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La Poesía Amorosa de Quevedo
La Poesía Amorosa de Quevedo
Poeta de amor
Ya hemos visto que las composiciones a Lisi forman una especie deCanzoniere en el rastro
de Petrarca. Que la pasión por Lisi fue platónica no cabe dudarlo, pero aun en lo espiritual
puede haber muchas gradaciones: ¿era una verdadera pasión de amor? ¿Era un culto en el
que al sentimiento amistoso se sobreponía un imaginado y no real apasionamiento? ¿Era una
muestra de galante vasallaje a una gran dama, a la que la respetuosa pasión que los versos
expresaban nunca podía ofender, sí siempre halagar? No sabemos; lo último, sin embargo,
parece lo más posible. Creo que hay una serie de amores cantados en literatura española en
los siglos XVI y XVIIque fueron de este tipo: el de Herrera por la condesa de Gelves, alguno de
los de Medrano, que un manuscrito del poeta nos reveló,5 etc. Galanteos sociales que no
solían inquietar a los familiares de la dama, ni aun, si era casada, a su [p. 515] esposo.
¿Pero quién aquilataría los mil matices posibles entre servidumbre social y literaria, puro
amor y deseo del sentido?
El poeta ama, pero no pretende posesión:
E inmediatamente pasamos al tipo humano de Quevedo —¡Dios mío, qué brutal contraste!—:
he ahí al hombre, cuán mezclado, descontento, picajoso, bullidor, justiciero, pleitista,
tabernario, amigo de aristócratas y hombres de gobierno; y nos imaginamos al amante de la
Ledesma, una cómica con la que tuyo varios hijos y que se los ponía (si hemos de creer al
jorobado Alarcón), y recordamos la miseria de su sórdido matrimonio, ya cincuentón
traspuesto; y pasamos revista a la inmensa variedad de su obra, desde los tratados
religiosos y morales hasta las procacidades de mancebía. Del turbio revoltijo de aparentes
contradicciones que forman [p. 518] a este ser, desde su facha exterior hasta su ambiente
moral, podrían salir muchas imágenes distintas;10 la que no sale, la que no nos podemos
representar, es la de un Quevedo galanteador de damiselas. Hay hombres que, por
demasiado hombres, no tienen mucho éxito con las mujeres, y de este tipo me parece que
era Quevedo. Les falta en su persona moral y física un plano que resbale hacia lo femenino y
que sirva para la unión de esos dos hemisferios siempre en guerra que forman el mundo
humano. Lope [p. 519] tenía, evidentemente, esa proyección feminoide; a Quevedo le
faltaba en absoluto. Estos hombres enteros pueden pensar y sentir el amor, cargarse de la
idea de esta pasión como de un fluido de una intensidad tal, que sus chispazos llegan a ser
deslumbradores. Esos chispazos, en Quevedo, son sonetos. Y esto nos explica la paradoja de
que no sea Lope, sino Quevedo, el más alto poeta de amor de la literatura española. Digo «el
más alto» y no el más fértil, o el más vario, o el más brillantemente vital. Sí, ya sé que esto
no se suele decir. Para mí, es evidente. Bastaría el famosísimo soneto del estremecedor final
«polvo serán, mas polvo enamorado» para probarlo. ¿Poesía de amor y pasión directa, o
filosofía de amor poetizada? ¿Dónde está él límite? ¿Dónde, en la obra? ¿Dónde, en mí?
¿Dónde, en la reacción de la obra sobre mí?
Son bastantes los sonetos de Quevedo en los que nos ha dejado nítida, como en una última
copelación, su idea amorosa. A veces la expresión ha podido quedar oscurecida por la del
soneto «del polvo enamorado» que reproducimos unas páginas más abajo. Con él podría
compararse otro, donde un terceto dice:
En efecto, con frecuencia nos da Quevedo esa sensación de novedad: casi de poeta
contemporáneo, por lo menos moderno.18 Léase, por ejemplo, este comienzo de soneto:
[p. 552] Aguarda, riguroso pensamiento,
no pierdas el respeto a cuyo eres.
Imagen, sol o sombra, ¿qué me quieres?
Déjame sosegar en mi aposento.
¿No es una angustia de hombre moderno? Este hombre, perseguido por su pensamiento,
entre las cuatro paredes de su habitación, [p. 553] ¿no es un hermano, un prójimo de
nuestro desazonado vivir?
Cuando se habla del intervalo estético entre el siglo XVI y XVII, siempre se piensa en el que
hay entre Renacentismo y Barroquismo, o sea, en literatura, como maneras barrocas,
«gongorismo» y «conceptismo». Pero hay otra novedad en el siglo XVII que no está mentada
ni aludida en esas palabras. Es… otra cosa. Es una novedad no siempre visible, movediza, y
que no puedo definir. Es una nueva posición, una amplitud de los temas, una nueva mirada
al ambiente, una entrada de nuevas voces… Sí, son unas emanaciones, unos filamentos que
(en medio de un arte que siempre se liga al pasado) no van al pasado, sino que parece que
buscan nuestra sensibilidad, no como hombres de sentido arqueológico, sino sencillamente
como hombres del siglo XX. Es una sensación de novedad que sólo nos asalta
espaciadamente, de vez en cuando, [p. 554] y que puede darse por debajo del gongorismo o
del conceptismo, o mezclada con ellos: una sensación de hallamos fuera del mundo de la
tradición renacentista, grecolatina. Es el tema, el enfoque y la relación afectiva del artista
con su obra (lo que luego llamaríamos sensibilidad). (También, a veces, de pronto,
pensamos que tal cuadro de Velázquez o de Rubens podría haber sido pintado en el
siglo XIX.)
Curiosamente, en literatura, he tenido primero esta sensación leyendo poetas
extranjeros19 del siglo XVII: metafísicos ingleses, ante todo Donne, y poetas de Italia, a veces
de segundo orden, como Achillini, que los italianos no leen; otros fastuosos y superficiales,
como ese Marino, al que leen poco. En Marino, por ejemplo, se adivinan valores que a través
de la «sensibilidad» del siglo XVIII pasarán al XIX.
Luego he experimentado sensaciones parecidas en Quevedo, en seguida, en Lope, y, en fin,
aquí y allá, a veces, aun debajo de la suntuosidad formal de las Soledades, en Góngora.
Es una veta que (también por debajo del neoclasicismo) pasa al más sensible XVIII, y
empalma con el romanticismo y con nuestra vida.
[p. 555] Pero no intentaré definir lo que sólo me llega como vaga sensación. Así, en la
lectura de Quevedo.
En él hay algunos rasgos adjetivos, más aprehensibles que los anteriores, en los que veo
condensarse su «modernidad». Quisiera tratar de fijarlos en lo que sigue.
[p. 574] No; el alarido de Quevedo podrá muchas veces —así lo dicen los poemas— proceder
de pena de amor; a nosotros nos es imposible interpretarlo sólo como un lamento amoroso.
¿Verdad que la pena de este hombre es mucho más radical —ya muy lejos de las gracias de
Lisi, de Floralba, de Aminta—, que nace de un pesimismo [p. 575] genérico, unido a la
misma entraña de su existir? ¿Se puede imaginar el soneto que vamos a reproducir sólo
como «soneto de amor»? Esa herida, que es fuego, por medulas y venas, que abrasa la vida,
que reduce a cenizas la vida, ¿no excede el doloroso sentir del amante?
En los claustros del alma la herida
yace callada; mas consume, hambrienta,
la vida, que en mis venas aumenta
llama por las medulas extendida.
Bebe el ardor hidrópica mi vida,
que ya ceniza amante y macilenta,
cadáver del incendio hermoso, ostenta
la luz en humo y noche fallecida.
Y aun en estos cuartetos podemos imaginarnos el origen de tanta destrucción como una
llamarada pasional. Los tercetos no nos dejan lugar a duda; una angustia permanente, un
pesimismo total es lo que penetra esa alma ya abrasada, lo que tortura a ese hombre
solitario y lleno de espanto y de confusiones, a ese hombre que emite su pena como un
«negro llanto» vertido, a un «sordo mar».