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La poesía amorosa de Quevedo

El desgarrón afectivo en la poesía de Quevedo

POR DÁMASO ALONSO

Poeta de amor

[p. 513] Es necesario insistir en la existencia de este Quevedo convencional. Convencionales


son muchos de los temas que el escritor atrae a su poesía: «A una dama que apagó una
bujía y la volvió a encender… soplando»1 (el aliento era como un beso y, claro, la bujía se
volvió a encender); «Dificulta el retratar una grande hermosura»2 (la dificultad estriba en
que para retratar a la dama hay que verla, pero el que la ve —tanta es su belleza— se queda
ciego); «A Aminta, que para enseñar el color de su cabello llegó una vela y se quemó un
rizo»3 (la llama quiso repetir la hazaña de Eróstrato: aquél quemó el templo de Diana (la
luna); la vela, al quemar el cabello, le ha quemado al sol el templo que él adora); «A una
niña muy hermosa que dormía en las faldas de Lisi»4 [p. 514] (se siente envidioso de la niña
y admira su inocencia, «pues duermes y no velas en tal lecho», le dice).
Tiernas nonadas, ingeniosos requiebros, juegos brillantes, ya por el concepto, ya por el
colorido. Isabel, Amarili, Aminta, y la más cantada de todas, Lisi. Siempre envuelve en
nuestra imaginación un halo a estas mujeres cantadas por un poeta. Nos imaginamos la
frente victoriosa, los rizos rubios desordenados por el viento, la risa, el mohín, los ojos, que
ahora incitan, ahora se burlan, ahora se apartan despectivos. Y se nos iluminan días lejanos,
soles muertos. Y sentimos una ternura por la vida, adensada en el amor, concentrada o
simbolizada por una bella mujer. ¡Qué hermosa, la vida! Y sentimos una gran ternura por
aquella vida y por nuestra vida, que será, dentro de poco, día extinguido también, sol
muerto: un silencio y un frío.

Ya hemos visto que las composiciones a Lisi forman una especie deCanzoniere en el rastro
de Petrarca. Que la pasión por Lisi fue platónica no cabe dudarlo, pero aun en lo espiritual
puede haber muchas gradaciones: ¿era una verdadera pasión de amor? ¿Era un culto en el
que al sentimiento amistoso se sobreponía un imaginado y no real apasionamiento? ¿Era una
muestra de galante vasallaje a una gran dama, a la que la respetuosa pasión que los versos
expresaban nunca podía ofender, sí siempre halagar? No sabemos; lo último, sin embargo,
parece lo más posible. Creo que hay una serie de amores cantados en literatura española en
los siglos XVI y XVIIque fueron de este tipo: el de Herrera por la condesa de Gelves, alguno de
los de Medrano, que un manuscrito del poeta nos reveló,5 etc. Galanteos sociales que no
solían inquietar a los familiares de la dama, ni aun, si era casada, a su [p. 515] esposo.
¿Pero quién aquilataría los mil matices posibles entre servidumbre social y literaria, puro
amor y deseo del sentido?
El poeta ama, pero no pretende posesión:

Que vos me permitáis sólo pretendo


y saber ser cortés y ser amante;
esquivo a los deseos y constante,
sin pretensión, a sólo amar atiendo.
No le mueve lo material que vio, sino lo espiritual que entiende;

Ni con intento de gozar ofendo


las deidades del garbo y del semblante;
no fuera lo que vi causa bastante,
si no se le añadiera lo que entiendo.
Lo material ha sido una escala para ascender a lo espiritual:

Llamáronme los ojos las facciones,


prendiéronlos eternas jerarquías
de virtudes y heroicas perfecciones.
Espiritual así el amor, no perecerá con lo caduco; a eternidad aspira:

No verán de mi amor el fin los días:


la eternidad ofrece sus blasones
a la pureza de las ansias mías.6
Este soneto (que hemos fraccionado para comentar) creemos que concentra, mejor que otro
alguno, el sentido total de su amor por Lisi o la representación que el poeta se pintaba de
ese amor. Amor que no busca poseer; que de la admiración de la belleza [p. 516] exterior
pasa a la de la espiritualidad; que se siente eterno en el espíritu.7
Así canta el poeta esencialmente a Lisi (aunque en el pormenor haya muchos sonetos que
repiten la gracia de la boca, de los ojos, y parecerían implicar deseo). Por cualquier parte, en
la poesía erótica de Quevedo, encontramos la misma filosofía de amor. No sólo no aspira a
poseer; llegará a defender que el amor no debe buscar la posesión. Así se lo advierte a un
caballero enamorado:

Quien no teme alcanzar lo que desea


da priesa a su tristeza y a su hartura;
la pretensión ilustra la hermosura
cuanto la ingrata posesión la afea.8
Podríamos imaginar que éstos eran consejos a un amigo y que otra cosa pensaría en lo
propio. Pero no; tomemos ahora un soneto a otra dama. Uno de los pocos que cantan a
Flora. Este soneto se va concentrando y llega a uno de esos finales nítidos, en los que la
intensidad y la belleza, como si hubieran eliminado en el curso de la composición todo
accidente y toda ganga, hacen que el remate sea sólo pensamiento puro, exacto e iluminado.
Notemos, de paso, la curiosa expresión amartelado del espíritu eterno (que más adelante
hemos de considerar):
[p. 517] Mandóme, ay Fabio, que la amase Flora
y que no la quisiese; y mi cuidado,
obediente y confuso y mancillado,
sin desearla, su belleza adora.
Lo que el humano afecto siente y llora,
goza el entendimiento, amartelado
del espíritu eterno, encarcelado
en el claustro mortal que le atesora.
Amar es conocer virtud ardiente;
querer es voluntad interesada,
grosera y descortés caducamente.
El cuerpo es tierra y lo será y fue nada;
de Dios procede a eternidad la mente:
eterno amante soy de eterna amada.9
El amor por Flora y el amor por Lisi eran, pues, en el fondo idénticos: una ascensión
platónica desde la belleza particular hacia lo bello absoluto y eterno. La coloreada pasión se
resuelve en un mundo elemental, nítido, diáfano.

E inmediatamente pasamos al tipo humano de Quevedo —¡Dios mío, qué brutal contraste!—:
he ahí al hombre, cuán mezclado, descontento, picajoso, bullidor, justiciero, pleitista,
tabernario, amigo de aristócratas y hombres de gobierno; y nos imaginamos al amante de la
Ledesma, una cómica con la que tuyo varios hijos y que se los ponía (si hemos de creer al
jorobado Alarcón), y recordamos la miseria de su sórdido matrimonio, ya cincuentón
traspuesto; y pasamos revista a la inmensa variedad de su obra, desde los tratados
religiosos y morales hasta las procacidades de mancebía. Del turbio revoltijo de aparentes
contradicciones que forman [p. 518] a este ser, desde su facha exterior hasta su ambiente
moral, podrían salir muchas imágenes distintas;10 la que no sale, la que no nos podemos
representar, es la de un Quevedo galanteador de damiselas. Hay hombres que, por
demasiado hombres, no tienen mucho éxito con las mujeres, y de este tipo me parece que
era Quevedo. Les falta en su persona moral y física un plano que resbale hacia lo femenino y
que sirva para la unión de esos dos hemisferios siempre en guerra que forman el mundo
humano. Lope [p. 519] tenía, evidentemente, esa proyección feminoide; a Quevedo le
faltaba en absoluto. Estos hombres enteros pueden pensar y sentir el amor, cargarse de la
idea de esta pasión como de un fluido de una intensidad tal, que sus chispazos llegan a ser
deslumbradores. Esos chispazos, en Quevedo, son sonetos. Y esto nos explica la paradoja de
que no sea Lope, sino Quevedo, el más alto poeta de amor de la literatura española. Digo «el
más alto» y no el más fértil, o el más vario, o el más brillantemente vital. Sí, ya sé que esto
no se suele decir. Para mí, es evidente. Bastaría el famosísimo soneto del estremecedor final
«polvo serán, mas polvo enamorado» para probarlo. ¿Poesía de amor y pasión directa, o
filosofía de amor poetizada? ¿Dónde está él límite? ¿Dónde, en la obra? ¿Dónde, en mí?
¿Dónde, en la reacción de la obra sobre mí?
Son bastantes los sonetos de Quevedo en los que nos ha dejado nítida, como en una última
copelación, su idea amorosa. A veces la expresión ha podido quedar oscurecida por la del
soneto «del polvo enamorado» que reproducimos unas páginas más abajo. Con él podría
compararse otro, donde un terceto dice:

Espíritu desnudo, puro amante


sobre el sol arderé y el cuerpo frío
se acordará de Amor en polvo y tierra.11
Como ejemplo de condensación, presentaré aún el final de otro soneto. El poeta, entre los
daños de decir su pasión o de callarla, opta por el silencio. Porque el silencio es muy bien
entendido por la amada, causa de él. Y, en silencio, las lágrimas pueden ser voz de los ojos,
y la boca, en silencio, puede suspirar, y los suspiros son también como otra voz (¡pero
silenciosa!) de la boca del hombre. La expresión se concentra desde el final del segundo
cuarteto [p. 520] (que es desde donde cito). Léase, bien staccato, cada verso, para que se
aprecie la individualidad de estos endecasílabos, lo compactos que son, su plenitud, cómo en
ellos no hay ganga ni ripio, y cómo con estas cualidades, y quizá por ellas, tienen una
creciente temperatura afectiva que estalla o desborda, marea amarga que rebosa el dique,
en el verso último:
voz tiene en el silencio el sentimiento:
mucho dicen las lágrimas que vierte.
Bien entiende la llama quien la enciende;
y quien los causa, entiende los enojos;
y quien manda silencios, los entiende.
Suspiros, del dolor mudos despojos,
también la boca a razonar aprende,
como, con llanto y sin hablar, los ojos.12
¡Sí, silencio, secreto para los amantes! Secreto de amor, esa dulce soledad, apasionada,
profunda, inviolable. Quevedo ha sentido su encanto y lo ha expresado todavía en otro
soneto, que es suavemente conceptuoso, también muy de espiritual amor y de gran consuelo
para muchos amores imposibles. El poeta piensa que, si los párpados fueran labios, la
comunicación visual, los rayos de luz de la persona amada al ojo amante serían besos. Las
delicias así serían mudas y, separados entre la gente, los amantes estarían unidos:

Si mis párpados, Lisi, labios fueran,


besos fueran los rayos visuales
de mis ojos…
De invisible comercio mantenidos
y desnudos de cuerpo los favores,
gozaran mis potencias y sentidos;
[p. 521] mudos se requebraran los ardores:
pudieran, apartados, verse unidos,
y, en público, secretos los amores.13
(Digamos, en un paréntesis, que entre estos dos últimos sonetos de Quevedo está la idea de
la rima de Bécquer:

Sabe, si alguna vez tus labios rojos


quema invisible atmósfera abrasada,
que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada.)
He aquí, pues, una filosofía del amor, que extrañamente —esto es lo diferencial de
Quevedo—, aunque va por zonas blancas, cristalinas, de un modo inesperado se carga de
sangre y de sabor amargo:

Suspiros, del dolor mudos despojos,


también la boca a razonar aprende,
como, con llanto y sin hablar, los ojos.
Cercano al tema del amor está el de la hermosura. Quevedo lo ha tratado en un soneto,
mucho más frío, pero muy interesante, que lleva por epígrafe «Quiere que su hermosura
consista en el movimiento» y está hecho sobre un tema de venerable tradición. Anota el
editor del siglo XVII: «Inquiere Platón si la hermosura consiste en medidas, números o
armonía. Y es cuestión muy contenciosa; pero la sentencia que sigue este soneto es la más
cierta. Bernardino Telesio la comprobó con no pocos argumentos. Últimamente compara la
hermosura al fuego que, vivo, no se quieta»:
[p. 522] No es artífice, no, la simetría
de la hermosura que en Floralba veo;
ni será de los números trofeo
fábrica que desdeña al sol y al día.
No resulta de música armonía
(perdonen sus milagros en Orfeo)
que bien la reconoce mi deseo
oculta majestad que el cielo envía.
Puédese padecer, mas no saberse;
puédese cudiciar, no averiguarse,
alma que en movimientos puede verse.
No puede en la quietud difunta hallarse
hermosura, que es fuego en el moverse,
y no puede viviendo sosegarse.14
Estilística en el siglo XVII. Modernidad de la poesía del siglo XVII
[p. 548] Esta característica del estilo de Quevedo ya fue notada en el sigloXVII. En la Musa
IV imprime González de Salas un Idilio en cuartetos, y al frente de él esta interesantísima
nota: «Es necesario advertir que está escrita esta poesía afectadamente con locución de
voces y frases que pudieran juzgarse de menos decoro para los números poéticos; siendo así
que están allí colocadas de tal arte que aquel mismo defecto parece que les comunica
un [p. 549] cierto género de gravedad y decencia. Tuvo esta atención el poeta en algunos
escritos, procurando con la frecuencia y repetición quitar a algunas palabras lo áspero e
indecente que les había puesto el poco uso».15
La composición, colocada en boca de un amante, comienza con una invocación a los que
poseen artes mágicas para que le libren de la servidumbre de su amor. Ya en esa parte hay
algunas palabras que evidentemente son de las «ásperas o indecentes» de que habla
González de Salas, como en estos versos:

los que apeáis la luna de su coche


para que espuma escupa en vuestras hierbas…
He aquí los cuartetos que siguen a esa invocación. En éste nótense las voces coyunda,
maroma, muerdo, todas ellas extrapoéticas:
Cuando de que me vi libre me acuerdo,
cuya memoria en daño me redunda,
por romperla, sacudo la coyunda,
y la maroma por soltarme muerdo.
En los que siguen, si el primero comienza con un evidente recuerdo petrarquesco («fábula
soy del mundo y de la gente»: «al popol tutto / favola fui gran tempo»),16 el segundo
cuarteto es tan sencillo y humano, que parece totalmente alejado de la tradición
renacentista, moderno, del siglo pasado o del actual:
Fábula soy del mundo y de la gente,
que de amor con mí ejemplo se rescata,
[p. 550] cuando con igual fuerza me maltrata
el bien pasado y el dolor presente.
Antes que te rindiera mis despojos
y antes que te mirara, gloria mía,
yo confieso de mí que no entendía
el secreto lenguaje de los ojos.
Notemos ahora en este cuarteto siguiente la sencillez de la expresión «hallar lengua a los
suspiros» (hallarles sentido), tierna y candorosa;

Pasaba el tiempo en ejercicios rudos,


el oro despreciando y los zafiros:
nunca les hallé lengua a los suspiros,
porque pensé hasta agora que eran mudos.
El pensamiento del cuarteto siguiente es de gran ternura: cada pequeña lágrima de una
mujer tiene la misma fuerza que un Hércules, que un Alcides:

Y antes que viera del amor las lides,


nunca pude creer que se tornaba,
en cada mujer débil que lloraba,
cada pequeña lágrima un Alcides.
En fin, todo ha cambiado por el amor, como resume (prescindimos de algunos cuartetos) en
el último:

Supe de amor en el tormento y potro,


después de darte victoriosas palmas,
hallar en la afición para las almas
el pasadizo que hay de un cuerpo a otro.17
[p. 551] Notemos la voz «pasadizo», en absoluto extrapoética. ¡Pero cuán expresiva! Ella es
la que da exactitud y fuerza a la expresión final, tan insospechadamente nueva, que, aunque
imagino que debe de tener antecedentes remotos, no creo se le puedan encontrar en la
tradición de la lírica renacentista en lenguas vulgares: la afición, el amor a las almas,
comopasadizo, como vínculo comunicante de los cuerpos.
Este curioso idilio no es una composición genial, pero es extrañamente nueva. Es de una
novedad que apenas me imagino yo que sea involuntaria. El amontonamiento de palabras
extrapoéticas ya parece indicar algo. Pero no es sólo eso: la novedad de las imágenes, la
sencillez de la dicción, la novedosa ternura, hasta la forma (desligada lo mismo del giro del
soneto, que arrastraba a modos retóricos, que de la facilitona silva, grata a Quevedo), todo
en esta extraña composición parece desgajarse de la lírica renacentista y tender hacia
nosotros, llamarnos.

Es, digámoslo de una vez, de una extraña modernidad.

En efecto, con frecuencia nos da Quevedo esa sensación de novedad: casi de poeta
contemporáneo, por lo menos moderno.18 Léase, por ejemplo, este comienzo de soneto:
[p. 552] Aguarda, riguroso pensamiento,
no pierdas el respeto a cuyo eres.
Imagen, sol o sombra, ¿qué me quieres?
Déjame sosegar en mi aposento.
¿No es una angustia de hombre moderno? Este hombre, perseguido por su pensamiento,
entre las cuatro paredes de su habitación, [p. 553] ¿no es un hermano, un prójimo de
nuestro desazonado vivir?
Cuando se habla del intervalo estético entre el siglo XVI y XVII, siempre se piensa en el que
hay entre Renacentismo y Barroquismo, o sea, en literatura, como maneras barrocas,
«gongorismo» y «conceptismo». Pero hay otra novedad en el siglo XVII que no está mentada
ni aludida en esas palabras. Es… otra cosa. Es una novedad no siempre visible, movediza, y
que no puedo definir. Es una nueva posición, una amplitud de los temas, una nueva mirada
al ambiente, una entrada de nuevas voces… Sí, son unas emanaciones, unos filamentos que
(en medio de un arte que siempre se liga al pasado) no van al pasado, sino que parece que
buscan nuestra sensibilidad, no como hombres de sentido arqueológico, sino sencillamente
como hombres del siglo XX. Es una sensación de novedad que sólo nos asalta
espaciadamente, de vez en cuando, [p. 554] y que puede darse por debajo del gongorismo o
del conceptismo, o mezclada con ellos: una sensación de hallamos fuera del mundo de la
tradición renacentista, grecolatina. Es el tema, el enfoque y la relación afectiva del artista
con su obra (lo que luego llamaríamos sensibilidad). (También, a veces, de pronto,
pensamos que tal cuadro de Velázquez o de Rubens podría haber sido pintado en el
siglo XIX.)
Curiosamente, en literatura, he tenido primero esta sensación leyendo poetas
extranjeros19 del siglo XVII: metafísicos ingleses, ante todo Donne, y poetas de Italia, a veces
de segundo orden, como Achillini, que los italianos no leen; otros fastuosos y superficiales,
como ese Marino, al que leen poco. En Marino, por ejemplo, se adivinan valores que a través
de la «sensibilidad» del siglo XVIII pasarán al XIX.
Luego he experimentado sensaciones parecidas en Quevedo, en seguida, en Lope, y, en fin,
aquí y allá, a veces, aun debajo de la suntuosidad formal de las Soledades, en Góngora.
Es una veta que (también por debajo del neoclasicismo) pasa al más sensible XVIII, y
empalma con el romanticismo y con nuestra vida.
[p. 555] Pero no intentaré definir lo que sólo me llega como vaga sensación. Así, en la
lectura de Quevedo.
En él hay algunos rasgos adjetivos, más aprehensibles que los anteriores, en los que veo
condensarse su «modernidad». Quisiera tratar de fijarlos en lo que sigue.

Una angustia como la nuestra.

[p. 574] No; el alarido de Quevedo podrá muchas veces —así lo dicen los poemas— proceder
de pena de amor; a nosotros nos es imposible interpretarlo sólo como un lamento amoroso.
¿Verdad que la pena de este hombre es mucho más radical —ya muy lejos de las gracias de
Lisi, de Floralba, de Aminta—, que nace de un pesimismo [p. 575] genérico, unido a la
misma entraña de su existir? ¿Se puede imaginar el soneto que vamos a reproducir sólo
como «soneto de amor»? Esa herida, que es fuego, por medulas y venas, que abrasa la vida,
que reduce a cenizas la vida, ¿no excede el doloroso sentir del amante?
En los claustros del alma la herida
yace callada; mas consume, hambrienta,
la vida, que en mis venas aumenta
llama por las medulas extendida.
Bebe el ardor hidrópica mi vida,
que ya ceniza amante y macilenta,
cadáver del incendio hermoso, ostenta
la luz en humo y noche fallecida.
Y aun en estos cuartetos podemos imaginarnos el origen de tanta destrucción como una
llamarada pasional. Los tercetos no nos dejan lugar a duda; una angustia permanente, un
pesimismo total es lo que penetra esa alma ya abrasada, lo que tortura a ese hombre
solitario y lleno de espanto y de confusiones, a ese hombre que emite su pena como un
«negro llanto» vertido, a un «sordo mar».

La gente esquivo y me es horror el día;


dilato en largas voces negro llanto
que a sordo mar mi ardiente pena envía.
A los suspiros di la voz del canto.
La confusión inunda el alma mía.
Mi corazón es reino del espanto.20
Quevedo es un atormentado: es un héroe —es decir, un hombre— moderno. Como tú y
como yo, lector: con esta misma angustia [p. 576] que nosotros sentimos. Y es en esto, en
medio de su época, de una enorme, de una única originalidad. Nada semejante en Garcilaso,
ni en Fray Luis, ni en San Juan de la Cruz, ni en Góngora, ni aun en el vital Lope. Garcilaso y
Góngora podrán, dentro del cristal de su mundo estético, sentirse desgraciados por el amor
(o hacer que se sientan desgraciados sus personajes), pero siempre será una melancolía
petrarquesca, un dolor intrascendente, bien limitado en los cauces de la misma
pasión.21 Fray Luis tendrá el desgarrón dolorido de su vivir en desarmonía, pero el polo
armónico existe, se columbra, espera al poeta, y aun lanza sobre la inquietud unos efluvios
de dulce belleza. San Juan de la Cruz es un grito cimero de triunfo, una embriaguez del agua
divina (aunque para la carne sea de noche). Y Lope, vario, humano, si está mucho más cerca
de nosotros, le sentimos como una existencia vitalmente arrebatada —al amor o al dolor—
que recibe la vida múltiple, sin problema, sin especulación sobre el sufrimiento (lo hemos
dicho hace poco), con admirable normalidad de exuberante planta.
Quevedo, no. Quevedo tiene una congoja que le estalla. Es una preocupación constante por
su vivir: punto en el tiempo, con memoria y con una proyección hacia el futuro. La
preocupación por su vida, esa consideración de su vida, que nunca le abandona, y la
representación de este vivir como un anhelo («sombra que sucesivo anhela el viento»),
como una angustia continuada, arrancan esencialmente, radicalmente, a Quevedo de todo
psicologismo petrarquista, lo mismo que le arrancan de todos los formalismos
posrenacentistas, y nos lo sitúan al lado del corazón, junto a nuestros [p. 577] poetas
modernos preferidos, junto a un Unamuno; o digámoslo sin poetas, en términos bien
anchos: nos lo colocan junto al angustiado, al agónico hombre del siglo XX: sí, angustiado y
desnortado, como nosotros, como cualquiera de nosotros.

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