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Bernard Denvir

EL IMPRESIONISMO
con 62 ilustraciones en color
BOLSILLO DE ARTE LABOR

Ades, El Dadá y el Surrealismo


Denvir, El Fauvismo y el Expresionismo
Denvir, El Impresionismo
Everitt, El Expresionismo abstracto
Mackintosh, El Simbolismo y el Art Nouveau
Nash, El Cubismo, el Futurismo y el Constructivismo
Sterner, Modernismos
Walker, El arte después del Pop
Wilson, El arte Pop
Bihalji-Merin, El arte Naif
Schneede, René Magritte
Thomas, Diccionario del arte actual
Hofstátter, Aubrey Beardsley
Hofstátter, Gustave Moreau

NOTA: LOS números arábigos al margen del texto


remiten a las láminas en color.

Primera edición: 1975


Primera reimpresión: 1983
Traducción de Marcelo Covián
Título de la edición original inglesa:
Impressionism
© 1974 Thames and Hudson Ltd. London
© 1975 Editorial Labor, S. A .
Calabria, 235-239 - Barcelona-29
Depósito legal B. 18.658-1983
I.S.B.N.: 84-335-7550-3
Printed in Spain
I . A . G . Grafink, S. A . - R i p o l l e t (Barcelona)
EL I M P R E S I O N I S M O

El impresionismo es el fenómeno más importante


ocurrido en el arte europeo desde el Renacimiento,
cuyos modos visuales logró sustituir. Virtualmente,
de allí salieron todas las subsecuentes evoluciones
en la pintura y la escultura, y sus principios bási-
cos se han reflejado en muchas otras formas artís-
ticas. Al enfoque conceptual basado en ideas sobre
la naturaleza de lo que contemplamos, lo sustituyó
con otro perceptivo basado en la jjropin expenen;
cia visual. A una realidad supuestamente estable,
la cambió por una transitoria. Al rechazar la idea
de que existe un canon de expresión para indicar
los modos, los sentimientos y la ubicación de los
objetos, dio prioridad a la actitud subjetiva del
artista enfatizando la espontaneidad y la iiimeiiu
cion de la visioTTy~glFla_reaccion; Al formular una
doctrina del «realismo» que se aplicaba tanto a la
temática como a la técnica, evitó lo anecdótico, lo
histórico, lo romántico, para concentrarse en la
vidajy los fenómenos de su propia época. Al esca-
par deFTaller/los impresionistas""pusieron de ma-
nifiesto la importancia de la pintura al aire libre,
en contacto emocional con el tema que les deman-
daba su atención. Cuando pintaban de esta ma-
nera, y hasta en los talleres cuando la necesidad
de conquistar la impresión del motivo que estaban
pintando era igualmente dominante, desarrollaron
una técnica dictada en parte por la prisa requerida,
en parte por la necesidad de lograr una realidad
perceptiva. Eliminaron las sombras negras y los
contornos que no existían ^n_-la-.naturalez„a;_ias
sombras eran pintadas en un color complementario
al del tema tratado. Usaron una paleta multicolor
y experimentaron con varias técnicas de color
"difuso.
El impresionismo fue uno de los primeros mo-
vimientos artísticos ligados a un grupo consciente
de sus objetivos; sus practicantes realizaron una
serie de exposiciones conjuntas y, aunque de forma
intermitente, actuaron como una unidad. Pero en
realidad, sus personalidades eran diferentes; y
en su arte, resulta peligroso dramatizar sus logros
simplemente viéndolos a ellos como personajes re-
volucionarios e idealistas que reaccionaron contra
un establishment artístico que había instituido sus
Salones, su prestigio y todo su aparato en Francia
desde los tiempos de Colbert. El hecho de que
ocasionalmente dieran esa impresión no forma
parte integral de sus logros y tiene poco que ver
con su status de primeros artistas modernos.
El impresionismo nació en cierto contexto social
y cultural que fue responsable de darle su forma
y de determinar su ideología. La mayoría de sus
practicantes habían crecido bajo la sombra no tan
distante de la Revolución y de Napoleón; habían
vivido el año 48, el golpe de estado, el Segundo
Imperio, la guerra franco-prusiana, la Comuna y
fallecieron durante la Tercera República. El tras-
fondo de sus vidas fue un constante conflicto polí-
tico con el cual se vieron necesariamente compro-
metidos. La mayoría de ellos se adhirió con distinta
intensidad a la izquierda. (Pissarro quizás fue quien
tuvo más conciencia política y fue más un anar-
quista que cualquier otra cosa.) Pero lo quisieran
o no, el espíritu de su tiempo los identificó con la
política; ser un revolucionario en arte representaba
ser un revolucionario en todo lo demás; y los
adjetivos denigrantes que sus enemigos eligieron
para describir sus obras, demuestran que este hecho
incluía tanto la moral como la política. Los ene-
migos de la «Académie» eran los enemigos del sis-
tema, y aunque ninguno de ellos profesó los sen-
timientos belicosos de Courbet, todos fueron juz-
gados con la misma vara. A mediados de siglo, se
estableció una alianza implícita entre la Bohemia
y la Izquierda; alianza que, como probaron los
acontecimientos de 1968, aún subsiste en pleno
siglo x x . Ni los psicólogos ni los sociólogos ten-
drían mayor problema en explicar por qué los inca-
paces de comprender un nuevo estilo artístico ven
en él una amenaza no sólo para la sociedad en
general, sino para la seguridad interior del yo.
Por supuesto, en la realidad, este panorama ape-
nas tiene relación con la intrínseca personalidad
de los pintores impresionistas. En general, fueron
modelos de rectitud. Asimismo, sería totalmente
erróneo visualizarlos, hasta en su contexto pura-
mente profesional, como dependiendo, indolentes,
de los caprichos de la creatividad o de las fluctua-
ciones de la inspiración. Su producción fue prolí-
fica, a veces hasta de forma desafortunada. Se
levantaban por la mañana temprano y salían a sus
caminatas por el campo, a lo largo de las riberas
del Sena o por las calles de París, con los caballetes
a la espalda, a encontrar sitios propicios, posibles
paisajes o escenas convenientes. O trabajaban en
sus talleres hasta que caía el sol. Eran sensibles
a las reacciones del público e hicieron todo lo po-
sible para manipularlas a su favor. Casi sin excep-
ción, sintieron ansias de alcanzar el éxito de la
forma más tradicional y convencional.
Se criaron en el París de Balzac y llegaron a la
madurez en el París de Zola; presenciaron la trans-
formación de la ciudad con la guía del barón
Haussmann: una maraña arcaica de grandes pala-
cios y de edificios superpoblados y descuidados se
convirtió en una ciudad luminosa de grandes
boulevards, hoteles lujosos y parques verdes que
ellos, al elegirlos como tema de sus obras, iban a
inmortalizar. Porque pese a los obvios males del
siglo x i x , su segunda mitad protagonizó un in-
menso progreso en las amenidades de la vida; y
en ningún otro sitio fue este fenómeno más pal-
pable que en París. Para un gran número de gente,
la vida se volvió más fácil de lo que jamás había
sido. El trato social fue más reposado, y aunque
los cafés, por ejemplo, siempre habían tenido una
función en la vida cultural de París, en el siglo x i x
adquirieron una importancia que nunca han vuelto
a perder. Ofrecían un lugar de reunión inestimable a
hombres de ideas semejantes y allí era donde se
podían establecer las formas más provechosas y
significativas de contacto, donde se proponían las
Edouard Manet, El globo, 1862. Litografía, 41 x 51.

teorías y se elaboraban los programas a seguir.


Fueron de una importancia fundamental en la
formación de los grupos artísticos. Y no se debe
olvidar que éste fue un fenómeno comparativa-
mente nuevo en el mundo del arte, típico del
siglo x i x (pero no por supuesto de Francia como
lo prueban los nazarenos y los prerrafaelistas). La
historia del arte francés podría ser escrita en tér-
minos de cafés: la Brasserie Andler donde Courbet
era el centro de la atención; el Café Fleurus, con
paneles decorados por Corot y otros; el Café Ta-
ranne, favorito de Fantin-Latour y Flaubert; el
Nouvelle-Athénes, donde se podía encontrar con
frecuencia a Manet, Degas, Forain y L a m m y ; el
Café Guerbois, que más que ningún otro sitio podía
reclamar que había sido el lugar de nacimiento del
impresionismo.
Camille Pissarro, Place du Hávre, París, h. 1897. Lito-
grafía, 14 x 21.

Estos cambios en el paisaje de la vida francesa,


y en especial la parisiense, estuvieron íntimamente
asociados a los cambios sociales. La Revolución
industrial en general, y en particular el boom del
negocio inmobiliario en París consecuente con la
política de Napoleón J I I , habían creado una in-
mensa cantidad de nuevas fortunas, la mayoría de
las cuales estaban poseídas por advenidizos a
la riqueza. Ignorantes de las formas tradicionales
del patrocinio, fueron ellos en gran parte los res-
ponsables de la súbita aparición en el siglo x i x del M
marchand. Hasta ese entonces, el comercio del arte
habTa'sído uiTnegocio arriesgado, más~desFrroliado^
en Holanda que en ningún otro país debido a can-
tidad de razones históricas especiales. Pero para
"1860, una nueva clase de comerciantes había apare-
cido en todas las capitales europeas. Ocupaban
edificios prestigiosos; eran capaces — y por cierto
demostraban ganas de hacerlo—- de aconsejar y di-
rigir tanto a los artistas como a los clientes; y com-
binaban la capacidad de un empresario con las habi-
lidades de un contable y de un agente de relaciones
públicas. El marchand cumplía una función impor-
tante. Liberaba a los artistas de su dependencia
del Salón; les brindaba nuevas oportunidades; sin
su presencia, la avant-garde no hubiera existido
jamás. Esto fue especialmente patente en el impre-
sionismo que tiene una deuda incalculable con
Paul Durand-Ruel, su principal marchand, debido
a su perspicacia, inteligencia y lealtad.
De hecho, el mercado de arte se extendió a una
velocidad sin precedentes. Y esto no se debió úni-
camente al aumento de la cantidad de dinero dis-
ponible. Había una mejora en el nivel educacional;
la aplicación del motor a vapor a la imprenta
provocó una proliferación de libros baratos y la
publicación de un gran número de revistas y pe-
riódicos. La invención de la litografía, la produc-
ción de grabados cromolifográficos baratos, el refi-
namiento continuo de las técnicas para la pro-
ducción de bloques de papel (que eventualmente
llevó a la aplicación de procesos fotográficos), tra-
jeron como consecuencia un nivel más alto de
refinamiento visual y la difusión comparativamente
amplia del conocimiento no sólo del arté del pa-
sado, sino también del presente. Una resultante
inevitable de todo esto fue que se escribió mucho
más que nunca sobre arte. El historiador y el
crítico de arte se convirtieron en personajes influ-
yentes. Por supuesto, este último tuvo importancia
especial en el contexto del arte contemporáneo.
El público necesitaba guías y es muy posible que
las exposiciones realizadas en el París de 1870 reci-
bieran más atención crítica que en el París de 1970.
Hasta la crítica hostil era mejor que ninguna;
aunque a medida que se llevan a cabo estudios
en este campo, ahora resulta cada vez más apa-
rente que la crítica no fue tan uniforme como
una vez se creyó. De cualquier modo, el apoyo
prestado por Zola, aunque a veces estaba basado
en suposiciones erróneas, resultó inestimable.
Auguste Renoir, Ambroise Vollard, 1902. Litografía,
23,8 x 17,2.
El impresionismo también debe su validez his-
tórica al hecho de que reflejó los profundos cam-
bios que estaban teniendo lugar en toda la cultura
europea; cambios que a su vez influenciaron el
movimiento. Las teorías de color del sabio químico
Eugéne Chevreul (1786-1889) habían sido publi-
cadas antes de que los impresionistas empezasen
a pintar, aunque parece que no comenzaron a apli-
carlas realmente hasta los años 80, junto con otros
descubrimientos realizados por Helmholtz y Rood.
Lo más significativo es que los científicos y los
"artistas se movieron en una mism a d i r e c c i ó n en el
"descubrimiento de que los colores 110 eráñ7como ha-
"Ma~n creído" Leonardo y Alberti7 feándades Iñmü-
Tables;~sino~qüé dependían d é l a percepción indi-
vidual, que formaban parte del universo de la luz
y que eran una de las dimensiones elementales de
la naturaleza. A diferencia de los tradicionalistas
(tanto en el arte como en la ciencia), nunca más
pudieron creer en la existencia de una realidad
permanente, independiente e inmutable que podía
ser controlada desde la perspectiva de la física de
Newton; hipótesis ésta que desde el Renacimiento
había resultado de gran utilidad en la tarea de
reducir a límites llevaderos la ansiedad del hombre
occidental.
Inconscientemente, se acercaron a un concepto
de la naturaleza de la materia que hallaría expre-
sión medio siglo después en los descubrimientos de
Einstein. En este contexto, su preocupación por
el tiempo tiene especial significación, sobre todo
en el caso de Monet que eventualmente se esforzó
por relacionar luz, tiempo y lugar en una secuen-
cia de imágenes seriales de catedrales y estanques .
con lirios. El advenimiento de la máquina con sus
ritmos fijos y temporales y la exigencia implícita
de que el usuario obre de acuerdo con ellos, ha-
bían fomentado una preocupación obsesiva por el
tiempo, que quedó simbolizada en la vasta prolife-
ración de relojes en lugares públicos que tuvo
lugar después de 1840, jen el florecimiento de la
historia como disciplina dominante y en la apari-
ción de sistemas como el darwinismo y el marxismo
que tenían una orientación esencialmente temporal.
Pero si el tiempo y la luz representaron una
serie de preocupaciones que afectaron la natura-
leza del impresionismo, la velocidad y la combina-
ción de tiempo y espacio fue otra. Hasta la popu-
larización del ferrocarril en los años 30 y 40, nadie
había experimentado viajar a más de veinticinco
kilómetros por hora aproximadamente. Ver obje-
tos y paisajes desde un tren que corre a ochenta
o noventa kilómetros por hora, puso aún más de
manifiesto la naturaleza subjetiva de la experiencia
visual, subrayó la transitoriedad, empañó los con-
tornos precisos a los que el arte conceptual había
acostumbrado al ojo del artista y desplegó una
visión más amplia y menos limitada del paisaje.
Hasta la más leve mejora en el transporte era
significativa. Los impresionistas descubrieron el
Midi como fuente de inspiración; viajaron más de
lo que le había sido posible a cualquier otro grupo
de artistas en el pasado; sus obras se vieron enri-
quecidas por el hecho que ellos pudieran experi-
mentar una mayor variedad de paisajes.
Hubo otros descubrimientos tecnológicos de su
tiempo que los influenciaron. La química aumentó
la variedad y mejoró la calidad de los pigmentos
disponibles al artista (los pigmentos químicos son
más puros y estables que sus equivalentes orgáni-
cos); el papel y los demás materiales se hicieron
más baratos y por lo general, mejores. Pero la
influencia más importante de todas fue la que
originariamente había sido llamada «el lápiz de la
naturaleza»: la fotografía. Su impacto en el arte en
general y en el impresionismo en particular fue
enorme. En primer lugar, se debe recordar que no
tenía ninguna de las cualidades «mecánicas» -y pe-
yorativas que más tarde se le otorgaron. En 1859,
el Salón- contó con una sección fotográfica y
en 1862, después de una prolongada batalla legal,
los tribunales la declararon una forma artística
(para gran disgusto de Ingres). La reacción de
este artista fue comprensible. La cámara iba a
hacerse cargo de una de las funciones menores
que los pintores, especialmente los de su tipo,
siempre habían tenido en sus manos: la de docu-
mentar los acontecimientos y las formas; el resul-
tado final, del cual los impresionistas sólo deben
haber sido conscientes a medias, fue permitir que
la pintura fuera ella misma, que se emancipara de
la necesidad de referirse a un concepto de la reali-
dad exterior como criterio inevitable. El arte había
logrado una autosuficiencia que en el pasado siem-
pre le había rehuido.
Pero los impresionistas eran conscientes de que
la fotografía había realizado una importante con-
tribución al arsenal técnico del pintor. En esto no
fueron los únicos porque muchos de sus contem-
poráneos más académicos también habían llegado
a la misma conclusión. Les permitía echar una
mirada más fija y continua a las cosas; les per-
mitía hacer análisis de la naturaleza de la estruc-
tura y del movimiento, análisis que jamás habían
sido posibles. La primera exposición impresionista
se celebró en la casa (que acababa de ser desocu-
pada) de Félix Tournachon Nadar, fotógrafo, di-
bujante cómico, escritor y aeronauta. Gran parte
de la obra de Eadweard Muybridge sobre el aná-
lisis fotográfico del movimiento fue llevada a cabo
en Francia donde trabajó en colaboración con el
pintor Meissonier; esta obra era allí ampliamente
conocida y discutida en los círculos artísticos.
Degas, él mismo un entusiasta fotógrafo, vio la
publicación de las fotografías instantáneas de
Muybridge en La Nature, en 1878, y a partir de
entonces, siguió con atención sus trabajos, no sólo
recibiendo sus influencias de un modo general,
sino también haciendo dibujos y esculturas sobre
la base de algunas láminas del Animal Locomotion
de Muybridge (A. Scharf, «Painting, Photography
and the Image of Movement», en The Burlington
Magazine, CIV, 1962, págs. 186-195).
En su trabajo sobre Degas, Manet, Morisot, Paul
Valéry resumió algunas de las consecuencias per-
ceptivas de este nuevo «ojo» técnico: «Las fotogra-
fías de Muybridge me han revelado los errores que
cometían los pintores y escultores, por ejemplo,
al representar los movimientos de un caballo. Las
fotos demuestran la creatividad que tiene el ojo
al elaborar los datos que recibe. Entre el estado
de visión como meras manchas de color y como
Edouard Manet, Las carreras, 1864-1865. Detalle. Lito-
grafía, 36 X 51.

cosas u objetos, tiene lugar toda una serie de pro-


cesos misteriosos que imponen orden en la incohe-
rencia anárquica de la mera percepción, resuelven
contradicciones, reflejan los prejuicios de que
hemos sido víctimas desde la infancia, imponen
una continuidad, una conexión y unos sistemas de
cambio que clasificamos como espacio, tiempo, ma-
teria y movimiento. Por eso se suponía que el ca-
ballo debía moverse del modo que el ojo parecía
percibirlo; y puede ser, si ese antiguo método de
representación fuera estudiado con suficiente aten-
ción, que llegáramos a descubrir la ley de la falsi-
ficación inconsciente con que la gente pintaba las
posiciones de un pájaro en vuelo o de un caballo
al galope como si pudieran estudiarse con entera
libertad».
En las ideas de Valéry están implícitos muchos
de los objetivos y de las preocupaciones de los
impresionistas. Además, la visión de la cámara
incorporó ese mismo elemento de espontaneidad
inmediata que se había convertido en importante
desiderátum. Congeló los gestos; inmovilizó un
movimiento en la calle; fijó para siempre la pi-
rueta de una bailarina. Comunicaba una forma
de la verdad: era real y los impresionistas eran
realistas ante todo; no sólo en su elección de
temas sacados de la vida cotidiana y de los per-
sonajes comunes de todos los días, sino también
en su determinación de ser visualmente sinceros,
de no enmendar las cosas que veían, de no pin-
tarlas como pensaban que eran, sino como eran en
la realidad. Zola, cuando escribió en 1868 sobre
Monet, Bazille y Renoir en su Salón, los llamó
actualistes: «Pintores que aman a su propia época
desde el fondo de sus mentes y de sus corazones
artísticos... Interpretan su tiempo como hombres
que lo sienten palpitar dentro de sí, que están
poseídos por él y contentos de estarlo. Sus obras
tienen vida propia porque ellos las han arrancado
de la misma vida y las han pintado con todo el
amor que sienten por los temas modernos».
La visión de la cámara fue un inmenso incentivo
en esta dirección. E influyó no sólo las actitudes
de los impresionistas sino el estilo. Una y otra
vez, la composición de sus pinturas imita la fina-
lidad arbitraria, carente de selectividad, parcial-
mente azarosa de la fotografía o es influida por la
misma. Ya no está más presente la insistencia
académica en que el tema debe ser coherente,
completo y visto desde un punto de vista compo-
sicionalmente adecuado. La unidad reside ahora
en la pintura y en los elementos que la componen.
Las figuras pueden estar truncadas, las poses pue-
den ser torpes y desfavorables, se pueden detener
los movimientos. La probabilidad ha entrado en
la pintura para ser dominada, manipulada, pero
sin embargo para retener una vitalidad que jamás
puede perder.
Por supuesto, resultaría absurdo ver al impre-
sionismo como un mero subproducto de los factores
sociales, científicos e históricos de la época. Estuvo
firmemente enraizado en la evolución estilística del
arte. Siempre nos atrae la tentación de dramatizar
de más la historia, y aunque sin duda el impre-
sionismo fue el núcleo de lo novedoso y lo revo-
lucionario, ahora lo vemos más íntimamente rela-
cionado con el arte de su propio tiempo que lo que
en un momento parecieron requerir las exigencias de
la crítica. Los prerrafaelistas, por ejemplo, pese a
que adoptaron una técnica diferente, también es-
tuvieron preocupados por el realismo visual y
social; el culto a «la sinceridad» era general y había
sido formulado por Ruskin; la pincelada suave y
nerviosa del académico Meissonier no era diferente
de la facture de numerosos impresionistas de fines de
los años 60 y para ese entonces, las pinturas
de Millet empezaron a palpitar con una luz hasta
aquel momento extraña.
t Aunque rechazaron el arte oficial, los impresio-
nistas rindieron homenaje a algunos de sus inme-
diatos predecesores. El maestro de Manet, Thomas
Couture, a pesar de su tendencia a pintar a los
romanos decadentes, sugirió que los artistas del
futuro podían llegar a encontrar como temas apro-
piados a los obreros, los andamiajes, las vías fé-
rreas (Méthodes et entretiens d'atelier, París, 1867,
página 254) y había toda una tradición de lo que
se podría llamar una avant-garde potencial de pin-
tores que contribuyeron de forma significativa a
las técnicas e ideología del impresionismo. Dela-
croix, con su fervor romántico y su actitud liberada
respecto al color, fue un ídolo obvio. También lo
fue Courbet que una vez dijo «El Realismo es la
Democracia en el arte» y cuyo estilo de vida, así
como su obra, tuvieron una inmensa influencia
especialmente en Pissarro y Cézanne.
El verdadero logro de los impresionistas es que
dieron coherencia y forma a tendencias que du-
rante un período considerable de tiempo habían
estado latentes en el arte europeo. Turner y Consta-
ble, por ejemplo, cuya influencia será discutida
más adelante, se habían dedicado a muchos de los
mismos problemas sobre la luz, el color y la apro-
ximación a una interpretación «realista» del pai-
saje. Toda la escuela Barbizon había practicado el
trabajo au plein air desde 1840 aunque por lo
general completaban las pinturas, en el taller. Nar-
cisse-Virgile Diaz (1807-1876) había sido uno de
los oponentes más enconados de la «línea negra»
en la pintura, y sus ejercicios capturando los efec-
tos de la luz solar que atravesaban los verdes
oscuros del bosque, todo expresado en un fuerte
empaste, contenían obvios elementos del impre-
sionismo. Él fue quien al conocer a Renoir en
Fontainebleu, dijo, «¿Por qué diablos pinta tan
negro?», palabras que produjeron un efecto inme-
diato en la paleta del artista más joven; él mismo
fue quien permitió que Renoir comprara material
de pintura a sus expensas. Théodore Rousseau
(1812-1867), que expresó el ideal «siempre tened
en mente la impresión virginal de la naturaleza»,
tuvo tal interés en conseguir pictóricamente los
efectos atmosféricos que llegó a aproximarse a
Monet. La sensación de poesía, la compulsión
a reproducir de forma escrupulosa lo que veía y
1 la ligera tonalidad plateada de Corot (1796-1875)
tuvieron un impacto obvio; y los luminosos pai-
2 sajes marinos y norteños de Eugéne Boudin (1824-
1898) con su vivaz simplicidad, su empaste cre-
moso y su brillo, hicieron casi inevitable que, pese
a no ser un impresionista «oficial», participara en
la primera exposición conjunta.
Hubo otros artistas fuera de Francia que se
anticiparon al impresionismo o siguieron líneas
similares de enfoque. De suma importancia entre
ellos están los alemanes Adalbert Stifter (1805-
1868), que también era poeta y encontró de ma-
nera casi accidental esas cualidades de sinceridad
visual y espontaneidad típicas del movimiento, y
Adolf Menzel (1815-1905), cuyo dominio de la luz
fue apreciado sólo después de su muerte. El ho-
landés Johan Jongkind (1819-1891) fue virtual-
mente un parisiense y aunque no practicó la pin-
tura au plein air, estuvo obsesionado por repre-
sentar en sus obras, no lo que sabía del tema,
sino lo que le parecía bajo ciertas condiciones
atmosféricas. En un artículo publicado en L'Artiste,
en 1863, el crítico Gastagnary dijo de él: «Encuen-
tro en él una rara y genuina sensibilidad. En sus
obras todo reside en la impresión».
Los- pintores de mediados del siglo x i x pudieron
contemplar el arte del pasado de una forma hasta
entonces vedada. Hasta 1840, los museos y gale-
rías de arte eran pocos y distantes entre sí, pero
a partir de entonces y hasta el fin de siglo, proli-
feraron a una velocidad extraordinaria. Sisley,
Monet y Pissarro vieron las obras de Turner,
Constable y otros en la Galería Nacional de Lon-
dres que en ese tiempo sólo tenía unas pocas
décadas de existencia. Cada ciudad provinciana
de cierta importancia adquirió sus instituciones
culturales; y las obras de arte, que antes habían
sido posesión de coleccionistas privados, pasaron
en números cada vez más cuantiosos a formar
parte de colecciones públicas donde fueron des-
critas y analizadas por críticos tan perspicaces
como el pintor Eugéne Fromentin y otros. A tra-
vés de estas innovaciones, los impresionistas toma-
ron conciencia de la obra de todo un grupo de
viejos maestros, desde pintores de comienzos del
Renacimiento hasta paisajistas holandeses como
Ruysdael; todos ellos dieron más base a sus explo-
raciones visuales y ampliaron su enfoque del pro-
blema. Por supuesto, el Louvre ya existía desde
hacía tiempo como galería pública y sus tesoros
se habían visto aumentados por Napoleón. Pero
hasta allí tuvo lugar una innovación importante
en los años 30 durante el reinado de Luis-Felipe,
cuando, como consecuencia de las preocupaciones
dinásticas que el monarca tenía con España, la
galería adquirió una importante colección de pin-
turas hechas por artistas hasta ese momento poco
conocidos como Velázquez, Ribera y Zurbarán,
los cuales iban a tener un impacto tremendo en los
pintores de 1870. En 1851, Napoleón III volvió a
inaugurar las galerías, ahora con un nuevo arreglo
y enriquecidas también por la adición del ciclo
Medid de Rubens. Pese a la imagen opuesta que
de él se ha hecho, la administración que impuso
Napoleón III al departamento gubernamental de
Beaux-Arts fue mucho más inteligente y progre-
sista que cualquier otra cosa de la misma natu-
raleza en la Europa de ese entonces. En el Louvre,
se suministraron nuevas facilidades para realizar
estudios; el Palais de Luxembourg fue dedicado al
arte contemporáneo y es de destacar que fue el
mismo emperador quien inició en 1863 el Salón
des Refusés.
Asimismo hubo influencias que llegaron de fuera
de Europa. Ya en 1856, el arte japonés había
empezado a infiltrarse en París y seis años más
tarde, Madame Soye, que había vivido en Japón,
abrió una tienda, «La Porte Chinoise», en la rué
de Rivoli; los colores simples y el tratamiento
sintético de luz y sombra que se pudieron ver en
los grabados de Hokusai y otros empezaron a
surtir efecto en numerosos artistas, entre los
que cabé incluir, sin duda, a Whistler, Rousseau,
Degas, y también, más tarde, a Van Gogh y
Gauguin.
Edouard Manet (1832-1883) también se sintió
intrigado y fue influido por esta revelación del
Oriente, pero esto no es sorprendente ya que pocos
pintores prestaron más atención al arte del pasado
y de su propio tiempo que él; pese a esto, Manet,
por accidentes de la historia se vio obligado a
tener el papel de gran innovador y de muitre
d'école del impresionismo. Su pintura más famosa,
3 Le Déjeuner sur iherbe (Louvre) de 1863, que
cuando fue expuesta en el Salón des Refusés le-
vantó una tormenta de burlas y controversias
(reacción que tal vez haya sido fomentada por
las intenciones del autor), estaba basada en una
obra de Giorgione y en un grabado renacentista
de una pintura de Rafael; la igualmente contro-
4 vertida Olympia (Louvre) fue pintada evidente-
mente bajo la influencia de Tiziano; y muchos
de sus temas compuestos fueron sacados de sus
contemporáneos, en especial de Monet y Berthe
Morisot. Los grabados populares también le pro-
porcionaron un frecuente repertorio de imágenes
y la clase de temas que elegía tan a menudo:
traperos, camareras, actores, multitudes en un
concierto, constituyó la materia prima de muchas
revistas ilustradas de la época (cf. A. C. Hanson,
«Popular Imagery and the Work of Edouard
Manet», en Finke; véase «Lecturas complementa-
rias»). Fue un asiduo visitante a los museos de los
Edouard Manet, Olympia, 1866-1867.
Aguafuerte, 8,5 X 17.2.

Países Bajos, Austria, Alemania e Italia, así como


de Francia y España; la influencia de Velázquez
y Goya caracterizó algunas de sus primeras
obras con los temas apropiados como Lola de Va-
lencia (Louvre), que obtuvo un modesto éxito po-
pular basado en la misma ola de interés público
que había despertado, con tanto ímpetu en la
península la ópera Carmen de Bizet.
Casi a pesar de sí mismo, Manet se convirtió
para los artistas jóvenes del Café Guerbois y del
Atelier Gleyre en un símbolo vivo de la revuelta,
un Robespierre del arte. Su temática atraía casi
11 tanto como su técnica libre e inventiva. Música
en las Tullerías, pintada casi al mismo tiempo que
Le Déjeuner, puso de manifiesto la cualidad de la
observación directa de un acontecimiento urbano
común, aunque esté atestado de retratos de ami-
gos del pintor y, posiblemente, relacionado por
medio de este hecho a un grabado representando
el recital de una banda militar que apareció en
la revista L'Illustration.
Sin embargo, a fines de 1860, Manet empezó a
pintar al aire libre y transfirió su atención de
explotar a explorar los efectos de luz y color.

J
Pero nunca perdió por completo los bruscos con-
trastes de luz y sombra, la pincelada sensual, la
sensación de drama, los volúmenes aplanados que
había sacado de los españoles y que se pueden
5 ver tan vividamente presentes en Eva Gonzales
pintando (Galería Nacional, Londres). Su sentido
de la disciplina del arte persistió pese a la libertad
que adquirió su pintura cuando se puso en con-
tacto más íntimo con las obras de sus admiradores
(no participó en las exposiciones impresionistas),
en especial de Monet y Renoir, a quienes, para-
dójicamente, él debe tanto. Este contacto fue muy
fructífero entre 1874 y 1876 cuando trabajó con
ellos en Argenteuil, donde pintó, entre otros mu-
6-7 chos ternas similares, el Paseo en bote, hoy en el
Museo Metropolitano de Arte, de Nueva York.
En esta obra, pese al límpido colorido, la libertad
de pincelada y la sensación de luminosidad espa-
cial, existe un efecto general de control lineal, de
compleja manipulación de los elementos de la com-
10 posición. Aquí, y en la Camarera de 1878, la es-
tructura es intelectual; el tratamiento es instintivo.
8-9 Lo mismo es verdad en el Bar en el Folies-Bergére,
pintado un año antes de su muerte y en un pe-
ríodo en el que ya sufría la ataxia locomotriz
progresiva que lo mató. La complejidad del tema,
la manera en que lo compuso, el sentido de espa-
cio y de volumen, la ingeniosidad de los efectos
de la perspectiva, todo recuerda a Música en las
Tiülerias, pero aquí hay una renovada riqueza,
una seguridad magistral y un caudal de visión
de los que carecía el trabajo anterior.
La vibración del polor, la naturaleza de la luz,
la habilidad de capturar en el momento figuras
anónimas, atrapadas entre la realidad y sus som-
bras, todas estas cosas constituían la preocupación
constante de Manet y él puso a su servicio mu-
chas técnicas que en gran parte le pertenecen. Los
pasajes luminosos de sus obras fueron dominantes,
pintados desde adentro con pintura «gorda»; en
esta pintura, cuando todavía estaba húmeda, se
trabajaban las sombras y los mediotonos. De cierta
manera, casi reflejaban las técnicas del fresco de
los primeros italianos porque producían exacta-
:

Edouard Manet, Flor exótica, Í868.


Aguafuerte, 16,2 x 10,4.
Edouard Manet, Berthe Morisot, 1872.
Litografía, 20,3 X 14.
mente la misma sensación de frescura límpida que
ellos comparten con Manet. Fue el más revolucio-
nario de los tradicionalistas y el más tradicional
de los revolucionarios.
La relación entre Manet y Berthe Morisot (1841-
1895) fue íntimá y mucho má?~compleja de lo que
a menudo se cree. Biznieta de Fragonard, Berthe
Morisot nació en el seno de una familia de ban-
queros acaudalados; su madre fundó uno de esos
salones culturales tan típicos del Segundo Imperio.
Berthe Morisot empezó a estudiar pintura a la
edad de quince años bajo el tutelaje. de Joseph-
Benoit Guichard, y luego bajo Corot, uno de los
habitúes del salón de su madre. Trabajó con Corot
hasta 1868, año en que conoció a Manet, quien
había resultado muy impresionado por una pin-
tura, París visto desde el Trocadero (Ryerson Co-
lección, Chicago) que ella había expuesto en el
Salón de 1867. Manet no sólo ponderó su frescura
y delicadeza, sus armonías suaves al estilo de
Whistler, sino que llevó el elogio hasta el punto
de la imitación al usar el mismo tema y muchos
de los elementos de composición que luego apare-
cieron en su Vista de la Feria Mundial de París
(Nasjonalgalerie, Oslo) que pintara ese mismo año.
Fue inevitable que una artista de la sensibilidad
especial de Morisot cayera bajo la influencia de
Manet; y durante muchos años, ella trabajó en el
estudio del pintor como su pupila y modelo (even-
tualmente se casó con el hermano de Manet, Eu-
géne). El más famoso retrato que le hizo Manet
está en El balcón (Louvre) de 1869, en el cual, la
intensidad oscura, latente, casi prerrafaelista de
Morisot proporciona una vivacidad azogada a la
atracción descarada de la violinista Jenny Claus.
En la primera exposición impresionista de 1874,
12 Morisot expuso La cuna (Louvre), pintura en la
cual el drama visual de la composición con su
fuerte contrapunto subraya la delicadeza de la
pintura y el lirismo de la temática, aun cuando el
elemento principal, el infante, es técnicamente no
convincente. Una comparación con el retrato de
su madre y de su hermana más joven Edna, pin-
tado unos cuatro años antes (Galería Nacional de
Arte, Washington) muestra cuánto se había acer-
cado ella a una mayor luminosidad, a un sentido
más agudo de recesión tonal, a una quebradiza
delicadeza de pincelada. Con más coherencia que
los demás discípulos de Manet, ella preservó la
iridiscencia plateada de Corot, y fue esta cualidad,
juntamente con una distribución casi desinhibida
y descontrolada de pinceladas, lo que creó su estilo
personal y explica la indudable influencia que iba
a tener en Manet al exorcizar las inhibiciones cro-
máticas y la oscuridad que caracterizaron su obra
inmediatamente posterior a los principios de la
13 década del 70. En el comedor (Galería Nacional
de Arte, Washington), obra de Morisot de 1884,
por ejemplo, las pinceladas que configuran la
puerta de la alacena, el delantal de la criada, el
piso y el vidrio de la ventana son, virtualmente,
gestos libres, abstracciones visuales a través de las
cuales, formas y estructuras brotan de una bruma.
Tanto en el factor humano como en el de pintor,
Claude Monet (1840-1926) fue muy diferente a
Manet. Menos retraído, menos apocado, fue un
apasionado por naturaleza, por necesidades eco-
nómicas y por una especie de profesionalismo que
uno tiende a pensar que Manet hubiera despre-
ciado por no ser lo suficiente comme il faut y que
lo arrojó a una vigorosa exploración de la sustancia
y naturaleza de su arte. Quizás esto es lo que
quiso decir Zola cuando manifestó: «Es el único
hombre verdadero en una multitud de eunucos»
(aunque esta declaración de Zola, que como tantas
cosas que dijo sobre el arte, no fue realmente
verdad, tuvo impacto). Un provinciano, nacido
en Le Havre, con un talento ferozmente precoz,
Monet eventualmente llegó a ser más peripatético
que la mayoría de sus colegas y su temática cubre
una sorprendente gama de lugares y sujetos. Bou-
din y Jongkind habían sido tempranas influencias
suyas y aunque se parecía a Courbet como persona,
no lo imitó como pintor. En el estudio de Charles
Gleyre conoció a Bazille, Renoir y Sisley y más
tarde pasó por la experiencia prácticamente obli-
gatoria de Fontainebleau. Pero pese a que para
ese tiempo ya había producido unas trescientas
pinturas y había sido aceptado en el Sal° n » estaba
acuciado por necesidades económicas y tensiones
psicológicas por las que a los veintiséis años in-
tentó suicidarse. (El trastorno psicológico común
a tantos impresionistas quizás no ha sido objeto de
la atención que se merece.)
No obstante, el arte de Monet alcanzó su cul-
minación después de su viaje a Londres en 1870.
Aunque manifestaba desagrado por el «romanticismo
exhuberante» de Turner y más tarde negó que
Turner lo hubiera influenciado, es imposible dejar
de ver huellas de la ascendencia de los paisajistas
ingleses en su utilización de la p e r s p e c t i v a aérea,
en su tratamiento de amplios paisajes de todo tipo
y hasta en su preocupación por los efectos tran-
sitorios y amorfos de la niebla, el vapor y las
nubes. Además, le fascinó la calidad real de la
luz de Londres que tanto había intrigado a Whist-
ler: la bruma sobre el Támesis con lo s grandes
edificios y puentes emergiendo de la misma; el
fuerte verdor d e los parques; las c o n s t a n t e s muta-
ciones de la atmósfera.
Pissarro lo explicó claramente unos treinta años
más tarde en una carta dirigida a W y O f o r t Dew-
hurst que estaba escribiendo un libro publicado
en Londres en 1904, Impressionist Painlin9: «A
Monet y a mí nos entusiasmaron much 0 l o s pai-
sajes londinenses. Monet trabajaba en lo s parques
mientras que yo, que vivía en Lower Norwood,
en ese tiempo un suburbio encantador, estudiaba
los efectos de la niebla, la nieve y la primavera.
Nuestro trabajo se basó en la Naturaleza y tiempo
después, en Londres, Monet pintó unos estudios
soberbios de la bruma. También visitábamos los
museos. Las acuarelas y pinturas de Turner y
Constable, los lienzos de Oíd Crome, nos influen-
ciaron. Admirábamos a Gainsborough, Reynolds,
Lawrence, etc., pero nos concentramos casi siempre
en los paisajistas que compartían más nuestro
objetivo con relación al plein air, a la luZ y efectos
fugitivos. Watts y Rossetti nos i n t e r e s a r o n mucho
entre los modernos. Por ese tiempo, t u v i m o s l a i d e a
de enviar nuestros estudios a la Real Academia.
Naturalmente, los rechazaron» (págs. 31-3 2 )-
Una visita a Holanda, progenitora en parte de
aquella tradición inglesa, confirmó en Monet su ya
obvia preocupación por la luz y la transitoriedad;
en ese tiempo, recibió el aliento de que Durand-
31 Ruel comprara su En la playa: Trouville. Una
estadía fructífera en Argenteuil lo puso en con-
tacto más próximo con Manet y Renoir y confirmó
su creencia instintiva de que los impresionistas
proveían el marco adecuado para sus intenciones
creativas. A la exposición de 1874, que se debió
en gran parte a su iniciativa, envió cinco pinturas
14-20 incluyendo Otoño en Argenteuil y Puente en Argen-
teuil, y siete dibujos al pastel. Continuó su asocia-
ción con el movimiento hasta la quinta exposición,
a la que se negó a enviar obra alguna. En 1876,
15 empezó una serie de pinturas sobre la Gare Saint-
Lazare que por su temática, su tratamiento lumi-
noso de los efectos de la atmósfera y el vapor, sus
estructuras ligeramente bosquejadas, pero orgá-
nicas, podrían considerarse perfectamente como las
pinturas «más típicas» de todo el impresionismo.
Un trabajador persistente, infatigable, indepen-
diente de la necesidad de esperar la «inspiración»,
absolutamente dedicado a cada cuadro que empe-
zaba, Monet encontró una valiosa herramienta para
su creatividad en el serialismo, la creación de con-
juntos de obras, todas con el mismo tema; de ese
modo, virtualmente tropezó con una de sus con-
tribuciones más originales al lenguaje del arte
contemporáneo. Bastante aparte del uso técnico
del sistema, que ha sido muy útil para los pin-
tores posteriores, él probó y puso de manifiesto
que toda una serie de pinturas igualmente «reales»
podían estar hechas con el mismo tema, cada una
con las variaciones correspondientes a la calidad
de la luz y de la hora del día. Al principio de forma
más bien casual, como en la serie Gare Saint-
Lazare y las vistas del puente de Westminster,
estos trabajos se hicieron más intencionales en la
16 serie Alamos y en los dedicados a la fachada de
la Catedral de Rouen, culminando en la serie
21 Nymphéas, el intento artístico más admirable ja-
más realizado de pintar el inaprensible paso del
tiempo.
i Alfred Sisley, En la ribera del Loing. Seis botes en sus
amarraderos, 1890. Aguafuerte, 14,7 x 22,4.

A diferencia de Manet, prestó poca atención a


los viejos maestros y fue más influenciado por sus
19 contemporáneos. En Mujeres en el jardín (1866-
1867) y aún más tarde en otras obras, desarrolló
un método de expresar formas por medio de la
acumulación de una masa de pinceladas que el
espectador reconstruye y completa para producir
el efecto que el pintor sugiere. Nuevamente, esto
fue un nuevo y vital elemento en el arte: la toma
de conciencia de que el espectador tiene que par-
ticipar, tiene que crear su propia comprensión de
una pintura del mismo modo que «lee» un paisaje.
Esta actitud resultó esencial en el futuro del arte.
Sólo debido a que Monet destruyó el viejo con-
cepto limitado y arbitrario de la forma inmutable,
los pintores del siglo x x han podido construir
nuevas estructuras visuales.
Acerca de las contribuciones de Alfred Sislev a
la séptima exposición impresionista celebrada en
1882, Eugéne Manet —hermano del pintor— dijo
que eran las que mostraban más coherencia de
todo el grupo; y sería muy difícil señalar un pintor
más típico del movimiento visto en su conjunto.
Nacido en París de padres ingleses ricos, la carrera
de Sisley (1839-1899) fue desde el punto de vista
social y económico casi la antítesis exacta de las
de sus colegas. Alentado por su padre a conver-
tirse en pintor, comenzó su carrera ayudado por
el dinero y su aparición en el estudio de Gleyre
fue la de un joven dandy. Se fue de allí en 1863
al mismo tiempo que Bazille, Monet y Renoir;
trabajó con ellos explorando el paisaje de los bos-
ques de Fontainebleau y, como ellos, se concentró
en la luz trémula sobre las hojas y el análisis de
la sombra, pintando, con idéntico fervor los claros
herbosos que habían embrujado a Daubigny y
Courbet en los años 50.
Este iba a ser su paisaje conocido y amado;
22 unas breves visitas a Bretaña e Inglaterra (A/o-
lesey Weir) fueron las únicas ocasiones en que
abandonó la Ue-de-France. A diferencia de Renoir,
no se desvió de su dedicación al paisaje ni se
preocupó, como Monet, por las transformaciones
efectuadas por el paso del tiempo. Las figuras
25 (como en v la mágica Mañana brumosa) son (per-
7 (jfunctoriasj Estas limitaciones fueron elegidas^por
"el pintor, pero el rigor quizás fue reforzado por
su falta de éxito. Aunque logró introducir una
pintura en el Salón de 1866, Sisley fue luego re-
chazado ; su situación se tornó aún más difícil
por la ruina económica de su padre debido a la
guerra franco-prusiana. A partir de entonces, la
pobreza iba a ser su constante compañera, su
virtud sobresaliente, su pudor; la cultivó hasta el
punto de convertirla en un vicio. Empero, se de-
dicó de modo singular a lograr su propia forma
de perfección, aunque supuestamente limitada, y
sus pinturas, en los mejores casos, expresan una
claridad, un brillo y un sentido de honestidad
estética que son sumamente conmovedores. Nadie
lo puede superar en lograr el equilibrio entre la
forma y la luz que a su vez proyecta de modo
que la una nunca está disuelta en la otra. La
Alfred Sisley, En la ribera del Loing, cerca de Saint-
Mammés. Litografía, 14,5 x 22.

transición entre agua, árboles, edificio y cielo sal-


23 picado de nubes en Inundación en Port-Marly es
sintomática de su coherente maestría tonal y del
modo en que expresa una sensación de atmósfera
casi palpable. Más admirable por la delicadeza de
su percepción que por el dinamismo de su imagi-
nación, Sisley a menudo manifiesta una cierta tor-
peza en la composición, como se nota por ejemplo
24 en el Canal Saint-Martin, donde el gran peso de
las barcazas agrupadas en la intersección del ex-
tremo horizontal y vertical y la relación media,
está equilibrado mecánicamente por los dos más-
tiles que acentúan el vacío entre las casas dis-
tantes. Pero el tratamiento de las superficies, el
movimiento del agua, el brillo de los techos lejanos,
la textura del muro del canal, todo está exquisi-
tamente expresado. Sisley fue un espíritu gemelo
de Corot. Lo peor que se puede decir de él es que
su reticencia pictórica ha sido tomada como un
prototipo por innumerables pintores de menor ta-
lento que él, cuyos entusiasmos de aficionados han
encontrado en su pintura la justificación de sus
propias inexistencias creativas.
Sobre la obra de otro miembro del cuarteto de
Gleyre pende el enigma de una muerte prematura.
Al llegar a París desde Montpellier en 1861, Frédéric
Bazille (1841-1870) tuvo que dividir su tiempo
entre estudiar medicina y estudiar arte, pero esta
última actividad lo obsesionaba y finalmente se
dedicó por entero a los principios emergentes del
impresionismo. Junto a Monet y los demás, pintó
en Chailly, en los bosques de Fontainebleau; y
también pasó una temporada en ese otro hábitat
de los jóvenes pintores: la costa normanda. De
una carta que escribió a sus padres en ese tiempo,
podemos darnos una idea del ambiente de trabajo:
«Tan pronto como llegamos a Honfleur, empezamos
a buscar paisajes adecuados. Fueron fáciles de en-
contrar porque allí el campo es el paraíso. Sería
imposible encontrar en otros sitios prados más
verdes o árboles más hermosos. El mar, o más
bien, el Sena a medida que se ensancha, propor-
ciona un horizonte maravilloso a las masas verdes.
Estamos en Honfleur, en casa del panadero, pero
comemos en una granja en los riscos encima del
pueblo y allí es donde pintamos. Me levanto todas
las mañanas a las cinco y pinto todo el día hasta las
ocho de la noche. Sin embargo, no debéis esperar
que lleve un montón de obras buenas. Estoy pro-
gresando; es a lo único que aspiro. Espero estar
satisfecho conmigo mismo después de tres o cuatro
años de pintar. Pronto volveré a París y me dedi-
caré a la medicina, algo que aborrezco» (G. Pou-
lain, Bazille el ses amis, París, 1932, pág. 40).
E hizo progreso pese a ciertas vacilaciones (una
debilidad que siempre parece afectar a aquellos
artistas cuyas circunstancias económicas los ab-
suelven de una completa dependencia de su obra)
y a una incapacidad de liberarse de esas conven-
ciones de precisión académica al estilo Ingres que
habían caracterizado su aprendizaje. Son aparentes
17-18 en La reunión familiar, obra pintada en la terraza
de la casa de los Bazille en Montpellier. Pero otros
elementos son también evidentes en esta obra con-
movedora: una claridad de visión, una simplicidad
de concepción reforzada por los colores brillantes
y luminosos y una espontaneidad, que son carac-
terísticas de la juventud. Tres años después de
haber pintado este cuadro y poco después de que
su famoso retrato de grupo pintado en su taller
(la figura del autor de la composición fue pintada
por Manet) fuera rechazado por el Salón, murió
en Beaune-la-Rolande en la guerra franco-prusiana.
Bazille había sido una gran ayuda para sus
amigos no sólo por su actitud de admiración y
sus elogios entusiastas, sino también por su dinero.
En 1869, cuando por ejemplo Monet pasaba por
una de sus acostumbradas dificultades, Bazille le
compró sus Mujeres en el jardín (Louvre) por el
precio obviamente filantrópico de dos mil quinien-
tos francos. En ambos aspectos fue reemplazado
en el grupo por Gustave Caillebotte (1848-1894),
un ingeniero especializado en lán5oñstHTcHoñ~~de
barcos que había conocido a Monet en Argenteuil
donde eran vecinos. Un solterón simple, inteligente
y de buen corazón, Caillebotte ya era pintor afi-
cionado, pero la obra de sus nuevos amigos le
conmovió con la fuerza de una revelación y
para 1876, ya exponía en las exposiciones con-
juntas. Su talento no fue excepcional, pero sí ver-
dadero y aunque sus retratos denuncian la influen-
cia de Degas, hay algo muy personal en sus vistas
de París y los pueblos de la Ille-de-France, y aún
más en sus pinturas sobre la vida y las actividades
proletarias (Trabajadores planeando un piso, Lou-
vre).
Pero la importancia de Caillebotte no pufede ser
estimada puramente en términos de su obra. Fue
por sobre todas las cosas, un amigo, un bon copain,
que ayudó con todas sus posibilidades a Monet,
Renoir, Sisley y el resto, comportándose como un
consejero y un organizador, y tomando a su cargo
la responsabilidad de llevar a cabo por lo menos
tres exposiciones conjuntas. A los veintisiete años
de edad hizo testamento nombrando albacea a
Renoir y estipulando que se debía sacar el dinero
suficiente de su herencia «para arreglar en las me-
jores condiciones posibles una exposición de los
pintores que son llamados Les Intransigeants o
Les impressionistes». Esto no resultó necesario por-
que para su muerte en 1894, los impresionistas ya
habían obtenido bastante reconocimiento público.
Y sin embargo, aunque dejó al Estado su colec-
ción de sesenta y cinco pinturas, sólo después de
tres años de agitación, las autoridades consintieron
aceptar treinta y ocho y éstas no entraron en el
Louvre hasta 1928. Un rasgo típico de la natura-
leza de Caillebotte fue haber comprado siempre a
sus amigos aquellas pinturas más difíciles de ven-
der; pinturas que, por supuesto, son en nuestra
época muy frecuentemente reconocidas como las
obras más importantes de las realizadas por los
impresionistas.
Camille Jacob Pissarro (1830-1903) fue todo un
movimiento en sí mismo, y aunque de ninguna
manera fue el más grande de los impresionistas,
el movimiento como tal le debe más a él que a
ningún otro de sus miembros. Pissarro fue un
teórico capaz y coherente, un persistente explo-
rador estilístico, un maestro innato; su discípula
Mary Cassatt dijo que podría haber enseñado a
las piedras a dibujar correctamente; era amigo y
consejero de sus asociados; hasta el normalmente
incomunicativo Cézanne confesó en una ocasión:
«Fue como un padre para mí. Era la clase de
hombre a la que se le podía consultar cualquier
cosa, una especie de Dios, el Padre». Dirigió los
descubrimientos de los otros; los expresó en un
estilo comprensible y conmovedor, pero rara vez
dramático; él aseguró la transmisión del legado
impresionista a sus continuadores; y luego Gauguin
reconoció: «Fue uno de mis maestros y jamás ne-
garé este hecho». En esos momentos, cuando la
misma existencia del grupo parecía peligrar por la
defección real o inminente de sus miembros,
Pissarro los mantenía unidos; contribuyó a las
ocho exposiciones y aceptó con ecuanimidad la
condescendencia y hasta el desprecio con que lo
consideraron algunos de sus contemporáneos una
vez que habían saboreado los frutos de la cele-
bridad.
Camille Pissarro, Cours La Reine, Roven, 1884
Aguafuerte, 12.2 x 13,9.

Nació en las islas Vírgenes, donde su padre, un


francés de sangre judía y portuguesa, era un co-
merciante de éxito; llegó a París en 1854> dis-
puesto a convertirse en pintor. Admiraba a Dela-
croix; tomó lecciones con Corot que iba a tener
una influencia importante en su primera obra y
se hizo alumno de la Académie Suisse, una insti-
tución fundada por una ex modelo y en la cual
los estudiantes podían dibujar y pintar al natural
sin tener que efectuar un pago formal. Allí su
trabajo, que en ese tiempo combinaba algo del
sentido de composición dramática de Courbet con
la límpida luminosidad de Corot, impresionó pro-
fundamente al joven Monet. Durante las dos dé-
cadas siguientes, sus carreras iban a estar íntima-
mente relacionadas; y juntos se fueron moviendo
•••••••••

C a m l l k ' P i s s a r r o , l'lucr de lu liépublique, Rollen, 18íSü.


A g u a f u e r t e , 14,5 x 16,5.

en dirección de las técnicas y actitudes del impre-


sionismo. Caiando se desató la guerra de 1870,
mohos se fueron a Inglaterra, lugar al cual Pissarro
iba ;i retornar a intervalos regulares. Hallaron en
Londres y en sus cercanías una rica fuente de
lemas, y además, allí conocieron a Durand-Ruel,
quien se iba a convertir en el «ángel guardián»
(¡el impresionismo. Varios años más tarde, Pissarro
se quejó una vez a Monet: «Londres siempre me
lia atraído y, sin embargo, jamás he podido hacer
(pie mis cuadros de Londres gusten». Resulta difí-
28 cil ver por qué. El pequeño Lower Norwood, Lon-
dres, Efecto de la nieve de 1870 representa lo mejor
de la obra de Pissarro. El color y la forma están en
perfecta armonía, la recesión a las partes más
altas y distantes de la calle del pueblo se ajusta
perfectamente al conjunto de la composición sin
crear, como podría haberlo hecho, un hiato cons-
ciente; el plomizo efecto atmosférico se consigue
sin ninguna insistencia ostentosa.
De vuelta a París, Pissarro descubrió que la
mayoría de los mil quinientos lienzos (eso da una
idea de su producción) dejados en su taller en
Louveciennes habían resultado destruidos, aunque
hay en el Louvre un interesante superviviente que
representa ese distrito y que debe haber sido pin-
tado poco tiempo antes de su partida. No obstante
la casi miseria y la disminución de la vista, o
quizás debido a ello, pintó con una energía pro-
digiosa, abrumado a menudo por lo que para él
significaba el conflicto existente entre los volúme-
menes y la luz, a veces próximo al sentimiento de
Monet, otras pronunciándose a favor de las preo-
cupaciones plásticas de Cézanne; y al hacer ambas
cosas, influyó en los dos pintores. Sin embargo,
para 1880, estaba tomando cada vez más con-
ciencia de los problemas estructurales que el im-
presionismo parecía dejar de lado y, seducido por
todas las conversaciones que se llevaban a cabo
en los talleres acerca de las teorías de luz y color
propuestas por Rood, Helmholtz y Chevreul, cayó
bajo la inyuencia de Seurat, en su creencia en una
pintura «científica» y su entrañable esperanza de
haber descubierto una técnica para representar la
verdad visual. Durante unos cinco años, Pissarro
produjo una serie de pinturas puntillistas basadas
en la técnica divisionista de puntos diminutos de
color puro, pero a la larga halló que esto era de-
masiado rígido y en 1890, retornó a su estilo
anterior.
En 1892 realizó una exposición individual de
tremendo éxito en la galería de Durand-Ruel: se
había encontrado a sí mismo. Dividía su tiempo
entre París y Eragny, que había provisto la temá-
tica para casi todos sus cuadros puntillistas. En la
ciudad, se concentró en gran parte en vistas ur-
29 bañas de tamaño más bien grande como la Place
du Théátre FrariQais de 1898, por lo general pin-
tadas con una perspectiva aérea en la que demos-
traba una admirable habilidad para dominar un
complejo tema, relacionar las figuras a su medio
ambiente, mantener una sensación de movimiento
y sin embargo, preservar una vivacidad técnica
tan convincente como la que caracterizaba los
paisajes de su juventud. Complementarios a estos
cuadros, y por lo general pintados en el campo,
estaban los paisajes, los interiores, los retratos y
las demás obras que expresaban el aspecto intimiste
de su personalidad. En la década del 80, pintó
emotivos retratos de su hijo Félix y de otro hijo
30 sentado con La pequeña doncella del campo. Un
catalogue raisonné de su obra, compilado en 1939
por su hijo Lucien, tiene una lista de unas mil
seiscientas sesenta y cuatro pinturas y cuando uno
suma a éstas las destruidas en 1870, es posible,
entonces, tener una noción de la capacidad de
trabajo de este pintor.
Pierre Auguste Renoir (1841-1919) es hoy pro-
bableriienf^erTSás~j^^ s impresio-
nistas, aunque de hecho de ninguna manera uno
de los más comprometidos doctrinariamente. E x -
hibió de forma consistente en su obra una sen-
sación de hedonismo visual, una naturalidad, un
deleite en el sentimiento espontáneo que invaria-
blemente tienden a estar asociados con el movi-
miento. Desprovisto de compromisos dogmáticos,
presentándose como una criatura de instintos, una
vez atribuyó a su órgano generativo la fuente de
sus poderes creativos. Pero esta pizca de fanfa-
rronería está balanceada, si no explicada, por una
sugerencia de melancolía, una cierta apariencia de
ansiedad que caracteriza las fotografías y los re-
tratos del pintor que todavía existen.
Hijo de un sastre, Renoir dio su primer paso
en el arte como pintor de flores en porcelana y es
difícil dejar de lado la teoría de que ésto tuvo
influencia en su obra posterior. A lo largo de casi
toda su carrera, su obra tuvo una cualidad deco-
rativa que lo relaciona con aquellos artistas del
siglo X V I I I , como Boucher, cuyas principales acti-
vidades estuvieron dirigidas a la producción de
objetos para el comercio de lujo. Por cierto, los
precios actuales de sus obras aún sugieren la
atracción poderosa que provoca en los consumi-
dores amantes de los objetos caros.
Mientras trabajaba en el estudio de Gleyre,
Renoir se puso en contacto con Monet, Bazille
y Sisley; para fines de los 80, había empezado a
producir obras que, pese a estar claramente in-
fluidas tanto por Courbet como por Manet, aún
expresaban un lenguaje intensamente personal.
Muchas de sus primeras obras trataron escenas
callejeras o interiores tal como el muy complicado
Sisley y su esposa. Ya estaba interesado en las
cualidades creativas de la luz, en la solidez de las
formas y en las ambigüedades del color. Pero no
fue hasta que pasó un tiempo en compañía de
Monet en Bougival, entre 1867 y 1869, que real-
mente empezó a experimentar con esas cualidades
de una manera libre y dinámica. Sus pinturas de
La Grenouillére, un balneario popular a orillas del
Sena, son ejercicios de representación de la luz,
de reflejos y movimientos en el agua, expresados
con pinceladas rápidas y libremente aplicadas.
Sin embargo, Renoir siempre tuvo una preocu-
pación central por la figura humana que fué, en
general, la de recurrir — en su interpretación — al
empleo del análisis cromático y de la transfigura-
ción luminosa que se podían aplicar tanto más
fácilmente al paisaje. El hecho de que logró
realizar esta transferenciá fue, en efecto, su ma-
yor contribución personal al impresionismo; y
este logro ya fue visible en obras tales como Oda-
lisque que expuso en el Salón de 1870. Las nece-
sidades económicas le obligaron a una actividad
constante y a cualquier forma de venta, aunque
después de alquilar un estudio en Montparnasse
en 1872, Durand-Ruel se hizo cargo de su pro-
ducción. Renoir fue en gran parte responsable de
la celebración de la exposición impresionista de 1874
en la que expuso siete lienzos, incluyendo La caja,
una de sus transfiguraciones más brillantes de la
presencia humana, y La bailarina de ballet.
Esta exposición representó su mayor ocasión de
éxito y durante los dos años subsiguientes, produjo
algunas de sus pinturas más memorables, en las
que su propia visión personal del efecto de la luz
en las personas y en los objetos estuvo unida a
una admirable seguridad en la composición y vi-
sión de las cualidades plásticas de la forma hu-
mana. En gran parte, se concentró en los placeres
urbanos, en la vida de la gente, en la difusa ale-
Auguste Renoir, El baile rural, 1890. Aguafuerte,
22 X 14.
gría parisiense que las futuras generaciones recor-
darían con melancolía (y quizás erróneamente)
como la belle époque. Típica de este período fue
33 Moulin de la Galette, una pintura expuesta en la
tercera exposición impresionista de 1877. Las en-
cendidas linternas chinas, las distancias opales-
centes, la sensación de vivacidad parecen iluminar
el lienzo desde el interior. Pero aún más admirable
que el fervor al estilo de Watteau del tratamiento,
es el modo en que una composición vasta e intrin-
cada, que incluye una multitud de gente (varios
fueron retratos de sus amigos, Frank-Lamy, Lhóte,
Cordey y Riviére) y una infinidad de poses y di-
recciones, ha sido resumida, en parte por la luz,
en parte por la estructura, en una unidad convin-
cente e ingeniosa.
Pero durante todo el tiempo los instintos de
Renoir lo empujaban en una dirección diferente.
Ante todo un profesional, no fue indiferente al
reconocimiento oficial y aunque éste no haya sido
el factor determinante en el cambio que empezó
a tener lugar a fines de los 70, debe haber tenido
algo que ver; de cualquier modo, lo alejó del grupo
como tal y sólo participó en otra ocasión en una
de sus exposiciones y eso sucedió a petición de
-35 Durand-Ruel. Es significativo que su retrato de Ma-
dame Charpentier y sus hijas, pintado en 1878,
haya obtenido un éxito resonante en el Salón del
año siguiente. «Renoir ha tenido un gran éxito en
el Salón; pienso que ahora ya está realmente lan-
zado, lo que-—como mala es la pobreza — es una
buena cosa», escribió Pissarro con su habitual gene-
rosidad. La simple composición triangular de las
figuras principales, equilibradas por la mesa y la
silla en un rincón, el perro postrado en el otro,
revela una espontaneidad más ordenada de lo que
hasta ese momento había existido en su obra; y
estas insinuaciones de una nueva austeridad están
reforzadas por un cierto rigor cromático.
En 1881, Renoir visitó Argelia y al año siguiente,
Italia, donde descubrió en la obra de Rafael pre-
cedentes intelectuales para continuar en la direc-
ción que seguía su instinto pictórico. Todavía uti-
lizando la luz como el elemento unificador en sus
pinturas, empezó ahora a preferir una definición
del contorno al estilo Ingres, una forma más está-
tica y abiertamente geométrica de composición,
una pincelada menos espontánea y una paleta más
fría. Al mismo tiempo, sin embargo, aunque para
entonces parecía haberse vuelto incapaz de evitar
rostros estereotipados, su concepción de los temas
que pintaba era sorprendentemente fresca y vivida.
Nada puede revelar esto de modo más convincente
32 que la escena callejera titulada Los paraguas (Ga-
lería Nacional de Londres). Esta obra parece una
instantánea llena de deliciosas trepidaciones; y sus
elementos de consciente inventiva, la tonalidad
azulada y la serie de líneas paralelas que dominan
la composición, no perturban para nada su viva-
cidad documental. Esto es aún más admirable
cuando un análisis cuidadoso de la pintura mues-
tra que fue trabajada durante un período consi-
derable de tiempo y que fue incesantemente re-
construida. Las dos niñas y la dama detrás de
ellas muestran fuertes características del estilo
anterior de Renoir y apenas carecen de armonía
con respecto al sentido general de la pintura. Sin
duda, hay evidencia del intenso trabajo del pintor
y las partes del lienzo dadas vuelta por encima
del bastidor indican que la composición original
fue mucho más grande (véase Martin Davies, Na-
tional Gallery Catalogue: French School, Londres,
1946, núm. 3268) y que contenía elementos de una
falda púrpura de niña, una mano enguantada y el
bosquejo de la parte de un rostro.
Esta pintura parece marcar una tendencia a un
estilo cerebral como antítesis de un estilo sensual
(en términos renacentistas, un alejamiento de una
afiliación veneciana y una aproximación a un en-
foque florentino). Pero muy pronto esta tendencia
se vio revertida como si hubiera sido su intención
deliberada para reculer pour mieux sauter, y en el
punto en que comenzó a salir de eso, produjo
Les Grandes Baigneuses (Filadelfia), que puede con-
siderarse el último gran ejercicio en la tradición
renacentista, atemperado, no obstante, por esa
sensibilidad perceptiva que los impresionistas ex-
plotaron con tanto vigor.
Gradualmente y a medida que tenía más éxito
(y como consecuencia de esto y de la felicidad cada
vez mayor de su vida familiar), Renoir pudo pres-
tar más atención a pintar por placer. Siempre
había tendido a elegir temas populares y para
fines de los 80, se concentró más y más en temas
intimistes, retratos de su mujer y de sus hijos,
jarrones de flores, los deleites de la vida doméstica,
el hedonismo difuso de la buena vida y señaló
también —• en especial en una serie de retratos de
38 Gabrielle, una criada que se convirtió en parte
integrante de su iconografía — los placeres de la
cama así como de la mesa y del hogar.
Su facture se volvió progresivamente más
libre; grandes superficies del lienzo se disolvían
en revueltos remolinos de iridiscencia, a través de
los cuales emergían las formas modeladas en inun-
daciones blancas de luz, grises plateados y rojos
cobrizos. Aunque iba a transferir gran parte de su
interés en los volúmenes a la escultura, éste jamás
desapareció del todo de sus pinturas donde siempre
proporcionó un centro de interés y un punto de
37 referencia visual. Sus últimos cuadros, como El
niño pastor, brillan siempre con una rubicundez
casi insoportable; parecen al fuego. Toda la pro-
ducción de su último período está sujeta a muchas
explicaciones diversas. Las dos más obvias son
que la edad y la enfermedad paulatina (sufrió de
artritis reumática) debilitaron el dominio que po-
dían ejercer sus manos sobre el pincel y que esos
cambios en la vista que vienen en la senectud y
que influyeron a otros grandes coloristas como
Turner, perjudicaron su sensibilidad cromática.
También está el hecho de que pasó más tiempo
en el Sur de Francia pintando en su paisaje rosado
y soleado. Pero sea cual fuere la causa y por más
superficiales y evanescentes que puedan parecer
algunas de estas obras — y esto es verdad en espe-
cial con relación a los paisajes, ya que se trata
de una técnica que no se prestaba a una ejecución
adecuada de las distancias, su libertad, su «bas-
teza», su dependencia del gesto de la mano, explican
por qué algunos críticos ven en ellas los antece-
dentes del expresionismo abstracto de 1940 y 1950.
Describir a Degas y Cézanne como los disidentes
del impresionismo sería dar al movimiento un
dogma estético consistente que jamás poseyó. Des-
pués de todo, Manet fue el líder pese a sí mismo
y a lo largo de casi toda su carrera, estilísticamente,
estuvo más cerca de Degas que la mayoría de sus
colegas que practicaban los manierismos más abier-
tos que se suponía que el movimiento debía con-
denar. Cézanne, quien según un texto de historia
del arte finalmente destruyó el impresionismo, ex-
puso en dos de sus exposiciones (y probablemente
le hubiera gustado hacerlo en más ocasiones);
Degas, que según las opiniones de ese tiempo, era
un pintor «mejor», expuso en siete. De hecho, eran
polos opuestos y fue casi sólo por un accidente de
la historia que parecieron llegar a tener una afilia-
ción común.
X Hilaire-Germain-Edgar Degas (1834-1917) fue
por instinto, por educación y por elección, un
dandi/ baudelaireano tanto en su vida como en su
arte. Durante toda su carrera, sus pinturas, dibu-
jos y esculturas estuvieron marcados por una es-
pecie de pureza distante, casi masoquista. Es el
espectador apartado que describe con el mismo
ojo desapasionado, a los jóvenes espartanos en un
43 ejercicio (Galería Nacional, Londres, 1860) y a una
pareja aburrida y desilusionada sentada con aire
triste frente a sus vasos de ajenjo (Louvre, 1876).
Por supuesto, los temas son absolutamente dife-
rentes: uno vuelve la mirada a David, el otro mira
adelante en dirección de Toulouse-Lautrec. Los
estilos son distintos: uno tiene los claros contornos
de una pintura florentina, el otro, el tratamiento
libre, espontáneo, de alguien que ha experimentado
los descubrimientos del impresionismo aunque no
se ha visto inundado por los mismos. Pero ambas
obras son frías para nuestra sensibilidad contem-
poránea.
Al igual que Berthe Morisot, Degas era miem-
bro de una familia de banqueros; empezó sus es-
tudios en la École des Beaux Arts y tuvo una
temprana y provechosa experiencia en Italia donde
hizo copias meticulosas de las obras de Leonardo,
Pontormo y otros. Fue durante este período que
adquirió sus brillantes habilidades como dibujante
en la tradición clásica, habilidades que luego ca-
racterizarían toda su obra y que serían la fuente
de su grandeza y de su debilidad. Es interesante
comentar su actitud con respecto al arte de su
tiempo en el sentido de que no vio nada incon-
gruente en exponer uno de los cuadros más impor-
tantes de este período de su desarrollo en la quinta
exposición impresionista de 1880. Se trata de las
jóvenes espartanas (el título de la Galería Nacio-
nal Jóvenes espartanas haciendo ejercicio, es un tanto
recatado; Degas lo llamó Petites filies spartiates
provoquant des garQons). De forma ciertamente
apropiada, conoció a Manet mientras copiaba un
Velázquez en el Louvre. Se hicieron íntimos ami-
gos y aliados en lo artístico. Al año siguiente,
Degas fue a hacer una breve visita a los Estados
42 Unidos donde pintó El comercio del algodón en
Nueva Orléans (Musée des Beaux Arts, Pau) que
corporizó las cualidades que había adquirido su
pintura en el momento en que se puso en contacto
con el impresionismo. Muchas de ellas eran carac-
terísticas ejemplares que el grupo ya éstaba con-
virtiendo en artículos de doctrina: la sensación de
realidad; el realismo social de la temática; lo ins-
tantáneo del momento en que los comerciantes
fueron atrapados (la fotografía iba a tener una in-
fluencia más definitiva en Degas que en cualquier
otro miembro del grupo); la nitidez subyacente del
dibujante; el modo en que un grupo de figuras
aparentemente casual cubre una composición so-
fisticáda e ingeniosa. La técnica pictórica es aún
básicamente tradicional, próxima de hecho al pri-
mer Manet, pero bajo ninguna circunstancia se
podría haber confundido esta obra con una pintura
«académica».
El ángulo de perspectiva es inusual y subraya
el motivo de la composición, la cuña diagonal de
las figuras que desaparece en un rincón distante
de la habitación. Este deleite en lo difícil siempre
iba a permanecer como una de las características
principales de la obra de Degas. Un ejemplo aún
39 más impresionante del mismo período es En las
carreras (Louvre), pintado entre 1869 y 1872; aquí
el ángulo desde el cual el pintor ve los caballos,
la pista y la tribuna requiere tal excelencia técnica
que uno recuerda de inmediato a esos maestros
renacentistas como Uccello y Mantegna quienes
también se plantearon problemas de perspectiva
de una complejidad abrumadora. En esta obra,
otro de sus artificios favoritos se pone de mani-
fiesto: empujar hasta los bordes de la tela grandes
secciones de la composición de modo que a veces
quedan cortadas, como en una fotografía, y la
imaginación del espectador puede dedicarse a vi-
sualizar su continuidad en su propio ambiente
espacial. Degas canonizó lo casual, confiriendo al
momento de la observación una sensación de per-
petuidad que nunca se había conocido hasta en-
tonces en el arte. Al mismo tiempo, fue el más
grande retratista que produjo el movimiento. Re-
noir, por ejemplo, fue una manierista facial que
hizo que todos sus rostros parecieran vagamente
similares. Quizás este efecto apareció porque el
retrato exige un cierto énfasis estructural si va a
ser algo más que un pretexto para el ejercicio de
ciertas preocupaciones pictóricas: el modelo no es
más intrínseco a la totalidad de la pintura que
una manzana para Cézanne o una guitarra para
un cubista. Pero Degas era una cámara viviente,
anotando y registrando, a veces con despreocupa-
40 ción, a veces con ternura, como en Cabeza de una
joven (Louvre, 1867), a veces con una profunda
visión psicológica.
Linda Nochlin ha sugerido lo siguiente (Realism,
Londres, 1971, pág. 198) de la forma más convin-
41 cente a propósito de La familia Bellelli, de 1858-
17-18 1862: «Si bien Bazille, en su representación de la
alta clase media, ha rechazado con firmeza la au-
reola de sentimentalismo o nostalgia que a veces
parece inherente al tema de la familia, transfor-
mando el tema en un motivo moderno tanto en
el tono emocional como en la estructura pictórica,
Degas fue un paso más allá e hizo del retrato
familiar La familia Bellelli una ocasión para el
registro desapasionado y objetivo de sutiles ten-
siones psicológicas y divisiones internas en la re-
presentación de un grupo refinado de la aristocra-
cia segundona italiana. Una vez más las implica-
ciones están construidas dentro de la estructura
pictórica; no hay ninguna anécdota significativa
que sirva como «propósito» de la imagen como
existe en gran parte del trabajo inglés contem-
poráneo representando una clase similar en una
situación de abierto rompimiento interno y ex-
terno».
Pocos artistas han tenido un sentido más agudo
de la estructura pictórica que Degas. La esponta-
neidad de su obra es una ilusión aunque infinita-
mente satisfactoria. Su lógica composicional es
absoluta y su tratamiento de la realidad se subor-
dina siempre a la necesidad de la representación
total. Fue en este punto que él se separó más
decisivamente del impresionismo y en el que se
mostró con más claridad como un clásico que
trabajaba dentro de un marco romántico. A la
primera exposición impresionista, envió diez pin-
-46 turas incluyendo El foyer de baile (Louvre), y
continuó exponiendo en todas las demás exposi-
ciones. El impresionismo había contribuido mucho
a su arsenal técnico. Había llegado al movimiento
como alguien dependiente, en la tradición de In-
gres, de una perfección lineal que había sido incul-
cada trabajosamente en sus cuadernos de dibujo.
El impresionismo le proporcionó un nuevo sentido
del valor de la luz como medio de aumentar el
volumen, la vibración y la sugerencia de una di-
mensión más profunda que aquella que ofrecía la
perspectiva tradicional. Su pintura siempre fue
fina; nunca tuvo la cualidad gruesa que caracte-
rizó la técnica de Monet o de Pissarro. Sus formas
jamás se disolvieron en la luz; la luz las acentuaba
y moldeaba.
Aparte de los retratos, la temática de la obra
de Degas es de un interés considerable y signifi-
cativo. Los primeros temas clásicos fueron segui-
dos por unas series dedicadas a los hipódromos,
44 el ballet, la ópera, el teatro (El ensayo), los des-
cansos favoritos de la sociedad amable, en contra-
posición, por ejemplo, a los entretenimientos más
plebeyos que prefería pintar Renoir. En los años 80,
sin embargo, durante un período en el que usó
cada vez con más frecuencia el pastel como medio
para obtener justamente esos elementos de espon-
taneidad y vibración que tanto deseaba, Degas
tornó su atención a las intimidades de la mujer
con una casi vengativa observación aguda, delei-
tándose en expresar las poses aparentemente menos
graciosas y las acciones más indignas, pero a dife-
rencia de las pinturas de boudoir del siglo anterior,
eran enteramente desprovistas de sensualidad; ésas
obras fueron las precursoras de uno de los temas
dominantes del arte de fines del x i x . En parte se
inspiraron en la fascinación romántica por lo sór-
dido —la nostalgie de la boue—- que Baudelaire
había sido el primero en poner al descubierto;
pero en mucho mayor grado, se trató de un sub-
producto de actitudes que caracterizaron a toda
la ideología impresionista. Eran temas sinceros,
reales, y por sobre todas las cosas, eran total-
mente ajenos a cualquier cosa que hubieran hecho
antes los artistas; por lo tanto, podían ser enfo-
cados con ojos libres de las convenciones aceptadas.
No tenían precedentes y en consecuencia estaban
dotados de una honestidad visual que ya era in-
47 dispensable al arte vivo; una obra como Mujer
peinándose los cabellos es un punto de partida
genuinamente refrescante.
V Otro recluta del impresionismo llegado del mundo
de los bancos, fue Mary Cassatt (1845-1926) que
nació en Pittsburgh en el seno de una familia de
origen francés. Preparada en la Academia de Be-
llas Artes de Pennsylvania, en Filadelfia, llegó a
Europa cuando tenía veintiún años y se impuso
el mismo estudio riguroso de los maestros del
dibujo, en especial Correggio e Ingres, que había
experimentado Degas. Quizás por eso él quedó tan
impresionado por una de las pinturas de Cassatt
en el Salón de 1874; a partir de ese momento se
estableció una íntima relación entre ellos. Aunque
en realidad, ella nunca fue su alumna, Degas la
influenció del mismo modo que Manet a Berthe
Morisot. Pero Mary Cassatt tenía una individua-
48 lidad muy propia y cultivó los íntimos temas do-
mésticos con una sensibilidad y encanto que no
permiten que nadie acepte las analogías hechas
entre ella y Henry James. Se realizó a sí misma
como creadora de grabados, un medio que la ma-
yoría de los impresionistas, en especial Degas y
Pissarro, utilizaron en un momento u otro, y ob-
tuvo éxitos especiales con aguafuertes de tono
suave que demostraban a las claras la influencia
que liabía ejercido en ella el arte japonés. Tuvo
también importancia su actividad como divulga-
dora del impresionismo en los Estados Unidos, no
sólo por haber abierto un nuevo y ávido mercado
de arte, sino por haber influido la obra de pin-
tores como Theodore Robinson, Ernest Lawson y
Arthur Clifton Goodwin.
Paul Cézanne, al igual que Degas, reaccionó
profundamente en pro y en contra del impresio-
nismo; y hubo algo complementario en las reac-
ciones de ambos. Mientras uno se dirigió a un
estructuralismo lineal, extendido y difundido por
la interacción de luz y sombra, el otro introdujo
en su obra una luz que es reforzada por masas
cromáticas y que a su vez, las realza. Los dos
estuvieron interesados en nuevos conceptos de es-
pacio, que eventualmente iban a revolucionar el
arte europeo, pero Cézanne fue mucho más lejos
en esta dirección que Degas al controlar la pers-
pectiva en varias direcciones y de ese modo, abrió
una síntesis enteramente nueva de expresión vi-
sual. Como él mismo dijo en una oportunidad:
«siempre seré el primitivo del sendero que he des-
cubierto».
y Cézanne (1839-1906) nació y murió en Aix-en-
Provence (fue otro impresionista más proveniente
de una familia de banqueros) y tuvo la ventaja
de ser compañero de estudios de Zola. En 1861,
persuadió a su familia a que le permitiera ir a
París donde trabajó de forma intermitente por un
tiempo en la Académie Suisse, pero allí estuvo
descontento, agresivo, melancólico y encontró poco
que admirar tanto en el trabajo de sus contempo-
ráneos como en el propio. Sentía pasión por la
pintura violenta y erótica, en colores borrosos, que
debían más a Delacroix que a cualquier otro, aunque
también había sugerencias de la influencia de Cour-
bet. En ese tiempo, parecía oscilar constantemente
Paul Cézanne, Cézanne de boina, ante un caballete.
Litografía, 33 x 29.

entre sueños extrañamente adolescentes y fríos


ensayos de observación directa; típica de lo pri-
mero es Una Olimpia moderna, de 1870, que puede
ser vista como un comentario engañoso sobre Ma-
net o corno una fantasía sexual. No se trataba de
que no estuviera en contacto con el movimiento.
En el curso de sus visitas intermitentes a París,
frecuentaba el Café Guerbois. Había tenido obra
presente en el Salón des Refusés y había presentado
regularmente, pero sin éxito, cuadros al Salón.
Recogió ideas de los impresionistas, pero su adhe-
sión al grupo nació más de un sentimiento genera-
lizado de revuelta contra el sistema que de cual-
quier disposición profunda de apoyo.
Sin embargo, cuando tuvo treinta y tres años,
experimentó un cambio que muy bien puede estar
relacionado con el hecho de que había logrado un
alto nivel de seguridad emocional por medio de la
estabilización de su relación con Marie-Hortense
Fiquet, una joven modelo, que ese mismo año le
dio un hijo. De una pertinencia más inmediata fue
su estancia durante dos años en Auvers-sur-Oise
donde trabajó con Pissarro. Esta era precisamente
la clase de experiencia que necesitaba. En vez de
los retazos confusos y a menudo contradictorios
de doctrina y teoría que sacaba de los cafés de
París, le fueron presentadas, en el medio ambiente
apropiado, las demostraciones prácticas de un ar-
tista que no sólo sabia qué significaba el impre-
sionismo, sino que lo había sintetizado en una
fórmula coherente y transmisible. El efecto que
esto tuvo en Cézanne fue inmediato. Empezó a
llevar a cabo observaciones directas de la natu-
raleza; empezó a lograr esa fusión óptica de tona-
lidades que fue uno de los descubrimientos eman-
cipadores del movimiento. Su paleta adquirió lumi-
nosidad y aunque sus pinturas nunca iban a
alcanzar esa cualidad documental que Pissarro,
Monet, Renoir y Degas llegaron a obtener con
frecuencia, s.e vieron libres de su anterior icono-
grafía de violencia.
Durante los cuatro años siguientes, su relación
con el impresionismo oficial (si la frase en sí no
es contradictoria) fue muy fuerte y Cézanne ex-
puso en las exposiciones de 1874 y 1877. A la
49 primera envió tres obras incluyendo Hombre con
sombrero de paja, en la que alcanzó su objetivo
de una casi solidez palpable de forma, lograda por
medio de una simplicidad de composición en la que
el color reforzaba y complementaba la unidad de
la pintura en vez de ser una mera apariencia de sus
formas. Mientras que en la mayoría de los impre-
sionistas las formas parecen nadar hacia el espec-
tador a través de una bruma de luz, en Cézanne,
incluso en este período, la luz parece salir de las
formas y cuando dijo: «la luz devora a la for-
ma; se come al color», fue casi una queja. En
cierto modo, debido a una cierta ineptitud técnica
contra la que tuvo que luchar para superar, Cé-
zanne poseía un sentido de inocencia cuando se
enfrentaba al tema que un pintor como Degas
sólo podía lograr mediante los procesos más com-
plicados. Lo que Cézanne siempre representó fue
su propia reacción personal a lo que veía, una
especie de realismo psicológico.
Pero en todo momento, algo distinto lo hacía
agitar: el deseo a menudo repetido de crear una
síntesis de disciplina renacentista y verdad impre-
sionista para «rehacer a Poussin a partir de la
naturaleza» y «hacer del impresionismo algo sólido
y durable como los Viejos Maestros». Lo que real-
mente quiso fue organizar en un papel estructural
y sólido todos aquellos elementos visuales que se
podían expresar verazmente sólo con la técnica
impresionista. Muchas cosas absurdas se han es-
crito sobre este punto y la advertencia de Clement
Greenberg resulta especialmente pertinente: «Los
impresionistas, tan consistentes en su naturalismo
como sabían que tenían que serlo, habían permi-
tido que la naturaleza les dictara el diseño general
y la unidad de la pintura, además de sus partes
componentes, y en teoría rechazaron interferir
conscientemente en sus impresiones ópticas. Pese
a todo ello, sus obras no carecen de estructura;
en el momento en que una obra impresionista
alcanzaba el éxito, es seguro que tenía una unidad
apropiada y satisfactoria, como debe hacerlo cual-
quier obra de arte prominente. (El juicio exagerado
de Roger Fry y otros sobre el éxito de Cézanne
en hacer exactamente lo que decía que quería
hacer es responsable del equívoco acerca de la
carencia de estructura en los impresionistas; por
el contrario, los impresionistas lograron la estruc-
tura por medio de la acentuación y modulación
de puntos y áreas de color y valor, una especie de
«composición» que no es inherentemente inferior a
— o menos «estructural» que —otras especies.) Aun-
que estaba dedicado al tema de la naturaleza en
todas sus posibilidades, Cézanne sintió, sin em-
bargo, que no podía por sí mismo proporcionar
una base suficiente para la unidad pictórica; lo
que él quería tenía que ser más enfático, más tan-
gible en su articulación y por ende, supuestamente
más «permanente». Y se lo tenía «que leer en la
naturaleza» (Art and Culture, Londres, 1973, pá-
gina 51).
Los cambios que sufrió su arte durante los veinte
años siguientes, y que iban a conectar al mundo
de los impresionistas con el mundo de Braque,
Léger y Ozenfant, fueron todos motivados por su
deseo apasionado de crear una nueva sintaxis clá-
sica con el vocabulario de los impresionistas. A ve-
ces intervinieron factores externos, en especial a
propósito de sus paisajes. El cambio geográfico de
los pequeños pueblos familiares del Pontoise a las
extensiones más grandes y exageradas del sur, con
su fuerte y penetrante sol, sus inmensas distancias
aparentes al ojo, sus campos cuadriculados y mon-
tañas confluentes, lo llevó a realizar la investiga-
ción más despiadada de los mecanismos de la com-
posición que la que llevara a cabo cualquiera de
sus contemporáneos. Siguió dos enfoques distintos,
que coincidían exactamente con aquellos que luego
iba a practicar el cubismo en las primeras dos
52 décadas del siglo x x . En pinturas como Castaños
51 en el Jas de Bouffan (1883) o en Mont Sainte-
Victoire del mismo año, adoptó un proceso de
síntesis: cubos grandes y pequeños están agrupa-
dos en una sola masa para crear la imagen. En
otras (y aquí nuevamente la preocupación por el
53 Mont Sainte-Victoire sirve como piedra de toque),
predomina un enfoque analítico: las formas son
extraídas de lo que se ve; el volumen está diso-
ciado en ciertos puntos dramáticos alrededor de
los cuales se forma una nueva estructura. Todo el
lienzo está en movimiento mientras las teseras de
pintura tiemblan entre la impresión de superficie
54-56 y la imagen que crean. En todos los paisajes, el
sentido de espacio es más emotivo que descrip-
tivo, de modo que, a la gran distancia que en oca-
siones pinta el Mont Sainte-Victoire, uno puede
sentir, aunque no las puede ver, las zonas inter-
medias.
La organización de volúmenes alrededor de un
punto culminante es también muy evidente en los
50 retratos de Cézanne, como el de Chocquet (1877),
donde cada parte del modelo está dividida en
unidades de volúmenes coloreados que se unen
para crear la totalidad de la imagen. Luego, sin
55 embargo, en especial en la serie Los jugadores de
cartas, Cézanne parece extender su pasión por los
volúmenes a proporciones euclidianas: cada parte
de cada figura, está expresada en términos de ci-
lindros o cubos, pero el proceso nunca es llevado
a sus límites lógicos; y los pliegues en las ropas,
las pipas, los rostros, el fondo, tienen una exqui-
sitez al estilo Courbet que contrarresta la seve-
ridad del modelado. «Si pintas, no puedes evitar
dibujar como lo haces», dijo en una oportunidad
a Emile Bernard, y a veces resulta difícil dejar de
sentir que la totalidad de su concepto creativo
57 estaba orientada a la naturaleza muerta, un mundo
que se prestaba perfectamente a la exhibición de
esa solidez, esa rotundidad que tanto le fascinaba.
Su fruta tiene la cualidad eterna de la vegetación
en un poema naturalista del siglo x v n hecho por
Herrick o Trábeme; pero esto se debe a que sus
pinturas son objetos autónomos, y los elementos
que las constituyen son válidos por la mera razón
de estar en ellas. Las manzanas y las naranjas son
la pintura; la pintura son las manzanas y las
naranjas.
Cézanne fue más que ningún otro artista quien
transmutó el impresionismo y lo convirtió en un
modo de visión y una técnica que superarían en
mucho los límites del siglo x i x ; este hecho ha
llevado a la formulación de adulaciones casi his-
téricas y por cierto nada críticas porque aunque
resulte irónico, el arte de Cézanne también ha
producido una gran cantidad de íláccido academi-
cismo bastante ajeno a las ideas de este artista.
Monet resumió claramente el último proceso del
impresionismo cuando dijo en 1880 que lo que en
un tiempo había sido una iglesia ahora era una
escuela, y como escuela se extendía rápidamente,
convirtiéndose en cada país donde llegaba, primero
en una forma artística sospechosa de ser revolu-
Paul Cézanne, Cuatro hombres bañándose.
Litografía, 50 x 41.

donaría, y luego, después de unas pocas décadas,


en un lenguaje oficial y moribundo. Y en todos
los casos, los primeros protagonistas del estilo
fueron los más vitales. En Alemania, Max Lie-
berman (1847-1935) y Max Slevogt (1868-1932);
en lo que ahora es Yugoslavia, Ivan Grohar
(1867-1911) y Matej Sternen (1870-1949) fueron
típicos de una generación que adaptó las técnicas
y las actitudes impresionistas y las transformaron
en un estilo nacional. Aparecieron grupos enteros
(en Amsterdam, por ejemplo) dedicados a la pro-
pagación del nuevo evangelio. Con Inglaterra, los
contactos siempre habían existido: estaba la in-
fluencia de Whistler que había estado relacionado
marginalmente con el movimiento; los escritos de
George Moore, y sobre todo el hecho de que en-
tre 1865 y 1892, Alphonse Legros, quien aunque
no era un impresionista, había sido amigo de
Manet y estuvo en íntimo contacto con las influen-
cias que crearon al grupo, enseñó primero en lo
que ahora es el Royal College y luego en el Slade.
Fue esta última institución la que creó el New
English Art Club, cuyos líderes, Steer, Tonks,
Orpen, McEvoy y John obtuvieron del impresio-
nismo ese impulso liberador que se ve más clara-
60 mente en Muchachas corriendo, muelle de Wal-
berswick, de Steer.
De hecho el impresionismo revolucionó el arte
y sin duda esta palabra se usó de forma poco
precisa para describir movimientos musicales y
literarios. Pero los elementos más vitales fueron
sus creadores y no sus imitadores, y en esto, Cé-
zanne no estuvo solo. En 1884 se fundó en París
una Société des artistes indépendants, la mayoría
de cuyos miembros estuvo conscientemente de-
dicada a renovar el impresionismo agregándole
las cualidades sistemáticas de que carecía. Su
objetivo fue proporcionar una armazón doctrina-
ria para las futuras evoluciones que darían luz a
la estructura basándose en puntos diminutos de
color puro aplicados de tal manera que se fun-
dieran cuando los percibía el espectador. La figura
más destacada del puntillismo fue Georges Seurat
(1859-1891) que, significativamente, había estu-
diado con Henri Lehmann, el discípulo de Ingres.
Siempre dispuesto a volver a aquellos esquemas
que el impresionismo ortodoxo se había propuesto
destruir, él continuó hasta en los últimos períodos
de su carrera intentando formular modos para ex-
presar la emoción y el sentimiento, de forma muy
parecida a lo que siglos antes habían llevado a
cabo los Caracci. Su temática estuvo decididamente
58 enraizada en la tradición impresionista (paisajes y
59 entretenimientos populares) y sus pinturas irradia-
ban un lirismo que tenía una relación poco aparente
con la austera ideología estética que estas pinturas
debieran ejemplificar.
Resultó inevitable que una doctrina tan atrayente
recibiera la adhesión de numerosos discípulos; en
Francia, las ideas de Seurat fueron seguidas por ar-
61 tistas como Paul Signac (1863-1935), Henri-Edmond
Cross (1856-1910) y Maximilien Luce (1858-1941);
fuera de Francia, tuvo especial vigencia en Bél-
gica donde a través de Theo van Rysselberghe
(1862-1926) y Henri van de Yelde (1863-1957) no
sólo creó un nuevo grupo, «La Sociedad de los
Veinte», sino que también contribuyó con mucha
fuerza e inspiración a las manifestaciones más bien
eclécticas del Art Nouveau. También en Italia,
donde el impresionismo había tenido pocas con-
secuencias, fue recibido con entusiasmo aunque se
le dio un matiz literario y naturalista en las obras
de Giovanni Segantini (1859-1899) y Gaetano Pre-
viati (1852-1920) que transmitieron sus actitudes
a los futuristas en cuya técnica resplandeciente,
tuvo claramente una influencia decisiva.
El neoimpresionismo es el obvio precursor de
casi todo el arte de dura arista que va de Braque
a Stella, y en este sentido, representa una de las
voces dominantes en el diálogo contemporáneo de
la pintura. Pero el otro, el arte «blando», también
proviene del impresionismo. La importancia de la
sinceridad creadora, la capacidad de expresar libre-
mente reacciones emocionales, de someterse al ins-
tinto de la mano y una toma de conciencia de tanto
el uso emotivo como el descriptivo y el analítico
del color, todas estas son cualidades que a través
62 de Van Gogh, en quien las obras de los impresio-
nistas tuvieron un efecto crucial y liberador, desem-
bocaron en los Fauves y los expresionistas abstrac-
tos. El impresionismo puso a la pintura en un nuevo
sendero y virtualmente todo lo que ha sucedido
desde entonces puede relacionarse con él.
Cronología

1 863. Salón des Refusés incluye obras de Manet, Cézanne,


Jongkind, Wihstler, Pissarro. Muere Delacroix.
1864. Manet, Renoir, Cézanne, Sisley y Bazille trabajan
como grupo en Chailly.
1865. Manet expone su Olympia que es objeto de una
violenta crítica adversa.
1867. La Exposición Mundial de París tiene salas dedi-
cadas a las obras de Manet y Courbet. Zola escribe sobre
la obra de Manet.
1869. Manet expone Déjeuner sur l'herbe en el Salón.
1870. Comienza la guerra franco-prusiana. Monet y
Pissarro se van a Inglaterra.
1872. Durand-Rovel expone pinturas impresionistas en
Londres.
1873. Segundo Salón des Refusés.
1874. Del 15 de abril al 15 de m a y o : primera exposición
impresionista en la galería Nadar, 35, boulevard des Ca-
pucines, con treinta participantes.
1875. LTn grupo de impresionistas organiza un remate
de pinturas en el Hotel D r u o t ; promedio de los precios:
144 francos.
1876. Segunda exposición de impresionistas. 11, rué le
Peletier, con dieciocho participantes que empezaron a
reunirse en el Café de la Nouvelle-Athénes.
1878. Exposición Mundial de París; Duret publica Les
impressionistes.
1879. Cuarta exposición impresionista, 28, avenue de
l'Opéra, con quince participantes; Manet expone su Eje-
cución de Maximiliano en Nueva York.
1880. Quinta exposición de impresionistas, 10, rué des
Pyramides, con dieciocho participantes.
1881. Sexta exposición impresionista, 35, boulevard des
Capucines, con trece participantes.
1882. Durand-Ruel organiza la séptima exposición im-
presionista y concerta muestras de las obras en Londres,
Berlín y Rotterdam. Importante exposición de grabados
japoneses en la galería de George Petit.
1883. Muere Manet.
1884. Exitosa exposición conmemorativa de la obra de
Manet. Se inicia el Salón des Indépendants.
1886. Octava y última exposición impresionista en 1, rué
Lafitte, con diecisiete participantes. Zola publica L'Oeu-
vre, basada en su relación con Cézanne, y Van Gogh llega
a París. Durand-Ruel realiza una exposición de impresio-
nistas en Nueva York.
1889. Monet y Rodin exponen en la galería de George
Petit.
1890. Muerte de Van Gogh.
1891. Muerte de Jor.gkind y Seurat.
1892. Pissarro hace una exposición retrospectiva en la
galería de Durand-Ruel.
1895. Muerte de Berthe Morisot.
1899. Muerte de Sisley.
1903. Muerte de Pissarro.
1906. Muerte de Cézanne.
1917. Muerte de Degas.
1919. Muerte de Renoir.
1926. Muerte de Monet.
1927. Muerte de Guillaumin.

Bibliografía complementaria
Probablemente se han escrito más libros sobre el im-
presionismo y sobre los artistas involucrados que sobre
cualquier otro tema en la historia del arte. No obstante,
de lejos lo mejor es The History of Jmpressionism, Nueva
York, 1940; segunda edición, 1961, de John Rewald (trad.
castellana, Hria. del Impresionismo, Seix Barra], 1972);
este libro además contiene una buena bibliografía. De
casi el mismo valor y de algún m o d o más útil ya que
examina con alguna profundidad las reacciones críticas
ante el impresionismo y en un sentido general, está más
al día, es el artículo en The Encyclopaedia of World Art,
Nueva York, 1967. Anterior pero de gran valor docu-
mental es Les Archives de l'impressionisme, París, 1939
(dos volúmenes).
Otros estudios generales importantes son: R a v m o n d
Cogniat, Au temps des Impressionistes, París, 1950 (ver-
sión inglesa, Nueva York, 1951); Jean Leymarie, L'im-
pressionisme, Ginebra, 1955 (versión inglesa, Ginebra,
1955). Dos ejemplos interesantes de estudios más breves
son: William Gaunt, The Impressionists, Londres y
Nueva York, 1972 (trad. castellana, los Impresionistas,
Ed. Labor, 1973); Basil Taylor, The Impressionists and
Their World, Londres, 1953.
De hecho, existe una gran riqueza de material docu-
mental consistente en especial de varias ediciones de
cartas y otros escritos importantes de la mayoría de los
principales protagonistas; el material de Berthe Morisot,
Pissarro, Bazille, Degas, J. E. Blanche, es de interés
especial.
Una gran cantidad de información valiosa y estimulante
se puede hallar en muchos libros periféricos, entre los que
se pueden citar los siguientes: A . Boime, The Academy
and French Painting in the Nineteenth Century, Londres,
1971; T. J. Clark, Image of the People, Londres y Green-
wich, Connecticut, 1973; M. Easton, Artists and Writers
in Paris: 1803-1867, Londres, 1964; U. Finke (ed.), French
Nineteenth-Century Painting and Literature, Manchester,
1972; A. Scliarf, Art and Photography, Londres, 1968;
L. Nochlin, Realism, Londres y Nueva Y o r k , 1971.
LISTA DE ILUSTRACIONES
Las medidas están señaladas en centímetros, primero la altura.

1 Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875), Avignon desde


el oeste, h. 1836. Óleo sobre lienzo, 34 x 73. Galería Na-
cional, Londres (legado de Sir Hugh Lañe). Véase pá-
gina 16.
2 Eugéne Boudin (1824-1898), Jetty en Trouville, 1865,
34 x 58. Colección privada, Nueva York. Véase página 16.
3 Édouard Manet (1832-1883), Olympia, 1863. Óleo sobre
lienzo, 130 x 190. Louvre, París. Véase página 18.
4 Édouard Manet (1832-1883), Le Déjeuner sur l'herbe, 1863.
Óleo sobre lienzo, 214 x 270. Louvre, París. Véase pá-
gina 18.
5 Édouard Manet (1832-1883), Eva Gonzalés, 1870. Óleo
sobre lienzo, 191,1 x 133,3. Galería Nacional, Londres.
Véase página 20.
6-7 Édouard Manet (1832-1883), Paseo en bote, 1874. Óleo
sobré lienzo, 95,7 x 130. Museo Metropolitano de Arte,
Nueva York. Véase página 20.
8-9 Édouard Manet (1832-1883), Un bar en el Folies-Bergére,
1882. Óleo sobre lienzo, 95,2 x 129,5. Instituto de Arte
Courtauld, Londres. Véase página 20.
10 Édouard Manet (1832-1883), Camarera sirviendo jarras,
h. 1878-1879. Óleo sobre lienzo, 77 X 65. Louvre, París.
Véase página 20.
11 Édouard Manet (1832-1883), Música en las Tullerías, 1862.
Óleo sobre lienzo, 76 x 118. Fideicomisarios de la Galería
Nacional, Londres. Véase página 19.
12 Berthe Morisot (1841-1895), La cuna, 1873. Óleo sobre
lienzo, 56 x 46. Louvre, París. Véase página 23.
13 Berthe Morisot (1841-1895), En el comedor, 1886. ó l e o
sobre lienzo, 61,6 x 50,2. Galería Nacional de Arte, Wash-
ington, Colección Chester Dale. Véase página 24.
14 Claude Monet (1840-1926), Otoño en Arge.nteuil, 1873.
Óleo sobre lienzo, 56 x 75. Galerías del Instituto Courtauld,
Universidad de Londres. Véase página 26.
15 Claude Monet (1840-1926), Gare Saint-Lazare, 1877. Óleo
sobre lienzo, 75 X 100. Louvre, París, Véase página 26.
16 Claude Monet (1840-1926), Álamos en el Epte, 1891. Óleo
sobre lienzo, 101 x 66. Museo de Arte de Filadelfia.
Véase página 26.
17-18 Frédéric Bazille (1841-1870), Reunión de familia, 1867. Óleo
sobre lienzo, 152 x 230. Louvre, París. Véase página 30.
19 Claude Monet (1840-1926), Mujeres en el jardín, 1866-1867.
Óleo sobre lienzo, 255 x 205. Louvre, París. Véase pá-
gina 27.
20 Claude Monet (1840-1926), El puente en Argenteuil, 1874.
Óleo sobre lienzo, 60 x 80. Louvre, París. Véase página 26.
21 Claude Monet (1840-1926), Nenúfares: crepúsculo (detalle),
1914-1918. Óleo sobre tabla, 197 x 594. Musée de l'Oran-
gerie, París. Véase página 26.
22 Alfred Sisley (1839-1899), Molesey Weir, Hampton Court,
h. 1874. Óleo sobre lienzo, 51 x 69. Galería Nacional de
Escocia, Edimburgo. Véase página 28.
23 Alfred Sisley (1839-1899), Inundaciones en Port-Marly,
1876. Óleo sobre lienzo, 60 x 81. Louvre, París. Véase
página 29.
24 Alfred Sisley (1839-1899), Canal Saint-Martín, Paris, 1870.
Óleo sobre lienzo, 50 x 65. Louvre, París. Véase página 29.
25 Alfred Sisley (1839-1899), Mañana brumosa, 1874. Óleo
sobre lienzo, 50 x 61. Louvre, París. Véase página 28.
26 Camille Pissarro (1830-1903), Autorretrato, 1873. ó l e o sobre
lienzo, 56 x 46,7. Louvre, París. Véase página 32.
27 Camille Pissarro (1830-1903), Retrato de Félix, 1883. Óleo
sobre lienzo, 55,3 X 46,3. Galería Tate, Londres.
28 Camille Pissarro (1830-1903), Lower Norwood, Londres,
1870. Óleo sobre lienzo, 35 x 41. Fideicomisarios de la
Galería Nacional, Londres. Véase página 34.
29 Camille Pissarro (1830-1903), Place du Théátre Frangais,
1898. Óleo sobre lienzo, 72,5 x 93. Museo de Arte del
Condado, Los Angeles. Colección Gard de Sylva. Véase
página 36.
30 Camille Pissarro (1830-1903), La pequeña doncella del
campo, 1882. Óleo sobre lienzo, 63,5 x 53. -Galería Tate,
Londres. Véase página 37.
31 Claude Monet (1840-1926), En la playa. Trouville, 1870.
Óleo sobre lienzo, 38 x 46. Fideicomisarios de la Galería
Nacional, Londres. Véase página 26.
32 Auguste Renoir (1841-1919), Los paraguas, h. 1884. Óleo
sobre lienzo, 180 x 115. Fideicomisarios de la Galería
Nacional, Londres. Véase página 41.
33 Auguste Renoir (1841-1919), Moulin de la Galette, 1876.
Óleo sobre lienzo, 131 x 175. Louvre, París. Véase pá-
gina 40.
34-35 Auguste Renoir (1841-1919), Madame Charpentier y sus
hijos, 1876. Óleo sobre lienzo, 153,6 X 190,2. Museo Me-
tropolitano de Arte, Nueva York. Véase página 40.
36 Auguste Renoir (1841-1919), La caja, 1874. Óleo sobre
lienzo, 80 x 64. Galerías del Instituto Courtauld, Univer-
sidad de Londres. Véase página 38.
37 Auguste Renoir (1841-1919), El niño pastor, 1911. Óleo
sobre lienzo, 75 x 92,7. Museo de la Escuela de Diseño
de Rhode Island, Providence. Véase página 42.
38 Auguste Renoir (1841-1919), Gabrielle con rosas, 1911.
Óleo sobre lienzo, 55,5 X 47. Louvre, París. Véase pá-
gina 42.
39 Edgar Degas (1834-1917), En las carreras, 1869-1872.
Aceite secante sobre lienzo, 46 x 61. Louvre, París.
Véase página 44.
40 Edgar Degas (1834-1917), Cabeza de una joven, 1867.
Óleo sobre lienzo, 27 X 21,9. Louvre, París. Véase pá-
gina 45.
41 Edgar Degas (1834-1917), La familia Bellelli, 1860-1.862.
Óleo sobre lienzo, 200 x 250. Louvre, París. Véase pá-
gina 45.
42 Edgar Degas (1834-1917), El comercio de algodón en Nueva
Orléans, 1873. Óleo sobre lienzo, 74 x 92,1. Musée des
Beaux-Arts, Pau. Véase página 44.
43 Edgar Degas (1834-1917), Absinthe, 1876. Óleo sobre
lienzo, 92 x 68. Louvre, Paris. Véase página 43.
44 Edgar Degas (1834-1917), El ensayo, h. 1877. Óleo sobre
lienzo, 66 x 100. Galería de Arte de Glasgow, Escocia
(Colección de Sir William Burrel). Véase página 46.
45-46 Edgar Degas (1834-1917), El foyer de baile en la Ópera,
1872. Óleo sobre lienzo, 32 x 46. Louvre, París. Véase
página 46.
47 Edgar Degas (1843-1917), Mujer peinándose los cabellos,
h. 1887-1890. Pastel, 82 x 57. Louvre, París. Véase pá-
gina 48.
48 Mary Cassatt (1845-1926), Muchacha arreglándose los ca-
bellos, 1886. Óleo sobre lienzo, 75 x 62. Galería Nacional
de Arte, Washington, Colección Chester Dale. Véase pá-
gina 48.
49 Paul Cézanne (1839-1906), El hombre con un sombrero
de paja, 1870-1871. Óleo sobre lienzo, 54,9 x 39. Museo
Metropolitano de Arte, Nueva York. Véase página 51.
50 Paul Cézanne (1839-1906), Retrato de Chocquet, 1875-1877.
Óleo sobre lienzo, 46 x 36. Colección privada. Véase pá-
gina 54.
51 Paul Cézanne (1839-1906), Mont Sainte-Victoire, 1885-1887.
Óleo sobre lienzo, 66 x 90. Galerías del Instituto Courtauld,
Universidad de Londres. Véase página 53.
52 Paul Cézanne (1839-1906), Castaños en el Jas de Bouffon,
1885-1887. Óleo sobre lienzo, 73 x 92. Instituto de Arte
de Minneapolis. Véase página 53.
53 Paul Cézanne (1839-1906), Cantera y Mont Sainte-Victoire,
1898-1900. Óleo sobre lienzo, 65 x 81. Museo de Arte de
Baltimore. Véase página 53.
54 Paul Cézanne (1839-1906), Montañas en Provenza, 1886-
1890. Óleo sobre lienzo, 65 x 81. Galería Tate, Londres.
Véase página 53.
55 Paul Cézanne (1839-1906), Los jugadores de cartas, h. 1885-
1890. Óleo sobre lienzo, 47,5 x 57. Louvre, París. Véase
página 54.
56 Paul Cézanne (1839-1906), L'Estaque, 1885. Óleo sobre
lienzo, 71 x 56,5. Colección Lord Butler. Véase página 53.
57 Paul Cézanne (1839-1906), Naturaleza muerta con botella
de menta, 1890-1894. Óleo sobre lienzo, 65 X 76. Galería
Nacional de Arte, Washington, Colección Chester Dale.
Véase página 54.
58 Georges Seurat (1859-1891), Puente en Courbevoie, 1886-
1887. ó l e o sobre lienzo, 46 X 54,5. Galerías del Instituto
Courtauld, Universidad de Londres. Véase página 56.
59 Georges Seurat (1859-1891), Baño en Asniéres, 1883-1884.
Óleo sobre lienzo, 201 x 301. Fideicomisarios de la Ga-
lería Nacional, Londres. Véase página 56.
60 Philip Wilson Steer (1860-1942), Muchachas corriendo,
muelle de Walberswick, 1894. Óleo sobre lienzo, 62 X 93.
Galería Tate, Londres. Véase página 56.
61 Paul Signac (1863-1955), Pasarela en Debilly, h. 1926.
Óleo sobre lienzo, 65 x 81. Colección privada, Ginebra.
Véase página 57.
62 Vincent van Gogh (1853-1890), Pere Tanguy, 1887. Óleo
sobre lienzo, 92 x 73. Museo Rodin, París. Véase pá-
gina 57.

CUBIERTA:

Claude Monet (1840-1926), Amapolas silvestres (detalle),


1873. Óleo sobre lienzo, 50 x 64,8. Louvre, París.
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