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53 Literatura II PDF
53 Literatura II PDF
Literatura II
María Luisa Verástica Cháidez
Crisanto Salazar González
UAS / DGEP
Literatura ii
© María Luisa Verástica Cháidez
© Crisanto Salazar González
COLABORADORES:
Miguel Zazueta Jiménez
Marcos Miranda
Antonia Zusuki
Carolia Osuna
Once ríOs editOres, Río Usumacinta 821 Col. Industrial Bravo, Culiacán, Sin.
Tel-fax: 01(667) 712-2950
Registro en trámite
Hecho en México
Presentación
E
l libro de Literatura II se anota en el planteamiento curricular del bachi-
llerato universitario 2009, de acuerdo a los requerimientos de ingreso al
Sistema Nacional de Bachillerato (SNB), cumpliendo con lo establecido
en el Marco Curricular Común (MCC) de la Reforma Integral de la Educación
Media Superior (RIEMS).
Desde la perspectiva del enfoque por competencias, el área disciplinar de
Comunicación y Literatura -2009- está ubicado en el campo disciplinar básico
de comunicación con las asignaturas de Literatura I y Literatura II, cuyo estudio
se cultiva en los terceros grados de preparatoria.
De ahí que Literatura II este diseñado para favorecer la competitividad del
perfil de egreso del estudiante de educación media superior, al fomentar su
sensibilidad artística cultural. Con ello, se promueve la apreciación e interpre-
tación estética de las diversas manifestaciones de las obras de arte. En ese
sentido, el Programa de Literatura II está elaborado para desarrollar las compe-
tencias comunicativas dentro MCC, integrando los conocimientos, habilidades,
actitudes y valores a través de las competencias genéricas y disciplinares.
Literatura II incluye cinco unidades de aprendizaje: la primera, muestra la
producción literaria en su contexto, el contexto del autor y el contexto del lector
como principios de una obra literaria. La segunda unidad, alude a las escuelas
literarias clásica, medieval y renacentista. En la tercera, se aborda el estudio de
las escuelas barroca, romántica, realista-naturalista y modernista, adjuntando
un análisis contextual. Finalmente, en la cuarta unidad, se revisa parte de la
literatura mexicana del siglo XX y, en la quinta unidad se plantea un acerca-
miento a la producción literaria sinaloense contemporánea.
Las obras literarias aquí contenidas, permanecen en espera de ser descu-
biertas por los jóvenes aprendices de textos literarios en educación media supe-
rior. Detrás de ello, existe la propuesta de introducirse a los distintos ejercicios
guiados por los docentes a la participación tanto individual como en equipos
de estudiantes, a través del análisis de los antecedentes sociales, históricos y
culturales que rodean a la obra literaria, así como determinar las características
predominantes, los escritores y las obras más representativas de cada una de
las corrientes o escuelas literarias indicados en el transcurso de las clases de
literatura.
Se trata pues, de hacer llegar a los maestros y aprendices de literatura, una
muestra del universo de la producción literaria, a fin de coincidir en los referen-
tes que facilitan la enseñanza para el aprendizaje de las obras literarias, ade-
más de compartir las impresiones que cada uno de los textos seleccionados
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
logra trasladar en el mundo de quien los lee, dados los referentes metafóricos planteados que se
viven ante la obra artística.
Con gratitud, al maestro de literatura que año tras año desempeña tan loable tarea de lograr que
sus aprendices capturen no sólo datos, sino la idea de seguir disfrutando de la lectoescritura de
las obras de arte literarias. Con ello, un abrazo ceñido a quienes, también, colaboraron de manera
directa en el cometido de seleccionar las lecturas y propuestas de actividades planeadas para el
libro que hoy es suyo. A las maestras Ivonne Barraza y Carolia Osuna, así como a los maestros
José Luis Morales Chacón y Alfredo Martínez Matus.
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Índice de contenido
Presentación | 7
Índice | 9
UNIDAD I
LA LITERATURA Y SU CONTEXTO
UNIDAD II
DE LA LITERATURA CLÁSICA A LA RENACENTISTA
LITERATURA CLÁSICA | 33
Contexto socio histórico | 33
La gallina de los huevos de oro, Esopo | 34
Contexto cultural |
Oda X, Quinto Horacio Flaco | 36
Contexto literario | 37
La Iliada, Canto XXII, Muerte de Héctor, Homero | 38
LITERATURA MEDIEVAL | 49
Contexto socio histórico | 49
Contexto cultural | 50
El cuento de la priora, Geoffrey Chaucer | 50
Contexto literario renacentista | 53
Balada a su dama, François Villon | 55
Infierno/ Canto I (Divina Comedia), Dante Alighieri | 57
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Contexto literario | 75
Don Quijote de la Mancha, capítulo primero, Miguel
de Cervantes Saavedra | 77
UNIDAD III
DE LA LITERATURA BARROCA A LA MODERNISTA
LITERATURA BARROCA | 85
Contexto socio histórico | 85
La vida del buscón,Capítulo II, Francisco de Quevedo | 87
Al que ingrato me deja, busco amante, Sor Juana Inés de la Cruz | 90
Laberinto endecasílabo, Sor Juana Inés de la Cruz | 91
LITERATURA ROMÁNTICA | 94
Contexto socio histórico | 94
Annabel Lee, Edgar Allan Poe | 96
María/ (Fragmento. Capítulo LXII), Jorge Isaacs | 98
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LITERATURA II / UAS-DGEP
UNIDAD IV
LITERATURA MEXICANA DEL SIGLO XX
UNIDAD V
LITERATURA SINALOENSE CONTEMPORÁNEA
BIBLIOGRAFÍA | 171
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La literatura
y su contexto
Unidad I
Competencia
de la unidad:
A
bordo del taxi comencé a recordar el encuentro con ella el día anterior, en una tertulia en casa de
unas amigas. Por mucho tiempo no la había visto y me sorprendió de sobremanera encontrarla
tan cambiada. ¡La Güicha convertida en una bella mujer hecha y derecha! Ahora es verdadera-
mente hermosa, con esa armonía que han tomado sus finas facciones, con el espléndido desarrollo que
se ha operado en sus formas, con esa presencia que tie-
ne ahora y con el arreglo personal que lucía, el cual re-
vela su buen gusto y le confiere cierto aire de distinción.
Ayer también la adornaba una discreta coquetería, pero
muy lejos de cualquier vulgaridad. Qué diferencia con
aquella chiquilla...
Di instrucciones al chofer para que tomase una ruta
que a mi parecer aseguraba el menor tiempo para el
recorrido. Consulté mi reloj y calculé que contaba con
tiempo suficiente para llegar a la cita sin apuros; quizá
un poco antes de la hora convenida. Después comencé a considerar algunos planes para lo que haría-
mos: Tal vez podríamos ver una buena película; luego seguramente iríamos a cenar y, si para entonces
los ánimos estaban a propósito, con ganas de divertirnos, nos caería muy bien ir un rato a bailar. Des-
pués, ya animados y quizá emocionados, podría ser que...
Volví a consultar mi reloj y vi que contaba con poco más de media hora para llegar. Para lo que falta
hay un buen margen —me dije—. Si hubiera podido contar con mi automóvil... Pero no, precisamente
tenía que descomponerse esta mañana. De que algo va mal, todo parece ponerse de acuerdo: no sólo
fue la descompostura del carro, ahí están también esos encargos que cualquier otro día no me los ha-
cen, sino precisamente cuando cuento con menos tiempo; entonces, a todo mundo en casa se le ofrece
algo. Eso me impidió salir con toda la anticipación que hubiera deseado. Por si fuera poco, como si hu-
biese confabulación en contra de mis planes, ese autobús, dizque expreso, que se me ocurrió abordar
para llegar más pronto, corría tan aprisa que alcanzó a rozar a otro vehículo. Lo bueno fue que no me
quedé a contemplar los alegatos de los conductores, y que afortunadamente pronto pasó por ahí este
taxi. Fue una decisión muy oportuna bajarme del autobús y abordar el taxi.
Sí, qué diferencia con aquella chiquilla; lo veo y casi no lo creo, de veras que ha cambiado esa Güicha.
Qué va de la mujer que admiré ayer a aquélla casi mocosa, flacucha, con su desparpajo y con sus bromas
a veces algo pesadas. A mí era a quien siempre hacía más maldades: me rompía huevos con harina en
la cabeza, de diferentes maneras trataba de sorprenderme para asustarme, me mojaba, me echaba ani-
malejos en los bolsillos, y cuántas otras travesuras que a ella la hacían morirse de risa. Como que ya me
había tomado la medida; si acaso me ponía serio, entonces ella se volvía melosilla, dizque para tratar
de contentarme, para luego volver a sus bromas.
Llegué a pensar que hacía todo eso para llamarme la atención, para que me fijase en ella; y supo-
niéndolo así quise, según yo, darle gusto; que se sintiese complacida. Por eso una vez la invité a tomar
un helado y a pasear por un parque de diversiones, para lo cual hicimos una cita para el día siguiente.
Se la veía muy ufana informándole a todo mundo de mi invitación; sin embargo, ésta se quedó sólo
en palabras, porque llegado el momento no me encontraba de humor y, al suponer que la muchachita
latosa se la pasaría embromándome, opté por faltar a la cita.
En la avenida por donde transitábamos la circulación era lenta, por lo que pedí al taxista nos cam-
biáramos a otra aunque diésemos algún rodeo. Nuevamente vi mi reloj; ya solamente contaba con un
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
poco más de quince minutos. Sin dejar de mirar el reloj había observado que recorrer una sola cuadra
nos consumió varios minutos.
Pasó un buen tiempo sin que volviéramos a tratarnos; creo que con toda intención había dejado de
hablarme. Un buen día, antes de que ella pudiese reaccionar rehuyendo mi conversación, me apresuré
a confesarle que durante todo ese tiempo me había sentido
muy apenado. Inventé cualquier excusa para justificar mi
falta a la cita y para tratar de reivindicarme con ella volví
a invitarla. Esa vez le dije que si era capaz de confiar de
nuevo en mí, la llevaría —dos días después de cuando se lo
propuse— a ver una película. No se hizo mucho del rogar,
incluso fue ella quien propuso el cine al cual iríamos. Mas
llegado el día, no faltó que se atravesara algún imprevisto:
tendría que ir a otra parte para desarrollar una tarea ur-
gente relacionada con mi trabajo. Lo verdaderamente malo
fue que no pude localizarla a tiempo para posponer la cita.
Esa vez no fallé por falta de voluntad de mi parte. Nunca tuve oportunidad de saber cuál haya sido su
reacción, porque de improviso debí ausentarme de la ciudad, una ausencia que duró varios años. Desde
entonces no volví a verla hasta la tarde de ayer, cuando nos encontramos en la tertulia.
Un nuevo cambio de derrotero; ahora el taxista fue quien lo propuso. Era necesario desviarse por-
que al parecer hacia donde nos dirigíamos se presentaba un embotellamiento; tal vez por alguna ma-
nifestación. El chofer puso en reversa el vehículo para volver al crucero anterior y en él hacer un viraje.
En ese lugar de nuevo eché una ojeada al reloj y me percaté de que faltaban escasos diez minutos para
la hora de la cita.
Como la vi ayer, sin haber perdido aquella chispa ni su casi perenne alegría, se le notaba un esmero
en darse su lugar. Como toda una dama educada procuraba expresarse con mesura y discreción; muy
distinta a aquella latosa y encimosa de antaño. Su encuentro me impactó de una manera que no hubie-
ra podido imaginar. Ya no me queda aquella sensación de caerme en gracia; siento que ahora me gusta
de verdad. Durante toda la tarde mi atención fue para
ella, y quedé con el más vivo deseo de seguirla viendo.
Por eso propuse esta cita para encontrarnos a las seis de
la tarde en la puerta de la oficina donde trabaja; una cita
ya importante para mí, convencido de que podía ser el
principio de una grata relación, quién sabe si andando
el tiempo muy formal. Debía llegar puntualmente pues
ella me advirtió, seguramente acordándose de aqué-
lla, nuestra última cita no cumplida, que no esperaría
más de diez minutos después de la hora convenida; dijo
que para ella mi puntual cumplimiento a la cita sería la
prueba de mi aprecio a su persona. Dijo que esta vez no
estaría, como una tonta, esperándome indefinidamente; si yo no llegaba dentro del margen propuesto,
sin dudarlo, se marcharía; y seguramente no volveríamos a vernos. Ahora que me sentía particular-
mente atraído por ella no deseaba fallarle; para mí éste era un reto, que yo mismo me hacía, para de-
mostrarle algo más que un simple aprecio.
Ya faltaba muy poco, pero la calle estaba colmada de autos; transitábamos lentamente, a vuelta de
rueda. Eso me ponía cada vez más tenso y nervioso; me latían las sienes, me zumbaban los oídos, las
manos me sudaban y la boca se me empezaba a secar. Ahora el reloj me señalaba justamente la hora de
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LITERATURA II / UAS-DGEP
la cita. Aunque nervioso y preocupado, todavía confiaba en poder llegar dentro del margen de tiempo
propuesto. Al detenernos en un crucero con semáforo reconvine al chofer:
—El cambio en este semáforo tardará demasiado;
¿por qué no se apresuró a pasar el crucero antes de
que cambiara?
—Disculpe usted; no se incomode, caballero, —
respondió—, pero vea que no ha sido por mi culpa.
¿No vio usted que el que traigo adelante se detuvo
antes de que cambiara la luz del semáforo?
Estaba ya sobre el margen de tolerancia, y aunque
ella no me lo hubiese asegurado, yo quería creer y
convencerme de que si lo rebasaba por un poco, sería
algo flexible y no tendría inconveniente en esperarme
unos cinco minutos más. Quince minutos me parecían un margen todavía razonable.
De nuevo estábamos ante un semáforo en rojo. Ya no aguantaba más; quería poder volar. Faltaban
dos calles llenas de autos; parando cada dos metros se harían una eternidad. Entonces pedí al taxista
que se cobrara para bajarme ahí. Sin esperar el cambio salí disparado como una flecha. Tal vez no me
viera muy bien corriendo desaforado entre los autos, pero confiaba en que mis piernas me llevarían
en un santiamén hasta el final de esas dos calles. Llegué jadeante, casi ahogado. Miré mi reloj; apenas
pasaban unos segundos de las seis quince. Con gran desilusión vi que no estaba; miré en todas direc-
ciones sin encontrarla. Desconsolado, entendí que había cumplido su palabra.
Abatido eché a andar maquinalmente, deambulando sin rumbo fijo. Tan distraído caminaba que
sin darme cuenta me alejé algunas calles del lugar. Cuando al fin reparé en donde me hallaba reconocí
los rumbos de la Alameda Central. Entonces, de pronto escuché las seis campanadas del reloj de una
conocida torre cercana. ¿Será posible? —Me pregunté—. Como un relámpago pasó por mi mente la
consideración de que mi reloj pudiera estar muy adelantado. ¡Pero si seré estúpido! —Me dije— ¡Cómo
pude alejarme tanto! ¡Rápido; hay que regresar! Tal vez en un taxi... ¡Sí, pronto; a buscar un taxi! Pero a
esas horas todos los taxis pasaban ocupados. Pues entonces —afirmé—, buscándolo y andando; no hay
tiempo que perder. Eché a correr de nuevo, mas no podía mantener indefinidamente la carrera; aunque
sin dejar de ir apresurado, de tramo en tramo solamente caminaba para recobrar el aliento.
No obstante, el regreso me tomó pocos minutos, tal vez me haya pasado uno o dos del margen,
más al llegar a la puerta de la oficina ella no se veía por ninguna parte. Más que a una consideración
razonable, me aferraba a una última esperanza; pensaba en muchas cosas circunstan-
ciales que pudieran haberla detenido: olvidos de ésos que hacen regresar, llamadas
imprevistas que atender a última hora, cualquier clase de complicación en el tra-
bajo... Qué tal si acaso todavía no hubiese salido. Ya no quería moverme de ahí. En
eso vi salir una chica; tal vez fuese de la misma oficina. De cualquier manera era
preciso preguntar por ella:
— ¿Conoces a Ana Luisa?
— ¡Claro que la conozco! Ella y yo trabajamos en la misma oficina.
— ¿Estará ahí todavía?
—Ya no. Pidió permiso para salir antes, a las cinco y media; ya hace
más de media hora que se fue. Si hubieras venido antes...
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
ACTIVIDAD 1.1
• Después de realizar una primera lectura completa del texto La cita I, identifica el nivel
de impresión, argumentación e interpretación del mismo.
De interpretación. ¿Qué es lo que quiere decirme Alejandro S. Alonso con el relato La cita I?
• En una segunda lectura, identifica las marcas y/o elementos que te puedan ayudar
a determinar el contexto sociocultural en que se desarrolla la historia de La cita I.
Apóyate en el siguiente cuadro.
Extrae del texto aquellas marcas que den cuenta de cada uno de estos
elementos.
De los datos de autor ¿Quién es el autor, cuando escribió o público el cuento?, ¿cómo es la
y de la obra época en que vivió el autor y escribió el texto.
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La literatura
De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, la
literatura es un arte que emplea como medio de expresión una
lengua, pero además, es una creación de carácter ficcional que
tiene como base la realidad, es decir, una interpretación huma-
na de la realidad a partir de una invención estética, como puede
ser un cuento, un poema, una novela o una leyenda. En esta
definición podemos notar que toda obra literaria no es ajena a
la realidad, sino que ésta es una recreación e interpretación de
un escritor, así la obra adquiere nuevos significados al momento
de llegar al lector.
En este sentido, podemos considerar a la literatura como un
proceso social de gran conflictividad que adquiere sentido y significado desde la visión del autor y
desde la realidad que viven los lectores, distribuidores, críticos literarios, los medios de difusión y
hasta los poderes políticos y sociales.
Cada obra literaria, por su pertenencia a comunidades políticas presentan problemas y tradicio-
nes enormemente muy particulares. Por eso, a veces, en algunas obras puede predominar el factor
lingüístico, en otras, el sociológico o el ideológico. Sin embargo, habría que reconocer que toda obra
de arte aspira a la universalidad, con el propósito de llegar a un mayor número de espectadores.
Lenguaje literario
Toda obra de arte tiene su propio medio de expresión, la literatura se vale de la palabra. Por ello, el
lenguaje de la literatura es independiente del lenguaje común y este se halla ligado al marco de la
historia, repartido en la casuística de autores, obras, escuelas o épocas. Así, el escritor, autor o ar-
tista hace uso del lenguaje literario a partir de su propio léxico y gramática. Valiéndose del lenguaje
«estándar», pone en tensión sus posibilidades para implicar y llenar de connotaciones subjetivas a
la obra literaria.
Mediante el lenguaje verbal, la literatura produce imágenes de
manera oral o escrita, empleando licencias y figuras para atraer la
atención sobre la forma del mensaje, por lo cual se sirve de frases
expresivas que atrapan al lector desde un inicio.
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Dice Manuel Camero (2005) en cuanto a que no es lo mismo el contexto en que se produce un texto
que el contexto en el que se interpreta. “Si nos ceñimos a los textos literarios escritos, como mínimo
cabe distinguir entre el contexto del autor y el contexto del receptor. Más aún, no es posible hablar de
los lectores como una entidad abstracta, porque son seres individuales, cuyos contextos son asimismo
diferentes, por muy pequeña que sea la diferencia”.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
LA NATURALEZA DE LA OBRA
DE ARTE DESDE HIPÓLITO TAINE
Para entender la Obra de Arte, Hipólito Taine nos explica, en su teoría literaria, que una obra de arte no
está aislada, pues pertenece a la obra total del artista, y el artista, a una familia de artistas. A su vez,
ambos pertenecen a un conjunto más amplio del cual dependen y los explica, es el estado de las cos-
tumbres y del espíritu. Las costumbres, ideas, religión, de una época determinada influye en el carácter
del artista para crear obras de arte semejantes a su realidad y, en el caso del artista literario, personajes
parecidos a los hombres que le rodean. Todos los personajes del artista literario, por consiguiente, tie-
nen actitudes y pensamientos muy parecidos y, éstos son semejantes a los personajes de otros artistas
pertenecientes a una misma corriente literaria, porque les tocó vivir los mismos sucesos históricos.
Hipólito Taine, también expone, que el hombre que emite un texto, su autor, figuraba como el ob-
jetivo último del estudio de sus obras, junto a su época, y así lo deja escrito en dos de los párrafos que
aparecen en su libro La naturaleza de la obra de arte:
«Los artistas, siendo diferentes de raza, de espíritu y de educación, son impresionados diferente-
mente por el mismo objeto; cada uno destaca un carácter distinto; cada uno se forma una idea original
de ello, y esta idea, manifestada en la nueva obra, levanta de pronto en la galería de las formas ideales
una nueva obra maestra, como un nuevo Dios en un Olimpo que se creía completo. Plauto había pues-
to en escena Euclión, el avaro pobre; Moliere vuelve a coger el mismo personaje y hace Harpagón, el
avaro rico. Dos siglos después, el avaro, no ya tanto y burlado como antes, sino temible y triunfante,
se convierte en el padre Grandet entre las manos de Balzac, y el mismo avaro, sacado de su provincia,
convertido en parisiense, cosmopolita y poeta
de cámara, da al mismo Balzac el usurero Gob-
seck. Una sola situación, la del padre maltrata-
do por sus hijos ingratos, ha sugerido a turno
el Edipo de Sófocles, El rey Lear de Shakespea-
re y El Padre Goriot de Balzac. Todas las no-
velas y todas las obras teatrales representan
un muchacho y una muchacha que se aman y
quieren casarse; ¡bajo cuántas figuras diver-
sas ha reaparecido esa pareja de Shakespeare
a Dickens, y de Madame de La Fayette a Jorge
Sand! Los amantes, el padre, el avaro, todos los
grandes tipos pueden, pues, siempre ser renovados; lo han sido incesantemente y lo serán todavía, y
es justamente la marca propia, la gloria única, la obligación hereditaria de los grandes genios, la de
inventar fuera del convencionalismo de lo tradicional.»
«...la dicha y la tristeza, la razón sana y el sueño místico, la fuerza activa, o la sensibilidad delicada,
las elevadas miradas del espíritu inquieto o la dilatación amplia de la alegría animal, todos los grandes
asuntos resueltos con respecto a la vida tienen un valor. Siglos y pueblos enteros se han empleado en
sacarlos a la luz; lo que ha manifestado la historia, el arte lo resume, y así como las diferentes criaturas
naturales, sean cuales fueren su estructura y sus instintos, encuentran su puesto en el mundo y su
explicación en la ciencia, del mismo modo las diversas obras de la imaginación humana, sea cual fuere
el principio que las anima y la dirección que manifiesten, hallan su justificación en la simpatía crítica y
su puesto en el arte.»
Verástica (2004). Literatura y comunicación, Análisis Literario. DGEP/UAS.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
nuevo de su padre. Rita se acostó y se acomodó para dormir, y Tomás se sintió momentáneamente
aliviado.
—Espérate tan-tititito —le dijo Rita y le hizo una seña para que se acercara antes de que él pudiera
siquiera suspirar.
Los ojos de Tomás le quedaron tan cerca que confirmó que eran de hielo, al igual que sus manos y
sus mejillas. Lo tomó por la nuca y entreabrió los labios, los de Tomás cedieron sin oponer ninguna cla-
se de resistencia. A sólo un centímetro del beso un verde mar de plasma caliente cayó sobre la camisa
y la corbata de Tomás, y otra ola salió antes de que él pudiera entender lo que pasaba. Riendo, Rita se
puso en pie, atravesó sin ningún problema la habitación y salió sin despedirse.
Orfa Alarcón (2001)
ACTIVIDAD 1.2
1. Después de leer Rita quería vomitar de Orfa Alarcón, identifica algunas frases del
texto que te puedan ayudar a determinar el contexto en que se desarrolla la historia
y menciona a qué tipo de contexto se refiere (Social, económico, cultural, ideológico,
político o psicológico) Por ejemplo:
Frases Contexto
Rita quería vomitar los últimos 3 chiles rellenos, la tostada de pollo, el Económico
arroz y la barra de chocolate de la cual aún tenía el sabor en la boca
La náusea era una bola que viajaba desde la boca de su estómago Cultural
hasta su campanilla y retrocedía para volver a comenzar su recorrido.
—Depresiones no. No, no, no, no, todo menos eso. Psicológico
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Corriente o escuela
literaria a la que perte-
nece la obra.
Datos relevantes que
suceden antes de la
publicación de Rita
quería vomitar.
3. Menciona que elementos o datos del cuento te parecen familiares o muy comunes
en tu vida social.
4. A partir de los datos obtenidos a través del cuento Rita quería vomitar, los datos
investigados en internet, explica cómo se relaciona el contexto que aparece en la
historia con el contexto del autor y con tu propio contexto como lector.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
ACTIVIDAD 1.3
• Elabora un cuestionario, preguntas y respuestas, que comprenda los temas de la
literatura y su contexto, lenguaje literario, contexto literario y corrientes literarias.
• Construye un mapa mental con los conceptos que se manejan en esta primera uni-
dad.
http://www.ciudadseva.com/bdcs/bdcs.htm
http://www.elcuento.com
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De la
literatura
clásica a la
renacentista
Unidad II
Competencia
de la unidad:
Muerte
de Sócrates (1787),
Jacques Louis David.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
La civilización griega fue básicamente marítima, comercial y expansiva. Una realidad histórica
en la que el componente geográfico jugó un papel crucial en la medida en que las características
físicas del sur de la península de los Balcanes, por su accidentado relieve, dificultaban la activi-
dad agrícola y las comunicaciones internas, y por su dilatada longitud de costas, favorecieron su
expansión hacia ultramar. Un fenómeno sobre el que incidirían
también de forma sustancial la presión demográfica originada
por las sucesivas oleadas de pueblos (entre ellos aqueos, jonios
y dorios) a lo largo del III y II milenios a. C.
A lo largo del periodo arcaico (siglos VIII al V a.C.) y del clá-
sico (siglo V a.C.), las polis fueron la verdadera unidad política,
con sus instituciones, costumbres y sus leyes, y se constituye-
ron como el elemento identi-
ficador de una época. En el periodo arcaico ya se perfila el pro-
tagonismo de dos ciudades, Esparta y Atenas, con modelos de
organización política extremos entre el régimen aristocrático y la
democracia.
Los griegos eran politeístas: rendían culto a varias divinida-
des. Honraban principalmente a los dioses (theoi) y a los héroes.
Cada uno de ellos podía ser invocado bajo diversos aspectos en
función del lugar, del culto y de la función que cumplía. Los dio-
ses dotados de poderes sobrenaturales, bajo el mismo nombre,
podían presentar una multiplicidad de aspectos.
Estos dioses gozaban de una inmortalidad que se traducía en
un estilo de vida particular. Se alimentaban con ambrosía (sus-
tancia deliciosa, nueve veces más dulce que la miel, se decía),
de néctar y del humo de los sacrificios. En sus venas no corría
la sangre, sino otro líquido. Estaban sometidos al destino e in-
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LITERATURA II / UAS-DGEP
tervenían constantemente en los asuntos humanos. Nacidos unos de los otros y muy numerosos,
los dioses formaban una familia, una sociedad, fuertemente
jerarquizada.
Así, la mitología griega se compone de historias conta-
das por los griegos antiguos sobre sus dioses y héroes, la
naturaleza del mundo, y los orígenes y la importancia de
sus prácticas religiosas. Los mayores dioses griegos eran
los doce olímpicos, que aparecen a continuación:
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Contexto cultural
Los griegos desarrollaron toda una gran cultura. De cualquier tema que se hable, ya sea cultura, po-
lítica, arte, construcciones, teatro, historia, ideas sobre el porqué de la vida, ciencias, etc. podemos
referirnos a Grecia ya que nuestra cultura, en gran parte, deriva de ella.
Dedicados a la producción artística y seguros de la protección que significaba su ubicación geo-
gráfica, los griegos mostraban más interés al entrenamiento intelectual que al entrenamiento físico,
causa de la inminente victoria de Roma ante la débil resistencia ofrecida por un pueblo dedicado a
la belleza. De esta manera, una vez prisioneros, los griegos mostraron la grandeza de su cultura a
un pueblo ávido de entrenamiento intelectual, cuya producción artística fue moldeada a la cultura
romana.
Al respecto, la civilización latina merece reconocimiento a la conquista política que los romanos
realizaron sobre los griegos, porque supieron reconocer la importancia cultural del pueblo sometido
al imitar sus principios artísticos y llevarlos por todo el mundo a través de la lengua latina. Sobre
todo una de las facetas más importante de aquel desarrollo se da en el campo de las letras, espe-
cíficamente en la literatura.
Oda X
Acertarás más en la vida, Licinio, si no estás siempre
aventurándote hacia alta mar y si no te acercas
en exceso a la costa poco fiable por recelo
y horror al temporal.
Todo aquél que escoge la áurea moderación
se siente amparado y preservado de la sordidez
de un techo ruinoso, se siente alejado y preservado
de la envidia que causa un palacio.
Es más frecuente que los vientos agiten los pinos Quinto Horacio Flaco.
más altos, y que las torres elevadas caigan
con más serias consecuencias, y que los rayos castiguen
las cumbres de los montes.
Un espíritu bien preparado espera
un cambio de suerte en momentos adversos, lo teme
en los propicios, si Júpiter es quien vuelve a traer
los ingratos inviernos, él mismo
hace que se alejen. No porque hoy vaya mal, en el futuro
también habrá de pasar lo mismo: de vez en cuando despierta
a la musa silenciosa con su cítara, que no sólo el arco
sabe templar Apolo.
En las dificultades muéstrate decidido
y valiente. Igualmente, ten la sensatez
de replegar velas cuando las hinche un viento
demasiado favorable.
Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C.)
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Contexto literario
El arte y la cultura clásica incluyen a la literatura clásica o grecorromana,
es decir, las distintas formas de la literatura griega y de la literatura latina
como la poesía, el teatro, la historia y la filosofía.
Así, la literatura de los pueblos de habla griega se desarrolló como una
expresión nacional con escasa influencia exterior hasta el periodo helenís-
tico y tuvo un efecto formativo en toda la literatura universal. De ahí que
retomemos como punto de partida a la Literatura Clásica.
Las primeras obras de la tradición literaria occidental son: los poemas
épicos de Homero y Hesíodo; la poesía lírica, representada por poetas
como Safo y Píndaro de quienes se toma la definición del género lírico; Homero.
Otro es Esopo, quien escribió sus Fábulas en el siglo VI a. C. Estas obras
tuvieron una profunda influencia no solo en los poetas romanos, como Vir-
gilio con su poema épico de la fundación de Roma, la Eneida, sino que se extendió a través de toda
Europa.
En la Grecia clásica se establece el nacimiento del teatro, tal y como lo entendemos ahora. Así
tenemos a Esquilo, quien introdujo las ideas de diálogo al dramatizar las relaciones de los persona-
jes y al hacerlo, inventó el “drama”, un claro ejemplo es su obra titulada Orestíada. Otros grandes
dramaturgos fueron Sófocles, Eurípides y Aristófanes.
En cuanto al desarrollo de la historia, Heródoto y Tucídides son considerados los pioneros del
moderno estudio de la historia en el campo de la búsqueda filosófica, literaria, y científica. Mientras
Platón introducía el término literatura, con los diálogos
de Platón, Aristóteles, en su obra Poética, formulaba el
primer criterio del criticismo literario. Ambas figuras, en
el contexto de las contribuciones de la filosofía griega
en las épocas clásica y helenística, dieron nacimiento
al concepto de ciencia política, al estudio de la evolu-
ción política y la crítica de los sistemas de gobierno.
La cultura romana, por lo anterior, se muestra como
seguidora de la cultura griega por su marcado carácter
utilitario. No brilla por sus creaciones originales, sino
por las inteligentes recreaciones, claridad, precisión y
orden, de la literatura griega. Sin embargo, lo griego es
patrimonio occidental gracias al latinismo.
Con Tito Livio comienza propiamente la literatura la-
La orestíada, Orestes perseguido por las Erinias. tina, vivo reflejo de la griega. Virgilio, Horacio y Ovidio
representan lo mejor de la producción lírica y épica. El
primer auténtico historiador romano, indiferente al clasicismo griego, es Julio Cesar, guerrero, políti-
co, aristócrata universalista, casi un hombre del Renacimiento. Ya que algunos de sus comentarios
sobre la Guerra civil, o las Guerras de las Galias son parte del mejor periodismo.
La aparición de la poesía en Roma es tardía. Los primeros poetas de quien se puede afirmar
que su obra es romana son Lucrecio y Cátulo, estrechamente relacionados al materialismo epicúreo
griego, como lo reflejan De rerum natura, del primero, y los Epitalamios, del segundo.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
LA ILIADA
(Canto XXII, Muerte de Héctor)
Aquiles, después de decirle que se vengaría de él si pudiera, torna al campo de batalla y de-
lante de las puertas de la ciudad encuentra a Héctor, que le esperaba; huye éste, aquél le per-
sigue y dan tres vueltas a la ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino
condena a Héctor, el cual, engañado por Atenea se detiene y es vencido y muerto por Aquiles,
no obstante saber éste que ha de sucumbir poco después que muera el caudillo troyano.
Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos
baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban
acercando a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca funesta
sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en
las puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelión:
¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera,
siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que
soy una deidad, y no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no
te cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en
fuga; y éstos han entrado en la población, mientras te extra-
viabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado
no me condenó a morir.
Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los
dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla,
cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de
llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pe-
queña, y has salvado con facilidad a los troyanos, porque no
temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría
de ti, si mis fuerzas lo permitieran.
Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la
ciudad; como el corcel vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligera-
mente movía Aquiles pies y rodillas.
EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan
resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos entre muchas
estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de “perro de Orión”, el cual con ser
brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los míseros mortales;
de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió
el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos,
dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemente
el deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono las-
timero:
¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no
mueras presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a
los dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y los buitres, y
mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos, matando
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LITERATURA II / UAS-DGEP
a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los troyanos se han encerrado en
la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las
mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía lo hay
en el palacio; pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero,
si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para
mí que los engendramos; porque el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por
Aquiles. Ven adentro del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas;
y no quieras procurar inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete
también de mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cro-
nida me quitará la vida en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas
desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los
niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de
los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo
bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el pala-
cio para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre,
y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado
en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse todo es
bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba encanecidas
y las partes verendas de un anciano muerto en la guerra es lo más triste de cuanto les puede
ocurrir a los míseros mortales.
Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero
no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó
el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:
¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho
para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, rechaza
desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorar-
te en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa, porque
los veloces perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas.
De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas sú-
plicas, sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se
acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera ante su
guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada
de la cueva, así Héctor, con inextinguible
valor, permanecía quieto, desde que arri-
mó el terso escudo a la torre prominente.
Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le
decía:
¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y
el muro, el primero en dirigirme baldones
será Polidamante, el cual me aconsejaba
que trajera el ejército a la ciudad la noche
funesta en que el divinal Aquiles decidió
volver a la pelea. Pero yo no me dejé per-
suadir mucho mejor hubiera sido aceptar
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
su consejo, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia temo a los tro-
yanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame:
«Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la
población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora,
dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro,
saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a
Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue lo que
originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene;
y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes
con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas
me hace pensar el corazón? No, no iré a
suplicarle; que, sin tenerme compasión ni
respeto, me mataría inerme, como a una
mujer, tan pronto como dejara las armas.
Imposible es mantener con él, desde una
encina o desde una roca, un coloquio,
como un mancebo y una doncella; como
un mancebo y una doncella suelen mante-
ner. Mejor será empezar el combate cuan-
to antes, para que veamos pronto a quién
el Olímpico concede la victoria.
Tales pensamientos revolvía en su
mente, sin moverse de aquel sitio, cuando
se le acercó Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión
sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el resplandor
del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya no pudo per-
manecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies
ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más
ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye con tortuosos giros y aquél la
sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo
le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo
azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro,
dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a
los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Escamandro voraginoso.
El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasa-
dor; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo.
Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y
las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes
que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante,
un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era
por una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera,
sino por la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman par-
te en los juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha
colocado como premio importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron
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LITERATURA II / UAS-DGEP
tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los
contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se
compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres
del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue
con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Deliberad, oh dioses, y decidid si lo
salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos de
Aquiles.
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo
quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo a que el hado con-
denó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser
complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo
de las cumbres del Olimpo.
Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va
en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se esconde,
azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre;
de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el
troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas,
por si desde arriba le socorrían disparando flechas; otro tanto Aquiles, adelantándosele, lo
apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños
ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni
Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héc-
tor se hubiera librado entonces de las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo,
acercándosele por la postrera y última vez,
no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus
rodillas?
El divino Aquiles hacía con la cabeza
señales negativas a los guerreros, no per-
mitiéndoles disparar amargas flechas contra
Héctor: no fuera que alguien alcanzara la
gloria de herir al caudillo y él llegase el se-
gundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llega-
ron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de
la muerte que tiende a lo largo la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos, cogió por el
medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el
Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se
acercó al Pelión, y le dijo estas aladas palabras:
Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos
inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable
en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que hiere de
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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LITERATURA II / UAS-DGEP
puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos
juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se
inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la arrancó
y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio
Pelión:
¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca
de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que,
temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda,
huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te
lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuer-
po! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su mayor azote.
Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un bote en
medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver
que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza, pues no
tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una
larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:
¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmi-
go, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa
muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo,
a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de
los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino
realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y
encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las
pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió
Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de
feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de
cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había
colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en
el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo brillaba
la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al
divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia.
Éste lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de
matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los
hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aqui-
les envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello,
asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía
ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino
Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:
¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me
temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más
fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te
despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
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el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza,
antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemi-
gos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los
cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspi-
raba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No
parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los gue-
rreros apenas podían contener al anciano,
que, excitado por el pesar, quería salir por
las puertas Dardanias; y, revolcándose en el
estiércol, les suplicaba a todos llamando a
cada varón por sus respectivos nombres:
Dejadme, amigos, por más intranquilos
que estéis; permitid que, saliendo solo de la
ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue
a ese hombre pernicioso y violento: acaso
respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró
y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pesa-
res. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento
tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el
vivo dolor que me precipitará en el Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos,
y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz
y yo mismo.
Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las troyanas el
funeral lamento:
¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles penas,
seguiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo
para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que todo saludaban como
a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la muerte y la Parca todo
alcanzaron.
Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le llevó la
noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del alto palacio
tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color. Había mandado
en su casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande, para
que Héctor se bañase en agua caliente al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Ate-
nea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy lejos del baño a manos de Aquiles.
Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y
la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas trenzas:
Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón
me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza a
los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero mucho temo que el
divino Aquiles haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la llanura
y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la
turba de los combatientes, sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón, y
dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente que allí se
encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; en seguida vio a Héctor arrastra-
do delante de la ciudad, pues los veloces
caballos lo arrastraban despiadadamente
hacia las cóncavas naves de los aqueos;
las tinieblas de la noche velaron sus ojos,
cayó de espaldas y se le desmayó el
alma. Arrancóse de su cabeza los visto-
sos lazos, la diadema, la redecilla, la tren-
zada cinta y el velo que la áurea Afrodita
le había dado el día en que Héctor se la
llevó del palacio de Eetión, constituyén-
dole una gran dote. A su alrededor ha-
llábanse muchas cuñadas y concuñadas
suyas, las cuales la sostenían aturdida
como si fuera a perecer. Cuando volvió
en sí y recobró el aliento, lamentándose con desconsuelo dijo entre las troyanas:
¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el pala-
cio de Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual me crió
cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora
tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda
y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú
serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa
guerra de los aqueos, tendrá siempre fatigas y pesares;
y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando
de sitio los mojones. El mismo día en que un niño que-
da huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante va
cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obliga-
do por la necesidad, dirígese a los amigos de su padre,
tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, com-
padecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará
los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El
niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole
puñadas a increpándole con injuriosas voces: “¡Vete, en-
horamala!, le dice, que tu padre no come a escote con no-
sotros”. Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano
Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de
su padre, sólo comía medula y grasa pingüe de ovejas,
y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño,
dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el
corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astia-
nacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los
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altos muros. Y a ti, cuando los perros se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos
te comerán desnudo, junto a las corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio
vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas
vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán
para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de las troyanas.
Así dijo llorando, y las mujeres gimieron.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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LITERATURA MEDIEVAL
• Alta Edad Media (del siglo V al X). Desde el punto de vista literario, es una época en la que
las obras se escriben aún en latín.
• Plena Edad Media (del siglo XI al XIII). En este periodo predomina el feudalismo, sistema
social basado en la dependencia de los vasallos hacia un señor. Los reinos cristianos tenían
una organización política y social muy jerarquizada en sus tres estamentos: nobleza, clero y
pueblo llano.
• Baja Edad Media (siglos XIV y XV). Durante este período final de la Edad Media, la sociedad
sufre cambios fundamentales. El sistema feudal desaparece y nace una nueva clase social,
la burguesía. Sus ideas daban mayor valor a lo terrenal, a los placeres y a las cuestiones
prácticas. La sociedad evoluciona hacia un mayor vitalismo y lo individual empieza a cobrar
importancia: el ser humano mira más hacia sí mismo. Las ciudades son ahora el centro de
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Contexto cultural
La Edad Media es una época que se caracteriza por su pro-
funda religiosidad, en la que se concibe la existencia como
un tránsito hacia la vida eterna. La muerte tiene un sentido
liberador y se asume con cierta naturalidad. Es una socie-
dad teocrática y, en consecuencia, lo trascendente ejerce
una considerable influencia en todos los órdenes de la vida.
En este periodo, casi toda la población era analfabeta, y
por ello la Iglesia utilizó la escultura y la pintura monumental
que decoraban los templos como vehículo de difusión ideo-
lógica. Para ello, se elegían entre las historias de la Biblia
y de los textos apócrifos aquellas que eran susceptibles de
permitir una doble lectura, a menudo espiritual y política.
En esta época, la Iglesia desarrolló un papel muy impor-
tante en la producción de la cultura, manteniendo la tradi-
ción cultural de la antigüedad y desempeñando una impor-
tante labor educativa. Las escuelas catedralicias fueron los
únicos centros de instrucción por mucho tiempo y en los
monasterios, gracias a la paciente labor de los monjes, se
copiaron y tradujeron los principales libros de la antigüedad
clásica. Es así como, la religión, la guerra, que lleva aparejada la figura del héroe, es otro elemento
clave de la ideología que caracteriza a la literatura medieval.
EL CUENTO DE LA PRIORA
Había en Asia una gran ciudad cristiana en la que existía un ghetto. Estaba protegido por el gobernante
del país gracias al asqueroso lucro obtenido por la usura de los judíos, aborrecida por Jesucristo y por
los que le siguen; la gente podía circular libremente por él, pues la calle no tenía barricadas y estaba
abierta por ambos extremos. Abajo, en el extremo más lejano, se levantaba una pequeña escuela cris-
tiana en la que una gran multitud de niños recibían instrucción año tras año. Se les enseñaban las cosas
acostumbradas a los niños pequeños durante la infancia, es decir, leer y cantar. Entre ellos se hallaba
el hijo de una viuda, un muchachito de siete años, un chico del coro que acostumbraba ir diariamente
a la escuela; también solía arrodillarse y rezar una Avemaría como se le había enseñado, siempre que
viese la imagen de la Madre de Jesucristo por la calle. Pues la viuda había educado a su hijo a venerar
siempre a Nuestra Señora de este modo, y él no lo olvidaba, pues un niño inocente siempre aprende
con rapidez. Por cierto que cada vez que pienso en ello, me acuerdo de San Nicolás, que también había
reverenciado a Jesucristo en la misma tierna edad.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Cuando este niño pequeño se sentaba en la escuela con su cartilla, estudiando su librito, oía a otros
niños que cantaban Alma Redemptoris, mientras practicaban con sus libros de himnos. Disimulada-
mente él se acercó cada vez más, todo lo que se atrevió. Escuchó atentamente la letra y la música hasta
que se aprendió el primer verso de memoria. Debido a sus pocos años, desconocía lo que significaba
en latín, hasta que un día empezó a pedir a un compañero que le explicase el significado en su lengua
materna y por qué se cantaba. Muchas veces se arrodilló ante su amigo rogándole que le tradujese y
explicase la canción, hasta que finalmente su compañero mayor
le dio esta respuesta:
—He oído decir que la canción fue compuesta para saludar a
Nuestra Señora y pedirle que sea nuestra ayuda y socorro cuan-
do muramos. Esto es todo lo que puedo decirte sobre ello. Estoy
aprendiendo a cantar, pero no sé mucho de gramática.
—¿Así que esta canción está hecha en honor de la Madre de
Jesucristo? -preguntó el inocente-. Entonces haré cuanto pueda
para aprenderla antes de la Navidad, aunque me riñan por no
saber la cartilla y me peguen tres veces cada hora. La aprenderé
para honrar a Nuestra Señora.
Y así, este amigo se la enseñaba secretamente cada día al re-
gresar a casa hasta que la supo de memoria y la cantó con aplo-
mo, palabra por palabra, entonada con la música.
Sí, cada día, esta canción pasaba dos veces por su garganta:
una, al ir a la escuela, y la otra, al regresar a casa; pues todo su
corazón lo tenía puesto en la Madre de Nuestro Señor.
Como ya he dicho, este niño iba siempre cantando alegre-
mente Alma Redemptons cuando, al ir o al venir, atravesaba el
ghetto, pues la dulzura de la Madre de Jesucristo había traspasa-
do tanto su corazón, que no podía contenerse de cantar alabanzas en su honor mientras iba de camino.
Pero nuestro primer enemigo, la serpiente de Satanás, que ha construido su nido de avispas en el cora-
zón de cada judío, se encolerizó y gritó:
—¡Oh, pueblo judío! ¿Os parece bien que un muchacho como
éste deba andar por donde le plazca, mostrándos su desprecio al
cantar canciones que insultan vuestra fe?
Desde entonces, los judíos empezaron a conspirar para man-
dar al niño fuera de este mundo. Para ello contrataron a un ase-
sino, un hombre que tenía un escondite secreto en una callejue-
la. Cuando el muchachito pasó, este infame judío le agarró con
fuerza, le cortó el cuello y lo arrojó dentro de un pozo seco. Sí, lo
echó en un pozo negro en el que los judíos vacían sus intestinos.
Pero ¿de qué puede aprovecharos vuestra malicia, oh condenada
raza de nuevos Herodes? El crimen se descubrirá, esto es cierto,
y precisamente en el lugar que servirá para aumentar la gloria de
Dios. La sangre clama contra vuestro perverso crimen.
—¡Oh, mártir perpetuamente virgen! —exclamó la priora—,
que sigas eternamente cantando al blanco Cordero celestial del que escribiera en Patmos San Juan
Evangelista diciendo que los que preceden al Cordero cantando una nueva canción, jamás han conocido
cuerpo de mujer.
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una perla sobre mi lengua. Por consiguiente, canto, como siempre debo cantar, en honor de esta bendi-
ta Virgen, hasta que me quiten la perla, pues ella me dijo: «Mi niño, vendré a buscarte cuando te quiten
la perla de la lengua. No temas, que no te abandonaré.»
Entonces, aquel santo varón —el abad—, cuando el niño suavemente entregó su espíritu, le extrajo
con cuidado la lengua y tomó la perla. Al ver este milagro, el abad derramó abundantes lágrimas y
se echó de bruces a tierra, permaneciendo inmóvil y como encadenado al suelo, mientras los demás
monjes se postraban también sobre el pavimento, llorando y proclamando las alabanzas de la Madre de
Jesucristo. Entonces se levantaron y sacaron al mártir del féretro y encerraron su tierno cuerpecito en
una tumba de mármol claro. ¡Que Dios nos conceda el privilegio de reunimos con él!
¡Oh, joven Hugo de Lincoln, muerto por los viles judíos, como es muy bien sabido (pues hace poco
tiempo que ocurrió el suceso), ruega por nosotros, gente débil y pecadora! ¡Que Dios en su misericordia
multiplique sus bendiciones sobre nosotros, por causa de su Santa Madre María! Así sea.
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BALADA A SU DAMA
(Traducción de Rubén Abel Reches)
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DIVINA COMEDIA
(Canto I, Infierno)
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LITERATURA DEL RENACIMIENTO
migueL de cervantes
saavedra
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A UNA ROSA
XXXVII
Contexto cultural
La cultura renacentista está marcada por los Descubrimientos y las conquistas ultramarinas que
permite la expansión mundial de la cultura europea, con los viajes portugueses y el descubrimiento
de América por parte de los españoles, lo cual rompe la concepción medieval del mundo, funda-
mentalmente teocéntrica.
El desmembramiento de la cristiandad con el surgimiento de la Reforma protestante, la intro-
ducción de la imprenta, entre 1460 y 1480, y la consiguiente difusión de la cultura fueron uno de
los motores del cambio social y cultural que permitió el desarrollo económico europeo, dando los
primeros atisbos del capitalismo mercantil.
Ante esta situación, el artista tomó conciencia de individuo con valor y personalidad propios,
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CORO
ROMEO
BENVOLIO Y MERCUCIO
JULIETA
AMA
II. PRÓLOGO
[Entra] el CORO
CORO
Ahora yace muerto el viejo amor
y el joven heredero ya aparece.
La bella que causaba tal dolor
al lado de Julieta desmerece.
Romeo ya es amado y es amante:
los ha unido un hechizo en la mirada.
Él es de su enemiga suplicante
y ella roba a ese anzuelo la carnada.
Él no puede jurarle su pasión,
pues en la otra casa es rechazado,
y su amada no tiene la ocasión
de verse en un lugar con su adorado.
Mas el amor encuentros les procura,
templando ese rigor con la dulzura.
[Sale el coro.]
MERCUCIO
Este es muy listo, y seguro que se ha ido a dormir.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
BENVOLIO
Vino corriendo por aquí y saltó
la tapia de este huerto. Llámale, Mercucio.
MERCUCIO
Haré una invocación.
¡Antojos! ¡Locuelo! ¡Delirios! ¡Prendado!
Aparece en forma de suspiro.
Di un verso y me quedo satisfecho.
Exclama «¡Ay de mí!», rima « amor » con « flor »,
di una bella palabra a la comadre Venus
y ponle un mote al ciego de su hijo,
Cupido el golfillo, cuyo dardo certero
hizo al rey Cofetua amar a la mendiga.
Ni oye, ni bulle, ni se mueve:
el mono se ha muerto; haré un conjuro
Conjúrote por los ojos claros de tu Rosalina,
por su alta frente y su labio carmesí,
su lindo pie, firme pierna, trémulo muslo
y todas las comarcas adyacentes,
que ante nosotros aparezcas en persona.
BENVOLIO
Como te oiga, se enfadará.
MERCUCIO
Imposible. Se enfadaría si yo
hiciese penetrar un espíritu extraño
en el cerco de su amada, dejándolo erecto
hasta que se escurriese y esfumase.
Eso sí le irritaría. Mi invocación
es noble y decente: en nombre de su amada
yo sólo le conjuro que aparezca.
BENVOLIO
Ven, que se ha escondido entre estos árboles, en alianza con la noche
melancólica. Ciego es su amor, y lo oscuro, su lugar.
MERCUCIO
Si el amor es ciego, no puede atinar.
Romeo está sentado al pie de una higuera
deseando que su amada fuese el fruto
que las mozas, entre risas, llaman higo.
¡Ah, Romeo, si ella fuese, ah, si fuese
un higo abierto y tú una pera!
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BENVOLIO
Sí, pues es inútil
buscar a quien no quiere ser hallado.
Salen.
ROMEO [adelantándose]
Se ríe de las heridas quien no las ha sufrido.
Pero, alto. ¿Qué luz alumbra esa ventana?
Es el oriente, y Julieta, el sol.
Sal, bello sol, y mata a la luna envidiosa,
que está enferma y pálida de pena
porque tú, que la sirves, eres más hermoso.
Si es tan envidiosa, no seas su sirviente.
Su ropa de vestal es de un verde apagado
que sólo llevan los bobos ¡Tírala!
JULIETA
¡Ay de mí!
ROMEO
Ha hablado. ¡Ah, sigue hablando,
ángel radiante, pues, en tu altura,
a la noche le das tanto esplendor
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LITERATURA II / UAS-DGEP
JULIETA
¡Ah, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo?
Niega a tu padre y rechaza tu nombre,
o, si no, júrame tu amor
y ya nunca seré una Capuleto.
ROMEO
¿La sigo escuchando o le hablo ya?
JULIETA
Mi único enemigo es tu nombre.
Tú eres tú, aunque seas un Montesco.
¿Qué es «Montesco» ? Ni mano, ni pie,
ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo.
¡Ah, ponte otro nombre!
¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa
sería tan fragante con cualquier otro nombre.
Si Romeo no se llamase Romeo,
conservaría su propia perfección
sin ese nombre. Romeo, quítate el nombre
y, a cambio de él, que es parte de ti,
¡tómame entera!
ROMEO
Te tomo la palabra.
Llámame « amor » y volveré a bautizarme:
desde hoy nunca más seré Romeo.
JULIETA
¿Quién eres tú, que te ocultas en la noche
e irrumpes en mis pensamientos?
ROMEO
Con un nombre no sé decirte quién soy.
Mi nombre, santa mía, me es odioso
porque es tu enemigo.
Si estuviera escrito, rompería el papel.
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JULIETA
Mis oídos apenas han sorbido cien palabras
de tu boca y ya te conozco por la voz.
¿No eres Romeo, y además Montesco?
ROMEO
No, bella mía, si uno a otro te disgusta.
JULIETA
Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí y por qué?
Las tapias de este huerto son muy altas
y, siendo quien eres, el lugar será tu muerte
si alguno de los míos te descubre.
ROMEO
Con las alas del amor salté la tapia,
pues para el amor no hay barrera de piedra, William Shakespeare.
y, como el amor lo que puede siempre intenta,
los tuyos nada pueden contra mí.
JULIETA
Si te ven, te matarán.
ROMEO
¡Ah! Más peligro hay en tus ojos
que en veinte espadas suyas. Mírame con dulzura
y quedo a salvo de su hostilidad.
JULIETA
Por nada del mundo quisiera que te viesen.
ROMEO
Me oculta el manto de la noche
y, si no me quieres, que me encuentren:
mejor que mi vida acabe por su odio
que ver cómo se arrastra sin tu amor.
JULIETA
¿Quién te dijo dónde podías encontrarme?
ROMEO
El amor, que me indujo a preguntar.
Él me dio consejo; yo mis ojos le presté.
No soy piloto, pero, aunque tú estuvieras lejos,
en la orilla más distante de los mares más remotos,
zarparía tras un tesoro como tú.
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JULIETA
La noche me oculta con su velo;
si no, el rubor teñiría mis mejillas
por lo que antes me has oído decir.
¡Cuánto me gustaría seguir las reglas,
negar lo dicho! Pero, ¡adiós al fingimiento!
¿Me quieres? Sé que dirás que sí
y te creeré. Si jurases, podrías
ser perjuro: dicen que Júpiter se ríe
de los perjurios de amantes. ¡Ah, gentil Romeo!
Si me quieres, dímelo de buena fe.
O, si crees que soy tan fácil,
me pondré áspera y rara, y diré « no »
con tal que me enamores, y no más que por ti.
Mas confía en mí: demostraré ser más fiel
que las que saben fingirse distantes.
Reconozco que habría sido más cauta
si tú, a escondidas, no hubieras oído
mi confesión de amor. Así que, perdóname
y no juzgues liviandad esta entrega
que la oscuridad de la noche ha descubierto.
ROMEO
Juro por esa luna santa
que platea las copas de estos árboles...
JULIETA
Ah, no jures por la luna, esa inconstante
que cada mes cambia en su esfera,
no sea que tu amor resulte tan variable.
ROMEO
¿Por quién voy a jurar?
JULIETA
No jures; o, si lo haces,
jura por tu ser adorable,
que es el dios de mi idolatría,
y te creeré.
ROMEO
Si el amor de mi pecho...
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JULIETA
No jures. Aunque seas mi alegría,
no me alegra nuestro acuerdo de esta noche:
demasiado brusco, imprudente, repentino,
igual que el relámpago, que cesa
antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches.
Con el aliento del verano, este brote amoroso
puede dar bella flor cuando volvamos a vernos.
Adiós, buenas noches. Que el dulce descanso
se aloje en tu pecho igual que en mi ánimo.
ROMEO
¿Y me dejas tan insatisfecho?
JULIETA
¿Qué satisfacción esperas esta noche?
ROMEO
La de jurarnos nuestro amor.
JULIETA
El mío te lo di sin que lo pidieras;
ojalá se pudiese dar otra vez.
ROMEO
¿Te lo llevarías? ¿Para qué, mi amor?
JULIETA
Para ser generosa y dártelo otra vez.
Y, sin embargo, quiero lo que tengo.
Mi generosidad es inmensa como el mar,
mi amor, tan hondo; cuanto más te doy,
más tengo, pues los dos son infinitos.
ROMEO
¡Ah, santa, santa noche! Temo
que, siendo de noche, todo sea un sueño,
harto halagador y sin realidad.
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AMA [dentro]
¡Julieta!
JULIETA
¡Ya voy! -Más, si no es buena tu intención,
te lo suplico...
AMA [dentro]
¡Julieta!
JULIETA
¡Voy ahora mismo!-..abandona tu empeño
y déjame con mi pena. Mañana lo dirás.
ROMEO
¡Así se salve mi alma...!
JULIETA
¡Mil veces buenas noches!
[Sale]
ROMEO
Mil veces peor, pues falta tu luz.
El amor corre al amor como el niño huye del libro
y, cual niño que va a clase, se retira entristecido.
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ROMEO
Mi alma me llama por mi nombre.
¡Qué dulces suenan las voces de amantes en la noche,
igual que la música suave al oído!
JULIETA
¡Romeo!
ROMEO
¿Mi neblí?
JULIETA
Mañana, ¿a qué hora te mando el mensajero?
ROMEO
A las nueve.
JULIETA
Allá estará. ¡Aún faltan veinte años!
No me acuerdo por qué te llamé.
ROMEO
Deja que me quede hasta que te acuerdes.
JULIETA
ROMEO
Y yo me quedaré para que siempre lo olvides,
olvidándome de cualquier otro hogar.
JULIETA
Es casi de día. Dejaría que te fueses,
pero no más allá que el pajarillo
que, cual preso sujeto con cadenas,
la niña mimada deja saltar de su mano
para recobrarlo con hilo de seda,
amante celosa de su libertad.
ROMEO
¡Ojalá fuera yo el pajarillo!
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LITERATURA II / UAS-DGEP
JULIETA
Ojalá lo fueras, mi amor,
pero te mataría de cariño.
¡Ah, buenas noches! Partir es tan dulce pena
que diré « buenas noches » hasta que amanezca.
[Sale.]
ROMEO
¡Quede el sueño en tus ojos, la paz en tu ánimo!
¡Quién fuera sueño y paz, para tal descanso!
A mi buen confesor en su celda he de verle
por pedirle su ayuda y contarle mi suerte.
[Sale.]
Contexto literario
La influencia de la literatura italiana y de la literatura clásica grecolatina experimentó una renova-
ción en los temas, en las formas y en el estilo de la literatura española durante el Renacimiento.
En cuanto al tema, se reelaboran los mitos clásicos, el amor y la naturaleza reciben un trata-
miento idealizado; la nueva sensibilidad espiritual de la literatura religiosa da lugar a la literatura
ascética y mística; también se aborda, especialmente en la pica-
resca, la realidad social de la época. Resurge el soneto, la lira y la
octava real como nuevas composiciones y formas estróficas. En
igual modo, los autores renacentistas perseguían la sencillez y la
claridad expresiva, el equilibrio de formas y la naturalidad.
En la literatura renacentista se pueden identificar dos tenden-
cias contrapuestas: por un lado, la idealización de la realidad, que
se observa en la lírica italianizante o en la novela de caballerías;
por otro, el realismo crítico, que se plasma, por ejemplo, en la pro-
sa de pensamiento y en la novela picaresca. En la primera, prosa
de pensamiento, se aprecia la difusión del humanismo y se siente
una predilección por el diálogo, aquí es importante destacar, la
prosa histórica, sobre la conquista de América, y los estudios so-
bre la lengua y la literatura.
L a novela pastoril, la novela corta y la novela bizantina o de
aventuras, dan vida a la novela de esta época. Destacando entre éstas, dos hitos que determinan el
nacimiento de la novela moderna: la publicación a mediados del siglo XVI del Lazarillo de Tormes,
obra con la que surge la novela picaresca, y aparece El ingenioso hidalgo don Quijote de la Man-
cha, de Miguel de Cervantes, en los primeros años del siglo XVII.
La épica renacentista italiana advierte un gusto por lo clásico, visible, por ejemplo, en el Orlando
enamorado, de Matteo Maria Boiardo. El amor como tema, con mezcla de fantasía y heroísmo, en
el Orlando furioso de su continuador, Ludovico Ariosto, en el que se equilibran la ironía, el amor
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en prosa de una gran perfección. Por su parte, San Juan de la Cruz, compone su Cántico espiri-
tual. A la vez, santa Teresa de Jesús, lírica devota escribe glosas y villancicos excepcionales, y en
prosa sus obras cuentan, por mencionar unas, Castillo interior o Libro de las moradas y Camino de
perfección.
Félix Lope de Vega, destaca con luz propia, como creador de la escena nacional española, El
caballero de Olmedo y Fuenteovejuna. La vida de Pedro Calderón de la Barca fue opuesta a la de
Lope de Vega. Entre sus obras se cuentan El gran teatro del mundo, La vida es un sueño, La dama
duende, que muestran su facilidad para interesar al espectador.
Félix Lope de Vega eligió el soneto para expresar temas religiosos, amorosos, o de cualquier
otro tipo, incluso burlesco e irónicos. Prueba de ello es el poema Lucinda y el pájaro fugitivo.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún
palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes
de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de velarte, calzas
de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los
días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.
Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, y una sobri-
na que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que
así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad
de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y ami-
go de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quija-
da, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores
que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se
deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco
a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un
punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que
estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto,
que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para com-
prar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos,
ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de
su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos
requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a
mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura.
Y también cuando leía: [...] los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentra-
ñarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo
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Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a
sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse;
porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él así:
–Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de
ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuer-
po, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se
hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: ‘‘Yo, señora, soy el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se
debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra
merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante’’? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que
se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo
anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza
Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no
desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea
del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos
los demás que a él y a sus cosas había puesto.
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De la
literatura
barroca a la
modernista
Unidad III
Competencia
de la unidad:
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Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvíme a ella y roguéla me declarase
si le podía desmentir con verdad o que me dijese si me había concebido a escote entre muchos o si era
hijo de mi padre. Rióse y dijo:
—¡Ah, noramaza! ¿Eso sabes decir? No serás bobo; gracia tie-
nes. Muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aun-
que sean verdad, no se han de decir.
Yo con esto quedé como muerto y dime por novillo de legíti-
mo matrimonio, determinado de coger lo que pudiese en breves
días y salirme de en casa de mi padre: tanto pudo conmigo la ver-
güenza. Disimulé, fue mi padre, curó al muchacho, apaciguólo y
volvióme a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira hasta
que, oyendo la causa de la riña, se le aplacó el enojo considerando
la razón que había tenido.
En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso
de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería bien na-
turalmente, que yo trocaba con él los peones si eran mejores los
míos, dábale de lo que almorzaba y no le pedía de lo que él comía,
comprábale estampas, enseñábale a luchar, jugaba con él al toro,
y entreteníale siempre. Así que los más días, sus padres del caba-
llerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los
míos que me dejasen con él a comer y cenar y aun a dormir los
más días.
Sucedió, pues, uno de los primeros que hubo escuela por Navidad, que viniendo por la calle un
hombre que se llamaba Poncio de Aguirre, el cual tenía fama de confeso, que el don Dieguito me dijo:
—Hola, llámale Poncio Pilato y echa a correr.
Yo, por darle gusto a mi amigo, llaméle Poncio Pilato. Corrióse tanto el hombre que dio a correr
tras mí con un cuchillo desnudo para matarme, de suerte que fue forzoso meterme huyendo en casa de
mi maestro dando gritos. Entró el hombre tras mí y defendióme
el maestro de que no me matase, asegurándole de castigarme. Y
así luego (aunque señora le rogó por mí, movida de lo que yo la
servía, no aprovechó), mandóme desatacar y azotándome, decía
tras cada azote:
—¿Diréis más Poncio Pilato?
Yo respondía:
—No, señor.
Y respondióle veinte veces a otros tantos azotes que me dio.
Quedé tan escarmentado de decir Poncio Pilatos y con tal miedo,
que mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones
a los otros, llegando al Credo (advierta V. Md. la inocente mali-
cia), al tiempo de decir «padeció so el poder de Poncio Pilatos»,
acordándome que no había de decir más Pilatos, dije: «padeció so
el poder de Poncio de Aguirre». Dióle al maestro tanta risa de oír mi simplicidad y de ver el miedo que
le había tenido, que me abrazó y dio una firma en que me perdonaba de azotes las dos primeras veces
que los mereciese. Con esto fui yo muy contento.
En estas niñeces pasé algún tiempo aprendiendo a leer y escribir. Llegó (por no enfadar) el de unas
Carnestolendas, y trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de
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gallos. Echamos suertes entre doce señalados por él y cúpome a mí. Avisé a mis padres que me buscasen
galas.
Llegó el día y salí en uno como caballo, mejor dijera en un cofre vivo, que no anduvo en peores pasos
Roberto el diablo, según andaba él. Era rucio, y rodado el que iba encima por lo que caía en todo. La
edad no hay que tratar, biznietos tenía en tahonas. De su raza no sé más de que sospecho era de judío
según era medroso y desdichado. Iban tras mí los demás niños todos aderezados.
Pasamos por la plaza (aun de acordarme tengo miedo), y llegando cerca de las mesas de las verduras
(Dios nos libre), agarró mi caballo un repollo a una, y ni fue visto ni oído cuando lo despachó a las tri-
pas, a las cuales, como iba rodando por el gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera (que siempre
son desvergonzadas) empezó a dar voces; llegáronse otras y con ellas pícaros, y alzando zanahorias,
garrofales, nabos frisones, tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que
era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas tal golpe me le dieron al
caballo en la cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una (hablando con perdón) privada. Púseme
cual V. Md. puede imaginar. Ya mis muchachos se habían arma-
do de piedras y daban tras las revendederas y descalabraron dos.
Yo, a todo esto, después que caí en la privada, era la persona
más necesaria de la riña. Vino la justicia, comenzó a hacer infor-
mación, prendió a berceras y muchachos mirando a todos qué
armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunos
dagas de las que traían por gala y otros espadas pequeñas. Lle-
gó a mí, y viendo que no tenía ningunas, porque me las habían
quitado y metídolas en una casa a secar con la capa y sombrero,
pidióme, como digo, las armas, al cual respondí, todo sucio, que
si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras.
Quiero confesar a V. Md. que cuando me empezaron a tirar los
tronchos, nabos, etcétera, que, como yo llevaba plumas en el
sombrero, entendiendo que me habían tenido por mi madre y
que la tiraban, como habían hecho otras veces, como necio y
muchacho, empecé a decir: «Hermanas, aunque llevo plumas,
no soy Aldonza de San Pedro, mi madre» (como si ellas no lo
echaran de ver por el talle y rostro). El miedo me disculpó la
ignorancia, y el sucederme la desgracia tan de repente.
Pero, volviendo al alguacil, quísome llevar a la cárcel, y no me llevó porque no hallaba por donde
asirme (tal me había puesto del lodo). Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi
casa desde la plaza martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté a mis padres
el suceso, y corriéronse tanto de verme de la manera que venía que me quisieron maltratar. Yo echaba
la culpa a las dos leguas de rocín exprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos, y, viendo que no
bastaba, salíme de su casa y fuime a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y
a sus padres resueltos por ello de no enviarle más a la escuela. Allí tuve nuevas de cómo mi rocín, vién-
dose en aprieto, se esforzó a tirar dos coces, y de puro flaco se le desgajaron las dos piernas y se quedó
sembrado para otro año en el lodo, bien cerca de expirar.
Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo
descalabrado y el caballo muerto, determinéme de no volver más a la escuela ni a casa de mis padres,
sino de quedarme a servir a don Diego o, por mejor decir, en su compañía, y esto con gran gusto de los
suyos, por el que daba mi amistad al niño. Escribí a mi casa que yo no había menester más ir a la escuela
porque, aunque no sabía bien escribir, para mi intento de ser caballero lo que se requería era escribir
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
mal, y que así, desde luego renunciaba [a] la escuela por no darles gasto y [a] su casa para ahorrarlos de
pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba y que hasta que me diesen licencia no los vería.
Francisco de Quevedo (1580 -1645)
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Durante el barroco los juegos lingüísticos y poéticos fueron moneda común entre los escritores,
buscando siempre el movimiento y la línea curva. En el poema que sigue, sor Juana Inés de la Cruz
invita a los lectores a leerlo en el orden que se considere más oportuno, con el fin de lograr un ro-
mance de endecasílabos, de octosílabos o de hexasílabos.
LABERINTO ENDECASÍLABO
Para dar los años la excelentísima señora condesa de Galve al excelentísimo señor conde, su esposo.
(Léase tres veces, empezando la lección desde el principio o desde una de las dos órdenes de rayas.)
No altivas—sirvan,—no, en demostraciones
de ilustres—fiestas,—de altos aparatos,
lucidas—danzas,—célebres festines,
costosas—galas—de regios saraos.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Eterno—vive:—vive, y yo en ti viva
eterna,—para que—identificados,
parados—calmen—el amor y el tiempo
suspensos—de que—nos miren milagros.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
• Explica los elementos que determinan el contexto histórico de la época barroca, con-
texto histórico de la obra literaria y el contexto histórico del autor.
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LITERATURA ROMÁNTICA
g ustavO adOLfO
B écquer
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LITERATURA II / UAS-DGEP
que influyen en los otros, convirtiéndose en una guía de la humanidad, al ser destituida la religión
por la educación.
En lugar del latín, el francés se convierte en el medio literario cultural para los escritores.
En cambio, Inglaterra, cuya influencia económica, política y social predomina por el momento,
asume la dirección del movimiento renovador, donde el industrialismo y el capitalismo se han im-
puesto a la nobleza. La nivelación cultural se da con la lectura de diarios, revistas y novelas por
entrega destinados a un público lector que representa a una amplia clase acomodada.
Ante esta situación la Revolución francesa convierte la libertad en artículo de primera necesidad.
Por una parte, la burguesía ilustrada continúa su movimiento expansivo. Por otro, se reacciona
contra sus tendencias racional-reformistas. Sobre todo, es el afán de espectacularidad lo que lleva
a las novelas de terror al falso misterio.
«El romanticismo no se halla ni en la elección de los temas ni en su verdad exacta, sino en el modo
de sentir. Para mí, el romanticismo es la expresión más reciente y actual de la belleza. Y quien dice
romanticismo dice arte moderno, es decir, intimidad, espiritualidad, color y tendencia al infinito, expre-
sados por todos los medios de los que disponen las artes.»
Patricia Fride R. Carrassat e Isabelle Marcadé(2004)
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
ANNABEL LEE
“Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar
habitó una señorita cuyo nombre era Anabel Lee.
Y vivía aquella señorita sin otro pensamiento
que el de amar y ser amada por mí.
Ella era una chiquilla y yo un chiquillo en éste reino junto al mar,
pero nos amábamos con un amor (yo y mi Anabel Lee)
que los sublimes serafines del cielo nos envidiaban a ella y a mí.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
MARÍA
(Fragmento. Capítulo LXII)
En la mañana que siguió a la tarde en que María me escribió su última carta, Emma después de haberla
buscado inútilmente en su alcoba, la halló sentada en el banco de piedra del jardín: se dejaba ver lo que
había llorado: sus ojos fijos en la corriente y agrandados por la sombra que los circundaba, humedecían
aún con algunas lágrimas despaciosas aquellas mejillas pálidas y enflaquecidas, antes tan llenas de gra-
cia y lozanía: exhalaba sollozos ya débiles, ecos de otros en que su dolor se había desahogado.
—¿Por qué has venido sola hoy? —le preguntó Emma abrazándola—: yo quería acompañarte como
ayer.
—Sí —le respondió—; lo sabía; pero deseaba venir sola: creí que tendría fuerzas. Ayúdame a andar.
Se apoyó en el brazo de Emma y se dirigió al rosal de enfrente a mi ventana. Luego que estuvieron
cerca de él, María lo contempló casi sonriente, y quitándole las dos rosas más frescas, dijo:
—Tal vez serán las últimas. Mira cuántos botones tiene: tú le pondrás a la Virgen los más hermosos
que vayan abriendo.
Acercando a su mejilla la rama más florecida, añadió:
— ¡Adiós, rosal mío, emblema querido de su constancia! Tú le dirás que lo cuidé mientras pude —
dijo volviéndose a Emma, que lloraba con ella.
Mi hermana quiso sacarla del jardín diciéndole:
— ¿Por qué te entristeces así? ¿No ha convenido papá
en demorar nuestro viaje? Volveremos todos los días. ¿No
es verdad que te sientes mejor?
—Estémonos todavía aquí —le respondió acercándose
lentamente a la ventana de mi cuarto—: la estuvo mirando
olvidada de Emma, y se inclinó después a desprender todas
las azucenas de su mata predilecta, diciendo a mi herma-
na—: Dile que nunca dejó de florecer. Ahora sí vámonos.
Volvió a detenerse en la orilla del arroyo, y mirando en
torno suyo apoyó la frente en el seno de Emma murmu-
rando:
— ¡Yo no quiero morirme sin volver a verlo aquí!
Durante el día se la vio más triste y silenciosa que de
costumbre. Por la tarde estuvo en mi cuarto y dejó en el
florero, unidas con algunas hebras de sus cabellos, las azu-
cenas que había cogido por la mañana; y allí fue Emma a
buscarla cuando ya había oscurecido. Estaba de codos en
la ventana, y los bucles desordenados de la cabellera casi le
ocultaban el rostro.
—María —le dijo Emma después de haberla mirado en silencio unos momentos—, ¿no te hará mal
este viento de la noche?
Ella, sorprendida al principio, le respondió tomándole una mano, atrayéndola a sí y haciendo que
se sentase a su lado en el sofá:
—Ya nada puede hacerme mal.
— ¿No quieres que vayamos al oratorio?
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LITERATURA II / UAS-DGEP
—Ahora no: deseo estarme aquí todavía; tengo que deci— ¿No hay tiempo para que me las digas
en otra parte? Tú, tan obediente a las prescripciones del doctor, vas así a hacer infructuosos todos sus
cuidados y los nuestros: hace dos días que no eres ya dócil como antes.
—Es que no saben que voy a morirme —respondió abrazando a Emma y sollozando contra su pe-
cho.
— ¿Morirte? ¿Morirte cuando Efraín va a llegar?...
—Sin verlo otra vez, sin decirle... moriré sin po-
derlo esperar. Esto es espantoso —agregó estreme-
ciéndose después de una pausa—; pero es cierto:
nunca los síntomas del acceso han sido como los que
hoy estoy sintiendo. Yo necesito que lo sepas todo an-
tes que me sea imposible decírtelo.
Oye: quiero dejarle cuanto yo poseo y le ha sido
amable. Pondrás en el cofrecito en que tengo sus car-
tas y las flores secas, este guardapelo donde están sus
cabellos y los de mi madre; esta sortija que me puso
en vísperas de su viaje; y en mi delantal azul envol-
verás mis trenzas... No te aflijas así —continuó acer-
cando su mejilla fría a la de mi hermana—: yo no po-
dría ya ser su esposa... Dios quiere librarlo del dolor
de hallarme como estoy, del trance de verme espirar.
¡Ay! yo podría morirme conforme dándole mi último
adiós.
Estréchalo por mí en tus brazos y dile que en vano
luché por no abandonarlo... que me espantaba más su soledad que la muerte misma, y... María dejó de
hablar y temblaba en los brazos de Emma; la cubrió ésta de besos y sus labios la hallaron yerta; la llamó
y no respondió; dio voces y ocurrieron en su auxilio.
Todos los esfuerzos del médico fueron infructuosos para volverla del acceso, y en la mañana del
siguiente día se declaró impotente para salvarla.
El anciano cura de la parroquia ocurrió a las doce al llamamiento que se le hizo.
Frente al lecho de María se colocó en una mesa adornada con las más bellas flores del jardín, el
crucifijo del oratorio, y lo alumbraban dos cirios benditos. De rodillas ante aquel altar humilde y perfu-
mado oró el sacerdote durante una hora, y al levantarse, le entregó uno de los cirios a mi padre y otro
a Mayn para acercarse con ellos al lecho de la moribunda. Mi madre y mis hermanas, Luisa, sus hijas y
algunas esclavas se arrodillaron para presenciar la ceremonia. El ministro pronunció estas palabras al
oído de María:
—Hija mía, Dios viene a visitarte: ¿quieres recibirlo?
Ella continuó muda e inmóvil como si durmiese profundamente. El sacerdote miró a Mayn, quien,
comprendiendo al instante esa mirada, tomó el pulso a María, diciendo en seguida en voz baja:
—Cuatro horas lo menos.
El sacerdote la bendijo y la ungió. Los sollozos de mi madre, mis hermanas y las hijas del montañés
acompañaron la oración.
Una hora después de la ceremonia, Juan se había acercado al lecho y se empinaba para alcanzar a
ver a María, llorando porque no lo subían.
Lo tomó mi madre en sus brazos y lo sentó en el lecho.
— ¿Está dormida, no? —preguntó el inocente reclinando la cabeza en el mismo almohadón en que
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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LITERATURA II / UAS-DGEP
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LITERATURA REALISTA Y NATURALISTA
H OnOratO de
BaLzac
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LITERATURA II / UAS-DGEP
La literatura realista es una corriente que se interesa por los comportamientos de los seres huma-
nos en sociedad. Los autores del realismo literario intentan completar una descripción detallada de la
realidad, por lo que suelen volcarse a las obras de gran extensión (novelas).
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
poetas oficiosos de fin de siglo, que intentan abrir nuevos caminos en la poesía. Enemigos del arte
por el arte, tratan de conciliar el horror con el éxtasis de la vida, mezclando el amor sensual y pla-
tónico.
No obstante, es el joven poeta de la ensoñación, Arthur Rimbaud, quien por su misterio y el
realismo grosero que imprime a sus poemas, distinguen tres etapas bien diferenciadas. Aunque en
El adolescente y Las iluminaciones, el poeta deja fluir imágenes y palabras, muchas veces relacio-
nadas con su vida familiar.
¿Crees que cuando utilizas la palabra maldito estás expresando un sentimiento negativo? Hace
algún tiempo hubo un grupo de poetas franceses cuyas obras fueron criticadas por la sociedad, por lo
cual, fueron llamados Los Poetas Malditos. Te invitamos a profundizar en la vida y obra de cada uno
de estos poetas malditos: Charles Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
POBRES GENTES
En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela
vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el
mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo
de tierra apisonada está cuidadosamente barrido;
la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros
relucen, en el vasar. En la cama, tras de una corti-
na blanca, duermen cinco niños, arrullados por el
bramido del mar agitado. El marido de Juana ha
salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto
todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el au-
llar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha
dado las diez, las once... Juana se sume en reflexio-
nes. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a
pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la
mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas
les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano,
corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no
les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. “Gracias a Dios, los niños están sanos.
No puedo quejarme”, piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. “¿Dónde estará ahora?
¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él”, dice, persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza,
enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro
y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto
contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina
enferma. “No tiene quien la cuide”, piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.
“A lo mejor le ha pasado algo”, piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana
entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo
primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con
la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su
rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte.
Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese exten-
dido para buscar algo, se ha resbalado del colchón
de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al
lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas
y rubios cabellos rizados, duermen en una camita
acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto
las piernecitas en su mantón y les ha echado por
encima su vestido. La respiración de los niños es
tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce
y profundo.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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LITERATURA II / UAS-DGEP
EL COLLAR
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por
un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no
tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio
para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico
y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del
Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una
mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le co-
rresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza,
su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa
firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para
ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más gran- Guy de Maupassant.
des señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría con-
templando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumen-
taria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la
torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y
delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbra-
das por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos
sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de
sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones,
perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y
agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel
de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué
buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”, pensaba en las comidas delicadas, en los
servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y
aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos
en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo
que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gus-
taba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser
envidiada, ser atractiva y asediada!
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque
sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desespera-
ción.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho
sobre.
—Mira, mujer —dijo—, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor
de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, mur-
murando con desprecio:
—¿Qué haré yo con eso?
—Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan
oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener
esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los em-
pleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
—¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
—Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos
gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar
por sus mejillas.
El hombre murmuró:
—¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su
pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
—Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a
cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que
pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asi-
mismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y
una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
—No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pen-
sando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras
los domingos.
Dijo, no obstante:
—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que
hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el
vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
—¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Y ella respondió:
—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una
miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
—Ponte unas cuantas flores naturales —replicó él—. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo,
y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
—No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
—¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la
señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bas-
tante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
—Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un
cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
—Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una
cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se
probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo de-
cidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
—¿No tienes ninguna otra?
—Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón em-
pezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis
contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
—¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
—Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras
y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban
su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El
ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en
el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los
homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria
tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito
vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir
ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y
quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
—Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
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—Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
—Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un
cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, descri-
biéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes
que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y
regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por
condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devol-
vían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría
prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cin-
co luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos,
tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se compro-
metió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse
a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible
miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones
físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo,
dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
—Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supon-
dría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una re-
solución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada,
buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando
sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa
sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la
basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre
mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la
cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a
céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces
escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las
renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda
de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fre-
gaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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LITERATURA MODERNISTA
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Quisiera contarte que cerrando los ojos la veo, cuando camino y sueño allí está. Cierra los ojos y sueña
el infinito... yo te invito, piensa en un cuadro, tíñelo de un nocturno azul cielo sobre un enorme lago,
coloca la luna llena en el firmamento reflejando su luz en el blanco plumaje de un cisne que nada sobre
las aguas iluminadas, tranquilo, soñador. Del medio del lago emerge alta y bella una torre de marfil...
que tiene luz propia. Una música llena el cuadro entero... música que viene del corazón de esa blanca
torre, suave y divina que nos acaricia mientras la escuchamos. Sentimos la paz del cisne, la sombra os-
cura de la noche del cielo azul, el frío que nos recorre y la fantasía de imaginar esa torre llena de hadas,
gnomos y princesas que suspiran por la ausencia del príncipe de Golconda o de China, aquel de carro-
zas argentinas ¿lo recuerdas Darío?... ese cuadro existe, es el modernismo que me regalas y se guarda
en mi corazón. Quisiera preguntarte si tú también lo soñabas... la patria tan amada.
Alba Elena Tirado / http://encontrarte.aporrea.org)
El modernismo mexicano se expresa a través de la obra de Amado Nervo, ya que este mantiene
contacto con el poeta Rubén Darío. Así tenemos a Leopoldo Lugones, Güiraldes, Larreta y Rómulo
Gallegos, como otros de los literatos destacados en esta corriente literaria. Sin embargo, las poetas
Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral son las más destacadas por su clamor de
justicia social.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
VENUS
En la tranquila noche mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
El modernismo mexicano se expresa a través de la obra de Amado Nervo, ya que este mantiene
contacto con el poeta Rubén Darío. Así tenemos a Leopoldo Lugones, Güiraldes, Larreta y Rómulo
Gallegos, como otros de los literatos destacados en esta corriente literaria. Sin embargo, las poetas
Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral son las más destacadas por su clamor de
justicia social.
EN PAZ
Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Por su parte, José Juan Tablada, modernista en su primera etapa, es un poeta mexicano que
contribuyó con esta corriente a través de la Revista Moderna. Su viaje al Japón, en 1900, lo inspiró
en el ejemplo naturalista de los japoneses, cuya estética permite una interpretación plástica de la
naturaleza. En 1914, al caer Victoriano Huerta, se exilió en Nueva York.
Hojas secas
Mariposa nocturna
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LITERATURA VANGUARDISTA
andré BretOn
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Aunque las vanguardias artísticas tenían como denominador común la oposición a los valores
del pasado y a los cánones artísticos establecidos por la burguesía del siglo XIX y comienzos del
XX, éstas se caracterizaron por las diferencias formales y por las reglas de la composición artística,
así como, por su toma de posición ante las cuestiones sociales. Pero, el valor principal es el de la
sustitución de lo viejo y caduco por lo nuevo, origi-
nal y mediado tecnológicamente.
En este sentido, el expresionismo alemán y el
surrealismo francés tienen como factor semejan-
te su preocupación social. En el expresionismo es
una reacción ante los horrores de la Primera Gue-
rra Mundial y en el surrealismo apunta hacia la uto-
pía de la transformación del hombre a través de la
liberación de las fuerzas del inconsciente. Por otra
parte, el futurismo toma la delantera de todos los
ismos como violenta reacción contra la burguesía
de la época.
Por su parte, Francia adquiere gran prestigio
Escena de la Primera Guerra Mundial
por las novelas con influencias norteamericanas.
El monólogo y la narración simultánea son características evidentes del intento de aproximación a
la vida real, con ello se crean tres clases de novelas: la de estructura tradicional, la caudalosa y la
filosófica-política.
México, en cambio, con la Revolución de 1910 dio paso a nuevos grupos, formaciones y tenden-
cias artísticas. Aquí proliferaron las tertulias y revistas literarias, dando origen al grupo denominado
de los Siete Sabios y otros movimientos vanguardistas, como el estridentismo o el grupo de los con-
temporáneos en torno a la revista homónima. Sin embargo, durante el movimiento de vanguardia
son los poetas quienes más producen en el campo de las letras.
Futurismo
El futurismo es el primer movimiento artístico que se organiza como tal, se reconoce y se define
a través del Manifiesto Futurista publicado por el poeta Filippo Tommaso Marinetti en 1909. Esta
corriente vanguardista intenta presentar simultáneamente las sensaciones presentes, pasadas y
futuras; exalta la velocidad y usa sonidos onomatopéyicos. Fue un movimiento que intentó abarcar
todas las artes: la poesía, el teatro, la prosa, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, la
fotografía y el cine.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
ABRAZARTE
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Dadaísmo
El dadaísmo surge en 1916 con la figura de Tristán Tzara, el cual inició con esta corriente en Ale-
mania. En París organizó, con sus compañeros de movimiento, espectáculos callejeros para es-
candalizar a la burguesía, dándole un poderoso impulso a la escena dadaísta. Con el término dadá,
Tzara, pretendía identificar este ismo con los primeros sonidos emitidos por un recién nacido.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Estridentismo
A su vez, el Estridentismo surge en México y nace de la mezcla de
varios ismos, como aporte a la vanguardia europea. Se dio entre
1922 y 1927 y se caracterizó por la modernidad, el cosmopolitismo
y lo urbano, así como por el inconformismo, el humor negro, el es-
nobismo, lo irreverente y el rechazo a todo lo antiguo. Se inició como
movimiento literario, pero pronto se extendió hacia otros campos
artísticos como la pintura, la escultura, la fotografía y la música invo-
lucrándose en éste, ilustres artistas como Silvestre Revueltas, Ángel
Salas, Fermín Revueltas, Ramón Alva de la Canal, Germán Cueto,
Leopoldo Méndez, Jean Charlot, Tina Modoti y Edward Weston.
Este movimiento tenía como consigna el desafío hacia los viejos
moldes artísticos y sociales, la búsqueda y construcción de nuevas
formas estéticas a la luz de las vivencias del siglo que iniciaba. El Manuel Maples Arce (1898 - 1981)
lenguaje utilizado era en cierta medida influencia del quehacer y
mirar comunista, y del influjo que éste ejerció en los movimientos europeos. En pocas palabras, el
estridentismo era un reflejo de la vida social y política de los años 20 en México, teniendo como
representante al poeta Manuel Maples Arce.
PRISMA
Yo soy un punto muerto en medio de la hora,
equidistante al grito náufrago de una estrella.
Un parque de manubrio se engarrota en la sombra,
y la luna sin cuerda
me oprime en las vidrieras.
Margaritas de oro
deshojadas al viento.
La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Tú y yo
Coincidimos
en la noche terrible,
meditación temática
deshojada en jardines.
Locomotoras, gritos,
arsenales, telégrafos.
El amor y la vida
son hoy sindicalistas,
y todo se dilata en círculos concéntricos.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
ESTACIÓN
Artículo lo.
hay que tocar el piano
en la balsa de los andenes.
Mientras las locomotoras bufan su impaciencia
las arañas tejen
sus telas con hilos de música
para apresar la mariposa eléctrica.
La mecedora
sube por los peldaños de las notas
y un pájaro se deshila
en una overtura fascista
me perdí en la noche lamida de sus medias.
¡Cómo pesa este techo!
Allá fuera una rosa está pidiendo auxilio
y pensar que los postes se mueren de fastidio.
Einstein no ha descubierto
quién inventó las moscas.
Era tan jugosa
de imposibles su boca.
Al fin sus manos se hicieron pedazos.
Pero a pesar de todo
un grillo da su conferencia
interceptando
el mensaje
crispado
de las estrellas.
Germán List Arzubide (1898–1998)
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LITERATURA II / UAS-DGEP
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Literatura
mexicana
del siglo xx
Unidad IV
Competencia
de la unidad:
Andaba detrás de mí
como perrito faldero;
despeinado y dulce,
Alfonso Reyes
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
agua potable o educación, en donde se explota a una mayoría de la sociedad en beneficio de unos
cuantos.
Por esta razón, se denomina Contemporáneo a todos los movimientos artísticos que surgen
durante el siglo XX y hasta la actualidad. En esta época, la narrativa presenta grandes cambios y
es una forma de expresión que los narradores utilizaron para mostrar el desarrollo social del pensa-
miento, a través de la situación que viven los personajes de novela.
La novela contemporánea difiere de la novela tradicional, en la forma en que presenta las ac-
ciones narradas. Si en la novela tradicional, tiempo y espacio depende de un reloj, un cronometro
o movimiento de las estrellas, en la novela contem-
poránea, el autor depende de la conciencia del per-
sonaje.
Por otra parte, la revolución mexicana es toma-
da como tema principal en novelas, cuentos y obras
teatrales. El escritor Mariano Azuela es uno de los
principales exponentes de este género, marcando
un antecedente para la literatura nacionalista, de-
sarrollada por escritores como Rosario Castellanos
y Juan Rulfo. Incluso, surge la literatura indigenista,
pretendiendo retratar el pensamiento y la vida de
los pueblos indígenas de México. Pero el grupo de
los contemporáneos -1930-, realmente, agrupaba a escritores como José Vasconcelos, Salvador
Novo, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza.
Con la publicación de Al filo del agua de Agustín Yáñez en 1947 se dio a conocer a la novela
mexicana contemporánea, en la cual se advierten las técnicas usadas por William Faulkner, John
Dos Passos, James Joyce y Franz Kafka. De 1947 a 1961, también, predominaron los narradores
como Arreola, Rulfo y Fuentes. Además de los poetas Rubén Bonifaz Nuño y Octavio Paz, único
Premio Nobel de Literatura (1990).
La poesía de estos años, animada y apoyada por Paz, encontró su expresión antológica más
completa en Poesía en movimiento, 1915-1966, editada por Chumacero, Aridjis, Pacheco y el pro-
pio Paz, se sigue enriqueciendo cada vez más. Eduardo Lizalde, Jaime Sabines y Gerardo Deniz
son nombres hoy imprescindibles en cualquier referencia, no obstante, la lista continúa abierta.
A partir de la década de 1960, México inició una fase de esplendor narrativo y literario. En sus
inicios fue la década de Carlos Fuentes, que en un primer periodo publicó, entre otras obras, La re-
gión más transparente, ambiciosa y brillante mural novelística, La muerte de Artemio Cruz o Cambio
de piel, seguida años más tarde de nuevas creaciones que amplían los límites de sus posibilidades
narrativas.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
DESPUÉS DE LA CITA
Era otoño. Algunos de los árboles habían perdido por completo las hojas y sus intrincados esqueletos
resistían silenciosamente el paso del aire, que hacía murmurar y cantar las de aquellos que aún con-
servaban unas cuantas, amarillas y cada vez más escasas. A través de las ramas, podían verse las luces
brillando tras las ventanas, a pesar de las pálidas cortinas de gasa. Tal vez hacía demasiado frío para
ser noviembre.
Ella caminaba no muy rápidamente, por sobre el pasto húmedo
y muelle, en el centro de la avenida. Podía tener quince o veinticinco
años. Bajo la amplia gabardina sus formas se perdían borrosamen-
te. Sus cabellos, cortos, despeinados, enmarcaban una cara miste-
riosamente vieja e infantil. No estaba pintada y el frío le había enro-
jecido la nariz, que era chica, pero bien dibujada. Una bolsa grande y
deteriorada colgaba desmañadamente de su hombro izquierdo.
Caminando en diagonal, salió del camellón, atravesó la calle y si-
guió avanzando por la banqueta. Al llegar a la primera bocacalle una
súbita corriente de aire despeinó más aún sus cabellos. Metió las
manos hasta el fondo de su gabardina y apresuró un poco el paso. El
aire cesó casi por completo apenas hubo alcanzado el primer edifi-
cio. Una de las ventanas de la planta baja estaba iluminada. Instin-
tivamente se detuvo y miró hacia adentro. Un hombre y una mujer,
muy viejos, se sonreían, afectuosa, calurosamente, desde cada uno
de los extremos de la mesa, que era, como las sillas y el aparador, Juan García Ponce
grande, fuerte, resistente. Ella tenía un chal de punto gris sobre los
hombros; él una camisa sin cuello y un grueso chaleco de lana. Los restos de la cena estaban todavía
sobre la mesa. De pronto la mujer se levantó, recogió los platos y salió de la habitación. La muchacha
no quiso ver más. Suspiró inexplicablemente y siguió caminando. Al atravesar una nueva bocacalle el
viento volvió a despeinarla. Tras la ventaja el viejo se levantó, avanzó lentamente y abandonó el come-
dor. La luz dejó de reflejarse en la calle.
La muchacha, siempre sin motivo aparente, dejó la calle y regresó al camellón. En una de las bancas
un bulto se perfiló en la oscuridad. Cuando pasó junto a él, se dividió en dos y una risa nerviosa se
extendió en el aire. Los miró sin poder distinguirles las caras y siguió su camino. Un halo de soledad se
desprendía de la débil luz que la interminable fila de faroles proyectaba sobre el piso brillante.
La bolsa golpeaba rítmicamente contra su cadera y su peso hacía que sintiera el hombro izquierdo
ligeramente más bajo que el otro. Caminó unos pasos más y se la cambió al otro lado.
Poco antes de llegar al cine, un niño le ofreció un periódico y ella le entregó el importe olvidándose
de recoger el papel. Se detuvo un momento frente a un carro ambulante que despedía un agradable
calor y poco después se alejó, masticando con cuidado para no quemarse. Ahora todo estaba tranquilo
y ella se sintió como si estuviera dentro de un agujero en el centro del aire. Abandonó la idea de entrar
a ver el final de cualquier película y pasó rápidamente frente a la taquilla, resistiendo la tentación de
detenerse a mirar los carteles que anunciaban los próximos estrenos.
Durante largas horas había esperado inútilmente, aterida de frío, impaciente, unas cuantas calles
atrás. Nada de eso importaba ya. Sólo el cansancio y el sabor incierto de la espera le recordaban esos
momentos. Quería caminar y olvidarlo todo; la alegría y la esperanza y después el principio de las du-
das y al final la certeza de que no vendría, junto con la necesidad angustiosa de decir a alguien todas las
palabras que tenía guardadas para él.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Las ventanas iluminadas y el brillo del cine quedaron atrás. A los lados de la calle sólo había árboles
y flores marchitas brotando mágicamente de la semioscuridad. El ruido de los automóviles y sus faros
deslumbrantes se hizo cada vez más lejano y ella se sentó en una de las bancas sin mirar en su derredor.
Descubrió que estaba cansada. Del fondo de la bolsa sacó un cigarro. La débil llama de su encendedor
se extinguió tres veces antes de que lograra pren-
derlo. Luego fumó larga y ávidamente, mientras
las hojas, tan ruidosas como la lluvia, caían a su
alrededor.
Cuando el niño, silenciosamente, se sentó a su
lado, el lejano silbato de un tren cubrió de melan-
colía y tristeza los densos rumores de la noche.
Ella lo miró sin asombrarse. Parecía tener frío.
Estaba descalzo, despeinado y sucio. Le pidió que
le regalara un cigarro y después, mientras fumaba
vorazmente, mirándola y sonriendo, le contó que
dormía en la calle y que todavía no había comido.
Sintió una lástima extraña, que la abarcaba a ella misma: volvió a buscar en la bolsa y le regaló casi todo
lo que traía. Después se levantó y caminó hasta que los faros de los coches volvieron a deslumbrarla
ininterrumpidamente.
Antes de que la lluvia se hiciera torrencial llegó a la esquina y se subió al primer camión que atendió
su llamada. Estaba casi vacío y avanzaba lentamente. Sin embargo, allí, mirando a los demás pasajeros
y sintiendo el olor, viscoso y penetrante, que el día había dejado y al que ahora se unía el que provocaba
la lluvia mientras los vidrios se cubrían de un espeso vaho, se sintió protegida, cálida y tranquila.
Prendió otro cigarro y miró por la ventanilla la calle mojada, recordando otros días, otros años, las
risas y la alegría, la emoción del conocimiento, la sensación de ser comprendida, y la soledad de ahora,
hasta que el vaho le impidió toda visibilidad.
Entonces observó con cariño, casi con gratitud a los demás pasajeros: dos obreros, albañiles segu-
ramente, con sus portaviandas a los pies, y la cara, el pelo y la ropa manchados de cal; un señor gordo
y canoso, con un traje negro raído hasta parecer verde, que leía el periódico desdoblándolo ruidosa-
mente; un muchacho flaco con barros y ojos tristes, que
le devolvió la mirada con malicia y sonrió ambiguamente;
una mujer, no muy joven, a la que el muchacho había esta-
do mirando continuamente antes de que ella subiera; una
vieja, mal vestida, que respondía pacientemente a todas
las inesperadas preguntas que le dirigía la niña que llevaba
de la mano, y al fondo, mirándose, sonriéndose, bajo la luz
tenue y gastada, una pareja de edad indefinida, compañe-
ros de oficina probablemente.
El chofer, cansado, miraba de vez en cuando a los pasa-
jeros por el espejo y el camión chillaba y se quejaba mientras los coches lo pasaban rápidamente. Todo
parecía mortecino y agónico. La lluvia repiqueteaba monótonamente sobre el techo de lámina. La sen-
sación de soledad y abandono volvió a apoderarse de ella, que la acogió casi con ternura.
El muchacho con barros se cambió al asiento de atrás y poco después al de junto de ella; pero no
pudo ir más allá de pedirle un cerillo, que ella le regaló sin sentirse ofendida y, unas cuadras más ade-
lante, se bajó detrás de la señora no muy joven.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
En La región más transparente, Carlos Fuentes, describe las frivolidades de los intelectuales y
artistas, o las ilusiones vanas de las familias trabajadoras más humildes, protagonistas todos ellos
de la vida de una ciudad, México D.F. Juan Morales, un taxista de la capital, entra acompañado de
su esposa e hijos a una casa de comidas de la ciudad, una escena en la que se mezclan diálogos
y referencias al pasado, un peculiar estilo narrativo que consagró a su autor.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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viejas y toros y las mujeres con melenas negras y encrespadas, acabadas de salir del cine, con labios
violeta y pestañas postizas. ¿Quién no los estaba mirando, a él y a la familia?
—Juan, no podemos...
— ¿Cómo que no? Esto sí lo quise siempre.
Una botella de vino, de ese de la etiqueta do-
rada, ya sabe...
¿Qué tal si no voy con el gringo hoy? ¿Qué
tal si no estoy en el sitio cuando me piden del
hotel para todo el día? ¿Qué tal si el gringo no
me lleva al hipódromo y me regala esos cua-
renta pesos de boletos?
“—Oye mano, ganaste, ándale a cobrar
“— ¿Cómo que gané? ¿Qué pasó? Oye, ¿y dónde?
“—Cómo se ve la suerte del principiante
“—Cómo se ve que en tu pinche vida has visto tanto junto...
“—A tu salud, viejecita.
Rosa dejó caer su gran sonrisa mestiza y se chupó la fresa de los dedos.
Ochocientos pesos. “—Tuvo usted la suerte del principiante. Pero no vuelva por aquí o le pelan
hasta la camisa”. ¡Qué iba a volver! Pero iba a ser chofer de día, se iba a acostar a las once y levantarse
a las seis, como la gente. Ahora tenía ochocientos pesos, para empezar con suerte, para que le tocaran
los mariachis, para calentarle la cama a Rosa.
Carlos Fuentes (N. 1928)
Piedra de sol es un poema del escritor mexicano Octavio Paz, se publicó primero como libro,
después el autor lo incluyó en Libertad bajo palabra. Piedra del sol es el nombre popular del ca-
lendario azteca y el poeta se sirve de esta referencia para trazar su recorrido personal tanto físico
como vital y literario.
PIEDRA DE SOL
(Fragmento)
un caminar tranquilo
de estrella o primavera sin premura,
agua que con los párpados cerrados
mana toda la noche profecías,
unánime presencia en oleaje,
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
ola tras ola hasta cubrirlo todo, voy entre galerías de sonidos,
verde soberanía sin ocaso fluyo entre las presencias resonantes,
como el deslumbramiento de las alas voy por las transparencias como un ciego,
cuando se abren en mitad del cielo, un reflejo me borra, nazco en otro,
oh bosque de pilares encantados,
bajo los arcos de la luz penetro
los corredores de un otoño diáfano,
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Literatura de la onda
Narrador crítico de los mitos juveniles, José Agustín es el representante por excelencia de La lite-
ratura de la Onda, movimiento literario que surgió en México con el culto a los estupefacientes y la
devoción por las grandes figuras del rock. Se caracteriza por el uso de un lenguaje que se alimenta
de las jergas o de los ambientes más marginales de la sociedad, experimenta nuevas temáticas
y aires de renovación dentro de la narrativa mexicana. En este fragmento de Cerca del fuego, el
protagonista de la novela se cruza con una mujer en una estación del Metro de la ciudad de México.
La reina del metro. Bajé en la estación Bellas Artes y dejé que por
los túneles se fueran los rojos vagones cargados de... ¡símbolos!
El metro se había descargado para esas alturas y yo deambulé por
los andenes, bajé las escaleras y pasé al otro lado. Seguía habiendo
mucha gente pero no se comparaba a lo de una hora antes. De
cualquier manera, me estimulaba el movimiento, el entrechocar
de ruidos techados por la interminable música de los altavoces,
en ese momento Poeta y campesino, qué fea sincronicidad, pensé,
gancho al ego, crítica abajo del cinturón, cuando vi a la Reina del
Metro.
¡Qué imagen portentosa! Era una chava de rostro horripilante,
picoteado por años de barros y remedios para combatirlos; po-
brecita: narizona, bocona, de dientes chuecos, ojos pequeñitos,
pestañas ralas, orejas de duende y pelos parados como dobles signos de interrogación. Lo maravilloso
era que ese horror, la máscara seiscientos sesenta y seis de la Bestia (esto es, la bestia de la Bestia), no
intentaba cubrir su fealdad; de hecho, la ostentaba: si la cara la
tiraba la buenez la levantaba.
El cuerpo alto de la nena era, para soltarle las riendas a von Su-
ppé, sublime, irreprochable, monumental, alucinante pero, sobre
todas las cosas: cachondísimo, esa muchacha estaba que se caía de
buena y lo sabía muy bien, la tajante perfección del cuerpo le daba
una dignidad insospechada, altivez natural, la fineza de la aristo-
cracia de la sensualidad que no puede pasar desapercibida y que,
como supe después, era capaz de ocasionar catástrofes y de traer
graves peligros. Por supuesto desde un principio vi que era una
genuina soberana: se desplazaba con altivez natural, consciente
de las miradas colectivas y del poder ambiguo que así obtenía. Y
sigo siendo la cuin.
Era obvio que los metroúntes tampoco habían contemplado
portento semejante; todos gritaban para seguir ávidos el andar
erguido y majestuoso de la Reina del Metrónomo, de frente o de
espalda. Por eso los sabios de antes erigieron las imágenes para
expresar sus ideas y pensamientos a fondo. Hombres y mujeres la
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LITERATURA II / UAS-DGEP
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
Otro reconocido autor es José Emilio Pacheco quien por su amplia cultura literaria y sensibilidad
poética lo convirtieron en uno de los miembros más destacados de la llamada Generación del Me-
dio Siglo. Desde la década de los cincuenta figura en antologías al lado de los grandes poetas de
Latinoamérica. Ha publicado poesía y prosa y ejerce una magistral labor como traductor. La poesía
de Pacheco se caracteriza por una depuración extrema. Sus versos carecen de ornamentos inútiles
y están escritos con un lenguaje cotidiano que los hace engañosamente sencillos. En el terreno de
la narrativa corta, escribió libros como El principio del placer (1972), donde demostró su dominio del
relato breve e hiperbreve. Sus dos novelas son ejemplo de sabiduría narrativa: la primera, Morirás
lejos (1967), es un audaz experimento que juega con diversos planos narrativos; la segunda, Las
batallas en el desierto (1981), es una evocadora y agridulce historia de amor imposible, llena de
nostalgia. Aquí presentamos un texto que aparece en la Jornada en 1977, titulado Tenga para que
se entretenga.
Informe confidencial
El 9 de agosto de 1943 la señora Olga Martínez de Andrade y su hijo de seis años, Rafael Andrade
Martínez, salieron de su casa (Tabasco 106, colonia Roma). Iban a almorzar con doña Caridad Acevedo
viuda de Martínez en su domicilio (Gelati 36 bis, Tacubaya). Ese día descansaba el chofer. El niño no
quiso viajar en taxi: le pareció una aventura ir como los pobres en tranvía y autobús. Se adelantaron a
la cita y a la señora Olga se le ocurrió pasear al niño por el cercano Bosque de Chapultepec.
Rafael se divirtió en los columpios y resbaladillas del Rancho de la Hormiga, atrás de la residencia pre-
sidencial (Los Pinos). Más tarde fueron por las calzadas hacia el lago y descansaron en la falda del cerro.
Llamó la atención de Olga un detalle que hoy mismo, tantos años después, pasa inadvertido a los
transeúntes: los árboles de ese lugar tienen formas extrañas, se hallan como aplastados por un peso in-
visible. Esto no puede atribuirse al terreno caprichoso ni a la antigüedad. El administrador del Bosque
informó que no son árboles vetustos como los ahuehuetes prehispánicos de las cercanías: datan del
siglo XIX. Cuando actuaba como emperador de México, el archiduque Maximiliano ordenó sembrarlos
en vista de que la zona resultó muy dañada en 1847, a consecuencia de los combates en Chapultepec y
el asalto del Castillo por las tropas norteamericanas.
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El niño estaba cansado y se tendió de espaldas en el suelo. Su madre tomó asiento en el tronco de
uno de aquellos árboles que, si usted me lo permite, calificaré de sobrenaturales.
Pasaron varios minutos. Olga sacó su reloj, se lo acercó a los ojos, vio que ya eran las dos de la tarde
y debían irse a casa de la abuela. Rafael le suplicó que lo dejara un rato más. La señora aceptó de mala
gana, inquieta porque en el camino se habían cruzado con varios aspirantes a torero quienes, ya desde
entonces, practicaban al pie de la colina en un estanque seco, próximo al sitio que se asegura fue el
baño de Moctezuma.
A la hora del almuerzo el Bosque había quedado desierto. No se escuchaba rumor de automóviles en
las calzadas ni trajín de lanchas en el lago. Rafael se entretenía en obstaculizar con una ramita el paso
de un caracol. En ese instante se abrió un rectángulo de madera oculto bajo la hierba rala del cerro y
apareció un hombre que dijo a Rafael:
—Déjalo. No lo molestes. Los caracoles no hacen daño y conocen el reino de los muertos.
Salió del subterráneo, fue hacia Olga, le tendió un periódico doblado y una rosa con un alfiler:
—Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.
Olga dio las gracias, extrañada por la aparición del hombre y la amabilidad de sus palabras. Lo creyó
un vigilante, un guardián del Castillo, y de momento no reparó en su vocabulario ni en el olor a hume-
dad que se desprendía de su cuerpo y su ropa.
Mientras tanto Rafael se había acercado al desconocido y le preguntaba:
—¿Ahí vives?
—No: más abajo, más adentro.
—¿Y no tienes frío?
—La tierra en su interior está caliente.
—Llévame a conocer tu casa. Mamá ¿me das permiso?
—Niño, no molestes. Dale las gracias al señor y vámonos ya: tu abuelita nos está esperando.
—Señora, permítale asomarse. No lo deje con la curiosidad.
—Pero, Rafaelito, ese túnel debe de estar muy oscuro. ¿No te da miedo?
—No, mamá.
Olga asintió con gesto resignado. El hombre tomó de la mano a Rafael y dijo al empezar el descenso:
—Volveremos. Usted no se preocupe. Sólo voy a enseñarle la boca de la cueva.
—Cuídelo mucho, por favor. Se lo encargo.
Según el testimonio de parientes y amigos, Olga fue siempre muy distraída. Por tanto, juzgó normal
la curiosidad de su hijo, aunque no dejaron de sorprenderla el aspecto y la cortesía del vigilante. Guar-
dó la flor y desdobló el periódico. No pudo leerlo. Apenas tenía veintinueve años pero desde los quince
necesitaba lentes bifocales y no le gustaba usarlos en público.
Pasó un cuarto de hora. El niño no regresaba. Olga se inquietó y fue hasta la entrada de la caverna
subterránea. Sin atreverse a penetrar en ella, gritó con la esperanza de que Rafael y el hombre le con-
testaran. Al no obtener respuesta, bajó aterrorizada hasta el estanque seco. Dos aprendices de torero
se adiestraban allí. Olga les informó de lo sucedido y les pidió ayuda.
Volvieron al lugar de los árboles extraños. Los torerillos cruzaron miradas al ver que no había nin-
guna cueva, ninguna boca de ningún pasadizo. Buscaron a gatas sin hallar el menor indicio. No obs-
tante, en manos de Olga estaban la rosa, el alfiler, el periódico —y en el suelo, el caracol y la ramita.
Cuando Olga cayó presa de un auténtico shock, los torerillos entendieron la gravedad de lo que en
principio habían juzgado una broma o una posibilidad de aventura. Uno de ellos corrió a avisar por
teléfono desde un puesto a orillas del lago. El otro permaneció al lado de Olga e intentó calmarla.
Veinte minutos después se presentó en Chapultepec el ingeniero Andrade, esposo de Olga y padre
de Rafael. En seguida aparecieron los vigilantes del Bosque, la policía, la abuela, los parientes, los
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
amigos y desde luego la multitud de curiosos que siempre parece estar invisiblemente al acecho en
todas partes y se materializa cuando sucede algo fuera de lo común.
El ingeniero tenía grandes negocios y estrecha amistad con el general Maximino Ávila Camacho.
Modesto especialista en resistencia de materiales cuando gobernaba el general Lázaro Cárdenas, An-
drade se había vuelto millonario en el nuevo régimen gracias a las concesiones de carreteras y puentes
que le otorgó don Maximino. Como usted recordará, el hermano del presidente Manuel Ávila Camacho
era el secretario de Comunicaciones, la persona más importante del gobierno y el hombre más temido
de México. Bastó una orden suya para movilizar a la mitad de todos los efectivos policiales de la capital,
cerrar el Bosque, detener e interrogar a los torerillos. Uno de sus ayudantes irrumpió en Palma 10 y me
llevó a Chapultepec en un automóvil oficial. Dejé todo para cumplir con la orden de Ávila Camacho. Yo
acababa de hacerle servicios de la índole más reservada y me honra el haber sido digno de su confianza.
Cuando llegué a Chapultepec hacia las cinco de la tarde, la búsqueda proseguía sin que se hubiese
encontrado ninguna pista. Era tanto el poder de don Maximino que en el lugar de los hechos se halla-
ban para dirigir la investigación el general Miguel Z. Martínez, jefe de la policía capitalina, y el coronel
José Gómez Anaya, director del Servicio Secreto.
Agentes y uniformados trataron, como siempre, de impedir mi labor. El ayudante dijo a los superio-
res el nombre de quien me ordenaba hacer una investigación paralela. Entonces me dejaron comprobar
que en la tierra había rastros del niño, no así del hombre que se lo llevó.
El administrador del Bosque aseguró no tener conocimiento de que hubiera cuevas o pasadizos en
Chapultepec. Una cuadrilla excavó el sitio en donde Olga juraba que había desaparecido su hijo. Sólo
encontraron cascos de metralla y huesos muy antiguos. Por su parte, el general Martínez declaró a los
reporteros que la existencia de túneles en México era sólo una más entre las muchas leyendas que en-
vuelven el secreto de la ciudad. La capital está construida sobre el lecho de un lago; el subsuelo fangoso
vuelve imposible esta red subterránea: en caso de existir, se hallaría anegada.
La caída de la noche obligó a dejar el trabajo para la mañana siguiente. Mientras se interrogaba a
los torerillos en los separos de la Inspección, acompañé al ingeniero Andrade a la clínica psiquiátrica de
Mixcoac donde atendían a Olga los médicos enviados por Ávila Camacho. Me permitieron hablar con
ella y sólo saqué en claro lo que consta al principio de este informe.
Por los insultos que recibí en los periódicos no guardé recortes y ahora lo lamento. La radio difun-
dió la noticia, los vespertinos ya no la alcanzaron. En cambio los diarios de la mañana desplegaron en
primera plana y a ocho columnas lo que a partir de entonces fue llamado “El misterio de Chapultepec’’.
Un pasquín ya desaparecido se atrevió a afirmar que Olga tenía relaciones con los dos torerillos.
Chapultepec era el escenario de sus encuentros. El niño resultaba el inocente encubridor que al cono-
cer la verdad tuvo que ser eliminado.
Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la hicieron creer que había visto lo que contó.
En realidad el niño fue víctima de una banda de “robachicos’’. (El término, traducido literalmente
de kidnapers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros que hubo en México
durante la segunda guerra mundial.) Los bandidos no tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael
para obligarlo a la mendicidad.
Aún más irresponsable, cierta hoja inmunda engañó a sus lectores con la hipótesis de que Rafael
fue capturado por una secta que adora dioses prehispánicos y practica sacrificios humanos en Chapul-
tepec. (Como usted sabe, Chapultepec fue el bosque sagrado de los aztecas.) Según los miembros de
la secta, la cueva oculta en este lugar es uno de los ombligos del planeta y la entrada al inframundo.
Semejante idea parece basarse en una película de Cantinflas, El signo de la muerte.
En fin, la gente halló un escape de la miseria, las tensiones de la guerra, la escasez, la carestía, los
apagones preventivos contra un bombardeo aéreo que por fortuna no llegó jamás, el descontento, la
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LITERATURA II / UAS-DGEP
corrupción, la incertidumbre... Y durante algunas semanas se apasionó por el caso. Después, todo que-
dó olvidado para siempre.
Cada uno piensa distinto, cada cabeza es un mundo y nadie se pone de acuerdo en nada. Era un
secreto a voces que para 1946 don Maximino ambicionaba suceder a don Manuel en la presidencia.
Sus adversarios aseguraban que no vacilaría en recurrir al golpe militar y al fratricidio. Por tanto, de
manera inevitable se le dio un sesgo político a este embrollo: a través de un semanario de oposición,
sus enemigos civiles difundieron la calumnia de que don Maximino había ordenado el asesinato de
Rafael con objeto de que el niño no informara al ingeniero Andrade de las relaciones que su protector
sostenía con Olga.
El que escribió esa infamia amaneció muerto cerca de Topilejo, en la carretera de Cuernavaca. Entre
su ropa se halló una nota de suicida en que el periodista manifestaba su remordimiento, hacía el elogio
de Ávila Camacho y se disculpaba ante los Andrade. Sin embargo la difamación encontró un terre-
no fértil, ya que don Maximino, personaje extraordinario, tuvo un gusto proverbial por las llamadas
“aventuras’’. Además, la discreción, el profesionalismo, el respeto a su dolor y a sus actuales canas me
impidieron decirle antes a usted que en 1943 Olga era bellísima, tan hermosa como las estrellas de
Hollywood pero sin la intervención del maquillista ni el cirujano plástico.
Tan inesperadas derivaciones tenían que encontrar un hasta aquí. Gracias a métodos que no viene
al caso describir, los torerillos firmaron una confesión que aclaró las dudas y acalló la maledicencia. Se-
gún consta en actas, el 9 de agosto de 1943 los adolescentes aprovechan la soledad del Bosque a las dos
de la tarde y la mala vista de Olga para montar la
farsa de la cueva y el vigilante misterioso. Entera-
dos de la fortuna del ingeniero, que hasta entonces
había hecho esfuerzos por ocultarla, se proponen
llevarse al niño y exigir un rescate que les permita
comprar su triunfo en las plazas de toros. Luego,
atemorizados al ver que pisan terrenos del implaca-
ble hermano del presidente, los torerillos enloque-
cen de miedo, asesinan a Rafael, lo descuartizan y
echan sus restos al Canal del Desagüe.
La opinión pública mostró credulidad y no exi-
gió que se puntualizaran algunas contradicciones. Por ejemplo, ¿qué se hizo de la caverna subterrá-
nea por la que desapareció Rafael? ¿Quién era y en dónde se ocultaba el cómplice que desempeñó
el papel de guardia? ¿Por qué, de acuerdo con el relato de la madre, fue el propio niño quien tuvo
la iniciativa de entrar en el pasadizo? Y sobre todo ¿a qué horas pudieron los torerillos destazar a
Rafael y arrojar los despojos a las aguas negras -situadas en su punto más próximo a unos veinte
kilómetros de Chapultepec- si, como antes he dicho, uno llamó a la policía y al ingeniero Andrade, el
otro permaneció al lado de Olga y ambos estaban en el lugar de los hechos cuando llegaron la familia
y las autoridades?
Pero al fin y al cabo todo en este mundo es misterioso. No hay ningún hecho que pueda ser aclarado
satisfactoriamente. Como tapabocas se publicaron fotos de la cabeza y el torso de un muchachito, ves-
tigios extraídos del Canal del Desagüe. Pese a la avanzada descomposición, era evidente que el cadáver
correspondía a un niño de once o doce años, y no de seis como Rafael. Esto sí no es problema: en Méxi-
co siempre que se busca un cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa.
Dicen que la mejor manera de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos. Por ello y por la excitación
del caso y sus inesperadas ramificaciones, se disculpará que yo no empezara por donde procedía: es
decir, por interrogar a Olga acerca del individuo que capturó a su hijo. Es imperdonable -lo reconozco-
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
haber considerado normal que el hombre le entregara una flor y un periódico y no haber insistido en
examinar estas piezas.
Tal vez un presentimiento de lo que iba a encontrar me hizo posponer hasta lo último el verdadero
interrogatorio. Cuando me presenté en la casa de Tabasco 106 los torerillos, convictos y confesos tras
un juicio sumario, ya habían caído bajo los disparos de la ley fuga: en Mazatlán intentaron escapar de
la cuerda en que iban a las Islas Marías para cumplir una condena de treinta años por secuestro y ase-
sinato. Y ya todos, menos los padres, aceptaban que los restos hallados en las aguas negras eran los del
niño Rafael Andrade Martínez.
Encontré a Olga muy desmejorada, como si hubiera envejecido varios años en unas cuantas sema-
nas. Aún con la esperanza de recobrar a su hijo, se dio fuerzas para contestarme. Según mis apuntes
taquigráficos, la conversación fue como sigue:
—Señora Andrade, en la clínica de Mixcoac no me pareció oportuno preguntarle ciertos detalles
que ahora considero indispensables. En primer lugar ¿cómo vestía el hombre que salió de la tierra para
llevarse a Rafael?
—De uniforme.
—¿Uniforme militar, de policía, de guardabosques?
—No, es que, sabe usted, no veo bien sin mis lentes. Pero no me gusta ponérmelos en público. Por
eso pasó todo, por eso...
—Cálmate —intervino el ingeniero Andrade cuando su esposa comenzó a llorar.
—Perdone, no me contestó usted: ¿cómo era el uniforme?
—Azul, con adornos rojos y dorados. Parecía muy desteñido.
—¿Azul marino?
—Más bien azul claro, azul pálido.
—Continuemos. Apunté en mi libreta las palabras que le dijo el hombre al darle el periódico y la
flor: “Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.’’ ¿No le parecen muy extrañas?
—Sí, rarísimas. Pero no me di cuenta. Qué estúpida. No me lo perdonaré jamás.
—¿Advirtió usted en el hombre algún otro rasgo fuera de lo común?
—Me parece estar oyéndolo: hablaba muy despacio y con acento.
—¿Acento regional o como si el español no fuera su lengua?
—Exacto: como si el español no fuera su lengua.
—Entonces ¿cuál era su acento?
—Déjeme ver... quizá... como alemán.
El ingeniero y yo nos miramos. Había muy pocos alemanes en México. Eran tiempos de guerra, no
se olvide, y los que no estaban concentrados en el Castillo de Perote vivían bajo sospecha. Ninguno se
hubiera atrevido a meterse en un lío semejante.
—¿Y él? ¿Cómo era él?
—Alto... sin pelo... Olía muy fuerte... como a humedad.
—Señora Olga, disculpe el atrevimiento, pero si el hombre era estrafalario ¿por qué dejó usted que
Rafaelito bajara con él a la cueva?
—No sé, no sé. Por tonta, porque él me lo pidió, porque siempre lo he consentido mucho. Nunca
pensé que pudiera ocurrirle nada malo... Espere, hay algo más: cuando el hombre se acercó vi que esta-
ba muy pálido... ¿Cómo decirle...? Blancuzco... Eso es: como un caracol... un caracol fuera de su concha.
—Válgame Dios. Qué cosas se te ocurren —exclamó el ingeniero Andrade. Me estremecí. Para fin-
girme sereno enumeré:
—Bien, con que decía frases poco usuales, hablaba con acento alemán, llevaba uniforme azul pálido,
olía mal y era fofo, viscoso. ¿Gordo, de baja estatura?
146
LITERATURA II / UAS-DGEP
—No, señor, todo lo contrario: muy alto, muy delgado... Ah, además tenía barba.
—¿Barba? Pero si ya nadie usa barba -intervino el ingeniero Andrade.
—Pues él tenía —afirmó Olga.
Me atreví a preguntarle:
—¿Una barba como la de Maximiliano de Habsburgo, partida en dos sobre el mentón?
—No, no. Recuerdo muy bien la barba de Maximiliano. En casa de mi madre hay un cuadro del
emperador y la emperatriz Carlota... No, señor, él no se parecía a Maximiliano. Lo suyo eran más bien
mostachos o patillas... como grises o blancas... no sé.
La cara del ingeniero reflejó mi propio gesto de espanto. De nuevo quise aparentar serenidad y dije
como si no tuviera importancia:
—¿Me permite examinar la revista que le dio el hombre?
—Era un periódico, creo yo. También guardé la flor y el alfiler en mi bolsa. Rafael ¿no te acuerdas
qué bolsa llevaba?
—La recogí en Mixcoac y luego la guardé en tu ropero. Estaba tan alterado que no se me ocurrió
abrirla.
Señor, en mi trabajo he visto cosas que horrorizarían a cualquiera. Sin embargo nunca había senti-
do ni he vuelto a sentir un miedo tan terrible como el que me dio cuando el ingeniero Andrade abrió la
bolsa y nos mostró una rosa negra marchita (no hay en este mundo rosas negras), un alfiler de oro puro
muy desgastado y un periódico amarillento que casi se deshizo cuando lo abrimos. Era La Gaceta del
Imperio, con fecha del 2 de octubre de 1866. Más tarde nos enteramos de que sólo existe otro ejemplar
en la Hemeroteca.
El ingeniero Andrade, que en paz descanse, me hizo jurar que guardaría el secreto. El general Maxi-
mino Ávila Camacho me recompensó sin medida y me exigió olvidarme del asunto. Ahora, pasados
tantos años, confío en usted y me atrevo a revelar -a nadie más he dicho una palabra de todo esto- el
auténtico desenlace de lo que llamaron los periodistas “El misterio de Chapultepec’’. (Poco después la
inesperada muerte de don Maximino iba a significar un nuevo enigma, abrir el camino al gobierno civil
de Miguel Alemán y terminar con la época de los militares en el poder.)
Desde entonces hasta hoy, sin fallar nunca, la señora Olga Martínez viuda de Andrade camina todas
las mañanas por el Bosque de Chapultepec hablando a solas. A las dos en punto de la tarde se sienta en
el tronco vencido del mismo árbol con la esperanza de que algún día la tierra se abrirá para devolverle
a su hijo o para llevarla, como los caracoles, al reino de los muertos. Pase usted por allí y la encontrará
con el mismo vestido que llevaba el 8 de agosto de 1943: sentada en el tronco, inmóvil, esperando,
esperando.
José Emilio Pacheco (1977)
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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Literatura
sinaloense
contemporánea
Unidad V
Competencia
de la unidad:
Jaime LaBastida
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
EL SER
Podemos dividirnos en palabras
a distintas edades en el tiempo
pero nunca podremos ser nosotros
cien por ciento;
porque estamos mudando de destinos,
porque estamos naciendo a cada instante
y dejamos de ser
para estar siendo.
A la vez, aparece el Grupo Siderista que da un gran impulso a la producción literaria de los años
20, encabezado por Juan L. Paliza y Alejandro Hernández Tyler que con el poema La torre de Babel
estaría a tono con los vanguardistas mexicanos.
A mediados del siglo XX, Francisco Verdugo Fálquez y Raúl Cervantes Ahumada, destacan por
la forma depurada de su expresión a través del verso métrico y el verso libre. De igual modo, aquí
cabe reconocer a Enrique “El Guacho” Félix y Antonio Nakayama, como máximas figuras sinaloen-
ses que promueven y anticipan el desarrollo cultural de la entidad, la referencia inmediata es La re-
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LITERATURA II / UAS-DGEP
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LITERATURA II / UAS-DGEP
EL JÚBILO SE ENCIENDE
La memoria es una piel que tu recuerdo llaga,
una herida de torpe geometría,
es una carne, un nervio vivos.
Lacera memoria donde el fuego
es la violenta agua apaciguada.
Miro así tu jadeo,
en ese mar, en esas olas me hundo.
Que hermosa sed que nunca más se sacia,
que agua: no apagas sino incendias.
Tu cuerpo resplandece con mi yesca;
tallo tu imagen de carbón
y es fósforo, sol, óxido el que brota
de esta chispa de luz.
Rescoldo quedan nuestros cuerpos y aluzamos
Jaime Labastida
todo cuando habita la pieza.
El júbilo se enciende.
De los cuerpos que se besan
viene este parto de la brasa.
Los objetos adquieren sus perfiles de gracia
y desdeñan la sombra.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
PRESENCIAS
Cada tarde
nacen y mueren
bajo la máscara vieja del hastío,
bajo la mueca de la luna,
las geografías de sus rostros
de palo.
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LITERATURA II / UAS-DGEP
Vértigos,
son gritos del olvido,
rumores en la frente.
Son un bosque,
sus follajes sangran luz;
rizomas,
árboles de polvo viejo
en la tierra florida.
POEMAS DE CONTRAVERANO, 5
Rodeado de la luz por todas partes,
me iba huyendo del sol hasta encontrar
un lugar donde me ofrecían de mal modo y por un mismo precio,
una mesa donde escribir, una taza de café,
una burbuja de aire acondicionado.
Frente a mí ponía los papeles y me quedaba esperando
a que la obscura poción de tener los ojos abiertos
Mijaíl Lamas
cantara para mí su pujanza.
Afuera el verano dejaba correr libre su corazón de rojo carnicero
y la luz marchitaba cuerpos que antes fueron exquisitos,
que antes fueron necesarios.
Cada palabra del poema me era reclamada,
pero sólo acudía a mí la voz de mis amigos
con su apresurada letanía.
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
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LITERATURA II / UAS-DGEP
EL ASESINO SOLITARIO
14
(Fragmento)
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LITERATURA II / UAS-DGEP
preguntó si eras joto, Pinche vieja, está bien pirata, La neta Yorch, ¿por qué no te la dejaste caimán, si
no está tan peor? Además tiene una tetas para alimentar a un regimentó, Imaginé que era control tuyo
y tú sabes que esa onda yo no sé la hago a mis amigos. Apenas había dicho esto cuando me acordé que el
Chupafaros sí me había hecho y gacha cuando me agandalló a la Charis; mientras el Willy seguía con su
salivero me acordé que no me había agüitado tanto cuando pasó, que había apechugado, pero después,
ay carnal, para qué te cuento, bien dicen que nadie sabe el bien que tiene hasta que lo ve perdido. Ya
te he dicho que antes la Charis y yo vivíamos en el mismo edificio de departamentos. Una vez regresé
de Monterrey como a las dos de la mañana, ya sabes, acá, bien jarioso, con ganas de ver a mi morrita,
y en vez de ir directo a mi depa fui al de la Charis, pensando Me abre y ahí mismo la bicho, pues sí, ni
modo que qué, antes de tocar a la puerta oí música y vi que salía luz por abajo, qué onda, ¿tiene examen
o qué?, también escuché risas; no pues, ahí estaba el Chupafaros, Yorch, ¿qué onda, cómo estás?, ¿qué
bueno que llegaste porque necesitamos decírselo a alguien, estaban felices, y ahí mismo la Charis me
lo soltó: nos vamos a casar, ¿Qué? Como te digo, al principio lo acepté machín, total, no era más que
una vieja con la que yo clavaba y no tenía mayor compromiso; pero después me agüite y a los días tuve
que admitir que la neta, la morra era algo más que mi vida, luego le dije, Esta madre no tiene remedio,
sobre todo cuando ya los vi encarrilados. Una noche me cayó y me dijo que ya lo había pensado y que
iba a seguir conmigo si estaba de acuerdo, no pues, a quien le dan pan que llore, o de lo perdido lo que
parezca, como dicen, y me la llevé tranquilo, y bueno, cuando pasó lo de la discoteca me volví a agüitar.
Te anda buscando el Vikingo, dijo el Willy, Simón, ¿qué querrá?, No sé, parece que quiere entrenar,
Tu madre, Dice que lo hizo muy a gusto contigo, porque aguanto mucho, Simón y porque tuvo chanza
de practicar con los pies y con las manos, Órale, Para eso te quiere agarrar, Me va a agarrar los huevos,
y en chinga le cambié de tema, ¿ Y qué onda, cómo fue que me encontraste en el aeropuerto?, Pues
por estar jugando con mi morrita llegué
tarde al operativo del avión, un compañe-
ro me pasó el rollo de que el jefe estaba
madreando a un cabrón en la bodega de
carga de Aeroméxico, me tendí a ver qué
onda y apenas te reconocí, estabas desma-
yado, nos largamos, me desafané del jefe
diciendo que mi morrita estaba enferma
y que la tenía que llevar al Seguro; regre-
sé por ti, te estabas desangrando, busqué
al doc y lo demás ya lo sabes, Órale, gra-
cias bato, Dijo que nomás era un pinche
periodista que había venido a chingar la
pava con el paro de cubrir la gira del candidato; no pues, qué desmadre carnal, si hubiera sabido el jefe
H en las que andaba seguro se pone a temblar, creo que hasta me hubiera bajado del macho, Willy, ¿qué
onda con mi fusca?, Ya te dije loco, el Vikingo te la quiere devolver personalmente en persona, se rió el
bato, Pinche Yorch, ¿para qué le haces al loco?, ni que no supieras cómo masca la iguana. Tenía razón,
lo que pasa, es que me resistía a perder la pistola, uno se encariña carnal, a poco no, órale, le dije, Ahí te
llevó con tus buenas relaciones, dio una fumada profunda y preguntó, ¿A quién mandaste recado con
la Liz?, traía un pinche salivero, que te había hecho un paro machín con una ruca de la que estabas per-
didamente enamorado, con la que te querías casar y que ni así lo habías pelado, ¿qué onda mi Yorch?,
lo único que la morra quería era darte tu despedida. Pinche vieja, había soltado toda la sopa, neta que
me dio coraje, qué onda, era un rollo confidencial, ¿qué tenía que andar ahí de boca suelta? No pues,
por eso digo yo, que los que me contratan a veces tienen razón, hay raza que es mejor mandarla con
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
sus antepasados, a poco no, los dejas vivos y te hacen un desmadre. Cuando describió a la chava y a su
compañero no sé por qué me imaginé que eran la Charis y el Fito, ¿qué onda con ello?, hace un resto
que no los veo, ¿qué onda con la Charis, cabrón? Ándese paseando, ¿tú que hubieras contestado car-
nal?, estas jodido, quemándole machín las patas al
judas, como dicen en el Defe, todo friqueado por lo
que acaba de pasar, ¿qué le contestarías? ¿La Cha-
ris?, dije, Uta, hace años que no la veo, yo creo que
desde que se amarró con el Fito, pinche Willy, ya te
dije que yo sé respetar a los amigos, hace un resto
que no sé de ellos, pronto vas a saber por el maria-
chi muerto, pensé, pero nomás, me quedé callado
el hocico. Por cierto, Willy, ¿qué onda con aquella
morra que te recomendé?, ¿le echaste la mano?, Ah,
simón, aunque más que echarle la mano me hubiera
gustado metérsela, mamacita, que buena está esa
flaquita, de esas que no te roban nada.
Seguimos cotorreando, quiso saber si me ibas a cambiar al Executivo, le dije que sí, nomás que me
alivianara un poco de mi aspecto, que la neta, con la chinga que me había puesto el Vikingo, la des-
velada y ve tú a saber qué más, estaba pal arrastre, Si me ven así mis compañeros van a querer saber
quién me madreó y pa qué quieres, se le acaba el corrido a ti jefe, ¿Apoco muy felones? No pues, no
quise comentar nada, ¿para qué?, Tengo jaria, dijo el bato, ¿ya desayunaste?, Nel, entonces salimos,
abordamos picapón y nos fuimos a la birria, tendidos, el Willy se comió platos con mucha cebolla y
como dos kilos de tortillas, yo a duras penas me comí uno, Trágate dos, no comes nada, por eso estas
todo ñengo, viéndola bien, qué bueno que no la armaste con la Liz, te hubiera matado, y me contó de
la morra, que había sido abandonada con tres morritos, que estaba bien jodida, que era mandadera de
algunos narcos menores, que el Vikingo no la quería. Tuve ganas de decirle, Qué onda, ¿para qué me
cuentas eso?, pero nel, me callé, a veces tienes que oir a los amigos, así como tú me estás oyendo ahora.
Cuando me llevaba de regreso al hotel le pregunté si la judicial iba a apoyar en la seguridad del can-
didato, Simón, siempre lo haces y parece que mi jefe ya se entrevistó con el tuyo y según vamos a apo-
yar en el aeropuerto y en el mitin, ¿Nada más?, ¿Quieres más?, si es bronca de ustedes, no de nosotros,
Órale, pensé, ojalá y sea cierto y no se aparezcan en la cena. Me dejó en el estacionamiento, Si necesitas
que te lleve al Executivo me avisas, Sobres, y se fue como era su estilo: quemando llanta.
Claro que no pensaba cambiarme, y menos al Executivo, donde me habrían plaqueado de volada, ya
te dije que el Jiménez era bien trucha; mi hotel me gustaba y quería quedarme, pero nel en la misma
habitación, así que me puse bigote y con todo y maleta fui a la administración y me registré de nuevo.
Las recepcionistas tenían tanta gente que ni siquiera se fijaron, adiós a Antonio Urías. Por cierto que
mientras hacía el trámite waché a un tragaldabas a quien decíamos Kalimán, estaba en la caja de cam-
bios, era un bato acá, felón pero poco trucha, trabajaba en otro departamento y nunca supe si lo habían
recortado como a mí y a otros, no era de mi raza pero bueno, ya ves que ahí conoces a todo mundo.
Pensé que si era del equipo del candidato no tenía nada qué hacer en este hotel, el Willy había dicho que
estaban hospedados en el Executivo, entonces me acordé que el bato era o había sido puchador, pues
sí, a lo mejor andaba de compras, pero por sí o por no, no me dejé zorrear, vi que terminó de cambiar
y se fue a su habitación. Lo seguí, no porque me interesara sino porque me dieron cuarto en la misma
sección en que él estaba.
En todo el día no pasó nada, me dediqué a ver la tele, a comer galletas pancrema con coca y a pensar
en lo que me había pasado con la Charis; de voladame puse felón, qué onda, ¿le daba piso al Chupa-
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El gato de don José, el vecino, irrumpió en una amarga noche de octubre encima del tejado. Sus maulli-
dos, haciendo del llamado de apareamiento, hacían revolotear mis pensamientos vagos en una atmos-
fera espesa de oscuridad. En el cuarto contiguo se escuchaba, entre las sábanas orinadas y amarillen-
tas, el constante revolver de Tata Nacho, acompañado de una que otra tosecita ríspida. Nina roncaba
como nunca. Los lejanos rumores de fandangos, ladrillos de perros y uno que otro suspirito del algún
enamorado, se mezclaba con el exasperante tic-tac del reloj de péndulo en la sala. Sentía cómo el suave
viento caminaba por las calles oscuras y cómo mecía los árboles de aspecto fantasmal. El martilleo de
la polilla en el clóset de mi cuarto me irritaba los oídos.
El gato maullaba y maullaba, buscando a una gata, hasta que el grito de alguien de: “Ya callen a ese
gato”, me produjo cierta tranquilidad porque, en efecto, el animal dejó de ulular.
Un trueno lejano se escuchó, proveniente de la serranía. Doce fúnebres toques
del reloj me zumbaron en los oídos; luego, la polilla dejó de taladrar el clóset,
Nina dejó de roncar, Tata nacho dejó de moverse entre las sábanas y el
reloj se detuvo: todo lo demás fue silencio. Sólo el gusano barrena-
dor de mi cerebro no dejó de hacer ruido; al contrario, era tanto el
silencio, que mi ruido se acrecentó. Me revolqué en la cama tra-
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LITERATURA II / UAS-DGEP
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MARÍA LUISA VERÁSTICA CHÁIDEZ / CRISANTO SALAZAR GONZÁLEZ
la misa dominical. Yo había llegado una hora antes. Me senté en la banca más fresca, bajo la frondosa
sombra de una buganvilia agobiada de flores rosadas. Ella llegó con veinte minutos después de la hora
acordada. Por supuesto, no pude reclamarle su retrasó como otras veces, pues el tono en que me había
dicho: “Rubén, necesito hablar contigo”, me preocupó demasiado por ser de improviso.
Cuando la vi dirigirse hacia mí, con su donaire acostumbrado, el corazón se me aceleró por completo
y un estremecimiento largo me invadió y me resultó extraño, porque infinidad de veces la había visto
dirigirse hacia mí, entonces se me quedó mirando fijamente con ojos tristes que “Rubén, me tengo que
marchar del pueblo. Vengo a decirte adiós.” La abracé como nunca lo había hecho; no le dije nada, por-
que sentía que en ese momento todas las palabras sobraban. Lloré en su hombro y ella también lloró
en el mío. Le pedí que me explicara. “Nos vamos y no me dieron a elegir”, dijo mientras se limpiaba
los lagrimones. Nos volvimos a abrazar, sollozando, y le pregunté, “¿cómo está eso?” A lo que Ángela
contestó: mi papá encontró trabajo en Michoacán con unos parientes y ya no regresaremos. “En aquel
instante le propuse fugarnos; pero ella, que gozaba de un carácter frágil, me contestó que no.
Fue así como la vi partir un lunes en la tarde y con el libro de Neruda que le regalé y bajo el llamado
a la oración del ángelus de las campanas y con cientos de garzas en el horizonte y con la daga del llanto
clavada en mi pecho y extrañando ya el olor a rosas de su pelo y el olor a rancio de su sudor y extrañan-
do sus quince abriles. Nunca volví a saber nada de Ángela.
Por eso de las cinco, con un mísero estupor en los labios, desperté. En un instante recordé los doce
martilleos del reloj de pared. Tata Nacho pasaba por una de sus terribles crisis de asma. Rápido acudí
en su ayuda, le du un vaso de agua y le pegué leves palmaditas en la espalda, “¿todo está bien, Tata?”
pregunté y él contestó “bien” forzosamente y todavía tosiendo. Nina había entrado al cuarto de Tata
preguntando qué ocurría. “Ya pasó”, fue todo cuando dije. Nina era nieta de Tata Nacho, su madre,
por cierto, un día la dejó de encargo con los abuelos y ya nunca regresó. Tata y su esposa Gertrudis la
criaron como a una hija y luego Gertrudis murió. Ya va para ocho años de eso. La muchacha, en la plena
flor de la juventud, aparenta unos veinte años. Yo tengo viviendo aquí cerca de tres años. Caí en este
lugar cuando dejé mi pueblo natal, después de graduarme, no sin dificultad, de ingeniero agrónomo.
De este modo le dije adiós a mamá.
Un sábado empaqué mis tiliches en una vieja valija despostillada, rompí la alcancía de mi cuarto y
descorazonadamente le planté un beso a mi madre en la frente. Ella lloraba y trataba de detenerme,
pero el destino es huraño y vil. No le tuve compasión: la dejé llorando, y resignada me echó la bendi-
ción: “Que Dios te bendiga, hijo mío”, me dijo con lágrimas en los ojos y rodándoles por sus humeantes
mejillas.
Esa última imagen de mi madre aún la tengo guardada secretamente en mí.
En la terminal de autobuses de la excelsa ciudad de Culiacán, sentado en la sala de espera, escu-
chaba una melancólica canción de los muecas, cuyo título no recuerdo. Fue ahí donde la imagen de mi
madre y Ángela llorando me pusieron compungido. Trate de calmar mi lágrimas, pero éstas, en forma
involuntaria salieron.
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Literatura II
María Luisa Verástica Cháidez
Crisanto Salazar González
se terminó de imprimir en el mes de enero de 2012
en los talleres gráficos de Once Ríos Editores, calle Río Usumacinta 821
Col. Industrial Bravo. Tel. 01(667)712-2950.
Culiacán, Sin.