta posiciones
neoplatónicas. En ellas encuentra una defensa contra el maniqueísmo: se trata de pen-
sar el mal sosteniendo que Dios no tiene ninguna culpa, cosa que se consigue, como ya
hemos visto, asignándolo al ámbito del no ser. Esta identificación neoplatónica del ser
con el bien y la tesis de que el mal se explica, sin necesidad de atribuirle un ser positivo
e independiente de Dios, como una carencia del ser que debería tener, le va a permitir a
Agustín, tras su conversión al cristianismo, comprender la afirmación del Génesis según
la cual Dios vio que todo lo que había creado era bueno.36
«A la manera de las tinieblas —afirma R. Safranski comentando la tesis aguinia-
na—, el mal no tiene ningún ser propio, sino que es un defecto de ser, de luz, de bien.
¿Cómo llega semejante defecto al mundo? Dios, plenitud del ser creador, ha producido
el mundo de la nada. Tiene que haber una diferencia entre el creador y lo creado. Por
contraste con Dios, en lo creado permanece la huella de aquélla nada a partir de la cual
surgió la creación».37 Sería, pues, esta «huella», esta especie de «eco» que de la nada
originaria hay en lo creado, la responsable de su contingencia, de su corruptibilidad. El
mal no tiene propiamente causa: no se explica por causa eficiente sino por «causa defi-
ciente». Hay en lo creado una deficiencia respecto al creador: su implicación con la
nada. Esta implicación con la nada es la responsable de que la naturaleza sea móvil, sea
algo dinámico, en constante transformación, imparable: devenir en el interior del tiem-
po. Esta implicación con la nada, esta especie de oquedad, es también la responsable de
que el ser humano tenga voluntad propia, goce de libertad, y esté condenado, como
decía Sartre, a ella. Además de estar en movimiento, como el resto de la naturaleza, el
ser humano tiene que elegir en qué dirección encauza ese movimiento, pudiendo optar
por el disfrute de la gracia de Dios mediante la obediencia o por rechazarla para ence-
rrarse atendiendo a ese eco de la nada e intentar gobernarse por sí mismo.
Agustín insiste en la importancia decisiva de la gracia, lo que le hace enfrentarse al
naturalismo y «humanismo» de Pelagio. Este monje irlandés apostaba estoicamente por
el carácter ético del ser humano confiando en su bondad natural y sostenía que el pecado
de Adán no se heredaba, no había afectado al resto de los humanos más que al modo de un
mal ejemplo, por lo que sería posible, con la ayuda de la naturaleza y de una voluntad
fortalecida por el ascetismo, llevar un vida humana, buena y virtuosa (la gracia sería una
ayuda complementaria de enorme importancia, pero no imprescindible para alcanzar los
mínimos de la dignidad humana). Agustín, por el contrario, afirmaba la necesidad de la
gracia: el hombre es incapaz de alcanzar por sus propias fuerzas la salvación, de convertir-
se. Sólo la acción sobrenatural de la gracia de Dios, puesta al alcance del ser humano por
el sacrificio de Jesucristo, puede salvarnos. De este modo el pecado llega a ser, paradóji-

35. M. Eliade, op. cit., p. 455.


36. G. Durand, en el artículo «La existencia social», que aparece publicado en esta misma obra, se
hace eco de la tesis de Cambronne que considera que, a pesar de la conversión, hay una continuidad
entre el dualismo maniqueo inicial y el dualismo paulino posterior.
37. R. Safranski, op. cit., p. 51.

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camente, una felix culpa: la condición que provocó la encarnación o humanización de


Dios: el lugar en el que el pecador arrepentido alcanza la redención.38
La línea principal de la teología cristiana va a seguir, en cualquier caso, los caminos
abiertos por Agustín al identificar platónicamente a Dios con la idea del Bien, cosa que
le obliga a apartar la mirada de los aspectos siniestros, oscuros e irracionales de la
realidad, o a dejarlos, semiocultos, en un segundo plano muy lejano.

4. La reaparición del problema del mal en la filosofía moderna

En lo que respecta a este tema la filosofía moderna es en gran parte heredera de este
dualismo-optimismo platónico-agustiniano, el cual va a quedar reformulado en términos
de razón, ciencia y progreso. Así, según una versión muy aceptada, la filosofía moderna se
iniciaría precisamente con el descubrimiento cartesiano del cogito como fundamento o
principio absoluto que habrá de permitir la reconstrucción de todos los saberes bajo el
amparo del nuevo criterio de verdad («claridad y distinción»), cosa que permite constatar
la importancia que cobra en este nuevo contexto la temática de la luz frente a la oscuridad.
Respondiendo a la filosofía de Pierre Bayle, que relanza la objeción de Epicuro
contra la existencia de Dios, Leibniz, por su parte, elabora la teoría del mejor de los
mundos posibles y proyecta su Teodicea, que es el intento de explicar mediante la razón
la existencia del mal y de justificar la bondad de Dios, cosa que hace reformulando la
tesis clásica de la privación y apoyándose en la noción física de inercia desarrollada por
Galileo.39 El mundo no es perfecto, pues perfecto sólo es Dios, pero detenta la mejor
proporción posible entre las cosas buenas y las cosas malas (la mejor relación calidad-
precio, podríamos decir con cierto humor). En su acción creadora la bondad de Dios
sufre una disminución y no se distribuye homogéneamente sino que se encuentra, en
función de la inercia de la materia, con distintos grados de resistencia. Leibniz compara
esa acción con la corriente de un río que arrastra barcos idénticos pero con distinta
carga, de tal modo que, por la inercia, los que llevan una carga mayor se desplazan más
lentamente que los que van poco cargados.40
El terremoto que destruyó Lisboa en 1755 se convirtió en un poderoso argumento
contra la tesis leibniziana: «hay que conceder —exclama Voltaire en su Poema sobre el
desastre de Lisboa— que el mal está en el mundo». En su cuento Cándido o el optimismo
Voltaire ironiza sobre el presunto «mejor de los mundos posibles» y presenta las desventu-
ras del protagonista mientras que el filósofo Pangloss no ceja en su empeño de justifica-

38. Cfr. el Exultet o pregón pascual: O felix culpa quae talem et tantum meruit habere redemptorem
(¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!).
39. El concepto de inercia, que resultó decisivo a la hora de explicar el movimiento de los planetas
en torno al sol, alude a la tendencia de la materia a mantener su situación, sea de reposo o de movi-
miento, mientras que no actúen sobre ella fuerzas que la perturben. En su Teodicea (1710), que tiene
como subtítulo Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, Leibniz ve en
la noción de inercia «una perfecta imagen y hasta como un ejemplar de la limitación original de las
criaturas, para mostrar que la privación constituye lo formal de las imperfecciones y de los inconve-
nientes que se encuentran, lo mismo en las sustancias que en sus acciones». Edición electrónica Es-
cuela de Filosofía Universidad Arcis, http://www.philosophia.cl/, p. 79.
40 «La corriente es la causa del movimiento del barco, pero no de su retardo; Dios es la causa de
la perfección de la naturaleza y de las acciones de las criaturas, pero la limitación de la receptividad de
la criatura es la causa de los defectos que hay en su acción». G.W. Leibniz, op. cit., p. 80.

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ción. La propuesta volteriana de tomar el mal en serio no tiene, de todas formas, demasia-
do recorrido, pues viene a desembocar en la propuesta, un tanto simplona, de dedicarse
en cuerpo y alma al trabajo como modo de sobrevivir en este mundo desastroso. También
Kant va a rechazar la propuesta leibniziana de justificación de Dios en su artículo de 1791
titulado «Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos en Teodicea», pero lo hace por
motivos estrictamente éticos, pues considera que si aceptamos que Dios tiene que tolerar
de algún modo el mal, estaríamos eliminando la libertad y la dignidad del ser humano, y
por tanto la ética. Por lo demás Kant, que ultima el mapa de la «isla de la verdad», descu-
bre y experimenta que el esfuerzo por extender el pensamiento a la totalidad de lo real
desemboca inevitablemente en contradicciones, cosa que es vivida por él como una frus-
tración, como una consecuencia de un uso incorrecto de la razón.
Será Hegel el encargado de afirmar que la contradicción no es síntoma de un fraca-
so o un mal uso de la razón, sino algo característico del propio pensamiento, lo que lo
mueve y anima en su discurrir, y que lo es, además, porque la propia realidad contiene la
contradicción, en el sentido en que, por ejemplo, la vida incluye también la no-vida. Una
flor no es propiamente sino que es-y-no-es, pues en el momento en que alcanza su madu-
rez como flor ya está dejando de serlo y se convierte en fruto (o se marchita sin más).
Tiene lugar así, recuperando la tradición de Heráclito (aunque también otras, como
vamos a intentar mostrar), el reconocimiento explícito de la función dialéctica que ejer-
cen el mal, lo negativo y la muerte como momentos necesarios en el despliegue de una
realidad redescubierta ahora como dinámica o en movimiento, si bien todo ello se re-
suelve finalmente en una nueva celebración sistemática del carácter racional de lo real.
Esta revalorización dialéctica hegeliana de la contradicción que tiene lugar en el
interior de una concepción de la realidad como en devenir puede ser puesta en relación
con la tradición proveniente de Heráclito, pero hay también indicios que permiten reco-
nocer su conexión con la especulación mística. Ernst Benz apunta en este sentido cuan-
do recuerda que la acuñación de la terminología filosófica alemana fue iniciada nada
menos que por el Maestro Eckhart, movido por el deseo de hacerse entender en sus
sermones por las hermanas que no sabían latín, y continuada por Jakob Böhme, a quien
Hegel frecuenta desde su juventud.41 La tesis básica del idealismo de que el absoluto no
se ubica en un más allá trascendente sino que se realiza en la autoconciencia del ser
humano vendría preparada por la doctrina eckhartiana de las chispas o Seelenfunken, de
ese ápice en el que Dios y el alma se tocan, doctrina con la que Eckhart estaría intentan-
do formular su propia y personal experiencia mística. En el interior de la experiencia
mística el yo sufre atravesado por sus contradicciones, llega a ser negado completamen-
te, muere y es superado para que nazca el yo verdadero, la imagen de Dios, su hijo
único.42 Cabría decir, pues, que aquí la vida, el proceso de crecimiento del alma, incluye
la crisis, la contradicción, la muerte, la negación, el mal, y que los atraviesa, no separán-
dose de ellos. En Jakob Böhme cabe detectar también otra influencia, aunque difícil de
demostrar en los textos: la de la cábala cristiana. El ser de Dios comparece aquí como un
abismo de voluntad que tiene que manifestarse, que representarse a sí mismo, que reali-
zarse en el mundo. «Este proceso de la automanifestación de Dios implica y comprende
tanto su manifestación en la naturaleza como en la historia; es un proceso tanto creador
y conservador como soteriológico».43 Aquí estaría el origen de la palabra evolución em-

41. E. Benz, Les sources mystiques de la philosophie romantique allemande. Vrin, París, 1968.
42. Cfr. E. Benz, op. cit., p. 31.
43. E. Benz, op. cit., p. 57

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pleada por los idealistas para describir el proceso teogónico de automanifestación que
apunta a que «Dios llegue a ser todo en todo».44
Por lo demás en la Cábala cristiana, que proviene de la conversión forzada por la
Inquisición de los judíos en España en el siglo XIII, encontramos una impresionante
reelaboración de la problemática del mal, que ha sido bien estudiada por Gershom Scho-
lem. Scholem ve en la reflexión de los cabalistas un movimiento de resistencia frente a la
«tiranía conceptual» de la filosofía griega que aborda la cuestión del mal al modo del
avestruz y «esconde la cabeza en la polvorienta dialéctica de materia y forma».45 Recha-
zando el dualismo, aunque sea el moderado de Platón y Aristóteles, que concibe el mal
como lo otro de Dios (y nunca como lo otro en Dios), aceptan la visión de la unidad de
los opuestos y recuperan la perspectiva bíblica que incluye el mal en el interior de la
creación: «Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago la felicidad y creo la desgracia: yo, el
Señor, soy el que hago todo esto».46 En la Cábala el origen del mal hay que situarlo no en
algo ajeno a Dios sino en las tensiones existentes entre los diferentes aspectos o poten-
cias de la divinidad (las Sefirot), en las contradicciones que se plantean en el interior de
lo unidad dinámica de Dios.
El tema del mal ocupa en la filosofía de Schelling un papel aún más importante
que en la de Hegel. Su negativa a reconocer en el mal una mera privación es precisa-
mente lo que le hace abandonar su «filosofía de la identidad», que presentaba un
universo totalmente racional y perfecto en el que los opuestos se concilian estética-
mente, para plantear una «filosofía de la libertad».47 Ahora la libertad, entendida como
«capacidad para el bien y para el mal»,48 va a ocupar el lugar central de su filosofía,
una filosofía que intenta salvar la libertad humana concibiendo al propio absoluto
como «vida» y como «libertad» y afirmando que «su actividad (la del hombre) perte-
nece a la vida misma de Dios»,49 de un Dios inacabado que tiene una historia, que está
inmerso en su propia desarrollo, en el proceso de su realización que va aconteciendo a
través de la naturaleza y del ser humano. La escisión, en este sentido, no es algo que
afecte sólo al ser humano y al universo, sino que afecta al propio absoluto. Schelling
afirma, siguiendo la tradición clásica, que «puesto que no hay nada anterior o exterior
a Dios, éste debe tener en sí mismo el fundamento de su existencia».50 Ahora bien, si
pensamos ese fundamento como algo real y efectivo resulta que es un abismo: «El
abismo de Dios —comenta Safranski— es el Dios todavía inacabado, el ser oscuro y

44. 1 Cor. 15, 28. Este texto es citado por Schelling en su Investigación filosófica sobre la esencia de
la libertad humana p. 279. Para Schelling ese proceso de evolución tiene como fin que la naturaleza
alcance una esencia perfecta, un «cuerpo espiritual» (Geistleiblichkeit). La materia comparece aquí
como animada desde dentro por la esencia (cfr. E. Benz, op. cit., p. 62).
45. G. Scholem, «El bien y el mal en la Cábala», en VV.AA., Arquetipos y símbolos colectivos. Círculo
Eranos I. Anthropos, Barcelona, 1994, p. 102.
46. Isaías 45, 7.
47. Al reconocer la realidad y la efectividad del mal Schelling se desmarca del monismo estático,
pero se propone encontrar un principio del mal sin caer en el dualismo absoluto, que «no es más que
un sistema de autodesgarramiento y desesperación de la razón». F.W.J. Schelling, Investigaciones filo-
sóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados. Anthropos, Barcelona,
1989. p. 155. Se trata más bien de concebir una unidad dinámica que dé cabida dentro de sí a la
diversidad de principios o «un dualismo que admite al mismo tiempo una unidad», op. cit., p. 167 (cfr.
al respecto P. Fernández Beites, «Individuación y mal», en Revista de Filosofía, n.º 10, 1993).
48. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 151.
49. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 119.
50. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 163.

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La existencia mala

cerrado, que aún no ha penetrado en la propia transparencia».51 «Ese fundamento de


su existencia que Dios tiene en sí mismo —señala Schelling— no es Dios considerado
absolutamente, esto es, en cuanto que existe, pues es sólo lo que constituye el funda-
mento de su existencia, es la naturaleza en Dios, un ser inseparable de Él, pero sin
embargo distinto de Él».52
Se trata, pues, de algo distinto, aunque inseparable, del aspecto luminoso de Dios
en tanto existente: sería la potencia aún no realizada, el caos primigenio, la parte oscu-
ra de Dios, la oscuridad preliminar de la que surge la luz, una especie de «seno mater-
no», la posibilidad de ser que representa al mismo tiempo la máxima amenaza.53 «Si
queremos poner este ser al alcance del ser humano, podemos decir que es el ansia
(Sehnsucht) que siente el Uno eterno de engendrarse a sí mismo».54 Schelling utiliza a
este respecto la palabra voluntad, ya que, «en última instancia no hay otro ser que el
querer».55 Se trata de «una voluntad que no es consciente»,56 pero en virtud de la cual va
a surgir la conciencia, pues genera «una representación reflexiva interna por la cual
Dios mismo se contempla en su imagen».57 Podría hablarse también, en el caso del ser
humano, de una tensión polar dentro de la voluntad entre una voluntad propia, en tanto
que encerrada en sí misma y referida a sí misma, y por tanto ciega, comparable también
a la gravedad, y una voluntad universal, abierta, expansiva o esclarecida, que se ve a sí
misma y ve su mundo, que se trasciende (y a la que va a denominar entendimiento). En
Dios estas dos partes, la existencia luminosa y el fundamento oscuro, resultan insepara-
bles, pero en el caso del hombre, la unidad resulta divisible: ahí precisamente, en esa
divisibilidad, radica para Schelling la posibilidad del mal.58 No podemos desarrollar
aquí los complejos planteamientos de Schelling, por lo que nos limitaremos a recoger la
síntesis que nos ofrece Safranski: «Por tanto, la creación no es buena desde sus comien-
zos, tan sólo podría llegar a serlo. Y a este respecto tiene validez el siguiente principio:
un bien, si no contiene en sí un mal superado no es un bien real y vivo. La cosa no puede
ser de otra manera, pues ese devenir de la identidad de Dios y de la naturaleza es un
proceso libre, que debe contener en sí el mal como superado, pues la libertad incluye
siempre la opción del mal».59
Tras la aparición del escrito sobre la libertad en 1809, Schelling ya apenas volvió a
publicar nada hasta los años cuarenta. Sus especulaciones sobre la oscuridad del funda-
mento abismático no tuvieron mucho eco en un tiempo que celebraba la pletórica identi-
ficación hegeliana de lo real y lo racional. Algo parecido es lo que le ocurre a Schopen-
hauer con su libro sobre El mundo como voluntad y representación, en el que ahonda en
esa intuición a la que se había asomado Schelling. Schopenhauer concibe también la
voluntad como el principio o la esencia de la realidad, pero la voluntad queda ahora des-
provista de cualquier sentido evolutivo, de la menor aspiración a la claridad: la razón es

51. R. Safranki, op. cit., p. 56.


52. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 163.
53. «Todo nacimiento es un nacimiento desde la oscuridad a la luz; la semilla ha de ser hundida en
la tierra y morir en las tinieblas a fin de que pueda alzarse en una forma luminosa mas hermosa y
desarrollarse bajo los rayos del sol». F.W.J. Schelling, op. cit., p. 169.
54. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 167.
55. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 147.
56. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 167.
57. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 171.
58. Cfr. F.W.J. Schelling, op. cit., p. 179.
59. R. Safranski, op. cit., p. 57.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 345

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Luis Garagalza

vista como un subproducto que no ejerce ninguna función de apertura sino que se limita
a ser instrumento de la voluntad. Podríamos comparar dicha voluntad, que en el fondo es
una pese a la multiplicidad de sus manifestaciones, con un agujero negro dotado de una
gravedad tan grande que ni siquiera la luz logra escapar a su dominio. De este modo
Schopenhauer realiza una inversión completa del platonismo: en el lugar que ocupaba el
Bien ahora se encuentra la voluntad, una pasión ciega que lucha absurdamente consigo
misma por mantenerse a si misma. «A los 17 años, sin ningún género de adoctrinamiento
escolar, me sacudió la vivencia —confiesa Schopenhauer— de las penalidades de la vida,
lo mismo que le sucedió a Buda en su juventud cuando vio la enfermedad, la vejez, el dolor
y la muerte [...] Mi conclusión fue que este mundo no puede ser obra de un ser totalmente
bueno, pero sí puede ser obra de un diablo, que ha traído a las criaturas a la existencia
para deleitarse con la contemplación de su tormento».60
El conocimiento científico no logra, según defiende Schopenhauer, decirnos nada
sobre la realidad última. Únicamente en la experiencia estética (especialmente con la
música) y en la compasión logra uno separarse, aunque sea por breves instantes, de esa
vorágine espacio-temporal que es el mundo: se rompe entonces el velo del engaño y se
toma una conciencia del horror de la existencia que invita a la renuncia ascética, a la
negación del deseo y a una especie de inmersión en el nirvana.61 Se trata de despojarse
de cualquier ilusión y de aprender a vivir sin ninguna confianza en el mundo. De este
modo Schopenhauer está llevando hasta el extremo opuesto la perspectiva abierta por la
teodicea: nos encontramos, afirma ahora, en el peor de los mundos posibles. «Este mun-
do está dispuesto con el grado exacto de indigencia que necesita para existir. Si fuera un
poco peor ya no podría existir».62
Nietzsche comparte con Schopenhauer la valoración del arte, y en especial de la
música, como una experiencia que nos permite ir más allá del conocimiento científico,
llegar hasta el fondo de la vida, pero no comparte la conclusión pesimista y ascética que,
según el, se deriva de una tal experiencia. Lo que Nietzsche extrae de la afirmación de la
capacidad creadora del ser humano es más bien una crítica de la metafísica, es decir, del
platonismo negador del cuerpo, de lo sensible, de lo concreto y del «sentido de la tierra»,
en nombre de un conocimiento racional que en su viaje de concepto en concepto nos
descubre finalmente la identidad de lo real con el bien. Schopenhauer se habría limitado
a invertir el platonismo, suplantando el bien por la voluntad. La crítica de Nietzsche a la
metafísica pretende, por el contrario, ir más allá de la distinción entre el bien y el mal,
entre verdad y mentira, entre el ser y el devenir, entre Apolo y Dioniso. En vez de distin-
guir, como hace la metafísica, se trataría de comprender la correlación de los opuestos,
soportar la tensión trágica que los mantiene unidos: lograr que Apolo diga a Dioniso,
como ocurrió efectivamente en la tragedia ática. Asumir el fondo oscuro de la existencia
con la voluntad de afirmar el sentido de la tierra es la propuesta nietzscheana para
librarnos del resentimiento, que es lo que mueve a la metafísica y la conduce inevitable-
mente hacia el nihilismo. Pues la metafísica surge como una defensa contra la amenaza

60. Citado por Safranski, op. cit., p. 70. «Es inútil intentar explicar la oscuridad que se extiende
sobre nuestra existencia [...] La oscuridad es absoluta y originaria [...] no es una mancha casualmen-
te ensombrecida en medio de la región de la luz. Muy al contrario, el conocimiento es una luz en
medio de una originaria tiniebla sin límites, de una inmensidad tenebrosa en medio de la cual se
pierde». Id., p. 74.
61. Esta perspectiva schopenhaueriana sirve de inspiración a Wagner en su Tristán e Isolda.
62. R. Safranski, op. cit., p. 77.

346 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia mala

de la nada y de la finitud de la existencia, a la que se intenta consolidar mediante una


especie de bucle que la ancle en la estabilidad de la idea o en un valor supremo que la
justifique, pero esa función defensiva acaba volviéndose contra la vida, que queda así
desvirtuada y devaluada. Se trataría de reconocer el juego como juego, la ilusión como
ilusión, pero querer seguir jugando. Saber que interpretamos y buscar mejores interpre-
taciones que potencien, afirmen y enriquezcan la vida.

Conclusión

El optimismo metafísico-teológico predominante en la tradición occidental compare-


ce, pues, como el resultado de un enorme esfuerzo intelectual que, con mejores o
peores resultados, intenta reafirmar y justificar la realidad del bien minimizando, me-
diante la fuerza de su capacidad de abstracción, la contundencia (evidencia) con la
que parece imponerse en la vida y en la historia la experiencia del mal. Este intento
heroico es muy loable y ha proporcionado grandes beneficios a la cultura occidental,
pero conlleva una inclinación difícil de evitar hacia la prepotencia y el triunfalismo,
una tendencia a concebir el Bien al modo de un monarca absoluto, como una especie
de Dictador supremo. Tal sería la denuncia que hace Heidegger de la onto-teo-logía.63
Para compensar esa tendencia el pensamiento filosófico tendría que tomar en serio las
objeciones que se le han planteado y aceptar que no ha podido acabar con ellas. Ésa
sería precisamente la tarea que se le ha planteado a la filosofía en el siglo XX y la que
tiene pendiente para el siglo XXI: asumir su propio fracaso. Asumir el fracaso no impli-
ca necesariamente el fin de la filosofía, pero sí una importante transformación que
reclama humildad y apertura. En este sentido nos parece que la filosofía tendría que
atender, por ejemplo, a esa sabiduría que, como señala Gregorio Marañon, alcanzan
los médicos cuando rompen el espejismo de su «pedantería juvenil»: «Los médicos,
cuando se nos ha pasado la hora de la pedantería juvenil, sabemos que todas las enfer-
medades, las reales y las imaginadas, que son también muy importantes, pueden redu-
cirse a una sola: la tristeza de vivir. Vivir, en el fondo, no es usar la vida, sino defender-
se de la vida, que nos va matando; y de aquí su tristeza inevitable, que olvidamos
mientras podemos, pero que está siempre alerta». Asumir esa vida que nos va matan-
do es al mismo tiempo aceptar una muerte que nos da la vida. Desde esta perspectiva
de la implicación de vida y muerte, el mal ya no se presenta como una amenaza exter-
na para la omnipotencia del bien. El bien pierde sus atributos clásicos, se oscurece, se
debilita, pero con ello se abre al mal y convive con él, abriendo la posibilidad de conce-
bir el bien como la integración de un mal y el mal como la desintegración de algo
bueno, hasta arribar a la muerte como (di)solución final.

63. Heidegger supo valorar la importancia del planteamiento de Schelling sobre la libertad que se
concreta, por ejemplo en la afirmación de que «La angustia de la vida empuja a la criatura fuera de su
centro» (cfr. M. Heidegger, Schelling y la libertad humana, Monte Ávila Editores, Caracas, 1990). A este
respecto Gadamer señala que «Heidegger reconoció en él su problema más propio, el problema de la
facticidad, de la oscuridad indisoluble del fondo; tanto en Dios como en todo lo que es real y no sólo
lógico. Esto rompe los límites del logos griego». H.G. Gadamer, Los caminos de Heidegger, Herder,
Barcelona, 2002, p. 69.

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LA ESTÉTICA NEGATIVA*

Christoph Menke

Para explicar la experiencia del arte se ha propuesto partir de la estructura del discurso
estético interpretativo. Me refiero a Albrecht Wellmer, o Martin Seel. En su obra «La
soberanía del arte» se desarrolla la tesis de una estructura negativa en la comprensión
misma. ¿Qué ventajas nos aporta su modelo respecto del basado en el discurso inter-
pretativo?
El discurso estético es un importante modo de investigación del curso de lo esté-
tico, es decir, esta forma de discurso con la que hablamos del fenómeno estético, es ya
un importante medio de ayuda para encontrar lo estético. Y si se investiga el discurso
en sí mismo, la forma de discurso estético, entonces llegaremos al punto en el cual el
discurso estético en sí mismo se interrumpe. Como dije antes, o como se debería mos-
trar siempre en el discurso crítico, lo estético puede necesitar indicar e interrumpir
siempre de nuevo la articulación discursiva. Así podemos encontrar algo en el discur-
so estético. Eso ha demostrado el mismo Wittgenstein, en sus lecciones sobre estética,
donde habla sobre esos momentos decisivos frente al arte en que decimos: «mira», y
después señalamos. Este indicar significa una interrupción, que en mi opinión se en-
cuentra en todo discurso estético. Lo cual nos debería mostrar algo. Es entonces cuan-
do se debería buscar qué es aquello que interrumpe el discurso estético. Y el discurso
estético, creo yo, viene interrumpido por las experiencias vivenciales y actuales del
objeto estético. No siempre la experiencia de un objeto estético sigue a un discurso
estético. En ocasiones, una experiencia estética es tan violenta, tan sobrecogedora,
quizás tan nueva, que no se puede articular en ningún modo lo que se ha vivido en esa
experiencia, ese algo que conlleva la experiencia. Respecto a esto diría yo que pode-
mos renunciar a la investigación estética del discurso, para señalar sobre las formas
de experiencia estética lo que no siempre viene expresado discursivamente o en la
forma del discurso... Bueno, a veces sí, pero a veces no.
En su libro encontramos dos modelos interpretativos, que respetan la discontinuidad de la
experiencia estética negativa. El primer modelo, que retoma de Derrida, se basa sobre la
discontinuidad existente entre las diversas estrategias de la interpretación. El segundo mo-
delo, más cercano de Adorno, se concentra sin embargo en las estrategias propias del objeto
estético. Si el objeto se determina a partir de una estructura negativa de la comprensión,
¿por qué deberíamos privilegiar el modelo relativo a las estrategias del objeto, respecto del
que se refiere a la discontinuidad de las interpretaciones?
Bueno, para empezar debo situar una cosa en su justo punto. Ambos modelos, que
yo quería distinguir, son los siguientes: respecto del primero, cabe señalar la irresolu-
ble continuidad de las diferentes estrategias interpretativas, se podrían también lla-
mar ámbitos de lectura. En este sentido lo que ocurre en la experiencia estética es que

* Entrevista de Javier Fernández Catalán al autor alemán.

348 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La estética negativa

vemos de modo doble. Por un lado vemos obligatoriamente una discontinuidad, que
nos permite leer de otro modo, y al tiempo experimentamos el conflicto entre estos
ámbitos de lectura. De este modo, debemos considerar ambos modelos de lectura,
que la obra de arte, el objeto o el texto nos impone, que sin embargo no podemos
llegar a combinar respectivamente. Por eso permanecemos siempre en una situación
paradójica. No quiero decir que esta paradoja no ocurra. Precisamente la experiencia
estética es justo eso. Pero lo que yo quiero decir, y ésta es la segunda perspectiva, es
que con todo esto se muestra todavía una segunda y más profunda discontinuidad. Es
decir, que la discontinuidad entre lecturas, entre el modo de lectura uno y el modo de
lectura dos, se muestra principalmente frente a los objetos extraños. Esa extrañeza,
esa discontinuidad del objeto de nuestros esfuerzos interpretativos, del objeto de nues-
tra lectura, de nuestras lecturas, si se quiere es una discontinuidad entre la cosa y su
modo de aprehensión. Esa extrañeza me parece ser lo propiamente estético. Cuando
vemos de este modo el objeto o la cosa estética, la extrañeza está de por sí, y además
nosotros no podemos efectuarla en nuestra interpretación, en ninguna síntesis. En-
tonces creo yo, que hemos realizado una verdadera experiencia estética. Con esto
quiero decir algo como lo que creo que quería decir Adorno con la necesaria apari-
ción del objeto estético como algo fundamentalmente otro, extraño, enfrente de noso-
tros. Ese momento es el verdadero momento estético. Así es como lo vemos. Es decir,
discontinuidad en las interpretaciones por un lado, y discontinuidad entre las inter-
pretaciones y el objeto mismo de la interpretación por otro, que por eso se muestra
con extrañeza. Ese momentáneo mostrarse en una extrañeza, que al mismo tiempo
nos interesa o nos fascina, ese momento me parece a mí que es el propio momento de
la experiencia estética.
¿Podemos afirmar que no hay objetos estéticos sino comprensión estética?
Sí, porque eso significa exactamente que yo experimento la extrañeza de las cosas
sobre todo cuando comprendo la cosa. Una cosa que no intente comprender de ningún
modo, es decir, que tampoco se me ofrezca de ninguna manera como objeto de la com-
prensión, no podrá ganar ninguna extrañeza estética, pues sería sólo una cosa, un objeto
ordinario. Una silla no la comprendo, sólo la utilizo. Quizás solamente cuando la silla,
como en Duchamp, está delante de mí como un signo que yo intento interpretar, y esa
interpretación del signo fracasa, entonces se me aparece la cosa como una cosa estética
extraña, estético, que de algún modo me fascina, y al mimo tiempo se me escapa. Tiene
Ud. razón en que sin comprensión estética tampoco hay un diventar extraño de la cosa
estética. La comprensión es lo que la hace ser un objeto estético.
¿Cuáles son las principales consecuencias de este peculiar modo de comprensión de la
experiencia estética negativa para los discursos no estéticos?
Encuentro que es una pregunta muy amplia para la que yo buscaría muchas res-
puestas diferentes, además de la propia del libro. En el libro he hablado, o he buscado
escribir sobre una consecuencia o una repercusión, sin aclarar sin embargo que se
trataba de una entre tantas. He descrito sólo un efecto, como se suele decir, negativo o
destructivo. Para resumir brevemente la consecuencia para la que está pensada el li-
bro: cuando realizamos experiencias estéticas, también realizamos con ello la expe-
riencia de que propiamente no hay ningún objeto que sea capaz por sí mismo de agotar
la experiencia estética. Esto significa que la experiencia estética no está limitada, ésta
era la tesis del libro, a un estrecho y muy delimitado ámbito, sino que aquél que realice
una experiencia estética, también tendrá la experiencia de lo experimentable de cada

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Christoph Menke

objeto, es decir, de la posibilidad de experimentar cualquier objeto como potencial objeto


estético. De aquí venía la tesis sobre la inquietud, yo diría sobre una profunda inquie-
tud que se asimila a la locura, que puede adentrarse en nuestra vida, en nuestro mun-
do, o en nuestra cultura, y que significa inestabilidad para todo discurso o para toda
estrategia no estéticos. Ellos sólo funcionan siempre que se desplace la posibilidad de
la experiencia estética. Pero esta posibilidad, que da lugar a una posible crisis, a posi-
bles inestabilidades en la base y los fundamentos de los principios no estéticos, no se
puede desplazar definitivamente: la experiencia estética es siempre posible. De esto se
trataba, en principio. Pero querría también añadir que hay muchas más repercusiones,
como por ejemplo, que nosotros, desde la experiencia estética, vemos los discursos no
estéticos desde un núcleo funcional totalmente distinto, como sería, por ejemplo, que
nosotros descubrimos en estos discursos una diferencia, que de nuevo tiene dos caras,
es decir, una diferencia que yo describiría así: la diferencia entre lo que podemos hacer
por un lado, que está en nuestras capacidades o potencialidades, y por otro lado lo que
podemos llegar a conseguir en determinadas prácticas o discursos. Y entonces experi-
mentamos, que aunque empleásemos todas nuestras mejores capacidades e intencio-
nes, podríamos también fracasar. Pero también realizamos la experiencia opuesta, de
utilizar todas nuestras capacidades y obtener cosas que ni siquiera habíamos soñado.
Esto significa, creo yo, que a partir de la diferencia estética, o de la experiencia estética
se descubre en cierto modo, también sólo en determinados momentos, la inestabilidad
de nuestros discursos no estéticos, y qué efecto tan ambivalente tienen, totalmente
contradictorios. A veces, los discursos no estéticos pierden de vista el efecto, algo así
como el fracaso trágico de la práctica no estética, pero sin embargo, el fracaso mismo
puede tener también efecto en nuestros discursos no estéticos, como ciertos logros, la
creatividad, la innovación, o el cambio. Éstos son algunos efectos, que como creo hoy
en día, de cómo se deben explorar formas más complejas de interacción entre las expe-
riencias, discursos y prácticas estéticas y no estéticas. En el punto de nuestra vida, de
nuestra cultura donde se entrecruzan pueden ocurrir muchas más cosas que una sim-
ple o profunda crisis: pueden nacer productividades insospechadas, surgir momentos
de innovación, así como pueden resultar momentos de fracaso y de errores. Se podría
decir, que los juegos entre lo estético y lo no estético son mucho más variados como yo
en alguna ocasión he descrito.
Según la crítica de A. Wellmer, la negatividad en Adorno es unilateral, en el sentido que
toma en consideración la horizontal del tiempo histórico, pero no aquella vertical del tiem-
po psicológico del individuo, donde sería capaz de reelaborarla. Creo que en su libro se
recogen ambos ejes. ¿Es capaz el individuo de reelaborar la negatividad estética?
Quizás se pueden observar dos cosas al respecto. Yo dudaría del concepto psicoló-
gico de negatividad, es decir, no hablo de la negatividad de la experiencia estética como
un hecho, una ley, o una estructura psicológica, sino como de cierta práctica, de un
tacto determinado con un objeto. Y esto no es un hecho psicológico, sino algo estructu-
ral o lógico. Yo me mantengo a cierta distancia del ámbito psicológico. La pregunta
decisiva es si me he expresado con poca claridad, pues no estoy muy seguro de ello.
Quiero decir que es correcto que yo pienso que la negatividad estética, en cierto modo,
debería tomar una posición fundamental, como sucede en Adorno —algo que los fran-
ceses siempre le han discutido: Lyotard directamente, y Derrida indirectamente, resalta
una crítica en Adorno, según la cual la negatividad necesita un horizonte dialéctico que
piensa la reconciliación como posible. Ésta es la herencia fantasmagórica de Hegel en

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La estética negativa

Adorno. Y yo creo que desgraciadamente no se ha dado en Adorno la intuición de que


podríamos reflexionar sobre la negatividad sin necesidad de la perspectiva reconciliato-
ria, por decirlo como Nietzsche, deberíamos desarrollar o descubrir la capacidad de
aprobar la negatividad, sin que hagamos referencia a la posibilidad de su superación. Y
yo creo que el paso más importante lo ha dado el postestructuralismo, sobre todo en
Derrida, y lo que él exactamente ha tratado de describir o aclarar, es decir, cómo la
negatividad —que él mismo no nombra de este modo, sino como diferencia—, y su
modo de operar, puede pensarse fuera del nexo dialéctico. Con tal propósito he buscado
radicalizar Adorno a través de Derrida. Y creo que al mismo tiempo, esto era lo que
anteriormente intentaba decir, quizás se puede en cierto modo aprender más de Derri-
da, de lo que yo he realizado en el libro, es decir, que la negatividad no está privada de
efectos positivos. De hecho la negatividad, y su modo constante de minar en cierto
modo los discursos no estéticos, tiene en ellos también efectos positivos, a saber, creati-
vos, innovadores... Como decía Nietzsche, cada fuerza que surge con ella, que no atrofia
el discurso, se desarrolla siempre más, y proporciona nuevas intuiciones. Es lo que yo
quiero decir, es decir, que el entero fenómeno de la innovación cultural y práctica, de la
creatividad y la vivacidad, sólo podemos comprenderlo si retrotraemos la capacidad de
intervención hacia la fuerza de la suspensión de la negatividad estética. Es poco decir
que lo estético tiene sólo un efecto negativo, crítico o problemático, que cuestiona todo.
Sería necesario observar que lo estético, cuando interrumpe nuestros discursos, tam-
bién introduce y aporta ciertas cosas al discurso no estético, que puede darse también
que este discurso no las considere productivo. Con productividad quiero decir innova-
ción, creatividad o fuerza de transformación.
En mi lectura no me había quedado claro que existiesen otras consecuencias más allá de
las negativas o desestabilizantes.
Sí, en mi libro, esto no está. Lo que allí digo constituye más bien el intento de decir,
de indicar, en qué dirección buscaría yo desarrollar todo esto. Se me podría decir en
primer lugar que lo estético debería ser descrito de un modo diferente, y se podría utili-
zar una categoría que en el libro de hecho no aparece, pero que entretanto he comenza-
do a estudiar: el concepto de fuerza (Kraft), que es una categoría central estética del siglo
XVIII, al menos aquí en Alemania. Y cuando se habla de una fuerza, lo cual está de algún
modo contenido implícitamente en el libro, que también podríamos llamar una energía,
encerrada en las cosas, entonces la obra de arte tiene tal fuerza, y por un lado se ubica
rechazando todo intento de abrirse a la comprensión. Sólo a primera vista ella se corres-
ponde con un juego, en el sentido positivo de que ella va instaurando conexiones, reali-
zando cosas que no se abren a la comprensión. Entonces, si entendemos la negatividad
como una fuerza, se observa desde el principio cómo en lo estético permanece siempre
un momento productivo. Pero una forma de producción que es algo totalmente distinto
de las prácticas no estéticas de producción. Se podría decir que desde lo estético produ-
cimos de modo diverso a cuando hablamos, pensamos, argumentamos, construimos
una casa, o lo que hagamos habitualmente... Y este otro modo de productividad que
domina en lo estético, es la otra cara de la negatividad estética, que entretanto yo diría
que puede intervenir también en nuestros discursos no estéticos, y que puede desarro-
llar allí una continuada, innovadora, y transformadora fuerza.
Permaneciendo del lado de la negatividad, me preguntaba si disponemos todavía de la
posibilidad de fundar un discurso no estético, buscando por ejemplo una norma ética, que
no pueda ser puesta en duda por la negatividad de la experiencia estética.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 351

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Christoph Menke

Yo pienso que esto es problemático, que no se puede, que no funciona, no sirve.


Pero tampoco estoy de ningún modo seguro de que esto tenga consecuencias catastrófi-
cas para la ética. Yo no lo creo. Hay dos pasos en esto. Primero, no hay ningún funda-
mento de los discursos no estéticos, por ejemplo, éticos o epistémicos, que se pueda
asegurar contra la posibilidad de su conversión estética. La posibilidad siempre está ahí.
Con otras palabras, no se puede decir nunca que una estetización sea ilegítima. Siempre
podemos decir que es imposible, que en ese momento no la queremos realizar, o que no
tomaremos parte en ella, etc. Es decir, se pueden criticar personas, o situaciones donde
se realice. Pero no se encuentra modo discursivo, o algún tipo de discurso que a priori
sea inmune contra la estetización. Siempre es posible transformar un discurso, una
forma de conocimiento, en material adecuado al contexto estético, quedando así la ne-
gatividad expuesta. No hay ninguna garantía de frente a la posibilidad fundamental de
la negación estética. Pero es que muy posiblemente tampoco la necesitamos. Ésa es la
pregunta. Es decir, no creo que la Ética necesite una seguridad contra lo estético, una
incondicionalidad ética, moral. Tenemos ya principios categóricos en cuestiones mora-
les a las que creo no queremos renunciar, como: «no debes matar», «no debes torturar»,
o como dice Adorno: «Auschwitz no puede repetirse». Esta categorización se dirige con-
tra acciones determinadas que vienen consumados desde sus propios y criticables moti-
vos morales. No son reglas que se direccionan contra la práctica estética, sino que es una
regla, un imperativo, una exhortación que va contra motivos morales criticables, contra
acciones morales criticables. Yo creo que lo que nosotros necesitamos no es de ningún
modo una crítica moral de la estetización, sino una incondicionada crítica moral de lo
inmoral. En este sentido, debo decir que no estoy preocupado. Lo que intentamos refor-
mular dentro del discurso ético o moral es esa categorización que necesitamos y sin la
cual creo que no podríamos vivir en la sociedad, pero sin tener que garantizar la seguri-
dad del discurso moral o epistémico, o cualquier otro discurso no estético de frente a la
intervención estetizante.
En su «Habilitationsschrift», Adorno critica la construcción de lo estético en Kierkegaard,
que condena a lo estético como mera apariencia, o apariencia en cuanto apariencia. En
palabras de Adorno, apariencia ideológica. En su libro sobre la soberanía Ud. utiliza este
concepto de «apariencia en cuanto apariencia» en su noción de belleza. ¿En qué se diferen-
cia la actitud respecto de la apariencia en Ch. Menke y en S. Kierkegaard?
Es una buena pregunta, pero un poco complicada. No estoy totalmente seguro de
poder responder de un modo totalmente satisfactorio. Es decir, en un punto, tiene Ud.
razón. Este punto descansa en que todo lo que digo sobre el concepto de belleza, en
principio no tiene nada que ver con la crítica de Adorno a Kierkegaard. Adorno critica a
Kierkegaard precisamente porque no puede ver en la belleza un contenido de verdad. Y
esta soberanidad del arte tampoco puede hacerlo. Es decir, la separación entre belleza y
verdad es una premisa de toda idea que en cierto modo no sigue el movimiento de
Adorno. Pero al mismo tiempo querría añadir que hay una gran diferencia en como
Kierkegaard conceptualiza lo estético, porque lo hace siempre desde la estrategia de un
sujeto, que es un sujeto empírico, que aprovecha situaciones para su propia ventaja. Es
decir, lo estético viene reducido a una estrategia subjetiva. Y esto significa que el seduc-
tor se interesa en situaciones de las que él mismo se distancia, y de las que hace objeto de
su observación, y esto quiere decir, que lo estético viene concebido como estrategia, para
que con ello el sujeto, el espectador, lo goce dentro de sí mismo. Esto tiene una función
estabilizadora de autosatisfacción. Ese efecto de estabilización, de conciencia que se

352 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La estética negativa

autosatisface, es precisamente el efecto que he intentado negar a lo estético. Lo que


Kierkegaard describe es propiamente lo que Paul de Man llama ideología estética. Lo
estético viene utilizado como estrategia, como algo que extrae del sujeto una imagen de
sí mismo, de la cual se satisface y goza. Mientras que lo que yo intento comprender de lo
estético es la apariencia no en tanto que apariencia ideológica, como algo asegurado,
que nos refuerza y legitima el sujeto, sino cómo pone el sujeto ante un obstáculo, que lo
vuelve problemático y lo subvierte. Es decir, hay una gran diferencia estructural entre la
descripción de Kierkegaard de la apariencia estética, y lo que yo intento ofrecer. En
cierta manera, creo yo que Kierkegaard está equivocado. Ciertamente lo estético puede
ser constituido de este modo. Y también nosotros lo constituimos así con frecuencia.
Hay desde luego un arte burgués, una estética burguesa, en el cual el arte, en lo esencial,
que ha tenido un efecto autoafirmativo. Pero creo yo que esto es un uso erróneo de lo
estético. El verdadero beneficio de lo estético se encuentra más bien en suspender el
sujeto, en cuestionarlo, en problematizarlo, no en asegurarse o cerciorarse. Y en ese
sentido, creo yo que lo estético no es ideológico.
Respecto del concepto de soberanía: Nietzsche, Klages, Kierkegaard, Benjamin, Adorno,
Bataille... ¿Cuáles son las principales referencias de su concepto de soberanía?¿Qué quiere
decir soberanía?
Bueno, ya no sé de dónde me vino exactamente aquella expresión. No lo puedo asegu-
rar, pero creo que el motivo decisivo realmente es la tensión entre soberanía y autonomía,
que se puede encontrar naturalmente en Bataille, pero que con propiedad se encuentra ya
en Nietzsche. Él habla en la Genealogía de la moral del individuo soberano, que allí se
describe como contrapuesto a su propia autonomía, una vez más contra el sí mismo, que
se administra con una distanciada y reflexiva actitud. Es decir, un sujeto se da una deter-
minada ley autónoma, y lo autónomo es algo en cierto modo carente de libertad en Nietz-
sche, porque no puede dar esa ley y al mismo tiempo transformarla. Y el soberano sí
puede comportar distanciándose de alguna manera de la ley que se da a sí mismo. Se
podría decir que no está atrapado dentro de su propia ley. Lo que encuentro atractivo en la
idea de soberanía es que tiene otro tipo de relaciones con el concepto de ley o de límite.
Una relación soberana con la ley o con un límite, es una sobrescritura de la ley, una sobres-
critura del límite. Y esto significa, cuando se habla de autonomía de lo estético, algo así
como que lo estético se intentase comprender en sí mismo, como si fuese un dominio
cerrado en sí mismo: el arte dentro de un campo cerrado, circunscrito al lado de otros
dominios determinados. Una actitud soberana sería sin embargo, un modo de poner en
cuestión estas fronteras entre lo estético y lo no estético. No se intenta decir, como se dice
a menudo, que no hay diferencias entre lo estético y lo no estético, que todo es estético,
etc., sino más bien se habla de una actitud, de un modo de relación que no se detiene en
una ubicación límite, y que de algún modo puede intentar validar la función estética en
otros dominios. Creo que ése era el origen. Klages no tiene mucho juego aquí. Pero ningu-
no, no lo sé. Sí es cierto que tal motivo nietzscheano se encuentra en Bataille. Podría decir,
como dice Bataille, que la limitación, más aún cuando la ponemos nosotros mismos, es
una autonomía que nunca transgrede, y que mantiene en el peligro de conducir a una
nueva esclavitud. Y esto, para intentar pensar un concepto de libertad que no es que discu-
ta los límites, sino que se relaciona con ellos de otro modo. Eso es la soberanía.
El concepto de comprensión me parece central, tanto en las teorías hermenéuticas como en
la estética de la negatividad. ¿Qué diferencia hay en el concepto de comprensión de la
estética e la negatividad frente a su uso hermenéutico?

CLAVES DE LA EXISTENCIA 353

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Christoph Menke

Bueno, yo veo las cosas de este modo: el concepto hermenéutico de comprensión


es de tal modo que el com-prender surge siempre de un com-poner. Esto recuerda a
aquella idea estética que Heidegger llama reconciliación estética, es decir, que en lo
estético se reconcilian momentos hetereogéneos entre sí. ¿Cuáles son estos momen-
tos? Están el orden de la materialidad, la objetividad, de la sensibilidad, el orden del
espíritu, del sentido y del significado. En cierta medida, en la hermenéutica, en Well-
mer por ejemplo, o más bien en sus textos tempranos, que más tarde ha variado en
este punto, se retoma de un modo más interesante algo que ya estaba propiamente en
la tradición, en las teorías idealistas de la belleza. La belleza es el lugar de la integra-
ción, de la coligación espiritual, entre dos órdenes heterogéneos. Y la estética de la
negatividad no piensa esto, sino exactamente lo contrario, a saber, que la dimensión
estética es aquélla en la que la hetereogeneidad de ambos órdenes se acentúa de un
modo radical. Pero no como un simple fracaso, es decir, no sólo de un modo negativo,
sino como algo que nosotros experimentamos y expandimos con mucho placer, y de lo
que sacamos consecuencias. Ésta, creo yo, es la diferencia fundamental, que nos de-
vuelve al principio. Todo comprender y conceptualizar es desde la perspectiva de la
estética de la negatividad, una tarea paradójica, porque es un querer aferrar algo que
de por sí no es aferrable. Este trabajo de conceptualización es un encuentro entre
concepto y objeto, entre sentido o significado y objeto o cosa. Es decir, la estructura
paradójica de la que habla la negatividad, como decía Ud. al principio, es exactamente
la estructura de la comprensión estética. Sólo una comprensión estética, que se intro-
duce en la paradoja y la desarrolla, es una comprensión estética. Pero la estética her-
menéutica no lo cree así. Ella diría algo así como que cuanto más tiempo permanece-
mos en la paradoja, más tiempo permanecemos sin comprender, y que se puede com-
prender mejor, que hay una comprensión exitosa, sólo posible en la gran obra de arte,
que consiste en la superación de la paradoja.
Podríamos concluir con algo que ya nos aparecía desde la primera pregunta. ¿Cuál es la
postura de la estética de la negatividad en el debate entre modernidad y posmodernidad?
Bien, si hay algo así como la estética de la negatividad, ésta no cree en la posmo-
dernidad. Yo creo más bien en una relación, a la que hace referencia un autor como
K.H. Bohrer. Él sostiene que en la modernidad está ligada desde sus comienzos —fuese
cual fuese, yo lo situaría en el siglo XVIII—, se relacionan dos filones de modo muy
complicado y en conflicto. Por un lado está por ejemplo el proyecto de la Iustración, el
proyecto emancipatorio, que últimamente se debe aplicar y se aplica entendido como
el bien de nuestras prácticas, la verdad de nuestros conocimientos, que nosotros po-
dríamos llegar a recuperar desde nuestras capacidades subjetivas. Éste es el proyecto
de Kant, que para mostrar el bien y a verdad son efecto y producto de nuestras capaci-
dades y fuerzas subjetivas. La Ilustración nos dice que cuando desarrollamos y refor-
mamos estas capacidades subjetivas, cuando las acrecentamos, cuando alcanzamos la
mayoría de edad, entonces el bien y la verdad, lo justo, etc., podríamos decir... que se
garantiza el resultado. Esto creo yo, es un discurso de enorme importancia, y es un
discurso de liberación. Porque dice que el éxito de nuestra vida, de nuestra existencia
y de nuestras prácticas depende de nosotros. Y por eso permite entonces revoluciones
y cambios en el mundo con efectos emancipatorios y libertarios. Es decir, no hay nada
criticable en ello, fuera de que puede seguir en una formulación determinada un auto-
convencimiento. Después hay una segunda fase, de la que hemos estado hablando
hasta ahora, que consiste justamente en un antagonismo irónico, negativo y estético,

354 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La estética negativa

que la modernidad ha descubierto entre las capacidades y lo producido desde el co-


mienzo. Esto significa, como decía Schlegel, que la ironía perdura allí donde las mis-
mas fuerzas que producen algo a la vez lo destruyen. Y la estética de la negatividad
intenta formular ese pensamiento otra vez, pero de nuevo modo. Lo estético es una
dimensión donde experimentamos que no casan las dos cosas de las que la Ilustración
dice siempre que deben casar. Ambas cosas, creo yo entran en el definirse de la moder-
nidad. Definen nuestra modernidad como Ilustración y Negatividad al mismo tiempo.
El problema es que se pueda vivir con ambas posturas al mismo tiempo. Creo que
sería una tontería sufragar una vertiente a costa de la otra. No se contradicen simple-
mente, sino que mantienen sólo una tensión. La pregunta es cómo mantenemos esta
tensión y cómo podemos hacerla productiva, pero no creo que haya ninguna posibili-
dad de desembarazarse de alguna de ellas. Lo que se ha denominado posmodernidad
se ha convertido en un sentido positivo, en una lucha si se quiere, contra las absoluti-
zaciones del proyecto de la Ilustración, en nombre de lo otro, del proyecto negativo e
irónico. Pero no es algo que esté detrás de lo moderno, sino que es un duradero con-
flicto con el que lo moderno siempre ha vivido. Piense Ud. en Schlegel por un lado y en
Hegel por otro, en Nietzsche y en los teóricos de la ciencia del XIX, en los neokantia-
nos, por otro... Creo yo, este debate que recorre toda la modernidad, en el que la
posmodernidad es solamente un movimiento, creo yo, un momento de la fase. Es
decir, es un cuadro grandioso, que yo entiendo de este modo.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 355

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LA EXISTENCIA TEATRAL

Manuel Lavaniegos

El Autor: Una fiesta hacer quiero


a mi mismo poder, si considero
que sólo a ostentación de mi grandeza
fiestas hará la gran naturaleza;
y como siempre ha sido
lo que más me ha alegrado y divertido
la representación bien aplaudida,
y es representación la humana vida,
una comedia sea
lo que el cielo en tu teatro vea.
CALDERÓN DE LA BARCA1

Éste es un fragmento del verso en donde El Autor, ataviado con manto de estrellas y
potencias en el sombrero, le requiere a El Mundo, «ese monstruo de fuego y aire, de
agua y tierra», que organice con y sobre su misma materialidad sensible el tablado para
la puesta en escena de El gran teatro del mundo. Le pide que se convierta en un «hermoso
aparato de apariencias» que, de dudosas, pasen a ser plásticas evidencias. «Seremos, yo
el autor, en un instante, tú el teatro, y el hombre el recitante».
En la siguiente replica, El Mundo, obediente, pone poéticamente —o dicho más
preciso, de manera mitopoiética— manos a la obra, desde la noche del oscuro caos hace
surgir el luminoso lienzo de las variadas criaturas que se mueven de acuerdo con la ley
de la naturaleza. En el seno de sus montes y valles, entre mares y ríos, eleva alcázares,
ciudades y repúblicas a las que, a su vez, arrasa en el diluvio; del bajel de Noé, preñado
de especies, inicia una segunda acción creacional, hasta seguir a los hebreos por el de-
sierto egipcio para recibir la ley escrita de manos de Moisés. Con el eclipse de esta pere-
grinatio se abre paso una tercera jornada, la del «parasismo» del arribo al mundo de la
ley de gracia, época abierta por el gran portento, «horrible y duro», pero que alumbra
con su rayo puro el fuego en la fiesta; ante este sagrado evento el mismo Mundo queda
«absorto», queda «mudo». En tres jornadas verbales, El Mundo ha desplegado el tingla-
do completo de sus tres leyes y sus tres edades; el escenario casi se halla listo en tiempo
contemporáneo. Sólo faltan un par de detalles y El Mundo, diligente, se apresura a ello,
coloca dos puertas, una para las entradas y otra para las salidas de los dramatis perso-
nae: «una es la Cuna y la otra es el Sepulcro». Prepara, también, el vestuario, «las galas y
los adornos», la utilería esencial de los distintos atributos con los que dotará a cada
personaje (dones del mundo), de acuerdo con el papel (en el mundo) que ha de desempe-
ñar durante la función (existencia).
Ahora, tan sólo El Autor tiene que dar vida a los figurantes —«Sopla aqueste
polvo, pues, / para que representemos»—, gestarles de lo no-nacido e informe a lo

1. Pedro Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo, FCE, México, 1999; p. 7.

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La existencia teatral

nacido y mortal, y repartir entre éstos los diferentes papeles individuales para que la
representación de comienzo.
Entran a escena: El Rey, El Labrador, El Pobre, La Hermosura, La Discreción y El Niño.
Hasta aquí, en los primeros parlamentos entre El Autor y El Mundo, lo que Calde-
rón ha avanzado en el «espacio vacío» del escenario —que muy bien puede irse fastuosa-
mente llenando con las complejas maquinarias teatrales efectistas, rebosantes de plie-
gues, propias de las arquitecturas palaciegas del Barroco, o bien, seguir permaneciendo
el foro lo más huero y pobre posible para que reluzca de por sí el lenguaje poético/
alegórico calderoniano, hecho a la vez de alto lujo y audaces giros «minimalistas» como
les califica Vincent Martin—2 es ya considerable; pues al modo en el que un chamán,
como primer paso ritual, traza en el suelo un mándala o imagen del mundo, a menudo
alrededor del enfermo o de la choza que ha de proteger, para realizar, en el interior de su
circunscripción, su conjuro curativo, trasladándose en este círculo «al principio de los
tiempos, in illo tempore» (M. Eliade), ahí donde moran los dioses cuyos favores, cuyos
poderes solicita, análogamente, Calderón ha desplegado ante el público una condensada
cosmogonía completa y no sólo sino, además, toda una filosofía de la historia que con-
lleva una teodicea más o menos oculta. Así, en esta compleja imagine mundi estará ins-
crito el movimiento parabólico que a continuación será puesto en escena. Éste, sin em-
bargo, será paradójicamente sencillo, se trata de que cada actor «haga bien» el papel del
personaje que se le encomienda —nada más y nada menos— lo que le conducirá al final
de la obra a recibir, por parte de El Autor, el premio o el castigo correspondiente. Con
ello, quedarán al descubierto las «cuatro postrimerías» que le aguardan a la vida del
hombre: «muerte, juicio, infierno y gloria». Simultáneamente, el sentido mismo del tiempo
del mundo se verá iluminado como una «Historia de Salvación» (Heilgeschichte) a partir
del misterio de la Eucaristía, sacrificio divino del que emana toda luz, lo que hace del
expuesto «laboratorio teatral» de Calderón, en esta obra —escrita alrededor de 1635 y
representada por vez primera hacia 1649—, un «Auto sacramental» en toda regla.
Saltemos, ahora, más de tres siglos de distancia, a 1969. En plena efervescencia de
las vanguardias teatrales de posguerra, nutriéndose del estallido político/cultural del
«68», el director escénico inglés Peter Brook escribe al comenzar el que va a ser uno de
los libros más leídos por los hacedores de teatro hasta nuestros días, El espacio vacío:

Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina
por ese espacio vacío mientras otro observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un
acto teatral. Sin embargo, cuando hablamos de teatro no queremos decir exactamente eso.
Telones rojos, focos, verso libre, risas, oscuridad se superponen confusamente en una des-
ordenada imagen que se expresa con una palabra útil para muchas cosas. Decimos que el
cine mata al teatro, y con esta frase nos referimos al teatro tal como era cuando nació el
cine, un teatro con taquilla, salón de descanso, asientos con bisagra para permitir libre-
mente el paso del público, candilejas, cambios de decorado, entreactos, música, como si el
teatro fuera por propia definición esto y poco más.3

Es sabido que la promoción de este radical despojamiento —similar al que apelaba


Jerzy Grotowski, en 1965, con su texto Hacia un teatro pobre—4 de toda arquitectura,
decorados, utilería, vestuario, maquillaje e, inclusive, música, implicaba, por parte de

2. Vincent Martin, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), Ed. del Orto, Madrid, 2000.
3. Peter Brook, El espacio vacío, Península, Barcelona, 1996; p. 5 (las cursivas son nuestras).
4. Jerzy Grotowski, Hacia un teatro pobre, Siglo XXI, México, 1970.

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Manuel Lavaniegos

Brook, la liberación y el riesgo de situar en la sola presencia del actor, en sus recursos
corporales y anímicos el centro neurálgico del arte teatral. Grotowski dirá: «El pobre
cuerpo del actor es la expresión máxima y definida de este teatro. Pero es también pobre
porque busca una nueva moralidad, un nuevo código del artista». Lo que, también, traía
implícito liberar a la actuación de la férrea dictadura «logocéntrica» del texto, ajustado
en sus pautas retóricas a las viejas maneras de la parafernalia escénica; arrastrar, asimis-
mo, el papel del director, el lugar y las modalidades de la percepción del público, más
allá de los hábitos establecidos por el comercio del espectáculo.
Peter Brook, esa suerte de Picasso de las artes escénicas —que ha sabido incorporar
originalmente tanto las más escandalosas innovaciones como las técnicas teatrales de
las tradiciones ancestrales dando vida renovada, hasta hoy en día, a dramas clásicos y
contemporáneos—,5 24 años después, en su libro La puerta abierta (The Open Door. Troughts
on Acting and Theatre),6 matiza su contundente proposición del espacio vacío:

Si la costumbre nos induce a creer que el teatro debe empezar por un escenario, decora-
dos, luces, música, sillones, etc., habremos tomado el camino equivocado. Puede que sea
cierto que para hacer películas se necesita una cámara, celuloide y medios para revelarlo,
pero para hacer teatro sólo se necesita una cosa: el elemento humano. Esto no significa
que el resto carezca de importancia, pero no es lo principal.
En una ocasión afirmé que el teatro empieza cuando dos personas se encuentran. Si una
persona permanece de pie y otra la contempla, tenemos ya un principio. Su continuación
requerirá de una tercera persona para que se produzca un encuentro. Entonces aparecerá la
vida y será posible ir más lejos, pero estos tres elementos son esenciales.7

Bajo la perspectiva de P. Brook, «Uno va al teatro para encontrar vida en él, pero
si no hay diferencia entre la vida fuera y dentro del teatro, éste no tiene ningún sentido.
Es absurdo hacerlo». Dicho de otra manera, en el teatro, la vida se vuelve más visible,
«más vívida» que fuera de él; el teatro se halla dando forma a la vida al concentrar las
acciones en el espacio e intensificarlas en el tiempo, de tal manera que aquella triangu-
lación esencial entre las dos personas que se encuentran y el tercero que presencia el
encuentro —justamente el lugar del «tercero», ojo que imanta, es el que permuta pri-
mero en la mirada del director y luego en la mirada del espectador sobre los actores—,
se elabora sobre el flujo del suceder presente, ritmándole al abreviar y dilatar el entre-
tejido de palabras, gestos y acciones en el espacio que compone lo que ocurre, el «acon-
tecimiento». En esto consiste el proceso de la re-presentación, el volver a presentar las
experiencias inter-humanas, los «encuentros» o «dramas» sociales; una labor recons-
tructiva de las acciones que emprenden los hombres y de las representaciones que se
forman de éstas.
Proceso de re-flexión que retorna sobre los momentos críticos de la existencia ya
vívidos y los muestra intensificados —«realizados cuidadosamente», «acabados»—; pro-
blematiza o hace rotar sus distintos aspectos de significación y valor de momentos de la
experiencia, para proyectarlos hacia el horizonte de lo aún no vívido; lo que actualmente
gusta designarse como el proceso de «performance» o de «retrospección creativa».

5. Consideración coincidente con la realizada por el investigador teatral Rodolfo Obregón en su


ensayo «Peter Brook: síntesis entre vanguardia y tradición», en su libro: Utopías aplazadas, CONCULTA,
México, 2003.
6. Peter Brook, La puerta abierta, reflexiones sobre la interpretación y el teatro, Alba, Barcelona, 2007.
7. Idem, p. 23 (cursivas nuestras).

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La existencia teatral

Mediante el propio proceso de performance —escribe el antropólogo Victor Turner— se


ilumina lo que por lo común se encuentra herméticamente encerrado en las profundida-
des de la vida sociocultural, inaccesible a la observación y la comprensión cotidianas
—Dilthey emplea aquí el término Ausdruck, «expresión», de ausdrücken, literalmente «ex-
primir». El significado se «exprime» de un acontecimiento directamente por un dramatur-
go o un poeta o clama por una comprensión (Verstehen) penetrante e imaginativa.8

Es en este sentido de la representación o de la refracción imaginativa teatral que


opera sobre la serie de los acontecimientos vívidos, de los conflictos que asaltan la hu-
mana existencia, en la que cobra cabal relieve la genial díada de El teatro y su doble9
enunciada por Antonin Artaud como título para sus escritos proféticos de teatro; porque
el Doble, pensamos, para el actor/poeta francés nombra, por un lado, a la «realidad de la
vida» como doble «negativo» del teatro, es decir, como el reflejo pálido y anodino, confu-
so e informe de la existencia sujeta a las represiones sociales de lo cotidiano; y, por otro
lado, designa su polo antagónico o «positivo», al actor como el protagonista del teatro
mismo, incluso al Doble como el ideal a conseguir por el actor, hacia el cual con rigurosa
disciplina se dirige para lograr el pleno «atletismo afectivo» de sus potencialidades cor-
porales/psíquicas y espirituales, trascendiendo los límites de su Yo constreñido en la
inercia de los roles sociales. Aguzar e intensificar hasta al máximo de la crueldad confi-
gurante las fuerzas sensoriales escénicas —los «jeroglíficos animados» de la palabra, la
voz, los gestos, las luces, los sonidos, los colores, los aromas, las vibraciones del movi-
miento, las máscaras, el vestuario, etc.— en torno al desdoblamiento del actor en su
imagen teatral, la conversión a su Doble —a lo que también J. Gotowski aludía con su
noción del Performer—10 es, según Artaud, lo que conduciría al teatro hacia el «magne-
tismo ardiente de imágenes» que actúen en nosotros como «una terapéutica espiritual
de imborrable efecto». El teatro puede recuperar, así, el antiguo poder catártico (phobos
y eleos, terror y compasión) que el ritual y el mito operaban en el seno de una comuni-
dad, su fuerza de exorcismo, su carácter apotropáico,11 para ahuyentar y proteger a la
sociedad contra el mal.

En pocas palabras —dice Artaud— creemos que en la llamada poesía hay fuerzas vivientes
y que la imagen de un crimen, presentada en las condiciones teatrales adecuadas, es infi-
nitamente más terrible para el espíritu que la ejecución real de ese mismo crimen.12

8. Victor Turner, «Del ritual al teatro», en Ingrid Geist, Antropología del ritual, Victor Turner,
INAH, México, 2002; pp. 71-88. Donde, también, explica: «Todo esto hace recordar lo que Dilthey
dijo sobre elerben, esto es “vivenciar” una secuencia de acontecimientos —ya se trate de un ritual, un
peregrinaje, drama social, la muerte de un amigo, un parto difícil, etc. Semejante experiencia, sin
embargo es incompleta si uno de sus “momentos” no es un performance, un acto de retrospección
creativa en el cual se adscribe un significado a los acontecimientos y las partes de la experiencia
—aun cuando el significado sea que “no hay significado”. Experiencia, entonces, es “vivenciar” y
“pensar hacia atrás”. También es “querer o desear hacia delante”, es decir, establecer metas y mode-
los para la experiencia futura en la cual se tiene la esperanza de evitar o eliminar los errores y los
peligros de la experiencia pasada».
9. Antonin Artaud, El teatro y su doble, Instituto del libro, La Habana, 1969.
10. Véase Jerzy Grotowski, «El Performer», en Revista Máscara, Escenología A.C., México, n.º 1,
año I, septiembre de 1989; pp. 4 y 5.
11. Apotropáico: del griego «Apotrópation», efigie cuyo carácter terriblis protege contra el mal,
provocando a la vez risa y espanto.
12. A. Artaud, idem, p. 117.

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Manuel Lavaniegos

El desdoblamiento reflexivo imaginal —afectivo y cognoscitivo— que opera la «re-


presentación teatral» sobre las «cotidianas representaciones» que condicionan nuestros
actos provoca un vuelco o inversión radical; la máscara del actor pasa a ser ejemplar y des-
enmascara las emociones y racionalizaciones del sujeto cotidiano, le hace ver la luz ahí
donde reinaba la ceguera y el engaño —ya sea trágicamente, moviéndole al desengaño y al
llanto; o cómicamente, moviéndole a la burla y la risa sobre las pretensiones y arrogancias
excesivas— acerca de su auténtica humana conditio. El desdoblamiento del teatro des-
realiza la prepotencia demagógica de las realidades opresivas y nos permite acceder imagi-
nalmente a planos inefables de realidad —máximamente deseados— y que pasan imper-
ceptibles para la captación atrapada en la inmediatez de la actividad cotidiana.
Algo similar persigue el teatro alegórico confeccionado por Calderón a través de la
distinción entre el concepto imaginado, o representación formal de las dimensiones últi-
mas, y el práctico concepto como encarnación teatral objetiva, es decir, la acción simbó-
lica o alegórica que las hace perceptibles.

Sé que quiere Dios


que para rastrear lo inmenso
de su amor, poder y ciencia,
nos valgamos de los medios
que, a humano modo aplicados,
nos puedan servir de ejemplo.
Y pues lo caduco no
puede comprender lo eterno
y es necesario que para
venir en conocimiento
suyo haya un medio visible,
que en el caudal nuestro
del concepto imaginado
pase a práctico concepto.
Hagamos representable
a los teatros del tiempo...
[Calderón, Sueños hay que verdad son].13

Pero, regresemos de nuevo a ese «grado cero» de la representación que nos plan-
teaba Brook, si en el espacio vacío como espectadores le pedimos a un voluntario, no-
actor, que camine hacia un hombre que está ahí, lo hará sin el mayor problema; si a
continuación, le pedimos que intente imaginar que lleva en las manos un recipiente y
que debe caminar con cuidado para que no se vierta una sola gota de su contenido, se
moverá de un modo más o menos convincente; pero, si ahora le pedimos que imagine
que el recipiente se le resbala de las manos mientras camina, se estrella contra el suelo
y vierte su contenido:

13. Citado por Vicent Martin, op. cit., pp. 85 y 86. Dicho autor nos explica: «La práctica teatral de
Calderón crea imágenes dramáticas como medios humanos (visibles) que nos sirven de ejemplo de
lo inmenso, es decir, conceptos prácticos de esa realidad inefable que el hombre tan sólo puede
imaginarse o representarse mediante metáforas, símbolos y alegorías sensoriales» (p. 56). «Este
aspecto simultáneamente conceptual y existencial eleva las acciones visibles de los autos al plano
fantástico e “irreal”, en el que el espectador tiene que seguir e interpretar los pasos ascendentes de
los representantes para llegar al objeto divino en ese gran teatro de conocimiento y autoconocimiento,
de signos e interpretaciones» (p. 57).

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La existencia teatral

Lo habréis puesto en un aprieto —exclama Brook—, intentará actuar y se apoderará de


su cuerpo el peor de los artificios interpretativos de un aficionado, haciendo que la ex-
presión de su rostro sea «fingida», en otras palabras, espantosamente irreal. Para ejecu-
tar esa acción en apariencia tan sencilla de modo que parezca tan natural como el mero
hecho de caminar, se requiere toda la habilidad de un actor profesional; una idea ha de ha-
cerse de carne y hueso, ser una realidad emocional, debe ir más allá de la imitación,
hacer que una vida inventada sea también una vida paralela que no pueda distinguirse
de la real a ningún nivel.14

Así, por paradójico que parezca, la re-creación que ejecuta el actor de las acciones
vívidas de su personaje debe poseer la «impresión de verosimilitud de la vida cotidiana»,
se trata, como sucede en otros lenguajes artísticos, de lograr una plena abstracción/con-
creta —por completo distinta de la que realiza la abstracción conceptual, por ejemplo en
el discurso científico—; se trata, más bien, de la modulación de un logos/sensible o logos/
erótico como le llamaría E. Trías en su Lógica del límite.15 Sólo así, configurando singular-
mente la realidad transpuesta al plano de lo imaginario, a tal punto de volver autosufi-
ciente su efecto de «ilusión» o encanto, se produce la auténtica mimesis simbólica de lo
teatral. Por decirlo así, sólo bajo esta corriente de empatía básica con el transporte —del
como si— imaginario, de concentrada atención, con el evento que la mise en scene des-
pliega ante nuestros ojos se puede lograr la identificación; incluso si se quiere, producir
el «quiebre de hielo» del distanciamiento (Verfremungseffekt) crítico brechtiano. Pues, en
la re-construcción simbólico/artística de la acción más nimia, ésta resulta revelada sor-
presivamente en la faz oculta de su fondo absurdo o profundamente humano, en la
suspensión imaginaria/encarnada —«juntas suenen / la apariencia y la Verdad / la ima-
gen y la realidad» (Calderón)— de su misterio salvado del ciego transcurrir habitual.
Mientras tanto, una vez que ha sido instalado el escenario de El gran teatro del
mundo, por mandato de El Autor (figura alegórica del Makroprosopos, Dios, demiurgo,
o «lo increado/creador») y la labor de El Mundo sobre sí mismo (figura del Mikroproso-
pos, Universo o Macrocosmos, temporo/espacial, de lo manifestado), para que en él se
desenvuelva el drama entre los existentes (Microcosmos), se ha pasado ya a repartir los
papeles (destinos) que los mortales tendrán que representar. Los actores se ven arroja-
dos a esos «papeles», «roles» o «máscaras» que les tocan por elección (divina) de El
Autor, «de acuerdo con lo trazado, viviéndolos irremisiblemente, con la conciencia de la
búsqueda de un final prefijado».16 Esta visión corresponde a la idea del teatro como
«imagen y reflejo del mundo», de la vida como teatro (theatrum mundi) propia de la
concepción iconológica e iconográfica que se tenía del teatro durante la época barroca y
que, además, en gran medida permanecerá después; en ella, ya se echa de ver ese «velo
luctuoso», melancólico, del Trauerspiel (Trauer, luto o duelo / Spiel, juego o espectáculo:
«juego luctuoso») investigado por Walter Benjamin17 y del que Calderón será el paradig-
ma; pues, no puede eludirse el triste —tragicómico— espectáculo que dan las marione-
tas humanas jaladas por los hilo del juego (Fortuna) que El Autor dispuso para su fiesta
(de voyeur) desde la tramoya y que, además, como auténtico Pantokratos, se reserva
para al final del drama, poder juzgar según su gusto y sentido. De tal suerte, que en el

14. P. Brook, La puerta abierta, op. cit., p. 18.


15. Eugenio Trías, Lógica del límite, Destino, Madrid, 1997.
16. De la definición de «Teatro», según José Luis Morales Marín, Diccionario de iconología y
simbología, Taurus, Madrid, 1986, p. 314.
17. Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Taurus, Madrid, 1990.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 361

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Manuel Lavaniegos

mismo corazón del esplendor festivo del auto sacramental barroco vibra siempre el
memento mori —«polvo eres y en polvo te convertirás»— que agita sobre las tablas, con
su afilada conciencia de guadaña, al irónico esqueleto de las danzas de la muerte medie-
vales que en acto final troncha los hilos.
Sin embargo, la cosa no es tan sencilla, y menos para la visión sutil de Calderón,
porque también hay un inter-juego que deja el Autor/Mundo a los actores. Se trata del
margen de «libre albedrío» que media como abismo, suspense, entre la máscara prescri-
ta y el alma del ejecutante, entre el inevitable destino y la manera de caminar hacia él o
entre la sombra y la sustancia, que diría Zeami para el teatro nô. Justo en ese hiato, se
abre el juego indeciso de la aventura inter-humana, el hiatus entre los fijos roles pasaje-
ros que va adoptando y desechando el existente en su transcurso,18 el intervalo de su
posibilidad excéntrica (H. Plessner) antes de cristalizarse en los mudos rasgos de la más-
cara mortuoria. El interregno ético del libre albedrío reintroduce lo contingente en el
teatro del hombre, el espectáculo deviene pasional, ambiguo, arrojado a la necesaria
interacción con el otro de la que depende la posibilidad de transformación del Yo. Es
ésta la textura que aguza el ingenio y el manjar de enredos que da sabor y fascina en el
espejo de la puesta en escena, puesto que el arte teatral no hace sino desdoblar de nuevo
el sentido teatral inherente a la existencia misma.
Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich19 desarrollan la tesis de la antropología de la ex-
centricidad de Helmuth Plessner,20 basada en el desdoblamiento, esencial a la experien-
cia humana, de verse obligada a «ser-cuerpo» (Körper) al mismo tiempo que «tener-
cuerpo» (Leib) y que determina su condición asimétrica entre el cuerpo y el mundo; el
hombre tiene que presentarse y representarse continuamente entrando y saliendo de sus
«roles» para equilibrar la distancia entre «él» y su «sí mismo»,21 entre su centro interior
y los márgenes externos con los que, expresiva y dramáticamente, interactúa con los
otros. Dichos autores explican acerca de la teatralidad constitutiva del ser humano:

[...] esta concepción teatral del ser humano (el «doble teatral») ayuda a comprender que, a
pesar de su finitud constitutiva, el hombre es alguien que nunca se agota en ningún mo-
mento, que la creatividad humana es posible.

18. El hombre vive, de continuo, el tambaleo de su «identidad», por eso conviene, como señala Lluís
Duch, hablar de «procesos de identificaciones» que dan contorno y orientan, siempre de manera relativa,
a la persona. La noción de «identidad» de la que tanto se abusa en los discursos ideológicos tiende, a
menudo, a devenir en un instrumento de estigmatización (E. Goffman) para afirmarse fundamentalistamente
y rechazar, marcando, al otro, al «extranjero», al «raro». Ello, también será tratado con gran lucidez por el
escritor Amin Malouf en su texto Identidades asesinas (Alianza, Madrid, 1999), que para prevalecer sobre el
proceso siempre en curso de la transformación personal (o «individuación»), no dudan en arrasar a las
«pertenencias» siempre específicas y diferenciales de las experiencias individuales.
19. Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich, Escenarios de la corporeidad, Antropología de la vida cotidiana,
vol. 2, Trotta, Madrid, 2005.
20. Véase Helmuth Plessner, La risa y el llanto, investigación sobre los límites del comportamiento
humano, Trotta, Madrid, 2007.
21. Por ejemplo, Federico García Lorca, en muchos pasajes de su obra, expresa inmejorablemente esta
distancia, e incluso experimentada como aguda y desasosegante «extrañeza» del individuo, acerca de sí
mismo, que no es mera suma y sustracción de los momentos vívidos sino todo un universo complejo de
temporalidades en metamorfosis permanente. Recuérdese: «Llegan a mi cosas esenciales. / Son estribillos
de estribillos. / Entre los juncos y la baja tarde, / ¿qué raro que me llame Federico?»; o «Yo era. / Yo fui, /
pero no soy. / (Ante una vidriera rota / coso mi lírica ropa)», en este último fragmento ante lo desconocido
que le resulta su propio reflejo en el cristal, el poeta, opta por adoptar el disfraz del comediante.

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La existencia teatral

[...] Humanamente hablando, vivir consiste en el hecho de acomodar, día a día y momento a
momento, pensamientos, acciones y sentimientos, al ritmo de la acción escénica que impone
la convivencia (a menudo, el malvivir) cotidiana. En nuestras vidas hay una especie de «nece-
sidad teatral» impuesta por el «argumento» de nuestras vidas; un argumento, por otro lado,
que, cotidianamente, con gusto o desagrado, vamos contextualizando y adecuando a las insos-
pechadas tramas teatrales que nos impone la insoslayable presencia de la contingencia.22

En la pequeña joya de relojería que confecciona Calderón en El gran teatro del mun-
do, con su sutil mecanismo especular de «teatro dentro del teatro», también cultivado
por Shakespeare —por ejemplo, en Hamlet o en el Sueño de una noche de verano— y, en
general, tan caro a la visión barroca —aquí, en una miniaturización, como polo comple-
mentario a la macro/ampliación que opera en la geometría expansiva de las arquitectu-
ras de Borromini, los frescos de Tiépolo y Pietro da Cortona que perforan las cúpulas
con cúmulos y ángeles hasta infinitas esferas o las «pinturas dentro de las pinturas» de
Velázquez y Teniers—,23 lo mismo que en sus otros grandes dramas hasta el vértigo
de ensoñaciones de La vida es sueño, el impulso y el aceite que desencadena todo el flujo
de las peripecias en una multiplicación de reflejos equívocos, reside en el puntual des-
ajuste que inmediatamente brota entre el actor y su papel. Disyunción entre el movi-
miento deseante, los sueños y las ambiciones de los existentes y la fuerte coerción que
impone el diseño del argumento a representar por cada cual, según el orden infuso en el
mundo (por un «Dios cada vez más oculto», diría Lucien Goldman) de una especie de
«armonía preestablecida» (Leibniz) la que, sin embargo, a los ojos de los actores a me-
nudo no resulta «la mejor de las posibles»; ni siquiera les es dado el de vislumbrar el
significado de aquel teleológico ordenamiento de astrales engranajes que hacen girar las
«espadas de Damocles», disfrazados, fantasmáticamente, con el ropaje de las urgencias
conflictivas que les tiende la vida a cada paso. Frente al reparto de los papeles, desde ya,
surgen las protestas de El Labrador y de El Pobre de cara a las fatigas y penurias que les
aguardan en la representación. El Autor les replica:

Ya sé que si para ser


el hombre elección tuviera
ninguno su papel quisiera
del sentir y padecer;
todos quisieran hacer
el de mandar y regir,
sin mirar, sin advertir
que en acto tan singular,
aquello es representar,
aunque piensen que es vivir.24

Enredados en las nebulosas de un bosque de espejeantes jeroglíficos, sin posibili-


dad de ensayo previo al desempeño del papel que les cae encima, tropezando en una

22. Duch y Mèlich, op. cit., pp. 160 y 161.


23. Walter Benjamin: «Y en los dramas de Calderón (la miniaturización reflexiva de la “comedia
romántica” o “drama del destino”) desempeña exactamente la misma función que la voluta en la
arquitectura de la época. Al infinito se repite a sí misma y hasta lo incalculable reduce el círculo que
ella delimita. Igual de esenciales son dos aspectos de la reflexión: la miniaturización lúdica de lo real
y la introducción de una infinitud reflexiva del pensamiento en la finitud cerrada de un espacio profa-
no del destino» (op. cit., p. 69).
24. Calderón, op. cit., p. 16.

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Manuel Lavaniegos

confusa mascarada, los dramatis personae, amargamente, levantan sus quejas a El Au-
tor, que clemente —según lo interpretan El Mundo y La Discreción (esta última, tam-
bién alegorización de la Religión)— introduce una nueva figura alegórica a la represen-
tación, se trata de La Ley de Gracia, que entra a escena y permanecerá sentada al lado de
El Autor en la esfera celeste que se observa en el foro. El papel que desempeñará La Ley
de Gracia será escueto pero altamente significativo, al modo de un apuntador, en opor-
tuna ocasión recordará a los distintos figurantes de la comparsa lo que se podría llamar
la clave existencial del teatro del mundo. Esta consigna minimal no es otra que la que
dice: «Ama al otro como a ti y obra bien que Dios es Dios». Casi como la emisión de un
imperativo categórico kantiano, comenta V. Martin y, sin embargo, a nuestro parecer,
posee el carácter de un acertijo vivo e inquietante, señal de fuego ética para cada perso-
naje a cada momento de la obra, en cada concreta situación en que se confronta con los
otros, y que hace de ella un llamamiento abierto y una manera radicalmente específica
en que el dilema del destino, a la vez singular y compartido, cobra rostro de carne y
hueso para cada desdoblado personaje; puesto que en la relojería teleológica oculta tras
el fantasmagórico juego de sombras del tiempo del mundo, los engranajes no son tales
sino frágiles humanos que, a cada paso, chirrían, sufren y gozan, son rechazados y aco-
gidos, odian y aman, se encuentran vibrando expresivamente en la tensión entre la nece-
sidad y su libertad y buscando la clave del mundo —que para Calderón también es cifra
teológica, tensión trascendente— que siempre se les escapa y les obliga a elegir, implaca-
ble en su misterio, a cada momento.
Es bien sabido hacia dónde arriba en su desenlace la pieza de Calderón: hacia las
«postrimerías» de las almas; que tras de la muerte de los personajes, saliendo por la
puerta de la tumba, se resuelve en el juicio de El Autor. Por su paciencia, sacrificio y fe,
para El Pobre y La Discreción: la vía es recta a compartir el banquete celestial. Mientras
que para El Rey, por su obsesión de omnipotencia imposible, La Hermosura por el
envanecimiento en su efímera belleza y El Labrador por la estrechez del apego a los
frutos de su labor, a los tres les toca, en merecimiento: purgar en la antesala de la gloria.
Sin embargo, su natural titubeo y arrepentimientos ante la ambigüedad inherente al
mundo engañoso de la representación hacen, finalmente, que El Autor se conduela y,
perdonándoles, les haga pasar al divino convite. Sólo El Rico, soberbio, envidioso y
resentido hasta el final, es: condenado a la eternidad infernal.
Hay tan sólo de paso que anotar el brevísimo papel que Calderón le concede al
papel de El Niño que, únicamente, atraviesa la comedia como una estrella fugaz. Desde
el inicio El Autor le dice: «Tú, sin nacer morirás», a lo que El Niño replica: «Poco estudio
el papel tiene». La figura de El Niño aparece como lo no-nato a su destino de adulto, una
inocencia que no ha pasado por los retos y titubeos de la existencia, que se queda sin
conocimiento de las posibilidades y límites del sí mismo y del mundo, ignorando en su
umbral las refriegas sentimentales y morales de la convivencia. ¿O, tan sólo conociendo,
¡ay!, en un instante el límite de su muerte? En cierto momento de la obra, El Niño le
espeta a El Mundo: «Sin hacer he de morir / en ti no tengo de estar / más tiempo que el
de pasar / de una cárcel a otra oscura, / y para una sepultura por fuerza me la has de
dar». Este diminuto y efímero papel del infante nos remite al limbo de la forzada infan-
cia, en el amurallado torrejón, en la que se encuentra confinado Segismundo por su
padre en La vida es sueño, que versará, precisamente, en torno al doloroso y también
gozoso retardado despertar iniciático del «secuestrado» príncipe a la trama, ambigua y
fantasmagórica, de la existencia, más cruenta y retorcida que sus candidas ensoñacio-
nes solitarias. Por su parte, El Niño de El gran teatro, de las postrimerías no conocerá

364 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia teatral

«Ni la pena ni la Gloria», su destino será el hundimiento en el Limbo de las puras som-
bras. En este punto vale la pena recordar la idea planteada por María Zambrano, en su
quintaesenciada obra Filosofía y poesía, cuando diferenciándole del filósofo, que busca
la posesión del Ser absoluto que niega a la nada, dice del poeta:

El poeta saca de la humillación del no ser lo que gime, saca de la nada a la nada misma y
le da nombre y rostro. El poeta no se afana para que las cosas que hay, unas sean, y otras
no lleguen a ese privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue
a ser. El poeta no teme a la nada.25

Una vez concluido el juicio de El Autor y mostrando éste las sendas transmunda-
nas, tocan las chirimías y a coro se canta, muchas veces el Tantum ergo, El Mundo pide
por el perdón de todas las representaciones que «es aquesta vida toda», y así es como el
dramaturgo26 recompone, en el fin de la obra, el sentido del theatrum mundi, cifrado en
la alegoría: con el juicio divino que premia y castiga la corrección moral de la acción
personal de acuerdo con sus roles en un orden regido por la Iglesia y el Estado consagra-
dos, en su misión ideal, por Dios. Esta fe de Calderón en los ideales morales cristianos
como guías para la actuación del Estado y de la Iglesia, así como para la conciencia
racional y espiritual del individuo que se desenvuelve bajo sus límites, pone de relieve un
conflicto radical en el proceso del mundo, el de la contradicción entre la miseria y la
pobreza, que a ojos del dramaturgo, pensamos, aparece como la principal tarea a ser
abatida por el ejercicio de las virtudes cardinales del hombre en su trato con el prójimo;
como la consecución en la historia del mundo de la Ley de Gracia, iluminada por el
sacrificio eucarístico. Sin embargo, esta armonización alegórica que hace aparentemen-
te inteligible el significado del medido divertimento al modo de una parábola moral, no
basta para hacer justicia a la escritura teatral tan finamente elaborada en esta pieza por
Calderón; pues, en ella se desliza, aunque en está ocasión de una forma atenuada, com-
pendiada y no carente de humor, la tensión simbólica, fuerte y abierta, propia de la
auténtica obra de arte,27 y que en el caso del teatro hace vibrar, con especial intensidad,
el intervalo entre el actor y su máscara.

25. María Zambrano, Filosofía y poesía, FCE, México, 2001, p. 23.


26. Habría que advertir, aquí, que se queda en el tintero otro de los grandes nudos temáticos de El
gran teatro del mundo y, en general, de todo el andamiaje de la dramaturgia calderoniana, el de la
figura de El Autor ocupando en el tablero alegórico/teleonómico la casilla de Dios, a la vez demiurgo y
pantokratos, que, arriesgadamente, se halla prolongando la fórmula: de «crear alter Deux», crear cual
lo hace Dios, tan cara a los mitos sobre el artista. Pues, salta a la vista lo dilemático de la cuestión: ¿el
autor se abroga, con ello, soberbio, la facultad omnisapiente y omnipotente sobre sus criaturas imagi-
narias?, ¿o bien el autor no hace sino llevar sus angustias y dudas personales hacia sus encarnaciones
fantasmáticas, haciendo uso de su precaria libertad, un tanto transgresora al portar la máscara del
Dios?, ¿se confunden, así, el papel del literato y el del sacerdos?, ¿en todo caso, el autor hace de
pontifex, puente entre sí mismo y la alegoría de la que se disfraza, al igual que el comediante? Todos
estos dilemas, por lo demás, pasaran a ser la obsesión de la dramaturgia de Luigi Pirandello.
27. Nunca está de más recordar la distinción, formulada por Henry Corbin, entre «Alegoría» y
«Símbolo»: «La alegoría es una operación racional, sin implicar el paso a un nuevo plano del ser, ni una
nueva profundidad de la conciencia; es la figuración, a un mismo grado de conciencia, de aquello que
puede ser muy bien conocido de otra manera. El símbolo anuncia otro plano de conciencia diferente de la
evidencia racional: es la cifra de un misterio, el único medio de decir aquello que no puede ser aprehendido
de otra manera; no está jamás explicado de una vez por todas, siempre ha de ser de nuevo descifrado, lo
mismo que una partitura musical no está jamás descifrada una vez por todas, reclama una ejecución
siempre nueva». La imaginación creadora, sobre el sufismo de Ibin’Arabi, Destino, Madrid, 1989, p. 13.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 365

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Manuel Lavaniegos

Como hemos intentado mostrar, la paridad reforzada entre concepto imaginado y


práctico concepto o «la paridad corriendo de lo visible a lo invisible» como tensión trans-
figurante, con la que Calderón arma sus dramas y hace que los engranajes de las figuras
alegóricas finalmente se encuentren marchando en función de la imaginación creadora
que anima la escala simbólica de la obra, es decir, que lleva al estallido a todo reloj del
tiempo para la interrogación infatigable sobre el destino del hombre en busca de la
revelación —de una mutación «en el plano del ser» (H. Corbin)—, supera la «apostasía»
que se queda en racionalidad escéptica sobre la condición humana. Por supuesto, que la
forma exacerbada y genial de La vida es sueño (donde el delirio de la confusión entre lo
real y lo ficticio de Segismundo en la Torre y la aparición transvestida de Rosaura,
alcanza el paroxismo) o de El príncipe constante (donde la autotransformación de Fer-
nando, en medio de las tribulaciones de su cautiverio, pasa a ser símbolo de trágica
redención), nos llevan hacia el pináculo de la dramaturgia calderoniana que ha impacta-
do con más potencia a la práctica teatral contemporánea, prefigurando el sumergimien-
to en la solitaria disociación de la conciencia individual, en un mundo devenido —como
diría Jan Kott—28 en tragicómico absurdo.
Por todo lo hasta aquí expuesto, no es de extrañar que, al igual que la obra de los
trágicos griegos y la de Shakespeare, el teatro del autor de El príncipe constante, El
mayor monstruo los celos y La vida es sueño constituya una ave fénix para el teatro
contemporáneo, siempre que éste intente de nuevo plantearse los dilemas del sentido de
su propio quehacer artístico en el mundo. No sólo J. Grotowski llevó al límite la expe-
riencia del actor con la encarnación de Ryzard Cieslak de El príncipe constante, sino que
sobre «los torniquetes del ser y la apariencia» de los actores transvertidos de Genet, la
desesperación patética de la evanescencia «metafísica» de los Seis personajes en busca de
su autor, de Pirandello; la licuefacción agónica del drama en torno a El rey se muere, de
Ionesco; o el alucinante «teatro en el teatro» de la Persecución y asesinato de J.P. Marat,
representado por el grupo de actores del Hospicio de Charenton bajo la dirección del señor
de Sade, elucubrada por Peter Weiss; sobre todos ellos flota la sombra luminosa de los
experimentos de autoconciencia teatral confeccionados por Calderón.
El semicírculo de piedra volado sobre el insondable gran circuito de Dike/Ananké
sólo rasga su velo a través de oraculares señales y se precipita sobre los pasos del
héroe, que gesticula su Hybris —y la nuestra— a través de los rasgos de la máscara y se
encamina, paso a paso, hacia el abrazo de su destino, de su propio ser, como nosotros,
simplemente un brotoi —sombra efímera— ante la mirada de los Inmortales. La fábri-
ca shakespeareana, puesta como teatro de la memoria para el estruendo del «Gran
mecanismo» (Kott) del poder y sus caudales sangrientos, arrastra consigo el lamento
de la naturaleza desquiciada y tan sólo lo suspende en un instante reconciliado por la
verdad del sueño. El tablero ajedrezado de las alegorías sobre el cual la solitaria móna-
da oscila entre el poder del tirano y los impulsos herméticos del zodiaco, cual funám-
bulo, izando, a la vez, el resquicio de su libertad y sus fantasmas, intenta iluminarse
por un Dios cada vez más distante. Los tres escenarios —el de los trágicos griegos, el
de Shakespeare y el de Calderón— serán yuxtapuestos por el teatro moderno para dar
cabida a los cataclismos del sujeto disociado en «personalidades múltiples» al ritmo
de la creciente alienación del «Gran mecanismo», que ahora cobra caracteres anóni-
mos y masivos, sirviéndose además de una industria de hiperproducción de simula-
cros «representativos».

28. Véase Jan Kott, El manjar de los dioses, Era, México, 1977.

366 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia teatral

No es de extrañar que este tinglado escénico crítico, que funciona a manera de


collage de la génesis occidental del teatro, verse sobre el espectáculo más fantasmático
de la modernidad, su gran «mitologema» o «ideologema» utópico e histórico-políti-
co:29 el de la Revolución y sus apocalípticas consecuencias; si no como leitmotiv expli-
cito de sus tragicomedias, al menos como corriente subterránea. En las obras de los
autores citados el tablero del theatrum mundi es sometido a la transmutación transgre-
sora, «revolucionaria», de sus propios presupuestos —piezas y reglas del juego tea-
tral— con una autoconciencia, en mucho amarga, de sus consecuencias. Grotowski
eligiendo la vía mística del actor pone en jaque la mirada profana del espectador y de
toda la parafernalia escénica y, con ello también, de toda demagogia histórico-social
revolucionaria. En Los biombos, Genet, con negro sarcasmo, sobrevuela, anárquica-
mente, los dos bandos de una «guerra de liberación» contra el colonialismo, poniendo
en jaque el maniqueísmo de las identidades. Pirandello pone en jaque el poder absolu-
to del autor por las fuerzas desatadas de sus fantasías inconscientes. Ionesco amplifica
la consigna «¡Muerte al rey!» y muestra la anomia humana escondida en toda repre-
sentación del poder, pone en jaque todo el juego agonístico del drama. Y, finalmente,
P. Weiss, poniendo metafóricamente en jaque al espectáculo teatral en su conjunto, lo
revela como un zafarrancho de locos mirado por locos en el manicomio del mundo. Al
menos esas obras conducen la teatralidad de la vida y del propio teatro a reflexionar
sobre sus límites, prolongando algo que estaba ya en germen en Sófocles, Eurípides,
Shakespeare y Calderón.

29. Complejo proceso que guarda analogía con la problematización que la dramaturgia de
Eurípides hace del ritual dionisíaco en Las Bacantes —tal vez, avant la lettre, la primera gran obra
autoconsciente de «teatro del teatro». Estrenada por vez primera en 405 a.C., a sólo dos años de la
caída de Atenas en medio de las Guerras del Peloponeso, en Las Bacantes, según Jan Kott: «el
ritual se desnuda y se destruye mediante su realización en el escenario»; y, eso, es también el
mostramiento de «la tragedia de la locura de Grecia, la locura de los gobernantes y del pueblo»
(op. cit., pp. 221 y 222).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 367

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LA EXISTENCIA AUDIOVISUAL1

Franz K. Mayr

1. Filosofía griega y visión del sentido

1.1. Categorías de lo real

Si bien la palabra «categoría» (del griego kategorein: hablar contra alguien, acusar, de-
clarar algo sobre algo) pertenece originariamente al ámbito del lenguaje, de la palabra
que se pronuncia y que se escucha (audición), Aristóteles construye de hecho su tabla de
las categorías, y en particular la primera, la ousia-sustancia, siguiendo el hilo conductor
de la visión de las cosas. Ousia significaba poder, posesión, propiedad visible de algo
hasta que Aristóteles la introdujo en su lógica y en su metafísica como un término técni-
co. La misma palabra que se usa para designar algo que se presenta como propiedad
(visible) (hyparchon), que se muestra (delon) y que aparece (phainomenon), es la que va
a servir en el pensamiento occidental como paradigma visual de la predicación o dicción
de las cosas, aunque originariamente era concebida desde el hablar y escuchar, o sea,
desde el lenguaje. El ojo suplanta así al oído como símbolo del conocimiento humano.
El propio lenguaje va a ser comprendido de un modo dualista como la combinación
de una palabra exterior (oída) y un concepto interior (visto). Este giro desde la compren-
sión auditiva a la comprensión visual de la realidad, incluida la propia realidad del ser
humano, es uno de los acontecimientos más memorables y al mismo tiempo más cues-
tionables del pensamiento occidental. El giro desde una experiencia oral-auditiva-poéti-
ca de la realidad y del mundo a otra eidético-visual-prosaica (filosófico-científica) lo
preparan ya algunos presocráticos (Heráclito: «Los ojos son testigos más exactos que los
oídos»), lo despliega Sócrates, pese a ser aún tan oral-auditivo y «dialógico», con la
pregunta por el Eidos de la cosa, y encuentra su culminación en la dialéctica de las ideas
de Platón, así pues, en el platonismo.
Esta nueva «imagen del mundo» y esta nueva «visión del mundo» se consuman
precisamente en la metafísica aristotélica del ser como forma-sustancial. Aristóteles
es, efectivamente, el que escribe la primera prosa científica. La valoración de la vista,
del ojo y de su simbólica (cfr. la metafísica de la luz)2 y la creciente devaluación de la
audición, del oído y de su simbólica es algo característico de la filosofía clásica, y ello
tiene también consecuencias históricas de mucho mayor alcance. La visión espiritual
del lenguaje como totalmente desligado del logos «auditivo» y oral-poético (Homero,
los presocráticos, el teatro) se va a convertir en el paradigma de todo conocimiento
en general, fundando el método de conocimiento filosófico del ser y de la investiga-
ción científica.

1. Traducción de Luis Garagalza.


2. La metafísica de la luz llega a ser hegemónica; véase al respecto F.K. Mayr, La mitología occiden-
tal, Anthropos, Barcelona, 1990.

368 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia audiovisual

1.2. Visión «versus» audición

El mismo Platón, pese a adoptar una actitud crítica respecto a la orientación de la cultu-
ra hacia la escritura y la lectura (Fedro, Carta VII), valoró más, como posteriormente
hará Aristóteles, la visión que la audición. Para Aristóteles, que es quien elabora propia-
mente el canon de los cinco sentidos (de an. 3, 1, 424b 22), la vista es el sentido supremo,
el más importante para el pensamiento analítico (Met. 1, 1, 980a 21-24). Ese sentido es al
mismo tiempo el símbolo de la bienaventuranza suprema (visual-contemplativa) del ser
humano (Met. 12, 7, 1072b 24). La tabla aristotélica de las categorías se muestra así
como la clasificación más general de los modos en que el hombre puede aprehender y
describir «visualmente» la realidad dada.
Esta concepción unilateral del conocimiento espiritual por analogía con la visión
está ya de algún modo preparada por ciertas peculiaridades de la lengua griega, que
pertenece a la familia de las lenguas indoeuropeas (por ejemplo, el uso de artículos
determinados antes de adjetivos y verbos, verbos de la visión y del conocimiento unidos
directamente con un acusativo, la tendencia objetivadora del «en tanto que» apofántico,
como por ejemplo en la frase aristotélica «el ente en tanto que ente», etc.).
Hasta la misma palabra griega que significa hablar (legein, logos) contiene origina-
riamente el sentido visual de reunir, recoger, recolectar, contar o enumerar. Así como en
la visión sensible comparecen las ventajas y los inconvenientes de la capacidad del «sen-
tir a distancia», así también comparecen en la visión intelectual-espiritual las ventajas
(distanciamiento, objetividad, desinterés) y los inconvenientes (fragmentación, descon-
textualización, indiferencia frente al tiempo y la historia) de la «capacidad de abstrac-
ción» humana.
La «visión» espiritual-abstractiva (abstractio como traducción del griego aphaire-
sis: quitar, prescindir, extrañamiento, sustracción) de la realidad —por analogía con la
visión sensible de lo que está en primer plano y en el trasfondo, arriba y abajo, dentro
y fuera— promovió, por ejemplo, el establecimiento de distinciones metafísicas como
las que median entre apariencia y esencia, fenómeno y nóumeno, inmanencia y tras-
cendencia, etc.
La propia metafísica en tanto que indagación sobre el ser (sólo espiritualmente
visible) del ente (sensiblemente visible), sobre la idea detrás del fenómeno, está fundada
en la metáfora de la visión distanciadora y de las dimensiones espaciales estáticas, espe-
cialmente la proximidad y la lejanía, el arriba y el abajo. Cabe considerar aquí en qué
medida la polaridad entre lo masculino y lo femenino —desde Pitágoras hasta Platón y
Aristóteles—, entre lo activo como «superioridad» y lo pasivo como «inferioridad», des-
cansa, parcialmente al menos, sobre la simbólica visual imperante del espacio y sobre el
sentimiento animal de la «territorialidad».
En la metafísica occidental juega también un papel muy importante el simbolis-
mo de la espacialización del tiempo, a la que suele quedar subordinada la escucha
dinámica de la palabra, el tono o el ruido de fondo, es decir, la destemporalización
de la realidad. La teología medieval determina la esencia metafísica de la eternidad
(gr. aion, lat. aevum) como «Nunc Stans», como un ahora permanente. Las represen-
taciones metafísico-dualistas descansan en muchos casos sobre metáforas espacia-
les y visuales.3

3. Sobre la revalorazación del tiempo, véase M. Heidegger en su obra Sein und Zeit / Ser y
tiempo (1927).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 369

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Frank K. Mayr

2. Filosofía hebrea y audición del sentido

2.1. Del espacio al tiempo: persona y sentido

Se ha observado que Aristóteles considera la vista y el oído como los sentidos más
desarrollados y más útiles para el pensamiento, pero situando la vista en el primer
puesto y el oído en el segundo. La visión es, según dice Aristóteles (sens. 1, 437a,
también anal. post. 1, 18, 81a 38-b 9), más importante que la audición tanto en sí
misma como para las necesidades de la vida. Pero respecto al aprendizaje de la lengua,
que consta de palabras como símbolos racionales, el oído es indirectamente (kata sym-
bebekos) más importante que la vista. La sordera representa una dificultad mayor que
la ceguera. Aristóteles no atiende a la conexión interna que existe dentro de una comu-
nidad lingüística históricamente constituida entre el oído, el lenguaje y la comunidad
de hablantes y de oyentes.
De todas formas, pese a la importancia que adquiere la cultura escrita en la época
clásica, tanto Platón (Teet. 189e/90a; Sof. 263a/4b: pensamiento como un «hablar inte-
rior») como Aristóteles, (de an. 3, 6, 43 ob; aunque la teoría del conocimiento como
copia vuelve a encubrirlo: íd. 2, 12, 424a 17-30; 3, 6, 43 ob) conservan algo del trasfondo
de la cultura oral griega, a saber, la conciencia de que el conocimiento espiritual en tanto
que dialéctica y visión eidética es un logos complejo (dia-legesthai) que se encuentra
mediado en la «polis» por la comunidad de hablantes y oyentes. En cualquier caso es la
analogía de la visión, no la de la audición, la que resulta decisiva en la experiencia griega
de la realidad.
Así que en el centro de la ontología griega está la «visión del mundo» (Weltan-
schauung) y no una «audición del mundo» (Weltanhörung), la ontología entendida como
«theoria» y no una otología (gr. ous, otos = oreja, oído) en tanto que akoe (audición)
cognoscitiva. La sustancia (ousia) concebida como cosa, en tanto que un «eso-ahí» (tode-
ti) existente, individuado e identificable, que también se puede decir de una persona
(por ejemplo, Sócrates), se caracteriza desde la visión espacial de las cosas (onta, chre-
mata, pragmata). Aparte del concepto de hombre (anthropos) y de la caracterización de
la especie como «animal racional» (zoon logon echon), la lengua griega no tiene ningún
nombre especial para la persona en tanto que ser o criatura que habla y escucha.
Sólo la palabra «rostro» (pros-opon = cara, mirada), que por lo demás también se
concibe desde lo visual, puede ser usada como equivalente a persona (en el sentido de
figura externa). No se debe olvidar, en cualquier caso, la notable diferencia que media
entre la comprensión judeo-cristiana de la persona (la dignidad moral y religiosa de la
persona) y la comprensión antigua de la persona a partir de su papel social. Aquí se
inscribe también la diferencia entre las culturas éticas basadas en la «culpa» (guilt) mo-
ral y las culturas del honor basadas en la «verguenza» (shame) del deshonor.
La comunicación lingüística depende de un modo muy especial de la audición. El
oído, siempre abierto al sonido, al tono, a la palabra y a la voz de otra persona, está
vinculado de un modo esencial al tiempo y a la historia. Aquí el espacio es algo secunda-
rio. Hay un inicio y un final que delimitan la frase que se pronuncia y que se escucha, la
melodía que se canta y se oye.
Mientras que el ojo percibe activamente y selecciona manteniendo las distancias,
con lo que acentúa la autonomía del sujeto que mira (o también del que escribe), por el
contrario la comunicación oral está mucho más vinculada a la situación social e inter-
humana, a la tradición y a la comunidad. El que escucha adopta ante el «otro» una

370 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia audiovisual

actitud receptiva y confiada, que puede llegar hasta la subordinación personal. La audi-
ción tiene un carácter más holístico que la visión; capta en lo exterior lo interior y en la
palabra emitida el sentido que en ella se encarna.

2.2. Lenguaje y palabra

El hablar —y el escuchar— pueden servir, más que el aparecer de las cosas y el verlas,
para caracterizar modo eminenti la «interioridad» de la persona que vive precisamente
en su «exterioridad». En tanto que escucha y que habla, la persona es un dato originario
de la realidad que no se puede reducir ni a la categoría de sustancia ni a ninguna otra
cosa. La continuidad o bien la discontinuidad en la experiencia del tiempo, el acuerdo o
la discrepancia con una historia y una tradición son el horizonte de la comprensión o la
incomprensión intersubjetiva en el interior de una comunidad.
El esquizofrénico rigidiza el mundo reduciéndolo a una serie fragmentaria de pun-
tos y posiciones espaciales, perdiendo el contacto vivo con el mundo interpersonal, co-
munitario y dialógico de la pregunta y la respuesta, del lenguaje y la responsabilidad. No
oye el «logos común» (Heráclito), sino sólo las voces incoherentes e incontrolables del
«por doquier» y del «en ningún lugar». Ese oír carente de la continuidad del tiempo, sin
pasado ni futuro, sin recuerdo ni imaginación, está bloqueado por su dependencia de un
presente puntual y atomizado.
Frente a la cultura predominantemente visual de los griegos, el judaísmo conservó
el simbolismo cultural y religioso de la audición que se inicia en el Viejo Testamento y se
prolonga y amplía en el Nuevo Testamento del cristianismo. El órgano decisivo para el
encuentro entre el hombre y Dios es ahora el oído, y no el ojo. La concepción moderna y
secular de la persona (como subjetividad libre y responsable) está enraizada en la tradi-
ción judía de la escucha (o no escucha) de la palabra.
La escucha de la voz del otro, especialmente de aquéllos, como el enfermo, el opri-
mido o el pobre, que no tienen voz, es e inicia la escucha del Dios personal que actúa
veladamente en la historia (cfr. hebr. Bat Kol como voz del Dios del Cielo). «¡Escucha,
Israel...» es la fórmula abreviada (Sema = oír) de la fe de Israel. El término hebreo co-
rrespondiente a «palabra» (dabar) significa al mismo tiempo palabra y acción, la dicción
de la palabra y la realización de lo dicho. Se trata de una palabra creadora que reclama
escucha, respuesta y realización (obediencial).
La mirada lanzada por el pensamiento no tiene acceso al Dios bíblico, en su tras-
cendencia absoluta; sólo puede llegar hasta él la escucha de la fe anclada en el tiempo,
en la historia y en la libertad (voluntad). En la concepción bíblica ser persona es ser
«oyente de la palabra», que a través de la Torá y de los profetas proclama la acción de
Dios sobre Israel y la escucha de Israel a Dios, siendo la fe de Abraham el paradigma
de esa escucha.4 En el Antiguo Testamento sólo se entienden las visiones desde la
revelación de la palabra. El culto sin imágenes y la estricta prohibición de la imagen
(Ex. 20 4/6; Dtn. 5,8), que se dirigía tanto contra la idolatría como contra la diviniza-
ción de las criaturas (por ejemplo en los antiguos cultos de la fertilidad), es un impera-
tivo categórico contra todo deseo culpable de poseer y de ver, contra el «deleite de ver»
y la codicia sustancialista.

4. Al respecto Karl Rahner, su obra Hörer des Wortes / Oyente de la palabra (Herder).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 371

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Frank K. Mayr

Conclusión: el cristianismo

Prosiguiendo su propia tradición acústica (auditiva), el judaísmo posterior (jasidis-


mo, macabeo, judaísmo rabínico) se posicionará también contra el influjo visual greco-
helenístico. Ahora bien, la primera helenización radical del judaísmo tiene lugar ya con
Filón de Alejandría.5
Por su parte en el cristianismo (Nuevo Testamento) juega un importante papel la
audición: «El que tenga oídos que oiga». La fe proviene de la escucha (fides ex auditu,
Rom. 10,17) y consiste en «creer lo que no se ha visto» (Hebr. 11,1-3). La escucha se
consuma en la obediencia a la fe (Rom. 1,15; 2 Cor. 2,9). Así que en el cristianismo,
aunque la simbólica visual se mantiene en su lugar («Epifanía» de Dios en Jesucristo,
analogía visual en la escatología neotestamentaria...), finalmente queda siempre vincu-
lada a la escucha de la palabra de la fe.
Destacamos así que la primacía judeo-cristiana de la palabra y su escucha establece
la base para la comprensión —ya no metafísica o abstracta— de la persona, la acción y
la historia. A este respecto las categorías griegas aristotélicas se quedan demasiado cor-
tas para el pensamiento cristiano.

5. Filón el Judío (Philo Judaeus), nacido el 25 a.C. hasta el 50 d.C.

372 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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INTERLUDIO
LA EXISTENCIA RITUAL (CÍRCULO ERANOS)

Andrés Ortiz-Osés

1. Hombre y rito

Junto a un importante Homenaje a C.G. Jung, el Círculo de Eranos edita asimismo su


foro anual interdisplinar, dedicado al tema «Hombre y rito»; se trata del volumen 19 de
la edición internacional de los Jahrbücher (Anuarios), que sintetizamos a continuación.
En su prefacio, la coordinadora O. Fröbe traza una «semblanza» de la psicología erano-
siana, la cual se caracterizaría por contar con el corazón y la intuición junto al intelecto,
de modo que la idea del Homo interior (hombre interior) sería la clave de Eranos, cuyo
Círculo la trataría desde lo psicoanímico, así pues desde el alma (en su sentido junguia-
no). Olga Fröbe recuerda, finalmente, el óbito de Van der Leeuw, al que dedica un tema
de la última obra de Bach, que dice así: «Ante tu trono me presento».
He aquí el resumen de dicho Anuario dedicado a la existencia ritual, así como su
síntesis posterior. Como puede observarse, los ponentes y sus temas resultan bien intere-
santes, aunque difíciles:

Karl Kerényi: La presencia dramática del dios en la religión griega.


Louis Beirnaert: El símbolo ascensional en la liturgia y la mística cristianas.
Erich Neumann: Sobre el significado psicológico del rito.
Gershom Scholem: Tradición y renovación en los ritos cabalistas.
Henry Corbin: Ritual sabeano y exégesis ismaeliana.
Mircea Eliade: Psicología e historia de las religiones: el simbolismo del centro.
Paul Radin: Rituales esotéricos de los indios norteamericanos.
Louis Massignon: El rito viviente.
Adolf Portmann: Ritos de los animales.
Raffaele Pettazzoni: El rito babilonio Akitu y la creación del mundo.
F.J.J. Buytendijk: Fenomenología del encuentro.1

En este año 1950 la nómina ofrece interés: el lugar de Van der Leeuw es ocupado por
otro fenomenólogo holandés (Buytendijk), mientras que aparece por primera vez Mircea
Eliade, acompañado de su «maestro» Pettazzoni, el cual también lo fue de nuestro mitólogo
Álvarez de Miranda, del que puede ahora consultarse nuestra edición Mito, religión y cultura.2
Si ponemos entre paréntesis a Massignon, que no asistió a las conferencias aunque
envió un resumen breve, cabe dividir el intertexto eranosiano en dos grandes grupos:
aquellos que nos llevan a los ritos tradicionales y los que hablan de rituales modernos.
Podemos partir de la amplia definición de rito que ofrece Portmann: según él, los ritua-

1. Puede consultarse al respecto y para todo el contexto, Suplementos Anthropos, n.º 42, 1994, así
como Revista Anthropos, n.º 153, 1994.
2. Anthropos, Barcelona, 2008.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 373

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Andrés Ortiz-Osés

les son un desafío y una exigencia de la vida en pequeños grupos, así como modos de
asegurar el encuentro con otros grupos mayores. Los ritos configuran nuestras relacio-
nes, exorcizando el aspecto irracional de nuestra naturaleza y mediando al individuo
con lo supraindividual. Por todo ello resultan necesarios.

2. Ritos

Pero examinemos más de cerca la función de los rituales. Los mitorrituales tradiciona-
les «trasladan»lo real a lo ideal y lo puntual a lo trascendental. La definición proviene de
T.H. Gaster, el autor de Thespis, quien distingue entre ritos de kénosis o decadencia y
ritos de plérosis o revitalización. Con ello se sitúa cercano a la visión social que de los
rituales ofrece R. Smith, E. Durkheim y la Escuela de Cambridge. Frente a esta visión
social que olvida la función creativa-artística de los ritos, el eranosiano P. Radin redefi-
nirá el mitorritual como «la validación de la realidad, dramatizando la lucha por la
integración». De este modo, el autor integra el carácter creativo del ritual, al distinguir
entre la concepción laica o pragmática (política, diríamos) y la versión propia del filóso-
fo-artista, sea chamán, sacerdote o pensador.
En verdad que tanto unos como otros interpretan la realidad como un continuum de
repeticiones e interferencias: pero mientras que el político (layman) no considera las interfe-
rencias como rupturas sino como problemas (antropológicos) a reparar, el filósofo-artista ve
en las interferencias de lo real auténticas rupturas o crisis (ontológicas, diríamos), que hay
que reintegrar y reinterpretar en una nueva totalidad. El autor llama «drama ritual» a la
expresión de esa «visión radical de la realidad por parte del filósofo-artista, cuyo drama
personal suele coimplicarse con crisis colectivas (tales son las crisis tribales en Melanesia o
América por el impacto de las culturas europeas). El drama ritual, típico de culturas agríco-
las, es estudiado por el autor entre los indios norteamericanos, en los que descubre un fondo
de religiosidad dramática ritualizada: tal es el caso e.g. del ritual del trueno entre los pawnee,
realizado para hacer retornar a la divinidad en primavera, tras su «invernación».
Pero si es propio del ritual «validar» la realidad, entonces emerge en el rito la búsque-
da de lo válido, el valor o el sentido. Acaso por ello K. Kerényi ve en el ritual dionisiano un
drama de carácter explícitamente religioso que trasciende la mera estética: la razón es que
el dios (Dioniso) es la clave de la dramaturgia, la cual consiste en derramar la sangre de un
chivo sobre el sarmiento de la vid, para que renazca en las uvas y el vino. Ésta es la misma
posición de R. Pettazzoni sobre el ritual babilonio Akitu, celebrado cada Año Nuevo con la
recitación litúrgica del Enuma Elis, el poema que narra la Creación y Fijación del cosmos
y del mundo. Como dice el autor, se trata de la determinación anual del destino, o sea de lo
que podríamos llamar la «destinación» del destino: al repetir ritualmente la creación del
mundo, se recrea la realidad, convirtiendo el caos en cosmos. Pero el rito no ofrece una
explicación etiológica (causal) sino existencial; así pues, aquí no se explica pseudocientífi-
camente al ente sino que se implica ontorreligiosamente al Ser. Por eso en todo rito, como
dirá Buytendijk, afrontamos la angustia de ser, contactando con el Ser.

3. Mística y mítica

Se puede contactar con el Ser de un modo místico o espiritual o bien de un modo mítico o
natural. Corbin, como siempre, estudia la contactación mística con el Ser espiritual situado
a nivel de trans-figuración de la realidad «caída» (decadente). Para ello se precisa, según la

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Interludio. La existencia ritual (Círculo Eranos)

mística islámica, una «angelomorfosis» consistente en «resucitar» la persona espiritual an-


gélica interior: el arquetipo individual o individualidad celeste primordial. El método trans-
figurativo es la ya conocida hermenéutica del tawil, capaz de «educir» o conducir la realidad
patente o dada a su simbólica latente u oculta, con ayuda del Ángel Hermeneuta (Salman).
Frente al misticismo corbiniano G. Scholem nos confronta con el misticismo pro-
pio de la Cábala mítica. La Cábala representa una implicación del mundo natural y del
espiritual, mediados por los Sefirots y su simbólica de lo trascendente en las creaturas,
en donde los Sefirots son las emanaciones de la divinidad en el mundo. En la simbólica
cabalística aparece el doble principio de la composición (todo aparece en todo) y de la
magia (todo influye en todo): por eso sus rituales armonizan lo jurídico y lo gratificante,
frente al ritualismo ortodoxo judío que separa lo místico de lo mítico-natural, el cual es
la «madre» de todo lo ritual. Cierto, afirma Scholem, los ritos del Talmud y del Midrash
dicen relación con la naturaleza, pero la gran diáspora judía se desliga de esa relación
con el suelo natal, fundando en su lugar una identidad puramente histórica basada en el
recuerdo del advenimiento de Israel como pueblo de Dios; por eso los ritos rabínicos no
son transformativos ni naturalísticos, pues privilegian el recuerdo histórico desligado
de lo extático-orgiástico, natural o transmutativo.
Será la Cábala la que recupere símbolos e imágenes primordiales, reapareciendo lo
mítico en medio del riguroso monoteísmo. Así se explica que, en el Zohar hispano, se
celebre el Matrimonio, Hierogamos o Coniunctio (Siwwuga Kadish) del Sefirot masculi-
no (Tifereth) y femenino (Melkhutt), dos aspectos del propio Dios, el cual concelebra su
unión masculina —como rey— con la femenina Iglesia de Israel (la Shekinah). A partir
de este arquetipo matrimonial se interpreta la conjunción del místico, adepto o novio
con la novia (Shekinah) en el Sabbat, o bien la de Israel como novio con el propio Sabbat
feminizado (así en Simon ben Johai). El esquema general de fondo es el matrimonio
entre Dios (el Sol) y la Luna (Ecclesia de Israel) en exilio hasta su redención final, un
esquema también presente en el cristianismo, como mostró H. Rahner.
Y es precisamente el cristianismo quien nos retrotrae de los rituales del pasado a
los del presente. Podríamos considerar al cristianismo como un ámbito de reunión de lo
místico (ascensional) y de lo mítico (descensional), ya que —como afirma Beirnaert en
su aportación— en el cristianismo la ascensión a lo espiritual o celeste pasa por la des-
censión terrestre (encarnación y cruz).

4. Lo sagrado y transpersonal

En su primera aportación eranosiana, M. Eliade sitúa el rito en el contexto mitosimbólico:


mitos, símbolos y ritos tienen que ver con situaciones-límite, las cuales nos confrontan con
lo transconsciente (antropocósmico, ontoaxiológico, religioso). Lo religioso, en efecto, se
caracteriza por ser el ámbito de lo sagrado, y ello dice: lo realmente significante o valioso,
el sentido (positivo y negativo). Los rituales mitosimbólicos nos conducen así al arquetipo
del Centro: espacio sagrado, ombligo (ónfalos) del mundo y corazón de lo real, ser y ámbi-
to de concentración (tal como ocurre en la imagen simbólcia del mandala).
He aquí que en la mentalidad mítico-mística (religiosa) el hombre comparece como
Cópula del mundo (Copula mundi), ya que se establece una solidaridad íntima entre la
vida universal y la esencia del hombre (microcosmos). Por ello la cuestión central de
toda manifestación de lo sagrado (hierofanía) es la formulada por Parsifal al rey enfer-
mo: «¿Dónde está el Grial?». Al plantear así lo central o esencial de la existencia como

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Andrés Ortiz-Osés

sagrada o religada, tanto el rey como su reino y el cosmos recobran la salud (= salva-
ción). Pues la respuesta a semejante cuestión no es, añadimos nosotros, explicativa sino
implicacional del sentido profundo, religioso o religante.
La misma cuestión (se) plantea E. Neumann a un nivel psicológico. Como afirma
bellamente, cada singular es en el proceso de individuación un sacerdote: por eso se
requiere el ritual. El ritual se relaciona con instancias transpersonales, es decir, con la
relación del individuo con la especie y el grupo y, finalmente, con su Sí-mismo (Atman,
Autos, Ipse, Selbst, Self). El proceso de individuación, como decimos, es un proceso de
transindividualización que accede a lo arquetípico por medio de lo simbólico y ritual
(rito dice camino o método místico de acceso al interior de la psique, donde se revela el
ámbito creativo de lo numinoso o sagrado). Por ello el autor describe este proceso de
individuación como un proceso de «filialización» del individuo con lo transpersonal.

5. Encuentro

Queda para el fenomenólogo Buytendijk el estudio del ritual básico del encuentro. El autor
parte de la implicación (transcategorial) entre el yo y el entorno, en cuyo «círculo configura-
tivo» apercibimos el ser antepredicativo, la conscience engagée y el mundo como patria de
Merleau-Ponty. Más que de ser-en-el-mundo, habría que hablar con E. Minkowski de «estar-
con-el-mundo» (Mit-der-Welt-werden): pues devengo con el mundo por medio de mi cuerpo,
el cual soy y el cual «tengo» como algo abierto a troquelar por el otro. El encuentro aparece
entonces como la gran mediación cultural propia del hombre, el cual se re-presenta y figura
en cada forma de ser (oficio) mediante papeles, roles y con-figuraciones (Lennep).
El hombre establece así una gestualidad abierta o cultural: es el gesto de la mano que,
desde su vacío (E. Strauss), extrae el pensamiento y lo modela. O es la sonrisa que, como
afirma Plessner, toma distancia (espiritual) de una naturaleza reconvertida en mundo
(cultural). Los ritos procederían de un sustrato animal enculturizado: pues el hombre
comparece por medio del cuerpo, y el cuerpo sería el rito (rictus) de la naturaleza hu-
manizada. Acaso por ello diferenciamos bien dos actitudes o encuentros radicales: por
una parte, nuestra actitud frente a lo religioso se basa en el respeto transpersonal; por otra
parte, nuestra relación con el mundo ordinario se basa en ambivalencia interpersonal.
En su exacerbado culturalismo existencialista, Sartre interpreta el amor como un
círculo vicioso que reenvía al infinito, reentendido como lo indefinido o viscoso. Pero en
su culturalismo naturalista o ritualismo, Buytendijk presenta el ritual como encuentro de
natura y cultura; por eso el amor no patina sobre sí mismo, circularmente, sino que se
«engarza» en el encuentro del hombre y su otredad. Quizás por ello nos recuerda la coim-
plicación de los rituales propios del niño y de la niña: aquél resulta expansivo y superador
(sobrepasador), ésta resulta fluente e impansiva o implicativamente. Dos ritualidades o
modos/módulos de enfrentarse al mundo coimplicativamente: sea de un modo explicativo
sea de un modo implicativo. Se trata, empero, de un matiz o, si se prefiere, de un rictus.

Conclusión

La consecuencia de esta visión ritual de la existencia humana nos llevaría a una revisión
significativa del mundo del hombre, según la cual en nuestro mundo humano todo re-
sulta significativo, incluso el silencio. El cual revelaría un trasfondo arquetípico o proto-
lingüístico, el lenguaje de las cosas, el logos del ser.

376 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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LA EXISTENCIA ARTÍSTICA

Fernando Bayón

1. El público, una congregación en la que compartir nuestras faltas

Hoy el arte no pide otras víctimas que los observadores, escribía Mario Praz en El pacto
con la serpiente. Hoy que, afortunadamente, la figura del genio maldito es más fácil que
acabe dando la cara en un reality show que en un cementerio de provincias, los respon-
sables de producir arte se conducen como si dieran por hecho la existencia de un públi-
co, bien por considerarlo parte incorporada al acto creador mismo, algo así como su
fantasma previsible, bien por tener de él la idea de una fuerza absolutamente exterior
ante la que no cabe rendir cuentas a priori. Los encargados de la distribución de obras
de arte, por su lado, abordan al público con una retórica cinegética —puesto, ojeo, recla-
mo—, incluidas ciertas veleidades militares —apostar por, conquistar tal sector, pene-
trar aquel flanco— al servicio del capitalismo del mercado.
¿En virtud de qué procesos me convierto yo en público? ¿Qué tipo de compromisos
adquiero en caso de confirmarse que formo parte de la principal institución comunican-
te entre el arte y la sociedad? ¿Esos compromisos me hacen responsable sólo ante la
obra artística porque ayudo a revalidar su autonomía objetiva, su adscripción a una
esfera de resistencia que le impide corresponderse con ningún dominio de lo cotidiano?
¿O quizás soy actor de la estructura social en que me integro, pues a lo que ayudo en
realidad es a la tarea de modificación pública que le acontece a la obra de arte en su
infinito pretender abrir una relación política en la comunidad?1
La communitas, así rezan Esposito, Nancy o Blanchot, es un vínculo que rehuye «to-
talizarse» en la posesión compartida de ningún bien.2 Se trata más bien de compartir una
falta o una deuda, hasta lo imposible. Pero, ¿qué comunidad de lo artístico se nuclea hoy
en torno a la imposibilidad y la falta? Adelanto una repuesta: no la sociedad del público,
experta en producirse presencias. Cuanto más flagrantes, seductoras y repetidas, mejor.
Ya con el latino publicum se mentaba la multitud congregada fuera de los hogares,
un conjunto de personas a las que unía que sus respuestas a la convocatoria de espectá-
culos coincidieran de facto en el espacio y el tiempo. De ahí que fuese tratada como una
respuesta única; pero en absoluto indiscriminada. La respuesta de la muchedumbre lo
era siempre de una clase social, los plebeyos carentes de ciudadanía plena. Ellos deten-
taban la presencia. Esa masa valía no por sus derechos políticos, sino por la fuerza de su
presencia. Cuerpo sin rostro, multitud medusea peligrosamente emancipada del cliente-

1. Decía Adorno que la construcción estética es siempre ambivalente: «es capaz tanto de codificar
la abdicación del sujeto debilitado y de convertir al extrañamiento absoluto en asunto del arte, que
quería lo contrario, como de anticipar la imago de un estado reconciliado que estaría por encima de la
estática y de la dinámica», en Th.W. Adorno, Teoría estética. Obra completa, 7, Madrid, Akal, 2004, p.
297 (las cursivas son mías).
2. Véase Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable, Madrid, Arena Libros, 2002. José Miguel
Marinas, El síntoma comunitario: entre polis y mercado, Madrid, Machado Libros, 2006.

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Fernando Bayón

lismo patricio, vísceras de los ritos romanos de poder: les querían hacer saber de espec-
táculos antes que de igualdad política. Y pronto los convirtieron en huelguistas. El pú-
blico era la forma que tenía el no-ciudadano de disfrutar de un cuerpo, de un nombre
(cognomen), de un bien propios. Se dirá que estamos cometiendo un anacronismo. Por-
que la modernidad nos ha enseñado a no separar el concepto social de público de dos
fenómenos: uno, el desarrollo de cierto concepto jurídico de ciudadanía; dos, la diferen-
ciación funcional del arte como sistema dentro de la sociedad moderna. Se afirma: sólo
cuando la sociedad estuvo informada por un sentido normativo de la igualdad política
pudo surgir el concepto moderno del espacio público, al cual pertenecería, como una
sinécdoque, el público que a nosotros nos interesa aquí: el convocado por el arte, en
tanto sistema sometido, como todos, a la lógica de una clausura operativa y a las pregun-
tas por su formación, límites, función, codificación y programación. Creo, sin embargo,
que hemos de mantener viva la sospecha sobre esta doble condición: en la base de cual-
quier éxito de público, ¿no será posible rastrear ciertas lesiones políticas, típicas de la
administración de los derechos de ciudadanía en puras democracias de consumo; lesio-
nes que se sumarían a una frustración de la autonomía operativa del arte, al volverse
complicado defender que nada hace lo que el arte hace?3
La coincidencia espaciotemporal de una respuesta multitudinaria, a pesar de su im-
portancia, no es además conditio sine qua non de la existencia del público. La fisicidad de
su acepción perdió vigencia en el momento en que estas congregaciones, incluidas las
provocadas por espectáculos de corte escénico, pudieron tener lugar en ágoras virtuales.
Presencia y fisicidad son dos necesidades que se bifurcan. Hay mil maneras de estar pre-
sentes conservando nuestros cuerpos ausentes. Y no me refiero solamente al ejemplo que
hoy proporcionan las redes informáticas y televisivas pues, mucho antes que ellas, el in-
vento de la imprenta tuvo entre sus efectos sociales más básicos la generación de espectá-
culos capaces de suscitar respuestas agemeladas en tiempos y espacios múltiples. El ca-
rácter virtual del espacio en que se concita la masa post-Guttenberg ayuda al refinamiento
de su fuerza como público, a cambio quizás de despojar su sentido de la corporeidad que
caracterizara a las carnales antigüedades romanas. El público es hoy una multitud virtual,
una congregación invisible o, en palabras de Canetti, una masa invisible.4

2. Muere el arte, nace la mirada. O la trampa del what you see is what you see

Hay que desplazarse por el curso de la historia desde la Antigüedad clásica hasta un
momento decisivo del pensamiento filosófico romántico para hallar una de las claves de
bóveda de la importancia conceptual de que hoy más que nunca está revestida la institu-
ción de esa «igualdad furtiva» que llamamos público. Fue Hegel quien en el primer

3. Para la comprensión del arte como «sistema social funcionalmente diferenciado», me he basado
en el trabajo de Niklas Luhmann, El arte de la sociedad, México, Herder / Universidad Iberoamericana,
2005, especialmente, pp. 223 y ss.
4. «Algunos pueblos se imaginan a sus muertos o a cierto número de entre ellos como ejércitos
combatientes. Entre los celtas de la tierra montañosa escocesa el ejército de los muertos es designado
por una palabra especial: sluagh. Esta palabra se reproduce en inglés como “spirit-multitude” o “mul-
titud de espíritus”. [...] La palabra ghairm significa “grito, llamada”, y sluagh-ghairm era el grito de
guerra de los muertos. Más tarde se convirtió en la palabra slogan. Los gritos de combate de nuestras
masas modernas deriva de los de los ejércitos de muertos de las tierras montañosas». Cfr. E. Canetti,
Masa y poder, Madrid, Alianza-Muchnik, 1997, p. 38.

378 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia artística

tercio del siglo XIX, y en una serie de Lecciones sobre estética publicadas póstumamente
(1835-1838), realizó un completísimo chequeo a la anatomía que han configurado a lo
largo de la historia el fondo y la forma del arte; es decir, los dioses de una cultura y sus
modos de representación. Inevitablemente, su diagnóstico ha sido heredado por la pos-
terioridad con un efectismo, parcialidad y olvido tal del sistema hegeliano que hay razo-
nes para sospechar paradójicamente que, bajo el reduccionismo comprensible de estas
interpretaciones, se esconde buena parte del mito que se merece nuestra época. En
pocas palabras, el arte ha muerto. No por inanición sino más bien de éxito. No por
estrecho, sino por polimorfo. No porque se le extinguieran las fuerzas y el mundo se
volviera opaco ante sus intereses reproductivos, sino exactamente por lo contrario. Por-
que se democratizó el reino de lo pronunciable y se extendió hasta el infinito el dominio
de las formas y las técnicas, que ya no silueteaban a los dioses. Las siluetas podrían serlo
de cualquiera, puesto que el espacio de los ciudadanos lingüísticamente cualificados en
términos artísticos daba ahora de sí hasta el límite del borramiento.
En este diagnóstico hay un dato que Hegel introduce estratégicamente, pero con
tacto (que suponemos dialéctico), y que ilumina en parte las razones por las cuales se
hizo necesario el afianzamiento de una institución como el público que estuviera a la
altura de las exigencias planteadas por el nuevo arte. Me refiero a la importancia que el
filósofo de Stuttgart asigna a la mirada. Más precisamente, a los ojos. Y al papel prota-
gonista que desempeñarían en el tránsito desde el clasicismo hacia el romanticismo;
período que habría de ser el gran delta del curso histórico de las formas artísticas. El
territorio en que el arte devendría en ruinas. Lo que sigue es parte del espléndido pasaje
de la Estética en que asistimos a la anunciación de la mirada, a la interpretación del
alumbramiento de los ojos en la obra de arte romántica:

La expresión más inmaterial del alma, la luz del ojo, falta en las representaciones de la
escultura (helena); los personajes de la estatuaria del orden más elevado están privados
de la mirada. No podemos penetrar en el mundo interior de esa alma que sólo el ojo
puede revelar. La luz del espíritu procede de fuera y nada encuentra que responda a ella;
pertenece al espectador sólo, que no puede contemplar al personaje, por decirlo así,
alma con alma, ojo con ojo. El dios del arte romántico, por el contrario, es un dios que ve,
que se conoce, que se percibe en su personalidad interior, y que descubre las profundida-
des de su naturaleza.5

A las ideas que constituyen el fondo de las obras de arte románticas les creció la
mirada. Esto marcó la diferencia con la obra de arte clásica por excelencia, la estatuaria
griega, en que dioses olímpicos y formas sensibles se compadecían entre sí con una
perfección ciega. El ojo del espectador no halla en la plástica de los Fidias, Lisipo y
Policleto sino un silencio o mudez altivos, como de otro mundo, un silencio al que for-
mas y dioses se retiran en armónica entente. Incluso la violencia del Laocoonte es una
matemática ensimismada, como autocontenida en un cosmos energético paralelo al del
espectador. En cambio, con la irrupción del arte romántico surge la figura del especta-
dor como aquel individuo a cuya acción de mirar le corresponde ahora la pasión re-
flexiva de ser mirado. La pieza romántica obliga al público a soportar sobre la suya la ola
rompiente de la mirada extraña, en una demanda visual de recíproco atrapamiento. De
ojo con ojo y alma con alma. Sin embargo, el punto de contacto no se localiza, como en
la pintura de los dos siglos anteriores, en algún lugar entre el lienzo y el espectador, más

5. G.W.F. Hegel, Estética, I, Barcelona, Editorial Alta Fulla, 1988, p. 210.

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bien se da bajo la forma de una invitación a abismarse de consuno en un más allá


irrepresentable. No se trata de un encuentro frontal de dos miradas o dos almas, con el
aire velazqueño de Celestina. Es una esotérica tentación a derramar los sentidos por un
confín oculto, secreto, húmedo, unheimlich, irrepresentable. Allí prometen reunirse el
alma de la obra y la del espectador: no en una fuga perspectivística detallada ad infini-
tum, como en un cuadro de Joachim Patinir; sino en un abismo misterioso y oscuro,
como en esa irrepresentada matriz de cipreses que se oculta en la Isla de los muertos de
Arnold Böcklin.
Andando el tiempo, hacia el ocaso de las vanguardias, el modo «a la Böcklin» pare-
ció seguir editándose, incluso entre representantes del arte minimalista como Donald
Judd, Robert Morris o Frank Stella, quienes intentaron producir objetos de los que se
eliminó todo detalle para que pudieran ser comprendidos como totalidades indescom-
ponibles: «mi pintura —decía Stella— se basa en el hecho de que sólo se encuentra en
ella lo que puede ser visto. Es realmente un objeto. Toda pintura es un objeto y quien-
quiera se implique en ella lo suficiente termina por enfrentarse a la naturaleza de objeto
de lo que hace, no importa lo que haga. Hace una cosa». Es la célebre estética de la
tautología: what you see is what you see.6 Pero pensemos en una de las obras objetualis-
tas por excelencia, The Black box (1961) de Tony Smith. Una pieza de título con aspira-
ciones tautológicas, visualmente compacta, cuya claridad formal y naturaleza esencial-
mente geométrica rehúye todo expresionismo teatral. Una caja negra de madera pinta-
da de 57 X 84 X 84. Y sin embargo, la primera vez que la vio la hija del artista preguntó
«¿qué tiene dentro?». Y esa pregunta bastó para demostrarle a Smith que por más que
su caja representara un orden de evidencia visible y una obsesiva claridad geométrica,
demasiado pronto se había convertido en un objeto capaz, como dice Didi-Huberman,
«de presentar su convexidad como la sospecha misma de un vacío y una concavidad en
acción [...] De modo que terminará por aparecérsenos como bloque de latencia: algo en
ella yace o se esconde, invisiblemente. Una negra interioridad que, presentada visual-
mente, arruina para siempre la certidumbre maníaca del What you see is what you see».7
Hasta una caja negra de cartón pintado acaba encerrando su propia isla de los muertos.

3. La luz que nunca estuvo: ruina como enajenación, ruina como aventura

Si durante el Barroco se habían celebrado por todo lo alto las nupcias del arte con las
formas; si incluso el exceso de la forma había encontrado al cabo una encarnadura formal;
si, como ocurrió en la música italiana de mediados del XVII, el concepto de opera aperta
había sido ya radicalmente explotado bajo el título de stylus phantasticus; si, en resumidas
cuentas, se había hecho de la apariencia sensible un culto despampanante inaugurando,
como dijo Walter Benjamin,8 el gran juego barroco del miedo a la vida —miedo a su ampli-
tud, a su poder desde cualquier posición globalizadora—, el clasicismo temperó el pasmo
de las formas. Las disciplinó en una suerte de ascesis. Hegel, ultrasensible a las desgracias,

6. Sigo a Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Ediciones Manan-
tial, 2006, pp. 30 y ss.
7. «Y siempre estaremos frente a ellas como lo estuvo la hija de Tony Smith ante la primera caja
negra: nos preguntaremos sin fin —y sin respuesta posible ni deseada— qué es lo que tanto habrá
querido esconder ahí dentro». G. Didi-Huberman, op. cit., p. 69.
8. Walter Benjamin, «Las afinidades electivas» de Goethe, en Obras, libro I, vol. 1, Madrid, Abada,
2006, p. 158.

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anunció sin embargo que el arte tras el clasicismo era la víctima mortal de un nuevo furor
de la mirada, a duras penas contenida dentro de límite sensible alguno. La mirada nacida
dentro de las obras había arruinado la forma artística bien templada así como los diversos
clasicismos a ella asociados. La ascesis es el primer capítulo de la ruina.
Con el correr del tiempo, el joven Heidegger, allá por el inquietante semestre de
verano de 1923, sentó las bases de una nueva consideración hermenéutica de la «ruina».
La vivencia del entorno (Umwelterlebnis) nos exige una perpetua reconstrucción inter-
pretativa de lo que él llama las «dominantes de las situaciones de la vida»: nuestro hábi-
tat es antes significatividad que objetividad. El arte es un capítulo excepcional dentro de
este trato fundamental con el entorno, que puede concretarse en dos organizaciones
bien distintas de los modos de vida: Heidegger9 los llama «ruina» y «contrarruina». La
vida «ruinante» es aquella que cree poderse autocontener mediante un trato de pura
familiaridad con las cosas del entorno. Una cotidianidad tramposa, pues ver en las do-
minantes de nuestra situación vital algo en exceso fácil de tratar, es síntoma de una vida
tan tentadora y tranquilizante como enajenada. Literalmente, se trata de una existencia
caída, de una vida de impropiedad. De una ruina.
Con esto Heidegger daba cumplimiento a una de las más elaboradas tradiciones de
las letras alemanas: el estado estético ayuda a liberar al hombre de su acogimiento pasi-
vo en el mundo. Idea que tiene su expresión más exacta en la vigésimoquinta carta sobre
la educación estética del hombre de Friedrich Schiller: «Sólo cuando, en el estado esté-
tico, [el hombre] coloca ese mundo fuera de sí, o lo contempla, separa su personalidad
del mundo, y se le aparece un mundo, porque ha dejado de identificarse con él».10 El
abandono de la totalidad enciende, según Schiller, la luz en el hombre.
Por todo ello, «ruina» es un término con una excitante carrera filosófica. Más o
menos por las mismas fechas que Heidegger, en 1920, Siegfried Kracauer veía en el
expresionismo la brecha practicada en la muralla de hierro de una realidad extraña a
Dios, muralla que se cernía alrededor de una humanidad espantosamente sola, desen-
ganchada de la comunidad, y que allí donde mirara se enfrentaba con la mueca rígida
del sistema económico. El mérito histórico del expresionismo consistió, según él, en
demoler lo que se tenía por un factum inmodificable: hacer ruinas de los poderes de esa
fría existencia, regalarle al porvenir sus ruinas bien merecidas.11
Ruina es aquello que nos contacta con lo indisponible, con el desecho, con la falta.
Y nadie duda de que lo indisponible, el desecho y la falta se han trasformado en un
espacio vital (in)ciertamente incitador.12 En este sentido, la ruina es también el lugar
donde habita la aventura. El furor barroco que siguió a la ascesis renacentista, fue tea-
tral, prolijo, travestido. Los abismos románticos que siguieron a la ascesis neoclásica,
fueron vocacionalmente patológicos. La poesía de Wordsworth, por ejemplo, representa
ese quicio. El firmante del Preludio, a caballo de la crítica neoclásica del poema (según el

9. Vid. para este tema Ángel Xolocotzi Yáñez, Fenomenología de la vida fáctica. Heidegger y su
camino a Ser y tiempo, Universidad Iberoamericana / Plaza y Valdés, México, 2004, pp. 152 y ss.
10. Friedrich Schiller, Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre, Barcelona, Anthropos,
1999, p. 331.
11. «(el artista) Despedaza las formaciones habituales que nos rodean, desgarra las formas en que
lo múltiple nos parece conjurado, y se sobrepone a las necesidades a las que ya nos hemos rendido
demasiado», en S. Kracauer, «Cambio de destino del arte», en Estética sin territorio, Murcia, Colegio
Oficial de Aparejadores y Arquitectos de la Región de Murcia, 2006, p. 52.
12. Vid. Félix Duque, La fresca ruina de la tierra. (Del arte y sus desechos), Calima, Palma de Mallor-
ca, 2002.

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canon dieciochesco, el poema debía producir un placer inmediato, según un lenguaje


uniforme que apelara, ante todo, a la receptividad del público), y de la experiencia ro-
mántica (que ve en la poesía genuina un papel no de mera apelación, sino de rectifica-
ción del sentimiento de los hombres, cuyo lenguaje real, un contubernio de alharacas
transitorias y aclamaciones localistas, se había mitificado como criterio compositivo).
Wordsworth, poeta al límite del tiempo, en uno de los puntos más críticos de su carrera,
las Estrofas elegíacas dedicadas a la muerte de su hermano en 1805 (más conocidas
como Peele Castle), ensaya una tesis terrible, la que dice que el alma sólo se humaniza a
través de la sensación de una pérdida. Las luces idealizantes, la consagración del poeta
al evangelio de la Naturaleza, no son más que un sueño («la luz que nunca estuvo, sobre
el mar o la tierra / la consagración, y el sueño del Poeta»):

Si alguna vez existió, no existe más.


Me he sometido a un nuevo control.
Un poder ha desaparecido, y nada puede restaurarlo;
Una profunda pena humanizó mi alma.13

En resumidas cuentas, a partir de 1800, el arte iba a empezar a ser admirado tanto
por lo que desechaba (la ruina como despojo, como casquería del mundo), cuanto por lo
que le rebasaba (la ruina como lo indisponible, como pérdida). Por la luz que, a pesar de
Schiller, nunca estuvo.
Esta doble acepción de la falta, como des/hecho y como ausencia, expresa lo que el
arte ya no ha podido sujetar entre sus fronteras, al menos tras el romanticismo. El
público nace, ésta es mi hipótesis, cuando el arte todavía se inventa la experiencia de lo
que ya no puede ofrecer. El público es el suplemento social de una expresividad artística
que ha perdido sus suplementos metafísicos: es la vida que le cabe a un arte sin coarta-
das de ultimidad, que se sacude sus viejas funciones cultuales mientras se dispone a
abrir sus fundaciones de diseño en antiguas capillas recicladas.

4. Mercado, museo, público: la trinidad que Plinio supo vaticinar

Es en este contexto, que convirtiera al arte en el indigente más amortizado de los dos
últimos siglos, donde paradójicamente nace el concepto de público tal como se lo cono-
ce desde la modernidad dieciochesca. Se volvió imprescindible consolidar una institu-
ción secular y amalgamadora —la trinidad mercado, museo, público— que, a pesar de
la precariedad de sus relaciones, garantizara un grado suficiente de entendimiento entre
arte y sociedad una vez que las bases religiosas y políticas que habían velado hasta
entonces por su armonización se hubieron debilitado. El público nace cuando el arte
deja de nutrirse de la idea del culto y comienza a nutrir la idea de Humanidad.
Un ejemplo de los muchos que podrían extraerse del más antiguo tratado de historia
del arte que nos ha llegado, el incluido en los tres últimos libros de la Historia natural de
Plinio Segundo, el Viejo (25-79), nos pone tras la pista de la relación existente en la Anti-
güedad entre el artista y el público, permitiéndonos deducir que la opinión que merecía a

13. Citado en Harold Bloom, La Compañía Visionaria. Wordsworth, Coleridge y Keats, Buenos Aires,
Adriana Hidalgo editora, 2003, p. 109. He tenido muy en cuenta: M.H. Abrams, El espejo y la lámpara.
Teoría romántica y tradición crítica, Barcelona, Barral, 1974; Thomas de Quincey, Memoria de los poetas
de los lagos, Valencia, Pre-Textos, 2003.

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La existencia artística

éste el primero, y viceversa, arraigaba en estructuras sociales tan distintas de las con-
temporáneas que sólo con una sonrisa en los labios puede el espectador de hoy reconocer-
se en el de antaño. El afamado artista romano Apeles, retratista oficial de Alejandro Mag-
no, sufría en carne propia la falta de superficies expositivas consagradas a la exhibición de
obras de arte —una de las condiciones infraestructurales del surgimiento de la idea mo-
derna de público—, así que, como cuenta Plinio, compensaba dicha falta colgando en una
galería de su casa las obras recién terminadas, de modo que estuvieran al alcance de la
vista de los transeúntes. Como faltaban también la institución de la crítica especializada,
las columnas de prensa y las noticias culturales de actualidad, tuvo que desarrollar ade-
más la costumbre de esconderse tras sus cuadros con el objeto de escuchar las críticas que,
de paso, realizaran sus conciudadanos. Ponía especial cuidado en atender a aquellos jui-
cios que llamaran su atención sobre tal o cual defecto en sus producciones, como, por
ejemplo, al comentario que realizara cierto día un zapatero a raíz de la representación de
unas sandalias a las que, según su autorizada opinión, el pintor había puesto un número
insuficiente de tiras en su cara interna. Al día siguiente, y es de notar que la casa de Apeles
caería de camino al zapatero, tuvo éste razones para mostrarse orgulloso: el artista había
enmendado el fallo. Excitado quizás por el éxito de su observación, el improvisado crítico
detectó también irregularidades en una pierna. El pintor, indignado, se hizo visible enton-
ces ante su espectador y, mirándolo fijamente, hizo oír bien alto su proverbial consejo,
fundando sin querer un refrán muy extendido, salvo quizá en las redacciones de los perió-
dicos: un zapatero no debía opinar más que de sandalias.14

5. Hacia las tecnologías de convergencia, por Ortega y Baudrillard

Fue Ortega y Gasset quien en su ensayo de 1925 La deshumanización del arte, famoso y
justamente polémico, llamara la atención sobre la fuerza disociativa de que estaba re-
vestida la obra de arte, que la llevaba a incidir sobre la masa de sus espectadores como
un poder social «que crea dos grupos antagónicos, que separa y selecciona en el montón
informe de la muchedumbre dos castas diferentes de hombres». ¿Dónde localizaba Or-
tega el principio diferenciador entre ambas castas? Sencillamente, en el hecho de que
cualquier obra de arte, particularmente las contemporáneas, gusta a unos más que a
otros. Esta afirmación, que parece un simplismo del que sólo por capricho se podría
inferir una división en castas del sistema social, revela, sin embargo, cierto ojo. De que
me «guste o no» una obra de arte depende que esté o no dispuesto a realizar el esfuerzo
de trasladar el horizonte de significados de la obra hasta este otro horizonte mío desde
el que la contemplo. En sentido contrario, podría afirmarse que bajo aquellas expresio-
nes de agrado o desagrado se esconde algo mucho más importante que un juicio de
valor: tras ellas late la disponibilidad del espectador para apropiarse de la obra, para
acercar hasta las fronteras de ésta, haciendo que linden con ellas el destino y los deseos
de comprender mejor su espacio de realidad.
Ahora bien, hoy se ha derrumbado la confianza en que la distribución en castas de la
sociedad de espectadores sea un procedimiento de carácter libre, que depende exclusiva-
mente de la índole del gusto de cada particular. El arte contemporáneo, por ejemplo,
levanta en multitud de individuos la sospecha de que a ellos se les ha negado un órgano de

14. Plinio, Textos de Historia del Arte, M.ª Esperanza Torrego, ed., Madrid, Visor, 1987, p. 99 (co-
rrespondiente al Libro 35, parágrafos 84-86, de la Historia Natural).

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comprensión de que otros sí parecen dotados. En auxilio de esos espectadores se ha desa-


rrollado toda una tecnología compensatoria que echa paladas de autoestima sobre lo que
Ortega, con su retórica ofensiva, llamó la oscura conciencia de inferioridad, que les hace
sentirse un ente incapaz de modernos sacramentos. Quizás pueda rastrearse aquí alguna
de las razones por las que el arte moderno ha perdido la capacidad de escandalizar por
motivos estrictamente canónicos. El público que se autoconsidera culto es formalmente
inescandalizable, pues la propensión al escándalo echaría de ver una grave carencia de
mundología en sus infraestructuras mentales. El público carente de formación e interés lo
es materialmente por su indiferencia y la tranquilidad con que evacúa sus rechazos. Las
tecnologías de control que operan sobre los espectadores más ingenuos consiguen que
éstos amortigüen su propensión al escándalo, dejándola si acaso manifestarse en dosis
privadas irrelevantes, gracias a que desplazan la sensación de indignidad desde el aparato
anímico del receptor hacia el aparato enunciativo de la obra. Hacia los desnudos de silico-
na de Ron Mueck y Charles Ray, hacia las vírgenes de estiércol de elefante de Chris Ofili
—atento a los ritos de purificación hindúes—, y los animales conservados en tanques de
aldehído fórmico de Damien Hirst —atento al liberalismo anglosajón en materia de con-
cordatos entre la zoé y el bios, entre la animalidad y la política, entre la basura y la cuenta
corriente. Obras que atentan supuestamente contra emblemas morales como la dignidad
del cuerpo animal en la época de la sacralización política de la vida, o la sacralidad de los
iconos en la época de la reverencia a los cinismos de la tolerancia multicultural.
Hace ya algunas décadas, por tanto, que se ha puesto en cuarentena esa trascenden-
cia que Ortega todavía otorgaba al arte, siquiera fuera a la hora de generar profundos
antagonismos sociales. Una de las expresiones más influyentes del cambio en la influen-
cia social del arte, a la sombra de un concepto de historia cada vez más desinvestido
políticamente, la encontramos en Jean Baudrillard, el crítico que precisaba la época del
telemando, la miniaturización, la pantalla en lugar del espejo y la terminal de múltiples
redes en lugar del actor dueño de una escena. El relato del arte dividiendo al mundo en
dos bandas, élites y masas, parece un cómic pintado en sepia. Para oponerse al otro
antes hay que reconocerlo en su existencia, invistiéndolo de un poder. Pero cuando cada
individuo se resume en un punto hiperconectado telemáticamente, imaginar al otro es
imposible, además de inútil, ¿para qué habré de imaginarlo si puedo transportarme
hasta él, si puedo producir su presencia y depositar la mía en su bandeja, con el clic de
las nuevas tecnologías? Las ilusiones del instantaneísmo tecnológico no dejan demasia-
do espacio para el viejo arte de la ilusión.

Hemos olvidado el arte de la desaparición (el arte a secas siempre ha sido una poderosa
palanca de desaparición: poder de ilusión y de negación de lo real). Saturados por el modo
de producción, debemos recuperar los caminos de una estética de la desaparición. La
seducción forma parte de ellos: es lo que desvía, lo que aleja del camino, lo que hace
ingresar lo real en el gran juego de los simulacros, lo que hace aparecer y desaparecer. Casi
podría constituir el signo de una reversibilidad original de las cosas. Cabría defender que
antes de haber sido producido, el mundo ha sido seducido, que sólo existe, al igual que
todas las cosas y nosotros mismos, por haber sido seducido. Extraña precesión, que sigue
planeando actualmente sobre toda la realidad: el mundo ha sido desmentido y desviado
originalmente. Es imposible que jamás se verifique o reconcilie consigo mismo, ya que en
su origen ha sido desviado. La negatividad histórica no es más que una piadosa versión de
las cosas. La desviación original sí que es auténticamente diabólica.15

15. Jean Baudrillard, El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama, 1997.

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La existencia artística

Baudrillard hace memoria del arrobo luciferino de nuestra excentricidad constitu-


tiva y sin remedio, bien aprovechada por el mercado del arte, que sacude esquizofréni-
camente al público, ya con una proliferación obscena de sistemas de interpretación que,
códigos en ristre, por todas partes quieren desnudar la verdad; ya con un derrotismo de
la jouissance que le disuade de intentar redimir las apariencias mediante la gracia de
ningún sentido.
Pero las palabras de Baudrillard apuntan a algo más misterioso, evocar la seducción
como origen de toda antropología equivale a despertar lo que quisiéramos mantener nar-
cotizado: nuestro destino de objetos. Para elaborar esta idea, opondré en adelante dos tér-
minos, sin pretender hacer de ellos el Caín y Abel de los modelos tecnológicos en los que se
ahorma la demanda del público, tan sólo de manera estratégica y, en la medida de lo
posible, descriptiva. Los llamaré tecnologías de convergencia y tecnologías de persecución.

6. Las tecnologías de convergencia son, virtualmente, una violencia

Las tecnologías de convergencia se ejercen sobre el conjunto de los individuos como una
violencia virtual. Esto es, permaneciendo ausentes de los lugares y los momentos en que
triunfa su coacción. Extraordinariamente efectivas, pasan en cambio tan desapercibi-
das como la mano invisible de Smith, como la sonrisa del gato de Cheshire de Carroll y
la desnudez del rey de Andersen. Invisibles por estar totalmente a la vista. Invisibles por
su pura evidencia. Tan invisibles como los olvidos de un museo, esos campos de concen-
tración de la memoria. Imperceptibles por la naturalidad con que las percibimos. Como
un programa de mano, discretas a fuerza de presentes. Este rasgo de su conducta tiene
igualmente consecuencias de gran alcance para la conformación del público, pues ocu-
rre que no sólo ellas disfrutan de la invisibilidad propia del temor, la redundancia, el
tópico, el prejuicio y el cliché, sino que condenan a la invisibilidad a los individuos más
sensibles a su gramática (el fan, el suscriptor, el turista, el socio, el simposista); comuni-
tarios que, con todo el derecho a resistirse a ser tomados por mero ingrediente de la
masa de ningún pan de circo, están, pese a todo, en condiciones de aplicarse las palabras
con que el antihéroe negro de El hombre invisible se presentara a sí mismo en la novela
de Ralph Ellison: «cuantos se acercan a mí únicamente ven lo que me rodea, mi invisibi-
lidad halla su razón de ser en el especial modo de mirar de aquéllos con quienes trato».
Hablamos, por lo tanto, de diseños retóricos que, al modo de telas de araña plane-
tarias, excitan por doquier energías que ellos se encargan así mismo de dirigir y extin-
guir igual que un ¡bravo! Por encima de otras consideraciones, las tecnologías de con-
vergencia ven lo múltiple bajo el signo de la unidad, lo disperso a la luz de la concentra-
ción y la diversidad como sombra a extinguir por la luz de la coincidencia. La demanda
converge bajo el peso de un lenguaje que se ha especializado en desarrollar los aspectos
sintácticos o conectivos de su gramática. El público no es el producto del roce de cuerpo
con cuerpo sino de la coincidencia perfecta, una armonía acumulativa preestablecida,
de mónada con mónada, de soledad con soledad, de momento con momento, de inte-
grado a integrado, en un vasto universo de placer lleno de seudorrupturas subjetivas. El
capital elimina los matices de una cultura, escribía Don DeLillo en su epílogo, titulado
Das Kapital, a ese monumento novelístico que es Submundo.

La inversión extranjera, los mercados globales, las adquisiciones corporativas, el flujo de


información mediante los medios de comunicación transnacionales, la influencia moderado-

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ra de un dinero electrónico y un sexo ciberespacial, dinero que nadie toca y sexo seguro
mediante ordenador, la convergencia del ansia de consumo: no es que las personas ansíen
necesariamente lo mismo, sino que ansían el mismo abanico de opciones. Algunas cosas se
marchitan y palidecen, se desintegran Estados, cadenas de montaje acortan sus turnos e
interactúan con cadenas de otros países. Esto es lo que el deseo parece exigir. Un método de
producción que satisfaga a la medida de las necesidades culturales y personales, y no las
ideologías de uniformidad masiva propias de la guerra fría. Y el sistema finge aceptarlo,
volverse más flexible e ingenioso, menos dependiente de categorías rígidas. Pero incluso a
medida que el deseo tiende a especializarse, a volverse sedoso e íntimo, la fuerza de los mer-
cados convergentes produce un capital instantáneo que atraviesa los horizontes a la velocidad
de la luz, lanzados hacia una igualdad furtiva, un cepillado de detalles que afecta a todo, desde
la arquitectura al ocio pasando por el modo en que la gente come y duerme y sueña.

7. Las tecnologías de convergencia: ¡póngase Mona Lisa a sus espaldas!

De este modo, las tecnologías de convergencia no aplican su instrumental sobre las obras
de arte con miras a allanar el camino que habrá de recorrer cada individuo para llegar a
ciertas convicciones propias: dirigen sus procedimientos a inculcar convicciones fijas
(simposios, programas, eslóganes que incluyen información indistinguible de la publici-
dad) que ahorran el esfuerzo de recorrer aquel camino. Las tecnologías de convergencia
son una serie de procedimientos dirigidos exclusivamente a asegurarse que el sujeto
llega hasta la obra de arte, rechazando toda responsabilidad acerca de lo que aquél
pueda hacer con ella a partir de ese momento, salvo a la hora de garantizar que se va a
disfrutar de una auténtica experiencia. Terminará por resultar conmovedora la apari-
ción, por fin, de un promotor artístico que ofrezca experiencias realmente inauténticas.
En primer lugar, porque el concepto de experiencia siempre ha sido tratado de un
modo residual: «es aquello que permanece o queda cuando el sentido y el lenguaje no
agotan sus objetos», recoge Dominick LaCapra;16 quien acierta a descubrir en esta no-
ción de «experiencia como residuo indefinido» una suerte de desplazamiento del lugar
de la divinidad en la teología negativa, a saber, «algo» que sólo puede definirse por lo que
no es. Por eso LaCapra prefiere la noción de «experiencia deseable», que requiere valo-
res y normas explícitas en todo lo atañente a la vida pública, sin implicar en cambio ni la
absoluta trasparencia de la vida íntima ni suerte ninguna de ontología, por ultrasensata
que ésta fuera. Debemos comportarnos críticamente no tanto con la noción en sí de
experiencia, cuanto con la comercialización económica, social y política de que es pa-
ciente hasta convertirla en un puro bien de cambio. Esta comercialización de la expe-
riencia como bien de cambio es lo que se pretende hacer pasar por la ontología del arte,
y es suficientemente peligrosa como para convertir en irreal a cualquier otra de las
variantes más controversiales e «inauténticas» de experiencia que pudieran acaso con-
tribuir a deslegitimar el statu quo del arte.
Queda retratarse ante el retrato. Este síndrome de Mona Lisa es el tótem de la
recepción del arte, la meta social felizmente asumida por el «gran público», el límite del
pathos turístico en las relaciones con las obras: ¡póngaselas de fondo! La fetichización
turística de la obra del arte convierte en irrelevantes la pertenencia del sujeto a uno u
otro sistema político, económico y cultural. Hasta el punto de que dichos marcadores

16. Me baso en: Dominick Lacapra, Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica, Bue-
nos Aires, FCE, 2006, pp. 62-72.

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La existencia artística

queden desvaídos, sean indiferentes, caigan de brazos rendidos tras probar el láudano
del éxito mundialmente participado, pues ¿qué es el arte sino todo aquello que un turis-
ta, chino o tejano, está en condiciones de exhibir a sus espaldas?
Esto da lugar en la práctica a un arte políticamente inane y críticamente despoten-
ciado. Un arte además sin Grandes Convenciones que, como dioses únicos o como de-
monios rectores, consagraran en buena medida la producción artística en otras épocas.
Hoy conviven en su territorio tendencias expresivas vecinas de una seudodivergencia
que es el patio planetario donde se suscitan rifirrafes en línea, de calculada rentabilidad.
Cada una de ellas pretende elevar a la altura de la mirada del público una concepción
diferente del mundo, o su simulacro mercantil. La armonía de los dioses en el walhalla
del arte se ha roto. Pero los dioses ya no compiten trágica y encarnizadamente a golpe de
programa artístico, blandiendo unos frente a otros sus ultimísimas estéticas, oponiendo
competitivamente sus teorías acerca de la creación. La famosa contienda de los dioses
es una leyenda weberiana cuyo buen tono intelectual se vuelve cada vez más difícil de
leer. Y si el público, en esta deflación generalizada del olimpismo de los dogmas artísti-
cos, en este escenario antitrágico del mercado del arte, en medio de esta atonía y plasti-
ficación del escándalo, siente nostalgia del paraíso del que huyeron los dioses (quizás, a
la postre, un ghetto como otro cualquiera), y emprende la búsqueda de huellas interpre-
tativas con validez más general, no encontrará nada... o quizás demasiado: un nuevo
academicismo que se hace pasar comercialmente por la última apoteosis de lo ecléctico.
Del mismo modo, la posmodernidad es lógicamente incompatible con la idea de
vanguardia en la medida en que es una imagen de la actualidad que no incluye la quere-
lla contra un pasado como capítulo clave del proyecto de su autocomprensión. Todos los
pasados vuelven ahora sin embargo, de modo lúdico y anticanónico, para ayudar a esta
monumental, colorista digestión contemporánea de cualquier figuración pretérita. La
mejor forma de perder los complejos ante los heroicos pasados es convertir al pasado en
una suerte de supermercado. No lo asesine, please: es más fácil de vencer si Ud. lo consu-
me. Las Grandes Convenciones eran hijas de la modernidad, hijas —reconocidas o bas-
tardas— de un gran obstat al pasado. Tanto más firmes y audaces cuanto más en deuda
estuvieran con un sentimiento de oposición a lo antiguo, anexionado a la apología de
una ruptura. Y el movimiento protagonista de ese rechazo, de ese estético matar al
padre encanecido, conseguía revestirse de una fuerza histórica autoafirmativa: la fuerza
de fabricarse su presente, de provocar la irrupción de su momento. Hoy, en cambio,
parece agotado ese espíritu segregacionista de las vanguardias en su época clásica, a las
que caracterizara el esfuerzo de emanciparse audazmente de lo antiguo (para lo cual
inventaron metáforas mortales como lo caduco, lo burgués, lo passé, lo académico, lo
convencional: los carnuzos buñuelescos). Hoy ese segregacionismo vanguardista y todas
sus bellas y exigentes audacias asesinas parecen haber dado paso a un congregacionis-
mo estresado por mil banderas, deudor sin complejos de mil proyectos comerciales,
internamente revolucionado a cada minuto por una demanda que quiere rebautizar
cada año su capital de inversiones y, por eso mismo, reacio a las teorías y a las polémicas
severas. Ya no interesa fabricarnos un momento inequívocamente nuestro. La impureza
ha sido bendecida. Para que la mirada sea envuelta en el patchwork de los revivals. Al
arte no le obsesiona construirse un presente, sino que el tiempo se hojaldre: un cronoe-
cumenismo bajo el signo del arte. Esto es sobre todo válido para el período posterior a la
coronación histórica del arte conceptual, allá por el primer lustro de la década de los
setenta, cuando creadores como Douglas Huebler, Joseph Kosuth y Robert Barry fueron
los últimos en autoconstituirse explícitamente en vanguardia, cerrando un gigantesco

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círculo de alrededor de seis décadas cuyo centro seguía siendo, después de todas las
vueltas de noria, Marcel Duchamp.17
A partir de ellos se hace más claro que el arte quiere hacerse pariente óntico del
tótem de la variabilidad social: la información. Y que, como ésta, desea la volatilidad y
un estatuto de antiforma carente de estructura, permanencia y límites. Sobre las perti-
naces ruinas posrománticas de la forma artística está ayudando a definir una época
capaz de experimentar una delectación neobarroca ante formas líquidas, voltarias, eté-
reas y de una volubilidad hipertextual despampanante: arte 2.0. Quiere, al igual que la
información hoy, constituir su ser a la manera de un esparcimiento aéreo de sustancias
efímeras.18 Y, como la información, el arte quiere ser pasmoso aunque lo que distribuya
sean silencios. Desea ser hedonista aun cuando lo que esparza sea crueldad.

8. Las tecnologías de convergencia y la socialización total según Adorno

Decía Northrop Frye que «los juicios de valor arrastran consigo, como su sombra, por
así decir, un sentido de lo socialmente aceptado».19 Actualmente, en que el statu quo de
la crítica como emisora sistemática de juicios de valor representa para muchas personas
el no va más de cierta liberalidad del «gusto del discurso» antes que del «discurso del
gusto», esta ansiedad valorativa que encoge el alma del público facilita extraordinaria-
mente el trabajo a las tecnologías de convergencia. Les regala la imagen fiel de lo que es
aceptable para los grupos sociales. Dicho de otro modo: en que fallan. Las tecnologías de
convergencia, y la publicidad lo sabe demasiado bien, someten a examen general los
prejuicios del grupo, impidiendo simultáneamente que los resultados de dicha prueba
redunden en beneficio de sus miembros, pues no hacen derivar de ella consecuencias
formativas para los individuos. Las tecnologías de convergencia obtienen a cada mo-
mento la placa radiográfica de las angustias de un grupo sin preocuparse de proporcio-
nar al consumidor las alternativas con que deslegitimar las estructuras sociales de las
cuales esas angustias han sido arrancadas. El estrés refuerza el sentido y la vida del
agente que lo produce.
Las tecnologías de convergencia convierten la obra de arte en una cosa a enjuiciar a
beneficio de inventario de la exaltación del ego, poniendo lejos del alcance del público la
idea, mucho más profunda, de que todas la obras de arte son poderes a poseer, que nos
incumben. Ocurre que, al emitir un juicio de valor, quedan desnudas nuestras lagunas y
prejuicios, y esa vulnerabilidad conviene estratégicamente a la tecnología de convergen-
cia para continuar preservando su control sobre el grupo social, sobre el público.20

17. En un libro desopilante que sería al dadaísmo britanico lo que fue el «Doctor Faustus» al
dodecafonismo alemán, pero sólo en caso de que el dadaísmo británico hubiese existido, Ralph Steadman
pone en boca del artista «dudaísta» (sic) Gavin Twinge (sí, el hombre que encerraba peluches en jaulas):
«Arte significa “hacer”. Algo se hace, pero ¿es arte tal como deseamos definirlo? Da la impresión de que
ansiamos una definición, que para Duchamp era una trampa, que es lo que probablemente lo convierte
en el artista más importante del siglo XX. Su pregunta, “¿Qué es arte?”, quedó sin respuesta, como es
lógico, lo cual dio al artista licencia para crear su propio arte: algo que se hace. Algo que es enteramente
suyo». Ralph Steadman, Dudá. El arte acrobático de Gavin Twinge, Barcelona, Papel de liar, 2008, p. 58.
18. Nikos Stangos (comp.), Conceptos de arte moderno, Madrid, Alianza, 1994, pp. 211 y ss.
19. Northrop Frye, «Sobre los juicios de valor», en La estructura inflexible de la obra literaria.
Ensayos sobre crítica y sociedad, Madrid, Taurus, 1973, p. 98.
20. Cfr. N. Frye, «Crítica, lo visible y lo invisible», en ibíd., pp. 122 y ss. Al respecto de la idea de una
«mitología de la incumbencia», vid. «Especulación e interés», en ibíd., pp. 61-82.

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La existencia artística

Hacer una crítica a una institución cultural es como pretender ofender a un voyeur
regalándole un desnudo.
El espectador es una institución histórica cuya existencia depende casi siempre de
la efímera producción de situaciones dentro de las que se le hace aparecer y, lo que es
igual de importante, desaparecer. De este modo, cada cita con el público supone la inmi-
nencia de su borramiento. Sería una equivocación dejar de pensar que lo que nos permi-
te seguir hablando del público no es su condición de entidad consumidora sino, más
precisamente, su infatigable vocación como institución consumida.
«Ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni en
él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida», decía Adorno en
la primera línea de su Teoría estética.21 En este libro tiene su encaje más serio gran parte
de lo que he ido denominando tecnologías de convergencia. En primer lugar, Adorno
defiende que el arte sólo puede reconciliarse con su propia existencia volcando hacia el
exterior su propia apariencia, «su hueco interior». Con el avance en la organización de
todos los ámbitos culturales crece el deseo de señalarle al arte su lugar en la sociedad,
tanto teórica como prácticamente. Y tal como apunta maliciosamente el autor, de esto
se encargan innumerables mesas redondas y encuestas. Pero lo más decisivo no es esto,
lo decisivo es que una vez se ha comprendido que el arte es un hecho social, la localiza-
ción sociológica se siente superior a él y manda sobre él. Se presupone entonces la
primacía de la administración, del mundo administrado, implícitamente también frente
a todo aquello, lo subjetivo, que no quiere ser atrapado por la socialización total: «La
soberanía de la mirada topográfica que localiza los fenómenos para poner a prueba su
función y su derecho a la vida es usurpatoria. Ignora la dialéctica de la calidad estética y
de la sociedad funcional. El acento queda desplazado a priori si no al efecto ideológico,
sí al menos a la consumibilidad del arte, y queda dispensado de todo aquello en lo que la
reflexión social del arte tendría hoy su objeto: se predecide de manera conformista».22
Seguiría valiendo, por tanto, la célebre inventiva de Eduard Steuermann de que
cuanto más se hace por la cultura, tanto peor para ella. Si no fuera porque con este
adagio se frotan hoy las manos todos aquellos «liberales» contra los que, muy precisa-
mente, está dirigido.

9. Tecnologías de persecución: o cuánto dura la digestión de una magdalena

Quae dicuntur persequor: «seguir las palabras», «no perder el hilo del discurso», «expo-
ner». Todas estas ideas están recogidas en el significado de esa expresión latina. Si pro-
yectamos el sentido de todas ellas sobre el fenómeno de la recepción de las obras de arte,
éste se articulará según una lógica distinta de la que obedecen las tecnologías de conver-
gencia. Perseguir lo que se dice, como tarea del público, significa que el espectador atien-
de a lo que tiene ante sus ojos y llega hasta sus oídos de modo similar a como lo hace
ante una persona con quien entabla una conversación, es decir, liberándola del mito de
la consumibilidad. Así como la persona con quien he entrado en diálogo me escucha con
un horizonte de expectativas capaz de interceptar a cada momento mis intenciones
comunicativas, así la obra de arte arrastra al público a una modalidad forense de enten-
dimiento, por la cual los proyectos interpretativos pierden sus instintos de originalidad,

21. Vid. Theodor W. Adorno, Teoría estética. Obra completa, 7, supra, p. 9.


22. Ibíd., p. 330.

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viéndose modificados y reconducidos hacia un espacio común, pero radicalmente in-


apropiable, en que arte y espectador participan de un lenguaje que nunca acabará de ser
trasladado a las coordenadas de la coherencia total.23
Llamaremos tecnologías de persecución al conjunto de procedimientos destinados a
la adquisición de este lenguaje del público y la obra de arte, bien entendido que este
lenguaje común no es una llave de acceso mágico a las obras, ni clase alguna de ábrete
sésamo estético, sino más bien el gesto que —en expresión de Adorno— permite descu-
brir generosidad en la obra esquiva. Se trata de una lengua cuya gramática no será la
misma que la de aquel metaforismo prefabricado en que eran expertas las tecnologías de
convergencia. Ser competente en este lenguaje significa que el público desentumece su
imaginación, contraída por los instrumentos de convergencia en los moldes enfáticos de
las coyunturas sociales, permitiéndole adoptar formas nuevas y elásticas, conforme a un
dinamismo que hace justicia a su carácter fórico, evasivo, asociador, político.
Un ejemplo de esto, muy sencillo pero de cierto alcance teórico, es el que proporcio-
nan las distintas reacciones de los lectores ante un mismo pasaje de novela; no importa
que se trate de una descripción pormenorizada hasta en sus detalles mas nimios. Esco-
jamos un lugar de gran hermosura literaria que es también, en sí mismo, una filosofía
breve en torno a las implicaciones hermenéuticas del verbo «exponer»:

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba
(aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo
me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino
como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica
principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa
que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora
matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almor-
zar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía
buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de
porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a
estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en
personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del
parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus
viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardi-
nes, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.24

Su literalidad descriptiva y amoroso menudeo de detalles no impiden que un pasaje


así lleve a sus lectores a alcanzar una visión interior de lo que en él se evoca, distinta en
cada caso. La imaginación «parece» partir siempre del mismo punto: las inflexiones
sintácticas y el tempo expositivo, el orden de las imágenes literarias y el universo próxi-

23. Vid. H.G. Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 447 y ss. «Mi tesis —dice
Gadamer— es que interpretar no es otra cosa que leer. Esto vale en el sentido que, en alemán, designa-
mos, de un modo que creo muy bello, con la palabra “auslegen” (exponer). “Interpretación” suele ser
traducida como “Auslegung”, lo cual es muy acertado. “Auslegen” es una palabra que ya en su propia
dimensión especulativa contiene el que aquí no tenemos que hacer nada aparte de leer. Significa, por
un lado, que no introducimos, no ponemos nada dentro (hineinlegen): piénsese en el consejo de
Mefistófeles: “Legt ihr nicht aus, so legt was unter” [libremente: “si no ex-ponéis, algo queda tras-
puesto”]. Por otro, sin embargo, que el “Auslegen”, en el fondo, sólo extrae, explicita, aquello que ya
está dentro implícito, para recomponerlo después todo junto». Cfr. H.G. Gadamer, «Sobre la lectura
de edificios y de cuadros», en Estética y Hermenéutica, Madrid, Tecnos, 1996, p. 263.
24. M. Proust, En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann, Madrid, Alianza, 1988, pp. 63-64.

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La existencia artística

mo de sus significados, son los mismos en cada lectura. Y, sin embargo, ¿adónde condu-
cen la imaginación?, ¿con qué poder determinan los cambios de unas imágenes por
otras que realiza cada lector o las asociaciones que le sugieren? Por qué imágenes se
traducirán en cada lectura la vieja casa gris con fachada a la calle o el tránsito de la hora
matinal a la vespertina o las ninfeas del Vivonne es algo que el texto no puede decidir más
que en un grado muy relativo. Y esta impotencia es, entre otras cosas, lo que distingue a
la Ilíada de una señal de Stop. De hecho, en esa traducción imaginativa de su retórica
por mi retórica cada lector arriesgará su propia existencia y practicará con sus metoni-
mias de la vida, no sólo con sus recuerdos, sus proyectos, sus frustraciones, sus expe-
riencias, sino con los vacíos y fallas y sufrimientos sociales en que se enmarcan. Pero esa
impotencia de la retórica del texto para decidir completamente a donde conduce la
imaginación de cada lector es también su poder más grande. Se trata de una despoten-
ciación de su supuesto poder total para hipnotizarse con el autoritarismo de sus propias
facultades miméticas. Por emplear una terminología extraída de la «teoría de la recep-
ción»: las zonas de indeterminación de un texto no colapsan sino que garantizan su
infinito potencial de actualización por parte del lector. Las tecnologías de persecución
velan para que se den en cada caso las circunstancias más favorables para que la obra y
su espectador lo ejerzan.

10. La caja de herramientas de Aby Warburg: La ninfa y el dios fluvial

Pero hay otra forma algo más apasionante de entender las tecnologías de persecución.
Quisiera explicarla de la mano de Aby Warburg. No hay duda de que estas tecnologías
nos adentran en el misterio de las relaciones entre la experiencia del arte y las posibilida-
des de actualizar dicha experiencia en la historia. Por lo que hemos de comenzar some-
tiendo a crítica aquellas posturas que consideran posible la experiencia artística en la
modalidad paralítica del historicismo.
El memorable golpe asestado al historicismo por Nietzsche en sus intempestivas no
puede dejarse de lado. Su lucha contra el abuso y el avasallamiento de la historia forma
parte de un ataque vibrante al espíritu de una época, la de la reunificación guillermina
de Alemania en el salón de los espejos de Versalles, enferma de historicismo, ese mal
alejandrino que la llevaba a congratularse, como dice Rüdiger Safranski, de lo glorioso
del devenir mientras se enroscaba teatralmente alrededor del emperador. Una época, o
un fin-de-época, en que se quiso compensar la rampante inseguridad en el sentimiendo
de la vida a través de la infatuación del estilo del como-si: «Impresionaba lo que se
parecía a algo. Cada materia usada quería representar más de lo que era. Corría la época
del truco de los materiales: el mármol era madera pintada, el reluciente alabastro era
yeso, lo nuevo tenía que parecer antiguo, se exhibían columnas griegas en el portal de la
bolsa, la instalación de una fábrica tenía aspecto de castillo medieval, las ruinas habían
de ser una edificación nueva».25
Claro que esto tenía una subtrama política. El poder imperial resplandecía con más
voluntad que poder. Era falsedad. Escenografía mortal. A mayor abundamiento de ese
historicismo que, para Nietzsche, era un ejemplo sensacional de la parálisis de las fuer-
zas vitales en el repertorio del saber. Parálisis que afectaba sobre todo a la conciencia
histórica precisamente por sus excesos: por un cientificismo gremial, por un detallismo

25. Rüdiger Safranski, Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Barcelona, Tusquets, 20042, p. 123.

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realista obedecido tan a pies juntillas que a la postre acababa poniéndose al servicio de
un egoísmo nihilista al que le era indiferente todo hecho a menos que demostrase su
utilidad pura y dura en un sentido económico. Pero hubo autores que rediseñaron las
dialécticas entre el arte y la narración de la historia de tal manera que evitaron hacerse
cómplices de la situación diagnosticada por Nietzsche y huyeron del sello fin-de-siècle, a
la venta en las mejores tiendas de museo. Aquí recordaré a un sismógrafo captador de
ondas mnemónicas, tan importante por lo que escribió como por lo que abandonó, uno
de los maestros de las tecnologías de persecución: Aby Warburg (1866-1929).
De entrada, es imbatible la figura de alguien cuya obra maestra no es un libro sino
una biblioteca. «Biblioteca para la ciencia de la cultura», más tarde Instituto Warburg,
trasladado a Londres en 1933 con la llegada del nazismo, cuyo origen habría que indagar-
se en la adolescencia de Aby, hijo de banquero, cuando vendió su progenitura al segundo,
Max, al precio de una promesa: que le facilitara todos los libros que le fuera pidiendo. La
aportación de Warburg a la Historia del Arte difícilmente puede reducirse a su célebre
rechazo del método estilístico-formal dominante a finales del XIX, por más que expresara
siempre una «honesta repugnancia» frente a la ästhetisierende Kunstgeschichte, la historia
estetizante del arte, unida a una vindicación casi iconolátrica de los aspectos programáti-
cos contenidos en las obras.
Por alambicado y difícil de traducir que nos resulte, hemos de cartografíar muy
sucintamente el léxico de Warburg, comenzando por una de sus palabras más usadas:
Nachleben, que no significa ni «renacimiento» ni «supervivencia», acercándose más bien
al concepto de «vida póstuma», si no queremos atenernos a la opción un punto más
estrafalaria: «trasvida».
Aby Warburg entiende la cultura como un proceso de Nachleben. Es decir, de poste-
ridades, transmisiones, recepciones y polarizaciones. Esta visión del carácter póstumo
de la cultura vuelve perfectamente comprensible por qué su teoría de la memoria social
se concentró tan fatalmente en el problema de los símbolos. Siguiendo de cerca a Gom-
brich, el responsable de una conocida biografía intelectual del autor de El renacimiento
del paganismo, podría decirse que Warburg puso en práctica una teoría patética de la
memoria social. De hecho, emplea el término Pathosformel (fórmula de pathos / fórmula
emotiva) como uno de los núcleos temáticos de sus estudios del Renacimiento; así por
ejemplo, los cabellos ondulados, los vestidos levantados por el viento de una ninfa botti-
celliana recordaban los detalles enfáticos de las ménades representadas sobre un sarcó-
fago o una gema, de manera que esas posturas y gestos extraídos del repertorio de la
Antigüedad pagana eran utilizados por siglos posteriores para representar condiciones
específicas de acción y excitación psicológica.26
Carlo Ginzburg, en un ensayo de referencia, ha puesto en claro cómo a través de la
noción de Pathosformel las representaciones de mitos legadas por la Antigüedad eran
entendidas como —y cita al propio Warburg— testimonios de estados de ánimo converti-
dos en imágenes, en los que las generaciones posteriores buscaban las huellas de las con-
mociones más profundas de la existencia humana, según la mímica y los gestos como
rastros de violentas pasiones experimentadas en el pasado. Estas «fórmulas de lo patéti-
co» pueden ser consideradas verdaderos topoi figurativos.27

26. Vid. Aby Warburg, El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renaci-
miento europeo, Madrid, Alianza, 2005, p. 23.
27. He seguido a Carlo Ginzburg, «De A. Warburg a E.H. Gombrich. Notas sobre un problema de
método», en Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Barcelona, Gedisa, 2008, p. 51.

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La existencia artística

Las implicaciones de la noción de Pathosformel son, a partir de aquí, mucho más


profundas. Estas pautas representativas son el reservorio dinámico de una experiencia
patética de la trasmisión cultural, que hace hincapié en una suerte de biología de la memo-
ria, en la medida en que ésta no es una exquisita facultad de la conciencia sino la capaci-
dad explosiva de reaccionar ante la huella de un acontecimiento. Huella o incisión sobre la
materia viva que Warburg, siguiendo la oscura Mneme de Richard Semon, interpreta como
energía, potencia, y a la que denomina «engrama». Los símbolos son para Aby Warburg
acumuladores de una energía derivada de experiencias básicas, intensas hasta lo orgiásti-
co, a cargo de humanidades paganas primitivas, entregadas a unas pasiones cuyos éxtasis
quedaron acuñados en esos condensadores de oleadas de entusiasmo y peligro ritual que
son los símbolos: «En esto reside la importancia de la antigüedad griega dionisíaca para
nuestra civilización occidental —dice Gombrich. En su mito se encierran los extremos de
la emoción y el auto-abandono que, probablemente, horroricen al hombre moderno, pero
que conservados en los símbolos del arte, contienen los mismos moldes de la emoción que
bastan para posibilitar la expresión artística».28
Reivindicar a Aby Warburg, ese experto en políticas póstumas del arte, ese maestro
de perseguidores, pasa por evitar la ganga del «junguianismo», radicalmente incompati-
ble con él. El símbolo o engrama es una carga de energía latente; pero en sí es neutra, sólo
a través del contacto con la «voluntad selectiva» de una época se «polariza» en una cual-
quiera de las interpretaciones de que es potencialmente capaz. Hay por tanto en Warburg
una fastuosa dinamogramática de la historia del arte que, primero, huye de la distinción
esquizoide entre forma y contenido y, con el mismo gesto, aparta de sí la fractura cultural
entre arte y ciencia, entre la palabra que canta y la que recuerda.29 Como escribe Georges
Didi-Huberman, «siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo».30
La iconología —un término que, Panofsky mediante, ha acabado venciendo en la
subasta de nombres para una disciplina sin nombre—31 abre la esperanza de unas rela-
ciones nuevas entre la historia y la narración, en sus reverberaciones filológicas y antro-
pológicas, al vindicar la vida póstuma de las imágenes, a las que no se deja operar tiráni-
ca, formal y vacíamente, antes bien se descubre en ellas la valencia de fuerzas emotivas
latentes que interpelan a todo tiempo futuro, obligándolo a responder ante esas pathos-
formeln conforme a un estilo, cualquiera que fuere, el de la represión, la liberación, la
sublimación o la explosión, que lo retratará: esa corresponsabilidad ante una historia
(en su vocabulario, ante el dinamograma de la historia) pone en evidencia la «psicolo-
gía» de las fuerzas y fracturas de cada momento.

28. E.H. Gombrich, Aby Warburg. Una biografía intelectual, Madrid, Alianza, 1992, pp. 228-229.
29. Véase Giorgio Agamben, «Aby Warburg y la ciencia sin nombre», en La potencia del pensamien-
to, Barcelona, Anagrama, 2008, p. 149.
30. Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, Bue-
nos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, p. 11. Huberman realiza aquí un ensayo brillante, dedicado a Warburg,
Benjamin y Carl Einstein, en el que desarrolla un tema afín al nuestro, el de la fecundidad de una
epistemología del anacronismo: «Para acceder a los múltiples tiempos estratificados, a las superviven-
cias, a las largas duraciones del más-que-pasado mnésico, es necesario el más-que-presente de un acto:
un choque, un desgarramiento del velo, una irrupción o aparición del tiempo». Tengamos en cuenta lo
siguiente: «Tal es, pues, la paradoja: se dice que hacer la historia es no hacer anacronismo; pero
también se dice que remontarse hacia el pasado no se hace más que con nuestros actos de conocimien-
to que están en el presente. Se reconoce así que hacer la historia es hacer —al menos— un anacronis-
mo». Vid. G. Didi-Huberman, op. cit., pp. 23-24 y 35.
31. Giorgio Agamben, «Aby Warburg y la ciencia sin nombre», en La potencia del pensamiento,
supra, 2008, pp. 127 y ss.

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Pasaré de puntillas sobre las dos alegorías alrededor de las cuales bascula la polari-
zación, por no decir la esquizofrenia, sobre la que se monta según Aby Warburg la civi-
lización europea en su última modernidad: las manías de la ninfa, con sus cargas extáti-
cas, y las oscuras melancolías del yacente dios fluvial. Él nos ofrece una sismografía de
las necesidades vitales de cada período histórico, que queda así psicológica y política-
mente retratado en su proceder como heredero de tensiones que, como dice Agamben,
exigen una «confrontación, mortal o vital según los casos, con las tremendas energías
que se habían fijado en aquellas imágenes, que guardaban consigo la posibilidad de
hacer retroceder al hombre en una estéril sujeción o bien de orientarlo en su camino
hacia la salvación y el conocimiento».32

11. Las tecnologías de persecución no adhieren la imaginación del público


a las coyunturas sociales en que se hace aparecer la obra de arte

¡Qué distante está el Begriffssystem warburguiano del melodrama social de la trasmisión


de la obra de arte inspirado en la propaganda, la información redundante, la influencia de
gurús especializados, los latiguillos valorativos, los tópicos que introducen el pensamiento
en la horma de las frases hechas, la cultura de camisa de libros y tertulias corporativas, las
calculaciones estadísticas, así como de esa institución ontopublicitaria que es la televisión!
Toda esa retórica forma a la imaginación ortopédica del público, que ha hecho también de
él un órgano ortopédico con que la sociedad se enfrenta al arte. Dicho de otra manera, ese
melodrama protagonizado por tópicos y prejuicios de toda índole sobre el escenario de la
psique del espectador puede que no careciera de interés si dichas tecnologías no impidie-
ran que sus «actores» se sometieran al poder crítico, probatorio, mezcla de pasión y des-
concierto, de que está revestido un encuentro político con el arte. Pues, si lo impiden, el
lugar que habría de ocupar una toma de conciencia de la perspectiva institucional desde la
que nos está permitido mirar y comprender el arte, lo ocupará una ciega connivencia con
una determinada fábula de consumo. La dejará avanzar solapadamente, como un rumor
de fondo en cuya cuenta cae siempre tarde. No hace falta ser del centro de Heidelberg, ni
siquiera gadameriano, para pensar que relacionarnos acríticamente con nuestros prejui-
cios significa entrar en una relación de peligrosa domesticidad con todos los contenidos
que caen bajo ellos. Hay que atreverse a leer la leyenda de nuestros prejuicios.
Las tecnologías de persecución son un ensayo de corrección de los efectos de los
instrumentos de convergencia. Su intelección del tiempo no las lleva a rellenar con las
cuñas del «ya» y el «ahora mismo» el curso victorioso de la historia, ni está orientada a
promover en el espíritu del público una angustiosa y arrebatadora sensación de actuali-

32. Giorgio Agamben, op. cit., p. 137. Por otra parte no puedo desarrollar aquí una idea que creo
merece ser considerada: el secreto de la pedagogía histórica de Aby Warburg, como expone Gombrich
(vid. E.H. Gombrich, op. cit., pp. 288-289), acaso residiera en la forma como derrumbó la política del
Zeitgeist, esa concepción en parte heredada de Winckelmann y Hegel, según la cual existe algo así
como «un espíritu de época» que se reparte paralela y homogéneamente igual que una Weltanschauung
(cosmovisión) por las distintas esferas de intervención social. Benjamin admiró esto en Warburg,
quien fue favorable a la ruptura con cualquier tratamiento de la tradición inspirado en generalizacio-
nes (la interacción y degradación de formas y contenidos en un choque de tradiciones era mucho más
afín a su estrategia). Los entornos culturales, o los individuos, están inmersos en situaciones de elec-
ción y conflicto, ni bajo el imperio generalista de leyes predeterminadas ni bajo la negra noche de la
Geistesgeschichte. Al dar vida a un motivo tradicional deberán salir a la búsqueda de un lenguaje y un
vocabulario con que expresar su visión. Dicha elección será sintomática de sus fuerzas y sus fracturas.

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La existencia artística

dad. Porque hay una soledad que obliga a dejarse conducir por el propio tempo de la
obra. A adentrarse en su trópico. Es decir, en la galaxia de sus mediaciones retóricas, en
su abisal circuito metafórico, dentro del cual las palabras siempre están a punto de
hacer y decir algo distinto de lo que son y dicen en principio. Y no hay sensación de
actualidad que pueda usurpar la importancia que tiene el tiempo interior con que la
obra dirige hacia nosotros sus desvíos. No hay sensación de actualidad que pueda trans-
formar lo trópico en tópico. Pero cada miembro del público debe hacer el esfuerzo de
creerlo. Sería excesivamente desolador considerar que el público es una fuerza nacida
expresamente para minar cualquier esfuerzo de ese tipo.
Las tecnologías de persecución, además, no sólo llaman la atención del público so-
bre la importancia de respetar y atenerse al tiempo interior de cada obra —sea el de
Guerra y paz de Tolstói, el de Amanecer de Murnau, el del Winterreise de Schubert—, sino
que también ayudan a modelar la cara exterior del tiempo de una obra de arte. Esa cara
por la que se vierte al caudaloso y anticonservador cauce de la tradición, de los quebra-
deros de la memoria que, no hace falta ser Oliver Sacks para entenderlo, siempre están
insinuando cierta política de la identidad. Son tecnologías que trascienden las perento-
rias sensaciones de actualidad al envolver el presente —en que surge la necesidad de
interpretar una determinada producción artística— con las capas múltiples en que se
han sedimentado las necesidades de interpretarla en el pasado. Se trata de procedimien-
tos que echan sobre los hombros del público la responsabilidad política de completar la
transformación que tiene lugar en el interior de las visiones artísticas del pasado cuando
son pensadas desde las claves del presente. Responsable de este esfuerzo, el público ya
no solapa sus expectativas con las coyunturas sociales conforme a las abrumadoras
exigencias de la actualidad. Son tecnologías que dan un futuro a la tradición, y esto
supone dejar de tratarla a la manera de un contenedor, para pasar a tratarla como lo que
es, la promesa de todo aquello que el arte no contiene.
Por esta razón, puede afirmarse de las tecnologías de persecución lo mismo que Frye
afirmara de la crítica auténticamente valiosa en general: son activamente iconoclastas con
respecto a sí mismas. Puesto que, a diferencia de las tecnologías de convergencia, las de
persecución no están dirigidas a realizar el acto de apropiación de la obra de arte en lugar del
público, ni patrocinan métodos críticos cuyo objetivo consista en hacer remotas y extrañas
al espectador las estructuras imaginarias de las producciones artísticas. Su mayor logro
radicará en contrarrestar una doble propensión del público: de un lado, a transformar la
obra de arte en un ente distanciado conforme al falso mito del respeto; y, de otro, a ensimis-
marse en sus propios juicios de valor alargando el carrete de la información publicitaria, que
tanto servicio presta a lo que Adorno llamara «nuestros consuelos dominicales».

12. Tecnologías de persecución como política de Konvoluts:33 Walter Benjamin

Si Warburg fue quien propuso hace más de un siglo una «historia cultural de lo social» en
lugar de una «historia social de la cultura», Benjamin fue el profeta de ese trueque. Quiero
finalizar confrontando esta breve retórica de la institución del público con una obra que
alertó como ninguna otra contra las compulsiones de la repitición con que se quiere ca-

33. Konvoluts: legajos que servían a Benjamin de sistema de archivo en el montaje de su Passagen-
Werk (Obra de los pasajes), organizados por palabras-clave bajo cuyo título se reunía la heteróclita e
ingente documentación.

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Fernando Bayón

pitalizar las presencias del público: Das Passagen-Werk, un proyecto que supone para la
filosofía algo tan imposible como Los últimos días de la humanidad de Karl Kraus para el
teatro (para el teatro en la tierra, se entiende). Un proyecto que él llamó de Geschichtsphi-
losophie, es decir, de «filosofía de historia», que es propiamente lo contrario de una «Filo-
sofía de la Historia».34 Y en la cual, con una decidida inspiración política, trató de recom-
poner filosóficamente la ur-historia del siglo XIX, de modo que la hilazón de los tópicos
ideacionales de la filosofía fueran minuciosamente sustituidos por las discontinuidades
de una cadena rota de imágenes históricas que rehúsan un marco totalizador.
Retengo tan sólo dos centros conceptuales de la Obra de los pasajes, ese monumen-
to revolucionario al arte de citar sin referencia: el fósil y el fetiche. Pues hay una historia
que puede ser leída desde la superficie de sus objetos sobrevivientes, la del industrialis-
mo capitalista que en su fase clásica nos legó un mundo de objetos que este paleontólogo
marxista de la Belle Époque trata ahora como fósiles; y hay una idea que subyugó intes-
tinamente a esa historia, la idea de progreso, cuya conversión en una fantasmagoría
secular es uno de los materiales más atractivos para la dialéctica benjaminiana (un ma-
terialismo de monstruos), tan sensible al modo como las estrategias de temporalización
de la modernidad se convirtieron en fetiches.
El espíritu objetivado del capitalismo clásico se manifiesta a la mirada de Benjamin
como una naturaleza-inventario llena de fragmentos culturales petrificados.

Así como existen lugares entre las rocas del mioceno o de la edad eocénica que conservan la
huella de enormes monstruos de esas épocas geológicas, así hoy los Pasajes yacen en las
ciudades como cuevas que contienen fósiles de un ur-animal aparentemente extinguido: los
consumidores de la época preimperial del capitalismo, los últimos dinosaurios de Europa.35

Esto se compadece con el núcleo de la visión alegórica, barroca y mundana de la


historia que Benjamin investigara en El origen del Trauerspiel alemán (1925). Mientras
que el símbolo tiene cierta propensión redentorista de la naturaleza, pues aspira a trans-
figurar la caducidad (como hemos visto en Warburg); en la alegoría, «la facies Hippocra-
tica36 de la historia se ofrece a los ojos del espectador como paisaje primordial petrifica-
do. En todo lo que desde el principio tiene de intempestivo, doloroso y fallido, la historia
se plasma sobre un rostro; o mejor, en una calavera».37 Es la calavera del París del barón

34. Tengo en cuenta el exhaustivo trabajo de Susan Buck-Morss, Dialéctica de la mirada. Walter
Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, A. Machado libros, 20012, pp. 72 y ss.
35. Walter Benjamin, Das Passagen-Werk, ed. Rolf Tiedemann, en Gesammelte Schriften, vol. V,
Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, eds., Frankfurt, Suhrkamp, 1982, p. 679. Citado en
Susan Buck-Morss, op. cit., p. 82. Vid. la versión al castellano: Walter Benjamin, Libro de los Pasajes,
Madrid, Akal, 2005.
36. Facies Hippocratica: conjunto de rasgos que dan al rostro de un enfermo expuesto a una larga
enfermedad, o a una muerte inminente, un aspecto transformado. Hipócrates fue el primero que los
especificó. Por extensión, rostro de (la) muerte.
37. W. Benjamin, «El origen del Trauerspiel alemán», en Obras, libro I, vol. 1, Madrid, Abada, 2006,
p. 383. En una incisiva reseña de esta obra aparecida el 15/7/1928 en el Frankfurter Zeitung, Siegfried
Kracauer escribió de Benjamin: «Para él el mundo se encuentra desfigurado; tan desfigurado como
desde siempre lo ha estado para la teología. Por otra parte, es justamente ésta la razón por la que
Benjamin se cree en el deber de no acatar la inmediatez, sino rasgar la fachada, despedazar la figura.
En este sentido, es bastante consecuente que casi nunca se acerque a los productos y fenómenos en la
época de su florecimiento, sino que más bien los busque en el pasado. Para él, los seres vivientes se
encuentran embrollados como un sueño; sólo se iluminan en el estadio de su desintegración. Es en las
obras y los estados muertos, alejados de las relaciones actuales, en donde recoge su cosecha. Puesto

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La existencia artística

de Hausmann la que hace historia de la economía material de una época: si para Benja-
min la historia del sufrimiento del mundo tiene su significado en la estaciones de su
decaer —y a mayor significado, mayor sujeción a la muerte—, los Pasajes expresan ese
hábitat antediluviano del consumo burgués organizado a partir de mercancías abando-
nadas y despintados carteles que trepan por esas cavernas desiertas que alguna vez fue-
ron los salones de toda aquella «flaneurie» que cargaba el tiempo como si fuera una pila
y cuya superdotación visual y enhorabuenas peripatéticas se consiguieron barriendo la
iniquidad de la pobreza y la vida obreras. Fósiles, también, del progreso.
«El progreso es la huella de Dios mismo», había dicho Victor Hugo en 1855, bajo el
entusiasmo de la primera exposición de París. Benjamin examina esa huella. Y ve una
fantasmagoría. El progreso, esa huella de Dios según Hugo, se había trasformado en un
fetiche: «el carácter mortalmente repetitivo del tiempo, que es parte de la arcaica imagi-
nería mítica del Infierno describe lo verdaderamente moderno y novedoso de la socie-
dad de mercancías».38 La alegoría benjaminiana de la modernidad como tiempo del
Infierno es una resucitación demoníacamente paradójica de la Historia, magistra vitae:
la repetición al ilustrado servicio de la ejemplaridad ha sido sustituida por la repetición
al mortal servicio del aburrimiento. La repetición surge allí donde, como en el Infierno,
se eterniza hasta el sadismo la búsqueda de innovación. La monotonía se alimenta de lo
nuevo, dice Benjamin. Y ésta es la patología del público.
En cualquiera de los casos, el reto histórico queda pendiente en la esfera de las expe-
riencias contemporáneas del arte: los dos lejagos que yo he abierto aquí, el de la historia
natural del capitalismo como prehistoria de fósiles, y el de la modernidad como Infierno del
tiempo cuya disciplina es el eterno retorno fetichista de lo nuevo, nos plantean la posibilidad
de unas relaciones dialécticas entre «experiencia del arte» y «administración de la historia»
que ayuden a construir una participación política de cambio suficientemente auténtica como
para romper con el círculo aurático de un progreso cuyo mito de la infinita perfectibilidad se
ha acabado ahogando en las tecnologías del eterno retorno de lo nuevo.
En este punto, antes del fin, no me resisto a un buen epílogo berlinés, del gusto de
Walter Benjamin, con un caso de eterno retorno: «Un caballero elegante, sin duda un
importante confeccionista, entra por la noche, en compañía de su amiga, en el vestíbulo
de un local de diversiones de una gran ciudad. A primera vista se advierte que la amiga,
en su trabajo extra, permanece ocho horas cada día detrás del mostrador. La encargada
del guardarropa se dirige a la amiga: “Señora, ¿querría quitarse el abrigo?”».39

13. Fin. Dos metáforas sociales de la identidad, más una alegoría futbolística

El público es una raza impura en que se refleja la sabiduría inconsciente de la sociedad


acerca del vacío abierto en el arte una vez ha sido desapoderado de sus antiguas funcio-
nes sociales de servicio al culto. «Cualesquiera que sean tus intereses —decía el sociólo-
go Karl Mannheim—, lo son en cuanto tú eres una persona política; pero el hecho de que
tengas intereses de determinada categoría, implica asimismo que es preciso que realices

que, una vez liberados de las urgencias de la vida, se han hecho trasparentes frente al orden de las
esencialidades». Siegfried Kracauer, «Sobre los escritos de Walter Benjamin», en Estética sin territorio,
Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia, 2006, p. 303.
38. Susan Buck-Morss, op. cit., p. 113.
39. Siegfried Kracauer, Los empleados. Un aspecto de la Alemania más reciente, Barcelona, Gedisa,
2008, p. 109.

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Fernando Bayón

determinados actos para darte cuenta de aquéllos y para conocer la posición específica
que ocupas en el total proceso social».40 Expresado en el lenguaje propio de las tecnolo-
gías que he venido describiendo: cualquiera que sea la naturaleza de la demanda del
público habrá que contar a los instrumentos de convergencia entre sus más enfáticos
condicionantes, pues la tendencia a converger, a hacerse actual y uno, a desgobernarse, a
hacerse secta, conciliábulo, modista, a congregarse aunque sea invisiblemente y en es-
pacios distantes, es sin duda uno de los rasgos definidores de la psique del demandante
de obras de arte en la época de su secularización.
En tanto público, somos sin remedio una mezcla del convergente y el perseguidor, las
dos identidades metafóricas que resultan de exponerse a las tecnologías de uno y otro
tipo. Ambas funcionan como lenguajes que hablan por nosotros, que saben de nosotros,
que nos reúnen y reparten, que pugnan por controlar nuestras respuestas, patrocinando
dos modelos distintos de relación entre arte y sociedad. No se trata de dos identidades
que funcionan la una a espaldas de la otra, moviendo los esqueletos de dos personalida-
des completamente autónomas: con el propio concepto de arte está mezclado el fermen-
to que lo suprime, decía Adorno. Más bien se trata de metáforas socialmente aplicables a
esas dos fuerzas que movilizan de un modo competitivo y simultáneo a nuestra psique
cada vez que actuamos como público.
El convergente es el nombre que aquí hemos dado a esa dirección de nuestro psiquis-
mo social que nos lleva a comportarnos como imitadores, como víctimas de esa reputadí-
sima y tantas veces deliciosa Calling of Followers contemporánea. Buscadores de la consu-
mibilidad de las modas y partícipes del calculado esoterismo de la actualidad. Bajo el peso
de esta mirada, la obra de arte aparece como un universo de signos hueros; pero al disfru-
tar de tal universo, el convergente se sitúa en una posición socialmente favorecida y, sobre
todo, segura. Es el triunfo de las metáforas institucionales: donde se expone el lado más
vulnerable del psiquismo social a estructuras simbólicas predigeridas, con las que se esta-
blece vínculos controlados a priori, fijos e impersonales que son, a cambio, archiseguros y
ayudan a modelarse una personalidad ventajosa en la gran superficie de las relaciones
comunitarias. Todo lo cual nos salva del olvido con el mismo éxito colectivo con que se
salva a la obra. O cómo desvivirnos para poder vivir en paz.
El perseguidor, aun cuando se enfrente a los mismos productos artísticos, intenta
seguir lo que la obra le dice, no por pobreza de su imaginación sino, al contrario, como
indispensable y rigurosa condición sine qua non del desarrollo de la naturaleza huidiza,
tentadora, asociativa e impredecible de su fantasía hermenéutica. Aquí se levanta un
tope crítico ante el avance de las metáforas institucionales: donde la imaginación pertur-
ba el orden de significados y los márgenes de convenciones en que se encuentran inicial-
mente las imágenes. El perseguidor, nunca completamente desnudo de las investiduras
sociales, es un ludópata en sentido etimológico. Aquel que, al intentar hacer justicia a un
texto escapando de la tecnocracia de las mesas redondas, cae presa del pathos del juego.
Su pasión es el trastrocamiento de todo lo que recibe y todo lo que ama. Para, jugando
con ello, atraérselo y darle un porvenir.
Las estructuras sociales de las democracias capitalistas son promotoras geniales de
diferencias, precisamente para poder autoconstituirse en mercados de convergencias.
Como diría el «dudaísta» Gavin Twinge, lo que más miedo les da es ver a un marginado,
un degenerado antisocial, que chuta la pelota contra el banderín de córner y entonces va
y marca un gol.

40. Karl Mannheim, op. cit., p. 144.

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La existencia artística

Apéndice fotográfico

FOTO 1. McCapilla

FOTO 2. Tienda de exposiciones

FOTO 3. Furgoneta, contenedor, y hornacina vacía

FOTO 4. Chillida (Leku) en Barcelona

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LA EXISTENCIA MEMORIAL

Rossana Cassigoli

Exordio

Aspiro en este escrito a consignar ciertas fuentes indispensables que profundizan los
vínculos entre memoria1 y existencia y que pudiesen devenir «claves hermenéuticas»
para una crítica de la cultura.2 Me sumo a la convicción intuitiva de George Steiner al
decir que toda cartografía hermenéutica es provisional, incompleta y posiblemente erró-
nea, pues «el carnaval de la comprensión y el juicio está abierto a todo el mundo».3 A
reserva de las «ideas eternas» las creencias contingentes son mudables.4
Las nociones, los autores y las alegorías canónicas que me permito citar aquí re-
únen los atributos de una destinación: proveen herramientas filosóficas y hermenéuti-
cas que lograrían alumbrar una vía posible al por-venir.5 La memoria de la que habla-
mos aquí no está esencialmente orientada al pasado, del que se juzga que existió. La
memoria permanece con huellas y el propósito de preservarlas; pero huellas de un pasa-
do que nunca ha sido presente, huellas que en sí mismas nunca ocupan la forma de la
presencia y siempre permanecen «venideras»: vienen del futuro, del porvenir. Hay sólo
memoria, pero en rigor, el pasado no existe.6 La obra de George Steiner, Hannah Arendt
y Michel de Certeau ilustra manifiestamente e irradia, con cualidades esenciales coinci-
dentes y por medio de una labor frondosa, la reciprocidad entre memoria y existencia.
Nociones ambas que no soportan reducción conceptual cierta, pues no existe teoría
capaz de sustanciar la circunstancia existencial del dramatis persona.7 Por su parte, el
extraordinario trabajo de Nicole Loraux nos procura las bases históricas para entender
el proceder alegórico de la memoria. La imprescindible obra de Jacques Derrida, vuelta
homenaje a su amigo extinto Paul de Man, nos permite vislumbrar la relación entre la
práctica alegórica de la memoria y el trabajo filosófico en torno a un «duelo imposi-

1. La palabra central mémoire que el medioevo brindó, apareció en los primeros monumentos de
la lengua en el siglo XI.
2. La hermenéutica, arte de la interpretación, es tan diversa como sus objetos de estudio. Cifró
George Steiner: «No hay en la condición humana nada mas desconcertante que el hecho de que se
pueda significar o decir algo». Tal fisura semántica comporta una infinita diversidad de modos de
interpretación; toda explicación, toda proposición crítico-interpretativa, es otro texto. El traductor,
denominado también «el intérprete», se esfuerza por transmitir el sentido de la fuente. «La hermenéu-
tica comparte frontera con la ética». George Steiner, Errata, Madrid, Siruela, 2000, pp. 18 y 39.
3. Ibíd., pp. 34 y 35.
4. La sutil consideración de George Steiner refrenda la presencia de ideas eternas: «el maestro
provoca visiones que son re-visiones; el descubrimiento es una recuperación de un conocimiento
latente y recóndito dentro de uno mismo». En Lecciones de los maestros, México, FCE, p. 37.
5. Trabajos precedentes: Rossana Cassigoli, «La memoria y sus relatos», Fractal, n.º 13, México,
2000; y «El mito de los orígenes: fundamento para una antropología de la memoria», Historia y Grafía,
n.º 28, México, Universidad Iberoamericana, 2007.
6. Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man, Barcelona, Gedisa, 1998, p. 69.
7. Expresión tomada de George Steiner, Errata, ibíd., p. 18.

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La existencia memorial

ble».8 Tema recurrente por lo demás en la obra de Michel de Certeau, sintetizada en la


imagen perfecta de una «teología del fantasma» que asedia nuestros lugares. Con que
uno falte, «todo falta».9
El oscurecimiento de las viñetas de «nuestra cultura», aunada a una nimia y fútil
vida espiritual, nos emplaza en el centro de la memoria devenida «presencia» en la
mundanidad deserta del mundo: «experiencia de un deserto no buscado, como el de los
anacoretas, de una convivencia desolada en que todo es tangencial, difícilmente conver-
gente».10 Vivimos una existencia yerma11 en la prosa de Emmanuel Levinas: «Soy en
soledad. El hecho de que yo exista, mi existir, es un elemento intransitivo, sin intencio-
nalidad, sin relación. Los seres pueden intercambiarse todo, menos su existir. Ser es, en
este sentido, aislarse mediante el existir».12 Y el existir no se refiere a nadie más que al
existente, la soledad del existente. Giannini logra una síntesis: «Domina el alma contem-
poránea un sentimiento de melancolía: la experiencia de que el prójimo aparece en “mi”
vida más para “verificar” o producir mi soledad que para suprimirla».13
Un terreno relativamente nuevo de la investigación filosófica aspira a buscar «una
experiencia en que converjan las temporalidades disgregadas de nuestras existencias.
Búsqueda de una experiencia común, o lo que es lo mismo, de un tempo realmente co-
mún».14 Pues al fin y al cabo «todo “filosofar” consiste en un rememorar el estado en que
nosotros éramos uno con la naturaleza».15 Si la existencia alude a una reflexión en torno
a una configuración de la conciencia16 e individuación modernas, la memoria señala
una subversión en la manera alegórica de existir en «este» mundo. La alegoría justamen-
te alude a una de las propiedades del lenguaje; la que le permite decir una cosa por otra,
prefigurar lo viejo en lo nuevo, decir otra cosa de lo otro.17 Es polivalente, hasta el punto

8. Lo cierto es que imposibilidad del duelo o el duelo verdadero son momentos del lenguaje,
consisten en una cierta retoricidad: la memoria alegórica que constituye cualquier huella (trace,
vestigium): «el hombre descubre rastros que le permiten ir más allá». En Jacques Derrida, ibíd., p. 42.
9. Michel de Certeau, La fábula mística, México, Universidad Iberoamericana, 1993, p. 12.
10. «Encuentro ilusorio de vidas que permanecen, en el fondo, inconmensurables: cada cual en, y
hacia lo suyo propio». Humberto Giannini, La reflexión cotidiana: hacia una arqueología de la experien-
cia, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1987, p. 12.
11. El existencialismo, que no constituye un fenómeno uniforme, se beneficia del mérito de haber
atestiguado certeramente tal condición existencial. Los filósofos ubicados bajo esta rúbrica difieren
notablemente entre sí. Prevalece la opinión de que la filosofía de la existencia arranca de Søren
Kierkegaard (Copenhague, 1813-1855). A la zaga son considerados filósofos emblemáticos de la exis-
tencia Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Edmund Husserl (1859-1938). Karl Jaspers y Martin Heideg-
ger (1889-1976) se colocan como figuras centrales del existencialismo alemán. Gabriel Marcel y Jean
Paul Sartre son igualmente considerados precursores del existencialismo francés.
12. La mentalidad primitiva, explica Emmanuel Levinas, al menos la interpretación que presenta
Lévy-Bruhl, quebranta los cimientos de nuestros conceptos porque comporta la idea de una existencia
transitiva. En, Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro, Barcelona, Ediciones Paidós, 1979, pp. 80-81.
13. Humberto Giannini, ibíd., p. 12.
14. «Platón ha sido siempre nuestro gran inspirador [...] el nuestro no es un pensamiento sobre la
puridad del ser, en cuanto ser, que abre la metafísica pura de Aristóteles. Más bien, nuestra atención
recaerá sobre la cualidad que lo hace resplandecer al unísono como ser y valor. Y esto es absolutamen-
te platónico, agustiniano, buenaventuriano». Humberto Giannini, ibíd., p. 13.
15. Expresión tomada de Friedrich Schelling (1775-1854), exponente ilustre del romanticismo
alemán y condiscípulo de Hölderlin y Hegel, mayores que él. Citado en J.B. Metz, Hacia una cultura de
la memoria, Barcelona, Anthropos, 1999.
16. Existencia como el «ser» interno aprehendido por la conciencia. Como posibilidad del ser
determinada por el deseo humano, pero tiene sus raíces en cierta «trascendencia misteriosa». No llega
a conocerse, sino que se «ilumina», se «revela».

CLAVES DE LA EXISTENCIA 401

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Rossana Cassigoli

de perder toda tópica; su particularidad es la de «hacer signo» y su irrupción tiene algo


de «oracular».18 En la memoria habita la promesa; la resurrección de un pasado anterior
(passé anterieur), pero en rigor, el pasado no existe: «El alegato de esta presunta presen-
cia “anterior” es la memoria, y constituye el origen de todas las alegorías».19
La pregunta por la memoria se dirige anticipadamente al pasado. En el ánimo «igna-
ciano» que nimba a Michel de Certeau, este pasado posee la forma añorada de la tierra
natal y paradójicamente de comarca abandonada. En una tierra renunciada esperaríamos
encontrar el lugar de lo esencial, un espíritu original falseado por un destino y lenguaje
ulteriores.20 Pero al mismo tiempo, la obsoleta investidura de ese pasado nos resulta ya
imposible de habitar. El regreso es otra cosa, algo más que la arriesgada aventura de
alguien que una vez partió al exilio. El regreso no es simplemente volver ahí: «Hablas
nuestra lengua / dicen por todas partes / asombrados / soy el extraño / que habla su lengua».21
El regreso es una doble despedida, se debe despedir de algo que ha comenzado a ser:
«Quiero abrir mis maletas / y como un niño / vacía sus bolsillos / y despliega en el suelo / sus
canicas / y un escarabajo aplastado / a tu alrededor pondré lo mío».22 Una arqueología de las
relaciones humanas nos abriría una vía para la comprensión de quiénes somos. Estamos
con el pasado, escribió Michel de Certeau, para discernir con nuestros contemporáneos lo
que debe ser nuestro espíritu hoy en día y para juzgar esos orígenes y decidir nuestros
compromisos humanos: «esta delimitación existencial constituiría la parte medular de
nuestro análisis».23 Nos conduce a atizar la llama de una exigencia: la posibilidad del
rescate de una existencia fragmentada por obra del exilio, en una existencia realizada por
la acción del servicio que podemos prestar, y praxis de la memoria.
La memoria impugna la fuga de las cosas en la obsolescencia y su precipitación hacia
la indiferenciación.24 Mejor que nadie en La condición humana25 Hannah Arendt se suble-
va ante el consumismo en que se hunde la vida humana cuando olvida lo duradero. Recu-
sa lúcidamente el concepto de «vida» como valor nihilista fundamental; denuncia intensa-
mente el «activismo vitalista» que conduce al «utilitarismo antropocéntrico» del Homo
faber26 moderno. Propone el camino alterno de una vida «específicamente humana», don-
de el intervalo transcurrido entre nacimiento y muerte, siempre lleno de acontecimientos,
pueda ser representado por un relato y compartido con los otros.27

17. Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man, p. 25.


18. Expresión que retoma Hannah Arendt en referencia al valor de revelación del relato en la polis;
pues la manifestación del «quién» se realiza de manera «oracular» como lo expresó Heráclito. Citada
en Julia Kristeva, El genio femenino. Hannah Arendt 1. Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 91.
19. Jacques Derrida, ibíd., p. 69.
20. Ver: Michel de Certeau, «El mito de los orígenes», Historia y Grafía, n.º 7, México, Universidad
Iberoamericana, 1996, p. 15.
21. Poema de Hilde Domin. Citado en «Hilde Domin, poetisa del regreso», en Hans-Georg Gadamer,
Poema y diálogo, Barcelona, Gedisa, 1993, p. 132.
22. Hilde Domin, ibíd., p. 136.
23. Michel de Certeau, «El mito de los orígenes», p. 11.
24. Para la tradición mística, por ejemplo, la realidad está condenada a la impermanencia, la
mutación, a «un tránsito que parece conducir a la nada».
25. Hannah Arendt, La condition de l’homme moderne (trad. G. Fradier), París, Calmann-Lévy,
1961; reed. Prefacio de Paul Ricoeur, 1983. Ed. en castellano: La condición humana, Barcelona,
Paidós, 1998.
26. Vinculado a facere, «producir» algo. Distinto del animal laborans medieval «que con su cuerpo y
la ayuda de animales domesticados nutre la vida; puede ser señor y dueño de todas las criaturas vivien-
tes, pero sigue siendo el siervo de la naturaleza». En Hannah Arendt, La condición humana, p. 168.
27. Citada en Julia Kristeva, ibíd., p. 87.

402 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia memorial

El acontecimiento de existir humanamente pertenece al dominio de la memoria.


Ella puede vislumbrarse como praxis de fidelidad al acontecimiento28 primordial de la
pluralidad. Comprendida como principio fundacional de la vida humana, ella no es otra
cosa que la suma de todos los relatos.29 Un valor análogo y polivalente del ser de la
memoria nos lo revela Emmanuel Levinas: «La trascendencia o la bondad se produce
como pluralismo».30 Es el valor de la memoria «que brilla en la ocasión» quien restable-
ce una y otra vez la aptitud de deliberación plural que prefigura la polis, «espacio de
aparición» o «espacio de las hazañas libres».31 Siguiendo la lectura que profesa Hannah
Arendt, el pensamiento de Agustín introdujo las premisas de una concepción de la vida
como movilidad, alteración, alteridad. Ella recupera el gesto agustiniano de unir, me-
diante la memoria y el goce, la vida bienaventurada, la vida presente y la rememoración;
«articulación retrospectiva del deseo».32 Quiere decir que la verdad acerca del pasado
consiste en volver a poner en escena la historia del deseo, en tanto ese deseo pasado
repite su carga de afecto en el presente. El pasado se actualiza en sus consecuencias; hay
un sentido de la verdad del pasado en sus resonancias presentes. Sin menoscabar la
función de la memoria, para Hannah Arendt la vida no es pura rememoración del pasa-
do: «es también aspiración a la vida dichosa, deseo. La vida desea la memoria».33

Orígenes judeo-helénicos

En torno a la trama de la memoria se articulan los rasgos fundamentales de la tradición


cultural judeo-helénica. Hasta donde juzgan las fuentes, el trayecto del concepto «me-
moria» comienza con las metafísicas platónica y aristotélica que concibieron la memo-
ria como un componente del alma. La sentencia de que «conocer es recordar» entraña la
herencia crucial de la doctrina platónica de la anamnesis, que funda el conocimiento
racional a partir de una verdad previamente habida. Platón sustentó el método de la
anamnesis como medio posibilitador de la comprensión racional a partir de la verdad
sabida previamente al «modo del olvido».34

28. Expresión que nos viene de Alain Badiou en «Fidelidad, militancia y verdad. Un diálogo con
Alain Badiou», Revista Extremooccidente, Santiago de Chile, Universidad ARCIS, 2003.
29. «La pluralidad es la ley de la tierra», escribió Hannah Arendt en La vida del espíritu, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1984. Primera edición en francés, 1977.
30. «El pluralismo se cumple en la bondad que va de mí al otro, como absolutamente otro». Y a
continuación: «La unidad de la pluralidad es la paz y no la coherencia de elementos que constituyen la
totalidad». En Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1995, p. 310.
31. «La paradójica pluralidad de los seres únicos y la pluralidad del pensamiento inacabado entrañan
formas superiores y culminantes de la existencia humana. La acción humana igual que el conjunto de
los fenómenos estrictamente políticos, tiene que ver con la pluralidad humana, en el sentido en que
ésta se basa en el hecho de la natalidad, gracias al cual el mundo es constantemente invadido por
extraños [...]», Hannah Arendt, Essai sur la révolution. Citado en Julia Kristeva, El genio femenino. 1.
Hannah Arendt, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 103.
32. Hannah Arendt, Le concept d’amour chez Augustin, citado en Julia Kristeva, ibíd., p. 48.
33. En este punto preciso se dibuja para Hannah Arendt la diferencia entre la concepción cristiana
de la vida como reconciliación con lo eterno y la posición contemporánea del hombre rebelde. Ver:
Julia Kristeva, ibíd., p. 49.
34. Y por eso re-memorizada con ayuda de la mayéutica, método socrático de carácter inductivo
que se basa en la dialéctica: se le pregunta al interlocutor sobre algo y luego se procede a rebatir esa
respuesta por medio del establecimiento de conceptos generales, demostrándole lo equivocado que
está, llegando de esta manera a un concepto nuevo, diferente del anterior, que era erróneo.

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Rossana Cassigoli

La anamnesis, rememoración o reminiscencia de lo que se olvidó, entraña primero


el concepto elucidario de la filosofía platónica. Introducida en los diálogos de Sócrates
con Menón y Fedón, permanece entramada con la teoría de la inmortalidad del alma.
Anamnesis quiere decir literalmente «pérdida del olvido». Es una palabra compuesta;
las dos primeras partículas «an» y «a» son prefijos de negación y la última es derivación
del nombre de la diosa o musa de la memoria Mnemosyne.35 La rememorización del
«conocimiento apriorístico» se completa cuando se recuerda que tiene su origen en la
inspiración del poeta Homero por las musas. El fundamento de la inspiración divina de
la anamnesis, introducido narrativamente en conexión con la mitología de la preexisten-
cia del alma y en cercanía con la imagen de la bebida eterna en las fuentes del recuer-
do,36 es mantenido en conjunto en la reflexión platónica.
Los griegos en general llamaron «memoria» a lo que permanece esencialmente inin-
terrumpido, de tal modo que la anamnesis corresponde a un trabajo de pensar el «con-
tinuo».37 Aristóteles mantuvo el principio de la doctrina platónica de la anamnesis; sin
embargo reflexionó sobre la memoria en primer lugar como una cuestión de la expe-
riencia y la unidad de la conciencia en el tiempo. Todas las especulaciones filosóficas de
la memoria han recalcado la distinción aristotélica entre memoria y reminiscencia; la
primera como simple facultad de preservar lo pasado y la segunda como el don de evo-
carlo intencionalmente.38 La reminiscencia alude delimitadamente a una recordación o
anamnesis por la vía de la congregación interior. La esencia de la memoria reside prima-
ria, originalmente, en esta congregación (versammlung) coincidente con el «pensar del
corazón» de Pascal. La palabra memoria designa el alma entera en el sentido de una
constante congregación interior.39 Memoria e interiorización coinciden en Erinnerung,
que en alemán significa remembranza.40 Paul de Man, ilustró Jacques Derrida, resalta la
oposición entre una interioridad de la memoria y una exterioridad en su forma gráfica o

35. Mnemosyne es el nombre griego y femenino de la memoria. Según la escritura de Sócrates, la


madre de todas las musas, y se la nombra junto a Leteo, Atropos, y sus hermanas las Moiras, Cloto,
Láquesis, las que hilan y cortan el hilo de la vida. En Jacques Derrida, ibíd., p. 93.
36. En oposición Leteo, fuente del olvido. Homero fue el primer poeta griego que concedió al
olvido, junto a la memoria, un sitio literario primordial. A la zaga Hesíodo en su Teogonía, contrapuso
por vez primera Mnemosine, próxima al día claro, a la oscura diosa del olvido Lete. Ver Harald Weinrich,
Leteo, Madrid, Siruela, 1999, p. 39.
37. Henri Meschonnic llama poética a esta revolución del pensamiento del lenguaje, que es el
reconocimiento del «continuo»: «la interacción entre el pensamiento del lenguaje, el pensamiento del
poema, el pensamiento de la ética y el pensamiento de lo político [...] Pensando así las actividades
del lenguaje hemos pasado de una antropología a una poética». Alude al «trabajo de subjetivación» del
lenguaje que hace que sea el continuo el que lleva, atraviesa y transforma todo el discurso. El que hace
la obra. En Henri Meschonnic, La poética como crítica del sentido, p. 54.
38. Con Agustín la memoria se sumergió profundamente en el hombre interior. En el siglo XIII, los
dominicos Alberto Magno y Tomás de Aquino re-asignaron un sitio preponderante a la memoria. A la
retórica antigua agustiniana agregaron las ideas aristotélicas de la distinción entre memoria (mneme)
y reminiscencia (anamnesis). Discípulo de Agustín, Tomás de Aquino escribió como su maestro un
comentario a De memoria et remiscentia de Aristóteles y derivó algunas reglas mnemónicas: la memo-
ria está ligada al cuerpo, la memoria es razón, la «meditación» preserva la memoria. Estas reglas
influyeron durante siglos a los teóricos de la memoria, en especial desde el XIV al XVII. Ver: Jacques
Le Goff, El orden de la memoria, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 152-153.
39. Paul de Man se ha nutrido del dictum heideggeriano: «Hemos determinado la Memoria como
la congregación del pensamiento devoto». Citado en Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man,
Barcelona, Gedisa, 1998, pp. 142-143.
40. Jacques Derrida, ibíd., p. 45.

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La existencia memorial

espacial. Esta última constituye una memoria pensante (Gedächtnis) distinta de una
memoria interiorizante (Erinnerung), remembranza. Lazo irreductible entre el pensa-
miento como memoria y la dimensión técnica de la memorización, vale decir, el arte de
la escritura. La exterioridad de Mnemón, antes que la de Mneme.41
Además de presentarse al investigador como alegoría, narración,42 pasado, fideli-
dad, componente del alma y anamnesis, la memoria lo hace también como objeto de
borradura.43 Todos los imperios, desde los clásicos del Viejo y Nuevo Mundo hasta los
modernos, manifestaron el deseo incontenible de borrar una memoria exasperante. En
la temática griega de la escritura como instrumento privilegiado de la política, el acto de
borrar (exaleípheim) era primeramente un gesto institucional y material: «Nada más
oficial que una borradura».44 La alegoría del duelo que reemplaza la ira en el marco de
una amnistía se instauró en la Grecia clásica. Los atenienses establecieron una relación
de equivalencia estrecha entre prohibir en la memoria y borrar. La memoria «expurga-
da» concluía efectivamente en olvido. Muchas veces la borradura fue acompañada de un
«delirio epigráfico» y en otras el esfuerzo memorioso se consagró a perpetuar el recuer-
do del dolor que se ejerce como un no-olvido. «Inolvidadizo» es aquello que en la tradi-
ción poética griega no olvida y «habita enlutado».
La alegoría de un duelo que sustituye a la ira forma parte también de nuestros esce-
narios presentes. El exilio mismo, condición existencial de fragmentación, desequilibrio
emocional y duelo imposible de un «faltante» o de lo «único»,45 refrenda ahora la alegoría
arquetípica de la memoria humana. Una «interiorización mimética», escribe Derrida, que
tiene lugar en un cuerpo, una voz y un alma que no existían y no tenían sentido antes de
esta posibilidad que «uno empieza por recordar y cuya huella debe seguirse». Y en el
siguiente parágrafo: «Il faut, se debe: es la ley, esa ley de la relación necesaria del Ser con la
Ley»; experiencia que sólo podemos vivir en forma de una aporía.46
En el teatro griego, arte político por excelencia, comienza el prolongado ejercicio de la
práctica ateniense de la memoria.47 La toma de Mileto del poeta Frínico encarnó una trage-
dia de actualidad. El poeta fue castigado con una multa por recordar desgracias naciona-
les «consideradas propias». La tragedia de Frínico personificó propiamente a la ciudad
convertida en teatro y representada a sí misma en una mimesis de la acción.48 Al convocar

41. Jacques Derrida, ibíd., p. 114.


42. En el pensamiento que une a Derrida con De Man, la memoria se anuncia como narración o
«en la narración».
43. «Aquí se impone una precisión: cuando hablo de borradura no pretendo echar mano a una
metáfora gastada, cara a nuestro idioma contemporáneo, sino hablar en griego, en este caso ateniense».
Nicole Loraux: «De la amnistía y su contrario», en Yerushalmi, Loraux, Mommsen, Milner y Vattimo,
Usos del olvido, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988, p. 32.
44. Nicole Loraux, ibíd., p. 33.
45. Nos legó Michel de Certeau esta frase sorprendente: «Se está enfermo de la ausencia porque se
está enfermo de lo único». En La fábula mística, México, Universidad Iberoamericana, 1993, p. 12.
46. La cuestión del Ser y la ley nos sitúa en el «corazón de la memoria»: «no somos más que
memoria, venimos a nosotros mismos a través de una memoria de duelo imposible, ésta es justamente
la alegoría [...]». En Jacques Derrida, ibíd., p. 44.
47. Es preciso no pasar por alto la divinización de la memoria y elaboración de una vasta mitología
del recuerdo en la Grecia arcaica. Sus hallazgos y cultivo del arte de la memoria están en la base de
todo el pensamiento de nuestra civilización. Los ejercicios de la memoria protagonizaron el aprendi-
zaje pitagórico. Como el oráculo es adivino del futuro, el aedo lo es del pasado, un hombre poseído por
la memoria que al componer versos recuerda.
48. El tema de la mimesis como imitación de la acción es tratado por Aristóteles en su Poética y
acogido prodigiosamente por Hannah Arendt en La condition de l’homme moderne.

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Rossana Cassigoli

a los conciudadanos a la memoria de sus «propios males» el primer trágico los despertó a
la conciencia de los peligros de la rememoración. Allí donde el drama era al mismo tiempo
phatos, tendría que escenificarse fuera de la ciudad. Constituye ésta la «amnistía modelo»,
paradigma de todas aquellas que conocerá la historia occidental. La voluntad proclamada
por una amnistía es precisamente el olvido: una borradura sin retorno y sin huella, la
marca groseramente cicatrizada de una amputación, el acondicionamiento de un tiempo
para el duelo y la reconstrucción de la historia.49 En previa síntesis; entre el «voto arcaico»
del olvido y el veto ateniense de la memoria, se entrevera la historia.50
Con el fin de reparar el lazo de la vida en la ciudad, simbolizada por el aeí de la
rotación de los cargos, más allá de la oposición entre la democracia y la oligarquía, en
los asuntos atenienses de finales del siglo V se trataba de olvidar no sólo las maldades de
otros, sino la propia cólera. Se razonaba de este modo: quedarse con la ira era eternizar,
como si fuese lo más precioso, una memoria en carne viva cuyo nombre es el exceso de
dolor. El peor adversario de la política, la ira como duelo, hace «crecer» los males que
ella cultiva incesantemente: es un lazo que se cierra a sí mismo hasta resistir a todo
intento de desatarlo.51 En la lengua cívica el nombre más empleado de la reconciliación
es precisamente diálusis, la desatadura.52
La tragedia tomó de la más antigua tradición poética la noción de ira. Particular-
mente de la epopeya. La Ilíada asigna a este sentimiento activo el nombre de mênis. Ira
de Aquiles, ira de las madres enlutadas, desde Deméter hasta Clitemnestra. Tros, lloran-
do a su hijo Ganímedes.53 Este phatos desgarrante demuestra que, como la mênis, el
álaston expresa la duración inmovilizada que eterniza el pasado en el presente. Hay una
obsesión en álaston, su presencia no tiene tregua, «ocupa al sujeto y no lo suelta». Un
certero pasaje expresa el instante cumbre de la mênis: en el último duelo entre Aquiles y
Héctor (La Ilíada), este último suplica a su adversario que prometa no mutilar el cadáver
del enemigo caído. Aquiles exclama: «No vengas, álaste (maldito), a hablarme de acuer-
dos, vas a pagar de una sola vez toda la tristeza que sentí por aquéllos de los míos que tu
pica furiosa mató».54 He aquí el asesino hermanado con su víctima por el no-olvido que
constituye una aparición, el núcleo de memoria; quintaesencia que radica precisamente
en esta irrupción, con frecuencia revelación «sintomal».55
Existe la creencia de que los griegos vivieron bajo el dominio del pasado, que no
cesaron de dedicarse a conjurar el no-olvido como la más temible de las fuerzas del

49. En la Atenas del siglo V había dos prohibiciones de recordar, nos ilustra Nicole Loraux; una al
comienzo y otra al final del siglo. En ambos casos se combinó una prescripción (de recordar las
desgracias) y un juramento («no recordaré las desgracias»), en Nicole Loraux, ibíd., p. 29.
50. Entre el olvido de la ira y la recordación de las desgracias Nicole Loraux propone la noción
poética de «olvido de los males», en Nicole Loraux, ibíd., p. 38.
51. Electra de Sófocles dice: «mi ira no se escapa» o «yo no olvido mi ira» y también «mi ira no me
olvida». La ira es para el sujeto «presencia ininterrumpida de sí mismo». Nicole Loraux, ibíd., p. 41.
52. Concepto aristotélico. Ver: Nicole Loraux, ibíd., p. 41.
53. Nicole Loraux abrió una posibilidad sorprendente de la ira helénica: la mênis de Aquiles es la
que está en todas las memorias griegas, la ira en duelo, cuyo principio es la eterna repetición. La mênis
posee un origen que se percibe como peligroso. Es lo que dura y hasta lo que aguanta y que, sin
embargo, está condenado, por necesidad, a ser objeto de una renunciación. Una palabra para escon-
der la memoria cuyo nombre se disimula en ella, otra memoria distinta mucho más temible que
mnéme. Una memoria que, toda ella, se reduce al no-olvido.
54. Nicole Loraux, ibíd., p. 43.
55. Es posible que se prive de una depuración aguda; pero resuena para hacer una incisión en el
mundo en curso.

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La existencia memorial

insomnio. El ideal de la amnistía es justamente neutralizar el olvido, domesticarlo e


instaurarlo en la ciudad. El sentido último de toda amnistía es romper el álaston pén-
thos: puesto que cada ateniense ha jurado por sí mismo, la ciudad cuenta con que la
suma de estos compromisos singulares reconstituirá la comunidad. Pero cuando la ira
recobra su soberanía, regresa metamorfoseada para no poder olvidar.
El Antiguo Testamento,56 fuente primordial de la mixtura judeo-helénica que da
forma a la cultura de Occidente, sostiene un curioso paralelo con la rama helénica.
Arraiga la convicción de que todo conocimiento es anamnesis y cualquier aprendizaje
auténtico es un esfuerzo por recordar lo que se olvidó.57 La mishnah Abot o «cadena de
la tradición»58 encierra la esencia de la memoria colectiva definida como movimiento
dual de recepción y transmisión. Este proceso es el que forja la mneme del grupo, aque-
llo que formando una cadena de eslabones establece el continuo de su memoria. Los
judíos no eran virtuosos de la memoria, pero sí receptores atentos y soberbios transmi-
sores. El Talmud (tratado Niddah 30b) dice que el feto conoce toda la Tora y puede ver el
mundo de un extremo al otro. Sin embargo, al momento de nacer, un ángel le tapa la
boca y el recién nacido la olvida. Deberá volver a aprender la Tora. Recordar es el man-
dato más imperioso de la ley judía; en toda la Biblia se hace oír «el terror al olvido».
Premisa asombrosa en la que un pueblo no sólo es exhortado a recordar, sino considera-
do culpable de olvidar. La angustia de los sabios de Jabneh no era que se olvidara la
historia, sino la halakhah, es decir la Ley, el camino por el que se marcha, el Tao.59
La moderna elaboración de este concepto hay que buscarla, aunque no exclusiva-
mente, en la tradición de las filosofías prácticas, de la filosofía de la historia y la her-
menéutica.60 La historia moderna de la memoria transita por una ruta proliferante de
referencias heterogéneas. La escuela histórica francesa, que rebasa a la escuela de los
Annales o historia de las mentalidades, fue precursora de una «historia cultural de la
memoria» y es por ello fuente documental obligada.61
Posiblemente no es hasta la aparición de las tesis de Walter Benjamin sobre el con-
cepto de historia,62 que constituyen una apertura y una referencia obligada en el tema de la

56. El inmenso poder de los textos antiguos radica en su condición de arquetipos del funciona-
miento de la memoria colectiva. Los viejos libros judíos son paradigmáticos porque los problemas que
tratan trascienden el contexto judío; la fenomenología de la memoria y el olvido es esencialmente la
misma en todas las culturas humanas.
57. Ver Josef H. Yerushalmi, «Reflexiones sobre el olvido», en Yersuhalmi, Loraux, Vattimo et al.,
Los usos del olvido, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1989.
58. Sigmund Freud impugnó la «cadena de la tradición» en provecho de la «cadena de la repeti-
ción inconsciente». Ver Josef Yerushalmi, ibíd., p. 20.
59. Cada pueblo posee su halakhah, que no es la ley nomos, en el sentido alejandrino y paulínico. La
palabra hebrea procede de halakh, que significa «marchar». Halakhah es por lo tanto el camino por el que
se marcha, un sentido de identidad y destino. Ver Yerushlami, «Reflexiones sobre el olvido», ibíd., p. 22.
60. Otra extensión del concepto de memoria anida en la pregunta antropológica por la peculiaridad
de la experiencia humana, en la cual son «conservadas» representaciones de un conjunto temporal. Hay
otras distinciones secundarias como aquélla entre recuerdo (Gedachnis) y remembranza (Erinnerung).
61. Existe una literatura profusa, particularmente francesa, citada en algunos textos indispensa-
bles: Jacques Le Goff, El orden de la memoria, Barcelona, Paidós, 1991; Pierre Nora (comp.), Les lieux
de mémoire, París, Gallimard, 1992; Marc Augé, Hacia una antropología de los mundos contemporá-
neos, Barcelona, Gedisa, 1995; Frances Yates, L’art de la mémoire, París, Gallimard, 1975; Jean-Pierre
Rioux y Jean-Francois Sirinelli, Para una historia cultural, México, Taurus, 1999; Paul Veyne, Comment
on écrit l’histoire. Essais d’épistémologie, París, Ed. du Seuil (Hautes Etudes), 1989, entre otros.
62. Fragmentos póstumos que él mismo bautizó como Tesis. En: Manuel Reyes Mate, Medianoche en la
historia. Comentarios a la tesis de Walter Benjamin sobre el concepto de historia, Madrid, Trotta, 2006, p. 12.

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Rossana Cassigoli

memoria, que ésta deja de ser considerada un sentimiento como lo había sido desde Aris-
tóteles hasta el Renacimiento, para instituirse como un concepto hermenéutico consisten-
te en sacar a la luz y brindar sentido a lo insignificante.63 La memoria prevalece aquí como
una categoría ética relacionada intrínsecamente con la justicia. La modernidad, sustentó
Walter Benjamin, cuyo movimiento va en contra de cualquier primacía del pasado, nos ha
impelido a buscar otro concepto de memoria que emerja como una categoría rival del
logos. Además de constituirse como concepto hermenéutico, la memoria también se insti-
tuye como concepto epistémico, ya que produce conocimiento. ¿Como ha de producir
conocimiento la memoria? Michel de Certeau nos invita a trabajar una teoría que debe
aventurarse sobre una región donde no hay discursos; sólo prácticas ordinarias que pulu-
lan y experiencias que aún no hablan. Aquello que el discurso ha descartado «hormiguea»,
silenciosamente, registrando una «verdad del hacer».

Práctica cultural de la memoria

Memoria es el concepto imprescindible de una antropología filosófica que se entiende a


sí misma como forma teorética de aquella razón que, como libertad, quiere devenir
práctica. Práctica y memoria trabajan juntas como fundamentos antropológicos de la
experiencia colectiva y el ethos64 humano; ambas certifican duraciones extraordinarias
en las formas que ha alcanzado la subsistencia del género gregario. Una antropología de
la memoria resulta indivisible de una antropología de las prácticas. La memoria alojada
en las prácticas, transferida a la domesticidad del hacer diario, no proclama un lenguaje
ni un simbolismo y se gesta, como poetiza Michel de Certeau, desde una «profundidad
milenaria y oceánica».65 Las prácticas diseminadas personifican «un arte sin edad» tras-
plantado desde los trazos más arcaicos de la especie humana y ofrecen las pruebas
antropológicas palmarias, aún ahora, de asombrosas semejanzas con industrias y peri-
cias arquetípicas.66
Esta memoria experimenta un comportamiento cíclico que bien pudiera lla-
marse alegórico. La alegoría prefigura la continuidad de lo antiguo en lo nuevo;
marca aquél un exceso que permite «decir lo otro y hablar de sí mismo mientras se
habla de otra cosa».67 La infinitud de la alegoría reside justamente en imposibilitar
toda síntesis totalizadora. La presencia de la memoria práctica es alegórica, pues
retorna una y otra vez.68 Se actualiza en nuestras calles y urbes contemporáneas y se
incrusta cada vez en la inconsciencia de nuestro hacer. La praxis política emergería

63. Las víctimas, por ejemplo, habitan en la zona gris y constituyen de hecho un proyecto del
olvido. Conferencia dictada por Manuel Reyes Mate en el Primer Coloquio de Filosofía después de
Auschwitz: «Justicia y violencia, la experiencia hispanoamericana». Organizado por el Seminario
de Filosofía después de Auschwitz, radicado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, FES
Acatlán y Universidad Iberoamericana. Ex Colegio de Medicina, Centro Histórico de la Ciudad de
México, 24-26 de octubre de 2006.
64. Ética aristotélica traducida como costumbre. Morada.
65. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, p. 47.
66. Se sugiere ver Claude Lévi-Strauss, «La noción de arcaísmo en etnología», en Antropología
estructural, Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1968, p. 91. Primera edición en Cahiers Internacionaux
de Sociologie, vol. II, 1952.
67. Jaques Derrida, Memorias para Paul de Man, p. 25.
68. La mêtis representó para Michel de Certeau una memoria en el sentido antiguo del término,
que designa «una presencia en una pluralidad de tiempos y no se limita al pasado».

408 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia memorial

de una memoria exhumada y «configurada»; una memoria que salga del fondo oscu-
ro de la actividad social para devenir praxis, energeia. La praxis de la memoria no
vive del pasado sino para el por-venir. Su misión no es la de «cultivar la recorda-
ción», sino la de «habitar el pasado aquí», en la responsabilidad del presente.69 Traer
el pasado al presente equivale a pensar la memoria y la tradición como un camino
«no trazado», una vía acaso por concebir. La memoria decerteauana «prevé las vías
múltiples del porvenir».70
El poderío emocional de la memoria le impone la forma de una irrupción. Esta
irrupción origina, en el centro del instante extático de la acción, una «discordancia»
creativa, demiurga, forjadora del camino «no trazado» que vislumbra Michel de Cer-
teau. La presencia de un conocimiento que no se conoce constituye un tema persisten-
te desde los aciertos freudianos; un saber recóndito no cavilado por los practicantes y
que transita por su inconsciencia. Tal conocimiento existe pero es inconsciente; son
las prácticas las que saben, «en algún lugar lo saben». Se presiente un saber vernáculo
y fundamental. En los «obrajes artesanales del inconsciente»71 respira un «conoci-
miento primitivo» precedente al discurso ilustrado, que le sirve de reserva y se vuelve
«inteligencia del sujeto».
Existe un vínculo indisoluble entre la memoria y la palabra: la memoria se con-
trapone al silencio; es una práctica e industria de la oralidad. Entraña, como intuyó
George Steiner, «una filología en acción»: las raíces de las palabras llegan hasta el
corazón de las cosas, la palabra «filología» contiene amor y logos.72 Tras la filología,
pero inseparable de ella, llega la responsabilidad. La memoria es lo impensado y lo
impensable; no funciona como un recuerdo cualquiera sino que aparece como lo «de-
cisivo» que «no se piensa». No es consecuente, rememora. No es recuerdo sistemático
de hechos, sino historicidad cotidiana. La memoria es un acto culturalmente creador
y fundador; pero cuando adquiere la forma de un relato historiográfico diluye su ím-
petu contestatario en museografía. Cuando no hay ya divisa capaz de atesorar las
cosas en la memoria, es mejor apresarlas en la colección, poseerlas. Empero, arranca-
das ya de su circunstancia y trasladadas al decorado de la colección, o laboratorio del
historiador, las resonancias activas de la vida se vuelven inertes. Sin «ánima» fracasa
el deseo de poseer la totalidad del mundo a través de las cosas arrancadas. La memo-
ria que relatamos se asigna a la fenomenología del sentimiento y la energeia. Ancorada
en la rememoración y la ensoñación como vislumbraron los filósofos clásicos, o en lo
«creíble» y lo «memorable», según el aserto decerteauano,73 existe encarnada. Alude a
la fundación de un conocimiento inesperado. La memoria es entonces sentimiento
activo, pertenencia. La pertenencia se politiza y la tradición se transforma de devenir
en por-venir. La politicidad de la memoria traducida en práctica, reside expresamente
en ese hecho: influye en los procedimientos homogeneizadores y panópticos de la
historiografía e interpreta en esa irrupción lo que un colectivo resguarda de una perte-
nencia disgregada: «Las “resistencias”, “supervivencias” o “retardos” perturban dis-
cretamente la hermosa ordenación de un “progreso” o de un sistema de interpreta-

69. Tomamos la noción de «responsabilidad» que nos lega Emmanuel Levinas: «Ser responsable
en la bondad es ser responsable antes o al margen de la libertad». En Dios, la muerte y el tiempo,
Madrid, Cátedra, 1998, p. 211.
70. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, p. 92.
71. Ibíd., p. 82.
72. George Steiner, Errata, Madrid, Siruela.
73. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, p. 118.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 409

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Rossana Cassigoli

ción. Son lapsus en la sintaxis construida por la ley del lugar; prefiguran el regreso de
lo rechazado, de todo aquello que en un momento dado se ha convertido en impensa-
ble para que una nueva identidad pueda ser pensable».74
Resulta razonable vislumbrar estas memorias fundamentalmente arcaicas que la
conciencia individual no registra pero que el subconsciente enraíza. Hay que volverse de
cara a las prácticas, propone Michel de Certeau, hacia aquella «proliferación disemina-
da» de creaciones anónimas y «perecederas» que hacen vivir y no se capitalizan.75 Es
una pertenencia remota la que asume el aspecto de un propósito regido por una destre-
za instintiva y creadora de un mundo posible. La memoria es poética. La relevancia de
esta memoria del «sentido olvidado» es justamente que permanece activa en los discer-
nimientos, en las opciones que encubren «otros» deseos. La memoria no ha tomado la
forma de discurso; se alimenta de un tiempo rezagado en los límites vivientes de la
conciencia individual o colectiva.

74. Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 20.


75. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, p. XVIII.

410 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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LA EXISTENCIA DEMONÍACA

Juan Luis de León Azcárate

A la pregunta sobre si el diablo es ángel o demonio, en Occidente probablemente mu-


chos responderían que es el «ángel caído». Con esta pregunta pretendo sugerir que la
cuestión acerca de la naturaleza de aquello o aquel que llamamos «diablo» (indepen-
dientemente de su existencia real o no, cuestión que no atañe directamente a este traba-
jo) es más compleja de lo que parece a simple vista. Los mismos que responderían que el
diablo es un ángel caído probablemente afirmarían también que es la personificación
del Mal absoluto. Pero, desde la historia de las religiones, esto tampoco es tan claro.
Ni siquiera la terminología relativa al diablo y a los demonios es del todo homogé-
nea. Los términos «diablo», «divino» y «demonio» no tienen parentesco etimológico
alguno. «Divino» viene de la raíz indoeuropea deiw, que significa «cielo» o «dios», y de
ella proceden los devas de la India, los daevas del Irán y el divus latino. El término
«diablo» deriva del latín diabolus (que da en romance diable, diablo y diavolo), y éste, a
su vez, del griego tardío diábolos, «calumniador» o «acusador», de diaballein, «calum-
niar». El sentido de la raíz de diaballein es «tirar a través», y de ahí «oponerse», y su
derivación última está en la raíz indoeuropea gwel, «volar». Finalmente, el término «de-
monio» deriva del griego daimónion, «espíritu maligno», del anterior daimon, que a su
vez deriva de daiomai, «dividir». Originalmente, como se verá más adelante, en Grecia
un daimon podía ser tanto benévolo como malévolo, y Homero empleaba el término
daimones como equivalente de «dioses».
Del mismo modo, como se mostrará a lo largo de este trabajo, en otras culturas los
conceptos equivalentes o análogos a nuestro «diablo» o «demonio» no son tan unívocos
ni homogéneos. Más bien, muestran una ambivalencia (positiva-negativa) que disminu-
ye considerablemente e incluso a veces desaparece principalmente en las grandes reli-
giones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam) y, anteriormente, en la religión de
Zaratustra. Lo demoníaco o lo diabólico puede hacer referencia a la ambivalencia de las
potencias divinas, a su sombra o lado oscuro. Con otras palabras, los dioses pueden ser
en sí mismos buenos y malos según situaciones y circunstancias, y lo demoníaco puede
ser también, en ocasiones, bueno. Sólo más tarde se producirá una derivación hacia la
figura del Mal absoluto o Satanás.
Este trabajo pretende únicamente hacer un rápido repaso, casi a modo de pincela-
das, por la demonología a lo largo de la historia de las religiones (imposible hacerlo de
todas). Por cuestiones prácticas, utilizaré el término «demonología» aplicado a todas las
religiones, a sabiendas de que no pocas carecen propiamente de una demonología. Este
estudio se hará fundamentalmente con base en las fuentes principales de dichas religio-
nes, particularmente en la fase de sus orígenes, y será a ellas a las que aluda principal y
casi exclusivamente en las notas a pie de página. Completa este trabajo una breve biblio-
grafía sobre la figura del diablo desde una perspectiva histórico-religiosa.

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Juan Luis de León Azcárate

1. Demonología mesopotámica

Probablemente en la cultura sumeria se presenta la más antigua forma de angelología y


demonología, la cual influirá sobre asirios y babilonios e, indirectamente, sobre el mun-
do hebreo. Una de las figuras demoníacas más temibles es Ushum-Gal, un espíritu ma-
ligno capaz de ahuyentar a los anunnaki, jueces del tenebroso inframundo o infierno.
Pero en la cultura mesopotámica el infierno no cabe entenderlo como el lugar de castigo
de los malvados de la tradición judía tardía y de la cristiana y musulmana. A este infra-
mundo van todos los muertos, independientemente de su catadura moral o religiosa. De
igual modo lo serán el sheol hebreo y el primitivo Hades griego. En el mesopotámico
Poema de Gilgamesh, Gilgamesh y su amigo Inkidu derrotan al gigante Humbaba, ser
monstruoso que habitaba el Bosque de los Cedros y que quizá simbolice el viento des-
tructor del desierto.1 Los mitos de creación mesopotámicos son propiamente una cos-
mogonía o lucha de dioses entre las fuerzas del caos y las del orden creador, como es el
caso del combate victorioso de Marduk, el dios supremo del panteón babilónico, contra
la diosa monstruo Tiamat, símbolo del caos, a partir de cuyos despojos crea Marduk el
universo, tal como se describe en el relato del Enuma Elish.
Pero no todas las figuras aparentemente malignas lo son en su integridad. Algu-
nos dioses juegan un papel ambivalente, como es el caso del dios asirio-babilónico
Nergal. Es el señor del inframundo conocido como «Tierra sin retorno» (en sumerio,
kur.un.ge; en acadio, erse la târi) y consorte de Ereshkigal, igualmente señora del infra-
mundo, pero en su origen se trata de una divinidad descendiente de Shamash, divini-
dad solar benévola y protectora de la agricultura. De hecho, una elaboración tardía del
mito le muestra descendiendo al infierno durante el solsticio de verano en el mes de
Tammuz (junio-julio) para salir en el mes de Kislev (noviembre-diciembre), en el sols-
ticio de invierno. Su dimensión negativa le convierte en dios de la guerra y provocador
de pestes y enfermedades.
En el relato del Descenso de Inanna a los Infiernos, del segundo milenio a.C., acom-
pañan en el inframundo a Ereshkigal, además de los mencionados anunnaki, los galla,
descritos de la siguiente manera: «Eran seres que no conocían el alimento, que no cono-
cían la bebida, que no comían harina salpimentada, que no bebían el agua de las libacio-
nes, (eran) de los que arrebatan la esposa del regazo del marido, y arrancan al niño del
seno de la nodriza».2 Esta descripción de los galla los presenta como seres demoníacos
con capacidad para salir de los infiernos y dañar, hasta la muerte, a los vivos. Una des-
cripción que concuerda en parte con la imagen de los espectros de los difuntos (etemmu)
que, no habiendo recibido sepultura, podían causar a los vivos enfermedades como el
dolor de cabeza, fiebre, mudez y pesadillas hasta conseguir que el cadáver reciba sus
debidas honras fúnebres. De hecho, en tiempos de la antigua Babilonia, se confundirán
e identificarán los muertos con los dioses del inframundo.
Fuera del inframundo, no faltan demonios que afectan a los ámbitos de la vida
sexual y reproductiva, tales como el Lilu, su pareja Lilitu (la Lilith hebrea de Is 34,14) y
su sierva Ardat Lili («virgen sin leche»), seres que subvierten la sexualidad y el amor
haciéndolos infecundos, o la lamashtu, que interrumpe el embarazo y sustrae a las ma-
dres sus hijos. En la cultura sumeria, y en general en todas las culturas mesopotámicas,

1. Poema de Gilgamesh, tablillas III-V. Cfr. F. Lara, Poema de Gilgamesh, Editora Nacional, Ma-
drid, 1980.
2. Traducción de F. Lara, Mitos sumerios y acadios, Editora Nacional, Madrid (1984), 184.

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La existencia demoníaca

se creía que muchas de las enfermedades, particularmente las cefaleas (el término sumerio
Sag-gig y el acádico Ti’u significan tanto el dolor de cabeza como el demonio que lo
causa), las molestias provocadas por la insolación y la peste (producida por el demonio
Namtaru), eran consecuencia de ataques de seres malignos, de modo que se recurría al
uso frecuente de exorcismos para conseguir la sanación.
En una sociedad tan dominada por la creencia en este tipo de seres no podía faltar
el miedo a los hechiceros (kashapu) y brujas (qadishtu, ishtaritu) que practican la magia
negra con el fin de hacer daño a los hombres. La defensa contra estas malas artes era el
conjuro o shiptu («palabra pura»), como el siguiente:

Lo que ataca la figura del hombre y en la cárcel se muere, el que de sed y en la cárcel se
muere, el aherrojado, que en medio de sus cadenas no percibe ya olor alguno, aquel a
quien la orilla del río hace caer, y así muere, el que en el desierto y en el pantano perece,
aquel a quien el dios del agua inunda en el llano, la Lilith que carece de compañero, el
gnomo que carece de hembra, (ya sea que) tenga él un nombre, (ya sea que) no tenga él un
nombre, el que de hambre no se levanta, la enfermedad de la leche... que no termina un
mes: ¡al espíritu del cielo conjura!, ¡al espíritu de la tierra conjura!3

Tal era el temor, que una de las primeras leyes de uno de los códigos legales más
importantes de la antigüedad, como es el babilónico Código de Hammurabi (escrito
hacia 1752 a.C.), previene contra este tipo de personajes:

Si un hombre le imputa a otro hombre actos de brujería pero no puede probárselo, el que
ha sido acusado de magia tendrá que acudir al divino Río y echarse al divino Río y, si el
divino Río se lo lleva, al acusador le será lícito quedarse con su patrimonio. Pero si el divino
Río lo declara puro y sigue sano y salvo, quien le acusó de magia será ejecutado. El que se
echó al divino Río se quedará con el patrimonio de su acusador [CH, 2].4

Prevención que se extendió a otros códigos legales mesopotámicos que condenan a


muerte a los brujos y brujas dañinos (cfr. Leyes Asirias Medias A, 47-48; Leyes Neobabi-
lónicas, 7). Contra la magia negra el exorcista (el ashipu) fabricaba una figurilla de
sustitución sobre la cual era transferido el hechizo maligno mediante el encantamiento
apropiado, y luego la destruía. El sustituto podía ser también un animal que supuesta-
mente ocuparía el lugar del enfermo en el reino de Ereshkigal. Sin embargo, en la mito-
logía mesopotámica no puede encontrarse una figura semejante a Satanás que persona-
lice el Mal absoluto.

2. Demonología egipcia

La demonología egipcia está menos documentada que la mesopotámica. El mito


egipcio que refleja lo más parecido, sin ser exactamente eso, a la lucha entre el bien
y el mal es el mito de Osiris. Osiris, considerado en tiempos muy antiguos como un
rey difunto y divinizado que vivió antes de que Heliópolis alcanzara la supremacía
política y a quien la tradición religiosa atribuye la unificación de Egipto, había sido

3. Texto tomado de M.-L. Aldrey Pereira, Pensamiento idiomático sumero-akkádico, vol. I, Consejo
Superior de Investigaciones Científicas, Madrid (1953), 419.
4. Traducción de J. Sanmartín, Códigos legales de tradición babilónica, Trotta / Edicions de la
Universitat de Barcelona, Madrid-Barcelona (1999), 102.

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Juan Luis de León Azcárate

asesinado por su hermano Seth. La forma exacta de su muerte no es clara; hay refe-
rencias de que fue golpeado por Seth y de que fue ahogado, presumiblemente en el
Nilo. Su cuerpo, aparentemente en estado de descomposición, fue rescatado del agua
por Isis (su hermana-esposa) y Neftis (hermana de Isis y esposa de Seth), quienes se
lamentan sobre él. Hay muchas referencias a la reconstitución y revivificación de su
cuerpo, de las cuales son partícipes de una forma u otra Isis y Neftis, Anubis, Horus
(hijo de Isis y Osiris) y Ra. Osiris es devuelto a la vida y el consejo de los dioses
vindica su causa contra su hermano Seth, quien es vencido por Horus5 (aunque am-
bos perderán algo importante de sí: Seth el órgano reproductor y Horus un ojo).
Aunque resucitado, Osiris no recupera su vida anterior, pero llega a ser señor de la
Duat, el reino de los muertos. Osiris representa el Nilo y la fertilidad de la tierra; por
el contrario, Seth es la divinidad del desierto y representa la sequía, la sed febril y el
océano estéril.
En los denominados «Textos de las Pirámides», que tienen como único protagonista
al faraón en su viaje al Más Allá, hay un texto conocido como el Himno caníbal (declaracio-
nes 273-274). En él se describe el proceso de glorificación del faraón tras su muerte:

Que se alimenta del ser de cada dios, que come sus entrañas cuando llegan, con sus cuer-
pos llenos de magia/poder. Unas come su magia, traga sus espíritus. Los grandes para su
desayuno, los medianos para su almuerzo, los pequeños para su cena y los viejos y viejas
los usa como combustible [...] Unas se alimenta de los pulmones de los sabios, le gusta
vivir de sus corazones y de su magia.6

A simple vista, este himno asume rasgos que hoy podríamos considerar demonía-
cos, dado que se describe a un faraón devorador de hombres y dioses, en su afán de
adquirir mayor poder mágico. Sin embargo, esto no es más que una metáfora de la
integración de la persona en lo sagrado por su apropiación e integración física. La incor-
poración de la divinidad en el ser vivo o viceversa se expresa en el mundo egipcio a
través de la imagen gráfica de la ingestión de uno en otro. No hay, por tanto, nada
propiamente demoníaco en ello.
Los egipcios sólo crean monstruos en regiones fronterizas en relación con el mun-
do ordenado controlado por Maat, diosa del orden, de la sabiduría y de la justicia: así,
por ejemplo, Bes y Tueris en la cama de la parturienta con el fin de protegerla; los anima-
les míticos en las cacerías del desierto; o en el Más Allá. Los denominados «Textos de los
Sarcófagos», una colección de conjuros inscritos en el interior de los sarcófagos de
los nobles con el fin de facilitarles el viaje de ultratumba, sugieren que el difunto sólo
podrá alcanzar su destino si logra evitar una red de pesca, situada entre el cielo y la
tierra para interceptar almas, y sortear una serie de trampas y pruebas.7 La fuga va
acompañada de la transformación en el dios cocodrilo Sobk o en un pájaro.8 Existen
otros peligros en forma de animales y demonios malignos, particularmente Rerek, la
serpiente asesina del ka o «fuerza vital» del hombre (una especie de doble energético que

5. Puede verse la traducción del relato de la disputa de Horus y Seth, tal como lo recoge el papiro
Chester Beatty n.º I, en J. López (ed.), Cuentos y fábulas del Antiguo Egipto, Trotta / Publicacions i
Edicions de la Universitat de Barcelona, Madrid-Barcelona (2005), 161-181.
6. Sigo la traducción inglesa de R.O. Faulkner, The Ancient Egyptian Pyramid Texts, 3 vols., Oxford
University Press, Oxford-Londres, 1969.
7. Textos de los Sarcófagos, conjuros 473-481.
8. Textos de los Sarcófagos, conjuro 479.

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La existencia demoníaca

se situaría en un espacio intermedio entre el cuerpo y el propio espíritu), y de la que


previenen algunos conjuros de los «Textos de los Sarcófagos».9
Interesante es también la figura de Apofis, ser monstruoso con forma de serpiente
y devorador de los cadáveres en el mundo inferior y enemigo de la luz solar (el dios Ra).
El capítulo 39 del «Libro de los Muertos» contiene un conjuro protector contra este ser,
que aparece identificado con el mencionado Rerek:

¡Atrás! ¡Abajo! ¡Vuélvete, Apofis! ¡Ve a anegarte en el estanque de Num, en donde tu padre
ordenó que se cumpliera tu suplicio! ¡Apártate del lugar donde nació Ra, en el cual tú
tiemblas! ¡Soy Ra, oh tú, que tiemblas por su causa! ¡Atrás, enemigo criminal de su luz, a
quien ha derribado Ra! Si pronuncias una palabra, tu rostro será cambiado por los dioses,
tu corazón será desgarrado por Mafdet,10 unas ligaduras te serán colocadas por Heddet11 y
Maat te causará daño, puesto que ella te hará perecer.12

No faltan otras divinidades de rasgos demoníacos, tales como la diosa Pakhet, con
forma de leona o representada como mujer con cabeza de leona, que mora en los desier-
tos del este y después de las tempestades devasta el país con la violencia de los torrentes,
o Sekhmet («ella quien es poderosa»), diosa de la guerra. Sin embargo, las fuerzas de-
moníacas del mal no parecen ocupar un lugar destacado en la religión egipcia; en todo
caso, menor al de la religión mesopotámica.

3. Demonología greco-latina

En líneas generales puede decirse que en la religión griega cada deidad era percibida
como una manifestación de aspectos tanto amables como destructivos de la divinidad.
Los «demonios» o «démones» no son necesariamente siempre malignos. En la Ilíada de
Homero, el término daimon se utiliza a veces como equivalente de theos, y en la Odisea,
si bien el término tiene connotaciones más frecuentemente negativas que positivas, si-
gue siendo ambiguo. Secundariamente, este término designa a seres divinos y semidivi-
nos, intermediarios entre los dioses superiores y los hombres y mensajeros de los prime-
ros.13 El poeta Hesíodo, a caballo entre los siglos VIII y VII a.C., en su obra Los trabajos y
los días, describe las cinco edades del mundo (vv. 109-201), la primera de las cuales era
la edad de oro, en la que los hombres vivían como dioses, sin enfermedades, ricos y
poderosos. Tras una muerte dulce como el sueño del hombre, se convertían por manda-
to de Zeus en demonios benignos guardianes de los hombres:

Y ya luego, desde que la tierra sepultó esta raza, aquéllos son por voluntad de Zeus démo-
nes benignos, terrenales, protectores de los mortales [que vigilan las sentencias y malas acciones
yendo y viniendo envueltos en niebla, por todos los rincones de la tierra] y dispensadores de
riqueza; pues también obtuvieron esta prerrogativa real [Los trabajos y los días, vv. 122-126].14

9. Textos de los Sarcófagos, conjuros 378-379; 381-382; 434-436; 586; 640.


10. Diosa guerrera asociada a la justicia y representada en forma de felino depredador.
11. Una diosa escorpión.
12. Traducción de J.M. Blázquez - F. Lara Peinado, El Libro de los Muertos, Editora Nacional,
Madrid (1984), 141.
13. El «eros» descrito en El Banquete de Platón (202c) sería uno de esos seres mediadores. Platón,
en el mismo texto, deja claro que «todo demonio es algo que está entre un dios y un mortal».
14. Traducción de A. Pérez - A. Martínez, Hesíodo. Obras y fragmentos, Gredos, Madrid (1978), 131.

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Juan Luis de León Azcárate

Incluso las divinidades que gobiernan el tenebroso inframundo, el Hades, son am-
bivalentes. En sus orígenes el mundo infernal griego es una región desolada, sin luz,
dominada por la tristeza y el terror y situada más allá del océano que circunda la tierra.
Posteriormente, este reino de muerte es situado bajo la tierra constituyendo el lugar al
que van las almas de los muertos llevando una vida inconsciente que, ciertamente, no es
tal. Este inframundo griego no es un lugar de castigo para los malvados, sino, al igual
que el inframundo mesopotámico, el lugar de destino de todos los muertos, en particu-
lar de su psique etérea o eidolon («imagen»). El dios que lo gobierna, Hades («Invisible»)
o Adoneo, es a la vez el dios de las riquezas subterráneas y de la custodia de los metales
preciosos, de ahí que también adopte el nombre de Plutón (plutos, «riqueza»). Su espo-
sa, Perséfone, divinidad asociada a los ciclos de la naturaleza, es igualmente ambivalen-
te: capaz de dar la vida primaveral pero a la vez de amenazar con la sequía. Tal como se
cuenta en el pseudo-homérico Himno a Deméter, del siglo VII a.C., Perséfone fue secues-
trada por Hades para ser convertida en su esposa y sólo la búsqueda desesperada de su
madre Deméter (la diosa que representa la tierra) y su amenaza de una sequía pertinaz
que acabe con la humanidad y con las ofrendas a los dioses, consigue la intervención de
Zeus para que, al menos, Hades permita que Deméter permaneciera únicamente la ter-
cera parte del año «bajo la nebulosa tiniebla» y las otras dos con su madre y el resto de
inmortales.15 De este modo, Deméter restituyó la fertilidad de la tierra.16 Otra divinidad
asociada tardíamente al infierno y a la noche es Hécate, epifanía de Artemisa. Es tam-
bién una divinidad ambivalente. Por un lado, concede la prosperidad material, la elo-
cuencia y la victoria; por otro, está asociada a las magias nigrománticas, nocturnas y
funerarias y, como reina de los espectros y de las sombras, se la representa con tres
cabezas femeninas (Hécate triforme).
No faltan seres monstruosos semidivinos vinculados a la muerte con rasgos clara-
mente demoníacos. Las gorgonas eran demonios del mundo subterráneo o de las pro-
fundidades marinas, siendo Medusa la más horrible. Empusa es un espectro de la corte
de Hécate que se alimenta de carne humana y ataca a sus víctimas cambiando continua-
mente de forma: buey, mulo, perro, mujer hermosísima, de rostro brillante por el fuego,
con una pierna de bronce y la otra de excrementos.17 Eurinoma es un demonio que
devora las carnes de los cadáveres apenas sepultados.18 Equidna, la «víbora», es un mons-
truo con cuerpo femenino que termina en serpiente, de la que dirá Hesíodo: «[...] mitad
ninfa de ojos vivos y hermosas mejillas, mitad en cambio monstruosa y terrible serpien-
te, enorme, jaspeada y sanguinaria, bajo las entrañas de la venerable tierra. Allí habita
una caverna en las profundidades, bajo una oronda roca, lejos de los inmortales dioses y
de los humanos mortales».19
De mayor rango son otras divinidades igualmente demoníacas. Las Ceres, repre-
sentadas como seres alados y negros, son divinidades que emergen de lo profundo sobre
los campos de batalla para agarrar a los cadáveres o a los moribundos y chuparles la
sangre. Las Erinnias, llamadas eufemísticamente las Euménides («Benévolas»), son di-
vinidades en forma de genios alados con antorchas y flagelos y las cabezas circundadas
de serpientes, que, invocadas como vengadoras, salen de las tinieblas y asaltan a los

15. Himno a Deméter, v. 445.


16. Ibíd., vv. 470-473.
17. Cfr. Aristófanes, Las ranas, vv. 285-311.
18. Cfr. Pausanias, Descripción de Grecia X, 28, 4.
19. Hesíodo, Teogonía, V, 295. Véase también Apolodoro, Biblioteca II, 1, 2; 3, 1; 5, 11; Pausanias,
Descripción de Grecia VIII, 18, 2.

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La existencia demoníaca

responsables de crímenes de sangre hasta volverlos locos o despedazarlos. Otra divini-


dad ambivalente es Ares, fuerza bruta no iluminada, carente de justas razones y de
prudencia, se complace con la sangre y el exterminio y goza de la risa y del terror, y es
odiado por los demás dioses.20 Sus hijos diabólicos llevan nombres muy significativos:
Deimos, el Miedo, y Fobos, el Terror.
Otros dioses terrestres son más próximos a lo que será la demonología cristiana. Es
el caso de Pan, representado como medio hombre y medio animal (macho cabrío), dios
de la vida pastoril y agreste, de las condiciones de vida precivilizadas y salvajes. Repre-
sentaba el deseo sexual, que puede ser tanto creativo como destructivo. Vive escondido
en los bosques, acosando a las ninfas y gozando intensamente de una vida sexual desen-
frenada y onanista. Pero cuando es descubierto mientras duerme, se vuelve terrible y
provoca el terror destructor e inmovilizante (de aquí «pánico»).21 Según cuenta Heródo-
to, Pan, antes de la batalla de Maratón, prometió a Atenas serle propicio contra los
persas; la ciudad le dedicó un templo y el dios sembró el pánico entre las filas enemi-
gas.22 La iconografía medieval cristiana se sirvió de esta divinidad para representar al
diablo en forma de macho cabrío. Los sátiros y los silenos (éstos, propiamente, sátiros
viejos) son seres intermedios que aparecen en el cortejo de Dioniso. Estrabón los califica
de «demonios».23 Expresan la carga lúbrica y sexual y son representados con rasgos
teriomórficos, con cuernos, cola y pies caprinos y órgano sexual pronunciado. La ver-
sión romana de los sátiros son los faunos.
La cultura romana, la cual no es ni mucho menos un mero calco de la griega,
enriquece los modelos demonológicos griegos con influjos de origen etrusco e itálico.
Así, por ejemplo, Ovidio menciona a una diosa Carna, Cardea o Cardna, que protegía
a los niños, impidiendo la entrada de los vampiros y de los striges que chupan la sangre
de los recién nacidos.24 En Roma, los días 9, 11 y 13 de mayo, se celebraban las Lemu-
ria, de carácter arcaico, en honor de los lémures, los espíritus errantes de los muertos,
también llamados «Manes», los «Benévolos». Eran días nefastos en los que se temía
que los difuntos actuaran negativamente, por lo que el padre de familia realizaba ritos
apotropaicos con el fin de ahuyentar a los espíritus de los antepasados. Ovidio descri-
be cómo se celebraban:

El oferente [...] hace una señal con el dedo pulgar en medio de los dedos cerrados, para
que en su silencio no le salga al encuentro una sombra ligera. Y cuando ha lavado sus
manos puras con agua de una fuente, se da la vuelta, y antes coge habas negras, y las
arroja de espaldas; pero al arrojarlas dice: «Yo arrojo estas habas,25 con ellas me salvo yo
y los míos». Esto lo dice nueve veces y no vuelve la vista; se estima que la sombra las
recoge y está a nuestras espaldas sin que la vean. De nuevo toca el agua y hace sonar
bronces temeseos y ruega que salga la sombra de su casa, al haber dicho nueve veces:
«Salid, manes de mis padres», vuelve la vista y entiende que ha realizado el ceremonial
con pureza [Fastos, V, 433-445].26

20. Cfr. Homero, La Ilíada, V, 890 y ss.


21. Cfr. Himnos órficos, IX; Eurípides, Reso, V, 36; Platón, Cratilo, 408d, Himno homérico a Pan.
22. Heródoto, Historia VI, 105 y ss.
23. Estrabón, Geografía, X, 3.
24. Ovidio, Fastos, VI, 101.
25. Los romanos pensaban que las habas procedían de la sangre humana y que su vaina contenía las
almas de los difuntos, de modo que se convertían en un alimento reconstituyente para los muertos. Por eso
mismo, era un alimento tabú, prohibido, para el sacerdote de Júpiter y para los cultos pitagóricos y órficos.
26. Traducción de B. Segura, Ovidio. Fastos, Editorial Gredos, Madrid (1988), 186 y ss.

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Juan Luis de León Azcárate

En definitiva, la cultura greco-latina ofrece seres de rasgos demoníacos (concepto


no unívoco de por sí), algunos ambivalentes, pero no una figura en la que se personifi-
que (o divinice) el mal en todas sus dimensiones.

4. Demonología mesoamericana

En las antiguas cosmovisiones mesoamericanas la noción del mal no tenía una configu-
ración concreta ni fetichizada, sino que se concebía en el marco numinoso de la duali-
dad y el orden natural. Las características de los dioses mayas expresan una ideología
dualística de conflicto entre las fuerzas del bien y del mal, entendidas como fuerzas de
creación y de fecundación agrícolo-astral y fuerzas de subversión y de destrucción. El
orden y el gobierno del cosmos, así como la vida del grupo y su seguridad, dependen de
un equilibrio del mundo divino, alcanzado periódicamente a través de la superación de
conflictos y oposiciones entre potencias contrastantes. Así, contra los dioses benéficos
que pertenecen al cortejo de Hunab Ku, el dios «único» o el «solo» dios, y a su hijo
sustituto Itzanon, se oponen los nueve dioses de las tinieblas y del mundo subterráneo
dirigidos por el dios Cizin (el «flatulento»), también conocido como Yum Cimih, o Señor
de la Muerte.
El Popol Vuh maya,27 después de describir la mítica victoria de los gemelos Xhalan-
qué y Hunahpú sobre el pájaro gigante Vucub Caquis y sobre los dioses de la muerte y
los demonios de Xibalbá, el aterrador reino del inframundo maya,28 muestra una ver-
sión de la caída del hombre en la que éste no tiene responsabilidad alguna. Los dioses
Gucumatz y el Corazón del Cielo intentan durante largo tiempo crear un ser capaz de
servirlos. Primero crean animales, después hombres de barro. Creyeron que tendrían
éxito con hombres de madera, pero éstos se hicieron cuadrúpedos y olvidaron a los
dioses, que tuvieron que destruirlos con un diluvio. Hubo otros intentos y por fin los
dioses crearon cuatro personas espléndidas, hermosas y sabias. Pero tuvieron miedo de
que se hicieran orgullosos y les olvidasen, y, antes de que tuvieran tiempo de hacer nada
malo, las desmejoraron enturbiando su visión, para que sólo pudieran ver con claridad
aquello que estaba cerca, e introdujeron la muerte y pusieron una barrera de desconoci-
miento entre los hombres y el cielo.
Para los aztecas, la creación es el resultado de una oposición y un conflicto comple-
mentarios. Bastante similar al diálogo entre dos individuos, la interacción y el intercam-
bio entre opuestos constituyen un acto creativo. El principio de oposición interdepen-
diente está encarnado en el dios creador Ometeotl, dios de la dualidad que posee tanto el
principio creativo masculino como el femenino. Dos de sus hijos son los dioses Quetzal-
cóatl y Tezcatlipoca, fundamentales en la mitología azteca de la creación. A veces son
aliados entre sí y otras adversarios. Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, es general-
mente identificado con el agua, la fertilidad y, por extensión, con la vida misma, mien-
tras que Tezcatlipoca («Espejo Humeante») representa el conflicto y el cambio y entre

27. Popol Vuh significa literalmente «libro de la estera», porque sobre una estera se reunía el
Consejo de los grandes sacerdotes. Con otras palabras, «Libro del Consejo». Es el libro sagrado de los
quichés que recoge las tradiciones mitológicas acerca del origen de este pueblo y que el dominico
Francisco Ximénez copió y tradujo al castellano en el siglo XVII. Véase la edición de C. Sáenz de Santa
María, Popol Vuh, Historia 16, Madrid, 1988.
28. Cfr. Popol Vuh, caps. XI y XII.

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La existencia demoníaca

los epítetos que recibe están los de «el adversario» y «aquel de quien somos esclavos».
Los nahuas de México pensaban que el caos original era un monstruo con incontables
bocas que nadaba en las aguas informes devorando todo lo que podía coger. Este ser
primordial, o Cipacti, fue vencida por los dioses Quetzalcóatl y Tezcatlipoca y desgarra-
da para que el universo pudiera diferenciarse.29 Pero, llorando por sus poderes perdidos,
se puso a vagar por el mundo pidiendo sacrificios humanos. Una vez vencido el mons-
truo, el cosmos pudo emerger.
Por su parte, los toltecas creían que el hombre-dios Quetzalcóatl bebió pulque (nota
30) y seducido por la diosa Xochiquetzal, se apartó de su deber. Dentro del variado
universo mítico azteca, aparecen los monstruosos tzitzimime (en singular tzitzimitl), ge-
nios maléficos de la oscuridad que continuamente amenazan con destruir el mundo.
Estos demonios de la noche, a menudo femeninos, son las estrellas que luchan eterna-
mente contra el sol al atardecer y al amanecer.
Durante el período Postclásico Tardío (1250-1521 d.C.), la región central de Méxi-
co dedicará un culto especial a una divinidad específica de la mitología del Estado
azteca: Huitzilopochtli («Colibrí de la izquierda»).31 El colibrí, como otros pájaros,
representaba a las almas de los guerreros muertos en la batalla que acompañaban al
sol desde el amanecer hasta el cenit. En el plano cosmológico los aztecas pensaban
que estaban viviendo el fin del ciclo del Quinto Sol, que vendría acompañado de
terremotos y hambre, lo que acrecentó la necesidad de incrementar los sacrificios,
en un intento de frenar el proceso destructor y preservar el universo.32 El azteca se
consideraba el pueblo elegido de Huitzilopochtli, del Sol, y por tanto encargado de
proporcionarle alimento.
Con la llegada de los españoles se produjo un proceso de extrapolación de la de-
monología europea al Nuevo Mundo33 que conllevó la demonización de la religión
indígena (no necesariamente de los indios en sí), considerada idólatra e inducida por
el demonio (el de la cultura cristiana). El jesuita José de Acosta (1540-1600) así lo
refleja en una de sus obras más conocidas y prestigiosas, la Historia natural y moral de
las Indias (1590):

De aquí procede el perpetuo y extraño cuidado que este enemigo de Dios ha siempre teni-
do de hacerse adorar de los hombres, inventando tantos géneros de idolatrías [...] Mas en
fin, ya que la idolatría fue extirpada de la mejor y más noble parte del mundo, retirose a lo

29. Lo que recuerda al mito mesopotámico de la lucha entre Marduk y Tiamat.


30. Bebida alcohólica que se obtiene del jugo de la planta de magüey fermentada.
31. Huitzilopochtli era hijo de Coatlicue, diosa de la Falda de Serpientes, diosa protectora de los
aztecas pero también la epifanía de la tierra destructora y de las fuerzas hipoctónicas que destruyen el
cosmos y engullen los astros.
32. Según esta compleja cosmología, los cuatro soles anteriores estuvieron bajo el influjo, respec-
tivamente, de los signos 4 Jaguar, 4 Viento, 4 Lluvia y 4 Agua, y en cada uno de ellos diversos cataclis-
mos asociados a estos nombres acabaron con el sol y con la humanidad, recreándose una humanidad
distinta después de cada destrucción. El quinto sol estaba bajo el influjo del signo 4 Movimiento. Sin
embargo, otros autores discuten esta interpretación cosmológica de los sacrificios y los consideran
simplemente como un instrumento de conquista.
33. Tal es así que, por ejemplo, el Tratado de hechicerías y sortilegios del franciscano Andrés de
Olmos, publicado en 1553, no es más que una versión en náhuatl del tratado del también franciscano
fray Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechicerías y de la posibilidad y remedio de
ellas, publicado en España en 1529, al que Olmos le añadió algunos ejemplos novohispanos para
influir en los indios durante sus predicaciones.

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más apartado, y reinó en esta otra parte del mundo, que, aunque en nobleza muy inferior,
en grandeza y anchura no lo es [Historia natural y moral de las Indias, V, 1].34

5. Demonología hindú

El diablo es desconocido en la imaginería hindú. Según el Nasadiya o himno de la crea-


ción del Rig Veda, al principio no había nada, ni ser ni no ser, ni aire ni cielo, ni muerte
ni inmortalidad, ni noche ni día. Únicamente existía el Uno. La tensión interior del Ser
original produjo la primera antítesis entre el ser y el no ser, y luego la de la energía activa
frente a la materia pasiva:

Entonces no había ser, ni tampoco no-ser, ni espacio, ni más allá cielo. ¿Qué había en la
envoltura? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo cuidaba? ¿Era algo el agua profunda que no tenía
fondo? Ni la muerte ni la no-muerte existían. Nada en la nada distinguía la noche del día.
Sin aire, el Uno respiraba originando su propio movimiento. Nada más existía. Las tinie-
blas ocultaban entonces las tinieblas. Todo allí era caos absoluto. En medio del vacío,
inactivo, el Uno manifestose por el poder de la energía [Rig Veda X, 129].35

En la antigua India la energía negativa es encarnada en los Vedas por los asura,
término que probablemente significa «señor potente», «dios». Los asura son la ilusión
mágica que arrastra y arrebata, el poder taumatúrgico nefasto y la felicidad inexistente.
Con el tiempo, dado que de ese tipo de poder se sirven también los enemigos de los
dioses y de los hombres creando ilusorias imágenes de su fuerza, el término «asura»
significa primero amigo de los dioses y de los hombres, y después los demonios, porta-
dores de un mundo de tinieblas opuesto al mundo de luz. Los opuestos a los asura son
los dioses o daevas. Ese dualismo es también el del ser y el del no ser, la creación y el
caos. Es una interpretación del mundo basada en antagonismos necesarios. El cosmos
es fundamentalmente benévolo frente al hombre, lo que no quita que el mal exista, pero
éste es normal, consecuencia del caos cósmico. Pero los demonios de la India, más que
determinaciones de formas malignas personales, representan un tipo de aviso de la exis-
tencia de aspectos negativos, ominosos, peligrosos de la potencia, contrapoderes de los
dioses (formando así, como lo han catalogado algunos autores, un «panteón invertido»),
o bien la presencia de las fuerzas disgregadoras de la seguridad existencial y del bien-
estar del grupo.
El poder demoníaco es representado por seres personales, pero también por nom-
bres neutros que designan no ya a la persona, sino el riesgo y sus consecuencias. Es el
caso, por ejemplo, de Raksasa, como orden de demonios, y del neutro raksa, relacionado
quizá con el avéstico rasah (cuyo sentido es «el agravio causado en particular a aquellos
que están en el más allá»), o del término druh, que indica el grupo de demonios que
subvierten la verdad (la druj o «mentira» de la tradición irania zoroástrica). Los demo-
nios tienen siempre aspecto mixto, en composiciones teriomórficas horribles, o bien en
composiciones antropomórficas en las que las estructuras humanas vienen confundi-
das, invertidas o anuladas para subrayar un estado de caos y oposición al orden. Otros
demonios son los Pishaca, que devoran la carne de los cadáveres; los Yathudhamas,

34. Edición de J. Alcina Franch, José de Acosta. Historia natural y moral de las Indias, Historia 16,
Madrid, 1987.
35. Traducción de J.M. de Mora, El Rig Veda Asmita, Editorial Diana, México (1974), 330.

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demonios que hacen vano el rito sacrificial y también los inspiradores de los brujos; los
Gandharva, en su aspecto demoníaco, invaden y se posesionan de hombres y mujeres;
Vrtra (el «envolvedor») es el mítico dragón-serpiente que impide a la lluvia su descenso
y al que mata Indra. Incluso, bajo el nombre demoníaco de Dasa o Dasyu, son demoni-
zadas las poblaciones negroides no arias de la India septentrional que se oponen a la
fundación del orden ario. En este sentido, en ocasiones los demonios védicos toman
prestados sus rasgos de los dioses de otras razas y religiones, de las tribus indígenas
hostiles y de los fenómenos naturales.
Para defenderse de estas y otras criaturas demoníacas que exponen al hombre a la
enfermedad y a la muerte y lo invaden en momentos de crisis, se recurre a la magia y se
confía en las potencias luminosas y divinas, tales como Agni, el destructor por el fuego
de los demonios, Indra y Soma: «Oh, Indra y Soma, quemad al demonio, reprimirlo,
postradlo, destruid a aquellos que se hacen fuertes en la oscuridad... Contra el odiador
del brahmán, el devorador de carne cruda, de mirada malvada, contra Kimidin, conce-
bid un odio implacable... hundid a los voraces en lo profundo... que Soma los entregue a
la serpiente o los ponga en el regazo de Nirrti» (Rig Veda VII, 10). Como ya se ha dicho,
uno de los principales combates míticos es la lucha entre Indra, el dios principal de la
mitología india, y Vrtra, el dragón-serpiente que impide la lluvia. Gracias a la victoria de
Indra, el mundo es restaurado en la abundancia y el sol recreado:

Voy a proclamar las hazañas de Indra, las primeras del dios portador del rayo: mató al
dragón, atravesó las aguas, las laderas de la montaña reventó. Mató al dragón que a la
montaña se aferraba. Tvastar había forjado para él el sonoro rayo. Como vacas mugientes,
corriendo en dirección al mar, descendieron las aguas. Virilmente, había gustado el soma,
el estrujado líquido bebió en la fiesta de las Tres Barricas. El generoso tomó el venablo, el
rayo: y mató al primogénito de los dragones. Oh, Indra, cuando al primogénito de los
dragones mataste, frustrando las mañas de los maestros en engaños, creando entonces el
sol, el cielo, la aurora, desde entonces no has encontrado rival. Con la gran arma, el rayo,
fue como Indra mató a Vrtra, poderoso obstáculo de anchos hombros [Rig Veda I, 32].36

El dios Rudra también posee aspectos negativos y demoníacos. Es un personaje


terrorífico, lleno de cólera violenta y destructor, acompañado de demonios en forma de
jabalís de color rojo. Actúa como huracán violento, devastando campos, causando enfer-
medades y destruyendo a los hombres. Es el señor de las bestias y se retira a lugares
aislados y desérticos para hacer el mal (como los bandoleros). En el Rig Veda, con el fin
de captarlo benévolo, los himnos que le son dirigidos le describen positivamente, con-
trariamente a lo que representa, como dios fuerte, valiente y compasivo.37 Muchos as-
pectos negativos del dios Rudra se consolidan en el dios Shiva, respecto al cual el fiel
debe tener cuidado constante de aplacar su numinosidad desbordante que puede ser
peligrosa para las criaturas. Shiva, armado de arco, lanza y tridente, sacude los bosques
y las montañas, expande la destrucción y las tempestades, a la vez que es causante de
guerras destructivas. En sus aspectos negativos es llamado Hara, el «Desarraigador», y
Viraba, el «Cruel». Sin embargo, Shiva es una divinidad ambivalente, pues, como poten-
cia positiva, deviene «Consolador» y «Auxiliador».
Otra figura ambivalente, en la que divino y demoníaco y el bien y el mal se fun-
den, es la de la Gran Madre hindú. Las Grandes Madres no son separables de sus

36. Traducción de J.M. de Mora, op. cit., 130-131.


37. Cfr. Rig Veda I, 64; II, 33.

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dioses-amantes y asumen la forma de Shakti o mitad femenina de los dioses particula-


res. Ellas se cualifican en la dualidad de matriz cósmica y generadora, pero también
en la de potencia destructora y de descomposición. La diosa Gran Madre más signifi-
cativa es la esposa o Shakti del dios Shiva, la cual asume muchos nombres. La polari-
dad negativa se expresa en representaciones que la describen con rasgos horrísonos,
destructores y nefandos. Se pasa de la diosa benéfica a la horrible con la figura de
Durga o «Inabordable». Esta diosa se presenta en las dos epifanías de Kali, la «Negra»,
y de Mahakali, la «Gran Negra». Kali es una diosa ambivalente: diosa nutriente en
cuanto simboliza los poderes de la naturaleza y destructora en cuanto simboliza la
guerra y todo tipo de peligros, destruyendo para construir. Divinidad que quita con
una mano lo que ha concedido con la otra. Sin olvidar a las diosas descarnadas o en
forma de esqueletos, como Camunda, representada sobre un montón de esqueletos,
que representan la conclusión de los ciclos vitales y cósmicos a causa de las energías
de descomposición y de disolución carnal o pudrición.
El final del período védico ofrece los Upanishads, también llamados Vedanta, textos
filosófico-religiosos que superan todo dualismo (doctrina de la no-dualidad o a-dvaita).
Según ellos, la única y total realidad es Brahman, el Ser absoluto e inmutable, de modo
que hay que abandonar el dualismo:

[Brahman] es la totalidad, siempre presente, eterno. Conociéndolo se llega más allá de la


muerte; no hay otro camino para asegurarse la liberación. El âtman que se encuentra en
todos los seres, y todos los seres se encuentran en él; cuando se le ve se alcanza la identidad
con el supremo Brahman, no existe (en verdad) ningún otro medio.38

La felicidad, ananda, no puede incluir el Mal. Consecuentemente, tampoco hay


demonios. Éstos sólo son ilusiones, lo que no significa que desaparecieran del imagina-
rio hindú.
En definitiva, el peso específico de los demonios en la mitología védica no es
proporcional al enorme peso que tienen los dioses védicos, numinosamente positivos.
Más aún, muchas de estas figuras demoníacas son o bien divinidades ambivalentes, de
modo que no son radicalmente malas, o bien simple advertencia de los aspectos nega-
tivos o peligrosos de las potencias divinas. Todavía se está lejos de la personificación
del Mal absoluto.

6. Demonología budista

Según la tradición budista, Siddharta Gautama (563-483 a.C.), después de estar a punto
de morir tras seis meses de duro ayuno y antes de alcanzar la iluminación que le conver-
tirá en Buda (el «Iluminado»), fue tentado por Mara («muerte», «sed»)39 a dejar de bus-
car la iluminación. Mara es llamado también Papimant o por otro nombre el Maligno.
Pero, más que una personificación demoníaca, es la personificación de la Muerte. Sus
atributos son la ceguera, la lobreguez, la muerte y la oscuridad, y sus hijas el Deseo, la

38. Traducción de Raphael, Upanisads (Isa, Kaivalya, Sarvasara, Amrtabindu, Atharvasira), Edaf,
Madrid (1993), 42-43.
39. El nombre de «Mara» es desconocido en la literatura védica, pero es manifiestamente una
forma del dios védico Yama, el dios de la Muerte.

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Inquietud y el Placer. Mara llamó la atención a Siddharta sobre su situación demacrada


y le dijo: «Estás atado por ligaduras terrestres y celestes, atado por ligaduras de todas
clases, ¡oh, asceta! No conseguirás liberarte». En el fondo, lo único que le dice al futuro
Buda es que viva la vida, pero no le incita al crimen ni a la lujuria. Mara no es propia-
mente el diablo, sino la Muerte que le recuerda que todo está llamado a morir y que, por
tanto, es inútil sustraerse a ella. Su tentación consiste en incitarle al desánimo y a que
deje de buscar la iluminación, es decir, le tienta a volver a la vida de virtud hindú conven-
cional.40 Se trata de un tentador que recuerda lejanamente al Satán tentador de Jesús
(cfr. Mt 4,1-11).
El gran enemigo de Buda no es el Mal personificado o el diablo, ni ninguna forma
demoníaca, sino el deseo, origen de todo sufrimiento y al que hay que dominar, a través
del Óctuple Sendero Múltiple, para alcanzar la iluminación. Ésta es la doctrina de las
Cuatro Nobles Verdades.41 Más aún, el antagonismo Dios-Diablo es imposible en el bu-
dismo, no sólo porque no exista un Mal absoluto personificado, sino porque tampoco
existe un Dios-Bien absoluto personificado. Sólo el Nirvana, más un estado que un Ser
personal, es absoluto. Al menos para el budismo Theravada o Hinayana. Pero esto no
impide que el budismo admita, por influjo védico y de las creencias populares de los
lugares donde arraigó, la creencia en demonios, secundarios y menores, de rasgos poco
definidos, muy alejados del diablo occidental.
Como es lógico, el propio Buda asumió inicialmente ciertas enseñanzas brahmá-
nicas relativas a la creencia en dioses (pero no en el Brahma absoluto) y demonios. De
hecho, el budismo requirió de varios demonios y espíritus para probar su superiori-
dad y la grandeza de su fundador. Los textos budistas transmiten la idea de que estos
seres malignos que causan daño a la humanidad y fueron originalmente hostiles al
Buda, después experimentaron una profunda transformación, convirtiéndose en de-
votos del Buda que, bajo su supervisión, usan sus poderes especiales para el bienestar
de la humanidad.
La primera categoría de demonios budistas consiste en seres celestiales y aéreos, a
menudo descritos como dioses que sirven de arcángeles del Buda. Aquí también los
asuras tienen un papel especial. Luego están los Daityas, Raksasas, Gandharvas, Yaksas,
Kumbhandas, Apsarases, etc. No faltan tampoco los Nagas o Mahogras, seres con forma
de serpiente o de dragón. Pero, como se ha dicho, son figuras secundarias y carentes de
una entidad absoluta. En el budismo tántrico no hay apenas figuras demoníacas porque
carece propiamente de una mitología. Las escasas referencias a seres demoníacos como
Bhutas, Pretas, o Pisacas, entre otros, son únicamente para subrayar que se trata de
creaciones mentales.

40. Salvando las evidentes diferencias culturales, podría compararse el papel de Mara al que jugó,
en el poema mesopotámico de Gilgamesh, la tabernera Siduri cuando le recuerda a Gilgamesh que es
inútil su búsqueda de la inmortalidad dado que los dioses decretaron la muerte para los hombres, por
lo que le anima a cesar de su búsqueda y a disfrutar de los placeres cotidianos de la vida (Poema de
Gilgamesh X, 3, 2-14). La diferencia principal entre Gilgamesh y Buda es que aquél, efectivamente,
fracasa en su búsqueda de la inmortalidad mientras Buda logra alcanzar la iluminación que buscaba.
El papel de Siduri no es tanto el de tentadora cuanto el de una consejera pragmática y realista.
41. Cfr. Dhammapada 190-192. El Dhammapada es un conjunto de aforismos atribuidos al Buda
que recogen su doctrina y recopilados hacia el siglo I a.C. Una buena traducción de esta obra es la de
Carmen Dragonetti, Dhammapada. La enseñanza de Buda, RBA, Barcelona 2006. Véase también el
«Sermón en el que se exponen las verdades» en Majjhima Nikaya 141; edición española en Majjhima
Nikaya. Los Sermones Medios del Buda. Traducción del pali, introducción y notas de Amadeo Solé-Leris y
Abraham Vélez de Cea, Kairós, Barcelona 1999.

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Juan Luis de León Azcárate

En esta misma línea, si bien se trata de corrientes un tanto distintas, el budismo


Mahayana,42 particularmente el tibetano, ofrece una obra interesante del siglo VIII d.C.
titulada El gran libro de la liberación natural mediante la comprensión en el estado inter-
medio (Bardo thos grol chen no), conocida en Occidente como El Libro tibetano de los
Muertos. Se trata de una obra que describe el proceso que experimenta la persona en el
estado intermedio entre el momento de su muerte y el momento en que, o bien alcanza
el Nirvana o liberación de todo sufrimiento y de todo proceso de renacimiento, o, en su
defecto, se ve abocado a un nuevo renacimiento. Propiamente, se trata de una especie de
guía para el difunto que es leída al moribundo antes de su deceso. El oficiante le advierte
que, en un momento dado de ese estado intermedio, puede ver al terrible dios Yama y
figuras demoníacas horripilantes y amenazantes conocidas como Herukas, pero le ad-
vierte de que no son más que proyecciones mentales instintivas creadas por el influjo del
karma negativo:

Entonces te sentirás preocupado, ofuscado y aterrorizado. Tembloroso, mentirás dicien-


do: «No he cometido pecado alguno». Pero entonces, Yama, el Juez de la Muerte, dirá:
«¡Miraré en el espejo de la evolución!». Cuando mire en el espejo de la evolución, apare-
cerán claramente todos tus pecados y virtudes. Las mentiras no te ayudarán, Yama atará
una soga a tu cuello y te conducirá lejos. Te cortará la cabeza, arrancará tu corazón, te
extirpará las tripas, succionará tus sesos, beberá tu sangre, comerá tu carne y roerá tus
huesos. Pero como no puedes morir, aunque seccione tu cuerpo en pedazos, volverás a
revivir. Al ser despedazado una y otra vez, sufrirás inmenso dolor [...] ¡No temas a Yama!
Tu cuerpo es mental [...] Las deidades de Yama son tus propias alucinaciones y son
formas del vacío [...] No existe ningún externo y sustancialmente existente Yama, ángel,
demonio u ogro con cabeza de toro, ni nada por el estilo. ¡Debes reconocerlo como fruto
del estadio intermedio!43

En definitiva, no son seres reales, y, consecuentemente, tampoco es posible encon-


trar en el budismo al Mal absoluto personificado.

7. Demonología de la antigua China

Bajo la dinastía Shang (1570-1045 a.C.) el panteón divino es gobernado por un dios
supremo, Ti o Chang Ti («Señor» o «Señor de lo Alto»), rey de la fecundidad y de la
lluvia, rey de los dioses y de los antepasados del rey. Esta religión practicaba el tradicio-
nal culto a los antepasados y también el culto a la fertilidad, incluidos sacrificios huma-
nos como atestiguan las tumbas de reyes de esta dinastía (especialmente las de los tres
últimos) donde se encontraron esqueletos de animales y de numerosas víctimas huma-
nas (en algunos casos más de cien). Durante la siguiente y larguísima dinastía de los

42. Se trata de una corriente tardía, pero de gran expansión, que surge en el siglo I d.C. Mantiene
la doctrina del «no-yo» del budismo Hinayana o Theravada, aunque lo mitiga un tanto al aceptar el
«gran yo», un yo no individualizado unido al universo y al Buda cósmico. A diferencia de la corriente
Hinayana, para la que Buda no es más que un mortal que ha logrado alcanzar la Iluminación, el
budismo Mahayana considera al Buda terrenal como la encarnación de un principio absoluto
(Darmakaya) que pleno de compasión y amor reviste un cuerpo de transformación (Nirmanakaya)
para liberar a los seres sufrientes del yugo de la imperfección.
43. Traducción de Padma Sambhava, El libro tibetano de los muertos. Traducción, introducción y
comentarios de R.A. Thurman, Kairós, Barcelona (1994), 235.

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La existencia demoníaca

Zhou (1045-221 a.C.), el dios supremo Ti, convertido en T’ien (el Cielo), se transformó en
un dios personal, de aspecto humano, que regulaba el orden cósmico y la ley moral de
los humanos. En este sentido, el mal es todo lo que se opone a las normas establecidas
por este dios a través del rey, autodenominado «delegado del Cielo», pero tampoco se
trata propiamente de un Mal absoluto personalizado.
En la antigua China los espíritus malos eran llamados kuei, un término general que
también designaba a las almas de los muertos. Con el tiempo, fueron designados con los
términos shen (originalmente, sólo referido a espíritus celestes) y ch’i (espíritus terres-
tres). Estos seres son reflejo del variado mundo demoníaco perteneciente a los estratos
más antiguos de la civilización China, mucho antes de la llegada del budismo. Pueden
encontrarse trasgos (yeu-kuang) o duendes (wang-ling) que tienen forma de niños de
largos cabellos que imitan la voz humana para espantar a los viajeros; los espíritus de las
rocas (Wang-siang), que devoran a los hombres; los demonios sin cabeza (k’iu-kuang);
los demonios de las montañas (fang-ling); los demonios de los pantanos (Wei-t’o); la
diosa de la sequía (Pa), hija del emperador Amarillo; los demonios de las epidemias, que
obedecen a la Dama Reina del Occidente; el animal abundante (li).
En la antigua China eran abundantes los brujos y brujas vinculados con las creen-
cias demoníacas. Los textos históricos más antiguos hacen referencia a los brujos, lla-
mados wu, empleados en el culto estatal. Pero se distinguen del clero feudal por la capa-
cidad de estar poseídos por un espíritu (ling-pao) o un dios, por el ejercicio de poderes
excepcionales y por la presencia de intensas experiencias personales. En la obra tardía
titulada Las instituciones de la casa de los Zhou, los brujos wu, de ambos sexos, son
tratados con cierto distanciamiento por parte del clero estatal:

[...] wu de ambos sexos en número enorme... Los wu machos están destinados a tener la
cara vuelta hacia los sacrificios y los espíritus invitados... Durante el invierno (cuando
predominan los espectros), ellos expulsan (el mal) de los palacios, y lo mismo hacen por
todas partes donde... Durante la primavera... alejan (los demonios y el mal), expulsando
así las enfermedades... Las wu femeninas están encargadas de practicar los exorcismos en
determinados períodos del año, sirviéndose de abluciones aromáticas.44

Generalmente, las brujas y los hechiceros actuaban entrando en un trance provocado


por el descenso a sus cuerpos de un espíritu o de un demonio e incluso por el espíritu de
un muerto. La aparición del taoísmo en el siglo VI a.C. por obra de Lao-tsé reemplazó la
antigua religión china por un sistema de interpretación del mundo basado en el equilibrio
entre dos fuerzas antagónicas, el Yin femenino y el Yang masculino, opuestas pero com-
plementarias, como lo frío y lo caliente, el día y la noche, el invierno y el verano, lo seco y
lo húmedo... En esta interpretación, el ser humano es un microcosmos vinculado al ma-
crocosmos y regido por números simbólicos. Así, por ejemplo, las 360 articulaciones del
organismo humano corresponden a los 360 días del año ritual. Los caracteres y las pasio-
nes, así como los cinco órganos principales del cuerpo (corazón, pulmones, bazo, intesti-
nos y genitales), se corresponden con las cinco direcciones, las cinco montañas sagradas,
las secciones del cielo, las estaciones y los elementos. En el microcosmos humano moran
los mismos dioses del macrocosmos. Propiamente el Mal en sí no existe; es únicamente
desorden. Dado que la idea de Dios es completamente ajena al pensamiento taoísta (el Tao

44. Texto tomado de A.M. di Nola, Historia del Diablo. Las formas, las vicisitudes de Satanás y su
universal y maléfica presencia en los pueblos desde la Antigüedad a nuestros días, Edaf, Madrid (1992),
154, quien a su vez sigue la obra de H. Maspero, La Chine antique, París (1955), 195.

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Juan Luis de León Azcárate

es Ser y No-ser a la vez), no tiene sentido buscarle un oponente absoluto, por lo que el
concepto de diablo o Mal personalizado también le es ajeno. El taoísmo de alguna manera
comparte el principio dialéctico de la unidad de los contrarios y se opone al empeño
humano de distinguir lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo:

Todo el mundo sabe considerar bello lo que es bello, y así aparece lo feo. Todos conocen lo
que es bueno, así es como aparece lo que no es bueno. Ser (you) y no-ser (wu) se engen-
dran mutuamente [...], es la ley de la naturaleza (chang)... [Lao Zi XLVI (II)].45

Desde esta perspectiva, no es de extrañar que el taoísmo viera con desdén a los
viejos brujos wu, cuyas prácticas consideraban yin-ssu («cultos abusivos»), y que logra-
ran que las autoridades las prohibieran. Pero tampoco es de extrañar que la forma de
mística taoísta fuera muy difícil de aceptar por la mayoría de la población china, la cual
seguiría sumiendo sus antiguas creencias, si bien complementadas con algunos elemen-
tos del taoísmo más llevaderos.
Tampoco el contemporáneo Confucio (551-479 a.C.) se preocupará por los seres
demoníacos, pero su pensamiento, más filosófico que religioso, desborda los límites de
este trabajo centrado en la historia de las religiones. Baste con decir que, dado su pensa-
miento pragmático que sólo le llevaba a hablar de cuestiones prácticas, rehusó respon-
der a preguntas relativas a la muerte y a los espíritus (lo que no implicaba desprecio por
ninguna de estas cuestiones):

Zilu preguntó cómo servir a los espíritus y a los dioses. El Maestro respondió: «Tú no eres
capaz de servir a los hombres, ¿cómo podrías servir a los espíritus?». Zilu inquirió: «¿Pue-
do preguntarte sobre la muerte?». El Maestro respondió: «Todavía no conoces la vida,
¿cómo podrás conocer la muerte?» [Luen yu 11, 12].46

8. Demonología irania

Será en la religión de Zaratustra, del que se sabe muy poco y al que se le sitúa entre los
siglos VII y VI a.C.,47 donde tome cuerpo expresamente la idea del Mal personificado, un
dios específico del Mal sin ambivalencia alguna. Se trata de Ahra Mainyu (o Ahriman en
su versión tardía). El pensamiento de Zaratustra se recoge en el Avesta, obra elaborada a
lo largo de diferentes períodos.48 Según el Vendidad, Zaratustra fue tentado para aban-

45. Traducción de Lao Zi [El libro del Tao]. Traducción, Prólogo y Notas de Juan Ignacio Preciado.
Edición bilingüe, Ediciones Alfaguara, Madrid (1981), 93.
46. Traducción de Confucio. Analectas. Versión y notas de Simon Leys, Edaf, Madrid (1998), 101. En
otras ediciones el texto se corresponde con Luen yu 11, 11 y no con 11, 12.
47. Otros lo sitúan en un período muy anterior, entre 1500 o 1200 a.C.
48. Lo que hoy se conserva del Avesta («Declaración autoritaria») es una parte muy pequeña de lo
que debió ser una obra muy extensa y no se redactó hasta el siglo V o VI d.C. De ella cabe destacar dos
partes fundamentales. Por un lado, los Gâthâs (etimológicamente, «cantos»), la parte más antigua del
Avesta que se atribuye al mismo Zaratustra y la fuente principal, y casi única, para el conocimiento de
su vida y doctrina. Son diecisiete cantos que componen los capítulos 18 a 34, 43 a 51, y el 53, de una
colección más extensa de setenta y dos Yasnas que forman el Yasna («sacrificio»). Por otro lado, el Vendidad-
Sadé, también conocido como Vidêvdât o «código o ley antidemoníaco», que contiene principalmente
prescripciones para mantener o restablecer la pureza ritual, de época posterior y que se atribuye a la
casta sacerdotal de los magos que adoptaron la doctrina de Zaratustra, intentándola armonizar con
sus complicados rituales. Está formado de veintidós capítulos, algunos muy reiterativos y centrados

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La existencia demoníaca

donar su fe, y, según el Yasht, salió vencedor de un conflicto con los demonios y los
expulsó de la tierra.49 Los Gâthâs muestran que Zaratustra no defendía un dualismo
absoluto, sino que su fe era relativamente próxima al monoteísmo, aunque inserta en un
cuadro dualista:50 Ahura Mazda («Señor de la Sabiduría») es el Dios supremo (también
llamado Ormuz en versión tardía), «Gran Creador y Señor de vida»,51 quien crea por el
pensamiento,52 y al cual no se le opone ninguna especie de «anti-dios», aunque sí es el
creador de los dos Espíritus gemelos creadores del Bien (Spenta Mainyu, el Espíritu
bienhechor) y del Mal (Ahra Mainyu, quien libremente optó por el Mal).53 La visión
escatológica es de corte dualista, por lo que la lucha de los dos principios cósmicos
terminará con la victoria de Ahura Mazda. Esa victoria se hará a través del fuego54 y
supondrá la destrucción total de Ahra Mainyu y del Mal, lo que supuestamente incluye
también la destrucción del Infierno (conocido como «Mansión de la Mentira»):

Y cuando la Divina Justicia incline sus oídos hacia mi súplica [habla Zaratustra], y con ella
todos los demás (Espíritus poderosos), que son como otros tantos Ahuras de Mazda, enton-
ces, con la bendición (como recompensa), pediré por ese Reino poderoso (poder soberano),
con cuya fuerza podremos derrotar al Demonio de la Mentira [Yasna 31, 4; cfr. 30, 8-9].55

Ahura Mazda creó los seis Amesha Spentas o «Inmortales Sagrados» (Buena Mente,
Verdad, Rectitud, Reino, Integridad e Inmortalidad). Por el contrario, en claro antago-
nismo, Ahra Mainyu o Ahriman contará con siete jefes de demonios dirigidos a su vez
por Aeshma («ira»): Error Mental, Herejía o Apostasía, Anarquía o Mal Gobierno, Dis-
cordia, Presunción, Hambre y Sed. La religión de Zaratustra o mazdeísmo, como hizo el
antiguo vedismo con los dioses de las poblaciones indias no arias o como hizo la litera-
tura puránica con el budismo y el jainismo, también descalificará, demonizándolas, a
las divinidades de otras culturas o religiones. En este caso, los dioses védicos, comparti-
dos inicialmente en la India y en el antiguo Irán, son demonizados sobre el fundamento
de la valoración de su actitud hacia la vida y hacia la conservación del bienestar y de la
estabilidad social. Ellos turban la ordenada convivencia agrícola, incitando a los hom-
bres a las acciones malvadas y sanguinarias, propagan la destrucción, se oponen a la

en el ritual de pureza e impureza que surge en torno al cadáver y su forma de enterrarlo. Además del
Avesta existen otras obras en lengua pahlavi o persa medio redactadas más tardíamente, hacia los
siglos IX y X d.C., que recogen un sumario de todo el Avesta original y de largos pasajes del mismo que
no se conservan. De entre éstos destaca el Bundahism («Creación»), que trata de la creación del mun-
do ordenado y su estado definitivo.
49. Cfr. Vendidad-Sadé 19.
50. Algunos autores subrayan que hay que superar el esquema clásico que interpretaba la religión
de Zaratustra como un paso del politeísmo al monoteísmo y de éste al politeísmo popular. Zaratustra
no proclamaría, según estos autores, el mensaje del monoteísmo ni su mensaje se ve después perver-
tido por la reintroducción de otros dioses gracias a los cultos populares. Los otros dioses siempre
estuvieron allí. El mensaje gático se reduciría a una innovación ritual que tiene causas y consecuen-
cias que alteran la imagen del mundo celestial, elevando todavía más la figura de Ahura Mazda por
encima del resto del panteón, adquiriendo así rasgos que recuerdan a los de un dios absoluto monoteísta.
Consecuencia de ello fue el surgimiento, desde fecha muy temprana, de poderosas tendencias dualistas,
favorecidas además por el dualismo ético zaratústrico.
51. Yasna 32, 1; cfr. 45, 7.
52. Cfr. Yasna 31, 7, 8.
53. Cfr. Yasna 30, 4-5.
54. Cfr. Yasna 62.
55. Traducción de J.B. Bergua, El Avesta, Clásicos Bergua, Madrid (1992), 91.

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fecundidad y a la prosperidad, no fertilizan los pastizales y oprimen al buey, bien prima-


rio de la economía de los ganaderos a los que pertenece y defiende Zaratustra. El anti-
guo dios Indra (el dios patrón de los ladrones de ganado) aparece rebajado al rango de
demonio, lo mismo que las divinidades secundarias, los dioses Nasatya. También son
demonizados los «daevas», que en la mitología hindú son los dioses esencialmente gue-
rreros, llenos de ímpetu activo y violento, correspondientes a la segunda casta de la
sociedad indoirania, la de los guerreros. En definitiva, todos ellos se alían con Ahriman
y serán identificados con el mal demoníaco, la druj («mentira»), opuesto a asha (la ver-
dad, el orden) sostenida por Ahura Mazda:

Yo rechazo la autoridad de los daevas, los malvados, los no buenos sin ley, deliberadamen-
te malos, como los más druj de los seres, los más viles de los seres, los más dañinos de los
seres. Yo rechazo a los daevas y a sus compañeros. Yo rechazo a los demonios (yatu) y a
sus compañeros. Yo rechazo a quien daña a los seres. Yo los rechazo con mis pensamien-
tos, palabras y actos. Yo los rechazo públicamente. Así como yo rechazo a las autoridades,
así también rechazo a los hostiles seguidores de la druj [Yasna 12, 4; cfr. 30, 6].56

Ahura Mazda u Ormuz, tras crear el mundo ordenado con la ayuda de los Amesha
Spentas, creó también al buey primordial y a Gayomart, el hombre-gigante primordial
e ideal, un microcosmos perfecto, pero Ahriman logra, creando a su vez las cosas
aborrecibles y con ayuda de sus demonios, introducir el caos en el mundo y matar al
buey primordial y a Gayomart. Sin embargo, el cadáver del buey logra fertilizar la
tierra estéril y la simiente de Gayomart muerto entra en la vagina de Spandarmart (la
tierra), y de esta unión surge la primera pareja humana, Mashye y su mujer Mashyane.
Pero Ahriman logra que pequen haciéndoles creer que él, y no Ormuz a quien inicial y
libremente servían, es el auténtico creador del mundo material y fértil, de modo que
ofrecen un buey en sacrificio, lo que supone otro pecado, pues para Zaratustra el
ganado es sagrado. En definitiva, el mundo y el hombre se corrompen por el influjo de
Ahriman y por el propio albedrío humano. Sin embargo, el pecado de la pareja pri-
mordial no obliga al resto de humanos a pecar. Siguen siendo, en medio de esta situa-
ción, libres para elegir entre el Bien y el Mal. La idea de la libre elección se halla en el
núcleo del zoroastrismo.
Pero, en última instancia, según el pensamiento zoroástrico, este mal demoníaco o
druj infestado por Ahriman es una condición temporal desde el mismo momento en que
se crea el tiempo y desde el momento en que el Señor Bueno garantiza la victoria del
Bien sobre el Mal y la redención final, escatológica.57 El Frashkart es el gran final del macro-
cosmos. Ahriman será derrotado, el asha triunfará sobre la druj, y el mundo será restau-
rado e incluso mejorado porque todos los seres, incluso las almas condenadas, si bien
después de haber experimentado un tiempo de castigo infernal, gozarán de la bienaven-
turanza. En el Bundahism («creación») se narra cómo será la resurrección: Saoshyant,
«salvador»,58 el último de tres seres benéficos nacidos en los últimos tiempos de vírgenes
preñadas con el semen de Zaratustra, se encargará de despertar a todos los muertos,
buenos y malos, y reconstituirá los cuerpos de los muertos y los unirá con sus almas.
Primero serán despertados los huesos de Gayomart; luego los de la primera pareja hu-
mana y, finalmente, los de todos los muertos:

56. Sigo la traducción inglesa de L.H. Mills, Sacred Book of the East, American Edition 1898.
57. Cfr. Yasna 30.
58. Es mencionado también en Yasna 12, 7 y 29, 10. Véase también Gran Bundahism 34, 5.

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La existencia demoníaca

Primero son despertados los huesos de Gayomart, luego los de Mashye y Mashyane, luego
los del resto de la humanidad; a los 57 años de Soshyant ellos preparan a todos los muer-
tos, y todos los hombres se levantan; todo el que es justo y todo el que es malvado, cada
criatura humana, se levantan desde el punto en que su vida se marchó. Más tarde, cuando
todos los seres vivientes asumen de nuevo sus cuerpos y formas, entonces ellos les asignan
(bara yehabund) una clase individual. De la luz que acompaña (levatman) al sol, una mitad
será para Gayomart, y la otra mitad iluminará entre el resto de los hombres, de modo que
el alma y el cuerpo sabrán que éste es mi padre, y ésta mi madre, y éste mi hermano, y ésta
mi esposa, y éstos algunos de mis otros parientes más cercanos [Bundahism 30, 7-9].59

Como puede verse por este repaso por las principales ideas de la religión zoroástri-
ca (y las derivaciones pergeñadas por sus distintos seguidores a lo largo de varios siglos),
la libertad humana de elección entre el Bien y el Mal, la personificación absoluta y sin
ambigüedades del Mal, y el triunfo definitivo y escatológico del Bien expresado en una
restauración universal, suponen en su conjunto una novedad radical en la historia de las
religiones; novedad que influirá, directa o indirectamente, en otras religiones, como es
el caso del judaísmo.

9. Demonología judía bíblica e intertestamentaria

Para el antiguo Israel, todo es obra de Dios que «en el principio creó el cielo y la tierra»60
(Gn 1,1; cfr. Sal 33,6; 102,26). En los cielos están sus ejércitos (Gn 2,1; Sal 33,6), seres
celestes y semidivinos; en la tierra, el hombre y otros seres raros y extraños, algunos
benéficos y otros responsables de enfermedades. Esta creencia en seres demoníacos la
toma Israel de las culturas cananea y del antiguo Oriente Próximo. En dos pasajes bíbli-
cos (Dt 32,17; Sal 106,37), los israelitas son duramente reprendidos por haber ofrecido
sacrificios a demonios o, lo que es lo mismo para la mentalidad bíblica, a otros dioses
distintos de Yahvé,61 práctica que, proscrita expresamente por la Ley, se atribuía a la
influencia de los pueblos vecinos.
La Tanak o Biblia hebrea menciona varios demonios con distintos nombres. El
término seirim, traducido indistintamente como «demonios» o «sátiros» (Dt 32,17; Sal
106,37; Is 13,21), designaba a ciertas criaturas diabólicas que se concebían con figura de
cabra. Queteb (traducido como «peste», «huracán destructor» o «muerte»)62 era el por-
tador de las pestes y mensajero del inframundo hebreo, el sheol. Resef, divinidad de las
pestes entre los cananeos, llegó a identificarse con el dios sumerio Nergal, que la litera-
tura de Ugarit equiparaba al fuego, de ahí que las versiones antiguas de la Biblia tradu-
jeran su nombre como «rayos», «hijos del relámpago» o «fiebre» (Sal 78,48; Job 5,7; Hab
3,5). Otro ser demoníaco es Azazel (¿«Violencia de Dios»?; Lv 16,8.10.26), un demonio
de origen desconocido que vivía en el desierto (considerado morada habitual de algunos
demonios)63 y destinatario del chivo expiatorio en la festividad judía del Día de la Expia-

59. Sigo la traducción inglesa de E.W. West, Sacred Books of the East, vol. 5, Oxford University
Press, Oxford, 1897.
60. Para los textos bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, sigo la Nueva Biblia de
Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998.
61. En la Biblia griega de los LXX, el término daimónion se utiliza en varias ocasiones para desig-
nar a los ídolos (Dt 32, 17; Sal 96, 5; 106, 37; Is 65, 3, 11; Bar 4, 7).
62. Cfr. Dt 32, 24; Is 28, 2; Os 13, 14.
63. Cfr. Lv 16, 10; Is 13, 21.

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ción. Como ya se ha dicho al estudiar la demonología mesopotámica, Lilith es una dia-


blesa que tenía trato carnal con los hombres y estrangulaba a los recién nacidos (cfr. Is
34,14).64 Por último, dever es la «peste» que, junto con resef, la «fiebre», escolta a Yahvé
para ejecutar el juicio divino sobre los pueblos paganos (Hab 3,5). Pese a la reprobación
bíblica, el pensamiento mágico de los pueblos circundantes y su creencia en demonios
no perdieron el favor popular, aunque sí quedaron excluidos de la fe yahvista, con la que
eran, al menos en teoría, incompatibles. No obstante, en el conjunto de la Tanak hebrea
e incluso en el del Antiguo Testamento65 cristiano, los demonios ocupan un lugar muy
poco significativo.
Ninguna de estas criaturas mencionadas alcanza el protagonismo de Satán (en he-
breo, «adversario»; la Biblia griega de los LXX lo traduce por diábolos). Este Satán no
puede identificarse sin más con el Satanás neotestamentario. Satán es inicialmente uno
de los «hijos de Dios» (bene haelohim) o miembros de la corte celestial, cuya misión
consiste en recorrer la tierra y enterarse de todo lo malo que los hombres hacen para
después informar a Yahvé. Es, por tanto, mucho más adversario del hombre que de
Dios. Satán es el adversario del hombre porque, si no cumpliera su misión, Yahvé, en el
cielo, no tendría conocimiento de las malas acciones humanas. Pero, con el tiempo, este
personaje pasa de ser simple informador del mal de los hombres a incitador del mismo.
El personaje de Satán aparece en tres libros postexílicos.66 En ninguno de estos casos
se le considera agente independiente del mal, sino como miembro de la corte celestial
sujeto a la voluntad divina, lo que se hace evidente sobre todo en el prólogo del libro de Job
(Job 1-2), donde se cuenta entre los «hijos de Dios» (Job 1,6). El pasaje refiere cómo «el
Satán» (hassâtan, con artículo) fue autorizado por Dios para poner a prueba a Job hun-
diéndolo en la mayor de las miserias, lo que demostraría si su virtud era desinteresada o
no. En Zacarías 3,1-2, Satán vuelve a aparecer como acusador, esta vez del sumo sacerdote
Josué. Su mención más tardía es en 1 Crónicas 21,1 (texto paralelo a 2 Sm 24,1), donde
Dios incita a David a hacer un censo de Israel (acto considerado como una falta de graves
consecuencias). La versión del incidente en 1 Crónicas sustituyó a Yahvé (el incitador en 2
Sm 24,1) por Satán, de acuerdo con una doctrina posterior según la cual la incitación al
mal no es propia de Dios. Aquí, Satán ya es un demonio independiente.
Hay incluso algunos textos en los que el malak YHWH, «mensajero» o «ángel» de
Yahvé, no se distingue en su actuación de Satán. Es un ejemplo más de la ambivalencia

64. La literatura rabínica posterior y la cabalística medieval la convertirán en la primera esposa de


Adán, antes de Eva. Probablemente, el primer texto que hace esta identificación es el Alfabeto de Ben
Sira, obra medieval que se puede fechar entre los siglos VIII y X d.C. Pero mucho antes, la literatura
rabínica insinuaba que Adán tuvo otra mujer antes que Eva; así, por ejemplo, el midrás Génesis Rabbah
18, 4 y 22, 7.
65. El libro de Tobías, escrito en griego si bien debió tener un original semita perdido, no está
incluido en la Tanak. En él aparece 9 veces el término «demonio», particularmente referido al demo-
nio Asmoneo (del persa Aesma daeva; «espíritu de la cólera»). Dado el carácter de cuento edificante del
libro de Tobías, Asmodeo parece ser un elemento cuentístico más, análogo al de los genios maléficos
de los cuentos maravillosos de otras literaturas. En el apócrifo Testamento de Salomón 5, 7-8, se dice
que este demonio desfigura la hermosura de las vírgenes y excita a los hombres a la locura por las
mujeres. Por otra parte, en el libro del Eclesiástico o Sirácida del siglo II a.C., hay una referencia a
Sananás en la que se le identifica, más que con un agente externo, con el mal instinto interior: «Cuan-
do el impío maldice a Satanás, a sí mismo se maldice» (Sir 21, 27).
66. El exilio de Judá en Babilonia duró desde el 587 hasta el 538 a.C. Después pasó a la domina-
ción persa. No es de extrañar, por tanto, un posible influjo de las demonologías mesopotámica y
persa en el judaísmo.

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La existencia demoníaca

típica de lo sagrado, que atrae y repele, hace el bien y el mal. Este comportamiento paradó-
jico se ve en la historia de Balaam (Nm 22,20.22.32-33) y también en 1 Sm 16,14, cuando
Yahvé retira de Saúl el buen espíritu y le manda uno malo. En 1 Re 22,19 Yahvé envía un
espíritu de mentira para seducir y engañar a Ajab por medio de sus falsos profetas. Tanto Is
45,7 como Am 3,6 subrayan que tanto el bien como el mal provienen directamente de Dios.
El famoso relato de la caída de Adán y Eva de Gn 3 no tiene como protagonista
propiamente a Satán ni a ningún demonio (en ningún momento mencionados en el
relato), sino a la serpiente, «el más astuto de todo los animales» (Gn 3,1). Si bien por
influjo de la tentación, el mal es fundamentalmente responsabilidad humana. Única-
mente la tradición tardía, fuera de la Tanak, identifica a esta serpiente con el diablo. El
libro de Sabiduría, libro sapiencial de la segunda mitad del siglo I a.C., identifica por vez
primera en el conjunto del Antiguo Testamento a la serpiente con el diablo: «pero la
muerte entró en el mundo por envidia del diablo» (Sab 2,24).
Otro tipo de escritos, la literatura apócrifa intertestamentaria, particularmente la
de carácter apocalíptico, intensificará su preocupación demonológica. Algunos de estos
libros intentarán explicar, de distinta manera, el pecado de los ángeles (lo que no hace la
Biblia). El libro primero de Henoc (o Henoc etiópico) explica esta caída a partir de un
doble pecado: por una parte, haberse unido con las mujeres para engendrar a los gigan-
tes, siguiendo el relato bíblico de Gn 6,1-4, de claro carácter mítico y de influjo cananeo
(1 Hen 6-15);67 por otra, haber revelado a los hombres los misterios eternos que se reali-
zaban en los cielos tales como la escritura, la fabricación de armas, los encantamien-
tos... (1 Hen 8-9). Otro apócrifo del siglo I a.C., conocido como Vida de Adán y Eva
(Apocalipsis de Moisés), señala expresamente que fue el diablo quien incitó a la serpiente
a tentar a Adán y Eva (versículo 16 de la versión griega) y, en boca del mismo diablo,
explica que el motivo de su caída fue la de negarse a adorar a Adán (la tradición musul-
mana posterior, como se verá más adelante, adoptará esta misma interpretación):

Entonces salió Miguel, convocó a todos los ángeles y dijo: «Adora la imagen del Señor
Dios». Yo respondí: «No, yo no tengo por qué adorar a Adán». Como Miguel me forzó a
adorarte, le respondí: «¿Por qué me obligas? No voy a adorar a uno peor que yo, puesto
que soy anterior a cualquier criatura, y antes de que él fuese hecho ya había sido hecho yo.
Él debe adorarme a mí, y no al revés». Al oír esto, el resto de los ángeles que estaban
conmigo se negaron a adorarte [Vida de Adán y Eva, versión latina, vv. 14-15].68

La comunidad esenia de Qumrán, escindida del judaísmo ortodoxo, acusará el in-


flujo de un dualismo monoteísta que en parte recuerda al del mazdeísmo. Según la Regla
de la Guerra, Dios creó el espíritu de la luz y el de las tinieblas («Belial»), dejándolos en
libertad para asentarse en el mundo (1QM 13,11-12):

Tú creaste a Belial para la fosa, ángel de hostilidad; su (domi)nio son las tinieblas, su
consejo es para el mal y la iniquidad. Todos los espíritus de su lote, ángeles de destrucción,
marchan en las leyes de las tinieblas; hacia ellas su único deseo. Pero nosotros, en el lote de
la verdad, regocijémonos en tu mano poderosa [...] [1QM 13,11-12].69

67. Con algunas variantes, otros apócrifos aluden también a este pecado, como son los casos del
libro de los Jubileos (Jub 4, 22) y del Testamento de los Doce Patriarcas (Testamento de Rubén 5, 5-7).
68. Traducción de N. Fernández Marcos en A. Díez Macho (dir.), Apócrifos del Antiguo Testamento,
vol. II, Cristiandad, Madrid (1983), 341.
69. Traducción de F. García Martínez, Textos de Qumrán, Trotta, Madrid (1992), 158.

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Belial sería el ángel de la enemistad que se adentra en sus seguidores para convertir-
los en «hijos de las tinieblas» (los gentiles). Por el lado contrario, estarían los «hijos de la
luz» (los judíos, pero especialmente los fieles de la comunidad de Qumrán) con quienes
se entabla un combate, escatológico pero también intrahistórico, cuyo triunfo definitivo
caerá del lado de los «hijos de la luz» por el apoyo divino que recibirán (véase la Regla de
la Comunidad, particularmente, 1QS 3,13-14.20-22). Este grupo interpreta en clave moral
la caída de los ángeles (o «vigilantes»): ésta se debió a que no observaron los manda-
mientos de Dios (Documento de Damasco, CD 2,18-20).
De una manera u otra, este imaginario demonológico y dualista que se va generan-
do en este período influirá en los primeros escritos de una nueva secta que surgirá en el
seno del judaísmo: la de los cristianos.

10. Demonología cristiana neotestamentaria

Las ideas del Nuevo Testamento, como se acaba de decir, derivan en parte del judaísmo
contemporáneo, en particular de la tradición apocalíptica y rabínica, y en parte del
pensamiento helenístico. La identificación de los demonios con las divinidades paganas,
presente en Dt 32,17, persiste en varios pasajes del Nuevo Testamento (Hch 17,18; 1 Cor
10,20; Ap 9,20). Otro aspecto neotestamentario de los demonios es el de los espíritus
impuros capaces de entrar en el cuerpo humano para causarle mal, sea físico o espiri-
tual. Entre las alteraciones causadas por esta posesión estaban la ceguera y la mudez
(Mt 12,22), la locura (Lc 8,27-35) y diversas enfermedades (Mt 8,16-17; 12,22; Lc 11,14).
El diablo del Nuevo Testamento es un tentador,70 un embustero,71 un asesino,72 causa de
daños físicos,73 incluso de la muerte...74 En definitiva, el enemigo del Reino de Dios (el
mensaje central de Jesús de Nazaret; cfr. Mc 1,15). Pero, sin embargo, el Nuevo Testa-
mento no teoriza sobre el origen de lo demoníaco. Simplemente constata que existe.
Los escritos paulinos interpretan lo demoníaco en perspectiva cósmica, de modo
que enfatizan la victoria de Cristo sobre los poderes destructores (Gal 4,2-3; Col 1,15-20;
2,14-17; cfr. Ef 2,2; 6,10-20).75 Pablo habla de distintos poderes cósmicos, tales como
«principados» (Rom 8,38; 1 Cor 15,24; Ef 1,21; 6,12), «potestades» (Rom 8,38; 1 Cor
15,24...) y «elementos» (Gal 4,3.9; Col 2,8.20), que se oponen a los designios de Dios.
Pablo rara vez alude al «diablo» (Ef 4,27; 6,11) y únicamente una vez a «Belial» (cfr. 2
Cor 6,14), quien ya apareciera en los textos de Qumrán. Más frecuente es la referencia a
Satanás. En 1 Cor 10,14-22 Pablo relaciona los sacrificios a otros dioses con el culto a los
demonios, de modo que estos dioses quedan convertidos en signo de Satanás ya que son
fuerzas inferiores, no divinas, que esclavizan al hombre: «Pero si lo que inmolan los
gentiles, ¡lo inmolan a los demonios y no a Dios! Y yo no quiero que entréis en comunión
con los demonios» (1 Cor 10,20). Pablo llega a insinuar que incluso los ángeles podrían
ser contrarios a la gracia divina y al evangelio de Jesús, de modo que lo angélico y lo

70. Cfr. Mc 1, 13; 4, 15; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-3; Hch 5, 3; 1 Cor 7, 5; 1 Tes 3, 5; 1 Tim 5, 15; 2 Tim 2, 26;
1 Ped 5, 8.
71. Cfr. Jn 8, 44; implícitamente, 2 Cor 2, 11; 2 Tim 2, 26.
72. Cfr. Jn 8, 44.
73. Cfr. Lc 13, 11-16; 2 Cor 12, 7.
74. Cfr. Heb 2, 14.
75. Conviene señalar que la autoría paulina de la carta a los Efesios y de la carta a los Colosenses
es discutida por la exégesis actual.

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La existencia demoníaca

diabólico no queda netamente distinguido en la dupla dicotómica bueno-malo: «Pues


estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente
ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,38-39;
cfr. Gal 1,8).
En los escritos paulinos no queda clara la conexión entre el diablo y el pecado.
Éste se supone introducido por la libre decisión del hombre, el pecado de Adán (Rom
5,12-21; cfr. Gn 3), pero sin que intervenga Satanás (el papel del diablo no es mencio-
nado en absoluto). En Rom 16,20 se sugiere que la serpiente de Gn 3 era Satanás, pero
en ningún caso Pablo (ni ningún otro autor del Nuevo Testamento) da a entender que
forzase al hombre a pecar. De este modo, queda restringida la posición del diablo
como fuente y origen del mal. Más aún, Pablo a veces da a entender que las acciones
satánicas no son siempre de cariz negativo, dado que pueden cooperar al acrisola-
miento de los creyentes, como son el caso del incestuoso que debe ser entregado a
Satanás para ser mortificado (1 Cor 5,1-5) y el del propio Pablo, quien entiende que es
afligido por una enfermedad («un ángel de Satanás que me abofetea») para no caer en
el engreimiento (2 Cor 12,7-9).
La tradición evangélica supone a Jesús enfrentado a Satanás, si bien este personaje
no recabe especial protagonismo. Los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas)
introducen a Satanás en el relato de las tentaciones (Mc 1,12-13; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13),
en la disputa con motivo de los exorcismos de Jesús (Mc 3,22-27; Mt 12,22-30; Lc 11,14-
23) y en la explicación de la parábola del sembrador (Mc 4,14-20; Mt 13,18-23; Lc 8,11-
15). También se alude a él en el relato de la confesión mesiánica de Pedro en Cesarea de
Filipo (Mc 8,27-33; Mt 16,13-23). Fue quien provocó la traición de Judas Iscariote e hizo
que Pedro negara conocer a su maestro (Lc 22,3-6.31-34). Implícitamente es identifica-
do con Beelzebul,76 quien era considerado como el «príncipe de los demonios» (Mt 12,24;
Lc 11,15; cfr. Mt 9,34). En otros textos, los evangelistas presentan la fuerza del mal
encarnada en Satán aunque bajo distintas denominaciones. Marcos invita a pensar en
Satán (Mc 1,13; 3,23.26; 4,15; 8,33);77 Mateo alude indistintamente a Satán (Mt 4,10;
12,26; 16,23), al diablo (Mt 4,1.5.8.11; 13,39; 25,41), al «enemigo» (Mt 13,39) y al «mal-
vado» (Mt 13,19.38); Lucas habla de Satanás (Lc 10,18; 11,18; 13,16; 22,3.31), del diablo
(Lc 6,70; 8,44; 13,2) y del «enemigo» (Lc 10,19).
En su conjunto, los evangelios sinópticos entienden la vida de Jesús como victoria
sobre el mismo Satanás, el tentador por excelencia (ho peiradson; Mt 4,3) que se iden-
tifica con los bienes materiales (tentación del pan), del poder (tentación del reino) y de
la imposición ideológica (tentación de los milagros). Por el contrario, los milagros de
Jesús, particularmente sus exorcismos, quizá inicialmente prácticas apotropaicas para
conjurar los espíritus malignos, se convierten en signos de la cercanía y presencia del
Reino de Dios, que liberan al hombre de todo aquello que lo deshumaniza, devolvién-
dole así su dignidad (el episodio del endemoniado de Gerasa parece ir claramente en
esta línea).78 Jesús plantea la batalla al diablo como tal, es decir, al principio originario
de lo malo. Así lo supone Lc 10,18 cuando interpreta el sentido de los exorcismos

76. En sus orígenes éste era el nombre del dios filisteo de Ecrón (cfr. 2 Re 1, 2).
77. El evangelio de Marcos es el único que no utiliza nunca el término «diablo», pues emplea
siempre la denominación hebrea satana (Mc 1, 13; 3, 23, 26; 4, 15; 8, 33).
78. Cfr. Mc 5, 1-20; Mt 8, 28-34; Lc 8, 26-29. Este episodio, sumamente pintoresco en sus detalles,
lleva implícita, en el nombre del «espíritu inmundo» («Legión»), una crítica al poder opresor del
Imperio romano.

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Juan Luis de León Azcárate

diciendo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo». Clara es también la afirma-
ción, igualmente puesta en boca de Jesús, de Mt 12,28 (cfr. Lc 11,20): «Pero si por el
Espíritu de Dios expulso yo los demonios es que ha llegado a vosotros el Reino del
Dios». Este poder de exorcizar será transmitido por Jesús a sus discípulos (Mt 10,1;
Hch 5,15-16).
El evangelio de Juan relaciona el diablo con el fundamento de lo malo, y por esta
razón destaca la función de Cristo como aquel que viene del bien originario. Juan men-
ciona a Satán (Jn 13,27), al diablo (Jn 6,70; 8,44; 13,2) y al «príncipe de este mundo» (Jn
12,31; 14,30; 16,11). El diablo es también el «padre de la mentira» que impide a los
judíos creer en la misión divina de Jesús (Jn 8,44). Juan llega incluso a personalizarlo
como tentador en Judas (Jn 6,70; 13,2). Las funciones del diablo en el evangelio de Juan
son muy nítidas: él es la mentira y la muerte (el «homicida»; Jn 8,44). En definitiva, es
quien se opone a la verdad de Jesús (el «Anticristo» lo llamarán 1 Jn 2,18 y 2 Jn 7) y
quien amenaza la realidad y la vida de los humanos. El mismo Jesús será demonizado
por sus opositores (Jn 7,20; 10,20). El diablo representa todo lo que en este «mundo»79
atenta contra el hombre. Pero, para Juan, la muerte y resurrección de Jesús suponen la
derrota del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 16,11).
Finalmente, el Apocalipsis, libro de la escuela joanea escrito durante la persecución
de Domiciano (81-96 d.C.), introduce lo demoníaco en el ámbito del juicio escatológico.
El Apocalipsis pretende dar ánimos a la comunidad cristiana perseguida y presenta su
anhelado triunfo como un combate escatológico en el que Satanás, descrito como «Dra-
gón» (Ap 12,3.9) que da poder a la «Bestia» (Ap 13), imagen del imperio romano, es
derrotado por Cristo y precipitado a la tierra con sus ángeles (Ap 12,7-9), y, al final de los
tiempos, «arrojado al lago de fuego y azufre» (Ap 20,10). En definitiva, más que de un
combate cósmico contra el Mal absoluto, se trata de un combate intrahistórico contra
los poderes opresores de este mundo.
Pese a que la demonología neotestamentaria no es uniforme y atribuye a Satanás
un protagonismo relativo, la demonología cristiana experimentará a lo largo de su histo-
ria, particularmente durante el Medioevo, un desarrollo desmesurado que otorgará al
diablo y a sus demonios un poder e influjo inusitados. Pero el análisis de este desarrollo
desborda los límites de este estudio.

11. Demonología islámica

La demonología islámica, particularmente coránica, es, al menos en parte, tributaria de


la demonología judeo-cristiana y de las tradiciones de los árabes preislámicos. Heredera
de esta mentalidad preislámica parece ser la creencia en el islam de una clase de seres
denominada dijinn,80 una especie de genios de naturaleza difícil de precisar. El beduino
preislámico, cuando sacrificaba a las piedras sagradas, creía que la sangre era bebida

79. Para el evangelio de Juan, el «mundo» (kosmos) puede significar simplemente la tierra o el
universo (Jn 1, 10; 17, 5, 24), pero generalmente designa una realidad de signo negativo que es todo lo
contrario a la santidad ontológica y moral de Dios (cfr. Jn 1, 29) y que se opone a Dios (1 Jn 2, 15; 4, 4-
6) y a Cristo (Jn 14, 27; 15, 18; 16, 33).
80. Este término pertenece a una raíz cuyos significados fundamentales parecen ser ocultar y a
veces estar cubierto de una vegetación abundante. ¿Se trataría originariamente de una especie de
espíritus animados de la Naturaleza?

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La existencia demoníaca

por estos seres. El Corán prohíbe las viejas prácticas de sacrificarles niños (Corán
6,137.140). Los dijinn conforman una categoría de seres situados entre los hombres y
los ángeles. Han sido creados de las llamas de fuego (Corán 55,15), del «fuego ardiente»
o del viento quemante (Corán 15,27). Poseen una corporeidad más sutil que los hom-
bres, pero, como los hombres, se reproducen y son mortales, pues el Corán habla de sus
generaciones pasadas (cfr. Corán 7,37; 41,25; 46,18). Oyen y son seres de razón, e inten-
tan espiar los secretos del cielo (Corán 72,8-9) y lo que captan lo transmiten a hechiceros
y adivinos. Poseen cualidades excepcionales (Corán 27,39).81 Como todos los demás se-
res invisibles, serán también sometidos a juicio en función de su grado de atención al
mensaje del Profeta (Corán 6,128-130; 7,38; 11,119; 46,31-32).
Pero más interesante es el influjo judeo-cristiano. El Corán habla con frecuencia de
Satán bajo el nombre de Iblis.82 Éste, originariamente miembro de los dijinn (Corán
14,48-50), era un ángel bueno y su transformación en Satán fue debida a su negativa a
postrarse delante de Adán, el primer hombre.83 El Corán narra la ocasión y las circuns-
tancias de su caída asumiendo, como ya se ha dicho, el relato apócrifo judío Vida de
Adán y Eva:

Y enseñó a Adán los nombres de todas las cosas; luego se las mostró a los ángeles y les dijo:
«Decidme los nombres de estas [cosas], si es verdad lo que decís». Dijeron: «¡Gloria a Ti!
No tenemos más conocimiento que el que Tú nos has impartido. Ciertamente, sólo Tú eres
omnisciente, sabio». Dijo: «¡Oh Adán! Infórmales de los nombres de estas [cosas]». Y cuando
[Adán] les hubo informado de sus nombres, [Dios] dijo: «¿No os dije: “Ciertamente, sólo
Yo conozco la realidad oculta de los cielos y de la tierra, y conozco todo lo que ponéis de
manifiesto y todo lo que ocultáis”?». Y cuando dijimos a los ángeles: «¡Postraos ante Adán!»,
se postraron todos, excepto Iblis, que se negó y se mostró arrogante: y así se convirtió en
uno de los que niegan la verdad [Corán 2,31-34].84
[Dios] dijo: «¡Oh Iblis! ¿Qué te ha impedido postrarte ante ese [ser] que he creado con Mis
manos? ¿Eres demasiado orgulloso [como para inclinarte ante otro ser creado], o eres de
los que se creen superiores [a todos]?». [Iblis] respondió: «Yo soy mejor que él: Tú me
creaste de fuego, mientras que a él lo creaste de arcilla». Dijo: «¡Sal, pues, de éste [estado
angélico], pues, ciertamente, eres [de aquí en adelante] un maldito, y Mi rechazo será tu
merecido hasta el Día del Juicio!». Dijo: «¡Oh Sustentador mío! ¡Concédeme, entonces,
una prórroga hasta el Día en que sean resucitados!». Respondió: «Así sea, en verdad: serás
de aquellos a quienes se ha concedido una prórroga hasta el Día cuyo momento es conoci-
do [sólo por Mí]». Dijo: «¡[Juro] entonces por Tu poder que, ciertamente, les induciré a
caer en el error, [a todos] salvo a quienes de ellos sean realmente siervos Tuyos!». [Y Dios]
dijo: «¡Ésta, pues, es la verdad! Y esta verdad declaro: ¡ciertamente, he de llenar el infierno
contigo y con los que te sigan, todos juntos!» [Corán 38,75-84].

81. «[Cuando Salomón supo que la reina de Saba estaba en camino,] dijo [a sus consejeros]: “¡Oh
dignatarios! ¿Quién de vosotros puede traerme su trono antes de que ella y su séquito vengan a mí en
sometimiento a Dios?”. Dijo uno audaz de entre los seres invisibles [siervos de Salomón]. “¡Te lo traeré
antes de que te levantes de tu asiento en el consejo —soy, ciertamente, capaz de hacerlo, [y] digno de
confianza!”» (Corán 27, 38-39).
82. La forma Iblis parece estar basada en un malentendido: diábolos, escrito en letras sirias, fue
interpretado como el pronombre d + ibls, y de la estructura consonántica ibls se produjo iblis; cfr. G.
Widengren, Fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid (1976), 131, nota 53.
83. Cfr. Corán 2, 30-34; 7, 11-12; 15, 31-32; 17, 61; 18, 50; 20, 116; 38, 75-84.
84. Traducción de El mensaje del Qur’an, traducción del árabe y comentarios Muhammad Asad,
Junta Islámica, Almodóvar del Río (Córdoba), 2001. Otra buena traducción del Corán es la de J.
Cortés, El Corán, Herder, Barcelona 1992.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 435

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Juan Luis de León Azcárate

Como consecuencia de su negativa, Alá lo expulsó del Paraíso maldiciéndolo hasta el


día del Juicio Final.85 Aunque los textos no son fáciles de reducir a unidad, parece que la
figura de Satán en el islamismo no representa el mal radicalmente; aparece subordinado a
Alá y pidiéndole autorización para actuar. Alá le da permiso y poder hasta el día de la
resurrección para seducir a los hombres a cometer acciones malas,86 si bien «no tiene
poder sobre los que han llegado a creer y ponen su confianza en su Sustentador» (Corán
16,99). No hay en esta representación del demonio rastro alguno de dualismo. Satán es,
como en el judaísmo, más el adversario del hombre que el de Alá (Corán 2,168; 35,6).
Quizá precisamente por esto mismo, parece que la mística islámica no se sintió
cómoda con la concepción coránica de Satán.87 Algunos místicos sufíes (como al-Ha-
llâj, ‘Attâr y Rûmî, entre otros) han meditado sobre la desobediencia de Satán o Iblis y
han llegado a la paradójica conclusión de que Satán es el primer monoteísta porque la
orden de Alá de adorar a Adán era absurda y arbitraria, ya que previamente había
ordenado que sólo a Él se podía adorar. De este modo, Iblis o Satán se convierte en el
perfecto monoteísta que ha preferido la condenación a adorar a otro ser distinto del
Dios único. El siguiente texto del Kitâb al-tawâsîn de Hallâj es una muestra de esta
interpretación mística:

[Habla Satán refiriéndose a Alá]: Él me ha dejado solo, me ha dejado estupefacto, me ha


rechazado para que no me mezclara con los amigos..., me ha exiliado para sacralizarme,
me ha sacralizado —(recordar los dos sentidos de sagrado: santo y prohibido)— para sepa-
rarse de mí, se ha separado de mí para descubrirme, me ha descubierto para unirse a mí,
se ha unido a mí para apartarme, para desearme.88

Otro místico sufí, Yamal od-Din Rûmî (1207-1273), en su obra Mathnawi-e Mawlawi
(Dísticos del significado interior), cuenta una parábola que describe el diálogo entre un
hombre piadoso llamado Mo’avia y Satán. En un momento del diálogo, Satanás, acusa-
do por el hombre de traer el mal y no el bien, haciendo gala de una gran oratoria, le
explica cuál es su propia función en el mundo. Esta autodescripción resume perfecta-
mente el papel ambivalente que la figura del diablo (y sus adláteres los demonios) ha
jugado a lo largo de la historia de las religiones y que ha hecho preguntarnos si el diablo
es ángel o demonio, si es siempre enteramente malo (el Malo) o no lo es. Con él concluye
este recorrido histórico-religioso sobre la figura del diablo:

¿Cómo puede ser verdad lo que dices? ¿Acaso puedo yo traer algo al mundo? Dios es el
único agente. Todo procede de su voluntad, el bien y el mal. Todas las cosas están subordi-
nadas a un plan, determinado por Dios e incomprensible para los hombres. Yo no tengo
nada que ver, créeme. Me parece que estás valorando demasiado mi papel. Considérame
más bien como un espejo en el que se reflejan las acciones buenas y malas. La superficie
transparente, como sabrás, no produce las imágenes que los hombres ven en ella.89

85. Cfr. Corán 7, 13-18; 15, 34-35; 38, 77-78. Sin embargo, parece que se dan una serie de variantes
que sugieren una apocatástasis o reconciliación final (cfr. Corán 2, 32; 17, 63; 38, 75 y ss.).
86. Cfr. Corán 7, 15-18; 15, 39; 17, 62-64; 20, 117; 34, 20-21; 38, 82; 114, 1-5.
87. Sobre esto véase G. Widengren, Fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid (1976), 132-134;
V. Hernández Catalá, La expresión de lo divino en las religiones no cristianas, BAC, Madrid (1972), 93-94.
88. Texto tomado de V. Hernández Catalá, La expresión de lo divino en las religiones no cristianas,
BAC, Madrid (1972), 93, nota 23.
89. Adaptación de L. Arena, Yamal od-Din Rumi. El canto del derviche. Parábolas de la sabiduría
sufí, Grijalbo Mondadori, Barcelona (1997), 82.

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La existencia demoníaca

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LA EXISTENCIA SOSEGADA Y VELOZ

Lluís Duch

1. Introducción

¿Cuál es el ritmo óptimo para una existencia humana que no se disuelva ni en el frenesí
ni en la apatía y el aburrimiento? Es una obviedad afirmar que la calidad de vida del ser
humano de todos los tiempos, es decir, su salud física, psíquica y espiritual, depende en
gran medida de la calidad de lo que Maurice Merleau-Ponty designaba con la expresión
«espacio y tiempo antropológicos», que rigurosamente no han de confundirse con la
simple vastedad de los espacios ilimitados ni con la fatal cronología sin las modulacio-
nes y acentos que son propios de la espaciotemporalidad de los miembros de las socie-
dades humanas. No deja de ser curioso que en nuestros días se detecte por igual un
exacerbado deseo de velocidad y una profunda apatía e irresponsabilidad en ámbitos
tan diferentes como los de la política, la religión, las responsabilidades sociales y toda
suerte de asociacionismo. Por un lado, la curiosidad, que ha sido, sobre todo a partir del
siglo XVI, el gran motor de la modernidad,1 y, por el otro, la capacidad reflexiva y contem-
plativa, tan presente, diversa y activa en la cultura occidental, parece como si en nues-
tros días hubiesen alcanzado niveles de desenfreno y descomposición que provocan tan-
to actitudes vitales sobreaceleradas y sin objetivo como mutismos desencantados y sin
aliento que, en el fondo, son formas del «antidiálogo» y del solipsismo más descarado.
Porque interrumpen la auténtica comunicación entre los seres humanos, no cabe la
menor duda de que a menudo esos mutismos, que nada tienen que ver con el auténtico
silencio, desembocan casi necesariamente en variadas formas de violencia y agresivi-
dad, que han sido y son los «lenguajes» que se imponen siempre que fracasan las trans-
misiones y recepciones promovidas por los auténticos y humanizadores lenguajes hu-
manos. Creemos que el «nerviosismo difuso», al que tan oportunamente se refería Georg
Simmel en los últimos años del siglo XIX, posee en la actualidad una fortísima incidencia
en los miembros de una sociedad cuya salud colectiva se halla gravemente conmociona-
da a causa de una acentuada erosión de las relaciones entre velocidad y sosiego, entre
acción y reflexividad.

2. La sobreaceleración de la sociedad actual

Especialmente a partir del siglo XIX, un rasgo característico de las sociedades occidenta-
les es la sobreaceleración del tiempo humano, acompañada de una innegable banaliza-
ción del espacio humano. Todas las culturas, particularmente la occidental, se han visto
confrontadas con el problema, a menudo un auténtico desafío, de la velocidad. Cuando

1. Sobre la curiosidad, véase H. Blumenberg, La legitimación de la Edad Moderna (edición corregi-


da y aumentada), Valencia, Pre-Textos, 2008, 3.ª parte.

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La existencia sosegada y veloz

nos referimos a la velocidad no estamos evocando una cuestión simplemente «mecáni-


ca», sino que en realidad tenemos in mente las relaciones de todo tipo que los seres
humanos, a nivel individual y colectivo, establecen en el seno de una determinada socie-
dad. En cada momento histórico, hablar de velocidad, por consiguiente, equivale a evo-
car el tempo de las múltiples relaciones humanas entre palabra, silencio, memoria, olvi-
do, salud, calendario, artefactos de todo tipo, entorno y acontecimientos. En un esque-
ma antropológico que se mueve en el marco «pregunta-respuesta», un dato que nos
parece evidente es que, en cada aquí y ahora, la calidad de la relacionalidad de cada ser
humano concreto indica cuáles son las dimensiones de su auténtica humanidad.
Otro aspecto de la problemática que debe tenerse en cuenta es que, históricamente, la
velocidad —la posibilidad de establecer relaciones cada vez más veloces— ha sido un
factor directamente implicado en el aumento de la riqueza y también de la capacidad de
ejercer un poder cada vez más refinado, eficiente y omnipresente. A mayor velocidad,
mayor poder: es una constatación histórica irrefutable tanto en las culturas orientales
como en las occidentales. En nuestros días, con la imprescindible ayuda del desarrollo
tecnológico y del mercado, la «obsesión cinética» ha superado espectacularmente las posi-
bilidades cinéticas de otros tiempos.2 Actualmente, en casi todos los ámbitos de la existen-
cia humana, impera la cronopolítica (Virilio), que consiste en la sujeción creciente del ser
humano a la dominación —sobre todo mental— ejercida por parte de los artefactos que él
mismo ha fabricado y comercializado.3 La sobreaceleración imperante en nuestras socie-
dades no se limita a unos ámbitos específicos, no se ciñe al marco de «lo mecánico», sino
que se detecta en todas las manifestaciones y transmisiones materiales y espirituales de las
tres «estructuras de acogida» (familia, ciudad, religión) clásicas, las cuales se hallan sobre-
determinadas y, a menudo, casi anuladas por el impacto creciente de una cuarta estructu-
ra, cuya función consiste justamente en la desenfrenada aceleración del tempo psicológico
y social de los seres humanos: los medios de comunicación.4
En esta exposición, aunque el problema se detecta en el conjunto de la existencia
humana de estos comienzos del siglo XXI, nos referiremos muy brevemente al impacto
de la sobreaceleración en dos campos concretos: la memoria (olvido) y la salud.

2.1. La memoria (olvido)

Tal vez produzca cierta extrañeza la vinculación de memoria (olvido) y velocidad. El


hecho de que vivamos en una «sociedad del olvido» es una de las consecuencias más
desestructurantes y devastadoras del aumento inmoderado de velocidad que impone-

2. A nuestro entender, una de las reflexiones más agudas sobre el papel de la tecnología en la
plasmación de la sociedad actual es la de U. Galimberti, Psiche e techne. L’uomo nell’età della tecnica,
Milán, Feltrinelli, 21999. Creemos que es muy importante distinguir con claridad —cosa que no siem-
pre es fácil— entre técnica y tecnología. Seguramente que una adecuada comprensión del ser humano
como Homo technicus, que nunca deja de ser un «espíritu encarnado», permitiría establecer con
bastante claridad los límites de la tecnología.
3. Véanse de P. Virilio, El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, 1997; Id., La velocidad
de liberación, Buenos Aires, Manantial, 1997.
4. Sobre las «estructuras de acogida», cfr. nuestro estudio La educación y la crisis de la modernidad,
Barcelona - Buenos Aires - México, Paidós, 2001 (2.ª reimpr.). Una notable carencia de este estudio es
que no tiene suficientemente en cuenta la decisiva importancia en nuestros días de la cuarta «estruc-
tura de acogida»: los mass media.

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Lluís Duch

mos a nuestro vivir y convivir cotidianos.5 Creemos que lleva razón Jan Assmann cuan-
do afirma que «si la hermenéutica ha definido al hombre como un ser que comprende,
la investigación de la memoria cultural define a este ser que comprende como un ser que
recuerda».6 Hans Blumenberg señala que el continuum de la vida humana revela una
«inagotabilidad semántica», una polisemia de sucesivas comprensiones de sí, unas in-
tervenciones cambiantes y coyunturales del «factor biográfico» en las continuas estacio-
nes de nuestros trayectos biográficos, justamente en la medida en que se mantiene acti-
vo el «trabajo de la memoria», que consiste en el salvamento, siempre parcial y provisio-
nal, del tiempo humano que siempre no deja de ser un «tiempo perdido».7 El «trabajo de
la memoria», fundamentalmente, se opone a la máxima manifestación de la contingen-
cia, que es la muerte. Sin embargo no puede olvidarse que el hombre es un ser que, a
causa de su insuperable finitud, en medio del «absolutismo
de la realidad» (Blumenberg), se mueve sin cesar en la cuerda floja entre el recordar
y el olvidar.8 Individual y colectivamente, recordamos y olvidamos históricamente, es
decir, de acuerdo con las solicitaciones, los retos y los cambios que nos impone el con-
texto vital en el que nos encontramos. El ser humano, lo quiera o no, es «contextodepen-
diente». Por eso la tensión entre memoria y olvido es sociogenética (Assmann), y tam-
bién posee una indudable función psicogenética. En cada momento presente, la cons-
trucción, la génesis psicológica y sociológica de la realidad, protagonizada por los seres
humanos, no puede desvincularse de «lo ausente» pasado y futuro (rememoración y
anticipación) porque «no hay comprensión sin memoria, no hay existencia sin tradi-
ción».9 Nietzsche se refiere al «carácter conectivo» (mejor que «colectivo») de la memo-
ria porque crea comunidad y hace posible que sociedades e individuos creen sus propios
trayectos biográficos en constante lucha contra el olvido y la desestructuración simbóli-
ca, que es otra expresión para concretar lo que designa la palabra «caos».10 Esa creación
de comunidad que es un atributo de la memoria posee matices éticos muy importantes:
instituye la responsabilidad como forma privilegiada de relación entre los seres huma-
nos. Por eso Nietzsche puede definir al individuo capaz de recordar como «el animal al
que es lícito hacer promesas».
Repetidamente se ha observado que una de las características más notables de la
modernidad occidental, el «ebrio anhelo del sentido sensacional» (Marquard), consiste
en una progresiva «destradicionalización» y neutralización de los puntos de referencia
que antaño hicieron posible la conexión no simplemente «informacional», sino real-
mente comunicativa entre individuos y grupos humanos.11 O lo que es lo mismo: la
creciente incapacidad efectiva y afectiva para hacer presente lo ausente pasado y futuro
bajo las fluctuantes condiciones de cada situación, lo cual, en la práctica, implica la

5. Somos muy conscientes de que hay una memoria que salva, que es, en el sentido más directo de
la palabra, terapéutica, y una memoria que mata, a menudo con rasgos enfermizos, la cual se halla en
las cercanías del resentimiento, la venganza y la incapacidad de compadecer. En el fondo, la memoria,
como la religión o la política, puede dar lugar a lo mejor y a lo peor porque participa muy directamente
de lo que es propio del ser humano: la ambigüedad.
6. J. Assmann, Religión y memoria cultural. Diez estudios, Buenos Aires, Lilmod, 2008, p. 16.
7. Cfr. H. Blumenberg, Tiempo de la vida y tiempo del mundo, Valencia, Pre-Textos. 2007.
8. En este contexto, resulta especialmente interesante el libro de H. Weinrich, Leteo. Arte y crítica
del olvido, Madrid, Siruela, 1999.
9. Assmann, op. cit., p. 47.
10. Cfr. Assmann, op. cit., pp. 120-126.
11. Véase P. Barcellona, Posmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social, Madrid,
Trotta, 1992.

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La existencia sosegada y veloz

imposibilidad de constituir «praxis —siempre provisionales— de dominación de la con-


tingencia». Cada vez nos encontramos más firmemente capturados en redes sociales
«informacionalmente» superconectadas, pero «comunicativamente» desconectadas. De
esa manera se pasa por alto que, en muchos aspectos decisivos de la existencia humana,
el porvenir depende del provenir (Marquard).
No debería olvidarse que la sobreaceleración del tiempo anula o, por lo menos,
malogra gravemente el «trabajo de la memoria», trastrocando de una manera que nos
parece muy peligrosa para la salud y el equilibrio físicos, psíquicos y espirituales de las
personas la secuencia «pasado-presente-futuro» que, en todas las situaciones y circuns-
tancias, ha sido determinante para la constitución y afirmación corporales y espirituales
de individuos y colectividades. Marshall Berman ha escrito: «La atmósfera en la que
nace la sensibilidad moderna es de agitación y turbulencia, de vértigo y embriaguez
psíquicos, de extensión de las posibilidades de la experiencia y destrucción de las barre-
ras morales y de los vínculos personales, de expansión y de desarreglo de la personali-
dad, de fantasmas en las calles y en el alma».12
Walter Benjamin, en los apuntes sobre la gran obra que proyectaba (Passagen-Werk),
anota que la moda se ha convertido en «la medida moderna del tiempo» que, además,
encarna la relación actual entre el sujeto y el objeto a causa de la nueva «naturaleza» que
se atribuye a las cosas; naturaleza que, en último término, se ha impuesto como conse-
cuencia del fetichismo de la producción de mercancías. En la moda, «la fantasmagoría
de las mercancías se adhiere a la piel», o, como escribe en otro lugar: «La moda prescri-
be el ritual mediante el cual el fetiche de la mercancía quiere ser adorado». Puede afir-
marse, por consiguiente, que la modernidad es, principalmente, una movilización general
de todos los elementos que entran en la configuración de la existencia humana: Mobilma-
chung. Este término fue creado en los años treinta del siglo pasado por Ernst Jünger,
que lo tomó prestado de la esfera militar y militarista («movilización general»), de la
cual era un profundo admirador. Con algunas reservas, Peter Sloterdijk lo utiliza para
poner de manifiesto el creciente y, en muchos casos, angustioso carácter cinético de los
tiempos modernos.13 De hecho, en pleno siglo XIX, Charles Baudelaire, refiriéndose al
tránsito rodado de París, ya advertía que «la modernité, c’est le transitoire, le fugitif, le
contingente». Ahora mismo, en plena posmodernidad, parece todavía mucho más evi-
dente que en aquella centuria que el espacio urbano moderno también se ha convertido
en «un espacio sometido (asservi) enteramente a la velocidad» y determinado casi exclu-
sivamente por ella (F. Choay).14
Esta «non-stop-society» que es la nuestra, mediante la creciente aceleración de su
tiempo, convierte en irrelevante no sólo el aquí y el ahora de las personas, sino que,
sobre todo, hace imposible, clausura, provoca la defunción del futuro, lo cual lógica-
mente hablando es una auténtica barbaridad. Mientras que en el siglo XIX aún era posi-

12. N. Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Madrid, Siglo
XXI, 41991, p. 124.
13. Cfr. P. Sloterdijk, Eurotaoísmo. Aportaciones a la crítica de la cinética política, Barcelona, Seix
Barral, 2001, pp. 26-39.
14. La urbanista francesa Françoise Choay ha dedicado algunos interesantes estudios a las conse-
cuencias del vertiginoso ritmo social de nuestros días en las estructuras ciudadanas; ritmo que reper-
cute negativamente en el comportamiento de los ciudadanos. Véase sobre todo F. Choay, Pour une
anthropologie de l’espace, París, Seuil, 2006, esp. pp. 229-251. También posee interés el estudio de O.
Mongin, La condición urbana. La ciudad a la hora de la mundialización, Buenos Aires – Barcelona -
México, Paidós, 2006.

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Lluís Duch

ble (o, al menos, así se creía) crear y explorar las posibilidades contenidas en el futuro
por medio, por ejemplo, del «sueño político», del «sueño sindical» o del «sueño cultu-
ral», en la actualidad son muchos los que están convencidos de que el futuro se ha
perdido definitivamente. En la medida en que el futuro es dominado y, a menudo inclu-
so, secuestrado por los problemas de la instantaneidad —y éste parece ser hoy el caso—
, el futuro ya no puede configurar aquel ámbito de proyección y concreción, en el que
podían recogerse sin unas excesivas restricciones los deseos, esperanzas y temores ac-
tuales del ser humano. Es evidente que el futuro ya no nos aparece como aquel «lugar»
suficientemente alejado de nosotros, pero sin embargo imaginable, que podía acoger y
hacer fructificar todo lo que no podía «colocarse» y «experimentarse» en la actualidad.
Ahora, salvadas algunas honrosas excepciones, el futuro ya no es una alternativa en el
horizonte humano porque se pone seriamente en duda de que el mismo ser humano
tenga alguna forma de porvenir. En nuestros días, el pensamiento, las actividades coti-
dianas y los sueños del hombre se ven drásticamente reducidos y encogidos porque una
parte considerable del futuro ya está disponible y, a menudo incluso, «gastado» e «inser-
vible». Quemar —equivalente a olvidar— las etapas de la existencia humana y los proce-
sos de aprendizaje consiguientes parece ser una de las consignas más divulgadas del
momento presente. Los procesos iniciáticos, tan imprescindibles para aprender el «ofi-
cio» de hombre o mujer, prácticamente han desaparecido como consecuencia de la so-
breaceleración del frenético tempo económico, religioso y político imperante en nues-
tras sociedades. Puede afirmarse, por consiguiente, que para muchos de nuestros con-
temporáneos el futuro ya no es aquel ámbito espaciotemporal en donde, antaño, se
solían situar los espacios de la esperanza, de los «sueños despiertos», para hablar como
Ernst Bloch. Ahora, muy a menudo, ni tan siquiera se alcanza a configurar algún «lu-
gar» de la «espera sin esperanza».
Para un mejoramiento real de la salud individual y colectiva se impone una desace-
leración de los ritmos violentos y sin armonía que pretende imponer la cuarta estructura
de acogida (los medios de comunicación), cuya «misión», con las excepciones de rigor,
es provocar el deterioro irreversible de la memoria de las personas y de los grupos hu-
manos.15 Una cuestión que hay que tener en cuenta, sobre todo en relación con una
antropología de la vida cotidiana, es que los actuales medios electrónicos de comunica-
ción de masa están modificando profundamente nuestra conciencia temporal y espacial
—la «espaciotemporalidad» propia de los seres humanos— y las relaciones de todo tipo
que establecemos con su mediación. De esta manera, a base de enormes caudales de
información, se produce una incomunicación creciente y una real indiferencia por la
suerte del otro. «Informar para incomunicar» es su lema preferido. No es porque sí que
las tradiciones místicas de la humanidad no sólo han proclamado a los cuatro vientos
los beneficios de la lentitud, del sosiego, sino que han vivido intensamente de la búsque-
da de la pacificación interior y de la quietud espiritual a pesar de los conflictos e incerti-
dumbres que siempre amenazan a los seres humanos a causa de su insuperable contin-
gencia. En ese ámbito de serena quietud es posible que los unos nos acordemos de los
otros, porque el recordar permite la práctica de la simpatía en el sentido que Max Sche-
ler confería a este término. «Ponerse en la piel del otro», «descentrarse» (Plessner), «des-

15. Es harto evidente que referirse a los mass media implica necesariamente tener en cuenta los
ingentes negocios económicos, políticos y culturales que les dan sustento. En el fondo, los medios de
comunicación constituyen la expresión más importante de lo que en profundidad es la sociedad
neoliberal de nuestro tiempo.

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La existencia sosegada y veloz

apropiarse» (Juan de la Cruz), «llorar con los que lloran y estar contento con los que lo
están» (Pablo de Tarso), etc., son formas que sirven para expresar que los seres huma-
nos, a pesar de ser olvidadizos por naturaleza, podemos aproximarnos con reverencia a
«lo inolvidable»: el rostro del otro, para utilizar una categoría central de la reflexión de
Levinas.16 En una sociedad en la que, mediante un uso tecnológicamente perfecto de la
velocidad, el olvido, especialmente, aunque no de manera exclusiva, a nivel pedagógico,
parece que haya sido planificado (Steiner), es de capital importancia diseñar y promo-
cionar ámbitos de sosiego y silencio, porque, en relación con la tensión «recordar-olvi-
dar», el ruido constituye una de las epidemias más nocivas y desestructuradoras de
nuestro tiempo porque obstruye o, al menos, dificulta las «salidas» del yo hacia el tú y,
de esta manera, lo confina —casi secuestra— en la cárcel de una interioridad sin exterio-
ridad. Una de las nefastas consecuencias de las innumerables formas de solipsismo de
nuestro tiempo es la desmemorización de todos los aspectos y relaciones que se refieren
a la alteridad. En la «sociedad de vivencia» (G. Schulze), la cura del otro se ve suplantada
por la única y exclusiva cura de sí mismo: la autorreferencia suele constituir la única
relación existente en el universo atrancado de los partidarios de una mismidad que se
agota en ella misma en una especie de «no espacio» y «no tiempo».17 El director de cine
australiano Geoffrey Smith ha dicho que «si pensáramos diez minutos en el prójimo, el
mundo sería diferente».
El auténtico sosiego no consiste en una huida hacia las regiones supuestamente
más profundas e intangibles del ser humano, tampoco en un intento desesperado
para desentenderse de los retos y angustias que, inevitablemente, nos atosigan y
cuestionan en nuestro trayecto biográfico. Vita activa y vita contemplativa no son
dos formas de vida irreconciliables entre sí, sino que constituyen las dos caras, siem-
pre en tensión problemática, pero indisociables, de ese peculiar «espíritu encarna-
do», de esa extraña coincidentia oppositorum, que es el ser humano. La búsqueda de
profundidad espiritual no es un «asunto privado» (tal como algunas formas del indi-
vidualismo occidental suelen entender esta expresión) o una forma de olvido intere-
sado, porque la memoria del otro debería acompañarnos y llamar continuamente a
las puertas de nuestra responsabilidad. El sosiego, como la auténtica paz, es más
una «atmósfera» que un «estado», un «medio respirable» que un «objetivo bien deli-
neado y objetivamente predecible».

2.2. La salud

¿Existe algún nexo entre velocidad y salud, entre la aceleración creciente del tempo vital
de nuestra sociedad y el «encontrarse bien»? ¿Son el sosiego, la pacificación interior, la
armonía entre interioridad y exterioridad, factores importantes para lo que solemos
designar con el nombre de salud? ¿Tiene algo que ver el enfermamiento individual y
colectivo de nuestras sociedades con la sobreaceleración del tiempo y la banalización
del espacio de nuestros días?

16. Sobre «lo inolvidable», cfr. Weinrich, Leteo, op. cit., pp. 301-338.
17. Creemos que las distintas formas adoptadas por la «cultura del yo» (H. Béjar) no sólo expresan
el «psicomorfismo» característico de nuestra sociedad, sino que además ponen de manifiesto un dete-
rioro gravísimo de la «memoria colectiva» (Halbwachs) o, en términos de Jan y Aleida Assmann, de la
«memoria cultural».

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Lluís Duch

Todas las culturas humanas —sencillas y complejas— se han preocupado intensa-


mente por el estado saludable o enfermizo de sus miembros. Esta preocupación no tenía
un interés exclusivamente «corporal», sino que se hacía extensiva a esa complexio op-
positorum que es todo ser humano. En los regímenes totalitarios de todos los tiempos —
pensemos, por ejemplo, en los sanatorios psiquiátricos de la antigua URSS—, con nota-
ble dosis de cinismo, las «desviaciones ideológicas» se equiparaban a trastornos menta-
les, que era necesario corregir para evitar catástrofes a menudo calificadas de cósmicas.
Talcott Parsons afirma que, «probablemente, la salud y su negación, la enfermedad, han
sido los objetos de preocupación y dedicación más grandes desde que existe alguna cosa
parecida a la sociedad humana».18 La determinación de lo que es la salud o la enferme-
dad, como la de todas las realidades humanas, es «contextodependiente» porque, en defi-
nitiva y a causa de la especialidad constitutiva del ser humano, la salud y la enfermedad
son salud y enfermedad del tiempo y del espacio y en el tiempo y en el espacio concretos de
cada ser humano concreto y de cada grupo humano concreto. Las concreciones médico-
simbólicas de la salud y la enfermedad son realidades «antropohistóricas», que se hallan
profundamente afectadas por los cambios y retos que irrumpen en un determinado ám-
bito espacio-temporal porque para el ser humano no existe ninguna posibilidad extracul-
tural.19 Los mitos propios de las distintas culturas y la experiencia cotidiana de hombres
y mujeres ponen de manifiesto su frágil constitución, el escándalo provocado por la pre-
sencia de las distintas formas de la negatividad en el mundo y la realidad de lo que afirma-
ba un viejo adagio medieval: «lo nuestro es pasar».20 En todas las culturas y tradiciones,
existe una especie de consenso general en el diagnóstico de lo humano; consenso que se
caracteriza por la constatación de un déficit estructural de la condición humana. Dicho
eso, es preciso añadir que el «déficit estructural» que hemos señalado, necesariamente,
tiene que articularse en cada tiempo y espacio humanos cultural e históricamente, es
decir, en el contexto que, aquí y ahora, es propio y, al mismo tiempo, determinante de cada
ser humano y de cada grupo social concretos.21 Así, por ejemplo, en 1932, H.E. Sigerist ya
señalaba que «la medicina se encontraba estrechamente vinculada al conjunto de la cul-
tura de cada momento histórico».22
«Salud» y «enfermedad» —con la enorme flexibilidad semántica que las caracteri-
za— han sido, son y serán no tan sólo formas globales con cuyo concurso se expresan los
aspectos fundamentales de la existencia humana, sino que también permiten que el ser
humano tome posesión de su mundo y descubra en él, respectivamente, su sentido, o
bien, por el contrario, su falta de sentido y opacidad.23 Por ello, salud y enfermedad,

18. T. Parsons, «Health and Disease: A Sociological and Action Perspectiva», en id., Action Theory
and Human Condition, Nueva York - Londres, Macmillan, 1978, pp. 66-81.
19. Véase sobre esta cuestión nuestro estudio «Salud, enfermedad y religión», en E. Anrubia (ed.),
La fragilidad de los hombres. La enfermedad, la filosofía y la muerte, Madrid, Cristiandad, 2008, pp. 125-
158, en el que nos ocupamos de las formas de empalabramiento de las realidades últimas del ser
humano en la sociedad de nuestros días.
20. En este sentido, son especialmente significativos los mitos sobre el origen de la muerte, que
narran (no explican) no sólo cómo apareció la muerte en el mundo, sino también el porqué de la
fragilidad e inconsistencia radicales de los humanos.
21. Creemos que es importante tener en cuenta, sobre todo en una sociedad tan afectada por
distintas formas de individualismo, la extraordinaria importancia del «factor biográfico». Véase sobre
esta cuestión nuestro estudio Mito, interpretación y cultura. Aproximación a la logomítica, Barcelona,
Herder, 22001, pp. 25-29.
22. Cit. Duch, «Salud, enfermedad y religión», op. cit., pp. 145-146.
23. Sobre lo que sigue, cfr. Duch, op. cit., pp. 147-148.

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La existencia sosegada y veloz

presentes y actuantes como «hermanas enemigas» en la intimidad de individuos y co-


munidades, son las siglas que resumen la «visión del mundo» de cada época histórica: la
enfermedad expresa el fracaso, la desestructuración simbólica, las tendencias caotizan-
tes que, sin cesar, hacen acto de presencia en el tejido psicológico y social de los huma-
nos como una especie de «lado nocturno» de la vida humana (S. Sontag). La salud, en
cambio, que es un término muy cercano a salvación, indica el sentido de la vida, el
triunfo del ser humano, ni que sea provisional (y siempre lo será), sobre las distintas
formas de la negatividad que le acechan; se trata, sin duda, de praxis provisionales de
dominación de la contingencia. Heinrich Schipperges, conocido historiador de la medi-
cina, afirma que «la salud no es una ordenación natural, sino una realización humana;
aún mejor: la posibilidad de conducir el cuerpo a una esfera más elevada que la que es
propia de complexión congénita, con la finalidad de alcanzar, más allá de lo meramente
corporal, lo que es invisible e incorporal».24
Con anterioridad ya hemos indicado que una de las características de la moderni-
dad occidental, con profundas repercusiones en las restantes culturas humanas, ha sido
—y es— el incremento impensable e indecible hace sólo 30 o 40 años de la velocidad en
todos los ámbitos de la existencia humana. Uno de los pensadores más geniales, influ-
yentes e innovadores de Occidente ha sido Kant justamente porque, especialmente en la
Crítica de la razón pura, estableció algo por lo demás obvio a causa de la condicionalidad
concomitante a la condición humana: la razón humana es humana porque tiene límites,
porque el ser humano no es ni ángel ni bestia (Pascal), porque hombres y mujeres nos
hallamos en una situación peculiar entre los dioses y las bestias (Aristóteles).25 Esa re-
flexión, creemos, es enteramente aplicable a la relación salud/enfermedad y velocidad.
De la misma manera, por ejemplo, que no podemos acrecentar a voluntad el ritmo de la
digestión como consecuencia directa de los límites impuestos por nuestra corporeidad,
tampoco podemos, ni física ni mentalmente, adoptar un tempo vital inasumible, sin
límites, ruidoso y proclive a la caotización.
¿No será al presente el cúmulo de enfermedades mentales diagnosticadas —y las
consiguientes somatizaciones a que suelen dar lugar— una consecuencia muy significa-
tiva y, en muchos casos, altamente perniciosa de la sobreaceleración a la que somete-
mos, consciente o inconscientemente, nuestras vidas cotidianas? ¿No será el desasosie-
go, el «nerviosismo difuso» al que se refería Georg Simmel, el caos que son las depresio-
nes, tan palpables y frecuentes en nuestros días en nosotros mismos y en nuestro entorno,
un síntoma muy claro y alarmante de la «descolocación», al mismo tiempo, existencial y
biológica que, en mayor o menor medida, sufrimos a causa de la sobreaceleración vio-
lenta y deshumanizadora de todos los resortes de nuestra sociedad y de los «deberes»
que dejamos que nos imponga tiránicamente el prestigio social y los caprichos de la
moda? Provocado por el exacerbado ritmo de la vida actual, el desasosiego patente o
difuso en el que viven centenares de millones de hombres y mujeres es un síntoma muy
elocuente de la insalubre atmósfera espaciotemporal en la que se desarrolla la vida coti-
diana de nuestros días. Porque los seres humanos disponemos de una determinada can-

24. H. Schipperges, Paracelsus heute. Seine Bedeutung für unsere Zeit, Frankfurt, Josef Knecht,
1994, p. 70.
25. Nos parece que es de capital importancia distinguir entre los límites que nos impone la «objetivi-
dad» de la misma vida —a menudo también, el ejercicio más o menos arbitrario del poder— y los límites
que libremente nos imponemos a nosotros mismos, la autolimitación de nuestro tempo vital como res-
puesta reflexiva, no meramente refleja, a los interrogantes fundamentales de nuestra existencia.

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Lluís Duch

tidad de espacio y tiempo, la calidad, la salud de éstos incide directamente en la situa-


ción y en el estado anímico y corporal de aquéllos.26 La calidad de la salud humana
depende directamente de una sana relación entre lo que permanece y lo que cambia,
entre sosiego y velocidad, entre un armonioso, aunque siempre precario, equilibrio en-
tre «derecho a la continuidad» y «derecho al cambio» (H. Lübbe).
En relación con el violento y desmesurado aumento del ritmo de la vida social,
creemos que son del máximo interés las reflexiones que proponía Paul Tillich en los años
sesenta del siglo pasado. Manifestaba que la salud de nuestra sociedad era una «un-
gesunde Gesundheit» (una «salud no saludable»), la cual era aquella forma de vida que
no tenía suficientemente en cuenta que todas las dimensiones y ritmos de la existencia
humana (físicas, psíquicas y espirituales) se hallan íntimamente coimplicados y no sim-
plemente yuxtapuestos.27 La «salud no saludable» tiene como punto de partida una com-
prensión fragmentada, mecanicista y unilateral del ser humano, el cual, contraviniendo
a la mayoría de las «lógicas», es un singular y paradójico «espíritu encarnado», una
coincidentia oppositorum de elementos (cuerpo y espíritu) que solemos considerar como
incompatibles entre sí. En sintonía con la realidad social y económica del momento
presente, la praxis médica de nuestros días, a pesar de las consabidas y honrosas excep-
ciones, burocráticamente, tiende a considerar al ser humano como un conjunto hetero-
géneo y, al mismo tiempo, dislocado de piezas de un «mecano» que, mediante las inter-
venciones simplemente instrumentales de los distintos especialistas, que son «contrafi-
guras» de los antiguos médicos de cabecera (llamados también «médicos de familia»),
puede descomponerse y recomponerse a voluntad. Entonces, la recuperación de la sa-
lud, la sanación, ya no es un ejercicio cotidianamente ejercido para alcanzar la salva-
ción, sino que se limita a ser una «puesta a punto» de una máquina denominada «hom-
bre» o «mujer». Y en estas condiciones, con suma frecuencia, el camino de la enferme-
dad a la salud deja de ser una forma de humanización o de «rehumanización» del ser
humano y se transforma en lo contrario: deshumanización, ruptura de la armonía so-
mático-espiritual de los pacientes, reducción de la imagen corporal a los dictados de la
moda («medicina estética»).

3. Conclusión

La relación entre velocidad y sosiego ha desempeñado una función esencial en la exis-


tencia humana de todos los tiempos y culturas. El mantenimiento de un sano equilibrio
entre ambos constituye una manifestación de gran calado de la salud individual y colec-
tiva de una determinada sociedad. Por el contrario, la ruptura del equilibrio entre am-
bos términos y la absorción del uno por el otro constituye, al menos tentativamente, una
práctica encaminada a destruir el misterio del ser humano como espíritu encarnado.
Resulta harto evidente que, en la actualidad, un factor desequilibrante en las comunida-
des humanas y en la constitución de la personalidad de los individuos es el pretendido
aumento sin límites de la velocidad del tempo humano, la cual introduce numerosas
rupturas y patologías en el tejido social, político y religioso porque atenta mortalmente

26. Creemos que en este contexto es importante tener en cuenta las oportunas reflexiones sobre la
«situación» que ha propuesto H. Rombach, El hombre humanizado. Antropología estructural, Barcelo-
na, Herder, 2004, esp. 3.ª y 4.ª partes.
27. P. Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», cit. Duch, op. cit., p. 149.

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La existencia sosegada y veloz

contra lo que, en cada aquí y ahora, manifiesta la calidad concreta del ser humano y de
los grupos sociales concreto: la relacionalidad. En todos los ámbitos de la existencia
humana, a no ser que hagan acto de presencia factores externos, nuestras sociedades
sufren excesivas y, por lo que parece, incurables borracheras de velocidad. Una veloci-
dad que conduce a una tierra de nadie: el ser humano quiere apoderarse de ella y expe-
rimentarla no como una mediación para alcanzar un objetivo prefijado y esperado, sino
como una droga que se cree idónea para vencer el aburrimiento y la apatía de una vida
cotidiana protagonizada exclusivamente en un sujeto humano incapaz de autolimitarse,
de proponerse ser excéntrico (Plessner) con la finalidad de no seguir el juego a un yo,
autorreferido y clausurado en sí mismo, e intentar vivir y convivir desde la perspectiva
del otro, es decir, simpáticamente.
El sosiego, que ha de distinguirse radicalmente de la apatía, la indiferencia y la
irresponsabilidad, es el antídoto más eficaz y saludable contra la creciente movilidad y
agitación sin objetivos de nuestro tiempo, marcado por el frenesí, la insatisfacción y las
violencias de todo tipo. No puede olvidarse, sin embargo, que esa situación tiende a
enconarse porque estamos asistiendo a una fractura generalizada de los procesos de
transmisión y aprendizaje, los cuales han sido y son los detonantes imprescindibles para
que el ser humano construya y se instale convenientemente en su mundo. En una situa-
ción de trastrocamiento de los criterios orientativos de la convivencia humana, el sosie-
go y la desaceleración del tempo vital que implica suelen ser rechazados por una enorme
mayoría de ciudadanos, que se intoxica y se convierte en «material manipulable» me-
diante las distintas drogas que nuestra sociedad pone a su disposición, entre las cuales la
velocidad es una de las más representativas y activas.
Es incontestable que, a nivel municipal, nacional e internacional, las praxis políti-
cas de nuestros días, sometidas a la corrupción, al dinero fácil y a los procedimientos
mafiosos, parece que se hayan propuesto el enfermamiento colectivo de la sociedad
mediante salvajes intervenciones sobre el tiempo y el espacio. Por distintas razones, que
en este contexto no podremos exponer adecuadamente, la destrucción del entorno espa-
ciotemporal del ser humano comporta directamente, a causa precisamente de su conti-
nua contextodependencia, la comisión de gravísimos atentados contra la salud física,
psíquica y espiritual de los seres humanos. Este estado de cosas provoca una profunda
«desestructuración simbólica» de los individuos y grupos humanos,28 que entonces se
ven capturados y encerrados en un mundo cada vez más gris, opaco y sin posibilidades
de establecer referencias (sin ventanas) a otros mundos, desde un punto de vista colecti-
vo, y a otros seres humanos, desde la perspectiva de la persona concreta. Porque la
calidad de la relacionalidad humana es un síntoma muy elocuente del estado saludable
o enfermizo de hombres y mujeres, todo lo que constituye un obstáculo o una negación
de la misma se convierte en causa directa de estados enfermizos físicos y mentales. En
todas sus manifestaciones, el aumento indiscriminado de la velocidad, acompañado con
frecuencia por una exaltación sin límites de aquel ruido que, paradójicamente, es causa
de «mutismo», incide en el deterioro profundo de la capacidad simbólica del ser huma-
no concreto, lo cual constituye uno de los atentados más perversos y deshumanizadores
que se pueden cometer contra la humanidad del hombre. Creemos que, en muchos
casos, aunque no exclusivamente, las enfermedades de carácter psíquico son una de las
peores consecuencias de la subversión de la constitución simbólica del ser humano que,

28. Sobre la «desestructuración simbólica», cfr. L. Duch, Religión y mundo moderno. Introducción
al estudio de los fenómenos religiosos, Madrid, PPC, 1995, pp. 300-305.

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Lluís Duch

envuelto en las ambigüedades inherentes e insuprimibles de la existencia humana, se


extravía y se recluye en el laberinto de su propio yo y se torna incapaz de pensar, actuar
y sentir a partir de la reflexividad propia de los humanos, que siempre se constituye
mediante una articulación más o menos armónica entre mythos y logos, y cae incondi-
cionalmente bajo el dominio de los reflejos compulsivos de una instintividad regresiva,
que tiene como característica sobresaliente, en primer término, una reducción, en mu-
chos casos, total del poliglotismo humano y, a continuación, una puesta en práctica de
las distintas formas de violencia, la cual es el «lenguaje» que suple la ausencia o el que-
branto de los lenguajes auténticamente humanos.29
Actualmente, un interrogante que deberían plantearse políticos, eclesiásticos y,
en general, todas las personas de buena voluntad es: ¿cómo deberían articularse las
transmisiones efectuadas por las «estructuras de acogida» de la sociedad de comien-
zos del siglo XXI para que el clima imperante de «movilización general», de incesante
aumento del ruido y del tumulto, de inarticulado mutismo, de inexpresividad de los
afectos, de presencia de las más variadas formas de violencia, pudiese dar lugar en la
familia, en la escuela, en la vida pública y también en la religión a una desaceleración
del tempo vital, a una búsqueda de la pacificación de los corazones, a un clima de
sosiego que redujera las enormes dimensiones de la crispación y la beligerancia de la
actual vida pública y privada? Tal vez la inercia misma de nuestra sociedad —y, en el
fondo, la de todas las sociedades, antiguas y modernas— no permite albergar excesi-
vas esperanzas en la posibilidad de sosegar las distintas facetas de la existencia huma-
na que, ahora mismo, individual y colectivamente, se hallan sometidas a una ilimitada
velocidad, expresada a menudo mediante peligrosas intensificaciones de la violencia
psíquica y social de nuestro tiempo. A pesar de todo, sin embargo, no dejándose cohi-
bir por las innegables dificultades a que han de enfrentarse los «herejes de la tardomo-
dernidad», es decir, quienes osan «argumentar contra el sistema» (Feyerabend), en
medio del caos económico, social, religioso y político de nuestros días, se arriesgan a
destacar que el único remedio para desacelerar el vertiginoso y mortal ritmo de nues-
tros días es la firme voluntad de «frenar», de acallar las resonancias insidiosas de unos
montajes económicos, religiosos y políticos radicalmente incapaces, a pesar de las
retóricas al uso, de conferir orientación y confianza al ser humano para que sea capaz
de reencontrarse consigo mismo y le sea factible y provechoso el encuentro con el otro
y el diálogo con él.
Creemos que no tendríamos que olvidar las impactantes y verídicas palabras de la
poetisa alemana Gertrude von Le Fort: «La auténtica esperanza se halla justo al lado de
la desesperación».

29. Creemos que el texto de H. Jonas, «Herramienta, imagen y tumba. Lo transanimal en el ser
humano», en id., Pensar sobre Dios y otros ensayos, Barcelona, Herder, 1998, pp. 39-55, constituye una
excelente base antropológica para fundamentar antropológicamente aquel poliglotismo del ser huma-
no, que es el más poderoso antídoto contra la violencia.

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LA EXISTENCIA VALIOSA

Jaime Cuenca

Ninguna cultura considera la acción humana como un todo homogéneo e indiferencia-


do. La atribución de un valor distintivo a determinadas actividades es una constante,
por más que su contenido varíe de una cultura a otra. Las actividades no marcadas por
esa atribución de valor pueden denominarse profanas. Esto no significa que se equipa-
rare aquí lo valioso con lo sagrado: lo valioso se entenderá como el conjunto de prácticas
sociales a las que se les reconoce un valor por sí mismas y no como medio para conse-
guir un fin externo; tales prácticas pueden referir a una instancia trascendente, pero no
tienen por qué.
En las páginas siguientes trataremos de describir los avatares de esta frontera axio-
lógica entre actividades valiosas y profanas. Realizaremos un recorrido por la filosofía y
el arte occidentales con tres estaciones: la tradición onto-teológica, la modernidad ilustrada
y la actualidad. En cada una de ellas veremos cómo las actividades valiosas —respectiva-
mente, el ejercicio de la teoría, la contemplación estética y la experiencia de ocio— se
vinculan a la consecución de la felicidad. Nos detendremos en las condiciones que la
actividad valiosa presenta en cada estación y trataremos de mostrar los desplazamien-
tos entre ellas. El último de tales desplazamientos —ésta será nuestra hipótesis— supo-
ne la des-ontologización de las condiciones del valor.

1. El noble ejercicio de la teoría

En la Grecia clásica se consideraba incontestable la división entre actividades nobles y


serviles. De ella parte Aristóteles al discutir qué tipo de educación conviene a los jóvenes.
Las ocupaciones nobles son las que tienen en sí mismas su finalidad, mientras que las
serviles son necesarias con vistas a otra cosa.1 Así, la lectura, la escritura y la gimnasia
deben formar parte de la educación porque son útiles para los negocios, la instrucción y la
salud, entre otros fines; la música, en cambio, es inútil y se enseña porque es una ocupa-
ción valiosa por sí misma.2 No nos interesa aquí la postura de Aristóteles en torno al
contenido concreto de la educación, que era objeto de constante disputa, sino la naturali-
dad con que enuncia la diferencia de valor entre unas y otras ocupaciones. El menosprecio
de las actividades utilitarias se hallaba tan asentado en el espíritu griego, que Aristóteles
podía aquí limitarse a proclamar, sin mayor justificación, un juicio como éste: «El buscar
en todo la utilidad es lo que menos se adapta a las personas magnánimas y libres».3
Pero es precisamente Aristóteles quien desarrolla y justifica este lugar común del
pensamiento griego del modo más coherente y completo. En última instancia, la doctri-

1. Cfr. Aristóteles: Política, 1333a12-1333b5.


2. Cfr. ibíd., 1337b23-35.
3. Cfr. ibíd., 1338b1-5.

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Jaime Cuenca

na sobre las actividades nobles se desprende de su metafísica. Este encaje no le resta


representatividad, al contrario: no en vano la metafísica aristotélica sintetiza muchos de
los temas y resuelve muchos de los problemas que habían ocupado a la filosofía hasta
entonces. Veamos cuál es la justificación última de la distinción entre actividades nobles
y serviles, para tratar de aislar lo propio de esta primera estación del recorrido.

Acto y actividad

El mayor problema de la metafísica en su época clásica es la conciliación de los inmuta-


bles principios lógicos del ser con la cambiante multiplicidad fenoménica. Platón ya
había hallado una salida al concebir el cosmos como un sistema de grados ontológicos.
La unidad de la esencia y la multiplicidad de las cosas se conjugan mediante el mecanis-
mo de la participación. Quedaba aún el reto del movimiento: si el cosmos es una jerar-
quía eterna e inmutable de perfecciones, parece que el movimiento sólo puede entender-
se como una ilusión de los sentidos o como la disolución del orden ideal en el caos
pertinaz de la materia. La principal aportación de Aristóteles consiste precisamente en
hallar el modo de concebir el movimiento como cambio ordenado.
Como es sabido, la solución aristotélica a la aporía del devenir pasa por los con-
ceptos de acto y potencia. Lo que no es todavía en acto, es ya en potencia: ningún
cambio exige que el ser surja incomprensiblemente del no ser o desaparezca en él, sino
la mera actualización de lo que un ente ya era en potencia.4 Puesto que «la sustancia y
la especie son actos»,5 los grados ontológicos se conciben como una jerarquía de actos.
El movimiento no es ya la disolución del orden eterno en el caos sensible, sino, al
revés, la tendencia universal de lo imperfecto hacia lo perfecto, el medio por el que
todas las cosas tienden a realizar la perfección que les corresponde en la escala cósmi-
ca de los actos.
Ahora bien, la actualización del ente en potencia sólo puede producirse en virtud de
un ente en acto,6 de modo que esta concepción del movimiento como cambio ordenado
parte de una premisa insoslayable: la primacía ontológica del acto sobre la potencia.7
Mientras un ente esté en proceso de cambio, estará todavía parcialmente en potencia,
bajo el aspecto de que se trate; cuando el cambio finalice, bajo ese aspecto concreto, el
ente estará completamente en acto. Puesto que el acto es superior a la potencia, es mejor
estar sólo en acto (aun en un aspecto concreto) que a la vez en acto y en potencia. De este
modo, un corolario de la metafísica aristotélica es que el resultado de cualquier acción
(su fin realizado) es siempre más valioso que la actividad que la produce. Así lo dice
Aristóteles en la Ética Nicomáquea: «en los casos en que hay algunos fines aparte de las
acciones, las obras son naturalmente preferibles a las actividades».8
En ese mismo pasaje se diferencian dos tipos de actividades: aquellas cuyo fin es un
resultado externo, y aquellas cuyo fin reside en la propia actividad. Esta distinción es la
que recogen los conceptos poiesis y praxis, que Aristóteles opone así de tajante: «ambas
se excluyen recíprocamente, porque ni la acción (praxis) es producción, ni la producción

4. Cfr. Aristóteles: Física, 201a10-11.


5. Aristóteles: Metafísica, 1050b3-4.
6. Cfr. ibíd., 1049b24-26.
7. Cfr. ibíd., 1049b3-1051a3.
8. Aristóteles: Ética Nicomáquea, 1094a3-6.

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La existencia valiosa

(poiesis) es acción».9 Sin embargo, no queda claro todavía cómo este par conceptual
acaba tomando el cariz valorativo que se da en la oposición entre actividades nobles y
serviles. La clave para este último paso la da Aristóteles en la Metafísica, donde hace la
misma distinción, pero precisando un detalle muy relevante: cuando se produce un
resultado distinto de la propia actividad, el acto se da en la cosa producida; cuando no se
produce nada fuera de la propia actividad, el acto se da en el agente mismo.10 Dicho de
otra forma: quien produce algo, conduce ciertas cosas hasta una determinada perfec-
ción; quien realiza una actividad cuyo fin es su propio ejercicio, se perfecciona a sí
mismo. Ésta es en última instancia la justificación de la distinción valorativa entre acti-
vidades nobles y serviles que citábamos arriba. Como se ha visto, no se trata de ninguna
opinión injustificada de Aristóteles, circunscrita al tema de la educación de los jóvenes,
sino del establecimiento de una frontera de valor que divide toda actividad humana y
que se deriva inevitablemente de algunos de los temas centrales de su metafísica.

El primado de la teoría

Una vez aclarada la necesidad de la frontera axiológica entre actividades en la filosofía


aristotélica, observémosla más de cerca. En un primer momento, el par noble-servil (en
nuestra terminología: valioso-profano) se ha equiparado al de praxis-poiesis. Ahora bien,
esta última división suele aparecer en compañía de un tercer término, el de teoría. Por
ejemplo, cuando Aristóteles distingue tres tipos de ciencias: teóricas, prácticas y poiéti-
cas (o productivas).11 Pero la teoría no es sólo una categoría ordenadora en el sistema
enciclopédico de las ciencias, sino una forma de actividad. Se distingue de las dos for-
mas anteriores en que el objeto de la poisesis y la praxis son las cosas que pueden ser
distintas de como son (es decir, contingentes), mientras que el objeto de la teoría son las
cosas que no pueden ser distintas de como son (es decir, necesarias).12 Aristóteles distin-
gue además claramente los hábitos que constituyen la excelencia de cada una de estas
formas de actividad: el arte, la prudencia y la sabiduría, respectivamente. La prudencia
la reconocemos sobre todo en los padres de familia y hombres de Estado, como Pericles;
se entiende, entonces, que la praxis se identifica aquí con la vida política.13 Ejemplos de
hombres sabios, en cambio, serían Tales o Anaxágoras: la teoría se toma así como sinó-
nimo de vida filosófica.14
Si la actividad humana se ordena ahora en una división tripartita, ¿qué lugar debe
ocupar el tercer término en la frontera axiológica? ¿Cómo encaja la teoría en la oposi-
ción noble-servil? Pues bien, lo cierto es que Aristóteles reconduce este tercer término al
de praxis, lo que es posible porque comprende la praxis (al menos) de dos maneras: por
un lado, como sinónimo de vida política; por otro, como actividad que tiene en sí misma
su propio fin (es decir, como acto, energeia). Mientras que en el primer sentido praxis y
teoría están enfrentadas, en el segundo la praxis engloba la teoría. Esto se aprecia clara-
mente en el pasaje de la Metafísica mencionado antes. Aristóteles habla de las activida-
des en las cuales no se produce nada fuera del acto mismo que se da en el sujeto (que es

9. Ibíd., 1140a5-7.
10. Cfr. Aristóteles: Metafísica, 1050a30-1050b1.
11. Cfr. ibíd., 1026a19-24.
12. Cfr. Aristóteles: Ética Nicomáquea, 1140b31-1141a.
13. Cfr. ibíd., 1140b9-10.
14. Cfr. ibíd., 1141b5-9.

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Jaime Cuenca

la definición de praxis). Cuando se trata de poner ejemplos, dice: «la visión [está] en el
que ve, la especulación (theoria) en el que especula y la vida en el alma».15
Este doble uso del término «praxis» (por un lado enfrentado a la teoría, por otro
englobándola) no es fruto del descuido o la casualidad; todo lo contrario: debe entender-
se como una opción deliberada de Aristóteles, con una función estratégica bien defini-
da. Tal como muestra G. Bien,16 esta cierta ambivalencia semántica funda la posición
aristotélica en la polémica entre vida política y vida filosófica. Hasta entonces, la vida
política o práctica se entendía como la más noble ocupación posible. El hombre libre
debía ocuparse de los asuntos públicos, cuyo ejercicio incluía las antiguas virtudes gue-
rreras de la aristocracia. Una vida dedicada a la filosofía y, por tanto, indiferente a los
asuntos de la polis, no podía sino observarse con cierto desdén. Aristóteles acepta la
identidad de la vida política con la praxis, pero al vincular esta última con su doctrina
del acto (energeia), subvierte por completo la primacía de la vida política. En efecto, la
praxis (propia de hombres libres) se distingue de la poiesis (propia de esclavos y artesa-
nos), en que no produce nada fuera del acto que se da en el sujeto. Pero esto mismo debe
decirse de la teoría (propia del filósofo). Y más aún: el acto de la teoría es mejor que los
propios de la vida política. Así se completa la transvaloración: la política y la filosofía
son formas de la vida práctica, pero esta última lo es de forma eminente porque el suyo
es un acto más elevado. De este modo, Aristóteles puede llegar a decir que la verdadera
vida práctica es la teoría:

Pero la vida práctica no está necesariamente orientada a otros, como piensan algunos, ni
los pensamientos son exclusivamente prácticos, aquellos que formamos en orden a los
resultados que surgen de la acción, sino que son mucho más las contemplaciones y las
meditaciones que tienen su fin y su causa en sí mismas.17

Veamos por qué la teoría es una actividad más elevada. Para Aristóteles, «la mejor
actividad de cada facultad es la que está mejor dispuesta hacia el objeto más excelente
que le corresponde, y esta actividad será la más perfecta y la más agradable».18 Ahora
bien, ¿cuál es el objeto de la teoría? Ya decíamos arriba que se ocupa de las cosas nece-
sarias. Concretando más, Aristóteles distingue tres ciencias teóricas, la Matemática, la
Física y la Teología, pero inmediatamente añade: «es preciso que la más valiosa se ocupe
del género más valioso. Así, pues, las especulativas son más nobles que las otras ciencias,
y ésta, más que las especulativas».19 Aunque por teoría puede entenderse en general el
estudio de las cosas necesarias, debe aplicarse, de forma eminente, al estudio del ser
más excelente, es decir, Dios. Y puesto que el objeto de la teoría es precisamente el más
perfecto, su acto debe ser también el mejor. En consonancia con esto, también en el
hombre es la facultad más perfecta la que se ejercita en la teoría: lo divino que hay en
nosotros.20 Este acto, que es el más perfecto, es asimismo «la más agradable de nuestras
actividades virtuosas».21 También puede decirse que la teoría es el acto más libre, ya que

15. Aristóteles: Metafísica, 1050a35.


16. Cfr. G. Bien, «Praxis (Antike)», en J. Ritter y K. Gründer (eds.), Historisches Wörterbuch der
Philosophie (vol. 7). Schwabe&Co AG Verlag, Basilea, 1998, pp. 1277-1287.
17. Aristóteles: Política, 1325b8.
18. Aristóteles: Ética a Nicómaco, 1174b19-20.
19. Aristóteles: Metafísica, 1026a19-24.
20. Cfr. Aristóteles: Ética Nicomáquea, 1177a12-20.
21. Ibíd., 1177a19-23.

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La existencia valiosa

una vez cubiertas las necesidades básicas, el sabio no necesita nada más para dedicarse
al estudio, mientras que «el justo necesita de otras personas hacia las cuales y con las
cuales practica la justicia».22 La conclusión, en fin, es clara:

Mientras que la actividad de la mente, que es contemplativa, parece ser superior en serie-
dad, y no aspira a otro fin que a sí misma y a tener su propio placer (que aumenta la
actividad), entonces la autarquía, el ocio y la ausencia de fatiga, humanamente posibles, y
todas las demás cosas que se atribuyen al hombre dichoso, parecen existir, evidentemente,
en esa actividad. Ésta, entonces, será la perfecta felicidad del hombre, si ocupa todo el
espacio de su vida, porque ninguno de los atributos de la felicidad es incompleto.23

Ahora podemos ya sintetizar de qué modo se concreta la división entre actividades


valiosas y profanas en la filosofía aristotélica. Aristóteles parte de una oposición entre
actividades utilitarias y no utilitarias que estaba arraigada en la cultura griega. El juicio
de valor que primaba las últimas (o nobles) sobre las primeras (o serviles) también era
generalmente aceptado. Aristóteles funda la primacía de las actividades no utilitarias en
su doctrina del acto y la potencia: en tales ocupaciones el hombre se actualiza a sí mis-
mo. Esta doctrina concibe el cosmos como una escala de actos de creciente perfección,
desde la pura potencialidad de la materia prima hasta el Acto Puro, que es Dios. En la
jerarquía del cosmos se ordenan también las actividades no utilitarias: entre los actos
humanos son mejores aquellos cuyo objeto es mejor. Puesto que la teoría se ocupa de los
seres perfectos, su acto será también el mejor y aquel en que consiste la felicidad. A las
tareas políticas, en cambio, les corresponde un lugar inferior, porque su objeto no son
las cosas divinas y necesarias, sino las humanas y contingentes.
De este modo, Aristóteles conserva la división clásica entre ocupaciones nobles y
serviles, pero reinterpretando su contenido: la producción artesanal sigue considerán-
dose servil, la actividad política es noble en un sentido secundario y la ocupación verda-
deramente noble es la teoría. Quizá no sea del todo indiferente para esta reinterpreta-
ción el hecho de que el propio Aristóteles fue un meteco privado de derechos políticos
mientras vivió en Atenas. En cualquier caso, lo cierto es que este vuelco en la valoración
entre política y teoría se realiza en un momento en que la polis agoniza y aparecen en el
horizonte las nuevas formas de poder imperial. A medida que éstas se consolidan a lo
largo de la época helenística, el primado de la teoría será cada vez menos discutido.

Las condiciones ontológicas del valor

Una vez detallado el contenido de esta concepción de la actividad valiosa, tratemos de


fijar algunos de los rasgos que la caracterizan formalmente. Según Aristóteles, la vida
mejor para el hombre es la que realiza lo mejor que hay en el hombre. En una metafísi-
ca como la suya esto obliga a identificar la vida mejor, es decir, la felicidad, con un acto
en concreto, porque lo mejor del hombre es su esencia y la esencia es un acto. Esta
obligada referencia a un acto concreto subordina la consecución de la felicidad a las
condiciones de tal acto. Recordemos que «[la] facultad, cuando está bien dispuesta,
actúa perfectamente sobre la más excelente de las sensaciones [...], se sigue que la
mejor actividad de cada facultad es la que está mejor dispuesta hacia el objeto más

22. Ibíd., 1177a 28-33.


23. Ibíd., 1177b16-26.

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excelente que le corresponde, y esta actividad será la más perfecta y la más agrada-
ble».24 Esta definición limita doblemente la actividad valiosa: por el lado del agente, la
facultad debe estar bien dispuesta; por el lado del objeto, debe tratarse del más perfecto
de los que corresponden a ese acto.
El hombre cuya facultad intelectiva se halla mejor dispuesta para el acto de la teo-
ría es el que se halla liberado del embrutecedor trabajo productivo y puede dedicarse al
ocio (skholé) durante una vida entera. Esta condición liga necesariamente la actividad
valiosa a las circunstancias sociales que permitían la liberación del trabajo productivo
en tiempos de Aristóteles, es decir, a la economía esclavista. Sólo los varones adultos con
propiedades pueden satisfacer las condiciones del acto de la teoría y, por tanto, acceder
a la actividad valiosa y la felicidad. Del lado del objeto, el más perfecto de entre los que
corresponden al acto de la teoría es Dios o, más en general, las cosas divinas. Sobre lo
que debe entenderse por estas «cosas divinas» nos da una pista la Ética Nicomáquea:
«Hay otras cosas mucho más dignas en su naturaleza que el hombre, como es evidente
por los objetos que constituyen el cosmos».25 La teoría es así, eminentemente, teoría del
cielo, como bien supieron ver los pensadores latinos que la tradujeron por contemplatio
o consideratio, dos términos que designaban en origen las observaciones celestes de los
augures.26 En última instancia, la actividad valiosa por excelencia se concreta en el estu-
dio de las cosas celestes por parte de una élite de varones adultos.
La frontera del valor se vincula a una serie de condiciones ontológicas, dadas de
antemano, que reparten posiciones de privilegio. Del lado del objeto, el límite ontológico
pasa por la esfera de la luna, por encima de la cual se encuentran los entes perfectos. Del
lado del ser humano, el límite pasa por quienes disponen del ocio necesario. Estas condi-
ciones, que se conciben como naturales, determinan un contenido concreto y un agente
concreto de la actividad valiosa. Los demás agentes quedan excluidos; los demás conteni-
dos, en el mejor de los casos, obtienen un valor secundario (así la Matemática o la Física).
Este mecanismo de privilegios y exclusiones como forma de determinar la barrera
del valor se mantiene a lo largo de toda la tradición onto-teológica. No puede ser de otra
manera mientras subsiste la concepción del mundo como cosmos. En lo esencial, el
primado de la teoría como actividad valiosa se acepta también en el pensamiento cris-
tiano, con algunas leves variaciones respecto a la versión pagana. La línea de recepción
pasa por Cicerón y Séneca hasta Agustín de Hipona, que emplea por primera vez el
término contemplatio para denotar la visión beatífica de Dios en la vida eterna.27 La
contemplación del cielo pasa a ser contemplación en el cielo. En el lado del objeto, por
tanto, el límite se mantiene donde estaba: en los seres más nobles. Aunque la vita con-
templativa sigue conservando muchos de los rasgos aristotélicos, no puede ya concebir-
se como el acto más perfecto, ya que éste sólo es posible tras la acogida del alma a la
presencia de Dios. De aquí se sigue una diferencia fundamental: el acceso al grado sumo
de felicidad no depende ya de los solos medios humanos, sino que requiere del auxilio de
la gracia. La administración de los sacramentos, a través de los cuales la Iglesia ejerce su
función de mediadora de la gracia, mantiene el mecanismo de privilegios en el lado del
agente. Si bien la salvación es ofrecida a todos (y también, por tanto, la visión beatífica
de Dios), lo cierto es que uno debe ser un buen cristiano para alcanzarla.

24. Ibíd., 1174b15-20.


25. Aristóteles: Ética Nicomáquea, 1141b1-5.
26. Cfr. G. König y H. Pulte, «Theorie», en J. Ritter y K. Gründer (eds.), Historisches Wörterbuch der
Philosophie (vol. 10). Schwabe&Co AG Verlag, Basilea, 1998, pp. 1128-1154.
27. Ibíd., p. 1131.

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La existencia valiosa

2. De la contemplación teórica a la contemplación estética

La escolástica da origen a los últimos desarrollos sistemáticos de la idea del cosmos. Su


delicado equilibrio entre filosofía y revelación ofrece a los europeos un refugio metafísi-
co delimitado por las esferas celestes y bajo el gobierno providente de un Dios que llama
al hombre a la beatitud eterna. Ésta consiste en la contemplación de la esencia divina,
porque la actividad más noble que puede imaginarse sigue siendo la teoría. No tardará
mucho, sin embargo, en caer de tan alta posición, junto a su sofisticado pedestal de
peldaños metafísicos. A principios del siglo XIV, el nominalismo de Guillermo de Oc-
kham asestará el primer golpe a la idea de cosmos al afirmar lo siguiente: «Puede pro-
barse con evidencia que ningún universal es una sustancia existente fuera del alma».28
Lo único que existe son entes singulares. Luego no puede haber tampoco ninguna co-
nexión real entre ellos, al modo de las formas específicas del aristotelismo, que no son
sino meros conceptos en el alma.
Sin embargo, aunque el nominalismo pone las bases teóricas para el cuestiona-
miento del refugio cósmico de la escolástica, serán los viajes transoceánicos los que
aporten la experiencia necesaria. Éstos permiten a los europeos experimentar en carne
propia la homogeneidad de la naturaleza, anunciada teóricamente por la abolición
nominalista de la escala de esencias. Peter Sloterdijk describe cómo, desde los puertos
donde desembarcan las tripulaciones que vuelven de allende el mar, se va extendiendo
por Europa una conciencia nueva: el mundo es más grande y diverso de lo que jamás
se pensó. Tras avistar vastos espacios inexplorados, cargados de posibilidades para
quien se decida a tomarlas, los navegantes no pueden sino mirar con extrañeza el
pequeño Viejo Mundo, densamente marcado por fronteras, feudos, derechos y juris-
dicciones. Todo cuanto antes ofrecía el venerable aspecto de lo natural, se ve ahora,
desde fuera, como un cúmulo de restricciones convencionales que podrían ser distin-
tas de como son. En el espacio del globo circunnavegado, todos los puntos tienen el
mismo valor: las virtudes protectoras del antiguo refugio metafísico que era Europa
desaparecen. Los navegantes aprenden a realizar sus proyectos en el espacio exterior y
abstracto de los mapas.29
En este espacio exterior y homogéneo la seguridad no puede provenir de un sistema
estático de jerarquías y recipientes metafísicos que asigna a cada ente su lugar eterno.
En primer lugar, porque este primado de la inmovilidad no se ajusta ya en absoluto a la
experiencia; en segundo lugar, porque un sistema así exige la existencia de límites sóli-
dos e indiscutibles. Pero tales límites no existen ya en una época que se ve obligada a
rehacer sus mapas tras cada barco que regresa. Esta pérdida de los límites últimos
constituye lo que Sloterdijk llama la «catástrofe inmunológica» de la Edad Moderna:

Las últimas fronteras ya no son lo que parecían ser en otro tiempo; el sustento que ofre-
cían era una ilusión, cuyos creadores somos nosotros mismos: esta notificación de pérdi-
da (técnicamente: la des-ontologización de los márgenes firmes) es el disangelio de la
Edad Moderna, que, a la vez que el evangelio del descubrimiento, anuncia nuevos espa-
cios-oportunidades.30

28. W. Ockham, Texte zur Theorie der Erkenntnis und der Wissenschaft (ed. Ruedi Imbach). Reclam,
Stuttgart, 1984, p. 67.
29. P. Sloterdijk, En el mundo interior del capital (trad. de I. Reguera). Siruela, Barcelona, 2007,
pp. 45-46.
30. Ibíd., p. 47.

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Jaime Cuenca

Así, la práctica de la navegación transoceánica desmiente todos los «non plus ultra»
del mundo antiguo y extiende en su lugar un espacio homogéneo. Esta misma operación
será la que complete Galileo Galilei en el plano cósmico. Cuando enfoca su telescopio al
cielo, entre 1609 y 1610, Galileo está decidido a sellar el acta de defunción de un cosmos
que no puede ofrecer ya refugio alguno y carece, por tanto, de toda eficacia en la prácti-
ca (es decir, que está ya muerto). Se apresura a observar precisamente aquellos fenóme-
nos que podrían invalidar la cosmología aristotélica: las montañas de la luna, las man-
chas del sol y los satélites de Júpiter. El perfecto mundo supralunar, hecho de materia
sutil y organizado en esferas concéntricas, puede abolirse oficialmente. Sin él, no hay ya
objetos nobles e innobles, un arriba ni un abajo dados por naturaleza; en una palabra,
no hay cosmos.

El declive de la teoría

Si nos hemos detenido en narrar la larga agonía de la idea del cosmos, es porque la
forma clásica de la actividad valiosa se hallaba indisolublemente unida a ella. La teoría,
como decíamos arriba, era ante todo teoría de las cosas celestes; si éstas pierden su
estatus privilegiado, aquélla no puede sino seguirlas. Y así es, en efecto. La teoría enten-
dida como contemplación placentera e improductiva queda totalmente desacreditada
en la modernidad. No puede ser de otra manera desde el momento en que desaparece el
orden cósmico, dado de antemano, que se revelaba gozosamente al ser humano en la
contemplación. En su ausencia, el mundo se presenta bajo la metáfora de la terra incog-
nita, como el ámbito de una tarea de descubrimiento, conquista y colonización por la
que el hombre completa un universo de por sí inacabado.31 Es el ser humano quien pone
trabajosamente el orden en el mundo: como sujeto de la representación y agente de la
intervención técnica.
La conciencia se convierte en la única fuente de certeza cognoscitiva, lo que obliga
a entender la verdad como un constructo del sujeto humano. Ya no se llega a la verdad
por medio de una revelación placentera, sino a través de una tarea ardua y enojosa de
construcción. La modernidad alimenta —como afirma Blumenberg— un escepticismo
inédito: «una duda no primariamente sobre lo alcanzable de la verdad, sino sobre el
sentido humano del alcanzar, sobre lo humanamente sostenible de la pretensión a la
“verdad desnuda”».32 La vinculación clásica entre teoría y felicidad, cúspide de toda la
ética clásica, se rechaza.
El otro rasgo característico del ocio contemplativo clásico, la oposición entre teoría y
acción utilitaria, corre la misma suerte. Desde el momento en que la estancia en el seno de
un confortable interior metafísico se ve sustituida por la travesía sobre un agitado exterior
físico, la teoría adquiere un sentido preparador y justificador de la acción. La acumula-
ción de razones que sostengan esa huida hacia delante y de técnicas que la mantengan en
buen rumbo se convierte en una necesidad insoslayable. Como recuerda Sloterdijk, la
teoría no puede ser ya «la tranquila permanencia contemplativa de los pensadores ante los
iconos del ser; ahora se entiende por teoría la construcción activa de motivos suficientes

31. Véase H. Blumenberg, «Terra incognita y “universo inacabado” como metáforas de la conducta
humana moderna», en Paradigmas para una metaforología (trad. de J. Pérez de Tudela). Trotta, Ma-
drid, 2003, pp. 125-139.
32. Ibíd., p. 119.

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para la acción eficaz».33 La justificación del paso a la acción y el control técnico que asegu-
ra su eficacia son ya inseparables del conocimiento a ojos modernos.
Se rompe así con la tradición bimilenaria que enfrentaba la verdad a la acción útil
y la vinculaba con la vida feliz a través del ejercicio gozoso e improductivo de la contem-
plación. Una vez abandonado el cosmos griego y la noción de verdad que le correspon-
día, no hay ya motivos para considerar la contemplación teorética como la actividad
más noble. Al fin y al cabo, los nobles objetos celestes que le correspondían han desapa-
recido. La acción subordinada al principio de utilidad ocupa ahora el lugar preponde-
rante bajo la forma del progreso, la larga marcha de la humanidad hacia el afuera incon-
quistado. Este gran relato legitima tanto la rutinaria actividad laboral en las sociedades
modernas como las tareas colonizadoras.
El resultado no es sólo el olvido de la concepción clásica del ocio, sino su total
inversión. El papel que la Modernidad reserva al ocio no puede ser sino residual: preci-
samente el tiempo que resta tras cumplir con todas las demás obligaciones, el tiempo
libre. Pero más importante aún es que, incluso en el reducido ámbito que le correspon-
de, el ocio moderno no mantiene las características clásicas, sino que es subordinado a
la utilidad, cobrando así un significado opuesto al tradicional. En la Modernidad sólo se
considera lícito el ocio en cuanto descanso conducente a la recuperación de la fuerza
laboral. Cualquier intento por liberarlo de su subordinación al trabajo lo convierte de
inmediato en objeto de condena moral; excepto en un caso: la experiencia estética.

La contemplación estética

En efecto, en el marco de este metarrelato laboralista, no puede dejar de sorprender que


la Modernidad sea también la época en que se proclama la autonomía del arte, esto es,
su derecho a la independencia respecto de cualquier condicionante práctico. En el reino
de lo útil, el arte es la única actividad a la que se le reconoce valor por sí misma, sin
necesidad de acreditarse ante la suprema instancia del progreso. Cuando la teoría ha
sido expulsada de sus alturas celestes, encontramos una nueva forma de contemplación
que la sustituye. La vida estética, según Sloterdijk, no es sino «la prosecución de la vita
contemplativa con medios burgueses, es decir, en último término: consuntivos».34 El
paso de lo trascendente a lo trascendental, la fundación de las categorías en el sujeto
cognoscente en vez de en los entes más nobles, se completa también en el ámbito de la
actividad valiosa: el ser humano no contempla ya, sobrecogido, las más altas regiones
del ser, sino su propio interior. Esta nueva forma de contemplación recupera los rasgos
clásicos de los que había sido despojada la teoría en el paso a la Modernidad: la oposi-
ción a la utilidad y el vínculo con la vida plena.
El retiro a la interioridad es la necesaria contraparte de la expedición moderna al
gran exterior. Ésta exige una eficacia que sólo puede obtenerse mediante una decidida
especialización y concentración de fuerzas. Los efectos de esta dinámica moderna de
diferenciación en aras de la utilidad no tardan en percibirse como una escisión de la
naturaleza humana que genera infelicidad y conflicto. Toda la argumentación de Schil-
ler en las Cartas sobre la educación estética del hombre35 parte precisamente de este diag-

33. P. Sloterdijk, En el mundo interior del capital, p. 84.


34. Ibíd., 43.
35. F. Schiller, Über die ästhetische Erziehung des Menschen. Reclam, Stuttgart, 2000.

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nóstico. La solución, compartida por todo el Romanticismo, pasa por contemplar el arte
como el depósito de la humanidad reconciliada y la fuente de una futura regeneración.
Sólo en el arte puede el hombre contemplar ese impulso de plenitud creadora que alien-
ta en su interior y que permanece a salvo de la escisión de la praxis; sólo en el arte es el
hombre verdaderamente libre y propiamente hombre.
Ahora bien, no es sólo que la conquista moderna del exterior haga necesario este
retiro a la interioridad estética, sino que, en un sentido muy práctico, lo hace también
posible. En efecto, las obras de arte se consideran la más directa puerta de acceso al
interior subjetivo, y es precisamente esa expedición al exterior la que las provee en un
alto grado. En los comienzos de su vida autónoma, el arte es a menudo el botín que
traen de vuelta a Europa los conquistadores, exploradores y etnólogos. Así lo explica
Boris Groys:

Los primeros museos de arte, que surgieron a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX y
que crecieron continuamente a lo largo del XIX a consecuencia de la conquista imperial y
el saqueo de las culturas no-europeas, coleccionaron y expusieron, como objetos autóno-
mos de la pura contemplación, todos los artefactos funcionales «bellos» que antes se ha-
bían utilizado para diversos ritos religiosos, la conformación de espacios del poder y la
manifestación de la riqueza privada. Los comisarios que administraban estos museos crea-
ban así arte, al manipular los iconos de la religión y el poder de modo iconoclasta.36

Los iconos de la religión y el poder han sido siempre, al mismo tiempo, iconos del
ser y de los entes más nobles. Al ser extraídos de su contexto original y expuestos como
meros objetos bellos, la eficacia práctica de tales iconos de cara a la actividad valiosa, es
decir, su función de referir al objeto por excelencia de la teoría, se neutraliza. Queda
abolida así la condición ontológica que vinculaba necesariamente el contenido de la
actividad valiosa clásica (la teoría) a una frontera natural entre objetos nobles e inno-
bles. Parece que el contenido de la actividad valiosa moderna (la experiencia estética) no
viene ya dado por naturaleza; en realidad, no parece determinado por ninguna limita-
ción que caiga del lado del objeto.
Así, desde el comienzo mismo de la Crítica del juicio, Kant deja claro que el juicio de
gusto no tiene ningún fundamento de determinación objetivo: «Para decidir si algo es o
no bello, referimos la representación, no al objeto mediante el entendimiento para su
conocimiento, sino al sujeto, y al sentimiento de placer y dolor del mismo, mediante la
imaginación (unida quizá al entendimiento)».37 Aunque a primera vista parece que el
juicio de belleza se refiere a una propiedad del objeto mismo, no es así: el juicio de gusto
«llama bella a una cosa sólo según la propiedad en que ella se acomoda con nuestro
modo de percibirla».38 (De ahí que sea su propio interior lo que el ser humano contem-
pla en el arte.) Por eso no es posible ningún principio objetivo del gusto, por medio del
cual pudiera decidirse a priori, según su concepto, si un objeto es o no bello.39 El juicio
de gusto no depende de condición objetiva alguna, porque es desinteresado, es decir,
indiferente en lo que toca a la existencia del objeto. En esto se distingue de los juicios
sobre lo agradable y lo bueno, que tienen interés en la existencia del objeto debido a su
relación con la facultad de desear (patológica-condicionada en un caso, y pura práctica

36. B. Groys, «Der Kurator als Ikonoklast», en Die Kunst des Denkens. Fundus, Hamburgo, 2008, p. 88.
37. I. Kant, Kritik der Urteilskraft. Suhrkamp, Frankfurt, 1990, § 1, p. 115.
38. Ibíd., § 32, p. 211.
39. Cfr. ibíd., § 34.

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en otro). Puesto que «todo interés presupone exigencia o la produce», el juicio de gusto
es el único juicio «meramente contemplativo» sobre el placer y verdaderamente libre.40
El contenido de la actividad valiosa moderna, por tanto, parece que no está dictado
por ninguna condición ontológica: no hay ningún límite natural que separe los objetos
bellos de los que no lo son (ni siquiera puede afirmarse con propiedad que un objeto sea
bello). Lo mismo puede decirse del límite del lado del agente: todos los seres humanos
son capaces de juzgar algo como bello. Para Kant, esto se sigue del desinterés que acom-
paña al juicio de gusto. Ya que la base de la satisfacción estética no puede ser ninguna
condición privada (las cuales son siempre interesadas), el sujeto debe reconocer como
base del juicio algo que pueda presuponer en cualquier sujeto.41 De ahí que, para Kant,
«el gusto puede ser nombrado sentido común (sensus communis) con mayor derecho
que el sano entendimiento».42
Así pues, mientras que la teoría clásica se hallaba vinculada a una serie de condicio-
nes ontológicas que dictaban su contenido y su agente, la contemplación estética moder-
na parece libre de toda limitación que privilegie, por naturaleza, ciertos objetos y sujetos
frente a otros. Podría decirse que las condiciones de la actividad valiosa moderna no son
ontológicas, sino institucionales: el tiempo no comprendido dentro de la jornada laboral
y el espacio del museo, el teatro y otras instituciones culturales.
Ahora bien, esta des-ontologización de las condiciones de la actividad valiosa es
sólo aparente; un examen más detenido revela que el discurso estético está ansioso,
desde una etapa muy temprana, por vincular el arte a nuevas condiciones ontológicas,
es decir, dadas por naturaleza. El medio utilizado será el concepto de genio.

El fundamento natural de la experiencia estética

Para Kant, el genio es quien dicta las reglas de su arte. Puesto que se trata de un talento
natural, debe entenderse como «la facultad espiritual innata mediante la cual la natura-
leza da la regla al arte».43 Todo arte presupone unas reglas, por cuya fundamentación
puede representarse una obra de arte como posible. Tales reglas no pueden tener ningún
concepto por base (porque el juicio de gusto no tiene base objetiva alguna), luego no
pueden ser inventadas por el arte mismo: es la naturaleza la que debe darlas al arte, a
través del genio. Por eso son las bellas artes necesariamente artes de genio. Una defini-
ción más amplia que añade los conceptos de originalidad y libertad es la siguiente: «ge-
nio es la originalidad ejemplar del don natural de un sujeto en el uso libre de sus faculta-
des de conocer».44
El concepto de genio no es ni mucho menos una cuestión menor y secundaria en la
Crítica del juicio. Al contrario, se sitúa precisamente en el centro del propósito de Kant,
al servir como puente entre libertad y naturaleza en la producción de la obra de arte. Tal
como declara en la introducción, Kant busca en la Crítica del juicio un fundamento que
permita el tránsito del modo de pensar según los principios del conocimiento práctico al
modo de pensar según los principios del conocimiento teórico. Ese fundamento lo en-
cuentra en el principio de finalidad formal de la naturaleza, que es un principio a priori

40. Cfr. ibíd., § 5.


41. Cfr. ibíd., § 6.
42. Ibíd., § 40, p. 227.
43. Ibíd., § 46, p. 242.
44. Ibíd., § 49, p. 255.

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de la facultad de juzgar.45 Un producto de las bellas artes lo percibimos también como


dotado de esta finalidad formal, ahora bien «la finalidad en la forma del mismo debe
parecer tan libre de toda coacción de reglas arbitrarias como si fuera un producto de la
mera naturaleza»,46 ya que de lo contrario estaríamos ante un producto de las artes
mecánicas. Lo que posibilita que percibamos esa finalidad formal en el arte como si
fuera natural es precisamente la acción del genio. Así, el genio, con su peculiar síntesis
entre don natural y uso libre, se convierte en la base necesaria de unas bellas artes clara-
mente diferenciadas de las mecánicas, es decir, de un arte emancipado ya por completo
del antiguo concepto de tekhné. Kant es claro en cuanto a la necesidad de este concepto
para la constitución de la obra de arte: «Para la apreciación de objetos bellos, como
tales, se exige gusto; pero para las bellas artes mismas, esto es para la producción de
tales objetos, se exige genio».47
Por medio del concepto de genio se reinstaura el régimen de privilegios en torno a
la actividad valiosa. Si bien todo ser humano es, en principio, capaz de emitir un juicio
estético sobre una obra de arte, sólo el genio puede producirla. Algunos sujetos tienen,
por naturaleza, una relación privilegiada con la actividad valiosa. El impacto del genio
queda algo tamizado en Kant por la importancia de la belleza natural, donde aquél no
tiene ningún papel. A partir de la Crítica del juicio, sin embargo, ya están puestos los
elementos para servirse de la noción de genio como punto de apoyo para completar una
total re-ontologización de las condiciones de la actividad valiosa. Schopenhauer es qui-
zá el ejemplo más claro.
Para Schopenhauer, nuestro intelecto conoce habitualmente la objetivación feno-
ménica, múltiple y cambiante de la Voluntad: está subordinado a los mandatos de ésta y
es, por tanto, un agente de nuestra infelicidad. En la auténtica obra de arte, en cambio,
podemos intuir el más alto grado de la representación: el aparecer eterno y perfecto de la
Voluntad, las Ideas. El desinterés con que nos acercamos al arte nos permite trascender
momentáneamente la tiranía de la Voluntad —el conocimiento singular e interesado al
que ella nos ata— y alcanzar la gozosa intuición de lo universal. En la obra de arte
contemplamos así las Ideas con más facilidad que en las cosas mismas.48 Contemplar la
Idea directamente en las cosas, para poder plasmarla luego en una obra de arte, exige un
esfuerzo extraordinario a nuestro intelecto. El hombre capaz de este esfuerzo extraordi-
nario y liberador es el genio. Para poder crear arte auténtico, el genio debe poder con-
templar las Ideas con total desinterés, es decir, acallar en sí mismo las demandas de la
Voluntad. Si puede hacer esto es debido a un don natural: por naturaleza, su conciencia
está compuesta de intelecto en un porcentaje mayor que el de la media.49
Así pues, la noción de genio, unida a otros conceptos claves de la Crítica del juicio,
como el del desinterés, da pie a una completa naturalización de las condiciones de la
actividad valiosa. Los factores que frenaban en Kant esta tendencia —como la impor-
tancia de la belleza natural— han desaparecido: a través del culto al genio se funda de
nuevo el privilegio de unos contenidos determinados y unos agentes determinados. Si
en Kant la noción de genio sólo ponía condiciones a la producción de la obras, en
Schopenhauer se amplía esta restricción también al disfrute. La heterogeneidad natu-

45. Cfr. ibíd., «Einleitung», V, pp. 90-96.


46. Ibíd., § 45, p. 240.
47. Ibíd., § 48, p. 246.
48. Cfr. A. Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung II (vol. 2). Diogenes, Zurich, 1977, p. 438.
49. Schopenhauer incluso cuantifica esta diferencia: mientras el ser humano normal es 1/3 inte-
lecto y 2/3 voluntad, en el genio la proporción se invierte. Cfr. ibíd., p. 447.

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ral entre el genio y el resto de la especie, hace de aquél necesariamente un incompren-


dido. Las obras de los grandes maestros, si bien se honran por autoridad, no son
entendidas ni disfrutadas ni, propiamente, entendidas por los hombres.50 Si Kant afir-
maba que el gusto era un sentido común, para Schopenhauer el hombre corriente no
sólo no puede crear arte, sino que tampoco puede disfrutarlo.51 El individuo medio, el
útil y aburrido burgués, se enfrenta al genio sublime como el filisteo a Sansón: sólo su
mayor número puede hacerle vencer sobre quien le aventaja naturalmente.52 ¿A quién
se dirige entonces el genio? Propiamente, a sus semejantes: sólo un genio puede reco-
nocer por primera vez la obra de otro genio. A partir de ahí, la recepción sigue una
trayectoria descendente: una vez señalada cierta obra como genial, algunas cabezas
privilegiadas son capaces de disfrutarla; el grueso de la humanidad las aceptará por
autoridad, aunque en el fondo le desagraden.53
En vista de la re-ontologización del valor que aquí se completa, no sorprenden la
vuelta de jerarquías naturales ni el uso de la expresión «Metafísica de lo bello» por parte
de Schopenhauer.54 Ahora bien, no debe concluirse que esta función del concepto de
genio es exclusiva de su filosofía. Todo lo contrario: su acogida fue entusiasta entre las
corrientes esteticistas fin de siècle. La influencia en Nietzsche es también indudable, si
bien sus consideraciones sobre el genio se vieron sacudidas por el asunto Wagner. Ade-
más de la nacional-belicista, la otra línea de recepción de Nietzsche en Alemania desde
1890 hasta 1914 fue la que concebía el ultrahombre como artista genial comprometido
con la creación de nuevos valores. El genio como base naturalizante del valor llega así
hasta el expresionismo.55
Tenemos de vuelta, por lo tanto, las condiciones naturales que restringían la acti-
vidad valiosa a un contenido y unos agentes determinados, y que parecían haber que-
dado atrás con el destronamiento de la teoría. En el caso de la teoría clásica, la activi-
dad valiosa quedaba vinculada al contenido concreto de los entes más nobles y a los
agentes que estaban mejor dispuestos para su contemplación. En el caso de la expe-
riencia estética moderna, la actividad valiosa queda vinculada al agente genial y a los
objetos que éste produce. La diferencia entre el genio y los hombres comunes es onto-
lógica, por naturaleza. También las obras de arte se distinguen objetivamente, en cuanto
al ser, del resto de cosas: su producción por parte del genio las convierte en ejemplares
únicos e irrepetibles.

3. De la vanguardia al ocio indiscernible

La vanguardia artística pone en cuestión desde el comienzo la idea de contemplación


estética, tal como se había desarrollado a lo largo de los siglos XVIII y XIX. A medida que
se impone el nuevo arte, la obra entendida como un objeto capaz de despertar un eleva-
do sentimiento de lo bello o lo sublime va cayendo en descrédito, y con ella la compren-
sión del artista como un sujeto genial, naturalmente dotado para generar obras de ese

50. Cfr. A. Schopenhauer, Parerga und Paralipomena II. Suhrkamp, Stuttgart/Frankfurt, 1965, p. 539.
51. Cfr. ibíd., p. 554.
52. Cfr. ibíd., 554 y 759. De este símil procede precisamente el término despectivo «filisteo».
53. Cfr. ibíd., 541.
54. Cfr. ibíd., cap. 19.
55. Cfr. S. Taylor, Left-Wing Nietzscheans. The Politics of German Expressionism 1910-1920. Walter
de Gruyter, Berlín - Nueva York, 1990.

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tipo. Así, las condiciones ontológicas que limitaban la actividad valiosa por parte del
agente y del contenido van perdiendo su firmeza. La causa de este proceso debe buscar-
se en el nuevo procedimiento por el cual pretenden las vanguardias legitimar su produc-
ción artística: la sumisión al medio como eje central de su actividad.
Ésta es ya, de hecho, la estrategia de los impresionistas. El influjo de la fotografía
les lleva a concebir la pintura de un modo totalmente nuevo: no como representación de
los objetos que se despliegan ante el pintor, sino como plasmación de la imagen que se
proyecta en su retina.56 Ningún artista del pasado había podido comprender que toda
figura obedece a un conjunto de oscilaciones lumínicas en la retina, y que, puesto que un
pintor trabaja con figuras, es esta fotografía retiniana el verdadero medio de su activi-
dad. No se trata ya de pintar paisajes pintorescos o sublimes, eventos históricos conmo-
vedores o escenas cotidianas verosímiles, sino de ajustarse al medio que hace posible la
inclusión de todas estas opciones como temas de la pintura. Desde luego, esta operación
reclama para su práctica pictórica una legitimidad inconmensurable: sólo en sus cua-
dros se da a conocer aquello con lo que siempre han trabajado todos los pintores, sin ser
conscientes de ello.
Del impresionismo en adelante, todo artista de vanguardia acatará esta inversión
de la comprensión tradicional de la pintura: no es ya el pintor quien usa el medio para
transmitir algo, sino el medio quien se sirve del pintor como de un instrumento de
transmisión. El artista debe callar para escuchar mejor las voces del medio e interferir lo
menos posible en su mensaje, convirtiéndose así, en palabras de Groys, en «médium del
medio».57 Si los impresionistas se someten a la pura transmisión de la fotografía retinia-
na, Kandinsky hace lo mismo con la necesidad interior que se expresa en la vibración de
los colores y las formas, Malévich con la pura sensibilidad plástica, Mondrian con la
armonía de la imagen nueva y los surrealistas con las pulsiones del inconsciente. En
ningún caso es la obra manifestación de la superdotada individualidad del artista, sino
siempre, por el contrario, de la generalidad del medio. El pintor no debe poner nada de
su parte en cuanto individuo: lo que legitima su tarea es su completa sumisión a los
imperativos del medio.
De este procedimiento de legitimación se siguen notables cambios en la comprensión
de la obra y del artista mismo. Antes de la vanguardia, el genio fundaba el valor de la obra
porque era alguien especialmente diestro, por naturaleza, para la producción de objetos
destinados a la contemplación. Por el contrario, un artista de vanguardia no se presenta
como un profesional de reconocida destreza innata, sino como un buen médium, es decir,
alguien diestro en no poner nada de su parte. Desde luego, la condición de médium sigue
estableciendo una profunda diferencia entre el artista y el resto de la humanidad; sin
embargo, el artista aparece sólo como el anticipo de lo que en el futuro será toda la huma-
nidad: cuando se complete la evolución del espíritu (Kandinsky), se realice socialmente la
armonía neoplástica (Mondrian) o se produzca la liberación total (surrealismo).
Por parte de la obra, el procedimiento de legitimación vanguardista produce una
desvaloración del resultado final en beneficio del proceso. Lo que dota a la obra de valor
es que haya sido producida según los imperativos del medio; así, no importa ya tanto
lograr un aspecto acabado que facilite la gozosa contemplación, sino mostrar con la
mayor claridad el proceso productivo. Impresionistas y expresionistas se esfuerzan en

56. Cfr. G.C. Argan, El arte moderno (trad. de J. Espinosa Carbonell). Fernando Torres, Valencia,
1977, pp. 117 y ss.
57. B. Groys, Topologie der Kunst. Carl Hanser, Munich, 2003, pp. 228 y ss.

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resaltar las huellas materiales de su oficio, tratando de pintar así el pintar mismo. La
introducción del collage por el cubismo debe también recordar al receptor que se en-
cuentra ante un artefacto producido según ciertas pautas programáticas. Futuristas y
dadaístas hacen un uso intensivo de la performance, que ofrece al público el procedi-
miento en directo. En general: no se busca ya que el receptor disfrute de la contempla-
ción estética, sino hacerle partícipe del procedimiento de producción del arte. Este re-
chazo de la contemplación lleva aparejado el progresivo desmontaje de las condiciones
ontológicas que habían delimitado la actividad valiosa en su avatar como teoría y como
experiencia estética. Será Marcel Duchamp quien extraiga del modo más coherente esta
última conclusión.

El «ready-made» y la lógica del valor

El procedimiento de legitimación del arte de vanguardia parte siempre, como afirma


Groys,58 de una fuerza que funda la cultura desde su exterior, de un principio que actúa
más allá de toda diferencia entre lo profano y lo valioso (por ejemplo, el inconsciente).
La innovación cultural consiste entonces en desvelar ese principio originante: esto es lo
que hace el artista de vanguardia al mostrar en su trabajo el procedimiento por el cual se
ha subordinado al medio. Su obra adquiere así un valor privilegiado (un aura), porque
se presenta como manifestación directa de esa fuerza originante de la cultura.
Pues bien, Duchamp lleva hasta el final la exigencia de mostrar el procedimiento
creador del aura y saca a la luz la operación que subyace a todo discurso legitimador de
la vanguardia. El medio que utiliza es la presentación de un objeto profano como obra
de arte renunciando a cualquier transformación externa del mismo. Lo que este paso
pone de manifiesto, tal como señala Groys, es que la valoración cultural de un objeto no
es lo mismo que su transformación artística.59 La innovación cultural opera con valores,
no con cosas que se transforman objetivamente. A diferencia del resto de artistas de
vanguardia, Duchamp tampoco reclama para su obra un origen más allá de la cultura.
Así, muestra un objeto profano que, sin ser transformado materialmente ni presentarse
como encarnación de un principio originante, cobra valor cultural. Puesto que no hay
nada en el objeto mismo que pueda explicar tal valoración, la causa debe residir en el
contexto. En efecto, con sus ready-made Duchamp demuestra que basta con colocar un
objeto profano (como un urinario) en un contexto cultural valorizado (como el museo)
para que cobre valor. Lo que genera este valor, por lo tanto, es la tensión entre lo profano
y lo valioso. Aparte de esta tensión, no hay nada en la «naturaleza» de la obra de arte o en
su origen que explique su valor cultural.
El procedimiento del ready-made tiene una gran relevancia para el propósito de
estas reflexiones. Al sacar a la luz la operación que está a la base de cualquier innovación
en el campo artístico, Duchamp completa el desmontaje de las condiciones ontológicas
de la actividad valiosa. En su ensayo Sobre lo nuevo, Boris Groys explica cómo revela el
ready-made el funcionamiento de la lógica del valor. Veámoslo brevemente.
Groys parte de la constatación de que toda cultura está constituida como una jerar-
quía de valores.60 Tal jerarquía está conformada por los objetos que se guardan y orde-

58. Cfr. B. Groys, Sobre lo nuevo (trad. de M. Fontán del Junco). Pre-textos, Valencia, 2005, pp. 89 y ss.
59. Cfr. ibíd., p. 100.
60. Cfr. ibíd., pp. 75 y ss.

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nan en el archivo (museos y bibliotecas, principalmente). Sólo tiene sentido hablar de lo


nuevo cultural en referencia al archivo, ya que nuevo es todo aquello que es distinto del
contenido del archivo, pero igual de valioso que él para ser conservado. Todo lo que no está
incluido en el archivo conforma el espacio profano, que es lo irrelevante, lo que no merece
conservación. Puesto que es lo «otro» respecto del contenido del archivo, el espacio
profano es también la reserva de valores potencialmente nuevos. Ahora bien, para que
se conceda valor a un objeto profano es necesario que sea puesto en relación con lo que ya
es valioso, es decir, con el contenido del archivo, con la tradición.61 Esta comparación
entre lo profano y lo valioso es una operación voluntaria y consciente que sólo puede
darse en el seno del archivo cultural. De aquí que el origen de lo nuevo no puede ser
ninguna instancia externa a la cultura, como el mercado o fuerzas ocultas como el len-
guaje, el deseo o la vida.62
Una auténtica crítica a una jerarquía cultural —y, por tanto, toda posibilidad de
cambio en la misma— debe proceder de forma concreta, es decir, comparando concre-
tamente ciertas cosas profanas con determinados valores culturales. Por ejemplo: com-
parando la Mona Lisa con una vulgar reproducción manipulada, como hizo Duchamp.63
Una comparación concreta de este tipo relaciona un objeto profano con la tradición
valorizada y lo introduce así en el archivo, pero no logra abolir la jerarquía cultural.
De hecho, la frontera entre lo valioso y lo profano sólo se traslada, pero no se puede
superar. Aunque es pensable que todos los objetos profanos puedan compararse con
valores culturales, no es factible, porque cada introducción de algo profano en el archivo
lo reorganiza y desecha partes de la cultura valorizada.64 Puede objetarse que no hace
falta comparar todos los objetos profanos con todos los valores culturales: bastaría con
comparar un objeto que encarne la esencia de lo profano con un valor que encarne la
esencia de la cultura. Este intento por superar la frontera del valor es aún más proble-
mático, pues ¿qué debe entenderse por «esencia de lo valioso»? ¿Y cómo podría encon-
trarse? Toda apelación a un supuesto fundamento inamovible de la cultura (como la
noción de genio) no es sino una estrategia para trasladar ciertos elementos profanos al
otro lado de la frontera del valor. Esta frontera axiológica, en fin, cambia con cada inno-
vación, pero ninguno de estos cambios la elimina, ni puede reducirla a una distinción
estable y definitiva. En palabras de Groys: «De ninguna cosa, forma, lenguaje o hábito
cultural puede determinarse a priori si pertenecen a la alta cultura valorizada o al espa-
cio de lo profano. Todos los fenómenos culturales fluyen incesantemente en torno a esa
frontera y, por ello, modifican su posición respecto a ella».65
Así, los museos no exhiben la epifanía temporal de un invariable fundamento de
toda creatividad subjetiva, sino un conjunto de artefactos dotados de valor en virtud de
la lógica que rige las relaciones entre lo valioso y lo profano. Esto se muestra al constatar
el hecho de que toda obra innovadora enfrenta los estratos de lo valioso y lo profano: el
efecto de novedad es mayor, cuanto más agudo es el contraste, y va disminuyendo cuan-
do éste último desaparece con el paso del tiempo. Quien pone de manifiesto esta condi-
ción escindida de toda obra innovadora es Duchamp, que enfrenta de la manera más
cruda un objeto profano a un contexto valorizado. En sus ready-made se da una adapta-
ción negativa a la tradición (elección de un objeto que rompe radicalmente con la alta

61. Cfr. ibíd., pp. 60 y ss.


62. Cfr. ibíd., pp. 45 y ss.
63. Cfr. ibíd., p. 78.
64. Cfr. ibíd., p. 149.
65. Ibíd., pp. 145-146.

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La existencia valiosa

cultura) y una adaptación positiva (la donación de un título, la firma y la exhibición).


Esta operación doble se encuentra en toda obra innovadora, la cual queda así escindida
en dos estratos que no se derraman el uno en el otro ni forman una auténtica síntesis.66
Es esta tensión la que genera nuevo valor cultural.
Pues bien, la conclusión que debe derivarse, según Groys, es que el valor cultural no
tiene ningún fundamento exterior a la cultura misma, sino que depende de la posición
de un elemento respecto de la frontera que separa el espacio profano de la tradición va-
lorizada. La creación de valor nuevo consiste en el desplazamiento de esta frontera, la
cual no puede superarse nunca ni fijarse definitivamente en virtud de una distinción
metafísica, sociológica o de cualquier otro tipo. Veamos qué significa esto para la acti-
vidad valiosa.

La des-ontologización del valor

Después de Duchamp, la innovación cultural no puede ya justificarse apelando a un


fundamento externo a la cultura, que esté a salvo de sus modificaciones y sea su causa.
Según esto, el contenido de la actividad valiosa no está vinculado a ninguna condición
ontológica previa, relativa a su origen o su naturaleza. El contenido de la teoría clásica
eran los entes más nobles; el de la contemplación estética, las obras producidas por un
genio. En la comprensión posvanguardista de la experiencia estética, no hay ya ninguna
restricción de este tipo: cualquier objeto profano puede convertirse en contenido de la
actividad valiosa, siempre que se desplace al otro lado de la frontera del valor mediante
una comparación exitosa. La posible indiscernibilidad de la obra de arte respecto del
objeto profano anula cualquier vestigio de condición ontológica: no hay nada ya en la
obra misma que fundamente su valor. La frontera entre lo valioso y lo profano, sin
embargo, no desaparece, sólo queda sometida a un código que regula la relación entre
ambos lados y permite siempre mostrar su tensión de forma diferente, es decir, innovar.
En cuanto a las condiciones ontológicas que restringían al agente de la actividad
valiosa, tampoco sobreviven al ready-made. En la teoría clásica el agente era aquél que
mejor dispuesto estaba para pensar en los entes más nobles: es decir, el varón adulto que
disfruta del ocio. En la contemplación estética moderna el agente era el mejor dispuesto
para disfrutar la obra del genio: es decir, él mismo o, al menos, espíritus con la suficiente
«sensibilidad». Una vez que se acepta que el origen de lo valioso es una operación en el
seno de un código, no hay ya base alguna para restringir su producción o su acceso a
determinados agentes: todo aquél que conozca lo suficiente el código puede crear valor
cultural o disfrutarlo.
Este desmontaje de las condiciones ontológicas de la actividad valiosa se corres-
ponde con el descrédito de la idea de contemplación. Ya vimos más arriba cómo la vita
contemplativa tuvo una continuación moderna en el arte. Tanto en su versión teórica
como en su versión estética, la contemplación se opone a la vita activa, la acción útil
conforme a fines, y reclama para sí la primacía del valor. Este primado de la contempla-
ción se funda en sus condiciones ontológicas: quien las satisface accede a un ámbito de
la acción privilegiado y separado del resto, donde puede disfrutar de la condición de
sujeto logrado, feliz. Cuando tales condiciones se cuestionan y se anulan, no es ya posi-
ble marcar un ámbito de la acción como mejor de por sí: no habrá ya, por tanto, acti-

66. Cfr. ibíd., pp. 122 y ss.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 465

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Jaime Cuenca

vidades que se experimenten como valiosas por el solo hecho de pertenecer a un ámbito
determinado. Para experimentar una actividad como valiosa tras el descrédito de la vita
contemplativa, habrá de elegirse una de entre todas las profanas —es decir, pertenecien-
tes al ámbito de la acción útil conforme a fines— y distinguirla del resto, valorizarla.
Esta diferencia respecto del resto sólo puede producirse liberándola de su subordina-
ción a un resultado. Al fin y al cabo, desde el principio hemos entendido por actividad
valiosa una actividad a la que se le concede un valor por sí misma y no por su condición
de medio para un fin.
Pues bien, esto es precisamente lo que hizo el arte de vanguardia. Más arriba hemos
señalado la estrategia de legitimación vanguardista, que consiste en mostrar cómo es el
medio mismo quien opera a través del artista. Para transmitir esta idea, los artistas de
vanguardia se esfuerzan desde el principio en revelar su procedimiento de creación, el
cual se ajusta escrupulosamente a los imperativos del medio. No se pretende ya causar
un sentimiento bello o sublime en el espectador, sino hacerle partícipe de un procedi-
miento. Lo valioso no es ya tanto la obra acabada, sino su producción: no el resultado,
sino la acción misma.
Así pues, para que una actividad se distinga de las demás y pueda ser objeto de
vivencia, debe ser liberada del resultado que la convierte en mero medio para un fin.
Pero esto no es suficiente para concederle valor. Ya hemos visto cómo para Groys lo
nuevo no es simplemente lo otro de la tradición, sino lo otro valioso, es decir, algo profa-
no que se relaciona con lo ya valorizado. Así, no basta con que una actividad se distinga
de todas las demás por su ausencia de resultado: debe ser sometida, además, a una
comparación con lo que ya se considera valioso. Un buen ejemplo sería la acción coordi-
nada por Francis Alÿs en las inmediaciones de la ciudad de Lima en el año 2002: qui-
nientos voluntarios armados con palas formaron una cadena humana que desplazó mí-
nimamente una gran duna de arena. El trabajo manual es aquí privado de cualquier
utilidad práctica; la comparación con la tradición valorizada reside en el título: Cuando
la fe mueve montañas.67
Desde el momento en que cualquier actividad profana puede convertirse en valiosa
mediante un procedimiento de comparación en el seno de un código, cualquier otra condi-
ción restrictiva desaparece. No hay ya contenidos ni agentes preestablecidos para la activi-
dad valiosa, ni tampoco tiempos o lugares fijados de antemano. En definitiva, el museo (y
cualquier otra institución cultural) deja de concebirse como el único lugar donde es posible
experimentar la actividad valiosa. De este modo se refiere Groys a una instalación:

Una exposición así puede tener lugar tanto en un museo o una sala de exposiciones como
fuera del museo —en una oficina, un banco, una vivienda o un paraje abandonado. Así
desaparece la diferencia entre el museo y el espacio extra-museal. Lo único importante es
que la exposición se dé en un lugar que esté definido como una intersección topológica
entre el espacio privado y el público.68

La actividad valiosa ni siquiera tiene ya por qué ocurrir en el interior del mundo del
arte, ni presentarse como arte: los propios artistas han completado su des-ontologiza-
ción y su deslocalización. De hecho, puede afirmarse que el mayor número de activida-
des valiosas se da hoy al margen de los límites institucionales del arte (ya de por sí
bastante fluidos) y se presenta como ocio.

67. Cfr. www.postmedia.net


68. Boris Groys, «Installierte Betrachter», en Die Kunst des Denkens, pp. 216-217.

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La existencia valiosa

El ocio indiscernible

Del mismo modo que cualquier práctica puede convertirse en ocasión de experiencia
estética para el arte contemporáneo, cualquier actividad puede convertirse en experien-
cia de ocio. Los mecanismos en un caso y en otro son los mismos: la privación del
resultado productivo y la comparación regulada por un código. La tesis que aquí defen-
demos es que no se trata de una mera analogía casual de los procedimientos, sino de una
relación genealógica: hoy es posible la transmutación de cualquier actividad en expe-
riencia de ocio, porque las vanguardias completaron la des-ontologización de las condi-
ciones de la actividad valiosa.
No significa esto que antes no existieran prácticas de ocio libremente elegidas, sa-
tisfactorias y privadas de un fin práctico. Lo que ocurre es que tales prácticas se perci-
bían —y se conceptualizaban— principalmente como descanso del trabajo, como entre-
tenimiento, y no tanto como actividades con valor por sí mismas y con una función
primordial en la conquista de la felicidad. En los Estudios de Ocio se insiste a menudo
en el cambio que se ha producido recientemente desde una concepción del ocio como
tiempo libre y descanso del trabajo hacia un reconocimiento del valor autónomo del
ocio.69 Lo que este cambio revela es la deslocalización del valor. Al fin y al cabo, la teoría
clásica y la experiencia estética moderna no son sino formas de ocio: lo que se ha dado es
un desmontaje de sus restrictivas condiciones ontológicas. Desde el punto de vista de la
percepción del sujeto, una vivencia valiosa de ocio en la actualidad tiene más que ver con
la teoría clásica o la experiencia estética moderna que con una actividad de tiempo libre
vivida como mero entretenimiento. Antes de ilustrar esta percepción subjetiva con un
ejemplo, importa aclarar un par de puntos.
Afirmar que cualquier práctica puede convertirse hoy en día en experiencia de ocio
obliga a desechar cualquier objetivismo esencialista: no hay nada como una esencia de
la experiencia de ocio que se revele sólo en determinadas actividades. Por ejemplo, po-
dría pensarse que la esencia del ocio es el desarrollo libre y placentero de la naturaleza
humana. Algunas actividades participarían de esa esencia y serían valiosas prácticas de
ocio, y otras, las profanas, no. Sin embargo, esto supone establecer una frontera estable
y definitiva entre lo valioso y lo profano, que negaría la posibilidad de innovación me-
diante el enfrentamiento de ambos estratos en una misma práctica. Como veremos en-
seguida, esta tensión entre lo profano y lo valioso de hecho se encuentra en las prácticas
innovadoras. De ahí que el valor de una práctica deba remitirse a su posición respecto
de una frontera axiológica desplazable y no a una distinción esencialista. Esta explica-
ción de la creación del valor mediante un código que regula las relaciones entre lo profa-
no y lo valioso obliga igualmente a rechazar el subjetivismo arbitrario. Si bien es el
individuo quien percibe una actividad como experiencia valiosa de ocio, éste no puede
decidir libremente cuándo se dará tal percepción. Las condiciones de posibilidad de la
actividad valiosa están reguladas por un código socialmente reconocido.
Igual que en el arte, el ready-made hace patente la des-ontologización de las condi-
ciones del valor, lo mismo sucede en el ocio con aquellas prácticas que son objetivamen-
te indiscernibles de cualquier actividad profana. En ambos casos queda claro que la
creación de valor no está ligada a determinadas transformaciones objetivas (de cosas o
prácticas), sino a ciertas operaciones que marcan el cruce de una frontera axiológica.
Veamos un ejemplo de una de estas prácticas de ocio indiscernible.

69. Cfr. M. Cuenca, Ocio humanista. Universidad de Deusto, Bilbao, 2003, pp. 48-56.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 467

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Jaime Cuenca

Dig This (traducible como «Excava esto») se presenta como «la primera pista de
juegos de equipamiento pesado de Estados Unidos».70 Sus clientes pueden manio-
brar con excavadoras y maquinaria pesada de construcción a lo largo de un acciden-
tado terreno de diez acres situado en el Valle de Yampa, Colorado. Levantar presas,
excavar estanques, transportar grava, arena o piedras, o remover grandes extensio-
nes de arena son algunas de las actividades que pueden realizar tanto individuos
como grupos. La práctica de estos «proyectos de movimiento de material» no re-
quiere ninguna destreza previa, ya que está permanentemente supervisada por per-
sonal técnico y de seguridad.
La experiencia que ofrece esta empresa puede calificarse con toda exactitud como
un procedimiento ready-made: una actividad laboral profana (como es el manejo de
excavadoras) se presenta, sin transformación objetiva alguna, como una práctica valio-
sa de ocio. Para que esta transmutación pueda producirse, como decíamos más arriba,
la actividad debe ser privada de su finalidad práctica original. Éste es el caso de Dig This,
ya que las presas y los montones de grava que producen los clientes carecen de cualquier
utilidad y, de hecho, son rápidamente destruidos por los siguientes usuarios de la insta-
lación. Se consigue así que la actividad misma (y no ya su resultado) pase al primer
plano de la atención del sujeto, se distinga de todas las demás actividades profanas y
pueda experimentarse como vivencia. Éste parece ser un efecto conscientemente busca-
do por la empresa. En la presentación de su página web se afirma lo siguiente: «Bajo la
supervisión de los monitores de Dig This podrás escapar de las influencias externas de la
vida y centrarte únicamente en la aventura en curso, produciendo así automáticamente
niveles de autoestima y de adrenalina».
Decíamos, sin embargo, que esto no es suficiente para otorgar valor a una activi-
dad: debe realizarse además una comparación que la vincule con la tradición valoriza-
da. En este caso, el vínculo con lo valioso viene dado por la referencia a la infancia: Dig
This ofrece a los adultos comportarse como niños. Se reconoce aquí el motivo del «niño
interior», propio de cierta psicología de divulgación, que ancla lejanamente en Jung. El
descubrimiento de ese «niño interior» por parte de un adulto abriría nuevas vías de
desarrollo personal. La empresa parece ser de nuevo consciente de la referencia a este
motivo como elemento valorizador de la actividad. Así, la primera frase de la presenta-
ción en su página web dice: «¿Has soñado alguna vez con ampliar aquellos cajones de
arena con los que disfrutabas de pequeño? [...] Dig this es tu oportunidad para jugar en
el barro —a lo grande—».
Para los fines de la valorización es indiferente que exista o no algo similar a un
«niño interior»; lo que importa es que esta comparación permita cruzar exitosamen-
te la frontera del valor. Y en vista de los testimonios de clientes que ofrece la página
web, parece que así es. Ron Mott, de Atlanta, dice: «¡Fue muy divertido! ¡Me sentí
como un niño de nuevo!». Jim Adams (Virginia) concreta que gracias a Dig This
realizó una fantasía que siempre había tenido. Muchos clientes parecen haber vivido
una experiencia inolvidable: «cada vez que pienso en ello, sonrío» (Maureen Stover,
St. Louis) o «nunca me he hecho a mí mismo un mejor regalo de cumpleaños» (Lyn
Glenn, Vail, Colorado).
En este ejemplo hemos podido ver cómo la innovación en las prácticas se produ-
ce mediante la oposición de los estratos valioso y profano, igual que en las obras de
arte. El resultado es la percepción de la práctica como vivencia valiosa de ocio ligada,

70. Todos los textos y la información proceden de la página web oficial: www.digthis.info

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La existencia valiosa

como lo estaban la teoría y la experiencia estética, a la felicidad. No debe pensarse que


se trata de un ejemplo aislado. Pueden considerarse ocio indiscernible todas las fae-
nas agrícolas tradicionales que se presentan como actividades de turismo rural, el
ejercicio de técnicas de supervivencia vividas como deporte de aventura o la práctica
de costumbres cotidianas exóticas en el turismo. En todos estos ejemplos, una activi-
dad subordinada originalmente a una finalidad práctica se presenta, sin transforma-
ción objetiva, como experiencia de ocio. No siempre ocurre así, desde luego; pero lo
fundamental no es que la actividad profana permanezca inalterada, sino que el meca-
nismo de valoración no exige transformación objetiva alguna en un sentido determi-
nado. Aunque esta transformación se dé, incluso aunque la actividad esté diseñada
desde el principio como práctica de ocio, esto no le garantiza el valor, ya que siempre
podrá ser percibida como profana desde el exterior, es decir, por quienes no compar-
tan el código valorizante.

4. Reflexiones finales

En algunos casos, este recorrido por las tres principales formas de la actividad valiosa
en la tradición occidental ha podido generalizar o simplificar en exceso unas transfor-
maciones sutiles y de largo alcance, en las que teoría y práctica se influyen mutuamente.
Esperamos haber podido ofrecer a cambio un panorama esquemático que ayude a es-
clarecer los desplazamientos de las condiciones del valor. Nuestro principal objetivo ha
sido observar la configuración que adoptan estas condiciones en cada forma de la activi-
dad valiosa y describir las transiciones de su itinerario.
Hemos hallado que, pese a sus muchas diferencias, las formas de la actividad valio-
sa en la tradición clásica y en la modernidad presentan una identidad formal: tanto la
teoría como la experiencia estética se conciben como un ejercicio de contemplación,
marcado por condiciones ontológicas. Estas condiciones determinan el contenido y el
agente de la actividad valiosa y se perciben como naturales. Puesto que la actividad
valiosa se ha entendido siempre como vía de acceso a la felicidad, su sometimiento a
condiciones ontológicas restringe asimismo la vida feliz a aquellos individuos que pue-
den cumplirlas.
La estrategia de justificación de las vanguardias artísticas implica el rechazo de la
categoría de contemplación. La importancia creciente del procedimiento productor de
valor socava las barreras que separaban el contenido de la actividad valiosa (la obra de
arte) y su agente (el genio) de todos los demás contenidos y agentes. Este proceso culmi-
na con Duchamp, que destruye toda condición ontológica del valor, al mostrar cómo
éste puede crearse operando con un código que regula las relaciones entre el espacio
profano y la tradición. Cualquier pretensión naturalizante —en el pasado o en la actua-
lidad— se revela como una estrategia en el manejo de este código.
La actividad valiosa se desliga así de todo contenido, agente, lugar o tiempo fijado
de antemano, de modo que puede darse como vivencia extraordinaria fuera de cual-
quier contexto ontológicamente marcado, es decir, como ocio. En su avatar como ocio,
la actividad valiosa sigue manteniendo el vínculo clásico a la felicidad, pero sin las con-
diciones que lo restringían a determinados agentes. Cualquier actividad puede, en prin-
cipio, convertirse en experiencia valiosa, y cualquier agente puede percibirla como una
vía de acceso a la vida feliz. En las formas actuales de ocio completa así la actividad
valiosa ese proceso de des-ontologización que Sloterdijk concibe como disangelio de la

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Jaime Cuenca

modernidad: la condición de ser humano logrado o feliz no aparece ya ligada a condi-


ción natural alguna, sino como una tarea cuyo éxito depende en gran parte del dominio
individual del código del valor.71

Bibliografía

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BLUMENBERG, H.: Paradigmas para una metaforología (trad. de J. Pérez de Tudela). Trotta,
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SCHOPENHAUER, A.: Parerga und Paralipomena II. Suhrkamp, Stuttgart/Frankfurt, 1965.
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de Gruyter, Berlín - Nueva York, 1990.
www.digthis.info
www.postmedia.net

71. El presente ensayo se enmarca en una investigación predoctoral financiada desde 2005 por el
Departamento de Educación del Gobierno Vasco.

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LA EXISTENCIA GASTRONÓMICA

Andrés Ortiz-Osés

Cuanto vive se alimenta:


pero el hombre come.
BRILLAT-SAVARIN

A continuación planteamos un apunte sobre la gastronomía como metáfora de la exis-


tencia y símbolo del sentido. En efecto, en la comida realizamos una comunicación
integral de mensajes (communicatio idiomatum) y de bienes (communicatio bonorum),
articulando en los mejores momentos una auténtica comunión interpersonal (commu-
nicatio suppositorum). La relevancia humana de la comida se muestra en la importancia
filosófica dada por la cultura griega al Banquete-Simposio de Sócrates-Platón, así como
el valor teológico otorgado por la cultura cristiana a la Última Cena.
Curiosamente no se trata de dos comidas o almuerzos sino de dos cenas, ya que la
cena representa una reunión más íntima que la comida, puesto que se realiza no en un
ámbito solar o extrovertido, sino en el ámbito lunar o introvertido de un encuentro entre
la luz y la sombra, llevado a cabo al ocaso o al atardecer.
Comenzaremos por una breve exégesis de estas dos Cenas solemnes, para posterior-
mente plantear una filosofía gastronómica basada en la complicidad entre el sentido y lo
sentido, el gusto y el sabor, el sabor y la sabiduría de la vida. He aquí nuestro recorrido:

1. El Banquete griego y la Cena cristiana.


2. Gastrología: Hermes y Mercurio.
3. Carne y pan: Aquiles y Patroclo.
4. Gastronomía y sociedad.
5. Conclusión: gastronomía y existencia.

1. El Banquete griego y la Cena cristiana

El Banquete de Sócrates-Platón tiene por dios a Eros, ya que es un Simposio en torno al


amor platónico que asciende dialécticamente desde la tierra al cielo, de lo sensible a lo
inteligible, de la carne al alma. El paralelo de tal amor es la propia comida o cena, en la
que metabolizamos lo físico en lo biológico, la carne en cuerpo humano, la materia en
forma y lo material en espiritual. En todo caso hay que destacar la complicidad entre el
Eros y el gusto o sabor, tal como comparece en las expresiones erótico-gastronómicas
«estar bueno o buena», «estar para comérselo o comérsela», estar como un flan, como
un bombón, como un queso.1
Por su parte, la Cena eucarística es también un Simposio complementario en
torno al amor cristiano que desciende «dilécticamente» desde el cielo a la tierra, de la

1. Puede consultarse al respecto Lo crudo y lo cocido del antropólogo C. Lévi-Strauss.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 471

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Andrés Ortiz-Osés

divinidad al hombre, a través de la Encarnación del propio Dios en Cristo. El paralelo


de tal amor es la propia asimilación gastronómica del principio vital de las viandas, la
espiritualización de lo material simbolizado en la encarnación del cuerpo y sangre de
Cristo en el pan y el vino eucarísticos y, por tanto, en la transustanciación de la materia
en espíritu.
Pero en ambos Banquetes, el griego y el cristiano, hay una paralela comunión basa-
da en la amistad o afiliación respectivamente filosófica o teológica. Ahora bien, mien-
tras que la comunión socrático-platónica se realiza bajo la advocación del dios Eros
(pagano o ligador, socrático), la comunión cristiana es una misa-mensa que se realiza
bajo la advocación del Ágape o amor agapeístico (religioso o religador, sacrático).2
A pesar de esta diferencia, ambas Cenas muestran que el sentido promana de lo
sentido (griegos) o bien que se encarna en lo sentido (cristianismo). Esto significa poner
en comunicación el sentido con el sentir y los sentidos, así como coimplicar el saber con
el sabor y, por lo tanto, la inteligencia con el gusto hasta poder hablar de una inteligencia
sapiente o sapiencial: la cual sabe porque saborea lo real en su sensualidad.
Tanto en el Banquete griego como en el Banquete cristiano sobrevuela a la comuni-
cación y comunión de los comensales Hermes, el dios de la coimplicación, la mediación
y el lenguaje. Este dios hermenéutico es un dios alado que va y viene con cada palabra
del interlocutor, posibilitando así un interlenguaje basado en los efluvios de la comida y
la bebida, pero que trasforma este basamento material en sustancia anímica abierta al
otro en interanimidad.
Hermes es la faz dialógica de toda comida en común, mientras que su pariente
Mercurio representa la cara comercial de toda comida. En efecto, Mercurio es el dios
mercantil que representa el intercambio dinerario y el negocio, el comercio de mercan-
cías y el trueque de materias. Mercurio es el mercader que mercadea con las mercancías
en nuestro caso culinarias, cuyo oficio funda la economía de mercado.
Veámoslo más de cerca y avancemos al respecto de nuestro objeto de indagación.

2. Gastrología: Hermes y Mercurio

La compresencia de Mercurio, el comunicador de bienes, debe seguir las huellas de su


preceptor Hermes, el comunicador del lenguaje, llevando a cabo una mediación o mode-
ración que evite los extremos del defecto mercantil (el desabastecimiento) y del exceso
mercantilizador por sobreabundancia de mediadores. El lema adecuado al respecto podría
ser: «nada en demasía, y nada en poquesía».
Por lo que hace a la gastronomía el defecto remite a una cocina tradicional de pro-
ductos repetidos hasta la pobreza, así como el exceso remite a una cocina ultra que se
sobrepasa en la mera yuxtaposición de materias sin hilo conductor ni mediación alguna.
Si aquella cocina tradicional es pobre de materias, esta cocina ultra es pobre de espíritu,
ya que es incapaz de aglutinar los alimentos según un arte combinatoria (ars combinato-
ria). En su lugar se yergue la mezcla irredenta, lo que algún cocinero llama bárbaramente
el «mezclum», adecuado palabro que describe no la buena mezcla propiciada por el gran
Empédocles (la mixción o mixtum) sino la mala mezcla o micción (con perdón).
El resultado es una cocina basada en la plastificación del gusto y en la plastilina del
sabor, pues el pensamiento aguado de la posmodernidad tiene el peligro de aparejar un

2. Para el Banquete, ver el Simposio de Platón; para la última Cena ver los Evangelios.

472 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia gastronómica

gusto insulso y una virtualización de la sustancia y lo sustantivo. Y es que a menudo la


sofisticación está emparentada con la sofistería:

Las innovaciones actuales sólo han sido posibles por la aplicación de las nuevas tecnolo-
gías, como es el caso de la criococina, que utiliza nitrógeno líquido en sus composiciones.
En España esta línea de investigación abierta por auténticos creadores —Ferran Adriá,
Juan Mari Arzak, Martín Berasategui o Carme Ruscadella, entre otros— ha incorporado
también muchos adeptos que, no teniendo la calidad de sus maestros, se han apuntado a
un carro que ha acabado en la impostura.
Como dice Abraham García, el problema de la restauración pasa por las copias. A la
sombra de la genialidad surgen una serie de ovejas clónicas que se cargan el asunto. Con
tanta espumita, nubes y croquetas líquidas, parece que se trate de una cocina para desden-
tados destinada a satisfacer a un pensamiento blando.3

Por sus frutos o efectos digestivos se conoce a la auténtica cocina de Hermes-Mer-


curio frente a cocinas tradicionales pobres y a cocinas ultramodernas propias del nuevo
rico (snob).Como en todo hay que apostar por la tradición y la modernidad, o sea, por
una cocina progrerregresiva capaz de recuperar nuestro pasado abriéndolo a un futuro
no abstracto sino concreto: sensual. Propugnamos por ello una nueva cocina vieja, basa-
da en el equilibrio armónico de los contrastes: agrio y dulce, insípido y sípido, sólidos y
líquidos, crudo y cocido, capaz en definitiva de aunar tradición y modernidad, así como
de mediar naturaleza y cultura.
La cuestión de la comida está en una armonización de contrastes y en una sucesión
de variantes. Precisamente el viejo antropólogo C. Lévi-Strauss codificó nuestras gastro-
nomías principales de acuerdo con sus principios estructurantes del siguiente modo:

—La cocina inglesa se basa en un contraste entre lo endógeno o nacional insípido


(carnes, pescados) y lo adyacente exógeno sípido (te, oporto, mermeladas...).
—La cocina francesa es diacrónica y se basa en un contraste básico e irrebasable
entre lo agrio y lo dulce.
—La cocina china es sincrónica y se basa en el principio estructural de la simulta-
neidad del servicio culinario (puede servirse todas la comida a un mismo tiempo).4

Lévi-Strauss ha estudiado estructuralmente la gastronomía, codificando las leyes


de cada cocina. Por nuestra parte quisiéramos realizar un apunte ya no gastronómico
sino gastrológico, destacando no ya las leyes culinarias sino el logos que articula la comi-
da en su sentido, gusto o sabor:

—La cocina anglogermánica se basaría en la filosofía clásica indoeuropea, la cual


propone un plato fundamental que consta de la sustancia (carne, pescado, huevos) acom-
pañado de sus accidentes (legumbres, verdura, ensalada). En esta cocina el hilo conduc-
tor entre la sustancia y los accidentes es la mantequilla.
—La cocina latina era y aún es una cocina de rupturas de niveles asumidos sucesi-
vamente como contrastes, pero por influencia turística está elaborando una cocina pos-
moderna que sintetiza esos contrastes ahora asumidos. Pero su hilo conductor sigue
siendo el aceite de oliva.

3. Ver Amelia Castilla, El País, Babelia, 30 de agosto de 2008. Debo reconocer al respecto que mi
límite de tolerancia culinaria está en el «helado de vinagre», degustado en un famoso restaurante vasco.
4. Véase la Antropología estructural de C. Lévi-Strauss.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 473

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Andrés Ortiz-Osés

—La cocina chino-oriental es relacional (coimplicacional) y representa la asun-


ción simultánea del contraste, contraste empero que encuentra su hilo conductor en el
aceite de soja.5

3. Carne y pan: Aquiles y Patroclo

En una intrigante narración griega trasladada al latín, se relata exquisitamente la prepa-


ración de una comida en la que participan nada menos que Aquiles, Patroclo y Ulises,
entre otros. El antihéroe de la Odisea, Odiseo-Ulises, ocupa el fondo de la mesa, y será el
encargado finalmente de brindar con vino por el héroe de la Ilíada, Aquiles. El relato lo
muestra a la espera de la carne asada al fuego por Aquiles, así como del pan distribuido
por Patroclo, el fiel amigo de Aquiles:

Cacabum ingentem posuit ad ignis jubar;


Tergum in ipso posuit ovis pinguis caproe.
Apposuit et suis saginati scapulam abundantem pinguedine.
Huic tenebat carnes Automedon, secabatque nobilis Achilles.
Ignem Moenetiades accendebat magnum, deo similis vir;
Sed postquam ignis deflagravit, et flamma exstincta est,
Prunas sternens, verua desuper extendit.
Inspersit autem sale sacro a lapidibus elevans.
At postquam assavit et in mensas culinarias fudit,
Patroclus quidem, panem accipiens, distribuit in mensas
Pulchris in canistris, sed carnem distribuit Achilles.
Ipse autem adversus sedit Ulyssi divino,
Ad parietem alterum. Diis autem sacrificare jussit
Patroclum suum socium. Is in ignem jecit libamenta,
Hi in cibos paratos appositos manus inmiserunt.
Divinus Ulises implensque vino poculum,
Propinavit Achillii, etc.
[(Aquiles) aproxima al fuego brillante una vasija
que contenía espaldas de vaca, cabra cebada
y un gran lomo de suculento cerdo.
Automedonte sostiene las carnes que corta
el divino Aquiles, éste las parte a pedazos
y las atraviesa con pinchos de hierro.
El Meneciades (Patroclo), parecido a los seres inmortales,
enciende un gran fuego. Desde el momento en que
la madera no produce más que una llama lánguida
coloca encima de las brasas un par de dardos
sostenidos por dos piedras grandes y esparce
la sal sagrada.
Cuando las carnes están a punto y el festín preparado,
Patroclo distribuye pan alrededor de la mesa en ricas canastas;
pero el mismo Aquiles quiere servir la carne.
Enseguida se coloca enfrente de Ulises, al otro extremo

5. Octavio Paz denomina «gastrosofía», a partir de Fourier, al ambiente anímico convivial en torno
a la mesa compartida.

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La existencia gastronómica

de la mesa, y ordena a su compañero que sacrifique a los dioses.


Patroclo arroja a las llamas las primicias de la comida
y todos en breve se apoderan con las manos de los manjares
preparados y servidos. Ulises llena una gran copa y se dirige
al héroe (Aquiles) saludándolo: «Salve, Aquiles»...]6

Pero nadie ha interpretado este texto gastronómico significativo, por ello vamos a
intentarlo nosotros. En efecto, resulta al respecto altamente significante la posición de
cada comensal egregio. Ulises comparece reactiva y antiheroicamente aguardando la
ingesta, mientras Aquiles y Patroclo son los actores principales de la preparación gastro-
nómica. Lo curioso del caso es que el héroe Aquiles es el encargado de oficiar el ritual
culinario asociándose a las viandas cárnicas, el alimento típico de los varones avezados
desde antiguo en la caza de animales y, por tanto, afiliados a un oficio patriarcal.
Frente al cazador Aquiles, el héroe que posibilita el rescate de Helena en Troya, su
íntimo amigo Patroclo comparece asociado al pan y su distribución, resaltando así su
contigüidad metonímica con el cereal: un producto típicamente femenino que remite a
la diosa Ceres y a la recolección femenina, y que aquí no está organizado por las mujeres
ausentes del banquete patriarcal-masculino, pero sí por la «feminidad» de Patroclo, el
compañero efébico de Aquiles.7
Por tanto, junto a los dioses ya concitados más arriba de la gastronomía hay que
adjuntar ahora a la diosa Deméter-Ceres, fundadora del alimento cereal, así como a los
dioses y héroes griegos asociados a la carne a través del oficio de la caza y la guerra, cuyo
símbolo es aquí el propio Aquiles como héroe que dirige la caza helena de la princesa
Helena en la guerra de Troya. De donde surge una nueva dualéctica de contrarios en la
comida, simbolizados por el pan cereal y la carne animal, es decir, por la materia matri-
cial y la materia patricia o patricial. Un contraste fundamental que queda integrado en
nuestra tradición occidental al componer la comida radical de sustancia cárnica acom-
pañada de accidentes cereales.

4. Gastronomía y sociedad

Pero la gastronomía no es sólo alimentación sino también socialización, ya que como


afirmara Faustino Cordón, cocinar hizo al hombre.8 Por una parte la cocina trasforma la
naturaleza en cultura humanizada; por otra parte, el rito convivial es una puesta en escena
de la vida con sus pautas y jerarquías, tradiciones y costumbres, variaciones e innovacio-
nes. Tanto la cocción de alimentos como su ingesta se asocian originariamente al hogar
familiar, al llar o fogón, al fuego del hogar regido tradicionalmente por la diosa Hestia.
En la mitología vasca el hogar pertenece a Mari, la diosa vasca que cohabita
grutas, cuevas y cavernas, personificación de la madre tierra procreadora de todas las
cosas (Ama Lur). Su símbolo animal es la vaca, pero su animal predilecto es el carnero
que, junto con el toro, representa la fuerza genesíaca masculina de la naturaleza.

6. Véase el relato en J.A. Brillat-Savarin, Fisiología del gusto, Editorial Óptima, Barcelona, 2001,
pp. 283 y ss.
7. En el relato greco-latino el Menecíades (Patroclo, hijo de Menecio) es también el encargado de
encender el fuego sagrado y de esparcir la sal, así como de sacrificar a los dioses las primicias de la
comida: esto le confiere un rango cuasi sacerdotal frente a su amigo Aquiles.
8. Véase la obra de F. Cordón del mismo nombre: Cocinar hizo al hombre.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 475

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Andrés Ortiz-Osés

Curiosamente en un relato vasco titulado «La sal o el rey» se plantea si es más impor-
tante la sal o el rey, para concluir que la sal lo es más. No se olvide en este contexto que
la sal, base tradicional del salario, servía para conservar los alimentos garantizando
su comestibilidad.9
El antropólogo R. Wuthnow ha estudiado la comida como ceremonia social y ri-
tual, siguiendo las pautas de Mary Douglas, afirmando que se trata no sólo de una nece-
sidad biológica, sino también de un modo de comunicación e interlenguaje:

La organización social de una comida es también una ceremonia ritual. En el momento de


la comida se reúne la familia, y el lugar que se ocupa en la mesa refleja la jerarquía de
estatus de la familia: el padre se sienta aquí, la madre allá y los hijos allí. La familia jun-
ta es como una comunidad que se reúne para reafirmar periódicamente sus sentimientos
grupales, y la organización de las comidas es como la organización del lenguaje verbal. Así
como el lenguaje cotidiano tiene sus aspectos rituales en códigos elaborados y restringi-
dos, lo mismo ocurre con los hábitos alimentarios cotidianos.
En efecto, el desayuno es la comida más atomizada y tiene lugar con una organización
social mucho menor, se le atribuye menos valor ritual, y en consecuencia es mucho más
individualista.
Por su parte el almuerzo tiene algo de comida intermedia. Es más ritualista que el
desayuno, pero menos que la cena. Su socialidad acrecentada en relación con el primero
es perceptible en la tendencia a desear almorzar con otros; se hace un esfuerzo para con-
certar un almuerzo con otras personas y no tener que comer solo.
Pero las comida más ritualista es la cena. En ella, la unidad familiar se reúne formal-
mente. Hay orden y estructura. Cada persona tiene su lugar, y durante la cena la unidad
familiar sigue siendo una entidad con cohesión, lo cual refleja que esa comida tiene una
importancia ritual mayor que la del desayuno.10

Conclusión: gastronomía y existencia

La gastronomía está al servicio del vientre en la tabla cuadrada, por eso es epicúrea, pero
también al servicio de la comunicación en la tabla redonda, por eso es lingüística. Al
pansexualismo de Freud, su discípulo heterodoxo C.G. Jung opuso un panenergetismo
cuyo símbolo es la comida en común. No extraña que en ciertos ámbitos, como el País
Vasco, comer sea una religión que nos religa a la mater-materia, la madre nutricia, la
madre material (Ama Lur).
Y es que la comida es la metáfora de la vida por su asunción, digestión y metaboli-
zación, por la asimilación de la naturaleza y su transformación cultural. Símbolo de la
vida, la muerte y la regeneración, la comida es la coimplicación de la diversidad reunida
en el hombre y la trasmutación de lo corporal en anímico o espiritual.
El corazón de una ciudad es la catedral, la cabeza es la universidad: por su parte sus
extremidades son los parques y el eros sus esparcimientos licenciosos. En este contexto la
gastronomía ocupa esa red de canales intestinales que parten del Casco Viejo hasta sus

9. Al respecto véase mi obra La diosa madre, Trotta, Madrid, 1995.


10. Véase R. Wuthnow, Análisis cultural, Paidós, Barcelona, 1988; puede consultarse también al
respecto Mary Douglas, en: J. Contreras (comp.), Alimentación y cultura, Universidad de Barcelona,
1980. De todos modos, el elogio ritual de la cena debe matizarse, ya que nuestras dos grandes Cenas
mentadas, la griega y la hebrea, acaban mal: la cena socrática concluye con los comensales algo
ebrios, la cena cristiana con la traición de Judas a Jesús. Además está el dicho antiguo que reza «de
grandes cenas están las sepulturas llenas», aunque quizás estén aún más llenas de no cenar.

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La existencia gastronómica

ensanches. Una red de arterias subterráneas que abastecen nuestros deseos de comunica-
ción y comunión, mas que remiten al foco del hogar doméstico o familiar: auténtico cor-
dón umbilical de nuestra existencia con las esencias que la posibilitan físicamente.
Apostamos aquí por una nueva cocina no estrambótica sino de fina botica casera,
no ultra sino asuntora de la sustancia untuosa de nuestra tradición mediterránea. La
gastronomía actual tiene que ser «ars combinatoria», el buen arte de combinar el pasa-
do y el futuro en el presente, un presente caracterizado por la «lightización» de comidas
y bebidas, o sea, por el aligeramiento típicamente femenino de viejos alimentos gruesos:
no se olvide al respecto que la fina cocina francesa de platos ligeros procede de la inter-
vención directa de las damas francesas en su preparación.
Así que frente a la cocina tradicional gruesa y a la cocina ultramoderna, debería-
mos apostar por una cocina intramoderna que evite el extremismo y se base en el prin-
cipio progrerregresivo, cuyo mejor ejemplo es el Guggenheim bilbaíno, a la vez barco
abierto y cueva paleolítica, exultación aérea y raigambre telúrica, abstracción y religa-
ción. Pues la verdad culinaria está en su interior o urdimbre, y no en su estructura
exterior, en su gusto, en su untuosidad, puesto que el sentido está en lo sentido como el
saber radica en el sabor.11
La gastronomía nos enseña a encarnar nuestros conceptos en la materia, de
modo que la idea abstracta comparece como sentido concreto, y el sentido queda
concretado como coexistencia de sentidos. Ahora bien, mientras que el sentido de la
vista es más activo y objetivador, el sentido del oído es más pasivo y subjetivador. Por
su parte el tacto es más apresador, mientras que el gusto es más depredador. Queda
flotando el olfato, a la vez subjetivo y objetivo, activo-pasivo, el auténtico sentido del
sentido por cuanto marca a la vez la atmósfera y la dirección, el ambiente y el sende-
ro, así como la vida en su aroma vívido y en su putrefacción. En todo caso, el sentido
de la gastronomía dice sentido, el cual procede del sensus latino y da el senso italia-
no, o sea, la sensualidad.12
Mientras que en nuestra tradición se privilegiaba la materia prima, por causa de su
escasez, en la actualidad privilegiamos la forma porque aquélla ya no es un problema. Si
el peligro antaño era el materialismo —la materia informe o sin forma—, el actual peli-
gro es el formalismo y la abstracción, la volatilización de la materia y su mera virtuali-
dad. Frente a ambos extremos del materialismo y del formalismo, hay que afirmar la
materia formalizada y la forma materializada, recuperando así el sentido de mediación,
el cual es el sentido de la medición o medida. Pues entre la tradición clásica y la posmo-
dernidad hay un punto medio o medial que se llama la intramodernidad: la cual es una
modernidad que no mira tanto afuera cuanto adentro, una modernidad no de mero
escaparate sino de sentido consentido.

11. Agradezco a mis colegas Patxi Lanceros, Josetxu Martínez y Luis Garagalza su ayuda bi-
bliográfica.
12. Suele admitirse que un animal tan olfativo como el can o perro es un animal doméstico o
humanizado, pero ello se debe a que el hombre comparte algunos aspectos perrunos o caninos, como
cierta captación olfativa del sentido de lo real, que en el hombre se convierte en captación del sentido
de ambiente o atmósfera psicosocial.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 477

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LA EXISTENCIA HABITADA

Hugo Mujica

Ser donde se está:


estar donde uno es.
A Teo, con quien lo aprendí

En el cuarto ahumado, tras su esfuerzo,


labradores y mujeres sentados al almuerzo
reparten el vino y comparten el pan.
GEORG TRAKL

El ser humano no es, está. O podríamos decir que estar es su manera de ser.
Su encarnación.
La casa, la nuestra, es la cifra humana de ese estar. Es el espacio creado por uno cuando
se congrega sobre sí mismo abriéndose desde sí mismo: dejando llegar.
No se está dentro de la casa, como el agua dentro de un vaso, se está en la casa habitán-
dola, se la habita siendo ese estar, aconteciendo en él.
Por esto, ponderar una manera de habitar, es pensar una manera de vivir.
Cuando el estar es un habitar, cuando la casa se enciende hogar, entonces no meramente
se está, al fin se nace.

II

Lo más cercano, lo inseparable de mí, aquello con lo que me identifico y me identifica,


es mi cuerpo, y curiosamente es vivido, experimentado, ambigua y doblemente: soy mi
cuerpo y, a la vez, tengo un cuerpo. Como si él estuviese entre el interior y el exterior,
como si fuera el mediador entre lo propio y lo poseído; lo que soy y lo que tengo.
También entre yo y lo demás; todo lo demás: el afuera y sus cuatro puertas abiertas: el
mundo.
Algo semejante a esta experiencia es la casa, la vivienda que habitamos, dentro de la
cual, y gracias a la cual, somos.
Devenimos mundo.
El ser humano habita su pasar por la tierra. Ni sólo pasa ni para siempre queda: se
demora.
Mora, construye su casa.
La habita.

478 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia habitada

El cuerpo que no nos fue dado elegir lo escogemos, lo plasmamos y extendemos en la


casa. Podríamos decir que es el cuerpo del cuerpo, la piel de la piel.
Más que el espejo, que sólo refleja nuestro rostro, la casa espeja nuestra vida, en ella no
nos miramos: nos reconocemos, en ese reconocimiento, en el reflejarnos trasparentán-
donos, somos. Y, como humanos, somos estando, vivimos habitando.
La casa es algo así como la cosmografía de nuestra extensión.
Es ella, y no el cuerpo, la que experimentalmente marca el afuera de nuestro ser, de
nuestro estar.
Lo umbral afuera, lo inabarcable.
El más allá.
De todo lo propio, de todas nuestras propiedades, la casa es la única en la que estamos y
nos sentimos dentro, es lo propio que nos contiene, lo abarcado en lo que me sobrepasa.
El espacio que nos abraza y en el cual nos desplegamos, el vacío que llamamos nuestro.
Mi mundo propio dentro del mundo.
Lo propio, algo propio, puede querer decir propiedad, lo que se posee, lo que es de mi
pertenencia, o puede significar identidad, aquello que es lo mío, pero no como pertenen-
cia, como aquello que me constituye, como aquello que soy. Como lo mío que me distin-
gue, que me dibuja: lo propio de mi persona. El rostro que me expresa y constituye. Me
constituye diferenciándome de los otros.
Propio, la cifra de lo más propio, es el propio nombre, expresión de toda otra propiedad,
toda otra singularidad. Propia, en nuestro ejemplo, es la propia casa.
En la casa somos y la casa nos hace.
Como ante todas las cosas esenciales, o dentro de ellas, no sabemos a ciencia cierta si
nos pertenecen o somos nosotros los que pertenecemos a ellas, o si esa ambigua compe-
netración no es lo más propio de nosotros mismos.
La casa, podríamos decir, es lo propio, no lo apropiado. Donde se está, no lo que se tiene.

III

Casa, la palabra y la metáfora que nos ocupa, deriva de la raíz latina domus: in domo sua,
en casa suya, dice una conocida expresión. Desde esa misma raíz se ramifican vocablos
como doméstico, dueño y dominio. Polifonías, entonces, que se resumen en lo propio.
La casa, el lugar de lo propio, no es una propiedad entre otras, no es lo mismo que un
par de sillas, que la ropa, un libro, o que incluso un ser querido. La casa es la posibilidad
de todo eso, de que todo eso, diríamos, esté abrazado por nosotros, y nosotros, también,
reunidos dentro de ese mismo abrazo.
La casa nos incluye. Su inclusión nos abarca.
De la casa se sale pero a la casa no se vuelve: cada vez se llega. Ella es el punto fijo del
girar de nuestra vida, es donde lo múltiple recupera su unidad; regresar a ella es sentir
que se regresa a la unidad, allí donde lo demás se reúne.
En ella, en la casa, nuestra persona, sus múltiples roles y gestos, arraiga. Se unifica.
Se centra.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 479

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Hugo Mujica

Central es lo que centra y, en la casa, el centro no se revela a sí, se revela revelándonos:


somos ese habitar en lo recogido, y lo recogido, lo concentrado, es lo abierto que no
dispersa, que recoge sin cerrarse.
En la casa siempre se está yendo, de una habitación a otra, se va, no se vuelve.
Y yendo se está.
Se está orgánicamente, en la mutua pertenencia de los lugares cuando se corresponden,
cuando se abren uno al otro.
En la casa, como en la vida y así como en nuestra más honda profundidad, el centro se
manifiesta en tanto damos vueltas en torno de él.
En el acercarnos sin cercarlo.
Nunca, nunca jamás, ni en la ocupación ni en el aferrarlo.
Habitando ponemos en juego nuestros hábitos.
La casa, la morada, es donde lo incierto, lo extraño, se calma reconocimiento. Las reglas
son propias, son costumbres, tradición, ritos y ceremonias.
Las reglas, en la casa, nos reflejan, en ellas nos encontramos. Nos reconocemos...
Descansamos.
En la casa, las cosas no están frente ni enfrentadas a nosotros, estamos ante ellas; habi-
tamos con ellas.
No las buscamos, las volvemos a encontrar. Como si ellas mismas nos saliesen al en-
cuentro.
Y, al encontrarlas, no las usamos, las tratamos.
Por eso, por ese trato, no meramente están sino que son, son presencias.
El irse, el pasar de todo, en la casa, se hace tregua. En ella, también el tiempo descansa: se
pertenece presente, se encuentra consigo mismo; llega, parte, vuelve y siempre está.
No se dispersa, se concreta, se concentra.
Casi como en una danza, el tiempo gira, no se anula. Gira pero no se repite, se late.
Se vive.
El tiempo vivido, podríamos decir, se congrega espacio viviente.
La casa es entonces el recogimiento de lo propio en su propia temporalidad.
En el recogimiento que es el espacio habitado.
El castellano es uno de los pocos idiomas en que el verbo ser y estar se distinguen, como
si anunciara con esa dualidad la tarea más humana: la reunión. El llegar a aunar en
nosotros el ser y el estar.
El llegar a ser donde uno está y estar donde uno es.
A unificarnos.
A reunirnos con nosotros mismos en nuestro mismo hacer. En un hacer que nos haga.
Cuando esos dos verbos se conjugan uno, cuando nos sentimos viviendo lo que hacemos
y haciendo lo que somos, entonces acontece esa unidad que se llama habitar; acontece el
habitar que reúne, acontece la reunión que es el habitar.

IV

En la casa propia —también en la del mundo— no habitamos solos, lo hacemos con otros.
Los otros propios, la familia, la concreción y la expansión de lo familiar: lo casi indistin-

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La existencia habitada

guible de uno mismo, lo de uno mismo en otros. Lo diferente que no nos es extraño. Los
otros en los que somos: el nosotros de la intimidad.
Y en el habitar, cuando es con otros, no nos tratamos: nos cuidamos.
Si tuviéramos que tomar una imagen, una figura en torno a la cual concretar la casa,
centrarla, esa imagen sería la del fuego. El cálido hospedaje de la hoguera que encendían
nuestros ancestros, en la noche de los tiempos, para responder al anhelo de cobijo sobre
la intemperie de una tierra que aún les era tan extraña como inhóspita.
No en vano, y ya en nuestros días, el lugar donde el fuego se enciende y arde, la chimenea
de una casa, se llama hogar.
Podríamos decir que el fuego, el hogar, es el corazón de una casa. Fuego y casa, hogar
que, a su vez, son imágenes del corazón humano.
De lo latiente. Imagen, también —y quizá no sólo imagen— del alma humana.
Este hogar, este fuego es, según la milenaria experiencia, la sede de lo hogareño: calor y
lumbre en torno de los cuales se reúne y enciende lo familiar.
Lo que reuniendo ilumina e iluminando calienta.
Templa.
Lo que reúne, lo que congrega, el calor, custodia lo incorporado, lo ilumina y enciende,
pero no como una cápsula cerrada, sino permitiendo que cada cosa, distendiéndose,
se manifieste.
Muestre su ser.
No es el fuego que consume sino la luz suave que respeta: la penumbra en la que se
descansa.
Luz viviente, y por viviente temblorosa, dubitante, enciende lo que muestra y la sombra
de lo mostrado, respeta lo que es y el misterio que todo lo que es custodia y protege en
sus sombras.
Luz que llega desde su propio adiós, como un futuro hacia su pasado. Luz viviente que
vive de su muerte, consuma lo que consume, nace de lo que muere.
Juego de luz y sombras, parpadeo de distancia y cercanía, temblor de vida y muerte...
señas, quizás, hacia o desde un dios que se esconde en las mismas sombras que su luz
enciende.
Y lo que allí se alumbra y enciende es la vida misma.
La vida en su dimensión y proporción humanas, lo que en las manos cabe, lo que los
brazos mecen: lo familiar.
La vida congregada y congregante. La vida como reunión, como serena celebración, no de
lo extraordinario sino de lo habitual, los propios hábitos vividos, la serenidad del estar.
El descanso en el quehacer.
Imagen, ese mismo fuego, de una manera de vivir, del vivir desnudo: se eleva, se consume,
simplemente dándose: iluminando, entibiando. Abriendo un espacio en la oscuridad.
Allí, en torno de ese calor, en lo tibio de la casa, la vida se recibe simplemente estando.
Se la acoge abriéndonos a su acoger.

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Hugo Mujica

Y el fuego, el que nos acerca, también entrega: cocina.


Y la casa es también la mesa, su otro fuego.
El vital, el que sostiene.
No el que alumbra sino el que cuece. El que alimenta, el que da vida. Y, en torno de la
mesa no miramos ya el fuego: nos miramos.
Nos compartimos.
Hablamos.
Como el fuego del hogar o el que cocina, este otro, el del lenguaje, hecho del aliento que
nos atraviesa, también congrega.
Reúne.
Nos hace humanos y en él, humanamente, nos mostramos: nos decimos y nos callamos.
Decimos y nos entregamos.
Escuchamos y dejamos llegar.
Recordamos y volvemos a vivir próximos lo que cada uno vivió por sí solo, o rememora-
mos lo que vivimos juntos, la historia que nos avecina, la historia a la que pertenecemos.
Rememoramos y así revivimos, ahondamos.
O contamos las historias ajenas y así las hacemos propias. Nos reconocemos en esas
palabras, nos encontramos en ellas.
Un hacernos eco de las risas de unos y callar la gravedad de otros y, así, entregarnos en
la confianza festiva de una mesa extendida, de una confianza que ampara.
Los lazos creados en torno de la mesa entraman la vida, también la nutren. Es la cere-
monia cotidiana, la que alimenta no a cada uno sino a todos juntos, la que, paradójica-
mente, partiendo el pan no parte sino aúna.
Un partir el pan que nos abre el corazón, que nos permite sondearlos sin juzgarlos,
mostrarlos sin reflejarnos.

VI

Tener un techo propio, esa antigua expresión, solía ser sinónimo de tener una casa pro-
pia, pero encendiendo un matiz específico: el del anhelo de la protección.
Como si bajo un techo así sentido se experimentara la bendición de haberlo recibido, la
gratitud de saberse abrigado.
También el sano orgullo de haberlo logrado.
Bajo nuestros pies, mudo, está el suelo. Toda casa tiene un piso, de baldosa o madera,
cemento o alfombra, es, más tácita que conscientemente, sostén.
Suelo y, por tanto, tierra.
Inseparable del abajo está el arriba: el techo completa, en el imaginario más biológico, el
estar sobre la tierra, y por estar sobre la tierra el estar bajo el cielo. «Cielorraso» es una
de las maneras de nombrarlo, uno de sus sinónimos, cielo al raso: común, sin más,
como si dijésemos el mismo cielo de todos, el humano.
Como si así sintiéramos que no nos cubre cerrándonos, que nos abre dilatándonos.
Como el otro cielo, el azul, aquel del que escuchó el nombre.

482 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia habitada

La casa, cerrada sobre sí, se abre en sí: su adentro no cabe dentro: se abre al afuera.
Se completa entrada.
La casa es el lugar donde habitando recibimos.
La casa que no se abre a los otros es como el pan que no se parte: no lo come nadie, lo
carcome el moho.
Habitar, en su raíz sánscrita —ghabh—, quiere decir «dar y recibir». Se habita ese gesto,
el de la mano que al dar se abre y abierta recibe.
La casa, morada y estancia, habitada se enciende hogar, hogar que, encendido, se abre
hospedaje: se ofrece apertura.
Intimidad que se cumple abriéndose albergue y abrigo: acogida al que viene.
Recepción.
Interioridad que abriéndose no deja de ser interioridad: se enriquece intimidad, la inti-
midad que la hospitalidad abre cuando la casa se abre. Cuando cobija.
Espacio de separación y recogimiento, la casa, interioridad que nos abarca, se completa
abriéndose: lo propio abierto es lo íntimo. Y lo íntimo es lo opuesto a lo cerrado, a lo
replegado sobre sí.
La casa se expande ahondando su adentro, abriendo su estar, no extendiendo los metros
cuadrados de su construcción.
El dejar llegar a sí de la casa es su manera de ir.

VII

El huésped es aquel que llega, llega y entra: es a quien recibimos, alojamos. El huésped
bien recibido, dicen los orientales, es «el dios por un día».
O simplemente dios es eso: lo otro que nos despliega, el despliegue que nos despide.
Que nos altera, es decir, que nos hace otros en nosotros mismos. Nos saca hacia lo que
seremos. Nos abre desde lo que ya fuimos.
Nos libra.
Después de todo es el huésped, el que llega, el que nos lleva hasta donde no sabíamos que
estábamos.
A lo propio aún no habitado.
En nuestras ciudades el que entra ya suele estar domesticado, conocido; pero la figura
del huésped, antiguamente, y aún en muchas culturas contemporáneas, es el desconoci-
do, el que golpea la puerta, el que viene de paso.
Lo desconocido que se muestra, lo extranjero.
El que cuenta lo lejano, el que trae y acerca esa lejanía. El que revela.
Como desconocido, el huésped a la vez atrae y atemoriza.
Trae lo desconocido al seno de lo familiar: y lo desconocido siempre cuestiona a lo
propio, muestra otros posibles, otras perspectivas. Nos saca de la seguridad de lo ya
conocido, atraviesa el espejo de lo repetido.
En la medida en que es otro nos cuestiona... Y, por eso mismo, en eso mismo, enriquece.
Extiende.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 483

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Hugo Mujica

El huésped es lo desconocido y lo desconocido es desde donde brota la creación, lo no


previsto.
El don.
Lo real es que el huésped tiene desde antiguo, en cuentos y leyendas, el halo de una
figura sagrada, única, es decir, portadora de alteridad: de lo inasible.
Lo irreducible, lo que no puedo hacer del todo igual a mí.
Así, habitando, recibimos, acogemos: tomamos cuidado de lo que viene.
Damos habitación, hospedamos.
Acoger, recibir, es recibir lo que nadie puede darse a sí: la alteridad. La diferencia. El don
inconquistable que cada huésped siéndolo, lo da: nos abre.
La casa recibe al huésped, pero recién allí, en la recepción, el huésped cumple su identi-
dad: ser hospedado, y el hospedero la suya, su identidad y su misión: ser acogida.
Abrir en sí mismo la casa del otro.
Juego de mutuo rebosamiento, de mutuo don.
No en vano, y significativamente, acoger al otro se llama recibir, el mismo verbo que
indica que uno mismo, recibiendo, es quien recibe.
Recibiendo al otro se recibe del otro. La recepción, la acogida, no quita: da. Lo propio,
compartido, se expande en otros, deviene, devenimos esos otros. Habitamos más allá de
donde estamos.
Nos trascendemos.
Uno y otro, huésped y hospedero, mismidad y alteridad, lo propio y lo extraño, se cum-
plen en lo que dan. Son lo que entregan.
Abren el lugar. Habitan el don.

VIII
Cada noche volvemos al cuerpo
como a una tierra olvidada,
a la tierra, como a una raíz perdida
a la desnudez,
como a su intemperie ofrendada.

Y el final, el de cada día, su recogerse, es el llegar de la noche y con ella el postrero rito
del cerrar las puertas y atrancar postigos, apagar las luces... acostarnos.
Está el dormitorio, lo más íntimo, lo último de cada día... y allí las formas del sosiego: la
cama blanda, la almohada blanca.
Antes de que la ciencia médica nos exiliara, se nacía y a veces hasta se moría —una vida
después—, en la misma cama; el origen y el destino acontecían en la casa.
En la cama.
En ella los cuerpos se anudan para desatar su gozo, se celebran fecundándose.
O simplemente se gozan celebrándose, dándose uno al otro la intensidad del asombro.
Regalándose el abandono.
Amando.
Después se apartan: la reunión de la carne tiene por condición la separación, también
por dolor.

484 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia habitada

Por condición y por reverencia.


De ese ancestral intento de dos cuerpos que buscan ser uno, de ese imposible necesario,
somos, cada uno, todo hijo, la unidad trascendida.
A veces, otras veces, son sólo caricias, ese pudoroso gesto que despide lo que recorre.

IX

Dormimos, deponemos el dominio de nosotros, el de la lucidez sobre nuestro cuerpo,


sobre nuestra vida iluminada. Razonada y comprendida.
Ahora somos, podríamos decir, todo cuerpo.
Cuerpo entero.
Cuerpo horizontal: memoria animal y reposo del erguirse humano.
En la noche el cuerpo es tierra, cosmos.
En la noche los bordes callan sus nombres, y serenamente lo somos todo por no saber-
nos algo.
Dormimos y también soñamos, nos nacemos posibles. Algo de nosotros despierta otro.
En la serenidad de la noche, algunas noches, se despierta en nosotros el pavoroso tem-
blor de nuestra frágil finitud y el no menos pavoroso asombro ante el infinito que la
dona; sentimos la pertenencia a la honda oscuridad de la tierra y la aspiración hacia lo
alto en lo que todo se expande...
A veces, es sólo un instante, una fisura y un estremecimiento en el que lo somos todo, ahí,
en el silencio de la noche, cuando por no aferrarnos a nada nos descubrimos sostenidos.
Un instante, un relámpago, en el que vislumbramos cómo es la vida cuando nada refleja
a nada y todo trasluce a todo.
Cuando todo se abre hacia todo.
Cuando se es.
Dormir, finalmente, es el cotidiano presagio del morir que se nos adelanta, la decisión
entre el miedo o la confianza; vislumbre, también y apenas, del misterio que toda noche
cobija, misterio de la luz que toda sombra reserva y promete.
Quizá por esto, acostarse, en una de sus acepciones, significa ir llegando a la costa;
avecinarse a la posibilidad extrema, a la que nos da el nombre de mortales.
Ahora sí, cerramos los ojos, y sin temer ni desear, confiamos en la noche, porque dormir
también es una fe.
Un olvido de sí. Un abandono.
Una entrega.
Un amén.

Quizá por todo esto, o porque esto, como todo, no es más que huella o seña, la expresión
«llegar a casa», si la dejamos resonar, sobrepase infinitamente lo que esas palabras en-
cierran —y tal vez, incluso, lo que la vida misma contenga— para abrirse a un deseo más
trascendente; a un habitar más definitivo; a una casa, a un abrazo, que se abra para ya
no cerrarse, para dilatarse por siempre jamás.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 485

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LA EXISTENCIA AFORÍSTICA

Andrés Ortiz-Osés

(Preámbulo) El sentido de la existencia es aforístico: sincopado, incompleto y fragmen-


tario. Pero a través de los fragmentos hay un «ritornello», el retorno arquetípico de lo
mismo junto al retorno típico de lo diferente, tal como se expresa en un lenguaje cíclico
y lineal, reiterativo y diferencial, unitario y plural.
He aquí que la disolución del ser clásico por Heidegger libera el sentido existencial
evitando su cosificación y dogmatismo (fundamentalismo): lo cual replantea el sentido
no-coercitivo de nuestra existencia interhumanamente como sentido de la coexistencia
abierta y no cerrada, democrática y no impositiva.
En este tránsito del ser cósico al sentido simbólico pasamos de lo entitativo o reifi-
cado (impositivo) a lo fluido (propositivo). Pues lo simbólico no es lo que dice literal o
dogmáticamente, sino lo que quiere decirnos democráticamente.
Como ha dicho Martha Nussbaum, la prosa filosófica convencional es plana y gris,
de ahí que propugne otro lenguaje más complejo, connotativo y detallista para hablar de
la realidad. Pues bien, la aforística ofrece precisamente ese otro tipo de lenguaje más
sutil y flexible, abierto y plural, asuntivo o implicativo de lo real.
La propia Nussbaum, inspirándose en Aristóteles, habla de una filosofía inclusivis-
ta, capaz de asumir abiertamente la emoción y el juicio, la creencia y la cognición, la
experiencia y la razón, la vivencia y el concepto, el mito y el logos. Nosotros llamamos a
dicho inclusivismo «coimplicacionismo», ya que se trata de coimplicar los contrarios u
opuestos en su correlación o mediación.
La aforística no se basa en la deducción idealista, pero tampoco en la inducción
positivista: la aforística se basa en lo que podemos llamar la «coducción», la cual obtiene
un carácter medial e intersubjetivo. De este modo, la aforística se conduce relacional-
mente, de acuerdo con un conocimiento afectivo, el cual es capaz de captar no mera-
mente las cosas sino los valores que las traspasan simbólicamente.

0. Es posible cierta saturación en el comer y el beber, el dinero y el éxito, el saber y los


viajes: pero en el amor (eros y afecto) no parece posible la saturación ni la sutura-
ción (por eso la felicidad se puede tocar pero no poseer).
1. El problema no es triunfar sobre la vida sino vivir: el problema finalmente no es
triunfar sino saber fracasar.
2. Los valores se reconocen de una forma que implica y requiere pasión, y también ser
pasivo: la pasión ama un objeto que irradie valores (M. Nussbaum).
3. Gozar de la belleza humana en imagen (simbólicamente) puede ser una buena alter-
nativa a su hollamiento real: pues como dice sor Juana Inés de la Cruz:
a mí me ha dado el pincel
lo que no puede el amor.
4. Vivir, en el fondo, no es usar la vida, sino defenderse de la vida que nos va matando
(Gregorio Marañón).

486 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

5. Así que la vida, según el gran médico G. Marañón, no es defender la vida sino defen-
dernos de la vida: articular y filtrar la vida, remediarla culturalmente (la cultura
como prótesis vital).
6. La razón afectiva no es arbitraria: puesto que asume aferentemente lo real.
7. Propugno la coimplicación democrática de los opuestos: la democratización de
los contrarios.
8. La fraternidad universal como lugar de encuentro tanto del cristianismo como de la
Ilustración: tanto de la religión como de la razón.
9. Lo seguro lo es seguramente.
10. El ser heideggeriano, símbolo del sentido existencial, es a la vez acontecer temporal
o existencial y acontecimiento espacial o esencial (Er-eignis).
11. El olvido del ser en Heidegger significa también su protección: frente al escapa-
rate del ente.
12. Nietzsche intenta suprimir al viejo Dios en nombre del Superhombre: pero con ello
vuelve el Dios tradicional concebido como un Superhombre divinizado.
13. El «alumbrado» practicaba un quietismo místico: el «aluminado» practicaba un quie-
tismo sexual de tipo pasivo o invertido (el homosexual en Francisco de Villalobos).
14. Tanto la Iglesia católica como la ortodoxa profesan un realismo simbólico de las
imágenes: las Iglesias protestantes representan un idealismo simbólico, ya que el
simbolismo ritual no es considerado como real u objetivo sino como ideal o subje-
tivo. Por mi parte defiendo un surrealismo simbólico, en donde el simbolismo no es
real ni ideal sino real-ideal, surreal o anímico (arquetipal o imaginal).
15. En la escritura se exhalan los anhelos anímicos: en la vida se inhalan dichos anhelos.
16. El que piensa, dice H. Hesse, confunde la tierra con el agua: porque pensar es fluidi-
ficar lo real cósico.
17. Si no llegas a viejo quedas truncado: y si llegas quedas atrancado.
18. Mientras busco la belleza refulgente de Dios encuentro alguna criatura emergente
que se le parece.
19. La tradición escolástica define el odio como un amor encorvado o encurvado, curvo
o corvo (amor curvus): un amor no recto sino retorcido o atrabiliario, descarriado
o descarrilado, opaco y negativo.
20. Todos somos víctimas de la muerte, pero algunos son además víctimas de la vida:
con ellos tenemos mayor responsabilidad.
21. Hay la felicidad orgiástica del joven (felicidad como falicidad): y hay la felicidad
extática del viejo (felicidad como desasimiento).
22. Amor y apertura: frente a envidias y miedos, celos y recelos, odio y rencor.
23. He aquí que el placer no hace feliz: pero el displacer hace infeliz.
24. Cierta profundidad puede salvarnos: cierta superficialidad puede liberarnos.
25. No hay nadie feliz, y si lo es se engaña: ninguno en que poder confiar porque falla:
nada que merezca la pena porque está sujeto a pena.
26. El hombre poderoso sucumbe en su poder, el adinerado en su dinero, el servil y
humilde en el servicio, el placentero en el placer y el independiente en su aisla-
miento (H. Hesse).
27. Hoy he disfrutado de mi senectud sentado largamente en un banco del parque en un
día resplandeciente: con sol, brisa y pájaros, madres, niños y perros, árboles, flores
y olores silvestres.
28. Dios es la sublimación de la vida: y el diablo la desublimación de la vida.
29. La vida es animación de la materia: la muerte es la desanimación de la vida.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 487

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Andrés Ortiz-Osés

30. El espíritu es la espiritualización de la materia: la materia la desespiritualización


del espíritu.
31. El amor es el afecto del alma: el alma es el efecto del amor.
32. De joven uno piensa literariamente que quizás hubiera sido mejor no haber nacido:
de viejo lo piensa uno literalmente.
33. Hay que procurar que la melancolía sea una especie de tristeza ontológica: que no
nos afecte íntimamente.
34. El asceta predica la vida buena, mientras que el libertino practica la buena vida: pero
se trataría de bienvivir (una buena vida buena).
35. Cierta locura es el principio de la sabiduría: cierta sabiduría es el principio de la cordura.
36. Metieron un tanto pero no valió: fue un tanto tonto.
37. La insaciabilidad del corazón humano: el hombre es el menesteroso del sentido y el
pordiosero de Dios.
38. Hace buen tiempo: pero forrado aún hace mejor.
39. Nada tiene sentido: quizás la nada tenga sentido.
40. La muerte muestra que nuestra vida es incompleta y no tiene solución: sino disolu-
ción completa.
41. Como dice Aristóteles, la historia no es filosófica: la poesía sí.
42. El cuerpo es lo primero (la salud): el alma es lo primario (la salvación).
43. Cuando un hombre sufre se animaliza: cuando un animal sufre se hominiza (G. Deleuze).
44. En el primer Heidegger el existente debe elegir su héroe (voluntad de poder): en el
segundo Heidegger el existente debe cuidar del ser (poéticamente).
45. El ente es lo que pasa: el ser es lo que nos pasa y traspasa.
46. El símbolo no es la realidad: el símbolo es la realidad trasfigurada.
47. No llames tonto al tal: sería una tontología.
48. Siempre queremos hollar lo más puro: lo puro atrae a lo impuro, y viceversa.
49. Oigo decir que si no tienes relaciones sexuales tienes problemas: y si las tienes también.
50. El arte de la fuga de Bach debería denominarse el arte del vaivén: porque la música
va y viene armonizando su camino de ida y vuelta.
51. El hombre busca el sentido del mundo cuando no lo encuentra o lo ha perdido: sólo
en el amor logramos un encuentro transeúnte con el sentido.
52. El pensador de Rodin: el estupor de estar.
53. Según Allan Bloom, la ironía de Sócrates consiste en tomar lo cómico con seriedad
(trágicamente), así como lo trágico sin seriedad (cómicamente): quizás por ello su
muerte resulta tragicómica.
54. A menudo sabemos muchas cosas: pero no mucho.
55. Los libros nos libran y nos liberan: nos libran de los demás y nos liberan de noso-
tros mismos.
56. Lectura: la soledad acompañada.
57. Con el alumnado no he tenido conflictos especiales: si alguna vez alguno hablaba en
clase no le expulsaba, me expulsaba yo mismo y en paz.
58. Cuántos escritores necesitan de redención: a través de la escritura.
59. En la música de Bach hay una sensación de religación de todo en la urdimbre del
sentido, una sutura afectiva de toda desligación: se trata de una música cuasi vege-
tal de carácter premodernista y organicista, cuyo símbolo es el órgano y las cuerdas
(pero no el piano troceador).
60. La melancolía es la humedad del alma revenida: el alma se ablanda por el ánima
matriarcal regresivamente.

488 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

61. El humor evita los humos.


62. Pensar profundamente: vivir ligeramente.
63. Descubro el policromatismo de Internet: la red cromática.
64. He visto cómo fracasaban alumnos muy listos por su chulería: porque su inteligencia
no era afectiva.
65. El más inteligente es el que sabe lo que no sabe.
66. La calvera como preludio de la calavera.
67. Veo un patinador patinando dentro de la gran Esfera ovoide de Oteiza: la cual se
pone en movimiento simbólico circular.
68. La Iglesia ha maltratado jurídicamente el hondo tema humano de la sexualidad:
cuya vivencia abierta nos abre precisamente a lo divino.
69. En la belleza erótica la finitud se trueca en la infinitud del deseo, y viceversa: la
infinitud en finitud o confinamiento.
70. España es una potencia, dice Zapatero: esperemos que pase de la potencia al acto, de
lo potencial a lo patencial o actual.
71. España es la octava potencia mundial: a nivel de paro y precariedad.
72. Es más fácil triunfar en la teoría que en la práctica: nuestras ideas suelen ser mejores
que nuestros actos.
73. Ir a menos para ir a más: ser menos para estar mejor.
74. Quedarse fijo o fijado ante la belleza de una personita en plena calle: es el momento/
memento (el tipo que nos religa al arquetipo).
75. La religión es la planta más lujosa de este cutre mundo: aunque paradójicamente ese
lujo se trasforme en antilujuria.
76. La belleza insondable de ciertas criaturas en ciertos momentos numinosos/lumi-
nosos nos conduce a cierta transfinitud: pero paradójicamente cincelada en ple-
na finitud.
77. Algunos de mis aforismos son los mejores en lengua española: algún día los descu-
brirán los avispados tardíos (cuando yo ya esté encubierto definitivamente).
78. La locura superior es el principio de toda ciencia: la esquizofrenia es el principio de
todo arte (H. Hesse).
79. Unos se dedican a complicar las cosas, otros a simplificarlas: lo mejor sería simple-
jificarlas (sintetizarlas).
80. Alguien me dice críticamente que hoy en día todo el mundo escribe libros: menos él.
81. Quien mucho vive mucho desvive.
82. La música de Bach introduce en este mundo la junción o juntura, el logos o reunión,
la síntesis o implicación.
83. Observo una pequeña caravana de gusanos luminosos a los que descarrilo levemen-
te: al poco tiempo vuelven a organizar su sentido en hilera.
84. La interred como conciencia colectiva: coimplicación de contrarios y articulación de
opuestos, noosfera y logos-reunión de diferencias, interlenguaje unidiversal.
85. La sabiduría y sus trascendentales: el sentido (filosofía), el amor (erotología), la
belleza (estética) y lo sagrado (religión).
86. Dice G. Vattimo que las religiones intitucionales ya no tienen sentido: pero yo diría
que tienen otro sentido.
87. La exuberante presencia carnal y su brutal ausencia: contrastes.
88. Paso por la Plaza Nueva el día de san Valentín y un niño rubio corre hacia mí ofre-
ciéndome una pelota que luego me quita: la madre nos mira encantada, sin duda el
niño ha reconocido en mí su rancio abolengo/abuelengo.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 489

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Andrés Ortiz-Osés

89. El dúo dinámico acuñó la canción «Resistiré»: yo la transformaría en «Dexistiré», ya


que a menudo la mejor resistencia es la dexistencia.
90. Hay que salvar la razón: sobre todo de los que la defienden (Patxi Lanceros).
91. La humedad entra por todas partes: y no sale por ninguna.
92. Como dice P. Ricoeur, mi cerebro no piensa; al pensar yo sucede algo a mi cerebro.
93. El cínico Egesías consideraba esta vida como indigna de ser vivida: por eso su senti-
do final es la muerte.
94. La cantidad de viejos relojes parados en la pared: me recuerda el paro o parón final.
95. En la Universidad de Comillas (Cantabria) no vivíamos propia o realmente: vivíamos
entre comillas (irreal o impropiamente).
96. Curiosamente Savater fue forofo del pesimista Cioran de joven: lógicamente yo lo
soy de viejo (vidas entrecruzadas).
97. El pensador de Rodin hace pensar: que no pensamos.
98. Nos vamos de este mundo tal como hemos venido: en pelotas metafísicas (sin idea de
lo que es).
99. Vive para ti solo si pudieres / pues sólo para ti si mueres mueres (Quevedo).
100. Los filósofos cínicos se distanciaban de las pasiones porque nos quitan libertad: así
que recaían en la pasión de la libertad.
101. El profesor dejó las clases pero no quedó desclasado: ahora es un tipo con clase
él mismo.
102. El símbolo es un signo con aureola: el signo como imagen aureolada.
103. El músico Josh Groban canta litúrgicamente acompañado: una música actual bella.
104. El levita que levita con su levita alzada.
105. La importancia de estar a bien con los que viven alrededor: la importancia del amor
al próximo.
106. Cuando murió mi padre me quedé sin norte: cuando murió mi madre me quedé
sin sur.
107. El fútbol como conjugación simbólica del sentido existencial: un intento lúdico por
destinar o dirigir el sentido vital simbolizado por el balón esférico.
108. La voluptuosidad de la voluntad apaciguada afectivamente: el hedonismo de una
vida vivida aquietadamente.
109. El problema no es sólo no tener formación: el problema es sobre todo tener
deformación.
110. El Vaticano acepta el ser homosexual pero no su ejercicio: mas es doctrina eclesiás-
tica que el obrar sigue al ser (por eso luego pasa lo que les pasa).
111. Internet o el imaginario global: la liberación de las imágenes frente a su represión.
112. La cuestión del sexto mandamiento como la sexta vía de la existencia de Dios: el
sexo como símbolo de acceso a lo divino.
113. Odiar es condenar: amar es condonar.
114. Una persona inteligente no puede ser feliz en este mundo, pero sí una persona
pseudointeligente, por ejemplo un intelectual, un listo, un despabilado: así que ha-
bría que ser inteligente y listo.
115. Siendo optimista podría afirmar que en la vida he obtenido una felicidad deca-
dente o decaída, un bienestar problemático, una dicha desdicha aunque sin llegar
a desdichada.
116. El fútbol da que hablar: por eso lo veo.
117. Podemos hablar de cierta realización en la vida pero no de felicidad: porque el
sentido existencial es fluctuante.

490 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

118. Me gustaría hacer un homenaje a la adolescencia: la edad que adolece de dolencia


existencial.
119. Según Lévi-Strauss, el monoteísmo judeocristiano trae el racionalismo: pero el ra-
cionalismo de la razón propia o apropiada.
120. El logos nos enseña a pensar: el mito nos enseña a imaginar.
121. La clave democrática está en la igualdad y la diferencia: igualdad diferenciada y
diferencia ecuánime entre todos.
122. Según B. Russell, el espíritu es materia gasificada: a lo que K. Rahner respondió
que la materia sería espíritu congelado.
123. El hombre como imagen de Dios: el hombre como figuración visible de lo invisible,
materia del espíritu participado, cuerpo del alma encarnada.
124. Al que Dios no da padres, el diablo le da hijos.
125. Ya no estoy para ciertas alharacas: la senectud avanza.
126. El viaje en avión como rito de paso de pasaje y pasajeros.
127. La mediación simbólica frente a la mediatización asimbólica o meramente funcional.
128. En la posmodernidad reconocemos nuestra finitud: pero reconocer nuestra finitud
es hacerlo en relación con la infinitud (se trata por tanto de abrirse a lo infinito o al
menos indefinido).
129. El hombre es un ser amenazado por el propio hombre y lo extrahumano: el cobijo
sería la mujer y lo femenino (con su propia peligrosidad).
130. El hombre lo empequeñece todo: convirtiendo el cosmos en microcosmos.
131. Los rituales eclesiásticos y sus repeticiones obsesivas: la misa, el rosario, los sacra-
mentos, las procesiones, los rezos.
132. Lo corporal se corresponde con el Mundo 1 (físico y material) de Popper: el alma
con el Mundo 2 (consciente o psicológico): y el espíritu con el Mundo 3 de las
objetivaciones culturales o espirituales. Pero para nosotros la clave está en el Mun-
do 2 (lo anímico) en cuanto ámbito medial, mediador y mediado, de lo físico y lo
metafísico.
133. El hombre es cuerpo o materia espiritual, o sea, alma: en la enfermedad y la muerte
experimentamos precisamente la desespiritualización de la materia y la desanima-
ción del cuerpo, es decir, la reducción del alma a mera carne mortal.
134. La locura del eros no acaba bajo la tierra: porque resucita.
135. Palacios, mansiones, fortunas: avaricias, tonteras, melopeas.
136. Bellezas, guapuras, hermosuras: desmesuras barridas por la aurora.
137. Mientras estamos metidos en el barullo del mundo no tomamos conciencia de la
inconsciencia de la vida.
138. He visto cómo algunos cofrades de Semana Santa esconden su fealdad bajo los
capirotes, quedando así trasfigurados: pero también he visto cómo otros esconden
su belleza juvenil así concentrada y salvaguardada.
139. El desmoronamiento existencial: uno va olvidando las propias vivencias.
140. El PP está con el papa: pepeísmo como papaísmo.
141. Las cosas se convierten en signos por abstracción y en símbolos por extracción: por
eso el signo tiene una relación mental con lo real (la bandera de la paz), mientras
que la relación del símbolo con la realidad es sentimental (aferente o afectiva).
142. La vida sigue y no se para: uno no puede apearse so pena de suicidarse.
143. Una mujer del Partido Nacionalista Vasco parece entera: pero un hombre del mis-
mo partido parece clerical.
144. La música emocional de Wagner: fusional.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 491

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Andrés Ortiz-Osés

145. He tirado la toalla: ya sólo necesito el pañuelo.


146. El Opus Dei contra el Opus Gay.
147. El tiempo que hará: el tiempo lo dirá.
148. Amar es condonar: con condón o sin condón.
149. La vida es un error porque vamos de la inexistencia a la inexistencia: aunque un
error lleno de cosas maravillosas como el amor y la amistad (A. Gamoneda).
150. Frente a Gamoneda, la vida es un error en cuanto existencia: y un descanso en
cuanto inexistencia.
151. La religión es simbólica: lo simbólico es una realidad intermedia entre la ficción y
lo empírico (lo simbólico es surreal).
152. La existencia procede a la esencia pero no la suplanta: pues la existencia es el
exterior fenoménico y la esencia el interior (la urdimbre).
153. La religión es «el domingo de la vida» (Hegel): la irreligión es el lunes de la vida.
154. La teoría de la doble verdad de Averroes: la verdad literal o popular y la verdad sutil
o filosófica (así en la religión).
155. Yo pienso que la filosofía es una mitología racional.
156. La hermenéutica simbólica preconiza una interpretación afectiva.
157. No hay verdad sin sentido impuro (humano): la verdad-sentido es la verdad sentida.
158. Ahora, alumbrado mágicamente por Eros, se destacó profundo y rico el manantial
de las antiguas imágenes (H. Hesse): porque la imagen necesita para su simboliza-
ción a Eros (imaginación simbólica como imaginación erótica).
159. Soy un lobo domesticado o perruno: un lobo homínido, pero loboide o independiente.
160. Si analizas a fondo una persona o cosa la rompes.
161. Éste es un país ridículo, como todos: como todo el mundo.
162. La inextricable mezcla de la vida: miel e hiel.
163. El rostro de Penélope Cruz como encrucijada española: un rostro moreno de
niña triste.
164. Queremos enterrar la religión: pero seremos enterrados por la religión y sus ente-
rradores litúrgicos.
165. La vida es una lucha incesante: cuyo cese es la muerte.
166. Todo nuevo profeta encuentra viejas dificultades.
167. La piel fina de los niños: recién estrenada.
168. Su belleza era la blancura tersa del hielo que quema.
169. La felicidad flota: la infelicidad pesa.
170. Comprender para explicar: y explicar para comprender.
171. En la vida hay ciertos milagros como por ejemplo el amor: pero los milagros son
divinos, luego existe Dios (o al menos lo divino).
172. Coexiste lo divino junto a lo demónico: el cual obra antimilagros (como el desamor).
173. Me dice un amigo que la luz es buena: pero sin taquígrafos.
174. Las islas Canarias como las islas perrunas, del perro o can (de canis en latín).
175. El aforismo como lenguaje sutil y concentrado: entrecortado y transversal.
176. La Iglesia no nos deja vivir ni morir (Manuel Eguiraun).
177. Que nadie vaya a mi entierro: yo mismo sólo estaré de cuerpo presente.
178. Entre Hitler y Stalin prefiero francamente a Franco (a M. Eguiraun).
179. Todo filósofo se quema en aras de una idea: idea-luz o idea-fuego.
180. Recibir una carta al margen de Internet resulta hoy intrigante.
181. Hoy en día el amor es volátil: por eso suele volar fuera del nido el uno, el otro o
ambos a dos.

492 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

182. Occidente predica la dualidad, Oriente predica la no-dualidad: por mi parte predi-
co la dualitud como dualéctica de los contrarios contractos.
183. Leo en un periódico que el que ataca al héroe es un cobarde: pero hace falta valentía
para criticar el heroísmo, el patriarcalismo y el machismo vigentes.
184. No bebía alcohol porque tenía que conducir y me lo servía a mí: pero yo tenía que
conducirme.
185. Usar sin abusar: abrazar sin abrasar: vivir sin desvivirse.
186. El hombre inteligente es desigual: el necio es uniforme (La Bruyère).
187. En la forma el barroco es carnal o carnoso: en el fondo el barroco es escarnio de la
carne mortal.
188. Algunos tienen el don de la trasparencia: otros tienen el contradon de la oscuridad.
189. Las voces vírgenes y cristalinas de los inquietos infanticos del Pilar.
190. Las emociones fuertes me conducen al límite de las lágrimas: menos mal que tengo
el don de poder llorar de emoción.
191. Ni los hombres son imposibles ni las mujeres son incomprensibles, dice M.ª Jesús
Álava: debe ser al revés.
192. Un extremo nos libra del otro: así la infinitud cristiana nos libera de la finitud
pagana, y viceversa.
193. Los vividores sólo viven la vida y no la muerte: son semivividores.
194. En el cementerio de mi pueblo recojo de un ciprés situado entre las tumbas de mi
madre y de mi padre una piña símbolo de eterna vida: pero mi amor eterno yace
desmoronado desde la infancia en ese cementerio desvencijado.
195. Decepcionan todas las cosas de la vida: y finalmente la vida misma.
196. A los que no son mundanos poco les importan los dicterios del mundo.
197. La realeza se ha distanciado de la ruraleza: pero en el rey Juan Carlos se entrecru-
zan lo real y lo rural, la realeza y la rudeza.
198. Preciosa la película Gran Torino de C. Eastwood: la humanidad desbordante pero
no desbordada (excepto hacia dentro) del gran director y actor americano.
199. Me dice que entiende de fútbol pero que no puede ver al Barça: luego sólo entiende
de política futbolística.
200. El bienestar radica en no preocuparse: y apenas ocuparse.
201. El ideal está para sobrepasar la realidad: indicando un horizonte de sentido.
202. Vivimos en equilibrio precario: y nos desvivimos al perder el equilibrio y desequili-
brarnos vertiginosamente.
203. El fundamento cristiano no es fundamentalista: es la caridad en la que estamos
radicados y fundados (Efesios 3, 17).
204. Los números arábigos cuentan en realidad sus propios ángulos: excepto el cero
desangulado.
205. Dios es el nombre que damos al sentido positivo de la vida: el sentido negativo o
sinsentido se denomina diablo.
206. Pensábamos que la liberación sexual nos liberaría de toda represión: pero no nos
ha librado ni de la presión sexual.
207. El peligro de la Iglesia es convertirse en Estado (así el catolicismo o el isla-
mismo): y el peligro del Estado en convertirse en Iglesia (así el fascismo y el
comunismo).
208. Hay salvadores que en realidad nos salvan de sus propios equívocos previos: algo
así pudo ocurrir con nuestro salvador regio el 23-F.
209. Vita hominis super terram malitia: Malicia es la vida del hombre sobre la tierra.

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Andrés Ortiz-Osés

210. De jóvenes proyectamos en el mar nuestro mar interior: de viejos proyectamos en el


mar nuestro marasmo y nuestra deserción (por eso nos parece un desierto).
211. Para evitar el error teológico algunos recaen en el horror teológico.
212. Perded toda esperanza los que entráis en este mundo: yo puedo decirlo en nombre
de los que no pueden.
213. La biofilia significa asumir la vida como mortal: aceptar el ser hacia la muerte y el
ser hasta la muerte.
214. La norma eclesiástica dice «no me toques» (noli me tangere): pero no dice «no te
toques» (noli te tangere).
215. No se puede rezar y fumar: pero se puede fumar y rezar.
216. La carne es débil pero fuerte: por eso peca.
217. No podemos encontrar el sentido si lo buscamos posesiva o cósicamente: pero el
sentido nos puede encontrar si nos abrimos simbólicamente.
218. La vida no tiene un sentido positivo, pues la vida obtiene un sentido a través del
sinsentido: por eso la vida obtiene un sentido positivo a través del sentido negativo
(simbolizado por la muerte). Pero entonces el sentido o éxito de la vida está en su
salida o éxitus (por eso Kafka se confía a la muerte).
219. Según Tolkien, los avatares míticos de los dioses se hacen realidad en el Evangelio:
el mito se convierte en historia por la Encarnación de Dios en hombre.
220. La clave del sentido de la vida está en la apertura frente a la angostura: disolución
simbólica de la angustia reificante.
221. La vida oscila entre el aburrimiento y la disipación: en medio está la virtud áurea.
222. El ser es: el hombre está.
223. Hay que convivir con el bajo obstinado del sinsentido existencial: es un ruido sordo
de fondo absurdo.
224. No creo que el mundo sea absurdo: si acaso ridículo.
225. La oración gramatical como fundamento de la oración religiosa: pues la fe se basa
en la articulación del ruido en sentido.
226. El infierno enferma: porque encierra (en francés enfer = enferme).
227. La juventud pertenece al cuerpo, la madurez al alma, la vejez al espíritu.
228. Los jóvenes creen que la vida es suya: los viejos saben que la vida no es suya.
229. De jóvenes atacábamos al sistema: y de viejos resulta que lo tenemos que apuntalar.
230. Esperaba llegar a viejo para ver más claro: pero ahora veo menos claro.
231. La vivencia del joven: la experiencia del viejo.
232. El simbolismo amplificativo es eros sublimado culturalmente: el simbolismo re-
ductor es logos desublimado represoramente.
233. Su conducta no era conducida por un conductor: era simplemente inducida por un
inductor.
234. La mezcla en el mundo de fulguración y declive, eclosión y deterioro, avance y
retroceso: la vida de la especie avanza a costa de sus individuos que sucumben a la
evolución.
235. El hombre vive encajonado entre la biología y la economía, la libido y la política, la
libertad y la necesidad.
236. Cuando uno no tiene un problema mayor, el problema menor es el mayor.
237. La mujer se ha masculinazado y hecho más fuerte: el hombre debería feminizarse y
hacerse menos machista y más autónomo.
238. Te enamoras y buscas convivir, convives y te desenamoras: al final vivo como un
monje (L. Racionero).

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La existencia aforística

239. Cuanto más viejos, menos vale la vida: lo cual tiene su ventaja respecto a la muerte.
240. Del deseo de ser al deseo de deser: dejar de ser, desertar, dexistir.
241. La astenia primaveral da una lucidez plena sobre la vida y lo que no es.
242. La jubilación como acto de mutuo abandono entre el mundo y nosotros: retiro y
retirada (siquiera participemos oblicuamente).
243. El arte de la fuga de Bach: martillos de plata persuenan sobre yunque de oro con-
trastantemente.
244. Pensar es imaginar un camino, decía Gadamer: imaginar un sendero, dirección o
sentido (simbólico).
245. El hombre vive como un animal y muere como un vegetal: hasta alcanzar la rigidez
del reino mineral.
246. Estar enamorado: a menudo se piensa en ponerse morado.
247. Te quiero pero no te puedo (M. Eguiraun).
248. La esperanza es un sueño que nos despierta (Aristóteles).
249. Al jubilarse uno se jubila del ego: de ahí el júbilo de la jubilación.
250. La Ofrenda musical de Bach como Ofertorio musical: en la Sonata la flauta aguda
se ofrenda en aras del grave cello, convertido en altar del ofertorio.
251. El archisímbolo de la música de Bach es el canon perpetuo: el concierto intermina-
ble, la fuga sin fin, la consonancia infinita, la armonía ilimitada (por eso sigue
sonando tras quedar en silencio).
252. Sólo estamos seguros tras la muerte.
253. Conocer es sufrir un influjo: amar es sufrir una influencia: vivir es sufrir un flujo: y
morir es sufrir un reflujo.
254. Niñez y adolescencia son la primavera, la juventud el verano, la madurez el otoño y
la vejez el invierno.
255. En esta vida pagamos por todo: pagamos por tener y lo pagamos por no tener, por
hacer y por no hacer, por decir y por no decir, por amar y por desamar, por conocer
y por desconocer.
256. Shostajovitch: una música bemolizada pero sostenida: una música de recovecos
pero abiertos.
257. Justificar las cosas: según justicia.
258. La música configura el tiempo en espacio: convirtiéndolo en tempo (tiempo medido
y mediado por el hombre).
259. Supongo que el que tiene mucho dinero es porque no se lo ha podido o sabido
gastar.
260. Experiencia se dice en vasco: escarmiento.
261. Se polemiza sobre los autobuses que llevan escrito «Probablemente Dios no existe»,
pero lo peligroso sería que afirmaran «Probablemente no existe el conductor»: aun-
que eso es lo que vienen a decir, que no hay un Dios-conductor del mundo.
262. Tras oír a Bach, las demás músicas parecen superfluas: porque Bach es esencial
(aunque a veces aburra en sus recitativos o repeticiones).
263. Hay suicidas que no ejercen por pereza: una pereza a su vez suicida.
264. La belleza como esplendor de lo efímero: lo bello como resplandor de la contingencia.
265. El problema del viejo es que ya no le interesan las pompas de este mundo: pero le
afectan sus desafectos.
266. Amar es sufrir: sufrir amor.
267. El bombón como algo reduplicativamente bueno (bon-bon).
268. Hay una música que rellena el espacio: y hay una música que libera el espacio.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 495

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Andrés Ortiz-Osés

269. Lo que sale mal se recuerda bien: el dolor profundiza la memoria.


270. No hay un Dios conductor del mundo: hay un Dios conductor y conducido del
mundo.
271. Subo el montículo y al fin desaparece el paisanaje para quedarme a solas con el
paisaje: ya está mi corazón en su entorno natural, y late acompasado en silencio
cósmico: el alma es la testigo silente, nadie nos mira en esta soledad acompañada
por un cielo encapotado.
272. Felicidad e infelicidad no tienen causa propiamente dicha: es la propia dicha.
273. Tontos, no: listos tampoco.
274. El amigo de sus amigos suele ser poco amigable.
275. El que nos llama la atención merece nuestra atención.
276. Qué más da que mis aforismos sean buenos o malos: aquí se van a podrir (pero
quizás fructifiquen).
277. Creía que un perro estaba mirando el paisaje, pero no: estaba absorto en su propio
contorno animalesco.
278. En el cristianismo Jesús representa la Hermandad universal: pero la Inquisición se
presenta como el Gran Hermano (dominador).
279. La filosofía trágica me sirve de catarsis o purificación: pero tomada literalmente es
una encerrona existencial.
280. Te deseo primero que ames y que, amando, también seas amado: y de no ser así,
seas breve en olvidar, y que después de olvidar, no guardes rencores: deseo, pues,
que no sea así, pero que si es, sepas ser sin desesperar (Victor Hugo).
281. Pero me salvas tú, melancolía, meciéndome el dolor como una madre (Jesús Tomé).
282. Decía O. Wilde que había puesto la ingeniosidad en sus libros y la genialidad en su
vida: pero habida cuenta de su resultado hubiera sido mejor lo contrario.
283. La música medieval (gregoriana) espiritualiza el mundo: la música moderna (clási-
ca) armoniza lo real: la música posmoderna (atonal) disuelve el mundo: y la música
popular (pop) lo conmueve.
284. Junto a la ética de lo que debemos hacer hay que situar una etología de lo que pode-
mos hacer: pues nuestro deber es hacer lo que podemos y no lo que no podemos.
285. E. Trías es algo depresivo: F. Savater es algo maníaco.
286. El concepto de ser en Heidegger: sublime y abismático, maníaco-depresivo, extro-
vertido-introvertido, fascinante y tremendo.
287. La apertura de H. Küng frente a la introversión reductora de Ratzinger.
288. Suscribo el testamento vital: que es el testamento mortal.
289. Liberal: hemos exportado el vocablo y hemos deportado su ideal.
290. El ascensor debería llamarse: desascensor.
291. La mística musical benedictina desemboca a través del monje moderno Dom Pe-
rignon en la producción del champán.
292. El amor es el muchacho que ardía, dice la poetisa Bishop: el muchacho ardiente.
293. Ya que no tienes amigos, no tengas enemigos.
294. El que no es nada tiene que aparentar el doble: para llegar a la mitad.
295. De joven miraba uno por encima cosas, casas y personas: de viejo los mira uno por
debajo.
296. En la vida intentamos asaltar el cielo: pero sólo saltamos sobre el suelo.
297. Qué gozada volver a recorrer en tren solitariamente las tierras de mi adolescencia.
298. La increíble visita al cementerio de mi pueblo donde yacen mis padres: camposanto
profanado por el tiempo marchito, espacio sagrado boicoteado por el yermo incivil.

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La existencia aforística

299. Me voy acercando a la desaparición: una sensación de nadar casi en la nada.


300. Uno es variable, como el tiempo: somos una parte de la atmósfera y su meteorología.
301. La religión recuerda lo diferente de lo dado (J. Taubes).
302. Soy un abate: algo abatido.
303. A medida que vivimos nos vamos deshaciendo: y el furor conviértese en humor y
luego en humo.
304. El enigma es la vida: no la muerte.
305. Condenada vida exuberante.
306. La hombría de los toreros (C. Herrera): será por sus hombreras.
307. Se trataría de encontrar cierta «eutimia» en medio del timo de la vida.
308. La eternidad: la mar enlazada al sol (Rimbaud).
309. Si no escribo alegría no es perfecta: le canto a mi dolor y así se espanta (C. Marzal).
310. El yo como símbolo: coimplicación de contrastes.
311. En Lacan lo imaginario es lo especular, lo simbólico es el lenguaje del sentido y lo
real es lo asimbólico.
312. El yo imaginario debe hacerse simbólico: las imágenes especulares deben encarnar-
se en sentido lingüístico: intersubjetivamente.
313. La idea de Lacan sobre la necesaria castración simbólica que representa el lengua-
je: frente al torbellino de una realidad viscosa.
314. Me basta con reproducir tu imagen, le dice el viejo Chateaubriand a su imposible
joven amada en su esbozo «Amor y vejez»: pues la desea pero no la quiere, ya que no
ha encontrado en la realidad a la mujer imaginaria.
315. Marc Fumaroli comenta el eros romántico cristiano de Chateaubriand, a la vez
carnal o mundano pero sobrepasado infinitamente, sensual y extático, deseo insa-
ciable pero desengañado: un amor elegíaco y melancólico que se reclama de un
cristianismo romántico situado entre el ascetismo y el libertinaje, entre el rigoris-
mo y el naturalismo irredento, entre la pureza y la impureza.
316. Líbranos Señor de nuestros enemigos, rezábamos antes al persignarnos: ya no lo
hacemos, aunque nuestros enemigos perseveran.
317. Primero oigo ponderar los beneficios del aceite de oliva: luego oigo ponderar los
maleficios de los aceites y sus grasas.
318. Las Gracias barrocas de Rubens y su carne excesiva de Venus tumefactas.
319. La soledad del corredor desfondado.
320. La papisa Juana: se trataría en realidad del papa afeminado Juan VIII.
321. Tengo algún amigo depresivo y algún amigo maníaco: yo mismo sería algo bipolar
o maníaco-depresivo, por eso trato de coimplicar los contrarios (el paso del opti-
mismo al pesimismo, y viceversa) en cierta ambivalencia mediadora entre lo fasci-
nante y lo tremendo.
322. El problema del tipo equilibrado o dispolar es su sosera o falta de dialéctica: se trata
del tipo pleno plano.
323. Navegar por el mar de Internet resulta liberador: liberación simbólica a través de
imágenes, conocimientos, noticias, comunicación e información (la basura es el
resultado inevitable).
324. La interred como erótica cultural: apertura imaginal y mental, desrepresión psico-
lógica y contracultural, amplificación de la conciencia personal y colectiva.
325. Por fin recupero Radio Nacional de música clásica: la relación armoniosa y la dis-
tensión anímica (junto a rollos o rollámenes inevitables).
326. La vida no para y siempre depara nuevas emociones.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 497

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Andrés Ortiz-Osés

327. Vivir es sentir lo bueno y lo malo: sentir sólo lo malo es mediovivir.


328. Sucumbimos: el hombre sucumbe ante sí mismo, ante los demás y ante el universo.
329. El problema de Bach es que, si te gusta, te disgustan otros.
330. Lo que nos salva nos acaba perdiendo: al listo la listeza y al ambicioso su ambición,
al bueno su bondad y a la bella su belleza, al sensato su sensatez y al libre su liber-
tad, al hombre su humanidad y a Dios su divinidad.
331. Los pueblos elegidos por Dios: a menudo se sienten elegidos para exterminar a los
no-elegidos.
332. La infalibilidad papal: el papa se declara a sí mismo infalible (autoinfalibilidad).
333. El filósofo A. Comte-Sponville profesa una filosofía atea y materialista que desem-
boca en la desesperanza: por exceso de lucidez y falta de apertura radical, por ence-
rrarse en la propia encerrona del mundo.
334. De cómo se puede convertir la filosofía atea y materialista de A. Comte-Sponville en
filosofía religiosa y espiritual: aplicando su principio de desesperanza a este mundo
y abriéndose al otro u otredad radical.
335. Qué positiva es la democracia que nos abaja a todos a nivel de hombres y nos eleva
a todos a nivel humano.
336. La interred como diálogo de eros y logos, imagen y palabra, amor y humor.
337. La Iglesia exige métodos naturales para contener la sexualidad, pero exige métodos
artificiales para contener la muerte: en ambos casos se trata empero de contención
ascética o mortificatoria (contener la vida, contener la muerte).
338. Corremos y corremos tras quimeras que queman nuestras sienes.
339. Dios trasciende a la Iglesia, la Iglesia trasciende al hombre eclesiástico, el hombre
trasciende a los animales, vegetales y minerales, los cuales trascienden a la nada: la
cual a su vez se trasciende en el ser.
340. La autoridad se tiene: el poder se obtiene.
341. Clément Rosset: el filósofo nietzscheano que dice alegremente sí al no, al mal y la
muerte (heroísmo infantil).
342. Por qué los filósofos somos tan poco cuerdos: por qué los no filósofos son tan
incuerdos.
343. Se dejaba manejar: para poder manejar a los demás.
344. Decían que era un tipo maravilloso: pero era un tipo maravillado (por los
demás).
345. El hombre no es la medida de todas las cosas: si acaso lo sería lo humano.
346. La razón razona distinguiendo razones cual raciones de verdad: frente al todo irra-
cional indiferenciado (dogmático).
347. La creación como resultado de la creencia: un concepto que procede de la religión
y arriba a E. de Bono.
348. Al final vamos entrando en edad avanzada: o más bien atrasada, según se mire.
349. El problema es buscar en la Iglesia un cobijo: y encontrar una cárcel.
350. Lo que hay dentro de cada uno y no tiene nombre (J. Saramago): el alma.
351. Aquí somos algo brutos: y dónde no.
352. Quizás la filosofía no cambia las cosas: pero cambia las personas.
353. De viejos nada nos parece ya disparatado: porque todo nos parece un disparate.
354. Envejecer es pasar de la acción a la cocción.
355. Los jóvenes piensan que los viejos no piensan: los viejos piensan que los jóvenes son
pensados.
356. Su eminencia el cardenal Cañizares es algo menudo: su menudencia.

498 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

357. El culto al misterio se ha solido basar en lo misterioso: por eso los médicos escri-
bían recetas sólo descifrables por farmaceutas hermeneutas: y por lo mismo la
Iglesia celebraba misas sólo descifrables por curas latinistas.
358. Los jóvenes creen que los viejos están caducos: los viejos creen que los jóvenes son
caducos.
359. Nada va más deprisa que el tiempo: nada va más despacio que el espacio.
360. Ya verás cuando tengas mi edad, dice el viejo al joven: pero a esa edad ya no se
ve casi nada.
361. El joven es fuego solar: el viejo es luz lunar.
362. El joven tiene vivencias: el viejo tiene experiencia.
363. Todos llevamos dentro un niño interior: y un viejo anterior.
364. Sé diferente: con deferencia.
365. El niño es dependiente, el joven es independiente y el viejo pende de un hilo.
366. El acompañamiento de la interred.
367. Nos gusta llegar a cierta edad: pero no tenerla.
368. Mi colegio internacional en Innsbruck estaba en la calle Tschurschenthallerstrasse:
así que yo preguntaba por la calle Churchill-etcétera.
369. Por mis aforismos del pasado veo lo que he sufrido: y lo que he gozado.
370. Dice que no me entiende: por qué me iba a entender (cuando ni yo me entiendo).
371. Hombres necios que acusáis al marica sin razón: sin ver que sois la ocasión de lo
mismo que culpáis (a sor Juana Inés de la Cruz).
372. El optimismo es ascensional o aéreo: el pesimismo es descensional y abismático.
373. No es que no haya mal que por bien no venga: es que hay que vengarse del mal,
aprovechándolo para el bien posible (amelioramiento).
374. No creo en Dios, dice E. Mújica, pero sí en la Iglesia: típicamente judío.
375. Según Hans Küng, a J. Ratzinger le interesa la Iglesia de los padres (sin madres).
376. Lo que más me llena es no hacer nada: lo que más me vacía es burocracia.
377. En su cuadro La metamorfosis de Narciso, Dalí asume el narcisismo como procrea-
dor de vida: de una vida artificial, artificiosa o artística (simbolizada por la pálida
flor que emana del huevo resquebrajado).
378. Un actor negro se queja de que sólo le den papeles de negro: peor sería que se los
dieran de blanco.
379. El que destaca es destacado: el que no destaca es desacatado.
380. El que sobresale es sobresaliente: el que no sobresale es el saliente.
381. El viejo refrán dice que el buen paño en el arca se vende: pero se vendería el arca
visible y no el paño invisible.
382. Hay monumentos que gustan a ciertos tontos por su mera monumentalidad: así el
Coliseo en Roma, el Valle de los Caídos en Madrid, la Torre Eiffel en París, el Ato-
mium en Bruselas, las viejas Torres Gemelas en Nueva York, Fátima en Portugal, la
Puerta de Brandeburgo en Berlín.
383. Los filipinos resumen su historia colonial en 300 años de convento (español) y 50
años de Hollywood (americano).
384. La Biblioteca como «quitapenas» (Sor Juana Inés de la Cruz).
385. La diferencia de la Europa fría en invierno y en verano: así Salzburgo congelada y
con niebla o verde y soleada.
386. Todo cura debería curarse de sí mismo.
387. No hay mal que algún bien contraído no contraiga.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 499

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Andrés Ortiz-Osés

388. La Iglesia prohíbe el control de la natalidad: la consecuencia en el Tercer Mundo es


el sida y el aborto de mala manera (así en Filipinas).
389. Al final de la vida se trata de vaciarla o desocuparla de preocupaciones nimias: para
concentrarla plácidamente en lo fundamental (la oquedad de la muerte).
390. Antes la teología juzgaba a la filosofía; ahora la filosofía juzga a la teología: pero
deberían juzgarse mutuamente sin por ello sojuzgarse.
391. Los fundamentalistas creyentes son increyentes: saben dogmáticamernte pero no
creen religiosamente.
392. Veo en Internet unas imágenes bellísimas y gloriosas: pero los integristas son inca-
paces de integrarlas y las consideran pecaminosas.
393. El frío conserva las cosas muertas: el calor conserva las cosas vivas.
394. Poner amores en mi corazón: y no mi corazón en amoríos.
395. La vida tiene sus maduraciones y maceraciones: la vida tiene sus suturaciones y
laceraciones.
396. Me asombro a la sombra del sombrero de un sol sombrío: estupefacto.
397. En política algunos se juegan la vida: y otros viven del juego.
398. El telemando y su batida: la batidora.
399. Estas que ves agora ruinas estériles, fueron otrora espléndidos vergeles: y estos que
ves ahora machitos marchitos, fueron entonces radiantes donceles.
400. El hígado es el higo (ficatum): porque los romanos daban higos a las ocas para
engordarlas.
401. El que hace algo lo paga: y el que nada hace ya lo ha pagado.
402. Entrar en coma es quedar encamado y recomido: más que de coma cabría hablar
de puntos suspensivos.
403. Vivir es conectarse: ahora sabemos analizar las partes del cerebro, pero se nos
escapa el todo (T. Khachaturian).
404. El cáncer lleva a situaciones crudas, duras y rudas.
405. La ciencia como mitología (cientificismo): la economía como mitología (econo-
micismo).
406. La coimplicación de los contrarios como filosofía sostenible: pues la desimplica-
ción de los contrarios es insostenible.
407. El hombre vive una vida fementida: y una muerte verdadera.
408. Para Calderón de la Barca el gran delito del hombre es haber nacido: para sor
Juana Inés de la Cruz el gran delito del hombre es haber querido.
409. La identidad de la vida consiste también en variar: y desvariar.
410. Era un sacerdote realmente zote.
411. La compañía virtual no siempre es una compañía virtuosa.
412. El hombre vitalista trata de estrujar la vida: el hombre vital trata de implicar la vida.
413. El arte prosigue bien que mal: la religión sigue mal que bien.
414. El pluralismo actual genera cierta confusión: lo malo es que degenere en confusión
incierta.
415. Me gusta que me dejen en paz: pero yo no dejo en paz a la gente con mis escritos.
416. Los perros atienden en todos los idomas.
417. La potencia del lenguaje no nos arranca del mundo, pero manifiesta que el devenir
del mundo no es lo único que nos determina: pues el Verbo da sentido y, por tanto,
encierra una potencialidad redentora (V. Gómez Pin).
418. Un estudio afirma que el varón es más lujurioso y la mujer más orgullosa: más
lujosa o lujuriante, cabría traducir.

500 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

419. El ocio como tiempo libre de liberación y reconciliación: capaz de asumir, encajar
y proyectar el tiempo transeúnte en tiempo transido de sentido.
420. A pesar de su mala intención, nadie me ha interpretado mejor que Juaristi: mi
filosofía es una erótica cultural (erotología de la cultura).
421. Parece como si los filósofos trataran de epatar y, por consiguiente, de vencer o
ganar en la vida: pero yo sólo quiero empatar con la vida (quedar en tablas).
422. La existencia es correlativa: este país me muestra aproximadamente la misma esti-
ma cultural que yo le muestro a él.
423. La mejor comida de mi vida: foi gras fresco francés (no confundir con el paté)
compartido con Oteiza y amigos.
424. De momento nuestra eternidad es esta vida: en este sentido hay cosas eternas (las
cosas vitales, como el amor).
425. Un estudio científico proclama que el buen sexo da optimismo vital: se habrán
quedado sin seso tras tan sesuda conclusión.
426. Estoy más solo que la una: pero más acompañado que las dos.
427. Cristo toca al leproso intocable: considerado como impuro.
428. El aprendizaje ambivalente de la vida: el azúcar endulza y la sal condimenta, el alco-
hol alegra y el fumar alivia, el sexo relaja y el poder refuerza —todos peligrosamente.
429. Hay algo que permanece de un modo inaprensible: sigue vivo porque no lo pode-
mos poseer (R. Hass).
430. Tanto Galileo como Gracián murieron arrestados por sus respectivas Inquisiciones:
y sin embargo se movieron hasta el final en sus respectivas inquisiciones.
431. Según Epicuro el sabio vive escondido: cultivando su jardín.
432. El personaje de Markaris detesta dos cosas: el racismo y los negros.
433. El bienestar es un estado básico: la felicidad es un estadio sublime.
434. El obispo tradicionalista Williamson exige pruebas de la existencia del Holocausto
judío: pero no exige pruebas de la existencia del Dios judeocristiano.
435. Morir no sienta a cualquiera: vivir tampoco (V. Ocampo).
436. En su visita a Nueva York, García Lorca considera que los anglosajones tienen
menos alma: menos sentimiento que los latinos e hispanos.
437. El ser en Heidegger es tiempo: pero tiempo extático, acontecimiento implicante,
logos ontosimbólico, sentido mitopoético, alma del mundo.
438. El violín: la mano tensa y la mano tendida, la tensión y la distensión.
439. El murciélago es un ratón volador: un ratón emplumado, lo nocturno elevado o
sublimado.
440. El amor vive al lado: pero es alado.
441. La vida como guerra: y la vejez como posguerra.
442. Me envían una foto genial de un niño rezando al pie de la cama junto a su perro que
también reza con los ojos cerrados: la religión como elevación del animal al homínido.
443. El «cachet» de alguien se corresponde con su «cachete»: su potencia o poder.
444. Prosigue viviendo y desviviéndote, ayudándonos a desmorir, loco de alegría, cuerdo
de dolor: brindo por ti sintigo (Lourdes Barrera).
445. Podemos hablar del ser-sentido de la vida sin sobreviolencia añadida: pero no sin la
violencia propia de lo destinal (puede consultarse al respecto Heidegger).
446. El objeto suele ser unívoco y el sujeto suele ser equívoco: de aquí el diálogo analógi-
co necesario entre el objeto y el sujeto.
447. Si eres optimista te puedes caer: si eres pesimista ya te has caído (pero te puedes
levantar).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 501

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Andrés Ortiz-Osés

448. Al retirarse de la docencia uno ya no espera mingún halago ni desea ninguna pre-
benda: es el estado de distancia crítica del mundo, dedicado a cultivar el alma plá-
cidamente.
449. La vida casa y la muerte descasa: la vida cansa y la muerte descansa.
450. Perder el tiempo y perderme yo en él: vivir reflotando sobre las cosas nudas: sobre-
vivir vagando laciamente: traspasar el mundo como un trasgo huido: merodear las
casas como un duende exiliado: evanescencia del sentido adormido.
451. Los aforismos como restos del sentido: diseminado.
452. Me siento mal, me voy a sentar mejor: ya me siento bien.
453. La poesía es poética: la aforística es patética.
454. El ensayo se escribe: la aforística te inscribe.
455. La cabra se tira al monte: el cabrón se tira al montón (M. Eguiraun).
456. La transformación de nuestros presidentes de Gobierno: Franco en Frankenstein,
Arias Navarro en El Zorro, Suárez en Hamlet, Calvo Sotelo en El Fantasma de la
Ópera, Felipe González en Pinocho, Aznar en Charlot y Zapatero en Mr. Bean: deja-
mos en paz al rey Juan Carlos que ha acabado siendo su propia caricatura.
457. Algunos quieren quedar como Dios con Dios.
458. Sólo se atonta a los tontos: sólo se incauta a los incautos.
459. Ahora que vivo tranquilo ya no viajo como otrora: tengo mi soledad acompañada.
460. Chulos o chuletas que no saben nada sin chuleta, necios que saben demasiado,
tontilocuelos, escribas y fariseos: dandis de Disneylandia y zombis zumbados.
461. Introduzco periódicos en mi residencia: para lograr pluralismo convivencial.
462. El ateo positivista tipo Dawkins considera que el mundo es maravilloso (pero en-
tonces el mundo es divino): el ateo negativista como Sartre considera que el mundo
es absurdo (pero entonces podría abrirse a lo trascendente).
463. La aforística aporta materiales menudos: menudos materiales.
464. Con el violento no entrar al trapo: no ser frontón sino colchón.
465. Al pacífico Paulo Coelho le gusta el boxeo: complementariamente.
466. De joven uno desea que le dejen vivir en libertad: de viejo uno desea que le dejen
morir en religación.
467. La obra cultural sería como un fetiche freudiano: el cual afirma y niega la ausencia
de la amada (en última instancia la madre).
468. Como dice Lucrecio, sólo la muerte es inmortal: la muerte eterna.
469. Lo belicoso y aguerrido de nuestra sociedad se muestra en nuestro lenguaje: a la perso-
na en paz o apaciguada se la sobredenomina «pacata» (del latín pacata = pacífica).
470. Las mujeres más bellas son de mármol: pero las más guapas son de cera y carne.
471. Hay que tener un toque frigídulo o incluso frívolo: para enfriar toda pasión.
472. Precisamente la ausencia de la mujer en mi vida la hace omnipresente.
473. El rico se puede permitir vivir pobremente: pero el pobre no se puede permitir vivir
ricamente.
474. Hago provenir coñazo de coñac: antimachistamente.
475. Decidió dejar de beber: pero sus amigos lo celebraron bebiendo el doble.
476. Estaba con los curas: vivía como Dios.
477. A veces Dios funciona como el espíritu o fantasma en el alma: como nuestro «alter
ego» trasparente proyectado en las nubes blancas del cielo.
478. La jubilación es el estado ideal del hombre: un estadio o estadía surreal para sobre-
vivir reflotando.
479. Hay dos formas de cultura: la investigación y la creación, la ciencia y las humanidades.

502 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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La existencia aforística

480. Escribo los libros que me gustan y no están en el mercado: el escritor es su


primer lector.
481. La enfermedad nos humilla: reduciendo nuestra alma informe a un cuerpo infirme.
482. A cierta edad no es que ya no creamos en el amor: es que el amor ya no cree en
nosotros.
483. Bach abre La pasión según san Juan con su caballería rusticana, pero luego se contra-
puntea amorosamente: así se corresponde con el apóstol del Apocalipsis y del amor,
representado como águila de Patmos y discípulo amado de Jesús respectivamente.
484. Me gusta escurrirme de la realidad: para discurrir por la surrealidad.
485. El invierno es frialdad corporal: el infierno es frialdad anímica (contrapunteada
por el fuego purificador).
486. En la Crucifixión de Velázquez la muerte muere: en la trasfiguración del Cristo.
487. España ha tenido un tiempo de construcción: luego ha venido la deconstrucción.
488. Cuanto más avanzas en la vida más resistencias provocas.
489. Estaba tan aburrido que no tenía ni enfermedades.
490. Como el viejo reloj de pared está parado, lo pongo a mi hora preferida: el pospran-
dio (las tres de la tarde).
491. Dicen que se calienta la tierra: pero yo sólo lo noto en verano.
492. Hablas de las Rimas de Bécquer mientras observo cómo riman tus palabras con tus
gestos y cómo ritman tus miembros entre sí: tan elocuentemente.
493. La fe produce fervor: el fuego produce hervor: el amor produce ardor.
494. Hecha la vida: hecha la muerte.
495. Cuando ya no podemos contar las cosas es que éstas van de mal en peor.
496. Le acompañaba siempre románticamente a la estación del tren para su despedida:
pero la última vez no lo hicimos (y no nos volvimos a ver).
497. Nuestra estampa queda estampada en la vida: porque nos estampamos contra ella.
498. Tiene más presencia en mí la ausencia: tiene más realidad en mí lo surreal.
499. El mitólogo Joseph Campbell era el escritor favorito de la madre de Obama: es la
herencia junguiana de Eranos del presidente americano.
500. Soy un culturalista: incluso un culturalisto.
501. Carta a un amigo renuente: si he hecho algo mal lo deploro, si he hecho algo bien lo
celebro: si debo reformarme dímelo, si debo reforzarme ayúdame: si puedo ser
mejor escúchame.
502. La coexistencia humana nos va guiando culturalmente: hay un sentido cultural de
la existencia.
503. Una muchacha con un sombrerito en la cabeza entra en el comedor del Colegio
Mayor: las demás muchachas, exentas de sombrero, quedan asombradas y ensom-
brecidas, y se dedican a mirarla entre celosas, desafiantes y despectivas (el engorro
de llevar un gorro entre gente sin gorro).
504. Ya no veo a la anciana en su ventana frente a la mía: quizás ya no necesita ventana.
505. Mi primer año jubilatorio: el más apacible de mi vida.
506. Todo comensal se sitúa en torno a la sal.
507. Ortiz podría provenir del latín hortus (huerto) o sus habitadores (ortix = codorniz):
pero también de fortis (fuerte): ya lo veremos.
508. No soy un filósofo decadente sino decaído: el decadente está cayendo, el decaído ya
ha caído del guindo.
509. Según C. Martín Gaite, la mujer ve lo de fuera desde dentro: interiorismo versus
exteriorismo masculino.

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Andrés Ortiz-Osés

510. Está Cristiano Ronaldo: y está Pagano Ronaldo.


511. Hasta las nueces francesas son más guapas que las nuestras: pero más sosas.
512. Fui ordenado eclesiásticamente como «ostiario» (el que abre puertas): he procura-
do ser fiel a su sentido, aunque a veces he tenido que hacer de «hostiario» (dando
algún portazo).
513. Su conducta no está conducida por un conductor: es simplemente inducida por un
inductor.
514. Me hubiera gustado ser un poeta: pero quizás lo soy finalmente (al menos según
R. Panikkar).
515. Ser independiente: hasta de uno mismo.
516. Conocemos la parte delantera de nuestra corporalidad: pero no nos vemos la parte
trasera.
517. En su novela El lobo estepario, Hermann Hesse proyecta el espectro de la vida
humana como un juego o conjugación de caracteres, situaciones, actitudes y humores
en cada uno de nosotros, de modo que nuestro yo alberga en realidad múltiples yos, egos
o facetas egoicas. Se trataría de articular ese caleidoscopio vital en una imago o conjun-
ción simbólica que, a modo de logos, confiera sentido de relación al magma existencial,
dotándolo de cierto sentido.

Este sentido parece fluctuar entre el instinto y el espíritu, la naturaleza y la razón,


eros y logos, lo demoníaco y lo divino. El peligro consiste en sucumbir a la unilaterali-
dad de los extremos, sea la santidad ascética o la embriaguez libertina, pero sin recaer a
su vez en la mediocridad burguesa del mero bienestar pragmático. Lo que el autor pro-
pugna no es la extremosidad dislocada ni el medio estático, sino lo que podríamos lla-
mar el remedio de los contrastes, simbolizado en la obra por la figura del «andrógino»
en cuanto mediación de los contrarios.
Esta figura androgínica está personificada en la novela por la figuración hermafro-
dítica de Armando/Armanda como amiga/amigo del protagonista Harry Haller: el cual
es el lobo estepario mitad animal y mitad hombre, que logra finalmente sintetizar sus
contradicciones contándolas y contractándolas, asumiendo su existencia como un rela-
to/relación de diferencias, o bien como una composición musical de oposiciones tonales
concertadas por el diapasón de Mozart.

504 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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APÉNDICE
CONCIENCIA DE FRACASO

Rafael López-Pedraza

En un mundo donde lo que encontramos son proposiciones y fórmulas cuyas metas son
el triunfo, escribir algo que lleve por título «Conciencia de fracaso» pone al que escribe
a contrapelo y en oposición a la demanda más inmediata de lo colectivo. Pero esto que
tratamos de reflexionar resulta producto de un movimiento psíquico que nos presiona
desde adentro a que lo conozcamos y hagamos consciente eso que aquí llamo conciencia
de fracaso, y es que el fracaso como tema a discutir está fuera de las inquietudes de
nuestro tiempo. Lo que concierne al fracaso está fuertemente reprimido, es como si eso
fuera lo último de que nos quisiéramos dar por enterados.
La conciencia de fracaso es algo que me viene rondando desde hace años. El asun-
to, no hay duda, tiene que ver con mi práctica como psicoterapeuta. Es como si desde mi
oficio me fuera un tanto más fácil imaginar que si alguien viene a verme y a hablar
conmigo, en otras palabras, a entrar en psicoterapia, es porque algo fracasó en su vida:
los moldes en que vivía ya no funcionan, fracasaron, se vinieron abajo, es decir, que en
psicoterapia la persona que se encuentra frente a uno está viviendo un fracaso, y a pesar
de los niveles superficiales en que a veces éste aparece, usualmente esconde complejida-
des insospechadas. Ahora bien, una cosa es llamar a eso fracaso y movernos a la con-
ciencia de él y otra que eufemísticamente lo llamemos crisis o algo por el estilo, con la
salvedad reductora de que es crisis que puede ser resuelta con facilidad, cuando en
realidad está alterando una vida entera y no siempre el fracaso o esa crisis proveen
reorientación o nuevo sentido al vivir. Desde hace unos catorce o quince años, durante
mis estudios y en mis comunicaciones sobre casos y adiestramientos con otros psicote-
rapeutas, incluí en la semántica psicoterapéutica frases por el estilo de «sí, la psicotera-
pia de alguien está en marcha, pero todavía falta mucho y sobre todo le falta conciencia
de fracaso». Como si lo que faltase en la relación psicoterapéutica fuese precisamente
eso que llamamos conciencia de fracaso. Ahora bien, el que alguien haya sufrido un
fracaso en la vida y como consecuencia arribe a psicoterapia, no quiere decir que perci-
ba ni remotamente ese fracaso y, mucho menos, que se avenga a él como vehículo propi-
ciador que lo mueva hacia eso que llamamos conciencia de fracaso. Muchas veces suele
ocurrir que las expectativas del paciente pretenden que la psicoterapia respalde y refuer-
ce sus fantasías de triunfo, y también ocurre, y es lo peor, que gran parte de la psicotera-
pia actual se reduce a apuntalar la unilateralidad triunfal en que ha vivido el paciente,
limpiándolo reductivamente de todo lo que caiga en oposición al triunfalismo como
meta personal y colectiva.
A pesar de haberme referido a estas ideas por lo menos durante los últimos quin-
ce años, y con la seguridad de que han estado en mí mucho más tiempo, nunca antes
me había atrevido a exponerlas; como si el asunto se negara a ser tratado. Si bien he
usado el término de manera coloquial, esto no quiere decir que esté claro en mí. Es

CLAVES DE LA EXISTENCIA 505

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Rafael López-Pedraza

más, si al paciente le cuesta aceptar o tan siquiera pronunciar la palabra fracaso, al


psicoterapeuta le ocurre igual; si hay conciencia, es mejor que la llamemos cierta con-
ciencia, o un vivenciar interior, quitándole toda pretensión de claridad y aceptando la
oscuridad que tiene. Puede que en esto sean los mismos psicoterapeutas los más aptos
para entender lo que quiero decir, ya que me parece muy insensato el psicoterapeuta
que se identifica con sus «triunfos» y tiene una actitud triunfalista, pues si así lo hace
no le quedará más remedio que identificarse también con los fracasos, a no ser que
divida esta mecánica de triunfo y fracaso como el que divide una manzana y conciba
ingenuamente que los triunfos son suyos y los fracasos del paciente. El modelo que
propongo apareció en mi libro Hermes y sus hijos, y es el del psicoterapeuta sirviente
de un proceso que está regido por arquetipos constelados en la psicoterapia, arqueti-
pos a través de los cuales la naturaleza humana se expresa psíquicamente y proceso al
cual no siempre se aviene en tiempo y tempo la relación terapeuta-paciente. Dos alqui-
mias distintas y de complejidades insondables y que aun así hacen posible el suceder
psicoterapéutico.
La pregunta de por qué el fracaso se niega tanto a ser reconocida, que la remiti-
mos a las complejidades de la naturaleza humana, dentro de las cuales ubicamos lo
que podemos conocer como estudios de psicología con toda su infinita e infernal ter-
minología, pues todo eso que cae dentro de la terminología psicoterapéutica como
Conciencia, Espíritu, Persona, Psique, Alma, Inconsciente, etc., son concepciones que
en todos los casos pertenecen a la naturaleza humana, dueña aún de mayores comple-
jidades y misterios. Si se lucha por una conciencia, esta conciencia sería producto de
una pugna dentro de las complejidades de esta naturaleza, conciencia de nuestra natu-
raleza, y no algo abstracto.
Es fácil ver que la historia, la familia, la sociedad y lo colectivo exigen y se interesan
solamente por el triunfo. Parece como si en la confusión que crea la necesidad de sobre-
vivir, la supervivencia, el triunfo fuera lo más extremo del polo luminoso que vive el
hombre occidental. Polarización que ha dejado rezagado el polo opuesto, donde ha que-
dado sepultada gran parte de su naturaleza; sin darnos cuenta de que sobrevivimos si
tenemos conexión con nuestra naturaleza, si podemos lograr que ella sea la rectora de
nuestra supervivencia. Por esto, si nos esforzáramos en hacer conciencia de fracaso,
estaríamos más dispuestos a entenderla como una conciencia que trata de avenirse con
algo que está oscuro, penando en la materia de una naturaleza que ha sido negada. Visto
desde la polarización que conlleva la conciencia colectiva, lo que cae bajo el término
fracaso está reprimido y descartado: la sola demanda de lo colectivo es el triunfo. De-
mandamos triunfo y la demanda de triunfo es imperiosa, y tanto que se debe triunfar
cueste lo que cueste; saltando las barreras que haya que saltar, sean las que sean; la única
consigna es el triunfo, y frecuentemente triunfo hecho deber. Si la demanda es triunfo a
toda costa, el triunfo está dispuesto a convertirse en automatismo, y triunfo pasa a ser
consigna y automatismo psíquico que deviene en complejo autónomo y así el triunfo no
necesita estar aparejado a las posibles delimitaciones de cada cual ni a ninguna realidad
terrena: necesitamos triunfar en cualquier cosa y a como dé lugar. Cuando por esa de-
manda se comienza a repetir que hay que triunfar, «echar para adelante», que el triunfo
está en el futuro, caemos en desvaríos que nos hacen sentir merecedores del triunfo, y ya
en este extremo, perdemos contacto con toda posible reflexión y cualquier cosa que
entendamos por triunfo se hace irreflexiva, lo que nos aleja de los patrones básicos de la
realidad terrena. Lo que llamo realidad terrena está de algo que fue incorporado desde
principios de siglo a los estudios de psiquiatría por Jung, quien notó que en los pacientes

506 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Apéndice. Conciencia de fracaso

psicóticos y esquizofrénicos había una falla en lo que Janet había acuñado como Func-
tion du réel (Función de realidad). En lo que conviene a este trabajo, quiero traer la
misma acepción y uso que le dio Jung en sus trabajos sobre psicosis y esquizofrenia,
para que nos sirva de escenario y telón de fondo donde podamos ver el toque de locura
que tiene lo que aquí llamo carencia de realidad terrena. Una locura no ubicada la mayo-
ría de las veces en la clínica de enfermos mentales, sino locura que se nos hace patente
en la visión que nos ofrece la autonomía triunfalista en el mundo en que vivimos. De
todas maneras, no es difícil de aceptar que en las complejidades psíquicas subyacen
niveles psicopáticos, que únicamente son diagnosticados como tales cuando irrumpen
cuantitativamente alterando así una personalidad y es así como se observan. Está por
aceptarse cómo esta realidad psíquica convive en el llamado «normal», cómo lo com-
pensa psíquica y psico-somáticamente y cómo es parte importante de los equilibrios de
su salud y de su existencia.
En lo que llamamos conciencia colectiva y su demanda no entra la posibilidad de
fracaso. Cuando sucede una caída que pudiéramos ver como fracaso del cual aprender y
reflexionar, rebotamos de esa caída rápidamente con el asidero de otra fantasía vaporo-
sa, yendo irremediablemente al encuentro de otro fracaso; pues lo que posiblemente nos
prevendría de nuevos fracasos es hacer conciencia de él: el fracaso proveyendo reflexión.
Pero no, la demanda de triunfo es tan avasalladora que no nos provee del tiempo ni del
tempo que haga posible la reflexión. La demanda de triunfo hecha complejo autónomo
nos impele a la repetición. Entre las grandes nociones de la psicología del siglo está la
teoría de los complejos, que nos dice que complejo (trozo de historia) que no se reflexio-
na y se redime, es decir, se hace consciente, se repite y aparece en nosotros potenciado y
de manera hipertrofiada.
En las etapas de niñez y adolescencia la dinámica psíquica es de emulación compe-
titiva y triunfalista: triunfo en los estudios, en el deporte, entre el grupo de amigos, en su
vivir; la competencia, la rivalidad, la envidia, la emulación, tienen en la adolescencia su
edad biológica y es campo donde el triunfar y las fantasías triunfalistas imperan. En las
fantasías triunfalistas del adolescente hay cierto futurismo que pertenece a este estadio,
serían las fantasías triunfalistas del adolescente que va para joven y tiene en sus fanta-
sías terminar su carrera, casarse, hacer un posgrado, constituir una familia y triunfar en
la vida. Éstas son fantasías y proyectos constitutivos de la psicología de esa edad y son
válidas, aunque muchos tengan que enmendarlas antes de llegar a los 30 años: el matri-
monio fracasó, el triunfo en la profesión no es tan fácil como se suponía, y se evidencian
signos inequívocos de depresión e incluso de destrucción, con su imaginería en total
oposición a la triunfalista.
Ahora bien, las fantasías y proyectos que son un agregado de importancia en el
modelo adolescente (sepa el lector que dejo a un lado lo mucho que de destructivo
tiene la adolescencia), hay veces que pasan a la edad madura, se perpetúan en el ser
humano y vemos hombres en edad adulta, al final de sus 30 o entrados en la década de
los 40 o hasta más allá de los 50 años, viviendo la misma fantasía, que si bien era válida
en el adolescente, ahora, queriendo tener los mismos impulsos, igual velocidad, nos
habla a las claras de que ha habido fallas, parálisis en los procesos de iniciación psí-
quica hacia la adultez.
Estos procesos que aquí refiero fueron vistos desde la perspectiva evolucionista por
William Sheldon, quien escribió sobre el particular en los años anteriores a la Segunda
Guerra Mundial, al tiempo que discutía en Zurich con C.G. Jung estas nociones. Refi-
riéndose a William James, Sheldon nos dice: «Él encontró que un crecimiento mental es

CLAVES DE LA EXISTENCIA 507

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Rafael López-Pedraza

algo muy raro en las últimas décadas de la vida; que un intelecto maduro aparece como
una curiosidad [...]». Treinta años después Sheldon dirá: «Hoy día la situación es apa-
rentemente peor. Los días de juventud a veces pululan con sueños mañaneros, planes
ennoblecedores; pero la mente humana a los 40 años está comúnmente atrofiada, muer-
ta, con sus mejores horas malgastadas, no infrecuentemente envenenada con alcohol o
drogas. Pero aún hay algunos que progresan hacia un completo crecimiento mental. A
los 20 años no sobresalen particularmente en nada, excepto en que ellos con frecuencia
lucen socialmente inmaduros para su edad. Pero a los 35 o 40 nos damos cuenta, por
media docena de oraciones, de que aquí hay mentes aún vivas. La filosofía es tentativa y
sensitiva, los intereses están en expansión y hay deseo de nuevos conocimientos [...]».
Las personas que muestran estas cualidades a mitad de la vida se inclinan a continuar
sus desarrollos mentales por el resto del camino y a veces mostrando avances y compe-
tencia aun en las décadas finales. Para ellos un año en los 70 y 80 puede ser valioso, con
realizaciones tanto afectivas como cognoscitivas, mucho más que un año de juventud.
Estos pocos viven más para la segunda parte de la vida que para la primera. Ellos se
muestran más felices e intrínsecamente más fuertes en la vejez que en la juventud. Sus
vidas sugieren una nada fácil intuición que nos dice que donde la juventud es un despro-
porcionado período feliz, la vida puede ser un gran fracaso.
Así pues, lo que aquí estamos tratando pertenece al espíritu de la época, en la cual
hay más de una conciencia que sabe apreciar el fracaso como fuente de una nueva
conciencia. Así, la educación, la academia, la universidad, son espacios donde rige Apo-
lo, el dios que personifica la unilateralidad de brillantez, triunfo-juventud, que domina
el vivir. No obstante, conozco a un señor, profesor universitario norteamericano, que da
un seminario sobre planificación, pero para aceptar al estudiante en ese seminario se
necesita que el aspirante le demuestre que ha fracasado en algo, y se entiende que el
haber fracasado y aceptado ese fracaso denota una aptitud, algo necesario para su tra-
bajo. Él me ha explicado, y es fácil de entender, que si la planificación es de por sí una
cosa tan abstracta, tan acelerada, con una visión sumamente apolínea, y que conlleva
una visión global y por lo tanto tiende a la inflación psíquica, lo menos que se le puede
pedir al que la estudia, y como credencial indispensable y compensatoria, es un fracaso.
Y el fracaso en el ejemplo que traigo a cuento podemos verlo fácilmente como un ancla
que conectaría a este estudiante a tierra, a la realidad terrena.
Así también en los estudios de psicología, de psicoterapia, y me refiero específica-
mente a la experiencia del Instituto Jung de Zurich, los que resultan ser los peores psico-
terapeutas y los más aburridos en sus concepciones y escritos y que poco han contribui-
do a los estudios con sus aportaciones personales, son precisamente aquellos estudian-
tes cuya inscripción en el Instituto se basó en selección de curricula vitae summa cum
laude, es decir, que entraron a estudiar psicología desde el ángulo brillante y triunfalista
sin que en el curso de sus estudios y psicoterapia enmendaran esa unilateralidad y esto
es ya defecto grave en una psicología que se basa sobre todo en la lectura de la imagen
que tiene frente a sí y lo inconsciente que conlleva, una psicología que necesita ver y
aprender del lado más oscuro, del lado opuesto y reprimido, y tener una conciencia bien
dispuesta para reconocerlo y valorizarlo. Esta cualidad es quizás hoy más importante
que nunca, pues los estudios de psicología jungiana se han movido, después de la muer-
te de Jung, de lo mercurial espiritual, que era característico del maestro de Zurich, a lo
mercurial ctónico, terreno y subterráneo, y por esto entendemos movimientos herméti-
cos cuya dominante es lo gravitacional: un Hermes que nos acerque más a las vivencias
exploratorias de la materia como cuerpo humano y naturaleza.

508 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Apéndice. Conciencia de fracaso

Hay tres elementos de primer plano en la naturaleza humana, el Puer Aeternus, la


histeria y el componente psicopático, que tienen como rasgo dominante de su expresión
psíquica la aceleración, rasgo que se aviene muy acopladamente a la irreflexión, y que
cuando son dominantes de la personalidad, ésta tiende a identificarse con ellos sin guar-
dar una distancia que haga posible ese acontecer que llamamos reflexión. Vemos aquí la
reflexión como uno de los cinco instintos que, según Jung, alberga el ser humano, a
saber: hambre, sexualidad, hacer cosas, reflexión y creatividad. El instinto de reflexión
lo tenemos que diferenciar de lo que se llama reflexión espiritual y que consiste en re-
flexionar dentro de los límites de una tradición religiosa y dentro de las normas del vivir
de lo que llamamos «hombre civilizado». La reflexión a la que aquí me refiero, la instin-
tiva, es central en la psicoterapia jungiana, psicoterapia que se asienta en las bases ins-
tintivas de la reflexión. En nuestros días Alfred Ziegler, refiriéndose a ella, dice: «[...] es
en efecto hermenéutica, el arte de las interpretaciones fenomenológicas, y tan fácil como
difícil». Pero para que la reflexión suceda es preciso un mínimo de tiempo, y que este
tiempo haga posible el tempo, la lentitud en que la reflexión sucede. Y ya esto es única-
mente posible dentro de los confines de la naturaleza de cada cual.
Los tres elementos a los que nos vamos a referir se ven como parte integrante de
la naturaleza humana, provocan hubrys, transgresión, y como señalamos son de difícil
reflexión. Dos de ellos son arquetipales, el Puer Aeternus y la histeria, y por esto enten-
demos que pertenecen a configuraciones arquetipales de nuestra naturaleza, mientras
que el tercero, el componente psicopático de la personalidad, aun no siendo arqueti-
pal, no teniendo formas que lo contengan, también pertenece a la naturaleza humana.
Estos tres componentes, el Puer, la histeria y lo psicopático pueden ser estudiados y
vivenciados de distintas maneras. En muchos casos se confunden los tres y ocurre que
observamos a pacientes en psicoterapia o personalidades del mundo en que vivimos
que presentan un verdadero amasijo de estos tres componentes. En otros, uno de los
componentes destaca del resto. Otros casos, que hemos observado con tiempo sufi-
ciente, comenzaron en su juventud con la dominante del Puer reforzada a ultranza por
histrionismos histéricos y después, en los años de adultez, cayeron en lo repetitivo de
lo psicopático.
El Puer Aeternus, el eterno adolescente, rige arquetipalmente el vivir del niño y
adolescente. El Puer con su brillo y velocidad aparece en estudios arquetipales de distin-
tas maneras: para los fines que aquí atañen, en oposición al Senex, esto es, a la senectud
con sus limitaciones por la edad, su lentitud, sus cronicidades, su umbral de la muerte.
Para lo que concierne a este trabajo debemos dejar a un lado su relación con la madre.
Pero hay siempre que tener en cuenta que por muy evidente y compleja, conflictiva y
caótica que sea, la relación del Puer con la madre es arquetipal y, por ello, inconmensu-
rable. Relación que así vista contiene las infinitas posibilidades que le confiere ese or-
den, y esto también está diciendo a las claras lo absurdo de cualquier reducción. La
madre y el hijo sabemos que es central en lo religioso y tema de estudios de religiones
comparadas. Ese niño que contemplamos en un altar en los brazos de la virgencita
madre, es el Puer Aeternus como nos lo da el cristianismo. A veces el niño sostiene en
su mano, como atributo simbólico, una bola coronada con una cruz. Pero este niño en su
relación esencial con su madre, cosa central en lo religioso y también en nuestra psique
y cuerpo emocional, es la versión cristiana transformada de aquellos Puer de las mitolo-
gías de la antigüedad, amantes de la Gran Madre: Tammuz, Dummuzi, Marduk en Me-
sopotamia, Adonis en Fenicia, Attis en Asia Menor y Osiris en Egipto. En el legado
clásico griego, Kerényi y Jung trabajaron el Puer dando por sentado que todos los dioses

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fueron Puer, niños divinos. El niño divino es central en la cultura de Occidente y, si es


central tanto religiosa como psíquicamente, es central, por supuesto, en la patología del
hombre occidental. Y así vivenciado sentimos en ello una larga y honda historia, tras-
fondos complejos que todos llevamos.
Para lo que nos interesa, tenemos que ceñirnos a otros opuestos, Puer-Senex: juven-
tud-senectud. Así visto, el Puer y el Senex conforman un arquetipo de dos cabezas, pues no
existe uno sin el otro: no hay Puer sin Senex, ni Senex sin Puer; de esta manera son pensa-
dos en estudios jungianos sobre los arquetipos, en su polaridad esencial. Para nuestros
propósitos, ellos corresponden a apresuramientos y velocidades juveniles y a lentitudes y
limitaciones de la vejez, marcan el calendario del vivir, es decir, nos hacen sentir con ma-
yor o menor exactitud nuestra edad cronológica y nuestra edad psicológica. Están ajus-
tando constantemente la velocidad tanto psíquica como física de nuestro vivir.
El Puer nos hace sentir que en la adolescencia hay una velocidad mental que,
entre otras cosas, hace posible que el hombre aprenda lo que tiene que aprender a esa
edad. Se estudia como una velocidad en la conciencia que permite hacer las múltiples
conexiones que son el deleite, el enriquecimiento, la embriaguez y la fantasía del ado-
lescente y que produce la maravilla, casi el éxtasis, de que en velocidad mental el Puer
llegue a fantasear que tiene «el mundo en la mano», pero también que vea a los hom-
bres de mayor edad como lentos, caducos, incapaces. Aquí ya sentimos el problema
más inmediato del Puer cuando aparece muy polarizado: que es tremendamente in-
consciente del Senex, el otro polo que lleva dentro, y tan inconsciente es que por lo
general lo proyecta. Y lo proyecta mayormente tratando de invalidar lo que no perte-
nezca a su tiempo y tempo, lo que no caiga dentro de lo «nuevo» de su fantasía. Tam-
bién esto nos dice, y es algo que debemos tener muy presente, que si el Puer tiene
esencialmente en su naturaleza esas velocidades de vuelo de la conciencia, mientras
más veloz sea su conciencia, más lentos serán los elementos del Senex que habitan su
inconsciente. El problema central del Puer es que su mente actúa a velocidades tales
que le es imposible, o por lo menos le cuesta gran trabajo, conectarse a lo terreno,
plasmar sus representaciones e ideales como realidad terrena. La naturaleza del Puer
conlleva el vuelo, el desasirse. Un concepto del vuelo del Puer, ya hecho arte, nos lo da
El principito de Saint-Exupéry, obra maestra sobre este aspecto del arquetipo. El prin-
cipito viviendo allá arriba, en su mundo de asteroides, nos da una imagen desolada de
la psicología del que está desasido de la tierra, del que no tiene conexión alguna con lo
que aquí llamamos realidad terrena.
Con lo expuesto hasta ahora, creo que al lector se le hará fácil imaginar que el Puer
Aeternus vive hoy su época de oro y con concretizaciones que van mucho más allá de su
vuelo psíquico, lo que le asegura un futuro prometedor. Vivimos una época de vuelos
espaciales y el futuro prometedor del Puer incluso proyecta su mirada en la Stars war,
una guerra que poco tiene que ver con los conflictos terrenos, una guerra que será gana-
da y perdida en el solo ámbito del Puer.
La psicología del Puer se desarrolla a una velocidad tal que no puede conectarse con
lo gravitacional de la tierra, con las lentas velocidades terrenas. Para que las velocidades
del Puer toquen tierra, tiene que darse un proceso de descenso, un planear poco a poco
hasta que haya un avenirse con la realidad terrena. Eso es lo que debería ocurrir «en un
caso normal». Pero muchas veces el descenso sucede bruscamente; algo ocurre en la
vida del Puer que lo fuerza a las lentas velocidades de lo terreno y a confrontar de un día
para otro la realidad terrena que su naturaleza ha tratado desesperadamente de eludir.
Este reajuste brusco nunca estará exento de traumas muy fuertes y profundos o de

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Apéndice. Conciencia de fracaso

dolorosos cambios en la personalidad. Pero no siempre resulta así, pues, a veces, la


psicología del adolescente se perpetúa más allá de los límites fijados por los ciclos de la
naturaleza, con el respaldo de sociedades en las que predominan peligrosamente los
ideales juveniles y toda la fantasía e imaginería del vivir se proyecta desde el ámbito de
lo adolescente; así tenemos hoy día sociedades en las cuales desde el comer, el vestir, la
estética personal, etc., todo el vivir está regido por la fantasía e imaginería de lo adoles-
cente. Sociedades en las que lo adolescente predomina como ideal colectivo, y sin consi-
deración alguna del polo opuesto, que cuando compensa, lo hace generalmente de ma-
nera destructiva.
Ahora bien, el eterno adolescente está en todos nosotros y cumple una función en lo
psíquico y, además, tiene su esfera de creatividad que ha sido estudiada, desde la cual se
orientan ciertos genios: recordemos nada más a Heisenberg, a los 19 años, tomando el
sol en la azotea de su casa en Berlín, en tiempos de la República de Weimar, y a quien de
golpe y porrazo, acompasada por unos disparos antimotines, le viene a la mente la teo-
ría de la indeterminación; recordemos también a Rimbaud, que a la edad de 19 o 20
años ya había escrito su obra poética. Y es que tanto en la ciencia abstracta como en la
poesía, las velocidades psíquicas del Puer pueden hacer aparición señalando una perso-
nalidad creadora desde bien temprano; pero no todas las actividades del ser humano se
prestan para el aparecer espectacular del Puer.
Así, en el estudio de lo psíquico, y si entendemos por tal no solamente el estudio de
teorías ya dadas, sino su estudio tal como se va haciendo lo psíquico en el que estudia la
psique, allí el aporte que puede ofrecer la brillantez adolescente es mínimo, ridículo,
pues decir que a los 19 o 30 años una persona es un genio de lo psíquico, es un escánda-
lo, y escándalo monstruoso, ya que el estudio de lo psíquico necesita entre otras cosas de
la autovivencia psíquica del que lo estudia; eso es central y es únicamente posible en el
transcurso de un largo vivir. Es más, los estudios de psicología ofrecen el material in vivo
de aquellos que comenzaron muy jóvenes a estudiarla y, entre otras cosas, atacaron la
psicología ya establecida y siguieron estudiando con pretensiones de llegar a producir
nuevas teorías con seguidores y escuelas, tratando de aplicarle modelos titánicos de
panaceas novedosas y revolucionarias. Pero ya hemos vivido lo suficiente para ver cómo
gran número de ellos se quedó en aquellos impulsos juveniles, y cómo su propia psique
no fue más allá, cómo aquellos estudios no se movieron más allá de la intuición con que
el Puer en ellos los concebía, y ahora, en sus años maduros, sólo ofrecen una repetición
lamentable de las ideas que concibieron de jóvenes.
He querido darle al lector una visión somera, un recorte que se ajuste al interés de
este estudio, de algo que por su condición arquetipal es inconmensurable en lo psíquico
y central en la historia de las religiones y de la cultura, pero que también, por su misma
condición arquetipal, es ineludible en cada uno de nosotros. Todos hemos sido niños y
adolescentes. Y aunque haya señalado los elementos de irrealidad y destructividad del
Puer, con ello no indico menosprecio ni minusvalía de este nuestro componente psíqui-
co. Así como he señalado las consecuencias fatales que procura cuando se perpetúa más
allá de lo debido como dominante psíquico de la personalidad, cuando hace su apari-
ción a destiempo o cuando es el ideal dominante del vivir, también debo mencionar que
la naturaleza le otorgó una muy importante y específica función en nuestra edad madu-
ra y vejez, siempre y cuando éstas sean vividas en la realidad de la edad que les corres-
ponde. Por ser arquetipo, el Puer nos acompañará hasta el último de nuestros días.
Si antes nos referimos a Sheldon y su visión evolucionista en lo relativo a las etapas
del vivir, ahora les doy muy sucintamente la visión junguiana. Jung estuvo muy al tanto

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de la importancia del Puer, y la Escuela de Zurich ha trabajado intensamente sobre el


particular. Fue el propio Jung quien comenzó los trabajos sobre el estudio del Puer, y a lo
largo de su obra hace profusas referencias a la imaginería del Puer Aeternus. Él vio que
en los casos donde se nota una adultez y vejez más plenas, se observa el papel y la
función que juega el Puer en concordancia con las edades que se viven. Pero los estudios
básicos sobre el Puer se deben a María Luisa von Franz, y me baso en sus aportes para
pasarles algo de lo que aquí digo y añado que donde ella vio el lado negativo y destructi-
vo del arquetipo del Puer, yo sitúo la psicopatía. Pues el psicópata, viéndolo aisladamen-
te, carece de los vuelos mentales del Puer y de su imaginería. Para mí, la relación es de
mimesis. El psicópata mimetiza las ideas infladas del Puer, tanto en lo personal como en
lo colectivo, siendo la historia un vivo ejemplo de esto último.
Hemos mencionado antes que en la adolescencia y juventud, el Puer aparece con
una conciencia muy rápida y un inconsciente muy lento que le imposibilita plasmar
terrenalmente lo que le viene a su conciencia (aquí las palabras conciencia e inconscien-
te deben ser tomadas didácticamente, señalando la primera lo que cae dentro del marco
de nuestras representaciones mentales y la segunda lo que está reprimido, ya sea en el
campo de lo personal o de lo colectivo, o aquello que está esperando ser vivido), pero a lo
largo de la vida hasta llegar a la adultez y a una vejez que se tengan como productivas, se
observa un movimiento rotativo y lento de estos opuestos y donde antes había velocidad
en la conciencia, ésta comienza a aparecer más y más lenta, hasta obtener una concien-
cia de lentitud tal que se avenga en lentitud tanto con el evento psíquico que viene de
dentro como con el evento que tiene ante sí en el mundo externo. La conciencia se hace
lenta porque el Senex la va ocupando pausadamente; y mientras esto sucede así las
velocidades de la conciencia del Puer se van moviendo hasta ocupar un rol importante
en el inconsciente. Así nos podemos imaginar cómo a lo largo de la vida las imágenes del
Puer y el Senex, con ritmo de reloj de arena, se invierten y nos dan otra realidad vital en
la adultez y la vejez, la de una conciencia lenta, lentísima, pero un inconsciente rápido y
activo que es capaz de conectar con la velocidad necesaria con la memoria almacenada
en el inconsciente.
Los procesos de crecimiento, la iniciación en la segunda mitad de la vida, lo que
Jung llamó Metanoia, es para nuestros estudios de importancia capital, pues nunca de-
bemos olvidar que los cambios en la mitad de la vida son lo que le da perspectiva, dimen-
sión y hondura a la concepción junguiana de la vida y, por supuesto, a la psicoterapia, y
lo que preserva la visión analítica de fijaciones causalísticas.
Si ya creo haberle dado al lector los elementos del eterno adolescente funcionando
en el momento que le pertenece, enriqueciendo el vivir o queriéndose perpetuar más allá
de sus tiempos arquetipales, estancando una personalidad por exceso de identificación
con esos elementos, quiero ahora referirme a otro componente psíquico arquetipal que
distorsiona la personalidad y señala también aceleración psíquica. Este componente se
caracteriza por no propiciar vivencias ni relaciones profundas con los complejos, que
son los que pueden procurar conciencias más maduras y, por supuesto, bloquea el acce-
so a la conciencia de fracaso.
Los estudios de psicología de nuestro siglo, un siglo que siente la necesidad de las
exploraciones psíquicas, comenzaron precisamente con los estudios sobre histeria.
No me voy a referir aquí a Charcot, atrayendo a su estudio en París a las mejores
cabezas del fin du siècle, por no ser de interés para los propósitos de este trabajo y,
además, porque el prontuario histórico es bien conocido y no reviste mayor importan-
cia. Lo que sí quiero es tomar de entre las muchísimas concepciones sobre la histeria,

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Apéndice. Conciencia de fracaso

una que a manera de imagen se le hizo a Jung alrededor de 1908. Jung nos dice que la
histeria es como una plataforma donde rebotan todos los aconteceres impidiendo que
éstos pasen a los complejos, activándolos o animándolos, moviendo y haciendo posi-
ble la vivencia psíquica, transformándolos en experiencia. Esta imagen ya nos da una
primera impresión de superficialidad, porque en la histeria todo lo que acontece se
queda en la superficialidad que esa histeria es, no llega a tocar abajo, a los pedazos de
la historia personal ni a la historia del hombre sobre la tierra. Pero también esta ima-
gen, y más si el lector agudiza un tanto su imaginación, nos hace sentir en ella una
velocidad, la velocidad que tiene que desarrollar aquel cuyo vivir está dominado por la
histeria, pues tiene que estar rebotando constantemente en la superficie de esa plata-
forma histérica, en esa superficialidad, sin tener relación con contenidos psíquicos de
los cuales nutrirse y que no sean la histeria.
Desde que Jung escribió esto hasta nuestros días, los estudios sobre histeria se han
multiplicado, y hoy podemos decir que la madeja infinita que estos estudios han forma-
do no contó con el punto de vista histérico del que estudiaba la histeria: es decir, no se
contaba con las propias proyecciones histéricas sobre lo que se estaba estudiando.
La histeria hoy es vista y estudiada como un componente arquetipal y, por tanto,
nos pertenece a todos, hombres y mujeres. Con esto dejamos a un lado la misoginia que
ha dominado en gran parte estos estudios y que hacía ver a la histeria como un mal que
atañe sólo a la mujer. Decir que la histeria es arquetipal y, por lo tanto, tener que aceptar
que todos somos histéricos en variable intensidad, se lo debemos a los estudios de Neil
Micklen. No me voy a extender aquí en las complejidades de las que parten los estudios
de Micklen, pues estarían fuera de proporción. Mi interés para los efectos de este trabajo
requiere que me ciña a señalar la histeria como bloqueando el acceso a la conciencia de
fracaso, aunque sí quiero referirme al elemento arquetipal más evidente y objetivo de la
histeria, que es la sofocación. Este elemento fue diagnosticado en el siglo XVI por el
médico inglés Edward Jordan, en su obra A brief discourse of a disease called suffocation
of the mother, quien con una concepción literal, describió a la histeria como la sofoca-
ción de la hija por la madre. El caso que refiere Jordan es el de una niña de 14 años que
había sido embrujada por una vieja, pero fue su trabajo lo que puso a Micklen sobre la
pista del estudio arquetipal de la histeria. Y así, por la lectura de la imagen del mitologe-
ma de la madre y la hija, Deméter-Perséfone, por analogía, nos vamos acercando de muy
distinta manera a un componente psíquico que está en todos nosotros y que, por lo
tanto, aparece en nuestro diario vivir de infinitas maneras o también puede hacerse
dominante de una patología específica.
Como es sabido, el estudio de la histeria apareció ya en las primeras civilizaciones
de Occidente, Egipto y Grecia, y ha estado presente a lo largo de los dos milenos de
nuestra civilización y, como ya dijimos, fue la condición psíquica que por su inmediata
evidencia dio inicio a los modernos estudios de psicología profunda. A pesar de ser
reconocida durante siglos y ser tan inmediata en el vivir, no quiero decir que en toda
ocasión sea de fácil reconocimiento en su aparecer y mucho menos de fácil terapia. La
histeria, por ser arquetipal, es naturaleza humana e inconmensurable; desde el ámbito
que le pertenece puede aparecer, y lo hace, bajo disfraces y formas insólitas en nuestro
diario vivir, que confunden incluso al que tenga mayor conciencia de lo que se trata o
habilidad para detectar su aparecer y reflexionarla.
Al decir del gran médico del siglo XVI, Thomas Syderham, la histeria tiene más
formas que Proteo y más colores que el camaleón, y es capaz de simular cualquier cosa
o cualquier enfermedad; usualmente se le llama la gran simuladora, hasta el extremo de

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simular la vida entera. Es difícil, pero no imposible, imaginar que eso que llamamos
vivir sobre la tierra esté dominado por la simulación histérica y que cuando oímos a
alguien haciendo un llamamiento a un vivir «auténtico», detectemos también en esto
una simulación histérica. Pero aún nos cuesta más trabajo imaginar una vida sin simu-
lación, siendo éste un ingrediente de la naturaleza humana. La histeria, bien sea como
enfermedad que domina la personalidad o como componente que todos tenemos, se
manifiesta de manera caprichosa, con histrionismos inusitados, pero sobre todo, y es lo
más importante, es tremendamente irreflexiva e inconsciente de sí misma. Por irre-
flexión aquí podemos hablar de estados de identificación que son tan inconscientes que
no hay ni la más remota posibilidad de que la histeria, ya sea en estado posesivo domi-
nante o como componente que haga su aparecer de manera intermitente o velada, alte-
rando circunstancialmente el vivir, sea de fácil acceso a la reflexión del paciente o de
fácil terapia, pues debemos aceptar que no lo es. Lo único capaz de mover a la histeria
psíquicamente y hacer que se salga de repeticiones las más de las veces inverosímiles, es
precisamente lo que provenga de las mismas complejidades arquetipales a las que la
histeria pertenece, complejidades misteriosas y profundas. Debemos ceñimos a visuali-
zar la imagen arquetipal de la madre y la hija, Deméter protegiendo a su hija Perséfone
de un supuesto raptor y, en ese proteger, la sofocación como arquetipal en la histeria.
Mitologema que en los estudios de religiones comparadas da origen a la frase «el mila-
gro griego». El milagro de haber concebido ritual e iniciáticamente el arquetipo de la
madre y la hija: los misterios iniciáticos de Eleusis.
Así, a pesar de su irreflexión, y precisamente por ella, la terapia debe estar cargada
de eso que ya hemos mencionado anteriormente como reflexión, pero a sabiendas de
que lo que hemos llamado reflexión instintiva no tiene nada que ver con clichés con
pretensiones de reflexión. Reflexionar la histeria debe centrarse en captar la imagen de
la sofocación y en que el paciente se familiarice con ella hasta que se haga psíquica. Y
esto sólo como base psicoterapéutica, porque en realidad la dificultad de la psicoterapia
de la histeria como dominante es que no da la posibilidad de que se hagan los opuestos,
que es desde donde comienza la psicoterapia a hacerse profunda, a calar hondamente
en los complejos y en la naturaleza. Esto abre la posibilidad de que en la personalidad
histérica dominada por la sofocación, aparezca su opuesto arquetipal.
En el mitologema de la madre y la hija aparece como opuesto a la sofocación de la
hija por la madre, el rapto de la hija por la divinidad subterránea Plutón-Hades.Y en el
catálogo de raptos del legado griego, éste es un rapto específico ya que es la misma
muerte imaginada. Es Plutón, personificación de la muerte, quien rapta a Perséfone.
Aquí podemos igualar rapto con muerte, y rapto que aparece en lo psíquico como
opuesto compensatorio de la superficial polarización histérica. Y esto sí podemos de-
cir que mueve el vivir de los peligros de la superficialidad repetitiva y destructiva, a
honduras donde el vivir psíquico puede comenzar a participar de lo corporal, abrien-
do la posibilidad a una conciencia que ya puede tomarle distancia a la madre, a lo que
antes era identificación sofocante e histérica. El rapto es central en lo psíquico y en los
orígenes de la cultura.
El catálogo del rapto en los orígenes culturales de Occidente es extenso: el rapto de
Europa por Zeus es el rapto que fue vivenciado en sus inicios y en su reaparecer en el
Renacimiento italiano, como el origen de lo religioso esencial, no ya lo religioso hecho
ley, con sus formas y ritos que lo sostengan, sino como central del vivir religioso y, desde
aquí, hasta el rapto de las Sabinas, donde el mito da cabida a la imagen externalizada, es
componente principal de la fundación de la ciudad y la cultura. Ahora bien, el rapto

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Apéndice. Conciencia de fracaso

tiene que ser imaginado con sus antecedentes primitivos, con el hecho real de un hom-
bre que sale de su tribu y rapta a una mujer de otra tribu. Esto con toda su primitividad
hay que tenerlo como asiento pensamental mítico del rapto como origen de la cultura.
Subyace en el fondo del legado griego, fue fuente del conocimiento griego, y en Homero,
en la Ilíada y la Odisea, que tienen como motivo de origen el rapto de Helena, rapto con
intervención muy compleja de lo divino y que hizo que Paris sedujera a Helena, una
personificación terrena de Afrodita.
Ahora bien, lo que llamamos rapto psíquico es un suceder en la naturaleza psíqui-
ca de profunda importancia, que ocurre cuando el mito del rapto, en este caso el rapto
de Perséfone por Plutón, sucede en la psique y esto es algo que por su naturaleza
arquetipal no es posible fomentar o inducir y, por supuesto, mucho menos mimetizar.
Es un acontecer en la naturaleza psíquica donde la psicoterapia sólo puede llegar a
propiciar la incubación que lo precede y la reflexión del suceder. Esto es lo único que
compensaría a la histeria en casos donde la personalidad presente lo que patológica-
mente se tiene por histeria o en casos de posesión; de cualquier manera, en el común
de los mortales el rapto sería el impacto psíquico que desflora el alma y con esto abre
las puertas de la emoción madura, de la emoción que conecta lo psíquico a la corpora-
lidad en que vive y al sentir.
Pero en lo que aquí tratamos, la histeria, el rapto psíquico sería lo que mueve al
histérico de un vivir bidimensional donde la dominante es la repetición infernal rebo-
tando constantemente en aquella plataforma que imaginó Jung. No crea el lector que
con lo expuesto estamos resolviendo la histeria de una vez y para siempre, ni mucho
menos. El mito de la sofocación de la hija por la madre, Deméter sofocando a su hija
Perséfone, y Perséfone luego raptada por Plutón, son episodios centrales, eso sí, pero
episodios de iniciaciones misteriosas; tan es así que forman parte de los misterios eleu-
sinos, lo cual nos está diciendo que la histeria pertenece a misterios mayores. Y esto sí
mueve ya a consideraciones mayores de un mitologema que contiene en sí complejos
muy primitivos, arcaicos y presentes en los cuadros dominados por la histeria y las
patologías que de ella surgen; por otro lado, son los que en su vivencia a partir del rapto,
en realidad transforman y procuran movimientos psíquicos.
Ahora bien, lo primitivo de la histeria lo podemos vivenciar cuando ya la sofocación
no es algo disimulado dentro de los patrones de vida, sino que se hace altamente posesi-
va; aquí las nociones que nos pasa la antropología dicen que en algunas sociedades
primitivas los padres conciben a los hijos como su posesión, posesión que puede llegar
incluso a la muerte, hasta matar a los hijos. Y ya esto nos da una visión en imagen de
horror, de los extremos a que puede llegar la sofocación. También nos puede mostrar el
trasfondo de algo que vemos en la vida diaria y que en psicoterapia se observa con lente
de aumento, cuando la sofocación se hace altamente posesiva.
Cualquier psiquiatra o psicoterapeuta versado ha podido leer más de una vez, en
situaciones semejantes, la génesis de muchas psicosis y esquizofrenias y también de lo
que cae bajo el término psicosomático. Voy a referir el caso de una paciente esquizofré-
nica de diagnóstico precoz. Cuando hablé con la madre, ella me confesó que su actitud
con la hija había sido siempre la de protegerla y guardarla «como si estuviera en una
cajita de cristal». Este dicho hecho imagen lo podemos dar como ejemplo de lo que
refiero: sofocación llevada a niveles de posesión primitiva. Pero sin caer en esos extre-
mos, ¿a quién no le ha tocado presenciar experiencias de alguien que está ejerciendo
funciones políticas, docentes, etc., donde la sofocación histérica puede llegar a niveles
posesivos primitivos, haciendo aparecer en su ejercicio ese toque demencial que nos

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viene de los complejos más primitivos? Así, en el político que nos dirige, en el sacerdote
que consuela nuestra alma, en el médico que cura nuestros males físicos, en el maestro
que nos enseña, en el banquero que negocia con nuestro dinero y en el psicoterapeuta al
cual informamos de nuestros conflictos psíquicos, en todos se asienta la histeria con sus
múltiples y a veces sutiles manifestaciones. Pero es en medicina y en psicoterapia, no
hay la menor duda, donde ese rasgo posesivo aparece con mayor evidencia, y es cuando
el médico o el psicoterapeuta hablan del paciente como de «su paciente» o «mi analiza-
do», con las infinitas variaciones que esto tiene, y nos dice a las claras que el quehacer
médico o psicoterapéutico se quedó en lo primitivo de la sofocación histérica, y que en la
sofocación hecha poder no hay que contar con la posibilidad de que la terapia sea cons-
ciente y procure el suceder del rapto psíquico.
A comienzos de siglo Jung diagnosticó otra variedad de la histeria, a la que llamó
histeria hebefrénica, y que se me hace relevante traer para aumentar nuestra visión de
patologías y apareceres raros que nos velan el acceso a lo que aquí tratamos: la concien-
cia de fracaso. La histeria hebefrénica es un estado histérico donde predominan los
rasgos infantiles; «es la niña tonta de siempre, la tonta perdida». Sin intentar meternos
de lleno en las complejidades de tal condición, y tomando ésta, como dijimos antes, con
lente de aumento para visualizar y reflexionar el diario vivir, vemos que este tipo de
histeria es más corriente y hasta pudiéramos decir más «popular» de lo que nos imagi-
namos, pues a veces sentimos que hasta se hace cultura. Es lo que algunos han llamado
cultura de piñata, en la que muchos viven, y que sin duda alguna proviene de una exage-
ración histérica de lo infantil. Si acepto sin reservas el término cultura de piñata es
porque lo colectivo del mundo en que vivo me da base para ello, y no quiero referirme a
casos que he conocido en los cuales la realidad de la anual piñata ha llegado a edades
inverosímiles, con el consiguiente cuadro en que la histeria predomina.
Estos aspectos culturales que aquí traigo imaginativamente, provienen de imáge-
nes de la realidad, si bien reforzadas por la psicología del siglo con sus infinitas sandeces
que giran en torno a una niñez feliz como base de una vida sana, y que se traducen en un
Disneyland de fácil y constante acceso mental alimentando lo que Jung diagnosticó a
comienzos de siglo como histeria hebefrénica. Para una personalidad dominada por la
histeria, la vida es para ser vivida según su concepción histérica y cualquier cosa que no
se avenga a ese espejismo carece de toda validez. Están por estudiarse y hacerse las
conexiones entre ciertos tipos de personalidades histéricas y lo que el aporte de la psico-
logía junguiana llama psicología de cuento de hadas; hemos conocido personalidades
históricas para las cuales la fantasía del castillo encantado es a ultranza, no admite
discusión ni reflexión; el castillo encantado estará siempre allí en sus mentes como úni-
co vivir, y ya esto los diferencia sustancialmente de los casos donde la psicología de
cuento de hadas admite reflexión y, por supuesto, movimiento psíquico hacia niveles
más consistentes de lo psíquico.
Quiero también hablar de otra importante concepción que nos llevaría a ver más
ajustadamente la diferenciación y relación entre histeria y animus. El animus fue descu-
bierto, por así decir, por Jung y sus seguidores de la primera generación. Aparece como
un pseudologos, algo que la mujer tiene para aprender lo que ha sido concebido y creado
por el logos masculino. Esta visión del animus lo concibe como instrumento de la mujer,
y es algo de tremenda importancia en el mundo de hoy, un mundo en que la mujer, en
profusión, funciona y trabaja al mismo ritmo y condiciones que el hombre, y es el uten-
silio que hace que la mujer en la historia que vivimos de la noche a la mañana esté a la
par del hombre en casi todas las actividades, incluso en las que históricamente estaban

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Apéndice. Conciencia de fracaso

reservadas al hombre. Es visto como instrumento de la mujer. Pero el animus, dentro de


las mayores complejidades que contiene, tiene una que concierne por igual a la mujer
que al hombre, y que aparece hipertrofiada en el mundo actual como cliché, casi siem-
pre grotesco, y es lo «opinante» del animus.
Vivimos en un mundo de opiniones que son fuente de influencia en nuestro diario
vivir, opiniones que cubren todos los aspectos del vivir: opiniones que tienen gran peso
en el hombre actual y que afectan tanto a su comer como a su vida erótica, sin contar la
política y su relación con la sociedad en que vive, y que llegan a influenciar sus costum-
bres y hábitos hasta el punto de alterar y destruir sus tradiciones familiares y religiosas
más íntimas. Opiniones superficiales concebidas desde ese pseudologos que es el ani-
mus y que tragamos, por así decir, y pasamos a nuestro sistema de vida a pesar de lo
conscientes que podamos ser. La cosa es que también este aspecto «opinante» del ani-
mus aparece muchas veces como elemento posesivo. Así vemos personalidades que es-
tán posesas no por fuerzas inconscientes o irracionales de procedencia arquetipal, sino
por opiniones que defienden a ultranza. No creo que sea difícil observar cómo estas
opiniones se avienen de maravilla a la sofocación histérica y ya la sofocación no es
solamente algo que está entre los límites arquetipales a los que hicimos referencia, sino
que se sofoca de manera alarmante a través de opiniones.
Sabemos también que la exageración es síntoma por antonomasia de la histeria.
Sentimos que vivimos en tiempos de gran histeria y que hay una exageración en el vivir,
que de buenas a primeras nuestro humano vivir se ha exagerado en muy pocos años, los
últimos 40 años, en proporciones mayores que en todo el tiempo anterior de la humani-
dad. La historia reciente del hombre ha aumentado la histeria a proporciones a veces
escalofriantes, y mucho más si sabemos que la histeria es algo que cubre un espectro de
la naturaleza humana que va desde lo que arquetipalmente cualquier madre hace, sofo-
car a su hija, hasta una figura que carga cómodamente con toda la maldad que se le
pueda atribuir al género humano: Adolfo Hitler.
No en balde el término histeria fue eliminado de la terminología médica de la Ame-
rican Psychiatric Association y sustituido por la conversión. Con esto se nos está dicien-
do que el fenómeno histérico es solamente tomado en cuenta y tratado médicamente
cuando aparece como fenómeno de conversión. Pero al mismo tiempo se nos está di-
ciendo que la mayor parte de las infinitas manifestaciones histéricas que pululan en el
diario vivir salen fuera de la pantalla de la concepción psiquiátrica que, por lo general,
las minusvalora y desprecia, y así se sumergen en lo colectivo inconsciente del vivir,
desde donde impregnan nuestro vivir en sus niveles más cotidianos hasta donde, por así
decir, aunque suene un tanto histérico, dependen los destinos de la humanidad. Es inne-
gable que nuestro vivir se hace cada día más y más histérico, basta sólo poner atención
a cualquiera de los llamados «medios de comunicación», ahora hipertrofiados por la TV,
y sentir o estudiar cómo estos elementos de los complejos de la histeria son alimentados
de manera brutal en lo que va desde una simple propaganda de jabón hasta la confron-
tación de armas nucleares.
La conexión anterior que hicimos entre histeria y cuento de hadas nos indica muy
a las claras lo superficial de la histeria, pero esta misma superficialidad la sentimos
también cuando leemos las noticias más escalofriantes sobre las grandes potencias,
sus armamentos y posibles guerras nucleares. No tiene nada de particular que esta
cierta apatía que algunos han encontrado en el hombre actual acerca de cosas tan
importantes como éstas, vaya acompañada de una gran dosis de histeria y que al llegar
a nosotros sean atrapadas en esa plataforma que imaginó Jung, que no las deja pasar

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Rafael López-Pedraza

a los complejos históricos y a los arquetipos y, por supuesto, a los instintos, que son los
que deberían reaccionar. Leemos un periódico y al mismo nivel superficial histérico
encontramos la noticia sobre una celebridad, los deportes, un desastre nacional o la
cantidad de misiles que tiene esta o la otra potencia; no hay mayor diferenciación en
las valoraciones, parece como si todo se redujera a información histérica para alimen-
tar nuestra histeria.
Esta superficialidad mágica de cuento de hadas de la histeria es algo cotidiano en
psicoterapia, donde nos es dado apreciar con lente de aumento lo imposible que es que
situaciones, problemas, contenidos psíquicos evidentes, sean aceptados con la realidad
necesaria y que puedan tocar emocionalmente lo psíquico y que lo psíquico se sienta
movido por ello. Así lo vemos, y nuestra sensibilidad se escandaliza a veces cuando
vemos que penas, dolores, tragedias son barridos en un instante por la histeria. Aquí
cabría muy bien la línea de Elliot cuando nos dice que «el ser humano no puede soportar
demasiada realidad», pero para lo que nos interesa en nuestro trabajo, cabría también
decir que la personalidad histérica, el componente histérico de cada uno y las histerias
colectivas, se las arreglan con superficialidad pasmosa para evadir la realidad básica
que ya hemos referido y la cual permitiría aceptar la conciencia de fracaso y el aprender
psíquico que tal cosa conlleva.
Espero que el lector tenga presente las limitaciones de esta pequeña exposición
sobre la histeria, si bien trae consigo una visión arquetipal de la histeria, y esto es nove-
doso. Esa misma concepción arquetipal de la histeria nos está propiciando otro lente
distinto con el que apreciar la metáfora más común que ha sido vista: «tiene más formas
que Proteo y más colores que el camaleón». Lo inatrapable de la histeria, así como el
spectrum misterioso que ya señalamos, pues dentro de lo misterioso de este misterio
debemos aceptar que, de la función, del porqué de la histeria en nuestra naturaleza (si
no nos asimos histéricamente a reducciones superficiales), apenas se sabe. Ubicarla
como algo constitutivo de nuestra naturaleza nos parece un paso muy válido, pero así y
todo, allí está el misterio. El misterio arquetipal de los misterios eleusinos.
Pero hay algo más que es importante en esto, y es que la histeria es capaz de hacerse
con cualquier instrumento para utilizado como vehículo de su manifestación; al parecer
uno de los instrumentos más a mano de la histeria es la culpa, algo que le viene a la
histeria como anillo al dedo, y así a veces podemos observar el espectáculo de la histeria
haciendo uso de la culpa con refinamiento y arte de encaje delicado y otras en que nos
abruma su descaro. Y aquí podemos acercarnos a vivenciar por qué la histeria es tan
importante en el tema que estoy tratando, porque si la histeria maneja la culpa con
habilidad característica, estoy diciendo que la histeria tiene a su disposición un spec-
trum infinito de posibilidades para culpabilizar a cualquiera, a cualquier cosa, no acep-
tando así la conciencia de fracaso. La histeria al culpabilizar destruye la imagen del
acontecer psíquico.
El otro elemento que no reconoce el fracaso y que aparece como más peligroso que
los nombrados, es el que cae dentro del concepto de trastornos de la personalidad, y que
aquí vemos como componentes psicopáticos de la personalidad, dándoles una acepción
más general. Son componentes que también todo ser humano alberga, aunque no son
arquetipales, lo cual ya los caracteriza de una manera más específica y apunta a su
peligrosidad. No siendo arquetipales carecen, por supuesto, de imagen y forma; irrum-
pen sin ton ni son en la personalidad como manifestaciones de exceso y desmesura del
ser humano. Ellos están en oposición radical a las formas arquetipales del vivir, porque,
como ya dijimos, son elementos que carecen de forma. Pero permítanme que me extien-

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Apéndice. Conciencia de fracaso

da un poco sobre el particular. Si concebimos algo con formas, las formas ya imponen
un límite; ahora, si hacemos el esfuerzo por concebir algo que no tiene formas, esfuerzo
que de verdad tenemos que hacer para arribar a tal concepto, en el componente psicopá-
tico que todos llevamos, y que no tiene forma, lo que aparece en vez de forma con límite
es una desmesura, un exceso; y es en el estudio de las personalidades cuyo componente
dominante es éste desde donde aprendemos a tener algo de vivencia de esa parte de
nosotros, porque aceptar que ese psicópata desmesurado que aparece en la historia y
que cada día se nos aparece en las noticias de periódicos, revistas y como héroe de cine,
etc., está en todos nosotros, es algo que nos resulta muy difícil, tanto como decir, y no
sólo decir sino concebir vivencialmente, que la maldad se aloja o está presente en cada
uno de nosotros. Tengamos lo dicho como extremo y según se usa el término psicópata
en los textos de psicopatología, pero también veámoslo como algo que tiene que ver con
la naturaleza humana, a la cual hemos hecho referencia a lo largo de este escrito, pero
aquí yo lo quiero ver un poco más mundanamente, si tal cosa cabe, y trayéndolo a
colación como elemento de importancia, el que más bloquea el acceso a la conciencia de
fracaso, y es que si el psicópata no tiene forma, no puede reconocer ninguna y, por
supuesto, no concibe el fracaso y menos la conciencia de ello.
Quisiera pasarle al lector un retrato de lo que el psicópata es, o del componente
psicopático de todos nosotros, y para eso déjenme tomar en préstamo las contribucio-
nes de la literatura actual; tomemos dos obras que nos ayudan a este propósito: La
naranja mecánica y El extranjero. La naranja mecánica, obra ejemplar de Anthony Bur-
gess, nos muestra un mundo donde el psicópata reina a sus anchas. El vivir es en desme-
sura total, no hay límite ni formas; lo que podría contribuir con formas, límites, como
son la religión, el Estado, etc., está tomado también por esa misma desmesura, como si
la desmesura hubiera barrido todas las formas en que se asienta el vivir. La psiquiatría
también en la obra resulta una expresión de desmesura, queriendo tecnológicamente
curar algo que si lo ponemos en términos de diagnóstico clínico, sería una falta de alma,
y eso es en sí la personalidad psicopática: donde debería haber alma, psique, experiencia
de vida, vivencia interior, y el sentir valoraciones propias, lo que hay es una laguna,
nada: un desalmado.
La obra de Burgess pone frente a nuestra vista el horror y el peligro de lo psicopáti-
co, de esa desmesura que no sólo se expresa en los extremos en que La naranja mecánica
nos enseña, sino que también está en proporciones menores, más disimulada, incluso
en ocasiones disfrazada de las mejores intenciones, deambulando en la existencia de
todos nosotros. El estudio de esto que llamamos personalidad psicopática o componen-
te psicopático, es posiblemente el mayor reto a los estudios de psicología y psiquiatría
actuales; estudios que son muy difíciles, debido a la misma carencia de formas de lo que
estudiamos, y que se hacen cada vez más penosos si los abordamos desde la tradición
conceptual. Pero hoy día, cualquier psicoterapeuta que se precie de tal sabe que debe
tener nociones de lo que aquí digo, y tiene que saber también, si no reflexionar, al menos
lidiar fuertemente y lo más a fondo posible con el componente psicopático, so pena de
que este mismo componente psicopático esté al acecho y al asalto y le desvirtúe todas
sus concepciones y teorías psicoterapéuticas, y menoscabe o barra todo lo que él ha ido
trabajando en la práctica, la parte de imágenes que le ofrece el paciente, o las teorías, si
es en ellas donde asienta su práctica. Porque en esto de la psicoterapia, el siglo nos ha
llenado de teorías, teorías que en el mejor de los casos sirven de puntos de referencia;
muchas son meros esquemas y por supuesto con buena dosis de miopía y hasta ceguera;
miopía y ceguera que aprovecha el titán psicópata para hacer su aparición; teorías psi-

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cológicas que le han servido de instrumento al titán y que en sus manos son instrumen-
tos miméticos. Y es que el titán pretende hacer psicoterapia con base en teorías que se
desvive por aplicar, pero sin remotamente concebir que el suceder psicoterapéutico es
un producto de la psique misma, de la interrelación psíquica entre terapeuta y paciente
y que la teoría, cualquier teoría, es irrelevante y en la mayoría de los casos obstruye el
acontecer de lo psíquico como naturaleza humana.
Es por esto que prefiero apoyarme en las contribuciones de la literatura y en la
reflexión que nos provee la mitología, para usarlas como instrumentos más plásticos e
imaginativos. Así pues, podemos leer otra obra del siglo, El extranjero de Albert Camus,
que nos habla de ese extranjero que todos llevamos dentro. El título de la obra ya nos
dice de qué se trata: es algo foráneo a nosotros. También el libro de Camus nos ofrece
con dramatismo directo, vívido y profundamente sentido, el vacío interno del psicópata:
esa carencia de formas interiores concebida por Camus en Mersault, la personificación
del extranjero. Siempre nos sorprenderá la primera página de esta novela, obra maestra
de la literatura moderna, cada vez que leamos que Mersault recibe un telegrama anun-
ciándole la muerte de su madre, en él no hay una respuesta que se avenga con la imagi-
nería que responde a la noticia de la muerte de la madre.
Perdone el lector que repita estas dos ejemplos de la literatura actual, pero mejor
que repeticiones sería considerarlos como variaciones sobre un mismo tema, pues si
bien podría traer otros ejemplos ninguno tendría la convincente expresión de estas dos
obras; mi intención es remachar algo que se me antoja de interés y necesidad esencial,
pues el tema resulta de tales proporciones que lo más aconsejable sería asirnos de las
figuras que mejor nos sirvan de acceso a lo que queremos aprehender, y lo que queremos
aprehender es de muy difícil acceso, pues no tiene formas. Teniendo esto presente, remi-
to al lector a Visconti, para quien este tema es central y con muy ricas variantes en la
totalidad de su obra cinematográfica.
Espero que con lo hasta aquí esbozado el lector comenzará a caer en la cuenta de
que el componente psicopático que funciona en desmesura, que no se ajusta a límites
ni formas, nos da la evidencia de que hay fallas interiores en la naturaleza humana. El
exceso de un psicópata o el componente psicopático no pertenece a ningún arquetipo,
ni lo sujeta forma alguna. Como vemos en El extranjero, la falla que aparece en la
primera página nos dice que el arquetipo de la madre, y en este caso sería visto como
un arquetipo de dos cabezas (la madre y el hijo, el hijo y la madre), parece que no
existiera. Con remitir al lector a las obras señaladas, le paso una visión viva, práctica,
de la personalidad psicopática en las vertientes externas e internas, y visión de fácil
acceso a realidades tan crueles del ser humano. También con esto me permito salir de
tamañas complejidades y ceñir lo que tengo que decir sobre el mimetismo, para mí
esencial en el estudio de lo psicopático, tanto cuando domina la personalidad, como
cuando lo concebimos como componente.
El psicópata es la viva expresión de eso que podemos decir de algunas personas:
que «no tienen nada por dentro». Todo es de afuera, prestado y captado por procesos de
fácil acceso, que son parte del componente psicopático. En ese mimetismo del mundo
exterior, la personalidad psicopática o el componente psicopático se adapta al evento
que se le presente. Todos necesitamos de cierto grado de mimetismo y parece que por
eso la naturaleza nos dotó de él; lo necesitamos para adaptarnos por mimetización a una
situación extrema que es desconocida para nosotros. Pero no hay duda de que en la
historia de nuestros días, en las sociedades actuales, ha habido un aumento notable de
necesidades apremiantes de adaptaciones externas y puede ser por esto que tales com-

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Apéndice. Conciencia de fracaso

ponentes se han hipertrofiado de manera tan notable en un mundo como el actual,


donde estamos al constante encuentro de cosas que no podemos aprender por proceder
de muy lejos de lo que aprende en nosotros, pero que nos excitan y por cotidianidad
tenemos que adaptarnos a ellas. Esto lleva a que el histrionismo más inmediato de la
histeria y el fácil mimetismo psicopático sean dos instrumentos que la historia, por
necesidad, nos haya desarrollado. De este aspecto parece que el hombre occidental ha
tenida cierta conciencia que le viene desde su legado clásico, ya Platón en su Timeo nos
habla de lo que aquí nos interesa. Si hay un alma con sus arquetipos, imágenes, formas
e inteligencia, también hay necesidad (Ananké) que necesitamos para responderle a algo
que no tiene forma conocida por nosotros. Respuestas que son infinitas y pueden ir
desde mimetismos para avenirnos con la situación desconocida hasta extremos de mal-
dad. El viejo refrán «adonde fueres haz la que vieres» viene al pelo, o como me dijo un
amigo, si me tiran en un paracaídas en China para sobrevivir yo tengo que hacer algo, y
lo primero que se me ocurre que haría sería sonreír como los chinos. El ejemplo es claro
y nos hace ver con humor eso que Timeo, en su discurso en Atenas en el siglo V a.C.,
llamó necesidad, pero también nos muestra a las claras la mamarrachada superficial de
esa necesidad; al chino la sonrisa le viene de adentro, una sonrisa que, al decir de los
entendidos, es un lenguaje en sí de una tradición milenaria, y que llega hasta a expresar
sabiduría, así que por mucho que el amigo se ejercite para sonreír como un chino no lo
logrará, su sonrisa será una pirueta que en el mejor de los casos, puede que haga posible
su supervivencia entre los chinos.
Perdónenme que haya salido con una historieta china para pasarles una imagen de
acceso, diríamos coloquial, de la que fue reflexión tan profunda en los orígenes de Occi-
dente como es el Timeo, pero también sentimos muy profundamente que lo que aquí va
son requerimientos y urgencias apremiantes de la época, y eso es lo que nos pasa el
cómico norteamericano Woody Allen, cuando en su film Zelig nos da en imaginería llena
de historicidad la reflexión del mimetismo llevado a extremos de autonomía total. Zelig
mimetiza cuanto ve, pero dentro de la comicidad y la historicidad que se produce, nos
llama la atención ver que Zelig llega al extremo de también mimetizar a Adolfo Hitler, y
allí vemos que las intenciones audaces del comediante arriban a lo que aquí estamos
tratando: dos extremos de lo que en terminología psiquiátrica moderna se llama psicó-
pata y que va del mimetismo adaptativo por supervivencia hasta la maldad.
La historia nos ha desarrollado por necesidad estos elementos, pero a expensas de
nuestro mundo arquetipal de formas y, ¿por qué no decirlo?, de la pérdida del alma, y
alma quiere decir aquí registrar interna y emocionalmente el acontecer del vivir. Vivi-
mos en un mundo donde la necesidad le llega al hombre a través de los medios de
comunicación, pero estos medios, como la palabra lo dice, lo mediocrizan pasándole
únicamente las demandas de lo que Timeo llamó necesidad. Necesidad que va en au-
mento y que destruye sistemáticamente los restos de valorizaciones propias del hombre
occidental, y, por esto, su sentir, sus propias emociones, su privacidad.
Así hoy tenemos que los países dominantes del escenario del mundo son los más
miméticos. Estamos contemplando cómo un país de habilidad mimética increíble como
Japón, domina de la noche a la mañana la tecnología, esa hija de necesidad y de la cual
ya Esquilo era consciente, o sea, que la tecnología, algo aledaño a Occidente, hoy día nos
ofrece el absurdo de una nación ajena totalmente a la cultura occidental que la mimetiza
y domina ese campo, pero también vemos algo incluso aún más absurdo, la avidez des-
mesurada del occidental que quiere mimetizar la tecnología japonesa, mimetizar lo mi-
metizado, poner el mimetismo tecnológico como carta de triunfo.

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Ya desde aquí podemos damos cuenta de que para «triunfar» en cualquier cosa que
llamemos sociedad moderna, tanto el histrionismo histérico como el mimetismo psico-
pático son monedas de curso corriente, legal y efectivas de inmediato. Y comenzamos a
sentir así cómo esos componentes que se caracterizan por su superficialidad uno, por su
desmesura otro, el segundo saliendo de un vacío, de una nada, pasan a ser de importan-
cia superior. También estos componentes nos están diciendo que su única meta es triun-
far, que las valoraciones de ese triunfo no son ni remotamente relevantes y que cualquier
cosa que pensemos de ellas nos lleva de inmediato a sentir que son un bloqueo constan-
te, una imposibilidad para acceder a la conciencia de fracaso.
Tenemos que saber, por sentirlo así, que lo que llamamos conciencia de fracaso es algo
interior y muy oscuro. Al referimos a conciencia de fracaso, nunca nos estamos refiriendo a
algo a lo que podemos llegar mediante esquemas de fácil acceso; la conciencia de fracaso
pertenece, y creo que esto lo estamos comprendiendo ahora, a áreas oscuras en las que se
mueve nuestra interioridad; cuando nos referimos a conciencia de fracaso nos estamos
refiriendo a estados medios y lentos del alma: Anima media natura, pues es en ese estado del
alma donde no hay triunfalismos, sencillamente porque hay un alma o psique que es cons-
ciente, que no concibe las aceleraciones necesarias para las concepciones del Puer, ni el
histrionismo histérico ni el mimetismo psicopático. Ésta es un alma que no padece bajo los
tormentos del triunfalismo, pero también es un alma a la que no quebranta el polo extremo:
el fracaso hecho realidad; ese fracaso que se nos presenta de vez en cuando y se empecina en
la aburrida cantaleta histérica del «me siento fracasado», con ese toque de histeria y repeti-
ción depresiva psicopática, además de ser un fracaso proyectado hacia afuera; un «me
siento fracasado» que nos dice «me siento fracasado por no haber podido cumplir las metas
del triunfalismo vigente». Conciencia de fracaso es otra cosa, es algo más caro y muy psíqui-
co, es evasiva, viene y se va, y con esto nos indica sus características mercuriales: es una
conciencia, como ya dijimos, media y oscura, cuyo sitio es el umbral y su luz crepuscular.
Pero es desde esa posición que nos avenimos con nuestras mortales limitaciones, y al ave-
nirnos con ellas, encajamos en los más definidos límites de nuestro ser y en lo que en
realidad somos, en eso que hace posible la imagen con sus posibilidades de un vivir culto.
Ya desde aquí y gracias al avenirnos con la conciencia de fracaso, entramos inadver-
tidamente en el ámbito de la imagen, y la imagen, como nos dice el poeta, es posibilidad.
Una línea superior de Lezama Lima dice: «La hipótesis de la imagen es la posibilidad».
Y las posibilidades son de la imaginería, lo que hace posible el oficiar del imaginero, y ya
esa capacidad de imaginar es actividad terrena y limitada, por estar dentro de los límites
arquetipales consistentes que le pertenecen. Pero por limitada quiero decir, como tam-
bién lo establece Lezama, superabundante. Ya cuando hablamos de la imagen comenza-
mos a hablar de superabundancia, más si aceptamos que una sola imagen es más que
suficiente para llenar todo nuestro vivir. Cuando la imagen a la que pertenecemos co-
mienza a hacerse en nosotros, ya hay movimiento psíquico enriquecido y muy distante,
pues no tiene nada que ver con el movimiento repetitivo psicopático-titánico. Sí, y esto
hay que repetirlo, «La hipótesis de la imagen es la posibilidad»; la imagen que nos hace
posibles, y en la posibilidad de la imagen estamos un tanto distantes, aunque nunca
inmunes, del horror intolerable de los opuestos triunfo-fracaso. Es en la imagen y desde
la imagen que encontramos el reposo de los opuestos triunfo-fracaso.
En psicología junguiana de los opuestos, el arte se entiende como un intento por
compensar la conciencia colectiva, pues un arte que se interese por avenirse a la con-
ciencia colectiva es algo que evidencia su superficialidad, y si lo aceptamos es sabiendo
el nivel que ocupa.

522 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Apéndice. Conciencia de fracaso

Debemos saber que también es así como debe vivenciarse la psicoterapia, y aquí
vemos una afinidad esencial entre poeta y psicoterapeuta. Psicoterapia entendida como
artesanía y arte. Esto nos sirve también como medio de contraste para poder valorizar
en nuestro sentir cuando nos llega algo del arte que nos toca a fondo y en ese toque nos
compensa del tedio, del aburrimiento, del horror de la conciencia colectiva que en el
mundo actual se hace más apabullante por lo que aquí hemos venido diciendo.
Pero el arte necesita de independencia y privacidad, requiere también de cierta
conciencia que propicie el roce limítrofe con lo poético; el hacer del arte es algo que nos
conmueve por su ahorro, por su economía. Un poeta lo que necesita es un lápiz y un
papel. Un pintor necesita un poquito más, colores, pinceles, una tela. Y tanto el poeta
como el pintor se pueden quedar a solas con esos instrumentos y oír y sentir lo que
quiere expresarse a través de ellos. Y si señalo estas economías, estos ahorros, es porque
siento, y desde mi sentir conozco y valoro, que el mundo psíquico, la experiencia del
alma, se nos regala con economías parecidas. Si somos capaces de valorizar psíquica-
mente las experiencias del alma, ya nos acercamos un tanto a eso que se llama crisis del
alma, y entonces nos acercamos y tratamos de vivir un tanto más ajustados a la rica
gama de las depresiones, y allí entramos a vivir y sentir y valorizar lo que es lo hondo,
porque los movimientos lentos de la depresión son vía, y lo podemos decir hoy sin la
más mínima duda, son vía regia, la única vía regia hacia cualquier cosa que llamemos
creatividad. Creatividad en cuanto que crea el alma y se expresa en eso que llamamos arte,
que tiene que ver con el alma.
Habiendo llegado a este punto, podemos comenzar a leer un poema de Rafael Ca-
denas, cuyo título es «Fracaso», y que apareció en mi vida dándole forma, bella forma
poética, a pensamientos, ideas que han estado conmigo, como dije al principio, durante
muchos años, y que yo vivenciaba como conciencia de fracaso, pero que ahora, gracias
a eso que llamamos arte, pueden estar contenidos en un recipiente adecuado, ese que
contiene vivencia interna expresada y dada con generosidad ejemplar.

Cuanto he tomado por victoria es sólo humo.


Fracaso, lenguaje del fondo, pista de otro espacio
más exigente, difícil de entreleer es tu letra.
Cuando ponías tu marca en mi frente, jamás pensé
en el mensaje que traías, más precioso que todos
los triunfos.
Tu llameante rostro me ha perseguido y yo no
supe que era para salvarme.
Por mi bien me has relegado a los rincones, me
negaste fáciles éxitos, me has quitado salidas.
Era a mí a quien querías defender no otorgándome
brillo.
De puro amor por mí has manejado el vacío que
tantas noches me ha hecho hablar afiebrado a
una ausente.
Por protegerme cediste el paso a otros, has hecho
que una mujer prefiera a alguien más resuelto,
me desplazaste de oficios suicidas.

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Rafael López-Pedraza

Tú siempre has venido al quite.


Sí, tu cuerpo llagado, escupido, odioso, me ha
recibido en mi más pura forma para entregarme
a la nitidez del desierto.
Por locura te maldije, te he maltratado, blasfemé
contra ti.
Tú no existes.
Has sido inventado por la delirante soberbia.
¡Cuánto te debo!
Me levantaste a un nuevo rango limpiándome
con una esponja áspera, lanzándome a mi verdadero
campo de batalla, cediéndome las armas que
el triunfo abandona.
Me has conducido de la mano a la única agua
que me refleja.
Por ti yo no conozco la angustia de representar
un papel, mantenerme a la fuerza en un escalón,
trepar con esfuerzos propios, reñir por jerarquías,
inflarme hasta reventar.
Me has hecho humilde, silencioso y rebelde.
Yo no te canto por lo que eres, sino por lo que no
me has dejado ser. Por no darme otra vida. Por
haberme ceñido.
Me has brindado sólo desnudez.
Cierto que me enseñaste con dureza ¡y tú mismo
traías el cauterio! Pero también me diste
la alegría de no temerte.
Gracias por quitarme espesor a cambio de una letra
gruesa.
Gracias a ti que me has privado de hinchazones.
Gracias por la riqueza a que me has obligado.
Gracias por construir con barro mi morada.
Gracias por apartarme.
Gracias.

El poema de Rafael Cadenas es el único escrito que yo he encontrado que se ajusta


y concuerda con lo que en mí se ha ido elaborando durante años, y que es lo que aquí he
llamado conciencia de fracaso. El poema nos pasa la evidencia de cómo un solo hombre
poeta, con un solo poema compensa toda la desmesura triunfalista que nos rodea. Des-
de sus comienzos el poema nos hace saber que fracaso es «lenguaje del fondo», y nos
dice a las claras que su conciencia sale de abajo, de los ámbitos de depresión donde lo
condenó la represión histórica, y es en ese ámbito tan profundo de nuestro propio ser,
donde hay otros espacios y otras luces de más difícil lectura y vivencia. Llamemos así a

524 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Apéndice. Conciencia de fracaso

la depresión. Pero tomemos nota de que ya aquí, lo que sale de esa depresión: concien-
cia, aparece como joya cara, y es algo que no podemos tomar como baratija que se vende
en mercado libre a cualquiera, sino joya muy bien labrada en el alma, y sus valores son
de tales quilates que ya entran en equivalencias de salvación. Cadenas hace un llama-
miento a la salvación por la conciencia de fracaso, y no hay duda de que con esto nos
está metiendo en nuestras propias honduras. Y nos lo dice muy claramente al hacerse
perseguido por el dios que quema y salva. Somos perseguidos por aquello que es tan
ajeno a nuestra naturaleza consciente, que a ésta le es difícil aceptar o tolerar. La con-
ciencia es ignorante y temerosa, y un rostro llameante sólo puede producir temor, pero
es así como los dioses se disfrazan y aquí la imagen es inequívoca con el horror de la
salvación. «Tu llameante rostro me ha perseguido y yo no supe / que era para salvarme».
Por el horror aceptado, la salvación y el fracaso comienza a imponer sus límites que se
ajustan a la configuración de una personalidad en estado de conciencia de fracaso, lími-
tes muy precisos: «Por mi bien me has relegado a los rincones, me negaste / fáciles
éxitos, me has quitado salidas».
Hay otra línea que se aviene perfectamente con lo anteriormente escrito, y es cuan-
do nos dice: «[...] has hecho / que una mujer prefiera a alguien más resuelto». Y esto nos
es fácil de conectar con aquella Anima Media Natura. Esa mujer que llevamos dentro y
que al mismo tiempo es compañera del alma. Es una mujer que no se lanza por alguien
más resuelto, que no se entrega a la victoria o al éxito, sino que se queda gozando de su
naturaleza media. Un ánima que no nos empuja al éxito pero que también nos desplaza
de «oficios suicidas», de las depresiones suicidas a las que ya hicimos referencia.
Cuando Cadenas dice de la conciencia de fracaso «Tú siempre has venido al quite»,
nos está pasando un sentimiento de confianza, como si en lo único a confiar fuera en la
conciencia de fracaso. La línea es muy taurina y está llena del colorido que nos viene de
la fiesta. El quite se da cuando hay momentos de peligro en la corrida de toros, cuando
estamos en peligro, y lo que nos hace el quite en situaciones de gran peligro es la con-
ciencia de fracaso. En la tradición taurina el quite se tiene como intervención de la
Divina Providencia. Hay quites que son como si el capote fuera llevado por la mano de
la Providencia que salva al torero de un peligro inminente. Así se le aparece al poeta el
fracaso, salvándolo de peligros. Ya aquí sentimos como si la conciencia de fracaso fuera
un movimiento interior que remata en profundas realidades, en verdades desnudas y en
la apoteosis de la alegría.
Perdone el lector que me haya atrevido a pasarle mis vivencias de algunas líneas del
poema de Rafael Cadenas, pero en esto creo estar manifestando el regocijo que me
produjo el encuentro con el poema «Fracaso». Regocijo que se afirma, se vive, en estado
de conciencia superior que nos viene de la profunda conciencia de fracaso, pues es
difícil encontrar una línea que nos hable tan ajustadamente de la realidad que somos
como cuando Cadenas dice: «Yo no te canto por lo que eres, sino por lo que no / me has
dejado ser. Por no darme otra vida. Por / haberme ceñido».
Esto es realidad de mismidad, ajuste de uno mismo y ceñido a los contornos que
le pertenecen. Aquí ya estamos en plan de desnudez ante uno mismo. «Me has brin-
dado sólo desnudez», realidad ceñida y verdad desnuda. Realidad y verdad indispen-
sables para la alegría, para sentirla. Alegría que en Cadenas es apoteosis interior,
alegría que alegra: ese mundo interior que hace posible la conciencia de fracaso.
Alegría que se puede sentir como conciencia mayor que contiene en paradoja alegría
y fracaso.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 525

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Rafael López-Pedraza

Bibliografía

BURKERT, Walter. «The Great Gods, Adonis and Hippolytus». En History in Greek Mythology
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CONCLUSIÓN GENERAL
EL SENTIDO DE LA VIDA HUMANA

Andrés Ortiz-Osés

De qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si


pierde su alma.
Evangelio de Jesús

Inmodestia del hombre: donde no ve el sentido, lo niega.


NIETZSCHE, Fragmentos póstumos

El sentido y el ser

La pregunta por el sentido de la vida humana es constitutiva de nuestra humanidad y de


su reflexión sobre el mundo, de modo que es propio del humano (re)plantear cada vez y
siempre de nuevo esta cuestión radical para radicarla en el contexto renovado de una
existencia abierta. Pero si esta pregunta es arquetípicamente humana, la respuesta ade-
cuada, verdadera o veritativa sería ya cosa de dioses, puesto que los hombres plantea-
mos y planeamos el sentido acuático de nuestra existencia en el mundo, pero no su
verdad absoluta o trascendente.
Fue precisamente Wittgenstein quien simbolizó el sentido de la vida en Dios, si-
tuando dicha respuesta fuera del mundo y más allá de él hipotéticamente. Pero ha sido
Heidegger quien formuló sibilinamente la pregunta por el sentido existencial como la
cuestión filosófica del Ser, un ser ya no puramente trascendente sino trascendente e
inmanente, a modo de «trascendencia inmanente» o «inmanencia trascendente». En
efecto, el Ser heideggeriano es lo implicante respecto a lo implicado que es el ente (los
entes o seres, las cosas), mientras que el propio hombre comparece como el replicante o
responsable de semejante cuestión radical del Ser. Pues no se trata de introducir el sen-
tido sobrehumanamente, como quería Nietzsche, sino de intraducirlo, es decir, de tradu-
cirlo ad intra o interpretarlo humanamente (abiertamente).
Digamos antes de plantear el tema que la pregunta por el sentido de la vida se
formula filosóficamente desde una experiencia de inmediatez y mediación, de cercanía
a la existencia pero oblicuamente, de amor a la vida pero con cierto humor o retranca.
Recuérdese cómo nuestro Don Quijote se cuestiona la existencia cuando se retira de sus
correrías caballerescas, en el momento que toma distancia (dia)crítica de sus andanzas
con Sancho, así pues, cuando se jubila. Desde su retirada final en su pueblo natal Don
Quijote observa su andadura vital como una quijotería, de la que al fin sana cuerdamen-
te. (Algo parecido cabría decir del propio Heidegger, que toma distancia autocrítica de
su previa inflación del Hombre [Dasein] y se vuelve cuerdo al acordarse de/al Ser preci-
samente cuando se jubila, aunque en su caso resulta jubilado por su prematura partici-
pación nazi.)

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Andrés Ortiz-Osés

En realidad nuestro ingenioso hidalgo recupera el sentido común tras una enfer-
medad que lo sana y le devuelve «el juicio ya libre», es decir, el juicio liberado de las
fantasmagorías propias de la vida humana, desengañándose así al borde de la muerte
del engaño vital en que había vivido anteriormente en medio del mundo.

El ser y el amor

Así que la existencia es el engaño vital y la dexistencia es el desengaño mortal. Nos


situamos aquí tragicómicamente entre la vida y la muerte, la existencia y la dexistencia,
el engaño y el desengaño, el heroísmo y el antiheroismo, la ilusión y la dilusión, el triun-
fo y el fracaso, la emergencia o cadencia y la demergencia o decadencia, el exceso o
excedencia y el defecto o defección. Pues bien, ésta es la clave del Ser, símbolo del senti-
do radical, situado ambivalentemente entre lo sublime y lo siniestro, la potencia y la
depotenciación, el amor y la muerte.
Precisamente el amor es el arquetipo del sentido de la vida, un amor que es también
mortal. En efecto, el amor que abre nuestro yo clausurado al otro/otra es también enaje-
nación de nuestro yo, por eso en el cristianismo el propio Dios-amor se encarna en el
hombre enajenándose en éste a través de un proceso de temporalización, finitización o
contingenciación. Con ello el amor expone y expresa bien la ambivalencia de la vida, a la
vez salida de sí y pérdida del yo, donación y enajenación, eros y thánatos. De esta guisa el
amor comparece como el arquetipo ambivalente de nuestra existencia, al mismo tiempo
sublimación o salida y abismamiento o atrapamiento.
Si recuperamos los textos clásicos sobre el amor, de Sócrates y Platón a Schopen-
hauer y Nietzsche, podemos entrever cómo el amor que se abre a la belleza como sime-
tría, armonía o perfección lo hace desde la disimetría, disarmonía e imperfección pro-
pia del amante y del amado o amada, de modo que su apertura a la infinitud deviene una
apertura a la indefinitud, por cuanto realizada desde la finitud propia del hombre en
este mundo. De todas formas, si es verdad que el amor muere sensible o físicamente, el
amor verdadero permanece metafísica o espiritualmente (anímicamente).
Y es que hay en el fondo del alma humana el anhelo de la otredad salvadora, otre-
dad empero perteneciente al mismo mundo de la mismidad ensimismada y de la reali-
dad reificada. Por eso todo amor es confinamiento de lo infinito o indefinido, cuya
definición lo confina intramundanamente. El amor tiene entonces dos salidas, o bien es
lo sublime abismado (religación) o bien es el abismo sublimado (liberación). Pero am-
bas salidas son parciales, ya que el auténtico amor debería ser religación y liberación,
religión del amado/amada y libertad autónoma. Acudamos de nuevo al Ser heideggeria-
no buscando una última salida.

Ser y sentido, amor y muerte


El altar del ser.
J. GREISCH

De nuevo ha sido Heidegger quien proyecta en su enigmático símbolo del Ser el sentido
de la vida como amor, al proponer el Ser simultáneamente como la realización finita de
lo real, cuya apertura empero es infinita o, al menos, indefinida. En su realización de lo

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

real el Ser flota en la nada irreal o abismática del no-ser, pero en su apertura infinita/
indefinida se abre a lo sublime o trascendente. Ahora bien, la nada es el elemento del
diablo disolutor de todo, mientras que lo sublime es el elemento de lo sagrado o divino y,
por tanto, del Dios (re)creador de todo.
De este modo, el Ser heideggeriano (re)media la impura inmanencia y la pura tras-
cendencia, proyectándose así como un concepto simbólico de carácter soteriológico o
salvador y terapéutico o sanador (remediador), ya que asume nuestra finitud pero abrién-
dola a la transfinitud (que es el sentido preciso del auténtico amor). Yo diría que el Ser
heideggeriano es la racionalización del misterio cristiano del Logos encarnado y su se-
cularización filosófica. En efecto, así como el Logos cristiano encarnado es una «hipós-
tasis» (suppositum, supuesto) de doble naturaleza divina y humana, así el Ser es una
«hipóstasis» (supuesto) con dos naturalezas: la naturaleza humana y la trashumana, la
naturaleza mundana y la trasmundana, la naturaleza inmanente y la trascendente, la na-
turaleza abismática y la sobrenaturaleza sublime.
En esta concepción heideggeriana el Ser representa al Espíritu, es el Espíritu encar-
nado en el alma humana o humanada (Dasein), frente a la material presencia reificada
de las cosas (el ámbito cósico del ente). En terminología hegeliana recogida por K. Rah-
ner, el Ser es el Espíritu en el mundo (Geist in Welt), o sea, el Espíritu mundano o mun-
danizado, lo que yo llamaría el Alma del mundo según la antigua tradición neoplatónica
que arriba a Hegel.
A partir de aquí podríamos decir que la búsqueda del sentido enigmático (espiri-
tual) del universo es la búsqueda de la cámara oscura o misteriosa (anímica) en cuyo
ámbito revelamos o positivamos el negativo de la realidad profunda. Se trata sin duda
de una revelación surreal del mundo, ya que es una revelación simbólica cuya función
consiste en abrir o liberar el mundo y no encerrarlo. Pero ésta es precisamente no sólo la
auténtica función del amor, definido como la apertura radical a la otredad, sino también
la función final de la muerte definida paradójicamente como la apertura a la otredad
radical. En efecto, la muerte no es un argumento contra el sentido de la vida, puesto que
nos salva de la nada al introducirnos y trasfigurarnos en el todo.
De este modo podemos observar una continuidad entre el ser y el sentido, así como
entre el amor y la muerte. Si el ser flota en la nada, el sentido reflota en el sinsentido; y si
el amor es apertura enajenada pero no alienada a la otredad, la muerte es apertura a la
otredad enajenada pero no alienante, puesto que nos depara el descanso eterno. La
ambivalencia recorre así ontológicamente las estancias del ser-sentido y de la vida-muer-
te, una ambivalencia que nos conduce directamente a la melancolía. Pero la melancolía
es el modo terapéutico de desheroificar nuestro yo o ego heroico —el ánimo masculinis-
ta— por parte del ánima cuasi femenina de un modo creador o creativo de sentido, al
que se accede precisamente a través del duelo asuntivo del sinsentido.

Sobre el ser heideggeriano


El fatum del ser.
J. HABERMAS

La filosofía de M. Heidegger ha solido ser interpretada malamente de un modo literal-


conceptual, tanto por sus adeptos como por sus adversarios. Pero la filosofía heidegge-
riana es una filosofía hermenéutica de carácter simbólico y relacional, axiológico y exis-

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Andrés Ortiz-Osés

tencial, con los consabidos matices críticos propios de la casa. Entre sus comentadores,
nuestro autor fue interpretado al principio más bien metafísica y teológicamente, hasta
el punto de ver en su concepción del ser el trasunto del ente clásico (con Dios o lo divino
como trasfondo). Pero posteriormente dicho ser ha sido reinterpretado ateológicamen-
te como lo opuesto o contrario a Dios (la nada), lo cual ha devenido una moda consisten-
te en celebrar devotamente semejante presunto nihilismo. Por mi parte situaría el ser
heideggeriano entre lo divino y la nada, precisamente en su coapertenencia al ámbito
humano y su fundación surreal, y en su función paradójica de límite o inmanencia
(finitud) y transgresión o trascendencia (transfinitud).
El ser heideggeriano es el fundamento que funda el ente y se desfunda o esfuma,
que se da en protención/protección y se retira en retención, que sale de sí para abismarse
en sí mismo en contraposición a los seres o entes. Un tal ser necesita del hombre para su
revelación o manifestación, pero el hombre necesita más radicalmente del ser para po-
der ser, ya que el ser se autodefine como potencia que posibilita la patencia de ser en el
mundo. De esta guisa, el ser dice apertura y encubrimiento, desvelación y velamiento,
verdad (alétheia) y ocultación (lethe), concreción/concreación y vacío. En efecto, nuestro
autor, hijo de tonelero, conoce bien la concreación que realiza el vacío de un tonel y el ser
basado en la nada del ente.
Hay así una dualitud o dualéctica del ser, una lucha polémica entre la luz y la oscu-
ridad, la donación y el vacío o vaciado (retracción), la positivación y lo negativo. El ser
heideggeriano resulta así un desvelamiento velado, ya que abre un «claro» (Lichtung) en
el que comparecen los seres al tiempo que el ser se esconde, ausenta y oculta enigmática
o mistéricamente. Esta retranca del ser se debe a su estatuto de «nada» (entre comillas)
en cuanto no-ente (no-thing), puesto que el ser es la presencia ontológica obviada o
denegada por los entes presentes, especialmente hoy por el tinglado de la tecnología y su
manipulación maquinista del ser reconvertido en mero ente cósico.
El ser es así puesto entre paréntesis (epojé) por el propio Heidegger, quien lo
concibe como un vacío o vaciado del ente, como apertura radical de una presencia
que se cancela a sí misma en lo presente como ausencia, descubrimiento de su pro-
pio encubrimiento. En este sentido la verdad definida clásicamente como desvela-
miento patriarcal (alétheia) remite a un velamento matricial cuyo símbolo es la lethe:
a la vez abismo oscuro y naturaleza escondida, ámbito ctónico de carácter demónico
que funge de trasfondo a la claridad de la luz olímpica, caos que sirve de contrapun-
to al orden y destino significado por la muerte que, en palabra de Heidegger, cobija
y resguarda al propio ser. En donde la caverna desechada por Platón retorna aquí
como correlato del sol diurno, cuya realidad depende precisamente de su matriz en
la noche sagrada (Hölderlin). Y es que, como dice H. Nakagawa en su Introducción a
la cultura japonesa, la verdad occidental es lo que se descubre, mientras que la ver-
dad oriental es lo escondido.
Y es que el ser heideggeriano realiza una doble dinámica: por una parte se abisma
en el espaciotiempo del Dasein o Existencia humana, pero al mismo tiempo lleva a cabo
un «retorqueo» o retorsión que le impide sucumbir espaciotemporalmente, tal como le
ocurre al ente o entes, incluido el hombre y los hombres. Esta visión del ser entre los
contrarios, arriba y abajo, ánodos y káthodos, anamnesia y lethe como amnesia, se pro-
yecta heideggerianamente en la famosa «cuadratura» (Geviert). Por una parte el ser dice
círculo que circula por las existencias (Ge-ring, Kreis) dinámicamente, por otra parte
dice «cuadratura» por cuanto situado/sitiado entre la tierra y el cielo, los mortales y los
divinos. Se trata de la cuadratura del círculo, cuya solución está en la circulación o

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

temporalización del cuadrado espacial, así pues en su correlación y dinamización, en su


rotación y roturación histórico-efectual.
En su preciosas/precisa obra The finitude of being, Joan Stambaugh concibe el
ser heideggeriano como la «relación » (Ver-hältnis) que determina sus componentes
(relata), a modo de «centro oposicional» (quiasmo). Se trata del medio no equidis-
tante de sus contrarios sino remediador de los opuestos, concebido como una conju-
gación que funciona cual «vibración» que recorre el ser en su relación con el hom-
bre, así como al hombre en su relación con el dios, y viceversa. En los famosos
Beiträge/Aportes a la filosofía, el propio Heidegger afirma que los dioses necesitan del
ser para poder ser, al tiempo que el ser precisa del hombre para poder ser revelado
existencialmente (aunque nunca del todo debido al esencial envelamiento ya menta-
do). Pero en medio de los dioses y los hombres está el ser como «ocurrencia» radical
de lo real, concebido como estremecimiento del mundo en el que se coimplican los
contrarios en su Juego/Fuego heraclíteo.
El ser heideggeriano es así el implicante del ente y del mundo, incluido el hombre,
el cual es el implicado explicador del ser. Un tal ser dice más urdimbre que estructura,
porque es relacional y no pura razón, ontológico y no óntico ni lógico, hermenéutico y
no conceptual o abstracto. Un tal ser nombra oblicuamente el sentido de la existencia, el
cual no está dado porque dice dación, pero tampoco está puesto o impuesto por el hom-
bre porque dice exposición. El ser-sentido ontológico del universo no está dado objetiva-
mente ni está puesto subjetivamente, ya que dice sentido de coimplicación entre el ser y
el hombre, el hombre y el ser.
Este sentido de coimplicación lo es de los contrarios, en cuanto apropiación expro-
piadora de los entes, apertura con retranca, «retorqueo» o retorsión, ambivalencia radi-
cal que reúne los opuestos dispuestos precisamente por el ser como radical aconteci-
miento implicativo (Er-eignis). En este sentido, el ser heideggeriano en cuanto «aconte-
cimiento apropiador» (coimplicador) funciona artística o creadoramente, ya que pone
fuera de sí la realidad del ente (exteriorización) pero se repliega apropiándose su acción
(interiorización), en un doble juego de enajenación y reapropiación, explicación e impli-
cación. El ser se define entonces como acontecimiento liberador o emancipador, en el
que la libertad trascendental se sobrepone a la necesidad inmanental. Pero se trata de
una libertad religada al ser como fatum (destino), de acuerdo con el «amor fati» nietzs-
cheano traducible como amor del ser (de carácter religioso).
Es así como Heidegger ha intentado proyectarse como el salvador del ser, el cual es
por su parte el salvador del ente. Lo teológico vuelve aquí tras lo ateológico, y viceversa,
pues se trata de asumir tanto al filósofo creyente en la radical apertura a lo sagrado o
divino como al increyente en el Dios tradicional de la metafísica clásica. En este sentido
su hijo Hermann dice y no dice la verdad cuando afirma que su padre mentaba a Dios en
la enigmática palabra «ser». Pero no, el ser heideggeriano no denota a Dios, aunque sin
duda lo connota precisamente en la «cuadratura del círculo» (supra). Y lo connota espe-
cialmente por la fuerza o potencia mística que le otorga, como si se tratara del concepto
mítico de «mana»; mas también por el valor/valencia radical que le atribuye, a pesar de
todas las protestas contra la axiología de Nietzsche y socios, así como por cierta absolu-
tización del ser, a pesar de ser una «ocurrencia» relacional o abierta. Pero sobre todo por
el amor que le profesa cuando en La carta sobre el humanismo lo define como Ver-mö-
gen: potencia de amor, al tiempo que deplora su olvido.
El mensaje de Heidegger trata de que no olvidemos el olvido del ser, aunque esto del
olvido del ser no deja de ser un truco o truculencia heideggeriana para poder presentar-

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Andrés Ortiz-Osés

se como el profeta del ser. Conocida es la capacidad de nuestro autor para borrar hue-
llas, saquear pensamientos y llevarlos a su territorio audazmente. Por todo ello resulta
sugerente interpretar finalmente el ser heideggeriano como una versión enmascarada
del Dioniso nietzscheano, complementario del Cristo hölderliniano: Dioniso es el dios
ausente que como el ser muere en el ente, pero resucita transentitativamente como ins-
tancia metahistórica (es la interpretación de J. Habermas). Ahora el ser es, como el
propio Dioniso, profano y sagrado, vida y muerte, libertad y destino reunidos heraclíte-
amente. Pero frente a Habermas, un tal ser no trata de superar la oposición entre auto-
nomía y heteronomía sino que representa precisamente su mediación.

Coimplicación medial

He aquí que el sentido de la vida emerge y demerge como coimplicación de contrarios,


coimplicación armoniosa de contrarios que confiere felicidad y coimplicación disarmo-
niosa de contrarios que confiere infelicidad. Formulado unitariamente, el sentido de la
existencia es el sentido del sentido y del no-sentido o sinsentido, así pues, la relación del
ser y de la nada, de la vida y de la muerte reunidas en la gran plica o implicación sellada,
la cual configura el misterio sigiloso de nuestra supervivencia humana, situada bajo las
figuras de Dios y del diablo (el cual es irrefutable, como dice Nietzsche).
Denominamos sentido a la dirección que toma nuestra existencia a la luz oscura del
Ser como trascendencia inmanente. El arquetipo del sentido de la vida es el amor como
apertura radical a la otredad, apertura que encuentra en la muerte el abrimiento a la
otredad radical (un abrimiento que sin duda es rajadura). En donde el amor comparece
ligado a la muerte porque es donación de vida al otro (aunque a veces sea también
donación mortal, como en el caso de la violencia machista). Pues es el amor el que a
través de la bondad y la belleza nos trasporta más allá o más acá del mundo hasta su
sentido radical: el cual se alcanza paradójicamente por la pérdida de nuestro propio
sentido (encerrado).
A partir de aquí podemos concebir el sentido de la vida como la asunción o coimpli-
cación del sinsentido (simbolizado por nuestra finitud y contingencia) y la apertura de
dicha finitud al infinito/indefinido. En este límite (ilímite) de nuestra existencia entra ya
la creencia o la increencia en la otra vida, en cuyo litigio la creencia tiene la ventaja de
abrir y no cerrar el sentido (aunque todo depende de en qué o quién realmente se crea).
En todo caso tanto el creyente como el increyente acceden in extremis a través de la
obertura de la muerte a la liberación de nuestro confinamiento mundano.
Arribamos así finalmente a un visión tragicómica de la existencia marcada por el sí
y el no, o sea, por el «sino» a modo de trasfondo destinal del hombre en el mundo. Lo
trágico del mundo nos produce amor y compasión, lo cómico del mundo nos provoca
humor. Por todo ello el sentido de la vida no tiene una solución sino una doble resolu-
ción, ya que dicho sentido está atravesado por el sinsentido y no es posible abstraer de
él, sino asumirlo críticamente. De aquí que no se trata de ser positivo abstrayendo de lo
negativo, sino de positivar o positivizar el negativo de la realidad en la cámara oscura de
su duelo existencial. El sentido reaparece entonces como racionalización de lo sentido,
racionalización basada en un óptimopesimismo, o sea, en un pesimismo abierto (al
optimismo de nuestra inclusión en el Ser).
En su obra Del sentido de la vida, Jean Grondin critica el puritanismo moderno de
la fundamentación cartesiana del saber, basado en la dominación técnica del ámbito del

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

ente, y lo hace en nombre de una hermenéutica del sentido capaz de asumir lo que nos
fundamenta, el trasfondo que constituye nuestra humanidad en el mundo, el Ser como
dación u origen radical (Ursprung y no mero Anfang). Como afirmó Heidegger, el hom-
bre no es el dueño del Ser, sino que el Ser es el dueño del hombre, lo cual significa que no
somos dueños de nuestro destino. Por ello, afirma Grondin, «el sentido no tiene que ser
inventado, sólo tiene que ser sentido». De esta guisa, el sentido tiene su fundamento en
lo sentido (la vivencia). Podríamos hablar de una hermenéutica del sentido, que evita
recaer en el hermeneutismo de la interpretación fantasmagórica de un mundo nivelado
banalmente, en el que el sentido y el sinsentido se solapan subrepticiamente.
Hemos definido el sentido de la vida como apertura a la otredad, pero entonces se
trata de un sentido flotante porque se abre pero no se cierra, se consume pero no se
consuma. Se trata del sentido humano como deseo que se consume sin consumarse, el
cual se destaca así del sentido divino, representado en la Biblia por la «zarza ardiente»
que se consuma sin consumirse.
Ya entre los griegos clásicos la vivencia de lo divino (theós, theion) es lo que excede,
una excedencia de sentido, un excedente del Ser, lo que K. Rahner denominó «excessus
ad esse» (exceso hacia el ser-sentido). Por su parte, Santiago Zabala ha podido titular su
incisivo libro The remains of Being, cuya traducción posmoderna sería «Los restos o
residuos del Ser», pero cuya traducción intramoderna podría ser «Los remanentes del
Ser», o sea, el Ser como remanencia de sentido, aunque no como permanencia inmuta-
ble o atemporal. Subyace a tal dualidad la tensión del Ser compresente en la tradición
occidental que arriba a Nietzsche, cuando afirma que «el valorar constituye al Ser» Pero
esta sentencia de Nietzsche puede interpretarse heroicamente como que el valorar su-
perhumano, es decir, la voluntad de poder constituye al Ser; pero también cabe interpre-
tarla antiheroicamente como que el valorar constituye el Ser mismo precisamente como
Valor/Valencia fundacional de un modo cercano a Heidegger.
En el primer caso el Ser acaba quedando como mera excedencia posmoderna, por
cuanto cae bajo el dominio del hombre. Pero en el segundo caso el Ser queda como un
excedente o exceso que excede lo real tanto objetivo como subjetivo, precisamente por-
que en su donación dice «dación» (es gibt). Por lo demás, yo mismo hablaría del Ser
como coimplicación radical de lo real, proyectando un coimplicacionismo de la realidad
en su ser-sentido latente y latiente, siquiera atravesado por la cruz del sinsentido patente
y estridente. Un tal coimplicacionismo recusa todo fundamentalismo sustancializador,
pero también todo abstraccionismo volatilizador, para defender un sentido encarnado
en el mundo del hombre a modo de «trascendencia inmanente», cuya mejor traducción
antropológica sería la del «amor crucificado».

Reflexión posmoderna

El paso del primer Heidegger al Heidegger posterior es el paso del ser afirmado por el
hombre heroicamente (Dasein) al ser afirmado en sí mismo antiheroicamente: tránsito
del decisionismo y la autoafirmación del hombre (el ser propio) a la heteroafirmación
del propio ser. En efecto, en el primer Heidegger el ser aparece como trascendencia
(trascendens) en la inmanencia del mundo del hombre, mientras que posteriormente el
ser reaparece como inmanencia trascendente o abierta radicalmente. En ambos casos el
ser heideggeriano renuncia al ser clásico (cósico o reificado), proyectándose como fun-
damento sin fundamento, urdimbre ausente, presencia impresentable, ausencia viva,

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Andrés Ortiz-Osés

latencia de sentido y contrasentido. Ha sido precisamente G. Vattimo quien ha interpre-


tado el ser heideggeriano como la disolución del ser clásico que arriba a la modernidad,
debido a la crisis posmoderna del ser como fundamento inconcuso (fundamentalismo
tradicional). La destrucción o deconstrucción del ser clásico y su fuertismo moderno se
celebra ahora en nombre de una posmodernidad líquida, la cual liquida la violencia
típica del ser sólido como fundamento inmutable de una verdad impuesta de arriba
abajo por una razón pura o puritana de carácter olímpico e, in extremis, fascistoide.
El ser clásico, en efecto, es el fundamento consagrado de un heroísmo luminoso
que trata de acabar aguerridamente con las tinieblas del mundo y la oscuridad del mal
en nombre de la idea abstracta y absoluta del Bien sin mezcla de mal alguno. Es la
guerra santa de Dios contra el diablo y del Héroe contra el monstruo o dragón, la lucha
de la luz olímpica contra la cueva o caverna mitológica, una arquetipología que se repite
en la violencia del hombre y lo masculino contra la mujer y lo femenino, del rico contra la
pobreza y el pobre, de el/lo superior contra lo inferior o inferiorizado (fuerte contra débil,
blanco contra negro, heterosexual versus homosexual, presumida belleza contra pre-
sunta fealdad, sentido versus contrasentido, identidad frente a diferencia). Pero lo repri-
mido y oprimido vuelve y se revuelve hoy contra su opresor o constrictor.
En la filosofía heideggeriana lo relevante clásicamente está significado por el ser
como revelante o revelación, desvelamiento o desocultamiento, así pues por la verdad de
tipología masculina (alétheia). Por su parte lo oprimido/reprimido está consignificado
sintomáticamente por la ausencia y el ocultamiento, la oscuridad, el vacío y el olvido, así
pues, por el enigma cuasi femenino del velamiento (lethe). En efecto, el ser heideggeria-
no se dice apofánticamente y se desdice apofáticamente, dice realidad mundanal (aper-
tura ad extra) y surrealidad intramundana (apertura ad intra), extroversión e introver-
sión, mundo y alma, exterioridad e interioridad, desocultamiento y ocultación, verdad
como iluminación o claro hermenéutico y sentido como misterio hermético, así pues,
explicación o despliegue e implicación o repliegue. El propio Heidegger habla del ser
como mito de origen caracterizado por el «salto» (Sprung) que condiciona a lo condicio-
nado (el ente), el cual aparece como liberándose del ser y pagando dicha liberación
inmanentemente, al tiempo que el propio ser comparece como liberándose del ente y
pagando dicha liberación trascendentemente.
Parafraseando a Gadamer, podríamos afirmar que el ser que puede ser comprendido
es sentido o, más exactamente, sentido y contrasentido, apertura y retranca, acción y
retracción, acontecimiento y retraimiento, conjugación y declinación, logos y mito, ra-
zón y afección. La verdad clásica del ser como desvelamiento (alétheia) ha olvidado el
olvido (lethe): el contrapunto del velo y la oscuridad, de la caverna cohabitada por el
monstruo irracional y el dragón irracionalizado. El ser clásico y su verdad sublime se ha
olvidado de lo subliminal latente como contrasentido o sinsentido, opacidad y muerte,
dolor y pavor: todo aquello que en Heidegger es denotado o connotado por el abismo y lo
abismático, el caos y lo destinal.
En su obra memorialista No ser Dios, G. Vattimo nos invita a «saltar en el ser como
abismo», así pues, atenernos a la inestabilidad de un fundamento sin fundamento. Tra-
ducido a nuestro propio discurso, ello significa que Dios no es el Héroe que intenta
vencer al diablo sino el que trata de redimirlo, mientras que el hombre no debe ser el
héroe que trata de abatir a lo considerado malo sino el que debe intentar salvarlo. La
lucha «fasciofálica» del Bien contra el mal debe resolverse en la lucha democrática del
bien (lo bueno) con el mal (lo malo). Y es que luchar por matar el mal radical, simboliza-
do por la muerte, resulta irrisorio si no fuera irritante. No podemos matar la muerte

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

porque somos muerte, lo que hay que hacer es saber morir sin violencia propia o ajena,
intentando asumir nuestra contingencia compasivamente.
Pero entonces el ser como junción o juntura de los seres comparece como su conju-
gación, apalabramiento y coimplicación. Cabe caracterizar a un tal ser-juntura como el
quicio (desquiciado) de la creación, así pues como el amor de los contrarios. En el pro-
pio Heidegger el ser se mundaniza como «cuadratura» de cielo y tierra, divinos y huma-
nos: una cuadratura que se resuelve relacionalmente en su circulación a modo de coim-
plicación de los opuestos. Pero para ello la vida en su verdad (alétheia) tiene que asumir
su revés (lethe), el cual es la muerte como decadencia o decaimiento de la verdad, preci-
samente para no tener que proyectarla en el otro o los otros así mortificados. Ello signi-
fica que la verdad debe asumir la no-verdad (su falsación o mentira), lo mismo que el ser
al no-ser y Dios al diablo. Como anota el semiólogo T. Todorov:

La concepción del mundo opone radicalmente lo bajo y lo alto, el presente y el futuro, el


mal y el bien, y quiere eliminar definitivamente el primer término. Si ese ideal deja de ser
un horizonte y se convierte en regla para la vida cotidiana, sobreviene el desastre: es el
reino del terror.
Pero la elección no es entre realismo e idealismo, sino entre su separación absoluta o su
contigüidad relacional, ya que la mezcla es una verdad auténtica de la condición humana.
No se trata de sacrificar el arte a la vida (como acabó haciendo Wilde), ni de inmolar
la vida en el altar del arte (como aconseja Rilke), ni tampoco de separar ser y existir (como
quiso Tsvietáieva), sino hacer más bella la vida común. Pues el absoluto al que tenemos
acceso no es cualitativamente diferente de lo relativo, sólo es un estado más denso y depu-
rado [Los aventureros del absoluto].

Propondría el arte culinario —la gastronomía— como símbolo del sentido de nues-
tra existencia, atravesado por el sinsentido del hambre como vacío o vaciado corporal.
No en vano el sentido tiene que ver con lo sentido, o sea, con el sabor: el sentido es el
gusto por lo sentido, y en la comida encontramos el contraste de los elementos nutri-
tivos en su cocción o relación humana: paso de la naturaleza a la cultura y régimen de
mezclas que posibilitan nuestra vida a través de la metabolización del medio comesti-
ble. En la comida realizamos la articulación de los contrarios a través de su asimila-
ción, mediante la asunción y la regeneración, consignificando así la mediación de los
contrarios. Ya F. Nietzsche confió tras B. Gracián al juicio artístico del gusto —«el sí y
el no del paladar»— el sentido de nuestra existencia humana basada en la valoración
estética de lo real.
Decía Faustino Cordón que cocinar ha hecho al hombre: no solamente porque des-
hace el hambre, sino porque transforma la materia en vida en medio de un ritual de
compartición, comunión y comunicación interhumana. De ahí la importancia del «vien-
tre» entre los epicúreos, así como de la restauración desde nuestros orígenes a nuestros
días. En donde lo crudo representa la crudeza de la vida, y lo cocido la remediación de
dicha crueldad. De este guiso/guisa que tiene lugar en la cocina, se aúnan la vida silves-
tre y la existencia humana, en medio de un rito que sintetiza los contrastes entre lo agrio
y lo dulce, lo salado y lo soso, lo sólido y lo líquido, el alcohol y el agua, el sabor y el olor.
Como en el caso del ser heideggeriano, la comida como relación y mezcla de con-
trastes se basa en la ley ontológica del don y la retención, de donación y reserva, de
despliegue y repliegue, de apropiación y expropiación, de vida o afirmación y de muerte
o negación. Ello comparece específicamente en la comida dionisiana, en la que el propio
ser (totémico) muere y resucita como tótem y tabú a un tiempo. Pero el propio ser se

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expresa en la comida en general como realidad y surrealidad, al tiempo que el sentido se


experiencia como gusto trascendental por el sabor de la vida y el sinsabor de la muerte
reunidos simbólicamente. En efecto, la comida simboliza la iniciación radical en el enig-
ma del ser como sentido de la inmanencia mundana y de la trascendencia interior, así
como la trasmutación radical de la vida en muerte y de la muerte en vida. Una transmu-
tación que podemos observar sucesiva o diacrónicamente o bien simultánea o sincróni-
camente en la realización de todo ágape.
De este modo, la comida —ágape— comparece como arquetipo del ser —agapé—:
como asunción de los contrastes y contrarios, simbolizados por la presencia y la ausen-
cia, el metabolismo y el catabolismo, la vida y la muerte en comunión o comunicación.
El ser-sentido de la vida como amor de los contrarios parece resumirse en la enigmática
expresión que R.M. Rilke acuña para referirse a su propio amor humano situado entre
lo divino y lo demónico: «Anular el impulso infinito de dar con un incomprensible retro-
ceso» (Malte). Se trata de un amor situado entre la metabolización y la catabolización,
entre lo sublime y lo subliminal, entre la asimilación y la desasimilación, entre la apertu-
ra al Ángel y el encierro telúrico. El amor es el archisímbolo de nuestro sentido existen-
cial en este mundo, y el amor se define finalmente como violencia sin violencia y viola-
ción sin violación: ambivalencia asumida.
He aquí que buscamos fundamentar una ética de la vida: pero la ética es desfun-
damentación de lo real en ideal, del ser en el deber, de lo cósico en lo personal, de la
vida en la existencia y del mundo en el hombre. Una desfundamentación de la realidad
de lo real en su surrealidad o trascendencia interior (intratrascendencia). Por última
vez el ser heideggeriano simboliza la inmanencia de la historia y lo otro de la historia,
el despliegue luminoso y el repliegue oscuro, al modo del Dios de la Cábala de Luria
que se contrae temporalmente creando espacio para su creación, de manera que se
abisma y se retiene, se da y se contiene, se comunica al hombre a la espera de su
respuesta o responsabilidad.

Excursión a Grecia

Martin Heidegger se resistió a visitar Grecia por temor a que le defraudara su propia
visión helena. Finalmente realiza esa visita ya septuagenario en 1962, partiendo de Ve-
necia hasta las islas griegas y el continente. La visita defrauda a veces pero recompensa
en otras, especialmente la visión de Delos. Mas la importancia de la visita del filósofo a
Grecia radica para nosotros en las escuetas pero fundamentales notas que toma en el
viaje, notas publicadas en 1989 bajo el título Estancias/Aufenthalte. En ellas nuestro
autor expone sintéticamente su concepción de Grecia y de lo griego en su última etapa
filosófica, delineando por última vez su hermenéutica de la verdad.1
El texto comienza tras la estela de Hölderlin deplorando la huida de los dioses
(griegos), lo que ha condicionado un vacío desolado en el mundo del hombre. Ese vacío
habría sido rellenado frenéticamente por la planificación tecnocientífica del brutal ma-
quinismo moderno como montaje o tinglado (Gestell). Pese a ello nuestro autor trata de
abrir el horizonte en el que un día pueda comparecer «el Dios venidero», una alusión al
Dioniso posnietzscheano.

1. M. Heidegger, Aufentalte, Klostermann, Frankfurt, 1989; Estancias, Pre-textos, Valencia, 2008,


traducción de I. Reguera.

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

El viaje se inicia en Italia, concretamente a Venecia, en donde el filósofo germano


observa cierta «decadencia» sin duda respecto a los griegos que ya tiene in mente, una
típica concepción heideggeriana de lo latino como decantación decadente de lo heleno.
También la posterior visión de Itaca, la patria de Ulises, se le aparece como poco griega,
al observar su iglesia bizantina de carácter oriental. Ni siquiera Olimpia y el bello valle
del Alfeo le parecen griegos, pues no logra encontrar aún el carácter «agonal» heleno,
basado en la lucha de los opuestos.
Esta lucha entre los opuestos está encarnada en el lenguaje (logos), en el que lo real
se desvela y oculta al mismo tiempo. Pues bien, es en el museo de Olimpia donde puede
observarse esa lucha dialéctica entre los contrarios: los lapitas y los centauros o bien
Pélope y Enómaco. Pero esa lucha comparece enmarcada griegamente en «el silencio
como espacial», un silencio que posibilita la serena compresencia del «Dios invisible».
Mas es en Micenas donde comienza a revelarse el enigma griego como un enfrenta-
miento con el mundo pregriego de carácter oriental, no se olvide que Micenas recoge la
herencia prehelénica de Creta:

En Micenas se hacía sentir una resistencia frente al mundo pregriego, a pesar de que sólo
por el enfrentamiento con él consiguieron los griegos lo suyo propio. Encontrar eso, de
una vez, era lo único que deseaba.2

Ahora bien, ¿cómo se caracteriza eso prehelénico en cuya confrontación aparece lo


específicamente griego? Eso prehelénico es de signo oriental y está simbolizado por el
principio matriarcal de la existencia —la Diosa—, mientras que lo griego representa el
orto de Occidente y es de significación patricial simbolizado por el Dios (Zeus). Heideg-
ger ha intuido la cuestión no sólo poética a través de Hölderlin, sino también filológica a
través de Nietzsche, el cual conoció al respecto la obra pionera de J.J. Bachofen, cuyo
título fundamental es El derecho materno.3
Significativamente Heidegger saluda la presencia de la diosa Hera en el país argivo,
pero muy especialmente la presencia del principio femenino en la isla de Creta, lugar de
transición entre Alejandría y Atenas:

Creta es la mayor de las islas griegas, acantilada sobre el mar en poderosas sacudidas
montañosas, y encerraba un mundo pregriego aún más extraño. De las ciudades y palacios
de la cultura minoica, desenterrados por primera vez en nuestro siglo, visitamos única-
mente Cnosos desde Iraklion. En un amplio valle entre montañas, profusamente plegado,
el laberíntico palacio da testimonio de una existencia no belicosa, dedicada sólo a la agri-
cultura, al comercio y a la alegría de vivir, pero altamente estilizada, híper-refinada. Parece
que fue una divinidad femenina la que concertó toda la veneración sobre sí misma. Lo que
se manifiesta allí es esencia egipcio-oriental. Enigmático como todo el conjunto es el signo
continuamente presente de la doble hacha. Todo está dirigido a la suntuosidad, a la deco-
ración y ornamento.4

En realidad Creta realizaría un primer tránsito o transición del trasfondo oriental


de signo silvestre o naturalista a la racionalización occidental, traspasando así de la

2. M. Heidegger, op. cit., p. 25,


3. Bachofen era colega y amigo de Nietzsche en la Universidad de Basilea; véase de Bachofen,
Mitología arcaica y derecho materno, Anthropos, Barcelona, 1985. Curiosamente Heidegger, que tam-
bién conoce la obra bachofeniana, dedica su texto a su esposa Elfride, pero en su calidad de madre.
4. Heidegger, op. cit., pp. 29 y 30.

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Andrés Ortiz-Osés

pasión a la serenidad. En exacta terminología heideggeriana, Oriente nos habría legado


un «fuego oscuro» que lo griego-occidental habría «clareado», pasando así de lo desme-
dido a lo medido. Por cierto lo desmedido parece simbolizado en el/la mar, mientras que
lo medido está significado en la tierra acotada.
La inteligencia de Heidegger está en observar ya en Cnosos y en el museo de Iraklion
(Heraclion) el brillo que, como viera certeramente nuestro Zubiri, funda la luz o lumino-
sidad. Por lo tanto hay cierta continuidad dialéctica entre la brillantez de Cnosos y el
brillo de la realidad como «cosmos» cohabitado por el fuego heraclíteo, una continui-
dad que pasa del fuego oscuro (pregriego) propio de las entrañas de la tierra al fuego
claro (griego).
Lo más fructífero filosóficamente es precisamente esta dualidad entre el fuego os-
curo y el claro (el rayo de Zeus), entre lo desmedido y lo medido, entre la ausencia y la
presencia. Se trata de lo que Heidegger llama un «trueque mutuo, replicante» entre el
encender y el apagar, el lucir y el oscurecimiento, el aparecer y su retirada, ya que la
naturaleza se esconde en su raíz pero se manifiesta en su fruto. Esta mutua replicación
es a su vez una réplica de la confrontación entre Asia y Europa, la materia y la forma, la
pasión y su articulación, tal como Heidegger medita en Rodas junto al Asia Menor.
Pues bien, toda esta problemática encuentra su máximo símbolo en la isla de Delos,
cuyo significado es «la que luce ocultando todo y la que congrega todo en su apertura».
Y lo que manifiesta y oculta específicamente Delos es el nacimiento de Apolo y su her-
mana Artemisa, así pues, de Apolo el luciente y de Artemisa escondida en el desierto. Se
trata de «la mutua correspondencia» del dios y de la diosa, del principio apolíneo, mas-
culino y fálico (phalós dice brillo) y del principio artermisano, femenino y onfálico. De
este modo Delos es la isla sagrada que funge como «centro» de Grecia, por cuanto cobija
lo sagrado resguardándolo de lo profano, o sea, de su dicción profana o profanación
(desvelamiento puro).
De aquí que Delos sea la encarnación heideggeriana de la verdad como «alétheia»,
la cual ofrece estancia tanto a la ausencia como a la presencia. Tal verdad es el «mito»
que se desplega como «logos» en Grecia, configurando así una mito-logía basada en la
conjunción de la diosa y del dios, así como en la conjugación de lo matriarcal-femenino
y lo patriarcal-masculino. El primer aspecto procede del fondo pregriego y está simboli-
zado por Hestia, la diosa del fuego oscuro del hogar; el segundo aspecto promana de la
mentalidad helénica y está significado por el rayo preclaro de Zeus.
Así que Heidegger ha leído filosóficamente al filólogo Nietzsche con su disección
entre lo dionisíaco y lo apolíneo, lo oscuro e irracional y lo claro o racional. Dioniso es el
hijo-amante de la diosa (Deméter), mientras que Apolo es el hijo amado del Dios (Zeus).
Si el Dios representa la simbólica de las saliencias (lo fálico, manifiesto o luminoso,
solar), la diosa representa la simbólica de las entrancias (lo onfálico, el ombligo velado,
lo numinoso y lunar). Por ello la auténtica verdad no es sólo desvelamiento o revelación
masculina, sino también velamiento femenino: de aquí que la verdad como «alétheia» se
defina como Hestia, palabra que nombra la diosa del hogar y el hogar mismo, en cuanto
fuego sagrado que sale a la luz desde las entrañas de la madre tierra.5
Tras abandonar Delos, donde Heidegger recibe la revelación de la verdad del ser,
nuestro autor arriba a Atenas y se dirige a la Acrópolis, visitando el templo de Atenea
Parthenos, el Partenón con su brillo a la vez revelador de una presencia bien delimitada
(apolínea) y de una ausencia ilimitada (la de la propia diosa). De nuevo reaparece la

5. Heidegger, op. cit., p. 37.

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

presencia de lo presente y el hueco o vacío de una ausencia significativa: la huida de los


dioses, y en especial de la diosa por su especificidad femenina significada por su onfali-
cidad (hueco u ombligo sagrado).
El viaje de Heidegger a Grecia continúa con una visita a la isla de Egina y finaliza en
Delfos. En Egina nuestro autor descubre el templo de Afea. La diosa cuyo nombre (a-
faia) nombra lo que no aparece sino que se esconde, denotando así el sentido griego de
la existencia ya que «todo lo claro de la existencia griega encerraba y ocultaba en sí la
oscuridad, pues celebraban tierra y cielo igual de próximos, como patria y no-patria al
mismo tiempo». Otra vez la complicidad dualéctica de los contrarios, tierra y cielo, que
yo por cierto traduciría más exactamente como matria (Heimat, Mutterland) y patria
(Vaterland) respectivamente.6
Y ya llegamos al final, Delfos al borde del monte Parnaso, en plena Grecia continen-
tal. Heidegger concita a Hölderlin y su visión de que en Delfos la diosa Gaya, madre de la
tierra, cuyo ombligo se venera allí, da a luz al helenismo. En efecto, Delfos albergaba un
santuario oracular primero regido por la Pitia o Pitonisa en nombre de la diosa madre,
aunque luego recae en manos de Apolo señalando así el tránsito o transición de la diosa
al dios. Pero la inteligencia de Heidegger está de nuevo en coimplicar ambos aspectos de
la tradición, así como finalmente en expresar la esperanza en la venida o advenimiento
del espíritu griego, capaz de sobrepasar nuestra civilización tecnocientífica abriendo la
humanidad a lo sagrado.
Con ello cerramos el librito heideggeriano en el que se narra el viaje tardío a una
Grecia tardía. El interés del texto está en ofrecernos las claves de la filosofía heideggeria-
na sobre lo griego. Y lo griego emerge en diálogo crítico y en lucha afrontativa de lo
pregriego y su carácter oriental. Si en Nietzsche lo griego está representado por Apolo
en lucha (agon) con el Dioniso pregriego, en Heidegger lo griego está representado por el
logos de la claridad y lo limitado, de la serenidad y la mesura en lucha con lo oscuro y
pasional, lo desmedido y desmesurado. Curiosamente el primer miembro está personi-
ficado por el Dios y su revelación, mientras que el segundo está personificado por la
Diosa y su velamiento.
Y sin embargo hay una dualéctica o coimplicación entre el dios y la diosa, de modo
que lo griego se compone de lo griego en polémica (pólemos) con lo pregriego. De esta
guisa la verdad del ser y su estancia existencial radica en un diálogo radical de la razón
con su claridad emergente y del mito con su oscuridad demergente, de los dioses olímpi-
cos y de las diosas telúricas, del fuego celeste y del fuego del hogar, del mundo delimita-
do y del mar caótico e indiferenciado.
La verdad del ser como sentido de la existencia se muestra en una dialéctica de los
contrarios simbolizados por oriente y occidente, lo sagrado y lo profano, lo cóncavo y
lo convexo. Esta dialéctica de los opuestos sitúa nuestra realidad y realización huma-
na entre el silencio espacial (el vacío oriental) y la palabra temporal (el ruido occiden-
tal), así pues, entre el pasado originario y el futuro proyectado como un proyectil.
Parece que los griegos lograron según Heidegger cierto equilibrio dinámico entre esos
contrarios u opuestos, precisamente al acceder a lo claro o racional sin reprimir lo
oscuro, mítico o religioso:

La verdad como «alétheia» en su ocultar desocultante brinda estancia a la propia «physis»


(natura), al puro abrirse encerrado en sí.

6. Puede consultarse Heidegger, op. cit., p. 50.

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Andrés Ortiz-Osés

Es verdad que en otro tiempo lo asiático trajo a los griegos un fuego oscuro, cuyo
flamear conformó su creación y su pensar en la claridad y la medida. El destino de lo
griego se modeló en confrontación con Asia, en tanto trasformó lo salvaje, serenó la pasión
en algo más grande, que resultó demasiado grande para los mortales, abriéndoles el espa-
cio de un temor reverente.7

El ser heideggeriano mienta precisamente el enigma simbolizado y lo sagrado hu-


manizado, así como la propuesta de apertura de un ámbito en el que la violencia técnica
se retire para dar paso a una estancia veritativa, en la que se preserve lo abierto y no se
cosifique el sentido. Su arquetipo griego bien podría ser el Hermes de Praxíteles, visiona-
do por el propio Heidegger en el museo de Olimpia y considerado desde su adolescencia
como el ideal del arte escultural heleno. Un Hermes que recoge en su mano izquierda a
Dioniso niño, y cuya mano derecha se abre, rota, a la ausencia.

Visión heterodoxa

Espero que no se considere una desacralización de lo sagrado ni una frivolización de la


verdad heideggeriana mi referencia ahora a la obra de un poeta heterodoxo: Luis Anto-
nio de Villena. Al fin y al cabo, el poeta se considera un heredero del paganismo griego,
representado por los jóvenes dioses cuyo esplendor posa y pasa. En su poesía concelebra
la belleza de Apolo bajo la perspectiva de Dioniso, el dios del exceso, la embriaguez y la
desmesura. El autor preconiza «embriagarse en belleza», una belleza que remite ya no a
la Grecia clásica sino a la Grecia asiática:

Su origen no es muy claro, su hermosura perfecta:


Una lineal belleza como de Grecia asiática.8

En realidad más que lineal la belleza greco-asiática sería curva o curvilínea, tal
como puede entreverse todavía en los frescos de Cnosos. En todo caso, en esta poesía no
atraen los dioses griegos perfectos tipo Apolo en sí mismos, sino en un contexto oriental
de signo dionisiano:

Se marcharon los dioses del Olimpo:


Otros dioses adoramos ahora, orientales.

El esplendor de la belleza griega se ha vuelto decadente y posmoderno, remitiendo


así a los orígenes asiáticos, exóticos o barrocos. Tanto lo oriental como lo exótico o
barroco mientan aquí no ya lo heleno puro sino el helenismo impuro y, por tanto, la
mezcla y el exceso, el mestizaje y la simbiosis que caracteriza nuestra época. El paradig-
ma de esta belleza es «un rostro perfecto de muchacho y doncella», en donde se celebra
la confusión de los contrarios.9
Frente a la visión solar griega, aquí se concelebra una revisión lunar, por eso
frente a la figura del padre emerge la contrafigura o figura contracultural de la madre
como Esfinge orientalizante. La gran madre que funge a la vez de madre en cuanto

7. Heidegger, op. cit., pp. 30 y 31.


8. Luis Antonio de Villena, Honor de los vencidos, FCE, México, 2008, p. 58.
9. L.A. de Villena, op. cit., p. 31.

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

matria o humus indefinido y de padre en cuanto voz definida. Y es que el amor de la


madre divinizada nos aparta del padre desdivinizado y nos lleva al amor de los hijos de
la madre.
Ahora bien, psicoanalíticamente la regresión a la madre impediría el acceso a la
mujer, permitiendo sólo el juego erótico con los hijos de la madre: los muchachos o
adolescentes, los efebos. El peligro del incesto simbólico con estos hijos de la gran
madre es conjurado en el socratismo por la presencia cuasi paterna del pedagogo, así
como por el proceso de sublimación típicamente platónico de carácter ascensional.
Pero en esta poesía heterodoxa la madre es la presencia de fondo y el padre es la
ausencia de horizonte:

EL ENIGMA DE EDIPO
Porque en ti madre me aparece la vida
sin peligro, y el amor que te tengo
—como el más verdadero—
nunca puede nombrarse.
Es muy cierto también que otras veces quisiera
haberte perdido por completo, o sentirte, al menos,
bondadosa y lejana. Pero tú sabes cuánto te necesito.
No sé cómo nombrarte. Y si amo las formas, la belleza,
tal vez sea porque tú me obstruyes cualquier otra
pasión.
Eres el fondo, el humus de la tierra, la patria
original que supera tus manos, un légamo caliente,
sima de la materia sensitiva. Y sin embargo
yo quisiera con ello, tus ojos para siempre, el sonar
de tu voz tan definido,
los nombres que me diste cuando tu sed
delira, y tu inmensa ternura, tu cariño profundo como
el fuego, mientras tiento tus uñas y tu pelo, y te sé tú:
Maravilloso ser, exactamente, cuyos brazos me abrazan
y me cuidan.10

Así que aquí lo decisivo no es el dios griego sino la diosa pregriega recuperada en el
helenismo de nuestro tiempo, en cuyo contexto contracultural el sentido se convierte en
senso o sensual, la estética en esteticismo y la cadencia clásica en decadencia posclásica
(veneciana). Detrás del amor se busca el eros libidinal, y parece difícil conciliar amor y sexo:

Porque detrás del deseo hay lluvia,


Y detrás del jardín se busca otro Jardín,
Y otro deseo al sol,
Y otro cuerpo que arda, en similar materia, y que no dañe.11

El problema es que detrás del jardín se busca otro Jardín: pero se trata del Jardín de
las delicias del Bosco, y no de un Jardín platónico. El platonismo asociado al cristianis-
mo es considerado aquí como pura y mera represión, con lo que se imposibilita cierta
sublimación del eros en amor y del sexo en seso o sesera autocrítica. Pues cuando advie-

10. L.A. de Villena, op. cit., p. 68.


11. L.A. de Villena, op. cit., p. 77.

CLAVES DE LA EXISTENCIA 541

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Andrés Ortiz-Osés

ne la crítica suele ser demasiado tarde para el amor evacuado por el lujo asiático de la
lujuria incontenida.
Y es que en nuestro tiempo disipado la contención estoica no se considera el lúcido
contrapunto del exceso epicúreo, olvidando así que sin cierta contención no hay conten-
tamiento. En su lugar se predica el «santo exceso», la ebriedad que acaba en tedio y
desguace, lo desmedido. Por eso la felicidad se concibe como disarmonía o desarreglo,
disonancia respecto a toda consonancia. Es el efecto de la presencia de Afrodita munda-
na o mercenaria frente a la Afrodita celeste.
Y bien, con ello la clásica lucha agónica entre los contrarios, narrada filosóficamen-
te por Heidegger, se convierte en antilucha lunar: la forma cede a la materia, Apolo a
Dioniso, el padre Zeus a la diosa madre y la polémica asuntiva al sucumbir pasivo de la
pasión. De esta manera lo griego agónico se convierte en agonía decadente, evitando el
acceso a la serenidad turbada por una cultura histriónica. Precisamente Heidegger pro-
pugna muy griegamente la serenidad frente a la turbulencia de nuestro mundo, aunque
implicando un sesgo pasivo o lunar junto al clásico activo o solar. La serenidad heideg-
geriana se dice «Gelassenheit», cuya plausible traducción sería dejar-ser, connotando
cierta dejación o dejadez lúcida que lo acerca al búdico «wu-wei» como no-forzar, una
especie de rasgo antiheroico de carácter sapiencial.
Pero con el dualismo de uno u otro signo los modos y modales coimplicativos se
pervierten en modas y modismos incapaces de coimplicar los contrarios: eros y amor,
materia y forma, la diosa y el dios, la tierra y el cielo. Al desenganchar un término del
otro abandonamos toda conjugación y terminamos en extremismos: sea el extremismo
del idealismo frente a lo real o viceversa, de Apolo frente a Dioniso o viceversa, del dios
frente a la diosa o al revés. El resultado de semejante disyunción es la desimplicación de
los opuestos que nos constituyen como compuesto realmente humano, y no como sim-
pleza subhumana o sobrehumana.
Frente al antiguo lema de Bachofen (antiquam exquisite matrem, buscad a la madre
antigua) y al nuevo lema de la modernidad (novum adquirite patrem, adquirid un nuevo
padre), el lema humanista mediador y mediado afirma transversalmente: medialem re-
quirite fratrem (requerid la hermandad medial). Requerimos una fraternidad medial
capaz de remediar los extremos humanamente y no parcial o dimidiadamente. Dicho
antropológicamente, no necesitamos tanto al hermano mayor que representa al padre,
ni al hermano menor que representa a la madre, sino al hermano medio o medial —el
famoso segundón— que nos representa a todos como hijos /hermanos de una estancia
común y cómplice (democráticamente).
Hablando precisamente de complicidad quisiera rescatar aquí un apunte perso-
nal de carácter filosófico-poético, en el que se afirma no sólo la hermandad antropoló-
gica entre los hombres, sino también la hermandad teológica entre Dios y el mismísi-
mo diablo:

COIMPLICIDAD
Siendo el diablo descrearía el mundo,
Mas siendo Dios recrearía el universo.
Siendo un ángel lo creería todo,
Mas siendo un mero hombre todo lo descreo.
Si fuera yo tú, podría amarme en ti,
Si fueras tú yo, podría amarte en mí.
No siendo yo tú, ya no me puedo amar,

542 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Conclusión general. El sentido de la vida humana

No siendo tú yo, tampoco te amas tú.


Acaso si pudiera ser yo tuyo,
Quizás si fuéramos tú y yo también,
O bien si fuera el diablo también Dios,
Pudiéramos hacer lo nunca hecho
Podríamos pensar lo aún impensado
Podríamos amar cual no se amó.

En este poemilla se pretende afirmar, según lo dicho, tanto la hermandad antropo-


lógica interhumana, como también la hermandad teológica entre Dios y el diablo. A este
último respecto caben dos posibilidades abismáticas: la primera es que Dios sea a la vez
demónico, la segunda es que el diablo sea también sagrado. Si examinamos la llamada
«historia sagrada» podemos observar cómo el demonio forma parte de la estructura
general soteriológica, o sea, del armazón religioso del cristianismo, con lo cual parece
validarse la segunda posibilidad abismática (el diablo es también sagrado). Pero para-
dójicamente, al validarse la compresencia del diablo en la historia de la salvación o
redención, queda también revalidada la primera posibilidad abismática, según la cual
Dios es a su vez demónico (no exactamente demoníaco), precisamente porque su obra
salvífica precisa del diablo como contrapunto crítico.
Una visión de nuevo coimplicativa del sentido de nuestra existencia. Una visión que
evita recaer en el dualismo clásico de signo gnóstico o maniqueo en nombre de una
concepción dualéctica de lo real, al tiempo que evita la trampa del panteísmo clásico. La
consecuencia antropológica para nuestro problema de la felicidad es la siguiente: no es
feliz el que se da al exceso, pero tampoco es feliz el que se da al receso o defecto. Ahora
bien, el que se queda en el medio sólo alcanza una felicidad a medias, por ello precisa-
mente cohabita el ámbito de la melancolía. Entre el todo o plétora simbolizada por Dios
y la nada o nihilismo simbolizado por el diablo, es propio del hombre ser alguien que
puede hacer solamente algo en el mundo.

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EPÍLOGO
GALERÍA DE SÍMBOLOS

Andrés Ortiz-Osés

Presentación: interpretación de imágenes


Ahora, alumbrado mágicamente por Eros, se destacó
profundo y rico el manantial de las antiguas imágenes.
H. HESSE

La idea central de un Libro de símbolos radica en proyectar una especie de «museo


hermenéutico», en el que se lleva a cabo la interpretación o comentario de un núcleo
significativo de imágenes simbólicas relevantes en el contexto de nuestra existencia hu-
mana. La intención de esta obra consiste en articular un imaginario simbólico del senti-
do del hombre en el mundo, siquiera de forma selecta o selectiva.
Éste es un texto de reflexión simbólica sobre imágenes reales o conceptuales, con-
cretas o abstractas, físicas o metafísicas, materiales o formales, destacadas de nuestra
vivencia individual y de nuestra convivencia colectiva. El hermeneuta o intérprete abor-
da una serie de imágenes cuya mediación o comprensión realiza tentativamente para el
lector, tratando de abrir y no encerrar su significación. Tenemos, pues, una primera
imagen a modo de texto, su interpretación contextual por parte del autor, y finalmente la
recepción del lector en su propia textura o contextura vital.
Así que la imagen dice algo textual, el intérprete lo intertextualiza y el lector lo
recibe en su propia contextualidad existencial. La operación fundamental es mediadora
y consiste en simbolizar una imagen dada en su dación o dinámica interpretativa. Ello
conlleva resignificar o reconstruir la imagen, restaurarla o amplificarla, reimaginarla o
recrearla en su sentido consentido o compartido.
A tal fin un buen método consiste en desmitologizar la imagen de sus prejuicios y
remitologizarla significativamente, es decir, redimir su sentido caído o decaído —decaden-
te— por medio de un decantamiento diacrítico. Pero ello conlleva una revisión del mundo a
través de sus imágenes, símbolos e iconos más representativos. Tal revisión se realiza de un
modo recreador o recreativo, abridor o desopturador, pero no de modo arbitrario.
En efecto, la interpretación simbólica está presidida por la «inteligencia afectiva»,
la cual capta la realidad imaginal de modo aferente, a través de la dualéctica que estable-
ce entre distancia y cercanía, revisión y visión, desligación y religación, desmitologiza-
ción y remitologización, ironía y amor. Pues toda auténtica interpretación libera el sen-
tido a través de su religación, abre el sentido a través de su asunción, amplifica el sentido
a través de su implicación.
La concepción de esta obra procede del editor amigo Javier Torres Ripa. Al princi-
pio me pareció un proyecto extraño, pero finalmente me ha resultado un proyecto entra-
ñable. Esperamos que el lector disfrute hermenéuticamente tanto como su autor en su

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Andrés Ortiz-Osés

composición, ya que se trata de una tarea bien interesante culturalmente. De ella ofrece-
mos aquí una primicia textual, aunque sin sus imágenes o ilustraciones correspondien-
tes, las cuales deben ser recordadas o rememoradas o bien imaginadas y proyectadas
por el lector. Este lector avisado podrá observar nuestro interés por llevar ciertos temas
cultos al ámbito de la vida cotidiana, así como por acercarnos en otros a la cultura
popular a través del lenguaje ordinario.

Obertura: Adán, amor y melancolía

En la creación del hombre, Dios lo crea a su imagen y semejanza encarnadas, pero a su


vez el hombre recrea a Dios a su imagen y semejanza sublimadas. Por eso hay una
correlación de fuerzas entre ambos, Dios planea en el cielo y se abaja hacia el suelo,
mientras que Adán yace en la tierra y se yergue hacia el cielo en justa correspondencia.
Este Adán de Miguel Ángel procede de la bóveda de la Capilla Sixtina y lo muestra
tumbado en la naturaleza en posición de cierta dejadez, como desperezándose relajada-
mente. Sin embargo, hay también cierta languidez en su gesto, sin duda debido a la
ausencia de Eva, que Adán alberga aún en su costado implícita o implicadamente.
Tal Adán es entonces un Adán androgínico, aún no desdoblado, que recoge su áni-
ma femenina en su interior hasta que Dios la sonsaque y concree. Por su parte, también
el Dios creador alberga el ánima en su interior, asumiendo así el carácter procreador de
signo matriarcal.
El cuadro miguelangeliano rezuma amor y melancolía: es la escena primigenia del
hombre en sus orígenes, protegido por el dios Padre y la diosa Madre, aquí simbolizada
como madre naturaleza que se proyecta en el Jardín del Edén. En donde la desnudez
adánica/edénica es el símbolo de la pureza perdida.
Pero lo más intrigante del famoso fresco renacentista es la cuestión del sentido
existencial, consignificado por la conjunción del dedo índice del hombre y Dios. El divi-
no índice señala simbolizando y simboliza creando, mientras que el índice humano
señala simbolizando y simboliza recreando.
El índice de Dios es decisivo y decisorio o definitivo, porque encuentra; el índice del
hombre es indeciso e indefinido porque busca. Ahora bien, como aduce san Agustín,
el hombre no buscaría a Dios si no lo hubiera encontrado de algún modo indefinido o
borroso. Pues en toda búsqueda auténtica hay un encuentro latente o latiente, implícito
o implicado, como ocurre en la búsqueda amorosa, en la que el amor recrea amor.
(Síntesis final.) En este cuadro veo yo plasmada la auténtica realización humana, la
cual se definiría como: ser uno mismo, abierto al otro. Autoafirmación y heteroafirma-
ción, ser y estar, aferencia y oferencia, religación y libertad, amor y humor (el cual obvia-
mente forma parte de la melancolía humana de estar en este mundo y no en otro).

I. SÍMBOLOS ARTÍSTICOS

La Gioconda: la sonrisa de la esfinge

Los ojos de la Gioconda son rasgados o almendrados, orientales, y miran a un mismo


tiempo ambivalentemente: blandos y duros, simpáticos y petrificadores, lascivos y pene-
trantes. Por el contrario, la nariz es larga y occidental, provocando cierta seriedad en el

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Epílogo. Galería de símbolos

rostro femenino. Por su parte, la boca cual acento circunflejo pareciera sintetizar los
ojos oblicuos y la nariz recta en un rictus ambiguo pleno de misterio interior.
Completa el retrato una barbilla adolescente y unos pechos que oscilan entre el
alabastro santo y la sensualidad pagana. Cierra el cuadro una mano de nácar plegada
sobre la otra encima del brazo de un sillón.
Leonardo da Vinci ha pintado a Mona Lisa enigmáticamente, difuminando el color
oscuro de su cabello y sus vestidos según la técnica del «sfumatto» y el claroscuro.
Pero este claroscuro recorre toda la pintura real y simbólica, ya que se entremezcla
en la sonrisa de este famoso rostro tanto la ironía como la afectuosidad, la distancia y la
cercanía. Se trata de una sonrisa contristante que sitúa su figura de Esfinge entre lo
jocundo y lo siniestro, lo vital y lo mortal, la gracia y la fatalidad.
Ello se corresponde perfectamente con la propia filosofía de Leonardo, según la
cual la potencia vital desea la fuga y la muerte (en su sentido de thánatos, requies o
descanso), ya que la muerte se acaba burlando de la vida que ríe irreflexivamente. Pero
entonces la Gioconda simboliza la vida misma en su belleza y truculencia, el amor mis-
mo en cuanto gracia y pecado, la madre y la maternidad en cuanto mujer y feminidad
sublimadas.
Mona Lisa representaría así a Deméter, la diosa en connivencia con el dios Dioniso,
su hijo-amante. El cual simboliza a la vez la vida y el hades (la muerte), la naturaleza
naturante y la naturaleza naturada o desvitalizada (inerte, mineral o fósil), eros y thánatos.
Probablemente se trata de una Deméter cristianizada que mira de soslayo cual Pie-
tá renacentista (cristiano-pagana) a su hijo que vive, muere y resucita para volver a
morir cíclicamente. De ahí esa sensación de movimiento inmóvil y de tiempo suspendi-
do que emana del cuadro en medio de una atmósfera entre pagana y sagrada, mundana
y trasmundana.
El propio filósofo M. Heidegger ha interpretado la verdad del ser, que es como decir
la verdad del sentido de la existencia, como un oscuro enigma de carácter destinal:
destino simbolizado por la muerte como repliegue de la vida a su misterio originario.

Crucifixión: el cristo hipercúbico

La pintura de Salvador Dalí debe comprenderse como una regresión crítica de la con-
ciencia al inconsciente, de lo real a lo surreal, del logos al mito, del mundo al sueño, de
lo extrauterino a lo intrauterino, del devenir de la realidad a su revenir fláccido. La
visión daliniana del mundo ablanda el espacio y reblandece el tiempo, tal como se mues-
tra paradigmáticamente en su obra Los relojes blandos.
El tiempo daliniano no es el tiempo lineal del progreso heroico sino el tiempo del regre-
so antiheroico. La dura realidad cósica o reificada se vuelve blanda y viscosa, delicuescente
y carnosa. Por ello el Cristo hipercúbico de 1954 es un Cristo blando y comestible, eucarísti-
co. Así interpreta pictóricamente Dalí el modernismo arquitectónico de Gaudí.
Se trata de una Crucifixión gloriosa, en la que un Cristo desclavado y libre celebra
su humanidad resplandeciente. A su vera y abajo sólo permanece la Virgen barroca,
pero no la Magdalena ni san Juan, que habrían sido absorbidos por este Cuerpo flotante
que parece haber vencido a la muerte. Un Cristo rubio de cuerpo anaranjado contrasta
con las negras tinieblas de su entorno.
La ausencia más significativa del cuadro es la del Dios Padre, ante el cual el propio
Crucificado lamentara su abandono. Pero abandonado por su Dios Padre arriba y acom-

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Andrés Ortiz-Osés

pañado abajo por la Virgen Madre, Cristo se yergue como figuración central del Hijo-
Hermano, autoafirmándose en su humanidad refulgente. La belleza del Cristo resulta
aquí difusiva y contagiosa estéticamente. Pues Dalí mira al cielo a través de la carne.
Un tal Cristo que reflota ingrávido y extático en medio de una oscuridad cerrada es
un Dios encarnado, el Logos hecho carne, donde la carne es carnal (eros). Este Dios hecho
eros encarna aquí místicamente al héroe contracultural daliniano, con ese toque renacen-
tista que remite filosóficamente a Marsilio Ficino y artísticamente al propio Miguel Ángel.
Este héroe místico y contracultural de carácter católico se apoya en la presencia
humana de la Virgen Madre en medio de la ausencia oscura del Dios Padre. Pero este
Cristo acoge la compresencia del Espíritu Santo implícito o implicado en su simbólica
del amor fraterno, connotado aquí por ese amarillo dorado de la cruz cúbica y del manto
de la Virgen. Sintomáticamente el Cristo suspendido comparece en posición de inspira-
ción y no de expiración, ya lo adujimos, y la inspiración es propia del Espíritu que
inspira tal amor interhumano.

II. SÍMBOLOS FÍLMICOS

Orfandad

Orfandad es el tema único del filme Marcelino, pan y vino, de Ladislao Vajda, con música
de Sorozábal y fotografía de Guerner, sobre un libreto de Sánchez Silva. La acción de la
película se desarrolla en un pueblecito tras la Guerra de la Independencia contra Napo-
león, aunque en realidad refleja toda la orfandad provocada por nuestra Guerra Civil.
Un niño es abandonado en la puerta de un convento de franciscanos, siendo adop-
tado por estos buenos frailes hasta que cumple 5 años. Entonces comienzan sus peque-
ñas trastadas, interpretadas por Pablito Calvo, pero se trata de un niño encantador,
aunque huérfano de madre y de padre (fallecidos).
Hasta aquí la historia es algo típica, incluso recuerda al chico de Chaplin. Pero poco
a poco una honda tristeza, que por su negrura podríamos llamar tristura, se va apode-
rando de esta cinta. El niño, solitario, se inventa un amigo imaginario (Manuel), al
tiempo que anhela profundamente a sus padres, en especial a su madre.
En el hermoso Cristo crucificado del desván del convento encuentra Marcelino la
figura o figuración de su padre, con el cual habla, ya que el Cristo se compadece del niño
que viene a visitarlo trayéndole pan, vino y otros alimentos, al tiempo que lo libra de la
corona de espinas. Finalmente el Cristo le concede al niño realizar su anhelo más hondo,
que es poder estar con su madre, lo que consigue a través de un sueño beatífico que lo
conduce de esta vida a la vida eterna.
El filme tiene un doble interés individual y colectivo. Individualmente, asistimos a
un drama sentimental desgarrador, con un niño huérfano, triste y solitario, desarropado
y desarrapado. Colectivamente, la orfandad del niño parece determinada por un patriar-
ca inclemente (el rudo alcalde de la película) y por la madre ausente (la propia España
moribunda).
Este filme está marcado, como nuestra posguerra, por la pobreza, el supernaturalis-
mo católico y la orfandad nacional. Thánatos (la muerte) reflota en ese aire denso y con-
tristado, a modo de símbolo radical de otra vida: de la otra vida feliz. La película logra
realizar, con materiales pobres y escuetos, una obra bella que nos recuerda a Albarracín, el
bonito pueblo turolense edificado lindamente a base de ladrillos de barro (adobes).

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Epílogo. Galería de símbolos

Oriente y Occidente

En la extraordinaria película Gran Torino, el protagonista es el viejo Clint Eastwood, el


cual encarna a un americano de origen polaco que ha luchado en Corea y, tras jubilarse
como trabajador, ha quedado viudo y solitario en un barrio habitado mayoritariamente
por inmigrantes orientales. Sin relación afectiva con sus hijos y nietos, todos bien adap-
tados al modo de vida pragmático anglosajón, sólo se comunica con algunos amigotes
en el bar y con un inexperto cura católico de origen irlandés.
Pero poco a poco va cediendo la distancia entre el occidentalismo patriarcal del
protagonista y el orientalismo matriarcal de la familia vecina, huérfana de la figura del
padre fallecido años atrás. La mediación entre el arisco americano y los sufridos orien-
tales se debe a la iniciativa de la hermana mayor de éstos, la cual introduce al occidental
en su propio ambiente familiar exótico.
Precisamente en este nuevo ambiente oriental reconocerá el americano una forma
de vida complementaria de la suya propia y, aunque la matriarca de la casa le cae mal,
allí conoce al adolescente Thao, al que Eastwood llama cariñosamente «atontao», repre-
sentando la figura del padre que enseña hombría al femenino adolescente y da seguri-
dad a la insegura familia inmigrante, hasta el punto de acabar inmolándose por ella.
El gran director, autor y actor americano realiza aquí el papel más humano y sensi-
ble tras la máscara típica de duro y machote. El héroe resulta a la postre un héroe antihe-
roico que, lejos de proyectar su activismo belicoso propio del Oeste americano, aprende
a manejar un pacifismo o pasivismo activo más propio de ciertas filosofías del Este,
incluida la filosofía cristiana orientalizante (puede verse la muerte del protagonista como
la muerte por amor propia de un crucificado). Si en tantas películas nuestro Clint East-
wood debería haberse llamado Clint Westwood, en este filme recupera todo el sentido
oriental de su propio apellido que en inglés mienta «madera del este».
Especial interés reviste la relación entre Clint y el adolescente Thao, cuya pasividad
recrimina pero asume, cuya feminidad ataca pero le afecta, cuyo desvalimiento final-
mente le hace recobrar el valor interior que, más acá del valor exterior, se expresa en el
amor de compasión típicamente religioso. Mas es propio del expresionismo de Eastwo-
od que funcione de fuera adentro y no al revés, por lo que podríamos hablar mejor de
impresionismo.
(Todo este impresionante filme está señalizado simbólicamente por el fiel perro
del protagonista, el cual marca los tiempos y el espacio de la acción cinematográfica
puntualmente.)

III. SÍMBOLOS AMOROSOS

Amor profano, amor sagrado

Lo propio del amor profano es su virulencia y pasión, el deseo de posesión ajena que
suele acabar en posesión propia. Tal amor es un amor turbulento, conducido por un
ángel exterminador que concede a la vez la gracia y la desgracia. Como ya intuyera
Rilke, todo ángel es terrible, y el ángel del amor hace de éste algo fascinante y temible.
En su bello poema «El ángel exterminador», la poetisa cubana María Elena Cruz
Varela expone la terribilidad de este ángel amoroso y, a la vez, terrible precisamente
porque la belleza resulta lacerante:

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Andrés Ortiz-Osés

Aquí está lo terrible, Lo hermoso abrumador.


Lo destructivo. El ángel que me roza.
Aro de luz. Presencia del candor que nos fulmina
el arquero suspenso entre dos rayos. Soy infeliz. Mortal.
Me inicio en lo terrible. Iluminándome.
Las otras que no soy me determinan. Puesto que
todo ángel anuncia el exterminio.
Cómo dejar pasar las caricias mordaces de la lumbre.
Y cómo no adorar el cuerpo por el cuerpo.
Al hombre en sí.
Al junco vibratorio.Variaciones del acto en que me elevo.
Fatalidad de acróbata. Lo bello. Lo terrible.
Lo insoportable eterno exhala sus burbujas.
Qué débil soplo soy. Tan implorante.
Hundiéndome en el cuerpo por el cuerpo.
Se vislumbran los restos de antiguos esplendores.
Quizás no haya más luz. Tal vez no habrá más fuego.
Quizás vuelva al país de las nieves perpetuas.
A mi disfraz de huérfana en invierno.
Un ángel es la fragua. Temedle a la belleza.
En ella se concentran la levedad y el peso.
Aquí está lo terrible. Lo hermoso destructor.
Y apenas sé si puedo soportarlo.

La belleza corrosiona simbólicamente el mundo, por eso el ángel del amor a la


belleza resulta insoportable.
Ahora bien, hay otro amor no pasional sino sereno, un amor no interesado sino
interesante, no mórbido sino férvido, no profano sino religioso. Se trata de un amor
asuntivo y no autoproyectivo, espiritual y no meramente corporal. Es el amor de caridad
cantado por san Pablo en su Carta a los Corintios:

Si no tengo amor nada soy,


si no tengo amor nada me aprovecha.
El amor es paciente y servicial, no es envidioso
ni se jacta ni se engríe, es decoroso y no busca su interés,
no se irrita, no toma en cuenta el mal,
no se alegra de la injusticia sino de la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no acaba nunca. Desaparecerán las profecías,
las lenguas, la ciencia. Por ahora subsisten
la fe, la esperanza y el amor. Pero la mayor de todas ellas
es el amor.

Curiosamente tanto el amor pagano como el amor cristiano tienen un ángel al fren-
te, sea el ángel terrible en el primer caso, sea el ángel apacible en el segundo caso. Mien-
tras que el primero nos da la gracia de la belleza que luego nos quita por su decadencia,
el segundo nos da la gracia de la bondad que poco a poco se convierte en cadencia o
benevolencia. Pues mientras el amor pagano es una donación que se pierde en el otro/
otra, el amor religioso es una donación que fructifica en el otro u otra.
Es la diferencia entre pasión y ética, deseo y religación, mundo y religión: la dife-
rencia entre el amor erótico y el amor agapeístico. El primero tiene por archisímbolo la
cama (eros), el segundo tiene por archisímbolo la comida en común (ágape). Pero ambos

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Epílogo. Galería de símbolos

amores no son contradictorios sino complementarios: la humanidad necesita en su de-


venir ambos amores.

El amor en cuestión

Ha sido Woody Allen quien en su película Amor y muerte ha planteado la cuestión del
amor como una cuestión ambivalente. Según el cineasta, querer es sufrir, pero no querer
es también sufrir, y desde luego sufrir es sufrir. Esto parece confirmar que hagamos lo
que hagamos lo pagamos, y si no lo hacemos también.
Ya desde los comienzos de nuestra lírica, Garcilaso de la Vega plantea la cuestión
del amor y el desamor:

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,


cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver con largo apartamiento
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?

La cuestión está en que el fin del amor no está al final, pues yace implícito desde el
principio. Lope de Vega ha sabido plasmar la ambigüedad y contradicción del amor en
su clásico soneto:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,


áspero, tierno, liberal, esquivo.
No hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo.
Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
Olvidar el provecho, amar el daño,
creer que el cielo en un infierno cabe,
Dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Este ambiguo ámbito del amor se desdobla en Quevedo entre un amor atormenta-
do o tormentoso y un amor enamorado y constante. Hay, pues, dos amores, el amor-loco
y el amor-sentido. He aquí el amor-loco:

Osar, temer, amar y aborrecerse,


entre llamas arder sin encenderse,
con soledad entre las gentes verse.
Morir continuamente, no acabarse,
gastar todo el caudal en sufrimiento,
con cera conquistar la piedra dura.
Son efectos de amor en mis tormentos,
nadie le llame dios, que es gran locura,
que más son de verdugo sus tormentos.
Y he aquí el amor-sentido:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,

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Andrés Ortiz-Osés

y podrá desatar esta alma mía.


Mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido;
su cuerpo dejarán, no su cuidado,
serán ceniza, mas tendrán sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.

Entre el amor-loco y el amor-sentido, Bécquer coloca su amor como una querencia


irrepetible, como un querer tan intenso que no admite extensión posterior. Tal amor es
único y singular como su amante:

Volverán las oscuras golondrinas


de tu balcón sus nidos a colgar.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar
ésas... ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar:
pero aquéllas cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
ésas... ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
nadie así te amará.

Finalmente, en Pablo Neruda comparece (pos)modernamente la cuestión del amor


como un querer y no querer, como una querencia intermitente, como la vivencia que va
difiriendo de sí misma a medida que el hombre y la mujer cambian. Al final la cuestión
del amor queda como cuestión abierta, en duda, ya que nos queremos y no nos quere-
mos, nos amamos y nos olvidamos, vivimos y desvivimos:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.


Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

De un modo más categórico, la ilustrada monja vasco-mexicana sor Juana Inés de


la Cruz había definido el amor como deseo inicial que se convierte en melancolía final,
en cuyo trascurso tanto se pena cuanto se goza:

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Epílogo. Galería de símbolos

Amor empieza por desasosiegos,


solicitud, ardores y desvelos:
hasta que con agravios o con celos
apaga con sus lágrimas el fuego.

El poeta Diego Hurtado de Mendoza ha sintetizado así la «gloria» del amor:

Amor, amor, quien de tu gloria cura


busque el aire y recójalo en la mano;
conocerá el placer cómo es liviano
y el pesar cómo es grave y cuánto dura.

En realidad, el propio poeta renacentista enmarca el amor en el contexto más am-


plio de la existencia como«dexistencia»:

No me ha quedado más que sombra


y nombre:
pues es al fin de la jornada nada.

IV. SÍMBOLOS RELIGIOSOS

Catedral: museo sagrado

La catedral como museo sagrado que guarda la memoria de Dios y la convivencia reli-
giosa en imágenes, signos y símbolos expuestos. Y allí al fondo, junto a una lucecita que
tiembla, el sagrario como el alma o almario que contiene la materia simbólica de la
transustanciación, el sentido latente de la creación, en medio de una penumbra atrave-
sada por la luz vitriólica de los vitrales.
Pero, ¿qué buscamos aquí los contemporáneos que aún nos acercamos a la catedral
con un ánimo entre cultural y cultual? Buscamos aquiescencia interior y aquietamiento
exterior, que en latín se dice «quies», quietud o remanso, y que se reduplica en «requies»
como descanso y relajamiento. La catedral es el ámbito donde nuestro inquieto o irre-
quieto corazón agustiniano se aquieta o distiende de su tensión profana.
En el siglo XV el ruso Andrei Rublev pinta el icono titulado Trinidad, en el que tres
figuras angélicas de rasgos bizantinos remansan en torno a una mesa presidida por un
copón eucarístico. En los rostros de estos tres ángeles orientalizantes se refleja el relajo
sagrado y la piedad serena. El pintor se habría inspirado en los tres ángeles que visitan a
Abraham según el libro bíblico del Génesis (capítulo 18). Pero sin duda representan a la
Trinidad cristiana, colocando al Hijo en medio entre el Padre y el Espíritu Santo.
Sin embargo, también podría representar la escena del encuentro con Jesús de sus
dos discípulos en Emaús, precisamente en torno a la compartición eucarística del pan.
En todo caso, en el tratamiento icónico trasparece esa dejación mística que remite a la
«dejadez» de Juan de la Cruz o al budista no-forzar (wu-wei). En el centro de la mesa un
recipiente litúrgico cóncavo de connotación matrial o femenina, un Grial o vasija sagra-
da, reúne afectivamente al trío angélico.
La copa sagrada es así el cuarto elemento que congrega la trinidad en una «cuater-
nidad» formada por lo angélico celeste y por lo humano terrestre (el pan eucarístico); de
hecho el cáliz reposa sobre un signo cuadrado que hay debajo de él. Ese cuarto elemento

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Andrés Ortiz-Osés

simbólico realiza la mediación anímica de los presentes, y es el sentido implícito o im-


plicado de su comparecencia: el amor de caridad que funciona como el círculo eterno o
divino sobre el cuadrado terrestre o mundano, poniendo en circulación ese cuadrado.
En la catedral proyectamos a Dios como la sublimación amorosa de la vida univer-
sal, como la coimplicación de todos los seres purificados por el fuego del amor divino.
Aquí Dios simboliza la «apocatástasis», restauración y recreación final de todas las co-
sas (ver Hechos de los Apóstoles 3, 20 y ss.). Entonces Dios será, como dice san Pablo,
todo en todos.
Ha sido el amigo y poeta hispanoamericano Jesús Tomé quien, en un soneto revisa-
do últimamente por él mismo, describe esta reinserción de todas las cosas en el Todo
divino tras la purificación por la muerte y el fuego del Dios:

Como el caer del agua sobre el agua


De todo lo que fue nada se pierde:
del seno de lo eterno que se oculta
viene a la viva luz de lo visible,
y regresa a lo eterno de su origen.
Lo que existió y ha de existir existe
para siempre jamás. Por un momento
se hizo tiempo en el tiempo declinable;
pero será por siempre lo que ha sido.
Y yo seré por siempre, reintegrado
con todo lo que escapa del recuerdo,
con todo lo que amé, con lo invertido
en sueños esperanzas y deseos.
Todo me espera allí. Cuando regrese
seré lo que ahora soy, lo que ya he sido.

Liturgias

La liturgia es el ritual religioso en el que se rinde culto a la divinidad por mediación de la


palabra y la música, la dramaturgia y los sacramentos. En el cristianismo se distinguen
tres ramas fundamentales: la Iglesia ortodoxa, la Iglesia católica y las Iglesias protestantes.
La Iglesia ortodoxa ha cultivado en su liturgia especialmente la idea estética de la
belleza (pulchrum), de modo que sus rituales cultuales ofrecen un gran despliegue cere-
monial. La liturgia ortodoxa más famosa es la liturgia de san Juan Crisóstomo de rito
bizantino, con sus largas letanías lentas, a veces de una monotonía casi budista. La
liturgia bizantina eslava se caracteriza por la gravedad de las voces y la gestualidad
solemne. Por su parte, la liturgia ortodoxa griega alcanza su culmen ritual en un himno
sencillo y concentrado que se llama el Himno Akathistos, que como su nombre indica se
canta de pie en honor a la Virgen Madre de Dios.
Junto a la liturgia ortodoxa, la liturgia católica es más contenida y romana, pero no
menos esplendente en su tradición. Mas su especialidad no está en la idea estética de la
belleza, sino en la idea dogmática de la verdad (verum), lo que tradicionalmente ha
configurado una ritualidad estricta y medida en su despliegue ceremonial. La música
gregoriana ha sido el vehículo clásico de esta liturgia católica, una música comedida y
sibilina que encuentra su transposición renacentista en nuestro Tomás Luis de Vitoria.
Mientras que los corales ortodoxos se caracterizan por la gravedad de sus voces bajas y
recias capaces de taladrar con su runrún el alma, los corales posgregorianos de Vitoria

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se caracterizan por la delicadeza de las voces blancas de los niños, capaces de suspender-
nos en un éter nimbado. La última etapa de la evolución musical católica estuvo repre-
sentada por Perosi, el maestro de la Capilla Sixtina de Roma, cuyo expresionismo y
colorido latino alcanza su culmen en ciertos oratorios como La pasión de Cristo.
Finalmente, el protestantismo no se ha especializado en la estética de la belleza orto-
doxo-bizantina, ni tampoco en la dogmática de la verdad católica, sino en la ética del bien
(bonum). Por eso su liturgia no confiere tanta importancia al ritual, sea estéticamente
como la Iglesia ortodoxa, sea dogmáticamente como la Iglesia católica, sino éticamente a
la proclamación y predicación de la palabra revelada. De ahí que su liturgia sea sobre todo
liturgia de la palabra predicada, recitada o musicada. En la tradición luterana emerge
como indiscutible la figura de Bach, cuya música religiosa es una celebración gloriosa de
la palabra bíblica, y especialmente evangélica. Por su pietismo luterano Bach logra poner
en comunicación simbólica el alma humana con el misterio de la divinidad, la inmanencia
con la trascendencia, sin necesidad de intermediarios eclesiásticos ni de mediadores sa-
cerdotales, ya que su música es ella misma sagrada y sacerdotal.
Ahora bien, hay un músico que, a pesar de su origen católico, ha creado una obra
descomunal en la que concelebra apoteósicamente la escatología de la muerte en cuanto
último sacramento de la vida, un sacramento de entrada crucial al otro mundo. Me
refiero a Mozart y su Réquiem, cuyo titanismo humano parece sublimarse golpeando las
puertas de ultratumba y clamando al cielo. En este Réquiem podemos congregarnos
católicos, protestantes y ortodoxos precisamente como cristianos, ya que representa la
unión o unidad ecuménica (unum) tanto de la belleza ortodoxa como de la verdad cató-
lica y de la ética protestante. En efecto, el Réquiem de Mozart nos confronta estética-
mente con la verdad de la muerte propia y con la ética de la muerte ajena.

V. SÍMBOLOS GEOGRÁFICOS

Canarias: mitología del sur

Canarias evoca la mitología del sur: mar y sol, calor y color, desnudamiento adánico/
edénico en medio de un paisaje matricial. Los nórdicos bajan de sus tierras frígidas a
estas tierras cálidas que simbolizan el hogar y el fogón con su lar, el ombligo o útero, la
regresión onfálica frente a la lucha fálico-agresiva, el aplatanamiento o aplanamiento
horizontal frente al heroísmo vertical.
Si Oriente representa el origen originado, Occidente representa lo originado origi-
nante. Por su parte el norte es el ámbito de la perfección glacial, mientras que el sur es el
ámbito de la imperfección vital y, a veces, mortal: tal es el caso de tantas pateras africa-
nas naufragadas en su travesía a las Islas Afortunadas.
El calor canario típicamente sureño es la imago psicológica de la libido: el sol ar-
diente sobre la tierra ardida volcánicamente. Mientras que la mitología del norte es la
mitología del pecado a frigore (por frío o frialdad anímica), la mitología del sur apunta al
pecado lascivo o sensual, muelle o estival.
El vasco Miguel de Unamuno logró redescubrir en su destierro de Fuerteventura el
mismo mar de su infancia, ahora recalentado en el sur y contrapuesto al páramo desér-
tico de su amada Castilla. En la imagen clásica de Fuerteventura puede advertirse la
piedra calcinada por el fuego, los breves arbustos verdes y ocres, así como las leves
palmeras al borde de un desierto que culmina en una pirámide natural.

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Y al fondo, naturalmente, el mar-madre y el cielo azul paterno. Situado entre el


cielo paterno y el mar materno, Unamuno desea el abrazo simbólico entre ambos: pues
si el cielo raso le recuerda Castilla, la mar que ríe y llora, canta y gime le recuerda el
regazo materno de Vasconia.
Ante la visión relajada de Canarias uno recuerda aquel poema de Yevtushenko, en el
que define la prisa como la maldición del siglo, puesto que denigra el alma del hombre.
Frente a la prisa, el poeta afirma la grandeza del que se detiene e, indeciso, decide oír su
alma lejos del ruido mundano. Por ejemplo, junto al oleaje calmo del sur canario, junto
al lar de algún fogón alejado del follón.

La capital del mundo

Iba a Nueva York, la capital del mundo, pero en su aduana anglosajona me rebajaron a
latino o hispano oscuro. Una vez metido en la «gran manzana» caí en el pecado de
probarla, siendo expulsado del paraíso y entrometido en un pandemonium de bulla,
razas, lenguas y leguas. Porque en Nueva York hay multiculturalismo aunque no inter-
culturalidad, ya que sigue predominando el anglosajón, protestante y blanco o blan-
queado, como es el caso reciente de Obama (Hosanna). América ha visto un panorama
tan negro que se lo ha encajado a un presidente negro, aunque blanqueado. Como adujo
nuestro García Lorca:

La aurora de Nueva York gime


por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

Un ruido inmenso, sostenido y luengo, el eco del eco del tráfico y del tráfago, impo-
sible de evitar día y noche. Una aglomeración de gentes que van y vienen sin descanso,
pululando por doquier. Una contaminación altoambiental y un barullo anímico difuso.
Imposible huir, levitar, marchar. El estruendo penetra en el gran parque y en las peque-
ñas tiendas, en los barrios opulentos y en los barrios desvencijados, aunque en éstos sin
amortiguación:

La angustia de Nueva York tiene


cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

Nueva York es la capital del mundo exponiendo los luengos atributos de un mundo
inmundo. Pero cabe irse de librerías, visitar con algún sociólogo la New School, visitar
Brooklyn, pasear por Manhattan pero no por Harlem ni el Bronx, contemplar la sinago-
ga del escultor Orensanz, asistir a las Naciones Reunidas aunque no unidas y subir a las
Torres Gemelas antaño. La huida a las Torres Gemelas era una falsa huida, ya que sim-
bolizaban el aspaviento americano de Nueva York, auténticos gigantes con sus aspas al
viento imperialmente. Florida queda lejos, sólo cabe llegarse hasta Princeton y husmear
por su campus elitista. Pero hay que volver a la gran manzana.
Nueva York me parece El Cairo occidental, ciudades excesivas en las que al llegar
uno quisiera volverse al observar la confusión. Nueva York, El Cairo o México, ciudades

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Epílogo. Galería de símbolos

desmesuradas o confusas frente a las bellas ciudadelas del alma. Ahora bien, nadie niega
el interés sociológico de Nueva York. Incluso algunos raros, como nuestro Severo Ochoa,
se marchaban a Nueva York para relajarse. Quizás le dieron el premio Nobel por encon-
trar relajo en ciudad tan estresante.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos


que no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
[F. García Lorca, Poeta en Nueva York]

Y, sin embargo, todo tiene sus ventajas. A la vuelta de Nueva York, España parecía
un pueblo: apacible.

VI. SÍMBOLOS MUSICALES

Música popular

La música popular pone en solfa o pentagrama los temas de la cultura popular, entre los que
sobresale el amor pasional con sus peripecias psicológicas. A menudo hay una comprensión
ajustada y realista del fenómeno amoroso en sus avatares, así por ejemplo en la famosa
copla española «Tatuaje». En ella se evoca la llegada en barco del extranjero más rubio que la
miel, con su pecho y brazo tatuados con el nombre de la mujer amada y perdida:

Era hermoso y rubio como la cerveza,


el pecho tatuado con un corazón,
en su voz amarga había la tristeza
doliente y cansada del acordeón.
Mira mi brazo tatuado
con este nombre de mujer,
es el recuerdo del pasado
que nunca más ha de volver.
Ella me quiso y me ha olvidado,
en cambio yo no la olvidé,
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.

Así le habló el rubio marinero a la mujer presuntamente morena. Pero ahora es esta
mujer la que lo busca tras haberse confiado y besado:

Errante lo busco por todos los puertos,


a los marineros pregunto por él
y nadie me dice si está vivo o muerto
y sigo en mi duda buscándolo fiel.
Y voy sangrando lentamente
de mostrador en mostrador,

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ante una copa de aguardiente


donde se ahoga mi dolor.
Mira tu nombre tatuado
en la caricia de mi piel,
a fuego lento lo he marcado
y para siempre iré con él.
Quizás ya tú me has olvidado,
en cambio yo no te olvidé,
y hasta que no te haya encontrado
sin descansar te buscaré.

En esta copla bellísima en su letra escarlata y en su música conmovida, un marine-


ro que busca a su mujer perdida es buscado a su vez por otra mujer enamorada. Ni el
primero olvida a la primera, ni la segunda al primero. El amor comparece como una
herida que supura pero no se supera, sangra pero no se cierra, y a menudo se dirige a
quien no nos corresponde.
Hay, pues, el amor transitivo o transeúnte y el amor intransitivo o intranseúnte, el
amor que pasa y el amor que queda, el amor pasajero o epidérmico y el amor permanen-
te o anímico. Precisamente en el bolero cubano «Inolvidable», inolvidablemente canta-
do por la voz desgarrada de El Cigala acompañado al piano apoteósicamente por Bebo
Valdés, se recuerda que hay amores que jamás se olvidan:

En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse


imborrables momentos que siempre guarda el corazón:
porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría
es mentira que hoy pueda olvidarse con un nuevo amor.

Así que hay amores con ángel y hay amores sin ángel, amores sin alma y amores
anímicos porque atañen al alma, los cuales duran mientras dure el alma: toda la vida y la
muerte. Pues el alma condensa el tiempo sucesivo en su almario, que es un espacio
simbólico de tiempo simultáneo. Allí, en el sagrario del alma, el auténtico amor queda
consagrado para siempre.
Ya Jorge Sepúlveda había popularizado en la posguerra el fox melódico «Mirando
al mar», en el que el amor se ajunta con las olas del mar y su tempo cíclico del revenir.
Ello significa que el amor es como una oleada u oleaje que va y vuelve, desaparece y
reaparece, muere y renace, se pierde y se recupera. Entre otras cosas porque el mar es el
espejo de nuestra propia alma ardiente y recurrente:

La dicha que perdí


yo sé que ha de tornar
y sé que ha de volver a mí
cuando yo esté mirando al mar.

Destino y fatalidad: fado y tango

El destino es el hado o fatum, la fatalidad, y el hado da nombre al fado, la música lusita-


na de color melancólico o triste, a veces fatídico, lleno de «saudade» (palabra que desig-
na la soledad). Amalia Rodrigues es la voz más carismática y típica del fado de Lisboa, el
fado del sur, influenciado por el fatalismo arábigo.

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Epílogo. Galería de símbolos

Cabe hablar de un fado menos fatalista y más abierto, propio del norte portugués,
influido por el hado o destino celta. La diferencia estribaría en que el hado/fado lisboeta
se atiene a un fatalismo más ciego, mientras que el hado/fado del norte se atiene a un
destino más natural o naturalista.
La otra gran música popular referida al hado o destino es el tango argentino, cuya
voz arquetípica es Carlos Gardel. A diferencia del fado que canta un hado colectivo o
comunal, cuyo símbolo fatídico es la ausencia (amorosa), el tango argentino se enfren-
ta a un destino más individual o individuado cuyo símbolo fatal es la decadencia o
decaimiento (amoroso). Por eso «el día que me quieras» se proyecta en un cielo exento
de imperfección, y pleno de perfección armoniosa y feliz: pero se trata de un día aun-
que se eternice.
Curiosamente ha sido el gran poeta Rubén Darío, nicaragüense, quien ha descrito
la fatalidad en su célebre poema «Lo fatal», en el que desearía ser antes un árbol o una
piedra insensitivos que un hombre sensible y consciente que sufre fatalmente por la
mujer fatal:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,


y más la piedra dura porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos
ni de dónde venimos...!

Ópera y opereta

La ópera es una especie de opus alquímico del hombre, en el que trasmuta su pasión de
vivir a través de la interpretación escénica en cierto concierto. Pero a lo largo de su vida
musical la ópera nos ha dejado intérpretes excepcionales que han dado el «do de pecho»
excelentemente. Entre las sopranos destacaríamos a María Callas y su voz de tesitura
uránica o celeste, cuyo contrapunto bien podría ser C. Ferrier cantando roncamente
Euridice de Gluck desde los ínferos.
Entre los tenores es sin duda Caruso el príncipe, por su fúlgida voz aérea o pneumá-
tica. Quizás su aria más propia sea «Una furtiva lacrima» de El elixir de amor de Donizet-
ti, en la que emite el sonido dorado de la coloratura pura.
El contrapunto a la pureza de Caruso es nuestro Miguel Fleta, por su apasionado
romanticismo trágico y su desgarramiento teatral. Ya no se trata de una voz aérea como la
del divo italiano, sino de una voz de agua dulce que acaba en amarga por el fuego de la
pasión. Quizás su aria más propia sea «E lucevan le stelle», el célebre adiós a la vida de Tosca
de Puccini, en la que se muestra la voz acuática o acuosa de Fleta quemada a fuego lento.
Finalmente, cabe concitar a Pavarotti como el último representante del género
operístico. Con una voz más amplia y espesa, Pavarotti ha logrado popularizar la

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ópera con versiones memorables de arias y canciones. Quizás su aria más propia
sea «Nessun dorma» del Turandot de Puccini, en la que muestra su fuerza vocal
casi heroica.
Pero deberíamos completar este apunte operístico trayendo a colación al géne-
ro menor de la opereta, llámese zarzuela o musical. Como suele ocurrir, a veces el
género menor obtiene resultados mayores, tal como sucede en la interpretación de
la famosa romanza de La Dolorosa «La roca fría del Calvario» por Alfredo Kraus.
Con una dicción precisa y preciosa asistimos de la mano maestra de Kraus al cami-
nar renqueante de la Virgen Madre, en su personal vía crucis ante la pasión y muerte
de su hijo.
La impresión de música menor pero mayor se repite en otros momentos estelares,
como ocurre con esas canciones líricas inolvidables, como por ejemplo la vasca «Maitetxu
mía», Aranjuez del maestro Rodrigo o Candilejas de Chaplin. Pero también cuando una
canción menor, como el tema titulado «Algo de mí», es elevada a mayor por el estilismo
de Camilo Sesto, el cual por cierto también ha interpretado convincentemente el musi-
cal Jesucristo Superstar.

VII. SÍMBOLOS EXISTENCIALES

Mundo efímero

Hay una larga tradición de crítica al mundo por efímero e insustancial, por lo peli-
groso y cruel. En Oriente se considera este mundo como ilusión (maya), en Occiden-
te se considera como vano y flatulento (Eclesiastés). De aquí que sabios griegos como
el Sileno deseen no haber nacido, mientras que literatos latinos como Horacio o
nuestro fray Luis de León aconsejen abandonar el mundanal ruido y retirarse a un
recinto escondido.
En nuestro siglo de oro el poeta Francisco de Aldana expresa bien esta distancia
frente al mundo y sus atributos en su poema «Reconocimiento de la vanidad del mun-
do». El hombre es un peregrino en esta tierra, en la que no debe fundar hogar seguro por
su falta de fundamento:

En fin, en fin, tras tanto andar muriendo,


tras tanto variar vida y destino,
tras tanto, de uno y otro desatino,
pensar todo apretar, nada cogiendo,
tras tanto acá y allá yendo y viniendo,
cual sin aliento inútil peregrino,
¡oh Dios!, tras tanto error del buen camino,
yo mismo de mi mal ministro siendo,
hallo, en fin, que ser muerto en la memoria
del mundo es lo mejor que en él se asconde,
pues es la paga dél muerte y olvido,
y en un rincón vivir con la vitoria
de sí, puesto el querer tan sólo adonde
es premio el mismo Dios de lo servido.

Lo servido por lo vivido y viceversa, así piensa Aldana sobrevivir religiosamente en


medio de la relatividad de este mundo fútil. Por su parte, nuestro poeta barroco Gabriel

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Epílogo. Galería de símbolos

Bocángel, un siglo más tarde, realiza un ajuste de cuentas con este mundo en nombre de
la futilidad, caducidad e infirmeza de todo:

Huye del sol el sol, y se deshace


la vida a manos de la propia vida.
¿Qué teme pues el hombre en la partida,
si vivo estriba en lo que muerto yace?
Lo que se ignora es sólo seguro;
este mundo, república de viento
que tiene por monarca un accidente.

Ya en pleno siglo XX, Eloy Sánchez Rosillo recoge en su poema «Melancolía» esta
tradición del paso inexorable del tiempo que todo lo sepulta:

Ardía
una llama en nosotros
que eterna parecía.
Pero ha pasado el tiempo
por tu vida y la mía.
Y en esto se ha resuelto al fin la maravilla:
ya no te necesito,
ni tú me necesitas.
Qué terrible es que nada
dure, que en la semilla
de cuanto llega a ser
la muerte esté escondida.
El fuego más hermoso
concluye en la ceniza,
la luz se vuelve sombra,
y la verdad, ¿mentira?

Naturalmente la crítica más radical al mundo efímero procede del nihilismo contem-
poráneo, instalado en una visión pesimista de la existencia que se reclama de Schopenhauer
y Cioran. En su poema «La memoria y la piedra», escrito en México, Juan Luis Panero
rubrica esta concepción negativa y negativista, denegadora de un mundo abocado a la nada:

Temblor, caliente olor, dos cuerpos enlazados


rodando para siempre hacia la nada.
Hoy has regresado —siempre regresas a esta ciudad
donde la piedra venció al tiempo hace siglos.
Sabes que aquí tuviste todo y no tuviste nada,
sino este sol sobre los muros y los árboles.
Igual que ahora, cuando otra vez la luz te ciega
y el humo del cigarrillo rememora borrosas figuras,
vagos gestos con los que te consuelas,
cuando palabras, cuerpos, son ya tan sólo sombras
—sombras a plena luz, humo en los ojos—,
fantasmas que la resaca solivianta.
¿Felicidad? Las edades del hombre

Felicidad significa beatitud: un estado de bienestar eufórico, basado en la armonía


de nuestros componentes y componendas vitales. Los cuales son tantos —salud, dinero,

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amor, éxito, realización— que resulta difícil mantener tal estado felicitario largo tiempo.
Por eso la felicidad se sitúa clásicamernte fuera de este mundo limitado, en el empíreo
olímpico o en el cielo habitado por los dioses.
Los humanos sólo podemos obtener destellos de felicidad, momentos beatífi-
cos, tiempos de bonanza o fortuna, suerte o buenaventura, pero no una bienaventu-
ranza plena y permanente. De esta guisa, la felicidad sólo es el cénit de un nadir
definido por la infelicidad, la miseria, el dolor y el sufrimiento. Pues la dicha huma-
na limita con la desdicha humana, y ambas conforman el arco tenso de nuestra
coexistencia en este mundo.
Han sido los clásicos satíricos los que han contrapuesto a la felicidad irreal la infelici-
dad real. En un famoso soneto, nuestro Quevedo nos recuerda por qué nuestra felicidad
raya con la infelicidad, enumerando las edades del hombre como otros tantos límites:

La vida empieza en lágrimas y caca,


luego viene la mu, con mama y coco,
síguense las viruelas, baba y moco,
y luego lleva el trompo y la matraca.
En creciendo, la amiga y la sonsaca:
con ella embiste el apetito loco;
en subiendo a mancebo, todo es poco,
y después la intención peca en bellaca.
Llega a ser hombre, y todo lo trabuca;
soltero sigue toda perendeca,
casado se convierte en mala cuca.
Viejo encanece, arrúgase y se seca;
llega la muerte, y todo lo bazuca,
y lo que deja paga, y lo que peca.

En otro poema paralelo Ramón de Campoamor, vuelve a enumerar las desdichas


del hombre a través de sus efemérides vitales:

De niño, en el vano aliño


de la juventud soñando,
pasé la niñez llorando
con todo el pesar de un niño.
Ya joven, falto de calma,
busco el placer de la vida,
y cada ilusión perdida
me arranca, al partir, el alma.
La paz con ansia importuna
busco en la vejez inerte,
y buscaré en mal tan fuerte
junto al sepulcro la cuna.
Temo a la muerte, la muerte
todos los males consuela
¡Ah! la dicha que el hombre anhela,
¿dónde está?

Finalmente, nuestro contemporáneo José Hierro ha descrito nuestra estación final.


Según el poeta, el fundamento del ser yace en la nada que todo lo anihila y anonada:
pues todo es para nada.

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Epílogo. Galería de símbolos

Después de todo, todo ha sido nada,


a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «todo» y el eco dice «nada».
Grito «nada» y el eco dice «todo».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

Quizás todo sea para nada y la nada para todo: a modo de origen y fin, sedimento o
retranca del ser, vacío simbólico que posibilita la protuberancia real, ausencia mortal
que condiciona la presencia real.

VIII. SÍMBOLOS CULTURALES

Ritos y deportes

En los ritos y rituales «gesticulamos» ceremonialmente nuestra vivencia del mundo a un


nivel no meramente individual sino colectivo. Por su parte, los deportes suelen ser viejos
ritos o rituales secularizados o profanados, desvestidos del ceremonial y simplificados
lúdicamente.
Pero este trasvase del ritual al deporte es posible porque el propio ritual recoge del
deporte ciertas formas y gestos, ciertos ademanes y prácticas, ciertos juegos que son
formalizados ritualmente. Por eso los ritos tienen algo de deportivo, y los deportes algo
de ritual.
Entre los deportes rituales más extendidos sobresale el juego del balón, el fútbol
como rey del deporte, el rito del esférico en el estadio. A partir de ciertos juegos rituales
mesoamericanos anteriores a la Conquista, podemos interpretar el esférico o balón como
un símbolo del sol, al que los antiguos jugadores trataban de impulsar hasta introducirlo
en un hueco o aro del campo, simbolizando así la conjugación del sol padre con la tierra
madre en pro de la fecundidad o fertilidad.
Si el juego del balón es un rito secularizado en torno al sol, el juego de la pelota
parece ser un rito secularizado en torno a la luna. Mientras que el balón simboliza al sol
en campo abierto, la pelota simbolizaría a la luna en una cancha restringida, en la que se
impulsa a la pelota en su rotación nocturna. Esta hipótesis se acentúa en el caso de la
pelota vasca, ya que en la tradicional mitología vasca la luna —ilargi— ocupa un papel
central como astro sagrado reduplicativamente matriarcal-femenino.
Ahora bien, el gran rito deportivo o deporte ritual es el toreo: la tauromaquia. En
este caso conocemos su prehistoria, según la cual el toro es un animal fertilizante y
fecundizante, pero al servicio de la tierra madre. De esta guisa, el torero es el sacerdote
que realiza el ceremonial litúrgico para la consagración, muerte y revitalización del toro
fecundador en el seno de la tierra madre.

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Lo que ocurre es que en el proceso de secularización del viejo rito taurino se han
perdido ciertas connotaciones sacrales del propio toro, e incluso se han trasformado cier-
tos símbolos, muy especialmente en lo referente al torero, el cual ha dejado de ser sacerdo-
te para convertirse en figura cuasi heroica del rito, ahora elevado a fiesta nacional.

Don Quijote

Una de las cosas que más me extrañaron en mi inmersión cultural en Centroeuropa en la


prodigiosa década de los sesenta, fue que los germánicos concibieran el idealismo como
algo positivo, mientras que en nuestro ámbito hispano tenía y tiene cierta connotación
negativa. Pero el idealista por antonomasia es Don Quijote, considerado entre nosotros
más bien como un loco o chalado, mientras que extramuros ha sido considerado más
bien como un loco cuerdo y, en todo caso, como un adalid de la humanidad en su lucha
por un ideal.
Comprendo que en el caso germano la positividad del idealismo está marcada por
la gran tradición filosófica del «idealismo alemán», con Kant, Fichte, Schelling y Hegel
a la cabeza. Mas en el ámbito hispánico esa tendencia filosófica se invierte, ya que en
estos lares ha triunfado cierto realismo exento, un realismo hirsuto y de sentido común
acrítico, el casto realismo casticista, en fin, un realismo sanchopancesco con un toque
fatalista (que parece combinar la tradición estoica y el injerto arábigo).
Miradas así las cosas, uno piensa que Sancho Panza representa bien nuestra idio-
sincrasia popular, simpática pero tradicional, afectiva pero atrasada. Parece como si
cierto atraso material, cultural o civilizatorio conllevara ciertas virtudes precisamente
tradicionales, perdidas con el fragor del desarrollo superior, y podríamos concitar al
respecto pueblos como el irlandés y el polaco (con los que compartimos el catolicismo)
o bien pueblos con los que compartimos la tradición mediterránea como el portugués, el
griego e incluso el italiano. En nuestro caso español nuestra idiosincrasia empática y
tradicional habría sido trasladada a los pueblos hermanos hispanoamericanos.
Así que Sancho Panza representaría nuestra retranca nacional, para bien y para
mal, la cual se proyecta en una especie de humanismo castizo algo receloso del progre-
so y un punto fatalista. Por su parte Don Quijote simbolizaría el idealismo y la moder-
nidad, en su conjura contra el statu quo, lo establecido correosamente y la mediocri-
dad ambiental. Quizás tenga su razón Américo Castro cuando descubre en Cervantes
cierto acervo judaizante, lo mismo que observamos en el Quijote una inquietud míti-
co-mística que busca sobrepasar el realismo popular, el sentido común alienado y la
sociedad estancada.
Mientras que el pobre Sancho Panza es algo tuerto o corto de miras, Don Quijote es
un «desfacedor de entuertos» y largo de miras, con el ojo puesto en la punta de su lanza
(más simbólica que real, más defensiva que ofensiva). Si Sancho Panza representa la
retranca y la panza, el atraso y la pobreza, Don Quijote simboliza el progreso y el inge-
nio, la riqueza mental y los libros que abren nuestra cerrazón tradicional. Como ha
dicho Rubén Darío, Don Quijote lucha no sólo contra la mentira (degradadora), sino
también contra la verdad (dogmática).
Don Quijote es el héroe romántico que, en nombre de Dulcinea, lucha contra el
machismo patrio y la chabacanería, el héroe cultural que con su lanza abre nuestras
fronteras más allá de nuestra decadente escolástica, nuestra Inquisición con sus gi-
gantes y nuestro encierro o encerrona sanchopancesca. Don Quijote es un héroe eras-

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Epílogo. Galería de símbolos

mista y europeísta, aunque al final se cansa y decepciona, pero para entonces ya ha


inficcionado a Sancho Panza con su inquietud: que es al parecer la intención secreta
del propio Cervantes.

IX. SÍMBOLOS FILOSÓFICOS

Hermes: el dios del sentido

Hermes es probablemente el dios más interesante del Panteón griego. Considerado el


heredero de Thot, el dios egipcio de la escritura, Hermes introduce en el Olimpo heleno
el lenguaje de la mediación y la comunicación entre los diferentes y las diferencias a
través de su figura ambivalente. Hijo de la ninfa Maya y de Zeus, esta divinidad ambigua
procede del trasfondo cultural pre-griego, de modo que representa bien la síntesis entre
lo pre-heleno y lo heleno, lo telúrico y lo olímpico, lo agrícola y lo pastoril, el naturalismo
y el culturalismo, lo extraño o mágico y lo doméstico o popular.
En la fina escultura de Praxíteles (siglo IV a.C.), sita en el Museo de Olimpia, Her-
mes comparece en connivencia con el niño Dioniso, el dios menos olímpico del Panteón
griego, el Baco latino, con el que juega ofreciéndole un racimo de uvas en su mano
derecha (mutilada). El clásico equilibrio de su cuerpo lozano se desequilibra levemente
hacia la izquierda dionisiana, como para significar la asunción de la siniestra y lo sinies-
tro, lo oscuro y lo bárbaro simbolizados por Dioniso. Por eso la belleza contenida de
Hermes dista de la belleza esplendente del Apolo Citaredo esculpido por el propio Praxí-
teles, ya que la belleza hermesiana está como contaminada por cierto ensombrecimien-
to procedente del inframundo.
Hermes es el dios del lenguaje y la mediación, un dios alado y transitivo, mensaje-
ro de los dioses y mediador entre éstos y los humanos. Se trata del Hermes transitivo,
transeúnte y transicional, el cual se acabará reconvirtiendo entre los romanos en un
dios transaccional bajo el nombre de Mercurio, el dios del comercio y del intercambio
mercantil.
Mientras que Hermes es el dios del tiempo sucesivo o dinámico, Mercurio es el dios
del tiempo estratificado en el espacio estático de la transacción mercantil o intercambio
en el mercado, lonja o comercio, por lo que es un experto en los trucos con los trueques
(de donde su fama de prestidigitador, pillo o ladronzuelo). Hermes-Mercurio represen-
tan así las dos funciones del lenguaje en cuanto transicicional y transaccional, diacróni-
co y sincrónico, dinámico o temporal y estático o espacial, tal como se representa res-
pectivamente por la función verbal y la función sustantivizadora del lenguaje.
Este Hermes que juega con Dioniso es el dios de la relación y la conjugación univer-
sal de lo diferencial. Por eso se sitúa simbólicamente entre el ser apolíneo y el devenir
dionisiano, a modo de dios relacional de los contrarios. De aquí que sea considerado a la
vez el patrono de la hermenéutica racional o luminosa, académica, y de la hermética
oscura u ocultista, no académica. Su archisímbolo es el caduceo, el cual conjuga simul-
táneamente la serpiente telúrica con las alas ascensionales, el elemento terráceo con el
elemento aéreo.
No extrañará que Hermes sea el numen de la apertura y de las puertas, en su doble
función de mostrar y ocultar, abrir y cerrar, vivir y morir. Mas la importancia decisiva de
Hermes radica en ser el significante del sentido de la existencia. Este sentido comparece
precisamente como una mediación o implicación entre la vida, simbolizada por el falo

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hermesiano, y la muerte simbolizada por los túmulos como cúmulos de piedras erigidos
en su honor. En efecto, este dios humanizado habla a través de piedras o mojones sim-
bólicos, el principal de los cuales representa la vida y el amor procreador (el falo), mien-
tras que su correspondiente representa la tumba y la muerte (el hades o inframundo).
En donde la vida es significada por una flecha transicional o temporal, cuyo término
espacial es la muerte como intercambio con el otro mundo.
Como numen de la vida procreadora y de la muerte en el seno de la tierra, Hermes
es el protector de nuestras almas, el «psicopompo» o ángel pagano que las conduce
transversalmente por la vida y por la muerte hasta su destino final en la ultratumba (el
inframundo).

Sabiduría

La sabiduría remite a una larga y amplia tradición sapiencial que trata de vivir el sentido
de la vida desde dentro y no desde fuera, auscultando el curso de la experiencia y el
decurso de la existencia asuntivamente, a través de la cautela y la intuición de las claves
y valores fundamentales. En esta tradición sapiencial la sabiduría se concibe como el
entroncamiento de la vivencia individual y colectiva, así como el decantamiento de di-
cha con-vivencia en la interioridad anímica.
Significativamente hay una sabiduría universal que se repite aunque con variacio-
nes. Podríamos hablar de sabiduría unidiversal, ya que sus temas y soluciones son los
mismos en su diversidad, como si se tratara de arquetipos generales que se encarnan o
tipifican diferenciadamente. Así por ejemplo, el gran tema de la coimplicación de la vida
y de la muerte, de lo positivo y de lo negativo, del día y de la noche, del sentido y del
sinsentido, del héroe y del dragón. Pascal lo ha expresado por todos los demás así:

Gusta ver en las disputas el combate de las opiniones, pero en manera alguna contem-
plar la verdad encontrada. Para contemplarla con gusto es preciso verla nacer de la
disputa. Igualmente en las pasiones se experimenta placer en ver entrechocarse a dos
contrarios, pero cuando una es dueña ya no es sino brutal. No nos agrada sino el comba-
te, pero no la victoria.

Esto significa que el hombre sabio no busca las cosas sino su relación, no quiere la
verdad pura sino la impura, no quiere vencer sino convencer, no tiene nada que hacer con
la razón sino con su encarnación pues, como dice Séneca, necesaria es la experiencia para
saber cualquier cosa, y la experiencia nos dice que cuando uno gana pierde otro.
Por eso en su sabiduría experiencial nuestro filósofo sabe que la virtud pierde sus
fuerzas si le falta oposición, y que un peligro nunca se vence sin otro. En su filosofía
lúcida no hay hombre más desdichado que el que nunca probó la adversidad, porque no
tiene una experiencia real sino irreal. Por lo demás, aquí dejamos un elenco de este
pensamiento sapiencial:

El que a lo más alto llega, cerca está de caer.


Mucho falta al que mucho tiene.
Lo que más se ama más veces corre peligro.
Más seguro está en la virtud el que ya pasó por los vicios.
Uno y otro es cobardía, tanto el querer como el no querer morir.
Lo que hay después de la muerte es vida y no muerte.

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Epílogo. Galería de símbolos

Quizás la sabiduría consista no en abdicar de la razón sino en darle la vuelta, bus-


cando quijotescamente la razón de la sinrazón y la sinrazón de la razón, en nombre de
una razón transracional que bien podríamos denominar razón surracional del mundo
(la razón oscura).

X. SÍMBOLOS DE TRANSFIGURACIÓN

Simbolismo: erótica cultural

A través del simbolismo tratamos de abrirnos paso hacia cierto sentido humano, el
cual no resulta posible sino asumiendo el sinsentido a lo Thomas Mann: pues no hay
sustancia sin accidentes, ni bien sin mal, ni vida sin muerte, ni gozo sin sufrimiento.
Cioran ha podido decir que sólo de la imperfección puede aprenderse algo todavía:
porque la auténtica perfección es la complección, y ésta sólo se completa con lo imper-
fecto. Así que ahora la presunta, presuntuosa o presumida victoria del héroe (moder-
no) está en celebrar la derrota, ya que el triunfo no radica en el fracaso, sino en su
coimplicación.
Coimplicación significa remediación, y encuentra en la simbólica su lenguaje espe-
cífico. El simbolismo es la asunción de lo sobreseído por nuestra razón victoriosa, y lo
sobreseído es el sentido y el consentimiento humanos, los afectos y afecciones del alma
en pena, los trasuntos del ser que son los asuntos repudiados, los márgenes de lo real
convivido, los residuos de una experiencia aún sin reciclar, las consideraciones intem-
pestivas, los pensamientos sin cobijo oficial u oficioso. Por ello el simbolismo eleva la
realidad a categoría a través de su trasfiguración. En su obra Adiós a la filosofía el conci-
tado Cioran afirma:

Sólo por cobardía experimentamos sentimientos: quiero, sin embargo, ser cobarde, impo-
nerme un alma. Existir es una protesta contra la verdad, y sólo nos salvan las opacidades
de nuestras clarividencias. Pues no se puede eludir la experiencia sino soportarla: el uni-
verso no se discute, se expresa. Todas las vías, todos los procedimientos de conocer son
válidos: razonamientos, intuición, repugnancia, entusiasmo, gemido.

La filosofía tradicional suele eludir la existencia con explicaciones de verdad, de


modo que una auténtico filosofar debería aludir la existencia con implicaciones de sen-
tido, las cuales tienen que ver/oír con lo sentido, porque son los sentimientos los que
expresan el/lo sentido: los sentimientos que son lo más hondo por cuanto patrimonio del
alma. En El libro de las quimeras, el autor rumano proyecta el amor contra la verdad
como la definición de la existencia humana, ya que somos gracias al amor:

El amor es una fuente de existencia. Somos gracias al amor. Buscamos nuestro amor para
librarnos de hundirnos en la nada por obra y gracia de la lucidez de nuestro conocimiento.
Deseamos el amor para no ser contrahechos y adulterados por la verdad y el conocimiento.
Pues existimos sólo a través de nuestras ilusiones, desesperanzas y yerros, ya que sólo ellos
expresan lo individual frente a lo genérico del conocimiento y la abstracción de la verdad.

Es la respuesta de un joven Cioran posnietzscheano que recurre a la mística amoro-


sa en ese bello libro sobre las quimeras, publicado en Rumanía antes de su llegada a
París. En esa obra el vacío existencial no es superado pero sí trasfigurado por la música,

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Andrés Ortiz-Osés

en una especie de vacío cuántico que vibra extáticamente, lo cual reconduce el nihilismo
a un nihilismo místico. Podríamos hablar entonces de erótica cultural, ya que dicha
trasfiguración simboliza el eros del logos o el logos del eros: logoerótica basada en la
abundancia del corazón.

La resurrección

En el cristianismo la resurrección es una especie de insurrección de la carne, ya que se


preconiza el renacimiento final de la propia materia y corporalidad en el trasmundo. Se
trata de una especie de materialismo espiritual, según el cual el hombre no sólo no
perece del todo, como pedía Horacio, sino que se yergue al final íntegro e integrado. Tal
fe o creencia es sobre todo una esperanza de supervivencia y un amor de más vivencia,
el deseo de no pudrirse para siempre en este mundo. Pero sobre todo es un desafío al
cálculo materialista en nombre de una visión de la materia transida de espíritu, la cual
se corresponde con un espíritu encarnado en la materia:

Algo en mí que no es mío se levanta.


Hay algo que no empieza ni acaba, pero tiembla.
[J.L. Hidalgo]

En otras religiones como la budista, la visión negativa de esta vida y de este mundo se
proyecta en el más allá, en el cual no se recupera nuestra miserable vida mundana sino
que se deniega en nombre de su extinción (nirvana). Cansado de la vida en este mundo, el
budista no desea continuar sus fatigas con otra vida o en otro mundo sino descansar
plenamente. De aquí que el paraíso budista se represente como la gota de agua que alcan-
za el mar, en el cual pierde su finitud recuperando su infinitud, accediendo así a la nada
mística o al vacío simbólico, lo cual no tiene que ver con el nihilismo ya que se trata de una
nada preñada de sentido. Un sentido de aquiescencia, reposo y paz eterna.

Tanto la resurrección cristiana como la dejación o relajación radical budista plantean la


cuestión de la inmortalidad o continuación de la vida, sea vívidamente como en el cristia-
nismo sea mortecinamente como en el budismo. El alma simboliza universalmente ese
principio de inmortalidad, ya que se considera espiritual. La inmortalidad del alma espiri-
tual estaría simbolizada por su captación matemática de los números transmateriales, así
como por su captación de la música como un orden trascendental.
Sin embargo, el archisímbolo de la inmortalidad del alma estaría representado por el
amor, puesto que en el amor se trasciende el tiempo y se eterniza la vivencia, la cual queda
reflotando por encima de los avatares sensibles anímicamente. En el amor accedemos a
una experiencia honda que, sobrepasando los límites del mundo, accede a cierta infinitud
beatífica. En la (con)vivencia del amor logramos traspasar la gramática superficial del
mundo para arribar a la engramática profunda del universo, en una visión que el fino
poeta José Luis Hidalgo ha expresado así en su poema «Este amor»:
Yo soy más que la tierra sobre la que transcurro,
es ella quien transcurre y pasa sin saberlo;
hay un divino fondo sin nubes ni fronteras,
una profunda entraña, un imposible fuego.
Sólo el amor en pie cada mañana espero,
Porque los días pasan y sin amor destruyen.

568 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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Epílogo. Galería de símbolos

En el enigma de la vida y de la muerte, que es el enigma del hombre en el mundo,


sólo cabe una actitud filosófica consecuente: la apertura radical a la otredad. En el len-
guaje popular esto mismo se expresa diciendo que «hay algo», algo más que lo visto, algo
más que esto, algo más. Que hay algo quiere decir que hay algo que nos trasciende, que
hay algo más que algo meramente. Ahora bien, algo más que algo meramente dice sim-
bólicamente «alguien». Y, en efecto, Dios personifica ese plus de sentido, ya que simbo-
liza la transfiguración del mundo y la resurrección de la carne, la trascendencia del
sentido inmanente y la logosfera de nuestro logos humano.

COLOFÓN: LA VIDA, EL MUNDO Y SUS ATRIBUTOS

Desde la atalaya de la edad madura puede contemplarse el mundo con sus luengos
atributos, La vida es una lucha por la vida, en la que hay armisticios formidables. La
existencia es una batalla por la coexistencia, en la que cabe una paz soterrada. Pero así
como bajo el conflicto hay reconciliación implícita, así bajo la reconciliación está el
conflicto latente.
En la vida subyace la muerte temporal, y en la muerte subyace la vida transtempo-
ral. Esta ambivalencia es la quintaesencia de la existencia, por eso nos conformamos
con un orden que flota sobre el caos, con una perfección que asume la imperfección, con
un ideal que acepta lo real. Al final importa lo que al principio, la salud básica, la econo-
mía fundamental, el amor suficiente, la fortuna que reflota sobre el infortunio como una
tabla de surf sobre las olas.
Poco a poco, sorbo a sorbo, uno aprende a vivir sobreviviendo a la decepción y la
decadencia, el desgaste y la desilusión, el aburrimiento y el desencanto. Pero sin perder
ese anhelo anímico, ese estupor ante las cosas, esa apertura radical a la otredad. Aceptar
lo irremediable y tratar de remediar lo remediable, conjugando los contrarios en una
contradicción translógica, observando la realidad transversalmente para no quedarse
atrapado en algún recoveco o repliegue de la historia que prosigue.
...Y entretanto cultivar la cultura, que es el cultivo recreativo de nuestra alma perso-
nal y de nuestro almario colectivo, acercándose a alguna iglesia para rezar en silencio
artísticamente, visitando luego algún espectáculo circense, pasear insistentemente por
las mismas veredas pero pasando de ellas, saborear algunos manjares finos regados con
buen vino o cerveza de trigo, aunque conviene también beber agua y comer fruta, atre-
verse a pensar al propio aire y airear lo pensado en el mar y en el monte, juntarse con los
que son amigos y evitar contenciosos con los enemigos.
Charlar con la gente pero no con gentica ni gentuza, visitar algún enfermo que nos
inicie en el trance, dormir mucho y tranquilo en cama ancha bajo edredón nórdico, no
pasar nunca frío en el cuerpo porque enfría el alma y cuidarse de humedades, no cele-
brar amor alguno sin un gramo de humor, no malhumorarse por nada ni por nadie, ni
tan siquiera consigo mismo (lo que se dice pronto), convivir con indulgencia y generosi-
dad, pero con algún grado de distancia o ironía, no hacer sino cosas creativas salidas de
dentro y abandonar la burocracia a las máquinas.
No fastidiar para no ser fastidiado, no exigir para no ser exigido, no solicitar para
no ser solicitado. Pero amar para ser amado, admirar la belleza para ser mirado por ella,
ayudar al otro para ser coadyuvado. Mas sobre todo saber estar solo para poder estar
acompañado, siquiera interiormente. Pues hay una soledad de puertas cerradas y hay
una soledad de puertas abiertas: aquélla es una soledad solitaria y soliviantada, ésta es

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Andrés Ortiz-Osés

una soledad soleada o acompañada. La cual contrasta con la frecuente compañía solita-
ria del que no sabe estar solo abiertamente.
Suscribiríamos, pues, lo que adujera Quevedo al respecto, pero sólo simbólicamen-
te, así pues, no lo que dice literalmente sino lo que queremos decir:

Vive sólo para ti si pudieres


pues sólo para ti si mueres mueres.

En lugar de esta soledad solipsista, nosotros preferimos una soledad en compañía:

Vive solo en compañía si puedes


pues sólo en compañía también mueres.

570 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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AUTORES

BAYÓN, Fernando. Instituto de Filosofía. Consejo Superior de Investigaciones Científicas,


Madrid.
BECKER, Egon. Institut für social-ökologische Forschung. Frankfurt am Main (Alemania).
BEORLEGUI, Carlos. Facultad de Filosofía. Universidad de Deusto (Bilbao).
BERIAIN, Josetxo. Facultad de Sociología. Universidad Pública de Navarra (Pamplona).
BEUCHOT, Mauricio. Universidad Nacional Autónoma de México.
CASSIGOLI, Rossana. Universidad Nacional Autónoma de México.
CAVALLÉ, Mónica. Presidenta honorífica de la Asociación Española para la Práctica y el Ase-
soramiento Filosófico (Madrid).
CELA CONDE, Camilo J. Universidad de las Islas Baleares (Mallorca).
CUENCA, Jaime. Instituto de Ocio. Universidad de Deusto (Bilbao).
DUCH, Lluís. Universidad de Barcelona y Monasterio de Montserrat.
DURAND, Gilbert. Ciencias Sociales. Universidad de Grenoble (Francia).
ETXEBERRIA, Xabier. Facultad de Filosofía .Universidad de Deusto (Bilbao).
GARAGALZA, Luis. Facultad de Letras. Universidad del País Vasco (Vitoria).
GRONDIN, JEAN. Facultad de Filosofía. Universidad Montreal (Canadá).
LAVANIEGOS, Manuel. Universidad Nacional Autónoma de México.
DE LEÓN, Juan Luis. Facultad de Teología. Universidad de Deusto (Bilbao).
LÓPEZ PEDRAZA, Rafael. Psicoanalista junguiano y Universidad de Caracas (Venezuela).
MAYR, Franz-Karl. Facultad de Filosofía. Universidad de Pórtland/Oregon (USA).
MARTINEZ Contreras, Javier. Facultad de Filosofía. Universidad de Deusto (Bilbao).
MÈLICH, Joan-Carles. Ciencias de la Educación. Universidad de Barcelona.
MENKE, Christoph. Facultad de Filosofía. Universidad de Potsdam (Alemania).
MUJICA, Hugo. Escritor y poeta. Buenos Aires (Argentina).
ORTIZ-Osés, Andrés. Facultad de Filosofía. Universidad de Deusto (Bilbao).
PANIKKAR, Raimon. Universidad de Santa Bárbara, Estados Unidos.
RODRIGUEZ Magda, Rosa M.ª Filósofa y directora de la revista Debats (Valencia).
ROSS, Waldo. Universidad de Glasgow (Inglaterra), Zúrich (Suiza) y Montreal (Canadá).
SOLARES, Blanca. Universidad Nacional Autónoma de México.
THOMAS, Joel. Facultad de Filología. Universidad de Perpiñán (Francia).
VIDE, Vicente. Facultad de Filosofía y Teología. Universidad de Deusto (Bilbao).
VILLACORTA, José Luis. Facultad de Filosofía. Universidad de Deusto (Bilbao).

CLAVES DE LA EXISTENCIA 571

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN GENERAL. Existencia y sentido: mito y persona: el mal y Dios:


felicidad y melancolía (Andrés Ortiz-Osés) ......................................................... 5

INTRODUCCIÓN GENERAL. Del sentido de la vida (Jean Grondin) ............................... 21

I
EL SENTIDO PLURAL DE LA VIDA HUMANA

OBERTURA. El sentido hermenéutico de la vida humana (Mauricio Beuchot) .......... 31


El sentido mitológico de la vida humana (Luis Garagalza) ....................................... 39
El sentido filosófico de la vida humana (Mónica Cavallé) ......................................... 56
El sentido iniciático de la vida humana (Blanca Solares) .......................................... 84
El sentido matricial de la vida humana (Blanca Solares) .......................................... 95
El sentido axiológico de la vida humana (Vicente Vide) ............................................ 105
El sentido pedagógico de la vida humana (Joan-Carles Mèlich) ................................ 110
El sentido antropológico de la vida humana (Carlos Beorlegui) ................................ 120
El sentido imaginario de la vida humana (Joël Thomas) ........................................... 135
El sentido nietzscheano de la vida humana (Andrés Ortiz-Osés) ............................... 143
INTERLUDIO. El nuevo contexto global: transmodernidad
(Rosa María Rodríguez Magda) .......................................................................... 173
El sentido coimplicativo de la vida humana (Andrés Ortiz-Osés) .............................. 182
El sentido lingüístico de la vida humana (Andrés Ortiz-Osés) ................................... 187
El sentido ético de la vida humana (Javier Martínez Contreras) ............................... 198
El sentido histórico de la vida humana (Jean Grondin) ............................................. 216
El sentido ecológico de la vida humana (Egon Becker) ............................................. 221
El sentido biológico de la vida humana (Camilo J. Cela Conde) ................................ 231
El sentido heideggeriano de la vida humana (Andrés Ortiz-Osés) ............................. 243
APÉNDICE. Introducción a la teofísica (Raimon Panikkar) ......................................... 265

II
CLAVES DE LA EXISTENCIA

OBERTURA. La existencia social (Gilbert Durand) ...................................................... 269


La existencia gozosa (Xabier Etxeberria) ................................................................... 284
La existencia odiosa (José Luis Villacorta) ................................................................. 302
La existencia alterada (Josetxo Beriain) ..................................................................... 314

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La existencia santa (Waldo Ross) ................................................................................ 327
La existencia mala (Luis Garagalza) ........................................................................... 330
La estética negativa (Christoph Menke) ..................................................................... 348
La existencia teatral (Manuel Lavaniegos) ................................................................. 356
La existencia audio-visual (Franz-Karl Mayr) ............................................................ 368
INTERLUDIO. La existencia ritual (Círculo Eranos) (Andrés Ortiz-Osés) .................... 373
La existencia artística (Fernando Bayón) ................................................................... 377
La existencia memorial (Rossana Cassigoli) .............................................................. 400
La existencia demoníaca (Juan Luis de León Azcárate) ............................................ 411
La existencia sosegada y veloz (Lluís Duch) ............................................................... 438
La existencia valiosa (Jaime Cuenca) ......................................................................... 449
La existencia gastronómica (Andrés Ortiz-Osés) ........................................................ 471
La existencia habitada (Hugo Mujica) ........................................................................ 478
La existencia aforística (Andrés Ortiz-Osés) ............................................................... 486
APÉNDICE. Conciencia de fracaso (Rafael López-Pedraza) ......................................... 505

CONCLUSIÓN GENERAL. El sentido de la vida humana (Andrés Ortiz-Osés) ............... 527

EPÍLOGO. Galería de símbolos (Andrés Ortiz-Osés) .................................................... 545

AUTORES ...................................................................................................................... 571

574 CLAVES DE LA EXISTENCIA

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de la libertad. Los emancipados y los cautivos
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José A. GONZÁLEZ ALCANTUD


Deber de lucidez. Fragmentos de radicalidad
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2011, Libros de la Revista Anthropos, 176 pp. il. ISBN 978-84-15260-03-5

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