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Víctima. La presión de las tecnociencias.

Habitar o ser el rehén del cuerpo – Freudiana 3/6/20 16:44

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Víctima. La presión de las


tecnociencias. Habitar o ser
el rehén del cuerpo
Javier Peteiro Cartelle

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Javier Peteiro Cartelle 1

VÍCTIMA LA PRESIÓN DE
LAS TECNOCIENCIAS:
HABITAR O SER REHÉN
DEL CUERPO 2
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Dados los ejes propuestos para la reflexión sobre el


significante “víctima”, he optado por elegir: “la presión de las
tecnociencias: habitar o ser rehén del cuerpo”.

Parto de una reflexión de Miquel Bassols, incluida en uno de


los posts de su blog: “…así, asistimos hoya una
generalización de formaciones asociativas de víctimas, que
van desde las asociaciones de víctimas del terrorismo,
víctimas de accidentes de tráfico, pasando por las víctimas
de fraude en el juego online, del aborto o de los efectos
nocivos del amianto, hasta las víctimas de la violencia rural
o de las negligencias médicas”.

El significante víctima refiere ya a algo colectivo, a un algo


que se manifiesta y que pide o exige una satisfacción o una
acción política. Bassols diferencia entre victimización
primaria y secundaria, según la víctima lo sea como objeto
de un acontecimiento traumático o delictivo, o que lo sea
fruto de la relación del sujeto con esa experiencia. Surge
aquí el “todos somos” tan habitual en el caso de atentados
terroristas como el habido en París.

Habitar el cuerpo
Llama la atención esa sugerencia a pensar sobre la relación
entre tecno-ciencia y habitar o algo tan diferente a ello como
ser rehén.

Me parecen oportunas dos citas sobre lo que supone


habitar, aunque no se refieran directamente al cuerpo.

Una es de Martin Heidegger (6 de octubre de 1951 en


Bühlerhöhe): “Mientras dura este advenimiento de la gracia,
mientras ocurre esto, logra el hombre medirse con la
divinidad. Si este medir acaece propiamente, entonces el
hombre poetiza desde la esencia de lo poético. Si acaece

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propiamente lo poético, entonces el hombre mora


poéticamente sobre esta tierra; entonces, como dice
Hölderlin en su último poema, «la vida del hombre» es una
«vida que habita»”.

Otra de las citas se incluye en un libro de Francois Cheng,


Cinco meditaciones sobre la muerte: “La idea de que la vida
termina y que no podrá alargarse, nos incita a realizarnos:
no ya a inscribirnos en un trayecto de vida que
soportaríamos como nuestra condición ineluctable, sino a
concebir un proyecto de vida. Dicho de otro modo, a
proyectarnos en la vida por medio de una actividad creativa
que nos conduzca a la perspectiva de una realización. No
ignoramos, sin embargo, la triste realidad: una gran parte de
la humanidad está privada de la posibilidad de escoger su
actividad y acepta un trabajo con el único fin de “ganarse la
vida”, situación que engendra todo tipo de sufrimientos e
injusticias, pues el hombre se reduce así a su utilidad
técnica, lo que para él es una mutilación. Si, naturalmente,
tiene necesidad de hacer, no es sólo al nivel de una
producción material y útil en el plano social, sino sobre todo
en la dimensión de lo que los griegos llamaban poiein, que
significa hacer en el sentido de la poiesis, la creación. Por
medio de este hacer creativo, por medio del trabajo en
vistas a una realización, el hombre da un sentido a su vida.
Tal es su vocación, aquello a lo que ha sido llamado.”

Tanto Heidegger como Cheng indican que habitar


propiamente remite a una “poiesis”, a un construir creativo.
¿ Construir qué? Parece que la propia vida, lo que vendría a
plantear sucesivos interrogantes. También sugiere Cheng
que hay quien no puede plantearse nada si se halla en una
condiciones alienantes que le son impuestas.

No es preciso ser dualista para retomar el término “alma”


como lo más propio de uno y parece elemental que habitar
la tierra supone en primer lugar un habitar el propio cuerpo.
Podría decirse que lo biográfico habita en lo biológico.

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¿En qué consiste ese habitar el cuerpo? Parece que la


respuesta pasa por lo relacional implícito en el Dasein. Uno
habita un cuerpo cuando habla desde él, cuando se
relaciona con otros. Somos en y con el cuerpo. Y un cuerpo
no siempre está para poesías, porque, a veces, es un mal
sitio en el que habitar. Quizá el caso más extremo de
restricción lo tengamos en el síndrome del cautiverio en el
que el cuerpo se convierte en una auténtica cárcel. Pero, sin
llegar a tal extremo, observamos cotidianamente a personas
que han de hacer frente a múltiples restricciones en forma
de parálisis, de ceguera, de amputaciones o padeciendo
una enfermedad crónica o que es incurable. Y si miramos
más allá de lo que consideramos primer mundo, la situación
de miseria generalizada en muchos países afecta al propio
tiempo de vida y a las condiciones de ella; lugares en que lo
biográfico sucumbe ante lo biológico.

Indica también Francois Cheng que: “En los caminos de la


existencia nos tropezamos con dos misterios
fundamentales: el de la belleza y el del mal”.

Podemos partir de esta frase para reflexionar brevemente


sobre el papel de la tecno-ciencia desde esa disyuntiva de
belleza y mal.

Estos días se celebra el 250 aniversario del telescopio


Hubble. Las imágenes que ha proporcionado son sólo un
ejemplo de la capacidad que tiene la tecno ciencia para
desvelar la belleza del mundo. Esa revelación se da en
todos los ámbitos de la ciencia, incluyendo el de las teorías
físicas y matemáticas, a tal punto que muchos científicos
identifican en la práctica belleza y verdad, como hizo Keats
en su célebre poema a la urna griega.

Pero no es menos cierto que la tecno-ciencia también tiene


que mucho que ver con el otro misterio fundamental al que
se refería Cheng, el del mal. La bomba atómica quizá sea el
mejor ejemplo, pero, desde luego, no el único.

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En el desarrollo tecnocientífico confluyen dos aspectos que


hacen recelar fuertemente de él. Por un lado, la perspectiva
fáctica de muchos científicos que ven la tecnociencia como
la realización de lo posible, sin restricción ética. Por otro, el
fuerte alanzar habido con intereses mercantiles, de tal modo
que asistimos tanto a aplicaciones con consecuencias
nefastas, especialmente para el tercer mundo, como al
refuerzo frecuente de un contexto alienante en el primero.
Por supuesto, hay grandes avances en todos los órdenes
que facilitan la vida, a veces a escala mundial, como ocurrió
con la erradicación de la viruela, aunque con mucha mayor
frecuencia se dan en un ámbito mucho más restringido.
Incluso en un lugar tan desarrollado como los EEUU, el
acceso a muchos tratamientos médicos está restringido por
el poder adquisitivo del paciente.

Ser rehén del cuerpo


Francois Cheng merece ser citado nuevamente. Es
llamativa esta frase:

“Cuando se desvanece toda noción de lo sagrado, es


imposible para el hombre establecer una verdadera
jerarquía de valores”.

Es un hecho que, en nuestro medio, y por parte de quienes


se lo pueden permitir, vivimos una era de culto al cuerpo,
tanto en el aspecto de cuidado médico como en el estético.
Eso supone el riesgo de desacralizar al sujeto que pasa a
ser identificado con un organismo a mantener y, a ser
posible, a fosilizarlo en una juventud aparente.

No viene al caso incidir en el loco exceso de los sueños


transhumanistas, pero conviene que nos paremos a pensar
en las tristes posibilidades que abre un cientificismo
reduccionista por el cual el cuerpo no es algo a habitar sino

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más bien algo con lo que se pretende identificar al propio


sujeto o, dicho de otro modo, desposeerlo de su alma, cosa
que por otra parte facilitan tantos desalmados que en el
mundo hay.

Podría parecer que los excesos cientificistas son recientes,


pero no es así.

La siguiente reflexión podría haber tenido lugar aquí y


ahora: “Se ha infiltrado una duda acerca de si la medicina
no empieza a pasar de ser un servicio a la humanidad a un
fin en sí mismo y algo extraño al hombre; de si el médico no
se ha convertido demasiado en estudiante de medicina. Lo
que hoy se designa como crisis de la medicina no es en
absoluto algo propio y exclusivo de esta profesión, sino que
está inscrito en el fenómeno colectivo de la inseguridad
europea, en el relativismo general.” Esta percepción fue
reflejada por Stefan Zweig en 1931, en su libro La curación
por el espíritu.

Un cuerpo predecible
Si ya la medicina nos contempla, en general, de modo
parcelado, obviando la semiología tradicional en aras de
signos ocultos, pretendidamente pronósticos; si la medicina
participa como lo hace en la medicalización de lo normal,
que consigue en la práctica que todos seamos enfermos, el
terrible paso siguiente persigue, desde la identificación entre
cuerpo y alma, pronosticar cómo será o, mejor dicho, cómo
funcionará un individuo, pues de individuo y no sujeto se
trata del mismo modo que se confunde ser en el mundo con
funcionar en él.

Es llamativo que la Biología se haga determinista cuando la


Física ha dejado de serlo. Un determinismo absolutamente
infundado, genético o neurobiológico persigue dar cuenta no

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sólo de cómo es un individuo sino de cómo actuará en un


contexto dado. Sobra decir que estos afanes van de la
mano de la obsesión por la seguridad quebrada, cuando el
factor humano no es predecible, como ocurrió
recientemente en la tragedia aérea de los Alpes o con el
niño homicida.

Hace ya tiempo, tuvieron mucho impacto en nuestro país las


experiencias del Dr. Rodríguez Delgado, que podía evitar
embestidas de toros a cuyos cerebros se les había
implantado electrodos, mediante señales electromagnéticas.
En 1969 publicó un libro cuyo título es tan revelador como
inquietante: El control físico de la mente: Hacia una
sociedad psicocivilizada. Ha llovido desde entonces y ese
esfuerzo por la vigilancia y el control ha crecido hasta ahora.
El control de nuestros movimientos es prácticamente total,
sea con cámaras, sea con GPS que localizan nuestros
teléfonos o coches. Nos dan seguridad a expensas de ser
controlados. ¿Por quién? Ni lo sabemos. Pero se pretende ir
mucho más allá de la mera vigilancia y para ello se ven
claves deterministas en los genes y en el fenotipo cerebral,
asistiendo ahora a una nueva forma de frenología, aunque
revista la espectacularidad de las modernas técnicas de
imagen. En este año, se publicó en Neuron un artículo
cuyos autores indican literalmente lo siguiente: “Revisamos
hallazgos de neuroimagen en los que medidas iniciales
cerebrales (neuromarcadores) se correlacionan o predicen
la futura capacidad de aprendizaje en niños y adultos, la
criminalidad, comportamientos relacionados con la salud y
respuestas a tratamientos farmacológicos o conductistas.
Los neuromarcadores proporcionan frecuentemente
mejores predicciones aisladamente o en combinación con
otras medidas que las medidas conductistas tradicionales.
Con posteriores avances en el diseño de estudio y análisis,
los neuromarcadores pueden ofrecer oportunidades para
personalizar las prácticas clínicas y educativas de modo que
permitan mejores resultados para la gente”. (Gabrieli, J. D.
E., Ghosh, S. S. y Whitfield-Gabrieli, S. “Prediction as a

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Humanitarian and Pragmatic Contribution from Human


Cognitive Neuroscience” en Neuron 85, 2015, pp. 11-26.)

Ese afán predictivo ya ha calado con fuerza hace tiempo en


el ámbito clínico donde la semiología clínica es
reemplazada a marchas forzadas por una semiología oculta,
con la pretensión absurda y cara a sustituir la curación de
enfermedades por la imposible prevención de la mayoría de
ellas. Sabemos sobradamente de una medicalización de lo
normal por la que cualquier malestar subjetivo o cualquier
desviación de la norma estadística, o de un criterio
idealizado, pasa a concebirse como la tenencia de una
enfermedad. Eso genera una hipocondrización generalizada
poco compatible con habitar un cuerpo y mucho más en
cambio con hacer al sujeto rehén de un organismo. Rüdiger
Safranski refiere en su biografía de Schiller, considerando el
resultado de su autopsia, que “el idealismo actúa cuando
alguien, animado por la fuerza del entusiasmo, sigue
viviendo a pesar de que el cuerpo ya no lo permite”. Cuando
hoy en día se recomienda a alguien luchar contra el cáncer
estamos ante algo bien distinto. El ideal sostiene la vida
pero su objetivo no es luchar contra la enfermedad, sino la
vida misma, la creación, la poiesis.

¡Víctima!
Anunciar la muerte de Dios no ha salido gratis. Hay quien ve
una relación de causalidad entre el progreso científico y el
ateísmo, pero eso es discutible. Tenemos ejemplos de
científicos de primer nivel ateos y creyentes. Podría decirse
que, si la ciencia no ha matado a Dios, sí que parece
suplantar la referencia religiosa tomando el papel de un
nuevo mito, el del progreso imparable hacia un mundo feliz.
Pero sabemos que toda utopía acaba convirtiéndose en
distopía y los efectos de la cientificista son frecuentemente

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sutiles.

Uno de esos efectos tiene que ver con la victimización


extendida.

En un contexto religioso monoteísta tradicional, uno puede


ser víctima real del celo de creyentes, sean cruzados,
inquisidores o fanáticos yihadistas como los que retornan en
nuestros tiempos, pero Dios no es visto nunca como
culpable; puede estar ausente (está de moda ahora
preguntarle “dónde estaba” en funerales por catástrofes),
oculto, ser inescrutable, pero no culpable. La posición de
víctima sólo cabe ante Él como objeto sacrificial voluntario,
siendo Jesús la figura ejemplar en ese sentido.

Ahora se es, en cambio, víctima del nuevo dios


tecnocientífico o del pecado contra él. En el primer caso, la
culpa se transfiere a la tecnociencia que ha mostrado sus
límites de conocimiento aun no alcanzado, como ocurre en
tantas enfermedades incurables, o que ha incurrido en un
fallo de previsión, sea de un tsunami o de un atentado
terrorista, incluso por factor humano. En el segundo caso, la
culpa se transfiere a uno mismo por no seguir los protocolos
que dicta ese dios, sean clínicos o de seguridad vial.

Hay cada día más victimización y culpa en vez de libertad y


responsabilidad, lo que se enmarca en el contexto que el
cientificismo proporciona de una infantilización
generalizada, que aspira a la seguridad total.

Cuando el destino muestra su crueldad, ya no vemos la


resistencia heroica, sino sólo el estupor y la exigencia de la
victima. Y es que uno ya no se muere de mortalidad, como
decía Ricceur, sino por no cuidarse, no mirarse, no tratarse
preventivamente de riesgos múltiples, o incurrir en prácticas
de riesgo.

¿Qué podemos hacer?

Parece que lo esencial es recuperar la libertad desde el

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análisis de lo que nos oprime. Y ese análisis resulta difícil


cuando lo que nos oprime es lo que parece más liberador.

La tecnociencia alarga y facilita vidas, pero también


esclaviza. Se la ha endiosado sin asumir los límites que
todo dios tiene. El problema de la teodicea en las religiones
monoteístas tiene que ver con la omnipotencia y la
omnisciencia. Suele decirse, al contemplar el mal en el
mundo que, o bien Dios no es omnipotente por no evitarlo, o
no es omnisciente por no saber prevenirlo. ¿Qué ocurre con
el dios tecnocientífico? Que no es omnisciente ni
omnipotente; a pesar de ello, se asume como postulado
que, aun cuando no lo sea ahora, lo será en el futuro, algo
que recuerda a una de las traducciones de la Biblia en la
que Dios dice a Moisés “yo seré el que seré”.

La omnipotencia científica se liga a su omnisciencia, a pesar


de dos grandes límites que ésta tiene. Por un lado, los
límites intrínsecos encontrados en Física y Matemáticas, por
otro, los límites prácticos hallados en Biología, un mundo
regido principalmente por ecuaciones no lineales y por la
extraordinaria complejidad de lo viviente. Paro también,
finalmente, por la imposible completitud. La ciencia no
puede abarcar todo en un tiempo finito, lo que supone ver
su gran limitación.

Sólo desde una visión de la tecnociencia como algo que ha


de ser contextualizado en el pensamiento en general, en
vez de regirlo, podremos hacer con ella algo propiamente
humano.

javierpeteiro@gmail.com

Notas
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1 Javier Peteiro Cartelle es doctor en Medicina,


especialista en Análisis Clínicos y Jefe de Sección
de Bioquímica en el CHUAC (Complejo
Hospitalario Universitario de A Coruña).

2 Intervención en las Jornadas preparatorias de


PIPOL 7, en la sede de A Coruña-El.P el 30 de
abril de 2015.

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Miller

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