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Contra Foucault, una hipótesis 1

Carlos Pérez Soto


Profesor de Estado en Física

Alguna vez Michel Foucault fue monaguillo 2 Se dice que su familia, de la burguesía acomodada
y provinciana de Poitiers, sólo adhería formalmente al catolicismo. Pero ¿qué puede ser el
catolicismo para este tipo de familias sino un conjunto de prácticas rituales, formales?
Históricamente el catolicismo francés ha producido una cultura hipócrita, plena de doble
estándar, conservadurismo y racionalismo ilustrado. Dos cuestiones son centrales en esta
cultura. Una es la extraordinaria profundidad y persistencia con que se fija en los modos de
pensamiento de los que se crían en ella, ligados a sirvientas católicas 3, capillas de parroquias de
provincia y colegios de curas. Otra es su profunda conexión con el pensamiento ilustrado, que
hace que la ilustración francesa sea tan distinta de la inglesa o la alemana. Esto produce una
apretada amalgama de teísmo, racionalismo e idealismo ético, bastante difícil de desenredar, y
gracias a la cual los científicos franceses o los profesionales de la filosofía pueden ser católicos
secularizados sin contradicciones aparentes.

Un efecto de la primera cuestión es que los intelectuales franceses que se rebelan contra las
raíces de su propio pensar no suelen ir más allá de un cierto catolicismo negativo. Padecen
constantemente la propensión a formular sus rebeldías como el reverso exacto de la opresión
católica. La obsesión por la violación de un cura, omnipresente en los escritos de Bataille, es un
buen ejemplo de esto. Ciertos delirios en torno a conventos y abadías, quizás escritos por Sade,
son otros tantos ejemplares de este “catolicismo con signo menos”. La desgracia de estas
rebeliones parece ser el que estos intelectuales nunca logran abandonar la operación del
pensamiento que entraña ese catolicismo originario. A lo sumo consiguen ser, de maneras
frecuentemente truculentas, ex católicos.

Un efecto de la segunda cuestión – la conexión con la Ilustración – es que las dicotomías,


que son el centro y el alma del pensamiento ilustrado, tienden a ser pensadas con un tinte de
dramatismo existencial que sólo logra extremarlas, dificultando su superación. La muerte es
una nada bruta para estos atormentados franceses, completamente exenta de vida. La verdad,
posible o no, es completa, clara y contundente, sin la menor mácula de lo falso. Cuando existe
es pensada como objeto, cuando no existe es, de nuevo, la bruta nada de la que no puede surgir
nada. Las determinaciones operan sin atenuantes. La necesidad es ligada a la teleología, cuando
existe, pero si no existe se disuelve en el azar contingente, tan bruto como la nada.

Ya sea a través de la confianza directa en un Dios, lejano, abstracto, exterior, o a través del
apenas velado teísmo de la masonería, que hace descansar en la materia, o en la arquitectura

1
Texto presentado al encuentro “Foucault fuera de sí”, en la Universidad Arcis, en Santiago de Chile, en Noviembre de
2005.
2
“Todo el mundo, por supuesto, asiste los domingos a misa. ... Paul-Michel ayudará durante un tiempo a oficiar la misa
como monaguillo”. Didier Eribon, en “Michel Foucault”, Ed. Anagrama, Barcelona, 1992, pág. 24
3
“Una niñera se ocupa de los hijos, una cocinera de la casa, tendrán incluso chófer...”. Didier Eribon, op. cit., pág. 23
1
natural, la misma clase de fe, la catolicidad francesa puede ser un reino apacible para los
intelectuales cómodos. Pero, este reino de extrema dicotomía, sólo puede ser un infierno laico,
secular, escéptico, para sus disidentes. En la dualidad milenaria, cielo o infierno, alimentada de
platonismo e ilustración, Foucault escogió el infierno, sin salir nunca de ella.

No es raro entonces que su pensamiento nos instale permanentemente en la dicotomía.


No se puede pensar en términos de sujeto porque eso sería pensar en términos cartesianos.
No se puede pensar en términos universales porque eso sería pensar al modo de la Ilustración.
No se puede pensar en términos de totalidad porque eso es el pensar totalitario. La historia no
se puede pensar como conjunto puesto que sería incurrir en determinismo y teleología. No se
puede pensar el poder como tal porque el poder no es uno.

Pero frente a este polo, el de la universalidad ilustrada, el sujeto consciente, el del imperio de
la totalidad como ley necesaria y teleológica ¿qué nos ofrece? La idea de subjetivación
contingente, la idea de lo singular viviente, del fragmento, del borde, de la serialidad y la
diferencia irreductible, la idea de lo micro (micro poder, micro física, micro resistencia), en que
uno no sabe si se trata de una filosofía de la diferencia o simplemente de la menudencia.

Pero ¿qué son estos temas sino los viejos temas del romanticismo, extremados o suavizados
con una retórica más o menos truculenta? Foucault cree que se puede ir más allá de las
dicotomías modernas simplemente reduciendo cada una a uno de sus polos.

Frente al sujeto cartesiano (consciencia, cosa, razón, permanencia) pone a la subjetivación


contingente (efímera, transgresora, resistente) como si no hubiera otra alternativa. Frente a lo
universal homogéneo y homogeneizador pone lo singular inagarrable, como si estuviésemos
obligados a optar. Frente a la necesidad y el determinismo pone el simple azar serial como si
necesidad y determinismo se implicaran mutuamente, como si no existieran otras formas de
pensar lo posible. Frente a la unidad del poder, que le parece una mera ficción, sólo nos ofrece
la fragmentación de la resistencia, o el azar de la serialidad, como si toda organización fuese
sinónimo de totalidad totalitaria.

No ha salido nunca de la dicotomía entre Ilustración y Romanticismo, no ha construido un


pensamiento post ilustrado. Ha formulado simplemente uno neo romántico.

Mis objeciones frente a esto son dos. Una es que es perfectamente posible pensar más allá de
las dicotomías que reproduce, aunque anule cada vez uno de los términos. La otra es que el neo
romanticismo de la fragmentación, el borde y el micro poder, es perfectamente funcional a un
poder que es capaz de administrar la diversidad.
En el primer argumento la cuestión general es que es perfectamente posible compartir las
críticas de Foucault al pensamiento clásico (muchas de ellas profundas y fundadas) sin
compartir las consecuencias que obtiene.
Se puede rechazar la idea cartesiana de sujeto, o incluso aceptar la idea de subjetivación
permanente, sin llegar a la conclusión de que sólo hay subjetividad en lo singular. Las
2
operaciones del pensamiento que describe en sus epistemes pueden ser imaginadas
perfectamente como operaciones de un sujeto transindividual, que sólo exista en su actividad
de subjetivarse, que ES, sin embargo, de manera sustantiva. En contra de lo que parece creer
Foucault, no sólo los individuos pueden ser sujetos (cosa que a los franceses parece urgirles), y
no sólo lo singular puede ser subjetivación.
Se pueden aceptar las críticas a la idea de universalidad homogénea y homogeneizadora sin
llegar a la conclusión de que sólo lo singular es real, o el azar. Lo universal puede ser pensado
como diferenciado y, EN él, lo particular puede pensarse como real, autónomo, libre, y referido
al contexto que lo produce. Sólo una mentalidad cripto totalitaria puede creer que referencia y
determinación, o que determinación y determinismo, son la misma cosa.
Se puede sostener que la historia adquiere sentido para una voluntad racional sin tener que
ligar determinismo, necesidad y teleología, que son nociones que no se implican entre sí, en las
que pueden afirmarse unas sin afirmar las otras sin contradicción. Sólo un incurable
pensamiento de la dicotomía puede creer que “voluntad” y “racional” son dos términos
incompatibles. Como si la razón estuviese obligada a ser lo que los ilustrados llaman “razón”,
como si voluntad y arbitrio fuesen lo mismo. Como si la razón misma no pudiera ser pensada
como deseante.
Se puede completar y enriquecer el examen de la operación del poder sin dejar de pensar al
poder efectivo como uno y abarcable.
Y hacer estas operaciones en el orden del pensamiento no es sólo un gusto erudito, o una
manía de intelectual racionalista, sino que tiene que ver directamente con las nuevas formas del
poder y del disciplinamiento.

Una sociedad como la actual, que produce diversidad y domina administrándola, no es un


universal homogeneizador. Opera más bien como un universal real y al mismo tiempo
diferenciado y diferenciador. Una sociedad cuyo poder reside en administrar diferencias no es
contradictoria con lo local o lo singular. Para ella el borde es funcional y el afuera es integrable.
La trasgresión es su modo de ser. Lo micro es el ámbito que mejor domina.
En un poder como el actual, en que el dominio es interactivo, en que la tolerancia es un
modo de administración, en que la humanización puede ser puesta al servicio de la
reproducción de la dominación, es necesario reconocer dos órdenes del poder: el poder local,
que es real, que es diverso, y el poder que administra lo local, que es uno, aunque ya no tenga
un centro geográfico, que es identificable, aunque “sólo” sea una función poder, una función
móvil.
Ante un poder como éste resistir en el borde y en lo local, en la singularidad del cuerpo o la
serie, es condenarse a vivir el reformismo de la autonomía local, o el ultra izquierdismo de lo
micro, funcionales ambos a un disciplinamiento de nuevo tipo, que no requiere de la
homogeneización pero sí de un límite que mantenga el orden común de la totalidad. Se puede
resistir y construir en lo local poderes reales, e incluso fuertes, trasgredir la universalidad desde
ese borde, y cada una de estas operaciones podría ser perfectamente posible y útil para el poder:
ejemplos estigmatizables y exterminables que confirman que la buena opción es lo diverso pero
integrado.

3
La política foucaultiana fue apropiada para el capitalismo fordista y es una terapia adecuada
para católicos en rebeldía. Hoy no es sino fragmentación funcional a los poderes altamente
tecnológicos, que se limita a reivindicar la diferencia que ya es posible. Esto es lo que siempre
ha sido la política reformista: el arte de lo posible. Y del desastre de las grandes revoluciones,
del retroceso que nos liga a la lógica de la derrota, siempre es posible hacer surgir esta especie
de “por lo menos”: sino la sociedad al menos nuestro barrio, sino el mundo al menos nuestros
cuerpos, sino la felicidad al menos la apacible y sosegada pasión tardía de la “amicitas”. No es
poca cosa pasar de Bataille a Cicerón. Un poco más de tiempo, un poco más de desencanto, y
allí está esperando San Jerónimo, un poquito más allá Orígenes, a penas a la vuelta de esa
esquina San Agustín. Suele ocurrir, se ha visto. Los católicos están perdidos, por mucho que
vivan maldiciendo al Dios que lo educó, sólo logran ser ex católicos... y el tiempo en ellos
puede curarlo todo.
La política revolucionaria, en cambio, siempre ha sido el arte de ir más allá de lo posible, de
hacer posible lo que la dominación ha decretado como imposible. Es la política de lo que el
poder no puede dar, y eso es hoy la universalidad. Lo universal, la libertad, la posibilidad de ser
felices.

Pero, qué vamos a hacer!, los ex católicos nos objetarán nuevamente con una dicotomía.
Como sólo logran concebir la felicidad como general, permanente y homogénea, de la crítica a
semejantes ingenuidades sólo pueden obtener una conclusión dramática: la felicidad es
imposible. Es una ficción ideológica, es un recurso de consolación, una mera construcción
discursiva, a lo sumo una ilusión pasajera. (Séneca!, Epicteto!, San Jerónimo!). ¿Nunca se
enteró Foucault de que estos autores son los clásicos de la consolación?. ¿Nunca supo que
fueron lecturas obligadas durante mil años entre conservadores y reaccionarios?. Es obvio que
no se puede responder afirmativamente a estas preguntas. Sería simplemente un insulto para un
historiador erudito y estudioso como él fue.

No voy a extender las muchas hipótesis que contiene este texto hacia alguna especulación, a
estas alturas sólo posible para un espiritista, acerca de cual era la dirección de los últimos textos
que escribió, ni acerca de en qué camino se estaba embarcando. La única cuestión que me
interesa de esto es una idea muy básica: la manera más directa de hacerse conservador es llegar
a la conclusión de que la felicidad es imposible. Y una manera muy francesa de llegar a esta
conclusión es haber partido de la noción ilustrada de felicidad sin llegar nunca, aún a costa de
experiencias truculentas en el cuerpo y el alma, a superarla.

Ante los desencantados, ante los hijos de la derrota, ante los hijos de los hijos de la derrota,
vale la pena insistir en este simple axioma: la política revolucionaria es el arte de hacer posible
lo imposible.

Santiago, Noviembre de 2005.-

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