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El nombre Iliá Ehrenburg se relaciona, en primer lugar, con el

intelectual que colaboró sin reservas con el régimen soviético, y, en


segundo lugar, con su amigo Vasili Grossman, con el que escribió, en
colaboración con terceros, el terrible El libro negro. Novelista criticado
en su país, en 1932 aceptó ser corresponsal del Izvestia en París,
convirtiéndose en un relevante periodista oficial que describía a Stalin
como «un capitán que permanece junto al timón… con el viento de
costado, mirando la oscuridad profunda de la noche… con un enorme
peso sobre sus hombros». Sus memorias, escritas al final de su vida y
que hoy presentamos por primera vez íntegras al lector español, son
un documento de primer orden para conocer aspectos fundamentales
de la convulsa historia del siglo XX. Aunque incómodas para el
régimen soviético (hasta 1990 no fueron editadas enteras y sin
censura), no dejan de ser los recuerdos de alguien que, en su
relación con los más relevantes intelectuales europeos, intentó
atraerlos a la propaganda del comunismo. Y, a su vez, fueron
también, como recuerda Nadiezhda Mandelstam, «el único de sus
libros que desempeñó un papel positivo en su país», porque —afirma
— abrió los ojos a una minoritaria intelligentsia.
Ilyá Ehrenburg

Gente, años, vida


(Memorias 1891-1967)

ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: Люди, Годы, Жизнь
Ilyá Ehrenburg[*], 1990
Traducción: Marta Rebón
En la cubierta, fotografía de El Lisitski

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Libro primero
1

Hace tiempo que me apetece escribir sobre varias personas con quienes me he
encontrado a lo largo de la vida, sobre algunos acontecimientos de los que he
sido partícipe o testigo, pero más de una vez he aplazado el trabajo, bien
porque me lo impedían las circunstancias, o porque me asaltaba la duda de si
lograría reconstruir la imagen de una persona, de un cuadro desteñido por el
paso de los años, de si podía confiar en mi memoria. Ahora, con todo,
emprendo la escritura de este libro: es imposible demorarlo por más tiempo.
Hace treinta y cinco años, en unos apuntes de viaje, escribí: «Este verano,
en Abrámtsevo, miraba los arces del jardín, los cómodos sillones. Aksákov[1]
sí que tuvo tiempo para reflexionar acerca de todo. Su correspondencia con
Gógol es la descripción pausada de un alma y de una época. Y nosotros, ¿qué
dejaremos? Acuses de recibo: “Percibí 100 rublos (cien rublos)”. Nosotros no
tenemos arces ni sillones, reposamos del devastador ajetreo de las
redacciones y de las antesalas en el compartimento de un vagón o en la
cubierta de un barco. Esto, sin duda, tiene una lógica. El tiempo se ha provisto
de un motor de gran cilindrada. Y a un automóvil no se le puede gritar:
“¡Detente, quiero verte con todo detalle!”. Sólo es posible hablar de la luz
fugaz de sus faros. O bien —es otra posibilidad— ir a parar bajo sus ruedas».
Muchos de mis coetáneos han acabado bajo las ruedas del tiempo. Si yo he
sobrevivido no ha sido por ser más fuerte o más sagaz que ellos, sino porque
hay épocas en que el destino del hombre se asemeja más a una lotería que a
una partida de ajedrez jugada conforme a todas las reglas.
No me faltaba razón al decir, hace ya mucho tiempo, que nuestra época
dejaría pocos testimonios vivos. Eran contadas las personas que llevaban un
diario. Las cartas se distinguían por su brevedad, su carácter práctico: «Estoy
vivo, ando bien de salud». Escaseaban también los libros de memorias. Esto
obedece a muchas razones. Me detendré en una de ellas, de la cual tal vez no
todo el mundo haya tomado conciencia: hemos estado en desacuerdo
demasiado a menudo con nuestro pasado para poder pensar en él como es
debido. En medio siglo han cambiado multitud de veces nuestras valoraciones
sobre las personas y los acontecimientos; las frases quedaban a medias; las
ideas y los sentimientos sucumbían a la influencia de las circunstancias. El
camino discurría por tierras vírgenes y la gente caía por los precipicios,
resbalaba, se aferraba a las ramas espinosas de un bosque muerto. En
ocasiones, la falta de memoria la dictaba el instinto de conservación: no se
podía avanzar con los recuerdos del pasado, pues ataban los pies. De niño, oí
un proverbio que dice así: «La vida es dura para quien lo recuerda todo», y
luego me convencí de que nuestra época ha sido demasiado difícil para cargar
con todo el peso de los recuerdos. Incluso acontecimientos que conmovieron
tanto a los pueblos como las dos guerras mundiales no tardaron en convertirse
en historia. Los editores de todos los países dicen ahora: «Los libros de
temática bélica no se venden». Hay quien ya no recuerda el pasado, hay quien
no quiere saber nada de él. Todos miran hacia delante y eso, por supuesto, es
bueno; pero los antiguos romanos no adoraban a Jano por capricho. Jano tenía
dos caras no porque fuese un hipócrita, como se suele decir, sino porque era
sabio: una de sus caras se hallaba vuelta hacia el pasado, la otra hacia el
futuro. El templo de Jano se cerraba únicamente durante los años de paz y, en
un milenio, eso sólo sucedió nueve veces: la paz, en Roma, era un
acontecimiento de lo más insólito. Mi generación no se parece a la de los
romanos, pero también nosotros podemos contar con los dedos de una mano
los años más o menos tranquilos. No obstante, y en esto nos diferenciamos de
los romanos, nosotros consideramos que sólo hay que pensar en el pasado en
épocas de paz consolidada…
Cuando los testigos callan, nacen las leyendas. A veces hablamos de
«asaltar Bastillas», si bien nadie tomó al asalto la Bastilla. El 14 de julio de
1789 no fue más que uno de los episodios de la Revolución francesa; los
parisinos penetraron con facilidad en la prisión, donde resultó que había muy
pocos reclusos. Sin embargo, el día de la toma de la Bastilla se convirtió para
los franceses en la fiesta nacional de la República.
Las imágenes que llegan de los escritores a las generaciones siguientes son
convencionales y, a veces, se hallan en total contradicción con la realidad.
Hasta hace poco Stendhal era considerado por los lectores un ser egoísta, un
hombre absorto en sus propias vivencias, cuando en verdad era sociable y
aborrecía el egoísmo. Se da por hecho que Turguéniev amaba Francia, pues
vivió allí un largo período de su vida e hizo amistad con Flaubert; en realidad,
no comprendía a los franceses y no le caían muy simpáticos. Otros dan por
sentado que Zola fue un hombre conocedor de todo tipo de tentaciones, sólo
ven en él al autor de Naná; otros, acordándose del papel que desempeñó en la
defensa de Dreyfus, ven en él al hombre público, al tribuno apasionado; pero
Zola, un orondo cabeza de familia, tenía un pudor fuera de lo común y, salvo
en los últimos años de su vida, se mantuvo alejado de las tormentas sociales
que se abatieron sobre Francia.
Cuando paso por la calle Gorki, veo a un hombre de bronce de aspecto
sumamente arrogante, y cada vez me sorprendo sinceramente de que sea el
monumento a Maiakovski, tan diferente es la estatua del hombre al que yo
conocí.
Antes era preciso que transcurrieran décadas, a veces incluso siglos, para
que se forjaran las figuras legendarias; ahora no sólo los aviones atraviesan,
veloces, los océanos, y la gente se desgaja al instante de la tierra y olvida la
mezcolanza de colores y la complejidad de sus relieves. A veces tengo la
impresión de que cierta ofuscación de la literatura —que en la segunda mitad
de nuestro siglo se percibe en casi todas partes— está relacionada con la
rapidez con que el día de ayer se transforma en algo convencional. El escritor
retrata muy pocas veces a los hombres tal y como existen en la vida real, los
Ivánov, Durand o Smith. Los protagonistas de las novelas son una amalgama
compuesta por multitud de personas que el escritor ha conocido, por su propia
experiencia y por su concepción del mundo. ¿Acaso la historia trabaja como
un novelista? ¿Es que los hombres vivos le sirven de prototipos que ella
refunde para escribir novelas, buenas o malas?
Todo el mundo sabe hasta qué punto pueden ser discordantes los relatos de
los testigos de uno u otro acontecimiento. A fin de cuentas, por muy buena fe
que tengan, en la mayoría de los casos los jueces deben fiarse de su propia
perspicacia. Cuando los autores de memorias afirman retratar su época con
imparcialidad, lo que casi siempre hacen es describirse a sí mismos. De
habernos creído la imagen de Stendhal creada por Mérimée, su amigo más
íntimo, nunca habríamos comprendido cómo un hombre mundano, ingenioso y
egocéntrico pudo describir las grandes pasiones humanas. Por fortuna,
Stendhal nos dejó sus diarios. La tormenta política que azotó París el 15 de
mayo de 1848 fue descrita por Hugo, Herzen y Turguéniev y, cuando leo sus
escritos, me parece que hablan de acontecimientos distintos.
A veces, la divergencia entre los testimonios viene dictada por diferentes
maneras de pensar y sentir, pero, otras, está relacionada con la habitual
desmemoria. Diez años después de la muerte de Chéjov, personas que lo
conocieron bien no lograban ponerse de acuerdo sobre el color de sus ojos:
¿eran castaños, grises o azules?
La memoria conserva ciertas cosas y desecha otras. Me acuerdo con todo
detalle de algunas escenas de mi niñez y de mi adolescencia que no son, ni por
asomo, las más importantes; recuerdo a algunas personas y a otras las olvidé
por completo. La memoria se asemeja a los faros de un vehículo que, de
noche, ora iluminan un árbol, ora una garita, ora a un hombre. Las personas —
en particular, los escritores— que relatan con elegancia y precisión sus vidas
a menudo llenan las lagunas con suposiciones; es difícil discernir dónde
acaban los auténticos recuerdos y dónde empieza la novela.
No tengo la intención de contar el pasado de manera ordenada, pues me
repugna mezclar los hechos reales con invenciones; además, he escrito muchas
novelas sirviéndome de recuerdos personales como material para la ficción.
Hablaré de ciertas personas y de diversos años, alternando los recuerdos con
mis pensamientos sobre el pasado. Por tanto, este libro hablará más de mí que
de mi época. Hablaré, por supuesto, de muchas personas que he conocido:
políticos, escritores, artistas, soñadores, aventureros. Los nombres de algunos
de ellos hoy son conocidos por todos, pero no soy un cronista imparcial y
serán sólo tentativas de retratos. Asimismo me esforzaré en describir los
acontecimientos, tanto los de envergadura como los insignificantes, no en
orden cronológico sino con relación a mi pequeño destino y en función de mis
pensamientos actuales.
Nunca he llevado un diario. Mi vida ha sido más bien agitada y no he
podido conservar las cartas de mis amigos. Me vi obligado a quemar
centenares de ellas cuando los fascistas ocuparon París y, más tarde, mi
tendencia, más que a conservarlas, fue a destruirlas. En 1936, escribí una
novela titulada Kniga dlia vzroslij [Libro para adultos], que se diferencia de
mis demás novelas porque en ella intercalé páginas de memorias.
Aprovecharé ciertos pasajes de ese viejo libro.
Considero que sería prematuro publicar algunos capítulos porque tienen
que ver con personas vivas o con acontecimientos que todavía no pertenecen a
la historia, y me esforzaré en no tergiversar nada de manera consciente, en
olvidarme del oficio de novelista.
La piedra es siempre fría, por naturaleza es diferente al cuerpo humano;
sin embargo, desde tiempos inmemoriales, los escultores han utilizado el
mármol, el granito o incluso el metal —el bronce— para representar al
hombre. Sólo recurrieron a la madera para realizar obras decorativas, aunque
la madera, por supuesto, es mucho más próxima a la carne. La piedra
cautivaba a los escultores porque es difícil de trabajar y, además, perdurable.
En los museos se yerguen hileras de estatuas de piedra; muchas de ellas son
hermosas, todas son frías. A veces, sin embargo, una estatua se calienta, cobra
vida ante los ojos de los visitantes de un museo. También quisiera yo, con mi
mirada afectuosa, hacer revivir algunas imágenes petrificadas del pasado; sí,
del mismo modo quisiera sentirme cercano a mi lector. Todo libro es una
confesión, y un libro de memorias es una confesión que no trata de ocultarse en
las sombras de unos personajes inventados.
2

Nací en Kiev el 14 de enero de 1891; la cifra de 1891 está bien grabada en la


memoria de los rusos y también en la de los vinicultores franceses. En Rusia,
ese año, azotaba la hambruna. La mala cosecha golpeó a veintinueve
provincias. Lev Tolstói, Chéjov y Korolenko intentaron auxiliar a los
hambrientos haciendo colectas de dinero y organizando comedores. Pero todo
aquello era una gota de agua en el mar y, durante mucho tiempo, 1891 se
conoció como «el año del hambre». Los vinicultores franceses se
enriquecieron con el vino de aquel año: la sequía quema el grano, pero mejora
la calidad de la uva; las fechas aciagas para los campesinos de la región del
Volga coinciden invariablemente con fechas alegres para los vinicultores de
Borgoña y Gascuña; todavía en la segunda década del siglo XX, los entendidos
buscaban vinos marcados con la fecha de «1891». En 1943 llegó a Moscú,
procedente de Leningrado, a través del «camino de hielo», un vagón del añejo
Saint-Émilion de 1891. El Samtrest[1] nos había pedido a Alekséi N. Tolstói y
a mí que controláramos la calidad del vino salvado. En las botellas
encontramos un agua acídula: el vino estaba muerto (contrariamente a una
leyenda ampliamente difundida, el vino, incluso el mejor, perece a la edad de
cuarenta o cincuenta años).
1891… ¡Qué lejana parece ahora esta fecha! En Rusia gobernaba
Alejandro III. Ocupaba el trono de Gran Bretaña la emperatriz Victoria, que se
acordaba bien del asedio de Sebastopol, los discursos de Gladstone, la
«pacificación» de la India. En Viena reinaba felizmente Francisco José,
entronizado en el memorable año de 1848. Todavía vivían los protagonistas de
los dramas y de las farsas del siglo pasado: Bismarck, el general Galliffet, el
famoso diplomático de la Rusia zarista Ignátiev, el mariscal MacMahon, Vogt,
conocido por nuestros estudiantes gracias al panfleto de Karl Marx. Todavía
estaba Engels en el mundo. Aún trabajaban Pasteur y Séchenov, Maupassant y
Verlaine, Chaikovski y Verdi, Ibsen y Whitman, Nobel y Louise Michel.
Rimbaud y Goncharov murieron ese mismo año.
Si se piensa ahora en 1891, el mundo ha cambiado tanto exteriormente que
parece que haya transcurrido no sólo la vida de una generación sino varios
siglos. París era una ciudad sin anuncios luminosos ni automóviles. Se decía
que Moscú era un «pueblo grande». En Alemania vivían sus últimos días los
románticos, enamorados de los tilos y de Schubert. América quedaba lejos, en
el otro extremo del mundo.
Ni Joliot-Curie, ni Fermi, ni Maiakovski, ni Brecht ni Éluard habían
nacido todavía. Hitler tenía dos años. El mundo parecía tranquilo: no había
guerra. Italia apenas lanzaba su primera mirada sobre Etiopía, Francia se
preparaba para conquistar Madagascar. Los periódicos hablaban de la visita
de la flota francesa a Kronstadt. La Triple Alianza contrarrestaría,
visiblemente, una entente entre Francia y Rusia. Los amantes de la alta política
decían: «El equilibrio europeo salvará la paz».
Rusia permanecía inmóvil. Alejandro III, tras aplastar la Naródnaia Volia,
[2] se había apaciguado un poco. Es cierto, coincidiendo con el Primero de

Mayo se celebró una pequeña manifestación en San Petersburgo. Es cierto, en


Samara Lenin leía a Marx. Pero ¿acaso podía inquietar eso al zar
todopoderoso? Imperturbable, Alejandro III se llevó la mano a la visera
cuando, durante la visita de la flota francesa, la orquesta tocó La Marsellesa.
Decía, satisfecho: «Se ha iniciado la construcción de la vía del Transiberiano,
pronto se podrá ir en tren desde Irkutsk hasta Moscú».
El Primero de Mayo era una novedad. En la colonia obrera de Fourmies,
en el norte de Francia, la policía abrió fuego en 1891 contra los manifestantes.
Los periódicos escribían: «Reaparecen las sombras funestas de los
comuneros».
En Alemania se acababa de fundar con grandes solemnidades la Liga
pangermánica. Se hablaba mucho del espacio vital, de la misión de Alemania,
de campañas venideras, y los padres de los futuros SS gritaban: «Hoch!».
Jaurès escribía en sus artículos que los vencedores no serían los verdugos
de Fourmies, sino los obreros, los internacionalistas, los defensores de los
derechos del hombre.
No, 1891 no está tan lejos: se cocía el puchero que nuestra generación ha
tenido que tragar copiosamente durante largo tiempo. La vida de cada ser
humano es sinuosa y complicada, pero cuando la contemplamos desde lo alto,
vemos que sigue una línea recta, oculta a ras de suelo. La gente que nació en
aquel apacible año de 1891, cuando había hambre en Rusia y un excelente
vino en Francia, iba a ser testigo de muchas revoluciones, de muchas guerras:
Octubre, los sputniks, Verdón, Stalingrado, Auschwitz, Hiroshima, Einstein,
Picasso, Chaplin.
El 14 de enero de 1891, el mismo día en que el destino quiso que yo viera
la luz en la empinada calle Institútskaia de Kiev, que va de Kreschátik a Lipki,
Antón Chéjov, que se hallaba entonces en San Petersburgo, escribía a su
hermana: «Me envuelve la atmósfera densa de un mal sentimiento, sumamente
indefinido y que me resulta incomprensible. Me ofrecen banquetes y me cantan
ditirambos insulsos y, al mismo tiempo, están dispuestos a comerme vivo. ¿Por
qué? El demonio los entiende. Si me pegara un tiro en la cabeza, procuraría un
gran placer a nueve de cada diez amigos y admiradores míos. ¡Y con qué
mezquindad expresan sus sentimientos mezquinos! Burenin[3] me ataca en un
artículo satírico, aunque en ninguna parte se acostumbra a atacar en los
periódicos a sus propios colaboradores».
He aquí lo que Burenin decía de Chéjov: «Esos talentos mediocres pierden
la habilidad de mirar directamente la vida que los rodea y huyen adonde los
lleve el viento». En enero de 1891, Chéjov empezó a escribir El duelo. Releo
a menudo sus obras y hace poco me sumergí de nuevo en la lectura de esa
novela corta. Como es natural, el tiempo ha dejado en ella su impronta. El
protagonista, Laievski, que languidece en un rincón apartado, sueña con volver
a San Petersburgo: «Los pasajeros del tren hablan de comercio, de cantantes
nuevos, de las simpatías franco-rusas, por todas partes se respira una vida
animada, cultural, vigorosa, intelectual». Pero yo sé del acercamiento franco-
ruso o del desarrollo del comercio sin leer El duelo. Cuando releo esta
novela, es en otra cosa en lo que pienso. Pienso en mi propia vida.
Laievski es un hombre débil, que se ha perdido y está desesperado: «Él
fue el responsable de que su deslucida estrella cayera rodando del cielo y de
que su estela se confundiera con las tinieblas de la noche; ya no volverá al
cielo, porque la vida se da sólo una vez, y no se repite. Si hubiera podido
recuperar los días y los años pasados, habría sustituido la mentira por la
verdad, la desidia por el trabajo, el aburrimiento por la alegría». Laievski,
alma extraviada, es el blanco de Von Koren, un hombre de ciencias exactas
pero de conciencia muy inexacta. «Puesto que es incorregible, sólo hay un
medio para hacerlo inofensivo […]. En aras de la humanidad y de nosotros
mismos, hay que aniquilar a semejantes hombres. Sin falta. [… ] No insisto en
la pena de muerte. Si se ha demostrado que es nociva, inventad algo diferente.
Si no se puede aniquilar a Laievski, aíslenlo, quítenle toda personalidad,
envíenlo a realizar trabajos de interés colectivo […]. Y si, orgulloso, se
resiste, ¡que le pongan grilletes! […]. Nosotros mismos debemos ocuparnos de
eliminar a los débiles e inútiles; de lo contrario, cuando los Laievski se
reproduzcan, la civilización se hundirá». Y he aquí lo que piensa el pobre
Laievski del implacable partidario del progreso y de la selección natural:
«Sus ideales son despóticos. El común de los mortales, si trabaja para el bien
general, tiene en cuenta a su prójimo: a mí, a ti; en una palabra, al hombre.
Para Von Koren, en cambio, los hombres son mocosos, nulidades, demasiado
triviales para ser el objeto de su vida. Trabaja, emprenderá una expedición, se
romperá allí la nuca, no en nombre del amor al prójimo, sino de abstracciones
como humanidad, generaciones futuras, una raza humana ideal […]. Pero ¿qué
es la raza humana? Una ilusión, un espejismo […]. Los déspotas siempre han
sido ilusionistas».
Al final de la novela, Laievski, y Chéjov con él, piensa mientras mira el
mar enfurecido: «La barca es empujada hacia atrás, avanza dos pasos y
retrocede uno, pero los remeros son obstinados, bogan infatigables, y no temen
las altas olas. La barca avanza y avanza; ya no se la ve; dentro de media hora
los remeros divisarán las luces del barco; al cabo de una hora, estarán ya junto
a la escalerilla. Así ocurre también en la vida […]. En la búsqueda de la
verdad, los hombres dan dos pasos hacia delante y uno hacia atrás. Los
sufrimientos, los errores y el tedio de la vida los empujan hacia atrás, pero la
sed de verdad y la voluntad obstinada los empujan hacia delante, hacia
delante. ¿Y quién sabe? Quizá lleguen a alcanzar la verdad auténtica».
Chéjov, como ya he dicho, comenzó a escribir El duelo en enero de 1891.
Examinando mi vida, me doy cuenta de que hay relación entre mis
pensamientos, esperanzas y dudas y aquello que inquietaba a Antón Pávlovich
cuando yo no había nacido aún. En la vida me he encontrado con muchos Von
Koren, a menudo me he equivocado, me he extraviado del camino y, como
Laievski, me he afligido por la estrella empañada que había hecho caer del
cielo y, también como Laievski, he admirado a los remeros luchando contra las
olas altas. Hoy, los continentes lejanos se han convertido en periferia vecina.
Incluso la luna, en cierto sentido, está más próxima. Pero no por ello el pasado
ha perdido su fuerza y, si bien el hombre muda de piel muchas veces a lo largo
de su vida, casi tantas como cambia de traje, el corazón, sin embargo, no
cambia, es sólo uno.
3

Dicen que la manzana no cae lejos del árbol. A veces sucede así, pero otras
ocurre lo contrario. He vivido en una época en la que, a menudo, se juzgaba a
un hombre en virtud de un cuestionario. En los periódicos escribían: «El hijo
no responde por el padre», pero a veces había que responder hasta por el
abuelo.
Difícilmente se puede juzgar al abuelo por los nietos. Hace algunos años
leí en el periódico Le Monde un artículo sobre los nietos y los bisnietos de
Tolstói: son cerca de ochenta y están diseminados por todo el mundo: uno es
oficial del ejército estadounidense, otro es un tenor italiano y un tercero es
agente de una compañía aérea francesa.
El poeta Fet —Afanasi Afanásievich Shenshín—,[1] escribió, además de
buenos versos, malos artículos en la revista de Katkov.[2] Atacaba a los
nihilistas y a los judíos, en quienes veía la causa primordial de todo mal. El
sobrino de Fet, N. P. Puzin, me contó que el poeta se enteró por una carta —el
testamento de su difunta madre— de que su padre era un judío de Hamburgo.
Según me dijeron, Fet ordenó que lo enterraran con esa carta; evidentemente,
quería ocultar a las generaciones venideras la verdad sobre su «árbol».
Después de la Revolución, alguien abrió la tumba y encontró la misiva.
Iván Serguéievich Turguéniev recordaba: «Nací y crecí en un ambiente
donde reinaban las collejas, las patadas, las bofetadas, los pescozones, etc.,
pero, a decir verdad, el clima que respiré no me inculcó el gusto por los
castigos corporales. Nunca he pegado a nadie». Turguéniev hizo de su hija
Pelagueia una Paulina,[3] la dio en matrimonio al propietario de una fábrica de
vidrio, el señor Gaston Bruère, y escribió a Ánnenkov:[4] «El trabajo ha sido
enorme, pero me siento recompensado, estoy plenamente convencido de que
mi hija será feliz». (Después de esto, Turguéniev emprendió la escritura de
Humo, donde describe los sufrimientos de una mujer casada).
Me acuerdo de mis padres con cariño, pero, al volver la vista atrás, veo
que la manzana ha rodado muy lejos del árbol.
Nací en el seno de una familia burguesa judía.[5] Mi madre estaba apegada
a muchas tradiciones: había crecido en una familia religiosa, temerosa de
Dios, cuyo nombre no podía pronunciarse, y también de aquellas
«divinidades» a las que se debía presentar abundantes ofrendas para que no
exigieran sacrificios sangrientos. Nunca olvidaba el día del Juicio Final en el
cielo, ni los pogromos en la tierra. Mi padre pertenecía a la primera
generación de judíos rusos que trataton de escapar del gueto. Mi abuelo lo
maldijo por haber estudiado en una escuela rusa. Cabe decir, no obstante, que
mi abuelo tenía en general un carácter muy intransigente; maldijo a todos sus
hijos, uno tras otro, pero cuando se hizo viejo comprendió que el tiempo no
jugaba a su favor y se reconcilió con aquellos a quienes había maldecido.
Si se considera que mi abuelo era el árbol, no hay duda de que las
manzanas se dispersaron en las direcciones más diversas. Uno de mis tíos hizo
fortuna, se llamaba Lázar Grigórievich y vivía en Járkov. Su hijo, mi primo
hermano Iliá, se hizo socialdemócrata, permaneció mucho tiempo encerrado en
la cárcel Lukiánovskaia y más tarde emigró a París, donde se dedicó a la
pintura. Durante la guerra civil se alistó en el Ejército Rojo y cayó
combatiendo contra los blancos. Un hermano de Lázar, Borís Grigórievich,
vivía en Irkutsk, donde trabajaba en una empresa que pertenecía a un ricachón
de Kiev llamado Brodski. Borís Grigórievich era un hombre casquivano,
dilapidó el dinero de su patrón y huyó a América después de escribirle una
carta que más que una disculpa era un desafío. Brodski se indignó e hizo
publicar un anuncio en los periódicos ofreciendo una recompensa a quien le
ayudara a encontrar al malversador. En aquella época yo vivía en París y más
de una vez me abordaron personas que soñaban en enriquecerse dando con el
paradero del «fugitivo Ehrenburg». En una ocasión, Lázar Grigórievich,
jugando a las cartas con Brodski, le ganó una enorme suma de dinero y, en
lugar de cobrarla, le exigió que renunciara a las reclamaciones contra su ex
empleado de Irkutsk. El más joven de mis tíos, Lev, escribía poesía y era
propietario de un circo ambulante. Si la teoría de V. Shklovski según la cual
los herederos no son los hijos sino los sobrinos se aplica a las personas, y no
a los géneros literarios,[6] puedo decir que yo he seguido los pasos de mi tío
Lev. Me acuerdo de un libro que él mismo editó, cuyo título no era nada
original, Sueños y sonidos,[7] que contenía poemas propios y traducciones de
Heine. En esa época yo no me sentía atraído por la poesía, pero el tío Lev me
gustaba porque no tenía el aire de pariente modélico. Una vez me enseñó
fotografías de chicas semidesnudas (estaba buscando artistas para el circo), mi
madre se escandalizó: ¿cómo se atrevía a corromper a un niño…? Un día
aparecieron en Járkov los carteles del «Circo Ehrenburg», y Lázar
Grigórievich tuvo que indemnizar a su hermano para que el circo abandonara
de inmediato la ciudad.
Cuando yo tenía cinco años, mis padres se trasladaron de Kiev a Moscú.
La fábrica de cerveza de Jamóvniki pertenecía nominalmente a una sociedad
anónima, pero el auténtico propietario era aquel mismo Brodski de Kiev, y mi
padre obtuvo el puesto de director.
Eso fue en 1896 y, en 1903, Brodski decidió despedirlo. Mi madre, con un
nudo en la garganta, escuchaba junto a la puerta del despacho, donde se
celebraba la reunión anual del consejo de administración, cómo mi padre
pedía con insistencia que lo exoneraran del cargo. Yo también aguzaba el oído
y no entendía nada. Sabía que estaban poniendo a mi padre de patitas en la
calle, que las cosas nos irían mal en adelante, que Brodski era testarudo, y
entonces oí a mi padre afirmar que no podía seguir trabajando en la
cervecería, fue mi primera lección de diplomacia.
Durante el día mi padre trabajaba y, por las tardes, eran contadas las
ocasiones en las que se quedaba en casa. A veces venían amigos a visitarle;
me acuerdo de uno de ellos, el alegre ingeniero Lijachiov. En una ocasión
descubrí en el despacho de mi padre un libro de Guiliarovski[8] con la
dedicatoria: «A mi querido Gri Gri, en recuerdo de muchas cosas». Me
parecía que mi padre tenía una vida interesante de la cual no me hacía
partícipe. Iba al club de caza y ese nombre se me antojaba misterioso:
cazadores, ciervos, galgos… Más tarde comprendí que en el club jugaban al
whist y comencé a dudar de que la vida de mi padre fuera interesante. Tenía
unos diez años cuando me llevó a un restaurante de la calle Neglínnaia. Nos
sentamos en una pequeña sala reservada, y yo, cada dos por tres, salía para
ver qué ocurría en el salón principal, pero en él tan sólo veía a gente corriente
comiendo croquetas. La vida de mi padre dejó de intrigarme.
Mi madre era bondadosa, enfermiza y supersticiosa. Tenía delicados los
pulmones, se abrigaba y apenas salía de casa; se ocupaba de mis hermanas y
de mí y escribía largas cartas en yiddish a su numerosa parentela. El día del
Yom Kipur guardaba ayuno. Me asustaba el gran cirio que encendía por la
mañana en el aniversario de la muerte de su suegra. Su dormitorio siempre
olía a medicinas. Los médicos venían a menudo. Mi madre quería que también
me auscultaran a mí, pues también estaba delicado de los pulmones, pero yo
me ocultaba, huía. A veces visitaba a mi madre una dama opulenta, la señora
Familiant, en compañía de sus hijos Petia y Misha. Muy dignos, comían
pasteles y, a petición de las personas mayores, declamaban versos de Pushkin.
Yo los tenía por tontos, pero mi madre decía: «Mira a Petia y Misha, son unos
niños muy buenos. ¿Y tú?».
Yo era un mimado y fue por pura casualidad, creo, que no me convertí en
un delincuente juvenil. Tenía nueve años cuando mi madre fue a hacerse una
cura a Ems, y a mis hermanas y a mí nos envió a casa de su padre en Kiev.
Mi abuelo materno era un viejo devoto con una tupida barba plateada. En
su casa se observaban a rajatabla todos los preceptos religiosos. Los sábados
era preciso descansar, y en ese descanso no permitía fumar a los adultos ni
hacer travesuras a los niños. (El sábado de los judíos es tan deprimente como
el domingo puritano de los ingleses). En casa del abuelo siempre me aburría y
hacía todas las barrabasadas que podía. Aquel verano lo pasamos en una
dacha de Bóiarka. Yo estaba tan intratable que un día decidieron castigarme
encerrándome en un cuchitril donde guardaban el carbón. Me desnudé de pies
a cabeza y empecé a revolcarme por el suelo. Cuando abrieron la puerta, la
cocinera gritó asustada. «¡Es el diablo!». Decidí vengarme: por la noche
agarré una botella de queroseno e intenté prender fuego a la dacha.
El verano siguiente mi madre me llevó con ella a Ems. Torturé a los
veraneantes: imitaba al decrépito conde Orlov-Davídov, a quien llamaba
«cascarrabias» porque se pasaba el día mascullando, impedía a una inglesa
que pescara ahuyentándole los peces con piedrecitas, me llevaba los ramos de
nomeolvides que los alemanes depositaban a los pies del monumento al «viejo
káiser». La dirección del balneario pidió a mi madre que se marchara, si no
era capaz de meterme en cintura.
Obtuve unas notas brillantes en los exámenes de admisión a la clase
preparatoria, y luego también en los de primer curso: sabía que existía un
numerus clausus[9] y que sólo me aceptarían si sacaba sobresaliente en todo.
Resolví el problema aritmético, no cometí ni un error en el dictado y declamé
con sentimiento «Otoño tardío. Los grajos se han ido…».[10]
V. A. Kaverin me contó que un día su hijo pequeño, al volver de la escuela
donde acababa de entrar, le había preguntado: «¿Qué es un “judío”?». «Yo soy
judío —le respondió el padre— tu madre es judía». Era tan inesperado que el
niño no lo creía: «Vosotros, ¿judíos?». Nosotros estábamos mejor preparados:
a los ocho años yo ya sabía que existía una zona de demarcación judía,[11]
permisos de residencia, el numerus clausus y los pogromos.
Crecí en Moscú, jugaba con niños rusos. Cuando mis padres querían
ocultarme algo, hablaban en yiddish. Yo no rezaba a ningún dios, ni al judío ni
al ruso. Entendía la palabra judío de una manera particular: yo era uno de
aquellos a los que estaba bien visto ultrajar. Me parecía injusto y natural al
mismo tiempo. Mi padre, que no era creyente, condenaba a los judíos que para
aliviar su situación abrazaban la religión ortodoxa, y desde niño comprendí
que uno no podía avergonzarse de sus orígenes. Había leído en alguna parte
que los judíos habían crucificado a Jesucristo; el tío Liova decía que Cristo
era judío; mi niñera Vera Platónovna me contaba que Cristo había enseñado
que, si alguien te daba una bofetada en la mejilla, debías ofrecer la otra. A mí
eso no me gustaba. El primer día de colegio, uno de la clase preparatoria se
puso a cantar: «Sentado está el judío en un banquito, hagámoslo sentar en un
alfilercito». Sin pensármelo dos veces, le solté un sopapo. Enseguida nos
hicimos amigos. Nadie volvió a insultarme.
En mi curso éramos tres judíos: Zeldóvich, Zuckermann y yo.[12] Nunca nos
sentimos diferentes. Sólo que nuestros compañeros nos envidiaban cuando
dábamos vueltas por el patio durante las clases de religión…
Nunca tuve que habérmelas en el Moscú de mi infancia y de mi
adolescencia con la judeofobia. Es probable que entre mis profesores o entre
los padres de mis compañeros hubiera personas contaminadas por los
prejuicios raciales, pero no lo hacían público: en aquellos tiempos los
intelectuales se abochornaban del antisemitismo como de una enfermedad
vergonzosa. Me acuerdo de los relatos sobre el pogromo de Chisináu.[13] Yo
tenía doce años y comprendía que había ocurrido algo espantoso, pero sabía
que los culpables eran el zar, el gobernador, la policía. Sabía ya que los
hombres de bien estaban en contra de la autocracia, que Tolstói, Chéjov y
Korolenko estaban indignados con el pogromo. Cuando iba a Kiev, oía decir
que el periódico Kievlanin [El kievita][14] incitaba a las masacres, que la
situación era tensa en el barrio de Podol y que existía una «maldita cuestión
judía».
Era una época extraña: ¡cuántos horrores y cuántas ilusiones! El destino de
un oficial francés, Dreyfus, inocente y condenado, sacudió a la flor y nata de
Europa… «Si no tienes estudios superiores no podrás vivir en Moscú», me
decía mi padre mirando los suspensos en mi boletín de notas. Yo sonreía:
«¡Antes de que acabe mis estudios en el instituto, todo habrá cambiado en el
mundo!». Me parecía que los artículos antisemitas que se publicaban en
Kievlanin o en Moskóvskie viédomosti eran los últimos ecos del fanatismo
medieval; ni de lejos podía imaginar que en el libro de mi vida tendría que
dedicar tantas páginas amargas a esa cuestión, que, a principios de siglo, me
parecía un vestigio del pasado condenado a morir.
Mi padre estaba furioso con mis suspensos. Durante los dos primeros años
fui un buen estudiante, luego me cansé de resolver problemas sobre cómo
llenar y vaciar tanques. Sacaba de casa a hurtadillas obras de clásicos en
encuadernaciones de lujo, las vendía a los libreros de viejo de la calle
Voljonka y, con el dinero que me embolsaba, me iba al callejón Stoléshnikov,
donde estaba la tienda Inventos Nuevos, y compraba polvos picapica y de
estornudar, cajitas de las que saltaban ratoncitos o serpientes de goma,
petardos, y sacaba a mis profesores de sus casillas.
Antes incluso de ingresar en la clase preparatoria recitaba los versos de
«El demonio».[15] La fama del poeta no me fascinaba, yo no quería ser
Lérmontov, sino el Demonio, y sobrevolar Jamóvniki describiendo círculos.
Me llamaba a mí mis mo «espíritu del exilio» sin entender, naturalmente, lo
que significaba. Pronto me harté de la poesía y me entusiasmé por la química,
la botánica, la zoología; me pasaba el tiempo inclinado sobre el microscopio,
hice experimentos con polvos fétidos, crié ranas, lagartijas y tritones. Una vez
los reptiles quedaron sueltos por toda la casa. Nadie sabía de dónde venía el
hedor: era el tritón más grande que se pudría debajo del armario de mi madre.
A fuerza de oír hablar tanto del heroísmo de los bóers, acabé escribiendo
primero una carta al barbudo presidente Kruger, luego robé diez rublos a mi
madre y emprendí el camino hacia el teatro de operaciones. Aquella misma
noche me atraparon y conservo un penoso recuerdo de mi hazaña frustrada.
Los cambios en las fechas del calendario son siempre excitantes, y he aquí
que lo que cambiaba no era la cifra del año, sino la del siglo. (En realidad, el
siglo XIX duró más de lo debido: había comenzado en 1789 y acabó en 1914).
Todo el mundo hablaba del «fin de siglo», hacían conjeturas sobre cómo sería
el nuevo. Recuerdo la Nochevieja de 1901. Vino a nuestra casa gente
disfrazada con máscaras. Uno iba vestido de chino, reconocí en él al jovial
ingeniero Guil y le tiré de la trenza. Los disfrazados representaban varios
países de Europa, el húngaro bailaba czardas, la española tocaba las
castañuelas, y todos giraban alrededor del chino: en Pekín aquel invierno
había guerra. Todos brindaron «por el nuevo siglo»; no creo que nadie intuyera
cómo iba a ser el siglo XX, ni por qué estaban brindando en realidad aquella
noche en un Moscú cubierto de nieve.
Entonces yo era alumno del segundo curso paralelo del instituto n.º 1.
Recuerdo que organicé un pequeño grupo de «bóxers», que era como se
llamaban los insurgentes chinos; nos pegábamos con los cinturones y poníamos
en acción las hebillas de cobre, aunque lo prohibiese un pacto de caballeros:
comenzaba el siglo XX.
Perdí totalmente el control, mis trastadas se volvieron insoportables. Mi
padre nunca estaba en casa, y mi madre y mis hermanas no podían meterme en
vereda; llamaban para que viniera en su auxilio al portero, mi tocayo Iliá, que
nos encendía la estufa. Una vez, cuchillo en mano, me lancé sobre Iliá;
comenzó a tenerme miedo.
Pero entonces apareció alguien que sabía cómo manejarme, el estudiante
de derecho Mijaíl Yákovlevich Imjanitski. Todo el mundo se asombraba de
que lo obedeciera, pues nunca me castigaba. Mijaíl Yákovlevich se instaló en
nuestra casa. Preparaba con él las lecciones y cuando resolvía bien un
problema sobre porcentajes me daba caramelos cremosos de café con leche.
Yo era un goloso. Tiraba los envoltorios al suelo, y él a veces me preguntaba:
«¿Dónde están los envoltorios?». Yo miraba al suelo y los papeles ya no
estaban. Mijaíl Yákovlevich se echaba a reír. Yo no le hablaba a nadie de los
misteriosos caramelos. Me daban miedo los ojos de Mijaíl Yákovlevich.
Cuando me miraba, enseguida desviaba la vista. Mis padres lo consideraban
un excelente pedagogo.
En verano vino a visitarnos a nuestra dacha de Sokólniki una amiga de una
de mis hermanas, Liolia Golovínskaia. A Mijaíl Yákovlevich le cayó en
gracia. Entonces estaban de moda las conversaciones sobre hipnotismo. El
estudiante declaró que sabía hipnotizar. Durmió a Liolia y le dijo que debía ir
a verlo a su habitación de la dacha al cabo de tres días, bien entrada la noche.
Eso indignó a los míos. Mijaíl Yákovlevich hizo tranquilamente la maleta y
contó que me había hipnotizado, asegurando así la tranquilidad general durante
año y medio.
Me llevaron al profesor Ribakov: alguien le había dicho a mi madre que
yo podía quedarme privado de voluntad para el resto de mi vida. Unos años
más tarde vi a Mijaíl Yákovlevich en el bulevar Prechístenski y me alejé de él
corriendo. Pasaron los años. En 1917, al volver de París a Rusia, me encontré
en el consulado ruso de Estocolmo a un hombre grueso, de baja estatura, que
me dijo: «¿No me reconoce? Soy Imjanitski». Me quedé asombrado: aquel
hombre tenía unos ojos de lo más corrientes, incluso poco expresivos.
En cambio, a menudo me he acordado de los caramelos. Creo que después,
más de una vez, me han obligado a resolver problemas difíciles y me han
recompensado con caramelos que, en realidad, no existían. Sólo que después
nadie me dio de beber sales de bromuro ni nadie temió que yo perdiera la
voluntad. La voluntad, al contrario, se convirtió en una cualidad abrumadora.
En casa yo me aburría. Venían visitas, decían que las hermanas Kristman
ejecutaban unas coloraturas prodigiosas; que el abogado Labori había
pronunciado un discurso conmovedor en defensa del inocente Dreyfus; que en
Moscú se había abierto un restaurante con reservados, al estilo mudéjar; que
cierta madame Malebranche había traído de París nuevos modelos de
sombreros. Hablaban también del estreno de una comedia de Sudermann; de la
inauguración del Teatro del Arte, con precios al alcance de todos; de los
pogromos; de la carta de Tolstói; de la elocuencia del abogado Plevako, que
podía obtener la absolución del peor asesino; de los artículos satíricos de
Doroshévich, que se mofaba de los «padres de la ciudad», y de los
decadentes, esos locos que hablaban de «piernas pálidas».[16]
El patio de la fábrica me parecía mucho más interesante que nuestro salón,
donde se erguían palmeras polvorientas en grandes tinajas y de la pared
colgaba la reproducción de un cuadro que representaba a Lomonósov yendo a
estudiar a Moscú. Se podía ir a la caballeriza, donde había un olor magnífico;
conocía el carácter de cada caballo. Podía esconderme en toneles de cuarenta
galones. En uno de los talleres comprobaban la calidad de las botellas
golpeando cada una de ellas con una varita de metal, y yo consideraba esa
música infinitamente mejor que aquella con la que nos obsequiaban a veces
algunos célebres pianistas que nos visitaban.
Los obreros dormían en barracones sofocantes y sombríos, cubiertos con
sus zamarras sobre tablas a modo de cama; bebían cerveza agria, desbravada;
a veces jugaban a las cartas, cantaban, decían obscenidades. Había pocos que
supieran leer y escribir, y los que sabían leían en voz alta, silabeando, la
crónica de sucesos de Moskovski listok [La hoja de Moscú], Me acuerdo
también de una de sus distracciones: un día, los obreros rociaron una rata con
queroseno, y el animal, pasto de las llamas, se puso a correr en círculo. Veía
una vida miserable, oscura, espantosa, y me sobrecogía la incompatibilidad de
dos mundos: el de los malolientes barracones y el del salón, donde personas
inteligentes hablaban de coloraturas musicales. No lejos de la fábrica, en
Devichi Pole, se organizaban barracas de feria por carnaval. Me acuerdo de
un viejo, con la cara enharinada, que, haciendo muecas, gritaba: «¡Soy
americano y bailo lo que me echen!».
Escribía al dictado las cartas que los obreros enviaban al pueblo, que
hablaban de comida, enfermedades, bodas y entierros. Uno de los muros de la
fábrica lindaba con el manicomio. Yo trepaba al muro para mirar: unos tipos
demacrados en bata caminaban por un pequeño patio donde se amontonaban
cachivaches de toda clase; a veces, un guardia se abalanzaba sobre un enfermo
que gritaba a voz en cuello.
En la cervecería trabajaban obreros checos, en calidad de especialistas
cerveceros. Los obreros los llamaban «alemanes»: comían palomas y eso era
tenido por algo del todo inaceptable. El hijo de un cervecero, Kara, mató a
hachazos a su madre y a dos hermanas. Había decidido regalar un collar muy
caro a una tigresa moscovita, y los padres no le daban dinero. Recuerdo
fragmentos de frases: «Un baño de sangre», «quería coger quinientos rublos»,
«se había enamorado locamente». Por supuesto, todo el mundo echaba pestes
del asesino, pero yo me acordaba del hijo del cervecero, un joven delgaducho,
y pensaba para mí que los adultos no comprendían nada de la vida.
Al lado de la fábrica se hallaba la casa de Lev Nikoláievich Tolstói. A
menudo lo veía pasear por el callejón Jamóvnicheski o por el de
Bozheninovski. Me regalaron Infancia y adolescencia y el libro me pareció
aburrido. Saqué del trastero una colección de la revista Niva con el texto de
Resurrección; mi madre me había dicho: «Todavía es pronto para que leas
esto». Leí la novela de un tirón y pensé que Tolstói conocía toda la verdad. Mi
padre me dio a copiar un llamamiento de Tolstói prohibido por la censura, y
yo, todo orgulloso, me puse a la tarea con esmero, con letra de imprenta.
Una vez Tolstói fue a la fábrica y pidió a mi padre que le enseñara cómo
se preparaba la cerveza. Le dio un recorrido por los talleres y yo no me
rezagué ni un paso. No sé por qué, pero me parecía ofensivo que el gran
escritor fuese más bajo que mi padre. A Tolstói le ofrecieron una jarra de
cerveza caliente, y cuál no sería mi sorpresa cuando le oí decir: «Está buena»,
secándose la barba con la mano. Explicó a mi padre que la cerveza podía
ayudar en la lucha contra el vodka. Durante mucho tiempo medité sus palabras
y empecé a tener dudas: tal vez Tolstói tampoco lo entienda todo… Yo estaba
convencido de que él quería sustituir la mentira por la verdad, y ahí estaba,
hablando de sustituir el vodka por la cerveza. (Del vodka sólo sabía lo que me
habían contado los obreros, que hablaban de él con amor. En cuanto a la
cerveza, me la habían ofrecido alguna vez y no me gustaba).
A veces se extendía la alarma por la fábrica: decían que los estudiantes
marchaban hacia la casa de Tolstói. Cerraban las puertas a cal y canto y
montaban guardia. Yo me escabullía a la calle para esperar a los misteriosos
estudiantes, pero no se presentaba nadie. Había estudiantes que venían a
visitar a mis hermanas pero, a mi modo de ver, eran impostores: bebían té con
calma, hablaban de las obras de Ibsen y bailaban, mientras que los auténticos
estudiantes se suponía que tenían que arrojar a los cosacos de sus caballos y
luego al zar de su trono. Los auténticos estudiantes no venían.
De niño sufría de insomnio. Un día arranqué el péndulo de la pared; no
soportaba su fuerte tictac. He conservado en la memoria imágenes de esas
noches insomnes: Tolstói secándose la barba con la mano, el joven Kara con
el hacha en la mano, y su enamorada, Lakmé, los locos, las barracas de feria y
la enorme rata, pasto de las llamas, dando vueltas a mi alrededor.
4

Todo ha cambiado, pero sobre todo Moscú. Cuando recuerdo las calles de mi
infancia, tengo la impresión de haberlas visto en el cine. Tal vez la imagen más
enigmática de cuantas afloran en mi memoria sea la del tranvía tirado por
caballos. (Recuerdo cuando entró en funcionamiento el primer tranvía
eléctrico, que iba de la estación Saviólovskaia a la plaza Strastnaia. Nos
quedábamos atónitos mirando aquel milagro de la técnica, las chispas que
saltaban del arco nos entusiasmaban tanto como hoy los sputniks).
El instituto donde yo estudiaba estaba situado en la calle Voljonka, enfrente
de la catedral de Cristo Salvador. A veces para regresar a casa tomaba el
tranvía de tracción animal. Tiraba de él un rocín: en la calle Prechístenka,
antes de la pendiente, un mozo subía de un salto al tranvía; tiraba de las
riendas de un segundo rocín de refuerzo y gritaba a pleno pulmón. Con el
tranvía se podía atravesar toda Sadóvaia; era un recorrido muy largo. El
tranvía se detenía en los apartaderos; los pasajeros se apeaban y miraban a lo
lejos, resignados, con la esperanza de ver aparecer el siguiente vagón.
A menudo volvía a pie por Prechístenka. En la esquina de un callejón, creo
recordar que era el de Shtani, había una pequeña iglesia. En el atrio, un pintor
poco dotado había representado el Juicio Final: los diablos asaban a los
pecadores. Las viejas se persignaban con aire asustado, y a mí me entraban
ganas de ser uno de esos diablos. Cuando hoy en día veo en la calle
Kropótkinskaia a una anciana con ojos extraviados y turbios que avanza
renqueante con una bolsa de redecilla en la mano, me pregunto si no será una
de las estudiantes del instituto que charlaban animadamente por la calle
Prechístenka y que, a mis ojos, no sólo eran chicas preciosas, sino la
encarnación misma de la Mujer, como la Venus de Milo o las actrices Lina
Cavalieri y la Bella Otero, famosas a principios de siglo por su belleza.
En verano Moscú era muy verde y en invierno, muy blanca. No se retiraba
la nieve de las calles y para carnaval se acumulaban montones enormes. Los
trineos se deslizaban sin hacer ruido. En mayo, las estrechas aceras
resquebrajadas quedaban espolvoreadas por la nieve malva de las lilas que
florecían en los jardincitos que había delante de todas las casas. Las cúpulas
de las iglesias, de color oro o azul pálido, resplandecían a la luz del sol. En el
cielo despuntaban unas construcciones misteriosas: las torres de los
bomberos. En lo alto, colgaban unos globos que ayudaban a identificar en qué
parte de la ciudad se había declarado un incendio. Los distritos de la ciudad
se diferenciaban también por el pelaje de los caballos de los bomberos:
bayos, blancos o moros. Cuando el frío alcanzaba los veinticinco grados bajo
cero en la escala Réaumur,[1] se suspendían las clases del instituto. Por la
tarde yo echaba el aliento sobre el cristal de la ventana, cubierto de hielo, y
miraba el termómetro con la esperanza de que el frío se recrudeciera durante
la noche. Pero a la mañana siguiente no estaba izada la bandera en la torre de
los bomberos, que también servía para indicar la suspensión de las clases en
los días especialmente fríos.
En verano, en el mercado de Smolensk, se vendían verduras y frutas. En el
suelo se amontonaban las sandías con cortes triangulares para mostrar su
excelente calidad. Se vendía de todo, y el regateo era implacable. La calle
Ojotni Riad, donde ahora está el hotel Moskvá, estaba atestada de gente: en
los pequeños puestos podían comprarse aves de corral. Peces enormes
nadaban en los viveros, los cazadores paseaban de arriba abajo con ristras de
perdices alrededor del cuello. Kuznetski Most era el centro del Moscú
elegante: en los letreros de las tiendas lujosas se leían nombres extranjeros:
los italianos Avanzo y Dazziaro vendían objetos de arte; el inglés Shunks, ropa
de moda; los franceses, perfumería; los alemanes, aparatos de óptica. En las
afueras de la ciudad había numerosas casas de té que no tenían la licencia para
vender bebidas alcohólicas. En el lugar donde ahora se levanta el estadio
Dinamo había pequeñas dachas rodeadas de jardines. Moscú se acababa
enseguida. En primavera, en la plaza Roja, se celebraba el mercado del
domingo de Ramos; allí vendían ludiones, que llamaban «habitantes de
América», y matasuegras. Cerca de la capilla de la Virgen de Iberia las
mujeres se arrodillaban.
Apareció el teléfono, pero sólo se instalaba en las casas pudientes y en las
oficinas de las compañías importantes. Su manejo era complicado: había que
girar la manivela y después señalar el final de la conversación. La
electricidad apareció también, pero durante mucho tiempo viví en medio de la
nieve negra de las humeantes lámparas de petróleo. Resplandecían los
azulejos de las estufas holandesas. Las casas se calentaban a conciencia. Entre
las dobles ventanas, cubiertas del arte abstracto del hielo, el algodón en rama
se volvía grisáceo. A veces, sobre el algodón, se colocaban vasitos con rosas
de papel. En verano se oía el zumbido de las moscas. Brillaban los suelos
pintados. A veces rompía el silencio la voz de tiple de los cachorros de perro:
estaban de moda los caniches y los carlinos, hoy desaparecidos. Sobre las
cómodas, chinos de porcelana asentían con la cabeza hasta el aturdimiento. En
los jarrones esmaltados con el escudo zarista —recuerdo de Jodinka—[2] se
arrebolaban las rosas plisadas. Con el té se servía mermelada, y había de
todas clases: de grosella, de gavanza, de fresa silvestre, de flor del manzano,
de casis.
La primera vez que me llevaron al teatro fue para ver La bella durmiente.
Las bailarinas, hechizadas por el hada, se quedaban inmóviles con gran
virtuosismo sobre las puntas de los pies. En los palcos de delante estaban
sentados los estudiantes del instituto con uniformes de botones brillantes, y las
colegialas con vestidos marrones o azules y elegantes delantales. Detrás
languidecían los adultos. Mi padre me alargó una caja con bombones de
chocolate; encima había un trozo de piña y unas pinzas plateadas que yo
guardé. En los pasillos del teatro se erguían los fastuosos acomodadores. Las
encargadas del guardarropa, con pañuelos de punto, aguantaban los abrigos de
piel, que parecían animales salvajes. Daba la impresión de que los bosques
siberianos se acercaban al terciopelo y el bronce del Teatro Bolshói. Había
nutrias, castores, zorros, martas cebellinas.
En la calle, frente al teatro, los cocheros dormitaban esperando a los
señores. Todos ellos tenían unas barrigas enormes cubiertas de guata y las
pobladas barbas blancas a causa de la helada. Los caballos también se
argentaban por la escarcha. De vez en cuando, para entrar en calor, los
cocheros se daban golpes en el pecho con los brazos entumecidos. En las
esquinas de los callejones dormían los de los coches de punto. Cuando
despertaban, instaban a los clientes con voz ronca: «Señor, ¿le llevo?».
Susurraban: «Es medio rublo» y, tras un largo tira y afloja, acababan diciendo:
«Se lo dejo en veinte kopeks». Empezaba entonces un misterioso recorrido por
Moscú. Los conserjes dormían en los portales. En los jardincitos de las
iglesias se acumulaba la nieve. De pronto un borracho se ponía a gritar, pero
enseguida era llamado al orden por un guardia municipal tocado con un
capuchón. Entonces parecía que todo durmiera: el pasajero, el cochero, el
caballo y Moscú.
Los cocheros llevaban a sus viajeros a Boloto, a Truba, al callejón
Miortvi, a Shtatni, a Nikolo-Peskovski o a Nikolo-Vorobinski, a Zatsepa, a
Zhivodiorka, a Razguliai. Nombres extraños, como si no fueran las calles de
una gran ciudad sino los dominios de los príncipes feudales rusos.
Cuando iban de Kuznetski Most a Jamóvniki, al atravesar el Kremlin,
cochero y pasajero se quitaban el sombrero ante la torre del Salvador. El frío
les pellizcaba las orejas. Luego el cochero se volvía hacia el pasajero y
comenzaba a contarle una larga historia.
¿De qué hablaban los cocheros moscovitas? De muchas cosas, sin duda: de
la miseria y el frío, de los caprichos de los señores, de los patios oscuros
donde vivían, de la esposa enferma o del reclutamiento del hijo. Chéjov
describió una conversación con un cochero en uno de sus cuentos más
desgarradores, «Nostalgia». Pero los pasajeros a menudo no escuchaban, sólo
les llegaba una palabra: «Avena». Es cierto que los cocheros hablaban de
avena, susurraban abrumados por la desgracia: «Si pudiera darme diez kopeks
más…, la avena ha subido de precio». Se lamentaban, suspiraban o
blasfemaban, pero entre todas sus palabras tiernas o groseras sólo una,
sencilla y misteriosa, llegaba a oídos del cliente, el motivo central del largo
camino entre Lefórtovo y Dorogomílovo: «Avena».
En primavera se desmontaban las contraventanas y Moscú, al instante, se
volvía insoportablemente ruidosa: retumbaban las calesas. Ante ciertas
mansiones con columnas, las calles estaban asfaltadas, y las ruedas, como si
distinguieran entre jerarquías sociales, pasaban del estrépito a un susurro
respetuoso.
A mediados de mayo comenzaba el éxodo a las dachas. Por las calles
avanzaban los carros cargados de aparadores, taburetes tapizados, tocadores y
samovares. La cocinera llevaba en la mano la jaula del canario y el perro
corría a su lado.
En la dacha había hamacas, velas con pantallas, vasijas de cobre para
preparar mermelada y bolas brillantes en el centro de los parterres. Los
mayores jugaban a las cartas, bebían refrescos de arándano rojo y leían
Rússkoie slovo [La palabra rusa]. Los escolares y los estudiantes de instituto
de los últimos cursos iban a la «plazoleta», que era como llamaban al baile.
Los niños esperaban al vendedor de helados. A veces todos se dirigían al
bosque «para admirar la naturaleza» y, tras extender una colcha, se echaban
sobre la hierba. Por la mañana, los buhoneros y los estañadores gritaban:
«Gallinas jóvenes», «¡Grosellas!», «Se suelda, se estaña». Los domingos
llegaban las visitas, comían empanadas, hablaban de la belleza de la vida del
campo y se dormían apaciblemente.
En aquella época Sokólniki era un bosque; en el lindero había un «club»
donde se organizaban conciertos y espectáculos. El barítono Sheveliov
enloquecía a las señoritas: «A quién amo, no lo sé». Cuando alguna vieja
celebridad que había perdido la voz hacía tiempo ocupaba el puesto de
Sheveliov, los estudiantes conducían a las emocionadas señoritas a los paseos
apartados donde no resultaba difícil poner en claro quién amaba a quién.
Luego se iban a dormir. Después despertaban. Los alumnos estudiaban latín
aplicadamente ut finale o jugaban al croquet; las amas de casa encendían el
samovar, regateaban con los vendedores ambulantes y quitaban la espuma
rosada de la mermelada.
Corría el siglo XX. Alemania se preparaba ya febrilmente para la guerra.
Los ingleses habían alcanzado una alianza con los franceses, y éstos eran
aliados de Rusia; pero, al mismo tiempo, los ingleses firmaron un tratado con
los japoneses, que se disponían a atacar Puerto Arturo. En San Petersburgo y
Rostov del Don, los obreros estaban en huelga. En Bruselas, Lenin discutía
con los mencheviques. Pero en el mundo en el que yo vivía reinaba una calma
insoportable. En las librerías de viejo de la calle Voljonka leía los libros que
los mayores procuraban no mencionar en mi presencia: Gorki, Leonid
Andréiev, Kuprín.
Todos los días corría a la biblioteca para buscar libros nuevos. Los leía de
un tirón: quería comprender la vida. Leía a Dostoievski y a Brehm, a Julio
Verne y a Turguéniev, a Dickens y el semanario Zhivopísnoie obozrenie
[Revista de pintura], y cuanto más leía, más dudaba de todo. La mentira me
acechaba por todos lados, tenía ganas de huir a la selva india, de tirar una
bomba a la residencia del general gobernador en Tverskaia y de ahorcarme.
También hacía escapadas al teatro, mendigando dinero a mi madre. En el
Teatro de Arte representaban a Chéjov, a Ibsen y a Hauptmann; en el Teatro
Korsh, Los hijos de Vániushin;[3] en el Teatro Mali, El poder de las tinieblas,
con los famosos Sadovski.[4] Tronaba la voz de Shaliapin. Recuerdo que un
día uno de nuestros invitados contó que pronto abrirían un «bioscopio», donde
se podrían ver fotografías animadas.
Después llegó el día en que nos reunieron en la sala de actos del instituto y
el director nos leyó una solemne declaración: «Nos, Nicolás II, autócrata de
todas las Rusias…». Había estallado la guerra con Japón. En el instituto
rezamos un tedeum y gritamos «hurra» durante mucho rato, hasta quedarnos
afónicos, cuando nos anunciaron que no habría más clases. La guerra nos
parecía muy lejana y me quedé asombrado al ver al poco tiempo a mi primo
Volodia Sklovski vistiendo un uniforme militar: iba de Kiev a Manchuria.
En el verano de aquel mismo año partí con mi madre y mis hermanas al
extranjero, de nuevo a Ems, y allí contraje un tifus abdominal. No obstante, me
acuerdo de dos acontecimientos que entonces me impresionaron: el asedio de
Porth Arthur después de una derrota del ejército ruso, y la muerte de Chéjov.
Aquel mismo año mi padre perdió el trabajo y, por consiguiente, nuestra
vivienda. Se alojó en unas habitaciones del hotel Kniazhi Dvor, en la calle
Voljonka. Yo tenía que volver a examinarme de latín y de matemáticas; antes
del inicio del año académico me mandaron solo a Moscú. En Berlín, tenía que
ir a la pensión familiar de Frau Jenike, donde solía hospedarse mi madre. En
la casa de aquella señora las paredes estaban adornadas con diferentes
máximas bordadas en realce. Me aburría y por la noche fui a la
Friedrichstrasse. Me apetecía comer pastelillos y entré en un café que resultó
ser un cabaret nocturno. Los camareros me miraban con el rabillo del ojo,
pero me sirvieron los pasteles, aunque me los cobraron tan caros que me vi
obligado a enviar un telegrama a mi madre pidiéndole más dinero para poder
regresar a Moscú.
La habitación del Kniazhi Dvor era pequeña, disponía de una alcoba
sombría, pero la vida de hotel me gustaba, pues me sentía libre. Mi padre salía
por la mañana, decía que iba en busca de trabajo. Después de las clases en el
instituto invitaba a mis compañeros a la habitación y me jactaba de ser
independiente, hacía que me subieran el samovar, panecillos y nos lo
pasábamos lo mejor que podíamos.
(Durante el invierno de 1920 viví en la residencia del Comisariado del
Pueblo de Asuntos Exteriores, situado en el antiguo hotel Kniazhi Dvor. Abajo
pedían los pases. El guardia de servicio gritaba al teléfono: «¿De dónde
llama?». El Kniazhi Dvor me parecía tan encantador como en mi infancia).
Cuando nos reuníamos en la habitación del Kniazhi Dvor no sólo
comíamos panecillos y nos divertíamos: aquel otoño la política irrumpió por
primera vez en mi vida. Comencé a leer los periódicos. Los japoneses
derrotaron a los nuestros; fue triste, pero comprendíamos que todo el mal
venía de la autocracia. Uno de mis compañeros tenía un tío que estaba
vinculado con los socialistas revolucionarios, y ese tío nos dijo que no
tardaría en producirse una revolución, que era necesario desarmar a los
cosacos y a los guardias municipales, después se proclamaría la república…
Leí Crimen y castigo, y el destino de Sonia me atormentaba. De nuevo
pensé en los barracones de la cervecería de Jamóvniki. ¡Era preciso
cambiarlo todo, absolutamente todo!
Es cierto que tenía otras tentaciones; por ejemplo la estudiante Musia.
Tocaba al piano Romanza sin palabras, y después yo la besaba en el
vestíbulo. Pero vivía con el presentimiento de acontecimientos importantes y
misteriosos. Aún hacía poco, en Berlín, yo era un niño que se entusiasmaba
por los pasteles de crema, y de pronto, en el transcurso de dos o tres meses,
me había hecho mayor.
En mi primera novela, Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y
sus discípulos, uno de esos discípulos lleva mi nombre. Es un personaje
imaginario, pues yo nunca trabajé como cajero en el prostíbulo de míster Cool
ni llevé ametralladoras al Papa de Roma. Pero el personaje llamado Iliá
Ehrenburg a veces expresaba mis auténticos pensamientos. En la novela se
produce una discusión sobre qué concepto es más noble: la afirmación o la
negación. Y el discípulo de Julio Jurenito, Iliá Ehrenburg, rememorando el
pasaje del Eclesiastés donde se dice que «hay un tiempo para recoger piedras
y otro para lanzarlas», afirma que él sólo tiene una cara, y no dos, y que como
no sabe construir prefiere lanzar piedras.
Escribí Jurenito a los treinta años, pero en aquel otoño del que hablo
ahora tenía trece. Entonces no había oído hablar del Eclesiastés, pero me
moría de ganas de lanzar la mayor cantidad posible de piedras. Mi infancia
tocaba a su fin: llegaba el año 1905.
5

Durante el último empadronamiento, una joven funcionaria vino a visitarme.


Miró las paredes con asombro: Picasso la escandalizó.
—¿De veras le gusta esto?
—Mucho.
—No le creo, lo dice porque es su amigo.
Después comencé a responder a sus preguntas.
—¿Formación?
—Estudios de secundaria inacabados.
La joven se enojó:
—Se lo pregunto en serio.
—Y yo respondo en serio.
—Se burla de mí. He leído sus libros… El censo es una cuestión
importante para el Estado. ¿Por qué no quiere responderme en serio?
Se marchó enfadada. Sin embargo, yo le había dicho la verdad: en octubre
de 1907 me expulsaron de sexto curso.
Se ha escrito mucho sobre nuestros institutos: lo han hecho Gárin-
Mijáilovski, Veresáiev, Paustovski y Kaverin. Creo que todos los institutos
rusos eran parecidos. Desde luego, aprendí algo en la escuela, tanto de los
profesores como de los compañeros, pero no demasiado: la mejor escuela
fueron los libros y las personas que conocí fuera de las aulas.
Los alumnos entraban por un callejón al inmenso vestíbulo del instituto,
donde colgaban cientos de abrigos. Allí se solían librar batallas entre
«griegos» y «persas», y los pequeños se «hacían mantequilla» estrellándose
contra el muro. Estaba aún en preparatoria cuando vi, en aquel mismo
vestíbulo, cómo pegaban a un niño. Lo habían cubierto de capotes y le pegaban
todos a una mientras cantaban: «Soplón, soplón, aquí tienes un buen bofetón».
A partir de aquel día que siempre conservaré en la memoria he sentido
repugnancia por los soplones o, para hablar como los adultos, por los
delatores. El instituto me inculcó el sentimiento de camaradería: nunca
pensábamos si el que había cometido una falta tenía razón o no, le
encubríamos respondiendo al unísono: «¡Hemos sido todos! ¡Hemos sido
todos!».
(En 1938, la institutriz de un orfanato en que habían albergado a niños
españoles se quejaba diciéndome: «Es difícil tratar con ellos… Son unos
anarquistas». Resultó que los niños habían roto un jarrón mientras jugaban y, a
la pregunta de quién lo había hecho, respondieron: «Todos». Durante largo
rato traté de persuadirla de que en ello no había anarquía alguna sino al
contrario, pero por mucho que lo intenté no conseguí hacerla cambiar de
parecer).
En las ocasiones solemnes se reunía a los alumnos en la gran sala de actos.
En las paredes colgaban retratos de cuatro emperadores y placas de mármol
con los nombres de los estudiantes que habían obtenido medallas. El director,
Iósif Osváldovich Gobza, era checo; nos mostraba las placas diciéndonos que
Bogoliépov, ministro de Instrucción Pública, había estudiado en el instituto
n.º 1. Raramente veíamos a Gobza, y nuestro auténtico terror era el inspector
F. S. Korobkin.
Recuerdo con cariño los baños del instituto: era nuestro club. El celador
solía irrumpir de improviso en el baño de los cuatro primeros cursos para
expulsar de allí a los perezosos, pero, al pasar a quinto curso, comprobé que
los baños de las clases superiores gozaban de garantías constitucionales, e
incluso se podía fumar. Las paredes estaban llenas de dibujos y versos
obscenos: «Vete, aún no es de noche…». En los baños de los pequeños se
intercambiaban plumillas o sellos; los repetidores (a los que llamábamos
kamchadali) juraban que frecuentaban los burdeles. En los baños de las clases
superiores se hablaba del relato de Leonid Andréiev «En la niebla», de las
revelaciones de Amfiteátrov, de los decadentes, de las cupletistas del Teatro
Aumont y de muchas más cosas.
Por lo demás, no permanecí mucho tiempo en las clases superiores, y mis
recuerdos se remontan principalmente a tercero y a cuarto. Durante el recreo
más largo, nos precipitábamos hacia el comedor. Alguien recitaba deprisa y
corriendo una oración, e inmediatamente comenzaban los trueques: se
cambiaba un trozo de pastel de zanahoria por un fardelillo de col relleno de
carne, o bien una croqueta por una empanadilla de arroz. Al mozo del comedor
lo llamábamos «Artiom, el pavo mocoso».
Durante cosa de dos años se impuso un juego de azar que consistía en
adivinar qué profesor saldría primero de la sala de profesores; se podía
apostar cinco kopeks por cualquiera de ellos. Se encargaban del recuento dos
kamchadali. Había favoritos, los que salían a menudo en primer lugar; era
difícil ganar más de diez kopeks, pero recuerdo que una vez alguien ganó casi
dos rublos apostando por el profesor de alemán, Setingson, que solía salir el
último y de repente, aquel día, salió el primero. (Leí en las memorias de
Briúsov que ese juego existía ya en el instituto Kreiman en 1899).
Las asignaturas que más me gustaban eran lengua rusa e historia; con las
matemáticas no me llevaba demasiado bien y, por alguna razón, odiaba el
latín. Nos enseñaba literatura el jovial Vladímir Aleksándrovich Sokolov.
Cuando me hacía salir a la pizarra, decía invariablemente: «Venga,
Ehrenmerin». En aquel entonces yo no sabía que merin significaba «caballo
castrado» y no me ofendía. Creo que fue en cuarto curso cuando pasamos de
hacer resúmenes a componer redacciones y, aunque yo era perezoso, las
redacciones me entusiasmaban. Vladímir Aleksándrovich me elogiaba, pero
también me reprendía: «No atiendes en clase y escribes todo cuanto te viene a
la cabeza; por culpa de tus ideas te echarán del instituto y tendrás que hacerte
zapatero».
Es una pena que no pueda preguntarle hoy a Vladímir Aleksándrovich por
qué me reprendía ni tampoco qué había de ilícito en mis redacciones
escolares. Pero, en general, desde que me convertí en escritor, los críticos,
durante cincuenta años, no han dejado de repetirme las palabras de Vladímir
Aleksándrovich: «No atiende a las lecciones, escribe lo que le parece…».
Cuando llevaba a casa el boletín con malas notas, mi padre me decía que
era tonto de remate, que me expulsarían del instituto y entonces tendría que ir
al instituto Kreiman, que tenía fama de admitir a los expulsados de otros
centros. Entonces yo ignoraba que en el instituto Kreiman había estudiado
Briúsov. Después, mi padre dejó de amenazarme con Kreiman y me vaticinaba
el mismo futuro que Vladímir Aleksándrovich: «Serás zapatero». Durante mi
vida he tenido diversas ocupaciones, a menudo desagradables, pero nunca he
aprendido a remendar zapatos.
Cuando me hallaba en las clases inferiores, me apasionaba la mitología
griega. Después el profesor de historia natural, A. A. Kruber, hombre
inteligente y lleno de vitalidad, encontró en mí a un alumno bien dispuesto. No
se enfrió mi interés por la historia, pero en cuarto ya no eran las diosas griegas
las que centraban mi interés sino un pasado más cercano. Cuando escribí en
una redacción que la liberación de los siervos no había procedido de arriba
sino de abajo, el director llamó a mi padre.
En tercero fui redactor de la revista manuscrita Nuevo Rayo. La
ocultábamos a los profesores, aunque no contenía nada terrible, salvo poesías
sobre la libertad y unas cuantas noticias breves que describían la vida escolar.
Para ir al instituto tomaba la calle Prechístenka. Muy pronto atrajeron mi
atención dos edificios: el instituto femenino Arsenieva y el instituto para
jóvenes aristócratas que dirigía Chertkova. Cuando pasé a cuarto curso, me
sentí ya mayor y me enamoré de varias colegialas; me escabullía antes de que
acabara la última clase, esperaba a la chica de turno a la salida y le llevaba
los libros forrados cuidadosamente con hule. Conocí también otras
instituciones de chicas, como el instituto Alfiórova en Arbat y Briujonenko en
Kislovka.
Enfrente de nuestro instituto y al lado de la catedral, había una plaza
magnífica. Allí íbamos a pasear, nos citábamos con las estudiantes,
montábamos escenas de celos y actuábamos como Pechorin, el protagonista de
la novela de Lérmontov.
Cuando pasé a quinto curso, arranqué del escudo de mi gorra la cifra «1»,
que indicaba el instituto donde estudiaba; así lo hacían todos los estudiantes
«conscientes». Llevábamos la chaqueta del uniforme como si fuera un abrigo
de civil, encima de una camisa rusa, con cuello de tirilla. Nos esforzábamos
en imitar a los estudiantes universitarios: vestíamos con negligencia,
adoptábamos una actitud poco respetuosa y gesticulábamos cuando
hablábamos de los libros que habíamos leído.
Algunos alumnos del instituto eran estetas, despreciaban los versos de
Nadson y de Apujtin[1] que las chicas aún leían con admiración y, para horror
de sus elegidas, escribían en los obligados álbumes: «¡Oh, sí, mujeres, yo soy
el que os ha invocado!». Había también petimetres, calaveras precoces,
peripuestos relamidos de principios de siglo; llevaban gorras amplias de un
azul delicado, hablaban de carreras de caballos, de coristas, de bailes; se
jactaban: «Ayer, en el baile, bebimos licor francés, y luego…». Lo que había
ocurrido a continuación sólo lo oía el amigo íntimo del fanfarrón.
A menudo, cuando me encuentro en la Sala de las Columnas, recuerdo
cuando la pisé por primera vez. Entonces se llamaba Gran Sala de la
Asamblea de Nobles. Había ido a una velada «a beneficio de los estudiantes
sin recursos del instituto n.º 1 de Moscú». Al principio Shaliapin cantó La
canción de la pulga.[2] Los alumnos de los cursos superiores se quedaron
como si nada, decían que Shaliapin siempre cantaba aquella canción, pero yo
iba a segundo curso y repetía con entusiasmo: «¡Ja, ja! ¡La pulga!». Después
empezó el baile. Habían tratado de enseñarme a bailar, sabía que existían
decenas de bailes complicadísimos: el pas de patineur, el pas d’Espagne, la
danza húngara, la mazurca, el miñón, la chacona y otros; pero yo mezclaba
todos los pas y, lo peor de todo, pisaba invariablemente a todas las chicas a
las que invitaba a bailar. No quise ponerme en ridículo en aquella «asamblea
de nobles» y subí a la galería superior. Allí descubrí de pronto al ayudante del
profesor y, por costumbre, me levanté y le saludé en voz alta. El ayudante, que
estaba cortejando a una señorita entrada en carnes, se enfadó conmigo.
Una vez, cuando iba a cuarto curso, fui junto con mis compañeros a invitar
a unos actores a que participaran en un concierto benéfico. Entramos en casa
de la famosa cantante Nezhdánova. Yo estrujaba mis guantes blancos en la
mano y sufría a causa de mi falta de mundo. Mis compañeros se mostraron más
atrevidos.
Nuestra clase contaba con un «león», el príncipe Drutskoi, un bailarín
excelente y ducho en el arte de hablar a las chicas. Cuando yo tenía trece años,
le envidiaba. Pero un año más tarde ya no me parecía interesante. Entonces yo
leía a Chernishevski, folletos de economía política y Germinal, me esforzaba
en hablar con voz de bajo, y en el bulevar Prechístenski trataba de convencer a
Nadia Zórina, la hija de nuestro profesor de canto, de que el amor ayuda a los
héroes a luchar y morir por la libertad.
La chica a la que acompañaba del instituto a casa cambiaba a menudo,
pues a los catorce años yo no era un modelo de constancia. A veces invitaba a
una de ellas a la pastelería Pelevin, en la calle Ostózhenka, donde un pastel
costaba tres kopeks. Las chicas me parecían seres celestiales, pero tenían buen
apetito y en una ocasión tuve que dejar al pastelero la gorra como fianza. En
aquella época vivíamos en el callejón Saviólovski, que daba a la calle
Ostózhenka. El piso era amplio, y yo tenía una habitación para mí solo. Exigía
a mis padres que no entraran sin llamar a la puerta. Mi madre obedecía, pero
mi padre se reía de mis ocurrencias.
En la papelería de la calle Ostózhenka compraba postales con fotografías
de coristas, preferiblemente desnudas; consideraba que se debía pensar lo
menos posible en las mujeres, pero yo pensaba en ellas más de la cuenta.
Recuerdo la fotografía de una belleza célebre, Natasha Trujánova, que me
volvía loco. Un cuarto de siglo más tarde, conocí en París a A. A. Ignátiev,
antiguo agregado militar de Rusia en Francia, colaborador de nuestra
delegación comercial, y su esposa resultó ser la Natasha que me había
cautivado en la adolescencia. Le hablé de aquella vieja postal y mi relato la
hizo reír.
Mi primer amor data de una época más tardía, el otoño de 1907, cuando ya
me habían expulsado del instituto. La estudiante se llamaba Nadia. Su hermano
mayor, Serguéi Beloboródov, era bolchevique. El padre de Nadia leía el
Móskovskie viédomosti y no me miraba con buenos ojos: yo era un
revolucionario —para colmo, judío— que atentaba contra la inocencia de
Nadia. Rara vez iba a visitarla a su casa, solíamos encontrarnos fuera, en el
callejón Zachátevski. Nos escribíamos casi a diario cartas larguísimas en las
que hacíamos análisis psicológicos de nuestra relación. Eran cartas
apasionadas, llenas de reproches y juramentos, y también filosóficas.
Teníamos dieciséis años y no cabe duda de que nos hallábamos menos
absortos en nosotros mismos que en el vago presentimiento de la vida que se
abría ante nosotros.
Volvamos al instituto. Allí conocí a algunos alumnos de los cursos
superiores: Bujarin, Astáfiev, Tsires, Yarjo. De boca de Bujarin oí hablar por
primera vez de materialismo histórico, de plusvalía, de muchas cosas que me
parecieron de una importancia extraordinaria y que cambiaron radicalmente mi
vida.
Corría el tormentoso año 1905. El anfiteatro de teología de la universidad
se transformó en una sala de mítines. Pasaba mucho tiempo allí. A lado de los
estudiantes se sentaban los obreros. Cantábamos La Marsellesa y La
Varsoviana. Las estudiantes distribuían octavillas. Pasaban de mano en mano
gorros enormes con una nota que decía: «Donativos para la lucha armada».
Caminaba por la calle Mojováia. De pronto las gorras de los estudiantes
se arremolinaron en el aire, como hojas otoñales. Alguien gritó: «Los
ojotniriadtsi».[3] Todos nos precipitamos al patio de la universidad y
emprendimos los preparativos para defender aquella fortaleza. Nos dividimos
en grupos de diez: escribí con tiza un número en mi capote de colegial.
Subimos piedras a las aulas: si los enemigos conseguían irrumpir, los
recibiríamos a pedradas. Encendimos hogueras, comimos bocadillos de
salchichón y cantamos hasta la madrugada: «¡Coraje, amigos, no perdáis el
ánimo en la lucha desigual!». Yo no tenía aún quince años y se comprende
fácilmente que no perdiera el ánimo.
Recuerdo el funeral de Bauman.[4] Cuando volvíamos del cementerio,
oímos disparos. Me acuerdo de un cosaco con un pendiente en la oreja y una
fusta de cuero. También me acuerdo de diciembre: entonces vi por primera vez
la sangre en la nieve. Ayudé a construir una barricada junto a la plaza
Kudrínskaia. Nunca olvidaré aquella Navidad: un silencio pesado, terrible
después de las canciones, los gritos, los disparos. Se destacaban las negras
ruinas del barrio de Presnia. Las botas de los soldados del regimiento
Semiónovski hollaban la nieve, y la nieve crujía lastimeramente. Al volver al
instituto después de las vacaciones navideñas miraba distraídamente
alrededor, enfrascado en mis pensamientos: debía encontrar una organización
clandestina: las batallas decisivas estaban por llegar.
Pasé otro año en el instituto, pero no me daba cuenta de que había clases,
deberes, notas; me preocupaba una sola cosa: cotejar los programas de los
socialdemócratas y de los socialistas revolucionarios. A favor de estos
últimos estaba el romanticismo: grupos de combate, terrorismo, el papel del
individuo. Pero me parecían excesivamente idealistas: me acordaba de los
obreros de la fábrica de Jamóvniki y me sentía atraído por los bolcheviques,
por un romanticismo no romántico. Leía ya los artículos de Lenin y
comprendía que los mencheviques eran moderados, más cercanos a mi padre.
A menudo me repetía para mis adentros una palabra: «Justicia». Es una
palabra muy cruel, a veces fría, como el metal cuando se hiela, pero entonces
me parecía cálida, querida, íntima.
Un día, discutí con mi padre; resultó que nunca había oído hablar de los
bolcheviques ni de los mencheviques; a él le gustaban los kadetés.[5] Durante
un buen rato traté de convencerle de que la revolución era necesaria. Al final
dijo: «Tal vez tengas razón… Pero lo más importante es la tolerancia». Es
difícil seducir con la tolerancia a un chico de quince años con un mechón
rebelde en la cabeza y el viejo deseo de lanzar piedras pesadas, inmóviles.
«¡O todo o nada!», exclamaba un personaje de Ibsen; yo había escrito ese lema
en mi cuaderno y, pese a mi desprecio por la poesía, repetía los versos de
A. N. Tolstói: «Si se ama, que sea con locura | Si se amenaza, que sea con
bravura».
El año 1906 determinó mi destino. Fue un año lleno de ruido y
dificultades. Se encrespaban las olas de la revolución, pero el reflujo ya había
comenzado. Unos decían con tristeza, otros con alegría, que la tormenta había
pasado; las rebeliones de los marinos de Kronstadt y Sveaborg parecían los
últimos rugidos del trueno. Los estudiantes se apaciguaron y volvieron a
enfrascarse en sus libros de texto. Ya no hubo más mítines en la universidad, ni
manifestaciones, ni barricadas. Ese año ingresé en la organización
bolchevique y dije adiós a mis días de estudiante. Continué viendo a Bujarin y
Astáfiev, ya no por los pasillos del instituto sino en las reuniones clandestinas.
Mi elección estaba hecha.
En 1958 dio conmigo un viejo compañero de escuela, Vasia
Krashenínnikov, médico de profesión. En la vejez, la gente empieza a sentirse
atraída por los amigos casi olvidados de la infancia. Krashenínnikov había
decidido reunir a los compañeros de escuela que aún vivíamos y nos
encontrábamos en Moscú. Cenamos en el restaurante Praga cinco ciudadanos
de esa edad que ahora se llama «provecta»; recordamos las travesuras de la
escuela, las chicas.
La sala del restaurante poco a poco se fue llenando; yo estaba sentado de
espaldas a la puerta y no veía a los clientes. De pronto eché un vistazo atrás y
me quedé pasmado: vi a nuestro alrededor a chicas despeinadas y maquilladas
de una manera increíble y a muchachos con chaquetas de cuadros y el pelo con
la permanente hecha, herederos directos de los alumnos del instituto que
llevaban gorras azul claro y los estudiantes universitarios «del forro blanco».
Bailaban y, cuando cesó la música, se hizo el silencio: los únicos que
conversaban animadamente eran los cinco viejos sentados a la mesa del fondo.
No sé por qué el destino nos jugó esa mala pasada, pues nos habíamos
citado en el mismo lugar donde se reunían los elegantes. No eran muchos, la
verdad. En cuanto a nosotros, habíamos sido unos colegiales de lo más
corriente a principios de siglo, habíamos vivido como todo el mundo y
habíamos sobrevivido por casualidad, y aquella noche hablamos de la
juventud del momento actual, no refunfuñando como los viejos, sino con
ternura y confianza.
«¿Por qué no te gustaba Valia Kozlínskaia?», me preguntó Krashenínnikov.
«Todos estábamos enamorados de ella». No lo sé, no me acuerdo. ¿Tal vez
porque estaba enamorado de Nadia Beloboródova? Quizá porque vivía en el
futuro. Para gran terror de mi madre, me visitó Dmitri, un estudiante que
pertenecía a las milicias revolucionarias, y nos enseñó, a mí y a mis
camaradas, a utilizar un revólver.
6

El pasado se olvida; hay cosas que se pueden recordar y otras que se han
perdido para siempre.
En el volumen de Herencia literaria dedicado a Maiakovski, encontré un
informe del jefe de la Ojrana de Moscú, el teniente coronel Von Koten, sobre
la organización socialdemócrata en los centros de enseñanza secundaria de
Moscú. He pensado durante largo tiempo en algunos nombres, incapaz de
recordar a la gente involucrada. Pero el informe de la Ojrana ha reavivado en
mí muchos recuerdos. Von Koten informaba: «Briliant, Faidish, Ehrenburg y
Ania Vídrina son los que desempeñaron un papel más relevante… El partido
ha captado a nuevos activistas entre los estudiantes: Faidish es miembro del
buró de técnica militar; Ehrenburg, Sokolov, Sajarova, Bujarin y Briliant son
propagandistas de distrito; Rokshanin es el técnico del distrito
Zamoskvoretski, y Antónov del distrito de Gorodskoi».
Naturalmente me acuerdo muy bien de Bujarin y de Briliant, a ellos
continué viéndolos; recuerdo a Faidish, Vera Sajarova, Rokshanin, pero se han
borrado de mi memoria Antónov y Sokolov. En la lista confeccionada por Von
Koten, hay otros nombres de los que me acuerdo: Nadia Lvova, Valia
Neumark, Concordia Ivenson, Borís Oskólkov, pero faltan Astáfiev, Chlénov,
Marusia Lvova, Asia Yákovleva.
El jefe de la Ojrana había confundido ciertos detalles. A Bujarin lo bautizó
como Vladímir, eso puede ser un error. Pero hay otro más grave: el 18 de
enero de 1908 daba parte de que el Partido había captado nuevos activistas
procedentes de la organización de estudiantes del instituto. Pero en realidad
fueron los miembros del Partido Bujarin y Briliant los que crearon esta
organización en 1906 por indicación del comité de Moscú. Por lo que a mí
respecta, ingresé primero en la organización general del Partido y luego, entre
otras cosas, me ocupé del trabajo en las escuelas. Entre 1907 y 1908 ni
Bujarin ni Briliant dirigían ya las organizaciones estudiantiles y el 30 de enero
de 1908 la Ojrana arrestó a los «cabecillas», en concreto a Neumark, Cora
Ivenson, Faidish, Oskólkov y a mí.
Ya en 1906 había conocido a la bolchevique Yegórova; tenía el cabello
muy claro y la frente abombada. Al principio yo me ocupaba de distribuir la
«literatura», después fui «organizador» en el distrito de Zamoskvoretski. Lo
que más me asustaba era que mis camaradas pudieran adivinar mi edad y
dijeran que no podían confiarse misiones importantes a un chico de quince
años…
(Muchos años después me enteré de que Maiakovski empezó a trabajar
para el Partido cuando aún no había cumplido los quince años; evidentemente
se trataba de la costumbre de la época).
Ha llegado el momento de hablar de algunos de mis camaradas de la
organización escolar.
De Bujarin tendré ocasión de hablar más adelante, ahora sólo quiero
recordar a un joven de dieciocho años al que todos queríamos y al que
llamábamos «Bujarchik». No se parecía a los otros militantes clandestinos:
nosotros éramos demasiado serios, nos ocultábamos muchas cosas, incluso las
chicas de las que nos enamorábamos, nos esforzábamos en hablar únicamente
de materialismo histórico, del papel insignificante del individuo en la historia,
en afirmar que la apropiación de tierras era mucho mejor que la socialización
o la municipalización. Bujarin, a diferencia de los otros, era muy alegre y
todavía hoy me parece oír su risa contagiosa. Interrumpía sin cesar la
conversación con bromas o palabras ridículas: no sólo comprendía las
discusiones del Partido y dominaba la economía política, sino que entendía de
filosofía, de historia y de literatura. Me explicaba en qué consistía la grandeza
de Hegel y cuáles eran sus errores, qué significado tenía la cultura china
antigua, por qué el protopope Avvakum[1] se había convertido en un gran
escritor. Todo esto no le impedía ser preciso y eficaz en el trabajo clandestino.
Discutía con aire bonachón, pero era peligroso llevarle la contraria, pues se
burlaba amablemente de su adversario. Yo iba a menudo a verle. Vivía con sus
padres (el padre era pedagogo) en la calle Málaia Nikítskaia; a veces venía él
a visitarme, y nuestro buldog francés Bobka siempre intentaba morderlo
porque a él no le gustaban las risas fuertes ni las botas altas. Hay personas
sombrías con ideas optimistas, hay también pesimistas alegres. Bujarchik era
de una naturaleza sorprendentemente íntegra, quería trasformar la vida porque
la amaba.
Briliant (G. Y. Sokólnikov) era el hijo de un farmacéutico de la plaza
Trúbnaia, militaba en el distrito de Sokólniki, era amigo de Bujarin, pero no se
parecía a él en nada: pálido, preciso, hablaba siempre con tranquilidad,
sonreía en muy raras ocasiones; me parecía demasiado cerrado, seco, incluso.
Cuando, en verano de 1908, me condujeron por el pasillo de la cárcel Butyrka,
vi de repente a Briliant. Nos saludamos con la mirada: la conspiración no
permitía más. Lo deportaron a Siberia de donde huyó y nos encontramos en
París. Se entregaba con celo a la militancia y me quedé muy sorprendido al
enterarme de que en su tiempo libre traducía una novela que le gustaba mucho,
Bubu de Montparnasse de Charles-Louis Philippe. Comprendí que no era tan
seco como me había parecido. La última vez que lo vi fue en Londres, donde
era embajador; hablamos de la política de los conservadores, de la amenaza
del fascismo, y no salió a colación el pasado en ningún momento.
Senia Chlénov parecía un gatito bueno: tenía una cara ancha, a menudo
entornaba los ojos, flemático, y esbozaba una sonrisa.
Nos explicaba el papel del capital extranjero, el antagonismo anglo-
alemán, la codicia y el atraso de la burguesía rusa, pero después de los
informes serios charlaba con deleite de los decadentes, del Teatro del Arte, de
las novelas satíricas de Anatole France. Muchos años después lo encontré de
nuevo en París, donde era agregado jurídico de la embajada soviética.
Sorprendentemente, había cambiado muy poco; sin duda, a los dieciocho años
su personalidad ya estaba totalmente tallada y pulida.
En París nos hicimos amigos. Era una persona compleja, sibarita, y al
mismo tiempo un revolucionario. Aun viendo sus defectos, permanecía fiel a
la causa a la que había vinculado su vida. Sin duda, entre los romanos
ilustrados del siglo III que abrazaron el cristianismo había hombres parecidos
a Semión Borísovich Chlénov (le llamábamos «Esbe»). Éstos veían que las
estatuas del Buen Pastor eran imperfectas en comparación con las estatuas de
Apolo, pero afrontaban la tortura y el extremo suplicio junto con los demás
cristianos. Recuerdo que, una vez que viajaba de Moscú a París, en la estación
fronteriza de Negoréloi vi un tren parado en sentido opuesto; Esbe mostraba en
el vagón restaurante su sonrisa tranquila: le habían convocado en Moscú. Ya
no tuve ocasión de volver a verlo. Fue a finales de 1935…
A mi camarada de la organización del instituto, Valia Neumark, que tenía
la misma edad que yo, lo consideraba un ejemplo de modestia y fidelidad. Lo
arrestaron la misma noche que a mí; lo soltaron; luego lo detuvieron por otro
caso y lo deportaron a Siberia. Huyó al extranjero. Fui a verlo a Morteau, una
pequeña población francesa junto a la frontera suiza. Valia trabajaba en una
relojería. A mí me devoraban las dudas: a veces soñaba con regresar a Rusia y
dedicarme al trabajo clandestino, a veces deambulaba por París, hechizado
por la ciudad, y repetía para mis adentros los Versos de la bella dama.[2] Valia
continuaba siendo el mismo, participaba en la organización socialista local,
estaba al corriente de los textos publicados por el Partido. Por la noche, me
habló con fervor contenido y me dijo que, al cabo de dos o tres años, se
produciría la revolución en Rusia. Su vida, más adelante, fue muy difícil, pero
conservó hasta el fin de sus días la pasión y la pureza de un adolescente.
7

Lvov era un modesto empleado de Correos que vivía en un piso estatal de la


calle Miasnítskaia. Creía que sus hijas se casarían un día tranquilamente, pero
ellas prefirieron la clandestinidad. Nadia Lvova era medio año más joven que
yo cuando la arrestaron. Como aún no había cumplido diecisiete años la
pusieron en libertad. Conforme a la ley, le confiaron la tutela al padre hasta el
día del proceso. Ella dijo al coronel de la gendarmería: «Si me dejan en
libertad, continuaré con mis actividades». Nadia amaba la poesía, trataba de
leerme a Blok, Balmont, Briúsov. Pero yo temía todo lo que puede escindir al
ser humano: me sentía atraído por el arte y lo odiaba. Me burlaba del
entusiasmo de Nadia, le decía que la poesía era una absurdidad, que era
necesario dominarse. A pesar de su amor por la poesía, Nadia ejecutaba
magníficamente todos los encargos de la organización clandestina. Era una
chica amable, sencilla, de ojos ingenuos, con el cabello rubio y liso peinado
hacia atrás. Su hermana mayor, Marusia, la trataba con mucho respeto. Nadia
estudiaba en el instituto Elizavétinskaia, con dieciséis años pasó a octavo
curso y concluyó sus estudios con medalla de oro. Yo pensaba a menudo: «¡He
aquí una persona con carácter fuerte!».
Nos separamos a finales de 1908 (la vi antes de partir al extranjero). En
1909 comencé a escribir versos, y Nadia un año después. No sé en qué
circunstancias conoció a Valeri Briúsov. En 1911 escribió un poema dedicado
a Nadia Lvova: «Mi vieja antorcha alquitranada, | fortalecida en la lucha
contra los vientos, | encendida un día por un rayo, | te la tiendo con amor».
En febrero del año siguiente Nadia escribía: «Todo me da igual, todo me
da igual. Ahora más que nunca… Te saludo, oh, mi derrota».
En otoño de 1913 aparecieron dos libros: El cuento viejo de Nadia Lvova,
y Poesías a Nelly, de autor anónimo, dedicado a N. Lvova con unos versos de
Briúsov a modo de prefacio. En realidad, el autor de esta recopilación era el
propio Briúsov.
Briúsov decía: «Es hora de admitirlo, mi juventud ha pasado; pronto
rebasaré la cuarentena».
Nadia tenía dieciocho años menos y escribía: «Pero cuando quería volver
a casa sola, | advertí de pronto que ya no eras joven, | que tu sien derecha era
casi gris, | y el remordimiento me dejó helada».
Esos versos fueron escritos durante el otoño de 1913, y el 24 de
noviembre Nadia se suicidó. Había estado traduciendo poesías de Jules
Laforgue, que hablaban del tedio insoportable de los domingos, y en uno de
sus poemas, una colegiala, sin que se sepa el motivo, se arrojaba al río desde
el muelle. Briúsov hablaba a menudo del suicidio; una poesía suya llevaba
como epígrafe estos versos de Tiútchev: «Quién, en la opulencia de
sensaciones, | cuando la sangre hierve y se hiela, | no ha conocido vuestras
tentaciones: | ¡suicidio y amor!».
Y Nadia se pegó un tiro… Leí en el prólogo de la edición completa
póstuma de El cuento viejo: «No se produjeron acontecimientos remarcables
en la vida de Lvova». Dios mío, ¿cuántos acontecimientos deben producirse en
la vida de un ser humano? A los quince años Nadia se convirtió en una
militante clandestina, a los dieciséis la arrestaron, a los diecinueve empezó a
escribir poesía y a los veintidós se suicidó. Me parece que ya es suficiente…
En su tumba (fue enterrada en el cementerio de Márina Roscha) está
grabado un verso de Dante: «El amor nos condujo a morir juntos».
Ahora no pienso en Briúsov sino en Nadia. Su destino aún hoy me
conmueve profundamente. Me siento cercano a ella y eso es lo que me ha
empujado a dedicarle un capítulo entero. Sí, desde luego, según ella, fue el
amor lo que la empujó a la muerte, de eso hablan todos sus versos publicados
póstumamente. Pero ¿acaso no es responsable la poesía?
Es muy difícil para un ser humano pasar bruscamente de un mundo a otro.
Nadia amaba a Blok, pero su vida eran los libros de Chernishevski, Lenin,
Plejánov, los escondrijos, los «fracasos», el clima rudo de la clandestinidad
revolucionaria. De repente se había visto trasplantada al clima vacilante de
los sonetos, las sextinas, las asonancias y las aliteraciones. Repitió dos veces
en sus versos escritos antes de morir: «Creedme, yo sólo soy poetisa. | Ah,
¿soy una mujer? No, sólo una poetisa».
¿Es posible que aquella que puso fin a sus días no fuera la mujer que había
chocado con las complicaciones del amor sino «sólo la poetisa»?
Antes se hablaba de las dificultades de los inmigrantes que se habían
encontrado en las vastas extensiones del Far West, trasplantados de su
acostumbrada y cálida Europa. Ahora se habla de la «pesadez» del
cosmonauta cuando siente la ingravidez. Existe otra desgracia, la de hallarse
transportado al mundo incorpóreo de las imágenes, de las palabras, de los
sonidos. Me parece que eso le ocurrió a Nadia Lvova y, cuando recuerdo mi
primera juventud, comprendo muy bien su derrota. No lo soportó…
Yo no conocía todavía a Valeri Yákovlevich Briúsov cuando recibí de él
una carta en la que me contaba su sufrimiento después del suicidio de Nadia.
No me sorprendió que ella le hubiera hablado de mí, pero ¿por qué el ilustre
poeta, al que yo consideraba un maestro, tuvo la ocurrencia de darme
explicaciones? Para mí siempre ha sido un enigma.
Me acuerdo también de Ania Vídrina, eficaz, culta; de Asia Yákovleva,
que me gustaba; de las hermanas de Nadia Lvova.
En la clandestinidad yo hacía lo mismo que los demás: escribía proclamas,
calentaba la gelatina que se utilizaba para reproducir octavillas en el
hectógrafo, establecía «enlaces» y escribía las direcciones en papel de fumar
para poder tragármelo en caso de que me detuvieran; explicaba el contenido
de los artículos de Lenin en los círculos obreros, discutía hasta enronquecer
con los mencheviques y me esforzaba en respetar en la medida de lo posible
las reglas de la conspiración.
Los cuadernos que me sustrajeron al arrestarme me ayudan a reconstruir mi
imagen de aquellos tiempos. Según el acta de acusación, uno de esos
cuadernos contenía «información estadística de distinta índole relacionada con
las finanzas rusas, la instrucción pública, la industria, la agricultura, así como
de las huelgas y los lock-out de Alemania»; en otro había anotado: «Hay que
hablar con Borís», «piso», «comprar libros», «a propósito de los periódicos
legales», «transmitir a la imprenta», «pasar el contacto a Timoféi y hablar con
él de las conferencias», «comunicar a los camaradas de Jamóvniki lo de los
tipos de imprenta», «telefonear a Tkach».
En invierno nos reuníamos a menudo en las casas de té y lanzábamos
monedas de cobre al vientre de los estruendosos organillos para que la música
amortiguara el rumor de nuestras conversaciones. Servían salchichas cortadas
con forma de dados, que comíamos con tenedores con las púas rotas; las
salchichas despedían mal olor incluso con mostaza. Bebíamos el té mordiendo
y chupando terrones de azúcar, que previamente rompíamos sirviéndonos de
unas pinzas negras. Aquellos establecimientos bulliciosos resultaban poco
alegres; la gente entraba en ellos para entrar en calor, pero no conseguían
zafarse de la amarga tristeza de sus hogares.
En cierta ocasión fui a parar a una casa de té abierta durante toda la noche
para los cocheros. Regresaba de una reunión de todas las organizaciones de la
ciudad que se había celebrado en Márina Roscha; la policía nos había
sorprendido, pero todos habíamos conseguido escapar. Entré en el
establecimiento para burlar a los esbirros. A mi alrededor dormitaban varios
cocheros. Aunque yo bebía el té del platito e incluso trataba de carraspear
como ellos, no cabe duda de que era el vivo y clásico retrato del «sedicioso»
con el que sueña todo policía. Los cocheros, sin embargo, no me prestaban
atención; sólo uno de ellos se levantó de repente, me miró fijamente con sus
ojos astutos y me preguntó: «¿A esto lo llaman vida?». De inmediato salí
corriendo a la calle.
En general, tenía suerte. Una vez me arrestaron en el muelle cercano a la
fábrica Butíkov. Me condujeron a comisaría. El policía caminaba a mi lado.
Cuando cruzamos la calle Ostózhenka, el gendarme se detuvo para dejar pasar
un coche, en ese instante yo eché a correr y conseguí deshacerme de las
octavillas. Me retuvieron durante varias horas en comisaría; después llegó el
comisario, me soltó un rapapolvo y me pusieron en libertad. Otra vez nos
denunció la esposa de un obrero en cuya casa solíamos reunirnos. Tenía celos
de su marido y decidió vengarse, pero debió de contar algo descabellado al
guardia, pues éste se deslizó debajo de las camas, arrancó las tablas del suelo
y nos palpó los bolsillos en busca de armas. Al no encontrar nada se marchó
sin interesarse siquiera en averiguar quiénes éramos.
No hace mucho encontré en los archivos estatales de la calle Pirogóvskaia
una hoja de papel descolorida. Este papel me recordó que durante «la noche
del 31 de octubre al primero de noviembre de 1907, a las tres de la
madrugada, se efectuó un registro en el domicilio del estudiante de instituto
Iliá Grigórievich Ehrenburg, sito en el inmueble de la sociedad Varvarinski, en
el callejón Saviólovski» en el curso del cual «no se halló nada sospechoso», y
que «le fueron confiscadas la partitura de La Marsellesa rusa[1] y varias
postales».
En el sector que me habían encomendado se encontraba la fábrica de
tapizados Sládkov. Hice amistad con el mecánico Timoféi Ivánovich Iliushin,
hombre enérgico y extraordinariamente vivaracho. Habíamos organizado una
huelga en la fábrica; yo intervine en las reuniones e inicié una colecta entre los
estudiantes para el comité de huelga.
También tenía en gran estima al ebanista Vasili Ivánovich Chadushkin, un
tipo jovial. Ni él ni Iliushin se asemejaban en absoluto a los lúgubres obreros
de la cervecería de Jamóvniki que yo había conocido durante los años de mi
infancia. El año 1905 no había pasado sin dejar huella y empezaba a formarse
una vanguardia obrera. De mis nuevos amigos aprendí la jovialidad del alma.
Malvivían, trabajaban duro, pero aun así bromeaban. Para mí la actividad
revolucionaria era una liberación de la mentira, para ellos era una causa
vinculada a su esencia que resultaba ardua pero natural.
Me acuerdo a la perfección de algunos paisajes. Junto a Shábolovka se
extendía un gran descampado cubierto en algunas zonas de hierba rala. Allí se
tumbaban algunos obreros descalzos, y nosotros nos reuníamos para discutir
acerca de los artículos del periódico Vperiod y también sobre el jabón que
reclamaban los obreros de la fábrica Sládkov para poder hacer la colada. Uno
de nosotros siempre tenía que montar guardia, pues en cualquier momento
podía presentarse el feroz guardia municipal apodado «el Lezna». Otras veces
nos reuníamos en el cementerio tártaro, entre las viejas lápidas, donde en
primavera florecían dientes de león y francesillas. Nuestro lugar predilecto
para las reuniones eran las colinas Vorobiovi. En lo alto, los propietarios de
los puestos de té llamaban al «respetable público» para que acudiesen a sus
establecimientos. Los samovares humeaban, se escanciaba vodka. El acordeón
gemía: «Ay, por qué sería tan hermosa aquella noche…». Nosotros nos
reuníamos más abajo, en un bosquecillo: hablábamos de nuestros enlaces, de
las octavillas impresas con el hectógrafo, de que uno de nuestros
organizadores había sido arrestado el día antes con las direcciones…
Me acuerdo de la elección de delegados para el Congreso de Estocolmo.
Los bolcheviques tenían que invitar a un menchevique a las reuniones
preelectorales, del mismo modo que los mencheviques debían invitar a un
bolchevique. Siempre odiamos más a las personas que se hallan más cerca de
nosotros, incluso los kadetés me caían más simpáticos que los mencheviques.
Acudí a la reunión de los impresores pertenecientes a este partido, pero mi
elocuencia no surtió efecto alguno. Poco después se celebró otra reunión de
diez o quince obreros de una fábrica de ladrillos donde ya existía una
organización menchevique. Habló en nombre de este partido una chica muy
seria, que se mostró intimidada por todo y por todos; yo me comporté de un
modo insolente, me burlé de los mencheviques y salí victorioso: los obreros
votaron a favor del delegado bolchevique. La chica estaba al borde de las
lágrimas. Salimos juntos de la reunión, aunque me daba pena, sonreía lleno de
euforia: a fin de cuentas había vencido a los oportunistas.
Dicen que a veces las personas no reconocen su propia imagen en el
espejo. Aún resulta más difícil reconocerse en el turbio espejo del pasado.
Cuando me preguntan por los inicios de mi trabajo literario cito los versos que
escribí en la primavera de 1909. En realidad mis primeros escritos datan de
1907 y se hallan más próximos al periodismo de aficionado que a la poesía.
En los archivos de la calle Pirogóvskaia se ha conservado un editorial que
escribí y se publicó en la revista Zvenó [El eslabón], rebosante del ardor de
un neófito de dieciséis años. «Emprendemos la publicación de nuestra revista
en tiempos difíciles. La más sombría de las reacciones ha invadido toda
Rusia. La vanguardia de la revolución —el proletariado— aún no se ha
repuesto de sus derrotas, las heridas aún no han cicatrizado. Sus enemigos se
regocijan y al grito de “¡Ay de los vencidos!” se lanzan contra el ejército
revolucionario y sobre todo contra la vanguardia, la socialdemocracia rusa.
Pero el proletariado, arrojado a la clandestinidad, afila las nuevas armas con
la firme conciencia de su fuerza y una fe inquebrantable en la victoria final,
mientras organiza el partido obrero. Nosotros compartimos su fe, y detestamos
profundamente ese régimen en que, junto al lujo y el libertinaje, convive la
miseria más lúgubre y reina el poder del rublo y del látigo. Creemos con
firmeza en el inminente derrumbe de este régimen, en el advenimiento del
reino luminoso de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Garantía de ello es
la lucha internacional del proletariado en las filas de la socialdemocracia.
Este reino llama a todos los humillados y ofendidos, a todos aquellos que
desean sinceramente la renovación de la humanidad, a congregarse bajo la
bandera roja. El camino está cubierto de espinas, pero es auténtico y conduce
al objetivo final: el socialismo. En esta histórica lucha no hay ni puede haber
espectadores: quienes no están con el socialismo están en contra de él.
Dirigimos nuestro llamamiento a los estudiantes que han decidido ofrecer su
vida a la causa de la liberación de los trabajadores. Queremos prepararlos
para el difícil trabajo de ser los tambores y las trompetas de la clase suprema,
queremos enseñarles la ciencia de la lucha, queremos unirlos mediante un
eslabón irrompible al Mesías del porvenir: el proletariado».
He transcrito por completo mi primer ensayo literario no porque me
parezca afortunado, sino porque deseaba mostrar cómo se produce la inflación
de las palabras y cómo cambia el significado de éstas. En 1907 anhelaba con
ardor convertirme en tambor y trompeta de la revolución para luego, en 1957,
escribir: «La orquesta no sólo se compone de trompetas o tambores».
Otro de mis textos, titulado «Dos años de Partido unificado», se ha
perdido. Según el resumen del agente de la Ojrana, yo declaraba en él que, a
pesar de intensificar la actividad clandestina, el Partido no debía
menospreciar ninguna actividad legal. En aquella época me apasionaban las
cuestiones de la táctica del Partido, así como las discusiones entre sus
diferentes facciones. Me gustaba hablar de reconciliación, pero lo hacía con
espíritu intransigente.
En las reuniones clandestinas me encontraba con Varia, Timoféi, Tania,
Yegor-Morgún. Yegor era estudiante universitario; Tania, alumna de los cursos
superiores. A veces, por la noche, en compañía de Nikolái Ivánovich,[2]
íbamos a ver a Tania o a Lidia Nedokúneva, que vivía en la calle Vladímir
Dolgoruki; hablábamos de los asuntos del Partido, pero también bromeábamos
y reíamos. No hace mucho tuve ocasión de encontrarme con Tania, a quien no
veía desde hacía cincuenta años. Resultó ser la viuda de V. P. Noguin.
Evocamos el pasado, cuando éramos propagandistas principiantes y nos
reuníamos en casa de P. G. Smidóvich, en la central eléctrica. Recordamos las
estupendas bromas de Nikolái Ivánovich y nos dijimos que nuestra juventud
había sido clara y combativa.
Más de una vez me había encontrado con Makar, pero sólo al cabo de
muchos años me enteré de que él era en realidad V. P. Noguin.
Un día asistió a una reunión plenaria un hombre de ojos cansados y
bondadosos. Le miré con respeto, pues sabía que era miembro del Comité
Central. Innokenti (I. F. Dubrovinski) habló con cada uno de nosotros,
prestándonos toda su atención. A un camarada le dijo: «Tiene usted mal
aspecto, le conviene descansar». Recuerdo la impresión que me causaron estas
palabras, pues no concordaban en absoluto con la idea que yo tenía de la
revolución. Sería más exacto decir que yo experimentaba el deseo de un afecto
humano, sencillo y tierno, pero lo consideraba una debilidad, vestigios del
pasado, «sensiblería de intelectualillo».
En el otoño de 1907 me encargaron que estableciera contacto con los
soldados con vistas a crear una célula dentro de los cuarteles. Estaba
entusiasmado por la dificultad y la importancia de esta misión. Me confiaron
un sello, que era lo único que había quedado tras la última redada policial;
sellé dos talonarios destinados a la recolecta de fondos y cometí la estupidez
de guardar el sello en casa, considerando que allí estaba a buen recaudo. (En
el acta de acusación se menciona que entre los objetos que me fueron
confiscados había un «sello de goma» de la «Organización militar adjunta al
comité de Moscú del Partido Socialdemócrata de Rusia»). Había conseguido
trabar conocimiento con el escribiente de una sección del regimiento de
Nesvizhski, que me trajo a tres soldados de la compañía de ametralladoras,
luego se añadieron al grupo un voluntario y otro soldado, lo que dio un total de
seis hombres: un pequeño embrión de la Guardia Roja…
Yo continuaba leyendo novelas y asistiendo al teatro, a veces veía a
algunos amigos alejados de la política. Los historiadores designan a esta
época «el comienzo de la reacción». Un período confuso había seguido al
brillante año 1905: todo el mundo buscaba algo, los individuos se agitaban y
mantenían discusiones acaloradas, pero en el fondo de todo ello se sentía el
cansancio, la desilusión, el vacío.
Las jóvenes ya no aprendían a bailar el miñón o la chacona de mi infancia,
sino el cake walk y la machicha, ante la mirada despavorida de sus mamás; la
humanidad ilustrada se acercaba al foxtrot. Los estudiantes discutían sobre la
novela de Artsibáshev:[3] ¿era Sanin el ideal de hombre moderno? En esa
novela había un nietzscheanismo de baja estofa, un erotismo más próximo a las
caballerizas que a Wilde y la sinceridad del nuevo siglo. En esta época
apareció un relato de Anatoli Kamenski en el que se relataba con todo lujo de
detalles cómo un oficial lograba seducir a cuatro mujeres en un solo día. En el
Teatro de Arte se representaba la Vida del hombre, de Leonid Andréiev, vana
tentativa de sintetizar la vida, comentada por un personaje vestido de gris
desde un rincón del escenario. Los intelectuales moscovitas canturreaban o
silbaban la polca que se interpretaba en un acto de la obra. En el mismo teatro
representaban Los ciegos, de Maeterlinck, cuyos gritos simbolistas
provocaban neurastenia a las damas impresionables. Éstas no preveían que
diez años más tarde aparecerían las sopas de mijo y los cuestionarios; la vida
parecía demasiado tranquila, la gente buscaba la desgracia en el arte, como si
se tratara de una materia prima que escaseara. Fue el comienzo de la época de
«la búsqueda de Dios»,[4] de los almanaques escandinavos y de Gotas de
sangre de Sologub.
Se podría pensar que yo estaba protegido por el caparazón de mis
principios intransigentes, pero no era así, pues el arte se filtraba en mis
actividades clandestinas. Por las noches leía las obras de Hamsun: Pan,
Victoria, Misterios; me reprochaba a mí mismo esta debilidad, pero no podía
hacer nada contra mi admiración. Sentía que existía otro mundo, el de la
naturaleza, las imágenes, los sonidos, los colores. Chéjov me conmovía ya
entonces por su verdad, que yo no comprendía, pero que resultaba
indiscutible, y susurraba: «Misius, ¿dónde estás?»,[5] y estaba enamorado de la
dama del perrito. Vi a Isadora Duncan, que vestía una túnica antigua y bailaba
de manera muy distinta a Heltzer.[6] Seguía repitiéndome al igual que antes que
todo aquello eran tonterías, pero no siempre conseguía pasar sin ellas. Iba
todavía al instituto cuando le dije a una chica de quien estaba enamorado:
«Korolenko afirma que el hombre está hecho para la felicidad, como el pájaro
para volar». Me enamoraba con facilidad y sentía un gran anhelo de felicidad,
pero consagraba todo mi tiempo y todo mi esfuerzo a otras cosas. Entre
nosotros es costumbre emplear el epíteto «monolítico» como elogio, pero un
monolito no es más que un bloque de piedra. El hombre es mucho más
complejo, incluso cuando sólo tiene dieciséis años…
Los periódicos desplegaban una energía sombría. Los socialistas
revolucionarios estaban entusiasmados con las expropiaciones. Había
ejecuciones en la horca. Por la noche, los agentes de la Ojrana destripaban los
colchones y trasegaban los ochenta tomos de la enciclopedia Brockhaus y
Efron…
En la misma época Blok escribía: «¡Te reconozco, oh, vida! ¡Te acepto! |
¡Y te saludo con el tañido de mi escudo!».
Pero yo no conocía a Blok, ignoraba muchas cosas: yo no era más que un
pequeño monolito con una gran grieta. Visitaba a la estudiante de instituto Asia
Yákovleva, que tenía dos años más que yo y sin duda se desenvolvía mejor en
la madeja de los sentimientos humanos. Le hablaba de los resultados del
Congreso de Londres mientras me esforzaba en vencer muchas cosas que me
oprimían el pecho. Las conversaciones sobre la utilidad y los perjuicios de las
cooperativas eran interrumpidas por breves confesiones de amor. A menudo
discutíamos y hacíamos las paces al instante. Al llegar las vacaciones de
Navidad, Asia partió a Bobrov prometiéndome en primer lugar derrotar allí a
los socialistas revolucionarios, y después reflexionar sobre nuestra relación.
En el momento de mi arresto me confiscaron una carta suya, que comenzaba
con estas palabras: «Iliá, tengo ganas de hablarte con más calma». Al final
había una nota: «No he podido dar mi conferencia, pues todos los socialistas
revolucionarios se habían esfumado o es posible que se haya enfriado mi
espíritu combativo».
Resultaba difícil discutir sobre un artículo de Plejánov y al mismo tiempo
soñar con la felicidad. Lo menciono porque, a diferencia de muchos escritores
de mi generación, vi desde un principio la maqueta del mundo en el que luego
viviría durante más de medio siglo. En aquella época perduraba en la calle —
si no por calendario, sí por el modo de vivir— el siglo XIX, con los juramentos
de Herzen y Ogariov, los «vuelcos del corazón», Paulina Viardot, La gaviota,
los versos de Nadson, y entre las reuniones clandestinas y las novelas de
Hamsun yo ya tenía el presentimiento del clima de una nueva época.
Ahora me río de la excesiva seguridad del chico que yo era; no obstante,
es cierto que durante aquellos años se decidieron muchas cosas para mí. No
negaré que avanzaba por un camino tortuoso: la vida no es una senda recta, y
aunque el arte eleva al hombre a veces también lo puede desviar. Con todo, me
siento muy cercano al chico de dieciséis años que escribía ingenuas octavillas.
Si algo me ha ayudado a sobrellevar los años de dudas y desilusiones ha sido
la firme convicción de que la causa a la que me consagré hace más de
cincuenta años fue dictada tanto por la razón del siglo como por mi
conciencia.
Vinieron a detenerme a las dos de la madrugada, cuando yo dormía
profundamente. Me despertaron las voces del oficial de policía, de los agentes
y de los testigos. No tuve tiempo de destruir nada. El registro se prolongó
hasta la mañana. Mi madre lloraba, y una tía mía que había venido de Kiev
para pasar una temporada con nosotros iba y venía despavorida por el piso,
ataviada con unas enaguas espléndidas. La idea de que dos semanas antes
había cumplido diecisiete años me reconfortaba y me alegraba. Significaba
que nadie se atrevería a poner en duda mi plena responsabilidad.
8

En la cárcel sólo permanecí cinco meses, pero era un muchacho y tenía la


impresión de llevar detenido años, pues las horas en cautiverio no pasan de la
misma manera que las horas en libertad y los días se hacen
extraordinariamente largos. A veces me sentía muy triste, sobre todo al
atardecer, cuando llegaban hasta mí los ruidos de la calle, pero yo trataba de
sobreponerme; la cárcel, a mi modo de ver, era un examen para obtener el
certificado de madurez.
Durante aquellos meses tuve ocasión de conocer distintas cárceles de
Moscú: la de la estación de policía Miasnítskaia, las de Suschióvskaia y
Basmánnaia y, por último, la de Butyrka. Cada una tenía sus propias
costumbres.
En aquella época todas las cárceles estaban llenas de prisioneros, y me
tuvieron durante toda una semana en la comisaría de Prechístenska a la espera
de que quedara una plaza libre. La comisaría era muy ruidosa. Por la noche
llegaban a ella los borrachos, los golpeaban sin piedad antes de encerrarlos en
la «jaula de los borrachines», que es como llamaban a una gran celda que
parecía una jaula de zoológico. Me vigilaban unos guardias que a menudo se
adormilaban y al despertar se sonaban ruidosamente y mascullaban entre
dientes, quejándose de su trabajo, que nunca les dejaba estar tranquilos. Yo
pensaba en mis asuntos: había sido una estupidez no haber ocultado mejor el
sello de la organización militar. Pensaba también en Asia: era una lástima que
no hubiésemos tenido tiempo de decírnoslo todo. Me condujeron a la sección
de la policía secreta donde un fotógrafo que tenía un bocio muy pronunciado
me ordenó: «La cabeza más alta… Ahora de perfil». Desde niño me
apasionaba la fotografía; me gustaba tomar fotografías, pero no posar. Sin
embargo, aquella vez me alegré de ello porque significaba que me tomaban en
serio.
Me condujeron a la estación de policía Miasnítskaia. Las condiciones eran
tolerables. Las diminutas celdas constaban de dos catres. Algunos guardias
eran buenos tipos y nos permitían pasear por el pasillo; otros nos insultaban.
Me acuerdo de uno que, cuando le pedía permiso para ir a la letrina,
contestaba invariablemente: «No, puedes esperar». El celador era un hombre
poco instruido, se ponía furioso cuando llevaban libros para los prisioneros
porque no sabía cuáles eran subversivos. Vi un informe suyo en los archivos
del Estado; hacía saber a la Ojrana que había confiscado unos libros que me
habían llevado: la antología La Tierra y las obras de Ibsen. Una vez se puso
hecho una furia: «¡Es una indecencia! Le han traído un libro sobre el knut
[látigo]. ¡No están permitidos los libros de esta clase! ¡No se lo daré!». (Supe
más tarde que el libro que tanto había asustado al carcelero era una novela de
Knut Hamsun).
En la prisión de Miasnítskaia había un bolchevique: V. Radus-Zenkóvich; a
mi modo de ver era un veterano, pues tenía treinta años, no era la primera vez
que se hallaba en la cárcel y ya había conocido la emigración. Como
compañero de celda tenía también a un «viejo», un hombre con algunas canas
incipientes. Cuando hablaba con él, me esforzaba en no dejar entrever que
tenía diecisiete años. Un día el director me trajo una revista literaria. Se la
presté a mi vecino, que una hora más tarde me dijo: «Aquí hay un mensaje
para ti». Debajo de algunas letras había unos puntitos apenas perceptibles: era
Asia quien me había mandado la revista. Me ruboricé de felicidad y de
vergüenza; durante varios días no me atreví a mirar a los ojos a mi
compañero, pues yo consideraba los sentimientos una debilidad inadmisible.
Salíamos a pasear por un patio minúsculo, entre enormes montones de
nieve. Después, de pronto, la nieve se tornó grisácea y comenzó a ablandarse:
se aproximaba la primavera.
De vez en cuando nos conducían a los baños públicos; eran días
maravillosos. Nos hacían marchar por la calzada, y los transeúntes miraban el
desfile de los criminales, unos con asombro y otros con compasión. Un día una
viejecita se santiguó y me puso en la mano una moneda de cinco kopeks, pues
yo era el último de la fila. En los baños, nos lavábamos durante largo rato y
después tomábamos también un baño de vapor. Casi teníamos la impresión de
hallarnos en libertad.
La vigilancia exterior de la cárcel la montaban los soldados del cuerpo de
gendarmería; éstos entablaban conversación con nosotros, decían que nos
respetaban porque no éramos ladrones sino «políticos». Algunos accedían a
entregar nuestras cartas fuera de la cárcel. El 30 de marzo envié una a Asia. Es
probable que acabase de recibir una carta de ella que me había entristecido,
porque le escribí: «Considero que es importante para la causa que yo reciba
noticias de lo que acontece en el exterior y que no me vea apartado del
movimiento; sólo esa consideración me obliga a dirigirme a ti para pedirte que
me escribas». Encontraron esta carta durante un registro que efectuaron en su
casa y la adjuntaron a mi expediente. Por ella me doy cuenta de que en la
cárcel tenía las mismas preocupaciones que en libertad. «Me ha alegrado
enterarme de que a pesar de tantos obstáculos la causa sigue adelante. Tu carta
confirma que mi plan es correcto. Es posible que los nuevos miembros del
club sean muchachos simpáticos, pero albergo serias dudas con respecto a su
formación socialdemócrata; su trabajo de organización se reduce a un juego de
niños». (Releo estas líneas y sonrío: ¡un chico de diecisiete años denuncia los
«juegos de niños» de los nuevos miembros de una organización estudiantil!).
Más adelante escribía sobre cuestiones de política general: «La sociedad de
instrucción del barrio de Zamoskvorechie no ha sido autorizada, se ha
clausurado la “unión del trabajo”. Es evidente que el gobierno ha decidido
cerrar la puerta de salida de la clandestinidad al mundo exterior. Por tanto
tendremos que tirarla abajo. Sin embargo, conviene no olvidar que esta
actividad es auxiliar y no constituye la tarea central de nuestra acción
clandestina».
Cuando la policía encontró esta carta mía en casa de Asia, me transfirieron
de la prisión de Miasnítskaia a la de Suschióvskaia. La nueva cárcel me
pareció un paraíso. En una celda amplia, sobre una especie de tablones de
madera, dormían un gran número de personas, tan arrimados los unos a los
otros que no podían volverse sin despertar a los vecinos. Todo el mundo reñía,
gritaba, se cantaba Mar glorioso, Baikal sagrado.[1] El celador era un
borracho aficionado al dinero, al coñac, a los bombones de chocolate y al
agua de colonia Brocard; también le gustaba la compañía de gente instruida y
solía decir: «Vosotros, los políticos, sois gente con la cabeza bien
amueblada». No concedía permisos de visita si no se desembolsaba antes tres
rublos junto con la instancia. Se dejaba pasar cualquier paquete, pero el
inspector se quedaba con lo que más le gustaba. Algunas veces, después de
haber empinado el codo, venía a nuestra celda y escuchaba sonriente las
discusiones entre los socialdemócratas y los socialistas revolucionarios.
«Vosotros echáis pestes los unos de los otros, pero yo os aprecio a todos, a los
socialistas revolucionarios, a los bolcheviques y a los mencheviques. Sois
todos personas inteligentes, pero sólo Dios sabe lo que ocurrirá en Rusia».
Tenía una nariz rojiza y carnosa llena de granos y siempre apestaba a alcohol.
Algunos prisioneros se indignaban, decían que todo el día se oían gritos y
que no había manera de leer. Fue elegido como responsable de celda un
menchevique con gafas, quien nos anunció con pompa que quedaba prohibido
hacer ruido desde las nueve de la mañana hasta mediodía. A las nueve en
punto tres anarquistas comenzaron a aullar con voz ronca: «Que la bandera
negra sea el distintivo del triunfo de la gente trabajadora». Se negaban a
aceptar cualquier clase de reglamento, e incluso el celador se sentía
intimidado: «Vamos, vamos…, exageran ustedes». (Cuando en 1936 pasé
medio año en el frente de Aragón con los anarquistas, me acordé más de una
vez de la celda en la prisión de Suschióvskaia).
Por lo demás, el desorden no sólo reinaba en nuestra celda sino también
dentro de la Ojrana: en una misma celda podían verse reunidas personas
detenidas por azar, que esperaban ser puestas en libertad cualquier día, y
terroristas acusados de ataques armados que corrían el peligro de ser
ahorcados. Durante toda una semana estuvo detenido un respetable sacristán al
que habían arrestado por error, pues se buscaba a una persona con el mismo
apellido. Trataba de demostrar a cada uno de nosotros que era víctima de la
casualidad y que él siempre había sido fiel al poder, incluso de pensamiento, y
no comprendía por qué nos reíamos al escuchar sus declaraciones. Cuando le
comunicaron que podía volver a casa, tuvo miedo: decía que probablemente lo
volverían a encerrar por todas las cosas prohibidas que había tenido que oír.
Un socialista revolucionario, que había tomado parte en un acto de
«expropiación» armada, esperaba su condena a muerte. Le llamaban Ivánov
(no sé si era su verdadero nombre). Simulaba estar loco. Al principio sus
accesos de demencia eran breves; pero luego, bien porque había cambiado de
táctica, bien porque se había vuelto loco de veras, nos atormentaba durante
días enteros; lanzaba gritos que parecían chillidos de pájaros, se reía sin
motivo y soltaba frases incoherentes.
La instrucción de mi caso había sido asignada al coronel de la policía
Vasíliev. Se esforzaba en ganarse mi simpatía hablando de las lacras del
régimen, me decía que en el fondo él también era partidario del progreso. A
veces me adulaba y otras me torturaba con su ironía de hombre maduro, cínico
e inteligente. Estaba muy interesado en saber quién era el autor del artículo
«Dos años de Partido unificado», si se produciría pronto una nueva escisión y
cuál era la posición de Lenin. Yo respondía a las preguntas con monosílabos o
le decía que «distintas personas me habían entregado diversos documentos»,
cuyos nombres me negaba a dar. Entonces entablaba conversación sobre temas
generales: Gorki, el papel de la juventud, el futuro de Rusia. Me decía: «Tengo
un hijo de la misma edad que usted, un majadero que no se interesa por nada,
salvo por el baile, las chicas y los licores. En cambio, con usted resulta
agradable conversar, pues es usted un joven original y muy leído». En el
transcurso de uno de los interrogatorios empezó a leer en voz alta una carta de
Asia que me habían confiscado en el momento del arresto. Indignado, le grité
que aquello no tenía relación alguna con el interrogatorio y que no iba a
permitir aquel ultraje. El coronel se mostró muy satisfecho, me llamó «joven
de temperamento», y acabó ofreciéndome un té con galletas, que yo rechacé.
Me contó que una vez había recibido la visita de una joven, que había
afirmado ser mi prima por parte de madre, y había pedido verme. «Le pregunté
cómo se llamaba la madre de usted, pero ni siquiera lo sabía. ¿Por qué aceptan
a tontas así en su organización? No la he arrestado. Adivinará usted, por
supuesto, de quién le estoy hablando, ¿no? Se llama Asia Yákovleva». Tuve
que hacer un gran esfuerzo para no traicionarme y respondí con indiferencia
que todo aquello no tenía relación con mi caso.
El coronel me había mentido. Poco después de la visita que Asia le hizo
con el fin de pedirle autorización para verme, se efectuó un registro en su casa.
Por desgracia, la carta que yo le había enviado desde la cárcel estaba sobre la
mesa, no había tenido tiempo de leerla y romperla. El 8 de abril Asia fue
arrestada y acusada de estar implicada en el caso de la organización
estudiantil. Dos semanas después fue puesta en libertad bajo una fianza de
doscientos rublos.
Pese a que yo odiaba al coronel Vasíliev, éste me parecía un personaje
interesante, un astuto juez instructor como los que aparecían en las novelas;
hasta entonces yo creía que todos los gendarmes eran estúpidos e ignorantes.
La dirección de la gendarmería se encontraba en la plaza Kudrínskaia. Me
llevaban allí en coche de punto, con un gendarme sentado a mi lado. Yo miraba
con ansiedad a los transeúntes: ¿y si de pronto veía a algún conocido? Veía
pasar a artesanos, petimetres, estudiantes de instituto, militares. Las lilas de
los jardincillos estaban en flor. Pero ni una sola cara conocida…
En mi último interrogatorio me comunicaron que Oskólkov, Neumark,
Lvova, Ivenson, Sokolov, Yákovleva y yo mismo seríamos procesados por
haber participado en la organización estudiantil del RSDRP (Partido Obrero
Socialdemócrata de Rusia) en virtud del apartado primero del artículo 126. Yo
sería procesado además según el apartado primero del artículo 102 por mi
participación en la organización militar de dicho partido. Vasíliev me explicó
con sonrisa irónica: «A usted le caerán seis años de trabajos forzados, pero le
descontarán un tercio de la condena por ser menor de edad. Después,
deportación a perpetuidad. Pero de allí usted escapará, le conozco».
Varios detenidos aprovecharon la negligencia del director de la cárcel
para preparar una evasión. Si no recuerdo mal, cuatro de ellos consiguieron
huir. Por primera vez vi de mal humor al celador. Ignoro si conservó su puesto,
pero nosotros tuvimos que pagar las consecuencias: fuimos trasladados de
inmediato a otros centros de reclusión en calidad de «cómplices de fuga».
Nada más verme, el celador de la cárcel Basmánnaia me gritó: «¡Quítate
los pantalones!». Inició el registro personal. Del paraíso había caído en el
infierno. Un bofetón rotundo me familiarizó con el nuevo régimen. En
Basmánnaia hicimos una huelga de hambre, exigiendo que nos trasladaran a
otra prisión. Recuerdo que pedía a un camarada que escupiera sobre mi pan,
pues tenía miedo a no poder resistir y pellizcar un trozo…
Me transfirieron a una celda incomunicada de la cárcel Butyrka; para mí
representó un castigo en toda regla. Evidentemente se trataba de una cuestión
de edad. Si hoy en día me diesen a escoger entre la celda común de
Suschióvskaia o una celda solitaria no dudaría ni un minuto, pero a los
diecisiete años no es fácil matar el tiempo a solas contigo mismo, sobre todo
si te prohíben las visitas, las cartas y el papel para escribir.
Intenté establecer contacto con otros presos dando golpecitos contra el
muro, pero nadie respondió. No me permitían salir a pasear. La luz
deslumbrante de un día estival penetraba por la ventanilla. El cubo a modo de
urinario que había en la celda apestaba. Empecé a recitar poesías en voz alta,
pero el vigilante me amenazó con encerrarme en una celda de castigo. Exigí
papel para hacer una declaración y escribí a la dirección de la gendarmería:
«Iliá Ehrenburg, confinado en la cárcel de tránsito de Moscú, se niega a
permanecer por más tiempo entre rejas y pide ser puesto en libertad al
instante. Pero si lo que quieren es extenuarme o volverme loco antes del
juicio, díganmelo abiertamente». Transcribo estas líneas y sonrío, pero cuando
las escribí no me parecía en absoluto divertido. Numeraron mi declaración y
la añadieron al expediente.
El médico de la prisión dictaminó que yo padecía neurastenia aguda, pero
había muchas cosas que él ignoraba: yo seguía pensando en diferentes asuntos
del Partido, en buscar el medio de utilizar las cooperativas en interés del
Partido, en ciertos obreros de la fábrica Guzhon a los que convenía dar
puestos de mayor responsabilidad, redactaba mentalmente una «respuesta a
Plejánov». Pensaba también en Asia, que debía de haber pasado los exámenes
y no tardaría en seguir los cursos superiores. Era poco probable que nuestros
caminos volvieran a cruzarse. En la cárcel empecé a pensar en otras cosas:
meditaba sobre la vida, sobre importantes pero vagas cuestiones en las que no
había tenido tiempo de reflexionar cuando me hallaba en libertad. En general
la cárcel es una buena escuela siempre y cuando no te azoten o te torturen y
sepas que son tus enemigos los que te han encerrado y que aquellos que
comparten tus ideas te recuerden con amistad.
«¡Recoja sus cosas!». Creí que iban a trasladarme a otra cárcel, pero me
mostraron un papel: «Firme». Me ponían en libertad bajo estricta vigilancia
policial hasta que se celebrara el juicio. Tenía que abandonar Moscú
inmediatamente y trasladarme a Kiev. Salí a la calle Dolgoruki y permanecí
allí plantado. Puede olvidarse todo, pero algo así no se olvida jamás. En
épocas tranquilas y en los países libres, las personas crecen, estudian, se
casan, trabajan, caen enfermas, envejecen; pueden vivir toda una vida sin
comprender qué es la libertad. Es probable que se sienta siempre libre en la
medida admitida por un ciudadano honorable dotado de una imaginación
corriente. Apenas hube traspasado las puertas de la cárcel, me quedé
estupefacto. Coches de punto, un muchacho con su acordeón, un puesto de
venta ambulante, la lechería Chichkin, la panadería Savostiánov, muchachas,
perros, decenas de callejones, cientos de patios. Podía caminar en línea recta,
girar a la derecha, a la izquierda… Fue entonces cuando comprendí qué era la
libertad. De una vez por todas.
(Nunca he sabido descifrar el significado de unos versos de Pushkin: «No
existe la felicidad en el mundo, sólo la calma y la voluntad». Muchas veces he
reflexionado en estas palabras, sin llegar a comprenderlas. La vida ha
cambiado mucho. Un día en 1949 estaba sentado en la platea del Teatro
Bolshói, junto a Samuil Yákovlevich Marshak; en el escenario pronunciaban
discursos sobre Pushkin, pues era una velada conmemorativa. Después nos
dirigimos a un café en la esquina de la calle Kuznetski Most. Pregunté a
Marshak en qué felicidad habría pensado Pushkin, aparte de la calma y la
voluntad. Marshak no me respondió).
Permanecí inmóvil durante mucho tiempo en la calle Dolgoruki, sonriendo.
Después me encaminé a mi casa, en la calle Ostózhenka, pasé por la plaza
Strastnaia, donde saludé a la estatua de Pushkin, después seguí caminando por
los verdes bulevares, sin borrar la sonrisa de mis labios.
9

No tardaron en obligarme a abandonar Kiev, prohibiéndome al mismo tiempo


—ignoro el motivo— residir en las regiones de Kiev, Volinia y Kamenets-
Podolsk. Recibí un pase para Poltava, donde vivía el hermano de mi madre, un
abogado liberal.
La ciudad me parecía agradable con sus calles tranquilas, sus jardines de
árboles dorados, sus casas blancas, pero la estrecha vigilancia policial era
capaz de envenenar la vida incluso de la idílica Poltava. Mi tío, por supuesto,
me recibió con gentileza, pero comprendí que cuanto menos le visitara más
tranquilo estaría él. Emprendí la búsqueda de alojamiento; tenía que advertir a
los propietarios de que estaba sometido a una estricta vigilancia de la policía,
y a esta advertencia le seguía invariablemente una negativa a darme hospedaje;
algunos lo hacían con formas groseras y otros con aire culpable, diciendo que
la vida de por sí ya era difícil. Finalmente fui a parar a casa de un sastre
llamado Brave, quien después de haber consultado con su mujer decidió
alquilarme una pequeña habitación. Saqué mis libros y mis cuadernos y decidí
establecerme en Poltava. Como es natural, esperaba proseguir allí la actividad
clandestina; tenía la dirección de un obrero que me habían dado en Kiev.
Durante una semana recorrí la ciudad de punta a punta para convencerme de
que no me seguía ningún agente.
El 11 de noviembre de 1908 el jefe de la gendarmería de Poltava, el
coronel Nésterov, escribió: «Por lo que respecta a la organización del Partido
Obrero Socialdemócrata de Rusia, le transmito los nombres de las personas
sometidas a nuestra vigilancia durante el mes de octubre». Seguía una lista en
la que figuraba «Iliá Ehrenburg, estudiante». Es una lástima que yo no
conociese el informe hasta medio siglo más tarde, pues el hecho de haber sido
tomado por estudiante seguramente me habría halagado.
Una vez más, de no ser por los archivos de la policía, me habría resultado
difícil recordar ciertos detalles de mi vida en Poltava. «Copia de la carta de
Iliá Grigórievich Ehrenburg, que se halla bajo vigilancia policial y que ha
llegado a nuestro poder por medio de uno de nuestros agentes. Escrita en
Poltava el 21 de septiembre de 1908 y dirigida a Šíma,[1] en Kiev:
»¡Apreciada camarada! Le comunico algunos datos sobre el estado de las
organizaciones de Poltava. Existen dos o tres círculos, pero carecen de fuerza.
En general, la situación es deplorable. Hablar de conferencias en semejantes
condiciones sería cuando menos ridículo… Durante mucho tiempo no he sido
aceptado en calidad de “bolchevique”, y todavía hoy me encuentro en
“situación excepcional”. Le agradecería mucho que me mandara unas cuantas
docenas de ejemplares de Proletario del Sur y que me pusiera al corriente de
las novedades que haya en su sector».
No recuerdo a Šíma, pero sí que existía en Poltava una organización
menchevique, y que yo, en tanto que bolchevique sumamente joven e insolente,
asusté a un amable y enclenque menchevique que llevaba una barbita a lo
Chéjov y no dejaba de decirme: «No se pueden hacer las cosas así, pedirlo
todo a la vez… Es de veras imposible». No obstante, logré ponerme en
contacto con tres bolcheviques que trabajaban en los depósitos del ferrocarril
y escribir dos octavillas.
Tenía que presentarme en la comisaría una vez por semana, pero la
«estricta vigilancia» no acababa ahí, pues los gendarmes se personaban cada
dos por tres donde yo me alojaba, me despertaban al amanecer o llamaban a
mi ventana por la noche. Al volver un día a casa encontré a un agente, tocado
con su capuchón, sentado en mi cama. Me espetó en tono de reproche: «Usted
nunca está en casa». Después cogió un cuaderno que estaba sobre la mesa —
había escrito un resumen de la Historia de la filosofía de Kuno Fischer—,
hizo un paquete con mis libros sirviéndose de un cordel y se los llevó.
Brave, el sastre, me rogó entre sollozos que me marchara de su casa: la
policía le había dicho que si no me echaba se vería en serios apuros. De nuevo
tuve que emprender la humillante búsqueda de alojamiento. Al tercer o cuarto
día encontré una habitación acogedora. Cuando advertí al propietario de mi
situación, éste se echó a reír: «Yo también estoy sometido a vigilancia».
Simpatizaba con los socialistas revolucionarios y por la noche discutíamos
sobre el papel del individuo en la historia. A veces nuestra discusión quedaba
interrumpida por la consabida visita del guardia municipal.
Un día mi tío me propuso asistir a una sesión del tribunal de distrito en la
que él defendía a un desdichado acusado de robo. A partir de entonces acudí
todos los días a las vistas de las causas, que me parecieron mucho más
interesantes que las novelas. Yo sabía que había gente que vivía mal: me
acordaba de los barracones de la fábrica de Jamóvniki; había visto albergues
nocturnos y salas de té que abrían durante toda la noche; había topado con
borrachos, con personas crueles e ignorantes, había conocido la cárcel. Pero
todo esto lo había visto desde el exterior, mientras que en el juzgado veía
abrirse ante mí los corazones humanos. ¿Por qué una campesina, modesta y
tímida, había matado brutalmente a su vecino? ¿Por qué un viejo había
acuchillado a la hijastra con la que vivía? ¿Por qué creía la gente en un
milagrero picado de viruelas y deforme? ¿De dónde procedía tanta ignorancia,
aquellos prejuicios y pasiones tan tempestuosas que ni los propios procesados
podían comprender? Yo sabía antes que existía una «base» y una
«superestructura», pero en Poltava reflexioné en serio por primera vez sobre
la monstruosidad y al mismo tiempo la solidez de la «superestructura». Antes
me parecía que era posible cambiar a la gente en veinticuatro horas: bastaría
para ello con que el proletariado se hiciera con el poder. Pero, al escuchar las
confesiones de los acusados y las declaraciones de los testigos, comprendí
que las cosas no eran tan sencillas. Además de asistir a los juicios leía los
relatos de Chéjov, que tomaba en préstamo de la biblioteca.
Sólo estuve en Poltava durante un mes y medio. El jefe de la policía me
llamó y me dijo que tenía que salir de la ciudad. «¿Adónde tiene intención de
dirigirse?», me preguntó. Respondí dando el nombre de la primera ciudad que
se me pasó por la cabeza: «A Smolensk».
Yo ignoraba que iba a ser causa de preocupación para las autoridades de
dicha ciudad. Hace poco tiempo, R. Ostróvskaia, historiadora que trabaja en
los archivos de Smolensk, me envió un informe. Resulta que el coronel
Nésterov comunicó a su colega de Smolensk, el general Gromiko, que «el 10
de noviembre el exestudiante Iliá Grigórievich Ehrenburg nos ha comunicado
su conformidad para cambiar de residencia y trasladarse a Smolensk; le ha
sido expedido un salvoconducto para dicha ciudad». Al mismo tiempo, el
coronel Nésterov advertía al general Gromiko: «Durante su estancia en
Poltava, el mencionado Ehrenburg ha logrado establecer contacto con algunas
personas pertenecientes a la organización local del Partido Obrero
Socialdemócrata de Rusia». El 24 de noviembre, el jefe de policía de
Smolensk ordenó que se le informara de inmediato de mi llegada a la ciudad.
Durante mucho tiempo estuvieron buscándome.
De Poltava me trasladé a Kiev y permanecí allí durante toda una semana
sin registrarme en la policía. Cada noche tenía que pernoctar en un lugar
diferente. Una tarde me presenté en la dirección que me habían indicado, toqué
el timbre y llamé a la puerta sin obtener respuesta. Tal vez me equivocara al
anotar las señas, no lo sé. Caminé a lo largo del bulevar Bíbikov. Hacía frío,
nevaba. Una joven calzada con zapatos de verano salió a mi encuentro y me
llamó: «¿Vienes?». Yo rehusé. Al cabo de una hora volvimos a encontrarnos.
Ella comprendió que yo no tenía dónde pasar la noche y me llevó a su cálida
habitación: «Entrarás en calor». Me dio un paquete de cigarrillos (yo no
fumaba, pero nunca rechazaba un cigarrillo) y después se marchó al bulevar a
buscar a algún cliente.
(Entre las prostitutas hay muchas mujeres que tienen un capital de ternura
inagotable. El director italiano Fellini lo comprendió bien en Las noches de
Cabiria. He visto su última película, La dolce vita, que es un filme de una
crueldad extraordinaria, en el cual tal vez el único hálito de calor humano
presente sea el de la prostituta romana que acoge en su casa a la pareja de
ricos enamorados en busca de sensaciones).
En Moscú me aguardaban las mismas dificultades. No podía ir a mi casa y
no sabía dónde cobijarme. No me quedó otra que buscar entre mis amigos a
aquellos que llamábamos «simpatizantes» y que no tenían relación alguna con
la clandestinidad. Uno de mis compañeros de instituto se llevó un susto
tremendo al verme: me dijo que estaba preparando los exámenes de fin de
estudios y que yo podía arruinarle la vida, me ofreció dinero y me sacó fuera a
empujones. Al final pasé la noche en casa de una comadrona, pero ella tenía
tanto miedo que no podía pegar ojo y me impidió a mí también dormir: todo el
rato tenía la impresión de que alguien subía por las escaleras y lloraba
mientras ingería con avidez gotas de valeriana. Muy pronto se agotaron todas
mis posibilidades de cobijo. Pasé una noche en la calle. Caminaba y pensaba:
«Ésta es mi ciudad, ésta es la casa donde yo vivía y no hay sitio en ella para
mí». Pensamientos estúpidos, justificados únicamente por la juventud.
Lo que ocurrió a continuación fue aún más estúpido: me presenté en las
oficinas de la jefatura de policía y declaré que prefería la cárcel a la libertad
vigilada. El coronel Vasíliev no logró contener la risa durante un buen rato y
finalmente me dijo: «Su padre ha cursado una instancia para que le
autoricemos a salir por un breve tiempo al extranjero, por motivos de salud».
Estaba convencido de que el coronel se burlaba de mí, pero me enseñó el
documento. En lenguaje jurídico aquello recibía el nombre de «cambio de
medidas cautelares». En aquel papel se decía que la vigilancia de la policía
había resultado insuficiente, y que «para asegurar mi comparecencia en el
tribunal» mi padre tenía que depositar una fianza de quinientos rublos. (Se
exigieron cuatrocientos rublos por Cora Ivenson, trescientos por Neumark,
doscientos por Yákovleva y cien por Oskólkov. Ignoro quién fijó el importe de
las fianzas y en qué se basaba).
El acta de acusación fue remitida a los acusados un año y medio más tarde:
el 31 de mayo de 1910. En aquella época yo vivía en París y escribía versos
sobre los caballeros medievales. Se me notificó formalmente que mi marcha al
extranjero era ilegal, pues «la ley excluye la posibilidad de una estancia del
acusado en el extranjero, o sea, fuera del alcance de la justicia».
Se comunicó a mi padre que la fianza que había depositado, «en virtud del
artículo 427 del Código Penal», sería destinada al capital para el
mantenimiento de los centros de reclusión.
(En la sesión del tribunal de septiembre de 1911 se vio la causa sobre la
organización estudiantil; los expedientes de Ehrenburg y de Neumark, ambos
huidos de la justicia, fueron pospuestos. Se juzgó a los acusados presentes,
contra los cuales no se halló ninguna prueba incriminatoria. Los defensores
indicaron, y no sin motivo, que los instigadores se habían dado a la fuga.
Oskólkov fue condenado a ocho meses de prisión y los demás fueron
absueltos).
Yo no tenía ningún deseo de marcharme al extranjero: todo lo que formaba
parte de mi vida estaba en Rusia. Vi a uno de mis camaradas que me dijo:
«Vete de una vez. Necesitas completar tu formación política. Lenin no se halla
en Ginebra, sino en París. Ve a París, allí encontrarás a Sávchenko y a
Liudmila».
Decidí pasar un año en París y, una vez trascurrido éste, regresar de
manera clandestina a Rusia. «No iré a otro lugar que no sea París», dije a mis
padres. Mi madre lloraba, pues quería que yo fuese a Alemania y me
inscribiera en una escuela: en París había muchas tentaciones y mujeres
fatales, un muchacho podía descarriarse…
Partí con un peso en el alma, pero con una maleta aún más pesada, pues la
había llenado con mis libros preferidos. También llevaba un abrigo de
invierno, un gorro de piel y unas botas.
El 7 de diciembre de 1908 el general Gromiko hizo saber al coronel
Nésterov de Poltava que «Iliá Grigóriev Ehrenburg no había llegado aún a
Smolensk». Aquel mismo día, Iliá Grigóriev, asomado por la ventanilla de un
vagón de tercera clase, contemplaba con expresión de incredulidad la verde
hierba y las casitas de los suburbios de París.
10

Recuerdo muy bien aquel día de diciembre, cuando al salir de la Estación del
Norte me encontré en una plaza sucia y bulliciosa. Me sorprendió el viento. En
él se percibía el hálito del mar, y me causó una sensación de alegría y
excitación. Dejé las maletas en la consigna de la estación y experimenté en el
acto un sentimiento de libertad. Lo cierto es que iba vestido de una manera
bastante extravagante, pero nadie me prestaba atención y en aquellas primeras
horas comprendí que en París era posible pasar desapercibido, pues nadie se
interesa por los demás.
Entré en un bar. Junto a un mostrador de zinc se erguían unos cocheros de
cara roja y con sombrero de copa que tomaban unas bebidas misteriosas de
color púrpura o verde. Me acordé de los cocheros moscovitas y el corazón me
dio un vuelco: estos de París no hablaban de la avena… Pedí café. La patrona
me preguntó algo, y yo no la comprendí. (Estaba convencido de que sabía
francés, lo había estudiado en el instituto y había tomado clases particulares,
pero descubrí que sólo conocía algunos cientos de palabras que Racine había
utilizado en sus tragedias y que ignoraba las imprescindibles para la vida
cotidiana). Me sirvieron café negro en una copa y un vasito de ron. Lo bebí a
pesar de mi aprensión.
Sabía que los emigrados rusos vivían en los alrededores del Barrio Latino,
así que pregunté a un policía cómo podía ir hasta allí, y éste me señaló un
ómnibus: en París volví a encontrar nuestros tranvías de tracción animal, con
la diferencia de que éstos no circulaban sobre raíles y constaban de dos pisos.
Me subí a la imperial y me senté al lado del cochero. Sostenía en la mano un
largo látigo y se adormecía de vez en cuando; en su labio inferior temblaba la
colilla apagada de un cigarrillo. Al despertar se ponía a cantar y, como
despertaba a menudo, al fin comprendí las primeras palabras de la canción:
«El corazón del cíngaro es un volcán». Debía de rondar los sesenta años, y a
mí me dio la impresión de que era no ya viejo, sino antiguo, y de un color
ceniciento como las casas de París.
El camino era largo: de un extremo a otro de la ciudad. Cruzamos los
grandes bulevares, que en aquel entonces eran el centro de París. De repente
me di cuenta de que allí no sólo las costumbres eran diferentes sino que el
calendario tampoco era el mismo que en Rusia: era el 20 de diciembre, se
acercaba Navidad; había anuncios de regalos y cenas de gala por doquier. En
los bulevares vi numerosos tenderetes: en algunos de ellos se vendían toda
clase de objetos; en otros distinguí unos juegos enormes que no supe
reconocer: eran ruletas.
En las esquinas de las calles había cantantes que, partitura en mano,
interpretaban algo melancólico, mientras los curiosos se agolpaban a su
alrededor y repetían el estribillo. En las aceras se apilaban camas,
aparadores, armarios, todo el género de las tiendas de muebles. En general
todos los artículos estaban en la calle: carne, quesos, naranjas, sombreros,
botas, cacerolas. Me asombró la gran cantidad de urinarios; se podía leer en
ellos: «Menier, el mejor chocolate», y debajo se distinguían los pantalones
rojos de los soldados. El viento era frío, pero la gente no se apresuraba, sino
que paseaba, no iba a un lugar determinado.
Los cafés tenían terrazas, y en muchas de ellas humeaban los braseros
junto a los cuales se sentaban unos ancianos con aire respetable. Tuve ganas
de escribir a Asia, a mis hermanas, a Nadia Lvova, para decirles que en París
calentaban las calles. ¡Nadie me creería!
En el boulevard Sébastopol vi un tranvía de vapor que emitía un trágico
silbido. Los cocheros gritaban y restallaban los látigos. No había calesas, los
coches de punto tenían la carrocería cerrada como el del gobernador general
de Moscú. En uno de ellos vi a una pareja besándose y volví la cabeza a toda
prisa para no molestarlos. De vez en cuando cruzaban la calle unos coches sin
caballos con gran estruendo y dando bocinazos. Los caballos, asustados, se
apartaban.
Di una moneda de plata al revisor; él la mordió para comprobar su calidad
y, al ver mi sorpresa, me sonrió alegremente. Nunca había visto a tanta gente
en la calle. Moscú me parecía ya el recuerdo de una infancia agradable y
tranquila. Los vendedores de periódicos gritaban como desesperados: «La
Presse!, La Patrie!». Pensé que había sucedido un acontecimiento importante.
¿Acaso Alemania había declarado la guerra? ¿O bien los socialistas
revolucionarios habían lanzado una bomba a Stolipin? No cabía duda de que
el terrorismo no constituía una solución, pero sería agradable… Un vendedor
de periódicos subió de un salto al ómnibus en marcha. Compré un periódico.
En primera página aparecía el retrato enorme de un hombre que me era
desconocido. Al leer los titulares comprendí que aquel hombre había matado a
su amante, metido el cadáver en un baúl y lo había facturado a Nancy por
correo ordinario.
No sabía dónde debía bajar para ir al Barrio Latino y acabé por
preguntárselo al cochero. Se echó a reír y me dijo que bajara. Estábamos en la
place Denfert-Rochereau. En medio de la plaza se alzaba un monumento, un
león irritado que me miraba directamente a los ojos. En la inscripción del
zócalo leí que se había erigido para conmemorar la defensa de Belfort contra
los prusianos. Pensé con júbilo que vería el Muro de los Comuneros. En
Moscú yo había organizado una conferencia de V. P. Potiomkin para
estudiantes universitarios y los alumnos del instituto; el orador habló muy bien
y terminó con estas palabras: «La Comuna ha muerto, ¡viva la Comuna!». En
mi imaginación, los transeúntes se confundían con los sans-culottes, esos que
habían defendido Belfort con valor leonino, y con los comuneros que conocía
por el libro de Lissagaray.
Pero era preciso encontrar una habitación… Había muchos hoteles, escogí
el que tenía el letrero más pequeño, pensando que sin duda sería el más
barato. La patrona me dio un candelabro de cobre cubierto de estearina, una
llave grande y una toalla diminuta que parecía una servilleta. Le extendí el
pasaporte, pero me respondió que eso no era de su incumbencia. En la
habitación había una cama enorme, muy alta, que ocupaba prácticamente todo
el espacio. El suelo era de piedra. Tomé la ventana por la puerta de un balcón,
pero resultó que no había balcón. Más tarde me di cuenta de que todas las
casas tenían unas ventanas parecidas, a ras de suelo. Me sorprendió que no
hubiera mesa en la habitación, incluso en la pequeña estancia del sastre Brave
había una… Hacía frío. Pregunté a la patrona si podía encender la chimenea.
Respondió que era muy caro y prometió meterme un ladrillo caliente en la
cama por la noche. (Al día siguiente, no obstante, decidí tirar la casa por la
ventana y el mozo me trajo un saco de carbón. Yo no sabía encender la
chimenea, el carbón era de piedra; puse periódicos, astillas, todo ardió
rápidamente, pero el maldito carbón no se encendió; me tizné la cara y de
nuevo dormí en una habitación fría).
Permanecer encerrado en la habitación habría sido una tontería. Aplacé
hasta el día siguiente la búsqueda de Sávchenko y Liudmila y me fui a dar una
vuelta por París. Los hombres llevaban bombines, y las mujeres iban tocadas
con unos enormes sombreros adornados con plumas. En las terrazas de los
cafés, los enamorados se besaban tranquilamente y dejé de volver la cabeza.
Por el boulevard Saint-Michel caminaban los estudiantes, iban por el medio
de la calle, estorbando la circulación, pero nadie les ponía trabas. Al
principio me pareció que se trataba de una manifestación, pero no:
simplemente se divertían. Se vendían castañas asadas. Empezó a lloviznar. La
hierba del Jardín de Luxemburgo era de un verde claro precioso. ¡En
diciembre! Tenía mucho calor con el abrigo enguatado. (Había dejado las
botas y el gorro de piel en el hotel). Resaltaban las carteleras vistosas. Todo
el tiempo me daba la impresión de estar en el teatro.
He vivido mucho tiempo en París, y diferentes acontecimientos, numerosos
rostros y retazos de frases se han confundido en mi memoria; pero mi primer
día en París sigue intacto en mi recuerdo: la ciudad me impresionó. Lo más
asombroso es que París sigue siendo igual que antes. Moscú está
irreconocible, pero París no ha cambiado. Ahora, cuando voy a París, me
invade una tristeza indescriptible: la ciudad es la misma, soy yo el que ha
cambiado; me resulta difícil recorrer las calles que conozco, pues son las
calles de mi juventud. Es cierto que desde hace mucho tiempo ya no hay
coches de punto ni ómnibus, ni tranvías de vapor, que los letreros de neón son
mucho más brillantes que antes, que se ha vuelto raro ver un café con bancos
de cuero o de terciopelo rojo; quedan pocos urinarios, pues se han escondido
bajo tierra. Pero todo esto son meros detalles. Como antes, la gente continúa
haciendo vida en la calle, los enamorados se besan donde les apetece y nadie
presta atención a los demás. Las casas viejas no han cambiado: ¿qué
representa para ellas medio siglo? A su edad, no lo sienten. El mundo ha
cambiado, huelga decirlo, y es evidente que también los parisinos deben de
pensar en muchas cosas cuya existencia ni siquiera sospechaban, como la
bomba atómica, los sistemas acelerados de producción y el comunismo. Pero a
pesar de sus nuevas ideas, siguen siendo parisinos, y estoy convencido de que
aún hoy un joven soviético de dieciocho años que llegara a París se quedaría
de una pieza, como yo en 1908, y exclamaría: «¡Es un auténtico teatro!».
Al día siguiente fui al Barrio Latino. En el boulevard Saint-Michel agucé
el oído a las conversaciones de los transeúntes. Me dije que en cuanto oyera
hablar en ruso preguntaría dónde se encontraba la biblioteca de los emigrados
y allí seguro que me darían la dirección de Sávchenko y de Liudmila. En las
pesquisas se me fue medio día. La biblioteca se hallaba en la avenue Gobelins
en el interior de un patio sucio. Subí por una escalera de caracol y me encontré
en un local que parecía un cobertizo. Había estanterías con libros y periódicos
rusos. Allí trabé conocimiento con el bibliotecario, el camarada Mirón
(Ingber). Era menchevique, lo cual no me agradó; pero enseguida comprendí
que a aquel hombre sólo le preocupaba una cosa: que los lectores no robaran
los libros de la biblioteca. Me echó un largo discurso sobre cómo era preciso
tratar los libros; le prometí no doblar nunca las páginas ni escribir anotaciones
en los márgenes. (De todos modos me lanzó una pulla y me dijo que eran
precisamente ciertos bolcheviques a quienes les gustaba escribir en los libros
de la biblioteca). Enseguida mostró buena disposición hacia mí: yo comenzaba
a escribir versos, y él adoraba la poesía. Era un hombre miope, tranquilo y
bondadoso. Todas las tardes iba a una pequeña brasserie de la rue Broca,
donde comía salchichas mientras trabajaba en la elaboración de un catálogo de
las ediciones rusas en el extranjero. Él no sabía dónde vivían Sávchenko y
Liudmila, pero me dijo que no tardaría en llegar algún miembro del grupo
bolchevique. Y en efecto: dos horas más tarde ya estaba en el piso donde
vivían Sávchenko y Liudmila. Disponían de dos pequeñas habitaciones y una
cocina con gas; en cada una de las habitaciones había camas plegables. Todo
recordaba a los pisos de estudiantes de cualquier barrio de Moscú. Lo único
que me sorprendió fue la cocina de gas. Sávchenko era una mujer hacendosa
que rondaba la treintena (me parecía una anciana). Enseguida me tomó bajo su
protección, dijo que vivir en un hotel resultaba caro y que al día siguiente me
ayudaría a buscar una habitación amueblada, cosa que no era difícil: bastaba
con mirar los letreros amarillos pegados en los portales de las casas. Aquella
tarde me llevarían a la reunión del grupo bolchevique, a la que asistiría el
propio Lenin.
Durante la comida yo me impacientaba y miraba sin cesar el reloj: ¡no
podíamos llegar tarde! Por más que me contaran Sávchenko y Liudmila
historias de París asombrosas, yo había ido hasta allí con un único propósito:
ver a Lenin.
11

El grupo bolchevique se reunía en un café de la avenue d’Orléans, cerca del


león de Belfort. Había un saloncito en el primer piso. Como era costumbre en
París, lo ponían gratis a disposición de los clientes, que sólo debían pagar la
consumición: un café o una cerveza. Fuimos de los primeros en llegar.
Pregunté a Sávchenko lo que tenía que pedir, y ella me respondió:
«Granadina». En efecto, nos sirvieron a todos un jarabe dulzón de un rojo vivo
al cual añadíamos agua de Seltz. Lenin fue el único en pedir una jarra de
cerveza. (Después oí decir más de una vez a los camareros, sorprendidos:
«¡Son revolucionarios y beben granadina!»). Los franceses suelen añadir
jarabe a las bebidas fuertes o demasiado amargas, y los domingos, cuando los
clientes acuden a los cafés en familia, se ofrece gratuitamente granadina a los
niños.
A la reunión asistieron unas treinta personas, pero yo sólo tenía ojos para
Lenin. Vestido con un traje oscuro y cuello almidonado, presentaba un aspecto
de gran corrección. No me acuerdo de qué habló, pero sí de que, como yo era
un chico bastante impertinente, pedí la palabra y planteé algunas objeciones.
Lenin me contestó sin brusquedad, sin agraviarme, y me explicó que había algo
que yo no había comprendido… Liudmila me dijo enseguida que me había
comportado como un majadero. Cuando terminó la reunión, Vladímir llich se
acercó a mí y me preguntó: «¿Es usted de Moscú?». Le conté que había
trabajado en la organización de Moscú hasta el momento de mi arresto en el
mes de enero y cómo, una vez puesto en libertad, traté de instalarme en
Poltava, donde conseguí entrar en contacto con otros camaradas. Lenin me
invitó a visitarle.
Encontré su casa en una callecita cerca del parque Montsouris (lo acabo
de comprobar, era la rue Bonnier). Durante largo rato permanecí junto a la
puerta sin atreverme a llamar: no quedaba ni rastro de la insolencia del día
anterior. Nadiezhda Konstantínovna Krúpskaia abrió la puerta. Lenin estaba
trabajando, miraba pensativo una hoja grande de papel, entornando
ligeramente los ojos.
Le hablé del fracaso de la organización estudiantil, de mi artículo «Dos
años de Partido unificado» y de la situación en Poltava. Lenin me escuchaba
con atención, a veces mostraba una sonrisa apenas perceptible. Me pareció
que se daba cuenta de que yo sólo era un niño y eso me confundía. Dije que me
sabía de memoria algunas direcciones para el envío de periódicos, y
Nadiezhda Konstantínovna las apuntó. Yo quería irme, pero Lenin me retuvo,
me preguntó sobre el estado de ánimo de los jóvenes, qué escritores eran los
más leídos, si eran populares las colecciones de Znanie [El conocimiento],[1]
qué espectáculos había visto en Moscú, si había ido al Teatro Korsh, al Teatro
de Arte… Lenin iba de un lado para otro de la habitación mientras yo seguía
sentado en un taburete. Nadiezhda Konstantínovna observó que era hora de
comer, y yo pensé que mi visita había durado demasiado, pero me invitaron a
quedarme. Me sorprendió el orden que reinaba allí: los libros estaban en las
estanterías perfectamente alineados, sobre la mesa de trabajo de Vladímir
Ilich no había nada desperdigado. No se parecía lo más mínimo a las
habitaciones de mis camaradas moscovitas ni al piso donde se alojaban
Sávchenko y Liudmila. Vladímir Ilich repitió varias veces a su esposa: «Ya lo
ves, acaba de llegar de allí… Sabe lo que piensan los jóvenes».
Me impresionó la forma de la cabeza de Lenin, impresión que volví a
sentir quince años después cuando lo vi en su ataúd. Durante largo rato
contemplé aquel cráneo extraordinario que no te hacía pensar en anatomía,
sino en arquitectura.
(Muchos años después de la muerte de Lenin, leí las memorias de N. K.
Krúpskaia. Contaba que Lenin había leído mi primera novela. «Fíjate, el autor
es Iliá Lojmati.[2] No está mal lo que escribe». Estuve en casa de Lenin a
principios de 1909 e ignoraba que había conversado de nuevo con él —
mentalmente— poco antes de su muerte; fue en 1922 o 1923, cuando leía mi
Julio Jurenito).
Escuché a Lenin varias veces en las reuniones; hablaba con tranquilidad,
sin énfasis ni elocuencia, arrastraba ligeramente la erre y esbozaba de vez en
cuando una sonrisa irónica. Los discursos de Lenin parecían una espiral, pues,
temiendo que no le comprendieran, regresaba a la idea ya expresada, pero
nunca la repetía tal y como la había formulado en un primer momento, sino que
añadía algo nuevo. (Ciertos oradores que después imitaron su manera de
hablar olvidaron que una espiral, aunque se parezca a un círculo, no es
exactamente lo mismo; es decir, la espiral va más allá).
Lenin seguía con atención la política francesa y estudiaba la historia y la
economía del país. Conocía a fondo la vida de los obreros parisinos. No sólo
hablaba en francés, sino que podía escribir artículos en esta lengua.
En mayo de 1909 participé en la manifestación que se desarrolló ante el
Muro de los Comuneros. Los veteranos comuneros marchaban a la cabeza; aún
eran numerosos y avanzaban con brío. A mí me parecieron unos viejos
decrépitos, pues la Comuna era para mí una página de la historia antigua.
¡Habían pasado ya treinta y ocho años desde que había ocurrido todo aquello!
Junto al muro vi a Lenin. Se erguía entre un grupo de bolcheviques y miraba el
muro: de las piedras emergían las sombras de los federados.
También tuve ocasión de ver a Lenin en la biblioteca de Sainte-Geneviève,
en el parque Montsouris, sentado en un banco entre viejas y niños, en el teatro
obrero de la rue Goethe donde el chansonnier Montegus interpretaba
canciones revolucionarias.
En el ardor de la polémica contra los socialistas revolucionarios, que
despreciaban las leyes de evolución de la sociedad, yo negaba, como es
natural, todo papel del individuo en la historia. Hace algunos años reflexioné
sobre una frase de una carta de Engels: «El que los discípulos hagan a veces
más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte,
tenemos la culpa Marx y yo. Frente a los adversarios, teníamos que subrayar
este principio cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos del tiempo,
espacio y ocasión para dar la debida importancia a los demás factores que
intervienen en el juego de las acciones y reacciones».[3] El ejemplo de Lenin
ha puesto muchas cosas en su lugar.
Cuando me presenté en casa de Vladímir Ilich, la portera me dijo con
severidad: «Límpiese los pies». ¿Comprendía ella quién era su inquilino?
¿Pensaba el camarero del café de la avenue d’Orléans que ocho años más
tarde todo el mundo hablaría del señor que pedía una jarra de cerveza? ¿Se
daban cuenta los asiduos de la biblioteca de que aquel hombre que apuntaba
con esmero cifras y nombres de los libros cambiaría el curso de la historia,
que escribirían sobre él decenas de miles de autores, en todos los idiomas del
mundo? E incluso yo, cuando contemplaba entonces a Vladímir Ilich con
veneración, ¿podía imaginar que se hallaba ante mí un hombre cuyo nombre
quedaría vinculado al nacimiento de una nueva era de la humanidad?
En su vida privada, Vladímir Ilich era un hombre sencillo, democrático,
siempre atento con sus camaradas. Ni siquiera se burló de un chico
insolente… Esa sencillez sólo está al alcance de los grandes hombres.
Pensando en Lenin a menudo me he preguntado si el culto a la personalidad
puede resultar extraño e incluso desagradable para un hombre verdaderamente
grande.
Lenin era un gran hombre, complejo. Durante los años turbulentos de la
guerra civil, dijo a Gorki, después de haber escuchado una sonata de
Beethoven interpretada por Isai Dobrovein: «No conozco nada más bello que
la Appassionata, podría escucharla cada día. Es una música extraordinaria,
sobrehumana. Siempre pienso con un orgullo tal vez ingenuo: ¡he aquí los
milagros que puede obrar el hombre! —y después, entornando los ojos, añadió
con tristeza—: Pero no puedo escuchar música a menudo, me altera los
nervios, me entran ganas de decir tonterías agradables y acariciar la cabeza de
las personas que, a pesar de vivir en un sucio infierno, pueden crear obras de
semejante belleza. Y hoy no es posible acariciar la cabeza de nadie, nos
arrancarían la mano de un mordisco. Hoy es preciso golpear esas cabezas sin
piedad, pese a que nosotros, en nuestro ideario, nos oponemos a que se ejerza
la violencia contra las personas. ¡Sí, sí, es un trabajo diabólicamente difícil!».
He transcrito esta larga cita de las memorias de Gorki porque se halla
estrechamente ligada a mi vida y a mis pensamientos; no, el posesivo que
acabo de emplear no es el correcto; hay que decir: a nuestro siglo, a nuestro
destino.
12

He tenido ocasión de conocer a diversos grupos de emigrados, de izquierdas y


de derechas, ricos y pobres, seguros de sí mismos o desorientados. He visto a
emigrados rusos, alemanes, españoles y franceses. Unos suspiraban por el
pasado, otros vivían por el futuro. Pero existe siempre algo en común entre los
emigrados de diferentes ideologías, nacionalidades, épocas: el rechazo hacia
el país extranjero donde han ido a parar en contra de su voluntad, la nostalgia
exacerbada de su patria y la necesidad de vivir en el estrecho círculo de sus
compatriotas, lo cual comporta inevitablemente riñas.
El viejo bolchevique A. S. Shapoválov, quien había emigrado después de
la revolución de 1905, me contaba cómo les indignaban a sus camaradas las
costumbres belgas: «Al diablo con Bélgica y su cacareada libertad. Aquí,
después de las diez de la noche, está prohibido pasear con las botas puestas
por tu propia habitación, cantar, gritar». Mucho tiempo antes, Herzen,
describiendo la emigración en Londres, había dicho que «el francés no puede
resignarse a la “esclavitud” de las tabernas cerradas los domingos».
Es difícil trasplantar las plantas adultas; enferman y a menudo mueren.
Ahora en Rusia practican el trasplante invernal: se desentierra el árbol cuando
se halla en estado letárgico; en primavera vuelve a la vida en un nuevo lugar.
Es un buen método, sobre todo porque los árboles no tienen memoria…
Me acuerdo de Miguel de Unamuno en París, había emigrado en tiempos
de Primo de Rivera; estaba sentado en La Rotonde y hacía pajaritas y toros de
papel. Después se sentaban a su mesa otros españoles, y Unamuno les decía
que en Francia no había existido, no existía, ni existiría nunca un caballero de
la triste figura. (El propio Unamuno se parecía a don Quijote). Recuerdo a
Ernst Toller en Londres, asfixiándose a causa de la niebla y la hipocresía. No
soportó la vida en el exilio y acabó suicidándose. Jean-Richard Bloch pasó
los años de la guerra en Moscú. Era un hombre dotado con una gran fuerza de
voluntad y se esforzaba en no mostrar su nostalgia, pero cuando hablaba de
Francia sus ojos tristes se entristecían aún más. En la pared de su habitación
del hotel Nacional colgaba un trozo de papel azul: el envoltorio de un paquete
de cigarrillos francés terminado hacía mucho tiempo. Pablo Neruda,
corpulento e inmóvil, parecido a un dios de los antiguos aztecas, permanecía
largas horas en la habitación de un hotel de Praga, pero bastaba con que se
pusiera a hablar de las conchas de la costa del océano Pacífico para que su
cara se animara; hablaba con indignación de los atropellos cometidos por uno
de los dictadores chilenos, pero al mismo tiempo con ternura; a fin de cuentas,
el dictador era chileno. En 1946, estando en París, fui a visitar a A. M.
Rémizov, gravemente enfermo, todo encorvado. Estaba solo, vivía sumido en
la miseria y el sufrimiento. ¿Por qué había ido a parar a un país que no era el
suyo? Es poco probable que él pudiera explicarlo. Decía que siempre veía en
sueños Rusia, a sus viejos amigos, el Petersburgo de sus años de estudiante.
En las paredes de su habitación colgaban cuadros rusos, animalitos rusos y,
por supuesto, iconos rusos.
En 1932 escribí sobre los emigrados blancos: «A su alrededor se
desarrolla una vida en la que ellos apenas participan. Viven en París como en
la buhardilla de un hotel de lujo. Han perdido la costumbre de hablar en ruso
sin haber llegado a dominar la lengua francesa. Lloran cuando ven en un
pequeño teatro ruso Los hijos de Vániushin. Tatarean canciones de Vertinski.
Acuden a las veladas de diferentes asociaciones regionales. Ni siquiera
pueden separarse del viejo calendario y celebran el Año Nuevo el 13 de
enero. En un piso ruso vi un samovar: vertían en él agua caliente previamente
hervida en la cocina de gas».
La emigración de antes de la revolución se distinguía por completo de la
emigración blanca. Los refugiados rusos que habían acabado en París se
establecieron en los barrios burgueses: en Passy y Auteuil. La emigración
revolucionaria, en cambio, vivía en el otro extremo de la ciudad, en los
barrios obreros de Gobelins, Italie, Montrouge. Los blancos abrieron
restaurantes: La Torre de los Boyardos o La Troika. Unos eran propietarios de
los establecimientos, otros servían la comida, los terceros bailaban la
lesguinka o la kamárinskaia para distraer a los franceses. Los emigrados
revolucionarios asistían a las reuniones de los obreros franceses, los
socialistas revolucionarios discutían con los socialdemócratas, los
otzovistas[1] con los partidarios de Lenin. Gente diferente, diferentes vidas…
Si he hablado de ciertos sentimientos comunes a todas las personas que se
encuentran en el extranjero en contra de su voluntad se debe únicamente a mi
pretensión de explicar mi estado de ánimo cuando, en enero de 1909, alquilé
por fin una habitación amueblada en la rue Denfert-Rochereau. Desempaqueté
los libros que había traído en mi maleta, compré un infiernillo y una tetera y
entonces me di cuenta de que me iba a quedar en aquella ciudad durante mucho
tiempo. Es cierto que París me entusiasmaba, pero me irritaba conmigo
mismo: ¡no había motivo para entusiasmarme! Yo ya no era un niño, me habían
desarraigado sin un terrón de tierra natal y me sentía enfermo. El turista puede
maravillarse ante una naturaleza jamás vista o ante costumbres que le son
ajenas, pues viaja para mirar todo aquello, pero el emigrado, al mismo tiempo
que admira, vuelve la cabeza. Aquí no hay primavera, pensaba yo con tristeza.
¿Acaso pueden comprender los franceses qué significa el deshielo, cómo se
desmontan los dobles montantes de las ventanas al finalizar el invierno, las
primeras campanillas de invierno que se abren paso a través de la corteza
helada de la tierra? En París, incluso en invierno, la hierba era verde. Aquello
no era invierno, y yo recordaba con nostalgia los montones de nieve del
callejón Zachátevski, de Nadia, de la nubecita alrededor de sus labios, del
calor de su mano dentro del manguito. ¡Dios mío, cuántas flores había en
Francia! Las fragantes glicinas trepaban por las paredes, en cada jardín había
rosas magníficas. Pero, al contemplar los pequeños prados de Meudon o de
Clamart, me entristecía: ¿dónde estaban las flores? Repetía en una especie de
letanía: uña de caballo, melámpiro, ranúnculo, diente de león…
Los franceses me parecían demasiado corteses, faltos de sinceridad,
calculadores. Allí a nadie se le ocurriría abrir su alma a un compañero de
viaje casual, nadie habría subido a casa de otra persona al ver la luz abierta.
Todo el mundo bebía, pero nadie se emborrachaba de melancolía durante una
semana entera, hasta empeñar su última camisa. Lo más probable es que nadie
se ahorcara…
Vitali[2] se ahorcó. Decían que se hallaba en una situación complicada, que
había contraído copiosas deudas, que plagiaba poesías. A menudo me decía
que París le causaba «náuseas». Yo solía visitar a Támara Nadólskaia, joven
delgaducha con ojos de lunática. Hablábamos de Rusia, de los grandes
sentimientos, del sentido de la vida. Vivía en una buhardilla. Por la ventanita
se divisaba la ciudad, enorme y extraña. Repetía que nada en la vida era como
había imaginado. Se tiró por la ventanita a la calzada. A Tania Rashévskaia la
conocía ya de Moscú: era la hermana de mi compañero de escuela Vasia.
Había estado presa, emigró a París, ingresó en la facultad de Medicina, se
casó con un rumano muy guapo, luego se envenenó. Su madre vino desde
Moscú para asistir al entierro; lograron persuadir a un pope para que lo
celebrara; distribuyeron velas entre todos los presentes y el diácono
salmodiaba: «A pesar de todos los pecados…».
A veces asistía a unas conferencias que llamábamos, a la manera rusa,
referati. Nos reuníamos en una gran sala de la avenue de Choisy, que parecía
un cobertizo; en invierno, la calentaba el público asistente. A. V. Lunacharski
hablaba de la escultura de Rodin. A. M. Kollontái atacaba la moral burguesa.
De vez en cuando se presentaban los anarquistas en busca de pelea.
Cuando empecé a escribir poesía, A. V. Lunacharski me animó,
diciéndome que se podía ser revolucionario y al mismo tiempo amar la poesía.
Anatoli Vasílievich fue para mí un puente entre mi adolescencia y mis sueños
nuevos. En las memorias que hablan sobre él se evoca su «inmensa
erudición», su «cultura enciclopédica». A mí me sorprendía otra cosa:
Lunacharski no era poeta, le apasionaba la política, pero sentía un amor
extraordinario por el arte, era como si estuviese permanentemente dispuesto a
captar esas ondas inaccesibles a los oídos de mucha gente. Más tarde, cuando
tenía ocasión de encontrármelo, traté de discutir con él, pues no compartíamos
los mismos puntos de vista. Pero él estaba lejos de querer imponer a los
demás su modo de ver las cosas. La Revolución de Octubre lo situó en el
puesto de Comisario del Pueblo de Instrucción Pública y huelga decir que fue
un buen pastor. «He declarado decenas de veces que el Comisariado de
Instrucción Pública debe ser imparcial con respecto a las diferentes corrientes
de la vida artística. Por lo que respecta a las cuestiones de forma, los gustos
personales del comisario del Pueblo y de los representantes del poder no
deben ser tomados en consideración. Todo individuo o grupo artístico debe
poder desarrollarse en plena libertad. No se puede permitir que una corriente
elimine a otra, ya sea haciendo gala de una gloria adquirida por tradición o
por un éxito de moda». Es lamentable que personas encargadas de velar por el
arte o interesadas en él se hayan acordado tan pocas veces de esas sabias
palabras. En 1933 Lunacharski fue nombrado embajador en Madrid. Cuando
llegó a París tuvo que guardar cama. Fui a visitarle al hotel. Comprendía que
la hora de su muerte estaba próxima y hablaba de ello. Su esposa trató de
librarle de esta idea, pero Lunacharski respondió con tranquilidad: «La muerte
es un asunto muy serio, forma parte de la vida. Hay que saber morir con
dignidad». Guardó silencio y luego añadió: «El arte nos puede enseñar
también eso».
Yo tenía poco dinero y consideraba que no valía la pena gastarlo en
comida: podía tomar un café con leche y cinco cruasanes en la barra de un bar.
Con todo, a veces iba a una cantina rusa: no era el hambre lo que me empujaba
allí sino la nostalgia. Me acuerdo de dos de esas pequeñas cantinas: «La de
los socialistas revolucionarios» de la rue Glacière (llamada así porque la
financiaban unos socialistas revolucionarios parientes de los propietarios de
la firma Té Visotski) y la de la rue Pascal, que no estaba vinculada a ningún
partido. Las dos eran baratas, sucias, y aunque la comida era desabrida,
estaban abarrotadas. El camarero gritaba en la cocina: «Un borsch et bitochki
avec kasha!». Una socialista revolucionaria pelirroja repetía con voz histérica
que, si no le confiaban una misión terrorista, se quitaría la vida. El
bolchevique Grisha se indignaba; al pasar por delante del café Darcourt había
visto en él a Mártov: he aquí cómo se corrompen los oportunistas…
A veces se organizaban bailes cuya recaudación se destinaba a la
propaganda en Rusia. Se invitaba a actores franceses. El bufet hacía su agosto.
Muchos se achispaban enseguida y cantaban a coro, con voces desafinadas:
«Como la traición, como la conciencia de un tirano, la noche de otoño es
sombría…». Otros ajustaban cuentas: la emigración era una isla diminuta en la
que se vivía con estrecheces y en desacuerdo.
Durante el tiempo que pasé detenido en la cárcel había comprendido que
no sabía nada. Por tanto, una vez instalado en París, me inscribí como oyente
en la Escuela Superior de Ciencias Sociales. Las clases me parecieron pobres,
de poca enjundia, pero anotaba todo con esmero en mis cuadernos. Pronto me
di cuenta de que podía sacar mucho más de los libros que de las clases, y
comenzaron de nuevo para mí años de ávida lectura.
Sacaba en préstamo libros de la biblioteca Turguéniev. El destino de esta
biblioteca fue dramático. En 1875 se celebró en París una matiné de literatura
y música con la participación de Turguéniev, Gleb Uspenski, Paulina Viardot y
el poeta Kúrochkin. Turguéniev vendía las entradas precisando que «el dinero
recaudado se destinaría a la fundación de una sala de lectura rusa para
estudiantes sin recursos». El escritor donó a la biblioteca libros de su
propiedad, algunos de los cuales tenían anotaciones en los márgenes. Dos
generaciones de emigrados revolucionarios utilizaron los libros de la
biblioteca Turguéniev y la enriquecieron con curiosidades bibliográficas.
Después de la revolución la biblioteca continuó funcionando; sólo cambiaron
los lectores. A comienzos de la Segunda Guerra Mundial los escritores rusos
emigrados entregaron sus archivos a esta biblioteca. Uno de los colaboradores
más próximos de Hitler, el alemán del Báltico Rosenberg, que se consideraba
conocedor de la cultura rusa, se llevó a Alemania la biblioteca. En 1945, poco
antes de que acabara la guerra, un oficial desconocido me trajo una de las
cartas que yo había enviado en 1913 a M. O. Tsetlin (el poeta Amari). El
oficial me explicó que en una estación de ferrocarril alemana había visto unas
cajas maltrechas: el suelo estaba cubierto de libros rusos, manuscritos y
cartas. Recogió algunas cartas de Gorki y, al descubrir por casualidad mi
firma en una hoja enmohecida, decidió darme una alegría. De este modo acabó
la biblioteca Turguéniev.
De vez en cuando pasaba por la biblioteca del Partido en la avenue
Gobelins. Allí se podía encontrar a algún conocido. En aquel cobertizo
sumido en la penumbra, entre telarañas, periódicos y sombreros aplastados, la
gente mantenía largas conversaciones sin prestar atención a Mirón, que decía,
indignado: «Camaradas, estamos en una biblioteca». A veces aparecía un
recién llegado de Petersburgo o Moscú y lo bombardeaban a preguntas. Las
noticias no eran halagüeñas: en Rusia se intensificaban las reacciones, la
Ojrana mostraba un celo cada vez mayor en el cumplimiento de su cometido y
las «redadas» se sucedían una tras otra. Se hablaba mucho de Ázef.[3] Por
supuesto, yo nunca había compartido los puntos de vista de los socialistas
revolucionarios, pero me cautivaba su romanticismo —Kaliáyev, Sazónov— y
de repente quedó claro que un tipo gordo y repugnante decidía tanto el destino
de los revolucionarios como de los ministros zaristas…
En las reuniones de Partido proseguían las discusiones interminables.
Hace poco leí en las memorias de S. Gópner, que cita las palabras de Lenin
sobre la esterilidad de las discusiones de los emigrados, que habían elegido
desde hacía tiempo su posición política. Yo me enfadaba: ¿por qué en Moscú
las discusiones me apasionaban mientras que en París, donde había
revolucionarios experimentados, me aburría al escucharlas? Empecé a asistir
con menos frecuencia a las reuniones.
Probé a ir a un mitin de los socialistas franceses. Intervino Jaurès, que
hablaba de una manera extraordinaria y me dio la impresión de oír algo nuevo
(después comprendí que se debía al talento del orador). Decía que el trabajo,
la fraternidad y el humanismo eran más fuertes que la codicia de la clase
dirigente; agitaba los brazos, en su indignación se desabrochó el cuello
almidonado. En la sala reinaba un calor insoportable. Después de la
intervención de Jaurès, un coro infantil interpretó una canción que relataba los
sufrimientos de un joven tísico que no vería salir el sol. A continuación una
artista gorda y sudorienta cantó cuplés obscenos sobre un corsé que había
perdido en el despacho del ministro. Se desató la alegría. Los músicos
subieron al escenario. Retiraron a toda prisa los bancos y comenzó el baile. El
joven ruso de dieciocho años no bailó, sino que recorrió las viejas calles de
París mientras pensaba con tristeza: humanismo, proletariado y de repente…
¡historias de corsé!
París me gustaba, pero no sabía de qué manera abordarlo. Fui a una
exposición y me quedé horrorizado. Yo no tenía ninguna noción de pintura. En
mi habitación de Moscú colgaban en la pared las postales: ¡Qué libertad! y La
isla de los muertos.[4] Pensaba que los cuadros tenían que representar temas
complejos, pero allí los artistas representaban una casa, un árbol o, lo que era
aún peor, manzanas.
En la Comédie Française, el célebre actor Mounet-Sully interpretaba el
papel de Edipo rey. Para mí no existía otro teatro que no fuera el Teatro de
Arte de Moscú. Pensaba que sobre el escenario todo debía transcurrir como en
la vida real. Mounet-Sully permanecía inmóvil en un lugar, luego daba unos
pasos, se detenía de nuevo y se ponía a rugir como un león herido: «¡Oh, cuán
sombría es nuestra vida!». Años más tarde comprendí que era un gran actor,
pero en aquella época yo no sabía lo que era el arte y, sin poder reprimirme,
solté una carcajada. Estaba sentado en el gallinero, entre auténticos
aficionados al teatro y antes de que pudiera darme cuenta me encontré en la
calle con las costillas molidas a palos.
Pasaba las noches escribiendo largas cartas a Moscú, que me respondían
muy sucintamente. Yo estaba fuera de juego, me había convertido en un
extraño. Más tarde, cuando me tenía por poeta, confesé en mis pálidos versos
de colegial: «El invierno ruso, qué nostalgia, | quedan tan en la lejanía | las
primeras nieves | y las aladas carreras del trineo… | En mi país, qué alegre es
la primavera | y en el cielo opaca es la nube | y ese río henchido, enorme, | que
todas sus cadenas rompe. | ¡Cuan próximas y entrañables | resuenan las
palabras Arbat, Dorogomílov!».[5]
Decía, dirigiéndome a Rusia: «Cuando vuelva a ver los dos grandes
abedules y el rótulo de Verzhbolovo,[6] la luz primaveral dulce como una
caricia, la blanda nieve que se derrite y la amargura de nuestros pueblos,
comprenderé entonces cuán pequeño e indigente soy ante ti, por haberme
perdido yo mismo durante estos años de destierro».
Los versos son malos y me avergüenza citarlos, pero expresan de manera
bastante precisa mi estado de ánimo de aquella época. Me acuerdo ahora de
1949, cuando algunos me tildaron de «cosmopolita». Y, en efecto, habría sido
difícil encontrar un blanco mejor: entre otras cosas, había vivido durante largo
tiempo en París, por necesidad y por voluntad propia. Entonces a muchos les
gustaba hablar de «vagabundos sin pasaporte». El certificado de residencia
parecía casi un elemento decisivo. Pero el caso es que el sentimiento de patria
se exacerba de manera particular cuando se vive en el extranjero, y además las
cosas se ven mucho mejor. Heine escribió su Cuento de invierno en París; en
la misma ciudad Turguéniev escribió Padres e hijos; Gógol trabajó en Las
almas muertas en Roma; Tiútchev escribió sobre Rusia en Munich; Romain
Rolland sobre Francia en Suiza; Ibsen sobre Noruega en Alemania; Strindberg
sobre Suecia en París; Los Artamónov[7] se escribió en Italia, etc.
Recuerdo las palabras que alguien pronunció un día: «Ya es hora de que
Ehrenburg comprenda que come pan ruso y no castañas de París». En París,
cuando las cosas me iban mal, lo que en realidad compraba en la calle a un
adusto vendedor de Auvernia eran castañas calientes; sólo costaban dos sous,
te calentaban las manos heladas y te daban una sensación de engañosa
saciedad. Comía aquellas castañas y pensaba en Rusia, pero no en sus
panecillos…
13

Cuando empecé a escribir poesía, yo fui el primer sorprendido. Entonces aún


frecuentaba las conferencias políticas y asistía a las clases de la Escuela
Superior de Ciencias Sociales.
Durante una reunión del grupo de apoyo al RSDRP conocí a Liza.[1] Había
venido de Petersburgo y estudiaba medicina en la Sorbona. Amaba
apasionadamente la poesía: me leía versos de Balmont, Briúsov y Blok.
Cuando Nadia Lvova me decía que Blok era un gran poeta, yo me burlaba de
ella, pero a Liza no me atrevía a contradecirla. Cuando salía de su casa, de
camino a la mía, yo musitaba: «Enmudece el luminoso viento, cae el gris
atardecer…». ¿Por qué el viento era luminoso? No podía explicármelo, pero
sentía que realmente lo era. Comencé a tomar en préstamo de la biblioteca
Turguéniev antologías de poetas contemporáneos. De repente comprendí que
en verso podía decirse lo que no se alcanzaba a expresar en prosa. Y yo tenía
tantas cosas que decirle a Liza…
Me pasé un día y una noche enteros escribiendo mi primer poema; resultó
una tarea muy ardua. Sabía que mi vocabulario francés era paupérrimo, pero al
escribir versos en ruso sentía constantemente que también me faltaban
palabras. Por fin me decidí a enseñar mis versos a Liza. Como temía que su
veredicto fuese demasiado severo, le dije que el autor era un amigo mío. Liza
resultó ser una crítica implacable: mi amigo no sabía escribir, sus versos eran
simples remedos, ahora imitaba a Balmont, ahora a Lérmontov, ahora a
Nadson; en una palabra, mi amigo tenía que trabajar mucho…
Rompí todo lo que había escrito y tomé la decisión de no volver a escribir
versos: sería un revolucionario, quizá periodista, o bien escogería otra
profesión, pero yo no estaba hecho para la poesía. Fue fácil tomar esta
decisión, pero no logré ser consecuente con ella. Sentí de pronto que la poesía
se había apoderado de mí y que no había manera de librarme de ella. Continué
escribiendo. No volví a enseñar a Liza mis poesías hasta al cabo de dos
meses. Me dijo: «Tu amigo escribe mejor ahora». Nos pusimos a hablar de
otro tema, y después, como de pasada, observó: «Sabes, me ha gustado una de
tus poesías». No se había creído mi artimaña ni por un instante.
Yo vivía cerca del zoológico. De noche me llegaban los gritos de las
focas. Escribía versos hasta la madrugada: eran malos, faltos de originalidad,
pero yo era feliz; tenía la impresión de que había encontrado mi camino.
Durante las vacaciones Liza se fue a Petersburgo. Me quedé estupefacto
cuando recibí de ella un inesperado telegrama: la revista Sévernie zori [Las
auroras del norte] había aceptado uno de mis poemas. No cabía en mí de gozo:
¡así que yo era un auténtico poeta!
Envalentonado, envié algunos poemas a la revista Apollón [Apolo]. No
tardó en llegar la respuesta del redactor en jefe, el crítico de arte S. K.
Makovski. Demolía merecidamente mis versos y al final de la carta ya no la
emprendía con mis poesías flojas, sino que se dirigía personalmente a mí y me
invitaba a escoger otra profesión: el comercio, por ejemplo. Para mí Apollón
era el juez supremo: si Makokvsi me aconsejaba hacerme tendero, sus motivos
tendría. Como poeta, yo era un impostor.
Liza logró tranquilizarme, me alentó, y volví a escribir versos.
Yo no abandonaba la idea de volver a Rusia para militar en la
clandestinidad. Hablé de ello con un colaborador próximo a Lenin.[2] Aunque
se hacía cargo de mis sentimientos, me dijo que sería mucho mejor que me
quedara en París y ampliara mis conocimientos: el Partido necesitaba hombres
de letras. No sé si había leído mis rimas, pero no cabe duda de que había oído
hablar de mi pasión por la poesía.
Por fin un camarada me ofreció ir a Viena: tal vez más tarde me utilizarían
para introducir «literatura» en Rusia.
En Viena me alojé en casa de X,[3] un socialdemócrata conocido. No doy
su nombre, pues temo que las impresiones fugaces de un jovenzuelo parezcan
iluminadas por los acontecimientos posteriores. Mi trabajo no era
complicado: pegaba el periódico del Partido en rollos de cartón, que luego
envolvía con reproducciones artísticas, y enviaba los paquetes a Rusia. X
vivía con su mujer en un pequeño piso muy modesto. Una tarde la mujer de X
dijo que no habría té: el gas de la cocina llegaba mediante una máquina
automática en la que había que meter monedas. Yo me apresuré a echar una
corona en las fauces de aquel monstruo. X era afectuoso conmigo y, como
sabía que yo escribía versos, por las tardes hablaba de poesía y de arte. No se
trataba de opiniones que se pudieran discutir, eran sentencias categóricas. Oí
veredictos del mismo tipo un cuarto de siglo después en ciertas intervenciones
del Primer Congreso de Escritores Soviéticos. Pero en 1934 tenía cuarenta y
tres años, había tenido tiempo de ver y comprender ciertas cosas, mientras que
en 1909 tenía dieciocho, y no comprendía los acontecimientos históricos ni
sabía instalarme lo más cómodamente posible en el banquillo de los acusados,
aunque fuera justo allí donde iba a estar sentado casi toda la vida. Para X los
poetas que yo veneraba eran «decadentes», una «emanación de la reacción
política». Hablaba del arte como algo secundario, accesorio.
Un día comprendí que tenía que irme; no me decidía a comunicárselo a X,
así que le escribí una nota estúpida e infantil y regresé a París.
Sentado en el banco de un bulevar con Liza, le explicaba mi viaje a Viena,
le decía que no sabía cómo vivir el mañana, que no tenía un objetivo en la
vida.
Liza me hablaba de otras cosas. Fue un encuentro muy triste. Me regaló un
libro en cuya primera página había escrito: «Es preciso ceñir el corazón con
aros de hierro, como si fuera una barrica». Pensé: «¿Dónde se encuentran
semejantes aros?». Al llegar a casa abrí el libro: eran poesías de Briúsov:
«Todos los sueños me resultan dulces, amo todos los discursos. | No excluyo a
ningún dios del homenaje de los versos».
Todo mi ser se oponía a esas palabras: me acordaba aún de la reunión en
el cementerio tártaro, de las noches en prisión, de las confesiones, de los
juramentos de lealtad. Un sueño no puede reemplazar a otro sueño. ¿Qué Dios
puede escoger un hombre si hay multitud de ellos? Y lo más importante: ¿cómo
es posible vivir cuando ya no se cree en nada?
Escribía sobre mi desesperación, afirmaba que en otro tiempo había tenido
una vida y que ahora ya no la tenía, hablaba de los trompetistas sin trompeta,
de la indiferencia y de la crueldad de París, del amor…
Era lírica mala. (En nuestro país, la palabra lírica, como tantas otras, ha
adquirido un nuevo significado: los redactores, los críticos que están al frente
de las secciones de poesía, en una palabra, los que no escriben versos sino
que hablan de ellos y los expurgan, sólo califican de líricos los poemas de
amor, como si «Cuando para el mortal se apague el ruidoso día»[4] o «Calla,
escóndete y disimula»[5] no fueran obras líricas).
Un lector me envió mis primeros versos de juventud publicados en
diversas revistas. Estos versos (increíblemente flojos) me han ayudado a
recordar mis sufrimientos de esos días lejanos.
Me «rebelaba»: «He renunciado a vuestros cantos ruidosos e insolentes, | a
las banderas izadas al cielo en señal de revuelta. | Porque el campo era
demasiado estrecho para mí».
O bien me mofaba de mis propios versos: «¡Basta! Ya conozco esas
imposturas orgullosas | y esas armaduras de cartón. | ¡A tierra! ¡A tierra!
¡Combatamos al enemigo! | De nuevo soy un guerrero cubierto de polvo. |
¡Acogedme bajo la bandera roja! | Soy digno de vuestras armas».
Sentía que me había extraviado, y en la primavera de mi vida, hablaba del
otoño: «Tristes y miserables, | miserables en el polvo, | caminos de otoño, |
¿dónde me habéis conducido?».
Mi vida personal era agitada. A finales de 1909, en una velada de
emigrados, conocí a Katia,[6] estudiante de primer curso de la facultad de
Medicina. Me enamoré de ella al instante, comenzaron largos meses de
análisis psicológicos, de confesiones, de ataques de celos.
En verano de 1910 Katia y yo viajamos a Brujas. Esta ciudad me dejó
estupefacto; parecía realmente que estuviese muerta. En ella se veían enormes
iglesias, el ayuntamiento, torres y mansiones particulares, pero la ciudad
estaba habitada por monjas y soñadores sumidos en la miseria. Ahora Brujas
ha cambiado: la invaden hordas de turistas y parece un museo abarrotado de
gente. Pero cuando la vi por primera vez, nada perturbaba a los cisnes
somnolientos, ni el reflejo de los álamos en los canales, ni las monjas (ahora
se han vuelto audaces, llaman a los turistas para venderles encaje de
fabricación artesanal). Por primera vez contemplé cuadros viendo más allá del
tema que trataban: me asombraron las madonas de Memling por la palidez de
sus rostros, sus labios exangües, la sensación de pureza y de ensimismamiento
que emanaba de ellas. Sentí que el universo del pintor era cerrado, profundo,
lleno de secretos humanos. No conocía la poesía antigua ni la arquitectura de
Chartres, pero aquel pasado lejano me pareció digno de admiración.
En Brujas escribí unos cincuenta poemas sobre la belleza de un mundo
desaparecido, sobre los caballeros y las damas hermosas, sobre María
Estuardo e Isabel de Orange, sobre las madonas de Memling y las monjas de
Brujas. El joven ruso de diecinueve años que soñaba ávidamente con el futuro,
desgajado de todo lo que había constituido su vida, había llegado a la
conclusión de que la poesía era un baile de disfraces: «Ataviado como un
orgulloso señor, | esperaba mi entrada en escena. | Pero por un error del
director | salí con cinco siglos de retraso».
En aquella época se me antojaba que yo estaba más hecho para las
cruzadas que para la Escuela Superior de Ciencias Sociales. Mis versos eran
rebuscados. Ahora me siento incómodo cuando los releo, pero los escribía con
sinceridad.
Uno de mis amigos a quien le gustaban mis versos me dijo: «En Rusia es
poco probable que te los publiquen. Allí todas las revistas literarias cuentan
con sus propios poetas, pero ¿por qué no tratas de editar tú mismo un librito
aquí en París? No es demasiado caro». Fui a la imprenta rusa de la rue Francs-
Bourgeois. Para mi asombro, el patrón no se interesó por el contenido del
manuscrito. Pese a que era militante del Bund[7] judío, no le alteraron mis
versos dedicados al papa Inocencio VI; contó las líneas y me dijo que
doscientos ejemplares me costarían ciento cincuenta francos. Yo me apresuré a
protestar: ¿por qué doscientos? Era un autor novel y con cien ejemplares me
bastaba. El tipógrafo me explicó que lo más caro era la composición, pero
accedió a rebajarme veinticinco francos.
Recibía de mis padres cincuenta rublos al mes, que equivalían a ciento
treinta francos. Por desgracia ese proyecto de edición de mi libro coincidió
con ciertos acontecimientos de mi vida. Me vi obligado a renunciar
definitivamente a las comidas y a reducir la cantidad de cruasanes que engullía
en el mostrador del bar, pues iba casi a diario a casa de Katia con un ramito
de flores. No obstante, no dejaba de ahorrar los francos que necesitaba para la
imprenta. Mi colección de poesías vio la luz a finales de 1910. Deposité
cincuenta ejemplares a comisión en la librería rusa y envié los demás poco a
poco a distintos poetas de Rusia: los sellos eran muy caros. En resumidas
cuentas, los gastos fueron considerables y las ganancias, insignificantes: vendí
en total dieciséis ejemplares.
El 25 de marzo de 1911 nació mi hija Irina en Niza.
En el verano de 1911 percibí mis primeros honorarios, seis rublos por dos
poesías publicadas en una revista de San Petersburgo. Era un éxito sin
precedentes, y Katia y yo lo celebramos con una comida magnífica.
Esperaba con impaciencia lo que dirían de mi libro los poetas rusos. Mi
madre se preocupaba mucho por mí: yo no estudiaba, no había elegido ninguna
profesión seria, y de repente me ponía a escribir poesía. Sí, y además se
trataba de versos extraños: ¿por qué su hijo escribía sobre la Madre de Dios,
las cruzadas y las catedrales antiguas? Pero ella, como es natural, quería que
alguien me elogiara. Cuando leyó el artículo de Briúsov en Russkie
viédomosti [Noticias de Rusia] me envió un telegrama para hacérmelo saber.
Haciendo una selección de los libros de jóvenes poetas, Briúsov destacó
Album vespertino, de Marina Tsvietáieva, y mi antología. «I. Ehrenburg
promete convertirse en un buen poeta». Me alegró y al mismo tiempo me
entristeció, pues los poemas de aquella antología habían dejado de gustarme.
Muy pronto ya no pude recordar mi primer libro sin una sonrisa de
desprecio. Intentaba ser frío, calculador, imitaba a Briúsov. Pero esas poesías
a mí mismo me aburrían y empecé a soñar con el lirismo, volví hacia mi
pasado aún reciente: «Nadie me dirá ya durante la clase: “Escucha”. | Nadie
me dirá ya en la mesa: “Come”. | Nadie me llamará “mi pequeño lliá”. | Nadie
podrá acariciarme ya como mi madre | cuando yo era pequeño». O bien: «Qué
aburrido es estar solo, son largas las noches | y no tengo libros. | Pero soy un
hombre | y tengo diecisiete años».
El libro llevaba por título Dientes de león. Apenas llegó a manos de mis
amigos moscovitas, comprendí que no me había curado del vicio de estilizar,
sólo que en esta ocasión, en lugar de una armadura de cartón, había alquilado
un uniforme de colegial. Por primera vez di con un librito de Verlaine. La
música de sus versos, su destino triste y absurdo me conmovieron. En el café
del boulevard Saint-Michel, el camarero me mostró con devoción un diván
hundido y me dijo: «Aquí se sentaba siempre el señor Verlaine». Escribí sobre
«el pobre Lélian» (así era como llamaban a Verlaine en su vejez): «Ante su
absenta, en silencio, en la noche oscura, | permanecía sentado hasta despuntar
la estrella del alba, | los mechones de su barba enmarañada y sucia | huían en
desorden hacia todas partes».
De nuevo escribía versos que me eran ajenos, no oía en ellos mi propia
voz.
Leí un libro del poeta Francis Jammes. Hablaba de la vida en el campo, de
los árboles, de los burritos de los Pirineos, del calor del cuerpo humano. Su
catolicismo estaba libre de ascetismo e hipocresía: quería entrar en el paraíso
con los burros. Traduje sus poesías y comencé a imitarle: el panteísmo me
pareció una solución. Yo había crecido en la ciudad, pero desde la
adolescencia me abrumaba el laberinto de calles, sólo me sentía libre cuando
me encontraba cara a cara con la naturaleza. Durante un breve período de
tiempo me cautivó la filosofía de Jammes: justificaba a la paloma y al halcón.
(Hablo ahora de pájaros, no de clases sociales). Desde hacía tiempo me
atormentaba un pensamiento: «¿De dónde viene el mal?». El dualismo me
parecía repugnante. Al igual que antes, odiaba a la burguesía, pero ya sabía
que con la socialización de los medios de producción no quedarían resueltos
todos los problemas. Me aferré al dios de los árboles y de los burros. Francis
Jammes me permitió que le visitara; vivía en Orthez, cerca de la frontera
española. Llevaba una barba simpática y tenía una voz afectuosa. Me acogió
como un padre, me pidió que le leyera poesías en ruso, me obsequió con un
licor de elaboración casera y me aconsejó que me encontrara en París con un
joven escritor novel, François Mauriac.
Esperaba que me diera algunas instrucciones; sin embargo, Jammes se
mostró indulgente y cordial. Me gustó mucho, pero comprendí que no era un
Francisco de Asís o un padre Zosima, sino sólo un poeta y un hombre de bien.
Me despedí de él con el corazón vacío.
Dediqué a Jammes una colección de poesías titulada Infantil; me acordaba
del día pasado en Orthez: «El Sol invernal a través de las ventanas
resplandece, | sus hijos juegan en el suelo. | Junto a la chimenea se calienta un
viejo perro, | respira fuertemente sumido en el sueño. | En la lumbre crepitan
las piñas de abeto. | Usted habla, yo escucho y pienso: | ¿de dónde llega la
calma que habita en su ser? | Pienso que me espera un lúgubre camino, | una
estación y un tren impregnado de olor a humo».
Así no se recuerda a un maestro de la vida, sino a un tío querido que vive
en el campo…
Pronto aborrecí las chiquilladas. Comencé a imitar a Guillaume
Apollinaire. (Por supuesto, cuando imitaba a alguien, yo no me daba cuenta,
siempre me parecía que el año anterior, en efecto, había imitado a este o aquel
poeta, pero que por fin había encontrado mi propia voz).
De vez en cuando mis versos se publicaban en las revistas Novi zhurnal
dlia vsiej [La nueva revista para todos], Rússkoie bogatstvo [La riqueza rusa],
Zhizn dlia vsiej [La vida para todos], Rússkaia misl [El pensamiento ruso].
Recibí una carta breve, pero calurosa, de Vladímir Korolenko. Todo mi
archivo se ha perdido. En un libro de cartas de Korolenko encontré una
dirigida a A. G. Hornfeld. Korolenko le hablaba en la primavera de 1913 de
dos poemas míos: «A mi modo de ver, los primeros versos son muy buenos y
oportunos: “Y de nuevo mis sueños de Rusia | son una quimera vanamente
soñada. | De nuevo extraños son los caminos que sigo… | Y condenado estoy a
seguirlos”».
Rirajovski, un judío con una poblada barba negra, abrió una imprenta en
París. Se encontraba en el boulevard Saint-Jacques, en un pequeño local.
Como cajistas, aparte del propio Rirajovski, trabajaban dos linotipistas más:
uno era bolchevique, el otro menchevique. Componían los carteles de las
reuniones de los emigrados y discutían sobre quién tenía más derecho a
llamarse socialdemócrata tras la escisión del Partido. Rirajovski era un
hombre desprendido y con sentido del humor. ¿Quién sino él me habría dado
algo a crédito en aquellos días? Yo llevaba las botas agujereadas, los bajos de
los pantalones deshilachados, estaba pálido, flaco, y a menudo me brillaban
los ojos de hambre. Rirajovski tenía buen corazón, imprimía mis versos y
esperaba con paciencia que le llevara veinte o treinta francos. Decía que mis
versos eran malos, mucho peor que los de Chtets-deklamator,[8] pero que
incluso los malos versos mejoraban en papel verjurado. Yo estaba de acuerdo
con él, y casi todos los años publicaba una pequeña recopilación de poemas
en papel verjurado con una tirada de cien ejemplares. Mi libro Días de
trabajo se puso a la venta en Moscú en la librería Wolf y, si no recuerdo mal,
llegaron a venderse cerca de cuarenta ejemplares.
No tengo la más mínima intención de justificar o adornar mi pasado. Pero
yo no soñaba con la fama, ésa es la pura verdad. Desde luego deseaba que
alguno de los poetas que me gustaban elogiase mis versos, pero para mí era
más importante leerle a alguien algo que acababa de escribir. En París existía
un círculo literario de emigrados rusos. Ninguno de sus integrantes alcanzaría
la fama. Recuerdo a los poetas M. Guerásimov (después perteneció al grupo
Kúznitsa [La forja]),[9] Oskar Leschinski (desempeñó un papel importante
durante los años de la guerra civil y murió con heroísmo en Daguestán);
cuando vivió en París era un esteta y publicó el libro Ceniza de plata, en el
que se leían los siguientes versos: «Nos toman por portugueses | y hablamos en
lengua rusa, | un día vi cinco dedos de gran finura | en este cabaret a una
prostituta».
Entre los prosistas estaban A. I. Okúlov, un tipo muy bien dotado, atrevido
y disoluto, que en aquella época bebía como una esponja (también adquirió
bastante fama durante la guerra civil, combatió, fue miembro del soviet militar
revolucionario en Siberia, escribió relatos y murió más tarde, a finales de la
década de 1930, al igual que M. Guerásimov, en 1937), P. Shiriáiev y
S. Shimkévich. A veces acudía a las reuniones del círculo Anatoli
Lunacharski. En otras ocasiones nos visitaban los escultores Archipenko y
Zadkine, los pintores Sterenberg, Lébedev, Fióder, Lariónov y Goncharova.
David Petróvich Sterenberg era un emigrado político. Durante un tiempo
alquilé una habitación a las afueras de París, en Meudon, y Sterenberg vivía al
lado. Era extremadamente pobre, pero cada día lo veía con su caballete y su
caja de pinturas: iba a pintar paisajes. A ese hombre modesto y tranquilo le
asignaron en la época más terrible una gran responsabilidad: Lunacharski le
encargó que organizara la sección de artes plásticas. David Petróvich no
subyugó ni ofendió nunca a nadie. Maiakovski le regaló un libro con la
siguiente dedicatoria: «Al querido camarada, sin comillas, David Petróvich
Sterenberg, con afecto». Sterenberg sólo tenía un defecto: era un buen pintor y
amaba la pintura; en la década de 1930 lo calificaron de «formalista». Me
acuerdo del artículo de un crítico que se escandalizaba porque Sterenberg
había elegido un arenque para pintar una naturaleza muerta; el crítico veía en
esa elección el deseo de denigrar el momento actual… David Petróvich murió
en 1948; en 1960 se organizó una pequeña exposición de su obra. Todo el
mundo constató hasta qué punto Sterenberg había sido un pintor puro, de gran
sensibilidad y lirismo. En mi recuerdo sigue siendo aquel joven pobre y
tímido de Meudon, con sus sueños de revolución, el hambre, la pintura…
Empecé a iniciarme en el arte, ya no hablaba sólo de «versos libres» sino
de las telas de los fauvistas (como llamaban a Matisse, Marquet y Rouault) o
la escultura monumental de Maillol.
Fui varias veces a casa de K. D. Balmont. De él hablaré más adelante, al
igual que de otros escritores rusos que vivieron largo tiempo en París, como
A. N. Tolstói y M. A. Voloshin. Ahora mencionaré únicamente la llegada de
F. K. Sologub a París. Se anunció una velada literaria, y Sologub explicó largo
y tendido a su auditorio, integrado en gran parte por estudiantes, que Dulcinea
era distinta de Aldonza. Más que un poeta parecía un profesor de instituto. A
veces, asomaba un brillo triste en sus ojos, y yo comprendí que tenía ante mí al
autor de El pequeño demonio. Pero ¿de dónde sacaba la música, las palabras
sencillas que atravesaban el corazón, las canciones que lo emparentaban con
Verlaine? Recitaba sus versos de manera muy peculiar, como si distribuyera
las palabras en los diferentes compartimentos de una gran caja: «El caballo
del oficial | de las fuerzas enemigas | trotó sobre su corazón, | sobre su propio
corazón».
Lo vi por última vez en una reunión en la Casa de la Prensa de Moscú, en
1920. Algunos de los oradores decían que el individualismo había muerto.
Fiódor Kuzmich asentía con la cabeza, a todas luces estaba de acuerdo. En el
discurso de clausura sólo añadió que la colectividad debe componerse de
individuos y no de nulidades, pues si a un cero sumamos otro cero el resultado
será cero. En París, Sologub me recibió con amabilidad, escuchó mis poesías,
me habló de música, del misterio y otra vez de Dulcinea. Pero entonces yo no
escribía sobre Dulcinea, sino de los basureros, la suciedad y el hedor de las
calles de París. Después de aquello, escribí los siguientes versos: «Leo, se
hace de día, y en la luz viva | me resulta extraño ver a mi lado, junto a la
pared, | al Sologub vivo (en un retrato), | un hombre de mediana edad, con
barba y lentes».
En colaboración con Oscar Leschinski edité la revista artística y literaria
Helios. Pronto nos fuimos a pique. Más tarde apareció otro poeta, Valia
Nemírov, que venía de Rostov y tenía dinero. Adoraba la tranquilidad; era
miope; decía que le gustaba mucho una pequeña localidad suiza (no recuerdo
cuál) donde se podía encender un cigarrillo en la calle sin necesidad de
proteger la llama de la cerilla con la mano. Publicamos dos números de una
revista, Vecherá [Veladas], consagrada a la poesía, y en la que pude publicar
versos que exaltaban la tempestad inminente.
No recibía ya con regularidad el dinero que me enviaban de casa. Llevaba
una vida bastante desordenada y precaria. Emilio Sereni me dijo que su
difunta mujer, de origen ruso, le había dicho: «Ehrenburg, cuando era joven,
dormía tapándose con periódicos». En el pequeño estudio que alquilé en la rue
Campagne Première había un colchón sobre cuatro patas, y ése era todo mi
mobiliario. Ni siquiera disponía de estufa. Un pintor sueco había roto los
cristales de la ventana: quería alcanzar el cielo. Para dormir colocaba hojas
de periódico sobre una manta delgada y un abrigo raquítico. A primera hora de
la mañana me metía en un café y allí permanecía hasta la noche, leyendo y
escribiendo, gozando de la calefacción del local. Cuando pasaba por delante
de los restaurantes, el olor de la comida que se preparaba me daba náuseas: a
veces pasaba tres o cuatro días sin probar bocado. Cuando recibía un cheque
de Moscú me lo gastaba rápidamente en comida con los amigos que también se
morían de hambre.
Recuerdo una noche extraordinaria poco antes de la guerra. Las cartas
certificadas de Rusia las entregaban por la tarde. Me enviaban el dinero en
cheques para cobrar en el Crédit Lyonnais. Había traducido para una revista
un cuento de Henri de Régnier y me remitieron diez rublos. El banco ya estaba
cerrado. Teníamos un hambre irresistible. Fuimos al pequeño restaurante Le
Rendez-Vous des Fiacres, enfrente de la estación Montparnasse: estaba abierto
día y noche. Invité a dos amigos. Los nombres de los platos estaban escritos
con tiza en una pizarra y tuvimos tiempo de probarlos todos: teníamos que
permanecer en el establecimiento hasta la mañana siguiente, hasta que pudiera
cobrar el dinero del banco (mis amigos tuvieron que quedarse en el restaurante
como rehenes). Hacía mucho tiempo que habíamos acabado de cenar,
dormitado, desayunado y comido; a las seis de la mañana tomamos un segundo
desayuno considerando que había comenzado un nuevo día. ¡Fue una noche
admirable!
Traducía mucho, pero poesías, y se publicaban en muy contadas ocasiones.
Traducía tanto poesía contemporánea francesa como fabliaux del siglo XIII,
baladas de François Villon, sonetos de Ronsard, maldiciones de d’Aubigné;
aprendí a leer el español, traduje fragmentos del Romancero, de las obras del
Arcipreste de Hita, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz y Quevedo. Era una
pasión, pero no una profesión.
Me hice guía. La condesa Pánina (o tal vez, como afirma un lector, la
condesa Bóbrinskaia) organizaba viajes al extranjero para maestros de
escuela; no eran viajes caros y permitían a los maestros que vivían en los
rincones más recónditos de Rusia conocer Italia o Francia. Durante los meses
de verano ganaba algún dinero enseñándoles Versalles. Había que saber con
precisión los nombres de centenares de escultores o pintores, autores de
grandes escenas de batallas, y recordar la mitología para explicar el
significado alegórico de diferentes fuentes. En conjunto, no era difícil. Lo que
resultaba complicado era velar por un tropel de personas que se encontraban
por primera vez fuera de su país. Algunas mujeres trataban de escaparse a las
tiendas de moda, aunque sólo fuera para contemplar los escaparates. Entre los
hombres estaban los que soñaban con los burdeles y compraban postales
obscenas. Contaba el número de turistas al bajar al metro y los volvía a contar
al salir. A menudo faltaban uno o dos. Una noche, un maestro de Kobeliak me
pidió que le cerrara con llave en el hotel: había conocido a una francesita y si
volvía a verla no regresaría a su casa, donde había dejado mujer, hijos y
trabajo. Lo encerré.
Trabajaba también con turistas individuales. Era muy desagradable: casi
todos exigían que los llevara a los burdeles. Cuando me negaba, me trataban
de idiota, mojigato e incluso de policía, y a la hora de pagar me estafaban. Me
acuerdo de un comerciante que tenía en Riga una tienda de artículos sanitarios.
Cuando nos pusimos de acuerdo en la tarifa, me preguntó con aire desconfiado
si conocía todos los estilos; sacó del bolsillo la fotografía de una dama que
llevaba un peinado alto, le dio un capirotazo y dijo: «No está mal, ¿eh?».
Resultó que aquella dama era su prometida, tenía en Riga una casa que le
proporcionaba una buena renta y adoraba el arte, conocía todos los estilos y se
mofaba de la ignorancia de su novio. Yo percibía cinco francos al día más la
comida. Pero el propietario de la tienda de artículos sanitarios me extenuaba;
ante una casa normal y corriente de finales del siglo pasado me preguntaba:
«¿Qué estilo es éste?». Al principio le respondía con honestidad: «Ninguno».
Pero se enojaba, me decía que en Viena había pagado al guía menos que a mí y
que él conocía todos los estilos. Tuve miedo de que me dejara sin los cinco
francos y comencé a improvisar: «Barroco», «imperio», «gótico puro»… Él lo
anotaba todo cuidadosamente en un cuadernito. En el restaurante tenía que
traducirle el menú, reflexionaba durante largo rato lo que podía ser más
sabroso y lo pedía, mientras que para mí escogía lo más barato: patatas o
macarrones.
Durante años y años recorrí las calles de París, andrajoso, hambriento,
desde la periferia sur a la periferia norte. Caminaba y movía los labios:
componía versos. Tenía la impresión de haberme convertido en poeta por
casualidad: había conocido a una joven llamada Liza, más tarde convertida en
la poetisa Elizaveta Polónskaia, una «hermana Serapión». Aquellos fueron mis
inicios, pero no se trataba de ninguna casualidad: la poesía se había
convertido en mi vida.
En 1916 se publicó en Moscú mi libro Stiji o kanunaj [Poemas de las
vísperas]; el libro vio la luz mutilado por la censura; casi en cada página
había líneas sustituidas por puntos. Era el primer libro en que se oía mi propia
voz. Escribí sobre la guerra: «Sobre la almohada han colgado un cuadro, | han
colgado a un valiente soldado, | lo han colgado para alegrar al niño, | para que
por la mañana el niño no llore | cuando gotea el agua en el lavabo, | el cosaco
sonríe atrevido, | el cosaco lleva un alto gorro de piel, | el cosaco atraviesa
con su lanza | a otro soldado, a un extranjero, | y la pintura roja se derrama por
el suelo». Hablaba de la ejecución de Pugachov: «Germinarán tus manos
martirizadas, germinarán, | y la tierra se cubrirá de mieses inflamables».
Hablaba de mí, del año 1916, al que llamaba «la víspera tempestuosa».
Con respecto a mi libro, Briúsov comentó en Russkie viédomosti: «Es
obvio que para I. Ehrenburg la poesía no es una distracción, tampoco un
oficio, por supuesto, sino un quehacer vital […]. Por este motivo, I. Ehrenburg
no escribe versos pulidos sobre temas reconocidos como “poéticos”, no se
hallan en él repeticiones de las imágenes poéticas universalmente reconocidas,
no hay falsa belleza ni la maestría barata que con tanta facilidad se adquiere
gracias a la técnica de versificación tan extendida en nuestros días (para ser
más exactos, todo eso se encontraba en los primeros libros de I. Ehrenburg,
pero gradualmente ha sabido vencer la tentación del éxito fácil […]). El
principal defecto de la obra poética de Ehrenburg reside en su sumisión a las
teorías. Rara vez da rienda suelta a su vena artística; a menudo constriñe su
inspiración en nombre de su concepción de la poesía. Al rechazar
conscientemente el preciosismo convencional y trillado, I. Ehrenburg cae en el
extremo opuesto: sus versos no son melodiosos, adolecen de falta de
sonoridad, y la preferencia del poeta por las asonancias lejanas priva a sus
rimas de su último ornato […]. I. Ehrenburg fija su atención de manera
especial en las llagas purulentas de las cúspides de la cultura contemporánea.
La tarea que el joven poeta se impone —consciente o inconscientemente— es
rastrear todo lo infame y miserable que se oculta bajo el brillo del
refinamiento de la Europa de nuestros días. Y, con la resolución de un cirujano
que practica una incisión en un tumor maligno, revela en sus versos
desprovistos de música aquellos arrebatos misteriosos de la propia alma, que
no todo el mundo se atrevería a confesar, y todo lo que se oculta de miserable
y vergonzoso bajo los oropeles de nuestra buena educación y cultura».
Me han hecho entrega del borrador de una carta de Briúsov que me
escribió por esas fechas. En dicha carta me comunicaba que había enviado su
reseña a la revista y añadía: «Le tengo en gran estima, es decir, como poeta,
pues como persona no le conozco. Eso no significa, no obstante, que sus
versos me gusten. Al contrario. Se lo digo con franqueza porque le quiero en
tanto que poeta […]. Mi conclusión es la que se aplica a todos los “elegidos”,
es decir, a aquellos que están predestinados a la poesía: ¡Trabaje! Sin trabajo
no habrían existido Pushkin, Goethe, ni siquiera Verlaine (pues durante la
primera mitad de su vida el pauvre Lélian trabajó mucho, muchísimo), y usted
no quiere ser inferior a Verlaine: no valdría la pena. A usted no le seducirán
los laureles de un prince des poètes cualquiera, del tipo Paul Fort. Le hago un
ruego personal: no desatienda la música del verso. No se fije en los futuristas.
Toda la esencia de la poesía reside en la combinación de sonidos». La carta
terminaba con unas palabras amistosas: «Y por eso le abrazo a mil verstas de
distancia».
Respondí a Briúsov (era el verano de 1916): «Su afectuosa carta me ha
conmovido enormemente. ¡Gracias! En general no me halagan los comentarios
que suscitan mis versos. Sus palabras son para mí especialmente valiosas. He
leído con atención su artículo, así como su carta. Quisiera decirle tantas cosas
en respuesta, pero no sé escribir cartas… No someto mi poesía a ninguna
“teoría”, al contrario, soy demasiado impulsivo. Los defectos y la inmundicia
de mis versos son obra mía. Lo que a usted le parece abominable y repulsivo,
yo lo percibo como algo inherente a mí, auténtico, y por tanto como algo que
no es hermoso ni deforme: es tal como debe ser. Si escribo sin rima y sin
ritmo, no es en función de mi concepción de la poesía, sino sólo porque la
riqueza de las rimas al igual que el verso clásico me chirrían en el oído… No
me siento inclinado a la poesía de los estados de ánimo ni de los matices, me
siento atraído por algo más general, “monumental”, siempre quiero llegar al
fondo de las cosas, mostrar lo que hay en ellas de esencial… Por eso, lo que
más me gusta del arte contemporáneo es el cubismo. Usted me habla de
“sonidos dulces y plegarias”. No todos los sonidos dulces son plegarias, o,
mejor dicho, todas las plegarias van destinadas a los dioses, pero no todas a
Dios. Todo esto puede parecer muy limitado, pero no porque sea limitada mi
concepción poética, sino porque yo soy un hombre limitado. Esto es lo más
importante de cuanto quería decirle. Entre nosotros se alza un muro, ¡no sólo
una distancia de mil verstas! Al titular mi libro Vísperas, más allá del
significado general, aludía a uno personal. Se trata únicamente de mis
vísperas».
Briúsov estaba en lo cierto cuando decía que yo quería mostrar las llagas
de la sociedad. Cinco años más tarde escribí la novela satírica Julio Jurenito.
Pero no pude, como tampoco puedo ahora, abandonar la poesía. Es cierto que
ha habido grandes períodos en los que no he escrito versos (desde 1924 hasta
1937), pero he repetido constantemente, como conjuros, los de mis poetas
preferidos: no he vivido ni un solo día privado de poesía. En Libro para
adultos, escribí: «A veces, pese a todo, envidio a los poetas. Nosotros a duras
penas levantamos los pies del lodazal. Sus pasos parecen saltos proyectados a
cámara lenta: nadan en el aire. He notado que cuando leen versos mueven
convulsivamente los brazos: son los movimientos de un nadador. Las aceras
por las que transitan no bajan del primer piso. Para nosotros, las comas son la
carne, la pasión, la profundidad; ellos pueden pasar incluso sin los puntos. El
ritmo de los versos se transforma en ritmo de tiempo, y a los poetas les resulta
mucho más fácil entender la lengua del futuro». Estas reflexiones datan de la
primavera de 1936. Al cabo de muy poco tiempo estalló la guerra de España.
Escribí artículos, octavillas, notas, escribí incluso una novela corta, pero de
improviso, como en otro tiempo, comencé a mover los labios y a componer
versos, no porque quisiera ver el futuro, sino porque era preciso hablar del
presente.
Muchas de mis ideas de aquella época se me antojan ahora falsas,
estúpidas, ridículas. Pero aquello que me empujó a escribir versos me sigue
pareciendo justo. El joven de dieciocho años había comprendido que podía
decirse en verso aquello que no podía ser dicho en prosa. Esa idea la
comparte el viejo escritor que ahora escribe este libro de memorias.
14

Un crítico ha observado que en mi novela La caída de París hay muchos


personajes, pero no protagonista. En mi opinión, el protagonista de la novela
es París. Tenía cincuenta años cuando escribí este libro. Ya no era ni un
blasfemo ni un predicador; la limitación sobre la cual escribí a Briúsov fue
atenuándose con el paso del tiempo, los juicios de un hombre de cincuenta
años son como zapatos que se han dado por el uso.
Pero durante mis años de aprendizaje, me resultaba difícil hablar de París.
Lo amaba con pasión y con no menos pasión lo odiaba: «París, te espero la
noche entera, | y tú vienes como un proxeneta…».
Dejé de frecuentar las clases: París era mi escuela, una escuela buena,
pero dura. A menudo la maldecía, no porque mi vida fuese difícil, sino porque
París me obligaba a comprender la dificultad de la vida.
Después de la plácida Moscú prerrevolucionaria, con sus casitas de
madera, sus cocheros, sus samovares y su comercio letárgico, París,
lógicamente, tenía que impresionarme por su modernidad, su insolencia, sus
novedades. Por supuesto, había muchos automóviles que a duras penas se
abrían paso por las estrechas calles medievales. Los periódicos llamaban a
París «la ciudad de la luz». Y, en efecto, la iluminación de los grandes
bulevares era mucho mejor que la de la calle Tverskaia o la de Kuznetski
Most, pero muy pocas casas disponían de luz eléctrica, tal vez menos que en
Moscú. Las chabolas de la «zona» que bordeaba las antiguas fortificaciones
de la ciudad me parecían inverosímiles. A menudo pasaba de noche por la rue
Mouffetard y veía correr enormes ratas bien alimentadas. La torre Eiffel
todavía suscitaba discusiones. En aquella época aún vivían contemporáneos
de Maupassant que, como él, creían que la torre desfiguraba a la ciudad. A los
jóvenes artistas les gustaba. La torre tenía la edad de una joven casadera;
nadie podía suponer que resultaría útil para la radio y la televisión. Había
pocos teléfonos, pero prosperaba el correo neumático. Nunca había visto
tantas casas viejas de color ceniza, llenas de grietas y pintadas. Aún no sabía
que, en París, una casa, treinta o cuarenta años después de haberse construido,
adquiría ya el aspecto de un monumento antiguo: todos los edificios me
parecían antiguos, y la antigüedad se abría ante mí como un mundo nuevo,
desconocido.
Me adentraba en una calle sombría como una jungla. En Moscú, al
contemplar las catedrales del Kremlin, nunca había reflexionado en su belleza:
estaban fuera de mi vida, no tenían nada que ver con las reuniones clandestinas
ni con las alas del albatros de Gorki. En el instituto memoricé a regañadientes
los nombres de los príncipes feudales, consideraba que eran una abstracción
como los teoremas o las clases de latín: «Hay muchos nombres que terminan
en -is: masculini generis». Y en París el pasado se confundía con el presente;
incluso los nombres de las calles me parecían enigmáticos: rue de la Reine
Blanche, rue du Chat qui Pêche, rue de l’Estrapade. Katia vivía en la rue de
l’Épée de Bois. A menudo iba a la casa donde en otro tiempo se había
escondido Marat. Entre los automóviles se abría paso un rebaño de cabras y el
pastor ordeñaba en plena calle a una testaruda.
Deambulaba por los muelles del Sena, revolvía en las cajas de libros
usados que vendían los libreros de viejo. Éstos parecían aún más vetustos que
sus libros encuadernados en piel o en pergamino. Allí a veces me encontraba a
un hombre entrado en años que parecía un vendedor de libros de ocasión;
tomaba un libro en su mano como un horticultor cogería una pera, con pasión y
espíritu práctico a la vez; era Anatole France. (Después nunca volví a verle;
asistí a su entierro en 1924. Detrás del féretro del viejo epicúreo comunista
marchaban senadores y obreros, académicos y adolescentes). En 1946, el nieto
del escritor me acompañó a la casa del escritor en La Bachelière, cerca de
Tours, y constaté que aquel epicúreo no era ni bibliófilo ni esteta, sino un
hombre vivo: la casa no estaba repleta de colecciones y sí de los restos que
dejan tras de sí los años de la vida, los viajes, las pasiones, los encuentros. En
las estanterías, por supuesto, se hallaban los libros que había comprado
delante de mí en los muelles del Sena.
Un día, en medio de viejos salterios y pastorales, di con Eda de
Baratinski. En la página de portada se leía la siguiente dedicatoria: «A
Prosper Mérimée, traductor de nuestro gran Pushkin. Evgueni Baratinski».
Compré el libro por seis sous y me puse a leerlo enseguida. El Sena movía
melancólicamente sus escamas, y en una barcaza dormía un gato bien
alimentado. Ante mí se hallaba la morgue y por la mañana veía a los
juerguistas de París que acudían para contemplar los cadáveres de los
suicidas. En la neblina azulina, la catedral de Notre Dame parecía un bosque
de piedra. Baratinski escribía: «Una vaga reflexión embarga al forastero: |
¿acaso esas piedras sombrías que tiene ante él | no son las ruinas de un mundo
antiguo?».
Las ruinas, por cierto, a veces son muy duraderas. La Acrópolis de Atenas
ha sobrevivido no sólo en el plano espiritual, sino también en el material, a las
viviendas de diferentes personas que durante veinticinco siglos han hecho todo
lo posible para destruirla.
En París, el pasado se funde con el presente. Es una ciudad asombrosa que
no se ha construido siguiendo un plan sino que ha crecido como un bosque. La
pared de una casa maltrecha donde se agolpan los desdichados, una pared
llena de pintadas obscenas, de declaraciones de amor, de injurias electorales,
tiene todo el derecho a aspirar a la veneración de los transeúntes y a la
protección del Estado.
Me resultaba difícil comprender dónde estaba el pasado y dónde el futuro:
París tiene su propio calendario. Hablando de la revolución social, Jaurès se
refería a los mitos antiguos, hablaba a voz en cuello y gesticulaba como
Mounet-Sully en el papel de Edipo. En las iglesias veía a menudo a
estudiantes de medicina o de física que se humedecían la frente con agua
bendita y, cuando sonaba la campanilla, se arrodillaban todos a la vez. El
poeta Charles Péguy escribía sobre Juana de Arco y se le consideraba
católico. Me gustaban sus versos: repetía cien veces lo mismo y cada vez lo
hacía de una manera diferente a la anterior, su ritmo hacía pensar en la carrera
de un perro de caza que va allí donde va su amo, pero siempre dando vueltas.
Una vez tuve ocasión de hablar con él en la redacción de Cahiers de la
Quinzaine. Supuse que entablaría conversación sobre la religión, Bergson, el
mesianismo, pero me habló de Rusia: «No sé mucho de vuestros escritores.
Tal vez los rusos sean los primeros en destronar el poder del dinero».
Leía los versos de François Villon, que vivió en el siglo XV; era un ladrón
y un bandolero: «Je meurs de soifauprés de la fontaine, | Chaud comme feu,
et tremble dent a dent; | En mon pays suis en terre lontaine; | Lez un brassier
frissonne tout ardent». [‘De sed muero cerca de la fuente | tirito de frío en
medio del fuego | extranjero me siento en mi patria | y siento escalofríos junto
al brasero’].[1]
Antes de leerlo había traducido los versos de Mallarmé, considerado uno
de los corifeos de la nueva poesía. Comprendí que François Villon se hallaba
más próximo a mí que el autor de La siesta de un fauno. Leía y releía Rojo y
negro; resultaba difícil creer que esa novela tuviera ya ochenta años. A mi
alrededor oía decir que el escritor que nos revelaba la época contemporánea
era André Gide. Me hice con su novela La puerta estrecha. Me dio la
impresión de que se había escrito en el siglo XVIII y sonreí al recordar que su
autor aún estaba vivo: lo había visto en el Teatro Vieux Colombier.
Todo parecía imprevisible y todo era posible. Iba por la place Clichy
componiendo versos cuando un tumulto de gente invadió la plaza. La
muchedumbre gritaba, quería romper el cordón policial para llegar a la
embajada española: protestaban contra la ejecución del anarquista Ferrer. Se
oyó un disparo y acto seguido se levantaron barricadas, voltearon los ómnibus,
derribaron las farolas. El gas inflamado salta a borbotones de los surtidores.
Yo no sabía con seguridad quién era Ferrer ni por qué lo habían ejecutado,
pero me puse a gritar con todo el mundo. Parecía que hubiese estallado la
revolución. Unas horas más tarde, los clientes habituales saboreaban
apaciblemente su café o su cerveza en los bares.
En aquella época París recibía el apelativo de «capital del mundo», y es
cierto que vivían en ella representantes de centenares de países. Indios con
turbantes denunciaban la hipocresía de los liberales ingleses. Los macedonios
organizaban mítines tumultuosos. Los estudiantes chinos festejaban la
proclamación de la república. Se publicaban periódicos en polaco, portugués,
finlandés, árabe, yiddish y checo. Los parisinos aplaudían La consagración de
la primavera de Stravinski, al futurista italiano Marinetti y a Ida Rubinstein,
que había llevado a la escena un misterio de D’Annunzio. Y la «capital del
mundo» era al mismo tiempo una provincia remota. París se dividía en
barrios, y cada uno de ellos tenía su calle principal, con sus tiendas, sus
pequeños teatros, sus bailes. Todo el mundo se conocía, cotilleaban en la
calle, se contaban chismes de la panadera, de la amante de Jacques, de que su
mujer le ponía los cuernos.
Uno podía vestirse como quisiera, hacer lo que le viniera en gana. Cada
primavera se organizaba el baile de los alumnos de la Academia de Bellas
Artes: por las calles marchaban en procesión estudiantes y modelos desnudos;
los más discretos llevaban ropa interior. En una ocasión, un pintor español se
desnudó por completo delante de La Rotonde; un policía le preguntó con
indolencia: «¿No tienes frío, amigo?». Dos veces al año —en el mardi gras y
en la mi-carême— se celebraban carnavales: se veían desfilar carrozas
adornadas, la gente se paseaba con máscaras absurdas y lanzaba confeti a los
rostros de los transeúntes; también se sacaba a pasear a los bueyes blancos
premiados en los concursos, y en los restaurantes se anunciaba con carteles:
MAÑANA, NUESTROS QUERIDOS CLIENTES PODRÁN DEGUSTAR BISTECS DE CARNE DE
BUEY CON LAUREL. En todos los bancos, debajo de los castaños o de los
plátanos, los enamorados se besaban con recogimiento; nadie los molestaba.
Un día, A. I. Okúlov, después de atizarse una docena de copas de coñac, saltó
al techo de un coche de punto y se puso a explicar a los transeúntes que pronto
colgarían a todos los ministros de las farolas: algunos se detuvieron a
escucharle, pero, por supuesto, nadie le creyó. Yo vivía no sólo sin pasaporte,
también sin carnet de identidad. Cuando me pidieron un documento oficial en
el banco me presenté en la prefectura y me pidieron que llevara a dos
franceses en calidad de testigos. Yo tenía prisa por cobrar el dinero y supliqué
al dueño de la panadería donde compraba el pan y a un pintor a quien apenas
conocía —y que fui a buscar al café donde se acomodaba desde primera hora
de la mañana para beber ron— que me acompañaran. Era obvio que ninguno
de los dos sabía nada de mí, pero accedieron a poner su firma. El funcionario
me entregó un certificado que ratificaba solemnemente que fulano de tal había
declarado tal y cual cosa; con aquello era suficiente, no sólo para el empleado
del banco, sino también para los policías que a veces organizaban redadas
contra los delincuentes. En el cabaret se cantaban cuplés que decían que el
presidente de la República era un cornudo, el ministro de Justicia era un
corrupto y el ministro de Instrucción Pública perseguía a las jovencitas y les
mandaba notas llenas de faltas de ortografía. Gustave Hervé en el periódico
La Guerre Sociale incitaba a destruir la burguesía, el cantante Montegus
glorificaba a los soldados del 17.º Regimiento que se habían negado a
disparar contra los manifestantes. A las cinco de la madrugada llegaban a las
pequeñas tiendas enormes paquetes de periódicos, que eran dispuestos en
montañas sobre las aceras: los transeúntes se servían y depositaban las
monedas de cobre en un platito. Había no menos de veinte periódicos de
tendencias distintas. Los periodistas echaban pestes los unos de los otros y
después se encontraban en un café de la rue Croissant para tomar juntos el
aperitivo.
Al café se iba para ver a los conocidos, hablar de política, departir y
contar chismorreos. Todas las profesiones contaban con su propio café: los
abogados, los ganaderos, los pintores, los jockeys, los actores, los joyeros, los
procuradores, los senadores, los proxenetas, los escritores y los peleteros. Los
partidarios de Guesde nunca ponían los pies en los establecimientos que
frecuentaban los partidarios de Jaurès. También había cafés en los que se
reunían los ajedrecistas; en uno de ellos se disputaron las históricas partidas
entre Lasker y Capablanca.
Yo frecuentaba La Closerie des Lilas; allí no había ningún macizo de lilas,
pero por una taza de café se tenía derecho a pedir papel y a quedarse durante
cinco o seis horas (el papel se ofrecía gratuitamente a los clientes). A La
Closerie des Lilas acudía los martes un grupo de escritores franceses,
especialmente poetas, que discutían sobre la utilidad o el carácter nefasto de
la «poesía científica» inventada por René Ghil, se extasiaban ante la fantasía
de Saint-Pol-Roux y despotricaban del editor del Mercure de France. Una vez
se organizaron elecciones y entronizaron como «príncipe de la poesía» a Paul
Fort, un bello escritor azabachado, autor de miles de baladas medio alegres,
medio tristes.
Se podría pensar que en París todo estaba patas arriba, pero en realidad
los parisinos tenían una manera de vivir secular y bien organizada. Cuando se
alquilaba un piso a alguien, la portera preguntaba si el nuevo inquilino tenía un
armario de luna; no se podía embargar una cama, una mesa, una silla, pero si
el alquiler no se depositaba a tiempo, se le confiscaría el armario de luna. En
los entierros los hombres marchaban delante y las mujeres detrás. Los
cementerios parecían la maqueta de una ciudad, con su trazado de calles. En
las tumbas de la gente acaudalada se leía: «Concesión a perpetuidad»; no
había atisbo de ironía, pues las tumbas de los pobres se excavaban al cabo de
veinte años. Después del entierro, los asistentes se dirigían a una taberna que
había al lado del cementerio, bebían vino blanco y tomaban queso. Por la
tarde no se bebía café, sino infusiones: flor de tilo, manzanilla, menta,
verbena. Incluso los enamorados discutían animadamente sobre qué infusión
era más beneficiosa: él prefería una diurética, ella una digestiva. En los
bancos de las calles las viejas en zapatillas hacían calceta. A las diez de la
noche se cerraban las puertas de las casas. Cuando un inquilino tocaba la
campanilla, la portera, soñolienta, tiraba del cordel y la puerta se abría: era
preciso que el inquilino gritara su nombre para que no se colase ningún
extraño; para salir de casa había que despertar a la portera con un grito
estentóreo: «Cordel, por favor». Los pescadores permanecían sentados con
sus cañas a lo largo del Sena, esperando que un gobio imaginario mordiera el
anzuelo. A veces los periódicos anunciaban que un condenado a muerte sería
guillotinado al amanecer del día siguiente, y junto a las puertas de la cárcel se
congregaba un enjambre de curiosos para ver con sus propios ojos al verdugo,
al condenado y, después, la cabeza cortada.
Leía los libros de Léon Bloy; él se declaraba católico, pero detestaba a los
devotos ricos y a los hipócritas. Sus libros eran el tipo de octavillas que
debían de imprimirse en el infierno para despreciar el paraíso. Leía también a
Montaigne y a Rimbaud, a Dostoievski y a Guillaume Apollinaire. Ora soñaba
con la revolución, ora con el fin del mundo. No pasaba nada. (Más tarde la
gente decía que quien no había vivido esos años de preguerra no había
conocido la dulzura de la vida. Yo no experimentaba dulzura alguna). Cuando
preguntaba a los franceses qué iba a suceder, respondían, unos satisfechos,
otros suspirando, que Francia había conocido ya cuatro revoluciones y que
estaba inmunizada.
El arte cada vez me atraía más. Los versos no sólo hacían las veces de
bistecs, sino también de aquella «idea general» que con tanta nostalgia
deseaba el protagonista de Una historia aburrida y, con él, Chéjov. No, la
nostalgia persistía: en el arte yo no buscaba el apaciguamiento sino la
exaltación de los sentimientos. Trabé amistad con los pintores, comencé a
visitar las exposiciones. Cada mes, poetas y pintores proclamaban diversos
manifiestos artísticos, derribando todo y a todos, pero nada ni nadie se movía
de sitio.
De niño jugábamos a un juego en el que no se podía decir ni «sí» ni «no»,
ni «negro» ni «blanco». Quien pronunciaba sin querer alguna de estas palabras
prohibidas tenía que pagar prenda. A veces me daba la impresión de que París
jugaba a ese mismo juego. Ahora pienso que tal vez yo procedía injustamente
tanto cuando denigraba París como cuando lo ensalzaba. La exigencia y la
inquietud son propias de la juventud. Cuando tenía dieciocho años, Lérmontov
escribió: «Y él, rebelde, busca la tormenta, como si el reposo se hallara en las
tempestades». Si hubiese vivido en Smolensk, quién sabe si me habría
encontrado igual de confuso. Tal vez lo habría estado al cabo de dos o tres
años; posiblemente no de una forma tan aguda… Por lo que respecta al juego
de «sí» y «no», se trata de la misma esencia del arte. Y en París resulta muy
difícil evitar el arte…
París me enseñó muchas cosas, amplió los muros de mi mundo. Suele
atribuirse a París la alegría; a mi modo de ver, París sabe sonreír con tristeza:
así son sus casas, sus poetas, los ojos de sus muchachas. Esa capacidad de ser
feliz en la tristeza y triste en la felicidad a veces le da alas y otras se las corta.
Más de una vez volveré a tratar esta cuestión cuando hable de los
acontecimientos que tuvieron lugar décadas más tarde. Pero en aquella época
yo no sacaba semejantes conclusiones.
París me enseñaba, me enriquecía, me arruinaba, me ponía en pie y me
hacía perder el equilibrio. Todo eso pertenece al orden normal de las cosas:
cuando una persona consigue algo, pierde algo al mismo tiempo. Al avanzar
nos despedimos para siempre de las alegrías y de las penas que hasta ayer
constituían nuestra vida.
15

Con Balmont no tuve suerte. Cuando empecé a escribir versos, sus libros, para
mí, fueron una revelación; soñaba con ver algún día al hombre que había
escrito: «Yo a este mundo vine para ver el Sol». Dos años más tarde conocí a
Konstantín Balmont, y entonces había muchas cosas en sus versos que me
parecían ridículas: yo adoraba a Blok, leía a Ánnenski, Sologub, Gumiliov y
Mandelstam. Balmont había visto el Sol a tiempo, pero yo había llegado con
retraso a ver a Balmont.
Lo conocí en 1911. Él tenía entonces cuarenta y cuatro años. Yo sabía que
vivía en París y, como es lógico, le mandé mi primer libro. Balmont era un
hombre de sentimientos. Tuvo una vida rica en acontecimientos, a veces
dramáticos. Por ejemplo, emigró dos veces. Si utilizamos las etiquetas
habituales, la primera vez fue un emigrado rojo; la segunda, un emigrado
blanco. Tras el aplastamiento de la Revolución de 1905, Balmont, horrorizado
por los ensañamientos, el restallido de los látigos, las horcas, publicó en el
extranjero los Cantos del vengador, un libro lleno de nobles sentimientos y de
versos bastante malos. En él calificaba a Nicolás II de «verdugo sanguinario».
Aunque el valor literario del libro era exiguo, el zar montó en cólera y a
Balmont no le quedó otra que emigrar. Sólo en 1913, el gran duque
Constantino (poeta mediocre que firmaba con las iniciales K. R.) consiguió
que Nicolás amnistiara a Balmont.
Konstantín Dmítrievich Balmont vivía en la rue Passy, en un barrio donde
luego se estableció la emigración blanca. A menudo recibía visitas de rusos de
París, así como de compatriotas que venían de Rusia y franceses. A mí
también me invitó, y aquella tarde yo era el único agasajado. La esposa de
Konstantín Dmítrievich, una mujer alta y hermosa, me recibió amablemente, mi
timidez desapareció de un plumazo, y olvidé que me hallaba ante un poeta
famoso. Yo nunca iba de visita, sólo frecuentaba el café o los talleres sucios y
fríos de los pintores. Y de pronto me encontré en una casa rusa, bien caldeada
y llena de luz. Me ofrecieron té, y la hijita de Konstantín Dmítrievich, Ninika,
no cesaba de hacer travesuras. Todo resultaba encantador y familiar, salvo el
aspecto del anfitrión: Balmont era insólito.
Es difícil sorprender a los parisinos, pero más de una vez yo había
presenciado cómo se volvían a mirar a Balmont cuando paseaba por el
boulevard Saint-Germain. En Moscú, en 1918, la gente, cargada de cestos,
transitaba por la calle con aire sombrío; algunos tiraban de pequeños trineos;
azotaban el hambre y el frío, y, sin embargo, se volvían con curiosidad para
observar a aquel personaje estrafalario, de pelo rojizo y con la cabeza
levantada hacia el cielo gris, que caminaba por mitad de la calle.
En su juventud, Balmont había intentado quitarse la vida: se arrojó por una
ventana y se rompió una pierna. Durante toda su vida cojeó ligeramente y,
como solía caminar a paso rápido, parecía un pájaro que, acostumbrado a
volar, se viera obligado a avanzar dando saltitos.
Su rostro mudaba de color: ora era pálido, ora se tornaba de color
cobrizo. Tenía los ojos verdes y la barba pelirroja, como el cabello que le
caía en bucles sobre la espalda. Entre los turistas que viajaban a París, y para
los que yo trabajaba de guía, había un sacerdote que, al darse cuenta de que la
gente se reía cuando le veía, pudoroso él, se recogía el pelo con horquillas y
trataba de disimularlo bajo un sombrero. Pero Balmont estaba orgulloso de sus
rizos. Parecía un pájaro tropical que hubiera volado por casualidad a otra
latitud.
Me propuso con gentileza que le leyera mis versos. Me decía: «Bien…
Muy bien…». Sin duda, quería alentar al joven autor. Luego se puso en pie y
empezó a declamar su obra. Sus versos no me causaron impresión, pues era la
época en que había iniciado su ocaso poético, pero me sorprendió su voz
inspirada y arrogante: recitaba como un chamán, consciente de que sus
palabras influían, si no sobre el espíritu del mal, sí sobre los pobres nómadas.
Hablaba muchas lenguas, todas con acento, no ruso, sino balmontiano.
Pronunciaba de manera especialmente original el sonido «n», a la francesa o a
la polaca. En sus versos había muchas rimas en las que el sonido «n» aparecía
duplicado, y las arrastraba con visible deleite.
A veces me invitaba a su casa; allí conocí a mecenas moscovitas,
traductores franceses y admiradoras entusiastas.
El joven poeta Mark Talov, de Odesa, llegó a París. Contaba que se había
visto forzado a abandonar la patria, donde había dejado a su novia y estaba
sumido en la miseria. Recitaba sus versos: «Aquí he conocido la amargura de
la soledad. | Aquí empezaron mis tormentos. | Ya no tengo nombre ni
patronímico. | Ni patria, ni dicha, ni familia».
Nos reíamos un poco cuando nos repetía que su novia le esperaría hasta su
regreso. (Volvió a Odesa diez años más tarde, y su novia, en efecto, le
esperaba). Talov estaba ansioso por leer sus poemas a Balmont. Un día le
llevé conmigo a verlo, pero de lo turbado que estaba, en lugar de sentarse en
una silla, lo hizo sobre una estufa encendida. Todos nos echamos a reír, pero
Balmont se puso a elogiar sus versos, que no había oído.
Balmont guardaba silencio mirando distraídamente a todos lados y de
repente se animaba y se ponía a hablar de Egipto, México y España. En sus
relatos todos los países parecían fantásticos; por lo visto, había recorrido todo
el mundo, pero sólo había visto un país que no figura en los mapas y al que
llamaré Balmontia.
Refiriéndose a él, Chéjov escribió: «Habla bien y con elocuencia sólo
cuando está bebido». A menudo me encontraba con Konstantín Balmont en el
café. En efecto, después de haber tomado dos o tres copitas de coñac, se
convertía en un narrador espléndido. Al escucharle, me daba la impresión de
ver a las ampulosas patronas de las pensiones de Oxford, a un brujo de Java, a
Valeri Yákovlevich Briúsov, apasionado por la magia. Balmont repetía
invariablemente un antiguo sortilegio georgiano que hablaba del color negro.
No había modo de hacerle callar. Gritaba a su compañera: «¡Quiero hundirme
en la noche! ¡Elena, no te opongas!». Había en su semblante algo majestuoso y
deplorable, soberbio y pueril.
Lo comparaban con Verlaine: alcohol, música, infantilismo. Pero Balmont,
a diferencia del «pobre Lélian», era un hombre de vasta cultura; había leído
infinidad de libros. Había traducido a poetas de diversas épocas, de diversos
países: Shelley y Calderón, Rustaveli y Whitman, Leopardi y Slowacki, Blake
y Heine, Edgar Allan Poe y Wilde. En las traducciones de Balmont, las viejas
canciones egipcias y las poesías de Paul Fort sonaban de la misma manera. Al
igual que en sus poesías amorosas, Balmont no admiraba a las mujeres a
quienes dedicaba sus versos, sino el sentimiento que él experimentaba, y al
traducir a otros poetas se deleitaba en el timbre de su propia voz.
Amaba lo grandioso: las cumbres de las montañas, los precipicios, el
océano. El pintor Braque dijo en cierta ocasión que era preciso controlar la
inspiración con una regla. Balmont habría considerado esas palabras una
trivialidad: él vivía a lo grande. Escribía versos a la velocidad de una
taquígrafa. Dedicaba el mismo libro a una retahíla de personas: «Al hermano
de mis sueños, poeta y mago, Valeri Briúsov», «A Liusa Savítskaia, de alma
libre y transparente como el riachuelo de un bosque». He aquí las dedicatorias
de los poemas de amor de la colección Seamos como el sol: «A Bela», «A
Miss Netty», «A N. K. Mazing», «A la condesa E. V. Kreutz», «A la princesa
M. S. Urúsova», «A N.», «A R.», «A una española avistada en la calle», «A
Marie Fin», «A O. N. Mickiewicz», «A Dagna Christensen», «A Liusa»…
Entre 1917 y 1918 me lo encontré varias veces en Moscú. Balmont seguía
fiel a sí mismo. La revolución le irritaba por su obstinación: no quería que la
historia se inmiscuyera en su vida privada. Le ocurría que se enamoraba
apasionadamente de una mujer y después se entibiaba: escribió sobre ello en
sus versos. Pensaba que podía abandonar su época con la misma facilidad:
«Este verano he dejado de amar a Rusia». Una vez le leí algunos versos míos
sobre la ejecución de Pugachov, la expiación. Al principio Balmont frunció el
ceño con aire descontento, después escribió en mi cuaderno: «Acabo de oír un
lenguaje bárbaro, | un grito-plegaria, una canción parecida a un gemido, | pero
no quiero ponerte en guardia. | ¿Quieres desgarramiento? Dulce es la fuerza
del declive. | Sé bárbaro. Cuando arde el incendio, | sólo el bárbaro es joven y
audaz. | Sólo el viejo carece de razón». Más abajo aparece la fecha: 28 de
diciembre de 1917. Tres o cuatro años más tarde se fue a París y allí decidió
que el único que tenía razón era él. Sus versos políticos donde maldice la
revolución son tan malos como sus Cantos del vengador. De nuevo era un
emigrado, pero esta vez ya no por varios años sino de por vida. Vivía en la
pobreza y cada vez se dio más a la bebida.
En 1934 me lo crucé en el boulevard Montparnasse. Estaba solo,
envejecido, vestido con un abrigo raído. Todavía llevaba sus largos rizos,
pero ya no eran rojizos sino blancos. Me reconoció, me saludó: «Me habían
dicho que estaba usted en Rusia». Le respondí que hacía poco que había
regresado de Moscú. Se animó y me preguntó: «Dígame, ¿se acuerdan de mí
allí, me leen?». Me compadecí de él, le mentí: «Por supuesto que se
acuerdan». Sonrió y, con la cabeza bien erguida, el pobre rey destronado
continuó su camino.
La Gran enciclopedia soviética dedica al «poeta decadentista» veinte
líneas, las mismas que a Benedíktov, pero a este último se le reconocen ciertos
méritos, mientras que a Balmont, ninguno. Muchos jóvenes lectores soviéticos
no tienen la menor idea de que existió tal poeta. Sin embargo, a principios del
siglo XX era imposible dar con un estudiante que no conociera, si no sus
poesías, la fama del Balmont. En 1901 Volinski escribía: «Con mayor o menor
reserva, Balmont goza del reconocimiento general: pese a la impopularidad de
la poesía decadentista en Rusia, el público capta y repite los sonidos dulces y
ligeros de su laúd poético».
Para los simbolistas, fue un profesor, un maestro: como tal lo tenían Blok y
Andréi Bieli cuando eran estudiantes. Briúsov, al hacer balance de los éxitos y
fracasos de Balmont, decía: «Balmont nos mostró con qué profundidad la
lírica puede revelar los secretos del alma humana». La poesía de Balmont
también era muy apreciada por escritores alejados del simbolismo, como por
ejemplo Iván Bunin. Es difícil imaginar a una persona más ajena que Antón
Pávlovich Chéjov a la poesía arrebatada, a veces magnífica, otras bombástica,
de Balmont. Pero Chéjov escribió al poeta decadentista: «Usted sabe que
tengo en gran estima su talento y que cada uno de sus libros me procura no
poco placer y emoción. Esto obedece, tal vez, a que soy un conservador».
Gorki hablaba con entusiasmo de Balmont y recomendaba a los redactores de
las revistas que publicaran sus poesías. Recuerdo con qué entusiasmo A. V.
Lunacharski leía en voz alta los versos de Balmont. Se escribieron cientos de
ensayos sobre su obra, sus libros se reeditaban todos los años, y no había
modo de encontrar entradas para asistir a sus recitales. Bastaba con que el
poeta apareciera en el teatro o en la calle para que se formara un círculo de
frenéticas admiradoras a su alrededor. ¿Se trataba de una psicosis, un
autoengaño? ¿Acaso pueda explicarse el reconocimiento del talento de
Balmont por parte de Gorki o Briúsov por el hecho de que, a principios del
siglo XX, los rusos que leían compartían con el poeta su «aspiración a huir de
la realidad» y su entusiasmo ante la «barbarie», como afirma el capítulo de la
Enciclopedia?
Si he evocado a Benedíktov no es sólo porque gozara de mucha fama y
luego cayera rápidamente en el olvido. Se puede decir que en sus obras menos
afortunadas, Balmont recuerda a Benedíktov por su estilo estridente y la falta
de buen gusto. Balmont pudo escribir, por ejemplo: «¡Quiero ser audaz, quiero
ser valiente, | quiero los vestidos arrancarte!». (M. A. Voloshin aseguraba que
una comadrona le había enviado una «Respuesta a Balmont» que contenía las
siguientes líneas: «Quiero ser firme, quiero ser orgullosa, | quiero evitar que
los hombres se me acerquen…»).
Es cierto que Balmont tiene cientos de versos malos: escribió muchísimo y
publicó todo lo que compuso. Pero con sus treinta libros se puede compilar
uno bueno: a fin de cuentas no es como Benedíktov. Por lo demás, ¿a quién
gustaba Benedíktov? A las esposas poco exigentes de los funcionarios. Sin
embargo, Balmont aportó muchos cambios a la poesía rusa; basta con releer
algunos poemas suyos como «Refinada y lenta lengua rusa» o bien «Hay en la
naturaleza rusa una tierna lasitud». El destino fue extraordinariamente injusto
con Balmont: se le admiró y luego se le hizo pagar cara esa admiración. Se
afirmó como un rebelde, como portavoz del mundo contemporáneo incurriendo
no sólo en el egocentrismo, sino en un anacronismo impresionante. Entró en la
literatura con el siglo XX. Los automóviles circulaban ya por las calles, se
habían erigido los grandes complejos fabriles, se estaban librando las
grandiosas luchas sociales, y Balmont continuó siendo un trovador del
siglo XIV, que tenía un aire ridículo vestido con una americana moderna.
Cuando los futuristas asistieron a una velada literaria y se pusieron a echar
pestes del envejecido Balmont, éste, echando la cabeza hacia atrás, recitó un
viejo poema: «Calma, arrancad con calma los vestidos | de los antiguos
ídolos. | Les habéis rogado largamente en el pasado, | no olvidéis el mundo de
antaño».
Se avecinaba una tormenta grandiosa, y el trovador tardío se volvía de
cara a la primera ráfaga con un ruego ingenuo: «Sé suave como un céfiro». Él,
que había leído tantos libros, no había comprendido que no sólo se desnudaba
con rapidez a los antiguos ídolos sino que se les quemaba sin
contemplaciones. Sin duda, en eso residía un anacronismo mayor que el de sus
rizos o el de su pose de hidalgo velazqueño.
Le aguardaba un largo y desapacible ocaso: la soledad, la desolación, las
privaciones, la enfermedad mental. Murió en 1942.
16

Releo la primera parte de este libro y me pregunto por qué he omitido a


ciertos amigos con quienes me encontraba casi a diario durante mi juventud y
que me ayudaron a formarme, a encontrarme a mí mismo. Probablemente temía
hablar de personas desconocidas para los lectores, pero eso es estúpido. Con
Balmont pasé una decena de veladas de mi vida, pero con Tijón Ivánovich
Sorokin pasé muchos meses y, pese a que era un hombre amable en grado
sumo, dispuesto a tolerar cualquier excentricidad, ejerció más influencia en mí
que el propio Balmont.
No recuerdo cómo lo conocí (fue en 1912), pero, en cambio, me acuerdo
muy bien de su aspecto físico: las facciones de la cara poco acentuadas, los
ojos marrones y una barbita no demasiado poblada como las que llevaban los
intelectuales de principios de siglo. En aquella época los hombres
comenzaban a afeitarse la barba. Durante largo tiempo traté de persuadir a
Tijón de que se quitara la barba. Yo llevaba una vida desordenada: me pasaba
las noches en las tabernas gastándome hasta el último franco, padecía hambre,
escribía versos que enseguida dejaban de gustarme. En resumen: vivía sin
orden ni concierto. Tenía un carácter espantoso, amargaba la vida a Tijón por
su barba. Para hablar como Dante, se encontraba a mitad del camino de la vida
(tenía once años más que yo), pero yo logré mi objetivo. En mi taller frío y
vacío de la rue Campagne Première, Tijón se cortó la mitad de la barba y se
afeitó el lado derecho del mentón, después se quedó inmóvil, tijeras en mano,
y me dijo, consternado: «Quizá no sea demasiado tarde para detenerme».
Mirándose en el espejo, él mismo comprendió que sí lo era, y su barba
chejoviana desapareció para siempre.
Me recordaba en algo a Chéjov, tal vez por su bondad, el pudor, la
capacidad de escuchar y comprender. Entre los muchos detalles que tuvo
conmigo, señalaré que me habló tanto de La sala número seis y El monje
negro que me obligó a tomar de nuevo los libros de Chéjov, que había leído
durante mi adolescencia. Gracias a Tijón, Chéjov se convirtió desde entonces
en mi escritor preferido. Me descubrió muchas cosas: la personalidad de
Chaadáiev, el primer Dostoievski, el arte románico, la escultura gótica, intentó
iniciarme en la filosofía de Soloviov, Berdiáiev, Florenski, pero ahí me
resistía: me sentía más próximo a las dudas de Modigliani que a La columna y
el fundamento de la verdad (título de un libro de Florenski).
En la primavera de 1913 decidimos —Tijón, Katia y yo— ir a Italia.
Llegamos a Niza, y por la tarde fuimos al casino. Se nos ocurrió probar suerte
en la ruleta. Nos repartimos cierta suma de dinero para jugar. Yo tuve una
suerte extraordinaria, no dejaba de ganar y daba las monedas grandes de cinco
francos a Katia, que las metía en su bolso. Para nuestra suerte, era tarde y el
casino cerró enseguida. Cogí el bolso de Katia: ¡pesaba!
Al día siguiente contamos el dinero, apartamos cincuenta francos para
jugar y el resto lo gastamos: comimos en un restaurante caro, luego fuimos a
visitar una granja donde criaban avestruces y se podía dar naranjas a aquellos
pájaros, poniendo dinero de por medio, por supuesto. Nos divertía ver las
pequeñas bolas descender por el cuello largo del avestruz y dilapidamos todo
el dinero en esa distracción. No importaba: ¡por la noche volveríamos a ganar!
En diez minutos perdimos todos nuestros recursos. Fue el inicio de una
existencia humillante: habíamos perdido el dinero del viaje a Italia, al igual
que otras sumas enviadas desde Moscú y París. Vivíamos en un hotel que
parecía un burdel: en una habitación, Katia; en la otra, Tijón y yo. El
propietario nos extendía la cuenta, nosotros respondíamos «Mañana».
Empeñamos mi traje y, por turnos, Tijón o yo nos quedábamos en la cama,
haciéndonos pasar por enfermos ante el mozo del hotel. Padecíamos hambre. Y
de repente Katia encontró en el bolso una corona dental de oro. Intenté
persuadir a Tijón de que debía ir a venderla, así compraríamos embutido,
pasta de carne, queso… «¿Porqué yo y no tú?», me preguntó Tijón. Le
expliqué que él era mayor y que tenía mejor aspecto.
En lugar de dirigirse a una tienda donde compraran oro a peso, fue a un
dentista. Allí sacó la corona del bolsillo del chaleco y dijo, avergonzado:
«¿Quiere comprarme este diente?». El doctor llamó por teléfono y dijo a su
asistenta: «Acompañe a este señor a la puerta».
Tijón volvió, no contó nada, sólo me sacó de la cama en ropa interior y
repitió durante un buen rato: «¡Qué vergüenza!». Treinta años más tarde, al
recordarle la venta de la corona, se ruborizó y gritó: «¡Calla!».
Durante dos semanas más vivimos en la indigencia, después nos juramos
solemnemente que no volveríamos al casino. Katia envió un telegrama a
Petersburgo para pedir dinero a sus padres, les decía que había caído enferma.
Una vez recibido el dinero, partimos para Florencia.
A veces Tijón se acordaba de su pasado: hijo de un comerciante rico,
había crecido en la pequeña ciudad de Livni. En carnaval la familia hacía
blinis para los mendigos. Tijón había peregrinado al monasterio de Zadonski.
En 1905 se apasionó por la revolución y, cuando se alistó como voluntario, lo
acusaron de haber fomentado un motín. No le quedó más remedio que huir al
extranjero. Dividía su pasión entre la revolución, el arte y cierta mística.
Cuando su padre murió en el extranjero, colocó sobre el ataúd una octavilla.
Aquello no le impedía ser fiel ya no a un dogma sino más bien a un estado de
ánimo religioso.
Los hijos del comerciante de Livna se repartieron la herencia. Tijón
Ivánovich recorrió varios países europeos. Recordaba con entusiasmo las
semanas transcurridas en Dubrovnik, que entonces se llamaba Ragusa: la
combinación de la arquitectura del Renacimiento con una lengua eslava le
había cautivado. (En 1945 me encontré en Dubrovnik con un anciano que me
habló de su amigo e interlocutor de entonces, Sorokin). Tijón también había
estado en Italia, en España, gastando el dinero a manos llenas, y cuando nos
conocimos sólo le quedaban las migajas del pastel. Tenía alquilada una
habitación para criados en una buhardilla, y un abad sabio que fue a visitar al
señor Sorokin para conversar sobre las vidrieras de Chartres se quedó
estupefacto cuando oyó decir a la portera: «La escalera de servicio, último
piso, sexta puerta a la izquierda».
Nuestra estancia en Italia fue maravillosa; teníamos muy poco dinero, pero
los manjares para los ojos fueron opíparos. En otoño, Katia me dijo que había
decidido casarse con Tijón. Me puse triste, celoso, pero me resigné. Las cosas
no funcionaban entre Katia y yo, teníamos caracteres diferentes, pero éramos
igual de testarudos. Y además le había tomado cariño a Tijón.
Se llevaron con ellos a Irina y se instalaron en Poitiers. Yo los visité por
unos días, y Tijón me habló en detalle de la belleza de la iglesia Sainte-
Radegonde.
En el libro Poemas de las vísperas hay unos versos que llevan por título
«A un amigo», dedicados a Tijón Sorokin: «Arráncame, amigo mío, | cabello
tras cabello. | Fustígame como a un hijo, | y luego déjame pasear. | Subiré a la
loma, | gritaré como una cigüeña unípede: | Mirad a un hombre salvado de la
corrupción. | Que se ha arrepentido. | Él me enseñará todo. | Cómo me
atormenta afectuosamente, | con su nombre de mártir, | sus bondadosos ojos
marrones… | Levantad el vuelo, pájaros libres. | Sobre el estanque verde,
muerto. | Gritaré y me acostaré en medio del campo negro, | limpiaré mi sangre
con la tierra».
Se trata, por supuesto, de poesía, o, para ser más exactos, de una
deformación de la realidad. Tijón no me atormentó, ni siquiera me abochornó
(y motivos no le faltaban), a veces despertaba mi conciencia, pero no por sus
ojos marrones, no por su nombre de mártir, sino por la pureza de su alma, y
por ello le estoy agradecido.
Siempre estaba inmerso en la escritura de algún libro, pero nunca acabó
ninguno. Quería explicar el significado del arte gótico, de Andréi Rubliov, del
monasterio de Teraponte. Las circunstancias se lo impedían: tenía que ganarse
la vida, escribir artículos para revistas, traducir novelas del francés. Y no
sabía apresurarse, anidaba en él la honestidad del intelectual ruso del siglo
pasado. Además, tenía mala salud: encontrar una enfermedad que no hubiese
padecido sería harto difícil.
Pasó los últimos años de su vida con Katia en una casucha pequeña no
lejos de Novi Ierusalim. Cuando se es viejo, se siente de manera más aguda
hasta qué punto la vida puede separar a los hombres, pero cuando iba a casa
de los Sorokin, reconocía siempre al amigo de mi primera juventud.
Seguramente no haya atinado al hablar de Tijón, es posible que lo haya hecho
de una manera demasiado unilateral, pero es inevitable, pues escribo un libro
de memorias, y él para mí está ligado a una época lejana, cuando un joven de
veintidós años, famélico, perdido, infatigable, erraba entre los museos
florentinos, la poesía simbolista, diversas y pesadas «verdades eternas», y el
recuerdo o el presentimiento de la tempestad rusa, las huelgas, las cúpulas, la
ternura y la implacable verdad chejovianas.
17

En mi juventud tuve ocasión de visitar dos veces Italia. Tenía poco dinero y
pasaba la noche en albergues y tugurios sospechosos, comía pasta en las
tabernuchas, costaba dos soldi el plato y daba una engañosa sensación de
saciedad durante varias horas. Cuando no tenía dinero para el tren, hacía el
camino a pie. Recuerdo los meses pasados en Italia como los más felices de
mi vida. Fue allí donde comprendí que el arte no era un capricho ni un adorno,
que no se presentaba como los días festivos del calendario, sino que con él se
podía vivir en una misma habitación, como con la persona amada. Todos los
jóvenes cuando se enamoran por primera vez tienen la impresión de que
acaban de descubrir un mundo desconocido. Lo mismo sentí yo con respecto a
Italia: desde tiempos inmemoriales los escritores extranjeros que se han
encontrado en este país han sentido una dicha nueva y han percibido de una
manera nueva la proximidad del arte: desde Stendhal hasta Blok, desde Goethe
hasta nuestro contemporáneo Víktor Nekrásov. (Es cierto que Hemingway
conoció en Italia la medida de la aflicción humana, pero eso fue durante la
guerra, y la guerra es guerra en todas partes).
Para mí, Italia fue un paraíso y una escuela. En 1909 contemplaba los
lienzos de Van Gogh, Gauguin y Matisse con recelo, casi con espanto, como un
ternero mira pasar un tren. Cinco años más tarde trabé amistad con pintores,
Picasso, Léger, Modigliani, Rivera. Sus obras me ayudaron a desenredar una
madeja de esperanzas y dudas. Encontré la llave del arte moderno en el
pasado. Es imposible comprender a Modigliani sin la pintura del
Renacimiento, al igual que resulta imposible comprender a Blok sin Pushkin.
(A Blok lo comprendí antes que a Modigliani. A Pushkin lo conocía desde
niño, pero nadie me enseñó el abecedario de la pintura; sólo me habían dicho
que Rafael era el mejor pintor del mundo y que el cuadro No lo esperaban[1]
estaba vinculado con la lucha revolucionaria).
Cuando visité el Louvre por primera vez yo era un salvaje; quería ver a
toda costa la sonrisa misteriosa de la Gioconda, y una vez la vi, comencé a
preguntarme qué significaba; después me acordé de la Venus de Milo, tenía
que verla sin falla, pues todo el mundo decía que encarnaba el ideal de
belleza. Ante ella habían llorado Heine y Gleb Uspenski, enternecidos… El
Louvre era un gran museo en una gran ciudad; me quedé un momento, suspiré y
me fui. Los pequeños museos de la somnolienta Brujas fueron para mí la
escuela de primaria, pero fue en Italia donde me apasioné realmente por el
arte.
Pero no es un libro de pintura lo que escribo ahora, y ni siquiera intento
reproducir con exactitud mis impresiones de antaño: es muy difícil, en el
crepúsculo de una vida, acordarse de la mañana y comprenderla, la
luminosidad ha cambiado, así como la percepción de lo que se ve. Ahora soy
indiferente a muchas de las cosas que en otro tiempo me gustaron, mientras
que, con el paso de los años, se me han revelado muchas otras ante las cuales
pasé de largo en mi juventud. A diferencia de las ciencias exactas, el arte no
se somete a juicios absolutos.
En el siglo XVIII, los conocedores ilustrados del arte consideraban el
gótico como una barbarie monstruosa. Pushkin hablaba con menosprecio de la
poesía de François Villon. Stendhal, aun admitiendo que Giotto era un escalón
para llegar a Rafael, consideraba su pintura impotente y fea. Desde entonces,
los juicios de valor han cambiado: a nosotros nos resulta cercano aquello que
se les escapó a las mejores mentes de finales del siglo XVIII y principios
del XIX. Pero ¿acaso no convendría no repetir sus errores desdeñando las
obras de arte que hoy nos resultan ajenas? Explicaré el cambio de opinión de
un individuo sólo para recordar hasta qué punto son relativos nuestros juicios
de valor.
En 1911 me cautivaron los pintores del Quattrocento, sobre todo Botticelli.
Dios mío, cuántas horas pasé ante El nacimiento de Venus y La primavera.
Los frescos de Rafael me parecían aburridos. Giotto me recordaba los iconos.
Las mujeres de Botticelli no eran burdas, gruesas y sonrosadas como las de
los pintores venecianos, tampoco eran etéreas ni demasiado espiritualizadas,
como en los cuadros de Memling o de Van Eyck. Venus miraba el mundo con
pudor y una ligera tristeza; más o menos como yo la miraba a ella. Me
apasioné por el libro Imágenes de Italia. Era como si Murátov se hubiese
asomado a mi alma: escribía que El nacimiento de Venus era el cuadro más
bello del mundo. Ahora me esfuerzo en comprender qué fue lo que me sedujo
de Botticelli. Sin duda la combinación de la alegría de vivir y la amargura, el
inicio de una época de incredulidad, su destreza para transmitir la confusión
con armonía.
Dos años más tarde, al llegar a Florencia, lo primero que hice fue acudir a
mi cita con los cuadros de Botticelli y me quedé desconcertado: eran
maravillosos, por supuesto, pero los admiraba sin empatía; ya no se
correspondían a mi estado de ánimo. Ya no deseaba poetizar la confusión. Me
causaban mareo y yo quería mirar hacia una orilla firme. Admiraba a las
personas llenas de fe, ya fuera Valia Neumark o Francis Jammes. Me enamoré
de Fra Angelico: su pintura era acción, no sólo pintaba madonas, rezaba ante
su tela. Me atraían Giotto y los maestros de Siena. Escribí: «Sieneses de
miradas atentas, | en la iglesia, olor a cera, | y las fachadas de las catedrales |
con su mármol de rayas».
Tenía ante mis ojos los frescos severos y meditabundos de los primeros
maestros florentinos. De nuevo traté de comprender el motivo de la gloria de
Rafael, en qué radicaba la atracción de Tintoretto, pero eso continuaba siendo
para mí un libro cerrado.
No tardé en olvidarme de Fra Angelico. Vi los cuerpos alargados del
Greco, los gigantes de Miguel Ángel, los paisajes trágicos de Poussin. Conocí
decenas de museos diferentes. A veces el destino me lanzaba a Italia. Se
producían grandes acontecimientos; se podrían escribir cientos de libros y no
se lograría contar todo. En 1924 vi a Italia humillada, ofendida, indignada:
mientras estaba en Roma, los fascistas raptaron a Matteotti. En la Capilla
Sixtina, Jeremías se afligía e intentaba justificar su título de profeta.
Un cuarto de siglo más tarde, me encontré de nuevo en Italia. La
primavera de Botticelli me pareció amanerada y empalagosa. Contemplé con
respeto los frescos paduanos de Giotto, pero sin la adoración de antaño. En
cambio, a una edad madura, «descubrí» por primera vez a Rafael (me refiero a
las estancias vaticanas; la Madona Sixtina me sigue dejando tan indiferente
como antes). Me conmovieron la serenidad y la armonía de La Escuela de
Atenas y La disputa del Sacramento; resulta difícil imaginar que se trate de
las obras de un hombre joven. Por lo general, los pintores se van formando
despacio, como los árboles, y su vida es larga: Tiziano vivió hasta los noventa
y nueve años; Ingres y Rouault hasta los ochenta y siete; Miguel Ángel, Claude
Lorrain, Goya, Monet, Degas rebasaron los ochenta. Rafael murió como
mueren los poetas, a la edad de treinta y siete años, y según parece fue el más
rico en entendimiento. Los temas ni le apasionaban ni le repelían. Por ejemplo,
cuando tuvo que representar la disputa eclesiástica en torno a la eucaristía,
siendo un hombre profundamente mundano, no podía sentir gran entusiasmo
por semejante tema. Las discusiones teológicas del siglo XVI nos interesan
poco, pero nos fascina y nos conmueve la composición de Rafael. Lo único
que es apto como sujeto de descripción, decía Stendhal, es aquello cuyo
interés persiste incluso después del veredicto de la historia. ¿Qué es lo
«interesante» para nosotros en La disputa del Sacramento? No el tema de
disputa, por supuesto, ni los personajes que participan en ella. La
composición, el dibujo, los colores son capaces de emocionarnos
cuatrocientos años después de haberse pronunciado el veredicto de la historia,
y no sólo en lo que se refiere a los adeptos de las diversas formas de
comunión, sino también a las creencias que han engendrado en esos ritos.
En Venecia, no podía abandonar la enorme sala de la Scuola di San Rocco
donde se hallan los cuadros de Tintoretto. Tampoco aquí se trata de una
cuestión de temas: son los mismos que se repiten en multitud de cuadros de
otros pintores. Pero Tintoretto, que tenía una visión, una percepción y una
concepción trágicas del mundo, supo expresarlas. Le bastaba con pintar los
dedos de un pie, la caída de los pliegues del terciopelo, una nube, un
fragmento de muro para contar al mundo las mismas cosas sobre las cuales
pronto comenzaría a escribir Shakespeare. Los cuadros de Tintoretto encierran
todos los elementos del arte moderno, y se comprende de manera
particularmente clara en la escuela San Rocco la ingenuidad de los apologistas
de la pintura abstracta, que se esfuerzan en encontrar una solución más libre o,
si se prefiere, más profunda a los problemas de la pintura que la hallada por
Tintoretto, Zurbarán o, mucho más tarde, Cézanne. Tintoretto debía tener en
cuenta los dogmas de la Iglesia católica, al igual que la mojigatería y la
hipocresía de los dogos venecianos, un sinfín de obstáculos que parecen
inútiles, pero los obstáculos son necesarios para un gran artista: son la rampa
de lanzamiento, es un trampolín para superar lo insuperable.
Si he referido los juicios de valor sumamente discutibles de un joven, de
un hombre de cuarenta años y los míos hoy en día, ahora que soy viejo,
evidentemente no es porque crea que posean un interés intrínseco. Por lo
demás, no soy crítico de arte. Lo que me parece curioso no son las
valoraciones, sino su evolución en el transcurso de una vida humana. El poeta
Balmont suplicaba ingenuamente no precipitarse a la hora de arrancar los
vestidos de los antiguos ídolos. Los auténticos maestros no tienen necesidad
de compasión, pero el sentido común nos recomienda que obremos con cierta
prudencia: los ídolos destronados pueden volver a convertirse en dioses. Los
descubrimientos en el campo de la ciencia desmienten las teorías de los
predecesores: hoy no se puede estudiar la astronomía a partir de Tolomeo ni
de Pitágoras, pero las esculturas de los antiguos griegos nos parecen
contemporáneas. Botticelli ahora ya no es de mi agrado; no importa que me
gustara en mi juventud, lo importante es que seguramente gustará a nuestros
nietos, a nuestros bisnietos. Me resulta difícil decir algo bueno sobre los
pintores de la escuela de Bolonia, pues tengo cuentas pendientes con ellos,
aunque, naturalmente, no es culpa suya. La pintura boloñesa determinó durante
trescientos años los cánones del arte convencional, ecléctico, que, por error o
por costumbre, aún hoy muchos llaman realista. Briúsov escribía en 1922: «El
realismo, tomando esa palabra no en su sentido filosófico, sino en el sentido
con que se emplea en el dominio del arte, sitúa al artista ante la siguiente
tarea: reproducir fielmente la realidad». Pero ¿qué artista, dónde, cuándo, en
qué país y en qué época, se ha propuesto alcanzar otro objetivo que no sea
ése? La diferencia radica únicamente en qué se entiende por realidad… Los
pintores italianos del Renacimiento e incluso sus predecesores, los
prerrafaelitas, esos a los que se opone tan de buen grado la pintura de género
de los flamencos y de los holandeses, ¿acaso soñaban con representar otra
cosa que no fuese la realidad? ¿A qué aspiraban los impresionistas, acusados
por los críticos de su tiempo de no pintar más que manchas que no se
correspondían en absoluto con la realidad? Pues precisamente a transmitir de
la manera más exacta mediante esas manchas la realidad tal como la perciben
nuestros sentidos, la vista. Basta que un pintor, en lugar de mitos
grecorromanos o escenas evangélicas, represente acontecimientos que
conmueven a sus contemporáneos y se atenga en su ejecución a los cánones
establecidos por la escuela boloñesa para que le feliciten: es un pintor
realista. Pero, cuando hayan pasado veinte o cuarenta años y desaparezcan los
últimos epígonos de la corriente académica, nuestros nietos o bisnietos podrán
rehabilitar las telas de Carracci, de Guido Reni y de los otros boloñeses. El
arte del pasado no sólo nos abre los ojos, sino que él mismo se descubre por
el calor de nuestra mirada. El amor de la posteridad: he aquí el infatigable
restaurador que restituye a las telas descoloridas su primitivo esplendor.
Sólo me queda añadir que, cuando estuve en Italia en otoño de 1959, lo
que me causó una impresión más honda fueron los sarcófagos etruscos:
hombres y mujeres que intentan frenéticamente levantarse de sus ataúdes de
piedra. Durante largo rato los contemplé en el patio de un pequeño museo de
Tarquino, no lejos de Roma. Ahora, mientras escribo este libro e intento
revivir mi pasado y a mis amigos, a la mayor parte de los cuales he
sobrevivido, veo ante mis ojos a hombres y mujeres que vivieron veinticinco
siglos antes de que yo naciese. Me parece conocerlos y comprenderlos como
si fueran mis contemporáneos.
En mi juventud amaba Florencia con una ternura especial: su espíritu rural,
esa amalgama formada por la escultura de Donatello, los campesinos con sus
amplios sombreros de paja, la cerámica de Della Robbia y las colinas
alrededor de la ciudad, los jardines, los huertos, los cipreses solitarios, las
tiendas del Ponte Vecchio, los mercados, el río de aguas encrespadas, el cielo
claro y la sombra de Dante que encontró allí a su Beatriz. Como todas las
ciudades construidas en una única época y, por consiguiente, armoniosas,
Florencia resulta comprensible y querida a primera vista. Con los años, he
aprendido a amar a Roma. En ella, las épocas están mezcladas: las ruinas
antiguas conviven con los barrios más modernos, las retorcidas estatuas
barrocas con las basílicas paleocristianas, el alto Renacimiento con los
pomposos monumentos de finales del siglo XIX. Al principio ese desorden
cohíbe al recién llegado, pero enseguida se ve que en Roma los siglos
coexisten pacíficamente. Roma es bella no sólo allí donde se agolpan para
contemplarla hordas de turistas: cualquier calle, cualquier muro de una casa
completamente ordinaria, alegra la vista. Su armonía es compleja y habla de
una unidad accesible sólo a un gran artista y a un gran pueblo.
Cómo se equivocaron los viajeros (algunos famosos, como Goethe) que
sólo veían en Italia un gran museo y la belleza inmortal de la naturaleza. Todo
lo que me cautivaba y aún me cautiva de Italia está estrechamente unido a la
gente; los pueblos cambian, por supuesto, pero si existe la posibilidad de
abarcar los siglos, de salvar el pasado del olvido y de la incomprensión, eso
se debe al genio del pueblo, a ciertos rasgos que le son inherentes.
He vivido muchos años en Francia, he aprendido a comprender a los
franceses, no hace falta que hable de mi amor por ellos, pues es de todos
sabido. Precisamente por eso me permito repetir las palabras de Stendhal, que
afirmaba que los italianos son más sencillos y espontáneos que los franceses.
¿Cómo no iba a seducir esto a un joven que se acordaba todavía de la calidez
de las íntimas conversaciones en algún rincón de Koziji, la calle Ostózhenka o
Arbat? Desde luego no todos los italianos se parecen: no me olvido de la
lucha de clases ni del fascismo; pero, aun así, sigo pensando que, en el fondo,
en el carácter de los italianos hay bondad.
A menudo me pregunto por qué las películas italianas de esta última
década han gustado tanto a públicos de diferentes lenguas: El ladrón de
bicicletas, Un milagro en Milán, Dos centavos de esperanza, Roma a las
once, Las noches de Cabiria. Es evidente que constituyen un fenómeno
considerable en la evolución del cine, pero el neorrealismo por sí mismo no
interesa demasiado al gran público; sería más justo decir que, gracias a la
representación realista y acertada de la realidad, el espectador se halla ante
italianos auténticos, de carne y hueso, y lo subyugan los rasgos de su carácter
nacional: en la pantalla se despliega una vida dura, a veces sin salida; sin
embargo, los culpables de los sufrimientos de esta gente no son los
desalmados, sino las circunstancias, no es la monstruosidad de tal o cual
personaje, sino la monstruosidad del sistema social.
Las imágenes de la guerra siguen vivas en el recuerdo de millones de mis
compatriotas. El mapa político del mundo ha cambiado, la razón sugiere que
conviene olvidar algunas cosas y recordar otras, pero el corazón tiene sus
propias leyes. En 1949 un alemán en Berlín me dijo que le había gustado mi
novela La tempestad, sobre todo la escena de los combates cerca de Rzhev:
«Está descrita de una manera muy viva», y añadió: «¿Es que estuvo usted
presente?». Cuando le respondí que sí, exclamó, todo contento: «¡Yo también
estuve!», y me tendió la mano. Confieso que no me resultó fácil dar ese
apretón. A menudo me he encontrado con italianos que me han dicho con
tristeza que durante la guerra estuvieron en el Donbás, y con ellos podía
mantener una conversación amistosa. Personas que vivieron en zonas ocupadas
me han hablado de los italianos sin rencor; una koljosiana recordaba: «Un
soldado quería robarme una gallina, y esperaba, avergonzado, a que me diera
la vuelta, así que me fui; me daba pena».
En este libro tendré todavía ocasión de hablar de Italia y de los italianos.
A veces, dejando de lado la cronología, daré un salto adelante para seguir
hasta el final el hilo de mis pensamientos y expresarlos. Después de todo, lo
que aquí presento no es tanto la historia de mi vida como los pensamientos
engendrados por mis recuerdos. Ahora volveré a los años que precedieron a la
Primera Guerra Mundial.
No intento ver el pasado de color de rosa. La vida en Italia estaba muy
lejos de ser idílica; veía la miseria a cada paso. La burguesía italiana era más
arrogante y estúpida que la francesa. En los cafés del Corso se podía ver a los
diputados; charlaban, negociaban, cerraban tratos: se respiraba el tufo
inmundo de la cocina parlamentaria. Encontré a estetas provincianos que se
esforzaban en imitar a los esnobs parisinos; como siempre, los discípulos iban
más lejos que sus maestros.
En París conocí al poeta Marinetti: era un hombre muy seguro de sí mismo
y muy ambicioso. Me regaló su poema «Mi corazón de azúcar rojo»: «Si lo
traduce, hará que Rusia descubra al poeta del mañana». Traduje un fragmento
y le añadí un pequeño prefacio: «Es difícil amar los versos de Marinetti.
Produce rechazo su vacío interior, pero sobre todo su mal gusto y la tendencia
a la declamación». Más adelante asistí a una velada literaria en la que
Marinetti glorificó el futurismo, las maravillas de la técnica, la conquista del
mundo. Cuando se adhirió más tarde al fascismo fue algo lógico: no tuvo que
hacer ningún esfuerzo para adaptarse, pues siempre había soñado con la
violencia; el azúcar rojo seguía corriendo por sus venas…
Un día encontré en Florencia a Giovanni Papini; tenía treinta años. Poco
antes había publicado su autobiografía, Un hombre acabado, que había dado
mucho que hablar. Estábamos sentados en una pequeña trattoria; los jóvenes
escritores discutían sobre los futuristas y los «crepusculares» (era el nombre
de un grupo literario), sobre la filosofía de Croce. Papini me pareció amargo,
cáustico. De pronto dijo con una sonrisa confusa: «Digáis lo que digáis, lo
más importante es que el hombre sea feliz y que con su felicidad haga felices a
los demás».
En alguna parte, cerca de Lucca, me quedé dormido bajo un árbol,
cansado, hambriento. Me despertaron unos niños. Una campesina morena,
gorda, la madre de los niños, me hizo entrar en su casa y puso sobre la mesa
un plato de pasta y una botella de vino envuelta con paja trenzada. Devoré con
avidez la pasta; la dueña de la casa cosía un vestido de niño; de vez en cuando
me echaba una mirada y suspiraba. «¿Tienes madre?», me preguntó de
improviso. Le dije que mi madre estaba lejos, en Moscú. Entonces, sin dejar
su costura, se puso a cantar una canción triste. Salí de su casa; era una noche
meridional, negra, y las luciérnagas se arremolinaban como miriadas de
estrellas.
En Italia llegué a creer en la posibilidad del arte y en la posibilidad de la
felicidad. En cambio era el inicio de una época en que el arte parecía
condenado y la felicidad inconcebible.
18

Sentado en La Closerie des Lilas, traducía versos de poetas franceses: quería


hacer una antología. Voloshin me presentó a Alexandre Mercereau, que era un
poeta insignificante, pero un hombre amable; me traía libros y me presentaba a
sus colegas más famosos.
En 1906 un industrial ruso importante, N. P. Riabushinski, decidió publicar
una revista de arte titulada Zolotoe runó [El vellocino de oro]; el texto debía
imprimirse en dos lenguas: ruso y francés. Hacía falta un buen corrector de
estilo, capaz de revisar las traducciones. Riabushinski no reparaba en gastos y
quería contratar a un auténtico poeta francés. La empresa resultó ardua: la idea
de abandonar París por mucho tiempo no hacía gracia a los poetas.
En Créteil, a las afueras de París, algunos poetas se habían instalado en
una antigua abadía; escribían versos, se preparaban la comida, y ellos mismos
se imprimían sus obras sirviéndose de una imprenta de mano. Así nació el
grupo literario L’Abbaye; muchos de sus miembros conocieron luego la fama:
Duhamel, Jules Romains, Vildrac. Todos esos poetas estaban unidos por el
afán de librarse del individualismo estrecho, de inspirarse en sentimientos e
ideas compartidos por todos ellos. También integraban el grupo poetas poco
prometedores, entre ellos Mercereau, a quien sedujo la idea de trabajar en
Zolotoe runó: la vida era monótona en el falansterio poético.
Mercereau decía que Moscú le había gustado, pero no le gustaba recordar
que lo que más le había gustado era una moscovita casada con un funcionario.
Fue Voloshin quien me contó esa página de su biografía. El poeta francés y la
esposa del funcionario moscovita eran felices, pero se acercaba el momento
de la separación. Mercereau no era poeta en vano y le propuso un plan
romántico: «Huye conmigo a París». La moscovita recordó al soñador
enamorado que no era posible salir de Rusia sin pasaporte. La amada tenía una
hermana poco agraciada, a quien Mercereau no prestaba ninguna atención,
pero en ese momento difícil se reveló como la garante de su felicidad: «Cásate
con mi hermana, obtendrá el pasaporte y dirá que se va contigo a París. Os
acompañaré, en el último minuto yo subiré al tren y mi hermana se quedará en
el andén. El pasaporte lo llevaré yo, por supuesto». Mercereau aprobó el plan.
Se celebró una boda espléndida. Tal y como habían acordado, la amada acudió
a la estación, pero cuando sonó la tercera señal de partida no se movió del
andén y se limitó a agitar el pañuelo: en el compartimento estaba sentada su
legítima esposa.
Mercereau llevó a la abadía a la mujer que le habían endilgado, y ésta
quedó horrorizada al ver esa especie de falansterio: ¿acaso podía imaginar
que los poetas franceses vivían peor que los almacenistas moscovitas? Fue el
inicio de las disputas, los reproches, las escenas. Los poetas de la abadía ya
no estaban para versos. Pidieron a Voloshin que tuviera unas palabras con
madame Mercereau, que no sabía hablar francés. La mujer del poeta acabó
comprendiendo que allí no cabía esperar mejor vida que aquélla y regresó a
Moscú. Lo más conmovedor era un pequeño detalle: cuando Mercereau
hablaba de la casa de su pérfida amada, exclamaba: «¡En su casa servían
caviar rojo! El negro, en Rusia, se come en todas partes, pero en su mesa sólo
se servía rojo: ¡era gente muy rica!».[1]
En aquella época los franceses sabían poca cosa de Rusia. Vi una puesta
en escena de Los hermanos Karamázov en un teatro de vanguardia del Vieux
Colombier. En el escenario colgaba un retrato del zar y, al pasar delante de él,
los actores se volvían y se santiguaban. Me acuerdo de que presenté a Alekséi
Nikoláievich Tolstói a un joven poeta que frecuentaba La Closerie des Lilas.
El poeta se dirigió a él en un tono de veneración, después soltó: «¿Sabe? Aquí
los periódicos informaron de su muerte, se trataba, pues, de un rumor falso».
Alekséi Nikoláievich prorrumpió en una sonora carcajada, única en el mundo
e inconfundible, que hizo temblar no sólo las copas de la mesa, sino también al
pobre poeta, que a duras penas pudo balbucir: «Disculpe, no me había dado
cuenta de que usted fuera el hijo del gran ; ya sé que su hijo es también
un gran escritor». Alekséi Nikoláievich escribió que, cuando estuvo en
Inglaterra en 1916, un inglés le había saludado efusivamente en tanto que autor
de Guerra y paz.
El crítico del periódico Le Gaulois fue un día a ver a Voloshin, que se
quedó aturdido ante la pregunta del periodista: «Usted, por supuesto, estuvo
presente en el entierro de Dostoievski, cuando los cosacos cargaron contra los
estudiantes. Nos gustaría conocer los detalles». A Voloshin le encantaba tomar
el pelo a la gente y comenzó a describir los «detalles». El crítico,
entusiasmado, llenó todo su cuaderno de notas. Voloshin terminó el relato
diciendo: «Es todo cuanto recuerdo, pues entonces yo no tenía más de cuatro
años».
Veinte años más tarde compré en París un mapa grande de Europa. En el
norte de la Unión Soviética, en lugar de los nombres de las regiones y las
ciudades, se leía: «Samoyedos». El pequeño Larousse de 1946 daba
información sobre Nesselrode, Katkov, el viajero Chijachiov, pero no hacía
ninguna referencia a personajes tan «insignificantes» como Gribóiedov,
Nekrásov, Chernishevski, Herzen, Séchenov, Pávlov…
Por otra parte, sería injusto no hablar más que de los desatinos de los
franceses. Dado que hablo de acontecimientos más bien divertidos, voy a
contar cómo me acogieron en el PEN Club inglés. Fue en 1930. Recibí una
invitación para asistir en calidad de convidado de honor a la comida anual de
este club. Con la invitación mandaban un largo documento en que se indicaba
que era aconsejable vestir esmoquin, aunque se admitía la chaqueta negra.
Presidía el banquete el célebre escritor Galsworthy, que me saludó
calurosamente diciendo que los escritores ingleses estaban contentos de tener
entre ellos al gran director cinematográfico austriaco, autor de la maravillosa
película El amor de Juana Ney. (El cineasta austriaco Pabst, en efecto, había
hecho una película basada en mi novela). Un banquete no es lugar para
disputas, así pues estreché la mano de Galsworthy. Mi compañera de mesa,
una mujer de edad avanzada que llevaba un vestido con un generoso escote,
trató de distraerme y me habló durante largo rato sobre el romanticismo de la
antigua Viena. Yo me sentí como un impostor y le confesé que no era austriaco,
sino ruso. Al instante, adoptó una expresión triste, y declaró, llena de
compasión, que quería mucho a Rusia y que compartía mis sufrimientos. Me
preguntó: «Pero ¿qué han hecho los bolcheviques con vuestro pobre general?».
(Poco antes, en París, el general Kutépov, había desaparecido en misteriosas
circunstancias). Le respondí tranquilamente: «¿Es que no lo sabe? Se lo han
comido». La dama dejó caer el tenedor y el cuchillo: «¡Qué horror! ¡Claro que
se puede esperar cualquier cosa de ellos!».
A los franceses les gusta contar la historia del inglés que, habiendo visto a
una mujer pelirroja en Calais, escribió que todas las francesas eran pelirrojas.
Me acuerdo de las conversaciones con los turistas rusos a los que les
mostraba Versalles. Un maestro admiraba la riqueza de los franceses: cerca de
la estación Saint-Lazare había visto a un vagabundo bebiendo vino tinto.
«Cuando lo cuente en casa, nadie lo creerá: un desarrapado, un mendigo, y
bebía vino con la mayor tranquilidad del mundo». El maestro venía de la
provincia de Samara; no daba crédito a que en Francia el vino fuese más
barato que el agua mineral. Otro turista, inspector de una escuela profesional,
llegó, por el contrario, a la conclusión de que los franceses vivían en la
miseria; hablaba francés y en el parque de Versalles había conocido a un
profesor de instituto local; el inspector repetía: «¡Ahí tenéis su cultura y su
riqueza! Un profesor de instituto y no tiene criada, su propia mujer le prepara
la comida». Un emigrado, antiguo seminarista, y más tarde socialista
revolucionario, me enseñó una novelita suya: trataba de los sufrimientos de un
idealista ruso enamorado de una francesita inmoral. El autor dedicaba un
centenar de páginas a reflexiones sobre la inmoralidad de los franceses. El
principal argumento era que los franceses se besaban incluso en los
restaurantes. Intenté en vano explicarle que esos besos equivalen a una palabra
cariñosa o a una mirada, que no impide a la pareja saborear su guisado de
carnero o de cerdo con alubias. Él respondía con obstinación: «Me siento
violento cuando salgo con mi mujer: besarse así, a la vista de todo el mundo.
¡Ya le digo yo que esta gente!».
Es difícil comprender las costumbres de un país extranjero, incluso cuando
se tiene ocasión de observarlo durante algún tiempo. ¿Y qué se puede decir de
los turistas? ¡Cuántas cosas absurdas he leído en los periódicos tanto rusos
como franceses, dignas de figurar junto a la frondosa kliukva bajo la cual se
sentó Dumas padre![2]
No hay que burlarse de Mercereau: su error es profundamente humano. El
antiguo seminarista, el que se indignaba de la inmoralidad de los franceses,
seguramente besaba a su mujer al despedirse de ella en una estación de
ferrocarril y, sin embargo, eso habría parecido indecente e inmoral a un
japonés. El mal radica en que las personas consideran que sus costumbres o,
como dicen ahora, su «forma de vida», son las únicas justas, y condenan, si no
en voz alta, sí en su fuero interno, todo cuanto se aparta de ellas.
Las imágenes que se forjan sobre el carácter de los pueblos se basan en
observaciones fortuitas y superficiales. ¿Qué sabían los franceses, incluso los
instruidos, sobre los rusos en vísperas de la Primera Guerra Mundial? Veían a
los ricos que despilfarraban el dinero a diestro y siniestro, que pasaban el
tiempo en los burdeles caros de Montparnasse, que perdían en una noche en
Montecarlo tierras que equivalían por extensión a una región francesa. En
aquella época entró en uso en la lengua francesa la palabra boyardo para
designar a los rusos pudientes. A los franceses cultos les apasionaba
Dostoievski, a partir de cuya lectura se habían formado la idea de que a los
rusos les gustaba matar a la gente de improviso, descuidaban sus compromisos
monetarios, creían en Dios y en el diablo; acostumbraban a escupir sobre lo
que creían, comenzando por sí mismos, y, al mismo tiempo, se arrepentían en
los lugares públicos besando el suelo. Los periódicos hablaban de desórdenes
en Rusia, de actos terroristas y del heroísmo de los revolucionarios. Los
franceses llamaban a los revolucionarios rusos «nihilistas». Un diccionario
publicado en 1946, es decir, treinta años después de la Revolución de
Octubre, define así la palabra nihilismo: «Doctrina que cuenta con adeptos en
Rusia y que aspira a la destrucción radical del régimen social sin fijarse como
objetivo sustituirlo por otro concreto». Desde el punto de vista de los
franceses, semejante doctrina sólo podía seducir a los místicos. Los franceses
se enteraban, para colmo, de que había «nihilistas» entre los «boyardos», y
eso los convencía definitivamente de la existencia del «alma eslava». A través
del «alma eslava» los franceses acabaron explicándose todos los
acontecimientos históricos que se produjeron en Rusia.
De niño, leía novelas rusas donde aparecían algunos personajes alemanes;
algunos eran soñadores, como Lemm de Turguéniev; otros eran trabajadores
enérgicos pero limitados, como Stoltz de Goncharov. En la Rusia
prerrevolucionaria, los alemanes eran considerados gente moderada y honesta.
Hace poco cayó en mis manos un libro de V. Rózanov en que describe la
Alemania de 1912, en vísperas de la Primera Guerra Mundial: «Estrechar con
sinceridad la mano de esta gente honesta, de estos trabajadores concienzudos,
es como ganar estatura de golpe. Yo no tendría miedo a una guerra contra los
alemanes. A todas luces, no es un pueblo crispado y vengativo que, una vez
victorioso, querría acabar con el enemigo. El alemán en masse es un ingenuo
en materia política, o bien no tiene suficiente apetito para devorar todo cuanto
hay a su alrededor. He aquí por qué no temería una guerra con Alemania. Ser
amigo de esa gente honrada es muy agradable […]. Yo incluso les daría algo
más sólo por su buen carácter. Estoy convencido de que después lo
devolverían multiplicado por cien. Sé que cuanto digo no se corresponde en la
actualidad con la posición internacional de Rusia, y expreso este pensamiento
casi de modo furtivo, aparte, para el futuro […]. En fin: para hacer felices a
cuarenta millones de personas tan honestas, bien podrían los demás pueblos
apretarse un poco, aunque ello conllevara algo de sufrimiento». Desde
entonces hemos conocido dos guerras. Las palabras de V. Rózanov no son más
inteligentes que el comentario de Mercereau sobre el caviar rojo, si bien éstas
no hacen reír a nadie.
Y qué decir del mito ruso sobre los franceses según el cual son «rápidos
como la mirada y vacíos como el absurdo», que alude a su frivolidad y a su
inmoralidad; el mito de París, «la nueva Babilonia», ley en el campo de la
moda y semillero de libertinaje. (No en vano mi madre temía que la vida en
París me llevaría a la perdición, pues esa creencia se basaba en una leyenda
muy extendida). Semejantes descripciones no se corresponden en absoluto al
país donde fui a parar, donde el espíritu familiar era más fuerte que en Rusia,
donde la gente tenía en gran estima sus tradiciones, a veces prejuicios,
seculares, donde se cerraban con postigos las casas burguesas para que no se
descolorara el empapelado, donde se temían las corrientes de aire como la
peste, donde se iban a dormir a las diez de la noche y se levantaban con el
canto del gallo, donde rara vez se oía hablar francés en los cabarets nocturnos,
donde podía contar con los dedos de la mano el número de amigos franceses
que habían viajado al extranjero.
Ahora los aviones atraviesan Europa en pocas horas, en una sola noche es
posible ir de París a América o a la India; pero las personas no se conocen
mejor que antes. Lo que les separa no son los pensamientos sino las palabras,
tampoco son los sentimientos, sino la forma de expresarlos; es decir, las
costumbres, los detalles de la vida. La incomprensión es el caldo de cultivo
donde proliferan los microbios del nacionalismo, del racismo, del odio.
«Mira, no vive como tú, es inferior y no quiere reconocerlo; dice que vive
mejor que tú, se juzga superior a ti; si no lo matas, te obligará a vivir a su
manera». Podríamos ponernos de acuerdo sobre lo que los diplomáticos han
llamado desde hace tiempo un modus vivendi, una tregua temporal, pero a mi
modo de ver es inconcebible una auténtica coexistencia pacífica sin
comprensión mutua. Dicen que nuestro planeta se ha explorado durante mucho
tiempo, que ahora le toca el turno a Marte o Venus. Sí, los cartógrafos conocen
todas las montañas, todas las islas, todos los desiertos, pero el hombre
corriente sabe más bien poco de la manera en que viven sus contemporáneos
en una isla descubierta tiempo atrás, en países descubiertos en tiempos
inmemoriales e incluso en los países que se consideran descubridores. Hablo
de ello porque he recorrido Europa, he ido a Asia, América, y he acabado por
darme cuenta de hasta qué punto es difícil entender una forma de vida que no
es la propia.
19

Cuando llegó a París, Maksimilián Aleksándrovich Voloshin se instaló en un


taller que puso a su disposición la pintora E. S. Krúglikova, en el centro del
barrio de Montparnasse, tan amado por los artistas, en la rue Boissonade. En
el taller, una imagen de la princesa egipcia Tii dominaba el sofá en que Max
—así le llamaba todo el mundo a partir del segundo o tercer día de conocerle
— permanecía sentado, con las piernas cruzadas, quemando resinas en un
incensario, preparando café turco en un infiernillo, leyendo libros sobre el arte
asirio, los masones o el cubismo, escribiendo asimismo poesías y artículos
sobre exposiciones y estrenos teatrales para periódicos moscovitas. En la
puerta del taller estaba escrito: CUANDO LLAMÉIS A LA PUERTA, DECID EN VOZ
ALTA VUESTRO NOMBRE. Sin embargo, como era un hombre sociable, siempre
tenía la puerta abierta para todo el mundo, salvo para un filósofo rumano que
le exigía que sus obras fueran publicadas inmediatamente en Petersburgo y que
Voloshin le pagase un anticipo de cien francos.
Andréi Bieli cuenta en sus memorias que Voloshin le parecía un parisino
ejemplar, tanto por su espléndido conocimiento de la cultura francesa como
por su aspecto: la barba cerrada «no al estilo ruso», el sombrero de copa, los
modales. Pero como yo había conocido a Max en París, de ninguna manera
podía tomarle por un parisino, a mí más bien me recordaba un cochero ruso;
sí, su barba parecía más la de un cochero que la de un radical socialista. (En
vísperas de la guerra, en París, comenzaron a desaparecer las barbas, pero
ciertos radicales socialistas la conservaban en consideración a las tradiciones
del noble siglo XIX). Lo cierto es que los cocheros rusos no iban tocados con
sombreros de copa, los que sí lo hacían eran los cocheros franceses; pero el
caso es que, sobre el espeso y largo cabello de Max, el sombrero de copa se
volvía un accesorio circense.
En París, Voloshin no sólo era tenido por ruso, sino por archirruso;
hablaba gustosamente a los franceses de los raskólniki, a los que se quemaba
en las hogueras, de los caprichos de Morózov o de Riabushinski,[1] de los
terroristas, de las noches blancas de San Petersburgo, de las pinturas de la
Sota de Diamantes, de los locos por Cristo de la antigua Rusia. En Moscú,
según Andréi Bieli, Max brillaba por sus relatos sobre la bomba que los
anarquistas habían arrojado en el restaurante Foyot, la elocuencia de Jaurès,
las blasfemias de Remy de Gourmont, el célebre matemático Poincaré, su
almuerzo con el joven Richepin. Voloshin encontraba oyentes en todas partes:
le gustaba contar cosas y sabía hacerlo.
Los niños juegan a cientos de juegos complicados o sencillísimos, y eso no
sorprende a nadie. Ciertos adultos, sobre todo escritores y artistas, conservan
esta afición al juego hasta la vejez. Gorki contaba que Chéjov, sentado en un
banco, jugaba a cazar reflejos de sol con el sombrero. A Picasso le gusta jugar
a hacer el payaso y participa como aficionado en las corridas de toros.
Durante toda su vida el poeta Nezval no abandonó su afición a los horóscopos.
Bábel se escondía de todo el mundo, no porque pudieran estorbarle en su
trabajo, sino porque le gustaba jugar al escondite. Max inventaba historias
inverosímiles, le encantaban las mistificaciones, enviaba a las redacciones de
las revistas poesías poco conocidas de Pushkin, atribuyéndolas a cierto
farmacéutico llamado Sivolapov, a una joven que quería envenenarse le daba
un purgante diciéndole que era un veneno de Indonesia; jugaba incluso cuando
trabajaba. Escribió un artículo titulado «Apolo y el ratón» que sólo puede
considerarse como un juego. Atesoraba una erudición fuera de lo común.
Podía pasar días enteros en la Biblioteca Nacional; su selección de libros era
insólita, pues lo mismo se trataba de obras sobre las excavaciones en Chipre
como de un libro sobre poesía china antigua, de los trabajos de Langevin
sobre la ionización de gases o de las obras de Saint-Just. Era corpulento:
pesaba unos cien kilos, habría podido permanecer inmóvil, como un Buda,
emitiendo verdades, pero jugaba como un niño. Al caminar, daba saltitos;
incluso sus andares lo traicionaban, iba saltando y también saltaba cuando
mantenía una conversación, en los versos, en la vida.
Logró burlarse del San Petersburgo literario, que era bastante escéptico.
De pronto había aparecido, procedente de quién sabe dónde, una joven poeta
de talento: Cherubina de Gabriak. La revista Apollón había comenzado a
publicar sus versos. Nadie la había visto, pues la poetisa se limitaba a escribir
cartas a S. K. Makovski, redactor jefe de la revista, que se enamoró de ella
por sus cartas. Cherubina decía que era de origen español, y que se había
educado en un monasterio católico. Briúsov alabó sus versos. Todos los
poetas acmeístas[2] soñaban con conocerla. A veces telefoneaba a Makovski y
tenía una voz melodiosa. Nadie sospechaba que Cherubina de Gabriak no
existía, que quien escribía los versos era una poetisa desconocida dotada de
talento llamada E. I. Dmítrieva, y Voloshin la ayudaba a mistificar a los poetas
de San Petersburgo. Gumiliov también se había enamorado de Cherubina, y
Max se divertía de lo lindo. Gumiliov, indignado, retó a Voloshin en duelo.
Max contaba: «He disparado al aire, pero no he tenido suerte, he perdido un
chanclo en la nieve». (E. I. Dmítrieva continuó escribiendo buenos versos.
Poco antes de morir, S. Y. Marshak me pidió que fuera a verlo. Me habló de su
destino, me contó que en la década de 1920 había escrito junto con Elizaveta
Ivánova varias obras de teatro para niños: La casa de los gatos, El chivo, El
perezoso, etc. Tales obras se habían publicado con el nombre de ambos
autores. Después, E. I. Dmítrieva había sido deportada a Taskent, donde murió
en 1928. En la reedición de las obras desapareció su nombre. A Marshak le
atormentaba la idea de que los lectores soviéticos nunca conocieran el destino
y la obra de ex Cherubina de Gabriak. Me pidió consejo sobre cómo proceder,
y escribo estas líneas aquí con un compromiso doble, por deferencia a
Marshak y por deferencia a Cherubina de Gabriak, cuyos versos me habían
entusiasmado en mi juventud).
Nada quedaba fuera del alcance de la inventiva de Voloshin. Siempre
llegaba con una nueva historia. Voloshin detestaba los plátanos porque —así
lo había comprobado cierto investigador australiano— la manzana que había
causado la perdición de Adán y Eva no era una manzana, sino un plátano. En
casa de un anticuario de la rue Seine había encontrado uno de los treinta
denarios que percibió Judas. El escritor del siglo XVIII Cazotte vaticinó en
1778 que Condorcet se envenenaría en la cárcel para salvarse de la guillotina
y que Chamfort, temiendo que lo detuvieran, se cortaría las venas. Max no
exigía que le creyeran, simplemente ponía en práctica un juego que a él le
interesaba.
Voloshin frecuentaba a personas de lo más variopintas, y siempre
encontraba un lenguaje común con cada una de ellas. Demostró a A. V.
Lunacharski que el cubismo estaba relacionado con el crecimiento de las
ciudades industriales, que era un fenómeno no sólo artístico, sino también
social. Acogía favorablemente los movimientos más extremistas, a los
futuristas, los rayonistas,[3] los cubistas, los suprematistas, y tenía amistad con
arqueólogos, podía hablar durante horas sobre un vaso de la época minoica,
de los antiguos sortilegios rusos, así como de un solo verso de Pushkin. Nunca
lo vi borracho, ni enamorado, ni realmente irritado. (Se enfadaba en muy
contadas ocasiones y entonces gritaba). Siempre estaba introduciendo a tal o
cual persona en el mundillo literario, ayudaba a organizar exposiciones, ponía
en contacto a jóvenes autores franceses con las redacciones de las revistas
rusas; intentaba persuadir a los franceses de que era preciso que conocieran
las traducciones de los versos de los poetas rusos. Alekséi Tolstói me contó
cómo le había ayudado Max en sus comienzos. Voloshin enseguida supo ver la
calidad de los versos de una jovencísima Marina Tsvietáieva y le brindó su
protección. En los tiempos difíciles de la guerra civil, cobijó en su casa a
Maia Kudásheva que más adelante se convirtió en la esposa de Romain
Rolland.
Siempre vestía ropa muy original (el bombín era más una insignia que un
sombrero), pantalones de terciopelo y, en Koktebel, llevaba una camisola que
él, muy serio, llamaba «túnica». Se burlaban un poco de él: Sasha Chiorni
escribió sobre un tal «Vax Kaloshkin», pero Max no se ofendió. Había un Max
risueño que contaba que la torre Eiffel se había construido según el dibujo de
un antiguo geómetra árabe, pero había también otro Max, más sencillo, que
vivía en Koktebel con su madre (se llamaba Pra); en esos años difíciles podía
comerse una cazuela entera de gachas. Sus conocidos, así como personas a las
que apenas conocía, siempre encontraban cobijo en su casa: fueron muchos a
los que tuvo oportunidad de ayudar en su vida.
Max tenía una mirada hospitalaria, pero algo lejana. Muchos lo juzgaban
un ser indiferente, frío. Miraba la vida con interés, pero desde el exterior. Sin
duda había acontecimientos y personas que le conmovían auténticamente, pero
de eso no hablaba. Consideraba amigo suyo a todo el mundo, pero, por lo
visto, no tenía ni uno solo auténtico.
Voloshin también era pintor: hacía acuarelas, pintaba las montañas de
Koktebel al estilo convencional de Miriskusstva [El mundo del arte].[4] Podía
pintar hasta cinco acuarelas en un día. Pero la pintura que a él le gustaba se
parecía poco a la suya. Sus versos se alimentaban de mucho de lo que veía,
eran pintorescos. Sabía observar los detalles de las cosas: «Bajo la lluvia,
París florece, | como una rosa gris». O bien, también sobre París: «Y las
manchas herrumbrosas de los dorados desteñidos, | y el cielo gris, y las ramas
entrelazadas, | son de un azul tinta, como hilos de oscuras venas». Sobre
Koktebel: «Una hierba quemada, oxidada, parda, | franjas de yodo y manchas
de hiel».
Al principio, yo tenía con Voloshin una actitud respetuosa, como el
discípulo mira al experimentado maestro. Más adelante me enfrié con respecto
a su poesía; sus artículos sobre estética comenzaron a parecerme trucos de
circo; mientras yo buscaba la verdad, él se entretenía con juegos infantiles, y
eso me irritaba.
Entre sus juegos, estaba el de la antroposofía. Durante largo tiempo Andréi
Bieli creyó en Rudolf Steiner como una vieja católica cree en el papa de
Roma. Max, como siempre, se dedicaba a dar saltitos. En 1914 se fue a
Dornach, cerca de Basilea, donde los antropósofos construían una especie de
templo. Entonces estalló la guerra. Dornach se encontraba en Suiza, país
neutral, cerca de la frontera alsaciana. Los constructores del «templo» (me
acuerdo de que en mis conversaciones con Max yo siempre le decía «tu templo
pagano»), entre los que se encontraban Andréi Bieli y Voloshin, oían por la
noche el fuego de la artillería. Pronto Voloshin volvió a París con un libro de
versos escritos en Dornach. El libro se titulaba Anno mundi ardenti. Esos
poemas se diferenciaban drásticamente de los que escribían en aquel momento
otros poetas: Balmont blandía las armas, Briúsov soñaba con Tsargrad.[5] Ígor
Severianin: «¡Yo os conduciré a Berlín!». Y Voloshin, olvidando sus juegos
pueriles, escribió: «¡No saber, no escuchar y no ver…! | Petrificarse como la
sal… Huir a las nieves… | Permíteme que no deje de amar al enemigo | y que
no odie al hermano. || En estos días no hay enemigo ni hermano: | Todo está en
mí, y yo estoy en todo».
En aquella época yo escribía mis Poemas de las vísperas. No podía ser un
sabio contemplador como Voloshin; imprecaba, denunciaba, estaba furioso. A
Max le gustaron mis nuevos versos; decidió ayudarme y me llevó a casa de los
Tsetlin.
Los Tsetlin eran una de las familias propietarias de la firma del té Visotski.
Como ya he dicho, muchos miembros de esa dinastía de té eran socialistas
revolucionarios o bien simpatizantes (entre ellos, el famoso Gotz). Mijaíl
Ósipovich Tsetlin no militaba en la clandestinidad, escribía versos
revolucionarios que firmaba con el pseudónimo de Amari, es decir, «María»,
que era el nombre de su mujer. Era un hombre enjuto, cojo, fatigado por las
incesantes solicitudes de dinero. Su mujer era más práctica que él. Además de
Voloshin, solían frecuentar la casa de los Tsetlin los pintores Diego Rivera,
Lariónov y Goncharova, y también Borís Sávinkov, terrorista desencantado,
autor de la novela El caballo amarillo, que desató una auténtica tormenta en la
prensa. Ahora quiero detenerme en los Tsetlin. A veces me invitaban a su casa;
tenían vitrinas llenas de porcelanas antiguas y grabados, y yo, al contemplar
aquello, me preguntaba: ¿cuándo se desplomará este mundo de mentiras? En
uno de mis poemas describí una velada en casa de los Tsetlin, pero tuve la
precaución de llamarlos Mijéyev, y de dar a Mijaíl Ósipovich el nombre de
Ígor Serguéievich; el té lo sustituí por cerillas: «Le gusta ponerse melancólico
por las tardes. | He aquí una nueva tarde… | Como en Lérmontov: “Tú también
reposarás…”. | Qué bueno es ser jardinero, | no pensar en nada, regar las
flores. | Escuchar por la mañana el canto de los pájaros, | el rumor de la hierba
cerca del estanque… | Ígor Serguéievich tiene dos fábricas de cerillas | y
valores por un millón. | Ígor Serguéievich tiene esposa y una hija, Nelly. | Él
colecciona grabados, es poeta. | A veces se asombra: ¿de veras estoy vivo? |
Por la noche, los Mijéyev reciben visitas: | hay un teósofo, un cubista, un
simple bromista, | y la presidenta de una sociedad cualquiera. | “Ayuda a los
combatientes ciegos” me parece. | Ígor Serguéievich sonríe amablemente a
todo el mundo. | —Sí, bastante cargado. | —¿Otro vasito? | —Gauguin no está
mal, pero he visto un pequeño Cézanne… | —Perdone la indiscreción, ¿cuánto
pide? | —Diez, pero lo dejará por ocho… | —¡Oh, el cubismo, qué
monumentalidad! | —De todos modos, sabe, comienza a aburrir… | —A mí, al
revés, me gusta que en lugar de los ojos pongan esas cositas… | —¿Conoce el
significado del Zodíaco? A mí Steiner me entusiasma… | —Conoceré a Dios:
iré a Basilea… | —¡Si supiese hasta qué punto pasa necesidad nuestra
sociedad! | Organizaremos un concierto | Es terrible: quedarse ciego para toda
la vida… | —¿Noticias? No hay. Sólo que han tomado Lovcen… | —¡Qué
aburrimiento! No leo la prensa… | —Exacto, es así, pero ¿ha oído la
anécdota? | Los invitados siguen hablando durante un buen rato: | sobre la oreja
de Van Gogh, | la búsqueda de Dios, | los soldados que se han quedado ciegos,
| los perros sanitarios, | los bailes mexicanos | y las asonancias».
Sin duda yo era injusto con Mijaíl Ósipovich, pero así lo dictaban las
circunstancias: él era un rico mecenas, acogedor, ligeramente hastiado, y yo,
un poeta hambriento.
Max persuadió a Tsetlin para que financiara la efímera editorial Zernó [El
grano], que publicó la colección de poesías de Voloshin, mis Poemas de las
vísperas y mis traducciones de François Villon.
Tsetlin escribía desde hacía muchos años un poema sobre los
decembristas. Durante el invierno de 1917-1918, en Moscú, los Tsetlin
reunían en su casa a los poetas, les daban de comer y de beber. Eran tiempos
difíciles y acudían todos, desde Viacheslav Ivánov hasta Maiakovski. Cuando
hable de este último, procuraré explicar la velada memorable (la mencionan
casi todos los biógrafos del poeta) en que recitó su poema «El hombre». A
Mijaíl Ósipovich le gustaban todos: Balmont, que improvisaba, componía
sonetos y acrósticos; el archierudito Viacheslav Ivánov; Maiakovski, que se
esforzaba en probar que a la firma Visotski le había llegado su fin; el medio
loco Velimir Jlébnikov,[6] de pálido rostro prehistórico, que de pronto hablaba
de un soldado congelado, o bien repetía que, a partir de ese día, él era el
presidente de la esfera terráquea, y cuando ya había tenido bastante de
conversaciones literarias, se retiraba a un lado y se sentaba sobre la alfombra;
y Marina Tsvietáieva, que entonces defendía a la zarina Sofia contra Pedro.
Sólo Ósip Emílievich Mandelstam lograba desconcertar un poco al anfitrión.
Al llegar, decía: «Perdón, he olvidado la cartera en casa, y el cochero está
esperando en la puerta».
Aun simpatizando con los socialistas revolucionarios y valorando la
poesía de Maiakovski, Tsetlin no tenía tan claro que hubiese llegado el fin de
la firma Visotski. Los anarquistas se apoderaron de la casa de los Tsetlin en la
calle de Povarska, conducidos por un tal León el Negro. Los Tsetlin confiaban
en que los bolcheviques echarían a los anarquistas y les devolverían su casa.
A los anarquistas, en efecto, los desalojaron, pero a los propietarios no les
devolvieron la casa, así que decidieron irse a París. Partieron en el verano de
1918 junto con A. N. Tolstói, que los frecuentaba asiduamente.
En París, los Tsetlin financiaron la revista Sovremennie zapiski [Notas
contemporáneas]. Durante un tiempo mantuvieron a Bunin y a otros escritores
emigrados. Después partieron a Estados Unidos; su archivo desapareció junto
con la Biblioteca Turguéniev.
Max se encontraba en Koktebel. Ni ensalzaba la revolución ni la
condenaba. Se esforzaba en comprender muchas cosas. No volvió a citar a
Villiers de l’Isle-Adam ni las profecías de Cazotte. Estaba sumido en la
historia rusa y en sus propias reflexiones. No pudo llegar a comprender la
revolución, pero en las cuestiones que se planteaba había una seriedad
impropia en él. Cuando yo estaba en Koktebel, Max demostró su valor: en
mayo de 1920 escondió en su granero al bolchevique I. Jmelnitski Jmilko, que
había venido para asistir a una conferencia clandestina. Por la noche los
hombres de Wrangel[7] se presentaron en casa de Voloshin: un provocateur se
había infiltrado en la conferencia y le exigieron que entregara a Jmelnitski.
Voloshin declaró que no había nadie en casa. Jmelnitski se descubrió con un
movimiento imprudente.
Los blancos arrestaron al poeta Mandelstam: una mujer había declarado
que la había torturado en Odesa. Voloshin se fue a Teodosia, donde consiguió
que lo recibiera el jefe del contraespionaje blanco. Max le dijo: «Habida
cuenta del carácter de su trabajo, usted no está obligado a estar al corriente de
la poesía rusa. He venido para informarle de que Ósip Mandelstam, a quien
han detenido ustedes, es un gran poeta».
Ayudó a Mandelstam, al igual que más tarde me ayudó a mí a salir de
Crimea, bajo dominio de Wrangel. No lo hizo por estar imbuido de las ideas
de la revolución, no, pero era un hombre valiente, amaba la poesía y amaba
Rusia. Por más que los Tsetlin y otros escritores se esforzaron en que partiera
al extranjero, se quedó en Koktebel. Murió en 1932.
Hoy en día los versos de Voloshin son poco populares, pero su nombre es
conocido por los escritores y por aquellos que, de una u otra manera, están
ligados a la vida literaria: la dacha de Max, junto con unos pabellones de
nueva construcción, se han convertido en la Casa de Creación del Fondo
Literario. Es posible que la inspiración haya visitado a algún poeta en esa
dacha, y que Max, también después de muerto, haya logrado sacar a la luz a un
autor novel.
A veces me pregunto por qué Voloshin, que jugó la mitad de su vida a
juegos infantiles y absurdos, se reveló durante los años más difíciles como el
ser más inteligente, más maduro, sí, más humano que muchos de los escritores
de su generación. Tal vez se deba a que no estaba hecho para la acción, sino
para la contemplación: existen naturalezas de esta clase. Mientras a su
alrededor reinó la calma, Max representó misterios y farsas no tanto para los
demás como para sí mismo. Pero cuando se levantó el telón sobre la tragedia
del siglo, en el transcurso del verano de 1914 y durante la guerra civil,
Voloshin no intentó ni subir al escenario ni insertar su réplica en un texto
ajeno. Dejó de hacer tonterías y se esforzó en tomar conciencia de lo que no
había visto ni conocido antes. Cuando lo recordamos aquellos que lo
conocimos, nos reímos o nos emocionamos, pero nunca nos queda un mal
sabor de boca, y eso ya es mucho…
20

Si digo que en 1911 conocí a un poeta cuyo rostro dulce y pensativo, pelo
ondulado y suave, cuyos movimientos distraídos revelaban una naturaleza
soñadora, que en él se alternaban los minutos de felicidad ruidosa con una
profunda tristeza, que en los círculos literarios entonces se hablaba de su libro
publicado por la editorial «decadente». Grif, que Briúsov, colmando de
elogios al autor «casi novel», expresaba su temor a que no pudiera mantenerse
a la altura ya alcanzada y encontrar una vía para seguir avanzando, creo que
nadie adivinará de quién estoy hablando. Y si cito algunos versos que
recuerdo muy bien, como por ejemplo: «¿Por qué susurras tú, hierba? | ¿Es que
la cuerda de un arco te ha asustado? | ¿Está caliente la sangre de la codorniz |
para que se agite tu brocado?», a lo sumo algunos amantes de la poesía o
ciertos historiadores de la literatura particularmente meticulosos sabrán que se
trata de Alekséi Nikoláievich Tolstói. Y, sin embargo, ése es el Alekséi Tolstói
al que yo recuerdo bien.
En su autobiografía, escrita en las postrimerías de su vida, Alekséi
Nikoláievich escribió a propósito de su poemario Tras los ríos azules: «No
reniego de él ni siquiera hoy». No sólo los versos de 1911 son del autor de
Pedro el Grande, sino que el joven poeta ya era el mismo Alekséi
Nikoláievich que muchos recuerdan, un hombre corpulento y calvo que había
aprendido a disimular ciertos rasgos de su carácter y a enfatizar
deliberadamente otros. Basta con echar una mirada a los recuerdos que se han
publicado sobre Alekséi Tolstói, escritos por aquellos que se encontraron con
él en la década de 1930, para comprender a qué me refiero; esos recuerdos
varían por lo que respecta al carácter de los acontecimientos, de los relatos o
de las bromas relatadas, pero siempre evocan la imagen del hombre que comía
con fruición, conversaba con deleite y, entre una carcajada y otra, decía cosas
profundas: esa imagen relega a un segundo plano la del artista.
Yuri Olesha[1] contó su primer encuentro con Tolstói en otoño de 1918:
«Tanto para su propia diversión como para la de sus amigos, interpreta un
personaje. ¿Cuál? ¿No será el de Pierre Bezújov? Quizá. ¿Y no nos estará
mostrando a uno de esos excéntricos terratenientes de los que escribe en sus
obras? No. Alekséi Nikoláievich interpretaba a menudo (y, cabe decirlo, de un
modo admirable) al propio Alekséi Nikoláievich, un personaje creado por un
gran artista».
Cuando le conocí, ese «casi debutante» era ya un escritor de renombre: sus
relatos sobre los «excéntricos» de más allá del Volga enseguida llamaron la
atención. Ya se daban en él todos los rasgos del Tolstói maduro, aunque no
formado del todo; su cara, que después parecería creada por el lápiz de un
dibujante, reclamaba en su juventud la paleta del pintor. No es una ley de la
naturaleza: a algunas personas se les suavizan los rasgos en el crepúsculo de
la vida, el paso de los años va atenuando su dureza inicial, su rigidez, su
angulosidad. A Alekséi Nikoláievich le sucedía lo contrario: era mucho más
blando o, si se quiere, más nebuloso en su juventud; y, lo que es más
importante, no sabía todavía (o bien no quería) preservar su mundo interior de
las personas con las que se cruzaba en su camino.
No recuerdo quién me condujo hasta Tolstói, me parece que fue Voloshin, o
tal vez el pintor Dosekin. Alekséi Nikoláievich estuvo en París en 1911, luego,
en la primavera de 1913. Durante uno de esos viajes, él y su mujer, Sofia
Isaákovna, se alojaron en una pensión en la rue d’Assas, no lejos de La
Closerie des Lilas, donde yo tenía la costumbre de pasarme los días enteros,
escribiendo. Di a conocer a Tolstói a las diferentes celebridades del
establecimiento: el «príncipe de los poetas». Paul Fort, los futuristas italianos,
el pintor noruego Diriks. Durante la Primera Guerra Mundial, en Moscú,
Alekséi Nikoláievich escribió un ensayo sobre París donde evocaba La
Closerie des Lilas: «En la misma orilla izquierda, con toda la pasión francesa,
el coraje y el esplendor de la miseria, los poetas, prosistas y periodistas
salvaguardaban la libertad de creación y la independencia en un viejo café,
bajo los castaños, junto al monumento al mariscal Ney, y coronaban con
laureles a los descubridores de nuevas vías… En ese café, bajo los castaños,
siempre encontrarán, al atardecer, al lado de la ventana, a un hombre alto, de
pelo grisáceo, que parece un vikingo y a una dama de cabellos canos que en
otro tiempo debió de ser muy hermosa. Son un pintor noruego y su mujer. Han
vivido veinte años en París y todos los días han estado allí, bajo los
castaños».
Amaba París, ciudad que supo comprender enseguida. «París, siempre
velada por un vapor transparente, azulado, toda gris, uniforme, con casas que
se parecen entre sí, buhardillas, cúpulas de iglesias y arcos de triunfo, cortada
y rodeada de bulevares verdes, como dentro de una corona […]. Durante el
día la enorme ciudad vive infatigablemente, retumba, se mueve; de noche, está
inundada de luz. Si deambulamos por París un día entero no es cansancio lo
que sentimos, sino una melancolía tranquila y sosegada. Uno tiene la impresión
de que ahí se ha comprendido la muerte y se ama la belleza triste de la vida
[…]. París es vieja, terriblemente vieja. La amo en particular los días
húmedos. Los contornos innumerables de tejados de pizarra en semicírculo,
desde donde miran hacia el cielo brumoso las ventanas de las buhardillas. Y
más arriba, chimeneas, chimeneas, chimeneas, columnas de humo. La niebla es
transparente, toda la ciudad se extiende como una espesura, parece hecha de
sombras azules».
Algunos meses antes de morir, Alekséi Nikoláievich me dijo que cuando
acabara la guerra iría a pasar un año a París, se alojaría en cualquier lugar a
orillas del Sena y escribiría una novela; recuerdo sus palabras: «París
predispone al arte». El excéntrico que, según Yuri Olesha, interpretaba el
papel del protagonista absurdo de Más allá del Volga nunca se sentía turista
en París: no la visitaba, no se extasiaba, no exteriorizaba su descontento, sino
que enseguida se zambullía en la vida de la ciudad. A veces estaba triste, pero,
aun en esa tristeza, era feliz. (No hablo de los años de su estancia forzosa en
París, cuando Alekséi Nikoláievich pensaba de forma obsesiva en la Rusia
que había abandonado). Ya he dicho que la emigración posee su propio clima.
En una carta escrita a su madre cuando tenía catorce años, Tolstói citaba una
vieja canción popular: «Ay, ay, ay, qué triste está Afoniushka de vivir en tierra
extraña, lejos de su madre querida». Estas palabras volvió a utilizarlas como
epígrafe de su relato Los estados de ánimo de I. N. Búrov, que escribió
hallándose emigrado en París. Sería difícil expresar de mejor forma el estado
de ánimo de un hombre desgajado por la fuerza de su tierra natal.
Conocí bien al Tolstói que pintó Konchalovski, en cuyo retrato el rostro
del escritor se confunde con una naturaleza muerta, el hombre se fusiona con la
vida que le rodea. Pero el Tolstói del que yo quiero hablar es otro: un
individuo consagrado al arte. Sus palabras «París predispone al arte» no eran
fortuitas. Como un auténtico artista, nunca estaba seguro de sí mismo, jamás
estaba satisfecho, buscaba dolorosamente una forma para expresar lo que
quería decir. Hablaba de ello a menudo, incluso en la edad madura. En sus
conversaciones con jóvenes escritores se esforzaba en transmitirles la pasión
por el trabajo. No juzgaba necesario hablar a muchas personas de su desdicha,
de su descontento, de sus horas de tormento cuando releía con asombro y
zozobra lo que había escrito la víspera. Cuántas veces me dijo: «Iliá, escribo
y me parece bueno, pero luego veo que es una porquería, comprendes: ¡una
porquería!». A comienzos de 1941 se reeditó su novela corta Emigrados (cuyo
título en la primera versión era Oro negro). Esa obra me parecía poco
acertada y nunca hablé de ella a Tolstói; escribió en el libro: «A Iliá
Ehrenburg, esta novela profundamente imperfecta y aproximativa. Pero, amigo
mío, lo importante es el resultado final de la vida de un artista. Tú lo
comprendes». Utilizaba a menudo la palabra aproximación como condena:
decía de un lienzo o de un verso que no le había gustado: «Es una
aproximación».
Durante un tiempo quiso aprender a pintar, pero no tardó en dejarlo.
Cuando nos conocimos, Alekséi Nikoláievich hablaba de pintura con
entusiasmo. Posiblemente se debiera a la influencia que ejercía en él su mujer
Sofia Isaákovna, que era pintora; pero Tolstói poseía el don de ver la
naturaleza, los rostros, las cosas. Frecuentaba a artesanos, ebanistas,
fundidores, encuadernadores, que no sólo conocían su oficio, sino que lo
amaban, dotados de fantasía. Cuenta en su autobiografía la impresión que le
causaron en su juventud los versos de Henri de Régnier, traducidos por
Voloshin: «Me sorprendió el cincelado de las imágenes». Henri de Régnier no
era un poeta extraordinario, pero sabía escribir, y era precisamente su técnica
lo que había impresionado a Tolstói.
Alekséi Nikoláievich escribió también que, en su investigación sobre el
lenguaje popular ruso, había aprendido mucho de A. M. Rémizov, Viacheslav
Ivánov y Voloshin. Antes de eso, en su primera juventud, había tenido ocasión
de frecuentar la célebre Torre[2] de Viacheslav Ivánov. Voloshin me contó una
divertida historia que se remontaba a esa época en que Tolstói intentaba
asimilar las ideas y el vocabulario de los simbolistas. Se había encontrado en
Berlín con Andréi Bieli, que le había inflado la cabeza sobre la antroposofía.
En general, era difícil comprender lo que decía Bieli, sobre todo cuando
hablaba de su vaga doctrina. Poco después, en la «torre», se habló de
Blavátskaia y Steiner. Tolstói quiso demostrar que no era un profano en la
materia y soltó de repente: «Me dijeron en Berlín que ahora los egipcios se
reencarnan». Todo el mundo se echó a reír, y Tolstói se quedó helado de
miedo. Al cabo de muchos años pregunté a Alekséi Nikoláievich si había sido
Max quien se había inventado la historia de los egipcios. Rio y me dijo:
«Aquello fue una metedura de pata mía, sin más, ¿entiendes?».
Las conversaciones sobre la reencarnación, el anarquismo místico, la
búsqueda de Dios, el fatalismo, todo aquello no se correspondía con la
naturaleza de Tolstói. Una vez hubo adquirido cierta técnica y hubo encontrado
sus propios temas, se separó de los simbolistas (con Voloshin conservó la
amistad) y se rio de los «decadentes», en sus relatos y en su trilogía.[3] En una
ocasión, en diciembre de 1943, volvía con él de Járkov a Moscú. Los trenes
iban lentos en esta época. A. N. Tolstói y yo ocupábamos un compartimento, en
otros viajaban K. Símonov y algunos periodistas extranjeros. Casi durante
todo el recorrido Tolstói evocó el pasado; me parece que lo que quería hacer
durante esos dos días es lo que yo intento hacer ahora: reflexionar sobre su
vida. Para mi sorpresa, habló con afecto y respeto de los poetas simbolistas,
decía que había aprendido mucho de ellos; se acordó también de la Torre;
luego, de improviso, se enfadó y declaró que los jóvenes poetas no tenían
respeto por el pasado ni conciencia de la dificultad del arte; pidió que
llamaran a K. Símonov y durante largo rato trató de inculcarle que en la casa
del arte era preciso entrar con veneración, como él en otro tiempo, cuando
subía a la Torre.
Después se puso a hablar de Blok. En la novela Las hermanas aparece un
poeta decadentista llamado Bessónov, en el que muchos han visto, con plena
justicia, una caricatura de Blok. Tolstói aclaró que su voluntad era ridiculizar
a «los que remedaban a Blok». No obstante, no cabe duda de que, aun de modo
inconsciente, confirió a Bessónov ciertas peculiaridades de Blok. Tolstói así
me lo confesó, y yo creo que lo hizo sin mala intención.
La psicología de la creación artística, los tristes episodios acontecidos a
diferentes escritores (basta con recordar la querella de Levitán con Chéjov a
raíz de Poprygunia [La saltarina]), nos muestran que los rasgos particulares,
los actos, las palabras de una persona de carne y hueso pueden entrar
imperceptiblemente en esa amalgama que llamamos «personaje de novela», y
el artista no siempre sabe dónde acaban los recuerdos y dónde empieza la
ficción. La idea de que en Bessónov se hubiesen reconocido ciertos rasgos de
Blok resultaba penosa para Alekséi Nikoláievich. Hablándome de su
encuentro con Blok durante la guerra, me dijo que el poeta era muy humano;
después enmudeció, y por la noche se puso a repetir algunos versos blokianos.
(He aquí otro testimonio, los Recuerdos de Iván Bunin. A los ochenta y dos
años, Bunin quiso denigrar a todos los escritores, de derechas y de izquierdas,
soviéticos y emigrados: Gorki y Alekséi Tolstói, Blok y Maiakovski, Leonid
Andréiev y Sologub, Balmont y Briúsov, Jlébnikov y Pasternak, Andréi Bieli y
Tsvietáieva, Yesenin y Bábel, Voloshin y Kuzmín. Bunin recuerda: «Los
escritores de Moscú habían organizado una reunión para leer y analizar Los
doce de Blok, yo también acudí. No me acuerdo de quién leía exactamente,
sólo de que estaba sentado al lado de Iliá Ehrenburg y Tolstói. Como la gloria
de aquella obra, que no sé por qué la llamaban poema, muy pronto se volvió
incontestable, una vez que el lector hubo acabado se hizo un silencio
reverencial, luego se oyeron exclamaciones en voz baja: “¡Formidable!”.
“¡Maravilloso!”». Bunin hizo a continuación una intervención: demolió Los
doce y lo tildó de «truco vulgar y barato». «¡Entonces Tolstói me armó un
escándalo! ¡Había que oírle! Me gritaba como un gallo». Me acuerdo de
aquella velada. En aquella época Alekséi Nikoláievich dudaba de muchas
cosas, pero calificó las palabras de Bunin sobre la poesía de Blok de
«sacrilegio»).
A menudo le visitaba la inspiración, y siempre de manera improvisada:
cuando paseaba por la calle, en una recepción diplomática, durante una
conversación formal con alguien, lo cual dejaba muy sorprendido a su
interlocutor. Durante el invierno de 1917-1918 íbamos a menudo a casa de
S. G. Kará-Murzá, amigo fiel y desinteresado de los escritores, donde
cenábamos, leíamos versos, hablábamos del destino del arte. Volvíamos a casa
en grupo, a altas horas de la noche. Kará-Murzá vivía en Chistie Prudi
mientras que nosotros vivíamos en las calles Povarskaia, Prechístenka o en las
callejuelas de Arbat. Tolstói nos entretenía contándonos historias ridículas y
de repente se detenía en medio de unos montones de nieve para recitarnos
algunos versos de Yesenin, de N. Krandiévskaia, de Vera Ínber.
En verano de 1940 llegué a Moscú procedente de París. Tolstói me
telefoneó: «Iliá, ven a mi dacha». La dacha se encontraba en Barvija. (Antes
de eso habíamos reñido y pasado largos años distanciados; ni siquiera nos
hablábamos. Un día me vio junto al mostrador de un estanco y le susurró a mi
mujer: «Dígale que ese tabaco no vale nada. Ése de ahí es el que tiene que
comprar». Por mucho que lo intente, no logro recordar por qué reñimos. Le
pregunté a la esposa de Alekséi Nikoláievich si ella se acordaba del motivo
de nuestra desavenencia. Liudmila Ilíchnina me respondió que ni siquiera
Tolstói debía de acordarse.[4] Creo que ese detalle revela mejor que nada la
naturaleza de nuestras relaciones). Una vez en la dacha, Tolstói me ofreció
vino de Borgoña. «¿Sabes lo que estás bebiendo? ¡Es un Ro-ma-née!». Me
hizo preguntas acerca de Francia; el relato, desde luego, no era alegre. A
continuación le leí unos versos que había escrito en París después de la
irrupción de los alemanes. Le llamó la atención uno en particular y lo repitió
varias veces: «El arte, oscuro como el hombre».
Era un conversador asombroso: miles de personas se acuerdan aún hoy de
las historias que contó a lo largo de su vida: esa que databa de su infancia, de
la cocinera que le había servido sopa en un orinal, o bien la de aquel diácono
que se metía bolas de billar en la boca. Escuchándole, se podría pensar que
escribía sin esfuerzo, cuando en realidad era una tortura para él. Trabajaba
durante días enteros del tirón, corregía lo escrito, lo escribía de nuevo,
abandonando a veces lo que había empezado. «¿Te das cuenta? No funciona.
¡Es una basura!».
De joven le apasionaba la intriga del relato, la acción que se desarrollaba
de manera inesperada para el lector. A veces anotaba o retenía en la memoria,
una historia que le habían explicado: esos relatos se convertían enseguida en
la trama de una novela. He aquí el origen de su relato El misionero, titulado en
su primera versión Quien tiene boca se equivoca. En París había muchos
rusos que se habían convertido en emigrados por casualidad; entre ellos había
un zapatero que había participado en un motín de soldados en 1905. Se
llamaba Ósipov. Se había casado con una francesa e iba tirando, pero era
como el Afoniushka que estaba triste por vivir en tierra extraña y se dio a la
bebida. Un día se sintió mal: ¿por qué era católico su hijo? Se fue a la iglesia
rusa de la rue Daru y, arrepentido, suplicó al sacerdote que bautizara a su hijo
por el rito ortodoxo. El sacerdote, conmovido, no sólo ofició el rito sino que
dio a Ósipov veinte francos. Él, que no creía en Dios, ni en el católico, ni en
el ortodoxo, se gastó los veinte francos en bebida. Transcurrido un mes,
cuando le embargó de nuevo la melancolía y no tenía dinero para vodka, fue a
buscar a un sacerdote católico, le contó que los ortodoxos le habían engañado,
pero que podía «reconducir a su hijo al catolicismo». Fue Tijón Ivánovich
Sorokin quien me relató esta historia.
Yo conté a Tolstói la historia del zapatero, se rio durante un buen rato y
anotó algo en su cuaderno. La palabra reconducir le gustó y quedó tal cual en
el relato, pero Tolstói cargó las tintas en la historia: el protagonista ya no era
un pobre infeliz que ahogaba las penas en la bebida, sino un ser astuto que
«reconducía» niños al por mayor y chantajeaba al autor del relato.
En más de una ocasión Alekséi Nikoláievich me había dicho que no sabía
«de dónde demonios» salían sus relatos: de una historia que le habían contado
diez años atrás, de algún comentario divertido. Me acuerdo de nuestros paseos
nocturnos durante el primer invierno después de la revolución. Tolstói
aseguraba que debía acompañarle hasta su casa, en la calle Molchánovka,
pues, según él, yo espantaba a los bandidos. (No recuerdo cómo vestía yo en
aquella época, sólo que a Alekséi Nikoláievich le causaba risa mi gorro alto
que parecía el tocado de un monje. Hace algunos años me dieron la copia de
una fotografía en la que aparecemos los dos, al pie de la cual hay una nota de
Tolstói que reza así: «Bulevar Tverskoi, junio de 1918». Alekséi Nikoláievich
llevaba un canotié, y yo, un inmenso gorro mexicano). Tolstói me puso el
apodo de «diablo rancio». Poco después escribió el relato El diablo rancio,
que habla de un escritor místico y una cabra. El escritor no se parece en nada a
mí, salvo que el sombrero que lleva es bajo y redondo, y el diablo rancio no
es el escritor, sino la cabra. Con todo, ese relato se gestó en el momento en
que Tolstói, mirándome, me dijo: «¿Sabes, Iliá, lo que pareces? ¡Un diablo
rancio! No hay bandido que al verte no echase a correr».
No trabajaba como un arquitecto, más bien como un escultor. Desde muy
pronto renunció al sistema de escribir novelas o relatos conforme a un plan
fijado de antemano. A menudo, cuando empezaba una obra, no tenía la menor
idea de lo que seguiría. Muchas veces me dijo que no sabía cuál era el destino
del protagonista, ni siquiera sabía lo que sucedería en la página siguiente; los
personajes cobraban vida paulatinamente, iban cogiendo forma, dictaban al
autor la línea de la trama. (Esto corresponde al período de madurez de
Tolstói).
Hay escritores que son filósofos. Alekséi Nikoláievich era un escritor
pintor. A menudo las personas sienten el doloroso deseo de hacer aquello para
lo que no están hechas. Me acuerdo de Alekséi Nikoláievich, en su juventud,
cuando permanecía largo rato sentado con un libro en el que quería escribir un
aforismo a modo de dedicatoria: no le venía nada a la cabeza.
Expresaba con extraordinaria exactitud lo que quería decir mediante
imágenes, relatos, estampas, pero no lograba pensar de manera abstracta: sus
intentos de introducir en un relato o en una novela corta una generalización o
una máxima acababan en fracaso. No se le podía separar del elemento
artístico, al igual que no hay modo de que un pez viva fuera del agua. Sus
libros más perfectos, Más allá del Volga, La infancia de Nikita, Pedro el
Grande, tienen una libertad interna; en ellos el escritor no se subordina a la
intriga, relata. Tiene una potencia particular cuando está unido a sus raíces, a
las de su infancia o a la historia de Rusia, terrenos estos en los que se siente
ligero, seguro de sí mismo, como en las habitaciones de una casa donde se ha
vivido mucho tiempo.
Por lo que respecta a sus ideas, era representante de la intelligentsia rusa
de buena calidad. (Esta palabra no define un tipo de actividad, sino un
fenómeno histórico; no es por casualidad que las lenguas occidentales han
incorporado la palabra rusa intelligentsia, con su sentido específico).
Voy a contar el primer encuentro que tuvo Tolstói con el racismo, mucho
antes de la Primera Guerra Mundial. Frente a La Closerie des Lilas había una
inmensa sala de baile llamada Le bal bullier (este edificio ha sido derribado).
Los Tolstói iban a veces. En una ocasión un negro invitó a bailar a Sofia
Isaákovna y ella le presentó a su marido. Aquel negro cayó simpático a
Alekséi Nikoláievich, que lo invitó a comer en la pensión donde se alojaba.
Entre los huéspedes había un americano que, al ver que los Tolstói llevaban al
comedor a un negro, se puso hecho una furia. Alekséi Nikoláievich trató de
explicarle ingenuamente que aquel negro era un hombre muy instruido, un
príncipe, llegó a decirle. El americano no quería escucharle: «En nuestro país,
los príncipes como éste limpian zapatos». Tolstói se enfadó y tiró al
americano por las escaleras desde el segundo piso, entre los llantos de la
patrona, pero también entre las exclamaciones de aprobación de otros
huéspedes franceses.
En 1917-1918 Tolstói estaba confuso, triste, a veces angustiado. No podía
comprender lo que estaba pasando; permanecía sentado en el café Bom,
frecuentado por escritores, hacía su turno de guardia en el comité de
inquilinos; echaba pestes de todo el mundo y se compadecía a la vez de ellos,
pero no salía de su desconcierto. De vez en cuando lo visitaba Bunin.
Inteligente y malvado como era, hablaba de manera inteligente y malvada, pero
injustamente. Contaba, me acuerdo, cómo se presentó en su casa un mujik para
advertirle de que los campesinos habían decidido quemar su casa y robarle los
bienes de valor. Iván Bunin le dijo: «Eso no está bien». A lo que el mujik
contestó: «Pues claro que no está bien… Pero yo también iré, si no se lo
llevarán todo y no me dejarán nada. ¡Haré valer mis derechos!». Tolstói sonrió
con tristeza.
A menudo recibía la visita de Liza Kuzmina-Karaváieva, una poeta de
Petersburgo. Ella hablaba de justicia, de filantropía, de Dios. El destino que
aguardaba a esa mujer fue inaudito. Partió a París, donde dio a luz a una niña y
después tomó los hábitos con el nombre de María. La hija creció y se hizo
comunista. Cuando Tolstói fue a París, la joven le pidió que la ayudara a entrar
en la Unión Soviética. Durante la guerra la hermana María fue una heroína de
la resistencia. Los alemanes la deportaron a Ravensbrück. Cuando enviaban a
la cámara de gas a una partida de detenidos, la hermana María se puso en la
fila en lugar de una muchacha soviética. Durante el invierno del que hablo,
Liza transmitió a Tolstói su profunda inquietud.
Tolstói veía la cobardía de los pobres de espíritu, la ruindad de las
ofensas, pero, aunque se burlaba de los otros, no sabía qué hacer. Un día me
enseñó la placa de cobre que estaba fijada en la puerta: «Conde A. N. Tostói»,
y estalló en una risa sonora: «Para unos soy conde, para otros, ciudadano»,
dijo, riéndose de sí mismo.
«Mientras pasaba un plato al príncipe indio, madame Koshke dijo: “¡He
aquí un faisán!”». Tolstói contaba esa historia, riéndose, a la hora de comer.
Un día, después de hablar con un joven socialista revolucionario de
izquierdas, perdió su buen humor. Así nació el relato ¡Misericordia! Tolstói
escribió más tarde que ése fue su primer intento de reírse de los intelectuales
liberales; no añadió que también sabía burlarse de sus propias miserias.
En primavera de 1921 llegué a París. Tolstói invitó a algunas personas en
mi honor: Bunin, Teffi, Záitsev. Tolstói y su mujer, N. Krandiévskaia, estaban
contentos de verme. Bunin, irreconciliable, interrumpió mi relato de Moscú
diciendo que él sólo podía hablar con personas de su rango y se fue. Teffi
trataba de sacar hierro al asunto. Záitsev guardaba silencio. Alekséi
Nikoláievich estaba desconcertado: «¿Lo entiendes? Yo no entiendo nada».
Poco después la policía francesa me echó de París.
Más adelante me encontré con Alekséi Nikoláievich en Berlín; él ya sabía
que pronto volvería a Rusia. En los artículos que escribían sobre Tolstói se
hacía referencia a Smena vej [Cambio de jalones],[5] su «progresivo
acercamiento» a las ideas de la revolución. Me parece que todo eso era más
sencillo y más complicado a la vez. Dos pasiones vivían en este hombre: el
amor a su pueblo y el amor al arte. Más que comprender sentía que no podría
escribir fuera de Rusia. Y su amor por su pueblo era tal que se enemistó no
sólo con sus amigos, sino también con muchas cosas que había en él; creyó en
su pueblo, creyó que todo sucedía como tenía que suceder.
Veinte años después nos encontramos a menudo en tiempos muy difíciles,
cuando la conciencia ya no era suficiente, y hacían falta amor y fe. Decían que
su optimismo innato lo protegía siempre del desánimo, pero no era así. En
1913 y 1918 vi a Alekséi Nikoláievich no sólo afligido sino desesperado (eso,
por supuesto, no le impedía bromear, reír, inventar historias graciosas). Pero
durante el horrible verano de 1942 conservó la moral alta, se apoyaba con
firmeza en su tierra, estaba libre de lo que más repugnaba a su naturaleza: las
dudas, la necesidad de buscar una salida, la sensación de soledad.
En diciembre de 1943 estuve con él en Járkov, en el proceso de los
criminales de guerra. Yo no fui a la plaza donde iban a ahorcar a los
condenados. Tolstói dijo que él debía estar presente, que no se atrevía a eludir
aquello. Cuando volvió de la ejecución, estaba sumamente lúgubre;
permaneció callado durante un largo rato, después se puso a hablar. ¿Qué
dijo? Lo que puede decir un escritor, lo mismo que dijeron Turguéniev, Victor
Hugo y el poeta ruso K. Sluchevski…
Durante los últimos años de su vida Tolstói se sintió atraído por los
amigos de los viejos tiempos. Veía a menudo a Alekséi Alekséievich Ignátiev
y a su mujer, Natalia Vladimírovna. De Ignátiev hablaré cuando llegue a la
Primera Guerra Mundial. Tolstói le tenía mucho afecto; en cierto modo sus
caminos vitales se parecían: los dos procedían de la vieja Rusia y habían
seguido la revolución. También frecuentaban la casa de Tolstói V. G. Lidin,
P. P. Konchalovski, el doctor V. S. Galkin y S. M. Mijoels. Tolstói trabajaba
febrilmente en la tercera parte de Pedro el Grande. En otoño de 1944 ya
estaba enfermo. Cuando fui a verle estaba sombrío, trató de bromear; de
pronto se animó: empezó a hablar de su trabajo: «He acabado el quinto
capítulo… Pedro ha revivido de nuevo en mi obra…». Luchó con valentía
contra la muerte. Lo que lo sostuvo en aquella lucha no fue tanto su vitalidad
como su pasión de artista.
En la calle Spiridónovka se celebró una recepción con motivo del día del
Ejército Rojo. Todos estábamos muy animados: el final de la guerra estaba
cerca. De repente, corrió por la sala un rumor: «Alekséi Tolstói ha muerto».
Todos sabíamos que estaba gravemente enfermo, pero aquello nos pareció
absurdo, injusto, desprovisto de sentido, horrible.
Un día me dijo: «Iliá, me has de estar agradecido hasta que te vayas a la
tumba: te he enseñado a fumar en pipa». En efecto, pienso en él con profundo
agradecimiento. No me enseñó nada, salvo a fumar en pipa… Tenía nueve
años más que yo, pero nunca lo consideré mayor. No me dio lecciones, pero sí
muchas alegrías con su arte, la finura de su alma, disimulada a menudo bajo
una máscara de alegría, sus ganas de vivir, su fidelidad a los amigos, a la
gente, al arte. Se formó antes de la revolución y encontró en él las fuerzas
necesarias para entrar en otro siglo: en 1941 estuvo con Rusia. Contemplando
su cabeza grande y pesada siempre sentía que ese hombre se acordaba de todo
pero que su memoria no le aplastaba. Le estoy agradecido porque nos
conocimos en tiempos lejanos, tranquilos, en 1911; por haber estado en su
dacha el 10 de enero de 1945 cuando, enfermo, celebró su cumpleaños, seis
semanas antes de morir; le estoy agradecido porque durante treinta y cinco
años supe que vivía, maldecía, reía y escribía; escribía día y noche, y lo hacía
de tal manera que a veces uno se queda sin aliento ante la perfección de su
verbo.
21

Existe una imagen muy extendida, la de los poetas y artistas que se refugian en
la torre de marfil en su deseo de huir de la realidad. Yo nunca he estado en esa
torre y no sé si existe. Tampoco estuve en la Torre (o más bien desván) donde
vivía el poeta V. I. Ivánov y que frecuentaba en su juventud Alekséi Tolstói.
Éramos un centenar de poetas y pintores que odiábamos la sociedad existente:
gente de diversas nacionalidades, franceses, rusos, españoles, italianos; todos
sumamente pobres, mal vestidos, famélicos, pero firmemente decididos a crear
un arte nuevo, auténtico. Vivíamos en un café sombrío y sofocante que no se
parecía en nada a una torre de marfil.
A finales de 1924 Maiakovski escribió: «París, | violeta, | París color
anilina, | se levantaba | detrás de la ventana de La Rotonde». Maiakovski había
visto La Rotonde, que más adelante visitaban los turistas como una de las
curiosidades de París. No era ya un café sucio y maloliente, sino un
monumento histórico, restaurado, ampliado, pintado de nuevo. Los extranjeros
acudían a él y escuchaban las explicaciones de los guías: «Alrededor de esa
mesa solían sentarse Guillaume Apollinaire y Picasso… En aquel rincón
Modigliani dibujaba a los clientes a quienes entregaba el dibujo por una copa
de coñac…».
Hoy los turistas ya no tienen nada que ver: en el lugar de La Rotonde se ha
construido un cine. A veces, en los estudios cinematográficos, se reconstruye
una Rotonde de cartón piedra para filmar películas sobre la vida atormentada
y enigmática de los «últimos representantes de la bohemia». Si las películas
no valen nada, no es porque los personajes no se parezcan a sus prototipos,
sino porque los realizadores no tienen la llave de las ideas y los sentimientos
que inspiraban a los habituales de aquel café.
El café en cuestión era como otros cientos. En el mostrador de zinc
tomaban café o aperitivos cocheros, taxistas y empleados. Detrás de él, había
una sala oscura, impregnada de humo de tabaco, con diez o doce mesas. Por la
noche la sala se llenaba, se hablaba a voz en cuello: se discutía de pintura, se
recitaban poesías, se maquinaba la manera de hacerse con cinco francos, se
reñía, se hacían las paces. Cuando alguien se emborrachaba, lo sacaban fuera
del local. A las dos de la madrugada La Rotonde se cerraba durante una hora.
A veces el patrón permitía a los clientes habituales permanecer en el local
vacío, a oscuras, infringiendo el código policial; a las tres de la madrugada se
reabría el café y podían reanudarse las tristes conversaciones.
Libion, el propietario del café, no podía figurarse que su nombre entraría
en la historia de la pintura. Se trataba de un tabernero gordo y bonachón que
había comprado un pequeño café; La Rotonde se convirtió por casualidad en
el cuartel general de una gente estrafalaria que hablaba en lenguas diferentes o,
como decía Max Voloshin, de unos «ablandabrevas», poetas y pintores,
algunos de los cuales más tarde llegaron a ser famosos. Siendo como era un
burgués medio corriente, Libion al principio miraba un poco de soslayo a su
extraña clientela; por lo visto, nos tomaba por anarquistas. Se fue
acostumbrando a nosotros, incluso nos tomó cariño. Alguien le contó que
había gente que se había enriquecido con la pintura: compraban cuadros de
pintores desconocidos por una miseria y al cabo de veinte años los vendían
por un dineral. La idea de ganar dinero así no entusiasmaba demasiado a
Libion; un día me dijo que no le gustaban los juegos de azar y que adquirir
cuadros era como jugar a la lotería: ya está bien si uno entre mil llega a ser
alguien. Prefería ganarse la vida vendiendo licores. Desde luego a veces tenía
que aceptar algún dibujo de Modigliani por diez francos, pues ante el pobre
pintor se apilaba una montaña de platitos y no tenía ni un céntimo en el
bolsillo… De vez en cuando Libion daba cinco francos a un poeta o a un
pintor y le decía con aire enfadado: «Búscate a una mujer, tienes ojos de
loco». En su labio inferior reposaba invariablemente una colilla apagada. La
mayor parte del tiempo iba en mangas de camisa, pero con chaleco.
Un día que estaba en La Rotonde, la pintora Miamlina me pidió que le
aguantara a su bebé mientras ella iba a comprar cigarrillos al estanco de
enfrente. Pasó media hora, pasó una hora. Ni rastro de Miamlina. El bebé se
puso a gritar. Libion se acercó y escuchó mis explicaciones, pero era evidente
que no me creyó: «Ya os conozco yo a vosotros: hacéis niños y luego os
desentendéis. Bueno, llévalo a mi casa, tengo allí a una mujer ya entrada en
años que te ayudará. ¡Menudo padre estás hecho…!». Libion vivía al lado de
La Rotonde. Su piso era propio de un pequeñoburgués: cortinas rojas, un
bonito paisaje en la pared. Nunca habría colgado en su casa un Modigliani o
un Soutine. ¡Válgame Dios! Se encariñaba de los clientes, pero no de sus
obras…
Después de la Revolución de Febrero, pasaron por La Rotonde algunos
soldados rusos de una brigada enviada al frente occidental por el gobierno
zarista: les habían dicho que allí podrían encontrar a emigrados rusos. Los
soldados exigían que se les repatriara. La policía comenzó a atosigar a Libion;
decían que La Rotonde era el cuartel general de los revolucionarios y se
prohibió a los militares frecuentarlo. Aquello perjudicó seriamente a Libion,
quien tuvo miedo: corrían malos tiempos, Clemenceau había resuelto apretar
más fuerte las clavijas, la policía incurría en excesos. Después de muchos
suspiros y lamentos, Libion traspasó el negocio a otro tabernero y compró otro
pequeño café en un lugar tranquilo, alejado de los artistas. Pero entonces
comprendió que los clientes corrientes no le interesaban. A veces iba a La
Rotonde, se sentaba en un rincón oscuro, pedía una jarra de cerveza y miraba
con nostalgia a su alrededor. Murió unos años más tarde. A su entierro
asistieron pintores y poetas, algunos ya famosos, y Libion, como muchos de
sus clientes, conoció la gloria póstuma.
Mi primera novela comienza con un dato verídico: «Me hallaba yo
sentado, como siempre, en un café del boulevard Montparnasse ante una taza
vacía y esperaba que alguien me liberara y pagara los seis sous al paciente
camarero». Cuento después que en el café entró Julio Jurenito, a quien yo tomé
por el diablo. Evidentemente se trata de una invención. En La Rotonde conocí
a personas que desempeñaron un papel importante en mi vida, pero a ninguna
de ellas la tomé por el diablo. En aquella época todos éramos diablos y
mártires a los que los demonios freían en la sartén. Al teatro íbamos en muy
contadas ocasiones, no sólo porque no tuviéramos dinero, sino porque a
nosotros también nos tocaba representar una obra larga y embrollada; no sé
cómo llamarla: farsa, drama o espectáculo de circo. Tal vez el mejor apelativo
sería el inventado por Maiakovski, «misterio bufo».
Por supuesto, el aspecto exterior de La Rotonde era cuando menos
pintoresco: una mezcla de razas, hambre, discusiones y un sentimiento de
desamparo (el reconocimiento de los contemporáneos llegó, como siempre,
con retraso). Era precisamente aquel pintoresquismo lo que cautivaba a los
cineastas. Cuando un cliente de paso, bien fuera un chófer o un empleado
bancario, después de haberse tomado un café y una copita de licor en la barra
miraba la lúgubre sala, sonreía, asombrado, o bien volvía la espalda con
indignación: el público era insólito, incluso a ojos de los parisinos,
acostumbrados a todo.
Les sorprendía ante todo aquel grupo tan variopinto de gente, la diversidad
de lenguas: les daba la impresión de estar en el pabellón de una exposición
internacional, o bien en el ensayo de uno de los futuros congresos de la paz.
He olvidado muchos nombres, pero de algunos me acuerdo; hay algunos que
son conocidos de todos, otros han caído en el olvido. He aquí una lista que
está lejos de ser exhaustiva: los poetas franceses Guillaume Apollinaire, Max
Jacob, Blaise Cendrars, Cocteau, Salmon, los pintores Léger, Vlaminck, André
Lhote, Metzinger, Gleizes, Carnot, Ramay, Chantal, el crítico Élie Faure, los
españoles Picasso, Juan Gris, María Blanchard, el periodista Corpus Barga;
los italianos Modigliani, Severini, los mexicanos Diego Rivera, Zárraga; los
rusos: los pintores Chagall, Soutine, Lariónov, Goncharova, Sterenberg,
Kremen, Feder, Fotinski, Marevna, Izdevski, Dilevski, los escultores
Archipenko, Zadkine, Meschanikov, Indenbaum, Orlova; los polacos Kisling,
Marcoussis, Gottlieb, Zack, los escultores Dunikowski y Lipchitz; los
japoneses Fujita y Kawashima, el pintor noruego Per Krohg; los escultores
daneses Jacobsen y Fischer; el búlgaro Pascin. Resulta difícil acordarse de
todos, sin duda he olvidado muchos nombres.
El aspecto exterior de los clientes también debía de sorprender a los
recién llegados. Nadie, por ejemplo, puede ofrecer una descripción exacta de
la forma de vestir de Modigliani: en sus buenos tiempos llevaba una chaqueta
de terciopelo claro y un pañuelo rojo alrededor del cuello; pero cuando bebía
mucho, caía enfermo y se quedaba sin un céntimo, se envolvía con trapos de
colores brillantes. El pintor japonés Fujita se paseaba vestido con un kimono
hecho a mano. Diego Rivera blandía un bastón mexicano. A su amiga, la
pintora Marevna (Vorobiova-Stebélskaia), le gustaba vestirse de una manera
vistosa, tenía una voz estentórea, penetrante. El poeta Max Jacob vivía en la
otra punta de París, en Montmartre; venía durante el día en traje de tarde, con
pechera de camisa de una blancura nívea, y no se quitaba nunca el monóculo.
Había un indio que llevaba un tocado de plumas en la cabeza y enseñaba sus
dibujos al pastel a cuantos quisieran verlos. La negra Aisha, echando para
atrás su cabeza grande cubierta de rizos hirsutos de un negro azulado, se reía
con gran estruendo, sus dientes destellaban en la penumbra. El escultor
Zadkine aparecía en mono de trabajo, acompañado por un enorme perro danés
conocido por su carácter violento. La modelo Margot se desnudaba por
costumbre, un día me confesó que su sueño era llegar a ser reina. Yo me
sorprendí, pero ella me explicó: «¡Tonto! ¿No comprendes que todos tienen
ganas de violar a una reina…?». En el rincón más oscuro se sentaban
infaliblemente Kremen y Soutine. Este último tenía un aspecto asustadizo,
somnoliento, como si acabase de despertar y no le hubiese dado tiempo de
lavarse, afeitarse; tenía los ojos de un animal acorralado, tal vez a causa del
hambre. Nadie le prestaba atención. ¿Acaso habría podido imaginar alguien
que las obras de aquel adolescente delgaducho, oriundo del shtetl bielorruso
de Smilovichi, llegarían a ser un día el sueño de todos los museos del
mundo…?
Recuerdo el día en que David Petróvich Sterenberg vino a La Rotonde con
A. V. Lunacharski. Estábamos sentados a la misma mesa. Lunacharski alababa
los dibujos de Steinlen, decía que Franz Stuck era un pintor decadente, pero
interesante. Yo no estaba de acuerdo. Me parecía que Steinlen no tenía ningún
interés y que Stuck era un decadente sin talento ni gusto, pero me sentía bien
con Lunacharski, tenía la impresión de hallarme en Moscú. Cuando se fue,
Libion me dijo: «No sabía que te codearas con gente de tanta categoría. ¿Ese
señor es compatriota tuyo? Te podría ayudar a abrirte camino».
Cuando hablo del pintoresquismo de los parroquianos de La Rotonde,
debo confesar que yo no les iba a la zaga. En la época de La Closerie des
Lilas, yo ya tenía un aspecto extraño. La esposa de Alekséi Tolstói recuerda
que éste en una ocasión me mandó una tarjeta al café dirigida simplemente «au
monsieur mal coiffé», y la carta, en efecto, llegó a su destinatario. Pero en La
Rotonde me había convertido en un auténtico vagabundo. En un artículo
periodístico de 1916 Voloshin describía «al hombre enfermizo, mal afeitado,
con el pelo muy largo y tieso que le cae en mechones desordenados, tocado
con un sombrero de fieltro de ala ancha que llevaba levantado como un gorro
medieval, encorvado, con las espaldas y las piernas dobladas hacia dentro».
Max afirmaba que mi «aparición en los otros barrios de París provocaba
inquietud y agitación entre los viandantes. Debían de causar la misma
impresión los filósofos cínicos en las calles de Atenas y los eremitas
cristianos en las de Alejandría».
Los habituales de La Rotonde eran desconocidos fuera de sus paredes.
Pero Picasso había adquirido ya cierto renombre, a veces hablaban de él en
los periódicos. A Libion le habían contado que el «príncipe ruso Schukin»
compraba los cuadros de Pablo, y él le saludaba respetuosamente con un
«¡Buenos días, señor Picasso!». Pablo vivía en Montmartre, después se
trasladó a Montparnasse y alquiló un estudio cerca de La Rotonde. Nunca lo vi
borracho. Tenía el aspecto de un hombre joven, y era amigo de gastar bromas.
Un día vino con Diego, dijo que habían cantado una serenata bajo las ventanas
de Guillaume Apollinaire: Mère d’Apollinaire, que no sonaba muy bien…
La vida en La Rotonde era más bien monótona; de vez en cuando ocurría
algún acontecimiento y se hablaba de él durante varios días. Kisling y Gottlieb
se batieron en duelo; uno de los padrinos fue Diego. Unos periodistas
husmearon en el asunto y durante un día los periódicos se ocuparon de La
Rotonde. Entre la clientela del café había muchos escandinavos, y Libion se
suscribió a periódicos extranjeros por ellos. Los suecos bebían más que nadie,
eran los clientes ideales. Recuerdo que un día un pintor sueco estaba sentado a
mi lado; no dejaba de pedir coñacs dobles; una pila de platitos resplandecía
en la mesa. El coñac no impedía al sueco leer con atención el Svenska
dagblad, que le ocultaba la cara. De pronto el periódico se le cayó de las
manos: el sueco había muerto. Se personó la policía. Nosotros nos dirigimos a
casa en silencio. En otra ocasión, un español, un tipo corpulento, se puso
hecho una furia, cogió una mesita de mármol de una pata y empezó a darle
vueltas mientras gritaba que iba a acabar con todo el mundo, que estaba harto
de vivir. Nosotros retrocedimos hacia el mostrador. Libion tenía un principio
firme: no llamar nunca a la policía. De repente el español sonrió, dejó la
mesita en su sitio y dijo: «Ahora podemos beber por la vida número dos».
Con todo, La Rotonde no era un antro de perversión, sino un café. Los
propietarios de las galerías se citaban allí con los pintores, los irlandeses
discutían la manera de acabar con los ingleses, los jugadores de ajedrez
jugaban partidas interminables. Entre estos últimos me acuerdo de Antónov-
Ovséienko, que tenía la costumbre de repetir antes de cada jugada: «No, así no
es como va a atraparme, soy perro viejo, yo».
A finales de 1941 el hermano de Modigliani, diputado socialista en el
Parlamento italiano, vino a París. Giuseppe Modigliani no era partidario de
que Italia entrase en guerra. Se citó en La Rotonde con Y. O. Mártov y P. L.
Lapinski. Decían que se había quedado desolado al ver a su hermano sumido
en la locura y que él lo achacaba a sus malas compañías de La Rotonde.
Sin embargo, La Rotonde no podía privar a nadie de la serenidad
espiritual, sino que se limitaba a atraer a personas que habían caído en la
desesperación. Los periodistas no sabían de qué hablábamos, a veces
describían peleas, borracheras, suicidios. La mala fama de La Rotonde fue en
aumento. Durante la guerra, vi sentada a una mesa contigua a una mujer
modesta cuyo aspecto revelaba a todas luces que había ido a parar a
Montparnasse por casualidad. Entabló conversación conmigo tímidamente: me
enteré de que era modista, que había llegado de Poitiers para pasar el día en
París y deseaba conocer la vida de los pintores. Le expliqué que yo no era
pintor, sino un poeta ruso. Aquello le pareció aún más romántico. Me
acompañó al hotel y me pidió permiso para ver cómo vivía. Mis pensamientos
los ocupaba la pintora Chantal y le contesté fríamente que yo debía trabajar:
«Usted trabaje, yo estaré callada sin molestarle». Quedó horrorizada al ver el
desorden que reinaba en mi habitación, lo ordenó todo, tomó del armario los
calcetines rotos, los zurció, cosió unos botones en la camisa y se fue contenta:
había conocido de cerca la vida bohemia. Y yo, sentado en mi habitación sin
calefacción, componía versos: «En la charcutería dormitaban cabezas de
cerdo, | pálidas como damas. | De sus ojos inmóviles goteaba la tristeza, |
sobre el mármol bañado en lágrimas. | Si lo desea le ofreceré un cochinillo
relleno, | o una bombonera con las vistas de la catedral de Reims».
Hablo de La Rotonde y sin querer recuerdo episodios anecdóticos, pero en
realidad todo era mucho más triste y más serio. Por las noches, en el café,
Modigliani dibujaba retratos en papel de carta, a veces veinte dibujos
seguidos. Pero no fue por eso que llegó a ser Modigliani. No trabajábamos en
La Rotonde, sino en talleres sin calefacción, en buhardillas, en sucios
edificios amueblados llamados hoteles. Íbamos a La Rotonde porque nos
sentíamos atraídos mutuamente. No eran los escándalos los que llamaban
nuestra atención; ni siquiera nos inspiraban las teorías estéticas nuevas y
audaces, simplemente teníamos ganas de estar juntos: sencillamente nos unía el
infortunio común.
Hablaré más adelante de Picasso, Modigliani, Léger, Rivera. Ahora siento
el deseo de dar un salto adelante para tratar de comprender qué es lo que nos
pasaba entonces a nosotros y a ese arte en el que vivíamos inmersos.
Los futuristas italianos proponían quemar los museos. Modigliani se negó
a firmar su manifiesto: nunca ocultó su amor por los viejos maestros toscanos.
Picasso hablaba con entusiasmo del Greco, de Goya, de Velázquez. Max Jacob
me leía poemas de Rutebeuf. Ninguno de nosotros renegaba del arte antiguo,
pero a menudo pensábamos si el arte era necesario en nuestros tiempos, a
pesar de que sin él no pudiésemos vivir ni un solo día.
En La Rotonde no se reunían adeptos de una corriente determinada, ni los
propagandistas del «ismo» de turno; no hay nada en común entre el cubismo
seco y sin colores que entonces apasionaba a Rivera y la pintura lírica de
Modigliani, entre Léger y Soutine. Más tarde los historiadores del arte
inventaron el término «Escuela de París»; sin duda, sería más correcto hablar
de la terrible escuela de la vida que conocimos en París.
La revolución, llevada a cabo por los impresionistas y luego por Cézanne,
se limitaba a la pintura. En su vida, Manet no fue un rebelde sino un mundano.
Cézanne sólo veía la naturaleza, sus lienzos, sus colores. Cuando durante el
caso Dreyfus toda Francia estaba en ebullición, se preguntaba, perplejo, cómo
era posible que su antiguo camarada Zola se interesara por semejantes
bagatelas. La revuelta de pintores y de los poetas relacionados con ellos en
los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial tenía un carácter
distinto, pues no sólo iba dirigida contra los cánones estéticos, sino que se
oponía a la sociedad en la que vivíamos. La Rotonde no parecía una
madriguera, sino también una estación sísmica donde las personas no sólo
recibían sacudidas imperceptibles para los demás. En el fondo, la policía
francesa no se equivocaba demasiado al considerar La Rotonde como un lugar
peligroso para la paz pública…
Como suele ocurrir, algunos de los que participaron en la revuelta la
abandonaron, o bien, cuando la situación cambió, se esfumaron, se les perdió
la pista; otros, como Modigliani o Guillaume Apollinaire, murieron
prematuramente; otros, por último, mantuvieron el frenesí de aquellos días
durante toda su vida, su biografía marchó al compás de la historia del siglo.
Lo más difícil para un escritor es encontrar un título para su libro; por lo
general los títulos son pretenciosos o demasiado generales. Pero del título
Poemas de las vísperas estoy más satisfecho que de los propios versos. Los
años de los que hablo ahora fueron una auténtica víspera. Muchos hablan de
ellos como epílogos. Hay noches blancas en que es difícil determinar de
dónde procede la luz que perturba, inquieta, impide dormir y favorece a los
enamorados: ¿se trata de la alborada o del crepúsculo vespertino? En la
naturaleza, la confusión de la luz no dura mucho: media hora, una hora. En
cambio la historia no tiene prisa. Crecí en una combinación de dos luces y he
vivido en ella toda mi vida, hasta la vejez.
22

No sé por qué, pero en aquella época tenía más amistad con los pintores que
con los poetas. Tal vez porque la pintura es una lengua internacional, o tal vez
simplemente porque los pintores pasaban más horas en La Rotonde.
A principios de 1914 un pintor que estaba sentado en una esquina oscura
de La Rotonde me llamó y me dijo: «Te voy a presentar a Apollinaire». En
aquella época me entusiasmaba el poeta y yo intentaba traducir sus versos. He
aquí el inicio de uno: «Le pré est vénéneux, mais joli en automne | Les vaches
y paissant | Lentement s’empoissonnent | La colchique couleur de cerne et de
lilas | Y fleurit tes yeux sont comme cette fleur-là | Violâtres comme leure
cerne et comme cet automne | Et ma vie pour tes yeux lentement
s’empoisonne». [‘El prado es venenoso pero lindo en otoño | Las vacas allí
pastan | Despacio se envenenan | El cólquico color de ojeras y de lilas |
Florece allí tus ojos son como aquella flor | Violáceos como sus ojeras y como
este otoño | Mi vida por tus ojos despacio se envenena’].[1]
Es fácil adivinar hasta qué punto estaba emocionado. No pude pronunciar
una palabra, ni siquiera logré seguir la conversación; miraba a Apollinaire con
tanta admiración que me dijo entre risas: «No soy una hermosa muchacha, sino
un hombre de mediana edad». No se parecía a los visitantes habituales de La
Rotonde, no había nada exótico en su ropa ni en su comportamiento, hablaba
con voz estentórea, se reía y, si bien era un polaco nacido en Roma cuyo
verdadero nombre era Wilhelm Kostrowicki, tenía el aspecto de un bondadoso
flamenco. Sin embargo, había en él un entusiasmo que después, quizá, sólo
haya visto en el poeta checo Nezval. Le gustaba bromear; nos propuso que
escribiéramos un misterio sobre la serpiente, la manzana y Picasso. Pablo,
como buen supersticioso español, no podía oír la palabra serpiente e hizo
unos signos mágicos debajo de la mesa para alejar el mal de ojo.
Los versos de Apollinaire me parecían demasiado armoniosos, yo lo
consideraba un clásico y me lamentaba a Diego Rivera: «Apollinaire es un
Hugo, un Pushkin». Escribe: «Le grand Pan l’amour Jésus-Christ | Sont bien
morts et les chats miaulent | Dans la cour, je pleure à Paris».[2] Diego
respondía: «Eso es porque Apollinaire es francés, bueno, es polaco, pero
escribe en francés». Pero yo era injusto con los versos de Apollinaire: no sólo
era un gran poeta, sino un hombre del nuevo siglo, levemente cubierto del
polvo de plata de los viejos caminos europeos.
Al principio de la guerra partió como voluntario al frente; en un primer
momento glorificó la guerra, después vio el horror de la vida en las trincheras
y escribió sobre ello. En la primavera de 1916 un obús cayó cerca de la
trinchera, y un fragmento de metralla perforó su casco militar y resultó
gravemente herido. Los fuertes dolores de cabeza y la parálisis de la parte
izquierda del cuerpo obligaron a practicarle una trepanación. La salud de
Apollinaire quedó minada y, en noviembre de 1918, dos días antes de que
acabara la guerra, murió de la mortífera epidemia de «gripe española».
Cuando comencé a trabajar en mis memorias, me trajeron de la biblioteca
un paquete de libros sobre los poetas del primer cuarto de siglo, entre los que
figuraba una selección de cartas del poeta Max Jacob. En 1915 escribía a
Guillaume Apollinaire: «Hay entre nosotros un poeta ruso bastante notable,
Iliá Ehrenburg; me ha traducido algunos de sus versos. Se considera discípulo
de Jammes, pero se parece más a ti o a Heine. En sus poemas hay algo
parecido al Juicio Final: van a buscar a un viejo que está sentado en un café:
“¿Acaso no sabe que ha llegado el Juicio Final? ¡Tiene que venir!”. Y el viejo
contesta: “No puedo ir, me han invitado a una cena”. No todos sus versos
alcanzan semejante fuerza, pero convendría que hubiera más poetas como él».
Max Jacob me dijo que quería traducir algunos de mis poemas al francés.
Trabajábamos en su alojamiento: vivía en una pequeña habitación de
Montmartre. Continuaba viniendo a La Rotonde vestido con elegancia y,
cuando entraba en su casa, se quitaba su traje de etiqueta, lo doblaba
cuidadosamente dentro de un cofre y se ponía una chaqueta llena de manchas.
(A finales de 1917, recibí una carta de Max Jacob en Moscú. Me
comunicaba que había leído las traducciones de mis poemas en una velada de
poesía contemporánea en el Salón de Otoño. No le respondí, vivíamos en
mundos diferentes…).
Había en Max Jacob ciertos rasgos que le acercaban a otro Max: Voloshin.
Además de a la poesía, los dos se dedicaban a la pintura; adoraban el juego,
las bromas, la farsa. Cuando Max Jacob fue atropellado por un coche y la
ambulancia lo llevó al hospital, suplicó a los médicos que avisaran a su hija,
aunque no tenía ninguna. Se convirtió al catolicismo: aseguraba que se le
habían aparecido Cristo y la Virgen María y le habían dicho: «Max, eres un
bellaco». Su padrino fue Picasso.
La auténtica pasión de Max Jacob era el arte. Escribía versos tiernos e
irónicos, ora denunciaba a los burgueses engreídos, ora se confesaba
infantilmente. Predijo el florecimiento de la física, de la astronomía, estaba
dotado de una imaginación y sensibilidad extraordinarias que le permitían
anticiparse a muchas cosas: escribía que los ministros y los estetas mantenían
conversaciones abstractas sobre el arte por el arte, sobre la grandeza de
Francia, mientras que el cielo encima de sus cabezas era plomizo, hendido por
rayos.
Durante muchos años vivió en una abadía a las orillas del Loire; allí le
sorprendió la Segunda Guerra Mundial. Poco tiempo después Max tuvo que
ponerse la estrella amarilla en la solapa: era judío. Escribía cartas tristes a los
amigos, sabía lo que se le venía encima. Un día fue a visitarle Paul Éluard,
combatiente de la Resistencia, para decirle que los jóvenes poetas franceses le
debían mucho.
En enero de 1945 Radio París anunció que los alemanes habían asesinado
a Max Jacob. Supe más tarde los detalles de su muerte. A principios de 1944
los alemanes lo llevaron al campo de tránsito de Drancy, desde donde
enviaban a los judíos a Auschwitz (en Drancy murió toda la familia de Jacob).
Max tenía sesenta y ocho años, cayó enfermo y murió; los supervivientes
recuerdan que murió dignamente, esforzándose en levantar la moral a los
otros, en alentarlos.
23

Muy pocas veces conversé con Modigliani sin que me citara algunos tercetos
de La Divina Comedia; Dante era su poeta preferido. En mis Poemas de las
vísperas hay un poema que data de abril de 1915: «Tú estabas sentado en una
escalera baja, | Modigliani. | Tus gritos eran los de un albatros… | La luz
oleaginosa de una lámpara bajada | y el azul de tus cabellos ardientes. | Y de
repente escuché al terrible Dante. | Sonaron, se derramaron las palabras
sombrías».
Dante no sólo era terrible. Me acuerdo de ciertas estrofas del Purgatorio:
el poeta y su compañero, sentados en lo alto de una montaña, contemplan
apaciblemente el camino recorrido. Tengo el deseo ahora de sentarme un rato
al lado del Modigliani vivo («Modi», como lo llamaban sus amigos). Lo han
hecho protagonista de una película comercial, han escrito varias novelas
insulsas sobre él. ¿Acaso el escenógrafo de la película pudo sentarse
tranquilamente en un peldaño de piedra y meditar sobre los recodos de un
camino que le era ajeno?
Así se forjó la leyenda de un pintor hambriento, de vida licenciosa,
siempre borracho, del último representante de la bohemia que, en sus escasas
horas de lucidez entre trago y trago, pintaba retratos singulares, murió en la
miseria y póstumamente fue encumbrado a la fama.
Todo eso es cierto y a la vez falso. Es verdad que Modigliani pasaba
hambre, se daba a la bebida, tomaba hachís, pero eso no quiere decir que
amase el libertinaje o los «paraísos artificiales». Modigliani no tenía el menor
deseo de pasar hambre, siempre comía con apetito y de ninguna manera
buscaba el martirio. Tal vez estaba hecho para la felicidad mucho más que
otros. Estaba vinculado a la dulce lengua italiana, al suave paisaje de la
Toscana, al arte de sus viejos maestros. No comenzó con el hachís… Es obvio
que habría podido pintar retratos que hubiesen gustado a críticos y clientes;
habría tenido dinero, un bonito estudio, reconocimiento. Pero Modigliani no
sabía mentir ni adaptarse; todos los que le conocieron saben que era muy terco
y orgulloso.
Lo vi en momentos duros y en días alegres; lo vi tranquilo,
extraordinariamente amable, pulcramente afeitado, con la cara pálida,
ligeramente azulada, los ojos dulces, llenos de bondad; también lo vi furioso,
con la cara cubierta de una espesa barba negra. Ese Modigliani lanzaba gritos
agudos como un pájaro, tal vez como un albatros; si evoqué a ese pájaro en
mis versos no fue como mera alegoría.
(A Modigliani le gustaba el poema de Baudelaire sobre el albatros del
cual se burlan los marineros: «Ce voyageur ailé, comme il est gauche et
veule!»).
He dicho que Modigliani era guapo; las mujeres lo miraban. Su belleza
siempre me pareció italiana. Sin embargo, era sefardita, un descendiente de
los judíos expulsados de España que se establecieron en Provenza, Italia y los
Balcanes.
Un día entré con Modigliani en un café del boulevard Pasteur. Había
estado trabajando y se le veía tranquilo. En la mesa contigua había unos
señores de aspecto respetable que jugaban a las cartas. Yo copiaba unos
versos que me había enseñado Modi y no oía nada. De pronto él saltó y se
puso a gritar: «¡Cierra el pico! Soy judío y podría tener un par de palabras
contigo… ¿Estamos?». Los jugadores guardaron silencio. Modigliani pagó el
café y dijo en voz alta: «Lástima que nos hayamos metido en este café, está
lleno de cerdos». Cuando salimos le pregunté qué habían dicho los de la mesa
vecina. «Lo de siempre —contestó Modigliani—. Es una lástima dedicarse a
pintarrajear telas con un pincel; todavía habrá que pasarse tres siglos
rompiendo crismas».
Me contó que su abuelo era romano, quería cultivar viñas y compró para
ello una pequeña parcela de terreno; pero, según la ley, a los judíos les estaba
prohibido poseer tierras. El abuelo, furioso, se trasladó a Livorno, donde
vivían numerosas familias judías desde hacía mucho tiempo. Modi me leyó
algunos sonetos italianos de Emanuele Romano, poeta hebreo del siglo XIV;
eran cáusticos, amargos y al mismo tiempo llenos de alegría de vivir.
Modigliani me contó cómo celebraban antaño los romanos el carnaval: la
comunidad judía tenía la obligación de facilitarles un corredor judío; éste se
desnudaba y, ante los gritos de la multitud entusiasmada, obispos, embajadores
y damas, daba la vuelta a la ciudad tres veces. (Escribí un poema entonces a
este respecto).
Conocí a Modigliani en 1912. Era ya un viejo parisino. Durante uno de
nuestros primeros encuentros me hizo un retrato; todo el mundo le encontró un
gran parecido con el original. Después me dibujó a menudo; yo tenía una
carpeta con sus dibujos. (En el verano de 1917 volví a Rusia con un grupo de
emigrados políticos. En Inglaterra nos notificaron que estaba prohibido entrar
en Rusia manuscritos, dibujos, cuadros e incluso libros. Tomé cuanto tenía de
valor, una naturaleza muerta de Picasso, el Eda de Baratinski con la
dedicatoria del autor, los dibujos de Modigliani, y dejé la maleta en la
embajada del gobierno provisional. El gobierno se reveló, en efecto,
provisional, y la maleta desapareció para siempre).
La habitación donde vive Anna Ajmátova en un viejo edificio de
Leningrado es pequeña, severa, está desnuda; en la pared sólo cuelga un
retrato de ella, joven, hecho por Modigliani. Anna Andréievna me contó cómo
había conocido en París a un joven italiano extremadamente modesto que le
había pedido permiso para hacerle un retrato. Eso fue en 1911. Ajmátova
todavía no era Ajmátova y Modigliani tampoco era aún Modigliani. Pero se ve
ya en el dibujo (si bien por su factura se diferencia de los dibujos más tardíos
del pintor) la precisión de las líneas, su ligereza, la convicción poética.
El protagonista de la película y de las novelas es el Modigliani de los
momentos de desesperación, de locura. Pero Modigliani no sólo bebía en La
Rotonde, no sólo dibujaba en papel manchado de café; pasó días, meses y
años ante el caballete pintando desnudos y retratos al óleo.
Siempre me asombró su erudición. Creo que no he conocido a ningún
pintor que amara tanto la poesía. Recitaba de memoria a Dante, Villon,
Leopardi, Baudelaire y Rimbaud. Sus telas no son visiones fortuitas, sino un
mundo del cual el artista, que había logrado combinar de manera insólita la
infancia y la sabiduría, tenía plena conciencia. Cuando hablo de «infancia» no
me refiero, por supuesto, al infantilismo, ni a una torpeza natural ni al
intencionado primitivismo, sino a cierto frescor de percepción, espontaneidad,
pureza interior. No es sorprendente que los diferentes modelos de Modigliani
se parezcan entre sí. Yo puedo juzgar por los que conocí: Zborowski, Picasso,
Rivera, Max Jacob, la escritora inglesa Beatrice Hastings, Soutine, el poeta
Franz Hellens, Dilevski y, por último, la mujer de Modi, Jeanne. Nunca le
seducía lo accesorio ni los objetos externos; sus lienzos revelan la naturaleza
del hombre. Diego Rivera, por ejemplo, es pesado, casi salvaje; Soutine
conserva un aire trágico de incomprensión, la nostalgia permanente del
suicidio. Lo sorprendente es que, si los diferentes modelos de Modigliani se
parecen entre sí, ello no responde a un estereotipo, a los procedimientos a los
que recurre el pintor, sino a la percepción del mundo que tiene el artista.
Zborowski, con su cabeza de perro pastor bondadoso y peludo, el
desconcertado Soutine, la tierna Jeanne en camisa, una niña, un viejo, una
modelo, un bigotudo, todos parecen niños enfurruñados, aunque algunos de
esos niños tengan barba o canas. Me parece que a Modigliani la vida se le
antojaba un inmenso jardín de infancia organizado por mezquinos adultos.
En la leyenda, por supuesto, siempre hay algo de verdad, y resulta fácil
comprender que la biografía de Modigliani pueda cautivar a un cineasta. Hace
poco leí en la prensa que un pequeño retrato de Modigliani se había vendido
en una subasta en Estados Unidos por cien mil dólares. En toda su vida
Modigliani no gastó la cuarta parte de esa suma. Cuántas veces vi a la vieja
Rosalía, propietaria de un pequeño restaurante italiano de la rue Campagne
Première, recibir un dibujo de Modigliani a cambio de un trozo de carne o una
ración de macarrones. Ella no quería aceptarlo, pero Modigliani insistía: él no
era un mendigo; y Rosalía, mirando la hoja de papel cubierta de finas líneas
rotas, suspiraba con tristeza: «Dios mío…». Bien es cierto que ni siquiera los
más entendidos amantes del arte le comprendían. A quienes les gustaban los
impresionistas no soportaban a Modigliani por su indiferencia hacia el color,
su precisión en el dibujo, su arbitraria desfiguración de la naturaleza. Todo el
mundo hablaba de cubismo; los pintores, a veces poseídos por la idea de
destrucción, eran al mismo tiempo ingenieros, arquitectos, constructores; para
los amantes de los cuadros cubistas, Modigliani era un anacronismo.
Los biógrafos señalan que 1914 fue un buen año para Modigliani: había
encontrado a un marchante de cuadros, Zborowski, que en el acto había sabido
comprender y apreciar sus obras: ese joven poeta polaco había llegado a París
soñando con un viaje a la mágica Citera pero encalló ante una taza de café en
La Rotonde. No tenía dinero, vivía en un pequeño piso con su mujer.
Modigliani a menudo trabajaba allí. Zborowski, con sus cuadros bajo el brazo,
recorría París de la mañana a la noche esforzándose en vano en seducir con
las obras del pintor italiano a los verdaderos marchantes de arte.
Es cierto, por último, que en ocasiones se apoderaba de Modigliani el
desasosiego, el horror, la ira. Me acuerdo de una noche en su estudio lleno de
trastos; había mucha gente: Diego Rivera, Voloshin, modelos. Modigliani
estaba muy nervioso. Su amiga, Beatrice Hastings, decía con su marcado
acento inglés: «Modigliani, no olvide que es usted un gentleman, su madre es
una dama de la alta sociedad…». Estas palabras obraron en Modigliani como
un sortilegio; permaneció largo rato sentado en silencio, pero finalmente no
logró dominarse y se puso a romper la pared; arrancó el estucado, intentó
quitar los ladrillos. Tenía los dedos ensangrentados y en sus ojos había tanta
desesperación que no pude seguir mirándole y salí al patio mugriento, lleno de
trozos de esculturas, de vajilla rota y de cajas vacías.
Durante los años de la guerra, Modigliani iba a menudo a cenar a una
cantina frecuentada por pintores; se sentaba en los peldaños de la escalera, a
veces recitaba a Dante, otras hablaba de la guerra, de la muerte de la
civilización, de poesía, de todo excepto de pintura. Durante cierto tiempo se
apasionó por las predicciones del médico francés del siglo XVI, Nostradamus.
Me aseguraba que Nostradamus había predicho con exactitud la Revolución
francesa, el triunfo y la derrota de Napoleón, el fin del Estado del papa, la
unificación de Italia; citaba otras profecías que aún no se habían cumplido:
«He aquí un pequeño detalle: la República en Italia… Y otra cosa, mucho más
importante: se mandará a mucha gente al exilio, a unas islas, llegará al poder
un tirano cruel que mandará encarcelar a todos cuantos no aprendan a callar y
se comenzará a exterminar a la gente».
Sacaba del bolsillo un libro muy usado y decía a voz en cuello:
«Nostradamus previó la aviación militar. Pronto enviarán al polo a los que
osen sonreír o llorar a destiempo, unos al Polo Norte, otros al Polo Sur».
Cuando llegaron las primeras noticias de la revolución que había estallado
en Rusia, Modi vino corriendo a verme, me abrazó y se puso a gritar con
entusiasmo (a veces no llegaba a comprender lo que me decía).
Una joven llamada Jeanne empezó a frecuentar La Rotonde. Parecía una
colegiala, tenía los ojos y los cabellos claros, miraba a los pintores con
timidez. Decían que estudiaba pintura. Poco antes de mi partida a Rusia, vi en
el boulevard Vaugirard a Modigliani y a Jeanne. Caminaban sonrientes y
cogidos de la mano. Pensé: «Por fin Modi ha encontrado su felicidad».
Volví a París en mayo de 1921. Me contaron a toda prisa las novedades:
«¿Cómo, no sabes que Modigliani ha muerto?». Yo no sabía nada de mis
amigos de La Rotonde. Modi tosía continuamente, siempre tenía frío, contrajo
una tuberculosis pulmonar, su organismo estaba extenuado. Murió en el
hospital a principios de 1920. Jeanne no fue al cementerio. Cuando los amigos
volvieron a La Rotonde después del entierro, se enteraron de que una hora
antes Jeanne se había tirado por la ventana. Quedaba la hijita de Modi, que
también se llamaba Jeanne.
Eso es todo. Los amigos habían hecho una colecta para pagar el entierro.
Un año más tarde en París se organizó una exposición de sus obras. Se han
escrito libros sobre él, se han hecho fortunas con sus cuadros. Por otra parte,
es una historia tan habitual que ni siquiera vale la pena hablar de ello…
He visto Modigliani en diferentes museos del mundo, en Nueva York,
Estocolmo, París, Londres. Pintó algún desnudo, pero la mayoría de sus
cuadros son retratos. Dio vida a mucha gente, plasmando en sus lienzos
tristeza, perplejidad, ternura y un sentimiento de perdición irremediable que
conmueve a los visitantes de los museos.
Quizá algún defensor acérrimo del «realismo» dirá que Modigliani
desdeñaba la naturaleza, que las mujeres de sus retratos tienen los cuellos o
las manos demasiado largos. ¡Como si un cuadro fuese un atlas de anatomía!
¿Acaso las ideas, los sentimientos y las pasiones no modifican las
proporciones? Modigliani no era un observador frío, no miraba a las personas
desde el exterior, vivía con ellas. Son retratos de personas que amaron,
languidecieron, sufrieron; y las fechas no son sólo jalones de la vida del
pintor, son jalones del siglo: 1910-1920. Sería ridículo decir que Modigliani
no sabía cuántas vertebras había en el cuello, lo estudió en las escuelas de
bellas artes de Livorno, Florencia y Venecia durante muchos años. Sabía
también otra cosa: por ejemplo, cuántos años contenía un año como 1914. Y si
cambiaban las nociones que parecían seculares de los valores humanos, ¿cómo
no iba a ver un pintor el rostro de su modelo modificado?
Los lienzos de Modigliani contarán muchas cosas a las generaciones
futuras. Pero yo los miro y veo ante mí al amigo de mi lejana juventud. ¡Cómo
amaba a los hombres, cómo se inquietaba por ellos! Se escribe una y otra vez:
«Bebía, alborotaba, murió…». Pero el problema no es ése. El problema no
está siquiera en su destino, edificante como una parábola. Su destino estaba
estrechamente ligado al de los otros, y si alguien quiere comprender el drama
de Modigliani, que no piense en el hachís, sino en los gases asfixiantes, que
piense en la Europa entumecida y perpleja, en los caminos tortuosos del siglo,
en el destino de cualquiera de los modelos de Modigliani en torno a los cuales
se estrechaba ya una argolla de hierro.
24

El verano de 1914 empezó bien para mí. Había escrito varios poemas que me
parecían más originales que los anteriores (los incluí más adelante en mi libro
Poemas de las vísperas).
El verano fue extraordinariamente claro y caluroso, jalonado por
ocasionales chaparrones. Todo florecía con exuberancia. De manera
inesperada, recibí dinero de dos revistas y decidí viajar a Holanda: ¡no me lo
iba a gastar en un abrigo de invierno! Me sentía atraído por la obra de
Rembrandt, así como por las descripciones del original modo de vida del país
y las hospitalarias holandesas con cofias blancas cuyas fotografías adornaban
la agencia de viajes.
(Ahora me parece extraño que se pueda ir a un país extranjero sin rellenar
formularios, sin pasar semanas esperando a que se decida si te dejarán salir o
no. Sin embargo, la palabra visado la oí por primera vez durante la guerra;
antes ni siquiera pedían pasaporte: en la frontera sólo subían en el vagón los
aduaneros).
Holanda resultó ser un país tranquilo y pintoresco. Las cofias de las
muchachas eran realmente blancas, las aspas de los molinos de viento giraban
de verdad; los campesinos fumaban con parsimonia sus largas pipas de arcilla;
las vacas bien cuidadas rumiaban melancólicamente la hierba de un tierno
verde, y siempre servían queso en el desayuno. En una palabra, la guía con la
que me había pertrechado en París no me había engañado.
Había museos por doquier y cada mañana, después de engullir el mayor
número posible de bocadillos de queso para así ahorrarme la comida del
mediodía, me dirigía a alguno de ellos. Por lo general se define la pintura
holandesa como estrictamente realista, dicen que se inspira en la vida
cotidiana. Los temas de los cuadros parecen confirmar esas afirmaciones:
retratos, escenas de género, paisajes —con la combinación, inevitable en ese
país, de tierra llana, agua y cielo—, naturalezas muertas. Pero en Italia el
museo no está separado de la calle donde se encuentra y el arte se fusiona con
la vida que lo rodea. En Holanda, por el contrario, me sorprendió la ruptura
entre el arte del pasado y la realidad actual. Los campesinos tenían sentido de
los negocios, la Bolsa de Ámsterdam parecía una institución nacional, durante
la semana todo el mundo leía los boletines bursátiles y los domingos, los
libros de oraciones. La playa próxima a La Haya estaba llena de damas
corpulentas. En medio de todo eso se erguían los edificios de los museos
donde colgaban las telas de Rembrandt, al igual que colgaban en el Louvre y
en el Ermitage.
Me preguntaba cómo podía explicarse semejante ruptura. Parece que los
pintores holandeses, hace tres siglos, vivían en un aislamiento interior mucho
más grande que los italianos: cuando llevaban a cabo los encargos y
representaban escenas de género al alcance de todos, se inspiraban en la
técnica pictórica. En 1914 la palabra formalismo sólo se aplicaba al «hombre
en el estuche»,[1] pero, para expresarme en términos actuales, diré que los
pintores holandeses me parecieron formalistas. Me fascinaba contemplarlos,
pero, al salir del museo, volvía a pensar en mis cosas.
Nada de eso tenía que ver con Rembrandt: no podía dejar de mirar sus
cuadros, me contagiaba su inquietud. Sin duda, él no vivía al margen de la
gente, su carácter apasionado desconcertaba y a veces sublevaba a sus
contemporáneos. No creo que los otros pintores del siglo XVIII apreciaran a
los negociantes o a los obispos, pero a los prósperos mercaderes les gustaban
sus telas, las pagaban bien y decoraban con ellas sus casas. Ahora ponen el
nombre de Rembrandt a calles, hoteles y marcas de cigarros. Pero cuando
vivía no pasaba lo mismo: al pintor le embargaban los bienes y los vendían en
subastas, había años en que nadie llamaba a la puerta de su casa.
Yo vagaba por los canales y pensaba en el destino del pintor sin prestar
atención a los transeúntes. ¿Se debía al clima de Holanda? Hace poco leí las
cartas de Descartes a Guez de Balzac. Descartes contaba cómo pasaba el
tiempo en Holanda (vivió veinte años en este país): «Todos los días paseo
entre multitud de gente con la misma sensación de libertad y de reposo que
usted por sus avenidas, y las personas con las que me cruzo son para mí los
árboles que usted ve en su bosque». También me he acordado de Descartes
porque en aquella época comencé a leerlo por primera vez, pensaba sobre la
esencia de la duda: «Pienso, luego existo».
Era un día caluroso, y yo andaba, como de costumbre, por las calles de
Ámsterdam sin mirar la cara de los viandantes. De pronto ocurrió algo que me
dejó perplejo; la gente leía el periódico presa de la agitación, hablaba en voz
más alta que de costumbre, se arremolinaba junto a los estancos donde
colgaban los boletines con las últimas noticias. ¿Qué había pasado? Yo me
esforzaba por comprender los títulos. Por todas partes se repetía una misma
palabra: oorlog,[2] que no se parecía a las palabras alemanas ni a las
francesas. En un primer momento decidí volverme al hotel para leer a
Descartes, pero la inquietud se adueñó de mí. Compré un periódico francés y
me quedé estupefacto: hacía tiempo que no leía los periódicos y no sabía lo
que ocurría en el mundo. Le Matin anunciaba que Austria-Hungría había
declarado la guerra a Serbia; Francia y Rusia se disponían a decretar la
movilización general ese mismo día. Inglaterra guardaba silencio. Me pareció
que todo se venía abajo: las acogedoras casitas blancas, los molinos y la
Bolsa…
Intenté cambiar dinero ruso, tenía veinte rublos, pero en los bancos me
respondieron que, desde la víspera, sólo cambiaban monedas de oro. No me
alcanzó el dinero para pagar el hotel, dejé allí mis cosas y corrí a la estación.
Durante la noche del 2 de agosto llegué a la última estación belga, los
trenes ya no entraban en Francia. Los belgas decían que su país permanecería
neutral cualesquiera que fuesen las circunstancias (al día siguiente los
alemanes invadieron Bélgica). Era preciso cruzar la frontera a pie.
Despuntaba el alba. Caminamos entre pesadas espigas doradas, después
encontramos un prado verde; cantaban las alondras. Mis compañeros no
decían nada. Por un camino desierto pasó un rebaño, sonaban los cencerros de
las vacas. Finalmente apareció a lo lejos un hombre, era un centinela francés;
no sé por qué motivo disparó al aire, y ese disparo, en el silencio campestre
de la mañana, me trastornó: de pronto comprendí que mi vida se había
escindido en dos. Algunos soldados entonaron La Marsellesa con voz
desafinada. Salieron a nuestro encuentro unos alemanes, hombres, mujeres y
niños con fardos pesados; se dirigían hacia Alemania. El centinela dijo en un
tono difícil de definir, tal vez de reproche, tal vez de indiferencia: «He aquí la
guerra».
Miré atrás por última vez: el blanco camino desierto, el rebaño de vacas,
el pueblecito belga. No sabía que unos días más tarde prenderían fuego al
pueblo y que las divisiones alemanas avanzarían por aquel camino en
dirección sur, no sabía que la guerra iba a ser tan larga (todo el mundo decía
«un mes, tal vez dos»), pero sentía que en el mundo todo había cambiado.
Ahora sé que, del mismo modo que las campanadas del reloj señalan el inicio
del nuevo año, el disparo inmotivado de un centinela, en algún punto de
Erquelinnes, marcó el inicio de una nueva era.
Aquel día de verano se grabó para siempre en mi memoria. Se habla a
menudo de la importancia del primer amor. Pero para mí, como para todos los
que me rodeaban, era la primera guerra. Cuarenta y cuatro años es un largo
período de tiempo: los combatientes de la guerra franco-prusiana habían
muerto o eran muy viejos, los jóvenes se reían de sus relatos. Ninguno de
nosotros sabía qué era la guerra.
La Segunda Guerra Mundial se preparó durante mucho tiempo, la gente
pudo hacerse a la idea de que ésta era inevitable; en la víspera del Pacto de
Munich los franceses presenciaron un ensayo general: la despedida de los
reservistas, el apagón. Pero la Primera Guerra Mundial estalló
repentinamente: la tierra tembló bajo nuestros pies. Sólo algunas semanas más
tarde recordé que el Echo de Paris exhortaba a recobrar Alsacia y Lorena,
que cuando aún estaba en Rusia en las reuniones yo había condenado la
reunión de Francia con el zar: «El zar ha recibido un anticipo por la carne de
cañón». También me acordé de que el propietario de la panadería me había
dicho muchas veces: «Lo que necesitamos es una buena guerra, una guerra de
verdad, entonces todo se arreglará». Y cuando atravesaba Alemania, había
visto a los arrogantes oficiales alemanes. Todo se preparaba desde hacía
tiempo, pero lejos, y estalló de improviso.
Unos zuavos me hicieron sitio en su vagón de mercancías. (Antes había
visto inscripciones en los vagones: en Rusia, «cuarenta hombres, ocho
caballos», en Francia, «Treinta y seis hombres», pero nunca me había detenido
a pensar de qué «hombres» se trataba). Viajábamos hacinados, hacía calor. El
tren iba despacio, se detenía en los apartaderos a la espera de que pasaran los
convoyes que iban en sentido contrario. En las estaciones las mujeres
acompañaban a los soldados movilizados; muchas lloraban. Nos dieron para
el vagón botellas de vino tinto. Los zuavos bebían a morro, me la pasaban para
que bebiera yo también. Todo daba vueltas, giraba. Los soldados se
envalentonaban. En muchos vagones se había escrito con tiza: «Excursión de
recreo a Berlín».
Los soldados franceses llevaban sus viejos uniformes absurdos: uniformes
azules con pantalones de un rojo vivo. Aún imaginaban la guerra tal como la
habían representado los viejos pintores de batallas: caballos encabritados, el
abanderado sobre la cima, el general que agita su mano cubierta de un guante
blanco. Se contaban multitud de historias, algunas jactanciosas, otras cómicas.
Nunca se generan tantas fábulas como durante los primeros días de una guerra;
en aquella época yo no lo sabía y me lo creía todo. Unos decían que los
franceses habían tomado Metz, que habían matado a mil alemanes, que los
cosacos rusos avanzaban rápidamente hacia Berlín; otros aseguraban que los
alemanes habían invadido Francia y se aproximaban a Nancy, que Inglaterra se
había declarado neutral, que un crucero francés había sido hundido, que el zar
había llegado a un acuerdo en el último momento con Guillermo. Nadie sabía
nada. Los zuavos entonaban canciones a voz en cuello, unas tristes y otras
picantes.
En París, la Estación del Norte parecía un campamento. En los andenes se
comía, se dormía, se besaba, se lloraba.
Fui a ver a mis amigos rusos. Todo el mundo gritaba, nadie escuchaba a
nadie. Unos decían: «Francia es la libertad, voy a luchar por la libertad». Otro
refunfuñaba tristemente: «No se trata del zar, sino de Rusia… Si me dan
permiso, iré, si no me alistaré aquí como voluntario».
Es difícil relatar lo que pasaba esos días. Todo el mundo parecía haber
perdido la cabeza. Las tiendas cerraban sus puertas. La gente se lanzaba a la
calle gritando: «¡A Berlín! ¡A Berlín!». No eran jóvenes, no eran grupos de
nacionalistas, no, era todo el mundo, viejas, estudiantes, obreros, burgueses,
todos marchaban enarbolando banderas, con flores, cantando La Marsellesa
con voces enronquecidas. Todo París se echó a la calle, la gente se
arremolinaba por las calles; acompañaban a los soldados, los despedían,
silbaban, gritaban. Parecía que un río humano se hubiese desbordado e
inundado el mundo. Cuando por la noche, extenuado, me desplomaba en la
cama, llegaban por la ventana los mismos gritos: «¡A Berlín! ¡A Berlín!».
No podía apartar mi atención del montón de periódicos; los leía una y otra
vez, a pesar de que en todos se decía lo mismo: los matices políticos habían
desaparecido. Jaurès había sido asesinado, pero sus camaradas escribían que
era preciso combatir contra el militarismo alemán. Jules Guesde llamaba a
todos a continuar la guerra hasta alcanzar un final victorioso. Hervé, conocido
porque en su periódico La Guerre Sociale exhortaba a los soldados a que no
obedecieran a sus generales, escribió: «Ésta es una guerra justa y
combatiremos hasta el último cartucho». Los socialdemócratas alemanes
votaron a favor de los créditos de guerra. Bethmann-Hollweg calificó el
acuerdo sobre la neutralidad de Bélgica como un «trozo de papel». El rey de
los belgas hizo un llamamiento para defender a la patria; tenía un rostro
simpático: se reprodujo en todos los periódicos. Lieja resistía heroicamente.
Anatole France pidió que le mandaran al frente, tenía setenta años; le dejaron
en la retaguardia, por supuesto, pero le entregaron un capote de soldado.
Thomas Mann, glorificando las hazañas del ejército alemán, evocó a Federico
el Grande: «Ésta es una guerra de toda Alemania». Los periódicos hablaban
del entusiasmo que reinaba en Petersburgo. Un grupo de socialdemócratas y de
socialistas revolucionarios hacía un llamamiento a los emigrados franceses
para que se alistaran como voluntarios en el ejército galo: «Repetiremos el
gesto de Garibaldi… Si cae Guillermo, el absolutismo ruso que tanto odiamos
se vendrá abajo».
Abría La Patrie y buscaba ávidamente una respuesta. Y a mi alrededor la
gente gritaba, lloraba, cantaba «Allons enfants de la patrie!».
Yo vivía en un hotelito barato, Le Nice, en el boulevard Montparnasse.
Poco antes de la guerra el dueño del hotel se había casado con una
encantadora alsaciana, prácticamente una niña. Cuatro o cinco días después de
que estallara la guerra, lo movilizaron. Reunió a los viejos clientes —todos
emigrados rusos—, a Lapinski, a Mártov y a mí, y nos pidió que ayudáramos a
su joven esposa en caso de que alguien la tomara con ella por haber tenido
antes la nacionalidad alemana (lo que más le preocupaba era la presencia del
hermano de su mujer, un chico de quince años que no hablaba francés; éste
había ido a ver a su hermana y se había quedado atrapado en París). El
propietario ordenó que no se nos cobrara la habitación hasta el final de la
guerra.
Me encontré al pintor Léger, me dijo que lo habían movilizado, que lo
destinaban a un regimiento de zapadores y partía al día siguiente. Le pregunté
maquinalmente cómo había ido su exposición. Léger sonrió con ironía y agitó
la mano.
Vino a verme mi amigo Tijón Ivánovich Sorokin y me trajo las últimas
noticias: al día siguiente, en el Palacio de los Inválidos, se abriría la
inscripción de voluntarios. Él iría a primera hora.
Era muy duro quedarse allí y mirar cómo los otros partían. Dije a Sorokin:
«Yo también iré». Me habló largo y tendido de la importancia de esa guerra
para Rusia. No me acuerdo de la conversación, pero sí que, al despedirnos,
me dijo: «Tú, amigo mío, te has vuelto loco».
Yo ya no era capaz de pensar, de manera que, si Descartes tenía razón, yo
ya no existía.
25

La explanada de los Inválidos estaba llena de gente: italianos, polacos,


griegos, españoles y rumanos se habían alineado en columnas y enarbolaban
banderas y pancartas. Había muchos rusos, algunos con la bandera tricolor y
otros con banderas rojas. Se había formado la primera cola del tiempo de la
guerra; si se piensa en el destino de los voluntarios, se podría decir que la
gente hacía cola para morir, pero todos estaban contentos, cantaban, gritaban
desafiantes: «¡A Berlín!». El calor era sofocante; la gente bebía limonada y se
secaba la cara empapada de sudor, luego volvía a cantar.
Yo también estaba en la cola y hasta al atardecer no llegué a la mesa detrás
de la cual estaba sentado un mayor bigotudo. El médico militar me miró
lúgubremente, me auscultó con un estetoscopio y gritó: «¡El siguiente!». Yo
pensaba que me iban a dar un pantalón rojo, pero el sargento me gritó: «¿Qué
pasa? ¿No entiendes el francés?». Resultó que me habían descartado. ¿Qué
defectos había encontrado en mí el mayor? Lo ignoro. Tal vez le parecía
demasiado esmirriado. Uno no puede quedar impune tras anteponer durante
tres o cuatro años la poesía a los bistecs de carne. Estoy convencido de que si
me hubieran examinado unos meses más tarde habría sido declarado apto:
basta con que una mercancía cualquiera, incluida la carne de cañón, empiece a
escasear para que la gente deje de mostrarse caprichosa.
Entre la multitud vi a muchos conocidos: emigrados rusos con los que me
había encontrado en la biblioteca de la avenue Gobelins y algunos clientes
habituales de La Rotonde. Entonces no conocía a V. G. Fink, pero es muy
probable que se hallara en la misma cola que yo.
Por la noche Kisling se presentó en La Rotonde con su uniforme militar,
Libion lo abrazó y sirvió champán para todos; brindamos por la victoria.
Tijón me explicó que le mandaban a Blois, donde iban a instruir a los
voluntarios. Le envidié: en días así lo peor es ser espectador. Despedimos a
los voluntarios cantando La Marsellesa, Con valor, camaradas, ajustad el
paso y algunas canciones sentimentales.
Por lo general, en aquella época se cantaba mucho: en las estaciones, en
las calles y en los cafés. No cabe duda de que la guerra tiene sus leyes: en las
primeras semanas todo el mundo canta, bebe, llora, riñe y caza a espías. Me
condujeron varias veces a la policía a causa de mi apellido, y cada vez tenía
que probar que, pese a llamarme Ehrenburg, no era alemán. Se contaba
infinidad de historias inverosímiles: habían detenido a un espía alemán
disfrazado de mujer que llevaba consigo ciertos planos secretos, en el Palacio
del Elíseo habían descubierto un trastero donde se ocultaba un espía con una
cámara fotográfica. En todas partes había letreros: ¡CÁLLESE! ¡DESCONFÍE!
¡OÍDOS ENEMIGOS LE ESCUCHAN!
Saquearon las lecherías Maggi. Arrestaron al conde Károlyi, pese a que se
había opuesto a los Habsburgo. La fiebre se había apoderado de la gente.
Todos anhelaban la victoria y se aseguraban entre sí que al cabo de unos días
se tomaría Estrasburgo.
Pero de pronto circularon por la ciudad rumores siniestros: la batalla
estaba perdida, el ejército retrocedía en desorden, los alemanes avanzan hacia
París.
Al anochecer, sobrevoló París un avión alemán no tanto para destruir como
para causar pánico. Los alemanes lo llamaban Taube (paloma), lo que me
sorprendió sobremanera. La paloma de la paz no es una invención de Picasso:
es una vieja historia que se remonta al diluvio universal, habla sobre la
pequeña arca y la rama de olivo que una paloma llevó en el pico a los
hombres desesperados. Los parisinos gritaban entusiasmados: «Está volando
una Taube», y salían corriendo a la calle y miraban ávidamente el cielo: todo
aquello era una novedad… En los barrios ricos se llevaban a cabo
preparativos para abandonar la ciudad; sacaban de las casas baúles enormes,
criadas y lacayos decían atropelladamente: «A Niza…», «A Toulouse…», «A
Pau…». Después se cerraban las contraventanas, se hacía el silencio. El
gobierno había partido para Burdeos…
«¡Nos han traicionado!»: esa exclamación se oía en todas partes. Unos
acusaban a Poincaré, otros a Caillaux, otros a los generales. Los boletines de
guerra recordaban la «poesía hermética»: sólo los iniciados eran capaces de
descifrarlos. Pero además de los boletines, existían otras fuentes de
información: empezaban a llegar heridos, aparecieron los primeros desertores.
Estos hombres contaban que los alemanes disponían de mucha más artillería,
que todo el mundo había perdido la cabeza, que en los regimientos reinaba un
desorden total. La gente que entendía de estrategia decía que el Estado Mayor
había cometido errores; se ignoraba por qué se habían centrado todos los
esfuerzos en Alsacia, mientras el flanco izquierdo quedaba al descubierto…
Era una noche de verano tardío, cálida y sombría. Yo estaba junto a La
Closerie des Lilas. Todo el mundo pululaba por la calle: los soldados iban del
sur al norte, de la Porte d’Orléans a la Estación del Este. Las mujeres los
abrazaban, gritaban: «¡Salvadnos!». Las bayonetas estaban adornadas con
dalias y margaritas. Canciones, lágrimas, farolillos de papel. Yo me quedé
durante toda la noche en pie y no dejaron de pasar soldados. La gente se había
equivocado dejándose llevar por el pánico: ¡los franceses aún tenían muchas
reservas! Pero ¿por qué retrocedían? Era imposible comprender algo: ni los
boletines de guerra, ni las canciones, ni las lágrimas…
Los taxis habían desaparecido: el general Gallieni los había requisado
para enviar refuerzos al Marne. Eso también era una novedad: nadie soñaba
todavía con una infantería motorizada. La tecnología era inferior, pero no así
la imaginación: todo formaba un cuadro grandioso, apocalíptico.
Por la mañana vino Emil, el hermano de la patrona del hotel, para hacer mi
habitación. Aunque era alsaciano, no ocultaba su amor por el káiser. Odiaba a
los rusos; me dijo que yo no sabía hacer nada, que así eran todos los rusos,
que era preciso poner orden en Rusia. Yo me burlaba de él, era un niño
(apenas tenía quince años). Aquella vez casi me dio un escobazo en la cara y
dijo con voz triunfal: «¡Los alemanes están en Meaux! Mañana entrarán en
París». No le creí, pero de todos modos corrí a comprar el periódico… El
parte de guerra, como siempre, era confuso. Me acerqué a La Rotonde. Libion
tenía un aire sombrío, ni siquiera me saludó. Un polaco que yo conocía llegó
corriendo y susurró, jadeante: «Están en Meaux».
Me acordé de que había estado allí una vez con Katia, quedaba a treinta
kilómetros de París… Al diablo con ese médico que se había andado con
remilgos por el estado de mi corazón… Podía caminar perfectamente, incluso
correr.
Lo que pasó después es de sobra conocido: se inició la contraofensiva. El
poeta Charles Péguy murió en la batalla del Marne. Los alemanes
retrocedieron y se refugiaron en trincheras. (Más adelante vi una cruz de
madera con la inscripción: «Lieutenant Charles Péguy», y al lado un mojón
con la inscripción «34»: treinta y cuatro kilómetros hasta París).
En la catedral de Notre Dame se celebró una misa solemne. Los fieles
gritaban: «¡Viva Dios! ¡Viva Joffre!». ¿A quién podía parecerle ridículo en ese
momento? Tal vez a las quimeras… Pero como eran de piedra, permanecían
inmóviles, y pensaban en silencio.
Los alemanes retrocedieron un poco, pero, a fin de disipar el peligroso
optimismo, los periódicos escribían: «Hay que recordar que los alemanes se
encuentran en Noyon». Noyon estaba a noventa kilómetros de París. «Los
alemanes están en Noyon» se convirtió en un dicho que poco a poco perdía su
fuerza: la vida recobraba sus derechos.
Al igual que antes, yo seguía leyendo decenas de periódicos: tal vez
quedara en el mundo alguien que pensara y que, por consiguiente, existía.
Buscaba lo que decían los escritores. No me sorprendieron los discursos
bélicos de Kipling, Hauptmann, Loti. Me reía de las intervenciones de opereta
de D’Annunzio, que reclamaba sangre. Pero otros, Verhaeren, Anatole France,
Mirbeau, Welles, Thomas Mann repetían lo que decían Poincaré o Von Bülow.
En algunos periódicos había manchas blancas, artículos o informaciones
suprimidas por la censura (no sé por qué los franceses llaman a la censura con
un nombre femenino, Anastasia). Esas manchas blancas me daban algo de
esperanza: cuando menos algunos sabían la verdad, pero no podían decirla.
Desde entonces han pasado muchos años, muchos acontecimientos: el
fascismo, la Segunda Guerra Mundial, Auschwitz, Hiroshima; la inquietud que
se apoderó de mí en el otoño de 1914 puede parecer ingenua. Sin embargo, a
un hombre que nunca ha respirado el olor de la pólvora le impresiona mucho
más la visión del primer muerto que más adelante la de un terrible campo de
batalla. Blok escribía ya en 1911: «Y la repugnancia de la vida, | y el amor
loco por ella, | y la pasión y el odio a la patria… | y la sangre negra, terrenal, |
nos anuncia, hinchando las venas, | destruyendo las fronteras, | cambios nunca
oídos, | revueltas nunca vistas».
Yo pasaba horas enteras hojeando montones de periódicos: todo estaba
cubierto por una niebla de mentiras, de crueldad y de estupideces.
Por supuesto, la Primera Guerra Mundial no fue más que un borrador.
Diversos gobiernos publicaron memoriales: «Libros blancos», «amarillos»,
«azules» para intentar demostrar que no habían sido ellos los que la habían
comenzado.
Los alemanes destruyendo la catedral de Reims, el ayuntamiento de Arras
o el mercado medieval de Ypres; afirmaban que no eran culpables de
vandalismo. Un cuarto de siglo después, la aviación dejó de consultar los
manuales de historia del arte al bombardear. Los alemanes, los franceses, los
rusos se indignaban de los malos tratos infligidos a los prisioneros de guerra.
A nadie se le podía ocurrir que durante la siguiente contienda los fascistas
matarían sin contemplaciones a todos los «no aptos para el trabajo». Los
alemanes se indignaban en los periódicos americanos: las tropas del gran
duque Nikolái Nikoláievich evacuaban a la fuerza a los judíos polacos.
Himmler tenía entonces catorce años, perseguía perros y no pensaba en la
organización de Auschwitz o de Maidanek. El 22 de abril de 1915 los
alemanes emplearon por primera vez gases asfixiantes. A todo el mundo le
pareció increíble, y, en efecto, fue una atrocidad. ¿Acaso podíamos imaginar
lo que era una bomba atómica?
Sin embargo, los patrioteros alemanes de la época ya dieron pruebas de
que el futuro sería espantoso. En 1950 un célebre microbiólogo danés, el
profesor Madsen, que entonces tenía ochenta años, me contó un hecho curioso
de los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Madsen trabajaba en la Cruz
Roja danesa y supervisaba los paquetes de víveres que Alemania enviaba a
los prisioneros alemanes de Rusia. En uno de los envíos descubrió bacilos
destinados a contagiar el ganado bovino. Madsen añadió que estaba
convencido de la no participación del alto mando alemán en aquella tentativa
de guerra bacteriológica: el envío, a su modo de ver, era un acto individual.
Me acuerdo de que nos burlamos del periódico Le Matin cuando informó
de que los rusos se encontraban a cinco días de Berlín, pero todo el mundo
leía tranquilamente en el mismo periódico que «el genio de Goethe estaba
emparentado con los gases asfixiantes». Un camarada trajo del frente un
periódico alemán, y en él leí que los rusos eran pechenegos, que toda la
cultura de Rusia había sido creada por los alemanes, que la población
autóctona rusa sólo era capaz de realizar trabajos físicos duros.
Alguien me había dado a leer un libro escrito por una baronesa francesa
llamada Michaud. Ésta había inventado un nuevo término, «judeo-boche».
Según ella, el poeta Heine era un enemigo encarnizado de Francia. La
baronesa denunciaba asimismo a Romain Rolland y a Georges Brandes. Poco
después, un combatiente me mostró un ejemplar de un periódico de Munich en
el que cierto periodista demostraba que Hjalmar Branting y Blasco Ibáñez, que
habían manifestado su simpatía hacia Francia, eran «medio judíos».
De repente comprendí que los pensamientos de Descartes, aun siendo muy
inteligentes, no determinaban la vida espiritual de millones de personas.
Formado en las ideas del siglo XIX, yo exageraba el papel de filósofos,
escritores y poetas; lo que consideraba como la carne y la sangre de la
sociedad sólo era un traje. Se habían sustituido las chaquetas por las
guerreras, el humanismo por la crueldad, las dudas cartesianas por la renuncia
voluntaria de todo pensamiento.
Un día mi vecino, el socialista polaco Pável Lapinski, vino a verme para
pedirme que le tradujera una noticia publicada en un periódico italiano. (Italia
todavía era neutral y en la prensa de ese país se podía encontrar información
que en Francia se desconocía). El artículo decía que el Estado Mayor francés,
a instancia de los propietarios de minas de Lorena, había prohibido a la
artillería disparar contra las minas ocupadas por los alemanes. Lapinski me
dijo: «No escatiman en hombres, pero protegen sus bienes». Me comentó que
utilizaría la noticia para el periódico socialista ruso Nasbe slovo [Nuestra
palabra] que se pronunciaba contra la guerra. Después me trajo regularmente
este periódico, el tono de cuyos artículos me recordaba las reuniones de los
emigrados. Lapinski me decía que todo lo que sucedía se basaba en un engaño
y que los capitalistas no lograrían engañar al pueblo por mucho tiempo. A
veces estaba de acuerdo con él, a veces discutía sus opiniones. La guerra me
parecía repugnante; yo odiaba a los dueños de las minas, a Poincaré, a las
damas beatas que repartían escapularios entre los soldados, toda la hipocresía
y la cobardía de la retaguardia, pero al mismo tiempo me repetía los versos de
Charles Péguy: «Heureux ceux qui sont morts pour quatre coins de terre |
Heureux ceux qui sont morts dans les grandes batailles». [‘Bienaventurados
los muertos por cuatro rincones de tierra | bienaventurados los que han muerto
en las grandes batallas’].
Esos «cuatro rincones» no me permitían estar completamente de acuerdo
con Lapinski. Me caía muy bien, nos hicimos amigos, a menudo
conversábamos por la noche. De vez en cuando encontraba en su habitación al
célebre menchevique Yuli Ósipovich Mártov, un hombre encantador, sensible,
honestísimo. Me sorprendía su vasta erudición libresca, su poco sentido
práctico de la vida. Estaba deprimido por el fracaso de la Segunda
Internacional, tosía, llevaba un abrigo raquítico, pasaba frío y, como Lapinski,
se esforzaba en convencerme, y a través de mí a sí mismo, de que «el castigo
era inevitable» (dudo que él intuyera cuál sería ese «castigo»). Conversé
varias veces con V. A. Antónov-Ovséienko. Él exclamaba, encendido:
«Mentiras, patrañas, escándalo, guerra…, ¡pagarán por todo esto!», y se
quitaba las gafas; sus ojos miopes rebosaban una bondad insólita.
D. Manuilski y S. A. Lozovski también formaban parte de la redacción de
Nashe slovo. Yo no comprendía los acontecimientos, ni a los otros, ni a mí
mismo.
Jean-Richard Bloch era uno de los hombres más puros que he conocido en
mi vida. Lo traté más adelante, en la década de 1920, y hablaré de nuestros
encuentros más adelante, pero ahora me limitaré a citar su testimonio.
Recientemente, se ha publicado su correspondencia con Romain Rolland
durante los años de la Primera Guerra Mundial. En 1914 Jean-Richard Bloch
tenía treinta años, enseguida lo movilizaron y fue herido en tres ocasiones.
Romain Rolland tenía dieciocho años más que él, se encontraba en Ginebra y
escribía una obra titulada Au-dessus de la mêlée. En los primeros meses de la
guerra, Romain Rolland escribió a su joven amigo que no quería acusar a
todos los alemanes en bloque, que tenía en muy alta estima la unidad espiritual
de Europa y que lo mejor sería que en aquella guerra no hubiera ni vencedores
ni vencidos. Jean-Richard Bloch hablaba en sus cartas de las atrocidades
cometidas por los alemanes, de su salvajismo; estaba convencido de que
aquella guerra sería la última, que bastaba con derrotar a la Alemania del
káiser para que triunfasen la paz, la libertad, la felicidad. Probablemente,
Romain Rolland tenía una visión mucho más clara de los acontecimientos,
pues se hallaba, si no en la cima de una montaña, al menos al margen del
cataclismo; pero a mí me resultaba mucho más comprensible la turbación de
Jean-Richard Bloch. Conseguí hacerme con un ejemplar del Journal de
Genève donde aparecía un artículo de Romain Rolland; lo leí y me alegré al
constatar que existía todavía en algún lugar un hombre inteligente y bueno que
podía decir lo que pensaba. Pero yo sentía que si, en efecto, Noyon estaba a
noventa kilómetros, la Suiza neutral estaba en otro planeta.
(Al principio de la guerra, Barbusse consideraba y sentía los
acontecimientos de la misma manera que Jean-Richard Bloch. El libro de
Romain Rolland fue atacado por los chovinistas y acogido con simpatía por
las personas que no habían perdido la cabeza, pero no sacudió a nadie. El
fuego, de Henri Barbusse, no lo dictaron las reflexiones de un hombre
solitario, sino el dolor de la gente, su ira; nació en la sangre, en el barro de las
trincheras, y desempeñó un papel enorme en el despertar de la conciencia de
millones de personas).
26

El conflicto armado se convirtió en una guerra de posiciones. En las


trincheras, los soldados ateridos buscaban piojos en sus camisas. El tifus se
propagó. Se sucedían los ataques y los contraataques para apoderarse de la
famosa «casa del pasador». Los zapadores colocaban minas en el bosque de
Argonne. El parte de guerra solía ser breve, pero cada día morían miles de
personas.
Llegaban cartas de Tijón. Nos enteramos de que los voluntarios rusos
habían sido incorporados a la Legión Extranjera; los suboficiales eran
groseros, llamaban «metecos» a los voluntarios, que «comían el pan de los
franceses». (¡Como si el frente de Champagne fuese un restaurante!).
La historia de los voluntarios que partieron con banderas y canciones a
defender Francia es trágica. Antes de la guerra la Legión Extranjera estaba
constituida por delincuentes de todos los orígenes que cambiaban de nombre y
después de servir una temporada en el ejército se convertían en ciudadanos
franceses de pleno derecho. A los legionarios se les mandaba por lo general a
sofocar rebeliones en las colonias. Resulta fácil imaginar las costumbres que
reinaban en la Legión. Los voluntarios rusos —que en su mayor parte eran
emigrados políticos, judíos que habían abandonado su zona de residencia a
raíz de los pogromos, estudiantes— insistieron para que los integraran en los
regimientos franceses ordinarios, pero nadie quería escucharlos. Las
vejaciones continuaron. El 22 de junio de 1915 los voluntarios se sublevaron y
golpearon a varios suboficiales particularmente groseros. El tribunal de guerra
condenó a nueve rusos al paredón. El agregado militar de la embajada rusa,
A. A. Ignátiev, indignado ante aquella injusticia, consiguió la anulación de la
condena, pero demasiado tarde. Los rusos murieron gritando «¡Viva Francia!».
Esto me lo contó uno de los voluntarios a quien vi en La Rotonde (había
perdido una pierna en el frente y lo eximieron del servicio). Confieso que por
primera vez pensé sin rencor en el médico militar que me había rechazado a
causa de mi corazón…
En París (a pesar de que Noyon sólo se encontraba a noventa kilómetros)
la vida parecía bien organizada. Clemenceau denunciaba a Poincaré. Briand,
que era un excelente orador, pronunciaba discursos brillantes. Volvieron a
abrirse los teatros. Al principio se representaban obras patrióticas a favor de
los soldados heridos, luego volvieron a las comedias y a los melodramas
habituales. Antes de la guerra se invitaba a las damas a los «tés-tango». A
comienzos de la guerra las damas organizaban «tés de tricot», en los que se
reunían para chismorrear mientras tejían jerséis para los soldados. Los
confiteros hacían bombones de chocolate con forma de obuses; los joyeros
vendían broches de oro con forma de cañón; el papel para cartas amorosas
estaba adornado con banderas tricolores.
La joven esposa del propietario del hotel donde yo vivía comenzó a
alquilar por horas las habitaciones a las prostitutas y sus clientes. Decía con
una sonrisa confusa: «No hay nada que hacer, es la guerra». De vez en cuando
daban permisos de seis días a los soldados. Miles de prostitutas deambulaban
alrededor de la Estación del Este en espera de los soldados con permiso. En
los periódicos se publicaban anuncios haciendo propaganda de corazas
maravillosas que protegían de las balas a los combatientes. Mujeres
enfurecidas buscaban en la retaguardia a los desertores. Una vez, ante mis
ojos, un hombre tuvo que sacarse un ojo artificial porque le perseguían dos
mujeres que no creían que estuviese inválido. Por las aceras andaban a saltitos
inválidos que habían perdido una pierna. En los cabarets cantaban cuplés
sobre un héroe que había matado a cien boches y se había acostado con un
centenar de bellezas.
A los pintores movilizados los destinaron a camuflar camiones. Para que
el camuflaje surtiera efecto era necesario romper la unidad de la superficie y
se veía pasar por las calles camiones que parecían telas cubistas.
Yo no tenía dinero, pues se habían prohibido las transferencias de
particulares procedentes de Rusia. Trabajaba por la noche en la estación de
mercancías de Montparnasse donde ayudaba a cargar obuses. (Allí los
médicos no examinaban a los hombres que contrataban). Al principio los
obreros me tomaban el pelo; yo llevaba un sombrero grande y me apodaban
«Sombrero», pero en francés ese nombre no tenía nada de ofensivo.[1] Allí
también trabajaban viejos y enfermos con los que trabé amistad. Comíamos
durante la pausa de medianoche —eso se llamaba «desayuno»— y contábamos
historietas divertidas. Por la mañana iba al hotel y dormía hasta mediodía,
después iba a La Rotonde.
Muchos de los habituales de La Rotonde, Léger, Kisling, Guillaume
Apollinaire, Blaise Cendrars, Gleizes, estaban en el frente. Diego Rivera
quiso alistarse, pero le ocurrió lo mismo que a mí: no le aceptaron, le dijeron
que sus piernas no valían para nada. Ya antes de la guerra La Rotonde era un
lugar donde a uno le servían el catastrofismo junto con la taza de café; era,
pues, natural que cuando los vagos presentimientos se convirtieron en la
realidad cotidiana de Europa Picasso se sorprendiera de ello menos que la
panadera a quien le compraba el pan. La panadera era viuda y no tenía hijos;
se había acostumbrado a la guerra, pero de vez en cuando sollozaba: «Dígame,
¿quién se ha inventado todo esto…? Todos se han vuelto locos; ¡si alguien me
explica por qué disparan, le daré ahora mismo veinte francos! ¿Sabe usted
cuánto cuesta ahora un kilo de mantequilla?». Picasso parecía saber de
antemano todo cuanto iba a pasar. Trabajaba mucho y, al atardecer, iba a La
Rotonde. Lo veía a menudo allí, así como a Diego Rivera y Modigliani. Yo
estaba agotado por el trabajo nocturno, leía a Dostoievski y los apócrifos,
escribía versos cada vez más exaltados. Un visitante fortuito habría podido
creer que La Rotonde se encontraba en un país neutral, pero en realidad vivía
percibiendo la catástrofe mucho antes del 2 de agosto de 1914. En 1913 todos
leímos el poema de Blaise Cendrars: Prosa del Transiberiano y de la
pequeña Jeanne de Francia. Cendrars escribía: «J’ai vu les trains
silencieux, les trains noirs qui revenaient de | l’Extrême-Orient et qui
passaient en fantômes | Et mon œil, comme le fanal d’arrière, court encore |
derrière ses trains. | A Taiga 100 000 blessés agonisaient faute de soins | J’ai
visité les hôpitaux de Krasnoiarsk | Et à Khilok nous avons croisé un long
convoi de soldats fous […] | L’incendie était sur toutes les faces dans tous
les cœurs». [‘He visto los trenes silenciosos, los trenes negros que volvían del
| Extremo Oriente cual fantasmas. | Y mis ojos, como el fanal de atrás, corren
aún tras esos trenes. | En Taiga cien mil heridos agonizaban a su suerte. | Visité
los hospitales de Krasnoiarsk. | Y en Jilok nos cruzamos con un largo convoy
de soldados locos. | El incendio estaba en todas las caras, en todos los
corazones’].[2]
(¡Cendrars era un hombre sorprendente! Se le habría podido calificar de
«aventurero romántico» si la palabra aventurero no hubiese perdido su
auténtico significado. Hijo de un escocés y de una suiza, excelente poeta
francés que influyó en Guillaume Apollinaire, recorrió todo el mundo y
conoció todas las profesiones; fue la levadura de su generación. Cuando tenía
dieciséis años se fue a Rusia, después a China y a la India, regresó a Rusia,
luego fue a América, al Canadá; se alistó como voluntario en la Legión
Extranjera, perdió el brazo derecho en la guerra; estuvo en la Argentina, en
Brasil, en el Paraguay; trabajó como fogonero en Pekín, como malabarista
ambulante en Francia, en colaboración con Abel Gance filmó la película La
rueda, compró turquesas en Persia, se hizo apicultor, tractorista, escribió un
libro sobre Rimski-Kórsakov. Nunca le vi abatido, intimidado o desesperado).
Irrumpieron en el cielo parisino los zepelines. Durante las noches de luna,
un gran globo dirigible dominaba la ciudad; disparaban contra él, pero apenas
si se movía, la defensa antiaérea era débil. Lo mirábamos con admiración, si
bien de tarde en tarde soltábamos algún improperio. Luego nos hicieron bajar
al metro. Oí por primera vez el grito de las sirenas. Lo que más me sorprendió
fue su nombre: las sirenas de la Antigua Grecia cantaban con voz muy suave, y
precisamente con su canto embrujaban a los navegantes, y el ingenioso Ulises
tapó los oídos de sus compañeros con cera; pero las sirenas del siglo XX
tenían una voz desagradable. Después las oí más de una vez, en España, en
París, en Moscú. Las guerras no se parecían, pero las sirenas gritaban de la
misma manera en 1941 que en 1915. El metro rugía como una feria donde se
vendían cacahuates y retratos de Joffre. Los enamorados se besaban, sería una
estupidez perder el tiempo por culpa de los zepelines… Por la mañana
mirábamos las casas destripadas. Entre los cascotes se veían retratos de
familia, fragmentos de vajilla, una cama infantil aplastada. Los vecinos
permanecían allí, hablando de las víctimas, llorando. La muerte comenzó a
parecernos una vieja conocida.
Entre los parroquianos de La Rotonde había una pintora llamada Vasílieva.
Además de pintar cuadros, confeccionaba muñecas, que le compraban los
aficionados. Era una mujer enérgica, sociable. Durante la guerra organizó un
comedor donde los pintores podían comer por poco dinero. A veces se reunían
allí por la noche, bebían, declamaban versos, profetizaban o simplemente
gritaban. De vez en cuando yo también iba y lanzaba predicciones y echaba
pestes, como todo el mundo.
Yo seguía yendo casi todas las noches a la estación de mercancías y
cargaba municiones. Poincaré negociaba con Sazónov quién se quedaría con
Constantinopla. Lapinski me hablaba de la Conferencia de Zimmervald. Los
periódicos seguían mintiendo, pero yo ya no los leía. Escuchaba con avidez
los relatos de los soldados que estaban de permiso. Leía a Quevedo, al
protopope Avvakum, a Villon, a Blok. Estaba extremadamente delgado, quién
sabe cómo vestía. Clemenceau continuaba censurando a Poincaré. En los
partes de guerra se repetían los nombres de las mismas aldeas. Las mujeres
lloraban. Me parecía percibir olor a cadáver: la guerra se estaba pudriendo.
27

Fernand Léger volvió del frente con un permiso ordinario de seis días y me
enseñó los dibujos que había hecho en las trincheras. Yo no soy crítico de arte
y el libro que escribo no trata de pintura; al volver la vista atrás lo que deseo
es asomarme al futuro. Citaré ahora lo que escribí en 1916 sobre los dibujos
de guerra de Léger. No es la valoración de un crítico de arte sino el testimonio
de un contemporáneo: «Léger ha traído del frente muchos dibujos. Los hizo
durante las horas de descanso en los refugios subterráneos, a veces en las
trincheras. Algunos están salpicados de lluvia y otros están rotos; casi todos se
han realizado en papel burdo de envolver. Son dibujos extraños, misteriosos.
Nunca he visto nada semejante y, sin embargo, tengo la impresión de haberlos
contemplado ya, de no haber visto más que eso. Léger es cubista, a veces
esquemático, otras nos asusta con la fragmentación de todo lo que nos rodea,
pero ante mí tengo el rostro de la guerra. En sus dibujos no hay nada personal,
no se ven alemanes ni franceses: sólo hombres. Tal vez ni siquiera sean
hombres, pues son seres subordinados a las máquinas. Soldados con cascos,
grupas de caballos, tubos de cocinas de campaña, ruedas de cañones, todo eso
son piezas de un mecanismo. No hay colores: los cañones, lo mismo que los
rostros de los soldados, pierden su color en la guerra. Líneas rectas, planos,
dibujos que parecen esbozos, ausencia de lo arbitrario, de lo seductor, de lo
inexacto. En la guerra no hay lugar para el sueño. Es una fábrica bien equipada
para el aniquilamiento de la humanidad. Esas hojas son fragmentos de planos
dibujados por un normando bondadoso, Fernand Léger».
Recuerdo una noche en que estábamos sentados en La Rotonde. Léger tenía
ganas de hablar, pero durante la guerra los cafés cerraban a las diez.
Compramos vino y fuimos a su estudio. Su primera mujer, la preciosa y
risueña Jeanne, tarareaba alegremente; nos trajo vasos y latas de conserva.
Léger de repente adoptó un aire sombrío: se acordó de que había abierto latas
de conserva con una bayoneta manchada de sangre. Después de beber un poco
de vino tinto se animó y empezó a contarnos sus impresiones: «Allí he
conocido a hombres auténticos. ¿A quién conocía antes de la guerra? A
Apollinaire, a Archipenko, a Cendrars, a Picasso, a Modi, a Max, a ti. Allí he
visto a personas corrientes. Incluso hablan de otro modo. ¿Sabes? Cuando les
dije que era pintor creían que era uno de brocha gorda. De una cosa así uno
puede estar orgulloso, ¡no es La Rotonde!».
Léger decía a menudo después que la guerra había sido el acontecimiento
decisivo de su vida, que le había ayudado a encontrarse a sí mismo; llegaba a
afirmar que sólo después de la guerra había comenzado a trabajar con
independencia.
Conocí a Léger mucho antes de que estallara la guerra; vivía todavía en La
Ruche, junto con Chagall y Archipenko. Era la época del florecimiento del
cubismo, su influencia fue tal que incluso Chagall, ese poeta de un shtetl de
Bielorrusia que tanto debe a los pintores de letreros que decoraban las
peluquerías o fruterías, llegó a vacilar por un breve período de tiempo.
Léger entonces trabó amistad con el escultor Archipenko, que también se
hizo cubista. Gleizes y Metzinger explicaban el significado filosófico y
estético del cubismo, hablaban de ir más lejos que Cézanne, de la necesidad
de descomponer las formas. Cuando yo preguntaba a Archipenko por qué sus
mujeres tenían los rostros cuadrados, él sonreía y respondía: «Hum…
Precisamente por eso». Una vez me quedé a pernoctar en su estudio, habíamos
bebido demasiado calvados. Me despertaron los rayos del sol. Archipenko
dormía profundamente. Yo no quería despertarlo y, tumbado en el suelo,
contemplaba sus esculturas. Me parecían híbridos: el diablo se había casado
con una máquina de coser. Me levanté sin hacer ruido y corrí a la calle, donde
me alegré enormemente al ver a un trapero revolviendo en un cubo de basura.
El cubismo me atraía y me aterrorizaba.
En aquella época Léger ya era un cubista convencido. Cuando comparo sus
trabajos de 1913 y los de 1918, a mi modo de ver no hay ninguna ruptura entre
ellos. Por otra parte, no se produjeron cambios bruscos en su obra. Era muy
fiel, nunca renegaba de su pasado, quería a sus viejos amigos. En 1913 alquiló
un estudio en la rue de Notre-Dame des Champs y allí trabajó cerca de
cuarenta años. Decía que en la guerra había visto a hombres auténticos, se hizo
amigo de ellos, pero, en sus dibujos, esos hombres recordaban las piezas de
una máquina monstruosa.
Léger no se parecía a su pintura, tampoco a los parroquianos de La
Rotonde; en su semblante había algo próximo a la naturaleza, lo que
probablemente se debía a su origen, a su infancia: la verde Normandía, los
manzanos, las vacas, su familia campesina. Léger tenía unas manos grandes,
era alto, de osamenta robusta y de movimientos lentos. Me daba la impresión
de que era una escultura, sólo que no de piedra sino de madera tibia, viva.
Lo que le emparentaba con otros pintores que frecuentaban La Rotonde era
su odio a la hipocresía, a la pintura decorativa, a la manía de tapar con
cortinas las viejas paredes de las habitaciones mohosas. Sin embargo, no
había en él ese fuego cruel y destructor que se percibía en la mirada rápida del
joven Picasso. Léger, en su juventud, quería construir y no destruir. Vivió hasta
los setenta y cinco años, y en su biografía no hay cataclismos, sólo un cambio
de estaciones, y trabajo, un trabajo constante, inspirado.
Algunos clientes de La Rotonde se apasionaron por la Revolución de
Octubre. Pero después, al enterarse de que en Rusia no sólo seguían
enseñando a los niños las tablas de multiplicar sino que alentaban a los
pintores de tendencia académica, los «bolchevizados» de ayer (así llamaban
los periódicos a los simpatizantes) se convirtieron en enemigos del
comunismo. Léger era un hombre de otro temple y de otra estatura. Saludó la
Revolución de Octubre como el inicio de la edificación de una nueva
sociedad, nunca renegó de sus ideas y fue comunista hasta el fin de sus días.
Murió súbitamente. Estuve en su estudio un año antes; me enseñó sus
nuevas obras, parecía tener buena salud, estaba animado. Trabajó hasta el
último día y se desplomó como un árbol grande, todavía verde.
Maiakovski, que lo visitó en 1922, escribió: «Léger, pintor del que hablan
con cierto desprecio algunos famosos entendidos del arte francés, me produjo
una impresión muy fuerte, de lo más agradable. Fornido, tiene el aspecto de un
auténtico pintor-obrero que concibe su trabajo no como una predestinación
divina, sino como un oficio interesante igual a los otros oficios de la vida».
Era la época del LEF (Frente de Izquierda de las Artes),[1] del
constructivismo, de los versos que clamaban la necesidad de acabar con la
poesía.
En la segunda parte de mi libro hablaré del duelo trágico de Maiakovski
con el arte. Pero Léger resistió; tenía unas piernas sorprendentemente fuertes y
un juicio sano y cabal. Cuando yo llegaba hasta el límite, iba a verlo y, si no
estaba en París, pensaba en él: su vitalidad ayudaba a vivir a los demás. No sé
a qué «famosos entendidos» había oído Maiakovski formular juicios
desdeñosos con respecto a los trabajos de Léger. A diferencia de otros
parroquianos de La Rotonde, Léger pronto encontró incondicionales: en 1912
ya había firmado un contrato con un marchante. Evidentemente, en tanto que
pintor, tuvo su drama, pero diferente al de Modigliani o Soutine. Los amantes
de la pintura compraban las obras de Léger, pero él soñaba con frescos, con
cerámica, con trabajar conjuntamente con arquitectos, en el arte para todos.
Mucho antes del Esprit Nouveau de Le Corbusier, mucho antes de nuestro LEF,
Léger ya hablaba del arte ligado a la industrialización.
Sin embargo, a diferencia del LEF, Léger reconocía el significado
independiente del arte. En 1922, respondiendo a un cuestionario de la revista
Viesch [El objeto],[2] decía: «Un mal pintor copia el objeto y se limita a la
semejanza. El buen pintor representa el objeto y halla el estado de
equivalencia […]. Soy un pintor y es absurdo que me esfuerce en representar
en una superficie plana formas volumétricas. He abandonado los objetos, he
tomado el lápiz».
En 1921 escribí un libro titulado Y sin embargo se mueve, en el que
ensalzaba las máquinas, la arquitectura industrial, el constructivismo. Léger
ilustró la cubierta de este libro. Cuando ahora he intentado releerlo, muchas de
las cosas me han parecido ridículas, cuando no estúpidas: he caminado por la
vida haciendo eses. En cambio, el camino de Léger fue recto, y su dibujo de
1921 está relacionado directamente no sólo con los de su juventud sino
también con los posteriores. El drama de su vida residía en que los amantes
del arte colgaban sus cuadros en las paredes de los salones: nunca accedió a
las de los nuevos edificios públicos.
Léger consideraba que la estética moderna se hallaba relacionada con la
máquina. Decía que el trazo ahora era más importante que el color. Le gustaba
el paisaje industrial. A menudo repetía que el arte, desde Shakespeare hasta
Chaplin, vivía de contrastes. Creo que hay un drástico contraste entre la
suavidad, el lirismo y la humanidad de Léger y sus convicciones artísticas. En
sus lienzos los hombres a menudo parecen robots; sin embargo, él odiaba la
sociedad que transforma al hombre en máquina.
En esos años lejanos que precedieron a la Primera Guerra Mundial Léger
me decía, sorprendido: «¿Por qué vas al museo? Tú eres un poeta joven, es
mejor que mires los aviones, a los deportistas, las fábricas, a los acróbatas del
circo». Era un exaltado patriota de su tiempo, y muchos críticos lo consideran
el pintor más contemporáneo de mediados del siglo XX. No sé. Tal vez haya
envejecido, tal vez la segunda mitad de nuestro siglo no se parezca a los años
en que se formó Léger; actualmente, en el arte, no me gustan las máquinas, sino
lo que es único e irrepetible, lo vivo, lo que distingue a un árbol de otro.
No obstante, yo no hablaba de nuestros días, sino de la época de la
Primera Guerra Mundial. Léger entonces también quería edificar, pero con
audacia, con su arte, ayudó a destruir mucha hipocresía y falsedad. Lo hizo con
calma, con seguridad, sin fantasías románticas, sin desdoblamiento interior,
como un arquitecto a quien han encargado transformar el plano de una ciudad y
demoler unos tugurios llenos de moho.
28

Ya he contado cómo me hice poeta: sucedió porque tenía que ser así. En
cambio, me hice periodista por casualidad y únicamente porque me enfadé.
Los periódicos rusos, durante la guerra, llegaban a París con retraso, diez
números a la vez. Me enviaban el Utro Rossii [La mañana de Rusia], Un día
recibí un paquete de periódicos; primero leí todo lo referente a cuestiones
rusas, después vi un artículo sobre París de «nuestro corresponsal». El
artículo en cuestión me sacó de mis casillas. Su tono general no me
sorprendió: yo ya sabía que la verdad era un secreto de guerra que era preciso
ocultar y que frases como «hasta la victoria», «alianza sagrada», «ya no hay
ricos ni pobres», «la retaguardia vive por el frente», se empleaban tanto que
ya no se les prestaba atención. Lo que me irritó fue otra cosa: el autor del
artículo desconocía que el uniforme militar había cambiado. Clemenceau no
escribía en el periódico L’œuvre; el café que el periodista describía de un
modo pintoresco había sido cerrado hacía tiempo. ¿Por qué hablaban de
«nuestro corresponsal»? ¡Era obvio que lo escribían en Moscú! (Yo era
ingenuo y no sabía cómo se hace un periódico).
Fui a La Rotonde, pedí papel y comencé a describir la vida de París.
Trabajé varios días de un tirón, en lugar de dormir escribía. (Por las noches
continuaba empujando carretillas en la estación de carga). Resultó que escribir
un artículo no era tan sencillo; a cada instante me dejaba llevar e incurría en
una poesía de mal gusto; el resultado era un artículo largo, sentimental y un
tanto estúpido. Me puse a tachar, pero quedó demasiado seco. Lo escribí de
nuevo. Creo recordar que dejé correr la pluma durante una semana entera. Al
fin tuve la impresión de que mi crónica no era peor que las que se publicaban
en los periódicos y la remití junto con una amable carta a Utro Rossii. No
obtuve respuesta. Me dije que «nuestro corresponsal» era un amigo del
redactor jefe. Yo era tenaz desde niño; no soñaba con ser periodista, sólo tenía
ganas de demostrar al jefe de redacción de Utro Rossii que el corresponsal de
marras no se encontraba en Francia y que yo no escribía peor que los
colaboradores de ese periódico. Quería mandar un artículo a otro diario. El
tema del primero me pareció carente de actualidad, así que escribí otro con
gran esfuerzo y se lo enseñé a Max Voloshin; me aconsejó que lo mandara a la
edición vespertina del Birzhevie viédomosti [Noticiario de la Bolsa][1] en el
que escribían si no con mayor libertad sí con más viveza. El nombre del
periódico me pareció ofensivo; un poeta escribiendo en el Birzhevie
viédomosti. Max me explicó que no había nada reprensible en ello. La mejor
revista literaria francesa se llamaba Mercure de France, y Mercurio era el
dios de los picos de oro, los mercaderes, los charlatanes y los ladrones. Por
mucho que se esforzó, la palabra Bolsa me daba náuseas; de todos modos
envié el artículo. Al mismo tiempo Max escribió al jefe de redacción de
Birzhevie viédomosti una carta de recomendación.
Enseguida recibí un extenso telegrama: la redacción del periódico me
comunicaba que habían publicado mi artículo, me pedía que mandara otros y,
si era posible, que visitara el frente en calidad de enviado especial; me
hicieron llegar mis honorarios.
Invité a Max, Rivera, Marevna y Chantal. Cenamos de maravilla en el
restaurante Baty y después fuimos a casa de Vasílieva.
Escribí nuevas crónicas, mejores, a mi modo de ver, que las primeras.
Pero entonces recibí los periódicos con mis artículos. Estaba tan disgustado
que los rompí al instante: habían «corregido» mis escritos, añadiendo unas
cosas, quitando otras: la ironía había desaparecido, sólo quedaba la melaza.
¡Es sorprendente el efecto que produce una primera ofensa! Luego uno se
acostumbra a ella. Decididamente, el hombre se acostumbra a todo: a la
miseria, la cárcel, la guerra. Pero la primera vez incluso una humillación
insignificante parece increíble. Yo pensaba sin cesar: «¡Cómo me deben
despreciar los poetas de Petrogrado! Escribo poemas sobre vísperas y publico
en el Birzhevie viédomosti historias almibaradas». Max intentaba consolarme:
un periódico no es una antología poética y el censor militar no está obligado
en absoluto a entender la ironía romántica.
Yo me encontraba en muy mal estado: el trabajo nocturno, La Rotonde, la
lectura de los periódicos, las novelas de Dostoievski y de Bloy, los versos, me
habían convertido en un neurasténico. Y entonces me ocurrió un incidente de lo
más estúpido. Tenía gripe, estornudaba, estaba empapado en sudor; Libion me
aconsejó beber dos o tres vasos de ponche y no escatimó en ron. Corrí a casa
para buscar pañuelos. Abrí el armario y me quedé estupefacto: ¡aquellos
objetos no eran míos! Miré bien: ¿no me habría equivocado de habitación?
No, sobre la mesa estaban mis acuarelas (me había aficionado a la pintura y en
mi tiempo libre representaba la vida de Villon, patíbulos, soldados, dragones,
La Rotonde). Pese a todo decidí coger un pañuelo, y de pronto cayó una
chuleta de cerdo cruda al suelo y sobre mi cabeza un cuello de piel. Fui
corriendo en busca de la propietaria y le grité que me había vuelto loco y que
tenía alucinaciones. La propietaria no se sorprendió lo más mínimo y dijo a su
hermano (entonces ya hablaba francés): «¡Emil, ve corriendo a la comisaría!
Que vengan enseguida».
En lugar de preguntar a la propietaria por qué llamaba a la policía, subí a
mi habitación y esperé el final de aquello sumido en la oscuridad. Tenía
escalofríos, todo se confundía en mi cabeza. Sabía que de un momento a otro
vendrían a por mí y me llevarían a un manicomio.
Los policías comenzaron a hacer el inventario del contenido del armario;
yo trataba de preguntarles qué significaba todo aquello, pero ellos se limitaban
a sonreír. Entre mis camisas rotas había lencería femenina con encajes,
zapatos de baile, corbatas, frascos de perfume, coñac, toda clase de vituallas.
Les llevó un buen rato inventariarlo todo, discutían sobre la clase de los
encajes y la calidad de la piel… Después me dieron a firmar el acta y me
dijeron que al día siguiente por la mañana debía presentarme en la comisaría.
Quise ver a la patrona, pero era tarde: ya dormía. Comprendí que por la
mañana me encerrarían no en un manicomio sino en la cárcel. ¡Está bien verse
tras las rejas cuando te han encontrado octavillas, pero lo que me habían
encontrado eran unas chuletas incomibles! Sin duda había perdido el juicio,
Modi me había hecho probar una vez hachís, ¡ahí estaban los resultados!
Estaba acostado, semiinconsciente, debía de haberme subido la fiebre. En la
habitación flotaba un olor a cadáver. Encendí la luz, no había cadáver alguno.
El mal olor era cada vez más intenso. Decidí pasar el resto de la noche
sentado en la escalera cuando de repente vi un camembert redondo; los
policías no lo habían visto, había caído del armario y había rodado hasta
debajo de la cama. Aunque hacía frío, abrí la ventana de par en par. Así que
mañana era el fin: iría a la cárcel por robo. ¿No se trataría de una
alucinación…?
Por la mañana temprano vino a verme la patrona y lo primero que me dijo
fue: «¡Cuántas veces le he pedido que no deje la llave en la puerta!». En el
mismo piso que yo vivía otro ruso, un violinista, creo recordar. Tenía una
amiga, una joven francesita, a quien habían detenido en unos grandes
almacenes mientras se llenaba la bolsa de mercancías. Había tenido tiempo de
prevenir a su enamorado. El violinista quiso desembarazarse cuanto antes de
los objetos robados, sabía que mi puerta siempre estaba abierta y metió todo
en mi armario. En la comisaría me interrogaron durante largo rato, se burlaron
de mí diciendo que, cuando menos, yo debía de ser cómplice. La patrona del
hotel salió en mi ayuda: declaró que había visto salir al violinista de mi
habitación. Me dejaron en libertad, fui a La Rotonde y conté a Modigliani lo
que había pasado. Sonrió y me dijo: «A ti pronto te meterán en la Santé. Todo
el mundo sabe que quieres hacer estallar Francia».
Una semana más tarde me llamaron a la Prefectura. Empecé a declarar que
yo no tenía nada que ver con el cuello de piel ni las chuletas encontradas en mi
armario. El funcionario me interrumpió, pues no le gustaba que se burlasen de
él; las chuletas no le interesaban, pero sabía que yo me relacionaba con unos
señores que apoyaban la Conferencia de Zimmerwald. Tenía interés en saber
por qué el corresponsal de un respetable periódico ruso llevaba un traje
harapiento y trabajaba en la estación de mercancías. «Por cierto, ¿dónde se
encuentra actualmente Alfred Kranz?». Yo no conocía a ningún Kranz y le
pregunté: «¿Es pintor?». El funcionario sonrió con malicia: «Todos ustedes
son pintores». Comprendí que las cosas iban mal. Tal vez Nostradamus no
hubiera previsto la aviación militar, pero Modi —un auténtico Nostradamus—
me había dicho que no tardarían en detenerme por actividades subversivas.
El interrogatorio se prolongó durante toda la mañana y se interrumpió de
improviso: el funcionario consultó el reloj y dijo que era hora de comer;
volverían a citarme en los próximos días. Sólo más tarde supe el motivo del
interrogatorio. El Birzhevie viédomosti había publicado un artículo mío sobre
las damas que se dedicaban a la beneficencia: en él conté que en la Madeleine
se había celebrado el bautizo de un soldado senegalés que preguntaba con aire
asustado a su madrina: «¿Hace daño?». Las autoridades militares se habían
enojado porque habían visto en el artículo una burla al ejército francés. Por
mucho que se esforzara el Birzhevie viédomosti en conferir a mis artículos un
carácter digno, se percibía claramente que yo detestaba la guerra. Se decidió
mi expulsión de Francia. Aunque yo era un emigrado, lo pusieron en
conocimiento de la embajada rusa. El consejero de la embajada, Sevastopulo,
explicó el incidente al agregado militar. Alekséi Alekséievich Ignátiev se
indignó, no tenía ni idea de quién era yo, pero en la conducta de las
autoridades francesas veía un perjuicio para el prestigio de Rusia. El artículo
había sido revisado por la censura militar rusa y se había publicado en
Petrogrado. Las cuestiones de la prensa no eran de la incumbencia de Ignátiev;
mantuvo conversaciones con Poincaré y Kitchener sobre la coordinación de
las operaciones militares, sobre el suministro de armas a Rusia, pero encontró
tiempo para anular la orden de expulsión.
Me enteré de esto uno o dos meses después, cuando decidí inscribirme en
la Asociación de prensa internacional: fueron los corresponsales del Riech [El
discurso], Dmítriev, y de Nóvoie vremia, Pávlovski (el mismo que conocía a
Chéjov y mantuvo correspondencia con él), los que me contaron que querían
expulsarme.
A Alekséi Alekséievich Ignátiev lo conocí doce años más tarde en una
velada literaria: el conde Ignátiev, antiguo diplomático de la Rusia zarista, se
había convertido en un modesto funcionario de la representación comercial
soviética en París. Ignátiev quería al pueblo ruso y creía en él. Le habían dado
un trabajo poco adecuado para su formación: ayudaba a organizar los stands
de los pabellones de exposición; le gritaban hombres mucho menos
competentes que él. Era un hombre encantador y un narrador maravilloso;
cuando lo oía hablar, Alekséi Nikoláievich Tolstói se maravillaba siempre de
su talento. Si recibía invitados, Alekséi Alekséievich se ponía el delantal de
cocina y preparaba suculentos estofados franceses en diferentes ollas. Durante
casi medio siglo vivió en perfecta armonía con la ex actriz Natasha Trujánova
(en tiempos del zar ese matrimonio se consideraba desigual y el conde recibía
por ello no pocos reproches), que le sobrevivió poco tiempo. A pesar de su
origen y de haber crecido y haberse formado en la Rusia de antaño, Ignátiev
era un auténtico demócrata: aceptó la revolución no porque augurara una Rusia
fuerte, sino porque derribaba las barreras de estamentos y de clases.
Entre 1945 y 1946 los jóvenes oficiales a menudo pedían a Alekséi
Alekséievich que les contara cómo ocupaban sus horas de ocio los oficiales
de la Rusia zarista: algunos creían que podían tomar prestado de aquéllos algo
más que las charreteras… Ignátiev, a modo de respuesta, les hablaba de la
arrogancia de casta, de los malos tratos infligidos a los soldados, de las
groserías y las borracheras. Me acuerdo de que oí decir a un capitán,
decepcionado: «Habla como un agitador». Pero Ignátiev hablaba de lo que le
inquietaba en 1916 y en 1946.
Está bien que Alekséi Alekséievich haya escrito sus memorias: en la
historia abundan los desfiladeros y los precipicios, y la gente necesita puentes,
aunque sean frágiles, que unan las épocas.
No volvieron a citarme en la Prefectura; Dmítriev me dirigió a la Casa de
la Prensa, donde estaba instalada la censura militar, se proporcionaba
documentación a los corresponsales extranjeros y se organizaban viajes al
frente. En la Casa de la Prensa trabajaba una persona que atrajo mi atención al
instante: O. Milosz. Tenía cara de nórdico y hablaba con un ligero acento
extranjero; había nacido en Lituania, pero escribía poesía en francés. Max
Jacob me había hablado de él. O. Milosz alcanzó la fama sólo después de
muerto; y pocos años después de su fallecimiento en 1939 se publicó por
primera vez toda su obra. A veces hablaba con él, no de las cuestiones de
prensa, sino de poesía y del futuro. Me miraba con ojos pálidos, como
descoloridos, y me decía suavemente, con tranquilidad, que no cabía duda de
que pronto inventarían máquinas que escribieran versos y entonces algún niño
genial con pantaloncitos cortos se colgaría con la corbata de su padre al
comprender que nunca podría conmover a nadie mediante la palabra. Me
resultaba extraño oír decir eso a un hombre que debía darme instrucciones.
O. Milosz habría podido pasar perfectamente de la Casa de la Prensa a La
Rotonde.
Después de formular reiteradas solicitudes, los franceses me llevaron al
frente con un grupo de periodistas. Escogieron para nosotros el sector más
tranquilo, nos condujeron rápidamente por las trincheras y nos enseñaron la
artillería; luego fuimos al puesto de mando donde el general Gouraud nos
ofreció una comida. Todo aquello parecía una gira turística. (Posteriormente
más de una vez realicé viajes al frente, y ésos no se parecieron al primero).
Se libraban combates encarnizados en el Somme, donde había tropas
inglesas. Hice gestiones para obtener un pase. Los ingleses no se daban prisa
en responder. Por fin me convocaron a su misión militar y me dieron para que
firmara una larga declaración en la que yo prometía no publicar nada que no
pasase previamente por la censura inglesa, que en el caso de que yo cayera
muerto mis herederos no presentarían ninguna reclamación al gobierno de Su
Majestad, que me sometería a las leyes inglesas y si las infringía debería
responder ante un tribunal inglés. Me proporcionaron un uniforme inglés y me
condujeron a los alrededores de Amiens; allí, en una casa confortable no lejos
del Estado Mayor, vivían los corresponsales de guerra ingleses, franceses y el
italiano Barzini, considerado un gran periodista. Por las noches todos
bebíamos whisky; los ingleses contaban chistes ingenuos o hacían juegos de
manos. Nadie se ocupaba de nosotros; podíamos llegar hasta primera línea
haciendo que alguien nos acompañase en coche. Vi la guerra.
Al leer los periódicos en París, no podía imaginar que el frente era una
máquina grandiosa que exterminaba a los hombres de manera organizada. Las
hazañas, las virtudes y los sufrimientos no cambiaban gran cosa; la muerte era
mecánica.
En Calais vi cómo preparaban activamente esa muerte. Dos mil trescientas
piezas de automóvil. Cifras, por todas partes cifras. «Pieza n.º 617 para tanque
de gran calibre». «Manillar 1301 para motocicleta». Descargaban ovejas de
Australia, harina del Canadá, té de Ceilán. También descargaban la
correspondiente partida de soldados, que miraban alrededor confundidos. Una
enorme panadería cocía al día doscientos mil panes. Los soldados comían pan.
La guerra devoraba a los soldados.
En primera línea no había nada, ni ruinas, ni árboles (ni siquiera abatidos);
la tierra desnuda, parda, e hileras simétricas de alambre de espino; la gente
pululaba en las trincheras.
Por los caminos próximos al frente circulaban grandes camiones que yo
veía por primera vez. Transportaban a las trincheras a soldados, municiones,
cuartos de buey y en el trayecto de vuelta traían a los heridos. Los soldados
encargados de la circulación agitaban banderines. Cuento esto porque en la
actualidad muchos piensan aún que la Primera Guerra Mundial era
romántica…
Así es como describí en 1916 el primer tanque que vi: «En él hay algo
majestuoso y abominable. Tal vez en otra época existieran insectos
gigantescos; el tanque se parece a ellos. Para camuflarlo, lo pintan de muchos
colores, sus costados traen a la memoria los cuadros de los futuristas. El
tanque se arrastra lentamente, como una oruga; no pueden detenerlo las
trincheras, ni los arbustos ni las alambradas. Mueve sus bigotes: son cañones,
ametralladoras. En él se combinan lo arcaico y lo ultraamericano, el arca de
Noé y el autobús del siglo XXI. En su interior van hombres, doce pigmeos que
piensan ingenuamente que son los amos». Desde entonces no ha transcurrido
medio siglo, pero tengo la impresión de que los tanques se inventaron al
mismo tiempo que la pólvora. Los diplomáticos que hablan de desarme
utilizan el término de «armamento clásico» para distinguirlo del nuclear, y los
tanques, como es natural, se han convertido en clásicos.
La guerra resultó mucho más terrible de lo que yo pensaba: todo estaba
organizado, calculado. En las trincheras, por supuesto, había hombres, se
lanzaban al ataque, morían, se retorcían en los catres de las enfermerías,
agonizaban ante las alambradas; esos hombres, en su mayoría buena gente,
creían sinceramente que defendían la patria, la libertad, los valores humanos,
pero eran piezas minúsculas de una máquina gigantesca. Pronto se aprendió a
detener los tanques. Pero la guerra avanzaba lentamente moviendo sus bigotes
—cañones, ametralladoras— y nadie sabía cómo detenerla.
Comprendí no sólo que yo había nacido en el siglo XIX, sino que en 1916
yo vivía, pensaba y actuaba como un hombre de un pasado lejano. Me di
cuenta asimismo de que el nuevo siglo estaba en marcha y que no se andaría
con bromas.
29

Volví a París. Al principio creí sentirme feliz: después del frente, el boulevard
Montparnasse con las terrazas de sus cafés, sus plátanos verdes, sus chicas
despreocupadas, me pareció el paraíso. Me senté a una mesa; allí había
pintores y poetas que hablaban de que Diáguilev había encargado los
decorados para un espectáculo a Picasso, del nuevo libro de Paul Claudel, de
muchas otras cosas. Y de repente todo me pareció aburrido: aquello no era
vida sino una falsificación de mal gusto. La auténtica vida se había quedado
allí de donde yo venía: andaba a bandazos bajo el fuego de artillería, se
enredaba en las malditas alambradas, se hundía en la tierra, y con todo, era
vida…
Yo intentaba poner en claro mis sentimientos, comprenderme a mí mismo:
¿acaso había ingerido un alcohol que se me había subido a la cabeza? Creía
que no… La guerra me parecía un crimen, y al mismo tiempo yo vivía de la
guerra. Todo era confuso e incomprensible, así que dejé de pensar. La
desesperación se apoderó de mí. Empecé a inventarme un Dios, no el de la
Iglesia, sino uno propio, que tan pronto era feroz como un cándido simplón.
Dediqué algunos versos a aquello que en la carta a Briúsov yo había llamado
«porquería». Ahora, cuando pienso en mi pasado, el período de 1914-1919 me
parece el más difícil: buscaba esa «idea general» de la que hablaba Chéjov y
ni siquiera tenía una idea clara de cómo iba a vivir al día siguiente. Después
di, si no con un camino, sí al menos con la linde de un bosque, y me volví
menos sensible; con los años, el hombre se va forjando una coraza, no es
casual que mucha gente en su primera juventud escriba versos y piense en el
suicidio.
La pintora Chantal intentaba ayudarme. Era hija de un obrero, estudiaba en
un instituto pedagógico y le apasionaba la pintura. Ella tampoco sabía cómo
vivir, pero mantenía firmemente los pies en el suelo. Cuando ella veía que yo
me descorazonaba, me hablaba de la fragancia de las grosellas en flor, de un
lienzo tensado en un bastidor, me decía que era primavera y que tanto ella
como yo éramos jóvenes. Yo respondía que sí, luego me iba a casa y escribía
versos sobre el fin del mundo.
En verano Katia me invitó a pasar las vacaciones en el sur de Francia, en
Èze, donde vivía con su marido Sorokin y mi hija Irina. Tijón había vuelto
inválido del frente, leía a Soloviov y se sentía triste. Yo me esforzaba en ser
útil aunque fuera en los quehaceres domésticos y aprendí a cocinar
macarrones. Un día Katia fue a Niza y me pidió que acostara a la niña. Irina
tenía entonces cinco años. Cuando comencé a desabotonarle el vestido, me
dijo con severidad. «Así no… No sabes hacer nada». Era verdad, yo no sabía
hacer nada, ni trabajar, ni escribir versos, ni siquiera descansar. Volví a París
aún más trastornado.
Max Voloshin me presentó a Borís Sávinkov. Nunca había conocido a un
hombre tan enigmático e impresionante. Su rostro sorprendía por sus pómulos
mongólicos y por sus ojos, ahora tristes, ahora crueles; los cerraba a menudo y
los párpados eran pesados, como el personaje gogoliano llamado Vii.
Comenzó a frecuentar La Rotonde; bebía orujo y vestía con corrección, a
diferencia de otros «rotondistas» tenía el aspecto de un burgués medio francés;
nunca se quitaba el bombín. Me acuerdo de unos versos que él repetía a
menudo: «Alguien gris, con bombín, | hace de las suyas en un rincón». Borís
Víktorovich era un buen narrador. Cuando se le oía hablar por primera vez, se
podía pensar que seguía siendo el terrorista revolucionario de antaño, que al
día siguiente se disfrazaría de cochero para seguir la pista de un alto
dignatario zarista. Pero en realidad Sávinkov ya no creía en nada. En una
ocasión me dijo que el caso Ázef le había roto. Hasta el último minuto había
tomado al provocateur por un héroe. Los socialistas revolucionarios se
sentían inquietos por las revelaciones de Búrtsev e insistían en que se hiciera
una investigación. Sávinkov se revelaba: ¡no permitiría que se denigrara al
más honesto de los hombres! Al final organizaron una reunión. Ázef, al ver que
las cosas se estaban torciendo, declaró que tenía unos documentos en su casa
que le permitirían refutar la calumnia y que los traería al cabo de una hora.
Todos protestaron: no podían dejarlo partir; pero Sávinkov insistió en que,
siendo como era uno de los miembros más veteranos de la organización de
combate, debía dársele la posibilidad de probar su inocencia. Ázef se fue y
naturalmente no regresó.
Sávinkov abandonó toda actividad revolucionaria y empezó a escribir
novelas mediocres que ponían de manifiesto el vacío espiritual de un terrorista
que había dejado de creer en su causa. Siempre me sorprendía que Borís
Víktorovich se considerara ante todo un hombre de acción, es decir, terrorista,
y sólo después revolucionario. Durante los años de la guerra se hizo
corresponsal del periódico Dien [El día], hablaba de la necesidad de
defenderse, elogiaba a Gustave Hervé. En el fondo todo aquello no le
interesaba: seguía siendo un terrorista sin trabajo.
(Tuve una conversación insólita con un socialista revolucionario de
izquierdas, el terrorista Bliumkin, que había matado al conde Mirbach. A
principios de 1921 era partidario del poder de los soviets. Sávinkov se
encontraba entonces en París y apoyaba la intervención. Al enterarse de que yo
iba para allí, Bliumkin me preguntó si lo vería. Le respondí que no, pues
nuestros caminos se habían separado. Bliumkin me dijo: «Tal vez usted se lo
encuentre por casualidad; si es así, pregúntele si en su opinión se ha de
abandonar la escena después del acto, ¿eh?». No le entendí. Bliumkin se
explicó: le interesaba saber si el terrorista que ha matado a un enemigo
político debe hacer lo posible por esconderse o si es preferible pagar por el
asesinato con su propia sangre. No cabe duda de que si Bliumkin se hubiese
encontrado con Sávinkov le habría matado como a un enemigo, pero al mismo
tiempo lo respetaba en tanto que terrorista experimentado. Para la gente así el
terrorismo no era un arma de la lucha política sino el mundo en el que vivían).
Sávinkov contaba cómo había esperado la muerte en la fortaleza de
Sebastopol. El pasado estaba iluminado por la luz mortecina de la desilusión;
decía que la muerte era algo cotidiano, poco interesante, como la vida. Lo
salvó un centinela, un voluntario llamado Silberberg al que colgaron. Borís
Víktorovich se casó con la hermana de aquel hombre. Adoraba a su hijito,
Liova, y al hablar de él se animaba al instante. Su cara se iluminaba cuando
recordaba un pasado muy lejano, su infancia, la naturaleza rusa, el exilio que
había conocido en su primera juventud junto con Lunacharski y el escritor
Rémizov.
(Durante la guerra civil española conocí a Liova, el hijo de Sávinkov. En
Francia era chófer de camiones, escribía poesías en ruso y relatos sobre la
vida obrera en francés. Aragon publicó uno de sus relatos en la revista La
Commune. Liova había ido a España para combatir en las Brigadas
Internacionales. La gente se enteró de que era el hijo del «mismísimo
Sávinkov» y, pensando que «la manzana no cae lejos del árbol», comenzaron a
enviarlo a las líneas franquistas. A diferencia de su padre, Liova era dulce,
sociable. Cumplía con valentía las tareas militares que le asignaban, resultó
gravemente herido y enfermó de tuberculosis. De regreso en Francia, pasó
muchas privaciones. Cuando empezó la guerra se unió a la Resistencia, se
ocupaba de los rusos evadidos de los campos penitenciarios. Me lo encontré
en París en 1946. Soñaba con ir a la Unión Soviética. No sé qué fue de él más
adelante).
Borís Víktorovich firmaba los artículos sobre la batalla del Somme o de
Verdún con el pseudónimo «V. Ropshin», al igual que sus novelas. En éstas
contaba que ya no creía en el sacrificio. En sus artículos de guerra, por el
contrario, ensalzaba la grandeza de las hazañas de los soldados y decía que la
guerra había regenerado a los hombres. Un día le pregunté si creía en lo que
escribía; él sonrió irónicamente y me respondió que yo todavía era muy joven.
Me sacó de mis casillas y exclamé: «¡Pero entonces no nos queda otra que
aullar como perros!». Él bajó sus párpados de plomo y dijo: «No, no es
necesario aullar. Se puede escribir un artículo, usted ya ha aprendido a
hacerlo. Se puede beber una copita de orujo, dos, pero nada más».
Sávinkov iba a menudo a sentarse a la mesita en que se encontraba
Marevna, así llamábamos todos a la pintora Vorobiova-Stebélskaia. Se había
criado en el Cáucaso y llegó a La Rotonde siendo una jovencita; tenía un
aspecto exótico, pero era ingenua, pues exigía la verdad, la franqueza y la
honestidad. A Sávinkov le gustaba, pero ella era muy severa con él y le
llamaba «viejo cínico».
Para mí Borís Víktorovich era un elemento del paisaje de la guerra, me
recordaba la estrecha franja de la «tierra de nadie» donde no había ni una
brizna de hierba y donde se veía, en medio de las alambradas, fusiles rotos,
cascos y los restos de los soldados que no habían logrado arrastrarse hasta la
trinchera enemiga.
Dejé el periódico a un lado: ¿para qué leer si todo el mundo miente? En La
Rotonde se debatían las últimas noticias. A Dubois le habían amputado una
pierna, Margot hacía una colecta para comprarle una prótesis. Lucie se había
vuelto loca: una noche la encontraron desnuda sobre una locomotora. La vida
continuaba.
Y ahí estaba Modigliani. Ahora nos diría que todo estaba escrito hacía
mucho tiempo en el libro de Nostradamus…
30

Un día me hallaba yo en el gélido estudio de Diego Rivera. Hablábamos de la


facilidad con que se lograba en nuestros tiempos camuflar los tanques y los
«objetivos militares». De repente Diego cerró los ojos, parecía que se hubiera
quedado dormido, pero un minuto después se levantó y comenzó a hablar de
una araña que odiaba. Repetía que no tardaría en encontrarla y en aplastarla.
Avanzó directamente hacia mí, comprendí que la araña era yo y corrí al otro
extremo del estudio. Diego se detuvo, dio media vuelta y se dirigió hacia mí.
Ya había visto con anterioridad sus crisis de sonambulismo, siempre la tomaba
con alguien, pero esa vez era a mí a quien quería aniquilar. Habría sido
inhumano despertarlo, pues eso le ocasionaba un dolor de cabeza terrible. Yo
daba vueltas alrededor del estudio no como una araña, sino como una mosca.
Él daba conmigo, aunque tuviera los ojos cerrados. Por poco no logro escapar
por la escalera.
Diego tenía la piel amarilla. A veces se arremangaba la camisa y proponía
a uno de sus amigos que le escribiera o le dibujara algo en el brazo con el
extremo de una cerilla; las letras y las líneas adquirían relieve al instante. (En
el jardín botánico de Calcuta vi un árbol tropical en cuyas hojas también se
podía escribir con el extremo de una cerilla; lo que se escribía emergía poco a
poco a la superficie). Diego me decía que el sonambulismo, la piel amarilla y
las letras en relieve eran secuelas de una fiebre tropical que había padecido en
México. Cuento esto para reflexionar sobre la vida y el arte de Diego Rivera:
a menudo se lanzaba contra los enemigos con los ojos cerrados.
A Diego le gustaba hablar de México y de su infancia. Vivió en París diez
años y fue uno de los representantes de la Escuela de París, trabó amistad con
Picasso, Modigliani, con los franceses, pero siempre veía ante sí las montañas
rojizas cubiertas de cactus espinosos, los campesinos con amplios sombreros
de paja, las minas de oro de Guanajuato, las revoluciones incesantes: Madero
derroca a Díaz, Huerta a Madero, los guerrilleros de Zapata y de Villa a
Huerta…
Escuchando a Diego comencé a sentir afecto por el enigmático México; las
esculturas de los aztecas se fundían con los partisanos de Zapata. Julio
Jurenito es mexicano, y cuando escribía mi novela me acordaba de los relatos
de Diego. He llegado a leer que Jurenito es un retrato de Rivera. Es cierto que
algunos rasgos de sus biografías coinciden: mi personaje y Diego nacieron en
Guanajuato. Jurenito, en su tierna infancia, serró la cabeza de un gato vivo
para comprender qué diferencia había entre vida y muerte, y Diego, cuando
tenía seis años, destripó a una rata viva porque quería ver cómo nacían las
crías. Muchos otros detalles de la infancia de Jurenito están inspirados en
relatos de Rivera, pero Diego no se parece a mi personaje: en Jurenito el
pensamiento predominaba sobre los sentimientos; adoptaba un dogma
establecido por la sociedad, a la que él odiaba, y lo llevaba hasta el absurdo
para demostrar su carácter vicioso. Diego era un hombre de sentimientos y, si
a veces llevaba hasta el absurdo los principios que le eran queridos, obedecía
únicamente al exceso de potencia de un motor que no tenía frenos.
Conocí a Diego a principios de 1913. Comenzaba entonces a pintar
naturalezas muertas cubistas. En las paredes de su estudio colgaban lienzos de
años anteriores; se podían distinguir las etapas: El Greco y Cézanne.
Revelaban un gran talento, así como esa tendencia a lo desmesurado que le era
inherente. En París, a comienzos del siglo XX, estaba de moda el pintor
español Zuloaga. Se hizo famoso por sus cuadros que representaban gitanos,
toreros; en fin, todo lo que los españoles llaman «españolada», un folclore
español estilizado. Durante un breve período, Zuloaga atrajo la atención de
Diego. Los historiadores del arte incluso definen algunas telas de Rivera como
pertenecientes al «período Zuloaga». En 1913 ya le había dicho adiós a
Zuloaga. Poco antes se había casado con la pintora Angelina Petrovna Belova,
petersburguesa de ojos azules y pelo claro, reservada como buena nórdica. Me
recordaba más a las jóvenes con quienes me había encontrado en Moscú en las
reuniones clandestinas que a las habituales de La Rotonde. Angelina tenía
mucha fuerza de voluntad y buen carácter, lo cual le ayudaba a sobrellevar con
paciencia angelical los ataques de ira y de alegría del impetuoso Diego. Él
decía: «La bautizaron con el nombre adecuado».
Diversos pintores llegaron al cubismo por caminos diferentes. Para
Picasso el cubismo no era un traje, sino su piel, incluso su cuerpo. No se
trataba de una manera de pintar, sino de una visión y concepción del mundo.
Desde 1910 a nuestros días creo que no ha habido ni un solo año en que
Picasso no haya pintado, junto a otras obras, varias telas que no sean una
prolongación de su período cubista: la manera de pintar envejece, pero el
artista no puede modificar su naturaleza. En el caso de Léger el cubismo
estaba relacionado con el amor por la arquitectura moderna, por la ciudad, por
el trabajo y las máquinas. Braque decía que el cubismo le había permitido
«expresarse mediante la pintura con total plenitud». En 1913 Diego Rivera
tenía veintiséis años, pero me parece que todavía no había encontrado su
camino, pues un año antes del cubismo aún podía entusiasmarse por Zuloaga.
Y a su lado tenía a Pablo Picasso… Diego dijo un día: «Picasso no sólo puede
transformar al diablo en justo, sino que puede obligar a Dios a ir a atizar el
fuego al infierno». Picasso nunca ha predicado el cubismo, no le gustan las
teorías artísticas en general y le deprime que lo imiten. A Rivera tampoco
intentó convencerlo de nada, se limitó a enseñarle sus obras. Picasso había
pintado una naturaleza muerta con una botella de anís español, y pronto vi la
misma botella en un cuadro de Diego… Sin duda, ni siquiera se había dado
cuenta de que imitaba a Picasso, pero muchos años más tarde, cuando hubo
tomado conciencia de ello, comenzó a echar pestes de La Rotonde: saldaba
cuentas con su pasado.
El cubismo le enseñó muchas cosas a Rivera; sus obras de la época
parisina me siguen pareciendo espléndidas. A veces pintaba retratos, como el
del escritor español Ramón Gómez de la Serna, que transmitía el carácter
pintoresco y excéntrico del modelo (en París Ramón había dado una
conferencia acerca del arte moderno encaramado a la espalda de un elefante
de circo). Pintó también a Max Voloshin, al escultor Indenbaum, al arquitecto
Acevedo. El retrato de Max Voloshin plasmaba la pesadez de un hombre de
más de cien kilos combinada con la ligereza y la falta de seriedad de un pájaro
revoloteador; tonos azules y anaranjados; una máscara rosa de esteta de la
revista Apollón y la ondulación totalmente naturalista de su barba de fauno.
Yo también posé para Rivera. Me dijo que leyera o escribiera, pero que
me dejase el sombrero puesto. El retrato es cubista, pero en él hay un parecido
muy grande (lo compró un diplomático americano, y Rivera nunca supo qué
había sido de aquella tela). Yo he conservado una litografía del mismo.
En 1916 Diego realizó unas ilustraciones para dos libritos míos, uno de
los cuales lo imprimió el infatigable Rijarovski mientras que el otro fue tirado
en litografía: yo escribía el texto y Rivera dibujaba. Lo que más le gustaba
eran las naturalezas muertas.
Rivera fue el primer americano que conocí. A Pablo Neruda lo conocí
mucho más tarde: durante los años de la guerra de España. Tienen algo en
común: los dos se formaron con el arte de la vieja Europa, los dos quisieron
más tarde crear su arte nacional imprimiendo ciertos rasgos del Nuevo
Mundo: la fuerza, el brillo, el menosprecio a todo sentido de la medida (en
Latinoamérica una lluvia ordinaria es un auténtico diluvio). Diego creó junto
con Orozco la escuela mexicana de pintura, sus frescos expresan las
particularidades de su carácter y del carácter de Latinoamérica, la
espontaneidad, la diversidad técnica, la ingenuidad.
Nos hicimos amigos. Representábamos el ala extremista de La Rotonde,
pues sabíamos que además del París viejo, triste y sensato, existían otros
mundos y fenómenos de otras proporciones. Diego me hablaba de México, yo
le hablaba de Rusia. Me decía que había leído a Marx antes de la guerra, lo
cual no le impedía admirar a los partidarios de Zapata: le gustaba el
anarquismo pueril de los campesinos mexicanos. En mi cabeza entonces se
confundía todo: las reuniones bolcheviques y Mitia Karamázov en Mókroie;
las novelas de Léon Bloy, ese Savonarola tardío, y los violines destripados de
Picasso; el odio a la ordenada vida burguesa que reinaba en Francia y el amor
por el carácter francés; la fe en la misión particular de Rusia y la sed de
catástrofe. Diego y yo nos entendíamos bien. Toda La Rotonde era un mundo
marginal, pero nosotros, por lo visto, éramos marginados entre los
marginados.
Rivera veía a menudo a Sávinkov, pero la naturaleza de Rivera y su amor
por la vida lo ponían a salvo del cinismo de aquél. Le apasionaban los relatos
de aquel hombre correcto, tocado con un bombín, perseguidor de ministros y
de un gran príncipe.
Recuerdo una noche a principios de 1917 en que Rivera estaba sentado en
La Rotonde con Sávinkov y Max; yo, con Modigliani y la modelo Margot. En
la mesa de al lado, Lapinski y Léger conversaban animadamente. Cuando
cerraron el café a las diez, Modi nos convenció para ir a su casa.
No sé por qué me acuerdo muy bien de la larga e incoherente conversación
que mantuvimos sobre la guerra, el futuro y el arte. Intentaré resumirla. Es
posible que algunas frases hayan sido pronunciadas en otro momento, pero
reflejan con fidelidad las ideas de cada uno.

LÉGER: La guerra acabará pronto. Los soldados no quieren combatir más. Los
alemanes comprenderán también que esto no tiene ningún sentido. A los
alemanes les lleva más tiempo pensar, pero acabarán comprendiéndolo. Será
preciso reconstruir las zonas devastadas, los países. Creo que echarán a los
políticos: han fracasado. En su lugar pondrán a ingenieros, técnicos, tal vez
también obreros… Por supuesto que Renoir es un buen pintor, pero es difícil
imaginarse que vive en nuestra época. ¿Tanques y Renoir? ¿Cuáles deben ser
las fuentes de inspiración? La ciencia, la técnica, el trabajo. Y también el
deporte…
VOLOSHIN: A mi modo de ver, la gente no se conformará con eso. ¿Puede Europa
transformarse en otra América? La guerra no sólo ha trastornado la región de
Picardía, sino también las entrañas del hombre. Hobbes llamaba Leviatán al
Estado. Las personas pueden convertirse en tigres automáticos: tienen
experiencia y le han tomado gusto. Yo prefiero los lienzos de Léger a las
máquinas. No me seduce la idea de ser esclavo de seres inanimados.
MODIGLIANI: ¡Sois todos diabólicamente ingenuos! Creéis que alguien os va a
decir: «Queridos amiguitos, escoged». Me da risa. Los únicos que eligen hoy
son los que se mutilan y los fusilan por ello. Cuando la guerra termine, los
meterán a todos en la cárcel. Nostradamus no se equivocó… Todo el mundo
vestirá el uniforme de presidiario. A lo sumo se permitirá a los académicos
que lleven pantalones a cuadros en lugar de a rayas.
LÉGER: No. La gente ha cambiado, comienza a despertar.
LAPINSKI: Es cierto. El capitalismo, evidentemente, ya no puede crear nada más,
ahora sólo destruye. Pero la conciencia se desarrolla. Tal vez nos encontremos
en la antesala del desenlace. Nadie sabe dónde va a comenzar: en París, en las
trincheras o en Petersburgo…
SÁVINKOV: La «consciencia» es un mito. En Alemania había muchos socialistas y
bien que cuando dieron las voces de mando «Eins, zwei» se pusieron en
marcha. Lo peor está por venir.
LAPINSKI: No, lo peor ya ha quedado atrás. Los socialistas pueden…
MODIGLIANI: ¿Sabéis qué parecen los socialistas? Unos papagayos calvos. Se lo he
dicho a mi hermano. Por favor, no os enfadéis: a fin de cuentas, los socialistas
son mejores que otros. Pero vosotros no comprendéis nada. ¡Thomas es
ministro! ¿Qué diferencia hay entre Mussolini y Cadorna? ¡Tonterías! Soutine
ha pintado un retrato magnífico. Es un Rembrandt, lo creáis o no. Pero a él
también lo meterán entre rejas. Escucha (se dirigió a Léger), tú quieres
organizar el mundo. Pero el mundo no se puede medir con una regla. Hay
gente…
LÉGER: Antes también había buenos pintores. Hace falta una nueva aproximación.
El arte sobrevivirá si descifra la lengua de nuestra época.
RIVERA: En París nadie necesita el arte. París muere, muere el arte. Los
campesinos de Zapata nunca han visto una máquina, pero son cien veces más
modernos que Poincaré. Estoy convencido de que si les enseñara nuestra
pintura la comprenderían. ¿Quién construyó las catedrales góticas o los
templos aztecas? Todos. Y para todos. Iliá, tú eres pesimista porque eres
demasiado civilizado. El arte necesita beber un trago de barbarie. La escultura
negra salvó a Picasso. Pronto iréis todos al Congo o al Perú. Os hace falta
pasar por la escuela de salvajismo.
: Salvajismo aquí tenemos de sobra. No me gusta lo exótico. ¿Quién va a ir al
Congo? Los Tsetlin, tal vez Max. Escribirá una nueva «corona de sonetos».
Odio las máquinas. Lo que hace falta es bondad. Cuando veo los anuncios del
jabón Cadum, sé que el bebé cubierto de espuma de jabón es puro y bueno. ¡Lo
terrible es que Hindenburg y Poincaré también han sido niños…!
RIVERA: Tú eres europeo: ésa es tu desgracia. Europa está a punto de morir.
Vendrán los americanos, los asiáticos, los africanos…
SÁVINKOV: Los americanos no tardarán en declarar la guerra y desembarcar. ¿A
qué asiáticos se refiere? ¿A los japoneses…?
RIVERA: ¿Por qué no…?

Diego cerró de repente los ojos. Sólo Modigliani y yo sabíamos qué iba a
suceder. Lapinski hablaba tranquilamente con Léger. Max, sin darse cuenta de
lo que le estaba pasando a Rivera, le hablaba de las visiones de Julia
Krüdener. Modi y yo nos acercamos a la puerta. Diego se levantó y gritó:
«¡Hola, señores enterradores! Habéis venido a buscarme, ¿no es así? Pero no
os saldréis con la vuestra. Soy yo quien os va a enterrar…». Se dirigió hacia
Voloshin y lo levantó del suelo. Era increíble: Max pesaba al menos cien
kilos. Rivera, con voz siniestra, repetía: «¡Ahora mismo…! La cabeza contra
la puerta… Os haré un entierro de primera…».
En 1917 Rivera se enamoró repentinamente de Marevna, a quien conocía
desde hacía tiempo. Tenían unos caracteres muy parecidos: iracundos,
infantiles, sensibles. Dos años más tarde Marevna dio a luz a una niña,
Marika. (Hace poco me encontré a Marevna en Londres; dibuja, esculpe,
escribe unas memorias, aunque apenas recuerda el pasado. Marika se parece
mucho a Diego; es actriz; tiene aspecto mexicano, su lengua materna es el
francés, está casada con un inglés y le gusta decir que es medio rusa).
Cuando volví a París en la primavera de 1921 enseguida fui a ver a
Rivera. Continuaba viviendo en el mismo taller. Acababa de estar en Italia,
admiraba los frescos de Giotto y Uccello, dibujaba. Eran los primeros esbozos
de su nuevo período. Le apasionaba la Revolución de Octubre, las historias
sobre la Proletkult;[1] se preparaba para volver a su país. Pronto comenzó a
cubrir los muros de los edificios oficiales de México con frescos grandiosos.
Yo leía lo que escribían acerca de él, a veces veía reproducciones de sus
frescos, pero a él no le volví a ver. En 1928 estuvo en Moscú, no nos
encontramos: yo estaba entonces en París. Un día me visitó una de sus ex
mujeres, la hermosa mexicana Guadalupe Marín estaba buscando los primeros
trabajos de Diego en París. Rivera había alcanzado la gloria; escribían
monografías sobre él. Lo invitaron a Estados Unidos, donde pintó un retrato de
uno de los reyes del automóvil; Rockefeller le encargó unos frescos, y Rivera
representó escenas de la lucha social y a Lenin. Tras largas conversaciones,
los frescos se destruyeron.
En 1951 visité en Estocolmo una gran exposición de arte mexicano. Me
impresionó la escultura antigua, me recordó la de la India y la de China. Los
caminos de la civilización son algo sorprendente: del arcaísmo, del carácter
monumental del arte azteca, se pasó directamente al rebuscado barroco.
Después subí a la primera planta y vi las pinturas de Rivera. Las telas tenían
una gran fuerza. También había reproducciones de pinturas murales. No sentí
empatía, sin duda no las comprendí. Los pórticos de las catedrales góticas son
una enciclopedia de piedra de su época, pero entonces la gente no sabía leer.
Los frescos de Rivera contienen una multitud de relatos: sobre la historia de la
revolución mexicana, la vacunación contra la viruela, la economía del Nuevo
Mundo. No había olvidado las lecciones de Italia: sus mexicanas se inclinan,
bailan, duermen como las damas florentinas del siglo XV. Quiso aunar las
tradiciones nacionales con la pintura moderna, tal como habían intentado hacer
los pintores indios o japoneses. De pronto comprendí los reproches que
lanzaba contra los pintores soviéticos: ¿por qué despreciaban el arte popular,
las cajas de laca? Sin duda, si él hubiese sido ruso, habría intentado unir al
Rivera de la juventud con el arte de Pálej…
Sin embargo, estoy comenzando a hablar de mis gustos artísticos y éste no
es el lugar adecuado. Lo que merece la pena señalar es que Rivera intentó
resolver una de las tareas más complejas de nuestra época: crear la pintura
mural. Conservó su fidelidad al pueblo durante toda su vida: muchas veces
riñó y se reconcilió con los comunistas mexicanos, pero desde 1917 y hasta su
muerte consideró a Lenin su propio maestro.
En 1952 acudió a Viena al Congreso de la Paz. Le dije que de la
exposición mexicana me habían gustado las obras del pintor Tamayo. Diego se
enfadó, me acusó de formalista. En lugar del encuentro entre dos amigos
después de treinta años de separación, se produjo una discusión fastidiosa
sobre la pintura de caballete y la pintura mural. Luego fue a curarse a Moscú y
vino a verme. Pasamos una noche entera hablando de recuerdos; es así como
hablan las personas cuando las maletas están hechas y conviene sentarse antes
de un largo viaje.[2] Todo cuanto había en él de infantil, de franco y cordial,
todo cuanto en otro tiempo me había conmovido emergió durante aquella
última velada. No volvimos a vernos.
Rivera era esa clase de personas que no entran en una habitación, sino que
la llenan al instante. Nuestra época oprimió a muchos, pero él no cedió, y fue
su época la que tuvo que transigir.
31

Yo enviaba al Birzhevie viédomosti cartas llenas de indignación: ¿por qué mis


crónicas del frente se publicaban mutiladas? Las cartas no surtieron efecto
alguno. Seguí escribiendo artículos y poco a poco me fui acostumbrando a que
me los plancharan e incluso a que me atribuyeran ideas que no eran mías.
Estábamos en el tercer año de guerra y nos habíamos acostumbrado a todo; eso
era lo más terrible.
En Albert, una pequeña ciudad de la región de Picardía, vivía en una casa
semiderruida una tabernera con sus cuatro hijos. La mujer ya no prestaba
atención a los obuses, se quejaba de lo que había subido el precio del vino:
ciento sesenta francos el hectolitro. El negocio iba bien, los soldados bebían
el vino encarecido. Sus hijos pensaban que la gente siempre había vivido bajo
los bombardeos.
Junto a una batería inglesa había un molino; no funcionaba, por supuesto,
pero el viejo molinero no había abandonado su casa. Los alemanes disparaban
contra la batería, y el viejo sólo pensaba en una cosa, temía que los soldados
se apropiaran de los sacos de harina o que los ensuciaran.
En los sótanos de Reims, la vida cotidiana seguía su curso: en uno de ellos
se imprimía el periódico El Mensajero del Este, en otro había una escuela, en
un tercero funcionaba una peluquería. En las pequeñas ciudades francesas
antes de la guerra había siempre un crieur public, un empleado del
ayuntamiento que recorría las calles tocando un tambor y gritando: «El perro
de fulano de tal se ha escapado; mengano ha perdido la cartera». Todavía no
había aparatos de radio, y los franceses se enteraron de la movilización por
esos pregoneros. En Compiègne vi a un viejo con un tambor; los obuses caían
y él gritaba, con voz ronca, que una dama había perdido un broche y que la
persona que lo encontrara recibiría una recompensa.
En las trincheras la vida era desesperada y rutinaria al mismo tiempo: se
esperaba el correo, se aplastaban y cazaban piojos, se insultaba a los
oficiales, se contaban chistes obscenos y después llegaba la muerte.
Los soldados ingleses se afeitaban sin falta a diario: la muerte era la
muerte, pero había que afeitarse.
Pregunté cerca de Lens a un soldado francés que trajinaba junto a una casa,
que había quedado intacta de milagro, si se podía seguir avanzando, si los
alemanes disparaban contra la carretera. Me respondió que no lo sabía, pues
no estaba en el frente, sólo había ido a pasar seis días con su mujer que
continuaba viviendo en aquella casa.
En un pueblecito los zuavos encontraron a una mujer que rebasaba la
cuarentena. Gritaron entusiasmados. Se formó una cola delante de la casa. El
mando militar abrió burdeles para los soldados. En el campamento de Mailly
había «días para los franceses» y «días para los belgas».
El invierno era extraordinariamente riguroso, se heló el Sena. No había
carbón y la gente pasaba mucho frío. El gobierno insistía en el ahorro: se
establecieron dos días a la semana sin pasteles. En los restaurantes caros se
podía tomar entremeses, sopa, pescado, y después sólo un plato de carne,
bistec o pato: qué se le iba a hacer, corría el tercer año de guerra… Los
modistas, como siempre, dictaban nuevas modas: faldas cortas, sombreros
pequeñitos que se parecían a los gorros de los soldados, vestidos azulinos
color camuflaje. En los periódicos se publicaban anuncios de perfumes,
somníferos, prótesis para inválidos. Aparecían artículos en los que se escribía
que el ascetismo no estaba hecho para los franceses, que era un signo de
debilidad, y que Francia estaba convencida de la victoria. Los cines estaban
llenos a rebosar, todas las semanas proyectaban un nuevo episodio de
Misterios de Nueva York.
Un día Diego Rivera y yo vimos en un pequeño cine a un actor al que yo no
conocía. Rompía platos y ensuciaba a las damas elegantes con pintura. Nos
reímos a carcajadas junto el resto del público, pero cuando salimos a la calle
confesé a Diego que me daba miedo: aquel hombrecito ridículo tocado con un
bombín mostraba toda la absurdidad de la vida. Él contestó: «Sí, es un actor
trágico…». Dijimos a Picasso que fuera a ver la película de Charlot; así
llamaban al todavía desconocido Charles Chaplin.
En La Rotonde los pintores continuaban discutiendo sobre cubismo. En el
Estado Mayor del ejército un siniestro capitán examinaba una montaña de
fotografías. Vi por primera vez la tierra fotografiada desde el aire: recordaba
extraordinariamente los dibujos de Metzinger o de Gleizes. (En 1948, Picasso
viajó en avión a Breslavia y me dijo riéndose: «El mundo desde arriba se
parece a algunos de mis cuadros»).
En el frente inglés, se repartían bocadillos en las barracas de la Young
Men’s Christian Association; había servicios religiosos los domingos por la
mañana y cine por la tarde. En las paredes colgaban carteles edificantes: sobre
el amor a Dios, las ventajas de la sobriedad, el peligro de las enfermedades
venéreas.
Todo el mundo se había vuelto supersticioso; pocos se atrevían a ser el
tercero en encenderse un cigarrillo con la misma cerilla. Las damas caritativas
no perdían el tiempo: colgaban del cuello de los soldados que partían a las
posiciones de vanguardia medallas con la imagen de la Virgen de Lourdes. Los
soldados las aceptaban de buena gana: ¿quién sabe…?
(Un senegalés me regaló un talismán, me aseguró que era mejor que todas
las medallas; eran dientes de un alemán o un francés, no lo sé).
Los suboficiales castigaban rigurosamente a los senegaleses para dar
ejemplo. A los negros los enviaban a una muerte segura. Los senegaleses
tosían, enfermaban, no comprendían dónde estaban ni por qué los mataban. Los
indochinos, pequeños hombres enigmáticos a quienes habían llevado a las
fábricas militares, permanecían en silencio. Durante esos años se inscribía con
letras de sangre las cuentas que se presentarían años más tarde.
El año 1916 fue sin duda el más sangriento: Somme, Verdún. En París se
podían ver mujeres llorosas a cada paso. Los soldados resistían hasta la
muerte. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial leí el diario de Poincaré.
He aquí lo que escribía en el momento de la batalla de Verdún: «Clemenceau,
considerando sin duda que la crisis ministerial es ahora mínima, arremete
contra mí. [… ] El burgués considera que Briand ha inclinado demasiado la
balanza en favor de los adversarios de Joffre […]. Noulens se ha mostrado
agresivo y ha jugado el juego de los radicales contra Thomas […] Briand ha
tratado con consideración a Clemenceau en su intervención».
Los corresponsales extranjeros tenían sed de sensaciones, se esforzaban en
trabar conocimiento con el cochero de Gallieni, el chófer de Joffre, la criada
de Briand. Durante su tiempo libre cortejaban a las francesas, intentaban
seducirlas con caramelos americanos. Todos echaban pestes de la censura.
Barzini estaba radiante: había logrado asistir a la ejecución de un espía; decía
con una mezcla de enfado y admiración: «¡El canalla estaba
sorprendentemente tranquilo!». En París yo acudía a la Casa de la Prensa.
Milosz me explicaba con aire distraído que la ofensiva se había detenido a
causa del mal tiempo: él pensaba que, sin lugar a dudas, los hombres estaban
condenados.
En esa misma Casa de la Prensa me entregaban los boletines que hablaban
invariablemente de «recursos crecientes». Había cada vez menos hombres y
más cañones y aviones. Comenzaron los ataques masivos de tanques. El
diputado socialista Bracque me contó que una comisión parlamentaria estaba
investigando un asunto escandaloso relacionado con el suministro de
armamento. Nunca antes la gente se había enriquecido tan rápido como en esos
días. La guerra era un gran negocio. Comencé a pensar entonces en Julio
Jurenito: no estaría mal contar la historia de un grandioso negocio dedicado a
exterminar a gente. En la novela lo llamé la «explotación de míster Cool».
(En mi libro, Julio Jurenito inventa un procedimiento que permite
exterminar a los hombres al por mayor. Describí torpemente el invento
confesando que «a causa de mi incapacidad innata para la física y las
matemáticas no había asimilado nada». Jurenito proponía a míster Cool un
arma de destrucción masiva, pero éste le respondía: «Le ruego, querido amigo,
que no hable a nadie de su invento hasta nueva orden. Si se vuelve tan fácil
matar a la gente, la guerra se acabará en quince días y mi empresa se irá a
pique. Mi país sólo ha comenzado a prepararse para entrar en guerra».
Más adelante escribí que míster Cool me había explicado: «Se puede
vencer a los alemanes con bayonetas francesas, más vale dejar los trucos de
Jurenito para los japoneses». Los japoneses me preguntan a menudo por qué en
1921, cuando Japón era aliado de Estados Unidos, yo había escrito que los
estadounidenses probarían una nueva arma letal contra ellos. Yo no sé qué
responderles. ¿Por qué en 1919, mucho antes de los descubrimientos de
Rutherford, de Joliot-Curie y de Fermi, Andréi Bieli escribía: «El mundo
estalla en los experimentos de Curie, | en una bomba atómica que ha estallado,
| en flujos de electrones, | en una hecatombe desencarnada»? ¿Acaso
semejantes profecías están ligadas a la naturaleza del escritor?).
Ya he dicho que la Primera Guerra Mundial fue un borrador, pero nadie
puede calificar ese borrador de balbuceo infantil. Se utilizaban gases (Léger
fue una de las víctimas). No se dejaba salir de los hospitales a los inválidos
desfigurados por los lanzallamas: asustaban demasiado a los que se cruzaban
con ellos. He aquí un apunte mío de 1916: «En Picardía los alemanes han
reculado unos cuarenta o cincuenta kilómetros. Por doquier se ve lo mismo:
ciudades, aldeas e incluso casas aisladas incendiadas. No son excesos de los
soldados; hubo una orden y los zapadores recorrieron en bicicleta la zona que
se debía evacuar. Ahora es un desierto. Las ciudades de Bapaume, Chauny y
Nesle han sido pasto de las llamas. Dicen que el mando alemán ha decidido
arruinar la economía de Francia por mucho tiempo. Picardía era famosa por
sus peras y sus ciruelas. Ahora por todas partes se han talado los árboles
frutales. En el pueblo de Chonas tuve al principio una alegría: los perales
estaban intactos. Me acerqué y vi que estaban todos serrados por la base;
había más de doscientos. Los soldados franceses blasfemaban, uno de ellos
tenía lágrimas en los ojos».
Sólo hay un detalle que revela la época en que esta nota fue escrita: los
zapadores en bicicleta…
En el otoño de 1944, en Glújov, liberado por nuestro ejército el día
anterior, vi un huerto de árboles frutales con los manzanos cuidadosamente
serrados; las hojas aún estaban verdes, había frutas en las ramas. Y nuestros
soldados despotricaban como los franceses en Chonas.
No se trata de la novela de un escritor ni de un artículo sobre el
militarismo alemán, sino únicamente de dos días en la vida de un hombre.
En el inicio de la guerra, los soldados alemanes incendiaron la pequeña
ciudad de Gerbéviller, cerca de Nancy, que habían ocupado durante un breve
período de tiempo. Cuando llegué allí, los lugareños se cobijaban en barracas
y chozas. Contaban que de quinientas casas sólo quedaban veinte: habían
fusilado a cien personas. ¿Por qué? Nadie lo sabía. ¿Por qué en Senlis o en
Amiens los soldados, al entrar en la ciudad, mataron a sus habitantes? En 1916
vi carteles alemanes que anunciaban la ejecución de rehenes; esos carteles
volvieron a aparecer en las paredes de las ciudades francesas un cuarto de
siglo más tarde…
Se dice que Hitler inventó muchas cosas, pero no es así, se limitó a
asimilar muchas cosas y a llevarlas a cabo a gran escala. En una de mis
crónicas cité el texto de una orden de la Kommandatur del pequeño pueblo de
Oilly en la región de Saint-Quentin: para recoger la cosecha toda la población
de las quince aldeas vecinas (comprendidos los niños a partir de quince años)
debían trabajar desde las cuatro de la madrugada hasta las ocho de la tarde. La
Kommandatur advertía de que «los hombres, mujeres y niños que no
acudieran a trabajar serían castigados con veinte bastonazos».
En 1910 fui de la tranquila Brujas a la tranquila Ypres, donde había un
mercado medieval decorado con estatuas maravillosas: uno de los pocos
monumentos civiles góticos que se habían conservado. En 1916 me encontré
de nuevo en esta ciudad; había sido bombardeada por la artillería alemana. Vi
las ruinas en lugar del mercado, tan sólo una dama de piedra, que había
permanecido intacta por casualidad, continuaba sonriendo. Los habitantes
habían sido evacuados hacía tiempo y los soldados vivían en sótanos o en
chabolas. Ante las ruinas del mercado vi a dos soldados ingleses; hablaban
del arte gótico, uno de ellos escribía algo en su cuaderno.
Nació una nueva palabra, la «iperita»: así bautizaron a los gases
asfixiantes que los alemanes utilizaron por primera vez en la batalla de Ypres.
En 1921 vi de nuevo las ruinas de Ypres. Los habitantes que habían
regresado vivían en cabañas. Hombres emprendedores habían levantado
barracones con letreros: «Hotel de la Victoria», «Café de los Aliados»,
«Restaurante de la Paz». Miles de turistas acudían a contemplar las ruinas.
Inválidos, hombres con las piernas amputadas, ciegos, vendían postales con
las vistas de la ciudad destruida.
Después reconstruyeron Ypres y empezó una nueva guerra.
La artillería devastó durante dos años una de las ciudades más antiguas de
Francia, Arras. En la torre del ayuntamiento había un león de oro, custodio de
la libertad. La torre se vino abajo, los soldados recogieron el león y lo
enviaron a París. Luego reconstruyeron Arras, pero enseguida cayó la primera
bomba de la Segunda Guerra Mundial. Me recuerda el mito de Sísifo en los
infiernos o el cuento ruso del ternero blanco.
El suboficial Jean-Richard Bloch escribía a su mujer que aquella guerra
debía ser la última. En sus cartas preguntaba sin cesar por sus hijos; su hija
pequeña Françoise tenía entonces tres años. En 1945, los alemanes ejecutaron
a Françoise («France») en Hamburgo.
Durante el año 1916, del que ahora hablo, ningún soldado podía imaginar
cómo iba a sobrevivir un día más, y la guerra parecía eterna a todo el mundo.
En el frente italiano, el joven Hemingway se encontraba en una trinchera y
sabemos lo que sentía gracias a la novela Adiós a las armas. Enfrente, en una
trinchera austrohúngara, se encontraba Máté Zalka. Hemingway y el general
Lukács (así llamaban a Zalka en España) se encontraron en 1937 cerca de
Madrid, en el puesto de mando de la XII Brigada Internacional. «La guerra es
siempre una porquería», decía afablemente el general Lukács y miraba el
mapa. Hemingway le interrogaba sobre los combates en el Palacio de Ibarra.
El propietario del hotel vino de permiso, nos fundimos en un abrazo. Me
contó que los soldados estaban muertos de cansancio, que odiaban a los
políticos, a los especuladores, que no creían en los periódicos. «Pero no hay
nada que hacer —repetía— estamos a doscientos metros de los boches. Está
claro que sus soldados también las están pasando negras, pero los generales
mandan. Vi lo que hicieron en Péronne».
Leía los periódicos que me traía Lapinski; en ellos se decía que sólo los
capitalistas estaban interesados en la prolongación de la guerra. Eso lo sabía
yo sin necesidad de periódicos: había alrededor demasiada mentira,
hipocresía y crueldad. Recuerdo la caricatura publicada en la
bienintencionada revista L’Illustration: un hombre gordo con un bombín llora
ante la palabra paz: «Suministro cuatro mil obuses al día al ejército, queréis
arruinarme». Sí, en 1916 todo el mundo lo sabía. Pero detrás de todo no sólo
había hombres gordos tocados con bombines, estaba también Francia, sus
ciudades tranquilas con los muros cubiertos de glicinas color lila. Y los
alemanes en Noyon… Nadie sabía qué hacer.
Cada año queda con vida menos gente que vivió la Primera Guerra
Mundial. Surge una nueva generación que ni siquiera ha conocido la Segunda.
Estamos llegando al final de nuestra vida, me refiero a las personas de mi
edad, y no podemos olvidar nada. Durante los últimos quince años he
consagrado casi todas mis fuerzas y mi tiempo a una cosa: a luchar por la paz.
Escribo este libro entre viaje y viaje, a menudo dejo de lado un capítulo
inacabado. Mis amigos me dicen que a veces actúo como un estúpido, que
debería quedarme tranquilo un tiempo y escribir otra novela, pero novelas en
el mundo hay muchas… Recuerdo el año 1916, nuestra impotencia, nuestra
desesperación. ¡Si yo pudiera ayudar, aunque fuese mínimamente, a preservar
la paz! Doy vueltas a las palabras de Descartes: se puede tener visiones
diferentes sobre el objetivo de la vida y sobre su significado, pero para pensar
es imprescindible existir. Miro por la ventana y veo a un niño. Tiene una cara
demasiado seria, lleva unas enormes botas de fieltro. La nieve se ha vuelto
gris, y aun así modela algo con la última de abril. Este Descartes tiene a lo
sumo ocho años, pero piensa. Sin duda, con su reflexión llegará a dar con algo
que nosotros no hemos tenido tiempo de pensar. Pero, para ello, es preciso que
no le maten.
32

Me pregunto por qué me resulta difícil escribir acerca de Picasso. Tal vez
porque es un hombre célebre, porque se han escrito sobre él centenares de
libros, porque existen larguísimos trabajos sobre cada una de sus obras, pero
también sobre los talleres en los que trabaja, sus palomas o sus perros, las
chaquetas y las gorras que lleva. En efecto: son muchos los que han descrito a
Picasso, tanto amigos íntimos como personas que lo han conocido por
casualidad. Se le ha descrito de manera inteligente o estúpida, con talento o
sin color. Pero no es a causa de esto que me resulta difícil escribir sobre él.
¡Cuántas veces me ha ocurrido, como a todo escritor, sentarme a la mesa
sabiendo que lo que yo quería escribir ya se había escrito hacía mucho tiempo!
Desde luego es mucho más difícil describir una simple lluvia de otoño que el
despegue de un avión a reacción, pero en este libro me esfuerzo a menudo en
hablar de cosas que se han descrito más de una vez antes y además mucho
mejor. Pero la dificultad no reside en eso, sino en el propio Picasso.
Un gran pintor me dijo una vez: «Picasso es un genio, pero no ama la vida,
y la pintura es la afirmación de la vida». Eso es verdad, al igual que es cierto
que Picasso ama apasionadamente a la gente, la naturaleza, el arte, la vida, que
siempre hay en él una curiosidad de adolescente. Muchas de sus telas hablan
no sólo de la belleza de la vida, sino de su calor perceptible, de su sabor, de
su olor. Los que escriben sobre Picasso señalan cómo se esfuerza en
despellejar y destripar el mundo visible, desmembrar la naturaleza y la moral,
destruir lo existente. Algunos ven en esto su fuerza, su carácter revolucionario,
otros hablan con pesar o indignación de su «espíritu de destrucción». (A
finales de los años cuarenta, leyendo las reflexiones de algunos de nuestros
críticos sobre Picasso, me sorprendía al constatar hasta qué punto coincidían
—por supuesto, sin quererlo— sus juicios con las valoraciones de Churchill y
Truman, que, siendo pintor aficionado el primero y apasionado de la música el
segundo, condenaban al rebelde artista). Más de una vez en mi vida he
experimentado la fuerza destructiva de Picasso, hubo períodos en los que era
lo único que percibía, y eso me alegraba, me inspiraba. Pero ése es un hecho
de mi biografía y no de la suya. (Ahora algunos lienzos de Picasso me parecen
insoportables, no comprendo cómo puede detestar así la cara de una mujer
encantadora). ¿Es justo calificar de destructor a un hombre lleno de sed de
creación, a un artista que ha construido —y que continúa construyendo—
durante más de sesenta años seguidos, que se ha adherido con valentía a los
comunistas, en lugar de caer en el anarquismo, la indiferencia o el
escepticismo, posturas mucho más fáciles para un artista? Se puede decir, y
sería igualmente verdad, que Picasso revive en su taller, que le irrita la
ignorancia en materia de estética de diferentes «jueces», que prefiere la
soledad a los mítines o las asambleas. Sin embargo, ¿cómo olvidar su actitud
apasionada durante la guerra de España, su paloma, su participación en el
Movimiento de la Paz, su carnet del Partido, sus carteles y dibujos para
L’Humanité, y tantas otras cosas?
En la época de Montmartre (del Bateau-Lavoir) que no conocí, en la época
de La Rotonde que he intentado describir, éramos jóvenes, nos gustaba
divertirnos, «hacer el imbécil». Pero Picasso ha conservado la pasión por las
bromas y la guasa hasta los ochenta años. Continúa posando desnudo ante los
fotógrafos, toma el pelo a sus visitantes ilustres, participa en corridas de toros.
Tiene una amplia serie de litografías titulada El pintor y la modelo. El pintor
tan pronto recuerda a Rubens como a Matisse en la vejez; los modelos son
efectivamente modelos desnudos o bien personajes de Velázquez y de otros
viejos maestros; a menudo figura entre ellos un joven bufón, y ese bufón se
parece a él (se ríe de sí mismo y sin duda está orgulloso de sí mismo). Al
escucharlo, nadie sabe exactamente dónde acaba la broma, pues sabe bromear
con un semblante extremadamente serio, pero habla de las cosas serias de tal
manera que es fácil tomarlas a broma.
A veces me preguntan cómo hay que pronunciar «Picasso», si con el acento
en la última sílaba o en la penúltima, es decir, si es español o francés. Por
supuesto es español, tanto por su físico como por su carácter, la crueldad de su
realismo, su apasionamiento, su ironía profunda y peligrosa. La guerra civil
española le trastornó; quizá el Guernica pase a la historia como el cuadro más
significativo de nuestra época. En su estudio de la rue Grands Augustins
siempre encontraba emigrados españoles. Picasso nunca niega nada a los
españoles. Todo esto es así, no hace falta pensar en nada más. ¿Por qué vivió
toda su vida en Francia? ¿Por qué para él Cézanne fue grande y continúa
siéndolo? ¿Por qué sus mejores amigos eran tres poetas franceses: Guillaume
Apollinaire, Max Jacob y Paul Éluard? No, no se puede separar a Picasso de
Francia.
Algunas personas cambian bruscamente, y esos cambios ayudan a contar su
historia: la vida adquiere elementos de ese «desarrollo de la acción» que
seduce a los dramaturgos noveles. Los biógrafos, al apasionarse por los actos
inesperados, a menudo olvidan el carácter del hombre. Así ocurre en las
investigaciones dedicadas a los poetas o a los pintores: período futurista de
Maiakovski, período nekrasoviano de Blok, período español de Manet,
período impresionista de Cézanne. También intentan dividir en épocas la obra
de Picasso. En apariencia no hay nada más fácil: cada dos o tres años ha
sorprendido y sorprende a los críticos con sus descubrimientos pictóricos. Los
investigadores establecen muchos períodos: azul, rosa, negro, cubista,
ingresiano, pompeyano, etc. Lo malo es que Picasso da al traste con todas las
divisiones. Maiakovski, que estuvo en el estudio del artista en 1922,
tranquilizaba a sus amigos: los rumores eran falsos, Picasso no había vuelto al
clasicismo. El joven Maiakovski, no obstante, se sorprendió de no encontrar
ningún «período»: «Su estudio está lleno de los objetos más diversos, desde la
escena más realista, azul o rosa, totalmente al estilo antiguo, hasta las
construcciones de hojalata y alambre. Echemos un vistazo a sus ilustraciones:
una niña que habría podido ser dibujada por Serov, un retrato de mujer de un
realismo burdo y un viejo violín descompuesto. Y todas esas obras datan del
mismo año». Maiakovski consideraba que un poeta que escribe versos sobre
la forma de una escalera no puede entusiasmarse al mismo tiempo por los
sonetos. Pero Picasso era indiferente a las distintas concepciones estéticas. No
he conocido a nadie que cambiara con tanta rapidez y que al mismo tiempo
fuera tan constante, tan fiel a sí mismo. Cuando estuve con él en Cannes, en
1958, yo no dejaba de pensar: «¡Qué alucinación es ésta! Todo el mundo ha
cambiado tanto que no hay modo de reconocerlo, yo mismo no comprendo mi
propio pasado, pero Picasso sigue siendo el mismo de hace cuarenta y cinco
años». Y al mismo tiempo que pensaba esto sabía que nadie había avanzado
tan rápido como él.
He aquí por qué es tan difícil hablar de Picasso: todo cuanto se diga es a
la vez verdad y mentira. En todos los países la fórmula de juramento de los
testigos ante el tribunal es la misma. En primer lugar se exige de ellos que
digan «sólo la verdad» y, a continuación, se les enfrenta a una tarea a veces
superior a sus fuerzas: la de «decir toda la verdad». Sin duda, si se trata de
saber si el acusado cometió o no un crimen, al testigo no le resulta difícil decir
toda la verdad, pero cuando el fiscal o el abogado defensor se esfuerzan en
saber por qué el acusado se convirtió en culpable, ya están exigiendo
demasiado del testigo, pues éste no es Shakespeare, Stendhal ni Tolstói.
Algunos autores escriben que la vida y la obra de Picasso están llenas de
contradicciones. Eso no quiere decir nada. Al redactar una guía de Holanda,
resulta fácil describir el paisaje y el clima de ese país: campos llanos y
verdes, canales, veranos frescos con lluvias frecuentes, inviernos temperados.
Pero la cuestión de cómo es el clima en la Unión Soviética no se responde con
algunas frases. Es poco probable que puedan calificarse de «contradictorios»
los montes del Cáucaso y la tundra, los melocotones de Crimea y las moras del
norte. Hay países grandes. También hay hombres grandes. La complejidad
siempre parece llena de contradicciones a las personas acostumbradas a las
dimensiones corrientes.
Cuando conocí a Picasso, al instante comprendí, no, mejor dicho, sentí que
me hallaba ante un gran hombre. Fue poco antes del inicio de la guerra, al
principio de la primavera de 1914. Yo estaba en La Rotonde con Max Jacob,
Picasso llegó y se sentó a nuestra mesa. Max Jacob comenzó a hablarle de mí.
Picasso guardaba silencio, luego dijo que le gustaban los poetas y también los
rusos. No comprendí si hablaba en serio o era una fórmula irónica de cortesía.
(Ya he señalado que los mejores amigos de Picasso eran poetas, y a los rusos
los quiere de verdad; me decía a menudo que los rusos se parecen a los
españoles). Durante aquella primavera se subastaron cuadros de nuevos
pintores y una gran tela de Picasso del «período rosa» fue adquirida por una
suma enorme; si la memoria no me traiciona: por diez mil francos. Picasso
comenzó a ser conocido.
Mucho tiempo antes algunos aficionados habían «descubierto» a Picasso,
entre ellos el coleccionista moscovita Schukin. Picasso y Matisse me contaron
que éste, al entrar en el estudio, se había dado cuenta enseguida de cuáles eran
las mejores obras. Matisse trataba de endilgarle los trabajos menos logrados,
y de los que no quería desprenderse decía: «Éste no me salió bien… Es un
pintarrajo». Pero el ruso no mordía el anzuelo: al final siempre escogía «el
pintarrajo que no había salido bien». Poco después de Schukin llegaba al
estudio Morózov, que se fiaba del gusto de su rival pero dejaba a los pintores
la elección de los cuadros. Gracias a las colecciones de estos dos moscovitas,
el Ermitage y el Museo Pushkin poseen colecciones asombrosas de la pintura
francesa de la segunda mitad del siglo XX. También había admiradores de
Picasso en otros países. En 1950 el poeta checo Nezval me llevó a las afueras
de Praga, donde vivía un viejo pensionista llamado Kramář. En su casa vi
telas maravillosas de Picasso que databan del inicio del período cubista.
Kramář contaba que de joven había ido a París y conocido a Picasso, que iba
muy escaso de dinero. El pintor entonces aún era muy poco conocido y le
vendió una decena de telas a muy bajo precio. Kramář admiraba al joven
artista; un día le compró una naturaleza muerta con manzanas que acababa de
pintar y le pidió que le diera la manzana que había servido de modelo. Me
mostró la momia de esta manzana. (Escribimos juntos una carta a Picasso).
A principios de 1915, un frío día de invierno Picasso me llevó a su
estudio, que no quedaba lejos de La Rotonde, en la rue Schoelcher. Las
ventanas daban al cementerio de Montparnasse. Los cementerios parisinos
carecen de la poesía de los rusos o los ingleses: son como ciudades
abstractas, con calles rectas, criptas y lápidas. En el estudio no había manera
de moverse; por todas partes había lienzos pintados, trozos de cartón, hojalata,
alambre, madera. En un rincón estaban los tubos de colores: nunca había visto
tal cantidad, ni siquiera en las tiendas. Picasso me explicó que a menudo no
tenía dinero para comprar pintura y que tras vender unas cuantas telas había
decidido abastecerse de pintura «para toda la vida». Vi cuadros por todas
partes, en las paredes, en un taburete roto, en cajas de cigarrillos. Picasso me
confesó que a veces no podía ver una superficie sin pintar. Trabajaba con un
frenesí insólito. Otros artistas alternan los meses de creación con vacíos,
durante los cuales el poeta o el pintor, según la expresión de Pushkin, «se
deleitan en un sueño frío», pero Picasso ha trabajado y continúa trabajando
con el mismo ardor. Las excentricidades que tanto gustan a periodistas y
fotógrafos no constituyen la vida de Picasso, sino momentos de relajación.
Le pregunté para qué tenía la hojalata; me dijo que quería utilizarla pero
que aún no sabía cómo. No existía material que no estuviera dispuesto a
trabajar. Durante toda su vida no ha dejado de aprender cosas: le gusta la
artesanía. Cuando tenía cuarenta años, el artesano español Julio González le
enseñó a trabajar el hierro en láminas; con sesenta, aprendió el arte de la
litografía; con setenta, se hizo alfarero.
En el taller había una escultura negra y una gran tela de «El aduanero
Rousseau», un pintor entonces aficionado cuyas obras decoran ahora los
museos de todo el mundo. El cuadro de Rousseau representaba una
conferencia para la paz. Picasso me explicó que los escultores negros
modifican las proporciones de la cabeza, el cuerpo y los brazos no porque no
vean a las personas tal como son o porque no sepan trabajar, sino porque
tienen otra concepción de las proporciones, del mismo modo que los pintores
japoneses tienen otra concepción de la perspectiva. «¿Crees que “El aduanero
Rousseau” nunca ha visto pintura clásica? Iba a menudo al Louvre. Pero él
quería trabajar de otra manera». Picasso fue el primero en comprender que
nuestra época exigía sinceridad, espontaneidad y fuerza.
Por entonces Picasso tenía treinta y cuatro años, pero parecía más joven:
los ojos muy vivos, penetrantes y extraordinariamente negros, cabello negro,
manos pequeñas, casi femeninas. A menudo se sentaba en La Rotonde con aire
sombrío, silencioso; a veces desbordaba felicidad, entonces bromeaba, la
tomaba con sus amigos. Irradiaba inquietud, y eso a mí me tranquilizaba: al
mirarle comprendía que lo que a mí me pasaba no era un caso particular ni una
enfermedad, sino un rasgo de la época. Ya he dicho que a veces quería a
Picasso por su fuerza destructora; precisamente así lo conocí y lo aprecié
durante los años de la Primera Guerra Mundial.
Se suele considerar que en esa época Picasso era indiferente a todo eso
que se llama «política». Si por ese término se entiende los cambios de
gobierno o las polémicas de la prensa, se puede decir que, en efecto, Picasso
en Le Matin buscaba más las pequeñas historias que las declaraciones. Pero
recuerdo su alegría ante el anuncio de la Revolución de Febrero. Me regaló
entonces uno de sus cuadros. Me despedí de él por largos años.
Dicen que la amistad, al igual que el amor, exige la presencia del ser
querido y que se marchita si la separación es larga. He llegado a estar ocho o
diez años sin ver a Picasso, pero nunca me he encontrado con un extraño, con
otro hombre. (Precisamente por eso no recuerdo con exactitud cuándo me dijo
tal o cual cosa, pues pudo habérmelo dicho tanto en 1914 como en 1954…).
Me acuerdo de diferentes estudios suyos: en la rue La Boétie, en un suntuoso
apartamento burgués, donde Picasso parecía un visitante fortuito, casi un
ladronzuelo; el de la rue Grands Augustins, en un edificio muy viejo, un
estudio grande, con españoles, palomas, telas enormes, con ese desorden
pensado y organizado que Picasso creaba en todas partes; el taller de
Vallauris, con cajas de hojalata, arcilla, dibujos, canicas, trozos de carteles,
columnas de hierro colado, y el cuchitril donde pasaba las noches, una cama
cubierta de periódicos, cartas, fotografías; su casa luminosa y grande, La
Californie, en Cannes, con niños, perros y de nuevo una montaña de cartas,
telegramas, lienzos enormes, y su cabra picassiana de bronce en el jardín.
Hace mucho tiempo lo llamé en broma «chiort». Esta palabra rusa, que
significa «diablo», es difícil de pronunciar para un francés, pero en español
existe el sonido «ch», y Pablo decía sonriendo: «Je suis un chiort».
Si es un diablo, lo es a su manera, un diablo que discute con Dios sobre la
creación del mundo, que se subleva y es irreductible. El diablo, por lo
general, no sólo es astuto, también es malo. Picasso era un buen diablo.
La gente que considera el duro y largo camino creador de Picasso como un
intento de ser original a toda costa, como un deseo de épater le bourgeois o
como el amor a los «ismos de moda», es verdaderamente ingenua, ignorante o
malintencionada. Más de una vez me ha dicho que le da la risa cuando los
críticos escriben que él «busca formas nuevas». «Yo sólo busco una cosa:
expresar lo que quiero. No busco formas nuevas, las encuentro». Un día me
dijo que cuando se ponía a pintar no sabía si la tela sería cubista o
estrictamente realista, eso venía dictado por el modelo o por su estado de
ánimo.
En Vallauris posó para Picasso una americana joven y hermosa. Él hizo
decenas de dibujos y retratos al óleo. En el primer retrato la americana
aparecía plasmada tal como la veían los demás; ningún partidario del
realismo, en el sentido más estricto de la palabra, habría tenido nada que
objetar. Picasso empezó a descomponer paulatinamente su rostro. Por lo visto
la modelo se le había aparecido no sólo bajo su aspecto angelical, y él
descubrió rasgos que revelaban su carácter y se puso a estudiarlos. «Pero si
esto es un cerdo cubista», bromeó a mi lado el visitante de una exposición al
contemplar el décimo retrato de la americana, sin sospechar que el retrato de
la beldad que tanto había admirado no era ni más ni menos que el primer
retrato del «cerdo cubista».
En 1948, después del Congreso de Breslavia, estuvimos en Varsovia.
Picasso me hizo un retrato a lápiz; posé para él en la habitación del viejo hotel
Bristol. Cuando Pablo acabó de dibujar, le pregunté: «¿Ya está?». La sesión
me pareció muy corta. Picasso se echó a reír y me dijo: «Hace cuarenta años
que te conozco». El retrato que me hizo no sólo se parece mucho a mí (mejor
dicho, yo me parezco al dibujo), sino que es profundamente psicológico.
Todos los retratos de Picasso desvelan (a veces desenmascaran) el mundo
interior del modelo. Hace mucho tiempo, cuando le hablé a Picasso de mi
admiración por los impresionistas, él observó: «Querían representar el mundo
tal como lo veían. A mí eso no me apasiona. Yo quiero representar el mundo
tal como lo pienso».
Desde luego muchas de las telas de Picasso son difíciles de entender por
la complejidad del pensamiento y los sentimientos que reflejan, por la
originalidad de la forma. Tuve la oportunidad de hacer de intérprete en la
primera conversación que mantuvieron Picasso y Fadéiev en Breslavia.

FADÉIEV: No comprendo algunas de sus obras, prefiero decírselo enseguida. ¿Por


qué elige usted a veces una forma que resulta incomprensible para la gente?
PICASSO: Dígame, camarada Fadéiev, ¿le enseñaron a leer en la escuela?
FADÉIEV: Por supuesto.
PICASSO: ¿Cómo le enseñaron?
FADÉIEV (con su risa fina y penetrante). B-a, ba…
PICASSO: A mí también, «ba…». Muy bien, pero ¿le enseñaron a entender la
pintura?

Fadéiev se echó a reír de nuevo y cambió de tema.


Si nos detenemos a pensar en toda la obra de Picasso, resulta claro hasta
qué punto modificó la pintura. Después de los impresionistas la gente vio la
naturaleza de otra forma, sin las gafas de la Escuela de Bolonia. Los pintores
pintaban exclusivamente tomando como fuente de inspiración la naturaleza:
retratos, paisajes, naturalezas muertas. La composición se convirtió en
monopolio de los pintores de orientación académica. Además, a los pintores
les daba miedo el tema, la «literatura», como decían ellos. Es posible que la
última composición realizada en Francia por un gran pintor sea El entierro en
Ornans de Courbet. Esta tela data del año 1850. En 1937, casi cien años
después, Picasso pintó Guernica.
A mi regreso a París, de vuelta del Madrid sitiado, me dirigí enseguida al
pabellón español de la Exposición Universal y me quedé clavado en el sitio
contemplando el Guernica. Después lo vi dos veces más: en 1946, en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York, y en 1956, en el Louvre, en la
retrospectiva de Picasso, y cada vez he experimentado la misma emoción.
¿Cómo pudo tener semejante premonición? Y es que la guerra civil española
fue todavía una guerra a la antigua. Es cierto que sirvió de campo de
maniobras para la aviación alemana, pero el bombardeo de Guernica era una
pequeña operación, un primer ensayo. Después estalló la Segunda Guerra
Mundial. Luego llegó Hiroshima. La tela de Picasso es el horror del futuro, de
una multitud de Guernicas, de la catástrofe nuclear. Vemos allí trozos de un
mundo pulverizado, la locura, el odio, la desesperación.
(¿Qué es el realismo? ¿Es realista un pintor que trata de representar el
drama de Hiroshima copiando minuciosamente las llagas del cuerpo de una o
de diez víctimas? ¿Acaso no exige el realismo otro concepto más general que
no nos muestre un caso concreto, sino la esencia de la tragedia?).
La fuerza de Picasso reside en que sabe expresar mediante el lenguaje
artístico el pensamiento más profundo, el sentimiento más complejo. Cuando
era adolescente, dibujaba ya como un maestro; su trazo expresaba lo que él
quería expresar, se subordinaba a él. Picasso está entregado a la pintura,
puede enfadarse o torturarse si no encuentra enseguida el color que necesita.
Hubo un tiempo en Rusia en que se cultivaba exclusivamente una pintura
parecida a inmensas fotografías en color. Me acuerdo de una divertida
conversación que en aquel entonces tuvo lugar entre Picasso y un joven pintor
de Leningrado.

PICASSO: ¿Venden colores en su país?


PINTOR: Por supuesto, a discreción…
PICASSO: ¿Cómo los presentan?
PINTOR (perplejo): En tubos…
PICASSO: ¿Qué dice en los tubos?
PINTOR (más atónito todavía): El nombre del color: ocre, siena quemada,
ultramarino, cromo…
PICASSO: Tenéis que racionalizar la fabricación de colores. Es preciso que se
hagan las mezclas en las fábricas y que en los tubos se indique «para la cara»,
«para el pelo», «para los uniformes». Eso sería más razonable.

Algunos autores que han escrito sobre Picasso se han esforzado en presentar
su pasión por la política como algo fortuito, como un capricho: es un hombre
original al que le gustan las corridas de toros y que, quién sabe por qué, se
volvió comunista. Picasso siempre ha considerado su elección política como
algo sumamente serio. Me acuerdo de una comida que dio en su taller el día de
la inauguración del Congreso de la Paz en París. Aquel día nació su hija, a la
que llamó Paloma. Sentados a la mesa estábamos Picasso, Paul Éluard y yo.
Al principio hablamos de palomas. Pablo contó que su padre, un pintor que
solía dibujar palomas, dejaba que su hijo, todavía un niño, terminase de pintar
las patas, pues a él ya le aburría hacerlo. Después hablamos de palomas en
general. A Picasso le encantan, siempre tiene algunas en casa. Decía, riéndose,
que las palomas eran unos pájaros ansiosos y pendencieros y que no
comprendía por qué se habían convertido en símbolo de la paz. A continuación
nos habló de sus palomas y nos mostró un centenar de dibujos que había hecho
para el cartel; sabía que su pájaro iba a dar la vuelta al mundo. Hablaba del
congreso, de la guerra, de política. Me acuerdo de una de sus frases: «Para mí
el comunismo está ligado a toda mi vida de pintor». Los enemigos del
comunismo no reflexionan en este vínculo. Por otra parte, éste a veces parece
misterioso incluso para ciertos comunistas.
Más adelante Picasso dibujó más palomas, para los Congresos de
Varsovia y de Viena. Cientos de personas conocen y quieren a Picasso
únicamente por sus palomas. Los esnobs se ríen de ello. Las personas
malintencionadas le acusan de haber buscado un éxito fácil. Sin embargo, las
palomas están estrechamente ligadas a toda su obra, a sus minotauros y a sus
cabras, a sus viejos y a sus muchachas. Es evidente que la paloma no es más
que una parte diminuta de la riqueza creada por el pintor, pero cuántos
millones de personas conocen y admiran a Rafael por las reproducciones de
uno de sus cuadros, la Madona Sixtina, cuántos millones de personas conocen
y veneran a Chopin sólo por haber escrito la Marcha fúnebre. Los esnobs que
se ríen están equivocados. Claro que no se puede pretender comprender a
Picasso sólo por la paloma, pero hay que ser Picasso para hacer una así.
El amor de la gente sencilla por su paloma y por él lejos de ofender a
Picasso le emocionaba profundamente. En 1949 estuve con él en Roma en una
reunión del Comité de la Paz. Después de un mitin que se había celebrado en
una de las plazas más grandes de la ciudad, fuimos caminando por una calle
obrera; los transeúntes lo reconocieron, lo llevaron a una pequeña trattoria, le
invitaron a vino, lo abrazaron; las mujeres le pedían que cogiera a sus hijos en
brazos. Era la exteriorización de un amor que no podía ser fingido. Esas
personas, naturalmente, no habían visto los cuadros de Picasso, y de haberlos
visto, no habrían comprendido muchas cosas, pero sabían que él, un gran
pintor, estaba de su parte, estaba con ellos, y por eso lo abrazaban.
Durante los congresos, en Breslavia, en París, siempre se ponía los
auriculares y escuchaba atentamente. Más de una vez tuve que dirigirme a él
con alguna petición: casi siempre, en el último minuto, resultaba que para el
éxito de un congreso o de alguna otra campaña en favor de la paz era preciso
un dibujo de Picasso. Por absorto que estuviera en otro trabajo, siempre
accedía a la petición.
A veces los que compartían sus ideas políticas censuraban o condenaban
sus obras. Lo acogía con amargura, pero decía, tranquilo: «En las familias
siempre se riñe».
Sabía que sus cuadros colgaban en los museos de Estados Unidos pero,
cuando había querido viajar allí con una delegación del Consejo Mundial de
la Paz, no le habían concedido el visado. Sabía también otra cosa: en el país
que amaba, en el cual tenía fe, le tildaban de «formalista» y guardaban sus
obras en los fondos de los museos.
Su exposición en Moscú, en otoño de 1956, supuso una gran alegría para
mí. A la inauguración acudió demasiada gente: los organizadores temían que
hubiese poco público y enviaron más invitaciones de las necesarias. Una turba
de gente echó abajo las barreras, todos temían que no les dejasen entrar. El
director del museo, pálido, corrió hacia mí: «Tranquilícelos, temo que se
produzca una avalancha». Dije por el micrófono: «Camaradas, habéis
esperado esta exposición durante veinticinco años, esperad ahora
tranquilamente veinticinco minutos». Tres mil personas se echaron a reír y se
restableció el orden. Me correspondía a mí inaugurar la exposición en nombre
de la sección de amigos de la cultura francesa. Por lo general, las ceremonias
me parecían aburridas y ridículas, pero ese día estaba emocionado como un
colegial. Me dieron unas tijeras y me pareció que iba a cortar no una cinta,
sino una cortina detrás de la cual se erguía Pablo…
Por supuesto en la exposición la gente discutía, como siempre ocurre en
las exposiciones de Picasso, pues el pintor maravilla, escandaliza, divierte,
alegra, no deja a nadie indiferente.
«Contradicciones». Bueno, así es: «En la obra de Picasso hay muchas
contradicciones». Pero recordemos las fechas: sus primeras obras se
expusieron en 1901 y en el momento en que escribo estas líneas nos hallamos
en 1960. ¿Acaso no hemos asistido en el transcurso de estos sesenta años a un
sinfín de contradicciones? Picasso ha expresado la complejidad, la confusión,
la desesperación y la esperanza de su época. Destruye y construye, ama y odia.
No cabe duda de que he tenido suerte. He conocido en mi vida a hombres
que han determinado la fisionomía de nuestro siglo. No sólo he visto la niebla
y la tormenta, sino las sombras de los hombres que se recortaban en el puente
de mando. Considero una de las fortunas de mi vida aquel lejano día
primaveral en que me encontré con Picasso por primera vez: es un jalón en mi
vida.
33

Una mañana yo estaba sentado, como siempre, en La Rotonde, aún vacía,


devanándome los sesos con la traducción de un soneto de Du Bellay, que
desde Roma invocaba a Francia: «France, France, respons à ma triste
querelle. | Mais nul, sinon l’écho, ne respond à ma voix. | Si ne suis-je
pourtant le pire du troupeau». Fotinski, muy agitado, me agarró del brazo; yo
no le había visto entrar en el café.
(El pintor Serzh, o Serguéi Fotinski, había llegado mucho antes que yo.
Como todos, pasaba hambre, pintaba paisajes y tenía una fe inquebrantable en
el arte. Se había casado con una francesa, pero siempre decía: «En nuestro
país, en Rusia…». Obtuvo un pasaporte soviético. Era un hombre muy bueno y
apasionado. En 1935 decidió ir a Moscú dos semanas y se quedó dos años.
Miraba todo lo que pasaba con entusiasmo y miedo. En 1941 los alemanes lo
confinaron en el campo de Compiègne y no lo mataron por casualidad. Vive
desde hace sesenta años en París, pero continúa diciendo: «En nuestro país, en
la Unión Soviética…». Habla el ruso de una manera particular, incurriendo en
calcos sintácticos del francés. Tiene una manera muy original de cruzar la
calle: levanta la mano como para advertir a los conductores de que los coches
deben respetar a los peatones. Al hacer ese ademán parece Moisés abriendo
las aguas).
«¿Cómo? ¿No te has enterado? —gritó Fotinski—. ¡Ya no hay zar!».
No entendí nada, pero me alegré y le abracé. En la primera plana del
periódico se leía: «Golpe de Estado en Petrogrado. Nicolás II abdica en favor
de su hermano Miguel». Entonces dije a Fotinski: «Bueno, ¿y qué? ¿En qué es
Miguel mejor que Nicolás?». Pero desilusionar a Fotinski era una tarea ardua:
corrió a buscar otro periódico y encontramos un breve telegrama: «Huelgas y
manifestaciones en Petrogrado». «Es una auténtica revolución», gritaba
Fotinski, y le abracé de nuevo.
Los habituales de La Rotonde comenzaron a llegar poco a poco, nos
felicitaban, discutíamos sobre si el nuevo zar se mantendría o bien si se
proclamaría la república. (No sabíamos que la censura francesa interceptaba
los telegramas, que en Petrogrado nadie pensaba ya en Miguel y que el Soviet
de Diputados Obreros discutía sobre la actitud que debía adoptar con respecto
al gobierno provisional). Libion comenzó diciendo que a los rusos les gustaba
hacer todo a destiempo —sólo bastaba con echar un vistazo a Ehrenburg—,
pero al ver nuestra alegría sacó una botella de Vouvray espumoso y brindó con
nosotros por la república.
Resultaba difícil comprender lo que sucedía en Rusia. Le temps, el
periódico más serio, informaba de que las mujeres se habían levantado por la
irregularidad en el suministro de víveres, de que esas interrupciones en las
entregas se debían a las fuertes nevadas y de que Nicolás estaba vinculado a
los círculos germanófilos mientras que Miguel se inclinaba a favor de los
aliados. Dado que el general Jabálov había declarado que se enviarían a
Petrogrado grandes reservas de harina, los desórdenes podían darse por
terminados.
Dos o tres días más tarde me dirigí junto con Lapinski a la embajada rusa.
Era la primera vez que entraba en el viejo edificio de la rue Grenelle. La
portería estaba abierta y el patio lleno de emigrados emocionados. La gente
gritaba, se felicitaba, cantaba. Me dijeron que el embajador zarista, Izvolski,
había recibido a una delegación y había prometido ayudar a todos los
emigrados políticos a regresar a la patria. Avisó, no obstante, que sería difícil:
los alemanes habían intensificado la guerra submarina, los barcos debían ser
escoltados por torpederos ingleses, y a los ingleses no les gustan las prisas. La
gente no se iba. Todo el mundo quería, sin saber muy bien por qué, hablar con
el consejero Sevastopulo, que decía: «Señores, les ruego que se hagan cargo
de la situación».
Vi en el suelo de un pasillo el retrato del zar, que acababan de descolgar
de la pared. La primera impresión es siempre la más fuerte. Tenía cuatro años
cuando Nicolás II ascendió al trono, sabía que su padre «descansaba en paz» y
que él «gozaba de una salud excelente». Sabía que en Alemania reinaba
Guillermo, el de los grandes bigotes, y en Austria-Hungría, el viejo Francisco
José. El rey de Inglaterra, Jorge V, se parecía a nuestro Nicolás. ¡Y de repente
vi en el suelo de la embajada zarista el retrato de Nicolás! Y yo, Iliá Grigóriev
Ehrenburg, juzgado en virtud del artículo 102, estaba allí y cantaba junto con
mis camaradas: «Aunque nos espere el dolor y la muerte, contra el enemigo
nos manda el deber», mientras Su Excelencia nos miraba con aire suplicante.
Aquello era insólito, y me dirigí severamente a Sevastopulo: «Tiene que
dejarnos partir inmediatamente para Rusia». El consejero asintió con la
cabeza y nos rogó de nuevo a todos que nos tranquilizáramos.
«Te irás y no volverás», me dijo Chantal.
Anduvimos durante largo rato por calles oscuras y desiertas; caía una tibia
lluvia primaveral.
Pronto supimos que nos repatriarían por grupos: en primer lugar partirían
los emigrados relacionados con partidos políticos influyentes. Yo no saldría
antes del verano… Reanudé, pues, mi vida parisina: iba a La Rotonde,
discutía con Diego sobre arte, traducía mis versos para Max Jacob. Sin
embargo, pensaba sin cesar en Rusia; no podía imaginar en absoluto lo que
estaba pasando allí. Sabía que los periódicos mentían. Ante mis ojos emergían
imágenes del viejo Moscú somnoliento, empalizadas con lilas, las veladas en
casa de Tania, reuniones clandestinas, casas de té…
Asistí a una reunión de emigrados. Pensé que allí todo el mundo se
felicitaría mutuamente, pero todos discutían. El socialista revolucionario
Chernov decía con elocuencia: «Hay que defender el socialismo y Rusia». Su
manera de hablar me irritaba, pero le aplaudí. Antónov-Ovséienko, como
siempre, se acaloraba, hablaba de manera confusa, pero repetía que lo más
importante era acabar la guerra. También le aplaudí. Comprendí que no estaba
al día de la vida política. Era difícil entender algo y, a primera vista, todo el
mundo tenía razón. No acudí a la siguiente reunión.
Después se celebró un mitin en honor de la Revolución rusa organizado
por la Liga de los Derechos del Hombre. La enorme sala estaba a rebosar. El
historiador Aulard tomó la palabra; dijo que la Revolución rusa era una
revolución social y que ahora había que derrocar al káiser. Algunos gritaron:
«¡Abajo la guerra!». Luego intervino Séverine; yo la conocía por algunos
artículos, un poco sentimentales, pero sinceros. Era amiga y albacea de Jules
Vallès. Habló del heroísmo de las mujeres rusas, de las esposas de los
decembristas, de Vera Zasúlich, de Fígner, de las obreras de Petrogrado. La
aplaudí, pero Grisha, que estaba sentado a mi lado, la silbó. Unos cantaron La
Marsellesa; otros, La Internacional. La reunión acabó en trifulca.
Los periódicos estaban repletos de artículos entusiastas sobre Estados
Unidos; en cualquier momento tenían que desembarcar en el Havre los
primeros destacamentos estadounidenses. Elogiaban todo: al presidente
Wilson, a Lillian Gish, las conservas americanas y los dólares: era la luna de
miel. En cambio, sobre Rusia los periódicos decían que era como una esposa
vieja e infiel; sobre todo les indignaba el Soviet de Diputados Obreros; se
forjaban leyendas sobre Chjeídze, que era el blanco de todas las críticas; lo
representaban como un fanático dispuesto a entregar Francia al káiser. Los
franceses no podían pronunciar su apellido. Libion me preguntó con ansiedad
si yo conocía a ese «Chibidze» y si era cierto que odiaba a los franceses.
(N. S. Chjeídze emigró en 1921 a París. Desconozco cómo lo acogieron los
franceses, pero unos años más tarde se suicidó). A la cabeza de la campaña
antirrusa estaba el periódico Le Matin; en abril comenzó a publicar pequeños
artículos satíricos en los que se trataba de demostrar que los rusos adoraban a
los prusianos, que eran frívolos y tenían tendencia a traicionar a sus amigos.
Aquello fue especialmente duro para las brigadas rusas que el gobierno
del zar había enviado a Francia en 1916. Los soldados rusos se encontraron
desde el primer momento en una situación trágica. El general Lojvitski y sus
subordinados azotaban a los hombres de «grados inferiores» que cometían la
menor falta. Los franceses se enteraron y comenzaron a tratar a los rusos con
compasión y desprecio. Cuando los llevaban de permiso a un pueblo, el crieur
public anunciaba con un redoble de tambor que estaba estrictamente prohibido
vender vino a los soldados rusos (en Francia se da vino incluso a los niños);
los campesinos no se atrevían a asomarse a la calle, asustados por esos
salvajes que no podían beber vino y que aun así estaban borrachos…
En junio de 1916 se produjo en Marsella el primer motín de soldados
rusos; mataron a un oficial que se distinguía por su crueldad. Nueve
«instigadores» fueron fusilados.
Durante un año, rusos y franceses se estuvieron observando. Apunté
entonces algunas reflexiones de rusos y franceses que expresaban tanto
reproches como simpatías.
«Nos llaman “camaradas”, pero ellos no saben qué es la camaradería, en
su país cada uno va a la suya».
«Nos reprochan que somos sucios, pero fíjate en ellos. Se ponen pomada
en el pelo, pero no se han lavado en un año. Cuando se lavan no se quitan la
mugre, sino que hacen que les penetre aún más».
«Son gente amable, cuando entras en una tienda te dicen monsieur y
merci».
«En nuestro país todo se arregla a golpes, mientras que aquí se ven
soldados que se plantan ante el general para darle un informe como quien
habla con un amigo. Vi a un soldado francés que permaneció sentado en el café
cuando entró un coronel: el soldado no se inmutó».
«¿Es eso una isba? En nuestro país hay señores que no viven tan bien».
Recuerdo una discusión divertida en la que los nuestros salieron
vencedores. Los franceses no toman gachas de alforfón; habían intentado
dársela a los aviadores de la escuadrilla Normandía, pero ellos no quisieron
comerla. Decían: «En nuestro país eso lo come sólo el ganado». Los rusos no
se rindieron: «En cambio vosotros coméis caracoles y ranas. En nuestro país
ni siquiera el ganado comería eso».
Con todo, hasta antes del verano de 1917 las relaciones entre los soldados
rusos y la población fueron pacíficas.
En abril de 1917 el mando francés emprendió una ofensiva en la región de
Reims, dos brigadas rusas habían participado en los combates. Poco antes el
general Nivelle recibió a los periodistas extranjeros y ensalzó el espíritu de
lucha de los franceses; luego, digiriéndose a mí, añadió con visible ironía:
«Espero que el aire de Francia haya protegido a sus compatriotas de los
balidos de los demagogos». Las brigadas rusas combatieron bien, se
apoderaron de un fuerte del cual dependía el destino de Reims, pero no fueron
apoyadas por otras unidades y se vieron obligadas a desalojarlo. Las pérdidas
fueron cuantiosas.
El Primero de Mayo los soldados rusos estaban de descanso. Organizaron
un gran mitin. La orquesta tocó La Marsellesa y luego La Internacional. Los
campesinos estaban estupefactos; uno de ellos me dijo: «Entiendo que se
amotinen, todo el mundo está harto de combatir, los nuestros también se
amotinan… Pero ¿por qué siguen los oficiales con ellos? ¿Y por qué tocan La
Marsellesa? ¡Qué pueblo más extraño el suyo!».
Los rusos sólo reclamaban una cosa: volver a Rusia. La tragedia llegó más
tarde: antes de mi partida me enteré de que las brigadas rusas se encontraban
en el campamento de La Courtine en calidad de prisioneros y que las iban a
enviar a África.
De repente recibí una invitación del mando inglés para visitar el punto
donde estaban acantonadas las tropas de Australia y de Nueva Zelanda.
Resultó que los soldados australianos, conforme a la ley, tenían que participar
en las elecciones parlamentarias; colocaron las urnas no lejos de primera
línea. El comandante me explicó que a los rusos probablemente les resultaría
útil conocer la técnica de las elecciones en el frente.
Distintas personas se interesaban por mí, no por ser el autor de Poemas de
las vísperas, naturalmente, sino por ser corresponsal de un periódico de
Petrogrado. El nieto de Marx, el socialista Jean Longuet, me habló largo y
tendido del conflicto entre el antiimperialismo y la necesidad de salvar a
Francia, después se echó a reír tristemente: «No recuerdo quién dijo —creo
que fue Nietzsche— que era absurdo sermonear a un terremoto». El ministro
de la Guerra, Painlevé, me habló de su admiración por Tolstói, Chéjov, Gorki;
tenía una mirada inteligente, buena. Era un matemático con mucho talento, no
sé por qué se había dedicado a la actividad política.
En la Casa de la Prensa dijeron con indignación que los senegaleses se
habían amotinado en Saint-Raphaël y que exigían «soviets» para los soldados;
pero los periódicos aseveraban que «los rusos intentaban desmoralizar a las
valientes tropas coloniales».
Comenzaron las huelgas en París. Las primeras huelguistas fueron las
midinettes, que era como llamaban a las modistas, las costureras y las
sombrereras. Muchachas jovencísimas recorrían las calles entonando una
canción combativa cuyo contenido era completamente inocente: las
trabajadoras reclamaban la «semana inglesa», es decir, una jornada de trabajo
más corta los sábados, y un aumento salarial. Los soldados que disfrutaban de
permiso se unieron a las manifestaciones de las midinettes: les gustaban
aquellas muchachas; además aprovecharon la ocasión para dar a conocer a los
parisinos otra canción mucho más seria gritando a cada paso: «¡Abajo la
guerra!».
Comenzaron los motines de los soldados. Uno de ellos acudió corriendo a
La Rotonde y contó que a un camarada suyo, un joven escultor, lo habían
fusilado.
Me dieron un paquete de periódicos alemanes; los alemanes estaban
entusiasmados con la Revolución rusa y ovacionaban a los soldados franceses
que protestaban contra la guerra. En Alemania, sin embargo, nadie gritaba. Las
divisiones alemanas permanecían en Champagne, en Artois, en Picardía.
La situación era inquietante e incomprensible. Sólo recuerdo un
acontecimiento feliz. Diáguilev puso en escena el ballet Parade, con música
de Erik Satie y decorados y vestuario de Picasso. Era un ballet muy original:
una barraca de feria con acróbatas, malabaristas, prestidigitadores y un
caballo amaestrado. El ballet mostraba una automatización inexpresiva de los
movimientos; era la primera sátira de lo que más tarde se daría a conocer con
el nombre de «americanismo». La música era moderna; el decorado,
semicubista. Al espectáculo asistió un público refinado, estaba le tout Paris,
como dicen los franceses, es decir, personas ricas que deseaban que las
consideraran entendidas en arte. La música, los bailes y sobre todo los
decorados escandalizaron a los espectadores. Antes de la guerra yo había
asistido a la representación de un ballet de Diáguilev que había supuesto un
escándalo, La consagración de la primavera de Stravinski, pero nunca había
visto nada parecido a lo que pasó en el estreno de Parade. El público que se
sentaba en platea se precipitó al escenario mientras gritaba con furor: «¡El
telón!». En ese momento entró en escena un caballo con cabeza cubista y se
puso a ejecutar números circenses: se arrodillaba, bailaba, hacía reverencias.
Los espectadores, a todas luces, creyeron que los actores se burlaban de sus
protestas y, fuera de sí, vociferaban: «¡Que se mueran los rusos!», «Picasso es
un boche», «Los rusos son unos boches». Al día siguiente, Le Matin
recomendaba a los rusos que se ocuparan de llevar a cabo una buena ofensiva
en Galitzia en lugar de dedicarse a hacer coreografías de mal gusto.
Todos los días iba a alguna oficina: al consulado ruso, al inglés, a la
policía francesa. Partir no era una tarea fácil. Finalmente me entregaron un
pasaporte expedido por el gobierno provisional: sólo quedaba obtener los
visados. Era la primera vez que yo oía esa palabra: antes de la guerra los
visados no existían. Llegó el día en que por fin obtuve los tres visados
necesarios: el inglés, el noruego y el sueco.
«¡Pasado mañana me voy!». Libion pensaba que en cada ciudad que se
precie existían cafés donde los poetas y pintores pasaban sus veladas
conversando. A modo de despedida me agasajó con un armañac excelente y me
dijo: «Cuando te tomes un vodka en una Rotonde moscovita, te acordarás del
viejo Libion». Diego Rivera estaba contento por mí, pues yo iba al encuentro
de la revolución; él había visto la revolución en México y no había nada más
alegre. Modigliani me dijo: «Tal vez volvamos a vernos, tal vez no… Tengo la
impresión de que nos van a meter a todos en la cárcel o de que nos matarán».
Me acuerdo de la última noche en París. Chantal y yo caminábamos a lo
largo del muelle. Miraba a mi alrededor y no veía nada. Yo ya no estaba en
París y aún no estaba en Moscú: me parece que no estaba en ninguna parte. Le
dije la verdad: era feliz y desdichado. En París vivía mal, pero a pesar de
todo lo amaba. Había llegado cuando todavía era un niño, pero sabía qué
hacer, adónde dirigirme. En el momento de la partida, tenía veintiséis años,
había aprendido muchas cosas pero no entendía nada. ¿Acaso me había
desviado del camino…?
Ella me consoló, me dijo: «¡Hasta la vista!». Yo tuve ganas de
responderle: «¡Adiós!».
34

Los franceses escribían en las paredes: «¡Cuidado, oídos enemigos os


escuchan!». No se hablaba de otra cosa que de vigilancia. En un día fui de
París a Épernay. En mi pase había cinco sellos de cinco administraciones
diferentes: el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ministerio Militar, el
Estado Mayor General, la Oficina de desplazamientos en zona de guerra y el
control de extranjeros; tuve que pasarme cinco días en cinco oficinas; cuidaba
como oro en paño el documento que tanto me había costado obtener, pero no
me lo pidieron ni una sola vez.
Los ingleses no escribían nada en las paredes y en mi pasaporte sólo había
estampado un visado inglés, pero comprobé lo que significa la vigilancia. Me
han registrado muchas veces a lo largo de mi vida, pero nadie ha dado pruebas
de tanta maestría como los ingleses. Me obligaron a descalzarme y se llevaron
las botas a alguna parte; revisaron todas las costuras de la chaqueta y de los
pantalones; me quitaron mi cuaderno de notas, las poesías de Max Jacob, y
sólo después de mucho discutir me devolvieron la fotografía de Chantal. El
inglés hacía todo esto con una sonrisa amable en los labios, era imposible
enfadarse con él.
En Londres nos dijeron que no se sabía cuándo podríamos continuar el
viaje: era un secreto militar. Viajaba junto con mi amigo estonio Ruddi, a
quien veía a menudo en La Rotonde. Recorrimos la gran ciudad extranjera. El
ambiente era mucho más tranquilo que en París, tal vez porque la guerra
quedaba más lejos, o porque a los ingleses no les gusta alterarse. La ciudad
me pareció hermosa, majestuosa y triste. Yo pensaba: «Aquí a Modigliani lo
habrían encerrado en un manicomio».
Pasamos dos o tres días en Londres. Nos llevaron a una estación; nuestro
destino continuaba siendo una incógnita. Éramos muchos, emigrados políticos
y soldados rusos que habían huido del cautiverio alemán. Todos los vagones
estaban llenos a rebosar. Los emigrados, como es natural, comenzaron a
discutir: algunos eran defensistas,[1] otros eran partidarios de Lenin. En un
compartimento faltó poco para que llegaran a las manos.
Nos llevaron al norte de Escocia. Salí a la plataforma, dije a Ruddi que
quería respirar aire fresco. En realidad sentía que respiraba paz. Allí no se
notaba la presencia de la historia. Casitas solitarias, colinas cubiertas de
brezo, rebaños de ovejas, la luz rosada irreal de una nórdica noche blanca.
Muchas eran las cosas que podía contar la naturaleza a un hombre, pero aquel
verano yo no estaba para sabidurías. Permanecí allí un rato tomando el aire y
después volví al vagón lleno de humo de tabaco, donde alguien gritaba con
voz ronca: «¿En qué se diferencia tu Plejánov de Guchkov?».
En Aberdeen nos hicieron embarcar en un buque de carga. De nuevo nos
faltaba espacio; estábamos sentados en la cubierta, apretados unos contra
otros. Nos dijeron que si había una alarma, cada uno debía ocupar su sitio en
un bote salvavidas; pero había más gente de lo previsto y yo me quedé sin. Por
la noche se apaciguaron las discusiones; la gente dormitaba sentada y el mar
hablaba de sus cosas, con ímpetu y con constancia. Alrededor de nuestro
buque valsaban dos torpederos ingleses. Al amanecer nos comunicaron que se
había avistado un submarino. Antes de eso logré dar unas cuantas cabezadas.
Al mirar a Ruddi me puse a reír de tal manera que una dama rusa sentada a mi
lado me dijo con tono enojado: «En momentos así usted debería mostrar un
poco más de seriedad». No, mirando a Ruddi era imposible permanecer serio.
Se había casado con una encantadora francesa a la que llamábamos
«ornitorrinco». Su suegra se desesperaba: ¡ese loco de Ruddi se iba a un país
donde ahora todo estaba patas arriba! Pero lo que más asustaba a la mujer era
la travesía del mar del Norte, y le sermoneaba: «No conocéis a los boches, ¡os
hundirán, Ruddi!». La suegra había visto en un periódico el anuncio de un traje
milagroso con el cual se podía pasar dentro del agua el tiempo que uno
quisiera y se lo había comprado a Ruddi. Y él se lo había puesto… Era
imposible no reírse. Yo apenas podía articular palabra. Me ahogaba del ataque
de risa: «¿Sabes lo que pareces? El caballo cubista de Picasso». Ruddi se
justificaba: había dado su palabra a su suegra. Yo continuaba riéndome. La
dama, que no podía soportarlo, se dirigió a un bote salvavidas. ¿Cómo no iba
a reírme? En aquella época me daba más miedo la vida que la muerte, y Ruddi
estaba realmente indescriptible.
Un marino inglés me dio un salvavidas y sonrió. Yo también sonreí, pero
no me lo puse. Torcí el gesto: el agua, sin duda, estaba muy fría; luego me
acordé de que no había comprado tabaco inglés en Aberdeen. Los soldados se
habían instalado en la bodega antes incluso de que el buque soltara amarras,
allí hacía calor y la atmósfera era acogedora. Cuando avistaron el submarino,
les dijeron que tenían que subir a cubierta, pero no salieron de la bodega:
jugaban a las cartas y además no se fiaban de los salvavidas.
Las casitas de madera de Bergen me recordaron los callejones de Moscú.
Allí tampoco se sentía la paz: un incendio había destruido hacía poco gran
parte de la ciudad. Cristianía (así se llamaba entonces Oslo) me pareció
idílica. Sin duda, en uno de aquellos bancos el Johan de Hamsun soñaba con
Victoria. Y era allí, en alguna casita con patas de gallina[2] junto al fiordo,
donde Brand había dicho: «¡Todo o nada!». Stanislavski había representado
muy bien el papel del doctor Stockmann al que llamaban «enemigo del
pueblo». ¿Por qué? Había preferido la verdad, pero ¿qué era la verdad? El
doctor Stockmann sabía que las fuentes de aguas termales no tenían ningún
efecto curativo; era fácilmente comprobable en el laboratorio. Pero ¿cómo se
podían verificar las ideas?
Permanecimos varios días en Estocolmo a la espera de un telegrama de
Petrogrado. Esa ciudad me dejó estupefacto. En la orilla, enfrente del Palacio
Real, miraba las piedras, el agua, el cielo, y tenía ganas de escribir versos.
(No sabía que cuarenta años más tarde esa ciudad entraría a formar parte de
mi vida por el Llamamiento de Estocolmo, las visitas frecuentes y las nuevas
amistades). Yo me preguntaba si lo que me atraía no era la tranquilidad de un
país neutral donde nadie temía por la vida de los suyos ni esperaba la alarma
aérea, donde las tiendas estaban llenas a rebosar de artículos. No, eso más
bien me irritaba. Era otra cosa lo que me sorprendía: las rocas entre las casas.
Construir una casa allí era tan difícil como tomar una fortaleza. Me sorprendió
el mar, que entraba en la ciudad, el reflejo metálico del agua, las gaviotas que
se inmiscuían en la conversación de los transeúntes. Allí no había la tristeza
de Londres, su lujo y su miseria a lo Dickens, su grandeza y su esplín. Allí lo
que te congelaba era una tristeza pétrea, meditada y repentina como el verso
de un poeta. Los habitantes de Estocolmo no me parecieron prósperos
neutrales que se enriquecieran con una guerra ajena, sino candidatos al
suicidio.
Ruddi tenía amistad con algunos pintores conocidos; una noche nos
invitaron a un restaurante. Contemplé el rebuscado pintoresquismo del local:
viejos toneles, candelabros de cobre, cuadros cubistas en las paredes. Picasso
ya había alcanzado esos confines septentrionales de Europa. Muchachas con
cofias blancas nos trajeron, sonriendo, entremeses y vodka. Pensé: «Esto no se
parece en nada a La Rotonde». Pronunciamos con esmero skol y bebimos el
vodka. Luego se sentó con nosotros un sueco muy alto con ojos saltones; los
pintores nos dijeron que era un poeta cuyo nombre he olvidado. Dijo que
chapurreaba un poco el francés, pero no intervino en la conversación: bebía
vodka en silencio. Hacia medianoche, después de haber bebido una buena
cantidad de vasitos, me dijo que Europa era la Roma de la época de la
decadencia. El apóstol Pablo rompía las estatuas de las divinidades griegas
sin detenerse a pensar si tenían o no valor artístico. Tenía razón, pero era una
pena por las estatuas. «¿Qué piensa hacer en Rusia?», me preguntó. Le
contesté que no lo sabía, tal vez me aceptarían en el ejército, tal vez escribiría
nuevos poemas o una novela. Me dijo que en aquel momento tanto se podía
tomar una barra de hierro para destruir como un pañuelo para secarse las
lágrimas. «Personalmente me gusta destrozar y llorar, como una solterona ante
un jarrón roto». Comprendí perfectamente sus reflexiones; continuamos
bebiendo y nos besamos al despedirnos.
Por la mañana fui consciente de que iba a Rusia; tendría que visitar a los
poetas a los que sólo conocía por los libros. Petrogrado o Moscú no eran La
Rotonde… Yo no tenía cuellos almidonados, por ejemplo, y la navaja de
afeitar la había perdido en el barco. Afortunadamente me quedaba algo de
dinero y pude comprar una navaja nueva y varios cuellos postizos.
El tren bordeaba el golfo de Botnia. Las muchachas paseaban con sus
galanes por las estaciones tranquilas. En las cantinas, los arenques reposaban
sobre trocitos de hielo. Todo era sumamente tranquilo e incomprensible. La
noche era blanca, pues el sol al poco de ponerse había vuelto a salir.
El camino era largo; al final llegamos a la última estación sueca,
Harapanda. Atravesamos un puente. Allí estaban los oficiales rusos: nos
encontrábamos en la estación fronteriza de Tornio. El encuentro no fue amable.
Un teniente examinó mi pasaporte y me dijo con aire hostil: «Llega demasiado
tarde. El reinado de los suyos ya ha acabado. Ha venido para nada». Era el 5
de julio. No sabíamos nada de los acontecimientos de Petrogrado y nos
quedamos desolados. El tren ahora se dirigía hacia el sur. En las estaciones,
los finlandeses observaban con un silencio concentrado. En Helsinki alguien
nos contó que en Petrogrado los bolcheviques habían intentado usurpar el
poder, pero que los habían aplastado. En el vagón la atmósfera estaba
caldeada. Uno de los defensistas gritaba contra los del «vagón precintado»,[3]
contra la traición, y de pronto dijo: «Vamos a poner las cosas en claro… ¿Qué
queréis? ¿Amotinaros? No resultará, queridos míos. La libertad está muy bien,
pero vuestro sitio está en la cárcel». Enseguida uno de los emigrados que se
había unido a nosotros en Londres, un judío enclenque que cada dos por tres
perdía sus gafas y tomaba píldoras, se puso de pie de un salto y comenzó a
gritar también: «¡No es eso lo que ocurrirá! El proletariado se hará con el
poder. Ya veremos quién meterá a quién en la cárcel. ¡Aún no se ha dicho la
última palabra!».
Me dio un vuelco el corazón: en París todos hablaban de una revolución
«sin derramamiento de sangre», de libertad, fraternidad, mientras que ahí, aún
no habíamos llegado a Petrogrado y los nuestros ya amenazaban con meterse
respectivamente en la cárcel. Me acordé de mi celda de Butyrka, del cubo
para los orines, de la ventanita… En Helsinki un oficial contaba ahogándose
de la alegría: «Los cosacos les han dado una buena tunda… ¿Y en qué idioma
quieren ustedes que se les hable? ¡Son unos desarrapados! ¡Una buena ráfaga
de metralleta! Es el único idioma que entienden».
Yo estaba de pie en el pasillo, junto a la ventana. A mi alrededor estaban
tendidos en el suelo soldados y mujeres que apretaban bultos enormes contra
el pecho. No había manera de moverse. Miré por la ventana, ¡cuántos
soldados! Tenían un aspecto extraño, estaban extenuados, mal vestidos,
lanzaban insultos…
¿Por qué gritaba todo el mundo?
De nuevo una frontera: la de Beloóstrov. Volvieron a examinar nuestros
pasaportes, a registrarnos el equipaje y a oírse insultos. Un oficial mandó que
me cachearan. En un bolsillo del abrigo descubrieron los cuellos y la navaja;
el oficial se los llevó a otra habitación, alegando que se escribían
disposiciones secretas en los cuellos almidonados; de la navaja no dijo nada,
pero se negó a devolvérmela. Nos condujeron a un recinto sucio y nos dijeron
que iban a conducirnos a Petrogrado bajo escolta en tanto que individuos
sujetos al servicio militar: allí quedaríamos a disposición del jefe militar.
Todo ello iba acompañado de insultos.
En efecto, nos asignaron una escolta. El tren avanzó un poco y se detuvo en
un apeadero. Los soldados irrumpieron en los vagones llenos a rebosar.
Alguien había hecho correr el rumor de que en el tren viajaban hombres de la
policía zarista. Los soldados vociferaban; uno de ellos me gritó: «Te vamos a
llevar al paredón, se acabó el champán para ti». El oficial me señaló y le dijo
a una dama: «¿Lo ve? Éste es otro de los del vagón precintado. Menos mal que
le han echado el guante a tiempo».
El tren se puso en marcha y se detuvo cerca de la casa del guardagujas.
Una chiquilla conducía a unos gansos. Llevaba su pelo más bien ralo sujeto en
una trenza rematada con un lazo. La niña me miró: yo le sonreí y ella
respondió con una tímida sonrisa. Enseguida me sentí aliviado.
En la plataforma una anciana gritaba a voz en cuello que alguien le había
robado un saco de azúcar. «Hay que matarlos a todos», dijo un viejo vestido
con una cazadora de tela burda. Ni siquiera intenté adivinar a quién era
preciso matar: si a los ladrones o a los especuladores. De pronto me sentí
alegre: ¡todo el mundo a mi alrededor hablaba ruso!
Chimeneas de fábricas. Un solar cubierto de hierba aplastada y flores
amarillas, exactamente igual que en Shabolovka. Casas ennegrecidas por el
humo. Estaba en casa…
Libro segundo
1

Parecía el cordero rezagado del rebaño del que hablaba Du Bellay. En efecto,
cuando salí de Rusia aún no había cumplido los dieciocho años. Como un
párvulo, estaba dispuesto a aprenderme la cartilla. Preguntaba a todo el mundo
qué sucedía, pero sólo obtenía una respuesta: «Nadie lo entiende…». Trataba
de entablar prolijas discusiones sobre la misión de Rusia, sobre la
podredumbre de Occidente, sobre Dostoievski, pero la gente tenía otras
preocupaciones: no conversaban, sino que se enzarzaban en discusiones,
maldecían, algunos contra los bolcheviques, otros contra Kérenski y unos
terceros, todavía, contra la revolución.
En la estación de Finlandia nos recibió una menchevique entrada en años
sobre cuya nariz llevaba unos quevedos. Me dijo: «Sígame». Le respondí que
me escoltaba un soldado. La mujer se puso a despotricar de él, y el soldado
hizo lo propio. Ella lo llamó especulador de comida, y el soldado, que
efectivamente llevaba consigo una bolsa, le respondió que ella seguramente
«se atiborraba de mermelada». Yo estaba plantado allí, estupefacto. La
menchevique nos condujo a una residencia donde la gente se hacinaba a
oscuras. Un joven gritaba a su vecino: «¡Qué vas a ser tú un revolucionario!
¡Tú eres un auténtico Galliffet! ¡Habría que llevarte al paredón!».
Como a todos los emigrados políticos, me concedieron una prórroga
militar; el teniente de la estación de policía me dijo que en el ejército, aun sin
mí, sobraban ya los charlatanes.
En el Birzhevie viédomosti recibí los honorarios que me correspondían y
me instalé en un piso amueblado de la calle Moika. Por la mañana salí para
echar un vistazo. La arquitectura de la ciudad y sus avenidas me parecían
extraordinariamente claras, majestuosas, pero no conseguía orientarme.
Me dirigí a un mitin que se celebraba en el circo Ciniselli. Estaba atestado
de gente, pero enseguida noté que todo el mundo estaba harto de discursos: el
entusiasmo de los primeros meses se había evaporado, incluso los charlatanes
se habían cansado de hablar. Los que hacían uso de la palabra eran oradores
espontáneos. Una señora de cabello cano trataba de demostrar que el
esperanto salvaría la revolución, pero nadie la escuchaba. Luego intervino un
anarquista que declaró que era preciso abolir el Estado: todos lo abuchearon,
y él se puso a silbar como un desesperado hasta que lo sacaron a empujones
de la tribuna. Un joven vestido con elegancia suplicaba que no se entregara
Rusia al káiser. Dos soldados lo metieron en cintura: «Pero tú, hijo de perra,
¿has estado en las trincheras?».
Intenté encontrar a los poetas con los que me había carteado, pero ninguno
de ellos estaba en la ciudad. Me respondían: «Está en la dacha» o «En
Crimea». Un día, T. I. Sorokin me mandó llamar: «Ven, Blok está aquí». Fui
corriendo al Palacio de Invierno, pero llegué demasiado tarde: Blok ya se
había ido. No vi, pues, al poeta cuyos versos yo amaba por encima de todo…
En el Birzhevie viédomosti me aconsejaron que fuera al restaurante Viena;
allí, por las noches, se reunían poetas y pintores. Pensé que el Viena sería algo
parecido a La Rotonde. Pero en torno a las mesas había simples burgueses,
oficiales, especuladores. Uno gritaba: «¿Por qué lo ponéis en la carta si no
hay? Sólo os falta sentar de nuevo en el trono al zar Nicolás».
Una señora gritaba: «¿Por qué dejaron escapar a Lenin?».
En las calles se daba caza a los desertores; los soldados patrulleros que
revisaban los documentos también parecían desertores. Un día vi a dos
oficiales requisando un saco de azúcar molido a una mujer. Ella gritaba:
«¡Monstruos!». Cuando la mujer se iba, uno de los oficiales le gritó a la
espalda que pronto la enviarían al paredón, que Kérenski hacía la vista gorda
con los especuladores de alimentos, pero que tarde o temprano a él también lo
meterían en vereda. Luego, sin avergonzarse lo más mínimo ante la gente que
pasaba, los oficiales se repartieron el botín.
En las tiendas se podían comprar habanos, jarrones de Sèvres y poemas de
la condesa de Noailles. En las confiterías servían el café con miel (ya no
quedaba azúcar) y, en lugar de pasteles, daban rebanadas finas de pan blanco
con mermelada. Los cocheros ya no hablaban de avena, sólo despotricaban
con el semblante sombrío. Un poeta a quien conocí en la redacción del
Birzhevie viédomosti me dijo: «Nuestra única esperanza es el general
Kornílov. Se llama Lavr [Laurel], su nombre es simbólico».
Los soldados hablaban de «hacer las paces». Los desertores no decían
nada, miraban a los transeúntes con aire lúgubre. Por la Avenida Nevski
paseaban las muchachas de uniforme; intrépidas, hacían el saludo militar y
tenían un busto de lo más exuberante; organizaban mítines en la esquina de la
calle Sadóvaia, gritaban que era necesario encontrar a Lenin y, entretanto,
detener a Chernov.
Tuve oportunidad de oír hablar a Chernov. Al igual que en París, empleaba
un tono muy elevado. Pero, si bien en marzo me conmovió, en agosto lo
encontré ridículo. Sabía expresarse bien y, a grandes rasgos, hacía pensar en
un radical socialista francés que promete a los votantes que, si lo eligen a él,
construirá un puente sobre el río. Chernov juraba que entregaría la tierra a los
campesinos y que salvaría a Rusia de los alemanes. Tenía unos ojos astutos; en
mi opinión, ninguno de los oyentes le creía. Escuché también a Kérenski; todo
aquello parecía un teatro: daba la impresión de que el jefe del gobierno
provisional iba a romper a llorar o a salir corriendo del escenario. En aquella
época la fama de Kérenski ya se había apagado; aun así, medio centenar de
mujeres le saludaban, gritando a voz en cuello; una le tiró un ramo de
margaritas medio mustias; él recogió las flores y, por alguna razón, se las
llevó a la nariz.
Me encontré con dos o tres emigrados que había conocido en París. Uno de
ellos, un bolchevique de nombre Sashunia, me contó que Antónov-Ovséienko
estaba encerrado en la prisión de Krestí, que los mencheviques eran unos
traidores y que el tiempo de las discusiones había acabado. Le pregunté si no
temía que los alemanes, aprovechando la guerra civil, se apoderaran de
Petrogrado. Comenzó a gritar diciéndome que yo razonaba como un
menchevique, que era un intelectual «de la cabeza a los pies», que «la
intelligentsia siempre estaba poniendo palos en las ruedas» y que a quienes
había que tener miedo no era a los alemanes, sino a los defensistas.
Hablé durante una o dos horas con Sávinkov. Era ayudante del ministro de
la Guerra y no reconocí en él al Borís Víktorovich que sonreía con melancolía
en La Rotonde. Sávinkov hablaba de medidas drásticas, de dictadura, de
orden. Tildó a Kérenski de palabrero que se deleitaba con el timbre de su
propia voz; hablaba con desprecio del gobierno provisional: «Esta gente ha
perdido el norte, no celebran las sesiones sentados, sino de pie».
En el Palacio de Invierno vi cómo había vivido el zar y su vida me pareció
anodina; las habitaciones estaban amuebladas sin gusto y llenas de bagatelas
propias de pequeñoburgueses. (Más tarde vería el mismo tipo de objetos en el
palacio de Pekín, durante las exequias del último emperador chino). Entre los
pufs había camas plegables y fusiles tirados por el suelo. La revolución que
Sávinkov quería enterrar prematuramente vagaba por los salones del Palacio
de Invierno. En la escalinata, una señora agarró al ayudante del ministro de la
Guerra por las solapas de la chaqueta: «Dígame, ¿por qué tienen a George en
prisión? A él, que ya en el colegio leía a Herzen».
Sávinkov me presentó a F. A. Stepún. Sabía que era un filósofo que había
escrito un libro interesante, Cartas de un alférez, en el cual mostraba la guerra
sin los oropeles de rigor. Lo que menos podía imaginarme era encontrármelo
desempeñando el cargo de jefe del departamento político del Ministerio de la
Guerra. Más bien tenía el aspecto de un soñador o de un pastor protestante.
Me puse a afirmar con torpeza y vehemencia, como había hecho antes con
Sashunia, que los alemanes podían ocupar Rusia y aplastar la revolución. Me
preguntó si quería llegar a ser comisario de Guerra. Sonreí con ironía: un
comisario está obligado a comprender y dar explicaciones a los demás,
mientras que yo sólo hacía una cosa: formular preguntas a todo el mundo.
También estuve en Smolni. La gente se abalanzaba sobre Chjeídze y
gritaba que Sávinkov se estaba conchabando con los generales, mientras
metían a los obreros en la cárcel. Los soldados dormían en los pasillos. Uno
de los emigrados de París me dijo con severidad: «¡Aquí no estás en La
Rotonde, vete al frente!». Le repliqué que en el ejército no me querían. Rio
con malicia y me soltó: «¿Así que eres bolchevique? Ya te desenmascararé,
ya…».
Una viejecita me empujó contra la pared y me pidió entre sollozos: «Diles
que la hija de Andriusha estudia en el Conservatorio y que ese trozo de tela se
lo dio Mishukin».
En aquel entonces también se encontraban en Petrogrado Tijón Ivánovich
Sorokin, Katia y mi hija Irina. Vivían en casa del padre de Katia, quien no
podía oír ni pronunciar mi nombre. Además de todas mis faltas, yo era judío.
Katia, a hurtadillas del padre, me trajo a Irina; la niña tenía entonces seis
años. La llevé al café Empire y la invité a tomar pan blanco untado con
mermelada. Luego paseamos por la avenida Nevski. Durante algún tiempo
Irina había tenido una niñera italiana que le había enseñado a rezar. La niña
me pidió que entrásemos en la catedral de Kazán. En cuanto estuvimos dentro,
se arrodilló y me mandó que siguiera su ejemplo. No la obedecí. Irina
comenzó a gritar y a llorar; las mujeres que oraban en la catedral se
escandalizaron: «¡Vergüenza debería darle ofender a la chiquilla en un lugar
sagrado!». Por suerte, Irina se aburrió de rezar y me preguntó si podíamos
volver a la pastelería.
Tijón me dijo que Stepún iba a enviarlo al frente del Cáucaso y que quería
nombrarme su ayudante. Reí durante un buen rato: Tijón comprendía aún
menos que yo lo que estaba sucediendo. Yo conocía a fondo las obras de
Vladímir Soloviov y la arquitectura del gótico temprano. ¿De qué les hablaría
a los soldados? ¿Del «eterno femenino» o de las vidrieras de la catedral de
Chartres…? (En un archivo encontré un certificado del Ministerio de la
Guerra, con fecha de septiembre de 1917, en el que dice que, «conforme a la
comisión del frente del Comité Ejecutivo del Soviet de Diputados Obreros y
Soldados», me nombraban ayudante del comisario de Guerra de la región
militar del Cáucaso. Cuando me enteré de este nombramiento, ya habían
desaparecido tanto el ministro de la Guerra como el frente del Cáucaso).
Todo el mundo aseguraba que alguien estaba a punto de «intervenir». Unos
consideraban que lo haría el general Kornílov; otros, que moverían ficha los
bolcheviques. Me di cuenta de que jamás lograría entender nada y partí a
Moscú.
Ahí estaba la calle Ostózhenka… Yo conocía todos los callejones, todos
los letreros. Al principio la ciudad me pareció más tranquila, pero era sólo
una apariencia. Allí la gente tampoco entendía nada. Traté de dar con mis
viejos amigos. Habían transcurrido ocho años, un período bastante largo. Un
compañero de instituto que en 1907 asistía a nuestras reuniones se había
convertido en un abogado de moda; cuando le dije quién era la emprendió a
gritos conmigo: «Buena la habéis hecho. Podías haberte quedado en París; allí,
por lo menos, no disparan por las calles».
Liusa, mi compañera de instituto, adoradora de la poesía de Lérmontov,
era ahora una señora gorda con bigotillo; me invitó a tomar té, pero me
abrumó con sus quejas: no hay azúcar, la criada suelta impertinencias, por las
noches da miedo salir a la calle…
En la calle Tverskaia estaba la cafetería Bom, con sus sofás rojos de
terciopelo, donde servían té y pasteles. Los escritores la frecuentaban. Allí
conocí a V. G. Lidin, de tez sonrosada y aspecto muy pulcro; hablaba de
caballos, de cuadras, de la maestría de Bunin. B. K. Záitsev hablaba con
sentimiento de la belleza del rito ortodoxo y del género de la novela corta.
V. F. Jodasévich hablaba de todo el mundo con tono sarcástico y escribía
poesías tiernas en las que decía que la muerte lo atraía, al igual que por la
noche el sueño atrae a las muchachas; tenía una cara que parecía un cráneo.
A. N. Tolstói chupaba su pipa con aire lúgubre y me decía: «¡Es una
porquería! No se entiende nada. Todos se han vuelto locos».
Alekséi Nikoláievich afirmaba que yo parecía un presidiario mexicano. Un
día entré en un café de la calle Arbat y me puse a emborronar cuartillas; la
muchacha se acercó a mí y, enojada, retiró de mi mesa el vaso vacío al tiempo
que me soltaba: «Esto no es la universidad».
Había perdido las costumbres rusas y a menudo hacía el ridículo. Me
parecía que justo por eso no lograba captar el sentido de los acontecimientos
que se estaban produciendo. Pero Alekséi Nikoláievich no estaba menos
desorientado que yo. Hace poco he releído los diarios de Blok, las cartas de
Korolenko y los artículos de Gorki; en aquella época todos aceptaban,
rechazaban, daban su conformidad y protestaban. Bien mirado, parece que el
«presidiario mexicano» no era más que un intelectual ruso ordinario. No digo
esto a modo de justificación o de excusa. Sólo pretendo explicar cuál era mi
estado de ánimo durante los años 1917-1918. Por supuesto, ahora lo veo todo
mucho más claro, pero no hay motivo alguno para sentirse orgulloso: una vez
pasada la batalla, todo el mundo es un gran estratega.
2

Se dice que los árboles no dejan ver el bosque. Esto es tan verdadero como
que el bosque no deja ver los árboles. Cuando leemos sobre la Francia de
1793, vemos la Convención, al incorruptible Robespierre, la guillotina en la
place de la Révolution, los clubes donde hablaban con grandilocuencia los
sans-culottes, los panfletos, las conspiraciones y las batallas. Pero ese mismo
año Philippe Lebon, sentado en su pequeño laboratorio, reflexionaba sobre el
gas. Taima ensayaba una tragedia pseudoclásica; las mujeres que seguían la
moda se probaban nuevos sombreros con lazos y las amas de casa corrían por
la ciudad en busca de alimentos, de los que había carestía.
Alekséi Tolstói describió así las conversaciones que se mantuvieron
durante el verano de 1917: «¿Estamos perdidos o todavía tenemos alguna
oportunidad? ¿Subsistirá Rusia o dejará de existir? A los intelectuales, ¿nos
cortarán la cabeza o nos dejarán con vida?». Otro decía: «Pero ¿qué dices,
amigo? ¿Por qué iban a cortarnos la cabeza? ¡Tonterías! ¡No lo creo! Pero las
tiendas de comestibles sí que las saquearán». Un tercero afirmaba saber por
fuentes fidedignas que «a principios de mes la ciudad comenzará a morir de
hambre».
Por pura casualidad, en casa de unos amigos de Moscú se conservó mi
cuaderno de notas de los años 1917 y 1918. Las notas son tan lacónicas que a
veces no consigo descifrarlas, pero algunas líneas me han ayudado a refrescar
la memoria. Tomé algunos apuntes sobre mi primer encuentro con Valeri
Yákovlevich Briúsov. Fue el mismo verano sobre el cual escribió Tolstói.
Pasé varias horas con Briúsov. Me leyó una poesía que había escrito hacía
poco sobre Ariadna y discutimos. Al formular una parte de nuestra
conversación, me doy cuenta de que parece bastante insólita tratándose de
agosto de 1917:
1. ¿Es cierto que Teseo tenía remordimientos de conciencia por haber
abandonado a Ariadna en una isla desierta?
2. ¿Qué es más correcto? ¿Escribir Teseo o Theseo? (Valeri Briúsov
insistía en la segunda transcripción).
3. ¿Es necesario que un poeta contemporáneo escriba sobre Teseo? (Yo
decía que no).
Cabría pensar que Briúsov era un esteta, un formalista, un decadente
contumaz decidido a contraponer su mundo a la realidad. Eso es erróneo: poco
después de la Revolución de Octubre, cuando sus coetáneos y los poetas de
una generación más joven (incluido yo) corrían perplejos de aquí para allá,
lamentándose y protestando por muchas cosas, Briúsov ya trabajaba en las
primeras instituciones soviéticas. Si hablaba conmigo de Teseo era porque
creía en la vitalidad de la poesía y respetaba su propio trabajo. Los libros, los
ajenos y los propios, constituían toda su vida. De joven, una vez reconoció que
estaba dotado de «una estúpida sensibilidad hacia las novelas, pero que
carecía completamente de ella para los acontecimientos de la vida».
Fui a verlo con sentimientos encontrados: me acordaba de sus cartas, pues
me había dado ánimos varias veces, le respetaba, pero hacía tiempo que su
poesía había dejado de gustarme y temía no poder reprimirme y ofender sin
querer a un hombre con quien estaba tan en deuda.
Valeri Briúsov vivía en la calle Piérvaia Meschánskaia; para llegar a su
casa tenía que atravesar la famosa Sujarevka. Si el Vaticano es un Estado
independiente dentro de Roma, lo mismo era Sujarevka en el Moscú de 1917;
no estaba sometido al gobierno provisional, ni al Soviet de Diputados Obreros
y Soldados ni a la milicia. La espléndida torre se alzaba sobre el gran
mercado; allí parecía vivir aún la antigua Rusia, se oía a los ciegos entonar
canciones melancólicas, con sus mendigos y sus ascetas locos por Cristo. Las
blasfemias se mezclaban con los lamentos, los viejos juramentos invocando a
Dios con las conversaciones sobre los kerenki,[1] sobre los burgueses y los
bolcheviques. Y qué de gente se podía ver: desertores, mujeres orondas de los
pueblos vecinos, amas de llaves, institutrices que se habían quedado sin
trabajo, esposas de funcionarios muy serias, ladrones reincidentes, mocosos
que vendían cigarrillos emboquillados a granel y popes llevando en los brazos
gallinas que no dejaban de cacarear. Todo aquello producía un ruido infernal;
blasfemaban, gritaban, pataleaban: una auténtica marea humana.
«Y Adán se lamentaba: ¡oh, el paraíso, mi paraíso!», gangueaba la voz de
un ciego; su canción todavía resonaba en mis oídos mientras me acercaba a la
casa de Briúsov. Sujarevka era el prólogo indispensable, la llave para
descifrar el complejo fenómeno denominado «Valeri Briúsov», pues aunque se
puede discutir el valor de las poesías dedicadas a Teseo, a Asarhaddón y a
Kukulkán, nadie negará la importancia de Briúsov en el desarrollo de la
cultura rusa. (Valeri Yákovlevich escribió una vez: «Desearía no haber sido
Valeri Briúsov», pero estuvo bien que lo fuera).
Por supuesto, no sólo Sujarevka tiene derecho a figurar en el prólogo; si la
menciono es porque Briúsov vivía al lado; también podría evocar el barrio de
Zariadie, con sus puestos de harina y grano, la Sociedad de Estética Libre, el
barrio de Kitái-górod, al marchante Schukin, que había comprado las telas de
un pintor desconocido llamado Picasso, y el Círculo Literario y Artístico de la
calle Bolsháia Dmítrovka donde Valeri Yákovlevich pregonaba la «poesía
científica» mientras sus miembros, que pasaban perfectamente sin ciencia y
poesía, jugaban a las cartas. Briúsov vestía a la europea, sabía varias lenguas
extranjeras, salpicaba sus cartas de palabras francesas y en las paredes de su
casa no colgaban cuadros de Makovski, sino de Rops, pero era una criatura
del viejo Moscú, pausado y travieso, irreflexivo y espabilado.
Su amor al trabajo y su energía sorprendían a todo el mundo. Durante
aquel primer encuentro del que estoy hablando, arremetió acaloradamente
contra mi actitud hacia el trabajo poético, que tachó de «irresponsable»:
«¿Qué tiene que ver la inspiración? Yo escribo versos cada mañana. Tanto si
me apetece como si no, me siento a la mesa cada día y escribo. Incluso si no
logro componer un poema, siempre descubro una rima nueva, me ejercito en
alguna métrica difícil. Aquí están mis borradores». Y empezó a abrir cajones
de su enorme escritorio, repletos de manuscritos. Me reprochó mi frivolidad y
diletantismo; proclamó la necesidad de organizar una escuela superior para
poetas, pues se trataba de un oficio que, aunque sagrado, requería aprendizaje.
Briúsov era un organizador extraordinario. Su padre comerciaba con
corcho, y estoy convencido de que si él no se hubiese topado en sus años de
colegial con la poesía de Verlaine y Mallarmé, tendríamos el país lleno de
alcornocales, como en Extremadura. La capacidad de trabajo se combinaba en
él con la ambición. A los veinte años escribió en su diario: «El talento,
incluso el genio, con honradez sólo proporcionarán un éxito lento, y eso si lo
proporcionan. ¡Es poco! Para mí es poco. Hay que escoger algo diferente…
Hallar una estrella polar que me guíe en la niebla. Y la veo: es el
decadentismo. ¡Sí! Se diga lo que se diga, sea falso o ridículo, el
decadentismo avanza, se desarrolla, y el futuro le pertenece, sobre todo
cuando encuentre a un jefe digno de él. ¡Y ese jefe seré yo! ¡Sí, yo!».
Organizaba editoriales, fundaba revistas, escribía tratados de
versificación, traducía a autores latinos, discutía con autoridades reconocidas,
adoctrinaba a los jóvenes. Sólo temía una cosa: quedarse rezagado con
respecto a su época. Briúsov escribía a menudo sobre el caos —eso le venía
de Tiútchev—, pero sentía el deseo de apoderarse del caos sobre el que
cantaba y organizarlo. Recuerdo que a finales de 1920 fui a visitarle al
pequeño palacete que albergaba la LITO: así se llamaba entonces la sección
de literatura del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública. Valeri
Yákovlevich, en calidad de jefe de esta sección, habló conmigo y me propuso
un trabajo; señaló la pared donde colgaba un diagrama singular compuesto por
cuadrados, rombos y pirámides: era un esquema de literatura. Resultaba
ingenuo y al mismo tiempo majestuoso: un mago canoso que transformaba la
poesía en trabajo de oficina, y el trabajo de oficina en poesía.
A menudo lo tachaban de racionalista e intelectual árido; muchos
aseguraban que nunca había sido poeta. A mi modo de ver, eso es falso: la
razón, para Briúsov, no era el sentido común, sino un culto, y su fe en la razón
llegaba a la desmesura. Era poeta incluso en el sentido más corriente y vulgar
de la palabra: vivía en un mundo convencional de esquemas exaltados. Vrúbel
hizo de él un retrato admirable: ojos secos, ardientes, y la cabeza, como
tallada en bisel por detrás.
Recuerdo el Café de los Poetas de Moscú en 1918. Era frecuentado por
gente que poco tenía que ver con la poesía: especuladores, damiselas, jóvenes
que se autodenominaban «futuristas». Valeri Yákovlevich declaró que
improvisaría tercetos sobre los temas que le propusieran otros clientes. Le
pasaron notas estúpidas. Parecía no advertir la presencia de los camareros y
sus gritos de «¡Dos cafés, dos!», ni oír las risas de los marinos borrachos.
Severo, solemne, recitaba versos; cuando declamaba, tenía una voz extraña,
aguda y entrecortada. Al hacerlo, echaba la cabeza hacia atrás. Parecía un
domador, sólo que ante él no tenía leones de circo, sino palabras. Improvisaba
tercetos sobre Cleopatra, sobre una señorita sentada a una mesa o sobre las
diáfanas ciudades del futuro.
Abordaba todo con la máxima seriedad. Sus poesías eróticas eran algo así
como una guía por el reino de Afrodita. Rodeado de poetas dominados por el
misticismo, se puso a estudiar las «ciencias ocultas», conocía a fondo las
peculiaridades de los íncubos y los súcubos, los conjuros y los sortilegios
medievales.
Cuando irrumpieron los futuristas, Balmont les suplicó ingenuamente que
aguardaran un poco para destronarlo. Briúsov, por su parte, trató de derribar a
Balmont escribiendo una poesía titulada «Una velada futurista». Maiakovski
escribía: «Y detrás de los soles de las calles, vagaba, quién sabe dónde, la
flácida luna, que nadie necesita». Y Briúsov: «Como una moneda mal
acuñada, cuelga la luna sobre las chimeneas».
Sin embargo, los futuristas no lo reconocieron como a uno de los suyos, y
entre sus consignas figuraba ésta: «Arranquemos la coraza de papel del frac
negro de Briúsov».
Valeri Yákovlevich encontró en Francia a un poeta muy poco conocido,
René Ghil, el inventor de la «poesía científica». Los razonamientos de Ghil le
gustaron: hacía tiempo que Briúsov deseaba llegar a ser un brujo con
formación superior, un mago académico.
Estudió a Pushkin, escribía sobre anagogías, zeugmas, prolepsis, silepsis,
y calculó que, en el tercer capítulo de Oneguin, un setenta y tres por ciento de
las rimas se caracterizaba por la concordancia de los sonidos protónicos,
mientras que en el cuarto capítulo sólo se daba en un cincuenta y cuatro por
ciento de los versos. Briúsov intentó acabar de escribir Noches egipcias de
Pushkin y redactar una nueva versión de El jinete de bronce, pero estas obras
suyas no son de las que apetece volver a leer.
Algunos han acusado injustamente a Briúsov de falta de gusto: ése es un
rasgo común de todos los simbolistas; a todas luces ése era su gusto. ¿Acaso
no es sorprendente que casi todos ellos se entusiasmaran por las poesías de
Ígor Severianin,[2] que a nosotros nos parecen un modelo de trivialidad? Poco
antes de su muerte, Briúsov escribió: «Vivo entre dos mundos. Soy igual al
primero. Par en una asamblea de nobles. Y con cada suspiro, con cada nervio,
hago eco a los espíritus supremos de las esferas».
Pienso ahora en la poesía de los simbolistas. Fue un fenómeno admirable.
Nació el gran poeta Aleksandr Blok y fue como si se liberara la poesía rusa.
Pero hasta qué punto me parecen, no sólo las cartas de Chéjov sino también
las de sus pálidos epígonos, más humanamente comprensibles que los diarios
de Briúsov, las notas de viaje de Balmont o la correspondencia entre Blok y
Andréi Bieli…
Lo que llevó a Briúsov a aceptar la revolución fue el buen juicio:
vislumbró el día de mañana. Rondaba ya la cincuentena. Trabajaba por la
conservación de las bibliotecas, en la difusión de la poesía, hizo muchas cosas
buenas e importantes. Hay en alemán una palabra bastante fea, Kulturtreger,
que encaja a la perfección con la actividad que desempeñó Briúsov tanto antes
como después de la revolución. Prefiero una definición más pasada de moda:
Briúsov era un hombre de la Ilustración.
Creía que la revolución lo cambiaría todo de manera radical; me decía que
la cultura socialista se diferenciaría de la capitalista tanto como la Roma
cristiana de la Roma de Augusto. En tanto que poeta quería abordar lo nuevo,
pero guardaba una relación demasiado estrecha con el mundo anterior. Sus
poesías sobre la revolución están llenas de imágenes mitológicas y del
vocabulario que nos resulta familiar por los simbolistas. En los días de la
Revolución de Octubre vio en Moscú las tres parcas de la Hélade. Cuando
G. V. Chicherin[3] firmó el tratado con la República Alemana, Briúsov
escribió: «Del consejo de los lémures al consejo de Rapallo». Fustigaba de
esta manera a los defensores del capitalismo: «Siempre fue así, bajo
diferentes banderas, desde Semíramis hasta Poincaré. Quien se apoderó de
todos los bienes del mundo aprieta con fuerza los triunfos fatídicos».
(Recuerdo a ese pulcro francés medio, monsieur Poincaré; se habría
sentido indiscutiblemente halagado de que lo colocaran junto a la legendaria
Semíramis). A veces una melancolía angustiosa se apoderaba de Briúsov y se
lamentaba como en su juventud: «Todos los hombres, hoy y antaño, y también
en el futuro, tras mirar la barrera, repiten los mismos arpegios y acordes del
viejo repertorio…».
Murió en otoño de 1924, a la edad de cincuenta y un años. Yo estaba en
París; organizamos una velada en su memoria. Cuando un hombre muere, de
pronto se le ve bajo una luz nueva, en toda su grandeza. Briúsov tiene versos
magníficos que aún hoy parecen vivos. Quizá no velara su cuna la tradicional
hada, pero incluso si no nació poeta llegó a serlo. Ayudó a decenas de jóvenes
poetas que luego lo censuraron, lo repudiaron y lo destronaron. Pero para la
joven Rusia soviética, este constructor desenfrenado, buscador infatigable, fue
de lejos más necesario que muchos otros cantores de voz melodiosa.
No puedo dejar de recordar una vez más mis años parisinos. Valeri
Yákovlevich me alentaba; incluso sus reproches me ayudaron a vivir.
En nuestro primer encuentro, Briúsov me habló de Nadia Lvova: la herida
no había cicatrizado. No sé si fue por el recuerdo de la poesía de Nadia,
aquella que escribió antes de morir sobre la sien plateada de Briúsov, pero
éste me pareció muy viejo y anoté en mi cuaderno: «Canoso, decrépito» (tenía
entonces cuarenta y cuatro años). También apunté: «Para él la vida está en un
segundo plano». Cuando escribí estas palabras, quizá pensaba en Nadia, quizá
en la revolución, pero lo que con seguridad recordé fue su afirmación de que
«todo en la vida es sólo un medio para crear versos de brillante sonoridad».
Como recuerdo me regaló un librito con una dedicatoria: «Por nuestra
afinidad en ciertos aspectos y divergencia en otros». Se refería a nuestra
discusión sobre la poesía. No hablamos de los acontecimientos de aquel
tormentoso verano; aunque al partir no pude reprimirme y le pregunté: «¿Qué
pasará después?». Valeri Yákovlevich me recitó unos versos a modo de
respuesta: «Arrecia el diluvio… Pero desde el firmamento, ensombreciendo
las cenizas como un arcoíris, la libertad anuncia días luminosos».
Volví a encontrarme en Sujarevka. El ciego y su «Adán» habían
desaparecido. En la esquina de Srétenka se agolpaba la gente: habían asestado
una puñalada a alguien. Me quedé allí parado y luego continué mi camino.
Pero no pensaba en Teseo, sino en el diluvio.
3

Marina Tsvietáieva tenía veinticinco años cuando la conocí. De ella


sorprendía la combinación de altivez y desconcierto; su porte era arrogante;
echaba la cabeza hacia atrás, con la frente muy alta, pero sus ojos revelaban
confusión: eran grandes e indefensos, como ciegos. Marina era miope. Llevaba
el cabello cortado en redondo. Parecía una señorita remilgada o un mozalbete
de campo.
En una de sus poesías Tsvietáieva hablaba de sus abuelas: una era una
mujer rusa sencilla, la esposa de un pope rural, y la otra una aristócrata
polaca. Marina reunía en sí una cortesía pasada de moda y un espíritu rebelde,
la soberbia y la timidez, el romanticismo de las novelas y la sencillez de alma.
Cuando fui por primera vez a verla, ya conocía sus poesías; algunas me
gustaban, sobre todo una que escribió un año antes de la revolución en la que
hablaba de sus futuras exequias: «Por las calles del desierto Moscú | me
llevarán, y vosotros formaréis mi cortejo. | Y más de uno quedará rezagado por
el camino, | y retumbará la primera palada de tierra contra el ataúd, | y por fin
quedará resuelto | el sueño egoísta, solitario. | Y de ahora en adelante no
necesitará nada más | la boyarda Marina, que acaba de morir de orgullo».
Al entrar en su pequeño apartamento, me sentí desconcertado: era difícil
imaginar un abandono mayor. Todos vivían entonces presos de la angustia,
pero aún se guardaban las apariencias. Marina, en cambio, parecía haber
puesto adrede su cuchitril patas arriba. Todo estaba tirado por el suelo,
cubierto de polvo y de ceniza de tabaco. Se acercó a mí una niña muy
delgadita, pálida, y apretándose confiada contra mí, me susurró: «¡Qué pálidos
ropajes! | ¡Qué extraña calma! | Un ramo de lilas, | tu mirada ausente». Me
quedé helado del horror: la hija de Tsvietáieva, Alia, que entonces tendría
unos cinco años, declamaba versos de Blok.[1] Todo carecía de naturalidad,
era ficticio: el piso, Alia, las conversaciones con Marina; resultó ser una
apasionada de la política, decía que sentía debilidad por los kadetés.
En sus primeras poesías, Tsvietáieva cantaba a la vólnitsa de Stepán
Razin. Por su naturaleza estaba hecha más para la rebelión que para el buen
orden que la aterrorizada burguesía anhelaba en aquel verano de 1917.
Tsvietáieva no tenía nada en común con ésta, pero se había ido apartando de la
revolución, y en su imaginación había creado una Vendée romántica;
compadecía al zar, aunque lo censuraba: «Recordarán sus descendientes |
tantas veces, todavía, | la perfidia bizantina | de sus ojos transparentes».
Repetía: «O tú, mi tristeza noble, imperial…».
¿Por qué su marido, Seriozha Efrón, se enroló en el Ejército Blanco? En
París conocí a su hermano mayor, el actor Piotr Yákovlevich Efrón, que murió
poco después enfermo de tuberculosis. Seriozha se parecía a él: era dulce,
modesto, soñador. No acierto a imaginar que quisiera convertirse en un
Chouan.
Él se fue y Marina escribió un poema exaltado, «Por Sofía contra Pedro»,
que decía: «A André Chénier lo llevaron al cadalso, | y yo vivo, es un pecado
terrible».
Leía estas poesías en las veladas literarias, nadie la perseguía por ello.
Todo era invención libresca, un romanticismo absurdo que Marina pagó con su
mutilada y dificilísima vida.
Cuando logré trasladarme de Koktebel a Moscú en otoño de 1920 encontré
a Marina sumida en la misma soledad recalcitrante de siempre. Había
terminado un libro de poesías en que ensalzaba a los blancos, El campo de los
cisnes. Para entonces yo ya había tenido tiempo de ver muchas cosas, entre
ellas la «Vendée rusa», y había reflexionado largo y tendido. Traté de
explicarle cuál era la auténtica catadura de los blancos, pero ella no me creyó;
intenté discutírselo, pero Marina se enfadó. Tenía un carácter difícil y quien
más sufría era ella misma. Conservo su libro Separación, que me dedicó así:
«Para usted, cuya amistad me ha costado más cara que cualquier enemistad, y
cuya enemistad me resulta más querida que cualquier amistad. A Ehrenburg, de
Marina Tsvietáieva. Berlín, 29 de mayo de 1922». (Todo esto lo escribió con
yats y signos duros, recién abolidos del alfabeto ruso, aunque en ese período
poco quedaba en ella de sus firmes convicciones de antaño).
Cuando, en la primavera de 1921, fui uno de los primeros ciudadanos
soviéticos en salir al extranjero, Tsvietáieva me pidió que tratara de dar con el
paradero de su marido. Logré averiguar que S. Efrón estaba vivo y que se
encontraba en Praga, e informé de ello por carta a Marina.[2] Recobró el ánimo
y comenzó a hacer gestiones para obtener el pasaporte. Me contó que se lo
habían concedido enseguida; en el Comisariado del Pueblo de Asuntos
Exteriores, Mirkin le dijo: «Se arrepentirá usted de haberse marchado».
Tsvietáieva llevaba consigo el manuscrito de El campo de los cisnes.
El reencuentro con su marido fue dramático. Serguéi Yákovlevich era un
hombre corroído por los remordimientos. Le contó a Marina las atrocidades
cometidas por la Guardia Blanca, los pogromos, la vacuidad moral que
experimentaba. En su relato, los cisnes tenían aspecto de cuervos. Marina se
quedó desconcertada. Una vez, en Berlín, estuvimos hablando durante una
noche entera y, al final de la conversación, me dijo que no publicaría su libro.
(El poemario El campo de los cisnes se publicó en Munich en 1958. En
vísperas de la Segunda Guerra Mundial, al partir a la Unión Soviética,
Tsvietáieva dejó parte de su archivo en la biblioteca de Basilea —«país
neutral»—. No sé de qué manera consiguieron los editores obtener el
manuscrito; lo hicieron, por supuesto, movidos por fines políticos,
contraviniendo la voluntad de Tsvietáieva; ella había pasado diecisiete años
en el exilio y le habían propuesto muchas veces publicar ese conjunto de
poemas, pero siempre se negó).
Quisiera profundizar y asimismo ampliar la conversación sobre la Vendée
poetizada de Marina Tsvietáieva, hablar de cómo a veces el arte se convierte
en una pose, en un decorado de teatro, en ropaje. (Ya me referí a esta idea al
recordar mis poemas de juventud). No tiene que ver sólo con El campo de los
cisnes, sino con numerosos libros de muchos otros poetas, y esta conversación
puede ayudar a comprender, aunque sea parcialmente, los capítulos siguientes
de mi relato.
Como ya dije, yo no conservé mi vieja correspondencia. Tsvietáieva trajo
a Moscú parte de su archivo. En él figuran borradores de varias cartas
dirigidas a mí. En una, Marina escribía: «Entonces, en 1918, usted rechazó a
mis donjuanes (“la capa”, que nada cubre ni revela), ahora, en 1922, rehúsa
mis zarinas y mis yegórushkas[3] (llevo en mí la vieja Rusia, es decir, lo
secundario). Y lo mismo entonces que ahora, usted sólo quería de mí una cosa:
a mí misma, es decir, mi osamenta, sin capas ni caftanes, y mejor aún, en
harapos. La concepción poética, las figuras, la revelación a través de algo,
todo esto era para usted más o menos un decorado. Usted quería de mí lo
esencial, aquello sin lo cual yo no soy yo… A usted yo nunca lo he rechazado
(mientras que a mí misma me he rechazado una y otra vez y lo continuaré
haciendo). Resultó usted ser más perspicaz que yo. Entonces, en 1918, y ahora,
en 1922, usted fue cruel, ¡ni un antojo! Tiene razón. La concupiscencia (el
antojo) en los versos no es en absoluto mejor que la concupiscencia (los
antojos, los caprichos) en la vida. A los demás hay que catalogarlos en dos
grupos; unos, los custodios del orden, dicen: “En los versos lo que quieran,
pero pórtense bien en la vida”; los otros, los estetas, dicen: “En la vida lo que
quieran, pero escriban buenos versos”. Usted es el único que dice: “Nada de
concupiscencia, ni en los versos ni en la vida. Usted no lo necesita”. Tiene
razón, porque hacia ese camino me dirijo en silencio».
Caminó y llegó al objetivo que se había marcado. Lo alcanzó recorriendo
un camino de sufrimiento, de soledad y de rechazo.
Su relación con la poesía era compleja y tormentosa. Escribió muchas
cosas injustas sobre Briúsov: veía la apariencia y no intentaba penetrar más
hondo, reflexionar, pero está claro que debían de indignarla estos versos: «Tal
vez todo en la vida sea sólo un medio | para crear versos de brillante
sonoridad | y tú, desde tu despreocupada infancia, | buscas combinaciones de
palabras». Tsvietáieva respondía: «¿Palabras en lugar de sentido, rimas en
lugar de sentimientos? Como si las palabras nacieran de las palabras, las
rimas de las rimas y los versos de los versos…». Al mismo tiempo vivía
cautiva de la poesía. Recordando las palabras de Karolina Pávlova,
Tsvietáieva tituló uno de sus libros: El oficio. En él escribía: «Búscate amigas
confiadas, que no corrigieron el milagro por la cantidad. Sé que a Venus la
hicieron con las manos. Conozco bien mi oficio, soy artesana».
A lo largo de su vida, Marina consideró amigos a muchos; la amistad se
truncaba de improviso y ella se despedía de una ilusión más. No obstante,
hubo un amigo al cual fue fiel hasta el final: «Sí, ha habido un ser amado, y ese
ser ha sido mi mesa».
Su mesa de trabajo, sus versos.
He conocido a muchos poetas en mi vida, sé el precio que paga el artista
por su pasión, pero creo que, entre mis recuerdos, no hay imagen más trágica
que la de Marina. Todo en su biografía es movedizo, ilusorio: las ideas
políticas, los juicios críticos y los dramas personales; todo, salvo la poesía.
Quedan pocas personas que hayan conocido a Tsvietáieva, pero sólo ahora su
poesía comienza a entrar en el universo de muchos lectores.
Desde la adolescencia hasta su muerte estuvo sola, y ese desamparo estaba
vinculado con su rechazo constante de cuanto la rodeaba: «He amado todas las
cosas de mi vida y las he amado hasta el final por despedidas y no por
encuentros, por rupturas y no por uniones». En el exilio, Tsvietáieva se
encontró de nuevo sola, las revistas de emigrados publicaban su obra a
regañadientes, y cuando escribió con entusiasmo sobre Maiakovski, comenzó a
ser sospechosa de «traición». En una de sus cartas explicaba: «En el exilio, al
principio (¡en un arrebato!) publicaron mi obra; luego, tras meditarlo, me
retiraron de la circulación, sintieron que yo no era de los suyos, que yo era de
más allá. Decían: el contenido parece “nuestro”, pero la voz es “de ellos”».
En eso que suele denominarse política, Tsvietáieva era ingenua, obstinada
y sincera. En 1922 publiqué, en colaboración con El Lisitski, la revista Viesch,
que se editaba en ruso, francés y alemán. Marina nos manifestó su deseo de
traducir al francés, para la revista, una poesía polémica de Maiakovski,
«Escuchad, canallas». En la década de 1930, cuando su entusiasmo por la
Vendée rusa ya hacía tiempo que se había enfriado, Marina no logró adaptarse
al nuevo estilo: no me refiero al arte sino al calendario.[4] (Recuerdo los
relatos sobre el primer año de poder soviético. En una reunión en Petrogrado,
Blok había defendido con ardor la antigua ortografía; lo aceptaba todo, pero la
palabra lies sin el signo yat al final no le parecía ‘bosque’).
Durante la Primera Guerra Mundial, Tsvietáieva escribió: «¡Alemania, mi
locura! | ¡Alemania, mi amor!». (No estaba sola en este amor. Blok también
declaraba su devoción por la cultura alemana). Un cuarto de siglo más tarde
las divisiones alemanas irrumpieron en la traicionada Praga, y Marina las
maldijo: «¡Oh, manía, oh, momia | de grandeza! | ¡Arderás, | Alemania!
¡Locura, | locura, | así es como actúas!».
Nuestros encuentros durante la década de 1930 fueron escasos, fortuitos,
hueros. No sabía cómo ni de qué vivía; no conocía sus nuevos poemas. Fueron
para Tsvietáieva años de grandes pruebas y de ingente trabajo: ahora veo
cómo había madurado en el plano poético; al liberarse de sus últimas «capas»,
había encontrado palabras sencillas y penetrantes.
Malvivía: «Mi marido está enfermo y no puede trabajar. Mi hija gana
cinco francos al día tejiendo gorros, y con eso vivimos los cuatro (tengo un
hijo de ocho años, Gueorgui), es decir, agonizamos de hambre lentamente».
Serguéi Efrón fue uno de los organizadores de la Unión para el Regreso a
la Patria. Se comportó con arrojo. Dirigiéndose a su hijo, a los jóvenes
nacidos en la emigración, Marina escribió: «Dejad de celebrar las exequias |
por un edén en el que nunca habéis estado». Alia partió para Moscú, y Serguéi
Efrón no tardó en seguirla.
Pero tampoco Tsvietáieva había vivido en el edén imaginario. El mundo
pasado nunca le pareció un paraíso perdido: «Me gustaba demasiado | reír
cuando no se podía».
Eran muchas las cosas que a ella le gustaban justo porque «no podían»
gustarle; no aplaudía al mismo tiempo que sus vecinos, contemplaba sola el
telón ya bajado, abandonaba la sala durante el espectáculo y lloraba en el
pasillo oscuro y vacío. De niña, le entusiasmaba El Aguilucho y todo el
romanticismo convencional de Rostand. Con el paso de los años, sus gustos se
hicieron más profundos: Goethe, Hamlet, Fedra. A veces escribía poesía en
francés y en alemán. Sin embargo, ella se sentía extranjera en todas partes,
salvo en Rusia. Todo en ella estaba vinculado a los paisajes de su país: desde
el «ardiente serbal» de su juventud hasta el último saúco color sangre. Los
principales temas de su poesía eran el amor, la muerte, el arte, y esos temas
los trataba a la manera rusa. El amor para ella era ese «duelo fatídico» del que
hablaba Tiútchev. Tsvietáieva escribía sobre la Tatiana de Pushkin: «¿Qué otro
pueblo posee una heroína del amor semejante: valiente y digna, enamorada e
inflexible, lúcida y amante?». Lo que más odiaba Marina eran los sucedáneos
del amor: «¡Cuántos son, cuántos son los que comen de mi mano, | blancos y
azulados! | reinos enteros se arrullan en torno | a tus labios. ¡Bajeza!».
Ella misma era una mujer «enamorada e inflexible».
Tsvietáieva volvió a la patria con su hijo de catorce años en 1939. Uno de
sus últimos poemas, creo recordar, lo escribió cuando los fascistas, después
de acabar con España, invadieron Checoslovaquia: «Me niego a ser. | En este
manicomio de inhumanidad | me niego a vivir. | Con los lobos de las plazas |
me niego a aullar».
Serguéi Efrón tuvo un final trágico. Alia estaba lejos, en un campo
penitenciario. Marina se encontró sola en Moscú.
Vino a verme en agosto de 1941, hacía años que no nos veíamos, y ese
encuentro fue un fracaso por culpa mía. Aquella mañana, en la radio (el
«plato», tal como lo llamábamos), acababan de anunciar: «Nuestras tropas han
abandonado». Mis pensamientos estaban lejos. Marina lo percibió al instante y
confirió a nuestra conversación un cariz práctico: había venido para pedirme
consejo sobre su trabajo y hablar de traducciones. Cuando se iba, le dije:
«Marina, tenemos que vernos y hablar…». Pero no, ya no volvimos a
encontrarnos. Tsvietáieva se suicidó en Yelabuga, adonde había sido
evacuada.
El hijo de Marina cayó en el frente. A veces veo a Alia, que ha compilado
los poemas inéditos de su madre.[5]
No puedo liberarme de muchos versos de Tsvietáieva, se me han grabado
en la memoria para toda la vida. No se trata sólo de su inmenso talento
poético. Nuestros caminos han sido diferentes y creo que nunca nos hemos
encontrado en una de esas encrucijadas donde el hombre, en realidad o sólo en
su imaginación, escoge su camino. Pero en el destino poético de Tsvietáieva
hay algo que me resulta muy cercano: sus dudas constantes con respecto a los
derechos del arte y al mismo tiempo la imposibilidad de apartarse de él.
Marina se preguntaba a menudo qué era más importante: la poesía o la
creación de vida real, y contestaba: «Salvo los parásitos de todo tipo, todos
son más importantes que nosotros [los poetas]». Después de la muerte de
Maiakovski escribió: «Vivió como un hombre y murió como un poeta».
Tsvietáieva nunca intentó rehuir la vida; al contrario, quería vivir con sus
semejantes; la soledad para ella no era un programa sino una maldición, que
estaba estrechamente ligada a ese único amigo del cual Marina había dicho:
«Ese ser es mi mesa». Nunca estuvo en La Rotonde, no conoció a Modigliani,
y sin embargo escribió: «Gueto de los elegidos. Bastión y zanja. | No esperes
piedad. | En este, el más cristiano de los mundos, | los poetas son judíos».
La palabra elegidos puede inducir a error, pues Tsvietáieva no
consideraba el gueto una soledad orgullosa, sino una condena: «¿Qué poeta
del pasado y del presente no es un negro?».
Cuando releo las poesías de Tsvietáieva, dejo de pensar en la poesía,
vuelvo a mis recuerdos, al destino de muchos de mis amigos, a mi propio
destino: gente, años, vida…
4

Ante mí tengo un trozo de periódico amarillento y descolorido; es el Birzhevie


viédomosti del 24 de septiembre de 1917. Algunas noticias teatrales: «El
Teatro Mijáilovski ensaya La muerte de Iván el Terrible, pero es posible que
la obra acabe siendo retirada del repertorio a causa del escaso número de
actores de la compañía y la falta de adecuación entre las tendencias políticas
de dicha obra y los acontecimientos y el estado anímico en nuestros días». «La
comisión del Soviet de Diputados Obreros y Soldados organiza en octubre una
serie de conciertos sinfónicos, con la participación de solistas y la orquesta
del 171.º Regimiento de Infantería de la reserva. Dirigirán los conciertos
A. Glazunov, A. Ziloti y A. Kouts».
Al lado, se publicó un ensayo mío, enviado desde Moscú:
«En el apartamento n.º 6, donde vive un escritor simbolista, se ha reunido
un público selecto: madame Eleonora, teósofa, un oficial condecorado, un
escritor novel y algunos intelectuales comunes.
»—Nadie escucha —gime un intelectual—. Nuestro pueblo no es digno de
la libertad, es un pueblo de bribones, violadores y ladrones. En el tranvía me
han robado dos llaves. Lo que necesitan es mano dura. Les han dado pronto la
libertad, sin reflexionar. Dicen: “Instruidlos”. ¿A estos mujiks? ¡No y no! Que
lo intenten. Enseguida se mostrarán tal como son. La emprenderán a navajazos,
luego llegará un general sobre su caballo blanco para apaciguarlos. Y será
mejor así…
»—Qué dice —suspira tristemente la teósofa—. Usted habla de un general
a caballo, y yo pensaba en Miliukov.[1]
»—Así es, la mano dura es indispensable —le explica el oficial con
cortesía—. Y lo que son las cosas… Antes de esta “libertad”, a un oficial que
sabía, perdonen la expresión, zurrar la badana, si llegaba el caso, lo
respetaban mucho los soldados; puede decirse que incluso le querían. Y ahora
nos vienen con los comités y todas esas zarandajas. ¿Que dejemos a nuestros
“paisanos” adoptar resoluciones…? No, no puedo. Querían darme la cruz de
San Jorge por mi valentía. La he rechazado: era sólo uno de sus trucos. Un
palo es lo que les hace falta, la disciplina…
»El escritor simbolista mira a sus invitados con aire perplejo, pone los
ojos en blanco y proclama:
»—¡Huyan! ¡Escóndanse! ¡Salven nuestra cultura, nuestra sabiduría,
nuestra fe de estos bárbaros! Todo el patrimonio contenido en las bibliotecas,
los museos, en los corazones de ustedes. ¡Protejan los museos! ¡Cierren los
oídos a la voz de la calle! Yo no abro esos malditos periódicos, apenas salgo
a la calle. En mis oídos resuenan los peones…
»—Y yo, maître —declara el joven escritor—, he adoptado una posición
un tanto distinta. En el fondo de mi corazón, ignoro las pasiones, pero observo
su juego. Estoy por encima de él, pero cuánta documentación para mi futura
novela…
»Todo el mundo se pone a discutir de peones y yambos, de simbolistas y
de futuristas. Sólo un cuarto de hora más tarde, a causa de la pasta de frutas,
que vale siete rublos y sustituye el azúcar, todos vuelven a la realidad. Y de
nuevo gime el intelectual:
»—¡Bribones! ¡Un palo! ¡Un general…!
Al burlarme de otros me burlaba de mí mismo: yo no soñaba ni con el palo
ni con el general ni con la pasta de frutas barata, pero no podía comprender lo
que estaba pasando.
Moscú vivía como en una estación, en espera del tercer toque de campana,
la última señal antes de la partida. Se organizaban redadas para cazar a los
desertores. Por todas partes se echaban pestes, sobre todo en los tranvías, que
se arrastraban atestados de gente. En el Metropol, los liberales desesperados
bebían champán francés y pagaban con grandes hojas de kérenki sin cortar;
farfullaban por costumbre que era necesario salvar a Rusia; tal vez también
quisieran salvarse a sí mismos, pero ya no creían en nada. En el café Bom, la
nueva hornada de editores aseguraba que publicarían la Gavriliada de
Pushkin, las memorias de Rasputin y las obras completas de cualquiera de
nosotros; a algunos se les enfriaba rápidamente el ardor editorial y pasaban a
ocuparse de tejidos o de azúcar. En las casas de té de la calle Shabolovka, la
gente esperaba con aire lúgubre el desenlace.
Mi madre vivía en Yalta, y yo tenía muchas ganas de verla después de tan
larga separación. Compré el billete no sin dificultad y logré meterme en un
vagón. La encontré muy envejecida; tosía, se arropaba con un chal de lana y le
daban miedo los disparos (disparaban a menudo, sin que nadie supiera el
motivo).
Fui a Koktebel para ver a Voloshin. Éste me habló de los elementos de la
naturaleza, del protopope Avvakum, de las tres Erinias con sus cabellos
serpentígeros; pero sus ojos parecían ventanas con los postigos cerrados.
En el tren los pasajeros atraparon a un ladronzuelo, un muchacho de unos
doce años; todo el mundo se arrojó sobre él para golpearle. Aún hoy veo su
rostro infantil cubierto de sangre… En una estación el tren permaneció parado
durante unas tres horas; todos los pasajeros fueron al mercado para
abastecerse de pan y manzanas; enseguida comenzaron los debates. Una
señorita, apretando una hogaza de pan contra su pecho, gritaba con voz
histérica que ahora incluso los inválidos tenían la obligación de ir a combatir
al frente. Un soldado la cubrió de improperios, pero ella no se calmó. Los
estraperlistas vigilaban sus sacos y sonreían con aire misterioso.
Cuando llegué a Moscú, se combatía en la calle. Cerca de Krasnie Vorota
vi a un viejo tendido en el suelo: le había manido una bala perdida.
En 1921 el narrador de Julio Jurenito describía así las vicisitudes internas
del personaje llamado Iliá Ehrenburg en la novela:
«Yo maldecía mi desgraciada constitución. Una de dos: o bien tenían que
haberme dotado de otros ojos, o bien liberarme de mis inútiles brazos. Ahora,
al pie de la ventana hacían historia, no con el cerebro, no con la fantasía ni con
los versos, sino con las manos… ¡Qué mejor ocasión! ¡Corre, salta los
peldaños y hazlo, hazlo, mientras tengas barro bajo los dedos y no granito,
mientras puedas escribir con balas y no leerlo en los seis tomos de un docto
alemán! Pero heme aquí metido en un cuchitril, masticando una albóndiga fría
y recitando a Tiútchev. ¡Malditos ojos! Bizcos, cegatos o présbitas; pero, en
todo caso, defectuosos. ¿De qué sirve ver las treinta y tres verdades si, pese a
ello, no eres capaz de agarrar, de apresar en el puño una, aunque pequeña,
pero propia, entrañable, honda? Alrededor de mí, por lo menos, se alegraban,
se lamentaban y ensalzaban también, por distintas circunstancias, al
Todopoderoso. “¡Gracias a Dios, viene Alekséiev: han echado a esos
bandidos!”, exclamaba la encantadora joven Lelia. “¡Bendito sea Dios!”,
suspiraba Matriosha, la criada de Lelia. “¡Los bolcheviques venciendo!”. Yo
ni siquiera era capaz de eso… ¡Recuerden, señores de la llamada
“posteridad” a lo que se dedicaba en aquellos únicos días el poeta ruso Iliá
Ehrenburg!».[2]
Escribí más adelante en el mismo Jurenito: «Fue una especie de funeral en
todas partes. Con la particularidad de que muchos lloraban por aquello que
antes no habían apreciado en absoluto o que no aprobaban. Lelia, la
autocracia; Serguéi (con Mijáilovski), la Iglesia; Fedia, alumno de
bachillerato (su hermano menor), la industria y las finanzas. Era, pese a todo,
una actividad, y a falta de otra también yo me dediqué a lamentar […].
Recordaba, lamentaba, escribía versos y los leía en numerosos “cafés de
poetas” con mediano éxito».
Esta vez el autor de Jurenito no hablaba de un héroe imaginario sino de sí
mismo, y hablaba sin rebozo, sin intentar justificarse o darse lustre. Sin
embargo yo me burlé de mí mismo no sólo tres años más tarde, sino también
en aquellos mismos días en que era presa de las dudas, buscaba las treinta y
tres verdades y lloraba por un mundo que nunca había sido el mío. En aquella
época escribía poesías muy malas: el arte no soporta la mentira, y yo intentaba
engañarme a mí mismo, rogaba a un Dios en el que no creía, me ataviaba con
unas ropas que no eran las mías.
Blok escribió en su diario, el 31 de enero de 1918, unas palabras del
joven Steng en que le habla de la actitud de los jóvenes hacia la poesía: «Al
principio había tres “B”. (Balmont, Briúsov, Blok); luego nos parecieron
insípidos; después Maiakovski nos resultó también desabrido; y he aquí
Ehrenburg (es el que se mofa de sí mismo con más gracia; por eso pronto sólo
apreciaremos a Ehrenburg)».
Steng era el joven poeta V. O. Stenich. Lo conocí más tarde. Recitaba un
batiburrillo de poesías de Blok, de Maiakovski, de Jlébnikov y las suyas
propias; bromeaba tristemente; no sé por qué se me ha quedado grabada en la
memoria su parodia festiva sobre Ánnenski: «Hay instantes en que no se siente
piedad ni por las tiernas ovejitas. Así lo escribió en su libro de cocina Elena
Molojovets».
Stenich murió trágicamente a finales de la década de 1930. Si a la sazón yo
le hubiera oído decir a alguien que mis versos gustaban a Stenich, seguramente
me habría sorprendido: a mí no me gustaban; en mi cuaderno de notas
intentaba convencerme a mí mismo: «Tengo que dejar de escribir, dedicarme a
la horticultura o bien, cuando todo se haya sosegado, comprar una máquina con
trípode y tomar fotografías en las ferias».
«Dichoso quien ha visitado este mundo | en momentos fatales». Estos
versos fueron escritos por un poeta de veintisiete años, el segundo secretario
de la embajada rusa en Munich. El joven Tiútchev leía en los periódicos
noticias sobre la Revolución francesa de 1830 y, encontrándose en la tranquila
y soñolienta Baviera, envidiaba al testigo de la tempestad: «Contempla esos
espectáculos llenos de altura».
Pero en realidad, cuando la historia pasa de las páginas de un libro de
texto a las calles de los arrabales, no hay papel más estúpido ni humillante que
el de espectador. En vano trata el pseudosabio de comprender lo que ocurre:
si uno se acerca a un gran edificio, aunque sea el más bello y majestuoso, sólo
percibe los detalles. Quien participa en los acontecimientos comprende
muchas más cosas que el frío espectador; la ceguera no golpea al que ama o al
que odia, sino a aquel que, sentado en una sala, se esfuerza por descifrar la
rápida sucesión de secuencias de la película.
Un día me encontré con Alekséi Ivánovich Okúlov, a quien había conocido
en París. Era un tipo taciturno, bebía mucho y no sabía qué hacer; anotaba
alguna cosa en un pequeño cuaderno, luego ordenaba las hojas sobre la cama y
componía un relato; incluso le otorgaron un premio. Se le consideraba un
escritor, pero cuando había bebido, gritaba: «¿Yo, un escritor? Si sirvo para
algo es para disparar». Su biografía fue tempestuosa: destacamentos de
combate, cárceles, emigración, clandestinidad, de nuevo cárceles y de nuevo
emigración. En el Moscú revolucionario se sentía a gusto; me dijo que al cabo
de unos días partía para el frente. Semejante alegría espiritual es un privilegio
de quien participa en los acontecimientos de forma activa. El destino de los
observadores es mucho más amargo. A. M. Gorki escribió: «En los años
1917-1918, mis relaciones con Lenin no eran ni de lejos las que yo habría
deseado, pero no podía ser de otro modo. Lenin era un político. Poseía con
creces esa rigidez en las concepciones indispensable para el timonel de un
navío enorme y pesado como es la plúmbea Rusia campesina. Tengo una
aversión orgánica a la política y creo poco en la razón de las masas en general
y en la de las masas campesinas en particular». Gorki resultó ser un
espectador y treinta años más tarde escribió: «Que los lectores conozcan el
error que he cometido. Estaría bien que sirviera de lección a quienes tienden a
precipitarse a sacar conclusiones de sus observaciones».
(Me parece que Gorki se equivocaba en un punto: las personas aprenden
de sus propios errores y no gracias a los ajenos; en el curso de la historia se
repiten los mismos errores demasiado a menudo).
No puedo decir que siempre me haya mantenido al margen de la política, o
mejor dicho, de la acción: empecé en la clandestinidad y luego, a una edad
madura, más de una vez he participado en los acontecimientos. En las partes
sucesivas de mis memorias más de una vez los acontecimientos políticos
eclipsarán a los libros o a los cuadros. Pero en 1917 resulté ser un
observador, y necesité dos años para cobrar conciencia del significado de la
Revolución de Octubre. Para la historia, dos años son un plazo insignificante,
pero en la vida de un hombre representan muchos días confusos, meditaciones
complejas y simple dolor humano.
Desde entonces ha transcurrido casi medio siglo… Quisiera recordar qué
aspecto tenía Francia medio siglo después de la revolución de 1789. Quedaba
atrás un caleidoscopio de acontecimientos: el Termidor, madame Tallien, un
joven corso, las guerras napoleónicas, los cosacos en París, de nuevo los
Borbones, el terror blanco, una pequeña revolución y, por último, Luis Felipe,
cuyo carácter democrático consistía en pasear, paraguas en mano, y contestar a
los saludos de sus fieles súbditos. Para un parisino de 1839, la revolución de
1789 era ya un acontecimiento de una época remota y misteriosa. Entre los
cientos de personas con quienes conversé ayer, a duras penas habrá una que
recuerde la Rusia prerrevolucionaria: para los quincuagenarios, por no hablar
ya de los más jóvenes, el régimen soviético no es una idea sobre la cual se
pueda discutir, no es el programa de un partido sino la forma natural de
sociedad.
Desde luego, en Occidente se discute, se duda y se niega; pero ahora se
puede comparar y se puede argüir sobre la compleja vida de un gran Estado.
Las cosas eran mucho más difíciles para la intelligentsia rusa de
1917-1918… Yo no lloraba las fincas ni las fábricas ni las acciones: yo era
pobre y había despreciado la riqueza desde niño. Lo que me turbaba era otra
cosa. Yo había crecido con un concepto de libertad heredado de siglo XIX.
Desde los años de escuela, respetaba la irreverencia, prestaba oídos a la voz
de los insumisos. No comprendía que no sólo cambiaban los regímenes, sino
también los conceptos. El nuevo siglo había traído muchas cosas y se había
llevado tantas otras, y yo me esforzaba en abordar el mañana con las medidas
del ayer.
Pero esto tampoco es lo esencial. Francamente, yo no sabía qué era la
vida, a pesar de que ya tenía veintiséis años. Las reticencias, los gazapos, las
equivocaciones me impedían comprender el significado del texto. Observaba
muchas cosas monstruosas, veía la maldad y la ignorancia, pero no veía lo
esencial. Se estaba haciendo realidad aquello con lo que había soñado de
adolescente, aquello que imaginaba en las celdas de las cárceles. La vida
nunca se parece a los sueños. Las adivinadoras hablan de la «línea de la
vida». Esa línea en realidad existe no en la palma de la mano, sino en el
destino del hombre: cuanto antes se vea y se tome conciencia de ella, más fácil
resultará superar las dudas. Esta línea se compone no sólo de ideas elevadas,
sino también de acontecimientos reales; no sólo de atracciones, sino también
de repulsiones; no sólo de sentimientos apasionados, sino también de
reflexiones. Lo último que quiero decir con esto es que, según una definición
común, el fin justifica los medios; sé demasiado bien que los medios pueden
modificar cualquier fin. Pienso sólo en la fidelidad de un hombre, de un
pueblo y de un siglo a la línea de la vida. Más tarde, al igual que todos mis
contemporáneos, tuve que hacer frente a no pocas pruebas; estaba preparado.
A los cuarenta y seis años la línea de la vida me resultaba mucho más clara
que a los veintiséis… Sabía que es necesario aprender a vivir apretando los
dientes, que es imposible abordar los acontecimientos como si se corrigiera un
dictado, subrayando las faltas, que el camino del futuro no es una carretera
bien asfaltada. Como dijo el poeta Tvardovski, «aquí nada hay que quitar,
nada hay que añadir»; en la historia, al igual que en la vida de un individuo,
hay muchas páginas amargas, no todo se desarrolla como uno quisiera…
Ahora para todo el mundo resulta clara la proeza que realizó nuestro pueblo en
un país mísero, tenebroso y hambriento, cuando en otoño de 1917 echó a andar
por un camino nuevo, nunca antes transitado. Pero entonces no sólo yo, sino
tampoco muchos escritores de la vieja generación, e incluso mis coetáneos, no
comprendíamos la dimensión de los acontecimientos. Sin embargo fue
entonces cuando un joven poeta de Petrogrado a quien consideraban poeta de
salón, pseudoclásico, alejado de la vida, enclenque y suspicaz, Ósip
Mandelstam, escribió unos versos maravillosos: «Y bien, probemos: un
enorme, torpe | y chirriante golpe de timón. | La tierra flota. ¡Ánimo, hombres! |
¡El océano se abrirá como un arado! | Y hasta en el frío del Leteo
recordaremos | que diez cielos nos costó la tierra».[3]
Por lo demás, aún tendré que volver a hablar de todo esto: de Mandelstam,
del enorme golpe de timón y, sobre todo, de esa tierra que nos costó diez
cielos.
5

Conocí a Borís Pasternak poco después de mi llegada a Moscú. Recuerdo que


me llevó a su casa (entonces vivía cerca del bulevar Prechístenski). En mi
cuaderno de aquel año figura una anotación sucinta: «Pasternak. Versos.
Extravagancia. Escalera».
En otro cuaderno, con fecha del 5 de julio de 1941, después de las
palabras «Los alemanes afirman haber atravesado el Berézina» y antes de «A
las cinco, Lozovski», está escrito: «Pasternak. Locura».
1917-1941… Durante estos veinticuatro años hubo períodos en que veía a
Pasternak casi a diario y otros en los que casi le perdía de vista. Puede
parecer un período de tiempo suficientemente largo para conocer incluso a un
individuo tan complejo como Borís Leonídovich, pero a menudo me daba la
impresión de que seguía siendo tan enigmático para mí como cuando nos
encontramos por primera vez. Con esto queda explicada también la nota de
1941. Yo lo quería, al igual que quería y quiero su poesía. De todos los poetas
que he conocido era el más balbuceante, el que se hallaba más próximo al
elemento primordial de la música, el más fascinante y el más insoportable de
todos. Voy a intentar describirle tal como lo conocí y comprendí. Será sobre
todo el Pasternak del período 1917-1924, cuando manteníamos largas
conversaciones y correspondencia epistolar. En 1926, 1932 y 1934 nos vimos
con bastante frecuencia en Moscú; en 1935, en París; después de nuevo en
Moscú, en vísperas de la guerra y durante las primeras semanas del conflicto.
Nunca discutimos, pero en cierto sentido cada uno de nosotros siguió su
camino en silencio. Cuando nos encontrábamos por casualidad, nos
estrechábamos la mano, decíamos que teníamos que vernos sin falta y nos
despedíamos hasta un nuevo encuentro fortuito. Por supuesto, no tengo
intención de hacer un retrato completo de Pasternak, ni siquiera de cuando era
joven; había muchas cosas de él que ignoraba, que no comprendía, pero al
escribir sobre él no le colocaré en el altar como a un icono ni le transformaré
en una caricatura.
Comenzaré por el principio. Cuando nos conocimos, Borís Leonídovich
tenía veintisiete años, y fue el verano del año en que dijo: «Todos vivían en la
sequía y la hambruna, | embrutecidos por la lucha, | y a nadie importaba | que el
milagro de la vida durase una hora».
Yo me sentía perdido, sumido en pensamientos lúgubres; Pasternak estaba
alegre, animado. Aquel año fue para el poeta especialmente memorable: «Es
inolvidable por | el polvo que lo hinchaba, | por el viento que hacía estallar las
semillas | y las diseminaba entre las bardanas. | Me conducía como a un ciego |
por entre malvas ignotas | para que yo te rogara | al pie de cada seto».
Aquel año Pasternak se sentía dominado por un gran sentimiento, se estaba
gestando su poemario Mi hermana, la vida. Así describí nuestro primer
encuentro: «Me recitó versos. No sé qué fue lo que me impresionó más: si su
poesía, su rostro, su voz o lo que dijo. Al irme me dolía la cabeza, llena de
sonidos. La puerta de abajo ya estaba cerrada, pues me había entretenido hasta
las dos de la madrugada. Busqué al portero sin éxito. Volví arriba, pero no
logré dar con el piso de Pasternak. Era un edificio con pasadizos, corredores,
buhardillas. Comprendí que no tenía nada que hacer hasta la mañana y,
rendido, me senté en un peldaño. La escalera era de hierro fundido, abajo
pululaban las sombras nocturnas. De pronto se abrió una puerta. Vi a
Pasternak. No había logrado conciliar el sueño y salía a pasear. Yo llevaba
sentado más de una hora junto a la puerta del piso donde vivía. No se
sorprendió al verme; yo tampoco».
Borís Leonídovich solía hablar con interjecciones. Una poesía suya, «Los
Urales por primera vez», es una especie de mugido entusiasta. La fuerza de su
poesía de juventud es la misma que cuando se ve la vida por primera vez. En
aquella época no tenía fama de ermitaño, se encontraba de buena gana con la
gente, estaba contento y sus versos rezuman alegría. Su felicidad, a mi modo
de ver, manaba del don poético del que estaba dotado y de su capacidad de
crear una poesía elevada con los detalles de la vida cotidiana. Entonces a
todos nos producían náuseas las palabras altisonantes de las que habían
abusado los simbolistas: eternidad, infinito, inmensidad, caduco,
corruptible, límites, suerte, destino. Pasternak escribía: «Todopoderoso Dios
de los detalles. | Todopoderoso Dios del amor».
De la mujer a la que amaba hablaba así: «Es un pecado pensarlo, no eres
una vestal: | tú has entrado con una silla en la mano | y, como de un estante, has
tomado mi vida | y has soplado el polvo».
No por casualidad tituló su libro Mi hermana, la vida, porque, a
diferencia no sólo de los decanos de la poesía simbolista, sino también de la
mayoría de sus coetáneos, Pasternak marchaba de acuerdo con la vida. El
realismo de sus versos no estaba relacionado con un programa literario (él
mismo declaró en varias ocasiones que las diferentes escuelas y tendencias le
resultaban incomprensibles), sino que venía dictado por la naturaleza del
poeta. En 1922 Pasternak escribió: «El mundo vivo y real es único: una vez
logrado, es una obra de la imaginación que no deja de tener éxito. Se prolonga
en el tiempo, nacido del éxito de un solo instante. Es siempre real, profundo,
tan fascinante que uno no puede desprenderse de él. No te desilusiona a la
mañana siguiente. Sirve al poeta de ejemplo más que de modelo o de
naturaleza».
Hace poco un joven me dijo que Pasternak debía de ser un hombre
taciturno, poco sociable y profundamente desgraciado. Pero yo, en 1921,
escribí de él: «Es sano, vivo y moderno. En él no hay nada otoñal, ni
crepuscular, ni otros remilgos amables, pero desoladores». Un año después,
Shklovski, al encontrarse con Pasternak en Berlín, escribió: «Un hombre feliz.
Nunca montará en cólera. Debe vivir la vida siendo querido, mimado y
grande». En 1923 Maiakovski y Ósip Brik condensaron en fórmulas (según la
jerga de la época) las aspiraciones de algunos artistas: «Maiakovski:
experimento de ritmo polifónico en un poema de amplia abarcadura social.
Pasternak: empleo de una sintaxis dinámica en la tarea revolucionaria».
Todo esto puede sorprender a aquellos lectores extranjeros que no
supieron de la existencia de Pasternak hasta 1958 y se lo imaginan como un
hombre desdichado sumido en un duelo con la historia. En realidad Pasternak
era feliz y vivía fuera de la sociedad no porque no encajara en ella, sino
porque, siendo de natural sociable y alegre con todos, conocía a un único
interlocutor: él mismo. A finales de 1918 estaba maravillado con el Kremlin:
«Vuela recto, amenazante, hacia el diecinueve… Más allá del mar de estas
tormentas, preveo que el año aún no iniciado acometerá la tarea de educarme
de nuevo, a mí, que estoy quebrado».
(Pasternak no comprendía entonces que nadie en el mundo podía acometer
seriamente la tarea de «educarle de nuevo»). Más tarde, en 1930, tras el
suicidio de Maiakovski, escribió: «Nuestro Estado, el nuestro, que ha
irrumpido en los siglos y se encuentra para siempre dentro de ellos,
extraordinario, imposible Estado»; hablaba del lazo de sangre que unía al
Estado con Maiakovski. Asimismo escribió frases de exaltación sobre aquel
Estado que «irrumpía en los siglos» también en 1944. Pero se entusiasmaba
desde fuera. Todo poeta, incluso el más grande, no sólo tiene un techo sino
también paredes; la sociedad quedaba de puertas afuera del mundo donde
vivía Pasternak.
Shklovski se equivocaba en un aspecto cuando escribía: «Este hombre
grande y feliz, en medio de otras personas vestidas con abrigos y que comían
bocadillos en la barra de la Casa de la Prensa, sentía la llamada de la
historia». Pasternak sentía la naturaleza, el amor, a Goethe, a Shakespeare, la
música, la antigua filosofía alemana, el pintoresquismo de Venecia, era
sensible a aquello que les pasaba a él y a algunos allegados suyos, pero
carecía en absoluto del sentido de la historia; oía sonidos imperceptibles para
los demás, oía latir un corazón y crecer la hierba, pero nunca captó el rumor
del paso del tiempo.
La palabra egocéntrico se ha empleado tan a menudo que ha perdido su
sentido, y además hay en ella algo peyorativo, pero no logro dar con otra.
Borís Leonídovich no vivía para sí mismo, nunca fue un ser egoísta, pero vivía
en sí mismo, consigo mismo y por sí mismo. Me acuerdo de nuestros lejanos
encuentros: dos trenes corriendo a toda velocidad, cada uno por su vía. Sabía
que Pasternak me oía, pero no me escuchaba: no lograba arrancarse de sus
ideas, de sus sentimientos, de sus asociaciones. Las conversaciones con él,
aunque cordiales, eran como dos monólogos.
Me acuerdo de un episodio divertido. Pasternak fue a París en el verano de
1935 para asistir al Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de
la Cultura. El grupo de escritores soviéticos había llegado antes; luego, por
petición de los autores franceses, se agregaron Pasternak y Bábel. Pasternak se
enfadó, decía que había ido contra su voluntad, que no sabía hablar en
público. En un breve discurso afirmó que era inútil buscar la poesía en el
cielo, que bastaba con inclinarse, pues la poesía estaba en la hierba. Tal vez
estas palabras, pero más probablemente el semblante de Pasternak,
impresionaron al auditorio, que le dedicó una ovación. Algunos días más tarde
me dijo que quería encontrarse con algunos escritores franceses, y decidimos
invitarlos a comer. Mi esposa telefoneó a Pasternak y le dijo que fuera a tal
restaurante a la una. Él se indignó: «¿Por qué tan temprano? Mejor a las tres».
Liuba le explicó que en París se almuerza entre el mediodía y las dos y que se
cena entre las siete y las nueve. A las tres todos los restaurantes estaban
cerrados. Entonces Pasternak declaró: «No. A la una aún no tengo apetito…».
Ese repliegue en sí mismo (acrecentado con los años) no impidió, de
hecho no podía impedir, a Pasternak convertirse en un gran poeta. A menudo
decimos, más bien por la costumbre, que el escritor tiene que ser observador.
En el diario de Afinoguénov, publicado en fecha reciente, figura un curioso
apunte: «Si el arte del escritor consistiera en la capacidad de observar a las
personas, los mejores escritores serían los médicos y los inspectores de
policía, los profesores y los revisores de tren, los secretarios de los comités
del Partido y los jefes militares. Sin embargo no es así. ¡Porque el arte del
escritor consiste en la capacidad de observarse a sí mismo!». Afinoguénov
tiene razón al rechazar el viejo concepto de «espíritu de observación»; lo que
ha vivido el autor, aquello de lo que ha tomado conciencia, desempeña un
papel fundamental en la creación de los personajes de una novela o de una
tragedia, pues un escritor sólo comprende el mundo interior de los otros en la
medida en que conoce y, por consiguiente, comprende esta o aquella pasión.
El arte, empero, es multiforme. En un poema lírico el autor queda al
descubierto. Por original que sea, sus sentimientos, su admiración ante un día
de primavera o su sensación del carácter ineludible de la muerte, la alegría de
amar o el desencanto son comprendidos por miles, millones de personas. Para
escribir: «¡Oh, al declinar de nuestros años amamos con más ternura y más
superstición!», Tiútchev no necesitó prestar atención a hombres decrépitos por
la vejez y dominados por la pasión, le bastó con encontrar en el umbral de la
edad senil a la joven E. A. Denísieva. El joven Chéjov, para describir en Una
historia aburrida la amistad entre un viejo profesor y su joven alumna, debía
conocer muy bien a las personas, sus sentimientos, sus costumbres, su carácter,
su manera de hablar, incluso su manera de vestir. Borís Pasternak, uno de los
mejores poetas líricos de nuestro tiempo, estaba, como cualquier artista,
limitado por su propia naturaleza; fracasó cuando intentó representar en una
novela a decenas de otros personajes, su época, transmitir la atmósfera de la
guerra civil o reproducir las conversaciones en un tren, pues se veía y se
escuchaba sólo a sí mismo.
Se sentía atraído, sobre todo al final de su vida, por el enigma de los
destinos ajenos. En una de las autobiografías que escribió, intentó comprender
lo que sintieron en el momento de morir Maiakovski, Marina Tsvietáieva,
Fadéiev. Al leer esas suposiciones, me sentí un poco incómodo: Borís
Leonídovich tenía un gran corazón, pero no poseía la llave para abrir el
corazón de los demás.
No intentaré formular conjeturas sobre lo que sentía en los últimos años de
su vida; yo no lo veía en esa época, aunque si lo hubiera frecuentado,
probablemente tampoco habría sabido nada. ¿Quién puede saber lo que sucede
en el alma de otra persona? No sé por qué en aquella misma autobiografía
llegó a renegar de su vieja amistad con Maiakovski, pero a mí me apetece
hablar de esa amistad, pues fui testigo de ella.
Decíamos en broma que Maiakovski tenía una voz de repuesto para hablar
con las mujeres. Y era justo esa voz, extraordinariamente suave y tierna, la que
ante mí utilizaba para hablar con un único hombre: Pasternak. Recuerdo que en
marzo de 1921 se celebró en la Casa de la Prensa una velada literaria en
honor a Borís Leonídovich. Declamó sus versos y luego los recitó la joven
actriz Alekséieva-Mesjieva. Durante el debate que siguió al acto, alguien se
atrevió a «señalar los defectos». Entonces Maiakovski, en pie, comenzó a
ensalzar, a voz en cuello, la poesía de Pasternak; lo defendió con el frenesí
propio del amor.
En Salvoconducto (1930), Pasternak habla de su relación con Maiakovski
en vísperas de la guerra, durante la guerra y en los primeros años de la
revolución: «Yo estaba loco por Maiakovski», «le adoraba», «la cumbre del
destino de la poesía era Maiakovski», «casi me alegré cuando tuve ocasión de
hablar por primera vez con mi predilecto como con un extraño» (después de
una de sus desavenencias), «sentía la presencia de Maiakovski con intensidad
redoblada. Su ser se abría ante mí con todo el frescor de un primer encuentro».
Sus desavenencias eran frecuentes y tempestuosas. Borís Leonídovich a
veces me hablaba de ellas. Aún conservo un ejemplar del poemario El
contemporáneo (1922) con la siguiente dedicatoria de Pasternak: «A mi amigo
y compañero de lucha, con reconocimiento y alegría por Jurenito, cuya
admiración ha unido a Maiakovski, a Aséiev y a otros amigos y compañeros
de lucha que muy pocas veces consiguen ponerse de acuerdo».
Después de una de sus discusiones, Maiakovski y Pasternak se encontraron
en Berlín; la reconciliación fue tempestuosa y fogosa, como lo había sido la
ruptura. Pasé todo el día con ellos; fuimos a un café, después comimos y
volvimos a ir a un café. Borís Leonídovich recitaba sus versos. Por la noche
Maiakovski dio una conferencia en la Casa de las Artes y declamó «La flauta
de las vértebras», todo él vuelto hacia Pasternak.
Luego sus caminos se separaron. Sin embargo, en 1926, Maiakovski,
citando la cuarteta de Pasternak: «Aquel día te llevé toda conmigo, de tus
peinetas a tus pies», la calificó de «genial». Hablando de la muerte de
Maiakovski, Pasternak escribió: «Me deshice en llanto, como hacía tiempo
tenía ganas de hacer».
¿Por qué, al volverse para mirar su pasado, Pasternak intentó suprimir
tantas cosas? ¿Acaso se debía a la insatisfacción consigo mismo? No lo sé.
Para mí sus últimos versos se hallan estrechamente ligados a Mi hermana, la
vida, mientras que él, evidentemente, sentía una ruptura. Hace tiempo leí una
carta de Borís Leonídovich, publicada en la revista Esprit y dirigida a uno de
sus traductores franceses para intentar convencerle de que no publicara las
traducciones de sus obras antiguas. Dicen que cuando hablaba de sus viejos
libros aseguraba que todo lo que había escrito antes no era más que un mero
aprendizaje, una preparación para su única obra de valor, escrita en fecha
reciente, la novela El doctor Zhivago.
Tras leer el manuscrito de El doctor Zhivago me quedé triste. Una vez
Pasternak escribió: «La incapacidad de encontrar y de decir la verdad es un
defecto que ninguna habilidad para mentir es capaz de disimular». En la
novela hay páginas extraordinarias sobre la naturaleza, el amor; pero hay
muchas otras dedicadas a cosas que el autor no vio ni oyó. Y los maravillosos
poemas incluidos en el libro parecen subrayar la imprecisión de la prosa.
Con anterioridad, nunca había logrado convencer de la grandeza de
Pasternak como poeta a los amantes extranjeros de la poesía. (No me refiero,
por supuesto, a algunos grandes poetas que sabían ruso: ya en 1926 Rilke
hablaba en términos entusiastas de los versos de Pasternak). La gloria le llegó
por otro cauce.
Estaba en Estocolmo cuando estalló la tormenta en torno al Premio Nobel.
Salí a la calle y vi los titulares de los periódicos, en los que sólo figuraba un
nombre; intenté comprender algo, encendí la radio y sólo entendí una palabra:
«Pasternak…». Era un episodio de la Guerra Fría. Era una ciudad y una noche
que yo no conocía y tampoco era la gloria que había merecido Pasternak.
(Contaré todo esto en una de las últimas partes de mi libro, pues el vínculo
entre Pasternak y esa tormenta era fortuito, y ese asunto está relacionado con la
crónica de la Guerra Fría).
¿Es necesario añadir hasta qué punto me resultaron penosas ciertas
intervenciones de mis camaradas? Estoy convencido de que Pasternak no tenía
la intención de causar daño a nuestro país. Su única culpa fue ser Pasternak, es
decir, tener una intuición extraordinaria para ciertas cosas y no comprender
otras. No sospechaba que su libro desataría un escándalo político y que el
golpe iría seguido inevitablemente de una respuesta.
Todo esto es pasado: la muerte pone las cosas en su lugar. Es poco
probable que alguien piense en esta triste historia al releer los versos de
Pasternak. Y los versos han permanecido.
Hubo una época en que a los compiladores de antologías poéticas les
gustaba separar los poemas por temas. Si se aplica ese método a la obra de
Pasternak, se observa que la mayoría de sus poesías están dedicadas a la
naturaleza y al amor; pero me parece que su tema esencial, constante, es el
arte, ese tema que dio origen a El retrato de Gógol, a La obra maestra
desconocida de Balzac o a La gaviota de Chéjov.
«¡Oh, si lo hubiera sabido, | cuando me lancé a mi debut literario, | que es
con sangre que vienen los versos, | te hacen un nudo en la garganta y te
matan!». Remató este poema sobre la poesía con una confesión: «Y aquí
termina el arte, | y todo no es más que un hálito de destino y suelo».
No se suicidó, no murió joven, pero conoció el precio que hay que pagar
por el arte, la fuerza de las palabras que matan lentamente, con obstinación.
Paul Éluard dijo en una ocasión: «El poeta debe ser un niño, incluso si
tiene el pelo gris y arteriosclerosis». En Pasternak había algo infantil. Sus
definiciones, que parecían ingenuas y pueriles, son las definiciones de un
poeta. Una vez dijo a propósito de un autor: «¿Cómo puede ser buen poeta si
es un mal hombre?». Al ver París por primera vez exclamó: «¡Esto no parece
una ciudad, sino más bien un paisaje!». Decía: «Describir una mañana de
primavera es fácil e innecesario, pero ser sencillo, claro y espontáneo como
una mañana de primavera es diabólicamente difícil».
En esa época de la que ahora hablo, cuando me sentía desesperado,
perdido, Borís Leonídovich representó para mí una garantía de vitalidad, de
arte, y una pasarela hacia la vida auténtica. Joven, hermoso, alegre, con el
aspecto de un árabe inspirado…, así perdurará en mi recuerdo, aunque le haya
visto envejecido y con el cabello cano.
Hace ya medio siglo que, de repente, me pongo a susurrar versos de
Pasternak. No es posible expulsarlos de este mundo: están vivos…
6

No recuerdo quién me presentó a Maiakovski; al principio nos sentamos en un


café y hablamos de cine; luego me llevó a su casa, una pequeña habitación de
la modesta hospedería San Remo, situada en el callejón Saltikovski, cerca de
la calle Petrovka. Pocos días antes había leído su libro, Simple como un
mugido. Me había imaginado a este poeta tal y como lo vi: corpulento, con una
mandíbula recia, los ojos ora tristes, ora severos, estrepitoso, desgarbado,
dispuesto a entrar en pelea en cualquier momento, una mezcla de atleta y
soñador, de juglar medieval que rezaba mentalmente al caminar e iconoclasta
intransigente.
Mientras nos dirigíamos hacia el hotel, Maiakovski murmuraba el epitafio
que François Villon escribió mientras esperaba su ejecución en la horca: «Yo
soy François, lo cual me pesa, | nacido en París, cerca de Pontoise, | y en el
extremo de una soga | sabrá mi cuello cuánto pesa mi culo».
Apenas entramos en la habitación, Maiakovski me dijo: «Ahora voy a
recitarle algunos versos».
Me senté en una silla, él permaneció de pie. Me leyó un poema que
acababa de terminar, «El hombre». La habitación era muy pequeña y no había
allí nadie más que yo, pero Maiakovski declamaba como si se hallase ante una
multitud en la plaza del Teatro. Yo miraba el horrible empapelado de las
paredes y sonreía: las cañas de las botas se transformaban, realmente, en
arpas.
Maiakovski me sorprendió: en él vivían en buena armonía la poesía y la
revolución, la agitación de las calles de Moscú y aquel arte nuevo con el que
soñaban los asiduos de La Rotonde. Incluso tuve la impresión de que él podría
ayudarme a encontrar el camino justo. No fue así: Maiakovski representa para
mí un acontecimiento inmenso, tanto en la poesía como en la vida del siglo,
pero no ejerció sobre mí influencia directa alguna; estuvo muy próximo a mí y,
al mismo tiempo, infinitamente lejano.
Tal vez sea ésta una particularidad del genio, quizá no sea más que un
rasgo del carácter de Maiakovski: él decía que los poetas deben ser
«distintos»; fue el inspirador de las revistas LEF, Novi LEF [Nueva LEF] y
REF [Revista del Frente Revolucionario de las Artes]; quería atraer a muchos,
unirlos, pero a su alrededor no quedaron más que devotos, a veces epígonos.
Decía Maiakovski que conversaba con el sol en una dacha de los alrededores
de Moscú; él mismo era un sol, alrededor del cual giraban los satélites.
Nos encontramos en Moscú en 1918 y 1920,en Berlín en 1922, luego en
París, de nuevo en Moscú y otra vez en París (nos vimos por última vez en la
primavera de 1929, un año antes de su muerte). A veces estos encuentros eran
fugaces; otras, tuvieron una gran importancia. Quisiera hablar de Maiakovski
tal como yo le entiendo; sé que este relato será unilateral, subjetivo, pero
¿podrían ser de otro modo los testimonios de un contemporáneo? A partir de
múltiples relatos diferentes, en ocasiones contradictorios, se llega a
reconstruir la imagen de un hombre. Es una lástima que Maiakovski, siendo un
apasionado demoledor de mitos, se haya convertido en un héroe mítico con
extraordinaria rapidez. Parecía que estuviera predestinado a no ser como era.
Hay memorias de testigos presenciales en las que se dejan por escrito algunas
bromas atroces. Se conservan páginas de libros de texto. Existe, por último,
una estatua. Los adolescentes aprenden de memoria fragmentos de ¡Bien! Un
ama de casa pregunta con preocupación en el trolebús: «¿Baja usted en la
plaza Maiakovskaia?».
Así resulta difícil hablar del hombre…
Hasta mediados de la década de 1930, en torno a la figura de Maiakovski
se desencadenaban discusiones apasionadas. Durante el Primer Congreso de
Escritores Soviéticos, cuando alguien pronunciaba el nombre de Maiakovski
unos aplaudían con frenesí y otros guardaban silencio; escribí entonces en
Izvestia [Noticias]: «No hemos aplaudido con la intención de canonizar a
Maiakovski, sino porque el nombre de Maiakovski significa el rechazo de
todos los cánones literarios». Lo que menos habría imaginado yo es que un
año después empezarían, realmente, a canonizarle. No estuve en su entierro.
Unos amigos me contaron que su ataúd era demasiado corto. Me da la
impresión de que su gloria póstuma ha resultado demasiado corta y, sobre
todo, demasiado estrecha.
Ante todo, quisiera hablar del hombre; no era ni por asomo un «monolito»,
pero era un ser fuera de lo común, complejo, con una enorme voluntad y una
madeja de sentimientos a veces contradictorios.
Los muertos no envejecen, así tituló Anna Seghers su novela. Casi
siempre las últimas impresiones borran las anteriores. En este libro he
intentado evocar al joven A. N. Tolstói; fue uno de los primeros escritores con
los que me encontré. Pero, al pensar en él, a menudo le veo corpulento, ya
célebre, con su risa estentórea y los ojos fatigados, tal y como lo vi en los
últimos años de su vida. Miro una fotografía: junto a Maiakovski está A. A.
Fadéiev, un joven soñador de ojos dulces. Me resulta muy difícil recordar a
Aleksandr Aleksándrovich así, porque vuelvo a ver sus ojos llenos de
voluntad, a veces fríos… Sin embargo, Maiakovski se ha mantenido joven en
mi recuerdo.
Hasta el final de su vida conservó ciertos rasgos, quizá sea más exacto
decir ciertas costumbres, de su primera juventud. A los críticos no les gusta
detenerse en el denominado «período futurista» de Maiakovski, pero sin sus
primeros versos es imposible comprender su poesía. Sin embargo, ahora no
hablo de poesía, sino del hombre. Desde luego Maiakovski se separó
enseguida no sólo de su sempiterna camisa amarilla, sino también de los
eslóganes de los primeros manifiestos futuristas. No obstante, perduró en él el
espíritu que había dictado La bofetada al gusto público, siguió presente en
sus actitudes, en sus bromas, en sus réplicas a las notas que le mandaban en las
veladas literarias.
Recuerdo el Café de los Poetas durante el invierno de 1917-1918. Se
hallaba en la callejuela de Nastásinski. Era un lugar muy peculiar. Las paredes
estaban cubiertas de cuadros extraños para los visitantes y de inscripciones no
menos insólitas: «Me gusta ver morir a los niños». Este verso extraído de un
poema de juventud de Maiakovski, escrito antes de la revolución, adornaba
una pared sólo para aturdir a los clientes. El Café de los Poetas no se parecía
en nada a La Rotonde, pues nadie hablaba de arte, nadie discutía ni se
atormentaba, había actores y espectadores. Los asiduos del café eran, según la
expresión de entonces, «burgueses aún sin degollar», especuladores, hombres
de letras o tipos en busca de diversión. Es poco probable que Maiakovski
pudiera distraerles: si bien mucho de lo que había en su poesía les parecía
incomprensible, sentían que existía una estrecha relación entre aquellos versos
extraños y los marineros que se paseaban por Tverskaia. Respecto a la
cancioncita compuesta por Maiakovski sobre el burgués que se pone a comer
piñas sintiendo próximo su fin, todo el mundo la entendía; en la callejuela de
Nastásinski no había piñas, pero a más de uno se le atoraba en la garganta un
vulgar trozo de carne de cerdo. Era otra cosa lo que distraía a los
parroquianos. Por ejemplo, al escenario subía David Burliuk, con el rostro
muy empolvado y unos anteojos en la mano, y recitaba: «Me gusta ver a un
hombre encinta…».
Holzschmidt también animaba al público; en los carteles se le anunciaba
como un «futurista de la vida», no escribía versos, pero se cubría dos bucles
de purpurina y se distinguía por su extraordinaria fuerza, rompía tablas y
expulsaba del café a aquellos que montaban escándalo. Una vez el «futurista
de la vida» decidió erigir su propio monumento en la plaza del Teatro; la
estatua era de yeso, no muy grande y en absoluto futurista: representaba a
Holzschmidt desnudo. Los transeúntes se indignaban, pero no osaban atentar
contra el misterioso monumento. Con todo, la estatua acabó hecha añicos.
Todo esto no es más que una historia de un pasado remoto. Hace un par de
años llegaron a Moscú dos turistas estadounidenses: David Burliuk y su mujer.
Actualmente Burliuk se gana bien la vida en Estados Unidos, se ha convertido
en un hombre respetable, digno de veneración: nada de anteojos ni de
«hombres encinta». El futurismo me parece ahora mucho más antiguo que la
Antigua Grecia. Pero para Maiakovski, que murió joven, seguía estando, si no
vivo, al menos próximo.
Yo iba con bastante frecuencia al Café de los Poetas; una vez incluso recité
mis versos y Holzschmidt me pagó la suma correspondiente.
Recuerdo la noche en que Lunacharski se presentó en el café. Se sentó con
modestia en una de las mesitas apartadas. Maiakovski le propuso que dijera
unas palabras. Anatoli Vasílievich se negó. Maiakovski seguía insistiendo:
«Repita lo que me ha dicho de mis poesías». Lunacharski se vio forzado a
intervenir: habló del talento de Maiakovski, pero criticó el futurismo y
mencionó lo innecesario que era colmarse de elogios a uno mismo. Entonces
Maiakovski dijo que pronto le erigirían un monumento, allí mismo, donde se
encontraba el Café de los Poetas. Vladímir Vladímirovich se equivocó sólo en
algunos centenares de metros: su monumento se levanta a poca distancia del
callejón Nastásinski.
¿Falta de modestia? ¿Seguridad en sí mismo? Esas preguntas se las
formulaban a menudo muchos contemporáneos de Maiakovski. Celebró, por
ejemplo, el duodécimo aniversario de su actividad poética. Más de una vez se
autodenominó el más grande de los poetas. Exigía ser reconocido en vida:
aquello estaba vinculado con la época, con el derrumbe de los «ídolos» del
cual se quejaba Balmont, con el deseo de atraer a toda costa la atención hacia
el arte.
«Me gusta ver morir a los niños».
Maiakovski no soportaba ver que pegaban a un caballo. Un día, en el café,
uno de mis amigos se hizo un corte en un dedo con un cortaplumas, y Vladímir
Vladímirovich se volvió al instante. ¿Seguro de sí mismo? Por supuesto.
Replicaba con vehemencia a las observaciones críticas, injuriaba a sus
adversarios literarios. Recuerdo el siguiente diálogo. Le pasan una nota de un
espectador: «Sus versos no dan calor, no agitan, no contagian». Respuesta:
«Ni soy una estufa, ni el mar, ni la peste». En sus libros escribía a modo de
dedicatoria a sus lectores: «Para uso interno». Todo esto es de dominio
público. Otras cosas son menos conocidas.
Recuerdo una velada de Maiakovski en el café Voltaire de París. Estaba
presente la escritora Lidia Seifúlina. Era la primavera de 1927. Alguien gritó
en la sala: «¡Recite algunos de sus viejos versos!».
Como siempre, Maiakovski respondió con una broma. Al terminar la
velada, fuimos a un café nocturno cerca del boulevard Saint-Michel:
Maiakovski, Lidia Seifúlina, Elsa Triolet y otros. Había música y baile.
Vladímir Vladímirovich tan pronto bromeaba, imitando al poeta Gueorgui
Ivánov, como permanecía largo rato callado, lanzando miradas sombrías en
torno suyo como un león enjaulado. Acordamos vernos a la mañana siguiente,
lo más pronto posible. En la diminuta habitación del hotel Istria, donde se
alojaba siempre en París, la cama no estaba deshecha: no se había acostado.
Me recibió sombrío y, sin saludarme, me preguntó: «¿También cree usted que
yo escribía mejor antes?».
Nunca estuvo seguro de sí mismo. Era la pose que había adoptado de una
vez para siempre la que inducía a engaño. Una pose, a mi modo de ver, más
dictada por la razón que por el carácter. En el fondo era un romántico, pero
Maiakovski se avergonzaba de ello, se retraía: «¿Quién no ha filosofado sobre
el mar?» (después de amargas reflexiones sobre su vida), y enseguida añadía
irónico: «Es agua». En su artículo «Cómo hacer versos», todo parece lógico y
sencillo. En realidad, Maiakovski conocía bien los sufrimientos que
acompañan invariablemente a la creación. Hablaba en detalle de la
preparación de las rimas, pero había otras «preparaciones» de las que no le
gustaba hablar: sus sufrimientos morales. Escribió unos versos poco antes de
morir: «La barca del amor se ha estrellado contra la rutina de la vida», un
tributo al romanticismo que tanto denostó; en realidad, su vida se estrelló
contra la poesía. Dirigiéndose a las generaciones futuras, dijo lo que no quería
decir a sus contemporáneos: «Pero yo me amansé colocándome sobre la
garganta de mi propia canción».
Parecía extraordinariamente robusto, sano y jovial. Pero a veces se
mostraba tan lúgubre que se hacía insoportable. Sentía una aprensión
enfermiza por su salud y siempre llevaba en el bolsillo una jabonera, y cuando
tenía que estrechar la mano de alguien que físicamente le resultaba
desagradable, enseguida se retiraba a lavarse a conciencia las manos. En los
cafés de París tomaba el café caliente con una pajita de las que servían para
las bebidas frías, a fin de no rozar el vaso con los labios. Se mofaba de las
supersticiones, pero siempre intentaba adivinar los signos del zodíaco y
adoraba los juegos de azar: cara o cruz, pares o nones. En los cafés de París
había ruletas automáticas; se podían apostar cinco céntimos al rojo, al verde o
al amarillo; quien ganaba recibía una ficha cambiable por una taza de café o
una jarra de cerveza. Maiakovski pasaba horas delante de estas máquinas.
Cuando se marchó de París, le dejó cientos de fichas a Elsa Triolet: no le
interesaban, sólo quería adivinar el color que iba a salir. En el tambor de la
pistola dejó una sola bala: pares o nones…
Cuando Vladímir Vladímirovich hablaba con mujeres, su voz, que por lo
común era seca e imperiosa, se volvía suave. En el libro de Víktor Shklovski
leí: «Vladímir Vladímirovich se marchó al extranjero. Allí donde había una
mujer podía haber amor. Me contaron que se parecían tanto y hacían tan buena
pareja que la gente del café sonreía con gratitud cuando los veía…». Hace
poco se ha publicado un poema de Maiakovski dedicado a aquella Tatiana
Yákovleva de la que hablaba Shklovski. Yo conservo el manuscrito de La
chinche que Maiakovski regaló a Tata (T. A. Yákovleva) y ésta tiró por
considerarlo inútil. No, ella no se parecía a Maiakovski, aunque era alta como
él, y hermosa. No quiero hablar de lo que Maiakovski llamaba con razón
«chismes»; si me he referido a este episodio (que está lejos de ser el más
importante en la vida del poeta) ha sido con el único fin de mostrar lo poco
que se asemejaba el Maiakovski de carne y hueso a la estatua de bronce o al
legendario héroe Vladímir el Sol Rojo.
A los dieciocho años, Maiakovski se matriculó en la Academia de Bellas
Artes: quería ser pintor. En su poesía siempre mantuvo una aproximación
visual al mundo: no inventaba sus imágenes, sino que las veía. Amaba y sentía
la pintura, y disfrutaba estando entre artistas. Más que oírlo, veía el mundo.
(Solía decir, a modo de broma, que un elefante le había pisado la oreja).
Ya he mencionado la velada en casa de los Tsetlin, cuando Maiakovski
recitó «El hombre». De vez en cuando, Viacheslav Ivánov inclinaba la cabeza
en señal de aprobación. A todas luces, Balmont sufría. Baltrušaitis, como
siempre, era impenetrable. Marina Tsvietáieva sonreía, y Pasternak miraba a
Maiakovski como un hombre enamorado. Andréi Bieli no se limitaba a
escuchar con atención, sino con frenesí, y cuando Maiakovski terminó la
lectura, se levantó de un salto de la silla, tan emocionado que apenas podía
articular palabra. Casi todos los presentes compartían su entusiasmo. No
obstante, a Maiakovski le irritaron unas palabras frías de cortesía. Con él
siempre pasaba lo mismo: daba la impresión de que no reparaba en los
laureles, buscaba las espinas. Sus poesías están llenas de interminables peleas
con oponentes reales e imaginarios de la nueva poesía. ¿Qué se ocultaba tras
esas acusaciones? ¿Acaso una disputa consigo mismo?
He tenido ocasión de leer algunos artículos sobre Maiakovski, escritos en
el extranjero, cuyos autores intentan demostrar que la revolución destruyó al
poeta. Resulta difícil imaginar algo más absurdo: sin la revolución
Maiakovski no habría existido. En 1918 me tachó de «intelectual asustado», y
no se equivocaba; necesité dos años para entender lo que estaba pasando.
Maiakovski, por el contrario, comprendió y aceptó la revolución al instante.
No sólo estaba entusiasmado por la construcción de la sociedad socialista,
sino completamente absorbido por ella. No hacía concesiones, y cuando
algunos trataban de domesticarle, enseñaba los dientes: «Volverse hacia el
campo, | la tarea está asignada, | ¡a vuestras cítaras, | amigos poetas! | Pero
comprendedlo: | yo sólo tengo una cara, | y es una cara, | no una veleta… | Una
idea no se puede diluir en el agua: | en el agua la idea se empapa. | Nunca un
poeta ha podido vivir sin ideas. | ¿Qué os creéis que soy? | ¿Un papagayo o un
pato?».
Maiakovski nunca estuvo en conflicto con la revolución: es una fantasía de
quienes no le hacen ascos a nada en la lucha contra el comunismo. El drama de
Maiakovski no reside en la desavenencia entre la revolución y la poesía, sino
en la actitud del grupo LEF con respecto al arte: «Que protesten los poetas, |
lanzando escupitajos, | el labio contraído en un desprecio reptil. | Yo, habiendo
tachado mi alma, grito las cosas | que son necesarias bajo el socialismo». (El
periódico, a la sazón, cambió varias palabras: «Yo, sin rebajar mi alma», en
vez de «Yo, habiendo tachado mi alma»). Este poema es un testimonio de la
proeza realizada por Maiakovski, no sólo como poeta sino también como
hombre.
Maiakovski admiraba a Léger; había algo en común en su concepción del
papel desempeñado por el arte en la sociedad contemporánea. A Léger le
apasionaban las máquinas, el urbanismo, quería introducir el arte en la vida
cotidiana, no visitaba los museos. Pintaba sus cuadros y supo crear una buena
pintura, a mi modo de ver decorativa, que en absoluto puede interponerse en
nuestro amor por Van Gogh o Picasso, pero que va indiscutiblemente ligada a
los nuevos tiempos. Maiakovski luchó durante años contra la poesía, no sólo
en sus manifiestos o en sus artículos: quería destruir la poesía con otra poesía.
En la revista LEF se publicó la sentencia de muerte contra el arte, contra los
«denominados poetas», los «denominados artistas», los «denominados
directores de escena». A los pintores se les recomendaba que, en lugar de
dedicarse a la pintura de caballete, centraran sus esfuerzos en la estética de las
máquinas, en las telas, en los utensilios de uso doméstico; a los directores de
escena, que organizasen fiestas populares, manifestaciones, y se despidieran
de las candilejas; a los poetas, que abandonasen la lírica y escribieran para
los periódicos, suscribiesen manifiestos y compusieran anuncios.
Renunciar a la poesía no fue una tarea fácil. Maiakovski era un hombre
fuerte y valiente. Sin embargo, a veces también él se apartaba de su programa.
En 1923, cuando LEF aún negaba la lírica, Maiakovski escribió el poema
«Sobre esto». Ni siquiera los que estaban próximos a él lo entendieron; lo
criticaron tanto los aliados de Maiakovski como sus adversarios literarios;
con él, no obstante, se enriqueció la poesía rusa.
Con el paso de los años, su negación del arte del pasado se fue
moderando. A finales de 1928, Novi LEF comunicaba que Maiakovski había
declarado en público: «Concedo la amnistía a Rembrandt». Lo repetiré una
vez más: Maiakovski murió joven. Vivía, pensaba, sentía y también escribía
sin ceñirse a un plan, antes que nada era poeta. Recuerdo con qué entusiasmo
hablaba de la nueva belleza industrial de Estados Unidos en aquellos años
lejanos, cuando la electrificación de nuestro país no era más que un proyecto,
cuando en la plaza del Teatro, oscura, invadida por la nieve, las lamparitas
emitían una luz tenue: «Los niños son las flores de la vida». Nos encontramos
cuando regresó de Estados Unidos. Sí, por supuesto, el puente de Brooklyn es
muy bello, sí, allí hay muchos coches. Pero ¡cuánta crueldad, qué falta de
humanidad! Blasfemaba y hablaba de la alegría que había experimentado al
ver los diminutos jardines de Normandía. Del programa de LEF se deducía
tanto la negación de París, donde cada casa es un vestigio de los viejos
tiempos, como la exaltación de Estados Unidos industrializado, en sumo grado
moderno. Pero Maiakovski maldecía Estados Unidos y, sin avergonzarse de
que lo tuviesen por un sentimental, declaraba su amor por París. ¿De dónde
venía semejante contradicción? Sí, LEF fue una revista que duró varios años,
pero Maiakovski era un gran poeta. En sus poesías declarativas se burlaba de
los admiradores de Pushkin, de quienes visitaban el Louvre, pero él se
entusiasmaba tanto con las estrofas del Oneguin como con la vieja pintura.
Maiakovski comprendió enseguida que la Revolución de Octubre había
transformado el curso de la historia, pero los detalles del futuro los veía de un
modo convencional: no como en un cuadro, sino como en una pancarta. Es
difícil que ahora nos entusiasmemos ante el higiénico idilio del último acto de
La chinche. A Maiakovski el arte del pasado le parecía no tanto ajeno como
condenado. Su iconoclastia era un voto, una proeza. Combatía no sólo con tal
o cual crítico y con los autores de romanzas sentimentales, sino también
consigo mismo. Escribió: «Quiero que me comprendan en mi país, | pero si no
lo hacen, ¿qué más da? | Pasaré de lado | por mi tierra natal | como cae la
lluvia oblicua». Tachó estas líneas por considerarlas demasiado sentimentales.
Pero su tierra natal le ha comprendido, también los magníficos versos que él
desechó…
Le recuerdo en otoño de 1928, cuando pasó más de un mes en París. Nos
encontrábamos a menudo. Le veo, con su aire sombrío, en el pequeño bar La
Coupole. Pedía whisky de la marca White Horse; bebía poco. Un día compuso
una cancioncita: «Es un buen caballo, el white horse, blanca la crin, blanca la
cola…». En una ocasión me dijo: «¿Cree usted que es fácil?… Yo podría
escribir versos mejor que cualquiera de ellos».
Permaneció fiel a sus ideas hasta el fin. Mucho se ha hablado sobre los
motivos que le llevaron a quitarse la vida: el fracaso en la exposición de sus
obras literarias, los ataques de la Asociación Rusa de Escritores Proletarios
(RAPP), las cuestiones del corazón. No me gustan las conjeturas: no puedo
acercarme a la vida de un hombre a quien he conocido como si se tratara del
proyecto de una novela. Quiero decir una sola cosa: la gente olvida a menudo
que los poetas están dotados de una sensibilidad exacerbada. Vladímir
Vladímirovich se llamaba a sí mismo «buey», incluso «gran buey»; de sus
versos decía que eran «hipopótamos»; en una reunión afirmó que tenía una
«piel de elefante» que ninguna bala podría atravesar. En efecto, vivía sin una
piel humana normal y corriente.
Según las leyendas cristianas, un pagano convertido en apóstol se puso a
derribar estatuas de dioses y diosas. Las estatuas eran perfectas, pero supo
imponerse al sentido de la belleza. Maiakovski no sólo demolía la belleza del
pasado, sino también a sí mismo; en esto radica la magnitud de su hazaña, la
llave de su tragedia.
En Petersburgo vivía un literato de nombre Andréi Levinsón, un reputado
experto en el ámbito de la coreografía. En 1918 publicó en la revista Mir
iskusstva un panfleto contra Maiakovski. Le respondieron entonces muchos
artistas, le contestó también A. V. Lunacharski. Andréi Levinsón se marchó a
París. Cuando llegó la noticia del trágico final de Maiakovski, publicó en el
periódico Les Nouvelles Littéraires una nota abyecta llena de calumnias. Junto
con algunos escritores franceses escribí una carta a la redacción del periódico
expresando nuestra indignación. La carta fue firmada por todos los escritores
franceses dignos de este nombre, pertenecientes a las más variadas tendencias;
no me acuerdo de uno solo que se negara a suscribirla. Llevé la carta al
director, Maurice Martin du Gard (era un escritor de poca monta que no tenía
nada en común con el gran escritor Roger Martin du Gard). El director leyó
imperturbable aquel texto de contenido extraordinariamente duro y dijo: «Les
ruego que introduzcan una pequeña modificación». Le contesté que de ningún
modo se podía suavizar. «No pido eso. Pero quizá en la frase “es indignante
que un periódico literario…” puedan añadir la aclaración de que se trata del
periódico literario más importante».
Estaba dispuesto a recibir una bofetada, pero pedía que se pusiera de
relieve que su mejilla era grande. Estoy seguro de que Maiakovski habría
escrito algo bueno al respecto…
Es extraordinaria la suerte que le tocó a Maiakovski en el mundo. Hace
muy poco me hablaron de él escritores del África negra: hasta allí ha llegado
su fama. Ha dado la vuelta al mundo. Su poesía, desde luego, se resiste a la
traducción, y mucho de lo que Maiakovski afirmaba que debía ser la forma del
futuro ahora se ha convertido en la forma del pasado. Pero como hombre y
como poeta continúa siendo joven. Ni Aragon, ni Pablo Neruda, ni Éluard, ni
Tuwim, ni Nezval han escrito nunca «a la manera de Maiakovski», pero todos
le deben mucho: no les ha enseñado nuevas formas de versificación, sino el
coraje en la elección.
Hay que saber distinguir entre el carácter moderno y la actualidad, entre el
espíritu de innovación y tales o cuales novedades que, un cuarto de siglo
después, parecen pasadas de moda. Hace unos meses un poeta me dijo que
después de las complicadas rimas de Maiakovski es imposible utilizar formas
verbales. Esto, por supuesto, es ingenuo. Se puede escribir haciendo rimar los
verbos e incluso sin rimas. En 1940 casi todos los poetas debutantes escribían
versos «en escalera», mientras que ahora imitan otros modelos: las modas
cambian. A Maiakovski lo atacaban en nombre de Pushkin, Nekrásov y Blok.
¿Vale la pena atacar a los jóvenes en nombre de Maiakovski?
Ya he dicho que Maiakovski habría podido ayudarme a entender muchas
cosas. Recuerdo una conversación que mantuvimos una noche de febrero o
marzo de 1918. Salimos juntos del Café de los Poetas. Él me preguntaba por
París, por Picasso, por Apollinaire. Luego dijo que le habían gustado mis
versos sobre la ejecución de Pugachov. «Debería usted alegrarse y se queja…
¡Eso no está bien!». Asentí de buen grado: «Es cierto, no está bien».
En lo tocante a la política, tenía razón, lo comprendí enseguida, pero nunca
hemos pensado ni sentido de la misma manera. En 1922 me dijo que Jurenito
le había gustado: «Ha comprendido muchas cosas mejor que el resto». Yo me
eché a reír y le contesté: «Pues a mí me parece que aún no comprendo nada».
Nos encontramos a menudo, pero nunca nos llegamos a encontrar de
verdad.
Frecuentemente he pensado y pienso en Maiakovski. A veces discuto con
él, pero siempre me entusiasmo ante su hazaña poética. La estatua no la miro,
permanece allí donde estaba; mientras que Maiakovski avanza por los nuevos
barrios de Moscú y por el viejo París, marcha por todo el planeta, con
«provisiones» no de nuevas rimas, sino de pensamientos y sentimientos
nuevos…
7

Cada mañana los habitantes de la ciudad examinaban a conciencia los decretos


fijados a los muros, cuyo papel, ya viejo, se abarquillaba por los lados.
Querían saber lo que estaba permitido o prohibido. Una vez vi una
muchedumbre agolpada en torno a una hojita titulada «Decreto n.º 1 sobre la
democratización del arte». Alguien leía en voz alta: «Desde hoy, junto con la
destrucción del régimen zarista queda abolido el almacenamiento de arte en
los depósitos y talleres del genio humano: palacios, galerías, salones,
bibliotecas y teatros». Una buena mujer se puso a gritar: «¡Señor, van a
confiscar los talleres!». Un hombre con gafas, el que había leído el decreto en
voz alta, explicó: «No dice nada sobre los talleres, pero las bibliotecas las
cerrarán, bueno, y los teatros también, claro».
Aquella hoja era obra de los futuristas y abajo figuraban las firmas
siguientes: Maiakovski, Kamenski, Burliuk. Esos nombres no decían nada a
los viandantes, pero todo el mundo conocía la palabra mágica decreto.
Me acuerdo del Primero de Mayo de 1918. Moscú estaba adornado con
telas futuristas y suprematistas. En las fachadas de los edificios desconchados
y en las mansiones con columnatas de estilo imperio los alocados cuadrados
hacían la guerra a los rombos; por todas partes se veían rostros multicolores
con triángulos en lugar de ojos. (El arte que hoy se denomina «abstracto» y
que suscita no pocas disputas tanto aquí como en Occidente, en aquel entonces
era suministrado a los ciudadanos soviéticos en cantidad ilimitada). El
Primero de Mayo de aquel año coincidió con el Viernes Santo. Cerca de la
capilla Íverskaia, se apiñaban los creyentes. Junto a ellos pasaban camiones
(que habían pertenecido a la empresa Stupin) encortinados con telas no
figurativas. En ellos iban montados actores que representaban tableaux
vivants: La hazaña de Stepán Jalturin[1] o La Comuna de París. Una
viejecita, al ver en una tela cubista el enorme ojo de un pez, se lamentaba:
«Quieren que adoremos al diablo». Me reí, pero con una risa que nada tenía
de alegre.
Acabo de releer un artículo mío que se publicó en el verano de 1918 en el
periódico Ponedélnik [El lunes] y que lleva por título «Entre los cubistas»; en
él hablaba de Picasso, Léger, Rivera. Decía que las obras de estos pintores
podían considerarse «locos motivos de una casa a punto de derrumbarse o
cimientos de otra construcción nunca vista antes, ni siquiera en sueños».
Por supuesto, no es casual que Picasso, Léger y Rivera se hiciesen
comunistas. En 1918 no se encontraron en la Plaza Roja los pintores de
tendencia académica, sino los futuristas, los cubistas y los suprematistas. Pero
¿qué era lo que me desconcertaba en el triunfo de aquellos pintores y poetas
que me recordaban (al menos exteriormente) a los mejores amigos de mi
primera juventud?
Ante todo, su actitud hacia el arte del pasado. Todo el mundo sabía que
Maiakovski maduraba, sufría cambios, pero en aquel entonces era un fogoso
iconoclasta: «Si os encontráis a un guardia blanco, ponedlo contra la pared. Y
a Rafael, ¿lo habéis olvidado? ¿Os habéis olvidado de Rastrelli? Es hora de
que las balas crepiten contra los muros de los museos. Con los cañones de
vuestras gargantas vomitad contra las antiguallas… Las baterías están
dispuestas en los linderos de los bosques, sordos a las lisonjas de la guardia
blanca. Pero ¿por qué no se ataca a Pushkin?».
Esto yo no podía comprenderlo. A menudo, mientras vagaba por los
callejones de Moscú, repetía los versos de Pushkin y me acordaba con ternura
de los lienzos de los viejos maestros italianos. Al llegar a Moscú fui
corriendo a visitar el Kremlin. Me impresionó la pintura del siglo XV: hasta
entonces yo no sabía nada de los inicios del Renacimiento ruso.
Las discusiones sobre los valores del pasado se calmaron pronto.
Maiakovski escribió sus versos sobre Pushkin, pero los materiales sobre
Maiakovski se publican ahora en el sello académico Herencia Literaria.
(Ya he hablado de la revista Viesch; entre sus colaboradores había muchos
representantes de nuestro «arte de izquierdas»: Maiakovski, Malévich,
Meyerhold, Tatlin, Ródchenko. En un artículo dedicado a los objetivos de la
revista, yo escribía: «Es ingenuo y ridículo tratar ahora de arrojar a Pushkin
por la borda. Existe un vínculo entre las diferentes formas, y los modelos
clásicos no asustan a los maestros modernos. Se puede aprender de Pushkin y
de Poussin… Viesch no niega el pasado en el pasado, llama a hacer lo
moderno en la época moderna»).
Comprender a Maiakovski es fácil: sus versos eran acogidos con
estallidos de risas. Antes de la revolución se hacía mofa de los cuadros de los
pintores que seguían a los futuristas (Malévich, Tatlin, Ródchenko, Puni,
Udaltsova, Popova, Altman). Después de Octubre, los epígonos de la poesía
clásica comenzaron a hacer las maletas. Bunin y Repin partieron al extranjero.
Se quedaron los futuristas, los cubistas y los suprematistas. Como sus
«colegas» occidentales, los parroquianos de La Rotonde de antes de la guerra,
odiaban a la sociedad burguesa y en la revolución veían una salida.
Los futuristas creyeron que los gustos de la gente podían cambiar con tanta
rapidez como la estructura económica de la sociedad. La revista Iskusstvo
kommuni [El arte de la comuna] escribía: «Reclamamos de verdad, y no
recularemos en esa pretensión, que nos autoricen a utilizar el poder del Estado
para realizar nuestras ideas artísticas». Como es natural, esto era más un sueño
que una amenaza. Si los suprematistas y los cubistas decoraban las calles de
Moscú era, ante todo, porque los pintores de tendencia académica se
encontraban en la oposición (no artística, sino política). Con todo, los
resultados fueron deplorables. El problema no era que aquella vieja mujer
hubiese tomado un cuadro cubista por el diablo, sino la reacción artística que
siguió a las breves apariciones del «arte de izquierdas» en la calle.
Los descubrimientos en el campo de las ciencias exactas son demostrables
y la cuestión de si Einstein tenía o no razón ha sido resuelta por los
matemáticos y no por los millones de personas que recuerdan, a lo sumo, la
tabla de multiplicar. Las nuevas formas del arte siempre han penetrado en la
conciencia de los hombres despacio y por caminos sinuosos; además, al
principio han sido comprendidas y aceptadas sólo por un reducido número de
personas. En general, es imposible prescribir, inculcar o imponer gustos. Los
dioses de la antigua Hélade bebían un néctar que los poetas llamaban elixir
divino, pero si lo hubiesen introducido mediante una sonda en los estómagos
de los ciudadanos atenienses, probablemente aquello habría acabado con
vómitos generalizados.
Por otra parte, todo esto ahora (no sólo las disputas para tratar de saber
quién adornará las plazas de Moscú, sino también el «arte de izquierdas») ya
es historia antigua. Una vez más violaré la regla a la que debe someterse un
autor de memorias: respetar el orden cronológico. Quiero comprender lo que
me ocurrió a mí y a muchos poetas y artistas de mi generación. No sé quién
enmarañó los hilos, si nuestros adversarios en el terreno artístico o nosotros
mismos, pero intentaré desovillar la madeja.
Antes de nada, hablaré de mí. Pronto me sentí atraído por lo que entonces
llamaban «constructivismo». Debo confesar, no obstante, que la idea de la
fusión del arte con la vida me enardecía y al mismo tiempo me repugnaba. En
1921 escribí el libro Y sin embargo se mueve, ruidoso e ingenuo, que
rememoraba las declaraciones de los miembros del LEF (la revista LEF
observaba que «las conclusiones del grupo de I. Ehrenburg coinciden en
muchos aspectos con las nuestras»). Yo aseguraba que «el arte nuevo deja de
ser arte». Al mismo tiempo me burlaba de mis propias ideas. Ese mismo año
escribí Julio Jurenito cuyo protagonista lleva al absurdo las tesis de Y sin
embargo se mueve. Jurenito dice: «El arte es un foco de anarquía, los artistas
unos sectarios, unos herejes y rebeldes peligrosos. Así pues, el arte debe ser
prohibido sin vacilación de ningún género, igual que se prohíbe la fabricación
de bebidas alcohólicas o la importación de opio […]. Los cuadros de los
cubistas o de los suprematistas pueden ser utilizados para los más diversos
fines, como planos para quioscos en los bulevares, para dibujos de telas
estampadas, como modelos de zapatos nuevos, etc. La poesía adopta el idioma
de la prensa, de los telegramas, de las conversaciones de negocios». Yo no
hacía un doble juego, pues la doblez siempre está vinculada con el recelo o el
cálculo. Simplemente no creía demasiado en la muerte del arte proclamada
por muchos, incluido yo mismo.
El futurismo nació a principios del siglo XX en una Italia atrasada desde el
punto de vista técnico. Allí, a cada paso podían verse monumentos admirables
del pasado, mientras que en las tiendas se vendían cuchillos alemanes,
cacerolas francesas y telas inglesas. Las chimeneas fabriles aún no habían
intentado introducirse en la refinada sociedad de las torres antiguas. (Ahora la
Italia del Norte puede rivalizar con los países más industrializados, pero ya no
se encuentran futuristas exigiendo quemar todos los museos, y los antiguos
futuristas Carrà o Severini se inspiran en los frescos de Giotto o los mosaicos
de Rávena). La pasión de Maiakovski, Tatlin y otros representantes rusos del
«arte de izquierdas» por la estética industrial en los primeros años de la
revolución es del todo comprensible: entonces en Sujarevka vendían por
unidades no sólo los terrones de azúcar, sino incluso las cerillas. En su
Misterio bufo Maiakovski soñaba en el futuro de este modo: «Se aglomeran en
el cielo las moles abiertas y transparentes de las fábricas y los edificios de
pisos. Trenes, tranvías y automóviles aguardan envueltos en un arcoíris».
(Cuando un artista representa la naturaleza o los sentimientos humanos, sus
obras no caducan. Nadie dirá que la mujer del siglo XX es más hermosa, más
perfecta, que la Niké de la Acrópolis creada hace veinticinco siglos, y los
tormentos de Hamlet o de Julieta no hacen reír a nadie. Pero basta con que un
artista se apasione por la técnica para que sus utopías sean superadas o
desmentidas con el paso del tiempo. Wells era un hombre muy instruido, le
parecía ver el porvenir, pero los descubrimientos en el campo de la física
volvieron ridículas sus novelas utópicas. ¿Cómo podía prever Maiakovski que
el tranvía eléctrico compartiría muy pronto el destino de los tranvías de
tracción animal y que los trenes comenzarían a parecernos un medio de
transporte arcaico?).
Los cuadros cubistas de Picasso no nacieron de la nostalgia por las
máquinas, sino de la aspiración del pintor a representar a los hombres, la
naturaleza, el mundo liberado de los detalles inútiles. Pocos serán los que se
interesen hoy por los libros de Metzinger, Gleizes y otros teóricos del
cubismo, pero los lienzos de Picasso, Braque, Léger están vivos, nos causan
alegría o tristeza, nos conmueven. Picasso se considera heredero de
Velázquez, Poussin, Delacroix, Cézanne y jamás vio en el tren eléctrico o el
avión de reacción a los herederos de la pintura.
El arte, claro está, siempre ha penetrado poco a poco en la vida cotidiana,
ha modificado los edificios, la ropa, el vocabulario, los gestos, los utensilios.
La poesía medieval, con su culto a la mujer amada, ha ayudado a las personas
a encontrar formas para expresar sus sentimientos. Las telas de Watteau y de
Fragonard se implantaron en el día a día y cambiaron el trazado de los
parques, la indumentaria, los bailes, influyeron en el estilo de los sofás o de
las tabaqueras. El cubismo ha ayudado a los urbanistas modernos a liberarse
de los adornos superfluos, se ha reflejado en los muebles e incluso en las
cajetillas de cigarrillos. El uso utilitario del arte y su aplicación decorativa no
pueden constituir el objetivo del artista, pero es un vuelo natural que se
desprende de su impulso creador. El proceso inverso testimonia un
empobrecimiento de la labor creadora. Un adorno no figurativo es del todo
oportuno en una tela o en un objeto de cerámica, pero cuando aspira al título
de pintura de caballete, ya no se trata de un vuelo creador, sino de una caída.
Hace poco visité en Bruselas una exposición retrospectiva de Malévich.
Sus primeras obras (del período de la Sota de Diamantes) son muy
pintorescas. En 1913 pintó un cuadro negro sobre fondo blanco. Nació así el
arte abstracto, que cuarenta años más tarde fascinó a miles de pintores
occidentales. A mí este arte me parece, sobre todo, decorativo. Los lienzos de
Picasso son un mundo tan rico en ideas y sentimientos que suscitan entusiasmo
o un odio auténtico; pero los lienzos de los pintores abstractos no son más que
elementos decorativos, bien para un tejido o un empapelado. Una mujer puede
ponerse un chal con un motivo no figurativo; el chal puede ser bonito o feo,
sentar bien al rostro de la mujer o no, pero no hará meditar a nadie sobre la
naturaleza, sobre los hombres o sobre la vida.
El desarrollo impetuoso de la técnica exige del artista una comprensión
aún más profunda del mundo interior del hombre, de ello se dieron cuenta muy
pronto los partidarios del «arte de izquierdas», que defendían la estética
industrial. Después de haber visitado Estados Unidos, Maiakovski declaró que
era necesario refrenar la técnica. Desde luego, al hablar en estos términos
pensaba en la función del artista, sin negar por ello la necesidad del progreso
técnico (por aquel entonces —corría el año 1925— en Moscú la técnica era
muy escasa). Según lo entendía Maiakovski, si no se ponía un bozal de
humanismo a la técnica, acabaría por morder al hombre. Meyerhold,
olvidándose de la biomecánica, se apasionó por El bosque, El inspector, y
soñaba con poner en escena Hamlet. Tatlin se dedicó a la pintura de caballete.
Altman pintó retratos. Puni se especializó en paisajes de pequeño formato. En
cuanto a la sonda de néctar, pasó a otras manos mucho más convenientes para
tales operaciones.
Nuestros museos poseen espléndidas colecciones de «arte de izquierdas»
de los primeros años que siguieron a la revolución. Es una lástima que estas
colecciones no estén abiertas al público. No se puede eliminar un eslabón de
la cadena. Conozco a jóvenes pintores soviéticos que descubrieron Estados
Unidos en 1960: hacen (o mejor dicho, querrían hacer) lo que en su tiempo
hicieron Malévich, Tatlin, Popova, Rozánova. Si pudieran echar un vistazo a
la evolución de los pintores antes mencionados, ¿tratarían de volver a 1920 o
se esforzarían en descubrir algo nuevo, más a tono con nuestra época? Los
jóvenes poetas conocen los versos de Jlébnikov, aprecian su maestría, pero no
pretenden imitarle ciegamente. ¿Por qué Tatlin es más «peligroso» que
Jlébnikov? ¿Quizá obedezca a que la idea del monopolio de una sola tendencia
se ha afirmado de modo particular en la esfera del arte plástico?
Por supuesto, los representantes de nuestro «arte de izquierdas» se
equivocaron mucho durante los primeros años de la revolución. Se habla con
frecuencia y con ganas de los errores en los que incurrieron pintores,
escritores, compositores, sin embargo, no fueron los únicos en equivocarse…
Hoy en día, cuando miro atrás, pienso con agradecimiento incluso en aquella
pintura que asustó tanto a la viejecita junto a la capilla Íverskaia. Mucho se
hizo en aquellos años, pero hay que diluir siempre la esencia. Se pueden ver
las huellas benéficas del «arte de izquierdas» en las obras de numerosos
escritores, pintores, directores de escena, cineastas y compositores de décadas
posteriores.
En mi vida nunca he sido un adepto apasionado de tal o cual escuela
artística. El apóstol Pablo, antes de convertirse a la nueva fe, se llamaba
Saulo. En 1922, cuando yo defendía el constructivismo y editaba la revista
Viesch, Shklovski en su libro Zoo me llamaba «Pablo Saúlovich»; el apodo
era mordaz pero justo. Durante toda mi vida he amado muchas obras de arte
del pasado: las novelas de Stendhal, los cuentos de Chéjov, los versos de
Tiútchev, de Baudelaire, de Blok, lo que no me ha impedido odiar las
imitaciones de lo antiguo y amar las obras de Picasso y Meyerhold. Pablo tuvo
que tener un padre, y es mejor esculpir una estatua nueva que destruir una
creada en otro tiempo, aunque se haga movido por las intenciones más nobles.
Para el escultor que cinceló en Ellora las imágenes de dioses y diosas
hindúes, Brahmá, Visnú o Shivá eran dioses; para nosotros son seres humanos
creados por el genio del hombre, dotados de pasiones similares a las nuestras,
con una armonía comprensible para nosotros.
Los ídolos tuvieron su tiempo, no sólo en el plano religioso, sino también
en el arte. La adoración de los iconos murió al mismo tiempo que la
iconoclastia. Pero ¿acaso puede desaparecer por ello el afán de expresar lo
nuevo de una manera nueva? Hace poco leí en una revista la expresión
«modesta innovación»; al principio me dio la risa, luego me puse triste. Un
artista debe de ser modesto a la hora de comportarse, pero no mostrarse
moderado, tibio y limitado en su audacia creadora. Ciertamente, es más digno
escribir garabatos propios que copiar con letra caligráfica los modelos del
pasado. Me parece que los koljosianos pintados según la manera académica
de la Escuela de Bolonia pueden deleitar a un número reducido de personas, y
no es posible transmitir el ritmo de la segunda mitad del siglo XX con aquella
abundancia de oraciones subordinadas que tan brillantemente empleaba Lev
Nikoláievich Tolstói.
8

En la comisaría de Prechístenka tuve que rellenar mi primer cuestionario; era


una novedad para mí, y tuve que meditar sobre cada pregunta. Por ejemplo,
¿cuál era mi profesión? ¿Periodista? ¿Traductor? ¿Poeta? Escribí «poeta» —
era lo que sonaba más noble— y rompí a reír, pues estaba muy lejos de
sentirme un escritor profesional.
Además de versos malos, escribía artículos para los periódicos; en
colaboración con A. N. Tolstói había escrito una obra para el Teatro El
Murciélago, cuyo título era La camisa de Blanche, a partir de un fabliau
francés del siglo XII que había traducido en París. Escribí el texto en verso, y
Alekséi Nikoláievich trataba de animarlo con ocurrencias divertidas.
Desde el punto de vista práctico, había conseguido, bien que mal,
organizarme la vida; me alojaba como inquilino por cien rublos al mes en una
habitación del callejón Levshinski, en la casa de un profesor; a veces comía en
una cantina para vegetarianos cuyo nombre era, creo recordar, Reconcíliate,
pero yo no lograba reconciliarme con nada.
A veces me acordaba de La Rotonde, de Picasso, de Modigliani, de
nuestras discusiones sobre arte. ¡Dios mío, qué lejos quedaba todo aquello…!
Intenté escribir a Chantal, pero enseguida rompía la carta; es imposible enviar
un mensaje a otro mundo. Aunque hubiese llegado la carta, ella nunca habría
comprendido lo que me ocurría…
Aparecieron muchas palabras nuevas: mandato, Cheká, RABIS
(‘Trabajador del arte obrero’), komfuti (‘comunistas futuristas’), DOMKOM
(‘Comité del Inmueble’), uplotnenie (‘apiñamiento’ de diversas familias en la
misma vivienda), izlishki (‘excedentes’), spetsi (‘especialistas’), proletkult
(‘cultura proletaria’), LIKBEZ (‘Comité de Erradicación del Analfabetismo’),
RABKRIN (‘Inspección de Obreros y Campesinos’), razviórstka (‘reparto’).
Continuaba importunando a todo el mundo con preguntas ingenuas que nadie
me respondía.
De improviso me encontré en un ambiente de escritores, incluso llegué a
ser uno de sus más típicos representantes: los otros tenían familias, conocidos,
una vida organizada, mientras que yo había caído en Moscú en el período de
la revolución con tres mudas, sin profesión y habiendo perdido de vista a los
amigos de la adolescencia.
Recuerdo la cafetería Bom en Tverskaia, frecuentada por los escritores;
allí tomábamos café y nos contábamos las últimas noticias. Había otros cafés
adonde íbamos a trabajar: por treinta o cincuenta rublos leíamos nuestras
obras ante un público bullicioso que a duras penas nos escuchaba, pero que
nos miraba con la misma curiosidad que los visitantes de un parque zoológico
miran a los monos. Estos cafés eran efímeros y a menudo cambiaban de
nombre: Café de los Poetas, El Trébol, La Tabaquera Musical, El Dominó,
Pittoresque, La Décima Musa, El Establo de Pegaso, El Gallo Rojo.
Los Tsetlin nos daban comidas copiosas, dignas de los últimos
representantes de la dinastía del té. Nos reuníamos a menudo en casa de Kará-
Murzá; allí también nos invitaban a comer, y el ambiente era mucho más
sencillo y cordial. Unas veces íbamos a casa de Alekséi Tolstói; otras nos
encontrábamos en casa de la actriz Liudmila Dzhalálova, en la calle
Afanásiev. Se celebraban también las «reuniones del miércoles», un poco
aburridas; en ellas los escritores costumbristas leían sus relatos y los hombres
de letras exigían con monotonía ciertas libertades; el hermano de Bunin, el
simpatiquísimo Yuli Alekséievich, estaba al frente de los «miércoles».
El presidente de la Unión Panrusa de Escritores era Jurgis Kazimírovich
Baltrušaitis, un hombre taciturno que rebosaba bondad. Su cara parecía un
desierto, ojos pálidos, boca fruncida en una arruga amarga. Cuando
Maiakovski atacaba a Balmont o Alekséi se ponía a contar chistes, Jurgis
Kazimírovich, con su levita negra abrochada hasta el último botón, callaba,
imperturbable. Su habitación era un reflejo de sí mismo: paredes desnudas y
un crucifijo. Igual de tristes, amargos y abstractos eran sus versos: «A todos
nos iguala con el signo de la afinidad, con la señal del dedo de Dios, una
inmensa soledad, una gran ostentación». Recuerdo que una vez viajamos a
Kimri para participar en una velada literaria. Baltrušaitis recitó varios
poemas. Después Lidin leyó un cuento sobre caballerizas y carreras de saltos.
En la sala había mucho bullicio; expulsaron a alguien. Un jovencito se
encaramó al escenario y se puso a cantar: «He nacido desertor y desertor
moriré, fusiladme si queréis, pero jamás seré comunista». Bebimos vodka,
luego nos llevaron a una habitación vacía: el tren no salía hasta la mañana
siguiente y dormimos en el suelo. Jurgis Kazimírovich guardaba silencio como
de costumbre, sólo cuando llegamos a Moscú dijo de pronto: «Ha sido una
estupidez, la verdad… Pero, con todo, hemos hecho bien en ir allí».
Tengo la impresión de que aquellos años fueron para Jurgis Kazimírovich
los mejores de su vida. (En 1921 fue nombrado embajador de Lituania en
Moscú. A él le habría gustado seguir reuniéndose con los escritores, como
antes, pero era un diplomático y se le evitaba con diplomacia. Seguía
escribiendo poemas lúgubres; escribía también en lituano. La vida que llevaba
resultaba absurda, pero a él no le sorprendía, sabía desde la infancia lo que
era el desierto).
Recuerdo una ventana iluminada en el bulevar Zúbovski; allí vivía el poeta
Viacheslav Ivánovich Ivánov. Me parecía un anciano sabio (tenía entonces
cincuenta y dos años) de aspecto semejante al de un pastor de Ibsen. Vestía de
una manera pasada de moda, y la montura dorada de sus gafas relucía. Era un
hombre de vasta cultura; escribía con un estilo enrevesado y grandilocuente.
Le llamaban «Viacheslav el Magnífico». Leía emocionado, como si
improvisara, sus sonetos cincelados, y al escucharle dos sentimientos luchaban
en mí: el sobrecogimiento y la compasión. El tiempo se precipitaba hacia
delante, y en un rincón del bulevar Zúbovski quedaba todavía un tipo
estrafalario, enlevitado, con sus ménades, su Isolda, sus rosas de Suristán y
acatistos. Aparecieron en las casas unas estufas llamadas «burguesas», en las
que se cocían gachas de mijo, y Viacheslav Ivánov escribía: «Echa un haz de
leña en el hogar, cuece tu mijo, con una hora te bastará. ¡Oh, cuán profunda es
la tumba de la eternidad!».
Sabía hablar con entusiasmo de la antigua Hélade, pero se sentía perdido
cuando los acontecimientos asomaban a su despacho. Escribió a Gueorgui
Chulkov: «Sí, hemos encendido esta hoguera, y la conciencia dice la verdad,
aunque no mentían nuestros presentimientos de que en la hoguera ardería
nuestro corazón».
Creo que en aquellos años el corazón de Viacheslav no ardía: se
congelaba. (Años más tarde se fue a Italia, donde enseñó eslavística en una
universidad católica, siguió escribiendo sonetos y murió a una edad muy
avanzada).
Una vez volvía de una velada literaria en compañía de Mijaíl
Guershenzón, que vivía en una calle del barrio Arbat. Yo conocía sus libros
sobre los decembristas y Chaadáiev, y pensaba que para él lo más importante
era preservar los valores espirituales de los que hablaba Viacheslav Ivánov.
Pero Guershenzón se echó de pronto a reír, se detuvo junto a un montón de
nieve más alto que él y se puso a instruirme: lo más importante es la libertad
interior, de nada sirve llorar por las túnicas podridas. Reía, pero sus ojos eran
dulces y tristes.
«¿Por qué se aflige? Usted es joven… ¿No es una dicha sentirse libre de
todo lo que nos parecía eterno, inmutable? Yo me alegro».
Mijaíl Ósipovich no había cumplido los cincuenta años, pero a mí, como
es natural, me parecía un hombre viejo. Entonces yo no comprendía por qué se
alegraba, pero ahora pienso con admiración en sus palabras; si sufría de un
defecto de la vista, a diferencia de muchos escritores, incluidos los jóvenes,
no era miope sino hipermétrope. Sus méritos ante nuestra literatura son
grandes, y sólo la enfermedad del siglo, la amnesia, puede explicar que se le
haya olvidado tan pronto; no fue, desde luego, un efímero escritor de
paradojas, sino un serio y hondo historiador de la intelectualidad rusa del
siglo XIX. Sus libros sobre Ogariov y Chaadáiev, sobre la decembrista
Krivtseva, sobre el Moscú de Gribóiedov están escritos con la precisión de un
cronista y con la inspiración de un poeta. Murió en 1925.
Más adelante hablaré de Andréi Bieli, a quien vi a menudo en Alemania en
1922. Durante los años que ahora describo me parecía un fantasma. No se
sentaba en la silla como los demás, sino levemente alzado; daba la impresión
de que de un momento a otro se iba a transformar en una nube; no hablaba con
su interlocutor, sino con un habitante imaginario de un planeta imaginario. La
palabra aire hace tiempo que se ha convertido en un término técnico para los
que trabajan en las emisoras de radio («estamos en el aire»), incluso cuando
se trata de una charla sobre prevenir las molestias estomacales. En aquellos
días, sin embargo, la palabra aire aún sonaba misteriosa: «Te llevaré yo, libre
hijo del aire, más allá de las estrellas…». Bien, pues yo tenía la impresión de
que Andréi Bieli hablaba exclusivamente del aire de Lérmontov: «Rusia era
un mesías, la destrucción era creación, el abismo era ascensión…». Le
admiraba, pero no podía evitar pensar: «Tú eres feliz, ni siquiera te sientas en
la silla, te elevas; en cambio, yo no soy capaz de reencarnarme, ni de
evaporarme, ni de hablar como un oráculo».
A Balmont todo le sacaba de quicio. Una vez teníamos que ir de
Pokrovskie Vorotá a Arbat. Subir a un tranvía no era fácil; salté al estribo e
intenté abrirme paso, pero Balmont empezó a gritar: «¡Apartaos, canallas!
¡Dejad paso al hijo del sol!». Tales palabras no surtieron efecto alguno, y
Balmont anunció que, faltos de dinero para tomar un coche, iríamos andando:
«No quiero que mi cuerpo roce el de estos insensibles anfibios».
Iván Bunin afirmaba que de todo cuanto pasaba tenían la culpa los
«decadentes»: tanto de que le hubiesen saqueado la finca como de la
desaparición del azúcar. Una vez, en casa de Alekséi Tolstói, recité mi poema
sobre la ejecución de Pugachov, que había escrito en París en 1915. Al leer
los versos: «No quedará de nuestra patria más que huevas de cangrejo, y en lo
alto de una estaca, la cabeza de Pugachov», Bunin se levantó y dijo a Natalia
Vasílievna, esposa de Tolstói: «Disculpe, no puedo escuchar tales cosas», y se
marchó.
Alguien compuso entonces unos versos, que he encontrado en mi cuaderno
de notas: «De ahora en adelante eres mi amigo, diablo y bandido, esnob
parisino con sombrero de copa que recuerda a un montículo de nieve. Con tus
versos, sin revólver, has asustado a Iván Bunin. Le deseo desde este momento
cangrejos selectos y sin huevas».
La casa de Tolstói, pese a la inquietud espiritual que se había apoderado
de él, era muy acogedora. El anfitrión no sólo sabía alegrarse con gusto, sino
también mostrarse afligido. Explicaba siempre historias divertidas, y era el
primero en reír. Un día, de regreso del ensayo de una de sus obras, nos contó
que durante los primeros días de la revolución unos soldados encontraron en
el Teatro Mali la cabeza de san Juan Bautista de la cual se burla Salomé en la
obra de Oscar Wilde; la cabeza les gustó y se pusieron a jugar al fútbol con
ella. En otra ocasión Tolstói nos relató que, durante las elecciones a la
Asamblea Constituyente, una campesina de un pueblo cerca de Moscú tomó de
la mesa una papeleta que no quería. El propagandista le dijo: «Ése no es tu
número». A lo que ella replicó: «No quiero pasar por miedo a ensuciar… Con
la ayuda de Dios, también ésta servirá». Alekséi Nikoláievich rio a
carcajadas, a pesar de que, como ya he dicho, no estaba alegre, ni mucho
menos.
Entre los escritores de la vieja generación me encontraba con Borís
Záitsev, enfermo y algo perplejo; se deleitaba hablando de Italia, pero acerca
de lo que ocurría a nuestro alrededor, decía con franqueza: «No lo
entiendo…».
A veces íbamos a ver al poeta Chulkov, que vivía en el bulevar Smolenski.
De joven, Chulkov había participado en el movimiento revolucionario,
conoció la prisión y el exilio. Hacia 1907-1908 se encontró en el centro de la
vida literaria; Blok y Bieli habían discutido por él. Yo le conocí envejecido y
triste; parecía un gran pájaro enorme, ya no predicaba el «universalismo» ni la
«anarquía mística». A veces, tras guardar silencio, recitaba unos versos de
Tiútchev. Iván Alekséievich Nóvikov prefería citar a Pushkin; era un anfitrión
muy acogedor, nunca ofendía a nadie; su mirada era cariñosa y serena. En su
casa se observaban las tradiciones: en Pascua se hacían roscones y se pintaban
huevos.
En casa de Kará-Murzá se reunían sobre todo los jóvenes; para ellos,
Alekséi Nikoláievich era un clásico. El poeta Lípskerov declamaba con voz
cantarina poemas sobre las beldades de Oriente. Solía acudir también Vera
Ínber. (La había conocido en París; tenía que ir a un sanatorio en una montaña
de Suiza y me rogó que velara por la edición de su primer libro, El vino triste.
Las ilustraciones las había hecho un amigo mío, el escultor Zadkine. Vera leía
unos versos frívolos: «Willy, querido Willy, respóndeme sin reservas, ¿has
amado alguna vez a alguien?». En aquella época trabé amistad con V. G. Lidin.
En su juventud, había sido un ingenuo, sediento de romanticismo. Liudmila
Dzhalálova le llamaba «el Marabú Rosa», y se le quedó el apodo.
En una de las cartas de Maiakovski a Brik encontré estas líneas: «Ese café
me repugna. Es un nido de chinches. Ehrenburg y Vera Ínber todavía parecen
un poco poetas, pero sobre su actividad ha observado justamente Kairanski:
“Ehrenburg lanza aullidos salvajes, Ínber aprueba sus necedades”». En la
edición de Herencia Literaria no se incluye el final del epigrama: «Para ellos,
ni Moscú ni Petersburgo sustituirán a Berdíchev».[1] El crítico Kairanski
terminó así unos versos que compuso durante una velada en casa de Kará-
Murzá. Entonces, yo no preveía muchas cosas y no me enfadé.
Nos divertíamos como podíamos. La Esfinge planteaba enigmas a los
hombres que éstos no podían resolver, y la Esfinge los devoraba. Edipo sabía
que si no resolvía el acertijo le aguardaba la muerte. Con todo, creo que
cuando la Esfinge lo dejaba en paz un minuto, Edipo se divertía… No
obstante, Andréi Mijáilovich Sóbol reía pocas veces, y su sonrisa era triste.
Siendo muy joven había mantenido contactos con la organización clandestina
del Partido Socialista Revolucionario; a los dieciocho años fue condenado a
trabajos forzados y confinado en la terrible prisión de Zerentui, de donde
escapó y huyó al extranjero. Yo le conocí en un pueblecito italiano, Cavi di
Lavagna, donde, no se sabe a ciencia cierta por qué, se habían establecido, o,
para hablar con propiedad, pasaban hambre los emigrados rusos. Durante la
guerra Sóbol regresó a Rusia con pasaporte falso. No sé por qué estaba tan
triste, tal vez porque había sufrido muchas penalidades en la vida o quizá
porque la realidad distaba mucho de parecerse a sus sueños de adolescente:
los campesinos quemaban las bibliotecas en las fincas, los marinos se habían
aficionado a tomarse la justicia por su mano y, en lugar de los héroes de
Stepniak-Kravchinski, eran los porteadores del mercado negro los que
desfilaban a lo largo de la calle Miasnítskaia con aire diligente. En 1923
Pravda [La verdad] publicó una «carta abierta» firmada por Andréi Sóbol:
«En el transcurso de estos años agitados y terribles que han pasado ante
nosotros, por encima de nosotros y a través de nosotros, se ha equivocado, ha
tropezado y ha caído Rusia entera. Sí, me equivoqué; sé dónde, cuándo y
cuáles fueron mis errores, pero estos errores han sido una consecuencia
natural de la enorme complejidad de la vida. Sólo los estúpidos sin remedio o
los malvados recalcitrantes pueden considerarse irreprochables. Como no he
encontrado en mí estupidez ni malicia, no veo motivo para arrepentirme. Unos
reconocen sus errores antes; otros, después. Yo he reconocido los míos más
tarde que muchos otros, quizá porque he sido siempre socialista y lo sigo
siendo, y siempre he creído en la hora en que el culi de Calcuta, salvando
mares y océanos, no sólo de agua sino también de lágrimas y sangre, tenderá la
mano a Fiedka Biespati de Nedoielovka». Andréi Sóbol era un hombre
enfermizo, dulce y bueno, con una conciencia en extremo sensible. En 1926 se
quitó la vida en un banco del bulevar Tverskoi.
Los periódicos anunciaban acontecimientos grandiosos: el ataque de los
alemanes, el tratado de paz de Brest-Litovsk, el traslado del gobierno a
Moscú, la revuelta de los socialistas revolucionarios de izquierda, el inicio de
la guerra civil en el Don. En Moscú se disparaba sin tregua. En la calle
Povarskaia, poco menos que en cada casa estaba instalado un estado mayor
anarquista. En el Café de los Poetas veía a menudo sobre la mesa un revólver
al lado de los pasteles. Por la noche, los bandidos asaltaban a los transeúntes.
En las asambleas no se dejaba de repetir: «¡La patria socialista está en
peligro!». Se anunció la creación de una comisión extraordinaria para
combatir la contrarrevolución y el sabotaje (Cheká). Pero la vida seguía su
curso… Encontré al poeta Mijaíl Guerásimov y me llevó a una reunión del
Proletkult donde se burlaban de los futuristas. Maiakovski calificaba los
versos de los poetas del Proletkult de «mercancía podrida». Tolstói decía que
era preciso partir a París. Bunin tildaba a Tolstói de «semibolchevique». La
Esfinge exigía una respuesta. Pero nosotros, a pesar de todo, continuábamos
yendo a casa de Kará-Murzá, nos divertíamos haciendo el idiota, escribíamos
parodias, comprábamos tabaco en Sujarevka, discutíamos y nos
enamorábamos…
Fui a ver la exposición de la Sota de Diamantes: había obras de pintores
de este movimiento, pero también de suprematistas y de estilistas de salón: el
letrero era engañoso. Pero las telas de los artistas de la Sota de Diamantes me
gustaron. No sé por qué creía (y así lo consideran aún muchos) que los
pintores de dicho grupo imitaban a ciegas a los franceses. Desde luego,
admiraban a Cézanne y conocían a Matisse, pero a la experiencia de los
maestros franceses añadían algo propio, nacional. En las primeras telas de
Lentúlov, Mashkov, Konchalovski, Lariónov, Chagall e incluso Malévich
(antes del suprematismo) hay algo de los letreros de peluquerías, fruterías y
estancos que, antes de la revolución, en las ciudades de provincia, constituían
verdaderas creaciones del arte popular.
Me apasionaba también el teatro; a juzgar por mi agenda, en el espacio de
un mes vi Las tres hermanas y La aldea de Stepánchikovo en el Teatro de
Arte, Famira Kifared de Innokenti Ánnenski en el Teatro de Cámara; Pável de
Merezhkovski en el Teatro Dramático. Vi El diluvio en el filial del Teatro del
Arte. La escenografía reproducía un café, la gente llamaba al camarero y pedía
coñac. A mi lado se hallaba el crítico de arte Yákov Tuguenhold, recién
llegado de París. Cuando bajó el telón, Tuguenhold deslizó la mano en el
bolsillo en busca de dinero: creía que estaba en un café y que debía pagar al
camarero. Me reí un poco, aunque la obra era más bien sombría: su
naturalismo me pareció divertido. Los actores bebían de verdad, y todo se
desarrollaba «como en la realidad». En 1909, en París, el actor trágico
Mounet-Sully me pareció inverosímil en el papel del rey Edipo, mientras que
ahora me hacía reír lo inverosímil de lo excesivamente verosímil.
El arte me tentaba, pero yo continuaba meditando sobre las preguntas de la
Esfinge. Desde el punto de vista práctico, la vida se hacía cada vez más
difícil: todo el mundo pasaba hambre. Se hablaba de tiroteos, de
racionamiento, de tifus. Yo soportaba las privaciones mejor que la mayoría de
mis nuevos amigos: en París había pasado por la escuela del hambre.
Un día recibí una carta de Chantal que me había enviado por medio de un
conocido: me escribía que me estaba esperando. Por un momento vi París ante
mí: el Sena, los castaños, los amigos y la cour de Rohan, donde vivía Chantal.
Me llevó mucho tiempo escribir la respuesta: quería explicarle que la guerra
continuaba, que no tenía dinero y, sobre todo, que no podía irme de Rusia sin
haber comprendido qué pasaba… La carta me pareció estúpida y la rompí.
9

Mi madre murió en Poltava en el otoño de 1918. Sabía que estaba gravemente


enferma y me apresuré a ir a verla. Cuando llegué a la casa de mi tío, vi
sentado en el recibidor a mi padre, todo encorvado: acababa de regresar del
cementerio. Llegué con dos días de retraso, y no pude despedirme de mi
madre. En la vida de casi todos los seres humanos la muerte de una madre
provoca muchos cambios interiores. Desde los diecisiete años vivía lejos de
mis padres y, sin embargo, me sentí huérfano al instante. Caía una lluvia fría,
las flores sobre la tumba de mi madre se ennegrecieron enseguida por las
heladas prematuras. No sabía qué decirle a mi padre; los dos guardábamos
silencio. Permanecí junto a él dos o tres semanas; de aquello se podían decir
muchas cosas, pero también guardar silencio.
Una vez vi al escritor Vladímir Korolenko en la calle. Caminaba
encorvado, y su rostro me impresionó por su expresión de bondad y tristeza.
Me pareció que veía al último representante de la intelligentsia del siglo
pasado. El diccionario Ushakov da la siguiente acepción de intelectual.
«Persona cuyo comportamiento social se caracteriza por su falta de voluntad,
dudas y vacilaciones». No obstante, a los intelectuales rusos del siglo XIX no
les faltaba voluntad, supieron pagar por sus ideas con privaciones materiales,
encarcelamientos y trabajos forzados. Sus dudas se explicaban a menudo no
por la pusilanimidad, sino por la conciencia. Korolenko también era justo eso:
un hombre con escrúpulos. Recordé lo alentador que fue con un poeta novato
que vivía en el extranjero. Un estudiante que lo frecuentaba me dijo: «Se lo
presentaré, si usted quiere».
Sabía que Korolenko no estaba bien de salud, que se sentía abrumado por
los acontecimientos e inquieto por su yerno, a quien los alemanes habían
arrestado. No me atrevía a preguntarle nada… En cuanto a ir simplemente para
darle las gracias por existir, me faltó coraje y no fui a verlo.
Escogí un mal momento para ir a Kiev. Contaré cómo viví allí y lo que vi,
pero antes que nada quisiera hablar de la ciudad. De niño iba a menudo a
Kiev, a casa de mi abuelo; después de mi encarcelamiento, también estuve allí,
sin documentación ni un techo bajo el cual cobijarme. Mi vida ha transcurrido
en dos ciudades: en Moscú y en París. Pero jamás pude olvidar que Kiev es
mi patria. Sin duda, tal es el poder de las palabras y la fuerza de la
imaginación. No sé cuándo llegaron mis antepasados a Ucrania ni de dónde los
empujaron los vientos de la historia, tal vez de Córdoba o de Granada. Mi
abuelo por parte de madre llegó a Kiev procedente de Nóvgorod-Séverski,
una pequeña y antigua ciudad de la provincia de Chernígov, y esto ocurrió,
como es natural, no en los tiempos del príncipe Ígor, sino hace relativamente
poco, a inicios del reinado de Alejandro II. ¿Dónde se llevó a mi abuelo el
gentilhombre estirándole de las patillas? ¿A Nóvgorod-Séverski, a Kiev, o a la
misma ciudad de Berdíchev de la cual se contaban cientos de anécdotas que
inspiraron a Kairanski su mordaz epigrama? No lo sé. No pretendo demostrar
que soy un verdadero kievita, con viejas raíces en la ciudad. Pero el corazón
tiene sus leyes y siempre pienso en Kiev como mi patria. En el otoño de 1941
perdimos una ciudad tras otra, pero no olvidaré el 20 de septiembre, cuando
me dijeron, en la redacción de Krásnaia zvezdá [Estrella roja], que las
divisiones alemanas desfilaban por la avenida Kreschátik. «¡Kiev, Kiev! —
repetían los cables telegráficos—. Te llama la desgracia, la pena al habla.
¡Kiev, Kiev, mi casa!».
Recuerdo cuando, de niño, el tren comenzaba a acercarse a Kiev. El tren
se detenía en todas las estaciones, se tomaba su tiempo (era yo el que tenía
prisa), y los nombres de las estaciones eran extraños: Bóbrik, Bobróvitsa,
Brovarí. Luego comenzaban las extensiones arenosas; a mí me parecían el
Sahara. Me asomaba por la ventanilla. De pronto aparecía Kiev: las cúpulas
del Monasterio de las Cuevas, los jardines, el anchuroso Dniéper con sus
islitas de árboles verdosos. Pero el tren rodaba durante largo rato por el
puente con un gran estruendo…
En Kiev había enormes jardines donde crecían castaños; para un niño
moscovita eran árboles tan exóticos como palmeras. En primavera los
castaños destellaban como candelabros con los brotes blancos en sus
extremos; en otoño recogía castañas relucientes, como pulidas. En todas partes
se veían jardines: en las calles Institútskaia, Mariinsko-Blagoveschénskaia,
Zhitómirskaia, Aleksándrovskaia. La calle Lukiánovka donde vivía mi tía
Masha con sus perales y sus gallinas me parecía un verdadero paraíso
terrenal. En la calle Kreschátik estaba la papelería de Chernuja donde vendían
cuadernos escolares con cubiertas brillantes y coloridas; en aquellos
cuadernos incluso un ejercicio de porcentajes parecía más divertido. También
estaba la confitería Balábuja, en la que vendían confitura seca (se llamaba
balábuja); cuando abrías la caja, encontrabas un bombón con forma de rosa
que desprendía perfume. En Kiev comía varéniki de cerezas y panecillos de
ajo. Los transeúntes tenían una sonrisa en el rostro. En verano, en la avenida
Kreschátik, la gente se sentaba en las cafeterías, en la mismísima calle, y
tomaba cafés y helados. Yo los miraba con envidia y admiración.
Más tarde, cada vez que regresaba a Kiev me sorprendían la ligereza, el
carácter acogedor y la vivacidad de sus habitantes. Por lo visto, cada país
posee su sur y su norte. Los italianos consideran norteños a los turineses; son
algo secos, reservados y prácticos. Los gascones viven en la misma latitud que
los turineses, pero Gascuña es el sur de Francia y, en francés, «gascón» es
sinónimo de fantasioso, bromista, dicharachero. Para un español, los
barceloneses son nórdicos, pero si se deja atrás Barcelona para dirigirse al
norte y se franquea la frontera, se puede llegar hasta Tarascón, donde vivía
Tartarín.
En el norte, la gente a veces sonríe cuando recuerda algo agradable. Pero
¿por qué sonríe un meridional? Sin duda, porque le gusta sonreír. La fantasía
ucraniana, el humor ucraniano, pusieron una nota de color en la faz severa de
la vieja Rusia. Gógol era un hombre enfermizo, que tenía muy mal carácter,
pero ¡a cuántas personas curó con sus libros! Sé que Gógol es un «gran
realista»: así está escrito en todos los manuales, y en el instituto aprendí de
memoria: «Es maravilloso contemplar el Dniéper en un día despejado». Pero
en el mismo pasaje dice así: «Rara vez pasa un ave por el medio de su cauce».
Los pájaros cruzan volando los mares, pero Gógol tiene razón: «Ancho es el
Dniéper y ancho es el arte».
Después de la revolución, entraron en la literatura rusa los meridionales
brillantes, arrebatados, burlones y románticos. Nos deslumbraron, nos hicieron
reír y nos inspiraron: Bábel, Bagritski, Paustovski, Katáiev, Svetlov,
Zóschenko, Ilf, Petrov, Olesha…
De niño, solía pasar temporadas en casa de tía Masha, que tenía en
arriendo una granja cerca de Boryspil; allí, en la feria, oía cantar a los ciegos
viejas canciones. Muchos años después, escuchando a M. F. Rilski leer sus
versos, encontré en ellos algo familiar: la tierna y maliciosa música del habla
ucraniana.
Pasé no pocas horas en la catedral de Santa Sofía de Kiev. A menudo se
contrapone el arte bizantino al de la Antigua Grecia. Es cierto que el Cristo
Pantocrátor exigente y severo, vinculado no sólo al cielo azul de Grecia, sino
también al régimen fanático y policiaco del gran imperio, no pertenece al
mundo de los centauros y de las ninfas. No obstante, Bizancio conservó la
armonía de la Hélade cuyo reflejo llegó hasta el antiguo Kiev. En Santa Sofía
no sentía sólo el peso de los siglos, sino también la ingravidez, las alas del
arte.
Me gusta el barroco de Kiev, cuyo rebuscamiento alambicado queda
suavizado por una especie de ingenuidad natural; no se trata de una mueca,
sino de una sonrisa. Recuerdo con pena el monasterio Mijáilovski: era
hermoso y tenía un pequeño patio encantador. No cabe duda de que la iglesia
de San Andrés es mejor, no la demolieron porque sí. Acusaban a los futuristas
de no respetar el arte del pasado, pero tenían en las manos plumas, no picos.
Durante la década de 1930 se pusieron a talar el bosque de tal manera que ya
no eran astillas lo que volaba, sino piedras seculares. En 1934 vi en Arcángel
cómo hacían volar el edificio de la Aduana, de la época de Pedro I; pregunté
por qué y me contestaron: «Entorpece la circulación», pero a la sazón, en
Arcángel, los automóviles se podían contar con los dedos de una mano.
La guerra causó muchas heridas a Kiev. Los alemanes hicieron saltar por
los aires el Monasterio de las Cuevas. Kreschátik dejó de existir. Luego se
construyeron las aceras, se instalaron macetas con flores, apostaron a agentes
de policía. Después reconstruyeron la calle. No había monumentos históricos
en la vieja Kreschátik; sólo la amo por mis recuerdos. En Moscú vivo en la
calle Gorki y he contemplado durante mucho tiempo esa arquitectura que hoy
llaman «ornamental», aunque es incapaz de ornamentar nada. En cambio,
quedé maravillado ante la visión de la nueva avenida construida sobre el
Dniéper: ahora todo Kiev puede sentarse en un banco (si hace buen tiempo,
desde luego) y comprobar hasta qué punto el Dniéper es maravilloso. Lipki, el
jardín de los tilos, está más bonito. Ya no pesa el estigma de mal barrio sobre
Podol.
¡No, Kiev no es una extraña para mí! Mis primeros recuerdos son un patio
grande, gallinas, un gato blanco y pelirrojo y, enfrente de la casa (calle
Aleksándrovskaia), unos bonitos farolillos: había allí un establecimiento de
ocio estival, el Chateau des Fleurs.
Muchos acontecimientos de mi vida están vinculados a Kiev. Durante los
años de 1918 y 1919, Aleksandra Ékster estableció allí una escuela de arte.
Era una pintora de izquierdas que exponía en Moscú con el grupo Sota de
Diamantes y dirigió alguna que otra vez en el Teatro de Cámara. En su
academia estudiaban una docena de chicas y algunos jóvenes. Ya hablaré de
ellos más adelante. Entre los alumnos de Ékster había una muchacha de
dieciocho años, Liuba Kózintseva. Se interesó por mí cuando se enteró de que
conocía a Picasso. En cuanto a mí, también mostré interés por ella, a pesar de
que sólo conocía a Ékster. Comencé a frecuentar la casa de la calle Mariinsko-
Blagovéschenska, donde vivía el doctor Kózintsev. Huelga decir que mi
reputación era precaria, pero entonces todo era precario. Petliura[1] había
sustituido al atamán, luego el Ejército Rojo había hecho lo propio con
Petliura. Liuba y sus camaradas decoraban un barco de propaganda. El
conserje del Club Literario y Artístico filosofaba: «Hoy está todo del revés,
mañana será a nosotros a los que nos pongan del revés».
Yo seguía escribiendo poemas, pero en los múltiples cuestionarios que
debía rellenar, a la pregunta de cuál era mi profesión ya no respondía «poeta»
sino «empleado»: trabajaba en varias instituciones soviéticas. Por lo demás,
esto nada tiene que ver con el tema que nos ocupa. Liuba venía a verme a
hurtadillas; yo tenía alquilada entonces una habitación en la calle Reitorskaia.
Varios meses después fuimos sin avisar a nadie a las oficinas del Registro
Civil, abriéndonos paso entre los cuerpos de los soldados rojos dormidos y
los fardos confiscados por el comité de abastecimientos.
En octubre de 1943 me encontraba, junto con otros corresponsales de
Krásnaia zvezdá, en el pueblo incendiado de Lietki, a orillas del Desna.
Esperábamos a que Kiev fuera liberado. A nuestro alrededor se oía el rumor
de los frondosos juncales. A veces íbamos a Darnitsa, desde donde podíamos
contemplar la ciudad. Otras, cruzábamos a la orilla derecha del Dniéper. La
espera se hacía difícil. El poeta Semión Guzdenko escribió más tarde: «Pero
entre los montículos de nieve, junto a Moscú, | y en los pantanos de los ríos
bielorrusos, | Kiev seguía siendo mi primer amor, | y ese amor nunca se
olvida».
Vi las arenas de Babi Yar, donde los nazis asesinaron a setenta mil judíos.
Me enseñaron el siguiente bando: «Judíos de Kiev y de los alrededores: el
lunes 29 de septiembre, a las siete de la mañana, deben presentarse con sus
respectivos documentos de identidad, efectos personales y ropa de abrigo, en
la calle Dorogozhitskaia, cerca del cementerio judío. En caso de no
comparecer, se castigará con la pena de muerte». A lo largo de la gran calle de
Lvov marchaba el cortejo de condenados; las madres llevaban en brazos a los
niños de pecho, los paralíticos eran llevados en carretillas. Luego los
desnudaron a todos y los mataron. Ningún pariente mío figuraba entre las
víctimas, pero creo que en ninguna parte he sentido una pena tan inmensa, una
orfandad tan grande, como en los arenales de Babi Yar. En algunos sitios se
veían cenizas negras, huesos calcinados (los alemanes, poco antes de la
evacuación, ordenaron a los prisioneros desenterrar los cuerpos y quemarlos).
Tenía la impresión, no sé por qué, de que allí habían perecido familiares y
amigos míos, personas de mi edad a las que cuarenta años atrás había visto
absortas en sus juegos infantiles en las tristes calles de Podol o de Demievka.
En Kiev vivían muchos judíos. Cuando yo no era más que un niño, mi
primo, que era estudiante, me mostró en Kreschátik a un hombre con gafas,
cabello largo, y me explicó en tono respetuoso: «Es Sholem Aleijem».
Nunca había oído hablar de este escritor, y me pareció uno de esos sabios
extravagantes que se pasan horas inclinados sobre los libros lanzando suspiros
expresivos. Mucho más tarde leí sus obras y me hicieron suspirar y reír.
Deseaba traer a la memoria el rostro del sabio estrafalario que había visto en
Kreschátik. En sus obras, Sholem Aleijem llamaba a Kiev «Egupets», y la
gente de esta ciudad poblaba sus páginas. Sus hijos y sus nietos se despidieron
de Egupets en los arenales de Babi Yar…
En Kiev fui testigo de un pogromo antijudío. El relato del escritor judío
Kotsiubinski me resulta doblemente querido: porque comprendo el dolor de
Esterka y porque el autor del mismo no es el matarife Abrum, sino el
ucraniano Mijaíl Mijáilovich Kotsiubinski, hijo de Mijaíl Matvéievich y de
Glikeria Maksímovna.
He vivido muchos acontecimientos dolorosos en Kiev, pero esto no es lo
importante. Dicen que se puede nacer en un lugar fortuito, en una estación
ferroviaria o en un país lejano, allí donde el destino haya empujado a los
padres por un mes o por un año. Ahora bien, en este caso, la estación deja de
ser un simple punto en el mapa y el país lejano se hace próximo.
«¡Kiev, Kiev, patria mía!».
Cada vez que me encuentro en Kiev, subo sin falta una de sus calles
empinadas; de niño subía corriendo, pero he envejecido y me quedo sin aire;
sólo desde lo alto, desde Lipki o Pechersk, puedo contemplar los años, las
décadas, el tiempo que he vivido.
Cuanto acabo de decir puede considerarse una introducción a un cuento.
Viví en Kiev un año, desde el otoño de 1918 hasta noviembre de 1919. En
aquella época se sucedieron los gobiernos, las leyes, las banderas e incluso
los letreros. La ciudad era un campo de batalla de la guerra civil: se saqueaba,
se mataba, se fusilaba. Ésta es la triste historia que debo contar. Si he
comenzado mi relato con una digresión lírica es porque casi todos los
proverbios mienten (o, para ser más exactos, dicen las verdades al revés),
incluso la clásica sentencia romana que afirma Ubi bene, ibi patria («Donde
se está bien, allí está la patria»). A decir verdad, la patria está también allí
donde se está muy mal.
10

En París repetíamos con angustia: «Los alemanes están en Noyon». Y de


repente vi alemanes en Kreschátik. A mi encuentro venía un alto oficial con el
bigote al estilo de Guillermo II. Cerca de la Duma se apostaban centinelas
alemanes con botas de caña alta que hacían tamborilear sus suelas de madera.
En una de las estaciones ferroviarias de Kiev me llamó la atención un letrero
en la parte más limpia de un restaurante: «Reservado a los señores oficiales
alemanes».
Los periódicos aseguraban que en Ucrania gobernaba el atamán
Skoropadski.[1] Su nombre sonaba muy mal:[2] en aquella época los gobiernos
caían demasiado a menudo. No le vi nunca, tal vez tuviese un aspecto
adecuado para el cargo. Cuando las tropas de Petliura se acercaron a la
ciudad, el atamán partió para Alemania. No obstante, junto a la casa donde
había vivido, jóvenes voluntarios seguían montando guardia con el
convencimiento de que estaban defendiendo al jefe de Estado. Los kievitas,
entre risas, decían que el atamán había puesto pies en polvorosa. Se
comprende: el hombre no tenía prisa alguna en morir. Vivió casi treinta años
en la emigración, manifestó su entusiasmo por Hitler y asistió por segunda vez
a la derrota de Alemania. Un alemán me contó que a Skoropadski, hasta el día
de su muerte, siguieron llamándole «señor atamán». Sin duda, con los años se
acostumbró a este sobrenombre, pero en 1918 hizo un mal papel, como un
debutante. Le habían confiado la tarea de defender la independencia de
Ucrania, pero, como oficial del ejército zarista, Skoropadski prefería a todas
luces los guardias petersburgueses a los gaidamaki[3] de Kiev. Los alemanes
le habían nombrado atamán: era natural que él les declarara su amor, pero los
aliados acometieron una gran contraofensiva en Francia, y Skoropadski envió
a un hombre de su confianza a Odesa, donde se encontraba el representante de
los aliados, el cónsul francés Esnault. En los mercadillos de viejo, los
soldados desmovilizados, vestidos con capotes harapientos, vendían lámparas
de araña y fusiles. En los mercadillos cantaban: «Ucrania mía, tierra rica en
pan | los alemanes se llevan tu cereal | y tú con hambre te quedas».
Si de algo no podían quejarse los alemanes era de falta de apetito; comían
en todas partes: en los restaurantes, en los cafés, en los mercados; comían
escalopes a la vienesa, buñuelos grasientos, cordero asado y crema de leche
agria.
Los alemanes estaban alegres y satisfechos de la vida. Las pastelerías de
Kiev eran mucho más acogedoras que en Chemin des Dames o Verdún.
Parecían figuras sacadas de uno de aquellos monumentos erigidos en Alemania
en conmemoración de las victorias militares. Creían firmemente que
someterían al mundo entero. (Veintidós años después vi a los hijos de aquellos
alemanes, que una vez habían paseado por Kreschátik; iban por los bulevares
de París y se parecían a sus padres: se atiborraban de comida y estaban
ciegamente convencidos de su superioridad).
Kiev daba la impresión de ser un balneario descuidado, rebosante de
forasteros. Los kievitas se mezclaban con los refugiados procedentes del
norte. La avenida de Kreschátik era la primera etapa de la emigración rusa,
antes de alcanzar el malecón de Odesa, las islas turcas, las pensiones de
Berlín y las buhardillas de París.
¡Cuántos futuros taxistas se paseaban entonces por Kreschátik! Había allí
altos dignatarios de Petersburgo con rango de príncipe, astutos periodistas,
artistas de variedades, propietarios de pensiones lucrativas y
pequeñoburgueses de poca monta: el viento del norte los barría como hojas
otoñales.
Cada día se abrían nuevos restaurantes, charcuterías y asadores; los
nórdicos, después de haber vivido «sedientos y hambrientos», engordaban a
ojos vistas. Se abrían asimismo casinos de juego, cafés-teatros, cabarets. En
uno de estos locales, conocido por los petersburgueses, los actores hacían
piruetas mientras cantaban coplas escritas por Agnívtsev: «Diez gobiernos ha
habido en total, pero ninguno de ellos nos ha colgado aún».
Poco a poco fue apareciendo una multitud de tiendas de antigüedades: era
algo nuevo y sorprendente; se vendían pieles, crucecitas con cadena, iconos
guarnecidos de metales preciosos, cuberterías de plata, pendientes, mantas
escocesas, encajes; en suma, todo lo que la gente había podido llevar consigo
de Moscú y Petrogrado. Circulaban tipos diferentes de moneda: rublos del zar,
kérenki, dinero ucraniano; nadie sabía cuál era la peor de todas ellas. Junto a
la Duma, los especuladores ofrecían los deseados marcos alemanes, coronas
austriacas, libras, dólares. Cuando llegaban noticias de las derrotas infligidas
a los alemanes en Francia, el marco bajaba y la libra subía. En especial
resultaban atractivos los dólares; los especuladores, ya fuera para dar
muestras de cierta fantasía, ya fuera para aumentar las ganancias, clasificaban
los dólares en varias categorías, los más codiciados eran los que llevaban la
imagen del toro.
También los oficiales se clasificaban en diversas categorías: había
partidarios de Denikin, de Krasnov, cosacos del Kubán e incluso
representantes del ejército de Astracán. Al parecer, todos formaban parte de
un «cuerpo especial ruso», pero se peleaban entre sí. Todos, no obstante,
echaban pestes de los bolcheviques, de los nacionalistas ucranianos y de los
judíos. En la avenida de Kreschátik oí por primera vez el grito de guerra:
«¡Muerte a los judíos, viva Rusia!». Mataron a muchos judíos, pero no
consiguieron salvar a la vieja Rusia.
Empezaron a correr los rumores: los aliados habían ganado la guerra,
había inquietud en Alemania: a la cabeza del nuevo gobierno hay un Kérenski
alemán de nombre Maximiliano de Baden. Los oficiales blancos ignoraban si
debían alegrarse o entristecerse; por una parte, habían jurado fidelidad a los
aliados y condenado la paz de Brest-Litovsk; por otra, comprendían a la
perfección que si los alemanes se iban la ciudad caería en manos de aquellos
que denominaban «bandidos», o sea los hombres de Petliura.
Los alemanes preparaban la maleta con aire diligente, sin apresurarse. El
káiser se había trasladado de Berlín a Holanda. En Occidente cesaron las
operaciones militares. Los periódicos informaron de que en Kiev los soldados
rusos habían constituido un soviet de diputados. No sé de qué se ocupaba. En
cuanto a los oficiales y a los soldados alemanes, se afanaban por llevarse a su
patria el mayor botín posible: tocino, mantequilla y azúcar.
Los socialistas revolucionarios y los kadetés, que se reunían en la Duma
municipal, se disponían a proclamar que, en calidad de representantes
elegidos democráticamente por la población, iban a hacerse cargo del poder;
pero de Odesa llegó un emisario de monsieur Esnault y declaró que los
aliados ordenaban a «las fuerzas democráticas de Kiev» que dieran su apoyo
al atamán Skoropadski.
Piotr Pilski, conocido antes de la revolución por sus chistes sobre los
poetas simbolistas, publicaba en Kiev una revista humorística, Chiórtova
pérechnitsa [El pimentero del diablo]. Había motivos de sobra para reírse: el
atamán puesto en el poder por los alemanes estudiaba a toda prisa La
Marsellesa: el cónsul francés Esnault se declaraba partidario del atamán y
proponía al Directorio[4] que le abasteciera de armas: el gobierno de la nueva
República Alemana se proclamaba socialista y al mismo tiempo había
entablado negociaciones con los generales franceses para acometer una
campaña militar contra la Rusia soviética. De esto nada se decía en Chiórtova
pérechnitsa: no era el diablo quien molía la pimienta, sino un literato de
Petersburgo que sabía que pronto se vería forzado a pedir un visado para
Francia o Alemania.
Los trenes para Odesa eran tomados al asalto: todo el mundo decía que en
su puerto iban a desembarcar las tropas de los aliados, que sería demasiado
tarde para proteger a Kiev contra los hombres de Petliura o contra los
bolcheviques, pero Odesa era el paraíso, una fortaleza, la vida tranquila. Los
escépticos añadían que, incluso si no llegaban de Marsella los poilus
franceses, los fugitivos podrían alcanzar la ciudad desde Odesa: el mar es el
mar, después de todo.
Ya he dicho que nunca se engendran tantas fábulas como al comienzo de
una guerra. Hacía mucho tiempo ya que duraba la guerra civil, pero los
adversarios del poder soviético nunca eran los mismos, y todos daban rienda
suelta a su fantasía, tal y como hace la gente al inicio de una guerra. Diversos
fugitivos «bien informados» juraban que los aliados disponían de rayos
ultravioleta mediante los cuales podían aniquilar en unas horas tanto a los
«rojos» como a los «separatistas ucranianos».
Se hablaba de bandas. Existían muchos destacamentos de insurrectos;
exteriormente todos se parecían entre sí, pero cada cual pensaba a su manera:
unos creían en el Directorio, otros consideraban que era preciso acabar con
los burgueses y, mientras tanto, despojaban a los campesinos; había también
quienes se deleitaban con el pillaje; Opanás[5] no arrepentidos que se habían
entrenado durante los pogromos judíos. No recuerdo en qué momento apareció
en escena tal o cual jefe cosaco, quizá fue en 1918 o 1919, pero durante un año
escuché hasta el hartazgo historias sobre Striuk, Tiutiunik, Anguel, Zabolotni y,
por supuesto, el más famoso de todos: Majnó.[6]
Las tropas del Directorio se aproximaron a la ciudad. En el último
momento, los oficiales blancos vaciaron las bodegas, se pusieron a beber,
cantar, blasfemar y fusilar a los «sospechosos».
Cuando los soldados ocupan una ciudad, tienden a estar de buen humor;
cuando se ven forzados a abandonarla, están llenos de odio y conviene no
ponerse a su alcance. Aquel año me tocó oír muy a menudo tres expresiones:
«Mandarlo al Estado Mayor de Dujonin»,[7] «cometer excesos» y «dar un
portazo».
Los hombres de Petliura desfilaron alegres por la avenida Kreschátik, sin
tocar un pelo a nadie. Las señoras de Moscú que no habían tenido tiempo de
escapar a Odesa exclamaban con admiración: «¡Qué simpáticos!».
A los oficiales blancos los reunieron y encerraron en el Museo de
Pedagogía (evidentemente, por las dimensiones del edificio y no por motivos
didácticos). Recuerdo el susto general: se oyó un gran estrépito, en muchas
casas saltaron los cristales de las ventanas. Los habitantes de la ciudad se
apresuraron a llenar las bañeras ante el temor de quedarse sin agua y a quemar
los periódicos partidarios de Petliura. Luego se supo que alguien había
lanzado una bomba en el Museo de Pedagogía.
Cambiaron los nombres de los periódicos. Se izaron banderas con los
colores azul y amarillo. En los billetes de banco figuraba un tridente. Se dio la
orden de modificar los letreros de las tiendas y por todas partes se veían
pintores encaramados a escaleras, pincel en mano, sustituyendo la «i» rusa por
la ucraniana.
En dos casas del barrio de Lipki aparecieron sendos escudos: el de
Inglaterra y el de Francia. Los periódicos anunciaban que el cónsul francés
Esnault había prometido defender la independencia de Ucrania contra los
«rojos» y contra los «blancos».
A veces me parecía estar viendo una película sin llegar a entender quién
perseguía a quién; las secuencias se sucedían a tal velocidad que faltaba
tiempo, no ya para pensar, sino también para ver. Los hombres de Petliura
mantenían negociaciones con los bolcheviques, con los partidarios de Denikin,
con los alemanes y con Esnault. Las tropas del Directorio entraron en Kiev en
diciembre; permanecieron poco tiempo: seis semanas.
Nadie sabía quién iba a arrestar a quién al día siguiente, qué retratos había
que colgar y cuáles esconder, qué dinero había que tomar y cuál endilgar a
cualquier pazguato. Entretanto, la vida seguía su curso. Durante mucho tiempo
no tuve alojamiento y dormía en un sofá, en casa de mi primo, especialista en
enfermedades venéreas. A veces, por la mañana se oían tiroteos por las calles,
y en la sala esperaban ya los pacientes con aire lúgubre; invariablemente se
daban la espalda unos a otros, algunos trataban incluso de ocultar su rostro
tras un periódico. Los periódicos cambiaban de nombre y decían lo contrario
de lo afirmado en la víspera, pero esto no desconcertaba a los pacientes.
En el barrio de Lipki había un edificio donde solían interrogar a los
detenidos; cuando las autoridades estaban a punto de abandonar la ciudad,
quemaban los papeles y rompían los cristales. Llegaban otras autoridades,
volvían a poner los cristales, transportaban allí montones de papeles y de
nuevo empezaban a interrogar a los arrestados.
Ya he hablado del Club Literario y Artístico de Kiev situado en la calle
Nikoláievskaia; su nombre era de lo más cacofónico: KLAK. Durante los
meses de dominación soviética, pasó a llamarse JLAM, no en señal de
desprecio hacia el arte,[8] sino porque se le cambiaba el nombre a todo; JLAM
era el acrónimo de Pintores [en ruso judózhniki], Escritores, Actores y
Músicos. Yo iba allí a menudo. Después del enésimo cambio de poder,
algunos de sus asiduos visitantes desaparecían: se iban con las tropas o, como
decía el portero filósofo, los «habían agarrado por las solapas». Los que se
quedaban entonaban canciones o escuchaban cantar a los demás, leían poesía,
comían albóndigas.
Cuando en febrero llegaron de la orilla izquierda los soldados del Ejército
Rojo, casi todo el mundo se alegró. Recuerdo a uno de los habituales del club,
un abogado moscovita y calvo que gritaba, excitado: «No comparto sus ideas,
pero al menos ellos tienen ideas, mientras que aquí hemos estado viviendo el
diablo sabe cómo».
Por supuesto, también había irreductibles; consideraban que, en cuanto
pasara un mes, el jardín municipal volvería a ser el Jardín de los
Comerciantes y su querido periódico, Kievlanin, reanudaría su publicación.
Después de todo, el cónsul francés Esnault había prometido que los aliados
desembarcarían en Odesa, en Sebastopol, en Novorossíisk, y que su primera
misión sería liberar a «la madre de las ciudades rusas» de los bolcheviques.
Pero ¿con quién no estaba dispuesto a negociar el amigable monsieur
Esnault? Alrededor de Kiev merodeaban los «escuadrones cosacos de la
muerte» y destacamentos liderados por diversos atamanes. Ardían las casas,
volaba el plumón de los colchones. Cada día se oía hablar de nuevos
pogromos, de chicas violadas, de ancianos que yacían despanzurrados. Los
aliados se reunían en París; inspirados por el romanticismo de la Venecia de
los dogos, organizaron el Consejo de los Diez; aquel consejo mantenía
negociaciones con Denikin. Monsieur Esnault prometía fusiles al batko
Zelioni. La gente moría de hambre, de una bala perdida, de los pogromos, del
tifus transmitido por los piojos.
Cuando la ciudad estaba bajo el poder de Petliura, alguien llevó al KLAK
un periódico francés, Le Matin. Me enteré de que en París había surgido una
nueva moda: los hombres llevaban americanas muy entalladas, y los
vencedores del káiser hacían pensar en damas elegantes. Aparte de la moda,
había un artículo en el cual se explicaba que los aliados, en Rusia, defendían
la libertad, los derechos cívicos y los grandes valores de la humanidad.
Como ya dije, Skoropadski vivió del pan de los alemanes hasta edad
provecta. A Petliura lo mató de un tiro, en París, el relojero Schwartzbard. No
sé qué fue del cónsul francés Esnault, era un hombre insignificante, los
historiadores no se han interesado en él. Pero a menudo, cuando acabo de leer
un periódico con noticias sobre los acontecimientos en Guatemala o en el
Congo, en Irán o en Iraq, recuerdo el año 1919, el Kiev martirizado y la
sombra del oscuro señor Esnault.
11

Los soldados del Ejército Rojo llegaron en febrero de 1919, y en agosto los
blancos tomaron la ciudad. Aquellos seis meses fueron brillantes y ruidosos.
Para Kiev, aquélla fue una época de esperanzas, de impulsos, de extremos y de
confusión, a veces de tormentas primaverales.
Empezaré por hablar de mí. Ya he dicho que entonces me había convertido
en funcionario soviético. Antes, en París, había sido guía, luego descargué
vagones en una estación de ferrocarril, escribí reportajes para el Birzhevie
viédomosti. Todas estas ocupaciones, incluido el trabajo de periodista, no
exigían una gran cualificación. Pero la página siguiente de mi cartilla de
trabajo es verdaderamente enigmática: fui nominado director de la sección de
educación estética de niños «mofectuosos», dependiente de la seguridad social
de Kiev. El lector sonreirá, yo también sonrío; jamás hasta ese momento había
oído hablar de niños «mofectuosos». El lector tampoco, sin duda. Durante los
primeros años de la revolución, se empleaban a menudo términos misteriosos:
«Mofectuoso» quería decir moralmente defectuoso. Bajo esta denominación,
se agrupaba tanto a los delincuentes juveniles como a los niños problemáticos.
(Cuando me lo explicó una enjuta discípula de Froebel, comprendí que en mi
infancia yo había sido más que mofectuoso). ¿Por qué me habían confiado la
educación estética de unos niños y, además, descarriados? Lo ignoro. Nunca
había tenido nada que ver con la pedagogía, cuando en París mi hija se ponía
caprichosa, no conocía otro medio de apaciguarla —y esto nada tiene de
pedagógico— que comprarle un pirulí de color verde esmeralda o rojo muy
vivo por dos céntimos.
Por otra parte, en aquella época, eran muchos los que se dedicaban a
tareas ajenas a su competencia. Así, Marietta Shaguinián,[1] que impartía
conferencias sobre estética, empezó a dar clases sobre la cría de ovejas y el
arte de tejer, y el poeta Iliá Selvinski,[2] que había estudiado derecho y los
cursos de marxismo-leninismo para profesores, se convirtió en instructor para
la clasificación de pieles.
Un joven, que por casualidad aún no había sido descubierto por la policía
judicial, trabajó durante dos o tres meses en la «sección mofectuosa»:
traficaba con dólares, aspirinas y azúcar. Además escribía unos versos muy
malos (decía: «Perdonen, son terriblemente eróticos»). Muchos rasgos del
protagonista de mi novela El aprovechado, escrita en 1924, los tomé de la
biografía de este compañero de trabajo. En materia de pedagogía aún estaba
más pez que yo, pero se mostraba seguro de sí mismo, era descarado, se
inmiscuía en las conversaciones de los pedagogos y de los médicos. Recuerdo
una reunión en la que se trataba la cuestión de cómo influían sobre el sistema
nervioso de los niños los hidratos de carbono, las proteínas y las grasas. El
joven autor de los versos «terriblemente eróticos» interrumpió de repente a un
profesor de cabello cano y dijo: «Déjense de bobadas. De niño yo también era
nervioso. Si analizamos la cuestión a fondo, también las grasas son necesarias,
pero sobre todo las proteínas».
Yo previne a los pedagogos y a los psiquiatras de que era un profano en la
materia, pero me respondían que estaba haciendo un buen trabajo. Me forjé
una reputación: Ehrenburg es especialista en educación estética para niños, y
cuando volví a Moscú, en otoño de 1920, V. E. Meyerhold me propuso dirigir
los teatros infantiles de la república.
Trabajamos durante mucho tiempo en el proyecto de una «colonia
experimental modelo» donde se podría educar a jóvenes delincuentes en un
ambiente de «trabajo creativo» y de «desarrollo armonioso». Aquélla era una
época de provectos. Al parecer, en todas las instituciones de Kiev había
viejos estrafalarios de cabello cano y jóvenes entusiastas elaborando
proyectos de paraísos terrenales. Discutíamos sobre el efecto que causaban
sobre los niños muy nerviosos los colores en exceso chillones, sobre la
influencia de la declamación polifónica en la conciencia colectiva y sobre el
papel que podía desempeñar la gimnasia rítmica en la lucha contra la
prostitución infantil.
La incongruencia entre nuestras discusiones y la realidad era clamorosa.
Yo me ocupaba de la inspección de correccionales, refugios y albergues
nocturnos donde se daba cobijo a los niños abandonados. Tuve que escribir
informes, no se trataba ya de gimnasia rítmica, sino de pan y de percal. Los
muchachos se escapaban para unirse a los facciosos de algún batko, las chicas
incitaban a los prisioneros de guerra que regresaban de Alemania.
Entre los colaboradores de la sección había un pintor que se llamaba Pania
Pastujov, un joven extremadamente tímido. Un día lo envié a un albergue para
jóvenes refugiadas, creado en 1915. Se llevó de allí una profunda impresión.
Las niñas se habían hecho mayores y, como los gobiernos sucesivos las habían
abandonado a su suerte, se habían puesto a ganarse el pan; algunas incluso
tenían bebes. Cuando Pastujov empezó a decirles que la instrucción era la luz,
una de las muchachas le replicó, vivaracha: «Joven, mejor sería que nos
ofrecieras cigarrillos».
Nuestra institución estaba instalada en una casa señorial, junto al barrio de
Lipki. Recuerdo que en el salón había un secreter estilo imperio en el que
estaba fijado un número a toda prisa durante el inventario. Un día me encontré
sobre el secreter a un bebé: lo habían abandonado allí por la noche. En la casa
contigua se había establecido la Cheká regional; allí a cada momento entraban
coches. El jardín comenzó a verdear muy deprisa; yo escuchaba discusiones
sobre el método Dalcroze y miraba por la ventana: florecían las acacias.
En aquella época la gente trabajaba a menudo en varias instituciones a la
vez. Además de ocuparme de la sección de niños mofectuosos, me dedicaba a
muchas otras cosas; por ejemplo, participaba en la sección de arte aplicado.
Parecía que la época no era propicia para el arte: a cada momento se
producían tiroteos por las calles; el cónsul Esnault no perdía el tiempo, y Kiev
estaba rodeada de bandas de toda clase; los «estrategas» discutían tratando de
adivinar quiénes serían los primeros en irrumpir en la ciudad: los hombres de
Petliura o los de Denikin. Pero la sección de arte aplicado realizó una gran
labor. Aparte de mí, que era, si no un profano, al menos un diletante, en la
sección trabajaban buenos especialistas, los pintores de Kiev V. Meller,
Pribilskaia, Margarita Genke, Spásskaia. Organizábamos exposiciones de arte
popular, talleres de bordado y de cerámica. Conocí a Anna Sobachka, una
campesina de gran talento, con un sentido del color extraordinario. En la
avenida de Kreschátik aparecieron enormes carteles decorativos con
ornamentos ucranianos.
Vi animales de arcilla modelados por Iván Tarásovich Gonchar. Era uno de
los últimos representantes del arte popular tradicional. En aquel entonces, sus
animalitos no eran carneros, ni perros, ni leones, pertenecían a una especie
desconocida para los zoólogos: cada animal era irrepetible. (El arte popular
se inspira en la naturaleza, pero nunca la copia, y si las encajeras de Vólogda
han estudiado los dibujos que el hielo forma sobre los cristales de las
ventanas es porque se parecen a la jungla, al cielo cuajado de estrellas, a las
letras de alfabetos imaginarios).
En Kiev conocí a la escritora Sofia Fedórchenko, autora de un libro
apasionante, El pueblo en la guerra. Trabajaba como enfermera en un hospital
militar y había anotado las conversaciones de los soldados. Entonces yo había
transcrito las reflexiones de uno de ellos sobre el arte: «Entre nosotros hay un
voluntario que dibuja, todo lo que hace es tan parecido a la realidad, que
incluso resulta aburrido mirarlo». Los diversos manifiestos literarios así como
todos los ismos artísticos han ido envejeciendo, pero las palabras
pronunciadas por un soldado en 1915 me parecen no sólo vivas sino actuales.
Yo trabajaba también en el estudio literario: enseñaba a los principiantes
el arte de la versificación. (Aunque en aquella época escribía versos libres
desmadejados, no por ello dejaba de ser capaz de distinguir un yambo de un
coreo). Briúsov había tratado de demostrarme durante mucho tiempo que se
puede enseñar a escribir buenos versos a todas las personas, por poco dotadas
que estén. Gumiliov, que compartía su opinión, decía que incluso había
logrado hacer de Otsup[3] un poeta. Pero yo no creía ni creo en la enseñanza de
la poesía; en la escuela, sea cual sea su nombre, estudio, cursillos, instituto o
academia, lo único que se puede hacer es enseñar a leer versos, es decir,
elevar la cultura estética del alumno.
Entre los alumnos del estudio había un joven muy amable y tímido, Nikolái
Ushakov. Me alegro de que mi breve epopeya como maestro en Kiev no le
haya impedido llegar a ser un buen poeta. Me encontré con él tiempo después
y me convencí de que no tiene nada contra mí.
En el edificio de la calle Nikoláievskaia estaban las sedes de la Unión de
Escritores, del RABIS, de un estudio literario y, además, de muchas otras
instituciones; allí se discutía sobre futurismo, se distribuían entre los pintores
las tareas para decorar las calles, se pronunciaban conferencias sobre
marxismo, se extendían salvoconductos y toda clase de certificados.
Abajo, en el sótano, se encontraba el JLAM, antes KLAK. Allí veía al
poeta kievita Vladímir Makkaveiski. Poco antes había publicado una selección
de sonetos titulada Estilos de Alejandría. Conocía a la perfección la mitología
griega, citaba a Luciano y a Asclepíades, a Mallarmé y a Rilke, en una
palabra, era el Viacheslav Ivánov local. He echado un vistazo a su libro y sólo
he encontrado dos líneas comprensibles: «Hellas se ha acostado como una
momia en un sarcófago de Alejandría». A Makkaveiski le habría gustado ser
alejandrino, pero la época no era propicia para ello.
Otro de los poetas de Kiev era Benedikt Lívschits, un tipo poco
sedentario. Yo recordaba sus escritos virulentos en las publicaciones de los
primeros futuristas. Para mi asombro, vi a un hombre muy cultivado y
tranquilo: no se metía con nadie, por lo visto había tenido tiempo de temperar
las pasiones de la primera juventud. Amaba la pintura, la comprendía, y el arte
era nuestro principal tema de conversación. Escribía poco y reflexionaba
mucho. Probablemente, como yo y como muchos otros, quería comprender el
sentido de los acontecimientos. (Murió en un campo en 1938).
Ósip Mandelstam se distinguía entre los «nórdicos» del JLAM; ya era
conocido por su obra La piedra. Recuerdo que nos recitó sus versos
maravillosos «He estudiado la ciencia de las despedidas».
Víktor Shklovski pasó por allí como un meteorito; pronunció una
conferencia brillante y confusa en la academia de Ékster, sonreía con aire
juguetón y criticaba con cariño pero decididamente a todos sin excepción.
En el JLAM conocí también a Lev Nikulin, un soñador con el cabello
rizado. Una vez nos leyó unos versos muy melancólicos: trataban de un ataúd.
Natán Véngrov escribía versos para niños y organizó una jornada del libro
para los más pequeños; colocó en la avenida de Kreschátik un cartel enorme y
llenó la calle de ositos, elefantes y cocodrilos. Véngrov quería persuadirme de
que había en mí un poeta infantil y que era sólo por una cuestión de azar que
no me hubiese dedicado a mi vocación. (Son muchas las cosas que he
intentado hacer en mi vida, pero nunca he escrito para niños).
Solía acudir al JLAM la célebre actriz Vera Yúrievna. Muchas veces la
acompañaba un joven, casi un adolescente, que tenía siempre una expresión
burlona; cuando me lo presentaron masculló: «Misha Koltsov».[4]
Entre los poetas ucranianos, el más ruidoso era el futurista Semenko. Era
un hombre de escasa estatura, pero con voz potente; rechazaba a todas las
autoridades y sólo respetaba a Maiakovski. Me encontraba también con Pavló
Tichina. Taciturno, soñador, daba la impresión de estar siempre aguzando el
oído; había en él una dulzura que rayaba en la timidez. Al verlo, me convencí
al instante de que era un auténtico poeta.
En la sección de escritores judíos se desarrollaba una actividad febril: era
preciso, en el breve período entre Petliura y Denikin, pensar, escribir y
publicar. Entonces se encontraban en Kiev Bergelson, Márkish, Kvitkó,
Dobrushin. Péretz Márkish era un joven apuesto con una mata de cabellos
siempre hirsutos, con unos ojos burlones y tristes. Todo el mundo le calificaba
de «sublevado», decían que atentaba contra los clásicos, que derrocaba a los
ídolos; pero desde el primer momento me hizo pensar en uno de esos judíos
errantes violinistas que tocan canciones tristes en bodas ajenas.
En Kiev conocí a muchos pintores. Aleksandra Ékster había pasado
bastante tiempo en París, era amiga de Léger y considerada cubista por todos.
Sin embargo, sus obras estaban infinitamente lejos de las visiones urbanísticas
de Léger; lo que más le entusiasmaba era el teatro (trabajaba en varios teatros
de Kiev). No sé a qué se debía, pero entre los alumnos de Aleksandra Ékster y
los jóvenes artistas que la rodeaban se podía descubrir la misma pasión por el
teatro y por el espectáculo. Casi todos los pintores a quienes conocí entonces
en Kiev trabajaron después para el teatro: Tishler, Rabinóvich, Shifrin,
Meller, Petritski.
«La pasión por el teatro»: he escrito estas palabras y sin querer he
pensado en uno de los jóvenes alumnos de Ékster, Sasha Tishler, que entonces
tenía veinte años. Su destino es el que mejor refleja la pasión por el teatro de
los pintores de Kiev. No se trataba de saber si X o Y habían trabajado para el
teatro, casi todos los pintores soviéticos lo han hecho, aunque sólo sea porque
hay períodos en que lo pintoresco, la imaginación y la maestría son admitidos
con más facilidad sobre un escenario que en una sala de exposiciones. Los
moscovitas conocen a Tishler sobre todo por sus puestas en escena. Sus
decorados para El rey Lear son a la vez convencionales y reales, como los
versos de Shakespeare. Pero lo sorprendente es otra cosa: Tishler conserva en
su pintura de caballete una visión teatral del mundo. Recuerdo uno de sus
cuadros en los que se representa a unos soldados disparando contra una
paloma mensajera y que pintó unos veinte años antes de la paloma de Picasso.
Sólo un artista capaz de sentir como una tragedia fantástica el festín de los
moradores del cielo, según la expresión de Tiútchev, podía haber elegido
semejante tema en la década de 1930.
Los primeros años tras la revolución no sólo estuvieron marcados por un
despegue del arte escénico, sino también por un entusiasmo general por el
teatro. En las pequeñas ciudades de Ucrania, actores ambulantes que soñaban
con comer hasta saciarse conmovían a la sala y lograban que los espectadores
se olvidaran de las raciones no percibidas, de los pisos sin caldear y de los
tiroteos nocturnos. Kiev tuvo la suerte de acoger a Konstantín Aleksándrovich
Mardzhánov. Era un hombre lleno de emociones, de proyectos audaces, dulce
a la par que inflexible. Me acuerdo de cómo se acaloraba (estábamos sentados
en una cantina, bebíamos un té abominable y yo le hablaba de España, pues él
estaba preparando una obra de Lope de Vega). Decía: «¡El teatro es el teatro!
Ya he dicho en el Comité Ejecutivo del Soviet que el Comité Ejecutivo es el
Comité Ejecutivo. Quieren que los actores tomen té de verdad sobre el
escenario. ¿Qué dirían si la gente que toma té en la cantina del Comité
Ejecutivo se pusiera a recitar monólogos, a retorcer las manos y a hablar de la
reconstrucción de la ciudad en hexámetros…?». Kiev vio Fuenteovejuna, y el
viento irrumpió en la sala del viejo Teatro Solovtsov. Permanecimos largo
rato de pie sin separarnos, aplaudiendo.
A Mardzhánov le gustó la obra La camisa de Blanche, que yo había
escrito en colaboración con Alekséi Tolstói, y decidió llevarla a la escena.
Realizó los decorados Nikolái Shifrin. Después del segundo o tercer ensayo
las tropas de Denikin irrumpieron en la ciudad.
A menudo me encontraba con dos admiradores de Mardzhánov, dos
jóvenes inseparables (no mofectuosos): Grisha Kózintsev, hermano de Liuba, y
Seriozha Yutkiévich. Me invitaron al local que antes albergaba el café Jimmy
el Torcido: habían montado un teatro popular, es decir, uno de esos
espectáculos excéntricos que, en esos años de hambre y de frío, ofrecían
consuelo a los espectadores.
En la calle de Santa Sofía, junto a la plaza de la Duma, había un café
pequeño y mugriento regentado por un griego enjuto, de rostro alargado y lleno
de pasión, que hacía pensar en los personajes del Greco. En un letrero se leía:
«Auténtica leche cuajada, fresca». El griego preparaba un café turco
aromático, y nosotros, poetas, pintores y actores, íbamos allí con frecuencia.
Ese café está íntimamente relacionado con mi destino. Allí a menudo contaba a
Liuba, a la joven Jadviga, estudiante del Instituto Pedagógico, y a Nadia
Jazina, que luego se convertiría en la esposa de Ósip Mandelstam, mis
aventuras por el extranjero. Yo daba rienda suelta a mi fantasía: me preguntaba
qué habría hecho un buen burgués francés o un lazzarone romano si se
hubieran encontrado en la Rusia revolucionaria. Así nacieron los personajes
de la novela Julio Jurenito que escribí dos años más tarde.
Seguía escribiendo versos; no eran mejores, pero el tono había cambiado.
No comprendía aún todo el significado de los acontecimientos, pero a pesar
de las diversas calamidades de la época, me sentía feliz. «Nuestros nietos se
preguntarán | al hojear las páginas del manual: | Mil novecientos catorce,
diecisiete, diecinueve… | ¿Cómo vivían? Pobres…, pobres… | Los niños del
nuevo siglo leerán los relatos de las batallas, | memorizarán los nombres de
los jefes y de los oradores, | las cifras de las víctimas | y las fechas. | No
sabrán lo bien que olían las rosas en el campo de batalla, | cómo cantaban los
vencejos entre las voces de los cañones, | lo hermosa que era en aquellos años
| la vida».
Si uno medita sobre el pasado lejano, descubre muchas cosas. Visto desde
fuera, todo parecía extraño. Las bandas merodeaban en torno a la ciudad,
todos los días se hablaba de pogromos y de muertos. Los automóviles
rechinaban de manera alarmante. Las tropas de Denikin y las de Petliura
competían por ver cuál de las dos entraría antes en Kiev. Más de una vez oí un
murmullo amenazante: «Los rojos no reinarán mucho tiempo». Pero nosotros
seguíamos trabajando en nuestros proyectos, discutiendo la fecha para llevar a
imprenta el tercer tomo de las obras de Chéjov o de Kotsiubinski, del lugar
donde era mejor erigir un monumento a la revolución… Declamábamos
versos, contemplábamos cuadros y aquella alegría interior a la que me he
referido antes no sólo brillaba en los ojos de Grisha Kózintsev, que entonces
tenía catorce años, sino también en los de Konstantín Mardzhánov, que
rondaba ya la cincuentena. No era una cuestión de edad, o mejor dicho, sí, se
trataba de la edad de la revolución: según el calendario de Moscú había
cumplido dos años, pero según el de Kiev apenas tenía unos meses…
12

Hay recuerdos que llenan de alegría, exaltan, hacen revivir impulsos nobles,
sentimientos de bondad, actos de valentía. Pero hay otros… Es un error decir
que el tiempo todo lo cura. Las heridas cicatrizan, es cierto, pero de pronto
esas viejas heridas empiezan a doler y no mueren hasta que también lo hace su
portador.
Ha llegado el momento de hablar de lo malo. Dos siglos antes de nuestra
era, Plauto divertía a los romanos con sus comedias, que dejaron en nuestra
memoria cuatro palabras indelebles: «Homo homini lupus est». Y cuando
hablamos de la moral de una sociedad basada en el provecho, en la lucha por
un trozo de pan, solemos decir: «El hombre es un lobo para el hombre». Plauto
hizo mal en meter a los lobos en este asunto. Piotr Manteufel, que estudió la
vida de estos animales, me explicó que los lobos casi nunca se pelean entre sí
y que sólo atacan al hombre cuando el hambre los conduce a la locura. Pero
durante mi vida he visto a menudo hombres que torturaban o mataban a otros
sin necesidad alguna. Si las fieras pudieran reflexionar y componer aforismos,
probablemente un viejo lobo gris al que un vecino le hubiera arrancado un
mechón de pelo aullaría: «El lobo es un hombre para el lobo».
¿Qué puedo decir del pogromo de Kiev? Ahora ya nadie se asombra de
nada. En las casas ennegrecidas gritaron durante toda la noche mujeres,
ancianos y niños; parecía que gritasen las casas, las calles, la ciudad.
Péretz Márkish escribió en aquellos años un poema sobre el pogromo de
Gorodische, durante el cual mataron a quinientas personas. En Babi Yar
asesinaron a más de setenta mil judíos y en Europa, a seis millones… Me
sorprende esta comparación. No hace mucho oí una máquina que compone
música. Pues bien, a mí me parece que es una máquina pensante, en lugar de un
corazón, la que señala las cifras. Sí, en 1919 los verdugos aún no habían
inventado las cámaras de gas y las atrocidades eran rudimentarias: grabar
sobre la frente una estrella de cinco puntas, violar a una muchacha, arrojar a
un bebé por la ventana.
En un patio yacía boca arriba un viejo y miraba con sus ojos vacíos el
vacío cielo otoñal. ¿Acaso era el lechero Tevie, o un viejo habitante de la
ciudad de Yegupets, condenada a la perdición?[1] Junto a él había un charco:
no de leche, sino de sangre. El viento arremetía violentamente contra la barba
del viejo y la agitaba.
Como en cualquier tragedia, se producían también escenas burlescas. En el
piso de mi suegro, el doctor Kózintsev, irrumpió un jovenzuelo gallardo
vestido con uniforme militar y gritó: «¡Habéis crucificado a Cristo, habéis
vendido a Rusia!». Luego, al advertir sobre la mesa una pitillera, preguntó
tranquilo, con aire expeditivo: «¿Es de plata?».
Decidí marcharme a Koktebel, a casa de Voloshin; su casa me parecía un
refugio. Tardamos una semana en llegar a Járkov. En las estaciones irrumpían
los oficiales o los cosacos dentro de los vagones: «¡Judíos, comunistas y
comisarios, fuera!».
En una de las estaciones arrojaron de nuestro vagón de mercancías al
pintor I. Rabinóvich.
Járkov, Rostov, Mariúpol, Kerch, Teodosia… El viaje duró un buen mes
(que no tuvo nada de bueno), permanecimos acurrucados en los rincones más
oscuros de los vagones, tumbados en las bodegas de los barcos, entre
enfermos de tifus que deliraban y morían, infestados de piojos. Y a cada rato
resonaba el monótono grito: «¿Hay judíos sarnosos aquí?».
Piojos y sangre, sangre y piojos.
Sobre las sucias empalizadas se exhibían los retratos de Denikin, Kolchak,
Kutépov, Mai-Maievski, Shkuró. En las calles, los cosacos de Kubán
revisaban los documentos. Alguien gritaba: «¡Detened a ese comisario…!».
En el hotel Palace de Járkov se hallaban las oficinas de contraespionaje;
los transeúntes evitaban aquel edificio. En el café, los oficiales franceses se
sentaban a una mesa y en torno a otras hacían lo propio los especuladores que
tomaban café según la moda de Varsovia. Por doquier se veían carteles de la
Agencia de Información: «¡Adelante, a Moscú!», el caballo de san Jorge el
Victorioso pisaba a un judío narigudo.
Corrían de ciudad en ciudad abogados moscovitas, literatos de
Petersburgo, damas de la aristocracia arropadas con cinco chales, con
sombrereras de cartón llenas de viandas; actores, institutrices, niños
abandonados. En un hotel donde todo estaba roto y sucio, un bromista
declamaba: «¿Huir? Pero ¿adónde? Para poco tiempo no vale la pena y
eternamente es imposible».[2]
Una vieja loca, vestida con un capote de soldado y tocada con un sombrero
de plumas violeta, susurraba: «No, Clemenceau no nos abandonará a nuestra
suerte».
De una taberna nocturna salían unos oficiales borrachos cantando:
«Nuestro general es Shkuró, nos importa un comino Europa, le meteremos una
pluma por…». Lo que seguía es impublicable.
(En 1925 vi en las paredes de París un anuncio: «El circo Buffalo presenta
al público una nueva atracción: el virtuosismo de los jinetes cosacos dirigidos
por el famoso general Shkuró». El ex organizador de pogromos terminó su
carrera en la arena de un circo).
Los burgueses, al salir por la mañana a hacer sus compras, aguzaban el
oído para asegurarse de que no había disparos en la calle. Todos estaban ya
curados de espanto y nadie creía en nada. En las personas valientes, que
comprendían por qué se luchaba, la guerra civil engendraba odio, firmeza y
heroísmo.
Entretanto, en las miserables casuchas hediondas se hacinaban hombres
atemorizados, que no querían salvar ni la revolución ni la vieja Rusia, sino
salvarse únicamente a sí mismos. Por miedo, denunciaban, tanto a los
chequistas y a los agentes de contraespionaje como a la vecina cuyo sobrino
formaba parte de un destacamento de avituallamiento,[3] o al vecino que había
casado a una hija con un oficial blanco. Sentían miedo al oír pasos en la
escalera, el chirrido de las puertas o susurros en el portal. Los más ingeniosos
ocultaban bajo una tabla del entarimado «billetes de cinco» y retratos de
Marx, a la espera de, una semana o un mes más tarde, ocultar bajo la misma
tabla el retrato de Mai-Maievski, dinero zarista y hasta el icono de san
Nicolás el Taumaturgo.
En las estaciones había que saltar por encima de cuerpos tendidos por el
suelo: enfermos de tifus, refugiados, especuladores.
Ese muchacho de cabello rizado, que aún ayer cantaba: «Lucharemos con
valentía por el poder de los soviets», ahora decía a voz en cuello:
«Lucharemos con valentía por la santa Rusia y exterminaremos a todos los
judíos». Nunca sintió el deseo de entrar en combate, vende botas de fieltro
robadas de un almacén.
Los cosacos eran feroces. Era el resultado de su tradición, de su rencor
por haber visto su vida puesta patas arriba, destrozada, y por la confusión
imperante propia de la época.
En el ejército de los blancos había hombres de las Centurias Negras, ex
miembros de la Ojrana, gendarmes, verdugos. Desempeñaban cargos
importantes en la administración, en el contraespionaje, en la OSVAG.[4]
Afirmaban (y tal vez lo creían) que el pueblo ruso estaba sometido a los
engaños de los comunistas, de los judíos y de los letones; bastaba con azotarle
y luego encadenarlo para restablecer el orden.
Muchos años después compré en París un poemario de un tal Posazhnói
que se denominaba a sí mismo «húsar negro». Trabajaba en la fábrica Renault,
maldecía a los «franceses comedores de ranas» y lloraba por su pasado
grandioso al acordarse de su caballo de batalla: «Entró Pegaso en el comedor,
bebió vino de Kajetia, comió un ramo de rosas blancas y defecó con
solemnidad en la bandeja. ¡No era una época de descarados, el público gritaba
“¡Hurra!”, los músicos tocaban con frenesí la zurná! ¡Callaos, recuerdos
míos!». Expresaba sus ideales de este modo: «Los que hoy son rojos,
perecerán. ¡Al diablo con ellos, ya es hora! Y burbujeará de nuevo la espuma
en las copas de aquellos que antaño fueron junkers».[5] Reía leyendo estas
imprecaciones en 1929, pero en 1919 los tipos como Posazhnói irrumpían en
los vagones, abofeteaban a la gente, fusilaban.
No obstante, lo que más abundaba en el ejército de los blancos era gente
que había perdido el juicio, con el cuerpo devorado por los piojos y el
corazón por las ofensas reales e imaginarias, por las matanzas, por los
arrestos y fusilamientos, por el llanto de las ciudades que pasaban de mano en
mano, por la certeza de que mañana ellos mismos serían llevados contra ese
mismo sucio paredón al que conducían a un nuevo grupo de «sospechosos».
Leonhard Frank[6] tituló uno de sus libros El hombre es bueno. Pero el
hombre no es bueno ni malo: puede ser bueno, pero también malvado. Como
es natural, entre los blancos no sólo había gente sádica, sino muchas personas
de lo más corriente, más bien de natural afables y que en otro tiempo nunca
hicieron daño a nadie. Pero tuvieron que dejar la bondad en sus casas junto
con el confort y las bagatelas familiares. La crueldad estaba dictada por la
desesperación. Ni siquiera en otoño de 1919, cuando se apoderaron de Oriol,
los blancos se sintieron triunfadores. Avanzaban con premura como en un país
extraño, veían enemigos en todas partes. En las tabernas, los oficiales blancos
exigían que el cantante de turno entonara para ellos la romanza de moda: «Tú
serás el primero, ten cuidado de que no encalle tu navío. Cuanto más acerados
sean tus nervios, más cercano está el objetivo». Las borracheras a menudo
acababan a tiro limpio: disparaban contra los clientes, contra los espejos o al
aire; aquellos oficiales creían ver en todas partes guerrilleros, militantes de
organizaciones clandestinas, bolcheviques. Cuanto más gritaban
vanagloriándose de la firmeza de sus nervios, más claro estaba que
flaqueaban; su objetivo se diluía en una neblina de alcohol, envidia, miedo y
sangre.
Entre los voluntarios también había personas alistadas por pura
casualidad, románticos ingenuos o faltos de voluntad que se habían dejado
persuadir por sus camaradas, hipnotizados por los discursos sobre la
«fidelidad», el «honor», el «juramento».
También yo encontré a uno de esos extraviados; era un alférez a quien le
gustaban las poesías de Blok. Sabe Dios cómo fue a parar al Ejército Blanco.
Me salvó la vida y confieso con amargura que no me acuerdo de su nombre.
Fue entre Mariúpol y Teodosia. Llevábamos mucho tiempo en el barco:
primero se declaró un incendio; luego, el barco se quedó aprisionado por el
hielo en el mar de Azov. No había pan. Los enfermos de tifus reptaban por el
hielo. Una de las últimas noches, un fortachón enorme, tocado con gorro alto
de piel, me arrastró a la cubierta helada. Todos dormían. El oficial era mucho
más fuerte que yo, pero había bebido más de la cuenta. Luchamos. Él repetía
de modo estúpido: «Te voy a bautizar».
Me empujaba hacia la borda. Recuerdo que pensé: «Bien, nos caeremos
juntos al agua». Jadviga, que viajaba con nosotros, al oír los gritos se
precipitó hacia el compartimento de la tripulación donde estaba el alférez
cuyo nombre he olvidado. Éste subió a cubierta y dijo: «¡Alto o disparo!». Al
ver el revólver, mi «padrino» dejó de agarrarme.
En Teodosia, colgaban de las paredes aquellos mismos retratos en los que
el general Shkuró sonreía de un modo ruin. Vi ingleses limpios y afeitados con
pulcritud. Junto a su cocina de campaña, se agolpaban niños hambrientos; los
blancos habían obligado a los ferroviarios a evacuar (no me acuerdo si de
Oriol o de Kursk). Los evacuados se alojaban en barracas miserables en un
arrabal en cuarentena. Los ingleses miraban con tristeza a la gente hambrienta,
cubierta de harapos; estaban fuera de juego, los habían enviado allí como
habrían podido enviarlos a Nairobi o a Karachi; cumplían órdenes. Desde
luego, no sabían nada de las acciones petroleras, ni de vientres abiertos en
canal, ni del destino de los niños que aspiraban con avidez el humo de la
carne…
Voloshin me acogió con cariño: yo le referí de modo confuso las aventuras
del viaje. Los ojos de Max eran como siempre afables y lejanos. Se puso a
hablar del destino de Rusia, de las profecías de Ezequiel. Llegó la madre de
Voloshin, a quienes todos llamaban Pra, y le interrumpió así: «¡Basta, Max!
Tienen hambre, no están para escuchar tus historias». Y trajo una sartén llena
de patatas.
13

Mi hija pasa a veces las vacaciones en Koktebel, se broncea en la playa,


donde hay una gran variedad de piedrecitas hermosas, se baña y pasea por la
montaña. Cuando me lo explica, yo me acuerdo del pasado lejano: me resulta
difícil imaginar que se pueda veranerar en Koktebel. Yo también me paseaba
por la orilla del mar, pero no para recoger piedrecitas, sino trozos de madera
expulsados por el mar; con ellos alimentaba el brasero o la mangalka, como
dicen en Crimea. Una vez encontré en la playa una gaviota muerta. La limpié y
la asé; olía a pescado podrido, pero nos la comimos.
Poco tiempo después de nuestra llegada cambié mi chaqueta parisina,
hecha jirones, por un poco de leña. El invierno era riguroso y el viento gélido
del nordeste soplaba sin tregua. Yo encendía la estufa y en la habitación no
teníamos frío. Pero me parece que nunca he padecido un hambre tan
persistente y acuciante como en Koktebel. A menudo preparaba sopa con
pieles de pimientos.
Vivimos allí nueve meses y ahora me parece que fueron largos años. Al
principio hacía un frío atroz, después llegó el bochorno. A Liuba su madre le
dio sus anillos y broches, y los fuimos vendiendo. Luego ya no quedó nada que
vender. Era estúpido soñar con algún trabajo literario remunerado. En
primavera se me ocurrió montar un espacio de juego y recreo para los hijos de
los campesinos. Al parecer, las discípulas de Froebel que había conocido en
Kiev lograron convencerme de mis dotes como pedagogo.
El pueblo estaba habitado por búlgaros que en su gran mayoría eran
campesinos acomodados. No es que estuvieran muy de acuerdo con los
blancos que requisaban víveres y a veces, sin extender siquiera un recibo, se
llevaban un cerdo o un tonel de vino, pero lo que más temían era la llegada de
los bolcheviques. Encontré, a decir verdad, una familia búlgara que ayudaba a
los clandestinos y odiaba a los guardias blancos: eran los Stámov. Gozaban
del respeto de los otros campesinos, eran considerados gente honrada y
trabajadora, pero por lo que respecta a la política no los escuchaban. Vivía en
el pueblo un sastre ruso que también esperaba la llegada del Ejército Rojo y
comentaba con ironía los comunicados militares de los blancos: «“Hemos
ocupado posiciones más ventajosas cerca de Umán”; eso significa que han
puesto pies en polvorosa». Pero el sastre era forastero y, con toda razón, temía
que le denunciaran.
Los campesinos querían que yo enseñara a sus hijos los buenos modales de
la ciudad, y yo leía a los niños El cocodrilo de Chukovski;[1] en sus casas, los
pequeños repetían: «Y un niño le hizo un corte de mangas»; a los padres eso
no les gustaba. Yo quería familiarizar a los niños con el arte, desarrollar su
imaginación, les hablaba del ruiseñor de Andersen, y decidimos montar una
obra. No había papeles escritos. El niño que representaba el papel de ruiseñor
debía inventar por sí mismo de qué manera entusiasmaría al emperador de
China. Al final de la obra, el viejo emperador yacía en su lecho de muerte
rodeado de recuerdos, tanto de las buenas conductas como de las malas.
Algunos de los niños repetían lo que habían oído en sus casas: «¿Te
acuerdas de que has robado un ganso a una vieja?». O bien: «¿Te acuerdas de
que diste veinte rublos de oro a un mandarín para su boda?». Otros niños
inventaban historias mas complejas, que yo apuntaba. Me acuerdo de una niña
que preguntaba con el semblante serio: «Dime, emperador, ¿recuerdas a la
actriz que hiciste venir a China? Cantaba casi tan bien como un ruiseñor, tú le
regalaste una medalla muy grande, le dabas de comer pececitos de oro. Y
después, un día cantó una cancioncita y tú te enfadaste. ¿Por qué montaste en
cólera, emperador? Ella se había enamorado de un soldado extranjero. ¿Es
que eso está mal? Registraron la casa del soldado y encontraron un librito, tú
dijiste que era un libro malo y encerraron a la actriz en un cobertizo, donde la
interrogaron de la mañana a la noche, no le dieron nada de comer y la
golpearon con palos chinos; ella murió muy joven. ¿Y tú quieres que el
ruiseñor vuelva ahora contigo? No, emperador, no volverá jamás porque tiene
alas, no podrás encerrarlo en el cobertizo, ha emprendido el vuelo y no lo
atraparás…». Ensayamos la obra durante mucho tiempo y por fin fijamos la
fecha para la representación, invitamos a los padres. Después, por el pueblo
se extendió el rumor de que yo era «rojo». Algunos campesinos prohibieron a
sus hijos asistir a mis actividades.
Pero lo que resultó catastrófico fueron las clases de modelado. Tampoco
en esta disciplina quería poner trabas a la imaginación de los niños, que
volvían a sus casas llevando animales enigmáticos, personas con cabezas
enormes, e incluso un niño esculpió un diablo con cuernos. Fue entonces
cuando se inmiscuyó el pope. Hizo un recorrido por las casas diciendo: «Es
judío y bolchevique, quiere convertir a vuestros hijos a la fe del demonio».
Tuve que cerrar el centro, en total duró unos tres o cuatro meses. No sé si
mi escuela aportó algo a los niños, pero a veces yo regresaba a casa con una
botella de leche o unos huevos. Se había convenido que el pago debía hacerse
en especie, pero en ningún momento se estableció cuánto ni cómo. Algunos
padres no me daban nada. Los niños acudían al centro con sus viandas, y a mí
se me hacía difícil verlos comer: me daba miedo delatarme, que vieran mi
estado hambriento. Un pequeño, al tiempo que devoraba pan con tocino y
pasteles de requesón, me decía: «Mi padre ha dicho que no te dé nada».
Hacía ya calor… Yo paseaba descalzo, vestido con un pijama traído de
París. Una vez fui al pueblo con intención de comprar leche o crema agria.
Entré en el patio de un kulak. Azuzaron contra mí a un perro, que me mordió la
pantorrilla. La mordedura no fue el problema, sino que me hizo jirones una
pernera. No tuve más remedio que cortar la otra. En pantalones cortos quizá
pareciese más joven, no lo sé (a juzgar por la fotografía, mi aspecto infundía
algo de miedo: estaba muy demacrado). Yo saltaba junto a los niños con un
atuendo digno de suscitar la envidia del amante de la sencillez grecorromana
Raymond Duncan.[2] Por lo demás, ¡qué cosas no debe hacer el hombre, sobre
todo en las épocas denominadas históricas!
A veces me evadía durante una o dos horas en la montaña. Los alrededores
de Koktebel son preciosos, de una belleza dura para el hombre, se parecen a
los de Aragón o Castilla la Vieja, con laderas violáceas o rojizas, sin una
casa, sin un árbol, un mundo cruel que antaño inspiró al Greco. Por lo demás,
es posible que Koktebel causara en mí esta impresión debido a cuanto estaba
sucediendo a nuestro alrededor.
Al entrar por primera vez en el taller de Voloshin, me acordé de París: la
misma princesa egipcia, en las estanterías libros de preferencia franceses.
Max estaba más bien sombrío, había desaparecido su frivolidad; sin embargo,
bromeaba a menudo y recurría a mistificaciones. Era divertido, pero a mí no
me hacía gracia. A veces nos enfrascábamos en largas conversaciones que
eran como la prolongación de nuestras charlas en el taller de Rivera o en La
Rotonde. Si hablábamos no era porque los temas que nos entusiasmaban cinco
años atrás nos parecieran aún vivos, sino porque queríamos evadirnos al
pasado durante algunas horas.
En casa de Voloshin vivía Maia Kudásheva con su madre, que era
francesa. El padre de Maia era ruso, ella había nacido en Rusia, pero
pronunciaba las erres como una parisina y escribía poemas en francés.
Voloshin la describió así: «Una ola de cabellos lisos y brillantes cubre tu
frente. Sobre tu cabeza una aureola se ensortija como un torbellino. La sonrisa
hace más breve tu mirada infantil. Tu boca se frunce por una tristeza que, en
cambio, nada tiene de pueril. Y como un collar de pequeñas perlas el sudor
aparece sobre tu frente».
En Moscú, Maia frecuentaba los medios literarios; allí había conocido a
Viacheslav Ivánov y a Andréi Bieli, y era amiga de Tsvietáieva. Su madre se
sentía muy deprimida por los acontecimientos, que no concordaban ni con su
noción de la decencia, ni con las obras de Rostand. A pesar del hambre, el frío
y otras calamidades, Maia vivía su vida… Éste fue su destino: empezó a
mantener correspondencia con Romain Rolland, fue a verlo a Suiza y se
convirtió en su mujer. Años más tarde nos encontramos en París. Maria
Pávlovna (Maia) estaba dedicada por entero a la organización del museo de
Romain Rolland y me pidió ayuda para encontrar piezas de exposición en
Rusia. No hablamos de Koktebel, aunque no faltaban los recuerdos…
Vikenti Veresáiev[3] describió los tres años que pasó en Koktebel:
«Durante ese tiempo, Crimea cambió de manos varias veces. Hubo que
soportar muchas pruebas. Me desvalijaron seis veces. Enfermo, con cuarenta
de fiebre, permanecí media hora tumbado amenazado a punta de pistola por un
soldado rojo borracho, que fue fusilado dos días más tarde. Me arrestaron los
blancos. Enfermé de escorbuto». A principios de 1920 Veresáiev atravesaba
una situación difícil. La práctica de la medicina le ayudaba a mantenerse.
Entre risas me contaba que al principio los campesinos no daban crédito a que
fuera médico, alguien les había dicho que era escritor. El tifus causaba
estragos en los pueblos de los alrededores. Un día Veresáiev, al examinar a un
enfermo, calculó cuándo se repondría. El día señalado remitió la fiebre, y los
campesinos se convencieron de que, en efecto, era doctor. Le pagaban con
huevos o tocino. Tenía una bicicleta, pero su ropa estaba harapienta de tanto
uso. En casa encontré una prenda extraña: una camisa de noche que mi suegro,
el doctor Kózintsev, me había regalado en Kiev. Se la llevamos a Vikenti
Vikentiévich y con aquella camisa iba en bicicleta a visitar a sus enfermos.
Cuando Liuba enfermó de tifus, Veresáiev venía a menudo a casa y
manteníamos largas conversaciones. Yo conocía algunos de sus libros y le
tenía por un hombre reflexivo, de una pieza. Le encantaba el arte, traducía a
poetas de la Antigua Grecia y le afligía la grosería y el primitivismo. Desde
luego, en la lucha contra los blancos, todas sus simpatías estaban del bando de
Moscú, pero era mucho lo que no comprendía ni aceptaba. Más tarde leí su
novela El callejón sin salida, en la que aborda la vida de la intelectualidad
rusa en los primeros años de la revolución. Encontré los pensamientos de
Vikenti Vikentiévich en boca de un sabio demócrata o de su hija bolchevique.
Veresáiev tenía siete años menos que Chéjov, pero cabe enmarcarlos en la
misma generación. De natural, hacía pensar en Antón Pávlovich: se mostraba
indulgente con las debilidades ajenas, profesaba un culto al bien y traslucía
una tristeza tranquila, permanente, achacable no tanto a las circunstancias
como al profundo conocimiento de los hombres. En la novela de Veresáiev,
Katia habla con amargura a su padre, un viejo intelectual ruso: «¡Querido
papá, mi queridísimo padre! ¡Tu honestidad, tu nobleza, tu amor por el pueblo,
nada, nada de esto es necesario a nadie!». Así pensaban muchos jóvenes en
1920. En 1960 los hijos y los nietos de aquellos jóvenes comprendieron que
tenían una necesidad vital de honestidad, de nobleza, de amor por el pueblo
que antaño inspiraron a Antón Pávlovich y a sus amigos.
De Ósip Emílievich Mandelstam hablaré en el próximo capítulo. Con él
había llegado su hermano Aleksandr Emílievich, un hombre bueno que tenía
los pies en el suelo y que le ayudó muchas veces a él y a nosotros. En
Koktebel también vivían el historiador de literatura Dmitri Blagoi y su mujer,
que era médica. La esposa del escritor Andréi Sóbol, Rajil Saúlovna, también
era médica, y cuidaba de su hijo Mark, que tenía un año. (En 1949 el poeta
Mark Sóbol me regaló un libro mío que le había dedicado su padre, y añadió
unos versos que terminan así: «El hijo escribe, un cuarto de siglo más tarde,
palabras de afecto bajo la firma de su padre»).
El tifus es siempre una enfermedad atroz, y en las condiciones de vida de
entonces era muy difícil salvar a un enfermo. Jadviga me ayudaba a cuidar a
Liuba, pero ella misma era una frágil jovencita de veinte años. La enfermedad
revestía mucha gravedad y el médico dispuso ponerle una inyección de
alcanfor a la enferma. Como no había jeringuilla, Aleksandr Emílievich fue a
caballo a Teodosia, donde a duras penas encontró una, pero corrió tanto que en
el camino de regreso se le rompió y no tuvo más remedio que volver a la
ciudad. Luego necesitamos alcohol. Hice un recorrido por las casas donde
vivían los padres de mis alumnos para pedirles vodka, pero me contestaban
que los blancos no habían dejado ni una gota. En una de las casas estaban
festejando una boda: al ver las botellas grandes sobre la mesa me puse
contento, pero los dueños de la casa me dijeron: «Si quieres beber, siéntate, te
serviremos, pero no te daremos para llevar».
Veresáiev ordenó que no dejara de controlar el pulso de Liuba. Durante la
noche el pulso desapareció. Por desgracia Veresáiev se había marchado a otro
pueblo. Corrí a buscar a las doctoras Blagoi y Sóbol: se pusieron nerviosas,
decían que la situación era desesperada, que era inútil hacer sufrir más a la
enferma. Con todo, las obligué a suministrarle una inyección de estricnina.
Cuando la fiebre remitió, hubo una complicación: Liuba estaba convencida
de que había muerto y de que nosotros le organizábamos la vida post mórtem.
Con enormes dificultades conseguía alimentos para ella, se los preparaba,
tragaba saliva, y ella me decía: «¿Para qué comer? Estoy muerta…». Es fácil
imaginar qué efecto provocaban en mí tales palabras, pero no había más
remedio que ir a la escuela a jugar al corro con los pequeños.
Después conseguimos una máquina de esquilar ovejas y Veresáiev rapó a
Liuba. Por suerte, Voloshin venía de vez en cuando a nuestro pabellón.
Adoraba las conversaciones herméticas. Liuba decía que veía a través de las
paredes, y a Max le gustaba. Ósip Emílievich se divertía imitando las
conversaciones de los poetas simbolistas: «¿Cómo está usted, Iván
Ivánovich?», «Bien, Piotr Petróvich, a punto de morir». Pese a lo trágico de la
situación, Max no podía renunciar a su amor por las cosas del más allá. Se
apasionaba sinceramente en las conversaciones con Liuba, y yo me preguntaba
qué iba a ser de mí: ¿me volvería loco, pescaría el tifus o sobreviviría
después de todo? La delicada y atezada Jadviga, que parecía la protagonista
de una película neorrealista italiana, hacía la colada de la mañana a la noche.
Ya he dicho que tenía con quien conversar: Veresáiev, Voloshin y
Mandelstam. Pero, a mi llegada a Koktebel, me esperaba mi principal
interlocutor: era la Esfinge que en Moscú me planteaba enigmas y no obtenía
respuesta. Las noches invernales eran largas. Liuba dormía. Bajo la ventana
bramaba el mar alborotado. Yo me sentaba allí a reflexionar. Empezaba a
comprender muchas cosas. Era difícil para mí, en mi pasado había versos, fe y
escepticismo, tenía que unir el reflejo rosado de Florencia, los exaltados
sermones de Léon Bloy y los vaticinios de Modigliani con todo lo que había
visto en Rusia.
Lo principal era comprender el significado de las pasiones y de los
sufrimientos de los hombres en lo que denominamos «historia», convencerse
de que lo que ocurría no era una revuelta horrorosa, sangrienta, una gigantesca
revuelta a lo Pugachov, sino el nacimiento de un mundo nuevo con otra
concepción de los valores humanos, es decir, el paso del siglo XIX, en el que
sin tener conciencia de ello yo continuaba viviendo, al oscuro umbral de otra
época. Comprendí que no era posible cambiar el viejo mundo que yo
denunciaba en mis Poemas de las vísperas con viejos conjuros ni con el arte
ultramoderno. Como es natural, yo seguía siendo el mismo: me aterrorizaban
los sacrificios inútiles, la ferocidad de la represión y la simplificación del
complejo mundo de las emociones. Pero comprendí que mis juicios eran
discutibles. Nacido ayer, amo la sabiduría de ayer…
Escribí un pequeño libro, Reflexiones, y me gustaría citar algunas estrofas
de una poesía fechada en enero de 1920; estos versos quizá sean flojos, pero
expresan mis pensamientos no sólo de aquel invierno, sino también de los
años siguientes: «El hambre ha hecho que te infles, tus heridas abiertas
supuran sangre y pus. En la angustia te has apretado contra la madre tierra.
Rusia, han tomado tu delirio de alumbramiento por agonía. Te desdeñan, ellos
son razonables, limpios, están saciados. Estériles son sus entrañas, sus pechos
vacíos son de piedra. ¿Quién recogerá la herencia antigua? ¿Quién encenderá
de nuevo y llevará más lejos la antorcha casi apagada de Prometeo? El parto
es difícil. La hora es solemne y terrible. No es en la espuma del mar, ni en el
azul del cielo, sino en un negro lecho de podredumbre, lavado con nuestra
sangre, donde nace el nuevo y gran siglo… Por un breve plazo el pueblo está
llamado a regar con su sangre los surcos de la tierra. Tus opresores vendrán
hacia ti, ¡oh, patria!, besando en la nieve tus huellas de sangre».
Me sorprende ahora todo este lenguaje intencionadamente libresco: lecho
de podredumbre, entrañas, surcos. Me asombra que, después de los Poemas
de las vísperas y de mi admiración por el cubismo, pudiera inclinarme por el
vocabulario de los simbolistas. Por lo demás, el nuevo vocabulario no sonaba
mejor: si lo hubiera empleado, tendría que haber declarado que aceptaba la
nueva plataforma soviética. Pero ¿qué «plataforma» podía tener yo? Quizá la
única que había tenido era el centro de juegos infantiles, sí, pero no habían
tardado en cerrarlo…
La vida que llevábamos en Koktebel estaba lejos de ser tranquila. A cada
momento venían militares o policías de Teodosia en busca de clandestinos,
partisanos y sediciosos. Arrestaron a Mandelstam. Lo liberaron pronto, pero
fue una lotería, habrían podido fusilarlo. Vigilaba con recelo la carretera.
¡Cuántas veces en mi vida me he sentido como un animal acorralado! Aguzaba
el oído al oír pasos en la escalera o el ruido del ascensor, es una sensación
repulsiva, humillante. Pero yo me consolaba diciendo que, por no haber tenido
nunca espíritu de cazador, jamás había acosado ni detenido a nadie.
A veces, por la noche, me parecía ver a los personajes de Jurenito.
Llamaban como a la puerta de un libro no escrito, pero yo no tenía intención
de escribir una novela (entre otras cosas porque carecía de papel y escribía
mis versos en el dorso de viejas facturas). Entonces pensaba en otras cosas:
¿cómo llegar a Moscú? Daba la impresión de que la guerra nunca acabaría:
Kolchak había sido vencido, pero los polacos entraron en liza. Un día encontré
en Teodosia varios ejemplares de periódicos parisinos. Me enteré de que en
las elecciones francesas habían ganado los de derechas, que los aliados no
abandonarían jamás sus plazas fuertes en Rusia, pues defendían el «mundo
libre». (Las fórmulas tienen más larga vida que los gobiernos). En realidad, vi
numerosos oficiales extranjeros en Teodosia. En el puerto bullía la animación:
descargaban cañones y municiones.
En muy escasas ocasiones iba a Teodosia: no resultaba fácil encontrar a un
campesino que aceptase, por un módico precio, llevarte en su carro (sobre
cuatro troncos que se separaban a cada momento) y, por otra parte, tampoco
valía la pena tentar al destino y a la policía política. La ciudad era hermosa,
me recordaba Italia, tal vez por sus arcadas o por las galerías de las casas
escalonadas en la montaña, pero la vida allí no era agradable: nadie iba
tranquilo por la calle; unos gritaban y otros se encogían.
Ósip Emílievich tenía muchos conocidos en Teodosia: abogados liberales,
negociantes judíos, amantes de la literatura, poetas principiantes, empleados
portuarios. Me presentó a algunos de ellos, entre los cuales había gente
simpática, pero me parecía que tenían miedo de encontrarse con nosotros.
Los Mandelstam se marcharon. Si no recuerdo mal, los ayudó el jefe del
puerto. Yo daba la tabarra a Voloshin y a mis amigos de Teodosia para que
también nos ayudaran a nosotros. Al final, Max me dijo un día: «Creo que todo
está arreglado».
Era el final de un capítulo, no de un libro, sino de mi vida, que ya se había
hecho demasiado largo.
14

Ya he dicho que cuando los hombres de Wrangel detuvieron a Ósip


Mandelstam, Voloshin se marchó de inmediato a Teodosia. Regresó sombrío y
nos contó que los blancos consideraban a Mandelstam un criminal peligroso y
aseguraban que se hacía el loco: cuando lo encerraron en el calabozo,
Mandelstam se puso a golpear contra la puerta, y cuando el celador le
preguntó qué quería, respondió: «Tienen que soltarme, no estoy hecho para la
cárcel».
Durante el interrogatorio, Ósip interrumpió al juez de instrucción para
preguntarle: «Mejor será que me lo diga, ¿sueltan ustedes a los inocentes?».
Entiendo que semejantes palabras pronunciadas en 1919 en la oficina de
contraespionaje podían parecer extravagantes y que el oficial blanco podía
tomarlas por un intento de fingir locura, pero si uno se para a pensar y olvida
la táctica e incluso de la estrategia, ¿acaso no había en la conducta de
Mandelstam una verdad profundamente humana? No trataba de probar su
inocencia al verdugo sino que le preguntaba con toda franqueza si merecía la
pena hablar. Le había dicho al carcelero que no «estaba hecho para la cárcel»:
era una consideración infantil pero al mismo tiempo rebosaba sabiduría. «No
son buenos tiempos para hablar así», observó Pra con tristeza. Es evidente que
no lo eran. Mandelstam tiene unos versos sobre aquella época: «Sobre mis
hombros se arroja el siglo perro-lobo. | Pero no es sangre de lobo la que corre
por mis venas. | Será mejor que me metas como un gorro bajo la manga | de la
cálida pelliza de las estepas siberianas».
Conocí a Ósip Emílievich en Moscú, luego nos vimos a menudo en Kiev,
en el café griego de la calle de Santa Sofía. Allí me leyó sus versos sobre la
revolución: «Te elevas en los años sordos, ¡oh, sol, pueblo-juez!». Lo vi el día
en que el Ejército Rojo abandonó Kiev. Luego lo contó así: «No dicen ya las
gitanas la buenaventura, los violinistas no tocan en la calle de los
Comerciantes, los caballos caen por la avenida Kreschátik, huele a muerte en
el barrio de Lipki. Partieron con el último tranvía. Abandonaron la ciudad los
soldados rojos. Y un capote húmedo gritó: “Volveremos pronto, tenedlo en
cuenta”».
Vivimos juntos en Kiev la noche del pogromo. Conocimos la penuria
juntos en Koktebel. Hicimos juntos el viaje de Tiflis a Moscú. En el verano de
1934 fui a verlo a Vorónezh: «Suéltame o déjame volver, Vorónezh. Déjame
marchar, déjame escapar. Vorónezh: capricho. Vorónezh: cuervo y cuchillo».
Lo vi por última vez en la primavera de 1938, en Moscú.
Ambos nacimos en 1891. Ósip Emílievich me llevaba dos semanas. Con
frecuencia, al escuchar sus versos, pensaba que por sabiduría era muchos años
mayor que yo. Pero en la vida cotidiana me parecía caprichoso, susceptible,
inquieto.
«¡Qué insoportable es!», decía a veces para mí. Pero me apresuraba en
añadir: «¡Y qué amable!». Bajo su aspecto inestable se ocultaban la bondad, la
humanidad y la inspiración.
Pequeño y endeble, solía echar hacia atrás la cabeza coronada por un tupé.
Amaba la imagen del gallo que desgarra con su canto la noche junto a los
muros de la Acrópolis; él mismo, cuando entonaba con voz de bajo sus odas
solemnes, parecía un joven gallo.
Se sentaba en el borde de la silla y de pronto se marchaba a alguna parte,
soñaba con una buena comida, acariciaba planes fantásticos, aturdía con su
conversación a los editores. Un día, en Teodosia, tras haber reunido a unos
«liberales» ricos, les dijo con severidad: «En el Juicio Final os preguntarán si
comprendisteis al poeta Mandelstam y responderéis que no. Os preguntarán si
le disteis de comer y contestaréis que sí, y mucho os será perdonado».
En los momentos más trágicos nos hacía reír con sus ocurrencias: «¿Por
qué tocas sin parar la trompeta, joven? Sería mejor que te tumbaras en el
ataúd, joven».
Quien se topaba por primera vez con Mandelstam, en la recepción de una
editorial o en un café, tenía la impresión de encontrarse ante un hombre
frívolo, incapaz siquiera de reflexionar. Pero Mandelstam sabía trabajar. No
componía sus poesías sentado a la mesa de trabajo, sino en las calles de
Moscú o de Leningrado, en la estepa o en las montañas de Crimea, en Georgia
o en Armenia. De Dante decía: «¡Cuántas suelas de zapato, cuántas suelas de
cuero, cuántas sandalias habrá gastado Alighieri durante su trabajo poético,
recorriendo los senderos de cabra de Italia!». Estas palabras son aplicables en
primer lugar al propio Mandelstam. Sus poesías nacían de un verso, de una
palabra. Cambiaba todo cientos de veces; en ocasiones unos versos cuyo
sentido era claro al principio se complicaban hasta hacerse casi
incomprensibles; otras veces, por el contrario, se esclarecían. A veces
maduraba durante meses enteros una octava y siempre se asombraba ante el
nacimiento de un poema.
Durante los primeros años después de la revolución, muchos consideraron
su vocabulario y su verso clásico como algo arcaico: «He aprendido la
ciencia de las despedidas | en el llanto nocturno, a cabeza descubierta». Ahora
estos versos me parecen perfectamente modernos, mientras que los de Burliuk
se me antojan pasados de moda. Mandelstam decía: «El ideal del coraje
perfecto está preparado por el estilo y las exigencias prácticas de nuestra
época. Todo se ha hecho más pesado y monumental». Esto no eran cánones,
sino orientación. «Es inútil crear escuelas. Es inútil crear un arte poético
propio». Luego el verso de Mandelstam se liberó, se hizo más ligero y
transparente.
Ciertos poetas tienen una percepción sonora del mundo; otros, una
percepción visual. Blok oía, Maiakovski veía. Mandelstam vivía en elementos
diferentes. Al recordar sus años de infancia, escribió: «Me enamoré entonces
de Chaikovski con una tensión nerviosa enfermiza que recordaba el deseo que
sentía la Niétochka Nezvánova de Dostoievski al escuchar el concierto de
violín a través del rojo flamear de la cortina de seda. Yo captaba los pasajes
dilatados, suaves, puramente violinísticos de Chaikovski detrás de una
alambrada y más de una vez me desgarré la ropa y me rasguñé las manos
mientras me colaba hasta la concha de la orquesta». Se puede juzgar su sentido
de la pintura en algunas estrofas consagradas a una naturaleza muerta (que
hacen pensar en las telas de Konchalovski): «El pintor nos representó el hondo
desmayo de las lilas y las sonoras gamas del color colocó en la tela como
costras. Se intuye el columpio, unos velos apenas esbozados y en este sombrío
desbarajuste impera ya un abejorro».
Yo hablaba a menudo de pintura. En la década de 1920 me atraían sobre
todo los maestros venecianos: Tintoretto y Tiziano.
Mandelstam conocía bien la poesía francesa, italiana y alemana.
Comprendía los países en los que había pasado poco tiempo: «¡Te lo pido
como un favor, como una gracia. Dame, oh, Francia, tu tierra y tu madreselva,
la verdad que susurran tus tórtolas y la mentira de tus viticultores enanos en
sus recintos de gasa. En el ligero diciembre, tu aire podado se escarcha, hecho
de dinero y de ofensas!».
He pasado muchos años en Francia: no se puede hablar de ella con mayor
precisión…
Sus razonamientos sobre la magnífica «ingenuidad» de la fonética italiana
asombraban a los italianos a quienes yo traducía pasajes de Coloquio sobre
Dante. No obstante, la mayor pasión de Ósip Emílievich era la lengua rusa, la
poesía rusa. «Por toda una serie de condiciones históricas, las fuerzas vivas
de la cultura helénica, tras abandonar Occidente a las influencias latinas y una
corta estancia en la estéril Bizancio, se precipitaron en el seno del habla rusa,
transmitiéndole el peculiar misterio de la concepción helenística del mundo, el
misterio de la libre encarnación, y por eso la lengua rusa se ha convertido en
una carne sonora y ardiente». Mandelstam rechazaba el simbolismo por
considerarlo un fenómeno extraño a la poesía rusa. «Balmont, el menos ruso
de los poetas, un traductor forastero […], el representante extranjero de una
potencia fonética inexistente». Andréi Bieli constituye «un fenómeno
enfermizo y negativo en la vida de la lengua rusa».
Mandelstam respetaba y profesaba un gran afecto por Andréi Bieli;
escribió después de su muerte algunos versos maravillosos: «Te pusieron una
tiara y el gorro cónico del loco por Cristo. | ¡Maestro turquí, verdugo,
soberano, tonto! | Como un remolino de nieve en Moscú, un revuelo de
somormujos, | incomprensible, confuso, embrollado y fácil. Coleccionador de
espacios, pajarillo que ha aprobado los exámenes, | cuentista, jilguerillo,
estudiantillo, estudiante, cascabel».
Escribía con ternura sobre los poetas de la pléyade pushkiniana, sobre
Blok y sobre sus contemporáneos, sobre el río Kama, sobre la estepa, sobre la
Armenia seca y ardiente, sobre su Leningrado natal. Recuerdo muchos de sus
versos, los recito como sortilegios y, cuando vuelvo la vista atrás, me alegro
de haber estado a su lado…
Hablaba de la contradicción que había entre la futilidad de la vida y la
seriedad en el arte. Pero ¿quizá no hubo tal contradicción? Cuando Ósip
Emílievich, a los diecinueve años, escribió un artículo sobre François Villon,
encontró una justificación a la revuelta biografía del poeta, de aquel siglo
atroz: «El pobre escolar» defendía a su manera la dignidad del poeta.
Mandelstam escribía a propósito de Dante: «Allí donde nosotros no vemos
más que un capuchón impecable y el llamado perfil aquilino, había una torpeza
superada a costa de grandes sufrimientos, una lucha similar a la de un Pushkin,
gentilhombre de cámara, para asegurar al poeta su dignidad y su lugar en la
sociedad». Estas palabras son aplicables al propio Mandelstam: muchos de
sus actos absurdos, a veces ridículos, venían dictados por «una torpeza
superada a costa de sufrimientos».
Algunos críticos lo consideraban pasado de moda, un poeta de museo. Aún
se oían acusaciones peores. Ante mí tengo un volumen de la Enciclopedia
Literaria, publicada en 1932, donde se lee: «La obra de Mandelstam
representa la expresión artística de la conciencia de la gran burguesía en el
período comprendido entre las dos revoluciones. […] La visión del mundo de
Mandelstam se caracteriza por un fatalismo extremo y una fría indiferencia
interior hacia todo lo que sucede. […] No se trata más que de una
perpetuación ideológica extraordinariamente “sublimada” y cifrada del
capitalismo y su cultura». (El artículo estaba escrito por un crítico joven que
más de una vez se había abalanzado sobre mí para mostrarme, entusiasmado,
poemas inéditos de Mandelstam, cuyos versos copiaba, encuadernaba y
regalaba a sus amigos). Sería difícil decir algo más estúpido sobre la poesía
de Mandelstam. Nadie expresaba menos que él la conciencia de la burguesía,
ya fuera grande, media o pequeña, y ésta es la pura verdad. Ya he dicho que en
1918 me había sorprendido por su sentido profundo de la grandiosidad de los
acontecimientos, por sus versos sobre el navío del tiempo que cambia de
rumbo. Nunca daba la espalda a su siglo, ni siquiera cuando el perro lobo lo
tomaba por otro: «Es hora de que lo sepáis, yo también soy un contemporáneo.
Soy un hombre de la época del Moscú-Confección. ¡Mirad qué grande me
queda la chaqueta, qué bien sé andar y hablar! ¡Tratad de arrancarme de este
siglo! ¡Os lo aseguro, os retorceré el pescuezo…! Por la gloria atronadora de
los siglos venideros. Por la orgullosa tribu de los hombres».
De Leningrado decía: «He vuelto a mi ciudad, conocida hasta las lágrimas,
| hasta las venas, hasta las glándulas inflamadas de la infancia. | Has vuelto.
Traga, pues, deprisa. | El aceite de hígado de bacalao, de las farolas fluviales
de Leningrado… | Petersburgo, aún no quiero morir. | Tú tienes mis números
de teléfono. | Petersburgo, tengo las direcciones | en las que reconoceré a los
muertos por su voz».
Este poema fue publicado en Literatúrnaia gazeta [La gaceta literaria] en
1932. Y en 1945 oí cómo lo repetía una mujer de Leningrado tras volver a su
casa. Nada se le puede reprochar a Mandelstam, excepto eso que constituye la
debilidad y la fuerza de cualquier persona: el amor a la vida. «Daría todo por
la vida, estoy tan falto de desvelo | que incluso un fósforo basta para darme
calor […] | Las pestañas me pican, en el pecho me abrasan las lágrimas. |
Presiento, sin temor, esa tormenta que va a venir, que vendrá. | Alguien
maravilloso me apremia a olvidar algo. | Me falta el aire y, sin embargo, me
muero de ganas de vivir».
¿A quién podía estorbar este poeta de cuerpo enclenque con sus versos
cuya música puebla las noches? A comienzos de 1952 recibí la visita del
agrónomo de Briansk V. Merkúlov, quien me contó que Ósip Emílievich había
muerto en 1938, a diez mil kilómetros de su ciudad natal; enfermo, junto a una
hoguera, recitaba sonetos de Petrarca. Sí, a Ósip Emílievich le daba miedo
beber un vaso de agua sin hervir, pero en él habitaba un coraje auténtico que le
acompañó durante toda la vida, hasta el momento en que recitó los sonetos
junto a la hoguera de un campo…
En 1936 escribía: «No devolveré a la tierra mis prestadas cenizas en
forma de blanca mariposa enharinada. Quiero que mi cuerpo pensante se
convierta en calle, en país; este cuerpo vertebrado, carbonizado, que ha
tomado conciencia de su longitud». Sus versos han perdurado, los oigo,
también los otros los oyen. Caminamos por una calle donde juegan niños. Con
toda probabilidad, esto es lo que en momentos solemnes llamamos
«inmortalidad».
Pero en mi memoria he conservado a Ósip Emílievich vivo, ese hombre
amable, inquieto y atareado. Nos abrazamos tres veces cuando vino corriendo
a despedirse: ¡por fin conseguía marcharse de Koktebel! Pensé entonces:
«Quién puede saber, al oír la palabra despedida, cuán larga será la que a
nosotros nos aguarda».
15

En los lagos salados del norte de Crimea se extrae sal común; ya la extraían
antes de la revolución. Sin duda debí aprenderlo durante el tercer o cuarto
curso del instituto, pero lo aprendido en la escuela se olvida pronto. Además,
nunca me había interesado la procedencia de la sal que se ponía sobre la
mesa. Y he aquí que la sal, y en particular la de Crimea, desempeñó un papel
importante en mi vida.
El camino de Teodosia a Moscú pasaba entonces por la Georgia
menchevique, que comerciaba con la Crimea ocupada por los blancos y en la
que se encontraba una embajada soviética. De Teodosia a Georgia se enviaba
una mercancía valiosa: la sal. No bromeo al hablar de su valor, pues entonces
la sal se vendía por vasos en el mercado, como más tarde el azúcar.
Un emprendedor de Teodosia decidió transportar sal a Poti.[1] La cargaron
en una gabarra grande y muy vieja. El propietario de la sal tenía que hacer el
viaje en el remolcador. Tras prolijas y complicadas negociaciones, durante las
cuales mis protectores hablaron de poesía y de rublos, el capitán del
remolcador y el propietario de la sal accedieron a llevarnos en la gabarra a
Liuba, a Jadviga y a mí. Los blancos, huelga decirlo, revisaban las
embarcaciones que salían del puerto y tuvimos que subir a bordo de la gabarra
la víspera de la partida y permanecer sin hacer ruido hasta llegar a alta mar en
la sofocante bodega donde iba la valiosa mercancía. No era aquél un lugar
muy agradable, pero nos dieron pan y tomates; sal no nos faltaba y no
protestamos.
Nos aguardaban algunos momentos desagradables: sobre nuestras cabezas
retumbaban las botas de los oficiales que controlaban si había pasajeros en la
gabarra. Yo me acordé de un verso de Voloshin: «Petrificarse como una estatua
de sal», y me parece que me transformé en una estatua. Los pasos se hicieron
más sordos, como una tormenta que se aleja.
El remolcador puso rumbo al sur, como si nos dirigiéramos hacia las
costas de Turquía. La explicación era que en Novorossíisk se había
establecido el poder soviético, y el propietario de la sal tenía miedo de que
los bolcheviques se apoderaran de su mercancía. La gabarra sólo servía para
cortas travesías a lo largo de la costa y, como ya he dicho, ya había alcanzado
una edad poco propicia para las aventuras.
Era a finales de septiembre, es decir, la época en que abundan las
tormentas en el mar Negro. Durante unas horas navegamos en una situación
idílica: lucía el sol, espumeaban las olas y la gabarra se balanceaba con
indolencia. Nos alegrábamos de haber escapado de Crimea y comíamos pan
con sal. De repente se desencadenó una tormenta. No comprendíamos aún lo
que ocurría cuando una alta ola se abatió sobre la cubierta. Nos tumbamos en
el sitio más protegido y nos cubrimos con una lona. El temporal arreciaba, se
nos echaba encima la rápida noche meridional.
A bordo de la gabarra había tres o cuatro marineros. Nos advirtieron de
que la cosa pintaba mal: nos encontrábamos lejos de la costa, el agua había
entrado en la bodega y la carga ahora se había hecho muy pesada. Los
marineros echaban pestes contra el capitán del remolcador, contra el dueño de
la sal, contra los blancos, los rojos, los georgianos y contra todo el mundo.
Intentamos dormir, pero era imposible, pues a pesar de la lona estábamos
calados hasta los huesos. Aunque la gabarra, según decían los marineros,
llevaba exceso de peso, se zarandeaba como una barca diminuta. Y las olas
seguían creciendo. Me esforcé en recordar historias divertidas y no nos
vinimos abajo. Lo más desagradable, no obstante, aún estaba por llegar. El
capitán del remolcador decidió abandonar la gabarra por el temor a que se
rompiera el remolcador. Así nos lo dijeron a gritos mediante un altavoz y nos
propusieron que pasáramos al remolcador sirviéndonos de un cabo. Pero
nosotros no éramos deportistas, sino personas muy demacradas por las sopas
de pieles de pimientos (Liuba, poco antes del viaje, acababa de pasar el tifus),
y, además, no podíamos trasladarnos al remolcador entre aquellas olas
embravecidas, así que decidimos quedarnos en la embarcación pasara lo que
pasara.
Más de una vez he advertido que el miedo es un sentimiento caprichoso, a
menudo independiente de la razón. Un amigo mío, el escritor Oleg Sávich,
bajo los insoportables bombardeos en España conversaba sobre poesía con
una calma absoluta, pero recuerdo que, cuando hicimos un viaje de Bélgica a
Francia, tenía un miedo mortal a la inspección aduanera aunque no llevaba
nada de contrabando. Estuve en Toledo con el pintor español Fernando
Gerassi, que entonces era oficial y más de una vez había despertado la
admiración de sus camaradas por su valor. En el Alcázar de Toledo se habían
hecho fuertes los fascistas y de vez en cuando, con indolencia y para guardar
las apariencias, disparaban contra los anarquistas. Fernando me confesó que
no quería subir conmigo al tejado de un edificio porque tenía miedo: el frente
era el frente, pero en Toledo, adonde me había acompañado, sentía miedo. En
cuanto a mí, no fue en el frente donde sentí miedo, ni en España, ni durante los
bombardeos, sino en tiempos de paz, cuando esperaba un timbrazo o un golpe
en la puerta. En fin, ya he escrito sobre ello. Ni yo ni mis jóvenes compañeras
de viaje nos asustamos ante la idea de quedarnos en una gabarra rota en medio
del mar embravecido y expuestos a irnos a pique junto con la preciada sal.
Charlábamos, bromeábamos y si temblábamos no era de miedo, sino de frío
porque estábamos empapados.
Al final el capitán no abandonó la gabarra. Cuando llegamos felizmente a
puerto en Sujumi, dijo a Liuba que la había compadecido. Creo que fue un
cumplido a la oriental. En realidad, en el remolcador se encontraba el
propietario de la sal y había defendido su mercancía.
Sujumi nos pareció de una belleza indecible; es, en efecto, una ciudad
hermosa, pero entonces no se trataba sólo de su aspecto pintoresco: aquella
mañana radiante y soleada nos maravillaba por nuestro regreso a la vida. Nos
parecía que habíamos dejado atrás no sólo todas las dificultades del viaje
hacia Moscú, sino también las de nuestra vida. Un georgiano se ofreció para
cambiarnos el dinero y nos instalamos en la terraza de un café: tomamos café
turco en pleno éxtasis. Nos sonreían hombres bigotudos y vocingleros. Vendían
uvas doradas y tibias. Hacía calor como en verano, y nosotros ya no
pensábamos ni en el precio de la sal ni en el de la vida humana. Nos
divertíamos: los tres juntos sumábamos menos años que yo solo ahora.
Después dormimos una vez más en la gabarra, pero aquélla fue una noche
corriente, tranquila; navegábamos a lo largo de la costa hacia Poti. De allí
fuimos en tren a Tiflis. ¿Adónde ir? ¿Dónde se encontraba la embajada? ¿Y
dónde estaba Moscú? Nos sentimos un poco perdidos en una ciudad extraña,
sin documentos y sin dinero.
A pesar de todo, en la vida suelen darse felices casualidades a las que
recurren a veces los escritores al añadir un desenlace feliz a una historia
irresoluble. Por la avenida Golovinski, en sentido opuesto al nuestro,
caminaba Mandelstam. A verlo nos alegramos tanto como él. Ósip sentía ya la
tierra firme bajo sus pies y nos dijo con aire diligente: «Ahora iremos a casa
de Titsián Tabidze,[2] que nos llevará a un magnífico duján?».[3]
16

Mandelstam nos habló de sus tribulaciones. En Batumi había cundido el temor


de que se propagara una epidemia de peste y el barrio donde él y su hermano
tenían su habitación había sido acordonado. Mandelstam conjeturaba acerca
de qué le llevaría a la muerte, si la peste romántica o el hambre vulgar. Sus
reflexiones fueron interrumpidas por los policías mencheviques que lo
metieron en la cárcel. En vano trató de explicar una vez más que no estaba
hecho para la vida carcelaria: sus palabras no surtieron efecto. De nada le
servía decir que era Ósip Emílievich, autor de un libro titulado La piedra; le
respondían que era un agente del general Wrangel y de los bolcheviques.
Bastaba echarle un vistazo para percatarse de que no parecía en absoluto un
agente, no ya doble, tampoco simple. Pero los policías no tenían tiempo para
pararse a pensar: estaban cumpliendo órdenes y quizá excediéndose en su
cumplimiento. (Incluso el autor de la novela de aventuras más absurda cuida
de que el relato presente cierta verosimilitud, pero los policías no se rompen
la cabeza: prefieren romper la de los demás). Por casualidad llegaron a
Batumi unos poetas georgianos y leyeron en un periódico que «el doble agente
Ósip Mandelstam» se hacía pasar por poeta. Consiguieron que le dejaran en
libertad.
Después de habernos contado todo esto, Mandelstam no se puso a filosofar
sobre las particularidades de la época, sino que nos condujo a casa de Titsián
Tabidze, que se puso a gritar con entusiasmo, nos abrazó a todos, recitó unas
poesías y luego se fue corriendo en busca de su amigo Paolo Yashvili.[1]
Quedamos aturdidos al ver sobre la mesa manjares cuya existencia habíamos
olvidado hacía tiempo.
Yo había conocido a Paolo Yashvili en París, en La Rotonde; corría el año
1914. Paolo era entonces un joven demacrado e impetuoso (tenía veinte años).
Me había formulado muchas preguntas: «¿A qué café suele ir Verlaine?
¿Cuándo va a venir Picasso? ¿Es cierto que usted escribe en el café? Yo no
podría… ¡Mire cómo se besan! ¡Es escandaloso! Eso me inspira demasiado».
Al ver a Paolo en Tiflis, me alegré como si viera a un compañero de armas,
pese a que nuestro encuentro en París había sido fortuito y breve.
Apenas nos habíamos sentado a la mesa cuando Paolo y Titsián nos
explicaron que eran los fundadores de una orden poética llamada Golubye
Roga [Los Cuernos Azules]. Pensé que aquello nada tenía que ver con la
comida: existía ya la revista El Jinete Azul y las exposiciones de La Rosa
Azul. Pero el tabernero nos trajo unos cuernos enormes (aunque, a decir
verdad, no eran azules). Paolo me extendió un cuerno y procedió a servirme un
cuarto de vino. Un cuerno no es un vaso, no se puede posar sobre la mesa; lo
mantuve durante unos minutos en la mano, y luego, preso de la desesperación,
me aticé el vino de golpe. Si se recuerda el estado demacrado en que me
encontraba en Koktebel, no resulta difícil adivinar cómo terminó la velada
para mí. Nuestros amigos georgianos me llevaron, no sé por qué, al concierto
de un famoso virtuoso. Recuerdo vagamente que estaba tumbado en una sala
del Conservatorio, en medio de arpas y de coronas de flores.
Al día siguiente fui con Mandelstam a la embajada soviética. Nos
acogieron de modo afectuoso y prometieron ayudarnos a llegar a Rusia: sólo
debíamos esperar una o dos semanas.
Paolo nos alojó en un hotel sucio y decrépito. En la ciudad no había
habitaciones libres y tuvimos que conformarnos con un solo cuarto para todos:
los hermanos Mandelstam, Liuba, Jadviga y yo. Ósip Emílievich rechazó la
cama por miedo a las chinches y a los microbios, por lo que se puso a dormir
sobre una mesa alta. Al despuntar el alba, vi por encima de mí su perfil:
Mandelstam dormía boca arriba y tenía un aire solemne.
En Tiflis vivimos dos semanas que me parecieron una digresión lírica.
Almorzábamos todos los días e incluso cenábamos. Ni Paolo ni Titsián tenían
dinero, pero nos agasajaron con el esplendor de unos príncipes medievales:
elegían las tabernas más famosas y nos obsequiaban con platos refinados. A
veces pasábamos de una taberna a otra, del almuerzo a la cena. Los nombres
de los platos georgianos sonaban como versos: sulguni, sotsjali, satsivi, lobi.
Comíamos truchas, sopas cargadas de pimienta, queso caliente, salsa de nuez y
bayas, hígados de pollo y vientres de cerdo asados, por no hablar de las
brochetas. En las tabernas persas nos servían arroz guisado con carnero en
pequeños cuencos de arcilla. Queríamos comprobar qué vino era mejor, si el
teliani o el kvareli.
Era la primera vez que estaba en Oriente, y el viejo Tiflis me pareció una
ciudad de Las mil y una noches. Vagábamos por el interminable Maidan,
donde vendían turquesas engarzadas en resina y tortas calientes, chaquetas
inglesas y puñales, pipas turcas y gramófonos, hierbas aromáticas y fusiles,
retratos de la reina Tamara y dólares, manuscritos antiguos y calzoncillos. Los
vendedores llamaban a los clientes potenciales, ofrecían su mercancía,
prodigaban cumplidos floridos y maldecían la vida de su numerosa parentela.
Fuimos a un establecimiento de baños sulfurosos; el enorme mozo de los
baños me tomó a su cargo y me aplicó un barro milagroso que quitaba el vello.
Paolo afirmaba con el semblante muy serio que yo parecía un Narciso.
Bebíamos vino en los jardines de Veri; abajo, el impaciente río Kura
jugueteaba con destellos rojos y amarillos; en la mesa exhalaban su fragancia
el estragón y el coriandro.
En los templos antiguos contemplábamos las diosas de piedra a cuyos pies
se acurrucaban unas panteras. En las tabernas admirábamos los cuadros de
Pirosmani, el Rousseau georgiano, un pintor autodidacta que a cambio de
brochetas y vino decoraba las paredes de las tabernas. Era sencillo, patético, y
asombraba por la habilidad de su composición y la vivacidad de su colorido.
Tiflis era una estación fortuita en la que se había detenido por casualidad
el tren del tiempo. El jefe del gobierno menchevique, Noe Zhordania, antiguo
colaborador de diversas revistas marxistas, ahora se refería a Kautsky y a la
reina Tamara. Kautsky escribía que la Georgia menchevique era un estado con
un gran porvenir, pero los petersburgueses y moscovitas que se habían
quedado atrapados en el apeadero se apresuraban a hacer las maletas: unos
corrían al norte, otros al extranjero. Me encontré con algunos de ellos. El
artista N. Jódotov se disponía a regresar a su casa, a Petrogrado. Los poetas
Agnívtsev y Rafalóvich esperaban el visado para Francia. Los habitantes de
Tiflis increpaban a los mencheviques y les decían que sus días estaban
contados.
Varios siglos cohabitaban en esta ciudad sorprendente. Asistí a una fiesta
de los musulmanes chiítas. Sobre palanquines adornados con tapices de
colores iban mujeres persas con el rostro cubierto. A su alrededor iban y
venían jóvenes a quienes jinetes disfrazados fustigaban con el látigo, sin
piedad. Les seguían varios centenares de hombres con el torso desnudo que se
flagelaban con cadenas de hierro. Resonaba la música. Los principales actores
eran individuos vestidos con unas túnicas blancas que se balanceaban al grito
de shajsei-vajsei! y se daban con el sable en el rostro. Bajo el sol
resplandeciente la sangre parecía tinta roja. La gente se infligía aquellos
sufrimientos a la memoria del califa Hussein, muerto en un combate mil
cuatrocientos años atrás.
En la calle vecina unos artesanos leían unas octavillas que decían: «La
bandera roja del poder soviético ondea sobre Bakú. De un momento a otro
será izada también sobre Tiflis».
Me regalaron una antología del taller poético de Tiflis. He conservado este
libro por casualidad. Entre los autores figuran muchas poetas con nombres
poéticos: Nina Gratsiánskaia, Bel-Kon-Liubomírskaia, Magdalina de
Kaprélevich. Los poetas del taller de Tiflis escribían sonetos sobre Svarog,[2]
Bros, Sulamita, Sanavallata, Monfort y otros personajes que también nos son
cercanos.
Cabe decir que entonces ni siquiera hojeé la recopilación, pues pasaba
todo el tiempo con mis dos nuevos amigos por quienes sentí enseguida un gran
afecto, Paolo Yashvili y Titsián Tabidze.
Los dos estaban unidos no sólo por sus concepciones poéticas, sino por
una sólida amistad que resultó más duradera que las escuelas literarias;
perecieron juntos. Y, sin embargo, qué poco se parecían. Paolo era alto,
apasionado, rebosaba energía y se mostraba capaz de organizar cualquier
cosa: el manifiesto de Los Cuernos Azules o una cena en una taberna
caucásica. Sus versos eran vivos, inteligentes, fuertes. Titsián, en cambio,
sorprendía por su carácter dulce y soñador. Era guapo, llevaba siempre un
clavel rojo en el ojal, recitaba versos con voz cantarina y tenía unos ojos
azules como lagos de montaña. Es difícil comprender la poesía traducida. Oí
cómo declamaban sus versos en georgiano. Titsián me dijo (así lo recuerdo),
que la poesía es una avalancha. Muchos años después leí traducido un poema
suyo que contenía los siguientes versos: «No soy yo quien escribe los versos.
Son ellos los que, como una novela, me escriben a mí. Y el paso de la vida los
acompaña. ¿Qué es un verso? Una avalancha. Un soplo que te arrebata y te
entierra vivo. Eso es un verso».
Creo que en estas palabras se revela la pureza de Titsián y sus elevados
ideales. Antes que nada era poeta.
Yashvili y Tabidze conocían muy bien y amaban la poesía rusa y la
francesa, a Pushkin y a Baudelaire, a Blok y a Verlaine, a Nekrásov y a
Rimbaud, a Maiakovski y a Apollinaire. Yashvili y Tabidze rompieron con las
viejas formas de la versificación georgiana. Pero sería difícil encontrar poetas
que amaran tanto a su patria como ellos. Se les podía dar una gran alegría
diciendo que tal o cual palabra georgiana eran expresivas, al observar una flor
de montaña o la sonrisa de una joven en la avenida Rustaveli. Hoy en día se
puede leer en cualquier manual que eran unos poetas excelentes. Yo quisiera
añadir que eran unos hombres de verdad. Volví a Tiflis en 1926 y fui a ver a
Paolo y a Titsián. Más tarde me encontré de nuevo con ellos en Moscú: nuestra
amistad resistía la prueba del tiempo.
A finales de 1937 llegué directamente de España, de la batalla de Teruel, a
la ceremonia en honor de Rustaveli. Paolo y Titsián ya no estaban allí. Diré lo
que les pasó citando unas palabras de Guram Asatián, autor de un libro sobre
Titsián Tabidze: «Tabidze, al igual que sus maravillosos contemporáneos, los
famosos escritores soviéticos Yashvili, Dzhavajishvili, Mitsishvili y otros,
cayeron víctimas de la mano criminal de los encarnizados enemigos del
pueblo». Detuvieron a Titsián y, cuando fueron a buscar a Paolo, éste se
suicidó con un fusil de caza. En Tiflis sólo encontré a un poeta del grupo de
Los Cuernos Azules a quien había conocido en 1926. Me invitó a su casa para
el Año Nuevo. De repente los brindis se interrumpieron: levantamos los vasos
sin decir nada, teníamos muy presentes a Titsián y Paolo… Pienso a menudo
en un poema que Yashvili escribió algunos años antes del trágico desenlace:
«No temas las calumnias. Peor es el silencio cuando, avanzando con sigilo
desde la calle, asusta como una guerra próxima o la inminencia de la bala a mí
predestinada».
Muchos poetas rusos —Yesenin, Pasternak, Tíjonov, Zabolotski,
Antokolski— querían a Titsián y Paolo. Pero nosotros fuimos los primeros
poetas soviéticos que encontraron en Tiflis no sólo reposo espiritual, sino
romanticismo, el sentido de la altura, un poco de oxígeno. Me refiero tanto a
las montañas como a las personas: era imposible separar a Paolo y Titsián del
paisaje que los rodeaba. En 1926 escribí después de mi viaje a Georgia:
«Estaremos de acuerdo en que la montaña no es sólo el asma de los alpinistas,
no son sólo los “¡Oh!” y los “¡Ah!” de los veraneantes aficionados a la
belleza. Es además cierta inquietud de la naturaleza, su exigencia, que
corresponde profundamente a la naturaleza humana… Los animales y las cepas
del monasterio de Ananur retozan, maduran, viven. Los pastores y las estrellas
los contemplan con amor. En los jardines de Veri la zurná llora como la mujer
amada cuya voz es imposible no reconocer aunque pasen miles de años. Los
poetas de Los Cuernos Azules aman a Rimbaud y a Lautréamont. Las almas
cándidas recitan sus versos a las jóvenes confiadas junto a las tumbas de
Gribóiedov en el momento en que se funden las constelaciones de los
astrónomos, las luces de Sololak y las pupilas emocionadas. En las paredes de
las tabernas fluye sangre de las sandías pintadas por Niko Pirosmanashvili».
Los Alpes en Francia significan deporte, turismo, sanatorios, esquíes,
hoteles, mochilas, postales. Pero resulta difícil imaginar la poesía rusa sin el
Cáucaso: allí se distendía el alma, allí tenía su rampa de lanzamiento.
Pero ahora escribo acerca de las dos breves semanas del otoño de 1920,
cuando los amigos georgianos nos dieron cobijo y afecto. Esos amigos ya no
están, sólo podemos saludar a las montañas de Georgia. Yashvili y Tabidze
nos acompañaron por la ruta militar georgiana hasta el primer alto, y todavía
hoy resuena en mis oídos la voz alta y penetrante de Titsián: «En las colinas de
Georgia se extienden las tinieblas, | corre el río Aragva ante mí. | Estoy triste y
sereno. Es luminosa mi tristeza, | que de ti está llena».[3]
17

Ya he dicho que a lo largo de mi vida he ejercido profesiones de lo más


variadas e imprevistas. Ahora me toca hablar de la más inverosímil. Fue
efímera, pero tempestuosa: el embajador me comunicó que yo iría de Tiflis a
Moscú en calidad de correo diplomático. No se trataba de una sinecura
honorífica ni de un disfraz para cruzar la frontera, no; yo debía transportar un
paquete de correspondencia y tres enormes bultos cubiertos con un gran
número de sellos.
En la actualidad me desplazo a menudo al extranjero, al igual que hacía en
el pasado. Si viajan conmigo otros camaradas, siempre los acompaña un jefe
de delegación. Pues bien, de Tiflis salí con siete personas; algunas de ellas
constaban en el documento oficial como «acompañantes». (Liuba, Jadviga, los
hermanos Mandelstam y un camarada muy formal que, si no me equivoco,
regresaba de Inglaterra). Los otros eran mis «guardaespaldas»: un marinero de
la flota roja y un joven actor del Teatro de Arte de Moscú. De este modo hice
enseguida carrera en mi nueva profesión.
Ahora me encuentro a menudo con correos diplomáticos en los aviones;
son individuos tranquilos, serios, acostumbrados a su trabajo. En los viajes
largos, se desplazan en pareja: cuando uno duerme, el otro vigila el correo. Al
verlos, evoco mi pasado lejano: no pueden sospechar, como es natural, que yo
también transporté sacos semejantes, sólo que no en avión, donde las azafatas
obsequian a los viajeros con bombones, sino en un vagón destartalado,
enganchado a una locomotora blindada…
En otoño de 1920 los diplomáticos soviéticos todavía eran novatos. Sólo
se mantenían relaciones diplomáticas con Afganistán, los recién formados
Estados Bálticos y la Georgia menchevique. Todo era nuevo, nadie tenía
experiencia. Los bolcheviques se acordaban muy bien de las acaloradas
discusiones sostenidas con los mencheviques en las reuniones clandestinas;
algunas veces se personaba la policía y se llevaba a todo el mundo. Pero
entonces el cuadro era diferente: el publicista menchevique A. Kostrov, o sea
Noe Zhordania, había alcanzado la jefatura del gobierno georgiano y su
policía comenzaba a confinar en la prisión de Metej a sus recientes
adversarios. Un correo de la embajada, desde luego, goza de inmunidad, nadie
tiene derecho a tocar los paquetes que transporta. El embajador estaba
perfectamente al corriente de ello, pero ignoraba si también era del dominio
de los bolcheviques, así que me dio órdenes categóricas de que en la frontera
no permitiera bajo ningún concepto que nadie abriese el paquete envuelto en
papel de embalaje marrón y cerrado con una decena de sellos de lacre.
Llevaba ese paquete en mis manos y no me separé de él durante ocho días
hasta que lo entregué en el Comisariado de Asuntos Exteriores de Moscú.
Al principio el viaje fue idílico. Cenamos en una taberna caucasiana y
dormimos en el tren. Todos mis compañeros de viaje, tanto los
«guardaespaldas» como los «acompañantes», durmieron tranquilamente,
mientras que yo me pasé la noche velando el preciado paquete. Por la mañana
proseguimos el viaje. La nieve centelleaba y, abajo, los riachuelos de la
montaña discurrían fragorosos y pacían rebaños de ovejas.
Nos aproximábamos a la frontera y comencé a pensar qué haría si a los
guardias fronterizos georgianos les daba por querer abrir mi paquete. El
marino de la flota roja tenía un revólver, pero cuando le comuniqué el peligro
inminente me replicó con indiferencia que era yo quien llevaba el paquete y
que él sólo transportaba fruta. El camarada procedente de Inglaterra iba bien
rasurado, olía a lavanda y observaba despreocupado las nieves perpetuas con
unos prismáticos. Ósip Emílievich declamaba versos a nuestros compañeros
de viaje.
El oficial georgiano que comandaba el destacamento de guardias
fronterizos resultó ser una persona amable en grado sumo. Al saber que mi
mujer era pintora se puso a preguntarle qué hacían los pintores rusos del
momento. Quería ir a Moscú para matricularse en los talleres de Vjutemás.[1]
¿Acaso Liuba podía ayudarle con las gestiones?
Nos llevó bastante tiempo atravesar la «zona neutral» con los fardos a
cuestas. Los guardias fronterizos soviéticos estaban ocupados: habían
atrapado a tres contrabandistas. Nos prometieron un coche para la noche. Yo
protesté: «El correo es urgente, no puedo perder ni una hora». (Era
exactamente lo que me había dicho el embajador).
Por la noche llegamos a Vladikavkaz; nos condujeron a un hotel donde
medio año atrás se habían acantonado los hombres de Denikin; allí todo estaba
mugriento y roto, no había cristales en las ventanas y nos azotaba un viento
frío. La ciudad hacía pensar en el frente. Los habitantes iban a su trabajo,
llenos de preocupación y de inquietud; no comprendían que la guerra civil
tocaba a su fin y, según la costumbre, trataban de adivinar quién irrumpiría en
la ciudad al día siguiente.
Me puse a discutir con los representantes del soviet municipal y con el
comandante militar cómo podíamos llegar hasta Mineralnie Vodi: los trenes no
circulaban, por la línea se producían escaramuzas con pequeños
destacamentos de blancos. Comimos borsch en la cantina de los camaradas
dirigentes; incluso nos dieron tres hogazas de pan. Al anochecer se tomó la
decisión de mandar un tren blindado a Mineralnie Vodi. Pero no había ninguno
disponible y engancharon dos vagones ordinarios a nuestra locomotora
blindada. Esta vez los guardias eran un poco más serios: soldados rojos
armados con ametralladoras.
En el vagón vi a un nuevo pasajero, que se presentaba como diplomático
georgiano, sonriendo a todo el mundo. Uno de los chequistas me explicó que
habían encontrado en su maleta cerca de mil broches, brazaletes y sortijas con
brillantes y piedras preciosas. Moscú había ordenado que condujeran al
arrestado al Comisariado de Asuntos Exteriores. Trataban al georgiano con
cortesía, como a un verdadero diplomático, y yo me sentía como un simple
aficionado, pero no apartaba los ojos de mis bultos.
Cuando llevábamos recorridos cuarenta o cincuenta kilómetros, el tren se
detuvo. Oímos disparos. Crepitó una ametralladora. Los militares nos dijeron
que los blancos habían desmontado la vía férrea y se disponían a atacar el
tren; tendríamos que tomar los fusiles y disparar. Esto sacó de sus casillas a
Ósip Emílievich, que sentía un rechazo insuperable por todo tipo de armas. En
su cabeza maduró un plan fantástico: se iría con Liuba a las montañas… Liuba
no cedió a sus exhortaciones, y los blancos enseguida fueron repelidos.
En la estación de Mineralnie Vodi había gente que esperaba desde hacía
semanas para montar en un tren. Los soldados rojos me ayudaron a abrirme
paso hacia el vagón; alguien gritaba: «¡Correo diplomático!», pero esto no
surtía efecto alguno. Se habría podido gritar con el mismo éxito: «¡El papa de
Roma!» o «¡Shaliapin!». No sé cómo acabamos dentro de un vagón atestado de
gente. Fue aquí cuando comenzaron mis grandes tormentos: los fardos
ocupaban mucho sitio y todo el mundo quería sentarse encima de ellos; yo
comprendía que, de acceder a sus pretensiones, no quedaría nada de los sellos
lacrados y por ello gritaba, fuera de mí: «¡No toquéis el correo diplomático!».
No eran mis palabras las que causaban efecto, sino mi voz llena de
desesperación.
Al principio, el marino rojo me ayudó a rechazar los ataques, pero
enseguida ocurrió una desgracia: en una estación compró dos sacos enormes
de sal. La maldita sal de nuevo aparecía en mi vida. El marino ya no protegía
el correo diplomático sino la sal y apartaba con cinismo a todo el mundo de
los sacos diciendo: «Es correo diplomático», lo que me daba a mí el aspecto
de un impostor.
Hacia el cuarto o quinto día nos aguardaban nuevas contrariedades: en
alguna parte entre Rostov y Járkov se acercaron al tren los hombres de Majnó.
Yo sabía por experiencia lo que aquello significaba, pero esta vez estaba al
cargo del correo, del valioso paquete… ¿Qué debía hacer? El camarada que
había vuelto de Inglaterra tenía un termo de té caliente y una cantimplora llena
de coñac; me decía: «Beba, todo se arreglará».
En efecto, todo se arregló. Llegamos a Moscú. Yo estrechaba el paquete
contra mi pecho como si se tratara de un bebé. Poco a poco los pasajeros se
fueron dispersando, pero yo continuaba allí junto a mis fardos. Al atardecer,
Aleksandr Emílievich y el marino rojo lograron alquilar una carreta en la que
colocamos nuestro equipaje (yo no soltaba el paquete de correo). Andábamos
detrás de la carreta, parecía más bien un entierro de pueblo.
Ósip Emílievich tuvo tiempo de hacer una llamada telefónica y encontró un
lugar donde poder pernoctar tanto él como su hermano, y nos comunicó que
por la noche teníamos que ir a la Casa de la Prensa, en el bulevar Nikitski,
donde nos ofrecerían bocadillos.
El Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores tenía su sede en el hotel
Metropol y su entrada daba a una pequeña plazoleta situada detrás del
edificio. El guardia tomó el correo. Trató el paquete con respeto, y yo de
nuevo me sentí crecer ante mis propios ojos, pero los fardos los arrastró con
negligencia al almacén. Intenté explicarle que, a pesar de todo el celo que
había puesto en mi vigilancia, una mujer abominable había estropeado muchos
sellos de lacre, pero replicó con indiferencia: «Si no hay más que
periódicos».
Se produjo un milagro: eran los primeros años de la revolución, el
romanticismo… Al enterarse de que yo no tenía a donde ir, el guardia se
apiadó de mí, comunicó a alguien por teléfono que había llegado el correo
diplomático de Tiflis y se puso a llamar a diferentes residencias. Recibí un
documento conforme al cual se nos autorizaba tanto a mí como a mi mujer a
alojarnos en la tercera residencia del Comisariado del Pueblo de Asuntos
Exteriores, que resultó ser el antiguo hotel Kniazhi Dvor, donde en otro tiempo
había vivido con mi padre. El lugar estaba bien caldeado y me pareció estar
en el paraíso…
Por la noche fuimos a la Casa de la Prensa, donde me encontré con muchos
conocidos. En la cantina servían minúsculas rebanadas de pan negro con
huevas rojas de pescado y arenque seco; además se podía tomar un té (no se
sabía si olía a manzana o a menta) aunque sin azúcar, por supuesto. Todo
aquello era maravilloso, y enseguida me enfrasqué en una discusión literaria:
¿quiénes se ajustaban mejor a la realidad, los futuristas o los imaginistas?
Nos fuimos un poco tristes por un incidente con Mandelstam. Estaba
sentado en otro rincón de la habitación. De pronto, Bliumkin se puso de pie de
un salto y dijo a voz en cuello: «¡Te voy a matar!», apuntando su revólver
contra Mandelstam. Ósip Emílievich lanzó un grito. Consiguió arrebatar el
revólver a Bliumkin y todo acabó de la mejor manera.
Caminamos por la plaza Arbat, cerca de la pequeña iglesia de Borís y
Gleb. Estaba muy oscura, pero en las ventanas titilaban unas luces tenues.
¡Estaba en Moscú, la ciudad que miraba el mundo entero! No había pan, ni
carbón, la vida era difícil, pero la gente se mostraba tenaz. Habían ganado ya
la guerra, habían trazado un nuevo camino en la historia…
Era eso en lo que pensaba camino de la tercera residencia. Quería hacer
algo, escribir, pero sobre todo demoler el pasado con toda mi alma. Ahora ya
sabía de qué olor estaba impregnado.
18

El administrador de la residencia del Comisariado del Pueblo se llamaba


camarada Adán, pero a decir verdad era yo quien me sentía como un auténtico
Adán: estaba en un paraíso del que me podían expulsar con facilidad. Para
permanecer allí debía presentar un certificado de trabajo, y si bien había
conseguido entregar el correo en destino, no por ello podía soñar con una
carrera diplomática. El camarada Adán nos instaló en una estancia sin
calefacción, pero Kniazhi Dvor seguía siendo el paraíso. Por la mañana nos
daban la ración alimentaria: doscientos gramos de pan, una diminuta cantidad
de mantequilla y dos terrones de azúcar. Durante el día recibíamos unas
gachas de mijo o de cebada. Los príncipes de antaño comían bien, por
supuesto, pero en el Moscú de 1920 semejante ración era realmente
principesca.
Me encontré con viejos amigos, hice amistad con jóvenes poetas y escribí
algunos poemas. Liuba buscó a Aleksandra Ékster y se inscribió en Vjutemás.
De improviso me informaron de que Meyerhold quería hablar conmigo y
proponerme un trabajo interesante. No sabía de qué se trataba, pero sentí que
me crecían las alas.
En la Casa de la Prensa decidieron organizar una velada dedicada por
entero a mi poesía. Leí los poemas que había compuesto en Koktebel y en
Moscú. No tenía ropa apropiada para la ocasión, pero entonces nadie prestaba
atención a esas cosas y, además, mis versos eran patéticos. Me dirigía, por
ejemplo, al hombre del futuro que hallara por casualidad uno de mis libros en
la biblioteca: «Entre los oropeles del pasado y las palabras miserables, | entre
las crónicas de los tiempos revueltos de antaño, | verá a un hombre que está
muerto en el umbral, | con el rostro vuelto hacia él».
Cuando terminé de leer, todo el mundo corrió a la cantina. Allí se acercó a
mí un dirigente que estaba de servicio, el poeta Véngrov, y me dijo en un
susurro que unos agentes de la Cheká preguntaban por mí; estaban abajo, junto
al guardarropa. «No se preocupe —añadió en tono afable—. Seguro que se
trata de un error».
Cerca del guardarropa me esperaban dos jóvenes que me mostraron la
orden de arresto. Salimos a la plaza donde nos aguardaba un coche que me
condujo a la calle Lubianka, al edificio que antes albergaba la compañía de
seguros Rusia y alojaba la Cheká: esta casa ha pasado a la historia. Son pocas
las personas que recuerdan que la calle Kírov llevaba en otro tiempo el
nombre de Miasnítskaia, la calle Kropotkin el de Prechístenka, la calle Gorki
el de Tverskaia, pero el nombre de Lubianka ha permanecido.
Me registraron, encontraron fotografías de Liuba y reproducciones
fotográficas de sus cuadros. Los jóvenes me preguntaron qué significaba el
cubismo, pero yo tenía la cabeza en otra parte: ¿qué significaba aquel arresto?
Así que no les di una conferencia de pintura. Los jóvenes me dijeron que
advertirían a mi mujer (en efecto, fueron a verla y la tranquilizaron: «Seguro
que lo liberan pronto», y le pidieron que les explicara la pintura
contemporánea).
Me llevaron a una celda donde ya había ocho personas —entre ellas
algunos comandantes de la marina de guerra, gente valiente y simpática—, me
hicieron algo de sitio y me acosté. A la mañana siguiente me explicaron que en
la celda estaba prohibido hablar con los demás de las propias contrariedades.
Cada cual debía tratar de un tema de su especialidad. Primero hubo una charla
sobre el submarino construido por Naliótov, luego sobre una travesía por el
océano Índico. Yo, por mi parte, hablé de París, de los versos de François
Villon, de la pintura italiana. (Algunos meses más tarde, me encontré con los
compañeros de mi breve detención en el Teatro de Cámara, durante el estreno
de La princesa Brambila. Nos alegramos de vernos y entablamos enseguida
una discusión sobre cuál de los dos teatros era mejor, si el de Taírov o el de
Meyerhold).
Por la noche me condujeron por pasillos largos y complejos hasta el
interrogatorio. El juez instructor me saludó con aire amistoso, me dijo que me
había visto en La Rotonde. Yo no me acordaba de él, pero hablamos de París,
y luego me dijo: «Mire, nos han informado de que usted era un agente de
Wrangel. Demuestre que no». Mi desgracia, durante toda mi vida, ha sido no
poder liberarme de ciertas conclusiones de Descartes. Sé que no se vive de
acuerdo con la lógica y, no obstante, cada vez me sorprendo exigiendo
precisamente lógica a los demás. Contesté que era el autor de la denuncia
quien debía demostrar que yo era un agente de Wrangel. Si me decían sobre
qué estaba fundada tal afirmación, yo podría desmentirla. El juez de
instrucción me pidió que le contara cómo había llegado hasta Moscú, se
compadeció de las desventuras sufridas durante el viaje, despotricó contra el
propietario de la sal y acabó declarando: «Tendremos ocasión de volver a
verlo». Di a mis compañeros de celda una charla sobre poesía española y
escuché otra exposición sobre la influencia del desarrollo de la aviación en
las acciones de las fuerzas navales.
Dos días más tarde, el juez instructor volvió a llamarme. «Dígame, ¿por
qué le encargaron a usted traer el correo diplomático a Moscú?». Respondí
que era a nuestro embajador en Tiflis a quien convenía formular la pregunta,
que por lo que a mí respecta sólo había pedido a la embajada que me
proporcionara un medio para llegar a Moscú. Volvimos a recordar París y de
nuevo me llevaron a la celda. Pronuncié una charla sobre la arquitectura de
Versalles y escuché un análisis de la guerra submarina de 1917-1918. El tercer
interrogatorio comenzó con unas palabras que ya conocía: «Demuéstrenos que
no es usted un agente de Wrangel».
El juez instructor estaba de mal humor, declaró que yo era un testarudo y
que aquello podía llevarme a la perdición, que la contrarrevolución no
deponía sus armas y que el proletariado no repetiría los mismos errores de la
Comuna.
Me dije que probablemente me fusilarían, pero a la mañana siguiente me
puse a hablar de la pintura de Picasso y lo hice con tal pasión que olvidé las
amenazas del juez instructor.
Transcurrió un día y, de repente, me liberaron.
¡Era una época extraordinaria! Proseguían los combates con las tropas de
Wrangel, las diversas bandas aún no se habían rendido, los terroristas seguían
al acecho para atacar. La lucha era clandestina, soterrada. Los arrestados a
veces eran fusilados, pero se ponía en libertad a quienes no eran ejecutados.
Me dejaron libre por la noche. Fui al hotel Kniazhi Dvor, pero no me
permitieron entrar. El camarada Adán, que era todopoderoso como Dios, había
expulsado del paraíso a Eva, es decir, a Liuba. Yo no sabía dónde estaba ni
sabía adónde ir. En la calle hacía mucho frío, y de pronto pensé con añoranza
en la celda estrecha: allí, por lo menos, se estaba caliente…
Me dirigí a la Casa de la Prensa. Era tarde, y no encontré más que al
empleado de turno. Me explicó largo y tendido que nadie podía pasar la noche
en el local; pero me miró y se apiadó de mí. Declaró: «¡Bueno! Vayamos
arriba». Arriba se encontraban los locales de varias agrupaciones literarias.
Me instaló en la sala de los escritores proletarios donde había un gran sofá.
Por desgracia, el piso de arriba no estaba caldeado. Mi abrigo de París, que
había sobrevivido a tres años tempestuosos, parecía el capote harapiento de
Akaki Akakiévich.[1] Me acosté y sentí que me congelaba. En medio de la
oscuridad descolgué de un muro una tela y me envolví con ella. No dejé de
sentir el frío pero por suerte me quedé dormido.
Me despertaron unas sonoras carcajadas. Estaba rodeado de escritores
proletarios, entre ellos mi amigo de París Misha Guerásimov… Resultó que
me había enrollado con una tela que decía: «¡Toda la cultura para el
proletariado!». Yo también me eché a reír.
Al releer lo que llevo escrito, me he preguntado por qué esta parte de mi
libro contiene tantas páginas alegres, casi frívolas. No obstante, los
acontecimientos de los que hablo no tenían nada de idílico: la barcaza de sal
podía haberse ido a pique con facilidad; nada les habría costado a los
bandidos liquidar al ingenuo portador del correo diplomático, y mis
conversaciones con el juez instructor habrían podido terminar de una manera
completamente diferente. Todo esto es verdad, pero el hombre puede
conservar la alegría interior en medio de las pruebas más difíciles, al igual
que se puede estar triste y desesperado cuando nada le amenaza
personalmente. He escrito con ternura, pero también con amargura, sobre mi
primera juventud. Y me tocará en las siguientes partes de mi libro hablar de
muchas cosas que no podrían considerarse alegres. No es el peligro lo que
acongoja al hombre, sino las ofensas, la pérdida de fe, la sensación de su
propia impotencia.
Hašek y Kafka nacieron en Praga en 1883, pero hablaban con voces
diferentes, y no sería posible introducir en una novela de Kafka las reflexiones
del buen soldado Švejk, resultaría una discordancia terrible. Pero la vida no
es un escritor, no se preocupa de la unidad del estilo. Escribe un capítulo con
una sonrisa y en otro retuerce el alma del protagonista.
19

De niño vi varias veces a V. E. Meyerhold sobre el escenario del Teatro de


Arte Popular;[1] le recuerdo como a un viejo chiflado interpretando el papel de
Iván el Terrible y como a un joven colérico, emocionado, en La gaviota.
Más de una vez en La Rotonde recordé las palabras del personaje de
Chéjov: «Se alza el telón y, a la luz crepuscular, en un cuarto de tres paredes,
esos grandes talentos, sacerdotes del arte sagrado, representan cómo las
personas comen, beben, aman, caminan y llevan sus chaquetas; cuando de unas
escenas y unas frases triviales intentan extraer una moral, una pequeña moral
fácil de comprender y útil para usos domésticos; cuando me presentan en mil
variaciones una y otra vez la misma cosa, la misma cosa…, huyo, huyo, como
huía Maupassant de la torre Eiffel, cuya vulgaridad le oprimía el cerebro […].
Hace falta introducir en el teatro nuevas formas. Hacen falta nuevas formas y
si no se encuentran… ¿cuál es su utilidad?».
(Chéjov escribió La gaviota en 1896, y Maupassant murió en 1893. La
torre Eiffel fue construida en 1889. En 1913 aceptábamos esta torre y
rechazábamos a Maupassant; pero las palabras sobre las «nuevas formas» me
parecían vivas y próximas).
En 1913 dejé pasar la oportunidad de conocer a Meyerhold, que había
venido a París invitado por Ida Rubinstein para presentar con Fokin La
Pisanella de D’Annunzio. Entonces poco sabía yo de las producciones de
Meyerhold; sabía, en cambio, que D’Annunzio era un palabrero y que Ida
Rubinstein era una dama acaudalada, ávida de éxitos teatrales; en 1911 había
visto El martirio de San Sebastián, obra de D’Annunzio también escrita para
Ida Rubinstein, y me había irritado la mezcla de preciosismo decadente y de
voluptuosidad de perfumería. (En París, V. E. Meyerhold hizo amistad con
Guillaume Apollinaire quien, por lo visto, comprendió enseguida que la
cuestión no estaba en D’Annunzio ni en Ida Rubinstein ni en la escenografía de
Bakst, sino en la confusión anímica del joven director petersburgués).
En otoño de 1920, cuando conocí a Meyerhold, tenía cuarenta y seis años:
era ya un hombre de cabello blanco; los rasgos de la cara se le habían afilado,
sobresalían sus cejas espesas, y la nariz, extraordinariamente larga y curva,
parecía el pico de un ave.
La sección de teatro del Comisariado de Instrucción Pública (TEO) tenía
su sede en una antigua mansión privada frente a los jardines Aleksándrovski.
Meyerhold daba zancadas por la gran estancia, quizá porque tenía frío, acaso
porque no sabía quedarse sentado en el sillón de director ante la típica mesa
con un montón de carpetas «por firmar». Parecía bullir literalmente de
impaciencia, decía que mis Poemas de las vísperas le habían gustado; luego
se abalanzó sobre mí y, echando atrás su cabeza como de garza o de cóndor,
dijo: «Su lugar está aquí. ¡Octubre en el arte! Dirigirá todos los teatros
infantiles de la República».
Intenté replicar que yo no era pedagogo, que había tenido bastante con los
mofectuosos de Kiev y los espacios de juego infantiles en Koktebel; además,
no sabía absolutamente nada de artes escénicas. Vsévolod Emílievich me
interrumpió: «Usted es poeta, y los niños necesitan poesía. ¡Poesía y
revolución! ¡Al diablo con las artes escénicas! Usted y yo tenemos que seguir
hablando… Pero ya he firmado la orden de su incorporación. Venga mañana
temprano».
En aquel entonces Meyerhold (igual que Maiakovski) estaba poseído por
la iconoclastia. No dirigía un departamento, combatía contra la estética y la
moral «fácil de entender» de la que hablaba el personaje de La gaviota.
No hace mucho intervine en un programa de televisión de Ginebra. Una
jovencita me cerró el paso al tiempo que me decía que debía maquillarme. Yo
protesté diciendo que iba a hablar del hambre en los países económicamente
subdesarrollados, lo que no tenía nada que ver con la belleza, y además no
veía bien que, a mis años, me pusieran colorete por primera vez. La joven me
contestó que era una cuestión de reglamento, que todos debían someterse a
aquel proceso. Me aplicó en el rostro una fina capa de crema amarillenta.
Creo que la luz del recuerdo es tan intensa como la de los estudios de
televisión, y que, en este libro, al hablar de ciertas personas aplico sin querer
una capa de maquillaje que suaviza demasiado los rasgos en exceso acusados.
Pero en lo tocante a Vsévolod Emílievich no quiero hacerlo; intentaré
transmitir su imagen no con los rasgos difuminados, sino con toda su crudeza.
Era un hombre de carácter difícil en el que la bondad se combinaba con un
temperamento visceral y la complejidad de su mundo propio con el fanatismo.
Como algunos grandes personajes a quienes he tenido ocasión de tratar, sufría
de una desconfianza patológica, tenía celos sin fundamento, a menudo veía
intrigas donde no las había.
Nuestra primera disputa fue agitada pero breve. Un marino del ejército me
trajo una obra de teatro infantil; todos los personajes eran peces (los
mencheviques eran carpas) y en el último acto triunfaba el Sovnarkom[2] de los
«peces». La obra me pareció desacertada y la rechacé. De pronto recibí una
llamada de Meyerhold. Tenía el manuscrito sobre la mesa. Me preguntó,
indignado, por qué lo había rechazado y, sin esperar a mi respuesta, empezó a
gritar que yo estaba en contra de la propaganda revolucionaria, en contra de la
Revolución de Octubre en el teatro. Por mi parte, yo también me enfadé y
repliqué que aquello era demagogia. Vsévolod Emílievich perdió el dominio
de sí mismo y llamó al administrador: «¡Detengan a Ehrenburg por sabotaje!».
El administrador se negó a cumplir la orden y aconsejó a Meyerhold que se
dirigiera a la Vecheká. Indignado, me fui resuelto a no volver a poner los pies
en la TEO. A la mañana siguiente Vsévolod Emílievich me llamó por teléfono:
quería saber mi opinión sobre el teatro de guiñol. Me presenté y fue como si el
episodio del día anterior no hubiera ocurrido nunca.
Vsévolod Emílievich cayó enfermo, pasé a visitarle varias veces por el
hospital. Yacía con la cabeza vendada. Me habló de sus planes, me preguntó
qué sucedía en la TEO, si había asistido a las nuevas producciones. Es
probable que en mis réplicas y en lo que contaba aflorase cierta nota irónica,
porque Meyerhold, a veces, me echaba en cara no tener fe e incluso pecar de
cínico. Un día, cuando le hablé de la distancia que había entre muchos
proyectos y la realidad, se incorporó y se echó a reír a mandíbula batiente:
«¡Usted, al mando de todos los teatros infantiles de la República! ¡No,
Dickens no habría sido capaz de inventar algo mejor!».
Sus vendajes parecían un turbante y, flaco y narigudo, se asemejaba a un
mago oriental. Yo también me eché a reír y le dije que la orden de mi
nombramiento no la había firmado Dickens, sino Meyerhold.
Asistí varias veces a la representación de Auroras. Era una obra muy floja
y la puesta en escena adolecía de falta de unidad. Meyerhold luchaba contra
las «tres paredes» de las que hablaba Tréplev,[3] contra la rampa, contra los
decorados pintados. Quería acercar el escenario a los espectadores. El local
era de mal gusto, el famoso café cantante Aumont, donde en otro tiempo los
moscovitas contemplaban a las estrellas semidesnudas; por lo demás, la sala
se encontraba en tal estado que la decoración pasaba casi inadvertida. No
caldeaban el teatro, los espectadores se arrebujaban en sus capotes, abrigos de
piel o pellizas. De las bocas de los actores salían palabras amenazadoras y
delicadas nubes de vaho. Algunos de los actores estaban situados en la platea;
irrumpían de pronto en el escenario donde había cubos grises y, no se sabía
por qué, colgaban unas cuerdas. A veces también subían al escenario los
espectadores. Eran soldados del Ejército Rojo acompañados por una fanfarria,
obreros. (Meyerhold quería poner a algunos actores en un palco para que
interpretasen el papel de socialistas revolucionarios y de mencheviques e
hicieran desde allí las réplicas correspondientes. Vsévolod Emílievich me
contaba con pesar que había tenido que renunciar a su idea: la audiencia podía
pensar que se trataba de auténticos contrarrevolucionarios y armarse un buen
jaleo). Estuve también en el espectáculo en el que uno de los actores leyó con
aire solemne el parte de guerra recibido momentos antes, en que se anunciaba
la toma de Perekop.[4] Resulta difícil describir lo que pasó en la sala…
En el debate público posterior se criticó el espectáculo; Maiakovski
defendió a Meyerhold. Yo no tengo una opinión formada del mismo: no es
posible desvincularlo de la época; está estrechamente ligado a los aguitki[5]
de Maiakovski, a los desfiles de carnaval organizados por los pintores de
LEF, al clima de aquellos años. Misterio bufo, del que vi un ensayo, me
pareció igualmente una encarnación de la época. Era difícil tomar cariño a ese
tipo de espectáculos, pero uno sentía el deseo de defenderlos, incluso de
enaltecerlos. En 1921 yo escribía: «Las puestas de escena de Meyerhold son
fallidas en cuanto a su ejecución, pero son magníficas por lo que respecta a
sus planteamientos: no se limita a extraer la quintaesencia del teatro, sino que
la disuelve de inmediato, destruye las candilejas, mezcla a los actores con los
espectadores». Maiakovski terminó del siguiente modo su discurso en el
debate de Auroras: «¡Viva el teatro de Meyerhold!, incluso si en sus primeros
tiempos montó un espectáculo no del todo logrado». El joven Bagritski
escribió: «Hoy Meyerhold ha sucedido al Molière de opulenta melena. Busca
nuevos caminos, sus movimientos son toscos. […] Tiembla de angustia, teatro
arcaico: de un respingo te hará saltar de la grupa».
En verano de 1923 viví en Berlín, y Meyerhold vino a la ciudad. Nos
encontramos. Me propuso que adaptara mi novela El trust D. E. para su teatro;
decía que la obra debía ser una mezcla de espectáculo circense y de apoteosis
propagandística. A mí no me apetecía rehacer la novela; había empezado a
perder el entusiasmo tanto por los espectáculos de circo como por el
constructivismo, estaba enfrascado en la lectura de las obras de Dickens y
escribía una novela sentimental de argumento complejo, El amor de Juana
Ney. Sabía, no obstante, que era difícil hacer cambiar de opinión a Meyerhold
y le respondí que me lo pensaría.
Poco después, en una revista teatral publicada por sus partidarios apareció
un artículo donde se contaba en forma de novela fantástica que yo había sido
secuestrado por Taírov, para quien me había comprometido a transformar mi
novela en una obra contrarrevolucionaria.
(Meyerhold sospechó muchas veces a lo largo de su vida que el
bondadoso y honestísimo Aleksandr Yákovlevich Taírov deseaba acabar con
él por todos los medios. Es un ejemplo de esa desconfianza de la que ya he
hablado. A Taírov nunca se le pasó por la cabeza llevar a la escena El trust
D. E.).
De regreso en la Unión Soviética, leí que Meyerhold estaba preparando la
obra El trust D. E., cuyo autor era un tal Podgaietski «a partir de las novelas
de Ehrenburg y Kellerman». Comprendí que el único argumento capaz de
detener a Meyerhold era decirle que yo mismo adaptaría mi novela, ya fuese
para el teatro o para el cine. En marzo de 1924 le escribí una carta que
empezaba así: «Querido Vsévolod Emílievich» y terminaba con un «saludo
cordial»: «Nuestro encuentro del año pasado, y en particular nuestra
conversación con respecto a la posibilidad de adaptar El trust, me permiten
pensar que siente por mi obra simpatía y estima. Por este motivo quiero
pedirle antes que nada, si la noticia es cierta, que abandone la idea de
escenificar esta obra […]. No soy un clásico, sino un hombre vivo».
La respuesta fue terrible, reflejaba el furor de Meyerhold, y nunca hubiera
hablado de ello si yo no lo quisiera con todos sus excesos. «Ciudadano
Ehrenburg, no alcanzo a comprender con qué fundamento usted viene a
pedirme que “renuncie a montar” la obra del camarada Pogdaietski. ¿Se basa
usted en nuestra conversación de Berlín? Pero si aquella conversación dejó
sumamente claro que, incluso si usted hubiese acometido la tarea de
transformar su novela, habría hecho una obra digna de ser representada en
cualquiera de las ciudades de la Entente».
No asistí al espectáculo, pero a juzgar por las opiniones de mis amigos y
las críticas favorables a Meyerhold, Podgaietski no escribió una obra de altos
vuelos. Vsévolod Emílievich había realizado una puesta en escena que no
carecía de interés: Europa perecía con estrépito, desaparecían las telas de los
decorados, los actores cambiaban de maquillaje a toda velocidad, se oía
música atronadora de jazz. Contra todo pronóstico, Maiakovski se posicionó a
mi favor; en un debate sobre el espectáculo declaró: «El trust D. E. es una
nulidad absoluta […]. Para adaptar obras literarias, hay que ser superior a sus
autores, en este caso Ehrenburg y Kellerman». No obstante, el espectáculo
tuvo éxito y la fábrica de tabaco Yava lanzó al mercado los cigarrillos D. E.
En cualquier caso, a causa de esta historia estúpida, dejé de ver a Vsévolod
Emílievich durante siete años.
Cuando volví a Moscú asistí a los espectáculos de Meyerhold: El
magnífico cornudo, La muerte de Tintagiles, El bosque. Compré la entrada
con el temor de que Vsévolod Emílievich me viera en la sala. (Resultaba
difícil encontrar en estas obras una apoteosis propagandística, se habrían
podido representar en «las ciudades de la Entente». Vsévolod Emílievich
nunca se quedaba quieto en un lugar).
Meyerhold no avanzaba por un camino suave y recto; subía a una cima y
desde allí tomaba caminos sinuosos. Cuando sus seguidores gritaban a los
cuatro vientos que había que destruir el teatro, él preparaba ya la puesta en
escena de El bosque. Eran muchos los que no comprendían qué le había
ocurrido al furioso iconoclasta: ¿por qué le seducían Ostrovski, la tragedia del
arte y del amor? (Del mismo modo, los discípulos de Maiakovski no
comprendieron por qué, en 1923, después de haber condenado la poesía lírica,
escribió el poema «Sobre esto». Resulta interesante observar que a la puesta
en escena de El bosque le siguió poco después la publicación de «Sobre
esto». El Maiakovski poeta volvía ya a la poesía y el Maiakovski militante de
LEF había condenado con severidad a Vsévolod Emílievich por su vuelta al
teatro: «El espectáculo El bosque me repugna profundamente»).
Los cuadros cuelgan en los museos, los libros están disponibles en las
bibliotecas, pero los espectáculos a los que hemos asistido no perduran sino
en forma de frías reseñas. Resulta fácil establecer un vínculo entre «Sobre
esto» y las poesías de juventud de Maiakovski, entre el Guernica de Picasso y
sus cuadros del período azul. Pero me resulta difícil juzgar cuánto de los
espectáculos prerrevolucionarios de Meyerhold pasó a El Bosque y El
inspector. Muchas cosas, sin duda: un camino puede estar lleno de recodos,
pero siguen siendo recodos a lo largo de un mismo camino.
El bosque era un espectáculo maravilloso que emocionaba a los
espectadores. Hay en él muchos descubrimientos: Meyerhold nos transmitió de
una manera nueva la tragedia del arte. No obstante, había en esta puesta en
escena un detalle que sacaba de sus casillas (o quizá alegraba) a sus
adversarios: uno de los actores llevaba una peluca verde. La obra se
representó de modo ininterrumpido durante muchos años. Una vez en
Leningrado, después de una de las representaciones, se celebró un coloquio
abierto al público. Vsévolod Emílievich recibió muchas notas con preguntas:
él se alegraba, se enojaba, bromeaba. Una de ellas era: «¿Qué significa la
peluca verde?». Se volvió hacia los actores y exclamó asombrado: «¡Pues es
verdad! ¿Qué significa? ¿De quién ha sido la idea?». A partir de aquel día,
desapareció la peluca. No sé si el asombro de Meyerhold fue simulado o
sincero: había olvidado un detalle que evidentemente había inventado él
mismo. (En el transcurso de mi vida, a menudo he tenido ocasión de oír
preguntas llenas de estupefacción del tipo: «¿De quién ha sido en realidad esta
idea?», a veces formuladas por los autores de estupideces mucho más graves
que la nefasta peluca).
Meyerhold era un espantajo para aquellos a quienes les disgustaba
sobremanera lo nuevo: su nombre se convirtió en un símbolo, y ciertos críticos
no observaban (o bien no querían observar) que él seguía progresando; le
perseguían por una estación que él había olvidado hacía tiempo.
Vsévolod Emílievich no tenía miedo a renunciar a concepciones estéticas
que consideraba acertadas un día antes. En 1920, cuando preparaba Auroras,
había roto ya con Sor Beatriz[6] y La barraca de los saltimbanquis.[7] Más
tarde se burló de la «biomecánica» que él mismo había inventado.
En el primer acto de La gaviota, Tréplev dice que lo esencial son las
nuevas formas, pero en el último, antes de dispararse, confiesa: «Sí, cada vez
estoy más convencido de que el hombre, cuando escribe, no piensa en viejas o
nuevas formas, sino que deja fluir libremente su alma». En 1938 Vsévolod
Emílievich me decía que el objeto de discusión no eran las viejas o nuevas
formas, sino el arte y sus imitaciones.
Nunca renegó de lo que él consideraba esencial: rechazaba los «ismos»,
los procedimientos, los cánones estéticos, pero no su concepción del arte;
siempre se rebelaba, se sentía inspirado, arrebatado.
¿Qué había de terrible en los vodeviles de Chéjov? Por aquella época,
todo el mundo había olvidado ya el arte «de izquierdas». Maiakovski había
sido reconocido como un poeta genial. No obstante, los espectáculos de
Meyerhold seguían recibiendo ataques. Él podía decir las cosas más normales,
pero en su voz, en su mirada, en su sonrisa había algo que exasperaba a las
personas que no podían soportar la llama creadora del artista.
En la primavera de 1930 vi en París El inspector de Meyerhold. Se
representaba en un pequeño teatro de la rue Gaîté, donde habitualmente se
ofrecía al público de los suburbios vodeviles estúpidos o melodramas
desgarradores en un escenario minúsculo e incómodo, sin vestíbulo (durante
los entreactos el público salía a la calle): en una palabra, un local más bien
miserable. El inspector me conmovió. Hacía tiempo que me había enfriado
con respecto a las pasiones estéticas de mi juventud y albergaba dudas de si
asistir o no al espectáculo, pues amaba a Gógol con un amor lleno de celo.
Pues bien, vi en el escenario todo lo que me atraía de este autor: la angustia
opresiva del artista y la estampa de una vulgaridad intolerable y cruel.
Ya sé que acusaron a Meyerhold de haber deformado el texto de Gógol, de
haber cometido un sacrilegio. Desde luego, su versión de El inspector no se
parecía a las representaciones que yo había visto en mi infancia ni en mi
juventud; el texto parecía ir más lejos, pero nada se había añadido, todo venía
de Gógol. ¿Acaso se puede creer un solo minuto en que la denuncia lanzada
contra los funcionarios provinciales de la época de Nicolás I es el único
contenido de esa obra? Desde luego, para los contemporáneos de Gógol El
inspector era sobre todo una sátira cruel de la estructura social y de las
costumbres de la época; pero como toda obra genial, ha sobrevivido a su
tiempo, nos emociona cien años después de que desaparecieran de la faz de la
tierra los alcaldes y jefes de correos de la época de Nicolás I. Meyerhold
amplió el marco de El inspector, ¿acaso es esto un sacrilegio? Las diversas
puestas en escena de las novelas de Tolstói y de Dostoievski son consideradas
una labor noble, aunque estrechen los límites de las obras…
Andréi Bieli no sólo amaba a Gógol, sino que sentía una pasión enfermiza
por él, y quizá muchos de los fracasos artísticos del autor de La paloma de
plata y de Petersburgo se debieron a no poder superar su influencia. Después
de haber visto El inspector en el teatro de Meyerhold, defendió
apasionadamente la representación.
En París, el público que acudió al teatro era en su mayoría francés:
directores de escena, actores, aficionados al teatro, escritores, pintores;
aquello parecía un desfile de celebridades. Louis Jouvet, Picasso, Dullin,
Cocteau, Derain, Baty… Y cuando hubo terminado la función, estos hombres
que cabría suponer saturados de arte, acostumbrados a dosificar su
aprobación, se levantaron e hicieron a Meyerhold una ovación como nunca se
había visto en París.
Me abrí paso hasta el escenario. Vsévolod Emílievich estaba de pie,
emocionado, en un pequeño camerino. Tenía el cabello más blanco, la nariz
más alargada. Habían transcurrido siete años… Le dije que no había podido
contenerme y que quería darle las gracias. Me dio un abrazo muy fuerte.
Desde entonces ya no hubo entre nosotros distanciamiento ni frialdad. No
hablamos de nuestra absurda disputa. Nos encontrábamos en París o en
Moscú, manteníamos largas conversaciones, a veces también guardábamos
silencio como sólo pueden hacerlo los amigos de verdad.
Cuando Meyerhold decidió llevar a la escena El inspector, dijo a sus
actores: «Visualicen un acuario cuya agua no se ha cambiado desde hace
mucho tiempo, el agua está verdosa, los peces nadan en círculo y hacen
burbujas».
A mí me contó que mientras trabajaba en El inspector, a menudo
recordaba sus años como colegial en Penza.
(En 1948 iba por una calle de Penza en compañía de A. A. Fadéiev. De
pronto se detuvo: «Ésta es la casa de Meyerhold». Permanecimos en silencio
unos instantes; luego Fadéiev dejó escapar un suspiro melancólico al tiempo
que agitaba la mano y se dirigió rápidamente al hotel).
Meyerhold odiaba el agua estancada, el hastío, la vacuidad; a menudo
recurría a las máscaras precisamente porque le daban miedo. No se trataba del
terror místico a la inexistencia, sino a la rígida vulgaridad de la vida
cotidiana. La escena final de El inspector, la larga mesa de La desgracia de
ser inteligente, los personajes de El mandato e incluso los vodeviles de
Chéjov, todo ello no era más que el duelo del artista por la vulgaridad.
No fue casualidad que se hiciera comunista: sabía bien que era preciso
transformar el mundo. No se basaba en las conclusiones ajenas, sino en su
propia experiencia. Para nosotros era un hombre de otra generación.
Maiakovski nació con la revolución, Meyerhold ya había recorrido toda una
maraña de caminos: Stanislavski, Komissarzhévskaia, los simbolistas de
Petersburgo, La barraca de los saltimbanquis, Blok azotado por las tormentas
de nieve, El amor a las tres naranjas y muchas otras cosas. Ya en los tiempos
de La Rotonde intentábamos adivinar qué aspecto debía de tener el misterioso
doctor Dapertutto (pseudónimo literario de Meyerhold).
De todos aquellos a quienes puedo llamar amigos con motivo, Vsévolod
Emílievich era el mayor por edad. Yo nací en el siglo XIX, pero él lo vivió:
frecuentó a Chéjov, trabajó con V. F. Komissarzhévskaia, conoció a Scriabin, a
Yermólova… Lo más sorprendente de todo es que vivía en una eterna
juventud: siempre estaba inventando algo, se desataba como una tormenta de
mayo.
Recibió ataques durante toda la vida. En 1911, Ménshikov se indignaba
por la puesta en escena de Borís Godunov. «Creo que el señor Meyerhold ha
sacado de su alma judía a los comisarios de policía y no de Pushkin, en el que
no hay ni comisarios de policía ni látigos». Algunos artículos escritos un
cuarto de siglo después no eran en verdad ni más limpios ni más justos que las
palabras que acabo de citar…
Meyerhold no tenía nada de mártir: amaba apasionadamente la vida, a los
niños y los mítines ruidosos, las barracas y los lienzos de Renoir, la poesía y
los andamios de las construcciones. Amaba su trabajo. Asistí varias veces a
los ensayos: no se limitaba a dar explicaciones, también actuaba. Recuerdo los
ensayos de los vodeviles de Chéjov. Meyerhold tenía más de sesenta años,
pero sorprendía a los jóvenes actores por su resistencia, por la lucidez de sus
hallazgos, por su inmensa alegría espiritual.
Ya he dicho que los espectáculos mueren y no se los puede resucitar.
Sabemos que André Chénier fue un magnífico poeta, pero sólo podemos creer
que su contemporáneo Taima era un magnífico actor. La creación puede
resultar invisible durante cierto tiempo, como un río que se oculta bajo tierra,
pero no muere. Cuando asisto a algún espectáculo en París y, a mi alrededor,
todo el mundo exclama: «¡Qué nuevo!», me vienen a la memoria los
espectáculos de Meyerhold. Me acuerdo de ellos también en muchos teatros
moscovitas. Vajtángov escribió: «Meyerhold ha plantado las raíces del teatro
del futuro; el futuro se lo reconocerá». Ante Meyerhold se inclinaba no sólo
Vajtángov, sino también Craig, Jouvet y muchos otros grandes directores de
escena. En cierta ocasión Eisenstein me dijo que sin Meyerhold él no habría
sido quien era.
Ya en agosto de 1930 Meyerhold me escribía: «El teatro puede morir. Los
enemigos no se duermen. Hay mucha gente en Moscú para quien el teatro de
Meyerhold es una raspa en el ojo. ¡Oh, es una historia larga y aburrida de
contar!».
Nuestros últimos encuentros no fueron alegres. Regresé de España en
diciembre de 1937. El teatro de Meyerhold había cerrado. Su mujer, Zinaída
Nikoláievna Raij, había enfermado a causa de todo lo que habían pasado. A
Meyerhold le apoyaba K. S. Stanislavski, quien le telefoneaba con frecuencia
para darle ánimos.
En aquella época el artista Konchalovski pintó un retrato extraordinario de
Meyerhold. Muchos retratos de Konchalovski son decorativos, pero el pintor
tenía en gran estima a Meyerhold y en su retrato reveló su inspiración, su
angustia y su belleza espiritual.
Meyerhold pasaba mucho tiempo en casa de Konchalovski leyendo y
examinando monografías de arte. No cejaba en su empeño: soñaba con
representar Hamlet. Decía: «Creo que ahora podría hacerlo. Antes no me
atrevía. Si desaparecieran todas las obras del mundo y sólo permaneciera
Hamlet, el teatro seguiría vivo».
Quisiera añadir aún que Zinaída Nikoláievna apoyó de un modo admirable
a Meyerhold en aquel período tan difícil para él. Tengo ante mí una copia de
una carta que éste le escribió en octubre de 1938 desde Górienki, una
localidad de veraneo: «Llegué a Górienki el día 13, vi los abedules y se me
cortó la respiración… Las hojas están esparcidas por el aire. Esparcidas,
permanecen inmóviles, como congeladas… Inmóviles, esperan algo. ¡Cómo
las han vigilado! He contado los segundos de su última vida como el pulso de
un moribundo. ¿Las encontraré aún con vida cuando vuelva de nuevo a
Górienki dentro de un día, dentro de una hora? Cuando el día 13 contemplé
este mundo mágico del otoño dorado, todas estas maravillas, balbucée para
mí: “¡Zina, Zinóchka, contempla estas maravillas y no me abandones! Te amo a
ti, esposa mía, hermana, madre, amiga, eres de oro como esta naturaleza que
obra milagros. ¡Zina, no me abandones! ¡No hay nada en el mundo más terrible
que la soledad!”».
Nos despedimos en la primavera de 1938, yo me marchaba a España. Nos
abrazamos. Fue una despedida muy triste. No volví a verlo: en junio de 1939
Meyerhold fue arrestado en Leningrado, el primero de febrero de 1940 fue
condenado a diez años sin derecho a correspondencia.[8] El certificado de
defunción data del 2 de febrero.
En 1955 un joven fiscal que nunca había oído el nombre de Meyerhold me
contó la manera en que éste había sido calumniado. Me leyó la declaración
que hizo en una sesión a puerta cerrada del tribunal militar: «Tengo sesenta
años. Quiero que mi hija y mis amigos sepan algún día que fui un comunista
honrado hasta el final». Al leer estas palabras, el fiscal se levantó. Yo también
me levanté.
20

Pronto volví a mi paraíso perdido: el camarada Adán, después de leer la nota


del vicecomisario del Pueblo L. Karaján, que en un estilo abstracto y elevado
decía: «Ehrenburg se queda a vivir», nos facilitó una habitación. Tenía
derecho a una ración alimenticia, y en febrero me concedieron una tarjeta para
comer en el Metropol, donde nos servían una sopa aguada, gachas de mijo o
patatas heladas. Al salir había que devolver la cuchara y el tenedor, de lo
contrario no te dejaban abandonar el local.
Alguien me dijo que yo había nacido con una camisa puesta,[1] pero no
sólo había nacido con una camisa puesta, sino que sólo tenía una camisa, y
Moscú en invierno no es precisamente Brasil…
Hace mucho tiempo describí en la revista Proyector cómo me las ingenié,
a finales del año 1920, para procurarme ropa. No se trata de una historia muy
seria, pero reconstruye ciertos aspectos de la vida de aquellos años y muestra
también que las dificultades cotidianas no nos desalentaban.
Ya he hablado de mi abrigo parisino, convertido con los años en un capote
agujereado, pero no he hablado de lo más importante: mi traje; la chaqueta aún
aguantaba, pero los pantalones estaban hechos jirones.
Entonces comprendí qué significan unos pantalones para un hombre de
treinta años forzado a vivir en una sociedad civilizada, donde es imposible
pasar sin ellos. En la oficina no me quitaba el abrigo pues temía que los
faldones se me abrieran con algún movimiento imprudente. Conmigo
trabajaban la poeta Ada Chumachenko y unas jóvenes discípulas de Froebel.
Un marinero escritor me invitó a verle al hotel Loskútnaia. La visita
resultó algo tormentosa. Una mujer joven preparó unos buñuelos estupendos y
en la habitación hacía calor, me invitaron a quitarme el abrigo en varias
ocasiones, pero yo me resistía y no podía explicar el motivo.
Un día me negaron el acceso al Teatro de Cámara; enseñé la invitación,
mis credenciales, diversos certificados, pero el portero se mostró implacable:
«Camarada, está prohibido entrar con abrigo».
Aunque dirigía todos los teatros infantiles de la República y percibía una
ración y media alimenticia, me sentía incompleto: no tenía pantalones.
Llegó el invierno riguroso. Mi abrigo no calentaba más que una mantilla de
encaje. Me resfrié, estornudaba, tosía. Sin duda tenía fiebre, pero eso no nos
preocupaba demasiado. La casualidad quiso que me encontrara con uno de mis
camaradas de la organización clandestina del instituto. Me miró y montó en
cólera: «¿Por qué no has venido a verme antes?». Me dio una nota para el
presidente del soviet de Moscú y añadió en tono de broma: «El lord mayor de
Moscú se hará cargo de tu fondo de armario».
No era fácil conseguir audiencia con el lord mayor, en la sala de espera se
agolpaba un gentío de solicitantes de todo tipo. Por fin entré en una habitación
espaciosa; detrás de un escritorio estaba sentado un hombre respetable, con
una barba bien cuidada, a quien conocía muy bien de París. Entendí que debía
de tener mucho trabajo y me sentí cohibido. Me trató con pasmosa amabilidad,
habló de literatura, me preguntó cuáles eran mis proyectos literarios. ¿Cómo
iba a sacar yo a colación el tema de los pantalones? Por fin, haciendo acopio
de valor y aprovechando una pausa, le solté, preso de la desesperación: «Por
cierto, necesito con urgencia unos pantalones». El lord mayor se turbó: me
examinó con detenimiento: «Usted no necesita sólo un traje, también un abrigo
de invierno». Me dio una nota para el encargado de una de las secciones del
MPO; la nota decía lacónicamente: «Vestir al camarada Ehrenburg».
A la mañana siguiente me levanté muy temprano y me dirigí al MPO (estas
siglas nada tienen que ver con la defensa antiaérea sino que designan la
Cooperativa Moscovita de Consumidores, encargada de suministrar comida y
ropa a la población). Con la ligereza del que ha sido mimado por el destino,
pregunté: «¿Dónde entregan los cupones para la ropa?». Alguien me mostró
una cola larguísima que se había formado en la calle Miasnítskaia.
Hacía mucho frío y, mientras hacía la cola, olvidé como un pusilánime los
pantalones: sólo soñaba con un abrigo de invierno muy caliente. Al atardecer
me había acercado a la ansiada puerta. Pero entonces sucedió algo inesperado.
Se acercó a mí una mujer joven arropada con un chal cálido y se puso a gritar,
indignada: «¡Qué sinvergüenza! Llevo aquí desde las cinco de la mañana
haciendo cola, y éste, que acaba de llegar, se pone en mi sitio». Se abalanzó
sobre mí, y no era poco lo que pesaba; opuse resistencia, pero fue en vano, y
me echó de la cola. Me dirigí a las personas que estaban detrás de mí:
«Camaradas, ustedes han visto que llevo todo el día haciendo cola».
La gente estaba hambrienta, extenuada, apática; nadie salió en mi defensa.
Comprendí que era inútil pedir justicia, reculé algunos pasos, tomé carrerilla
y, de un empujón, saqué de la cola a la impostora. La gente continuaba
observando en un silencio apático: a todas luces habían optado por la
neutralidad. La mujer se alejó, imperturbable, y comenzó a buscar un punto
vulnerable en la larga cola.
Por fin entré en el despacho del encargado que, una vez leída la nota, me
dijo: «Tenemos poca ropa, camarada. Escoja: abrigo o traje». La elección era
harto difícil. Congelado de frío, estaba dispuesto a decantarme por el abrigo,
pero de pronto recordé las humillaciones de los meses pasados y grité:
«¡Pantalones! ¡Un traje!».
Me entregaron el cupón correspondiente. Me dirigí al local indicado, pero
resultó que no quedaban trajes para hombre; me propusieron a cambio uno de
mujer o un impermeable. Como es natural, rechacé el ofrecimiento, y me
mandaron a otro centro de distribución donde me enseñaron un traje hecho, al
parecer, para un enano y que, sin duda por ello, permanecía intacto desde los
tiempos del zar. Por fin, en el centro situado en el cruce de las calles Petrovka
y Kuznetski, encontré un traje de mi talla. Me puse el pantalón y me sentí como
un hombre. En la sección infantil de la TEO elaboré diez proyectos de un
tirón.
Pero el frío era cada vez más intenso, y yo continuaba tosiendo como un
desesperado. La conciencia de llevar pantalones me infundió coraje, y
emprendí la búsqueda de un abrigo de invierno.
Como fumador empedernido que era, cambiaba una vez al mes pan por
tabaco en el mercado de Sujarevka. Allí vendían de todo: jarrones chinos,
terrones de azúcar, cigarrillos sueltos, piedras para mecheros, alfombras de
Bujará, chocolate mohoso de antes de la revolución, novelas de Bourget con
encuadernación de tafilete. En el mercado de Sujarevka también se podía
comprar una pelliza harapienta, pero costaba como mínimo cincuenta mil
rublos, y no disponía de esa suma de dinero. En los bolsillos de mi chaqueta
nuevecita llevaba mandatos, proyectos, versos, una pipa vieja requemada,
polvo de tabaco y a veces un terroncito de azúcar que había cogido de la
hospitalaria casa del jefe de la sección de artes plásticas, Sterenberg.
No hace mucho cayó en mis manos un catálogo de libros manuscritos que
vendía la Librería de los Escritores. Entre los autores figuraban Andréi Bieli,
V. G. Lidin, M. Guerásimov, Shershenévich, Marina Tsvietáieva, I. Nóvikov y
muchos otros. También estaba disponible un librito mío, Canciones españolas,
por tres mil rublos. El libro (copiado por Shershenévich) llevaba la siguiente
nota: «Precio: 4 terrones de azúcar, 2000 rublos; un cuarto de litro de leche,
1800; 50 cigarrillos, 6000». El dinero estaba devaluado hasta el punto de que
nadie pensaba en él. Vivíamos de raciones y de esperanzas.
Con todo, decidido a juntar dinero para un abrigo me ofrecí para dar
recitales de poesía en el café El Dominó. Hacía un frío insoportable; se servía
a los clientes té con sacarina o leche agria de una palidez mortal, azulina. No
comprendo por qué la gente iba allí. En una gélida penumbra resonaban las
voces siniestras de Shershenévich, de Poplávskaia o de Dir Tumanni.
Frecuentaban El Dominó especuladores, agentes de la brigada criminal,
provincianos curiosos y excéntricos melancólicos.
Me quité mi capote a lo Akaki Akákievich, estornudé y empecé a aullar: a
la sazón todos los poetas aullaban, incluso cuando leían algo divertido. Un
especulador se sonó con simpatía; otros dos no pudieron soportarlo y se
largaron. Recibí una paga de tres mil rublos.
Me sonreía la suerte: unos días más tarde me encontré con un ciudadano
altamente sospechoso que me propuso conseguirme una pelliza por siete mil
rublos. Era casi un regalo. Vendí mi ración de pan de dos semanas y llevé la
pelliza al Kniazhi Dvor.
La pelliza me iba muy ceñida y desprendía un fuerte hedor, pero a mí me
parecía una capa de armiño digna de un cuadro de Velázquez. Me la puse, y
cuando me disponía a dirigirme a la Casa de la Prensa, Liuba regresó de la
Escuela de Bellas Artes y me exigió que me la quitara: en la pechera
destacaba un escudo enorme. No en vano aquel ciudadano me había parecido
sospechoso: me había vendido una pelliza del ejército robada.
Tuve que resignarme: era mejor estornudar y toser que verme mezclado en
una historia truculenta. Pero Liuba era constructivista, había estudiado con
Ródchenko y se pasaba el día hablando de factura artística, de «cosicidad» y
de estética de la producción, y dio con una solución.
En Moscú existían entonces «tiendas de artículos no racionados» donde
vendían manzanas congeladas, un té químico llamado Shamo, sacarina,
escobones, cedazos. En una de ellas vendí dos libras de mi ración de mijo y
compré tinte para cuero. Liuba tomó los pinceles con su mano experta y por
momentos la pelliza empezó a parecer una cazadora negra de chófer. Pero, por
desgracia, el cuero absorbía el tinte con avidez: cuando ya no quedaba ni
pintura ni dinero ni mijo todavía había una manga por teñir.
Desde luego, habría podido llevar una pelliza negra con la manga amarilla;
nadie se habría vuelto a mirarme. Todo el mundo iba vestido de un modo
sumamente extravagante. Las mujeres elegantes se pavoneaban enfundadas en
capotes militares desteñidos y tocadas con sombreros verdes hechos con el
tapete de las mesas de juego. Se confeccionaban vestidos con cortinas de
color burdeos que se adornaban con cuadros o triángulos suprematistas
recortados de tapicerías rotas. El pintor I. M. Rabinóvich se paseaba con una
pelliza de color esmeralda. Yesenin se calaba de vez en cuando un brillante
sombrero de copa. Pero yo temía que la manga amarilla fuese tomada por una
excentricidad, por un programa estético y no como una desgracia.
Para Año Nuevo dieron a todos los colaboradores de la TEO una caja de
betún negro para el calzado. Todo el mundo lo consideró como una desgracia,
sobre todo teniendo en cuenta que la víspera habían regalado gallinas en la
sección de música del Comisariado de Instrucción Pública. Pero Liuba
encontró enseguida aplicación para el betún y cubrió con él mi manga
amarilla.
Celebramos el Año Nuevo en casa del pintor Rabinóvich. Decían que se
serviría cena, incluso vodka, pero nadie sacó nada. Comimos gachas y
brindamos con jarras de té: sin embargo, nos divertimos como si hubiéramos
bebido champán.
El maldito betún, con todo, no llegaba a secarse; bastaba que nevara un
poco para que destiñera la manga. Manché varios abrigos. Comenzaron a
tenerme miedo, y yo avisaba: «Pónganse a mi izquierda, por favor, si van por
la derecha les mancharé…».
Pero ahora podía pasear por las calles de Moscú de noche sin helarme de
frío. Todo el mundo caminaba por la calzada: no había ni coches ni caballos, y
las aceras parecían pistas de patinaje. De día, muchos arrastraban trineos
cargados de leña, petróleo o mijo. La gente se daba de «alta» en diversos
organismos o bien se daba de «baja» por las cartillas de racionamiento.
(Recuerdo unos versos: «¿Qué tiene hoy para comer, ciudadano? | ¿Está usted
dado de alta, ciudadano?»).
Por la noche deambulaban los soñadores. ¡Jamás olvidaré aquellos
paseos! Caminábamos sin prisa entre montículos de nieve; a veces íbamos en
fila india, como las caravanas por el desierto. Hablábamos de poesía, de la
revolución, del nuevo siglo; éramos caravanas que se abrían camino hacia el
futuro. Quizá por eso soportábamos con estoicismo el hambre, el frío y tantas
otras dificultades. Aquellas caravanas avanzaban por todas las ciudades rusas,
y Nikolái Tíjonov, que tenía veinticinco años, y a quien entonces yo aún no
conocía, seguramente leía a alguien sus versos: «Con estos hombres podrían
hacerse clavos: | no los habría más fuertes en todo el mundo».
Caminábamos en fila india, las calles estaban oscuras y nada impedía que
las estrellas brillaran sobre nuestras cabezas. El día de mi cumpleaños
Jadviga me dijo, apenada, que no había podido conseguir un regalo: ni flores,
ni caramelos, y añadió en broma mientras miraba el cielo estrellado: «Te
regalo Casiopea».
No sospechábamos entonces que viviríamos una época en que se
discutiría, en el seno de la Organización de las Naciones Unidas, cómo
proteger a los astros de una invasión, y en que todas las jóvenes podrían
obsequiar a sus amigos con decorosas corbatas de seda, de lana o de tejido
sintético…
21

Yo continuaba trabajando en la sección infantil de la TEO. Por supuesto, uno


se puede aproximar a nuestro trabajo con escepticismo: en gran medida,
consistía en esbozar proyectos de teatros para niños y, además, en procurar las
dietas para los actores. Corrían tiempos difíciles. Recuerdo al respecto las
palabras paradigmáticas de V. Lenin, que escribió en 1921 a propósito del
trabajo del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública: «Somos pobres.
No hay papel. Los obreros padecen hambre y frío, no tienen ropa que ponerse
ni calzado. Las máquinas están muy usadas. Los edificios se desmoronan, en
estado ruinoso». Nos esforzábamos en apoyar diversas iniciativas. Había un
teatro para niños dirigido por la actriz Henrietta Paskar.
Hacía tiempo que el escultor Efímov y su esposa estaban al frente de un
teatro de marionetas. Acababa de iniciar su carrera la joven Natasha Sats, que
más tarde contribuyó de una manera decisiva a la educación artística de los
niños. En numerosos clubes de obreros se montaban representaciones para la
chiquillería. En suma, el célebre payaso y domador Dúrov tuvo la ocurrencia
de mostrar a los niños sus artistas de cuatro patas.
En esta época, el número de proyectos era superior al de los que se
llevaban a cabo; abundaba la imaginación, pero los recursos eran escasos. No
obstante, creo que nuestro trabajo, a primera vista desprovisto de sentido, dio
algunos frutos positivos: ayudamos a los futuros dramaturgos, directores y
actores a crear cinco o diez años más tarde espectáculos infantiles de lo más
interesantes.
Visto desde el exterior, entonces sucedían muchas cosas divertidas.
Trabajábamos al lado de la sección de circo que dirigía la actriz
Rukavíshnikova, casada con un poeta. A veces volvía a su casa en trineo.
Cerca del Manezh, el caballo se levantaba sobre sus patas traseras como un
caniche o bien se ponía a bailar un vals, asustando a los transeúntes: era un
caballo de circo al que obligaban a trabajar como un percherón y, por lo visto,
no podía reprimir su pasión por el arte. Nuestra sección infantil, por lo demás,
nada tenía que envidiar a la de circo: a veces venía a recogerme un camello de
delgadez ascética, enganchado a un trineo; era Dúrov quien me lo enviaba.
Los personajes más pintorescos se daban cita en casa de la señora
Rukavíshnikova. Los malabaristas, que levantaban pesas de un pud,[1]
reclamaban las mismas raciones que los académicos. Los acróbatas
extranjeros protestaban contra el hacinamiento en los alojamientos. Un payaso
gritaba con voz estridente: «¿Qué tiene que ver aquí la interpretación marxista
de los acontecimientos? ¡No puedo permitir que mis payasadas se tomen en
serio! ¡No hemos hecho la revolución para esto!».
Los que venían a verme a mí, en su mayoría dramaturgos fracasados, eran
mucho más aburridos. Se publicó un artículo en un periódico en el que se
decía que hacían falta obras para niños, y enseguida empezaron a llegar a
Moscú personas de las profesiones más variadas procedentes de Tambov, de
Cheliabinsk y de Tver, atestando nuestra pequeña habitación de manuscritos.
Las obras estaban escritas con tinta verde en el reverso de actas notariales, en
hojas de cuadernos arrancadas e incluso en papel de embalar. Un autor
representaba las aventuras heroicas del joven Lassalle, otro demostraba que
las rusalcas no eran sino un producto de la ideología burguesa, un tercero
desvelaba las intrigas de la Entente. (No sé por qué se me grabaron estos
versos en la memoria: «Lo que a Clemenceau le hemos hecho es eso, | haz el
favor de metértelo en el seso»).
Algunos autores se ponían acto seguido a leer sus obras en voz alta. Uno
de ellos permaneció varios días en la sección: exigía un certificado para
poder alojarse en algún sitio y una ración «académica».
Fui a un club cerca de la plaza Tagánskaia, donde una compañía ocasional
representaba una obra infantil titulada El destino de Pasha, escrita por un
dramaturgo desconocido. En el escenario, los actores «graznaban» con
naturalidad, tomaban el té y no dejaban de hablar de los beneficios del
estudio. El papel de la pequeña Pasha lo interpretaba una vieja actriz que
repetía, haciendo pausas psicológicas: «Así pues, he comprendido el ritmo de
la vida, y he cerrado bruscamente el libro».
El Teatro Paskar llevó a la escena una adaptación de El libro de la selva
de Kipling. Sobre el escenario la pantera se estiraba con voluptuosidad y
gesticulaba, como si no fuera un animal, sino la Salomé de la obra de Oscar
Wilde. Me pareció decadente y me irrité. (En la actualidad se han enmarañado
muchos conceptos. La Gran Enciclopedia Soviética cataloga como decadentes
a Cézanne, Gauguin, Rimbaud, Hamsun, Debussy, Ravel; en resumen, a casi
todos los escritores y pintores importantes de finales del siglo XIX y principios
del XX. Pero el arte decadente existió en realidad, basta con recordar la
mentada Salomé, las novelas de Przybyszewski o los cuadros de Stuck).
Después de escuchar mi crítica, Henrietta Paskar me respondió muy tranquila
que yo podía montar otras obras donde considerara oportuno o bien dedicarme
a otra cosa. Después de haberlo meditado, decidí que tenía razón y dediqué a
Dúrov el tiempo que los proyectos me dejaban libre, sus animales no eran
«naturalistas» ni «decadentes».
Tenía además otro empleo. En la calle Prechístenka, un edificio que me
turbaba cuando era alumno del instituto (allí estaba el instituto para jóvenes
aristócratas) albergaba la Academia Militar de Química, y los alumnos me
habían propuesto que les enseñara a versificar. Querían escribir en yambos,
troqueos e incluso en verso libre. Contaban con aplicación las sílabas y
buscaban rimas. Es poco probable que de allí salieran poetas, pero estoy
convencido de que durante toda su vida guardaron en la memoria su atracción
hacia la poesía tal y como se recuerda el primer amor.
Para la prosa no había en aquel entonces ni tiempo ni papel; además, la
prosa requiere experiencia vital, capacidad de observación, sentido crítico y
habilidad para comprender los acontecimientos. La prosa apareció varios
años después.
En cambio la poesía estaba en todo su apogeo. Ahora celebramos el Día
de la poesía; los poetas recitan en las librerías y seducen a los amantes de los
autógrafos. Pero en aquel entonces se declamaban versos por doquier: en los
bulevares, en las estaciones, en los talleres gélidos de las fábricas. No había
un «día» de la poesía, sino toda una época.
Recuerdo que en la Unión de Poetas se recibió una petición: un
destacamento del Ejército Rojo que partía hacia el sur para liquidar a los
hombres de Wrangel solicitaba que enviaran al cuartel a Maiakovski, Yesenin,
Pasternak o cualquier otro poeta para que los soldados escucharan versos en
la vigilia de la partida.
Hubo un «juicio de la poesía contemporánea», luego un «juicio del
imaginismo» y diversas disputas poéticas. Existía un gran número de escuelas
literarias: los Komfuti, los imaginistas, el grupo Proletkult, los expresionistas,
los fuistas, los abstractos, presentistas, accidentalistas e incluso los nadistas.
A decir verdad, los teóricos que intervenían en el café Dominó o en la Casa de
la Prensa decían muchas tonterías; a menudo la acumulación de palabras
insólitas no escondía otra cosa que la ambición o el deseo de impresionar. No
obstante, quisiera romper una lanza en favor de aquel tiempo pasado. Al abrir
ahora los libros de nuestros poetas, tan conocidos allende nuestras fronteras,
nos percatamos de cuán bellos versos fueron escritos durante los años del
comunismo de guerra. Jamás había vivido tan mal la gente, pero nunca hubo tal
arrebato creativo.
Las casas eran poco acogedoras, hacía frío, estaban a oscuras, por la
noche la gente atestaba los teatros. La escena se poblaba de los personajes de
Hoffmann, Gozzi, Calderón y Shakespeare. Los artistas Vesnin, Yakúlov y
Ékster fascinaban a los espectadores con la magnificencia de los vestuarios y
decorados.
El romanticismo fue una corriente literaria de la primera mitad del
siglo XIX. Pero, por lo que respecta al espíritu romántico, siempre está
presente en el arte: el artista ve lo que ya no existe o lo que aún no ha existido
en realidad. Meyerhold presentó en el Teatro de la Revolución El lago Liul;
Taírov realizó El hombre que fue jueves; en el escenario los ascensores
subían al cielo, mientras que en Moscú, en aquella época, no funcionaban. Los
alumnos de Vjutemás trabajaban en un diseño de aparatos telefónicos; pero la
mayoría de los teléfonos de la ciudad estaban desconectados. Recuerdo que
durante un ensayo de Misterio bufo, en el Teatro RSFSR, Maiakovski me dijo
con una sonrisa: «Espere; en el último acto verá el mundo del futuro:
rascacielos, tractores eléctricos y gigantescos panes de azúcar».
Liuba era alumna de A. M. Ródchenko, que hacía diseños cubistas para
quioscos de prensa. Cuarenta años después vi en diferentes países quioscos,
pabellones de exposición e incluso edificios de viviendas que recordaban,
aunque de forma atenuada, los viejos proyectos de Ródchenko. Lisitski
anticipaba con sus maquetas el arte editorial del futuro. Pero quien más me
impresionó fue Tatlin con uno de sus trabajos. En la Casa de los Sindicatos se
expuso su proyecto de monumento a la Tercera Internacional. Dos cilindros y
una pirámide giratoria; salas de cristal envueltas por una espiral de acero. Los
constructivistas hablaban gustosos de lógica y de la finalidad práctica del arte.
Según el proyecto de Tatlin, la sala destinada a la sede del Sovnarkom debía
ser giratoria. Desde el punto de vista práctico aquello resultaba absurdo, pero
reflejaba el romanticismo genuino de la época. Permanecí largo tiempo ante
aquella gran maqueta; salí a la calle aturdido, con la impresión de haberme
aproximado a una rendija y haber atisbado el siglo XXI. Ahora pienso que no
fue así: simplemente me impresionó la peculiar belleza del proyecto. El arte
se queda al margen de los problemas del urbanismo del futuro y de las
ventajas de la arquitectura industrializada.
Los caminos del arte son muy complejos. En su deseo de parodiar las
novelas de caballerías, Cervantes creó al único caballero que ha sobrevivido
a su época y que ha llegado, cabalgando a lomos de su lamentable Rocinante,
hasta nuestros días. Balzac creía que glorificaba a la aristocracia, pero en
realidad la estaba sepultando.
Desde luego, al igual que todos los amigos que frecuentaba en aquella
época, tenía los ojos clavados en el futuro. En aquella época no había en la
ciudad quiosco alguno, ni cubista ni de ninguna clase; no leíamos los
periódicos durante el desayuno, sino en la calle, pues los pegaban en los
muros. El ejército de Wrangel había sido derrotado; la guerra civil se había
ganado. Durante los sábados comunistas[2] la gente se esforzaba con gran
heroísmo para sobreponerse al hambre, la destrucción y la miseria. En el
mundo se sucedían los acontecimientos más diversos, a veces contradictorios.
La reacción triunfaba, pero de pronto estallaba una revuelta en Sajonia, se
declaraban en huelga los mineros ingleses o la India reclamaba su
independencia. La revolución mundial no se nos aparecía como un ideal vago,
sino como un futuro inmediato. No obstante a veces me invadían las dudas: no
podía comprender por qué en Francia —país que conocía—, después de los
terribles años de la guerra, después de los primeros amotinamientos de los
soldados, no ocurría nada.
Suele decirse de algún hombre que «no puede quedarse quieto en un sitio»;
esto por lo que respecta al espacio. Ahora hablaré con relación al tiempo:
estábamos impacientes por plantarnos en el siglo siguiente. Todos los
conceptos estaban invertidos: uno de los países más rezagados de Europa se
había catapultado a la vanguardia. Vivía ideas, concepciones artísticas y
literarias que, algunas décadas más tarde, convulsionaron a Occidente. Pero la
vida que llevábamos —me refiero a la vida cotidiana— era prehistórica, la
edad de las cavernas.
Todo el mundo quería saberlo todo. Existen muchos libros que describen
cómo se toman al asalto las fortificaciones, los cuarteles, las fortalezas. Por
aquel entonces el pueblo tomaba al asalto los conocimientos. Mujeres viejas
pasaban el rato inclinadas sobre los silabarios. Los manuales de texto llegaron
a ser tan escasos como los incunables. Las instituciones de enseñanza superior
estaban atestadas de jóvenes entusiastas. Era imposible entrar en una sala de
conferencias; el auditorio del Museo Politécnico estaba hasta la bandera: era
como tratar de subirse a un tranvía desvencijado. Se bombardeaba a los
conferenciantes con preguntas formuladas por escrito. La gente pedía
información sobre las huelgas en Westfalia, sobre la teoría de los reflejos de
Pávlov, el suprematismo, la lucha por el petróleo, la eugenesia, las rimas de
Maiakovski, la teoría de la relatividad, las fábricas Ford, la posibilidad de
vencer a la muerte y un sinfín de temas.
El camarada Adán consiguió carbón y empezaron a caldear el Kniazhi
Dvor. Por la noche recibíamos en nuestra habitación a algunos amigos. Casi
cada noche venía B. L. Pasternak, que vivía en la casa de al lado. Discutíamos
acerca del devenir de los acontecimientos mundiales, la lucha entre futuristas e
imaginistas, la pintura de Rozánova y Altman, los montajes escénicos de
Meyerhold: queríamos pasar una página de la historia.
Con frecuencia me sentía confundido y me contradecía. Me entusiasmaban
las ciudades del futuro, que se asemejarían a los diseños de Tatlin, pero en
calidad de Pablo Saúlovich escribí: «Diviso una ciudad terrible, una colmena,
celdas de cristal y acero sin rostro y, en las calles ruidosas, carnavales como
desfiles militares. Por los solares se alargarán las sombras de las espirales de
tiempos venideros. El yugo de las ecuaciones meditadas y el hormigón de un
nuevo paraíso».
Entre los montones de nieve de los callejones moscovitas, vestido con mi
pelliza teñida parcialmente con betún, tenía la férrea seguridad de que todos
esos proyectos se harían realidad y que una nueva y extraordinaria ciudad se
levantaría en el lugar de las casitas torcidas de madera, que tan bien conocía
desde la infancia. De haber tenido diez años menos, habría reído
entusiasmado; pero hijo de 1891, representante ordinario de la intelligentsia
de la Rusia prerrevolucionaria, puesto que recordaba desde la infancia las
palabras de Korolenko de que «el hombre está hecho para la felicidad como
las aves están hechas para volar», a menudo me sentía atormentado por las
especulaciones sobre cómo sería la vida del hombre en las ciudades del
futuro.
En mi interior luchaban lo patético y la ironía, la fe y la lógica. Una vez me
encontré a un huésped belga en la tercera residencia comunal del Comisariado
del Pueblo de Asuntos Exteriores. Me habló del lamentable estado de nuestro
transporte y las ventajas de una constitución garantista. Contesté con
vehemencia que el mundo burgués estaba condenado, que un bautizo humilde
era mucho más apetecible que un opulento funeral. Me llamó fanático. Pero, a
decir verdad, no me parecía en nada al chico de dieciséis años que se había
reído de Nadia Lvova porque admiraba los versos de Blok. Muchas cosas me
preocupaban e incluso me causaban indignación: la tendencia a la
simplificación, la intolerancia, el desdén por la cultura del pasado, la frase
que oía con mucha frecuencia: «¿A qué viene toda esta cháchara? Todo está
claro». Pero ahora sabía que la historia no se hace por arte de magia, ni como
uno quiere, ni como en las hermosas novelas decimonónicas. Sabía que mi
destino estaba íntimamente ligado al destino de la nueva Rusia.
Aquel invierno cumplí treinta años. La cifra me aturdía; pensaba con
tristeza que aún no había conseguido nada: cuanto había hecho hasta entonces
se reducía a simples tentativas, ensayos, pruebas. Era sorprendente: el ritmo
de la vida se había acelerado. Aparecieron la aviación y el cine; los
acontecimientos históricos se sucedían con rapidez vertiginosa; no obstante,
mis compañeros de generación se formaban mucho más despacio que la gente
del tranquilo siglo XIX, que ignoraba lo que eran las prisas. Bábel comenzó a
escribir en serio a los treinta años; Seifúlina, a los treinta y dos; Paustovski, a
los treinta y cuatro. Pero Gógol escribió El inspector a los veintisiete años.
Una de las obras más asombrosas de la literatura rusa, Un héroe de nuestro
tiempo, fue escrita por un joven de veintiséis años. Quizá la precipitación y la
fiebre de los acontecimientos no nos permitan reflexionar, ni comprendernos a
nosotros mismos, ni entender a los demás.
Sería una inconsciencia desdeñar aquellos años. Aunque no fuéramos más
que los leños que alimentaban la hoguera, no hay motivo para resentimientos:
la llama se avivó y resultó mucho más duradera que la de una vida humana.
Sentía deseos de describir muchas cosas: el París de la preguerra, las
trincheras del Somme, la revolución, la guerra civil, las maquetas, los
proyectos, los montones de nieve; pero sobre todo deseaba anticiparme al
futuro. Comprendía que no sabría hacerlo en verso. La idea de escribir una
novela comenzaba a tomar cuerpo. Un día, al recordar los relatos de Diego
Rivera, decidí que el héroe de mi novela satírica sería mexicano.
Dejé a un lado los proyectos de teatro de marionetas y comenzaron a
gestarse dentro de mí, para mi sorpresa, los capítulos de Julio Jurenito.
22

Si bien V. L. Dúrov no aprobaba a los futuristas, él mismo era un excéntrico, y


el primer espectáculo que programó en su teatro para niños se titulaba
¡Liebres de todos los países, uníos! Recuerdo perfectamente el argumento. Al
principio una liebre levantaba la cubierta de madera de un libro grueso sobre
cuya superficie se leía El capital. La liebre lo hojeaba, luego llamaba a otras
liebres; acudían más de veinte. En la siguiente escena se veía la maqueta de un
palacio vigilado por conejos armados con fusiles. De detrás de los bastidores
las liebres llegaban saltando, arrastrando un cañón de juguete con el que
disparaban contra los conejos y, conseguida la victoria, izaban la bandera roja
sobre el palacio.
Quien subía y bajaba el telón era un osezno con una blusa azul.
El entusiasmo de los niños era indescriptible. Pálidos y delgados, reían
hasta perder el aliento. Ya bajado el telón, liebres y conejos salían al
proscenio, y se producía lo que soñaba Meyerhold cuando llevó a escena
Auroras: el contacto entre espectadores y actores. (A la entrada se daba a los
niños trocitos de zanahoria, que empleaban para atraer a los actores).
El espectáculo duraba media hora, pero exigía una larga preparación.
Vladímir Leonídovich Dúrov me explicó desde el principio que quería refutar
las ideas equivocadas que se tenían acerca de los animales. Se suele dar por
hecho, por ejemplo, que la liebre es miedosa y bizca, por tanto, hay que
demostrar la destreza con que puede disparar un cañón.
Vladímir Leonídovich acababa de cumplir cincuenta y siete años y era el
payaso más famoso de Rusia. De niño yo lo había visto en el circo y guardaba
el recuerdo de un personaje cómico ataviado con ropa brillante y un sinfín de
medallas fantásticas. Mucho antes de nacer yo, los Dúrov eran los payasos
preferidos de los rusos. A. P. Chéjov reía contemplando las gracias de
Zapiataika, el perro de Dúrov. ¿Puede que a quien viera de niño no fuera a
Vladímir Leonídovich, sino a su hermano Anatoli, que durante una etapa fue el
más popular de los dos? En sus inicios, los hermanos trabajaban juntos;
después se separaron. Vladímir se presentaba como Dúrov el Mayor. Anatoli
se puso el nombre de Dúrov el Auténtico. (Murió antes de la revolución y dejó
por escrito en su testamento que esas palabras, «Dúrov el Auténtico», se
inscribieran en su lápida).
En cualquier caso, cuando conocí a Vladímir Dúrov, era el único Dúrov.
Los colaboradores de la sección de circo de la TEO intentaron que se uniera a
ellos, pero los animales lo absorbían por completo. Recuerdo la primera vez
que vino a verme: necesitaba ayuda para convertir su casa de Bozhedomka en
un teatro para niños. Hablaba de los trabajos de Pávlov, de los reflejos
condicionados y naturales. Lejos de dar la impresión de ser un famoso payaso,
parecía un respetable profesor.
Me invitaron a uno de los primeros ensayos. Vladímir Dúrov se esforzaba
en curar a las liebres de su miedo, cosa en absoluto fácil. Si bien los animales,
según Dúrov, obedecen a ciertos reflejos, mientras que los hombres —si
Descartes no se equivocó— piensan, luego son, la conducta de hombres y
animales guarda muchas similitudes. Por ejemplo, es más fácil asustar al
hombre más valiente que hacer un héroe de un cobarde. Dúrov decía que
cuando un gusano trata de alejarse de un pollo, éste se lo come, pero si el
gusano avanza hacia el pollo, éste se bate en retirada. (A propósito de esto,
existe un proverbio ruso que dice así: «Valiente ante una oveja, pero oveja
ante el valiente», que no lo inventaron los pollos ni las liebres). Los ensayos
tenían lugar por la noche. Con infinita paciencia, Dúrov daba una zanahoria al
joven galán de la compañía, una simpática liebre macho, y durante esta
operación el domador retiraba la mano, como si tuviera miedo. Por lo que
respecta al cañón, éste huía de la liebre. Al cabo de dos o tres semanas, las
liebres entendieron que ellas eran las más fuertes. Dúrov llamaba a ese
método de adiestramiento «engaña-cobardes».
Las zanahorias desempeñaban un papel esencial en la puesta en escena del
espectáculo: estaban dispuestas entre las páginas del libro y, para obtener una,
la liebre tiraba del cordón que accionaba el cañón.
Durante los ensayos, Dúrov descubrió que los conejos no tenían nada
contra los sombreros, pero que las liebres quedaban fuera de combate en
cuanto se los encasquetaban. Vladímir Leonídovich renunció a la idea, y las
liebres tomaban al asalto el palacio sin casco.
Alguien se encargaba de suministrar zanahorias a Dúrov, pero para
alimentar al osezno pasaba dificultades. Me dirigí al MPO con la petición de
que concedieran una ración suplementaria al oso en calidad de participante del
espectáculo. Pese a su magra ración, el osezno crecía y la camisa le quedaba
cada vez más pequeña. Dúrov insistía en que le encontrara tela para una nueva
blusa. Fue inútil que le dijera que la cosa estaba extremadamente complicada,
que había perdido un tiempo infinito en procurarme un pantalón, que el
cachorro podía aparecer sin camisa en escena… Al final conseguimos dar con
la tela.
A Dúrov le afligió sobremanera la muerte de su joven elefante Baby, que
había cedido temporalmente al parque zoológico. El carbón escaseaba, Baby
cogió frío, se constipó y murió. Pesaba alrededor de tres toneladas: su carne
fue repartida entre el personal del zoo. Vladímir Leonídovich repetía, afligido:
«Usted no conoció a Baby… Poseía unas dotes extraordinarias».
Cinco años después escribió: «Murió el mejor de mis camaradas, mi
honrado y fiel compañero, mi Baby, esa criatura a la que eduqué y en la cual
había depositado una parte de mi alma».
El segundo espectáculo consistía en una escena que Dúrov había
presentado por primera vez a principios de siglo con el título Conferencia de
paz en La Haya. El título se cambió. Alrededor de una mesa se hallaban
sentados codo con codo enemigos declarados como el lobo y la cabra, el gato
y el ratón, la zorra y el gallo, el oso y el cerdo.
Dúrov me explicó en detalle cómo había preparado esta escena. Bajaban
la jaula donde estaba la rata, provista de ruedecitas y con unos cascabeles
colgando, por unos raíles hasta la cesta donde se encontraba el gato. El ruido
de los cascabeles espantaba al felino. Poco a poco éste comenzó a coger
miedo a la rata, que se mostraba cada vez más envalentonada. Dúrov
empleaba la misma metodología para el adiestramiento de los demás animales
que participaban en el espectáculo. Los fuertes dejaban de sentirse confiados
de su impunidad; los débiles se curaban de sus miedos: era la base misma de
la «coexistencia pacífica».
El invierno del que estoy hablando vi a Dúrov con frecuencia, hacía lo
posible por ayudarle y le tomé cariño. Después nuestros encuentros se fueron
espaciando, pero me siguió divirtiendo, asombrando e inspirando cuando se
daba la ocasión. Era una de las personas más fantásticas que he conocido en la
vida. En la arena del circo quería predicar, enseñar, ofrecer explicaciones
científicas, hablar de los reflejos, y al mismo tiempo aparecía con unas
vestimentas deslumbrantes en un carrito tirado por seis perros o a lomos de un
cerdo. Pero en su casa de la calle Bozhedomka, donde entre los invitados se
contaban eminentes científicos como Chelpánov y Béjterev, no tenía ningún
reparo en interrumpir inesperadamente una explicación sesuda con una broma
propia de un payaso. Era de natural poeta y encontró la poesía en el mundo de
los actores cuadrúpedos.
Al hablar con la gente a menudo se hacía un lío. Mezclaba el materialismo
con el tolstoísmo, el marxismo con el cristianismo. Firmaba sus trabajos
científicos como Dúrov el Autodidacta. Pero donde verdaderamente se sentía
bien y aliviado era en compañía de los animales. Exhortaba a los humanos a
«sentir en cada animal una personalidad consciente, meditativa, susceptible de
alegrías y sufrimientos».
En la cabeza de Dúrov se gestaban proyectos fantásticos.
En uno de sus libros, Dúrov cita el texto de una carta que recibió en agosto
de 1917: «El Estado Mayor de la Marina ha examinado la propuesta del señor
Dúrov concerniente al adiestramiento de los animales —leones de mar y focas
— con el objeto de su utilización en la guerra marítima, y encuentra esta
proposición muy interesante». La carta está firmada por el jefe del Estado
Mayor, un contralmirante. No es difícil hacerse una idea de la disposición de
ánimo en que se encontraban entonces los jefes militares si se planteaban
seriamente emplear focas amaestradas contra los submarinos alemanes.
Después el agua volvió a su cauce, y ya nadie contemplaría la idea de
movilizar a focas con fines bélicos. En 1923 Dúrov recibió en encargo de ir a
Alemania para adquirir leones marinos. Les tenía mucho cariño y los
consideraba superiores a los perros en inteligencia. Recuerdo el día que me
llevó junto a la piscina y me los presentó: «Iliá Ehrenburg, poeta y amigo de
los animales». Los leones marinos salieron del agua y se pusieron a aplaudir
con sus aletas, salpicándome agua helada mientras Dúrov decía: «¡Si hubiese
visto usted las circunvoluciones de su cerebro!».
Dúrov estaba convencido de que los hombres no comprendían a los
animales. ¿Por qué se dice «ciego como una gallina»? La gallina detecta la
presencia de un halcón antes que el hombre. El asno ¿es testarudo? Ni mucho
menos; se explota al asno sin piedad y sólo a veces opone una resistencia
pasiva. El cerdo es un animal limpísimo y, si se revuelca en el lodo, es para
librarse de los parásitos; dadle un local limpio y comprobaréis cómo se aparta
con repugnancia de mucha gente.
Pero ¿por qué al final no le aceptaron su propuesta de utilizar los leones
marinos contra los submarinos? ¿Por qué nadie ha barajado la posibilidad de
incendiar los bombarderos empleando águilas amaestradas, como él planteó?
¡No, decididamente, es difícil entenderse con los hombres!
Hace mucho tiempo, Dúrov, gravemente enfermo, dejó redactado su
testamento donde especificaba que, si moría, sus animales debían acompañarle
a su entierro. El clero consideró esta voluntad como una blasfemia. ¡Ah, los
hombres no comprenden que las bestias tienen un alma! Pasaron diez o quince
años; la palabra alma desapareció, fue reemplazada por otra, reflejos. Pero la
gente continuó sonriendo, escéptica como antes. Por ejemplo, los fisiólogos
afirmaban que los perros no podían distinguir el color de un objeto. Dúrov se
indignaba: «Todos mis perros son capaces de distinguir una pelota verde de
otra roja, incluso los cachorros debutantes».
La esposa de Dúrov, Anna Ignátievna, amaba a los animales. Un día, sin
embargo, Dúrov me contó, no sin tristeza, que sólo los monos, los perros, los
gatos y los loros tenían acceso al dormitorio. Al tejón o a la oca, por ejemplo,
no se les permitía la entrada. «No está bien, es injusto».
En una ocasión Dúrov fue a ver a Lunacharski para formularle una de sus
peticiones y le pidió que firmara un papel. Anatoli Vasílievich le contestó que
antes debía hacer unas comprobaciones y darle vueltas al asunto. En aquel
instante la favorita de Dúrov, la rata Finka, saltó del bolsillo de su amo y se
levantó sobre las patas traseras ante el comisario del pueblo. Lunacharski
tenía pavor a las ratas y gritó: «¡Sáquela de ahí!». Dúrov suspiró: «No puedo,
Anatoli Vasílievich, ella reclama por sus camaradas. Es la solidaridad».
Diez años después se presentó en La Coupole de París, también con una
rata, y se sorprendió en extremo cuando las damas empezaron a gritar
histéricas. Trató de explicarles que aquella rata era una artista, pero nadie
quiso escucharle.
Cuando salía a cenar conversaba sobre ciencia y progreso y entonces, de
repente, sacaba de su bolsillo, junto con un pañuelo, un pescado crudo o un
trozo de carne: llevaba los bolsillos llenos de golosinas para los animales.
Al observar a las personas, pensaba en los animales. Describiendo la
manera en que sus toy terriers, cuando están alegres, sonríen y menean el
trasero, añadió: «La manera en que expresan los sentimientos es muy parecida
a la de los humanos. Toma por ejemplo cuando menean el trasero. Me he
percatado, y en especial en los bailes, que los jóvenes se acercan a las damas
meneando el trasero de manera manifiesta».
Cuando Dúrov estuvo en París con Anna Ignátievna, los llevamos a un
salón de baile en la rue Blomet, frecuentado por estudiantes negros, artistas y
modelos. Dúrov observaba con atención los movimientos de las parejas que
bailaban y luego exclamó alegremente: «Mira, mamita, cómo se frotan el
vientre. ¡Tienen los mismos reflejos que los papagayos!».
Ana Ignátievna le dijo a mi mujer: «Yo pensaba comprar un poco de ropa
en París, pero Volodia ha comprado una jirafa. Las jirafas son muy caras, y
además han de viajar en un vagón especial».
Vladímir Dúrov adoraba a su chimpancé Mimus; me contó con todo lujo
de detalles los progresos del simio: «Mimus ha aprendido a pronunciar
sílabas, dice algunas palabras. Ahora comienza a escribir. Por el momento
sólo conoce bien la letra “o”; ahora le estoy enseñando la “s”». Pero he aquí
que acaeció una desgracia. Dúrov tenía que ir de gira a Minsk. Él se ocupaba
de Mimus y no lo mostraba jamás en el circo. Así pues, se lo llevó consigo
por temor a que le ocurriera algo durante su ausencia. El mono, que caía
enfermo con frecuencia, se resfrió y pilló una pulmonía. Vladímir Leonídovich
me contó el final del animal: «Dormía en mi cama en el hotel… Lo más difícil,
con un mono, es enseñarle a ser limpio. Los gatitos se comportan como es
debido. Pero los monos son unos despistados. Saben que tienen que salir, pero
enseguida se distraen con cualquier tontería y el resultado es que acaban
ensuciándolo todo. Pero Mimus, jamás. Vi que se levantaba, tomaba papel
higiénico y se dirigía al bacín… Antes de llegar, cayó muerto».
Y los ojos de Dúrov se llenaron de lágrimas.
Ya he comentado que a veces resultaba difícil comprender su concepción
del mundo. Sin embargo, sentía un odio visceral por la guerra; hablaba de ello
tanto en la arena del circo como en sus conferencias científicas. En 1924
escribió: «La Rusia soviética ha sido la primera en tomar la valiente iniciativa
en favor del desarme y hace un llamamiento abiertamente para que las demás
naciones tomen ejemplo de ella». (Es duro pensar que han pasado casi
cuarenta años, que hemos vivido una guerra como nunca antes la historia había
conocido y que leamos las palabras de Dúrov como si se hubieran copiado del
periódico del día).
Dúrov fue durante toda su vida un poeta y un excéntrico. En un examen de
religión en el tercer curso del instituto militar de Moscú, Vladímir Dúrov, hijo
de un noble, entró en la clase caminando sobre las manos. Los profesores no
habían oído hablar de los malabaristas medievales y expulsaron al descarado
joven.
En la edad madura, Dúrov estuvo rodeado de científicos; los profesores
Kozhévnikov y Leóntovich prologaron uno de sus libros. Uno está tentado a
preguntarse: ¿qué tenían en común Vladímir Leonídovich y los pelirrojos del
circo, los payasos? Dúrov fue un hombre de circo hasta el final, maldecía la
arena del circo pero no podía vivir sin ella.
En el verano de 1934, cuando murió Vladímir Leonídovich, el cortejo
fúnebre partió de la calle Bozhedomka y se dirigió hacia el circo. En el coche
fúnebre iba el favorito de Dúrov, el pastor escocés Rizhka, acurrucado sobre
el catafalco. Miles de personas acudieron a dar el último adiós al payaso que
había hecho reír a generaciones de rusos.
Los perros escuchaban, husmeaban y aguardaban; los leones marinos
también esperaban; esperaba el cuervo, que repetía en vano su nombre:
«Voronok…, Voronusha».[1] Dúrov no acudió. Jamás habrá alguien como él…
A principios de 1921, un día le acompañé desde la TEO hasta la calle
Bozhedomka. Nuestro coche iba tirado por un camello flacucho pero
entusiasta. De pronto Dúrov me dijo: «¿Por qué responden siempre a todas las
preguntas con “Un payaso…, un payaso…”? ¿Sabe? Le contaré un secreto: no
hay gente más seria en el mundo que los payasos».
23

Un crudo día de invierno me encontré a S. A. Yesenin en la calle Tverskaia;


me propuso ir a tomar un café auténtico a un misterioso lugar que se llamaba
Kislovka.
La mujer que nos abrió la puerta se puso a gorjear, efusiva y jovialmente:
«¡Ah, Serguéi Aleksándrovich, dichosos los ojos…!».
A juzgar por las fruslerías que reposaban sobre la cómoda y los viejos
grabados ingleses, aquella dama había gozado de una situación acomodada en
el pasado, y en la actualidad regentaba aquel pequeño comedor «clandestino»
frecuentado por actores, escritores y especuladores. Yesenin le susurró
algunas palabras al oído y pronto aparecieron sobre la mesa una cafetera, un
azucarero, pasteles e incluso una pequeña garrafa con licor. Mi vida era más
bien ascética y ni siquiera sospechaba la existencia de establecimientos como
aquél. Al verme asombrado, Yesenin se alegró como un niño: «¿Verdad que es
igual que un café de París?».
La patrona lo halagó por su corbata y Yesenin se alegró de nuevo. Llevaba
una chaqueta clara y botas de charol negras. Alardeaba como un mozo
pueblerino endomingado y sonreía cuando los viandantes le reconocían.
No bebimos mucho, la garrafa era minúscula, pero no teníamos el menor
deseo de abandonar aquella estancia caldeada, tan confortable. Yesenin me
sorprendió al ponerse a hablar de pintura. Acababa de ver la colección de
Schukin y estaba interesado en la obra de Picasso. Resultó que había leído
traducciones de Verlaine, e incluso de Rimbaud. Luego empezó a declamar
versos de Pushkin: «… me lamento amargamente, y amargas lágrimas vierto,
mas estas tristes líneas borrar no puedo». De pronto empezó a atacar a
Maiakovski: «Tit y Vlas…, ¿y qué sabe él de eso? Y si lo sabe, ¿qué tipo de
poesía hace?».[1]
Sus palabras no me sorprendieron: no hacía mucho me había pasado una
tarde entera escuchando a Maiakovski y Yesenin injuriándose en el Museo
Politécnico. A pesar de todo, le pregunté por qué Maiakovski le irritaba tanto.
«Maiakovski es un poeta para algo, y yo soy poeta por algo. Ni yo mismo
sé por qué… Él vivirá ochenta años, le levantarán un monumento —Yesenin
siempre había suspirado por la fama y, a su modo de ver, los monumentos no
eran esculturas de bronce sino la encarnación de la inmortalidad— y yo
moriré en una cuneta, debajo de una valla en la que habrán pegado poemas
suyos. Pero ni aun así me cambiaría por él».
Intenté refutar sus palabras. Yesenin estaba de buen humor y admitió a
regañadientes que Maiakovski era poeta, aunque «sin interés». Entonces
empezó a atacar a los futuristas. El arte era una inspiración de la vida, no se
podía escindir de la vida. Por supuesto, él, Yesenin, había escrito versos
obscenos en los muros del monasterio Strastnoi, pero había sido una travesura,
no parte de un programa. ¿La gente? Seguramente Shakespeare era muy
popular entre el público, no había desdeñado los espectáculos de feria, y sin
embargo creó a Hamlet. Eso no era comparable a Tit o Vlas. Luego recitó de
nuevo a Pushkin: «¡Quién pudiera escribir una cuarteta semejante! Perdería el
miedo a la muerte. Porque pronto moriré, lo sé…».
En la calle, al despedirnos, Yesenin añadió: «La poesía no es un pastel que
se pueda pagar con rublos».
Estas palabras se me quedaron grabadas en la memoria porque me
inquietaron: aquel día vi a Yesenin por primera vez, aunque nos habíamos
conocido mucho antes y hacía mucho tiempo que amaba sus versos.
En otoño de 1917, en Petrogrado, la joven poetisa M. M. Shkapskaia, a
quien había conocido en París, me invitó a su casa. A la mesa estaba sentado
N. A. Kliúiev, que vestía una camisa de campesino y sorbía ruidosamente té
de un platillo. Enseguida vi en él un actor que representaba por enésima vez un
papel aprendido. La conversación comenzaba a decaer cuando entró en la
habitación un nuevo invitado. Se trataba de un joven muy guapo, parecido al
Lel de la ópera;[2] se presentó sonriendo: «Yesenin, Serguéi, Seriozha…».
Sus ojos eran límpidos e ingenuos. María Mijáilovna le pidió que leyera
unos versos. Comprendí que ante mí tenía a un gran poeta; quise conversar con
él, pero se limitó a sonreír y se marchó.
Más tarde nos encontramos varias veces en Moscú y hablamos de poesía,
de los acontecimientos. A diferencia de Kliúiev, él iba variando el repertorio,
ahora hablaba del endoclave, luego del dinamismo de las imágenes, a
continuación del escitismo, pero no podía (o no quería) dejar de actuar. A
menudo le oí contestar con ironía a la vez que miraba al interlocutor con sus
ojos azules: «No sé cómo será allí, de donde usted viene, pero por la parte de
Riazán, nosotros…».
En mayo de 1918 me dijo que era necesario cambiarlo todo, modificar la
estructura del universo, que los campesinos iban a soltar el gallo y el mundo
sería pasto de las llamas. Me regaló un libro suyo con la siguiente dedicatoria:
«Para I. Ehrenburg, mi querido adversario en nuestras concepciones de Rusia
y la Tempestad, en recuerdo de su sincero afecto, S. Yesenin».
Pero no fue hasta nuestra larga conversación en Kislovka cuando vi al
verdadero Yesenin. ¡A cuántas personas tenía engañadas! Ivánov-Razúmnik,
después de escuchar su «Inonia»,[3] dijo con entusiasmo: «Éste es el verdadero
subjetivismo revolucionario». Algunos escitas consideraban que Yesenin era
el portavoz de su ideología, y recuerdo a R. A. Schroeder decir en Berlín que
el llamamiento de Yesenin, «Oh, Señor, hazte carne», conmovería a la Europa
burguesa. Los poetas jóvenes veían en Yesenin el padre de la nueva poesía: el
imaginismo no se presentaba como una corriente literaria más, sino como las
tablas de la ley.
Sería incorrecto pensar que Yesenin engañaba o, si se quiere, embaucaba a
los demás: a menudo él se tomaba a broma a sí mismo; los sentimientos que le
embargaban requerían una forma de expresión y era entonces cuando daba
rienda suelta a su creatividad: hacía de la nostalgia un programa, del
aturdimiento una escuela literaria.
Maiakovski subordinaba sus estados de ánimo a la idea. Yesenin, como me
confesó una vez, podía «hacer el tonto» en el Dominó o en El Establo de
Pegaso, pero se sentaba a escribir, sin reflexionar demasiado, como quería, en
el preciso momento que quería.
Al fin, después de reconocer su fracaso, escribió: «Lo acepto todo, todo,
tal como es, lo acepto. Dispuesto estoy a seguir por caminos trillados. Daré mi
alma entera a vuestro Octubre, a vuestro Mayo, pero nunca entregaré mi lira
bienamada».
Tenía suerte. Maiakovski tuvo que luchar contra la incomprensión, las
burlas de unos, y la frialdad de otros. Yesenin fue una persona comprendida y
amada en vida. Había en sus poesías cierto calor, cierta sonoridad
extraordinaria que seducía incluso a aquellos que albergaban prejuicios contra
él después de escuchar sus absurdas desventuras tabernarias. Soñaba con la
gloria y se sació de ella hasta quedar harto. A la edad de veinticinco años se
dirigía a sus padres en verso: «¡Oh, si comprendierais que vuestro hijo es el
mejor poeta de Rusia!».
La famosa bailarina Isadora Duncan, por quien se había entusiasmado en
su época de estudiante, se enamoró de él. Ella era diecisiete años mayor, pero
Yesenin acogía su amor con gozo, como una señal de reconocimiento
universal. Quería ver mundo y fue uno de los primeros, después de la
revolución, en recorrer toda Europa, e incluso América. Las mujeres se
enamoraban de él; los viejos negros y los golfos parisinos le guiñaban el ojo
en señal de complicidad. Gorki lloraba cuando oía sus versos. Hacía cuanto se
le antojaba, e incluso los severos cancerberos de la moral soviética cerraban
los ojos ante sus turbulentas extravagancias.
No obstante, sería difícil imaginar a un hombre más desdichado. En
ninguna parte hallaba reposo; el amor le oprimía; sospechaba que sus amigos
intrigaban contra él; era aprensivo, nunca le abandonaba el temor de morir
temprano. No ignoro la opinión que de él tenían los pusilánimes ociosos:
«Bebía demasiado». Pero no hay que confundir el efecto con la causa. ¿Por
qué se daba a la bebida? ¿Por qué aquel desgarro en el albor de su vida, como
poeta? ¿Por qué hay tanta amargura sincera incluso en sus primeros poemas,
cuando no bebía ni escandalizaba? Se dice que en la época de la NEP (Nueva
Política Económica) toda la escoria de los bajos fondos salió de sus
madrigueras y nació El Moscú tabernario; pero La confesión de un golfo fue
escrita antes de la NEP, durante aquel invierno en que Moscú era como un
falansterio o un monasterio de estrictas reglas. ¿Por qué se ahorcó Yesenin a la
edad de treinta años, en el cenit de su gloria, cuando aún no podía oír los
pasos, todavía lejanos, de la vejez?
He tenido ocasión de leer que la tragedia de Yesenin residía en su
desacuerdo con la época que le tocó vivir. Bajo mi punto de vista no es una
cuestión de épocas. No cabe duda de que a Yesenin le tocó vivir tiempos
difíciles y que más de una vez tuvo que enseñar los dientes, pero a menudo
declaró su amor por aquellos años. Respondió a su manera a la revolución: en
1921 todavía se sentía cautivado por los elementos de la rebelión y soñaba
con escribir un largo poema que se llamaría «Guliai-Polie».[4] Tuvimos un
encuentro breve antes de mi partida hacia París. Me regaló su libro El
acordeón con la siguiente dedicatoria: «Conoce usted el aroma de nuestra
tierra y el carácter pictórico de nuestro clima. Transmítale a París que no le
tengo miedo. Sabremos hacer de nuevo con las nieves de nuestra patria una
tormenta que les aterrará, y no sólo a ellos». Era a principios de 1921, pero
Yesenin todavía soñaba con una revolución libertaria, con carreras a galope a
través de todo el planeta.
Han transcurrido cuarenta años. Yesenin es leído y amado en nuestro país,
y a nadie se le ocurrirá reflexionar sobre la enredada madeja de sus ideas
políticas. En 1920 escribió: «Quiero ser una vela amarilla | tendida hacia el
país que navegamos». Cinco años más tarde, poco después de su muerte,
reconocía que no era una vela, sino un pasajero de la embarcación: «Pero
¿quién de nosotros no ha caído de rodillas en una gran cubierta, no ha
vomitado y maldecido? Son muy pocas las almas curtidas que se mantienen
imperturbables ante un mar embravecido… Han pasado los años. Mi edad es
otra. Siento y pienso de modo diferente. Y, atizado el vino de la fiesta, digo:
¡Loa y gloria al timonel!».
Yesenin recorrió Europa y América como una exhalación, y no vio nada.
En sus cartas escribía: «Mi sombrero de copa y mi abrigo hecho por un sastre
berlinés han enfurecido a todo el mundo… Es tanta la vileza, la monotonía,
tanta la pobreza de espíritu que da náuseas». «Poco hay de interesante aquí, a
excepción del foxtrot; aquí se traga, se bebe y de nuevo foxtrot». Es obvio que
en Occidente no sólo había foxtrot, sino manifestaciones sangrientas, hambre,
Picasso, Romain Rolland, Chaplin y tantas otras cosas. Pero comprendo el
estado de ánimo de Yesenin. No se trata sólo del amor a los abedules, del cual
se ha escrito mucho ya, sino de que él vio desde lejos, en toda su magnitud, a
un pueblo lanzado de cabeza hacia el futuro.
A su regreso en Rusia, intentó extraer algunas conclusiones: «No me gusta
nuestro nomadismo apenas atemperado. Lo que me gusta es la civilización.
Con todo, no me gusta Estados Unidos. Es el hedor donde no sólo se pierde el
arte sino, en general, los grandes impulsos de la humanidad». Publicó en un
periódico un artículo ingenuo y sin interés, pero bautizó a Estados Unidos con
un nombre muy certero: el Mírgorod de Hierro.[5] Es preciso recordar que
estamos hablando de 1923, cuando el LEF exaltaba la belleza de los
rascacielos neoyorkinos y la NOT (Organización Científica del Trabajo)
estaba de moda, dos años antes de que Maiakosvki pisara Estados Unidos.
Yesenin era ante todo un poeta; para él los acontecimientos históricos, la
amistad y el amor se hallaban en un segundo plano con respecto a la poesía.
Estaba dotado de una rara musicalidad. Para un zoólogo, el ruiseñor no es más
que un pájaro de la familia de las aves paseriformes, pero ninguna descripción
de la laringe del ruiseñor puede explicar por qué su canto, desde tiempos
inmemoriales, ha seducido al mundo entero. Nadie puede explicar por qué nos
conmueven muchos versos de Yesenin. Hay poetas llenos de pensamientos
elevados, observaciones brillantes, sentimientos apasionados que han pasado
décadas tratando de dominar el arte de transmitir a los otros su riqueza
espiritual. Yesenin, no obstante, escribía poemas porque había nacido poeta.
«No todos saben cantar, no todos pueden ser manzana y rodar a los pies de los
demás. Ésta es la mayor confesión que un golfo haya hecho jamás».
La voz poética de Yesenin se caracteriza por una tristeza profunda, que no
cabe atribuir a la época, si bien el poeta lo hacía: «Es fácil para ellos
quedarse allí mirando y pintar sus labios con besos de hojalata: sólo a mí me
ha sido dado, cual salmista, cantar aleluyas a mi patria». Sabía que nadie era
culpable de su tristeza y soledad: «¿A quién llamar? ¿Con quién compartir la
triste alegría de seguir vivo? Aquí incluso el molino —pájaro de madera con
una sola ala— permanece con los ojos bien cerrados. Aquí nadie me conoce, y
aquellos que alguna vez me conocieron hace mucho que me olvidaron».
Estos sentimientos afloran sea la época que sea. Puede que ésta sea la
razón por la cual los poemas de Yesenin no envejecen. «Oh, el arbusto de mi
cabeza ha marchitado, me ha absorbido el cautiverio de la canción. Estoy
condenado, en el penal de mis sentimientos, a hacer girar la piedra molar de la
poesía». O: «No lo digo a mi madre, sino a una gentuza ajena que ríe a
carcajadas: ¡No importa! He tropezado con una piedra. Mañana todo se habrá
curado». ¿Cuándo se escribieron estos versos? ¿Hace cuarenta años? ¿Ayer?
No lo sé. Tampoco importa.
A menudo oí decir a los jóvenes tenientes, que acababan de dejar los
pupitres de la escuela para ir a primera línea, y también a los jóvenes de hoy:
«Me gusta Yesenin». Lo comprendo. Los jóvenes, si no son poetas o
especialmente amantes de la poesía, cuando están alegres y no sienten peso en
el alma pocas veces cogen del estante un libro de poesía. En todo caso, irán a
un partido de fútbol, a bailar, a pasear con una chica, soñarán en voz alta o
discutirán con ardor. La necesidad de poesía aparece en momentos de tristeza,
y es entonces cuando Yesenin, muerto hace mucho tiempo, sale a nuestro
rescate; de él estos jóvenes no saben nada, excepto lo más importante:
escribió para ellos, era de ellos de quienes hablaba.
Nunca escribió acerca de cómo debe escribirse poesía, nunca identificó la
labor poética con la producción, pero es absurdo afirmar que era un cantor
ingenuo. De hecho, ¿ha existido alguna vez tal cosa? Durante cinco siglos
pervivió la leyenda de François Villon, un poeta «sin malicia», un borracho y
un criminal, que escribía versos «tal como Dios se los inspiraba». En tiempos
recientes, Tristan Tzara descubrió que los últimos versos de las baladas de
Villon están cifrados, y desvelan las verdaderas tribulaciones del autor en el
plano amoroso y criminal. Se requiere una gran maestría para escribir versos
en los que cada quinta o séptima letra forme parte de un código y que por otra
parte parezca algo totalmente natural, de forma que no se adivina la dificultad
técnica del cifrado. Yesenin solía decirme que trabajaba mucho sus poemas,
borraba y tachaba. Maiakovski lo llamaba «aprendiz juerguista y ruidoso».
Yesenin escribió: «Llegué como un maestro severo». (Tenía razón: la tristeza
le empujó a ser un «juerguista», pero nunca fue «ruidoso», y en lo tocante al
título, si era aprendiz o maestro, el tiempo ha emitido su veredicto). A menudo
Yesenin se llamaba «golfo» a sí mismo, pero valoraba una cosa: la maestría.
Briúsov le resultaba un poeta extraño, pero al saber de su muerte escribió:
«La noticia es dolorosa y difícil de soportar, sobre todo para los poetas.
Todos aprendimos de él. Todos sabemos el gran papel que ha desempeñado en
el desarrollo del verso ruso».
La poesía de Yesenin es dulce, humana; no hay crueldad en ella, ni fría
espiritualidad. Su poema sobre la perra a la que han ahogado sus cachorrillos
fue escrito durante los años de la guerra, cuando la gente ya comenzaba a
acostumbrarse a la indiferencia. Poco antes de suicidarse, escribió el poema
«El hombre negro». La imagen, sin duda, estaba inspirada por Pushkin: Mozart
es perseguido por un «hombre negro».[6] Pero «el hombre negro» de Mozart es
la muerte, mientras que Yesenin conoció los remordimientos de conciencia; el
hombre negro es cruel, pero el poeta evoca a Isadora Duncan: «Era un hombre
elegante, por añadidura poeta, de una energía si no grandiosa, sí de largo
alcance; llamaba muchachita mala y querida mía a una mujer de cuarenta y
algo… “¡Escucha, escucha!” ronquea mirándome a la cara e inclinándose más
y más hacia mí. Nunca he visto un canalla que sufriera tan inútilmente de
insomnio, tan tontamente».
En la vida era tierno y conmovedor; insoportable en las tormentas de sus
crisis. Le he visto dulce, sereno, atento; le he visto también en un estado
próximo a la locura. Sin embargo no quiero hablar de aspectos más
relacionados con la patología que con la estructura espiritual del poeta.
En Berlín lo vi varias veces en compañía de Isadora Duncan. Ella veía
sufrir a Yesenin, quería ayudarle, pero no podía. Isadora Duncan casi le
doblaba la edad. Además de un gran talento, ella atesoraba una gran
humanidad, ternura y tacto, pero él era un gitano errante y lo que más temía,
por encima de todo, era un corazón sedentario. Siempre tenía a su lado a los
compañeros de viaje: los imaginistas, Kúsikov con su guitarra o los «poetas
campesinos», que parecían sacados de los estuches lacados de Pálej. Los
poetas fueron sustituidos por vulgares borrachos, contentos de que los
admitieran a la mesa de tan célebre personaje.
Si el futurismo, a pesar de su camisa amarilla y del monóculo de Burliuk,
era un fenómeno social y literario, el imaginismo siempre me ha parecido un
letrero confeccionado aprisa y corriendo por un grupo de literatos. Yesenin era
amigo de las broncas e, igual que en el gimnasio los griegos habían peleado
contra los persas, se había unido de buena gana a los imaginistas para batirse
contra los futuristas. Todo esto no ocupa siquiera una página de su biografía,
no son más que unas pocas notas a pie de página que sólo interesarán a los
historiadores de la literatura.
Lo más lamentable era ver a Yesenin rodeado de gente extraña atraída por
casualidad, una banda de aficionados pseudoliteratos amantes de beber (y que
todavía beben) el vodka de los demás, que se calentaban con la gloria ajena y
se cobijaban tras la autoridad de terceros. Sin embargo, no fueron estos
moscardones negros que revoloteaban a su alrededor quienes llevaron a
Yesenin a la perdición. Él mismo los atraía. Sabía lo poco que valían, pero en
el estado en que se encontraba se sentía más cómodo entre personas a las que
despreciaba.
En 1924 lo vi por última vez en casa de unos amigos comunes. Había
bebido mucho, su aspecto era deplorable, quería marcharse para armar jaleo,
buscar pelea. Durante varias horas estuve intentando razonar con él, retenerlo;
pero él no hacía más que repetir, desolado: «¡Vamos, deja que me marche…!
No tengo nada contra ti… En general, yo…».
En uno de sus últimos poemas leemos las siguientes líneas: «¿Cómo no he
de amaros, flores? Gustoso bebería en vuestra compañía. Susurrad, alhelí,
reseda. Una desgracia se ha abatido sobre mi alma. Una desgracia se ha
abatido sobre mi alma. Susurrad, alhelí y reseda. Me ha ocurrido una
desgracia. Me ha ocurrido una desgracia. Susurrad, alhelí y reseda».
Todo el mundo sabe que el alhelí no es un roble, que la reseda no es un
tilo, y que ninguno de los dos puede susurrar. Sin embargo, la imagen es bella,
aunque sea imposible decir por qué; pero así es la poesía. Y siempre que
pienso en Yesenin me digo: «Era un poeta».
24

Cuando me acuerdo de Aleksandr Yákovlevich Taírov me vienen a la memoria


estos versos de Pushkin: «Érase una vez un caballero pobre, taciturno y
sencillo, pálido y sombrío, de espíritu recto y valiente». La vida de Taírov es
simple como una parábola. Desde joven se enamoró del teatro, se hizo actor
en una compañía de provincias. Después fue a parar a Petersburgo y trabó
amistad con poetas y pintores de vanguardia. Meyerhold montaba La barraca
de los saltimbanquis de Blok; en ella, Taírov interpretaba el papel de
Máscara Azul. Pero el auténtico Taírov todavía no existía.
En 1914 inauguró su propio Teatro de Cámara, que fue el objetivo, la
esencia y la pasión de su vida. A su lado tenía a una notable actriz, Alisa
Gueórguievna Koonen. Taírov tenía entonces casi treinta años. Luchaba por el
teatro que consideraba más avanzado.
Taírov no era indiferente a los inmensos cambios que se producían en
Rusia. Rectificaba de buen grado cuando creía que se había equivocado, se
entregaba a la investigación de manera infatigable y trabajaba de sol a sol. El
Teatro de Cámara contaba con muchos seguidores, pero también con
numerosos enemigos. Si volvemos al poema de Pushkin, podría añadirse que,
durante décadas, sus enemigos repetían: «Dicen de él que no reza sus
oraciones, que no observa el ayuno».
En 1949 triunfaron sus adversarios, y el Teatro de Cámara desapareció.
Aleksandr Yákovlevich tenía sesenta y cuatro años. Murió un año después. En
el transcurso de ese lejano invierno del que hablo, Taírov puso en escena La
princesa Brambilla, que cosechó un gran éxito. Inició los ensayos de Fedra e
hizo publicar su libro Notas de un director de escena, en el que defendía sus
tesis contrarias al teatro naturalista y contra Meyerhold. Estaba exultante de
alegría. Ni siquiera nuestras tristes charlas de finales de la década de 1940
pueden borrar de mi memoria la imagen del Taírov, jovial y feliz, de los
primeros años de la revolución.
Moscú quedaba fascinado por el deslumbrante carnaval que se
desarrollaba en escena. Los decorados de Yakúlov eran impresionantes, como
sacados de un cuento de hadas. Los actores daban brincos, hacían tonterías,
bailaban, bromeaban. Pero Moscú también entendía los padecimientos de
Adrienne Lecouvreur. Taírov había transformado el melodrama sentimental de
Scribe en una tragedia. La interpretación de Alisa Koonen conmovía a la
audiencia. Esto puede parecer sorprendente: en aquella época era muy difícil
emocionar a los espectadores, pues todo el mundo había visto la muerte muy
de cerca. Si la muerte de Adrienne conmovía era porque no estaba
representada de forma naturalista, como en la obra de Scribe, sino
transfigurada por el arte: no era la muerte en la clínica Sklifosovski, sino la
agonía de Eurídice u Ofelia.
Taírov comprendía bien dos formas de representación teatral: la comedia y
la tragedia. Durante los años a que me refiero, la gente no conocía estados de
ánimo intermedios: convivían la alegría y la desesperación, la vida de las
cavernas y las maquetas del siglo XXI.
Taírov, además de llevar una vida modesta, subordinaba sus sueños
artísticos a una estricta disciplina. Se dice que el sentido de la medida corta
las alas del romanticismo. Esto es verdad cuando se trata del mezquino
cálculo cotidiano, de la prudencia pequeñoburguesa. Pero hagamos un
ejercicio de memoria: incluso los pintores del extravagante período del
romanticismo sabían de buena tinta qué era el sentido de la mesura; sin él, el
arte se transforma en énfasis, en falso patetismo, en histeria.
Aleksandr Yákovlevich me habló más de una vez de su concepción del
teatro. Se había apartado del costumbrismo; no estaba dispuesto a que sus
actores salieran a escena a tomar el té o a bostezar silenciosamente al estilo
naturalista. Le gustaba citar la historia que contaba el famoso actor francés del
siglo pasado Coquelin. Un actor ambulante imitaba en una feria el gruñido de
un cerdito. Todo el mundo se maravillaba y aplaudía. Pero un campesino
normando apostó a que podía hacerlo tan bien como el actor. El astuto
normando escondió en sus vestiduras un cerdito al que pellizcaba. El animal
gruñía, pero el público se puso a abuchearlo porque, en su opinión, el
campesino no era un buen imitador. Taírov sabía qué era el arte y no aceptaba
el teatro que quería imitar la vida. A menudo decía que «el teatro debía ser
teatral». Al principio parece una afirmación tan absurda como decir que «el
agua debe ser líquida», pero lo cierto es que a su alrededor muchos teatros
habían renunciado a la idea de espectáculo. Taírov no creía en la poesía
descriptiva, la pintura literaria o en un teatro que recuerda a una habitación a
la que le falta una pared. Él no negaba la importancia del dramaturgo ni del
escenógrafo, pero su deseo era que todos los elementos sobre el escenario se
subordinaran a una sola cosa: el teatro.
En sus inicios, como tributo al decadentismo, llevó a la escena Salomé. No
fue el único que se dejó seducir por esta obra. Taírov la presentó en 1917, y
Mardzhánov en 1919. Más tarde nadie se acordaría de los «pecados» de
Mardzhánov, pero jamás se perdonó a Taírov. Sin embargo, en su tiempo
fueron muchos los que pasaron por una etapa decadentista. En 1909 escuché a
Lunacharski recitar con admiración los poemas más decadentistas de Balmont.
Además de escribir versos eróticos decadentes y de decorar las paredes con
cuadros de Rops, Briúsov en su juventud admiraba la poesía de Ígor
Severianin, quien, aunque se llamaba a sí mismo «ego-futurista», era un
decadente para los peluqueros y los petimetres poco exigentes. El Teatro de
Arte tenía en cartel la obra decadentista Alguien vestido de gris, que
anunciaba como un ventrílocuo de feria: «Ha nacido un hombre». La misma
malograda Salomé se representaba en el Teatro Mali. Todo esto se olvidó en
un suspiro. Pero hay personas que parece que han nacido con mala estrella.
Taírov transitó por un camino largo y tortuoso, y cuando yacía en su féretro,
hubo un director de escena que, papel en mano, recordó todavía sus errores
pasados…
Cuando se le pedía que hablara o escribiese sobre su vida, Taírov
enumeraba sus puestas en escena: ¡era un hombre de una única pasión! Es
imposible hablar de él sin mencionar el Teatro de Cámara. Era un teatro
excelente, pero que, también él, nació con mala estrella. Empezando por el
nombre, que fue un tanto desafortunado. (He conocido a muchas personas
cuyas vidas quedaron eclipsadas por el nombre malsonante o pretencioso que
les pusieron sus padres: un joven delicado llamado Tit, un experto ingeniero
llamado Caín, una muchacha coqueta de nombre Constitución). En 1914 la
palabra cámara sonaba a estudio e indicaba que aquel reciente teatro de
vanguardia, desbordante de audacia, no estaba concebido para el éxito
comercial. El nombre permaneció, y durante treinta años sus malévolos
enemigos se regocijaban al explicar: «Por teatro de cámara se entiende el
teatro íntimo y familiar, teatro para iniciados, para paladares refinados».
El nombre del teatro resultaba incomprensible para muchos. Aleksandr
Yákovlevich contaba que en una ciudad siberiana a la que habían ido de gira,
alguien le preguntó antes de la función: «¿Los actores son reclusos o algunos
también son ciudadanos libres?».[1]
Taírov contaba con muchos admiradores y defensores: Lunacharski, los
viejos actores del Teatro Mali, M. Koltsov de Pravda, aficionados al teatro
anónimos. A. V. Lunacharski, que quedó entusiasmado con el planteamiento de
Fedra, escribió que el Teatro de Cámara se había aproximado en muchos
aspectos al antiguo teatro de mediados del siglo XIX, al «glorioso Karatiguin».
He contado ya cómo me divertía el viejo actor francés Mounet-Sully, cuyas
dotes teatrales eran, sin lugar a dudas, muy similares a las de Karatiguin.
Cuando reía tontamente con el Edipo de Mounet-Sully, era un chiquillo
inmaduro que nada sabía sobre arte. Los años pasaron. Luego vi a Alisa
Koonen en Fedra. Entonces no reí. Reconocí esa plenitud del arte que te
aligera a la par que te asusta. (Algo parecido tuvo que experimentar el primer
hombre que escapó del campo gravitatorio terrestre).
Asistí a las representaciones del Teatro de Cámara en París y en Berlín, y
pude ver el entusiasmo del público. Taírov se atrevió a presentar en Francia
Fedra de Racine; salió victorioso. Antoine, Picasso, Léger, Gémier, Cocteau y
Jean-Richard Bloch hablaban con entusiasmo de los espectáculos del Teatro
de Cámara. En Japón los actores del Teatro Kabuki todavía recuerdan a
Taírov. Creo que pocos artistas han hecho tanto por lo que en términos
periodísticos se llama «el desarrollo de las relaciones culturales».
Es imposible imaginar el Teatro de Cámara sin Alicia Koonen. En escena,
esta mujer de gran bondad y alma sensible desgarraba el corazón de los
espectadores; quienes la vieron alguna vez conservan el recuerdo de su voz,
de sus ojos, de sus manos. Tenían la impresión de estar en un teatro de otro
siglo. Aunque era un tiempo de grandes hombres y de grandes obras, cuando se
alzaba el telón en miles de teatros sólo aparecían chicas ingenuas, jóvenes
galanes y viejas ridículas. Y de pronto, en una época poco propicia para
comedias costumbristas o dramas domésticos, apareció una actriz trágica.
En su vida privada Aleksandr Taírov no se parecía en absoluto a un actor;
hablaba con sencillez, con templanza, y siempre era dueño de sí. Yo lo vi
acudir puntualmente a los ensayos, hasta cuando más dolorido estaba su
espíritu. Ante los actores permanecía siempre sereno, recién afeitado,
impasible. Reconozco que no soy un amante del teatro, pero no puedo olvidar
muchas de las producciones del Teatro de Cámara, desde La princesa
Brambilla a Madame Bovary, representadas en 1940. Por ello estoy
agradecido a Taírov y a Koonen: en momentos especiales su arte me ha
servido de apoyo moral. También su amistad; sabía dónde estaba la entrada de
servicio del teatro, el apartamento donde vivían. Toda ofensa que recibía
quedaba suavizada con su cariño y solidaridad.
En 1949 enviaron a Taírov a dirigir otro teatro. Era un hombre de férrea
disciplina; esperaba un trabajo, pero no se lo dieron.
En un libro escrito hace mucho tiempo, recordando el principio de su
carrera teatral, Taírov decía: «Cuando aparecieron por primera vez los
carteles del Teatro de Cámara en las calles de Moscú pedíamos a los
transeúntes que nos los leyeran en voz alta, para convencernos de que era una
realidad y no un espejismo». Durante los últimos años de su vida, Aleksandr
Taírov, enfermo, salía discretamente de su casa. Inquietos por él, sus allegados
le seguían para saber adónde iba. Taírov se dirigía hacia el muro en el que
fijaban los carteles de los teatros y los examinaba con atención durante largo
rato. El cartel del Teatro de Cámara no estaba allí…
25

Un día de invierno, tras procurarme algunas hojas de papel, intenté comenzar


la novela con que soñaba desde hacía tanto tiempo; después de emborronar
unas líneas rompí la hoja. La época no era favorable para las novelas. El
problema no era el frío o el hambre (aunque lo confieso, soñaba a menudo con
un trozo de carne), ni tampoco las múltiples reuniones que consumían días
enteros. Los acontecimientos eran demasiado cercanos y, a la vez, demasiado
grandiosos. Un novelista no es un taquígrafo; debe recogerse, meditar,
distanciarse unos pasos —o varios años— de lo que quiere describir.
Creo que en 1920 no se escribió ninguna novela en Rusia; fueron años de
poesía y de manifiestos literarios. Ahora pienso en los escritores de mi
generación: Seifúlina, Fúrmanov, Lavreniov, Paustovski, Malishkin, Fedin,
Bábel, Tiniánov, Pilniak. Habían hecho la guerra, los desmovilizaron,
ejecutaron diversos encargos, tenían una vida nómada, revisaban los artículos
de otros escritores, se reunían en asambleas, impartían conferencias, escribían
folletos. Aplazaron para más tarde la escritura de obras importantes.
Una novela que se ha vivido, meditado, pero no ha llegado a escribirse
puede quebrantarnos la paz de espíritu. Me parecía que sólo tenía que
sentarme en cualquier terraza parisina y pedir al camarero una taza de café,
algún bocadillo y papel, para que el libro fluyera.
Quería escribir una novela satírica, describir los años de preguerra, la
guerra misma y la revolución; pero el último capítulo se desvanecía en la
niebla. A pesar de todos mis esfuerzos no podía imaginar qué hacía la gente en
Occidente mientras los rusos se afanaban en derribar, quemaban, hacían
proyectos, se batían el cobre en diez frentes, padecían hambre, contraían el
tifus y soñaban con el futuro. Me decía que el círculo debía quedar cerrado y
que era necesario asomarme al París de la posguerra.
(Le daba muchas vueltas a mi libro, pero no sólo pensaba en él. Pasé mi
juventud en París, llegué a amar esta ciudad en la que dejé muchos amigos. Y a
veces, no lo voy a negar, sentía añoranza de ella).
Un día se lo conté a un viejo amigo, compañero en las organizaciones
clandestinas bolcheviques; le hablé de ello no como de un deseo real, sino
más bien como de un sueño, y me quedé muy sorprendido cuando me
convocaron al Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores para rellenar un
formulario.
Aunque seguía viviendo en la tercera residencia comunal del Comisariado,
jamás había puesto un pie en el edificio adonde había llevado los fardos
sellados en otoño. Ignoraba en qué se ocupaban los numerosos funcionarios de
aquel Comisariado (aunque encontraba a algunos en los pasillos de nuestra
residencia). Sin duda pasaban el tiempo de reunión en reunión. Cabe decir que
en aquella época casi no manteníamos relaciones diplomáticas con otros
países. Después de haber fracasado en su tentativa de derrocar el poder de los
soviets, los gobiernos de los países occidentales trataban de convencerse a sí
mismos, o por lo menos a los demás, de que Rusia no existía. (La República
Alemana no reconoció la existencia de la Rusia soviética hasta 1922;
Inglaterra y Francia, en 1924, y Estados Unidos, en 1933).
En la sala de espera del Comisariado de Asuntos Exteriores tronaba una
mujer ya madura, pero de temperamento muy combativo. Después de haber
atormentado al secretario del Comisariado, por alguna razón descargó toda la
artillería contra mí: «¡No tienen derecho a hacerme esto! Cualquier abogado
se lo puede explicar. Tengo pasaporte suizo; ¡no permitiré que se me trate de
esta manera! Yo no soy de la burguesía; he trabajado como ama de llaves y
merezco protección. Desde luego tengo dinero ahorrado, en oro, pues no estoy
tan loca como para guardar billetes que pierden su valor a diario. Escribiré a
Berna, las cosas no quedarán así». Sólo con grandes esfuerzos pude librarme
de ella y me puse a rellenar mi cuestionario.
A la pregunta acerca del motivo del viaje respondí: «Quiero escribir una
novela». El secretario sonrió y me indicó que comenzara de nuevo. Me dictó:
«Misión artística».
Transcurrieron algunas semanas. El encargado de nuestra residencia
comunitaria, el camarada Adán, me dijo que me habían mandado llamar de la
Cheká; al detectar mi nerviosismo agregó: «Por la entrada principal, al
despacho del camarada Menzhinski».
V. R. Menzhinski estaba enfermo, tumbado en un sofá demasiado corto.
Creí que iba a interrogarme para saber si tenía conexiones con los partidarios
de Wrangel, pero me dijo simplemente que me había visto en París y me
preguntó si aún escribía poesía. Le contesté que tenía en mente escribir una
novela satírica. Puesto que la conversación giraba en torno a la literatura, le
confié algunas de mis preocupaciones: se editaba demasiada poesía
pretenciosa, mientras que Blok había enmudecido. Menzhinski sonreía de
cuando en cuando, asentía con la cabeza, otras veces fruncía el ceño. De
repente me percaté de que aquel hombre estaba muy atareado y, por añadidura,
enfermo. Me había lanzado a una discusión como si estuviese en la Casa de la
Prensa. Menzhinski me dijo: «Por lo que respecta a nosotros, le dejaremos
salir. Pero quién sabe lo que dirán los franceses, eso está por ver».
Recibí un pasaporte para el extranjero con un visado letón; mi mujer
obtuvo uno idéntico.
Era un hermoso día de primavera. Los montones de nieve se derretían, se
desmoronaban, resbalaban. El agua goteaba de los tejados. Resonaban los
gritos de los chiquillos.
En Moscú la primavera es extraordinaria, los habitantes del
bienaventurado sur no conocen nada semejante. No es un cambio de estación,
sino un acontecimiento en la vida de cada cual, y aunque el Moscú actual se
parece poco a la ciudad que yo recorría en abril de 1921, nuestras primaveras
son las mismas, una se asemeja a la otra y, sin embargo, cada una de ellas es
única, no tiene parangón. Uno debe haber vivido un invierno interminable,
haber encendido la luz al despertar en diciembre, haberse estremecido de frío,
haber visto la tierra invariablemente recubierta de un sudario, haber sido
cegado por las ventiscas en marzo, para poder apreciar el deshielo, el
rompimiento del hielo y el bullicioso renacer de la vida.
Fue en uno de esos exuberantes y soleados días cuando entré en el hotel
Kniazhi Dvor con mi pasaporte de viaje y pensé: «Me voy a marchar…».
Resultaba difícil dejar la vida de Moscú, quizá porque esa vida en sí era
durísima. Cuando Meyerhold abandonó la TEO, las reuniones de la sección
infantil —donde por inercia continuábamos elaborando numerosos proyectos
— me parecieron carentes de sentido. Era mucho más razonable intentar
escribir una novela. Sin embargo, me entristecía partir; comprendía que la
vida verdadera se encontraba aquí, en Moscú…
Aquel mismo día o uno de los que le siguieron —no lo puedo recordar
pero de todas formas fue poco antes del viaje—, me dije durante largo rato
con insistencia: «¡Es hora de hacer balance!».
Esta idea de «hacer balance» era una de las últimas ingenuidades de mi
juventud, que me abandonaba. Ignoraba que necesitaría más de una hora o dos
para lograr desentrañar el significado completo de aquellos años en los que
deambulé por las calles inhóspitas de Moscú, viajé a través de la Rusia
despedazada y machacada, eduqué a niños mofectuosos, discutí sobre el «arte
de izquierdas», caí en la desesperación, bromeé, pasé hambre, luché por
ganarme el pan o procurarme majorka. Quien más, quien menos escribió, en
verso o en prosa, sobre aquel «momento histórico». Pero viviendo el día a día
no es posible tener una perspectiva de la época: los árboles no dejan ver el
bosque, y el bosque no deja ver los árboles por separado.
Ahora quisiera echar la mirada atrás, reflexionar acerca de la vieja madeja
de dudas y esperanzas.
He dicho que la historia no se construye por arte de magia; ni tampoco se
forja según una lógica impecable, que es la fuerza de la ciencia. Cuando
todavía era un chiquillo, oí decir en el círculo de P. G. Smidóvich que el
camino hacia el socialismo lo abriría el proletariado de los países
industrializados más avanzados.
En 1946 un obrero del Mírgorod de Hierro, o, para ser más precisos, de
Detroit, me dijo: «¿Por qué hablan ustedes a todas horas del capitalismo
estadounidense, de monopolios, de explotación? ¿Acaso creen que no lo
sabemos? Desde luego que sí, pero vivimos mejor nosotros con nuestros
capitalistas que ustedes sin ellos».
¿Era una falta de conciencia de clase? No cabe duda. Pero no sólo es eso,
se trata de otra concepción de la vida, del culto al bienestar, del miedo ante
los sacrificios, lo desconocido, la iniciativa.
Sea como sea, queda el hecho indiscutible de que Rusia, con su industria
atrasada, fue el primer país del mundo donde triunfó la revolución socialista.
De cada tres ciudadanos de la joven RSFR (República Socialista Federativa
Soviética), dos eran analfabetos y firmaban con una cruz. En 1918 tuve
ocasión de visitar varios pueblos de la región de Moscú y de Tula. No era
extraño ver en las isbas sillones tapizados de terciopelo, fonógrafos e incluso
pianos, arrebatados de las fincas señoriales o intercambiados en la ciudad por
un saco de patatas. Pero la gente del campo seguía llevando la misma vida de
antes de la revolución, la vida descrita por Chéjov o Bunin. En aquellos
pueblos había mucha ignorancia, crueldad, prejuicios. Se quemaban las
bibliotecas; se odiaba a los de la ciudad (los «gorrones»); algunos se
alegraban de que en las ciudades la gente muriera de hambre. Quizá esto
explique el desconcierto que a veces embargaba a nuestros intelectuales,
plasmado en los artículos de Gorki.
La gente joven recién llegada a las ciudades y arrastrada por el torbellino
de los acontecimientos aceptaba fácilmente las ideas simplistas de los
radicales del Proletkult, que más tarde se reunirían en torno a los napostovtsi.
[1] Más de una vez oí comentarios del tipo: «¿Por qué complicarse la vida? La

intelligentsia está podrida… ¿Has leído los periódicos? Entonces todo está
muy claro. Los por qué y para qué son charlatanería de la burguesía… No vale
la pena romperse la cabeza».
En otoño de 1920 Lenin se dirigió a los miembros del Komsomol en estos
términos: «Si a un comunista se le ocurriera exaltar el comunismo basándose
en unos argumentos adquiridos, sin pasar antes él mismo por un trabajo duro y
serio, sin entender los hechos que previamente debe someter a examen,
entonces hablaríamos de un comunista deplorable. Dicha superficialidad sería
de todo punto nefasta».
He hablado de la sed de conocimiento que, por aquel entonces, atenazaba a
millones de jóvenes. El pueblo descubrió el alfabeto. Debería citarse a
aquellos que enseñaron a leer, que dictaban conferencias sobre historia o
geología, que salvaron los libros del fuego, protegieron los museos y —
aunque tal vez pasaban más hambre que los demás— defendieron la cultura: en
pocas palabras, los intelectuales rusos. No me refiero, por supuesto, a los que
huyeron al extranjero y desde allí trataron de mancillar a nuestro pueblo, sino
a los que, pese a sus muchos conflictos internos, aceptaron la Revolución de
Octubre. Cuando uno relee los primeros relatos de Vsévolod Ivánov,
Malishkin, Pilniak, N. Ogniev o los versos primerizos de Tíjonov, ve con
claridad que aquellas dudas nacían del afán de abordar con espíritu crítico los
acontecimientos de los que hablaba Lenin.
En un cartel de la plaza Strastnaia se leía: «¡Viva la electrificación!». Al
pie de este cartel, Yesenin me leyó una vez el monólogo de Pugachov: «¡Oh,
Asia, Asia! Tierra azul espolvoreada de sal, arena y cal. La luna lentamente
surca el cielo, rechinando sus ruedas como el carro de un kirguis. ¡Y quién
imagina con qué brío y orgullo saltan allí los ríos montañosos de amarillo
pelaje! ¿Será ésa la razón por la que silban las hordas mongoles con todo lo
que de salvaje y pernicioso anida en el hombre? Tiempo, mucho tiempo hace
que escondo mi melancolía para unirme a ellos, en sus campamentos nómadas,
y plantarme con las olas batientes de sus pómulos luminosos ante las puertas
de Rusia, como la sombra de Tamerlán». Los versos me parecen buenos, pero
ahora no pienso en ellos. Bandas criminales campaban por el país. En las
aldeas disparaban contra las patrullas de aprovisionamiento. Los campos
estaban sin sembrar. Por las estaciones vagaban los besprizorniki.[2] En las
ciudades se pasaba hambre, la mortalidad se disparaba.
Hoy día todo esto parece historia antigua. A finales de la década de 1930,
ciertos políticos occidentales llamaban aún a nuestro Estado «un gigante con
los pies de barro»; no tardaron en comprobar que los pies del «gigante» eran
de excelente calidad.
Este verano han florecido en mi jardín unas maravillosas rudbeckias de
vistosos colores, como las estrellas de los antiguos mosaicos; compré las
semillas en París, en el establecimiento del famoso horticultor Vilmorin, y
tienen un nombre ruso: «Sputnik».
Cuando contemplo Moscú no puedo concebir que sea la misma ciudad
donde transcurrió mi infancia. Cada vez que me dirijo en coche hacia Vnúkovo
me asombro, porque ya no se alzan sólo casas, sino calles y barrios enteros.
Es cierto que en nuestro país se sabe hacer mejor un avión a reacción que
una simple cacerola, pero también aprenderemos a fabricar cacerolas. El
hecho es que los políticos occidentales no hablan de otra cosa que de los pies
balísticos del coloso.
Por mi carácter, formo parte de esa gente que comparan con Tomás el
Incrédulo. En los años sobre los que ahora reflexiono (1920-1921) tuve
muchas dudas, pero nada tenían en común con la opinión de quienes pensaban
que Rusia se derrumbaba y que acabarían por establecerse los varegos,
portadores del orden, y que desembocaría en un régimen liberal moderado.
Pero de una cosa sí que estaba totalmente seguro, de la victoria del nuevo
régimen social.
La vida cotidiana era terrible: gachas de mijo y pescado seco, cañerías
reventadas, frío, epidemias. Pero yo sabía que el pueblo que había vencido a
los invasores sabría vencer también el desbarajuste económico. Algunos
meses después me puse a escribir mi primera novela. Al evocar esta
extraordinaria ciudad del futuro, toda de cristal y acero, perfectamente
organizada, Julio Jurenito exclama: «¡Así será! ¡Sí, aquí, en esta Rusia
miserable y arruinada! Lo aseguro, porque no son los que poseen piedra en
abundancia los que construyen, sino los que tienen el coraje de sellar con su
sangre esas insufribles piedras».
Mis dudas no las suscitaban las casas del futuro, sino más bien las
personas que iban a habitarlas. En una obra teatral de Yuri Olesha, la
protagonista confecciona dos listas: en una registra las «recompensas» de la
revolución; en la otra, sus «crímenes». Después la protagonista se da cuenta de
su error; la obra se titula La lista de las recompensas. Yo no hice semejantes
listas, ni en un papel ni mentalmente: la vida es más complicada que la lógica
elemental, hay muchos delitos que pueden originar beneficios y beneficios
preñados de crímenes.
(Cuando se habla de zonas de sombra en nuestra vida, se añade que son
«reminiscencias del capitalismo». A veces es cierto, a veces no lo es. La luz
intensa acentúa las sombras y lo bueno puede ir acompañado por algunas
malas consecuencias. Tomaré el ejemplo más obvio: la burocracia; sobre ella
escribió V. I. Lenin y de él siguen hablando hoy nuestros periódicos, cuarenta
años después. ¿Acaso la hidropesía de papeleo, la hipertrofia de
registradores, deliberadores, comprobadores, archivadores no son más que
reminiscencias? ¿Acaso esta enfermedad no está vinculada al desarrollo de la
organización, del cálculo, del control de la producción, es decir, a cosas
progresivas y útiles?).
Recuerdo que una mujer de la limpieza de la Academia Militar de
Química, una joven aldeana, cantaba esta chastushka:[3] «Me meteré en un
buen lío, iré al lavabo sin pase. | Pedir, lo pediría: sólo que nadie hay que me
lo extienda». Al oírla primero me reí, pero luego me dio que pensar.
Un obrero sabe muy bien que las máquinas, por complejas que sean, han
sido hechas por el hombre y sirven al hombre. En 1932 estuve en las obras del
complejo fabril de Kuznetsk. La gente, llegada de las aldeas, contemplaba las
máquinas con odio o con aprensión piadosa y algunos las estropeaban: si una
máquina no trabajaba montaban en cólera y daban golpes a las palancas como
azotaban en sus casas a su caballo extenuado; otros, en señal de respeto,
llamaban a un alto horno «Domna Ivánovna» y a un horno «tío Martin».
Naturalmente, pensaba ante todo en el futuro del arte. El diagrama que
colgaba en el despacho de V. Y. Briúsov no sólo me había sorprendido,
además me había asustado. La literatura se componía de cuadrados, de
círculos y de rombos, semejantes a los tornillos de una enorme máquina.
Un día compartí mis dudas con Lunacharski. Me contestó que el
comunismo no debía desembocar en la uniformidad, sino en la diversidad; que
no es posible acomodar a un modelo único la obra creativa del artista. Anatoli
Vasílievich decía que hay Derzhimordas[4] que no entienden la naturaleza del
arte. Un año después, la revista La Prensa y la Revolución publicó un artículo
en el que empleaba la misma palabra; tras referirse a la necesidad de la
censura en el período de transición, añadía: «Pero quien diga “abajo todos
estos prejuicios sobre la libertad de expresión, el control estatal de la
literatura es inherente a nuestro sistema comunista: la censura no es un rasgo
concomitante de un período transitorio, sino algo inherente a la bien regulada y
socializada vida socialista”, y quien de esto deduzca que la crítica misma
debe convertirse en una especie de delación o ha de constreñir las obras de
arte a primitivas hormas revolucionarias, sólo demostrará que, si se rasca un
poco, debajo del comunista no hay más que un Derzhimorda, y que al
acercarse al poder, por poco que haya sido, no ha sabido encontrar en él más
que el placer de pavonearse, del abuso y, sobre todo, de tomar y no dar».
Aún no existía la revista Na postú. Aún simultaneaban exposiciones de
pintores de diferentes movimientos, desde Brodski hasta Malévich. Aún
Meyerhold se entregaba con ardor a sus obras cerca del Teatro de Arte. Pero
no conseguía borrar de mi mente la imagen del diagrama, con sus cuadros y
rombos…
Masticábamos con prudencia, como si fuera pescado, nuestras onzas de
pan espinoso por las costras de cereal. Polónskaia escribía: «Me entristece
pensar que nos olvidaremos del valor que tienen amigos tan sumisos, fieles y
silenciosos, como un leño de abedul, un puñado de sal, una jarra de leche y los
escasos frutos de una tierra pobre y baldía». En aquellos años éramos todos
unos románticos, aunque nos avergonzáramos de esa palabra.
No discutía con la época, sino conmigo mismo. Reinaba mucha confusión
en mi cabeza. Era partidario de la estética industrial, de la economía
planificada, detestaba el caos, la hipocresía, los oropeles dorados del
capitalismo (lo conocía de buena tinta, y no precisamente por los libros). Pero
más de una vez me preguntaba: ¿a qué quedaría reducida la diversidad de
caracteres humanos en la nueva sociedad, más razonable, más justa? Las
máquinas perfeccionadas que yo ensalzaba, ¿no sustituirían al arte? ¿No
aplastaría la técnica los sentimientos humanos, a veces confusos, pero tan
valiosos?
Cuarenta años más tarde publiqué en Komsomólskaia pravda [La verdad
del komsomol] la carta de una joven de Leningrado que me hablaba de un
encomiable ingeniero que despreciaba el arte, permanecía indiferente ante la
tragedia de Glézos,[5] se mostraba frío con su madre y sus camaradas,
consideraba que el amor, en la era atómica, es un anacronismo. En el mismo
diario leí la carta de un especialista en cibernética que se burlaba de una
joven capaz de «llorar sobre la almohada» y de las personas que, en nuestros
días, todavía se embelesan con la música de Bach o con las poesías de Blok.
La mayor parte de las dudas que albergaba en 1921 eran ingenuas y la vida
las ha desmentido; la mayor parte, pero no todas…
Lo que más temía era la indiferencia, la mecanización de los sentimientos
no de la producción, el empobrecimiento del arte. Sabía que el bosque
crecería y pensaba en el destino del árbol vivo, cálido, con su complejo
sistema de raíces, con sus ramajes extravagantes, con los anillos de su
corazón.
Quizá se me ocurrían tales pensamientos porque, ya en la treintena, me
preparaba con vistas a los exámenes que me dieran derecho a llamarme
escritor. Desconocía, naturalmente, qué dificultades me esperaban, pero para
mí estaba claro que no se trataba sólo de cómo construir una novela o de cómo
troquelar una frase. En una de sus cartas, Chéjov decía que la misión del
escritor es salir en defensa del hombre. Parece muy sencillo, pero es muy
difícil…
26

En aquella época el tiempo pasaba volando, pero los trenes circulaban


despacio. El viaje a Riga fue larguísimo y dispusimos de tiempo libre para
meditar sobre esto y aquello. En el compartimiento contiguo se instalaron
correos diplomáticos. Eché un vistazo a los sacos sellados con lacre y sonreí.
Nosotros no llevábamos más que una maleta, vieja y pelada, con las revistas
Unovis [Defensores del arte nuevo], Iskusstvo kommuni [El arte de la
comuna], Judózhestvennoie slovo [La palabra artística], y libros de
Maiakovski, Yesenin y Pasternak.
Cuando al fin alcanzamos Sebezh, un correo diplomático nos dijo:
«Camaradas, pronto cruzaremos la frontera letona. Allí hay un restaurante;
pero recordad el prestigio de nuestro país: no os abalancéis sobre la comida».
Decidí no salir del vagón.
Llegamos a Riga al anochecer y después de arrastrar la maleta hasta un
pequeño hotel, dije a Liuba: «Y ahora, al restaurante».
Miraba a mi alrededor como si acudiera a una cita clandestina. Me sentía
violento al pensar que alguien pudiera decir: «Ese ciudadano soviético acaba
de llegar y le ha faltado tiempo para salir corriendo a cenar».
No sé si las raciones eran demasiado copiosas o si nosotros habíamos
perdido la costumbre de comer, pero ni siquiera pude terminar la mitad de mi
bistec. Me sentí triste: «He aquí el trozo de carne con el que tanto he soñado y
no me lo puedo comer entero».
No era tan sencillo aplacar el hambre psicológica. Después de comer me
detenía ante cualquier panadería o salchichería y contemplaba los panecillos
de formas variadas, las salchichas, las tartas. Igual que los aficionados miran
los objetos curiosos en el escaparate de un anticuario, estudiaba los menús
fijados en las puertas de numerosos restaurantes: los nombres de los platos me
sonaban a poesía.
Con el objeto de demostrar a los franceses que había vivido en París,
llevaba conmigo el pasaporte que me fue expedido en 1917 por el
representante del gobierno provisional. Envejecido, el documento parecía una
pieza de museo. Cuando tendí mi pasaporte soviético al cónsul de Francia,
éste retiró la mano como si le hubiese alargado un hierro candente. Luego lo
cogió y tras leerlo me preguntó con desdén: «¿Era usted un emigrado político?
Esto no es una recomendación».
Preguntó qué hacía en Moscú y por qué quería ir a París. Le contesté sin
malicia que durante los últimos meses había ayudado a Dúrov a amaestrar
conejos y que tenía el propósito de escribir un extenso libro en París. El
cónsul me replicó, con aire lúgubre: «Dudo mucho que lo escriba en París».
Envié cartas a mis amigos de París rogándoles que iniciaran las gestiones
para obtener mi visado. Tuve tiempo de saciarme por completo y dejé de
escrutar las salchichas. No conocía a nadie en Riga. Una lluvia fría caía sin
parar. Un día apareció un hombrecillo melancólico; me dijo que había iniciado
un negocio editorial y que quería publicar autores soviéticos; me mostró
varios manuscritos y me compró mi poemario Meditaciones. Algunas veces
iba a nuestra embajada; allí leía Pravda y discutía con el primer secretario,
que tenía un gran concepto de los imaginistas. El cónsul de Francia me
respondía siempre, con voz monótona: «Lo que yo decía, no hay nada para
usted».
Los visados llegaron cuando ya había perdido toda esperanza. El cónsul se
negó de plano a estampar los visados en nuestros pasaportes soviéticos y nos
expidió unos salvoconductos especiales. Acto seguido, fui al consulado de
Alemania para obtener los visados de tránsito. El cónsul se quedó pasmado al
enterarse de que, pese a mi condición de ciudadano soviético, había obtenido
el visado francés. Incluso le pareció sospechoso, y me dijo que no podía
dejarnos cruzar Alemania. Tuvimos que trazar un itinerario muy complicado:
tomar el barco hasta la ciudad libre de Dánzig y, desde allí, dirigirnos a
Copenhague por mar, a fin de alcanzar París vía Londres.
En Dánzig nos autorizaron a circular libremente por la ciudad. En las
estrechas callejuelas medievales se agolpaba una muchedumbre de
especuladores que vendían moneda extranjera.
Los daneses nos detuvieron y nos metieron en un coche. Pensé que nos
conducirían a la cárcel, pero nos acompañaron a una casa de baños. Mientras
nos lavábamos, desinfectaron nuestra ropa. La explicación era sencilla: en
Rusia todavía azotaba el tifus. Pero en Londres los policías me tomaron por
loco porque, cuando me preguntaron cómo habíamos conseguido huir de Rusia,
respondí que salimos con pasaporte en regla.
En los siguientes volúmenes de estas memorias contaré mi vida en Europa
occidental durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Pero
cuando viajé de Moscú a París yo no estaba para observaciones. Conocía
Occidente y, sin embargo, me sentí aturdido ante el exceso de bienes
materiales. La gente parecía aletargada y apática.
El Primero de Mayo nos hallábamos en Copenhague. Por las calles desfiló
una manifestación muy disciplinada. Los manifestantes cantaban al tiempo que
comían bocadillos. Ante el ayuntamiento se paseaban palomas tan cebadas que
parecían incapaces de levantar el vuelo. En la entrada del Palacio Real los
centinelas allí apostados llevaban gorros de una altura desproporcionada. En
los barrios obreros la gente se apretujaba en las tiendecitas y al parecer no
porque estuviera preocupada por la liquidación del capitalismo sino para
comprar margarina, que se había puesto de moda.
En Londres también había un palacio y centinelas con gorros enormes. En
Hyde Park un tipo explicaba a voz en cuello a los transeúntes que en Fiume y
en Vilna se violaban los derechos humanos y que los británicos debían
proteger la libertad. Me acordé de los soldados ingleses en las calles de
Teodosia y proseguí la marcha.
Finalmente llegué a La Rotonde. Todo estaba en su sitio. Un pintor me dio
los buenos días y añadió: «¡Cuánto tiempo sin verle por aquí! ¿Ha estado de
viaje?».
Y sin esperar la respuesta comenzó a ponerme al día de la vida del barrio.
El propietario del hotel Niza, donde había vivido muchos años, había
vuelto sano y salvo del frente. Nos abrazamos como amigos.
Sí, todo era como en el pasado. Pero yo ya no era el mismo… Al
encontrarme de nuevo en La Rotonde advertí el cambio que se había operado
en mí. Las cosas que antaño me parecían naturales ahora me sorprendían e
incluso me irritaban. París estaba hermoso; yo vagaba encantado por las
orillas del Sena y visitaba los lugares que había conocido en mi juventud. El
trato con la ciudad me resultaba fácil, pero las relaciones con las personas no
lo eran tanto. No sabía cómo explicarles lo que nos había sucedido en Rusia.
Yo había abandonado París en verano, en el momento de los combates más
cruentos, y no acababa de comprender que los parisinos parecieran haber
olvidado los años de la guerra; sólo los carteles de las agencias turísticas
recordaban el pasado reciente: «Excursiones a Verdún a precios moderados.
Visita a los campos de batalla».
Un periódico había convocado un concurso: «¿Cuál es el mariscal más
querido en Francia?». En la calle los hombres llevaban unas pequeñas
chaquetas entalladas con el pecho abombado que daban a los respetables
padres de familia el aspecto de homosexuales. Vi por vez primera bailar el
foxtrot: las parejas se meneaban como muñecos mecánicos.
Todo lo que estoy contando habla menos del París de 1921 que de mi
propio estado de ánimo. De mi pluma salían versos (plagados de arcaísmos,
pero que me seducían a pesar de mi pasión por el «arte de izquierdas»). «…
Sí, mi país, sin sentido de la medida, ha llevado a la hoguera los enseres
seculares. La ceniza, opaca y fría, no calentará oscuras cavernas. Sí, claro
está, el radiador es mucho mejor… Bueno, Ehrenburg, estás en París,
convierte en pulcras odas esta opulenta prosperidad. Mas la lengua de Rusia
es salvaje y está afligida, y no será un ruso quien ensalce aquí al triunfador
que corre veloz en su Ford para apagar con trufas el gusto de la muerte…».
Con todo, no escasearon los rusos proclives a ensalzar a los «magnánimos
anfitriones». Los emigrados no sospechaban lo que les aguardaba en el
extranjero. Las pasiones de la guerra civil no se habían calmado aún. En París
salía a la calle el periódico de Búrtsev Obscheie delo [La causa común], en
cuyas columnas se referían a Rusia con el nombre de Sovdepia.[1] Recuerdo
una noticia publicada en este periódico: los animales que habían sobrevivido
en el parque zoológico de Moscú eran alimentados con los cadáveres de los
fusilados. Zinaída Hípius acusaba a cuantos se habían quedado en Rusia de
«haberse vendido a los bolcheviques»; por la misma regla de tres, Blok se
había vendido, y Bieli, e incluso A. F. Koni… Bunin, a quien encontré en casa
de A. Tolstói, no me dirigió la palabra. El muy gentil Alekséi Nikoláievich
Tolstói refunfuñaba, desconcertado y cariñoso: «Allí, Iliá, te han llenado la
cabeza de tonterías».
Cuando decía que había salido de Rusia con pasaporte soviético, los
emigrados me daban la espalda: unos, con indignación; otros, con recelo.
Fui bien acogido por los antiguos parroquianos de La Rotonde; digo
«antiguos» porque no quedaba nada de la vieja Rotonde, lo comprendí dos o
tres días después de mi llegada. No se debía solamente al cambio de dueño,
también la época había cambiado. Los turistas extranjeros reemplazaban a los
pintores y los poetas. La vida entre caótica y depauperada de los años
anteriores se había puesto de moda entre la gente que jugaba a ser bohemio.
Alrededor de La Rotonde se hallaban otros cafés, antiguos o nuevos, donde se
refugiaban algunos veteranos y a los que acudían los novicios. En el café Le
Dome me encontré con viejos amigos: Fotinski, Diego Rivera, Marevna,
Zadkine. Algunas veces Léger asomaba la cabeza por La Rotonde; al Select
acudían jóvenes estadounidenses a los que nunca había visto y sólo más tarde,
cuando conocí a Hemingway, supe que éste había ideado su primera novela en
el Select.
Yo hablaba de las exposiciones de Moscú, de las puestas en escena de
Meyerhold y recitaba de memoria versos de Maiakovski, Yesenin y Pasternak.
Picasso me abrazó y me dijo enseguida: «Mi sitio está allí. ¿Qué se me ha
perdido a mí en la Francia de monsieur Millerand?». Albert Gleizes me contó
que había expuesto recientemente un panel decorativo: «Proyecto de fresco
para una estación de Moscú». Léger soñaba con trabajar en un teatro de
Moscú. Diego Rivera me preguntó cómo podía ir a Moscú. El poeta André
Salmon me leyó el poema que había titulado con la palabra rusa prikaz
[orden], en el que ensalzaba el heroísmo del pueblo ruso.
Al parecer, la Francia burguesa podía olvidar sus preocupaciones: los
años peligrosos quedaban atrás. Los hombres desmovilizados ya no se
acordaban de los amotinamientos militares. La ola de huelgas amainaba. Pero
todavía podían verse en los muros los carteles que representaban una criatura
horrible, con un cuchillo entre los dientes: era el espantapájaros con que los
círculos dirigentes trataban de inquietar al francés medio. La propaganda no
era muy compleja: los comunistas eran asiáticos, salvajes que habían
nacionalizado a sus mujeres y obligaban a todo el mundo a marcar el paso.
Existía un argumento que tenía mucho más peso que la «nacionalización de las
mujeres»: los empréstitos rusos, el ahorro del francés medio que había
comprado valores bancarios a precios ventajosos.
«¡Ya podemos decir adiós a nuestro dinero!», se lamentaban los rentistas,
llenos de desesperación, de rabia.
Sin embargo sería faltar a la verdad afirmar que la burguesía francesa
había recobrado el aliento. La calma reinaba en París, pero apenas seis meses
atrás los obreros de la vecina Italia se habían apoderado de las fábricas, una
tras otra. Dos meses antes los periódicos se habían hecho eco de una revuelta
en Sajonia. En los muros de París había inscripciones trazadas con pintura,
carbón y tiza: «¡Vivan los soviets!».
Más tarde, en la primavera de 1946, volví de nuevo a Francia. También
entonces la burguesía estaba nerviosa. No veía con buenos ojos que los
ayuntamientos de las barriadas obreras periféricas pusieran el nombre
«Stalin» a una calle. Pero la Guerra Fría no hacía más que comenzar.
Oficialmente la Unión Soviética seguía siendo una potencia aliada, y en la
ceremonia en la que se celebraba el cambio de nombre de las calles,
representantes de partidos de derecha, con un sentimiento mezcla de odio,
miedo y respeto, saludaban al «gran mariscal».
En 1921 no había en Francia ninguna calle que se llamara Lenin, pero éste
parecía estar vivo en las zonas obreras. No era mariscal pero había vivido
algunos años en París, había trabado amistad con gente de allí y todavía lo
recordaban. La extraordinaria historia de un hombre con gorra de obrero que
se había convertido en el jefe de un país enorme y misterioso, de obreros
rusos, hambrientos, mal vestidos que habían repelido con sus viejos fusiles los
ataques de los invasores, campaba por los suburbios de París y perturbaba el
sueño de los vencedores.
Comenzaba a comprender que mis primeras impresiones eran engañosas.
También en Occidente había muchas novedades. Compré un libro en que se
explicaba de forma accesible la teoría de la relatividad. La nueva novela de
Blaise Cendrars, El fin del mundo, ilustrada por Léger, me cautivó: era una
sátira que describía el fin del mundo capitalista, al estilo de un guión
cinematográfico.
Vi varias películas de Charlie Chaplin, que había alcanzado fama mundial.
En la exposición de Picasso polemizaban entre sí treinta cuadros, unidos, no
obstante, por la voluntad de expresar plásticamente la nueva época.
Comprendí que todavía necesitaba leer mucho, observar y meditar.
Diego Rivera se alegró cuando le dije que el héroe de mi novela sería
mexicano. Se disponía a partir a Italia; pero me prometió ilustrar las
desventuras infantiles y de adolescencia de Julio Jurenito.
Compré un cuaderno, resuelto a ponerme manos a la obra con mi novela.
Pero las autoridades francesas se entrometieron de improviso en mis
proyectos literarios. El camarada Menzhinski no estaba muy equivocado…
Desconozco los particulares de mi expulsión. Cuando pregunté cuál era el
motivo, el funcionario de la Prefectura me respondió: «Francia es el país más
libre del mundo. Si lo expulsan, alguna razón tendrán».
Uno de mis amigos intentó anular la orden, pero le avisaron: «Por lo visto
no sabe usted que su amigo es un agente de la propaganda bolchevique».
Con toda probabilidad pululaban informadores secretos en la terraza del
café donde me reunía con mis amigos; los franceses los llaman mouchards:
pues son tan molestos como las moscas en otoño. Pero éstas no viven mucho
tiempo, mientras que los confidentes de la policía no sólo sobreviven a los
cambios ministeriales, sino a veces también a los de régimen.
A primera hora de la mañana se presentó un fantoche de ojos deslucidos y
bigotillo ralo; me mostró su identificación: era un agente de la Prefectura. Otro
agente arrestó a mi mujer. El propietario del hotel se indignó: «Me avergüenzo
de Francia».
Pero esto no causó la más mínima impresión a los agentes. Me condujeron
a la Prefectura, donde se me instó a abandonar Francia aquel mismo día.
—Pero ¿adónde podemos ir sin visado? —pregunté ingenuamente.
—La frontera belga es la más cercana.
—No tenemos visado belga.
—Ni lo tendrán. Los belgas los expulsarán de vuelta a la frontera francesa.
—¿Y entonces?
—Entonces nosotros los arrestaremos por haber cruzado ilegalmente la
frontera. Permanecerán algún tiempo en prisión y luego no serán expulsados,
sino deportados.
No entendí bien la diferencia entre los términos «expulsado» y
«deportado». El funcionario me explicó:
—Hoy viajarán hasta la frontera en un vagón ordinario y correrá de su
cuenta. Un agente de paisano los acompañará. Pero si son expulsados, ya no
tienen que preocuparse de los billetes: los enviarán a la frontera con escolta.
De momento están ustedes libres, sólo que les acompañará uno de nuestros
colaboradores…
—Pero cuando los belgas nos hayan devuelto y una vez hayamos pasado
por la prisión, ¿adónde nos deportarán?
—Otra vez a Bélgica.
Comprendí que querían hacer de nosotros unos meros balones de fútbol
que los franceses y los belgas se pasarían. La idea no me pareció muy
atractiva. Con todo, era necesario almorzar. Nos instalamos en un restaurante
situado frente a La Rotonde, donde nos encontramos a un escultor amigo
nuestro. Al saber que nos expulsaban, corrió a La Rotonde. Enseguida nos
vimos rodeados de una docena de amigos. Todos se indignaron. Los
mouchards se habían instalado en la mesa vecina y comían con delectación:
estaban acostumbrados a que los tildaran de «sucios flics» (el apelativo que
los franceses dedicaban a los policías), pues lo oían todos los días. Pero en el
restaurante Bati se comía bien, y los flics disponían de fondos especiales para
este tipo de gastos.
Pensé de pronto que la orden estaba suscrita por el gordo Briand, uno de
los oradores más habilidosos, todo un ruiseñor parlamentario. Esto me alegró.
Durante los años de guerra le fui presentado como corresponsal del periódico
Birzhevie viédomosti. Entonces me habló sólo un momento, pero se mostró
afectuoso. Ahora yo infundía miedo a Briand. Como las liebres de Dúrov,
comenzaba a percatarme de que yo era un animal temible.
El tren salía al atardecer. En la estación uno de los policías nos dijo que él
iría a comprar los billetes. «De tercera clase, ¿no?». Nosotros habíamos
llegado a Francia en tercera, pero el tono del flic me irritó, y contesté: «En
primera, desde luego».
Al final resultó que eso nos salvó.
En nuestro compartimiento no íbamos más que tres personas: Liuba, yo y el
agente, que se apeó en la frontera. Aconsejé a Liuba que se tumbara y fingiera
dormir. Cuando entró un gendarme belga le señalé con un gesto que por favor
no la despertara. El belga asintió benévolo con un movimiento de cabeza: en
general los policías tratan con mucho respeto a los viajeros de primera clase.
Le mostré mi pasaporte de 1917, un documento hecho trizas. El gendarme
buscó sin éxito el visado belga. Entonces, doblando con cautela la hoja de
papel, me susurró al oído: «Su pasaporte es demasiado viejo: debe
renovarlo».
Le contesté en voz baja: «Tiene usted razón; me encargaré de ello en
Bruselas».
El partido de fútbol no se llevó a cabo. Proseguimos con tranquilidad
nuestro viaje.
27

En Bruselas, frente a la Gare du Sud, vimos dos hoteles: uno se llamaba


Providencia; el otro, Esperanza. Como no queríamos perder la esperanza nos
dirigimos al hotel del mismo nombre. Pero allí nos pidieron rellenar un
formulario donde figuraba una pérfida pregunta a propósito del visado de
entrada.
Mi juventud transcurrió en aquella época arcaica, cuando todavía no
existía ni la aviación civil, ni la telegrafía sin hilos, ni los visados. Los
aviones son una invención prodigiosa; el aparato de radio es a veces útil, pero
encenderlo es una decisión personal; los visados, sin embargo, en ningún caso
pueden considerarse una invención susceptible de hacer más fácil la vida del
hombre. Me sería imposible calcular cuánto tiempo, fuerza y nervios me han
costado. Los visados, como las bacterias, pueden clasificarse en clases:
familiar, de entrada y de salida; de tránsito, con derecho a parada o no;
visados para una sola o múltiples entradas; con indicación expresa del punto
de cruce de la frontera o sin ella. Si resulta difícil no confundirse con el tema,
más difícil aún es conseguirlos.
Salimos a la carrera del vestíbulo del hotel; en lugar de responder a la
pregunta del visado de entrada tracé una línea juguetona. La suerte que tuvimos
la noche anterior podía desembocar en una situación desagradable en el curso
de la jornada: habíamos entrado en Bélgica sin visado.
Ya he relatado que en París, antes de la guerra, edité una pequeña revista
de poesía, Vecherá, en colaboración con un poeta de Rostov llamado
Nemírov. Vivía con una mujer tan amable como alegre, algo bizca y aficionada
al canto. Se llamaba Marusia. Poco después se separó de Nemírov. Durante la
guerra me la encontré a menudo en el sur de Francia. Antes de mi partida de
Rusia me dijeron que Marusia se había casado con el poeta belga Hellens.
Al salir del hotel sólo pensaba en una cosa: ¿cómo encontrar a Hellens?
En Occidente no existe ningún «registro de direcciones»: la gente quiere vivir
en paz y salvo Dios y la policía a nadie le concierne dónde vive cada cual. En
la guía telefónica no figuraba el nombre de Hellens (ignoraba que se trataba de
un pseudónimo). Entré en una librería; me dijeron que allí vendían libros
serios y no poesía. Entonces me puse a escrutar los escaparates de las
librerías y finalmente encontré en uno de ellos un libro de Hellens; henchido
de alegría, me apresuré a entrar, mas fue en vano: sólo pudieron sugerirme que
escribiera una carta a la editorial. No podía explicarles que antes de que mi
carta llegara a manos de Hellens yo no estaría en el hotel Esperanza, sino en la
cárcel.
Tuve suerte: en la quinta o décima librería encontré a un aficionado a la
poesía que además tenía un corazón compasivo. Me dijo que encontraría a
Franz Hellens en la Cámara de Diputados: su nombre era Van Ermenghem y
estaba al cargo de la biblioteca del Parlamento. Inmediatamente sentí que me
crecían alas: ¡el Parlamento era una cosa, La Rotonde otra bien distinta!
Hellens y Marusia nos recibieron como a viejos amigos. Yo refunfuñaba
acerca de los visados. Marusia recordaba tiempos pasados. Hellens guardaba
silencio y sonreía con simpatía. Tenía cuarenta años. En su rostro grave de
nórdico brillaban los ojos de un soñador o de un niño.
Hellens informó a un ministro de que yo era poeta, de que me habían
expulsado de Francia sin razón aparente y deseaba pasar algunos meses en
Bélgica para escribir un libro. Los trámites se prolongaron dos semanas.
Deambulé por Bruselas, ciudad muy ruidosa por los alrededores de la Bolsa
pero muy silenciosa en los viejos barrios, donde había casas con fachadas de
color ceniciento ornadas con dorados, señoras mayores pulcramente ataviadas
y soñadores parsimoniosos que, tras su jornada de trabajo, fumaban en calma
su pipa mirando al cielo pálido con sus ojos pálidos.
Estreché mis lazos de amistad con Hellens, una persona asombrosamente
pura y melancólica. Es ante todo poeta, no sólo porque escribió y sigue
escribiendo versos, sino también porque su prosa, y de hecho también su vida,
está impregnada de la esencia de la poesía. En la primavera que nos
conocimos, Hellens estaba escribiendo su novela Bass-Bassina-Boulou,
nombre que había dado al dios negro que tenía en su habitación. En la novela,
este dios, sabio e ingenuo, todopoderoso y sin fuerzas, deja la selva africana y
cuando llega a Europa cuenta con melancólica ironía lo que sucede a su
alrededor. Leí la carta que Gorki escribió a Hellens con respecto a este libro,
carta no dictada por la cortesía de rigor, sino por el afecto. (Los dos se
conocieron en Sorrento en 1925; en otra carta Gorki evoca también los ojos de
Hellens, en cuyo fondo, a pesar de su severidad, se adivina cierta melancolía y
ternura infantil). Bass-Bassina-Boulou gustó a Stefan Zweig, quien escribió el
prólogo a la edición alemana.
Conté a Hellens un sinfín de cosas acerca de Moscú. Le interesaron
especialmente los versos de Yesenin y, con ayuda de Marusia, se puso a
traducirlos al francés.
Más tarde me encontré con Hellens en París y en Bruselas. Los años pasan;
pasa la vida. Hoy en día todo ha cambiado; sólo Hellens sigue siendo el
mismo: los niños no envejecen, los soñadores no traicionan, y por lo tanto
tampoco cambian…
Un día Hellens me presentó al pintor Permeke, que aunque ahora es
conocido por todos los amantes de la pintura, entonces se contaba entre los
«jóvenes». (Tenía treinta y cinco años, pero de su vida de pintor le fueron
arrancados los años de guerra: resultó gravemente herido durante la defensa
de Amberes y sobrevivió a pesar de todos los pronósticos desfavorables). No
sé por qué será —tal vez por su fecunda tradición, por la naturaleza de los
paisajes de Flandes, o mejor aún por su luz—, pero los belgas son magníficos
pintores. No es necesario hablar de Memling o de Van Eyck: basta con mirar
los óleos de Ensor. Por alguna razón Permeke está considerado un
expresionista, aunque jamás ha menospreciado el hecho pictórico para buscar
una expresión completamente literaria. Le gustaba pintar los rostros de los
pescadores de piel curtida por el viento, a aldeanos taciturnos de la costa,
madres, ancianas. Sus paisajes muestran llanuras en las que en ocasiones se
alza un almiar o un árbol solitario, siempre corpulento y azotado por el viento.
El cielo verdoso o plomizo juega un importante papel en el cuadro. La
inquietud y el sentido trágico formaban parte de su naturaleza. Durante mucho
tiempo perdí de vista a Permeke; nos encontramos de nuevo casualmente un
cuarto de siglo más tarde, poco antes de su muerte. Fui a visitarle, vivía cerca
de Ostende: enorme, enfermo, solitario; había perdido a su mujer, de la que
nunca se había separado. De una de las paredes del taller colgaba un cuadro
que no puedo olvidar: Permeke había pintado a su mujer en su lecho de
muerte, logrando expresar a través de los colores su estado de ánimo.
Yo seguía esperando la respuesta del ministro. Bajo las ventanas del hotel
Esperanza, hasta la noche, giraban los tiovivos, y los organillos rivalizaban
para ver cuál de ellos tocaba más fuerte.
Por último recibí un permiso de residencia en Bélgica. Estábamos en el
mes de junio. Nos fuimos al mar, a una pequeña localidad de La Panne, cerca
de la frontera francesa. Los hoteles estaban vacíos, las vacaciones
comenzaban algunas semanas después. Diseminadas por la costa, aquí y allá,
había ruinas: casas destruidas durante la guerra que todavía no se habían
reconstruido. El mar se mostraba inmenso y violentado. Con la marea baja
retrocedía, arrastrando su cólera, y luego embestía furiosamente contra el
hotel.
Al retirarse, el mar abandonaba sobre la arena algas, estrellas de mar y
muchos fragmentos de madera. Yo los recogía maquinalmente, recordando los
tiempos en que buscaba en Koktebel trozos de madera a la orilla del mar para
poder encender el brasero…
En todas direcciones se elevaban colinas de arena, las dunas, cubiertas
aquí y allá por una hierba gris y espinosa. Estas colinas se desplazaban, pues
el viento dispersaba y acumulaba la arena. Subido a lo alto de las dunas podía
ver Francia.
Trabajaba desde la mañana hasta bien entrada la noche en una pequeña
habitación con vistas al mar. Escribí Julio Jurenito en un mes, como al
dictado. A veces se me fatigaba la mano; entonces me iba al mar. Furioso, el
viento derribaba las sillas en las terrazas vacías de los cafés. El mar parecía
indomable. El paisaje era un reflejo de mi estado interior: tenía la impresión
no de que emborronaba las páginas con la pluma, sino de que las atacaba con
una bayoneta.
No sabía escribir. En el libro hay muchos episodios prescindibles, el
conjunto no está pulido y se encuentran a menudo giros engorrosos. No
obstante, amo este libro.
Se dice que todos los autores aman su primer libro. Es falso. Conozco
escritores que no pueden soportar que se cite su primera obra ante ellos. Pero
¿por qué hablar de los demás? Mi primer libro de versos me parece absurdo y
me repugna. Sin embargo, recuerdo con cariño no solamente la época en que
escribí esos versos, sino también al editor que los publicó; en cuanto a los
versos, son malos y sobre todo me resultan extraños. Amo Julio Jurenito
porque este libro, con todos sus defectos, está escrito de mi puño y letra, lo he
vivido, es ante todo mi libro.
Muchas veces, como escritor, he imitado a otros. Un poco más tarde, tras
haber escrito Jurenito, fui blanco de una moda literaria que hacía estragos por
aquel entonces. Al igual que algunos escritores de mi generación fui seducido
por la prosa rítmica de Andréi Bieli y la complicada sintaxis de Rémizov.
Pero lo que resulta natural en estos escritores en mí parecía una parodia.
Soy incapaz de releer algunos libros de este período sin sentir el deseo de
poner los sustantivos y los adjetivos en el sitio que les corresponde. El estilo
de Julio Jurenito es desmañado en ciertos pasajes, pero carece de
complejidades y acrobacias verbales.
Gracias a la crítica me enteré de que mi novela era una imitación de
Cándido. Debo confesar para mi vergüenza que leí Cándido sólo después de
esos artículos. Leí mucho en mi juventud, pero de una manera caótica, y en la
actualidad todavía tengo lagunas en mi bagaje literario. Comprendo, sin
embargo, las conjeturas de los críticos. Los años de mi juventud pasados en
Francia dejaron su huella en Julio Jurenito. Por supuesto los obreros de la
estación de mercancías de Vaugirard tampoco habían leído Cándido, pero los
mismos rasgos de esa ironía tan francesa que nos seduce en las obras de
Voltaire encontraron su expresión en las ocurrencias de esos obreros. Es
posible que el autor de Cándido haya ejercido cierta influencia en la
formación del genio nacional francés.
Amo Jurenito porque lo escribí empujado por una necesidad interior; he
de confesar que todavía no me consideraba escritor. Maduré este libro durante
mucho tiempo. Posiblemente no sea lo suficientemente literario —no poseía
experiencia ni maestría—, pero al menos tampoco hay en él literatura
chabacana.
He escrito muchos libros y por supuesto no me gustan todos ellos, ni
mucho menos. De algunos poco me acuerdo, y casi nunca los releo. Para los
jóvenes lectores nací como escritor en los años de la Segunda Guerra
Mundial. En nuestro país son los jubilados quienes más se acuerdan de
Jurenito. Pero este libro es uno de mis preferidos: expresé en él muchas cosas
que no sólo han marcado mi camino literario, sino también mi vida. Sin duda
contiene numerosos juicios absurdos y paradojas ingenuas: trataba sin
descanso de prever el futuro; pude acertar en algunas cosas, pero me
equivoqué en otras. En líneas generales no reniego de este libro.
En Jurenito puse en la picota a toda clase de racismo y de nacionalismo.
Denunciaba la guerra, la crueldad, la codicia y la hipocresía de la gente que la
empezó y que todavía no quiere renunciar a ella; la falsedad del clero que
bendice el armamento de su país, a los pacifistas que discuten sobre los
«métodos humanos de exterminación de la humanidad»; a los
pseudosocialistas que justifican el espantoso derramamiento de sangre. En
1960 todavía ratifico estas ideas: odio el racismo y el fascismo, y si reúno las
fuerzas necesarias para participar en la lucha por la paz es porque, a pesar de
que en medio siglo he podido cambiar muchas veces de chaqueta, sigo siendo
el mismo.
En Jurenito mostraba la hipocresía del mundo del dinero, la falsa libertad
gobernada por el talonario de cheques de míster Cool y la jerarquía social de
míster Delaye, quien había establecido dieciséis clases, incluso para los
funerales. Doce años antes de la llegada de Hitler al poder pinté la imagen de
herr Schmidt, quien «podía ser nacionalista a la par que socialista», que dice a
los franceses y a los rusos: «Es preciso que nosotros os organicemos» y
«Necesitamos colonizar a Rusia y destruir a Francia e Inglaterra. […] Tras
nosotros quedará la tierra calcinada. […] Matar por el bien de la humanidad a
uno o a diez millones de locos no es más que una menudencia aritmética. Pero
hay que matarlos». Si no hubiese escrito esto en 1921, no habría podido
escribir La caída de París en 1940.
A veces me equivocaba, otras veía las cosas con bastante clarividencia.
Mucho antes de los hornos crematorios de Auschwitz y de Babi Yar, en mi
libro aparecía la siguiente afirmación: «En un próximo futuro tendrán lugar
solemnes sesiones para destruir al pueblo israelita. […] El programa incluirá,
además de los tradicionales pogromos —una de las delicias de nuestro
respetable público—, otros métodos —a tono con el espíritu moderno— de
exterminación de judíos: se los quemará, se los enterrará vivos, se rociarán
los campos con sangre judía, se emplearán nuevos procedimientos de
“evacuación”, de “depuración de los elementos sospechosos”, etc., etc.».
Sabía que Julio Jurenito haría montar en cólera a los cancerberos del
orden: «¿Qué cónsul estampará a partir de ahora un visado en mi pasaporte?
¿Qué madre de familia me dejará cruzar el umbral de la casa en que crecen
jovencitas puras y honrados muchachos?». El hecho de que los emigrados
blancos recibieran con indignación mi novela no me sorprendió para nada.
Pero el libro se encontró en medio de un fuego cruzado: los miembros del
grupo Na postú calificaban la novela de «calumnia de la revolución». Este
apelativo, «calumniador», aparecía en casi cada número de su revista
acompañando a mi nombre.
En capítulos precedentes he hablado de mi temor a la mecanización de los
sentimientos, a la reglamentación de la creación artística. Estos pensamientos
tienen su eco en Jurenito. En aquel momento yo exageraba ciertos peligros y
pasaba por alto otros. Los críticos me llamaban «cínico» y «nihilista»; sin
embargo, si de algo se me podía acusar era más bien de romántico
hipertrofiado.
La gente leía Julio Jurenito; los críticos me calumniaban, lo hacían sin
cesar y con saña. Más tarde, hablando de mis otros libros, sacaban a colación
mi primera novela como una prueba irrefutable contra mí. Por casualidad ha
caído en mis manos un número de Novi mir [Nuevo Mundo] de hace treinta y
cinco años; hay en él un artículo sobre mí, largas citas de Julio Jurenito y
conclusiones del tipo: «Vencida en lucha abierta, la burguesía rusa combate en
lo espiritual. […] Ehrenburg sirve sin reservas a su clase. Ehrenburg es el
último retoño de la cultura burguesa. […] La historia de la literatura rusa nada
habría perdido si Ehrenburg hubiera abandonado la idea de ser escritor». He
transcrito extractos de un artículo que quizá sea el más suave.
En 1924 asistí en Kiev a la adaptación teatral de Julio Jurenito. En escena
aparecía un Iliá Ehrenburg llevando a hombros a míster Cool, que gritaba a
cada instante: «Más aprisa, más aprisa, mi rocín burgués».
Mi suegro, el doctor Kozintsov, se indignaba, pero a mí aquello me hacía
reír.
Por supuesto que tenía mis momentos malos, pues no eran mis enemigos
quienes disparaban el fuego de artillería contra mí, sino mis propios
camaradas. Por suerte, en aquellos momentos los proyectiles eran de papel.
Poco a poco me habitué a todo tipo de acusaciones; sentía desarrollarse en mí
cierta inmunidad que posteriormente me salvó más de una vez de caer en la
desesperación total.
Se atacaba asimismo la forma de mi primera novela. Creo que más que las
imperfecciones del lenguaje irritaba su estilo insólito. Desde entonces los
críticos sostienen invariablemente que soy un periodista que escribe novelas a
la manera de folletines; a su modo de ver, he penetrado ilegalmente en la
literatura. Para mí esta irrupción del periodismo en la novela está vinculada
con la búsqueda de una narrativa moderna. Hay gente convencida de que una
descripción detallada del aspecto exterior del protagonista o del paisaje
reviste de carne una tesis seca y transforma así un artículo de fondo en relato o
novela. Pero, si hablamos con sinceridad, eso no es más que iluminar con
proyectores de teatro una conferencia que se eterniza. A decir verdad, Pasado
y pensamientos de Herzen merece el rango de obra de «arte puro» con más
derecho que En vísperas de Turguéniev…
En 1922 la editorial Helikon publicó en Berlín Jurenito y las Ediciones
del Estado lo publicó en Moscú. Me alegró saber que mi libro había gustado a
Maiakovski y que expresaron opiniones favorables sobre él varios escritores
de Petrogrado cuya valoración estimaba. (En 1942, Alekséi Tolstói recordó
mis novelas satíricas y alabó Julio Jurenito). Más tarde leí en las memorias
de N. N. Krúpskaia la favorable acogida que V. I. Lenin brindó a mi primera
novela; fue un gran apoyo moral para mí. Pronto apareció Jurenito en alemán,
publicado por una editorial comunista, y en francés, con un prólogo de Pierre
MacOrlan, así como en otros idiomas.
Me había convertido en un escritor profesional.
Pero estoy de nuevo adelantando los acontecimientos. Acabé la última
página de Jurenito y escribí en ella: «Canas bastante abundantes, frecuentes
palpitaciones y una general debilidad me sirven de consuelo. He franqueado
ya el difícil puerto».
Fui a la orilla del mar. Las olas rugían. Era de noche y a lo lejos se
agitaban las lucecitas de las barcas de pesca. Caminaba a contraviento; me
sentía receloso a la par que feliz.
Un hombre y un escritor pueden adivinar muchas cosas, pero difícilmente
todo. Advertimos nuestros cabellos grises en el espejo cuando nos afeitamos;
asomar la cabeza al futuro es más difícil. No sospechaba que aún me
esperaban pasajes penosos en mi vida y que el viento no amainaría mientras el
corazón siguiera latiendo.
Libro tercero
1

Avanzado el otoño de 1921, después de la acomodada y tranquila Bruselas, vi


Berlín. Los alemanes vivían como viajeros en espera de un tren, nadie sabía lo
que iba a ocurrir al día siguiente. Los vendedores de periódicos decían a voz
en grito: «¡B Z![1] ¡Última edición! ¡Avance comunista en Sajonia! ¡Se prepara
un putsch en Múnich!». La gente leía en silencio el periódico e iba a trabajar.
Cada día los comerciantes cambiaban las etiquetas de los precios: se
devaluaba el marco. Por la Kurfürstendamm deambulaban rebaños de
extranjeros: compraban por cuatro monedas los restos de un lujo pasado. En
los barrios pobres expoliaron algunas panaderías. Parecía que todo iba a
derrumbarse, pero las chimeneas de las fábricas echaban humo, los empleados
de la banca apuntaban con exactitud cantidades de muchos números, las
prostitutas se maquillaban con esmero, los periodistas escribían sobre el
hambre en Rusia o sobre el noble corazón de Ludendorff,[2] los escolares
aprendían de memoria las crónicas de las victorias pasadas de Alemania. A
cada paso se encontraban Tanzdielen (salas de fiesta) donde parejas famélicas
se movían rítmicamente. Retumbaba el jazz. Recuerdo dos canciones de moda:
¿Le gustan las bananas? y La negra Sonia (Schwartze Sonia). En uno de los
bailes, un tenor ronco gritaba: «¡Mañana será el fin del mundo!». Sin embargo,
el apocalipsis se aplazaba de un día para otro.
Kellermann[3] publicó una novela sobre la revolución en Alemania: El 9
de noviembre. No sé si esa fecha será significativa para los lectores jóvenes.
El 9 de noviembre de 1918 el káiser partió a toda prisa hacia Holanda, y los
socialdemócratas proclamaron la República. En los ministerios, sin embargo,
permanecían los mismos dignatarios y los mismos funcionarios de la víspera.
Los porteros saludaban con mucho respeto: «Buenos días, señor consejero».
Yo me alojaba en una pensión de la Pragerplatz, no lejos de la amplia avenida
llamada Kaiserallee; salí a deambular por la ciudad y fui a parar a una plaza
enorme cuyo nombre era Hohenzollernplatz. En las habitaciones de la pensión
colgaban los retratos del bigotudo Guillermo.
Hice amistad con el poeta Carl Einstein. Era un romántico alegre, calvo,
con una cabeza enorme en la que resplandecía una protuberancia. Contaba que
había servido como soldado en el frente occidental y que había sufrido una
depresión nerviosa. Me recordaba a mis viejos amigos, los parroquianos de
La Rotonde, por su amor a la escultura negra, por sus versos blasfemos y por
esa mezcla de desolación y esperanza que parecía ser el signo ya de una época
pasada. Carl Einstein había escrito una obra sobre Cristo. Lo juzgaron por
sacrilegio. Asistí al juicio, que tuvo lugar en una sala oscura, lúgubre. El
concepto de fanatismo religioso se relaciona, por lo general, con el
catolicismo, con las bulas papales, con la Inquisición. No obstante, no fueron
los católicos los que quemaron al médico Servet, sino los calvinistas, que los
católicos consideraban librepensadores, y lo quemaron porque no asociaba las
funciones del organismo con la Providencia. Los expertos citaron en el
proceso de Carl Einstein los trabajos de los teólogos ilustrados del siglo XX.
(En 1945 vi Berlín destruido por la guerra. Del edificio donde habían
juzgado a Carl Einstein no quedaba más que un muro en el cual un zapador
ruso había escrito: «Barrio desminado»).
En el Berlín de 1921 todo parecía ilusorio. En las fachadas de las casas
seguían petrificadas las valquirias de pecho exuberante. Los ascensores
funcionaban, pero en los apartamentos hacía frío y se pasaba hambre. El
conductor ayudaba con amabilidad a la esposa del consejero privado a
apearse del tranvía. Los itinerarios que cubrían los tranvías eran invariables,
pero nadie conocía el trayecto de la historia. La catástrofe se hacía pasar por
bienestar. Me sorprendió ver en los escaparates de las tiendas unas pecheras
de color rosa y azul que sustituían a las camisas, demasiado caras; las
pecheras eran como un letrero que indicaba que, si bien no había bienestar, al
menos quedaba la decencia. En la cafetería Iosti, donde iba a veces, servían un
brebaje de nombre «moka» en cafeteras metálicas, y en el asa había un
pequeño guante para que el cliente no se quemara los dedos. Los pasteles se
hacían de patata helada. Los berlineses, como antes, fumaban puros y los
llamaban «habanos» o «brasileños», aunque se hacían con hojas de col
impregnadas de nicotina. Todo se llevaba a cabo con gran dignidad, se
conservaban las buenas maneras, como en tiempos del káiser.
Una tarde fuimos a ver a Vladímir Lidin, que acababa de llegar de Moscú.
Las cafeterías cerraban temprano, el toque de queda era una secuela de los
años de guerra. Un hombre nos abordó y propuso llevarnos a un café nocturno,
un Nachtlokal. Tomamos el metro, luego caminamos largo rato por calles
escasamente iluminadas y, por fin, fuimos a dar a un apartamento respetable.
En las paredes se veían retratos de hombres de familia con sus uniformes de
oficial, así como un lienzo que representaba una puesta de sol. Nos sirvieron
«champán», es decir, limonada mezclada con alcohol. Después llegaron las
dos hijas del propietario, desnudas, y se pusieron a bailar. Una de ellas
entabló conversación con Lidin; resultó que le gustaban las novelas de
Dostoievski. La madre miraba con esperanza a los huéspedes extranjeros: tal
vez se dejarían seducir por sus hijas y les pagarían en dólares; desde luego,
los marcos no valían nada, durante la noche volverían a bajar de precio.
«¿Acaso esto es vida? —suspiró la respetable mamá—. Es el fin del mundo».
Poco antes de mi llegada a Berlín, los nacionalistas exaltados habían
asesinado a Erzberger, uno de los dirigentes del partido de centro. Los
partidarios de la liga monárquica de Bismarck habían aprobado la muerte sin
vergüenza alguna. Los legalistas fingían que estudiaban los párrafos del
código, los socialdemócratas suspiraban con aire avergonzado y los futuros SS
aprendían a disparar contra blancos vivos.
Todo esto no impedía hacer creer que la vida era normal, que estaba bien
organizada, que no había nada catastrófico. Las prótesis de los inválidos eran
silenciosas y las mangas vacías estaban cosidas con alfileres. Las personas
con el rostro quemado por los lanzallamas llevaban grandes gafas negras. Para
salir a las calles de la capital, la guerra perdida no olvidaba el camuflaje.
Los periódicos anunciaban que el treinta por ciento de los recién nacidos
llevados a orfelinatos moría durante los primeros días. (Los que resistieron
acabarían formando la quinta de 1941, carne de cañón para Hitler).
Los estudios UFA rodaban películas a toda prisa; abordaban todos los
temas, salvo el de la guerra recién terminada. Los espectadores, sin embargo,
reclamaban que les ofrecieran sufrimientos afectados, crueldades frenéticas,
finales trágicos. Por casualidad, fui al rodaje de una película. El padre de la
protagonista intentaba emparedarla viva, su amante la castigaba con un látigo,
ella se tiraba de un séptimo piso y el protagonista se colgaba. El director me
explicó que la película tendría otro final, éste feliz, con vistas a encontrar
exportador. Más de una vez contemplé con qué admiración los adolescentes
pálidos y demacrados miraban en la pantalla cómo unas ratas roían a un
hombre o una serpiente venenosa mordía a una mujer hermosa.
Visité la exposición de Sturm; ante mí no había telas ni pintura, sino el
histerismo de personas cuyas manos, en lugar de revólveres o bombas,
blandían pinceles y tubos de colores. Entre mis notas han quedado los títulos
de algunos de aquellos cuadros: Sinfonía de la sangre, Radio-caos, Arco iris
del fin del mundo. La confusión espiritual reclamaba una salida, y lo que los
críticos denominaban «neoexpresionismo» o «dadaísmo» estaba mucho más
vinculado con el recuerdo de la batalla del Somme, de los levantamientos y de
las sublevaciones armadas, de las pecheras sobre el cuerpo desnudo, que con
la pintura. El inspirador de Der Sturm, Walden,[4] tenía la cara demacrada, de
pájaro, y una larga cabellera. Le encantaba hablar de dobles, de la intuición,
del fin de la civilización. En una pinacoteca, donde daba la impresión de que
las paredes se agitaban, se sentía cómodo como en su casa, y me invitó a café
y tarta con nata montada que había mandado traer de una cafetería cercana.
Fui a Magdeburgo; las fachadas de los edificios, los tranvías y los
quioscos de prensa estaban generosamente cubiertos de la misma pintura
histérica. A la cabeza del departamento de urbanismo de la ciudad había un
arquitecto dotado de mucho talento: Bruno Taut. Le Corbusier se inspiraba en
la geometría. Bueno, él vivía en Francia… Sin embargo, Bruno Taut vivía en
un país donde todo estaba embrollado: el hambre y la especulación, los sueños
de la víspera sobre Bagdad y la expedición del día de mañana a la India, los
«putsch de la cerveza» y los levantamientos de los obreros. (Después de la
llegada de Hitler al poder, Bruno Taut se marchó a Japón y se alegró de ver
allí arquitectura moderna: las tradicionales casas japonesas, claras y
desnudas).
Recordé las telas de los suprematistas en las calles de Moscú, y, con todo,
en Magdeburgo me sentí desconcertado. Por insólito e incluso árido que
resultara a veces el vocabulario de Tatlin, Malévich, Popova y Ródchenko, era
un lenguaje artístico. De la pintura alemana me desagradaba su estilo afectado
y su carencia del sentido de la medida: los cuadros gritaban.
Me acuerdo de la cubierta de un poemario de Hasenclever:[5] un hombre
chillando, el rostro desesperado. En poesía causaba estragos la inflación de
profecías; tanto Werfel[6] como Unruh[7] presagiaban el fin del mundo. En la
calle, los transeúntes, indiferentes a la poesía, guardaban un silencio
sospechoso.
Me veía con Leonhard Frank. Él tenía cuarenta años, era ya un escritor
famoso, pero seguía siendo un joven soñador. Pensaba que bastaba con que las
personas se mirasen a los ojos y sonrieran para que desapareciera una mala
alucinación. Lo cierto es que después tampoco cambió mucho; nada lograba
sacarle de sus casillas. Lo vi durante el fascismo, en París, y después de la
guerra, cuando vivía en la Alemania Occidental, y venía a Berlín para
conversar amigablemente con los escritores de la República Democrática
Alemana. Uno de sus libros se titula El hombre es bueno; tal valoración es
muy subjetiva. Frank conoció lo que eran las SS, pero él era un hombre
realmente bueno.
Arthur Holitscher[8] sacudía sus rizos canosos al tiempo que decía: «Ya
verás, no transcurrirá un año sin que el Berlín obrero alargue la mano a
Moscú…».
En un barrio infestado de merodeadores extranjeros y de nuevos ricos, a
quienes llamaban Schieber (estraperlistas), se encontraba el café
Romanisches, cobijo de escritores, pintores, pequeños especuladores y
prostitutas. Allí se podía ver a italianos huidos de las purgas de Mussolini, a
húngaros puestos a salvo de las cárceles de Horthy. Allí, el pintor húngaro
Moholy-Nagy se enzarzaba en discusiones con El Lisitski sobre el
constructivismo. Allí, Maiakovski hablaba de Meyerhold a Piscator.[9] Allí,
los utopistas italianos soñaban con una marcha internacional de los obreros en
Roma, mientras que los más astutos compraban o vendían dólares en billetes
de poco valor. Los burgueses serios que los domingos iban a oír misa a la
Gedächtniskirche contemplaban, temerosos, el café Romanisches; les parecía
que, frente a su iglesia, se había acantonado el Estado Mayor de la revolución
mundial.
El Berlín Oeste era ya entonces «occidental». No se debía sólo a una
cuestión de los vientos de la historia, sino también a los vientos ordinarios. En
Berlín, en Londres y en París, los barrios occidentales son los elegidos por la
gente rica: los vientos soplan, por lo general, del océano, y las fábricas se
instalan en los suburbios del este.
El Berlín occidental tenía depositadas sus esperanzas en Occidente, pero
al mismo tiempo lo detestaba: los sueños de defensa contra los comunistas se
fundían con las ansias de revancha. En las vitrinas de las tiendas se veían
letreros: «Aquí no se venden artículos franceses»; pocas veces eso
correspondía a la realidad, y la esposa del estraperlista no tenía que romperse
la cabeza para enterarse de dónde podía comprar su perfume Guerlain: el
patriotismo reculaba ante la sed de beneficios. Sin embargo, cuando el Teatro
de Cámara de Moscú estuvo de gira en Berlín, tuvo que modificar el nombre
de la opereta francesa Giroflé-Girofla por el de Los gemelos, y el de
Adrienne Lecouvreur por el de Mauricio de Sajonia.
En el Berlín Este y en el Berlín Norte se podía escuchar a veces La
Internacional. Allí no se trapicheaba con dólares ni se lloraba al káiser. Allí
la gente pasaba hambre, trabajaba y esperaba a que se desencadenase la
revolución. Aguardaba con paciencia, quizá con demasiada paciencia… Vi
varias manifestaciones. Marchaban columnas de hombres de aire lúgubre, los
puños en alto. Pero las manifestaciones terminaban a las dos en punto: la hora
de comer… Recuerdo la conversación con un obrero. Trataba de convencerme
de que en su sindicato iba en aumento el número de afiliados y que, por tanto,
vencería el proletariado. La pasión por la organización es digna de respeto;
pero en Alemania me parecía excesiva. (En 1940 vi Berlín sin vehículos, pues
todos los de la ciudad recorrían las carreteras de Europa: el Tercer Reich
conquistaba el mundo. No obstante, los peatones, cuando veían encenderse la
luz roja de los semáforos, se quedaban inmóviles, nadie osaba cruzar la calle
desierta). Mi interlocutor de 1922 se orientaba bien con la aritmética
elemental, mientras que en la calle se vivía la época de Lenin y de Einstein.
En una cervecería de Alexanderplatz oí por primera vez el nombre de
Hitler. Un cliente hablaba lleno de entusiasmo de los bávaros: «¡Ésos sí que
son tipos bravos! No tardarán en entrar en acción. Son de los nuestros, obreros
y alemanes auténticos… Meterán en vereda a todo el mundo: a los franceses, a
los judíos, a los estraperlistas, a los rusos…». Los vecinos de mesa se
pusieron a protestar, pero el partidario del tal Hitler decía con obstinación:
«Yo hablo como alemán y como obrero».
El marco seguía devaluándose; cuando llegué se pagaba por un periódico
un marco; poco tiempo después costaba treinta. Se abrió una nueva línea de
metro. En las salas de baile, las parejas danzaban hasta la extenuación, se
movían con esmero, como si realizaran una ardua labor. Lloyd George declaró
que los alemanes tendrían que pagar las reparaciones hasta el último pfennig.
La mortalidad, a causa de la inanición crónica, iba en aumento. Todo el mundo
hablaba de Stinnes y de Spengler. A Stinnes lo conocían bien: era un káiser sin
corona, el amo del Ruhr, el Hefesto del Nuevo Olimpo. Pocos eran quienes
habían leído los libros de Spengler, pero todos conocían el título de una de sus
obras: La decadencia de Occidente (título que se tradujo al ruso por La
decadencia de Europa), en el que el autor lamentaba la pérdida de una cultura
próxima a él. A Spengler se referían tanto los especuladores descarados como
los asesinos y los intrépidos periodistas: si había llegado la hora de morir, no
había por qué andarse con remilgos; incluso apareció un perfume con el
nombre de Decadencia de Occidente.
A cada momento se declaraban huelgas. En el café Iosti, un cliente vestido
pulcramente cayó desplomado. Un médico de una mesa vecina le examinó y
dijo en voz alta: «Denle café auténtico… Extenuación por falta crónica de
alimento». Vivir cada vez resultaba más difícil, pero la gente continuaba
trabajando a conciencia, con celo.
En un tranvía atestado de viajeros me llamaron «perro polaco». En la
pared de una hermosa casa burguesa, donde al lado de la puerta de entrada
principal se leía «Sólo para los señores», leí escrito con tiza: «¡Muerte a los
judíos!».
Todo era enorme: los precios, las injurias, la desesperación.
Los poetas de la revista Aktion escribían que, tras la NEP, habían dejado
de creer en Rusia y que los alemanes mostrarían al mundo lo que era una
revolución auténtica. Uno de los poetas dijo: «Para comenzar, es preciso que
en varios países se asesine a la vez, como mínimo, a diez millones de
personas».
(Herzen escribió acerca del Sobakévich[10] de la revolución alemana:
«Basta con matar a dos millones de personas en la Tierra, y la revolución irá
sobre ruedas»). Uno de los colaboradores de Rote Fahne me decía: «¡Su
Jurenito es un libro indecente! No entiendo cómo han podido publicarlo en
Moscú. Cuando lleguemos al poder, estas cosas no pasarán…».
El canciller Wirth era quien gobernaba. Se esforzaba en salvar la
República Alemana y firmó un tratado con la Rusia Soviética en Rapallo. Los
ingleses y los franceses se indignaron. Por lo que respecta a los alemanes,
continuaron esperando: unos, la revolución; otros, un putsch fascista.
Al canciller Wirth lo vi en Viena en 1952, en el Congreso de la Paz. Él
tenía entonces setenta y cinco años. Un día, después de una larga sesión,
entablamos conversación, y me dijo: «Cuando un escritor acaba una novela
debe sentir satisfacción: al menos, algunas páginas le han salido bien. El
ocaso de la vida para un hombre político es una cosa muy distinta. Lo
principal no son algunos éxitos, sino el desenlace. Yo puedo afirmar que mi
vida ha sido borrada de un plumazo. Primero llegó Hitler. Sabía que estallaría
la guerra. Tuve que emigrar al extranjero. Concluida la guerra, llegó Adenauer.
Éramos miembros del mismo partido, es tres años mayor que yo. Le dije que
repetía los mismos errores que sus predecesores. Es un hombre cabal, pero no
lo comprende… Yo no quiero vivir hasta la Tercera Guerra Mundial. Pero
¿qué puedo hacer? Como mucho, tomar la palabra en vuestros congresos. Y
esto, discúlpeme, es una chiquillada». Cerró los ojos sin brillo, fatigados…
Un día de verano, en la calle de Grünewald, un fascista de la organización
Konsul mató a Rathenau, ministro de Asuntos Exteriores. Cuando la policía
encontró las huellas de los asesinos, se suicidaron. Dieron sepultura a los
fascistas con honores militares.
Los comerciantes no daban abasto cambiando los precios de las etiquetas.
Encontraron una solución: los precios seguían siendo los mismos, pero se
debían multiplicar por un Schlüsselzahl, un coeficiente. Un día era
cuatrocientos; al día siguiente, seiscientos. El doctor Caligari seguía delirando
en las pantallas de los cines de barrio. En un solo día, en Berlín, se registraron
nueve suicidios. Empezó a publicarse la revista Amistad, dedicada a la teoría
y a la práctica de la homosexualidad.
La Alemania de aquella época dio con su retratista: George Grosz.
Representaba a los estraperlistas con dedos parecidos a pequeñas salchichas.
Representaba a los héroes de la guerra pasada y la futura, a misántropos
condecorados con cruces de hierro. Los críticos lo calificaban de
expresionista, pero sus dibujos presentaban esa mezcla de realismo feroz y de
carácter profético que la gente, no se sabe por qué, llama fantasía. Sí, Grosz se
atrevió a representar a los consejeros privados desnudos detrás de sus
escritorios, a señoras gordas emperifolladas despedazando cadáveres, a
asesinos que se lavaban con cuidado las manos en una palangana. En 1922 eso
parecía fantástico. En 1942 se había convertido en la realidad cotidiana. Los
dibujos de Grosz, aun con toda su brutalidad, son líricos, afines a las Leda en
madera de Hildesheim, a los gnomos tipográficos del alfabeto gótico, a las
tabernuchas al pie de los ayuntamientos, al olor a tristeza y a malta que
impregna las estrechas calles medievales.
Grosz tenía los ojos claros de un niño, una sonrisa tímida. Era un hombre
dulce y bueno, detestaba la crueldad, soñaba con la felicidad de los hombres;
quizá fue esto, justamente, lo que le ayudó a representar de manera despiadada
los invernaderos, bien abonados con estiércol, en los que echaban raíces los
futuros Obersturmführer, las mujeres ansiosas de trofeos de guerra, los
verdugos de las cámaras de gas de Auschwitz.
El mundo entero miraba entonces a Berlín. Unos con temor, otros con
esperanza: en aquella ciudad se decidía el destino de Europa para las
próximas décadas. Allí, todo me resultaba ajeno: las casas y las costumbres,
la depravación bien ordenada, la fe en las cifras, los tornillos y los diagramas.
Pese a todo, escribí entonces: «He sazonado mis palabras de amor a Berlín
con descripciones tan poco atrayentes que, seguramente, te alegrarás de no
estar en esta ciudad… Te lo ruego, créeme y ama Berlín, ciudad de
monumentos aborrecibles y ojos inquietos». Viví dos años en esta ciudad con
inquietud y esperanza: me parecía que me encontraba en el frente y que la
breve hora en que callan las armas se prolongaba mucho. Pero a menudo me
preguntaba qué esperaba. Quería creer, pero no creía…
Maiakovski fue por primera vez a Berlín en otoño de 1922 e hizo esta
declaración de amor: «Hoy voy por tu tierra, Alemania, y mi amor por ti
florece cada vez más novelescamente».
«Novelescamente» nos parecerá una expresión rara. Por lo visto, se deriva
de «novela», pero no en el sentido literario de la palabra, sino en el de
aventura amorosa. El poeta ve a veces lo que no ven los críticos, y entonces se
les ataca por haberse equivocado. A veces el poeta se equivoca a la par que
los demás, y los críticos, como examinadores indulgentes, asienten en señal de
aprobación. Al hablar de Alemania, Maiakovski repetía lo que en 1922
pensaban millones de personas. Detrás quedaban, cierto es, el aplastamiento
de la República Soviética de Baviera, el asesinato de Karl Liebknecht y de
Rosa Luxemburg, pero delante destellaban las luces de la insurrección de
Hamburgo. Para los contemporáneos nada estaba aún decidido y, en otoño de
1922, yo esperaba, como los demás, la revolución.
Equivocadamente se atribuía a los alemanes el sentido de la mesura, el
amor al término medio: no sólo el arte de los expresionistas, sino también
demasiadas páginas de la historia alemana están marcadas por el exceso.
Maiakovski escribió que desfilarían por la Puerta de Brandeburgo los
obreros berlineses después de ganar la batalla. La historia lo decidió de otra
manera: once años después pasaron por esta puerta los fanáticos hitlerianos, y
en mayo de 1945 los soldados soviéticos…
2

Desconozco cuántos rusos había en Berlín en aquella época; seguramente


muchísimos, a cada paso se oía hablar ruso. Se habían abierto decenas de
restaurantes rusos, con balalaicas, zurnás, zíngaros, blinis, brochetas de
cordero asado y, claro está, con el inevitable ambiente sobrecalentado. Había
un teatro de miniaturas. Se publicaban tres periódicos y cinco semanarios. En
el transcurso de un año se fundaron diecisiete editoriales rusas; publicaban a
Fonvizin[1] y a Pilniak, libros de cocina, textos de los Padres de la Iglesia,
manuales técnicos, memorias y libelos.
En alguna parte de Serbia, los generales de Wrangel todavía firmaban
órdenes del día para las tropas. El periódico Dvuglavi oriol [El águila
bicéfala] publicaba las ordenanzas de «Su Majestad Imperial». Suvorin hijo
comunicó en Novoe vremia las listas del futuro gobierno: estaba previsto
confiar a Márkov segundo el Ministerio de Asuntos Exteriores y a Búrtsev el
de Interior. Algunos aventureros reclutaban a los hambrientos para imaginarios
«destacamentos de la muerte». No obstante, los pequeños oficiales de la
víspera ya no fantaseaban con el asalto a las ciudades rusas, sino que
esperaban hacerse con un visado francés o alemán. El atamán Krasnov,[2]
cambiando el bastón de mando por la pluma, había escrito de un tirón una
novela larguísima: Del águila imperial a la bandera roja.
A algunos bravucones les resultaba difícil verse convertidos, de pronto, en
chóferes de taxi o en obreros; intentaban perpetuar el pasado. Los
bolcheviques estaban lejos, por lo cual no quedaba otra que ajustar cuentas
con los camaradas de emigración. En una conferencia de Miliukov los
monárquicos mataron al Kadeté Nabókov. Los miembros de las Centurias
Negras atacaron a Kérenski, aseverando que era hijo de la conocida
revolucionaria Guesia Guélfman.[3] El «húsar negro». Posazhnói escribía:
«Con la lengua, sin freno alguno para soltar estupideces, Miliukov olvida que
la paciencia tiene un límite. Se avivan las llamas, incendios de la venganza.
¡Mi mano le dará muerte, húsares negros!».
Recuerdo lo que nos reímos con el libro de un tal Bostunich titulado La
francmasonería y la Revolución rusa, en el que afirmaba que el socialista
revolucionario Chernov era en realidad Líberman, y el octubrista Guchkov, un
masón y judío de nombre Vaquier. Rusia había sido empujada a la perdición
por las estilográficas Waterman y el champán Kupferberg, señalados por el
pentagrama diabólico.
El periodista Vasilievski-Nebukva, famoso en los años
prerrevolucionarios, escribía que «los bolcheviques habían corrompido a
Sologub», citando la novela La encantadora de serpientes, escrita antes de la
Revolución de Octubre. Búrtsev motejaba a Yesenin de «Rasputin soviético»;
a K. Chukovski, por su artículo «Ajmátova y Maiakovski», lo tildaron de
«lacayo de los soviets», y el mismo Kairanski que había compuesto versos
antisemitas a mi costa decía dándoselas de ingenioso: «El instrumento musical
de Maiakovski es el tubo de escape». Tampoco se quedaban atrás de los
periodistas algunos escritores famosos. Zinaída Hípius atormentaba a Andréi
Bieli. El novelista E. Chírikov, que estaba en deuda con Gorki, escribió un
panfleto titulado El Smerdiakov de la Revolución rusa. Bunin hablaba mal de
todo el mundo. Los periódicos de los blancos anunciaban cada día el fin de los
bolcheviques.
Todo esto era una tormenta en un vaso de agua, el histérico desahogo de
los viejos déspotas destronados, la obra de una decena de agentes extranjeros
o el delirio de unos pocos fanáticos. Entre los emigrados había muchos que no
entendían por qué se habían visto impelidos a emigrar. Algunos habían huido
por miedo; otros, por hambre, y unos terceros, porque habían visto partir a sus
vecinos. Uno se había quedado atrás, otro había partido; un hermano
participaba en los «sábados comunistas» de Kostromá, otro lavaba platos en
el restaurante berlinés Medvied, pero pensaban de idéntico modo y tenían un
carácter similar. La casualidad decidía el destino de millones de hombres.
Parecía que todo había vuelto a su sitio y que la tierra se había separado
de las aguas, pero, de hecho, reinaba aún el desbarajuste del período de
transición. El editor Ladízhnikov publicaba los libros de Gorki y de
Merezhkovski. Otro editor, Z. I. Grzhebin, indicaba en sus obras «Moscú-
Petersburgo-Berlín», y publicaba obras de los autores más variados: Briúsov,
Pilniak, Gorki y Víktor Chernov.
La editorial que había publicado Julio Jurenito tenía un nombre poético:
Helikon. No había ni rastro de la montaña que habitaban las musas, sino
únicamente un pequeño local en la Jacobstrasse con un jovencito de apariencia
poética: A. G. Vishniak. Me conquistó enseguida por su amor al arte.
Publicaba los poemas de Pasternak y Tsvietáieva y los libros de Andréi Bieli,
de Shklovski, de Rémizov. Los críticos emigrados lo llamaban
«semibolchevique». Nosotros le pusimos de apodo «Murzuk».[4] Había
llevado a Berlín las costumbres de la bohemia moscovita. Marina Tsvietáieva
le dedicó un ciclo de poemas titulado El oficio. Ella decía a propósito de sus
ojos: «Tiene en ellos águilas y reptiles, y el año lunar. Todo tu pueblo con ojos
tristes, extranjero».
Trabé amistad con él y su esposa Vera Lazárevna. Luego Vishniak partió a
París. Cuando los nazis ocuparon esta ciudad, a menudo comíamos en casa de
los viejos amigos. Me despedí de ellos con una gran inquietud, luego supe que
esa gente tan amable había muerto en Auschwitz.
En Berlín había un lugar que hacía pensar en el arca de Noé, donde se
encontraban pacíficamente «puros» e «impuros»;[5] y se llamaba Casa de las
Artes. Albergaba un café alemán de poca monta donde los escritores rusos se
reunían todos los viernes. Allí leían sus relatos Tolstói, Rémizov, Lidin,
Pilniak, Sokolov-Mikítov. Allí habló Maiakovski. Allí recitaron sus versos
Yesenin, Marina Tsvietáieva, Andréi Bieli, Pasternak, Jodasévich. Un día vi a
Ígor Severianin, que llegaba de Estonia. No había perdido la costumbre de
idolatrarse y declamó sus habituales «poesías». En una exposición del pintor
Puni estalló una violenta discusión en la que intervinieron, entre otros,
Archipenko, Altman, Shklovski, Maiakovski, Sterenberg, Gabo, Lisitski y yo.
La velada en conmemoración del trigésimo aniversario de Gorki, por el
contrario, discurrió con total tranquilidad. Los imaginistas organizaron una
velada y armaron escándalo como en El Establo de Pegaso moscovita. Un tal
Chírikov tomó asiento junto a Maiakovski y se puso a escuchar con calma.
Ahora, todo esto me parece inverosímil. Dos o tres años después, el poeta
Jodasévich (y ya no hablo de Chírikov) nunca habría entrado en un local donde
estuviera Maiakovski. Sin duda aún no estaban echados todos los dados.
Algunos tachaban a Gorki de «semiemigrado». Jodasévich, más tarde
colaborador de la publicación monárquica Vozrozhdenie [Renacimiento],
dirigía junto con Gorki una revista literaria y decía que se disponía a volver a
la URSS. A. N. Tolstói, rodeado de los smenovejovtsi, ensalzaba tanto a los
bolcheviques, en tanto que «unificadores de la tierra rusa», como los cubría de
improperios. Se arremolinaba la niebla todavía.
Al éxito de la Casa de las Artes contribuyó en gran medida su primer
presidente, el poeta simbolista Nikolái Máksimovich Minski. Tenía entonces
sesenta y siete años; era pequeño, redondo, sonreía y ronroneaba como un gato
cariñoso. Ahora todo el mundo ha olvidado su nombre, pero, cuando yo era
joven, se hablaba mucho de él. Viacheslav Ivánov hablaba de su obra, Blok
escribía acerca de él. Las señoritas se enfrascaban en la lectura de sus versos
publicados en Chtets-deklamator. «Los sueños efímeros, los sueños
despreocupados no se sueñan más que una vez».
En 1905 Minski, como muchos simbolistas, se apasionó por la revolución.
Tenía la autorización para publicar un periódico y, por ironías del destino, el
profeta de culto de la «personalidad absoluta» se convirtió en el redactor jefe
del primer periódico bolchevique legal, Nóvaia zhizn [Nueva vida]. No
participaba en el trabajo de redacción, sino que publicaba versos:
«¡Proletarios de todos los países, uníos! Nuestra es la fuerza, nuestra la
voluntad, nuestro el poder. Preparaos para el último combate como para una
fiesta. Quien no esté con nosotros es nuestro enemigo, tiene que caer».
Era un poeta mediocre, pero desempeñó su papel en el desarrollo de
nuestra cultura estética a finales del siglo pasado.
Las autoridades zaristas se apresuraron a clausurar Nóvaia gazeta [La
nueva gaceta], y Nikolái Maksímovich fue procesado. Tuvo que partir al
extranjero, donde permaneció hasta su muerte (a la edad de ochenta y tres
años).
Acaso justamente por no haber vivido la revolución ni la guerra civil,
Minski conversaba bondadosamente con los escritores soviéticos y con los
emigrados más irreductibles. A mi modo de ver, no tenía en absoluto las ideas
claras con respecto a las razones de su disidencia y a menudo tenía ideas fijas:
trataba de demostrar a Shestov que la colectividad también tenía sus derechos,
exigía de Maiakovski que reconociera la libertad de palabra, remitiéndose a
las tradiciones de Korolenko, y, dirigiéndose a A. Tolstói, ensalzaba el
futurismo, el imaginismo y otras novedades. Pero hablaba de ello en tono tan
afable que nadie se ofendía. Minski sonreía a todo el mundo, pero con
especial ternura a las mujeres.
Siempre trataba de persuadirme: «No basta con la victoria de los obreros
que realizan un trabajo físico: es preciso unir a los trabajadores intelectuales.
Hay que educar a los niños, de ellos depende el futuro. Ser crisoles de cultura:
he aquí la tarea de la juventud». Estaba muy aislado de la vida cotidiana, en
especial de la rusa. Apenas podía reprimir la risa cuando le oía bautizar con
el nombre de «almas» los orfelinatos que había proyectado. Alma significa en
latín ‘nodriza’, pero en ruso suena extraño, y además yo tenía unos amigos
cuyo pastor alemán se llamaba así. Pero Nikolái Maksímovich ronroneaba y
sonreía. Una vez, en Año Nuevo, recitó en la Casa de las Artes un brindis en
verso: «Acojamos, felices como niños, el año 1923… Basta de riñas
absurdas. Andréi Bieli se hará amigo de Sasha Chiorni, Sklovski se
reconciliará con Shakespeare, y Pasternak tocará la lira de Lérmontov. Y el
presidente Minski, en recompensa a sus esfuerzos, tendrá derecho a una salva
de aplausos».
Existía en Berlín un rincón de «tierra de nadie» en el que los escritores
soviéticos se encontraban con los emigrados: las páginas de una revista,
Nóvaia rússkaia kniga [El nuevo libro ruso]. La publicaba el profesor
Aleksandr Semiónovich Yáschenko, jurista y amante de la literatura; de Rusia
había salido con pasaporte soviético y, al igual que Minski, se esforzaba en
unir a todos. ¡Y quién no colaboró en su revista! Yo enaltecía las obras de
Tatlin y me oponía a los detractores de la poesía soviética. Aleksandr
Semiónovich suspiraba: «Duro, demasiado duro», pero publicaba mis
artículos. Y a su lado ponía las imprecaciones de Nazhivin, un viejo tolstoísta
transformado en monárquico: «La vieja Rusia se ha convertido rápidamente en
el reinado del hampa. […] La juventud se perdía, los generales bebían,
robaban, transgredían las leyes, mientras en la retaguardia se especulaba con
la sangre y se cometían indecencias. […] En la emigración he reanudado con
energía mis actividades nacionales y monárquicas, pero no he logrado vencer
las dudas que cada día me asaltan de modo más amenazante. […] Todos se
muestran pusilánimes y están exhaustos. Nuestro futuro es atormentado y
lúgubre». Y en el siguiente número se encontraba un artículo de Maiakovski:
«He comenzado a escribir para Izvestia. Estoy organizando la editorial MAF.
Agrupo a los futuristas del municipio».
A nuestro alrededor estaba Berlín, con sus calles largas y tristes, su arte de
mal gusto y sus formidables máquinas, con la esperanza en la revolución y los
disparos de los primeros fascistas. El poeta Jodasévich describía la noche
berlinesa tal y como la veía un ruso: «Parejas entrelazadas como esculturas. Y
un profundo suspiro. Y el pesado aroma de un puro… Espera: un fuerte viento
soplará en la ocarina, en las aberturas del grandioso Berlín, y un día hosco se
alzará por detrás de las casas sobre la madrastra de las ciudades rusas».
No resultaba fácil entender a la «madrastra de las ciudades rusas». En sus
escuelas se sentaban muchachos remilgados que, veinte años más tarde,
flagelarían a la madre de las ciudades rusas, Kiev. De todas maneras,
Jodasévich, como la mayor parte de los escritores rusos, volvía la espalda a la
vida de Alemania.
En su casa, encorvado, A. M. Rémizov escribía su Rusia en las letras en
cenefas extravagantes, cursivas, al modo antiguo. Andréi Bieli decía que
estaba escribiendo sobre Blok. A. N. Tolstói, junto con el pintor Puni,
trabajaba en un libro sobre el arte ruso. Marina Tsvietáieva compuso en Berlín
uno de sus libros más logrados, Oficio.
Yo trabajé mucho durante esos años. En el espacio de dos años escribí La
vida y la muerte de Nikolái Kurbov, El trust D. E., Las trece pipas, Seis
relatos con final feliz, El amor de Juana Ney. Después de Julio Jurenito me
daba la sensación de que había encontrado mi voz, que había encontrado mis
temas, mi lenguaje. En realidad, no hacía sino divagar y cada uno de mis
libros anulaba el anterior. Este punto lo abordaré más tarde. Pero ahora me
referiré a otra cosa: junto con el pintor constructivista El Lisitski, edité la
revista Viesch.
Lisitski creía con firmeza en el constructivismo. En la vida era amable,
extremadamente bondadoso, a veces ingenuo. A menudo estaba enfermo;
cuando se enamoraba lo hacía al estilo del siglo pasado, ciegamente, lleno de
abnegación. Pero en el arte se asemejaba a un matemático inflexible, se
inspiraba en la exactitud, su delirio era la sobriedad. Era un hombre de una
inventiva insólita, capaz de presentar una exposición de tal manera que la
pobreza de los objetos expuestos pasara por abundancia. Sabía construir un
libro de manera nueva. En sus dibujos se veía el sentido del color y la
maestría de la composición.
Nuestra revista era un producto de la editorial Los Escitas. Resulta fácil
imaginar hasta qué punto los eslavófilos revolucionarios y los incorregibles
populistas estaban alejados de las ideas del constructivismo que nosotros
defendíamos. Después de la aparición del primer ejemplar, los editores no
pudieron más y se «desmarcaron» de nosotros tras informar puntualmente a la
prensa.
En cuanto a mí, en cada libro me desmarcaba de mí mismo. Justo entonces
V. B. Shklovski me llamó «Paulo Saúlovich». Dicho por él no podía sonar
como un insulto. A lo largo de su vida, como casi todos sus contemporáneos,
cambió de concepción y de juicios de valor más de una vez, y lo hacía sin
aflicción, incluso con cierto arrojo; lo único es que tenía, al parecer, la mirada
triste desde el mismo día en que nació. En su libro Zoo, escrito en Berlín,
escribía: «Por culpa del frío, renunció el apóstol Pedro de Cristo. La noche
era fresca, y él se acercaba a la hoguera. Junto a la hoguera había un debate
público, los criados preguntaban a Pedro por Cristo, pero Pedro lo negaba…
Menos mal que a Cristo no lo crucificaron en Rusia: nuestro clima es
continental, heladas con ventisca». Shklovski nunca ha renegado de nada con
el fin de acercarse al fuego, pero me parece que ese hombre ardiente tenía frío
en el mundo. Tenía frío también en Berlín. Allí escribió Viaje sentimental, su
mejor libro, a mi modo de ver. La estructura de la obra, los saltos imprevistos
de un tema a otro, las asociaciones por analogía, la rápida sucesión de cuadros
y el tono genuinamente personal, todo venía dictado por el contenido:
Shklovski describía los años terribles de Rusia y su propia turbación interior.
Luego continuó escribiendo sobre temas mucho más tranquilos, incluso
académicos, del mismo modo que antes escribía sobre los vagones de
mercancías de 1918. Hay mucho brillo en él, y algunas de sus frases han
pasado a formar parte del folclore de nuestra época, son fuegos artificiales
que iluminan todo a su alrededor durante un instante. Es difícil leer bajo el
resplandor de unos fuegos artificiales.
En Berlín, los ojos tristes de Shklovski estaban doblemente tristes, pues no
lograba adaptarse a la vida en el extranjero. Entonces escribía Zoo. Este libro
encontró una continuación imprevista en la vida, pues favoreció el nacimiento
de una escritora a quien algunos lectores jóvenes consideran francesa. Por
aquel entonces Elsa Yúrievna Triolet vivía en Berlín, y solíamos encontrarnos
con ella. Había nacido en Moscú, era hermana de Lilia Yúrievna Brik. Al
inicio de la revolución se casó con el francés André Triolet, Andréi Petróvich,
a quien nosotros, imitando a Elsa, llamábamos Petróvich a secas, y se marchó
con él a Tahití. (Petróvich era un hombre estupendo, un apasionado de los
caballos. Un día me dijo, en París, que pasaría las vacaciones en Dinamarca,
pues allí había pastos excelentes y sus caballos descansarían bien). De vuelta
de Tahití, André Triolet permaneció en París y Elsa Yúrievna se fue a Berlín.
Era jovencísima, atractiva, de mejillas sonrosadas, como ciertos cuadros de
Renoir, y melancólica. V. B. Shklovski incluyó en Zoo cuatro o cinco cartas de
Elsa. Cuando se publicó el libro, Gorki dijo a Víktor Borísovich que aquellas
cartas le habían gustado. Dos años más tarde, la editorial moscovita Krug
publicó el primer libro de Elsa Triolet, En Tahití. Elsa Yúrievna vivió luego
en París, yo la veía casi cada tarde en Montparnasse. En 1928 conoció a
Aragon y enseguida se puso a escribir en francés.
En su obra Zoo Shklovski reprochaba a su protagonista el estimar
sobremanera la «cultura europea» y, por tanto, poder vivir fuera de Rusia. Los
sentimientos de Víktor Borísovich son comprensibles: se encontraba en Berlín
por casualidad, era víctima de la nostalgia y ansiaba el momento de regresar a
su casa.
Llegado a Berlín, Borís Andréievich Pilniak se puso a observar con
curiosidad la vida de los otros. Era un hombre con talento, aunque un tanto
confuso. Conocía bien los temas que trataba y sorprendió a los lectores, tanto
rusos como extranjeros, no sólo por los crudos detalles de la vida por él
descrita, sino también por la originalidad de su forma narrativa. En los libros
que escribió Pilniak durante la década de 1920, como en los de muchos de sus
coetáneos, quedó impreso el sello de la época: una mezcla de rudeza y
rebuscamiento, de hambre y culto al arte, de entusiasmo por Leskov y por las
palabrotas de los mercados. Fue uno de los primeros en perecer, a principios
de 1937, y resulta difícil decir qué camino habría seguido como escritor. En
1922 decía, en Berlín, que la revolución era una revolución nacional, hecha
por mujiks. Atacaba a Pedro el Grande por haber «separado a Rusia de
Rusia». Su sencillez no carecía de cierta malicia: adoraba el yurodstvo[6]
(palabra que, según parece, no existe en ninguna lengua europea), esta antigua
forma de autodefensa rusa.
Yesenin vivió unos meses en Berlín, languidecía y, cómo no, armaba
escándalos. Siempre iba acompañado del imaginista Kúsikov, que tocaba la
guitarra al tiempo que declamaba: «Dicen de mí que soy un canalla, un
circasiano astuto y malo». Bebían y cantaban. Sin éxito, Isadora Duncan
intentaba apaciguar a Yesenin; las escenas se sucedían una tras otra. Pilniak,
cuando estaba bebido, quería estructurar una filosofía sobre las ruinas rusas;
en cambio, Yesenin, preso de la desesperación, rompía la vajilla.
Empezó a publicarse un periódico, Nakanunie. Tuve oportunidad de
hablar con sus ideólogos dos o tres veces. Los smenovejovtsi reconocían
abiertamente que el comunismo no les gustaba, pero les parecía bien que los
bolcheviques hubiesen creado un ejército, expulsado a los invasores y
rechazado a Polonia. «Somos partidarios de un poder fuerte —decían—, lo
demás ya se irá conformando». Escribí a la poeta M. M. Shkápskaia: «Los de
Nakanunie no quieren perdonarme la negativa de escribir en su periódico,
pero qué le vamos a hacer, para ellos soy demasiado de izquierdas». El
periodista Vasilievski-Nebukva publicó en ese mismo periódico un artículo
envenenado contra mí. Evocando a la mulata que, en Jurenito, abofetea al
protagonista de la novela con unas lonchas de rosbif, decía que era preciso
abofetearme con un jamón de mucho hueso.
Alekséi Nikoláievich Tolstói estaba lúgubre, aspiraba su pipa, no decía
nada y de pronto, tranquilo, sonreía. Una vez me dijo: «Ya lo verás, no habrá
ninguna literatura de emigración. Dos o tres años de emigración son
suficientes para matar a cualquier escritor».
Los escitas estaban a favor de Razin y de Pugachov, y citaban Los doce de
Blok y los versos de Yesenin sobre el «huésped de hierro». Los smenovejovtsi
aseveraban que los bolcheviques eran los herederos de Iván el Terrible y de
Pedro el Grande. Juraban todos por Rusia, hablaban una y otra vez de las
«raíces», de las «tradiciones» y del «espíritu nacional». Pero los emigrados
corrientes, después de haberse atizado en el restaurante Troika unos cuantos
vasitos y haber escuchado una vieja canción popular rusa, lloraban y
blasfemaban, como habían llorado y blasfemado en el último vagón de ganado
ruso en el que habían partido al extranjero.
Tolstói tenía razón: para la mayoría de escritores rusos la emigración
significó la muerte. ¿A qué se debía? ¿Es verdad que toda emigración mata al
escritor? No lo creo. Voltaire vivió en la emigración cuarenta y dos años;
Heine, veinticinco; Herzen, veintitrés; Victor Hugo, diecinueve; Mickiewicz,
veintiséis. En la emigración se escribieron: Cándido, Alemania. Un cuento de
invierno, Pasado y pensamientos, Los miserables y Pan Tadeusz. El
problema no es estar lejos de la patria, por dura que resulte la distancia. En la
emigración pueden encontrarse escritores de condición muy diferente: los
pioneros y los que se aferran a la tradición. Danton decía que uno no puede
llevarse la patria en la suela de los zapatos. Es cierto, pero la patria puede
llevarse en la conciencia, en el corazón. Se puede ir por el mundo sin
alimentar un rencor mezquino y con ideas grandes. Es eso lo que diferencia el
destino de Herzen del de Bunin.
Los escitas, los eurosiáticos, los smenovejovtsi coincidían en una cosa:
contraponían Rusia al Occidente putrefacto, agonizante. Estas fustigaciones
contra Europa constituían un eco singular de las antiguas tesis eslavófilas.
(Un cuarto de siglo después de los años de los que hablo, ciertas ideas y
ciertas palabras han resucitado de manera inesperada. Desde luego, la
admiración obsequiosa es un espectáculo poco agradable que humilla al que
adula y al adulado. Los escritores satíricos del siglo XVIII se mofaban ya de
los nobles del país que se las «daban de franceses». Me repugna el
pequeñoburgués soviético que, después de haber visto una insulsa película
estadounidense, le dice a su esposa (un hombre así no tiene una mujer, sino
obligatoriamente una esposa): «Lo que nos falta aún para darles alcance». No
obstante, estoy dispuesto a inclinarme profundamente no sólo ante Shakespeare
o Cervantes, sino también ante Picasso, Chaplin y Hemingway, y no creo que
esto pueda humillarme. La afirmación incesante de su superioridad subraya el
sentimiento de inferioridad con respecto a los extranjeros. Hay diferentes
manifestaciones del complejo de inferioridad, y a mí no me resulta menos
repugnante el pequeñoburgués que está dispuesto a denigrar de modo sincero o
hipócrita todo lo que venga del extranjero, aun cuando se trate de cosas
buenas).
En las Notas de un escritor de Lundberg hay un apunte correspondiente a
principios de 1922: «Un grupo de escritores rusos se reunió para tomar el té y
licores en el elegante salón situado sobre el restaurante Willy. Comenzaron los
brindis. Uno brindó por la literatura, otro por la sabiduría, otro por la libertad.
“¡Contra la violencia!”, dijo un filósofo expatriado levantando su copa y
mordiéndose los labios por el sufrimiento interior. Todo el mundo guardó
silencio. Estaba claro contra quién iba dirigido el brindis. Siguieron unos
momentos de silencio, unos abrazos, unos tragos. Sólo Ehrenburg y yo nos
mantuvimos aparte. No sé en qué pensaba Ehrenburg. Pero yo, yo pensaba en
la esclavitud del hombre medio, sumido en una semimiseria, en este
cementerio de Europa tan querido por los corazones de la gente cultivada». No
recuerdo, como es natural, en qué pensaba en el Willy, de esa velada guardo
vaga memoria. Pero sé muy bien en qué pensaba durante aquellos años.
Los escitas habían nacido del célebre poema de Blok. A pesar de la
mágica fuerza de su palabra, algunas estrofas de esta poesía me dejaban —y
me siguen dejando— indiferente: «Por las frondas y los bosques, abriremos
ancho paso a la bella Europa. ¡Volveremos hacia vosotros nuestro hocico
asiático! ¡Venid, venid hasta los Urales! ¡Limpiaremos el lugar del combate
entre las máquinas de acero, donde late la integral, contra la salvaje horda
mongólica!».
No, yo no quería aceptar el «hocico asiático». Esas palabras son injustas
desde el punto de vista histórico, y no hay, evidentemente, menos filósofos y
poetas en la India que en Inglaterra. E. G. Lundberg veía entonces Europa
como un cementerio querido para el alma. Pero yo, yo no cantaba la oración
de los muertos por Europa. Mi novela El trust D. E., escrita en aquellos años,
es la historia del fin de Europa como resultado de la actividad de un trust
estadounidense. Es una sátira, podría escribirla ahora con el subtítulo:
«Episodios de la Tercera Guerra Mundial». Para mí Europa no era un
cementerio, sino un campo de batalla, a veces cercano a mi corazón, a veces
odioso. Así la había visto de joven, en París, así la hallé en el inquieto Berlín
de 1922. (Así la veo hoy. Se puede, desde luego, tener actitudes diferentes
ante Europa: «Abrir una ventana», calafatear las puertas o bien recordar que
toda nuestra cultura —desde la Rusia de Kiev hasta Lenin— está
inextricablemente relacionada con la cultura de Europa).
¿En qué otras cosas pensaba yo en aquella época? En cómo conciliar la
«integral» con la humanidad, la justicia con el arte. Sabía que es posible
sentirse orgulloso por la hazaña de un pueblo que emprende antes que ningún
otro un camino sin explorar, pero este camino me parecía mucho más ancho
que las tradiciones de un país o el alma de una nación.
No recuerdo quién tomaba té y licores en el café Willy. Quizá alguno de
los que se encontraban allí luego se dirigiera al Troika y ante una copa de
vodka mascullase un discurso sobre la misión de Rusia. Chéjov escribió el
monólogo siguiente en El patriota: «¿Sabe usted que los macarrones rusos son
mejores que los italianos? ¡Se lo voy a demostrar! Una vez, en Niza, me
sirvieron esturión, y por poco me echo a llorar».
Cuarenta años han transcurrido desde la época de los brindis en el café
Willy. La vieja emigración ha desaparecido, la gente ha envejecido o ha
muerto. Sus hijos se han convertido en buenos franceses, alemanes o ingleses.
El hijo del Kadeté Nabókov asesinado por un ultramonárquico es, en la
actualidad, uno de los escritores más leídos de Estados Unidos. Comenzó
escribiendo en ruso, luego en francés y ahora lo hace en inglés.
Los periódicos han mencionado en más de una ocasión las deficiencias de
nuestra pesca. Pero el esturión del que hablaba Chéjov ha perdurado…
3

En el año 1922, un hombre llegó a la modesta pensión burguesa de la


Trautenaustrasse, donde me hospedaba, y me dijo en un tono entre tímido y
orgulloso: «Soy Tuwim». Yo no conocía entonces sus versos, pero enseguida
me quedé asombrado: ante mí tenía a un poeta. Todo el mundo sabe que hay
muchos versificadores pero pocos poetas, y los encuentros con ellos a veces
sobrecogen. Pushkin decía que, fuera de las horas de la inspiración, el alma de
un poeta «gusta de un gélido sueño». ¿No será ese falso frío lo que abrasa el
entorno? El gélido sueño de Tuwim era apasionado, amargo, furioso.
Me interrogaba sobre los poetas rusos, sobre Moscú. Dos pasiones le
dominaban: el amor a los hombres y la difícil relación con el arte. Enseguida
encontramos un lenguaje común.
Vivimos casi toda nuestra vida en mundos diferentes y nos encontramos en
pocas ocasiones, por casualidad (antaño se decía «como navíos en el mar», yo
diría como pasajeros en un ruidoso aeropuerto, donde los altavoces gritan:
«Llegada del vuelo…»). Y sin embargo, a pocas personas he querido con tanta
ternura, superstición y desinterés como a Julián Tuwim…
Cuando lo vi por primera vez, me sacudió su belleza. Él tenía a la sazón
veintiocho años. De todos modos, siguió siendo apuesto hasta el fin de sus
días. Un lunar grande en la mejilla confería a su rostro bien perfilado un
carácter trágico, y él sonreía con tristeza, con cierto aire de culpabilidad. Su
gran entusiasmo iba ligado a una profunda timidez.
A los poetas no les está dado vivir muchos años en la tierra, y los jóvenes
literatos llamaban a Tuwim «viejo», pero no llegó a cumplir los sesenta años.
Las líneas de la vida no sólo forman meandros en la palma de la mano.
Algunos exégetas han hecho reproches a Tuwim: en tal época no comprendió
tal cosa, se desvió del camino, retrocedió, se adelantó, se hizo a un lado.
Durante la Segunda Guerra Mundial Tuwim escribía: «La política no es mi
profesión. Es una función de mi conciencia y de mi temperamento». Desde
luego, su camino no era una carretera real, pero ¿dónde y cuándo han avanzado
los poetas por sendas asfaltadas…? Tuwim sufría de agorafobia, le costaba
atravesar una plaza grande. Y se vio obligado a salvar terrenos yermos y
áridos, a pasar de una época a otra.
Maiakovski escribió sobre él: «Se inquieta, se agita», y percibiendo sus
contradicciones, las atribuía a las condiciones de vida de Polonia en 1927:
«Desde luego, le habría gustado escribir cosas por el estilo de La nube en
pantalones, pero en Polonia ni con la poesía oficial puede uno subsistir, no
hablemos ya de las “nubes”». Sin embargo, Maiakovski había escrito La nube
en pantalones en la Rusia zarista y Tuwim tradujo este poema en la Polonia
reaccionaria. Si él no escribió ninguna obra similar se debe a que los poetas
no se parecen entre sí.
En 1939 un especialista soviético en poesía polaca aseguraba que Tuwim
se definía por «su ausencia de ideología, su huida de la vida». Algunos meses
antes de la muerte del poeta, oí una emisión de radio del Congreso por la
Libertad y la Cultura (una organización apoyada por los estadounidenses). El
locutor decía que Tuwim había traicionado a Polonia, a la poesía, y que había
perdido toda conciencia.
No es posible comprender el camino que sigue un hombre viendo sólo su
manera de andar. El camino recorrido se hace visible desde la cima de una
montaña, no desde un recodo. Los años modifican también la apariencia de un
Estado y las ideas de la gente, pero hay algo extremadamente importante que el
poeta aporta a lo largo de toda su obra. Maiakovski tenía razón cuando decía
que Tuwim era «inquieto, agitado», y continuó siendo así: cuando frecuentaba
el café Málaia Zemiánskaia con sus amigos «escamandritas»[1]. Słonimski,
Iwaszkewicz, Lechon; cuando rompió con muchos de sus viejos amigos al
decidirse a volver a la nueva Polonia; cuando en la primera juventud
despotricaba contra los cánones clásicos, lanzaba impertinencias y hacía
locuras, y cuando, poco antes de morir, exclamaba: «¡Estoy harto de lugares
comunes como fe, esperanza y amor hacia los espíritus nobles, de odio hacia
los canallas!».
En noviembre de 1950 se celebraba en Varsovia el Segundo Congreso de
la Paz. Un hombre muy informado, y muy poderoso en aquella época, me dijo a
la vez que señalaba a Tuwim, sentado modestamente en el fondo de la sala:
«¿Ve lo que significa la transformación? Un poeta de estados de ánimo
cambiantes ahora participa en la lucha por la paz». En lugar de responder,
sonreí con ironía: me acordaba de un viejo poema de Tuwim por el cual le
habían cubierto de insultos en todos los rincones: hablaba sobre el petróleo, la
sangre, y exhortaba a los soldados a lanzar sus fusiles. Era un cuarto de siglo
antes del Primer Congreso de los Partidarios de la Paz, pero ciertas personas
que viajan en vehículos tirados por caballos sólo recuerdan la imagen de la
herradura. Tienen las manos largas y la memoria corta.
Marina Tsvietáieva escribía que «todos los poetas viven en un gueto».
Esas palabras le gustaban mucho a Tuwim, me las repitió más de una vez. Y
cuando aún no había cumplido los treinta años, hablaba de quienes encierran a
los poetas en los guetos y de aquellos que, dentro de los guetos, no se rendían
jamás: «No, usted no conseguirá ni con los trabajos ni con las lisonjas mi libre
título de poeta. El Señor no prenderá esas constelaciones en vuestros
uniformes y charreteras».
Polonia no siempre mostró afecto por Tuwim, pero él siempre la amó. La
naturaleza del patriotismo polaco va vinculada a la historia trágica de tres
particiones. Nunca me olvidaba de ello mientras escuchaba las confesiones de
Tuwim (condimentadas, no obstante, con la dosis de ironía que dicta el pudor).
Quería de un modo apasionado su Łódź natal, ciudad creada menos que
ninguna para ser objeto de amor. En 1928 estuve en Varsovia y luego en Łódź
para leer extractos de mis libros. Tuwim me había suplicado que no olvidara
visitar la calle Petrovskaia, el mercado, el hotel Savoy, las fábricas y el barrio
pobre de Baluty. Me alojé en el Savoy de Łódź, vi las fábricas, Baluty, una
cárcel grande, vi a escritores, obreros, gendarmes, estudiantes de instituto, al
industrial Poznanski, militantes clandestinos. Entonces escribí: «Un nombre
breve: Łódź. Frases breves: “Cinco cajas”, “tres vagones”, “una porción de
ganso”, “un médico”, “la policía”, “la funeraria”. Pensamientos aun más
breves: “Un dólar vale ocho eslotis”, “se acabó”, “no soporto más”, “al
diablo”, “deténganle”. Es una buena ciudad, una ciudad sincera. No hallarán
en toda Europa una ciudad con tanta ira, con tanta voluntad de vivir ni con
tanta melancolía». Cuando volví a encontrarme con Tuwim le dije: «Es una
ciudad prodigiosa». Él se limitó a sonreír, sin duda él la veía de otra forma.
Yo había permanecido allí una semana, y él, él había crecido allí. Además, el
amor es fuerte porque es capaz de transformar muchas cosas. Leí hace poco
estos versos de Tuwim: «Que canten elogios a Sorrento y a Crimea, quienes
sientan debilidad por la belleza. Pero yo soy de Łódź. Y el humo negro era
para mí agradable y dulce».
Sin duda, Tuwim era mucho más complicado de lo que parecía no sólo a
los exégetas de distintos monasterios, sino también a sus amigos. Pero sobre
este tema ya tendré oportunidad de volver a hablar. Ahora continuaré con su
amor por Polonia. En 1940 Tuwim llegó a París. Era un invierno extraño o,
como decían los franceses, una «guerra extraña». De noche la ciudad se
quedaba a oscuras, pero los restaurantes y los cafés, detrás de las ventanas
enmascaradas, eran luminosos y estaban llenos de alborozo: los militares se
divertían. En el frente los soldados se aburrían mientras en París la policía
trabajaba sin descanso: nadie sabía con exactitud contra quién combatía
Francia, si contra los alemanes o contra los comunistas. Los cristales de las
ventanas estaban cubiertos por finas cintas de papel, los parisinos los
protegían de eventuales bombardeos, pero todo estaba tranquilo,
insoportablemente tranquilo, y creo que nadie podía imaginar que unos meses
después no sólo volaría hecha añicos la ventana de la precavida portera, sino
Francia entera. Aquel invierno estuve enfermo y no veía a nadie, muchos
amigos no querían verme: algunos por temor, otros por enojo. La amistad es la
amistad, pero la política es la política. No obstante, Tuwim dio con mi
paradero. Sólo pensaba en una cosa: Polonia, y París, aquel invierno, le
resultaba ajeno. Nuestra amistad sobrevivió a esa dura prueba, nos abrazamos
y nos comprendimos.
Estuvimos separados durante seis años. No vale la pena decir qué años
fueron ésos. En otoño de 1941, cuando los comunicados del Gabinete de
Información Soviético informaban todos los días: «Nuestras tropas han
abandonado» y los voluntarios de edad madura desfilaban sin saber marcar el
paso por los callejones de Moscú, cuando en Occidente ya nos habían
enterrado, recibí un telegrama de Nueva York en que Tuwim me hablaba de
amistad, de amor y de fe. (No he podido conservar nada salvo algunos
cuadernos y ahora no recuerdo el texto del telegrama). Tuwim escribió
después: «En la época de los mayores triunfos de Hitler en el frente oriental,
envié un telegrama a Ehrenburg, un telegrama lleno de fe en la futura victoria
del Ejército Rojo».
En la primavera de 1946 estuve sentado en el apartamento neoyorquino de
Tuwim, en medio de baúles y maletas: al cabo de una semana él iba a viajar a
Francia y luego a Varsovia. Tuwim estaba muy contento, entusiasmado.
Muchos polacos que vivían entonces en Nueva York trataban de disuadirle,
llamaban «traición» al regreso a Varsovia. Resultaba difícil para él, claro
está, romper con ciertos amigos suyos, pero no pensaba más que en una cosa:
su próximo encuentro con Polonia; se alegraba y estaba emocionado como el
adolescente que acude a su primera cita amorosa.
En otoño de 1947 estuve en Polonia. Tuwim me guiaba mañana, tarde y
noche por las ruinas de Varsovia. «Pero ¡mira qué belleza!». La ciudad era
horrible. Son bellas las ruinas de las ciudades antiguas: el tiempo es un
arquitecto formidable, sabe conferir armonía incluso a lo abandonado; pero
las ciudades recién destruidas por la guerra desgarran la mirada y el corazón,
no hay más que montones de cascotes, casas destrozadas con jirones de
empapelado, una escalera de caracol colgada bajo el cielo, personas
cobijadas en sótanos, en chabolas, en agujeros. Pero Tuwim veía la belleza
incluso en aquella Varsovia quemada, deshecha: era polaco y era poeta.
Quisiera hablar del amor de Tuwim por el pueblo ruso y por la poesía
rusa. El pasado habría podido borrar muchas cosas: él recordaba a la
perfección las ordenanzas zaristas y los policías en las calles de Łódź.
Durante veinte años las autoridades polacas fomentaron el odio contra todo lo
ruso. No hizo mella en él. Tuwim dedicó muchos años a la traducción de los
poetas rusos. Cuando me leía su versión de El caballero de bronce, oía el
complejo ritmo de Pushkin. En uno de nuestros últimos encuentros me dijo:
«La lengua rusa parece creada para la poesía».
Ya en la década de 1920 soñaba con viajar a la Unión Soviética. Llegó a
Moscú en la primavera de 1948. El día de su llegada fuimos a un restaurante.
Me contó que tenía ganas de ver cosas, de verlo todo. Esa misma tarde cayó
enfermo, lo llevaron al hospital Botkin. Los médicos sospecharon que padecía
un cáncer. Lo condujeron bajo escolta a un médico en Brest, adonde habían
mandado a un médico polaco. El médico soviético informó en latín a su colega
del diagnóstico. Tuwim conocía el latín mejor que los jóvenes médicos.
Esperaba un final rápido. No obstante, los médicos polacos le encontraron una
úlcera de estómago, lo operaron y resucitó. Cinco años después murió de un
infarto. De Moscú no vio más que su habitación de hospital y la del hotel
Nacional, de la que comentó que le recordaba mucho a las habitaciones del
Savoy de Łódź. Tengo buenos amigos extranjeros; a veces, mientras
conversamos, de repente me digo: aquí hay una frontera… Es demasiado
diferente la vida que hemos vivido y la que estamos viviendo. Con Tuwim
nunca sentí nada parecido; entre nosotros no había ningún «telón de acero», ni
siquiera la más leve cortina.
Heine escribió: «Cuando muera, arrancarán la lengua de mi cadáver». Los
libros del poeta que ensalzó a Alemania y enriqueció la lírica germana fueron
pasto de las llamas cien años más tarde en su Düsseldorf natal: los racistas no
podían perdonar al autor de Alemania. Cuento de invierno su condición de
judío. Cuando fui a Polonia en 1928, los antisemitas envenenaban la existencia
de Tuwim, quien me mostró un periódico en el que se decía que su poesía
«olía a ajo».
En una de sus poesías Tuwim habla de un muchacho pobre judío que canta
una canción triste bajo las ventanas con la esperanza de que algún señor le
lance una moneda de cobre. Tuwim siente el deseo de lanzar su propio
corazón al muchacho, de cantar con él canciones tristes bajo las ventanas.
«Pero no hay refugio en el mundo de los hombres para los peregrinos judíos
con su canción de locura».
En 1944 Tuwim escribió un llamamiento titulado Nosotros, los judíos
polacos. Citaré algunos extractos: «Enseguida oigo la pregunta: “¿A que viene
eso de nosotros?”. Esta pregunta es, en cierta medida, fundada. Me la han
hecho judíos a quienes siempre he dicho que soy polaco. Ahora me la
formularán los polacos, para la inmensa mayoría de los cuales yo era y
continúo siendo judío. Ésta es mi respuesta a unos y a otros: soy polaco
porque me gusta ser polaco. Es asunto mío, y no estoy obligado a dar cuentas
de ello a nadie. No divido a los polacos entre nobles y plebeyos. Eso se lo
dejo a los racistas extranjeros y nacionales. Yo divido a los polacos, como a
los judíos, como a los hombres de cualquier nacionalidad, en inteligentes y
tontos, en honrados y deshonestos, en interesantes y aburridos, en insolentes y
humillados, en dignos e indignos. Yo divido a los polacos en fascistas y
antifascistas. […] Podría añadir que, en el plano político, divido a los polacos
en antisemitas y antifascistas, porque el antisemitismo no es sino el lenguaje
internacional de los fascistas. […] Soy polaco porque nací, crecí y estudié en
Polonia, porque en Polonia conocí la felicidad y la pena, porque del destierro
quiero regresar a Polonia cueste lo que cueste, incluso si en otro lugar se me
presenta una vida de paraíso. […] Soy polaco porque en polaco he admitido
las inquietudes del primer amor, en polaco he balbucido palabras sobre la
alegría y las tempestades que el amor lleva consigo. Soy polaco, además,
porque el abedul y el sauce blanco me resultan más próximos que la palmera y
el ciprés, Mickiewicz y Chopin son más queridos para mí que Shakespeare y
Beethoven, más queridos por causas que no sabría explicar con argumentos
racionales. Oigo voces decir: “Bien, pero si usted es polaco, ¿por qué escribe
‘nosotros, los judíos’?”. Respondo: “Por la sangre”. “¿Así que es racismo?”.
“No, nada de racismo. Al contrario”. “Hay dos clases de sangre: la que corre
por las venas y la que corre fuera de ellas. La primera es el jugo del cuerpo, y
su investigación atañe al fisiólogo. El que concede a esta sangre otras
propiedades que las fisiológicas reduce, como vemos, a las ciudades a ruinas,
mata a millones de personas y, al fin y al cabo, como veremos, sentencia a
muerte a su propio pueblo. La otra sangre es la que el caudillo del fascismo
internacional achica de la humanidad para probar la supremacía de su sangre
sobre la mía, sobre la de millones de personas torturadas. […] La sangre de
los judíos (no la ‘sangre judía’) fluye por arroyos profundos y anchurosos; los
ennegrecidos torrentes se funden en un río rápido y espumoso, y en este nuevo
Jordán yo recibo un bautismo sagrado, el de la fraternidad sanguinolenta,
caliente, coronada por el martirio, con los judíos. […] Nosotros somos los
Shloimi, los Sruli, los Moishki, los sucios judíos que apestan a ajo; nosotros,
con un sinfín de apodos ofensivos, nos hemos mostrado dignos de un Aquiles,
de un Ricardo Corazón de León y del resto de héroes. Nosotros, en las
catacumbas y en los búnkeres de Varsovia, en las pestilentes cloacas
maravillamos a nuestras vecinas, las ratas. Nosotros, con los fusiles en las
barricadas, bajo los aviones que bombardeaban nuestras pobres viviendas,
hemos sido los soldados de la libertad y del honor”. “Aronchik, ¿cómo es que
no estás en el frente?”. “Estuve en el frente, queridos señores, y he muerto por
Polonia”».
Estas palabras escritas con la sangre «que corre fuera de las venas» fueron
copiadas por miles de personas. Yo las leí en 1944 y durante largo tiempo no
pude hablar con nadie: las palabras de Tuwim eran el juramento y la
maldición que latían en el corazón de muchos. Él supo expresarlos.
Pasaron los años. Hitler se envenenó. Los líderes de los antisemitas
polacos emigraron a Inglaterra, a Estados Unidos. Pero en el corazón de
Tuwim no se había curado aún la herida. Recuerdo mi último encuentro con él;
tuvo lugar en una mala época, en 1952… Rememoramos muchas cosas,
conversamos sobre muchos de los temas de actualidad que estaban ocurriendo.
Julek (si se me permite llamarle así en estas páginas) de repente se levantó, se
acercó a mí, me dio un abrazo y acto seguido, deseando ocultar su emoción,
dijo: «Ahora vámonos al Zoluska, allí preparan café italiano».
He mencionado a Heine. Tuwim tenía con él algo en común, además de lo
que interesa a los expertos en razas humanas: una ironía engendrada por una
sensibilidad agudizada. A veces, Tuwim podía parecer soberbio; muchas de
sus poesías ofendían a las personas que respetan las jerarquías; soltaba
palabritas corrosivas. «¿Sabes?, el erizo, con toda probabilidad, tiene un
corazón tiernísimo», me dijo una vez. Cuando estaba emocionado, siempre
trataba de bromear. En 1950, en el Congreso de la Paz, se aproximó a Tuwim
una jovencita y se puso a explicarle con entusiasmo lo mucho que le gustaba su
libro Séptimo otoño. Tuwim se quedó turbado y de improviso, volviéndose
hacia mí, dijo: «¿Te acuerdas de cuando un espía resultó ser admirador mío?».
Aquello ocurrió en 1928: en Varsovia, dos policías de la secreta me vigilaban;
uno era alto, con rostro y andares de boxeador; el otro era enjuto, de cabello
oscuro y muy miope, tanto que a menudo me perdía de vista en la calle. Me
habitué a su presencia, a veces le pedía que me comprara el periódico o un
paquete de tabaco, en una palabra: lo domestiqué. Un día paseaba yo por la
calle con Tuwim hablando sobre poesía; de repente me percaté de que el tipo
de cabello oscuro, en lugar de seguirnos, acobardado, caminaba junto a
Tuwim. Me irrité y recordé al espía las reglas de la decencia, pero él me
contestó: «No es una cuestión de trabajo… ¿Cómo no he de escuchar cuando
habla Tuwim?». Nos echamos a reír ante lo asombroso de aquella réplica.
Tuwim escribió muchos versos zaheridores contra los burgueses.
Recuerdo el café de Mala Zemlianska en el invierno de 1928. No sólo acudían
los poetas escamandritas y el brillante ayudante de Piłsudski, Wieniawa-
Długoszowski, que adoraba el mundo del arte; lo frecuentaban, también, todos
los varsovianos que, con el deseo de pasar por personas de paladar refinado,
tomaban café y se atiborraban de pasteles de crema una hora antes de la
comida. Tuwim se burlaba de ellos: «A la una del mediodía entró con aire
piadoso aquel bobalicón en el cafetín, se sentó con aires de importancia,
enérgico, casi extranjero; se veía y se deseaba, el pobre, representando con
orgullo a un boxeador o a un vikingo o tal vez a un lord… Nadie reparó en él,
y sonriendo con la boca torcida decidió ser el español De Mendoza y Oliva,
hombre de negocios pamplonés, cantante de Alicante, monárquico español,
español emigrado. Pero todo era inútil, ni que fuese de Toledo, y por eso fue a
parar al Water y Klozedo. Desde allí, desahogada su pena con una vieja medio
tonta, volvió hasta su casa, al número diecisiete de Mala Koscikowa».
A veces mucha gente tenía la impresión de que Tuwim, en un arrebato,
estaba dispuesto a repetir las palabras de Pushkin: «¡Fuera de mi lado, qué va
a hacer junto a vosotros un célebre poeta!». En realidad Tuwim tenía en gran
estima a aquellos a quienes se refería como «gente sencilla», cuando estas
palabras aún no se habían transformado en un cliché periodístico. No es por
casualidad que dedicó una de sus mejores poesías, «Los barberos», a Charlie
Chaplin, al cómico enternecedor que, en nuestro siglo terrible, ha intentado
defender al ridículo «hombre pequeño»: «A lo largo de las paredes del local
desierto, los barberos dormitan durante horas, esperan, miran: ni un cliente;
languidecen, van y vienen sin tener qué hacer, se afeitan unos a otros, se cortan
el cabello también entre sí; intercambian unas palabras, se adormecen, roncan
un poco y despiertan… Se cierne una tormenta, todo se hace negro alrededor,
los gallos echan a cantar, los barberos tienen miedo, echan a correr, ¡escuchad
el trueno! Los barberos lloran, cantan, se quedan atontados, están de pie como
troncos o corren de un lado a otro».
Es poco probable que en 1926 los políticos de Polonia, sentados en la
barbería o en la sala del Parlamento, hubiesen podido oír el rugido de los
primeros truenos. Pero el poeta sí que lo oyó.
En 1928 escribí acerca de Tuwin: «No se puede discutir con él. Piensa por
asociaciones, argumenta con asonancias». Sí, Tuwim era ante todo un lírico;
esto no resultaba para él una traba a la hora de comprender su época mucho
mejor que ciertos razonadores fríos, que piensan con esquemas y argumentan
con citas. En sus versos, Tuwim se expresaba a sí mismo; por esto, quizá, la
gente los tomaba por la expresión de sus propias ideas y sentimientos, como
algo general. Un polaco me dijo que durante la guerra, mientras combatía
como guerrillero, repetía a modo de conjuro los siguientes versos de Tuwim:
«Quizá he vivido allí tan sólo un día, quizá un siglo… Recuerdo sólo la
mañana y la nieve blanca, tan blanca».
En su juventud, Tuwim amaba apasionadamente a Arthur Rimbaud,
travieso y profeta, rebelde y adolescente con rostro de ángel desesperado. La
última vez que nos encontramos, dijo de repente: «Creo que nadie ha hablado
mejor que Blok de lo más difícil». Profesaba a los poetas un amor
desinteresado, traducía con el mismo entusiasmo La nube en pantalones que
el Cantar de las huestes de Ígor sin intentar apropiarse nada de nadie. Con
todo, Blok le era más afín… A mí me gusta mucho el poema de Tuwim «Ante
la mesa redonda», que lleva un epígrafe tomado del lied de Schubert Oh,
sublime arte, cuántas veces en las horas tristes…: «Quizá sea posible,
querida mía, volver por un día a Tomasźow. Allí hay la misma tormenta
dorada y la calma septembrina se prolonga… En aquella casa blanca, en
aquella sala de muebles ajenos, hemos de terminar, querida mía, nuestra vieja
e inacabada discusión». Quizá sea esto «lo más difícil»; aquí la poesía está al
desnudo, parece construida de la nada, como en las Horas nocturnas de Blok,
como en las chansons de Verlaine.
Cuando yo decía que a Tuwim a veces ni siquiera le comprendían sus
amigos, pensaba precisamente en esto: en la extraordinaria complejidad que se
torna en sencillez, en el hombre con un gran caudal de conocimientos, sabio y
al mismo tiempo infantil, en el autor de cómicas farsas y de una lírica
compleja. Tuwim escribió versos para niños; en una de sus poesías habla del
estrafalario Janek, que lo hace todo al revés. Los niños se reían oyendo
aquellas poesías, pero Tuwim sonreía con cierto aire de culpabilidad, pues él
mismo se parecía a ese Janek de quien se mofaba.
Cuando estuve en su casa por última vez, lo encontré bromeando con una
niña de ocho años, Ewa. Los dos nos sentíamos tristes, sin saber por qué; pero
yo no pensaba que ésa iba a ser la última vez que nos veríamos.
Tuwim amaba los árboles. Me acuerdo de uno de sus poemas: está en el
bosque y trata de reconocer el árbol con el que harán su ataúd; esta poesía, por
su luminosa tristeza, hace pensar en la de Pushkin «Camino a lo largo de las
rumorosas calles».
En los parques de Varsovia, fuera de la ciudad, en el jardín del poeta
Iwaszkiewicz, mientras contemplaba los árboles pensaba en el árbol de Julian
Tuwim. Tenía tres años menos que yo, y cuántos han pasado ya desde su
muerte. Estoy habituado a las pérdidas, pero no puedo, a pesar de todo,
resignarme: me duele.
Pero ¡qué suerte haberle conocido!
4

A veces los escritores rusos acudían al café Prager-Diele. Las conversaciones


que mantenían entre sí eran ruidosas y enmarañadas. Ni siquiera los camareros
lograban acostumbrarse a la presencia de aquellos misteriosos clientes. Un
día, Andréi Bieli se enzarzó en una discusión con Shestov. Hablaban de la
desintegración de la personalidad y empleaban un lenguaje sólo asequible a
los filósofos profesionales. Luego llegó el fatal «toque de queda» con su
oscurecimiento correspondiente. En el café apagaron la luz, pero la discusión
filosófica aún no había terminado.
¿Cómo olvidar la escena siguiente? En la puerta giratoria, se gritaban
Andréi Bieli y Shestov. Cada uno, sin darse cuenta, empujaba su puerta hacia
delante y no llegaban a salir a la calle. Shestov, tocado con su sombrero,
barbudo y con un gran bastón, era el vivo retrato del judío errante. Bieli, por
su parte, fuera de sí, hacía aspavientos con los brazos, hirsutos los cabellos.
El viejo camarero, que las había visto de todos los colores, me dijo: «Este
ruso debe de ser alguna celebridad».
En 1902 Andréi Bieli —o, para ser más precisos, Borís Nikoláievich
Bugáiev—, estudiante de la facultad de Física y Matemáticas en la
Universidad de Moscú, tenía veintidós años. Componía entonces versos
simbolistas más bien mediocres, y un buen día se presentó ante V. Y. Briúsov,
considerado el maestro de la nueva poesía. Valeri Yákovlevich escribió en su
diario: «Me ha visitado Bugáiev, me recitó sus versos, me habló de química.
Quizá sea el hombre más interesante de Rusia. Un intelecto maduro y viejo
junto a una extraña juventud».
Blok estaba unido a Bieli por una vieja amistad; en su relación hubo de
todo: intimidad, penosas rupturas y reconciliaciones. Parece que Blok habría
podido acostumbrarse al modo de ser de Bieli, pero no, era misión imposible.
En 1920, después de un encuentro con Bieli, Blok escribió: «Es el mismo de
siempre: genial y extraño».
¿Un genio? ¿Un extravagante? ¿Un bufón? Cualquiera que se cruzaba con
Andréi Bieli se quedaba estupefacto. En enero de 1934, cuando se supo que
había muerto, Mandelstam escribió un ciclo de poesías. Conocía la grandeza
de Bieli: «Por él gritan los montes del Cáucaso y la estrecha multitud de los
tiernos Alpes; sobre las escarpadas cimas de las masas sonoras, posó él su pie
vidente». Y también, al expresar la consternación de todo el mundo, escribió:
«Oigan, ¿dicen que ha muerto un Gógol? No es un Gógol, sino un
escritorzuelo, un gogolito. El mismo que otrora montó un escándalo, un tipo
vivaracho que fue bastante frívolo, que se olvidaba de aquello y no asimilaba
lo otro, el que inventó un delirio y hacía arremolinarse la nevisca».
En 1919 describí a Andréi Bieli en estos términos: «Ojos inmensos,
desencajados, cual llamaradas en un rostro lívido. Una frente
desproporcionadamente alta, con una islita de cabellos hirsutos. Declama
versos del mismo modo que la sibila vaticina y, al hacerlo, gesticula, no para
enfatizar el ritmo de sus versos, sino el de sus más recónditas intenciones.
Esto raya en lo ridículo y, en ocasiones, Bieli parece un magnífico payaso.
Pero cuando se está junto a él, todos se sienten embargados por una sensación
de intranquilidad y angustia, de cierta calamidad natural. […] Bieli está por
encima de sus libros, es más importante. Es un espíritu errante que no ha
encontrado un cuerpo en el que encarnarse, es un torrente que se desborda.
[…] ¿Por qué cuando se habla de Bieli incluso la ardorosa palabra “genio”
suena como un título nobiliario? Bieli podría convertirse en profeta: su locura
de bendito se halla iluminada por una sapiencia divina. Pero el “serafín con
seis alas”, después de haberlo tocado con sus plumas, no ha llevado a término
su labor: ha abierto los ojos al poeta, le ha concedido el don de captar ritmos
sobrehumanos, le ha regalado “la astucia de la serpiente”, pero sin tocarle el
corazón».
Cuando escribí estas líneas, conocía a Andréi Bieli sólo por sus libros y
algunos encuentros fugaces. En Berlín y en el pueblo marítimo de
Swinemunde, tuve oportunidad de frecuentarlo y comprendí que había
incurrido en un error al hablar del serafín y del corazón: había tomado por frío
del alma la desgracia, las alas rotas, una vida personal destrozada y un
excesivo esplendor léxico.
Ni siquiera ahora, meditando sobre el destino de este hombre
extraordinario, logro dar con la solución al enigma. Con toda probabilidad, las
sendas de los grandes artistas (y no sólo de los grandes) son inescrutables.
Rafael murió joven, pero tuvo tiempo de expresar todo cuanto llevaba dentro.
En cambio, Leonardo da Vinci vivió una larga vida descubriendo e
inventando, pero sus trabajos científicos sólo vieron la luz cuando aquellos
descubrimientos e inventos ya no tenían sino un valor histórico; pintó con
colores elaborados por él mismo, que rápidamente se oscurecían al secarse, y
millones de personas desconocen el genio pictórico de Leonardo, sólo
conocen la leyenda fantástica sobre la «misteriosa sonrisa» de la Gioconda…
Hay escritores que valen menos que sus libros. A veces recuerdas a alguno y
no comprendes que una obra semejante haya podido salir de su mente… Con
otros, no obstante, pasa lo contrario. Todavía hoy, como cuarenta años atrás,
creo que la persona de Andréi Bieli era superior a cuanto escribía.
No quiero decir con esto que sus obras sean poco importantes o de escaso
interés. Algunas poesías de su libro Ceniza me parecen perfectas; su novela
Petersburgo representa un hito en la historia de la prosa rusa; las memorias de
Andréi Bieli cautivan a los lectores. No obstante, estos libros no se reeditan,
ni se traducen; no los conoce nadie en Rusia ni en el extranjero.
La Gran Enciclopedia Soviética tuvo buenas palabras para el padre de
Bieli, el matemático N. V. Bugáiev; pero Borís Nikoláievich no gozó de la
misma suerte, pues se le tacha de «calumniador», al más puro estilo de 1950.
(De nuevo pienso en las ventajas de las ciencias exactas: nadie le endosará la
etiqueta de «calumniador» a un matemático…).
Para el lector actual, resulta difícil enfrentarse a un libro de Andréi Bieli:
encuentra obstáculos en la abundancia de neologismos, en la arbitraria
ordenación de la frase, en el ritmo intencionadamente acentuado de su prosa.
Incluso en las admirables memorias que escribió poco antes de morir, Andréi
Bieli trataba de «hacer rodar la bola de nieve»: «Baltrušaitis, taciturno como
una roca, de nombre Jurgis, era amigo de Poliakov. […] Y sin despojarse del
abrigo se sentaba con las dos manos dispuestas sobre el bastón y quedaba
envuelto, como una cima entre nubes, en el humo de su cigarrillo. Con un gesto
espantoso, sacudía la ceniza, haciendo un ángulo con su codo y guiñando el
ojo por debajo de una arruga transversal en dirección a su propia nariz
cubierta de venitas rojas muy claras». Esto parece escrito en un lenguaje
arcaico, es preciso descifrarlo, como el Cantar de las huestes de Ígor. Los
jóvenes prosistas soviéticos no conocen todos los libros de Andréi Bieli. Sin
embargo, sin él, lo mismo que sin Rémizov, resulta difícil imaginar la historia
de la prosa rusa. La contribución de Andréi Bieli late en las obras de algunos
autores contemporáneos, que tal vez no hayan leído jamás ni Petersburgo ni
Yo, Kotik Letáiev.
Las vías de desarrollo de la literatura son aún más misteriosas que las
sendas de los escritores. Los aceites esenciales que se extraen de los rizomas
del lirio o de las flores de ilang-ilang nunca se emplean en estado puro, pero
todos los perfumistas del mundo los utilizan. La esencia se diluye siempre en
agua. Muy pocas personas son capaces de leer de cabo a rabo las obras
completas de Velimir Jlébnikov. Pero este poeta continúa ejerciendo una
influencia sobre la poesía contemporánea por caminos escondidos, laterales,
mediante sus epígonos. Lo mismo puede decirse sobre la prosa de Andréi
Bieli.
Su camino fue embrollado y también poco comprensible, como su sintaxis.
En 1932, en un pueblo cerca de Chors, vi al último chamán. Éste comprendía
que tenía sus días contados y se puso a hacer sus sortilegios de mala gana,
quizá empujado por el hambre o por la costumbre. Pero, algunos minutos
después, entró en trance y se puso a gritar, como inspirado, palabras que nadie
comprendía. Cuando recuerdo algunas manifestaciones de Andréi Bieli, me
viene a la mente aquel chamán. Me parece que Borís Nikoláievich hablaba y
escribía a menudo en estado de exaltación, si se quiere, en trance de brujería:
se apresuraba, veía y preveía constantemente cosas, pero no lograba hallar
palabras comprensibles para explicar sus visiones.
Se inspiró en Steiner, en la antroposofía, y participó en la construcción de
un templo en Dornach, pero con sincera pasión, no como Voloshin. En Berlín,
en 1922, había gran cantidad de bailes; los alemanes, hombres y mujeres
famélicos y desconcertados, se pasaban horas enteras bailando el foxtrot, el
baile que, a la sazón, se había puesto de moda. ¿Con qué soñó Andréi Bieli
cuando oyó el jazz por primera vez? ¿Por qué comenzó a bailar con frenesí
asustando a las dependientes jovencitas con sus ojos de profeta? Encaneció
prematuramente; en su rostro bronceado, sus ojos sobresalían cada vez más y
vivían su propia vida.
Todo en él estaba marcado por la desgracia: los dramas amorosos, la
amistad con Blok, las desilusiones incensantes, el aislamiento literario. En
1907 escribió ya su propio epitafio: «Creía en el dorado resplandor, pero
cayó muerto por los dardos del sol; medía los siglos con el pensamiento, pero
no supo vivir su vida».
Murió a los cincuenta y cuatro años, y no por los dardos del sol, sino de
cansancio extremo. Quería marchar al paso de su siglo, pero unas veces se
adelantaba, otras veces se quedaba rezagado. «No supo vivir su propia vida».
Lo probó todo: la mística, la química, Kant, Soloviov, Marx. Dirigió el
estudio literario del Proletkult después de Dornach, escribió en los periódicos
soviéticos sobre el crecimiento de la economía socialista, escribió su abstruso
Glosalalia, más de una vez se retiró de la escena y volvió a «montar un
escándalo».
Los emigrados intransigentes le odiaban, lo tenían por un desertor, pues
después de pasar tantas veladas enteras conversando con Shestov y con
Berdiáiev, y de ser amigo de Merezhkovski, de pronto en Berlín, en 1922,
había declarado que la auténtica cultura estaba en la Unión Soviética y que los
que habían huido de la revolución eran unos cadáveres hediondos.
No se comprende por qué los escitas lo consideraban uno de los suyos;
acaso porque admiraba el valor cívico de Blok. En Andréi Bieli no había nada
de escita. Temía el panmongolismo del que hablaba Soloviov y en el que se
inspiraba Blok. No denunciaba el automatismo de la vida burguesa de la
Europa occidental, como hacían los escitas, embargados por la nostalgia de
los nómadas, sino como un humanista del Renacimiento.
Me acuerdo de dos declaraciones suyas. Hablando con Maiakosvki en
Berlín (ya he dicho hasta qué punto apreciaba Bieli el poema «El hombre»),
Bieli dijo: «Acepto todo lo suyo —el futurismo, el espíritu revolucionario—,
sólo una cosa me separa de usted: su amor por las máquinas como tal. El
peligro del utilitarismo no está en que los jóvenes se entusiasmen por el
aspecto utilitario de la ciencia, eso no puedo más que aplaudirlo. El peligro
reside en otra parte: en la apología de Estados Unidos. La nación de Whitman
ya no existe, la hierba se ha secado. Hay unos Estados Unidos que se lanzan
armados contra el hombre». Otra vez Bieli discutía con un renombrado
escritor, de ideas afines a las que sostenían los smenovejovtsi. Gritaba: «A
usted le desagrada la revolución, usted cree en la NEP, admira el orden, la
mano dura. ¡En cambio, yo soy partidario de Octubre! ¿Comprende? Si algo
hay que a mí me desagrada es justamente lo que a usted le gusta».
Ya he mencionado en este libro que Andréi Bieli vaticinó la bomba
atómica en 1919. Hablando conmigo, solía decir que los matemáticos, los
ingenieros y los químicos se olvidaban de su deber, que es servir a la
humanidad, y trabajaban, en cambio, para perfeccionar la ruina, la catástrofe,
la muerte. (De todo esto habla en su diario de 1915-1916, titulado Al acecho).
¿Un genio? Sin ningún género de duda. Un genio impotente. Poco antes de
morir, trató de resolver esta contradicción. «Durante treinta años me ha
acompañado la siguiente cantinela: “Ha traicionado sus ideas. Ha abandonado
la literatura… ¡Ha destruido en sí al artista y ha enfermado, como Gógol! ¡El
más frívolo de los hombres, un lírico! ¡Un pálido racionalista! ¡Un místico!…
¡Se ha vuelto materialista!”. Sin duda, sobraban motivos para que se me
juzgara así: las excesivas sutilezas con que complicaba prematuramente los
temas, los tecnicismos del contrapunto en la orquestación de mi visión del
mundo, que concebía como una sinfonía polifónica; he sido como el
compositor que, privado de sus instrumentos, no puede producir con su
deplorable garganta resfriada el sonido de las trompetas, de las flautas, de los
violines y de los tímpanos». Con toda probabilidad, ésta sea la explicación
más acertada: una partitura complicadísima y una débil voz humana.
De ahí también su soledad. A la orilla del mar, en plenitud de su fuerza y,
al parecer, con la moral alta, me decía: «Lo más difícil es encontrar un nexo
de unión con los hombres, con el pueblo». Cuando me regaló su Petersburgo,
escribió a modo de dedicatoria: «[…] Con la sensación de un constante lazo
de unión». No me refiero aquí a una coincidencia de palabras fortuitas, sino a
una idea fija. Bieli deseaba con anhelo establecer un contacto vivo con la
gente. Pero la suerte lo dejó de lado. Su tristeza íntima parecía frialdad, «oro
sobre azul». Mandelstam escribió en una poesía dedicada a Andréi Bieli:
«Entre tú y el país nace un lazo de hielo». Estas palabras datan del día
siguiente de su muerte.
5

He dicho que Andréi Bieli y A. M. Rémizov han influido en el desarrollo de


nuestra prosa, aunque en la actualidad casi nadie recuerde sus libros. Estos
dos escritores eran muy diferentes entre sí. Andréi Bieli vivía en las nubes, no
podía pasar un solo día sin hacer generalizaciones filosóficas, viajaba mucho,
se apasionaba, se enardecía, discutía. Alekséi Mijáilovich Rémizov era muy
casero, vivía sobre la tierra, incluso debajo de ella, parecía un hechicero o un
topo, hallaba su inspiración en las raíces de las palabras, no reparaba en
sutilezas, como Bieli, sino que cometía excentricidades.
En los años de 1921-1922 ingresaron en la literatura jóvenes prosistas
soviéticos: Borís Pilniak, Vsévolod Ivánov, Zóschenko y muchos otros; casi
todos pasaron por una etapa de admiración hacia Andréi Bieli o hacia
Rémizov. Al echar un vistazo a mis libros de aquel entonces (Historias
inverosímiles, La vida y la muerte de Nikolái Kurbov, Seis relatos con final
feliz), me he quedado sorprendido: frases confusas o mutiladas, palabras
invertidas o inventadas; pero cuando escribía así, esa lengua me parecía
natural. Así se escribieron El año desnudo, de Pilniak, y muchas obras de los
jóvenes del grupo Serapión. Si esto puede denominarse enfermedad, fue, por
decirlo en jerga periodística, una enfermedad de crecimiento.
La influencia de Bieli y de Rémizov en los escritores jóvenes era tan
evidente que Gorki escribió a Konstantín Fedin: «Pero no comprenda que le
recomiendo a Bieli o a Rémizov como maestros, ¡en absoluto! Sí, su léxico es
extraordinariamente rico y, sin duda, digno de atención, como lo es el tercer
poseedor de la lengua rusa más pura, N. S. Leskov. Pero búsquese a sí mismo.
Esto también es interesante, importante y quizá muy significativo».
Ya he hablado de Andréi Bieli. Ahora quiero recordar a Rémizov, a quien
conocí en Berlín en 1922. En un apartamento pequeñoburgués típicamente
alemán, en una habitación atiborrada de objetos ajenos, estaba sentado un
hombre pequeño y encorvado, de nariz grande, curiosa, y unos ojos vivos y
astutos. Su mujer, Serafima Pávlovna, servía el té a los visitantes. Sobre el
escritorio vi papeles escritos o, mejor dicho, dibujados por un maestro en
caligrafía. Colgados de unos cordelitos, se balanceaban varios diablillos de
papel: serenos y furiosos, astutos y simplones, como cabritos recién nacidos.
Alekséi Mijáilovich de vez en cuando se reía por lo bajo; además de los
acostumbrados juguetes, aquel día había uno nuevo: Pilniak, que contaba
historias fantásticas sobre la vida en Kolomna.
En Berlín, Rémizov era el mismo que en Moscú o en Petrogrado, escribía
los mismos cuentos, se divertía con los mismos juegos, reproducía los mismos
diablillos; lo digo al leer ahora las memorias de algunas personas que lo
conocieron antes de su partida al extranjero. He aquí lo que escribía V. G.
Lidin en 1921: «Aún no se ha extinguido la estirpe de esos tipos rusos,
terrosos y ratoniles; vive, goza de buena salud y que Dios haga vivir muchos
años a este tipo ruso tan humano que, por las noches, no deja de emborronar
cuartillas, a pesar del frío y del hambre: es el rey de los simios Alekséi
Mijáilovich Rémizov». En 1944, en el libro Gorki entre nosotros, Fedin
también evocaba los primeros años de la revolución: «Encorvado, con cierto
parecido al caballito jorobado, corre por la avenida Nevski, bamboleándose
ligeramente, un hombre que mira con mirada incisiva a través de los cristales
de sus gafas, viste un abriguito y un gorrito. […] Esconde su gran nuca, llena
de inteligencia, detrás del cuello levantado del abrigo, mientras que tira hacia
delante el mentón y los labios, a la vez que su nariz, ganchuda y grande, mueve
ligeramente la punta, olfateando, con toda probabilidad, lo que sale de sus
gruesos labios». (Lidin escribió las líneas que acabo de mencionar en los años
en que todo el mundo imitaba a Rémizov; Fedin lo hizo veinte años más tarde,
pero también él, al hablar de Alekséi Mijáilovich, se ponía a hacerlo, muy a
pesar suyo, en el lenguaje «remizoviano», olvidado hace tanto tiempo…).
Entre otros juegos, a Rémizov le gustaba jugar a cierta sociedad secreta
creada por él que llevaba por nombre «La grande y libre cámara de monos».
Nombraba caballeros, príncipes y obispos a sus amigos escritores: a E. I.
Zamiatin, a P. E. Schegoliov, a los «hermanos Serapión». A mí se me nombró
«caballero con trompa de escarabajo».
En 1946, al llegar a París, fui a visitar a Alekséi Mijáilovich. Hacía unos
veinte años que no le veía. No hay por qué recordar cómo habían sido
aquellos años. Alekséi Mijáilovich también soportó muchas desgracias. Bajo
la ocupación alemana, pasó hambre, frío y multitud de calamidades. En 1943
había muerto Serafima Pávlovna. Encontré a un viejo muy encorvado. Vivía
solo, olvidado, abandonado, atenazado por las necesidades. Pero en sus ojos
brillaba la misma chispa maliciosa, en la habitación revoloteaban los mismos
diablillos, y él seguía escribiendo de la misma manera, al estilo antiguo,
apuntaba sueños, escribía cartas a su difunta mujer y trabajaba en libros que
nadie quería publicar.
En fecha reciente N. Kodriánskaia me mandó un trabajo consagrado a los
últimos años de la vida de Rémizov. Miro sus fotografías. Iba perdiendo la
vista, escribía con dificultad, se llamaba a sí mismo «escritor ciego», pero,
por asombroso que parezca, sus ojos conservaron su fuerza expresiva de
antaño, y trabajó hasta el final; escribía sobre las mismas cosas y de la misma
manera: La flauta del ratoncillo, La pluma de pavo real, La historia de dos
animales. Murió en 1957, a la edad de ochenta años. Poco antes de morir
escribió en su diario: «Afluyen los proyectos, pero no puedo realizarlos: ¡mis
ojos! […] Hoy he escrito mentalmente durante todo el día, pero no pude
anotarlo». Conservó hasta la muerte el gusto por sus juegos. En los libros que
publicó durante los últimos años figura: «Censurado por el Consejo Supremo
de La grande y libre cámara de monos».
Parece digna de envidia tanta firmeza, tanta fidelidad a uno mismo, tanta
fuerza espiritual. Pero no hay nada que envidiar: Rémizov conoció la desdicha
humana en toda su medida. A menudo le reprochaban que sus libros eran un
cúmulo de inverosimilitudes, pero su destino fue infinitamente más
disparatado que todo cuanto pudo imaginar.
Un escritor se esfuerza siempre en fundamentar los actos de sus
personajes; incluso cuando rompen con la lógica generalmente admitida. Los
poetas justifican lógicamente sus alogismos. Entendemos por qué Raskólnikov
mata a la vieja, por qué Julien Sorel dispara a la señora Renal. Pero la vida no
es un escritor, la vida puede embrollarlo todo sin explicación alguna, o, como
decía Alekséi Mijáilovich, puede ponerlo todo patas arriba. Rémizov ha sido
el más ruso de todos los escritores rusos; vivió treinta y seis años en el
extranjero y decía: «No sé cómo ha sucedido».
En su primera juventud, cuando era estudiante, se aficionó a la política, se
hizo socialdemócrata, estuvo en la cárcel, pasó seis años en el destierro junto
con Lunacharski, con Sávinkov y con el futuro pushkinista P. E. Schegoliov. En
el exilio conoció a su futura mujer, Serafima Pávlovna, una cándida socialista-
revolucionaria. En sus conversaciones, Rémizov siempre enfatizaba que se
había alejado de la labor revolucionaria porque se consideraba un mal
organizador y también porque se había aficionado a escribir. Poco antes de su
muerte, apuntó en su diario cómo había llegado al trabajo revolucionario:
«Cómo se hacía la revolución en Rusia. Reorganización de la vida, de la
manera de vivir. Nacen mis sentimientos: pobres en el atrio y en los tugurios
de las fábricas». Tres meses más tarde, continuaba: «La historia me parece
sedienta de sangre, guerra y represión; hay que torturar a alguien, torturarlo
hasta la muerte. La gente quiere saciar su hambre, dormir con tranquilidad,
pensar en libertad. Cuando el hambre aprieta, no todos los individuos son
capaces de pensar. Sin haberse saciado y sin haber dormido lo suficiente. Las
preocupaciones ahogan y matan el pensamiento. La revolución comienza con el
pan».
En uno de sus últimos libros, hablando de Turguéniev, Rémizov vuelve a
abordar el mismo problema: «Durante la revolución, todo el mundo se lanzó a
Los demonios, de Dostoievski, buscando algo sobre ella… Y nadie pensó en
la inflexible protagonista de Tierras vírgenes, que no se calmará nunca, lo sé,
ni en su hermana, abierta al sueño de la libertad del hombre en la Tierra, en la
Elena de La víspera; no es en absoluto allí donde hay que buscar los
“demonios”, la vida del hombre es difícil y su sueño es aligerarla, ¡bueno está
él para “demonios”! No, no es allí donde hay que buscar, y si queremos hablar
de demonios, ahí tenemos el mundo representado por Turguéniev, Tolstói,
Písemski y Leskov: ésta es la legión de demonios que llevan el nombre de
ocio, ocio insubordinado».
En El estanque y Hermanas en Cristo, Rémizov mostró los auténticos
demonios de la Rusia de antes de la revolución. Romain Rolland, en su
prefacio a la traducción francesa de Hermanas en Cristo, dijo que este libro
muestra la injusticia de la vieja sociedad, explica y justifica la tempestad.
Bunin sabía por qué vivía y moría en el exilio, pero Rémizov hablaba
siempre con hostilidad de la emigración blanca, de «ellos». Repetía: «Digan
lo que digan, la vida viva está en Rusia». N. Kodriánskaia cita las siguientes
palabras de Alekséi Mijáilovich: «Desde 1947 se han grabado en mi memoria
muy bien tres calificativos: “retrógrada”, “canalla” y “carroña soviética”».
Cuando estuve en su casa, en el verano de 1946, me dijo: «Tengo pasaporte
soviético», queriendo al menos consolarse con ello, y sonrió con tristeza.
En el extranjero llevó una vida errante, le deportaban, le desterraban. En
Berlín intercedió en su favor Thomas Mann. En París lo acusaron de criar
ratones en casa. Siempre estaba cargado de deudas y no sabía ni cómo pagar
su pequeño apartamento.
K. A. Fedin escribía: «Rémizov podía representar, y representó en
realidad, un “frente de derecha” extremadamente original de la literatura». Las
palabras «de derecha» no se refieren, evidentemente, a la política, sino a la
estética: según Fedin, Rémizov se contrapone a los miembros del LEF. Pero a
mí me parece que la pasión, tan inherente a Rémizov, por los giros populares
arcaicos y por las raíces de las palabras se encuentra asimismo en Jlébnikov,
sin quien es imposible imaginarse el «Frente de Izquierda en el Arte».
Rémizov decía que, entre sus contemporáneos, quienes se hallaban más
próximos a él eran Andréi Bieli, Jlébnikov, Maiakovski y Pasternak. Sus
gustos no eran muy «derechistas» que digamos. En pintura adoraba a Picasso y
a Matisse. Si utilizaba arcaísmos, no era a causa de tendencias conservadoras,
sino por su afán de encontrar un nuevo lenguaje.
Rémizov solía recordar con afecto a M. M. Prishvin. En una carta escrita
antes de morir, se sentía contento de que en Moscú se hubiera honrado con
solemnidad la memoria de Mijaíl Mijáilovich. En su autobiografía, Prishvin
escribía, con el fin de explicar la naturaleza del arte: «También el escritor
Rémizov, en su tiempo, tuvo su inoculación revolucionaria y fue amigo de
Kaliáiev. Rémizov no ha sido un desertor frívolo, refugiado en el arte».
Kaliáiev continuó tratándole con la misma consideración cuando él empezó a
escribir sus textos sofisticados y elegantes. Un día, poco antes de morir,
Kaliáiev se encontró a Rémizov por casualidad en una estación, sonrió
amigablemente y, sin detenerse siquiera, le preguntó con ingenua
benevolencia: «¿Es posible que aún sigas escribiendo sobre tus bichitos?».
Desde luego, Remarque es más leído que Hoffmann, y Apujtin fue en su
época mucho más famoso que Tiútchev. Pero la estadística no soluciona la
cuestión: existen alas de diferente calibre para distintos vuelos.
Rémizov fue poeta y escritor de cuentos. Al dedicarme uno de sus libros,
escribió: «Aquí dentro hay de todo para el árbol de Navidad». Hubo un
tiempo en que el árbol de Navidad no estaba muy bien visto entre nosotros;
luego le restituyeron su prestigio. Rémizov, en sus libros, era como en la vida:
jugaba, inventaba, a veces divertía con sus extravagancias y a veces
entristecía. El árbol de Navidad no sólo les gusta a los niños, y raras veces se
encontrará a un hombre que, por lo menos una vez en su vida, no haya tenido la
urgente necesidad de un cuento. Ésta es la justificación de los «bichitos», de
los largos trabajos del gran escritor Alekséi Mijáilovich Rémizov.
6

En la designación de caballero de «La grande y libre cámara de monos», no


fue casualidad que A. M. Rémizov especificara: «Con trompa de escarabajo».
Para defenderse, los escarabajos lanzan un líquido acre. Los críticos me
llamaban escéptico, cínico de cuidado.
En el inicio de estas memorias dije que quería escribir una confesión; con
toda probabilidad, prometí más de lo que puedo dar. En las iglesias católicas,
los confesionarios cuentan con unas cortinitas para que el sacerdote no vea a
quién le está confiando los secretos. Se asevera que la biografía del escritor
se halla en sus libros; es cierto, pero al atribuir a los personajes imaginarios
sus rasgos, el autor se oculta, borra sus huellas; y además de los libros tiene,
en efecto, su vida personal, amores, alegrías y sinsabores. Mientras escribía
acerca de mi infancia y de mi primera juventud, más de una vez he apartado la
cortinita de mi confesionario. Pero, al abordar los años de madurez, omito
muchas cosas, y cuanto más avance, más frecuentes serán las omisiones de
hechos sobre los que me resultaría difícil incluso hablar a un amigo íntimo.
Pese a todo, este libro es una confesión. He dicho que con frecuencia me
han llamado escéptico. En 1925 se publicó en Leningrado un libro de
I. Tereschenko titulado Ehrenburg, un nihilista de nuestro tiempo.
(Turguéniev, que fue el primero en emplear la palabra nihilista, escribió: «No
he empleado yo esta palabra a modo de reproche ni con intención de ofender,
sino como expresión exacta y oportuna de un hecho histórico; pero ha sido
convertida en un instrumento de denuncia, de condena irrevocable, casi en una
marca de infamia»). Quiero ahora comprender hasta qué punto es correcta la
etiqueta que a menudo me han colgado.
Desde niño viví dudando del carácter absoluto de las verdades que oía
enunciar a mis padres, a mis maestros y a otros adultos. También después fue
así; la fe ciega me ha parecido a veces hermosa; otras, aborrecible, pero
siempre un fenómeno extraño. A veces, en mi juventud, intentaba dominar mi
propia naturaleza, pero, al llegar a la edad que Dante denominó «la mitad del
camino de la vida», comprendí que se puede cambiar de idea, pero no de
idiosincrasia. Hace tres años escribí en verso lo que pienso de la fe ciega, a la
que opongo el pensamiento crítico y la fidelidad a la idea, a las personas y
también a uno mismo: «No era yo un alumno modélico, y con los años no he
llegado a ser perfecto. Entre todos los apóstoles, Tomás el Incrédulo me
parece el más humano. Había oído algunas voces, pero no se limitó a creer,
¿acaso son pocas las historias que se cuentan? Y sin duda más de un apóstol
tildó a Tomás de peligroso. Quizá Tomás era un hombre de mente lenta, pero
después de reflexionar, se puso a trabajar, decía sólo lo que pensaba y no se
retractaba de sus palabras. Midió la vida con su propia medida, tuvo sus
tablas de la ley. ¿No fue quizá por ser “incrédulo” que no abrió la boca cuando
lo torturaron?».
A lo largo de este libro he mencionado más de una vez el carácter de mis
dudas. De haber sido un sociólogo o un físico, un astrónomo o un político
profesional, probablemente habría recorrido con más facilidad el camino de la
vida. No quiero decir con esto que el camino de los políticos o de los hombres
de ciencia esté cubierto de rosas; pero, al sobrellevar fracasos temporales o
derrotas, saben que triunfará la razón. Pero yo soy escritor, es decir, un
hombre que por la naturaleza de su trabajo debe interesarse no sólo por la
estructura de la sociedad, sino también por el mundo interior del individuo; no
sólo por el destino de la humanidad, sino también por el de cada individuo en
particular.
A menudo hablamos del eclipse de la literatura y el arte, decimos que los
«físicos» se han adelantado a los «líricos». En 1892 A. P. Chéjov escribió:
«¿Acaso no son sino limonada Korolenko, Nadson y todos los dramaturgos
actuales? ¿Os han causado una sensación de vértigo los cuadros de Repin y de
Shishkin? No falta la gracia, el talento. Os entusiasma, pero al mismo tiempo
no podéis olvidar que tenéis ganas de fumar. La ciencia y la técnica están
viviendo hoy un gran momento; en cambio, para los escritores, ésta es una
época floja, trivial y aburrida, nosotros mismos estamos aburridos, no
sabemos dar a luz más que criaturas de goma; el único que no lo ve es Stasov,
[1] a quien la naturaleza le ha otorgado la extraña facultad de embriagarse hasta

lo nauseabundo».
A veces, cuando uno vuelve la vista atrás se tranquiliza: cuando Antón
Pávlovich escribió la carta que acabo de citar, desconocía que su camino
subía hacia la cima, que en un periódico de Tiflis se publicaba el primer
cuento de Gorki, que un chico de doce años, Sasha Blok, llegaría a ser un gran
poeta, y que la poesía rusa se hallaba en vísperas de entrar en una fase
ascendente. Las mareas altas siempre han alternado con las bajas. A veces la
marea alta se prolonga. Los impresionistas franceses irrumpieron en la década
de 1870. Muchos de ellos se encontraban aún en todo su apogeo cuando llegó
el relevo encarnado por Cézanne, Gauguin, Van Gogh, Toulouse-Lautrec; a
comienzos del siglo XX expusieron por primera vez sus trabajos Bonnard,
Matisse, Marquet, Picasso, Braque, Léger, y no fue hasta un cuarto de siglo
más tarde cuando se inició el reflujo. La literatura estadounidense
contemporánea es obra de escritores nacidos en torno a 1900: Hemingway,
Faulkner, Steinbeck, Caldwell. Han recibido el sobrenombre de «generación
perdida»; pero no fueron ellos quienes perdieron el camino y se hundieron en
el cenagal, sino la generación siguiente. Desde la muerte de Nekrásov hasta el
primer poemario de Aleksandr Blok, transcurrieron casi treinta años.
He visto aparecer a grandes escritores y pintores; no puedo quejarme de
haber vivido en un período de decadencia en el arte. No, lo arduo ha sido otra
cosa: he vivido en una época de un insólito impulso humano y de una caída no
menos extraordinaria del hombre, en una época de divorcio entre el rápido
avance de las ciencias naturales, el desarrollo de la técnica, las victorias de
las justas ideas socialistas y la decadencia moral de millones de seres
humanos. Demasiado a menudo he tenido ocasión de ver máquinas
increíblemente complejas y personas sumamente primitivas, llenas de
prejuicios, con una rudeza de sentimientos propia de la edad de las cavernas.
He contado cómo era el Moscú de mi infancia, sumido en la ignorancia,
con su Moskovski listok, con esnobs que no apartaban los ojos de París, con
obreros analfabetos, con mercancías extranjeras; en Occidente se hablaba
pocas veces de Rusia, país del látigo, de valientes cosacos, de trigo y pieles,
tierra de bombas y de horcas. Basta ahora con echar un vistazo a cualquier
periódico de cualquier continente para ver cuánto se escribe sobre nosotros;
todo el mundo tiene la mirada clavada en Moscú, unos esperanzados, otros
temerosos; la ciudad verde y soñolienta de mi infancia se ha convertido en una
verdadera capital. Ha nacido una nueva China. La India ha conquistado la
independencia; se ha desencadenado un huracán y los países de Asia y África,
uno tras otro, se sacuden el yugo de los «blancos». Sí, todo ha cambiado.
¿Podía imaginarme, de niño, que en pocas horas cruzaría volando el océano,
que se inventarían la radio y la televisión y que el hombre partiría para la
conquista del espacio? ¡Milagros, pasos de siete leguas!
Pero, en aquellos años de adolescencia, ¿acaso habría podido imaginarme
que el futuro nos deparaba Auschwitz e Hiroshima? Habíamos sido educados
con los libros del siglo anterior, y yo sólo conocía dos polos: el progreso y la
barbarie, la educación y la ignorancia. Pero el siglo XX ha confundido muchas
cosas. Me acuerdo del diario de un oficial alemán; me lo trajeron al frente, en
1943. El autor era un estudiante, citaba a Hegel y a Nietzsche, a Goethe y a
Stefan George; se sentía fascinado por las perspectivas de la física moderna,
pero he aquí lo que escribió: «Hoy, en Keltsy, hemos liquidado a cuatro
retoños judíos que se habían ocultado bajo el suelo; y luego nos hemos reído,
satisfechos de nuestra habilidad para aniquilar ratas». Recientemente nos
hemos enterado de las torturas sufridas por Patrice Lumumba. Unos reporteros
gráficos captaron los detalles, y sus aparatos eran excelentes.
El salvajismo sumado a la ignorancia es comprensible; es más difícil
comprenderlo cuando se da en personas cultas, que a veces gozan hasta de
cierto ingenio. Los futuros SS estudiaron en las escuelas de aquella Alemania
que yo conocí; desde niños les habían explicado que Kant escribió la Crítica
de la razón pura y que Goethe, al morir, exclamó: «¡Luz, más luz!». Todo esto
no les impidió, diez años más tarde, arrojar a los pozos a bebés rusos. «Son
las ideas fanáticas de un maníaco», me dirán. Por supuesto. Pero lo que a mí
me ha trastornado no ha sido la aparición de Hitler en el escenario de la
historia, sino la rapidez con que la sociedad alemana cambió de aspecto:
hombres cultos y civiles se transformaron en caníbales; los frenos de la
civilización se han revelado frágiles y han cedido al primer encontronazo.
Pero para qué hablar de los fascistas. Yo mismo he presenciado cómo, en
una sociedad de vanguardia, individuos que parecían profesar nobles ideales
cometían vilezas, traicionaban a camaradas y amigos en pos del bienestar
personal; la esposa negaba al marido, el hijo espabilado denigraba al padre
caído en desgracia.
No sé si se debe a la lucha por la edificación de una nueva sociedad, una
lucha a veces sangrienta entre enemigos que no escatimaban medios, o bien a
que ha habido necesidad de recuperar en pocos años el tiempo perdido
durante siglos, pero muchos individuos se han desarrollado de manera
unilateral. El autor del libro Un nihilista de nuestro tiempo, que ya he
mencionado, me reprochaba rendir «culto al amor», lo que calificaba de
espíritu pequeñoburgués: «En ciertos casos y en lo que atañe a personas
débiles o poco desarrolladas, las relaciones sexuales aún pueden desempeñar
una función de motor, pero a condición de que el amor se mantenga en su
lugar». Yo recordaba a Petrarca, a Lérmontov, a Heine y tenía la impresión de
que si alguien había «débil o poco desarrollado» era justamente mi acusador,
y aun considerándose comunista, su concepción del amor «mantenido en su
lugar» era una apología pequeñoburguesa.
Me han tachado de escéptico, cínico y nihilista, pero ¿lo soy? Echo la vista
a mi pasado. Es verdad, he querido entender muchas cosas, comprobarlas por
mí mismo, y me he equivocado más de una vez. Pero siempre he tenido la
firme convicción de que, por más que me dolieran o indignaran tales o cuales
cosas, nunca me apartaría del pueblo que había sido el primero en decidir
poner fin al mundo, tan odiado por mí, del egoísmo, de la hipocresía, del
orgullo racial o nacional. Creo que un escéptico se habría pasado toda su vida
en un rincón neutral, con una sonrisa amarga en los labios, y un cínico habría
escrito lo que complace a los críticos más melindrosos.
En cierta ocasión Sartre me dijo que el determinismo es un error, pues el
hombre siempre posee libertad de elección. Mientras reflexiono ahora en el
camino por él recorrido, me doy cuenta una vez más de lo ligada que está
nuestra elección a las circunstancias históricas, al medio, al sentimiento de
responsabilidad hacia los otros, a la atmósfera social que amplifica
artificialmente la voz de un hombre o bien, por el contrario, la ahoga,
modificando todas las proporciones.
Hay épocas en las que después de elegir un lugar «por encima de la
lucha», es posible continuar amando al prójimo, a la humanidad; pero se dan
otras en que los espíritus independientes se transforman en cínicos y el tonel
de Diógenes se convierte en una torre de marfil. No hay nada que hacer, el
hombre no elige su época.
¿En qué tenían razón los críticos? Pues en que me veo arrastrado por mi
propia naturaleza para ver no sólo el lado bueno de las cosas, sino también el
malo. También tienen razón al afirmar que me inclino hacia la ironía; cuanto
más conmovido y emocionado estoy, más aceradas son mis púas y espinas. Es
un fenómeno bastante extendido, incluso tuvo en su tiempo un término literario:
«Ironía romántica».
En mis primeros libros predominaba la sátira; a menudo irrumpían en
escena aprovechados, pequeñoburgueses hoscos, hipócritas.
Luego caí en la cuenta de que, muy a menudo, lo bueno y lo malo cohabitan
en un mismo individuo. Escribí entonces El segundo día. Pero no me
cambiaron la etiqueta. A. N. Afinoguénov, a quien conocí en la década de
1930, anotó en su diario: «Ehrenburg tiene una visión escéptica de todo cuanto
ocurre». Esto fue escrito por una mano amiga, pero en la observación latía la
inercia de una celebridad consolidada. Además, ¿para qué hablar de lo que se
decía hace un cuarto de siglo? En 1953 escribí El deshielo; el título mismo
indicaba ya la confianza que el autor depositaba en la época y en las personas;
pero a los críticos les indignó que yo mostrara a un director de fábrica como
un hombre insensible y malvado.
Hay escritores que no ven más que cosas buenas a su alrededor. Esto nada
tiene que ver con la bondad personal del autor. A mi modo de ver, Chéjov en
la vida era más suave, indulgente y bondadoso que Tolstói. Pero Chéjov, con
mucha razón, escribió: «Por las noches me despierto y leo Guerra y paz. Al
leer ese libro lo hago con tanta curiosidad y tanto asombro ingenuo que
siempre parece la primera vez. Es extraordinariamente bueno. Lo único que no
me gusta son los pasajes en que aparece Napoleón. En cuanto entra en escena,
se percibe algo forzado y toda suerte de ardides para demostrar que era más
tonto de lo que en realidad fue. Todo cuanto hacen y dicen Pierre, el príncipe
Andréi o el insignificante Nikolái Rostov es bueno, inteligente, natural y
conmovedor». Tolstói hizo de Nikolái Rostov un hombre encantador, pero no
supo describir a Napoleón. Por lo que respecta a Chéjov, supo mostrar muy
bien a las personas que ultrajan a otras, pero, en sus cuentos, los ofendidos
tampoco son ángeles ni mucho menos.
Qué es más necesario para los hombres, ¿revelar los vicios, los defectos,
las lacras de la sociedad, o afirmar la generosidad, la belleza y la armonía? A
mi modo de ver, es una pregunta inútil: los hombres lo necesitan todo. En un
mismo período vivieron Derzhavin y Fonvizin. La oda «¡Verbo de los tiempos!
¡Sonido del metal!» ha permanecido, pero también El menor. No ha existido
nunca, no existe y pienso que no existirá jamás una sociedad carente de vicios.
El deber de un escritor, si en verdad siente vocación por ello, es hablar de
esos vicios sin temor a que alguien le endose la etiqueta de escéptico o de
cínico.
Tengo en gran estima a Belinski por su pasión civil, su amor al arte y su
profunda honestidad. Muchas veces me acuerdo de estas palabras suyas:
«Cuando en una novela encontramos bien logrados únicamente los tipos
canallescos y los personajes honestos están mal conseguidos, se pone en
evidencia que el autor no ha estado a la altura de su trabajo, se ha salido de
los medios de que dispone, de los límites de su talento y, por consiguiente, ha
pecado contra las leyes fundamentales del arte, es decir, ha inventado y ha
aplicado la retórica allí donde tenía que crear; o bien es una señal evidente de
que, sin necesidad alguna, en contra del sentido profundo de la obra, obediente
sólo a las exigencias externas de la moral, el autor ha introducido en la novela
tales personajes y, por consiguiente, ha pecado de nuevo contra las leyes
fundamentales del arte».
A veces he pecado contra las leyes del arte; otras, simplemente me he
equivocado al juzgar los acontecimientos y a los individuos. Pero de una cosa
no se me puede acusar: de indiferencia.
Mis razonamientos pueden parecer simple polémica literaria, pues he
hablado de confesión y no hago más que citar a Belinski, a Tolstói, a
Turguéniev, a Chéjov. Pero tenía que hablar de los ojos y del corazón, y de la
fidelidad a la propia época, fidelidad que se paga con noches de insomnio y
con libros fallidos. Sin este capítulo, no habría sabido proseguir mi relato.
7

He dicho que mi generación puede contar con los dedos de la mano los años
de relativa calma; a estos años pertenece la época a la que ahora me voy a
referir.
En otoño de 1923 todos tenían la impresión de que Alemania se hallaba al
borde de la guerra civil. Había tiroteos en Hamburgo, en Berlín, en Dresde, en
Erfurt. Se hablaba de «centurias proletarias» comunistas, de la «negra
Reichswehr» de los fascistas. El canciller Stresemann apelaba al patriotismo.
El general Seeckt comprobaba si los artilleros disponían de suficiente
munición. Los corresponsales extranjeros no se separaban del teléfono. La
tempestad parecía inevitable. Sonaban los débiles retumbos de unos truenos.
Sin embargo, no sucedió nada. Los obreros estaban descorazonados,
exhaustos. Todo se confundía en las cabezas de los pequeñoburgueses; ya no
creían en nadie; odiaban a Stinnes y a los franceses; temían a los guardianes
del orden público, pero al mismo tiempo soñaban con un orden sólido y
duradero. Los socialdemócratas se jactaban de su organización ejemplar. Los
sindicatos cobraban puntualmente las cuotas de sus afiliados. Pero faltaba
decisión… El canciller ordenó disolver los gobiernos obreros de Sajonia y
Turingia. Vi unas octavillas con un llamamiento a la rebelión; la gente las leía
y se iba en silencio a trabajar.
Munich era considerado el cuartel general de los fascistas. El
archiconocido general Ludendorff y el aún poco menos que desconocido Hitler
trataban de hacerse con el poder. Este ensayo general de la tragedia ha pasado
a la historia con el título —más propio de un sainete— de «el putsch de la
cervecería».
Los berlineses lanzaban unas miradas indiferentes a los telegramas de
Múnich: otro golpe más, el capitán Roehm, un tal Hitler… Se acercaba la
época del «plan Dawes», de la diplomacia astuta de Stresemann y de una
súbita abundancia después de diez años de lúgubre miseria. Los periódicos
pasaron a ocuparse de homicidios sensacionales y de las andanzas de las
estrellas de cine.
Las fábricas no daban abasto con el cumplimiento de los pedidos. Las
tiendas medio vacías comenzaron a llenarse de compradores. Los personajes
del pintor Grosz bebían champán francés en los restaurantes de la
Kurfürstendamm para brindar «por la nueva era».
Se ha escrito mucho sobre el paso de la economía de guerra a la de paz.
Para el hombre corriente, no es menos difícil pasar de una vida saturada de
acontecimientos históricos a la vida rutinaria. Viví dos años en Berlín con la
continua sensación de que iba a desencadenarse una tempestad y de pronto
percibí que el viento había amainado. Confieso que me desconcerté: no estaba
preparado para la vida en tiempos de paz.
La Casa de las Artes había cerrado hacía tiempo. Se fueron a pique las
editoriales efímeras. Los escritores rusos se dispersaron: Gorki se fue a
Sorrento; Tolstói y Andréi Bieli, a la Rusia Soviética; Tsvietáieva, a Praga;
Rémizov y Jodasévich, a París.
Partieron también de Berlín los especuladores extranjeros: el marco se
recuperaba. Los periódicos decían que el nuevo presidente estadounidense
lograría que los franceses abandonaran el Ruhr; empezaba la rehabilitación de
Alemania. Algunos alemanes disfrutaban francamente de aquella calma; otros
decían que era preciso prepararse para la revancha: los ocupados no
abandonaban el sueño de volver a ser ocupantes. Con todo, la aguja del
barómetro seguía subiendo; la gente no pensaba en la próxima guerra, sino en
las próximas vacaciones.
Yo escribía mucho y tal vez, en aquellos meses (como en tantas ocasiones),
me salvara mi oficio. Ignoro si éste es un menester «sagrado» o sencillamente
muy difícil; no me refiero ahora a las invenciones, a la fantasía, sino sólo al
sudor. Un poco más arriba he indicado: escribí tantos libros (seguía la lista de
los títulos); detrás de ellos estaban, ante todo, las horas de trabajo, las páginas
rotas, las líneas reescritas diez veces, las noches de insomnio; en una palabra,
todo cuanto conoce cualquier escritor. Había días que me enojaba tanto
conmigo mismo que estuve a punto de renunciar a mi oficio de escritor; pero
luego me sentaba otra vez frente a una hoja de papel, pues estaba ya
enfrascado en este quehacer, era tarde para conjeturar si tenía o no facultades.
Concluí y envié a Petrogrado la novela sentimental El amor de Juana Ney,
mi tributo al romanticismo de los años de la revolución, a Dickens, a la
afición por el aspecto argumental de las novelas y a mi deseo (ya no literario)
de escribir no sólo sobre el trust que se dedicaba a destruir Europa, sino
también sobre el amor.
Paseando por las largas calles de Berlín, sorprendentemente parecidas
entre sí, a veces componía versos que luego no publicaba. He aquí una de las
poesías escritas en aquel tiempo: «Morir azotado por un escalofrío de fuego,
con las mejillas oliendo a humo, que el tren correo musite “anda, cálmate,
sosiégate, silencio”, arrullando cual nodriza a mi corazón ventoso; morir sin ti,
para estrechar la correa de la ventanilla en lugar de tus manos, sin un
“quédate”, y al morir, pensar en ti, en la erupción de las estrellas, en la fiebre
de las estaciones. Morir comprendiendo que el alboroto, el té, el camarero del
ambigú, la rosa de papel sobre la albóndiga, todo eso es la muerte, y que a tu
“adiós” ya no me está permitido responder». La forma parece tomada de
Pasternak, pero el contenido es mío: yo seguía trabajando, fuera de mí y, por
supuesto, ironizando, pero la procesión iba por dentro.
(En una vieja novela, Mauriac dice: «Hasta el sufrimiento es un lujo». Sí,
muy a menudo nos ha tocado vivir años en los que la gente no ha podido
permitirse el lujo de estar triste, de sufrir por agravios del corazón, por un
amor no correspondido o por la soledad).
Se cruzaban en mi camino graves burgueses, mujeres emperifolladas,
funcionarios, escolares. Los taxis, aparcados ante las puertas de las
salchicherías, esperaban a sus dueñas bostezando de aburrimiento.
Abandoné Berlín sin pesar. Era mucho más difícil despedirme para
siempre de algunas ilusiones que habitaban mi corazón de «nihilista»…
Nos mofábamos del romanticismo, pero éramos en realidad unos
románticos. Nos quejábamos de que los acontecimientos se desarrollaran con
demasiada rapidez, de no poder meditar, concentrarnos, entender lo ocurrido;
pero en cuanto la historia aminoró el ritmo, nos pusimos lúgubres: no
podíamos adaptarnos a otro ritmo. Yo escribía novelas satíricas, me tenían por
un pesimista, pero en el fondo de mi corazón esperaba que antes de diez años
Europa entera cambiase de aspecto. Y, no obstante, el viejo mundo, que yo
había enterrado ya en mis pensamientos, resucitaba de pronto, aumentaba de
volumen y esbozaba una sonrisa.
Se iniciaba una época que nuestros historiadores califican de
«estabilización provisional del capitalismo». Es posible que, al leer esta parte
de mi libro, los lectores piensen: «Las partes anteriores eran más interesantes,
se observa un descenso de la calidad». Estoy conforme, un entreacto no es un
espectáculo, y el año 1924 no era ni 1914 ni 1919.
En los años de descanso, los escritores entendieron que podían escribir;
fue precisamente entonces cuando Hemingway escribió sus magníficas
novelas, Bábel su Caballería roja, Maiakovski su Acerca de esto, Martin du
Gard Los Thibault, Tsvietáieva sus poemas, Thomas Mann La montaña
mágica, Aragon El campesino de París, Fadéiev La derrota y muchas otras
obras espléndidas. Pero es muy difícil hablar de unos años en los que no había
movilizaciones, ni combates, ni campos de concentración, hablar de los años
en que la gente moría en sus camas y describirlos de una manera que resulte
interesante. Flaubert soñaba con escribir una novela sin argumento, pero no
llegó a escribirla; es evidente que incluso las narraciones pacíficas requieren
de ciertos acontecimientos. Por lo demás, el lector puede estar tranquilo: la
tregua duró poco.
8

En septiembre de 1923, si no recuerdo mal, llegó a Berlín, procedente de


Praga, un amigo de Maiakovski y de E. Triolet, el pelirrojo Romka, es decir,
el lingüista Roman Jakobson, que trabajaba en la representación comercial
soviética. En un poema que figura en todas las antologías, Maiakovski
recordaba cómo el correo diplomático Nette, «mirando con el rabillo del ojo
los sellos de lacre, no cesaba de parlotear de Romka Jakobson y sudaba
cómicamente aprendiendo los versos». Roman era de tez sonrosada, de ojos
azules, uno de ellos bizco; bebía mucho, pero siempre mantenía lúcida la
cabeza y, sólo después del décimo vasito, comenzaba a equivocarse de botón
al abrocharse la chaqueta. Lo que más me impresionó de él fue su vasta
cultura: la estructura de los versos de Jlébnikov, la vieja literatura checa, la
poesía de Rimbaud, las intrigas de Curzon o de MacDonald. A veces daba
rienda suelta a su fantasía, pero si alguien lo tomaba en serio, respondía con
una sonrisa: «Sólo era una hipótesis».
Roman Jakobson se dio a la tarea de convencerme de que debía viajar a
Praga. Me hablaba de las casas de estilo barroco, de los poetas jóvenes e
incluso de los embutidos de Moravia (a Roman le encantaba comer bien y
empezaba a echar barriga, aunque todavía era muy joven).
Llegué a Praga a finales de año. Los jóvenes poetas me recibieron
amistosamente, me preguntaron por Maiakovski, Meyerhold, Pasternak, Tatlin:
yo era el primer escritor soviético que veían. (De ello habla Nezval en sus
memorias, publicadas póstumamente).
František Kubka, al hablar de sus encuentros con escritores y pintores
soviéticos, escribe que me veía a menudo en Praga y que no recuerda a qué
encuentro corresponde tal o cual conversación. Tampoco yo puedo recordar
cuándo me encontré por primera vez con muchos de mis amigos de Praga, en
1923 o más tarde, pero recuerdo muy bien una de las primeras veladas en
aquella ciudad, cuando Roman Jakobson me condujo al café Narodna
Kavarnia, frecuentado por los miembros del Devĕtsil, el nombre que recibía el
grupo de partidarios checos del arte de izquierdas. En un sofá, tras una larga
mesa estaban sentados los poetas Vitězslav Nezval, Jaroslav Seifert, el
prosista Vladislav Vančura y el teórico del Devĕtsil, el crítico Karel Teige.
Había, además, unos jóvenes pintores, pero no recuerdo quiénes en concreto.
Nezval bebía slivovica (licor de ciruelas) y lanzaba gritos de entusiasmo.
Luego Vančura se fue a su casa y nosotros comenzamos a ir de café en café. Al
despuntar el alba, nos encontramos en una hostería fría y desierta donde había
que tomar, según la costumbre local, una sopa de tripas.
En presencia de Nezval era difícil reparar en alguien más, pues no sólo
llenaba el local, sino Praga entera. Gritaba con aire inspirado, saltaba a la
mesa para recitar versos, nos abrazaba a todos, uno a uno, y no dejaba de
agitar sus manos cortas y anchas, que parecían aletas. Por lo demás, todo él
parecía un león marino. Su aspecto era tan original que el pintor Adolf
Hoffmeister lo dibujaba como dibujan los niños un árbol o una casita, con
unos cuantos trazos, sin mirar el original, en un instante, y todos los retratos se
distinguían por su sorprendente semejanza. Una noche, en una calle tranquila
del viejo barrio de Mala Strana, Nezval se puso a declamar poesías a voz en
cuello. Un guardia le rogó que no despertara a los vecinos. Nezval continuó
gritando. Resultó que no llevaba consigo el documento de identidad, pero
después de hurgar en el bolsillo, sacó un trozo de periódico arrugado con una
caricatura de Hoffmeister y dijo en tono condescendiente, mostrándoselo al
policía: «Nezval, poeta».
La fuerza de su poesía reside ante todo en su carácter espontáneo, en su
ingenuidad. Se suele decir: «Es ingenuo como un niño». Ya he sostenido que
François Villon, considerado como un simple compositor de baladas y rondós,
era en realidad un maestro habilísimo. Nezval poseía una elevada cultura
poética, amaba a los románticos checos, a Novalis, Baudelaire, Rimbaud,
Guillaume Apollinaire, Maiakovski, Pasternak, Éluard, Breton, Tuwim. No
dejó de cultivar ni una sola de las formas poéticas, desde el soneto hasta el
verso concatenado únicamente por el ritmo interior, desde las formas clásicas
hasta el surrealismo, y como él amaba la resistencia del material, siempre
salía victorioso. No era ingenuo como un niño, sino como un ruiseñor, como
las anémonas, como una lluvia veraniega. A cada hora descubría el mundo; se
acercaba a la naturaleza, a los sentimientos humanos, incluso a los objetos de
uso corriente, como si antes no hubiese habido milenios de civilización. Era
novedoso no porque deseara ser innovador, sino porque todo lo veía y sentía
de manera nueva: «Rosadas telas expuestas bajo el cielo en medio de un llano.
Allí, tejados de arcilla cocida: es Milán visto desde las alturas. El alba estalló
en añicos. ¡Sol, pequeño sol, zámpate las empanadillas!».
La poesía era su elemento, como el agua para el pez; si se separaba de ella
aunque sólo fuera un día, se ahogaba. Amaba a los poetas, sentía con todos
ellos un vínculo de parentesco: desde la lejana amistad con Breton y Éluard
hasta los postreros encuentros con Nâzim Hikmet, se apasionaba al descubrir a
otros poetas. Un día me pidió que le leyera algunos versos de Leonid
Martínov, y se admiraba abrazando el aire con sus aletas. Tenía un rostro lleno
de bondad, que no engañaba. En la última etapa de su vida escribió un libro de
memorias. Me decía que no era fácil para él: sabía cuánto habían cambiado
las cosas en el mundo, pero no quería traicionar a sus amigos de juventud. No
traicionó a nadie, escribía con coraje y ternura. Creo que supo hacerlo
justamente porque era poeta. (Me acuerdo de las palabras sencillas y sabias
de Pasternak: un hombre malo no puede ser buen poeta).
Nezval escribía con frecuencia en verso sobre la poesía: «¡Sed estrictos y
maravillosos! ¡En buena hora! Lluvia de estrellas de lágrimas, juramentos de
ojos de mujer, y el amor en las montañas, donde cientos de estrellas caen,
desde los nidos, directamente a las manos. ¡Hasta la vista! ¡Hasta la vista!
¡Así sea! Daré cuerda de nuevo al despertador. Hay tanta gente alrededor: aquí
tienes, amigo, la poesía».
Cuando conocí a Nezval, él tenía veintitrés años. Transcurrió el tiempo.
Los críticos, cumpliendo su oficio, le reprocharon que se alejara de la
revolución, que se volviera formalista y, peor aún, que se enamorase del
surrealismo, que se apartara de la poesía, que se dedicase a la política, que
fuese demasiado complicado o demasiado sencillo, que no llegara a poseer
suficiente técnica, que no tuviera nada que decir. Pero Nezval era el de
siempre. No he conocido a otro hombre que haya sabido resistir tan
encarnizadamente a los correctivos de los años.
De joven escribió que se consagraría a la revolución. Entendía que la
justicia y la belleza son hermanas, algo que ni poetas ni dogmáticos han
querido comprender. Pero Nezval continuaba siendo el mismo de antes. Su
ingenuidad puede resultar sorprendente: en 1934 se dirigió al Comité Central
del Partido Comunista de Checoslovaquia intentando demostrar que el
surrealismo, que entonces le apasionaba, era totalmente compatible con el
materialismo histórico. Mucho más tarde, al final de su vida, no se burló del
pasado, ni renegó de sus amigos de antaño aunque sus caminos hubieran
divergido. En 1920, cuando muchos amigos checos abandonaron el
comunismo, Nezval se negó a seguir su ejemplo. Veinte años más tarde no
quiso renunciar a lo que consideraba arte.
Para él, la revolución no era una abstracción política, sino la esencia de la
vida. También en al ámbito artístico amaba apasionadamente todo cuanto
rompía con los cánones del pasado. Yo conocía a sus amigos, al audaz director
de escena Emil Burian, que se inspiraba por aquel entonces en Meyerhold, a
los pintores Šíma, Filla, al joven Slavíček, a Štyrský, a Toyen. Cuando, en las
postrimerías de la década de 1940, los calificaron de «formalistas», Nezval
no pudo admitirlo. Un día me dijo: «¿Por qué uno no tiene cabeza, a otro le
falta corazón, el tercero tiene corazón y cabeza pero carece de ojos: no ve la
pintura y a pesar de todo no vacila en juzgar a los pintores?». Más de una vez
la época le dijo: «Elige: o lo uno o lo otro». Él no lo aceptaba: sus horizontes
eran muy extensos para ser enmarcados. Sus versos, como ríos desbordados,
no conocían orillas y su bondad desarmaba a todo el mundo.
En los últimos años de la década de 1940 trabajó para el cine, pero
incluso como empleado supo hallar poesía colaborando con las películas de
Trnka.[1] Vimos juntos El ruiseñor, inspirada en la fábula de Andersen. El
juguete mecánico no podía reemplazar al pájaro vivo. Nezval se alegraba:
«Ahora los tiempos son pésimos para la pintura… Pero aquí tienes a Trnka…
Puedes echar el arte por la puerta, que entrará por la ventana».
Era un enamorado de los árboles de Moravia y de la nueva arquitectura de
Praga; le agradaban los paisajes impresionistas de Slavíček, a quien dedicó un
libro, las películas de Chaplin, las buhardillas de París y las conversaciones
con el corazón en la mano. Cuando escribió La canción de la paz, se
emocionaron hasta los críticos más rígidos. No obstante, Nezval siempre había
escrito sobre la paz…
Hace mucho tiempo, en la década de 1920, cuando paseábamos por las
calles de Praga, le dije que me habían hecho comprensible muchas cosas los
profundos patios de la ciudad vieja, donde los niños juegan, las viejas
parlotean, donde hay cafés sumidos en la oscuridad, aquellos en que Svejk
contaba sus historietas ingeniosas. Nezval se acordó de nuestra conversación
en 1951 y escribió que no sólo conozco Praga por Hradcany o la plaza
Venceslav, sino que soy un enamorado de sus patios. Él los conocía todos,
sabía todos sus rincones. Nezval y yo nos hemos visto también en París y en
Moscú, pero, al pensar en él, lo veo siempre en el paseo a lo largo del
Moldava o en una callejuela íntima, cerca de Stare Mesto. Consagró a su
entrañable ciudad muchos versos magníficos y uno de sus libros se titula
Praga con los dedos de la lluvia.
Al ver a una mujer que se había ahogado en el Moldava, se acordó
enseguida de una máscara que había visto en París y escribió el poema «La
desconocida del Sena». Le había impresionado la sonrisa mortuoria de la
ahogada. «¡Muerte desconocida! Somos los desdichados del destino. ¿Acaso
la muerte nos abrirá jardines estrellados?».
Un sueño frágil y al mismo tiempo carnal, auténtico, atravesó toda la vida
de Nezval. No sé dónde leí que fue el último de los románticos; no, la palabra
último no es apropiada para él, Nezval fue siempre y en todo un pionero.
Me acuerdo ahora de una vieja poesía suya del libro Mujer en número
plural. El poeta avanza por una ciudad ignota, por delante de un edificio
grande, en el que, sin duda alguna, hay un museo de pájaros disecados; las
calles están vacías, en un rincón ve a una mujer con prendas de excesivo
abrigo para un día veraniego y un sombrero que le oculta la mitad del rostro;
la mujer cree haber conocido ya a Nezval, y Nezval también tiene la impresión
de conocerla; pero la ciudad le resulta extraña, aunque también conocida, es
una ciudad que detesta. Llegan hasta un edificio, suben al tercer piso, la mujer
se sienta sin quitarse el sombrero, y Nezval le dice: «Usted no existe. Usted
está aquí. Toda la vida he escrito para usted». Pero la mujer vuelve a
desaparecer. Él camina de nuevo por las calles, buscando. Parece ella… «La
siento próxima, como la muerte».
No estoy escribiendo un libro de poesías, sino de memorias. Por esto
justamente he tenido que hablar de los versos de Nezval, que penetraron en los
días de mi vida.
No hace mucho, Hoffmeister y yo nos acordábamos del pasado; de algunos
de nuestros amigos en común, asiduos de los cafés de Praga —Metro, Slavia y
otros—, pocos quedan ya con vida. A Vančura, dulce pero testarudo, lo
fusilaron los alemanes. De los poetas, el primero que murió fue Halas, en
1949. Se cercenaron las vidas de Biebl y Teige, de modo trágico. Ya en la
década de 1930 se había quitado la vida el arquitecto Feuerstein, que hacía
decorados para las obras de Nezval. Murió el pintor Filla.
Nezval pensaba en la muerte desde hacía mucho tiempo. En un poema de
1935 decía que las personas que tratan de desentenderse de la muerte «tienen
el rostro liláceo y las uñas clavadas en las palmas de las manos». La muerte le
estaba contraindicada. «Mejor es encorvarse en la vida que erguirse en la
muerte. Mejor es todo el peso de la vida que una muerte leve». Siempre
escribió horóscopos, era un juego para él. Pensaba seriamente en la muerte. En
1955, en unos versos que escribió en el sur de Francia, repetía: «Mar, el agua
se alza; mar, los años para ti no cuentan, ¿qué te importa el dolor? Crece la
hierba, pasa el agua, el hombre quiere vivir, el hombre muere. Pero ¿qué te
importa a ti? Tú eres el mar».
A mí Nezval me parecía el mar, tanta era la vida tumultuosa que había en
él. Poco después del fin de la guerra Nezval nos condujo a Halas y a mí a una
pequeña bodega, donde había hallado botellas de vino añejo ocultas por los
alemanes. Detrás quedaban unos años que equivalían a décadas. Halas se
sentía triste, pero Nezval bullía de alegría; yo me dije: «He aquí uno para
quien los años no cuentan».
Una vez llegué a Praga y encontré a Nezval taciturno. Me dijeron los
amigos que estaba enfermo del corazón, los médicos le habían prohibido la
bebida y el tabaco. Pero dos o tres días después vi de nuevo al Nezval
impetuoso, que agitaba los brazos, se entusiasmaba por las mujeres, bebía
vino, declamaba versos y seguía haciendo horóscopos. Una vez me dijo que su
horóscopo le anunciaba una desdicha. Prefería morir atendiendo no a los datos
del electrocardiograma, sino al mágico mapa de las constelaciones.
Nos encontramos por última vez en el aeropuerto de Praga, en la
primavera de 1958. Yo estaba sentado en el restaurante, mientras esperaba el
avión que tenía que llevarme a Nueva Delhi. De repente vi a Nezval, que
acababa de llegar de Italia en avión. Me dijo, rebosante de entusiasmo:
«¡Italia, qué maravilla!». Luego me abrazó y agregó en voz baja: «Pero estoy
muy mal», y señaló su corazón.
Poco después falleció.
En una de sus mejores obras, en el poema «Edison», escrito en 1931, hay
unas líneas sobre la pasión, la muerte y la inmortalidad: «Que el tesoro no
desaparezca sin dejar rastro. La muerte libra con nosotros un combate
deshonesto, nos encarna a la fuerza para hacernos beber océanos de drogas.
Tú, que tanto te apremiabas hacia los tiempos futuros, serás traicionado por
los siglos. ¿Y puedo acaso permanecer impasible si a cada paso me encuentro
con objetos extraños? Ante mí, un transporte fluvial, moho de las ruedas de
molino. Disculpadme, generaciones futuras. El engranaje de los tiempos nos ha
estrujado entre sus dientes, la fiebre de la guerra nos ha sacudido, la
separación ha agitado su pañuelo para decirnos adiós. Tal vez he puesto a las
almas en delirio, tal vez yo mismo, al apartarme de la aniquilación, os he
salvado a vosotros del hospital de enajenados. ¡Hombres, hombres, no pueden
perderse las palabras nacidas del sufrimiento y la pasión!».
No creo que el futuro historiador sea capaz de entender la época que nos
ha tocado vivir sirviéndose sólo de los periódicos, de las actas de las
sesiones, de los archivos de academias y tribunales. Tendrá que recurrir a la
poesía, y uno de los primeros libros que tomará será un poemario del rebelde
Nezval.
9

Al ver de nuevo Moscú, me quedé asombrado. Es natural, había partido al


extranjero en las últimas semanas del comunismo de guerra. Ahora todo tenía
otro aspecto. Habían desaparecido las cartillas de racionamiento, la gente ya
no tenía que registrarse. El personal de diversas instituciones se había
reducido en gran medida y nadie elaboraba ya proyectos grandiosos. Los
poetas del Proletkult habían dejado de escribir sobre temas cósmicos. El
poeta M. Guerásimov me dijo: «Es justo, pero me da náuseas».
Una mecanógrafa de la TEO —una chica pelirroja a quien llamábamos, no
sé por qué, Cleopatra— había olvidado hacía tiempo el «Octubre en el teatro»
y la voz gutural de Vsévolod Emílievich. Pasaba el día en la calle Petrovka,
junto al Passazh, vendiendo sostenes.
Los viejos obreros y los ingenieros a duras penas lograban restablecer la
producción. Iban apareciendo mercancías. Los campesinos comenzaban a
llevar productos a los mercados. Los moscovitas ya se llenaban el buche y
estaban más animados. Me alegraba a la vez que me entristecía. Los
periódicos hablaban de las «muecas de la NEP». Desde el punto de vista de un
político o de un productor, la nueva línea era correcta; ahora sabemos que dio
justamente lo que debía dar. Pero el corazón tiene también sus motivos y a mí
la NEP me parecía a menudo una mueca siniestra.
Recuerdo que, al llegar a Moscú, me quedé petrificado ante una gran
tienda de comestibles. ¡La de cosas que había allí! Lo más convincente era el
letrero; «Estomak» [estómago]. La panza no sólo había sido rehabilitada, sino
ensalzada también. En un café situado en la esquina de las calles Petrovka y
Stoléshnikov me hizo reír un cartel: «Aquí vienen niños a tomar crema de
leche». Niños no vi, pero había muchos clientes y, por lo visto, engordaban a
ojos vistas.
Se había abierto gran cantidad de restaurantes: ahí estaban el Praga, el
Ermitage, más allá el Lisboa, el Bar. Los camareros vestían frac (no llegué a
comprender si les habían hecho unos fracs nuevos o si habían guardado en los
baúles los de antes de la revolución). En cada esquina, cervecerías ruidosas,
con foxtrots, coros rusos, zíngaros, balalaicas o, simplemente, puñetazos. La
gente bebía cerveza y oporto para embriagarse con mayor rapidez; tomaban de
aperitivo guisantes o pescado seco, gritaban y ponían en funcionamiento sus
puños.
Junto a los restaurantes aguardaban coches de lujo a la espera de quienes
se iban de juerga y, como en los viejos tiempos de mi infancia, los cocheros
decían: «¿Adónde le llevo, Excelencia?».
Allí mismo era posible ver a mendigos y niños abandonados que alargaban
la mano pidiendo con voz quejumbrosa: «Sólo un kopek». No había kopeks,
sólo había millones («limones») y chervontsi (billetes de diez rublos)
nuevecitos. En el casino se perdían millones en una noche: las comisiones de
los agentes de cambio, de los especuladores o de los ladrones comunes.
En Sujarevka oí varias canciones que seguramente explicarán al lector,
mejor que mis descripciones, las «muecas de la NEP». Había una cancioncilla
filosófica: «Pollo asado, pollo escaldado, los pollos también quieren vivir…
No soy soviético, no soy cadete, soy sólo el comisario de los pollos. No he
hurtado, no he fusilado, sólo he picoteado unos granitos». Estaba la canción de
una vendedora de rosquillas: «Mi padre es un borracho, se le va la mano al
vaso, miente y presume; mi hermano es un ladrón, mi hermana una ramera
perdida sin solución, y mi madre es fumadora, ¡qué deshonor!». Y se cantaba
otra canción de bandidos, llegada de Odesa, al parecer: «Camarada,
camarada, me duelen las heridas… Camarada, camarada, ¿para qué hemos
luchado, para qué derramamos nuestra sangre? Los burgueses se van de juerga,
los burgueses se divierten».
Encontré a una zíngara que antes de la revolución cantaba en un
restaurante. En 1920, cada día se presentaba ante Meyerhold, quería que la
inscribiera en las listas de racionamiento. Vsévolod Emílievich la dirigió a la
sección de música del Comisariado de Instrucción Pública. Entre sonrisas me
contaba: «Anduve cuatro años de aquí para allá. Ahora me he establecido:
canto en el Lisboa».
Una actriz, conocida mía, me invitó a su casa. No sé cómo habría logrado
conservar todo un piso en un hotelito cerca de la calle Kropótkinskaia. Había
muchos invitados, bailaban el foxtrot con solemnidad, como cumpliendo un
rito. A medianoche, llegó un joven con una ceñida chaqueta de color rojo claro
y empezó a explicar en tono condescendiente: «En Moscú no saben distinguir
el foxtrot del onestep». Había regresado hacía poco de un viaje en misión
oficial a Leipzig y había visto cómo bailaban. Todos le escuchaban con
atención. Pusieron en marcha el gramófono y sonaron las mismas cancioncitas
que en los dancings de París y de Berlín: ¿Le gustan las bananas?, Busco a
mi Titina. La actriz me contó que el joven que había ido a Leipzig había
estudiado con ella en una escuela teatral y que en la actualidad trabajaba en
Comercio Exterior. «Probablemente no tarden en meterlo en la cárcel, roba
demasiado».
Los burgueses conocen la abundancia desde la niñez, están habituados a
gastar dinero. La vieja burguesía se había dispersado por el mundo; en el
extranjero, algunos lo pasaron mal; el brusco paso de la riqueza y del ocio a la
necesidad, al trabajo manual, llevaba a la gente a la desesperación, al
suicidio, al crimen. El origen social de los nepman era muy diverso. Un ex
abogado, después de trabajar dos años en el Comisariado de Justicia, empezó
a vender billetes de coche-cama. Yo conocía a un poeta que en 1921 leía
versos semifuturistas en el café Dominó y en aquel momento se dedicaba a la
reventa de perfumes franceses y coñac estonio. Procesaron a un viejo obrero
de la fábrica Guzhon, ex combatiente de la guerra civil, por haber robado un
vagón con género textil; fue arrestado por casualidad: se emborrachó en un
restaurante y rompió un espejo; le encontraron ocho millones encima. Por
supuesto, no parecía un burgués de casta, como tampoco se asemejaba a un
proletario aquel teniente, antaño hijo de una rica propietaria de inmuebles, a
quien la necesidad obligó a trabajar en una fábrica de París. Los nepman, a
quienes se les subían a la cabeza los millones, hacían grandes extravagancias,
montaban escándalos y no tardaban en hundirse. Pocos ahorraban para los
malos tiempos: la gente no creía ni en la longevidad de la NEP ni en los
billetes de banco. La frontera entre ganancia lícita y especulación castigada
era muy fina. De vez en cuando, la policía detenía a unas decenas o a
centenares de los negociantes más emprendedores; eso se denominaba «quitar
espuma a la NEP». El cocinero sabe bien cuándo ha de espumar la sopa de
pescado, pero es dudoso que todos los nepman comprendiesen quién era la
espuma y quién el pescado menudo. La incertidumbre en el día de mañana
daba un carácter particular a los entretenimientos de la nueva burguesía. El
Moscú que Yesenin denominaba «tabernario» alborotaba de un modo
patológico; hacía pensar en una mezcla de la fiebre del oro californiana del
siglo pasado y una moral dostoievskiana devaluada.
Junto a este Moscú había otro. El antiguo Metropol continuaba siendo la
segunda casa de los soviets; en ella vivían individuos que ocupaban cargos de
responsabilidad; se alimentaban a base de modestas albóndigas en el comedor
y continuaban trabajando catorce horas al día.
Ingenieros y médicos, maestros y agrónomos, si no con el ardor romántico
de antaño, al menos con la misma tenacidad, reconstruían el país arruinado por
la guerra civil, el bloqueo y los años de sequía. Como antes, seguía siendo
difícil asistir a las conferencias del Museo Politécnico; en las librerías los
libros se agotaban enseguida: se reemprendía el asalto a la cultura.
En el año 1924 escribí: «No sé qué saldrá de esta juventud, si
constructores del comunismo o especialistas americanizados, pero a mí me
gusta esta nueva generación, heroica e impertinente, capaz de estudiar con
sobriedad y de sobrellevar el hambre con coraje, no como en las obras de
Leonid Andréiev, sino en carne propia, capaz de pasar de las ametralladoras a
los manuales autodidactas y, a la inversa, una generación que ríe a carcajadas
en el circo y que es terrible en la tristeza, una generación sin lágrimas, curtida,
ajena a los romances pasionales y al arte, consagrada a las ciencias exactas, al
deporte y al cine. Su romanticismo no consiste en forjar mitos sobre el otro
mundo, sino que reside en el atrevido intento de construir mitos reales y en
serie en las fábricas; este romanticismo, justificado por Octubre, está
cimentado por la sangre de siete años de revolución». (En estas frases, por
supuesto, se percibe mi pasión de antaño por el constructivismo. No obstante,
creo haber resaltado fielmente algunos de los típicos rasgos de los jóvenes de
aquellos años). Y agregaba: «Está muy bien que sean capaces de tener una
actitud crítica con respecto a los hechos. Cuando alguien asiente a las
afirmaciones de un conferenciante, quienquiera que sea, se ríen de él y le
llaman sisí, por decir sí al conferenciante».
Los estudiantes de las facultades obreras, a los que he aludido ya en este
libro, eran personas nacidas en los primeros años de nuestro siglo. Yo tenía
sólo diez o doce años más que ellos, pero la divergencia entre ambas
generaciones era muy acusada. Mis contemporáneos eran Maiakovski,
Pasternak, Tsvietáieva, Fedin, Mandelstam, Paustovski, Bábel, Tiniánov.
Nuestra juventud se había desarrollado antes de la revolución. Recordábamos
muchas cosas; a veces esto era un estorbo; otras, una ayuda. Los estudiantes de
1924 habían visto la revolución con ojos de adolescentes, se habían formado
durante la guerra civil y la NEP. Es la generación de Fadéiev, de Svetlov, de
Kaverin y de Zabolotski, de Evgueni Petrov y de Lugovski, una generación que
empezó pronto a contar bajas entre sus filas. Los que han sobrevivido están
jubilados, tienen tiempo para examinar aquella asignatura que Victor Hugo
llamaba «el arte de ser abuelo»; y he notado que los jóvenes encuentran más
fácilmente un lenguaje común con ellos que con sus padres.
La nieve lo cubre todo con un manto blanco compasivo. Cuando llega el
primer deshielo, la tierra se desnuda. En los años de la NEP nos conmovía, y a
veces nos desesperaba, la vitalidad de la pequeña burguesía; aún éramos
ingenuos y no sabíamos que es mucho más difícil transformar al hombre que la
estructura del Estado.
Maiakovski escribía ya en 1921, durante la luna de miel de la NEP: «Los
hilos de la pequeña burguesía enredan la revolución. El modo de vida
pequeñoburgués es más peligroso que Wrangel. Rápido, torced la cabeza a los
canarios, para que el comunismo no sea vencido por ellos».
Él hablaba de los burócratas que se «habían instalado en todas las
administraciones; con sus traseros encallecidos tras pasarse cinco años
sentados, sólidos como lavabos». Al volver a leer estos versos, no puedo
evitar una sonrisa. Las oficinas y los dormitorios siguen siendo los mismos, y
sus traseros se han vuelto más resistentes.
En Moscú no tenía habitación y me dieron cobijo en la comisión central
para la mejora de las condiciones de vida de los científicos (TSEKUBU), en
la calle Kropótkinskaia. Allí iban los viejos científicos y se ponían a
conversar o bien suspiraban en silencio: les resultaba difícil comprender lo
que estaba pasando.
En aquellos años también suspiraban muchos poetas. Pero, como no lo
hacían en la cantina del TSEKUBU, sino en las páginas de las revistas, los
reñían por sus suspiros: la sonrisa se consideraba un certificado de firmeza
política. Se publicaba la revista Na postú; su título parecía romántico, pero en
realidad el guardia era más un policía que un combatiente. Los napostovtsi
injuriaban a todo el mundo: A. Tolstói y Maiakovski, Vsévolod Ivánov y
Yesenin, Ajmátova y Veresáiev. Pero los poetas continuaban suspirando.
Aséiev escribió un triste poema de amor titulado «La retirada lírica», y los
napostovtsi, muy contentos, citaban las siguientes líneas fuera de su contexto:
«¿Cómo llegaré a ser tu poeta, tribu comunista, si se pinta de color alazán tu
época y no de rojo?».
Fui a ver a Maiakovski. Como siempre, en casa de los Brik había mucha
gente; se bebía té y se comían croquetas frías. Maiakovski, sombrío, estaba
acabando de dibujar un cartel. Me lo encontré unos días más tarde en un club
donde trataba de probar que era preciso ayudar al Estado a combatir el
comercio privado; escribía frases publicitarias: «Todo lo que reclaman el
estómago, el cuerpo o la mente en GUM [los grandes almacenes del Estado] lo
encuentra la gente», o bien: «Se resuelven todos los problemas del mundo, los
cigarrillos mejores son los Embajadores». Por la noche, se puso a declamar
maravillosos fragmentos del poema Acerca de esto; en los versos trataba de
persuadirse a sí mismo de que nunca se quitaría voluntariamente la vida…
Llegó la época de la prosa: se podía reflexionar sobre lo acontecido.
Fadéiev escribió La derrota; Bábel, Caballería roja; Tiniánov, Kiujlia;
Zóschenko, Los cuentos de Sinebriújov, Fedin, La ciudad y los años; Leónov,
Los tejones.
Me apetecía viajar por el país; no tenía dinero y acepté la proposición de
un organizador de veladas literarias, muy numerosos en aquellos tiempos. Me
propuso ir a Petrogrado, Járkov, Kiev y Odesa y dar conferencias sobre la
vida en la Europa occidental. El empresario quería llevar el paso de la época
y, por consiguiente, ganar dinero; era un hombre ya viejo y los negocios no le
iban bien. El plan resultaba impecable: las conferencias estaban organizadas
por la Cruz Roja, que debía percibir parte de los ingresos; unos enviados
especiales partieron a las distintas ciudades para explorar el terreno; uno de
ellos era el hijo del empresario, Lionia, un joven estudiante insolente a la par
que tímido que decidió escribir, sin pérdida de tiempo, un libro sobre mí. A
cada instante me abrumaba con preguntas: «Cuénteme, ¿cómo se enamoró por
primera vez?»; «A quién prefiere, ¿a Voltaire o a Anatole France?»; «En su
opinión, ¿Eros tiene alas o no?». El otro organizador era un hombre práctico;
comía pato asado chasqueando los labios, en las estaciones encontraba
muchachas aburridas y las atraía al coche cama, regateaba con las
instituciones que nos cedían las salas y me decía: «Hoy he de ganar veinte
chervontsi, ya verá cómo me los gano».
Había que encontrar un título para las conferencias. Maiakovski había
acostumbrado al público a carteleras que cualquier estadounidense habría
envidiado: «La poesía, industria de transformación»; «El análisis de lo
infinitamente pequeño»; «El director de orquesta de las tres Américas»; «Las
blancas salchichas de Lisístrato»; «Y, sin embargo, Ehrenburg se mueve»;
«Veresáiev, el fumador»; «Baile en honor de la joven reina»; «Briúsov y el
vendaje». El empresario me rogaba: «Algo incomprensible». Elegí lo primero
que me vino a la cabeza: «El camarógrafo borracho».
En Járkov el empresario alquiló el circo Missouri. En aquella época no
había micrófonos de ninguna clase. Yo me desgañitaba, hablaba a voz en
cuello sobre las películas de Chaplin, y el público rugía: «¡No se oye!». Quise
marcharme, pero me retuvo el empresario: «Exigirán que se les devuelva el
dinero. Tengo familia numerosa… ¡Haga un esfuerzo! Mi mujer ya le está
preparando un ponche».
Vi por primera vez Odesa; la conocía por sus divertidas anécdotas y la
«Odesa-mamá» me sorprendió: resultó una ciudad triste. El puerto estaba
desierto. Aquí y allí, el negro de las ruinas. Por lo visto, había desaparecido
la frivolidad de antaño; la vida no había encontrado su cauce. En una de las
plazas vi la cabeza de un príncipe medieval barbudo con un rótulo que decía:
«Karl Marx». La acomodadora del teatro en que di la conferencia, una
jovencita, dejó estupefacto a Lionia al decirle de improviso: «¿Por qué me
echa miradas coquetas? Eso ya es agua pasada. Invíteme a cenar en el
Lóndonskaia y luego ya hablaremos, pues ahora me he independizado».
El hotel Lóndonskaia era un lugar pintoresco. En algunas de sus
habitaciones seguían viviendo personas con altos cargos de responsabilidad;
las mujeres hacían la comida en hornillos de petróleo y cuidaban a los niños;
por las tardes se hablaba del último editorial de Pravda o del orden del día
del XIII Congreso. En otras habitaciones se alojaban especuladores,
periodistas, artistas de variedades y «comerciantes rojos»; allí se bebía y se
corría alguna juerga que otra. En el mercado oí una cancioncilla: «Qué
alboroto en casa de Shneerson». Pero en casa de Shneerson había mucho
silencio; y silenciosas eran también las calles que llevaban nuevos nombres:
Internatsionálskaia, Proletárskaia, Lassalle, de la Comuna. En el café Pecheski
los especuladores pedían una taza de té e intentaban venderse entre sí unos
carcomidos dólares verdes o anaranjados. Los intermediarios bostezaban con
nerviosismo: de vez en cuando aparecía la policía, hacía una redada y se los
llevaba a todos.
El secretario de redacción de un periódico del lugar me enseñó los versos
de un joven odesano que escribía sobre el mar, los pájaros y las jaulas de los
pájaros; me gustaron y le pregunté cómo se llamaba el poeta. El secretario me
respondió: «Eduard Bagritski».
Se me rompió el cristal del reloj de pulsera y lo llevé al relojero. El
empleado estuvo mucho rato ajustando el cristal. Yo aguardaba en silencio,
pero él hablaba sin parar: «Hoy en el periódico arremeten contra Curzon. Pero
le aseguro que Curzon no les tiene miedo. Quien los teme soy yo. En primer
lugar, temo al inspector de Hacienda; en segundo lugar, temo a la policía
secreta del GPU; en tercer lugar, le temo a usted. ¿Cómo voy a saber qué clase
de persona es y por qué quiere que se lo cuente todo?».
Los mendigos decían: «Deme algo, camarada», «Por lo que más quiera,
querido ciudadano», «Sólo un kopek, señor». Se embrollaban las palabras, se
embrollaban también las épocas.
En Kiev iba yo en trineo por la Kreschátik; de pronto el carruaje se partió
en dos; el caballo y el cochero siguieron el camino, mientras que yo y el
asiento acabamos en un montón de nieve. El trineo no había resistido, pero los
mercados ofrecían un amplio surtido de objetos buenos prerrevolucionarios:
samovares, máquinas de coser Singer, relojes Mozer, panzudas tazas de
mercader.
El pasado permanecía aferrado en las conciencias. En una de las
estaciones una campesina cargada con un saco entró por error en un vagón
tapizado. El revisor se puso a gritar: «¿Dónde te metes? ¡Baja de aquí! ¡No te
creas que estás en 1917!».
En Gómel, en la cantina de la estación, colgaba la siguiente consigna:
«Quien no trabaje que no coma». En las mesas comían los pasajeros del coche
cama. Merodeaban alrededor los niños abandonados con la esperanza de
obtener un trozo de pan. Un pasajero alargó a una niña un plato con restos de
carne en salsa: «¡Toma, llénate el estómago!». Acudió corriendo el camarero
(o, como se decía entonces, un ciudadano sirviente) y, tras arrancar el plato de
las manos de la niña, le tiró el trozo de carne y las patatas sobre los jirones de
ropa con los que se vestía. Yo me indigné, pero nadie me respaldó. La niña
lloraba y se daba prisa en comer.
En Gómel visité una fábrica de cerillas; el director, un viejo obrero herido
en los combates contra Denikin, estaba gravemente enfermo, pero trabajaba de
la mañana a la noche: no había cola para pegar las cajitas; repetía: «El país
necesita cerillas». Los jóvenes de Gómel hablaban de los combates en
Hamburgo, de los versos de Maiakovski, del futuro. Pero yo tenía
continuamente ante mis ojos los rostros obtusos e indiferentes de la cantina de
la estación y la niña maltratada…
El eficiente ayudante del empresario estaba satisfecho: había superado el
plan. Lionia no escribió el libro acerca de mí e iba diciendo a todo el mundo:
«¿Para qué escribirlo? Le conozco como a un libro abierto». El padre de
Lionia se arruinó, pese a que los ingresos fueron sustanciosos. Resultó que
durante el viaje de Odesa a Leningrado estuvimos detenidos dos días en un
apeadero por culpa de la nieve, y el empresario había pagado ya una fianza
por el local. Qué se le iba a hacer: era el eterno fracasado. Por lo que a mí
respecta, estaba contento: había visto mucho.
Después de cada conferencia me formulaban un sinfín de preguntas. Anoté
algunas: «¿Por qué fracasó la revolución en Alemania?», «¿Cuál es la moda de
París ahora?», «¿Qué quería usted expresar con su Jurenito, un sí o un no?»,
«¿Quiénes son peores, los socialistas traidores o los fascistas?»,
«Explíquenos brevemente la teoría de la relatividad», «¿Por qué las escuelas
vuelven a ser de pago?», «¿Por qué los escritores metéis en la cabeza de las
muchachas toda clase de declaraciones de amor?», «¿Aceptan en la India
combatientes extranjeros por la independencia?», «¿Es verdad que es usted
amigo de Vandervelde?», «Dicen de usted que es un producto de la
corrupción; si es así, diga cuánto cobra por la conferencia»; «Maiakovski dice
que la poesía es producción, pero Pushkin no opinaba así; a su juicio, ¿quién
tenía razón?», «¿Descubrirá el comunismo la posibilidad de vencer a la
muerte?», «¿Es usted aficionado al fútbol o lo es también al rugby?»,
«Háblenos de los trabajos de Rutherford en el campo de la transformación de
los átomos», «¿En qué se distingue el twostep del onestep y qué es lo que más
se baila en Berlín?», «¿Por qué en nuestro país se traduce Tarzán y en cambio
las novelas de Marcel Proust no se han traducido al ruso?», «¿Cree que la
reforma monetaria va a contribuir a reducir las diferencias que hay entre los
precios de los productos agrícolas y los artículos industriales?», «¿Conoce
usted a Picasso?», «¿Qué está haciendo ahora?», «El amor sexual es una
reminiscencia burguesa, ¿por qué no se nos dice sin ambages?», «Hace poco
un conferenciante nos dijo que el arte sobrevivirá durante el período de
transición, pero que desaparecerá en el régimen comunista. No estoy de
acuerdo. ¿Podría aclararme esta cuestión?».
He citado estas preguntas en el mismo orden, o más bien en el mismo
desorden, en que las anoté. Creo que pueden servir para esclarecer los hechos
y comprender aquellos años tan lejanos.
Conversaba a menudo con los jóvenes; los había de todo tipo: inteligentes,
estúpidos, honestos, arribistas. La NEP ayudó a reconstruir la economía, pero
dudo mucho que resultara una escuela eficiente para los jóvenes. Todos tenían
aún recientes en la memoria los años de la guerra civil: las gestas heroicas, la
gloria, las atrocidades, el espíritu heroico, los pillajes. La juventud que había
llegado a las universidades procedente de los frentes o del campo era
entusiasta y obstinada. Los alumnos se aplicaban en los estudios, se
comportaban bien, vacilando entre un ingenuo utilitarismo y el típico
romanticismo de su edad. Pero la mayoría se volvían altivos: ambiciosos,
rebosantes de fantasía, sin un ápice de moral. Personas abúlicas que, caídas en
las garras de las malas compañías, estaban dispuestos a todo. Junto a la
modesta vida estudiantil, corría el desenfreno. El «Moscú tabernario» en el
que agonizaba Yesenin hedía a alcohol y desviaba a muchos del camino recto.
Un joven me contó una historia larga y confusa, pero en el fondo era muy
sencilla: hasta hacía poco había sido un komsomol honesto que estudiaba con
esmero. Un compañero suyo le arrastró a una mala empresa; todo parecía muy
noble, le encargaron que hiciera una colecta para la flota aérea y resultó que
quienes se ocupaban de la misma eran una banda de estafadores. El estudiante
se indignó, quiso denunciar el hecho al GPU, pero al recibir un fajo de billetes
se dejó seducir por el oropel de la vida. Se enamoró de una joven que le
exigía regalos; comenzó a especular, le expulsaron del Komsomol y esperaba
que le arrestasen. Sus manos eran muy expresivas: se alzaban hacia lo alto,
amenazaban e imploraban.
Sentí deseos de escribir sobre él, sobre los que eran como él. Empecé a
asistir a las sesiones del tribunal; obtuve permiso para conversar con los
presos en los «aisladores» (así se llamaban entonces las cárceles). Como es
natural, lo que me atraía no era lo pintoresco del ambiente ni la delincuencia,
sino la historia del ascenso y de la caída en aquellos años difíciles y
resbaladizos.
Se puso de moda una nueva palabra: rvach (aprovechado) y así llamé al
protagonista de mi obra, hijo de un camarero de Kiev. Describí su infancia, su
anhelo de gloria, su egolatría, su ascenso durante los primeros años de la
revolución, su participación en la guerra civil, sus estudios, su caída. Mijaíl
Líkov (así se llamaba mi protagonista) tenía un hermano honesto, Artiom, poco
ducho en asuntos del corazón, pero bondadoso y dispuesto a apartar a Mijaíl
del mal camino. Mi personaje no era un Rastignac; había en él sentimientos
distintos, a veces contrapuestos. Enamorado de una mujer codiciosa y frívola,
se comportaba con ella como un niño. Al mismo tiempo, tenía la convicción de
ser excepcional, de estar por encima de sus compañeros. Si se quiere,
recordaba en ciertos aspectos a Julien Sorel, aunque nacido cien años más
tarde, en el país de la revolución socialista. Una vez condenado, acababa
suicidándose en la cárcel.
En una de mis cartas escribía: «Estoy terminando El aprovechado. He
llegado a encariñarme de mi personaje, aunque es una víbora, un canalla con
inclinaciones hacia el romanticismo, un pequeño especulador patético».
Incluso hoy me parece que el escritor, al iluminar el mundo interior de
aquellos tipos llamados por los críticos «negativos», les toma afecto, pues ve
los buenos principios radicados en el corazón del hombre que se hunde hacia
los bajos fondos. Nunca se me había ocurrido justificar a los aprovechados.
Tomé como epígrafe del libro las palabras de una antigua plegaria que
condena el individualismo: «Que se haga tu voluntad, que este año sea rico en
rocío y lluvias, y que no lleguen hasta Ti las plegarias de los caminantes, pues
la lluvia es para ellos un estorbo, cuando todo el mundo la necesita».
Sabía que volverían a hacerme reproches: ¿para qué escribir sobre un
lamentable aprovechado cuando existen a nuestro alrededor tantos personajes
nobles y heroicos? A mi modo de ver, la obligación del médico es establecer
un diagnóstico, y sólo a un loco se le podría pasar por la cabeza que el
médico, por el hecho de constatar una epidemia, la está propagando. En la
novela El aprovechado la tentativa de mostrar el mundo interior del
descarriado Mijaíl Líkov iba acompañada por una descripción satírica de la
vida de aquellos años. Incluso los de Na postú admitían en teoría la necesidad
de la sátira, pero cada intento de mostrar cualquier faceta fea de nuestra vida
era tildada al instante de calumnia. («Necesitamos nuestros Schedrines y
nuestros Gógoles», eso lo oí mucho después. La sátira continuaba
considerándose indispensable en teoría, pero en la práctica era poco menos
que un acto de sabotaje. Un poeta compuso estos versos: «Estoy a favor de la
risa, pero necesitamos Schedrines y Gógoles que no nos toquen»).
En 1924 escribí: «Si en mis obras los llamados “tipos negativos” se
distinguen por una mayor expresividad, hay que ver en ello una falta de
universalidad, una limitación de la naturaleza humana, pero no pérfidas
intrigas. ¡Qué más quisiera yo que, en lugar de denuncias, se leyera en mis
libros la maravillosa epopeya de un nuevo hombre, sano y animoso! Por
desgracia, los críticos bienintencionados no tienen prisa por escribirla,
prefieren sentenciarme a mí. En cambio, yo prefiero librarme a un trabajo por
el cual tengo una inclinación innata. Mientras espero, rebosante de
impaciencia, la hora en que se escriba un libro inspirado en Artiom, quiero
explicar a mis contemporáneos la historia de su hermano».
El 26 de enero de 1925 escribí: «Popov ha rechazado El aprovechado, por
consiguiente dudo mucho que se publique». (No recuerdo de qué Popov se
trataba).
Uno de los colaboradores más destacados de Na postú me llamaba
«enemigo declarado de la revolución» y escribió: «La elevada idea de El
aprovechado radica en la admiración por la piratería que reina en los medios
de la NEP, en la afirmación de que todo nuestro aparato económico ha sido
conquistado por aves de rapiña burguesas. Ésta es la caída definitiva del ex
candidato al título de Spengler ruso».
En un momento de tristeza, Eduard Bagritski escribió: «Un viento ligero,
un norte ligero, y emprenderemos el vuelo. ¿Qué camino estaremos abriendo
ahora? ¿Qué pies pasarán por la herrumbre nuestra? ¿Nos pisotearán jóvenes
trompetas? ¿Se alzarán sobre nosotros ajenas constelaciones? Somos la
perdida intimidad de las mohosas encinas».
En el escaparate de una librería de la calle Kuznetski vi El árbol de la
literatura soviética. De las ramas colgaban rótulos explicativos: «Escritores
proletarios», «Escritores del LEF», «Poetas campesinos», «Compañeros de
camino de izquierdas», «Compañeros de camino del centro», «Compañeros de
camino de derechas», «Literatura neoburguesa», etc. Al pie del árbol yacían
las hojas caídas, y en una de ellas se leía: «Ehrenburg».
Luego hubo mucho viento, viento norte. Fue un milagro que no se me
llevara.
10

No hace mucho encontré en una biblioteca un ejemplar casi podrido del


efímero periódico literario Lenin, publicado el día del entierro de Vladímir
Ilich. Contiene un artículo mío escrito a toda prisa y en un estado de ánimo que
no me permitía pararme a pensar en el estilo. Quiero citar unos fragmentos de
ese artículo burdo, que servirán para explicar las sucesivas partes de mi libro.
Recordando el París de la preguerra, escribía:
«¿Qué sabíamos en aquellos años de vigilia? Inquietud y vagabundeo,
bombas y versos.
»¿Acaso no pertenecen a él estas sagaces y dignas palabras: “Nos hemos
equivocado, muchas veces nos hemos equivocado”? Sí, aquí podía haber
fracasos y errores, pues aquí ha habido vida. Pero allí, entre las tristes casas
azules, en un país en que los parlanchines no se cansan de hablar de la
libertad, de la grandiosidad de la personalidad humana, allí no han aparecido
ni héroes, ni constructores, ni líderes. Allí no han podido darse errores: no ha
habido vida.
»Después de cuatro años de guerra espantosa, Europa ha recibido
Versalles; Rusia se ha conquistado a sí misma con los sufrimientos de
Octubre…
»Para comprender el poder creador de Lenin, basta dirigir una mirada allí
donde Poincaré, entre ruinas y cruces, gritaba con vehemencia cada domingo:
“¿Nosotros? ¡No, nosotros nunca nos equivocamos!”.
»Él lo sabía. Nosotros no. No sabíamos que la revolución nacional de una
semisalvaje Rusia campesina crecería hasta llegar a ser una era del mundo. No
sabíamos que el “¡Dad la tierrecita!” de febrero sería en Octubre un “¡Dad la
Tierra!”. Él lo sabía. Lo sabía en Ginebra. Lo sabía cuando trabajaba por las
noches en un pequeño cuarto a la luz de una lámpara de petróleo.
»Hace algunos meses, en el barrio hamburgués de Sankt-Paoli, aplastada
ya la revuelta, oí la siguiente conversación. Discutían dos hermanos, ambos
obreros. Eran hermanos, pero enemigos. Uno había participado en la
sublevación; otro en la represión. El que había participado en la revuelta
estaba herido. Lo habían trasladado a su casa, sin que los “verdes” cayeran en
la cuenta. El de la represión decía: “¿Por qué rebelarse? Los socialistas han
jurado en el Senado distribuir media libra de margarina por cabeza… ¿Lo
oyes? ¡Recibiremos margarina!”. El participante en la sublevación contestó:
“Y nosotros le recibiremos a él”. Al decir eso, señaló un retrato que colgaba
de la pared en su habitación, como colgaba en cientos de miles de estancias de
obreros en todas las urbes de todos los países.
»Con frecuencia nos sentíamos perplejos. Teníamos nuestro nuevo arte,
nuestras preocupaciones, nuestro deambular por el mundo. Y nos parecía que
todo esto le resultaba ajeno. Ignorábamos que, al margen de su trabajo, no
había para nosotros ni crecimiento ni vida. No importa que la casa no esté aún
construida del todo. No importa que en ella se viva mal y haga frío. El hecho
es que sus paredes crecen. ¿Y qué pasa allí donde todas las casas permanecen
intactas, donde hace diez años se sublevaban y languidecían los escritores,
allí, en la ciudad de las casas grises? Allí no hay lugar para nosotros. Terminó
la pequeña tempestad en un vaso de agua. Quedan las odas en honor de Foch y
una buena comida compuesta por tres platos. La desesperación de la gran
noche europea: Lenin también la conocía. Era un hombre de una idea. Pensaba
en una sola cosa para que los otros, felices, pudieran pensar en muchas.
Cuando un gran hombre desaparece, la gente se vuelve por instinto y
observa lo que llamamos historia y su minúscula vida propia. Lo mismo me
sucedió a mí al escribir sobre la muerte de Lenin: recordé la vigilia, La
Rotonde, la revuelta de los escritores y pintores, y en un arranque de cólera
denominé a todo esto «tempestad en un vaso de agua». Esta humillación
autoinfligida obedecía a la amargura de la pérdida, por la conciencia de lo que
tenía de decisivo y realmente universal lo que había llevado a cabo el hombre
que la muerte acababa de arrancar a la humanidad.
Mis palabras de entonces sobre el significado de Octubre y la
contraposición entre el peliagudo camino de Rusia y la decadencia espiritual
de Europa me parecen justas aún hoy.
«No importa que la casa no esté construida aún». Sí, en 1924 ignorábamos
con cuánto sudor, con cuántas lágrimas y con cuánta sangre pagaríamos aquella
casa cuyos muros se levantaban ya en tiempos de Lenin. Ignorábamos que en
las décadas de 1930 y 1940 no nos hablarían de nuestros errores
amistosamente, como camaradas. Pero la casa está ya construida; y la fuerza
moral de nuestro pueblo se ha revelado en el hecho de haberla construido pese
a todo.
Aquel enero el frío era extraordinario, incluso para el gélido invierno de
Moscú. Pero no había modo de convencer a los niños de que se quedaran en
casa. Los adultos llevaban a los pequeños sobre los hombros. Los soldados
del Ejército Rojo lloraban. Por la noche, en las calles de Ojotni Riad,
Dmítrovka y Petrovka, por todas partes ardían hogueras, y junto a ellas
guardaba silencio gente sombría, con largos abrigos de piel. Había muchos
caminantes barbudos: la Rusia campesina de aquel entonces aún llevaba
barba.
Tampoco yo pude quedarme en casa. Vi el cortejo fúnebre en la calle
Balchuga. Recuerdo que los más íntimos compañeros de Lenin portaban el
féretro (muchos de sus nombres han desaparecido de los manuales de
historia). Estuve en la Sala de las Columnas, donde los sollozos ahogaban las
notas de la marcha fúnebre. Moscú, la ciudad que según el proverbio no cree
en las lágrimas, lloraba a mares. Visité a Nikolái Ivánovich, mi camarada de
la organización escolar clandestina, que vivía en la segunda casa de los
soviets. Aunque de natural alegre, guardaba silencio, y de pronto le vi los ojos
anegados en lágrimas. Lloraba hasta nuestra vieja portera del TSEKUBU. El
dolor del pueblo era profundo y sincero.
En aquellas crueles noches de enero, vi, como desde lejos, con la
perspectiva de los siglos, lo que había realizado nuestro pueblo. Y
cualesquiera que hayan sido mis dudas en las décadas siguientes, cada vez más
difíciles, siempre tuve ante mí la idea de Lenin, que me ha reconfortado y
puesto a salvo de cometer una tontería. Yo era un joven escritor sin partido;
para unos, «un compañero de viaje»; para otros, «un enemigo»; pero, en el
fondo, era un intelectual soviético, uno de tantos, forjado en los años que
precedieron a la revolución. A pesar de los insultos y de las maliciosas
miradas a nuestras cabezas prematuramente encanecidas, sabíamos que el
camino del pueblo soviético era el nuestro.
Yo había tenido ocasión de hablar varias veces con Lenin en París; sabía
que apreciaba a Pushkin y que le gustaba la música clásica; era un hombre
complejo y de alma comprensiva. Empleó toda su pasión, todo el vigor de su
genio creador, en una sola cosa: la lucha para liberar a los obreros de la
explotación, la creación de una nueva sociedad, la sociedad socialista. Por
esto escribí en 1924: «Pensaba en una sola cosa para que los otros, felices,
pudieran pensar en muchas».
La palabra felices puede herir el oído. Los niños que la gente llevaba en
hombros a la Sala de las Columnas eran los huérfanos de la década de 1930,
los soldados de la guerra patria, las personas encanecidas que leyeron los
comunicados del XX Congreso… No obstante, las palabras sobre la felicidad
son ciertas; hoy en día, cuando asisto a las reuniones de nuestra juventud, veo
que chicos y chicas piensan en muchas cosas, se divierten de muchas maneras,
saben muchas cosas.
Quiero recordar una vez más a Vladímir Ilich, referirme a los detalles
sencillos de su vida. Una vez, hablando con él en París, me interrumpió para
preguntarme: «¿Ha encontrado habitación? Los hoteles aquí son muy caros». Y
añadió dirigiéndose a Nadiezhda Konstantínovna: «¿Quién podría ayudarle?
¿Liudmila? Sí, ella sabe…». N. I. Altman esculpía la cabeza de Vladímir Ilich
en el despacho de éste; en cierta ocasión tuvo que marcharse apresuradamente,
pues llegaron unos camaradas para hablar con él. Pero Vladímir Ilich se
preocupó de remojar la arcilla, no se olvidó de hacerlo. A. V. Lunacharski me
contó que cuando preguntó a Lenin si podía dar a los pintores de «izquierda»
la oportunidad de adornar la Plaza Roja con motivo del Primero de Mayo, éste
le respondió: «No soy un especialista en este terreno, no quiero imponer mis
gustos a los demás».
Stalin escribió un artículo sobre el estilo político de Lenin. Lo redactó en
la década de 1920 y, probablemente, todo cuanto se dice en él es justo. Pero el
estilo humano de Lenin ha resultado irrepetible: su audacia en la empresa
creadora, su insólita modestia, su fuerza, su decisión que no excluye la
suavidad ni el respeto más hondo por los valores espirituales, por la razón,
por el arte. Humanidad, una auténtica humanidad.
11

En mayo de 1924 fui a Italia con Liuba. Había allí turistas de muchos países;
entre ellos, alemanes que habían llegado con sus marcos sólidos y con la
certeza no menos sólida de haberse salvado del terremoto y de poder gozar de
la tierra en que crecen los limones.
(Los franceses dicen que gato escaldado teme hasta el agua fría. El hombre
es mucho más imprudente que el gato. Los diez mil habitantes de la nueva
Pompeya ven en el Vesubio a su padre bienhechor, viven de la insaciable
curiosidad de los turistas. En 1944 el Vesubio despertó por un instante y
aniquiló el pueblecito de San Sebastiano. Los habitantes de las ciudades
vecinas, no obstante, no se movieron de sus casas).
En Venecia se celebró una exposición internacional en la que participaban
por primera vez pintores soviéticos. Estábamos sentados en el caffè Florian,
en la Piazza de San Marco. Recuerdo a la pintora Ékster y a Ternovets. El
Florian tenía entonces ciento sesenta y tres años; ahora ha cumplido ya los
doscientos, se podría celebrar su aniversario. Sin duda se sentaron allí, ante
una taza de chocolate, Longhi, Canaletto, Goldoni y Gozzi. No recuerdo de qué
hablamos: tal vez de los últimos espectáculos de Meyerhold o de las telas de
Sarián, expuestas en Venecia, o quizá de la comedia del arte.
Las inglesas delgaduchas daban de comer a las bien cebadas palomas. Los
limpiabotas y los vendedores de coral se contorsionaban como arlequines
clásicos. Los turistas manifestaban su admiración de viva voz y por escrito,
firmando con esmero paquetes de tarjetas postales en color. Todo esto me
recordaba una puesta en escena del Teatro de Cámara.
Alrededor se extendía la ciudad, con centenares de misteriosos y
malolientes canales, con cabalgatas de gatos maulladores, con sus casas del
siglo XVII donde las personas, como en las casas más corrientes, sueñan,
montan escenas de celos, discuten, leen los periódicos de la noche, caen
enfermos de gripe o de apendicitis. La vida de todos los días sucedía en un
marco de magníficas perspectivas, bajo un cielo color pistacho, con agua
sonrosada, puentecitos, columnas y surtidores. ¡Ahí sí que necesita ojos el
hombre para ver! Pero yo contemplaba a los camisas negras que se paseaban
por la plaza o comían helados.
Fuimos a Murano y vimos a habilísimos sopladores de vidrio. En los
muros de las fábricas se leía, escrito con alquitrán: «¡Viva Lenin!». Los
legionarios, tocados con sus gorras negras, se enojaban y paseaban de un
bolsillo a otro sus nuevos juguetes: los revólveres.
Ya dije que para los hombres de mi generación la tregua fue breve, y
difícilmente lográbamos olvidar lo que en los periódicos definieron como
«acontecimientos históricos». ¿Por qué no podía admirar con calma los
cuadros de Tintoretto o el agua de los canales? Me inquietaba seguramente la
novedad: por primera vez veía a verdaderos fascistas de carne y hueso.
De joven, me entusiasmé con los frescos del Camposanto y le dije a Liuba
que teníamos que visitar Pisa sin falta. Liuba contempló la pintura luminosa de
Benozzo Gozzoli, quien recubrió los muros del cementerio con las dulzuras de
la vida terrenal; yo, en cambio, no apartaba la vista de los camisas negras.
Durante la guerra, una bomba alemana destruyó parte de aquellos frescos.
Hace poco estuve de nuevo en Pisa y vi pedazos de las imágenes de antaño;
me dolió no haber contemplado hasta saciarme aquellos frescos en otro
tiempo; ahora ya no había remedio. Uno no vive como quiere, sino como
puede.
En 1924 era difícil prever que el fascismo, trasladado de la pobre Italia
semipatriarcal a la bien organizada Alemania, destruiría a cincuenta millones
de seres humanos y socavaría la existencia de algunas generaciones. Pero me
dolía por Italia, me dolía y me preocupaba. ¿Quiénes eran aquellos individuos
que corrían por las calles brazo en alto? Seguramente eran fracasados, hijos
de tenderos arruinados, de notarios o abogados de provincia, vanidosos
seducidos por frases ampulosas. Se les habría podido tomar por máscaras de
un estúpido carnaval, pero yo ya sabía que la gente no basa su vida en
Descartes.
Sin saber cómo, fuimos a parar a una pequeña ciudad del centro de Italia:
Bibbiena, sin monumentos famosos y por tanto con muy pocos turistas, pero
una excelente ciudad. Por la noche entré en una trattoria en penumbra, donde
había enormes botellas redondas de vino tinto. Un viejo contaba al mesonero y
a dos parroquianos la larga historia del albañil Giulio, recién regresado de
Estados Unidos. Había ahorrado algo de dinero y estaba a punto de casarse.
Pero llegó en coche de Arezzo el secretario del fascio. Estaban tomando vino
en dos mesas distintas. De repente, el secretario empezó a provocar a Giulio,
exigiéndole que gritara: «¡Viva Mussolini!». Giulio respondió: «Ya hay
demasiados asnos que gritan». El fascista se dio por aludido y le mató de un
tiro. Para cubrir las apariencias, arrestaron al asesino, pero una semana más
tarde lo pusieron en libertad. Ésa era toda la historia… El viejo bebía el vino
y, con sus dedos nudosos, desmenuzaba un trozo de queso seco. Salí. La colina
parecía una bóveda estrellada: volaban miríadas de luciérnagas. Croaban
tiernamente las ranas. En la oscuridad, los enamorados intercambiaban
juramentos y besos. Pensaba en el destino de aquel Giulio, que era un
desconocido para mí.
Cuando llegamos a Roma, todo parecía en calma. Nos dirigimos a la
embajada. El embajador nos explicó que las relaciones comerciales con Italia
se estaban normalizando y que había llegado a Roma el poeta V. I. Ivánov, que
frecuentaba la embajada. Los turistas se apresuraban a visitar el Vaticano o el
Coliseo. En el café Araña, en el Corso, los políticos discutían sobre lo que
había costado a Italia la expedición a Corfú. Visité museos, admiré los
mosaicos bizantinos y durante unos días me olvidé por completo de la política.
Un día la muchedumbre se apiñó en la Piazza Montecitorio. Gritaban y
rompían los periódicos. Lo mismo ocurría en otras plazas. Oí perfectamente:
«¡Abajo los fascistas! ¡Abajo los asesinos!». Gente indignada quemaba
paquetes de periódicos fascistas: Il Corriere Italiano, Il Popolo d’Italia,
L’Impero. Minutos después supe que los fascistas habían detenido al joven
diputado socialista Giacomo Matteotti.
Resulta difícil prever de qué modo va a reaccionar la gente ante los
acontecimientos. A veces, la matanza de miles de víctimas inocentes pasa casi
inadvertida y otras el asesinato de un solo hombre perturba al mundo entero.
En su sencilla evidencia, la represión contra Matteotti tenía la perfección
ejemplar de una parábola. Por dondequiera que fuese, oía pronunciar el
nombre de la víctima.
(En mi libro 10 H. P. escribí sobre la muerte de Matteotti, aunque no tenía
una relación directa con las fábricas Citroën ni con la lucha por el petróleo.
No podía permanecer en silencio: lo que sucedió el 10 de junio de 1924 en
Roma también formaba parte de mi vida).
Entonces, en Italia, aún existía un parlamento. En primavera habían tenido
lugar las elecciones. Los fascistas, por medio del vino, el aceite de ricino y
las promesas, se aseguraron la mayoría. Los partidos de la oposición, no
obstante, contaban con el cuarenta por ciento de los votos. El 30 de mayo el
joven diputado Matteotti pronunció en el Parlamento un discurso muy audaz
sobre la violencia y los asesinatos. Los fascistas le interrumpieron con
aullidos. Uno le gritó: «Lárgate a Rusia».
Cuando Matteotti bajó de la tribuna, los diputados de izquierda le
felicitaron; él, con una sonrisa irónica, contestó a uno de ellos: «Ahora
prepárenme la necrológica». Once días después, salió de casa a comprar
cigarrillos y no regresó.
Mussolini ya no podía soportar las críticas, pero todavía no osaba detener
a los diputados. Encargó a su amigo Cesare Rossi la misión de liquidar a
Matteotti. Rossi dirigía la sección de prensa del Ministerio del Interior; era
sólo una tapadera, en realidad la «sección de prensa» se encargaba del
asesinato de los enemigos políticos. Rossi mandó llamar al director de Il
Corriere Italiano, Filippelli, que, a su vez, se puso en contacto con un tal
Dumini.
A orillas del Tíber, no lejos de la casa en que vivía, Matteotti fue rodeado
por unos desconocidos que lo metieron a la fuerza en un coche. El vehículo se
dirigió a las afueras de la ciudad. Los secuestradores habían amordazado a la
víctima. Dumini conocía su oficio (después confesaría haber asesinado a doce
antifascistas). Matteotti era tuberculoso; la lucha duró poco: cuando Matteotti
trató de abrir la puerta del coche, Dumini le asestó una puñalada letal.
En un paraje desierto, cerca de la Quartarella, los fascistas enterraron a
toda prisa el cuerpo de la víctima. Mussolini se enteró con satisfacción de que
se había hecho un trabajo limpio; no quería que el caso trascendiera: Matteotti
había desaparecido y eso era todo… Resultó, no obstante, que unas mujeres
habían presenciado cómo introducían a un hombre por la fuerza en un
automóvil rojo. Los periódicos de la oposición aún se publicaban. Comenzó la
instrucción. Encontraron el coche de Filippelli con el asiento posterior
manchado de sangre. Hubo que encarcelar a Dumini. Fue llamado a declarar
incluso Rossi, pero enseguida se dio carpetazo al caso. Poco después Rossi se
enfadó con Mussolini, huyó a París y, ya a salvo, se puso a contar las fechorías
de su ex amigo.
Roma era un hervidero: parecía que la revolución iba a estallar de un
momento a otro. Los diputados de la oposición prometieron ofrecer resistencia
a aquella banda de asesinos. En todos los países, la gente estaba indignada
ante el cinismo desplegado por los fascistas. Y el Duce se acobardó: declaró
que la noticia del asesinato le había conmovido hasta lo más íntimo y prometió
que aplicaría un severo castigo a los culpables; incluso dimitió como
secretario general del Partido Fascista. Al parecer, hasta él pensaba que el
incendio iba a comenzar de un momento a otro…
El carácter de los italianos no se parece al de los alemanes; pero el
desenlace resultó ser el mismo. Los diputados pronunciaron discursos
rebosantes de indignación. Los romanos quemaron montones de periódicos
fascistas y se fueron a sus casas. Mussolini se tranquilizó enseguida. Estaba
todavía en Italia cuando me entregaron un ejemplar de L’Impero en que los
fascistas se burlaban de los que protestaban: «Que se envalentonen esos locos.
Quien ríe último ríe mejor. […] Nadie impedirá que los fascistas fusilemos a
los criminales en todas las plazas de Italia». Luego leí un discurso de
Mussolini en el que hablaba del asesinato de Matteotti y decía que era
estúpido e inútil buscar a los culpables y que el léxico de los fascistas era el
de la revolución…
Sí, los italianos no se parecen a los alemanes. Los italianos son gente que
ama la libertad, la perpetua rebelión, la imaginación, la indisciplina. Pero
Mussolini estuvo al frente de Italia durante veintitrés años, y los guerrilleros
le ajusticiaron pocos días antes del suicidio de Hitler. Leí las reflexiones de
un autor francés; decía que un pueblo puede tolerar cualquier crimen de un
dictador si el dictador lo conduce a donde el pueblo quiere ir. No creo que el
italiano común ansiara conquistar Etiopía, someter a los españoles,
apoderarse de Vorónezh… ¿Y acaso el pueblo que ha dado al mundo a don
Quijote está hecho para el fascismo? ¿Acaso el pueblo de Quevedo y de Goya
está predestinado a un obtuso y arrinconado despotismo? Sin embargo, hace ya
un cuarto de siglo que un general de pequeña estatura y de pequeño calibre
gobierna España. No, no es posible explicar nada con el carácter del pueblo, y
sobre los italianos sólo se puede decir una cosa: cumplieron muy mal su papel
de «legionarios romanos», y esto les honra.
Al principio, los fascistas intentaron demostrar con gran lujo de detalles
que el Duce conducía Italia hacia la grandeza, la justicia social y la liberación
del yugo capitalista internacional. Luego comenzaron a hablar cada vez menos,
pusieron en circulación el lema: «El Duce no se equivoca»; después se
pusieron a chillar sin más: «¡Viva el Duce!». En 1934 vi el enorme pasaje de
Milán tapizado de carteles con una sola palabra: «Duce».
El profesor S. S. Chejotin, discípulo de Pávlov, basándose en el principio
de los reflejos condicionados, ha tratado de analizar algunos fenómenos de la
vida social, en particular la influencia de la propaganda. Pávlov había
realizado una gran cantidad de experimentos con perros. Chejotin estudió las
publicaciones fascistas. Me dijo que entre los perros sujetos a los
experimentos había algunos que no reaccionaban o, dicho de otra forma, que
reaccionaban débilmente a la acción de los estímulos. El profesor Chejotin
sostiene que un insignificante número de personas ofrece resistencia a los
métodos de la propaganda más elemental (emblemas, saludos de tipo
convencional, consignas lapidarias, uniformes, etc.). No soy fisiólogo y no
pretendo juzgar hasta qué punto tiene razón S. S. Chejotin. Pero, a lo largo de
mi vida, he asistido con demasiada frecuencia al triunfo de la estupidez
mecánica, de la fanfarronería automática…
Me quedé unos cuantos días a admirar los pinos de Roma, las ninfas de
mármol, de cuyos ojos brotan lágrimas, las sonrisas bondadosas de la gente de
Trastevere, y partimos hacia París.
Continuaba escribiendo libros, iba al café, me entusiasmaba con ciertas
cosas, me divertía; a veces estaba alegre, a veces triste: la vida proseguía,
tranquila y agradable hasta cierto punto. En conjunto, era la melancólica vida
de la década de 1920. Con frecuencia me sorprendía a mí mismo evocando las
sombras inciertas de los camisas negras, el asesinato de Matteotti, primeras
muestras de las décadas que me tocaría vivir.
Un día tomé al azar un pequeño volumen de Pascal y sentí alivio. Por
primera vez medité sobre estas palabras: «El hombre no es más que una caña,
la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el
universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan
para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería más
noble que quien le mata, porque sabe que muere, y la superioridad que el
universo tiene sobre él. El universo no sabe nada de esto». Muchos
acontecimientos tenían que obligarme a poner en tela de juicio la justeza de las
palabras de Pascal: había visto con qué facilidad el hombre deja de pensar.
Pero los primeros años de la revolución no habían transcurrido sin dejar
huella, y yo estaba inmunizado contra la fe ciega y la ciega desesperación.
Sin duda, ni siquiera Pascal habría admitido que cada individuo es capaz
de pensar en cualquier circunstancia. Mussolini convirtió a muchos italianos
en simples robots que, al encontrarse, alzaban el brazo considerando que ese
gesto los engrandecía. Pero, a su lado, otros pensaban, contaban chistes
atroces y leían libros prohibidos: la caña no se quebraba.
Antonio Gramsci estuvo diez años encerrado en una celda individual de la
prisión de Turín. En su encierro, escribió muchos artículos: sobre la filosofía
de Benedetto Croce, sobre las obras de Pirandello, sobre Dante, sobre
Maquiavelo y sobre muchos otros temas; escribió cartas a su esposa rusa Iulia
y a la hermana de ésta, Tatiana. Unas cartas sinceras, apasionadas, inteligentes
y muy humanas. Las releo a menudo y cada vez me siento más orgulloso: ¡ahí
está la caña pensante!
El tiempo no tiene prisa, pero la muerte sí. Gramsci murió en 1937. El
tiempo no tiene prisa, pero tarde o temprano coloca las cosas en su lugar. No
hace mucho iba yo por una calle florentina. Era una tarde azul de abril. Los
niños jugaban. Un viejo paseaba un perro. Los enamorados hablaban en
susurros. Miré maquinalmente la placa de la calle: «Strada Matteotti».
12

En la primavera de 1924, el «frente de izquierdas» ganó en Francia las


elecciones. El nuevo gobierno estaba presidido por el radical Édouard
Herriot, hombre de gran cultura, patriota alejado del chovinismo, con buena
voluntad y un espíritu abierto; adoraba la cocina lionesa, escribió un libro
sobre la vida íntima de madame Récamier, sin olvidar por ello las tradiciones
jacobinas; era un típico representante de la intelectualidad francesa del
siglo XIX. En 1924 los ingleses y los estadounidenses querían que Francia se
pusiera de acuerdo cuanto antes con los alemanes. Herriot condenaba la
ocupación del Ruhr y la ceguera de Poincaré, pero, como buen francés, exigía
garantías; se trataba de la seguridad de Francia: «Alejemos la espada que
pende sobre nuestra cabeza mientras habláis de paz». ¡Dios mío, con qué
facilidad los políticos cambian no ya de palabras, sino de principios! En 1924
los ingleses respondieron: «Primero, desarme; luego vendrán las garantías de
seguridad».
Briand era considerado el pico de oro de Europa: cuando pronunciaba un
discurso, hasta los viejos cínicos se sonaban la nariz, conmovidos. Como es
natural, Briand hablaba de paz, de solidaridad europea, de magnanimidad.
Herriot intentaba persuadir a ingleses y estadounidenses: «¡Atención! La
Reichswehr está resucitando. El ejército alemán dispone de armamento
moderno. No podemos olvidar las dos invasiones. Estamos oyendo amenazas
conocidas. Yo quiero la paz, como todos, pero ¿se puede defender la paz
dejando a un lado la seguridad de Francia?». Expulsaron a Herriot y Briand
ocupó su puesto. En la ciudad balnearia de Locarno se firmaron acuerdos
conocidos. De noche, los fuegos artificiales surcaron la bóveda celeste.
Stresemann escribió al ex kronprinz: «En segundo lugar, me propongo la
defensa de los alemanes que viven en el extranjero, es decir, de los diez o
doce millones de compatriotas nuestros que viven en la actualidad en otros
países, sometidos al yugo extranjero. La tercera gran tarea consiste en
modificar las fronteras orientales, restituir Dánzig y el corredor polaco a
Alemania, así como rectificar las fronteras de la Silesia septentrional.
Además, está en perspectiva la reunificación de Austria».
(Me duele verme obligado a recordar en un libro sobre mi vida, no sólo a
poetas y pintores, no sólo a personas que me son muy queridas, sino también a
Stresemann. Pero no hay nada que hacer: hemos vivido en una época en que la
historia se ha metido en nuestras vidas sin contemplación alguna, de día y de
noche, como cualquier policía de Poltava).
En los fuegos artificiales de Locarno pensé de nuevo quince años más
tarde, cuando el cielo de París se encendió y resonó por el fragor de la
primera bomba.
La victoria del «bloque de izquierdas» cambió un poco las cosas, pero
París continuaba siendo para mí zona vedada. En Roma pedí a Liuba que fuera
al consulado francés: mi aspecto atemorizaba siempre a los funcionarios,
mientras que ella conseguía tranquilizarlos. Mis cálculos resultaron correctos:
el cónsul, ignorando que nos habían expulsado de Francia, puso en nuestros
pasaportes el visado, que resultaba válido a todos los efectos. Era suficiente
para ir a París, pero no podíamos permanecer allí: había una orden de
expulsión.
Unos amigos me enviaron al secretario de la logia masónica Gran Oriente.
Fui a parar, pues, precisamente a aquella madriguera que volvía loco al
monárquico Bostunich. El antro era un despacho como tantos, y el secretario
de la logia, un radical de cierta edad que conocía a fondo los misterios
gastronómicos de todos los restaurantes de París. Masones, en Francia, había
muchos; pero, al contrario de lo que creía Bostunich, no adoraban al diablo
Bafometo, ni al dios Jehová de los judíos, ni a Karl Marx; las logias
constituían unas peculiares sociedades de ayuda mutua. El secretario me dijo
que había solucionado casos más complejos que el mío: el prefecto de policía
era masón y amigo suyo.
Me vi, pues, obligado a dirigirme al prefecto, que no se asemejaba lo más
mínimo al radical bonachón y me trató con cierta altivez. «¿Qué pretende
hacer en París?». Contesté que mi intención era escribir libros.
El prefecto esbozó una sonrisa maliciosa: «Mi querido señor, hay libros
de diversa índole. Le ruego que recuerde que la policía francesa trabaja con el
máximo celo». (Me dijo la pura verdad. El ministro De Monzi, que en 1940 se
interesó por mi «expediente» policial, me contaba: «Usted habrá escrito veinte
libros, pero puedo asegurarle que los policías han escrito mucho más sobre
usted…»).
Me alojé en un hotel de la avenue du Maine, con una oscura escalera de
caracol, hediondos pasillos y sucias habitaciones. Bajo la ventana estaba el
clásico pissoir redondo y un no menos clásico y viejo banco donde por la
noche se besaban los enamorados.
Aquel otoño, el gobierno francés decidió reconocer a la Unión Soviética.
De nuevo crucé el umbral del palacete de la rue Grenelle, donde me asombré
por primera vez después de la Revolución de Febrero. Ante la embajada se
agolpaban gendarmes y policías en traje civil. Era evidente que estaban
inquietos: ¡ahí es nada, en un barrio aristocrático de París, a plena luz del día,
unos rusos locos izaban la bandera roja y cantaban La Internacional! L. B.
Krasin sonreía tranquilo. Por el patio paseaba Maiakovski; decía que estaba
harto de París y que los estadounidenses daban largas al visado.
Maiakovski, que cada día acudía a La Rotonde, escribía que conversaba
con las sombras de Verlaine y de Cézanne: La Rotonde vivía de sus valores,
como un rentista. Ya no iban aquellos con quienes yo había pasado tantas
noches inquietas: Apollinaire y Modigliani habían muerto, Picasso se había
trasladado a la orilla derecha del Sena y había perdido su interés por
Montparnasse, y Rivera había regresado a México. Los escasos clientes de
antaño estaban rodeados por turistas que hablaban diferentes lenguas. Ya nadie
discutía sobre el modo de hacer saltar por los aires la sociedad o de conciliar
la justicia con la belleza.
Resulta difícil explicar por qué cada día iba yo a Montparnasse, a la
Rotonde o al Dom: evidentemente, era la fuerza de la costumbre. A veces me
encontraba con viejos amigos: con Léger, Chantal, Zadkine, Cendrars,
Lipchitz, Per Krohg, Feyder, Fotinski. Naturalmente, hablábamos de arte, de la
Revolución rusa, de Picasso, de la exposición internacional, de Chaplin, pero
ya no se parecía a La Rotonde de antes de la guerra. No éramos viejos (el
mayor de nosotros, Léger, acababa de cumplir los cuarenta y cuatro), pero
había desaparecido el ardor de antes. Parecíamos soldados de la reserva, con
las guerreras desteñidas por el tiempo.
Escribí a la poeta M. M. Shkápskaia: «Estoy en La Rotonde fumando una
pipa nueva, de forma cubista… Hoy hace un sol espléndido. Pasa un gato, y
hasta el ángulo de su cola levantada atestigua lo excepcional del día. Pero
Ehrenburg, como corresponde a un individuo devastado, continúa fumando su
pipa… Estoy melancólico. A veces me disgusta ver que por todas partes hay
arte y ansío las conversaciones sencillas o los caracoles bien gordos, que
luego me dan dolor de estómago; otras, como los “padres” turguenevianos,
miro de reojo y con desdeñosa lástima a la nueva generación y exijo la
inspiración perdida… Todos echan pestes contra Juana Ney y a mí me han
apodado Verbítskaia.[1] ¿Qué debo hacer? ¿Encargarme una falda?
¿Envenenarme sobre la tumba de Heine? Los franceses escriben buena prosa y
versos malos. Pero ¿quién lo necesita? Hermanos escritores, ¿para qué nos
esforzamos?».
Los cafés de Montparnasse están llenos a rebosar. Las luces de La Rotonde
de antes de la guerra atraían a soñadores, aventureros y ambiciosos. Los
jóvenes suecos, griegos, polacos y brasileños se apresuraban a alcanzar París:
querían poner el mundo patas arriba; el mundo, no obstante, permanecía firme
en su sitio.
De pronto, el cubismo comenzó a despertar el interés de las grandes casas
de moda y de los comercios de lujo; los jóvenes artistas decoraban chales por
poco dinero o fabricaban excéntricas figurillas para las visitantes
estadounidenses. Aparecieron muchos marchantes de cuadros y todos soñaban
con encontrar un nuevo Modigliani. Establecían contratos con los pintores más
prometedores, adquirían cuadros por poco dinero, convencidos de que el
hambre estimula la inspiración. Los cuadros se habían convertido en acciones
bursátiles, objeto de especulación, y los precios subían o bajaban de forma
artificial.
Un pintor argentino y otro serbio escribían a sus padres que el surrealismo
conquistaría pronto el mundo y que serían famosos, pero que de momento
hicieran un esfuerzo y les mandaran cien o doscientos francos.
Las caravanas de turistas habían transformado Montparnasse en un barrio
de noctámbulos. En La Cigale y en Jockey se bailaba hasta la madrugada,
mientras la bella Kiki, con ojos de lechuza, cantaba melancólicamente
canciones obscenas.
En el verano de 1925 se inauguró en París la Exposición Internacional de
las Artes Decorativas. Los fascistas italianos mostraron su soberbia y su
embotamiento mental (ellos lo denominaban «neoclasicismo»). Entre las
construcciones francesas, excepcionalmente mediocres y deslucidas,
destacaba el pequeño pabellón de la revista Esprit Nouveau, proyectado por
Le Corbusier. La atracción de la exposición era el pabellón soviético, obra del
joven arquitecto constructivista Mélnikov. Como tantos trabajos de nuestros
constructivistas y de los miembros del LEF, el pabellón no era ciertamente una
afirmación del utilitarismo: resultaba difícil subir la escalera, y la lluvia, al
caer oblicua, penetraba en los locales. El edificio era la expresión del
romanticismo de los primeros años revolucionarios. Las muestras pertenecían
en su mayoría a los artistas «de izquierda»: maquetas de las producciones de
Meyerhold, de Taírov, construcciones de Ródchenko, tejidos de L. Popova,
carteles de Lisitski.
Llegaron a París muchos moscovitas: Maiakovski, Yakúlov, Mélnikov,
Sterenberg, Ródchenko, Rabinóvich, Ternovets. Al conversar con ellos, a
veces tenía la impresión de encontrarme en el Moscú de 1921.
Los parisinos consideraban el arte soviético como el más avanzado.
Además de visitar la exposición pudieron ver El acorazado Potemkin, Fedra
de Taírov y La princesa Turandot de Vajtángov. Pero, como muchas otras
cosas, el pabellón de la exposición fue más que nada un epílogo. En Moscú se
había inaugurado la exposición de la Asociación de Artistas de la Rusia
Revolucionaria (AJRR); comenzó a perfilarse la maniobra ofensiva del
naturalismo, de la pintura de género, de las formas académicas, del estilo
pomposo, de la simplificación y de aquel convencionalismo fotográfico que,
alegando la exactitud de los detalles, intentaba presentarse como una imagen
real de la vida.
En 1925 escribí: «Los simples creen que el gran arte es la representación
veraz de los grandes hechos. No se dan cuenta de que el líquido revelador no
distingue el sol de un botón de cobre. Existe una naturaleza heroica, pero no
puede existir un naturalismo heroico. El fotógrafo que retrata una boda y los
días de la Revolución de Octubre sigue siendo el mismo. [… ] Ahora triunfa el
naturalismo vulgar. Vive de la debilidad humana; si bien es verdad que lo
propio de las piernas es saltar o, por lo menos, andar, hay otra parte del
cuerpo que tiende, invariablemente, a sentarse mullidamente. […] La gente
pretende organizar un cómodo té sobre la cuerda floja».
Yo había tenido tiempo de despedirme del constructivismo: «El triunfo de
la belleza industrial conlleva la muerte del arte “industrial”. […] Copiar una
máquina es aún más vulgar que copiar una rosa, pues en este último caso se
roba al menos a un autor anónimo. […] El arte de “izquierdas”, tras crear
genuinas obras maestras, se descompuso rápidamente. Quería convencer a la
gente de que en el mundo ya no quedaban más que montacargas, figuras
geométricas e ideas desnudas. […] No han tenido tiempo aún de extinguirse
los gritos de batalla de “el arte en la vida”, cuando este mismo arte entra ya…
en el museo».
Yo no tenía programa estético. Iba de un lado a otro. A su vuelta de
Estados Unidos, Maiakovski explicaba que aquello era muy bueno para las
máquinas, pero malo para las personas. Le pregunté si había dudado acerca
del programa del LEF. Me contestó: «No. Pero hay que revisar muchas cosas.
En particular, cómo abordar la técnica».
Deseaba comprender qué pensaban y sentían los escritores y los pintores
de Francia. Conocí a MacOrlan, Duhamel, Jules Romains, al arquitecto Le
Corbusier; frecuenté la redacción de Clarté, donde escribía Barbusse; me
distraía con el cine, hablaba con los directores cinematográficos René Clair,
Abel Gance, Renoir, Feyder, Epstein.
Sería falso decir que aquellos años fueron infructuosos. Hablando de cine,
bastará con decir que, en 1925, vi La quimera del oro y El peregrino de
Chaplin. Desde luego no faltaba el ruido. Se alternaban a cada momento
escuelas y tendencias; pero quienes más barullo metían eran los surrealistas.
No obstante, faltaba algo: tal vez la esperanza, la inquietud. (En este momento
estoy pensando en el destino de muchas personas que conocí en Montparnasse.
René Crevel y Paskin se suicidaron; al pintor Feyder lo asesinaron los nazis;
Soutine murió en los años de la ocupación; el perseguido Desnos murió en un
«campo de la muerte». Aquellos años eran las vísperas, pero la gente creía
que aquello era como la mañana gris de un día laborable.
Yo ya no era ni un eremita de La Rotonde ni un fanático del arte. De la
mañana a la noche vagaba por París, entraba en los cafés donde pasaban el
rato agentes de Bolsa, abogados, traficantes de ganado, dependientes, obreros;
hablaba con todos. Me asombraba la mecanización de la vida, el
apresuramiento de los movimientos, los anuncios luminosos, el torrente de
coches. Desde luego, había cien veces menos automóviles que ahora y no
había televisores; los aparatos de radio sólo estaban comenzando a ser de uso
corriente y por las tardes, a través de las ventanas abiertas de par en par, no
lanzaban aún a las calles el griterío radiofónico. Pero yo sentía que el ritmo de
la vida y el estado anímico imperante estaban cambiando. De noche, sobre la
torre Eiffel, brillaba el nombre del «rey de los automóviles», Citroën.
Duendecillos eléctricos trepaban por las fachadas de las casas color ceniza,
intentando seducir incluso a la luna con el aperitivo Dubonnet o con la crema
«Secreto de la eterna juventud».
También cambiaba de aspecto la periferia de París: desaparecían los
baluartes de las fortificaciones, los solares sin edificar, las chabolas. Se
levantaban las primeras casas según el nuevo estilo industrial. Vi el
constructivismo, no en los cartones de Ródchenko, sino en la realidad. El
pintor Ozenfant me invitó a su casa. Vivía en un edificio construido por Le
Corbusier: luz, desnudez, blancura de pasillos de hospital o de laboratorio.
Recordé las construcciones de Tatlin, de los entusiastas alumnos del Vjutemás.
Era lo mismo, pero sólo hasta cierto punto… Estábamos descubriendo Estados
Unidos, naturalmente unos Estados Unidos imaginarios. Entretanto, el país
real, descubierto hacía mucho tiempo, había llegado a Europa: no con las
declaraciones románticas de los miembros del LEF, sino con sus dólares, con
su frío cálculo, con aspiradores de polvo y con la mecanización de los
sentimientos humanos.
La política le interesaba a poca gente: los parisinos no leían ni los
discursos de Briand, ni los comunicados sobre el renacimiento del ejército
alemán. Se daba por sentado que la gente, por ser refractaria a la propaganda
patriotera, debía creer firmemente en la paz, y eso era del gusto de todos: lo
que deseaban era disfrutar en paz de la vida. Al abrir el periódico, unos
buscaban el boletín de la Bolsa, otros el resumen de un partido de fútbol,
otros, aún, el parte meteorológico. El caballo amarillo y demás bestias del
Apocalipsis cedían su lugar a los Renault y a los Citroën. También las
trincheras del Chemin-des-Dames, los motines de los soldados y las
manifestaciones públicas parecían ahora cosas pertenecientes a un tiempo
remoto. El jazz tronaba hasta muy entrada la noche, y los esnobs estaban locos
por la música sincopada. Las mujeres llevaban vestidos cortísimos y decían
que les encantaba el deporte. Aparecieron los dancings, los combates de
boxeo, los autobuses de turismo, los aspiradores eléctricos, los crucigramas y
muchas otras novedades.
La vida, que había vuelto ya a la normalidad, se tenía que aderezar con un
toque exótico. Las dependientas de los grandes almacenes y las mujeres de los
notarios se enfrascaban en la lectura de La Atlántida de Pierre Benoît. Para
las damas más sofisticadas, había los libros del escritor y diplomático Paul
Morand. Cada año publicaba una colección de relatos: Cerrado por la noche,
Abierto por la noche, La Europa galante, y contaba cómo había dormido o no
con mujeres de diversas nacionalidades. Las parisinas, que no querían
quedarse rezagadas, veían el amor como un anacronismo provinciano, y los
amantes de Paul Morand lo modernizaban hablando en la cama incluso como
impecables hombres de negocios: «Hoy pareces un cheque sin fondos», «No
debes vivir del capital de tus nervios».
Cada vez era más raro encontrar al clásico burgués, que aún seguía
viviendo en las páginas de El pimiento rojo, al ocioso padre de familia, gordo
y despreocupado, atento a cortar los cupones, que sólo pensaba en disfrutar de
la vida y pasear por los bulevares. Su puesto había sido ocupado por el
enérgico hombre de negocios, que prefería las carreras de automóviles a las
muchachas y a las violetas, inclinado a las aventuras y a los negocios sucios.
Licenciado en economía o ingeniería, conocía a la perfección los nuevos
métodos de producción y los precios en el mercado mundial, la lucha de los
trust, la corruptibilidad de los ministros, todos los tejemanejes de la política.
Sus hijos despreciaban el romanticismo de los estudiantes de antaño: las
lágrimas del alcoholizado Verlaine, el escepticismo de Anatole France, los
discursos anarquistas; hacían gimnasia, respetaban a los fuertes; nueve años
después, muchos de ellos, durante la noche del golpe fascista, cortaban con
navajas las patas de los caballos de la policía.
Aunque los soldados estadounidenses habían regresado a su patria hacía
tiempo, todo cuanto llegaba del Nuevo Mundo era tenido en gran estima. El
jazz había sustituido a los violinistas tuberculosos y a los bravos
acordeonistas. En los dancings se pusieron de moda las «taxi-girls»,
muchachas que, por un precio convenido, bailaban con los clientes. Los
esnobs, que no hacía mucho habían participado en los alborotos que
ocasionaron el estreno del ballet de Diáguilev y el vernissage del Salón de los
Independientes, voceaban hasta desgañitarse en los combates de boxeo:
«¡Bravo, Joe!». Los escritores se habían puesto a escribir novelas deportivas:
los protagonistas eran boxeadores, futbolistas, ciclistas.
En verano, París se inundaba de turistas extranjeros. Entre las visitas
obligadas figuraban los Campos Elíseos, la Venus de Milo, la torre Eiffel, la
tumba de Napoleón, Montmartre, La Rotonde y el prostíbulo de la rue de
Chabannais llamado «Sociedad de las Naciones», puesto que las habitaciones
eran de tipo español, japonés, ruso y otros estilos; a los turistas los
acompañaba una formal ama de llaves, ya entrada en años, que iba informando
al detalle en tono académico.
Antes de la guerra, los franceses cruzaban muy pocas veces las fronteras.
Ahora muchos pasaban las vacaciones en Suiza, Italia, Austria e Inglaterra.
Entre el lector medio gozaba de gran aceptación la novela de Dekobra, La
Madone des Sleepings (el término francés wagon-lit, coche cama, habría
sonado provinciano).
Desaparecieron los últimos vestigios del siglo XIX: los carnavales
callejeros, el confeti, los bombines, los divanes de terciopelo en los cafés
oscuros; los hombres se afeitaron la barba y las mujeres empezaron a llevar el
pelo muy corto.
Todo esto se refiere más a 1925 que a París. Ahora, cuando recuerdo
aquella época, París me parece idílico, provinciano, semejante a un lienzo de
Utrillo. Cambiaba una época, y es posible que París opusiera más resistencia
al cambio que Berlín, Bruselas o Milán. Pero entonces yo vivía en París y allí
observaba los primeros resultados del rejuvenecimiento estadounidense de la
vieja Europa.
Todos comprendían que el orden había ganado la partida, unos lo vivían
con amargura, otros con entusiasmo. La política se hacía entre bastidores e
interesaba poco a la sala. Los bolcheviques, a quienes hasta hacía poco se
representaba con un cuchillo entre los dientes, estaban instalados en la rue
Grenelle y recibían a algunos grandes industriales, que confiaban en cerrar un
buen negocio. El 7 de noviembre vinieron a nuestra embajada varios
diputados, famosos periodistas, hombres de negocios y damas de la sociedad.
Todos miraban de reojo a Marcel Cachin, pero se animaban al ver caviar
sobre las mesas.
En ciertos salones mundanos estaba de moda entusiasmarse con la «mística
eslava» e incluso con el «experimento ruso». Los esnobs, que elogiaban todo
lo ruso, eran bautizados con el nombre de «bolchevizantes». Uno de ellos, un
tenista bastante bobo, me dijo: «He oído decir que en Rusia han destruido el
dinero. ¡Es magnífico! Con lo que odio llevar la cuenta de mis gastos». Otro le
preguntó a Liuba: «¿Es cierto que Potemkin es mejor aun que Mozzhujin?».
Había oído hablar del éxito de la película de Eisenstein y había decidido que
había un actor de nombre Potemkin.
De vez en cuando, sucesos trágicos irrumpían en la engañosa calma de la
ciudad. Así sucedió con la noticia de que habían disparado a obreras en las
fábricas de conservas de la ciudad bretona de Douarnenez. En París se celebró
un gran mitin; los oradores gritaban que había que pasar a la acción; los
obreros aplaudían y silbaban. Después todo se apaciguó. Casi sin que nadie se
diera cuenta de ello, estalló la guerra en Marruecos y en Siria. Los disparos
quedaban lejos, y París continuaba viviendo como de costumbre.
En aquellos años, en nuestro país, tenían mucho éxito las obras de Pierre
Hamp. Describían la producción; eran novelas que parecían artículos
periodísticos, y eso gustaba a un amplio público. En su adolescencia, Pierre
Hamp había sido obrero. Pero cuando yo le conocí, me encontré con un digno
literato de unos cincuenta años. Pierre Hamp no tenía la menor idea de la
existencia del LEF, pero después de hablar con entusiasmo de las nuevas
máquinas y herramientas, exclamó: «¡Cómo superan en belleza los
movimientos de las máquinas a los del hombre!».
A veces me veía con MacOrlan. Tenía la cara de un bull-dog triste.
Recordaba la guerra y sus recuerdos no eran los de un vencedor, sino los de un
vencido. «Una taberna de la rue Pigalle expone una muñeca en cada ventana.
Es un disimulado deseo de celebrar una vez más la muerte en los terribles
alrededores de la guerra. Si guardo en la memoria tan terrible tipo de guerra
es porque no puedo olvidar la salvaje agonía de todos los soldados,
ejecutados en nombre de la justicia. El horror alcanza en mí su apogeo: el
horror de ser un hombre entre tantos seres incomprensibles. Me siento
muchísimo más débil que el payaso de lana, relleno de estopa. Su balanceo me
recuerda los cuerpos sin hueso de los fusilados en el tradicional poste».
MacOrlan hablaba mucho de «ciencia ficción social»: con estas palabras
se puede explicar todo. Escribió una novela sobre la amazona Elsa, una
comunista alemana que llevaba el Ejército Rojo a Francia. Al leer este libro
me reí: posiblemente así leerían los marcianos Aelita, pero los demás libros
de MacOrlan me gustaban, especialmente El hospital de Santa Magdalena,
historia fabulosa de un hombre que empieza a sudar gotas de sangre; los
médicos se muestran impresionados, los periódicos no hablan de otra cosa, lo
nunca visto; se decide exponer el enfermo a los curiosos previo pago de una
entrada; la sangre no para de aumentar, se llenan barriles, toneles. Se organiza
un trust para explotar el negocio. Interviene el gobierno. Entretanto, el
enfermo, allí tendido, oye el rumor caliente de su sangre. Se suele admitir que
la «literatura negra» floreció después de la Segunda Guerra Mundial, pero el
libro del que estoy hablando fue escrito a principios de la década de 1920.
Entonces no sabíamos nada del orejudo judío de Praga Franz Kafka y lo
veíamos todo de un color variable y enigmático.
Pierre MacOrlan (su verdadero apellido era bastante más prosaico: Pierre
Dumarché) era poeta. Presentía algunas cosas, inventaba otras. Vivía en una
casita cerca del Marne y a veces tocaba el acordeón y casi siempre escribía,
escribía sin descanso. Escribió el primer prólogo a la primera traducción
francesa de Julio Jurenito, que se publicó en 1924. Entonces apenas nos
conocíamos, y al hablar de mí me describió como un hombre casi tan
fantástico como la amazona Elsa. Según sus palabras, a finales de 1921 yo
había soportado un sinfín de desgracias: criaba perros y conejos, un oficial
blanco quiso arrojarme al mar, me detuvo la Cheká y el gobierno francés me
expulsó de Francia. Jurenito le había gustado y aconsejó a los franceses que
descubrieran el «romanticismo de lo casual e imprevisto».
Me decía: «Escribo sólo para no cometer un crimen banal, para no
asesinar a una anciana o prenderle fuego a una granja».
Un día estábamos comiendo en un restaurante de París. De pronto,
MacOrlan me dijo: «¿Sabe lo que pasaría si la humanidad viviese todavía
unos milenios más? Los conejos morderían y las zanahorias saltarían de los
bancales para aferrarse a las pantorrillas de la gente».
MacOrlan me dedicó uno de sus libros de memorias: Rue Saint Vicent. Es
el relato de la confusión de un joven y de los turbios callejones del viejo
Ruán, destruido durante los años de la última guerra. Lo había tomado por un
sedicioso, pero era un buen escritor y un hombre espléndido.
Yo entendía que la Revolución de Octubre había transformado muchas
cosas. Hablaba de mi lealtad a la nueva época: «La amamos con un “amor no
menos extraño” que el de nuestros antecesores por la “patria”. Ese sentimiento
también exige no sólo sangre, sino largos silencios». ¿En qué pensaba yo,
sobre todo? Me parece que en el destino del hombre, en que los escritores no
pueden contentarse con describir los acontecimientos, sino que deben mostrar
el mundo espiritual de sus coetáneos.
En 1925 se representó en París la obra de Capek titulada R. U. R.; surgió
una nueva palabra: «robot». Entonces hablábamos a menudo de máquinas
«pensantes», y yo tenía la impresión de que, para la «caña» de Pascal, la más
terrible de todas las tempestades es la degeneración interior. No me asustaba
la idea de que las máquinas «pensantes» pudieran ser demasiado complejas,
sino que poco a poco hiciesen perder al hombre la costumbre de pensar,
dejándole vacío del ovillo de sus sentimientos.
El verano de 1925 tal vez sea el más triste de todos mis libros, no el más
amargo ni el más desesperanzado, sino justamente el más triste. Su argumento
no es complicado. La narración es en primera persona. El protagonista,
llegado a París, va a la deriva, deambula por las calles inundadas de luz,
recoge colillas, luego trabaja en un matadero, donde empuja a los carneros a
la muerte. Un aventurero italiano induce al protagonista, falto de voluntad y
confuso, a asesinar al capitalista Piquet. El golpe no se lleva a cabo, pero el
personaje se encariña de una niña abandonada a quien cuida; luego la niña
muere. No me interesaba gran cosa la trama; lo que yo quería era describir la
soledad de un hombre en una gran ciudad, la desesperación de muchas
personas a las que había conocido, el destino de la generación que había
estado en Verdún. «Habíamos creído en muchas cosas, durante largo tiempo y
con firmeza, aunque sólo fuera en el dios de los pastores y de los inquisidores,
que convertía el agua en vino y la sangre en agua; habíamos creído en el
progreso, en el arte, en cualquier tipo de anteojos o de probetas, en cualquier
piedrecita de museo. Habíamos creído en la justicia social y en el simbolismo
de las flores. Nos conmovíamos unas veces ante la estética de los rascacielos,
otras ante el descubrimiento de un suero. Creíamos que avanzábamos hacia
tiempos mejores. Discutíamos hasta quedarnos roncos, tomábamos
resoluciones, recitábamos versos y comparábamos constituciones diversas.
Llevábamos entonces el cuello duro y el alma dura. ¿Y luego? Luego yacimos
en el barro de las trincheras y, en vez de máscaras de carnaval, nos pusimos
caretas antigás. Clavábamos las bayonetas, conseguíamos mijo, temblábamos
por el tifus o la gripe. Supimos que la guerra huele a excrementos y a tinta de
periódicos; la paz, a fenol y a cárcel».
En aquellos años se escribieron muchas obras tristes, señal clara y
evidente de que muchos actores se torturan en los entreactos más que en
escena…
Me llegó de Moscú un recorte de diario en el que había un artículo titulado
«Los caminos de la vida». El crítico escribía: «Ehrenburg nos cuenta que “no
pudiendo resistir la libertad y el hambre” se registró y encontró trabajo: “Una
de mis obligaciones era arrear carneros desde los corrales de Villet hasta el
matadero vecino”. El método elegido por Ehrenburg para procurarse
ganancias es digno de la máxima atención, a nuestro entender. El propio
Ehrenburg ve en el trabajo provisional en el matadero algo heroico, algo así
como una especie de corona de mártir ceñida a la frente del escritor, surcada
de profundos pensamientos. “Contaba con gran cuidado los corderos. A veces
los carneros se resistían a avanzar y balaban lastimeramente. Entonces yo
gritaba ‘¡Eh! ¡Eh!’, con la particularidad de que mi voz, habituada a tiernas
inflexiones cuando se trataba de convencer a una muchacha o de leer en
público algunos capítulos de Juana Ney, conseguía asustar a los animales que
iban a la muerte”. ¡Qué desarraigado de la vida real debe de estar el escritor
si algo tan sencillo como la búsqueda de un trabajo le parece comparable a
una tragedia mundial…! ¡Un camino justo y sano!».
Me parece que, en aquella época, fue la única ocasión en que recibí un
elogio, pero a todas luces era inmerecido: nunca trabajé en un matadero ni
arreé animales. Pero había visto las trincheras del Somme, la pesada inercia
entre combate y combate, la miseria de Belleville, los camisas negras italianos
y muchas otras cosas.
13

Al pasar junto a La Rotonde, distinguí en la terraza del café un rostro


conocido: era el poeta Péretz Márkish, a quien conocí en Kiev. Era difícil que
pasara inadvertido; su semblante bello de expresión inspirada destacaba en
cualquier parte. B. A. Lavreniov aseguraba que Márkish se asemejaba a los
retratos de Byron. Tal vez. O quizá se pareciera simplemente a la imagen del
poeta romántico, tal como ha quedado grabada en nuestra imaginación por
cientos de cuadros o dibujos, por las líneas de sus poemas, por el aire de otra
época. Márkish no era sólo romántico en sus versos; se le rizaba
románticamente el pelo, románticamente se erguía su cabeza sobre un cuello
bien proporcionado (no era amigo de las corbatas y siempre llevaba
desabrochado el cuello de la camisa); en fin, incluso su aire juvenil, que
conservó hasta sus últimos días, era romántico.
Sentados a su mesa vi a un escritor judío de Polonia, Warszawski, y a un
pintor cuyo nombre he olvidado. A Warszawski le conocía por su novela Los
contrabandistas, traducida a varias lenguas; era tímido, parco en palabras. El
pintor, sin embargo, hablaba sin cesar de exposiciones, de críticos, de lo
difícil que resultaba la vida en París; era de Besarabia; recién llegado a
Francia, trabajaba como pintor de brocha gorda y en sus horas libres pintaba
paisajes.
No sé si fue Warszawski o el pintor quien relató la historia de un
caramillo. Era una leyenda jasídica (los jasids constituyeron una secta mística
y sediciosa surgida en el siglo XVIII contra los rabinos y los ricachones
hipócritas). La recordé y la incluí luego en mi libro La vida agitada de Lázik
Reitswantz. Como se trata de un libro poco conocido, aprovecharé para
volver a contar la historia.
En una pequeña localidad de Volinia vivía un famoso tsadik (así llamaban
los jasids a los hombres justos). En aquel lugar, como en todas partes, había
ricos que prestaban dinero con usura, propietarios de inmuebles,
comerciantes, personas que soñaban con enriquecerse de cualquier modo. En
resumen: abundaban los réprobos. Llegó el Día del Juicio, cuando, de acuerdo
con las creencias religiosas de los judíos, Dios juzga a los hombres y
determina su destino. En el Día del Juicio, la gente no come ni bebe hasta que
aparece la estrella vespertina y el rabino les permite ir a casa. Ese día en
particular se hizo un pesado silencio en la sinagoga. En el rostro del tsadik
leía la gente la cólera de Dios por los pecados de los habitantes de aquel
rincón del mundo. La estrella no aparecía y todos esperaban una sentencia
rigurosa. El tsadik rogaba a Dios que perdonase los pecados de aquellos
hombres, pero Dios hacía oídos sordos. De pronto, el silencio se rompió por
el sonido de un caramillo. Entre los pobres que se agolpaban cerca de la
puerta había un sastre con su hijito de cinco años. El chiquillo, harto de
plegarias, se acordó de que llevaba en el bolsillo un caramillo que su padre le
había comprado el día anterior. Todos arremetieron contra el sastre: ¡Por su
culpa Dios castigaría al pueblo! Pero el tsadik vio que el severo Dios, incapaz
de resistirse, había sonreído. Ésta es toda la leyenda. Márkish, emocionado,
exclamó: «¡Ah, esto es arte!». Luego nos levantamos y nos dirigimos a casa.
Márkish me acompañó hasta la esquina de la calle y de repente (estábamos
hablando de otras cosas) me dijo: «Pero hoy no basta con un caramillo, hoy se
necesita la trompeta de Maiakovski».
Creo que esta frase encierra la clave de muchos años difíciles de su vida.
Márkish era un poeta provisto de una pequeña flauta de la que arrancaba
sonidos límpidos, penetrantes. Pero no había Dios imaginario capaz de
sonreír; la época era tan fragorosa que el oído de los hombres no era capaz de
discernir la música.
Los versificadores siempre han existido, pero se multiplicaron en especial
cuando la producción de versos se convirtió en una profesión. Márkish era
poeta. Por supuesto, es difícil juzgar la poesía traducida (yo no sé hebreo),
pero cada vez que hablaba con Márkish su actitud me impresionaba: percibía
como poeta tanto los grandes acontecimientos como los pequeños detalles de
la vida cotidiana. Esta misma impresión la compartían muchos otros. Gente
muy diferente como Alekséi Tolstói, Tuwim, Jean-Richard Bloch, Zabolotski y
Nezval hablaron al respecto en el mismo sentido.
No tenía miedo a los temas trillados y escribía a menudo sobre cosas que,
por lo visto, habían escrito ya todos los poetas del mundo. Un bosque otoñal:
«Allí las hojas no susurran presas de una alarma misteriosa, sino que,
retorcidas, yacen y dormitan al viento, pero he aquí que una, despierta, se
arrastra, como un ratoncito dorado, por el camino en busca de su madriguera».
Las lágrimas de la mujer amada: «No cae de tus pestañas, sino que se queda
entre los párpados, trémula. En ella, el mundo sale de sus fronteras y en lo más
profundo crece la pupila refulgente».
Era un maestro y trabajaba sin descanso; de él puede decirse lo que él
mismo había dicho refiriéndose a un viejo sastre: «¿Qué más podía haber
traído a estos poblados oscuros? Años pespunteados y una aguja siempre
dispuesta».
Márkish no daba la espalda a la vida; no sólo aceptaba su época, sino que
además la amó con pasión; escribió poemas épicos sobre la construcción,
sobre la guerra. Hombre de una integridad excepcional, defendía con celo lo
que amaba contra toda sombra de duda; era soviético de los pies a la cabeza, y
aunque somos de la misma generación (él tenía cuatro años menos), yo
admiraba su integridad.
Presenció los pogromos, vivió en Polonia durante la época de
antisemitismo desenfrenado, pero no había en él ni sombra de nacionalismo, ni
siquiera del que puede experimentar un ratoncito cuando sabe que sobre la
tarima se estiran los gatos. Si se tuviera que nombrar un ejemplo de
internacionalista ejemplar, podría citarse sin reservas el nombre de Márkish.
Los críticos han indicado que en las obras de este poeta a veces palpita la
tristeza, la amargura y la alarma. ¿Podía ser de otro modo? Uno de sus
primeros poemas, «El montón», está dedicado al pogromo de Gorodische;
hace poco he leído la traducción de una novela suya, inédita, que acabó poco
antes de morir: es la crónica de los padecimientos, de la lucha y de la
destrucción del gueto de Varsovia.
Sin embargo, no quiero limitarme a hablar de los tiempos en que le tocó
vivir; es preciso hablar de la estructura del poeta. Recuerdo un viejo diálogo
entre dos poetas españoles: el marqués de Santillana y el rabí Sem Tob. Judíos
y árabes introdujeron en la poesía española los versos gnómicos, breves
sentencias filosóficas. Uno de tales poetas gnómicos fue el rabí Sem Tob. El
rey Pedro el Cruel, que padecía insomnio, solicitó al rabí Sem Tob que
escribiera versos para él. El poeta llamó a su libro Consejos, y comenzaba
con la siguiente sentencia consoladora: «No hay nada en el mundo que crezca
eternamente. Cuando la luna está llena comienza a disminuir». Muchos años
después, el poeta de la corte, el marqués de Santillana, respondió con un
epigrama: «Así como el buen vino a veces se mantiene en una mala barrica, la
verdad sale a veces de los labios de un judío». El rabí Sem Tob tenía
preparada la última palabra: «Cuando se creó el mundo, se dividió de tal
manera que a unos les tocó el buen vino y a otros, la sed». Márkish no
pertenecía a los poetas del buen vino, sino a los de labios secos, de ahí el
matiz de amargura, apenas perceptible, que aflora a veces en su poesía, llena
de la alegría de vivir.
Nos vimos muy pocas veces, pues vivíamos en mundos diferentes; pero
cada vez que me encontraba con él, sentía que estaba ante un hombre
magnífico, poeta y revolucionario, incapaz de ofender a nadie en vano, incapaz
de traicionar a sus amigos, de dar la espalda al caído en desgracia.
Me acuerdo de un mitin celebrado en Moscú en agosto de 1941; lo
transmitieron por radio en Estados Unidos. Entre los oradores, estábamos
Péretz Márkish, S. M. Eisenstein, S. M. Mijoels, P. L. Kapitsa y yo. Márkish
exhortó con pasión a los judíos estadounidenses a que exigieran a su país que
se sumara a la lucha contra el fascismo (entonces Estados Unidos aún era
neutral).
La última vez que vi a Márkish fue el 23 de enero de 1949, en la Unión de
Escritores, en el funeral del poeta Mijaíl Golodni. Márkish me estrechó la
mano con amargura; nos miramos durante un largo rato, tratando de adivinar
quién sería el próximo en seguir su suerte.
Márkish fue arrestado cuatro días más tarde, el 27 de enero de 1949, y
murió el 12 de agosto de 1952.[1]
Como toda la gente que conoció a Márkish, pienso en él con una ternura
casi supersticiosa. Me acuerdo de sus versos: «Dos pájaros muertos cayeron
sobre la tierra. El golpe fue certero… ¿Qué hay mejor que la tierra? Aquí, en
este bendito país soleado, que caiga si he de caer. Es lo que me parece. Me he
puesto en camino, ¡vamos, ¿lo oíste?, vamos! Si he caído, caído estoy. Que no
te pese nada. Si has de volar, vuela. ¡Qué cegadora es la luz! Anchurosos son
los espacios, no tienen fin».
Es difícil hacerse a la idea de que han matado a un poeta.
Pero en esos días lejanos, cuando yo conocí a Márkish, joven e inspirado,
en Montparnasse, y hablaba del caramillo de un niño y de la tronante voz de
Maiakovski, estaba midiendo su destino. Para mí era una prueba de que es
imposible separar una época de su poesía: «¡Te he colocado sobre mis
espaldas, oh, siglo! Me he ceñido a ti como con un cinturón de piedra. El
camino se alza empinado y he de trepar por él. A través de los aullidos del
viento, los torbellinos de nieve. Subo… Muchos morirán entre los montículos
de nieve».
No, él no era un soñador ingenuo ni un ciego fanático. Los labios secos
que se acercaban al caramillo eran los de un hombre adulto y valiente.
14

Cuando llegué a Moscú en la primavera de 1926 me alojé en un hotel, en


Balchug: la habitación era muy cara, y yo andaba escaso de dinero. Poco
después me dieron cobijo Katia y Tijón Ivánovich, que vivían en el callejón
Protochni, entre el mercado Smolensk y el río Moscova, en una vieja casa
medio derruida. (A principios de la guerra, cayó sobre ella una bomba
incendiaria alemana y la casa se quemó por completo). No sé por qué el
callejón Protochni era en aquel entonces lugar predilecto de ladrones,
especuladores de poca monta y vendedores ambulantes. En el refugio nocturno
Ivánovka se reunía la gente del hampa. En casitas de color rosa, albaricoque o
chocolate, con los letreros de los propietarios privados de las tiendas, con los
timbres arrancados, con plantas de ficus y peleas a cuchillazos, transcurría la
vida sofocante y fiera de los últimos años de la NEP. Traficaban todos y con
todo, blasfemaban, rezaban, bebían vodka y, borrachos perdidos, rodaban
como cadáveres por los portales. Los patios estaban llenos de basura. En los
sótanos se guarecían niños y adolescentes abandonados. Los policías y los
agentes de instrucción criminal, en el callejón, miraban a su alrededor con
cierto temor.
Vi una de las salidas traseras de aquella época y decidí describirla. Sabía,
desde luego, que escribir sobre los nobles héroes resulta más agradable y
acarrea menos riesgos, pero un autor no siempre puede escoger libremente a
sus personajes: no es él quien busca a los protagonistas, sino éstos quienes le
buscan a él. Los pintores tienen la expresión «pintar del natural», lo cual no
guarda relación alguna con el naturalismo: los impresionistas, por ejemplo,
pintaban sus paisajes exclusivamente del natural, mientras que los naturalistas,
que a menudo se hacen pasar por realistas, pintan tranquilamente retratos
utilizando fotografías como modelos. Yo me sentí inspirado por el callejón
Protochni con su apatía y agresividad, con su manera superficial de abordar
los grandes acontecimientos, con su crueldad y su arrepentimiento, con su
oscuridad y su melancolía; por primera vez intenté escribir un relato «del
natural».
La trama se basaba en un hecho real: el propietario de una de las casitas
—color albaricoque o chocolate—, un tendero codicioso y despiadado,
enfurecido con unos niños vagabundos que le habían robado un jamón, cegó,
de noche, la salida del sótano donde los chiquillos buscaban cobijo de las
despiadadas heladas.
Un paisaje no sólo cambia por la luz, sino también por el estado de ánimo
del pintor. Yo no podía continuar viviendo sólo de negaciones y me quedaba
helado ante las sonrisas satíricas. En la novela El aprovechado había tratado
de hacer un análisis social de los acontecimientos y había recurrido a menudo
a las descripciones generales. En El callejón Protochni no había apenas lugar
para la ironía: ahondando en el corazón de mis personajes pretendía descubrir
ese fondo que les permitiera salir del fango, de la vulgaridad, del vacío
espiritual. En aquella época yo no escribía versos, pero mi novela parecía una
confesión lírica.
No sólo había aprendido a amar a mis personajes feos, sino que puse en
ellos algo de mí mismo. En segundo plano quedaron el dueño de la casa que
trata de matar a los chiquillos y también su inquilino, un haragán canijo que
vive a costa de su mujer, hija de un barón, con la que se había casado antes de
la revolución. Los demás personajes se afanaban, buscaban, padecían. Mis
ideas y sentimientos de aquellos años pueden encontrarse en Tania, una chica
soviética normal y corriente, con sus relaciones casuales y su sed de un gran
amor, sus libros y su trabajo; en el poeta y fracasado Prájov, convertido en
periodista chapucero, ambicioso y débil, dispuesto a cualquier ruindad,
aunque empieza a comprender la vanidad y mezquindad de sus sueños; en el
músico jorobado Yúzik, que tocaba el violín en el cine Elektra; en el
arrinconado filósofo, con su desesperado amor por la vida; en el viejo ex
profesor de latín checo, convertido en mendigo, aunque de espíritu elevado y
lúcido, del que se habían encariñado los niños abandonados.
Yúzik, el jorobado, pregunta al viejo mendigo:
—¿Cómo es que usted, profesor de latín, ha acabado en la calle? Una de
dos: o tiene razón usted o la tienen ellos.
—Tenía razón yo. Pero esto pertenece al pasado. Y tenían razón ellos: esto
es el presente. Y los niños, los que juegan ahora con sus sonajeros tendrán
razón: es el futuro… Siempre miro con sumo placer las banderas, los cortejos,
su animación. ¡Es espléndida, joven, la sangre que arrebola las mejillas y la
llama de abnegación en la mirada…!
Creo que ninguno de mis libros ha sido tan vilipendiado como El callejón
Protochni. No recuerdo el sinfín de artículos que se publicaron, pero tengo
ahora ante mí uno que se titula «La Rusia soviética sin comunistas»; apareció
en la Krásnaia gazeta [La gaceta roja] de Leningrado: «La Rusia soviética
vista y presentada a través del fango del callejón Protochni no es nuestro país
real, sino el ideal soñado por P. N. Miliukov, es la Rusia soviética sin
comunistas. […] Ehrenburg cumple el mandato social de la intelectualidad
emigrada al hacer un bosquejo de un rincón del Moscú soviético sin
construcción socialista, sin el énfasis de la creación de una vida nueva. [… ]
Ehrenburg se parece al hirsuto visitante habitual de los vertederos que, por
azar, entró en una rosaleda donde, en lugar de magníficas y fragantes rosas,
sólo vio punzantes espinas, y se interesó por el estiércol viscoso con que se
abonan los parterres de flores».
Stendhal escribió en Rojo y negro: «Las novelas son espejos que pasean
por la vía pública, que tan pronto reflejan el purísimo azul del cielo, como el
cieno de los lodazales de la calle. Y si así es, ¿os atreveréis a acusar de
inmoral al hombre que lleva el espejo en su canasto? ¡Porque su luna refleja el
cieno, os revolvéis contra el espejo! ¡No! A quien debéis acusar es a la calle o
al lodazal, y mejor aún, al inspector de limpieza que consiente que se forme el
lodazal».
En aquel año de 1926, cuando yo escribía sobre el callejón Protochni,
Fedin trabajaba en su Transvaal; L. M. Leónov, en El ladrón; V. P. Katáiev, en
Los malversadores; V. V. Ivánov, en El misterio de los misterios. La vieja
Enciclopedia Literaria define todos estos libros como «una deformación de la
realidad soviética», «una apología de la hipocresía», una «calumnia».
Pero, ciertamente, no se trata de sueños políticos de Miliukov… Los
escritores de mi generación trataron de abrazar en los primeros años de la
revolución el cuadro tan complejo de los acontecimientos, comprender la
importancia de lo que estaba sucediendo; luego llegaron tiempos más
tranquilos y, si se quiere, más grises; los escritores comenzaron a centrar su
atención en el destino de cada uno. En la época de Eduardo VII, azotaban a un
niño mendigo para castigar las travesuras del príncipe; nuestros críticos
azotaban y azotan a los escritores por los baches del camino real…
El callejón Protochni no se parecía lo más mínimo a una rosaleda. A mí,
que era un hombre de pelo en pecho, pero a mi entender no un cerdo, aquel
fango me torturaba. Sentía bastante a menudo el frío del mundo y buscaba un
poco de afecto y de calor. A orillas del Moscova, en verano, crecían las
desdichadas flores de los solares sin edificar, pisoteadas, cubiertas de cieno:
ranúnculos y dientes de león. Precisamente estas flores eran las que me
proponía describir.
Es inútil discutir sobre el pasado, pero es necesario reflexionar sobre él,
comprender por qué las páginas escritas resultaron más pálidas, más
insignificantes de lo que se imaginaba el autor en sus noches de insomnio.
Toda la vida he experimentado un amor sin reservas por Gógol. Estoy
escribiendo estas líneas en la penumbra de una habitación de hotel en Roma:
tengo unos días libres entre dos reuniones y he decidido seguir escribiendo
este capítulo. Ayer volví de nuevo al café Greco, que en otro tiempo
frecuentaba Nikolái Vasílievich; me senté a la mesa debajo de su retrato y me
puse a pensar: ¡Cuánta luz derramó sobre Rusia y el mundo aquel hombre
taciturno, enfermizo, profundamente desdichado!
En El callejón Protochni el jorobado Yúzik lee y relee un librito al que le
faltan las primeras páginas. No conoce ni el título de la obra ni el nombre del
autor. Dice a Tania: «Ah, Tatiana Alekséievna, escuche lo que leí ayer: “Se
requiere una gran profundidad espiritual para arrojar luz sobre una escena
sacada de la despreciable vida y elevarla hasta convertirla en una perla
artística”. Tania, entre risas, replica: “Yúzik, qué libros tan estúpidos lee
usted. ¿Quién dice ahora perla? Sólo los joyeros, pero no los escritores. Debe
aprender la metodología”».
Las palabras citadas son de Gógol. Su profundidad espiritual le permitió
impresionar a sus contemporáneos y nos impresiona también a nosotros.
Sentado a la mesa, pensaba que ni yo ni muchos de mis contemporáneos
habíamos encontrado en nosotros mismos la suficiente profundidad espiritual y
que a menudo habíamos resultado vencidos —no por los críticos, desde luego,
sino por el tiempo— justamente por no haber sabido iluminar con profundidad
auténtica la vida de todos los días, lo insignificante, lo despreciable, con la
audacia y el coraje del autor de Las almas muertas y de El capote.
No voy a hablar de los otros escritores, pero tengo derecho a juzgarme a
mí mismo. El punto débil de mi novela no radica en la trama, ni en el hecho de
haberme fijado en los vecinos miserables del callejón Protochni sin
contraponerlos a la construcción del futuro, sino en mi pintura de este mundo,
parca, avara y débilmente iluminada por el arte. El problema no estriba en la
dosis de talento que yo posea, sino en el apresuramiento espiritual, en que
vivíamos agobiados entre enormes y cegadores acontecimientos, ensordecidos
por las salvas, por los gritos, por la música atronadora, y a veces dejábamos
de percibir los matices, no oíamos los latidos del corazón, perdíamos la
sensibilidad para considerar aquellos detalles del alma, que son la carne viva
del arte.
Todo esto no lo comprendí en 1926, sino mucho más tarde: el hombre
continúa aprendiendo hasta el mismo día de su muerte.
15

El verano de Moscú era caluroso, y muchos de mis amigos lo pasaban en el


campo o habían salido de viaje. Yo deambulaba por la ciudad encandecida.
Uno de los días más sofocantes, uno de esos que preceden a la tempestad,
recibí una alegría imprevista: conocí a un hombre que se convirtió en mi
amigo más íntimo y fiel, a un escritor a quien contemplaba como el aprendiz al
maestro, a Isaak Emmanuílovich Bábel.
Llegó a mí de improviso y se me quedaron grabadas en la memoria sus
primeras palabras: «De modo que usted es así». Yo lo miré aún con mayor
curiosidad: ¡ahí estaba el hombre que había escrito Caballería roja, Cuentos
de Odesa, «Historia de mi palomar»! Varias veces me han presentado
escritores por cuyos libros sentía veneración: Maksim Gorki, Thomas Mann,
Bunin, Andréi Bieli, Heinrich Mann, Antonio Machado, James Joyce; eran
mucho mayores que yo, todo el mundo los idolatraba, y yo los miraba como
quien contempla las lejanas cumbres de las montañas. Pero dos veces me
emocioné como el enamorado que encuentra, al fin, el objeto de su amor: así
me sucedió con Bábel y, una década más tarde, con Hemingway.
Bábel me llevó enseguida a una cervecería. Apenas entré en el local,
sumido en la oscuridad, atestado de gente, me quedé de piedra. Allí se reunían
especuladores de poca monta, ladronzuelos reincidentes, cocheros,
horticultores de los alrededores de Moscú y representantes de la vieja
intelectualidad a la deriva. Alguien gritaba que se había inventado el «elixir
de la vida eterna», lo cual era una bellaquería, pues era tan fabulosamente
caro que nos sobrevivirían todos los canallas. Al principio nadie hizo caso al
vocinglero, luego el que tenía al lado le dio un botellazo en la cabeza. En otro
rincón comenzaron a pelearse por una muchacha. Por la cara de un jovencito
de pelo rizado corría la sangre. La muchacha gritaba a voz en cuello: «¡Es
inútil que te empeñes, a mí me gusta Harry Pil!». A dos borrachos que habían
perdido el conocimiento los sacaban arrastrándolos por los pies. Nos
sentamos y se acercó a nosotros un viejecito muy amable que se puso a contar
a Bábel que su yerno, el día anterior, había intentado acuchillar a su mujer.
«Pero Vérochka, ¿sabe?, ni siquiera pestañeó, se limitó a decirle: “Haz el
favor de irte si no quieres saber lo que es bueno”. Tengo una hija muy bien
educada, ¿sabe usted?». No pude más y le pregunté: «¿Nos vamos?». Babel se
sorprendió: «Pero si aquí todo es muy interesante».
Por su aspecto, lo que menos parecía era un escritor. En su crónica «El
comienzo» cuenta que, al llegar por primera vez a Petersburgo (tenía entonces
veintidós años), alquiló una habitación en casa de un ingeniero. Tras observar
con atención al nuevo inquilino, el ingeniero ordenó cerrar con llave la puerta
que comunicaba la habitación de Bábel con el comedor y sacar del vestíbulo
los abrigos y los chanclos. Veinte años más tarde, Bábel se instaló en el piso
de una vieja francesa en el suburbio parisino de Neuilly; la patrona lo
encerraba con llave en su habitación por la noche, por temor a que le cortara
el pescuezo. Pero en el semblante de Isaak Emmanuílovich no había nada que
pudiera infundir miedo; sencillamente despertaba la curiosidad en muchas
personas: sabe Dios qué hombre será éste y a qué se dedica.
Michel Gold, que conoció a Bábel en París en 1935, escribió: «No parece
un hombre de letras ni un ex soldado de caballería, sino más bien el director
de una escuela rural». Probablemente esta impresión se debiera en gran parte a
sus gafas, que en Caballería roja habían alcanzado proporciones
amenazadoras («Os mandan aquí sin preguntar nada, y aquí a uno le echan por
las gafas», «Vosotros, los de las gafas, tenéis compasión de nosotros como el
gato del ratón», «¡Tú, cuatro ojos, has matado a este caballo!»). Era de baja
estatura, robusto. En uno de los cuentos de Caballería roja, al hablar de los
judíos de Galitzia, los contrapone a los odesanos, «joviales, barrigudos,
burbujeantes como el vino barato», cargadores, indóciles, juerguistas,
salteadores al estilo del famoso Mishka Yapónchik, prototipo de Benia Krik.
Isaak Emmanuílovich, a pesar de las gafas, recordaba más a un jovial
odesano que hubiese pasado calamidades y amarguras en su vida que a un
maestro rural. Las gafas no conseguían ocultar la extraordinaria expresividad
de sus ojos, ora astutos, ora tristes. También desempeñaba un gran papel su
nariz: era incansablemente curiosa. Bábel quería saberlo todo: qué sentía su
compañero de armas, un cosaco de Kubán, aquella vez que pasó dos días
enteros bebiendo y luego prendió fuego a su propia cabaña; por qué Mashenka,
de la editorial Tierra y Fábrica, después de haber puesto los cuernos a su
marido se dedicó a la biomecánica; qué versos escribía el guardia blanco
Gorgulov que asesinó al presidente de la República Francesa; cómo murió el
viejo contable a quien había visto una vez en la ventanilla de la editorial
Pravda; qué contenía el bolso de una parisina sentada a la mesa contigua; si
Mussolini continuaba fanfarroneando cuando se quedaba a solas con Ciano…
En pocas palabras, los más mínimos detalles de la vida.
Todo le interesaba, y no entendía que pudiese haber escritores faltos de
ese apetito por la vida. Cuando hablaba conmigo de las novelas de Proust, me
decía: «Es un gran escritor. Pero es aburrido… ¿No se aburriría él también al
describir todo eso?». Al señalar las facultades de un escritor principiante, el
emigrado Nabókov-Sirin, Bábel decía: «Sabe escribir, pero no sabe qué temas
abordar». Le gustaba la poesía y era amigo de poetas que no se parecían a él
en nada: Bagritski, Yesenin, Maiakovski. Sin embargo no soportaba el
ambiente literario: «Cuando he de asistir a una reunión de escritores es como
si tuviera que tomar miel con aceite de ricino».
Tenía amigos con diversas profesiones: ingenieros, jinetes, picadores,
arquitectos, apicultores, cimbalistas. Podía pasar horas enteras escuchando
relatos sobre amores ajenos, tanto felices como desdichados. De alguna
manera, predisponía al interlocutor a las confesiones; probablemente los
demás intuían que Bábel no se limitaba a escuchar, sino que revivía lo
ocurrido. Algunas de sus piezas están escritas en primera persona, aunque no
son autobiográficas (por ejemplo, «Mis primeros honorarios»); otras, por el
contrario, bajo la capa de personajes imaginarios, son un trasunto de páginas
autobiográficas del autor («El petróleo»).
En su breve autobiografía, Bábel cuenta que, en 1916, Gorki le «envió por
el mundo». Isaak Emmanuílovich sigue diciendo: «Y durante siete años —de
1917 a 1924— fui por el mundo. En ese tiempo, fui soldado en el frente
rumano, presté servicio en la Cheká y luego en el Comisariado de Instrucción
Pública, participé en la requisición de víveres en 1918, estuve en el ejército
del norte contra Yudénich, en el Primer Ejército de Caballería, en el comité
provincial de Odesa, fui responsable de galeradas en la Séptima Tipografía
Soviética de esta ciudad, reportero en Petersburgo y en Tiflis, etc.».
En efecto, los siete años en cuestión le dieron muchas cosas a Bábel; pero
él ya había ido «por el mundo» antes de 1916 y continuó yendo «por el
mundo» después de haberse convertido en un escritor famoso: Bábel no podía
estar lejos de la gente. La «Historia de mi palomar» la había vivido de niño y
contado mucho más tarde, cuando ya era un artista consumado. Durante los
años de adolescencia y de su primera juventud, Bábel había encontrado a los
personajes de sus cuentos de Odesa: atracadores y revendedores, miopes
soñadores y románticos ladronzuelos.
Fuera a donde fuera, enseguida se sentía como en casa, entraba a formar
parte de la vida de los otros. Pasó una corta temporada en Marsella, pero
cuando me hablaba de la vida de esa ciudad, sus impresiones no eran las de un
turista: hablaba de los gángsters, de las elecciones municipales, de la huelga
de portuarios, de cierta mujer envejecida, creo que lavandera, que al recibir
de improviso una gran fortuna se suicidó con gas.
Sin embargo, incluso en su querida Francia, añoraba su patria. En octubre
de 1927 escribía desde Marsella: «La vida espiritual de Rusia es más noble.
Estoy envenenado de Rusia, siento nostalgia de ella, no pienso más que en
ella». En otra carta dirigida a su viejo amigo I. L. Lifschitz, escribió desde
París: «En el sentido de la libertad individual, vivir aquí es magnífico; pero
nosotros, llegados de Rusia, sentimos nostalgia del viento de las grandes ideas
y de las grandes pasiones».
En la década de 1920 era frecuente encontrar en los periódicos rusos la
palabra tijeras; no se trataba del instrumento del sastre, sino de la creciente
divergencia entre el precio del pan y el precio del percal o de unas botas.
Ahora pienso en otras tijeras: en la divergencia entre la vida y el sentido del
arte; con estas tijeras he recorrido mi vida. Bábel y yo hablábamos a menudo
de este tema. Amante apasionado de la vida, participando en ella a cada
instante, Isaak Emanuílovich se consagró al arte desde niño.
Suele pasar: un hombre tiene una vivencia significativa, le apetece
contarla, descubre que posee talento para hacerlo, y así nace un nuevo escritor.
Fadéiev me decía que en los años de la guerra civil no pensaba que iba a
aficionarse a la literatura; La derrota fue el inesperado resultado de todo
cuanto había vivido. Bábel, sin embargo, incluso cuando combatía ya sabía
que convertiría la realidad en una obra de arte.
Los manuscritos de las obras inéditas de Bábel se han perdido. Las notas
de S. G. Guejt me han hecho recordar el magnífico relato de Isaak
Emmanuílovich «En la Trinidad». Bábel me lo leyó en la primavera de 1938;
era la historia de cómo se pierden muchas ilusiones, una historia amarga y
llena de sabiduría. Se han perdido los manuscritos de los cuentos y los
capítulos de una novela comenzada. La viuda de Bábel, Antonina Nikoláievna,
realizó investigaciones para dar con su paradero, pero fue en vano. Por
milagro, se ha conservado el diario de Bábel, escrito en 1920, cuando se
encontraba en las filas del Primer Ejército de Caballería: una mujer de Kiev
guardó aquel grueso cuaderno repleto de anotaciones casi ilegibles. El diario
es muy interesante: no sólo muestra cómo trabajaba Bábel, sino que ayuda a
comprender la psicología de la creación artística.
Del diario se desprende que Bábel vivía la vida de sus compañeros de
armas, en las victorias y en las derrotas, en las relaciones entre los
combatientes y la población civil; le llegaban al alma tanto los actos
generosos como los violentos, la ayuda en el combate, los pogromos, la
muerte. Por otra parte, todo el diario es un discurrir por insistentes
recordatorios, del tipo: «Describir a Matiazh, a Misha», «Describir a la gente,
el aire», «En este día, lo principal es describir a los soldados rojos y el aire»,
«Recordar la figura, el rostro y la alegría de Apanásenko, su amor por los
caballos, cómo los conduce, cómo los elige para Bajtúrov», «Describir sin
falta al renqueante Gubánov, terror del regimiento, intrépido espadachín», «No
olvidar al sacerdote de Loshkov, mal afeitado, bueno, cultivado, quizá algo
codicioso, pero cómo hablar aquí de avidez: una gallina, un ganso»,
«Describir un ataque aéreo, el tableteo de la ametralladora, lejano y como
lento», «Describir los bosques: Krivija, los checos arruinados, la mujer
rolliza…».
Bábel era poeta; ni el naturalismo de los detalles de la vida común que
describía ni las redondas gafas en su cara redonda podían ocultar su talante
poético. Se encendía leyendo un verso, contemplando un cuadro, el color del
cielo, el espectáculo de la belleza humana. Su diario no es de los que se
escriben con el propósito de verlo publicado: en él, Bábel conversaba
abiertamente consigo mismo. Éste es el motivo de que, al referirme al sentido
poético de Bábel, comience con las notas de su diario.
«Linderos del bosque abatidos, residuos de la guerra, alambre espinoso,
trincheras. Majestuosas encinas verdes, hayas blancas, muchos pinos, un
sauce, árbol sublime y tímido, lluvia en el bosque, caminos transformados en
lodazales, un fresno».
«Boratin: un vigoroso pueblo soleado. El lúpulo, la hija que ríe, el rico
campesino taciturno, tortilla con mantequilla, leche, pan blanco, la gula, el sol,
limpieza».
«Magnífica pintura italiana, santos padres sonrosados acunando al niño
Jesús, magnífico Cristo sombrío, Rembrandt, madona al estilo de Murillo, tal
vez incluso de Murillo, santos jesuitas bien alimentados, pequeño judío
barbudo, una tienda, un relicario roto, la imagen de san Valente».
«Recuerdo los marcos rotos, miles de abejas zumbando y arremolinándose
junto a la colmena destruida».
«Vieja mansión condal polaca, sin duda con más de cien años; cuernos,
una antigua pintura en el techo, luminosa; pequeñas habitaciones para los
mayordomos, losas, pasillos, excrementos en el suelo, niños judíos; el piano
de Steinway, sofás desvencijados con los muelles fuera; recordar las puertas
blancas y ligeras de encina, las cartas escritas en francés de 1820».
Bábel habló de su relación con el arte en el cuento «Di Grasso». Llega a
Odesa un actor de Sicilia. Declama con cierto énfasis, tal vez exagerado, pero
la fuerza del arte es tal que los malos se convierten en buenos; la mujer de un
especulador, al salir del teatro, increpa a su avergonzado marido:
«Desgraciado, ya ves lo que es el amor».
Recuerdo la publicación de Caballería roja. Todo el mundo quedó
impresionado por la fuerza de su fantasía; hablaban, incluso, de su carácter
fantasmagórico. No obstante, Bábel describía lo que había visto. Así lo
atestigua el cuaderno que le acompañó en la guerra y que sobrevivió a su
autor. Tomemos el relato «El jefe de la caballería de reserva»: «Montado
sobre un fogoso corcel angloárabe, se acerca galopando al porche Diákov, ex
atleta de circo y ahora jefe de la caballería de reserva, la cara roja, cano el
mostacho, con capa negra y bandas plateadas a lo largo de los bombachos
rojos». Diákov dice a un campesino que obtendrá quince mil rublos por un
caballo, y si éste fuese de buena sangre, veinte mil: «Si un caballo cae y se
levanta es un auténtico caballo; si, por el contrario, no se levanta, no es un
caballo». Y aquí está la nota del diario correspondiente al 13 de julio de
1920: «El jefe de la caballería de reserva Diákov: un cuadro fantástico,
pantalones rojos con bandas plateadas, cinturón con motivos grabados; de
Stavropol, silueta apolínea, corto bigote canoso, unos cuarenta y cinco años
[…]. Fue atleta […]. Hablar de los caballos». Y, el 16 de julio: «Llega
Diákov. Conversación breve: por un caballo así puedes obtener quince mil,
por uno como aquél, veinte mil. Si cae y se levanta, significa que es un buen
caballo».
En el relato «Guedali», el autor se encuentra con un viejo trapero judío
que le expone tristemente su filosofía: «Pero el polaco disparaba, mi afable
pan (señor), pues era la contrarrevolución. Vosotros disparáis porque sois la
revolución. Sin embargo, la revolución es placer. Y el placer no quiere ver
huérfanos en casa. El hombre bueno lleva a cabo buenas acciones. […] Yo
quiero la Internacional de la gente buena, quiero que se tenga en cuenta a cada
una de las personas y que se le conceda ración alimenticia de primera
categoría». La tienda de Guedali se describe así: «Dickens, ¿dónde estaba tu
sombra aquella tarde? En la tienda de antigüedades habrías visto zapatos
dorados y cuerdas de buque, una vieja brújula y un águila disecada, un
Winchester de caza con la fecha de 1810 grabada y una cazuela rota».
Nota del 3 de julio de 1920, en el diario: «Judío pequeño, filósofo. Tienda
inconcebible, Dickens, escobas y zapatos dorados. Su filosofía: todos dicen
que luchan por la justicia, pero todos desvalijan».
En el diario está todo: Prischepa, la pequeña ciudad de Berestechko, las
cartas francesas allí encontradas, la matanza de los prisioneros, el «títere» en
los combates por Leshniuv, el discurso del comandante de la división sobre el
Segundo Congreso del Komintern, el «encolarizado lacayo Levka», la casa del
cura católico Tuzinkevich y muchos otros personajes, episodios y escenas
incluidos más tarde en Caballería roja. Pero los relatos no se parecen al
diario. En el cuaderno, Bábel describía todo tal cual era. Era una lista de
acontecimientos: ataque, retirada, habitantes arruinados y despavoridos de
ciudades y pueblos que pasan de mano en mano, ejecuciones, campos
arrasados, la crueldad de la guerra. Bábel se preguntaba en el diario: «¿Por
qué siento una tristeza que no me abandona?». Y respondía: «La vida se hace
añicos, asisto a un grandioso funeral que no termina nunca».
Pero el libro no es así. En él se encuentra, a pesar de los horrores de la
guerra, el feroz clima de aquellos años, la fe en la revolución y en el hombre.
Cierto, algunos acusaron a Bábel de haber denigrado a los soldados de la
caballería roja. Gorki intervino en favor de Caballería roja y escribió que
Bábel había «embellecido» a los cosacos del Primer Ejército de Caballería
«mejor y con más veracidad que Gógol a los cosacos zaporogos». La palabra
embellecer, que yo he sacado de su contexto, así como la comparación con
Taras Bulba pueden desorientar. Además, el lenguaje de Caballería roja es
florido, hiperbólico. (Ya en 1915, apenas había dado sus primeros pasos como
escritor, Bábel dijo que en la literatura buscaba el sol, la abundancia de
colores, que admiraba los relatos ucranianos de Gógol y se lamentaba de que
«Petersburgo hubiese vencido al espíritu de Poltava. Akaki Akákievich, con
modestia pero con una autoridad aterradora, ha barrido a Gritsok»).
Con todo, Bábel no «embelleció» a los personajes de Caballería roja, lo
que hizo fue revelar su mundo interior. Dejó a un lado no sólo la vida
cotidiana del ejército, sino, además, muchos actos que entonces le habían
desesperado; es como si hubiera iluminado con un proyector la hora y el
instante en que el hombre se manifiesta tal y como es. Justamente por ese
motivo siempre he considerado poeta a Isaak Emmanuílovich.
Caballería roja encandiló a los escritores más dispares: Gorki, Thomas
Mann, Barbusse, Martin du Gard, Maiakovski y Yesenin, Andréi Bieli,
Fúrmanov, Romain Rolland y Brecht.
En 1930 Novi mir publicó toda una serie de cartas de escritores
extranjeros, sobre todo alemanes, en respuesta a una encuesta sobre la
literatura soviética. En la mayoría de ellas el nombre de Bábel figuraba en
primer lugar.
Pero Isaak Emmanuílovich se criticaba con la exigencia de un gran artista.
A menudo me decía que escribía con una lengua demasiado florida, que
buscaba la sencillez y quería liberarse de la saturación de imágenes. Una vez,
a comienzos de la década de 1930, me confesó que el Gógol de El capote le
resultaba más próximo que el de los primeros relatos. Se aficionó a Chéjov.
Era la época en que escribió «Guy de Maupassant», «Un proceso», «Di
Grasso» y «El petróleo».
Trabajaba despacio, sufriendo; siempre estaba descontento consigo mismo.
Cuando nos conocimos, me dijo: «El hombre vive para el placer, para dormir
con una mujer, para comer helado un día caluroso». En cierta ocasión fui a
verlo a su casa y le encontré sentado, desnudo; era un día bochornoso. No
comía helado, escribía. Incluso en París trabajaba desde la mañana hasta la
noche: «Me afano aquí como un buey inspirado, no veo la luz del sol (y bajo
ese tipo de luz, París no es Kremenchug)». Después se trasladó a un pueblo no
lejos de Moscú, alquiló una habitación en una isba, y pasaba allí los días
escribiendo. Para trabajar, por todas partes encontraba rincones que nadie
conocía. Aquel hombre insólitamente «jovial» trabajaba como un monje
ermitaño.
Cuando, a finales de 1932 y comienzos de 1933, yo escribía El segundo
día, venía a verme casi todos los días. Le leía los capítulos que había escrito y
Bábel los aprobaba o hacía objeciones; mi libro le interesaba y él era un
amigo fiel.
Le encantaba esconderse, no decía adónde iba; sus recorridos hacían
pensar en las galerías de un topo. En 1936 escribí acerca de Bábel: «Su
destino recuerda a los libros que ha escrito: ni él mismo logra desenredarlo.
Una vez que venía a visitarme, su hija pequeña le preguntó: “¿Adónde vas?”.
Como se vio forzado a responder, lo pensó mejor y no vino a verme […]. El
pulpo, para salvarse, suelta tinta, pero, a pesar de todo, lo pescan y se lo
comen; uno de los platos preferidos de los españoles es el de los calamares en
su tinta». (Escribí estas líneas en París, a principios de 1936, y, ahora, al
transcribirlas, siento pavor: ¿acaso habría podido imaginar el sentido que
tendrían varios años después?).
Siguiendo el consejo de Gorki, Bábel estuvo siete años sin publicar sus
obras, desde 1916 hasta 1923. Después fueron surgiendo, una tras otra,
Caballería roja, Cuentos de Odesa, «Historia de mi palomar» y la obra de
teatro Crepúsculo. Después volvió a enmudecer, sólo publicaba de vez en
cuando breves relatos (excelentes, a decir verdad).
El «silencio de Bábel» se convirtió en uno de los temas favoritos de los
críticos. En el Primer Congreso de Escritores Soviéticos tomé la palabra para
protestar contra ese tipo de ataques. Dije que la elefanta lleva a sus crías en el
vientre mucho más tiempo que una coneja. Yo me comparaba con la coneja y a
Bábel, con la elefanta. Los escritores se echaron a reír. A su vez, Isaak
Emmanuílovich se burló de sí mismo en su discurso diciendo que estaba
progresando en un nuevo género literario: el silencio.
Sin embargo, no tenía ganas de reír. Cada día era más exigente consigo
mismo. «Me he puesto a reescribir por tercera vez mis relatos y me he dado
cuenta, con horror, de que todavía necesitaré reescribirlos una vez más, la
cuarta». En una de sus cartas reconocía: «La principal desgracia de mi vida
radica en poseer una aborrecible capacidad de trabajo».
Yo no faltaba a la verdad al hablar de la coneja y de la elefanta: apreciaba
enormemente el talento de Bábel y conocía lo exigente que era consigo mismo.
Yo me sentía orgulloso de su amistad. Aunque tenía tres años menos que yo, a
menudo le pedía consejo y le llamaba bromeando «el rabino sabio».
Sólo dos veces tuve ocasión de departir con Gorki sobre literatura y las
dos veces habló con ternura y confianza del trabajo de Bábel. Oírle hablar de
ese modo me causaba tanta alegría como si me hubiesen elogiado a mí. Me
hacía feliz que Romain Rolland, en su carta sobre El segundo día, se
expresara con entusiasmo respecto a Caballería roja. Yo quería a Isaak
Emmanuílovich, quería y quiero sus libros…
Todavía diré unas palabras más sobre él como hombre. No sólo no se
parecía por su aspecto a un escritor, tampoco lo parecía por su manera de
vivir: no tenía muebles de caoba, ni librerías ni secretario. Incluso prescindía
de escritorio, escribía en la mesa de la cocina, y en Molodiénovo, donde había
alquilado una habitación al zapatero del pueblo, Iván Kárpovich, trabajaba
sobre el banco de zapatero.
La primera mujer de Bábel, Evguenia Borísovna, había nacido en el seno
de una familia burguesa y le resultaba difícil habituarse a las extravagancias
de Isaak Emmanuílovich. Éste, por ejemplo, llegaba a la habitación en que
vivían acompañado por ex camaradas suyos del regimiento y le decía:
«Zhenia, dormirán aquí».
Sabía mostrarse natural con diferentes personas, y en esto le ayudaban su
delicadeza de artista y su cultura. Le vi conversar con esnobs parisinos y
ponerlos en su sitio, le vi hablar con campesinos rusos, con Heinrich Mann y
con Barbusse.
En 1935 tuvo lugar en París el Congreso de Escritores en Defensa de la
Cultura. Llegó la delegación soviética; entre ellos no estaba Bábel. Los
escritores franceses, impulsores del congreso, se dirigieron a nuestra
embajada con la petición de que se incluyera al autor de Caballería roja en la
delegación. Bábel llegó con retraso, creo que el segundo o el tercer día. Tenía
que tomar la palabra enseguida. Me dijo sonriendo para tranquilizarme: «Algo
diré…». He aquí cómo informé en Izvestia sobre el discurso de Isaak
Emmanuílovich: «Bábel no leyó su discurso, habló en francés, con regocijo y
maestría; durante quince minutos ha divertido al auditorio explicando algunos
relatos todavía sin escribir. La gente reía, pero comprendía al mismo tiempo
que bajo las historias aparentemente alegres aludía a la esencia de nuestra
gente y de nuestra cultura: “Este koljosiano ya tiene pan, tiene casa, tiene
incluso una condecoración. Pero no le basta. Ahora quiere que sobre él se
escriban versos”».
Muchas veces me dijo que lo principal era la felicidad del hombre. Sentía
mucho afecto por los animales, en particular por los caballos. De su
compañero de armas, Jlébnikov, escribía: «Nos conmovían las mismas
pasiones. Los dos veíamos el mundo como un prado en mayo, como un prado
por el que pasan mujeres y caballos».
La vida no fue, para él, una pradera en mayo… Pero hasta el último
momento mantuvo su fidelidad a los ideales de justicia, de internacionalismo y
de humanidad. Había comprendido y aceptado la revolución como garante de
la felicidad futura. Uno de los mejores relatos que escribió en la década de
1930, «Karl-Yankel», termina así: «Yo he crecido en estas calles, ahora ha
llegado el turno de Karl-Yankel, más no se luchó por mí como se lucha hoy por
él, de mí no había quien se ocupara. Es imposible —murmuraba para mí— que
tú no seas feliz, Karl-Yankel… Es imposible que no seas más feliz que yo».
Bábel fue uno de aquellos que pagaron con su lucha, con sus sueños, con
sus libros y, por último, con su muerte la felicidad de las generaciones futuras.
A finales de 1937 llegué a Moscú de España, directamente desde Teruel.
Cuando hable de aquellos días, el lector comprenderá hasta qué punto era
importante para mí ver enseguida a Bábel. Encontré triste al «rabino sabio»,
pero no le habían abandonado ni la valentía, ni el sentido del humor, ni su
talento de narrador. Me contó que había estado en una fábrica donde los libros
retirados de circulación se utilizaban para producir papel; era una historia muy
graciosa y terrible. Otra vez me habló de las guarderías infantiles en que se
recogía a los huérfanos de padres vivos. Es indescriptible lo triste que fue
nuestra separación en mayo de 1938…
Bábel siempre hablaba con ternura de su Odesa natal. Después de la
muerte de Bagritski, en 1936, Isaak Emmanuílovich escribió: «Me acuerdo de
nuestra última conversación: ya es hora de abandonar las ciudades extranjeras,
conveníamos los dos; es hora de volver a casa, a Odesa, alquilar una casita en
Blizhnie Melnitsi, componer historias, envejecer… Nos imaginábamos viejos,
unos viejos maliciosos y gordos, calentándonos bajo el sol de Odesa, junto al
mar, en el bulevar, acompañando a las mujeres con largas miradas… Nuestros
deseos no se hicieron realidad. Bagritski ha muerto a los treinta y ocho años
sin haber hecho ni una pequeña parte de lo que habría podido hacer. Han
fundado en nuestro país un instituto de medicina experimental. Ojalá consiga
que no se vuelvan a repetir estos crímenes insensatos de la naturaleza».
Movidos por la ira, a veces llamamos ciega a la naturaleza. También hay
hombres ciegos…
Poco antes de su arresto, escribía a una amiga suya, que le había alquilado
una casa en Odesa: «Este pequeño pabellón reservado para mí ha sido un
bálsamo para mi alma. Dostoievski dijo en cierta ocasión: “Toda persona ha
de tener un lugar donde poder refugiarse”, y cuando pienso que yo tengo ahora
un lugar así, me siento mucho más seguro en esta tierra que, como se sabe,
gira».
Arrestaron a Bábel en la primavera de 1939. Me enteré con retraso, pues
yo estaba en Francia. Pasaban por las calles los soldados movilizados, las
damas iban con máscaras antigás, la gente pegaba franjas de papel en los
cristales de las ventanas. Yo pensaba en que había perdido a un hombre que
me había ayudado a caminar, no por un prado de mayo, sino por el dificilísimo
camino de la vida.
Estábamos íntimamente unidos por la misma concepción del deber del
escritor y la manera de percibir nuestro siglo: queríamos que en el nuevo
mundo hubiera lugar para algunas cosas muy antiguas: el amor, la belleza y el
arte.
A finales de 1954, quizá a la misma hora en que tanto un hombre con el
ridículo nombre de Karl-Yankel como otros de su edad —los Iván, Piotr,
Nikola, Ovanes, Abdulla— salían en alegre tropel de las aulas universitarias,
el fiscal me comunicó la rehabilitación post mortem de Isaak Emmanuílovich.
Recordando un relato de Bábel pensé confusamente: «¡No es posible que
hayan sido más felices que nosotros!».
16

Una lectora me ha dicho que le ha resultado difícil entender La tempestad:


Valia se pone a declamar Hamlet, mientras una tal Gilda entabla una aventura
amorosa con un italiano en una ciudad alemana, luego aparece Serguéi a
orillas del Dniéper, después Miki entona una canción de guerrilleros en los
montes de Limousin, todo se enreda. Es posible que esta lectora tenga razón:
la novela es un parque, y es voluntad del autor que la vegetación sea frondosa.
La vida, en cambio, es un bosque, y en un libro autobiográfico es imposible
atenerse a la armonía de las narraciones.
He hablado de El callejón Protochni y, ahora, me traslado de un brinco a
Penmarch, en el departamento francés de Finistère. (Entre Moscú y Penmarch
estuve en Leningrado, Kiev, Dniepropetrovsk, Rostov, Tiflis, Batumi,
Estambul, Atenas, Marsella, París y Berlín; todo esto ahora lo paso por alto).
Qué se le va a hacer, comencé mi vida nómada a los diecisiete años, durante
años he dormido en habitaciones de hotel de mala muerte, he cambiado de
dirección con frecuencia, he viajado en vagones verdes, llenos de hollín, que
saltaban de aquí para allá, traqueteando, he descansado en la cubierta de los
barcos, he dormido en los aviones, he recorrido a pie cientos de kilómetros, y
todo ello sin sentirme nunca turista; tampoco he dado vueltas por el mundo
movido por el deseo de recoger datos para mis libros. He viajado por
impulsos de mi voluntad y también porque me han enviado, he viajado con
dinero y sin él: en un principio veía cómo se sucedían, raudos, los postes
leguarios, después fueron montones de nubarrones; gastaba con rapidez las
suelas de los zapatos y, en vez de comprar armarios, adquiría maletas. Así ha
discurrido mi vida. Sin duda, se trata de una particularidad de mi naturaleza:
hay quien gusta de permanecer en su casa, existen también los «judíos
errantes»; no es motivo para enorgullecerse ni tampoco para que deba uno
justificarse.
Llegué a Penmarch en 1927, y no me impulsa a hablar de este lugar el
deseo de evocar la sombría hermosura de las rocas batidas por el océano o la
originalidad de las antiguas esculturas bretonas. Cierto, la Acrópolis es una
maravilla, y el océano es tan hermoso que se resiste a la descripción. Pero he
prometido hablar de mi camino y la vida no se compone sólo de
acontecimientos históricos; a veces un episodio insignificante, un detalle de la
vida cotidiana, un encuentro fortuito, se graban en la memoria y llegan a ser
decisivos en muchos sentidos.
Penmarch es un pequeño pueblo situado en uno de los cabos occidentales
de Europa; sus habitantes se dedican a la pesca de la sardina; las mujeres
trabajan en las fábricas de conservas. Todo Penmarch está impregnado de olor
a pescado: personas, ropa, camas y almohadas.
Cuando vi por primera vez este pueblo, me llamó la atención la inquietud
tanto de la naturaleza como de la gente. En ninguna parte había oído un mar tan
embravecido, parecía que las olas golpearan con violencia la puerta rocosa de
la vida. El viento casi nos tiraba al suelo, ni un solo árbol mitigaba la
desnudez de aquel cuadro; todo eran piedras, piedras, y entre ellas sobresalían
los cubos blancos de las fábricas de conservas. En la plaza había pescadores
con sus trajes rojos impermeables. En el puerto, los mástiles desnudos
recordaban la desolación de un bosque en pleno invierno. Las mujeres vestían
de negro con faldas largas y unas cofias altas, blancas, como mitras, que se
veían a lo lejos, como pequeños faros. Las puertas de las fábricas estaban
cerradas. Desde hacía varios días los pescadores se habían declarado en
huelga. Sus exigencias podían sorprender a quien ignorase lo que es la pesca
de la sardina: querían que los fabricantes comprasen en bloque todo el
producto de la pesca, aunque fuese a bajo precio. La sardina se pesca tan sólo
en los meses estivales, cuando sube, formando bancos, a las capas superiores
del agua y pasa cerca de la orilla. Los pescadores han de guardar dinero en
verano para sustentarse en invierno. Pero los fabricantes de conservas estaban
unidos en un consorcio y no aceptaban las exigencias de los pescadores,
alegando que las instalaciones de sus empresas no estaban preparadas para
elaborar toda la pesca. En realidad, tenían miedo de que bajasen los precios
de las conservas.
Los pescadores llevaban las de perder, pues no tenían dinero para hacer
frente a los días más duros, aunque, en realidad, para ellos todos los días eran
duros. Yo contemplaba la vida de aquella gente, era una vida difícil. Los peces
grandes destrozaban las finas redes azules. Aunque las sardinas francesas,
consideradas las mejores del mundo, eran objeto de exportación, las fábricas
estaban realmente mal equipadas y el trabajo se retribuía con salarios
irrisorios. A los pintores que visitaban la Bretaña les gustaba pintar a las
mujeres de Penmarch, seducidos por su arcaico modo de vestir, las cofias, la
belleza de sus rostros, pero las trabajadoras tenían las manos enrojecidas y
corroídas por la sal.
Un velero entró en el puerto con una buena pesca. La tripulación, calada
hasta los huesos y aterida de frío, estaba contenta. Pero nadie quiso
comprarles las sardinas, a pesar de sus argumentos, insistencias y gritos. En
otro puerto, Audierne, había una fábrica que no formaba parte del consorcio y
los pescadores decidieron probar suerte ahí, pese a que el viento arreciaba y
se estaba desencadenando un temporal. Los que se quedaron en la orilla
comentaban, con aire sombrío: «¿Qué otra cosa pueden hacer? Son padres de
familias numerosas».
Están las meditaciones sobre la «caña pensante», las fantasías de Villiers
de L’Isle-Adam, los paisajes bretones de Gauguin. Pero hay también otra cosa:
niños hambrientos. Una de las tragedias de nuestra época reside en esta
contradicción entre el vuelo del genio humano y la antigua miseria bestial.
Las mujeres que se habían quedado en la orilla vieron una ola enorme
tumbar el velero. Se desencadenó una tormenta humana: la gente se precipitó
hacia las puertas cerradas de la fábrica. Los patrones no estaban,
probablemente descansaban en algún balneario cercano. Los administradores,
despavoridos, corrieron hacia el teléfono, suplicaron que se les enviase un
destacamento de gendarmes.
Del faro partió un barco de motor y lograron salvar a los náufragos.
Enseguida se calmaron los ánimos. A la mañana siguiente las embarcaciones
se hicieron a la mar; las mujeres descabezaban las sardinas con mucho
cuidado y colocaban el pescado en las latas.
Así que no pasó nada. ¿Por qué, no obstante, el episodio se ha grabado en
mi memoria? De sobra sabía que quien está saciado no comprende al
hambriento, y no sólo por los libros, sino por experiencia personal. Tampoco
podía sorprenderme la vida de los pescadores de Penmarch, demasiadas veces
había observado la pobreza humana. Fue otra cosa lo que me impresionó.
Los pescadores de Penmarch libraban cada día un combate con el océano.
En el cementerio vi muchas cruces sobre tumbas vacías a las que acudían las
viudas de quienes habían perecido en el mar. La lucha del hombre contra la
naturaleza ennoblece siempre el espíritu y no creo que haya en el mundo mito
más hermoso que el de Prometeo. Poco antes de mi llegada a Penmarch, un
joven piloto estadounidense, Lindbergh, había llevado a cabo el primer vuelo
transatlántico, y vi en las casas de los pescadores retratos suyos, recortados de
los periódicos. De niño, me apasioné por un libro que hablaba de la
expedición Fram de Nansen, y luego, a lo largo de mi vida, he sido testigo de
hechos, más o menos relevantes, que han mantenido en vilo el alma de todos:
Blériot sobrevoló el canal de la Mancha, marinos rusos salvaron a los
habitantes de Mesina durante el terremoto de 1908, Calmette descubrió la
vacuna contra la tuberculosis; el rompehielos Krasin salvó a la expedición
polar de Nobile, la muerte de Amundsen, los hombres del Cheliuskin se
mantuvieron sobre un bloque de hielo a la deriva, los pilotos soviéticos vuelan
hasta América a través del Polo Norte, Fleming descubrió la penicilina, los
ingleses escalaron la cima del Everest, los noruegos llegaron a la Polinesia en
balsa, un satélite soviético giró en torno a la Tierra y, por último, el mundo
está admirado y atónito ante Yuri Gagarin, que por primera vez ve el cosmos.
Junto a estos hechos, que nos llenan de admiración, los hombres corrientes
—pescadores y médicos, mineros y pilotos de la flota civil— luchan día y
noche contra la naturaleza ciega.
En 1929 conocí en Suecia a Dalen, físico e ingeniero ciego. Trabajaba
sobre las luces de los faros y había perdido la vista durante uno de sus
experimentos: había sacrificado sus ojos para que pudieran ver otros:
capitanes de navío, timoneles y pescadores. Pero en Penmarch yo había sido
testigo de otra cosa… Hay actos heroicos y existen los intereses particulares.
¡Eso es lo intolerable! Siempre hay gente dispuesta a mandar a la muerte no
sólo a tres pescadores bretones, sino a toda la «caña pensante», sólo para que
no bajen los precios de las sardinas, del petróleo o del uranio.
Tal vez me haya alejado de la narración, pero, como ya he dicho, en
Penmarch no pasó nada. Sólo un periódico dedicó unas líneas al incidente. Los
pescadores siguieron echando sus redes al mar y los accionistas de las
fábricas de conservas siguieron recibiendo dividendos.
La tregua se prolongaba. En 1927 no hubo abundancia de acontecimientos
de relieve internacional. Sir Henry Deterding, que no podía perdonar a la
Unión Soviética la nacionalización de la industria petrolífera, consiguió que se
rompieran las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña y la URSS. Los
estadounidenses ejecutaron a Sacco y Vanzetti; en París una estruendosa
manifestación de protesta trató de abrirse paso hasta la embajada
estadounidense. André Citroën anunció con solemnidad que sus fábricas
producían mil coches al día. En Varsovia, un emigrado blanco mató de un tiro
al embajador soviético Voikov. En las pantallas de París se proyectó la
primera película hablada; si mal no recuerdo, Don Juan. En Berlín se celebró
un mitin de partidarios de Hitler; aunque Alemania vivía un período de
prosperidad, los oradores hablaron del «espacio vital en el Este». En Moscú,
los miembros de la Asociación Rusa de Escritores Proletarios repetían: «Hay
que desenmascararlos a todos». Y por máscaras entendían también los rostros
de muchos escritores. (Por lo demás, todo quedaba entonces circunscrito a los
artículos…).
En invierno regresé a Penmarch con Moholy-Nagy, que soñaba con hacer
una película sobre las sardinas y los empresarios sin alma. Decía que se la
financiaría un mecenas de izquierda. Los pescadores nos hablaron de los
fabricantes y de las tormentas. El mar se embravecía. Las mujeres acunaban a
sus niños y cantaban canciones tristes.
Moholy-Nagy no encontró al mecenas y no pudo rodar la película. Yo, al
volver de Penmarch, escribí: «¡Qué horrible es el mundo en que Caín es, a la
vez, legislador, gendarme y juez! Se van a cumplir diez años desde que
terminó la Guerra Mundial. Si las cosas no cambian, antes de que se cumpla
otra década asistiremos a una nueva guerra, mucho más espantosa». No sé por
qué señalé esa fecha, pero sólo me equivoqué por año y medio.
17

Entre los manuscritos de E. P. Petrov se conserva el proyecto de un libro que


tenía pensado escribir, titulado Mi amigo Ilf. En el quinto capítulo del
borrador encontré estas líneas: «Ejército Rojo. El único que me mandó una
carta fue Ilf. A grandes rasgos, la moda de entonces era la siguiente: reírse de
todo, escribir cartas es estúpido, el Teatro de Arte de Moscú no vale nada,
leed Julio Jurenito. Ehrenburg ha traído de París secuencias de las películas
del grupo Avantgarde con movimiento retardado. París que duerme. Pasión
por el cine. El gabinete del doctor Caligari y Las dos huérfanas de Mary
Pickford. Películas de persecución. Películas alemanas. Los primeros foxtrots.
Con todo, se vivía muy pobremente».
Estas líneas se refieren, a todas luces, a 1926, cuando presenté en Moscú
secuencias de películas francesas de las que me habían entregado varios rollos
Abel Gance, René Clair, Feyder, Epstein, Renoir y Kirsánov. Entonces no
conocía aún a Ilf ni a Petrov, pero compartía con ellos la afición por el cine, y
hasta llegué a escribir un opúsculo titulado La materialización de la fantasía.
Sin embargo, las películas alemanas, como El gabinete del doctor Caligari,
no me gustaban. En cambio me entusiasmaban las de Chaplin, Griffith,
Eisenstein y René Clair.
Un año más tarde tuve ocasión de conocer más de cerca la
«materialización de la fantasía» o, mejor dicho, la fantasía de la
materialización. En Alemania la editorial que publicaba las traducciones de
mis libros, Malik, la había fundado un amigo, un comunista alemán, el
magnífico poeta Wieland Herzfelde. Siempre ayudaba a los escritores
soviéticos que se encontraban en el extranjero sin dinero. (En 1928,
Maiakovski escribió desde Berlín: «Toda mi esperanza está depositada en
Malik»), Un buen día recibí una carta de Herzfelde: la UFA quería rodar El
amor de Juana Ney, bajo la dirección de Georg Pabst, uno de los mejores
cineastas de aquella época.
Pabst era austriaco y nunca se había interesado por las acumulaciones
impresionistas de horrores o, como decíamos nosotros a la sazón, las
«pasiones mofletudas» (strasti-mordasti). Conocía su película La calle sin
alegría, sobre las ruinas de la posguerra, me había gustado, y me alegré de la
propuesta de la UFA. Pabst no tardó en pedirme que viajara a Berlín, donde
tenía lugar el rodaje.
El éxito de El acorazado Potemkin había hecho reflexionar a muchos
productores. El público ya estaba harto de las horribles muecas de los
diversos «doctores». Incluso comenzaba a cansarse de las películas de
vaqueros. La Revolución rusa atraía por su exotismo. Cecil B. DeMille
preparaba a toda prisa Los remeros del Volga; Marcel L’Herbier, Vértigo.
Pabst había decidido redondear mi novela con algunas escenas pintorescas: un
combate entre guardias blancos y «verdes», una sesión del Soviet de
Diputados Obreros, un tribunal revolucionario, una imprenta clandestina.
Conscientes de que el guión, mal redactado por alguien a toda prisa, estaba
lleno de absurdidades, los alemanes, con su innata pedantería, trataban de
conseguir detalles verosímiles, y por ello, no contentos con acudir a la
embajada soviética para asesorarse, se aseguraron la colaboración del general
Shkuró, que se exhibía en un espectáculo en compañía de un grupo de jinetes
del Cáucaso.
En un pabellón del estudio de cine me encontré ante una calle de Feodosia,
con sus típicos arcos, un sucio hotel ruso, una taberna de Montmartre, el
despacho de un abogado francés de moda, el sillón de un gran duque, botellas
de vodka, la estatua de una Virgen, literas de un refugio nocturno y muchos
otros accesorios teatrales. Moscú se encontraba a cincuenta pasos de París, y
entre ambas ciudades surgía una colina de Crimea; un vagón francés servía de
pared divisoria entre la madriguera de los guardias blancos y el tribunal
soviético.
La película era muda, lo que permitía a Pabst elegir a actores de diversas
lenguas. Hacía el papel de Juana Ney una francesita muy mona, Edith Jeanne;
el de Andréi, el sueco Uno Henning; el del malvado Jalibiev, un alemán de
nombre Fritz Rasp; el de Zajarkévich, un ex actor del Teatro Kamerni de
Moscú, Sokolov.
Recuerdo las tres escenas que vi rodar. Ante todo, las lágrimas de Juana.
No había modo de que la actriz llorara con naturalidad. Trajeron un gramófono
con una romanza muy triste. Vuelta de espaldas, Edith Jeanne se esforzaba en
predisponerse para el llanto, quizá pensando en un amor desdichado, o tal vez
en las condiciones desfavorables de un contrato. Pabst, con su chaqueta de
cuero, parecía un comandante de batería y rechazaba, implacable, las lágrimas
de Juana: o eran excesivas o demasiado escasas. Por fin arrancó de la actriz
un llanto absolutamente natural y, satisfecho, se sacó del bolsillo un bocadillo
de jamón. Me presentó a la estrella de cine, que me dijo sonriendo: «Ah, ¿es
usted quien ha escrito esta historia tan triste? Le felicito». Como es natural,
debería haber correspondido felicitándole por aquellas lágrimas de primera
calidad, pero me quedé desconcertado y emití unos vagos sonidos guturales.
La segunda escena tuvo como protagonistas las chinches. Pabst quería que
las chinches subieran por la pared; Jalibiev debía cazarlas para aplastarlas;
además, las chinches tenían que salir en primer plano. La sección de
aprovisionamientos de la UFA había conseguido un tarro de prodigiosas
chinches; pero los insectos resultaron de inteligencia retardada, unas veces
abandonaban a toda prisa el campo de la fotografía y otras se quedaban
inmóviles, chamuscados por la potente luz de los reflectores. Rasp, que
representaba a Jalibiev, no conseguía aplastarlas de ningún modo. El ayudante
del director de escena me contó que las chinches costarían a la UFA una
fortuna: habían tirado por la borda cuatro horas de trabajo.
La tercera escena representaba una juerga de oficiales blancos. Pabst
invitó a algunos ex combatientes de Denikin al rodaje. Conservaban el
uniforme militar; es difícil saber por qué motivo, si pensando en una
restauración del zarismo o bien con vistas a algún papel en el cine.
Resplandecían las charreteras, se alzaban los altos gorros de piel, destacaban
en las mangas las calaveras de los «batallones de la muerte». Me acordé de
Crimea en 1920 y me sentí intranquilo.
Ochenta guardias blancos estaban de juerga en el restaurante Teodosia.
Había allí balalaicas, romanzas zíngaras, vodka, y en un rincón, un teléfono de
campaña. Captaba las conversaciones de los figurantes: «Cuánto tiempo sin
vernos», «Perdone, ¿en qué regimiento servía usted?».
Pabst ordenaba: «¡Traduzca! ¡Que se diviertan! Quiero que beban hasta
emborracharse, ¿entendido?». Un apuesto coronel tenía que desnudar a una
mujer. De repente ella se resistió. Pabst gritaba: «Acción: ¡nada de historias!
Que se quede en bragas. Que se imagine que está en la playa».
Los blancos recibían quince marcos al día y estaban satisfechos.
(Durante un descanso oí a un teniente contar: «Dicen que Zhang Zuolin está
reclutando rusos. Doscientos dólares de enganche y el viaje»).
Para que los figurantes actuaran mejor, Pabst les prometió que los llamaría
otras veces: una semana después representarían el papel de guardias rojos, los
uniformes los proporcionaría la UFA. Los desdichados se alegraron: aquello
era mucho más real que China…
No oculto que presenciar el rodaje era difícil para mí. Había visto en
cabarets de París cantar, bailar, maldecir y llorar a oficiales blancos mientras
se divertían; había visto a centenares de prostitutas rusas en los burdeles de
Estambul; y de pronto aquellos oficiales, convencidos de haber salvado su
honor militar, se alegraban de representar el papel de bolcheviques una
semana más tarde… ¡No, es mejor no ver ciertas cosas!
De los actores me gustó Fritz Rasp. Tenía el aspecto de un malhechor
auténtico; cuando mordió el brazo de una muchacha para luego ponerle un
dólar en lugar de una venda, me olvidé de que tenía ante mí a un actor.
Pronto llegó a París: Pabst estaba rodando exteriores. No hacía más que
llover, el rodaje se aplazaba y Rasp deambulaba conmigo por la ciudad, se
montaba a los tiovivos de las ferias, bailaba hasta la extenuación con alegres
modistas, soñaba paseando a lo largo del Sena. Enseguida nos hicimos
amigos. Siempre hacía papeles de malo, pero tenía buen corazón, incluso se
mostraba sentimental; yo le llamaba «Juana».
Volvimos a encontrarnos más tarde en Berlín y en París. Cuando Hitler
subió al poder en Alemania, Rasp pasó lo suyo. Años después, en 1945,
después de un largo intervalo, volví a verlo de nuevo en Berlín. Me contó que
durante los años de guerra había vivido en un suburbio oriental, donde los SS
se habían hecho fuertes y disparaban desde las ventanas contra los soldados
soviéticos. Ya he dicho que Rasp tenía el aspecto del clásico asesino. Cuando
las unidades rusas tomaron el barrio, Rasp se salvó gracias a mis libros con
dedicatorias y fotografías en las que aparecíamos juntos. El comandante
soviético le estrechó la mano y fue a buscar dulces para sus hijos.
Pero volvamos a 1927. Intenté protestar contra el guión, pero Pabst me
replicó que yo no entendía las peculiaridades del cine, que era preciso tener
en cuenta a la dirección, a los distribuidores y al público.
De improviso, un episodio real se introdujo en la ciencia ficción del
guión: la UFA estaba al borde de la ruina, su déficit alcanzaba los cincuenta
millones de marcos. Entre bastidores apareció el señor Hugenberg, el nuevo
rey de Alemania, a quien pertenecían cientos de periódicos. Hugenberg
detestaba a Stresemann, el liberalismo y las palomitas de la paz, prefería el
águila prusiana.
La nueva dirección propuso a Pabst cambiar el guión. Éste trató de
resistirse, pero resultaba mucho más difícil ponerse de acuerdo con el director
de la UFA que con los figurantes reclutados entre los emigrados blancos.
Tengo un amigo, el director de cine estadounidense Milestone, que a
principios de la década de 1930 rodó una película basada en la novela de
Remarque Sin novedad en el frente. Milestone me contó que, durante el
rodaje, un día fue a visitarle el productor de la película y le dijo: «Quiero que
la película tenga un final feliz». Milestone respondió: «Muy bien, haré que el
desenlace sea feliz: Alemania ganará la guerra».
El productor estadounidense era un hombre de negocios sin convicciones
firmes. Hugenberg, no obstante, se cortaba su hirsuto cabello al cepillo y
subvencionaba a los Cascos de Acero. Pabst se vio obligado a ceder. Me
mostraron la película.
(Hemingway había contemplado en silencio la versión cinematográfica de
su novela Adiós a las armas. Sólo cuando en la pantalla aparecieron unas
palomas —el director quería indicar que la guerra había terminado—
Hemingway se levantó, dijo: «Vaya pajaritos» y salió de la sala de
proyecciones.
Yo era mucho más ingenuo y no podía contemplar la pantalla en silencio: a
veces soltaba una risita maliciosa; otras, denostaba a todo el mundo: a Pabst, a
Hugenberg, a Herzfelde y a mí mismo).
No quiero defender ahora la trama de aquella novela, de 1923; en ella hay
muchas situaciones forzadas. La escribí no sólo inspirándome en Dickens, sino
imitándole (aunque entonces no me daba cuenta de ello, claro). Pero mi época
era muy distinta a la de Dickens, no se puede escribir acerca de un
bolchevique, que trabajaba en la clandestinidad en 1920, como si se tratara de
un personaje de Dickens condenado a muchos años de cárcel, donde corría el
vino tinto y bromeaba con los carceleros. Mi novela estaba impregnada de
sentimentalismo. El protagonista, el bolchevique Andréi, es acusado del
homicidio del banquero Raymond Ney mientras desarrolla su actividad
clandestina. Andréi habría podido alegar que había pasado la noche del
crimen en compañía de Juana, la sobrina del banquero a la que ama, pero
prefiere callar y se resigna a morir.
Juana, que antes era una muchacha como tantas otras, comprende muchas
cosas y empieza una nueva vida, una vida de lucha contra el mundo de la
mentira, del dinero y de la hipocresía, y se va a Moscú. Esto es lo que se
decía en el libro. Pero en la pantalla todo aparecía de un modo diferente, tanto
en los detalles como en sustancia. Por ejemplo, en la novela hay un repugnante
policía secreto francés de nombre Gaston, con la nariz chata. En la película, el
policía tenía una nariz aguileña y un corazón noble. Lo esencial, sin embargo,
no era Gaston. Pabst se había inventado un final feliz. En la novela, los dos
enamorados pasan por delante de una iglesia en una calle de París. Juana
conduce a Andréi a la iglesia, porque es oscura y siente deseos de besarle.
Esta escena es una de las más realistas de la novela, en la cual, como ya he
dicho, abundan los disparates. En la pantalla, Juana es una católica ferviente
que lleva a Andréi a la iglesia para rezar ante Dios; el bolchevique se hinca de
rodillas y la Virgen le salva de la perdición. Se casarán y tendrán hijos.
Protesté, mandé cartas a las redacciones de los periódicos. Herzfelde
publicó mi protesta en un folleto, pero nada de esto podía inquietar ni a los
distribuidores ni a la dirección de la UFA. Me respondieron: «La película ha
de tener un final feliz».
En 1926, cuando estuve en Tiflis, el tribunal popular juzgaba una causa
ridícula. Una muchacha había pedido prestados algunos libros a una amiga y
no se los había devuelto. El juez le preguntó: «¿Por qué no ha devuelto los
libros?». «Porque los tiré al río». «¿Cómo ha podido usted tirar al río unos
libros que no eran suyos?». La extrovertida joven respondió: «¿Y cómo pudo
Ehrenburg escribir Juana Ney con un final tan horrible? Lo leí y me sentí tan
mal que arrojé todos los libros al río Kurá». El juez la condenó a pagar una
multa, pero no sé con qué criterio: defensa de la propiedad privada, respeto a
los libros o reconocimiento del derecho de un escritor a un desenlace
trágico…
Comprendí lo que era la «fábrica de sueños», que suministra de manera
continua películas para adormecer la conciencia e idiotizar a millones de
personas. Sólo en el año de 1927, los espectadores pudieron ver: Amor en la
playa, Amor en la nieve, El amor de Betty Peterson, Amor y robo. El amor y
la muerte, El amor gobierna la vida, Las invenciones del amor, El amor es
ciego, El amor de una actriz, El amor de una hindú, Amor y misterio, El
amor de un adolescente, Amor de bandolero, Amor sangriento, Amor en la
encrucijada, Oro y amor, Simplemente amor, El amor de un verdugo, El amor
juega, El amor de Rasputin. Y a los espectadores se les ofreció una variante
más: El amor de Juana Ney.
Escribí: «En mi libro, la vida está mal organizada; por consiguiente, hay
que cambiarla. En la película, la vida está bien organizada; por consiguiente,
podemos irnos a dormir».
Ahora sonrío recordando las iracundas frases de un autor inexperto. Todo
ha quedado sumido en el pasado, tanto El amor de Juana Ney como el
consorcio de Hugenberg. No obstante, hay algo que se mantiene vivo; el miedo
a los desenlaces trágicos.
Dicen que los finales felices van unidos al optimismo; a mi juicio,
fomentan la buena digestión y el sueño tranquilo, pero no los puntos de vista
filosóficos. La vida que hemos vivido no se puede llamar de otro modo que
trágica. Se comprende que aquellos que quieren adormecer a millones de
ciudadanos exijan del escritor o del director de cine un final feliz. Más difícil
es comprender esta exigencia cuando procede de los partidarios de un gran
cambio histórico. Se puede sufrir y estar triste conservando el optimismo.
También se puede ser un cínico jovial.
En el libro de mi vida y de las personas que conocí hay muchos finales
tristes y a veces trágicos. No se trata de la fantasía morbosa de un amante de la
«literatura negra», sino de la honestidad mínima de un testigo. Se puede
rehacer una película, se puede persuadir a un escritor de que rehaga su novela.
Pero no hay modo de teñir una época de un color: fue una época grande, pero
no de color de rosa…
18

Alquilamos un estudio en el boulevard Saint-Marcel; era un anexo sobre una


vieja casa, color gris-ceniza, naturalmente. El propietario del edificio, para
arrendar el estudio a un precio mayor, instaló corriente eléctrica. A los
inquilinos de los pisos se les ofrecía instalar gratuitamente la electricidad,
pero casi todos ellos rehusaban: no querían que el empleado de la compañía
entrara en sus casas a revisar los contadores.
Por supuesto, mucho más desagradable que el empleado de la compañía de
electricidad era otro huésped al que nadie había invitado: la historia; y los
parisinos se alegraban de que se hubiera ido por donde había venido. En
realidad, al enterarse por los periódicos de que Briand y el estadounidense
Kellogg habían firmado un pacto por el cual se prohibía la guerra para
siempre, no podían sino sonreír irónicamente, como de costumbre —eran
franceses, al fin y al cabo—; pero, en el fondo de su alma, estaban firmemente
convencidos de que, mientras ellos vivieran, no habría otra guerra: cosas
semejantes no suceden dos veces en la vida de una persona.
Los caricaturistas la tomaron con el nuevo primer ministro, Tardieu; era
fácil dibujarle, siempre llevaba entre los dientes una larguísima boquilla.
Maurice Chevalier entonaba sus canciones. Los periódicos hablaron durante
meses de cómo el joyero Mestorino había asesinado a un corredor de bolsa y
luego había quemado el cadáver. El surrealista Buñuel presentó una película
divertida: en una cama de matrimonio, en lugar de la amante, hacía monerías
una gruesa vaca lechera. Cuando en el Parlamento se discutió la ley sobre la
importación del petróleo, un diputado dijo en tono sarcástico: «Antes, cuando
se producía cualquier escándalo, se decía: “¡Buscad a la mujer!”; ahora
tenemos motivos para decir: “¡Buscad el petróleo!”. Otro diputado le
interrumpió: “No compare el petróleo con la mujer, ¡la mujer es divina!”. En
medio de la risa general, un tercer diputado añadió: “Además, la mujer no es
inflamable”».
En una viejísima película de René Clair, París que duerme, se recurre a un
divertido truco; el cine se convierte en una colección de instantáneas cómicas
con subtítulos trágicos: piernas en alto, bocas abiertas, brazos contorsionados.
Así recuerdo yo el París de finales de la década de 1920.
Para mí, aquellos años se alargaban y no terminaban nunca. Andaba escaso
de dinero, tenía que vivir al día, sin saber qué me traería el mañana. De pronto
me mandó dinero la editorial Tierra y Fábrica; el periódico danés Politiken
me pidió permiso para publicar una traducción de El trust D. E.; por último
recibí de México un anticipo por Julio Jurenito. No obstante, todo esto me
parecía idílico: no pasaba hambre, como en los años anteriores a la guerra, ni
iba vestido con harapos.
Liuba trabajaba mucho. Un amigo de Modigliani, Zborowski, le montó una
exposición de cuadros; MacOrlan escribió el prefacio del catálogo.
Irina estudiaba, empezaba a hablar francés como una parisina, arrastrando
las erres; al volver de la escuela, cuando hacía calor, prefería beber vino
blanco en lugar de agua; una vez la vi en la terraza del café Capoulade con
otras chicas y chicos; discutían con fervor; pasé sin detenerme y pensé: ésta es
la nueva generación de la nueva Rotonde…
Cada vez escribía con letra más ilegible, hasta el punto de que ni yo mismo
conseguía descifrar lo que había escrito el día anterior. Una vez recibí una
suma de dinero inesperada y compré una máquina de escribir. Vivía en una
habitación encima de un taller y aporreaba la máquina de la mañana a la
noche. Escribía sobre el tribuno del pueblo Babeuf, sobre la cadena móvil de
la fábrica Citroën, sobre la agitada vida del sastre de Gómel, Lásik
Reitswantz, que se había visto obligado a recorrer medio mundo.
Un día vi a Paul Valéry. Fue en el restaurante Chez Vincent, que parecía
una taberna obrera, pero tenía fama de contar con una excelente cocina. Paul
Valéry bebía vino de Burdeos a pequeños sorbos y, de mala gana, obsequiaba
a sus interlocutores con tristes aforismos. Tras su apariencia mundana se
escondían la amargura y la reserva. Tenía la expresión turbada de un hombre
nacido fuera de su época; su talento no era menor que el de Mallarmé, pero ya
había cambiado la acústica… El destino de Valéry no recordaba el de los
«poetas malditos»: a los cincuenta años había obtenido el espadín de
académico y el título de «inmortal», pero no tenía a su alrededor a los
discípulos abnegados y desinteresados que en otro tiempo habían rodeado a
Mallarmé.
En la época a la que me estoy refiriendo, Paul Valéry consideraba que los
tiempos eran favorables para el arte: «El orden siempre abruma al hombre. El
desorden le obliga a soñar con la policía o con la muerte. Son dos polos en los
que el hombre se siente igual de incómodo. El hombre busca una época en la
que se sienta lo más libre y protegido posible. Entre el orden y el desorden
existe una hora encantadora; todo lo bueno que deriva de la organización de
los derechos y de las obligaciones se ha alcanzado ya. Es posible disfrutar de
las primeras indulgencias del sistema». Es cierto: la fruta madura al terminar
el verano, es inútil buscarla en invierno o al comienzo de la primavera. Pero
Paul Valéry se equivocaba de calendario: la «hora encantadora» había
quedado atrás, a finales del siglo XIX y principios del XX. El dorado
septiembre de Francia había tenido tiempo ya de dar paso a las nieblas de
noviembre. Paul Valéry vivió hasta la Segunda Guerra Mundial y vio que era
posible encontrarse privado de libertad y orden. Pero él había sido creado
para un largo día de sol, para el suave canto de las cigarras, para la armonía.
Me presentaron a André Gide. Me desconcertó: parecía un pastor
ibseniano o quizá un viejo cirujano chino. Poco antes había leído sus libros
sobre un viaje a África, donde se indignó con el colonialismo. Lo que él
escribía entonces son hoy verdades elementales, pero en aquella época admiré
su audacia. Comencé a hablar de África, pero Gide, no sé por qué, cambió de
conversación. Me habló de un tema abstracto y me explicó que la belleza
siempre está ligada a principios éticos. A su lado estaba sentado el objeto de
su amor: un joven deportista, creo que alemán u holandés, de rostro obtuso, en
pantalones cortos.
En Francia se publicaban muchos libros ligeros y amenos. Maurois
introdujo un nuevo género: la biografía novelada de las personas célebres. Los
escritores empezaron a producir en serie este tipo de libros, chismorreaban
acerca de las aventuras amorosas de un Victor Hugo de ochenta años, contaban
que Voltaire especulaba con el azúcar y que Sainte-Beuve había tenido una
madre despótica.
François Mauriac, a quien me había dirigido Francis Jammes en 1913,
escribía buenas novelas sobre la mala vida. Mauriac es católico, pero en sus
libros hay mucha más verdad cruel que compasión cristiana. Una esposa,
después de traicionar a su marido al que no ama, trata de envenenarlo. Éste
sobrevive y, por temor a que trascienda el asunto, encierra a la culpable en una
prisión que él mismo construye, donde la mujer se volverá loca. Una familia
numerosa espera que entregue el alma a Dios un rico abogado, que, viejo y
enfermo, vive a pesar de todo, alentado por dejar sin herencia a sus herederos.
Al analizar la novela de Mauriac, el crítico Edmond Jaloux escribió: «La
herencia y los testamentos son las características fundamentales y
tradicionales de la vida francesa».
A menudo he pensado que el mundo antiguo, con su maestría, sus
bibliotecas y museos, vive para sí mismo; como el protagonista de Mauriac,
no quiere dejar nada a sus herederos. Pero, al leer un artículo de
Literatúrnaia gazeta o al encontrarme con miembros de la RAPP, me decía
que no faltan quienes, como vagabundos investidos con el poder de censores y
fiscales, rechazan la herencia.
Duhamel y Durtain, después de haber estado en Moscú, escribieron sobre
su viaje libros inteligentes, pacifistas, incluso, como se dice ahora,
«progresistas». Iba algunas veces a ver a Durtain; éste hablaba de nuestro país
en términos amistosos, con cierto atisbo de indulgencia, tratando de justificar
todo lo que no le gustaba aduciendo no sólo las particularidades de la historia
rusa, sino también al enigma del «alma eslava». A París llegó, procedente de
Leningrado, Olga Dmítrievna Forsh. Una vez comimos los tres juntos: Olga
Dmítrievna, Duhamel y yo. Duhamel nos explicó con aire afable que, al final,
todo acabaría arreglándose. La Rusia soviética, al volverse más prudente, se
convertiría en un Estado semieuropeo; lo único que había que hacer era
traducir más libros franceses. Por alguna razón, recordó que en las viejas
novelas rusas se hablaba de «verstas» y dijo que la Revolución francesa había
dado al mundo el sistema métrico y que estaba muy bien que los rusos, al final,
también lo hubiesen adoptado… Cuando Duhamel se fue, nos echamos a reír.
Nos gustaban sus libros, pero nos hacía reír su ingenuidad: al parecer, estaba
seguro de que podía medir nuestros caminos con una cinta métrica…
En la redacción de la revista Le Monde me encontré con Barbusse.
Acababa de escribir un libro sobre Cristo. Sus amigos se le habían echado
encima, atacando su «idealismo» y «misticismo». Pero, para los derechistas,
Barbusse seguía siendo un comunista incorregible. A menudo se ponía
enfermo, hablaba con ímpetu, con voz sorda, y con sus manos finas de
aristócrata dibujaba algo en el aire.
Recuerdo una cena organizada por el PEN Club en honor de los escritores
extranjeros. La presidía Jules Romains. En su discurso se esforzó en decir
algo agradable a cada uno de los comensales. A mí me llamó «semiparisino»,
y a Bábel le dijo: «A usted podemos felicitarlo por la traducción de sus libros
a la lengua francesa». De ningún modo quería mostrarse arrogante,
simplemente pensaba que aún vivía en la época de Luis XIV, de Richelieu y de
Corneille. (En 1946 regresaba yo de Estados Unidos en el buque Île de
France. En la cubierta del navío, se podía encontrar a refugiados que, después
de largos años de emigración, volvían a su patria; entre ellos vi a Jules
Romains).
Recuerdo con gratitud la cena del PEN Club: en aquella ocasión conocí a
Joyce y al escritor italiano Italo Svevo. Eran viejos amigos: Joyce había
vivido muchos años en Trieste, e Italo Svevo (cuyo verdadero nombre era
Ettore Schmitz) era triestino. Se habían sentado juntos a la mesa y charlaban
animadamente.
Joyce ya era famoso. Para muchos su Ulises era el prototipo de la nueva
forma de novela. Le comparaban con Picasso. Me sorprendió su sencillez. Los
escritores franceses, alcanzada la fama, se comportaban de un modo distinto.
Joyce bromeaba y me contó casi enseguida que al llegar de joven a París entró
en un restaurante; cuando le entregaron la cuenta, no tenía dinero para pagar, y
le dijo al camarero: «Le dejaré un recibo, en Dublín todo el mundo me
conoce». Y el otro respondió: «A ti te conozco yo y no eres de Dublín, es la
cuarta vez que vienes a comer aquí a cuenta de la princesa de Prusia». Se reía
como un niño.
Era un hombre no menos peculiar que sus libros. Veía mal, estaba
aquejado de una enfermedad ocular, pero decía que recordaba muy bien las
voces. Le gustaba beber; sufría de esa afección que los escritores rusos
conocen de antiguo. Trabajaba con exaltación y, al parecer, nada en la vida le
entusiasmaba fuera de su trabajo. Me han contado que cuando estalló la
Segunda Guerra Mundial, exclamó preso del horror: «¡Y cómo voy a acabar
de escribir, ahora, mi libro!». Su mujer consideraba con ironía el trabajo de su
marido y no había leído ni uno solo de sus libros. Joyce, que había
abandonado Irlanda cuando era muy joven, no quería volver a su patria; vivió
en Trieste, en París y en Zúrich, donde murió; pero, escribiera lo que
escribiera, se sentía siempre en Dublín. A mí me parecía un Andréi Bieli
irlandés, honesto, fanático con su trabajo, genial y, al mismo tiempo, limitado
por «sutilezas excesivas», sin sentido de la historia, sin Mesías ni misiones.
Daba la impresión de ser un burlón extraordinario a quien tomaban por
profeta, un Swift por sus dones excepcionales, pero un Swift caído en un
desierto, en el que no había siquiera liliputienses.
A diferencia de Joyce, Italo Svevo era muy poco conocido; sólo algunos
franceses habían apreciado su La conciencia de Zeno. Tenía veinte años más
que Joyce, y yo le conocí un año antes de su muerte. A menudo calificaban a
Svevo de aficionado: era un industrial y escribió unos pocos libros en toda su
vida. Pero su aportación a la destrucción de las viejas formas narrativas es
indiscutible; su nombre debe figurar junto a los de James, Marcel Proust,
Joyce y Andréi Bieli. Svevo me habló mucho de la influencia que la novela
rusa del siglo XIX había ejercido sobre él. En sus novelas, Joyce partía de su
experiencia espiritual y del elemento musical, pero no conocía a las personas
ni quería conocerlas. Svevo me contó que Stephen Dedalus, protagonista de
Ulises, tenía que haberse llamado Telémaco. A Joyce le gustaban los nombres
simbólicos, y Telémaco, en griego, significa ‘lejos de la lucha’. Italo Svevo,
por el contrario, buscaba su inspiración en la vida, completaba sus
observaciones con sus propias vivencias, pero nunca las reducía a su propio
«yo».
A veces me encontraba con Charles Vildrac, bueno y siempre acongojado,
unas veces por los acontecimientos y otras, por la falta de ellos. Jean-Richard
Bloch se preguntaba y preguntaba a los demás de qué modo podía conciliarse
Nietzsche con Tolstói, la Revolución rusa con Gandhi.
Conocí a jóvenes escritores: Aragon, Desnos, Malraux, Chamson, Cassou;
de algunos de ellos hablaré después. Pero entonces los conocía poco y, sobre
todo, los comprendía mal.
Los surrealistas aún no habían podido abandonar la interpretación de los
sueños, las profecías, el culto al subconsciente. Organizaban ruidosas veladas,
lanzaban manifiestos ultrarrevolucionarios, saboteaban los homenajes, todo lo
cual me recordaba a nuestros primeros futuristas.
Luego hice amistad con otros escritores franceses, pero en aquella época
me resultaba difícil conversar con ellos, no teníamos un lenguaje común.
Muchos soñaban con una tempestad, pero la tempestad para ellos era un
concepto abstracto: para unos significaba un final del mundo apocalíptico;
para otros, una representación teatral. En cambio, yo me sentía mareado en
tierra firme, como a veces pasa después de un fuerte balanceo.
André Gide rondaría, entonces, los sesenta años; André Malraux se
acercaba a los treinta, pero ambos me parecían, unas veces, adolescentes que
no sabían aún lo que era sufrir y, otras, viejos intoxicados no por el alcohol o
la nicotina, sino por la sabiduría de los libros.
En el pequeño y acogedor piso de André Chamson charlábamos sobre
novelas recién publicadas, sobre lo que la ciudad sentía o sobre la influencia
del cine en la literatura. Todos los escritores con quienes me encontraba
estaban maravillados con la Revolución rusa, la admiraban como si se tratara
de un lejano e insólito fenómeno de la naturaleza.
Recuerdo un divertido episodio. A André Germain, un rico literato, uno de
los propietarios de Crédit Lyonnais, le gustaba organizar recepciones en su
casa. Era homosexual, y esto, parece, es lo único que no alteró en su vida.
Hacia finales de la década de 1920, se hablaba de él como de un bolchevique.
Jadeante, se acercaba a Liuba y le decía ceceando: «¡Se lo ruego, tráigame a
sus poetas proletarios, organizaré un té en su honor! ¡Ay, son tan apuestos!».
En aquellos días, estaban de visita en París Utkin, Zhárov y Bezimenski.
(Cinco años después, André Germain escribía: «El rasgo más característico
de los nazis es el idealismo. Goebbels posee una extraña belleza; tiene rostro
de asceta y de poseído, le inspiran sus ideales»).
André Germain, por supuesto, es una caricatura. Por lo que respecta a los
escritores auténticos, los que se entusiasmaban con Caballería roja, miraban a
Babel, sorprendidos: este «cosaco rojo» habla el francés a las mil maravillas,
es muy inteligente, pero en arte es un retrógrado, pues le gusta, por ejemplo,
Maupassant. Vino S. M. Eisenstein. Asistí a una velada en su honor en la
Sorbona; se tenía que proyectar El acorazado Potemkin, mas el prefecto
prohibió el visionado de la película, y Eisenstein, en un francés impecable,
estuvo conversando de todo durante dos o tres horas, aderezando sus
comentarios con observaciones mordaces y con una erudición que impresionó
al público.
En París se publicaba un periódico, Comédie, que informaba sobre las
últimas noticias políticas; sus columnas hablaban de teatro, de libros y de
exposiciones. No obstante, la política se filtraba en las reseñas de los
espectáculos o de las novelas. Un día leí en este periódico un airado artículo
sobre mi libro La conspiración de los iguales, que había salido en traducción
francesa. El crítico terminaba su artículo con las siguientes palabras: «Mejor
sería que la señora Iliá Ehrenburg, en lugar de ocuparse de la Revolución
francesa, nos diera la receta para preparar el borsch ruso». El nombre «Iliá»
había inducido a error al crítico, pues al acabar en «a» lo tomó por un nombre
de mujer. Mi libro, claro está, no le había molestado por eso: aunque no sabía
quién era yo, yo sabía muy bien quién era Babeuf. Decidí mandar al periódico
una refutación burlesca: decía que yo no era una dama, sino un caballero, pero
que, aun así, podía dar al crítico-gourmand la receta que le interesaba. A
decir verdad, no sabía cómo se preparara el borsch, pero Elsa Yúrievna
Triolet me sacó del apuro. El crítico no se preocupó lo más mínimo; se guardó
muy bien de publicar mi carta, pero en una nota a su siguiente artículo informó
a los lectores que Iliá Ehrenburg había resultado ser un hombre: «Los
bolcheviques lo han enmarañado todo, incluso los sexos masculino y
femenino». Y en la sección gastronómica, el periódico publicó la receta del
borsch con la siguiente apostilla: «Receta amablemente facilitada por el señor
Iliá Ehrenburg». Creo que demasiado a menudo he hablado de los críticos que
me han enojado; por eso menciono ahora a otros que me han divertido.
Por las tardes íbamos a Montparnasse. La Rotonde había sido tomada por
los turistas estadounidenses; nos sentábamos en el Dôme o en La Coupole. Allí
también iban algunos viejos pintores, como Derain y Vlaminck, que en otro
tiempo habían sido fauvistas y habían atacado el arte clásico, pero a finales de
la década de 1920 ya habían tenido tiempo de sosegarse; nos daban la
impresión de ser grandes árboles viejos que hubiesen dejado de dar fruto.
Hice amistad con el escultor estadounidense Calder, un joven corpulento,
siempre alegre, lleno de iniciativas, que trabajaba el alambre y la hojalata.
Con alambre hizo el retrato de mi perro predilecto, el terrier escocés Busu. Vi
alguna vez a Chagall: ya no pintaba judíos de Vítebsk volando sobre los
tejados, sino bellísimas mujeres desnudas a horcajadas sobre gallos, con la
torre Eiffel o sin ella. El noruego Per Krohg fumaba su pipa en silencio.
Paskin, rodeado de vistosas mujeres gritonas, bebía whisky y dibujaba en
trocitos de papel.
Se sentaban con nosotros algunos pintores jóvenes. Oía conversaciones
sobre la factura de los cuadros, sobre el cielo demasiado pesado de un
paisaje, sobre el ángulo izquierdo sin terminar.
Frecuentaba el café Dôme el crítico de arte y director de escena
petersburgués K. Miklashevski. Había escrito un libro titulado La hipertrofia
del arte. A menudo pensaba en estas palabras suyas: «El arte me rodeaba por
todas partes y, aunque ha sido y sigue siendo la mayor pasión de mi vida, a
veces me sentía helado: me daba la impresión de estar en un panóptico,
rodeado de figuras de cera».
No sé si es debido a mi naturaleza o si a todo el mundo le pasa lo mismo,
pero mi actitud hacia multitud de cosas variaba según me encontrara en París o
en Moscú. En Moscú pensaba que el hombre tenía derecho a una vida
espiritual compleja, en que el arte no se puede cortar con un mismo patrón;
pero en el París de finales de la década de 1920 me ahogaba: había
demasiadas complicaciones verbales, tragedias artificiosas, aislamiento
programado.
Paul Valéry tiene razón: los polos no se asemejan ni al Parnaso, ni al
Helicón, ni a una simple colina de una zona templada. Pero yo tenía en mente
otros polos diferentes de los de Paul Valéry: libertad sin justicia o justicia sin
libertad; la revista de los estetas parisinos, Le Commerce, o Na literaturnom
postú [En la brecha literaria]. (Algunos años más tarde Jean-Richard Bloch, al
intervenir en el Congreso de Escritores Antifascistas, habló de la libertad
auténtica y de la libertad ilusoria del artista: la primera radica en el respeto de
la sociedad hacia su originalidad, su individualidad y su obra; y la segunda, en
la vana aspiración a vivir fuera de la sociedad).
En el siglo pasado, la gente conocía la aurora boreal; los poetas rusos
publicaban Poliarnaia zvezdá [La estrella polar].[1] Los polos han sido
explorados en el siglo XX. Los abedules, las encinas, los olivos y las palmeras
crecen entre el Ártico y el Antártico. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo
debe comprender que se puede volar hasta el polo, que es posible
sobrevolarlo, pero que es muy complicado vivir en él.
19

Conocí al poeta Robert Desnos en 1927, pero fue más tarde, en 1929-1930,
cuando nos vimos con frecuencia. Nunca fue mi amigo, pero me atraía por su
carácter apasionado y, a la vez, por su dulzura, por su humanidad. No había
nada en él del literato profesional. Además, no se parecía a los franceses que
yo conocía, que hacían todo para complicar las cosas o, como se dice en
Francia, «couper les cheveux en quatre». Aún imperaba el culto a la poesía
hermética cuando Desnos declaró que era necesario comprender y ser
comprendido.
Desnos había sido uno de los partidarios más acérrimos del surrealismo
de los inicios. Enseguida había hecho suyo el dogma de «la escritura
automática» y del culto a los sueños. En un café ruidoso, cerraba de pronto los
ojos y se ponía a profetizar, mientras alguno de sus compañeros anotaba lo que
decía. Tenía entonces veintidós años, y esto lo sé por terceras personas.
Pero en 1929 el surrealismo comenzaba a escindirse y, pese a todos los
esfuerzos de André Breton (a quien llamaban en tono de broma «el papa del
surrealismo») por mantener la unidad del grupo, los poetas se dispersaron en
distintas direcciones. A pesar de su nombre, el surrealismo no era un vuelo
poético, sino una buena pista de despegue, de modo que la clamorosa
ingenuidad de las primeras declaraciones no fue obstáculo para que de él
salieran poetas como Éluard y Aragon.
En 1930 Desnos declaró: «El surrealismo, tal y como lo presenta Breton,
es uno de los peligros más graves para el pensamiento libre, una pérfida
trampa para el ateísmo, el mejor asidero para el renacimiento del catolicismo
y el espíritu clerical».
¿Por qué me cautivaban tanto sus versos y su manera de ser? Responderé
con palabras de Éluard: «De todos los poetas que he conocido, Desnos era el
más espontáneo, el más libre, era un poeta inseparable de la inspiración, podía
hablar como pocos poetas saben escribir. Era, de todos, el más osado».
He dicho que, de vez en cuando, nos encontrábamos. Algunas veces fue a
verme al boulevard Saint-Marcel (la portera, que nos consideraba a mí y a
cuantos me visitaban tipos sospechosos, gritó a Desnos que se limpiara los
pies, a lo que Desnos respondió con calma: «Madame, vous êtes un c…»).
Una vez fui a su taller, en la rue Blomet, al lado de una sala de baile
frecuentada por negros. El local de Desnos estaba atestado de trastos
indescriptibles que compraba, no se sabe por qué, en el «mercado de pulgas»,
como llaman al rastro de París. Se me ha quedado grabada en la memoria una
espantosa sirena de cera. A él le gustaba mucho. (Muchos años más tarde, leí
unos versos suyos en que calificaba de «sirena» a Yuki, la mujer que amaba, y
él se comparaba con un «caballito de mar»).
Desnos procuraba ganarse la vida escribiendo artículos para periódicos.
Fue reportero del Paris Matinal, de Merle, y luego colaboró con otros
medios. Conoció el poder del dinero y escribió: «¿Un periódico se escribe
con tinta? Es posible, pero sobre todo se escribe con petróleo, con margarina,
con carbón, con algodón, con caucho, si no con sangre».
Desnos escribía mucho sobre el amor, y uno de sus mejores libros se titula
La noche de las noches sin amor. Encontró a su sirena. Yo conocía a Yuki; era
hermosa, muy espabilada, venía a menudo a Montparnasse con su marido, el
pintor japonés Fujita, viejo parroquiano de La Rotonde. Fujita se fue al Japón
y Yuki se convirtió en la mujer de Desnos. Su amor era enternecedor, con esa
leve ironía que es inseparable del romanticismo. Cuando, en 1944, los nazis le
detuvieron y lo enviaron a un campo de tránsito, escribió desde allí a Yuki:
«¡Amor mío! Nuestro dolor sería insoportable si no lo considerásemos como
una enfermedad pasajera y sentimental. Nuestro encuentro, después de esta
separación, embellecerá nuestra vida durante treinta años por lo menos… No
sé si recibirás esta carta para el día de tu cumpleaños. Quisiera regalarte cien
mil cigarrillos rubios, doce vestidos maravillosos, un piso en la calle del
Sena, un automóvil, una casita en el bosque de Compiègne, una casa en Belle-
Île y un pequeño ramillete».
Si pensamos en el lugar donde escribió estas líneas y en qué estado se
hallaría su corazón, se comprenderán mis palabras sobre la ironía romántica:
no se trata de un recurso literario, sino de pudor. Sus últimos versos, escritos
en un «campo de la muerte», están dirigidos a Yuki: «Tanto he soñado contigo,
tanto he hablado y caminado, tanto he amado tu sombra, que no me queda nada
de ti. Ya no me queda sino ser sombra entre las sombras, y cien veces más
sombra que la sombra».
En 1931 Desnos, que aborrecía los periódicos, encontró trabajo en una
agencia inmobiliaria. Hay pocos episodios pintorescos en su biografía: el
pudor censuraba su vida.
Cuando todavía trabajaba como periodista, le enviaron a Cuba, donde se
celebraba no sé qué congreso. Desnos se enamoró de la música popular
cubana, no se hartaba de hablar de ella, de canturrearla, de tamborilearla
sobre la mesa. Quería imitar a los poetas anónimos de Cuba y se puso a
componer coplas.
En 1942 escribió sus Coplas de la calle de Saint-Martin donde había
nacido. En aquella época los parisinos supieron lo que significa un toque de
campanilla o una llamada a la puerta antes del amanecer: «Je n’aime plus la
rue Saint-Martin | Depuis qu’André Platard l’a quittée, | Je n’aime plus la
rue Saint-Martin, | Je n’aime rien, pas même le vin. || Je n’aime plus la rue
Saint-Martin | Depuis qu’André Platard l’a quittée, | C’est mon ami, c’est
mon copain. | Nous partagions la chambre et le pain. || C’est mon ami, c’est
mon copain. | Il a disparu un matin. | Ils l’ont emmené, on ne sait plus rien. |
On ne l’a plus revu, dans la rue Saint-Martin». [Ya no me gusta la calle
Saint-Martin | Desde que André Platard la dejó, | Ya no me gusta la calle Saint-
Martin, | No me gusta nada, ni siquiera el vino. || Ya no me gusta la calle Saint-
Martin | Desde que André Platard la dejó, | Es mi amigo, mi compañero |
Compartíamos la habitación y el pan. || Es mi amigo, mi compañero |
Desapareció una mañana. | Se lo llevaron, no supimos nada más. || No lo
hemos vuelto a ver, en la calle Saint-Martin].
La última vez que me encontré con Desnos fue en primavera, o tal vez en
verano de 1939. Era un día muy caluroso, nos sentamos en la terraza vacía de
un café y hablamos, como es natural, de lo que entonces todo el mundo
hablaba: ¿habrá o no habrá guerra? Desnos estaba triste. Cuando nos
despedimos se puso a despotricar: «¡Mierda! ¡Una auténtica mierda!». No sé a
qué se refería, si a Hitler, a Daladier o al destino.
Cuando volví a París después de la guerra, me contaron que Desnos había
muerto en un campo de concentración. Luego me enteré de los detalles. Había
participado en la Resistencia, no sólo había escrito versos políticos, sino que
además había recogido información sobre los movimientos de las tropas
alemanas. El 22 de febrero de 1944 le previnieron por teléfono: «No duerma
en casa». Desnos tuvo miedo de que, en su lugar, arrestaran a Yuki. Se quedó y
abrió tranquilamente la puerta.
Cuando lo condujeron a la rue des Saussaies, donde se encontraba la
Sûreté, un joven fascista le gritó: «¡Quítese las gafas!». Desnos entendió lo
que significaba y respondió: «No tenemos la misma edad. Preferiría los
puñetazos a las bofetadas».
Un pez gordo de la Gestapo, mientras cenaba con algunos escritores y
periodistas franceses, hablaba de las últimas detenciones y dijo: «¡En el
campamento de Compiègne ahora hay un poeta, imagínenselo! Se llama…
Robert Desnos. Pero no creo que le deporten». Entonces, el periodista
Laubreaux, a quien todos conocemos muy bien (luego huyó a España),
exclamó: «¡Deportarle no! ¡Hay que fusilarle! ¡Es un hombre peligroso, un
terrorista, un comunista!».
De Compiègne trasladaron a Desnos a Auschwitz. Algunos de los reclusos
se salvaron de milagro y, según explican, Desnos se esforzaba en dar ánimos a
los demás. En Auschwitz, al ver que sus compañeros caían en la
desesperación, dijo que sabía leer las líneas de la palma de la mano, y a todos
les vaticinó una larga vida y felicidad. Siempre murmuraba algo: componía
versos.
Las tropas soviéticas avanzaban rápidamente hacia el oeste. Los nazis
trasladaron a los reclusos de Auschwitz a Buchenwald y luego a
Checoslovaquia, al campo de Terezin. La gente, agotada, apenas podía
caminar: los SS mataban a los que se quedaban rezagados.
El 3 de mayo el ejército soviético liberó a los recluidos en el campo de
Terezin. Desnos tenía el tifus. Luchó durante mucho tiempo contra la muerte:
amaba la vida, tenía ganas de vivir. Un joven checo, de nombre Joseph Stuna,
que trabajaba en el hospital vio en las listas el nombre de Robert Desnos.
Stuna conocía la poesía francesa y se preguntó si sería él. Desnos se lo
confirmó: «Sí. Soy poeta». Durante los tres últimos días de su vida, Desnos
pudo hablar con Stuna y con una enfermera que sabía francés; evocaba París,
la juventud, la Resistencia. Murió el 8 de junio.
Quiero contar ahora una conversación que mantuve con Desnos y que se
me ha quedado grabada en la memoria. Esta conversación adquirió para mí un
nuevo significado después de haber leído los poemas que escribió en el campo
de concentración y de haber conocido algunas circunstancias de los últimos
meses de su vida.
Nos vimos por casualidad en el boulevard de Port-Royal. Entonces yo
vivía en la rue Cotentin, cerca de la estación de Montparnasse, pero no sé por
qué nos dirigimos hacia Saint-Marcel y entramos en el café de la mezquita.
Estaba oscuro y desierto. Corría el año 1931, Desnos se sentía feliz, pues
había encontrado a Yuki, escribía mucho y hasta por su aspecto parecía
tranquilo.
No sé por qué nos pusimos a hablar de la muerte. Por lo general, la gente
evita ese tipo de conversación, ésa es una cuestión en la que cada uno prefiere
pensar a solas.
Ya he dicho que en este libro guardaría silencio sobre muchas de las cosas
vividas en la edad madura, de las que se suelen denominar «asuntos del
corazón». Me resulta difícil, asimismo, hablar de ciertas reflexiones que, por
su naturaleza, suelen callarse. Pero, al comenzar este capítulo, he pensado: ¿es
que no voy a hablar más que de las «muecas de la NEP» o de la guerra por el
caucho? Por supuesto, todo esto me inquietaba, pero la vida es más amplia y
más complicada. Sobre la muerte yo había pensado ya de niño, cuando me
asustaba, y también de joven, con un sentimiento mezclado de terror y
atracción, pero siempre a través de un prisma romántico. Luego, de pronto,
entendí que hay que tener la valentía de relacionar la muerte con la vida.
De todas maneras, yo nunca habría entablado aquella conversación, lo hizo
Desnos, de improviso, sin partir de la idea de su propia muerte, sino de largos
razonamientos sobre el cosmos y la materia. Había adquirido una nueva fe:
«La materia, en nosotros, se vuelve pensante. Luego vuelve a su estado
anterior. Los planetas desaparecen, seguramente la vida también se extingue en
otros cuerpos celestes. ¿Es por eso el pensamiento algo inferior? ¿Quita
sentido a la vida su provisionalidad? ¡Nunca!».
No hace mucho recibí un estudio sobre la poesía de Desnos, editado por la
Academia de Bélgica. La autora, Rosa Buchole, cita un soneto inédito que
Desnos escribió en el campo de concentración: «Sur le bord de l’abîme où tu
vas disparaître | Contemple encore la rose, écoute la chanson | Qu’autrefois
tu chantais au seuil de ta maison, | Vis encore un instant consenti à ton être.
|| Et puis tu rejoindras, dans l’oubli, tes ancêtres, || Ô passante, et passée
avec tant des saisons, | Tu te perdras dans la planète et ses moissons | Ne va
pas espérer pourtant un jour renaître. || Une étoile filante, au fond des temps
rejoint. | Maintes lueurs, maints crépuscules et maints points | Du jour au
bord d’un fleuve où tu te désappris. || La matière eut en toi conscience
d’elle-même, | Au loin l’écho se tait qui répétait “Je t’aime” | Et le pur
moment n’émeut plus nul esprit». «[Al borde del abismo donde
desaparecerás | contempla aún la rosa, escucha la canción | que antaño
cantabas a la puerta de tu casa. | Vive todavía el instante que a tu ser consiente.
|| Y luego te reunirás, en el olvido, con tus antepasados, | Oh, transeúnte, que
has pasado tantas temporadas, | te perderás en el planeta y en sus cosechas. |
No esperes, sin embargo, renacer un día. || Estrella fugaz, encuentras al final de
los tiempos | tantos brillos, tantos crepúsculos y tantos puntos | de luz a la
orilla del río donde viene el olvido. || La materia tuvo en ti conciencia de ella
misma, | se desvanece a lo lejos el eco que repetía “Te amo” | Y el simple
movimiento no conmueve ya a ningún espíritu»].
Este soneto se escribió en un lugar en que la mentira o la pose resultan
inútiles. Desnos había visto las cámaras de gas adonde llevaban cada día a un
grupo de reclusos. Meditando sobre la proximidad de la muerte, repetía lo que
me había dicho en una época en la que era feliz. ¡Cuánto amaba la vida, a los
amigos, a Yuki, la poesía, París, las banderas rojas en la place de la Bastille,
las casas grises!
El eco se apagó. Pero nada pasa sin dejar huella: ni los versos, ni el valor,
ni la sombra entre las sombras, ni el momentáneo resplandor de una estrella
fugaz. Soy poco apto para la filosofía, pocas veces pienso sobre las cosas en
términos generales; éste es, sin duda, uno de mis mayores defectos. Pero a
veces intento entender, con una especie de arrebato por el tiempo perdido, lo
que la gente llama el sentido o el significado de la vida: y ahí entran,
naturalmente, el susurro de la «caña pensante» y el eco que Desnos oyó hasta
el último minuto, las palabras de amor, el calor del corazón.
20

A los diecisiete años estudié con afán el primer tomo de El capital. Más tarde,
cuando escribía Poemas de las vísperas y trabajaba de noche en la estación de
mercancías de Vaugirard, comencé a odiar el capitalismo. Era el odio de un
poeta y del lumpenproletariado. Leía en los periódicos soviéticos: «Los
monopolistas», «los imperialistas», «los tiburones del capitalismo»; tales eran
los apelativos de ese diablo que yo conocía tan bien y, al mismo tiempo, me
resultaba misterioso. Quería examinar más de cerca la complicada máquina
que seguía fabricando la abundancia y las crisis, las armas y los sueños, el oro
y el atontamiento. Quería comprender qué clase de gente eran los «reyes» del
petróleo, del caucho o del calzado, qué pasiones los inspiraban, seguir las
vías enigmáticas que tomaban y de las que depende el destino de millones de
personas.
Empecé el trabajo en 1928 y lo acabé en 1932. Dediqué cuatro años a lo
que denominé Crónica de nuestros días. Escribí 10 HP, Un frente único, El
rey del calzado, La fábrica de sueños, El pan nuestro de cada día, Los
barones de las cinco vías principales.
Tuve que estudiar estadística, los balances de las sociedades anónimas,
los informes financieros, entrevistarme con economistas, con hombres de
negocios, con granujas de todo tipo que conocían los entresijos del mundo del
dinero. Nada agradable había en todo ello, y yo entendía que el trabajo
emprendido no me granjearía ni la gloria ni el amor de los lectores.
En mi vida personal se produjeron acontecimientos de los que no voy a
hablar. Diré solamente que a menudo sentía el deseo de escribir no sobre la
Bolsa, sino sobre los grandes sentimientos humanos, pero me obligaba a seguir
adelante, irritado. Al explorador lo envían a territorio enemigo, es un trabajo
poco gratificante, a veces peligroso, pero eso va con su oficio. A mí nadie me
había enviado a ninguna parte, nadie me había encargado libros sobre la lucha
de los trust; yo mismo me había autoimpuesto aquel trabajo.
Los periódicos comunicaban que la estrella de cine Pola Negri se iba a
divorciar de su marido, un príncipe georgiano; que el príncipe de Gales había
caído del caballo; que el escritor Maurice Bedel relataba las aventuras de un
galán francés en Noruega, donde las jóvenes consideraban el amor como un
deporte, sin complicaciones espirituales; que Primo de Rivera había
conversado fríamente con el rey de España; que la pareja Smith había ganado
un baile de resistencia, después de moverse a ritmo de charlestón durante
veinte horas seguidas, sin descanso.
Mucho más serios eran los acontecimientos que se sucedían entre
bambalinas. Se estaba produciendo una guerra, por ejemplo entre Inglaterra y
Norteamérica, una guerra sin tanques, sin bombardeos, pero que causaba un
gran número de víctimas. Los precios del caucho, cuya producción principal
se concentraba en Malaca, colonia inglesa, habían sufrido un descenso
catastrófico. El ministro de Finanzas de Gran Bretaña, Winston Churchill, dio
comienzo a una batalla que los especialistas bautizaron con el nombre de
«plan Stevenson». Las superficies plantadas de heveas se reducían o
ampliaban en función de los precios mundiales de caucho. En vano Stuart
Hopkins, vicepresidente de la compañía estadounidense del caucho, intentó
llegar a un acuerdo con Churchill. En vano el presidente de Estados Unidos,
Hoover, exclamó: «¡La intervención del Estado es ante todo inmoral!». Las
plantaciones se reducían, y subía el precio del caucho. Cientos de miles de
malayos, privados de su mísero salario, morían de hambre. Los
estadounidenses presionaban a La Haya, pues el segundo país productor de
caucho era Indonesia, que entonces pertenecía a los holandeses.
En Estados Unidos las heveas no crecen, pero resultó que estos árboles
prosperan en la minúscula Nicaragua. Por desgracia, la pequeña república
intentaba defender su independencia. Los tiempos cambian. En 1961 el ataque
a Cuba indignó a todo el mundo. Las cosas sucedieron de otra manera en 1929.
El general Sandino gritaba en vano: «Ayer la aviación bombardeó cuatro
poblados. Los yanquis lanzaron más de cien bombas. Los muertos se elevan a
setenta y dos personas, entre ellas dieciocho mujeres. ¡Fuera los asesinos de
mujeres! Los yanquis quieren engullir Nicaragua, como engulleron Panamá,
Cuba y Puerto Rico. ¡Hermanos, recordad a Bolívar, a San Martín! ¡La patria
está en peligro!». Los estadounidenses informaban sucintamente: «Nuestro
cuerpo de expedición cercó ayer a una de las bandas de Sandino. Los
criminales han sido aniquilados. Nuestras pérdidas son insignificantes».
Había también otra guerra, la del petróleo, entre la compañía holandesa
Royal Dutch y el trust estadounidense Standard Oil, entre sir Henry Deterding
y míster Teagle. Los enemigos firmaron un armisticio para luchar contra la
Unión Soviética.
El sueco Ivar Kreuger, aventurero de talento, tramposo romántico, rey de
las cerillas, después de haber aplastado a sus competidores lanzó un desafío a
Moscú; tenía el temperamento de Carlos XII.
Ford batallaba contra la General Motors; la General Electric, contra la
Westinghouse. Los magnates de los ferrocarriles derribaban a los gobiernos de
Francia. El rey del calzado, Tomáš Bat’a, miraba de arriba abajo al presidente
de Checoslovaquia.
Vi a los corredores de bolsa parisinos hacer que cundiera el pánico en la
Bolsa; visité las fábricas de Kreuger en Suecia; en Londres vi a sir Henry
Deterding. Era holandés. Había partido a Java en busca de fortuna y vegetaba
como empleado de un banco. Pero le llegó la fortuna; Deterding entró en las
oficinas de la Royal Dutch. Cinco años después era director y diez años más
tarde se había convertido en el rey del petróleo. Se instaló en México,
Venezuela, Canadá, Rumania. Los ingleses le concedieron el título de barón, y
Deterding se convirtió en sir Henry. La Universidad de Delft le otorgó el título
de doctor honoris causa. Todos los años Deterding viajaba a su patria para el
cumpleaños de la reina, y ésta sonreía con admiración. Sir Henry apoyó
golpes de Estado en México, en Venezuela y en Albania.
Sin duda, se consideraba el Napoleón del petróleo y declaró más de una
vez que su objetivo era poner de rodillas a la díscola Rusia. Compró por
cuatro monedas las acciones de los ex propietarios de los pozos petrolíferos
de Bakú y declaró que el petróleo soviético era «robado». Organizó el asalto
contra ARCOS[1] y la ruptura de las relaciones diplomáticas entre Gran
Bretaña y la Unión Soviética. Consiguió alejar de París al embajador
soviético Rakovski. Daba dinero a los partidarios de Hitler, aprobaba los
libros de Rosenberg, atacó a la sociedad Derop, que comerciaba con el
petróleo soviético, instaló en Berlín un taller donde se estampaban falsos
billetes de banco rusos; no reculaba ante nada. Se encontró con Krasin y le
propuso la paz. Se encontró con Hitler y le propuso la guerra. Recomendó a
Chamberlain que llegara a un acuerdo con Ribbentrop.
Era un hombre robusto, enérgico; practicó el patinaje sobre hielo casi
hasta su muerte y fumaba en pipa tabaco barato de marinero. Estaba casado
con una emigrada rusa. En París había un instituto que llevaba el nombre de
Lidia Deterding, donde estudiaban los hijos de los antiguos reyes del petróleo
de Bakú. Tenía unos nervios de acero. Cuando estalló la crisis mundial, no se
desanimó. En cierta ocasión, un periodista le preguntó qué consideraba más
importante en la vida. Sir Henry le respondió sucintamente: «El petróleo».
Ivar Kreuger construyó un imperio con las cajas de cerillas. Daba consejos
a Poincaré sobre cómo estabilizar el franco, ayudaba a los polacos a adoptar
«medidas sanitarias». En Wall Street era considerado el hombre de negocios
con más talento, además de un caballero, un modelo de honestidad, de calma y
de nobleza. Cerró las fábricas de cerillas de Chile y despidió a todos los
obreros. En Alemania convenció a los socialdemócratas de que prohibieran la
importación de cerillas para proteger a los obreros del paro: en los años de
inflación adquirió las fábricas alemanas. El dictador griego Pangalos le caía
bien, pero como no quiso concederle el monopolio de cerillas, Kreuger
colaboró en el golpe de Estado de turno. Ayudó a derribar el gobierno de
Bolivia. Odiaba a los rusos, pues no sólo se atrevían a fabricar cerillas para
su país, sino también a exportarlas. Era un auténtico hombre de mundo, podía
conversar acerca de Freud o de Wilde.
En 1930 se publicó mi libro sobre el rey de las cerillas; a diferencia de
otros libros míos de ese período de carácter documental, Un frente único era
una novela en clave. Ivar Kreuger se llamaba en la novela Sven Olson. No sé
por qué decidí enterrar al rey de las cerillas; moría después de haber
conversado con el presidente del Consejo francés Tardieu. La novela se
tradujo a varios idiomas. Corría 1931; la crisis mundial empeoraba, Kreuger
estaba nervioso. Intentaba explicar al público que la caída de las acciones se
debía a las «intrigas bolcheviques». Algunos periódicos publicaron artículos
que afirmaban que yo quería hundir al rey de las cerillas. La acusación era tan
estúpida que ni siquiera pude sentirme orgulloso de ella.
En Francia los gobiernos se sucedían vertiginosamente, pero Tardieu aún
era primer ministro cuando en 1932 Ivar Kreuger se pegó un tiro. Su
secretario, el barón Von Drachenfelds, escribió en sus memorias que la
víspera del suicidio había visto mi libro sobre la mesita de noche del rey de
las cerillas.
Enterraron a Kreuger con todos los honores; los periódicos le definieron
como una «víctima inocente de la crisis mundial». El Parlamento sueco
decretó una moratoria. De pronto se descubrió que Kreuger había falsificado
obligaciones italianas; el magnánimo caballero resultó ser un tramposo.
Escribí asimismo un libro sobre el presidente de la empresa
estadounidense Kodak, George Eastman. Su carrera comenzó con el eslogan:
«Apriete el botón, nosotros haremos el resto». En este eslogan se basó la
publicidad de las cámaras fotográficas para aficionados. En 1896 tuvo un
golpe de suerte y escribió a Edison: «Nos preguntan sobre las denominadas
fotografías vivas», y empezó a fabricar película cinematográfica. Se
enriqueció de un modo increíble, pero le aguardaban serias vicisitudes: en su
camino se interpuso Agfa, filial del consorcio I. G. Los alemanes atacaron.
Tras haberse asegurado el apoyo de Ford y del National City Bank, empezaron
a construir fábricas en Estados Unidos. Eastman no se amilanó y plantó cara.
Su capital creció. Adoraba la música e hizo donativos de millones a diversos
institutos musicales. No obstante, a sus obreros los mantenía a raya.
Tenía quince años cuando abrió una cuenta corriente en el banco y había
cumplido setenta cuando decidió cerrarla. Un día que tenía invitados en casa
hablaron de música y, como es natural, de la crisis. George Eastman entró en
la habitación de al lado y se pegó un tiro. ¿Se acordaría, quizá, del aforismo
de su juventud: «Apriete un botón, nosotros haremos el resto»?
Muchos de los auténticos protagonistas de mis libros se quitaron la vida,
como si no fuesen hombres de negocios de pelo cano y experimentados, sino
jóvenes enamorados o poetas. El capitalismo sobrevivió a la crisis mundial,
pero ciertos capitalistas resultaron mucho más frágiles: después de todo, no
eran más que hombres. Empezó Kreuger en marzo de 1932. Un mes más tarde
se suicidó el llamado «rey de las hojas de afeitar», Paul Kuehnrich, en
Sheffield. Se jactaba de afeitar al mundo entero, pero él llevaba barba, y se
pegó un tiro con una vieja escopeta de caza. En mayo del mismo año le llegó
el turno a uno de los reyes del acero, Donald Pierson. Durante la guerra había
obsequiado con un crucero al gobierno de Estados Unidos; estudiaba los
métodos de lucha contra los submarinos. Dejó un mensaje en el que decía estar
cansado de la vida.
Durante el mismo mes de mayo, en Chicago, se tiró a la calle desde lo alto
de un edificio el rey de la carne en conserva, Swift. Las acciones de su trust
habían pasado, en una semana, de diecisiete dólares a nueve. El hijo del
suicida, tratando de salvar la reputación del trust, juró y perjuró que su padre
se había caído por la ventana de modo accidental.
El avión personal de Bat’a estaba preparado para despegar. Las
condiciones meteorológicas eran malas y el piloto intentó convencer al rey del
calzado de que esperaran un poco. Bat’a estaba nervioso. El avión se elevó
por encima de Zlin y cayó.
He de hablar de Tomáš Bat’a: me ocupó no poco tiempo.
El rey del calzado era hijo de un pequeño zapatero. Recorría los pueblos
vendiendo zapatos; luego partió a América y allí aprendió mucho. Estalló la
guerra, y Bat’a empezó a suministrar calzado al ejército austrohúngaro. La
ciudad de Zlin parecía una prisión: en la fábrica de Bat’a trabajaban
reservistas y prisioneros de guerra. Llegó la paz, y Bat’a dijo: «Debemos
secar las lágrimas de las madres que quieren ver a sus hijos calzados». Le
encantaban los aforismos y, convertido ya en el rey del calzado, decoró las
paredes de sus talleres con inscripciones del tipo: «Estemos felices», «Es
preciso trabajar, hay que tener un objetivo en la vida», «La vida no es una
novela». En los sobres con la paga de los obreros se leía: «Aprended a hacer
dinero con vuestro cuerpo». Algunos aforismos de Bat’a estaban destinados a
los consumidores; recuerdo dos eslóganes uno al lado del otro: «Mi calzado
nunca produce callos» y «No leáis novelas rusas, os privarán de la alegría de
vivir».
Cuando le pedí autorización a Bat’a para visitar su reino, me respondió:
«No enseño mis fábricas a un representante de una potencia enemiga». (Aun
así, conseguí ver su feudo). Bat’a era un megalómano incorregible; había
inscrito su nombre en el esqueleto de un mamut, promulgó un «plan quinquenal
de Tomáš Bat’a». Se negó a reconocer a los sindicatos y montó su propia
policía. Pagaba mal a los obreros e inundó el mundo de calzado barato. No
había, creo, ciudad sin el letrero con aquellas cuatro letras: BATA. Era
católico y detestaba a los comunistas.
Cuando leyó mi crónica sobre lo que ocurría en Zlin, Bat’a montó en
cólera y me llevó a los tribunales. El artículo se había publicado en Alemania,
y eran los jueces alemanes quienes tenían que juzgarme. Bat’a hizo que me
intervinieran el dinero de los derechos de autor que me correspondía por las
traducciones de mis libros y la película.
Bat’a era aficionado a los pleitos e incoó dos procesos, uno civil y otro
criminal. En el juicio civil me exigía medio millón de marcos (nunca en mi
vida he visto semejante suma de dinero). En el proceso penal Bat’a reclamaba
para mí una pena de prisión por difamación.
Contrató unos abogados excelentes. También yo tuve que recurrir a los
servicios de uno. Encontré defensores: los obreros de Zlin. Me enviaron
documentos y fotografías que confirmaban la exactitud de mi reportaje. Los
obreros publicaban una revista clandestina, Bátovak, en la que describían los
despiadados métodos empleados por el rey del calzado y la arbitrariedad de
su policía. Presenté al tribunal la colección completa de la revista.
El abogado de Bat’a acudió a la sesión judicial con una traducción de
Julio Jurenito y citó la novela para demostrar mi cinismo, aseguró al tribunal
que, además de haberme dedicado a amaestrar conejos, había sido cajero en el
burdel de míster Cool. El abogado se refirió también a los artículos de ciertos
críticos de Moscú: «¡Incluso en la Rusia comunista se indignan ante la
inmoralidad y la falta de principios de este hombre que ha tenido la osadía de
calumniar al honorable Tomáš Bat’a!».
El tribunal exigió datos complementarios. El avión de Tomáš Bat’a se
estrelló. Hitler subió al poder en Alemania. Los nazis quemaron mis libros y
cerraron las tiendas de Bat’a. Por lo que respecta a mis modestísimos
honorarios intervenidos, esa suma ridícula no la percibieron los herederos de
Bat’a, sino el Tercer Reich.
Comencé a escribir sobre los trust y los diversos reyes en el último año de
las vacas gordas. De pronto estalló la crisis mundial, y en los libros siguientes
me tocó describir los años de las vacas flacas.
Ahora hablaré de las vacas, no de las figuradas, sino de auténticas vacas
bermejas danesas, aunque el fin de esta historia data de 1933 y de nuevo he de
saltar hacia delante.
En el verano de 1929 una pequeña noticia aparecida en la prensa
conmovió a los estadounidenses: en Estados Unidos los excedentes de trigo
habían sobrepasado los doscientos cuarenta mil búshels.[2] Enseguida se supo
que en Canadá, en Australia, en Argentina y en Hungría también había
demasiado trigo. Los precios del cereal cayeron de modo catastrófico. Los
granjeros se arruinaron y quedaron reducidos a la miseria.
No hay que tomar al pie de la letra la afirmación según la cual había
demasiado trigo en el mundo. Pasaban hambre continentes enteros. Había en el
mundo cuarenta millones de obreros en paro registrados. En los países de la
Europa occidental la importación de trigo se redujo a la séptima parte.
Los representantes de cuarenta y seis Estados se reunieron en Roma para
discutir qué se iba a hacer con los excedentes de trigo. Era la primavera de
1931. La locura se apoderó de todo el mundo. En Brasil quemaban café. En
Estados Unidos quemaban algodón. En la conferencia se propuso
desnaturalizar el trigo con la ayuda de eosina. El grano rojo podía servir como
pienso para el ganado. Lanzaron el eslogan: «Dad trigo al ganado, es más
barato y nutritivo que el maíz». Se iban sucediendo las quiebras de los bancos.
Los campesinos, hambrientos, abandonaban sus campos y se iban lejos en
busca de pan.
Las vacas comían trigo de primera calidad, Manitoba o Bartela. Pero unos
meses más tarde los periódicos anunciaron que en el mundo había demasiada
mantequilla y carne, y que por esta razón, justamente, la gente se estaba
muriendo de hambre.
En 1933 estuve en Dinamarca. Ya había visitado antes ese país tranquilo,
verde y próspero. Los daneses vendían mantequilla, carne y tocino a los
ingleses y a los alemanes. En la isla de Lolann, en la pequeña ciudad de
Naiskof, vi una máquina increíble que transformaba las vacas en tortas
redondas destinadas al engorde de los cerdos. La máquina molía los huesos y
los mezclaba con la carne formando una masa de color terroso. (Inglaterra
compraba aún tocino, pero ya estaba claro que había manteca en exceso en el
mundo, y que si la situación mundial no mejoraba, pronto habría que sacrificar
también los cerdos).
Me mostró la máquina el veterinario local, hombre de cabello blanco,
honesto y muy triste. Había pasado la vida cuidando vacas y no podía asistir
tranquilamente a su masacre.
En Copenhague vi a parados hambrientos. Yo sabía lo que es el hambre y
al cruzarme con ellos dirigía la vista hacia otro lado.
Los antiguos griegos crearon el mito de Sísifo. Era rey de Corinto y un
bandido. Cuando murió, los dioses le impusieron un castigo terrible: debía
transportar una gran piedra a la cima de una montaña, pero en cuanto llegaba
allí la piedra rodaba hacia abajo. Sísifo había robado y asesinado. Pero ¿a
cuenta de qué pecados había centenares de millones de hombres condenados al
trabajo de Sísifo? Primero ampliaron la superficie de siembra; luego tiñeron
el trigo con eosina para dárselo a las vacas; luego comenzaron a matar vacas
para alimentar con ellas a los cerdos…
Aquellos cuatro años no pasaron en vano para mí. No sé si conseguí hacer
ver alguna cosa a mis lectores, pero yo, personalmente, vi muchas. Ya antes
aborrecía el mundo del dinero, de la codicia, pero con el odio no basta.
Llegué a comprender que no se trataba del carácter de las personas: entre los
empresarios, los financieros, los reyes de la industria y magnates de las
finanzas había personas buenas y malas, inteligentes y con pocas entendederas,
simpáticas y detestables; no se trataba de su esencia diabólica, sino de la
absurdidad del sistema. En la época de Balzac los capitalistas eran
codiciosos, avaros, a veces violentos, pero construían fábricas, criaban vacas
de raza, mejoraban el nivel de vida de la gente. Se les podía acusar de no
tener corazón, pero no de estar locos. Cien años más tarde, los nietos de los
personajes de Balzac parecían dementes furiosos.
Me alegro de haber comprendido y reflexionado sobre esta verdad en el
umbral de la década de 1930. La humanidad se aproximaba a una época de
grandes pruebas. Cuando recuerdo mi pasado, pienso en la Alemania de
Hitler, en los años transcurridos en España, en la guerra. Una de las pruebas
más amargas por las que pasé fue a finales de 1937, cuando llegué a Moscú
directamente desde el frente de Teruel. Hablaré de ello en el siguiente
volumen de estas memorias, pero ahora quiero decir que, si bien no pude
prever mucho de lo que se habló en 1956 en el Congreso del Partido y en
cualquier piso moscovita, había estudiado a conciencia la estupidez, la
barbarie y la crueldad del mundo enemigo antes de Hitler, antes de Guernica,
antes de los pueblos quemados y las vacas ametralladas en los campos de
Bielorrusia.
21

Cuando trabajaba en los libros dedicados a la lucha entre los diversos trust,
Eugène Merle[1] me presentó a algunos representantes del mundo de los
negocios y me facilitó documentos confidenciales. Publicó la traducción
francesa de mi novela Un frente único. «¿Y si titulásemos su libro: ¡Buen
provecho, señores!?», me propuso en un arrebato de inspiración. Yo me resistí
y, al final, el libro se publicó con un título ideado por Merle: La sociedad
anónima Europa.
No hay que pensar que Merle era un editor profesional. Publicaba a veces
libros, lanzaba ahora un diario de gran formato, ahora una revista satírica,
ahora boletines financieros; escribía artículos, hacía negocios.
De joven había sido anarquista. Mantuvo relaciones con Bonnot, un
atracador con principios. Recuerdo que, unos tres años antes de la Primera
Guerra Mundial, París estuvo en vilo: un despliegue policial ingente cercó la
casa donde Bonnot se había atrincherado. El periódico anarquista Le
Libertaire escribió entonces: «El ladrón, el ratero, el chantajista se levantan
siempre contra el orden establecido, comprenden bien su papel en la
sociedad». Muchos amigos del joven Merle perecieron. Él sobrevivió por
casualidad, sentó la cabeza y se convirtió en parte inseparable de los medios
políticos, financieros y literarios de París, aunque no era ni diputado, ni
banquero, ni escritor.
Merle no tenía unas convicciones políticas bien definidas, pero conservó
hasta el final de su vida su afecto por los anarquistas y el odio hacia la
derecha. Tampoco tenía esos principios morales que inculcan a los escolares
franceses desde sus primeros años. Merle no se sentía intimidado por los
fuertes de este mundo, pero mostraba una actitud afectuosa hacia los
abandonados por la suerte, tanto si se trataba de un poeta desgraciado o un
simple ordenanza de la redacción de un periódico. Hacía pensar en los
bandidos de otro tiempo que compartían su botín con los pobres de la
comarca. A mí me atraía no sólo por su carácter vivaz, su alegría de vivir y su
extraordinaria fantasía, sino también por su buen corazón.
Había nacido en Marsella, donde su padre, que se llamaba Ángel, vendía
naranjas. Creo que el apellido de su padre era Merlo. En francés, merle
significa ‘mirlo’, y los franceses, en lugar de decir como los rusos «cuervo
blanco», dicen «mirlo blanco». Durante cierto tiempo Merle publicó una
revista satírica titulada El Mirlo Blanco. Él mismo parecía un pájaro, un
pájaro raro. Entre las dos guerras, en una época en que la gente procuraba
echar raíces, en que incluso los ladronzuelos hablaban de filosofía, religión y
altas ideas políticas, Merle levantaba el vuelo, picoteando a veces unos
granitos. Tomaba y daba dinero con facilidad, como si dispensara sonrisas o
recogiera flores.
Antes de que yo le conociera, la capital francesa se conmocionó ante la
breve epopeya del Paris Matinal: Merle había decidido publicar un diario
ligero, de nuevo tipo. Reunió a los mejores periodistas. En una celda de
cristal, ante una muchedumbre de curiosos, el joven Georges Sim escribía una
novela policiaca. Apenas terminaba una página, la llevaba enseguida a
imprenta (Georges Sim luego se convertiría en el célebre escritor Georges
Simenon).
Fue Merle quien me presentó a Georges Simenon. Era entonces un autor
principiante de novelas policiacas. Años más tarde alcanzó una perfección tal
que elevó un género despreciado al nivel de la gran literatura. Yo no leía sus
novelas, pero me gustaba ese hombre grande y alegre, maravilloso narrador y
fumador de pipa empedernido. Vivía en un barco, y recuerdo ir a verlo un día
a Marne. Nos distrajo contándonos historias increíbles, pero lo que me
pareció más divertido fue su perro, un terranova enorme y bonachón que
sembraba el terror entre los bañistas del río los días de verano. Fiel a su
deber y a sus tradiciones de raza, el perro se precipitaba hacia los bañistas y
los hacía salir a la orilla. Por la tarde, Simenon a veces se daba una vuelta por
el bar de La Coupole, donde reinaba el barman Bob. Allí había escritores muy
diferentes: Crevel, Vailland, Desnos. Yo pasaba allí casi todas las tardes.
Hace poco encontré en casa de un amigo una parte de los libros que dejé
en el París ocupado por los alemanes. Entre ellos estaba una de las primeras
novelas de Simenon, El cráneo, con una dedicatoria del autor:
«Amistosamente para Iliá Ehrenburg, cuya conciencia y firmeza de principios
me ayudaron a crear el personaje-caricatura de Radek». Leí esa novela.
Simenon había escogido el nombre de Radek por azar, lo había leído en un
periódico, y no tenía ninguna relación con Karl Radek. Era yo quien le había
servido de modelo para la caricatura y, para hablar con la jerga de los
periódicos soviéticos, la parodia era amistosa. Radek estaba sentado en el bar
La Coupole. Pero ¿cuáles eran sus ocupaciones? Había asesinado ferozmente a
dos ancianas muy ricas que vivían a las afueras de París: se vengaba así de su
infancia miserable. Radek era un asesino lleno de principios, dotado de
conciencia, y sólo la perspicacia de un policía había permitido revelar su
verdadera personalidad. Por supuesto Simenon no sospechaba que yo fuera un
asesino; además había añadido la palabra caricatura, pero yo le parecía lleno
de conciencia, de principios e inflexible. Y eso en una época en que yo me
debatía como una astilla en el mar, en que los críticos soviéticos me tildaban
de «cínico burgués» y en que mis amigos me aconsejaban que me adscribiera a
alguna plataforma.
Estábamos sentados en un pequeño bar lleno de humo y leíamos en el poso
del café el porvenir, a la vez que tratábamos de comprendernos a nosotros
mismos. No es una tarea fácil y esos años eran muy difíciles.
Merle amenazaba a los políticos con revelaciones sensacionales, prometía
a sus abonados premios valiosos. Y de pronto el periódico dejó de
publicarse…
Durante una de nuestras primeras entrevistas, Merle me dijo: «Amigo mío,
es usted demasiado modesto. En Francia el talento no basta». Decidió hacerme
publicidad, organizó una cena en un gabinete reservado de un lujoso
restaurante. Invitó a la escritora Germaine Beaumont, que dirigía la sección
literaria del popular periódico Le Matin. Merle invitó también a Desnos, su
protegido.
Desnos comió y, sobre todo, bebió, después de lo cual se puso a
despotricar contra Le Matin, volviéndose cada vez hacia Beaumont para
decirle: «No me estoy refiriendo a usted, como es natural». Tal y como
convenía a un surrealista, Desnos era aficionado a las palabras indecentes, y
para definir Le Matin enumeró todas las partes del cuerpo humano. Germaine
Beaumont no lo soportó y se marchó. Merle se quedó triste: su tentativa de
lanzarme al estrellato había fracasado. Me explicó: «Tal vez la señora
Beaumont, en el fondo de su alma, esté de acuerdo con Desnos, pero ella no
podía aceptar que injuriase a sus patronos, sobre todo en presencia de un
escritor soviético».
Merle poseía una maravillosa finca no lejos de París. Cuando organizaba
una recepción le gustaba deslumbrar a los invitados, pero conservaba los
hábitos democráticos de su juventud. Por la mañana desayunaba en la cocina,
comía tomates sazonados con mucha sal y tomaba el tren para París. A aquella
hora casi nunca tenía dinero, pero en el tren se le ocurrían planes grandiosos.
Le gustaba comer en los restaurantes provenzales, adoraba el alioli y
visitaba con frecuencia a Nina, que regentaba un pequeño restaurante de
apariencia modesta, pero muy caro. Nina, que además de ser la dueña era la
cocinera, sólo recibía a un restringido círculo de entendidos en materia
culinaria. ¡A quién no conocí yo en la mesa de Merle! Allí encontré a
anarquistas e industriales, a Laval y Daladier, al poeta Saint-Pol-Roux, a
Tristan Bernard, al «príncipe de los gastrónomos». Curnonski, a Blaise
Cendrars, a diputados, corredores de bolsa, abogados de moda, estrellas de
cine…
Cuando Laval fue a Moscú, Merle me dijo: «Es el estafador con mayor
talento que hay en Francia. Quisiera que se entendiera con los rusos porque
nada le costaría ponerse de acuerdo con Hitler». A Daladier entonces le
llamaban el «toro de Vaucluse»: era audaz y enérgico en sus discursos. Merle
comentaba con aire desolado: «Los franceses han dejado de entender incluso
en aquellas cosas que constituían su especialidad. ¿Cómo pueden comparar
con un toro a Daladier? ¡Si es el típico buey! Puede usted preguntárselo a
cualquier ternera».
En 1933 estalló un escándalo: Staviski, que había sido juzgado en 1917
por un hurto de poca importancia y que, quince años más tarde, asistía en
calidad de experto a las conferencias internacionales, había logrado desviar
seiscientos cincuenta millones de francos. Tardieu aseguraba que los radicales
protegían a aquel bribón. Merle reía: «Si se atreven a tocarme, enseñaré los
talones del libro de cheques de Staviski, que también hacía regalos a los
amigos de Tardieu».
Merle tenía, desde luego, muchos enemigos que deseaban su muerte. A los
cerdos que criaba en su finca les ponía los nombres de sus enemigos. Le
perseguía sobre todo Carbuccia, director del periódico fascista Gringoire, y
Merle bautizó con su nombre a un enorme verraco. Un día, Merle me envió un
jamón acompañado de una carta que decía: «Acepte como regalo la pata de mi
inolvidable Carbuccia».
Estuve en su casa un 14 de Julio. Vinieron unos campesinos para felicitarle
con motivo de la fiesta nacional. Merle sacó diez cajas de champán y,
levantando su copa, declaró con solemnidad: «¡Viva Francia!». Los
campesinos respondieron a coro: «¡Viva el señor Merle!».
Le gustaban las grandes frases: «Cuando me muera, no quiero grandes
exequias ni discursos, bastará con que icen la bandera a media asta en la torre
de mi castillo».
Cuando llegaban invitados a su finca, Merle se ceñía el delantal y
preparaba la comida, y hasta en la cocina daba rienda suelta a su imaginación:
solía regar generosamente con oporto seco el plato nacional francés, la sopa
de cebolla. Era extremadamente supersticioso. Los franceses dicen que hay
que tocar madera para conjurar el mal de ojo. Merle se quejaba: «Antes me
sentía tranquilo, en todos los cafés había mesas de madera, pero ahora son de
mármol y tengo que llevar un cabo de lápiz en el bolsillo». Compró unos
pavos reales, y coincidió con una mala temporada para él. Atribuía todas sus
desdichas a las aves: por la noche se acercaban a casa y dejaban caer sus
plumas portadoras del mal de ojo. Pero no se decidía a matarlas ni a
regalarlas: «No se debe llevar la contraria al destino». Una vez se presentaron
en su casa unos campesinos acongojados para decirle que los perros del
pueblo habían devorado los pavos. Merle se sintió renacer y enseguida partió
a París con nuevos planes geniales en la cabeza.
Me he equivocado al decir que Merle no tenía principios morales. Sería
más exacto decir que sus principios no coincidían con los generalmente
admitidos. Por ejemplo, hacía caso omiso de los contratos, no pagaba
derechos a sus autores, pero Desnos me había contado que bastaba con darle a
entender que se encontraba en una situación difícil para que Merle le diera
más de lo acordado en el contrato. Hasta el fin de sus días, ayudó a los hijos
de sus amigos del grupo anarquista.
Cuando Bat’a me llevó a los tribunales, Merle preguntó a Liuba qué
número de zapato gastaba. «Mañana recibirá doce pares de zapatos de parte
del sindicato de fabricantes franceses». Liuba le regañó y me puso al corriente
de la historia. Yo me enfadé y prohibí categóricamente a Merle que hablase de
mí a los competidores franceses de Bat’a. Merle me miró con una mezcla de
piedad y de admiración: «¡Dios mío, qué ingenuo es usted! […] Pero por eso
le respeto».
Después de su viaje a Moscú, Panaït Istrati[2] se puso a echar pestes de la
Unión Soviética. Merle se indignó: «Cuando comencé a trabajar en la prensa,
conocí a un espléndido compañero de nombre Gustave. Tenía una amiga, una
mujer alta y hermosa, muy apasionada, que le montaba escenas de celos. A
menudo llegaba con marcas a la redacción del periódico. Un día llegó con la
cara totalmente cubierta de sangre, daba pena verle. Decidimos hablar con la
dama: “¿Por qué ofende a nuestro Gustave?”. Ella levantó las manos hacia el
cielo y respondió: “¿Quieren saberlo? He pagado su dentadura postiza y ahora
sonríe a otras mujeres con mis dientes”. Me preguntaréis por qué he recordado
esta historia. No es ninguna alegoría. Istrati me contó que en Moscú le
pusieron una dentadura magnífica y que sonríe con los dientes soviéticos a
Poincaré y a Briand».
Merle me presentó a la señora Hanau. La habían detenido y luego puesto
en libertad. Fue un escándalo que levantó mucho ruido. Merle la respetaba y
repetía a menudo: «¡Es una mujer honrada!». La señora Hanau me contó
muchas cosas interesantes acerca de las maquinaciones de la oligarquía
financiera. Por lo que respecta a Merle, siempre decía: «En el noventa y nueve
por ciento de los casos, un estafador o un ladrón son incomparablemente más
honestos que los fiscales y los jueces».
En España estalló la guerra civil y me fui a Madrid. En otoño volví a París
para buscar una camioneta con proyector de cine. Me encontré con Merle, le
conté que me dirigía al frente de Aragón y que quería comprar una máquina de
imprimir, pero que no tenía suficiente dinero. Me abrazó y me dijo: «No hago
más que pensar en España. Hay muchos anarquistas allí». Al día siguiente me
entregó una máquina con sus tipos de imprenta. En aquella época Merle
andaba escaso de dinero, ignoro de dónde sacó la máquina tipográfica, pero
aquella imprenta funcionaba muy bien.
Cuando nos vimos por última vez, Merle tenía aspecto cansado, apagado;
siempre estaba ronco, pero entonces apenas podía hablar, aunque le encantaba
conversar. Murió de cáncer de garganta.
¿Por qué he hablado de él? En realidad no nos encontramos muchas veces
y, además, ésta es una historia sin moraleja, es sólo el retrato de un hombre
diferente a los demás. Merle tenía alma de poeta. Incluso los buenos poetas a
veces escriben versos malos. Merle, en ocasiones, daba cheques sin fondos,
pero animaba el París de aquellos años. Además, tampoco se puede escribir
sólo de héroes o de acontecimientos históricos: en la vida también son
necesarios los mirlos blancos…
22

En los años 1927-1928 los franceses no se cansaban de leer los libros de


Panaït Istrati. Sus obras se traducían a muchas lenguas y tenían un éxito
especial en la Unión Soviética, donde en dos o tres años se publicaron por lo
menos una veintena de ediciones de sus libros. Romain Rolland, admirado
ante el joven autor, le llamaba el «Gorki balcánico».
En la actualidad hay pocos que recuerden sus obras. En mi vida Istrati no
fue más que un encuentro casual. Yo escuchaba de buena gana sus historias
floridas, me caía más bien simpático: era bueno, despreocupado y al mismo
tiempo astuto, algo así como un violinista de taberna o un anarquista que, en
lugar de cuentas de ábaco, maneja bombas de juguete. Cuando desapareció de
la escena, no volví a pensar en él. Con todo, me apetece reflexionar sobre su
destino: la época no sólo se comprende por los ingenieros que trazan las
autopistas, sino también por los contrabandistas que recorren intrincados
vericuetos de noche.
Cerca de los grandes bulevares, en la rue Châteaudun, había un restaurante
oriental regentado por un sirio corpulento y dulce. Era frecuentado por griegos
y turcos, rumanos y egipcios, libaneses y persas. Servían kebabs de varias
clases, hojas de parra rellenas de carne, pastelillos de miel que rezumaban
grasa, Cotnar[1] aromático, anís con agua —los árabes lo llaman «leche de
león»—, vino griego con olor a resina. Me llevó a aquel local Panaït Istrati,
que se entusiasmaba ante aquellos manjares que le recordaban su infancia. Los
dulces, las especias y el olor a cordero le embriagaban y se ponía a contar
historias fantásticas.
Por su naturaleza, Istrati era cuentista antes que escritor; narraba muy bien,
se dejaba llevar, ni él mismo sabía si había ocurrido en realidad lo que
explicaba como pura verdad. Así ocurre a menudo con los narradores de
talento. Se les escucha conteniendo el aliento, uno no tiene tiempo siquiera de
pararse a reflexionar sobre las historias cómicas o tristes. Sólo después, los
oyentes, en función de su actitud hacia el narrador, dicen: «¡Qué mentiroso!», o
bien: «¡Qué imaginación tan desbordante!».
¿Por qué se hizo escritor Istrati? Había ejercido muchas y variadas
profesiones: había servido vino en una taberna rumana y cargado cajas en
barcos, pintado casas y amasado pan, escrito rótulos y trabajado como
cerrajero, cavado tierra y hecho de fotógrafo ambulante: en el paseo de Niza
inmortalizaba a los turistas. Viajó durante años, estuvo en Egipto, en Turquía,
en Grecia, en el Líbano, en Siria, en Italia, en Francia. Hablaba muchas
lenguas, pero ninguna bien. Consideraba Rumania como su patria, su madre
era una campesina rumana y su padre, un contrabandista griego. Su vida entera
resultaba tan disparatada que ningún escritor se habría atrevido a relatarla.
Tampoco Istrati soñaba con una carrera de escritor. Le gustaba leer y lo leía
todo en desorden: Eminescu y Hugo, Gorki y Romain Rolland.
Al fin todo le pareció repulsivo: el hambre, la fantasía, los libros, las
palmeras de Niza y los policías. Intentó degollarse con una navaja de afeitar.
Le condujeron al hospital y sobrevivió. Desde el hospital escribió a Romain
Rolland, tenía ganas de contar a un hombre de cierta edad e inteligente su
desesperación, pero como era un narrador bien dotado y tenía el alma de un
niño, se desvió de su propósito y empezó a recordar historias divertidas.
Romain Rolland leyó aquella larga carta y se entusiasmó ante el talento del
joven rumano, y Panaït Istrati aprendió un nuevo oficio: se convirtió en
escritor.
Pronto obtuvo fama y dinero. Cuando le conocí estaba en la cresta de la
ola. Quería recuperar el tiempo perdido tanto cuando leía críticas entusiastas
como cuando escogía insólitos platillos en el bufet del restaurante sirio.
Reunía en sí la ingenuidad, la astucia infantil, el encanto de un zíngaro salido
de un poema de Pushkin, del cuentista oriental, del fanfarrón levantino y del
soñador corriente, que conserva en medio del hambre y de los golpes la
nostalgia por el amor, por las estrellas y por la verdad. Un día me dijo: «En
verdad no soy escritor, pero mi vida ha sido pintoresca y pronto no me
quedará nada más que contar». Lo dijo sin amargura, como un vagabundo que
se encuentra por casualidad en un buen hotel y sabe que le esperan la alforja y
el camino polvoriento.
Los primeros libros de Istrati, con los que alcanzó la gloria, son
románticos, fabulosos. Los franceses se asombraron al ver a Sherezade en
chaqueta y pantalones. Istrati hablaba de su infancia, de sus vagabundeos, de
los harenes turcos, de los bandoleros rumanos. Estos últimos eran los que más
le entusiasmaban, pues defendían a los oprimidos, no tenían una disciplina de
partido, y el amante de la algazara Istrati, que aunque falto de voluntad, había
sido un anarquista toda su vida, veía en ellos a sus maestros, a sus hermanos
mayores. Una vez me explicó que, en otro tiempo, se había dedicado a la
política y había organizado huelgas. Seguramente era verdad, pero lo
recordaré una vez más: ¡a qué no se había dedicado en su vida!
Si hubiese vivido en el siglo XIX, todo habría terminado bien; habría
escrito otros diez o doce libros, habría llegado a ser académico de Francia o
habría vuelto a su patria, donde la sentimental escritora Carmen Silva, que era
la reina de Rumania, habría derramado lágrimas sobre sus novelas… Pero era
otra época.
En 1925 Istrati viajó a Rumania, donde vio cómo los gendarmes apaleaban
a los campesinos y fusilaban a los insurgentes de Besarabia. Volvió a Francia
fuera de sí, tomó la palabra en la Liga de los Derechos del Hombre, escribió
algunos artículos llenos de rabia. Se preguntaba: ¿qué se puede hacer? Hacía
mucho tiempo que no había bandoleros rumanos. Había comunistas, y Panaït
Istrati empezó a soñar con la Unión Soviética.
No le gustaba razonar y además era incapaz de hacerlo; pensaba mediante
imágenes de fábula. Para él el mundo se dividía en dos, los mezquinos y los
justos, los antros del Nápoles misérrimo o los ríos de leche con orillas de
jalea. A veces me resultaba difícil hablar con él: era incapaz de imaginar que
en la Rusia Soviética hubiera gente estúpida y despiadada. Sherezade se
pasaba las noches contando cuentos, e Istrati se puso a la tarea de denunciar a
los califas contemporáneos.
Viajó a Moscú, se entusiasmó ruidosamente por todo, declaró que tenía la
intención de instalarse en la Unión Soviética. De regreso en París, publicó un
libro lleno de ataques violentos, en su mayor parte injustos, contra el país que
acababa de enaltecer. El viraje fue tan repentino que dejó a todo el mundo
estupefacto. Unos empezaron a hablar de «perfidia» y de «soborno»; otros, de
«milagrosa recuperación de la vista».
El libro que dedicó a su viaje a la Unión Soviética no se parecía en lo más
mínimo a sus otros libros; se decía que lo había escrito otra persona. No sé si
eso es cierto. Quizá era la eterna frivolidad de Istrati lo que se había puesto de
manifiesto. El peregrino se había enojado porque la realidad no se
correspondía a la fábula oriental forjada por él mismo. Enseguida le rodearon
periodistas, politicastros, facciosos; antes de que pudiera darse cuenta, se
había convertido en una carta de juego sobre un tapete verde.
Me contó una vez que, de joven, viajaba de polizón en trenes y barcos: era
un juego apasionante ir del Pireo a Marsella sin un dracma en el bolsillo.
¿Acaso quiso cruzar también su siglo como un polizón? Le hicieron apearse en
una estación ajena, desconocida. No había ya ni viejos amigos ni cuentos
fabulosos. Se justificaba, acusaba, escribía artículos histéricos. No tardó en
marcharse a Rumania. Poco sé de los últimos años de su vida. Se agudizó su
tuberculosis, vivió durante cierto tiempo en un monasterio de montaña, se
definía como anarquista, intentó unirse a los nacionalistas, escribió sobre Dios
y se llevó una gran alegría cuando Mauriac se acordó de él. Murió en Bucarest
en 1935. Se publicaron breves notas necrológicas en los periódicos franceses:
ya le habían olvidado…
Muchos años después, en una boda celebrada en un remoto pueblo rumano,
me encontré con los personajes de Istrati. Arrogantes y tiernos, entonaban
canciones llenas de rebeldía y tristeza. Me acordé de aquel soñador,
pendenciero y juerguista que contaba historias en un restaurante en penumbra
de la rue Châteaudun y pensé una vez más en la terrible responsabilidad del
escritor. No hay oficios fáciles, pero el más difícil es sin duda dejar correr la
pluma sobre un papel: a veces la recompensa es buena, pero hay que saldar la
cuenta con la vida…
23

Durante los años de los que estoy hablando di vueltas por Europa; recorrí
Francia, Alemania, Inglaterra, Checoslovaquia, Polonia, Suecia, Noruega,
Dinamarca; estuve también en Austria, Suiza y Bélgica. En 1932 fui nombrado
corresponsal de Izvestia, y muchos de mis viajes se debieron, por lo menos en
parte, a mi trabajo para el periódico. Pero en 1928-1929 yo no era todavía un
periodista profesional (a veces mis crónicas de viaje se publicaban en
Vechérnaia Moskvá [Moscú vespertino]). Yo no era el clásico turista. Estando
en Noruega, en lugar de admirar los fiordos fui hasta la lejana islita de Rest,
donde incluso las almohadas estaban impregnadas de olor a bacalao, y luego
me trasladé al pequeño puerto de Moss, donde no había nada digno de ver
para un turista; allí, por las noches, conversaba sobre el destino de nuestro
siglo con el representante de la compañía marítima. En Inglaterra visité
Manchester, sombría y llena de hollín, y bajé a los antediluvianos pozos
mineros de Swansea; en Suecia me acerqué hasta la nueva ciudad polar de
Kiruna, donde se extrae mineral.
Siempre iba muy escaso de dinero. A Polonia me llevó un empresario a
dar conferencias sobre literatura: a Inglaterra me invitaron el PEN Club y mi
editor; fui a Viena para acudir a un encuentro organizado por una asociación
cultural. En todas partes buscaba hoteles baratos y confiaba más en mis
piernas que en los taxis.
Pushkin escribía en Oneguin: «Empezó a viajar sin un fin, guiado sólo por
el sentimiento, y también los viajes, como todo en el mundo, acabaron
aburriéndole». Yo tampoco tenía un «fin», pero los viajes no me cansaban.
Evidentemente, no es posible huir de uno mismo y, dondequiera que estuviese,
no me abandonaban mis pensamientos. Sin duda, por eso me gustaba (y me
sigue gustando) viajar: a veces, en algún lugar remoto, observando la vida
ajena, uno encuentra la explicación que en vano buscaba sentado a la mesa de
trabajo… Entonces yo tenía casi cuarenta años, por tanto ya había abandonado
lo que, por lo general, se suele considerar como el período de formación de la
personalidad, pero continuaba sintiéndome como un escolar.
Todos los hombres se van rodeando poco a poco de gente con la que se
sienten ligados por intereses comunes, por el trabajo. No es posible huir de
uno mismo, pero sí que es posible desgajarse por algún tiempo del círculo de
los conocidos habituales. Desde luego, también en otros países me encontraba
a menudo entre escritores; conocí a Majerová, a Novomeský, a Antoni
Słonimski, a Broniewski, a Andersen Nexø, a Johan Nordahl Grieg, a Joseph
Roth.
En una isla danesa me encontré por casualidad con Karin Michaëlis. Me
acompañó a las casas de los campesinos, me mostró granjas excelentes; en
todas partes la conocían y la respetaban. Cuando yo era un adolescente, en
Rusia leíamos su novela La edad peligrosa. Yo pensaba que estaba
preocupada por los secretos del corazón femenino, pero me hablaba de otra
cosa, de la catástrofe inevitable. Me contaba que los granjeros no habían
querido ayudar a los niños alemanes hambrientos, que le daban la espalda
cuando ella empezaba a hablarles del fascismo, de la amenaza de guerra, del
horror de estar saciado, adormecido, de ser indiferente. (Ocho años más tarde,
en el Congreso de Escritores celebrado en Madrid, entre las explosiones de
los obuses alguien leyó un saludo de Karin Michaëlis, enferma, y me acordé
de nuestra conversación en esa granja tranquila y verde).
No obstante, al referirme a las huidas del medio habitual, pienso en otros
encuentros: en un viejo pastor de Tisovec, en los tejedores de Łódź, en el
guardián del faro de las islas Lofoten, en el nieto de un tzadik de Góra
Kalwaria, en los obreros de Berlín.
Voy a mencionar uno de esos encuentros. En Kiruna conocí a un minero
comunista que tenía una mujer rusa, Niusha. La mujer me ofreció café, me
mostró con entusiasmo su nevera, su cocina eléctrica, su máquina de lavar. El
minero me hablaba en alemán, pero con su mujer casi no hablaba, pues sólo
conocía un centenar de palabras rusas; Niusha todavía no había tenido tiempo
de aprender el sueco. El hombre me contó que había ido a la Unión Soviética
con una delegación, que había caído enfermo de pulmonía en el Cáucaso y que
en el hospital se había enamorado de su enfermera. Estaba convencido de que
Niusha era la encarnación del «alma de la Revolución rusa» y lamentaba no
poder pedirle consejo sobre la manera de actuar en tal o cual caso. Niusha, en
cambio, era feliz de encontrarse en un país rico y tranquilo, no comprendía a
los camaradas de su marido: «Es la buena vida lo que les mete el diablo en la
mente». No quise juzgarla con severidad, había pasado por muchas
calamidades, había conocido el hambre, los blancos habían fusilado a su
hermano, su madre había muerto de tifus. Su marido me pareció un hombre
muy agradable, era generoso y valiente. Niusha lamentaba no haber aprendido
a hablar el sueco. Sobre la mesa tenía un diccionario grueso, pero los jóvenes
esposos casi nunca lo consultaban. Los dos maldecían su mudez, sin adivinar
que a ella se debía su felicidad…
Es, desde luego, una historia triste a la par que divertida, de la que no
deben sacarse conclusiones, lo cual yo tampoco hice. Me limité a anotar
cuidadosamente mis impresiones.
Describí algunos de mis viajes y denominé aquel libro de crónicas El
visado del tiempo. Es fácil imaginar que para el poseedor de un pasaporte
soviético que tuviera la intención de viajar en aquel entonces, la palabra
visado tuviera una connotación mágica. Con todo, al elegir este título para el
libro no pensaba en los cónsules quisquillosos, sino en la época, que aún lo
era más. Quería ver cuáles de entre nuestras viejas ideas podían obtener el
visado del tiempo. Los viajes me ayudaron a desprenderme de muchos
convencionalismos, tanto antiguos como nuevos, me ayudaron a ver la vida tal
como era. Al hablar con granjeros daneses me esforzaba en comprender el
camino de un escritor soviético.
El representante de la Unión Soviética en la Liga de las Naciones, M. M.
Litvínov, había asombrado a todos con una fórmula lacónica: «La paz es
indivisible». Viajando por países extranjeros, comprendí que no sólo la paz es
indivisible, sino también la palabra que en ruso es su homónima, el mundo.[1]
Comprendí también que cada pueblo tiene su originalidad, su aspecto
único, como las personas. El autor del prefacio a una de las ediciones de El
visado del tiempo, Fiódor Raskólnikov, ponía a los lectores en guardia:
«Ehrenburg es un adepto de la teoría caduca del carácter nacional. Supone que
cada pueblo posee su “alma”, que depende de las particularidades de su
carácter nacional. En este sentido, Ehrenburg tiene un brillante predecesor,
Stendhal, que en su Cartuja de Parma también intentó, en vano, resolver el
problema del carácter nacional italiano. Esta concepción errónea del “alma”
nacional es una consecuencia lógica del sistema idealista que profesa
Ehrenburg. Como Stendhal, Ehrenburg no es materialista, sino idealista. En
lugar de estudiar, prefiere acceder al conocimiento por la intuición».
(Estas palabras se escribieron en 1933. Diez años más tarde, A. N. Tolstói
publicó el relato «El carácter ruso»; en los teatros se representaba la obra de
Símonov Gente rusa, varios poetas cantaban las «costumbres rusas», el «amor
ruso», y, desde luego, el «alma rusa». Nadie se lo reprochó, todo el mundo les
aplaudía con entusiasmo. Si los rusos han resultado tener un «alma», es decir,
ciertos rasgos de carácter nacional, cabe suponer que los otros pueblos
también poseen una. He leído muchas veces que yo u otros escritores hemos
«superado los errores pasados». ¿Y aquellos que nos cubrían de reproches?
De ellos no se escribe nada. Y, no obstante, ellos también han superado
muchas cosas y han empezado a comprender muchas otras).
Nunca he pensado que el «alma» de un pueblo esté ligada a la sangre; he
sufrido muchas enfermedades, pero no la del racismo. El alma del pueblo, es
decir, su carácter, se forma a lo largo de los siglos y sobre los rasgos del
carácter nacional influyen la geografía, las particularidades de la evolución de
la sociedad, los virajes de la historia. Sólo más tarde, después de la Segunda
Guerra Mundial, visité otros continentes, pero en la época de la que estoy
hablando pude establecer muchas comparaciones. Veía, por supuesto, que el
obrero sueco no razonaba de la misma manera que Kreuger o el banquero
Wallenberg, pero ello no me impedía darme cuenta de que el carácter del
obrero sueco era diferente del carácter del obrero italiano. No había en esto
ningún «idealismo», y eso no contradecía ni la existencia de la lucha de clases
ni los principios del internacionalismo.
Después de haber vivido un tiempo en Inglaterra, ¿cómo no darse cuenta
de que a los ingleses les gusta cierto aislamiento, de que prefieren una
pequeña casita fría con una escalera estrecha a un piso dentro de un inmueble
moderno? ¿Y que a diferencia de los franceses no hacen vida en la calle ni se
mezclan con placer entre el gentío? Cualquier turista, hasta el más distraído,
ve que París está lleno de tiendas donde se venden artículos para pintar y de
un gran número de pequeñas exposiciones de pintura; en cambio, en Viena hay
centenares de comercios en los que se venden partituras musicales y carteles
en las paredes que anuncian conciertos sinfónicos. Los burgueses se divierten
de modo distinto en los diferentes países. Un inglés siempre es miembro de
algún club cuya elección pocas veces está dictada por las simpatías políticas.
En cada club hay una biblioteca con cómodos sillones, donde duermen los
gentlemen, unos en silencio, otros con un ligero ronquido. Los españoles
también son amigos de los clubes, pero no se instalan en salas sumidas en la
penumbra, sino en terrazas cubiertas o en la calle, y miran a las mujeres que
pasan más o menos jóvenes, al tiempo que hacen chasquear la lengua. Los
burgueses alemanes adoran las novedades científicas y el exotismo. En cierto
restaurante de Berlín tuve ocasión de leer en la minuta algunas cifras: las
calorías correspondían a cada plato (las vitaminas llegaron más tarde). En
otro restaurante, los parroquianos se tumbaban en hamacas y por encima de
ellos revoloteaban pájaros tropicales. Esto no habría sido del gusto de un
francés, que no está dispuesto a gastar dinero por el decorado, sino que
prefiere comer bien en cualquier tabernucha de poca apariencia. En el
Parlamento inglés los diputados discuten con cortesía, en cambio en el francés
he presenciado muchas veces peleas. Podría llenar cientos de páginas
enumerando las peculiaridades del carácter y del género de vida de diversos
pueblos, pero no tengo intención de describir países distintos, prefiero
limitarme a señalar la influencia que los viajes ejercieron en mi existencia.
Vi que la gente vivía de manera diferente, pero la diversidad de las formas
no me impedía ver lo general y lo humano que permiten creer en la unidad del
mundo. Por supuesto, los suecos me parecían muy estirados (ahora se han
liberado de muchos convencionalismos): no se podía tomar un vaso de vodka
de cualquier manera, había que atenerse a una compleja etiqueta. Por su
aspecto, parecían personas frías, encerradas en sí mismas. Pero conocí a Axel
Clausson, ex agregado militar en Petersburgo. Sabía ruso y, al jubilarse, se
dedicó a traducir. Entre otros, tradujo dos de mis libros. Era un viejo sueco
auténtico, le gustaba cenar a la luz de unas velas, se acercaba la copa al
corazón antes de bebérsela, nunca olvidaba mencionar lo bien que habíamos
pasado juntos una velada, aunque hubiesen transcurrido dos años. Nos hicimos
amigos y resultó ser un hombre de corazón apasionado, un amigo muy fiel que
sabía hablar y, lo que es más difícil, sabía callar.
Eslovaquia me pareció, al principio, un país de un pasado remoto: las
campesinas llevaban hermosos vestidos estridentes pertenecientes a la época
del barroco, los campesinos de algunos distritos llevaban delantal, las cruces
de los cementerios estaban pintadas como alegres juguetes. Luego vi que a los
escritores eslovacos les preocupaban los mismos problemas que a mí y
encontré allí a muchos buenos amigos: Clementis, el poeta Novomeský y otros.
Los ingleses parecían habitantes de otro planeta, a todo respondían
«Ustedes tienen un gusto continental», o bien «Esto aquí no pasa, sino en el
continente». Pronto observé que los intelectuales eran tristes, que se
apasionaban por Chéjov, y cuando se representaba Las tres hermanas, el
público lloraba en la sala. Comprendí que podía hablar con el corazón en la
mano con muchos ingleses.
He dicho que a todas partes me acompañaban mis reflexiones y dudas.
Habían nacido mucho tiempo antes, ya en los años de la Primera Guerra
Mundial, cuando empecé a reflexionar por mí mismo. Después de haber visto
la enorme máquina de guerra, la renuncia temporal del hombre a pensar, la
mecanización del amor, del crimen y de la muerte, comprendí que el concepto
mismo de hombre estaba en peligro. A finales de la década de 1920 aún no
existían los aplausos a la voz de mando, ni máquinas capaces de componer
versos, ni la estadística de Auschwitz, ni la bomba termonuclear. Sin embargo,
yo pensaba sin cesar, dolorosamente, no en los rasgos característicos de tal o
cual pueblo, sino en el carácter de nuestro tiempo.
No quiero acumular en este libro citas de mí mismo, referirme a viejas
crónicas o notas, pero cuando me pongo a hablar de mis impresiones sobre la
Europa occidental de los años 1928-1929, a pesar mío las modifico o las
completo con la experiencia de las décadas siguientes. He aquí lo que escribía
entonces sobre Alemania: «Uno piensa en la manera más económica de
acomodar a los pasajeros en el avión, otro fabrica un mechero para que la
llama prenda con un leve movimiento. He visitado a Maximilian Harden.
Parece que no está hecho para fabricar mecheros perfectos. Hemos hablado de
la Revolución rusa, de las calles de Berlín. Me ha dicho: “Me da miedo esta
vida tan ordenada, esta ausencia de imprevistos”. En los lavabos públicos de
Berlín se leía: “Dos horas más tarde de haber tenido una relación sexual con
una mujer, diríjase al centro médico más cercano”. Berlín es un apóstol de la
cultura estadounidense, y los mecheros son aquí objeto de culto particular. El
autor de la novela Alexanderplatz, Alfred Döblin, me invitó a su casa. Le
agobia esta civilización mecanizada, me dijo que había estado en Polonia,
había charlado con los campesinos y había encontrado más humanidad en
aquellos pueblos perdidos que en Alemania.
»Fui a Dessau, donde se encuentra la sede de la Bauhaus, escuela de arte
moderno. Es un edificio de cristal. Se ha encontrado el estilo de la época: el
culto a la razón fría. Las casas construidas todas según el mismo estilo son
terribles. Hasta tal punto se parecen entre sí que los niños las confunden. Se
dice que el nuevo estilo es apropiado para las fábricas, las estaciones de
ferrocarril, los garajes y los crematorios, pero que no se ha descubierto aún el
estilo adecuado para las viviendas. Me sorprendería que lo encontraran: ahora
la gente vive en el lugar de trabajo y no donde vive. En la casa del arquitecto
Gropius hay muchos pulsadores y palancas; la ropa blanca se desliza por unos
tubos como el correo neumático; los platos suben de la cocina al comedor;
todo se ha estudiado, hasta el cubo de la basura. Todo es impecable y
extraordinariamente aburrido. ¿Podríamos imaginar, al defender el cubismo y
luego el constructivismo, que en una sola década pasaríamos de los cubos
filosóficos al cubo completamente utilitario? En la casa del pintor Kandinski
se hacen varias concesiones al arte: iconos de Nóvgorod, paisajes del
aduanero Rousseau, un volumen de Lérmontov. Uno de los alumnos me ha
dicho: “Kandinski es una mente confusa y medio conservador”.
»En la estación de Stuttgart o en las tipografías de Leipzig uno comprende
hasta qué punto Estados Unidos se ha aclimatado aquí. En Colonia, en una
exposición, vi una iglesia ultramoderna con todo el confort y con vidrieras
cubistas, Cristo parece una pieza de una máquina complicada».
He aquí lo que escribí sobre Inglaterra: «Desprecio por Estados Unidos y
americanización de la vida de todos los días: las películas estadounidenses, la
arquitectura estadounidense, las tiendas estadounidenses.
»Hampstead. Calles largas. Cottages. Todas las casas se parecen. A los
ingleses les encanta el individualismo, pero este cuartel idílico no les
enturbia.
»En Londres, uno piensa sin cesar de dónde ha salido esa ciudad inmensa,
sobre una isla, al margen de la vida, en medio de la humedad y de la
hipocondría. ¿Cómo ha llegado a dominar y oprimir? ¿Cómo ha empezado a
vacilar, a estremecerse, cómo ha llenado los armarios con tratados de paz y
novelas interesantes? ¿Cómo vive con viejas pelucas y la altanería de sus
notas diplomáticas, cómo logra confundir todavía las cartas para aparentar,
aunque teme el alba? ¿Cómo ha conocido a los colonizadores estadounidenses,
los disturbios continentales, el desempleo, los suicidios? Los ingleses son
conquistadores, navegantes y magníficos deportistas. Ello no les impide ser
extraordinariamente tímidos. De ahí su conservadurismo, su apego a las
ceremonias cómicas.
»Se sienten confusos ante los jóvenes e insolentes Estados Unidos. Hay
aquí algo que sobresale. Piccadilly y Poplar. El lujo ostentoso y la
inexpresable miseria del barrio de los docks. En las minas de la Gales del Sur,
las instalaciones son primitivas; a menudo se producen desprendimientos. He
visto a niños en las minas, me explicaron que hace poco se prohibió trabajar a
los menores de catorce años y que ésos iban ya para los quince. En las
escuelas se siguen empleando los castigos corporales. El infierno de David
Copperfield. Pero Dickens ya no existe.
Sobre Escandinavia: «Suecia se esfuerza en preservar sus tradiciones.
Europa entera adopta con celo los sobresaltos mecánicos del hombre de
negocios neoyorquino, pero los suecos se resisten. Sin duda no por mucho
tiempo. Suecia cuenta con siete millones de habitantes, lo demás es bosque.
Talarán los árboles y reeducarán a la gente.
»68 grados de latitud norte. Una noche de tres meses al año. Dos
montañas, y entre ellas la ciudad de Kiruna. Aún no han acabado de
construirla, ni tiempo han tenido de poner nombre a las calles, la dirección es
el número de la casa. Los mineros viven bien. Entre ellos hay muchos
comunistas. En la redacción del periódico cuelga el retrato de Lenin. Los
mineros tienen coche. Alrededor se extiende la tundra. Una iglesia lujosa:
estatuas de oro (estilo moderno) representan las diversas virtudes. En el
periódico uno puede leer que las acciones de Luosavaar Kirunovaar suben.
Uno de los principales accionistas es Ivar Kreuger.
»Rest es una isla diminuta (una de las islas Lofoten). En Noruega hay un
rey, se comercia con mantequilla. En Rest, el alcalde es pescador y socialista.
Pero los auténticos propietarios de la isla son los compradores de bacalao al
por mayor, poseen casas y fábricas de conservas. Aprovechan los
desperdicios para hacer cola. Los compradores del pescado son los
propietarios de las tiendas, son también los banqueros locales, alquilan los
barcos a los pescadores, los aseguran. Toda la vida de la isla está en sus
manos.
»La fábrica de chocolate Freia. Hacen la manicura a las obreras de la
fábrica, en la cantina hay un cuadro de Munch. Un estruendo inimaginable. Los
propietarios pagan poco, se han negado a reconocer a los sindicatos.
»Fugt me ha dicho que Noruega ha de seguir su propio camino. Le he
respondido que en una isla desierta es fácil salvar la propia alma, hasta la
llegada del primer barco estadounidense, desde luego.
»Los granjeros daneses llevan una vida mucho más confortable que los
burgueses parisinos. Cuelgan en las paredes viejos platos campesinos que se
han convertido en objetos decorativos. Un granjero me dijo que en invierno
había leído Guerra y paz: “Un libro interesante”. Después de un minuto de
silencio, me preguntó: “¿Cuánto habrán pagado al tal Tolstói?”. Otro granjero
encargó unos frescos en los que se representaba la historia de su vida. Al
principio, la pobre casita de su padre en el norte de Jutlandia. Su primera casa
propia y los cerdos, cómo no. La casa que su mujer recibió como dote y
cerdos cada vez en mayor número. Finalmente, una espléndida granja de dos
plantas, árboles y una enorme cantidad de cerdos.
»El pintor Hansen, los jóvenes poetas, el escéptico periodista Kirkeby,
que escribe en Politiken. Beben mucho, intentan hacer renacer la bohemia, se
lamentan: no sólo hay más cerdos que hombres, sino que los cerdos viven
mejor. Dicen que Copenhague se americaniza rápidamente, no se trata de las
excentricidades de un grupo de esnobs, sino de un estado mental. Nadie lee
poesía. La pintura, hasta la más extremista, se considera mobiliario o un título
bursátil; todo se reduce a la mecánica.
Por lo demás, basta ya de viejas notas. Ahora comprendo mejor lo que me
acongojaba en aquella época. Aún no había estallado la crisis mundial. Hitler
alborotaba en algunas cervecerías, pero la gente tenía fe en la fortaleza de
Müller o de Brüning, en la magia del plan Jung, creían que la novela de
Remarque Sin novedad en el frente mostraba el pacifismo del alemán medio.
Había visto reconstruidas Reims y Arras. La gente comenzaba a olvidar la
guerra. Los treintañeros consideraban los relatos sobre las batallas del Somme
o de Verdún viejas historias de las que todo el mundo estaba harto. Recuerdo
una frase: «También hubo la guerra de Troya». La paz parecía duradera. En
realidad, era una ilusión. Se reconstruían las ciudades pero no la vida.
Hasta 1914 habían perdurado determinados conceptos, normas e ideas. En
1909 Anatole France, con su escepticismo, con su culto a la belleza, su
humanismo algo frío, formaba parte del paisaje de París. En 1929 Paul Valéry
parecía un anacronismo. Las viejas concepciones sobre el bien y el mal, sobre
lo bello y lo feo, se habían derrumbado sin que nadie hubiera conseguido crear
otras.
Por lo general, se atribuye la influencia de Estados Unidos a su poder
económico: el tío rico y enérgico trata de llevar por el camino recto a los
sobrinos descarriados, caídos en la pobreza. Pero el influjo de Estados Unidos
que yo veía por todas partes no estaba relacionado solamente con la economía.
Después de la Primera Guerra Mundial la psicología de la gente había
cambiado. Lo que gustaba eran los espectáculos asequibles de Broadway, las
películas estadounidenses más estúpidas, las novelas de detectives. El
perfeccionamiento de la técnica se producía a la par que la simplificación del
mundo interior. Todos los acontecimientos que iban a surgir estaban ya en el
aire: desaparecía poco a poco la resistencia. Se avecinaban años oscuros en
los que se pisotearía la dignidad del hombre en varios países y el culto a la
violencia sería algo natural; avanzaba la época del nacionalismo y del
racismo, de las torturas y de los procesos monstruosos, de los eslóganes
sucintos y de los perfeccionados campos de concentración, de los retratos de
los dictadores y de las epidemias de denuncias, del desarrollo de las armas y
de la acumulación de la barbarie primitiva. Y así, casi imperceptiblemente, la
posguerra se convirtió en la víspera de una nueva guerra.
24

Languidecía sentado en el lujoso despacho del director del Frankfurter


Zeitung, que quería publicar en su periódico mis reportajes sobre Alemania.
El director era un hombre orondo y bonachón. A su lado se sentaba un
individuo flaco y nervioso, de ojos bondadosos aunque burlones, quien de
improviso me dijo en un mal ruso: «Dígale que le prohíbe recortarlo, y pida
por lo alto, tiene mucho dinero». De este modo conocí al escritor austriaco
Joseph Roth. Fue en 1927. Algunos años más tarde, Roth era conocido por un
amplio círculo de lectores.
¡He aquí un hombre con un currículo capaz de entusiasmar a los amantes
de los cosmopolitas! Su padre era un funcionario austriaco, borracho
empedernido; su madre, una judía rusa. Había nacido en un pueblo fronterizo
de Galitzia. Se consideraba un escritor alemán, pero decía a todos que era
austriaco. Cuando los alemanes votaron por Hindenburg, exclamó: «¡Ahora
todo está claro!», tomó el sombrero, el bastón y se marchó a París. Vivía
siempre en hoteles, a veces buenos, por lo común sucios y malolientes. No
tenía muebles, tampoco objetos; su vieja maleta de cuero estaba llena de
libros, de manuscritos y de cuchillos: no tenía intención de degollar a nadie,
pero le apasionaban los cuchillos. El Frankfurter Zeitung lo envió a Moscú;
pasó cierto tiempo en nuestro país, donde se distinguía de los otros
corresponsales extranjeros por el deseo de comprender una vida ajena, por su
sinceridad y su compasión ante nuestras desgracias, así como por la alegría
con la que describía nuestros primeros éxitos. Luego, el periódico lo envió
como reportero a distintos países. Roth escribía crónicas de viaje, se
atormentaba con cada línea, detestaba escribir mal. Caminaba deprisa,
siempre con un bastón, pero no se apoyaba en él, sino que lo utilizaba para
moverlo como si dibujara algo en el aire.
Nunca había escrito versos, pero todos sus libros eran sorprendentemente
poéticos, y no en el sentido del lirismo fácil con el que algunos prosistas
ornamentan un texto vacío. No, Roth era poeta en su descripción lenta,
detallada y completamente realista de la vida cotidiana. Lo observaba todo,
nunca se encerraba en sí mismo, pero su mundo interior era tan rico que podía
compartir muchas impresiones con sus personajes. Al mostrar escenas
groseras de una borrachera o de una bacanal, la triste vida de una guarnición,
infundía humanidad a los hombres. No los acusaba ni los defendía, tal vez los
compadecía. Jamás olvidaré la sonrisa irónica, incluso un poco triste, que a
menudo vi en su cara.
En 1932 me cautivó su novela La marcha Radetzky. Treinta años después
volví a leerla y pensé que era una de las mejores novelas de entreguerras. Es
un libro sobre el fin de Austria-Hungría, sobre el ocaso tanto de una sociedad
como de sus individuos.
El crepúsculo del Imperio de los Habsburgo ha formado e inspirado a
muchos escritores de distintos idiomas. Cuando se derrumbó el imperio, Italo
Svevo tenía cincuenta y siete años, Franz Kafka treinta y cinco, y Roth sólo
veinticuatro. Sin embargo, escribiera lo que escribiera, Roth volvía siempre
no sólo a la vida de todos los días, sino también al mundo espiritual de los
últimos años del Imperio austrohúngaro.
Los escritores que aspiraban a encontrar nuevas formas para describir el
derrumbamiento de la sociedad entre las dos guerras, quebrantaban la
estructura de la novela. Así se ve en Ulises de Joyce, en El proceso de Kafka,
en Zeno de Italo Svevo, en Los falsificadores de moneda de André Gide.
Estos libros no se parecen entre sí, y además son de distinto calibre, pero me
recuerdan un poco la pintura de los inicios del cubismo, quizá por su deseo de
descomponer el mundo. Al mismo tiempo, se publicaban todavía maravillosas
novelas escritas a la manera clásica, novelas que contaban la nueva vida de la
misma manera que lo hacían los escritores del siglo anterior: Los Thibault de
Martin du Gard, las últimas novelas de la saga de los Forsythe de Galsworthy,
La tragedia americana de Dreiser. La marcha Radetzky está escrita de una
manera nueva, pero es una novela sólidamente construida. Recurriendo otra
vez a la comparación con la pintura, mencionaré a los impresionistas. En la
novela de Roth hay mucha luz y aire.
Me impresionaba el amor de Roth por la gente. ¿Qué puede haber más
banal y tonto que las intrigas entre un joven oficial sin valía alguna y la mujer
frívola de un sargento de caballería? Pero Roth supo darle altura a la historia,
iluminarla desde dentro, y yo me siento conmovido, como su protagonista, ante
la tumba de una mujer imaginaria a la que el escritor infundió autenticidad y
corporeidad.
Una sola cosa hacía Roth con todo el corazón: escribir. El Frankfurter
Zeitung le envió a París como corresponsal. Podía escribir novelas. Le
gustaba París y le vi muy contento. Vino a verme con su mujer, joven y muy
hermosa. Pensé: «Roth ha encontrado la felicidad».
Pero el periódico mandó a París un nuevo corresponsal y Roth se encontró
sin trabajo. (Conviene decir unas palabras sobre este nuevo corresponsal. Se
llamaba Sieburg, se consideraba de izquierdas y se presentaba como amigo y
admirador de Roth. Sieburg escribió un libro titulado Como Dios en Francia,
frase alemana con que se hace referencia a la buena vida; los franceses dicen:
«Comme un cocq en pâte», y los rusos: «Como el queso en la mantequilla».
En su libro, Sieburg cantaba alabanzas a Francia. Yo me encontraba aún en el
París ocupado por los alemanes cuando Sieburg llegó con Otto Abetz: le
habían encargado vigilar a los periodistas franceses).
Roth no tenía dinero. Además le sobrevino una desgracia: su mujer se
trastornó. Durante mucho tiempo Roth no quiso separarse de ella, pero la
enfermedad se agravó e internaron a la mujer en una clínica.
Algunos amigos comunes decían: «El pobre Roth ha perdido el juicio»,
«Pasa el día sentado en el café, frente al hotel, bebe y no dice nada», «Se ha
convertido en partidario de los Habsburgo», «En dos palabras, está mal».
Es difícil hablar en serio de las ideas políticas de Roth. Hay críticos que
vieron en La marcha Radetzky la apoteosis de un imperio hecho de retazos,
como era el austrohúngaro. Pero no se trata de una apoteosis, sino de un
funeral. Roth mostró funcionarios estúpidos, oficiales que no creían en nada,
brillo externo y miseria, la ejecución de huelguistas en un pueblo ucraniano,
contrabandistas, usureros, y sobre todo ello, un viejo senil rodeado de
falsedad y temeroso de las palabras que desvelen la verdad. Ese viejo, cuya
nariz gotea, lleva el título de «Su Majestad Imperial».
Un día Roth me habló de los Habsburgo: «De todos modos, ha de
reconocer que los Habsburgo son mejores que Hitler», dijo. Los ojos de Roth
sonreían con tristeza. Aquello no era un programa político, sino recuerdos de
una juventud lejana.
Describía con maestría la tristeza, la vejez, la ingenuidad de los
adolescentes, los árboles centenarios, el sosiego del alma, el amor por la
tierra de los campesinos ucranianos, los judíos barbudos, la muerte y las
alondras, las ranas, los rayos del sol que en un día estival se filtran a través de
las celosías verdes.
Llegaron años terribles. Los nazis quemaban los libros. En París los
emigrados se peleaban entre sí. Roth vivía en el viejo hotel Fayot, en la rue
Tournon. Decidieron demoler el hotel, todo el mundo se fue, sólo permaneció
Roth en una pequeña habitación del último piso. Luego se trasladó a un pésimo
hotel de la misma calle.
En 1937 volví de España a París por unos días. Al pasar por la rue
Tournon vi a Roth en un café. Me llamó. Tenía un aspecto enfermizo, se notaba
que se esforzaba en vivir, pero, como siempre, era muy correcto y llevaba el
lazo de pajarita anudado con esmero. Tenía ante él una montaña de platillos,
hablaba con coherencia, pero sus manos temblaban. Me preguntó cómo iba
todo en Madrid, me escuchó con mucha atención y luego me dijo: «Ahora
envidio a todo el mundo. Usted, por lo menos, sabe lo que tiene que hacer.
Pero yo no sé nada. Demasiada sangre, cobardía, traición… —Pidió otra
copa. Yo tenía prisa, pero él no me dejaba marchar—. Sus amigos me insultan.
He escrito una novela que habla de un inspector de pesas y medidas. Quizá es
una mala novela. Pienso a menudo qué poco talento tenemos todos. Pero
quiero hablarle de otra cosa… Mi inspector vive mal, está desconcertado,
como yo. Al final, muere. En el momento de morir, delira; le parece que no es
inspector, sino un tendero, y va a visitarle el inspector más importante y
peligroso: tiene las balanzas desajustadas, pesaba de más, medía de más,
estafaba. Le llevarían a la cárcel… Dice al inspector: “Es verdad, mis pesas
son menos pesadas de lo que correspondería. Pero todos hacen lo mismo: sin
esto, no hay manera de salir adelante en nuestra ciudad”. ¿Sabe usted lo que le
contesta el inspector principal? Le dice que no existen balanzas justas. Sus
amigos afirman que con esto quiero justificar a Schuschnigg.[1] Pero yo
pensaba en gente como yo. Usted me dirá: “¿Por qué publica sus novelas?”.
Debo vivir, aunque no sirva para nada». Volvió a pedir una copa. Después nos
separamos. No volví a verlo.
Ernst Toller se quitó la vida. Por las calles de Praga desfilaban las
divisiones alemanas. A Joseph Roth, gravemente enfermo, le trasladaron del
café al hospital. Tenía cuarenta y cinco años, pero no podía vivir más.
Entregaron a los amigos unos manuscritos y el viejo bastón.
25

Conocí a Pascin gracias a MacOrlan, creo que fue en 1928. Comimos en un


pequeño restaurante de Montmartre. Conocía y me gustaban los dibujos de
Pascin, y le miraba con una curiosidad sincera. Tenía el rostro de un
meridional, quizá de un italiano, y vestía con demasiada corrección para ser
un pintor: traje azul oscuro, zapatos negros de charol. Aunque por aquel
entonces los sombreros hongo casi habían desaparecido, Pascin llevaba casi
siempre un bombín pasado de moda. Durante la comida no dijo nada. Quien
habló fue MacOrlan, sobre la pasada guerra, sobre el crecimiento
desmesurado de las ciudades, sobre la iluminación nocturna de la place
Pigalle, sobre las errantes sombras bajo los negros puentes, y llamaba a todo
eso «nuevo romanticismo». Al principio, Pascin le escuchaba, luego empezó a
dibujar sobre el menú a MacOrlan, a mí, a mujeres desnudas. Sirvieron café y
coñac; se tomó el vasito como los rusos bebemos el vodka, de un trago, y de
pronto se animó: «¿Romanticismo? ¡Tonterías! Es una desgracia. ¿Para qué
construir escuelas de arte con basura? En la place Pigalle hay cien burdeles.
Punto. Debajo de los puentes duerme gente corriente; deles una cama y verá
cómo votan y acuden a la iglesia los domingos. No hay por qué poner atuendos
a las personas, las modas cambian. Es mejor desnudarlas. Un ombligo desnudo
me dice más que todos los vestidos. ¿Romanticismo? A mi modo de ver, es
simple porquería». Bebió otro vasito y me encontré, entonces, ante un Pascin
distinto, turbulento, inquieto, al Pascin famoso por sus alborotos. Recordé,
quién sabe por qué, a un amigo de mi primera juventud: Modigliani.
Al encontrarme luego con Pascin, a veces serio, triste, incluso tímido, y
otras veces alborotado, entendí que no me había equivocado en mi primera
impresión: había algo en él que recordaba a Modigliani. Quizá fuera el brusco
paso de la reserva extrema, del silencio, del trabajo concentrado a la
disipación. Quizá por su manera de dibujar en cualquier trozo de papel. Quizá
porque ambos, siempre rodeados de gente, llegaron a conocer la medida
infinita de la soledad.
Pascin llegó a Montparnasse cuando el drama ya se había representado.
Lejos de La Rotonde se representaban otros dramas. Apareció de improviso y
demasiado tarde, como una estrella fugaz. Habría tenido que conocer a Modi,
se habrían comprendido de maravilla. Pero entonces Pascin estaba lejos, en
Viena, en Munich, en Nueva York.
Había llevado una vida de vagabundo. En París tenía conocidos de toda
clase; a veces se reunía con escritores y pintores, con Derain, Vlaminck,
Salmon, MacOrlan, con los surrealistas; a veces se sumergía en otro mundo,
bebía con acróbatas, con prostitutas, con gente del hampa. Todos sabían que
era un pintor célebre y que sus cuadros estaban en los museos, pero él rompía
sus dibujos, los hacía y los rompía; y pocos eran los que sabían de dónde
había salido, dónde había pasado cuarenta años de su vida, si tenía casa,
patria, familia.
Se llamaba Julius Pinkas y había nacido en Vidin, un pequeño pueblo
búlgaro a orillas del Danubio. Era hijo de un comerciante judío sefardí (como
Modigliani). Sus antepasados habían vivido en Granada, de donde fueron
expulsados por Fernando el Católico en 1492. Se trata, pues, de una historia
muy antigua. Pero cuando fui a Sofía en 1945 y durante una cena me tocó estar
sentado junto a un ex guerrillero que no sabía ruso, me aclaró, de pronto, que
podía hablarle en español porque era sefardí. De niño, Pascin hablaba español
con su familia y búlgaro con los niños de la calle. No hace mucho recibí de
Bulgaria una carta de uno de sus amigos: me enviaba una fotografía de la casa
en que estudió Pinkas cuando era niño.
Pascin se marchó a Viena para estudiar pintura; en Munich hizo dibujos
para Simplicissimus; luego se fue a Estados Unidos, donde conoció el hambre.
Después empezó a ganar dinero a manos llenas, pero lo derrochaba enseguida.
Lo repartía con compañeros casuales de juerga, organizaba fiestas absurdas,
cubría de regalos a sus modelos. Parecía no creer en su gloria, no confiaba en
sí mismo, a menudo hablaba con rabia de sus obras.
Un día me invitó: «Habrá amigos». Desde la calle, oí gritos que salían de
las ventanas de su casa. Había demasiados «amigos», incluso en la escalera
había gente con vasos en la mano. Los invitados estaban sentados o tumbados
sobre dibujos. Sonaba una rumba. Era como un baile en una plaza pública.
Recuerdo aquel mismo taller del boulevard Clichy un día corriente; sofás y
pufs polvorientos, descoloridos, en los que colocaba a las modelos; desorden,
botellas vacías, flores secas, libros, guantes de mujer, paletas cubiertas de
pintura reseca; sobre el caballete, un lienzo comenzado: dos mujeres desnudas.
Los colores de Pascin eran siempre apagados; un cuadro aún sin terminar
parecía ya descolorido.
¿En qué se basaba la idea extendida de que Pascin era un maniático de la
sensualidad y del erotismo? Quizá sorprendía que siempre dibujaba o pintaba
el cuerpo femenino, quizá desconcertaba su modo de vida, ya que de pronto
aparecía acompañado por una docena de mujeres. En realidad era un
romántico, se enamoraba a la manera antigua, se sentía desarmado y sin
defensa ante el objeto de su amor. Y si uno reflexiona acerca de sus dibujos, se
da cuenta de que su lenguaje no es el de la sensualidad, sino el de la
desesperación: todas esas muchachas de piernas cortas, regordetas,
enfurruñadas, parecen muñecas rotas, como las de un extraño hospital que
visité en Nápoles.
Una cosa sorprendente: Pascin se encontraba siempre en medio de las
querellas artísticas, de las escuelas y de las corrientes artísticas, y parecía no
darse cuenta de nada: ni del Jinete Azul, ni del cubismo, ni de los
escandalosos surrealistas. Tras leer en una revista un artículo en el que le
llamaban «el jefe de la Escuela de París» y en el que indicaban que tal escuela
no había sido fundada por parisinos ni por franceses, Pascin se echó a reír y
propuso a los críticos crear una nueva corriente, la del
«pentoortoxenofagismo» o quíntuple devoración directa de los extranjeros.
Yo estaba sumido en los libros de economía y por las tardes iba a La
Coupole, adonde él acudía a menudo. Cada vez estaba más sombrío, hablaba
de problemas personales. Bebía mucho, pero de pronto se encerraba en su
taller y se ponía a trabajar de modo febril.
Sabía que lo que hacía me gustaba y una noche me dijo: «He de hablarle.
Tenemos que hacer un libro juntos. Usted me escribirá cartas y yo le contestaré
con dibujos: yo no sé responder como usted, con frases cáusticas, no soy
escritor. ¡Será un libro formidable! Diremos toda la verdad, abiertamente, sin
ornamentos. ¿Por qué he de ilustrar libros de otros? ¡Es absurdo! He ilustrado
cuentos de Paul Morand que no me interesan. He ilustrado la Biblia. ¿Para
qué? Yo no conocía a la reina de Saba… Usted escribirá sobre lo que desee y
yo le contestaré. ¿Sabe por qué hemos de hacer un libro juntos? Nuestro libro
tratará de la gente. Ahora se habla de todo, pero se han olvidado de la gente.
Pero no demore este tema. Luego sería demasiado tarde».
Acepté, pero lo iba retrasando sin cesar. Quería terminar mi novela sobre
Kreuger (esto fue en 1930).
En una clara mañana de primavera, abrí el periódico y leí un breve
telegrama: «El poeta Maiakovski se ha suicidado». En aquella época aún no
nos habíamos acostumbrado a las desapariciones y me quedé helado. No me
preguntaba el porqué, no intentaba buscar razones, sólo veía en mi
imaginación a Vladímir Vladímirovich, inmenso, vivo, y no podía hacerme a
la idea de que había desaparecido.
Quince días más tarde, creo recordar, vi a Pascin en La Coupole. Gritaba
no sé qué, luego se me acercó y se calmó enseguida, me saludó en silencio y
no me preguntó nada. Me habían contado que estaba trabajando muy
intensamente, preparaba una gran exposición.
Transcurrieron algunas semanas más; una tarde, Fotinski entró corriendo en
La Coupole y apenas logró articular: «Pascin… Nadie lo sabía… Al cuarto
día han hundido la puerta».
Pascin, como Yesenin, había intentado cortarse las venas con una navaja.
También había escrito con su sangre, no en un papel, sino en la pared:
«¡Adiós, Lucía!». Y luego, como Yesenin, se ahorcó. Sobre la mesa había un
testamento cuidadosamente redactado. Pascin se suicidó el mismo día en que
debía inaugurarse su exposición.
Le enterraron lejos, en el cementerio de Saint-Ouen. Acompañaron el
féretro pintores y escritores famosos, modelos y músicos ambulantes,
prostitutas y mendigos. Luego desfilamos en fila por delante de su tumba, y
cada uno de nosotros arrojó sobre el ataúd una deslumbrante florecilla de
verano. Y de nuevo no podía hacerme a la idea de que había dejado de existir
para siempre el triste hombre de aquel taller desordenado, de que no
contemplaría más a esas mujeres de un gris nacarado, con aire sombrío, en un
lienzo sin acabar, de que ya no volvería a oír aquellos gritos en La Coupole, ni
a ver aquel bombín, ni nuestro libro, sólo las frías salas de los museos…
En otoño de 1945 me encontraba en Bucarest. El portero me dijo que
quería verme un tal señor Pinkas. Recordé que Pascin tenía un hermano rico
que se había establecido en Rumania. Los hermanos no se veían nunca, me
parece que ni siquiera se escribían.
El señor Pinkas vino a recogerme en un coche tirado por dos caballos y me
llevó al restaurante Kapsa. Era una época de transición: en palacio vivía aún
el rey Miguel. En el Kapsa se conservaban aún, para los viejos clientes,
botellas polvorientas de Cotnar. El señor Pinkas aún podía viajar en su coche.
Me contó la historia de su vida: «Yo creía que mi hermano estaba loco. Se
dedicó al arte y luego se ahorcó. Yo, en cambio, era rico. Es una pena que no
pueda enseñarle los árboles y los pájaros que había en mi parque. Me casé
con una aristócrata rumana. Y luego llegó el fascismo… Quise salvar mi
patrimonio y lo puse todo a nombre de mi mujer. Además de ser aria,
pertenecía a una familia aristocrática. Una vez tuvo todos los papeles, me
abandonó. Me he quedado sin dinero. Conservo un piso, muebles, el coche. Sé
que pronto me quitarán también esto. Ayer quisieron matarme por ser judío;
mañana querrán aniquilarme por explotador. Ahora me doy cuenta de que mi
hermano era mucho más inteligente que yo. He leído en un periódico francés
que se subastan sus dibujos, hacía dinero de verdad con un lápiz. En cambio,
el mío ha resultado ser falso. Además, supo ahorcarse a tiempo. ¡Sí, el loco
soy yo!».
Pinkas sabía que yo era amigo de Pascin. Recordó su lejana infancia, se
enterneció y me regaló dos dibujos de su hermano: «Tengo bastantes cosas
suyas. No tengo intención de venderlas. Quiero donarlas a un museo búlgaro».
La historia de los dos hermanos suena como una parábola instructiva para
jóvenes con espíritu práctico. Pero ahora pienso en otra cosa: entre mis
conocidos, entre mis amigos —escritores, pintores—, muchos han puesto fin a
sus días voluntariamente. Eran diferentes y vivían en mundos diferentes. Sus
destinos no se parecen, no se pueden comparar ni las causas profundas que los
condujeron a ese desenlace ni la razón inmediata: cada uno ha tenido su «gota
que desborda el vaso». No obstante, ¿cuál es la explicación? (No quiero ahora
enumerar todos los casos, sería demasiado penoso).
En sus últimos años, Pascin no vivía con estrecheces. Le rendían pleitesía
los críticos, los mercaderes de cuadros, los editores. Se suicidó a los cuarenta
y cinco años. Habría podido vivir muchos más. Sin duda, las adversidades y
humillaciones de antaño debilitaron su resistencia. Pero no se trata sólo de
eso. Una vez Pasternak dijo que «las líneas impregnadas de sangre matan». Es
poco probable que al escribirlo pensara en el precio que tienen que pagar los
auténticos artistas. Seguramente sabía por su propia experiencia que la poesía
no era algo fácil. Uno no es artista si carece de una sensibilidad exacerbada,
aunque figure en una decena de uniones y asociaciones. Para que las palabras
corrientes puedan conmover, para imprimir vida a una tela o a una piedra, se
necesita aliento, pasión, y el artista se abrasa más deprisa: vive por dos ya
que, además de su obra de creación, tiene su propia vida, en verdad no menos
enmarañada, complicada, que la de todos los hombres.
Existe el concepto jurídico de «producción nociva para la salud»; a los
obreros que realizan un trabajo peligroso para la salud se les facilita ropa
especial, leche, se les asigna una jornada reducida. El arte también es una
«producción nociva para la salud», pero nadie intenta proteger a los poetas o a
los artistas. A menudo se olvida que, por el carácter mismo de su profesión, un
simple rasguño puede resultar mortal para ellos.
Y luego desfilamos ante una tumba, para arrojar dentro una florecilla…
26

El año 1931 fue triste en París: se extendía la crisis económica, los


comerciantes se arruinaban, los talleres de las fábricas cerraban. Comenzaron
a dar señales de vida diversas organizaciones fascistas: Cruces de Fuego,
Juventud Patriótica, Solidaridad Francesa. Al frente del Gobierno se
encontraba un taimado auvernés, Pierre Laval. El ministro de Colonias, Paul
Raynaud, recorría las posesiones francesas de ultramar, y en el cine se veía
cómo tomaba el té en el palacio imperial de Annam. (Entre los periodistas que
acompañaban a Paul Raynaud estaba la escritora de izquierdas Andrée Viollis.
Se quedó en Indochina tras la partida del ministro y escribió un libro que
sacudió la conciencia de los intelectuales franceses, Indochina, SOS, con un
prefacio de André Malraux). Se celebraron las elecciones presidenciales;
Briand fue derrotado, era una figura excesivamente conocida y los
parlamentarios prefirieron al desconocido Doumer. Se enterró con solemnidad
al mariscal Joffre, y los periódicos evocaron la victoria del Marne. Por lo
demás, los periódicos dedicaban mucho más espacio a otra victoria reciente:
una francesa había sido elegida Miss Europa. Alemania seguía armándose. Los
parisinos se entusiasmaban con la estrella de cine Marlene Dietrich. Los
realistas, reunidos en la place de la Concorde, aclamaron al rey Alfonso XIII,
a quien los españoles habían expulsado de España. El paro había hecho
aumentar los suicidios.
Se inauguró la Exposición Colonial. El bosque de Vincennes estaba lleno
de visitantes. Se habían construido pagodas, palacios y pueblos de cartón-
piedra. Los negros debían trabajar, comer y dormir a la vista del público, y las
mujeres amamantaban a sus criaturas. Los curiosos se agrupaban en torno a
ellos como en un zoológico.
El pabellón holandés me impresionó por su sentido práctico. En las
paredes había diagramas: los indonesios trabajaban mientras el dinero fluía
hacia la ventanilla de una caja de ahorros que llevaba la inscripción PAÍSES
BAJOS. Otro mapa indicaba de qué manera los colonizadores tenían sometida a
Indonesia: unas lamparitas rojas representaban los puestos militares; otras,
verdes, los puestos de policía.
Los franceses mostraban con orgullo Indochina, Túnez, Marruecos y
Senegal.
Escribí un artículo para proponer que se construyera una «ciudad blanca»
en la que los europeos vivieran su vida habitual: «El Parlamento, un diputado
pronuncia un fervoroso discurso; la Bolsa y el clamor de los corredores; el
salón de belleza, donde a una dama le hacen un masaje en el trasero; un burdel,
un cliente a cuatro patas ladra; la Academia, los “inmortales” vestidos con su
uniforme de opereta se saludan». Decía que este pueblo tenía asegurado el
éxito en Asia y África, y terminaba el artículo con el muy sano pensamiento
del próximo fin de los imperios coloniales. Luego supe que por este artículo
se disponían a expulsarme de Francia.
Por mi parte, sin sospechar la ira de las autoridades, deambulaba con
tranquilidad por las calles de París con mi Leica: fotografiaba casas, escenas
callejeras, personas. Era una auténtica pasión.
No me gusta la pintura que se parece a la fotografía en color, ni las
fotografías que quieren pasar por obras de arte; todo eso me parecen
sucedáneos, charlatanería.
¿Por qué me apasionaba la fotografía? He dicho al principio de este libro
que en nuestros días se han vuelto una rareza los diarios personales, las cartas
sinceras y ricas de contenido. Tal vez por esto los lectores se lancen con
avidez sobre los documentos humanos, sobre el diario de Anna Frank, sobre
los cuadernos de la escolar de Kashino, Ina Konstantínovna, que se convirtió
en guerrillera, sobre las cartas escritas por los rehenes franceses antes de
morir. (Me acuerdo de las palabras de Bábel: «Lo más interesante de cuanto
he leído son cartas de otros»).
El pintor estudia su modelo, no busca un parecido engañoso, sino que se
esfuerza en revelar en el retrato su esencia. Cuando alguien posa, los matices
cambiantes van desapareciendo gradualmente de su rostro, éste se despoja de
lo que solemos denominar «expresión». A menudo, de noche, en los últimos
trenes del metro, he observado las caras fatigadas de la gente, y en ellas no se
percibía nada pasajero, afloraban sus rasgos más característicos.
Con la fotografía es distinto. Su valor no reside en revelar con profundidad
la naturaleza del hombre, sino en captar a traición la expresión fugaz, una
pose, un gesto. La pintura es estática, pero la fotografía muestra el instante, no
en vano se habla de «instantánea».
No obstante, el hombre al que fotografían no se parece a sí mismo: cuando
ve el objetivo dirigido hacia él, cambia inmediatamente. Esto es lo que hace
tan poco verosímiles a los recién casados en el escaparate de un fotógrafo de
provincias. En las fotografías tomadas cuando la gente trata de ordenar los
rasgos de la cara, como se pone en orden la salita para recibir a los invitados,
no se halla ni el carácter permanente del modelo ni la autenticidad del
momento.
Me gustan las memorias de Gorki, contienen muchas cosas observadas de
hurtadillas. ¿Es posible olvidar la imagen de Chéjov intentando atrapar un
rayo de sol con el sombrero? Está claro que si Antón Pávlovich se hubiese
percatado de la presencia de Gorki, habría interrumpido el juego.
Las fotografías que me interesaban eran documentos humanos, y de no
haber existido en el mundo el visor lateral no me habría dedicado a recorrer
con mi cámara fotográfica las calles de los suburbios parisinos.
El visor lateral está construido según el principio del periscopio. Las
personas no adivinaban que yo las fotografiaba; a veces se asombraban al
verme interesado por una pared desnuda o por un banco vacío: nunca me
volvía de cara hacia las personas que fotografiaba. Cierto, un moralista severo
puede juzgarme, pero tal es el oficio del escritor, nos esforzamos siempre en
asomarnos a la vida ajena a través de una rendija.
No tenía ambiciones de reportero gráfico. En el libro Mi París, donde se
recogen las fotografías que hice, no hay ninguna «de actualidad». (La fecha
puede adivinarse sólo por un enorme llamamiento escrito en un muro:
«Diecisiete años después de la agresión. La gran confesión. A los vencedores,
dos veces desvalijados. En respuesta a la proposición de Hoover, nosotros
adelantamos nuestro plan quinquenal». Este llamamiento iba firmado por el
perfumista Coty, que publicaba el periódico fascista L’Ami du Peuple).
A los turistas les muestran los Campos Elíseos, la place de l’Opéra, los
grandes bulevares. Allí no iba yo con mi Leica, yo fotografiaba los barrios
obreros: Belleville, Ménilmontant, Italie, Vaugirard, el París del que me había
enamorado de joven.
Es triste, a veces trágico, siempre lírico: viejas casas, ancianas tricotando
en los bancos de la calle y a su lado enamorados besándose, urinarios
públicos, floristas, restaurantes obreros, mamás con sus hijos, pintores,
porteras desdichadas, mendigos, locos, pescadores, libreros de viejo,
albañiles, soñadores.
Diez años más tarde escribí la novela La caída de París, que está llena de
amargura y de amor. Pero esto es lo que escribía en 1931: «No creo que París
sea más desdichada que otras ciudades. Incluso me inclino a pensar que es
más feliz. ¿Cuántos hambrientos hay en Berlín? ¿Cuántos sin albergue en el
húmedo y lúgubre Londres? Pero quiero París por su tristeza, que vale más
que cierto bienestar. Mi París está lleno de casas grises, viscosas, con
escaleras de caracol y una maraña de incomprensibles pasiones. Aquí la gente
ama de modo incómodo y claramente falso, como los personajes de Racine, y
sabe reír tan bien como el viejo Voltaire, y orina donde le viene en gana con
evidente satisfacción; está inmunizada después de cuatro revoluciones y
cuatrocientos amores. Me gusta París porque en él se ha inventado todo…
Puedes ser un genio y nadie te ayudará, nadie se indignará, nadie se asombrará
en exceso. También es posible morir de hambre, es algo frecuente. Se permite
lanzar colillas al suelo, permanecer en todas partes con el sombrero puesto,
insultar al presidente de la República y besarse donde uno tenga ganas. Éstos
no son artículos de una Constitución, sino costumbres de una compañía de
teatro. ¡Cuántas veces se ha interpretado aquí la comedia humana! Y siempre
está en cartel. Todo es inventado en esta ciudad, todo, menos la sonrisa. París
tiene una sonrisa extraña, a duras penas perceptible, una sonrisa involuntaria.
Un pobre duerme en un banco, se despierta, coge una colilla, se estira y sonríe.
Por una sonrisa así vale la pena recorrer cientos de ciudades. Las casas grises
de París también saben sonreír así, de manera inesperada. Me gusta París por
esta sonrisa. Todo es inventado salvo la invención. La invención es
comprendida y justificada».
Los parisinos viven en la calle, y eso facilitaba mi trabajo. Yo fotografiaba
a enamorados, a gente ensimismada en sus chácharas, a personas que soñaban,
que discutían, que escribían cartas, que bailaban, que caían desvanecidas al
suelo. En aquellos años los parados dormían en la calle, y fotografié a muchos
de ellos. Un hombre está tumbado sobre un banco, con dos rótulos ante él:
POMPAS FÚNEBRES y CARROZA NUPCIAL…
El semanario ilustrado Vues publicó una página con mis fotografías de
porteras. Hay que decir que muchas porteras se distinguen por su mal carácter.
Fotografié a una, en el umbral de su casa, blandiendo una escoba, dispuesta al
ataque. La mujer se enfadó, exigió a la revista que le diera mi dirección,
quería poner en acción la escoba. (Debo añadir que no todas las porteras son
así. Después de que se tradujeran al francés fragmentos de la primera parte de
este libro, recibí una carta del marido de la portera de la rue Cotentin donde
viví muchos años. Decía que leía la revista de la asociación Francia-URSS, y
se acordaba de nosotros con afecto, incluso de mis perros).
Mi álbum de fotografías con el texto que yo mismo había escrito se publicó
en Moscú. El Lisitski hizo la cubierta y un fotomontaje: estoy fotografiando
con el visor lateral y tengo cuatro manos, dos sostienen el aparato y otras dos
teclean una máquina de escribir. El editor del libro fue B. F. Malkin, aquel de
quien Maiakovski escribió: «Cuando temerosos del linchamiento futurista, nos
ponían palos en las ruedas, nosotros suplicábamos: “¡Sálvanos, padre Borís!”.
Y los enemigos huían ante el feroz Malkin». De improviso, me encontré entre
los «izquierdistas» de comienzos de la década de 1920.
Pronto abandoné mi Leica, no tenía tiempo para ella. Durante la drôle de
guèrre me visitó un inspector de la Sûreté y me dijo: «Usted posee un aparato
para hacer señales a los aviones enemigos». Se dirigió al rincón en el que se
encontraba, cubierto de polvo, un aparato corriente para ampliar fotografías y
lo examinó largo rato.
Si he hablado del libro Mi París no es, a todas luces, porque me considere
un buen fotógrafo ni por el deseo de chismorrear con los lectores acerca de mí
mismo. Cuando contemplo las fotografías realizadas treinta años atrás, pienso
en mi oficio: la literatura. Desde luego, mi libro de fotografías es reducido, no
abarca todo París, sino únicamente mi París de aquel entonces. Hay muchos
París. Apretar el disparador es más fácil que escribir; habría podido
fotografiar todo cuanto aparecía ante mis ojos, pero sólo fotografié lo que
expresaba mis pensamientos y sentimientos. Yo no fotografiaba una ciudad
extranjera, no eran las observaciones de un turista que intentara hacer pasar
por la vida real: conocía como la palma de mi mano las calles, los bancos y la
gente de quien tomaba fotografías.
D. Zaslavski escribió: «El libro de Ehrenburg desenmascara París, pero
desenmascara también al propio autor. […] A Ehrenburg le atraen los patios
traseros. […] El visor lateral ha hecho un flaco favor a Ehrenburg, que
fotografía verdaderamente sólo lo que se encuentra al lado».
Algunos franceses, a su vez, al mirar mis fotografías decían que yo era
tendencioso. Les respondía que existía un sinfín de libros que mostraban otro
París, y realizados, además, por fotógrafos experimentados.
Pienso que todo lo que acabo de decir no tiene relación únicamente con la
fotografía, sino también con la literatura; no sólo con París, sino también con
otras ciudades. Me parece obvio, pero llevo ya medio siglo escribiendo y sigo
escuchando lo mismo: «¡No es esto lo que ha de fotografiar, compañero!
Vuélvase hacia la izquierda, ahí hay un modelo digno de usted, con una buena
sonrisa de buena calidad, bien estudiada».
27

En el otoño de 1931 se produjo un importante acontecimiento en mi vida: vi


España por primera vez. El viaje que hice a este país no fue, para mí, uno de
tantos, sino un hallazgo. Me ayudó a comprender muchas cosas y a decidirme a
hacer otras muchas.
España me atraía desde hacía tiempo. Como a menudo pasa, empecé a
comprenderla a través del arte. En los museos de diferentes ciudades
permanecí muchas horas contemplando las telas de Velázquez, Zurbarán, El
Greco y Goya. Durante los años de la Primera Guerra Mundial aprendí a leer
en español, había traducido fragmentos del Romancero, poemas de Gonzalo de
Berceo, del Arcipreste de Hita, de Jorge Manrique, de Quevedo. Lo que me
atraía de estas obras tan distintas entre sí eran algunos rasgos comunes,
inherentes al genio nacional de España (pueden encontrarse también en Don
Quijote, en los dramas de Calderón y en la pintura): un realismo cruel, una
ironía omnipresente, la severidad de las piedras de Castilla o de Aragón y, al
mismo tiempo, el ardor del cuerpo humano, una elevación desprovista de
énfasis, un pensamiento sin retórica, la belleza en la monstruosidad y también
la monstruosidad de la belleza.
Desde luego, a medida que yo cambiaba con los años, mi percepción de
los poetas y de los pintores también cambiaba. Cuando tenía veinte años las
telas de El Greco fueron para mí una revelación, no sólo porque la pintura de
El Greco fuese cercana a la del inicio de nuestro siglo, sino también por su
frenesí, por la expresión extraordinaria que daba a los sufrimientos humanos, a
los altos vuelos y la impotencia. Entonces estaba absorto en la lectura de
Dostoievski. El destino de El Greco es extraño. Nació en Creta, donde,
encadenada por los dogmas bizantinos, vivía todavía la pasión de la Grecia
antigua, depredada y humillada. Tenía treinta y seis años cuando llegó a
España, y allí se encontró a sí mismo: el cretense manifestó uno de los rasgos
esenciales del carácter español. Cuando tenía cuarenta años, mi entusiasmo
por El Greco se enfrió. Sus santos y sus mártires de cara alargada comenzaron
a parecerme afeminados, y su despiadada mezcla de colores me desagradaba.
En el otoño de 1936, encontrándome de nuevo en Toledo cuando se combatía
en las calles, quise verificar mis impresiones y pedí a un miliciano que me
condujera a la iglesia donde se conservaba el cuadro El entierro del conde de
Orgaz. La iglesia estaba cerrada, pero el miliciano me dejó pasar, luego me
encerró dentro y me dijo que volvería a buscarme tres horas más tarde.
Entonces entendí por qué había dejado de gustarme El Greco: a mi alrededor
había demasiada desdicha humana auténtica. A la vez que aprendemos
desaprendemos, y yo había desaprendido a amar la pintura de El Greco.
Ciertas páginas de Dostoievski que me conmovían en la juventud ahora me
parecen afectadas. Todo esto está evidentemente ligado a mi vida y no a la
historia de la pintura o de la literatura. Sé que tanto El Greco como
Dostoievski son grandes creadores, pero por lo visto se captan mejor en
épocas de calma exterior, cuando la gente busca en el arte el frenesí y la
desmesura.
Por el contrario, Goya empezó a gustarme en la edad madura, y es muy
probable que a ello haya contribuido también la época. En una cierta época me
había parecido quimérico, un creador de lo inverosímil, un Edgar Allan Poe
de la pintura. Pero la vida había derribado mis concepciones ingenuas sobre
los límites de lo posible, y comprendí que Goya es ante todo un realista. Estoy
convencido de que los reyes, las reinas, los condes y las duquesas eran
exactamente tal y como él las pintó. Sus visiones de la guerra me impresionan,
a pesar de que he visto guerras incomparablemente más terribles que las de
Napoleón, pero no eran los uniformes, ni las banderas ni los caudillos
militares lo que le interesaba a Goya, sino el rictus, las convulsiones, la
locura. Al representar el fusilamiento de los insurgentes españoles por los
soldados de Napoleón, no transmitió únicamente toda la medida del
sufrimiento humano, sino también la ira del pintor. Tituló a sus pesadillas
Caprichos, pero sus fantasmas todavía hoy se pasean, matan, comen, eructan,
pueblan la tierra. No tenía miedo a mostrarse intransigente pero nunca
simplificaba el mundo ni lo estrechaba. Pienso a menudo en un díptico suyo
que se encuentra en el museo de Lille: una joven belleza lee una carta de su
admirador que le ha dado una criada; cincuenta años después son dos
ancianas, y por encima de ellas la Muerte, hacendosa, se dispone a barrer con
una escoba aquellas ruinas humanas. Goya pensaba a menudo en la muerte, y
sus cuadros son como un eco de las coplas que un poeta del siglo XV, Jorge
Manrique, escribió después de la muerte de su padre: «Nuestras vidas son los
ríos | que van a dar en la mar | que es el morir; | allí van los señoríos | derechos
a se acabar | y consumir; | allí los ríos caudales, | allí los otros medianos | y
más chicos […] | Después de puesta la vida | tantas veces por su ley | al
tablero; | después de tan bien servida | la corona de su rey | verdadero; |
después de tanta hazaña | a que no puede bastar | cuenta cierta, | en la su villa
de Ocaña | vino la Muerte a llamar | a su puerta».
(¿Cómo no recordar a la «vieja» de Tvardovski que entró en el Kremlin
sin permiso?).[1]
A menudo se habla del aislamiento de España, de su particularismo, pero
el genio español, a pesar de toda su originalidad, ha abordado siempre las
cuestiones que torturan al hombre dondequiera que viva. ¡Cuánto se ha escrito
con el propósito de demostrar que Don Quijote es una sátira mordaz contra un
género literario olvidado hace ya mucho tiempo! Pero los siglos han pasado, y
el Caballero de la Triste Figura recorre el mundo a lomos de su desdichado
Rocinante, más fácilmente que los héroes que ya en pañales volaban en
aviones a reacción.
Todo el mundo conoce la novela de Cervantes, pero pocos conocen a Juan
Ruiz, el Arcipreste de Hita. Es un poeta extraordinario. Vivió un siglo antes
que François Villon y expresó toda la complejidad y toda la dualidad de la
larga jornada que el hombre ha de recorrer. Es difícil trazar en sus escritos el
límite entre sacrilegio y confesión, entre ironía y lágrimas amargas. Lo
describe todo abiertamente, llama las cosas por su nombre y, al mismo tiempo,
siempre tiene un segundo plano, una cuarta dimensión, la poesía. En eso veo
precisamente la peculiaridad del realismo español y también del carácter de
España.
Quizá he empezado por el final, pero ahora me resultará más fácil explicar
el papel que ha desempeñado España en mi vida.
A Alfonso XIII le expulsaron en abril de 1931, pero nosotros no recibimos
el visado hasta otoño. Al cónsul no le gustaban ni los pasaportes soviéticos ni
mis libros.
Las autoridades no sabían cómo actuar con nosotros: si ofrecernos un vaso
de manzanilla o meternos en una mazmorra. Los ministros eran novatos, pero
los policías podían vanagloriarse de un buen aprendizaje. Los republicanos
cambiaban de nombre a todas las cosas: a las administraciones, a las calles, a
los hoteles, pero las personas que habían servido al rey permanecían en sus
puestos. En Madrid nos pararon en la estación y nos llevaron a un puesto de
policía donde inspeccionaron minuciosamente nuestro modesto equipaje.
Buscaban bombas, revólveres y octavillas. Luego la policía nos acompañó
siempre. De vez en cuando los agentes se olvidaban de la conspiración y se
sacaban del bolsillo las insignias del servicio que desempeñaban.
El viceministro de Gobernación me recibió amablemente y me pidió con
una sonrisa que le comunicara la lista de las ciudades que teníamos la
intención de visitar. Cuando llegábamos a una ciudad, la policía nos esperaba
en la estación, así como intelectuales de izquierdas. Estos últimos se habían
enterado de nuestra llegada por los policías, deseosos de difundir esta noticia
sensacional. Yo era, en efecto, el primer ciudadano soviético que visitaba
Badajoz, Zamora o San Fernando. Recogí en Madrid centenares de cartas de
recomendación a fin de encontrar interlocutores en cualquier ciudad. Me
entregaron las cartas escritores españoles, el editor de mis libros: el
comunista Roces, periodistas radicales, diputados, conocidos circunstanciales.
Llegué a la pequeña y apartada ciudad de Cáceres, y expedí algunas cartas
de recomendación. Pronto la dueña del hotel me dijo que yo tenía visita. Vi a
dos hombres elegantes con aire de abogados de provincia (no sé por qué la
mayor parte de las cartas iban dirigidas a abogados) y les tendí la mano. Algo
desconcertados, sacaron sus insignias del bolsillo y anunciaron: «Somos
policías». Mantuvimos una graciosa conversación: los policías me
preguntaron, con temor, si tenía intención de fijar mi residencia en Cáceres
para siempre, y al enterarse de que abandonaría la ciudad dos o tres días
después, se emocionaron y estuvieron largo rato dándome las gracias.
Las revoluciones casi siempre empiezan idílicamente: la gente canta,
pronuncia mítines, se abraza. Cuando yo llegué, la época de las carantoñas ya
había terminado. Cada día, la Guardia Civil disparaba contra los «infractores
del orden». Se declaraban huelgas. Mientras estuve en Badajoz, hubo tiroteos.
También los hubo en Madrid para dispersar las manifestaciones. En Sevilla vi
al gobernador que decía: «Ya es hora de plantar cara a los obreros». Estuve
presente en una sesión de las Cortes en que tomó la palabra Miguel de
Unamuno. Habló con hermosas palabras sobre el alma del pueblo, sobre la
justicia. Ese mismo día, en Extremadura, los guardias civiles mataron a un
pobre hombre que se había atrevido a recoger bellotas de las tierras de un
marqués huido.
En Madrid y en Málaga se veían las ruinas ennegrecidas de los
monasterios y las iglesias quemadas en primavera. La gente se vengaba de la
opresión, de los tributos, de los servicios religiosos, del sofocante ambiente
de los confesionarios, de su vida destruida, de la niebla que durante siglos se
había cernido sobre el país. En ninguna parte la Iglesia católica había sido tan
omnipotente y feroz. En la catedral de Málaga, las mujeres se arrastraban por
las baldosas implorando perdón por sus pecados, y un monje de rostro afilado
y ojos malignos repetía que el castigo estaba próximo. Los periódicos
católicos describían toda clase de «milagros»: la Virgen aparecía casi tan a
menudo como los guardias civiles, y condenaba invariablemente a la
República.
Estuve en la región montañosa de Las Hurdes. La gente que vivía allí
estaba cortada por el mismo patrón y en su vida había comido hasta saciar el
hambre. Las jóvenes madres parecían muchachas de diez años; las mujeres de
treinta, viejas decrépitas. Era difícil imaginarse que a un centenar de
kilómetros, ricos indolentes mataban el tiempo chasqueando la lengua mientras
observaban a las bellas muchachas de Salamanca. En un cuaderno escolar vi
un dictado titulado «Nuestro benefactor, el rey» y, en la página siguiente, se
leía «Nuestra bienhechora, la República de los trabajadores».
España se llamaba oficialmente «República de trabajadores de toda
clase». Esta denominación no había sido concebida por un humorista, sino por
unos hombres muy serios, diputados de las Cortes. Los trabajadores de
diversas clases trabajaban de manera diferente. Atravesé inmensas
propiedades de Extremadura y de Andalucía. La tierra permanecía sin cultivar
en su mayor parte. Los aristócratas vivían en Madrid, en París o en Biarritz.
Los administradores contrataban braceros cuyos contratos estipulaban que
debían trabajar «de sol a sol». La burguesía era perezosa, vivía al modo
antiguo. Vi fábricas antediluvianas. Jóvenes elegantes calzados con botines
relucientes no sabían qué hacer; «matar el tiempo» era una expresión común.
La República había cambiado pocas cosas: los hambrientos seguían teniendo
hambre; los ricos vivían en medio del lujo estúpidamente, de modo
provinciano. Hablé con algunos braceros andaluces que no llegaban a ganar ni
mil pesetas al año. El «trabajador» duque de Hornachuelos poseía seis mil
hectáreas: amante de la caza, pasaba una semana al año en sus propiedades.
En Murcia vivía un tal La Cierva, cuyas tierras estaban valoradas en
veinticinco millones de pesetas. Se dedicaba a la política y mandaba disparar
contra los huelguistas. Después de la revolución, partió al extranjero, dejando
en el lugar al administrador, que siguió percibiendo el dinero de los
alquileres. Todos habían sido declarados trabajadores: los propietarios de
acciones, los señores feudales, los monjes y los chulos.
Con un doctor de Zamora, hombre bueno y justo, hice un viaje a una
comarca apartada, Sanabria. Llegamos hasta un lago. Después ya no había
carretera, era preciso viajar en borrico. El pequeño pueblo, que llevaba el
largo nombre de San Martín de Castañeda, me impresionó por su miseria
insólita, incluso para España. Vimos entre las cabañas las ruinas de un
monasterio. En otra época los campesinos pagaban a los monjes un tributo o
«foro». Los monjes se habían trasladado hacía mucho tiempo a lugares más
acogedores, pero los campesinos seguían pagando dos mil quinientas pesetas a
un ocioso «trabajador», al abogado José San Ramón de Bobilla, cuyo
bisabuelo había comprado a los monjes el derecho a desplumar a los
campesinos. Nos dirigimos enseguida a otro pueblo, Rivadelago. Sus
habitantes no pagaban «foros», pero no tenían tierra; se albergaban en chozas
sin ventanas y se alimentaban de garbanzos. El pueblo estaba situado a orillas
de un lago abundante en truchas, pero el lago pertenecía a una rica propietaria
madrileña y el administrador lo vigilaba con celo para que los hambrientos
campesinos no hurtasen pescado. Una campesina dijo al médico con amargura:
«¿Qué pasa, don Francisco, la República todavía no ha llegado aquí?».
(Después de mi viaje a España, escribí un libro para explicar lo que había
visto. Antes de que viera la luz en Moscú, el libro se editó en Madrid con el
título de España. República de trabajadores. El médico de Zamora llevó mi
libro a Rivadelago y leyó a los campesinos el capítulo en que hablaba de su
hambre, del lago y de la señora de Madrid. Al día siguiente, rodearon la casa
del administrador y le exigieron que renunciara inmediatamente a los derechos
sobre la pesca. Mandaron unos telegramas a Madrid, y la dueña, asustada,
cedió. Los campesinos me enviaron una carta de agradecimiento, me invitaban
a Rivadelago y prometían hacerme degustar las truchas. Para qué negarlo:
aquella carta me dio una gran alegría. En muy escasas ocasiones el escritor ve
que su libro haya hecho cambiar algo en el mundo. Por lo general, los libros
hacen evolucionar a las personas, es un proceso de largo alcance,
imperceptible. En cambio, en el caso que acabo de citar, entendí que había
ayudado a los campesinos de Rivadelago a terminar con una injusticia secular.
Aunque mi intervención en este asunto fue casual, el pueblo era pequeño y la
victoria resultó breve —no creo que los fascistas dejaran las truchas a los
sediciosos—, de vez en cuando me acuerdo de esta historia y me alegro).
La Guardia Civil continuaba disparando. Los diputados continuaban
pronunciando hermosos discursos. El pueblo estaba desarmado. Los
socialistas dudaban. Los anarquistas tiraban bombas. En un pueblecito andaluz
fui testigo de una encendida discusión entre el maestro y el alcalde. El maestro
era partidario de la Tercera Internacional, el alcalde de la Segunda. De pronto
un bracero se inmiscuyó en la discusión: «Pues yo soy partidario de la Primera
Internacional, del camarada Mijaíl Bakunin». En un pequeño periódico que
publicaban los braceros de Jerez leí que los españoles debían inspirarse en
los principios de Kropotkin. En Barcelona conocí a Durruti, uno de los
dirigentes de la Federación Anarquista Ibérica (FAI). Estábamos sentados en
un café. Durruti me mostró un revólver, granadas de mano: «¿No tiene miedo?
A mí vivo no me pillan». Sus razonamientos eran absolutamente fantasiosos,
pero enseguida me cautivaron su valentía, su pureza, su nobleza de ánimo. No
sabía entonces que, cinco años más tarde, en el frente de Aragón, me apuntaría
con su revólver diciéndome: «Te voy a matar» y que al final nos haríamos
amigos.
Eran muchas las cosas que yo no sabía entonces; pero una resultaba muy
clara, nos encontrábamos en el primer acto de la tragedia, al que
inevitablemente tenían que seguir otros. Recuerdo que en Madrid me
mostraron a un militar con aspecto enfadado: «Éste es Sanjurjo». No podía
prever, como es natural, que cinco años más tarde, en compañía de Franco y
de Mola, Sanjurjo iba a inundar España de sangre, pero en 1931 escribí: «El
general Sanjurjo, comandante de la Guardia Civil, trabaja en silencio.
Cuarenta y ocho mil guardias disparan de vez en cuando, se están preparando
para los fusilamientos en masa».
Hablo del otoño de 1931, de la farsa y de la tragedia, pero no he hablado
aún de lo más importante: el pueblo. En este libro muestro a personas con las
que me he encontrado en mi camino e intento hacerlo con amor, con
sinceridad; intento no ser un cronista impasible, sino un hombre que se
acuerda de sus amigos desaparecidos. Hablo también de personas más o
menos conocidas por el lector, escritores, pintores, hombres públicos. (Desde
luego, en mi corazón también hay otras imágenes que me son queridas; sólo
mis allegados las conocen, no puedo apoyar mi reconocimiento con
referencias a libros o a cuadros). Quisiera hablar de España como de un ser
humano querido.
Pasé la guerra civil en España, y entonces conocí de verdad su pueblo,
pero me enamoré del país enseguida, en 1931. Pablo Neruda tituló uno de sus
libros España en el corazón. Me apetece repetir estas palabras. España está
efectivamente en mi corazón y no por casualidad ni por poco tiempo, no de
paso iluminada por los fuegos artificiales de los acontecimientos históricos,
no como una inquilina rodeada de fotógrafos y periodistas; no, España me es
íntima y querida, tanto en los años fragorosos como en los mudos, en que está
prohibida, encadenada. Ahora tengo derecho a decir que la llevo en el corazón
hasta la muerte.
En 1931 escribí: «Tengo una pluma chirriante y mal carácter. Estoy
acostumbrado a hablar de los espectros tan viles como lamentables que
dirigen nuestro mundo: los Kreuer imaginarios y los Olson reales. Conozco
bien la pobreza humillada y envidiosa, pero me faltan palabras para hablar de
la noble miseria de España, de los campesinos de Sanabria y los braceros de
Córdoba o de Jerez, de los obreros de San Fernando o de Sagunto, de los
pobres que en el sur cantan flamenco y en Cataluña bailan la sardana, de
aquellos que avanzan desarmados hacia la Guardia Civil, de los que están
presos ahora en las cárceles de la República, de los que combaten y de los
que sonríen, del pueblo sobrio, audaz y tierno. España no es Carmen ni los
toreros, no es el rey Alfonso ni la diplomacia de Lerroux, no es lo que se lee
en las novelas de Blasco Ibáñez, no es nada de lo que se exporta al extranjero
junto con los chulos argentinos y el málaga de Perpiñán. No. España son
veinte millones de andrajosos don Quijotes, son rocas yermas y amarga
injusticia, son canciones tristes como el susurro del olivo seco, son los gritos
sordos de los huelguistas, entre los cuales no hay un solo “amarillo”. España
es bondad, compasión, humanidad. ¡Gran país que ha sabido conservar el
ardor juvenil a pesar de los esfuerzos de los inquisidores y de los parásitos,
de Borbones, pillos, funcionarios, ingleses, asesinos a sueldo y vividores con
título!».
Muchas cosas me asombraron ya durante aquel primer y rápido encuentro
con el país, sobre todo el sentido de la dignidad entre personas indigentes,
siempre famélicas, a menudo analfabetas. En un banco de Sevilla estaban
sentados un digno burgués y un parado. El pobre sacó de una bolsa un
embutido de garbanzos y se lo ofreció cordialmente a su vecino de banco. En
la terraza de un lujoso café madrileño los gandules se daban la buena vida.
Una mujer con un bebé trataba de vender billetes de lotería (una de las
variantes de la mendicidad). El niño empezó a llorar; la mujer se sentó
tranquilamente en una silla frente a una mesita vacía y se puso a amamantar al
bebé. Su comportamiento no asombró a nadie. Pensé sin querer que la habrían
echado no sólo del café de la Paix, sino también de nuestro Metropol…
En un mísero pueblo de Sanabria quería pagar unas manzanas a una
campesina. Ella se negó en redondo a aceptar el dinero. Mi compañero de
viaje, un español, me dijo: «Podría dar una moneda al pequeño, pero temo que
se la meta en la boca y se la trague. Los niños mayores no la aceptarán por
nada del mundo». Un adolescente limpiabotas, al verme parado en la puerta de
un estanco, cerrado a la hora de comer, se sacó del bolsillo un cigarrillo y me
lo ofreció: «Anda, fuma». Un campesino de Murcia, a quien quise pagar unas
naranjas, me dijo negando con la cabeza: «Una sonrisa vale más que las
pesetas».
(El desinterés de los campesinos españoles siempre ha impresionado a los
extranjeros. Martin Andersen Nexø me contó que había pasado su juventud en
España. No tenía dinero, y los campesinos le ponían siempre delante un plato
de sopa y le decían: «Come»).
En una estación un mozo de cuerda me dijo: «Hoy ya he trabajado un poco,
voy a llamar a un compañero». Llevé mis zapatos a un zapatero remendón, éste
preguntó a su mujer si tenían dinero para la comida, y como lo tenían, me
mandó a otro zapatero. Los parados no cobraban ningún subsidio. Pregunté
cómo era que no morían de hambre y me respondieron: «¿Y los camaradas?».
Un bracero andaluz cortaba el pan por la mitad y entregaba esa mitad a su
vecino en paro. Los obreros de Barcelona daban parte de su paga a los
sindicatos para los fondos destinados a los parados, sin necesidad de
llamamientos, sin frases ruidosas, de manera sencilla y humana.
He escrito que España eran veinte millones de andrajosos don Quijotes.
Vuelvo a esta imagen no sólo porque me guste la novela de Cervantes, sino
porque en el Caballero de la Triste Figura se concentra todo el encanto de
España. He aquí unas líneas que escribí en 1931: «Aquí es posible hacer
pasar un molino por un enemigo, y la gente irá a batirse contra el molino: es la
historia de los errores humanos. Pero no se puede hacer pasar a un hombre por
un molino, pues no se pondrá a mover mansamente los brazos para reemplazar
las aspas. Aquí todavía existen personas, personas auténticas y vivas».
Algunos años después, cuando los pueblos grandes, avanzados y bien
organizados empezaron a prepararse para capitular ante el fascismo, el pueblo
español aceptó el combate desigual: don Quijote permaneció fiel a sí mismo y
a la dignidad humana.
España me ayudó a vencer muchas dudas. Sabía que en más de una ocasión
tendría que cometer errores, unas veces con todos los demás, otras veces solo.
No importa. ¡Lo principal era no convertirse en un tornillo, en un robot, en un
molino de cartón!
28

Miro una pequeña fotografía descolorida. Una bodega en el pequeño pueblo


de Montilla, no lejos de Córdoba. El dueño, un hombre gordo, Liuba y Ernst
Toller. Era un día alegre, ligero. Durante largo rato tomamos vino en la fresca
bodega. Toller contaba historias divertidas. Y el dueño nos decía que no existe
en el mundo mejor vino que el Montilla: «No es por casualidad si en Jerez
preparan un vino que se llama amontillado; en cambio, en Montilla a nadie se
le ocurrirá hacer un vino ajerezado». Sonaba convincente, podía citarse muy a
propósito el relato de Edgar Allan Poe sobre la barrica de amontillado, se
podía probar aún una nueva variedad del vino de Montilla. Podíamos olvidar
durante unas horas lo que ya había pasado y lo que teníamos por delante. No
teníamos prisa en abandonar aquel lugar. Toller decía: «Del paraíso uno no se
va si no lo expulsan». Y regresamos a Córdoba bien entrada la noche.
(Durante la guerra, el ejército republicano estaba acantonado no lejos de
Montilla. Teníamos que imprimir un ejemplar del periódico del ejército y
carecíamos de papel, y el periódico salió impreso en hojas finas, de las que
utilizaba el gordo comerciante de vinos para envolver las botellas. Entre los
comunicados del frente se distinguían las palabras: «El Montilla es el mejor
vino del mundo»).
¿Por qué he empezado a hablar de Toller en Montilla? En realidad le había
conocido en 1926 o 1927 en Berlín. Nos habíamos encontrado en diversas
ciudades —París, Moscú, Londres—, habíamos mantenido conversaciones
serias. Pero me acuerdo de esos días que pasamos juntos en Andalucía (nos
encontramos en Sevilla y nos separamos en Algeciras): allí vi a Toller feliz.
Tuvo una vida difícil, discutió, trató de persuadir, maldijo, creyó, se
desesperó y al mismo tiempo fue un soñador, un bromista, incluso un sibarita;
y al hablar del poeta-guerrillero recuerdo sobre todo el breve momento del
cigarrillo en un descanso.
Toller era guapo, parecía italiano; un personaje alegre a la par que triste,
pero siempre desafortunado, típico de una película neorrealista. Tal vez su
principal rasgo de carácter fuera su extraordinaria dulzura, a pesar de lo dura
que era su vida. Hay hombres de muchas clases: unos parecen moldeados con
cera; otros, esculpidos en la roca; no es una cuestión de convicciones, sino de
naturaleza, y con frecuencia el hombre elige un camino que no corresponde
demasiado al material del que está hecho. He conocido a gente con voluntad
de hierro, nervios de acero, decididos, valientes a su modo, pero que han
permanecido toda la vida en la retaguardia. El acero se oxida. Toller estaba
hecho para la reflexión, para el lirismo tierno, pero desde joven había elegido
el arduo camino de la acción, de la lucha.
No vivió mucho tiempo: cuarenta y cinco años, pero creo que no hubo un
solo día sin que nadie le reprochara sus errores. Toller no protestaba. Una vez
me dijo: «En realidad, me he equivocado cien veces más, pero no están al
corriente ni de la mitad. Además, se limitan a contar las tonterías que he
cometido solo. Pero ¿cuántas veces nos hemos equivocado todos?».
Algunos de los errores de Toller estaban dictados por su edad y también
por la época. No sólo los reconocía, sino que los borró con su conducta.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, todavía no había cumplido los
veintidós años. Era enclenque y le consideraron «no apto», pero logró que le
mandaran al frente, a Francia. Creía que Alemania defendía la causa justa.
Barbusse tenía cuarenta años cuando comenzó la guerra, y creía que era
Francia el país que defendía la causa justa. Toller comprendió muy
rápidamente que había creído en una mentira, que se había dejado llevar por la
psicosis general, y se puso a denunciar a los autores de la guerra. Fue
arrestado, encerrado en una cárcel militar y, luego, en un manicomio.
Era un joven poeta muy dotado: Rilke y Thomas Mann habían elogiado sus
versos. Habría podido escribir, cantar la revolución en sus poemas. Pero
escogió otro camino: llegó a ser uno de los dirigentes de la revolución bávara,
fue el vicepresidente del Soviet Central de Diputados Obreros y Soldados.
Los críticos afirmaban con frecuencia, y todavía hoy lo sostienen, que carecía
de preparación política suficiente. Esto es indiscutible. Pero tenía un exceso
de conciencia, rasgo de carácter que siempre acaban pagando quienes lo
poseen.
La República Soviética de Baviera no duró más que unas semanas. En
Munich irrumpieron los blancos. Se ofreció una cuantiosa recompensa por la
cabeza de Toller y le delataron. En el juicio, Toller declaró: «¡La batalla ha
comenzado, y no habrá bayonetas ni tribunales militares de gobiernos
capitalistas capaces de ahogar la revolución!». Tenía veintiséis años y pasó
cinco encerrado en la cárcel de Niederschenfeld. Me acuerdo de la emoción
con la que vimos en Berlín una de sus obras escrita en la cárcel; era una carta
enviada al mundo libre.
En aquellos años la reacción alemana triunfaba en todas partes: no sólo en
Baviera, sino también en Berlín, en Sajonia, en Hamburgo: no cabe duda de
que el general von Epp dirigía mejor las operaciones militares que el poeta
Toller. Se puede lamentar que entre los bávaros no surgiera un Schors o un
Chapáiev, pero es absurdo culpar a Toller: sabía que era una lucha desigual y
que no tenía por delante los honores ni el poder, sino la represión de los
pacificadores. Le llamaban «el revolucionario sentimental», pero Toller no
había llegado a la revolución procedente de los círculos clandestinos en los
que durante años se discutían las cuestiones tácticas y se elaboraban planes,
sino de la poesía. Hasta el final de su vida no pasó de ser un autodidacta en
política.
Cuando salió de la cárcel en 1924 tenía ya un nombre sólido en el ámbito
literario. Sus obras se representaban en diferentes países. Quizá su éxito no se
explicaba sólo por su valor artístico, sino también por la actualidad de los
temas que trataba. Es posible que los espectadores a veces no aplaudieran el
texto de la obra, sino la biografía del autor, pero en el campo de la literatura
Toller no era ni un impostor ni un huésped ocasional. De él hablaban con
simpatía escritores tan distintos como Thomas Mann, Gorki, Romain Rolland,
Sinclair Lewis y Feuchtwanger. Habría podido ponerse a trabajar en su obra
hasta llegar a ser un gran escritor, respetado por todo el mundo. Pero había en
él una inquietud permanente. No se convirtió en un soldado de la revolución,
ni podía llegar a serlo, pero siguió actuando como un guerrillero. La
conciencia se reveló en él más fuerte que el apego a las mil minucias de una
vida fácil y despreocupada.
Era un hombre muy complejo. Sin su extraordinario encanto personal, sin
duda se habría granjeado la enemistad de todo el mundo; pero sus adversarios
se ablandaban ante él. Un crítico muy exigente dijo en mi presencia: «Pero ¿no
veis que se trata de Toller? ¿Qué se va a pedir de él?».
Recuerdo una conversación confusa, pero muy interesante, que mantuvimos
en Córdoba. Antes habíamos deambulado un buen rato por la ciudad. Un
urbanista del lugar nos había explicado que las sinuosas calles de la vieja
Córdoba habían sido proyectadas por experimentados arquitectos judíos y
árabes. Incluso en julio, hasta el mediodía, uno de los lados de las calles se
encontraba en sombra. Nuestra conversación empezó por ahí. Toller se
mostraba admirado. «¡Pensaban en los simples peatones!», decía. Luego
hablamos sobre las relaciones entre el hombre y la sociedad. Toller decía
sonriendo: «Sobre este tema he escrito varias obras malas. Tal vez en el fondo
no sea un dramaturgo, pero me siento atraído por el teatro, por la ilusión de la
acción». Crear la reputación de un hombre es fácil. Ibsen lo ha demostrado de
modo magnífico. El «enemigo del pueblo» es un hombre de total honestidad…
Pero ¡cuántos vanidosos, egoístas y nulidades claman por los «derechos del
hombre»! Confunden las cartas. Es preciso luchar por una sociedad en que
cada individuo tenga derecho al sol y a la sombra. Los bienhechores recetan
todo al por mayor: todo sol o todo sombra. He visto hasta qué punto el poder,
incluso efímero, deforma a los hombres. Me contó historias divertidas sobre
su pasado, sobre los escritores alemanes, y de pronto se le ensombreció el
rostro: «Temo que venzan los nazis. ¿Sabe usted lo que esto significaría? La
guerra». Recordó un libro sobre las golondrinas que había escrito en la cárcel:
«No quiero hablar de mi poesía. ¿Se acuerda usted de la carta de un albañil?
El director de la cárcel ordenó destruir los nidos de golondrinas, y el obrero
encerrado en la celda vecina a la mía escribió que las golondrinas construyen
con esfuerzo los nidos, que son unos pájaros honestos y trabajadores. Por
supuesto, la carta no hizo cambiar de idea al director de la cárcel. Es una
imagen minúscula de la guerra, la destrucción de los nidos… ¡Da miedo
pensar en el futuro!».
En España me contó que quería escribir una obra de teatro: un don Quijote
moderno y un Sancho Panza en el mundo del dinero, de la altanería, de la
estupidez. Esa obra no llegó a escribirla. Le contó a Feuchtwanger que estaba
trabajando en una novela sobre Demóstenes, el hombre que quería defender la
cultura de la Antigua Grecia frente a la barbarie. Tampoco llegó a escribir esta
novela. Siempre era presa de una agitación febril. Empezaba a escribir algo y
lo dejaba sin terminar: la época era demasiado agitada y su corazón,
demasiado compasivo.
Cuando se encontraba en el extranjero, Toller siempre defendía a la Unión
Soviética, incluso cuando había cosas que no le gustaban. En Moscú tenía
amigos con quienes hablaba francamente. En nuestro último encuentro me dijo
que si le quedaba todavía una esperanza era Moscú.
En el libro sobre su juventud que escribió en 1933, el año de la llegada de
Hitler al poder, Toller habla de su amor por Alemania. Sus confesiones se
parecen a las de Tuwim: «¿Es que yo no amo este país? ¿Acaso entre los
exuberantes paisajes de la costa mediterránea no sentía añoranza de los
sobrios bosques de pinos de suelo arenoso, de los sosegados y recónditos
lagos del norte de Alemania? ¿No me han conmovido acaso en mi infancia los
versos de Goethe y de Hoelderlin? La lengua alemana, ¿no es acaso mi lengua,
la lengua en que pienso y siento, no es parte de mi ser, una patria que me ha
nutrido? En todos los países el nacionalismo ciego y la ridícula altanería
racial levantan la cabeza. ¿Será posible que me deje invadir por la psicosis de
nuestra época? Las palabras “estoy orgulloso de ser alemán” o bien “estoy
orgulloso de ser judío” me parecen tan desprovistas de sentido como decir
“estoy orgulloso de tener los ojos castaños”».
No, Toller no se dejó arrastrar por la locura de la época, siguió siendo un
auténtico internacionalista. Poco antes de su trágico final, enfermo,
desesperado, recogía dinero con una especie de frenesí para los niños
hambrientos de España, arrancaba libras esterlinas o dólares a gente vanidosa,
indiferente; reunió en poco tiempo más de un millón de dólares. Incluso la
gente sin corazón se ablandaba cuando Toller hablaba con ella: irradiaba
bondad.
Poco antes del inicio de la guerra de España, en junio de 1936, asistí en
Londres a una reunión del comité antifascista de la Unión de Escritores.
Después de la reunión Toller me llevó a su casa. Vivía en una pequeña casa de
la periferia. Como siempre, estaba ocupado en un sinfín de asuntos urgentes y
delicados; como siempre, estaba rodeado de personas y solo, aún más solo
que en la celda de la cárcel, así me lo confesó enseguida.
Le encontré demacrado y sombrío. Le irritaba la actitud, que le parecía
desdeñosa, de los ingleses y franceses hacia los emigrados alemanes. Los
periódicos hablaban de Hitler, si no con simpatía, al menos con discreción, y
Toller, enojado, después de hacer círculos con un lápiz rojo en los artículos,
tiraba los periódicos al suelo. De repente se quejaba, como un niño, de que en
Londres hacía mucho frío en invierno, que no había manera de entrar en calor.
Recuerdo sus palabras: «Aquí, ahora, el invierno es más largo que en Moscú,
más que en Laponia, durará diez o veinte años. Los hombres que tienen raíces
profundas resistirán, pero los demás se helarán, uno tras otro».
Toller aún aguantó tres años. Le vi por última vez en París. Por unos
instantes me pareció que tenía mejor aspecto, incluso intentó bromear. Era
entonces cuando recogía dinero para los niños españoles. Al despedirnos, me
preguntó: «¿Duermes sin somníferos? La noche es terrible, uno ve las cosas
con mayor crudeza que durante el día. Bueno, en fin… Seguro que volvemos a
vernos pronto. He decidido abandonar Estados Unidos, queda demasiado
lejos, allí ni siquiera se puede decir una palabra sobre lo que pasa en el
mundo: se sorprenden, te recomiendan consultar a un psiquiatra… ¡Hasta la
vista!».
No volvimos a vernos. En la primavera de 1939 se celebró en Nueva York
un congreso del PEN Club. Durante la comida de gala, Toller intentó
impresionar a los reunidos, recordó el destino de Mühsam, de Ossietzky, de
Tucholsky. Pocos días después, el 22 de mayo, se ahorcó en el cuarto de baño
de su hotel.
Recuerdo a Toller y sonrío con ternura. Era una buena persona, un amigo,
un poeta, no sólo en los libros, sino en la vida. Me gustan sus poesías escritas
en la cárcel, El libro de las golondrinas. «Constructores de las catedrales
góticas, podéis estar orgullosos. Los pobres tallan la piedra. Y los sopladores
de vidrio, llenos de tristeza, han velado el sol con el sufrimiento de sus
adornos. Habéis fundido de bronce las campanas y al cielo ha ascendido la
bóveda para morir: habéis consagrado vuestras piedras a la muerte. Pero las
golondrinas, desgranando trinos y suspiros, construyen con arcilla, ramitas y
paja, y dedican a la vida sus palacios, la felicidad terrena, el nido cálido».
El propio Toller se asemejaba a una golondrina, tal vez a aquella que llega
demasiado pronto, cuando aún no es primavera.
29

En 1931 estuve dos veces en Berlín, a comienzos del año y en otoño. Nada
excepcional ocurría en esa época, el jefe del gobierno era el católico Brüning.
A pesar de la crisis, la vida se desarrollaba en apariencia de modo apacible.
Sin embargo, esos viajes han quedado grabados en mi memoria como un sueño
absurdo y al mismo tiempo lleno de sentido, uno de esos que uno se esfuerza
en vano en descifrar cuando despierta en mitad de la noche.
Me resulta difícil hablar de manera coherente del Berlín de 1931, será más
honesto si intento restablecer algunas escenas sueltas que no son muy
relevantes por sí mismas, pero que han perdurado en mi memoria. Ellas
explicarán por qué hablo de estos viajes.
En un compartimento de tren hay un alemán de cierta edad, con la nuca
afeitada y el cuello duro. Lee un periódico grueso. Yo ya sé que es un viajante
de comercio, vende cuadernos de alta calidad. Le pregunto a qué hora
llegaremos a Berlín. Saca de la cartera el horario de trenes y me responde: «A
las once, treinta minutos y treinta segundos». Luego vuelve a tomar el
periódico y dice en voz baja, con aire impasible: «Esto es el fin… Es el fin de
todo».
El editor de la revista radical Neues tagebuch, Schwartzschild, ofrece una
cena a los escritores. No falta detalle: copas de cristal, buen vino, flores,
conversaciones sobre la última novela de Feuchtwanger, sobre la moratoria de
Hoover, sobre las traicioneras propiedades del vino del Rin. De pronto
nuestro anfitrión dice, exactamente como el viajante de comercio: «¿Saben
ustedes? Pronto todo habrá acabado».
Se proyecta la película Sin novedad en el frente, basada en la novela de
Remarque. Los nazis están indignados. «Los soldados alemanes morían en
silencio, y el protagonista de la película grita como un polaco. ¡Es una
calumnia!». Yo ya había visto la película en Londres, pero un amigo me
persuade de que vuelva a verla: «Hoy los nazis se disponen a librar batalla.
Los recibirán como se merecen». Asistimos a la proyección. De pronto se
oyen unos gritos histéricos. Se encienden las luces. No hay ninguna pelea, pero
los gritos continúan. El público sale. Nos enteramos de que los nazis han
soltado en la sala un centenar de ratones.
El propietario de una fábrica de tabaco me dice: «No sé quién vencerá, los
nazis o sus amigos. Por otra parte me da igual: hace tiempo que he transferido
mi dinero a Zúrich. Ahora me interesa Gandhi. Me gusta Tolstói. Pero no está
acorde con los tiempos. Los alemanes quieren la dictadura y la grandeza, pero
no les importa lo que hay en el interior. Cuando usted me compra una cajetilla
de cigarrillos, más de la mitad del precio lo paga por el envoltorio. Hugenberg
da dinero para la propaganda contra el capitalismo. ¿Es una farsa? No, él
conoce el carácter alemán… He abierto una pequeña sucursal en Zúrich…
Allí se respira aire sano, todo está tranquilo. Romain Rolland ha escrito sobre
Gandhi en Suiza, le comprendo».
Pasé varias tardes con Rudolf (he olvidado su apellido). Era un
colaborador de Rote Fahne que conocía muy bien los distritos del norte de
Berlín; me enseñó muchas cosas. Rudolf era hijo de un funcionario de aduanas
monárquico. No acabó sus estudios y su mujer le abandonó. En 1919, aún
adolescente, se aficionó a la política. Me contó cómo había derribado a un
robusto insolente que quería ahogar con sus voces las palabras de Karl
Liebknecht. Rudolf era muy alto, seco, con una nuez prominente y dulces ojos
azules. Hablaba en una lengua periodística y repetía a cada momento:
«Tomemos los hechos», pero su voz me conmovía, creía en lo que decía.
Rudolf me explicó: «Tomemos los hechos. ¡Siete millones de parados! El
capitalismo se desmorona a la vista de todos. Todo el mundo se da cuenta de
que el tiempo del capitalismo ha acabado. ¿Sabes con qué sueñan ahora? Con
conocer a algún colaborador de vuestra representación comercial. Quizá
Moscú compre algo… Por otra parte, Moscú es el centro de atención. ¿Te has
fijado en cuánto se traduce del ruso? Ayer a duras penas conseguí comprar una
entrada para El camino de la vida. El público es archiburgués, como es
natural, los obreros no tienen dinero. Emil Ludwig irá a Moscú dentro de dos
semanas, ha decidido escribir un libro sobre Stalin. Me han encargado una
encuesta, he hablado con escritores: Ernst Glaeser, Plievier, Oskar Maria
Graf. Tomemos los hechos: el año pasado obtuvimos cuatro millones
seiscientos mil votos y los nazis, seis millones cuatrocientos mil. Pero
¿cuántos de los que votaron por ellos los van a seguir en el momento decisivo?
Tres cuartas partes. Son obreros, votan por los nazis porque odian el
capitalismo. Menos mal que nuestra dirección ha tenido en cuenta el estado de
ánimo de las masas. Ahora nos presentaremos con un programa de liberación
nacional de Alemania. Los obreros nazis empiezan a escucharnos. Los hay
desmadrados, como es natural, pero estoy seguro de que triunfará el sentido
común. ¡No, ahora no estamos en 1919! Cuando vuelvas a Berlín, te
encontrarás con una nueva Alemania».
Oskar Maria Graf es corpulento, bonachón, tiene ojos ingenuos como los
de un niño. Escucha las discusiones y no dice nada. Maria Gresener me ha
presentado a un nuevo autor de la editorial Malik, se llama Domel. Se hizo
pasar por un príncipe Hohenzollern, acabó en la cárcel y escribió un libro
sobre todo esto. Maria me cuenta que El falso príncipe es un éxito editorial.
El autor ríe. Es elocuente: le gustan la literatura, la revolución y los hombres,
y las mujeres le dejan indiferente.
La Kurfürstendamm resplandece; aquí nadie diría que hay crisis en el país.
En los escaparates de las tiendas se ven objetos refinados. Los restaurantes y
cafés de lujo están llenos. El escritor Walter Mehring, un humorista triste, me
condujo al restaurante Cacadu. Las mesas están instaladas debajo de palmeras.
Los papagayos sueltan con brío sus excrementos en los platos. Los esnobs
están satisfechos: les da la impresión de estar en Tahití. Al darse cuenta de mi
turbación, Mehring me dice riendo: «¿Ve ahora que los alemanes se han vuelto
locos? No está obligado a comer, iremos a otro restaurante… Lo de los
papagayos es un detalle. Pienso en las bombas que nos van a tirar… Pero ¿qué
se puede hacer? Rompen cristales, ensucian las paredes, y no son unos
andrajosos quienes lo hacen, sino filósofos. Cualquiera de estos vándalos cita
a Nietzsche. También los papagayos se han vuelto filósofos… A nuestro
alrededor se habla de negocios, de estrenos teatrales, de escándalos
mundanos, se habla de todo menos de política». Mehring repiquetea sobre el
vaso con el cuchillo, es hora de irnos, y un papagayo repite con la voz de un
viejo descontento: «¡La cuenta! ¡La cuenta!».
Me encontré por casualidad con un periodista de izquierdas a quien había
conocido cuatro años antes en el rodaje de Juana Ney. Entonces se burlaba
irónicamente de los nacionalistas y calificaba a Hugenberg de «estúpido
mamut». Ha hecho carrera: dirige la sección literaria de un gran periódico; ha
envejecido, cojea un poco. Hablamos de política: «No es tan sencillo. Hay
muchas cosas que no valoramos en su medida… Naturalmente, entre los nazis
hay elementos dudosos, pero en su conjunto es un fenómeno sano». Un amigo
me contó después que el periodista tenía problemas: en un periódico nazi se
había publicado un artículo en el que se hablaba de su pasado, decía que había
calumniado a Ludendorf porque su madre era judía, y él tenía enfermas las
piernas, un signo claro de origen judío. El periodista se ocupaba ahora de la
genealogía: reunía documentos que probaban la pureza racial de todos sus
antepasados.
Los barrios del norte de la ciudad no se parecen a la Kurfürstendamm:
aquí la crisis se nota en las casas, en la ropa de las personas, en los rostros.
Soplan los vientos fríos del Báltico, se acerca el invierno. Hay mucha gente
que carece de techo y duerme en albergues nocturnos, algunos pasan la noche
en la calle aunque está prohibido, pero existen avenidas apartadas en el
Tiergarten, solares y sótanos. El gran escaparate de un bar en las
inmediaciones de la Alexanderplatz: se exponen diversos manjares, patatas
con tocino, salchichones, una pata de cerdo. «¡Colosal! ¡Sólo cincuenta y
cinco pfennigs!». La gente se detiene largo rato ante el escaparate y mira.
Algunos entran y tragan algo a toda prisa.
Un obrero parado me dijo que recibe un subsidio de nueve marcos al mes.
Por suerte, es soltero. Una cama en un albergue nocturno cuesta cincuenta
pfennigs, no tiene más remedio que dormir casi siempre en la calle. «Los nazis
dan gratuitamente sopa de carne, los camaradas dicen que se está bien allí,
pero a mí me repugna».
Berlín se ha convertido en el edén internacional de los homosexuales: no
cuesta nada procurarse un joven atractivo. Al atardecer, por la avenida Unter
den Linden, en Tiergarten, por los alrededores de la Alexanderplatz, vagan
jóvenes sin trabajo. Muchos llevan pantalones cortos. Se esfuerzan en sonreír
con coquetería. Les pagan uno o dos marcos. Hablé con uno de estos jóvenes
en un bar. Me contó que, al parecer, en Berlín vive un príncipe de
Hohenzollern, no falso, auténtico, que cuando ve a un joven que le gusta le
azota con un látigo y luego le da diez marcos. Cerca de la casa en la que vive
el príncipe pululan los jóvenes que tientan la suerte…
Fui a una reunión de nazis que se celebró en una cervecería. El humo de
cigarros baratos irritaba la vista. Un nazi estuvo mucho rato chillando y
gesticulando con sus largos brazos, diciendo que los alemanes estaban hartos
de pasar hambre, que sólo vivían bien los judíos, que los Aliados habían
saqueado Alemania y que había que aplastar a los franceses y a los polacos.
En Rusia también mangoneaban los judíos. Por tanto también habría que darles
su merecido a los rusos. Hitler mostraría al mundo lo que era el socialismo
alemán… Me fijé en los asistentes. Unos tomaban cerveza, otros estaban
sentados ante mesas vacías. Había muchos obreros y eso era
insoportablemente doloroso. Naturalmente, yo ya sabía que había muchos
obreros entre los nazis, pero una cosa es leerlo en los periódicos y otra, verlo.
¿Se podía decir que aquel obrero maduro era un fascista? Tenía una cara
bondadosa y triste, se notaba que la vida no le sonreía. Y ese otro joven se
parecía al camarada a quien Rudolf confió la distribución de octavillas…
El Estado Mayor nazi se encuentra en la cervecería Berliner Kindl. En la
calle vecina hay otra cervecería donde se reúnen los comunistas. Rudolf me
condujo allí. Sofás de terciopelo desgastado, astas de ciervo en las paredes,
una de tantas cervecerías…
Iba con Rudolf por la solitaria vía Norden. Me estaba acabando de contar
alguna cosa: «Tomemos los hechos…». De pronto resonaron unos disparos.
Rudolf se puso a correr gritando: «¡Weber!». Los nazis habían asesinado a un
obrero comunista. Luego llegó un policía sin darse mucha prisa. Llamaron a un
taxi. Estuvieron largo rato redactando el atestado; yo me mantenía aparte,
esperando a Rudolf. Una anciana corrió y se puso a sollozar. La noche era
sombría, el viento arrancaba las gorras de las cabezas y las últimas hojas de
los árboles.
Regresé a París con el ánimo sombrío: se aproximaba la tempestad.
Escribí en un artículo: «La descomposición del capitalismo dura demasiado
tiempo y es repugnante. La gangrena ha contaminado partes vivas del cuerpo…
Muy pocas veces la historia ha conocido una tragedia comparable a la del
proletariado alemán. Con los dientes apretados por la repugnancia, ha fundido
cañones y ha muerto en Verdún. Las mujeres han traído al mundo a niños
degenerados, ciegos, débiles. Cuando el proletariado ha reivindicado el
derecho a vivir, se ha sabido cómo desunirlo, oprimirlo… De nuevo han
habituado a los obreros a la miseria y a la desesperación. Al ver que ya no
creían en los policías socialdemócratas, han empezado a reclutar, entre ellos,
a incontrolados fascistas. No sólo les han ensuciado el cuerpo, sino también el
alma. El castigo se ha aplazado, pero habrá que pagarlo muy caro: la historia
sabe vengarse».
30

Hace un cuarto de siglo escribía en Libro para adultos: «En 1931 cumplí
cuarenta años. Aquel año me pareció como los otros. Ahora veo que me
permitió continuar viviendo… Fue la clase preparatoria de una nueva escuela
en la que ingresé en mi quinto decenio».
Hablé de España y de mis viajes a Berlín, de mis largos vagabundeos por
los barrios del norte de París con mi cámara fotográfica. Puedo añadir que fui
a Praga, a Viena, a Suiza; asistí a una sesión de la Liga de las Naciones, vi a
Briand, que bajaba a cada instante sus párpados pesados, escuché el debate
entre el ministro alemán Kurcius y el polaco Zaleski. Todo el mundo hablaba
del desarme, y todo el mundo comprendía que se preparaba la guerra.
Liuba alquiló un pequeño apartamento en la rue Cotentin. Estaba en una
planta baja, de modo que nuestros dos perros no tenían que pasar por delante
del conserje, y el astuto Buzu aprendió a saltar solo a la calle. Habíamos ido a
ver el lugar un domingo y nos habíamos quedado maravillados con la calma
que reinaba allí. Pero una vez instalados nos horrorizamos: por la noche y por
la mañana temprano pasaban camiones en una cadena ininterrumpida.
Transportaban bidones de leche desde la estación de mercancías de Vaugirard,
donde yo había trabajado durante la guerra. Pero uno acaba por acostumbrarse
a todo y al cabo de poco tiempo ya no oíamos el estruendo.
A principios de año terminé mi libro sobre la industria cinematográfica,
La fábrica de sueños. En una palabra, el año había sido, como ya he dicho,
más bien normal. No obstante, había modificado en mucho mi actitud con
respecto a los hombres y la vida.
La tregua que se me había otorgado, como a todos los de mi generación,
tocaba a su fin. Todavía no se habían desencadenado las tempestades, pero la
calma ya no parecía natural. Los amigos que llegaban de la Unión Soviética
hablaban de la deskulakización, de las dificultades de la colectivización, del
hambre en Ucrania. Después de mis viajes a Berlín comprendí que el fascismo
había pasado al ataque y que sus enemigos estaban divididos. La crisis
económica continuaba agravándose. Las privaciones, las humillaciones y el
hambre no siempre favorecen las medidas razonables: los fascistas engrosaban
sus filas no sólo con tenderos en la ruina o con adolescentes envalentonados,
sino también con parados presas de la desesperación y fuera de sus casillas.
No en vano me había interesado por los reyes del petróleo, del acero o de
las cerillas: sabía que, aun cuando se tratara de personas más o menos
ilustradas y que se guardaran de relacionarse con los fascistas,
subvencionaban a manos llenas las distintas organizaciones de este tipo. El
miedo a la revolución resultaba más fuerte que la libertad de pensamiento
heredada de los antepasados e incluso mayor que el simple buen sentido. En
Núremberg se procesó a unos maníacos, pero era culpable toda la capa
dirigente de la sociedad. Tal vez algunos de los que animaron a los nazis y los
apoyaron lloraran más tarde por los libros quemados, las ciudades devastadas
y los seres queridos muertos. Se ha intentado presentar el fascismo como un
desconocido extraviado que se había introducido en los países dignos y
civilizados. Pero el fascismo tenía generosos tíos y afectuosas tías, algunos de
los cuales siguen viviendo en total tranquilidad hoy en día.
El combate era inevitable. Los diplomáticos conocían las zonas de
fractura, los Estados neutrales o tapón, pero yo comprendía que entre nosotros
y los fascistas no existía siquiera una franja estrecha de «tierra de nadie».
Es posible que en el pasado hubiese épocas en que el artista pudiera
defender la dignidad humana sin verse obligado a abandonar el arte ni una
hora. Nuestro tiempo ha exigido de todos no la llama de la inspiración, sino
sacrificios diarios y renuncias.
¡Santo Dios, cuántas veces en mi vida he respondido a las preguntas
estándares de los cuestionarios! Ahora no quiero hablar de acontecimientos,
de viajes, ni siquiera de libros, sino de mí mismo. Hasta los cuarenta años no
logré encontrarme a mí mismo, di vueltas, corrí de un lugar a otro.
Probablemente me equivoque al atribuirlo todo al carácter de la época. He
encontrado a escritores que expresaban por completo sus pensamientos,
esperanzas y pasiones en sus libros: Thomas Mann, Joyce, Viacheslav Ivánov,
Valéry. Por supuesto, se interesaban por muchas cosas de la vida, se apartaban
de otras, pero sus armas eran las novelas o la poesía. Así fue también Balzac;
aunque soñaba con llegar a ser diputado, escribió panfletos políticos y elaboró
operaciones financieras para librarse de las eternas deudas: pero todo ello no
era más que una marejada superficial, Balzac sólo se apasionaba al hablar de
los personajes principales de sus novelas. En cambio, para su contemporáneo
Stendhal, la literatura no era más que una de las posibles formas de participar
en la vida; Stendhal combatió, se dedicó a la política, se enamoró
apasionadamente, vivió no para conocer mejor las pasiones de los demás, sino
para vivir.
No sólo los grandes escritores están cortados por distinto patrón, sino
también los pequeños. Después de Julio Jurenito me convertí en un escritor
profesional. Escribía mucho. Lo acabo de contar y hasta me da cierto apuro
confesarlo: de 1922 a 1931 escribí diecinueve libros. Lo que me imponía esta
prisa no era la ambición, sino el desconcierto. Al torturar al papel me
torturaba a mí mismo.
Nunca he tendido a la contemplación, no quería reflexionar únicamente
sobre los destinos de personajes imaginarios, sino también parecerme a ellos.
Pero el caso es que durante la década a la que está consagrada la tercera parte
de mis memorias, me encontré con demasiada frecuencia, si no desempeñando
el papel del observador, por lo menos el de fanático.
En 1931 sentía que no estaba en paz conmigo mismo. Meditaba sobre mi
pasado reciente y, mientras los camiones nocturnos retumbaban y tintineaban al
pasar por delante de mis ventanas, me preguntaba con obstinación cómo tenía
que seguir viviendo.
Aunque parezca extraño, el que se formulaba tales cuestiones no era el
joven recién salido del nido que, roto y hambriento, deambulaba por las calles
de París y escribía versos sobre el Juicio Final, ni siquiera el joven intelectual
perturbado, pero al mismo tiempo impetuoso, a quien A. N. Tolstói llamaba
«presidiario mexicano» y que contaba a las chicas las aventuras todavía no
escritas de Jurenito. Era un escritor de cuarenta años cuyo pelo empezaba a
encanecer. Pero ya he dicho que en nuestra época, en la que los
acontecimientos se han desarrollado con una rapidez vertiginosa, muchas
personas se han formado despacio. Herzen tenía cuarenta años cuando se puso
a escribir Pasado y pensamientos haciendo un balance de su vida, pero nunca
había contemplado los acontecimientos desde la platea, fue actor en todas las
tragedias que se desarrollaron en su época.
Es posible que esta búsqueda tan larga de mí mismo se explique por el
hecho de haber vivido en dos mundos diferentes: había pasado mi juventud en
París. Al inicio de la revolución, mis gustos, mis simpatías y antipatías ya se
habían formado. Tal vez se deba a mi carácter: siempre he sentido la
necesidad de comprobar lo que para muchos es tan claro como la tabla de
multiplicar.
Desde luego, si he de referirme a mi camino como escritor, no fue en un
año que cambió. En la década de 1920 mencionaba siempre en los prólogos de
mis libros que era un «cínico acabado» y un «nihilista»; valía la pena editar
mis textos porque describía bien la «putrefacción del mundo capitalista». En
Julio Jurenito me burlaba en efecto con total sinceridad de los clericales y de
los radicales, de los comunistas fanáticos y de los socialistas dóciles, de los
franceses amigos del buen vivir y de los intelectuales rusos con sus
remordimientos; pero poco a poco abandoné esta actitud hacia la gente. Sin
duda era una cuestión de edad: se había atenuado la intransigencia propia de la
juventud. Cada vez me resultaba más difícil vivir sólo de negaciones: deseaba
encontrar detrás de los actos absurdos o malvados algo auténtico, humano.
(Pocas veces lo lograba, pero hablo aquí de intenciones, no de méritos
literarios).
Sin embargo, lo más importante para mí en 1931 no era mi actitud hacia
los personajes de mis novelas. No pensaba mucho en la manera en que
escribiría mi próximo libro. Lo que yo me preguntaba era cómo seguir
viviendo para que los años no fueran simples notas en los márgenes de la
existencia, sino que constituyeran una vida auténtica.
Todo hombre se toma especialmente a pecho las cuestiones que atañen a su
trabajo y, como es natural, a mí me preocupaba el destino de la literatura y del
arte. Maiakovski ya no estaba. Los que hacían más ruido eran los miembros de
la RAPP. Las exposiciones estaban llenas de las enormes telas de los
miembros de la AJRR. La época de la insolencia y de la originalidad ya
pertenecía al pasado.
La revolución había abierto al pueblo el camino de la cultura, y es natural
que quienes por primera vez tomaban una novela en sus manos o visitaban una
exposición no tuvieran una concepción muy clara del arte. A veces se
maravillaban ante una hábil falsificación presentada como obra de arte. Era
posible educar a los nuevos lectores y espectadores y también era posible
halagarles diciéndoles que ellos eran los mejores jueces. Y los aduladores,
claro está, no faltaron.
Los versificadores componían poesías de circunstancia. La Enciclopedia
Literaria explicaba que el camino emprendido conducía hacia la novela
industrial, que iba a sustituir a todos los demás géneros. Se perfilaba ya el
estilo que iba a imperar durante un cuarto de siglo: el estilo de la arquitectura
ornamental, las estaciones de metro atestadas de estatuas, los elogios
incesantes y una sátira que denuncia tímidamente a un negligente administrador
de una casa o a un artista de variedades en estado de embriaguez. Desde luego,
en 1931 todo esto se encontraba aún en estado embrionario. No obstante, ya
habían aparecido los primeros retratos y estatuas del hombre que entonces
quizá no sospechaba que iba a convertirse no sólo en objeto, sino además en el
instigador del «culto a la personalidad». Todo ello iba acompañado de una
cuidadosa simplificación; la misma Enciclopedia Literaria escribía que «los
Hamlet no son útiles para las masas» y que el proletariado «lanza a Don
Quijote a la basura de la historia».
A comienzos de 1932 escribí una novelita corta poco lograda: Moscú no
cree en las lágrimas. Uno de sus personajes, un pintor soviético ex
combatiente de la guerra civil, leía en un periódico de Moscú un artículo
sobre una exposición de pintura firmado con las iniciales O. B.: «Los paisajes
de Chuzhakov son una prueba de su definitivo alejamiento de las masas. Es el
arte típico de un renegado que no es necesario sino para diez o veinte
degenerados de la bohemia burguesa». El pintor reflexiona (y esos
pensamientos eran los del autor de la novela): «¿Diez o veinte?
Admitámoslo… Y las obras de los miembros de la Asociación de Pintores
Revolucionarios de Rusia, ¿son necesarias para diez mil personas? Así pues,
¿quieren que nos dediquemos a hacer chapuzas? Por cierto, y Rembrandt, ¿a
cuántas personas llegó a gustar en vida? Y sin embargo, ahora lleváis a verlo
por la fuerza a grupos enteros de viajeros y les ordenáis que se detengan y se
instruyan. Ciudadano O. B… ¿O es usted, quizá, una ciudadana? Poco
importa… Ya lo sé, usted lo tiene todo previsto. Con su mujer, irá como tenga
que ir, y en cuanto a los articulitos que usted firma no hay modo de
encontrarles un pero. Los gastos a un lado, los ingresos a otro; nada de
confusiones. Desde luego, usted no pinta cuadros, es algo que está pasado de
moda, y no puede usted proporcionar una alegría a nadie, la verdad. Si es
usted un ciudadano, dudo que pueda alegrar a la ciudadana O. B. o B. O. Pero
eso no es lo importante. Escuchemos a los pardillos. Cantan como poseídos.
¿Diréis que se han alejado de las masas? ¿Y sus cuerdas vocales? Ah, O. B.,
cantan porque tienen ganas de cantar. Así se sienten más alegres, y yo también;
si tú no quieres oírlos, no escuches. ¿Es que yo impongo mis cuadros? Puedo
volver a dejar el sitio libre… Si usted, O. B., ha considerado que mis cuadros
no son necesarios, puedo dedicarme a encalar paredes, por ejemplo. No soy
intolerante. Pero deje mi pintura tranquila. Es un tema aparte. Los pardillos lo
entenderán, pero usted no podrá… Los imbéciles piensan: “Dos veces dos y
un bistec para cada uno, y no hay necesidad de arte”. Pero el arte empieza
justo entonces, después del bistec, y te martiriza, resulta que dos y dos no son
cuatro, querido amigo, sino cinco. O veinticinco… Dejemos que un tal O. B.
no entienda nada de pintura, dejemos que los O. B. de ese tipo sean miles,
millones; qué le vamos a hacer, habrá que abandonar los pinceles. Ya
encontraré otra ocupación, a tono con los tiempos. Se puede vivir sin cuadros.
Pero pasarán diez años… o cien, ¿qué más da? Y entonces comprenderán».
Me acuerdo de una conversación con una joven francesa, una actriz,
Denise. Hablamos de las giras de Meyerhold, del retrato de la abuela de
Denise pintado por Renoir, de los versos de Desnos, de arte. Qué se le va a
hacer, el pez necesita agua… Y de pronto le hice una confesión: «Todo esto es
verdad, Denise, pero ahora no se trata de arte. Hace diez años yo intentaba
demostrar que el arte se estaba muriendo, entonces estábamos convencidos de
que las viejas formas se habían gastado: las novelas, la pintura de caballete,
las candilejas. Todo esto eran tonterías. Ahora comienza la reacción… Pero se
puede no escribir novelas… Yo ya he elegido hace mucho tiempo… Aunque
en realidad no he elegido, no había elección posible».
De noche pensaba en muchas cosas: en el humanismo, en los fines y en los
medios. No eran los malos cuadros lo que me atormentaba. Además, el arte
sólo constituía una pequeña partícula de los enigmas de mañana. Lo que estaba
en juego no era una corriente artística, sino el destino del hombre.
En la biblioteca uno está en su derecho de no coger un libro que no le
gusta. Uno también puede cogerlo por error y devolverlo sin haberlo leído.
Pero la vida no es una biblioteca… En 1931 entendí que el destino de un
soldado no es el de un soñador y que cada uno ha de ocupar su puesto en el
combate. Yo no renunciaba a lo que me era querido, no renegaba de nada, pero
sabía que sería necesario vivir apretando los dientes, estudiar una de las
ciencias más difíciles: el silencio. Los críticos que hablaban de mí señalaron
el año 1933 como el de un viraje en mi obra: conocían El segundo día. Pero
yo sé muy bien por qué hice el viaje a Kuznetsk: todo lo había decidido en
1931, pero no ante las zanjas de las obras, sino en la rue Cotentin, entre el
tintineo nocturno de los bidones…
31

En la primavera de 1932 llegaron a París los dramaturgos V. M. Kirshon y


A. N. Afinoguénov. Les hice de guía y les conté las cosas más destacables de
la ciudad. Ellos me hablaron, a su vez, de las cosas más destacables de nuestra
literatura. Se sentían eufóricos por sus éxitos: en decenas de teatros se
representaban El pan, de Kirshon, y El miedo, de Afinoguénov. Pero más que
de sus obras se sentían orgullosos de las victorias de la RAPP. Según sus
palabras, la Asociación Rusa de Escritores Proletarios había aglutinado a
todos los «verdaderos» escritores soviéticos. Kirshon repetía: «Somos el
camino real de nuestra literatura». (No sabía entonces que esta expresión
pertenecía a A. A. Fadéiev). Aleksandr Nikoláievich Afinoguénov era alto,
modesto, sonreía y aprobaba las palabras de Kirshon. Vladímir Mijáilovich
predicaba, denunciaba, se burlaba de manera sarcástica. Me dijo: «Ya es hora
de que revise sus posiciones». Reconocí que ya lo había hecho. «Entonces,
haga una solicitud para ingresar en la RAPP». Le respondí que los principios
literarios de la RAPP no me inspiraban y que, cuando la gente se desplazaba
por los caminos reales, en otro tiempo lo hacían en vehículos tirados por
caballos, mientras que en la actualidad lo hacían en automóviles, pero que los
escritores, por naturaleza, eran peatones, y que cada uno podía dirigirse a la
meta común siguiendo su propio camino. Afinoguénov le dijo con una sonrisa:
«¡Déjale en paz! A lo mejor tiene razón».
Estábamos sentados en las piedras del viejo circo de Lutecia. Hacía calor
y, a pesar de la hora matutina, nos habíamos puesto a la sombra. Abrí el
periódico: «Según un telegrama de Moscú, la RAPP ha sido disuelta». El
anuncio no me pareció importante, no era la primera vez que la organización
de escritores cambiaba de siglas y, por otra parte, lo que me importaba era la
literatura y no lo que se escribía sobre ella. No sabía yo entonces lo que eran
las «conclusiones prácticas».[1] Kirshon dio un salto: «¡No es posible! ¡Es una
invención! ¿Qué periódico es éste?». Le respondí:
L’Humanité. Nos disponíamos a visitar los barrios obreros, pero Kirshon
declaró que debían ir a la embajada. Uno o dos días después volvieron a
Moscú, aunque su plan era quedarse más tiempo en París.
Comprendí que la liquidación de la RAPP era una cuestión seria y me
reanimé. Quizá habían comprendido en Moscú que se debían trazar carreteras
para automóviles y que a los escritores se les ha de reconocer el derecho a
seguir cada uno su propia senda…
Pero la cuestión que se me planteaba a mí era: ¿cómo podía acercarme
más a la vida, a la acción, a la lucha?
En mayo recibí la visita inesperada de un colaborador de Izvestia, Stefán
Raievski, quien me dijo que el director del periódico y P. L. Lapinski, a quien
había visto con frecuencia durante la guerra, me proponían convertirme en el
corresponsal permanente del periódico en París. Izvestia tenía ya un
corresponsal, Sadoul, que había sido miembro de la misión militar francesa en
Rusia en 1917 y había tomado partido por la revolución. Stefán
Aleksándrovich me dijo que Sadoul permanecería en su puesto, pero que era
francés y no conocía suficientemente a los lectores soviéticos. Yo tendría que
redactar los artículos y, si los acontecimientos lo exigían, transmitir
información por teléfono.
La propuesta me pilló desprevenido: había vivido demasiado tiempo sin
estar sujeto a ningún trabajo permanente y estaba acostumbrado a disponer de
mi tiempo. Como es natural, el periodismo me atraía: deseaba hacer algo vivo,
pero temía no hacer bien aquel trabajo.
Fui a ver a nuestro embajador V. S. Dovgalevski, con quien había
establecido una relación amistosa. Era un hombre bueno, comprensivo.
Cuando hablaba con él me olvidaba de su condición de personaje oficial, de
embajador, y de que yo era un escritor calificado unas veces de «compañero
de viaje de derechas» y otras de «cínico degenerado». Valerián Savélevich
conocía muy bien Francia, era un viejo bolchevique, había sido emigrado
político y había estudiado en Toulouse. Los franceses le apreciaban. Varias
veces me encontré en la embajada con Herriot, que había ido a ver a
Dovgalevski para conversar con él y, a veces, para pedirle consejo.
(Dovgalevski murió de cáncer a los cuarenta y nueve años. Entonces lo sentí
mucho, pero más tarde pensé a menudo que la muerte le había librado de
muchas pruebas duras). Valerián Savélevich estaba ya al corriente de la
propuesta y me dijo enseguida: «Es estupendo, no lo dude». No era difícil
convencerme, pues yo soñaba con lanzarme al combate.
Ejercí mis funciones de corresponsal de Izvestia casi durante ocho años,
en París, luego en España, de nuevo en París, hasta el pacto germano-
soviético. Escribí cientos de reportajes y de artículos, mandé información. A
veces las noticias iban sin firma; otras, firmaba con pseudónimos. Aprendí a
escribir a máquina en caracteres latinos para el telégrafo y me quedaba ronco,
hasta llegar a perder la voz incluso, dictando mis artículos por teléfono. De mi
trabajo como periodista tendré ocasión de hablar más de una vez, ahora sólo
quiero decir que lo recuerdo con gratitud. Desde luego, me robaba mucho
tiempo, pero me permitió ver muchas cosas y conocer a gente diferente.
Además era una buena escuela para mi oficio de escritor. Aprendí a escribir
de manera breve, pues había que pensar en reducir los gastos del periódico;
las cartas tardaban mucho en llegar y yo transmitía por teléfono o telégrafo
casi todos los artículos. El estilo conciso y las frases cortas ya me gustaban
antes. Quería escribir como pensaba, sin oraciones subordinadas. Los críticos
me reprochaban mi estilo telegráfico, pero yo consideraba que ese modo de
escribir correspondía no sólo a mis sentimientos, sino al ritmo del tiempo).
No ha quedado con vida casi ninguno de mis compañeros de trabajo en
Izvestia… Durante la guerra, mientras visitaba el séptimo departamento de un
ejército,[2] me impresionó la voz de una teniente. Me parecía familiar, pero su
rostro me resultaba totalmente nuevo. Entablamos una conversación. La
teniente había trabajado de taquígrafa en Izvestia, en la época en que yo
transmitía casi todos los días artículos o comunicados desde el Madrid
asediado. Se oía mal, y la taquígrafa decía a menudo: «No se oye…,
deletree…». Yo gritaba: «Borís, Olga, Iván…». A veces el jefe del
departamento extranjero quería hablar conmigo, y la taquígrafa, para que no
nos cortasen la comunicación, me hablaba: «En Moscú hace un tiempo
espléndido» o bien «Su hija le envía saludos». Todo ello con el
acompañamiento de fondo de la artillería. Y de pronto me encontraba con esa
desconocida que yo conocía, de voz agradable y cordial, cerca de Briansk,
bajo un fuego de artillería.
Vuelvo a 1932. Comencé a hacer gestiones para que las autoridades
francesas me admitieran como corresponsal de Izvestia. Me convocaron en el
Ministerio de Asuntos Exteriores. Creí que querían hablar conmigo los
funcionarios encargados de mantener contacto con la prensa extranjera, pero
me mandaron al «control de extranjeros» que tan bien conocía por los
suplicios de los visados. Eran policías los que trabajaban allí y no
diplomáticos, y no se distinguían por su amabilidad en la manera de hablar. Vi
sobre una mesa una carpeta enorme con el nombre de ILIÁ EHRENBURG. El
funcionario se afanó a explicarme que me conocía en un sentido poco
favorable, que como corresponsal de un periódico bolchevique estaría
sometido a una vigilancia especial y que sería expulsado de Francia al menor
intento de infringir las reglas establecidas.
Unos dos meses más tarde tuve ocasión de hablar, ya no con policías
instalados en el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores, sino con
auténticos diplomáticos. Fue en Moscú, me invitó a comer el embajador de
Francia, Dejean. Entre los invitados había un agregado de la embajada de
Polonia. El embajador hizo sentar a Liuba a su lado y mantuvo con ella una
conversación totalmente pacífica acerca de las virtudes de los distintos quesos
franceses. Mientras, el consejero (no recuerdo su nombre) se puso a
preguntarme qué había visto durante mi viaje (poco antes había estado en
Bobriki). Se quedó insatisfecho con mi relato: «Me responde de manera
oficial, pero a nosotros nos gustaría hablar abiertamente. Todo el mundo sabe
que el plan quinquenal ha fracasado». El agregado polaco le apoyó: «Sobre
todo las obras de construcción en Bobriki». Yo me enfadé: ¿dónde estaba la
corrección diplomática? ¡Invitarme a una comida y abordar conversaciones
provocadoras! Ni siquiera pude paladear el vino o los quesos. Tomamos el
café en un saloncito contiguo. El consejero de la embajada abrió de repente un
tomo de la Pequeña Enciclopedia Soviética y se puso a leer con gran
solemnidad (silabeando, de un modo no del todo comprensible) lo que se
decía sobre mí. Al recordar este episodio, he buscado esa obra. Lo que sigue
es una breve cita: «Nutrido por la bohemia carente de toda conciencia de
clase, Ehrenburg se burla con ingenio del capitalismo y de la burguesía
occidental, pero no cree en las fuerzas creadoras del proletariado. Ratificando
la impotencia de la planificación socialista científica de la vida frente al
principio biológico elemental del hombre y vaticinando la impotencia de los
planes comunistas ante el sentimiento inmediato de la propiedad privada,
Ehrenburg se presenta como uno de los más brillantes representantes del ala
neoburguesa de la literatura». El artículo iba firmado por uno de los dirigentes
de la difunta RAPP.
De repente comprendí por qué el consejero de la embajada daba por
sentado que yo le hablaría del fracaso de las obras de construcción, lo
comprendí y me eché a reír. No me puse a explicarle que el autor del artículo
era un miembro de la RAPP y que se había disuelto no hacía mucho: para los
franceses, un diccionario enciclopédico es un libro de información. En él se
dice que Joffre ganó la batalla del Marne, que la vaca es un animal rumiante,
que Anatole France se distinguía por su estilo excelente y también por su
ironía, y todo eso era indiscutible por lo menos durante la vida de toda una
generación. El consejero, al leer que yo era un representante de la literatura
neoburguesa, creyó que a un miembro de la vieja diplomacia burguesa le
resultaría fácil hallar un lenguaje común conmigo. ¿Cómo iba a entender que
nuestro diccionario enciclopédico revisa sus juicios de un tomo a otro?
En 1932 yo creía que se había liquidado no sólo la RAPP, sino también
cierto estilo de crítica literaria. Era una ingenuidad, sobre todo para el autor
de Jurenito, que rebasaba ya la cuarentena. Enseguida entendí que me había
equivocado. Uno de nuestros críticos escribió que en mis libros «afloran los
rasgos del enemigo de clase deformados por la angustia» y me calificó de
«agente de la burguesía en el campo de la literatura». En 1934 apareció el
correspondiente tomo no ya de la Pequeña, sino de la Gran Enciclopedia
Soviética, y en él leí: «Ehrenburg: típico exponente del estado de ánimo de la
intelectualidad burguesa que ha seguido a los ideólogos de Smena vej». Como
ya he dicho, las percepciones se embotan con el tiempo. La primera vez que
leí este texto me quedé desconcertado, la décima vez me enojé y, a la
centésima, la etiqueta me dejó indiferente. Comprendí que los ataques
desordenados son una de las particularidades de una guerra que ni empezó
ayer ni terminará mañana: la artillería con frecuencia dispara sobre campo
propio. Eso no está bien, por supuesto, pero qué se le va a hacer. Un proyectil
puede matar, una ofensa sólo petrifica. Por amarga que sea una ofensa, no te
hará cambiar de opinión ni pasarte al campo enemigo.
También comprendí que la razón de todo esto no recaía en mi embrollada
biografía, ni en el hecho de haber vivido mucho tiempo en París: del mismo
modo inesperado, injusto e infundado se había difamado a otros escritores que
nunca se habían apasionado por el Medioevo, no conocían a Picasso ni habían
vivido en la rue Cotentin, sino en una pequeña calle de Moscú. Éste es el
motivo por el cual durante el Primer Congreso de Escritores Soviéticos pude
decir con total franqueza: «Me resulta difícil imaginarme el camino del
escritor como una buena carretera, plana y lisa. Una cosa para mí es
indiscutible: soy un escritor soviético ordinario. Es mi alegría, es mi orgullo».
32

En mayo de 1932 un acontecimiento inesperado sacudió París: un tal Pável


Gorgulov, oriundo del pueblo cosaco de Labinskaia, mató a plena luz del día
al presidente de la República francesa, Paul Doumer. El asesinato se cometió
en vísperas de unas elecciones parlamentarias, y los periódicos de derechas se
apresuraron a declarar que Gorgulov era bolchevique. Apareció enseguida
otro cosaco, de nombre Lázarev, que afirmó conocer a Gorgulov como agente
de la Cheká para la cual trabajaba con el sobrenombre de «Mongol».
Izvestia me confió el encargo de cubrir el proceso. Yo aún no tenía carnet
de periodista. Me sacó de apuros Semión Borísovich Chlénov, que conocía a
todo el mundo. El presidente del tribunal, Dreyfus, uno de los mayores juristas
de Francia, me autorizó a asistir al proceso como invitado suyo. Accedí por la
puerta de servicio y no me senté en la sala, sino detrás de los jueces.
Por la tarde, al salir del Palacio de Justicia, me detuvieron y no pude
presentar ningún documento que justificara mi presencia. Me llevaron a la
Prefectura, donde me sometieron a un interrogatorio humillante y me
encerraron. Estaba furioso, pues no llegaría a tiempo para mandar un
telegrama al periódico. En efecto, no me dejaron en libertad hasta la noche, y
la crónica apareció en Izvestia con un día de retraso.
El proceso duró tres días. Todo cuanto sucedía parecía una pesadilla
inverosímil. Ya he dicho que algunos trataban de presentar a Gorgulov como
un agente soviético: «Moscú desea sumir a Francia en la anarquía». Existía
otra versión según la cual Gorgulov era un agente de la policía francesa: el
asesinato había sido organizado para asegurar el éxito de la derecha en las
elecciones y hacer fracasar las negociaciones con Moscú. En verdad, todo era
a la vez más sencillo y más complicado. El crimen había sido obra de un
emigrado violento y desesperado, al borde de la locura. Durante tres días
observé a Gorgulov, escuché sus gritos exaltados y absurdos. Ante mí tenía a
un hombre que habría podido imaginar Dostoievski en sus horas de insomnio.
Gorgulov era un hombre robusto, alto. Cuando gritaba sus maldiciones
confusas, incoherentes, en un francés poco comprensible, los jurados, con
apariencia de notarios, tenderos y rentistas, se encogían como asustados.
Su acción resultaba ante todo inexplicable. En la década de 1920, Kaverda
había matado al embajador soviético Voikov, Conradi había asesinado a
Vorovski. Gorgulov había asesinado al presidente francés Doumer, un hombre
de derechas, un viejo de setenta y cinco años. Pero había una lógica en todo
ello: la del odio y de la desesperación.
En el juicio se dio a conocer la biografía del asesino. Gorgulov había
estudiado medicina en Praga y ejercido su profesión en una pequeña ciudad de
Moravia. Era un éxito, en una época en la que tantos emigrados rusos
trabajaban como peones o simplemente vivían de limosnas. Pero Gorgulov era
incapaz de acomodarse a una vida modesta en un país extranjero. En todo veía
malas jugadas y vejaciones. Creía que sus colegas checos le pasaban por
delante, empezó a beber, a armar escándalo, llevó el desenfreno de la taberna
rusa a la plácida vida de la pequeña y respetable ciudad.
Tampoco le apasionaba la medicina. Durante sus estudios universitarios en
Rostov frecuentaba un círculo literario. Se dedicó a la poesía. Una checa, ya
no joven pero exaltada, a la que conoció por casualidad, creyó en su talento y
le dio dinero para publicar un libro. Gorgulov escogió un pseudónimo
significativo: Bred [‘delirio’]. Leí sus libros. Parece que no carecía de
facultades, pero no sabía trabajar, y su delirio era pesado, repetitivo. Además,
uno tenía la impresión de haber leído todo aquello en alguna parte.
Al mismo tiempo no renunciaba a la política; al principio se consideraba
socialista, y llegó a explicar a un ministro checoslovaco cómo preservar la
democracia. Luego le sedujo el fascismo. Fundó un «partido nacional
campesino». Carecía de afiliados, pero tenía una hermosa bandera bordada
por dos bailarinas rusas de un cabaret.
Después de varios escándalos los checos le prohibieron ejercer la
medicina y se trasladó a París. Allí conoció a Yákovlev, que comerciaba con
medias de señora y publicaba el periódico Nabat [Rebato]. En aquellos años
los éxitos de Hitler inspiraban a mucha gente. Yákovlev, Gorgulov y una
decena de secuaces suyos se reunían todos los domingos en un café obrero de
Billancourt y, levantando el brazo, gritaban: «¡Rusia, despierta!».
Gorgulov se enfadó enseguida con Yákovlev y lanzó el programa de un
nuevo partido. Inventó igualmente una religión, el «naturismo», que
preconizaba la bondad y el amor a la naturaleza. Al mismo tiempo exhortaba a
exterminar a todos los comunistas y a los judíos. No tenía dinero; curaba en
secreto a cosacos conocidos suyos que enfermaban de gonorrea y gastaba los
francos así ganados en publicar libros de poesías u octavillas políticas.
Se preguntaba qué debía hacer. He aquí una lista de sus planes: trasladarse
a Jarbin, efectuar un viaje interplanetario en un cohete, matar a Dovgalevski,
alistarse en la Legión Extranjera, partir al Congo Belga, alistarse en las tropas
de asalto nazis, buscarse una novia rica.
La policía francesa supo que Gorgulov ejercía clandestinamente la
medicina y le retiraron el permiso de residencia. Se fue a Monaco. Al
principio procuró ganar en la ruleta, luego decidió que hacía falta liberar a
Rusia de los bolcheviques, no había otra salida. Escribió a Kuprín: «Soy un
escita, solitario y medio salvaje».
Detestaba a los franceses porque habían iniciado negociaciones con los
bolcheviques, mientras que a él, cosaco honrado, fiel aliado, lo habían
expulsado de Francia. Había leído, quién sabe dónde, que a Kolchak le
«habían traicionado los franceses», y el retrato de éste colgaba en la pared de
su habitación con dos fechas: el día de la muerte del almirante ruso y el día en
que iba a morir el presidente francés.
Todo cuanto sigue parece en efecto un desvarío. Gorgulov se trasladó a
París con dos revólveres, entró en la catedral a rezar, luego bebió un litro de
vino. Por temor a la policía, pues carecía de cédula de residencia, eligió un
hotel de tercera categoría donde se alquilaban habitaciones por una noche o
por una hora. Para desviar la atención, subió con una prostituta a la que no
tardó en despedir y se pasó la noche escribiendo: maldecía a los comunistas, a
los checos, a los judíos y a los franceses. Luego salió del hotel y mató a
Doumer.
Daba pena mirarle, parecía una bestia acorralada. Renegaron de él
Yákovlev y sus otros camaradas.
Me acuerdo de una imagen terrible. De noche, a la tenue luz de las
lámparas de araña llenas de polvo, la sala de la Audiencia hacía pensar en una
representación teatral: las vestimentas rituales de los jueces, las togas negras
de los abogados, el rostro del acusado, verdoso, cadavérico; todo parecía
irreal. El juez leyó la sentencia. Gorgulov saltó, se arrancó el cuello de la
camisa como si tuviera prisa por ofrecerse a la cuchilla de la guillotina y
gritó: «¡Francia me ha negado el permiso de residencia!».
Caminaba por una calle nocturna, desierta, y pensaba en el destino de
aquel hombre. Desde luego, Gorgulov no podía despertar compasión alguna:
había llevado una mala vida y perpetrado un crimen salvaje, absurdo. Pero yo
pensaba que en otro tiempo había sido un niño ruso como tantos otros, que
jugaba a los bolos en alguna calle polvorienta, bañada por el sol. Era terrible
que, ante la muerte, no hubiese encontrado otras palabras que «permiso de
residencia», la queja cotidiana y ordinaria del emigrado. ¿Por qué en sus
textos había escrito sobre el amor por los insectos y que quería degollar a
millones de personas? ¿Por qué había asesinado a Doumer? ¿Por qué había
querido desempeñar un papel que no era el suyo en un melodrama sangrante y
absurdo? Tres meses antes del crimen había escrito a su amigo Yákovlev: «En
mí no ha quedado más que un sentimiento: la sed de venganza». Vivía con una
esperanza: «¡Sólo la guerra nos salvará!». Recordé que Yákovlev vendía
medias de mujer… Por debajo de la pacífica marejada de la vida europea
pasaban corrientes amenazantes.
El proceso de Gorgulov constituía para mí una introducción psicológica a
una dura década. La palabra guerra se hizo habitual. Por todas partes la gente
empezó a familiarizarse con una empresa nueva y mala. Olía a sangre.
33

En verano y otoño de 1932 viajé mucho por la Unión Soviética. Estuve en las
obras de la carretera general Moscú-Donbás, en Bobriki, que pasó a llamarse
luego Stalinogorsk; en Kuznetsk, después Stalinsk; también, en Sverlovsk, en
Novosibirsk, en Tomsk. Era una época extraordinaria, pues por segunda vez un
huracán sacudía nuestro país. Pero así como la primera, en los años de la
guerra civil, se había producido como una fuerza espontánea de la naturaleza,
en esta segunda, íntimamente relacionada con la lucha de clases, la ira, el odio
y la angustia, la colectivización y el desarrollo de la industria pesada que
perturbaron la vida de decenas de millones de personas venían determinados
por un plan concreto, iban unidos a columnas de cifras, no se supeditaban a las
explosiones de las pasiones del pueblo, sino a las férreas leyes de la
necesidad.
Vi otra vez nudos ferroviarios atestados de gente con sus bártulos: se
estaba produciendo una gran migración. Los campesinos de Oriol o de Penza
abandonaban los pueblos y se abrían camino hacia el Este: les habían dicho
que allí distribuían pan, pescado seco e incluso azúcar.
Los komsomoles, llevados por el entusiasmo, partían para Magnitogorsk o
para Kuznetsk. Creían que bastaba con construir fábricas gigantescas para que
la tierra fuera un paraíso. En enero, con las heladas, el hierro quemaba las
manos. La gente estaba helada hasta el tuétano de los huesos. No había
canciones, ni banderas, ni discursos. La palabra entusiasmo, como tantas
otras, ha perdido valor por el uso abusivo, pero no cabe elegir otra para los
años del primer plan quinquenal, pues era precisamente el entusiasmo lo que
impulsaba a la juventud a realizar proezas diarias de las que se habla poco.
Muchos obreros sentían un verdadero amor por sus fábricas. Llamaban a
los altos hornos «Domna Ivánovna»; al horno Martin, «tío Martin». Pregunté a
un estudiante de una escuela técnica superior cómo se imaginaba París. Me
respondió: «Seguramente, en el centro hay fábricas enormes, y la gente vive
alrededor, en casas grandes, con excelente comunicación, centenares de
tranvías». Había llegado a Novosibirsk procedente de su pueblo y creía que
las ciudades crecen alrededor de las fábricas; sin embargo, había leído a
Victor Hugo, y me preguntó: «¿Dónde está la catedral de Notre Dame?».
Desde luego, entre los constructores había gente de toda clase. Veía llegar
a cínicos, aventureros, hombres que corrían de un lugar a otro en busca del
rublo fácil o «largo», como se decía entonces. Los campesinos desconfiaban
de las máquinas. Cuando fallaba una palanca, se enfadaban como si fuera un
caballo testarudo y a menudo estropeaban los mecanismos. Si unos se sentían
estimulados por sentimientos elevados, otros se esforzaban con la esperanza
de recibir un kilo de azúcar o un retal de tela para unos pantalones.
Vi convoyes de colonos especiales: se trataba de kulaks expropiados que
eran conducidos a Siberia, parecían las víctimas de un incendio. Los niños de
pecho lloraban, las madres no tenían leche. También transportaban a
horticultores de las cercanías de Moscú, pequeños traficantes de la plaza
Sujarevka, partidarios de alguna secta, malversadores de los bienes públicos.
En Taskent y en Riazán, en Tambov y en Semipalatinsk, los contratistas
reclutaban a excavadores, pontoneros, campesinos que habían huido de la
colectivización.
Fui a parar a pueblos donde era difícil encontrar a un hombre: no había
más que mujeres, viejos y niños. Muchas isbas habían quedado abandonadas.
Las mujeres estaban enojadas como las abejas de una colmena golpeada.
Tomsk era una ciudad pobre, abandonada. Se habían desmontado las vallas
para hacer fuego, no había aceras. Las personas más espabiladas se habían ido
a Novosibirsk, a Kuznetsk. Los «privados de derecho» escondían de los
transeúntes las lamparillas con que alumbraban los iconos. El té se bebía sin
azúcar. En la cantina se vendía agua mineral y cajitas de bombones.
Algunas ciudades tuvieron un crecimiento impetuoso. La de
Novonikoláievsk, que había perdido su rango de centro de distrito, se había
transformado en la ruidosa Novosibirsk. Las casas parecían pabellones de una
exposición. En el restaurante del hotel se bebía vodka durante toda la noche.
Alrededor de la ciudad los recién llegados construían barracas, excavaban
refugios. Se daban prisa, pues se acercaba el riguroso invierno siberiano. Los
nuevos pueblos recibían el nombre de «Najalovki». Los habitantes decían en
tono de broma: «En Estados Unidos, rascacielos; en nuestro país,
rascasuelos». Fue mucho tiempo antes de los rascacielos de Moscú.
La vida era difícil. Todo el mundo hablaba de racionamiento y de tiendas
de distribución. En Tomsk el pan negro parecía arcilla. Me acordé de 1920. En
el mercado se vendían trozos de azúcar, minúsculos y sucios. Los profesores
de universidad iban a hacer cola entre clase y clase. Los establecimientos de
Torgsin eran una tentación, pues allí vendían harina, azúcar y zapatos, pero
había que pagar con oro: alianzas o monedas zaristas puestas a buen recaudo.
Los que llegaban a Kuznetsk preguntaban de inmediato: «¿Dan carne?». En el
hospital, el pabellón de los enfermos de tifus estaba lleno: la epidemia otra
vez se cobraba vidas. En Tomsk vi a la mujer de un profesor fabricar jabón.
Todo hacía pensar en la retaguardia de una guerra, pero la retaguardia era el
frente, pues la guerra se libraba por doquier.
El país era como un inmenso lienzo pintado con dos colores: rosa y negro.
La esperanza convivía con la desesperación, el entusiasmo con la crueldad,
los héroes con los aprovechados, las luces con las tinieblas: la época ponía
alas a unos y mataba a otros.
Se celebraba una reunión en las obras de la arteria Moscú-Donbás. Un
terraplenador con gorro de cordero, de rostro curtido, decía: «¡Nosotros
somos cien veces más felices que los malditos capitalistas! Ellos tragan,
tragan y estiran la pata, sin saber para qué viven. Si las cosas van mal se
ponen la soga en el cuello y se matan. En cambio nosotros sabemos para qué
vivimos: nosotros construimos el comunismo. El mundo entero nos
contempla». Fui con él al comedor. En la entrada del barracón los obreros
tenían que entregar el gorro y se lo devolvían cuando restituían las cucharas.
Los gorros estaban amontonados en el suelo y a cada obrero le llevaba un rato
encontrar el suyo. Yo intentaba explicar al director que era humillante y
estúpido, que la gente perdía el tiempo en vano. Me miró con unos ojos vacíos
de expresión: «El responsable de las cucharas soy yo, no usted».
En Kuznetsk conocí a un jefe de taller que me contó que, ocho años antes,
pacía gansos en un pueblo. Era considerado un ingeniero muy capaz. Había
leído Kara Bogaz, de Paustovski, y hablaba del estilo literario con pasión.
En el viejo Kuznetsk me llevó un buen rato encontrar la casa en la que
había vivido Dostoievski, y cuando por fin la encontré, las mujeres me
respondían de mal humor: «Aquí no vive nadie que se llame así». Los
escolares me explicaban que conocían a muchos escritores: Pushkin, Gorki,
Demián Bedni, pero no habían estudiado a Dostoievski en clase.
Los campesinos de un pueblo cercano a Tomsk contaban: «Ha venido un
tipo y ha dicho: “Los que quieran construir el socialismo que vayan
voluntariamente al koljós y los que no quieran están en su perfecto derecho.
Pero lo diré sin ambages: con estos últimos sólo hay una solución, arrancarles
las tripas”». En el mismo pueblo conocí a una muchacha que, después del
trabajo, leía Cemento; me decía: «Es muy difícil comprenderlo todo, pero
estudio. Quiero ir a la ciudad. Ahora, si uno quiere estudiar, tiene todas las
posibilidades. Soy tan feliz que no encuentro la manera de expresarlo».
Por la carretera de Novosibirsk, llena de baches, corrían dando saltos
automóviles nuevos. Trasladaron a Kuznetsk máquinas formidables. Pero
construían fábricas gigantes poco menos que con las manos desnudas. Había
potentes excavadoras, pero veía a la gente transportar la tierra sobre la
espalda. No había bastantes grúas y un joven obrero construyó una de madera.
Poco antes de mi llegada se habían desplomado unos andamios, algunos
hombres cayeron sobre tierra removida y murieron ahogados. Los habían
enterrado con honores militares.
En Kuznetsk trabajaban doscientos veinte mil obreros. El jefe de las obras,
el viejo bolchevique S. M. Frankfurt, era un poseso, no sabría decirlo de otro
modo; apenas dormía, comía sin tomar asiento. Ahora había que descubrir la
causa de la enésima avería, ahora debía tranquilizar los ánimos de unos
obreros inestables que abandonaban el trabajo al grito de «danos equipos»,
ahora se ocupaba de instalar a un grupo de cosacos llegados sin previo aviso.
En su cuarto vi una acuarela que representaba París a la hora del crepúsculo
(Serguéi Mirónovich había sido emigrado político antes de la revolución).
Sobre el jefe de las obras se escribió mucho en la prensa durante aquellos
años. Después de 1937 desapareció el nombre de Frankfurt. (Hace poco me
enteré de lo que pasó con él. Finalizadas las obras de Kuznetsk, Ordzhonikidze
le envió a dirigir una nueva obra en Orsk, donde fue arrestado en 1937 junto
con cincuenta y ocho colaboradores suyos. En el proceso militar a que fue
sometido —celebrado, cómo no, a puerta cerrada— Serguéi Mirónovich dijo:
«He sido bolchevique y moriré bolchevique»: estas palabras figuran en acta.
En 1956 S. M. Frankfurt fue rehabilitado póstumamente). El ingeniero jefe I. P.
Bardin era un hombre extremadamente culto. De joven había trabajado en
Estados Unidos, estaba siempre atento a la evolución de la técnica.
Comprendía que la misión que se le había confiado era difícil e incluso
imposible de llevar a cabo, y sabía que la cumpliría. Se rompió una pierna
durante un accidente, pero enseguida se levantó de la cama y reanudó su
trabajo. Me pareció un hombre de carácter dulce y sombrío.
No había todavía ciudad, pero la obra avanzaba a pasos agigantados. En
los barracones se proyectaban películas. Se abrieron centros de distribución,
cantinas para los especialistas extranjeros. Comenzaron a llegar actores de
Moscú.
Comencé mi libro sobre Kuznetsk con las siguientes palabras: «Las
personas tenían voluntad y la energía de la desesperación, resistían. Las fieras
retrocedían. Los caballos respiraban pesadamente y caían. El capataz
Skvortsov trajo un perro de caza. Por las noches aullaba de hambre y de
tristeza. No tardó en estirar la pata. Las ratas intentaron adaptarse a las nuevas
condiciones, pero ni siquiera ellas resistieron la dureza de la vida. Sólo los
insectos no traicionaron al hombre: los piojos avanzaban en apretadas hordas,
las pulgas saltaban con brío, las chinches se arrastraban con aire diligente.
Una cucaracha, adivinando que no iba a encontrar ningún otro alimento, se
puso a morder a un hombre».
Los especialistas extranjeros que trabajaban en Kuznetsk decían que no se
podía construir así, que antes que nada había que hacer carreteras, levantar
casas para los trabajadores; además, la mano de obra fluctuaba, los hombres
no sabían utilizar las máquinas. Toda la empresa estaba condenada al fracaso.
Juzgaban por lo que habían estudiado en los manuales, en función de su propia
experiencia, con la psicología de las personas que viven en países tranquilos,
y no podían comprender un país que les era extraño, su clima moral y sus
capacidades. Vi de nuevo de lo que es capaz nuestro pueblo en los años de
prueba. La gente construía fábricas en condiciones tales que el éxito parecía
un milagro, como milagro le había parecido a la vieja generación la victoria
en la guerra civil, cuando Rusia, con los pies descalzos, famélica y sitiada,
derrotó a los invasores.
Pese a las dificultades, aparentemente invencibles, los talleres de las
fábricas se levantaban con rapidez. Entre los fosos excavados para los
cimientos se inauguraban cines. Se organizaban escuelas y clubes. En 1932 no
se podía dar un paso en Kuznetsk sin caer en un hoyo, pero ya humeaban los
primeros altos hornos, y en la asociación literaria los jóvenes discutían quién
era mejor escritor: Maiakovski o Yesenin.
Los jóvenes no vieron el paraíso con el que soñaban, pero diez años
después los altos hornos de Kuznetsk permitieron al Ejército Rojo salvar la
patria y el mundo del yugo de los crueles racistas.
Entraba en la vida una nueva generación, chicos y muchachas nacidos antes
de la Primera Guerra Mundial para quienes el zar, los fabricantes y los
gendarmes eran conceptos abstractos. Más que los altos hornos y los hornos
Martin a mí me interesaban aquellas nuevas personas que eran el porvenir de
nuestro país. Al fijarme en ellos descubrí una multitud de contradicciones. El
proceso de democratizar la cultura es largo y complicado. Durante los
primeros veinticinco años la difusión de la cultura se hizo a costa de su
profundidad. En los primeros momentos la alfabetización general condujo a un
semianalfabetismo espiritual, a una simplificación. Tan sólo en los años de la
Segunda Guerra Mundial se entró en un nuevo estadio, la profundización de la
cultura.
Recuerdo el asombro de los escritores franceses al enterarse de las tiradas
de las traducciones de Balzac, Stendhal, Zola y Maupassant a las lenguas de la
Unión Soviética. Desde luego, las cifras de las tiradas no son un certificado de
una buena cosecha, pero sí son datos indicadores de la ampliación de la
superficie sembrada. En aquellos años la sed de conocimiento no tenía límites.
Yo lo percibía con mayor agudeza, pues llegaba de un país en que vivían
Valéry, Claudel, Éluard, Saint-John Perse, Aragon, Supervielle, Desnos y
muchos otros poetas magníficos a quienes todos admiraban y muy pocos leían.
En el verano de 1932, estando en Moscú, recibí una carta de una pequeña
ciudad de los Urales. Me escribía un joven maestro: «Por cierto, pregunte al
escritor francés Drieu La Rochelle qué espíritu maligno le susurra
absurdidades como la siguiente: “La vida que ha sido carece por completo de
interés. La conciencia ya no es posible, pues no hay nada de lo que quepa
tomar conciencia”. (Extracto de Fuego fatuo publicado en nuestra
Literatúrnaia gazeta). Comuníquele de paso que uno de los millones de
individuos que pueblan el país del que usted procede y que no sin éxito tratan
de rehacer la vieja vida, le asegura por su honor que esa vieja vida está llena
“por completo” de interés y que, aparte de su conciencia enferma, existen aún
los yacimientos intactos de conciencia de millones de personas que van a
tomar conciencia de un sinfín de cosas. Dígale también que, a juicio de su
oponente de los remotos Urales, la conciencia humana sólo se está preparando
para desempeñar el grandioso papel que le ha asignado la historia, el de
traductor competente de la lengua majestuosa de los sentimientos hechos de
amor, odio, valentía, audacia, abnegación, etc., a un nuevo lenguaje que los
libere de todos los dogmas y haga posible una vida nueva».
(Drieu La Rochelle frecuentaba los círculos de izquierdas y a veces me lo
encontraba. Le traduje la carta del maestro de los Urales. Exclamó a la vez
que levantaba los brazos al cielo: «¡Por qué toma cada una de mis palabras en
serio! Es magnífico a la vez que estúpido»). Por supuesto, el maestro que me
envió aquella carta era de un nivel cultural muy superior a la media de los
jóvenes de aquella época. Si he citado sus reflexiones, no lo he hecho como
ejemplo del desarrollo espiritual de los jóvenes en los años del primer plan
quinquenal, sino porque la carta contiene palabras magníficas sobre los
yacimientos intactos de la conciencia. Fue precisamente en aquellos años
cuando se abrieron los primeros surcos en esta tierra virgen.
Un joven tungús vio una bicicleta por primera vez en Kuznetsk. La estuvo
observando durante un buen rato y al final preguntó: «¿Dónde está el motor?».
Sabía bien que la gente se desplazaba en automóviles, en aviones, pero nunca
había visto una bicicleta. En los remotos pueblos de Siberia la gente sabía de
la existencia de la telegrafía sin hilos y, al ver postes con cables, se
preguntaban, asombrados: «¿Qué necesidad hay de cables?».
En el museo de Tomsk conocí a una joven shorka. Era estudiante de
medicina y había traído al museo una estatuilla humana de madera que le
habían dado sus padres a modo de talismán contra la fiebre y los malos
espíritus. Supo que en el museo se recogían objetos tradicionales y ofreció la
figurilla. Me formuló preguntas sobre la vida de Francia: si allí había muchos
hospitales, cómo combatían el alcoholismo, si a los franceses les gustaba ir a
los conciertos, cuántos años tenía Romain Rolland. Tenía una mirada confiada
y llena de curiosidad. Sin duda, sus padres habían pedido a un viejo chamán o
hechicero que expulsara el demonio que se había apoderado de su díscola
hija.
En uno de los clubes de Kuznetsk se celebró una velada literaria. Se
recitaron poesías de Maiakovski. El público aplaudía. Enseguida un ingeniero
se puso a declamar «Por las costas de la lejana patria». Mi vecina, una
baskiria, mandó una notita en la que preguntaba: «¿Quién es el autor?». Nos
pusimos a hablar y reconoció: «Sé quién es Pushkin, escribió Eugenio
Oneguin, pero este poema nunca lo había leído. Quizá me falte algo de cultura,
pero me gusta mucho, incluso más que Maiakovski… No sabía que se pudieran
escribir cosas así».
En aquel tiempo resultaba difícil viajar y me vi obligado a esperar unos
días en la estación de Taiga para poder seguir mi ruta. El jefe del nudo
ferroviario me encontró allí y me dijo que le gustaba Julio Jurenito y puso a
mi disposición un vagón de servicio. Lo cierto es que no resultaba fácil viajar
en aquel vagón. Por la noche lo desenganchaban de improviso en cualquier
estación y lo dejaban en una vía muerta. Pero no quiero hablar del vagón, sino
de su encargada, una joven siberiana de nombre Valia. Tenía miedo de
abandonar el vagón aunque fuese sólo por una hora: «Pueden romper los
cristales, rajar los asientos». Me contó una historia insólita. Había llegado a
Kuznetsk procedente del pueblo y se puso a trabajar como empleada de la
limpieza. En el barracón donde vivía todo estaba limpio, uno de los jefes se
fijó y confiaron a Valia el vagón de servicio. Ella disponía de mucho tiempo y
comenzó a leer. Un ferroviario olvidó en el vagón el Manual de regulación
del movimiento de los trenes. Vaha me lo mostró, le eché un vistazo y no
entendí nada. Ella se echó a reír y me dijo: «Al principio yo tampoco entendía
nada, pero lo he debido de leer unas cien veces, y al final comencé a ver
claro. Ahora me he puesto a leer manuales de matemáticas. Me estoy
preparando para entrar en la facultad obrera». No negaré que tales encuentros
me impresionaban. Comencé a mirar el futuro con gran confianza.
He hablado mucho de las dificultades de la vida y no es posible contarlo
todo. En los barracones los jóvenes esposos se esforzaban en aislar su cama
colgando telas a modo de cortina. Por casualidad me hallaba en un barracón
cuando un joven terraplenador condujo allí a una chica (ya habían llegado las
heladas). No tenían cortina, y él tapó sus rostros con una chaqueta.
A pesar de la dureza de la vida cotidiana, nacían nuevos sentimientos,
nuevas ideas. Los jóvenes discutían a menudo en mi presencia para saber si
existía el amor eterno, si era posible justificar los celos, si la tristeza era para
un komsomol un signo de debilidad, si los constructores de la nueva sociedad
necesitan las poesías de Lérmontov, la música y horas de soledad.
Dije que me disponía a escribir un libro sobre los jóvenes y me trajeron
diarios personales y cartas. Me hablaban de su trabajo, de sus penas
amorosas. A veces yo formulaba preguntas y apuntaba sus respuestas.
Antes incluso de escribir la novela El segundo día, publiqué en La
Nouvelle Revue Française algunos de los documentos que había recogido.
Decía en el prefacio: «Por lo general, el escritor no comunica a sus lectores
los diversos materiales que le han ayudado a escribir un libro, pero me parece
que estos documentos tienen un valor al margen de mi trabajo. A muchas
personas les parecerán más convincentes que la mejor novela».
He encontrado en una biblioteca el viejo fascículo de la revista francesa,
he releído los extractos de diarios, cartas y notas taquigráficas y he pensado
que la vida ha cambiado, pero muchas de las cuestiones que me planteaban por
primera vez esos jóvenes siguen preocupando a nuestra juventud. Entonces,
como hoy, se discutía de qué manera se podía evitar la especialización
estricta, horrorizaba la duplicidad y la hipocresía, se planteaba el problema de
la amistad auténtica y se condenaba la indiferencia.
En la década de 1920 la vieja Rusia campesina vivía sus últimos
momentos. La mayoría de la gente presente en las fábricas y en las diversas
instituciones había sido formada antes de la revolución. A comienzos de la
década siguiente se produce un cambio radical. Recuerdo las obras de
Kuznetsk con horror y entusiasmo, pues allí todo era insostenible y
magnificado.
He comentado ya que el metal de Kuznetsk ayudó a nuestro país a
defenderse en los años de la invasión fascista. Pero ¿y el otro metal, el
humano? Los constructores de Kuznetsk, como todos los de su edad,
conocieron una vida difícil. Unos murieron jóvenes, bien en 1937, bien en el
frente. Otros empezaron a encorvar la espalda antes de tiempo, enmudecieron:
habían pasado por demasiados cambios inesperados, habían tenido que
habituarse y adaptarse a muchas cosas. Ahora, los personajes de El segundo
día que han sobrevivido han rebasado la cincuentena. Esta generación no ha
tenido mucho tiempo para reflexionar. Conocieron mañanas románticas y
crueles; la colectivización, la deskulakización, los andamios de las grandes
construcciones. Lo que siguió todo el mundo lo recuerda. Los que nacieron en
vísperas de la Primera Guerra Mundial han necesitado una cantidad de coraje
que habría bastado para varias generaciones, coraje no sólo en el trabajo o en
el combate, sino también en el silencio, en la incomprensión, en la inquietud.
Yo vi a esas personas llevadas por las alas del entusiasmo en 1932. Después
las alas dejaron de estar de moda. Las alas del primer plan quinquenal las
recibieron en herencia los hijos junto con las fábricas gigantescas por las
cuales se había pagado un precio muy alto.
34

Antes de mi viaje a Kuznetsk, había leído reportajes y relatos sobre las obras.
Lo que vi no era lo que había encontrado en las lecturas. No recuerdo
exactamente cuándo apareció en los artículos de literatura la palabra lakirovat
[‘barnizar’], me parece que fue más tarde. El diccionario da la definición
siguiente de este neologismo: «Adornar, presentar algo con un aspecto mejor
del que en realidad posee». No obstante, la realidad no es sólo más terrible,
sino también más bella que las imágenes sensatas y edificantes que los
«barnizadores» preparaban y siguen preparando.
¿Quién no se acuerda de las novelas o de las películas en que la guerra se
representa como maniobras, con alegres soldados vestidos con guerreras
nuevas, con canciones, eslóganes y desfiles hacia la victoria? ¿No se perdía la
fuerza de los colores bajo el barniz? ¿Acaso era posible ante la pantalla,
donde la caída de Berlín se presentaba como un espléndido espectáculo,
comprender la hazaña del pueblo soviético, que había resistido hasta la muerte
en Leningrado, en las puertas de Moscú y en una delgada franja de tierra a
orillas del Volga?
Lo mismo sucedió con los que construyeron Kuznetsk o Magnitogorsk. La
gente edificó esas fábricas en condiciones increíblemente difíciles. Sin duda,
nadie ha construido jamás ni lo hará de este modo. El fascismo se inmiscuyó
en nuestra vida mucho antes de 1941. En Occidente se preparaban febrilmente
para invadir la Unión Soviética y las primeras trincheras fueron las zanjas de
las nuevas construcciones.
Vi el sacrificio de unos, la avidez y la rutina de otros. Todos construían,
pero no con el mismo espíritu: unos por necesidad personal, otros por
coacción. Para muchos aquello no era sólo el inicio de la construcción de
fábricas, sino también el de la toma de conciencia. Titulé mi novela El
segundo día. Según la leyenda bíblica el mundo se creó en seis días. En el
primero, la luz se separó de las tinieblas; el día, de la noche. En el segundo
día, la tierra se separó de las aguas. El hombre no fue creado hasta el sexto
día. A mí me parecía que en la creación de la nueva sociedad, los años del
primer plan quinquenal constituían el segundo día: la tierra firme se separaba
poco a poco de los abismos. Y había muchos abismos (siempre son más
numerosos que la tierra, al igual que en el globo terráqueo son más abundantes
los mares que las tierras emergidas). Yo no quería callar este hecho, y al lado
de Kolia Rzhánov, de Smolin, de Irina y de los mejores representantes de la
joven generación, mostré en mi libro a los cínicos, a los egoístas, a la gente
indiferente hacia todo lo que no está vinculado a su destino personal.
No me esforcé en absoluto en ser un cronista imparcial: mi novela estaba
dictada por el entusiasmo, por el amor, por la aspiración a proteger los
primeros brotes de la nueva mentalidad. Por esto me esforzaba en ser veraz: la
realidad no necesitaba maquillaje. Sabía, desde luego, que muchos tildarían
mi relato de calumnia y repetirían una vez más que yo era un «escéptico
incorregible», dirían que yo había querido deformar una realidad espléndida,
que yo no había preparado una oleografía más según un modelo impuesto y
aprobado. Pero cuando escribía, no pensaba ni en los críticos ni en los
directores, no me preguntaba si publicarían o no mi libro, escribía arrastrado
por la emoción durante días y noches enteros.
Empecé la novela en noviembre y la terminé en febrero. Rehíce varias
veces algunos capítulos. Casi todos los días, como ya he dicho, me visitaba
Bábel, que leía las páginas de mi manuscrito, a veces me daba su beneplácito
y otras veces me decía: «Hay que reescribirlo una vez más, hay lagunas,
ángulos oscuros». De vez en cuando, quitándose las gafas después de haber
terminado su lectura, Isaak Emmanuílovich decía sonriendo con malicia:
«Bueno, si lo publican, será un milagro».
La novela contiene algunas conclusiones de mis largas reflexiones. Volodia
Safónov es un joven bueno y honesto. Estudia en la universidad de Tomsk,
luego se traslada a Kuznetsk. Ha leído mucho, tiene mucha sensibilidad
espiritual, su amor por Irina es puro, pero no cree en el nacimiento de una
nueva mentalidad. Según confiesa, está contaminado por la sabiduría de los
libros antiguos y le torturan la ingenuidad y el infantilismo de sus compañeros.
Apunta en su diario: «He trabajado en la fábrica. Estudio. Sin duda, me
convertiré en un especialista honrado. Pero todo esto me ha venido impuesto
del exterior. No participo en modo alguno con el corazón en la vida que me
rodea. […] Para la construcción no soy útil. Soy lo que se llama en minería,
creo recordar, una “roca estéril”. […] Habéis eliminado a los herejes, a los
soñadores, a los filósofos, a los poetas. Habéis instaurado la alfabetización
general y una ignorancia no menos generalizada. Después os reunís y,
siguiendo un guión ya preparado, barbotáis sobre la cultura. […] El
hormiguero es un modelo de racionalidad y de lógica, pero ya existía hace mil
años. Hay hormigas obreras, hormigas especialistas, hormigas dirigentes, pero
aún no ha habido la hormiga genial. Shakespeare no habló de hormigas. La
Acrópolis no fue construida por hormigas, ni fue una hormiga la que descubrió
la ley de la gravitación universal. Las hormigas no tienen un Séneca, un
Rafael, un Pushkin. Tienen un hormiguero, trabajan».
Volodia encuentra a un periodista francés, le interroga durante largo rato,
comprende que en Occidente no existe la cultura a la que aspira. En una
reunión de estudiantes Safónov tiene intención de denunciar la ingenuidad y la
ignorancia de sus camaradas pero, en lugar de eso, impresionado aún por la
conversación con el francés, dice: «¿Se puede dudar de la identidad de
aquellos a los que pertenece el futuro? Lo siento con particular intensidad
porque hay muchas posibilidades de que yo mismo esté condenado. Aspiro a
estar vinculado a los demás, me esfuerzo en trabajar bien… No se trata de mí,
sino de nosotros. Hago hincapié en la palabra nosotros. Nosotros tenemos que
vencer… La cultura no es una renta: no se puede guardar en un armario. Se
crea cada día, a cada hora, con cada palabra, con cada pensamiento, con cada
acción. Os he oído hablar de música, de poesía. Esto es el nacimiento de la
cultura, su progresión, una progresión dolorosa, difícil». Una vez vuelve a su
casa, escribe en su diario: «Lo más curioso es que yo hablaba con sinceridad.
En cualquier caso, no hablé porque tuviera miedo. Pero yo no decía lo que
pensaba. O lo que es lo mismo: era sincero, pero no del todo. Era como si
otros hablaran por mí».
Irina, en una carta no enviada, polemiza con él: «Tú eres más inteligente
que los otros, sabes más. Pero no haces nada para que la vida mejore. No ves
más que lo malo y te burlas. ¿Crees que yo misma no veo cuántas cosas
repugnantes nos rodean? Nuestra obra no se desarrolla en un magnífico y
pulcro laboratorio, sino, digámoslo sin rodeos, en medio de un establo. ¡La
pusilanimidad, la duplicidad, cuántos intereses mezquinos! Por momentos
siento miedo por todo y por todos. Por eso considero que debemos luchar y no
sólo reír y contar en voz baja historias estúpidas. […] Me has dicho: “El
hombre, ahora, no puede amar”. Pero esto no es verdad, mi querido Volodia…
La vida es ahora tan dura, tan tensa, tan grande que también crece el amor. ¡Es
difícil, muy difícil, amar en este momento! Tú has dicho “ahora no hay amor,
sino hierro colado” y has repetido “hierro colado, hierro colado”. No sé por
qué encuentras esto divertido, cuando no es cosa de risa, ni mucho menos.
Dime qué es más importante en este momento: ¿leer a tu Anatole France o
fundir rieles para que al final haya en el país un poco más de pan o de tela?
Pero la gente no hace sino producir hierro. O mejor, sólo funden hierro, pero
en este hierro colado no hay sólo coque y metal, sino también algo más. De la
misma manera que Senia “se lanza a las tinieblas de la melodía”, todo el
mundo se precipita ahora hacia lo alto, más y cada vez más. Y tenemos altos
hornos, poesía y amor».
Irina prefiere a Kolia Rzhánov, lleno de vida, que al Volodia condenado.
Pero no es por eso que Volodia se suicida. Nadie le tiende la soga, ni sus
camaradas, ni el viejo profesor al que acude en busca de consejo el último
día, ni el autor de la novela. Lo que le lleva a la desesperación es su
conciencia aguda. Si alguien le condena es, quizá, la época, la misma que
venía a visitarme por la noche en la rue Cotentin y mantenía conmigo
conversaciones interminables.
Me he detenido en Volodia porque muchos críticos han tratado de hacerlo
pasar por un enemigo. La edición de El segundo día de 1953 va acompañada
por las notas de B. Emeliánov, que asegura que Volodia es fascista porque
dice a la vieja bibliotecaria que le gustaría quemar todos los libros. Sí,
Volodia confiesa un día que detesta los libros, como un borracho odia el
vodka. Pero difícilmente este apasionado por la lectura hará pensar en un
guardia de asalto nazi. Volodia es víctima de sus contradicciones. Con un poco
menos de conciencia y un poco más de tenacidad no se habría quitado la vida,
sino que se habría convertido en un especialista respetado por todos.
En la novela no sólo mostré a Kolia y sus amigos, sino también a los
obreros yendo de un lado para otro, a los especuladores, a los ignorantes que
rompían las máquinas. Me esforcé en decir toda la verdad. Si la novela me
parecía y me parece optimista no es porque al final de las duras pruebas
empezaran a funcionar las secciones de las fábricas, sino porque miles,
millones de constructores, se convertían poco a poco en auténticos hombres.
La novela termina con las palabras de un viejo guerrillero: «Observad a Kolia
Rzhánov y a otros jóvenes. Luché con ellos en Kuznetsk cuando se produjo la
ruptura en los calentadores de aire. Luché con ellos por este dique… Yo, en
tanto que viejo guerrillero, diré que ahora ya puedo morir tranquilo porque
contamos, camaradas, con auténticos hombres».
No hay en la novela un protagonista. Es, como se suele decir, una novela
caleidoscópica: una multitud de personajes desfilan rápidamente. Me gustan
las frases cortas, el montaje rápido, las escenas fugaces. Quería encontrar una
forma nueva para un nuevo contenido.
En junio de 1934 la revista Literaturni kritik [El crítico literario]
organizó un debate en Moscú sobre El segundo día. Era la primera vez que
asistía a una reunión en la que se hablaba de un libro mío y debía tomar la
palabra. A menudo, en estas memorias, me he referido con ironía o disgusto a
mis razonamientos anteriores. Pues bien, he vuelto a leer el estenograma del
debate sobre El segundo día y, por raro que parezca, estoy de acuerdo con
casi todo lo que dije veintisiete años atrás: «Hoy me siento como uno de los
constructores del canal del mar Blanco: he pecado, pero he expiado mis
pecados, he sido admitido en las filas de los buenos ciudadanos que
construyen la patria socialista… La convicción de que nosotros, escritores,
debemos ser juzgados y de que nos hemos de arrepentir es, a mi modo de ver,
errónea… He escrito muchos libros malos, no los he dejado madurar, era
demasiado joven, pero jamás he calumniado la realidad soviética… Ahora
algunos camaradas afirman que en El segundo día me he regodeado
describiendo las dificultades porque estoy acostumbrado al confort… El
camarada Frankfurt, jefe de las obras y el secretario del comité de la ciudad
del Partido consideran que no he “cargado las tintas” en nada y que he
presentado las dificultades que en realidad existen… Otros camaradas han
dicho que Volodia es un joven inteligente, pero que no se le contrapone un
komsomol honrado y de erudición equivalente. No obstante, camaradas,
nosotros no nos encontramos en el sexto día, sino en el segundo… No sé si El
segundo día es un buen libro, pero no quiero ser un epígono… Mis libros
están escritos con garabatos. Sin duda, todos nosotros somos, hasta cierto
punto, unos Trediakovski. Pero Trediakovski desempeñó su papel… Es mejor
hoy en día escribir un libro débil, pero que te pertenece, que tomar un poco de
Zola, un poco de Tolstói y un poco de la realidad soviética».
Tampoco sé todavía si logré, aunque parcialmente, hacer realidad mi
propósito. Quizá El segundo día es un libro débil, pero no es un plagio y fue
escrito obedeciendo a una necesidad interna.
Después de leer la última página, Bábel me dijo: «Funciona», lo que
viniendo de él era para mí un gran elogio. (Cuando se tradujo el libro al
francés, recibí una larga carta de Romain Rolland. Me decía que El segundo
día le había ayudado a conocer mejor a los jóvenes soviéticos).
Envié el manuscrito a Irina y le rogué que lo entregara a la editorial
Soviétskaia Literatura. Pronto me hizo saber que le habían devuelto el original
con el siguiente comentario: «Diga a su padre que ha escrito un libro malo y
nocivo».
Decidí obrar de un modo desesperado: hice imprimir en París algunos
centenares de ejemplares numerados y los envié a Moscú, a los miembros del
buró político, a los directores de periódicos y revistas, a algunos escritores.
En la década de 1930 y de 1940, la suerte de un libro dependía a veces del
azar, de la opinión de un individuo. Era una lotería, y yo tuve suerte: algunos
meses más tarde recibí un largo telegrama de la editorial: me enviaban un
contrato, me felicitaban y me daban las gracias.
El segundo día apareció en Moscú en abril de 1934. Radek escribió en
Izvestia: «No es una novela rosa. Es una novela que muestra de modo verídico
nuestra realidad, sin disimular las duras condiciones de nuestra vida». El
mismo día apareció en Literatúrnaia gazeta un artículo de A. Garrí: «El
escritor ensalza la desenfrenada fuerza de la naturaleza, en este caso la
construcción de una de las plantas metalúrgicas más importantes del mundo.
Sobre el fondo del caos de la construcción, viven, aman y sufren pequeños
seres humanos. Además y por desgracia estos pequeños seres piensan. Y esto
ya no puede ser peor, porque sus pensamientos son del todo impotentes. En la
novela de I. Ehrenburg la gente se ha perdido en el caos de las construcciones,
se ha extraviado entre las zanjas, las excavadoras y las grúas. Este extraño
fenómeno no sólo les pasa a los tipos “negativos”, sino también a los
“positivos”. Y esto ya es una calumnia. La verdad es que si uno quiere buscar
reparos a la novela de I. Ehrenburg resulta fácil demostrar que esta obra es
una apología del desvarío austro-marxista afirmando que el “plan quinquenal
[está] construido sobre los huesos de los combatientes de choque”». Radek
protestaba en un segundo artículo: «¿Cree Garrí que para el artista el realismo
socialista consiste en pintar cromos, en mostrar lo fácil que es construir el
socialismo?». Este debate me parece sacado de los periódicos actuales.
Todo esto sucedía más de un año después de haber concluido El segundo
día. El día mismo que supe por la carta de Irina que la editorial rechazaba mi
libro me trajeron un periódico alemán en que se describía el auto de fe de
mayo: estudiantes de Berlín conducidos por Goebbels habían encendido una
hoguera delante de la universidad y lanzado a ella los libros que odiaban,
según una lista establecida de antemano. Y entre otros quemaron las
traducciones de mis novelas.
Los periódicos estaban llenos de acontecimientos espantosos: pogromos
contra los judíos, comunistas fusilados, campos de concentración. V. S.
Dovgalevski, llegado de Ginebra, contaba el fracaso de la conferencia sobre
el desarme. Rosenberg iba a Londres; algunos políticos ingleses se
manifestaban a favor del rearme de Alemania, contaban con que los nazis se
lanzarían contra Rusia. Precisamente por esto se firmó el «pacto de los
cuatro».
Estuve con Jean-Richard Bloch en un mitin antifascista celebrado en la
sala de la Mutualité. La concurrencia estaba nerviosa, la gente se ponía en pie
de un salto, los puños apretados. El relato de un alemán huido de un campo de
concentración arrancó las lágrimas a muchos de los presentes.
Luego nos sentamos en un café con el profesor Langevin. Decía sonriendo
con tristeza: «¡Qué estúpido es todo esto! La humanidad no ha salido aún de la
infancia, no tiene más que dos mil millones de años a sus espaldas». Le
pregunté: «¿Y cuántos tiene por delante?». «Diez mil millones, si no se suicida
por estupidez».
Jean-Richard se acaloraba, decía que había que crear comités antifascistas
en todas partes, actuar antes de que fuese tarde. Por delante del café pasaban
los obreros gritando: «Es la lucha final».
Enseguida llegó al café Andrée Viollis, una mujer valiente e inflexible.
Hablaba de las atrocidades cometidas por los legionarios en Indochina, de las
torturas, de los pueblos quemados. Oí contar las mismas historias diez, veinte
años más tarde. Las represiones cambiaban de forma, pero los colonizadores
se parecían por su crueldad y su impotencia. Hace poco recibí la visita de
unos escritores vietnamitas. Les mencioné el nombre de Andrée Viollis y me
dijeron con admiración: «La conocemos bien, es la escritora que primero dijo
la verdad en Occidente».
Daba inicio un nuevo capítulo, no sólo de la historia, sino de la vida de
cada individuo de mi generación. Tal vez el más difícil de los capítulos.
Libro cuarto
1

En 1933 conocí al director de cine estadounidense Lewis Milestone y no


tardamos en hacernos amigos. Era un hombre gordo y bueno. Siendo un
adolescente, antes de la Primera Guerra Mundial, había dejado Besarabia para
buscar fortuna en Estados Unidos; conoció la pobreza, pasó hambre, trabajó de
peón, de dependiente, de fotógrafo ambulante y, al final, llegó a ser director de
cine. La película Sin novedad en el frente le dio fama y dinero, pero él siguió
siendo sencillo y alegre o, como habría dicho Bábel, jovial. Amaba todo lo
ruso, no había olvidado la pintoresca habla del sur y se alegraba cuando le
ofrecían una copita de vodka y arenques en escabeche. Cuando vino por unas
semanas a la Unión Soviética, estableció de inmediato buena relación con los
directores soviéticos, ante quienes decía: «¿Cómo que soy Lewis Milestone?
Soy Lenia Milstein, de Kishinev».
Un día me contó que cuando Estados Unidos decidió entrar en guerra se
preguntó a los soldados si querían ir a Europa o quedarse en Estados Unidos;
se hicieron dos listas. Milestone estaba entre los que deseaban ir al frente,
pero enviaron sólo a los que querían quedarse en casa. Entre risas, Milestone
añadió: «Por lo general, así suele pasar en la vida». Era un pesimista alegre:
«En Hollywood no se puede hacer lo que uno quiere. Y lo mismo puede
decirse de otros lugares que no son Hollywood».
Decidió hacer una adaptación cinematográfica de mi vieja novela La vida
y la muerte de Nikolái Kurbov. Traté de disuadirlo: el libro no me gustaba y,
además, habría sido ridículo en 1933 mostrar a un comunista romántico
horrorizado ante el ambiente de la NEP. Milestone me urgía a que yo
escribiera sin falta el guión y me propuso alterar la trama, describir las
construcciones y el plan quinquenal: «Que los estadounidenses vean de lo que
son capaces los rusos».
Yo tenía serias dudas sobre mi capacidad para llevar a cabo la empresa:
no soy guionista y no estaba seguro de si podría escribir un guión decente,
pero hacer un baturrillo de varios libros me parecía un disparate. Aún así,
como Milestone me caía bien acepté escribir el guión con su colaboración.
Me invitó a una pequeña ciudad-balneario donde realizaba una ardua
tarea: adelgazar. Pesaba cien kilos y cada año pasaba tres semanas sin comer
nada, hasta perder alrededor de veinte; luego, como es natural, se abalanzaba
sobre la comida y pronto recobraba el aspecto de siempre. Para su período de
ayuno, elegía un hotel cómodo en el que la comida era tan mala que no había
modo de envidiar a los que comían y cenaban allí.
Permanecía tumbado y adelgazaba; mientras, sentado a su lado, yo tomaba
una comida insípida y escribía. Milestone, que tenía un magnífico sentido del
ritmo de las secuencias, decía: «Aquí hay que hacer una pausa… ¿Empezó a
llover, quizá? ¿O debería salir de la casa una viejecita con un cesto para la
compra?».
No conservo el texto del guión; lo recuerdo de un modo vago; creo que
combinaba Hollywood y la revolución, con algunos hallazgos aislados de
Milestone y rutina cinematográfica, sazonada con la ironía de dos personas
maduras.
Llegamos a escribir un grueso cuaderno hasta el final. Milestone adelgazó
—el traje le colgaba por todas partes— y por fin nos fuimos a París. En
Montparnasse, Milestone conoció al pintor Nathan Altman y le propuso que
hiciera los dibujos para los decorados y el vestuario.
El pesimismo de Milestone resultó justificado. El propietario de
Columbia, Harry Cohn, tras leer el guión dijo: «Hay mucho tema social y poco
sexo. No están los tiempos para tirar el dinero por la ventana».
Como es natural, Milestone se llevó un disgusto: había perdido cerca de un
año en ese proyecto, pero consiguió que Columbia nos pagara los honorarios
tanto a Altman como a mí.
(Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vi a Milestone en París… No
había adelgazado, pero estaba más lúgubre. Durante la guerra había rodado en
Hollywood una película sobre los soviéticos: quería, en la medida de sus
posibilidades, echarnos una mano. Cuando fui a Estados Unidos, hablé con él
por teléfono y me invitó a Hollywood; pero yo decidí irme al sur. No sé qué
hizo en los años de posguerra ni cuántas veces le obligaron a hacer lo que no
quería).
Altman y yo nos alegramos por aquel dinero inesperado. Entonces
abundaban en los periódicos las historias de dos suertudos que habían ganado
cinco millones de francos en la lotería del Estado; uno era carbonero y el otro
panadero. Si bien nuestra riqueza era incomparablemente más modesta, nos
llamábamos el uno al otro carbonero y panadero. Decidimos celebrar la
entrada del año 1934 por todo lo alto.
En la rue École de Médecine había un pequeño restaurante polaco al que
íbamos a veces, cuando añorábamos la cocina rusa. Los dueños eran
hospitalarios, y los conflictos soviético-polacos, frecuentes en aquellos años,
no se reflejaban en la calidad de los bigos[1] ni de los buñuelos de viento. La
noche de Año Nuevo el polaco cerró su restaurante y se trasladó a la rue
Cotentin. Nuestro apartamento constaba de dos habitaciones, abrimos las
puertas y colocamos en fila una decena de mesitas traídas del establecimiento.
En la entrada resplandecía un rótulo pintado por Altman: «El carbonero y el
panadero os dan la bienvenida».
Por las viejas fotografías veo que en aquella época engordé mucho; no
obstante, no me convertí en un bonachón, como Milestone; por el contrario, me
desvivía por entrar en combate, me rebelaba contra molinos de viento y contra
otros molinos más reales, me mofaba de los chivatos y de Paul Valéry, vertía
una lluvia de reproches sobre el surrealismo y la pintura rusa del siglo XIX,
jugaba con fuego. Escribía toda clase de panfletos casi a diario, enviaba
artículos combativos a Izvestia; en una palabra, me comportaba más como un
joven poeta que como un respetable escritor de cuarenta y tres años.
Me parecía que en 1933 Europa había tocado fondo y que empezaba a salir
a la superficie. Varios días antes de Año Nuevo, los periódicos informaron de
que los jueces de Leipzig habían tenido que absolver a Dimítrov. Era la
capitulación de Hitler ante la opinión pública. Frecuentaba a emigrantes
alemanes; decían que más temprano que tarde caería el régimen fascista; eso
era lo que deseaban y lo que deseaba yo también, creíamos que 1934 sería un
año fatídico para Hitler.
El fanatismo y la crueldad de los nazis engendraban intransigencia, sed de
venganza. Me acuerdo de que en La Closerie des Lilas, el jefe del primer
gobierno revolucionario de Hungría, el conde Károlyi, hombre de insólita
bondad, me dijo: «¿Sabe con qué sueño? Una hermosa mañana de verano.
Salgo a la terraza. Tomo café. Y de cada árbol cuelga un fascista…». Yo no
podía reprimir una sonrisa mientras le escuchaba.
Recuerdo uno de los primeros mítines antifascistas en París; intervinieron
el profesor Langevin, André Gide, Vaillant-Couturier y Malraux. André Gide
pronunció un discurso, argumentó que sólo el comunismo podía vencer al mal,
bebió agua a menudo, centelleaban los cristales de sus gafas. Los obreros
presentes en la sala nunca habían leído sus libros, pero sabían que era un
famoso escritor, y cuando Gide dijo: «Miro con esperanza hacia Moscú»,
gritaron de alegría. Malraux hablaba de una manera incomprensible; un tic
nervioso le contraía la cara; de repente se calló, levantó el puño y dijo a voz
en cuello: «Si hay guerra, nuestro lugar está en las filas del Ejército Rojo». La
sala rugió de entusiasmo.
Todo esto puede parecer asombroso. Con el discurrir del tiempo las
personas cambian y lo hacen de maneras muy diversas. Cuando un hombre
muere, entendemos con mayor claridad la unidad de sus años abigarrados, a
veces contradictorios, pero mientras está vivo, el día presente nos tapa el de
ayer.
En 1933 Paul Éluard era un acérrimo partidario del surrealismo; entonces
a duras penas habría podido nadie prever que sus versos serían recitados por
partisanos y maquis. Una vez Langevin dijo, con una triste sonrisa en los
labios, que Joliot-Curie no entendía todo el peligro que encerraba el fascismo.
En la actualidad André Malraux es ministro en el Gobierno de De Gaulle,
Pero durante ocho años, en París y en España, estuvo constantemente a mi
lado; fue mi amigo íntimo. Algunos autores de memorias se esfuerzan en
denigrar a sus antiguos amigos; eso no va conmigo. Ya advertí a los lectores
que, cuando hablara de personas aún vivas, guardaría silencio sobre muchas
cosas. Pero no puedo hablar de la década de 1930 sin mencionar a Malraux.
En 1933 se publicó su novela La condición humana. Acerca de ella
escribí: «Malraux ha enriquecido el camino al pasado no sólo con una
colección de esculturas; lo ha recargado con su conciencia de la complejidad,
de la imprescindible profundidad, de las finísimas contradicciones que
abundan en toda cultura cuando ésta ya ha vivido su cenit y está condenada a
muerte». No obstante, veía que Malraux avanzaba hacia la vida real, y me
alegré cuando unos escritores de lo más conservadores le otorgaron el Premio
Goncourt. Sobre el jurado pesaron las circunstancias: Francia se decantaba
hacia la izquierda.
Malraux me presentó a muchos escritores jóvenes, entre los cuales
figuraban Jean Cassou, Claude Aveline, Nizan, Eugéne Dabit. Trabé amistad
con uno de sus discípulos, Louis Guilloux. Al cabo de uno o dos años se
publicó su libro La sangre negra: una de las mejores novelas de entreguerras.
Había sido maestro en la ciudad bretona de Saint-Brieuc y no se asemejaba a
los escritores parisinos, sencillo y modesto como era, sin la inclinación a
filosofar o a complicar las cosas. (No hace mucho, de modo imprevisto, me
encontré a Guilloux en Roma; estuvimos recordando con afecto los viejos
tiempos).
También frecuentaba a escritores alemanes; conocí a Brecht, bueno y
astuto. Hablaba de la muerte, de las producciones de Meyerhold y de
agradables futilidades. El ex marinero Turek me aseguró que antes de un año
arrojarían a Hitler al Spree. Me gustaba por su optimismo y le regalé una pipa.
Toller se enamoraba, caía en la desesperación, hacía planes para obras de
teatro y para la liberación de Alemania; parecía como si en los bolsillos
llevara barajas de cartas con las que siempre estuviese construyendo casitas
de cartón.
Me gustó al instante Anna Seghers, extravagante, muy vivaz, miope pero
atenta a todo, distraída aunque recordaba a la perfección cada una de las
palabras pronunciadas como de pasada.
Nos veíamos, discutíamos, hacíamos conjeturas sobre qué pasaría. Unos
decían y perjuraban que el fascismo pronto se desplomaría en Alemania, otros
aseveraban que la peste negra alcanzaría a Francia.
Por lo demás, los colores cambiaban, y la peste en Francia fue azul. Asistí
varias veces a las manifestaciones de Solidarité Française. Jóvenes fascistas
con sus camisas azules marchaban brazo en alto, saludando a su Führer. Aquí y
allá surgían los llamamientos de las Croix de Feu y las Jeunesses Patriotes. A
diferencia de lo que ocurría en Alemania, entre los fascistas escaseaban los
obreros, y yo miraba con una sonrisa irónica a los «niños de papá» que
juraban que exterminarían a todos los comunistas.
Tenía previsto ir a Moscú en primavera. El Congreso de Escritores
Soviéticos debía celebrarse en verano. Estaba emocionado como una chica la
víspera de su primer baile; todos los escritores estarían allí, y habría debates
sinceros y profundos sobre el arte; sería, sin duda, un gran acontecimiento…
En 1933 leí Campos roturados, los últimos poemas de Bagritski, El
salvoconducto de Pasternak, los nuevos cuentos de Bábel, los poemas de
Selvjnski y de Zabolotski. Me pareció que nuestra literatura tomaba altura.
En 1933 muchos escritores franceses miraban con esperanza a los
comunistas; se debía, probablemente, al horror y la ira que se había apoderado
de millones de personas al enterarse de que los fascistas quemaban libros, de
las ejecuciones y los pogromos. El llamamiento de la Asociación de
Escritores Revolucionarios estaba suscrito, entre otros, por Jean Giono y
Pierre Drieu la Rochelle.
A Giono lo había conocido a finales de la década de 1920: era soñador,
sonreía con dulzura y escribía novelas poéticas sobre la vida rural. En 1933,
junto con muchos otros, condenaba el fascismo. Luego, durante mucho tiempo,
no tuve oportunidad de volver a verlo y me asombré cuando leí un artículo
suyo en que decía que era preciso reconciliarse con Hitler. Después se
reconcilió también con el régimen de ocupación, pero ya no me sorprendió.
Drieu la Rochelle se distinguía por su gran talento, era mucho más
importante, sincero a su manera, pero algo le carcomía el alma. Intervinimos
juntos en una conferencia en la Casa de la Cultura, donde se congregaba la
intelectualidad antifascista, y mantuvimos conversaciones amistosas. Al
volver a París después de uno de mis viajes, en la puerta de un café del
boulevard Saint-Germain vi a Drieu. Se apresuró a darme la espalda. Alguien
me regaló su libro más reciente. Contenía extrañas afirmaciones:
«Combatiremos contra todos. Ésa es la esencia del fascismo […]. La libertad
está agotada. El hombre debe sumergirse en sus oscuras profundidades. Esto
lo digo yo, un intelectual que siempre ha amado la libertad». Drieu se dejó
seducir por el fascismo cuando los nazis ocuparon Francia, colaboró con ellos
y en 1944, cuando vio que había hecho una apuesta a todas luces equivocada,
se voló los sesos.
A nuestras reuniones asistía un ensayista dotado de talento, hijo de un
obrero y bretón, de nombre Jean Guéhenno. Aún conservo un libro que me
regaló: Journal d’un homme de 40 ans. Lo tengo abierto ante mí: «Al final de
la guerra, en Oriente, se encendió un gran resplandor. Su luz nos ayuda a vivir.
[…] No seguimos su ejemplo. La batalla no se extendió. Vemos cómo se
extinguen y apagan las chispas de este incendio en el pantano de Occidente.
Pero, con todo, esta lucha y este ejemplo son casi toda nuestra esperanza, toda
nuestra alegría».
Hoy, Guéhenno es académico. Hace poco estuvo en Moscú y vino a
visitarme. Nuestros caminos se han separado en muchos puntos, pero
recordamos con cariño la época de mediados de la década de 1930.
A finales de 1933 los fascistas franceses alzaron la cabeza. París zumbaba
como un colmenar alarmado. La gente discutía hasta quedarse afónica en los
cafés, en el metro, en las esquinas de las calles. Las familias estaban
divididas. Recordaba en cierto modo al Moscú del verano de 1917.
Incluso los artistas de Montparnasse empezaban a interesarse por la
política. Por primera vez en mi vida me apasioné por la caja de la radio.
En un artículo, K. A. Fedin recuerda una velada celebrada en mi casa, en
la rue Cotentin, en que Malraux lo interrogó sobre la Unión Soviética y en que
el propio Fedin se las tuvo con Leonhard Frank. A menudo nos enzarzábamos
en discusiones, ya fuera en La Coupole o en mi casa.
De vez en cuando me encontraba con André Chamson; era un meridional
apasionado, simpático y afable, pero al escucharlo daba la impresión de que
ejecutaría a cualquier sospechoso de fascismo, se definía como «jacobino».
Hoy en día también es académico; nos encontramos una vez cada cinco o diez
años y recordamos con sosiego el pasado. A La Coupole venían también S. B.
Chlénov, Elsa Triolet, Aragon, Desnos, Roger Vailland, René Crevel y otros
surrealistas pasados y presentes. René Crevel tenía en los ojos la impresión de
alguien bueno y angustiado. Sufría penosamente la ruptura entre comunistas y
surrealistas. Yo trataba de calmarlo, pero sin éxito.
A veces el frenético Vogel, editor de los semanarios Vu y Lu me invitaba a
su casa de campo, la Faisanderie. Era un esnob no por pose, sino de natural, él
ni siquiera se daba cuenta. Admiraba la Unión Soviética, había ido a Moscú
con A. A. Ignátiev, invitaba a su casa a comunistas, pero se quedó un poco
desconcertado cuando su hija Marie-Claude se casó con Vaillant-Couturier. En
la Faisanderie las discusiones eran constantes y Vogel era el que gritaba más:
suave en la vida, era vehemente al defender sus opiniones.
No tengo por qué esconder que yo estaba muy contento con mi éxito: a
pesar de las lúgubres predicciones, El segundo día se publicó en Moscú.
¿Acaso esto influyó en mi juicio sobre los diversos acontecimientos en la
capital rusa? A lo largo de mi vida a menudo he visto qué influencia ejercen
sobre los juicios de la gente sus asuntos personales, sus éxitos o fracasos en el
trabajo e incluso su estado de salud.
Sea como sea, veía el futuro con confianza.
A finales de diciembre recibí un telegrama de Moscú: «Casada con Borís
Lapin. Apellido y dirección de siempre. Feliz año nuevo. Irina». Había
conocido a Borís Lapin un año antes, me gustó porque en él se daba una
insólita combinación: el amor por los libros y las aventuras difíciles y
peligrosas; me había gustado también su libro. No obstante, el telegrama me
sorprendió: Irina nunca me había escrito acerca de Lapin. Las palabras sobre
el apellido y la dirección me parecieron divertidas; en ellas había mucho del
carácter de Irina y de la época.
Bebimos por la felicidad de Irina. La fiesta de Año Nuevo fue todo un
éxito no sólo porque el cocinero polaco nos preparó una espléndida cena; casi
todos, y eso que había mucha gente, estaban de buen humor y nos divertimos
hasta la madrugada.
Tenía casi cuarenta y tres años; ya no era tan joven, pero al parecer
todavía era inmaduro. Creía en el inminente derrumbe del fascismo, el triunfo
de la justicia, el florecimiento del arte. Los pasados años me parecían una
larga vigilia, y titulé el libro de artículos escritos entre 1932 y 1933 Un
prolongado desenlace. Nada diré para tratar de justificarme: compartía las
ilusiones de mucha gente y no podía imaginar que iba a envejecer sin ver el
desenlace.
2

Conocí a Ilf y Petrov en Moscú, en 1932, pero no nos hicimos amigos hasta un
año después, cuando fueron a París. En aquella época los viajes al extranjero
de nuestros escritores solían estar plagados de incidentes inesperados. Ilf y
Petrov llegaron a Italia en un buque de guerra soviético a bordo del cual tenían
intención de regresar, pero en lugar de ello fueron a Viena, con la esperanza de
cobrar los derechos de autor por la traducción de su Las doce sillas.[1] Les
costó mucho cobrar del editor una pequeña suma, gracias a la cual viajaron a
París.
Conocía a una dama, de origen ruso, que trabajaba en una compañía
cinematográfica de tres al cuarto. Era una mujer muy buena. La convencí de
que nadie podría escribir un guión de comedia mejor que Ilf y Petrov, y les
dieron un anticipo. Naturalmente, les conté de inmediato la historia del
carbonero y el panadero, los ganadores de la lotería. Cada día me
preguntaban: «¿Qué dicen hoy los periódicos sobre nuestros millonarios?».
Cuando llegó el momento de escribir el guión, Petrov me dijo: «Tenemos el
comienzo; un hombre pobre gana cinco millones».
Pasaban el día ocupados escribiendo en el hotel y por las noches venían a
La Coupole. Allí inventábamos situaciones cómicas; Sávich, el artista Altman,
el arquitecto polaco Senior y yo mismo ayudábamos a los autores del guión a
encontrar chistes.
La comedia fue un fracaso; pese a los esfuerzos de Ilf y Petrov el guión
delataba su falta de conocimiento real de la vida francesa. Pero el objetivo se
había logrado: disfrutaron de una estancia en Francia. Yo también gané algo:
conocer a dos personas maravillosas.
En mi recuerdo los dos nombres se funden: Ilfpetrov. Aun así, eran
completamente diferentes. Iliá Ilf era tímido y taciturno, sus bromas eran
cáusticas pero poco frecuentes, y como muchos escritores que han hecho reír a
millones de personas —desde Gógol hasta Zóschenko— era un tipo triste. En
París encontró a su hermano, un pintor que había llegado hacía tiempo de
Odesa y que trató de iniciarle en los misterios del arte moderno. A Ilf le
gustaban la confusión y el desconcierto espiritual. A Petrov, por el contrario,
le gustaba la comodidad; le resultaba fácil hacer amigos y en las reuniones
hablaba tanto por él como por Ilf; era capaz de hacer reír a los demás durante
horas y de unirse a las risas de los otros. Era un hombre excepcionalmente
cálido; quería mejorar la vida de todos y estaba siempre al acecho de cosas
que pudieran enriquecer o facilitar la vida de los demás. Pienso que es el
mayor optimista que he conocido. Podía decir de un canalla indudable: «¿Y si
hay un malentendido? No podemos creer en todo lo que se dice». Seis meses
antes de que Hitler nos atacara, Petrov fue enviado a Alemania. «Los alemanes
están hartos de la guerra», nos aseguró a su regreso.
No, Ilf y Petrov no eran hermanos siameses, pero escribían juntos,
marchaban juntos por el mundo y vivían en perfecta armonía. Por así decirlo,
se complementaban: el ingenio cáustico de Ilf era un buen condimento para el
humor amable de Petrov.
Pese a su carácter taciturno, por alguna razón Ilf eclipsaba a Petrov, de
modo que a éste último sólo llegué a conocerle mejor mucho más tarde,
durante la guerra.
Viene a mi mente el destino de los escritores satíricos soviéticos
Zóschenko, Koltsov y Erdman. Ilf y Petrov fueron afortunados en todos los
sentidos. Los lectores los adoraron desde la publicación de su primera novela.
Tenían pocos enemigos y no era frecuente que recibieran críticas adversas.
Fueron al extranjero, viajaron a Estados Unidos y el libro que escribieron
sobre ese viaje[2] resultó ameno e inteligente; sabían utilizar los ojos. Fue en
1936 cuando escribieron sobre Estados Unidos y en eso también tuvieron
suerte: lo que llamamos el «culto a la personalidad» era poco favorable a la
sátira.
Los dos murieron jóvenes. Ilf contrajo tuberculosis en Estados Unidos y
murió en la primavera de 1937, a los treinta y nueve años. Petrov tenía treinta
y ocho cuando se mató cerca de la frontera en un accidente de avión.
Ya antes de viajar a Estados Unidos, Ilf solía afirmar: «Se nos ha agotado
el repertorio» o «El árbol ha dejado de dar frutos». Pero después de leer sus
libretas de apuntes uno se da cuenta de que, como escritor, apenas estaba
cogiendo el tranquillo: cuando murió había alcanzado un estilo parecido al de
Chejonte.[3] En cierta ocasión me dijo: «Me gustaría escribir algo como La
grosella o Una buena mujer». No era sólo un escritor satírico, sino un poeta
(en su primera juventud había escrito poesía, pero no es eso lo que quiero
decir; las entradas de su diario están llenas de poesía auténtica, lacónica y
sobria).
«¿Cómo vamos a escribir ahora?», me preguntó Ilf durante su última
estancia en París. «A los “grandes arregladores” los han sacado de
circulación. En los artículos de periódicos uno puede exponer a burócratas
despóticos, a ladrones y a sinvergüenzas. Si hay un nombre o una dirección,
tienes un “caso feo”. Pero, si escribes un cuento, de inmediato se oyen los
aullidos: “Estás generalizando, no es un caso típico, es una calumnia”».
Un día, en París, Ilf y Petrov discutían cuál sería el tema de su tercera
novela. De pronto, Ilf parecía apesadumbrado. «¿Realmente crees que vale la
pena escribir una novela? Como de costumbre, lo único que quieres, Evgeni,
es demostrar que Vsévolod Ivánov estaba equivocado y que en Siberia crecen
palmeras».
No obstante, entre sus numerosas notas, Ilf dejó el proyecto de una novela
fantástica. El argumento cuenta cómo, por razones desconocidas, se proyecta
un plan para construir en una pequeña ciudad del Volga un conjunto de estudios
de cine «siguiendo el modelo de la Antigua Grecia, pero con todos los últimos
adelantos técnicos estadounidenses. Decidieron enviar simultáneamente dos
expediciones —una a Atenas, otra a Hollywood—, después de lo cual ambas
experiencias, por así decirlo, se juntarían y se construiría el lugar». Tras la
muerte de uno de los miembros de la expedición, los que habían sido enviados
a Hollywood reciben dinero de un seguro de vida y se dan a la bebida.
«Vagabundearon con las aguas del Pacífico hasta las rodillas[4] y la magnífica
puesta de sol iluminó sus radiantes jetas borrachas. Los pescaron unos
molokanes,[5] autorizados por míster Aberson, representante de la industria
cinematográfica estadounidense». En Atenas la expedición les fue mal: los
dracmas se acabaron pronto. Ambas expediciones se reúnen en el burdel
Esfinge de París y, horrorizadas, regresan a casa, temerosas de las represalias.
Pero todo el mundo se ha olvidado de ellos y, además, ya nadie tiene intención
de construir la ciudad del cine.
No escribieron la novela. Ilf sabía que estaba muriendo. Escribió en su
cuaderno: «Una primavera tan ominosa y helada que a uno se le llena el alma
de frío y temor. Qué suerte tan espantosa la mía».
Después de la muerte de Ilf, Petrov escribió: «En mi opinión, sus últimas
notas, escritas a máquina y muy apretujadas, a un solo espacio, son una gran
obra literaria: poética y triste».
A mí también me parece que los cuadernos de Ilf no son sólo un documento
notable, sino una prosa espléndida. Consiguió expresar su odio a la vulgaridad
y el terror ante ella: «Cómo adoro las conversaciones de los oficinistas. El
hablar calmado y solemne de las mensajeras y el pausado intercambio de
pensamientos de los dependientes: “Y de postre había cerezas horneadas”».
«Estábamos sentados en silencio bajo la columnata de Ostafievo disfrutando
del sol. El silencio se prolongó unas dos horas más. De pronto apareció en la
calle una veraneante con una tetera cromada. Despedía destellos
deslumbrantes a la luz del sol. Nos animamos todos a la vez: “¿Dónde la
compraste? ¿Cuánto te ha costado?”». «Habían abierto una nueva tienda.
Salchichas para anémicos, tartas para neurasténicos». «La tierra de los idiotas
serenos». «Ésa era la prole orgullosa de los pequeños trabajadores
responsables». «“¡No hay Dios! Pero ¿hay un poco de queso?”, preguntó, con
tristeza, el maestro». Escribió sobre los círculos que mejor conocía: «Los
compositores no hacían nada excepto denunciarse los unos a los otros en papel
de pentagrama…». «En todos los diarios la emprenden contra Zhárov. Llevan
diez años alabándolos y ahora lo atacarán otros diez. Lo criticarán por las
mismas razones que antes lo elogiaban. Es difícil y aburrido vivir entre
plácidos idiotas».
En las notas de Ilf hay algo que recuerda a Chéjov. Pero Ilf nunca llegó a
escribir La grosella ni Una buena mujer; no tuvo tiempo, o tal vez, por pura
modestia, no se decidió a hacerlo.
Petrov sufrió mucho por la pérdida de Ilf: no se sentía apenado sólo por la
desaparición de su amigo más cercano, sino también porque se dio cuenta de
que el autor que la gente llamaba Ilfpetrov había muerto. Cuando nos vimos en
1940, después de una larga separación, me dijo con una tristeza extraña en él:
«Tendré que empezar de nuevo».
¿Qué habría podido escribir? Es difícil de decir. Tenía un gran talento y
una personalidad muy fuerte. No tuvo tiempo de demostrarlo: estalló la guerra.
Llevó a cabo un trabajo ingrato. S. A. Lozovsky dirigía el Sovinformburó,
la agencia responsable de enviar información al extranjero. Las cosas se nos
habían puesto difíciles y muchos de nuestros aliados se estaban rindiendo.
Había que contar la verdad a los estadounidenses. Lozovsky sabía que sólo
había unos pocos escritores capaces de entender la mentalidad estadounidense
y de escribir para ellos sin citar constantemente a Marx ni utilizar clichés.
De modo que Petrov se convirtió en corresponsal de guerra para NANA
(la Agencia de Noticias de Estados Unidos, la misma que había enviado a
Hemingway a España); trabajó con valor y tenacidad. También escribió para
Izvestia y Krásnaia zvezdá.
Vivíamos en el Hotel Moskvá; era el primer invierno de la guerra. El 5 de
febrero la luz se fue, se detuvieron los ascensores. Esa misma noche Petrov
regresó de la zona de Sujinichi sufriendo neurosis de guerra. Disimuló su
estado anímico ante sus compañeros de viaje, se arrastró dolorido por las
escaleras hasta el noveno piso y cayó desmayado. Fui a visitarlo dos días
después; a duras penas podía hablar. Llamaron a un médico. Pero, aun
guardando reposo en cama, escribió sobre la batalla.
En junio de 1942 —una época en que las cosas iban muy mal— estábamos
reunidos en el mismo hotel, en la habitación de K. A. Úmanski. Llegó el
almirante Isákov. Petrov le pidió que le ayudara a entrar en la sitiada
Sebastopol. El almirante trató de disuadirlo. Petrov insistió. Unos días
después se las apañó para entrar en Sebastopol. Allí se encontró en medio de
un feroz bombardeo. Cuando regresaba en el destructor Taskent; una bomba
alemana impactó contra el barco; se produjeron muchas bajas. Petrov alcanzó
las costas de Novorossíisk. Allí se vio involucrado en un accidente de coche,
pero otra vez salió ileso. Había empezado a escribir un artículo sobre
Sebastopol y tenía prisa por regresar a Moscú. El avión en el que viajaba
volaba bajo, como solían hacer los nuestros en la frontera y se estrelló contra
la cima de una colina. La muerte llevaba mucho tiempo persiguiendo a Petrov;
al final lo alcanzó.
(Poco después de este episodio el almirante Isákov resultó gravemente
herido y más tarde Úmanski murió en un accidente aéreo en México).
Ilf y Petrov fueron casos excepcionales en el mundo de las letras: ambos
eran buenos hombres, no se daban aires, ni se jactaban, tampoco dieron
codazos para auparse por encima de los demás. Se comprometían con todos
los trabajos que les ofrecían, incluso los más duros, gastando mucha de su
energía en los artículos periodísticos, y eso los honra porque lo hicieron para
combatir la crueldad, la brutalidad y la prepotencia. Fueron buenos hombres,
ninguna palabra los define mejor. Buenos escritores: en una época muy difícil
la gente se reía con sus libros. El pícaro y feliz Ostap Bénder[6] entretuvo y
todavía entretiene a millones de lectores. Y yo, sin que me ciegue la amistad
de mis colegas escritores, añadiré algo más sobre Iliá Ilf y Evgeni Petrov:
fueron unos buenos amigos para mí.
3

Una vez, en 1931 o 1932, comía con Merle en un restaurante marsellés. En la


mesa de al lado estaba sentado un apuesto joven moreno que parecía un
bailarín argentino. Cortejaba a una señora: cuando una vendedora de flores
ambulante le ofreció una rosa a la dama, él le tiró un billete a la chica y dijo
en voz excesivamente alta: «Quédese con el cambio». Merle se inclinó hacia
mí: «Éste es Aleksandr, uno de los pícaros más listos de París. Por cierto, es
compatriota suyo». No le urgí a que me diera más detalles: en París los
pícaros de talento abundaban y los había de todas las nacionalidades.
Pero en enero de 1934 vi en todos los periódicos la fotografía de aquel
moreno elegante. Aleksandr Staviski, en efecto, había nacido en Kiev, en
Slobodka. Los periodistas le llamaban «el apuesto Sasha». Se había
descubierto que el atractivo galán se había embolsado en poco tiempo
seiscientos cincuenta millones de francos. Los periódicos informaban de que
en el pasado ya lo habían condenado tres veces, de que gozaba de la confianza
de los diplomáticos, de que trabajaba para la policía y repartía cheques
despreocupadamente, como si fueran rosas, y no sólo a diputados sino también
a algunos ministros.
Se desencadenó una polémica en los periódicos: los derechistas
aseguraban que Staviski sobornaba a los radicales; éstos respondían, a su vez,
que los cheques también iban a parar a manos de los amigos de Tardieu.
De repente el apuesto Sasha se suicidó. Los periódicos aportaban detalles
conmovedores; el pícaro se convirtió en una especie de Werther; resultó que a
Staviski lo había matado un agente de policía. La policía temía que, al verse
entre la espada y la pared, comenzara a hacer revelaciones, y en el affaire
estaban comprometidos demasiados personajes relevantes.
Todo lo ocurrido hacía pensar en las aventuras de Ostap Bénder. En la
instrucción se estableció, por ejemplo, que el diputado Bonnaure había
aceptado cuantiosos sobornos. No recuerdo a qué partido pertenecía, pero en
la campaña electoral decía: «Mi programa es éste: ¡basta de principios
políticos! ¡La honestidad antes que nada!».
En Francia los escándalos financieros estaban a la orden del día. Cada año
se descubría un nuevo caso de estafa masiva: Oustric, Péret, Bagdad, Ngoko-
Sanga. Éste sólo era uno más… Nunca pensé que el apuesto Sasha abriría una
nueva página de la historia.
Los periódicos de derechas comenzaron a ejercer el papel de moralistas,
pero se trataba de una maniobra política, porque en el poder había un gobierno
«de izquierdas». El ministro de Asuntos Exteriores, Paul-Boncour, era
partidario de una aproximación a la Unión Soviética. En cuanto a las
diferentes organizaciones fascistas, se inspiraban en el ejemplo de Alemania;
el escándalo en el que estaban comprometidos los diputados y algunos
ministros favorecía la campaña contra el parlamentarismo, por un «Estado
sano con un gobierno fuerte».
Estalló la crisis ministerial de turno; cambiaron pocas cosas: radicales y
socialistas eran mayoritarios en el Parlamento. El nuevo primer ministro,
Daladier, haciendo acopio de valor, decidió destituir al prefecto de policía, al
omnipotente Chiappe, que protegía a las organizaciones fascistas. A pesar de
su baja estatura, Chiappe sufría de megalomanía, era corso y, sin duda, quería
llegar a ser un Napoleón. Al enterarse de su destitución declaró que, si era
necesario, «saldría a la calle».
En efecto, dos días después, el 6 de febrero, en la elegante place de la
Concorde, asistí a una insurrección fascista. Los partidarios de Croix de Feu,
Solidarité Française y Jeunesses Patriotes intentaron abrirse paso a través del
puente hacia el edificio del Parlamento, donde se encontraban reunidos los
atemorizados diputados.
El canto de La Marsellesa de los fascistas era interrumpida por gritos. Los
policías, entre los cuales figuraban muchos corsos, se comportaron con una
suavidad insólita: muchos de ellos permanecían fieles a su jefe y compatriota
Chiappe. Además, ante ellos no había obreros con la típica gorra, sino jóvenes
bien vestidos. Los fascistas quemaron autobuses, volcaron estatuas de ninfas
en las Tullerías, cortaron las patas de los caballos de la Guardia Republicana
con sus navajas de afeitar. A veces se oían disparos. No tardaron en llegar
delincuentes comunes que comenzaron a saquear las tiendas. Por la mañana
todos estaban cansados y volvieron a sus casas.
A los radicales les gustaba denominarse «jacobinos»; no obstante, estos
«jacobinos» se amedrentaron; Daladier presentó su dimisión. Dieron inicio las
acostumbradas consultas parlamentarias, y el nuevo gabinete fue formado por
Doumergue, que incluyó en él a varios franceses respetables, como Pétain y
Laval.
Todo parecía normal, pero en realidad los tiempos habían cambiado. Los
comunistas llamaron a los obreros a levantarse contra los fascistas el 9 de
febrero. La noche era brumosa. Fui a la Gare de l’Est: corría la voz de que allí
se estaban produciendo escaramuzas entre los obreros y la policía. A mi lado
caminaba un obrero entrado en años; me pidió que le diera lumbre para
encenderse un cigarrillo y dijo: «¡Qué escándalo!». En ese momento emergió
de la niebla un coche cargado de policías; uno de ellos saltó fuera y golpeó al
obrero en la cabeza con una porra.
En una calle estrecha levantaban una barricada; arrastraban hacia allí
toneles, mesas, carretillas; la gente cantaba La Internacional. Intenté abrirme
paso. Comenzaron a disparar, no se veía nada. Cuando llegué corriendo a la
esquina, no había nadie; sólo vi sangre en la acera.
Despuntaba ya el día cuando me dirigí como pude al departamento de
telégrafos de la Bolsa, que permanecía abierto durante toda la noche; quería
transmitir cuanto antes un comunicado sobre lo ocurrido. De camino, me
detuvieron varias veces y me registraron.
Esto sucedió un viernes; los dos días siguientes se decidieron muchas
cosas: los sindicatos, tanto los que seguían a los comunistas como los
encabezados por los socialistas, consiguieron alcanzar un acuerdo: se convocó
una huelga general para el 12 de febrero. Las organizaciones obreras
dirigieron un llamamiento a todos los ciudadanos para que se reunieran en la
place de la Nation.
La víspera los periódicos habían escrito que la huelga fracasaría
inevitablemente; no obstante, al día siguiente no se publicó ninguno de ellos:
los impresores estaban en huelga. La vida quedó paralizada: no circulaban los
autobuses, cerraron las tiendas, no funcionaba el correo; incluso los maestros
se sumaron a la huelga.
Fui a la place de la Nation. Se trataba de la primera manifestación general
en París, y me impresionó la combinación de la adusta seguridad y la
inmutable alegría de la muchedumbre parisina. Centenares de camiones de la
policía y de la Guardia Republicana estaban aparcados en las calles
adyacentes, pero en la plaza la gente bromeaba, cantaba. Alguien decidió
adornar la estatua de la República con una bandera roja. La estatua era grande
y se alzaba sobre un alto pedestal. De repente se formó una pirámide de
cuerpos humanos. Los manifestantes saludaban con afecto a los extranjeros:
refugiados de Italia, Polonia y Alemania. Me acordé de los encolerizados
fascistas en la place de la Concorde. Dos mundos…
El 12 de febrero fue una fecha memorable para Francia. En apariencia no
había ocurrido nada y al día siguiente París tenía el aspecto de siempre. La
manifestación fascista del 6 de febrero había derribado al gobierno, mientras
que esta vez todos los ministros habían permanecido en sus puestos. Pero fue
justo este 12 de febrero el que produjo muchos cambios: no en la composición
del gobierno, sino en Francia. No sé cómo, cesaron de golpe las
especulaciones sobre cuándo intervendrían de nuevo los fascistas y a quién
nombrarían führer. Todos comprendieron que la fuerza estaba en manos del
pueblo. El 12 de febrero fue el primer ensayo del Frente Popular, que dos años
después sacudiría a Francia.
Durante todo el día deambulé por las calles, satisfecho, excitado. Por la
noche escribí un artículo y lo llevé a la oficina de telégrafos. Pero al día
siguiente llegó un telegrama de la redacción: en Viena se habían producido
enfrentamientos armados entre obreros y policías. Tenía que solicitar con
urgencia el visado austriaco y partir cuanto antes.
El 12 de febrero me dio alas; veía victorias por doquier. Después de París,
Viena… Parecía que se aproximaba aquella «batalla final y definitiva» que
habían contado los obreros de París una noche de niebla. Era una pena que un
hombre con pasaporte soviético no pudiera disparar: no me quedaba otra que
cumplir con mi trabajo como corresponsal de guerra…
4

Me di cuenta de que los austriacos no me iban a dar el visado de entrada y


decidí recurrir a un ardid: dije que iba a Moscú vía Viena y pedí un visado de
tránsito. Pensaba para mí: «Me quedaré en Viena cuanto sea necesario; además
no se sabe quién terminará ganando». Con todo, los austriacos tardaron dos
días en concederme el visado.
Cuando llegué a Viena, caían grandes copos de nieve, como si trataran de
cubrir las recientes heridas. Se veían agujeros negros en las paredes de las
casas alcanzadas por la artillería de la Heimwehr. En Floridsdorf flotaba el
olor a quemado. En las ventanas ondeaban tiras de sábanas y pañuelos: las
banderas blancas de la rendición. Vi el cadáver de una mujer abandonado
entre una pila de escombros. Los hombres de la Heimwehr detenían en las
calles a los viandantes y a algunos los registraban a conciencia. Todo se
parecía mucho a Presnia en diciembre de 1905.
Un periodista me contó que el día anterior, mientras aún duraban los
combates, habían procesado a un obrero. Estaba gravemente herido y lo
llevaron en camilla al tribunal. Tres horas después lo ahorcaron. A aquella
primera sentencia de muerte siguieron otras.
Traté de encontrar a gente que conocía e hice indagaciones. Todo el mundo
estaba asustado, contestaban a mis preguntas a regañadientes. Supe que
muchos combatientes de la Schutzbund habían conseguido llegar a la frontera
checoslovaca.
Después de la victoria en París, vi la derrota en Viena. No me había dado
cuenta de la naturaleza de la época en la que estábamos a punto de entrar y la
derrota de la Schutzbund me dejó estupefacto.
Recordé que, cuando había estado en Viena en 1928, me invitaron a visitar
las colonias obreras; la invitación estaba impresa en un bonito papel con el
emblema de la ciudad y estaba firmada por el alcalde, un socialdemócrata. Me
dio un recorrido un consejero municipal, también socialdemócrata. Vi unas
casas excelentes, con jardines, patios de deportes, espaciosas salas de lectura.
Al observar mi entusiasmo, mi guía se quedó encantado. Me invitó a un café
donde los trabajadores estaban enfrascados en la lectura de una docena de
periódicos de diverso signo político. Recuerdo que expresé mis dudas al
amable austriaco: «¡Las casas son espléndidas! Pero ¿no las están
construyendo sobre tierras que le pertenecen a alguien?». Mi interlocutor se
lanzó a explicarme que el socialismo triunfaría por medios pacíficos; después
de todo, en las últimas elecciones el setenta por ciento del electorado de Viena
había votado a los socialdemócratas.
Ahora los proyectiles habían perforado y ennegrecido esas casas
encantadoras que llevaban los nombres de Marx, Engels, Goethe, Liebknecht.
Oí un disparo: cayó un hombre de la Heimwehr. Fue el último y débil
trueno de la tormenta pasada. Los cafés del Ring estaban llenos de clientes
elegantes. Volvían a colgarlos carteles de los teatros: Baile en el Savoy, La
doncella temperamental, Dejadnos soñar.
Viajé a Bratislava, donde encontré a hombres de la Schutzbund. Uno de
ellos me contó que había salvado algunos documentos. Era socialdemócrata,
un obrero. Habló conmigo largo rato sobre los trágicos sucesos, me mostró las
actas de las reuniones que precedieron a los días de febrero y los informes de
los líderes regionales. Me dijo: «No me importa que usted sea un comunista.
He leído sus libros. Escriba la verdad. Cuente que no fuimos cobardes. Claro
que ha habido traidores, como Korbel, pero fueron pocos. Lo terrible es que
nuestros cabecillas dudaran tanto tiempo. Son buenos hombres, he trabajado
con ellos durante doce años, pero en cuanto empezó la batalla perdieron la
cabeza». Leí con atención los documentos y apunté todo lo que me contaron
los participantes de las bases que habían estado en la batalla. Habría podido
ponerme a trabajar allí mismo, pero me informaron de que estaba en Brno uno
de los líderes de la Schutzbund, Julius Deutsch. Fui a Brno. Deutsch frunció el
ceño y luego me contó su historia. Le sublevaba que Dollfuss y Fey hubieran
provocado el levantamiento. Me impresionó la discrepancia entre el
oportunismo político de sus argumentos y el carácter del hombre: duro y,
podría decirse, obstinado. Se comportaba mejor de lo que razonaba. (Su
siguiente destino también fue un cúmulo de contradicciones. Estuvo en España
durante la guerra civil, en la que fue promovido al rango de general, y los
socialdemócratas le volvieron la espalda: se le tenía por un hombre de
izquierdas. Luego también discutió a menudo con sus camaradas; muchas
veces lo expulsaron del partido y otras tantas lo readmitieron).
Vi a un hombre desalentado por los acontecimientos; su resentimiento me
hizo ver con claridad muchas cosas.
Brno queda cerca de la frontera austriaca. Por allí cruzaban continuamente
personas que huían de las represalias; hablaban de las horcas y de cuarteles
donde habían encerrado a tres mil obreros. Leí en el periódico que, entre otras
organizaciones marxistas, habían disuelto la Unión de Propietarios de Huertos
y Criadores de Conejos. Era divertido, pero no me sentí con fuerzas para
sonreír.
En Brno escribí algunos artículos para Izvestia; con ellos editaron un
librito que salió por entregas en el periódico.
Yo no sólo quería contar los hechos, sino también intentar comprender lo
ocurrido. Los obreros austriacos estaban bien organizados. Tal vez porque allí
los comunistas eran más débiles que en Alemania, los socialdemócratas
actuaban de distinta manera que sus camaradas alemanes; por ejemplo, habían
formado unidades de combate —la Schutzbund— e incluso escondido rifles y
ametralladoras de las autoridades. ¿Por qué, entonces, se había resuelto todo
en dos o tres días?
Por aquel entonces nuestra prensa llamaba social-fascistas a los
socialdemócratas; duro pero poco convincente. Desde luego, entre los
socialdemócratas alemanes hubo traidores que se adaptaron muy pronto al
régimen nazi. Pero los socialdemócratas no eran fascistas; a cualquiera que
conociera la vida en Occidente le costaba poco comprenderlo. Los fascistas
no temían a los socialdemócratas, pero los socialdemócratas tenían un miedo
mortal a los fascistas, y si no se decidieron a enfrentarse al fascismo fue
simplemente porque temían a los comunistas tanto como a los fascistas y
trataron de constituirse como una «tercera fuerza», lo que los llevó a perder
todo poder y arrastró a los obreros a una capitulación tras otra.
Los sucesos de Viena fueron toda una lección para mí. Vi a algunos
socialdemócratas austriacos (hombres completamente honestos, valientes en lo
personal pero tímidos en términos políticos) que, contra su voluntad, hicieron
todo lo posible para garantizar la victoria del canciller Dollfuss y el príncipe
Starhemberg, líder de la Heimwehr.
A comienzos de febrero el vicecanciller de Austria, Emil Fey, declaró:
«En el plazo de una semana limpiaremos Austria de marxistas». ¿Cómo
reaccionaron los líderes socialdemócratas? Tratando de convencer a los
diputados de la izquierda socialcristiana de que se unieran a su protesta.
Mientras tanto, la policía fue arrestando uno a uno a los líderes regionales de
la Schutzbund. Se pospuso la huelga general una y otra vez. Cuando los
trabajadores de Linz se negaron a entregar los fusiles y contraatacaron, llegó
un telegrama de Viena que informaba sobre la «salud de la tía Emma» (un
mensaje en clave: Viena recomendaba que se aplazara de nuevo la
manifestación). Sólo cuando los trabajadores de Florisdorf fueron a la huelga
y desenterraron las armas ocultas, los líderes de la Schutzbund enviaron el
telegrama «Karl se ha puesto enfermo», que significaba la declaración de la
huelga general.
Esto fue lo que escribí en Izvestia: «Los líderes socialdemócratas están en
lo cierto cuando afirman que los forzaron a entrar en combate. […] Estaban
dispuestos a rendirse, a condición de que les dejaran conservar sus galones y
el derecho a autodenominarse socialdemócratas en un estado fascista. Dollfuss
les negó ése derecho, de modo que a los socialdemócratas sólo les quedó una
alternativa: arrojar la toalla como habían hecho sus camaradas alemanes o
defenderse. Sé que, en febrero, muchos socialdemócratas dieron muestras de
un auténtico heroísmo. No temían la muerte, pero sí la victoria». En la
redacción estas líneas generaron confusión, pero de todos modos salieron
impresas.
Los sucesos de Viena me llevaron a pensar en la inoperancia política de
los líderes socialdemócratas. Me pregunté cómo se las habían apañado para
echar a perder a sectores de la clase trabajadora con tanto conformismo e
incluso docilidad. Los trabajadores de prensa de Viena no se declararon en
huelga. No podemos acusarlos de ignorancia. Sabían muy bien que el
canciller, Dollfuss, no haría nada para que sus vidas fueran más felices, pero,
aunque simpatizaban con la Schutzbund, imprimían diarios en los que sus
compañeros trabajadores eran llamados violadores, asesinos, mercenarios;
sabían que eso no era verdad, pero, inseguros del éxito de la resistencia,
temían perder sus trabajos (por los cuales, por cierto, recibían una paga muy
buena). Los trabajadores ferroviarios tampoco se unieron a la huelga; eso
permitió que el gobierno pudiera transportar a sus tropas para sofocar la
resistencia de las provincias. El primer día tomaron parte en la contienda
armada veinte mil obreros; el segundo y el tercer día sólo resistían siete u
ocho mil. No es que me sorprendiera; ha pasado una y otra vez a lo largo de la
historia. Lo que me impresionó fue que la huelga general terminara de golpe y
que los combatientes de la Schutzbund se encontraran sin retaguardia.
Entendí que el triunfo de Hitler no era un único incidente aislado. La clase
obrera estaba desunida en todas partes, aterrorizada por el desempleo,
desconcertada, cansada de promesas y de guerras periodísticas. Me
preguntaba qué sucedería a continuación; ¿París o Viena? ¿Resistencia o
rendición?
El año 1934, que yo había acogido con tantas esperanzas, se convirtió en
un año de desilusiones. Alzamientos fascistas y golpes de Estado uno detrás de
otro, desde Letonia hasta España. En otoño los mineros asturianos trataron de
cambiar el curso de los acontecimientos y fueron derrotados.
No puedo decir que, en febrero de 1934, la burguesía austriaca se alegrara
de la victoria de la Heimwehr. Claro que les satisfizo la derrota de la
Schuztbund, pero también temían a los fascistas. Ingenuamente, trataron de
recuperar el pasado lejano: los años despreocupados y frívolos de los
Habsburgo, los artículos ingeniosos ridiculizando el régimen, las crisis
ministeriales, los oficiales de opereta del Ring. Pero el siglo se resistía a
reanudar ciertas ceremonias. En febrero Dollfuss abatió a los trabajadores y
declaró una nueva Constitución que apestaba a militarismo berlinés y a
incienso del Vaticano. Vi a Dollfuss en Viena. Parecía un enano de cuento;
Velázquez habría podido hacerle un buen retrato. Sonreía complacido. Poco
después viajó a Italia, donde firmó un acuerdo con Mussolini mediante el cual
esperaba que Austria quedara a salvo de Hitler. En julio lo asesinó un
partidario del Führer. Cuando regresé a Viena dos años después, los
vencedores de febrero tenían un aspecto deplorable. El príncipe Starhemberg
se dedicaba al ejercicio físico y el ex vicecanciller Fey trabajaba en una
oficina de transporte. El nuevo canciller era el extremadamente cauto
Schuschnigg, que sabía que no debía provocar las iras de Dios ni las de Hitler.
En 1938, cuando los nazis invadieron Austria, Schuschnigg recomendó a los
austriacos que no opusieran resistencia. Sin embargo, los nazis lo encerraron
en un campo de concentración. La alegre burguesía vienesa tuvo que morir por
la Gran Alemania en el Don y el Volga. Tal fue el desenlace de la tragedia que
empezó en febrero de 1934.
5

Resultó bastante difícil salir de Checoslovaquia. Cuando llegué a Praga la


nieve aún no se había derretido. Los jardines ya habían tenido tiempo de
florecer. Nezval había escrito una docena de poemas y trató de convencerme
en varios cafés de que no había una gran diferencia entre el surrealismo de
Breton y el realismo socialista.
Conocí a Karel Čapek. Algunos críticos de izquierdas lo atacaban: en
tiempos de peligro todavía escribía sobre perros falderos. A juzgar por su
aspecto, Čapek era como el miembro de un club londinense, educado y
reservado, aunque yo noté enseguida la amargura que se escondía debajo de
esa máscara. Una hora después Čapek dijo: «En el pasado solíamos hablar del
viejo a quien se le curva la espalda bajo el peso de los años. Podríamos decir,
bajo el peso de los siglos. Vivimos en una era de una estupidez agresiva».
Mayerova me contó anécdotas divertidas sobre la vida de Hašek. Sólo
habían pasado dieciséis años desde el final de la guerra y los días de Švejk ya
parecían idílicos.
Hoffmeister me retrató de memoria (con o sin pipa, con la maleta o sin
ella; debo confesar que este objeto me preocupaba y que por pura superstición
no deshice mi maleta, aun cuando mis amigos hacía tiempo que habían dejado
de preguntarme cuándo tenía planeado marcharme. Se habían acostumbrado a
mi presencia, pero yo no pude acostumbrarme a mi situación; por mucho que
me gustara Praga, mi único deseo era marcharme).
Mis artículos se habían publicado en Izvestia antes de que yo pidiera un
visado de tránsito a los austriacos. Rechazaron mi solicitud. También me lo
denegaron los alemanes. Yo necesitaba el visado porque el vuelo Praga-París
hacía escala en Núremberg.
Herzfelde trasladó su editorial, Malik, a Praga. Me sorprendí al saber que
mis libros publicados en Berlín no habían sido quemados. Al parecer, los
nazis vendían los libros prohibidos en el extranjero, a precio de saldo.
Necesitaban las hogueras para demostrar la pureza de sus intenciones y su
inflexibilidad, pero no hacían ascos a las coronas checas.
En la editorial había muchas visitas: eran varios los escritores alemanes
que se habían ido a Praga. Uno de ellos me contó que en la embajada alemana
había un oficial aficionado a las letras que disfrutaba del favor de Von Papen,
que coleccionaba todos los libros prohibidos y tenía una edición de lujo de
Julio Jurenito. Era posible que aquel hombre se mostrara generoso y me
consiguiera un visado de tránsito.
Fui a la embajada alemana por segunda vez. El bibliófilo era alto, muy
rubio, de porte militar y mirada amable y miope. Me recibió con bastante
cordialidad y elogió mis libros pero se negó a darme el visado. «No quiero
incidentes». Yo no entendí a qué incidentes se refería, y empecé a asegurarle
que no abriría la boca en el aeropuerto de Núremberg. El diplomático sonrió:
«Podría suceder algo aunque no fuera culpa suya. Me parece que no está usted
bien informado sobre Alemania. Debería leer los artículos de Iliá Ehrenburg».
Traté de viajar por Hungría y Yugoslavia. La embajada húngara consultó a
Budapest; tuve que pagar un largo telegrama. La respuesta fue breve. El
secretario de la embajada me llamó al hotel: «Tendrá que escoger otra ruta».
El ministro de Asuntos Exteriores checoslovaco Edvard Beneš me invitó a
visitarlo. En un estudio enorme, vi a aquel hombre pequeño pero
extremadamente vivaz. Al principio habló sobre literatura y luego dijo, con
una sonrisa: «Sé que a usted le gusta Eslovaquia y que critica nuestra actitud
hacia la cultura eslovaca». Luego se dedicó a demostrarme que las políticas
del gobierno, después de todo, no eran tan malas. Yo estaba al corriente de las
negociaciones entre Praga y Moscú y sabía que era mejor mantener la boca
cerrada, pero no pude contenerme y comencé a discutir.
Finalmente, Beneš me dijo: «¿Podría ayudarle de algún modo?». Le
contesté con prisa: «Sí, ayúdeme a abandonar su adorable país. Tengo que
llegar a París. Se me han trastocado todos los planes». Y le conté todas mis
desafortunadas experiencias con los visados de tránsito. Beneš me llevó hasta
el mapa que colgaba en la pared: «Vea por usted mismo hasta qué punto
estamos sitiados. Checoslovaquia corre un riesgo mortal».
Después de reflexionar un poco, Beneš dijo que intentaría conseguirme un
visado rumano y que, si su intento tenía éxito, yo podría viajar a través de
Rumania, Yugoslavia e Italia. Eché un nuevo vistazo al mapa y sonreí: tenía
que ir hacia el oeste pero sólo podía viajar hacia el este. De todos modos, no
era momento de andarse con chiquitas y no pude sino darle las gracias a
Beneš.
En efecto, dos días después me llamaron de la embajada rumana. Me
observaron durante largo rato y luego también se tomaron su tiempo para
examinar mi pasaporte (esto sucedió antes de que se establecieran las
relaciones diplomáticas; nunca antes habían visto un pasaporte soviético).
El viaje fue interminable. Me vi obligado a pasar la noche en el pueblo
rumano de Oradia. Me fascinaron los viejos y elegantes carruajes cargados de
señoras emperifolladas, los campesinos descalzos y los policías listos; los
periodistas no estaban menos fascinados por mí: mi pasaporte soviético era
para ellos como la primera golondrina. Partí de Oradia en un lento tren y
llegué a Timisoara, donde vi a dos importantes personalidades: el ministro de
Educación Anguelescu y el führer de los colonos alemanes locales, Fabricius.
El ministro habló de la Gran Rumania y el Führer de la Gran Alemania.
Cuando dejé Rumania me registraron y me quitaron mi estilográfica por
considerarla contrabando, pero cuando el oficial de la aduana supo que yo era
escritor, me la devolvió entre suspiros. El oficial yugoslavo, para mi sorpresa,
me pidió un autógrafo y me dijo que le había gustado mi libro Las trece pipas.
Resultó que era un ruso que había ido a parar a Rumania con lo que había
quedado del ejército de Wrangel y que echaba de menos su patria. En el tren
había guardias armados. Algunos decían que eran los ustashi, los separatistas
croatas, quienes volaban los trenes; otros, que los dinamiteros seguían
instrucciones de la policía de Belgrado.
En Trieste di con una conocida, la mujer de un médico. Me contó una larga
historia sobre lo estúpida y humillante que era la vida bajo el dominio del
Duce. Cuando me acompañó a la estación le preguntó al jefe de estación a qué
hora partiría el tren y levantó la mano, al estilo fascista: «Discúlpeme por eso.
Es obligatorio», me dijo después.
Llegué a Venecia. La plataforma estaba cubierta con una alfombra roja; la
había cruzado solemnemente el canciller austriaco Dollfuss. En la piazza de
San Marco había un desfile de camisas negras. Los altavoces transmitían una
arenga de Mussolini: «¡Adelante, fascistas y proletarios de Italia!». Los
camisas negras aclamaron gozosos y, en efecto, marcharon hacia delante,
atravesando la plaza que brillaba después de una lluvia de primavera.
En Milán me invitó a su casa un editor que había publicado recientemente
una traducción italiana de El segundo día. Al libro le habían agregado un
prólogo que decía que, aunque la novela rebosaba de juicios imperfectos —el
autor, por ejemplo, ensalzaba el comunismo—, el lector italiano sería capaz
de separar la paja del trigo: El segundo día glorificaba el trabajo y, como
todos sabían, sólo la Italia fascista había conseguido la libertad y felicidad de
los trabajadores. Después de cerrar todas las puertas el editor me explicó casi
entre susurros que habría sido imposible publicar el libro sin aquel prólogo.
Luego su hija, una estudiante, dijo en voz alta: «Cuando leo “Duce, Duce”, en
las paredes, siento ganas de gritar de vergüenza».
Llegué a Francia con la amarga impresión de que los fascistas y los
semifascistas habían transformado rápidamente Europa en una jungla
impenetrable. Habían cortado todos los árboles de las fronteras, y en su lugar
crecían matorrales de alambre de púas. Registraban a los viajeros en busca de
periódicos, revólveres, correspondencia extranjera, bombas. Los fascistas
croatas atacaban a serbios cuyas opiniones compartían. En Rumania la
Guardia de Hierro saqueaba tiendas y amenazaba a los magiares, mientras que
en Hungría los seguidores de Horthy mataban a los campesinos y juraban que
reconquistarían Transilvania. Los camisas negras de Italia reclamaban el Tirol
austriaco y la Saboya francesa. La plaga fascista cruzaba las fronteras sin
necesidad de visado.
En la descripción de mi viaje por la jungla europea escribí: «Cuando uno
viaja por Europa, tiene la impresión de que está en guerra. Quién lucha contra
quién, es difícil de decir. Es muy probable que todo el mundo esté luchando
contra todos los demás».
Las imágenes de la derrota emergían ante mis ojos: Floridsdorf, los
harapos blancos, las fachadas carbonizadas, los hombres de la Heimwehr.
Sin embargo, lo que vi en Francia me devolvió el ánimo. Durante mi
ausencia se habían organizado cientos de comités de vigilancia. A las ciudades
llegaban campesinos armados con escopetas, preguntando dónde podían
encontrar a los fascistas. Fui a uno de los innumerables mítines del barrio
italiano; el ánimo de la gente era tal que de haberles dicho: «Ahí tenéis a los
fascistas», habrían arremetido contra los tanques con las manos vacías.
Los profesores Langevin y Alain organizaron un comité de vigilancia al
que se unieron profesores universitarios, estudiosos y escritores; entre ellos,
algunos hombres que se habían negado hasta hacía poco a tomar partido en la
vida política: Roger Martin du Gard, Julien Benda, Léon-Paul Fargue y
muchos otros.
Jean-Richard Bloch llegó alegre y excitado, diciendo que los días de
febrero habían transformado Francia y que las cosas avanzaban hacia la
revolución.
A principios de junio me fui a Moscú. Una vez más, tuve que elaborar un
itinerario. Elegí viajar por mar: Londres-Leningrado. Malraux viajó conmigo.
Tenía algunos planes; la Mezhrabpom (Asociación Internacional de Ayuda a
los Trabajadores) quería hacer una película basada en una de sus novelas y
Malraux quería discutir los pormenores de la producción con Dovzhenko.
Además, había empezado a escribir una novela sobre el petróleo y tenía la
intención de ir a Bakú.
El barco soviético cruzó el canal de Kiel. Miré, entusiasmado, las orillas:
allí estaba la Alemania fascista. Personas con redes de pescadores ofrecían
cigarros, chocolates y eau-de-cologne a los pasajeros.
De pronto, mis ojos se detuvieron en un trabajador que levantaba su puño
apretado en honor a la bandera soviética. Difícil explicar hasta qué punto
habría querido yo creer en esa señal de respeto, y no sólo yo. Levanté mi puño
en respuesta y homenaje tanto a ese hombre valiente como a la revolución que
no tuvo lugar al año siguiente, ni en los diez años sucesivos.
Es gratificante ver la verdad antes que los demás, incluso cuando uno no
recibe por ello sino insultos. Mucho más fácil es dejarse engañar junto con
todos los demás.
6

En Moscú no tenía piso. Liuba se fue a vivir con su madre en Leningrado, y yo,
con ayuda de Izvestia, me las apañé para encontrar una habitación en el hotel
Nacional. Era pequeña, desagradable y cara, pero no tenía elección.
Una mañana en que pedí un té, el camarero regresó con las manos vacías:
no podía traerme té ya que desde aquel día el hotel sólo atendía a quienes
pagaban en moneda extranjera. Me enfadé, pero me contuve y le pedí al
camarero que me trajera agua hirviendo y una tetera: yo tenía té y azúcar. De
nuevo regresó con las manos vacías: «No me han querido dar agua caliente;
dicen que no se sirve a los clientes soviéticos».
Decidí hablar con el gerente del hotel. A lo largo de la escalera había
macetas con plantas. Los camareros, vestidos con camisas de color verde
brillante, estaban formados en fila, y las camareras vestían con delantales
crujientes y elegantes cofias; ante una orden, hacían una reverencia, giraban a
la izquierda y a la derecha, sonreían y volvían a saludar. Me recordaba al
ensayo de una vieja película sobre la vida de los antiguos comerciantes.
Me abrí paso hacia el restaurante y lo encontré cambiado: vendían saleros
con grabados de gallos, iconos pésimos de pintores de Suzdal, broches y
platos decorados con los paladines de Vasnetsov.[1] La orquesta ensayaba Por
la madre Volga.
El gerente me informó de que yo debía dejar inmediatamente mi
habitación: faltaba una hora para que llegara de Leningrado un grupo numeroso
de turistas estadounidenses.
Me quedé por allí para echar un vistazo a esos importantes viajeros: eran
todos muy ricos. Los mozos jadeaban al cargar con sus pesadas maletas. Las
camareras, recordando la lección, sonreían coquetamente y los turistas
asentían, condescendientes. Hablé con uno de ellos, que resultó ser un
importante corredor de bolsa de Buenos Aires. Me contó que habían tratado de
disuadirle de ir a Moscú, pero que ahora se encontraba muy tranquilo: el hotel
era como cualquier otro. «Desde luego, menos elegante, pero, por otro lado,
aquí se respira el espíritu de Rusia. He estado en París, donde hay un
restaurante excelente llamado Troika».
(Me enfadé, pero no me sorprendió. Poco tiempo antes yo había estado en
Ivánovo. Fui a un restaurante. El comedor estaba abarrotado de palmeras
polvorientas. En las mesas había manteles mugrientos con los restos resecos
de las salsas del día anterior y el borsch del día anterior a aquél. Me senté a
la mesa que se veía más limpia. La camarera me gritó: «Pero, hombre, ¿no ve
que ese sitio es para los extranjeros?». Al parecer, dos jóvenes turcos
estudiaban en el instituto textil local. Los trataban con respeto y les servían la
comida en una mesa limpia).
Salí rumbo a la redacción del periódico, pedí una máquina de escribir y
redacté un artículo titulado «Hablando con franqueza». Describí todo cuanto
había visto en el hotel Nacional y dije que era ridículo presentar a la nación
soviética como una vieja posada con sirvientes bien instruidos y
sentimentalismo decorativo. «Si yo fuera vuestro guía, ciudadanos turistas, no
os mostraría el pasado, sino el presente de mi país. No me andaría con rodeos
ni os escondería los muchos aspectos nefastos. No os diría: “Mirad esa
pequeña iglesia a la derecha” para que no vierais una cola a la izquierda. En
nuestro país hay todavía mucha necesidad, estupidez e ignorancia, puesto que,
en realidad, acabamos de empezar a vivir. Habéis oído la fea historia de
nuestro hotel, que os permitirá entender cuánto nos cuesta desprendernos de la
cruel herencia de nuestro pasado. Además de las historias de los camareros y
sus camisas verdes, podría contaros muchas otras cosas desagradables. Se
habla mucho del respeto al hombre, pero no todos han aprendido aún a
respetar a las personas. Os he contado hechos antipáticos, dejadme ahora
hablar de otros admirables». Describí a los constructores de Kuznetsk, a los
campesinos en las casas de reposo, al círculo literario de la fábrica de
cojinetes mecánicos. Yo conocía el mundo capitalista en el que todavía
quemaban algodón y libros, donde los desempleados dormían bajo los
puentes, donde los fascistas organizaban pogromos; en pocas palabras,
avergonzarnos de nuestra pobreza ante un centenar de turistas estadounidenses
no sólo era repugnante sino también estúpido.
Me gustaría recordar la fecha: junio de 1934. La gente vivía con
austeridad, pero se notaba que las cosas habían mejorado con relación a los
dos años precedentes. Empezaba a mostrarse el culto a la personalidad en
artículos, retratos, en los «hurras» exageradamente estridentes que reanimaban
los aplausos moribundos. Aquello, a veces, ofendía mi gusto, pero no mi
conciencia. (¿Cómo habría podido imaginar el giro que tomarían los
acontecimientos?). Durante aquel verano, la gente discutía y soñaba en el
futuro. Como todavía no se habían impuesto los grilletes, Izvestia publicó mi
artículo.
Recibí muchas cartas: lectores agradeciéndome que recordara a la gente la
dignidad del hombre soviético. Pero sobre mi cabeza se cernían nubarrones.
Los corresponsales de medios extranjeros transmitieron mi artículo fuera del
país. The Times dijo que un escritor soviético había revelado que Intourist
«inducía a formarse ideas equivocadas a los turistas». Los directores de
Intourist denunciaron que, después de haber leído mi artículo, muchos turistas
franceses e ingleses que se disponían a viajar a la Unión Soviética habían
cambiado de opinión y que, por consiguiente, yo había causado daños a las
finanzas del Estado. Bujarin me defendió. (Yo no me enteré de todo ese jaleo:
estaba en una explotación forestal, cerca de Arjánguelsk). A éste siguieron
otros acontecimientos y, por suerte, se olvidaron de mi artículo.
No es mi intención conseguir que la descripción de este episodio cómico y
carente de importancia haga reír al lector. El hecho de evocar la ridícula farsa
del Nacional me ha llevado a reflexionar sobre otras cosas.
En 1947 recordé las reverencias de los mozos a los pasajeros de Intourist
cuando uno de los miembros más destacados de la Unión de Escritores me dijo
que, desde aquel momento y durante muchos años, la literatura debía tener
como misión principal la lucha contra el servilismo y la adulación. Lo acosé
con preguntas: quería creer que aquel hombre estaba pensando en la conducta
humillante de personas como el gerente de Intourist que yo había descrito, en
la admiración ciega que sentían ciertas mujeres frívolas por cualquier clase de
basura extranjera de moda, en la gente (no muy numerosa pero incluso así fácil
de encontrar) para quien el mundo del dinero, la competencia libre y los
negocios turbios seguía siendo atractivo. Pero estaba equivocado: el camarada
con quien hablaba me explicó que era necesario combatir contra el servilismo
frente a los académicos, los escritores y los artistas de Occidente.
Yo no podía comprender qué significaba «Occidente»: para mí existían
matices que diferenciaban a los países de Europa occidental de Estados
Unidos: Joliot-Curie vivía en un mundo diferente al de Bidault, el profesor
Bernal no se parecía a MacArthur, Hemingway era completamente distinto al
presidente Truman. ¿Occidente? ¿Acaso no había nacido Marx en Trier?
¿Acaso la Revolución de Octubre no había sido precedida por los días de
junio de 1848, por la Comuna de París, por la lucha de los trabajadores de
varios países occidentales?
Muy pronto pude ver a qué se reducía el combate contra el servilismo y la
adulación. Los directores de la industria alimentaria cambiaron el nombre del
camembert por el de «queso de entremés» y el café Nord de Leningrado pasó a
llamarse «Sever». [Norte]. Un periódico declaró que el palacio de Versalles
era una imitación de los que había construido Pedro el Grande. La Gran
Enciclopedia Soviética, en la entrada de «aviación», buscaba demostrar que
la contribución de los científicos e ingenieros de Europa occidental al
desarrollo de la aerodinámica había sido más bien pobre. Un editor tachó una
frase de un artículo mío en el que afirmaba que Édouard Manet era un gran
artista del siglo XX: «Eso es pura adulación».
En 1949, durante el Primer Congreso de los Partidarios de la Paz que se
celebraba en París, los franceses insistieron en que yo diera una rueda de
prensa. Uno de los periodistas me preguntó qué opinaba sobre un artículo
aparecido en un diario soviético en el que se decía que Molière era un
dramaturgo pobre, como quedaba claramente demostrado al ver las obras de
Ostrovski. El periodista tenía en la mano el periódico ruso, cuyo nombre no
alcancé a leer. Contesté que yo no podía saber si la traducción era correcta y
que no había leído dicho artículo; si realmente habían publicado aquello, lo
único que podía concluirse era que el autor no tenía muchos conocimientos de
literatura o que no podía presumir de inteligencia. «Podemos decir que en
nuestro país hemos acabado con los explotadores, lo cual es cierto, pero no
podemos decir que nos hayamos librado de los idiotas». Los periodistas
rieron y pusieron mayor atención a mis respuestas sobre la Guerra Fría, la
política de Truman y los objetivos de los partidarios de la paz. Pero yo sudaba
la gota gorda, tratando de adivinar cuál sería el periódico que había citado
aquel hombre. Cuando se acabó la conferencia de prensa, el periodista que me
había metido en aquel dilema se me acercó y me mostró el diario. Respiré
aliviado (sólo era el Vecherka).
Las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero el servilismo
auténtico —no me refiero a aquel sobre el que escribían los críticos en 1947
sino al inspirado por el gerente de Intourist en 1934— todavía es evidente. No
muy lejos de la casa donde vivo hay un pequeño busto de Chéjov (quien
trabajó en el hospital de Voznezsensk, como llamaban a Istra antes de la
revolución). El monumento se instaló en 1954. Pocos años después estaba
cubierto de ortigas y cardos. Fueron en vano todos mis esfuerzos para
persuadir a las autoridades locales de que limpiaran el terreno que rodeaba al
busto y plantaran flores. Vinieron a verme dos mujeres francesas,
corresponsales de L’Humanité; una de ellas hablaba ruso. De camino a casa
se habían detenido en Istra y habían fotografiado el busto de Chéjov. Un
miembro del consejo regional se sorprendió: «Parece ser que en Francia
conocen a Chéjov». La francesa le contestó, señalando la maraña de malas
hierbas: «Por supuesto. Pero pensé que en la Unión Soviética también lo
conocían». Al día siguiente plantaron pensamientos alrededor del monumento.
El complejo de superioridad va unido normalmente al complejo de
inferioridad, y los hombres inseguros de sí mismos se comportan a menudo
con arrogancia. Nuestro pueblo no era sólo el primero que se comprometía en
la difícil tarea de construir una sociedad nueva, sino que también
desempeñaba un papel importante en varios ámbitos científicos. Por supuesto
que tenemos muchas carreteras y viviendas comunales en mal estado y que
escasean los utensilios domésticos, pero no hay motivo para que esto nos
avergüence frente a los extranjeros; deberíamos avergonzarnos de nosotros
mismos y trabajar más para elevar nuestra calidad de vida. Nadie puede
sentirse humillado por respetar la cultura de otros países, incluidos aquéllos
en los que prevalece un sistema que tiene los días contados. Los pueblos de
esos países están vivos; todavía hoy producen grandes científicos, escritores y
pintores. La servidumbre es para aquellos que aún no se han librado de su
mentalidad de esclavos. Y el sentido de la propia dignidad nada tiene que ver
con esa arrogancia que es en parte servilismo y en parte vanidad.
7

He comentado que me preparaba para el Congreso de Escritores Soviéticos


como una chica para su primer baile. Es cierto que muchas de mis ingenuas
expectativas no se cumplieron, pero el congreso ha quedado grabado en mi
memoria como un festival grande y maravilloso. Las paredes del Salón de las
Columnas estaban adornadas con retratos de nuestros grandes predecesores
(Shakespeare, Tolstói, Molière, Gógol, Cervantes, Heine, Pushkin, Balzac y
tantos otros). Enfrente de mí estaba Heine, joven, soñador y, por descontado,
burlón. Repetí como un autómata: «El escenario estaba pintado de colores
brillantes, y yo declamé con gran pasión. El esplendor de mi manto, la pluma
de mi sombrero, todo era admirable».
El recuerdo de la apertura del congreso me hace sonreír: la orquesta
empezó de pronto a tocar unas fanfarrias ensordecedoras, como preanunciando
un brindis.
El congreso duró quince días y cada mañana nos apresurábamos en llegar
al Salón de las Columnas, mientras los moscovitas se agolpaban en la entrada
para ver a los escritores. Hacia las tres, cuando se anunciaba la pausa para la
comida, la multitud era tan densa que se nos hacía difícil abrirnos paso hacia
la salida. Todavía no estaban de moda los autógrafos, de modo que la gente
simplemente miraba, reconocía a las celebridades y las saludaba. El público
que asistía al congreso era diferente cada día; en total hubo unos veinticinco
mil asistentes.
Hubo varias delegaciones: la del Ejército Rojo y la de la organización
juvenil de los Pioneros, la de las mujeres trabajadoras de la fábrica de
Triojgorka y la de los constructores del metro, la de las granjas colectivas de
Uzbekistán y la de los maestros de Moscú, la de los actores y la de los
antiguos presos políticos. Los trabajadores ferroviarios se alineaban a toque
de silbato, los pioneros soplaban sus trompetas, las mujeres de las granjas
colectivas llevaban enormes cestas de frutas y vegetales; los uzbekos
regalaron a Gorki una toga y un casquete y los marineros un modelo de lancha.
Todo era muy honesto, ingenuo y conmovedor, una suerte de carnaval
extraordinario. Acostumbrados como estábamos a las arduas horas detrás de
un escritorio, nos hallábamos ahora en la plaza pública, cubiertos de rosas,
asteráceas, dalias y capuchinas, todas las flores del comienzo del otoño
moscovita.
He abierto un libro que hoy es una rareza bibliográfica (la transcripción de
las actas del congreso) y he echado un vistazo a la lista de delegados.
Aquellos que participaron en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos se
han vuelto, también, rarezas. De los setecientos mencionados, es probable que
a día de hoy sólo cincuenta estén vivos. Han pasado veintisiete años desde
entonces, y además han sido años muy difíciles.
Yo presidí la sesión en la que habló Gustave Isnard, veterano de la
Comuna de París. Isnard tenía ochenta y seis años.
Los delegados que llegaban para ofrecer su enhorabuena al congreso
parecían personajes de novelas aún no escritas. Recuerdo a una mujer alta y
de complexión robusta que pertenecía a una granja colectiva de la región de
Moscú. Dijo:
«Soy una mujer casada. Desde hace tres años soy la presidenta de nuestro
koljós. Como ustedes saben, el cargo de presidenta de un koljós se parece
mucho al de un director de fábrica. Mi marido es granjero raso de una granja
colectiva, pero ha aprendido a sobrellevarlo. Cuando le ofrecen un trabajo,
tiene que hacerlo. Si no lo hiciera bien, yo lo expondría en las reuniones del
consejo. Si no mejorase, le descontaría sus días de trabajo.[1] Si siguiera sin
mejorar, podría expulsarlo del koljós. De este modo, serviría de ejemplo a los
otros hombres; la gente diría: “Se ha comportado del modo correcto con su
propio marido. Nos hará las cosas más sencillas”». A su lado un hombre
pequeño se estremecía, inquieto.
Todas las delegaciones presentaban sus «reclamaciones»: las trabajadoras
textiles querían novelas sobre tejedoras, los ferroviarios se quejaron de que
los escritores no se preocupaban por los problemas de transporte, los mineros
pidieron una descripción del Donbás, los inventores insistieron en la
necesidad de protagonistas inventores. (La gente no siempre se da cuenta de
qué es exactamente lo que necesita. Muchos escritores se apresuraron a
responder a estas reclamaciones: pronto aparecieron centenares de novelas
sobre la producción. Mientras tanto, las mentes de los trabajadores maduraron.
No han pasado en balde estos veintisiete años. Hoy los bibliotecarios
sostienen que los ferroviarios estudian minuciosamente los cuentos de Chéjov,
que los mineros disfrutan con Pedro I de Alekséi Tolstói, que las trabajadoras
textiles lloran con Anna Karénina, y que los inventores prefieren las novelas
en las que no hay inventos, como El Don apacible y El viejo y el mar).
Un cantante popular de Daguestán, Suleiman Stalski, decidió recitar —más
bien cantar— un poema sobre el congreso en lugar de pronunciar un discurso:
«Una señal de bienvenida | se le ha dado a Suleiman Stalski, ¡y he aquí que ha
venido | a este glorioso encuentro de cantantes!». Gorki se limpió las lágrimas
con un pañuelo. Descubrí en sus ojos más de una lágrima de emoción. También
Andersen Nexø se conmovió hasta las lágrimas cuando se vio rodeado de los
jóvenes pioneros.
Pasternak estaba sentado en la presidencia, siempre sonriente. Cuando
llegó la delegación de constructores del metro se puso en pie de un salto para
ayudar a una joven con una herramienta pesada. Ella se echó a reír, y el resto
del público rio con ella. En cuanto a Pasternak, trató de explicar su gesto en su
discurso: «Y cuando un impulso inconsciente me llevó a intentar sacar una
pesada herramienta del hombro de una trabajadora del metro cuyo nombre no
conozco, ¿cómo habría podido saber el camarada de la presidencia, que
ridiculizó mi sensibilidad de intelectual, que en ese momento la trabajadora
del metro era, en cierto modo, mi hermana, y que traté de ayudarla como si
fuera para mí alguien cercano o un familiar?».
El salón lleno de gente parecía un teatro: los escritores preferidos del
público recibían ovaciones. Los discursos oportunos provocaban aplausos.
Olesha conmovió al auditorio con su confesión de fe poética, Vishnevski y
Bezimenski con discursos enardecedores, Koltsov y Bábel suscitaron
carcajadas.
Todos hablaron con sinceridad, aunque no siempre el contenido de los
discursos concordara con el estado espiritual de tal o cual escritor. Olesha
dijo que, tras haberse visto liberado de dudas recientes, experimentaba un
revivir: «Por alguna razón desconocida, la juventud ha regresado a mí de
golpe. Veo la piel joven de mis manos, me veo llevando una camisa deportiva,
me he vuelto joven: tengo dieciséis años. No quiero nada. Todas las dudas,
todos los sufrimientos, forman parte del pasado. Me he vuelto joven. Tengo
toda la vida por delante». Debió de ser ese mismo día, o tal vez un día o una
semana después, cuando comí con él y me dijo, en tono lastimero: «¿Sabes?
Ya no puedo escribir. Si escribo “Hace un día horrible” me dicen que la lluvia
es buena para la siembra de algodón». Olesha era muy talentoso. Su libro de
1927, Envidia, ha pasado la prueba del tiempo. Las notas fragmentarias de sus
últimos años atestiguan su gran talento literario. Pero la juventud no había
regresado a él; era una ilusión, un sueño inducido por el festival.
Gorki escuchaba los discursos con atención. Quería que el congreso
tomara decisiones prácticas. Hizo varias sugerencias: una Historia del
trabajo y las fábricas, un libro titulado Un día de paz, la historia de la guerra
civil, los relatos de varios pueblos, de las escuelas literarias, del trabajo
colectivo, un periódico dedicado al entrenamiento de los aspirantes a escritor.
Algunos de sus proyectos fueron llevados a cabo tiempo después, pero el
congreso no era ni iba a ser un encuentro de negocios, sino una manifestación
política. Nos llegaba de Alemania el humo de la quema de libros y todo el
mundo estaba al tanto de los sucesos recientes: las escaramuzas fascistas en
París, la aplastante derrota de la Schutzbund. La presencia de escritores
extranjeros ampliaba los límites del Salón de las Columnas. Eramos
conscientes de la incipiente amenaza de una guerra.
Gorki invitó a su dacha a varios extranjeros y a algunos escritores
soviéticos. Recuerdo la espantosa historia que nos contó una autora china
sobre el joven escritor Li Wei-sun, a quien habían enterrado vivo. Un japonés
contó en el congreso cómo la policía había torturado y asesinado al escritor
Kobayashi. Le dimos un recibimiento entusiasta a Willi Bredel, que había
pasado un año en un campo de concentración fascista. Nos habló del amargo
destino de Ludwig Renn y Carl von Ossietsky. ¿Cómo puede uno mantener la
calma al escuchar tales cosas? Para recrear el ánimo de aquellos días me
permitiré dejar constancia de lo que dijo un hombre tan alejado de la política
como Pasternak, recordando en su discurso las felicitaciones del representante
del Ejército Rojo, que se había referido a la defensa de la patria: «Habéis
oído las modulaciones de vuestra propia voz en las palabras del cadete
Ilichev».
He dicho que la historia no puede ser reescrita. En una de las sesiones, el
congreso dio la bienvenida a los presentes (Andersen Nexø, Malraux, Jean-
Richard Bloch, Yakub Kadri, Bredel, Plivier, Hu Lang-Chi, Aragon, Johannes
R. Becher, Amabel Williams-Ellis) y saludó a los ausentes (Romain Rolland,
Heinrich Mann, Lu Xun; me atengo al orden del acta). Muchos de los
mencionados han abandonado las ideas que compartían en 1934, de modos
distintos y en tiempos distintos. Pero ahora no hablo de lo que le sucedió a
esta gente en otras circunstancias, sino del congreso.
Andersen Nexø rogó a los escritores soviéticos que ampliaran sus
criterios: «Deberíais establecer, ante las masas, ideales que no sólo sirvan
para los días de lucha y trabajo sino también para esas horas de calma en las
que el hombre se encuentra a solas consigo mismo. Un artista debe ofrecer
asilo a todos, incluso a los leprosos, debe tener un corazón maternal para de
ese modo poder salir en defensa de los débiles y los menos afortunados, en
defensa de aquellos que, sin importar el porqué, no pueden seguirnos el
ritmo».
En su discurso, Radek señaló ciertas dudas sobre Jean-Richard Bloch.
Bloch habló sobre lo necesario que era un bloque antifascista. Dijo:
«Camarada Radek, si insiste usted en su censura, si continúa mostrándose
desconfiado, le advierto, personalmente, que con ello no hará sino empujar a
las grandes masas de Occidente hacia el fascismo». Aragon, joven e inspirado,
con la cabeza en alto, habló sobre «la herencia de Rimbaud y Zola, Cézanne y
Courbet».
Malraux tomó la palabra dos veces. En su primer discurso se refirió al
papel de la literatura: «Estados Unidos ha demostrado que aunque la literatura
puede ser la expresión de una civilización poderosa, esto no significa que sea
una literatura poderosa en sí misma; que hacer la fotografía de una época no
equivale a hacer gran literatura. Vosotros, que guardáis tanto parecido y sois a
la vez tan distintos como lo son las semillas, estáis inaugurando una cultura de
la que saldrán nuevos Shakespeare. No permitáis que a estos Shakespeare los
ahogue una montaña de bellas fotografías».
Pidió permiso para hablar una segunda vez a fin de referirse a su
posicionamiento político: «Si creyera que la política es inferior a la literatura,
no habría liderado con André Gide la campaña para la defensa del camarada
Dimítrov ni, en última instancia, habría venido aquí». Como he dicho, Malraux
tenía un tic nervioso. Radek creyó que sus muecas expresaban desagrado por
la discusión: «A menudo hacía un gesto irónico cuando consideraba las
preguntas demasiado insistentes». Se apresuró a calmar a Malraux, pero no
pudo, naturalmente, curarle el tic.
Entre los oradores estaban mis viejos amigos Toller, Nezval y
Nowomieski. Rafael Alberti se comportó con gran modestia y ni siquiera lo
incluyeron en la lista de visitas distinguidas.
¿De qué hablamos, entonces, en el curso de esos quince días?
Aparentemente no había entre nosotros ningún Pushkin ni ningún Gógol, pero
muchos éramos más que semillas: había arbustos y árboles. Alekséi Tolstói no
era como Serafimóvich, ni Bábel como Panfiórov, ni Demián Bedni como
Aseiev, de modo que alternamos disputas literarias con conversaciones
políticas. Los poetas fueron los que hicieron más ruido. La primera vez que se
anunció a Maiakovski, el público estalló en un aplauso salvaje. Sin embargo,
tampoco allí existía la unanimidad. En su discurso de cierre, Gorki, después
de definir a Maiakovski como un «poeta influyente y original», dijo que su
inherente tendencia a la hipérbole tenía un efecto perjudicial en los poetas
jóvenes. Se discutió si el lirismo estaba justificado, si los panfletos políticos
eran cosa del pasado, se habló sobre la naturaleza de la «accesibilidad» y
muchas otras cosas.
Los auténticos escritores no son los que tratan de expresar su propia
personalidad, sino aquellos que intentan expresar, a través de sí mismos, los
pensamientos y los sentimientos de sus contemporáneos; pero el escritor no
trabaja en un taller ni en un escenario: trabaja detrás de una puerta cerrada. Se
puede ayudar a un escritor en ciernes para que supere su ignorancia literaria y
mejore su gusto, se le puede enseñar cómo se debe leer, pero es imposible
enseñarle a ser otro Gorki, Blok o Maiakovski. Ni siquiera un gran maestro
puede enseñar a otro maestro: hay una llave por cerradura. Stendhal trató de
seguir los consejos de Balzac y casi estropeó su Cartuja de Parma, pero se
dio cuenta a tiempo y se abstuvo de alterar su novela. Turguéniev, tratando de
corregir algunos poemas de Tiútchev que le parecían defectuosos, los mutiló
sin piedad.
A veces (aunque no muy a menudo) los escritores hablan entre sí de
problemas literarios; esas charlas y discusiones suelen aclarar muchas cosas.
Pero ¿cómo discutir sobre técnica en un salón enorme, en medio de la música
alta y de las ovaciones? Además, el congreso tenía otro propósito. Los
lectores vieron que éramos como ellos, que teníamos un objetivo común.
Desde nuestro lado, pudimos constatar que había millones de personas
interesadas en nuestro trabajo, lo que nos obligaba a pensar aún más
seriamente en la responsabilidad del escritor. El congreso se celebró en las
vísperas de una década extremadamente difícil. El fascismo nos mostraba los
dientes. Sin importar nuestras grandes diferencias estéticas ni la hostilidad que
éstas engendraban en ocasiones, demostramos a todos los que estaban
dispuestos a comprenderlo que para nosotros el hecho de estar hombro con
hombro en la batalla no era un concepto abstracto. Eso fue lo que consiguió el
congreso, y no creo que hubiera podido hacer más.
De todos modos, quizá por ingenuidad o porque estaba en mi naturaleza,
me uní junto con muchos otros a las disputas literarias. Por ejemplo, me atreví
a expresar mis dudas acerca del valor del trabajo colectivo. Gorki, me dijo
que hablaba «por falta de entendimiento, por ignorar el significado técnico».
Después Gorki me dijo: «Usted se opone al trabajo colectivo porque está
pensando en escritores consumados. Probablemente no lea demasiado lo que
se publica hoy en día. Lejos estoy de sostener que Bábel debería colaborar
con Panfiórov. Bábel sabe escribir y tiene sus propios temas. También puedo
pensar en otros: Tiniánov, Leónov, Fadéiev. Pero los jóvenes, no sólo es que
no sepan escribir; ni siquiera saben por dónde empezar». Debo admitir que
Gorki no consiguió cambiar mi parecer. En primer lugar, yo pensaba en el
propio Gorki, que había aprendido a escribir y había encontrado sus propios
temas sin que nadie se los diera previamente masticados. Además, en 1934
había escritores que habían pasado por una dura escuela de vida y habían
descubierto su propio camino. Las obras de nuestros ilustres predecesores les
habían dejado lecciones que no podrían aprender nunca del jefe de un equipo
literario ni de los profesores del instituto literario. Pero hay algo más que me
entristece: el hecho de haber conocido a Gorki demasiado tarde. Hablé con él
dos veces y lo observé constantemente durante el congreso. Lo que me llamó
la atención en él fue su talento inherente para hacerse visible en cada gesto.
Durante uno de sus discursos empezó a toser. El ataque duró un buen rato y el
público permaneció en silencio: todos sabían que estaba enfermo. El violento
brillo de los focos le irritaba. Cuando cenamos en su dacha, se levantó de
golpe y nos pidió que le excusáramos con una sonrisa de disculpas (estaba
cansado y necesitaba echarse un rato). Bábel, que lo conocía bien, me dijo:
«No se encuentra bien. La muerte de su hijo Maksim le ha deprimido. No es el
Gorki de siempre». Es probable que Bábel tuviera razón, y que yo no haya
tenido nunca la posibilidad de conocer al «Gorki de siempre».
Yo di una larga conferencia en el congreso. A continuación siguen algunos
pasajes: «¿Se le puede reprochar a un autor el no ser universalmente
accesible? Son más fáciles de entender las canciones acompañadas de
acordeón que Beethoven. […] Todos los artistas verdaderos buscan la
simplicidad, pero hay diferentes tipos de simplicidad. La simplicidad de
Mozart y Salieri[2] no es la misma que la de las fábulas de Krílov. Existe
cierta simplicidad que no es posible entender sin algo de entrenamiento.
Podemos sentirnos justamente orgullosos de que algunas de nuestras novelas
sean accesibles para millones de lectores. En esto llevamos una considerable
ventaja a la sociedad capitalista. Pero a la vez debemos proteger esas formas
de nuestra literatura que hoy parecen estar restringidas a la intelligentzia y las
élites, pero que el día de mañana, cuando les llegue el momento, serán
propiedad de millones de personas. La simplicidad no implica primitivismo.
Debe ser una síntesis y no un balbuceo. Me veo obligado a decir esto porque
nuestra literatura sigue siendo, en cierta medida, intrínsecamente provinciana.
Hoy nuestro país ha conseguido hegemonía, pero en nuestros libros se
perciben a menudo la arrogancia y el servilismo de los rincones perdidos.
»Los grandes escritores del siglo pasado nos han legado su experiencia
pero, en lugar de estudiar esa experiencia, nos confiamos a la imitación. Así
es como aparecen los epígonos, como se escriben novelas y cuentos que
copian en su ceguera la vieja ficción naturalista […], a menudo encontramos
bajo la apariencia de lucha contra el formalismo una imposición del culto a la
forma de arte más reaccionaria. […] Los trabajadores no dudan en protestar
contra las casas que parecen barracas, pero ¿significa esto que podemos
agregarles un pórtico pseudoclásico, un poco de estilo Imperio, una pizca de
Barroco, algunas características del viejo Moscú, y pretender que todo ello
pase por ser el estilo arquitectónico de la gran clase nueva? ¿Quién se
atrevería a rastrear la historia del arte en términos de contenido? Tanto los
maestros holandeses del siglo XVII como Cézanne pintaban manzanas, pero las
pintaban de maneras distintas; el quid de la cuestión es cómo las pintaban
[…].
»En lugar de crítica literaria seria tenemos listas rojas y negras de autores,
y lo que es realmente fantástico es la facilidad con la que éstos son
transferidos de una a otra. Después de todo, no se puede poner a un autor en un
pedestal en un momento dado sólo para lanzarlo al vacío al instante siguiente.
No tratamos con una cultura física. Es inexcusable que la crítica literaria tenga
un efecto directo sobre la posición de un autor en la sociedad. La distribución
de los beneficios materiales no debería depender de la crítica literaria. Como
último análisis, no se pueden tratar los errores de un artista como crímenes ni
sus aciertos como un acto de rehabilitación.
A menudo, cuando recuerdo el pasado, me sorprende haber sido capaz de
escribir tal cosa o de haber actuado de tal manera y se me hace difícil
reconocerme en las fotos borrosas. Pero mi discurso en el congreso me
sorprende de otro modo: parece la cita de alguno de mis artículos recientes,
aunque hayan pasado veintisiete años desde entonces y el mundo haya
cambiado hasta el punto de ser irreconocible. En el congreso, el profesor Otto
Schmidt me habló de las maravillosas perspectivas de la aviación: en unos
pocos años nuestros pilotos serían capaces de sobrevolar el Polo Norte. Le
escuché como quien escucha a un mago. ¿Habría podido alguien imaginar que,
veintisiete años después, un cosmonauta soviético dormiría tranquilo en el
espacio exterior, dando vueltas sin parar alrededor de nuestro planeta?
En esa época tenía una melena desgreñada y era combativo. Ahora tengo
una ligera calvicie y el cabello se me ha encanecido; también me he
dulcificado. Pero heme aquí repitiendo en mis artículos y en este libro los
mismos pensamientos que ya expresaba en 1934. ¿Me habré vuelto senil?
¿Estaré repitiéndome, como el viejo que insiste (vaya novedad) en que un
policía le ha insultado sin razón en la calle Troitskaia, cerca de la casa del
gobernador general? No lo creo. La gente suele ignorar a los viejos
decrépitos, mientras que a mí me atacan a menudo. Desafortunadamente,
parece que no viviré para ver el día en que las preguntas que planteé en el
congreso hayan perdido actualidad.
En 1934, después de publicar El segundo día, mi nombre entró en la lista
roja y ya nadie me insultó. En general, fue una buena época. Creímos que en
1937, cuando según las reglas el congreso debía volver a reunirse, viviríamos
en un paraíso. Schmidt también intervino. Se refirió con amarga ironía a una
de las películas sobre la épica del Cheliuskin: «Y luego escuchas una voz
sospechosamente parecida a la del líder de la expedición —aunque yo nunca
haya dicho tal cosa— que no para de gritar: “¡Adelante! ¡Más rápido! ¡Más
rápido aún! ¡Adelante, adelante!”. Ciertamente, ésos no eran nuestros métodos
de liderazgo. Nuestro trabajo no necesita estímulos, nuestros líderes no
necesitan presiones ni gritos, no nos hace falta hacer distinciones entre el líder
y el resto de la masa. Éstos no son nuestros métodos». Aplaudimos
efusivamente sus sensatas palabras. Otto Schmitt era un académico magnífico,
pero no era un oráculo.
Se eligió a un comité de gobierno, se aprobaron una serie de normas.
Gorki clausuró el congreso. Los días siguientes los porteros trabajaron sin
descanso barriendo la entrada del Salón de las Columnas. La fiesta había
terminado.
8

Antes del congreso, hice un viaje con Irina por el norte. Fuimos a Arjánguelsk,
Jolmorogui, Ust-Pinega, Kotlas, Solvichegodsk, Siktivkar, Veliki Ustug,
Niuksenitsa, Totma, Vólogda. Navegamos en buques con nombres orgullosos:
El feroz, El marxista, El animador, El fortachón… Los buques avanzaban
despacio; los pasajeros contaban historias largas, discutían, soñaban,
cantaban, decían obscenidades. En las paradas compraban leche, arándanos,
tomaban un baño, hacían amistades, las mujeres lavaban la ropa blanca. Las
orillas eran verdes y enigmáticas; parecía que el barco penetrase en el sueño
secular de la naturaleza. De vez en cuando aparecía alguna vivienda: isbas
robustas de dos pisos. Por el río iban a la deriva troncos enormes —los
maderos flotaban despacio por el Sujón silencioso, el caprichoso Vichegda y
el ancho Dvina—; iban corriente abajo, hacia el mar. Las noches eran claras, y
su belleza, a veces, le cortaba a uno la respiración. Era la primera vez que
veía el norte ruso, y me conquistó al instante con su ternura y severidad, con su
arte antiguo y la juventud de su gente, taciturna y gallarda.
Visité la presa fluvial donde se clasificaban los troncos; los hombres, en
pie sobre las balsas, cogían con arpones los troncos de pinos y abetos. A
veces el apostadero crujía, parecía que iba a ceder de un momento a otro y que
los troncos seguirían su camino hacia el mar, pero la gente trabajaba noche y
día. Ataban los troncos; los remolques llevaban las balsas a Arjánguelsk,
donde se cargaba la madera en barcos ingleses, noruegos y suecos. Era la
divisa con que se compraba la maquinaria para las fábricas.
Hablaba largo y tendido con los obreros, los jóvenes y las muchachas que
habían llegado en fecha reciente de los pueblos. No sólo el bosque crece de
manera desigual, lo mismo ocurre con la gente. Veía a los obreros que en los
momentos de ocio se enfrascaban en la lectura de manuales de matemáticas o
de poemarios, que sufrían por la tragedia de los comunistas alemanes, pero
veía también individuos indiferentes, astutos, estafadores.
Como es natural, me alegraba al ver los nuevos poblados en torno a
Arjánguelsk, la fábrica de cepillos en Veliki Ustug, los tractores, pero lo que
más me sorprendía era el desarrollo de la conciencia. Las relaciones humanas
eran cada vez más profundas y complejas. En las madererías, en los puertos,
en las presas fluviales donde se clasificaban los troncos, vi a personas con
amplitud de miras y una rica vida espiritual; no eran los habituales udarniki,[1]
con una sonrisa perenne estampada en los labios, cuyas fotografías se
colgaban en los cuadros de honor, sino hombres complejos, interiormente
maduros. Y aunque la vida fuese dura, aunque me indignaran ciertos
administradores apáticos, cuya única preocupación eran las cifras (a veces
imaginarias), me sentía contento: veía crecer nuestra sociedad.
Hace poco, ojeando algunas colecciones de Krásnaia nov [Erial rojo],
hallé por casualidad las siguientes líneas: «Ehrenburg ve el mundo por
contrastes. Es una peculiaridad de su mirada». El autor hablaba en concreto de
mis impresiones en el norte, en 1934. Medité al respecto: ¿de veras padecía
de una visión deformada del mundo que hacían necesaria mi visita, si no al
oculista, sí al psiquiatra? Leo viejos apuntes, trato de traer a la memoria el
verano de 1934; no es que haya pasado mucho tiempo, pero no era ayer
mismo. Sí, a menudo me quedaba maravillado, me enfadaba; otras veces
fruncía el ceño o bien me sentía contento. Sin embargo, al conversar con otras
personas, veía que también ellos alababan unas cosas y echaban pestes de
otras. Tal vez no se trataba de mis ojos, sino de la época, que si de algo no
andaba escasa era de contrastes.
Moscú conocía entonces por primera vez la fiebre de la construcción; olía
a estuco y me alegraba el alma. Vi cómo construían el primer tramo de metro y
me sentía alegre como todos los moscovitas. Se levantaron fábricas enormes
alrededor del monasterio Símonov. No distinguía muchas calles que me eran
conocidas; en lugar de casuchas torcidas, había andamios, cascajos, solares.
Por la noche, una niebla anaranjada cubría la ciudad; por primera vez aquel
Moscú provinciano de mi infancia parecía una capital.
Al mismo tiempo era posible ver cómo desmontaban los vestigios de otro
tiempo: Kitái-górod, la torre Sujarev, las Puertas Rojas. Destruyeron el anillo
verde de los bulevares Zúbovski, Smolenski, Novinski, con sus árboles
milenarios. Sería difícil explicar por qué diecisiete años después de la
revolución se destruían tantos tesoros, y no de una manera espontánea, sino
organizada. Recuerdo una conversación con I. E. Grabar. Me contó que
muchos arquitectos habían protestado contra la demolición de las Puertas
Rojas, escribiendo en sus informes que ese arco no molestaba el tráfico; de
todos modos, los coches tendrían que dar la vuelta a la plaza y en el lugar que
ocupaban las Puertas Rojas tendrían que poner a un guardia urbano; los
argumentos no surtieron efecto alguno.
En el norte vi con qué frenesí la gente destruía lo que costaba conservar.
Aún era posible encontrar bastantes iglesias de madera de los siglos XVI
y XVII, en que se manifestaba el genio creador del pueblo ruso. En tales
iglesias guardaban patatas, heno, motivo por el cual ardían una tras otra
construcciones que se habían mantenido en pie trescientos o cuatrocientos
años. Cuando estuve en Arjánguelsk, hicieron saltar por los aires con gran
esfuerzo el hermoso edificio de la aduana, de los tiempos de Pedro el Grande.
(En la pared encontraron un cofrecito que contenía una Venus de madera;
destruyeron «la muñeca»). Vi cómo desmontaban ladrillo a ladrillo una de las
iglesias más antiguas de Veliki Ustug; me explicaron: «Estamos construyendo
unos baños». En otra iglesia secaban la ropa blanca y, bajo las camisas, se
veían los Cristos. En el norte estaba muy extendida la escultura barroca de
madera policromada; con mucha frecuencia los maestros representaban a
Cristo en el calabozo. (En Valladolid vi una escultura muy parecida a las de
Veliki Ustug). Estamos acostumbrados a ver la figura de Cristo en solitario,
pero en el almacén vi todo un conjunto de Cristos; algunos tenían las manos o
los pies cortados; estaban sentados, pensando en algo lúgubre.
Los lugares que visité aquel verano desempeñaron un papel importante en
el desarrollo del arte ruso: Veliki Ustug, la Sofía de Vólogda, las iglesias de
madera con techumbre piramidal, los iconos de Strogánov; tiempo antiguo,
canciones, complots, dichos; creación popular: juguetes de arcilla
blanquinegros, encajes de Vólogda, tallado en huesos, niel sobre plata. Allí no
había el colorido sureño, todo tenía un aspecto claro y severo.
A las encajeras de Vólogda les propusieron que, en lugar de las filigranas
habituales —cajas de hojalata, arañas, riachuelos, osos— dibujaran tractores.
En Veliki Ustug conocí a un viejo maestro, especialista en trabajar el niel.
Durante largo rato me estuvo contando que al principio le decían que nadie
necesitaba el niel, pero luego vinieron los del consejo provincial: «Revélanos
tu secreto». En vano Chirkov les explicó que no había secreto alguno, que no
se trataba de una técnica de producción, sino de una artesanía, de fantasía.
Organizaron una cooperativa y comenzaron a fabricar pulseras vulgares. (Le
conté a Gorki lo que le había pasado a Chirkov, le hablé del tallador de huesos
Gúriev, de la campesina de Viatka Mezrina a quien le dijeron que quitara los
galones de los húsares de arcilla, del paisano de Gorki, Mazin, que pintaba
bancos, taburetes y paredes. Gorki se llevó un disgusto y me pidió que lo
apuntara todo; luego, se enjugó los ojos. A Chirkov lo llamaron a Moscú, pero
la cooperativa continuó produciendo las mismas pulseras. Después Chirkov
murió.
El año 1934 fue heroico. Murieron hombres valientes que exploraron la
estratosfera. Los pilotos rescataron a los miembros de la expedición del barco
Cheliúskin. Nunca olvidaré cómo los acogieron en Moscú: la luz del sol, las
transparencias, flores y la emoción general (no sabría escoger otra palabra)
ante el valor, la fraternidad.
Uno de los hombres del Cheliúskin me contó que, en medio del hielo,
tenían un librito de Pushkin; leían los poemas en voz alta y les servía para
levantar los ánimos. ¿Podía un escritor escuchar tales confesiones sin sentirse
profundamente conmovido?
En el club Bosque Rojo, un komsomol declamaba poesías de Tiútchev.
Recordé sin querer un verso de Fet: «Tiútchev no llegará a los zirianos». Pero
esto sucedió en Siktivkar, en la capital de los komi a los que antes se llamaba
zirianos.
A algunos les llegaba Tiútchev con toda su dificultad, mientras que a otros
los abandonaban los sentimientos humanos más ordinarios. Se producía una
purga en el Partido. En una reunión discutieron sobre el trabajo de Krasnov
(este apellido y los siguientes son inventados). Su colega Smirnov dijo:
«Además, el camarada Krasnov vive con la mujer de Shelgunov…».
Shelgunov, que participaba en la reunión, se sirvió un vaso de agua, pero no
bebió. Krasnov comenzó a justificarse: «Era ella quien corría detrás de mí».
Lo degradaron de miembro del Partido a candidato.
En Totma instalaron un balneario para pacientes con enfermedades
nerviosas. Trasladaron el club a la iglesia y bajo una Virgen desteñida
colgaron un cartel: «Es necesario tener un cuerpo sano para ejecutar el
segundo quinquenio». Excavaron el cementerio de la iglesia. Vi restos
humanos. El jefe de las obras, con unos ojos perfectamente inexpresivos, se
acariciaba las mejillas caídas y respondía con indiferencia: «Lo limpiaremos
todo, denos sólo un poco de tiempo. De todos modos, cuando comiencen a
correr tras el balón, no notarán nada».
Los críticos de los periódicos hablaban todavía bien de la nueva ópera de
Shostakóvich Katerina Izmaílova. En el estreno de La dama de las camelias
de Meyerhold éste recibió una ovación. Me mostraron un poema, «El triunfo
de la agricultura», de Zabolotski. Esas poesías me asombraron y luego me
fascinaron; las repetí durante mucho tiempo para mí. En Moscú pasé algunas
tardes con Dovzhenko; estaba agitado como siempre, lleno de ardor,
atormentado con su película Aerograd. Pero el ejemplo que le ponían era El
contrario,, una película en que obreros de choque, laureados, conseguían
victorias fáciles. Las exposiciones estaban llenas de cuadros enormes que
hacían pensar en fotografías pintadas: Stalin en la tribuna, Stalin en el banco.
La sesión del soviet rural, Mitin en el taller de fundición. Cerca del hotel
Nacional construyeron un edificio de estilo pseudoclásico. Decían: «He aquí
nuestro estilo soviético, sin caprichos formalistas». En el Mostorg se vendían
macetas, gatitos, lechuzas, cosas semejantes a las que había visto de niño
sobre las cómodas de las casas de los comerciantes. Por las ventanas se
escapaba una cancioncita de moda: «Junto al samovar, yo y mi Masha». Había
muchas más Mashas que samovares, pero Masha junto al samovar gustaba a
los miembros del jurado, a los presidentes de los soviets urbanos y a los
oficinistas: los gustos de la pequeña burguesía prerrevolucionaria les parecían
los cánones de la belleza.
Se daban muchos más contrastes en la vida que en mis libros, no porque
quisiera guardar silencio sobre la gigantesca maleza, sobre los cardos
salvajes, grandes como baobabs, sobre ortigas que en lugar de ser arrancadas
recibían cuidados; yo hablaba también de la maleza; me irritaba, pero me
sorprendía. Me asombraba también algo más: los primeros brotes de la nueva
conciencia, los adolescentes que abrían el libro de la vida y eran presos de la
fiebre de construir no sólo fábricas y casas, sino también su conciencia. Hacía
tiempo ya que había vuelto del norte; a mi alrededor no se extendían los
bosques verdes, sino un París gris, centelleante bajo la lluvia de otoño; sin
embargo, veía también chicas y muchachos que en lejanos madereros hablaban
de la amistad, de las penas del amor, de la lucha por la madera, por el país,
por la felicidad.
Seis meses después escribí una novela, Sin tomar aliento, ambientada en
el norte.
Los críticos la acogieron con mucha más benevolencia que mis anteriores
libros. Pero a mí no me parece una obra lograda: puse en ella muchas cosas
que no tuvieron cabida en El segundo día y, sin darme cuenta, me repetí.
Con todo, aquella novela me resultó útil; en ella esbocé personajes que
volvería a elaborar más tarde: el botánico Liass, jovial, inteligente y
refunfuñón es la primera encarnación del profesor Dumas en La caída de
París y del doctor Krílov en La tempestad. La desgraciada actriz Lidia
Nikoláievna, que encuentra consuelo en un éxito efímero, se transformó luego
en Jeanette y Valia. El pintor incomprendido Kuzmin, sediento por adaptar a
los nuevos tiempos su concepción del arte, es el hermano del francés André y
de Saburov, el protagonista de El deshielo.
En la novela había otro personaje que expresaba mi inquietud; aparecía de
pasada como una sombra fugaz: el alemán Strem que llega a Arjánguelsk con
una misión dudosa. La vida lo atraía poco, estaba absorto en pensamientos
sobre la muerte. Después de empinar el codo en un restaurante de Arjánguelsk
con un capitán sueco, se ponía a refunfuñar: «No es cosa de broma la muerte.
Hablando con rigor, es la única realidad… El pasado invierno conocí en
Berlín a un periodista. Ocupa ahora un puesto importante. Me invitó a su casa.
Mujer, una casa confortable, un tipo afable como pocos… Pues bien, me
confesó que había matado a dieciséis personas, ni corto ni perezoso. Y no se
trata de sadismo. Si te paras a pensarlo, no tenemos poder sobre nuestras
vidas, pero si tenemos poder sobre la vida de los otros, si podemos “mandar
fusilar” a alguien, en cierto modo nos sentimos más fuertes. Es una especie de
sucedáneo de la inmortalidad».
Los monólogos de Strem no eran simples palabras, charlatanería de un
borracho; detrás de ellas estaba la vida terrible de un gran país civilizado.
Después de haber releído Sin tomar aliento, advierto que desde el punto de
vista de la trama Strem es un personaje casual, privado de pasaporte y
permiso de residencia. Su figura sólo está esbozada, su suicidio se justifica
únicamente por el deseo del autor de quitar de enmedio lo más rápido posible
a un personaje tan desagradable y, sobre todo, al mundo que engendra
individuos como él. ¿Por qué el alemán Strem fue a parar a Arjánguelsk?, ¿por
qué conversaba por la noche en el parque con aquella graciosa actriz
desesperada? Sólo porque yo no podía librarme de mis pensamientos sobre
Strem. El libro de un escritor casi nunca se circunscribe a la trama de la
historia. En mi novela sobre la vida en los madereros, sobre el amor de los
muchachos del Komsomol, sobre la pena de una mujer joven que ha perdido a
la vez a su bebé y la fe en su marido, se traslucían otras cosas: los
pensamientos y los sufrimientos del autor, las hogueras de Berlín, la noche
parisina de la rebelión fascista, las ruinas de Floridsdorf, la inquietud por el
futuro. No podía prever aún muchas cosas, pero ya había comprendido que la
coexistencia con el fascismo era imposible. Ésos eran los contrastes que me
parecían intolerables.
9

Jean-Richard Bloch había dicho en el congreso que los indecisos se alejarían


con facilidad ante las estrecheces dogmáticas. Muchos escritores de Occidente
no comprendían el método del realismo socialista, mientras que los métodos
del fascismo eran comprensibles para todos: hogueras para los libros y
campos de concentración para sus autores. Durante el congreso dijimos más de
una vez que era preciso crear un frente antifascista de escritores.
Llegué a París otra vez dando rodeos: tomé un buque soviético para ir al
Pireo. Viajaban conmigo los escritores griegos Glinos y Kostas Varnalis. Nos
hicimos amigos. El carácter de Varnalis era una mezcla de ardor combativo,
de amabilidad y de inclinación a la fantasía. En Salónica la policía griega no
permitió que Glinos y Varnalis desembarcaran: tenían que registrarlos cuando
llegasen al Pireo. En Grecia todo el mundo decía que la instauración del
fascismo estaba cada vez más próxima. Por todas partes había alemanes que se
comportaban como instructores. «Quieren devorarnos», decía Varnalis. Un año
más tarde lo arrestaron.
De Atenas fuimos a Brindisi y atravesamos Italia; otra vez oí los gritos de
los camisas negras.
Los periódicos decían que estaban utilizando a mercenarios marroquíes
para apaciguar los ánimos de los mineros asturianos. Mis sentimientos por
España no eran los mismos que tenía por otros países de Europa. Recordaba a
su gente orgullosa y buena y, con nostalgia, me preguntaba: «¿Es posible que
incluso a gente como ellos les hagan hincarse de rodillas?».
Los vendedores de periódicos se desgañitaban por las calles parisinas:
«¡En Marsella han matado al rey de Yugoslavia y al ministro de Asuntos
Exteriores Barthou!». Del rey no sabía nada y no entendía quién ni por qué lo
había matado. A Barthou lo había visto una vez en una comida ofrecida a los
periodistas extranjeros; me sorprendió por la juventud de sus puntos de vista:
tenía cerca de setenta años. Hablaba con brillantez de Mirabeau, de Danton,
de Saint-Just. Era un bibliófilo apasionado y más de una vez lo vi rebuscando
entre las librerías de viejo de los muelles del Sena. Los fascistas alemanes lo
odiaban: aunque era un hombre con convicciones de derechas, Barthou
sostenía la necesidad de un acercamiento con la Unión Soviética y de un pacto
de no agresión que habría podido detener a Hitler. Todo el mundo interpretaba
el asesinato de Barthou como un síntoma de la ofensiva fascista.
Me acuerdo de un gran mitin en la sala de la Mutualité dedicado al
Congreso de Escritores Soviéticos. En la presidencia se sentaban Vaillant-
Couturier, André Gide, Malraux, Viollis y algunos trabajadores comunistas. En
la sala estaban presentes personas que hacía tiempo habían hecho su elección;
gritaban rítmicamente: «¡Que-re-mos so-viets!». Viollis, que se sentaba junto a
mí, decía en susurros: «Los escritores soviéticos deben demostrar que están
preparados para colaborar con todos en la guerra contra el fascismo».
Mantuve una conversación con Jean-Richard Bloch. Decía que había
llegado al comunismo por un camino tortuoso y que en aquel momento era
preciso unirse en torno a lo más esencial: la lucha contra el fascismo; de lo
contrario, los escritores comunistas se encontrarían aislados.
Escribí a Moscú una larga carta, expuse el estado de ánimo de los
escritores occidentales, hablé de la idea de una unión de carácter antifascista.
Ahora puede parecer extraño que yo atribuyera tanta importancia a los
escritores, muchas cosas han cambiado en los últimos veinticinco años,
incluso la función de la literatura y su lugar en la vida de millones de
personas. En el Congreso de Escritores Soviéticos, O. Schmidt, después de
haber hablado de los éxitos de la astronomía y de la física, había añadido: «El
escritor es un hombre feliz. Yo lo envidio profundamente. El científico debe
meditar durante largo tiempo, con minuciosidad, mientras los escritores, como
suelen decir, tienen el “relámpago” de la inspiración». El mismo año en que
nos encontramos en la Sala de las Columnas con nuestros lectores, Frédéric e
Irène Joliot-Curie descubrieron la radiactividad artificial; comenzaba la época
de la física nuclear. Yo (como seguramente la mayoría de los escritores) no
tenía ninguna idea al respecto.
Un cuarto de siglo más tarde, centenares de millones de hombres, ahora
llenos de esperanza, ahora llenos de terror, comenzaron a seguir con atención
el trabajo de los científicos. El poeta Slutski escribió unas frases jocosas:
«Los físicos parecen gozar del respeto, mientras que los líricos del
desprestigio». Los líricos no sonreían cuando leían estos versos.
Entre las dos guerras mundiales el papel que desempeñaban los científicos
era limitado. Millones de personas veían al científico como un hombre
encerrado en su laboratorio y que mira la vida inquieta de la calle con
menosprecio o miedo. Y los científicos no hacían mucho por disipar esta
leyenda. Langevin era una excepción. La lucha contra el fascismo se hacía con
los artículos de Gorki, las apelaciones de Romain Rolland, los discursos de
Barbusse. Los escritores disfrutaban aún de un enorme prestigio. Recuerdo
que una calle del suburbio urbano parisino Villejuif pasó a llamarse Gorki. En
la ceremonia de bautizo de la calle se congregaron miles de obreros. Vaillant-
Couturier dio la palabra a André Gide. Los obreros, que con toda
probabilidad nunca habían leído sus libros, le tributaron tal ovación que Gide
se quedó desconcertado. Esto ejemplifica la veneración paradójica con
respecto al título de «escritor». Tal vez el respeto hacia los escritores en 1934
se derivase, en parte, del interés sobre el capital ganado por la literatura cien
años atrás, cuando vivían Pushkin, Hugo, Balzac, Gógol, Stendhal, Heine,
Mickiewicz, Dickens y Lérmontov. Desde entonces muchas cosas han
cambiado. Después de Hiroshima los científicos se dieron cuenta de su
responsabilidad. El Movimiento de los Partidarios de la Paz estaba dirigido
por Joliot-Curie. Hoy la gente está mucho más interesada en las conferencias
internacionales de los científicos que desean prevenir una guerra nuclear que
en los congresos del PEN Club. No sé si los escritores comenzaron a olvidar
su papel de «maestros de la vida» o si los alumnos optaron por instruirse en
otras clases, pero a día de hoy me parece muy exagerada la importancia que en
aquel tiempo atribuía (y no sólo yo, sino también muchos hombres políticos
responsables) a la Asociación de Escritores Antifascistas.
(La explicación a los cambios ocurridos no consiste en los éxitos de la
ciencia, sin duda incuestionables, ni en el eclipse de la literatura, también
evidente, sino en acontecimientos que no guardan relación directa con la
cuestión de si la poesía tiene derecho a existir con la amenaza de la guerra
atómica. No son los líricos ni los físicos los que deciden las cuestiones de la
paz y la guerra, pero, por la naturaleza de su trabajo, los líricos sólo pueden
contribuir a enriquecer la vida espiritual de los lectores, mientras que los
físicos pueden mejorar la vida y perfeccionar la muerte. La espiral es una de
las formas de progreso más comunes tanto en los organismos vivos como en la
sociedad humana. Quizá los líricos vuelvan a estar en auge cuando la gente
pueda volver a mirar el cielo con tranquilidad: contemplar la luna explorada
por los hombres gracias a los físicos y la luna de los enamorados sin la
amenaza ya de la luna de los científicos).
Éstas son consideraciones sobre el presente y el futuro, pero no hablo de
la importancia de los escritores en el pasado para suspirar por lo que se fue.
Quiero dejar claro lo que sucedió a continuación. Mientras intentaba trabajar,
en la rue Cotentin, en el quinto y el sexto capítulo de Sin tomar aliento, me
llamó por teléfono nuestro nuevo embajador, V. P. Potemkin, y me pidió que
pasara a verlo: se trataba de un asunto urgente. Vladímir Petróvich me
comunicó que querían que volviese a Moscú con motivo de mi carta sobre el
estado de ánimo de los escritores occidentales: Stalin quería hablar conmigo.
Llegué a Moscú en noviembre. El tiempo era infame, caía aguanieve, pero
yo estaba de buen humor. Encontré a Irina contenta. Nunca me había dicho que
se dedicaba a la literatura: había escrito un libro, Apuntes de una colegiala
francesa, y ahora comentaba, como de pasada, que se había publicado en una
revista dirigida por Gorki y que pronto se publicaría en forma de libro. Leí
Apuntes… en una noche. Leí, claro está, con particular interés: Irina describía
sus años de escuela, las primeras tormentas del corazón. Reconocí a sus
amigas, los chicos que a veces venían a vernos y descubrí muchas cosas que
ignoraba. Irina era reservada.
A la espera de mi reunión con Stalin, me encontré con viejos amigos.
Vinieron a verme también escritores jóvenes: Lapin, Slavin, Levin,
Gabrilóvich. Los hermanos Vasilev me descubrieron a Chapáyev. A menudo
iba a casa de Meyerhold; no se daba por vencido y hablaba de la puesta en
escena de La desgracia para los inteligentes.[1] Todos estábamos de buen
humor. Corría la voz de que en la próxima sesión de los soviets se discutiría el
borrador de la nueva constitución. Noviembre parecía mayo, y yo lo veía todo
de color de rosa.
Un día fui a Izvestia y pasé a ver a Bujarin, a quien encontré con el rostro
desencajado. A duras penas logró articular: «¡Qué desgracia! Han matado a
Kírov». Todo el mundo estaba abatido; Kírov era muy querido. A la pena se
sumaba la angustia: ¿Quién? ¿Por qué? ¿Qué sería lo próximo? Me he dado
cuenta de que las grandes pruebas vienen casi siempre precedidas de semanas
o meses de felicidad serena, tanto en la vida de un individuo como en la
historia de los pueblos. ¿O acaso nos lo parece, cuando evocamos la víspera
de una desgracia? Por supuesto, ninguno de nosotros podía prever que daba
inicio una nueva época, pero todos enmudecieron, se pusieron alerta.
Algunos días más tarde, A. I. Stetski, director del departamento de cultura
del Comité Central, me dijo que a causa de los últimos acontecimientos el
encuentro con Stalin no se celebraría en un futuro inmediato y que no querían
retenerme en vano. Alekséi Ivánovich me pidió que dictara a una taquígrafa
mis ideas sobre la posibilidad de crear una asociación de escritores
dispuestos a luchar contra el fascismo.
En París pude escribir algún que otro capítulo de mi novela.
Hablé con Malraux, con Vaillant-Couturier, con Gide, con Jean-Richard
Bloch, con Moussinac, con Guéhenno. Después de largas discusiones, un
grupo de escritores franceses decidió convocar un congreso internacional en
primavera o a principios de verano. Los escritores no son como los obreros:
unirlos resulta muy difícil. André Gide proponía una cosa, Heinrich Mann
otra, Feuchtwanger una tercera. Los surrealistas gritaban que los comunistas se
habían convertido en bonzos y que era preciso boicotear el congreso. Los
escritores más cercanos al trotskismo —Charles Plisnier, Madeleine Paz—
advirtieron que hablarían y «desenmascararían» a la Unión Soviética.
Barbusse temía que el congreso, debido a la gama política excesivamente
amplia, fuese demasiado genérico y no se alcanzara ninguna decisión. Roger
Martin du Gard y los escritores ingleses E. M. Forster y Huxley, por el
contrario, consideraban que el congreso era demasiado restringido y que sólo
se dejaría hablar a los comunistas. Se precisaba mucha paciencia, moderación
y tacto para conciliar unas posiciones que parecían incompatibles.
Por lo demás, todas estas dificultades no surgieron ante nosotros hasta
principios de 1935. Recién llegado de Moscú, no había tenido tiempo de echar
un vistazo alrededor cuando llegó un telegrama de la redacción: se celebraba
un plebiscito en el Sarre y tenía que ir. Dejé sobre la mesa un capítulo
inacabado de mi novela y llamé a Malraux para decirle que no podría asistir a
la reunión de la comisión encargada de preparar el congreso.
Por la noche, en el tren, soñaba o, como una vez había dicho el pelirrojo
Romka, «formulaba hipótesis de trabajo». El congreso obligaría a los
indecisos a elegir la vía de la lucha. El fascismo no era todavía tan fuerte
como parecía, y se sostenía, sobre todo, por el estado de embotamiento
general. Tal vez, en el Sarre, los alemanes votarían contra Hitler…
De pronto recordé la noche de angustia transcurrida en la redacción de
Izvestia. ¿Quién había matado a Kírov?
El compartimento estaba recalentado. Abrí con esfuerzo la ventanilla.
Irrumpió un humo amarillo, denso, acre.
10

Llegué a Saarbrücken por la tarde. A través de la niebla centelleaban los


farolillos festivos. En la vitrina de una gran charcutería de la calle principal se
exhibía una esvástica hecha con salchichas; los viandantes miraban y sonreían
con admiración.
La dueña del hotel, una mujer gorda, apopléjica, gritaba en el pasillo:
«¡No olvidéis que soy alemana!». En la calle los altavoces difundían
canciones de guerra: «En marcha, uno, dos…». Dormía mal. Por la noche
resonaban los disparos; entreabrí la puerta y el mozo de pasillo, que se
encargaba de limpiar los zapatos, comentó: «Seguro que han acabado con otro
traidor». Por la mañana la dueña me dijo: «Tiene que dejar libre enseguida la
habitación. Se la he alquilado por error. ¡Yo soy alemana, señor! ¿Entiende?».
Lo entendí todo; pero tal vez un lector joven no entenderá qué sucedía
entonces en el Sarre. Lo explicaré. En 1919, después del Tratado de Versalles,
los aliados discutieron largo y tendido sobre la cuenca del Sarre. Clemenceau
quería que el carbón del Sarre pasara a ser propiedad de Francia. Wilson
ponía objeciones. Finalmente se pusieron de acuerdo: al cabo de quince años
se celebraría un plebiscito y los propios habitantes decidirían si unirse o no a
Alemania. Antes de la llegada al poder de Hitler todo estaba claro: en el Sarre
vivían alemanes y, por consiguiente, se mostrarían a favor de la unificación.
El terror fascista hizo reflexionar a algunas personas. Se planteó ante los
electores la cuestión: la unión con Alemania o el statu quo, es decir, un
gobierno autónomo y la unión económica con Francia. A excepción del
insignificante partido autonomista, sólo los comunistas invitaban a votar por el
statu quo. Al llegar al Sarre, enseguida comprendí que una mayoría
abrumadora se manifestaría a favor de la unificación: los nazis habían jugado
bien la baza del patriotismo. Los carteles, las canciones, las banderas
repetían, como la dueña del hotel donde había pasado la primera noche:
«¡Somos alemanes, nuestro lugar está en Alemania!».
Esta «libre manifestación de la voluntad popular» parecía una trágica
farsa. En teoría la libertad de palabra, de reunión y de prensa se concedía a
todo el mundo. Los soldados ingleses debían garantizar el orden. En la
práctica los fascistas impedían las reuniones de los comunistas. No había
quiosco donde se pudiera comprar un periódico contrario a la unificación. Las
vendedoras respondían con miedo: «Nos han advertido de que nos quemarán
el quiosco». Mataban a la gente en las esquinas. Incluso me enviaron una carta
anónima con una esvástica: si no me iba enseguida del Sarre me tocaría en
suerte una «buena bala alemana».
El auténtico propietario de la cuenca del Sarre, Hermann Roechling,
prometía recompensas a todos los que obedecieran, y a los que no, la muerte
por inanición. A los desempleados que no aceptaban inscribirse en el «frente
alemán» los privaban de los subsidios.
(Ahora, leyendo en la prensa occidental que la cuestión alemana se puede
resolver con «elecciones libres», no puedo evitar recordar el plebiscito que
tuvo lugar en el Sarre).
En un pueblo asistí a un episodio divertido de una campaña mucho más
divertida. Tenían allí dos toros que habrían sido escogidos para que se
reprodujeran: a uno lo consideraban el mejor, y su propietario, un pobre
campesino, vivía en cierta medida a expensas del animal. El campesino fue
considerado sospechoso de querer votar por el statu quo, y el toro quedó
estigmatizado como «el toro statu quo». Nadie osó aparearlo con sus honestas
vacas arias.
Fue el escritor alemán Gustav Regler quien me ayudó a llegar a aquel
pueblo y a otras localidades perdidas del Sarre. Lo había conocido en París,
luego nos encontramos en Moscú durante el Congreso de Escritores. Era un
hombre nervioso, impresionable. Los fascistas del Sarre amenazaban con
acabar con su vida. Él pronunciaba en todas partes discursos valientes sobre
el terror nazi en Alemania. Me condujo a la casa de los mineros donde
escuché relatos sinceros acerca de lo que estaba pasando.
Antes incluso del plebiscito escribí para el periódico algunos artículos, el
último de los cuales terminaba con las siguientes palabras: «Tal vez la batalla
esté ya perdida, pero la guerra no lo estará nunca».
La batalla estaba perdida. Sabía ya que antes de la victoria se sucederían
no pocas derrotas y no me desanimé.
Al volver a París, terminé mi novela; fui a la reunión de los grupos
preparatorios, pero de nuevo tuve que partir: en Ginebra debía celebrarse una
Sesión Extraordinaria del Consejo de la Sociedad de Naciones.
Los suizos daban largas para la concesión del visado. Al final el consejero
de la embajada me mostró un telegrama de Berna. Lo transcribo a
continuación: «Al ciudadano soviético Iliá Ehrenburg se le autoriza a pasar
diez días en Suiza como corresponsal del periódico Izvestia para asistir a la
sesión extraordinaria del Consejo de la Sociedad de Naciones, a condición de
que el susodicho Iliá Ehrenburg se abstenga de cualquier actividad que
pudiese perturbar el orden interno de Suiza o dañar la relación con los estados
vecinos». El diplomático me explicó que, hallándome en territorio suizo, no
debería decir o escribir nada que fuese directamente contra Alemania: así lo
exigía la neutralidad suiza.
Por lo visto la neutralidad (como, de hecho, todo en el mundo) se puede
comprender de diferentes maneras. Poco antes de mi llegada a Suiza, los
agentes de Hitler detuvieron en Basilea al emigrado antifascista alemán Jacobs
y lo llevaron a Alemania. Las autoridades suizas hacían ver que no había
pasado nada. Vi Ginebra repleta de nazis; a ellos no les requerían que firmaran
condiciones; en Suiza tenían sus periódicos y escribían con total tranquilidad
que, «para erradicar el tumor maligno del comunismo era preciso recurrir a la
cirugía y comenzar por Rusia».
Ahora me he acostumbrado a las diferentes conferencias internacionales y
sé que recuerdan muy bien el proceso sumario descrito en Reinecke Fuchs
[Reineke el zorro] de Goethe. Entonces yo era un novato y me sorprendía ante
muchas cosas. La Sociedad de Naciones fue una primera versión de las
Naciones Unidas: los estadounidenses no participaban en ella, y los ingleses y
los franceses se consideraban los dueños de la situación. Alemania la había
dejado en 1933, pero todos cedían frente a Hitler. En el Schleswig danés me
di cuenta de cómo temían los daneses a las divisiones alemanas. Y en Ginebra
el representante de Dinamarca se esforzó en demostrar durante mucho tiempo
que la política de Hitler era un ejemplo de amor a la paz; además este abogado
del fascismo era socialdemócrata. Las negociaciones se desarrollaban entre
bambalinas: en diferentes restaurantes fuera de la ciudad. Los alemanes
prometieron a España un tratado comercial, y Lerroux se sintió rebosante de
ternura hacia el Tercer Reich. A los portugueses y a los chilenos les habían
prometido varias golosinas. Intentaban aplacar la inquietud que había invadido
el mundo con párrafos, apostillas, comentarios.
Tomó la palabra M. Litvínov. Hablaba en tono apocado y parecía por su
aspecto un gordo y afable padre de familia. Recordaba a los diplomáticos que
el apetito llega comiendo y que no se podía confiar en la sonrisa de Hitler:
«Difícilmente se puede tomar en consideración a un ciudadano belicoso que
promete indultar algunos barrios de una ciudad y reservar para sí y para su
ejército el derecho a actuar en el resto».
En el café Babaria, donde se reunían los periodistas, el corresponsal de Le
Figaro gritaba: «¡Emile Buré se ha vuelto loco! ¿Por qué debería temer
Francia al ejército alemán? Incluso un niño comprende que la intención de
Hitler es avanzar hacia Ucrania».
En el escaparate de una agencia alemana de viajes, no lejos de aquel café,
habían colgado un mapa grande de Europa donde Alsacia y Lorena ya
figuraban como anexionadas a Alemania.
La primavera era fría y lluviosa, pero los periódicos escribían que para el
verano se esperaba en Francia un número de turistas muy superior al de los
años anteriores: «La paz triunfa». Alemania continuaba armándose, y la
Sociedad de Naciones consideraba varios planes de desarme. Los franceses
hablaban de las próximas vacaciones.
Fui a la ciudad belga de Eupen, que hasta 1918 había pertenecido a
Alemania. De nuevo me atormentaron con el visado. En Bélgica, a la sazón,
había un gobierno de coalición del que formaban parte los socialistas
Vandervelde y Spaak. Aún en fecha reciente Spaak considerado «rojo».
Recordé cómo agitaba los puños en las reuniones de minores en el Borinage.
Había cambiado de aspecto con una rapidez que habría suscitado la envidia de
cualquier actor de Meyerhold. En la posguerra se convirtió en una figura
política importante. Lo vi en Bruselas en 1950; a pesar de su obesidad actuaba
con una energía frenética. Defendía ideas, como él decía, «moderadas», pero
las defendía sin moderación. Me siento incómodo con este tipo de personas:
son capaces de incendiar el mundo sólo porque se consideran buenos
bomberos. Vandervelde era un hombre del siglo XIX y no trataba de rivalizar
con Spaak; tenía entonces setenta años. Escribió un artículo sobre mi novela
El segundo día. No sé qué le había llamado la atención, si mi estilo o el de
Hitler, pero en el artículo habían reconocimientos inesperados: «Así, a pesar
de todo, este pueblo se dirige, por el barro, sobre la nieve, hacia las estrellas.
La más legítima de todas las revoluciones les ha dado fe y esperanza en la
milagrosa renovación de toda la vida social». Sin embargo, las ideas del
ministro Vandervelde no influían sobre la política cotidiana: en Eupen asistí a
un espectáculo similar al del Sarre. Los nazis llegaban en tranvía desde
Dortmund o Düsseldorf y no les exigían ningún visado. Se comportaban sin
ceremonias. Se publicaba el periódico Eupener Zeitung en el que se escribía
que los alemanes liberarían pronto la ciudad. Entré en una librería que
pertenecía a Hirez, el führer local. Sonrió con amabilidad y me ofreció las
obras de Rosenberg.
Mientras me encontraba en Eupen, vino a la ciudad un comunista alemán
huido de un campo de concentración. La policía de Eupen lo arrestó y lo
amenazó con entregarlo a los nazis. Cuatro días después lo expulsaron a
Francia. Lo acompañé hasta la frontera. Sufría una grave depresión y
respondía de modo incoherente a las preguntas de los guardias de frontera.
De nuevo París. Escritores y coloquios sobre el congreso. Malraux estaba
contento porque Benda había prometido participar. Waldo Frank mandó desde
Estados Unidos una larga carta: intervendría en el congreso. Joyce enviaría un
mensaje de saludo.
Entretanto, los parisinos discutían sobre cómo pasar los meses de verano:
en la costa de Normandía o en Savoya. Todo parecía transcurrir con
normalidad. Pero yo no podía olvidar lo que estaba ocurriendo al otro lado
del Rin.
Fui a Alsacia y me encontré con una situación idéntica: los nazis hablaban
con una sonrisa de la «próxima liberación» de los «autonomistas» que,
inspirados en el ejemplo del Sarre, exigían un plebiscito; la gente suspiraba,
se encogía de hombros, se nutría de las promesas de los fascistas locales de
salvarlos en la hora de la «liberación». Una tarde encontré en una calle vacía
a una decena de muchachos que cantaban con frenesí Wacht am Rhein [El
guardián del Rin].
Por aquel entonces escribía: «Durante los últimos meses he estado
ocupado en un trabajo extenuante: viajo a las regiones colindantes con
Alemania. […] Se puede mirar durante largo rato una serpiente y permanecer
con la mente clara: si la serpiente engulle un conejo, bueno, a fin de cuentas es
su comida; pero no se puede mirar largo rato a un conejo: sus ojos fijos y
vitreos pueden volver loco incluso a un hombre con los nervios de acero».
Hace poco, en otoño de 1961, se celebró en Roma una mesa redonda.
Tratamos de persuadir a nuestros colegas occidentales de que las SS de ayer
no podían rearmarse. Una tarde unos amigos italianos nos mostraron un
documental: la historia del fascismo. El Duce, en un balcón, alzaba el brazo y
hacía payasadas como un pésimo actor de provincia. En Abisinia mataban a la
gente. Se desmoronaban las casas en Madrid. Se llevaban a los niños muertos.
Por las calles de Praga marchaban los nazis. Hitler, al saber que Francia había
capitulado, no cabía en sí de gozo. Los prisioneros de guerra rusos morían en
los campos de concentración. A las muchachas judías las conducían a las
cámaras de gas… Luego llegaba la victoria, en la pantalla veíamos de nuevo a
los nazis supervivientes armando escándalos y otra vez moría un adolescente
italiano. Y la historia aún no ha sido contada por completo. Mientras miraba la
pantalla, de repente pensé: «¡Sí, ésta es la historia de mi vida!». Cuarenta años
transcurrieron bajo el signo de los instintos más bestiales, de la guerra, de los
pogromos, de los campos de concentración. Pushkin escribió una vez:
«Nacimos para la inspiración, para los dulces sonidos y para las oraciones».
Tal vez entonces esto sólo fuera también un sueño. Colgaron a Riléyev,
Küchelbecker languidecía en el exilio, y el propio Pushkin halló una muerte
prematura. Pero al menos pudo soñar.
En la primavera de 1935 en lo que menos pensaba era en los «sonidos
dulces». Pasábamos los días y las noches preparando el congreso. La vida
parecía idílica, pero no podía vivir como antes: el aire que respiraba era
diferente. No había todavía movilizaciones, ni alarmas aéreas ni
oscurecimientos. Ahora sé que la guerra sobreviene siempre mucho antes de
que empiece el espectáculo; llega por la puerta de servicio y espera con
paciencia en una antecámara oscura.
11

A menudo, en mi pequeño apartamento de la rue Cotentin, se reunían los


escritores franceses que se dedicaban a la preparación del congreso: André
Gide, Jean-Richard Bloch, Malraux, Moussinac, Nizan, René Blech.
Tenía un perro, Bouzou, tierno y astuto, una mezcla de sabueso y scotch-
terrier: no lo habrían admitido en una exposición, pero era muy inteligente: iba
por si solo a una carnicería donde vendían carne de caballo y se ponía a hacer
piruetas, como un perro de circo. Bouzou quería a André Gide, pero no
desinteresadamente: Gide cogía una pasta y empezaba un largo tira y afloja
mientras agitaba la mano; Bouzou daba un salto y le arrebataba la golosina.
André Gide, sin percatarse de lo sucedido, tomaba otra pasta y esto se repetía
una decena de veces.
En aquellos años me encontraba a menudo con André Gide, iba a su casa
de la rue Vaneau, le veía en los encuentros literarios, en los mítines obreros.
Cuando nos quedábamos solos, casi siempre hablaba de sí mismo. Podría
parecer que lo conocía bien, pero no era así: Gide seguía siendo para mí un
hombre de otro planeta.
Cuando se sintió atraído por la política y se declaró partidario del
comunismo, lo percibí como un triunfo: André Gide era el ídolo de los
intelectuales occidentales. Me alegraba que participara en la lucha contra el
fascismo, pero incluso entonces yo observaba que, hasta los sesenta años,
André Gide «no había visto ante sí otra cosa que el reflejo de sus propias
pasiones». En 1933 escribí sobre una novela suya: «Por supuesto, nadie puede
sentirse afectado por el destino de los protagonistas de Los falsificadores de
moneda. Pero ¿acaso existen de veras esos personajes? Se trata de una novela
sobre un novelista y su novela, no sobre la gente… Es un libro sobre un libro:
ningún rastro de vida en el desierto».
No fui el único en mostrarse entusiasmado ante la «conversión» de André
Gide. En el Congreso de Escritores de Moscú, Gorki dijo: «Romain Rolland y
André Gide tienen el derecho legítimo de definirse como “ingenieros de
almas”». Y Louis Aragón concluyó su discurso con estas palabras: «Sólo me
queda transmitirles saludos de nuestro gran amigo André Gide». Un año
después, en el Congreso de Escritores Antifascistas de París, nadie recibió
una ovación tan cálida como André Gide.
En 1936 Gide fue a la Unión Soviética, admiró todo sin reserva alguna,
pero de regreso en París lo condenó todo, también sin reservas. No sé qué le
pasó: el alma de un ser humano es un misterio. En 1937, mientras me
encontraba en España leí un artículo suyo en que acusaba a las autoridades
republicanas de ejercer una fuerte represión. No pude contenerme y me dije a
mí mismo que era un «viejo con la maldad del renegado y con la conciencia
sucia». Ahora todo eso ha quedado muy atrás. Quiero reflexionar serenamente
sobre este hombre que se cruzó en mi camino. Sin duda, me equivoqué tanto
cuando ensalcé su adhesión al comunismo como cuando le tildé de renegado:
había tomado el revoloteo de una mariposa por el plano de un arquitecto. En
este libro, más de una vez he confesado mis propios errores: demasiado a
menudo confundí mis deseos con la realidad.
¿Acaso puede un hombre, después de pasar sesenta años en un desierto,
absorto únicamente en su propia persona, transformarse y convertirse en un
filántropo, en un paladín de la justicia social? André Gide me dijo más de una
vez que un hombre no puede sentir alegría cuando está rodeado de dolor. Estas
palabras me conmovieron. Hablaba con sinceridad y resultaba fascinante. No
obstante, yo sólo podía creer en la hondura y en el compromiso duradero del
entusiasmo político de André Gide porque tenía muchas ganas de creerlo. No
reflexioné sobre la trayectoria de Gide. Durante la Primera Guerra Mundial se
entusiasmó cuando un amigo suyo se convirtió en católico militante: «¡Te me
has adelantado!». Quince años después proclamaba en todas partes que la
religión era el peor enemigo del hombre. Parecía un predicador: ojos
inteligentes, manos finas y expresivas, siempre rodeado de libros y de
manuscritos, con un pequeño volumen de Goethe o de Montaigne en el
bolsillo; afirmaba que estudiaba a Marx. Pero se caracterizaba
fundamentalmente por su grandísima frivolidad. Algunos admiraban su
audacia; otros, por el contrario, le recriminaban su excesiva prudencia; pero la
mariposa no vuela hacia el fuego por audacia ni huye del hombre por
prudencia; no es heroica ni egoísta, sino una simple mariposa.
No quiero que se me malinterprete: al hablar de una mariposa no intento
denigrar el talento o la inteligencia de Gide. Una vez escribió en su diario:
«Dudo que una mariposa después de poner sus huevos experimente mucha
satisfacción en la vida. Revolotea de aquí para allá obedeciendo a los
perfumes, al viento, a sus deseos». Cuando escribió esto, Gide tenía setenta y
dos años y consideraba que ya había hecho lo que debía. Tal vez hablara por
casualidad de una mariposa en su diario, no lo sé, pero la imagen es
afortunada: él era una grandiosa mariposa nocturna que con su extraordinario
colorido fascinaba tanto a un experto entomólogo como a un niño con su
cazamariposas. (Gide contaba que le gustaba cazar mariposas de colores
brillantes).
Independientemente de la frecuencia con que lo viera, siempre me hablaba
de su salud: o tenía miedo de resfriarse, de pescar la gripe, o no podía comer
en aquel bistró: ¡el hígado, el hígado! Aun encontrándose con un gran número
de personas en este vasto mundo, André Gide sólo veía a una: André Gide.
Cuando moría, en su apartamento de la rue Vaneau, estaba su viejo amigo
Roger Martin du Gard, que publicó sus Notas sobre André Gide escritas con
amor verdadero; en ellas encontré la confirmación de mis observaciones
mucho más fugaces: «Vive absorto en sí mismo, preocupado por sus pequeñas
tristezas». «Todavía está más concentrado en sí mismo».
Escribiera sobre lo que escribiera, sobre Nietzsche o Dostoievski, sobre
personajes de ficción o amigos íntimos, sobre la homosexualidad o el caos de
Francia, sólo se veía a sí mismo, se admiraba o se horrorizaba a sí mismo.
Tenía una lengua maravillosa, clara, precisa y al mismo tiempo original.
Tal vez su estilo contribuyera a su éxito, pues Gide irrumpió en escena cuando
todo el mundo estaba harto de las premeditadas nebulosidades de los epígonos
del simbolismo; otros imitaban a Mallarmé, pero a Gide le cautivaba
Montaigne.
Brillante estilista, escritor de gran erudición: todo esto es indiscutible. Y
aun así resulta difícil creer que en el período de entreguerras muchos lo
consideraran un maestro, la conciencia de toda una época, casi un profeta.
Le atraían los casos criminales excepcionales. Al final de la década de
1920 empezó a editar una colección de libros dedicados a crímenes de todo
tipo. Recuerdo vagamente uno de ellos: la historia de una mujer encerrada por
sus parientes.
Todo el mundo sabe que hay personas cuya vida sexual constituye una
excepción. André Gide transformó un caso patológico en un programa de
lucha. Rompió con muchos amigos, afrontó muchos disgustos y revuelos
periodísticos.
Poco antes de su visita a la Unión Soviética, Gide me invitó a su casa:
«Tal vez me reciba Stalin. Fíe decidido plantearle la cuestión del trato que se
dispensa a mis iguales». Aunque conocía esa particularidad de Gide, no
comprendí al instante qué tema quería abordar con Stalin. Me explicó:
«Quiero hablarle de la situación legal de los homosexuales». Apenas pude
contener una sonrisa; intenté disuadirle de forma educada, pero se mantuvo en
sus trece. Era protestante, incluso un puritano no sólo por formación, sino por
carácter, y entonces se había convertido en un fanático moralista de la
inmoralidad.
No, no era sólo su estilo lo que atraía a los lectores; también era su
implacable exhibicionismo espiritual, su manera de desnudarse. Criticó
superficialmente los defectos de la sociedad soviética que, como turista
(aunque importante), apenas había columbrado, y también el ambiente burgués
que conocía tan bien; pero, aun siendo un admirador de sí mismo, era
implacable analizándose.
En el verano de 1936, mientras estaba en Moscú, decía a los estudiantes:
«Dado que mi salud es frágil y no puedo esperar vivir mucho tiempo, estoy
satisfecho con abandonar este mundo sin haber conocido el éxito. Me
considero uno de esos escritores a quienes la fama les llega sólo después de la
muerte: pienso en Baudelaire, Stendhal, Keats o Rimbaud… Jóvenes de la
nueva Rusia, ahora comprenderéis por qué me dirijo a vosotros, es a vosotros
precisamente a quienes esperaba, para vosotros he escrito un nuevo libro».
¡Qué extraño resulta volver a leer estas líneas! André Gide tuvo una larga
vida: murió a los ochenta y dos años y no fue uno de esos autores a los que
descubren las generaciones posteriores: le leyeron y veneraron en vida. La
Real Academia Sueca concedió a este «amoral» el Premio Nobel. Sin
embargo, ahora, en Francia, son pocos los que leen sus libros. Gide se veía a
sí mismo como una pirámide pero, a pesar de su talento, de su maestría, de su
arte y audacia, no era más que una efímera mariposa que batía sus alas contra
un cristal turbio…
Ya he dicho que el tiempo lo pone todo en su sitio. Recuerdo a André Gide
sentado en mi casa hablando de «fraternidad comunista» mientras Bouzou
devoraba una galleta tras otra y, no sé por qué, siento pena por él.
Gide estaba muy solo; le respetaban, pero nadie le quería. ¿Quería él a
alguien? Después de su muerte vieron la luz algunas páginas de su diario que
Gide no había querido publicar en vida. Escribía que había amado a su mujer.
Se casó de joven con una muchacha dulce y temerosa de Dios, y estando
casado se dio cuenta de su perversión. Su esposa vivió separada de él, en el
campo; él le escribía cartas de amor. Una vez, mientras escribía su primer
libro de memorias necesitó aquellas cartas y, cuando se enteró de que su mujer
las había quemado, apuntó en su diario: «Durante toda una semana lloré de la
mañana a la noche. […] Me comparaba con Edipo». No dudo de la sinceridad
de esas lágrimas; no es que Gide llorase por el objeto de su amor sino por sus
propias confesiones: Gide era un hombre que, recordando los versos de
Briúsov, «desde la despreocupada infancia» buscó «combinaciones de
palabras». Quizá nadie habría podido hablar de él con más crueldad que él
mismo.
Publicó en vida sus diarios de los primeros años de guerra. Contienen
páginas terribles. El 5 de septiembre de 1940, poco después de la ocupación
de Francia por los nazis, escribía: «Adaptarse al enemigo de ayer no es
cobardía sino sabiduría. […] El que se opone a lo inevitable cae en una
trampa. ¿Para qué golpearse contra las rejas de la jaula? Para sufrir menos la
estrechez de la celda no hay nada mejor que quedarse en el medio». Tres
semanas después se consolaba así: «Si mañana, como me temo, nos privan de
la libertad de pensamiento, o por lo menos de la libertad de expresar ese
pensamiento, trataré de convencerme de que el arte y el pensamiento perderán
menos que con una excesiva libertad. La opresión no puede humillar a los
mejores; en cuanto a los demás, no importa. ¡Viva el pensamiento reprimido!».
Estoy convencido de que entre 1930 y 1935 Gide se sentía sinceramente
atraído por el comunismo. Hacía frío en el mundo, y le atraía el calor de los
mítines obreros; como un vagabundo, se calentaba en una hoguera ajena.
Recuerdo su intervención en un mitin al aire libre en el suburbio de Villejuif;
levantó el puño y sonrió tímidamente. No quería engañar a nadie, salvo, acaso,
a sí mismo.
En 1934 Roger Martin du Gard, después de una conversación con Gide,
apuntó: «Qué imprudencia conceder tanta importancia a la adhesión de un
hombre que, por su naturaleza, no es apto para las convicciones firmes, un
hombre que nunca se encuentra donde parecía firmemente instalado el día
antes. A pesar de su buena voluntad, mucho me temo que pronto decepcione a
sus nuevos amigos». Martin du Gard conocía muy bien a Gide, mientras que yo
creía en él. Lo digo tranquilo, sin amargura: el tiempo lo cura todo.
En 1935 André Gide venía a menudo a mi casa; preparábamos juntos el
Congreso de Escritores Antifascistas. Sería una estúpida cobardía por mi
parte, al reconstruir esos años, omitir la sombra de aquella mariposa de
sesenta y seis años, enfundado en un abrigo, con El capital o un pequeño
volumen de Eurípides en la mano.
12

En el Congreso de Escritores de Moscú yo era un simple delegado, pero en


cambio fui uno de los organizadores del de París. La conciencia de aquella
responsabilidad era nueva para mí y me sentía emocionado como un niño.
Hasta el último día temíamos que todo se fuese a pique. A los escritores más
relevantes los disuadían: el congreso era una iniciativa de los comunistas y no
sólo los críticos, editores y redactores se pondrían en contra de cualquiera que
participase en la reunión, sino también los lectores.
Preparamos el congreso de un modo muy primitivo casi sin dinero, sin
local; no disponíamos de secretaria ni de mecanógrafas; teníamos que
transcribirlo todo nosotros, llamar por teléfono, convencer, reconciliar. Los
que trabajaron más fueron Jean-Richard Bloch, Malraux, Guilloux, René Blech
y Moussinac.
En su conferencia ante el congreso, M. E. Koltsov recordó que el primer
encuentro internacional de escritores se había celebrado en París en 1878.
Mijaíl Efímovich añadió que en la actualidad los escritores rusos podían
hablar con sus colegas occidentales de un modo muy diferente, no tenían a sus
espaldas ni los penales de trabajos forzados, ni analfabetismo generalizado, ni
despóticos burócratas como los que describía Saltikov-Schedrín.
En el encuentro de escritores al que se refería Koltsov asistieron Victor
Hugo y Turguéniev. A nuestro congreso no asistieron escritores de esa talla,
pero en 1935 creo que no existían. Conseguimos reunir a los autores más
leídos y respetados: Heinrich Mann, André Gide, Alekséi Tolstói, Henri
Barbusse, Aldous Huxley, Bertolt Brecht, André Malraux, Isaak Bábel, Louis
Aragon, Martin Andersen Nexø, Borís Pasternak, Ernst Toller, Anna Seghers.
Ernest Hemingway, Theodore Dreiser y James Joyce mandaron sus saludos.
Pasaron a formar parte del comité presidencial de la Asociación Romain
Rolland, Maksim Gorki, Thomas Mann, Bernard Shaw, Selma Lagerlöf, André
Gide, Heinrich Mann, Sinclair Lewis, Ramón del Valle-Inclán y Henri
Barbusse.
En el congreso había gente de lo más variopinta: junto al ensayista liberal
Julien Benda se sentaba Vaillant-Couturier; tras el discurso del novelista
escéptico inglés Forster tomó la palabra el fogoso Aragon; el individualista
español Eugeni d’Ors conversaba con Johannes R. Becher; el crítico alemán
septuagenario Alfred Kerr habló de la importancia de la herencia cultural con
el joven Korneichuk; Max Brod, el amigo de Kafka, discutió el proyecto de
resolución con Scherbakov, y en la cantina Galaktion Tabidze bebió coñac a la
salud de la emocionada Karin Michaëlis.
El congreso duró cinco días, y la enorme sala de la Mutualité estaba
atestada. Los altavoces transmitían los discursos en el vestíbulo; la gente se
detenía a escuchar en la calle. Los periódicos, al principio decididos a ignorar
el congreso, se vieron obligados a dedicarle no poco espacio. Incluso Hitler
no pudo contenerse y declaró, preso de la ira: «¡Los escritores bolchevizantes
representan el asesinato de la cultura!».
Involuntariamente viene a mi memoria otro congreso celebrado trece años
después en Wrocław; no tuvo el colorido del de París, aunque los pocos
liberales o socialistas que asistieron a él no hicieron más que ofenderse,
lanzarse pullas y amenazar con abandonar la reunión. El congreso de París se
tituló: «En defensa de la cultura»; el de Wrocław: «En defensa de la paz». Por
supuesto, el fascismo asustaba a todo el mundo, pero en 1948 la guerra no era
una idea abstracta.
La atmósfera política de 1935 fue favorable al éxito de nuestra iniciativa.
En Francia estaba naciendo el Frente Popular. Uno de los organizadores del
congreso, André Chamson, radicalsocialista, director del Museo de Versalles,
hablaba con entusiasmo de la Unión Soviética y estrechaba la mano a Vaillant-
Couturier. No había de qué asombrarse: tres semanas más tarde, en la place de
la Bastille, vi que Daladier abrazaba a Thorez. El fascismo había pasado a la
ofensiva. Hojeando los periódicos durante los días del congreso, nos
enteramos de que quince mil fascistas habían recorrido las calles de Argel
mientras aviones fascistas sobrevolaban sus cabezas y su líder gritaba: «¡Juro
que en el plazo de un mes tomaremos el poder en Francia!». En Alemania
cortaban las cabezas de los rebeldes. Gil-Robles se encargaba de meter en
vereda a los librepensadores españoles, mientras que Italia se preparaba
abiertamente para invadir Abisinia. Esto es indiscutible, y yo no olvido ni por
un instante que después de la Segunda Guerra Mundial la situación era
muchísimo más complicada: había crecido el temor al comunismo, en Estados
Unidos apenas acababa de comenzar la «caza de brujas». Sin embargo, creo
que no se trata únicamente de eso.
En Wroclaw no estuvo Aldous Huxley, pero vino su hermano, el biólogo
Julian. Lo cierto es que no estaba más escorado a «la derecha» que su hermano
en 1935, pero todo el mundo hablaba con él de un modo diferente, y él se
sentía como un extraño que hubiese ido a parar a casa ajena.
En Wroclaw faltaron muchos participantes del congreso de París:
Andersen Nexø, Benda, Marchwitza, Stoiánov, Korneichuk y yo, creo que ésos
éramos todos. El ensayista Benda, racionalista empedernido, me dijo en cierta
ocasión: «Ya lo ve, a pesar de todo, he venido. Pero ya no entiendo nada…
Dígame: ¿qué les ha ocurrido a Bábel y a Koltsov? Cuando pregunto no
obtengo respuesta… En una intervención uno de sus camaradas tildó de
“chacales” a Sartre y a O’Neill. ¿Acaso es eso justo o inteligente? ¿Y por qué
tenemos que aplaudir cada vez que se pronuncia el nombre de Stalin? Yo estoy
contra la guerra. Me opongo a la política de Estados Unidos. Busco unión y me
proponen anexión… Pero tengo ya setenta y ocho años y es algo tarde para
volver a la escuela primaria».
Volvamos al congreso de París. Tal vez a su éxito contribuyera en cierta
medida la conducta de los escritores soviéticos. Habría sido difícil pasar
cinco días seguidos sin hacer otra cosa que maldecir el fascismo. Los
oradores hablaron también de la función social del escritor, de las tradiciones
y las innovaciones, de la base nacional de la cultura y de los valores
universales. Como es natural, todos estaban interesados por la experiencia
soviética. Recuerdo algunos discursos de nuestros escritores. El de Koltsov
fue vivaz, alegre; habló de la importancia de la sátira en la sociedad soviética:
«A nuestro lector le indigna el administrador que, distorsionando los
principios del socialismo, pone al mismo nivel a todas las personas según un
único patrón y los obliga a comer, a vestir, a hablar y a pensar lo mismo».
Lahuti contó que mucho antes de que los alemanes racistas introdujeran la
estrella amarilla, en la prerrevolucionaria Bujará los judíos tenían que ceñirse
el naji-lanat —el cinturón de la maldición—, y que ahora todos los pueblos
de la Unión Soviética estaban unidos por el naji-vajdat, el cinturón de la
fraternidad.
Poco antes de la inauguración del congreso, los escritores franceses,
organizadores del evento, le hicieron una petición a nuestro embajador:
querían ver a Bábel y a Pasternak, que no habían sido incluidos en la
delegación. El congreso ya estaba en marcha cuando llegaron Bábel y
Pasternak. Isaak Emmanuílovich no escribió su discurso, sino que contó con
descaro y humor, en un buen francés, el amor de los soviéticos por la
literatura. Con Borís Leonídovich las cosas fueron más difíciles. Me dijo que
padecía insomnio, que el médico le había diagnosticado una psicastenia y que
se encontraba descansando en casa cuando le comunicaron que tenía que ir a
París. Escribió el borrador de su discurso hablando en gran medida de su
enfermedad. A duras penas lo convencieron para que dijera algunas palabras
sobre poesía. Tradujimos a toda prisa uno de sus poemas al francés. La sala
aplaudió con entusiasmo.
Nikolái Semiónovich Tíjonov, enjuto e inspirado, habló de poesía:
«¡Maiakovski! Éste es el maestro de la odas y las sátiras soviéticas, de la
comedia en verso y la farsa… ¡Bagritski! En él encontramos una lírica
ardiente y sencilla. Una poesía rica en imágenes elocuentes, profunda y
auténticamente emotivas. Cazador, pescador, guerrillero, amante de la
naturaleza. En Borís Pasternak encontramos el complejo mundo de los
espacios psicológicos. ¡Qué ebullición del verso, impetuoso y tenso! ¡Qué arte
de aliento ininterrumpido, qué intento poético y profundamente sincero de
percibir y combinar multitud de logros entrecruzados!».
(Mi artículo para Izvestia contenía la siguiente frase: «Cuando Tíjonov
pasó a valorar la poesía de Pasternak, la sala saludó con una salva de
aplausos fragorosos al poeta que había sabido demostrar que oficio y
conciencia no son en absoluto contradictorios». Medio año después, un
escritor de Moscú que, según sus propias palabras, disfrutaba «embarrando» a
sus compañeros declaró que yo, en París, al aplaudir a Pasternak parecía que
dijera que «sólo él tenía conciencia». Esta fábula fue del agrado de alguien, y
Komsomólskaia pravda no denunció a Tíjonov ni a los participantes en el
Congreso de París que aplaudieron a Pasternak, sino a mí. En la prensa
francesa se publicó una noticia: «Moscú desautoriza a Ehrenburg». Escribí a
Scherbakov y a Koltsov pidiéndoles que desmintieran la calumnia, pero fue en
vano. Los escritores franceses me preguntaban qué había pasado. Esto ocurrió
hace un cuarto de siglo, antes aun de 1937, y yo pensaba con candor que había
una respuesta para todas las preguntas).
En Occidente decían (y lo dicen aún hoy) que toda la literatura soviética es
propaganda. En mi discurso dije: «Hemos atravesado años difíciles en que
nuestros días eran como trincheras. Los sentimientos de la gente no cambian de
golpe. Nuestra literatura de propaganda está relacionada con el recuerdo del
pasado. Consciente de que los enemigos podían atacar nuestro país, creamos
el Ejército Rojo, pero por muy perfectas que sean nuestras armas, nunca
presentaremos los cañones como ejemplos de cultura soviética. Los fascistas
también poseen cañones, pero nunca tendrán nuestros soldados rojos. La
literatura propagandística es parte de los instrumentos de guerra, se forjó en
los arsenales de la burguesía. Mientras hablaba una y otra vez de “arte puro”,
la burguesía imprecaba a los escritores disidentes y mimaba a los
domesticados. No son los “poetas malditos” sino los amansados los que han
creado la literatura servil. El verdadero arte desinteresado, cuyo objetivo no
es la conservación de la jerarquía social sino el desarrollo del hombre, es
posible sólo en una nueva sociedad. […] Hemos llegado aquí orgullosos no de
nosotros, sino de nuestros lectores». Los dos escritores mayores, Heinrich
Mann y André Gide, sentados en la presidencia, se levantaron y se acercaron a
mí para estrecharme la mano; este gesto fue, desde luego, un tributo a los
lectores soviéticos. Me emocioné y balbucí unas palabras.
Yo tenía que abandonar la sala continuamente para vérmelas con un sinfín
de asuntos muy tediosos. Al volver a mi sitio oía siempre palabras amistosas y
a veces incluso entusiastas sobre la sociedad soviética pronunciadas por
escritores de Occidente de todo tipo: Chamson, el católico Mounier, Mann,
Gide, Guéhenno y otros.
Se produjeron momentos dramáticos. De repente subió al escenario un
hombre con gafas oscuras y una barba negra postiza: era un comunista alemán
que trabajaba en la clandestinidad. No sólo los jóvenes aman el romanticismo,
y la sala aplaudió con frenesí. André Gide, que traducía al francés el discurso
del comunista clandestino, perdía el hilo por la emoción.
Fueron unos días excepcionalmente calurosos, sofocantes, con tormentas.
En la sala abarrotada de gente apenas se podía respirar y no había ni un minuto
de descanso. Por la noche tenía que traducir discursos, escribir comunicados
para Izvestia y en ocasiones consolar a algún literato a quien no le habían
dado la oportunidad de hablar.
En mi descripción todo parece más austero y aburrido de lo que fue en
realidad. Vivíamos en diez planos diferentes. En el pasillo, durante los
debates, Marina Tsvietáieva recitaba versos a Pasternak. Por algún motivo nos
pasamos media noche discutiendo en un pequeño café sobre el realismo
socialista; con nosotros se sentaba A. S. Scherbakov, que trataba de no
quedarse dormido, y de pronto dijo: «¿Para qué discutir? En realidad todo está
escrito en el estatuto». Lahuti hizo que André Gide se pusiera una bata de
Tayikistán y un bonete, y nosotros, después de ver al autor de Corydon con
aquel insólito atavío, comprendimos enseguida que debería estar
contemplando la eternidad en un salón de té oriental en lugar de pronunciando
discursos en los mítines. Bábel hablaba con entusiasmo a André Triolet de un
potro extraordinario. Galaktion Tabidze compraba ediciones limitadas de
Baudelaire y de Rimbaud. No leía francés, pero acariciaba amorosamente las
páginas. Brecht y Malraux debatían sobre si la muerte formaba parte de la
vida. En un pequeño bar junto a la Mutualité, donde entrábamos a beber
limonada con hielo, los enamorados se besaban, mientras un altavoz
comunicaba que, unos minutos más tarde, tomaría la palabra el dramaturgo
Lenormand. Miré con envidia a la pareja y pensé en mi tío Lev, empresario de
un circo ambulante, a quien le gustaba decir: «No vivas como quieras, sino
como Dios manda».
De repente, en los pasillos, se hizo un gran silencio. Estaban a punto de
hablar los surrealistas: habían decidido boicotear el congreso…
La víspera de la inauguración del congreso nos enteramos del suicidio del
joven escritor surrealista René Crevel. Me lo había encontrado alguna vez y
sabía que sufría de modo enfermizo por la ruptura entre comunistas y
surrealistas. Corría la voz de que se había envenenado después de dejar una
breve nota: «Estoy asqueado de todo».
Después supe por sus amigos —Klaus Mann y Moussinac— que yo, sin
sospecharlo, había participado en esta trágica historia. Había escrito un
artículo muy duro contra los surrealistas. Una noche estuvimos en un café y
salí a comprar un paquete de tabaco. Cuando crucé la calle, se aproximaron a
mí dos surrealistas y uno de ellos me dio una bofetada. En lugar de
responderle de la misma manera, les hice una pregunta estúpida: «¿Qué
pasa?». Este gesto era de lo más normal para los surrealistas, y este incidente
absurdo fue la gota que colmó el vaso para René Crevel. Por supuesto, una
gota no es toda la taza, pero me resulta penoso recordarlo.
Aragon leyó en la reunión el discurso de Crevel. Todo el mundo se puso de
pie. Sólo tenía treinta y cinco años. Resultó que incluso en el congreso tuvo
que haber un suicidio…
Paul Éluard pidió la palabra. La sala se sobresaltó: ¡ahora se armaría un
escándalo! Alguien gritó con todas sus fuerzas. Moussinac, que hacía las veces
de presidente, concedió sin vacilación la palabra a Éluard, que entonces era
un surrealista ortodoxo. Éluard leyó un discurso escrito por André Breton que,
como es natural, contenía ataques contra el congreso. Para los surrealistas,
éramos conservadores, académicos y burócratas. Pero media hora después los
desilusionados periodistas se dirigieron a la cantina: todo había acabado sin
incidentes. Comprendimos que el problema no estaba en Breton, sino en
Hitler.
Recuerdo el discurso del novelista inglés Forster, que dijo: «Si fuera más
joven y más valiente, tal vez sería comunista. Si estalla una nueva guerra, los
escritores fieles a los principios del liberalismo y del individualismo, como
Huxley y yo, seríamos simple y llanamente barridos. Nada podemos hacer
contra esto; podríamos remendar algo con nuestras agujas oxidadas hasta que
se desencadenara la catástrofe». (Tanto el joven Huxley como el anciano
Forster sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial. Pero si ahora tienen
menos demanda las «agujas oxidadas», los expertos aseguran que no se debe
tanto a los avances de la conciencia como a la competencia de la televisión).
El discurso de Koltsov fue naturalmente mucho más optimista.
Dirigiéndose a los fascistas, recordó el dicho: «Quien ríe último ríe mejor».
Koltsov no vivió para ver el desenlace. Los fascistas, en efecto, fueron
derrotados, pero el 9 de mayo de 1945 no nos reímos. Recuerdo a una mujer
en la Plaza Roja que mostraba a todo el mundo en silencio la fotografía de su
hijo, muerto en el Volga.
(He interrumpido la redacción de este capítulo durante casi un mes: Roma,
Varsovia, Londres; encuentros, reuniones, conferencias, el desarme, las
bombas atómicas, Bonn, los revanchistas… Me he encontrado no sólo con
escritores, sino con personas de todo tipo: un senador estadounidense,
miembros del Partido Laborista, físicos, diputados italianos, Jules Moch,
sacerdotes, sindicalistas. Naturalmente, quiero acabar de escribir este libro,
pero si pudiera convencer aunque sólo fuera a una decena de personas de que
no existe otra salida que destruir todas las bombas, desarmar a todos los
ejércitos, entonces, ¿qué importancia tendría un libro? Es mucho más
importante el destino de los jóvenes: tienen ante sí a su gente, sus años, su
vida).
Creamos la Asociación de Escritores Antifascistas, elegimos la secretaría;
de los soviéticos, salimos elegidos Koltsov y yo. Mijaíl Efímovich me dijo:
«Como la secretaría tendrá su sede en París, te tocará trabajar a ti —y con un
guiño afectuoso y burlón, añadió—. También tú te llevarás las críticas…».
Ya he comentado de qué manera me criticaron. Sí, y tampoco me faltó
trabajo. Organizamos mítines, conferencias y debates, tanto en París como en
las provincias. La época era favorable: la luna de miel del Frente Popular. Di
conferencias en París, Lille y Grenoble.
En el congreso de París no hubo escritores relevantes de Checoslovaquia.
Estuve en Praga y me entrevisté con Čapek. Hablaba mucho de la amenaza
fascista y estuvo conforme en formar parte de la presidencia de la Asociación.
Trabajaba entonces en la novela La guerra de las salamandras. Me dijo con
una sonrisa: «Seguramente habrá oído un chiste de Praga: un día soleado
Čapek va por Priškop con el paraguas abierto y, ante la perplejidad de un
viandante, responde: “Está lloviendo en Londres”. Admiro las costumbres
inglesas; me gusta, por ejemplo, que los londinenses no se empujen, que en el
metro o en el autobús no se abalancen unos sobre otros. Probablemente esto se
deba a que me gustan los sueños del siglo pasado. Pero ahora vivimos en otra
época, la sociedad oprime al hombre, unas naciones se abalanzan sobre
otras».
El secretario de la Unión de Escritores Checos era a la sazón el poeta
Hora. Me propuso que incluyera la Unión Checa en nuestra Asociación. Estuve
presente en la Asamblea de Escritores Eslovacos y ellos también se unieron a
la asociación.
En España estaban de nuestra parte casi todos los escritores jóvenes:
Lorca, Alberti, Bergamín. Me reuní con mi viejo amigo Gómez de la Serna que
detestaba la política, pero logré convencerle para que también él se uniera a la
asociación.
En junio de 1936 se celebró la sesión plenaria de la secretaría en Londres.
Estábamos de muy buen humor. Discutimos toda clase de proyectos: la
creación de premios literarios internacionales, el establecimiento de una
oficina para traducir las mejores obras a diversas lenguas, etc. Con particular
fervor se examinó el proyecto de crear una enciclopedia que, según Benda,
Malraux y Bloch, debería representar lo que la Enciclopedia de Diderot,
Voltaire y Montesquieu fue en la segunda mitad del siglo XVIII.
Inesperadamente se presentó Herbert Wells en nuestra reunión. Le había
conocido en el verano de 1934, en la dacha de Litvínov. Charlando con
Maksim Maksímovich, con Eisenstein y conmigo, dijo que le gustaban muchas
cosas de nuestro país, y eso parecía irritarlo; no le parecía bien que la
realidad contradijera sus previsiones. Era capaz de prever muchas cosas: tenía
visión de futuro. Cuando en 1919 Andréi Bieli escribió sobre la bomba
atómica eso fue el presentimiento de un poeta, pero cuando en 1914 Wells
describió el empleo de armas atómicas en una guerra futura, eso podía
calificarse de predicción científica. Amaba la lógica, pero consideraba con
suspicacia la dialéctica. En la dacha de Litvínov, hablando con su hija, la
traviesa Tania, se volvió de repente natural, incluso bondadoso.
Al entrar en la reunión, Wells dejó el sombrero sobre la mesa y, acto
seguido, vertió sobre nosotros un cubo de agua helada: nos explicó con buen
juicio que nosotros no éramos ni Diderot ni Voltaire, que carecíamos de dinero
y que, en general, vivíamos de utopías. Contó el chiste de los tres sastres que
querían hablar al mundo en nombre del Imperio británico. Cuando terminó su
discurso, tomó su sombrero y salió de la sala.
Naturalmente, tenía razón en mostrarse escéptico: no llegamos a redactar
ni el primer tomo de la enciclopedia, no fundamos ni un premio literario.
Tampoco hicimos nada para incentivar las traducciones. Bergamín propuso
convocar el segundo Congreso Internacional de Escritores en Madrid, en
1937; su proposición fue aprobada. No sabíamos que, tres semanas después,
estallaría una guerra terrible y devastadora en España. No obstante, de todas
nuestras resoluciones una la cumplimos: el segundo congreso se celebró
efectivamente en 1937, en Madrid, y nos reunimos bajo el fuego de la artillería
fascista.
La Asociación cumplió su tarea: ayudó a los escritores y a muchos lectores
a entender que comenzaba una nueva época, y que no era una época de libros
sino de bombas.
13

A principios del otoño de 1935 escribí en Izvestia a propósito de Francia y de


París: «He estado pensando mucho tiempo por qué esta tierra es ahora tan
triste. Su belleza no hace más que resaltar la tristeza. Son magníficos los
viejos olmos y los fresnos entre los claros. De los manzanos caen los rojos
frutos. En la orilla los pescadores reparan las sutiles redes azules. Vacas
negras hunden con aire pensativo los hocicos en la hierba, verde como la
infancia. Las blancas casitas campesinas están adornadas de glicinas. […] “La
vida es breve”, canta bajo mi ventana un adolescente tímido y torpe. Lleva un
traje demasiado corto, no le han hecho uno nuevo. Ha llegado a esta tierra
demasiado tarde: todas las novelas están ya escritas, todos los terrenos están
roturados, todos los puestos están ya ocupados: desde la butaca del senador
hasta el cubo donde rebusca el basurero. Él sólo puede cantar, con el estómago
vacío, “la vida es breve”. […] Son muchos, han nacido como todos,
aprendieron a andar, a dar palmadas, a chupar caramelos y mirar la vida con
sus confiados ojos azules. Luego resultó que habían crecido para nada. De
noche, en París, respirando el olor salado del mar parece que oyes el crujido
de los aparejos de los navíos. […] Se siente el vértigo: negra es la noche de
Europa. La tristeza de los siglos se ha condensado en un pequeño trozo de
tierra, como en un cofre lleno de cartas de juventud. Pero incluso esa tristeza
está relacionada con la vida. Por la mañana temprano, en el París inmerso en
el gris azulado, gritan los mirlos y las sirenas de las fábricas; parecen repetir:
“Te aguardan grandes hazañas, la lucha, el futuro”».
Sobre el destino de Francia, de París, yo meditaba en un pequeño estudio
recargado de lienzos, jarras y trastos de «mercadillo», contemplando los
paisajes de R. R. Falk. Existen muchos París: conocemos el París radiante de
los impresionistas lavado por límpidas lluvias; el París etéreo y tierno de
Marquet; el París idílico y provinciano de Utrillo. El París de Falk es grave,
crepuscular, gris, azulado, violeta, un París de vigilias trágicas, condenado e
inquieto, sepultado y no obstante vivo. Falk sólo trabajó en París nueve años,
pero entendió esta ciudad inmensa, compleja, a simple vista ajena a su
espíritu.
Conocí a Robert Rafaílovich a principios de la década de 1930, pero nos
encontramos muy a menudo y conversamos durante largo tiempo en el último
período de su vida. Ahora hablaré de él, ignorando los acontecimientos de
1935: recordaré la primera vez que sentí toda la fuerza de su pintura. Falk
sacaba decenas de tela de todos los rincones de su taller; era alto, delgado, de
semblante melancólico, por no decir sombrío, que a veces se iluminaba con
una tímida y ligera sonrisa; y yo, al admirar sus cuadros, veía con ojos nuevos
el mundo que me rodeaba: la gente, la época, la rápida sucesión de
acontecimientos, la nebulosa transcripción del siglo.
(Mientras escribía mi novela La caída de París, en la pared, frente a mí,
colgaba un paisaje parisino de Falk. A menudo levantaba la mirada del
manuscrito y lo contemplaba: las casas, el humo, el cielo. Tal vez, de no ser
por el cuadro de Robert Rafaílovich, no hubiese escrito ciertas páginas).
En este libro ya he reconocido haber vivido a la vez con diez planes
diferentes desparramando energía, siempre con prisas; le he echado la culpa a
la época, pero quizá la culpa fuese mía. De hecho Falk era coetáneo mío (era
sólo tres años mayor que yo) y trabajaba con tenacidad, con fanatismo. Con
sólo dieciséis años, se había sentado, lleno de ardor, junto a un pequeño
estanque en los alrededores de Moscú, dispuesto a pintar sus primeros
paisajes. Trabajó hasta el último día de su vida, con frenesí, atormentándose,
destrozando lienzos y repintándolos muchas veces; rascaba la pintura que se
había acumulado como una costra y lo pintaba de nuevo; volvía por quinta, por
décima vez sobre la misma figura, sobre la misma naturaleza muerta.
Trabajaba, y tanto cuando exponían sus obras como cuando le cerraban todas
las puertas, seguía trabajando sin tener en cuenta la acogida que tendrían sus
cuadros. Hablaba no porque hubiese una sala atestada de gente dispuesta a
escucharlo sino porque tenía mucho que decir.
Hay artistas que pintan con facilidad y rapidez. No me refiero a pintores
de poca monta, sino a auténticos artistas; pintan bien porque, como decía
Robert Rafaílovich, «tienen los ojos bien puestos». ¿Quién no ha encontrado
en su vida a un hombre que le encanta hablar sólo porque sabe hacerlo de
modo coherente y con riqueza de imágenes? Los griegos antiguos admiraban el
talento oratorio de Demóstenes, que había nacido tartamudo. Falk, con cada
una de sus obras, se sobreponía a su tartamudeo pictórico. Pero su obstinación
no se parecía a la tenacidad de Briúsov, quien denominaba a su sueño «buey»:
el sueño de Falk era atrevido, y se esforzaba en domarlo, en someterlo a las
leyes del arte, a sus ideas. Le gustaban los versos de Baratinski sobre la
escultura: «Con su profunda mirada clavada en la piedra | el artista reconoció
a una ninfa, | una llama corrió por sus venas | hacia la ninfa voló su corazón. |
Pero infinitamente apasionado | ya no logra dominarse: | el lento, gradual
cincel | libera a la diosa de sus recónditas cortezas | una tras otra».
Tal vez Falk se parecía a Cézanne, uno de sus pintores favoritos; compartía
con él una extraordinaria capacidad para el trabajo, su gravedad, una mezcla
de dulzura y de insociabilidad y cierta tendencia a aislarse. Pero Robert
Rafaílovich era un hombre de otra época y de otra tierra. Decía de Cézanne:
«¡Un gran artista! Estaba dotado con una visión perfecta. Como hombre era
frío, árido, rasgos que se encuentran bastante a menudo en los franceses. Creo
que estas cualidades espirituales influyeron también en su pintura».
Robert Rafaílovich conocía bien las tradiciones de la literatura y de la
música rusa. Era de natural profundamente humano y no se limitaba a
contemplar con frialdad la vida: se agitaba, sufría, se alegraba.
Amaba a Vrúbel. En la escuela de Arte había tenido como profesor a
Korovin. (Falk me contó que se veía con él en París. Konstantín Alekséievich
tenía ya setenta y cinco años, pero aún trabajaba, buscaba y le decía a Falk:
«¿Sabes quién es en la actualidad el mayor pintor de Francia? ¡Soutine!»).
Falk comenzó a exponer con el grupo Sota de Diamantes, junto con
Konchalovski, Lariónov, Lentúlov, Goncharova, Malévich, Mashkov, Kuprín,
Rozhdéstvenski y Chagall. Es una opinión muy extendida que los exponentes
de este grupo imitaban ciegamente a los franceses, pero en realidad se trató de
un fenómeno importante y original de la pintura rusa, que no ha encontrado
hasta el día de hoy a un estudioso competente y objetivo. En aquel tiempo,
huelga decirlo, Falk rindió su tributo al cubismo, a veces esquematizaba un
poco los objetos, pero sus paisajes no tenían nada en común con la geometría;
eran la expresión de los sentimientos de un joven artista.
Falk observaba la vida con avidez. Como ya he dicho, vivió en París sólo
nueve años y en ese tiempo cambió catorce veces de dirección, dejando un
taller o una buhardilla para mudarse a otro lugar. Los distritos de París, decía,
no se parecían entre sí y él no sólo quería ver catorce ciudades diferentes sino
también vivir en ellas.
Conocía los callejones de Moscú, los arenales y las piedras de Asia
Central, numerosas ciudades rusas; le gustaba viajar. Solitario cuando pintaba,
en la vida cotidiana era sociable, veía a muchas personas, escuchaba con
atención las disputas, los relatos, las confesiones.
A Robert Rafaílovich le gustaba enseñar; los que estudiaron con él —en la
década de 1920 o 1940— cuentan que Falk no transmitía sólo su experiencia a
los jóvenes pintores, sino también sus descubrimientos, hallazgos e
invenciones; enseñaba con el alma.
De adolescente había soñado con llegar a ser músico y durante toda su
vida adoró la música. Amaba también la poesía, a menudo hablé con él de
poemas. Cogía al vuelo el ritmo interior del verso, quizá porque era ritmo lo
que buscaba en su pintura.
Paul Cézanne, dotado de una visión excepcional en su oficio, sólo sabía de
lienzos y colores. Los acontecimientos sociales le dejaban indiferente. Mucho
se rieron de Zola que, como no había comprendido a Paul, su compañero de
escuela, lo consideraba una persona privada de talento y no demasiado
inteligente. La gente tenía razón al reírse de él, pero se puede añadir que
tampoco Cézanne comprendió a Zola, que revolucionó la estructura de la
novela. Cézanne había intentado leer un libro de su compañero, pero lo había
dejado: le parecía aburrido. En cuanto a Falk, sabía muchas cosas y se
interesaba por muchas otras. En sus cuadros, París («no una ciudad, sino un
paisaje») era tal como él la veía y entendía. En 1935 Falk decía: «Francia está
condenada. Es difícil trabajar aquí, falta el aire, es hora de volver a casa».
Entonces vivía bien: sus cuadros se exponían, los críticos hacían correr ríos
de tinta sobre sus obras, los coleccionistas compraban sus cuadros. Pero
aunque indiferente al dinero y la fama, era muy sensible a la atmósfera de la
época, a los estados de ánimos de quienes lo rodeaban. Sabía que Francia no
resistiría, estaba seguro de ello y cuando después de la caída de París volví a
Moscú, comenzó a interrogarme sobre los detalles: los hechos históricos los
conocía desde hacía mucho tiempo y no sólo por las noticias de los
periódicos.
Una vez me dijo: «Pienso en muchas cosas antes de ponerme a trabajar,
pienso en la persona que pinto, en nuestra época, en el paisaje, en los
acontecimientos políticos, en la poesía, en los cuentos de mi abuela, en el
periódico de ayer… Cuando pinto me limito a mirar, pero veo muchas cosas
de otra manera gracias a que he estado pensando y meditando». Los
impresionistas decían que representaban el mundo tal como ellos lo veían.
Picasso declaró una vez que representaba el mundo tal y como lo pensaba.
También Falk veía como pensaba. No buscaba crear un parecido ilusorio;
decía que no le gustaba el término «arte figurativo», prefería el de «arte
plástico»: para él la tela no era una representación sino un reflejo: la creación
de la realidad sobre la tela.
Falk escribió en una carta: «Las obras de Cézanne no son copias de la
vida, sino la vida misma con formas espléndidas, preciosas, plástico-visuales.
Los cubistas se consideran sus sucesores. A mi modo de ver, son usurpadores
de su arte. A decir verdad, no me gusta la pintura abstracta. Aun en los
pintores de mayor talento, la abstracción conduce a la esquematización, a la
arbitrariedad, al azar. […] En esencia, soy un realista. […] Y en mi
concepción del realismo me siento especialmente próximo a Cézanne. Entre
los últimos pintores me atrae en especial Rouault».
Falk detestaba el decorativismo en la pintura; hablaba de un pintor como
Matisse con respeto pero también con cierta frialdad. Trataba de descubrir los
objetos, la naturaleza, los caracteres humanos. Sus retratos, sobre todo los de
los últimos años, impresionan por su profundidad: por medio del color logra
transmitir la esencia del modelo. El color no sólo crea las formas, el espacio,
sino que desvela la «cara oculta de la luna». Un escritor necesitaría
volúmenes para narrar en detalle la historia de su protagonista, pero Falk lo
conseguía mediante el color. En el lienzo, la cara, la chaqueta, las manos, las
paredes se transformaban en un ovillo de pasiones, hechos, pensamientos: una
biografía plástica.
En 1946 o 1947 Falk fue adscrito a los «formalistas». Era absurdo, pero
en aquellos años era difícil que algo lograse sorprender. Decidieron obligar a
los formalistas a postrarse de rodillas; recuerdo la declaración de uno de los
dirigentes a la sazón de la Unión de Artistas: «Dado que Falk no entiende las
palabras, le tocaremos el bolsillo». Esto me asombró incluso en aquel tiempo:
el hombre no sabía con quién estaba tratando. En toda mi vida no me he
encontrado con un artista más indiferente a las cosas materiales, a las
comodidades, a la abundancia. Falk cocía para sí guisantes y patatas. Durante
años llevó la misma cazadora gastada; usaba una sola camisa, la otra que tenía
la guardaba en una vieja maleta. En una habitación bien amueblada se sentía a
disgusto; vivía en un estado de abandono y tan sólo apreciaba sus pinceles y
pinturas.
Sus obras dejaron de exponerse. Se quedó sin dinero. Lo consideraban una
especie de muerto en vida, pero Falk continuaba trabajando. A veces se daban
cita en su estudio apasionados del arte y jóvenes pintores: los dejaba entrar a
todos, hablaba, explicaba, sonreía con timidez.
En 1954 escribía: «Sólo ahora, me parece, poseo la madurez necesaria
para comprender a Cézanne. […] ¡Qué tristeza y qué lástima! He vivido toda
una vida y sólo ahora he comprendido cómo trabajar. Pero ahora me faltan las
fuerzas necesarias e irán disminuyendo». Estas palabras demuestran lo
exigente y severo que fue Falk consigo mismo hasta el último momento.
En su estudio grande y sombrío, situado junto al Moscova, los cuadros no
dejaban de acumularse. Cuando se contemplan las obras de ciertos pintores de
edad avanzada, sin querer uno recuerda con melancolía el frescor, la pureza y
la luminosidad de su juventud. Pero Falk asombraba porque hasta el final de
sus días no dejó de crecer. (Un día me explicó que Corot había pintado su
mejor cuadro con setenta y seis años. Robert Rafaílovich tenía setenta cuando
murió). Estaba enfermo, demacrado, caminaba con dificultad y, sin embargo,
no dejaba de trabajar. Le organizaron una exposición, minúscula y sesgada, en
un viejo local de la Unión de Artistas de Moscú cuando Falk yacía enfermo, a
las puertas de la muerte, en una cama de hospital. A aquel triste local, poco
después de la clausura de la muestra, llevaron a Falk en su ataúd. La gente
estaba de pie y lloraba: se daban cuenta de lo que habían perdido.
Ahora ven la luz libros de poesía que hace diez años no se habrían
publicado, se construyen edificios modernos. Pero los lienzos de Falk siguen
apoyados como antes de cara a la pared.
14

El 14 de julio de 1935, poco después del Congreso de Escritores, París asistió


a una manifestación insólita: el desfile militar del Frente Popular. Durante
todo el día vagué por las calles, entrando de vez en cuando en un café para
escribir la crónica que debía enviar al día siguiente al Izvestia. La
manifestación había comenzado por la mañana en la place de la Bastille, y las
columnas marchaban en dirección al Bois de Vincennes, que se encontraba a
pocos kilómetros de la plaza. Sin embargo, había tanta gente (los periódicos,
conforme a su tendencia política, se precipitaron a comunicar cifras distintas:
seiscientos, setecientos, ochocientos mil) que los últimos manifestantes no
alcanzaron las puertas de la ciudad hasta caer la noche. Los líderes del
partido, hasta hace poco enemistados, marchaban codo con codo: Thorez y
Blum, Daladier y Cachin. Y marchaban también científicos y escritores:
Langevin, Perrin, Rivet, Aragon, Malraux, Bloch.
En los Campos Elíseos, aquel día, los fascistas habían organizado una
manifestación; marchaban con arrojo, levantando el brazo y tratando de
parecerse a los nazis, gritaban: «¡Viva De la Rocque!». Así se llamaba el
coronel al mando de la Croix de Feu.
«¡De la Rocque al paredón!», cantaban al unísono los manifestantes en la
place de la Bastille. La guerra civil, hasta aquel momento latente, ahora
prendía. Eran pocos los que se interesaban por el gobierno, a cuya cabeza se
encontraba el vivaracho Laval, que firmaba acuerdos con Mussolini, con la
Unión Soviética, quería engañar con ardides tanto al Frente Popular como a
De la Rocque y aplazar el desenlace al menos un año o dos.
Me parecía que los tiempos de paz quedaban muy lejos. Sólo un año antes,
comenzaba la mañana leyendo cartas, mientras que en aquel momento
guardaba los sobres en el bolsillo y, tras comprar el periódico, lo abría
enseguida para leerlo en la calle. Me había llevado la radio a mi habitación,
que se llenaba de voces de desconocidos, impacientes por compartir conmigo
las inquietantes noticias. Las horas nocturnas junto a aquella maldita caja eran
tormentosas. Los discursos de Hitler y Mussolini, los partes de las refriegas
con los fascistas en las calles de las ciudades francesas eran interrumpidos
por los anuncios publicitarios, pues las transmisiones se encontraban aún en
manos de compañías privadas. Quién sabe por qué, aún me acuerdo de una
cancioncita que ensalzaba las propiedades curativas de la Boldoflorine, entre
los gritos del Duce: «¡Italia proletaria y fascista, adelante!» y la descripción
de las decapitaciones en Hamburgo me producían náuseas.
El 7 de septiembre París salió de nuevo a las calles: eran las exequias de
Henri Barbusse, muerto en Moscú. El funeral se transformó en una
manifestación.
Sin duda, los cientos de miles de asistentes pensaban más en las luchas
futuras que en el escritor muerto: sabían que Barbusse había sido un camarada
valiente, un comunista, autor de un libro sobre Stalin. Los cuarentones
recordaban El fuego, una novela sobre el destino de la generación de Verdón.
Barbusse era un hombre complejo y, para comprenderlo, no se puede
prescindir ni de sus versos de juventud ni de la melancolía de su madurez. Una
vez me dijo al tiempo que esbozaba una sonrisa: «Es mucho más difícil luchar
contra el capitalismo que contra uno mismo». Sin embargo, él sabía luchar
también consigo mismo. En uno de sus discursos habló de la muerte de los
«modestos portaestandartes», entre quienes figuraba también él. En aquel día
de septiembre se convirtió en una bandera. A los inválidos de guerra los
empujaban en sus sillitas de ruedas. Las mujeres alzaban a sus bebés. En las
ventanas de las casas obreras ondeaban banderines rojos y donde no había
banderas sacaban cortinas o cojines rojos. En la tumba, entre las suntuosas
flores meridionales, se veían también las flores de otoño, dalias y asteres, que
crecen en los alrededores de Moscú.
Recuerdo especialmente a un grupo de personas que llevaban una
pancarta: «¡Los obreros de Lannes no tolerarán el fascismo!». Un cínico
habría podido sonreír: Lannes es una ciudad pequeña, de menos de veinte mil
habitantes. Pero había una parte de verdad también en el eslogan: Francia
atravesaba un período de insólito entusiasmo, cada cual creía que el futuro
dependía de él.
En febrero de 1936 los Camelots du Roi (así se llamaba una de tantas
organizaciones de la extrema derecha) atacaron a Léon Blum, lo hirieron y, no
sé sabe por qué, se llevaron, a guisa de trofeo, su sombrero y su corbata.
Algunos manifestantes indignados avanzaron hacia el Panteón, donde
reposaban las cenizas de Jaurès, asesinado por un precursor del fascismo. En
torno al Panteón se congregaban los estudiantes afiliados a las organizaciones
fascistas. Llovían los insultos. Cientos de miles de obreros, empleados e
intelectuales levantaban aún más alto las banderas rojas, apretaban los puños.
En una de estas columnas distinguí a Marcel Cachin y me acerqué a
saludarlo. Los obreros que se apostaban junto al malecón gritaban: «¡Hola,
Cachin! ¡No se atreverán a tocarte! ¡Te defenderemos!». Cachin agitaba el
brazo con una sonrisa turbada.
(Una vez, en 1932 o 1933, me encontré con Cachin en un café. Estaba allí
con Langevin y con el pintor Signac y hablaba de un encuentro suyo con Lenin.
De repente pensé: «Estos hombres han llegado a nuestro siglo desde lejos, lo
han entendido y conservado todo». A Cachin lo quería todo el mundo: parecía
ser una prueba viviente de que la cultura puede entenderse bien con la lucha
revolucionaria cotidiana y que el comunismo no significa ni aridez espiritual,
ni ineptitud, ni un comportamiento caudillista).
Yo frecuentaba los mítines, las asambleas; la gente exigía la liberación de
Thaelmann, protestaba por las represiones contra los mineros en Asturias, por
el ataque de Italia a Abisinia; hablaban de varias cosas que, en esencia, sólo
eran una: no es posible vivir en un mismo mundo con los fascistas. Tomaban la
palabra adolescentes y oradores expertos; André Gide, Langevin o Malraux y
amas de casa. En una de estas reuniones, en una cuenca de Dauphiné, después
de que todo estuviera dicho y redicho, un viejo obrero con el rostro surcado
por venas azules pidió la palabra. Subido a la tribuna, con voz trémula, de
viejo, se puso a cantar La Internacional. «Arriba, parias de la Tierra…».
Algunos años después escribí sobre los mítines de 1935: «Veía esperanza, más
delgada que una rosa, más suave que la cera, dócil bajo la mano, nacía en el
puño de la jornalera, grumo de sangre sobre el asta».
En las sofocantes salas, llenas de desconocidos, yo también levantaba el
puño y también en ese gesto batía, como una mariposa, la esperanza de
aquellos meses. Había motivos para la esperanza. Los obreros me
impresionaban por su madurez. Contaré un episodio. En Lille conocí a un
médico, uno de los dirigentes de la asociación «Francia-URSS». Me condujo
al pueblo de Lannoy, cerca de Roubaix, donde había una gran hilandería. La
asociación de los industriales, en vista de que la crisis iba para largo, decidió
cerrar una serie de fábricas y destruir la maquinaria. Los obreros, hombres y
mujeres, enviaron una carta a Laval: «Señor presidente, es nuestro deber
hacerle saber que no permitiremos la destrucción de las instalaciones.
Haremos todo lo que esté en nuestras manos para que la maquinaria,
propiedad de la comunidad, permanezca intacta». Vi a obreros que defendían
las fábricas de sus propietarios. Un obrero con el bigote canoso me dijo: «He
leído en L’Humanité que Gorki está escribiendo una historia de las fábricas
rusas. Dígale que nosotros vivimos bajo el capitalismo, la maquinaria no nos
pertenece a nosotros sino a unos miserables, pero no renunciaremos a ella
porque es patrimonio de todo el pueblo. Creo que, un escritor como Gorki
puede mencionar este hecho en su libro».
Asistíamos a un acercamiento milagroso entre partidos, sindicatos e
individuos.
Ante mí tengo un número amarillento de L’Humanité con la lista de
colaboradores de las páginas literarias. He aquí sus nombres: los directores
teatrales Jouvet y Dullin, el pintor Vlaminck, los escritores Gide, Malraux,
Chamson, Guéhenno, Giono, Durtain, Vildrac y Cassou. Hoy me parece
increíble.
Los obreros habían conseguido (pero no por mucho tiempo) asegurarse el
apoyo de una parte considerable de los intelectuales, del campesinado y de la
pequeña burguesía. Lo constaté en un pueblo de mineros, cerca de Grenoble.
Se había declarado una huelga que ya duraba mucho tiempo: los propietarios
de las minas querían hacer que los mineros se rindieran por agotamiento. El
comité de huelga se había acantonado en la alcaldía, adonde se dirigían las
campesinas para llevarse a sus casas a los hijos de los mineros. Era día de
mercado, y los campesinos llevaban a los huelguistas regalos: patatas, huevos,
grasa, gansos. Durante una asamblea el peluquero local declaró que cortaría el
pelo y afeitaría gratis a los huelguistas. Al final los mineros ganaron la huelga.
Pero, al mismo tiempo, veía con cuánta rapidez se estaba organizando el
campo opuesto. Tal vez en Francia no hubiese muchos fascistas, pero hacían
ruido, peleaban, atacaban a traición. Algunos de ellos llevaban el bigotito
recortado y se denominaban «nazis». Otros portaban la imagen de una calavera
en la manga y se hacían llamar «francistas». En París inauguraron la Casa
Azul, tal vez porque en Berlín existía la Casa Parda.
Alemania había introducido sus tropas en la zona desmilitarizada de Reno.
La Sociedad de Naciones discutió esta acción durante muchos meses y acabó
por no alcanzar ninguna decisión. Cada tarde la maldita radio transmitía
exclamaciones roncas: «¡Memel es nuestro! ¡Estrasburgo es nuestro! ¡Brno es
nuestro!». Y ya no eran jovenzuelos con los bigotitos recortados sino virtuosos
padres de familia los que comenzaron a afirmar que la paz valía mucho más
que esa desconocida Checoslovaquia, que el Frente Popular llevaba a la
guerra, que ya era hora de calmar a los charlatanes de la izquierda. Italia se
apoderaba cada día de un pedazo de Abisinia; los fascistas hacían la guerra
cínicamente, bombardeaban hospitales y gaseaban a discreción. La Sociedad
de Naciones aplicó a Italia sanciones económicas que, en esencia, quedaron en
papel mojado. Entretanto, en París, los fascistas organizaban cada semana
manifestaciones al grito de «¡Abajo las sanciones!». Además, el francés
medio, con ingresos modestos —y en Francia no son pocos—, decía: «¿Para
qué reñir con Italia? Es nuestra hermana latina. Mussolini nos ayudará a
tranquilizar a Hitler». Además, la radio tronaba: «¡El Mediterráneo es nuestro!
¡Córcega es nuestra! ¡Niza es nuestra!». En realidad, el francés medio temía la
victoria del Frente Popular, la pérdida de las rentas, la reducción de la
vivienda, los koljoses.
Cuando en el cine se proyectaban las victorias de Italia en Etiopía, en los
barrios obreros el público silbaba ensordecedoramente, mientras que en los
barrios burgueses muchos espectadores aplaudían. A veces se producían
altercados en la sala a oscuras.
Discutían desconocidos entre sí en las cafeterías, en el metro, en la calle.
Las familias se dividían, se rompían viejas amistades.
Todos decían que pronto estallaría la guerra y todos exigían la paz. El
Frente Nacional de los partidos de derecha juraba que no permitiría la guerra.
El Frente Popular se preparaba para las elecciones con la consigna «paz, pan
y libertad». Los de derechas aseguraban que los comunistas querían atacar a
los países fascistas. Todo se enmarañaba. La Jeunesse Patriote cantaba La
Marsellesa, exigía que la educación se impartiera al estilo de las tradiciones
nacionales y a la vez organizaban manifestaciones al grito de «¡Abajo las
sanciones! ¡Fuera Inglaterra! ¡Viva la amistad con Italia!». Los ingleses
instaban a que se aplicaran sanciones a Italia (no obstante, tratando de no
ofender de ninguna manera a Hitler), y el escritor Henri Béraud publicó un
artículo en un periódico de derechas: «Hay que reducir a la esclavitud a los
ingleses». La juventud obrera prefería La Internacional a La Marsellesa y se
oponía a los fascistas italianos, a Hitler, denunciaba a las «doscientas
familias» que querían traicionar a Francia.
Una mañana, al abrir el periódico, encontré una declaración en la que se
trataba de justificar el ataque de Italia a Abisinia como una «misión cultural».
Suscribían el texto muchos intelectuales conocidos por sus ideas de derechas,
pero de pronto me llamó la atención el nombre de un escritor, un amigo mío de
la década de 1920, un hombre del cual no podía sospechar que sintiera
simpatía por los camisas negras. Le escribí una carta indignada. Me envió
como respuesta una carta larga, confusa y, con toda probabilidad, sincera.
Desapareció junto con otras cartas cuando los nazis ocuparon París. Se han
conservado únicamente algunos extractos que publiqué en un artículo
periodístico, sin nombrar al autor: «No sé qué es el fascismo y cuáles son sus
objetivos. Le parecerá increíble, pero hace ya tres semanas que no leo los
periódicos. He rebasado la cincuentena y ya no tengo convicciones, hablo de
convicciones sinceras, capaces de obligar a un hombre a afrontar sacrificios.
[…] Cambio de opinión veinte veces al día…». En lugar de ir a ver a mi
amigo y forzarle a cambiar de parecer por vigésimo primera vez, me enojé.
Era un buen escritor, una buena persona, pero no volví a verlo.
Vivía en un continuo estado de excitación. Medio año después escribí un
pequeño libro de cuentos que titulé Fuera del armisticio. Me parecía que se
vivía en un estado de armisticio tácito con el fascismo y que los destinos de
las personas a las que estaba vinculado no estaban sujetos a las condiciones
de este armisticio. En un artículo para Izvestia escribí: «¿Comprenderán
nuestros nietos qué significaba vivir con los fascistas? Dudo de que las hojas
amarillentas y medio podridas puedan preservar la rabia, la vergüenza, la
pasión. Pero tal vez en el apogeo de un nuevo siglo, lleno de sol y de verde,
irrumpirá un instante de silencio: ésa será nuestra voz».
Por supuesto, a finales de 1935 no podía saber que aún nos aguardaban las
pruebas más duras. Sólo sentía que el fin sería trágico y terminé el artículo con
las siguientes palabras: «La esperanza de la paz es el Ejército Rojo».
En Francia hizo un otoño maravilloso: entre el fragor de las tormentas, en
los jardines habían comenzado a florecer de nuevo las guindas. Miraba los
jardines cuidados con esmero, las casitas blancas con sus techos de tejas, todo
un mundo agradable y frágil, tal vez ya condenado para siempre; lo
contemplaba desde la ventanilla de un vagón; el periódico me había concedido
unas vacaciones: regresaba a Moscú.
15

Poco después de mi llegada a Moscú, la redacción me dio una entrada para


una conferencia de obreros estajanovistas. Llegué una hora antes de lo fijado y
la gran sala del palacio del Kremlin estaba ya atestada de gente. Se hablaba en
voz baja y nadie se levantaba de su sitio, a diferencia de lo que pasaba en los
ruidosos mítines de París, en salas llenas de gente y de humo.
Pregunté a mis vecinos dónde estaba Stajánov, si conocían a Krivonós, a
Izótov y a los Vinográdov.
De repente todos se pusieron de pie y aplaudieron con frenesí: por una
puerta lateral, que yo no podía ver, había entrado Stalin, seguido por
miembros del Politburó a quienes yo había conocido en la dacha de Gorki. La
sala aplaudía, era un clamor. Esto se prolongó durante largo rato, diez o
quince minutos. Stalin también daba palmas. Cuando los aplausos empezaron a
apaciguarse, alguien gritó: «¡Por el gran Stalin!». Y todo se reanudó. Todos
acabaron por sentarse, y entonces resonó un frenético grito femenino: «¡Gloria
a Stalin!». Nos levantamos de un salto y de nuevo nos pusimos a aplaudir.
Cuando todo concluyó me dolían las manos. Era la primera vez que veía a
Stalin, y no podía apartar la mirada de él. Lo conocía por cientos de retratos,
conocía su chaqueta y los bigotes, pero me lo imaginaba mucho más alto. Tenía
el cabello de un negro intenso, la frente estrecha, pero los ojos vivos,
expresivos. A veces, mientras se inclinaba un poco a la derecha o a la
izquierda, se reía; en otras ocasiones, se sentaba inmóvil, mirando a la sala,
pero sus ojos seguían emanando una luz intensa. Me sorprendí a mí mismo
prestando poca atención, escuchando mal, mirando sin cesar a Stalin. Lancé
una ojeada a mi alrededor y me di cuenta de que los otros hacían lo mismo.
Al volver a casa sentí cierta incomodidad. Sin duda, Stalin era un gran
hombre, pero era un comunista y un marxista; hablábamos de una cultura nueva
pero parecíamos los adoradores del chamán que vi en Górnaia Shoria…
Interrumpí enseguida el hilo de mis pensamientos: sí, estaba razonando como
un intelectual. ¡Cuántas veces había oído decir que nosotros, los intelectuales,
nos equivocábamos, que no comprendíamos las exigencias de nuestra época!
«Intelectualoide», «enredador», «podrido liberal»… Y, sin embargo, era
incomprensible: «El más sabio de los jefes», «genial caudillo de los pueblos»,
«nuestro querido padre», «gran timonel», «transformador del mundo»,
«forjador de felicidad», «sol»… No obstante, conseguí convencerme a mí
mismo de que no comprendía la psicología de las masas y de que juzgaba todo
como un intelectual que, además, había pasado la mitad de su vida en París.
Durante la conferencia Stalin dijo: «Hay que ocuparse de las personas con
cuidado y atención, como hace el jardinero con su árbol preferido». Estas
palabras animaron a todos los presentes: a fin de cuentas, no había robots
reunidos en el palacio del Kremlin sino personas, y les alegraba pensar que
los tratarían con cuidado y amor…
Pasaron algunos días. Encontré a personas vivaces e interesantes. Hablé
largo y tendido con la tejedora Dusia Vinogradova. Era inteligente y
maravillosamente modesta; los honores, las ovaciones, las fotografías, no le
hicieron perder la cabeza. Decidí que los aplausos en la sala del Kremlin
habían sido una manifestación peculiar de ciertos sentimientos, una especie de
juramento. En realidad, no me fastidiaba que en los mítines parisinos la gente
estuviera de pie con el puño en alto, repitiendo sin tregua las palabras: «Les
soviets partout!». La lucha contra el fascismo era un hecho tan real, me
absorbía tanto, que me reí de mí mismo: ¡Qué estúpido era afligirse por ciertas
cosas!
Me reuní con escritores, pintores, directores de cine o teatro y, sin querer,
me vi enzarzado en una discusión: el arte continuaba siendo para mí una causa
vital, y discutí con ardor y, además, con torpeza. Conocía mal la situación,
volvía a tomar mis deseos por la realidad.
Después de haber visitado el club Dinamo, la universidad, el círculo
Timiriázev y las bibliotecas de barrio donde se organizaban debates en torno a
mi novela, escribí: «He oído hablar de literatura a los obreros, los estudiantes
universitarios y los soldados. El nivel de nuestros lectores es mucho más
elevado de cuanto imaginan nuestros escritores». Me daba la impresión de que
los lectores habían crecido y les dábamos demasiado a menudo libros
infantiles. Tal vez mi juicio era prematuro, pero en las conferencias de
lectores encontré a personas dotadas de una profunda vida interior y con
grandes aspiraciones.
Quizá en mis palabras se traslucía la insatisfacción ante mi novela Sin
tomar aliento, que no sólo estaba dedicada a la juventud inmadura, sino que,
en cierto modo, también estaba escrita con inmadurez, de manera simplificada,
como si el autor no tuviera cuarenta y cuatro años, sino la mitad. Me sentí
incómodo también al leer los libros de algunos de mis contemporáneos, y
pensaba a menudo que ya era hora de escribir como adultos y para adultos.
En mi artículo me oponía a la obligatoria comprensibilidad, palabra que
entonces había entrado en uso: «Nuestros lectores crecen como la hierba
mágica en los cuentos, impetuosa, repentina. Hay que esforzarse en elevar al
lector, incluso al más rezagado, hasta el nivel de una literatura auténtica, y no
abolir la auténtica literatura sólo porque un autor sea incomprensible para
cierto lector. El autor que se dirige al llamado “lector medio” casi siempre
resulta ser un imbécil: mientras él se sentaba a escribir, el lector crecía. El
autor soñaba con la comprensibilidad, con masas de lectores, y el lector, al
tomar entre sus manos la obra dice: “Qué aburrido, llano, tópico y
chapucero”». El secreto de nuestro maravilloso país es que aquí no se puede
apostar por el «hoy»: el que apuesta por el «hoy» permanece ancorado en el
«ayer». Hay que apostar por el «mañana».
Izvestia publicó el artículo. La editorial Sovetski Pisatel [El escritor
soviético] decidió reeditar mi vieja novela Julio Jurenito. Algunos críticos
me atacaron, y yo me defendí. Me parecía que el debate sobre la literatura y el
arte no había hecho más que comenzar.
Los pintores organizaron un debate sobre el retrato. Pronuncié un discurso
contra la pintura académica, contra los cuadros que recuerdan a las
fotografías, defendí el derecho a la búsqueda de un nuevo lenguaje pictórico.
Dije que el burgués, cuando no entiende una obra de arte, acusa
invariablemente al artista, pero el obrero dice: «Habrá que volver otra vez,
mirarlo con mayor atención». (Estas palabras las había escuchado en un museo
de pintura occidental).
A algunos artistas no les gustaron mis ideas; uno de ellos me atacó con
vehemencia: «Ehrenburg habla así porque su esposa es alumna de Picasso».
(Liuba se sintió muy halagada, pues nunca había estudiado con Picasso).
En la Casa del Cine dije que me gustaba mucho Chapáiev, pero que esta
película no era sino la culminación de la magnífica época anterior de la
cinematografía soviética; conocía bien la audacia de Eisenstein y de
Dovzhenko, y esperaba mucho de esos directores. El periódico Kinó calificó
mis ideas de «viejos errores sobre temas nuevos» y me echó un buen
rapapolvo.
Asistí a una nueva puesta en escena de Meyerhold y me entusiasmó:
Vsévolod Emílievich poseía una fantasía verdaderamente inagotable. La
comedia de Gribóiedov sonaba como una obra contemporánea, no sólo porque
los actores recitaban los versos de un nuevo modo, sino también por la
renacida frescura de ideas y sentimientos. Había una escena muda que no
figuraba en el texto: en torno a una larga mesa se sentaban unas estatuas
emperifolladas mientras la calumnia de turno, sucia y quizá incluso sangrienta,
circulaba a lo largo de la mesa. Escribí: «Odiamos a los Famusov y a los
Molchalin. Pero todavía se revuelcan en el lodo de las oficinas; han cambiado
de indumentaria y de vocabulario, pero siguen tan arrogantes y obsequiosos
como antes. Vivimos y trabajamos para erradicarlos de la vida y no podemos
escuchar con indiferencia los monólogos de Chatski, nos atormentamos y
odiamos con él. Tal es el poder del verdadero arte». Durante mucho tiempo
resonaron en mis oídos las siguientes palabras: «Servir me gustaría, pero el
servilismo me repugna». Aún estábamos en noviembre de 1935, y el periódico
publicó mi artículo.
¡Hasta qué punto llegaba entonces mi ingenuidad! No sabía cuántas cosas
dependían de los gustos, a veces incluso del talante, de una sola persona. Por
otra parte, ni siquiera las personas que lo sabían muy bien podían prever qué
sucedería al día siguiente.
Mientras me encontraba en Moscú, Stalin declaró: «Maiakovski ha sido y
continúa siendo el mejor poeta, el más dotado de talento de nuestra época
soviética». Todos se pusieron a exaltar de repente la innovación, las nuevas
formas, la ruptura con la rutina.
Unos dos meses después, leí en Pravda el artículo «Caos en lugar de
música»: Stalin había ido a ver la ópera Katerina Izmailova de Shostakóvich,
y la música le había irritado. Fueron convocados a toda prisa compositores y
músicos, y todos condenaron a Shostakóvich por «retorcido» e incluso por
«cínico».
De la música pasaron fácilmente a la literatura, a la pintura, al teatro, al
cine. Los críticos exigían un arte sencillo y popular. Como es natural,
continuaron ensalzando a Maiakovski, pero de otra manera, como «poeta
sencillo y popular». (En uno de sus primeros versos futuristas, Maiakovski
pedía al peluquero: «Tenga la bondad, rásqueme las orejas». Naturalmente,
Maiakovski no sabía que después no sólo le rascarían las orejas). Empezó una
campaña «contra el formalismo, contra los monstruos oportunistas, las
distorsiones de la izquierda»; la campaña se llevó a cabo con violencia y le
dedicaron mucho espacio.
La primera víctima fue un libro de versos infantiles de Marshak, con
dibujos de V. Lébedev: los dibujos fueron juzgados unos «pintarrajos» y el
libro fue retirado de la circulación. Los arquitectos se reunieron para condenar
a los «formalistas». Fueron atacados no sólo Mélnikov, que en 1924 había
construido el pabellón soviético en la exposición de París, no sólo los
constructivistas Leonídov y Guinzburg, sino también aquellos que
«simpatizaban con el formalismo», como Vesnin y Rúdnev. A los pintores aún
les fue peor. Los críticos aseguraban que Lentúlov no sabía pintar siquiera una
caja de cerillas, que Tishler, Fonvizin y Sterenberg eran «pintamonas con
malas intenciones».
En las reuniones de los trabajadores teatrales aprobaron la desaparición
del teatro MJAT de Moscú y fueron acusados Taírov y sobre todo Meyerhold.
El «arrepentimiento» de este último era tildado de «nebuloso», «insincero» y
se comenzó a hablar de la clausura de su teatro. Los trabajadores del cine la
emprendieron con Dovzhenko y Eisenstein. Los críticos literarios, al
principio, condenaron sólo a Pasternak, Zabolotski, Aséiev, Kirsánov y
Olesha, pero, como dicen los franceses, comer abre el apetito, y enseguida
fueron declarados culpables de «tortuosidades formalistas». Katáiev, Fedin,
Leónov, V. Ivánov, Lidin, Ehrenburg. Al final llegaron hasta Tíjonov, Bábel y
los Kukriniksi. Hubo incluso un tipo, no privado de imaginación, que acusó de
formalista la puesta en escena de la obra de teatro Lobos y ovejas en el teatro
Mali. En Krásnaia nov se publicó un artículo que, formulando un llamamiento
a la lucha contra el formalismo, incitaba a «batirse por las rimas clásicas, por
la rítmica clásica exacta y esbelta, por el desarrollo clásico y correcto de la
trama».
Yo creía que el debate estaba comenzando, y estaba concluyendo: fue
sustituido por cientos de reuniones para obtener la confesión obligatoria de los
propios errores formalistas y la promesa de ser «sencillo y comprensible», y
que concluían con gritos familiares seguidos de «aplausos tumultuosos que se
transformaban en una ovación».
A menudo me han acusado de mostrar hacia «los lectores una actitud
aristocrática», pero los que me acusaban entonces no eran los lectores sino
algunos literatos que participaban activamente en la campaña en curso. En
cuanto a los lectores, ya fuera aquellas semanas o más tarde, en las horas de
duda y tristeza, me apoyaron siempre con su comprensión y su madurez. El
editor de Literatúrnaia gazeta escribió que mi menosprecio por los
soviéticos se basaba en mi tesis de que no todos los obreros podían
comprender todos los cuadros de los museos. «Esta idea —escribió el editor
— revela la convicción del escritor de que el artista es el portador de una
cultura más refinada, más compleja que la de la masa de lectores». He
copiado la frase y he meditado sobre ella. En este libro a menudo he hablado
de mis errores, pero aquí me obstino: ahora sigo estando de acuerdo con lo
que escribí un cuarto de siglo atrás.
Me parece que el lugar del artista, del escritor, no está en la cola sino a la
cabeza. Las personas no se desarrollan de la misma manera, y en nuestra
sociedad moderna existen varios grados de desarrollo cultural. «Las masas de
lectores» no existen, incluso si un libro sale con una enorme tirada: cada
lector lee a su manera: hay libros en que algo es accesible a todos y otros en
que sólo a algunos. Los cuadros de Rembrandt fascinan a algunos visitantes
del Ermitage, otros se preguntan qué representan y pasan ante el resto de
cuadros con aire indiferente. Hay personas a las que nunca lograréis llevar a
un concierto de música sinfónica. Todo esto es de sobra conocido, pero es
algo sobre lo que se prefiere guardar silencio. Y las nuevas formas del arte
siempre se aceptan lentamente y suscitan irritación. Se puede aportar un gran
número de ejemplos, comenzando por las peleas en el estreno de la obra de
teatro de Victor Hugo o el desprecio a Courbet, y acabando con los insultos
del público frente al cual recitó Maiakovski su poema «El hombre». Si el
escritor o el artista no ven más que la «masa aritmética», si no tratan de decir
al prójimo algo nuevo, inédito, desconocido, es poco probable que sea
necesario a alguien.
Los ataques en las reuniones y en los periódicos afectaban a las personas
de modo diverso. A. N. Tolstói, amante de la tranquilidad, decidió, por lo que
pudiera pasar, arrepentirse y declaró públicamente que había escrito una obra
formalista. Bábel decía sonriendo: «Dentro de seis meses dejarán en paz a los
formalistas y empezará otra campaña». Meyerhold padecía y volvía a leer por
décima vez un estúpido artículo subrayando algo. Durante mi estancia en
Moscú, me encontré a menudo con Dovzhenko y me hice amigo de él. Era un
gran artista. Basta con recordar su película La tierra, filmada en 1930.
Aleksandr Petróvich sabía contar bien las cosas con su humor y su ligera
tristeza ucranianos. Sufría de modo enfermizo con todo lo que estaba
ocurriendo. Una vez me contó que la víspera le había mandado llamar Stalin y
que le había mostrado Chapáiev sin cesar de decirle: «Así es como debería
hacerlo también usted».
En cuanto a mí, las acusaciones injustas me entristecían, a veces me
sacaban de mis casillas, pero me encontraba en mejor situación: estaba en
marcha la lucha contra el fascismo y yo me encontraba en el campo de batalla.
Recordando algunas impresiones de Moscú, tanto las ovaciones como las
acusaciones infundadas, escribí Libro para adultos. «Sé que la gente es más
complicada que yo, que la vida no comenzó ayer y no acabará mañana, pero a
veces hay que estar ciego para ver». (Traté más tarde el mismo tema en un
poema: «No en vano llamo a la ceguera fortuna. | Apretar en el puño la tristeza
como un pajarillo muerto, | pasar con andares consabidos | de los juramentos
de la infancia al punto final»).
El trabajo en torno al libro me absorbía, si bien tenía que apartarme de él
continuamente, escribir artículos para Izvestia, tomar la palabra en reuniones
de todo tipo, trabajar en la Asociación de Escritores. Libro para adultos fue
el primer borrador del libro que ahora estoy escribiendo. Tenía en mente algo
fascinante aunque desatinado: decidí mezclar los capítulos en los que hablaba
de mí mismo y de mi vida con aquéllos en que los personajes me confesaban
sus secretos, trabajaban, luchaban, amaban, sufrían. He calificado de
desatinada mi idea, pero tal vez no sea el adjetivo exacto: simplemente yo
carecía de talento y maestría para que los personajes adoptaran un aspecto
efectivamente real y, en consecuencia, yo mismo parecía por momentos un
personaje literario convencional.
Muchas páginas del libro están dedicadas a la literatura y al arte; por
primera vez había comenzado a pensar en la génesis de un libro o de un
cuadro. Del destino del escritor decía: «Está cubierto de pasiones ajenas,
como de bardana. El dolor humano sabe bien a quién agarrarse. Ni siquiera un
perro callejero se aferra a la primera persona que pasa, primero la husmea y
después huye o bien la sigue. No todas las alegrías, no todas las penas se
aferran al escritor, sólo aquellas que deben hacerlo». […] Gógol murió entre
almas muertas; en torno a su cama se agolpaban los Pliushkin y los Nozdriov.
El tema se lo había dado Pushkin, los personajes se los había proporcionado
la vida. ¿Qué había añadido él, además de su hálito, y por qué debía pagar por
destinos ajenos con una vida difícil, con su muerte en la miseria? ¿Acaso los
libros son sólo borradores de los que la vida nos obliga a hacer una copia en
limpio?
En lo que más pensaba era en la lucha que se libraba a mi alrededor, en el
camino que yo había elegido. «Justicia es una palabra que parece forjada en
metal, no tiene calor ni flexibilidad. Hay momentos que parece hecha de hierro
fundido, otras parece perder peso y transformarse en estaño. Es preciso
calentarla con la propia pasión. […] He dicho que antes no lograba liberarme
de mi pasado. Creo que un hombre no puede liberarse de nada, sino que crece
a lo ancho, como los árboles: un anillo se suma a otro. Ahora veo por qué la
justicia de hierro fundido o de estaño me parecía fría. Necesitaba no sólo los
éxitos, sino también hundimientos, dislocaciones, años de silencio».
Tal vez en 1935 fuera demasiado temprano para que yo intentara contar la
historia de mi vida: no conocía lo suficiente a los hombres, tampoco a mí
mismo, a veces tomaba por esencial lo que sólo era transitorio y casual. En
esencia, estoy de acuerdo todavía hoy con el autor de Libro para adultos, pero
la guerra aparece descrita no por un veterano, sino por un hombre de mediana
edad, con experiencia media, de viaje hacia el frente en un oscuro vagón de
mercancías, que imagina las batallas inminentes.
El libro está lleno de presentimientos, de premoniciones más que de
conclusiones fruto de la experiencia. Yo mismo no acierto a comprender cómo
pude escribir las siguientes frases en la primavera de 1936, antes de todas las
pruebas que me aguardaban, sin haber alcanzado todavía la vejez y mucho
menos la sabiduría: «En mi vida he tenido las mismas experiencias que la
mayoría de personas de mi edad: la muerte de seres queridos, la enfermedad,
las traiciones, los fracasos en el trabajo, la soledad, la vergüenza, la sensación
de vacío. Hay luchas que tienen lugar en las calles, rifle en mano, en los
talleres, en la clandestinidad, en el aire, ante una máquina de escribir. Pienso
ahora en otra lucha, la que transcurre en silencio, cuando tienes la mirada
clavada en la bombilla o en las letras de un periódico que no lees, cuando
debes vencer lo que ha hecho contigo la vida, cuando es necesario renacer y
vivir, y vivir a toda costa».
Descorriendo la cortina del confesionario, diré que el libro Gente, años,
vida ha nacido sólo porque he sabido, en la vejez, poner en práctica las
palabras que dije hace mucho tiempo, he sabido vencer lo que ha hecho
conmigo la vida, y si no renacer, al menos encontrar las fuerzas necesarias
para estar al día de la juventud.
Libro para adultos vio la luz primero en una revista; luego decidieron
sacarlo en un volumen aparte. Su publicación llevó mucho tiempo. Corría el
año 1937, cuando el cuidado de los árboles no estaba asignado a los
jardineros, sino a los leñadores. Se quitaron del libro páginas enteras con
nombres de personas caídas en desgracia. En el ejemplar que he conservado
una página es más blanca y más corta que las otras: quitaron el nombre de la
víctima de turno: Semión Borísovich Chlénov.
El libro lo había escrito en París, a principios de 1936, en medio del
fragor de las manifestaciones: la lucha se iba extendiendo. Ahora lo sabía con
certeza: pasara lo que pasara, por muy tormentosas que fueran las dudas (no
respecto a la justicia de la idea, sino a la sabiduría de los hombres que llevan
el timón), era indispensable callar, luchar, vencer.
A finales de marzo envié el manuscrito a Znamia [La bandera]. Y el 7 de
abril conversaba en Oviedo con el minero Silverio Castañón, que me hablaba
de los combates de 1934, de los compañeros muertos, de las torturas sufridas.
Infinitamente lejanos me parecían ya la lucha contra el formalismo, los folios
de mi manuscrito y la habitación de París con los libros en la estantería y las
tuberías en la pared. Castañón escribía versos y en su juicio asombró a los
jueces militares por su erudición: citaba a Marx, a Kant, a Calderón, a Hugo.
Los jueces asentían en señal de aprobación, pero condenaron al minero a pena
de muerte: era el presidente de un comité revolucionario en el pueblo minero
de Turón. No obstante, la ejecución de la sentencia se aplazaba de un día a
otro. Pregunté a Castañón durante cuánto tiempo estuvo esperando la muerte.
«Quince meses», me respondió. «Pero no esperaba la muerte, sino la
revolución». Luego me leyó algunos de sus poemas y de repente dijo al tiempo
que hacía un gesto amplio con la mano: «Un hombre sólo tiene una vida». Lo
miré con atención y vi cuán joven era: tenía el rostro de un niño.
De vuelta en el hotel, tétrico y húmedo, tardé mucho en poder conciliar el
sueño. Me removía en la cama, le daba vueltas a la cabeza: «No, no hay sólo
una vida, durante una vida uno tiene que vivir no una, ni dos, sino muchas
vidas; en esto radica, por lo visto, toda la desgracia, pero también toda la
felicidad».
16

Ahora me resulta difícil describir la España de aquella primavera lejana: en


total pasé en ella dos semanas y luego, durante dos años, la vi ensangrentada,
destrozada, vi pesadillas de guerra que ni siquiera soñó Goya; en las
discordias del mundo se había entrometido el cielo; los campesinos
disparaban todavía con sus escopetas de caza, y Picasso, mientras creaba
Guernica, presentía ya la locura nuclear.
Recuerdo las enormes arenas, destinadas a las corridas de toros, llenas de
decenas de miles de personas: obreros con gorra, campesinos con sombrero
de ala ancha, mujeres tocadas con pañuelos, alfareros, modistas, maestras de
taller, estudiantes.
Vi subido a la tribuna a Rafael Alberti. No se parecía en absoluto a
Maiakovski, tenía el aspecto de un delicado soñador. Hasta hacía poco había
escrito versos líricos. Por aquel entonces recitaba un romancero de la
actualidad; los versos irrumpían en la multitud como el viento contra las copas
de los árboles, y la gente, emocionada, inundaba las calles. Los jóvenes
socialistas llevaban camisas de tela roja; los jóvenes comunistas, camisas
azules con la corbata roja. Los curas volvían la cabeza; las viejas,
horrorizadas, se santiguaban; los burgueses, presos del terror, miraban a su
alrededor; los fascistas disparaban desde las ventanas. El sol deslumbrante
había dado paso a nubarrones pesados y lilas.
Era, aquélla, una primavera insólita en España: casi cada día caían
ruidosos aguaceros, y la tierra arcillosa de Castilla cegaba con su verdor.
¡Dios mío, cuántas alegres proclamas oí, cuántos proyectos notables, cuántos
juramentos e imprecaciones! Recuerdo que durante un mitin obrero en la villa
asturiana de Mieres, un viejo minero de rostro alargado, manteniendo en alto
su lámpara minera, decía: «Tres mil compañeros han muerto para que no
hubiese más fascistas. Y no los habrá. Estaremos nosotros. ¡Y nadie más, sólo
nosotros, españoles!».
En Oviedo vi las ruinas de la universidad. La gente decía, como el viejo
minero: «¡No, eso no se repetirá nunca más!».
En el pueblo de Sama, Fernando Rodríguez me acompañó a la Casa del
Pueblo, donde en 1934 los represores habían torturado y ejecutado a los
sublevados. En las paredes se distinguían manchas de sangre descolorida, los
nombres de los fusilados escritos con las uñas. Fernando Rodríguez relataba:
«A mí me colgaron de las manos y me tiraban de los pies…, a eso lo llamaban
“el avión”. Me vertían agua hirviendo sobre el vientre, luego agua helada. Me
pinchaban… Pese a todo, no dije dónde habíamos escondido las armas».
Vinieron a buscarme unos muchachos y me entregaron una carta escrita con
esmero: «Oviedo, 22 de abril de 1936. ¡Camaradas, los pioneros rojos de
Oviedo, saludan en el Primero de Mayo a los camaradas de la Unión
Soviética! Camaradas, nos preparamos para la segunda batalla que es
inminente. Lucharemos con firmeza y valor. Os saludamos. ¡Viva la
revolución!».
Me encontraba junto a la ventana y vi que los muchachos, apenas salieron
del hotel, se pusieron a gastar bromas; para ellos todo cuanto sucedía era un
juego. No sé qué fue de ellos, pero en octubre de 1936 leí en un periódico
fascista: «En Oviedo, los niños, depravados por sus maestros marxistas,
atacaron a nuestros oficiales».
Aquella primavera conocí a la hija de un minero asturiano, a Dolores
Ibárruri, a quien los obreros llamaban «la Pasionaria». Era una relevante
activista política y seguía siendo una mujer sencilla; tenía todos los rasgos del
carácter español: adustez, bondad, orgullo, valor y, sobre todo, humanidad.
Me contaron cómo ella había liberado en Asturias a unos presos. Llegó con un
grupo de obreros, dio la voz de mando a los soldados: «¡Descanso!», entró en
la cárcel y, cuando todos los presos estaban ya en libertad, mostró sonriendo a
la muchedumbre una gran llave oxidada.
La dirección de Ciudad Lineal, la empresa propietaria de los tranvías de
Madrid, se negaba a readmitir a los «sediciosos», despedidos en otoño de
1934. Entonces los obreros habían tomado el control del funcionamiento de
los tranvías. En los vagones había tres letras «UHP». (Unión de Hermanos
Proletarios), y bajo esta bandera se dirigieron los obreros, en 1934, a la lucha
contra los fascistas, la Legión Extranjera y los marroquíes engañados por los
generales. A excepción de estas tres mágicas letras, los tranvías mantenían el
aspecto de siempre: destartalados, con racimos de niños alegres colgados de
ellos. El número 8 tenía como destino final Cuatro Caminos. Pero nadie sabía
adónde iría a parar ese tranvía, si al depósito o al campo de batalla.
Cuando me hallaba en Madrid, los fascistas atacaron a los obreros. Acto
seguido se declaró una huelga general. Yo vivía en un gran hotel; se marcharon
los mozos de pasillo, los ascensoristas, los camareros, las fregonas. El
propietario movilizó a su numerosa parentela y se le oía decir:
«Defenderemos los intereses de nuestros clientes ante esos malditos vagos.
Les ruego que se sirvan ustedes mismos».
Luego asistí a una grandiosa huelga en Barcelona. La burguesía española,
perezosa y despreocupada, estaba perpleja. Un abogado me decía: «¡No podía
imaginarme siquiera que los obreros tuvieran tanta fuerza! Si Europa no
interviene, quedaremos a merced de estos holgazanes semianalfabetos».
El gobierno se esforzaba en apaciguar a todo el mundo. A los campesinos
les decían que el Instituto de Reforma Agraria pronto cambiaría sus
condiciones. Pero el instituto no tenía prisa alguna. En España existe la
expresión «Mañana por la mañana», que viene a significar «Vuelva usted
mañana» y equivale a la rusa «Vuelva usted la semana que no haya viernes».
Los campesinos empezaron a labrar los enormes latifundios sin cultivar,
pertenecientes a diversos condes y no condes. Levantaban actas. En los
pueblos de Castilla vi muchos de esos documentos. El conde de Romanones,
diputado en las Cortes, poseía, entre otras muchas, una finca de seis mil
hectáreas; los campesinos desarmaron a los guardias civiles y levantaron acta
del paso de aquella tierra a manos de la cooperativa. En la cocina encontraron
un jamón y patatas, y añadieron en el documento que los víveres encontrados
debían ser devueltos al conde. Los campesinos del pueblo de Guadamuz
escribieron: «Hemos ocupado la finca, y la guardia es testigo de que no hemos
ofendido a nadie ni de palabra ni de obra». Los campesinos de otro pueblo,
Polán, escribieron: «El 30 de marzo por la mañana representantes de la junta
municipal, junto con representantes de la Federación de Trabajadores de la
Tierra, y en presencia del personal al servicio de la finca, han ocupado
Ventillosa, en total 1.992 hectáreas de terreno».
En Escalona, en Malpica, y en las inmediaciones de Toledo, vi a
campesinos que repetían llenos de entusiasmo: «¡Tierra!». Los viejos, a lomos
de sus asnos, alzaban el puño, las muchachas llevaban en los brazos cabritos,
los jóvenes acariciaban sus viejos y desangelados fusiles.
En abril la Guardia Civil se rebeló contra el gobierno. Se organizó la
Guardia de Asalto, pero ésta tampoco miraba con buenos ojos a los ministros
del Frente Popular. Los fascistas gritaban: «¡Abajo Azaña!». Azaña era
presidente del gobierno de España, luego fue presidente de la Segunda
República española. Los obreros marchaban contra los fascistas. Al parecer,
debían ser los guardias de asalto quienes dispersaran a los fascistas que se
levantaban contra el gobierno, pero éstos no osaban ofender a unos caballeros
tan bien vestidos y se desahogaban emprendiéndola contra los obreros.
El periódico monárquico ABC exigía abiertamente la intervención
extranjera: «Hitler ha dicho que no lo permitirá. […] Europa no quiere vivir
bajo las tenazas bolcheviques». Este mismo periódico organizó una colecta.
Transcribí algunas líneas: «Un admirador de Hitler: 1 peseta. Por Dios y por
España: 10 pesetas. ¡Despierta, España!: 5 pesetas. Un nacionalsindicalista:
10 pesetas. Un partidario de Falange: 5 pesetas».
Las Cortes aprobaron un proyecto de ley en virtud del cual los generales
que se levantaran contra el gobierno perderían la pensión de jubilación. Los
militares sonreían con desdén: el Frente Popular no duraría mucho. Los
generales Sanjurjo, Franco y Mola no ocultaban sus planes. Sanjurjo decía:
«Sólo una operación quirúrgica puede salvar a España». Los curas y los
monjes incitaban a la lucha por Dios y por el orden social. En las paredes
alguien escribía con tiza: «¡Despierta, España!». Los gobernantes de antes se
paseaban con total tranquilidad por las calles de Madrid. Una vez vi a Gil-
Robles tomando un café con leche en la terraza de un local. Durante su
permanencia en el poder, doscientos mil fascistas obtuvieron la licencia de
armas y nadie había intentado quitárselas.
Hablé con los socialistas, con el presidente de la Generalitat de Catalunya,
Lluís Companys, preso en la cárcel hasta la victoria del Frente Popular. Todos
entendían el peligro de la situación, pero decían que su deber era mantenerse
fieles a la Constitución: era imposible restringir la libertad.
Lo que infundía temor no era el robusto caballero, de aspecto pulcro y de
nombre Gil-Robles, ni los artículos de los periódicos fascistas, ni siquiera los
sermones de los clérigos exaltados. Lo que daba miedo era que los
campesinos mostraban con aire entusiasmado sus viejas escopetas de caza y
los obreros desarmados levantaban el puño. Los falangistas, en cambio,
disparaban. En las iglesias a veces se encontraban «casualmente»
ametralladoras. La policía, la Guardia Civil y el ejército contemplaban los
artículos de la Constitución con mucha menos reverencia que el flamante
ministro de la Gobernación de España, Casares Quiroga, que el socialista
Indalecio Prieto o que el impetuoso Lluís Companys.
Tuve que volver a París: las elecciones francesas se celebraban el 26 de
abril, y mi periódico quería que estuviera allí para dar cobertura informativa.
Partí con tristeza: cada vez estaba más enamorado de España. En mis artículos
escribía sobre el peligro fascista. En un viejo ejemplar de L’Humanité
encontré una noticia sobre mi conferencia en la Casa de Cultura de París:
decía que los fascistas españoles atacarían sin remedio. En mi fuero interno no
lo creía demasiado, no quería creerlo. (Muy a menudo, no sólo los que
participan en los acontecimientos, como yo, sino también los grandes
personajes políticos han tomado y siguen tomando sus deseos por una
valoración auténtica de cuanto acontece a su alrededor; al parecer, es propio
de la naturaleza humana).
Desde antaño, a los franceses los Pirineos les parecían un muro tras el
cual empezaba otro continente. Cuando subió al trono de España un nieto de
Luis XIV, el rey francés, arrebatado, exclamó: «¡Ya no hay Pirineos!». No
obstante, los Pirineos continuaban allí. Pero en abril de 1936, no los advertí:
la gente continuaba levantando el puño, en las estaciones se podían ver las
consabidas inscripciones de «¡Muerte al fascismo!», y en el tren los
ciudadanos asustados no dejaban de hablar sobre la necesidad de «refrenar a
los vagos». Frente Popular y Front Populaire sonaban igual. Francia se
inspiraba en el ejemplo de España.
Un domingo por la tarde me encontraba con Sávich y con el director de Lu,
Puterman, frente a la redacción del periódico Le Matin. El ancho bulevar
estaba atestado de gente que no apartaba los ojos de la pantalla: no tardarían
en anunciarse los primeros resultados de las elecciones. «Maurice Thorez,
elegido». Aplausos, gritos de alegría. «Monmousseau…, Daladier…, Cot…,
Vaillant-Couturier…, Blum…». Entusiasmo general. «¡Viva el Frente
Popular!». Se cantaba La Internacional. Cuando aparecieron los nombres de
los derechistas electos —Flandin, Scapini, Dommanget— se oyeron silbidos:
«¡Al paredón con los traidores!», «¡Muerte al fascismo!». Todo esto no
ocurría frente a L’Humanité sino ante el edificio de un periódico que afirmaba
cada día: «El Frente Popular es el fin de Francia».
Los periódicos afirmaban que nada estaba aún decidido: el domingo
siguiente habría una segunda vuelta. Otra noche por las calles, de nuevo el
gentío excitado y alegre. A medianoche se hizo evidente que el Frente Popular
había obtenido la mayoría. Por los bulevares pasaba la gente cantando La
Internacional entre abrazos y gritos: «¡Fascistas al paredón!».
También yo me sentía exultante de alegría: después de España, ¡Francia!
Ahora Hitler no conseguiría poner a Europa de rodillas. Nuestra causa estaba
triunfando, ¡la revolución se lanzaba a la ofensiva! Estos pensamientos aún no
estaban ofuscados por las pérdidas de familiares y amigos, ni por las pruebas
que estaban por llegar. Recuerdo la primavera de 1936 como la última
primavera frívola de mi vida.
Pocas semanas después se declararon huelgas masivas en Francia; los
obreros abandonaban el trabajo pero no salían de los talleres; los empleados
permanecían en los bancos, en las oficinas, en las tiendas. Los burgueses
repetían, horrorizados: «¡Son unos bandidos!».
París estaba irreconocible. Sobre las casas grises y azules, ondeaban
banderas rojas. De todas partes llegaban los sonidos de La Internacional, de
La Carmagnole. En la Bolsa, las acciones se desplomaban. La gente con
posibles enviaba su dinero al extranjero. Todos repetían, algunos con
esperanza y otros con espanto: «¡Es la revolución!».
Se me quedó grabado en la memoria un escaparate de una elegante tienda
en el boulevard des Capucines; un maniquí de yeso con un vestido elegante
sostenía en la mano un cartel: «Los dependientes y obreros estamos en huelga:
no queremos seguir viviendo hambrientos».
Pasaban muchachas con sábanas extendidas a fin de que los viandantes
echasen dinero para las familias de los huelguistas.
En algunas fábricas los empresarios seguían en sus trece, y las huelgas
duraban mucho, dos o tres semanas. Las fábricas estaban acordonadas por la
policía, se temía que se produjeran enfrentamientos. Cada día, las mujeres
acudían a las puertas para llevar pan, salchichas y naranjas.
Dénise trabajaba en una compañía de actores de izquierdas. Los obreros
de una importante fábrica metalúrgica, que estaba en huelga desde hacía tres
semanas, los invitaron. Fui a ver el espectáculo. Dénise recitaba el monólogo
de la protagonista de Fuenteovejuna. Tenía ojos de lunática y esbozaba una
vaga sonrisa. Cuando salí a la calle, un policía me registró para comprobar si
llevaba armas. Yo no comprendía nada y sonreía; en lugar de corresponsal de
Izvestia, me habría gustado ser uno de los obreros a quienes acababa de ver.
Las numerosas huelgas terminaron en victoria. En un mes los trabajadores
de Francia habían obtenido no sólo un aumento salarial sino también una
auténtica reforma de la legislación laboral: los contratos colectivos, el
reconocimiento jurídico de los sindicatos, las vacaciones pagadas.
A la primavera siguió un verano caluroso. Los barrios occidentales se
vaciaron: los ricos partían para Suiza, Bélgica, Inglaterra e Italia. Decían que
querían descansar de aquel «populacho desmadrado». Y en las playas de
Normandía o de Bretaña habrían podido encontrarse codo con codo con los
obreros: ¡ahora aquellos «vagos» tenían las vacaciones pagadas!
El 14 de julio más de un millón de parisinos participó en una
manifestación. Desfilaron los mineros de las minas del carbón del norte con
sus lámparas, los vinateros del sur con racimos pintados en las pancartas, los
pescadores de Bretaña llevaban redes azules. Se quemaron muñecos de Hitler
y Mussolini. Daladier continuaba abrazando a los comunistas. El presidente
del Consejo de Ministros, Léon Blum, típico intelectual del siglo XIX, al
saludar a los obreros levantaba con aire torpe su pequeño puño. Sobre una
vara habían colocado un gorro obrero con la siguiente inscripción: «¡Ésta es la
corona de Francia!». Se veían pasar por encima de la multitud los retratos de
Lenin, Stalin, Gorki. A los españoles les gritaban: «¡Bravo! ¡Muerte a los
fascistas!». Marchaban también los obreros emigrados: italianos, polacos,
alemanes, y la gente aplaudía a su paso. (No sospechaba que a muchos de
ellos pronto los vería en la tierra arcillosa de Castilla).
Naturalmente, los manifestantes exigían la disolución de las
organizaciones fascistas y gritaban: «¡De La Rocque al paredón!», pero lo
gritaban alegremente, casi de un modo bondadoso. En febrero, la gente había
invadido la calle dispuesta a entrar en combate, pero la manifestación del 14
de julio era una especie de desfile carnavalesco nunca visto.
Por la noche, como todos los años, empezaron los bailes: en la place de la
Bastille, en cientos de calles y callejuelas, con los tradicionales farolillos
chinescos, los acordeones, las jarras de cerveza o las botellas de limonada,
los besos de los enamorados. Los obreros más viejos permanecían sentados
observando cómo se divertía la juventud. Aguzando el oído, logré oír sus
conversaciones; hablaban de dónde sería mejor pasar las vacaciones, de un tío
que tenían en un pueblo de Limousin, de una casita en el Loira, de la pesca, de
los paseos por la montaña, de las playas con arena para los niños. La palabra
revolución había cedido el puesto a otra palabra: vacaciones. Aquella
victoria fácil había dado tranquilidad y bienestar a la gente.
Ahora París no se parecía a Madrid: no tenía a sus espaldas ni la
insurrección de Asturias, ni las torturas, ni las cárceles, ni los fusilamientos.
Tampoco tenía el fanático clero ni los generales con sus tintineantes armas; la
burguesía francesa era mucho más ilustrada y astuta: contaba con ganar poco a
poco al Frente Popular. Los vencedores, por su parte, se reían y apenas
pensaban en el futuro.
Estaba ultimando un libro de relatos breves, Fuera de la tregua. Vino Irina
de Moscú. En París hacía un calor insoportable; Liuba e Irina partieron para
Bretaña. Les dije que me reuniría con ellas, pero antes tenía que transmitir al
periódico la crónica sobre la manifestación del 14 de julio y terminar de
escribir el libro. Recuerdo una noche de verano sofocante en la rue Cotentin.
Estaba sentado, escribiendo; dejé a un lado el manuscrito y encendí la radio.
Léon Blum mantenía una charla con el ministro de Educación… En Madrid, la
muchedumbre tomaba al asalto el cuartel de la Montaña… Barcelona… El
hotel Colón… La artillería… El general Aranda… Combates en el sector de
Oviedo… Muertos, heridos…
Me levanté de un salto. ¡Tenía que ir a alguna parte! Era tarde: las doce, no
encontraría a nadie… No podía permanecer solo en una habitación tan
silenciosa.
Entretanto el locutor refería con toda calma que en la exposición de rosas
de Cours la Reine había ganado el primer premio la rosa Madame Meilland…
Para unos la vida se partió en dos el 22 de junio de 1941, para otros el 3
de septiembre de 1939, para unos terceros el 18 de julio de 1936. En lo que
llevo escrito sobre mi vida habrá, con toda probabilidad, capítulos que
resulten muy lejanos a mis coetáneos: en otro tiempo tuvimos diferentes
destinos, diferentes temas. Pero a partir de la noche que estoy relatando, mi
vida empezó a parecerse extraordinariamente a la vida de millones de
personas: una pequeña variación sobre el tema general. Unas palabras que
todos conocen muy bien definen diez años malos: comunicados, desmentidos,
canciones, lágrimas, boletines, alarma aérea, repliegue, ofensiva, permisos,
encuentros fugaces en los andenes, conversaciones sobre notas diplomáticas,
sobre táctica y estrategia, silencio sobre lo más importante, evacuación,
hospitales, enorme oscurecimiento general y, como remembranza del pasado,
la luz de la linterna de bolsillo…
17

Estuve consumiéndome en París durante algunas semanas: cada día transmitía


a Izvestia las noticias de España que se publicaban en los periódicos
franceses, frecuentaba la embajada española, ayudaba a los primeros
voluntarios a llegar a Barcelona. Permanecía en París sólo porque no había
recibido respuesta de la redacción: no sabía si podía ir a España en calidad
de corresponsal de guerra. Me repetían de manera lacónica y enigmática: «Lo
estamos considerando». Yo no conocía aún el verdadero significado de este
verbo mágico y estaba furioso, no podía esperar más. Un día la redacción
telefoneó a mi piso de París para averiguar por qué había dejado de enviar
telegramas, y Liuba les respondió: «¿No lo saben? Está en España».
Picasso pintó el Guernica en la primavera de 1937, pero seis meses antes,
en agosto-septiembre de 1936, España parecía un cuadro de Delacroix: tras
los Pirineos se consumía, y llameaba por breve tiempo, un romanticismo del
siglo pasado.
Barcelona era una gran ciudad industrial, pero sus obreros se encontraban
desde hacía mucho tiempo bajo la influencia de los sindicatos de la
Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y de los anarquistas de la
Federación Anarquista Ibérica (FAI). La pequeña burguesía, el campesinado y
los intelectuales detestaban a la camarilla militar española, que pisoteaba el
orgullo nacional de los catalanes. Los burgueses medios, los propietarios de
restaurantes o de tiendas, me decían que incluso preferían a los anarquistas
que al general Franco. La palabra libertad, ya muy desvalorizada en muchos
países de Europa, aquí entusiasmaba aún a todos.
Por la calle principal, las Ramblas, pasaban los camiones recubiertos a
toda prisa con planchas de hierro; los llamaban respetuosamente «coches
blindados». Montaban sus cabalgaduras los jinetes de camisa roja y negra,
armados con sus escopetas de caza. En las carrocerías de los taxis resaltaban
las inscripciones: «¡Vamos a Huesca!» o «¡Tomaremos Zaragoza!». Los
anarquistas partían para el frente con cajas de granadas de mano, con sus
guitarras y sus compañeras. Mujeres vestidas a la última moda, sobre tacones
increíblemente altos, arrastraban pesados fusiles. Por todas partes se veían los
restos de los recientes combates: barricadas sin desmontar, trozos de vidrio,
casquillos de bala. En el lugar donde habían encontrado la muerte los héroes
que habían defendido la ciudad contra los insurrectos fascistas, llameaban las
rosas del sur. Los barceloneses entregaban a los milicianos que partían para el
frente botas de vino, jamones, mantas e incluso antiguos sables. En el hotel
Colón, que en julio había sido blanco de la artillería, los fusiles descansaban
entre polvorientos taburetes acolchados, mientras los soldados dormían en
mullidas camas que parecían catafalcos.
«CNT-FAI», estas iniciales se oían en todas partes: en las Ramblas, en
centenares de mítines, en las casas requisadas donde se habían instalado los
diferentes comités, ligas, uniones, desde los Partidarios de la Anarquía
Mundial hasta los Esperantistas Combativos. Las paredes estaban cubiertas de
abigarrados letreros: «¡Viva la organización de la lucha contra la disciplina!».
Cantaban La Internacional y también el himno de la CNT, Los hijos del
pueblo. Lo que más abundaba eran las banderas rojinegras. Pregunté a un
miliciano por qué los anarquistas habían elegido esos dos colores. Me
respondió: «El rojo es la lucha, el negro es la oscuridad del pensamiento
humano».
Se oían disparos por todas partes y era difícil entender quién disparaba y
contra quién, pero todos lo consideraban un hecho casi normal; los cafés y los
restaurantes estaban llenos de gente. La ciudad vivía en una atmósfera de
febril alegría.
Columnas y centurias que se dirigían a tomar al asalto Huesca o Zaragoza
llevaban por nombre Chapáiev, Pancho Villa, Negus, Los etíopes, Los diablos
valientes, Los ateos, Bakunin. En las reuniones se hablaba de la reeducación
de la humanidad. Un orador proponía levantar monumentos a los grandes
pensadores del mundo: Sócrates, Espartaco, Cervantes, Reclus, Kropotkin,
Lenin. Otro quería que se quemara el dinero, se destruyeran las cárceles y se
impusiera la obligatoriedad del trabajo. Un tercero decía que era
indispensable enviar a las diez personas más admiradas al crucero Uruguay,
donde se encontraban arrestados los dirigentes de la insurrección armada a fin
de convencer a los fascistas para que entraran a formar parte de una comuna.
Los cuarteles principales de la ciudad habían sido rebautizados y se
llamaban cuarteles Bakunin. Encaramados sobre el techo de los autobuses, los
agitadores chillaban: «¡Abajo el militarismo! ¡Todos al frente! ¡Libertad para
todos! ¡Muerte a los fascistas!».
Nadie sabía dónde estaban los republicanos y dónde los fascistas.
Viajábamos por el pétreo desierto entre rojizo y rosado de Aragón. Hacía un
calor insoportable: era mi primer verano en España. Mi acompañante, el
catalán Miravitlles, preguntaba a los campesinos si podíamos seguir adelante.
Unos respondían que los fascistas se encontraban en el pueblo vecino, otros
aseguraban que los nuestros habían liberado Huesca. La noche meridional se
abatió de improviso sobre nosotros. Los relámpagos iluminaban el cielo. A lo
lejos retumbaban los cañones. De pronto, el coche se detuvo: ante nosotros
había una barricada. Alguien gritó: «¡La contraseña!». No la sabíamos.
Miravitlles desenfundó el revólver. Le pregunté qué ocurría. En lugar de
responderme me entregó otro revólver. Me atenazó el miedo: ¡habíamos caído
en una emboscada! Miré fijamente la oscuridad y vi sobre una roca a unos
hombres armados con fusiles que nos apuntaban. Iba ya a disparar cuando
alguien en la oscuridad dijo acompañando las palabras de un taco: «Pero ¡si
son de los nuestros!». Los campesinos nos rodearon: era la sexta noche que
pasaban así, montando guardia, según nos dijeron, pues en Bujaraloz les
habían dicho que los fascistas habían pasado a la ofensiva. Les preguntamos:
«¿Dónde está el frente?». Hicieron un gesto de desconcierto: hasta Bujaraloz
había doce kilómetros, eso seguro, pero quién había allí sólo lo sabía el
diablo. Para ellos el frente estaba en todas partes.
No sólo los campesinos no sabían qué ocurría en el pueblo vecino. En
Barcelona nadie podía responder en qué manos estaban Córdoba, Málaga,
Badajoz, Toledo. El comandante de cada columna tenía sus planes fantásticos.
Alguien hizo correr el rumor de que se había expulsado a los fascistas de
Sevilla. Los catalanes decidieron hacer un desembarco en Mallorca. Algunos
días después se decía que los fascistas habían ocupado Valencia y avanzaban
sobre Barcelona.
En uno de los sectores de primera línea leí un letrero: «No sigan adelante,
allí están los fascistas». Los combatientes se bañaban tranquilamente en un
riachuelo; uno de ellos vigilaba la ropa y los fusiles. Les pregunté: «¿Y si
atacan los fascistas?». Se echaron a reír: «De día no se combate, hace
demasiado calor. Esos canallas tienen un estanque, ahora están dándose un
baño. Pero dentro de tres horas habrá tal jaleo que te reventarán las orejas».
El comandante me aseguró que pronto, como máximo dentro de una
semana, tomarían Huesca. Yo contemplaba la ciudad, que estaba cerca. «¿Qué
es ese edificio grande, el de delante?», pregunté. «El manicomio. Allí hay
soldados escogidos. Antes que nada debemos tomar el manicomio». (Un año
después estuve ante Huesca y de nuevo oí decir que había que tomar el
manicomio. ¡Cuánta gente murió combatiendo por aquel edificio!).
Un amigo mío fue a Madrid para negociar la ampliación de derechos de la
Generalitat de Catalunya. Me propuso que viajara con él. Fue un viaje largo:
por todas partes los campesinos cortaban la carretera con barricadas,
temiendo un ataque de los fascistas, y examinaban minuciosamente los pases
(yo tenía cinco o seis: de todas las organizaciones posibles, incluida, como es
natural, la CNT). Las barricadas tenían un aspecto pintoresco: barriles,
muebles sacados de las casas ricas, carros volcados, tallas de madera que
antes adornaban las iglesias. Conservo aún una fotografía: tres campesinos con
escopetas y sobre ellos un ángel barroco con un enorme violonchelo.
En todas partes veía los esqueletos carbonizados de las iglesias
incendiadas. Al conocer el levantamiento fascista, lo primero que hicieron los
campesinos fue quemar una iglesia o un monasterio. Uno de ellos me explicó:
«¿Sabes quiénes son nuestros principales enemigos? Los curas y los monjes.
Después los generales y los oficiales. Bueno, y naturalmente también los
ricos… Al terrateniente no le hemos tocado un pelo, sólo le quitamos las
tierras. Que viva como los demás, ese canalla. Incluso ha firmado que no
protesta. En cambio el cura trepó al campanario y quería disparar desde allí.
Bueno, nosotros lo enviamos directamente al paraíso».
Mi compañero de viaje se quejaba de los anarquistas: ¿cómo se puede
llegar a un acuerdo con ellos? Son jóvenes honestos, pero tienen la anarquía
en la cabeza. En Barcelona vino uno a verme con una exigencia: «Abolid todas
las normas de circulación. ¿Por qué tengo que girar a la derecha si debo ir a la
izquierda? ¡Contradice el principio de la libertad!».
Al ver una iglesia que había permanecido intacta, mi acompañante
preguntó a los campesinos: «¿Por qué no la habéis quemado?». Una vez
hubimos abandonado el pueblo, le dije: «No comprendo por qué hay que
incendiarlas. No tienen una sola casa decente. Podrían montar ahí una escuela,
un club». Se enfadó: «¿Sabe usted cuánto nos han hecho sufrir? No, es mejor
no tener un club, con tal de no verla ante nuestros ojos».
En Madrid había pocos anarquistas, pero Madrid también vivía de
ilusiones románticas. Los fascistas habían tomado Talavera y se encontraban a
setenta u ochenta kilómetros de la capital. Y la gente se sentaba en las terrazas
de los cafés a discutir hasta medianoche: atacar Zaragoza para unirse a los
catalanes o arrebatar a los fascistas los puertos de Andalucía.
Me condujeron a la finca de un fascista que había huido. «Hemos
organizado aquí una colonia infantil piloto». Una mujer entusiasta trató durante
un buen rato de demostrarme que los pedagogos despreciaban la importancia
educativa de la música. Un niño de siete u ocho años me contó: «Ataron a mi
padre, lo tumbaron en la carretera y luego le pasó un camión por encima». La
entusiasta se obstinaba: «Pero ¿de dónde han salido esas fieras? Es porque no
educaban a los niños en armonía». No pude evitar sonreír: recordé Kiev en
1919 y mi trabajo en la sección de educación estética para niños… Allí todo
parecía distinto, pero de pronto te dabas cuenta de que todo se iba
repitiendo…
En Madrid se había puesto a disposición de los escritores la finca de un
aristócrata fugado. Allí había una magnífica biblioteca: incunables, ediciones
raras, manuscritos de clásicos españoles. En la finca los poetas Rafael
Alberti, Manolo Altolaguirre, José Herrera, Serrano Plaja y Miguel Hernández
recitaban sus versos. Allí conocí al escritor José Bergamín, católico de
izquierdas, hombre de alma pura, triste y tranquilo. Hablé con él de Cervantes,
de la protección aérea, del comunismo y de la poesía de Quevedo. Allí
también me encontré con Pablo Neruda, cónsul de Chile y poeta; era joven,
bromeaba, hacía locuras. Recuerdo a un bibliófilo de aspecto preocupado que
durante las alarmas aéreas ponía en la biblioteca recipientes llenos de agua
para que el aire demasiado seco no dañara los viejos manuscritos. Alguien
dijo a media voz: «Han ocupado Talavera».
En el Ateneo se organizó una velada en recuerdo de Maksim Gorki. Rafael
Alberti me dijo con voz trémula: «Se confirma la noticia… Han asesinado en
Granada a García Lorca».
Fue la noche de la primera alarma aérea. Luego, otra noche oí explosiones
y salí corriendo a la calle. Una anciana estrechaba a una niña contra su pecho.
Cuando amaneció me dirigí al barrio que habían bombardeado los fascistas y
vi algo que después tuve ocasión de ver demasiado a menudo: una casa
destrozada, una escalera y, colgando de la parte superior, una cama infantil.
Pablo Neruda escribió: «Y por las calles la sangre de los niños | corría
simplemente, como sangre de niños».
Fui a Malpica. Había estado allí antes de la guerra, en abril, y los
campesinos me reconocieron. A los españoles les costaba pronunciar mi
nombre, a menudo se confundían, y el alcalde, con el puño levantado, dijo
solemnemente: «¡Salud, Hindenburg! Ahora te podemos enseñar el castillo».
En Malpica se encontraba la finca del duque de Oriona, en aquel momento
ocupada por los campesinos. Recorrí el viejo y grande edificio. El alcalde
llevaba un candelabro de cobre con el cabo de una vela. De la oscuridad
emergían cabezas de jabalí, estatuas de la Virgen con vestidos ribeteados de
oro, cacerolas de cobre, gramófonos. La habitación más lujosa era el baño,
donde había, no sé por qué, tres sillones. El alcalde dijo: «Deben de ser
objetos muy valiosos. Hemos decidido ceder el castillo a los escritores, para
que vivan y escriban aquí». A la salida del pueblo estaban los campesinos con
sus escopetas de caza. El frente estaba cerca y en los alrededores humeaban
las hogueras de los prófugos de Extremadura.
Dos días después volví a estar en Malpica con Alberti y María Teresa
León: llevaban periódicos y octavillas al frente. Los aviones alemanes
bombardeaban las posiciones, la carretera. Los milicianos no resistieron y
arrancaron a correr. En los alrededores del pequeño pueblo de Domingo Pérez
se agolpaban, alarmados, los campesinos: «¡Míralos cómo huyen!». Un viejo
campesino dijo: «Esto es todo lo que tenemos», y enseñó tres escopetas de
caza. Vimos cuatro combatientes que caminaban en dirección a Madrid. María
Teresa corrió tras ellos; corría muy deprisa a pesar de sus tacones altos;
llevaba en la mano un revólver diminuto. Los desertores le entregaron sus
fusiles: estaban avergonzados. El viejo campesino dijo: «¡Dame los fusiles!
Los jóvenes quieren vivir, pero yo no huiré». Unas dos horas después treinta
milicianos se atrincheraron para hacer frente al enemigo; tenían una sola
ametralladora, pero los fascistas eran muy pocos y por la mañana se retiraron
en dirección a Talavera.
Toledo estaba en manos de los republicanos, pero los fascistas se habían
hecho fuertes en la antigua fortaleza del Alcázar. Estaban allí desde hacía ya
mes y medio y en la ciudad se llevaba una vida peculiar. En algunas calles
había unos letreros: «¡Peligro! ¡Prohibido circular sin armas!». La leche
escaseaba, y para no hacer cola bajo fuego enemigo, las mujeres ponían ante la
puerta de las lecherías, por la noche, sus jarras, latas o simplemente una
piedrecita para indicar su presencia; no oí ni una sola vez algún altercado. Los
fascistas abrían fuego de vez en cuando sobre la ciudad; ante el Alcázar, en
sillones de mimbre o mecedoras, protegiéndose del abrasador sol con
sombrillas, se sentaban los milicianos que disparaban sus fusiles, ahora
perezosamente, ahora con furia, contra los gruesos muros de la fortaleza. A
veces la batería disparaba algunos proyectiles. Por las calles paseaban los
habitantes de la ciudad y trataban de adivinar dónde habría caído el proyectil,
si sobre los fascistas o más allá.
En una de sus primeras salidas, los fascistas tomaron «rehenes»: mujeres y
niños. En el cuartel de los milicianos vi sobre un tablero treinta y ocho
fotografías: una mujer con un niño, una anciana, dos niños montados en
caballitos de madera… Los fascistas sabían lo que hacían: más de una vez
llegó de Madrid la orden de abrir un paso subterráneo para hacer saltar por
los aires la fortaleza, pero los milicianos pensaban en las mujeres y en los
niños, y respondían: «Nosotros no somos fascistas». Soñaban ingenuamente
con tomar el Alcázar por hambre. Cuando les comunicaron que la aviación
gubernamental bombardearía la fortaleza y que los milicianos debían
retroceder cien metros, muchos se negaron a obedecer: «Imposible,
aprovecharían para escaparse». Catorce milicianos murieron a causa de la
metralla de las bombas.
En la vieja capital de España, ciudad preferida de los turistas, se
desarrollaba un duelo entre la nobleza del pueblo y las inhumanas leyes de la
guerra. La mujer del comandante fascista del Alcázar, el coronel Moscardó,
vivía en la ciudad. Koltsov se asombró: «¿Y no la habéis arrestado?». El
prestigio de los soviéticos era muy grande, pero los españoles respondieron
sin la más mínima vacilación: «¿Arrestar a una mujer? Nosotros no somos
fascistas».
Paseaba por Toledo con un amigo mío pintor, Fernando Gerassi. Vivía en
París, pintaba paisajes o bodegones y, por la tarde, frecuentaba el café Dom.
Tenía esposa, una ucraniana de la región de Lvov, de nombre Stefa, siempre
dispuesta a reír, y un hijo de cinco años, Tito. Fernando decía que los
anarquistas estaban locos, que era preciso un mando unificado, una disciplina,
un orden. Se burlaba de la «guerra con guantes», pero al mismo tiempo yo
intuía que no podía condenar la generosidad de los milicianos, que renegaban
desvergonzadamente y que, al verse, decían, en lugar de «Buenos días»,
«Salud y dinamita», pero que cuando se hablaba de que el Alcázar pronto
saltaría por los aires replicaban indignados: «¡Qué tonterías dices! Dentro hay
mujeres, niños».
El gobierno de Madrid quería mostrar al mundo lo diferente que era de
Franco y cuando los fascistas encerrados en el Alcázar pidieron que les
enviaran un sacerdote, se declaró un breve armisticio.
Algunos fascistas salieron de la fortaleza. Los milicianos estaban muy
cerca y empezó la bronca. Esto es lo que anoté: «¡Bandidos! ¡Defendemos a
Dios y al pueblo!». «A Dios ya os lo podéis quedar, al pueblo lo defendemos
nosotros». «¡Mentira! ¡Nosotros lo haremos! Los canallas fuman, y nosotros
hace ya dos semanas que estamos sin tabaco». (El miliciano sacó en silencio
un paquete de cigarrillos y ofreció uno al teniente). «Habéis pedido un cura,
¿eh? Por lo visto, estáis listos». «Pronto llegarán los nuestros y os daremos
una lección». «Ya podéis esperar sentados». «No tendremos que esperar
mucho, los vuestros corren como liebres». «¡Mentirosos! ¿Y por qué te has
dejado la barba? ¿Quieres ir al paraíso?». «¿Con qué quieres que me afeite?
¿Con el sable?». (Otro miliciano sacó del bolsillo un paquetito con hojas de
afeitar y se lo dio al fascista).
A principios de octubre las unidades del general Varela se acercaron a
Toledo. La guarnición del Alcázar (entre oficiales de la Guardia Civil y
cadetes eran más de mil) salió a su encuentro. Pocos republicanos
consiguieron escapar del cerco. Los fascistas han escrito mucho sobre los
«héroes del Alcázar». Sin duda, los soldados del coronel Moscardó mostraron
mucho valor y capacidad de resistencia. Cualquier historia de cualquier guerra
es rica en ejemplos de virtudes militares. También es indiscutible otra cosa: la
guerra civil no escatima en atrocidades. Pero si hay algo instructivo en la
historia del Alcázar es la lucha entre dos mundos: un pueblo enfurecido, pero
profundamente humano, y una soldadesca con su impecable disciplina y su
inhumanidad igual de impecable. No venció la generosidad…
En el Guadarrama vi a unos prisioneros; entre ellos había soldados
asustados y satisfechos de haber salido del peligroso juego; había también
aventureros de la Legión Extranjera. Los milicianos temían más que a nadie a
los moros, que eran buenos soldados y no comprendían nada de cuanto
ocurría.
En el frente de Aragón visité, junto con nuestros cámaras Karmen y
Makaséiev, la unidad aérea Alas Rojas, al mando de Alfonso Reyes, hombre
triste, taciturno y decidido. Daba miedo ver los aparatos: viejos aviones
correo definidos pomposamente como bombarderos y que cada día, en efecto,
bombardeaban las posiciones fascistas. Mientras estábamos en la unidad,
aterrizó un avión ametrallado por los cazas alemanes. El mecánico (a quien
llamaban Diablo Rojo) estaba gravemente herido, se esforzaba para no chillar
de dolor, pero al darse cuenta de que Karmen estaba rodando se puso a sonreír
alegremente. Al día siguiente le amputaron una pierna.
Los fascistas continuaban avanzando hacia Madrid. Sin embargo, la gente
no se desmoralizaba y seguía creyendo en la victoria; todos decían que, si los
fascistas no lograban ocupar toda España en julio, tendrían la causa perdida:
el pueblo estaba contra ellos.
Sólo en Navarra, en esa Vendée española, los campesinos habían apoyado
a los insurrectos; allí tenían mucha fuerza tanto la Iglesia como los carlistas
(partidarios de uno de los pretendientes al trono de España, descendiente de
don Carlos). Pero Navarra contaba con cuatrocientos mil habitantes, mientras
que a España le faltaba poco para alcanzar los treinta millones. En todas las
zonas que tuve ocasión de visitar durante la guerra —Cataluña, Castilla la
Nueva, Valencia, La Mancha, Murcia, Andalucía, Aragón—, una aplastante
mayoría de la población detestaba a los fascistas.
Pero si los obreros sabían trabajar con sus máquinas, los campesinos
labrar la tierra, los médicos curar, los maestros enseñar, en el bando de
Franco había militares de carrera, los cuales, bien que mal, sabían combatir.
Además los fascistas disponían de fuertes unidades mercenarias: la Legión y
los marroquíes.
A mediados de septiembre Franco se había convertido en dictador de todo
el territorio ocupado por los insurrectos, y el primero de octubre fue
proclamado Caudillo, Generalísimo y jefe de Estado. Exigía una obediencia
incondicional. La República, en cambio, era defendida por gente de las más
diversas creencias: comunistas, autonomistas catalanes, socialistas de derecha
y de izquierda, republicanos burgueses, anarquistas, católicos vascos,
miembros del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), unidos
únicamente por su odio al fascismo. En 1936 la libertad era total, como si no
se estuviera librando una guerra, sino una campaña electoral. Los catalanes y
los vascos denunciaban «los gestos prepotentes de Madrid», los del POUM
exigían que «se profundizara la revolución», los socialistas de derecha,
capitaneados por Prieto, criticaban al jefe del gobierno, el socialista de
izquierda Caballero, los republicanos no veían con buenos ojos a los
comunistas, los anarquistas juraban que destruirían su odiado Estado.
Sin embargo, la amenaza no consistía únicamente en la falta de militares
de carrera ni en las desavenencias entre los diferentes partidos antifascistas.
El 25 de julio Hitler prometió ayuda militar al representante de Franco. El 30
de julio —cien días antes de que los cazas soviéticos aparecieran en el cielo
de Madrid— los aviones italianos estaban bombardeando ya las ciudades
españolas.
Al mando del gobierno francés estaba Léon Blum, camarada de Largo
Caballero en la Segunda Internacional; pero en vano pedía el gobierno español
que Francia dejara pasar por su frontera el armamento que había comprado.
Léon Blum había proclamado el principio de la no intervención, apoyado por
Inglaterra. En Londres comenzó a reunirse el Comité de No Intervención. Italia
y Alemania continuaron enviando a España hombres y armas. Francia
estableció en la frontera un control especial. Es probable que esté repitiendo
cosas bien sabidas. En el Comité de No Intervención participaba I. M. Maiski;
hace poco me dijo que en sus memorias describe con detalle este asunto, pues
tuvo la oportunidad de ver muchas cosas. Pero yo estoy escribiendo la historia
de mi vida. ¿Cómo podría callar ante tanta hipocresía? El pasado siempre ha
tenido y tiene una continuación: ¡cuántas veces hemos oído bonitas palabras
sobre la no intervención, ya sea en Grecia, en Corea, en el Congo o en Laos!
Después de 1936 ya no me han sorprendido ni los nobles discursos de
conocidos asesinos, ni las lágrimas de cocodrilo, ni la cobardía humana.
Cierto, Léon Blum era muchísimo más decente que los protectores de
Tshombe. Sin embargo, muerto de miedo y acostumbrado a vivir no entre las
tempestades de la época sino entre los complejos aromas de la cocina del
Parlamento, Blum decía una cosa y hacía otra.
En Valencia me encontré con Malraux, quien me contó que estaba a punto
de obtener una decena de aviones de guerra: los había comprado el gobierno
español, pero los franceses los habían embargado. Malraux tenía intención de
organizar una escuadrilla francesa que bombardearía a los fascistas, y me
presentó a los pilotos Guidez y Pons.
Los combates se libraban en tierra. Pero el cielo pertenecía a los fascistas:
Junkers, Heinkels, Saboyas, Caproni, Fockers, la aviación de dos potentes
estados, Alemania e Italia.
Yo tomaba la palabra en los mítines, recogía material sobre las
atrocidades fascistas para la prensa occidental, escribía opúsculos anónimos y
me olvidaba totalmente de mis obligaciones como corresponsal de Izvestia.
Por lo demás, habría sido difícil cumplirlas: todavía no había enlace
telefónico con Moscú, y la redacción, por lo visto, continuaba «consensuando»
y no me mandaba dinero para telegramas.
El 5 de septiembre, después de un intervalo de dos semanas, se publicó en
Izvestia un breve comunicado: «Barbastro, 4 de septiembre. Hoy nuestro
corresponsal asistió al ametrallamiento de la población de Monflorite por seis
trimotores Junkers, puestos a disposición de los insurrectos por Alemania».
Mandé un telegrama breve, no tenía dinero para otro más largo. Por primera
vez había visto ametrallar a gente a vuelo raso; los campesinos estaban en el
granero trillando; luego, una mujer anciana lloraba ruidosamente: habían
matado a su hijo. Los campesinos sabían que yo era el corresponsal de un
periódico soviético y me pidieron: «¡Escríbelo! Tal vez los rusos nos ayuden».
Por supuesto, aquel día se habían producido sucesos más importantes: el
corresponsal de Izvestia en Londres comunicó que San Sebastián había
quedado aislado (era cierto), que los republicanos habían ocupado Huesca
(era falso); pero yo me encontraba en Monflorite y me parecía necesario
informar urgentemente de que los fascistas, con la ayuda de los aviones
alemanes, asesinaban a campesinos desarmados. Para un corresponsal de
guerra, quizá era ingenuo, pero yo no pensaba en el periódico sino en España.
Fui a afeitarme a un barbero. Al saber que era ruso, el hombre se puso a
chillar: «A ellos los ayudan Hitler y Mussolini. ¡Y nosotros en cambio no
tenemos armas!». Sus ojos destellaban y, blandiendo la navaja, repetía:
«¡Aviones! ¡Tanques!». Yo me reía en mi fuero interno: a lo mejor me cortaba
el cuello… Pero en realidad no resultaba gracioso. Recordé las palabras de un
campesino de Monflorite; y, además, la gente lo repetía en todas partes:
«Díselo a los rusos». Y empecé a escribir breves notas que enviaba a Izvestia
por correo, vía París.
Un mes después, al recibir un paquete de periódicos, me llevé una
desagradable sorpresa: mis artículos estaban adulterados. El 26 de septiembre
escribí a la dirección: «No voy a discutir si mi enfoque de los acontecimientos
en España es correcto o no, pero protesto enérgicamente contra los tijeretazos
que alteran por completo el sentido». Como es natural, no obtuve ninguna
satisfacción de la dirección: todos mis artículos continuaron siendo
«barnizados» y pintados de color de rosa. Sin embargo, seguí escribiendo;
escribía a toda prisa, y no en un despacho de trabajo, sino en el frente; no me
preocupaba el estilo literario, sino los aviones y los tanques sin los cuales los
españoles no podrían resistir.
Álvarez del Vayo me pidió que recogiera para la prensa de Occidente
datos bien documentados sobre las atrocidades fascistas. En Valencia me
dijeron que había conseguido escapar de Mallorca el corresponsal del
periódico derechista Daily Mail, un tal Harrat, quien echaba pestes de los
fascistas. Lo busqué en el consulado inglés. Accedió a escribir unas
declaraciones y me contó que los fascistas habían bombardeado un hospital de
campaña republicano: «Sus pilotos, al llegar a Mallorca, gritaban “¡Arriba
España!”, pero yo llevo viviendo aquí mucho tiempo y enseguida me di cuenta
de su pronunciación extranjera. Eran italianos. Sus aparatos, Caproni,
procedían de Cerdeña». Harrat repitió varias veces, indignado: «Han matado
a mi caballo». Era un inglés maduro y robusto, con mirada infantil;
corresponsal de un periódico que ensalzaba al general Franco, no podía
comprender por qué el periódico no publicaba sus comunicados.
Habían pasado casi dos meses desde el inicio de la insurrección. Aunque
los comunicados continuaban siendo contradictorios, veía que los fascistas
eran más fuertes que los republicanos: habían ocupado Sevilla, Córdoba,
luego Extremadura, Talavera, y ahora avanzaban hacia Madrid. No obstante,
creía firmemente en la victoria de los gobernantes. Llegaban también noticias
reconfortantes: habían expulsado a los fascistas de Málaga y de Albacete. La
resistencia se intensificaba, aparecían nuevas centurias, compañías,
batallones, columnas. Habían comenzado a llegar voluntarios de Francia:
franceses, italianos, alemanes, polacos.
En Barcelona me convocaron al cuartel Carlos Marx, donde se estaba
organizando la columna 19 de Julio cuyos componentes formaban en un gran
patio. Una centuria, o mejor dicho, una compañía, llevaba el nombre de Iliá
Ehrenburg. Me dijeron que debía entregar a los milicianos una bandera y
pronunciar un discurso. Desconcertado, consciente de lo ridículo de la
situación, les dije que no era un político y que no sabía hacer ciertas cosas. No
obstante, me tocó sostener la bandera ante los fotógrafos y decir unas palabras.
Recuerdo que me embargaban dos sentimientos: la emoción y la vergüenza. A
mi alrededor iban y venían vendedores de limonada, fruta y caramelos; uno me
metió en la mano un puñado de caramelos: «¡Come, ruso, come! Verás cómo
los hacemos pedazos».
En casi cada casa campesina de Cataluña y de Aragón aparecía escrito:
«¡Vamos a por la cabeza de Cabanellas!». (Al mando del gobierno fascista
estaba el general Cabanellas, a quien Franco destituyó un mes después).
Veía a viejas campesinas que acompañaban a sus hijos al cuartel; cuando
les respondían que sobraban hombres y que lo que faltaban eran armas, ellas
insistían: «Es español, no puede quedarse en casa».
Llegó de París la esposa de Gerassi, Stefa, y me contó que había metido a
Tito en una colonia infantil. Al separarse de su hijo Stefa no pudo contenerse y
se puso a llorar. El niño le dijo: «¡Ahora vete, mamá! Yo me daré la vuelta,
así. Y tú tampoco mires. ¿Vale?». Stefa, sonriendo, no dejaba de repetir: «Es
un auténtico español».
Pienso ahora por qué al empezar a describir los años de la guerra
española me emociono, abandono a menudo las hojas del manuscrito y ante
mis ojos pasan las pardas rocas de Aragón, las casas carbonizadas de Madrid,
los sinuosos senderos de montaña, personas queridas y próximas aunque no
supiera el nombre de muchas de ellas. Y sin embargo todo esto me parece
vivo, actual. Y pensar que ha pasado ya un cuarto de siglo y me ha tocado
vivir después una guerra mucho más terrible. Muchas cosas las recuerdo con
serenidad, pero en España pienso con una especie de ternura supersticiosa,
con tristeza. Pablo Neruda tituló su libro, escrito durante los primeros meses
de la guerra civil, España en el corazón. Me gustan esos versos, muchos los
he traducido al ruso, pero sobre todo me gusta el título; mejor, creo, no podría
ser.
En la Europa de la década de 1930, inquieta y humillada, era difícil
respirar. El fascismo avanzaba y lo hacía impunemente. Cada estado, y cada
individuo en particular, soñaba con salvarse por separado, salvarse a
cualquier precio, guardando silencio, pagando un rescate. Años de platos de
lentejas… Y de pronto se encontraba un pueblo dispuesto a aceptar el reto. No
se salvó a sí mismo, ni salvó siquiera a Europa, pero si para las personas de
mi generación las palabras dignidad humana tienen algún sentido es gracias a
España. Se convirtió en el aire que respiramos.
¡Con quién no me encontré en las bombardeadas ciudades españolas! Unos
venían para una estancia breve, otros permanecían más tiempo; unos
combatían, otros eran corresponsales de guerra, otros organizaban la ayuda a
la población. Togliatti y Nenni, Vidali (el comandante Carlos) y Pacciardi,
Koča Popović y Kozovski, André Malraux y Máté Zalka (el general Lukács),
Koltsov y Louis Fischer, Pablo Neruda y Hemingway, László Rajk y Ludwig
Renn, Gustav Regler y Janek Barvinski, Luigi Longo y Branting, Andersen
Nexø y Ernst Busch, André Chamson y Alekséi Tolstói, Egon Erwin Kisch y
Julien Benda, Saint-Exupéry y Anna Seghers, Jean-Richard Bloch y Stephen
Spender, Andrée Viollis y Nicolás Guillén, Siqueiros y Dos Passos, Ralph Fox
y Toller, Bodo Uhse y Willi Bredel, Isabelle Blume y el ras abisinio Imru…
Sin duda he pasado a muchos por alto: sólo quiero demostrar cuán distintas
eran las personas que vivieron aquellos años en España.
En 1943, en un puesto de mando en los alrededores de Gómel, vi al jefe de
cuerpo del ejército, el general Bátov. Hablamos de la inminente ofensiva. De
pronto, alguien gritó: «¡Fritz!». Habían aparecido en el cielo aviones
enemigos. El general y yo nos echamos a reír. En España nuestros consejeros
militares tenían diversos apodos: Valois, Loti, Molino, Grishin, Grigórovich,
Douglas, Nicolás, Walter, Xanti, Petróvich. Quién sabe por qué a Pável
Ivánovich Bátov le tocó el apellido de Fritz. Y empezamos a recordar la 12.a
Brigada, a los amigos, a Aragón, la muerte de Lukács (Pável Ivánovich había
resultado herido entonces en una pierna).
Recuerdo una sesión del Consejo Mundial de la Paz; el orador de turno se
afanaba en demostrar que la paz es mejor que la guerra; pero veía ante mí al
simpático italiano Scotti y recordaba los días de Madrid. En el palacio del
Kremlin, un cámara del noticiario cinematográfico filmaba a los diputados del
Soviet Supremo; se trataba de Boria Makaséiev, con quien me había arrastrado
por las piedras cerca de Huesca. Sabía que en el aeródromo de Vilna
encontraría una cara conocida: un traductor que estuvo en España (luego se
dedicó a la literatura española, pero durante los años de la «lucha contra los
cosmopolitas» se quedó sin trabajo y, como él dice, «tuvo que hacer un
aterrizaje forzoso» en el aeródromo de Vilna, para traducir a los turistas de
Intourist las preguntas de los empleados de aduanas). Recientemente, en
Florencia, vino a verme un reportero gráfico acompañado de un italiano ya
mayor que, en lugar de tarjeta de visita, sacó un carnet de la Unión de Antiguos
Voluntarios en España, y enseguida nos olvidamos del fotógrafo, nos sentamos
en un café y empezamos a recordar aquellos lejanos días. Todos los que
estuvimos en España permanecimos unidos a este país y también entre
nosotros. Por lo visto, el hombre no sólo se enorgullece de las victorias…
18

En los primeros meses de la guerra española dediqué poco tiempo a mis


obligaciones como corresponsal de Izvestia. La verdad es que de agosto a
diciembre el periódico publicó medio centenar de artículos míos, pero los
había escrito muy deprisa y, para ser sinceros, como de pasada. Aborrecía el
papel de observador, quería ayudar a los españoles de alguna manera.
Cuando estuve en España antes de la guerra, me había reunido más que
nada con escritores o periodistas que entendían el francés. Pero ahora me
encontraba continuamente con obreros y soldados, y empecé a hablar español;
lo hablaba mal, pero me entendían.
Llegó a Madrid el primer embajador soviético, M. I. Rosenberg. Lo
conocía de París, donde trabajaba de consejero en la embajada. Era un hombre
bajo con una sonrisa amable a la par que irónica. Le acompañaban el
consejero de embajada L. Y. Gaikis, el agregado militar Gorev y los
consejeros Ratner y Lvóvich. En Madrid estaba también Koltsov, que no se
ocupaba sólo del trabajo periodístico; el carácter de su actividad ha sido
descrito por testigos oculares como Louis Fischer y Hemingway, y también en
su Diario de la guerra de España.
Yo iba a menudo a Barcelona y al frente de Aragón; allí no había entonces
ningún soviético (hablo de agosto-septiembre de 1936). Cuando hablaba con
Rosenberg o Koltsov sobre Cataluña, ellos mostraban una sonrisa irónica:
«¡Qué le vamos a hacer, son anarquistas!». Tal vez supiera mejor que ellos lo
difícil que era ponerse de acuerdo con los anarquistas, pero entendía
perfectamente que sin Cataluña era imposible ganar la guerra. El País Vasco
había quedado cortado, y el gran centro industrial superviviente era
Barcelona, con su millón y medio de habitantes.
Y en Barcelona luchaban las organizaciones obreras entre sí. Todos
odiaban el fascismo y todos querían combatirlo, pero el frente de Aragón sólo
podía considerarse como tal sobre el mapa: varias columnas sin relación entre
sí intentaban de vez en cuando tomar al asalto Zaragoza, Huesca o Teruel; no
disponían ni de comandantes experimentados ni de armamento, y hasta el
verano de 1937 el general Franco no logró enviar a Aragón ni una sola de sus
unidades de reserva.
El presidente del gobierno autónomo catalán (la Generalitat) era Lluís
Companys, un hombre de natural suave pero al mismo tiempo apasionado, un
intelectual enamorado de la cultura catalana. Entonces rondaba los cincuenta
años; había conocido las cárceles y el terror fascista. Su destino fue trágico:
después de la derrota republicana huyó a Francia, donde fue descubierto en
1940 por la Gestapo, entregado al general Franco y fusilado. Lo recuerdo
como un hombre honesto, abrumado por las intrigas políticas, que no sólo no
ambicionaba el poder, sino que lo aceptaba con el mismo sentimiento con que
el soldado se apodera de los fusiles abandonados por los compañeros durante
la retirada.
Apoyaba a Companys el partido de la Esquerra (la izquierda), formado
por la pequeña burguesía, intelectuales y un buen número de campesinos. El
gobierno recibía el apoyo del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC),
en el que los comunistas tenían un papel preponderante. Los anarquistas y el
sindicato afín CNT, sin embargo, no reconocían el gobierno de Madrid,
exigían el derrocamiento del gobierno catalán y su sustitución por «comités».
En 1931 había conocido a uno de los jefes de la FAI, Durruti; conocía
también a otros anarquistas, a García Oliver, a López, a Vázquez y a Herrera.
Entre Lluís Companys y yo existía una buena relación. Había que hacer algo,
pero no sabía exactamente qué. En Madrid había entrevistado a José Díaz, en
Barcelona tuve conversaciones con el jefe del PSUC, Comorera, y con otros;
todos contestaban que lo de los anarquistas era un fracaso, que Cataluña no
ayudaba a Madrid, que los separatistas levantaban cabeza. Pero nadie sabía
qué se podía hacer. Estábamos en septiembre de 1936.
Había tenido diversas conversaciones sobre Cataluña con Rosenberg y, a
petición suya, escribí un largo telegrama a Moscú.
Marcel Izraílevich murió hace mucho tiempo: se convirtió en una de las
víctimas de la arbitrariedad. Aniquilaron a las personas, pero se conservaron
algunos documentos, y no hace mucho me dieron en el archivo la copia de dos
cartas que le envié. Citaré unos fragmentos: servirán para mostrar no sólo la
valoración que hacía entonces de la situación, sino también cuáles eran las
ocupaciones a las que me dedicaba por libre elección, que como se sabe
siempre son mejores que las obligatorias.
De una carta del 17 de septiembre de 1936: «Como complemento a la
conversación telefónica de hoy. Companys estaba muy nervioso. He hablado
con él durante más de dos horas y no ha dejado de quejarse de Madrid. Sus
argumentos: el nuevo gobierno no ha cambiado nada, trata a Cataluña como a
una provincia cualquiera, se ha negado a traspasar las escuelas religiosas a la
Generalitat, exige soldados pero no da armas, no ha mandado un avión
siquiera. Me ha dicho que ha recibido una carta de los oficiales al mando de
algunas unidades en el frente de Talavera con la petición de que se les reclame
en Cataluña. Querrían que en Barcelona hubiese un consulado soviético. […]
Dice que el consejero de Economía, que enviaron a Madrid, deberá exponer
sus pretensiones. Hasta ahora, ni Largo Caballero ni Indalecio Prieto se han
dignado recibirlo. Añade que si no recibe algodón, dentro de tres semanas
habrá cien mil obreros en paro. […] Considera importante cualquier gesto de
atención de la Unión Soviética hacia Cataluña. […] El consejero de
Instrucción Pública, Gassol, también reprocha a Madrid su desdén por
Cataluña… He hablado con García Oliver. Está fuera de sí. Es implacable. A
diferencia del líder de los sindicalistas madrileños, López, que dice que no
han permitido ni permitirán ataques contra la Unión Soviética en el periódico
de la CNT, Oliver declara que sí van a “criticar” y que Rusia no es un aliado
porque ha firmado el acuerdo de no intervención. Durruti ha aprendido mucho
en el frente, pero Oliver está en Barcelona, y continúa teniendo sus delirantes
ideas anarquistas. Por ejemplo, está en contra del mando unificado en el frente
aragonés: el mando unificado sólo será necesario cuando empiece la ofensiva
general. En este punto de la conversación estaba presente Sandino, que se
expresó a favor del mando unificado. Tocamos de pasada el tema de la
movilización y de la transformación de la milicia en ejército. Durruti acaricia
la idea de la movilización (no se entiende por qué hay voluntarios pero faltan
armas). Oliver manifestó estar de acuerdo con Durruti, pues “en la retaguardia
se camuflan comunistas y socialistas que expulsan a la FAI de ciudades y
pueblos”. Llegado a este punto me encontraba en tal estado de excitación que
habría podido pegarme un tiro.
»He hablado con Trueba, comisario político del PSUC, comunista. Se ha
quejado de la FAI, pues no dan municiones a los nuestros. A los comunistas les
quedan treinta y seis cartuchos por persona. Los anarquistas cuentan con
grandes reservas, un millón y medio de cartuchos. Los soldados del coronel
Villalba tampoco tienen más de cien cartuchos por persona. […] En la CNT
protestaban porque uno de los líderes del PSUC, Fransosa, dijera en un mitin
en Sant Boi que los catalanes no debían entregar ni un solo fusil, pues de todas
maneras iban a parar a manos de los anarquistas.
»En los diez días que pasé en Cataluña, las relaciones entre Madrid y la
Generalitat, por un lado, y entre comunistas y anarquistas por el otro, se
agravaron considerablemente. Companys vacila: apoyarse en los anarquistas,
que están de acuerdo en defender las exigencias nacionales e incluso las
nacionalistas de Esquerra, o apoyarse en el PSUC para luchar contra la FAI.
Sus colaboradores están divididos, hay defensores tanto de la primera como
de la segunda solución. Si la situación en el frente de Talavera empeora, cabe
esperar un movimiento en una u otra dirección. Es imprescindible mejorar las
relaciones entre el PSUC y la CNT, y tratar de acercarse a Companys. […].
»Hoy hay una reunión de los escritores catalanes, un encuentro con
Bergantín, que vino conmigo. Espero que en el frente intelectual logremos unir
a los españoles con los catalanes. El mitin se celebrará mañana; diez mil
personas; yo hablaré en nombre del secretariado de la Asociación
Internacional de Escritores. Puesto que esta carta introduce algunas
correcciones esenciales en relación con lo que transmití para Moscú, por
favor, envíeles también esto.
De una carta del 18 de septiembre: «Hoy he hablado de nuevo largo y
tendido con Companys. Estaba mucho más tranquilo. […] Propone formar un
gobierno autónomo de este modo: la mitad de Esquerra y la mitad de CNT y
UGT. […] A Oliver le ha llamado “fanático”. […] Sabía que al salir yo iría a
la CNT, estaba muy interesado en qué me diría la FAI, y me ha suplicado que
le comunique los resultados. Se ha quejado de que la FAI esté en contra de los
rusos y haga propaganda antisoviética. Es nuestro amigo. Un barco, aunque
fuera de azúcar, podría ablandar los corazones.
»En la CNT he hablado con Herrera. Es mucho más sencillo que Oliver.
Enseguida ha aceptado el cese de los ataques a los soviéticos. Por lo que
respecta a los comités, no da su brazo a torcer: el gobierno de Madrid es un
gobierno de partido, es marxista. Hay que crear un gobierno realmente obrero,
etc., etc. Con todo, al final de la conversación, cuando le he indicado las
consecuencias diplomáticas de la ruptura con la herencia constitucional, ha
reculado un poco. Pero nos han caído encima toda clase de anarquistas
internacionales y me he ido. Es interesante que, al atacar al gobierno de
Madrid, Herrera me ha señalado los mismos hechos que Companys ayer: la
retención de dos vagones, la negativa a proveer de armas a Cataluña, etc.
»Hoy se publica en Solidaridad Obrera una proclama de la CNT instando
a proteger a los pequeños propietarios, a los campesinos, a los tenderos. Es un
hecho positivo. […]
»Miravitlles me ha dicho que en los medios de la FAI se habla ya de la
“defensa desesperada de Barcelona”, etc. Herrera, entre otras cosas, reprocha
a Madrid la suspensión del desembarco en Mallorca: ahora los fascistas
empezarán a bombardear Barcelona […].
»Hubo gran entusiasmo en el mitin. La mayoría pertenecían a la CNT. […]
Ahora se celebra la reunión del comité de la milicia antifascista. Me han
prometido mantener una línea conciliadora en la cuestión de la reorganización
del gobierno catalán […].
»P. S. Como complemento a la conversación telefónica y a la carta.
Aunque Oliver fue intransigente, he sabido que por la tarde dijo en
Solidaridad Obrera que cesarán los ataques contra la URSS. En efecto, hoy se
publican en Solidaridad Obrera dos telegramas de Moscú con títulos
benevolentes.
Poco después de esto me fui a París. Allí dio conmigo V. A. Antónov-
Ovseienko. Me dijo enseguida: «Su telegrama ha sido estudiado y están de
acuerdo con usted. He sido nombrado cónsul en Barcelona. En Moscú creen
que los intereses de España requieren un acercamiento entre Cataluña y
Madrid. Me han dicho que debo intentar que los anarquistas entren en razón,
incorporarlos a la defensa, tienen una gran influencia, ¡maldita sea! […] Pero
eso lo sabe usted mejor que yo. De todos modos, los superiores ya están de
acuerdo, ¡y eso es fantástico! Ahora se puede hablar de otra manera».
A Vladímir Aleksándrovich le conocía de antes de la revolución.
Deambulaba por París en busca de trabajo, vivía a salto de mata, pero nunca
perdía el coraje, era impetuoso y al mismo tiempo soñador, los zapatos
agujereados, la esclavina; lo recuerdo también en La Rotonde, donde jugaba al
ajedrez, y en la imprenta, frente a las columnas de Nashe slovo, y en los
mítines, donde llamaba a seguir a Lenin. En los días de la Revolución de
Octubre demostró que no sólo se trataba de palabras. En 1926 fui a verlo a
Praga, donde era ministro plenipotenciario. Luego lo perdí de vista.
Había envejecido y sobre todo estaba sombrío; sólo sus ojos, cuando se
quitaba las gafas, conservaban su credulidad infantil. Pensé de pronto: «¡Qué
suerte para Barcelona que le hayan elegido justo a él!». Un hombre así podría
influir sobre Durruti, porque no tenía nada de diplomático ni de consejero; era
modesto, sencillo y además aún olía a las tempestades de octubre, no había
olvidado la clandestinidad de antes de la revolución.
Resultó que yo tenía razón: Vladímir Aleksándrovich enseguida aprendió a
hablar en catalán, se hizo amigo de Companys y de Durruti y disfrutó de
general estima. A pesar de su título de cónsul, era un auténtico embajador
soviético en Cataluña. Conocía el frente, conversaba a menudo con los jefes
militares, comprendía a la perfección la situación. Encontraba tiempo para
enviar telegramas a Izvestia, que firmaba como «Zet». A los catalanes les
gustaba su espíritu democrático. Cuando yo iba a Barcelona y nos quedábamos
a solas, veía que lo pasaba mal. Poco antes de su partida a España publicó en
Izvestia un artículo de penitencia: hablaba sobre sus dudas en la década de
1920 como si de un crimen se tratara, juró que desde 1927 admiraba a Stalin,
que entonces escribió a Kaganóvich sobre su voluntad de cumplir cualquier
encargo suyo y exigiendo el castigo de los rebeldes. Tal vez precisamente esta
carta pesara como una piedra en su corazón. Tal vez presentía lo que le
esperaba, no lo sé. Permaneció en Barcelona cerca de un año, volvió a Moscú
y desapareció de la noche a la mañana; también desapareció su nombre de
todos los informes sobre el asalto al Palacio de Invierno. Era un hombre recto,
valiente y fiel, y murió sólo porque los leñadores cumplieron con celo y
sobrepasaron con exceso un diabólico programa.
Yo quería volver a Barcelona con Antónov-Ovseienko para presentarle sin
dilación a diversas personas, pero tuve que quedarme en París una semana
más, pues tenía un asunto importante: iba a comprar un camión.
Desde Madrid había comunicado a Moscú mi intención de equipar un
camión para trabajar en el frente con un cinematógrafo ambulante y una
imprenta; pedía ayuda y que me enviaran las películas Chapáiev y Los
marinos de Kronstadt. En París me citaron en un banco; la Unión de
Escritores envió la suma para la compra del camión (ignoro por qué mandaron
el dinero mediante esta organización; añadiré en broma que tal vez quisieron
demostrar que la Unión ayudaba efectivamente a los escritores a realizar sus
proyectos artísticos). Con ayuda de los franceses compré un camión
suficientemente potente para circular por las carreteras destrozadas del frente.
No recuerdo quién me ayudó a conseguir el proyector de cine, pero la
imprenta, como queda dicho, me la ofreció Eugène Merle. Encontré además
una maravillosa película de dibujos: Mickey Mouse luchaba con un gato,
vencía e izaba la bandera roja sobre una ratonera. Yo ya sabía que sin sonreír
en España no se puede hacer nada.
Stefa aceptó trabajar conmigo. Hablaba español como si en vez de haber
nacido en la región de Lvov lo hubiese hecho en Castilla la Vieja. Su tarea
consistía en traducir el diálogo de las películas y en ayudarme en la
publicación de periódicos del ejército. Oficialmente, el camión dependía del
Comisariado de Propaganda de la Generalitat, ése era el rótulo que se leía en
la carrocería del vehículo. Las palabras «Imprenta y cine» atraían la atención
de todos. En Barcelona encontramos a un chófer, a un mecánico y a dos
tipógrafos, uno de los cuales hablaba cuatro idiomas.
A principios de octubre se reunió en Madrid el secretariado de la
Asociación Internacional de Escritores. Nos dirigimos a los intelectuales de
todo el mundo protestando contra la intervención extranjera y contra la
comedia de la «no intervención». El llamamiento estaba suscrito por muchos
escritores españoles: Antonio Machado, Alberti, Bergantín y otros; entre los
extranjeros figuraban Koltsov, Malraux, Louis Fischer, Andrée Viollis y yo.
En una carretera me encontré con el compositor Gustavo Durán, antiguo
conocido. Medio año antes habíamos charlado sobre Prokófievy Shostakóvich;
entre risas me dijo que si Lady Macbeth era un «caos», eso significaba que a
él precisamente le gustaban los «caos». Ahora no estaba para músicas.
Comandaba un batallón de doscientos hombres y, en los alrededores de
Vargas, detuvo el avance de una columna fascista que se aproximaba a Madrid
por el sur.
En Madrid aullaban las sirenas. Pasé a duras penas por una calle del
barrio de Cuatro Caminos donde una casa derrumbada obstruía el paso. Otra
casa había sido, por así decirlo, «seccionada» por una bomba y las
habitaciones parecían decorados teatrales. Una anciana sacaba de entre un
montón de escombros una gran fotografía enmarcada de unos recién casados;
la envolvió cuidadosamente con un pañuelo y se la llevó. Llovía. Resultaba
insoportablemente triste, como siempre cuando se ven cachivaches alrededor
de un hombre que acaba de morir.
Rima Karmen iba a dar vueltas con su cámara y filmaba los bombardeos.
En París habíamos decidido montar una película con sus noticiarios, y yo
escribí el texto. «Buscan…, encuentran…». En la pantalla unas madres
encontraban entre las ruinas a sus hijos muertos. En la sala mucha gente
lloraba. Pero en Madrid no se necesitaban lágrimas, sino aviones de caza…
En Barcelona proseguían las discusiones, pero los anarquistas se habían
calmado un poco. Daré un salto adelante: a finales de octubre se firmó un
acuerdo entre el PSUC y la UGT, por una parte, y la CNT y la FAI por otra.
Representantes de la CNT entraron a formar parte del gobierno presidido por
Largo Caballero. En la vida he asistido a muchos acontecimientos
inesperados, a veces paradójicos; pero al leer que García Oliver, quien
buscaba demostrarme que era preciso destruir el Estado lo mismo que el
edificio de una cárcel, había sido nombrado ministro de Justicia, no pude
contenerme y me eché a reír. No obstante, el acuerdo con los anarquistas me
parecía una gran victoria.
Llegó a Barcelona el barco Sirianin cargado de víveres. Empezaron a
llegar barcos con aviones y tanques, pero todo era poco; nuestra ayuda no
podía compararse con la que enviaban a Franco italianos y alemanes: era una
cuestión de geografía.
Yo contemplaba con cariño el camión que finalmente había llegado de
Francia y lo fotografiaba como a la mujer amada. Tengo ante mí ahora una de
estas fotografías: la publicaron en un álbum. Era un camión normal, pero
entonces me parecía de una belleza extraordinaria.
Los comunistas, y también Antónov-Ovseienko, me decían: «Tiene que ir
al frente de Aragón. Usted sabe hablar con los anarquistas. Allí no queda
ninguno de los nuestros, los están echando a todos. Pero con usted aceptarán
hablar. Usted puede hacerles entrar en razón».
Dudaba mucho sobre mis capacidades y, además, conocía bien a los
anarquistas españoles. Pero en la guerra no se escogen las rutas, no haces
turismo. Stefa y yo subimos a un desvencijado coche y, despacio, tras el
camión, nos dirigimos a Barbastro.
19

«Ustedes en Rusia tienen un verdadero Estado, pero nosotros estamos


luchando por la libertad —me dijo un centinela con camisa rojinegra mientras
comprobaba mi pase— queremos establecer el comunismo libertario».
El «comunismo libertario». Estas palabras aún resuenan en mis oídos:
cuántas veces las he oído repetir como un reto, como un juramento.
Queriendo explicar la conducta a veces inexplicable de los anarquistas,
algunos decían que sus columnas estaban atestadas de bandidos. No hay duda:
en las filas anarquistas se infiltraban delincuentes comunes, clientes asiduos
de las madrigueras de ladrones. Un partido en el poder siempre atrae no sólo a
los honestos, sino también a los aventureros, y en aquella época todo el mundo
podía declararse anarquista. En septiembre de 1936, cuando me encontraba en
Valencia, llegaron un centenar de milicianos de la anárquica Columna de
Hierro que estaba ante Teruel. Los anarquistas declararon que habían perdido
a su jefe en combate. No sabían qué hacer. En Valencia encontraron trabajo:
quemaron los archivos del juzgado y trataron de entrar en las cárceles para
liberar a los delincuentes comunes, entre los cuales seguramente tenían
amigos.
No obstante, no se trataba de delincuentes. En otoño de 1936 la CNT
reunía a tres cuartas partes de los obreros de Cataluña. Los dirigentes de la
CNT y de la FAI eran obreros y, en gran parte, personas honestas. La desgracia
consistía en que ellos, aun combatiendo el dogmatismo, eran auténticos
dogmáticos, y trataban de adaptar la vida a sus teorías.
Los más inteligentes veían la ruptura entre los fascinantes folletos y la
realidad; se debía cambiar a toda prisa, bajo las bombas y los proyectiles,
aquello que ayer les parecía incuestionable.
Conocí a Durruti en 1931 y al instante me cayó bien. Ningún escritor se
atrevería a describirle, pues su vida se parecía demasiado a una novela de
aventuras. Obrero metalúrgico, desde su primera juventud se había entregado a
la lucha revolucionaria, había combatido en las barricadas, había lanzado
bombas, atracado bancos, raptado jueces, y le habían condenado tres veces a
muerte: en España, Chile y Argentina. Había conocido decenas de cárceles;
ocho países lo habían expulsado, uno tras otro. Cuando en julio los insurrectos
trataron de apoderarse de Barcelona, Durruti lanzó contra ellos a los obreros
de la CNT.
Ya a principios de septiembre, o tal vez a finales de agosto, fui con
Karmen y Makaséiev al puesto de mando de Durruti. Entonces soñaba con
tomar Zaragoza. El puesto de mando se encontraba en la orilla del Ebro. Yo
había dicho a mis compañeros de viaje que conocía a Durruti y, por tanto,
esperaban una cordial acogida. Pero Durruti sacó del bolsillo un revólver y
dijo que, como en un artículo sobre la insurrección de Asturias yo había
calumniado a los anarquistas, iba a asesinarme allí mismo. No era un tipo que
hablara por hablar. «Haz lo que quieras —le respondí—, pero tienes una
manera muy rara de entender las leyes de la hospitalidad». Durruti, por
supuesto, era anarquista y además un hombre impulsivo, pero también era
español y se turbó: «Muy bien, ahora eres mi huésped, pero por el artículo
recibirás tu castigo. No aquí. En Barcelona».
Dado que conforme a las leyes de la hospitalidad no podía matarme,
empezó a blasfemar y a gritar que la Unión Soviética no era una comuna libre,
sino el Estado más auténtico que cabe imaginar, que había allí burócratas en
cantidad, y que por algo le habían expulsado de Moscú.
Karmen y Makaséiev vieron que sucedía algo malo, en cualquier caso la
inesperada aparición del revólver era elocuente. Una hora después, les dije:
«Está todo arreglado, nos invita a cenar».
Las mesas estaban ocupadas por milicianos, algunos con camisa rojinegra,
otros con monos azules, y todos con grandes revólveres. Comían, bebían vino,
reían; nadie nos prestaba atención, ni a nosotros ni a Durruti. Uno de los
milicianos distribuía la comida y las jarras de vino; junto al plato de Durruti
colocó una botella de agua mineral. Dije en tono de broma: «Decías que aquí
reina la igualdad total, pero todos beben vino y a ti te han traído agua
mineral». No me habría imaginado nunca la reacción de Durruti. «¡Llevaos
esta agua! ¡Dadme agua del pozo!». Durante largo rato estuvo justificándose:
«Yo no la había pedido. Saben que no puedo tomar vino y no sé de dónde
sacaron una caja de agua mineral. Por supuesto, es una indecencia, tienes
razón». La cena prosiguió en silencio. Luego, de pronto, Durruti dijo: «Es
difícil cambiarlo todo de golpe. Una cosa son los principios, otra la vida».
Por la noche fuimos a examinar las posiciones. Había un ruido
indescriptible: estaba pasando una columna de camiones. «¿Por qué no me
preguntas para qué son estos camiones?», dijo. Le respondí que no quería
indagar sobre secretos militares. Se echó a reír: «¡Menudo secreto! ¡Todo el
mundo sabe que mañana por la mañana cruzaremos el Ebro! ¡Eso es!». Pocos
minutos después se puso a decir: «¿No me preguntas por qué he decidido
cruzar el río?». «Es evidente que es necesario —dije yo—. Tú lo sabrás mejor
que nadie, dado que eres el jefe de la columna». Durruti estalló en una
carcajada: «No se trata de estrategia. Ayer vino de territorio fascista un niño
de unos diez años y preguntó: “¿Por qué no atacáis? En nuestro pueblo todos
están asombrados: ‘¿Se habrá acobardado también Durruti?’”. ¿Comprendes?
Si un niño dice una cosa así es como si todo el pueblo te lo preguntara. Hay
que atacar. En cuanto a la estrategia, ya vendrá por sí sola». Yo miré su cara
alegre y pensé: «El verdadero niño eres tú». Luego estuve varias veces con
Durruti. En su columna había diez mil hombres. Durruti se mantenía firme en
sus ideas, pero no era un dogmático y casi cada día tenía que hacer
concesiones a la realidad. Fue el primero de los anarquistas en comprender
que sin disciplina no se podía combatir. Decía con amargura: «La guerra es
una porquería, no sólo destruye las casas sino también los principios más
elevados». Sin embargo, ante sus hombres no admitía semejantes cosas.
Un día, algunos de ellos abandonaron un puesto de guardia. Los
encontraron en el pueblo vecino bebiendo vino tranquilamente. Durruti estaba
enfurecido: «¿Sabéis que estáis deshonrando a toda la columna? Entregadme
vuestros carnets de la CNT». Los culpables sacaron del bolsillo con toda
calma sus carnets sindicales; esto irritó aún más a Durruti. «¡Vosotros no sois
anarquistas, sois mierda! Os expulsaré de la columna, os enviaré a casa».
Probablemente fuera eso precisamente lo que querían los jóvenes, que, en
lugar de protestar, contestaron: «De acuerdo». «Pero ¿sabéis que la ropa que
lleváis es del pueblo? ¡Quitaos los pantalones!». Los milicianos obedecieron
sin ponerse nerviosos; Durruti ordenó que los llevaran a Barcelona en
calzoncillos: «Que todo el mundo vea que no son anarquistas, sino mierda,
nada más que mierda».
Comprendía que frente a los fascistas no se podía discutir sobre
principios, y se manifestó a favor del acuerdo con los comunistas, con
Esquerra, y escribió un mensaje de saludo a los obreros soviéticos. Cuando
los fascistas se acercaron a Madrid, decidió que su puesto estaba en el sector
más peligroso: «Les demostraremos que los anarquistas sabemos combatir».
Mantuve una conversación con él la víspera de su partida para Madrid.
Estaba alegre, como siempre, lleno de ánimo, convencido de una próxima
victoria. Decía: «Ya ves: tú y yo somos amigos. Así que podemos unirnos.
Debemos unirnos. Cuando ganemos la guerra, ya veremos… Cada pueblo tiene
su carácter, sus tradiciones. Los españoles no nos parecemos a los franceses ni
a los rusos. Ya pensaremos algo… Pero de momento hay que aniquilar a los
fascistas». Al final de la conversación de repente se conmovió: «Dime: ¿has
experimentado alguna vez contradicciones internas, pensar en una cosa y hacer
otra, no por cobardía sino por necesidad?». Le respondí que le comprendía
muy bien; como despedida, me dio una palmada en la espalda, como se
acostumbra hacer en España. Recuerdo todavía sus ojos, con aquella
extraordinaria mezcla de férrea voluntad y de confusión infantil.
Durruti no permaneció mucho tiempo en el frente de Madrid: lo mataron el
19 de noviembre de 1936. Su muerte fue un golpe tremendo para las fuerzas
republicanas.
Durruti no era el único en comprender que era necesario renunciar a la
pureza de las ideas anarquistas en nombre de la victoria. Muchos dirigentes de
la CNT y de la FAI se vieron obligados a hacer concesiones respecto a sus
principios. Incluso el fanático García Oliver, que decía que era preciso
destruir inmediatamente el Estado, una vez designado ministro realizó unas
reformas del todo aceptables para sus colegas liberales: luchó contra los
especuladores, amplió los derechos de las mujeres, organizó colonias de
trabajo para los fascistas. El anarquista López se convirtió en ministro de
Comercio, Peiró en ministro de Industria: como es natural, tuvieron que
aparcar el viejo proyecto de organizar comunas independientes. La ministra de
Sanidad Pública y Asistencia Social, la anarquista Federica Montseny, dijo en
un mitin que no sólo el gobierno no podía prescindir de los anarquistas, sino
que los anarquistas tampoco podían prescindir del gobierno. No obstante, los
líderes de la CNT y de la FAI no tenían la energía, la autoridad, ni la insólita
pureza de alma de Durruti. No sé si todos ellos deseaban sinceramente hacer
entrar en razón a sus correligionarios, algunos sin duda sí, pero pocas veces lo
conseguían. Decenas de miles de obreros valientes, expertos en la lucha
callejera, habían sido educados en las ideas anarquistas y ansiaban poner en
práctica esas ideas. Con nuestro camión, nosotros no íbamos de visita a casa
del ministro, sino a la zona de Aragón adyacente al frente, donde las normas
las dictaban los anarquistas fieles a sus viejos principios. Más de una vez
recordé una expresión que nació allí durante la guerra civil: «La autoridad del
lugar». Tuve ocasión de conocer muy bien esa autoridad.
Diré cuatro palabras de la situación militar. He aquí lo que escribí a
Antónov-Ovseienko el 17 de noviembre de 1936 (esta carta también se ha
conservado en los archivos): «Las unidades militares en el frente de Aragón
son un poco más disciplinadas. Se observa un gran orden. El fracaso del
reciente ataque a Huesca no ha influido mucho en la moral de los milicianos.
Aquí y allá se ven trincheras aunque bastante primitivas. Hasta ahora el mando
unificado existe únicamente sobre el papel. En los últimos días han mejorado
las transmisiones; casi en todas partes el enlace telefónico mantiene el
contacto entre primera línea y el Estado Mayor. […] Dado que Durruti está
ahora en Madrid, su columna ha perdido la mitad de su capacidad combativa.
En otras columnas anarquistas, las cosas van peor; en concreto en las
columnas Rojinegra y Ortiz. La división Karl Marx continúa siendo ejemplar
en comparación con las demás unidades. […] El aprovisionamiento va mal.
Un batallón acantonado al sudeste de Huesca, en Pompenillo, dispone sólo de
dos ametralladoras, y ambas quedan inservibles después de disparar dos
cintas, por lo que hay que llevarlas a retaguardia, a cincuenta kilómetros de la
posición. Escasean los proyectiles. Las granadas de mano son pésimas. Con
todo, la moral está más bien alta».
Un mes antes, el cuadro era mucho más lúgubre. Un día fui a parar a una
reunión de jefes de una columna anarquista. Me dijeron que iban a estudiar una
cuestión importante: la toma de Huesca. Sobre la mesa había desplegado un
gran mapa; sin embargo, nadie lo miraba. Durante una hora entera estuvieron
debatiendo a raíz de una importante noticia: en Barcelona habían quitado la
bandera rojinegra del edificio del juzgado. «Es una provocación —gritó uno
de los comandantes—. ¡Hay que enviar ahora mismo un centenar de milicianos
a Barcelona! Nosotros estamos en el frente y la burguesía se aprovecha de esta
circunstancia ayudada por los marxistas». Atrajo mi atención un hombre alto,
maduro, de porte militar. Mientras se discutía sobre la marcha sobre
Barcelona guardó silencio; sólo habló cuando uno de los anarquistas dijo de
repente: «Bien, ¿y qué pasa con Huesca?». El taciturno militar, de nombre
Jiménez, empezó a explicar el plan de operación. Paseaba el dedo por el
mapa; los demás no le miraban. Alguien intentó objetar: «¿No sería mejor un
ataque frontal?». Le hicieron callar: «Jiménez entiende más que tú».
Cuando terminó la reunión, Jiménez se acercó a mí y se presentó: «Coronel
Glinoiedski». Recordaba ese apellido: en París me habían pedido que
comunicara a la embajada española que el coronel Glinoiedski, un emigrado
ruso miembro del Partido Comunista francés y experto artillero, deseaba
luchar en el bando de los republicanos.
Contaban que durante la guerra civil rusa el coronel Glinoiedski había
combatido contra Chapáiev en Ufá. No sé si sería verdad, nunca me habló de
su pasado; lo único que sé es que había formado parte del Ejército Blanco y
que en París se convirtió en obrero. Fue de los primeros en llegar a Barcelona,
cuando no existían todavía las Brigadas Internacionales. Fue a parar al
batallón Chapáiev y sorprendió a los pocos oficiales que permanecieron fieles
al gobierno con sus conocimientos militares: le trasladaron al Estado Mayor
de la columna.
Era un hombre extraordinariamente fascinante, valiente, exigente pero
también suave. Tenía tras de sí un pasado difícil y eso le ayudaba a soportar
con paciencia los errores de los demás. Exigía que se mantuviera aquel
mínimo de disciplina sin el cual era imposible defender las posiciones
conquistadas. Por dos veces los anarquistas habían querido fusilarle por
«restablecer el viejo régimen», pero no lo ejecutaron: le habían tomado afecto,
intuían que era un hombre digno de confianza. Glinoiedski me decía: «¡Qué
barbaridad! Mejor ni hablar… Pero ¡qué hacer con ellos! ¡Son como niños!
Cuando las pasen moradas, sentarán la cabeza».
Los anarquistas estaban convencidos de que Glinoiedski había llegado de
Moscú y que lo negaba por motivos diplomáticos. Si hubieran sabido que
había combatido con los blancos, lo habrían fusilado al instante. En noviembre
llegaron a Cataluña unos militares prodecentes de Moscú y dijeron a los
españoles que Jiménez era, efectivamente, un oficial soviético. Su prestigio
creció, y el coronel Jiménez se convirtió en consejero militar del frente de
Aragón. Los españoles, amantes de la clandestinidad, llamaban a los militares
soviéticos «mexicanos» o «gallegos». Recuerdo con cuánto orgullo los
anarquistas decían: «Nuestro gallego, aunque marxista, es un buen tipo».
El miembro del Consejo Militar del frente de Aragón, coronel Jiménez, se
sentó conmigo un día y me preguntó muchas cosas sobre Rusia, recordó su
infancia. Le dije: «Bueno, después de la guerra podrá regresar a casa».
Sacudió la cabeza: «No, soy viejo. ¿Sabe? No hay nada peor que sentirse un
extranjero en la propia casa». Permaneció un rato en silencio y después se
puso a hablar de la situación en el frente.
Durante nuestro último encuentro me pareció muy cansado. Más de una vez
he visto en la guerra a hombres que se volvían imprudentes a causa del
cansancio, como si la muerte los atrajera. Un miembro del Consejo Militar,
comandante de la artillería del frente, fue de exploración con una decena de
soldados. Resultó mortalmente herido. Una enfermera me contó que en el
hospital de campaña se había puesto a hablar en ruso pero nadie pudo
entenderle.
Al entierro del coronel Jiménez asistió Barcelona entera. Caminaban
detrás del ataúd Companys, Antónov-Ovseienko, representantes del gobierno,
del ejército, de todos los partidos políticos. Los anarquistas llevaban una
corona con una cinta rojinegra: «A nuestro querido camarada Jiménez».
Glinoiedski tenía razón: hablar con los anarquistas, bien con los dirigentes
—Durruti, Vázquez, García Oliver—, bien con los milicianos de Huesca, me
conmovía y me irritaba: eran como niños, no se les podía definir de otro
modo, si bien algunos de ellos peinaban canas y todos, como es natural,
llevaban fusil.
A los anarquistas los conocí bien en el frente de Aragón, cuando
proyectábamos películas en los pueblos, publicábamos periódicos, comíamos
en los comedores comunales, pernoctábamos en los puestos de mando, o a
veces en las maltratadas casas parroquiales, convertidas en sedes de los
comités locales, o incluso también en las cabañas de campesinos.
Muchas veces me tocó recorrer aquel mismo camino, de Barcelona al
frente, por las ciudades catalanas de Igualada, Tárrega y Lleida. En Tárrega
había un café con el letrero Bar Kropotkin; allí, los clientes asiduos hablaban
de la política de Companys, organizaban espectáculos para aficionados y
hablaban de escándalos familiares. Cataluña parecía esmeralda con sus viñas,
sus jardines, sus huertas; cada pedazo de tierra estaba cultivado con amor. Los
pueblos parecían ciudades: en todas partes había cafés y clubes; por las calles
paseaban muchachas elegantes. Luego, de pronto, todo cambiaba: ante
nosotros se extendía el desierto pardo y pétreo de Aragón. Sólo de vez en
cuando se veían tres o cuatro olivos polvorientos. En verano el calor era
insoportable, en invierno soplaban vientos helados. Por un sendero
zigzagueante y desierto pasaba a veces un campesino a lomos de un pequeño
asno. Cabras hambrientas buscaban una brizna de hierba, oculta entre las
piedras, a resguardo del sol. Los pueblos se pegaban a las laderas de montes
desnudos; las casas tenían el mismísimo color que las montañas y presentaban
a la carretera sus muros posteriores, de manera que parecían abandonadas.
En Cataluña, los anarquistas se encontraban un poco a disgusto, no a causa
de la Generalitat, ni por la resistencia de Esquerra o del PSUC, sino por el
nivel de vida de la población: los catalanes vivían bien, y los anarquistas no
siempre osaban atentar contra un sistema de vida fuertemente arraigado.
Aragón, mísero y atrasado, abría posibilidades ilimitadas a los inspiradores
de la CNT y la FAI. Habían ido allí para liberar de los fascistas Zaragoza,
Huesca y Teruel. Pero la guerra se prolongaba, el frente permanecía casi
inmóvil, pese a las repetidas tentativas de avanzar. Hubo temerarios que
decidieron transformar la retaguardia inmediata, las pequeñas ciudades y
pueblos de Aragón, en un paraíso del «comunismo libertario».
Los campesinos aragoneses vivían mal, no tenían nada que perder, y desde
el principio acogieron con tranquilidad la organización de «comunas» rurales.
Los anarquistas lo colectivizaban todo, incluidas las gallinas. En muchos
pueblos les quitaron el dinero a los campesinos, a veces lo quemaban. A los
campesinos les distribuían raciones. Vi comités rurales que, sin pensar en el
futuro, cambiaban varios vagones de trigo por café, azúcar, calzado. En un
pueblo pregunté a un miembro del comité qué iban a hacer en enero, una vez
agotadas las reservas de trigo. Prorrumpió en una carcajada: «Para entonces
ya habremos acabado con los fascistas».
En algunas aldeas, los anarquistas entregaban azúcar, avellanas y
almendras al doctor y al maestro: habían leído en el periódico que tales
productos eran indispensables para el trabajo intelectual. Había también
aldeas donde se dejaba sin racionamiento a los intelectuales rurales, como a
parásitos. En el pueblo de Cieza al médico le quitaron el burro y ya no pudo
tratar a los enfermos de los pueblos vecinos; en la farmacia no había
medicinas; en el comité decían que «la naturaleza cura mejor que los
médicos».
Estuve en la villa de Fraga, que contaba con diez mil habitantes. Los
anarquistas habían quitado a todos el dinero y lo habían sustituido por unas
cartillas que daban el derecho a comprar mercancías por una determinada
cantidad de pesetas a la semana. Los cafés estaban abiertos, pero no se servía
nada; simplemente, uno podía sentarse un rato y luego marcharse. Un médico
me contó que había querido encargar en Barcelona un libro de medicina; el
presidente del comité le respondió: «Si demuestras que el libro es
imprescindible, te lo imprimiremos aquí, tenemos una imprenta. No tenemos
relaciones comerciales con Barcelona». En Pina también se abolió el dinero y
se estableció un complicadísimo sistema de cartillas; había cartillas que daban
derecho a cortarse el pelo y afeitarse. Muchos miembros de esos comités eran
sinceros y entusiastas, pero sabían poco de economía. En el pueblo grande de
Membrilla (La Mancha), los anarquistas, una vez abolido el dinero, declararon
que cada familia, de media, constaba de cuatro personas y media, y por
consiguiente, para simplificar la burocracia, cada familia recibiría víveres
para cuatro personas y media.
En una pequeña ciudad de Aragón el comité decidió llevarse las vías del
ferrocarril, dado que los habitantes lo utilizaban poco y el humo de las
locomotoras envenenaba el aire. Los anarquistas en el frente, al enterarse de
esta decisión, se inquietaron: tenían que recibir víveres y municiones de la
retaguardia; las vías no fueron arrancadas.
Nosotros organizábamos sesiones de cine tanto en las plazas —una pared
blanca servía de pantalla— como en una iglesia que de milagro permaneciese
intacta, o en los comedores. Los anarquistas adoraban Chapáiev. Después de
la primera velada suprimimos el final de la película: los combatientes jóvenes
no podían aceptar que Chapáiev muriese. Decían: «¿Para qué vamos a
combatir si los mejores mueren?». Stefa traducía el texto; a veces la
interrumpían exclamaciones del tipo: «¡Viva Chapáiev!». Recuerdo que una
vez un anarquista gritó: «¡Abajo el comisario!», y todos se pusieron a
aplaudir. Por enésima vez comprendí que el arte apela ante todo al corazón: en
la película, Chapáiev es un héroe y Fúrmanov un palabrero.
No obstante, la película tenía a veces resultados prácticos: en una unidad,
terminada la sesión, decidieron ser más prudentes en el futuro y apostar
centinelas durante la noche.
Los campesinos veían Chapáiev con otros ojos. A menudo, después de la
sesión, se acercaban a mí, daban las gracias al comisario ruso de la película
por haber prohibido la requisa de cerdos, y pedían que le escribiera para
hablarle sobre los desórdenes de su pueblo: para ellos, la película era un
documental y estaban convencidos de que tanto Chapáiev como Fúrmanov
vivían aún en Moscú.
Las reacciones de los milicianos ante la película Los marinos de
Kronstadt fue original. Cuando el marinero, con la piedra colgada al cuello,
lanzaba al mar su guitarra, se oían risotadas: los espectadores no podían creer
que arrojaran a los marineros al mar. Cuando salió del agua el único
superviviente, rieron con aprobación: sabían de antemano que se salvaría y
esperaban a que salieran a flote los demás. Se dejaba sentir en todo esto la
despreocupación que reinaba aún entre los catalanes en el otoño de 1936.
(Escribí sobre ello en uno de mis artículos y recibí una réplica de Stavski, a la
sazón secretario de la Unión de Escritores: «Si el pequeño-burgués se ríe,
vale la pena decirlo. Pero ¿cómo se va a reír un proletario de esa película?»).
En los periódicos que publicábamos para las columnas anarquistas nos
esforzábamos, sin polemizar con los principios de la CNT ni de la FAI, en
explicar con ejemplos prácticos lo importante que era coordinar la acción de
las columnas con la de las demás unidades, cumplir las órdenes de los
comandantes, no abandonar las posiciones esperando que el enemigo
permaneciese inactivo, etc.
Los anarquistas no admitían las cárceles, afirmaban que no se puede privar
a un hombre de su libertad, que se le debía convencer; pero no eran ni
tolstoístas ni pacifistas, y cuando veían que un hombre no se dejaba convencer,
a veces lo fusilaban. En un pueblo ejecutaron a un campesino que cambiaba
talones para la peluquería por café o azúcar. Yo me indigné, pero un anarquista
me respondió con aplomo: «¿Qué piensas? Estuvimos tres meses intentando
convencerle, hablando con él, pero continuó con sus maquinaciones. ¡No era
un hombre sino un mercachifle!».
Me contaron que en la ciudad de Barbastro los anarquistas habían cerrado
un burdel y pronunciado algunos discursos declarando que las mujeres a partir
de entonces eran libres y que debían trabajar en algo útil: coser camisas para
los combatientes. Una vieja prostituta la emprendió con uno de los
anarquistas: «¡Llevo aquí quince años trabajando y ahora me echas a la
calle!». Los anarquistas estuvieron durante largo rato discutiendo si era
posible hacerla cambiar de parecer; finalmente, se encontró a un hombre
dispuesto a hacerlo. Tal vez la historia fuese una invención, pero parecía
verosímil.
Después de haber descrito a Antónov-Ovseienko la manera en que los
anarquistas organizaban en Aragón el «comunismo libertario», añadí: «En
todo esto hay más ignorancia que mala fe. A los anarquistas se les podría
convencer en cada lugar. Por desgracia, en el PSUC hay poca gente que
comprenda cómo hay que hablar con ellos; a cada paso encuentras miembros
del PSUC que dicen: “Prefiero a los fascistas que a los anarquistas”».
Por lo visto, los anarquistas me habían contagiado y creía que era fácil
hacer cambiar de idea a la gente. En realidad no tenía nada de sencillo: es la
vida la que los convence. Las palabras, incluso las más sensatas, con
demasiada frecuencia no son más que eso: palabras. Durruti hacía rápidos
progresos en este sentido; otros no quisieron o no pudieron abandonar sus
ilusiones, y tampoco sus tradiciones; se necesitaba tiempo y no lo había: cada
día Franco recibía más armas y dotación de sus protectores.
En la guerra, la gente pronto se hace amiga, y yo era amigo de los
anarquistas. Aunque habrían debido despotricar contra la Unión Soviética,
comprendían que si alguien los ayudaba ése era nuestro país. A menudo tenía
que discutir; sólo una vez, en una aldea cercana al frente, un jovencito fanático
me amenazó con el revólver: «Ya que no es posible convencerte». Por suerte,
lograron calmarle a tiempo.
Muchos anarquistas se transformaban a ojos vistas; los había también que
se empecinaban; pero incluso a éstos era posible hacerles entrar en razón con
una palabra amistosa, a veces con una sonrisa. Gritaban, amenazaban, pero
rápidamente se echaban atrás. Muchas de sus acciones se explicaban por la
ignorancia. Casi no encontré entre ellos a militares de carrera, economistas,
agrónomos, ingenieros: casi siempre eran obreros de Barcelona que recelaban
de los intelectuales, aunque se inclinaban ante la filosofía, la ciencia y el arte.
Podían dejarse llevar por el pánico, huir por el estallido de una bomba,
también pasar al ataque bajo un fuerte fuego de ametralladora, todo dependía
de su estado de ánimo, de cien casualidades. Durante el terror fascista miles
de aquellos hombres del frente de Aragón afrontaron con valentía la muerte sin
renunciar a sus principios. Como en cualquier partido, entre los anarquistas
había buenos y malos, inteligentes e imbéciles, pero lo que me atraía de ellos
era su espontaneidad y una inocencia insólita en nuestros tiempos.
Nunca en la vida me han seducido las teorías anarquistas: por lo visto, me
faltaba ingenuidad; pero después de Julio Jurenito algunos críticos me
bautizaron con el apelativo de «anarquista». Quizá por eso, o quizá porque en
mis artículos sobre España insistía en la necesidad de un frente único, uno de
nuestros escritores, llegado a Madrid con ocasión de un congreso, dijo:
«Escarbad como es debido en Ehrenburg y os encontraréis con un anarquista».
Esto ocurrió en una casa de los arrabales, donde los comunistas invitaron, una
noche, a la delegación soviética. Dolores Ibárruri se echó a reír: «También
hay tipos así: si se rasca un poco sale un fascista».
¿Por qué he dedicado un largo capítulo a los anarquistas españoles? El
trabajo con el camión de propaganda no me ocupó más de tres o cuatro meses.
Y no sólo visitamos a los anarquistas, también proyectamos películas a los
soldados de unidades dirigidas por los comunistas, estuvimos con las
Brigadas Internacionales, publicamos periódicos en español, catalán, alemán y
francés. En diciembre fui a Madrid. Si en otoño de 1936 hice parada en
Aragón fue sólo porque en la larga historia de los equívocos humanos aquélla
fue una página bastante patética.
El «comunismo libertario» es el «comunismo libre». Todos los anarquistas
hablaban de él y casi todos creían en él; demostraban, y lo hacían muy bien,
que sin libertad no puede haber auténtico comunismo. Pero las comunas que
organizaron en Aragón hacían pensar en los pueblos de los aterrorizados
indios del Paraguay dirigidos por jesuitas, todos con el mismo vestido, con la
misma comida y las mismas oraciones. (Cierto, los jesuitas dominaron el país
durante más de cien años y alcanzaron la perfección: el padre Muratori cuenta
que cuando un condenado paraguayo era azotado éste besaba la mano de su
verdugo y le daba gracias por los golpes).
En un viejo cuaderno encontré copiadas las palabras de un autor francés
(no recuerdo exactamente quién): «La desgracia del despotismo no radica en
que no ame a las personas, sino en que las ama demasiado y confía en ellas
demasiado poco».
20

Sería difícil imaginarse el primer año de la guerra civil española sin M. E.


Koltsov. Para los españoles, no sólo fue un famoso periodista, sino también un
consejero político. En su libro Diario de la guerra de España, Mijaíl
Efímovich se refiere vagamente al trabajo de Miguel Martínez, un mexicano de
ficción que tenía una libertad de acción mucho mayor que la de un periodista
soviético.
Pequeño, bullicioso, atrevido, inteligente hasta el punto de que la
inteligencia se convertía para él en una carga, Koltsov se puso rápidamente al
día en aquella compleja situación, veía todos los inconvenientes y nunca
acarició ilusión alguna. Lo conocía desde 1918, cuando nos encontramos en el
JLAM de Kíev, luego le encontré en Moscú, trabajé con él en la preparación
del Congreso de Escritores de París, pero tuve tiempo de estudiarlo y
comprenderlo mucho más tarde, en España.
Mijaíl Efímovich ha quedado grabado en mi memoria no sólo como un
brillante periodista, hombre inteligente y amante de las bromas, sino como un
compendio de las diversas virtudes y defectos espirituales de la década de
1930.
«Una inteligencia capaz de observar con frialdad y un corazón lleno de
amargas impresiones», escribió Pushkin. Cien años después, estas palabras
nos parecen actuales. Cuando conversaba conmigo, Koltsov manifestaba a
menudo opiniones bastante heréticas; por ejemplo, le gustaba Taírov, dejaba
bien los libros de muchos escritores de la Europa occidental y se burlaba de
nuestros críticos. Decía: «Les gusta el orden y respetan el Domostroi, aunque
no saben lo que es». Más que a sus enemigos, temía a los amigos que no
pensaban como él. Había en él un desacuerdo constante entre la conciencia
social y su propia conciencia.
Ante los intentos de ciertos escritores de izquierda occidentales de
criticar, aunque fuera medrosamente, los usos y costumbres de la época
estalinista, Koltsov se mostraba despreciativo. Decía: «X está algo
descontento, le he dicho que en Rusia están traduciendo su novela,
seguramente se calmará», o bien: «Me ha preguntado por qué Budionni se la
tiene jurada a Bábel, pero no he discutido con él, le he dicho simplemente que
venga a descansar a Crimea. Pasará un mes muy bien y se olvidará del
“babelismo de Bábel”. Una vez añadió con una sonrisa irónica: “X ha cobrado
sus honorarios en francos. Ya verá como ahora comprenderá incluso aquellas
cosas que ni usted ni yo comprendemos”».
No buscaba la perdición de nadie y sólo hablaba mal de los ya depurados:
cosas de la época. A mí me trataba de modo amistoso, pero con un leve
menosprecio; le gustaba sincerarse cuando hablábamos a solas, abrir su alma,
pero, por lo que respecta al orden del día de los congresos, no me invitó a las
reuniones. Un día me confesó: «Usted es una variedad insólita de nuestra
fauna: un gorrión sin bautismo de fuego». (A grandes rasgos, tenía razón: el
bautismo de fuego lo recibí después).
Cuando hubo terminado el segundo congreso, escribí una instancia: «Al
camarada Koltsov, presidente de la delegación soviética. Usted me comunicó
que quería proponerme de nuevo como secretario de la Asociación de
Escritores. Le ruego que tache mi nombre de la lista y me libere de dicho
trabajo… No estoy de acuerdo con la conducta de la delegación soviética en
España, pues, en mi opinión, la delegación debía, por una parte, abstenerse de
todo cuanto la colocara en una situación de privilegio con respecto a las
demás delegaciones, y, por otra, dar a los extranjeros un ejemplo de cohesión
entre camaradas en lugar de dividir a los delegados soviéticos por rangos. No
pude expresar mi opinión porque nadie me la preguntó, y mis funciones se
redujeron a la tarea de traductor… Como usted sabe, estoy muy ocupado con
mi trabajo en España; además, quiero escribir un libro, y creo que así podré
dedicarme a la victoria de la causa común con mayor éxito que siendo un
personaje decorativo en el secretariado». Después de leer la instancia, Mijaíl
Efímovich soltó un ¡hummm! y dijo: «La gente no dimite, la hacen dimitir»,
pero prometió no sobrecargarme con trabajo superfluo.
La historia del periodismo soviético no conoce nombre más estentóreo que
el suyo, y su fama fue merecida. Pero aunque elevó el periodismo a gran altura
y convenció a los lectores de que el folletín o el reportaje eran un arte, él
mismo no creía en ello. Más de una vez me dijo con aire de burla y tristeza:
«Los demás escriben novelas. Pero ¿de mí qué va a quedar? Artículos
periodísticos, publicaciones aisladas. Además, tampoco éstos servirán de
mucho a los historiadores, pues en ellos no mostramos lo que ocurre en
España, sino lo que debería suceder en España». Envidiaba no sólo a
Hemingway, sino también a Regler: «Escribirá una novela de treinta páginas».
Comprendo la amargura de estas palabras; yo también entregué al periodismo
no poco tiempo y no pocas fuerzas. Koltsov tenía razón: al historiador le será
difícil apoyarse en sus artículos (así como también en mis artículos de aquella
época) e incluso en su libro Diario de la guerra de España, pues está
demasiado teñido del colorido de la época, y al lector común le emocionarán
más los recuerdos sobre Koltsov que sus folletines: Mijaíl Efímovich era
mucho más complejo que sus panfletos o sus notas de prensa.
Le encantaba el chiste de Odesa sobre el viejo cochero que pregunta
arteramente al novato qué haría si se le salía una rueda en la estepa y no tenía
a mano ni clavos ni cuerdas. «Bueno, ¿y usted qué haría?», preguntaba al final
el desconcertado aprendiz; y el viejo respondía: «Pasarlas moradas». Mijaíl
Efímovich, a menudo decía: «¡Hummm! Pasarlas moradas». Pero una hora
después reanimaba a algún político español convenciéndole de que la victoria
estaba asegurada y, por consiguiente, no había por qué desesperar. Era
desconfiado con la gente; esto sonaría a reproche si no añadiera que también
desconfiaba de sí mismo, de sus sentimientos, de su talento, y también de lo
que le esperaba.
Pasó en España poco más de un año, pero algo cambió en él, se hizo más
humano, desapareció su frivolidad, ya no se dejaba arrastrar por proyectos de
peligrosas entrevistas o de revistas amenas, y además sus ojos miraban con
mayor ternura. No obstante, hasta el final fue un escéptico, pero un escéptico
alegre, no melancólico; después de conversar con él a uno le quedaba siempre
una sensación amarga pero interesante; vale la pena vivir, quizá logremos ver
cómo termina todo esto…
Muchas cosas explican el cambio que Koltsov experimentó en España: la
responsabilidad que recayó no sólo sobre el periodista «M. Koltsov», sino
principalmente sobre «Miguel Martínez», la conciencia de las dificultades, y a
partir del verano de 1937 la imposibilidad de la victoria de una república
desunida y mal abastecida de armas, el espectáculo cotidiano de los
bombardeos, el hambre y la muerte. No obstante, no fue sólo eso lo que
cambió a Mijaíl Efímovich, sino también el mes transcurrido en Moscú, las
noticias que llegaban de la patria. Mijaíl Efímovich estaba lúgubre.
No hace mucho ha aparecido un libro de memorias: Mijaíl Koltsov, el
hombre que fue. Sin duda, las páginas más interesantes de esta colección de
artículos son las escritas por el hermano de Koltsov, el caricaturista Borís
Efímovich Efímov. Relata en ellas cómo el cerco de hierro se fue estrechando
alrededor de aquel hombre audaz, alegre y aún influyente. Año y medio antes
del desenlace, Koltsov llegó de Madrid por breve tiempo e informó a Stalin y
a sus más íntimos colaboradores sobre la situación en España. Cuando
finalmente Koltsov guardó silencio, Stalin preguntó de improviso con qué
nombre había que «honrarle» en español. «Miguel ¿no es así?». Aún
sorprendió más a Koltsov la pregunta de Stalin cuando ya iba hacia la puerta:
«¿Tiene revólver, camarada Koltsov?». Koltsov respondió que sí, que tenía
revólver. «Pero no pensará pegarse un tiro con él, ¿verdad?», preguntó Stalin.
Al contar esto a su hermano, Mijaíl Efímovich añadió que había leído en los
ojos del amo: «Demasiado listo».
En palabras de Efímov, que era quien mejor conocía a Koltsov, Mijaíl
Efímovich tuvo «una fe fanática en la sabiduría de Stalin» hasta el último
minuto.
Dos meses después de la extraña conversación sobre el revólver, iba yo
con Mijaíl Efímovich por una callejuela desierta de Madrid. A nuestro
alrededor, los escombros de las casas y ni un alma viva. Pregunté a Koltsov
qué había ocurrido en verdad con Tujachevski. Me respondió: «Stalin me lo
contó todo: quería ser un pequeño Napoleón». No sé si en aquel momento
pensó que él, Mijaíl Koltsov, fiel creyente en Stalin, tampoco estaba a salvo
de las acusaciones: «Demasiado listo».
Cuando en diciembre de 1937 llegué a Moscú, procedente de España,
enseguida fui a Pravda. Mijaíl Efímovich estaba sentado en un espléndido
despacho de un edificio recién construido. Al verme, lanzó un ¡hummm! de
sorpresa: «¿A qué ha venido?». Le dije que tenía ganas de descansar, que
había venido al pleno de los escritores con Liuba. Koltsov casi lanzó un grito:
«¿También ha traído a Liuba?». Le hablé de Teruel, le conté que antes de partir
había visto a su esposa Liza y a María Ostets. Me llevó no sé por qué motivo a
un gran cuarto de baño junto al despacho y allí ya no se contuvo: «Un chiste
reciente. Dos moscovitas se encuentran por la calle. Uno de ellos dice: “Han
tomado Teruel”. El otro pregunta: “¿Y a su esposa?”». Mijaíl Efímovich
sonrió: «Gracioso, ¿eh?». Yo todavía no entendía nada y respondí, lúgubre:
«No».
Una tarde de abril le encontré cerca de Pravda y le dije que me habían
dado el pasaporte y que no tardaría en volver a España. «Salude a los míos, y
a todos —me dijo, y luego añadió—. No parlotee sobre lo que ocurre aquí,
será mejor para usted. Y para todos. Además, desde allí no se puede
comprender nada». Me estrechó la mano y sonrió: «Por lo demás, desde aquí
también es difícil comprenderlo».
21

La gente se acostumbra a todo: a la peste, al terror, a la guerra, y los


madrileños no tardaron en habituarse a los bombardeos, al hambre, al frío y al
hecho de que los fascistas se encontraran en la Casa de Campo, es decir, a dos
o tres kilómetros de los barrios densamente poblados de la ciudad; todo
aquello, a todas luces, iba para largo.
Izvestia salía entonces a horas muy diferentes: en ocasiones a las siete de
la mañana; otras veces cuando llegaban tarde comunicados de la agencia de
noticias del Estado, la TASS, listas de condecorados o algún auto acusatorio,
aparecía a las diez o incluso a mediodía. Los periódicos de Madrid
continuaban saliendo a las seis de la mañana, como antes, cuando se debía
llegar a tiempo para los primeros trenes de la mañana. Los trenes hacía tiempo
que no circulaban, pero la costumbre se mantenía.
De las siete carreteras que unían la capital con el país, seis se encontraban
en manos de los fascistas. Los combates por la séptima carretera, que unía
Madrid con Valencia, ora comenzaban, ora se interrumpían. Los fascistas
tenían a tiro algunos kilómetros de esta carretera. Una vez tuve que saltar del
coche y permanecer media hora tendido en un campo. Cerca explotaron
algunos proyectiles. Lo bueno de la guerra es que pocas veces estás solo. No
podía mostrar al chófer español, tumbado a mi lado, que me encontraba
bastante incómodo (después de todo, yo era un «mexicano»), y el chófer se
esforzaba en demostrarme que también allí se sentía como pez en el agua
porque era español.
Los fascistas se habían fortificado en el kilómetro veintiuno de Madrid,
cerca de Morata de Tajuña. Estuve allí varias veces; caminando por las
profundas trincheras, se podía oír a los soldados fascistas peleándose o
entonando canciones. Los combates por las ruinas de una casa duraron muchos
meses, y yo me acordaba de la famosa «casa del balsero», que durante la
Primera Guerra Mundial fue citada durante varios meses en los boletines tanto
de los Aliados como de los alemanes.
No obstante, en Madrid seguía habiendo una vida fantástica y a la vez
cotidiana. Nadie barría las aceras y había cascotes, restos de viejos carteles,
metralla, vajillas rotas. Por la mañana encendían hogueras junto a las cuales se
calentaban mujeres y soldados. El invierno en Madrid es frío, y los andaluces
y catalanes tiritaban. Muchas tiendas estaban abiertas; quedaban artículos de
escasa utilidad en aquella época: lámparas de cristal, perfumes, viejas
novelas, corbatas. Una vez vi en una tienda de muebles a un joven soldado con
una mujer: querían comprar un armario de luna e intercambiaban miradas
cariñosas; debían de ser recién casados. Otra vez me encontré con un pintor
con un cubo de pintura y una escalerilla: iba a blanquear las paredes.
En las calles vendían mecheros de fabricación casera, linternas de
bolsillo. En los restaurantes que habían sido de lujo los soldados devoraban
grandes cantidades de guisantes, que eran las gachas de mijo de España. En
las panaderías se formaban largas colas y más de una vez hubo gente que
esperando los doscientos gramos de pan murió por la metralla o los
proyectiles. Los tranvías llegaban casi hasta las trincheras. Una vez pasé a
primera hora de la mañana por la calle Rafael Salilla. Los bomberos sacaban
cadáveres; recuerdo a una niña que parecía una muñeca rota, y una máquina de
coser con un tejido azul celeste que colgaba de una viga.
El gobierno se trasladó a Valencia. En el seno de los comités de Madrid
formados por los partidos políticos se mantenían discusiones interminables.
Los anarquistas y los trotskistas (del POUM) insistían en «profundizar la
revolución». Prieto quería que se restableciera el orden y acusaba de
demagogia a su compañero de partido, Largo Caballero. La vida seguía su
curso…
Y en todas partes. Los poetas publicaron una antología de versos
dedicados a la guerra, se reunían, hablaban del renacimiento de la vieja forma
del romancero. Conocí a una vieja profesora de música que me contó que
tenía todavía dos alumnas: iban a su casa a hacer ejercicios de escalas.
Los teatros estaban abiertos, pero los espectáculos no comenzaban a las
diez de la noche, como antes, sino a las seis de la tarde; se representaban
siempre las mismas obras: Gitano tú, gitana yo o bien Noche de la Alhambra.
En el cine proyectaban películas de Chaplin. En la película El teniente
seductor, Maurice Chevalier entonaba canciones famosas. Las muchachas se
enjugaban las lágrimas, conmovidas por la yanqui engañada, mientras los
milicianos aplaudían con frenesí a Lolita Granados.
A mi fría habitación de hotel venían a visitarme españoles llegados del
frente y combatientes de las Brigadas Internacionales; a veces les ofrecía
arenques, llegados de Odesa, o alguna gallina traída de Valencia. Comíamos
en silencio y luego nos poníamos a conversar de cosas que tenían poca
relación con la situación en el frente. Un soldado estudiante se esforzaba en
demostrar que, si bien todo el mundo leía Don Quijote, sólo los españoles
podían entenderlo. Un serbio me trajo un grueso manuscrito: eran sus
observaciones sobre las reacciones de varios animales en los bombardeos.
Según él, los gatos se comportaban con astucia, y sensatez: al oír el fragor de
los aviones saltaban en el acto por la ventana y corrían al campo, lejos de las
viviendas. Los perros, por el contrario, dada su fe ciega en la omnipotencia
del hombre, trataban de entrar en la casa y se escondían bajo la mesa o bajo la
cama. El serbio había escrito las notas en la trinchera, durante los
bombardeos, me lo había comentado de pasada; le interesaba la psicología de
los animales y me hizo preguntas sobre los experimentos de Dúrov. Un francés
del batallón La Comuna de París me leyó sus versos: «El cielo se enciende
con anuncios luminosos: | se saldan cuerpos destrozados y Eternidad…».
El Estado Mayor tenía su sede en el centro de Madrid, en un profundo
sótano del Ministerio de Finanzas. El sótano se había dividido en diminutos
cuartos en los que trabajaban, comían y dormían. Se oía el tecleo de las
máquinas de escribir. Era un continuo ir y venir de militares. En uno de los
cuartuchos había un hombre encorvado, viejo, enfermo y abrumado por los
acontecimientos: el general Miaja. Todos los periódicos del mundo escribían
entonces sobre él, pero él me miraba con aire triste, limitándose a responder:
«Sí…, sí…». Entró el jefe de brigada Gorev acompañado por la traductora
Emma Lazarevna Wolf, trajo un mapa y estuvo un largo rato hablando de la
situación en la Ciudad Universitaria. Miaja escuchaba con atención, observaba
el mapa con sus ojos apagados y tristes, y seguía repitiendo: «Sí…, sí…».
Vladímir Efímovich Gorev se dejaba ver muy poco por los sótanos del
Ministerio, estaba siempre en las posiciones avanzadas. No tenía siquiera
cuarenta años, pero poseía una gran experiencia militar. Inteligente, reservado
y al mismo tiempo extremadamente apasionado, incluso me atrevería a decir
que poético, subyugaba a todos. Decir que creían en él sería quedarse corto:
creían en su buena estrella. Al cabo de medio año los españoles habían
aprendido a combatir y tenían comandantes con talento: Modesto, Líster y
otros menos conocidos. Pero en otoño de 1936 puede que, excepto el jefe del
Estado Mayor General, el coronel Rojo, entre los oficiales del ejército
republicano hubiese pocos individuos enérgicos y al mismo tiempo expertos
con conocimientos militares. En los días de noviembre Gorev desempeñó un
papel de enorme importancia, ayudó a los españoles a detener a los fascistas
en los suburbios de Madrid.
Cuando Franco comenzó las operaciones en el norte, Gorev se dirigió con
la traductora Emma a las Vascongadas. Franco había concentrado en el norte
numerosas fuerzas; la aviación alemana lanzó ataques masivos. Los
republicanos se defendieron durante cuatro meses, aun estando aislados de las
fuerzas principales y cercados. Llegó el desenlace. En Gijón, que debía caer
de un día para otro, había veintiséis militares soviéticos comandados por
Gorev, entre los cuales había heridos y enfermos, y también estaba Emma.
En la escuadrilla organizada por Malraux, durante los primeros meses de
la guerra combatió Abel Guidez, un francés alegre y magnífico piloto. En
verano de 1937 volvió a París. Al enterarse de que sus camaradas soviéticos
no podían escapar del cerco, Guidez consiguió un pequeño avión de turismo y
voló a Gijón. Gorev quiso ser el último en marcharse. Guidez hizo tres viajes
y salvó entre otros a Emma, pero mientras efectuaba el cuarto vuelo, le
ametrallaron los cazas fascistas. El simpático y valiente Guidez murió. Y
acababa de casarse… Gorev y algunos camaradas que se habían quedado con
él huyeron con los guerrilleros a las montañas. Les sacó de allí un avión
soviético. Fue como un milagro. Nos alegramos mucho: ¡Gorev se había
salvado! Pero medio año más tarde el héroe de Madrid fue calumniado y esta
vez ya no se produjo ningún milagro. Gorev murió en Moscú.
En el sótano, además de Gorev, vivían Ratner y Lvóvich, a quien llamaban
«Loti» en España. Ratner era un estratega modesto y sensato. Me contaron que
luego dio clases en una academia militar. Loti permaneció mucho tiempo en
España, se hizo amigo de los españoles: mitad alegre, mitad triste, le gustaba
la poesía. Una vez, en una calurosa noche madrileña, estábamos sentados,
empapados en sudor, en una piedra ante una casa destruida, y Loti recitaba
versos de Lérmontov, Blok, Maiakovski. De pronto se levantó y dijo: «Un
nombre hermoso, un alto honor. Hay en España una región: Madrid… Bueno:
tengo que ir al puesto de mando. ¿Y sabe lo que debe hacer usted? No ir de
acá para allá bajo los proyectiles, sino escribir. Cada uno tiene su oficio…
Usted es escritor y no escribe». Me encontré con Loti en la 12.a Brigada del
general Lukács, en el Gaylord y luego en Valencia. Era un hombre de insólito
coraje, pero siempre dispuesto a apaciguar a los demás. Decía: «Los
españoles no conocen la precaución. Esto es bueno en el amor, pero no en la
guerra». En 1946 me encontré en Estados Unidos con el pintor Fernando
Gerassi, jefe de batallón de la 12.a Brigada, y a su esposa Stefa. Lo primero
que me preguntó fue: «¿Qué ha sido de Loti?». Volví la cabeza y a duras penas
articulé: «Ha muerto».
En España yo pensaba en una sola cosa: la victoria. Pero, como es natural,
me encontraba con otros soviéticos, y aunque todavía no sabíamos qué
significaba el 1937, a veces nos sentíamos confusos.
El corresponsal de la TASS, M. S. Guelfand, a pesar de estar muy enfermo
enviaba largos telegramas a Moscú y se permitía las ironías. Había escrito una
cómica obra de teatro que leía a unos pocos elegidos. Los protagonistas eran
Koltsov, Karmen, Makaséiev, Ehrenburg y él mismo. Al irlo a buscar a su
habitación, siempre acabábamos riéndonos. Un día lo vi triste, absorto en la
lectura de Pravda. No había nadie en la habitación. De pronto me dijo: «¿Sabe
que hemos tenido suerte? En las reuniones de escritores se dedican a
denunciar a los enemigos del pueblo… Anda: vamos a Carabanchel. Se
disponen a hacer volar por los aires una casa. Y olvídese de cuanto le he
dicho». Le pedí algunos periódicos relativamente recientes. No volaron la
casa de Carabanchel, dijeron que les habían fallado los zapadores, pero
caímos bajo un bombardeo de los buenos. Por la noche, leía los periódicos y
pensaba: «Efectivamente hemos tenido suerte. Es mucho mejor estar bajo las
bombas; por lo menos sabes quién es de los tuyos y quién tu enemigo».
Una vez Koltsov me comunicó: «Han condecorado a un nutrido grupo. No
saldrá en los periódicos… Le felicito por la medalla de la Estrella Roja». Yo
también le felicité y asimismo les di la enhorabuena a Karmen y a Makaséiev.
Recuerdo que Mijaíl Efímovich añadió: «Creo que vais a recibir diez rublos
al mes. No os salvará del hambre. Ni tampoco de la crítica severa».
Era la primera vez en la vida que recibía una condecoración, y además con
una medalla de la que no se hablaría en los periódicos. No voy a fingir: me
puse muy contento.
Partí de Madrid, volví de nuevo y vi la primera victoria de los
republicanos cerca de Guadalajara. Los fascistas contaban con la ayuda de los
tanques para irrumpir en Madrid. En la zona de Sigüenza se habían
concentrado varias divisiones italianas, tanques, aviación. La batalla terminó
de forma inesperada para los fascistas: después de avanzar algunas decenas de
kilómetros fueron empujados a sus posiciones de partida con grandes pérdidas
de hombres y material. Los italianos combatían mal, y además habían hecho un
cálculo negligente: estaban persuadidos de que las grandes unidades
acorazadas saldrían a toda prisa a la llanura, donde podrían cercar al enemigo;
pero después del contraataque de los republicanos, los tanques italianos se
encontraron en un estrecho valle donde nuestros pilotos les bombardearon sin
piedad.
Fui muchas veces al frente de Guadalajara: con Koltsov, con Hemingway,
con Sávich; estuve en el palacio Ibarra, en las ruinas de la vieja casa solariega
de donde los soldados de la Garibaldi expulsaron a los fascistas italianos;
estuve en Brihuega, destruida por los bombardeos. Era una satisfacción
insólita eso de caminar por una tierra liberada de fascistas, ver inscripciones
italianas en los muros, cañones abandonados, cajas de granadas, amuletos,
cartas. Conversé con los vencedores, con los soldados de las unidades que
comandaba Líster y el Campesino, con los combatientes de la 12.a Brigada,
con el general Lukács, con Fernando, con los búlgaros Petrov y Belov.
Conversé también con los prisioneros italianos. Se dejaba sentir la breve
primavera castellana. Los soldados se calentaban al sol. El cielo a veces se
cubría de nubes metálicas, sonaban los aguaceros, y una hora después el denso
azul meridional anunciaba la proximidad del verano.
Para nosotros, que durante medio año largo no habíamos visto más que
derrotas, Guadalajara fue una alegría imprevista. Pensaba que habíamos
relegado al pasado no sólo el frío del invierno, sino también el de las
retiradas.
Entre los prisioneros italianos abundaban los desdichados que arrojaban
las armas de buena gana. Vi a conocidos míos, campesinos italianos, buenos y
pacíficos; echaban pestes de los oficiales, del Duce, de la guerra. Un zapatero
de Palermo me contó sus recuerdos de 1920. Era aún un niño, había disparos
por las calles y en la habitación de su padre colgaba un retrato de Lenin. Aun
siendo analfabeto, comprendió enseguida dónde estaban los suyos, y,
aprovechando la confusión, se pasó a los garibaldianos.
Había también auténticos fascistas, menos crueles que sus colegas
alemanes, pero ufanos, dispuestos a creer en las frases rimbombantes de
Mussolini. Me entregaron el diario de un oficial italiano. Poco antes de
Guadalajara, escribía: «Todos los españoles son iguales. Les daría a todos un
poco de aceite de ricino e incluso haría lo mismo con esos bufones falangistas,
que sólo saben comer y beber a la salud de España. Los únicos que luchamos
en serio somos nosotros».
El ejército italiano tenía mucho de operístico. Recuerdo la bandera del
batallón Plumas Negras con su inscripción: «No brillamos pero quemamos».
También los nombres de los otros batallones eran del mismo estilo: Los
leones, Los lobos, Los águilas, Los invencibles, La flecha, La tempestad, El
huracán. Sin embargo, estos batallones componían brigadas y divisiones
enteras. Los barcos mercantes iban sin cesar del puerto italiano de Gaeta a
Cádiz; desembarcaban hombres, artillería, tanques. Cayeron en manos de los
republicanos documentos del Estado Mayor fascista y un telegrama de
Mussolini dirigido al general Mancini: «A bordo del Pola, camino de Libia,
he recibido el parte de la gran batalla de Guadalajara. Sigo con gran interés
los episodios de la contienda, profundamente convencido de que el coraje y el
espíritu combativo de los legionarios pondrán fin a la resistencia enemiga». Si
bien yo estaba de buen humor, no compartía el optimismo de algunos que veían
a los republicanos a dos pasos de Zaragoza. Me preocupaba no tanto el fingido
coraje de los legionarios italianos como el temor de los ingleses y los
franceses en el seno del Comité de No Intervención. En un artículo sobre la
contienda de Guadalajara, escribí: «No hay que desdeñar el peligro. Italia no
ha hecho más que entrar en guerra».
El avance de los republicanos no duró mucho. Una noche gélida, el jefe de
brigada M. P. Petrov, comandante de una unidad acorazada, me ofreció un té
caliente. Era un tanquista robusto y bondadoso. Se quejaba: «¡Nos faltan
medios! Ni siquiera hemos encontrado camiones para trasladar a la infantería.
Por eso nos hemos empantanado… ¡Bueno, no importa: al final los haremos
añicos!». (Encontré al general Petrov en agosto de 1941, cerca de Briansk. Me
gritó, alegre: «¿Te acuerdas de Brihuega?». Era una época triste. Murió en
combate poco después de nuestro encuentro y no pudo asistir a la derrota de
los fascistas).
A principios de abril los republicanos decidieron atacar a los fascistas que
se habían fortificado en la Casa de Campo. A las cinco de la mañana alcancé
un puesto de observación, situado en el palacio. Las ventanas de la habitación
daban al oeste. Veíamos a los soldados salir corriendo de las trincheras y caer
al suelo, veíamos avanzar los tanques. La preparación artillera fue intensa,
pero las ametralladoras no enmudecían y en casi ningún punto los republicanos
consiguieron expulsar a los fascistas de las trincheras.
Por la noche debía transmitir al periódico un informe sobre los resultados
de la operación. No sabía qué explicar y decidí describir hora por hora todo
lo que había visto sin hablar en absoluto del ataque. Titulé el artículo «Un día
en la Casa de Campo». En la habitación donde nos encontrábamos había una
jaula con un canario. Los fascistas lanzaron algunos proyectiles contra el
palacio. Cuando los cañones callaban por un instante, el canario se ponía a
cantar: era evidente que el estruendo lo excitaba.
En el artículo hablé también del canario, aunque comprendía que ciertas
observaciones son más propias de una novela que de una correspondencia
periodística. El redactor suprimió lo del canario e incluso se enfadó. Liuba
vivía entonces en Moscú y fue a la redacción para hablar conmigo por
teléfono. «¿Qué significa esa historia del canario?», me preguntó. No pude
explicarle que, en mi artículo, el canario se ponía a cantar sólo porque el
ataque había resultado un fiasco.
Una vez escuché una transmisión radiofónica desde Sevilla. Los fascistas
decían: «Alrededor de Madrid se han concentrado numerosas fuerzas
soviéticas, que suman un total de ochenta mil hombres». Escuchaba y sonreía
con amargura. Los militares soviéticos eran pocos, no conozco la cifra exacta,
pero estuve en Alcalá, donde estaban nuestros tanquistas, y también en dos
aeródromos. ¡Y había pocos, muy pocos de los nuestros! Diseminados en
diferentes unidades había algunas decenas de consejeros militares. Los
hombres eran pocos, pero combatían bien y en los momentos críticos animaban
a los españoles. Cuando en noviembre los madrileños vieron por primera vez
sobre sus cabezas los cazas soviéticos (los bautizaron con el nombre de
«chatos»), pese a la alarma aérea permanecieron en la calle y aplaudieron: les
parecía que ahora sí estaban protegidos contra las bombas.
Entre los jefes, encontré al comandante de división G. M. Stern (en España
le llamaban Grigórovich), a Yan Berzin (Grishin), al jefe de escuadrilla Y. V.
Smushkévich (Douglas), al tanquista D. G. Pávlov, a P. I. Bátov, a J. D.
Mansúrov (Xanti), a G. L. Tumanian y a otros. Eran hombres de diversa
índole, pero todos amaban España. Muchos de ellos murieron en los años de
arbitrariedad, pero los supervivientes recuerdan todavía hoy con ternura a sus
camaradas españoles. En las personas mencionadas arriba no vi ningún signo
de altanería o de irritabilidad, y habría podido presentarse con facilidad: eran
militares de profesión que habían tropezado con un gran caos, con los
anarquistas, con comandantes ingenuos, que consideraban que podían abatir
los aviones alemanes sirviéndose de fusiles.
Conocí a los pilotos y tanquistas soviéticos; hice amistad con algunos de
ellos; comprendí mejor la guerra y a nuestros hombres. Si cuatro años después
pude colaborar en Krásnaia zvezdá y encontré las palabras precisas fue por lo
que me ayudaron en esto, como en tantas otras cosas, los años transcurridos en
España.
En abril llegó a Madrid la duquesa de Atholl, miembro del Parlamento
británico por el Partido Conservador. La alojaron en el mismo hotel donde
vivíamos Karmen, Sávich y yo. Mientras la duquesa visitaba la ciudad, un
fragmento de metralla de un proyectil alemán golpeó directamente su
habitación. Los periodistas le preguntaron si pensaba plantear en el
Parlamento la cuestión de la «no intervención». Respondió que se había
comprometido a no hacer ninguna declaración de carácter político, pero que
estaba entusiasmada por el valor demostrado en Madrid y conmovida por las
víctimas inocentes. No era la única: muchos se entusiasman y se conmovían.
Entretanto, Hitler y Mussolini hacían su trabajo.
Mi fe en la victoria se basaba en el carácter de los españoles. Durante un
bombardeo Petrov y yo tratamos de hacer entrar a una vieja en un refugio
antiaéreo. No quería y decía: «¡Ya verán, esos miserables, que no les tenemos
miedo!».
22

En enero de 1937 estuve en París y a principios de febrero volví a España. Me


llevé conmigo a O. G. Sávich.
Este capítulo no lo voy a dedicar a hacer el retrato de Sávich, pues como
ya he dicho hablo poco de los vivos. Al hablar de mí, a veces corro y otras
descorro la cortina del confesionario: soy libre de elegir, pero, cuando se trata
de hablar de otros, me siento atado: Dios sabe qué se puede contar y sobre qué
es mejor guardar silencio. Sávich es un buen y viejo amigo mío. Los
borradores de muchos de mis libros están llenos de observaciones de Sávich:
él advirtió muchos errores. Aunque en su primera juventud fue actor, para mí
él es inseparable de la literatura. No sólo escribe y traduce, sino que es un
lector apasionado y, creo, no hay autor del siglo XIX o de la época soviética
que él no haya leído. Estoy muy en deuda con él. Pero ahora me limitaré a una
sola cosa: quiero mostrar qué papel podía desempeñar España en la vida de
una persona.
Nos conocimos hace mucho tiempo, creo recordar que en 1922. Sólo es
cinco años menor que yo, pero entonces me parecía un adolescente. En 1930,
junto con su joven mujer, Alia, se instaló en París, y nos veíamos casi cada
tarde. Una vez al año el atemorizado Sávich se dirigía al consulado soviético
para renovar los pasaportes. Fuimos juntos a la Bretaña, a Eslovaquia, a
Escandinavia. Sávich enseñó París a Vsévolod Ivánov, a nuestros poetas, a los
actores del Teatro Meyerhold. Era un hombre de carácter suave, benévolo, no
le gustaba discutir y caía bien a todo el mundo. A finales de la década de
1920, después de participar en varias antologías de cuentos de Moscú, se
publicó su novela El interlocutor imaginado, una novela buena que agradó a
escritores tan dispares como Forsh, Tiniánov o Pasternak. En los periódicos lo
reprobaron, el título enojaba a los críticos: entonces no sólo nadie hablaba
sobre una nueva interpretación del realismo, sino que no se debía imaginar
siquiera. Sávich continuó escribiendo, pero no le salió una segunda novela. Se
volvió lúgubre. A veces enviaba ensayos a Komsomólskaia pravda que no
recordaban en absoluto las explicaciones dadas al interlocutor imaginado,
escribía sobre esto y aquello, sobre el fútbol y sobre Barbusse, sobre la crisis
mundial y sobre los bailes de obreros. Me parecía que no podía encontrar ni el
tema ni su lugar en la vida. En 1935 su mujer Alia partió a Moscú. Sávich
debía reunirse con ella poco después, pero en enero de 1937 me lo encontré en
París y enseguida lo convencí para que asomara la cabeza por España:
«Podrías escribir para Komsomolka diez ensayos».
Aunque conocía bien a Sávich, nunca lo vi ante el peligro de la muerte. La
primera noche en Barcelona fuimos a cenar a un buen restaurante, Hostelería
del Sol. Conversábamos tranquilamente sobre la vieja poesía española cuando
se oyó un estrépito insólito. La luz se apagó. No se parecía a un bombardeo y
enseguida comprendí lo que estaba pasando. Un crucero fascista había abierto
fuego contra la ciudad. En el Paralelo, un anarquista disparaba con un revólver
en dirección al mar: quería hundir el barco enemigo. Sávich estaba tranquilo,
bromeaba. Luego lo vi durante bombardeos despiadados; me sorprendía su
impasibilidad, y comprendí que él no temía la muerte, sino los disgustos
cotidianos: a los policías, los aduaneros, los cónsules.
Llevé a Sávich a ver a V. A. Antónov-Ovseienko, y enseguida le gustó.
Dije que yo debía ir al frente de Aragón, y que cuando volviera al cabo de una
semana iríamos a Valencia y a Madrid. Vladímir Aleksándrovich dijo a
Sávich: «Venga usted a vernos, sin ceremonias».
Cuando regresé diez días más tarde, no encontré a Sávich. Antónov-
Ovseienko me dijo que se había ido a Huesca y luego, junto con el nuevo
embajador L. Y. Gaikis, a Valencia. Pensé: «¡Vaya con Sava!». (Así llamaba
siempre a Sávich).
Me alojé, como siempre, en el hotel Victoria, donde vivían los periodistas
extranjeros. Por la noche me llamó Sávich: «Ven a verme, estoy en el
Metropol». Aunque estaba desconcertado, le pedí a Sávich que me extendiera
un pase: en el Metropol vivían nuestros militares, era la sede de la embajada y
entrar era difícil.
Encontré a Sávich confuso: «Me he metido en una situación estúpida…
Estaba comiendo con Antónov-Ovseienko cuando ha llegado el embajador,
que volvía a Valencia procedente de Moscú. Me he armado de valor: tal vez
en su coche haya un sitio para mí. Me ha hecho sentarme a su lado. Cuando
hemos entrado en el Metropol ha dispuesto: “Una habitación para el
camarada”». Los soviéticos en España se comportaban con prudencia y nunca
preguntaban a una persona quién era y de dónde venía. Así que el pobre
Sávich era el enigmático camarada que el embajador había encontrado junto
con Antónov-Ovseienko.
En el Metropol vivía la corresponsal de la agencia TASS Mirova, una
mujer alta, gruesa y enérgica. Sávich la había dejado asombrada con su
erudición y le ofreció que la ayudara con el trabajo para la TASS. Sávich
estaba asustado por la situación, pero se mostró conforme. Mirova le trataba
con aire protector y al mismo tiempo con respeto. Decía: «Parece un
grabado». Fui en coche con Sávich a Albacete, donde se formaban las
Brigadas Internacionales. Después llegó a Valencia un corresponsal de la
TASS de nombre M. S. Gelfand, y Mirova, aprovechándose de la coyuntura,
decidió visitar Madrid. Fuimos los tres: Mirova, Sávich y yo. Era marzo.
Gelfand se quedó en Valencia: allí estaba la sede del gobierno.
Como ya he dicho, estuve con Sávich en Guadalajara. En abril me fui a
Teruel y luego a Andalucía: se libraban combates en los alrededores de
Pozoblanco. Gelfand cayó enfermo y volvió a Moscú. Mirova lo sustituyó.
Pero Sávich continuaba en el Palace de Madrid, a menudo iba al frente, se
hizo amigo de nuestros soldados: Loti y Hadji, frecuentaba a españoles,
describía los combates y los bombardeos. Gozaba de la vida: aquel lugar con
el que soñaba en vano en el pacífico París resultó ser el Madrid semidestruido
y hambriento.
Sin embargo, le esperaban nuevas pruebas. En mayo Mirova lo convocó en
Valencia. Estaba muy agitada por algún motivo, dijo que se iba a Moscú unos
días. Sávich viviría en su habitación y cumpliría con las obligaciones de
corresponsal para la TASS.
Yo estaba en París cuando me llamó Sávich: «Mirova se vuelve a Moscú
por algún motivo. Tal vez podrías preguntarle a Irina qué le pasa, cuándo
piensa volver». Hablé con Irina por teléfono, le pregunté qué sucedía con
Mirova. Irina respondió que en Moscú hacía un tiempo estupendo. Pero Irina
no respondió a la pregunta de qué ocurría con Mirova.
En cuanto llegué a Valencia fui a ver a Sávich. Parecía triste entre los
vestidos de mujer, los perfumes y las cremas. «¿Qué le pasaba a Mirova?».
Estaba al corriente de que Mirova era la mujer de un funcionario responsable
que se ocupaba de enviar a España consejeros militares, sabía que era una
mujer seria y también que no era propio de Irina ponerse a hablar del tiempo
cuando le preguntabas por Mirova. Tenía unas lúgubres suposiciones, pero en
aquel 1937 todavía no estaba seguro de nada.
Luego se produjo el ataque en Huesca, se celebró el Congreso de
Escritores, tuvo lugar la batalla de Brunete. Sávich y yo nos veíamos poco. En
noviembre me encontré con él en Barcelona, donde habían trasladado el
gobierno. Él escribía telegramas o permanecía cerca del teléfono esperando
que llamara Moscú. En diciembre nos despedimos, yo partía para Moscú.
Ser corresponsal de la TASS era muy fácil y a la vez muy difícil. Medio
año después metí a Sávich en Izvestia y apareció un nuevo corresponsal de
nombre español, José García. Sávich podía describir a las personas, hablar de
lo que le preocupaba, fantasear un poco y recordar también un poco la
literatura cercana a su corazón: así escribía José García. Pero un corresponsal
de TASS debía describir la situación política y militar, la lucha dentro de la
coalición antifascista, la acción de los anarquistas y los miembros del POUM
(los trotskistas españoles); en resumen, ser un informador. Antes de España, a
Sávich le apasionaba mucho más la poesía que la política y se entregaba a sus
obligaciones con una pureza de pensamientos virginal. Después de la partida
de Koltsov, Karmen quedó como el único corresponsal soviético en España.
Iban a verle los comunistas españoles, a conversar con el corazón en la mano,
a pedirle consejo. Hablaba perfectamente el español, y el embajador
Márchenko le encargó: «Hable con el nuevo ministro de Gobernación, es
socialista, tantéelo para ver cómo piensa, a usted le resulta más fácil que a mí,
después de todo es periodista». No es de sorprender que Sávich viese mucho
con los ojos de los comunistas españoles o de los trabajadores de la
embajada.
Sin embargo, además de la política, estaba el alma del pueblo, sus penas,
su valor y aquel desprecio genuino a la muerte por el cual siempre se
distinguían los españoles. Además de personalidades políticas, Sávich
contaba con otros interlocutores: soldados y poetas, campesinos y chóferes.
Veía lo que una vez había buscado en el interlocutor imaginado. Me quedaría
corto si afirmara que amaba España —la amaban todos los soviéticos que la
visitaron—; él estaba emparentado con ella.
No quiero mezclar años y acontecimientos, en los siguientes capítulos
mencionaré los encuentros que mantuve con Sávich en 1938-1939. Pero ahora
quiero hablar de qué fue de O. G. Sávich después de España. Comenzó a
traducir a los poetas españoles, desde el viejo Jorge Manrique hasta Machado,
Jiménez y Rafael Alberti, tradujo también a poetas de Latinoamérica: Gabriela
Mistral, Pablo Neruda, Guillén. Su lugar en la vida lo encontró en la
primavera de 1937 en Madrid.
23

Ocurrió en marzo de 1937, en Madrid. Yo vivía en el antiguo hotel Palace,


transformado en hospital militar. Los heridos gritaban, olía a fenol. No había
calefacción en el edificio. Escaseaba la comida, como en Moscú en 1920, y al
meterme en la cama a menudo soñaba con un trozo de carne.
Un día, al caer la tarde, decidí pasar por el hotel Gaylord, donde vivían
nuestros consejeros, a ver a Koltsov: allí podía entrar en calor y comer hasta
hartarme.
Las habitaciones que ocupaba Koltsov estaban, como siempre, llenas de
gente, conocida y desconocida: el Gaylord no era una tentación sólo para mí.
Enseguida vi un gran jamón sobre la mesa y unas botellas. Mijaíl Efímovich
balbució: «Está aquí Hemingway». Me azoré y olvidé al instante el jamón.
Todo el mundo tiene su escritor preferido; explicar por qué te gusta
determinado escritor y no otro es tan difícil como explicar por qué amas a una
determinada mujer. De todos mis contemporáneos, el que más me gustaba era
Hemingway.
En 1931, en España, Toller me dio un libro de un autor desconocido:
Siempre sale el sol. Me dijo: «Creo que trata de España, de las corridas de
toros, tal vez le ayude a entender las cosas». Lo leí, después conseguí Adiós a
las armas, y Hemingway me ayudó a entender no las corridas de toros, sino la
vida.
Éste es el motivo por el cual me turbé al ver a aquel hombre alto y
sombrío sentado a la mesa y tomando whisky. Empecé a declararle mi amor y
seguramente lo hice con tanta torpeza que Hemingway cada vez fruncía más el
ceño. Abrimos una segunda botella de whisky; resultó que las botellas las
había traído él y bebía más que nadie.
Le pregunté qué estaba haciendo en Madrid; me dijo que había venido
como corresponsal de una agencia periodística. Hablaba conmigo en español,
yo en francés. «¿Debe telegrafiar sólo reportajes o también información?», le
pregunté. Hemingway se levantó de un salto, agarró una botella y me amenazó
con ella: «¡He visto enseguida que te burlabas de mí!». «Información» en
francés es nouvelles, y nouvelles suena en español como «novelas». Alguien
sujetó la botella; se aclaró el malentendido y ambos nos reímos durante un
largo rato. Hemingway me explicó por qué se había enfadado: los críticos le
reprobaban el «estilo telegráfico» de sus novelas. Me eché a reír: «A mí
también, por mis frases más bien entrecortadas». Él añadió: «Mala cosa eso
de que no te guste el whisky. El vino es para el placer, pero el whisky es el
combustible».
Muchos estaban asombrados: ¿qué estaba haciendo realmente Hemingway
en Madrid? Sin duda, estaba enamorado de España. Desde luego, odiaba el
fascismo. Ya antes de la guerra española, cuando los italianos atacaron
Etiopía, se había posicionado públicamente contra la agresión. Pero ¿por qué
se quedaba en Madrid? Al principio trabajó con Joris Ivens en una película, y
de vez en cuando enviaba algunos artículos a Estados Unidos. Vivía en la Gran
Vía, en el hotel Florida, no lejos de la Telefónica, azotada continuamente por
la artillería fascista. El hotel estaba agujereado por los impactos de las
bombas explosivas. Nadie se había quedado en él excepto Hemingway.
Preparaba el café con alcohol sólido, comía naranjas, bebía whisky y escribía
una obra de teatro de amor. Tenía una casita en la Florida auténtica, donde
habría podido dedicarse a su ocupación favorita, la pesca, comer bistecs y
escribir con calma su obra. En Madrid estaba siempre hambriento, pero no era
una molestia para él. Cada tanto recibía telegramas: le invitaban a volver a
Estados Unidos. Él los apartaba con aire enojado: «También estoy bien aquí».
No conseguía separarse del aire de Madrid. Se sentía atraído por el peligro, la
muerte, la hazaña. El hombre decía con sinceridad: «Hay que aniquilar a los
fascistas». Había visto a gente que no se rendía, y había revivido, se sentía
rejuvenecido.
En el Gaylord, Hemingway se encontraba con los soldados soviéticos. Le
gustaba Hadji, hombre extremadamente temerario que se infiltraba en la
retaguardia enemiga (era oriundo del Cáucaso y fácilmente podía pasar por
español). Mucho de lo que Hemingway cuenta en la novela Por quién doblan
las campanas sobre las acciones de los guerrilleros se lo contó Hadji. (¡Es
una suerte que al menos sobreviviera Hadji! Me lo encontré una vez y me
alegré mucho).
Estuve con Hemingway en el frente de Guadalajara. Era un buen
conocedor del arte militar y enseguida entendió cómo se habían desarrollado
las operaciones. Recuerdo que estuvo durante largo rato observando cómo
sacaban de un refugio unas granadas de mano del ejército italiano, rojas,
similares a fresones, y sonrió con malicia: «Los reconozco… Lo abandonaron
todo».
En la Primera Guerra Mundial, Hemingway había combatido como
voluntario en el frente ítalo-austriaco y había resultado gravemente herido por
la metralla de un proyectil. Después de conocer la guerra, comenzó a odiarla.
Le gustaba que los soldados italianos arrojaran sus fusiles de buena gana. El
protagonista de ¡Adiós a las armas!, Fred Henry, no habría podido sino
aprobarlo. Era una guerra cruel y absurda: la civilización de las máquinas, aún
en la fase de adolescencia, engullía a diario a decenas de miles de hombres.
Hemingway estaba con Fred. Este (no Ernest Hemingway sino Fred Henry) se
había enamorado de la inglesa Katherine; este amor, como en otras novelas de
Hemingway, es una admirable fusión de sensualidad y pudor. Fred dijo adiós a
las armas: «He decidido olvidar la guerra. He concertado una paz por
separado».
Pero en Guadalajara, en el Jarama, en la Ciudad Universitaria, Hemingway
examinaba con amor las ametralladoras de las Brigadas Internacionales. Los
antiguos romanos decían: «Los tiempos cambian, y nosotros con ellos». En uno
de nuestros primeros encuentros Hemingway me dijo: «No entiendo mucho de
política, y además no me gusta. Pero sé lo que es el fascismo. La gente lucha
aquí por una causa justa».
Hemingway frecuentaba el puesto de mando de la 12.a Brigada,
comandada por el general Lukács, el escritor húngaro Máté Zalka. Durante la
Primera Guerra Mundial se habían encontrado, uno frente a otro, en las
trincheras de dos ejércitos enemigos. En Madrid conversaban amistosamente.
«La guerra es una porquería», admitía suspirando Máté Zalka, contento como
de costumbre. «¡Y menuda porquería!» respondía Hemingway, para añadir
unos minutos más tarde: «Y ahora, camarada general, indíqueme dónde se
encuentra la artillería fascista». Pasaban largo rato sentados ante el mapa,
cubierto de marcas con lápices de colores.
(He conservado por casualidad una pequeña fotografía tomada en el
palacio Ibarra: Hemingway, Ivens, Regler y yo. Hemingway aún joven,
delgado, muestra una leve sonrisa).
Una vez Hemingway me dijo: «Las formas, como es natural, cambian, pero
los temas… ¿De qué temas han escrito y escriben todos los escritores del
mundo? Se pueden contar con los dedos de una mano: amor, muerte, trabajo,
lucha. Todo lo demás queda comprendido en ellos. La guerra, como es natural.
E incluso el mar».
Otro día hablábamos de literatura en un café de la Puerta del Sol. Este café
permanecía intacto de milagro entre dos edificios destruidos. Sólo servían
zumo de naranja con agua helada. El día era más bien frío, y Hemingway,
sacándose del bolsillo trasero una petaca, se sirvió whisky. Me dijo: «Creo
que el escritor nunca podrá describirlo todo. Por consiguiente, hay dos
soluciones: describir de pasada todos los días, todos los pensamientos, todos
los sentimientos, o bien esforzarse en transmitir lo general en lo particular, en
un único encuentro, en una breve conversación. Yo hablo sólo de los detalles,
pero procuro hablar de los detalles en detalle». Le dije que lo que más me
impresionaba en todas sus obras eran los diálogos, que no lograba entender
cómo estaban construidos. Hemingway sonrió con ironía: «Un crítico
estadounidense asegura con toda seriedad que mis diálogos son lacónicos
porque traduzco las frases del español al inglés».
Los diálogos de Hemingway continuaron siendo un misterio para mí. Por
supuesto, cuando leo una novela o un cuento que me entusiasman no me paro a
pensar en cómo están hechos. Soy el lector que lee, pero luego el escritor no
puede evitar comenzar a pensar sobre todo lo relacionado con el oficio.
Cuando me resulta comprensible el procedimiento, puedo decir si el libro está
mal escrito, si es mediocre, bueno o muy bueno, y puede gustarme, pero no
impresionarme. Sin embargo, los diálogos, en las obras de Hemingway, siguen
siendo un misterio para mí. En el arte, seguramente, se alcanza la cima cuando
no logras comprender de dónde procede toda la fuerza. Por eso llevo medio
siglo repitiendo para mí los versos de Blok: «Te llamaba y no volviste la
cabeza, vertía lágrimas, pero no te dignaste…». No hay en ellos ni un
pensamiento nuevo sobre el cual reflexionar, ni una palabra insólita. Lo mismo
ocurre con los diálogos de Hemingway: son sencillos y misteriosos.
Un día que fuimos a ver a Lili Brik junto con otros invitados nos dijo que
había encendido un magnetófono; luego escuchamos nuestras conversaciones y
nos parecieron desagradables: nos expresábamos con largas frases
«literarias». Los personajes de Hemingway hablan de otra forma: con pocas
palabras, casi insignificantes, y al mismo tiempo cada palabra expresa su
estado anímico. Cuando leemos sus novelas o sus cuentos, nos da la impresión
de que la gente habla justo de esa manera. Pero, en realidad, no son frases
escuchadas y luego anotadas, sino la esencia de la conversación creada por el
artista. Se puede comprender al crítico estadounidense que llegó a la
conclusión de que los españoles hablaban al estilo de Hemingway. Pero
Hemingway no traducía el diálogo de una lengua a otra: lo traducía del idioma
de la realidad al idioma del arte.
Una persona que se hubiera encontrado por casualidad con Hemingway
habría podido pensar que era un representante de la bohemia romántica o un
diletante modélico: bebía, soltaba extravagancias, vagabundeaba por el
mundo, pescaba en el océano, cazaba en África, conocía todas las
particularidades de las corridas de toros, y no se sabía siquiera cuándo tenía
tiempo para escribir. Pero Hemingway era muy trabajador; las minas del hotel
Florida eran el lugar menos adecuado para escribir, aún así cada día se
sentaba allí a escribir; me decía que era preciso trabajar con tenacidad, sin
rendirse nunca: si una página resultaba insulsa, había que detenerse,
reescribirla, por quinta, por décima vez…
Aprendí mucho de Hemingway. Creo que antes de él los escritores
hablaban de la gente y a veces lo hacían de manera brillante. Pero Hemingway
nunca habla de sus personajes: nos los muestra. Puede que ésta sea la
explicación de la influencia que ejerció sobre los escritores de diferentes
países; como es natural, no gustaba a todos, pero casi todos aprendieron de él.
Era ocho años más joven que yo, y me dejó sorprendido cuando me contó
cómo vivía en París a principios de la década de 1920: exactamente como
había vivido yo ocho años antes; se sentaba ante una taza de café en el Select
—junto a La Rotonde— y soñaba con un croissant más. Me sorprendió,
porque en 1922 me parecía que los tiempos heroicos de Montmartre habían
quedado atrás, y que el Select sólo lo frecuentaban los ricos turistas
estadounidenses. Y allí estaba el hambriento Hemingway escribiendo versos y
pensando en su primera novela.
Mientras recordábamos el pasado descubrimos que teníamos varios
amigos comunes: el poeta Blaise Cendrars, el pintor Pascin. Estos hombres
tenían algo en común con Hemingway; tal vez una vida excesivamente
turbulenta, tal vez una apasionada tendencia al amor, el peligro y la muerte.
Hemingway era un hombre alegre, fuertemente aferrado a la vida; podía
hablar durante horas de algún pez grande y raro que pasara cerca de las costas
de Florida, de las corridas de toros y de otras de sus aficiones. Un día
interrumpió de improviso un relato suyo sobre la pesca: «De todos modos, la
vida tiene un sentido… Pienso ahora en la dignidad humana. Anteayer, en la
Ciudad Universitaria, asesinaron a un estadounidense. Había venido a verme
dos veces. Un estudiante… Hablamos Dios sabe de qué, de poesía y después
de salchichas calientes. Me habría gustado presentártelo. Dijo cosas muy bien
dichas: “Es difícil imaginar una mierda peor que la guerra. No obstante, ahora
he entendido por qué he nacido: hay que alejarlos de Madrid. Es cierto como
que dos y dos son cuatro”». Después de una pausa, Hemingway añadió: «Ya
ves el resultado: quería decir adiós a las armas, pero no ha sido así».
En aquel entonces escribió: «Tenemos por delante cincuenta años de
guerras no declaradas, y he firmado un acuerdo por todo este tiempo. No sé
bien cuándo, pero lo firmé». Esto lo decía uno de los personajes de
Hemingway, pero su autor lo repetía una y otra vez.
Recuerdo otra de nuestras conversaciones. Hemingway dijo que los
críticos eran tontos o fingían serlo: «He leído que todos mis personajes son
unos neurasténicos. Pero el hecho de que la vida sobre la tierra sea asquerosa,
no se tiene en cuenta. En general, hablan de “neurastenia” cuando una persona
lo pasa mal. También el toro en la arena es un neurasténico; pero en el yugo es
un buen mozo, ésa es la cuestión».
A finales de 1937 dejé Teruel y volví a Barcelona. Junto al mar florecían
los naranjos, pero en Teruel, que está situado muy alto, nos helábamos,
estornudábamos. Llegué a Barcelona aterido de frío, muerto de cansancio, y
me dormí profundamente. Me desperté porque alguien me sacudía por la
espalda: era Hemingway. «¿Y qué, tomarán Teruel?», me preguntó. «Voy hacia
allí con Capa». En la puerta estaba mi amigo, el fotógrafo Robert Capa (murió
durante la guerra de Indochina). Respondí: «No lo sé. Ha empezado bien…
Pero dicen que los fascistas están enviando reservas». Me desperté del todo y
contemplé con horror a Hemingway: vestía con ropa de verano. «¡Estás loco,
allí hace un frío canino!». Se echó a reír: «Voy cargado de combustible», y
empezó a sacar de diferentes bolsillos botellas de whisky. Estaba animado,
sonreía: «Cierto, es difícil… Pero acabarán por derrotarlos». Le di los
nombres de los comandantes españoles y le dije que buscara a Grigórovich:
«Te echará una mano». Nos despedimos al estilo español, dándonos unas
palmaditas en la espalda. Hemingway conservó una fotografía: yo estoy en la
cama, él a mi lado. La fotografía se publicó en un libro estadounidense sobre
su vida.
Cuando volví a España en junio de 1938, Hemingway ya no estaba. Le
recuerdo joven y delgado, y diez años más tarde no lo reconocí al ver la
fotografía de un viejo gordo con una gran barba blanca.
Me lo encontré de nuevo a finales de julio de 1941. En Moscú casi cada
noche sonaba la alarma aérea y nos hacían entrar en un refugio. B. M. Lapin y
yo teníamos ganas de dormir y decidimos pasar una noche en Peredélkino, en
la dacha vacía de Vishnevski. Me habían dado el manuscrito de la traducción
de la novela de Hemingway Por quién doblan las campanas. Con todo, no
pudimos dormir. Borís Matvéievich y yo pasamos toda la noche leyendo,
pasándonos las hojas apenas leídas. Al día siguiente, Lapin debía partir para
Kiev, de donde ya no volvió. Retumbaban los cañones antiaéreos, pero
nosotros leíamos sin parar. La novela trataba de España, de la guerra; y
cuando terminamos, en silencio, intercambiamos una sonrisa.
Se trata de un libro muy triste, pero hay en él fe en el hombre, un amor
condenado y sublime, el heroísmo de un grupo de guerrilleros en la
retaguardia enemiga entre los que se encuentra el voluntario estadounidense
Robert Jordan. Las últimas páginas del libro son una afirmación de la vida,
del valor y de la hazaña. Robert Jordan yace en la carretera, con la pierna
rota: ha ordenado irse a sus camaradas. Está solo. Tiene una metralleta. Podría
matarse, pero no, antes de morir quiere matar a unos cuantos fascistas.
Hemingway recurre al diálogo interior: «Estaba saliendo todo a las mil
maravillas cuando el proyectil nos alcanzó. Pero es una suerte que no
sucediera cuando yo estaba debajo del puente. […] Pero más adelante se
organizarán mejor estas cosas. Deberíamos tener transmisores portátiles de
onda corta. Sí, hay tantas cosas que debiéramos tener… Yo debería tener una
pierna de recambio. […] Quizá debiera hacerlo ahora mismo. […] Tendré que
hacer eso quizá, porque si me desvanezco o algo así no serviré para nada; y si
me hacen volver en mí me harán una serie de preguntas y otras muchas cosas, y
eso sería mal asunto. […] No sirves para esto, Jordan. Decididamente, no
sirves. Bueno, ¿y quién sí? No lo sé, y ahora tampoco me importa. Pero la
verdad es que tú no sirves. No sirves para nada. ¡Ah, para nada, para nada!
Creo que sería mejor hacerlo ahora. ¿No te parece? No, no estaría bien.
Porque hay todavía algunas cosas que puedes hacer. Mientras sepas lo que
tienes que hacer, tienes que hacerlo […]. Mientras te acuerdes de lo que es,
debes aguardar. Así que, vamos, que vengan. ¡Que vengan! Piensa en los que
se han ido […]. Piensa en ellos atravesando el bosque. Piensa en ellos
cruzando un riachuelo. Piensa en ellos a caballo entre los brezos. Piensa en
ellos subiendo la cuesta. Piensa en ellos acogiéndose a seguro esta noche. […]
No puedo esperar mucho […]. Si espero mucho tiempo, voy a desmayarme.
[…] ¿Y si esperases y los detuvieras un momento o consiguieras acertar al
oficial? Eso sería cosa distinta. Una cosa bien hecha puede…». El diálogo
interior termina así: «Robert Jordan tuvo suerte, porque vio justo entonces que
la caballería aparecía por la arboleda y cruzaba la carretera».[1]
Hemingway sacó el título de su novela de los versos de un poeta inglés del
siglo XVII, John Donne, que usó como epígrafe: «Nadie es una isla, completo
en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si
el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si
fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la
muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la
humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las
campanas; doblan por ti».
Estas líneas pueden servir de epígrafe a todo cuanto escribió Hemingway.
Cambiaron los tiempos, cambió también él, pero conservó invariablemente
aquel vínculo de un hombre con todos los demás que nosotros llamamos a
menudo, de modo muy libresco, «humanismo».
Después de la muerte de Hemingway leí en un periódico estadounidense un
artículo en que el crítico aseguraba que la guerra civil española había sido un
episodio casual en la vida del escritor: entre las corridas de toros y las
cacerías de rinocerontes. Pero es falso. Hemingway no se quedó por
casualidad en el Madrid asediado, ni tampoco durante la Segunda Guerra
Mundial se fue por casualidad con los partisanos franceses, en lugar de
permanecer en el cuartel general como corresponsal de guerra, ni fue por
casualidad que celebró la victoria de los partidarios de Fidel Castro. Su vida
siempre ha seguido una trayectoria.
En agosto de 1942, en un tiempo muy malo, escribí: «Me gustaría
encontrar a Hemingway después de una gran Guadalajara paneuropea del
fascismo. Debemos defender la vida, ésta es la vocación de nuestra
desdichada generación. Pero si ni yo ni muchos de nosotros conseguimos ver
con nuestros ojos el triunfo de la vida, ¡quién no recordará en la hora fatídica
a aquel estadounidense de la pierna rota en una carretera de Castilla, con su
pequeña ametralladora y su gran corazón!».
Muchos criticaron la novela Por quién doblan las campanas. Una cosa
era El viejo y el mar, otra, la juventud y la guerra por la dignidad humana.
Echaban pestes de la novela muchas personas y por motivos diferentes: a unos
les indignaba que Hemingway justificara la guerra y que, distraído
pasajeramente, se hubiera olvidado del arte; a otros no les agradaba la
descripción de algunos episodios de la guerra civil; a otros, las páginas
consagradas a André Marty. (Basta que un escritor diga algo un día o cincuenta
años antes de que se convierta en una verdad umversalmente conocida para
que todo el mundo lo ataque. Pero si los escritores se dedicaran a transcribir
diligentemente axiomas, no serían más que parásitos).
Cuando, en la primavera de 1946, fui a Estados Unidos, recibí una carta de
Hemingway; me invitaba a su casa de Cuba; recordaba con ternura España. En
aquella ocasión no conseguí viajar a Cuba. Poco antes de la muerte de
Hemingway me hicieron llegar sus saludos: esperaba que nos viéramos pronto.
También yo lo esperaba…
Y he aquí la breve nota telegráfica aparecida en los periódicos… Habían
informado tantas veces de la muerte de Hemingway: en 1944 y diez años
después, cuando el avión en que viajaba se estrelló en Uganda. Luego llegaban
los desmentidos. Esta vez no hubo desmentidos… Hemingway nunca me contó
que su padre, médico, se había suicidado; lo supe por amigos comunes. El
protagonista de la novela Por quién doblan las campanas piensa en el último
minuto: «No tengo ninguna gana de hacer como mi padre. Si hace falta, lo haré,
pero querría no tener que hacerlo. No soy partidario de hacerlo. No pienses en
eso». Hemingway resolvió el problema de otra manera que Robert Jordan. La
muerte pareció entrar en su vida de pronto, y de él se puede decir sin
problemas que murió como había vivido.
En cuanto a mí, cuando me vuelvo a mirar el camino recorrido, veo que, de
todos los escritores que he tenido la suerte de encontrar, hubo dos que me
ayudaron no sólo a liberarme del sentimentalismo, de las largas reflexiones y
las cortas perspectivas, sino también, sencillamente, a respirar, a trabajar, a
resistir: Bábel y Hemingway. Cuando un hombre ha alcanzado mi edad ya
puede confesarlo…
24

Debido a mi trabajo como corresponsal de guerra o, tal vez, a mi carácter


inquieto, siempre me obligaban a ir de aquí para allá sin parar. Uno de los
chóferes, el joven Augusto, por temor de quedarse dormido al volante, solía
hacerme preguntas por la noche: «Dime, ¿cómo son las carreteras de China?».
Le decía que nunca había estado allí, y él me respondía con una mueca
escéptica: «¡No le creo! Pero si usted no puede quedarse dos noches seguidas
en la misma habitación».
He revisado la colección de Izvestia de abril de 1937. El 7 estuve en
Morata de Tajuña, donde se libraban combates por la «séptima carretera»; el 9
describí el ataque a la Casa de Campo; el 11 informé sobre el bombardeo de
Sagunto; el 17 envié noticias desde Valencia sobre los documentos hallados a
un piloto alemán; el 21 transmití desde Teruel el ataque de turno; el 26
deambulaba por Pozoblanco, en el frente sur.
Y tenía otras ocupaciones, además del trabajo en el periódico. En la
secretaría de propaganda me habían dicho que Franco estaba movilizando a
los jóvenes campesinos. Había que explicarles por qué los republicanos
combatían contra los fascistas; pero los soldados, por temor a las represalias,
no cogían las octavillas.
Los españoles no fuman cigarrillos de fábrica, prefieren liarlos ellos
mismos. En la España republicana no había tabaco. Los fascistas sí que tenían
tabaco, pero carecían de papel de fumar, que se fabricaba en el Levante y se
vendía en forma de pequeños cuadernillos. Propuse que se imprimiera todo lo
que queríamos decir en una de cada diez hojas de estos cuadernillos y que los
arrojaran a las trincheras enemigas, aprovechando que la marca de aquel papel
era conocida y respetada. No fue sencillo. Tuve que presentarme yo mismo en
la fábrica para que se cumpliera la orden.
Tiempo después, me encontré con hombres que habían usado el papel de
liar como «salvoconductos». Todos querían fumar, y aunque los oficiales
fascistas sospechaban que el papel estaba envenenado, los «cuadernillos» se
recogían con agrado.
Un día, en Valencia, en el hotel Victoria donde solía alojarme, me abordó
un suizo, representante de la Cruz Roja. Me dijo que en las cárceles fascistas
había pilotos soviéticos, caídos prisioneros de los franquistas, a los que
estaban dispuestos a intercambiar por oficiales alemanes. Me entregó una lista
con los nombres. Enseguida vi que ninguno de los pilotos había dado su
verdadero nombre. Eran apodos inventados para la campaña de España (y, por
alguna razón, abundaban los patronímicos: Ivánovich, Mijáilovich, Petróvich,
y los apellidos parecían serbios). De inmediato pasé la lista a G. M. Stern.
Un año después estaba con un miembro de la embajada soviética en el
puente que une la ciudad fronteriza francesa de Hendaya con la española de
Irún, ocupada por los fascistas al principio de la guerra. El intercambio tuvo
lugar en el puente. Nuestros pilotos tenían un aspecto horroroso: agotados,
famélicos, andrajosos. Lo primero que hicimos fue darles de comer. Era de
noche, las tiendas habían cerrado hacía rato, pero era preciso vestir a los
pilotos. Unos camaradas me llevaron hasta el propietario de una tienda de
confecciones, a quien se consideraba «simpatizante» de nuestra causa, y le
explicamos cuál era la situación. Una hora más tarde, los pilotos habrían
podido pasar tranquilamente por extranjeros que volvían de un balneario.
Hablaron de la experiencia vivida con reserva y serenidad; sólo cuando los
llevamos a un coche cama y vieron las camas con las sábanas limpias, uno de
ellos no pudo contenerse: vi lágrimas en sus ojos. El general Zajárov, con
quien me veía en España y después en el frente de Bielorrusia (comandaba el
cuerpo de aviación del cual formaba parte la escuadrilla francesa Normandía-
Neman), me contó hace poco que algunos de esos pilotos aún vivían y que
sabía dónde se encontraban. Me alegró constatar que había tenido la suerte de
ayudarles a cambiar su destino.
No sigo el orden cronológico de los acontecimientos. Mi memoria es un
revoltijo de ciudades y fechas; además, no trato de escribir aquí la historia de
la guerra española, sino de hablar de mis propias experiencias y de lo que vi
en España durante la primavera de 1937.
Cada ciudad vivía a su manera. Madrid era el frente. Valencia se convirtió
de repente en la capital, artificial e inverosímil, mientras que Barcelona seguía
siendo Barcelona: una gran ciudad con su burguesía, sus anarquistas, sus
tradiciones de barricadas y traiciones y sus cientos de bares en el atestado
Paralelo, trágico y frívolo a la vez. Comenzaban a circular las cartillas de
racionamiento, delante de las tiendas se veían colas, pero el espíritu de
Barcelona no cambiaba.
Pensaba que después de que en febrero fuera bombardeada por un crucero,
los barceloneses se pondrían en guardia, cambiarían de vida. Pero enterraron
a los muertos, limpiaron las calles y la vida siguió su curso. Organizaron la
Semana de la Guerra: en los teatros representaron obras militares, la radio
retransmitía discursos antifascistas, las calles se llenaron de coloridos
carteles: «¡Todo para el frente!». Quizá no haya prueba más fehaciente de la
frivolidad de Barcelona: la semana trigésimo quinta de encarnizados combates
y bombardeos fue declarada la Semana de la Guerra. Acabada ésta, los teatros
reanudaron su programación de comedias ligeras y, en los escaparates de las
librerías, volvieron a aparecer novelas, libros de teoría anarquista y obras
dedicadas a cuestiones sexuales, en lugar de los panfletos publicados por el
secretariado de propaganda.
No obstante, todavía más peligrosas que la frivolidad eran las disputas
internas. Yo estaba lejos de Cataluña, en el frente sur, cuando comenzaron en
Barcelona los combates callejeros entre los anarquistas y los guardias de
asalto. Pretender que lo sucedido no era más que una provocación sería tan
ingenuo como tratar de explicar la tendencia de los socialistas revolucionarios
rusos al terrorismo atribuyéndola a las indicaciones de Ázef. Para los
anarquistas, el Estado era el mal absoluto, y aunque el gobierno de Largo
Caballero lo integraban representantes de la CNT, los milicianos de Barcelona
y Aragón continuaban «profundizando la revolución». Cuando a principios de
junio volví a ver Barcelona, descubrí que no había ni una unidad genuina ni
confianza mutua. Franco estaba lejos, y los diferentes partidos se miraban unos
a otros con suspicacia, a veces con hostilidad. La burguesía catalana, que en
un principio había apoyado a Companys, tenía miedo de los anarquistas y del
aumento de poder por parte del gobierno central. Los obreros, bajo la
influencia de la CNT-FAI, pensaban que los comunistas, al unirse a Prieto,
«habían traicionado a la revolución».
Es cierto que, en el frente de Aragón, las antiguas columnas, al convertirse
en divisiones, se habían vuelto más disciplinadas. En Barcelona había obreros
que entendían que nada era más importante que derrotar a Franco. Recuerdo
una reunión en la fábrica de General Motors en que los trabajadores
decidieron trabajar diez horas al día para proporcionar más camiones al
ejército. Un viejo sindicalista gritó: «Diez horas no son suficientes. Tendrían
que ser dieciséis». Pero lo que se oía con mayor frecuencia eran discusiones
coléricas. A veces mataban a la gente al doblar la esquina. Barcelona, con su
aire desenfadado y alegre, se debatía febrilmente.
El gobierno se había trasladado a Valencia y la ciudad se llenó de
funcionarios, de refugiados procedentes de Madrid y de las ciudades tomadas
por los fascistas, de diplomáticos y de periodistas. En la plaza Castelar
colgaba una pancarta descolorida: «¡De aquí al frente, ciento cincuenta
kilómetros!».
Desde Madrid hasta el frente no había ni cinco kilómetros, pero incluso en
Madrid la juventud bailaba, los tribunales se encargaban de ejecutar
sentencias de divorcios, el sindicato de camareros negociaba un aumento
salarial y los niños pedían sellos extranjeros a las Brigadas Internacionales.
Valencia, en cambio, según criterios españoles, estaba en la retaguardia. De no
haber sido por las frecuentes alarmas nocturnas, los bombardeos puntuales y
las oleadas de refugiados, uno habría podido olvidarse de cuán cercana estaba
la guerra.
Los bulevares estaban repletos de naranjos cuyos frutos rodaban por el
suelo. Se hacían colas para conseguir carne y leche, pero había demasiadas
naranjas y se pudrían en los muelles adonde llegaban muy pocos barcos
extranjeros. Los cafés estaban abarrotados, y los clientes especulaban sobre el
lugar en el que se iniciaría la ofensiva: Madrid, Córdoba o el frente de
Aragón. También se hablaba de otras batallas: las tormentas políticas no
amainaban. Largo Caballero dimitió y arremetió contra Prieto. Recuerdo que
toda Valencia hablaba de la última noticia: Largo Caballero había querido
intervenir en un mitin de Alicante, pero unos motoristas le habían cerrado el
paso en la carretera. El presidente del comité de Aragón, el comunista
empedernido Ascaso, se negó a reconocer el gobierno de Negrín. Azaña
estaba tan afligido que no dijo nada. Companys, aunque también muy triste,
habló. Cada día llegaban a Valencia comandantes de diversos frentes y pedían
armas.
En una de las embajadas latinoamericanas, adonde habían invitado a los
periodistas, vi a fascistas traídos de Madrid. Una señora no dejaba de repetir:
«¡Es terrible, terrible!».
En el hotel Victoria, donde me alojaba, los periodistas extranjeros
tomaban cócteles, jugaban al póquer por las noches y se quejaban del
aburrimiento.
A veces se montaban mítines en las plazas. A veces descubrían a algún
espía en el Victoria. El calor era insoportable, un calor húmedo que subía de
las plantaciones de arroz.
En invierno, en Valencia, me vi a menudo con André Malraux: su
escuadrilla estaba acantonada cerca de la ciudad. Era un hombre que siempre
parecía vivir al filo de la pasión más absorbente. Cuando lo conocí,
atravesaba un período de intenso amor por todo lo que viniera de Asia. Luego
lo vi apasionarse por Dostoievski y Faulkner, por la hermandad de
trabajadores y por la revolución. En Valencia, sólo podía pensar y hablar de
bombardear las posiciones fascistas, y en cuanto yo decía una palabra sobre
literatura, se movía nerviosamente y se quedaba en silencio. Los voluntarios
franceses tenían aviones maltrechos y obsoletos; aun así, el escuadrón de
Malraux fue de gran ayuda hasta que los republicanos recibieron el
equipamiento soviético. Un día me relató un episodio que luego describió en
su novela La esperanza y que más tarde sirvió de argumento principal para
una película rodada en España. Un campesino llega de la zona fascista y dice
que les va a indicar dónde se encuentra el aeródromo de los fascistas. Los
franceses lo suben a un avión, pero desde las alturas no consigue reconocer el
lugar. El piloto tiene que volar a baja altura. Arrojan las bombas sobre el
aeródromo, pero el avión es ametrallado y el mecánico resulta gravemente
herido. En Valencia no era un relato literario de Malraux, sino un incidente
más en la campaña en que combatía.
En el Metropol vivían algunos militares rusos. En las casas de alrededor
los vecinos criaban gallinas: Ksanti (el mayor Hadji) se acostaba tarde y no
había mañana que no le despertaran los gallos al amanecer. Se lamentaba:
«¡Qué barbaridad! Si no fuera un ciudadano soviético, mataría a esos gallos a
tiros».
Fui de nuevo a Albacete. Antes de la guerra era una ciudad apartada que se
dedicaba a la venta de azafrán y cuchillos; no había nada digno de ver de
modo que los turistas no pasaban por allí. En Albacete se formaron las
Brigadas Internacionales. La ciudad había sufrido duros bombardeos por parte
de la aviación fascista y recordaba los suburbios bombardeados de Madrid.
Todavía recuerdo la imagen de un museo cuyo crucifijo presentaba una herida
reciente, causada por una esquirla de bomba, y entre las ruinas de un gran café
un fragmento de un viejo cartel que decía: «Hoy, baile en el Capitol».
Mientras recorría la ciudad, fueron al hotel dos hombres del Estado Mayor
de Marty, revisaron mi habitación y hallaron algunos ejemplares del periódico
galo Tan. Me aguardaron y me condujeron al cuartel general. Allí se aclaró
que yo era corresponsal de Izvestia, y alguien gritó que había habido un
«malentendido» y fue a informar al jefe.
Hablé durante un par de horas con André Marty; era un hombre honesto,
pero receloso, pensaba que lo querían traicionar. De carácter impetuoso, no
meditaba sus decisiones. Después de esta conversación me quedó un mal
sabor de boca: hablaba, y a veces se comportaba, como si padeciera manía
persecutoria.
Encontré consuelo por la noche con los hombres de las Brigadas
Internacionales. Había entre ellos españoles, franceses, alemanes, italianos,
polacos, serbios, ingleses, negros, emigrados rusos. Cantaban La joven
guardia, como en los suburbios de París, y la tradicional Bandera roja de los
italianos, así como la sombría canción de Madrid sobre el puente francés y los
cuatro generales; también entonaban la canción rusa sobre los días de
Volochaiev y algunas canciones búlgaras de palabras comprensibles, pero con
ignotas melodías orientales, parecidas a un torbellino de sonidos que te
evocaban ciudades remotas. Los hombres bromeaban, se daban ánimos.
Muchos años después, en los primeros congresos de los partidarios de la
paz, cuando los jóvenes delegados entonaban canciones levantando al aire sus
pañuelos multicolores y aplaudiendo con frenesí, me acordaba de España:
había visto a sus padres y hermanos mayores en Albacete, y gran parte de ellos
habían caído en Madrid, en Huesca, en el Jarama. Parece difícil de creer que
en la década de 1930 se alzara de las profundidades populares una ola tan
grande de hermandad y abnegación. En esos días las alianzas no se ratificaban
con firmas ni palabras, sino con sangre. Se habría podido escribir un libro
magnífico sobre cada uno de aquellos hombres. Pero esos libros no se
escribieron: cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, los ríos de sangre
borraron los restos de sangre de las piedras de Castilla y Aragón.
A finales de abril fui a Andalucía, donde se luchaba por un pedazo de
tierra conocido como la «cuña de Extremadura». Entre Motril y Don Benito
hay cientos de kilómetros. Tanto podía decirse que no había frente como que el
frente estaba por doquier.
En las inmediaciones de Granada, las cimas de las montañas estaban
ocupadas por republicanos o fascistas, y entre ellos, en los valles, los
campesinos, tan habituados a los disparos como a las tormentas, llevaban a
pacer a sus rebaños de ovejas. A veces no se protegían ni las carreteras. Vi a
un soldado anarquista apresar a dos oficiales fascistas: habían llegado en
coche sin saber dónde se encontraba el enemigo (ocurrió en Adamuz, cerca de
Córdoba, es decir, en el sector más activo del frente sur).
Los fascistas trataban de abrirse paso hasta Almadén: se sentían tentados
por los yacimientos de mercurio, donde, pese a los bombardeos y el hambre,
los mineros seguían trabajando. La división italiana Flechas Azules acudió en
ayuda de los fascistas, que se movilizaron en dirección a Pozoblanco.
Bombardeaban sin piedad esta pequeña ciudad, la artillería la hacía añicos.
Las fuerzas eran muy desiguales, pero los republicanos resistieron en
Pozoblanco. Su comandante era un coronel de carrera, de nombre Pérez Sales,
hombre de modales a la antigua usanza y con los cabellos canos erizados. Se
sabe que es difícil conocer a las personas por su aspecto. Por eso, al verle por
primera vez, me pregunté qué habría pensado de él si me lo hubiera
encontrado durante un viaje en tren, sentado cómodamente frente a mí; ¿habría
intuido de lo que era capaz? Pérez Sales me dijo: «No soy comunista ni
anarquista, sino un español corriente, ¿sabe? Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Suicidarme sería una deshonra. Mire usted: desde esta trinchera nos
tiroteábamos. Dos ametralladoras… Ellos tenían nueve baterías. Pero no crea
que me siento orgulloso. Se lo digo: no había otra salida. No entiendo mucho
de política, pero soy español y amo la libertad».
En auxilio de los defensores de Pozoblanco llegó un batallón denominado
Stalin. Estaba compuesto por andaluces, la mayoría mineros de Linares, de
donde se conseguía el plomo. Su comandante era un tenaz y jovial sureño
llamado Gabriel Godoy. Me dijo que había trabajado en las minas desde niño;
parecía un oso bonachón y me reveló que escribía poesía.
En Andalucía había poco orden, pero tenían un gran entusiasmo. En Jaén
me pidieron que les hablara de Maiakovski; de pronto empezaron a
bombardearnos, pero nadie se movió de su sitio, siguieron escuchando con
interés.
Y los bombardeos sobre Jaén fueron terribles. Fui testigo de una escena
que ha dejado un recuerdo dolorosísimo en mi memoria, incluso después de
haber visto todo lo que he visto. Una esquirla de bomba impactó en la cabeza
de una niña. La madre enloqueció. No quiso abandonar el cuerpo de su hijita,
se arrastraba por el suelo en busca de la cabeza, chillaba: «¡Mentira! Está
viva».
En una calle de Jaén me quedé un rato mirando a un viejo alfarero que
hacía jarras. A su alrededor se alzaban los escombros de las casas, pero él
seguía moldeando la arcilla, sin prisa.
En Pozoblanco una bomba arrancó la techumbre de una fábrica textil. La
maquinaria quedó intacta, y los obreros retomaron el trabajo en aquella ciudad
semidesierta, arrasada por las bombas, sin techo y sin pan; tejían mantas para
los soldados. Me detuve a mirarlos y pensé: «¡Después de todo, tienen que
vencer! Va contra la lógica, contra el sentido común, pues el ejército de
Franco es cada vez más poderoso, pero se hace difícil admitir que este
espíritu valiente y generoso no tenga recompensa».
Volví de Pozoblanco a Valencia; como el camino era largo tuve tiempo de
pensar. El chófer, un alegre andaluz, entonaba tristes cantos flamencos. No sé
por qué, recordé el pueblo de Buñol, en Levante. Contaría con unos siete mil
habitantes. El pueblo acogía a tres mil refugiados, de Madrid, de Málaga, de
Extremadura. En cada casa había niños que no pertenecían a las familias que
vivían en ellas. En una de esas casas, donde me hicieron quedarme, pusieron
sobre la mesa una escudilla de sopa. «¿Cuántos son ustedes?», le pregunté a la
propietaria. «Seis, y ahora tres más, de Madrid». «¿Y puede apañárselas?».
Ella sonrió: «Claro. Si no hay suficiente comida, nos aguantamos, pero no
hacemos un feo a los huéspedes».
Siempre me ha gustado pensar en la generosidad. En ninguna parte vi
mezquindad, ni a nadie deseando aferrarse a los bienes propios o, lo que
habría sido aún peor, enriquecerse a expensas de la desgracia ajena. Me
dieron bien de comer, lo cual era comprensible, puesto que era ruso. Pero
también dieron de comer a Augusto, que era de Madrid. Y, además, ofrecieron
comida a Pepe, a Conchita y a Fernando sin preguntar siquiera de dónde eran.
Se limitaron a decir: «Son los tiempos que corren».
El coronel Pérez Sales me dijo que combatía por la libertad. Nunca supe
cuál era, exactamente, su idea de libertad, pero tengo por seguro que era la
más importante de todas: la de vivir y morir dignamente. Pepe, el anarquista,
el que se arrastró hasta las trincheras fascistas para tirar los papeles de liar
con las consignas, me dijo que luchaba por un mundo nuevo. Todo el mundo
trabajaría. «Tu compatriota Bakunin lo decía muy bien: ¡al demonio con los
ángeles, los ministros, los generales, la policía! Sin ellos se vivirá mejor». El
chófer era comunista; me dijo que el mejor de todos era José Díaz; cuando
derrotaran a los fascistas, la gente se pondría a estudiar; quería aprender a
escribir obras de teatro, obras que hicieran reír y llorar a todos, incluso al
viejo Pérez Sales.
Era la breve primavera meridional. La hierba estaba verde y, en los valles,
resplandecían las amapolas rojas. En algunos tramos, las montañas rodeaban
la carretera, mientras que en otros se veía a lo lejos una casa pequeña, unos
pocos robles verdes o un arroyo. Estábamos cruzando La Mancha. Allí,
probablemente, en esa posada a la vera del camino, habría pasado la noche el
Caballero de la Triste Figura…
Pensé en aquel libro que quería desde niño. Como es natural, Don Quijote
se ha vertido a todas las lenguas y ha emocionado a personas a miles de
kilómetros de La Mancha; pero sólo un español habría podido escribir
semejante libro. En él se da una magnífica conjunción de epopeya y sátira, de
nobleza y humillación, de la agudeza moral de las fábulas y de la poesía más
elevada. Por cierto, es una falacia sostener que el achaparrado Sancho Panza
es la antítesis de don Quijote, pues ningún padecimiento los separa. Pensé en
ello porque más de una vez había visto cómo don Quijote y Sancho iban juntos
a la muerte.
«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la
tierra ni el mar encubre […], y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal
que puede venir a los hombres». Recordé también esas palabras. No hacía
falta que le preguntara al viejo coronel en qué clase de libertad pensaba; pues
él ya lo había dicho, era español y era, por esa misma razón, el Quijote de
Pozoblanco, el don Quijote de 1937…
25

Había estado varias veces en Sariñena, en la época en que viajaba con el cine
ambulante. Ahora se había apostado allí un grupo de consejeros rusos. Sentado
a una mesa había un hombre robusto y bajo, muy sombrío; ante él estaban
extendidos un mapa y un ejemplar de Pravda. Le dije que debía transmitir a
Izvestia la marcha de las operaciones en Huesca. Me sirvió té frío de una
jarra: «Creo que nunca había hecho un calor como éste —y luego me indicó
sobre el mapa el pueblo de Chimillas—. Nuestro deber es cortar la carretera
de Jaca. ¿Está claro?». Hizo una pausa, y de pronto preguntó, rápidamente:
«¿Sabe las noticias? Tujachevski, Yakir y Ubórevich han sido fusilados. Eran
enemigos del pueblo». Tiró al suelo el cigarrillo a medio fumar, enseguida
encendió otro, y luego, inclinándose mucho sobre el mapa, empezó a silbar una
melodía alegre. Su cara se ensombreció aún más. Observó largo rato el mapa
y, al parecer, se olvidó de mi presencia; media hora después me lanzó una
mirada y me preguntó con aire sombrío: «Ah, sí, ¿para Izvestia? ¿Y dónde está
Koltsov? La carretera de Jaca, aquí se encuentran los del batallón
Dombrovski, al mando de Gerassi, aquí los garibaldinos con Pacciardi…
Lukács se lo contará todo. Si no me equivoco, aún se encuentra en Caspe.
Beba, en el coche lo pasará peor».
El día era insólitamente sofocante. A nuestro alrededor ardían las rocas: ni
árboles, ni hierbecitas, sólo un grisáceo desierto de piedra. Yo iba sentado
junto al chófer. Por estupidez saqué el brazo desnudo por la ventanilla: el
coche iba a toda prisa, pensé que al menos sentiría un poco de aire en el
brazo. En Caspe, no encontramos a Lukács; nos dijeron que estaba lejos, en
Igries. Se me hinchó el brazo, tenía escalofríos. Igries, con sus casitas de
arcilla en la desnuda pendiente de la montaña, recordaba una sofocante aldea
del Asia Central. Allí vi por última vez al general Lukács o, para ser más
exactos, a Máté Zalka. Me duele recordar tan mal ese encuentro: no me
encontraba bien, tal vez por las quemaduras del sol, tal vez por la
conversación de Sariñena. Zalka se sentía extenuado, reconoció que tenía
migraña y me riñó: «Tiene que cuidarse el brazo: después de todo, es
escritor». Sólo al despedirnos sonrió de repente: «Dígame, ¿no le apetecerían
unas vacaciones? ¿Aunque únicamente fuera por un día?».
Al día siguiente fui de Barbastro a Igries; allí me dijeron que el puesto de
mando de Lukács estaba situado en Apies. Avanzábamos por una carretera
sinuosa y pregunté varias veces si íbamos en la dirección correcta; de repente
gritó un soldado, fuera de sí: «Abajo, en la carretera…, una bomba…, el
general…». Dimos media vuelta; el camino fue largo. Una casa de piedra: el
hospital. Al principio no me querían dejar pasar; luego vino el médico.
«Lukács está gravísimo, no hay esperanza. A Regler le han hecho una
transfusión de sangre, su vida no corre peligro, pero la herida es grave. El
chófer tiene una herida en la cabeza, iba sentado al lado del general. Su
paisano ha salido bien parado: una herida en la pierna, acaban de llevárselo».
Comuniqué a Izvestia que Zalka había muerto y que Regler estaba herido.
Al día siguiente, cuando hablé con la redacción, les pregunté si se había
publicado mi comunicado sobre Regler: sabía que su mujer estaba en Moscú y
temía que le llegara un telegrama, publicado en un periódico madrileño, en
que se informaba de la muerte de Regler. Me contestaron: «Pravda ha
publicado que Regler ha muerto. No podemos desmentir a Pravda». Telefoneé
enseguida a Koltsov, que se encontraba en Valencia. Mijaíl Efímovich soltó un
suspiro: «¡Qué tontos! Muy bien, enseguida lo comunicamos. Saludos a
Regler… Lástima por Máté».
Al día siguiente dio inicio la ofensiva. Yo llamaba dos veces al día:
Chimillas, San Ramón, los Heinkel, los Fiat, los combates aéreos, los
ataques, los contraataques…
La ofensiva no tuvo éxito. Las unidades acantonadas alrededor de Huesca
permanecían inactivas. Se luchaba por la carretera de Jaca. Los tanques
llegaron con retraso. Las Brigadas Internacionales sufrieron grandes pérdidas.
Cinco o seis días después todo había acabado.
Ahora no pienso en Huesca, sino en el general Lukács. Al hablar de
personas a las que he conocido comienzo el relato el día en que las vi por
primera vez, o bien desde el día en que un conocimiento superficial se
convirtió en algo diferente, es decir, cuando entraron en mi vida; no obstante,
el relato sobre Máté Zalka lo he iniciado por su muerte: me dejó
profundamente impresionado. Además, lo conocí poco antes de su muerte;
todos mis recuerdos corresponden a marzo-abril de 1937: Brihuega, diversos
puestos de mando, luego dos pueblos en que la 12.a Brigada descansaba (bajo
los bombardeos), Fuentes y Meco, de nuevo el puesto de mando junto a
Morata de Tajuña, Madrid y el pueblo incendiado de Igries.
En la Unión Soviética había visto a Máté Zalka dos o tres veces; sólo nos
habíamos saludado, no teníamos amigos comunes. No conocí a Máté Zalka,
pero sí al general Lukács, un húngaro que defendía al pueblo español, un
escritor que había cambiado el escritorio por el campo de batalla, y le tomé
aprecio.
Por supuesto, cuando conversaba con Lukács veía a Máté Zalka. A pesar
de haber combatido mucho en su vida, no se había convertido en un militar.
Trataba a las personas con el interés y la comprensión de un escritor, que
conoce mucho mejor la madejas de las pasiones que las cotas de los mapas.
Volví a leer su novela Doberdo. Es evidente que Zalka tenía un talento
auténtico, pero su vida tomó tales derroteros que hasta el final se consideró un
novato inseguro. No había cumplido aún dieciocho años cuando publicó un
pequeño libro de cuentos. Pero su padre le hizo seguir otra carrera: lo mandó
al ejército antes de tiempo. El joven Máté fue a parar a la escuela militar y
más tarde al frente. En 1916 cayó prisionero y fue enviado a un campo de
concentración en el lejano Jabárovsk. Después de la Revolución de Octubre
formó un destacamento con antiguos prisioneros de guerra y combatió por el
régimen soviético en Extremo Oriente, luchó en los Urales, en Ucrania, tomó
parte en la liberación de Kiev y, en 1920, participó en el ataque a Perekop.
Terminada la guerra, Zalka continuó viviendo tumultuosamente, sirvió en las
patrullas de aprovisionamiento, escribió cuentos de propaganda; conoció a
Fúrmanov y se hizo amigo suyo. Asistía a las reuniones de la Asociación Rusa
de Escritores Proletarios. Sólo en la década de 1930 se dedicó seriamente a la
literatura, y terminó la novela Doberdo pocas semanas antes de partir para
España. Zalka nació escritor. Las guerras habían sido impuestas por la época y
su lugar entre los combatientes se lo dictaba la conciencia.
Después de la victoria de Guadalajara y antes de la operación de Morata
de Tajuña (denominada «escaramuza», aunque costó muchas vidas), Máté
Zalka me dijo en el pueblo de Fuentes: «Si no me matan, escribiré algo dentro
de unos cinco años… Doberdo es todavía una demostración, pero ahora ya no
hay nada que demostrar: cada piedra es una demostración. Sólo hay que saber
mostrar al hombre tal como es en la guerra. Sin chillidos histéricos… No me
gustan los gritos».
Cuando murió, Zalka tenía cuarenta y un años. Poco antes, el día de su
cumpleaños, escribió: «He pensado en el destino, en los altibajos de la vida,
en los años pasados, y me he quedado descontento conmigo. He hecho poco.
He tenido pocos éxitos, pocos resultados». Indulgente con el prójimo, era
severo consigo mismo. En su camino de escritor se presentaron una y otra vez
«altibajos de la vida».
Valencia obsequió con unas solemnes exequias al famoso general Lukács;
sólo algunos compañeros de armas sabían que estaban despidiendo a Máté
Zalka, un escritor que no había podido escribir el gran libro con el que
soñaba.
Alegre y sociable, amaba el silencio. Casi toda su vida estuvo escuchando
tiroteos. Dormía, como él decía, «con la oreja pegada a la tierra», pero sabía
escuchar los latidos del corazón humano. Vivía ruidosamente pero hablaba en
voz baja.
¿Fue acaso su talento literario lo que le ayudó a comprender a los
soldados? Todos le querían, aunque estaba al frente de unos hombres con
quienes no sólo no compartía el idioma, sino a veces tampoco una idea común;
en las unidades que estaban a sus órdenes había mineros polacos, emigrantes
italianos, comunistas, socialistas, republicanos, obreros de los suburbios rojos
de París y antifascistas franceses de todas las tendencias, judíos de Vilna,
españoles, veteranos de la Primera Guerra Mundial, adolescentes inmaduros.
Yo había ido al cuartel general de la 12.a Brigada con Hemingway, con
Sávich y solo. Por alguna razón a todos nos gustaba pasar un rato con Lukács y
sus compañeros de armas. El consejero de la brigada era el inteligente y
cordial Fritz (de quien ya he tenido ocasión de hablar). Los colaboradores
directos de Lukács eran dos búlgaros: el arrebatado e incansable Petrov y el
jefe del Estado Mayor, el taciturno y modesto Belov. Recuerdo que en Fuentes
consiguieron un cabrito y Petrov lo asó. Fue un auténtico banquete. Mi viejo
amigo Fernando Gerassi, pintor español, trabajó al principio en el Estado
Mayor de Zalka, luego fue designado comandante de batallón. También estuve
en Meco con Stefa, que iba a visitar a su marido. Al ordenanza de Zalka,
Aliosha Éisner, lo conocía también de París. Se lo habían llevado de Rusia
cuando aún era un niño. En París escribía poesía y pronunciaba vehementes
discursos comunistas en cualquier esquina. En España siempre iba a caballo,
veneraba al general Lukács, tenía conversaciones sobre literatura y miraba con
admiración a Hemingway. Llegó a Moscú en una época nefasta y supo por
experiencia propia lo que significaba el «culto a la personalidad». Separado
del mundo, logró mantener el ánimo mejor que muchos y en 1955 le vi con el
mismo entusiasmo.
El comisario de la brigada era Regler. A él también le gustaba hablar de
literatura y no dejaba de tomar apuntes en un pequeño cuaderno. Zalka reía:
«Mira, éste escribirá una novela y bien gruesa». Entre los jefes de batallón
recuerdo a Yánek, al socialista francés Bernard y al fascinante Pacciardi. El
húngaro Niebuhrg caminaba apoyándose un poco en un bastón. De esa guisa se
lanzó al ataque un día después de la muerte de Lukács y murió.
Regler, herido, apenas recuperó el conocimiento dijo: «Id junto a Lukács,
hay que salvar a Lukács». (Le habían ocultado la muerte del general). Dos días
después encontré entre los soldados a un judío delgaducho, hijo de un hasid de
Galitzia, que mezclaba todos los idiomas de Europa y había resultado herido
cuatro veces en Madrid. Sollozaba: «Ése sí que era un hombre».
En Morata de Tajuña, Lukács estaba lúgubre: «Esto es el Doberdo
español». Se tanteaba al enemigo, se ocupaban posiciones bien fortificadas y
se abandonaban al día siguiente.
Lukács se sentía inquieto antes de la ofensiva contra Huesca: comprendía
que todo el peso del golpe recaería sobre las Brigadas Internacionales.
Cuidaba de las personas pero no de sí mismo, y murió porque en su prisa por
alcanzar el puesto de mando cayó en un camino sometido al fuego enemigo y
por el cual había prohibido a los demás que pasaran.
Hemingway, mientras volvíamos a Madrid desde Fuentes, me dijo: «No sé
qué tal escritor será, pero yo, mientras le escucho y le miro, no puedo dejar de
sonreír. ¡Es un tipo magnífico!».
Lukács era alegre, sabía divertir a los demás: a los soldados, a los
campesinos, a los periodistas. Tenía un don particular: interpretaba entre
dientes varias arias; cantaba, ¡y la cantidad de canciones que sabía! Un día, en
mi presencia, se puso a bailar con unas campesinas españolas y lo hizo con
gallardía. Al volver con nosotros, comentó: «No he olvidado la danza.
Después de todo, soy un húsar húngaro».
Amaba Hungría; una vez me dijo: «Lástima que no haya visto usted la
puszta [estepa]. Aquí la recuerdo a menudo… Hungría es verde, muy verde».
Le llamaban Matvéi Mijáilovich Lukács; había vivido mucho tiempo en la
Unión Soviética; allí había dejado esposa e hija, a las que llamaba «mi
retaguardia». Amaba Rusia, contaba lo bien que se estaba en verano en la
región de Poltava, admiraba el carácter ruso, pero seguía siendo húngaro, algo
que se reflejaba tanto en su cantarina pronunciación de las palabras como en
su carácter poético y su gran sensibilidad, que procuraba disimular con
cuidado.
«La guerra es una porquería terrible», repetía; no había en él arrojo ni
actitud militar. Al volver a Moscú, leí las cartas que les había escrito a su
esposa y a su hija. Escribía con franqueza, como le salían del alma: «Es de
noche, una noche oscura y húmeda. Un poco de inquietud en el alma, pero en la
guerra hay momentos así». «Hoy he recibido tu carta y la de Talia. Voy por ahí
con aire festivo, feliz. Todos me preguntan: “¿Qué te ocurre? ¿Estás un poco
achispado?”. “Nada”, les digo yo. No quiero compartir mi felicidad con nadie.
Ya ves lo egoísta que me he vuelto». «Hoy ha sido un día de una calma
sorprendente. En los intervalos, cuando enmudecían las voces humanas, el
trino de los pájaros entre los matorrales primaverales llegaba a ser
insoportable». No sé si en estas confesiones había más honestidad que
prudencia.
Ya he dicho que la epopeya española fue como la última ola. Con ella
acabó una época. Me parece ver la habitación de Loti en el Gaylord. Había
entrado un momento, por un asunto. Loti me hizo quedarme a cenar. Había
mucha gente: militares rusos, Grishin (Y. Berzin, uno de los letones que
durante los primeros meses de la revolución velaron el cuerpo de Lenin),
Grigórovich-Stern, el comandante de una unidad de tanques, el alto y fuerte
Pávlov, Máté Zalka, un yugoslavo encantador e inteligente de nombre Copic,
Yánek. Estábamos contentos, reíamos, pero no recuerdo el porqué. (De todos
estos hombres, sólo yo he sobrevivido. A Zalka lo mató un proyectil enemigo.
Los otros murieron, sin motivo alguno, a manos de sus compañeros).
En Meco, mientras Fernando hablaba con Stefa, Zalka y yo nos sentamos
en el suelo. Ya hacía calor, todo verdeaba alrededor. Zalka dijo: «Fernando
tiene un hijo que se llama Tito, y mi hija se llama Tálochka y está a punto de
acabar la escuela. En general parece una frase estúpida, un poco al estilo del
Teatro de Arte, pero es la verdad: el cielo estará tachonado de diamantes. Si
no creyéramos en ello sería difícil vivir un solo día». Máté Zalka, como todos
nosotros, no sabía entonces muchas cosas. Pero ahora pienso con tristeza:
tenía razón, y los «diamantes» no eran una invención absurda, sólo que todo
vino mucho más tarde y con muchas dificultades…
Según la Biblia, Sodoma y Gomorra habrían podido salvarse si se
hubiesen encontrado allí una decena de justos. Eso es cierto con relación a
todas las ciudades y a todas las épocas. Uno de esos justos fue Máté Zalka, el
general Lukács, nuestro querido Matvéi Mijáilovich.
26

Sabía que la ofensiva que se iba a lanzar en la zona de Brunete era un secreto
militar y no hablaba al respecto con nadie. Una semana antes del inicio de los
combates, Augusto, el chófer, me dijo: «¿Por qué vas a Barcelona? Te vas a
perder la representación. Mi cuñado me dijo ayer que los nuestros están a
punto de atacar Brunete. Pero cuidado: es secreto militar…». En España
siempre era así: los periodistas, los telefonistas, los intendentes y los chóferes
advertían «en secreto» a sus amigos de las operaciones militares en
preparación. Luego, de pronto, alguien era juzgado por espionaje. Pero no por
eso la gente dejaba de hablar.
Yo tenía, al parecer, motivos para estar contento: la Asociación de
Escritores, a cuya fundación había contribuido, estaba organizando un
congreso en Madrid, tal y como se había decidido antes de la guerra. Eso
levantaría el ánimo de los españoles. Además, causaría una gran impresión:
por primera vez, los escritores se reunirían para ponerse de acuerdo sobre
cómo defender la cultura a tres kilómetros de las trincheras fascistas. Pero yo,
lo admito, estaba fuera de mí: las inminentes operaciones militares me
interesaban muchísimo más que el congreso.
A pesar del fracaso de los combates en Huesca, había vuelto a soñar. El
frente de Aragón estaba lejos, allí había muchas unidades inestables. Se quiera
o no, las columnas anarquistas, aunque habían pasado a llamarse divisiones,
eran poco idóneas para la guerra moderna. Eso decían los militares, y yo los
creía. (Ya en 1955 Ludwig Renn escribió en sus memorias que la ofensiva de
Huesca había fracasado por la muerte del general Lukács, cuyos autores eran,
supuestamente, los anarquistas y los hombres del POUM. Yo ya sabía entonces
que Máté Zalka no había muerto por culpa de los anarquistas, pero el fracaso
de la ofensiva se explicaba, en parte, por la falta de capacidad combativa de
muchas unidades militares). Madrid era otra historia: allí había orden, la 11.a
División de Líster, las Brigadas Internacionales, nuestros tanques…
(Al volver ahora la vista atrás, me doy cuenta de que la primera mitad de
1937 fue decisiva. Después de la victoria de marzo en Guadalajara, no sólo
nosotros, en España, sino también los especialistas militares que escribían en
periódicos ingleses o franceses, considerábamos que el ejército de Franco se
encontraba en peligro. Nuestro ataque frontal contra la Casa de Campo había
sido un fiasco. Italia y Alemania seguían proporcionando hombres y medios.
Se desató una guerra intestina en Cataluña. Largo Caballero estaba ocupado en
su plan de ofensiva sobre el frente sur. Los combates por Peñarroya, al
principio, habían suscitado todas las esperanzas, pero los fascistas no tardaron
en restablecer la situación. Los militares decían que no valía la pena contar
con el frente sur: había pocas fuerzas, las vías de comunicación estaban en mal
estado. Cambió el gobierno y se aprobó la ofensiva de Huesca. Un mes
después, el mando decidió romper el frente enemigo en el sector de Brunete.
En cada ocasión, los primeros días de la ofensiva traían éxitos a los
republicanos, pero rápidamente Franco lanzaba sus reservas. La aviación
alemana, mucho más numerosa que la nuestra, bombardeaba las carreteras, y la
ofensiva acababa por evaporarse).
Fui a Barcelona para recibir a la delegación de escritores soviéticos, pero
pensaba en los inminentes combates por Brunete. Koltsov me dijo: «Ahora
debe pensar únicamente en el congreso, está usted en el secretariado. En
realidad, la iniciativa de todo esto es suya. Yo ya tengo bastante con la
delegación soviética». Le respondí: «Muy bien», pero pensaba poco en el
congreso.
No tuve que llegar hasta Barcelona. Cerca de Valencia, en un lugar de
veraneo llamado Benicarló, junto a la orilla del mar, vi en un restaurante a
muchos delegados. Comían sopa de pescado. V. P. Stavski se secaba la cara
con la servilleta sin dejar de quejarse: «¡Hace un calor de muerte! Y la sopa,
sabe usted, la hacen más buena en nuestro país».
A juzgar por los periódicos de la época, el congreso fue un éxito. Como es
natural, había menos nombres importantes que en el congreso de 1935: no a
todos les seducían las bombas y las granadas. Muchos escritores, al recibir la
invitación, respondieron que discutir de cuestiones literarias en aquellas
condiciones era una chiquillada, un romanticismo inútil. También fue un freno
la policía de diferentes países. Franz Hellens, por ejemplo, quería venir, pero
los belgas no le dieron el pasaporte. Pese a todo, en España estuvieron
escritores de renombre: Antonio Machado, Andersen Nexø, Alexéi Tolstói,
Julien Benda, André Malraux, Ludwig Renn, André Chamson, Anna Seghers,
Stephen Spender, Guillén, Fadéiev, Bergantín y muchos otros.
Alguien tildó en broma el congreso de «circo ambulante». Empezamos en
Valencia el 4 de julio, pronunciamos discursos en Madrid, de nuevo en
Valencia, en Barcelona, y terminamos en París dos semanas después. Los
ponentes iban cambiando: en Valencia habló Álvarez del Vayo (había estado
también presente en el congreso de París de 1935, como emigrado), pero, al
ser ministro, no pudo continuar con nosotros. Ludwig Renn apareció sólo en
Madrid, pues estaba al mando de una unidad y se quedó en el frente. En París
tomaron la palabra Heinrich Mann, Louis Aragon, Hughes, Pablo Neruda. Al
parecer, había un orden del día, pero nadie lo tomaba en consideración. El
carácter de los discursos cambiaba dependiendo de las circunstancias.
En Madrid, bajo fuego enemigo, el congreso parecía un mitin. Por las
calles de la ciudad, sus pintorescos delegados, armados de valor pero
novatos, daban la impresión de ser huéspedes ilustres, algo así como una
delegación de parlamentarios ingleses o de cuáqueros estadounidenses.
En Valencia, donde se encontraba el gobierno, todo tenía un aire solemne.
Nos recibió el escritor Manuel Azaña, que era también el presidente de la
República española. Organizaron un banquete con brindis. Por momentos
parecía que no había guerra y que se trataba de uno de tantos congresos del
PEN Club.
En Barcelona, con Companys en el palco, Mikitenko hablaba de cómo
florecían las culturas nacionales en la sociedad socialista.
En París alquilaron el teatro Saint-Martin. Vino muchísima gente, y
gritaba: «¡Abajo la no intervención!». Pero ya no se repitió el entusiasmo que
habíamos vivido en el congreso de 1935. El Frente Popular se desmoronaba.
Muchos intelectuales de izquierda gritaban con los demás: «¡Abajo la no
intervención!», pero al escuchar lo que pasaba en Madrid o en Guernica,
pensaban para sus adentros: «¡Menos mal que aquí tenemos paz!». Faltaba
poco para lo de Munich…
Discursos hubo muchos. Recuerdo a José Bergamín, muy delgado y
narigudo, con los ojos oscuros y tristes. He cogido ahora el periódico en el
que se citaba su discurso: «La palabra es frágil; el pueblo español llama
“palabra humana” al diente de león, a la florecilla cuya vida depende de un
suspiro. La fragilidad de las palabras humanas es indiscutible. […] La palabra
no es sólo la materia prima con la que trabajamos, es nuestro vínculo con el
mundo. Es la afirmación de nuestra soledad y al mismo tiempo la negación de
nuestro aislamiento. […] Lope de Vega dijo “que suele dar gritos la verdad en
libros mudos”. La verdad grita en nuestro inmortal Don Quijote. Se trata de la
eterna afirmación de la vida frente a la muerte. He aquí por qué el pueblo
español, fiel a las tradiciones humanistas, ha aceptado esta batalla». Ahora
entiendo por qué me conmovieron las palabras de Bergamín: había expresado
lo que yo había pensado vagamente mientras atravesaba La Mancha.
Hubo muchos otros buenos discursos. Si no los recuerdo, no es culpa de
los oradores. En mi vida, a menudo he criticado la sentencia de los antiguos
romanos: «Cuando hablan las armas, callan las musas». No me gustaba ni me
gusta la moraleja de esta sentencia, en su acepción habitual: cuando en la calle
hay tormenta es mejor que el poeta calle y espere. Pero ahora me pregunto: ¿no
entenderían los antiguos romanos estas palabras de otro modo? Tenían una
experiencia muy rica, no dejaban de hacer la guerra. Quizá se limitaron a
observar que la voz del poeta no cubre el fragor de la guerra, aunque en sus
tiempos no sólo no había bombas atómicas sino tampoco fusiles. En verano de
1937, en Madrid, los discursos de los poetas no tuvieron eco alguno.
Estábamos llenos de entusiasmo por otras cosas. Vinieron los soldados
trayendo como trofeo de guerra la bandera de un regimiento fascista recién
tomada en los combates de Brunete. Trajeron a Regler del hospital. Caminaba
apoyándose en un bastón y no podía hablar de pie, pidió permiso para sentarse
y la sala entera se levantó en señal de respeto ante las heridas de un soldado.
Regler dijo: «No hay más problema literario que el de la unidad en la lucha
contra los fascistas». En aquel momento es lo que sentía todo el mundo, tanto
los escritores como los combatientes que habían venido a darnos la
bienvenida. Recibieron una calurosa acogida los escritores que estaban
luchando: Malraux, Ludwig Renn, el joven poeta español Aparicio y otros.
Los discursos de muchos escritores soviéticos sorprendieron e inquietaron
a los españoles, que me decían: «Pensábamos que, en vuestro país, veinte
años después de la revolución, los generales estaban con el pueblo. Y resulta
que allí ocurre lo mismo que en nuestro país». Trataba de calmar a los
españoles, aunque yo mismo tampoco entendía nada. Creo que Agnia Bartó, al
hablar de los niños soviéticos, fue la única que no sacó a relucir a Tujachevski
y a Yakir. Los otros repetían, alzando la voz, que una parte de los «enemigos
del pueblo» ya habían sido aniquilados, y que el resto también lo serían. Probé
a preguntar a nuestros delegados por qué hablaban de eso en un congreso de
escritores y, además, en Madrid. Nadie me contestó, pero Mijaíl Efímovich
soltó un bufido: «Estamos obligados a hacerlo. Y usted es mejor que no
pregunte».
Los fascistas se burlaban por la radio del congreso. No obstante, por la
noche, dieron muestras de cierto interés: empezaron a abrir fuego con su
artillería sobre el centro de Madrid. Casi todos los delegados se comportaron
con sangre fría, pero algunos, llegados de países tranquilos, se asustaron.
Luego se contaron de ellos historias divertidas, pero el bombardeo fue intenso,
y en la guerra a veces se siente miedo, especialmente si no estás
acostumbrado.
El estruendo era frenético, resultaba imposible conciliar el sueño. Hablé
largo y tendido con Julien Benda. Tenía entonces setenta años, pero aún era
vigoroso, pasaba el día caminando, visitaba la ciudad y las posiciones, y
cuando por la noche empezó el bombardeo, me dijo que solía dormir poco, y
no prestó atención alguna a las explosiones. Me hablaba del congreso,
consideraba que habíamos hecho bien al convocarlo en Madrid: «Ahora es
importante demostrar que la gente que aprecia la cultura está en primera línea
de fuego». Criticó algunas de las intervenciones con una leve risa maliciosa:
«Sus amigos conceden excesiva importancia a André Gide. Nunca ha
escondido su desdén por el racionalismo, así que es un inconsecuente.
Creisteis en su valor social, hicisteis de él un apóstol y ahora lo excomulgáis.
Es ridículo, sobre todo aquí, en Madrid. André Gide es un pajarillo que se ha
construido un nido en “tierra de nadie”. Hay que disparar, como hacen los
fascistas, contra las baterías enemigas».
La ofensiva contra Brunete empezó el 6 de julio por la mañana. Por la
noche, V. V. Vishnevski me llevó aparte. «¡Vayamos a Brunete! Llevémonos a
Stavski, me lo ha pedido. Somos viejos soldados. Yo he venido aquí también
para eso».
Vsévolod Vitálevich era un hombre muy apasionado. Parecía un buen
anarquista español. Cuando se ponía a hablar, él mismo no sabía adónde iría a
parar ni cómo terminaría. Era un orador magnífico, hablaba mejor que
escribía. Muchos habitantes de Leningrado me contaron que, durante el
bloqueo de la ciudad, sus discursos por radio ayudaban a la gente a mantener
la moral. A veces horrorizaba a nuestro público de aquellos años: la gente
temía no sólo decir sino también escuchar algo más allá de lo necesario, y
Vishnevski, una vez se embalaba, olvidaba las circunstancias. En cierta
ocasión, en casa de A. Y. Taírov, furioso conmigo, empuñó con brío su
revólver, igual que Durruti. Echaba pestes de Occidente, decía que él era un
marinero, del pueblo, y al mismo tiempo admiraba a Joyce y Picasso. Odiaba
a los fascistas y, durante la época del pacto germano-soviético, me ayudó a
publicar en Znamia la primera parte de la novela La caída de París.
Los españoles me contaron que el primer día todo había ido bien, que
habían ocupado Brunete y ahora se combatía por Villanueva de la Cañada.
Pero la situación era inestable. Brunete estaba casi cercado, y los fascistas
podían cortar la carretera. No era conveniente llevar allí a los delegados del
congreso, sería mejor mandarlos al Jarama o a contemplar Carabanchel.
Al regresar, le dije a Vishnevski: «No hay nada que hacer, no lo
aconsejan». Perdió la cabeza y se puso a gritar: «¡Y yo que pensaba que era
usted un hombre valiente!». Me enfadé y le respondí que yo sí iría a Brunete,
pues debía informar al periódico de lo que pasaba. Tenía coche, y aunque los
españoles me habían pedido que no llevara conmigo a escritores del congreso,
si él insistía, al día siguiente partiríamos a las cinco de la mañana.
En aquellos días hacía un calor insoportable. Recuerdo con horror las
noches pasadas en una habitación, con las ventanas cubiertas de cortinas
negras. No había más remedio que permanecer de pie una o dos horas, en una
sofocante cabina, para transmitir al periódico por teléfono («No se oye,
deletréelo») qué oradores habían tomado la palabra durante la sesión y qué
pueblos había tomado el ejército republicano.
Al sol, los cadáveres no tardaban en tostarse y se ennegrecían, y Stavski
tomaba a todos los muertos por enemigos, pues los franquistas tenían en aquel
sector batallones de marroquíes.
Me llevé la cantimplora. Stavski y Vishnevski la vaciaron enseguida. Yo
sabía ya que antes de la puesta del sol era mejor no beber, para evitar el
tormento de la sed. En efecto, los dos pasaron sed y pidieron a los soldados
sorbos de agua.
Camino de Brunete, me encontré con algunos jefes conocidos, del batallón
Edgard André. Nos dijeron que la carretera se encontraba bajo fuego enemigo,
que sería mejor no seguir avanzando. Respondí que teníamos que llegar a toda
costa a Brunete. «Pero no se entretengan, los fascistas preparan un
contraataque».
Los falangistas habían sido expulsados de Brunete repentinamente, y en las
casas vimos mesas puestas y la comida dejada a medias. Por el suelo del local
de Falange había octavillas, pancartas y discursos de Goebbels traducidos al
español. Vishnevski recogía los «trofeos»: insignias fascistas, banderas,
documentos esparcidos por todas partes. Me pidió que le tradujera los rótulos
de las paredes. En una palabra, perdimos mucho tiempo. Cuando nos
dirigíamos a Villanueva, Stavski encontró un casco fascista, se lo puso en la
cabeza y quiso a toda costa que le fotografiara junto con Vishnevski. Dimos
media vuelta. Cerca de Villanueva de la Cañada los fascistas abrieron fuego
contra la carretera. Stavski gritó: «¡Al suelo! ¡Os lo digo como viejo
soldado!».
Vishnevski se arrastraba por el suelo y gritaba, preso del entusiasmo:
«¡Vaya! ¡Están a dos pasos de nosotros! ¡Diablos, nos están disparando!».
Cuando volvimos a Madrid, comenzaron a contarle a Fadéiev lo
maravilloso que había sido el viaje. Yo fui a transmitir el informe al
periódico.
Por esta excursión me cayó una buena reprimenda. Un militar ruso (creo
que era Maksímov) gritaba: «¿Quién le ha autorizado a poner en peligro la
vida de nuestros escritores? ¡Qué escándalo!». Observé desconcertado que yo
también era escritor. Eso no le desarmó. «Usted es otra historia. Koltsov y
usted están aquí por trabajo. ¡Pero nosotros tenemos instrucciones de proteger
a los delegados!». De repente, cambió de tono: «Bueno: ¿qué le parece? Bien,
¿no? Han ocupado el cementerio de Quijorna. Allí está el Campesino… Me
quedé hasta las seis, ahora dormiré unas tres horitas y me volveré para allá.
Ahora tengo que hablar con Grigórovich. ¡Canallas! Me acaban de telefonear,
están tirando bombas».
El día antes había escrito el discurso que debía pronunciar en el congreso,
pero decidí no intervenir y entregué el texto al redactor de Mundo Obrero. En
mi discurso no hablaba de André Gide ni de cómo aniquilábamos a los
«enemigos del pueblo». Hace poco me enviaron un ejemplar de Mundo
Obrero del 8 de julio. En él se publicó el artículo que envié al periódico
titulado «Un discurso no pronunciado». Sobre él, un parte de guerra: «El
pueblo de Quijorna está cercado por nuestras tropas. La moral de nuestros
soldados es excelente. Por algunos desertores sabemos que el enemigo está
enviando nuevas unidades para impedir nuestro avance».
En mi discurso había una idea que aún hoy me parece correcta: «Hemos
entrado en una época de acción. Quién sabe si se escribirán los libros que
muchos de nosotros hemos pensado. Durante años, si no décadas, la cultura
estará en el campo de batalla. Puede esconderse en los refugios, donde tarde o
temprano le llegará la muerte. Puede pasar a la ofensiva».
«Años» es poco, «décadas» puede ser exagerado: a partir del día en que
escribí aquellas líneas nos tocó vivir ocho años más en el campo de batalla. Y
luego tampoco se instauró una auténtica paz.
Pero para un escritor es difícil renunciar a las «frágiles palabras», como
había dicho Bergamín: la literatura nos absorbe. Ya en primavera Malraux
había dejado de combatir: no había más aviones. Empezó a escribir una
novela sobre la guerra de España titulada La esperanza. En los frentes de
España reinaba la calma. A Ludwig Renn le enviaron a Estados Unidos, a
Canadá y a Cuba: impartía conferencias sobre la guerra de España. Regler
hacía lo propio en Latinoamérica. Malraux recolectaba dinero en Estados
Unidos para los españoles. En otoño Koltsov volvió a Moscú y se puso a
escribir el libro Diario de la guerra de España.
Cuando el congreso terminó, dejé París y me fui al sur de Francia, a un
pequeño pueblo. Allí reinaba la calma, a veces incluso demasiado. Verdeaban
los campos de tabaco y discurría lentamente el río Lot. Escribí un relato largo
sobre la guerra española. Mejor dicho, una serie de anotaciones sobre los
acontecimientos y la gente.
Uno de los protagonistas, el emigrado alemán Walter, va a España a
combatir contra los fascistas. Por la ventanilla del vagón se ve el mar. «Se
está bien aquí», piensa, «piedras, redes de pescador, viñas, silencio. ¿Qué más
necesita un hombre? ¡No, qué absurdo! Necesita mucho, muchísimo… Otro
túnel. ¡Es la guerra!». Titulé la novela ¿Qué necesita el ser humano? Es el
pensamiento del protagonista y del autor, formulados entre el silencio del
tiempo de paz y una guerra que iba para largo.
Podía alejarme por unos cuantos meses de la vida como corresponsal de
guerra. Pero ya no pude alejarme de la guerra. Hay prismáticos de campaña,
correo de campaña, hospitales de campaña. Mi generación recibió como
regalo largos años de campaña.
27

La bomba cayó cerca. De las ventanas llovieron fragmentos de vidrio, y oí un


grito desesperado de mujer. Creo que eran muchos los que gritaban, pero una
voz aguda se alzaba sobre todas. Contuso, miré a mi alrededor, me sacudí de
encima el polvo y fui en dirección al grito. La bomba había caído sobre un
gran café lleno de clientes. Después me dijeron que había cincuenta y ocho
víctimas. La mujer continuaba gritando: no sé si había resultado herida por la
onda expansiva o si habían matado a alguno de sus parientes: no respondía. Un
cuarto de hora después llegaron los bomberos y los sanitarios. Se llevaron a
los heridos. Los bomberos estuvieron largo rato desenterrando cadáveres. Me
fui al hotel. Quería transmitir la noticia al periódico, pero luego cambié de
idea: la redacción me había advertido de que casi todas las columnas estaban
destinadas a las próximas elecciones al Soviet Supremo. Además, las mías no
eran noticias muy reconfortantes… Unos tres días después entregué el ensayo
«Barcelona ante los combates» y de los bombardeos sólo hablé de pasada.
Escribí que la ciudad se preparaba para resistir la ofensiva fascista.
Publicaron el artículo al día siguiente de las elecciones.
Se habían quedado pocos de mis viejos amigos y conocidos. Muchos
consejeros habían vuelto a la patria. Antónov-Ovseienko tampoco estaba ya.
En su casita, situada en la colina del Tibidabo, estaba Sávich ante pilas de
periódicos. Los periodistas españoles iban a visitarlo. Cuando tenía café, la
pequeña y delicada Gabriela, como tallada en marfil, se lo ofrecía a los
visitantes. Casi enfrente de la casa donde vivía Sávich estaba nuestra
embajada. A L. Y. Gaikis lo habían llamado a Moscú hacía tiempo. Le
sustituía el encargado de negocios S. G. Márchenko.
Me instalé en el hotel de siempre, en el Majestic. Allí vivían algunos de
nuestros consejeros, el periodista alemán Kisch, Marthe Huysmans e Isabelle
Blume. A veces, en medio de la noche, el mozo de pasillo llamaba a las
puertas: «¡Alarma! ¡Bajen al refugio!». Sabía que no me dejaría en paz, así
que me vestía y bajaba al vestíbulo, donde permanecía de pie o bien salía a la
calle. Hacíamos todo cuanto se hace en semejantes circunstancias: nos
helábamos, bostezábamos, nos esforzábamos en matar el tiempo conversando.
A Marthe le gustaba soltar maldades y discutir sobre cualquier tema: pintura,
estrategia o el PSUC. Kisch me preguntaba en un susurro si era verdad que
Pilniak había resultado un espía japonés o se quejaba de que Tretiakov no
respondía a sus cartas. Isabelle nos ofrecía chocolate, que yo engullía con
avidez: había poca comida.
También el trabajo escaseaba: Izvestia dedicaba cada vez menos espacio a
la cuestión española: en China se estaban desarrollando grandes
acontecimientos. Las columnas estaban ocupadas por la Constitución, por las
elecciones futuras o pasadas.
Me invitaron a una sesión plenaria de escritores, dedicada a Rustaveli, que
se celebraría en Tiflis. La propuesta era tentadora: vería a viejos amigos como
Titsián Tabidze y Paolo Yashvili. Habría maestros de ceremonia, brindis,
brochetas de cordero. Además, hacía tiempo que no había estado en Moscú:
dos años. Tenía que echar una ojeada a lo que estaba pasando allí. En los
periódicos burgueses informaban de que se producían muchos arrestos, pero lo
decían ya antes. Probablemente, tendían a exagerar, como siempre… Mundo
Obrero describió la fiesta con motivo de la nueva Constitución, definida como
«estalinista». Vería a Irina, a Lapin, a Bábel, a Meyerhold, a todos los amigos.
Tenía ganas de un poco de descanso y distracción, así que telefoneé a Liuba, a
París, para decirle que el 20 de diciembre pasaría a buscarla para irnos a
Moscú dos semanas.
Y entonces Márchenko me dijo: «Se prepara una operación seria cerca de
Teruel». (Esta vez, pocos estaban al corriente de la ofensiva programada, y
pilló desprevenidos a los fascistas).
¿Qué hacer? Decidí que me quedaría en Teruel hasta el día 18, para asistir
a los primeros días de combate. Y me fui a Valencia. Allí reinaba una calma
extraordinaria: un mes antes el gobierno se había trasladado a Barcelona y la
ciudad vivía su apacible vida de provincia, aunque hambrienta. Vi a alguno de
mis amigos españoles. Hacía calor, en los jardines florecían las rosas. Los
árboles languidecían cargados de naranjas doradas.
La carretera proseguía montaña arriba. Habían desaparecido ya los
huertos. Soplaba un viento furioso. Subimos unos mil metros. Había una gran
niebla y el viento bajo fustigaba el rostro.
Cerca de Teruel hacía frío, un frío insoportable para los españoles. Me
parece que el termómetro había bajado hasta los doce grados bajo cero y
soplaba un fuerte viento. Las piedras se cubrieron de una capa de hielo. La
gente se caía y se arrastraba a gatas.
Justo un año antes —en diciembre de 1936— había estado en Teruel.
También entonces hacía frío. Los republicanos habían intentado tomar la
ciudad, que penetraba como una cuña en el territorio ocupado por las tropas
gubernamentales, pero no se consiguió nada.
Enseguida me di cuenta de que esta vez había muchísimo más orden. Las
divisiones tenían mejor aspecto. Incluso en las divisiones de la CNT, al mando
del anarquista Vivancos, no reinaba el pintoresco desorden de las ya
olvidadas «centurias».
En la víspera de la ofensiva, cuarenta bombarderos republicanos atacaron
la estación, las posiciones de los fascistas y la carretera de Zaragoza. Eso
levantó la moral de todos, y la ofensiva comenzó con éxito. En ciertos puntos,
los republicanos avanzaron unos ocho o diez kilómetros el primer día.
Estuve en el puesto de mando de la brigada española. Nunca olvidaré
aquel día. Ni siquiera en la España, trágica y fantástica, había visto un cuadro
semejante. Alrededor se veían las montañas pardas y Teruel, con sus torres
parecidas a una fortaleza medieval. Sobre nosotros pendían, plomizos y
violetas, los nubarrones desgarrados por el viento.
Se levantó la niebla, la luz era muy brillante y las sombras profundas. Una
nueva incursión de los bombarderos. Todo junto era una composición que
combinaba una naturaleza prehistórica y la técnica militar moderna. Los
soldados trepaban por las rocas, caían bajo el fuego de las ametralladoras,
otros avanzaban a rastras. El viento aumentaba de intensidad. En Brunete todos
soñaban con un poco de sombra, y aquí lo ideal era meterse en alguna casa,
entrar en calor. Tomaron el pueblo de San Blas. Llegaron a la carretera. El
enemigo se encontró cercado: los nuestros mantenían la carretera bajo el fuego
de las ametralladoras.
Transmití por teléfono una nota sobre los combates de Teruel, hablaba de
éxito aunque, acordándome de los ejemplos de Brihuega y Brunete, previne
con cautela: «En una situación diferente, podríamos pensar en el destino de
Teruel… No obstante, ahora no se trata de apoderarse de este o aquel centro
de interés político, sino de determinadas cuestiones estratégicas. Si los
combates que han empezado hoy perturban al enemigo, a punto de pasar a la
ofensiva, podemos decir que hemos conseguido un gran éxito». Deseaba creer
que tomaríamos Teruel, pero temía dar ilusiones a mis lectores.
El segundo día, por la noche, me encontré con Grigórovich. Acababa de
volver de un puesto de observación y estaba aterido de frío. Mientras
tomábamos una sopa caliente en escudillas de arcilla, Grigórovich me dijo que
a la mañana siguiente ocuparían el cementerio de la ciudad. Pero al día
siguiente debía marcharme. ¡Qué lástima, me perdería el desenlace!
«Grigori Mijáilovich, qué le parece, ¿tomaremos Teruel?». Me respondió
que el grupo sur se había quedado rezagado, pero que las cosas iban bastante
bien; la ciudad caería al cabo de unos días. No obstante, el reconocimiento
aéreo había detectado que Franco estaba trasladando a Aragón las divisiones
que habían quedado libres una vez liquidada la resistencia en Asturias. «Por
lo visto, tomaremos Teruel, pero no sé si la podremos mantener. Nosotros
enviamos aquí un puñado de material y los alemanes e italianos lo envían a
brazadas… ¡Qué pueblo tan magnífico! —dijo Grigórovich, y el rostro se le
iluminó con una sonrisa llena de ternura—. Soy militar, y un militar aquí lo
pasa mal; tanto que me he llevado muchos disgustos, ¡pero el pueblo es
magnífico! Creo que me iré pronto. Pero nunca me olvidaré de España.
Koltsov me dijo que eran honestos, pero no se trata de que haya pocos
ladronzuelos, aunque sea verdad. El honor, me parece, es una palabra
anticuada. Me refiero a la palabra, ¿entiendes? Pero aquí entras en cualquier
cabaña y te encuentras con un campesino analfabeto, y enseguida hacen gala
del honor, como antiguos caballeros… ¡Me duele por esta gente, me duele
mucho! Usted, que escribirá sobre todo esto, no ahora, sino dentro de diez
años, hable también de los nuestros, usted ya sabe que hemos hecho todo
cuanto hemos podido. Todos los nuestros han aprendido a amar España y eso
explica muchas cosas».
Sonó el teléfono. Grigórovich se puso a echar pestes. Luego me dijo:
«Esto sí que no me gusta… La comunicación, al parecer, está asegurada. Pero
los artilleros no sabían que la infantería estaba más allá de Concud y
empezaron a disparar contra sus propios compañeros. Por suerte, disparaban
mal, pero la impresión es nefasta».
Le dije que al día siguiente me iba a Moscú, que volvería al cabo de dos
semanas y que esperaba volver a verlo en Teruel. «¡Hace bien en ir a Moscú.
Así verá lo que pasa por allá, verá a los suyos…! ¡Hasta pronto!».
Por la noche, en Barcelona, me despedí de Hemingway. «Nos veremos
pronto —le dije—. Estarás aquí en enero, ¿verdad?». Ya no le vi más.
Sobre la mesa de Márchenko había un ejemplar de Pravda y supe que
Grigórovich había sido elegido para el Soviet Supremo: «República
Autónoma Socialista Soviética Checheno-Ingushkaya: Grigori Mijáilovich
Stern». Márchenko me dijo: «Te envidio, pasarás el Año Nuevo en casa…
Bueno, vuelve pronto, que aquí sólo nos queda Sávich». Respondí, alegre:
«¡Hasta la vista!». Después repetimos muchas veces estas palabras, aunque
llegaron unos años en los que nadie sabía qué le deparaba el futuro tras una
separación. Habría sido más honesto decir «Adiós».
No volví a ver ni a Grigórovich ni a muchos de los demás, «mexicanos» o
«gallegos»…
Viajamos a través de Austria, evitando Alemania. En Viena debíamos
pasar de una estación a otra. La ciudad me pareció despreocupada. No sabía
que tres meses después entrarían en ella las divisiones alemanas.
En la estación compré un periódico. «El ejército republicano ha ocupado
Teruel». Sentado en el oscuro compartimento, veía ante mis ojos la tierra
parda de Aragón, Augusto y su dicho —«De nuevo te marchas Dios sabe
adónde»—, los jóvenes combatientes puño en alto, la sangre sobre la calzada
de Barcelona, la sonrisa confusa de Grigórovich. Incoherentes visiones de un
mundo abandonado.
Llegamos al Arco de Negoreloe. En el vagón entró un joven y apuesto
guardia fronterizo. Le sonreí: con tipos como él había hecho amistad en Alcalá
de Henares. No pude contenerme y dije: «Han tomado Teruel». Él también
sonrió: «Ayer salía en el periódico… Puede pasar a la sala de aduanas».
28

Llegamos a Moscú el 24 de diciembre. Irina vino a buscarnos a la estación.


Estábamos felices, reíamos. Llegamos en taxi al callejón Lavrushinski. En el
ascensor vi un anuncio, escrito a mano, que me impresionó: «Prohibido echar
libros al retrete. Los culpables serán delatados y castigados». «¿Qué significa
esto?», pregunté a Irina. Mirando con el rabillo del ojo a la ascensorista, Irina
respondió: «¡Qué contenta estoy de que hayas venido!».
Cuando entramos en el apartamento, Irina se inclinó hacia mí y me
preguntó en voz baja: «Pero cómo, ¿no sabes nada?».
Irina y Lapin pasaron la mitad de la noche poniéndome al corriente de los
acontecimientos: una avalancha de nombres y, después de cada uno de ellos,
una sola palabra, arrestado.
«¿Mikitenko? Pero si hace poco estuvo en España, intervino en el
congreso». «No importa», respondió Irina. «No es raro que los arrestados
intervinieran el día antes en un congreso o publicaran un artículo en Pravda».
No lograba calmarme y, tras cada nombre, preguntaba: «Pero ¿a éste por
qué?». Borís Matviéievich intentaba aventurar alguna hipótesis: Pilniak estuvo
en Japón, Tretiakov se veía a menudo con escritores extranjeros, Pável
Vasíliev bebía y se iba de la lengua, Bruno Yasenski era polaco y a todos los
comunistas polacos los habían detenido, Artiom Vesioli había pertenecido en
otro tiempo al grupo literario Pereval, la esposa del pintor Shujáiev era amiga
del sobrino de Gogoberidze, a Charents le apreciaban demasiado en Armenia,
Natasha Stoliárova había llegado recientemente de París… Irina respondía
siempre: «¿Yo qué sé? Nadie lo sabe». Borís Matvéievich, con una sonrisa
confusa, me aconsejó: «No haga preguntas a nadie. Y, si alguien se pone a
hablar, es mejor que no participe en la conversación».
Irina se indignaba: «¿Por qué me preguntaste por teléfono por Mirova? ¿Es
que no lo entendiste? Arrestaron a su marido, vino ella y también la
arrestaron». Lapin añadió: «Ahora también detienen a menudo a las esposas y
a los hijos los meten en orfanatos».
(Pronto me enteré de que Mirova no era la única «española» afectada.
Conocí la suerte de Antónov-Ovseienko, de su esposa, de Rosenberg, de
Gorev, de Grishin y de muchos otros).
Cuando dije que en Tiflis vería a Paolo y a Titsián, Borís Matviéievich se
asombró: «¿Tampoco sabe eso? A Titsián Tabidze lo arrestaron y Paolo
Yashvili se pegó un tiro con una escopeta».
A la mañana siguiente fui a Izvestia. Me recibieron muy bien, pero no vi ni
una sola cara conocida. A pesar del consejo de Lapin, pregunté dónde estaba
ése o aquél. Algunos respondían con retintín, otros se limitaban a hacer un
gesto de impotencia y unos terceros se alejaban a toda prisa.
Aquella misma noche partimos para Tiflis. Llevé conmigo los periódicos
de diciembre. Los artículos sobre el trabajo y sobre los éxitos alcanzados se
alternaban con alabanzas al «comisario estalinista del pueblo», Yezhov. Vi su
fotografía: un rostro normal, más bien simpático. No lograba dormir, no hacía
más que pensar, quería comprender lo que, según las palabras de Irina, nadie
podía entender.
En el pleno se habló de la poesía de Rustaveli. Tomó la palabra el escritor
español Pla y Beltrán, a quien había conocido en Valencia; recibió una
calurosa acogida.
Durante la ceremonia de apertura Beria estuvo en la presidencia. Algunos
de los presentes le dedicaron palabras de elogio, y entonces todos se pusieron
en pie y aplaudieron. Beria también daba palmas y sonreía satisfecho. Yo ya
sabía que, al oír el nombre de Stalin, todos rompían a aplaudir, y que si se
decía al final del discurso, se ponían en pie. Pero me llevé una sorpresa:
¿quién era Beria? Se lo pregunté en voz baja a un georgiano que tenía al lado y
éste se limitó a responder: «Un personaje importante».
Por la noche, Liuba me contó que Nina, la esposa de Titsián Tabidze, le
había mandado decir que no la buscáramos, pues no quería perjudicarnos.
Me encontré a muchos escritores que conocía bien: Fedin, Tíjonov,
Leónov, Antokolski, Leonidze, Vishnevski. Estaba Isaakian, me habría gustado
hablar con él, pero no pude. Sólo después de la guerra, cuando vino a Moscú,
hablé con él abiertamente un día. Estaba el escritor islandés Laxness. Entonces
no había leído todavía sus libros y no sabía lo mucho que llegaría a
apreciarlos. Hubo, tal y como había imaginado, banquetes, brindis, pero es
comprensible cuál era mi estado de ánimo: no lograba volver en mí.
Recibimos el Año Nuevo en casa de Leonidze. Queríamos distraer un poco a
nuestros simpáticos y amables anfitriones, al tiempo que ellos trataban de
hacer lo propio con nosotros o, para ser más exactos, hacernos pensar en otra
cosa. Pero era imposible: brindamos y bebimos en silencio.
Volví a Moscú con otros escritores. Me invitó a su compartimento
Dzhambul. Viajaba con un discípulo suyo traductor. Dzhambul contaba que,
cuarenta años antes, en la boda de un kulak, había ganado a todos los akynes.
Trajeron agua hirviendo, prepararon té. Dzambul tomó su dombra y comenzó a
cantar con voz monótona. El discípulo (Dzhambul le llamaba «joven», aunque
tendría unos sesenta años) me explicó que Dzhambul componía versos. Le
pedí que me los tradujera y supe que el akýn sólo expresaba su alegría por el
inminente té. Luego se acercó a la ventanilla y se puso a cantar de nuevo. Esta
vez el traductor recitó unos versos que me conmovieron: «He aquí los carriles,
que vuelan directamente a tierras extrañas. Así vuela también mi canto». La
piel del rostro de Dzhambul hacía pensar en un viejo pergamino, pero sus ojos
estaban vivos, ahora maliciosos, ahora tristes. Entonces tenía noventa y dos
años.
Luego llegó A. A. Fadéiev, trajo algunas poesías de Mandelstam y dijo que
probablemente se publicarían en Novi mir. Recordaba Madrid y sus ojos,
normalmente fríos, sonreían.
Llegamos a Moscú. En la redacción me dijeron que iban a plantear la
cuestión de mi regreso a España, pero que se necesitaba tiempo. Las personas
que tomaban las decisiones estaban muy ocupadas, tendría que esperar algunos
meses.
Pasé cinco meses en Moscú. Hoy aún se lo agradezco al destino. Menos
mal que se me ocurrió ir a Moscú para distraerme y descansar: en la historia
de los pueblos hay días imposibles de comprender ni siquiera por el relato de
los amigos, hay que vivirlos.
Ante todo contaré cómo viví durante aquellos meses. A menudo daba
conferencias en diferentes escuelas superiores, en fábricas y en academias
militares: hablaba de España. Me han enviado una copia taquigráfica de una
de aquellas veladas, en el club de una fábrica de automóviles, y contiene un
dato: en esa velada dije que había hablado de España ya en cincuenta lugares.
Vi que el público se conmovía ante la tragedia del pueblo español, y eso me
animó. Tenía ante mí a personas honestas y valientes, fieles al comunismo; me
recordaban a nuestros pilotos, con los que me reunía en Alcalá de Henares.
No podía escribir. Durante todo aquel tiempo sólo escribí dos artículos
sobre España para Izvestia: uno en marzo, después de las victorias fascistas, y
otro para el número del Primero de Mayo. El periódico me había invitado
muchas veces a escribir un artículo sobre los procesos, sobre el «comisario
del pueblo de Stalin», para comparar la «quinta columna» en España con
aquellos a los que entonces se denominaba «enemigos del pueblo». Contestaba
que no podía, que escribía sólo sobre cosas que conocía bien y no escribí ni
una línea.
Incluso ahora sólo puedo escribir sobre lo que vi: la vida en Moscú, la
vida en la década de 1950, o quizá sobre los cientos de amigos y conocidos
con quienes me encontraba en aquella época. Me esfuerzo en mostrar la vida
cotidiana, así como mi propio estado de ánimo y el de mis amigos, en su
mayoría escritores y artistas.
Nuestra vida en aquel período era extraña. Se pueden escribir libros
enteros sobre ella, pero es imposible perfilarla en unas páginas. Todo estaba
presente: la esperanza y la desesperación, la frivolidad y el valor, el miedo y
la dignidad, el fatalismo y la fidelidad a una idea. En el círculo de mis
conocidos nadie tenía seguridad en el mañana. Muchos de ellos tenían
preparada una pequeña maleta con dos mudas de ropa interior de abrigo.
Algunos inquilinos del edificio en el callejón Lavrushinski pidieron que se
desactivara el ascensor por la noche. Decían que no les dejaba dormir. Una
vez vino Bábel y, con el humor que nunca perdía, contaba cómo se
comportaban las personas en los puestos recién asignados: «Se sientan en el
extremo de las sillas». En las puertas de Izvestia solían colgar unas tablillas
en las que se ponían los apellidos de los responsables de departamentos, pero
en aquella época no había nada. La cartera me explicó que no valía la pena
ponerlos: «Hoy están aquí, pero mañana…».
Quiero recordar ahora a un hombre prodigioso: Pável Liudvigovich
Lapinski. Ya he escrito que lo conocí en los años de la Primera Guerra
Mundial. Vivíamos en el hotel Niza. Entonces yo era demasiado joven para
comprender el carácter contradictorio de Lapinski, pero escuchaba con interés
sus relatos sobre Polonia y Estados Unidos. Cuando desenmascaraba a los
«defensistas», yo no discutía con él: no sabía si tenía razón o no, pero para mí
era una persona amable. A veces el destino mezcla las cartas y envía a un
hombre a un lugar que se adecúa poco a su manera de ser. Diego Rivera
podría no haber sido pintor y sí un héroe de la revolución de México. P. L.
Lapinski era insólitamente sensible. Se hizo militante de una organización
clandestina y periodista, pero seguramente le habría resultado más fácil pasar
su vida rodeado de arte. Lo vi a menudo durante la década de 1930, y me
sorprendían su delicadeza y simpatía. No tenía familia y vivió siempre como
un soltero solitario. Cuando fui a su pequeño piso abarrotado de libros, sentí
un escalofrío: ¡hasta qué punto estaba solo! La viuda de un amigo de Lapinski,
Stanislav Raevski, me dijo hace poco el susto que se llevó Lapinski cuando le
dije que debería tener un perro: un animal podía dar al traste con su orden
establecido. Bautizó a una pequeña perro basset con el nombre de Desdémona
y se encariño con ella. Seguramente Desdémona aulló sin consuelo cuando a
su amo se lo llevaron unos desconocidos. En aquellos años tristes murieron
muchos de mis amigos, compañeros de trabajo, y cuando iba por los pasillos
de Izvestia me daba la impresión de caminar por un cementerio.
Pero la vida parecía continuar como antes. Decidieron organizar un Club
de Escritores y establecer unos días de club. S. I. Kirsánov se reveló como un
innovador: montó en el club una exposición con cuadros de Konchalovski,
Tyshler, Deineka, e incluso revolucionó la cocina. Me acuerdo de una comida
en honor de Zóschenko, que había venido de Leningrado. Sirvieron una sopa a
base de cangrejos en conserva, y Kirsánov la llamaba: «Sopa bisque de
bogavante». En la sala estaba encendida la chimenea y cerca de ella se
calentaban las botellas de kvareli, un vino georgiano. Alguien propuso un
brindis en mi honor, por la Krásnaia zvezdá que me habían concedido el día
antes en la cancillería del Soviet Supremo.
Cuando todos se levantaron de la mesa, un escritor bastante conocido, que
me resultaba poco agradable, me llevó aparte y me dijo en un susurro: «¿Ha
oído las últimas noticias? Han arrestado a Stetski… ¡Qué tiempos tan
horribles! No se sabe a quién adular y a quién delatar». Había gente así.
Una vez vi a S. S. Prokófiev en el club. Estaba tocando en el piano sus
composiciones. Estaba triste, incluso severo, y me dijo: «Ahora hay que
trabajar. Sólo trabajar. Es la única salvación».
Muchos escritores continuaron escribiendo. Tiniánov acabó la primera
parte de Pushkin, se publicó un nuevo poemario de Zabolotski. Otros
reconocían que no estaban de ánimos para escribir.
V. G. Lidin nos distraía, como siempre, con historias divertidas. Una vez
que estábamos cenando en su casa, vino un joven entusiasta y nos ofreció un
número de marionetas: Carmen era una bruta enjuta y dos bolas se hacían una
declaración de amor. Era S. V. Obraztsov. Otra vez, también en casa de Lidin,
conocimos a uno de los cuatro miembros de la expedición polar, E. T. Krenkel,
un joven modesto. Habló de su vida sobre el bloque de hielo con grandes
dosis de humor y del perro siberiano que les ayudó a ahuyentar a los osos, que
querían hacerse con sus provisiones de comida. Eran momentos alegres y
relajantes.
También solíamos visitar a los Taírov, a Evgeni Petrov y Leónov. Venían a
vernos Tíjonov, Falk (que acababa de volver de París), Vishnevski, Lugovski,
Tyshler, Fedin y Kirsánov. En casa de Lapin veíamos a sus amigos Jatsrevin y
Slavin, y cenábamos todos juntos. A veces discutíamos de literatura,
hablábamos de una nueva representación teatral o incluso nos contábamos
chismes: después de todo, la gente continuaba enamorándose, teniendo
romances y divorciándose. A veces hablaba de España: me parecía
infinitamente lejana y querida. Pero a veces, sin darnos cuenta, la
conversación derivaba en aquello de lo que no queríamos hablar y ni siquiera
pensar.
Irina tenía un perro de lanas gordo y cariñoso llamado Chuka que, como
diría Dúrov, tenía unos excelentes reflejos condicionados. Borís Matvéievich
le había enseñado muchos trucos: le traía los cigarrillos y las cerillas y
cerraba la puerta del comedor. Solía pasar que un invitado se pusiera a hablar
durante la cena de alguien a quien habían arrestado, y el negro y peludo
Chuka, soñando con un trozo de salchicha, cerraba la puerta a toda prisa. Esto
nos hacía reír a todos. Incluso en esos días nos gustaba reír.
Algunas de las personas a las que conocía se esforzaban en vivir aislados,
se veían sólo con los más allegados. La sospecha y el recelo socavaban las
relaciones humanas. Bábel decía: «Hoy en día los hombres sólo hablan
francamente con sus mujeres… por la noche, con la manta sobre la cabeza».
Yo, por mi parte, me acercaba a la gente. Casi cada tarde venían a casa amigos
o íbamos de visita.
A menudo íbamos a ver a Meyerhold. En enero se publicó un decreto por
el cual se clausuraba su teatro, al que tildaban de «ajeno». Su esposa, Zinaída
Nikoláievna, tenía una crisis nerviosa. Vsévolod Emílievich se portaba con
valentía, hablaba de pintura, de poesía, recordaba París. Seguía trabajando,
planeaba la puesta en escena de Hamlet, aunque creía que no le darían
permiso para realizar la obra. En casa de Meyerhold me encontraba con P. P.
Konchalovski, que a la sazón pintaba el retrato del director teatral, con el
pianista L. N. Oborin y con jóvenes entusiastas para quienes Meyerhold
continuaba siendo el maestro.
En una reunión de escritores a la que asistí varios de ellos acusaban a
Stavski de disfrutar de falta de vigilancia: en todas partes, en los periódicos,
en Zhurgaz (la asociación de la prensa), en las editoriales, había «enemigos
del pueblo». Vladímir Petróvich sudaba y no dejaba de secarse la frente. Me
acordé de cuando él llevaba un casco enemigo cerca de Brunete y pensé:
«Aquí hace más calor».
I. K. Luppol nos invitó a comer. Como nosotros, vivía en Lavrushinski. Su
mujer decía que se habían trasladado recientemente, habían comprado muebles
y les faltaba una lámpara. Añadió: «Una no tiene ánimos para comprar».
(Luppol aguantó todavía un año y medio, luego le alcanzó el mismo destino
que a muchos).
Vishnevski gritaba que todos los escritores debían aprender arte militar,
incluso los ancianos. Hablaba de los grupos de asalto, de las carreteras
estratégicas, de estudiar al enemigo.
Conocí a gente bastante lejana a mí y me hice amigo de ellos. Teníamos la
sensación de estar codo con codo, como los soldados en la guerra. Todavía no
había guerra, pero sabíamos que era inevitable. Estábamos en la trinchera, por
así decirlo, mientras la artillería, como había pasado en Teruel, disparaba a
sus propios hombres.
Grigórovich había dicho que la batería de los republicanos, que habían
abierto fuego sobre un pueblo ocupado por su propio bando, por suerte no
había alcanzado su objetivo. Yezhov disparaba contra las plazas, sin escatimar
municiones. Digo «Yezhov» porque en aquel entonces pensaba que él era el
culpable de todo.
En la siguiente parte de este libro intentaré transmitir mis pensamientos
sobre Stalin, los motivos de nuestros errores que pesan como piedras en los
corazones de toda mi generación. Pero ahora me limitaré a describir la manera
en que entendí (o malentendí) lo que pasaba entonces. Entendía que se acusaba
a la gente de crímenes que no había cometido, que no había podido cometer, y
me preguntaba a mí mismo y a los demás: ¿por qué?, ¿para qué? Nadie podía
responderme. No había modo de entenderlo.
Asistí a la apertura de las sesiones del Soviet Supremo: la dirección del
periódico me dio un pase de prensa. El diputado de mayor edad, A. N. Bach,
un académico de ochenta años que en el pasado había sido miembro de
Naródnaia Volia, leyó su discurso de un papel y, como es natural, lo acabó con
el nombre de Stalin. Recibió un estruendoso aplauso. Me pareció que el viejo
científico se balanceaba, como por efecto de la onda expansiva. Yo estaba
sentado arriba, rodeado de moscovitas normales, obreros y funcionarios, y
también ellos eran presos del frenesí.
Y qué decir de los moscovitas. En la lejana Andalucía vi a milicianos que
iban a la muerte gritando «¡Estalin!» (así pronuncian los españoles el nombre
de Stalin). Hablamos mucho del culto a la personalidad. A principios de 1938
habría sido más correcto emplear la palabra culto a secas, en su sentido
primitivo, religioso. En la imaginación de millones de personas, Stalin se
había convertido en un semidiós mítico. Todos repetían con emoción su
nombre y creían que era el único que podía salvar al estado soviético de la
invasión y la descomposición. Nosotros pensábamos (probablemente porque
queríamos creerlo así) que Stalin no conocía la absurda represión contra los
comunistas y los intelectuales soviéticos. Meyerhold decía: «Se lo ocultan a
Stalin».
Una noche, paseando a Chuka, me encontré con Borís Pasternak en el
callejón Lavrushinski. De pie, entre los montones de nieve, dijo, haciendo
aspavientos: «¡Ah, si alguien le contara todo a Stalin!».
Sí, no sólo yo sino muchos otros considerábamos que el mal procedía de
aquel hombre pequeñito al que llamaban «comisario estalinista del pueblo».
En realidad, habíamos visto cómo arrestaban a personas que nunca se habían
unido a ninguna oposición, fieles partidarios de Stalin o especialistas
honrados sin afiliación al Partido. El pueblo bautizó aquellos años con el
nombre de «yezhóvschina» (la época de Yezhov). Creo que Bábel fue más
inteligente que yo y que muchos otros. Había conocido a la esposa de Yezhov
antes de que se casara. A veces iba a visitarla a su casa, y aunque entendía que
era peligroso, deseaba, según decía, «descifrar el misterio». Un día me dijo,
sacudiendo la cabeza: «No es cosa de Yezhov. Naturalmente, Yezhov cumple
su cometido, pero no es cosa suya». Yezhov compartió la suerte de Yagoda. Su
lugar lo reemplazó Beria y, durante su mandato, cayeron Bábel, Meyerhold,
Koltsov y muchos otros inocentes.
Me acuerdo de un día terrible en casa de Meyerhold. Estábamos sentados
tranquilamente mientras mirábamos unas monografías de Renoir cuando vino a
visitarlo un amigo, el jefe de cuerpo del ejército I. P. Belov. Estaba muy
excitado y, sin prestar atención a que Liuba y yo estábamos en la habitación,
empezó a contar que habían juzgado a Tujachevski y a otros militares. Belov
era miembro del Colegio Militar del Tribunal Supremo. «Estaban sentados así,
frente a nosotros. Ubórevich me miraba a los ojos». Recuerdo todavía una
frase de Belov: «Y mañana me encerrarán a mí en su lugar». Después, de
repente, se volvió hacia mí: «¿Conoce a Uspenski? No Gleb, sino Nikolái.
¡Ese hombre escribió la verdad!». Y nos expuso en desorden la narración de
Uspenski, no recuerdo cómo era, pero sí muy cruel. No tardó en marcharse.
Miré a Meyerhold. Permanecía sentado con los ojos cerrados y parecía un
pájaro herido. (A Belov lo arrestaron poco después).
Tampoco olvidaré otro día, cuando dieron por radio la noticia de que iban
a juzgar al asesino de Gorki, y de que en su asesinato habían participado los
médicos. Vino Babel, que solía visitar a Gorki, se sentó en la cama y se llevó
el dedo a la frente: «¡Han perdido la cabeza!». Me dieron un pase para asistir
al proceso. Hablaré más adelante sobre ese tema.
En 1942 escribí en un artículo: «Mucho antes de atacar a nuestro país, el
fascismo interfirió en nuestra vida y mutiló el destino de muchos». Pero
incluso en aquellos días de los que hablo no podía separar nuestra desgracia
de las malas noticias que llegaban de Occidente.
A finales de febrero, los fascistas volvieron a ocupar Teruel. Italia y
Alemania intensificaron su ayuda a Franco. Eden intentó protestar por la
injerencia de Italia en la guerra de España. Tuvo que dimitir, y llegó
Chamberlain, partidario de un acercamiento a Hitler y a Mussolini. Empezaron
los bombardeos masivos en Barcelona. En unos pocos días de marzo murieron
cuatro mil habitantes. Haciendo acopio de fuerzas, los fascistas rompieron el
frente republicano en Aragón. En el único artículo que escribí en varios meses
se leen las siguientes líneas: «Por la noche, en mi habitación, oigo Radio
Barcelona. Al otro lado de la ventana, en un noveno piso, están las luces de
una gran ciudad. Llega una voz sorda: “En el sector de Fraga hemos rechazado
un ataque”. ¿Acaso en este momento están bombardeando Barcelona? Quizá
los camisas negras estén volviendo a atacar en el “sector de Fraga”». Para mí,
Fraga no era un nombre abstracto, sino una población donde había estado a
menudo. Veía ante mí las calles de Barcelona, y entendí que la guerra entre el
fascismo y nosotros había empezado. Ya no se desarrollaba en las reuniones
de escritores, donde se intentaba averiguar quién era amigo de Bruno
Yasenski, sino allí, en España.
Durante mucho tiempo pensé qué podía hacer y decidí escribir a Stalin.
Lapin no se atrevió a disuadirme, pero aún así me decía: «¿Vale la pena atraer
su atención?». Escribí que había estado en España más de un año, que mi
puesto estaba allí, donde podía luchar.
Pasó una semana, luego otra, y no recibía respuesta. Lo más desagradable
en una situación así es tener que esperar, pero no tenía otro remedio. Al final,
me llamó el director de Izvestia, Y. G. Selij. Me dijo con cierta solemnidad:
«Ha escrito usted al camarada Stalin. Me han encargado que hablara con
usted. El camarada Stalin considera que, dada la actual situación
internacional, es mejor que se quede en la Unión Soviética. Seguramente
tendrá libros y cosas en París. Podemos arreglarlo para que su esposa vaya y
lo traiga todo».
Llegué a casa con el semblante sombrío, me acosté y me puse a pensar. El
consejo que me había transmitido Selij (si es que se podía calificar de
consejo) me parecía equivocado. «¿Qué voy a hacer aquí? Tiniánov escribe
sobre Pushkin, Tostói sobre Pedro el Grande. Karmen fotografía heroicas
expediciones y planea ir a China. Koltsov estaba involucrado en la alta
política. Pero yo no tengo nada que hacer aquí. Allí puedo ser útil: odio el
fascismo, conozco Occidente». Mi lugar no estaba en Lavrushinski.
Después de pasar un día entero en la cama, me levanté y dije: «Escribiré
de nuevo a Stalin». Ahora, incluso Irina se echó a temblar: «¡Te has vuelto
loco! ¿Es que quieres quejarte a Stalin de Stalin?». Respondí, lúgubre: «Sí».
Comprendía, por supuesto, que mi manera de actuar era estúpida, que
probablemente después de aquella carta me arrestarían, y sin embargo envié la
carta.
La espera fue aún más difícil que la otra vez. Tenía pocas esperanzas en
una respuesta positiva y sabía que ya no podía hacer nada más. Escuchaba la
radio, releía a Cervantes y en mi agitación apenas comía. A finales de abril me
llamaron de la redacción: «Puede ir a tramitar la documentación: le darán
pasaporte para el extranjero». ¿Qué fue lo que pasó? No lo sé.
Un escritor joven, que en 1938 tenía cinco años, hace poco me dijo:
«¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Cómo es que usted sobrevivió?». ¿Qué podía
responderle? Lo que ahora he escrito: «No lo sé». Si fuera una persona
religiosa, seguramente le diría que los designios del Señor son inescrutables.
Ya he dicho, al principio de estas memorias, que vivíamos en una época en la
que el destino del hombre hacía pensar no en una partida de ajedrez, sino en la
lotería.
El Primero de Mayo estaba en la emisora de radio del comité, que daba a
la Plaza Roja. Los poetas recitaban versos y comentaban la manifestación.
Hablé de España. Sabía que la guerra se iba a extender y que abarcaría todo el
mundo.
Llegó el día de la partida. Vinieron muchos amigos a la estación. Nos
resultaba difícil despedirnos de ellos. En Leningrado, donde nos detuvimos
algunos días, hubo de nuevo conversaciones largas sobre lo que pasaba y más
apretones de manos cálidos y un inseguro «Hasta la vista».
En Helsinki teníamos que hacer un transbordo. Liuba y yo nos sentábamos
en silencio en el banco de una plaza y guardábamos silencio: ni siquiera
podíamos hablarnos.
Tenía cuarenta y siete años, una edad de madurez espiritual. Sabía que
había ocurrido una desgracia, sabía también que ni yo ni mis amigos ni todo
nuestro pueblo renunciaríamos nunca a Octubre, que ni los crímenes de
algunos individuos ni cualquiera de las cosas que habían mutilado nuestra vida
podrían desviarnos de nuestro duro y noble camino. Había días en que ya no
quería vivir, pero incluso en esos momentos sabía que había escogido el
camino correcto.
Después del XX Congreso del Partido, algunas de las personas que conocí
en el extranjero me preguntaron si no se había asestado un golpe fatídico a la
misma idea del comunismo. No entienden una cosa que yo, viejo escritor no
afiliado al Partido, sé: las ideas resultaron ser tan fuertes que fueron los
comunistas quienes hablaron a nuestra gente y a todo el mundo de nuestros
crímenes pasados, de las distorsiones tanto de la filosofía del comunismo
como de sus principios de justicia, solidaridad y humanismo. Nuestro pueblo,
a pesar de todo, seguía construyendo en aquellos tiempos, y algunos años
después repelieron la invasión fascista y acabaron de construir la casa en la
que ahora vivían, estudiaban, alborotaban y discutían chicos y chicas que no
habían conocido los crueles errores del pasado.
Pero Liuba y yo estábamos sentados en el banco de una plaza abandonada.
Pensé que me tocaría permanecer en silencio durante mucho tiempo. En
España la gente estaba combatiendo y no podría compartir con nadie mis
experiencias. No, no se había asestado un golpe fatal contra la idea. Se había
asestado un golpe contra la gente de mi generación. Unos murieron. Otros se
acordarían hasta la muerte de aquellos años. Su vida, a decir verdad, no era
fácil.
29

El informe del jefe de la sección moscovita de la Ojrana, el teniente coronel


Von Koten, a quien me he referido en el primer libro de estas memorias,
databa del 14 de enero de 1908, la víspera de mi arresto.
Los agentes de la Ojrana no estaban suficientemente informados. Al hablar
de la organización estudiantil del RSDPR, el jefe citaba nombres de
camaradas que, en 1908, ya no eran estudiantes, y si a veces asistían a nuestras
reuniones, más bien lo hacían como fervientes trabajadores del Partido. Con
estos invitados se relacionaban G. Y. Briliant, arrestado antes del informe, y
N. E Bujarin, llamado por equivocación Vladímir. Los nombres de Bujarin y
Briliant se perdieron en una larga lista: los agentes, a diferencia de algunos
historiadores, no se ocupan de descrifrar el futuro, sino de simples informes.
El padre de Grigori Yákovlevich Briliant, o sencillamente Grisha, como lo
llamábamos, tenía una farmacia en la plaza Trubnaia, donde a veces yo entraba
corriendo. Grisha era un joven pálido y taciturno que escribía en un cuaderno
resúmenes de los libros leídos. Nunca eludía una respuesta, hablaba con
discreción y, según me parecía, con autoridad. A veces pensaba que era
demasiado árido y enseguida me decía a mí mismo que yo era un mal marxista,
que me gustaban los charlatanes y que era preciso no vivir sin más sino
preparar la revolución. Tenía entonces dieciséis años.
Cuando me llevaron a un interrogatorio ordinario, en el pasillo de la
cárcel de Butyrka, vi a Grisha. Comprendimos que aquello era una
conspiración y nos saludamos sólo con los ojos. Luego me contaron los
camaradas que a Briliant lo habían confinado en un remoto lugar de Siberia.
Desde allí huyó al extranjero y, en la primavera de 1909, lo vi en la biblioteca
del camarada Mirón. Entonces ya era un adulto, pero no había cambiado:
seguía igual de pálido y callado. Me contó que estaba traduciendo una novela
social de un joven escritor francés de nombre Charles-Louis Philippe y me
contó de qué iba. Me aburrió: yo ya había traducido los versos y consideraba
sus obras «decadentes». Varios años más tarde comprendí que Charles-Louis
Philippe era un buen escritor. (Murió a la edad de treinta y cinco años, el
mismo año en que Grigori Yákovlevich me habló de él).
Pasó mucho tiempo, y cuando en el verano de 1930 fui a Londres por
invitación del PEN Club, vi a G. Y. Sokólnikov: era nuestro embajador. Había
llegado a la capital británica en fecha reciente. Cuando llegaron al poder los
laboristas se restablecieron las relaciones diplomáticas rotas por los
conservadores. Grigori Yákovlevich habló de la situación en Inglaterra, de la
escalada de la crisis, de la cobardía de MacDonald. Varios días después fui a
visitar a Sokólnikov con Liuba y vi a su joven mujer. No sé por qué nos
pusimos a hablar de perros. Liuba aseguraba que el mejor de todos era el
terrier escocés y Grigori Yákovlevich sonreía con aire amistoso.
Pasaron siete años y un día, de repente, al abrir Izvestia me encontré con
la noticia de un juicio, procesaban a Sokólnikov, a Radek. Aquello me pareció
inverosímil. Sokólnikov aseguraba que, en Londres, le había visitado el
embajador alemán y le había dicho que estaba al corriente de su posición y
que para ayudar a Hitler se necesitaba toda Ucrania. Yo no entendía nada. A
día de hoy sigo sin entender qué fue de los arrestados Yagoda, Yezhov y Beria.
No volví a ver a Sokólnikov.
Por supuesto, el joven Grisha más de una vez me ayudó a orientarme en lo
que, parafraseando los versos de Mandelstam, llamaré las «extravagancias de
la política», pero no lo conocía lo suficiente, y lo recordaré más como un
bolchevique ejemplar que como un hombre vivo. El héroe de mi adolescencia
fue Nikolái Ivánovich Bujarin. Era dos años y medio mayor que yo. Ya adulto,
no pensaba en ello, pero en los años de estudiante, aunque nos veíamos a
menudo, ocupados como estábamos en la misma causa, no dejaba de pensar si
no se aburriría de tratar con un niño.
Sokólnikov había nacido para la política, y me refiero no sólo a la manera
de comportarse, sino también al material humano. Pero Nikolái Ivánovich me
era más cercano y comprensible: alegre, impetuoso, amante de la pintura y de
la poesía, con un sentido del humor que no le abandonaba ni en los momentos
más difíciles, era un hombre que vivía en el mismo elemento que yo, aunque
vivíamos de manera muy diferente. Me acuerdo de él con emoción, ternura y
agradecimiento: me ayudó a entender cuestiones difíciles y también a
comprenderme mí mismo.
Nos conocimos en la escuela secundaria: al pasar a quinto curso, en otoño
de 1906, fui a parar al segundo piso donde estaban las clases de los mayores.
Me sentía atraído por Bujarin y sus compañeros de clase: Yarjo, Tsires,
Astáfiev. Pronto Bujarin me invitó a una reunión de su círculo: habló del
marxismo. Luego me uní a una organización escolar, comencé a trabajar para
el Partido, iba a las reuniones en Sokólnicheskaia Roscha o en las colinas del
Gorrión: nos veíamos tanto en el trabajo como en nuestro tiempo libre.
A veces Nikolái venía a verme. Mi perrito Bobka no soportaba ni las botas
ni las risas estentóreas, y una vez se subió a las piernas de Bujarin.
Otras, era yo quien iba a verlo. Su padre era pedagogo, vivían en Málaia
Nikítskaia, cerca de la plaza Kudrínskaia. Pero a menudo deambulábamos por
los bulevares, ahora por Prechístenski, ahora por Novinski. A Nikolái le
gustaba conversar mientras paseaba y gesticulaba sin parar. De qué no
hablaríamos: de las intrigas de los mencheviques y de las novelas de Hamsun,
de Smidóvich y de los espectáculos del Teatro del Arte, de que Potiomkin
había dado una buena conferencia consagrada a la Comuna y de que Lidia
Nikoláievna era una chica encantadora.
A veces íbamos juntos a visitar a dos amigas bolcheviques. Una de ellas,
llamada Tania, se casó luego con Makar. La otra le gustaba a Nikolái, y yo me
reía de él. Olga Petrovna Noguina me contó la historia de Lidia Nikoláievna
Nedokúneva. Dejó su trabajo en el Partido, pero después de la revolución
Bujarin la colocó en uno de los periódicos. Cuando arrestaron a Bujarin,
exigieron a Lidia Nikoláievna que interviniera en la reunión en que lo
acusarían de «enemigo del pueblo»: era la costumbre de la época. En su
intervención, Nedokúneva, ajena a todo el revuelo, se puso a ensalzar a
Nikolái Ivánovich, y al final cayó en la cuenta y dijo: «Al camarada Stalin le
resultó difícil sacrificar a este hombre, pero lo hizo por el Partido». Después
de la reunión fue a la casa de O. P. Noguina y dijo: «Esta noche vendrán a por
mí». Olga le pidió que se calmara, pero esa misma noche detuvieron a Lidia
Nikoláievna. Sobrevivió y volvió a Moscú después del XX Congreso.
Todo esto son recuerdos lejanos y muy vagos: desde entonces han pasado
casi sesenta años. Sólo recuerdo los ojos traviesos de Nikolái y me parece oír
su risa provocadora. A menudo decía palabras obscenas inventadas por él: un
ejercicio del lenguaje digno de la envidia de Jlébnikov.
Nos separamos durante mucho tiempo. En 1910 arrestaron a Bujarin y lo
enviaron a la provincia de Arjánguelsk. Un año más tarde huyó al extranjero,
vivió en Suecia, en Estados Unidos, en Cracovia. Nos encontramos a finales
de 1920. Vivía en la primera casa de los soviets (así se llamaba entonces el
hotel Metropol). Me pareció que no habían pasado doce años: ante mí no se
sentaba uno de los dirigentes del partido gobernante, sino el risueño e
infatigable Nikolái Ivánovich. Escribió una nota para el «alcalde de Moscú»
(el presidente del Mossoviet L. B. Kámenev), se alarmó cuando supo por
Liuba que me había detenido la Cheká, y luego me ayudó a obtener el
pasaporte para viajar al extranjero.
Nikolái Bujarin escribió el prefacio a la primera edición soviética de
Julio Jurenito.
En 1922 vino a Berlín, y nos vimos durante dos o tres horas en una
pequeña confitería vacía. Recuerdo haber dicho que muchas cosas no habían
sucedido tal y como habíamos imaginado en el bulevar Novinski. Me
respondió: «Es usted un famoso embrollador». Luego se echó a reír y añadió:
«A mí también me llaman embrollador. Pero para usted es más fácil: se dedica
a embrollar en novelas o en conversaciones privadas, pero para mí, que
después de todo soy un miembro del Politburó…».
Hablaba con auténtica veneración de Lenin. Después de la muerte de
Lenin, fui enseguida al Metropol. Bujarin estaba sentado en la cama,
abrazándose las rodillas, y lloraba. Tardé en decidirme a saludarle.
Continué «embrollando». Nikolái Bujarin era el editor de Pravda, uno de
los líderes del Komintern. Se esforzaba en proteger a los escritores de la
Asociación Rusa de Escritores, etc.
El primer tomo de la Enciclopedia Literaria incluye una entrada de
Bujarin en que se le define como «uno de los teóricos más destacados del
marxismo». Pero comenzó el «culto a la personalidad», y Bujarin se convirtió
en el editor de Izvestia.
En la primavera de 1932 S. Raevski me dijo que Nikolái Ivánovich quería
que yo fuese el corresponsal permanente del periódico en París. Trabajé con
Nikolái Ivánovich durante cuatro años. Se esforzó en hacer el trabajo más
vivo. Publicó mi artículo «Una conversación sincera» sobre el servilismo de
Intourist ante los extranjeros. Asimismo publicó artículos en los que yo
defendía la poesía de Pasternak, el teatro de Meyerhold, la pintura de
Sterenberg y Tyshler.
Un día Stalin llamó a Bujarin: «¿Qué pasa? ¿Ha decidido publicar en el
periódico una correspondencia de amor?». Se refería a mi «Carta a Dusia
Vinogradova», eminente tejedora, en la que trataba de describir a la vivaz
joven. Stalin descargó su ira contra Bujarin.
En el Primer Congreso de Escritores Soviéticos me encontraba a diario
con Nikolái Ivánovich. Hizo un informe sobre poesía. Lo acogieron con
entusiasmo: cuando nombró a Maiakovski todos se pusieron en pie. El informe
de Bujarin era una defensa de la poesía y se distanciaba de aquellos bardos de
la casualidad y de los vulgarizadores. Algunos poetas se enojaron y atacaron a
Bujarin (como eran cercanos a la cúpula del Partido sabían que podían
despotricar impunemente contra Nikolái Ivánovich). Estuvo especialmente
desagradable Demián Bedni. En el discurso de clausura Bujarin se rio de la
«facción de los ofendidos». En la última reunión del congreso, A. A. Fadéiev
anunció de repente: «He dejado pasar declaraciones demasiado bruscas y
ataques contra algunos camaradas poetas».
Me acuerdo de la noche en que informaron del asesinato de Kírov. Fui a la
redacción. Bujarin estaba pálido, gritaba a todos: «¡Vete y escribe sobre
Kírov!». Sabía que Kírov y Ordzhonikidze eran amigos, defensores de Nikolái
Ivánovich. A mí también me empujó dentro de una habitación vacía:
«¡Escriba!». Aún no había acertado a escribir algo cuando entró Nikolái
Ivánovich y susurró: «No es necesario que escriba nada. Es un asunto turbio».
En abril de 1936 Bujarin vino a París. Se alojó en el hotel Lutetia y me
dijo que Stalin lo había enviado para comprar, a través de los mencheviques,
el archivo de Marx, llevado a París por los socialdemócratas alemanes. De
repente añadió: «Tal vez sea una trampa, no lo sé». Estaba alarmado, confuso
por momentos, pero tenía un carácter prodigioso. Le gustaba la pintura, era un
pintor aficionado, hacía paisajes. Liuba lo acompañó a las exposiciones. Los
franceses le organizaron una conferencia en la sala de la Mutualité. Me
acuerdo de cómo le maravillaron a Langevin las ideas de Bujarin. De la
embajada vino un tercer secretario: si no lo sabían al menos sí presentían el
próximo desenlace. Paseábamos a orillas del Sena, por las callejuelas
estrechas del Barrio Latino, cuando Nikolái Ivánovich se sobresaltó: «Tengo
que volver al Lutetia… Tengo que escribir a Koba». Le pregunté sobre qué
tema. Estaba claro que no sería sobre la belleza del viejo París ni sobre los
cuadros de Bonnard que tanto le gustaban. Sonrió vagamente: «Ahí está mi
desgracia, que no sé sobre qué tengo que escribirle. Pero he de hacerlo: a
Koba le gusta recibir cartas».
Sé lo que ocurrió en 1937 por el secretario de Bujarin, S. A. Liandres, y
por su mujer A. M. Lárina (que sobrevivió después de pasar casi veinte años
en un campo de concentración). Bujarin estaba en Uzbekistán cuando apareció
la información de que, en el segundo proceso (Radek-Piatakov-Sokólnikov),
se le había acusado de colaboración con el bloque trotskista-derechista.
No pudo encontrar a nadie que le consiguiera un billete para Moscú:
alrededor del «enemigo del pueblo» se hizo el vacío. Una vez en Moscú no fue
arrestado inmediatamente pero lo interrogaron, no en el Servicio de Seguridad
del Estado sino en el Comité Central. Le mostraron, por ejemplo, las
declaraciones de Radek. Decía que una vez fueron a su dacha Bujarin y
Ehrenburg. Comieron tortilla y se enfrascaron en una conversación sobre la
toma del poder. En una ocasión estuve con Nikoláí Ivánovich en la dacha de
Radek y, en efecto, comimos huevos, pero la conversación no giró en torno a
un complot, sino que hablamos de caza. Los dos eran fervientes cazadores.
Bujarin fue convocado a la reunión del Comité Central, trató de defender la
verdad, pero la gente gritaba: «¡Ejecuten al traidor!». Nikolái Ivánovich
escribió una carta a los futuros líderes del Partido y obligó a su mujer a
aprendérsela de memoria: ella la memorizó y cumplió la última voluntad de su
marido.
A principios de marzo de 1938 un importante periodista, enseguida caído
en desgracia por orden de Stalin, dijo en presencia de una docena de colegas
al editor de Izvestia, Y. G. Selij: «Dele a Ehrenburg un pase para el proceso,
así podrá ver a su amiguito».
Estuve en el Salón de Octubre y en el banquillo de los procesados vi a
varios conocidos además de Bujarin: Krestínski y Rakovski. Decían cosas
horribles, sus gestos y entonaciones eran insólitos. Eran ellos, pero no los
reconocía. No sé cómo Yezhov llegó a comportarse así. No hay escritor
occidental de novelas policiacas que pudiera escribir semejante ficción.
Estuve en una sesión en que Krestínski de repente se desdijo de sus
declaraciones en la investigación preliminar. El presidente del tribunal, Úlrij,
indicó que iba a interrogar a los testigos y que Krestínski podría explicarlo
todo cuando le llegara el turno. Poco después el fiscal general Vishinski dijo
que todos estaban agotados y que necesitaba un descanso. Cuando se reanudó
la sesión Krestínski pidió la palabra y explicó que su negación de las
declaraciones en la instrucción preliminar había sido una cobardía por su
parte.
Junto con los viejos bolcheviques juzgaban a médicos, a simples
burócratas y a agentes secretos. A los médicos los acusaron de haber
envenenado a Maksim Gorki y a varios políticos destacados: los médicos,
supuestamente, habían ejecutado órdenes del bloque trotskista-derechista.
Vishinski brilló con sus conocimientos de historia antigua y afirmó que dos mil
años antes de Bujarin los antiguos romanos habían envenenado
misteriosamente a sus conciudadanos indeseables. El mismo Vishinski, que
había conseguido de Nikolái Ivánovich las «declaraciones» de que en 1918
tenía previsto arrestar a Lenin, exclamó: «¡Maldita mezcla la de los zorros con
los cerdos!».
Tenía la impresión de que todo aquello era una insoportable pesadilla y no
podía hablar del proceso claramente ni siquiera con Liuba e Irina. Ahora
tampoco comprendo nada y El proceso de Kafka me parece una obra realista y
totalmente sobria.
Y. G. Selij me preguntó: «¿Va a escribir sobre el proceso?». Le grité:
«¡No!», y al parecer lo dije en un tono que después de eso nadie me propuso
escribir al respecto.
Me acuerdo ahora del alegre Nikolái. Lenin lo llamaba «Bujarchik», decía
de él que era el «preferido del Partido». Stalin no sólo quería difamar y matar
a Bujarin, quería destruir su memoria. La verdad, tarde o temprano, siempre
vence. A veces demasiado tarde… Yo no podía dejar de escribir de un amigo
de la lejana juventud.
30

En Francia el Frente Popular aún existía oficialmente, pero ahora no era más
que un letrero agrietado. El nuevo gobierno estaba encabezado por Daladier,
que había confiado el Ministerio de Asuntos Exteriores a Bonnet. Este último
proclamaba a voz en cuello que ansiaba la paz y luego, en voz queda, añadía
que era indispensable ponerse de acuerdo con Berlín y con Roma.
La tragedia de Francia empezó mucho antes, en 1936, cuando Léon Blum,
asustado por la derecha, se negó a vender armas al gobierno español. Esto
contradecía los tratados existentes, los intereses de Francia y los principios
políticos de Blum. El primer ministro socialista era un enamorado de
Stendhal. En las novelas le gustaban los personajes apasionados, pero él no
tenía carácter. Exclamó: «¡Mi alma se desgarra!», y empezó a hablar de «no
intervención». Y no fue sólo su alma lo que se desgarró, sino también Francia.
En junio de 1938 muchos políticos franceses comprendían que Mussolini
no quedaría satisfecho con la toma de Addis Abeba y de Málaga, que para
Hitler Austria sólo era un tentempié y que España era un ensayo general. Pero
el país estaba dividido. Los enemigos del Frente Popular, furiosos por las
huelgas, miraban a los fascistas con esperanza, como se mira a los expertos
cirujanos. Y los franceses de la calle, mudos de los cuales habían votado a
favor del Frente Popular, se alegraban de no estar en Viena ni en Barcelona:
nadie los bombardeaba ni los obligaba a poner las manos en alto. Podían
tomar en las terrazas de los grandes cafés y en los pequeños bares obreros sus
aperitivos verdes, dorados y de color frambuesa. Francia ya ensayaba su
futura rendición.
En el quiosco de la estación compré una pila de periódicos y un libro de
un autor que no conocía, Léon de Poncins. Tenía un título tentador La historia
secreta de la revolución española. El periódico fascista Gringoire convocó
un concurso: el lector que adivinara la fecha en que el general Franco
conquistaría Barcelona cobraría cincuenta mil francos. Por el libro de Léon de
Poncins supe que los comunistas, los socialistas y los francmasones se habían
conchabado con el objetivo de entregar España a los judíos. Para ello el
Komintern había enviado a Barcelona a Béla Kun, a Vronski, a Antónov-
Ovséienko, a Ehrenburg, a Koltsov, a Miravitlles, a Gorev, a Tupolev, a
Primákov y a otros «criminales de ascendencia judía». Pensé que había locos
en todas partes y me quedé dormido.
Llegué a la ciudad fronteriza española de Portbou a primera hora de la
mañana y me encontré en medio de un bombardeo. España me acogió con
sangre: en la calzada yacía un niño muerto.
Había partido de España en los días de los combates por Teruel, cuando
todos aún tenían fe en la victoria. Al volver medio año más tarde, vi otro
panorama. En Moscú, por supuesto, ya me había enterado de que los fascistas
habían obtenido grandes victorias, pero una cosa es leer una desgracia en los
periódicos y otra muy diferente verla. Es terrible cuando uno se despide de
una persona querida, que trabaja, se enfada, sueña y tiene celos, y la encuentra
luego carcomida por una enfermedad cruel, incluso tal vez mortal. Cuando me
fui, la situación de los republicanos era difícil, pero incluso los observadores
neutrales hacían conjeturas sobre el resultado de la guerra. Ahora yo intentaba
convencerme de que no todo estaba perdido de antemano y que un milagro
podía salvar la República.
Junto al Ebro, un español de cincuenta años, residente durante mucho
tiempo en París (de nombre Ángel Zapico) y que se hizo voluntario en 1938,
cuando ya no había lugar para las ilusiones, me dijo: «La muerte es un
fenómeno, un incidente. El nacimiento y la muerte no son cosas que dependan
de nosotros. Lo principal es vivir dignamente sin despreciarse a sí mismo».
Quizá, al decir esto pensaba en otra cosa, en que el hombre quiere morir
dignamente, hacer todo lo posible para que la muerte no parezca un
«incidente».
Llegué a Barcelona. Sávich continuaba escribiendo telegramas y decía que
el trabajo lo agotaba: ni siquiera podía hacer una escapada al frente. Me
preguntó por su mujer, por Mirova y por algunos consejeros militares. Le
respondí que Alia estaba bien y que se esforzaba en mantenerse serena, pero
que Mirova lo pasaba mal, como muchos otros: «Resulta difícil entender por
qué cada día arrestan a personas que no son culpables de nada». Sávich me
miró asombrado: «¿Qué te ocurre? ¿Te has vuelto trotskista?». No había
estado en Moscú y no entendía muchas cosas.
Sávich vivía en la montaña. Bajé a la ciudad. Al igual que antes, en la
plaza Cataluña una anciana cobraba diez céntimos a los viandantes que se
sentaban en una silla de la plaza y les entregaba un billete. Diez céntimos se
habían convertido en una suma microscópica. Además, había poca gente en la
plaza. Alrededor, las ruinas de las casas destacaban por su negrura. Pero la
vida continuaba… En aquella misma plaza los viejos tiraban migas de pan a
las palomas. Todo esto podía parecer asombroso: la ración de pan eran de
ciento cincuenta gramos, a veces sólo de cien, ¿cómo se podía alimentar a las
palomas? Además, las palomas habrían podido levantar el vuelo, pues eran
muy pocas las noches sin bombardeos. Pero no me sorprendió: mucho tiempo
antes había comprendido que se puede poner la vida patas arriba, destrozarla,
pisotearla, y aún así los enamorados continuarán besándose y haciéndose
juramentos, mientras que las ancianas seguirían arreglando la habitación, la
celda, la cama de hospital y, al parecer, incluso su propio ataúd.
En las Ramblas se vendían flores como antes. En el teatro se estrenaba La
fierecilla domada. Junto las fincas adineradas había huertas con patatas y
lechugas. En el restaurante servían habas hervidas sin aceite, pero los
manteles estaban limpios. Y no había jabón.
Los limpiabotas se ganaban bien la vida: el betún negro no faltaba y, fieles
a sus costumbres, los barceloneses se alegraban al ver los zapatos
resplandecientes.
Se publicó el número correspondiente de la revista Barcelona Filatélica.
Conté, en el periódico, que funcionaban doce teatros y cincuenta y cuatro
cines. En el mismo ejemplar se comunicaba que el día anterior había tenido
lugar el centésimo bombardeo de Barcelona. Por consiguiente, era un
centenario.
El barrio de pescadores, la risueña Barceloneta, había sido destruido por
las bombas. Cada día, los periódicos publicaban anuncios con marcos negros:
alguien había muerto durante el bombardeo. En cierta ocasión cayó una bomba
en el cementerio y destrozó las tumbas, otra vez impactó en una maternidad y
hubo muchas víctimas. Destrozaron también la catedral del siglo XIII, el
mercado. Izvestia me pidió que mandara fotografías. Yo iba y fotografiaba
ruinas, soldados que sacaban cuerpos mutilados entre los cascotes. Uno puede
acostumbrarse a todo, y yo pensaba en la mejor abertura de diafragma para
tomar las fotografías… Debía de parecerme a la vieja que cobraba las sillas.
La España republicana estaba dividida en dos: los fascistas habían
conseguido llegar al mar. Los alemanes enviaron a grandes especialistas:
veían a España como un escenario perfecto para hacer maniobras antes de la
inminente conquista de Europa. Y en los combates por conquistar la salida a la
costa de Levante, además de los ejércitos de Franco, participaron cuatro
divisiones italianas.
Fui al frente, que los periódicos llamaban por costumbre de Aragón,
aunque los fascistas habían logrado hacerse con todas las ciudades y pueblos
de la comunidad: Barbastro, Fraga, Sariñena, Pina, Caspe. Allí discutía, hacía
amistad o me enemistaba con los infatigables anarquistas… Llegué hasta las
afueras de Lérida. La ciudad estaba en manos de los fascistas, pero los
republicanos habían conseguido resistir en un barrio ubicado en la otra orilla
del Segre. ¡Dios mío, cuántas veces llegué a Lérida desde el frente de Aragón!
Entonces aquella ciudad parecía encontrarse en la retaguardia profunda. Iba al
hotel Palace, tomaba un baño, paseaba por la ciudad. Las calles tenían
arcadas, y por la noche los faroles antiguos parecían de teatro. En el café
servían vermut. En las mesitas la gente discutía sobre quién tenía razón, si la
FAI o el PSUC. Las muchachas paseaban junto al café, se reían y las
acompañaban las miradas de entusiasmo tanto de los anarquistas como de los
socialistas. Ahora, en el lugar donde estaba el café se levantaban sacos de
arena y se oía el crepitar de una ametralladora. Ante mí no había más que unas
calles estrechas y sinuosas y las casas semidestruidas junto al río.
No sé por qué me acordé de un viejo peluquero tuerto: me afeitaba y
cortaba el pelo en su local, cuando regresaba del frente. Gastaba bromas, se
burlaba de los generales, de los anarquistas, de los ministros, y anunciaba con
orgullo a todo el mundo: «Soy un anarquista moderado y un antifascista
encarnizado». ¿Habría tenido tiempo de dejar la ciudad o habría muerto?
Un habitante de Lérida que había cruzado el río explicaba que en la ciudad
quedaban cuatrocientas personas (antes había cuarenta mil): «Todos se han
ido. ¿Recuerdas la gran casa de la plaza de la Paeria, junto al Palace? En ella
han escrito con pintura roja: “No queremos vivir con asesinos”. Eso no lo
escribieron los soldados, sino alguno de los habitantes al marcharse».
Resulta difícil explicar cómo consiguieron detener a los fascistas en la
orilla derecha de aquel río estrecho y poco profundo. En otoño de 1936 los
habían detenido en las afueras de Madrid. Los militares explicaron entonces
que es fácil defender una ciudad. Pero aquí los fascistas ocuparon la ciudad y
de repente tropezaron con una resistencia furiosa. En España esto sucedió más
de una vez y, por lo visto, no está relacionado con las peculiaridades del
terreno sino con las del carácter: los hombres cedían casi sin combatir cien o
doscientos kilómetros, y de pronto ardía su furia, su cólera, su voluntad, y el
enemigo no podía avanzar cien metros.
Estaba sentado con los soldados cuando un casco de metralla mató a un
soldado moreno y apuesto. Se llamaba Currito y era un andaluz de Sierra
Morena. Otro soldado, un sastre barcelonés que siempre estaba bromeando,
permaneció mucho tiempo junto a su compañero muerto, moviendo los labios.
Era evidente que estaba conteniendo las lágrimas. Al final dijo: «Prometí que
le cosería la camisa».
La metralla rompió la rama de un melocotonero. Comimos en silencio las
frutas aromáticas, que en Lérida maduran temprano. El sastre de Barcelona
dijo: «A Currito le gustaban los melocotones».
En el batallón había bastantes voluntarios que se habían alistado en fecha
reciente, gente mayor, adolescentes. Los políticos decían que se acercaba el
final de la guerra. Pero ellos venían a combatir… Era poco probable que
contaran con la victoria, pero no querían o no podían quedarse al margen. Yo
conocía España y, con todo, cada día me llevaba una sorpresa.
Cuando volví a Barcelona, estaban bombardeando la carretera. Estuvimos
media hora tumbados sobre la hierba. Después vi un campo de trigo arrasado.
Sentí un dolor intolerable, aunque había visto cosas mucho más terribles. Tal
vez se debiera a que de niño, cuando se me caía un pedazo de pan, mi niñera,
Vera Platónovna, me decía irritada: «¡Dale un beso!», y yo besaba el trozo de
pan.
En Barcelona hablé con un piloto alemán hecho prisionero, Kurt Kettner,
hijo de un arquitecto de Brandeburgo. Había venido a España muy pronto, en
octubre de 1936. Me dijo enseguida que era teniente de la Reichswehr y que
volaba en un Heinkel 111. Cuando le pregunté por qué bombardeaba las
ciudades españolas soltó una risotada: «¿Otra vez la historia de las mujeres y
los niños?». Hablaba en alemán, pero las palabras mujeres y niños las dijo en
español. «¡Qué disparate! Hace poco, después de un bombardeo, vi una nube
de humo. Debía de ser el humo de mujeres y niños».
No podía decirse que fuera un ignorante, había leído muchos libros,
hablaba de la «filosofía de la historia», pero me parecía salvaje, temerario y
malvado. Tales encuentros me ayudaron a conocer el mundo espiritual,
sencillo a la par que peculiar, de estos oficiales y soldados que dos años
después vería desfilar por las calles de París y, en 1941, en Bielorrusia.
Seguía escenificándose la farsa trágica de la «no intervención». Vi cómo
en Cerbère interceptaron varios centenares de palas, compradas para los
campesinos de Cataluña. Fui a Hendaya, pues quería ver lo que pasaba en la
frontera entre Francia y la España fascista.
En Hendaya tenía amigos, ya lo he mencionado al hablar del intercambio
de los pilotos. Estos amigos me llevaron ante un funcionario responsable de
aduanas que odiaba el fascismo. Me enseñó documentos sobre cargamentos
enviados a la España fascista. Alemania e Italia, como es natural, mandaban
aviones, tanques, artillería y municiones por mar, a los puertos de Portugal,
Bilbao y Cádiz. Pero las mercancías más inocentes las remitían a través de
Francia. Por esta vía mandaban camiones, motocicletas, caucho, motores y
productos químicos para la industria bélica. En la frontera entre Francia y la
España fascista no había ninguna clase de control, a pesar de todas las
aseveraciones del gobierno francés.
Izvestia publicó mi artículo y la policía francesa se indignó. Resultaba que
yo estaba infringiendo los principios de la «no intervención». (De todos
modos, era ingenuo: quería avergonzar a unos y abrir los ojos a otros. Pensaba
que íbamos hacia Verdún, pero íbamos hacia Munich).
He de contar una historia bastante estúpida. Quería, aunque sólo fuera por
unas horas, visitar la España fascista, ver lo que allí pasaba. No se podía
contar con documentos falsos: en Irún había un consejero de la Gestapo. En
Hendaya me explicaron que los contrabandistas a menudo introducían en las
aldeas fronterizas españolas diversas mercancías. Conocí a uno de ellos, era
un vasco francés. Me dijo: «De acuerdo. Pero tenga en cuenta que no me
dedico a la política. Sé que los fascistas son unos canallas, pero necesito
alimentar a mi familia. No le denunciaré, pero si (Dios no lo quiera)
tropezamos con los guardias fronterizos, les diré con franqueza que es
extranjero y que le encontré por el camino».
Cruzamos un riachuelo y luego empezamos a trepar. Yo, lo reconozco,
estaba inquieto y sentí pánico en un par de ocasiones. Ya ni recuerdo qué carga
llevaba mi guía, al que llamaba Jack. Al final fuimos a parar a un pueblo
español de lo más corriente, entramos en una casa oscura que olía a aceite de
oliva y a ajo. Jack llevó allí a Antonio. Antonio me llevó a otra casa. En
cuanto volvimos a Hendaya, apunté una conversación sencilla: «El ama era
vieja y sorda». Antonio me dijo: «Los requetés han matado a su hijo. Al
mismo tiempo que a Aguirre. Fue allí, por donde has pasado con Jack, cerca
de la casa roja. Estaba tumbado allí, soltando insultos. Ella no lo sabía. Y
cuando llegó, ya estaba muerto. La dejaron aquí porque ya es muy vieja». La
anciana nos miraba por turnos a Antonio y a mí. Antonio le gritó al oído: «Te
han dejado aquí porque eres muy vieja». Ella asintió, contenta: «Sí, sí, muy
vieja». Luego apretó el pañuelo negro entre sus dedos afilados: «Él no era
viejo, era aún joven». Y empezó a sollozar. Antonio se llevó el dedo a los
labios: «¡El guardia!». Miré por la rendija del postigo. No había nadie…
Antonio explicaba: «Aquí todo el mundo le tiene miedo… Estuve en el
mercado de Elizondo. Allí tampoco nadie abre la boca. Tienen miedo… Uno
me dijo directamente: “Sólo hablo con mi mujer. Y aun así tengo miedo…”. Yo
soy de Villamediana, un pequeño pueblo de ciento sesenta habitantes, pero
votamos a los socialistas. Los requetés fusilaron a veintinueve personas».
Antonio me trajo a otros cuatro y dijo: «Podéis hablar con él, es francés,
uno de los nuestros». Los campesinos me hablaron con precaución de las
requisiciones, las multas. Enseguida vino a buscarme Jack y dijo que era hora
de partir.
Volvimos a primera hora de la mañana. Pasamos por el bar de la estación y
bebimos coñac.
En general, no vi nada y podría haber escrito sobre la vieja sin correr
riesgos innecesarios. Aquélla fue una iniciativa más propia de un muchacho de
veinte años. Me di cuenta de ello y sentí más vergüenza que orgullo. Además,
temía que me llamaran la atención: podían decir que a un corresponsal de
Izvestia no le correspondía embarcarse en semejantes aventuras. Pero todo se
arregló y volví a Barcelona.
No era yo el único ingenuo. Muchos políticos aún creían en un cambio de
actitud de Francia e Inglaterra. Sí se recuerdan los acontecimientos del verano
de 1938 muchas cosas resultan comprensibles. No pasaba un día sin que Hitler
amenazara a Checoslovaquia. Henlein, el führer de los Sudetes alemanes, fue
a Londres, pero volvió descontento. Aunque Chamberlain estaba dispuesto a
hacer concesiones, tenía que contar no sólo con la oposición de los laboristas,
sino también con la de muchos conservadores influyentes. En Francia, el
cuadro era tan abigarrado que no resultaba fácil entenderlo: en casi todos los
partidos había partidarios tanto de la resistencia como de la capitulación. El
periodista de derecha Kérillis, que hasta hacía poco despotricaban de los
republicanos españoles, escribía ahora que Hitler atentaba contra Francia. El
periódico de izquierdas Oeuvre, que antes atacaba a Franco, se convirtió en
portavoz de unos círculos que se hacían llamar «partidarios de la paz» y que
defendían cualquier concesión a Hitler. Todo el mundo estaba nervioso. Los
propietarios de los hoteles en la costa o en los Alpes se quejaban: ¡la gente
había olvidado que era la época de las vacaciones de verano!
Álvarez del Vayo siempre fue (y siguió siendo) un optimista. Recuerdo que
aquel verano trataba de demostrarme que la guerra entre Alemania, por un
lado, y Francia y sus aliados, por otro, era inevitable. «En España los
franceses no sólo encontrarán enemigos dispuestos a atacarlos por la
retaguardia sino también aliados». Consideraba que para el final del verano se
habrían producido muchos cambios en el mundo y repetía: «Nuestra tarea es
resistir».
Han corrido muchos ríos de tinta, y corren todavía, sobre «el milagro de
Madrid», sobre el otoño de 1936, cuando el pueblo español, con la ayuda de
las Brigadas Internacionales y de equipamiento soviético, detuvo al ejército
fascista. Sobre el último período de la guerra se ha escrito muchísimo menos:
la derrota nunca ha parecido un tema atractivo. Pero confieso que la
resistencia en la segunda mitad de 1938 me parece un milagro mucho mayor
que la defensa de Madrid en el primer otoño de guerra.
El 15 de abril de 1938, cuando el ejército de Franco llegó a la costa y
partió la España republicana en dos, el resultado de la guerra estaba decidido.
Hubo errores, por supuesto, y desconcierto y muchas otras cosas, pero no
estoy escribiendo la historia de la guerra, sino un libro de memorias. Cuando
pienso que Cataluña resistió otros diez meses, y Madrid aún más, no puedo
dominar la emoción que me invade. Los pueblos se parecen a los individuos:
se los comprende mejor en los días de las grandes desgracias.
En junio me recibió Azaña, el presidente de la República. Algunos lo
llamaron «desertor» porque se fue a Francia en febrero de 1939 junto con el
gobierno. Naturalmente, el presidente de la República debería haberse
dirigido a Madrid. Pero quienes lo juzgan no son sólo demasiado severos, sino
que parecen no querer entender que Azaña era presidente de la España en
guerra contra su voluntad. Cuando la República aceptó el desafío de Franco y
entró en combate, cambiaron el gobierno. Lo cambiaron muchas veces. Pero al
presidente no podían cambiarlo, pues era el símbolo de la continuidad, un
reclamo para las democracias burguesas de Occidente, una bandera.
Manuel Azaña fue político más bien por error. Escribía novelas, ensayos,
y como todos los intelectuales progresistas odiaba la monarquía y al dictador
Primo de Rivera. Antes que nada era un aficionado, tanto en literatura como en
política. Donde se sentía bien no era ni en la residencia presidencial ni
ostentando el cargo de primer ministro, ni siquiera en el Parlamento, sino en el
club literario Ateneo, donde organizaba diálogos entre eruditos y se
desarrollaban esas interminables conversaciones nocturnas que los españoles
llaman «tertulias». Podía discutir brillantemente con Édouard Herriot sobre el
barroco, sobre madame Récamier y sobre el humanismo universal de
Calderón.
Nadie le acusará de cobarde. Estuve en Madrid el 14 de abril de 1936,
cuando el pueblo celebraba el aniversario de la proclamación de la
República. Azaña ocupaba a la sazón el cargo de primer ministro. Un fascista
le disparó. Cundió el pánico. Azaña sonreía tranquilo.
Todo lo que ocurrió a continuación fue para él una prueba insuperable: era
un intelectual liberal, y cuando Largo Caballero le llevó, para que suscribiera
la lista del nuevo gabinete, donde figuraban cuatro anarquistas, se opuso.
Intentó discutir, argumentó que quienes rechazan el Estado no pueden ser
ministros. Pero fue inútil: sólo era una bandera.
Me recibió por ser corresponsal de un periódico soviético e hizo una
declaración que contenía las siguientes líneas: «La agresión armada contra la
República, organizada y sostenida por tres estados europeos, nos constriñe a
hacer la guerra por la independencia, no sólo en el sentido político de la
palabra, sino también en el sentido más elevado y esencial, más duradero que
la estructura y el régimen del Estado: la lucha por la libertad del espíritu
español. No se trata de que en Europa haya una república más o menos, ni de
que tal o cual partido político pueda defender su programa. Se trata de si un
gran pueblo, glorioso en tantos ámbitos, podrá participar independientemente
en la creación de la cultura contemporánea o bien si será ahogado. He aquí la
importancia mundial de la tragedia española, en eso radica la causa y la fuerza
de la autodefensa de España».
Una vez hecha esa declaración, Azaña sonrió con tristeza: «Ahora ya
podemos ponernos a hablar como dos escritores». Pensé que entablaría una
conversación sobre literatura, pero dijo: «En mi declaración he mencionado la
palabra tragedia. Quizá sea inoportuna en boca de un jefe de Estado, pero no
encontré otra. Negrín, al parecer, cree que la guerra mundial salvará a España.
Seguramente estallará la guerra. Pero no empezará hasta que no hayan ahogado
a España… Usted conoce nuestra literatura. Siempre hemos tendido a ideales
universales. Un español creó Don Quijote, todos lo aprecian, pero también es
motivo de burla para todos. Nos compadecen, pero al compadecernos se
burlan de nosotros… España va a permanecer largo tiempo entre barrotes».
Me reuní con los anarquistas de Barcelona. Acusaban al gobierno y a los
comunistas, decían que Prieto era un politicucho quemado, que lo que ocurría
cada día daba la razón a los anarquistas, y al mismo tiempo repetían con
orgullo que los periódicos soviéticos escribían con entusiasmo sobre el
comandante Cipriano Mera, que era anarquista. Juraban que la CNT y la FAI
combatirían hasta el final y se quejaban de que el gobierno hiciera tan poco
para organizar una guerra de guerrillas: «Todo español ha sido creado para la
guerrilla». Uno de ellos me acompañó hasta el hotel. Por el camino sonó la
alarma aérea, aullaron las sirenas y nos quedamos bloqueados en el portal de
un almacén. El anarquista decía: «Tomé conciencia en 1928, cuando tenía
veintitrés años. Estuve en el frente, me hirieron en el pecho. Hoy he pedido
que me manden al Ebro. En primer lugar, soy anarquista, y eso obliga…».
Guardó silencio, y le pregunté: «¿Y en segundo lugar?». Tardó en responder,
su voz sonaba conmovida: «¿En segundo lugar? ¿Qué quieres? Español ya lo
era antes de ser anarquista. ¿Es que crees que no soy español? Soy de Sevilla,
como tu José, sólo que él era panadero y yo peluquero. ¡Soy más español que
el infame de Franco! Y a ti qué te parece, ¿puede un auténtico anarquista vivir
sin España? A mi modo de ver, no».
Para los comunistas españoles no era fácil. Tenían que estar dando
explicaciones constantemente: a los anarquistas sobre qué es la disciplina, sin
la cual es imposible derrotar a los fascistas; a los republicanos sobre la
revolución; a los socialistas sobre la unidad; a los camaradas soviéticos sobre
España.
Me encontré con José Díaz, Dolores Ibárruri, Uribe y otros líderes del
Partido. Me ayudaban a entender la situación. Pero ahora quisiera recordar
una conversación que no tiene relación con los acontecimientos.
Nunca me gustaron las corridas de toros y más de una vez discutí al
respecto con Hemingway. Me parecían abominables tanto los vientres
destripados de los viejos caballos como las banderillas clavadas en el toro
aturdido y la sangre sobre la arena, pero sobre todo me asqueaba el engaño: el
toro, que no conoce las reglas del juego, corre directamente hacia su enemigo
y el torero se desvía un poco. Todo el arte consiste en esquivar a tiempo, ni
demasiado pronto, ya que el público le silbaría, ni demasiado tarde, pues el
animal podría cornear el vientre, no de un rocín sino del hijo predilecto de
España. José Díaz tenía una hora libre. Como buen andaluz, le apasionaban las
corridas de toros y me dijo: «¿Crees que siempre vamos con el torero? Pues
no, a menudo estamos de parte del toro. No entiendes nada».
No sé por qué he recordado ahora esta conversación. Seguramente, el
poeta ha desplazado al cronista. Vuelvo a los acontecimientos de 1938. A
finales de julio se inició la ofensiva del Ebro, la última tentativa de los
republicanos para restablecer la situación. Por la noche, los soldados, en
barcas, cruzaron el río hasta la orilla derecha, muy bien fortificada. El Ebro es
un río ancho, de corriente rápida. Los atacantes consiguieron establecer un
campo de operaciones, tender puentes, conquistar Mora de Ebro y una serie de
pueblos y crear una amenaza en el flanco izquierdo de los fascistas. Comenzó
una batalla larga y sangrienta.
Estuve dos veces en la orilla derecha del Ebro y vi diversos combates. La
aviación fascista bombardeaba los puentes casi sin descanso, y continuamente
los pontoneros volvían a levantarlos. Tenían su canción: «Viven en una cueva,
negros como negros y fieros como fieras, los pontoneros del Ebro».
Así es. Vivían en las rocas partidas por las bombas. Cuando tomaba
fotografías del puente para enviarlas a Izvestia, un pontonero me dijo:
«Apúrese, no sea que caiga una bomba y se pierda su fotografía».
Aquí la guerra era muy diferente que en Guadalajara o incluso Teruel. En
el bando de Franco combatían once divisiones. En un sector de tres kilómetros
los fascistas concentraron ciento setenta cañones. Durante mucho tiempo se
combatió por las diversas cotas de la sierra de Pándols, y vi cómo puede
cambiar el contorno de una montaña bajo un prolongado fuego de artillería.
Conocí al comandante Manuel Tagüeña. Tenía veinticinco años y le
llamaban «Komsomol». Había conseguido acabar la carrera universitaria
antes de la guerra, se había especializado en óptica y preparaba su tesis, pero
en lugar de eso tuvo que empuñar las armas. Llegó a jefe de cuerpo del
ejército. Tenía todavía el rostro redondo como un niño, pero los militares de
carrera hablaban de él con respeto. Decía: «Llegaremos a Gandesa». Y a
pesar de todo, empecé a creer en la posibilidad de la victoria. En el frente
había más tranquilidad que en Barcelona. No pensaba en lo que estaba
pasando en Europa, no pensaba ni siquiera en el destino de Valencia: mis
pensamientos estaban ocupados en la cota 544, como si el resultado de toda la
guerra dependiera en qué manos se encontraba la coronilla calva de aquella
colina arrasada por el fuego.
Quien estaba al mando era Juan Modesto. Recordamos el comienzo de la
guerra. Entonces Modesto formó el batallón Thaelmann. Lo conocí el mismo
día que capturaron al primer fascista. Modesto estaba contento como un niño:
«¿Lo entiendes? ¡Tenemos a un prisionero! Por supuesto, habría sido mejor
dos. Así hubiéramos podido decir “hemos capturado un botín de guerra y
prisioneros”». En el Ebro me dijo que recordaba aquel lejano día como el más
feliz. Me contó su vida: era andaluz, trabajaba en un aserradero, le gustaba el
fútbol y la política no le interesaba. Una vez un doctor le dio un periódico
diminuto, La Voz del Proletario. Modesto lo leyó y quedó muy pensativo. No
tardó en hacerse comunista. En el Ebro, su tienda estaba abarrotada de libros:
estudiaba la ciencia militar. Hombre divertido, contagiaba a los demás su
alegría. Me contaron que, en marzo, cuando el personal se desanimaba,
entonaba canciones, bromeaba, contaba chistes andaluces, y todos sonreían sin
poder evitarlo. Nos pusimos a hablar de las perspectivas de futuro. Modesto
no desalentaba: «¡Mira qué ejército tenemos ahora!». Luego dijo a la vez que
soltaba un suspiro: «Poca aviación, eso sí… Anda: no me des explicaciones,
lo entiendo todo… Pero tan poca…».
(Hace poco me encontré con Modesto en Roma después de una larga
separación. Me alegré como si volviera a pisar tierra española. Seguía siendo
el mismo y, con la misma voz que en el Ebro, me dijo: «¡Mira qué juventud
tenemos ahora en España!»).
Yo no perdía la esperanza, aunque entendía que había poco que esperar. El
corazón a menudo está en desacuerdo con la razón: es un matrimonio que no
puede vivir en armonía, pero tampoco separarse. ¿Qué me daba ánimos? Lo de
siempre: los pequeños detalles. No había tabaco, un centinela solitario en su
puesto de guardia me dijo: «Tengo dos cigarrillos, dale uno al primer
camarada con el que te encuentres». En Barcelona, en la plaza Cataluña, una
vez les di a dos niñas una tableta de chocolate que había traído de Francia.
Las niñas llamaron a sus amigas y con cuidado la rompieron en diez trocitos.
En el pueblo de Puigverd, ubicado en la línea del frente, entré en una casa de
campo y enseguida vi que había niños de ciudad. El viejo propietario me dijo:
«En España ahora hay poca tierra. Mira, son de Fraga. Tenían tierra y se la
quitaron».
No son historias sentimentales, sino la vida cotidiana en España durante la
víspera del desenlace.
En verano, y especialmente en otoño, iba a menudo a Francia: se
desarrollaban acontecimientos de los que dependía el destino de Europa en los
próximos años. Propuse a Sávich que escribiera para Izvestia cuando yo me
ausentase de Barcelona. Estuvo de acuerdo, y el periódico consiguió un nuevo
corresponsal con el bonito nombre español de José García. Cada vez que me
iba miraba intranquilo al guardia fronterizo español: me había vuelto
supersticioso. Y a la vez no sólo lo escribía, sino que lo sentía: ¡todavía hay
esperanza! A pesar de todo…
31

En este cuarto libro de mis memorias casi todos los capítulos están
relacionados con los acontecimientos políticos de Europa entre 1934 y 1938.
Es natural: estos acontecimientos fueron de capital importancia, y yo no me
sentía un mero espectador. Sería imposible separar mi biografía de los
estremecimientos que sacudieron a centenares de millones de personas en
aquella época. Contar mi vida de otro modo sería una mentira.
Cuando tenía veinte años, pensaba en Katia, en los cuadros de Memling, en
los versos del Blok. Los días tenían la fragancia de los nardos que compraba
en lugar de comida. Ni siquiera sabía quién estaba a la cabeza del gobierno
francés, aunque vivía en París. No me interesaba lo que pasaba en Agadir,
aunque la crisis de Agadir amenazaba con una guerra mundial. No pensaba en
la reforma agraria de Stolipin, aunque seguía considerándome un
revolucionario.
Un cuarto de siglo después no sólo escribía para la prensa, sino que
también sentía la dependencia de lo que los periódicos comunicaban. El olfato
evoca muchos recuerdos impertinentes, y muchos de mis recuerdos de aquellos
días no están vinculados con el aroma de las flores, sino con el olor de la
tinta.
Lo digo sin reproche: no podía vivir de otra manera. Al joven de veinte
años que yo era le parecía que estaba escogiendo libremente su vida,
escuchando su propio corazón. A finales de la década de 1930 ya hacía mucho
tiempo que me había despedido de muchas ilusiones, sabía que si bien al
hombre se le da la posibilidad de escoger su camino, lo sinuoso que éste
pueda llegar a ser es algo que escapa a su control.
Se suele decir que si uno está en un baile tiene que bailar. Claro, por
supuesto. Pero al final cada uno actúa a su manera. En los capítulos
precedentes he hablado de la lucha en España, la cobardía de Blum y
Daladier, los campesinos de Cataluña, los pilotos alemanes. Ahora quisiera
hablar un poco de mí.
He dicho que a menudo iba a Francia donde se estaban gestando grandes
acontecimientos. El periódico me lo pedía y además yo también quería saber
si habría guerra o no. Liuba había alquilado una casita en Banyuls, cerca de la
frontera española. Yo iba allí a descansar de las bombas. A veces venían
Sávich y amigos de Barcelona. Vino también desde París mi vieja amiga
Dusia, risueña y de mejillas sonrosadas, y Malraux, que estaba acabando de
rodar una película sobre la guerra de España.
En París había inquietud, y después de la épica española se hacía difícil
reconciliarse con el apocamiento, la avaricia y el apego a los mil placeres de
la vida cotidiana. Pocos de mis viejos amigos frecuentaban Montparnasse. Los
pintores ya no hablaban de la composición de los cuadros sino de los Sudetes
alemanes y de Chamberlain. Irina escribía poco, sus cartas eran insustanciales,
pero no esperaba otra cosa. El nuevo embajador en París, Yakov Súrits, era un
hombre de buen corazón, pero no me hice amigo de él hasta mucho más tarde,
en los años de posguerra. Es difícil hablar con un hombre que ostenta un cargo
de responsabilidad, pues su papel es convencer o disuadir.
En 1938, de improviso, después de una interrupción de quince años,
comencé a escribir poesía. ¿Por qué motivo? Antes que nada por tristeza y
soledad. En las horas de alegría las personas son sociables y comparten su
alegría con el gentío de la calle o entre cuatro paredes con los seres queridos.
Y en los momentos de la felicidad más elevada y completa las personas
guardan silencio, como temiendo que una palabra acelere el tiempo, destruya
la armonía interior. Pero el dolor exige palabras, tiene su idioma, aunque
pocas veces encuentra un oído atento. ¡Quién sabe lo solitarios que fuimos en
esos años! Abundaban los discursos, aquí y allá se oían cañonazos, la radio no
callaba, pero las voces humanas parecían mudas. Había muchas cosas que no
podíamos confesar, ni siquiera a los más allegados. Lo único que podíamos
hacer era estrecharnos la mano con una fuerza especial, pues todos
participábamos en el gran complot del silencio.
Estoy profundamente ligado a mi trabajo principal: la prosa. Conozco sus
alegrías y sus dificultades. Es un camino sinuoso hacia la montaña, con sus
recodos, sus hondonadas, sus jadeos, a veces incluso infartos. Son palabras
dirigidas a personas sobre las personas. La habitación de un escritor de prosa
siempre está llena de personajes invisibles, agradables o insoportables,
amigos o adversarios, bienvenidos o impuestos por la vida. El escritor de
prosa busca para su trabajo la soledad. Necesita el escritorio y el silencio,
pero, a decir verdad, vive y escribe en un enclave ruidoso e inquieto.
El poeta puede componer versos en la calle, en un autobús, en una reunión
aburrida, pero en esos momentos está solo. Nunca se le ocurriría a un escritor
de prosa, ni siquiera en tiempos remotos, cuando se veneraba la mitología,
conversar con una musa. Pero los poetas, incluidos aquellos a quienes nunca
les explicaron en la escuela que Erató representa la lírica y sostiene una lira,
de repente recordarán a la musa. La lírica es como un diario y a menudo la
gente empieza a componer rimas por soledad. Tiútchev escribió: «¿Cómo
puede el corazón expresarse? ¿Cómo puede otro entenderte? ¿Entenderá por lo
que vives? Un pensamiento expresado es una mentira».
En el poema de Tiútchev el pensamiento escondido no era mentira. La
poesía tiene una gran fuerza: nacida de la soledad, destruye las barreras que
existen entre las personas. El poeta conversa con la musa imaginada, se
confiesa a ella, a menudo sin pensar en el destino de las dos líneas que
resuenan en su mente. Y sus palabras se convierten en una fuente de vida para
un sinfín de personas. Los versos de Tiútchev fueron publicados por sus
amigos, e Iván Aksákov escribió después: «Al parecer, el propio Tiútchev no
participó en esta publicación. Otros decidieron, juzgaron y convinieron las;
cosas por él. Estamos convencidos de que ni siquiera vio este librito». Pero
Lev Tolstói, con respiración agonizante, bisbiseaba los versos de Tiútchev que
acabo de citar.
¡Hasta qué punto fue solitario e infeliz Lérmontov! Verlaine escribió sus
mejores versos en la cárcel. El diario de Blok nos conmueve por la
melancolía de su soledad. Se podrían llenar decenas de páginas con ejemplos
similares. No es mi intención ensalzar la soledad, pero diré como Bergamín:
«La soledad no es aislamiento, no es un programa, no es una torre de marfil».
¡El dolor no es de marfil! Y hay tanto dolor en el mundo…
Volví a la poesía por otro motivo. Escribí ¿Qué necesita el ser humano?
en el verano de 1937, entre Brunete y Teruel. La caída de París comencé a
escribirla en 1940. Durante tres años escribí artículos, ensayos y breves
comunicaciones sobre las operaciones de guerra o los acontecimientos
políticos. Escribía y repetía el texto por teléfono, o bien tecleaba palabras
rusas en caracteres latinos en los impresos telegráficos. Sin querer, dejaba de
pensar en la palabra. Mi lengua se empobrecía, se había estandarizado, se
había vuelto casi convencional.
Quiero confesar una pasión. Creo que nadie verá en mí un nacionalista. He
vivido mucho tiempo en el extranjero, he aprendido a apreciar el genio de
otros pueblos. No soy políglota, pero comprendo algunas lenguas, y desde muy
joven me enamoré del ruso. Me parece creado para la poesía. Todo el mundo
ama la lengua en que le hablaban durante su niñez, pero yo no sólo amo el
ruso, sino que lo admiro. Posee una libertad que no tienen otras lenguas.
Cambiando el orden de las palabras, la frase cambia de sentido. Hay lenguas
con el acento musical sobre varias sílabas, pero me atrevo a afirmar que el
ruso posee un acento lírico. Una libertad semejante, que se opone a las normas
imperantes en las lenguas de la Europa occidental a causa del rigor sintáctico,
y la ausencia de artículos ofrecen al escritor posibilidades infinitas: ante él no
tiene los suelos agotados de los siglos pasados sino una perenne tierra virgen.
La poesía se convirtió para mí en un aire enrarecido, difícil de respirar.
Captando la importancia de la palabra aislada, sentía también el vínculo con
el pasado y la realidad del futuro, sentía los detalles de la vida, y esto me
ayudaba a luchar contra la desesperación. Compuse versos en coche y en tren,
en las horas de descanso o en reuniones bulliciosas, en la calle, en los refugios
subterráneos del frente. Luego los apuntaba. Eran poesías cortas y me las sabía
de memoria.
Escondiéndose de los fascistas, la quinceañera Anna Frank escribía un
diario en el que se dirigía a su imaginaria amiga Kitty (así llamaba al
cuaderno que le habían regalado). No sé a quién me dirigía yo. Tal vez a la
habitual «musa», intranquila, cubierta de fango en los caminos del frente,
ensordecida por el fragor de los bombardeos, invisible en las reuniones de
escritores y en realidad «desprovista de pasaporte».
Escribía poemas sobre los hechos más diversos, de los que antes había
escrito en los periódicos y de los cuales he hablado en este libro. Pero, como
es natural, lo hacía de otro modo. Cerca de Morata de Tajuña, la brigada de
Lukács había efectuado un reconocimiento. Fue una operación difícil y se
cobró muchas víctimas. El poema «Reconocimiento» acababa con las
siguientes palabras: «Y una hora después el alba ya doraba los negros confines
de un monte ajeno. Deja que me vuelva y mire: allí están mis tumbas, el
reconocimiento, mi juventud».
En el informe del intento de ataque contra la Casa de Campo escribí sobre
un canario, y la redacción del periódico no se equivocó en enfadarse conmigo.
En mis versos vuelvo a hablar del pajarito. «¿Qué hacen aquí el armario y el
banco, estas butacas con fundas y la cómoda? Hay incluso una jaula y, en ella,
un canario que, maldito, trina con frenesí». No lo oculto, el ansia del pajarito
me invadió también un instante… Y entonces, presa del miedo, recordé mi
oficio delirante: «Este espasmo, que se aferra a la garganta, y no te deja hasta
la mañana. A cuántos sentimientos se ha dado el golpe de gracia, a cuántos se
ha borrado de un plumazo. ¡El juego vacío de las palabras y los sonidos!».
Escribía sobre los funerales de un piloto soviético en un pueblo español:
«Excavada la tumba bajo los olivos, han puesto sobre la tumba una piedra. ¿En
qué tierra creció el camarada? ¿Bajo qué nubes lloraba? Se encorvaban,
tristes, los soldados. Vueltos de espaldas, se tragaban las lágrimas. ¿Acaso
para él era más querido el olivo que la simple melancolía del abedul?».
Escribía cosas que no podía y no quería contar a nadie. Sobre lo que vi y
soporté en Moscú. Citaré una poesía de 1938 no porque confiera una gran
importancia a mis versos, sino porque muchas cosas se expresan más
fácilmente en verso que en prosa: «No te permitas pensar hasta el final;
arranca, te lo suplico, esta voz, para que desintegre la memoria, para que se
haga añicos la tristeza, para que la gente bromee, para que haya más bromas y
más ruido, para que, al recordar, uno se ponga en pie, se interrumpa, deje de
pensar, para que se viva sin despertar, como un borracho, del tirón y, luego, al
suelo. Para que oiga por la noche el tictac de los relojes, para que el agua
gotee de este grifo, para que gota tras gota, para que cifras y rimas, para que
haya cualquier cosa, una apariencia de trabajo preciso y urgente, para que se
combata al enemigo, para que con la bayoneta corramos bajo las bombas, bajo
las balas, para que se resista hasta la muerte, para que nos miremos a los ojos.
No te permitas mirar hasta el fondo. Hazme, te lo suplico, este favor: no mires,
no recuerdes lo que ocurre en la vida».
Hablaba de la época, del impetuoso torrente montañés que después se
transforma en un río plácido y amplio. Trataba de consolarme: «Y también
nuestro tiempo tendrá fin entre tierras azules donde el horticultor cuida la
semilla y la madre mece la cuna. Donde el día de verano es profundo y largo,
donde el corazón está lleno de silencio y donde de la mano, cansada, la
paloma picotea el grano de trigo».
Quizá estos versos sean flojos, no lo sé. Pero para mí son queridos como
confesiones y no puedo dejar de darles un lugar en un libro sobre mi vida. Me
parece que este capítulo ayudará a los lectores a comprender mejor al autor.
Dice un proverbio francés que la puerta debe estar abierta o cerrada. Pero no,
la celosía del confesonario está al mismo tiempo abierta y cerrada.
32

Las noticias de París y de Londres inquietaban a todo el mundo. Los


periódicos españoles dedicaron columnas enteras a Checoslovaquia. Los
combates en el frente del Ebro habían amainado. Todos esperaban el
desenlace de la tragedia, que se estaba fraguando en secreto en las oficinas
ministeriales, lejos del campo de batalla.
Llegué a París el 23 de septiembre. Hacía un día caluroso, parecía que
amenazaba tormenta. Fui a la embajada checoslovaca para visitar al consejero
Safranek, con quien me encontraba a veces. Estaba descorazonado, me dijo:
«Ya que me pregunta, le diré que, en mi opinión, no queda esperanza». Era un
hombre alto y corpulento, por lo general imperturbable. Aquel día no podía
dominarse, se le quebraba la voz y repetía: «Hoy hace mucho calor,
¿verdad?». Se servía un vaso de agua con sus manos temblorosas. Debajo de
las ventanas se había agolpado una multitud: llegaban delegaciones de
trabajadores, académicos y escritores. Todos se mostraban furiosos e
indignados por la traición meditada y querían expresar su simpatía por la
causa checoslovaca.
Me perdí la llamada telefónica de la redacción de mi periódico, porque
me fui a pasear por uno de los barrios de la clase trabajadora. Por todas partes
se oían las mismas palabras: Chamberlain, capitulación, Daladier, fascismo.
La gente con la que pude hablar estaba alterada. Un obrero dijo: «¡Serán
canallas! ¿Es que no se dan cuenta de que si entregan los checos a los
alemanes dentro de un mes irán a por nosotros? ¡Unos traidores, eso es lo que
son!».
En los barrios pudientes vi una escena que me hizo pensar en 1914: los
criados cargaban en los coches las maletas elegantes de sus señores. Todo
estaba en silencio, a excepción de una señora que gritaba al oído de su viejo
acompañante, que al parecer estaba medio sordo: «¿Es que no lo entiendes?
¡Esos patanes del Frente Popular quieren destruir París como hicieron con
Madrid!».
Fui a la redacción del periódico Ordre y pregunté por Émile Buré, un
hombre gordo, inteligente y algo cínico en sus puntos de vista. Buré era un
periodista brillante, el típico ejemplar de la generación anterior de franceses.
Era conservador y creía que el Frente Popular era una empresa peligrosa,
pero, como compatriota, fustigaba a los que capitulaban. «¿Sabe qué es lo que
temen? La victoria. Porque de conseguirla tendremos que luchar contra los
alemanes junto a vosotros. El otro día un diputado me dijo: “Los militares han
perdido el juicio, presionan para que se oponga resistencia, ¿no comprenden
que eso levantará el ánimo de los comunistas?”. Le respondí: “No se trata de
la composición del gabinete, sino del destino de Francia”. “¿Y qué quiere?
Hemos degenerado. Necesitamos a Clemenceau y tenemos a Daladier, que es
un Tartarín sin imaginación. Recuerdo que hace dos años levantaba el puño y
abrazaba a Thorez. Ya lo verá: mañana levantará el brazo para hacer el saludo
nazi y abrazará a Hitler”».
En Œuvre leí un artículo de Giono. Decía que «un cobarde vivo es mejor
que un héroe muerto».
Yo quería volver cuanto antes a Barcelona. Pero, al salir a la calle, a la
mañana siguiente, me topé con unos carteles que llamaban a la movilización
parcial. Daladier había anunciado que Francia cumpliría con sus obligaciones
y defendería a Checoslovaquia. (Cuando Franco se sublevó, Blum también
dijo que Francia ayudaría a la República española. Decía Talleyrand que no
se debe seguir el primer impulso, pues acostumbra a ser generoso y, por
consiguiente, estúpido. No quiero, por supuesto, comparar a Talleyrand con
Daladier, un provinciano confuso y miope que se había encontrado en el poder
por casualidad).
Los movilizados se encaminaban a las estaciones de tren. Apretaban los
puños y cantaban La Internacional. Los viandantes se detenían en las esquinas
y empezaban las discusiones. Uno gritaba: «¿Qué tenemos que ver nosotros
con los checos? ¡Que los bolcheviques defiendan a Beneš!». Otro le llamó
«fascista». Intervino la policía con cierta apatía: «¡Circulen, por favor,
circulen!». Estaban desconcertados, no sabían a quién pegar.
En París se declaró en huelga el sindicato de constructores. El 25 de
septiembre interrumpieron la huelga, alegando que no querían perjudicar la
defensa de Francia. Se distribuyó arena para detener las bombas incendiarias.
Las carreteras del sur estaban atestadas de coches. Los burgueses se
marchaban. La palabra guerra se oía en todas partes… Se requisaron los
autobuses, las mujeres tomaban cursos de primeros auxilios y algunas tiendas
cerraron. Por las noches París se sumía en la oscuridad y, por un momento,
tuve la impresión de que caminaba por las calles de Barcelona.
El 30 de septiembre proclamaron el acuerdo de Múnich. Volvieron a
brillar las luces de la ciudad y el francés medio perdió la cabeza como si
hubiera obtenido una victoria. En los grandes bulevares, en aquella brumosa
noche, la multitud estaba exultante. No fue un espectáculo agradable. La gente
se felicitaba. Las autoridades de la ciudad decidieron bautizar una calle con el
nombre «30 de septiembre».
Esa noche cené con Puterman en La Coupole de Montparnasse. Ya he
contado que mi amigo Puterman dirigía el semanario de la izquierda Lu. Había
nacido en Berasabia, veneraba a Pushkin, coleccionaba libros raros, pero no
tenía corazón de bibliófilo. Al contrario, era cálido y apasionado. Estábamos
estupefactos por lo sucedido. En las mesas vecinas los franceses bebían
champán y se atracaban de comida. De pronto, uno de ellos notó que sus
brindis, sus risotadas y su jovialidad carnavalesca nos indignaban y nos
preguntó: «¿Os molestamos, quizá?». Puterman respondió: «Sí, señor. Soy
checoslovaco». Se calmaron un poco, pero unos minutos después volvieron a
su triunfal jolgorio.
Vi cómo pasaba Daladier en su coche por los Campos Elíseos. La gente
arrojaba flores a su paso. Él sonreía. En el Parlamento, los socialistas, que la
víspera habían condenado el Pacto de Munich, votaron a favor del gobierno.
Blum escribió: «Tengo el corazón dividido entre la vergüenza y el sentimiento
de alivio». En un cine del boulevard des Capucines vi cuatro banderas entre
las cuales figuraba la alemana con la esvástica. Los periódicos abrieron una
colecta para ofrecer un regalo a Chamberlain, el pacificador. En la ciudad
alsaciana de Colmar, rebautizaron cuatro calles y a una la llamaron «Adolf
Hitler».
Y. Z. Súrits me dijo que Daladier era un blandengue, que Bonnet
representaba a los partidarios de la capitulación y que Mandel había
protestado enérgicamente, pero en el último momento se echó atrás.
Terminé mi artículo de turno con las siguientes palabras: «En los Campos
Elíseos, los capitalistas felicitan a monsieur Daladier. Es posible que no
tardemos en ver las divisiones de Hitler marchando hacia el Arco de Triunfo».
En la redacción censuraron la última frase. Me dijeron que había que esperar,
que vendría el despertar después de la borrachera. Me pidieron que informara
con frecuencia y en detalle de los acontecimientos.
El 11 de octubre Izvestia contrató a un nuevo corresponsal, Paul Jocelyn.
El pseudónimo lo escogí al azar, sin pensar en absoluto en el personaje de
Lamartin. Así, mientras Ehrenburg enviaba artículos largos, Paul Jocelyn
enviaba a diario notas breves.
En octubre viajé a Alsacia. Los fascistas alsacianos, alentados por
Múnich, comenzaban a hablar de unirse al Reich. Apenas tuve tiempo de pisar
Estrasburgo cuando apareció ante mí un agente de la Prefectura. El prefecto
me preguntó si tenía intención de interceder para que Alsacia se separara de
Francia como había dicho el corresponsal del Daily Express. Me eché a reír y
le expliqué que la posición de la Unión Soviética con respecto al separatismo
nada tenía que ver con la de lord Beaverbrook. Se alegró y me dijo que un
policía de alto rango me ayudaría a recopilar información sobre la actividad
de los «autonomistas» (pues así era como denominaban al partido a favor de
Hitler).
El agente de policía resultó ser todo un hallazgo. En primer lugar, odiaba a
los alemanes y, en segundo, también a los autonomistas, que lo habían
insultado pública y personalmente: en un periódico lo llamaron «cornudo».
Me enseñó unos documentos sumamente interesantes, así como la lista de
miembros de una organización clandestina e incluso los brazaletes que los
conspiradores utilizarían para reconocerse cuando pasaran a la acción. Me
dijo que nada de eso era desconocido para el gobierno, pero que el ministro
Chautemps había decidido guardar silencio sobre el asunto por temor a la
represalia de Hitler. Vi a personalidades políticas en Estrasburgo y en la
ciudad obrera de Mulhouse.
Mis artículos no pasaban inadvertidos. Eran citados por los periódicos
que se oponían a los capitulantes (incluso el gobierno llegó a interesarse por
ellos). Supe luego que Chautemps había considerado la posibilidad de
expulsarme de Francia, pero Mandel se había opuesto, razón por la cual se me
permitió quedarme.
Entre mis papeles he encontrado un mensaje telefónico que envié a la
sección internacional de Izvestia. «Por favor, llame el 25 de octubre por la
tarde, hora de Moscú, para la confirmación. Cablearé por separado breves
entrevistas a políticos alsacianos. Salida a Marsella el 25 por la noche».
En Marsella se celebró el congreso del Partido Radical, al cual
pertenecían tanto Daladier como la mayoría de los ministros. Los recuerdos
que tenía de dicho partido estaban anclados en el pasado, cuando representaba
a la pequeña burguesía, al campesinado de las provincias del sur, a los
intelectuales librepensadores, cuando insistía en conservar puras sus
tradiciones jacobinas. Pero, en Marsella, a los jacobinos ni siquiera se les
mencionó. Por otro lado, el ambiente se caldeó en cuanto alguien nombró la
«amenaza comunista», pese a que el Frente Popular existía oficialmente. Los
oradores cargaron contra los trabajadores, a los que calificaron de gamberros
y vagos, y ensalzaron a Daladier, a quien consideraban un hombre de paz. Es
cierto que algunos radicales —por ejemplo, Pierre Cot y Bossoutroux—
desaprobaban la política de Daladier. Pero comprendí que pronto los
expulsarían del partido, si no se iban antes por propia voluntad.
Mantuve una conversación con Édouard Herriot. Estaba deprimido, no se
decidía a cortar la relación con Daladier. En su discurso dijo que la Unión
Soviética estaba preparada para cumplir con sus obligaciones, que Francia
había perdido a sus aliados y que la amenaza de la guerra era cada vez mayor.
Luego me dijo a modo de queja las siguientes palabras: «Los franceses han
perdido la cabeza. Hemos olvidado que somos una gran potencia. No sé cómo
acabará todo esto».
Durante el congreso se produjo un gran incendio en el hotel donde se
alojaban los delegados. Resultó que los bomberos tenían pocas escaleras.
Herriot, fuera de sí, gritaba: «¿Es que tengo que llamar a los bomberos de
Lyon?». El espectáculo parecía una especie de ensayo general de la catástrofe
que se avecinaba.
Poco después, en Nantes, se celebró otro congreso: la Confederación
Universal del Trabajo. Allí también fueron los dos amigos inseparables:
Ehrenburg y Jocelyn. Los comunistas llamaron a la lucha, pero también en
Nantes había personas a favor de la capitulación. «Francia sólo se salvará si
acepta su papel de potencia de segundo orden», dijo uno de ellos.
Todo se enredaba. Una niebla espesa se cernía sobre las ciudades y la
conciencia. El periódico Œuvre aseguraba que siempre había defendido la
paz, desde el momento en que había publicado Le feu de Barbusse, que nunca
había cambiado de posición y que para evitar la guerra debían hacerse nuevas
concesiones a Hitler y Mussolini. Había incluso algunos exponentes de la
izquierda que, protestando contra la disolución del POUM en España, exigían
la prohibición del Partido Comunista en Francia. El escritor Céline invitaba a
unirse con Hitler en la guerra sagrada contra los «hebreos y los calmucos» (y,
desde luego, cuando decía «calmucos» se refería a los rusos).
Me invitaron a la Sûreté. Un funcionario me pidió con amabilidad si no
había notado que me estaban siguiendo. Respondí que a veces me parecía que
me seguía un policía, pero que me había acostumbrado y ya no hacía caso. El
funcionario me dijo que quienes me seguían eran terroristas de extrema
derecha. Me enseñó medio centenar de fotografías y me pidió que identificara
a las personas que me seguían. Sonreí, pues no podía identificar a ninguno, y
no por temor. «Se equivoca en estar tan tranquilo. Sabemos que la
organización, responsable del asesinato de los hermanos Rosselli, está
decidida a liquidarle». Le agradecí su interés y me fui. Por alguna razón, me
parecía que nadie iba a dispararme, sino que más bien la Sûreté pretendía
asustarme para que me fuera de Francia. Mi trabajo en el periódico, mis
encuentros con políticos, mis escritos polémicos junto con la enorme cantidad
de información que enviaba a Rusia Paul Jocelyn no podían gustar a los
mandamases de Francia de aquella época. Sin embargo, hace poco encontré
entre viejos recortes de periódico un informe del proceso que se celebró en
París en 1947. Juzgaron a los terroristas que mataron a los hermanos Rosselli,
italianos antifascistas. Uno de los acusados explicó al tribunal que a él le
encargaron seguirme. He de reconocer que dudé en vano de la Sûreté: aunque
no suele pasar, los guardias realmente trataron de protegerme.
Todo iba sobre ruedas. El gobierno publicó unos decretos extraordinarios
en contra de los obreros. Se convocó la huelga general para el 30 de
noviembre. El gobierno decidió enviar tropas para desalojar a los huelguistas.
Los conductores de autobús que se negaron a trabajar fueron encarcelados. La
huelga fracasó. Daladier podía brindar por una nueva victoria, esta vez sobre
los obreros. Las palabras Frente Popular desaparecieron del todo.
En Alemania seguían llevándose a cabo pogromos judíos a gran escala.
Los desdichados trataban de cruzar la frontera para buscar refugio en Francia,
pero, una vez allí, los guardias fronterizos los atrapaban y, cumpliendo con las
órdenes llegadas de París, se los entregaban a los alemanes.
A principios de diciembre volvieron de España los miembros franceses de
las Brigadas Internacionales. Fueron recibidos por los trabajadores. El
encuentro fue conmovedor e infinitamente triste. Mientras las Brigadas
Internacionales luchaban en Guadalajara y Jarama, el fascismo se había colado
furtivamente en su casa, por la puerta trasera.
En Francia, la guerra civil había comenzado en 1934. Era una guerra
secreta, sin armas, pero con ataques y contraataques, con víctimas y odio
mutuo. Munich no había sido un hecho casual ni un error de cálculo: la
burguesía estaba lista para sacrificar a quien fuera con tal de conseguir
beneficiarse de los trabajadores. Y los trabajadores, enfurecidos por la
traición, guardaban un silencio lúgubre.
Recuerdo bien el otoño de 1938. Aparentemente, la vida continuaba como
siempre: la gente trabajaba, bebía aperitivos, jugaba a las cartas, bailaba.
Pero detrás de todo ello había amargura, inquietud, confusión. No podía mirar
con ojos de extranjero lo que ocurría alrededor, pues conocía Francia, la
quería y veía que se dirigía a la ruina como una sonámbula, con los ojos
abiertos pero ciegos, con sus cancioncillas sentimentales, los crisantemos, la
comida refinada, los chismes… A finales de noviembre escribí un artículo que
titulé «La tristeza de Francia»: «No hablo de la miseria y ni siquiera de la
pena, sino de la inmensa tristeza que se ha apoderado de esta tierra: Munich ha
quebrado a Francia».
Entretanto, Paul Jocelyn informaba con regularidad de que Jules Romains,
después de haber comido con Ribbentrop, creía en una futura alianza franco-
alemana y que los fabricantes de armamento subvencionaban la propaganda
pacifista del sindicato de los maestros.
El 5 de diciembre escribía a Moscú: «Quiero liberarme de este Jocelyn,
pues eclipsa la vida de Ehrenburg. Estoy cansado, no tengo ni un minuto libre.
Espero que redacción lo comprenda».
Empezaba el invierno. Las calles olían a castañas asadas y los amantes
caminaban apretados para combatir el frío.
Algunos días después me las apañé para irme a Barcelona. Sin haber
tenido tiempo siquiera de mirar alrededor, gritaba ya al teléfono: «¡La
ofensiva enemiga se ha lanzado en todo el frente, desde Tremp hasta el Ebro!».
Allí, los hombres aún combatían.
33

Poco después de llegar a Barcelona, creo que fue por Año Nuevo, fui a ver al
poeta Antonio Machado y le llevé café y cigarrillos de Francia. Vivía a las
afueras de la ciudad, con su anciana madre, en una casa pequeña y fría. En
verano le había visitado bastante a menudo. Machado tenía mal aspecto,
estaba encorvado. Se afeitaba poco y eso lo avejentaba. Tenía sesenta y tres
años y le costaba caminar. Sólo sus ojos eran brillantes y vivos. Conservo una
nota de este último encuentro: «Machado me ha leído fragmentos de las coplas
de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es
el morir”. Luego me ha hablado de la muerte: “Todo está en el ‘cómo’. Hay
que reír bien, escribir versos bien, vivir bien y morir bien”. Ha sonreído de
modo infantil y ha añadido: “Si un actor encarna un papel, fácilmente puede
abandonar la escena”».
La muerte de Machado fue patética, aunque era el más modesto de los
poetas que he conocido en mi vida. Cuando los fascistas se aproximaron a
Barcelona, tomó consigo a su madre y echaron a andar por las espantosas
carreteras de la franja fronteriza. Machado vivió en el exilio únicamente tres
semanas. Murió en el pueblo de Collioure, desde donde se ven las montañas
de España. Su madre le sobrevivió sólo dos días. Machado no podía vivir
más. Ahora es reconocido por todos como el mayor poeta español de nuestro
siglo. Los jóvenes poetas españoles le dedican poemas a su memoria. Está por
encima de las discusiones y de los acontecimientos, y si hablo de él es porque
para mí su imagen es inseparable de aquellos trágicos días en que España
abandonó a España.
Lo había conocido en Madrid, en abril de 1936. Recuerdo con qué
admiración escuchaban sus versos Rafael Alberti, Neruda y una decena de
jóvenes escritores. Ya he dicho que era asombrosamente modesto, pero me
quedo corto. Chéjov se avergonzaba cuando Bunin lo llamaba poeta,
protestaba y trataba de demostrar que él escribía toscamente sobre una vida
tosca. Por su calidad humana, Machado recordaba en algo a Antón Pávlovich.
En cierta ocasión me dijo: «Tal vez yo no sea ni poeta. Quevedo era poeta,
Ronsard, Verlaine, Rubén Darío… Amo la poesía, eso es cierto». No era
coquetería ni pose. A los sesenta años le desconcertaba oír declaraciones de
entusiasmo. Y era bueno, como Chéjov, indulgente con las debilidades ajenas,
se esforzaba en justificar a los críticos furibundos, ultrajados por el destino, o
a los nefastos grafómanos. En todo encontraba un granito de bondad o de
belleza. Su poesía es ante todo humana.
Me leía estrofas de Jorge Manrique. Es difícil encontrar a un poeta
español que no haya escrito sobre la muerte. En verano de 1938 hablamos en
Barcelona sobre la situación en el frente y sobre la actitud de Francia.
Machado dijo: «Se equivocan en el extranjero pensando que los españoles son
fatalistas y que se enfrentan a la muerte con resignación. No, saben luchar
contra la muerte».
En los últimos años de su vida vi cómo luchaba contra la muerte. No se
dejaba abatir ni por los bombardeos ni por la vida en refugios provisionales.
No quería dejar Madrid. Lo trasladaron a Valencia, como los cuadros del
Museo del Prado. Escribió en Madrid, Valencia, Barcelona. Componía
maravillosos sonetos, y casi cada día redactaba artículos para los periódicos
del frente.
No obstante, volvía a la idea de la muerte una y otra vez, incansable, y en
eso, como en muchas otras cosas, continuaba siendo un español. Escribía
sonetos, elegías, versos libres y versos con rima. Le gustaba la poesía
aforística: los breves cuartetos filosóficos. Pero la mayoría de las veces los
hacía sin rima. Conforme a la tradición del romancero, las últimas palabras de
los versos segundo y cuarto tienen la misma vocal acentuada, lo cual da lugar
a ecos más refinados e imperceptibles que nuestras lejanas asonancias.
«¿Dices que nada se pierde? | Si esta copa de cristal | se me rompe, nunca en
ella | beberé, nunca jamás. || Dices que nada se pierde | y acaso dices verdad, |
pero todo lo perdemos | y todo nos perderá. || Todo pasa y todo queda, | pero lo
nuestro es pasar, | pasar haciendo caminos, | caminos sobre la mar».
Recuerdo a menudo otros cuartetos suyos: «Mirando mi calavera | un
nuevo Hamlet dirá: | “He aquí un lindo fósil de una | careta de carnaval”».
«Cuatro cosas tiene el hombre | que no sirven en la mar: | ancla, governalle y
remos, | y miedo de naufragar». «Todo hombre tiene dos | batallas que pelear: |
en sueños lucha con Dios; | y despierto con el mar». «Nuestras horas son
minutos | cuando esperamos saber, | y siglos cuando sabemos | lo que se puede
aprender». «Bueno es saber que los vasos | nos sirven para beber: | lo malo es
que no sabemos | para qué sirve la sed».
Rubén Darío escribía sobre Machado: «Fuera pastor de mil leones y de
corderos a la vez». En la poesía de Machado conviven de modo insólito el
ajenjo de la estepa y la dulzura del verano, la sabiduría y la sencillez. Es la
visión de los miserables pueblos de Soria, de las piedras de Castilla, de las
desgracias humanas, del valor, de la esperanza, y su camino siempre va «paso
a paso», camino que sube a la montaña o que desciende, el difícil camino de
España, del hombre.
Machado vivió su vida «un paso tras otro», con la gente o en soledad.
Nunca estuvo sobre el escenario (aunque escribió con su hermano varias obras
de teatro), vivió en el «gallinero» de la vida. Fue profesor, primero de lengua
francesa, después de literatura española. Vivió en ciudades de provincia, en
Soria, en Baeza, en Segovia. En la primavera de 1937, cuando volví de un
viaje al frente del sur, decidí visitar a Machado, que entonces vivía cerca de
Valencia. Me preguntó sobre los fascistas encerrados en La Virgen de la
Cabeza y luego si me gustaba La Mancha. Apunté algunas de sus frases: «El
paisaje francés es suave. Dios lo pintó en sus años de madurez, tal vez incluso
en la vejez, todo está bien pensado, todo tiene un sentido de la medida. Un
poco más o un poco menos y todo habría saltado por los aires. Pero Dios pintó
España de joven, sin reflexionar en los colores, sin saber siquiera cuántas
piedras amontonar unas sobre otras. Me gusta La estepa de Chéjov. Por alguna
razón, me parece que los rusos pueden comprender el paisaje español… La
Mancha (todos conocen esta palabra) es Don Quijote. Pero ¿por qué muchos
no entienden que Aldonza es Dulcinea? En cada chica sana y fuerte cada
español ve un sueño y está firmemente convencido de que Dulcinea sabe
llevar su casa, cotillear y planchar las camisas. Turguéniev, cuando escribía
sobre Hamlet y don Quijote, no entendía que Aldonza y Dulcinea eran la
misma persona. Quizá porque todas sus heroínas son criaturas puras y
celestiales o bien mujeres depredadoras. Don Quijote y Sancho Panza no son
opuestos, sino dos expresiones de una misma persona. Aquí no hay escisión,
pero la unidad es más difícil que cualquier contraposición. Así es La Mancha
y también toda España».
He citado, en traducción literal, las sentencias poéticas de don Quijote-
Sancho Panza. No me decido a traducir los versos, dulces e irónicos,
compuestos por Antonio Machado para Aldonza-Dulcinea: están tan
vinculados a la música que basta un cambio fónico para que el encanto se
rompa. Esto emparenta a Machado con el Blok de Las horas nocturnas. Sí, él
ha sido para España lo que Blok ha sido para Rusia.
«Un paso después de otro»… Su comportamiento durante los años de
guerra estaba predeterminado por toda su vida, no hubo ni milagro ni
iluminación súbita, ni cambio brusco, sino únicamente fidelidad a sí mismo, a
España, al siglo. Mucha gente, incluso quienes han estudiado lenguas
extranjeras, no comprende el lenguaje del arte. En la Enciclopedia literaria,
un crítico escribió: «Machado es el típico representante de aquella parte de la
intelectualidad pequeñoburguesa que, ante el capitalismo lanzado a la
ofensiva, se esforzó en evadirse en el mundo de la introspección e intentó
encontrar la solución a las contradicciones de nuestro tiempo en el humanismo
pequeñoburgués». Esto fue escrito en 1935. Pero en 1954 otro crítico escribió
en la Gran Enciclopedia Soviética: «El poemario Campos de Castilla (1912)
está impregnado de amor por la tierra natal y de amargas reflexiones sobre el
destino del pueblo español. […] En Nuevas canciones (1924) el poeta ataca
el arte burgués reaccionario». ¿Había cambiado Machado? No, ambos críticos
escriben sobre libros que se publicaron en los años 1912 y 1924. ¿Acaso
habían cambiado los hábitos de la crítica? En absoluto. Simplemente los años
de la guerra ayudaron a las personas, capaces de comprender las noticias de
los periódicos pero no la poesía, a establecer la etiqueta que le correspondía a
Machado.
Es triste ver que se necesitan los bombardeos o los campos de
concentración para que los poetas obtengan derecho a vivir…
He perdido muchas cosas en mi vida, pero he podido conservar los libros
de Machado con sus anotaciones en los márgenes. Los saqué de España y
luego del París ocupado por los alemanes. A veces observo la caligrafía, y la
fotografía de Machado (que le hice en Barcelona), y el hombre se funde con
los versos: «¿Eres la sed o el agua en mi camino? | Dime, virgen esquiva y
compañera».
Machado combatió junto con el pueblo. Recuerdo que, en el Ebro, el
comandante de división Tagüeña leyó a sus soldados un saludo enviado por
Machado y su voz temblaba de emoción: «La España del Cid, la España de
1808, ha reconocido en vosotros a sus hijos». Cuando nos separamos, el poeta
me dijo: «Tal vez, después de todo, nunca hayamos aprendido a combatir.
Además, no tenemos suficiente material… Pero no hay que juzgar a los
españoles con demasiada severidad. Es el fin. Cualquier día de éstos se
apoderarán de Barcelona. Para los estrategas, los políticos y los historiadores
todo está claro: habremos perdido la guerra… Pero desde el punto de vista
humano no lo sé… Quizá la hayamos ganado». Me acompañó hasta la
puertecilla del jardín. Me volví y le vi triste, encorvado, viejo como España,
aquel hombre sabio, aquel poeta tierno. Vi sus ojos profundos, que no
respondían pero preguntaban. Dios sabe qué. Le vi por última vez… Aulló una
sirena. Empezaba el bombardeo de turno.
34

Del 28 de enero al 5 de febrero de 1939 viví la última semana en Cataluña y


el fin de la guerra. ¿Cómo se puede describir aquello? Hemos vivido tantas
cosas desde entonces, hemos vivido tanto… Pero, con todo, en mi memoria
perduran esos días. Las heridas no han cicatrizado.
Llegué a Gerona el 28 de enero. Antes era una pequeña ciudad antigua de
callejuelas pintorescas con arcadas, jardines y viejas murallas de piedra.
Pero, ahora, la ciudad al completo gritaba. No gritaba un solo hombre ni cien,
gritaba la ciudad entera. Antes Gerona tenía treinta mil habitantes. Ahora,
cuatrocientos mil. Personas con costales y cestas que se echaban a dormir en
las calles y en las plazas. Los aviones fascistas bombardeaban y ametrallaban
incesantemente y a los republicanos ya no les quedaban aviones de combate ni
baterías antiaéreas. Parecía que no existiera otra cosa que gritos, sangre y
palas en el cementerio: cavaban fosas comunes.
El 30 de enero el jefe de división, un español alto y huesudo, dijo: «No
quedan palas. Tenemos que cavar, pero no tenemos palas». Los caminos
estaban inundados por un alud de fugitivos y los habitantes de la ciudad
intentaban marcharse. Uno cargaba con una butaca. Un hombre barbudo, con
aspecto de profesor, llevaba un carro lleno de libros enormes, atados con una
cuerda gruesa. Los campesinos azuzaban a sus ovejas y cabras. Las niñas
llevaban sus muñecas. Toda la población se marchaba. Ahora ya nadie
escribía en las paredes que no querían vivir con los fascistas. No era momento
para las palabras. Además, no sé si los que partían pensaban en la vida.
Avanzaban sin eslóganes, sin esperanzas, quizá sin pensamientos.
Algunas unidades continuaron luchando, conteniendo al enemigo. La
pequeña ciudad de Figueras, situada a veinte kilómetros de la frontera
francesa, pasó a ser por poco tiempo la capital de la República española. En
una vieja herrería me encontré con un periodista conocido: habían instalado
allí la redacción y la imprenta de un periódico barcelonés. Estaban
preparando un nuevo número. Un hombre con la cabeza vendada dictaba en la
penumbra: «Se ha repelido con éxito el ataque del enemigo, superior en
número».
Busqué a Sávich, pero no pude encontrarlo. Cuando estaba en la plaza
principal, abarrotada de gente, empezó el bombardeo. Luego los aviones
italianos, a vuelo rasante, ametrallaron a los refugiados. El jefe del Estado
Mayor me dijo: «Tengo que dar parte, pero ni siquiera tenemos máquina de
escribir». Circulaban unos rumores siniestros. Se decía que los italianos
habían desembarcado en Portbou y cortado el paso entre Figueras y Francia.
Los franceses no dejaban que nadie cruzara la frontera, ni siquiera las mujeres.
En un café vendaban a los heridos.
«Creo que los rusos están allí», me dijo un jefe militar señalando el
edificio de una escuela. Pero allí sólo vi a Negrín, Álvarez del Vayo y otros
ministros. Estaban sentados en taburetes alrededor de una mesa larga, cubierta
de mapas y carpetas. Negrín dijo: «Debemos ganar tiempo para evacuar a la
población a Francia. Cuando lo hayamos conseguido, viajaremos a Madrid».
Uno de los ministros argumentaba que lo más importante era evacuar al
ejército y sacar el material de guerra: a través de Marsella se podía trasladar
el armamento y a los soldados a Valencia y, desde allí, junto con las unidades
del frente central, pasar a la ofensiva. No todas las ilusiones estaban
perdidas…
Me dijeron que mis camaradas soviéticos estaban acantonados en un
pueblo a ocho kilómetros de la ciudad. Me llevó tres horas llegar hasta allí.
Las noches eran frías y, para entrar en calor, los refugiados hacían hogueras
con los trastos viejos que habían arrastrado por los caminos. Los bombardeos
no cesaban.
Entré en la casa de un campesino y me invadió la alegría: ardía una
enorme chimenea. Ante ella estaban Sávich y Kótov. Sávich me contó que, por
alguna razón, se habían llevado la biblioteca de la embajada en un camión y
que había que quemarla: no iban a dejar los libros rusos a los fascistas. A mí
no me inspiraba confianza aquel hombre que en España era conocido con el
nombre de Kótov. No era diplomático ni soldado. Echaba los libros al fuego
con evidente satisfacción, diciendo: «¿Quién es éste? ¡Kaverin! ¡Al fuego!
¿Olga Forsh? No la conozco. Por lo demás, ahí estará más caliente». Quien me
impresionó fue Sávich. Era un bibliófilo auténtico. Cuando venía a verme,
olvidaba los modales y se ponía a hojear los libros sobre la mesa, ni siquiera
escuchaba la conversación. Pero ahora parecía haberse contagiado y arrojaba
con entusiasmo los libros a la chimenea. Kótov me dijo: «Hmmmm… El
segundo día… Habrá que cederle al autor el derecho a la cremación». Arrojé
el libro a las llamas.
Unos funcionarios de la embajada me dijeron que, en la prisa por evacuar
Barcelona, habían olvidado quitar el escudo y la bandera del edificio. Al
darse cuenta le preguntaron a Sávich si se veía capaz de volver para quitarlos.
Sávich regresó a Barcelona, donde había tiroteos en las calles, y junto con su
chófer, el valeroso Pepe, se encaramó al tejado de la embajada para recuperar
tanto la bandera como el escudo. (Sávich era un hombre extraño: con toda
tranquilidad había vuelto a Barcelona en el mismo momento en que irrumpían
los fascistas, escribía comunicados para la TASS bajo las bombas, junto con
Kótov quemaba libros, bromeaba, y en cambio en París, una semana después,
estaba muerto de miedo: no tenía permiso policial y se pasó la noche
escondido en casa de Dusia. Ni siquiera ella, con su alegría natural, fue capaz
de hacerle sonreír. Me enseñó un telegrama procedente de una pequeña
población fronteriza de Francia: «El coche está a su disposición, Pepe», y río
con amargura. Aunque, tal vez, no tenga nada de sorprendente: todos los
hombres somos iguales).
Nos dijeron que el primero de febrero se reunirían en Figueras las Cortes.
Sávich y yo pasamos un buen rato buscando la entrada al sótano del viejo
castillo. Los italianos bombardeaban la ciudad sin descanso. En la entrada al
castillo se apostaba un centinela con guantes blancos. Un viejecito sacó, no sé
de dónde, una alfombra raída y cubrió con ella la escalera que conducía al
sótano. «No es cómodo —dijo—, pero, después de todo, son las Cortes». Se
asignaron unos bancos para el cuerpo diplomático y los periodistas. A petición
del encargado, me senté en un banco destinado a los diplomáticos, para que no
quedara vacío. Más tarde se sentó conmigo un miembro de nuestra embajada.
Negrín estaba sin afeitar, con los ojos hinchados por las noches de insomnio.
Dijo que Inglaterra y Francia habían traicionado a la República, que habían
sometido Cataluña al bloqueo. Los franceses impedían el paso de los heridos
graves. Dijo también la siguiente frase: «Francia se arrepentirá de lo que ha
hecho». Aprobaron una proclama dirigida al pueblo: la lucha continuaba.
Votaron nominalmente, los diputados se levantaban uno tras otro y respondían
solemnemente «Sí». Uno de ellos llevaba un vendaje improvisado en el brazo
y la sangre se filtraba por la gasa.
Por la noche fui a la ciudad francesa de Perpiñán a transmitir la sesión de
las Cortes para Izvestia, y por la mañana volví a España.
Los fugitivos no podían avanzar por las carreteras, se desbordaban como
los ríos en primavera y llenaban todos los salientes rocosos. Cerca de
Puigcerdà había tanta nieve que los niños se hundían en ella. Junto al paso de
Ares vi a unas ancianas que se arrastraban por unas rocas cubiertas de hielo.
Los campesinos sacrificaban las ovejas, las asaban allí mismo y daban de
comer a los soldados. Una mujer dio a luz en pleno campo. Buscamos a gritos
ayuda médica. Apareció un anciano, un otorrino, que asistió a la mujer. Luego,
calentándose frente a la hoguera, dijo: «Ha tenido suerte este niño, un poco
más y no habría nacido en suelo español». El médico que pronunció estas
palabras no parecía ni mucho menos un héroe. Llevaba una blusa verde de
mujer y alargaba hacia el fuego sus dedos hinchados por el reuma.
Vi a Álvarez del Vayo en la cabaña de un pastor. Alguien le llevó un café
claro en una escudilla. Su mirada era tan triste que tuve que volverme. Él, sin
dejarse abatir, me contó que habían enviado un camión cargado de pan a los
soldados, me habló de la descarga de artillería y de la evacuación de los
heridos. (Es un hombre de gran fe. Cada dos o tres años me encuentro con él
en París, Moscú o Ginebra y siempre me acuerdo de aquel día de febrero, los
ojos trágicos y la voz pausada y calma de aquel ministro de Asuntos
Exteriores refugiado en una cabaña).
Tres días después Sávich y yo estábamos de pie sobre una roca, en algún
lugar cerca de la frontera. Pasaba frente a nosotros una interminable
muchedumbre de refugiados. Los asnos rebuznaban. Lloraban los niños. Pasó
una compañía de soldados, uno de los cuales, no sé por qué, tocaba la corneta.
Bombardeaban. Un campesino cogió un puñado de tierra y lo envolvió en un
gran pañuelo rojo.
Más tarde escribí un poema que refería muchos de los detalles
mencionados en este capítulo, pero también otro plano, el de la angustia que
sólo se puede expresar en verso: «En la húmeda noche los vientos afilaban las
rocas. España, arrastrando las armas, avanzaba penosamente hacia el norte. Y
hasta el alba chillaban las cornetas enloquecidas. Los soldados sacaron los
cañones de combate. Los campesinos azuzaban al aturdido ganado. Los niños
cargaban con sus juguetes y la boca de la muñeca se retorcía en una mueca.
Las mujeres daban a luz en el campo, envolvían a sus bebés y seguían la
marcha para morir de pie. Ardían aún las hogueras, antes de la separación. El
bronce de las trompetas todavía no había enmudecido. ¿Qué puede ser más
triste y maravilloso que una mano apretando un puñado de tierra? Aquella
noche, las canciones se liberaron de las palabras y los pueblos se movieron de
sitio, como si fueran barcos».
En los puestos fronterizos, los franceses no sólo apostaron gendarmes, sino
militares, al principio senegaleses, luego batallones franceses. Registraron a
los españoles que deponían las armas. También registraron a muchos de los
refugiados. En Le Perthus vi que algunas madres eran separadas de sus hijos
por error. Gritaban y se negaban a seguir, pero las empujaban.
Yo tenía un pase policial, un carnet de periodista expedido por la
Prefectura de París. En la ciudad me había servido de poco, pero allí resultó
milagroso: me dejaban pasar libremente de España a Francia y viceversa.
Tenía que salvar a muchos compañeros que corrían el riesgo de acabar
internados en campos de prisioneros: periodistas, señoras de la limpieza de la
embajada, conductores, un joven poeta y varios miembros de las Brigadas
Internacionales. Durante varios días no me ocupé de otra cosa. Algunos ni
siquiera tenía tiempo de enviar telegramas a mi periódico. Prefería llamar a
París, donde se suponía que estaba Paul Jocelyn.
Conocí a personas maravillosas. Por ejemplo, un maestro de un pueblo
fronterizo llamado Prats de Molló, que se pasaba el día y la noche repartiendo
sopa caliente y pan a los refugiados en un paso de montaña. Cientos de
personas le llevaban provisiones. Conocí también a un mecánico de Arles-sur-
Tech, propietario de un pequeño garaje que, sin tomarse un descanso, llevaba
en su coche destartalado, desde el paso de Ares a la ciudad, a refugiados
exhaustos y congelados. Los gendarmes del paso eran afables, y aquel
mecánico me ayudó a que cruzaran la frontera muchos camaradas. Lamento no
recordar su nombre.
El 6 de febrero pisé suelo español por última vez. Estuve en el pueblo de
Camprodon. Alrededor todavía se libraban combates.
El gobierno francés había mandado ejecutar órdenes inhumanas, pero
sobre el terreno cada uno actuaba a su manera. Cada día era testigo de gestos
de solidaridad, bondad y compasión, aunque también de palmaria bajeza. En
el pueblo de Le Boulou busqué a una campesina y a sus hijos, a quienes debía
entregar una carta y dinero de parte del marido. El alcalde, gordinflón, con el
rostro impasible y embrutecido, me respondió: «Aquí hay muchas como
ésas…». Y el policía gritó: «No es asunto suyo. ¡Lárguese de aquí cuanto
antes!». Le recordé los sentimientos humanos, a lo que me respondió que a él
le traían sin cuidado. En las pequeñas ciudades de Saint-Laurent de Cerdans,
Prats de Molló y Arles-sur-Tech, los lugareños daban de comer a los
refugiados y los escondían de la policía. Algunos convoyes fueron enviados a
Lyon, y el alcalde de la ciudad, Édouard Herriot, a pie de estación, se
encargaba de recibir personalmente a los españoles, ayudaba a distribuir
comida y los repartía en cuarteles y escuelas. Pero muchos periódicos
franceses no se cansaban de proclamar que Francia debía «protegerse de los
españoles anarquistas, comunistas, asesinos y violadores».
En Perpiñán, durante el verano, me hice amigo del propietario de un sucio
y viejo hotel. Solía alojarme allí y llevé a mis camaradas. Como todas las
habitaciones estaban ocupadas, la gente dormía en el comedor, en la oficina de
recepción y donde podía. El propietario no informaba a la policía de la
llegada de nuevos huéspedes, de modo que no detenían a nadie. En la ciudad,
por el contrario, se llevaba a cabo una cacería. Las mujeres españolas, que
nunca habían cubierto sus cabezas, compraban elegantes sombreritos de moda,
se empolvaban y se daban colorete para ocultar su pena y hacerse pasar por
francesas. En Banyuls unos pescadores molieron a palos al reportero de un
periódico de derechas que se había burlado de los vencidos. Sí, había
franceses de todo tipo. Uno no puede condenarlos ni justificarlos.
Las autoridades francesas internaron a los españoles en campos de
concentración en Argelés-sur-Mer y Saint-Cyprien. Les daban una hogaza de
pan para seis personas y agua podrida, se mofaban de ellos. Mientras tanto, en
París, a Ribbentrop le rendían homenaje… Por lo demás, al hablar de esos
tiempos es mejor no acordarse de la justicia ni de Ribbentrop. ¿Había alguien
entonces que no lo abrazara?
Me entregaron una carta del poeta Herrera Petere, a quien habían
encerrado en un campo de concentración. Me decía que, tras el alambre de
espino, había muchos amigos míos. Fui a París. Aragon, Jean-Richard Bloch,
Cassou y otros miembros de nuestra asociación se hicieron cargo de los
escritores presos. Consiguieron liberarlos al cabo de dos o tres semanas.
Negrín y otros ministros volaron a Madrid. El territorio que todavía
ocupaban los ejércitos republicanos estaba ahora cercado. Inglaterra y Francia
reconocieron a Franco como legítimo jefe de España. La República estaba
bloqueada. Los barcos que llevaban pan y patatas a Valencia no pasaban de
Marsella. En Madrid, el 6 de marzo, el coronel Casado (con la bendición del
general Miaja, ese títere) dio un golpe militar y sustituyó a Negrín por un
grupo de hombres dispuesto a capitular. No obstante, el desenlace de la
tragedia española no fueron las convulsiones de un Madrid condenado, sino
los días invernales en que el ejército del Ebro, armado y en orden, cruzó la
frontera francesa con la esperanza de llegar a Valencia. (Llevaban las mismas
armas que luego los franceses entregaron al general Franco).
Hitler, envalentonado por el éxito, ocupó Praga. Marina Tsvietáieva, en su
último encuentro con su amigo el escritorio, escribió: «Oh, ojos llenos de
lágrimas. Llorosos de ira y de amor. ¡Oh, Chequia en llanto, España
ensangrentada! ¡Oh, negra montaña que has sumido al mundo entero en la
oscuridad! Es hora —es hora— es hora de devolver el billete al Creador».
Me cuesta decir adiós a España en este libro. Recuerdo a un soldado
armado con una metralleta que, en el paso de Ares, se despedía de su mujer y
de su hijo de dos años. Me pidió que los llevara a un lugar seguro y me dijo:
«Yo no iré, no creo que los franceses nos lleven a Valencia. Se han
conchabado con Franco. Aquí, al menos, podré abatir a una docena de
fascistas». Al darme la vuelta, lo vi tumbado con el rifle al hombro, sus ojos
no se posaban en nosotros, sino que miraban hacia el sur, por donde podían
aparecer los fascistas.
Junto a la carretera que va de Portbou a Cerbère había una pila de fusiles,
metralletas, cascos, revólveres e incluso cuchillos. De repente vi una lanza y
un yelmo antiguos que debían de pertenecer a la colección de un pequeño
museo catalán. Los senegaleses seguramente habían considerado que eran
armas útiles. Sí, la lanza y el yelmo de don Quijote eran armas. Con ellas, los
españoles se habían defendido durante mil días de dos potencias fascistas:
Italia y Alemania.
Siete meses después comenzó la Segunda Guerra Mundial. Hubo mucho
heroísmo, de resultas del cual el fascismo acabó derrotado, pero en esa nueva
época no había lugar para la lanza y el obsoleto yelmo con los que el
Caballero de la Triste Figura intentaba defender la dignidad humana.
35

En la primavera de 1939 Sávich partió para Moscú. Fuimos a Le Havre para


acompañarlo. En la misma motonave partían para la Unión Soviética muchos
españoles. Estábamos en el malecón, soplaba un viento fuerte y ante nuestros
ojos se alzaba la España perdida. Le pedí a Sávich que me escribiera desde
Moscú, pero durante mucho tiempo no tuve noticias suyas: en aquella época la
gente prefería no escribir al extranjero.
Cada día transmitía al periódico una noticia firmada por Paul Jocelyn, una
crónica variopinta y al mismo tiempo monótona sobre los acontecimientos: el
terror fascista en España, la agonía de Checoslovaquia, la ocupación italiana
de Albania, las astutas maniobras de Bonnet o de Laval, los balidos
pusilánimes de Blum, la política provinciana e impotente de Daladier.
A mediados de abril mis crónicas dejaron de publicarse. Al principio
pensé que tal vez hubiese empezado a escribir mal y traté de obtener una
explicación de la redacción. Finalmente, a través de la embajada, me
comunicaron que, por el momento, Izvestia no podía publicar a Ehrenburg ni a
Jocelyn: sin embargo, seguiría siendo el corresponsal del periódico y
continuaría recibiendo el sueldo.
Como no comprendí nada, fui a ver a Súrits. Yakov Zajárovich me levantó
la voz: «¡No se le exige nada y usted se inquieta!». Adoptó un aire pensativo:
«Hoy han informado de que para el cargo de Maksim Maksímovich han
asignado a Mólotov… Pero esto no le atañe directamente… ¿Por qué se
preocupa? Descanse. Escriba una novela. Hay muchas exposiciones
interesantes». (Súrits adoraba la pintura).
Con todo, mi ociosidad forzada podía explicarse por los acontecimientos.
Mucho más tarde supe que Paul Jocelyn había irritado a Stalin, pues
continuaba desenmascarando a los fascistas, mientras se aproximaba un
período de difíciles negociaciones diplomáticas. Para un escritor resultaba
complejo trabajar en un periódico: pensaba que era un jugador, pero no era
más que una carta. «Le necesitarán más adelante», me dijo Súrits. Por
desgracia, tenía razón: el 23 de junio de 1941 recibí una llamada de la
redacción: «Escriba algo para nosotros, a fin de cuentas es usted un veterano
de Izvestia».
Inglaterra y Francia habían declarado que querían detener a los agresores y
ponerse de acuerdo con la Unión Soviética, pero después de Munich era
difícil creer en las buenas intenciones de Daladier y Chamberlain. Recuerdo
con asco aquellos tiempos. La gente estaba pegada a la radio e incluso quienes
no sabían alemán escuchaban los discursos de Hitler, esforzándose en intuir
por el tono de su voz qué les aguardaba el día de mañana. Francia parecía un
conejo bien cebado, hipnotizado por la mirada de una boa.
En mayo se celebró en París una conferencia internacional antifascista.
Asistí a ella y me encontré con muchos de mis viejos conocidos: Langevin,
Cachin, Jean-Richard Bloch, Malraux, Aragon, César Falcón. Además, conocí
a Fierlinger. Todos estaban de un humor sombrío y los discursos parecían una
repetición de algo ya dicho infinitas veces: les faltaba entusiasmo.
Un día, Fernando Gerassi trajo a mi casa a un joven escritor, más bien
tímido, de quien se había hecho amigo. Se llamaba Jean-Paul Sartre. Era bizco
y eso le confería un aspecto maligno, pero hablaba con gran ingenuidad de su
desesperación. Me regaló el libro El muro. También aquellos cuentos
hablaban de desesperación. Muchos años después volví a encontrarme con
Sartre, llegué a conocerlo y entendí que mis primeras impresiones habían sido
acertadas: en él se daba una extraña combinación de raciocinio, una
inteligencia aguda e incluso cáustica y una gran ingenuidad, una confianza y
una sensibilidad infantiles.
Me resulta difícil no perder el hilo al hablar de aquel año: los recuerdos,
como nubes entre las montañas, descienden, oprimen, sofocan. En mayo murió
Joseph Roth. Se ahorcó Toller. De Praga vino Roman Jakobson y me dijo que
Nezval, cuando se separaron, lloraba como un niño. Muchos escritores
alemanes partieron para Estados Unidos. En casa de Picasso se reunían varios
españoles harapientos y sin casa. Pablo me dijo por primera vez: «Niño, me
cuesta trabajar, nos estamos hundiendo en la basura». Por fuera, nada parecía
haber cambiado. Empezaron las vacaciones de verano. Los periódicos
comunicaban que le tout Parts se encontraba en Deauville, describían las
recepciones, los trajes de baño. Pero todo ello parecía una falsificación de lo
que había antes.
Cuando estaba en España estaba absorto en la lucha, que me distraía de
muchos otros pensamientos. Ahora me había quedado a solas con mis
pensamientos. Pensaba a menudo que en Moscú todo era más fácil: allí todos
te comprendían. En París me oprimía el sentimiento de soledad.
Del destino de Koltsov me había enterado ya en Barcelona, en la víspera
del desenlace. Estando en París, vino a verme Liza, y luego María Osten
Gresshoener. Las dos partían para Moscú. Liza lloraba, decía que Koltsov
había caído enfermo ya en España: «Tal vez pueda hacerle llegar una
medicina».
Llegaron noticias sobre la suerte de Meyerhold, de Bábel. Estaba
perdiendo a mis amigos más íntimos.
En la embajada encontré caras nuevas. Todos los que conocía antes —el
consejero Hirschfeld, el agregado militar Ventsov, el agregado de las fuerzas
aéreas Vasilchenko, Semiónov y muchos otros— habían desaparecido. Nadie
osaba pronunciar siquiera esos nombres.
Un día Súrits me dijo: «Ha venido Raskólnikov. Le han reclamado en
Moscú y se ha asustado, ha perdido la cabeza. Me ha preguntado qué debe
hacer. Le he dicho que debe volver enseguida a casa. Me ha causado una
impresión penosa». Dos días después, Raskólnikov (entonces encargado de
negocios en Bulgaria) vino a verme para pedirme también consejo. Le había
visto a menudo en Moscú, en la década de 1920, cuando dirigía Krásnaia nov,
y era un tipo alegre e implacable. Escribió un prólogo a uno de mis libros y
me reprochaba mis vacilaciones y ambigüedades. Recuerdo el papel que
desempeñó en los días de la Revolución de Octubre. Y de repente lo veía en
mi casa de la rue Cotentin, alto, fuerte, como un niño enloquecido. Me contó
que lo habían reclamado en Moscú y que había partido con su joven esposa y
su hijo. Por el camino, la mujer había comenzado a llorar y de pronto, en
Praga, en lugar de ir a Moscú, se dirigieron a París. Repetía: «No temo por
mí, sino por mi mujer. Me dice: “No puedo vivir sin ti”». Había conocido a
algunos de los nuestros que no habían querido volver: Besedovski,
Dmitrievski, desertores, personas moralmente ruines. Raskólnikov era
diferente, se notaba su confusión, su auténtico sufrimiento. No escuchó los
consejos de Súrits y permaneció en Francia. Publicó una carta abierta a Stalin
y medio año después murió.
Estaban en curso las negociaciones sobre el acuerdo militar entre la Unión
Soviética, Inglaterra y Francia. Las potencias occidentales alargaban el asunto.
En el Parlamento los laboristas atacaron a Chamberlain. En nuestros
periódicos apenas se escribía sobre las negociaciones. En todas partes
continuaban los preparativos para la guerra.
No me puse a escribir una novela, como me había aconsejado Súrits. Para
escribir no basta con asistir a hechos reales, sino que hay que meditarlos,
entenderlos, pero entonces no lograba seguir los acontecimientos. El objetivo
estaba claro, pero las vías para alcanzarlo se habían vuelto tan intrincadas que
resultaba difícil comprender adónde llevaban. A través de la poesía se puede
transmitir los sentimientos y por eso prefería los versos. En 1940 se publicó
en Moscú un librito mío titulado La fidelidad, en que reuní muchas poesías
escritas en el verano de 1939. La poesía que daba título al libro decía así: «La
fidelidad es haber ido juntos bajo las balas, juntos haber sepultado a los
amigos. De la tristeza y el valor no diré nada. Fidelidad al pan y al cuchillo,
fidelidad a la muerte y a las ofensas. No recordaré el delirio del corazón, no
lo traicionaré. ¡Pon la mira en el corazón! Te pisotearán. Fidelidad al corazón,
fidelidad al destino».
No tenía que cumplir ya con aquel «trabajo en apariencia preciso y
urgente» que libera al hombre de reflexiones demasiado difíciles. En alguna
estación perdida, entre dos guerras, ignorando el destino que nos aguardaba,
me puse a meditar sobre mi destino: «Sobre las planchas mudas de la plaza se
apoyan los centinelas desconocidos. ¿Hablar de la edad? Ya no se sueña, el
cuaderno está lleno de direcciones de difuntos. Están allí, inmóviles, de
piedra, los centinelas. Cada vez se enrarecen más los amigos, y calla la
desgracia. De las palabras sólo han quedado las más sencillas: inquietud, aire,
árbol y agua». Me atraían los árboles, el río y sentado en un jardín de un
suburbio parisino no podía evitar las confesiones: «Sé, siglo mío, que no te
traicionaré. No traicionaré tu duro y gran destino, pero por un instante permite
que te vea no a ti sino al alhelí, que vea no el delirio, sino la realidad, la
hierba enferma, escrofulosa».
El cansancio hacía mella: Moscú, España, en una palabra, todo aquello de
lo que escribía. En agosto me fui dos semanas a Juliénas, un pueblo de
vinicultores en el distrito de Beaujolais. Por la mañana me iba de casa,
caminaba por las largas carreteras, subía a las colinas. Alrededor se extendían
las viñas y aquí y allá se erigía un viejo árbol solitario: un olmo, un arce o un
fresno. En los árboles buscaba la respuesta a mil preguntas que me acosaban.
A veces los críticos califican este comportamiento de «evasión de la
realidad». Pero también Gramsci en la cárcel observaba con avidez los
pálidos brotes de las judías. También Zalka, poco antes de morir, se consolaba
y atormentaba escuchando el canto de un pajarillo. A fin de cuentas, el hombre
no es una máquina y la vida no se desarrolla conforme a un horario
ferroviario.
En Juliénas vivía en un hotelito. El propietario era anarquista, cocinaba de
maravilla el gallo con salsa de vino, asaba bistecs sobre una cepa seca,
empinaba el codo desde la mañana, lanzaba trozos de carne a mi perro Buzu y
decía: «Es todo tan triste que incluso entran ganas de reír». Habló de mí a sus
clientes, todos campesinos. Vinieron a verme dos, uno de edad avanzada y otro
joven. Resultó que en Juliénas había vinicultores comunistas. Me llevaron a
las cantinas, me agasajaron con vino y, como es natural, me preguntaron por la
Unión Soviética. El anciano quiso saber: «¿Es cierto que cerca de Moscú hay
un vino mejor que el nuestro?». (Juliénas es famosa por sus vinos). Comencé a
explicar, de un modo confuso, que cerca de Moscú no había viñedos, que
consumíamos el vino producido en Crimea, en el Cáucaso. Se quedó
impresionado: creía en Moscú y quería su trabajo. Después de una pausa, me
dijo: «Bueno, no pasa nada… Uno o dos planes quinquenales más y cerca de
Moscú harán vinos mejores que el nuestro». Mandó una caja de vinos a Stalin.
(En 1946 fui a Juliénas. El joven campesino me reconoció. Ahora era el
alcalde. «¿Todavía vive el anciano?», le pregunté. Me acompañó hasta una
montaña de ruinas: «El viejo le decía a todo el mundo: “No pasa nada. Dentro
de uno o dos años vendrá aquí el Ejército Rojo”. Los alemanes lo fusilaron y
quemaron su casa… Yo estaba con los maquis y, como ve, sobreviví»).
Me animaban no sólo los árboles sino los hombres como aquel campesino.
Recurriendo a las etiquetas de los críticos, podría decir que mis poesías no
estaban privadas de optimismo: «Lo conozco todo, las fracturas y las brechas
de los años, los incontables recodos de los caminos empinados. ¡No, no es
posible consolar al hombre! Y, sin embargo, hablaré de la lluvia, de las ramas.
Venceremos. Está a nuestro lado toda la frescura del mundo. Todas las venas,
todos los brotes, todos los adolescentes. Todo este cielo azul que se estira
como la alegre camiseta de un niño».
En el tren leí en Paris Soir que un francés de cuarenta y dos años se había
suicidado en la cocina, con el gas, y había dejado la siguiente nota: «Los
periódicos seguirán publicándose, pero las personas no pueden continuar
viviendo».
Poco después de mi llegada a París oí por la radio que en Moscú se había
firmado un pacto entre la Unión Soviética y Alemania. Como es natural, no
conocía los detalles de las conversaciones entre los representantes de las
potencias occidentales y Mólotov, pero comprendía que ingleses y franceses
jugaban al póquer y que, además, hacían trampas. Comprendía con la cabeza
que había ocurrido lo inevitable. Pero mi corazón no podía aceptarlo… Súrits
me mostró el último número de Pravda. Vi una fotografía: Stalin, Mólotov,
Von Ribbentrop y un tal Gauss; todos sonreían satisfechos. (A Ribbentrop lo vi
seis años después en Núremberg, pero allí no sonreía, creía que lo iban a
ahorcar).
Sí, lo entendía todo, pero eso no me aliviaba. En cierta ocasión el viejo
barbudo Charles Rappoport, que había conocido bien a Lenin, Plejánov,
Jaurès, Guesde y Liebknecht, dijo: «El capitalismo se lo tenía bien merecido,
pero nosotros no».
Me llevé una impresión tan fuerte que caí enfermo de una dolencia
incomprensible para los médicos: estuve ocho meses sin poder comer, perdí
cerca de veinte kilos. La ropa me colgaba por todos lados y parecía un
espantapájaros. La doctora, que trabajaba en la embajada, se enfadaba. «No
tiene derecho a disponer de sí mismo», me decía, y me quería someter a una
revisión de rayos X. Pero yo no iba, sabía que lo que me había pasado había
sido algo repentino. Leí el periódico, me senté a comer y me di cuenta de
pronto de que no podía tragar ni un trozo de pan. (La enfermedad desapareció
tan repentinamente como había aparecido, por un shock: al enterarme de que
los alemanes habían irrumpido en Bélgica, empecé a comer. La doctora dijo
con aire muy resabido: «Fenómenos espasmódicos»).
Entretanto los acontecimientos se producían con rapidez. El pacto
germano-soviético se publicó el 24 de agosto. El primero de septiembre
Mólotov declaró que el pacto servía a los intereses de la paz general. Dos
días después empezaba la Segunda Guerra Mundial.
36

Más de una vez hemos presenciado sangrientos combates que empiezan sin
ningún tipo de declaración de guerra. En 1939 la declaración de guerra de
Francia no vino acompañada de acciones militares. Todos esperaban
bombardeos, avances o retiradas, pero en el frente no ocurría nada. Los
franceses estaban sorprendidos: «Drôle de guerre».
Recuerdo muy bien las primeras semanas de esa «extraña guerra».
Entonces todavía se podía andar por las calles. Las prostitutas esperaban a los
clientes, provistas de máscaras antigás. En los cristales de las ventanas se
fijaban unas estrechas tiras de papel y algunas amas de casa aprovechaban la
ocasión para hacer dibujos elegantes. Tuve que ir a la comisaría para que me
registraran como extranjero. El propietario de una taberna gritaba, furioso:
«¡No cederé mi almacén! La gente puede refugiarse en el metro, allí hay sitio
para todos. Mis reservas de Borgoña añejo no son una tontería como la
política. ¡Es un capital!». Una señora exigía que arrestaran a su vecino: «Todo
el mundo sabe que estuvo en España y que luchó contra el general Franco. ¡Os
digo que no es francés, sino un auténtico traidor, un comunista, un espía!».
Casi cada noche se efectuaban ensayos de alarma. Las mujeres salían de sus
casas con elegantes batas, pintadas y empolvadas, mientras la pobre conserje
echaba agua en el suelo del refugio: así lo había ordenado el instructor del
barrio.
Enseguida la comedia aburrió a todo el mundo y la vida retomó su curso
normal. La gente ganaba mucho dinero y lo gastaba de buena gana: la idea de
que la guerra podía dejar de ser «extraña» convertía en derrochadores incluso
a los avaros más recalcitrantes. Los periódicos escribían que los soldados se
morían de aburrimiento en el frente. Les enviaron diferentes juegos, novelas
policiacas, licores y pañuelitos de seda con la inscripción «En algún lugar de
Francia». La drôle de guerre jugaba al secreto militar: «¿Dónde está tu
amigo?». «No lo sé. ¡Tengo tanto miedo por él! En algún lugar de Francia…».
Maurice Chevalier cantaba que «París siempre es París» y se convirtió en
un estribillo, en un programa, en un conjuro. Los comentaristas de los
periódicos escribían sobre las perspectivas militares como si se tratara de los
próximos dividendos de un enorme monopolio. Calculaban las reservas de
petróleo, de hierro, de aluminio. Se esforzaban en demostrar que los Aliados
eran más ricos y sólidos que Alemania e Italia. «Venceremos porque somos
más fuertes»: se podía ver escrito en cualquier pared junto a los anuncios de
los electrodomésticos y los aperitivos. Cada día la radio comunicaba cuántas
toneladas de mercancías enemigas habían hundido los Aliados. Nadie
mencionaba la derrota de Polonia, si bien la guerra se había declarado a causa
de las amenazas de Hitler a los polacos.
Un piloto alemán cayó en territorio francés. Lo enterraron con honores
militares. Los periódicos describían enternecidos la ceremonia. Muchos
escuchaban las transmisiones en francés de la radio de Stuttgart. El locutor
afirmaba que Alemania vencería porque era más fuerte. «¡Qué guerra tan
extraña!», repetían sonriendo los franceses. No pensaban ni en los buques
hundidos ni en las reservas de cobre ni en la victoria: vivían al día.
Pero había guerra y, por tanto, se necesitaba un enemigo. Escogieron como
blanco a los comunistas franceses. Cerraron L’Humanité y Ce Soir.
Prohibieron no sólo el Partido Comunista sino también cientos de sociedades,
de uniones, de ligas, sospechosas de simpatizar con el comunismo. Se
practicaron arrestos en masa. El Parlamento autorizó a la Fiscalía para juzgar
a los diputados comunistas. Los acusaban de no querer anatemizar a la Unión
Soviética. Era un pretexto. En realidad, la burguesía se vengaba de los obreros
por el miedo que había pasado en 1936.
Aún hacía poco la palabra fascismo se repetía en todas partes. Como por
encanto desapareció de todos los discursos, de todos los periódicos. Se habría
podido pensar que había desaparecido también el fascismo, pero todos
entendían que los fascistas se preparaban para el asalto decisivo.
Por la mañana venía un par de horas Clémence a limpiar el piso. Su
hermano era comunista. Le dijo: «No sé qué piensan los rusos. Han cerrado
L’Humanité. Han arrestado a los camaradas responsables. Pero veo que
Laval, Flandin y todos los canallas fascistas continúan atacando a los
comunistas. Por tanto, los comunistas tienen razón». Clémence añadió: «Mi
hermano dice que si pudiera tener L’Huma [L’Humanité] lo entendería todo».
Yo leía con esmero los periódicos moscovitas, pero no puedo decir que lo
entendiera todo. Recordaba que Bonnet y Chamberlain creían que Hitler
atacaría Ucrania. El pacto germano-soviético había sido impuesto por la
necesidad. La «extraña guerra» y la persecución de los comunistas
demostraban que Daladier no tenía intención de luchar contra Hitler. Con todo,
las palabras de Mólotov sobre los «miopes antifascistas» me hicieron daño.
Aquel invierno tuve que ponerme gafas por primera vez, pero no podía aceptar
mi «miopía». Tenía muy recientes los cuadros de la guerra española. El
fascismo seguía siendo para mí el principal enemigo. Me asombró el
telegrama de Stalin a Ribbentrop hablando de una amistad cimentada en la
sangre vertida. Leí unas diez veces aquel telegrama y, pese a que creía que
Stalin era un genio como estadista, yo ardía en cólera. ¡Aquello era un ultraje!
¿Acaso se podía comparar la sangre de los soldados rojos con la de los nazis
y, por si fuera poco, olvidar los ríos de sangre que habían derramado los
fascistas en España, en Checoslovaquia, en Polonia y en la misma Alemania?
No pude reprimirme, y cuando Y. Z. Súrits vino a visitarme, le hablé de
aquel desdichado telegrama. Al principio respondió con formalidad, diciendo
que así es la diplomacia, que no hay que dar importancia a los telegramas de
felicitación. Pero de repente estalló, dio un salto: «Toda la desgracia radica en
que usted y yo pertenecemos a la vieja generación. Nos educaron de otra
manera… Usted está inquieto por un telegrama. Pero hay cosas peores. Algún
día podremos hablar de todo ello. Ahora tiene que pensar en usted mismo, no
es momento de ponerse enfermo».
En marzo de 1940 Súrits partió de repente. Antes había padecido una
pulmonía. En una reunión ordinaria de los funcionarios de la embajada se
aprobó enviar un telegrama de felicitación a Stalin, en el que, como era
costumbre entonces, se condenaba a los imperialistas franco-ingleses que
habían desatado la guerra contra Alemania. A Súrits le llevaron el texto para
firmarlo. Un funcionario joven e inexperto, en vez de entregar el telegrama al
cifrador de la embajada, lo llevó directamente a Correos. Al día siguiente, el
telegrama se publicó en los periódicos de París. Para los políticos, que
consideraban que se debía luchar contra la Unión Soviética y no contra la
Alemania fascista, aquello fue un hallazgo imprevisto. El gobierno francés
declaró a Súrits persona non grata. Cuando fui a la embajada, me dijeron que
ya había partido: «Ha habido, por decirlo así, una metedura de pata».
Me sentía débil, enseguida me cansaba y no podía trabajar. Aquel invierno
vinieron a visitarnos pocas personas: algunos de mis antiguos amigos
consideraban que yo había traicionado a Francia, otros tenían miedo de la
policía, pues yo estaba vigilado. Puedo contar con los dedos de la mano las
personas que me visitaron o bien me invitaron a su casa: André Malraux, Jean-
Richard Bloch, el piloto Pons, que había luchado en España, los Hilsum,
Vogel, Rafael Alberti, Gerassi, el doctor Simón y mi amigo Puterman, que
vivía en la casa de al lado.
Con Puterman resultaba difícil hablar entonces. Todo le sacaba de quicio:
Daladier, el pacto germano-soviético, los ingleses, Finlandia. Se le había
agudizado la hipertensión. Una de las últimas tardes se puso a recitar de
memoria unos versos de Pushkin: «Oh, queridos, llorad en silencio mi suerte.
Evitad despertar, con vuestras lágrimas, las sospechas. En nuestra época, bien
lo sabéis, también las lágrimas son un crimen».
Murió tres días después. La policía efectuó un registro con su cuerpo
presente. Tiraron al suelo los libros de Pushkin… Vogel vino al entierro. Le
recordaba animado, esnob, representante del tout Paris. Y ahí estaba de pie,
en el cementerio, decrépito y triste.
El invierno era extraordinariamente frío: los periódicos informaban de que
había nevado incluso en Sevilla. Había estallado la guerra soviético-finesa y
la prensa llegó a olvidarse de Alemania. Muchos políticos exigían que se
enviara un cuerpo de expedición a Finlandia. Marcel Déat, que hasta hacía
poco defendía a Hitler y había lanzado la frase «No vale la pena morir por
Danzig», ahora procuraba demostrar que era preciso morir por Helsinki. En la
iglesia de la Madeleine se celebró una misa por la victoria de Mannerheim.
Las señoras tejían bufandas de punto para los soldados fineses. Daladier
quería demostrar que era capaz de luchar, si no en el Rin, al menos sí en
Viborg. Reinaba la confusión de los momentos de preguerra, cuando llegó,
repentina, la noticia de las conversaciones de paz entre Finlandia y Moscú.
Los ministros se indignaron un poco y volvieron a sus ocupaciones habituales.
Decidieron que había demasiados soldados para un frente tan pequeño.
Había que mandar a casa a los jóvenes campesinos: ¡viva la agricultura!
No había escasez de alimentos, pero los ministros quisieron mostrar su
precaución e introdujeron pequeñas restricciones: días sin pasteles, sin carne
de ternera, sin charcutería.
Es difícil decir qué esperaban los generales franceses. Creían firmemente
en dos líneas: la Maginot y la Sigfrido. Incluso yo, que soy profundamente
antimilitarista, sabía que quien decidía las batallas en España era la aviación.
Y también las grandes unidades de tanques. Pero a los generales franceses no
les gustaban las novedades. Para ellos el general De Gaulle era un futurista.
Mientras esperaba el visado de salida el periódico de derechas Candide
publicó una nota repugnante sobre mí. En «Je suis partout» se preguntaba:
«¿Por qué Ehrenburg está todavía en París?». Yo mismo había hecho esa
pregunta en la Prefectura, pero no respondían, sino que interrogaban. Yo
languidecía, permanecía tumbado releyendo a Montaigne, a Chéjov, la Biblia.
En abril Hitler decidió ocupar Noruega y Dinamarca. El nuevo primer
ministro mandó enviar algunos soldados a Noruega. En los boletines de guerra
aparecieron los nombres de fiordos lejanos.
Tengo todavía un cuaderno con breves notas de 1940. Citaré algunas:
muestran lo que sucedía en Francia y la visión que tenía de los
acontecimientos, «9 de abril. Guerra en Escandinavia. Oslo. Han arrestado a
diecisiete comunistas. 11 de abril. Rue Royale. En los escaparates de las
tiendas, broches con forma de avión y de tanques. 17 de abril. Han arrestado a
cierto Peyrol, sordomudo, acusado de hacer propaganda antinacional. 23 de
abril. Fernando cuenta que a Regler le han dado una paliza en el campo de
concentración. 28 de abril. Un soldado de permiso gritaba, borracho, en la rue
Armorique: “¡Esto no es una guerra, sino una burla!”. 29 de abril. Elsa
Yúrevna nos ha contado que han arrestado a Moussinac. 30 de abril. Œuvre
informa de que han arrestado a un obrero por leer la biografía de Lenin».
«Primero de Mayo. Le Canard Enchaîné dice: “Es el Primero de Mayo más
tranquilo desde 1918”».
Extraña guerra… La gente moría en Polonia, en Finlandia, en Noruega. Se
hundían barcos y la gente se ahogaba en el mar embravecido. Por la noche
ululaban las sirenas. Pero todo eso no se parecía ni a la guerra ni a la paz. La
trágica farsa seguía escenificándose.
Francia ensayaba la capitulación. En varios países millones de personas
ensayaban los bombardeos, las carreras, el fuego de ametralladora, la agonía.
Pero los ensayos eran apagados. Nadie sabía su papel, los oradores se ponían
a hablar en un idioma que no era el suyo. Los estrategas se sentaban como
geógrafos ante los mapas de los dos hemisferios sin atreverse siquiera a llevar
a cabo una exploración. O quizá me lo parecía a mí, condenado a un ocio total
por la enfermedad y las circunstancias. No lo sé. Cuando uno es feliz puede
entregarse a no hacer nada. Pero la desgracia requiere actividad, por ilusoria
que ésta sea.
37

Habíamos permanecido hasta tarde en casa de Jean-Richard Blok. Nos había


hablado del arresto de Moussinac, encerrado en La Santé. Lo habían sometido
al régimen de los delincuentes y estaba enfermo… Blok nos explicó también
cómo habían transportado a los comunistas arrestados. En una estación los
trenes habían tenido que detenerse y, de repente, de uno de los vagones
herméticamente cerrados había salido el canto de La Marsellesa. Los
soldados, que partían al frente, manifestaron su asombro: les habían dicho que
transportaban a traidores, a espías. La mujer de Blok, Margarita, sonrió con
tristeza.
Luego paseamos por la ciudad sumida en la oscuridad. Tropecé y solté un
taco: «¡Al diablo con todos, no se combate pero nos podemos romper una
pierna!».
Cuando volvimos a casa, sonó la sirena de alarma. Duró mucho tiempo.
Bajamos al refugio: estábamos hartos. Y, además, la guerra era una ilusión…
Sin embargo, nos impedía dormir un gato, llegado de quién sabe dónde, que
maullaba desesperadamente, exigiendo a toda costa que lo dejáramos entrar en
casa. Por la mañana temprano escuchamos unas noticias que nos dejaron
estupefactos: los alemanes habían entrado en Holanda y Bélgica. Era el 10 de
mayo. Llegó Pons y dijo: «Ahora empezará todo». En Paris Soir vi fotografías
que me recordaron a España: se veían niños muertos.
En mi pequeño cuaderno leo: «11 de mayo, sábado. Marquet». Recuerdo
que, antes de que comenzaran aquellos trágicos acontecimientos, Luce Hilsum
nos había dicho que el 11 de mayo nos esperaba Marquet. Al enterarse de que
yo quería regalarle un icono antiguo, quería regalarme, a su vez, un cuadro.
Interrumpo mi relato sobre la guerra, sobre las naves hundidas, sobre los
desembarcos de los paracaidistas, sobre la derrota de Francia, con un capítulo
dedicado al pintor Albert Marquet. Es difícil darse una idea de lo que nos
ocurrió a todos aquel día. París parecía una colmena inquieta. Personas
perfectamente tranquilas el día anterior habían entendido que el juego había
acabado y que comenzaba el ajuste de cuentas. Un encuentro con cualquier
otro pintor o escritor hubiera sido natural, pero ¿qué tiene que ver con todo
esto Marquet, con sus paisajes etéreos y transparentes? En toda su vida trató
de no levantar la voz, ni siquiera en sus telas. Le gustaba representar sobre
todo el agua y, según un viejo dicho ruso, era más silencioso que el agua.
Pintaba el Sena, en París y en Normandía, con o sin barcos, pintaba el mar,
entre las rocas de Estocolmo y en los canales de Venecia, los canales de
Holanda, el amplio Nilo, el pequeño Marne y de nuevo el Sena: al alba, a
mediodía, por la tarde, con los árboles verdes o desnudos, bajo la lluvia o
bajo la nieve. En sus cuadros hay casi siempre agua, mucha agua.
(En el siglo XVI el poeta francés Joachim du Bellay visitó las ruinas de la
antigua Roma. En los siglos sucesivos fueron saqueadas, pero entonces, según
las descripciones de los viajeros, eran de una maestría imponente. Du Bellay
escribía sobre Roma: «Venció a otras ciudades, pero no supo vencerse a sí
misma: es el destino del soldado. Y sólo corre, como hizo en un tiempo, el
agua amarillenta del gran Tíber. Lo que parecía eterno se ha derrumbado. Sólo
permanece la veloz corriente»).
Las ventanas del taller de Marquet daban al Sena: el puente, el malecón
con los casilleros cerrados de los libreros de viejo. Con la mujer de Marquet,
Marcelle, como es natural, empezamos a hablar de los acontecimientos: ¿qué
camino tomarían los alemanes? ¿Resistirían los belgas? Discutíamos,
hacíamos conjeturas. Marquet permanecía junto a la ventana y contemplaba el
Sena. Luego se volvió hacia nosotros. Tenía unos ojos inteligentes, levemente
irónicos y, además, buenos. Dijo: «Nada está perdido». ¿En qué pensaba? ¿En
el resultado de la batalla? ¿En el destino de los hombres? Aquel día
comprendí la fuerza del arte. Todos hablaban de Reynaud, del rey Leopoldo,
de Weygand, de Keitel. Me ha costado recordar estos nombres. Han pasado
veintidós años y todo parece cambiado. Pero el agua ha perdurado: la del
Sena, que atraviesa París, y la de las telas de Marquet.
He dicho que el poeta más modesto que he conocido en mi vida es Antonio
Machado. No he visto un pintor más modesto que Albert Marquet. La fama le
desagradaba. Cuando quisieron nombrarlo académico, faltó poco para que
cayera enfermo, comenzó a protestar, suplicando que se olvidaran de él. Y no
trató de echar abajo a nadie, no escribió manifiestos ni hizo declaraciones. De
joven, durante algunos años, se unió al grupo de los fauvistas, no porque le
atrajeran sus cánones artísticos, sino porque no quería ofender a su amigo
Matisse. No le gustaba discutir, se escondía de los periodistas. La primera vez
que nos vimos, le dije con una sonrisa culpable: «Disculpe, pero yo sólo sé
hablar de pinceles».
No le preocupaba el destino de sus cuadros, era indiferente a los bienes de
este mundo. De joven había conocido la miseria, pocas veces comía hasta
saciarse. Matisse me contó que habían trabajado juntos en la exposición de
1900. Entre risas decía: «¡Parecíamos pintores de brocha gorda!». Y Matisse
también me explicó: «Nunca he conocido un hombre más desinteresado que
Marquet. Su trazo es firme, a veces abrupto, como el de los japoneses
antiguos. Pero su corazón es como el de una muchacha de las viejas
romanzas».
En 1934 Marquet, que viajaba mucho, se acercó con un grupo de turistas a
la Unión Soviética. Cuando volvió a París, le preguntaron si era cierto que la
Unión Soviética era el infierno. Respondió que entendía poco de política, que
nunca había votado en su vida. «Pero Rusia me ha gustado. Piénselo… Un
Estado tan grande, en el que no es el dinero lo que rige el destino de las
personas. ¿No es magnífico? Luego, si no me equivoco, no hay una Academia
de Bellas Artes, por lo menos nadie me habló de ella». (La Academia de
Bellas Artes se había restablecido poco antes que Marquet llegara a
Leningrado, pero él vio el Nevá, los obreros, los estudiantes. Los académicos
no tuvieron tiempo de reparar en él).
Entre los obreros comunistas de París había algunos que participaban en
los círculos de pintura a quienes les gustaban los cuadros de Marquet y la
Unión Soviética. Cuando Marquet volvió de Rusia fueron a verlo: «Le
pagaremos el viaje y la estancia si va a Leningrado y pinta el Nevá».
En 1946 volví a ver a Marquet. Nos invitó la tarde del 14 de Julio para ir
a ver los fuegos artificiales en el Sena. Durante los años de la guerra había
envejecido, pero estaba contento. Nos ofreció un buen vino de Burdeos
(originario de esa tierra, era un experto en vinos). Las estrellas de los fuegos
artificiales se precipitaban en las aguas negras del río. Marquet dijo: «Según
usted, amo el agua. No, amo también otras cosas… Por ejemplo, los árboles y
las estrellas». Quería a las personas, pero, siendo excepcionalmente modesto,
nunca hablaba de ello. Se acordaba de nuestro encuentro a principios de la
derrota de Francia: «Durante los años de la guerra comprendí muchas cosas.
Tienen razón los comunistas… Es horrible que muchos no hayan entendido
nada y que quieran hacer retroceder la historia». Hizo una pausa y de repente
repitió las palabras, que recordaban nuestro encuentro de 1940: «Nada está
todavía perdido».
Era bajo, seco, muy sencillo en el trato, y ni su aspecto ni su lenguaje
manifestaban su verdadera naturaleza. Hablaba con sus cuadros. Su lenguaje
pictórico era contenido, sencillo y convincente. Alejándose de la mezcla de
colores y de la dispersión propia de muchos impresionistas, Marquet no buscó
nunca la geometría en la vida: generalizaba de manera humana, sin compás, sin
una lógica considerada necesaria, así como se generalizan la poesía y el amor.
Sus lienzos sorprenden por la austeridad de sus medios de expresión, son
difíciles en su simplicidad y rebuscados en su espontaneidad cordial. Gris,
azul, verde y el mundo revive. Amaba el sur: Argelia, Marruecos y Egipto.
Pero sus mejores paisajes son nórdicos. Por lo visto, el sur lo sorprendía con
sus colores, mientras que en la naturaleza gris, modesta y contenida del norte
encontraba aquellos colores que nos sorprenden a nosotros.
En 1940 me pidió que escogiera un paisaje que me gustara en especial.
Escogí el Sena, el malecón, el puente en un día brumoso. En la pared había un
trozo de cartel del «Bloque de izquierda», de 1924. En 1946 Marquet me
regaló otro paisaje: el Sena desierto, una tela casi desnuda.
¿Cómo podía pensar que no volvería a verlo? Su mujer ha escrito sobre
los últimos días de Marquet. Lo operaron en enero de 1947. Las operaciones
no sirvieron para nada. Se iba debilitando cada día más. Sabía que iba a morir
y, aun así, seguía trabajando. Pintó otras telas: siempre el Sena… Murió en
junio.
Escribo sobre unos años en que pocos recordaban la existencia del arte.
La gente moría sin tener tiempo de mirar a su alrededor, pero moría para que
otros pudieran ver el río, los árboles, las estrellas, para que sobre la tierra
cegada y sorda pudiera volver el arte. «Nada está todavía perdido».
A Marquet le gustaba la poesía. Admiraba a Baudelaire, Laforgue y, creo,
a Apollinaire. Mirando sus cuadros a veces repito: «Pasan días y semanas |
pasan y jamás regresan | días semanas amores | bajo el puente pasa el Sena. ||
La noche llega y da la hora | se va la hora y me abandona».[1] Hace mucho
tiempo que murió el autor de estos versos, Apollinaire. Murió Marquet. «Pasa
el Sena». Pero de repente me parece oír en una frase captada por la calle los
viejos versos sobre el puente Mirabeau, en la pupila del transeúnte me parece
ver el Sena gris bajo la ventana del estudio de Marquet. Quién sabe, tal vez
queda algo de cada uno de nosotros. Tal vez el arte sea justamente eso.
38

El 12 de mayo, al día siguiente de mi visita a Marquet, unos policías vinieron


a buscarme a primera hora de la mañana y me llevaron a la Prefectura. Al
principio me encerraron en una celda junto con unas treinta personas: obreros
de París sospechosos de simpatizar con los comunistas, emigrantes alemanes,
polacos y un estudiante de Barcelona. Un judío alemán me dijo: «¿Sabe por
qué me han arrestado? Mi hermano combatió en España. Yo no pude, los
guardias de asalto me habían roto un brazo. Han encontrado en mi casa una
carta de mi hermano, estuvo en el batallón Thaelmann». El policía gritaba:
«¡Eres comunista, un espía!». «Pero ¿acaso están luchando contra Hitler?».
Una mujer francesa decía entre estentóreos sollozos: «¿Cómo puedo saber con
quién se relacionaba Alfred? No es asunto mío. Ni siquiera a mi marido le
pregunto con quién se relaciona… No soy una portera».
Luego me condujeron al piso superior y me hicieron entrar en la oficina
para la expulsión de los extranjeros. Había mucha gente y los funcionarios
tenían prisa: «¿Iliá Ehrenburg? Tiene tres días». Traté de explicar al
funcionario que desde hacía tiempo esperaba el visado de salida, pero él me
interrumpió: «No es problema nuestro. Vaya al segundo piso».
Me había metido en un lío del que no sabía cómo salir: en la primavera de
1939 habían enviado desde Moscú, a mi nombre, los honorarios para pagar a
los escritores españoles que se disponían a partir, algunos a México, otros a
Chile. Se trataba de unos diez escritores, así que la suma era bastante
respetable. En mi declaración de la renta del año anterior no había incluido,
por supuesto, el dinero entregado a los españoles. A principios de 1940,
durante una incursión en el Banco del Norte de Europa, comprobaron las
transferencias y las entradas en los registros. Decidieron que había omitido en
mi declaración los honorarios destinados a los escritores españoles y la suma
utilizada para la compra del camión en 1936. Me impusieron una multa muy
elevada: una suma que nunca había tenido en mis manos. Me comunicaron que
hasta que no la abonara no me dejarían salir de Francia. En el segundo piso, el
funcionario me replicó, enojado: «No es de mi competencia». Suba al tercer
piso. «Mientras no traiga el certificado del pago de los impuestos y la multa
no le daremos el visado de salida». Fui a ver de nuevo al funcionario que se
encargaba de las expulsiones. Esperé unas tres horas haciendo cola: «No me
dejan salir del país». «Le repito que no es mi problema. El 14 de mayo tiene
que haber dejado Francia».
Ya he dicho que después de la enfermedad me sentía débil. Me parecía
tener las piernas de algodón. A duras penas conseguí llegar a casa.
Comenzaron a disparar los antiaéreos. Al día siguiente los alemanes
rompieron las defensas francesas cerca de Sedan y entraron en Francia. A
París llegaron prófugos belgas, con cestas y hatillos, asustados y con los ojos
llenos de lágrimas.
Los acontecimientos se precipitaron. Holanda capituló. Los alemanes
ocuparon Bruselas. Desaparecieron los autobuses, la gente decía que los
habían requisado para trasladar las tropas de la Línea Maginot al norte. En el
bosque de Vincennes cavaban trincheras. Los barrios ricos se vaciaron. Se
entregaban fusiles a los guardias que regulaban el tráfico. Vi coches belgas
agujereados por las balas.
De pronto, todos soltaron un suspiro de alivio: circulaban rumores de que
los alemanes habían cambiado de dirección, hacia la costa, y tenían la
intención de atacar Londres. Reynaud se dirigió a Notre Dame, donde se
celebraba una misa por la victoria de los Aliados. Todos los valores de la
Bolsa subieron de improviso. Los corredores aullaban entusiasmados. La vida
proseguía. Los restaurantes y los cafés estaban llenos de gente. Los periódicos
escribían acerca de la nueva moda: sombreros femeninos que parecían gorras
militares. La radio hablaba de los combates en el sector de Narvik, más allá
del Círculo Polar Ártico.
El 21 de mayo fui convocado de nuevo a la Prefectura y me preguntaron
por qué no me había ido de Francia. De nuevo comencé a pasear, sin
resultado, de un piso a otro. Empezó una alarma aérea. Los policías nos
obligaron a bajar al refugio de la Conciergerie. Se añadieron, corriendo, los
funcionarios de la Prefectura y acabé al lado del funcionario que me quería
expulsar. No dejó de repetir durante todo el rato: «¡Mierda…, mierda…,
mierda…!». No sé a quién se refería, si a la defensa antiaérea, a los alemanes
o a mí.
El primer ministro pronunció un discurso en el Parlamento diciendo que
había habido una traición, que los culpables serían castigados y que Francia,
junto con Inglaterra, detendría al enemigo.
De pronto nos enteramos de que el gobierno había decidido mandar a
Moscú a Pierre Cot para «mejorar las relaciones con la Unión Soviética».
Nuestro encargado de negocios, N. N. Ivánov, estaba contento con la decisión.
Me dijo en un susurro que Hitler atacaría sin falta a la Unión Soviética y que
estaría bien ponerse de acuerdo con los Aliados. Pero yo no creía que
Reynaud pudiera controlar a los filofascistas. Había una lucha en el seno del
gobierno. El viceprimer ministro Pétain tenía a Reynaud por un testaferro de
Inglaterra. El ministro de Asuntos Exteriores, Baudouin, era favorable a un
acercamiento a Mussolini. El ministro del Interior, Mandel, en el pasado
amigo y asistente de Clemenceau, quería luchar seriamente contra los
alemanes, pero tenía las manos atadas: cuando intentó detener a cinco
periodistas que defendieron abiertamente la paz con Hitler, se desencadenó
una tormenta periodística y liberaron a los detenidos. En cambio, cada día
continuaban arrestando a comunistas.
Yo permanecía tumbado en la penumbra de mi habitación de la rue
Cotentin. Los libros estaban empaquetados en cajas similares a enormes
ataúdes. En los rincones se levantaban montañas de viejos periódicos
españoles, octavillas del Frente Popular, folletos hitlerianos: todo era material
de antiguos artículos periodísticos.
El 24 de mayo me llamó el ministro de Obras Públicas, De Monzie, con el
que me había visto varias veces. De Monzie era uno de los primeros franceses
que habían visitado la Unión Soviética. Había escrito un libro sobre este viaje
y más de una vez había defendido la idea de fomentar las relaciones culturales
y económicas con la Unión Soviética. En una ocasión había presidido una
velada en la que debía hablar de la literatura soviética. Al verme, me espetó
indignado: «¿Quién le ha pedido que se corte el pelo?». Supe luego que, en el
discurso introductorio, se disponía a citar unas palabras de Lenin sobre Iliá el
Velloso, y yo le había roto el golpe de efecto cortándome el pelo. Desde un
punto de vista político, De Monzie era una figura ambigua: se unía a veces con
los de izquierdas y otras con los de derechas, era más volátil que razonador o
calculador. Me dijo por teléfono: «Mal hecho, Iliá, eso de olvidarse de los
viejos amigos. Dicen que tiene intención de irse a Rusia. ¿Cómo no ha pasado
por mi casa a despedirse?». Nuestras relaciones no eran tan estrechas como
para achacar esas palabras a sus sentimientos y comprendí que se trataba de
política. De Monzie añadió que quería verme enseguida: ¿Podría pasar de
inmediato por su despacho en el Ministerio, en el boulevard Saint-Germain?
De Monzie fumaba en pipa, como siempre, y también, como siempre, trató
de bromear, pero enseguida fue al grano: «Pétain, Baudouin y algunos más
quieren capitular. Reynaud se opone, y no hablemos ya de Mandel. El
escenario es desolador: nuestros militares se habían preparado para una larga
guerra de posiciones. La Línea Maginot era un talismán, pero ya está. Tenemos
pocos tanques y, sobre todo, pocos aviones. La situación es crítica». Le
pregunté por qué el gobierno seguía su lucha contra los comunistas, por qué se
ganaba la enemistad de los obreros. En las fábricas de equipamiento de
guerra, la cantidad de delatores de la policía casi era mayor que la de obreros.
De Monzie no esquivó la respuesta. Dijo que había treinta mil comunistas
arrestados y que el ministro de Justicia, el socialista Sérol, se negaba a
concederles el estatuto de presos políticos. Añadió: «Conozco a un tal
Semard. Es comunista, pero francés y patriota. Lo detuvieron. Hablé de él con
Sérol sin éxito. Se lo digo con franqueza: tengo mucha más confianza en
Semard que en Sérol».
Se produjo una pausa. De Monzie dejó la pipa, se levantó y, sin mirarme,
me dijo: «Si los rusos no nos venden aviones no podremos resistir. ¿En qué
beneficiará a la Unión Soviética la derrota de Francia? Hitler se abalanzará
sobre ustedes… Sólo les pedimos una cosa, que nos vendan aviones. Hemos
decidido mandar a Moscú a Pierre Cot. Usted lo conoce, es amigo suyo. No
crea que ha sido fácil, muchos protestaban… Pero ahora hablo con usted no
sólo en mi nombre. Comuníqueselo a Moscú… Si no nos venden aviones,
dentro de un mes o dos los alemanes ocuparán toda Francia».
(Recordé sin querer el verano de 1936, cuando los representantes del
gobierno español repetían en París: «Si Francia no nos vende aviones estamos
perdidos»).
Después de dejar a De Monzie, me fui directamente a la embajada para ver
a N. N. Ivánov y le conté la conversación. Me hizo sentar a la mesa: «Su deber
es informar. Que Moscú decida. Pero debe escribir ahora mismo».
Antes de pasar a los sucesos posteriores, debo hablar de Ivánov.
Trabajaba de economista cuando de repente lo enviaron a París, le nombraron
secretario y luego consejero de la embajada. Era un buen hombre, honesto:
siempre confiaba en las personas. Llegó a París joven e inexperto, pero tras la
partida de Y. Z. Súrits se convirtió en el encargado de negocios; es decir,
prácticamente embajador. No tardó en aprender a hablar francés. Leía mucho.
Me pedía que le hablara de los escritores franceses, del teatro. Preguntaba qué
vinos había que pedir con la carne, con el pescado. En una palabra, asimiló un
sinfín de cosas, grandes y pequeñas.
Luego siguió al gobierno francés a Tours, a Burdeos, a Clermont-Ferrand.
A principios de julio me encontré con él en el pueblo de La Bourboule, cerca
de Vichy. En diciembre de 1940 volvió a Moscú, vino a visitarme y me contó
los primeros pasos de la Resistencia, el destino de los escritores franceses.
Poco después me enteré de que lo habían arrestado. Cuando en 1954 N. N.
Ivánov fue rehabilitado, le enseñaron la sentencia de la comisión especial: en
septiembre de 1941 N. N. Ivánov había sido condenado a cinco años de
prisión «por sentimientos antialemanes». Resulta difícil de imaginar: los nazis
avanzaban sobre Moscú, los periódicos hablaban de los «perros-paladines», y
entretanto un funcionario de Seguridad rellenaba tranquilamente un expediente
comenzado en la época del pacto germano-soviético, le asignaba un número y
lo ponía en una carpeta a fin de que se conservara para la posteridad…
A Nikolái Nikoláievich le ayudó su fe inquebrantable en el triunfo de la
justicia. En el campo de concentración se enteró de que los funcionarios de
Seguridad se habían apoderado de sus libros y de sus cuadros y, como la
sentencia no estipulaba la confiscación de bienes, presentó una queja al fiscal.
Para asombro de las autoridades del campo, ganó la causa. Cuando lo
liberaron, le pagaron los objetos desaparecidos. Aunque le prohibieron residir
en ciudades grandes, lo primero que hizo fue dirigirse a Moscú, a la Lubianka,
y se puso a preguntar por qué le habían mantenido cinco años encarcelado sin
razón alguna. Tuvo suerte de encontrar a un hombre compasivo que le dijo:
«Váyase. Debería arrestarle, pero haré como si no hubiera venido a verme».
Ivánov mantuvo el optimismo y la fe. Se casó, trabajó y decía que era feliz.
Murió en 1965.
Vuelvo a los días de mayo en París. Tres días después de mi encuentro con
De Monzie, llamaron a mi puerta a primera hora de la mañana. Eran varios
policías. Me mostraron una orden de arresto que procedía del gabinete del
viceprimer ministro, del mariscal Pétain.
El registro se prolongó durante varias horas. Abrieron las cajas de los
libros, revolvieron entre los cachivaches abandonados y hasta rajaron una
almohada. Entre los policías había uno que era ruso, los demás le llamaban
Nicolás. Por lo visto, coleccionaba libros, pues al ver Las mil y una noches,
en la edición de la Academia, se puso contentísimo: «¡Justo me falta este
tomo!». El jefe de los policías estaba más interesado en los periódicos
españoles desparramados por el suelo y en los folletos con canciones
hitlerianas. Dijo muy satisfecho: «Aquí están las pruebas».
Nicolás y otro de los franceses se quedaron en el piso para vigilar a Liuba.
A mí me llevaron por la rue Cotentin hasta el coche. Los vecinos miraban con
asombro. Alguien preguntó si era un espía. El policía respondió: «Es un
complot entre los comunistas y los alemanes». Iba detrás de mí con un
revólver y decía: «A la mínima disparo, por intento de fuga». En la Prefectura,
donde sacaron kilos de pruebas que me habían arrebatado, no tardó en
comenzar el interrogatorio. «Usted informó por teléfono de que todo estaba
dispuesto. Tenía intención de actuar el viernes 31 de mayo». «Le decía a
nuestro encargado de negocios que lo tenía todo preparado para irme y que
esperaba su llamada. Me dijo que esperaba recibir el visado de salida el
viernes 31 de mayo». «Trata de engañarnos. Sabemos que capitanea un grupo
de comunistas que ha decidido abrir las puertas de París a los alemanes. Los
documentos encontrados en su casa confirman que estaba en estrecha relación
con agentes de Alemania».
Lo encontré ridículo y dije: «Eso es tan disparatado que sólo serviría para
Le Canard Enchaîné» (era el nombre de una revista humorística de izquierda).
El policía sacó el revólver: «No vamos a ir con ceremonias con los agentes de
Moscú y de Berlín. No debería reírse, dentro de un cuarto de hora tendrá
hipo».
La conversación sobre lo que haría al cabo de un cuarto de hora se
producía ya de noche. Sonó el teléfono. El policía cogió el auricular de mala
gana, masculló «Allô» y de repente dio un salto: «¡A sus órdenes, señor
ministro!». Al mismo tiempo me sacó de la habitación con un hábil empujón y
cerró la puerta.
Esto es lo que supe luego por Liuba y por N. N. Ivánov. Como ya he dicho,
dos policías se quedaron en mi piso. No dejaron que Liuba se acercara al
teléfono. Llegó Clémence y se puso a gritar: «¡Hay que arrestar al rey de
Bélgica y no a monsieur Ehrenburg! ¿No ha escuchado la radio? El rey de
Bélgica se ha puesto de acuerdo con los fascistas y ha capitulado. En cambio,
monsieur Ehrenburg estuvo en España, odia a los fascistas». Después pasó a
asuntos más baladíes: «Tengo que sacar a los perros. ¿Quién va a fregar el
suelo si lo ensucian, ustedes o yo?». Unos minutos después llamaron a la
puerta. Entró el chófer de nuestra embajada. Según parece, Nikolái
Nikoláievich Ivánov venía a buscarme, quería llevarme al Bois de Boulogne.
Clémence le contó lo ocurrido.
Ivánov comprendió que el asunto era grave. Según las normas, debía
dirigirse al Ministerio de Asuntos Exteriores, pero sabía que allí no le darían
una buena acogida. Después de pensarlo bien, decidió pasar por alto las
normas diplomáticas y acudió al ministro del Interior, Mandel, que, como ya
he dicho, detestaba a los alemanes y era favorable a un acercamiento a la
Unión Soviética.
Mandel llamó al inspector de policía en el momento en que el
interrogatorio pasaba de los temas generales al juego con el revólver.
«Puede marcharse, está libre», dijo rabioso el policía. Le respondí que no
me iría a pie: estaba oscuro, no había transporte y la rue Cotentin quedaba
lejos. Además, tenían que devolverme los libros y los papeles que me habían
confiscado. El policía me soltó, fuera de sí: «¿Quiere que le llevemos a dar un
paseo?». Pero enseguida recuperó el dominio de sí mismo: después de todo,
Mandel era su jefe directo.
Al cabo de una hora, los vecinos de la rue Cotentin vieron cómo el
«conspirador» llegaba a casa en coche y los policías descargaban sus libros.
Si no se asombraron fue únicamente porque en aquellos días ya nadie se
sorprendía por nada.
A la mañana siguiente estaba en la panadería cuando llamaron a casa, al
abrir la puerta Liuba vio a un policía vestido de civil que le enseñaba la placa
y perdió los nervios: «¿Otra vez? ¡Fíjese en lo que hicieron ayer!». El piso
parecía una librería saqueada. El policía trataba de decir algo, pero Liuba no
le dejaba. Al final, aprovechando un segundo de respiro, le dijo: «Vengo de
parte del señor prefecto a presentar excusas». La gente tenía miedo de Mandel.
(Los alemanes sabían que no podrían ni asustarlo ni corromperlo, así que lo
mataron).
Supe luego que mi detención estaba relacionada con la petición que me
había hecho De Monzie. Pétain temía una mejora de las relaciones con la
Unión Soviética. Mandel pudo lograr mi liberación porque la policía estaba
subordinada a su autoridad. Lo que no podía hacer era cambiar la política
exterior de Francia. Aquel mismo día, cuando el policía me presentó las
excusas del prefecto, el gobierno comunicó que el viaje de Pierre Cot a Moscú
«se había aplazado».
Nikolái Nikoláievich Ivánov me salvó la vida: mi segundo arresto se
produjo poco antes del desenlace. Entonces no se podía soñar con el respeto
de la legalidad, más de una vez ocurrió lo que en las actas policiales se
denomina «muerto por intento de fuga».
El 26 de mayo estaba en casa de Émile Buré. Me dijo que el 16 los
alemanes ya habrían podido tomar fácilmente París. Ahora, avanzaban hacia
Amiens: querían cercar al ejército francés. «No tenemos aviones», repetía
Buré. Vi a diferentes personas: Vogel, Jean-Richard Bloch, Elsa Yúrevna
Triolet, el pintor belga Masereel. Estaban todos aturdidos.
El embajador estadounidense, Bullitt, fue a Notre Dame, se hincó de
rodillas y depositó ante la estatua de Juana de Arco una rosa en nombre de su
presidente de Estados Unidos. Buré decía: «No necesitamos oraciones, sino
aviones». El periódico católico L’Aube hablaba de «una Juana de Arco
motorizada, que salvaría a Francia».
El 3 de junio los alemanes bombardearon intensamente París. Hubo
muchas víctimas y vi espectáculos parecidos a los de Madrid y Barcelona.
Pero no había ira, sólo desesperación. Alguien entre el gentío decía: «Esta
guerra la teníamos perdida desde el primer disparo».
Comenzó el éxodo de los parisienses. Largas columnas de vehículos,
cargados con colchones en el techo, se dirigían hacia la Puerta de Italia y la de
Orléans. Por las noches se ponían a disparar los antiaéreos. Los partes de
guerra eran confusos. La radio continuaba hablando de los medios de
transporte alemanes hundidos. Todos decían que los alemanes estaban cerca.
Partieron los Hilsum, los Fotinski y algunos españoles conocidos. Yo no podía
irme: en la Prefectura me habían quitado todos los documentos. La ciudad
quedó vacía. Liuba y yo éramos los únicos que quedábamos en el edificio, los
demás habían partido. Me sentía confuso. Al final partió también Ivánov y me
dijo que en la embajada quedaban algunos funcionarios a quienes había pedido
que velaran por nosotros.
(Entonces alguien hizo correr el rumor en Moscú de que yo no iba a volver
a la Unión Soviética. Irina pasó unos días horribles. París estaba aislada del
resto del mundo, y en todas partes le preguntaban: «¿Es verdad que su padre
no quiere volver?»).
El 9 de junio, en las tiendas, los restaurantes y los cafés apareció un
anuncio: «Cerrado temporalmente». El presidente de la República recibió a
Laval. Alguien llegó corriendo y me contó: «Hemos comprado un coche pero
no hay gasolina. ¡Si pudiéramos conseguir un caballo!». Los alemanes
comunicaron por radio que habían tomado Ruán y que la suerte de París se
decidiría en los próximos días. Intenté escuchar Radio Moscú. El locutor
habló largo rato del Frankfurter Zeitung, que valoraba muy positivamente la
feria agrícola de Moscú. Vino Clémence a despedirse. Dijo entre lágrimas:
«¡Qué vergüenza!». Enormes muchedumbres se agolpaban en las estaciones.
La gente huía en bicicleta. Entretanto los periódicos informaban de que había
empezado un proceso contra treinta y tres comunistas.
El 10 de junio la Italia fascista declaró la guerra a Francia. Yo paseaba
por el jardín de nuestra embajada cuando, de pronto, oí alegres gritos y
canciones: la embajada italiana estaba al lado. Los diplomáticos fascistas
habían decidido no volver a su país. Los alemanes estaban cerca; podían
quedarse algunos días en su santuario. Cantaban, sin rubor, Giovinezza.
El 11 de junio se corrió la voz de que la Unión Soviética había declarado
la guerra a Alemania. Todos se animaron. Ante las puertas de nuestra
embajada se reunieron grupos de obreros que comenzaron a gritar: «¡Viva la
Unión Soviética!». Pocas horas después llegó el desmentido.
Los parisinos abandonaban la ciudad a pie. Un anciano empujaba con
dificultad un carrito de mano con almohadas, una niña y un viejo perrito, que
ladraba desesperado. Por el boulevard Raspail avanzaba un interminable
cortejo de fugitivos. Enfrente de La Rotonde estaba el monumento a Balzac,
colocado poco antes de la guerra, obra de Rodin. El frenético Balzac parecía
querer bajarse del pedestal. Durante largo rato estuve en aquel cruce, donde,
en realidad, había transcurrido mi juventud, y de repente me pareció como si
también Balzac marchara con todos los demás.
En la esquina de la rue Cotentin un tendero abandonó su tienda sin cerrar
la puerta. Por el suelo rodaban los plátanos y las latas de conserva. La gente,
más que irse, huía. El 11 de junio busqué durante mucho rato algún periódico.
Finalmente salió Paris Soir. En primera página había una fotografía: una
anciana bañaba a su perro en el Sena. Y en el pie de foto, con letras gruesas,
decía: «París siempre será París». Pero la capital parecía una casa
abandonada a toda prisa. Decenas de miles de personas se agolpaban
alrededor de la estación de Lyon, aunque se decía que ya no saldrían más
trenes: los alemanes habían cortado el camino. Entretanto la radio transmitía
misas y proclamas contradictorias: a veces decían que la evacuación de París
estaba asegurada, y otras trataban de persuadir a los habitantes de que se
quedaran en casa y no perdieran la calma.
El 13 de junio caminaba por la rue de Assas. No había un alma, no era
París, era Pompeya… Caía una lluvia oscura (quemaban petróleo). En una
esquina de la rue Rennes, una joven abrazaba a un soldado cojo. Por la cara de
la mujer rodaban lágrimas negras. Comprendí que se estaban despidiendo de
muchas cosas…
Luego escribí unos versos sobre eso: «Incluso morir parecía más fácil.
Aquí cada piedra era para mí querida. Retiraron los cañones. Ardían los
depósitos de petróleo. Cayó una lluvia negra sobre una ciudad negra. Una
mujer dijo al soldado (de sus ojos brotaban lágrimas negras): “Un momento,
querido mío, digámonos adiós”. Y los ojos de él quedaron inmóviles. Vi
aquella mirada triste. La ciudad estaba negra y vacía. Junto con el soldado
marchaba, oscuro como el hombre, el arte».
Por la noche llamaron a la puerta. Me sorprendí: las autoridades ya habían
partido, pero los alemanes aún no habían llegado. La embajada nos enviaba un
coche para que nos trasladáramos a la rue Grenelle, donde estaríamos más
seguros.
Nos instalaron en un pequeño cuarto donde antes pernoctaban los correos
diplomáticos. Por la mañana pasaron, en vuelo rasante, unos aviones con
esvásticas. Salimos de la embajada. Un soldado francés se acercó corriendo a
mí, preguntándome cómo podía llegar a la Puerta de Orléans. Las calles
estaban desiertas y los cubos de basura apestaban. Aullaban los perros
abandonados. Llegamos hasta la avenue du Maine, y de pronto vi una columna
de soldados alemanes. Avanzaban, mientras comían algo en marcha.
Me volví y permanecí un rato en silencio, junto a la pared. También había
tenido que ver eso.
39

El tiempo borra muchos nombres, se olvidan las personas, se destiñen los


años que parecían brillantes, pero algunos espectáculos permanecen en la
memoria, por mucho que uno quiera olvidarlos. Veo París en junio de 1940.
Era una ciudad muerta, y su belleza suscitaba en mí la desesperación. Ni los
coches, ni el trajín de las tiendas, ni los transeúntes tapaban los edificios: un
cuerpo desnudo o, si se prefiere, un esqueleto con las articulaciones de las
calles. Construida en épocas diferentes, unificada no por el proyecto de un
arquitecto ni por los gustos de una época sino por las tradiciones y el carácter
de un pueblo, París recordaba un bosque petrificado, abandonado por los
animales y los pájaros.
Los escasos transeúntes eran todos jorobados, inválidos sin piernas o sin
brazos. En los barrios obreros las ancianas, sentadas en los bancos, tejían y
sus largos dedos parecían largas agujas de punto.
Los alemanes estaban asombrados: no habían imaginado así la «nueva
Babilonia». Comían en los pocos restaurantes abiertos y se fotografiaban por
turnos sobre el fondo de la catedral de Notre Dame o de la torre Eiffel.
Pronto los fugitivos comenzaron a volver: tras alcanzar el Loira con
grandes esfuerzos, vieron las tropas alemanas en la otra orilla. París había
comenzado a vivir de nuevo, pero su vida era fantasmagórica e inverosímil.
Los alemanes compraban en las tiendas de suvenires, postales pornográficas,
diccionarios de bolsillo. En los restaurantes aparecieron unos letreros: «Se
habla alemán». Las prostitutas gorjeaban: «Mein Süsser…». Salieron de sus
madrigueras los pequeños traidores. Volvieron a publicarse los periódicos. Le
Matin informaba de que en París el célebre prefecto de policía Chiappe se
había quedado con sus amigos, que los alemanes «apreciaban los encantos de
la cocina francesa». Gustave Hervé, anarquista en el pasado y luego
chovinista, reanudó la publicación de Victoire. Los vendedores de periódicos
gritaban: «Victoire!», y los escasos transeúntes sentían un escalofrío. Paris
Soir contrató al escritor Pierre Hamp. El mismo periódico invitaba a publicar
anuncios en alemán «para reanimar el comercio». Hubo pocos anuncios: «Ario
busca trabajo, dispuesto a todo»; «Tengo dos licenciaturas, busco trabajo de
camarero o dependiente, hablo alemán perfectamente»; «Especializado en
árboles genealógicos, preparo los documentos correspondientes». Entré en una
panadería del boulevard Saint-Germain. Una respetable señora decía en voz
alta: «Los alemanes enseñarán a nuestros obreros a trabajar y a no hacer
estúpidas huelgas». Ante las tiendas comenzaron a formarse colas. El nuevo
periódico, La France au Travail, adoctrinaba a sus lectores: «En cada uno de
nosotros hay un mínimo de espíritu judío y por ello debemos organizar en
nuestro fuero interno un pogromo espiritual». Los relojes se anticiparon una
hora. El sol no se había puesto cuando los altavoces advertían: «¡Vuelvan a
casa!». Algunos restaurantes y cafés ponían anuncios de este tipo: «Empresa
aria. Prohibida la entrada a los judíos». En el barrio donde vivían los judíos,
procedentes de la Europa del Este, viejos barbudos se agitaban, presos del
horror. Los alemanes se divertían asustándolos. La Kommandantur se
esforzaba en proteger a los soldados alemanes de cualquier contacto con
«elementos sospechosos». En el boulevard Montparnasse, ante la entrada del
café Dom, frecuentado por artistas, un cartel advertía: «En este café está
prohibida la entrada a los militares alemanes». Por el contrario, en la entrada
de un burdel encontré otro anuncio: «Abierto para la clientela nacional y
extranjera». En un gran music hall se representaba la revista Immer Paris:
traducción en alemán del viejo París siempre será París. Pero París ya no era
París: cuanto había sucedido no era un simple episodio bélico, como en el
siglo XIX, sino un verdadero y auténtico cataclismo.
Después de la Segunda Guerra Mundial es ridículo demostrar que era
imposible vivir en un mismo país con los fascistas, pero entonces tenía que
contenerme continuamente. Me desahogaba con la poesía: «¿Acaso escribió
Balzac para esto? El plúmbeo paso de los soldados extranjeros. Se cernió una
noche ardiente. Gasolina y orina de caballo. ¿Acaso para esto —rezando se lo
digo a las piedras— cayó sobre las piedras Delescluze? ¿Acaso para esto se
creó una ciudad, para esto los años de tormentas, la esencia de las flores y de
los sonidos, para esto, no para esto…?». Terminaba el poema con una
confesión: «Cierras los ojos y callas: avanzan los trompetistas extranjeros, un
cobre ajeno, un orgullo ajeno. ¡¿Acaso he crecido aquí para esto?!».
Era un grito, pero no gritaba, me esforzaba en comprender lo ocurrido: «El
reloj no ha sonado. Las estrellas están más cerca. Desierta, salvaje,
inaccesible a la mente, en París, olvidada por todos, abandonada, se entumecía
la inmensa Roma».
Cuando volví a Moscú, vino a buscarme Anna Ajmátova y me preguntó por
París. Había estado en la ciudad mucho tiempo atrás, antes de la Primera
Guerra Mundial, no conocía los detalles de su caída. Algunos críticos
consideraban a Anna Ajmátova una «poeta dedicada a los sentimientos íntimos
y con un mundo propio minúsculo». Anna Andréievna me leyó un poema que
compuso después de haber conocido la noticia de la caída de París: «Ni un
salmo fúnebre se escucha cuando se entierra una época, ortigas y cardos
tendrán que adornarla. Sólo los sepultureros trabajan con esmero. ¡Sí, el
quehacer no espera! Y el silencio es tan grande, Señor, que se oye cómo pasa
el tiempo. Algún tiempo resurgirá como cadáver sobre un río en primavera,
pero la madre no reconocerá al hijo y el nieto en su desencanto dará la
espalda. Y las cabezas se inclinan más bajo. La luna se balancea como un
péndulo. Así, así es ahora el silencio sobre el París moribundo». En estos
versos no sólo sorprende la exactitud de un espectáculo al que Ajmátova no
asistió, sino también una especie de recuperación de la vista. Ahora a menudo
veo una época que se ha ido como «un cadáver sobre el río en primavera». La
conozco y no puedo equivocarme, pero para los nietos es un fantasma o una
especie de amarre arrancado del agua o una lancha volcada.
Vuelvo a mi vida en aquellos días. Bajo el mando de los alemanes viví
cuarenta días: todos en aquella pequeña habitación para los correos
diplomáticos. Nos ayudaba uno de los empleados de la embajada. Fue él quien
consiguió que volviéramos a Moscú. Le daré un nombre inventado, Lvov.
Además de él, en la embajada había unas quince personas. Cuando los
alemanes entraron en París, algunos empleados estaban cerca de la puerta y
agitaban las manos. Es comprensible: nuestros periódicos entonces llamaban a
los franceses «los incendiarios de las guerras», «imperialistas», informaban
de las persecuciones de los comunistas en Francia, pero sobre aquellos cuyas
cabezas continuaban cortando de un hachazo en la Alemania fascista, los
periódicos guardaban silencio. En la comida oí frases de admiración sobre los
Aliados y decidí no volver al comedor. Comprábamos en la tienda embutidos
y conservas o a veces comíamos en el restaurante después de habernos
asegurado de que allí no había alemanes. Un día entré en una tienda para
comprar un litro de vino. El propietario me dijo: «Tome este viejo Borgoña,
se lo vendo como si fuera vino a granel. Prefiero que lo beba usted que los
alemanes».
Después de nuestra partida es probable que dijeran de mí que era un
borracho. En la habitación de los correos diplomáticos quedaron unas
cincuenta botellas vacías con etiquetas patéticas.
A veces por la tarde venía Lvov. Una vez me dijo que tenía que ir a la
«zona libre», en la ciudad de Brive, y me propuso que lo acompañara, dado
que él hablaba mal el francés. El itinerario era el siguiente: Gien-Nevers,
Moulins, Clermont-Ferrand, Rouen, Brive, Limoges, Orléans. Pude ver muchas
cosas: las ruinas de Gien, Orléans destrozada por las bombas, la pastelería
donde el tout Paris devoraba sus productos, entre exclamaciones de
entusiasmo y bendiciones al mariscal. A orillas del Loira yacían aún,
abandonados, los coches aplastados, cascos de soldado, juguetes. Los
prisioneros de guerra enterraban los cadáveres de los prófugos. La gente
pernoctaba en los autobuses de la línea Bastille-Madeleine.
Justo aquel día el gobierno se había trasladado de Burdeos a Clermont-
Ferrand. Tenía que informarme de dónde se encontraba nuestra embajada. Me
dijeron que a los ministros los habían alojado en el edificio del tribunal. Al
preguntarle al guardia, un viejecito que se parecía a Voltaire, me dijo: «No,
gracias a Dios, no están aquí. Me parece que están en la Prefectura». Por los
pasillos de la Prefectura los funcionarios corrían como enloquecidos y era
imposible obtener una respuesta. Me asomé a una de las habitaciones y de
pronto alguien me echó: «¿Qué hace usted aquí?». Había entrado en el
despacho de Laval.
Uno de los refugiados, que había pasado la noche tumbado en el campo,
me contó que había tratado de huir de Burdeos a España junto con otros, pero
que los guardafronteras españoles no lo habían dejado pasar. La historia no es
como una novela clásica decimonónica, ora escribe versos disparatados que
nadie puede descifrar, ora pasa al género más antiguo de la parábola accesible
a todos.
Más de una vez experimenté aquellos sentimientos que habían inspirado a
Maiakovski a escribir sus versos en el pasaporte soviético: me sentía
orgulloso al mostrar mi pasaporte a los policías, me sentía orgulloso cuando
me arrestaban, me negaban los visados. Estaba orgulloso de haber estado yo,
un soviético, en 1936 en Aragón, mientras que diez años después paseaba por
los estados racistas de Misisipí o Alabama. Pero el período (por suerte no
demasiado largo) del que estoy hablando fue para mí muy difícil: no podía
sentirme orgulloso de que ser un ciudadano soviético me protegiera de la
arbitrariedad de los nazis.
Una vez, cerca de nuestra embajada, se detuvieron dos mujeres que, a
juzgar por su indumentaria, eran trabajadores y saludaron al escudo levantando
el puño. Dos policías las echaron: por la noche se acercó un coche con una
esvástica. Algunos oficiales nazis habían decidido hacer una visita a un
colaborador de nuestra embajada. Veía todo esto desde la ventana y me sentía
fatal. Pienso que los lectores me entenderán.
Había llevado a la embajada mi radio y cada tarde escuchaba a Londres.
El 18 de junio, cuatro días después de la entrada de los alemanes en París,
habló por primera vez De Gaulle diciendo que la guerra continuaba y
llamando a los franceses a no someterse a los traidores. Escuchaba y me
alegraba. La ventana de mi habitación estaba abierta y dos policías, de guardia
junto a la puerta de la embajada, escuchaban también las palabras de
De Gaulle. Uno estaba en posición de firmes. No sé lo que hicieron después,
si sirvieron con celo a los alemanes, pero en aquel momento De Gaulle era
para él su superior. El segundo sonreía con escepticismo.
El 13 de julio vino a la embajada Anna Seghers. La perseguían, corría
peligro de muerte. Pedía que la ayudaran a llegar a la «zona libre».
Los Vishniak se habían quedado en París y a menudo íbamos a verlos.
Tratábamos de bromear, recordábamos el pasado: Andréi Bieli, Marina,
Pasternak. Después de la guerra supe que los alemanes habían matado a los
Vishniak en Auschwitz. También Dusia se había quedado en París con su
madre enferma. Ya no reía, se limitaba a decir: «Qué silencio tan terrible». Le
leía los versos de Ronsard sobre el mediodía y la felicidad. Hizo un verano
excepcionalmente frío y a menudo llovía.
En la cafetería a menudo hablaba con los oficiales alemanes. Buscaban
interlocutores y me tomaban por francés. Algunos de ellos afirmaban que antes
que nada había que aplastar a los ingleses, pero la mayoría no hacía más que
repetir: «Pronto limpiaremos Rusia». Hablaban de los comunistas y de la
Unión Soviética con franqueza y una ira totalmente comprensible. Recuerdo
que uno me dijo: «Primero extraeremos de Rusia el petróleo y luego la
sangre».
En la place de l’Opéra tocaba una orquesta militar. Los vencedores
estaban sentados en el Café de la Paix. Se bronceaban al sol, tomaban coñac,
discutían sus futuras expediciones militares. Para ellos, París era una
magnífica casa de reposo con viaje de ida y vuelta pagado.
Finalmente llegó el día de la partida. Nos subimos al tren de noche. Junto
con nosotros viajaban el chófer de la embajada, el cocinero, el administrador.
Eramos en total, creo recordar, siete u ocho ciudadanos soviéticos, en un tren
atestado de oficiales y soldados alemanes. Un literato, que había pasado un
tiempo en un campo de trabajo para su reeducación, a la pregunta de cómo se
había sentido allí respondió: «Como un zorro vivo en una tienda de pieles».
Así me sentí yo en aquel tren.
El viaje fue largo, duró una semana. Vi las ruinas de Douai, las ciudades
desiertas del norte de Francia, los letreros alemanes. En Bruselas tuvimos que
hacer parada y dormimos en la embajada. Fui a ver a Franz Hellens, pero me
dijeron que había conseguido escapar. Los bruselenses guardaban un silencio
lúgubre.
Atravesamos la frontera de noche. Dos veces sonó la alarma aérea. El tren
se detuvo. Yo soñaba: «¡Si por lo menos los ingleses lanzasen una bomba!».
Pero media hora después, el tren siguió avanzando. En la estación de Múnich-
Gladbach, las alemanas dieron café y flores a los vencedores. Luego vino
Berlín. Tuvimos que pasar dos noches en un hotel. En la puerta decía:
«Prohibida la entrada a los judíos», pero yo no viajaba como Ehrenburg, sino
como un funcionario de la embajada y mi apellido no figuraba en los
documentos. Además, los alemanes necesitaban el petróleo soviético y muchas
otras cosas, así que no querían discutir por minucias.
Teníamos reservas de té, azúcar, galletas y queso. La camarera que nos
trajo el agua caliente al ver el queso preguntó a Liuba dónde habíamos
conseguido aquella golosina. Liuba respondió: «Lo hemos traído de Francia».
La alemana exclamó: «¡Felices los franceses!». Eso me alegró: los
vencedores, que acababan de conquistar Dinamarca, Noruega, Holanda,
Bélgica, Francia… ¡envidiaban a los franceses!
Los había visto ya en Berlín en 1932, en vísperas de su primera victoria, y
había seguido todo cuanto habían hecho, recordaba España. Los había vuelto a
ver en París. Había aprendido mucho. Por mi carácter y formación, yo era un
hombre del siglo XIX, con inclinación por el debate más que por las armas. No
me resultó fácil aprender a odiar. Este sentimiento no embellece a una persona
y no hay que sentirse orgulloso de él. Pero vivíamos en una época en que
jóvenes normales, a veces con rostros simpáticos y frases sentimentales en los
labios, con la fotografía de sus amadas en los bolsillos, convencidos de ser
los elegidos empezaron a exterminar a los no elegidos, y sólo un odio
auténtico y profundo podía poner fin al triunfo del fascismo. Lo repito una vez
más: no fue fácil para mí. A menudo sentía compasión, y tal vez si odio al
fascismo más que a nada es precisamente porque me ha enseñado a odiar, no
sólo una idea absurda e inhumana, sino también a quienes la han encarnado.
40

Regresé a Moscú el 29 de julio de 1940. Estaba convencido de que los


alemanes nos atacarían pronto, pues las terribles escenas de los éxodos de
Barcelona y París todavía estaban grabadas en mi memoria. En Moscú, sin
embargo, todavía se respiraba un ambiente de calma. Según la prensa, las
relaciones de amistad entre la Unión Soviética y Alemania eran más fuertes
que nunca y se reprochaba a Inglaterra su negativa a entablar negociaciones de
paz con Hitler.
Escribí una nota a Mólotov con intención de explicarle la situación de
Francia y cuál era la opinión de los soldados y oficiales alemanes. Me recibió
su adjunto, S. A. Lozovski. Conocía a Lozovski desde antes de la revolución y
lo había visto en París, cuando intervenía en los mítines bolcheviques. Me
escuchó distraído, mientras miraba a un lado con expresión melancólica. No
pude contenerme y le pregunté si algo de lo que le estaba contando le
interesaba lo más mínimo. Lozovski sonrió con el semblante triste:
«Personalmente, encuentro sus palabras muy interesantes. Pero, como usted
sabe, una cosa es la opinión personal y otra, la política». (Yo todavía era,
clarísimamente, un ingenuo: creía que la información certera ayudaba a
perfilar la política, pero resultó ser exactamente al contrario. La información
sólo es necesaria en la medida en que sirve para justificar la política elegida).
(Con Lozovski trabajé durante la guerra, época en que él era director del
Gabinete de Información Soviético. Lo recuerdo como un hombre tranquilo, de
gran integridad personal, y buen conocedor de la clase trabajadora occidental.
Pero no tenía ningún poder, razón por la cual tenía que consultar para todo a
Mólotov o a Scherbakov. Como jefe del Gabinete de Información Soviético,
debía comandar diferentes comités, creados a principios de la guerra, entre
ellos el Comité Judío Antifascista. A Lozovski lo arrestaron junto con otros
miembros del comité a finales de 1948 y lo fusilaron a los setenta y cuatro
años. Luego lo rehabilitaron a título póstumo).
Yo, como es natural, buscaba a gente que conociera bien a los fascistas y
que siguiera odiándolos. P. G. Bogatiriov, huido de Checoslovaquia, me visitó
y me contó lo que les había pasado a sus amigos checos. En casa de E. F.
Usiévich conocí a Wanda Wassilewska, que me habló del destino del poeta
Broniewski. También me visitaron antiguos miembros de las Brigadas
Internacionales (Belov, Petrov, Baler y los españoles La Casa y Alberto
Sánchez Arcas). Un vistazo a mi libreta me revela los nombres de quienes nos
visitaron en el invierno de 1940-1941: Konchalovski, Falk, Sterenberg, Súrits,
Alekséi Tolstói, Ignátiev, Lidin, Efros, Olesha, Slavin, Ajmátova, Pasternak,
Vishnevski, Martínov y Lugovskoi. Me resultó fácil hablar con ellos, pues
odiaban el fascismo.
También había escritores y periodistas que me acusaban de no pensar
como un ciudadano soviético. Decían que había vivido demasiado tiempo en
Francia, que me había apegado al país galo y, al describir a los nazis,
«cargaba las tintas». Una vez oí decir las siguientes palabras: «A la gente de
cierta nacionalidad no le gusta nuestra política exterior. Es comprensible. Pero
que se guarden sus opiniones para su familia». Aquello me dejó pasmado.
Todavía no sabía lo que nos aguardaba.
Recuerdo una conversación con la académica Lena Stern. Hablamos de las
atrocidades nazis, de España, de Francia, del Pacto de No Agresión. Comentó:
«Un camarada de alto rango me explicó que se trataba de un matrimonio de
conveniencia, a lo que respondí que incluso esos matrimonios puede tener
descendencia». (Ocho años después, Lena Stern tuvo oportunidad de
comprobar la certeza de su diagnóstico: fue arrestada junto con otros
miembros del Comité Judío Antifascista. Por suerte, sobrevivió).
En un estreno del teatro judío, me encontré con Douglas (así llamaban en
España a Y. V. Smushkévich, comandante de nuestras fuerzas aéreas). Cojeaba
y se apoyaba en un bastón. Enseguida noté que llevaba prendidas en el pecho
dos estrellas de Héroe de la Unión Soviética. Hablamos de España. Me alegró
saber que no todos habían muerto. Sávich me contó que había visto a Hadji y a
Nicolás. Por mi parte, yo había leído sobre Grigórovich en la prensa. Y allí
estaba Douglas, comandante de las fuerzas aéreas… Pensé que su experiencia
en España sería valiosa en la guerra que se aproximaba. (A Smushkévich lo
arrestaron y fusilaron dos semanas antes de que Alemania atacara la Unión
Soviética). Tenía que trabajar: escribir y encontrar un editor que se atreviera a
publicarme. Ya he mencionado que me tenían por un tránsfuga. Durante mucho
tiempo mi nombre no se mencionó en ningún lado. Me tacharon incluso de la
lista de escritores soviéticos. Yo quería describir todo lo que había visto en
Francia, demostrar que la rápida derrota del ejército francés y la capitulación
de Pétain se debían a la debilidad moral y al miedo que la burguesía
dominante tenía a la gente común, y que para nada tenía que ver con ello el
poderío invencible de la Reichswehr. Después de todo, ahora Pétain no
importaba tanto como el hecho de que muy pronto estaríamos a tiro del
ejército alemán… Fui a Izvestia. Había trabajado siete años para ese
periódico. Me recibió el encargado de la sección internacional, que, sin
rodeos, me preguntó si me debían dinero y luego me dijo abiertamente que no
publicarían ningún artículo mío.
En Goslitizdat (la editorial del Estado) me dijeron que mi libro sobre
España no se publicaría. Estaba en la imprenta, y ya se habían distribuido
algunas pruebas cuando llegó la orden. Me dieron de recuerdo un ejemplar
compaginado.
No recuerdo dónde encontré a L. Sheinis, que trabajaba para el diario
Trud [Trabajo]. Me explicó que, como periódico de los sindicatos, Trud
todavía gozaba de cierta libertad. Desde luego, no debía escribir nada sobre
los alemanes, pero me daba libertad para condenar a los traidores franceses.
Me prometió que la redacción de su diario haría lo posible por publicar mis
artículos. Después de muchas negociaciones, enmiendas y cortes, mis artículos
aparecieron en Trud, lo cual me alegró un poco.
(Tiempo después recibí un panfleto impreso en Ginebra. Al parecer, los
comunistas distribuían clandestinamente en Francia mis artículos para Trud).
Me convocaron a una reunión de escritores moscovitas. Fue dramático: se
decía que Stalin había invitado a un grupo de escritores, había tildado a
Avdéienko de «enemigo» y criticado la obra de Leónov Metel [Tormenta de
nieve] y la de Katáiev Domik [La casita]. Teníamos que votar a favor de que
se expulsara a Avdéienko de la Unión de Escritores. Varios autores competían
por ver quién atacaba a Leónov y Katáiev con mayor virulencia. Yo me quedé
sentado, estupefacto. ¿Cómo era posible que Stalin, en vísperas de la guerra,
tuviera tiempo para dedicarse a la crítica literaria? Todo me resultaba
incomprensible. Me desesperaba, pero no estaba allí el sabio de Bábel a quien
acudir en busca de explicaciones…
Escribí poemas sobre París, la lealtad y la muerte: «Volverá la luz y me
levantaré de entre los huesos, como una semilla que germina, de las redes de
los pescadores del norte a las arenas del Sáhara, habrá una cosecha de manos
y bayonetas, y los regimientos muertos volverán a marchar, pies sin botas,
botas sin pies, se irán de las ciudades de la pena. Los barcos hundidos saldrán
a la superficie y la sombra del camarada y de las nubes cubrirán el reloj sin
campanas».
Vishnevski era el editor de la revista Znamia. Aceptó mis poemas, escogió
aquellos en los que no se hacía referencia al futuro y me dijo que los
publicaría en el siguiente número. Poco tiempo después me dijo que el
Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores se los había llevado y que lo
más conveniente era que fuese yo mismo a hablar con ellos.
Conocía al jefe del departamento de prensa del Comisariado, N. G.
Palgunov, desde la época en que éste trabajaba como corresponsal de la TASS
en París. Nikolái Grigórievich me recibió muy cordialmente, y enseguida me
dijo que podría publicar los poemas sobre la caída de París. Le confundían los
poemas líricos, que pasó mucho rato releyendo: «La batalla ha terminado.
Sobre la pena y la triste gloria se ve el yavor [sicómoro] en la ardiente
mediodía». Me preguntó: «¿A qué se refiere cuando habla del yavor?». Le juré
que el yavor era una especie de arce blanco y que era una palabra que Pushkin
también usaba. Noté que Palgunov no me creía: «¿Eres consciente de la
responsabilidad que tengo?». Finalmente acabó aceptando que se incluyeran
también mis poemas líricos.
Envalentonado, mandé a los editores una colección de poemas titulados
Lealtad. Por las noches escuchaba las retransmisiones de radio en francés de
Londres. Recuerdo perfectamente la señal, semejante a un breve rasguño sobre
una puerta. Las noticias que llegaban no podían ser más alarmantes: los
alemanes bombardeaban intensivamente Londres. Una noche escribí un poema
en el que expresaba hasta qué punto me afectaba el destino de Londres. «No es
la niebla tejida por las Parcas, ni son las parejas de los verdes parques, ni es
su extensión, mayor que la nostalgia, ni el tridente de la Dama del Mar: esa
ciudad se me hace más cercana por la nueva pena. De noche vislumbro la
ciudad negra, donde la pena se cuenta por toneladas, donde las sirenas se
lamentan en el húmedo y suave crepúsculo, donde las casas se desploman y el
doloroso día despunta entre las raras y monstruosas ruinas». Le mostré los
poemas a Vishnevski, quien me dijo: «No dejes que nadie lea eso que
escribiste sobre Londres». Luego agregó: «Stalin sabe más de lo que
imaginamos».
Cierto día me visitó un poeta (Leonid Martínov, el siberiano) con el
propósito de leerme sus trabajos y decirme cuánto me admiraba. Me hizo
preguntas sobre la guerra y sobre París, acompañó mis respuestas con gestos
de interés y, de pronto, dijo algo sobre el clima: «Aquél fue un invierno duro».
Sus poemas parecían fenómenos de la naturaleza, como una ruidosa lluvia de
verano o la llamada de apareamiento de las aves. Pasamos media noche
hablando de versos silábicos. Los labios de Martínov se movían en busca de
nueva música.
El 16 de septiembre comencé a escribir la novela La caída de París. Es
probable que éste sea el libro, de todos los que he escrito, cuya estructura se
acerca más a la de la novela tradicional, aunque no renuncié a introducir un
gran número de personajes y cambios bruscos de escenario. Lo escribí presa
del entusiasmo. Acabo de releerlo: creo que conseguí describir con éxito la
Francia de vísperas de la guerra, años a los que me he referido en alguna otra
parte como la época de una guerra civil latente. Algunos de los personajes
parecen tener vida, son tridimensionales, mientras que otros resultan planos y
artificiales. ¿En qué fallé? Pues precisamente en el mismo punto en que
fallaron muchos contemporáneos, anteriores y posteriores a La caída de
París: en el hecho de mostrar personajes completamente absorbidos por las
luchas políticas, ya fueran los comunistas Michaud y Denise, o el fascista
Breteuil. No busqué variedad en las tonalidades, sino trazos y pinceladas
gruesos en blanco y negro. Al parecer, aunque odiara la «literatura de
pancarta» y ridiculizara a los críticos demasiado celosos, sucumbí también a
la famosa simplificación. Como ya he dicho, hay en la historia algunos
personajes que parecen vivos: la actriz Jeanette, el agradable, inteligente e
imprudente capitalista Desser, el cándido ingeniero Pierre, el corrupto político
Tessa, el pintor André y, por supuesto, uno de los precursores de la multitud de
héroes de la literatura francesa de posguerra: el cínico y sentimental Lucien.
(El 21 de junio de 1941 terminé el capítulo número treinta y nueve de la
última parte. Me quedaban por escribir tan sólo siete capítulos más. Empezó
la guerra: ya no tuve tiempo para pensar en la novela ni ganas de hacerlo.
Durante la evacuación desapareció de Moscú el manuscrito de la tercera
parte. No podía regresar a la novela y decidí dejarla incompleta. En
diciembre, sin embargo, me dijeron que uno de los operarios de la tipografía,
donde se imprimía Znamia, había encontrado las páginas perdidas. A finales
de enero, durante un período de calma en el frente, escribí los últimos
capítulos, y fue así como la novela pudo ser publicada en la primavera de
1942. Casi de inmediato apareció una traducción al inglés y, a juzgar por un
artículo que por casualidad aún tengo, a menudo se veía a hombres y mujeres
leyendo mi novela en los refugios subterráneos de Londres durante los
bombardeos.
Cuando Vishnevski se encontraba conmigo no podía evitar referirse a la
inminente guerra. Ahora se han publicado fragmentos de su diario. En
diciembre de 1940 escribió: «En nuestra sangre está el odio al militarismo
prusiano, al fascismo y al “nuevo orden”. Escribimos en condiciones de
restricción militar, sea ésta visible o invisible. Quisiera hablar sin rodeos de
nuestro enemigo y expresar mi furia contra los sucesos que crucifican Europa.
Pero, por el momento, se ha de guardar silencio». Vishnevski me pidió
prestado el manuscrito de la primera parte de La caída de París y me dijo que
trataría de «darle un empujón». Dos meses después, el mismo día en que yo
alcanzaba la edad de cincuenta años, me trajo buenas noticias: se había
aprobado la publicación de la primera parte, si bien con algunos cortes.
Aunque la novela trataba sobre la ciudad de París entre 1935 y 1937 y no
había en ella ningún alemán, tuve que suprimir la palabra fascismo. El texto
incluía descripciones de las manifestaciones de París y el censor quería que en
lugar de la consigna «¡Abajo el fascismo!» pusiera «¡Abajo los
reaccionarios!». Me negué y tuve que negociar.
No tenía dinero y comencé a hacer lecturas de algunos fragmentos de mi
novela. El público me escuchaba con simpatía, pero también tuve que afrontar
alguna que otra dificultad.
Un día estaba leyendo capítulos de mi novela en la Casa del Cine. Durante
un descanso me dijeron que había venido un consejero de la embajada
alemana que quería escucharme. Me puse a protestar: «¡No leeré en su
presencia!». Trataron de convencerme. Una chica, empleada de la Sociedad
Rusa de Relaciones Culturales con el Extranjero (VOKS), se asombraba:
«Pero ¿cómo es posible? Es natural que el tema le interese… En general, es
una persona muy culta, le gusta la literatura. Y, además, ¿qué dirán allí?». Y
señaló al techo. Respondí que no era una velada pública y que si en la sala
entraba un fascista yo me iría. Al diplomático alemán le dijeron que la velada
había terminado y acabé de leer los fragmentos.
Comenzó a haber discusiones con respecto a estas lecturas. Anularon mis
recitales. Traté de que me recibiera el secretario de la Unión de Escritores,
A. A. Fadéiev, pero sin éxito. Escribía artículos para ganar algún dinero.
Escribía para 30 dnei [30 días], Vokrug sveta [Alrededor del mundo], Globus
[El globo], Leningrádskaia pravda [La verdad de Leningrado], Moskovski
komsomólets [El komsomol de Moscú]. Rechazaban casi todos mis artículos,
en cualquier línea los redactores veían alusiones a los fascistas, que algunos
chistosos llamaban «acérrimos amigos».
Como ya he dicho, aquel invierno cumplí cincuenta años. No hay mal que
por bien no venga: mi situación precaria me salvó de las felicitaciones
hipócritas. Vinieron a verme mis amigos. Lapin, con una sonrisa confusa,
servía en vasitos licores de Lvov, a los que se habían aficionado entonces los
moscovitas. Pasternak me envió una carta: «¡Teníamos tantos años cuando nos
encontramos y han pasado tantos desde entonces! Tratemos de conservar lo
que nos queda de las fuerzas perdidas». Aquel invierno enfermé varias veces,
pero no quería conservar las fuerzas sino más bien gastarlas: aquella calma
provisional era difícil de soportar. Las noticias eran cada vez más alarmantes.
Desde principios de marzo, Londres decía que Hitler se disponía a ocupar los
Balcanes. Nuestros periódicos seguían mostrando una calma imperturbable.
Fui a una conferencia sobre la situación internacional: el orador habló con
detalle de la naturaleza depredadora del imperialismo inglés. Esperaba con
interés qué diría de Alemania, pero ni siquiera la mencionó.
Una vez entré en el café Metropol. En la mesa de al lado había unos
alemanes. Bebían y daban gritos. Me apresuré a marcharme.
A veces iba al teatro, suspiraba cuando la pobre Emma Bovary se
atormentaba en medio del ruido del carnaval: Alisa Koonen sabía conmover a
los espectadores. Fui a una exposición de S. D. Lébedeva, me gustaron un
corredor y la cabeza de una calmuca. En otra exposición me alegraron los
colores de Osmerkin.
Abril fue un mes inquieto. El día 6 dijeron por la radio que los alemanes
habían atacado Yugoslavia y Grecia. El 9 los alemanes tomaron Salónica, el
13 Belgrado. El 14 de abril me encontré con Vishnevski. Me dijo en tono
lúgubre: «Los juicios respecto a su novela son muy diferentes. No nos
rendimos… Pero en relación con la segunda parte no puedo decir nada». La
segunda parte se refería a los acontecimientos de 1937-1938. Los alemanes no
aparecían. «¿Por qué?». Vsévolod Vitalevich no dijo nada.
Sabía que debía llegar a Moscú Jean-Richard Bloch: querían llevarlo
fuera de Francia con un grupo de funcionarios soviéticos. Pedí a la comisión
extranjera de la Unión de Escritores que me avisaran: quería ir a verlo, pero la
comisión decidió que era mejor que un hombre en mi situación no se
encontrara con extranjeros. No obstante, supe casualmente que Bloch llegaría
a Moscú el 18 de abril. Liuba y yo nos acercamos a la estación. Jean-Richard
y Margarita tenían mal aspecto, habían envejecido, pero sonreían con
confianza a sus amigos, a la libertad, a Moscú. Durante medio día me hablaron
de la vida en Francia: entre los escritores eran pocos los que colaboraban con
los alemanes. La Nouvelle Revue Française era una falsificación lamentable.
La gente no se fiaba de los periódicos, en las pequeñas ciudades, durante las
horas en que la radio transmitía en francés, las calles quedaban desiertas.
Langevin resistía magníficamente. Aragon había escrito unos versos muy
buenos…
El 20 de abril me enteré de que no autorizaban la publicación de la
segunda parte de La caída de París. Me puse de muy mal humor, pero continué
escribiendo.
El 24 estaba en casa redactando el capítulo catorce de la tercera parte
cuando me llamaron de la secretaría de Stalin y me dijeron que marcara cierto
número: «Hablará usted con el camarada Stalin».
Irina se llevó a toda prisa sus perritos malteses, que de modo inoportuno
se pusieron a jugar y a ladrar.
Stalin me dijo que había leído el principio de mi novela y que le había
parecido interesante. Quería enviarme un manuscrito, la traducción de un libro
de André Simone, que podía serme de utilidad. Le di las gracias y le dije que
ya había leído el libro de Simone en la versión original. (Este libro se publicó
después en ruso con el título de Traicionaron a Francia. Por lo que respecta a
su autor, Simone-Katz, fue fusilado en Praga poco antes de la muerte de
Stalin).
Stalin me preguntó si tenía intención de describir a los fascistas alemanes.
Le respondí que la última parte de la novela, en la que estaba trabajando,
trataba de la guerra, de la entrada de los nazis en Francia y de las primeras
semanas de ocupación. Expresé mi temor a que prohibieran la tercera parte,
pues no me permitían siquiera emplear la palabra fascista, ni en relación con
los franceses ni en un diálogo. Stalin respondió en tono de broma: «Escríbalo:
entre usted y yo procuraremos sacar adelante esa tercera parte».
Liuba e Irina esperaban impacientes: «¿Qué te ha dicho?». Respondí con el
semblante sombrío: «Pronto habrá guerra». Naturalmente, añadí que todo iba
bien con la novela. Pero comprendí al instante que no se trataba de literatura.
Stalin sabía que se hablaría de su llamada en todas partes: era una especie de
advertencia.
(Por lo visto, a finales de abril Stalin estaba preocupado. Y era difícil,
después de la invasión de Yugoslavia por parte de Hitler, pensar que éste se
mantendría fiel al pacto firmado con la URSS. No obstante, pasaron dos meses
y el ataque finalmente nos pilló desprevenidos. Se achacó la culpa a algunos
militares; entre ellos, un tanquista con quien me había encontrado más de una
vez en Alcalá de Henares y en Guadalajara: el general D. G. Pávlov, que fue
fusilado).
Fui a la redacción de Znamia, hablé de la llamada telefónica que había
recibido. A Vishnevski se le iluminó la cara, me confesó que se había llevado
una buena reprimenda en el Comité Central. Justo entonces llamó a Vishnevski
el camarada que le había echado la reprimenda, diciendo que se trataba de un
«malentendido».
Llegaban llamadas de varias redacciones con peticiones de fragmentos de
la novela.
Fadéiev me hizo llegar el mensaje de que quería hablar conmigo.
Aleksandr Aleksándrovich era un hombre importante y una personalidad
compleja. Lo conocí en los años de posguerra. En 1941 él era un superior y no
conversaba conmigo como un escritor, sino como secretario de la Unión de
Escritores. Me decía que no sabía qué cambios podrían darse en la situación
internacional (cito una frase que apunté literalmente: «Por mi parte era un
modo de “garantizarme” políticamente, en el buen sentido de la palabra»).
Poco después de esta conversación en un Club de Escritores se celebró la
noche de la poesía armenia. La presidía Fadéiev. Cuando me vio, dijo:
«Invitamos a Ehrenburg a la presidencia».
Conocí al magnífico poeta Avetik Isaakian. Durante la velada, Fadéiev
dijo que «la soleada Armenia le había dado la felicidad» y que «había afinado
su lira». Isaakian me preguntó sobre la tragedia de Francia (había vivido
mucho tiempo en ese país y hablamos en francés). Me preguntó si había leído
la traducción de su poema Abul-Al-Maari y le respondí que había leído un
fragmento en francés. Se quedó pensativo y dijo: «Hay que saber irse, es lo
más importante. Usted ha explicado cómo se ha ido de París… Pero no basta.
Hace poco he estado pensando mucho en Tolstói, él también se fue». Nos
interrumpieron. Miraba su cara y no me cansaba de hacerlo: ya no era «solar»,
era un rostro viejo, pero no mostraba la vejez de un hombre sino la vejez de la
historia, de la pena, de las piedras, de la sangre… Es imposible afinar de
nuevo la lira.
Para mí aquélla fue una salida breve: al pez se le había dado la
oportunidad de zambullirse en el agua.
En mayo fui a Jarkov, Kiev, Leningrado. Me encontré con muchos viejos
amigos: Liza Polónskaia, Tiniánov, Kaverin, Ushakov, O. D. Forsh. En Jarkov
conocí a un joven estudiante que escribía versos, Borís Slutski. En el hotel
Continental de Kiev había bailes. A nuestra mesa se sentó un joven polaco:
nos habló de los alemanes en Varsovia. Sofia Grigórievna Dolmatóvskaia se
echó a llorar. En Leningrado, en el Hotel Europa, los alemanes borrachos
gritaban «Hoch!». Tomé la palabra en la Casa de la Cultura de Vyborg. Me
bombardearon a preguntas: ¿era cierto que los alemanes querían violar el
pacto o se trataba de una provocación inglesa?
Los alemanes ocuparon Grecia. Stalin se convirtió en presidente del
Consejo de Comisarios del Pueblo. Hess aterrizó en Inglaterra con una
propuesta de paz. Churchill declaró que las pruebas más duras aún estaban por
llegar.
He aquí algunos apuntes de aquellos días. «21 de mayo. Han telefoneado:
“Escriba algo sobre los alemanes, pero de modo que parezca el plan de una
novela suya, para militares”. Sheinis llama: “Han retenido el artículo para
Trud. Todos hablan de la guerra”. 23 de mayo. Combates en Creta. El
instructor del comité regional dice: “Es inútil sucumbir al pánico. Los
alemanes saben racionar”. 2 de junio. Los ingleses han abandonado Creta. 3
de junio. La revista 30 dnei no ha publicado un artículo mío. Londres
comunica que el personal de la embajada griega ha sido expulsado de Grecia,
y de junio. Por la noche ha estado con nosotros Anna Andréievna: “No hay por
qué asombrarse”. 6 de junio. J. R. Bloch: “Piden artículos, pero no los
publican”. 7 de junio. Con Kachálov y Moskvin: “¿Qué ha pasado en Francia?
No lo sabemos”. 9 de junio. Tolstói me dice que ha recibido una carta de
Bunin. “Los alemanes son capaces de todo”. 10 de junio. Súrits: “Lo más
peligroso es la movilización espiritual”, 11 de junio. Velada en el
Comisariado de Asuntos Exteriores: “¿Por qué en su novela no atacó el
imperialismo inglés?”. 12 de junio. Radio. Discurso del periodista
estadounidense Duranty: los alemanes se han concentrado en el este, alrededor
de un centenar de divisiones. 13 de junio. Desmentido de la TASS. Por la
tarde lectura en el Estado Mayor. 14 de junio. La radio de Londres insiste:
“Los alemanes han concentrado fuerzas enormes en la frontera soviética.
Lecturas a los guardias de frontera. Cantaban Si mañana hay guerra, ¿qué
haremos? El estruendo es demasiado grande”. 17 de junio. Karmen ha
proyectado una película sobre China. Siempre es lo mismo, sólo los chinos, en
lugar de huir a pie, lo hacen por el río. Otra conferencia a los instructores
políticos, me han preguntado si es cierto que llamó Stalin. “Hay que sacar
algunas conclusiones”. 18 de junio. Largas negociaciones donde Palgunov.
Pacto de Alemania con Turquía. 19 de junio. Londres informa de que los
alemanes intensifican sus preparativos en Finlandia. Discurso a los pilotos de
las líneas civiles. Uno me ha enviado la siguiente nota: “A menudo nosotros
encontramos formas mentales sencillas pero originales”. 20 de junio. Calor.
Una llamada de Trud: “Demasiado violento”. 21 de junio. Conferencia en una
fábrica. El presidente ha dicho: “No somos una isla. Somos un gigantesco
continente”. Una nota: “Dan ganas de blasfemar cuando se oyen semejantes
cosas”».
El 21 de junio llovió a cántaros. Liuba se preparaba para salir el domingo
de la ciudad, quería alquilar una dacha.
El 22 de junio, a primera hora de la mañana, nos despertó una llamada de
V. A. Milman: los alemanes habían declarado la guerra, estaban
bombardeando ciudades soviéticas. Nos sentamos ante el aparato de radio
esperando que hablara Stalin. En su lugar habló Mólotov, muy agitado. Me
sorprendió que hablara de «un ataque a traición». La traición implica una
infracción de las normas del honor o, por lo menos, de la sencilla honradez.
Resulta difícil meter a Hitler entre un grupo de personas que tienen una idea de
lo que es la decencia. ¿Qué se podía esperar de los fascistas?
Estuvimos sentados mucho tiempo delante de la radio. Habló Hitler. Habló
Churchill. En cambio Moscú transmitía canciones alegres y llenas de
arrogancia, que eran las que menos se correspondían con el estado de ánimo
de la gente. No habían preparado discursos ni artículos periodísticos y se
emitían canciones…
Luego vinieron a buscarme, me llevaron a Trud y a Krásnaia zvezdá, y
también a la radio. Escribí el primer artículo de la guerra. Me llamaron del
PUR (Dirección Política del Soviet Militar revolucionario) y me pidieron que
fuera el lunes a las ocho de la mañana, a la vez que me preguntaban: «¿Tiene
usted grado militar?». Respondí que no, pero sí vocación: iría a donde me
mandaran, haría lo que me ordenaran.
Por la tarde vi a una pareja en Ordinka. La joven lloraba. El hombre le
decía: «¡No te mates! Escucha, Lelia, lo que te digo: ¡no te mates!».
Fue el día más largo del año. Y se prolongó mucho tiempo, casi cuatro
años. Fue un día de grandes pruebas, de mucho valor, de grandes desgracias,
en que el pueblo soviético mostró su fuerza de espíritu.
Libro quinto
1

Los años de los que me dispongo a hablar están grabados en la memoria de


cada uno de nosotros. A esos años han dedicado excelentes libros Víktor
Nekrásov, Emmanuil Kazakévich, Vasili Grossman, Vera Pánova, Olga
Bergholz y Aleksandr Bek (esta lista, como es normal, dista mucho de ser
completa). Que el lector no se sorprenda si menciono sólo de pasada algún
acontecimiento relevante o simplemente lo omito: no hay necesidad de repetir
lo que otros ya han contado tan bien.
Mientras en tiempos de paz, como ya he dicho, cada hombre sigue su
propio camino con sus alegrías y sus penas, la guerra no sólo lo uniforma todo
con ropas de camuflaje, sino que borra cualquier diferencia espiritual. Ante
ella se anulan los signos de la edad, las peculiaridades de carácter y los datos
biográficos. En los años de guerra, de hecho, yo pensaba y sentía como todos
mis coetáneos.
No me gusta repetirme, pero me temo que es inevitable. En mi extensa
novela La tempestad, muchos de los encuentros, conversaciones, imágenes,
emociones y experiencias están ligados a recuerdos personales. Recuerdo dos
edificios de Rzhev, bautizados con los nombres de Coronel y Teniente coronel,
objeto de reiterada contemplación por parte de una de las protagonistas de la
novela, Raya; vi a Ósip en Minsk, cuando saltaban por el aire los edificios
minados por los alemanes; estuve con Serguéi en Vilna, cuando entramos en el
cementerio Ros; y, al igual que el doctor Krílov, en Schigrí pernocté en casa
de una joven que vivía con un oficial alemán. Pero mi intención no es hacer
una reconstrucción de los acontecimientos; sólo trato de observarlos con los
ojos de hoy.
Vuelvo a ver los primeros meses de guerra. A medida que pasaba el
tiempo las personas se fueron acostumbrando a todo, organizaban su vida
adaptándose a los tiempos de guerra, pero en el verano y el otoño de 1941 las
ciudades, que crujían y se venían abajo como árboles, fueron zarandeadas por
la tempestad. Todo era nuevo e incomprensible: los centros de reclutamiento,
las despedidas, las canciones provocativas, las lágrimas, los turnos de guardia
sobre los tejados, los rumores funestos, la palabra cerco, terrible, tan terrible
como una plaga o la peste, los largos convoyes, las carreteras atestadas de
refugiados, la alarma creciente. En mi agenda encuentro fechas y ciudades: 27
de junio, Minsk; primero de julio, Riga; 10 de julio, Ostrov; 14 de julio,
Pskov; 17 de julio, Vítebsk; 20 de julio, Smolensk; 14 de agosto, Krivoi Rog;
20 de agosto, Nóvgorod, Gómel, Jerson; 26 de agosto, Dniepropetrovsk;
primero de septiembre, Gátchina, Kajovka; 13 de septiembre, Chernígov,
Romni; 20 de septiembre, Kiev… (Anotaba lo que averiguaba en Krásnaia
zvezdá; en los boletines se solía utilizar el giro «según la directriz»). En tres
meses perdimos un territorio mucho mayor que toda Francia. Lo que hoy son
páginas de la historia era entonces un tormento profundo. Con la respiración
contenida, esperábamos cada boletín. Muy pronto, una vez requisadas las
radios privadas, sólo quedaron los altavoces públicos, rebautizados como
platos, que dos veces al día nos informaban con voz ronca de que una unidad
del sargento Vasíliev había destruido tres tanques enemigos, que los
prisioneros hablaban del hundimiento de la moral del ejército alemán, que los
patriotas griegos y holandeses mandaban saludos al Ejército Rojo y que
nosotros nos batíamos en retirada, siempre estábamos en retirada.
«¿Alguna novedad?», preguntaba en la redacción al coronel Kárpov.
«Directriz Viazma», respondía. «Pero Viazma ya ha sido abandonada». Era
imposible entender algo; todo lo que podíamos hacer era tener fe y, al igual
que todos los demás, yo creía, a pesar de los comunicados, de los refugiados y
de las mujeres cargadas con fardos que inundaban las calles de Moscú.
Hablé con mucha gente, viejos amigos y extraños, que venían a la
redacción de Krásnaia zvezdá; visité hospitales militares y aeródromos, me
desplacé al frente, hablé con generales y soldados. Me acordaba de la Primera
Guerra Mundial, había vivido la guerra civil española y sido testigo de la
derrota francesa; por tanto, debería haber estado preparado para ciertas cosas,
pero, debo confesarlo, a veces la desesperación se apoderaba de mí. Los más
jóvenes me preguntaban, perplejos: «Pero ¿qué está pasando?». Les habían
dicho que si el enemigo asomaba el hocico por nuestro huerto recibiría un
golpe demoledor, que la guerra tendría lugar en territorio enemigo. Pero ahora
veían que los fascistas cubrían la distancia entre Brest y Smolensk de una
tirada, casi sin encontrar resistencia. En los boletines se repetían las siguientes
palabras: «Las fuerzas superiores del enemigo», destinadas a explicar muchas
cosas, excepto lo principal: ¿por qué los alemanes tenían más tanques y
aviones que nosotros?
La mañana del 3 de julio escuchamos el discurso de Stalin; estaba
visiblemente emocionado —se oyó incluso cómo hacía una pausa para beber
un poco de agua— y empezó a llamarnos de una forma insólita «hermanos y
hermanas», «amigos». Atribuyó los reveses militares a lo súbito del ataque,
habló de la «deslealtad» de Hitler. Añadió, no obstante, que gracias al pacto
de no agresión germano-soviético habíamos ganado algo de tiempo y
preparado la defensa. Todos escuchábamos en silencio. Pasé el resto del día
deambulando por la ciudad. En Moscú hacía calor. La gente conversaba en los
bulevares, en los jardines, junto a las entradas de los edificios. En la plaza
Pushkin, en el escaparate de la redacción del Izvestia, se colgó un gran mapa.
Los moscovitas, cariacontecidos, lo observaban antes de volver a casa.
Dios sabe cuánta perplejidad, amargura e inquietud sentía cada uno de
nosotros. Pero no era el momento para las valoraciones históricas: ¡los
fascistas avanzaban hacia Moscú!
Por las callejuelas de Zamoskvorechie marchaban los voluntarios de la
milicia popular; avanzaban en desorden, jadeando, con todo el peso de los
años y de la enfermedad. Por otra parte, en aquellos días pocos pensaban en el
porte militar.
Compartía la misma inquietud que los demás, pero las exigencias de la
situación ahuyentaban las dudas de mí, de todo el mundo. Nunca en mi vida
había trabajado tan duro. Escribía entre tres y cuatro artículos al día; por la
mañana los mecanografiaba en mi casa del callejón Lavrushinski; por la tarde
iba a Krásnaia zvezdá y preparaba un artículo para el número siguiente, leía
documentos alemanes, mensajes de radio interceptados, corregía traducciones
y redactaba los pies de foto. Más adelante me explayaré sobre Krásnaia
zvezdá, ahora sólo quiero transmitir mi estado de ánimo. Quería demostrar que
venceríamos. Creía en la victoria no porque tuviese en cuenta nuestros
recursos o el segundo frente, sino porque quería creer en ella a toda costa: no
había otra salida, ni para mí ni para mis compatriotas.
Comenzaron a llegar telegramas del extranjero. Varios periódicos me
proponían que escribiera para ellos: el Daily Herald, el New York Post, La
France, algunos rotativos suizos, la agencia estadounidense United Press.
Tenía que cambiar no sólo mi vocabulario, sino también buscar argumentos
adaptados a los soldados del Ejército Rojo o a los suecos neutrales. Casi a
diario hablaba por la radio para los oyentes soviéticos, franceses, checos,
polacos, noruegos y yugoslavos.
Lozovski me informó de que Stalin atribuía una gran importancia al trabajo
para Inglaterra y Estados Unidos. El Gabinete de Información Soviético
empezó a organizar mítines radiofónicos, en especial para Estados Unidos:
para los eslavos, los judíos, las mujeres y los jóvenes. Participé en un mitin
judío. Otros oradores fueron Mijoels, Eisenstein, Márkish, Bergelson, el
arquitecto Iofan, Kapitsa y otros. (Algunos de los participantes o firmantes del
llamamiento fueron arrestados ocho años más tarde sólo por haber pertenecido
al Comité Judío Antifascista).
Aquel mismo día vino a verme un viejo amigo, el poeta polaco
Broniewski, recién excarcelado. Tenía un aspecto lúgubre, hablaba de sus
penosas experiencias, de sus pensamientos durante la reclusión, de muchas
cosas que lo enervaban. Yo le decía que en aquel momento sólo había que
pensar en derrotar a los fascistas, y él me respondía con una sonrisa irónica:
«Eso lo entendí antes que tú». Afirmaba que estaba destinado a vivir en
prisión. Si los alemanes perdían y Polonia era liberada, lo encarcelarían allí.
Pero prefería que lo encerraran en la cárcel de aquel país, no porque allí se
estuviese mejor, sino porque él era polaco.
Broniewski era un comunista honesto y apasionado. Lo vi por primera vez
en Varsovia, en la época de Piłsudski, y pensé al instante: ¡he aquí un auténtico
intemacionalista! Algo había cambiado en el mundo; algo que entonces no
lograba formular en términos precisos, pero lo sentía vagamente y entendía a
Broniewski. Ambos habíamos crecido en las ideas del siglo XIX, odiábamos
las estrecheces nacionales y creíamos que las fronteras se convertirían en una
cosa del pasado. En los años de la Primera Guerra Mundial todo tenía el
poder de desconcertarme. Buscaba la solución en Descartes. Pero la historia
no entiende de lógica. En España comprendí el dolor del pueblo, pero se
trataba de una guerra civil; las proezas de las Brigadas Internacionales eran,
en cierta medida, una continuación de la Comuna, Dombrowski y Garibaldi.
De repente me di cuenta de la existencia de algo vital y tenaz: la tierra. Estaba
sentado en un banco de un bulevar de Moscú, al lado de una mujer con su hijo.
La mujer era poco agraciada, estaba triste, tenía rasgos muy comunes. Le decía
al niño: «Petenka, estate quieto, ten compasión de mí». La sentí muy próxima,
entendí que por Petenka también se podía morir. Las ideas son ideas, pero
también hay esto…
A finales de julio empezaron los bombardeos sobre Moscú. No se podían
comparar con los de Madrid y Barcelona: las defensas antiaéreas resultaron
efectivas. Pero para los moscovitas constituían una novedad. La gente
reaccionaba según su temperamento: unos mantenían la calma, otros se
asustaban al no estar acostumbrados a ellos; algunos incluso arrastraron a los
refugios sacos con sus pertenencias. Los bombardeos solían producirse
cuando yo estaba en la redacción de Krásnaia zvezdá. Continuábamos
trabajando en el sótano de una mansión en Málaia Dmítrovka (que en broma
llamábamos «desprecio de la muerte»). Salía de madrugada y mientras
caminaba por la calle Gorki me sentía alegre: ¡todos los edificios seguían en
pie! La arquitectura de aquellas casas nunca me había gustado, pero las miraba
con cariño, como si fueran amigos que hubieran sobrevivido a la contienda.
Una noche, mientras volvía de la redacción, me encontré con el callejón
Lavrushinski cortado: nuestra casa estaba acordonaba por la policía y los
bomberos estaban en plena actividad. Me asusté: ¿qué les habría pasado a
Liuba y a Irina? Enseguida las encontré en un callejón. Una pequeña bomba
había caído sobre nuestro bloque de viviendas, y todos los inquilinos habían
sido evacuados.
El 26 de julio un bombardeo me sorprendió en casa, mientras escribía un
artículo. El poeta Selvinski resultó herido por la onda expansiva; todavía
recuerdo su grito. La bomba había explotado cerca, en Yakimanka.
Un día, en una rueda de prensa, mientras S. A. Lozovski mostraba a los
corresponsales extranjeros documentos alemanes sobre la preparación de un
ataque químico, aullaron las sirenas. Me encontré en el refugio con el escritor
estadounidense Erskine Caldwell y su mujer. Entablamos una conversación
que, sin darnos cuenta, duró horas. Cuando tocaron la retreta me fui a casa con
Evgueni Petrov. Al pasar por la calle Nikólskaia vimos cómo recogían los
cadáveres entre los escombros. A lo lejos refulgían los reflejos anaranjados
de los incendios.
Ya en los primeros días de la guerra Lozovski se reunió con los escritores
para hablarles de la importancia del trabajo periodístico. Algunos de ellos le
dijeron entonces que se debían evitar las frases estereotipadas y que era
preciso dar a los escritores la oportunidad de hablar con su propia voz a los
lectores. Lozovski, si bien era un hombre lúcido, tenía un poder limitado:
Scherbakov era quien tomaba las decisiones. Algunas líneas de mi cuaderno
recogen una conversación que mantuve con él, larga y fatigosa. (Tuvo lugar el
3 de septiembre). Cuando le dije que a la gente no le interesaba leer artículos
estereotipados, Scherbakov respondió: «Engordaron demasiado antes de la
guerra». Luego la conversación giró en torno a los Aliados. Scherbakov me
dijo que yo tenía que escribir cada día para Occidente. Observé que el
Gabinete de Información Soviético retocaba mis artículos o que ni siquiera los
publicaba. Eso le irritó: «No se haga usted el original».
En cualquier otro momento una conversación de este tipo me habría
desalentado, pero continué trabajando: no tenía tiempo para dudas. Estoy
seguro de que, en aquellos días, muchos otros pasaron por el mismo trance —
unos en el frente, otros en la retaguardia—, topándose con la confusión, la
mezquindad y la injusticia. Nadie, sin embargo, dejaba de funcionar por esas
deficiencias o interrumpía su trabajo, no desistían en la lucha: todo el mundo
hacía sacrificios. Me parece que uno no puede imaginar tiempos más amargos,
pero la gente que los vivió los recuerda con orgullo.
Los escritores (aunque no por propia voluntad, por supuesto) guardaron
silencio los primeros meses de guerra, y sólo iniciaron su narración cuando se
produjo la contraofensiva de diciembre de 1941. Sin embargo, todo se decidió
precisamente en esos primeros meses, cuando la gente mostró su fortaleza de
espíritu.
No faltaron, por supuesto, la confusión ni el pánico. A menudo escuché
estas duras palabras: «Todo ha terminado». Un día me encontré en la aldea de
Afonino, en el frente de Briansk, recuperada hacía poco de las manos de los
alemanes. Una koljosiana daba de beber agua a los combatientes y trataba de
convencerlos de que era una tontería oponer resistencia: los alemanes estaban
bien organizados, se desplazaban en coches, vestían ropas impecables, y los
soldados incluso recibían raciones de chocolate. Uno de nuestros hombres
empezó a insultarla, pero hubo también quien suspiró con aire comprensivo.
En octubre no se cosechó el grano. La evacuación, a menudo, estaba mal
organizada. Los tanques alemanes se infiltraban por la brecha del frente y se
dirigían hacia el este. A veces las autoridades locales declaraban con
negligencia: «Que no cunda el pánico», para pocas horas después emprender
la huida.
La organización era engorrosa, una maquinaria intrincada; en tiempos de
paz, bien que mal funcionaba, pero en otoño de 1941 se necesitaba algo
diferente: iniciativa, compromiso personal, inspiración cívica.
Recuerdo el discurso de Stalin del 7 de noviembre de 1941. Me
sobrecogieron las palabras sobre la «asustada intelligentsia de medio pelo».
Entre los intelectuales, por supuesto, había quienes, confundidos, olvidaron
sus objetivos, aunque no más que en otros sectores de la sociedad. No sé por
qué Stalin tomó a nuestra intelligentsia como cabeza de turco. Los
intelectuales estaban con el pueblo, luchaban en primera línea, trabajaban en
los hospitales de campaña, en las fábricas. Me gustaría recordar que casi
todos los escritores, desde el primer día, hicieron todo cuanto pudieron.
Gaidar, Krímov, Lapin, Jatsrevin, Petrov, Stavski, Utkin, Vishnevski,
Grossman, Símonov, Tvardovski, Kirsánov, Surkov, Lidin, Gabrilóvich y
muchos otros no dudaron en ir al frente. La angustia que soportábamos no se
debía sólo a que el ejército de Hitler fuera realmente poderoso, sino también a
que éramos conscientes de cuán gravemente habían sido diezmadas nuestras
defensas en los años anteriores a la guerra: por las fanfarronadas, la
adulación, los lavados de cerebro, el burocratismo y, sobre todo, por las
terribles pérdidas infligidas a los cuadros del Ejército Rojo y a los
«intelectuales de medio pelo».
He hojeado páginas de viejos periódicos entre julio y noviembre de 1941:
apenas se mencionaba el nombre de Stalin; por primera vez en muchos años ni
siquiera aparecían sus retratos ni se le dedicaban epítetos entusiastas; el humo
de las explosiones cercanas había disipado el humo de los incensarios. (Por
tanto, Stalin se había dado cuenta de que tenía que dejar espacio a otros).
Mientras algunos sabíamos que estábamos defendiendo la Revolución de
Octubre del ataque brutal y despiadado del fascismo, otros pensaban
únicamente en su confortable nidito, pero el pueblo se mantuvo firme y luchó,
y la intelligentsia soviética se unió a la batalla junto con el resto de sus
conciudadanos.
La tenacidad de los rusos dejó perplejos a los extranjeros: ¿cuál era su
origen? Algunos se atrevían con simplificaciones: «El misticismo ruso», «el
sufrimiento secular», «el fatalismo oriental». Después de la contraofensiva en
Moscú, un periodista estadounidense me dijo: «No es ningún enigma, os ha
salvado la dimensión de vuestro territorio». A primera vista parecía un
argumento de peso, pero a mí no me convencía. Recuerdo a los fascistas
españoles que marcharon casi del tirón desde Cádiz hasta los arrabales de
Madrid, y allí, de repente, se encontraron con una defensa acérrima. De
haberse encontrado Moscú más próximo a Brest, lo sucedido en diciembre se
habría adelantado a septiembre u octubre.
Recuerdo la conversación que mantuve con Caldwell durante el ataque
aéreo. Me hizo muchas preguntas, quería comprender, decía que al parecer
teníamos un fuerte sentimiento de apego hacia nuestra tierra natal. Le respondí
que estábamos apegados a nuestra tierra rusa y al régimen soviético, aunque la
vida no era fácil. (En aquel entonces no podía ahondar en todas las
dificultades, me lo impedía el orgullo. Pero los rusos sabían muchas cosas y si
afrontaban la muerte no era porque se lo hubieran ordenado. Cuando la muerte
está cerca la disciplina es poca cosa: es necesario el espíritu de sacrificio).
Desde el punto de vista del historiador militar, los primeros meses de
guerra fueron bastante lúgubres; el éxito moderado de nuestras fuerzas en
Yelnia y Briansk no podía compensar las victorias alemanas, la ocupación de
un vasto territorio por parte del enemigo, el cerco de nuestras grandes
unidades. Pero yo no perdía la esperanza. En Briansk había sido testigo de
nuestros puntos débiles y de los fuertes. Cundía la confusión, las
comunicaciones fallaban más de lo deseado; los tanques alemanes avanzaban
sin encontrar la más mínima resistencia y también en el aire el enemigo
demostraba su superioridad. No obstante, nuestros hombres no cejaron en la
lucha, aunque supieran que estaban condenados a muerte, y los alemanes
sufrieron grandes pérdidas.
En Briansk conocí al general Yeremenko. Se dirigía a los refuerzos recién
llegados, jóvenes que aún no habían tenido su bautizo de fuego; les hablaba
bien, con humanidad; admitía que el miedo era natural, pero que había que
sobreponerse; les contaba a los muchachos que él, de joven, había sido pastor.
Allí también me encontré con un «español», el general Petrov, que me dijo
sonriente: «¿Te acuerdas? El mismo espectáculo, sólo que esta vez creo que
resistiremos». Estábamos en una isba. La campesina, demacrada, mandaba
callar a su hijo: «¡Cállate! El general está pensando».
Los carros circulaban por las carreteras. Los aviones se lanzaban en
picado, y vi a otra madre llorando sobre el cuerpo de su hijo muerto. Dolor,
había mucho dolor, un dolor terrible, pero, por extraño que parezca, en
aquellos meses la gente era más amable en el trato con el prójimo. No quiero
idealizar nada, es la pura verdad: los mismos que antes, en tiempos de paz,
reñían en los pisos comunales por una cacerola fuera de sitio o en los
mostradores por un corte de tela, ahora compartían una rebanada de pan, se
ayudaban entre sí a llevar a los niños.
En el Volga vi a un anciano maquinista que había conducido un convoy
durante setenta y dos horas seguidas; me contó que cuando le vencía el sueño
paraba el tren y se frotaba la cara con nieve. Se sorprendió ante mi asombro:
«¿Y qué iba a hacer, si no? No hay otra alternativa en estos tiempos». Una
anciana judía de Vinnitsa me visitó en la redacción de Krásnaia zvezdá y me
contó cómo había logrado escapar caminando cien kilómetros; luego la
recogió un camión, junto con un niño que no era suyo, a cuyos padres habían
asesinado los alemanes. Evacuaron de Oriol el Museo Turguéniev, y en todas
las estaciones el director tuvo que suplicar que no desengancharan el vagón
que transportaba las piezas. La gente se enfurecía: «¿Y a quién le interesan
esos cachivaches?». Parte de la carga era un sofá viejo y agujereado, y el
director se ponía a explicar por enésima vez que aquél era el famoso sofá
autosueño, como lo llamaba Iván Serguéievich. La gente, al final, se
ablandaba: «De acuerdo, llévelo». Todo esto lo explico de un modo
incoherente. Escribí La tempestad, allí había un plan, una trama. Pero ahora,
cuando recuerdo esos meses, se me hace un nudo en la garganta: era una vida
durísima para gente que, en realidad, no se lo merecía.
Los alemanes avanzaban a toda prisa hacia Moscú. Una niña le dijo a su
madre: «Mamá, por favor, ¿no podrías hacerme volver a tu vientre?».
Krásnaia zvezdá fue transferido al sótano del Teatro del Ejército Rojo.
Dijeron que allí, bajo tierra, estaríamos más tranquilos. En torno al teatro, el
suelo estaba repleto de baches y zanjas. Las noches eran oscuras, una vez me
caí y me hice daño, pero, a pesar de todo, acabé mi artículo para el número
siguiente.
Hay que admitirlo: teníamos los ánimos por los suelos. Pero la gente
necesita reír, y un día nos puso de buen humor P. G. Bogatiriov, un estudiante
de filología eslava. Nos habíamos hecho amigos en Praga, en la década de
1920. Se sentía mucho más a gusto con el antiguo folclore checo que con los
mapas de operaciones militares. Caminaba haciendo un ruido particular, como
un erizo: top-top. Un día se presentó inusitadamente contento, afirmando que
los alemanes pronto serían aplastados. Liuba le preguntó de dónde había
sacado esas noticias tan optimistas. Bogatiriov le explicó: «Venía hacia aquí, y
alguien, pero no uno cualquiera, un militar, ha dicho que el ejército de
Guderian se está aproximando a Moscú con muchos tanques. Esto significa que
repelerá a los alemanes». Bogatiriov había decidido que Guderian, por su
apellido, era armenio. Nosotros prorrumpimos en carcajadas durante un buen
rato, pero Bogatiriov protestaba: «¡No le veo la gracia!».
Hacia mediados de octubre quedaban muy pocos inquilinos en nuestra casa
de Lavrushenski. Yo no me quería ir. De repente me llamó Petrov: Scherbakov
había ordenado evacuar el Gabinete de Información Soviético y a todo el
grupo de escritores adscritos a él. En la confusión de los primeros meses
habían olvidado de inscribirme como miembro del personal de Krásnaia
zvezdá, aunque el editor me tenía por uno de los suyos. Pero Scherbakov decía
que yo debía trabajar para el extranjero y que lo más importante era que
enviara mis artículos a través del Gabinete de Información Soviético.
Scherbakov era secretario del Comité Central, no tenía sentido discutir con él.
Lo que ocurrió en la estación de Kazán escapa a todo intento de
comprensión. Sin embargo, la peste es la peste, y yo ya la había presenciado
en Barcelona y París. Extravié mi maletín con el manuscrito de la última parte
de La caída de París. Más tarde me dolió esa pérdida, pero en aquel momento
pensaba en cualquier cosa menos en la literatura y me preocupaba más haber
perdido la maquinilla de afeitar… ¿Cómo me iba a afeitar sin ella? Nos
instalaron en un vagón suburbano; iba tan atestado de gente que apenas había
sitio para moverse, y el trayecto hasta Kúibishev duró cinco días. El convoy
era largo; los diplomáticos viajaban en coche cama; los miembros del
Komintern (entre ellos Dolores Ibárruri y Raymond Guyot) ocupaban otro
vagón. En las paradas los diplomáticos asaltaban los restaurantes. La esposa
de Yaroslavksi, al ver el cereal sin recoger, lloraba y maldecía. Petrov trataba
de bromear, pero sus intentos resultaban vanos. Afiguénov repetía para sí que
todo iba bien. En una estación llena de refugiados, escuchamos un
comunicado: el enemigo había roto nuestras líneas defensivas y se acercaba a
Moscú.
En Kúibishev pasamos la noche en casa del editor del Volzhskaia
kommuna [La comuna del Volga]; luego pernoctamos varios días en las
habitaciones del Grand Hotel reservadas al servicio hasta que nos desalojaron
los ingleses, que reclamaban las habitaciones para los sirvientes de la
embajada.
Súrits me alojó por una noche. Estuvimos hablando hasta que se hizo casi
de día. No podía contenerse, afirmaba que se había advertido a Stalin una y
otra vez sobre el inminente ataque, que no sabía cómo vivía el país y que
estaba totalmente equivocado. Luego sacó de su maleta un dibujo de Rodin, lo
apoyó en la cabecera de la cama y, ajeno al mundo, quiso que lo admirase.
Escribí mis artículos en un pasillo del edificio que albergaba el
Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores y el Gabinete de Información
Soviético con mi máquina de escribir sobre una caja.
Luego se nos facilitó una vivienda. En la habitación contigua vivían
Grossman y Gabrilóvich, recién llegados del frente. Puse la máquina de
escribir sobre una maleta y seguí trabajando con ahínco.
Los corresponsales extranjeros me atosigaban con sus quejas: ¿por qué no
les dejaban ir al frente? ¿Por qué los habían trasladado a Kúibishev y les
obligaban a escribir telegramas indicando que estaban en Moscú? Se
hospedaban en el Grand Hotel, bebían mucho y a veces nos agasajaban a
Petrov y a mí con whisky o vodka. Estaban seguros de que al cabo de un mes o
dos Hitler conquistaría toda Rusia y a veces nos consolaban diciendo que la
batalla continuaría por Egipto o la India. Cuando llegaron las noticias del
ataque japonés a Pearl Harbor, los estadounidenses la emprendieron a golpes
con los periodistas japoneses. Afinoguénov fue convocado a Moscú, y al poco
tiempo murió en un ataque aéreo. No sabíamos cómo darle la noticia a su
mujer, Dzhenni.
Úmanski nos describió América, y lo que nos contó nos incomodó. Antes
de partir hacia Washington, Litvínov me comentó con buen humor: «Me temo
que las cosas se van a poner feas». No dijo por qué; después de todo era un
diplomático mucho más precavido que Súrits: sabía callar en el momento
justo.
A principios de diciembre, cerca de Sarátov, estuve presente cuando se
pasó revista al ejército del general Anders, compuesto por prisioneros de
guerra polacos. Sikorski llegó acompañado de Vishinski. Desconozco por qué
escogieron para la ocasión precisamente a Vishinski. Tal vez por sus orígenes
polacos. Pero lo recuerdo en el papel de fiscal durante uno de los procesos…
Brindaba con Sikorski y sonreía amablemente. Entre los polacos había
bastantes hombres de semblante lúgubre, llenos de resentimiento por todas las
vicisitudes por las que habían pasado; algunos no lograban dominarse y
admitían que nos odiaban. Comprendí que nunca serían capaces de dejar el
pasado atrás. Sikorski y Vishinski se llamaban recíprocamente «aliados», pero
a través de sus amables palabras rezumaba la hostilidad.
El Teatro de Arte actuaba en Sarátov. Una producción de Las tres
hermanas. En el escenario Vershinin decía: «Dentro de doscientos o
trescientos años, la vida sobre la tierra será increíblemente bella,
extraordinaria». Todos escuchaban y suspiraban.
Yo no dejaba de suplicar que me enviaran de vuelta a Moscú. Lozovski
respondió: «Dentro de una semana todo estará claro. Mientras tanto hay que
trabajar».
Me sentaba y escribía cinco artículos al día.
El editor de Krásnaia zvezdá, el general Ortenberg (también conocido
como Vadímov), decidió de repente ficharme para su periódico; decía que a
los soldados del frente les gustaban mis artículos. Un día (aún era julio) me
dijo que tenía que escribir un editorial. Yo traté de protestar: no era el tipo de
cosa que sabía hacer. Él respondió: «En tiempos de guerra uno tiene que saber
hacer de todo». Dos horas más tarde le entregué mi escrito; empezó a leerlo y
estalló en una carcajada, aunque pocas veces reía, y, además, no había nada
gracioso en el artículo. «Esto no es un editorial ni por asomo. Desde la
primera frase se sabe quién lo ha escrito». Al parecer, los editoriales deben
escribirse con las palabras más comunes. Ortenberg puso mi nombre al
artículo: «Irá en tercera página».
Tal vez mis artículos gustaban a los hombres en el frente porque no se
parecían a los editoriales. O tal vez fuera porque intentaba expresar lo que la
gente sentía en aquellos tiempos. A menudo la guerra va de la mano de las
tijeras del censor, pero en Rusia, durante los primeros dieciocho meses de
guerra, los escritores gozaron de una libertad que no tendrían después.
He aquí algunos pasajes de mis artículos de aquellos días: «El enemigo
avanza. El enemigo amenaza Moscú. Sólo tenemos un pensamiento, resistir»;
«Probablemente podamos corregir nuestros errores, pero incluso con todos
nuestros defectos resistiremos. Tal vez el enemigo consiga penetrar hasta lo
más profundo de nuestro país. Estamos preparados para ello. No nos
rendiremos. Hemos dejado de vivir según el minutero, del boletín matutino al
vespertino. Hemos regulado nuestra respiración según otra cadencia. Miramos
sin miedo hacia delante: allí vemos dolor, pero también la victoria»; «Muchos
nos hemos acostumbrado a que alguien piense por nosotros. Ahora los tiempos
han cambiado. Cada uno debe soportar el peso de la responsabilidad. […] No
pidas que nadie piense por ti. No esperes que nadie te saque las castañas del
fuego»; «Mal que bien, todavía vivimos en nuestras casas. Los alemanes
siembran la muerte por doquier», «Hay muchas cosas que no comprendemos.
Teníamos a gente con los cabellos blancos y la mentalidad de un niño. Ahora
nuestros hijos lo entienden todo. Hemos crecido un siglo».
No sé por qué A. S. Scherbakov me acusó de intentar ser original. Los
pasajes que he reproducido demuestran que no expresaba ideas originales.
Pero, al parecer, eran del gusto de los hombres del frente: cada día recibía
numerosas cartas de soldados y oficiales.
En Literatura i iskusstvo [Literatura y arte] escribí: «Ya llegará el
momento para Guerra y paz, pero ahora mismo tenemos una guerra entre
manos sin cursiva, no una novela sino la vida. […] Un autor debe saber
escribir no sólo para los siglos venideros, sino también para el breve instante
presente, si en ese instante se decide el futuro de su pueblo.
»En tiempos de paz todo escritor es como un compositor, desea oír cosas
que los demás todavía no pueden escuchar. No siempre tiene éxito y, las más
de las veces, se encuentra en la situación de un músico, enamorado sólo de un
determinado instrumento. Sin embargo, a veces el escritor debe limitarse a ser
sólo un instrumento —una trompeta o un flautín—, que la gente encuentra en
medio de la calle y que suena porque lo anima la respiración de otros.
2

El 16 de septiembre leí en la redacción una crónica de B. Lapin y Z. Jatsrevin


transmitida vía telefónica desde Kiev. Decían que los alemanes habían
avanzado hasta las inmediaciones de la ciudad, pero que los habitantes de
Kiev no perdían el coraje: «En la calle Kreschátik, ruidosa y abarrotada, la
vida bulle como siempre. Por las mañanas la riegan con mangueras, la barren
y limpian. Han comenzado las clases en las escuelas. En todos los callejones
se han levantado barricadas. Se forman colas ante la taquilla del circo».
Cuatro días más tarde, los alemanes desfilaban por la calle Kreschátik.
Lapin y Jatsrevin habían partido al frente en junio. En agosto llegaron a
Moscú. Jatsrevin cayó enfermo. La redacción de Krásnaia zvezdá tenía prisa,
y una semana después los dos habían partido de nuevo a Kiev. A principios de
septiembre, Lapin telefoneó desde Kiev y, bromeando, me dijo que
probablemente no tardaríamos en vernos.
En 1932 conocí a muchos escritores jóvenes: Lapin, Slavin, Borís Levin,
Gabrilóvich, Jatsrevin. Hablamos de las nuevas formas artísticas, del papel
del ensayo, del romanticismo y de las tendencias en nuestra literatura. Lapin
me regaló su libro Diario del Pacífico, que me gustó tanto por su frescura
como por su maestría. También el autor suscitó mi interés: por su aspecto
parecía un modesto y joven docente, un hombre de intereses puramente
librescos, cuando en realidad había dado la vuelta al mundo, de buena gana
cambiaba su mesa de trabajo por la cubierta de un barco, por una tienda de
campaña de los nómadas de Asia Central o de Siberia, o por el barracón de un
guardia fronterizo.
Todos los libros de Lapin respondían a la búsqueda de un género nuevo.
Hacía pasar la fantasía por crónica histórica, escribía los ensayos como si
fueran novelas cortas, se esforzaba en borrar la frontera que separa el
documento árido de la poesía. Era parte indivisible de su naturaleza espiritual:
Lapin leía obras de historiadores y economistas, de filólogos y botánicos, pero
ante todo amaba la poesía.
Ya he contado en estas páginas cómo me informó Irina de que se había
casado con Lapin. Yo estaba en España cuando nos asignaron un apartamento
en la Casa de los Escritores del callejón Lavrushinski. Vivieron con nosotros
durante medio año, entre 1937 y 1938,y luego el año antes de la guerra. No es
mucho, pero en esa época el tiempo había adquirido una nueva dimensión. En
todo caso, me sirvió para conocer mejor y querer a Borís Matvéievich Lapin.
Cuando estalló la revolución, Lapin tenía doce años. Su padre, que era
médico, se lo llevó consigo cuando partió al frente en plena guerra civil (la
madre se había marchado al extranjero). A los diecisiete años Lapin publicó
una antología de poemas, provocativos y extravagantes, que reflejaban las
contradicciones de la época. Se apasionó por los escritores románticos
alemanes y la Revolución china, por el cosmos y la formación de palabras;
participó en acaloradas disputas literarias, soñaba con la India. Pronto se pasó
a la prosa, pero los versos continuaron fascinándolo. En sus obras incluía
poemas propios diciendo que eran traducciones de antiguos poetas tayikos,
conjuros chukchis, tankas japoneses y canciones americanas.
Irina ha conservado un viejo documento: «Se declara que el portador de
este certificado es, en efecto, el camarada Buri, hijo de Mustafá Kulia,
habitante del vilayato de Adzharistán, que llegó el 11 de mayo de 1927, por
orden del Estado Soviético para efectuar un censo general. A lo largo de nueve
días registró a toda la población de la comunidad Yazgulozh, y ahora se
encuentra en viaje de regreso, razón por la cual se le ha extendido este
certificado al camarada Buri, hijo de Mustafá Kulia».
El camarada Buri, hijo de Mustafá Kulia, era el veinteañero Borís
Matvéievich Lapin, quien, ora a caballo, ora en carro, se desplazaba de un
pueblo a otro de Pamir, vestido con coloridas batas enguatadas y puntiagudas
zapatillas afganas. Estudiaba la lengua tayika y, entusiasmado por la poesía
persa, olvidó a Hoffmann.
Un año más tarde Lapin se fue a Chukotka, donde aceptó un trabajo en una
peletería; vivió entre los chukchis y aprendió su lengua; los chukchis lo
llamaban afectuosamente tindliliakka, que significa ‘el pequeño camarada de
los anteojos’. Visitó Alaska y las islas Kuriles; luego volvió a Moscú y
escribió un libro. Podría haberse acomodado cual hombre de letras urbanita,
pero aprovechaba cualquier oportunidad para descubrir otras tierras y a gente
nueva. Se adentró en Asia Central con una expedición de geobotánicos y en
Crimea con una arqueológica. Lo contrataron como oficial de navegación en el
barco de vapor Chicherin y visitó Turquía y Alejandría. Estuvo dos veces en
Mongolia. En 1939, junto con Jatsrevin, fue corresponsal de guerra para
Krásnaia zvezdá en Jaljin Gol.
Esta enumeración de viajes y de profesiones puede dar lugar a
equivocaciones, pues puede parecer que es el currículo de un aventurero. Pero
lo que menos parecía Lapin era un turista sediento de exotismo. Se sumergía
en la vida cotidiana de Pamir o Chukotka, realizaba cualquier trabajo,
aprendía rápido la lengua autóctona y siempre encontraba en sus costumbres o
en su carácter algo amable y familiar.
Las lenguas no eran un obstáculo para él, tenía una auténtica pasión de
lingüista. Leía en alemán y en persa, en inglés y en las lenguas de los pueblos
nórdicos. Conocía centenares de jeroglíficos chinos. Antes de la guerra, por
las tardes, escuchábamos la radio en habitaciones contiguas. A veces llegaba a
casa tarde, pasaba a verlo y le preguntaba qué noticias habían transmitido
desde Londres. Así supe que Lapin escuchaba emisiones en lenguas
desconocidas para mí; se alegraba cuando lograba entender buena parte de los
noticiarios en serbio o en noruego. Le fascinaban las raíces de las palabras, en
eso seguía siendo poeta.
A pesar de los hábitos de su vida errante, tenía una enorme capacidad de
trabajo. Me parece estar viéndolo en su escritorio; era capaz de pasarse horas
enteras ante un folio en blanco buscando la comparación exacta, la palabra
precisa. Alguna que otra vez escribía a cuatro manos un guión o un artículo de
fondo con su amigo Jatsrevin, al que nosotros, en broma, llamábamos Jats.
Jatsrevin había escrito un buen libro, Teherán; tenía un gran talento fabulador,
pero le perdía la pereza. Se tumbaba en la cama y de vez en cuando decía:
«Así no está bien» o «Aquí se debería poner una descripción del paisaje»,
mientras Lapin escribía con aplicación.
Borís Lapin pertenecía a la primera generación de intelectuales formados
durante la época soviética. Mucho de lo que a mí me sorprendía, me
entusiasmaba o repelía para él era natural. Llegó el año 1937. Mis
contemporáneos —Mandelstam, Paustovski, Pasternak, Fedin y Bábel— y yo
habíamos rebasado la cuarentena. Habíamos tenido tiempo de escribir mucho
y, lo más importante, de pensar. A Lapin y a los escritores de su generación los
acontecimientos les pillaron desprevenidos: apenas se habían despedido de la
adolescencia y comenzaban a pensar en libros maduros. Era mucho más difícil
para ellos que para nosotros, pues aquella época nos había alcanzado
cargados de años.
Borís Matvéievich era un hombre valiente. Recuerdo que el general
Vadímov, cuando hablaba mal de algunos colaboradores del periódico,
precisaba: «En cambio, por Lapin y Jatsrevin pondría la mano en el fuego; no
esconderían la cabeza en cuarteles generales. Los vi en Jaljin Gol». Sí, a
Lapin le gustaba el peligro. Pero cuando, en 1937, comenzaron a desaparecer
sin dejar huella amigos, camaradas y conocidos se retrajo espiritualmente. De
natural curioso y sociable, le costó sobremanera habituarse a la nueva
disciplina: aprendió a no preguntar y a no responder. Siempre hablaba en voz
baja, pero esos días comenzó a hablar aún más quedo. A veces bromeaba con
Irina, conmigo, pero cuando se sacaba las gafas veía en sus ojos tristeza y
perplejidad.
Un día, a principios de 1938, entré en su habitación. Estaba escribiendo.
Quién sabe por qué empezamos a hablar de literatura, sobre lo que debían
hacer los escritores. Borís dijo sonriendo: «Estoy escribiendo sobre el
desierto de Gobi. Cuando escribí Diario del Pacífico y La hazaña, escogí los
temas. Escribía sobre lo que había vivido. Ahora es diferente. Me encantaría
escribir sobre otro desierto, pero es imposible… Con todo, uno tiene que
seguir trabajando; de lo contrario, aún sería más difícil».
El período del que hablo fue especialmente duro para Lapin: no soportaba
el deterioro que se había producido en las relaciones humanas. Como hombre
de indiscutible lealtad, lo que más le hería era la desconfianza, el menosprecio
de la amistad, los esfuerzos (no obstante, vanos) para salvarse a cualquier
precio.
Casi cada tarde visitaba a Lapin su amigo Jatsrevin, hombre fascinante y
estrambótico. Era apuesto y las mujeres lo encontraban atractivo, pero él les
tenía miedo y vivía como un viejo solterón. Lo que a mí me maravillaba de él
era su dulzura, su carácter soñador, su obsesión por la salud. Quién sabe por
qué había ocultado a todo el mundo, incluso a Borís Matvéievich, que sufría
de epilepsia. En agosto Lapin intentó convencerle por todos los medios de que
se quedara en Moscú uno o dos meses, pero Jatsrevin deseaba volver al frente
cuanto antes.
He hablado ya de una de mis últimas noches con Lapin, en Peredélkino,
leyendo una novela de Hemingway. A lo lejos ladraban las baterías antiaéreas.
A veces dejábamos a un lado las páginas del manuscrito y Borís me explicaba
todo lo que había visto en el frente: el heroísmo, el desorden, el arrojo, la
confusión; había asistido a la retirada de las primeras semanas. Por alguna
razón empezamos a recordar el año 1937. Lapin dijo: «Sabes, a pesar de todo,
ahora es más fácil: como si las cosas hubieran vuelto a su lugar». Luego
retomábamos la lectura. Mirándole de reojo, pensé en que sin darme cuenta le
había tomado cariño. Y cuando volvíamos a Moscú me dijo: «Cuando haya
terminado la guerra, estoy seguro de que muchos escribirán libros de verdad,
como Hemingway».
Pero él nunca tuvo la oportunidad de escribir el libro de sus sueños.
Lapin y Jatsrevin se retiraron junto con el ejército de Kiev a Darnitsa,
llegaron a Boríspol. Los alemanes cercaron nuestras unidades. Algunos
lograron huir del cerco, y por ellos supimos la suerte que habían corrido Lapin
y Jatsrevin. No había un minuto que perder, pero Jatsrevin yacía en el suelo,
presa de un ataque epiléptico. Lapin no quiso abandonar a su amigo.
«¡Deprisa, los alemanes están muy cerca!», le dijo un periodista. Borís le
respondió: «Tengo mi revólver». Por cuanto sé, ésas fueron sus últimas
palabras.
Durante mucho tiempo Irina vivió con la esperanza de un milagro. Durante
la guerra inevitablemente se crean mitos: llegaba gente asegurando que había
visto a Lapin en este o aquel frente.
Antes de partir a Kiev Lapin había pasado a limpio sus viejos poemas. Tal
vez en Borípol todavía escuchase el sonido de las palabras, las estrofas
inacabadas: era poeta, un hombre tímido —el «pequeño camarada de los
anteojos», como lo llamaban los chukchis— que no traicionó sus sentimientos,
indulgente con todos menos consigo mismo. Justo ahora me vienen a la
memoria unos versos del poeta tayiko del siglo X Rudaki, traducidos hace
mucho tiempo por Lapin: «Y muchos desiertos se convirtieron en frondosos
jardines en flor, pero a menudo verás un desierto donde antaño había un jardín
dorado».
El 9 de mayo de 1945 fue día de fiesta: el desierto de la guerra llegó a su
fin. Pero en la vida de casi todos nosotros había un nuevo desierto, un desierto
que nunca florecería: la memoria de nuestros seres queridos…
3

Hablar con los soldados durante los primeros meses de la guerra me llenaba a
veces de orgullo y otras de desesperación. Cierto, teníamos derecho a
sentirnos orgullosos de que los profesores soviéticos hubieran inculcado a los
niños y a los jóvenes el sentimiento de fraternidad. Pero mientras se entregaba
una ciudad tras otra, más de una vez oí decir a nuestros soldados que eran el
capitalismo y los terratenientes quienes habían enviado a los soldados del
bando contrario a luchar contra nosotros, que existía otra Alemania además de
la de Hitler, y que si a los obreros y campesinos alemanes se les explicara la
verdad, éstos dejarían las armas. Muchos se lo creían a pies juntillas, mientras
que otros, por así decirlo, lo escuchaban de buena gana; los alemanes seguían
avanzando con un ímpetu irrefrenable, y la gente siempre se aferra a un clavo
ardiendo.
Los hombres que defendían Smolensk o Briansk repetían lo que habían
oído decir primero en la escuela, luego en las reuniones y pronto en los
periódicos: la clase obrera alemana era fuerte, pertenecía a un país industrial
avanzado; cierto, los fascistas, con el apoyo de los magnates del Ruhr y de los
social-traidores, habían usurpado el poder, pero el pueblo alemán se oponía a
ellos y continuaban luchando. «Por supuesto —decían los soldados del
Ejército Rojo—, los oficiales son fascistas y entre los soldados también habrá
quienes tengan las ideas confusas, pero millones de soldados van al frente sólo
bajo la amenaza de recibir un disparo». Durante los primeros meses nuestros
soldados no sintieron odio hacia el ejército alemán. El segundo día de guerra
fui citado al departamento político del ejército y me pidieron que redactara
una octavilla para los soldados alemanes en la que les advirtiera de que su
ejército, fascista, se sustentaba en el engaño y la disciplina férrea. Muchos
jefes entonces depositaban también sus esperanzas en las octavillas y en los
altavoces.
Octavillas hubo de sobras, y muchas eran convincentes, pero los alemanes
siguieron avanzando.
Tal vez yo habría compartido la ilusión de muchos de aquellos jefes si,
durante los años anteriores a la guerra, hubiera vivido en Moscú y escuchado
los informes sobre la situación internacional. Pero recordaba el Berlín de
1932, los obreros en las asambleas fascistas. En España entrevisté a pilotos
alemanes y pasé seis semanas en el París ocupado. Por lo que a mí respecta,
no tenía fe alguna en las octavillas ni en los altavoces.
Los pocos prisioneros (en su mayoría tanquistas) que había visto durante
los primeros meses de guerra se comportaban con total aplomo, firmes en la
opinión de que lo sucedido era una contrariedad temporal y de que, tarde o
temprano, serían liberados por sus tropas. Hubo uno incluso que invitó al
comandante del regimiento a rendirse a Hitler: «Garantizo la vida de sus
hombres y un buen trato en nuestros campos de prisioneros. En Navidad habrá
terminado la guerra y ustedes volverán a casa». Entre los prisioneros alemanes
también había obreros. Es cierto, después de la derrota en Moscú escuché a
prisioneros aterrorizados decir «Hitler kaputt», pero, en el verano de 1942,
cuando los alemanes se dirigían al Cáucaso, los hombres se creían
invencibles. Durante los interrogatorios, los prisioneros se mostraban muy
cautos: temían tanto a los rusos como a sus camaradas. Y aunque había
soldados que hablaban mal de Hitler, la mayoría eran campesinos de pueblos
perdidos de Baviera, católicos, padres de familia. El auténtico cambio no se
produjo hasta después de Stalingrado, pero incluso en el verano de 1944
cientos de millones de panfletos tuvieron como único resultado una cifra
insignificante de desertores.
Al inicio de la guerra, nuestros combatientes no sólo no sentían odio hacia
el enemigo, sino que sentían respeto por los alemanes, fruto de la admiración
por la cultura ajena. Esto también era resultado de la educación recibida. En
las décadas de 1920 y 1930 cualquier escolar soviético conocía los niveles de
progreso civil de tal o cual nación, expresados en kilómetros de vías férreas,
número de coches, grado de desarrollo industrial, niveles de educación e
higiene social. Según este criterio, Alemania ocupaba uno de los primeros
puestos. En las mochilas de los prisioneros nuestros soldados encontraban
libros y cuadernos, magníficas cuchillas de afeitar y, en los bolsillos,
fotografías, encendedores sofisticados y plumas estilográficas. «¡Qué
cultura!», me decían nuestros hombres, koljosianos de Penza, con una
admiración teñida de tristeza, mientras me enseñaban un mechero alemán con
forma de minúsculo revólver.
Recuerdo una deprimente conversación con artilleros en primera línea. El
comandante de batería había recibido la orden de abrir fuego contra la
carretera. Los hombres no se movieron de sus posiciones. Eso me sacó de
quicio. Uno de ellos me dijo: «No debemos cañonear la carretera y luego
retirarnos. Hay que dejar que los alemanes se acerquen para explicarles que
ya es hora de que recuperen el juicio y se alcen contra Hitler y que nosotros
les ayudaremos a hacerlo». Otros se hacían eco de sus palabras. Un joven de
aspecto espabilado decía: «¿Contra quién disparamos? ¡Contra obreros y
campesinos! Creen que somos enemigos, puesto que no les ofrecemos ninguna
salida».
No cabe duda, en aquellos meses lo más terrible fue la superioridad
alemana en equipamiento militar: los soldados del Ejército Rojo atacaban los
tanques con «botellas». Pero no me aterrorizaba menos la candidez, la
ingenuidad y la confusión.
Recuerdo la «guerra falsa», el solemne funeral del piloto alemán, el rugido
de los altavoces… La guerra es una cosa terrible, odiosa, pero no fuimos
nosotros quienes la empezamos, y el enemigo era fuerte y cruel. Sabía que mi
obligación era mostrar el verdadero rostro de los soldados fascistas que, con
su pluma estilográfica, anotaban en sus hermosos diarios personales tonterías
supersticiosas y sangrientas sobre su superioridad racial, cosas impúdicas,
sucias y feroces capaces de avergonzar a cualquier salvaje. Tenía que advertir
a nuestros soldados de que era una frivolidad creer en la solidaridad de la
clase trabajadora alemana, en el despertar de la conciencia de los soldados
hitlerianos, que no había tiempo de buscar a los «buenos alemanes» en medio
del ejército enemigo, que avanzaba llevando a nuestros pueblos y ciudades a
la destrucción. Escribí: «¡Matad a los alemanes!».
Un artículo, que titulé «La justificación del odio» y escribí en un momento
muy delicado —el verano de 1942—, decía así: «Esta guerra no tiene
parangón. Por primera vez nuestro pueblo se enfrenta no a personas sino a
seres odiosos y abyectos, salvajes provistos de todos los logros de la técnica,
escoria que actúa al dictado y que recurre a la ciencia, que ha convertido la
masacre de niños de pecho en la última palabra de la sabiduría estatal. No ha
sido fácil para nosotros aprender a odiar. Hemos pagado por ello con
ciudades y regiones enteras, con cientos de miles de vidas humanas. Pero
ahora hemos comprendido que los fascistas y nuestro pueblo no pueden vivir
juntos en la misma tierra. Por supuesto, entre los alemanes hay hombres
buenos y malos, pero aquí no se trata de las cualidades espirituales de este o
aquel hitleriano. Ellos asesinan porque están convencidos de que sobre la faz
de la tierra sólo merecen vivir hombres de sangre alemana. Nuestro odio a los
hitlerianos está dictado por el amor a la patria, al hombre, a la humanidad. En
eso radica la fuerza de nuestro odio, así como su justificación. Cuando nos
topamos con un fascista nos percatamos del odio ciego que ha devastado el
alma alemana. Nosotros somos ajenos a este tipo de odio. Detestamos a cada
hitleriano por ser el representante del antihumanismo, porque es un verdugo
convencido y un saqueador por principios; odiamos las lágrimas de las viudas,
la infancia ensombrecida de los huérfanos, las tristes caravanas de los
refugiados, los campos devastados, la aniquilación de millones de vidas. No
combatimos contra hombres, sino contra autómatas de apariencia humana.
Nuestro odio es más fuerte porque parecen hombres, porque pueden reír y
acariciar un perro o un caballo, porque en sus diarios se permiten la
introspección, porque se disfrazan de seres humanos, de europeos civilizados.
Nuestros soldados no sueñan con la venganza. No hemos educado a nuestros
jóvenes para que se rebajen al nivel de los hitlerianos.
»Los soldados del Ejército Rojo nunca se pondrán a asesinar a niños
alemanes, ni a quemar la casa de Goethe en Weimar, o la biblioteca de
Marburgo. La venganza significa pagar con la misma moneda, hablar en el
mismo idioma. Pero no tenemos una lengua común con los fascistas. Sentimos
anhelo de justicia. Queremos destruir a todos los hitlerianos para que se
restablezca el principio de humanidad. Nosotros nos alegramos de la
diversidad y complejidad de la vida, de la individualidad de las naciones y de
los hombres. Hay lugar para todos en la Tierra. Para los alemanes también,
una vez hayamos purgado los crímenes horribles de la década hitleriana. Pero
existen límites para la generosidad: por el momento no quiero hablar o pensar
sobre la futura felicidad de una Alemania liberada de Hitler; estas palabras o
pensamientos están fuera de lugar, aunque sean sinceros, mientras millones de
alemanes se entreguen a excesos en nuestra tierra.
Cada día leía los periódicos alemanes, las órdenes militares, los diarios y
las cartas de soldados alemanes: tenía que mostrar la degradación espiritual
de los fascistas y hacerlo de manera precisa, con pruebas documentales.
En la línea de fuego a los hombres les apetece sonreír de vez en cuando, y
yo no me limitaba a desenmascarar a los soldados hitlerianos, sino que
también me burlaba de ellos. Creo que fui uno de los primeros en popularizar
el apodo colectivo «Fritz». He aquí los títulos de algunos de mis artículos
breves (escribía uno al día): «El Fritz filósofo», «El Fritz narcisista», «El
Fritz lascivo», «El Fritz en Smolensk», «El Fritz místico», «El Fritz literato»,
etc. Tengo docenas, cientos de ellos.
La primera vez que vi odio real hacia el enemigo fue durante la
contraofensiva a las afueras de Moscú, cuando nuestras tropas recuperaron las
poblaciones arrasadas por los alemanes. Mujeres y niños intentaban entrar en
calor a la lumbre de los tizones. Los soldados del Ejército Rojo maldecían o
guardaban un silencio severo. Uno de ellos se puso a hablar conmigo, me dijo
que no podía comprenderlo. Pensaba que las ciudades se bombardeaban
exclusivamente para aniquilar a las autoridades, los cuarteles, las sedes de los
periódicos. Pero ¿por qué los alemanes quemaban las isbas? Allí dentro no
había más que mujeres y niños. Y fuera hacía un frío terrible… En
Volokolamsk me quedé largo rato observando una horca levantada por los
fascistas. La miraron también nuestros soldados… De este modo fue naciendo
un nuevo sentimiento que desempeñó un importante papel en el futuro curso de
los acontecimientos.
La guerra iniciada por la Alemania fascista no tenía precedentes: no sólo
destruyó y mutiló cuerpos, también corrompió el mundo espiritual de hombres
y naciones. Los hitlerianos consiguieron fomentar en millones de alemanes el
desprecio hacia gente de otra procedencia, privar a sus soldados de todo freno
moral, convertir a ciudadanos respetables, honestos y aplicados en «hombres
antorcha» que quemaron aldeas y organizaron cacerías despiadadas de
ancianos y niños. En los ejércitos siempre ha habido sádicos o expoliadores,
pues la guerra no es una escuela de moralidad, pero Hitler incitó a cometer
atrocidades masivas no sólo a las SS o la Gestapo, a los verdugos
profesionales o aficionados, sino también a todo su ejército, haciendo que
decenas de millones de alemanes fueran cómplices de un crimen colectivo.
Recuerdo a un alemán rubio, de aspecto bondadoso; antes de la guerra
trabajaba en un taller de Dusseldorf y tenía una familia; arrojó a un niño ruso
dentro de un pozo porque sufría de insomnio y a pesar de haberse tomado
varios somníferos éste no le dejaba conciliar el sueño. He tenido en mis
manos una pastilla de jabón con el rótulo de «puro jabón judío». Lo fabricaban
con los cadáveres de los fusilados. Pero ¿por qué volver a lo que ya se ha
explicado en mil libros?
Los rusos son buenas personas, hay que infligirles una herida muy profunda
para sacarlos de sus casillas; furiosos son terribles, pero enseguida se calman.
Un día viajaba a primera línea en un todoterreno pues me pidieron que buscara
a alsacianos entre los prisioneros. El conductor era bielorruso: poco antes
había recibido la noticia de que los alemanes habían asesinado a su familia.
Estábamos a punto de pasar por delante de un grupo de prisioneros. El
conductor cogió su metralleta y tuve el tiempo justo de frenarlo. Conversé un
buen rato con los prisioneros. En el camino de vuelta al puesto de mando, el
conductor me pidió tabaco. En aquellos días el tabaco escaseaba, y puesto que
la víspera había conseguido dos paquetes en el Estado Mayor, le di uno: «Y tu
tabaco, ¿dónde está?». Primero no dijo nada, pero después tuvo que
confesarlo: «Mientras hablabas con los franceses, los Fritzes me rodearon.
Pregunté si entre ellos había algún conductor. Había dos y les di un cigarrillo.
Luego el resto empezó a mendigar… ¿Qué iba a hacer? ¿Matarlos a todos?
Bueno, todos los hombres necesitan dar una calada». Esto fue en 1943. Un año
después, en Trostianets, cerca de Minsk, donde los hitlerianos habían matado a
mujeres y niños, de nuevo fui testigo de la bondad de nuestro pueblo. Nuestros
soldados blasfemaban, eran partidarios de no tomar prisioneros. Un grupo de
alemanes resistía en un bosque cercano. Capturaron a un soldado de infantería.
El mayor me pidió que hiciera de intérprete. Cuando preguntaron al prisionero
si había muchos más soldados en el bosque respondió que le costaba hablar
porque la sed le atenazaba. Alguien le trajo una jarra de agua. Hizo una mueca
de asco y dijo que la jarra estaba sucia y limpió el borde con un pañuelo. Eso
me sacó de mis casillas: cuando a un hombre lo tortura la sed no se anda con
remilgos. Pero los soldados que al principio gritaban que no valía la pena
hablar con él, que el animal debía recibir un balazo, ahora se habían calmado,
y media hora más tarde uno de ellos le llevó un cuenco con sopa: «¡Come,
cerdo!».
(También yo me comporté así: muchas veces, al ver el miedo de algunos
prisioneros a ser ajusticiados, escribía en trozos de papel que eran alsacianos
o «buenos alemanes» y luego firmaba. En otras palabras, aunque odiaba a los
fascistas, salvé a fascistas desarmados. Imagino que cualquier persona hubiese
actuado de la misma manera en semejantes circunstancias).
Goebbels necesitaba un hombre de paja y difundió la leyenda del judío Iliá
Ehrenburg que ansiaba destruir al pueblo alemán.
Todavía conservo recortes de periódicos alemanes, escuchas radiofónicas,
octavillas. Los hitlerianos solían escribir sobre mí, decían que era gordo,
bizco, con la nariz aguileña, que tenía instintos asesinos, que en España había
robado piezas de museo por valor de quince millones de marcos y después las
había vendido en Suiza; que recurría a los servicios del mismo corredor de
bolsa que la reina Guillermina de Holanda; que mi capital estaba depositado
en bancos brasileños, que cada día visitaba a Stalin y que había diseñado para
él un plan para destruir Europa, llamado «Trust D. E.»; que quería transformar
los territorios situados entre el Oder y el Rin en un desierto; que hice un
llamamiento para que se violara a las mujeres alemanas y se matara a los
niños alemanes.
En una orden que data del primero de enero de 1945, Hitler se dignó a
mencionarme: «El lacayo de la corte de Stalin, Iliá Ehrenburg, ha declarado
que el pueblo alemán debe ser destruido».
La propaganda había conseguido su objetivo: los alemanes me
consideraban la personificación del diablo. A principios de 1945 me
encontraba en Bartenstein, una ciudad de la Prusia Oriental que acababa de ser
ocupada por nuestras tropas. El comandante soviético me pidió que fuera al
hospital alemán para explicar que no había amenaza alguna para el cuerpo
médico ni los heridos. Estuve un buen rato tranquilizando al jefe médico y al
final me dijo: «Muy bien, pero ¿qué pasa con Iliá Ehrenburg?». Cansado de
tanta charla le respondí: «No se preocupe, Iliá Ehrenburg no está aquí, sino en
Moscú». El doctor consiguió calmarse un poco.
El incidente me divertía y repugnaba. Yo odiaba a los alemanes que habían
invadido mi país, no porque vivieran «entre el Oder y el Rin», no porque
hablaran la misma lengua que Heine, uno de los poetas que me resultaban más
próximos, sino porque eran fascistas. De niño ya había conocido la soberbia
racial y nacional, y había sufrido por estas ideas a lo largo de toda mi vida; si
bien creía en la fraternidad de los pueblos, de repente asistí al nacimiento del
fascismo. En mi novela utópica El trust D. E., a la que Goebbels se refería
con tanta frecuencia, Europa perece por la locura de los fascistas europeos y
el apoyo de los codiciosos empresarios estadounidenses. Por supuesto, en
muchos puntos me equivoqué: cuando escribí el libro, las fuerzas de
ocupación francesas estaban acantonadas en el Ruhr y todavía ardía la
esperanza de una revolución en Alemania. En la novela los franceses, a la
cabeza de los cuales estaba el fascista Brandevaux, devastaban Alemania,
Polonia y parte de la Unión Soviética. El panorama resultó ser muy diferente:
Francia, Polonia y parte de la Unión Soviética fueron devastados por los
fascistas alemanes, y Brandevaux no era otro que Adolf Hitler.
A continuación explicaré un relato relacionado conmigo pero que
trasciende los límites de la historia personal. En 1944 el comandante del
Ejército Norte, con el deseo de elevar la moral de sus hombres, desanimados
por la retirada, escribió en el orden del día: «Iliá Ehrenburg incita a los
pueblos asiáticos a “beber la sangre” de las mujeres alemanas. Iliá Ehrenburg
exige a los asiáticos que violen a las mujeres alemanas. “¡Tomad a las chicas
rubias, son vuestras presas!”, ha dicho. Ehrenburg despierta los bajos instintos
de la estepa. Sería una vileza retirarse ahora que los soldados alemanes
defienden a sus mujeres». Al saber de esta orden, escribí inmediatamente al
Krásnaia zvezdá: «Hubo un tiempo en que los alemanes falsificaban
importantes documentos estatales; ahora han llegado al punto de falsificar mis
artículos. Las palabras que el general alemán me atribuye delatan su autoría:
sólo un alemán puede componer semejantes marranadas».
La leyenda creada por el general hitleriano sobrevivió al colapso del
Tercer Reich, al juicio de Núremberg y muchos más acontecimientos.
En 1960 la ciudad de Viena me invitó a participar en un encuentro entre
representantes del arte y la literatura. Poco después recibí una carta del
organizador de la reunión, un socialdemócrata austriaco, en la que me
preguntaba si era cierto que durante la guerra hice un llamamiento a violar
mujeres alemanas. La revista alemana Spiegel explicó que la embajada de la
República Federal de Alemania había presentado «documentos» de mi terrible
pasado a las autoridades. En fecha reciente, Kindler, que vive en Munich y es
el editor de la versión alemana de mis memorias, me hizo llegar unas
fotocopias divertidas. Al parecer, en 1950, un tal Jürgen Thorwald había
publicado en Stuttgart una historia de la guerra en la que escribió: «Durante
tres años Iliá Ehrenburg ha hablado a los soldados del Ejército Rojo
abiertamente, con total libertad y dando muestras de todo su odio, diciendo
que las mujeres alemanas son un botín de guerra legítimo». Resultó que Jürgen
Thorwald no era otro que Heinz Bongartz, quien en 1941 había publicado un
libro ensalzando a Hitler con una dedicatoria al criminal de guerra y almirante
Raeder.
En 1962 el periódico de Munich Soldatenzeitung lanzó una campaña
contra la publicación de mis memorias en Alemania Occidental. Como es
natural el periódico aludía al panfleto ficticio que llamaba a violar a las
mujeres alemanas; amenazaron al editor y me calificaron de «mayor criminal
de la historia». Algunos escritores, como Ernst Jünger, apoyaron la campaña
del periódico fascista. Otros, sin embargo, se indignaron. Kindler demostró
que Thorwald se hacía eco de la mentira de Goebbels; aun así, todavía hoy los
revanchistas se obstinan en hablar de mi libro como «las memorias del asesino
y violador».
Lo repito: no se trata de mí. Pero entre los cincuenta millones de víctimas
de la Segunda Guerra Mundial no figura una: el fascismo. Sobrevivió a mayo
de 1945; durante un tiempo languideció, apático, pero sigue con vida.
Durante los años de guerra no me cansé de repetirlo: debemos ir a
Alemania para destruir el fascismo. Temía que todos los sacrificios, las
grandes hazañas del pueblo soviético, el arrojo de los partisanos polacos,
yugoslavos y franceses, el dolor y orgullo de Londres, los hornos crematorios
de Auschwitz y los ríos de sangre desaparecieran como el fuego de bengala de
la victoria y se redujeran a un capítulo más de la historia. En 1944 escribí: «El
escritor francés Georges Bernanos, católico militante, al rechazar con desdén
las tentativas de algunos demócratas de defender el fascismo, escribió en La
Marseillaise: “Antes de la guerra, una buena parte de la opinión pública de
Inglaterra, Estados Unidos y Francia justificó, apoyó y ensalzó el fascismo. Y
repito, no sólo aceptó el fascismo, sino que lo apoyó con la esperanza, que
tildaré de absurda, de controlar esta peste, de utilizarla contra sus oponentes y
competidores. […] Múnich no fue un episodio de locura sino el infame
epílogo de la especulación empresarial”. Por desgracia hay todavía personas
que quieren mantener “en reserva” este contagio, simplemente diluyendo el
caldo de cultivo en el que se crían los bacilos de la peste. Debemos recordar
que el fascismo nació de la codicia y la estupidez de algunos, y de la perfidia
y cobardía de otros. Si la humanidad quiere terminar con la pesadilla
sangrienta de estos años tiene que erradicar el fascismo. Si se permite al
fascismo reproducirse en cualquier lugar, dentro de diez o veinte años
volverán a correr ríos de sangre. El fascismo es un cáncer terrible que no se
puede curar con aguas minerales, hay que extirparlo. Y no creo en el buen
corazón de la gente que llora por los verdugos; esos seres supuestamente
buenos preparan la muerte de millones de inocentes».
Miro las páginas de los viejos periódicos y se me encoge el corazón. En
efecto, todo ha ido como pensaba. Se ha permitido la reproducción de los
fascistas. Se han guardado en la «reserva» los cuadros de la Reichswehr.
Quieren dar al ejército alemán la bomba atómica; se alimenta la fiebre de la
venganza; se continúa lo que el difunto Bernanos llamaba el «negocio de la
especulación», pero sobre el tapete verde ya no están los clásicos «barriles de
pólvora», ni los tanques, ni los bombarderos, sino los misiles y las bombas de
hidrógeno. Cualquier conciencia se rebela contra todo esto.
Después de un salto hacia delante, es preciso volver veinte años atrás, al
primer invierno de la guerra. Íbamos por la carretera de Varsovia a
Maloyaroslávets, en cuyos alrededores aún se combatía; pasamos por delante
de pueblos devastados por las llamas. A nuestro alrededor yacían alemanes
muertos, a veces de pie, apoyados en un árbol. Hacía un frío atroz; el sol
parecía un coágulo de sangre, la nieve azuleaba. En la helada, los rostros de
los muertos estaban sonrosados y parecían todavía vivos. El oficial que me
acompañaba gritó con entusiasmo: «¡Mire cuántos hemos dejado fuera de
combate! ¡Éstos ya no verán Moscú!». Debo confesar que compartí su alegría.
Dirá alguien: un sentimiento negativo, malo. Sí, de acuerdo. Para mí, como
para el resto, no fue fácil aprender a odiar, ese sentimiento horrible que te
congela el alma. Lo sabía ya en los años de guerra, cuando escribí: «Europa
soñaba con la estratosfera, ahora se ve forzada a vivir como un topo en
refugios antiaéreos y búnkeres. Hitler y sus secuaces han sumido al siglo en
las tinieblas. Odiamos a los alemanes no sólo porque matan a nuestros hijos
con vileza y brutalidad, sino también porque nos obligaron a matarles, porque
de toda la riqueza verbal que atesora el hombre, sólo nos quedó una
expresión: “¡Mata!”. Odiamos a los alemanes porque nos han arruinado la
vida». Escribí estas líneas en un artículo periodístico, pero podría haberlo
hecho igualmente en un diario o en una carta a un amigo íntimo. Es poco
probable que los jóvenes entiendan lo que tuvimos que soportar. Años de
oscuridad total, años de odio: una vida saqueada y mutilada…
4

Avanzábamos con rapidez, a pesar de que la nieve era profunda. Entre los
montones de nieve ennegrecida sobresalía un poste indicativo: «Pokrovskoie»,
pero ya no existía el pueblo: los incendiarios alemanes lo habían destruido.
Tal vez los soldados del Ejército Rojo pensaran que, acelerando el paso,
evitarían que el pueblo fuera pasto de las llamas y salvarían a los habitantes.
En Bieloúsovo, sin embargo, todas las isbas habían permanecido intactas, y
los alemanes, para facilitar la huida, dejaron todas sus pertenencias; mientras
que en Balabánovo, pillados por sorpresa durante la noche, llegaron incluso a
escapar de las isbas en ropa interior.
Los soldados rojos, exhaustos, clavaban las palas con furia para
desenterrar de la tierra helada los cadáveres de los soldados alemanes,
sepultados en la plaza de Maloyaroslávets.
Los alemanes enterraban con sumo cuidado a los suyos. (Tal vez ésta era la
única cosa que envidiaba de ellos). Más adelante vería muchos cementerios
con cruces de abedul perfectamente alineadas, con los nombres pulcramente
escritos. Pero durante el primer año de guerra, quién sabe por qué, enterraban
a sus muertos en las plazas de las ciudades rusas. Quizá porque era más fácil o
para demostrar que habían venido para quedarse. Los soldados rojos se
indignaban. Quedaba ya muy poco de la bonachonería inicial: se combatía
incluso contra los muertos.
Los koljosianos también estaban indignados. Un viejo me dijo: «Pensaba
que los alemanes eran gente educada, que nos dejarían en paz, pero los
malditos parásitos se llevaron mi vaca y usaron todas las cacerolas para
lavarse sus asquerosos pies. Ayer, vinieron cuatro a casa y me pidieron que les
dejara entrar porque se estaban helando. Cuando llegaron nuestras mujeres las
apalearon hasta la muerte».
Hacía un frío insólito, y los soldados siberianos decían: «Debería hacer un
poco más de frío todavía, así la palmarían de una vez por todas». Un
ucraniano contaba: «Cuando vi que los alemanes ponían pies en polvorosa, el
corazón me dio un vuelco de alegría».
La victoria nos pilló a todos por sorpresa. Los koljosianos admitían:
«Pensábamos que nunca más veríamos a los nuestros». Los soldados fumaban
cigarrillos búlgaros encontrados en algún cuartel abandonado y soñaban:
«Antes de la primavera habremos acabado con esto».
El general Gólubev decía con una sonrisa: «Me he graduado en dos
academias militares, pero ésta, la tercera, es la más rigurosa». Contaba que,
cuando lo cercaron, había logrado escapar con su uniforme de general pero
calzando lapti. Decía que sus tropas habían recibido una valiosa ayuda de los
trabajadores de Podolsk: la fábrica había sido evacuada, pero los ancianos se
quedaron y continuaron fabricando munición para los morteros.
Para mí todo era nuevo: las canciones, el vodka con guindilla que quemaba
el paladar, una tal Mashenka operaria de comunicaciones o la mujer de un
comandante, las largas conversaciones sobre el pasado y el futuro. A todos se
les había soltado la lengua; despotricaban contra los burócratas; un oficial,
enfadado, dijo: «¿De qué se jactaba el fiscal? Del número de condenas…,
sobrepasaban las requeridas por el plan». Otro comentó, pensativo: «Se han
cargado a tanta buena gente…». Sin embargo, todos comprendían que no
estaban defendiendo solamente sus casas, sino también el Estado soviético,
querido, a pesar de las ofensas sufridas y de sus deficiencias; entendían que
eran precisamente los trabajadores de Podolsk quienes habían ayudado al
ejército, que las palabras «nuestra causa es justa» no eran un simple eslogan,
sino la pura verdad. El pueblo votaba espoleado no por agitadores y boletines
sino por la sangre.
Tenía sentimientos encontrados: la primera victoria se me había subido a
la cabeza, pero trataba de entrar en razón, pues el ejército alemán todavía era
muy fuerte y la guerra no había hecho más que empezar. Con todo, era difícil
mantener fría la cabeza: aún hacía poco que los alemanes aseguraban que
celebrarían la Navidad en Moscú, y ahora los estábamos haciendo retroceder
hacia el oeste. Incluso el aspecto de los prisioneros levantaba la moral:
ateridos de frío, las cabezas envueltas en chales y andrajos, muertos de miedo,
llorosos, recordaban a los soldados napoleónicos de 1812, pintados por uno
de nuestros artistas «itinerantes» del siglo XIX, naturalmente con un carámbano
colgando de la nariz.
Medin fue tomada, y se empezó a hablar de Viazma, incluso de Smolensk.
Todos querían creer que se había alcanzado un punto de inflexión. Yo también
lo creía (siempre fui un mal profeta). Un día, durante el solsticio de invierno,
escribí: «El sol se dirige al verano, el invierno al frío y la guerra hacia la
victoria».
Sí, en enero todavía pensaba que nuestra ofensiva no sería frenada. El 18
de aquel mes estaba con el general Góvorov. Me gustó enseguida. En esta
parte de mi libro habrá muchas ocasiones para hablar de mis encuentros con
generales. Como ocurre con los escritores y las personas de cualquier
profesión, hay varios tipos de generales: innovadores o maniáticos de la
rutina, inteligentes y obtusos, modestos y vanidosos. Leonid Góvorov era un
verdadero artillero, esto es, un hombre de cálculos exactos, que pensaba de
forma sensata y lúcida. Me contó que había estudiado en el Instituto
Politécnico de Petrogrado, especializándose en la rama de ingeniería naval.
Durante la Primera Guerra Mundial y en 1917 el joven alférez fue enviado al
frente. Le gustaba mucho Leningrado y tenía el carácter reservado y la pasión
bien disimulada propios del leningradense. Decía que en la batalla por Moscú
la artillería había desempeñado un papel fundamental: en su 5.° Ejército no
podía confiar en la infantería, las bajas habían sido muy significativas y los
refuerzos llegaban con cuentagotas; el general había desarrollado toda una
teoría: dado que la guerra moderna se distinguía por una sobresaturación de
armas automáticas, la artillería no podía limitarse a neutralizar los puntos de
resistencia del enemigo, sino que debía participar en todas las fases de la
batalla. Hablaba con tal entusiasmo que consiguió apasionarme. Aunque la
ciencia militar es más una forma de arte que una ciencia exacta, depende de la
técnica, e incluso los conceptos más actuales enseguida quedan obsoletos.
(Existe también otra forma de arte que, dicho sea de paso, también depende de
la técnica: el cine. Una escultura de la Acrópolis nos parece insuperable, pero
el cine mudo lo vemos con cierta ironía). Leonid Aleksándrovich, por
supuesto, no pudo prever en 1942 la era de armamento nuclear. Hablo de esto
ahora para intentar mostrar un perfil humano: en la fría isba cerca de Mozhaisk
no vi un soldado valiente, sino más bien un matemático e ingeniero, un buen
intelectual ruso. (Más adelante me encontraría de nuevo con Góvorov en el
frente, en Moscú y en Leningrado; recuerdo que una tarde de mayo de 1945
conversamos sobre la belleza de las noches blancas, sobre poesía y sobre la
aguja del Almirantazgo). A pesar de su reserva, e incluso de su tendencia al
escepticismo, Góvorov, como todo el mundo, estaba animado por la victoria y
decía: «Tal vez dentro de una semana lleguemos a Mozhaisk». Pero Mozhaisk
fue tomada unas horas más tarde. El general Orlov desobedeció las órdenes y
por la noche irrumpió en la ciudad. Góvorov dijo con una carcajada: «A los
ganadores no se les juzga».
Una vez más vi aldeas quemadas: Semiónovskoie, Borodino. Los soldados
tenían prisa y sin embargo quitaron las tumbas de los alemanes del centro de la
ciudad. El frío era cada vez más intenso, el termómetro marcaba -35°C, y la
cólera era también cada vez más glacial. Una anciana observaba, con la
mirada vacía, a los soldados, la nieve, el cielo blanco. Su marido era profesor
de matemáticas y tenía sesenta y dos años. Mientras andaba por la calle sacó
el pañuelo y dispararon contra él por «intentar hacer señas a los rusos». En la
pared estaban colgadas las órdenes para la «normalización de la vida», en las
que se especificaba que los habitantes de la ciudad acabarían en la horca si
ayudaban a los partisanos o escondían a los judíos. Al día siguiente continué
hacia Borodino. Los alemanes, antes de irse, habían prendido fuego al museo y
todavía ardía. En dos días la división había cubierto una veintena de
kilómetros. El general Orlov bromeaba: «Pronto seréis mis huéspedes». (Él
era de Bielorrusia). Por la noche uno de los mayores consiguió aguardiente y
salchichas y nos dimos un banquete. El mayor, doblando los grandes dedos
callosos, hacía sus cuentas: «Dieciséis kilómetros hasta Gzhatsk. Podemos
llegar en dos días». Pero para llegar a Gzhatsk se necesitaron cuatrocientos
treinta días: por delante teníamos el terrible invierno de 1942. Entonces no lo
sabíamos.
(Yo no era el único que estaba esperanzado. Vasili Grossman, entonces
corresponsal de Krásnaia zvezdá en el frente sudoccidental, me escribió: «Es
como si la gente hubiese cambiado, está más animada, tiene iniciativa y posee
coraje. En las calles hay cientos de coches alemanes, cañones abandonados, el
viento de la estepa arrastra nubes de documentos y de cartas del Estado
Mayor; por todas partes se ven cadáveres alemanes. No se trata todavía, por
supuesto, de la retirada de las tropas napoleónicas, pero se notan ya algunos
síntomas. ¡Es un milagro, un maravilloso milagro! Los habitantes de los
pueblos liberados bullen de odio contra los alemanes. He hablado con cientos
de campesinos, hombres y mujeres de edad avanzada, dispuestos a sacrificar
sus vidas o a quemar sus casas con tal de aniquilar a los alemanes. Sí, hemos
llegado a un punto de inflexión, es como si el pueblo hubiera despertado de
golpe… Por supuesto, no es el final todavía, pero es el principio del fin.
Quiero pensar que es así, hay muchas razones para creerlo». Por lo general,
Vasili Semiónovich era muy cuidadoso a la hora de sacar conclusiones, pero
ni siquiera él previo los suplicios que nos aguardaban).
A. S. Scherbakov me dijo con una sonrisa irónica: «Y tú que criticabas a
nuestra prensa y acusabas a los moscovitas de ser demasiado nerviosos.
¡Valen su peso en oro!». Moscú, en efecto, iba perdiendo su aspecto de ciudad
cercana al frente. Es verdad, de noche las patrullas paraban a la gente cada
cien pasos, había que llevar la documentación en las manoplas, pero habían
quitado de las calles los medios anticarro y paseaba más gente. Incluso se
inauguró una exposición de paisajes: en el local hacía frío, y los espectadores
contemplaban los lienzos con los abrigos militares o las pellizas puestos.
Todos recordaron sus obligaciones e incluso sus costumbres. El editor de
Izvestia me llamó una noche: «Ha escrito usted que Ribbentrop viajaba de una
capital a otra y que en todas partes fue recibido como un caballero. Podría ser
malinterpretado, dado que también vino aquí. Cámbielo». Otra noche, en
Pravda, estuve presente durante una interminable discusión sobre el poema
«Espérame» de Símonov. El editor y otro camarada responsable querían
cambiar las palabras lluvias amarillas: la lluvia no puede ser amarilla. A mí,
de todo el poema, me había gustado precisamente eso de «las lluvias
amarillas», y por eso lo defendí a capa y espada, haciendo referencia a la
tierra arcillosa y a Maiakovski. Por la mañana el director decidió arriesgarse
y dejó que la lluvia fuera amarilla. En una ocasión se produjo un gran revuelo
en Krásnaia zvezdá: «Tan absorbidos estamos por la guerra que hemos
olvidado las fechas. Mañana es el quinto aniversario de la muerte de
Ordzhonikidze».
En el Club de Escritores hacía mucho frío, pero no por ello la gente dejaba
de ir para tomar un vodka y comer setas en salmuera. Muchos escritores iban
en uniforme: la línea del frente estaba a tres o cuatro horas de Moscú.
Recuerdo ver por allí a Petrov, Símonov, Svetlov, Margarita Aliguer, Hecht,
Gabrilóvich, Katáiev, Fadéiev, Lidin, Surkov, Stavski y Slavin. Una vez a los
miembros de la presidencia los agasajaron con carne salada. Después se
inauguró la sesión. En algunos discursos se manifestaba un nuevo estilo, un
estilo que alcanzaría su plenitud seis o siete años más tarde. Lidia Seifúlina no
podía contenerse: «Mi padre era un tártaro rusificado y mi madre, rusa.
Siempre me he sentido rusa, pero cuando oigo pronunciar estas palabras, me
dan ganas de decir que soy tártara». Al despedirnos la abracé. (En la vida hay
muchas cosas fortuitas. A lo largo de los años, te vas encontrando con
personas extrañas y poco simpáticas, y en contadas ocasiones ves a alguien
con quien realmente sientes una conexión. Con Lidia Seifúlina sólo había
conversado en serio tres o cuatro veces, pero para mí era muy querida por su
honestidad excepcional. La recuerdo cuando era joven, en Moscú y en París.
Pequeña, ojos enormes, una sonrisa un poco maliciosa: tenía un gran encanto.
En la década de 1920 sus libros desempeñaron un papel importante en la
joven literatura soviética. Sus libros me atrajeron por su sinceridad, en una
época en que los escritores a menudo llevaban una doble vida. Lidia Seifúlina
supo defenderse de la mentira. A veces pasaba inadvertida, nunca intentaba
hacerse notar; lo que la frenaba no era sólo su gran modestia, sino también su
sinceridad. La quería mucha gente diferente entre sí: Maiakovski, Bábel,
Fúrmanov, Yesenin, Svetlov, Lidin. Echando la vista atrás, estoy convencido
de que ninguna escuela o corriente literaria puede dar lugar a una amistad
duradera. Lidia Nikoláievna era muy modesta y pronto fue dejada de lado, no
repararon en ella o, mejor dicho, se esforzaron en no hacerlo. La sinceridad no
es una corriente literaria y la escrupulosidad no es un método artístico.
Seifúlina sólo era dos años mayor que yo, y yo creía en la verdad de sus libros
anteriores, aunque en aquel entonces me resultaran lejanos. A Lidia
Nikoláievna la amé hasta el final por sus cualidades espirituales.
La última vez que la vi fue en la Unión de Escritores, junto a los
percheros; hablamos poco y, como en nuestros encuentros anteriores, ambos
disfrutamos. Estaba enferma, caminaba con dificultad, pero interiormente
seguía siendo la misma. Murió en abril de 1954; de haber sobrevivido medio
año más, se habría enterado de la rehabilitación póstuma de su amigo Bábel…
En la memoria guardo la imagen de una mujer bromista, incluso atrevida, a
veces provocadora, con una elevada integridad moral que, a la luz de la
literatura del siglo XIX, podemos llamar rusa.
Una tarde vino a verme el poeta Dolmatovski. Me explicó que había caído
en un cerco y sido testigo de las atrocidades de los alemanes. Me dijo: «Me
sentía como un cadáver o como si nunca hubiera estado vivo». Consiguió
escapar. Me recitó unos versos suyos sobre el agua: cómo soñaba con un trago
de agua cuando no le daban de beber. Me contó lo que ocurrió cuando llegó a
nuestras líneas; primero lo acogieron con cordialidad, después pasó por un
largo interrogatorio en el cuartel general. Tuvo que demostrar su identidad y
que el cerco había sido un cerco. Se quedó conmigo hasta las cuatro de la
madrugada. Me quedé dormido pero al momento me despertó mi propio grito:
había soñado que me interrogaban y que no podía probar mi identidad. No
recuerdo quién me hacía el interrogatorio.
De Leningrado llegó Tíjonov, extenuado. Explicó durante horas todos los
horrores del cerco, no podía dejar de hablar del heroísmo de la gente, de la
inanición; explicó que se habían comido todos los perros, que en las viviendas
sin calefacción yacían los cadáveres, porque los vivos no tenían fuerzas para
llevarlos fuera y enterrarlos.
Conocí a Margarita Aliguer. Me leyó unos versos tristes: «La llama de la
vela, Kaluga rosa y celeste». Su marido había muerto en el frente. Ella parecía
un pajarillo y tenía una voz fina, pero yo percibí su enorme fuerza interior.
(Desde entonces ha pasado casi un cuarto de siglo y he dejado de ver a muchas
de aquellas personas con las que me encontré en los difíciles años de la
guerra, a unos les gusta demasiado la fama imaginaria, otros han envejecido
prematuramente y se han convertido en fósiles santificados de otra época. Pero
de Margarita me hice amigo de verdad. Recuerdo una comida en una dacha
estatal, en 1957, en que fue injustamente vilipendiada; su voz apenas se oía,
como la voz de un pajarillo en medio de un huracán, pero respondía con
firmeza. Dios mío, hay algo más importante que toda la fama e incluso que las
veladas poéticas en Luzhnikí: ¡conservar la dignidad, no permitir que el viento
apague un candil diminuto!).
A principios de febrero Liuba e Irina llegaron de Kúibishev. En un orden
del día firmado por Ortenberg, Lapin y Jatsrevin habían sido dados por
desaparecidos. Irina se comportaba con valentía, pero sus ojos la
traicionaban: había momentos en que tenía que desviar la mirada hacia otro
lado.
Parecía que todos tuvieran que morir por una bomba o un proyectil, y que
la muerte natural fuese del todo innatural. Pero a finales de diciembre murió El
Lisitski. En marzo supe de la muerte de José Díaz.
La vida seguía su curso. Empeoró la situación alimentaria. Todo el mundo
hablaba de las raciones y cartillas de racionamiento. En enero aún era posible
encontrar algo de comida en el hotel Moscú. Un día estaba almorzando allí
con Lidin, y éste de repente me dijo: «Algún día recordaremos este hígado».
En efecto, todo cambió un mes después. En la Casa Central de los
Trabajadores del Arte yo recibía una comida, que casi siempre compartía con
tres bocas más, a veces incluso cuatro.
Volvieron a Moscú los corresponsales extranjeros destinados en
Kúibishev. Algunos pasaron a verme: Shapiro, Haendler, Champenois y Werth.
Todos estaban ansiosos de noticias, querían partir al frente, se ofendían entre
sí, refunfuñaban. Yo continuaba escribiendo artículos para la prensa
extranjera: para la United Press, para La Marseillaise, para periódicos suecos
e ingleses.
Casi a diario pronunciaba conferencias: en los hospitales, para los
heridos, o en los aeropuertos, para los soldados de los sistemas antiaéreos y
de los globos de barrera. Veía a mi alrededor mucho dolor y mucho coraje.
Era como si el pueblo hubiese madurado de repente; la gente luchaba,
trabajaba y moría consciente de que su muerte no sería en vano: la caña
pensaba.
Pero también había otras cosas. Lidin se encontraba en el frente desde el
primer mes de guerra, escribía mucho en la prensa, cuando de repente un
artículo suyo («El enemigo») enfureció a alguien. Lo leí varias veces pero no
vi qué tenía de malo. Vladímir Guermanovich pidió explicaciones al editor de
Izvestia y escribió a Scherbakov, pero sin éxito: dejaron de publicar sus
piezas. También se enfadaron con Petrov por un artículo inocente titulado «El
perro, botín de guerra». K. A. Úmanski dijo: «¡Qué fastidio! Los alemanes en
Gzhatsk. Ahora trasladan divisiones de Francia. Me han encargado que escriba
un artículo sobre las atrocidades alemanas. Y ahora han abierto un segundo
frente y atacan a Zhenia Petrov».
Pero dejemos en paz a los dogmáticos, a los «aseguradores» y a los
burócratas despóticos. En los años de guerra teníamos otras preocupaciones y
tratábamos de no pensar en gente de esa calaña. Cada día recibía decenas de
cartas del frente, de las retaguardias y de los lectores. Me apetece reproducir
aquí algunas cartas de mujeres. Sobre nuestras mujeres en tiempos de guerra
se ha escrito muy poco, mientras que ellas fueron las que en realidad
construyeron la victoria. He aquí la carta de una koljosiana de la región de
Kalinin: «De Semiónovna Elizaveta Ivánova. Una ofensa del enemigo cruel.
Cuando el enemigo se encontraba a un paso de nosotros, en Kozitsino, yo,
Semiónovna, fui la primera a la que le quitaron la vaca. Luego se quedaron
con mi ganso. Cuando intenté impedirlo, me golpearon en la cara. Uno me
propinó patadas mientras me decía a voz en cuello: “¡Vete!”. Los niños vieron
cómo me golpeaba y también gritaron: “¡Vete! Deja que el enemigo se llene la
panza”. Al siguiente día vinieron a verme, se llevaron mi última oveja.
Empecé a llorar, no quise darme por vencida. Un alemán me dio una patada y
gritó: “¡Vete, mujer!”. Cuando me di la vuelta disparó. Del miedo me tiré
sobre la nieve. Pero se llevaron mi última oveja. Cuando abandonaron el
lugar, incendiaron mi cabaña, quemaron todas mis pertenencias y me quedé sin
medios de subsistencia, con tres hijos, en casa ajena. Dos de mis hijos sirven
en el Ejército Rojo: Alekséi y Georgui Yegórich Kruglov. Hijos míos, si estáis
vivos, luchad sin compasión contra el enemigo. Y nosotros os ayudaremos
tanto como podamos».
He aquí un fragmento de la carta de una campesina siberiana, que me
remitió el soldado rojo Dédov: «¡Saludos, querido hermano Mitosha! Te envío
mis más cordiales saludos y te deseo una victoria absoluta contra el cruel
enemigo. Mi primer deber es comunicarte que Filia ha muerto heroicamente en
la lucha contra los fascistas alemanes. Cuando llegó la noticia de su muerte,
papá había sido citado por la policía. Al volver a casa, se puso a llorar. Mamá
va y le pregunta: “¿Por qué lloras?”. Él no contestó, pero cuando al final le
dijo que habían matado a Filia, mamá se quedó petrificada. Lloramos mucho
durante dos días enteros. Ahora ya no lo veremos más ni oiremos su voz. Filia
nos alegraba, siempre nos escribía: “Papá, mamá, no os preocupéis por
vuestro hijo, estoy muy bien y mi salud es buena”. Mitrosha, he recibido el
dinero, muchísimas gracias. Mitrosha, ven a Filia. Por tu hermano, ¡sé un
héroe!… Mitrosha, sentimos ahora un gran dolor, escribe y dinos dónde te
encuentras… No hace mucho recibimos las cartas de Tania y Natasha, dicen
que por el momento viven bastante bien. Natasha es jefa de brigada en un
koljós. Pero ahora te hablaré de mi vida. Vivimos muy mal, no hay pan, no hay
nada para comer. En el koljós nos dan nueve kilos de pan para siete personas,
que deben durar cinco días. A nuestra familia le alcanza para un día, el resto
lo pasamos como podemos. Pero no pasa nada, lo sobrellevaremos. Ahora,
aquí, se están llevando a las chicas para el frente. Mitrosha, me encantaría
poder ir para vengar la muerte de mi querido hermano, murió por la felicidad
de nuestro pueblo».
Y éste es un fragmento de la carta de O. Jitrova: «A menudo se oye decir
que ahora hay una guerra en curso, que nuestro final está próximo y que, por
tanto, no vale la pena hacer bien las cosas. Pero ¿es esto verdad? A mi modo
de ver es precisamente al contrario. Como hay una guerra, tenemos que
trabajar todavía mejor. Si mueres antes de hora, no verás la victoria… Trabajo
en la construcción de carreteras. Le preguntamos al jefe qué tenemos que
hacer, pero no nos lo dice y, en general, no le importa nada. Pero ¿por qué? De
ese modo no se llega a ninguna parte. Al principio de la guerra yo también me
dejé llevar por un estado de ánimo similar; cuando escuchaba un boletín
negativo por la mañana, el resto del día era incapaz de hacer nada. Pero ahora
he recobrado el ánimo. Si oigo un boletín malo, me digo a mí misma: por
despecho lo arreglaré todo, coseré, lavaré los pantalones de algún soldado e
incluso los zurciré. ¡No quiero morir antes de morir! Si aquí, en alguna parte,
tienen un espía, que vea cómo sabemos resistir».
He aquí algunos pasajes de una carta de Edda Chalif, profesora de
literatura occidental en la Universidad de Kiev, evacuada al pueblo de
Kotélnikovo: «Llegó el día en que tuvimos que abandonar la casa. Cada
miembro de mi familia llevaba una mochila, sólo yo, a causa de mi “falta de
aptitud”, como dicen en Kotélnikovo, no cargaba con una. Justo antes de la
partida volví de nuevo a mi habitación, quemé las fotografías de mis seres
queridos, las cartas, me acerqué a las estanterías y cogí mis obras: la
lexicografía de la lengua francesa en que trabajé todo un año; la historia de la
lengua francesa en el siglo XIX que me llevó dos años; un breve curso de las
lenguas romances, otros cuatro. Eché un vistazo, las hojeé por encima y las
puse de nuevo en las estanterías. Me fui con las manos vacías. Dejamos atrás
Kiev, ya sabéis lo que eso significa. […] Durante el trayecto nos encontramos
un convoy de ciudadanos kievitas, entre los cuales viajaban niños y
trabajadores de la Casa Infantil para Niños Españoles. Algunos de estos
asistentes daban clases en nuestra facultad, y los niños venían a nuestra
celebración de Año Nuevo. Octavio, un niño de ocho años, le explicó a mi
sobrina de tres años, Natasha, que nuestros aviadores pronto expulsarían a los
fascistas, y entonces Natasha volvería a Kiev, mientras que él se iría a Bilbao.
Llegamos a Kotélnikovo, donde Natasha vio camellos, no en el zoo, sino en
las estepas. Pasaron muchas cosas horribles. Allí perdí a mi padre. Llegaron
noticias del frente sobre la muerte de algunos parientes. A veces me parecía
que mi corazón iba a estallar. Pero aún resiste. Resulta que si el dolor y el
sufrimiento se combinan con el odio abrasador, uno se vuelve fuerte, quiere
“afrontar”, como dicen en broma mis amigos del frente, “la radiografía de la
guerra”. […] No es fácil: el nuevo ambiente impone una línea de conducta
diferente. Por extraño que parezca, ha sido difícil pasar del trabajo en la
universidad al de secretaria del soviet local. Aquí todo es más sencillo, más
desnudo, y en eso radica la dificultad de la situación. […] Para afrontar la
radiografía, para poder mirar, después de la guerra, a los ojos de tus
compañeros se deben movilizar todos los recursos internos».
Siento todavía hoy una gran conmoción al leer todas estas cartas, que en
aquellos días me daban fuerzas. También yo sabía que hay que resistir la
«radiografía de la guerra».
Vivía en el hotel Moscú (mi apartamento había resultado dañado en un
bombardeo); vivía como en el paraíso y me acordaba del Kniazhi Dvor, en
1920: cálido, luminoso. Aprovechando un momento de tregua en el frente, en
los meses de enero y febrero acabé los últimos capítulos de La caída de
París. Cada día me encontraba con amigos que vivían en el mismo hotel:
Petrov, Súrits y Úmanski. A veces hablábamos del futuro. Petrov, optimista
como siempre, creía que en primavera los Aliados habrían establecido un
segundo frente, los alemanes serían derrotados y, después de la guerra, se
producirían muchos cambios en nuestro país. Súrits se enfadaba: «No es tan
fácil que la gente cambie». Y, bajando el volumen de voz, añadía: «Él tampoco
ha cambiado». Según Úmanski, los Aliados empezarían a luchar cuando los
alemanes se hubiesen agotado en los combates contra nosotros; en cuanto a las
perspectivas de la posguerra, prefería callar o decía a regañadientes: «Mejor
esperar lo peor».
Hacia finales de enero quedó claro que nuestra ofensiva se había frenado.
El 23 de enero me dirigí con Pavlenko al Estado Mayor del frente occidental.
El comandante en jefe, el general Zhúkov, nos explicó cuál era la situación: la
batalla por Moscú había terminado; tal vez, en algunos sectores del frente,
lograríamos avanzar un poco, pero los alemanes se habían hecho fuertes y, por
lo visto, la guerra sería posicional hasta la primavera. Luego, para mi
sorpresa, el general empezó a hablar del papel de Stalin sin repetir los lugares
comunes —nada de «el genial estratega»— y sin tono adulatorio. Por este
motivo sus palabras me impresionaron. Repetía: «Este hombre tiene los
nervios de acero». Nos contaba que le había dicho a Stalin muchas veces que
era indispensable hacer retroceder al enemigo o, de lo contrario, los alemanes
entrarían en Moscú. Dos veces al día hablaba con Stalin por línea directa.
Stalin respondía invariablemente que había que esperar, que al cabo de tres
días llegaría alguna división y al cabo de cinco, cañones antitanque. (Stalin
tenía un cuaderno con la lista de todas las unidades y el equipo técnico que se
dirigían a Moscú). Sólo cuando Zhúkov le comunicó que los alemanes estaban
instalando toda la artillería pesada y se disponían a abrir fuego sobre Moscú,
Stalin permitió que se pasara a la ofensiva. A mi regreso a Moscú, puse por
escrito la conversación con Zhúkov.
No soy un experto militar y no tengo datos para juzgar el talento
estratégico de Stalin. Hasta hace siete u ocho años nuestros historiadores
atribuían la victoria sobre Alemania antes que nada a la «genialidad» de
Stalin. En la Gran Enciclopedia Soviética, la entrada sobre la Guerra Patria
incluye la reproducción a color de una pintura mediocre que representa a
Stalin inclinado sobre los mapas militares; de los casi seiscientos
acontecimientos que se citan en la cronología, cien no se refieren a
operaciones militares, sino a discursos de Stalin, la concesión de varias
condecoraciones, sus bienvenidas y recepciones. Por lo que respecta a las
operaciones militares, según dicha enciclopedia, en 1944 se asestaron al
enemigo «diez golpes estalinistas». Acompaña al texto una fotografía: «El
aparato telegráfico con el cual Stalin se comunicaba con el frente». El aparato
telegráfico me lo imagino, pero no lo que Stalin decía por aquella línea a los
comandantes. Por supuesto, mientras vivía Stalin, el papel que desempeñó se
exageró excesivamente. Pero la versión que da el comandante en jefe del
frente occidental suena verosímil. Todos sabemos que Stalin no se movió de
Moscú y que el 7 de noviembre pronunció un discurso en el que dijo que el
enemigo sería detenido.
(Los éxitos de nuestras tropas en las inmediaciones de Moscú
incrementaron el prestigio de Stalin en el extranjero. Nuestros soldados creían
en él ciegamente. En las paredes de las ruinas de Berlín vi fotografías suyas
recortadas de los periódicos o de Ogoniok [La pequeña llama]. Recuerdo las
palabras de Tvardovski: «Aquí no hay nada que quitar, nada que añadir».
Dicen que hay que saber morir a tiempo. Quién sabe, de haber muerto Stalin en
1945, tal vez la guerra habría dejado sin esclarecer muchas cosas; la gente se
habría aferrado a la ilusión de que millones de inocentes habían muerto por
culpa de Yagoda, Yezhov y Beria, y en la memoria de aquellos que habían
participado en la contienda habría permanecido la imagen de Stalin con su
abrigo militar, en los difíciles días de la batalla de Moscú. Pushkin decía que
la mentira que nos ennoblece es mejor que las «tinieblas de la humilde
verdad»).
En diciembre de 1941 Hitler afirmó que los alemanes se habían retirado
de Moscú por propia voluntad para pasar el invierno en posiciones más
convenientes, que si se había producido un retraso se debía al frío
excepcional, y que en verano se reanudaría la ofensiva. La última parte resultó
ser verdad, pero en las palabras sobre el retroceso voluntario de la línea del
frente no creyeron ni los alemanes más ingenuos. A las puertas de Moscú,
Alemania recibió un duro golpe, no tanto a su capacidad combativa como a su
prestigio. Sin duda, como muchos otros exageré la magnitud de nuestros éxitos,
y muy pronto me di cuenta de mi error: llegó el terrible verano de 1942,
cuando en dos o tres meses los alemanes llegaron hasta el Volga y el norte del
Cáucaso. No obstante, la batalla de Moscú no fue sólo un episodio bélico,
sino un punto de inflexión en que se decidió el rumbo de muchos
acontecimientos.
Nadie podrá reprochar a los soldados alemanes falta de valentía; el
equipamiento técnico de la Wehrmacht era de altísimo nivel; los comandantes
poseían conocimientos militares y experiencia. Todo esto es indiscutible, pero
durante el invierno de 1941-1942 se desveló el punto débil del ejército
fascista: mientras que la conciencia de su propia superioridad fue decisiva en
el ataque, en cuanto los soldados de Hitler toparon con una auténtica
resistencia se resquebrajó su firmeza espiritual. La batalla de Moscú fue para
Alemania como un «ensayo general» de la derrota.
5

Llegados a este punto hago una pausa para hacer una reflexión sobre este libro;
estoy escribiendo la penúltima parte y por tanto me acerco al final. El lector
podrá preguntarse por qué a menudo los años que he vivido parecen nefastos,
mientras que las personas con las que me he ido encontrando se describen con
amor, subrayando sus aspectos buenos. Por supuesto, me he topado también
con delatores, desertores interesados, arribistas, pero ninguno de ellos ha sido
amigo mío. No porque tuviera un olfato particularmente bueno, sino porque el
destino ha sido indulgente conmigo. Me llevé algún desengaño; a veces me
junté con gente, con la que no llegué a crear lazos de amistad, que más tarde
resultaron ser mezquinos y desalmados, pero, a la hora de rememorar buena
parte de mi vida, he preferido no hablar de ellos, sino de las circunstancias
que propiciaron la corrupción moral de muchos; no quiero juzgar, sobre todo
porque no estoy convencido de mi imparcialidad.
Aún así, he llegado, en mis memorias, al fugaz encuentro con un hombre
que causó mucho dolor, y es un episodio que no puedo eludir.
El 5 de marzo de 1942, cuando iba al frente por la carretera de
Volokolamsk, vi por primera vez las ruinas de Istra, del monasterio de Novi
Ierusalim: los alemanes lo habían quemado y arrasado todo. En los últimos
doce años he vivido cerca de Novi Ierusalim. Istra ha sido reconstruida, pero
a veces, al pasar junto a los edificios nuevos, el parque, el monumento a
Chéjov, veo la nieve y la negrura de aquel lejano día tan frío, veo el vacío, la
muerte.
Dejé atrás Volokolamsk. En una isba cerca de Ludina Gorá se acantonó el
puesto de mando del general A. A. Vlásov. Lo primero que me impresionó de
él fue su altura —un metro noventa—, luego la manera en que se dirigía a los
soldados: empleaba un lenguaje repleto de imágenes, a veces deliberadamente
tosco, pero siempre cordial. Tenía sentimientos encontrados: le admiraba y al
mismo tiempo había algo en él que me irritaba: un no sé qué histriónico en su
forma de expresarse, en su entonación y sus gestos. Por la tarde, cuando
Vlásov se enfrascó en una larga conversación conmigo, entendí lo que le
llevaba a comportarse de ese modo: durante dos horas me estuvo hablando de
Suvórov, y en mi cuaderno, entre otras cosas, apunté: «Habla de Suvórov
como si fuera alguien con quien hubiese convivido durante años».
Al día siguiente los soldados me dieron buenas referencias del general:
«Un tipo sencillo», «valiente», «hirieron al sargento y él lo tapó con su
abrigo».
En aquel período se llevaba a cabo una guerra de posiciones. Se libraban
batallas interminables por la colina Bezimiánnaia, por el pueblo de Petushkí.
De éste no quedó nada. Atacaban un cerro, lo tomaban, y luego lo recuperaba
el enemigo. Mientras estaba con Vlásov en un búnker, los alemanes abrieron
fuego a ráfagas. Me habló de las grandes pérdidas sufridas en ambos bandos.
Más adelante vi un bosque hecho astillas, como si estuviera muerto. La
nieve era aún blanca, incluso azulada. Una hora más tarde todo empezó a rugir.
Los nuestros se lanzaron al ataque. Los tanques barrieron de alemanes una
pequeña hondonada.
Entramos en un refugio. Se veían indicios de que allí habían vivido
oficiales alemanes: encontramos dos camas niqueladas y semanarios
ilustrados con fotos de Hitler y de estrellas de cine. Un soldado encontró una
lata de cacao holandés. Los camilleros estaban sacando a los heridos. Vlásov
decía: «Pero no hemos llegado a Petushkí. ¡Maldito Petushkí! Por otra parte,
estamos haciendo lo necesario: estamos agujereando sus líneas de defensa».
Dimos media vuelta. El coche comenzó a patinar. Hacía un frío atroz. En el
puesto de mando, una chica que se llamaba Marusia nos preparó una estancia
acogedora: un mantel en la mesa, una lámpara encendida con una pantalla
verde y vodka servido en una pequeña garrafa. Me prepararon una cama.
Estuvimos hablando hasta las tres de la madrugada, o, mejor dicho, hablaba
Vlásov: contaba cosas, reflexionaba. Anoté algunas de sus historias. Estaba
cerca de Kiev cuando cayó en una emboscada; para su desgracia pilló un
resfriado, no se podía mover y los soldados tuvieron que llevarlo en brazos.
Decía que después de este episodio los soldados empezaron a mirarlo con un
poco de recelo. «Pero el camarada Stalin me telefoneó, preguntó por mi salud
y ensegui da todo cambió». Varias veces, durante la conversación, volvió a
Stalin. «El camarada Stalin me confió un ejército. Llegamos aquí, en efecto,
procedentes de Krásnaia Poliana: nos pusimos en marcha, casi desde las
últimas casas de Moscú, y recorrimos rápidamente sesenta kilómetros sin
descanso. El camarada Stalin me llamó, me dio las gracias». Criticaba muchas
cosas: «La educación es uno de los puntos débiles. Le pregunté a un soldado
del Ejército Rojo quién estaba al mando en su batallón y respondió que “el
pelirrojo”, ni siquiera sabía el apellido. No le habían enseñado lo que es el
respeto. Suvórov sí que sabía hacerse respetar». Cuando quería elogiar algo
repetía: «Esto sí es culto, es bueno». Al hablar de una chica ahorcada por los
alemanes, despotricó: «¡Se lo haremos pagar!». Poco después dijo: «Tenemos
mucho que aprender de ellos. ¿Viste las camas del refugio? Las han tomado de
la ciudad. Eso sí que es cultura. Por lo que respecta a ellos, cada soldado
respeta a su comandante, no se les ocurre responder “el pelirrojo”». Al hablar
de las operaciones militares, añadía: «Les dije a los soldados: “No quiero
compadecerme de vosotros, sino protegeros”. Eso lo entienden».
En medio de la noche se puso muy nervioso: los alemanes habían
iluminado el cielo con bengalas. «Están trayendo refuerzos por aire. Mañana,
probablemente, recuperarán la hondonada». A menudo adornaba sus
observaciones con proverbios y dichos; algunos no los había oído nunca, me
acuerdo de uno de ellos: «Cada Fiódorka tiene su excusa». Otra cosa que
afirmaba era que la lealtad estaba por encima de todo; cuando estuvo atrapado
en el cerco había pensado mucho en ello: «Resistiremos, nos sostendrá nuestra
lealtad».
Por la mañana temprano llamaron a Vlásov por el teléfono de alta
frecuencia. Volvió alterado: «El camarada Stalin me ha demostrado que soy
digno de su confianza». Había recibido un nuevo nombramiento. En un
momento llevaron sus cosas fuera. La isba quedó completamente vacía.
Marusia, con su chaquetón guateado, dirigió todo el traslado. Vlásov me llevó
en su coche, se dirigía a la línea del frente para despedirse de sus hombres.
Allí, bajo el fuego de mortero, nos separamos. Se fue a Moscú, mientras que
yo me quedé con los oficiales: «Quédate a comer con nosotros». Era de noche
cuando volví a Moscú. Los cañones antiaéreos aullaban a lo lejos, y yo
pensaba en Vlásov. Me había parecido un hombre interesante, ambicioso pero
valiente; me habían conmovido sus palabras sobre la lealtad. En un artículo
dedicado a los combates por la colina Bezymiánnaia describí sucintamente al
comandante del ejército.
Cuando el coronel Kárpov me dijo que habían confiado a Vlásov el
comando del 2.° Ejército de Choque, cuyo cometido era tratar de romper el
sitio de Leningrado, me dije que no era una mala elección.
Cuatro meses más tarde, precisamente el 16 de julio, los alemanes
anunciaron que habían hecho prisionero a un importante general soviético;
estaba escondido en una isba, llevaba uniforme de soldado, pero al ver a los
alemanes gritó que era general y, una vez conducido al Estado Mayor,
demostró que en realidad era el general Vlásov, comandante del ejército de
asalto.
Más tarde, un oficial soviético que había escapado del cerco me contó que
Vlásov, herido levemente en una pierna, caminaba por el borde de la carretera
con ayuda de un bastón y soltaba blasfemias.
Un mes más tarde, los alemanes anunciaron que el general Vlásov estaba
reclutando prisioneros de guerra para formar un ejército que combatiese «a
favor del bando alemán a fin de establecer en Rusia un nuevo orden y un
régimen nacionalsocialista».
Me trajeron una octavilla recogida en el frente que todavía conservo. En
ella se habla de mí: «Ehrenburg, el perro judío, tiene la rabia», firmado por
«los hombres de Vlásov». Recuerdo cómo seis meses antes el gallardo
general, envuelto en su capote de fieltro, me besó tres veces al despedirse de
mí y no puedo reprimir un insulto (sin florituras, pues no soy Vlásov).
Cierto, cada persona es un mundo. No obstante, me atreveré a formular mis
conjeturas. Vlásov no era Bruto ni el príncipe Kurbski; es mucho más sencillo,
desde mi punto de vista. Vlásov quería cumplir la misión que le habían
encomendado; sabía que Stalin volvería a felicitarlo, que recibiría una nueva
condecoración, sería ascendido e impresionaría a todos con su habilidad para
mezclar citas de Marx con dichos al estilo Suvórov. Pero las cosas fueron de
otro modo: los alemanes resultaron ser superiores y el ejército cayó de nuevo
en una emboscada. Con el deseo de salvar el pellejo, Vlásov se disfrazó.
Cuando vio a los alemanes le pudo el miedo: si era un soldado raso recibiría
un disparo. Una vez prisionero, empezó a pensar qué salida tenía. Contaba con
una buena educación política, admiraba a Stalin, pero no tenía convicciones,
sólo ambición. Entendió que su carrera militar estaba acabada. Si la Unión
Soviética salía victoriosa, lo mejor que le podía pasar era que le degradaran.
Por tanto, sólo le quedaba una salida: aceptar el ofrecimiento de los alemanes
y hacer todo lo posible para que ganase Alemania. Entonces podría ser
comandante en jefe o ministro de Guerra en una Rusia desmembrada, bajo la
protección del triunfante Hitler. Naturalmente, Vlásov nunca le habló a nadie
de esto; en sus alocuciones por radio afirmaba que, hacía tiempo, odiaba el
régimen soviético, que anhelaba «liberar a Rusia de los bolcheviques», pero
fue él quien me enseñó el dicho: «Cada Fiódorka tiene su excusa».
Vlásov consiguió formar algunas divisiones con prisioneros de guerra.
Algunos se alistaron torturados por el hambre, otros porque temían a los
suyos. En el combate, los hombres de Vlásov se revelaron débiles, por lo que
los alemanes los utilizaron principalmente para aplastar los movimientos
partisanos. Cuando después de la guerra estuve en Francia, los habitantes de
Lemosín me contaban la cruel represión ejercida por los hombres de Vlásov
contra la población local. En todas partes hay mala gente, al margen del
régimen político o de su educación.
En julio de 1942, cuando Vlásov decidió servir a los enemigos de su
patria, tres ametralladores y la enfermera Vera Stepánovna Badina defendían
una colina cerca de la granja Bolshói Dolzhik. Los rodeó un batallón, ellos
respondieron al ataque. Los alemanes abrieron fuego de artillería. Un proyectil
mató a los dos ametralladores, un tercero y la enfermera quedaron gravemente
heridos. Los alemanes mataron inmediatamente de un tiro al ametrallador
Napivakov y amenazaron con una pistola a la chica, cubierta de sangre:
querían que pidiera clemencia. Vera Badina imploró al oficial alemán, pero no
compasión sino un revólver para quitarse la vida. Tenía veintinueve años.
El mismo día que llegó a mis manos la octavilla de los hombres de Vlásov
recibí una carta con una nota: «Hallado el sargento Máltsev, Yákov Ilich,
muerto en Stalingrado». He aquí lo que me escribió Máltsev: «Querido Iliá
Grigórievich, le pido encarecidamente que revise mi descuidado mensaje y
que lo publique en su periódico. El sargento Iván Gueórguievich Lychkin está
vivo. Querían proponerlo para una alta distinción, pero el batallón en que nos
encontrábamos fue aniquilado. Mañana o pasado mañana volveré al combate.
Tal vez muera. En estos últimos minutos deseo más que nada poner en
conocimiento de nuestro pueblo la hazaña heroica acometida por el sargento
Lychkin». El sargento contaba que, en agosto de 1941, el batallón había sido
cercado; algunos hombres se acobardaron y se entregaron corriendo a los
alemanes, otros murieron; quedaron vivos tres hombres, Lychkin los liberó del
cerco, se apoderaron de un tanque enemigo y capturaron a dos alemanes.
Cumplí con la petición póstuma de Máltsev. A punto de entrar en combate y
sabedor a todas luces de que le esperaba la muerte, en su última noche estuvo
pensando no en él sino en su compañero de armas.
Ahora no estoy hablando del fascismo, sino de personas.
¿Puede alguien decirme qué es el hombre, de qué es capaz? En verdad de
todo, absolutamente de todo. Puede caer tan bajo como lo hizo Vlásov o
elevarse a una altura inimaginable. A menudo pienso en lo diferentes que
pueden llegar a ser las personas, aunque hayan crecido en la misma tierra, ido
a la misma escuela o repetido las mismas palabras. Precisamente por ello he
decidido hablar de Vlásov. (Hace mucho que todo el mundo se ha olvidado de
él, incluso sus secuaces, que lograron escapar a tiempo a la zona de ocupación
americana. Lo que ahora glorifican no es el nacionalsocialismo sino el
«mundo libre»; les resulta incómodo recordar que en otro tiempo fueron los
hombres de Vlásov).
Los pájaros vuelan, los reptiles reptan. El hombre no sólo es una criatura
omnívora, sino que se adapta a todas las condiciones; vuela en el cielo y
también se arrastra; aunque esto es sabido por todos, es imposible
acostumbrarse a ello; y por ello cada vez se sorprende no sólo el chico sino
también el viejo, que, parecería, ha perdido la capacidad de asombrarse.
6

Ante mí tengo una pequeña fotografía: se ve la redacción de Krásnaia zvezdá


por la noche. Yo había llevado uno de mis artículos. Sentado a la mesa está el
capitán Kopyliov y a su lado, de pie, Moran; la lámpara ilumina una franja del
periódico.
Trabajé en Krásnaia zvezdá desde los primeros días de la guerra hasta
abril de 1945: varios años de mi vida se encuentran vinculados a él. Durante
mucho tiempo este periódico mostró, más que cualquier otro, el retrato más
completo y lúcido de lo que sucedía en el frente. Recuerdo a un soldado de
infantería, cubierto de polvo, extenuado, que repetía obstinadamente: «¡No,
dame tú mi Estrella!». Aún conservo una carta de una mujer de Tomsk: «Le
ruego que me dé la oportunidad, aunque sea de vez en cuando, de leer
Krásnaia zvezdá. Sé que no tengo ningún derecho, pero mis tres hijos están en
el frente, el cuarto murió en los primeros días». En octubre de 1941, en
Kúibishev, se produjo una discusión entre dos periodistas estadounidenses por
un ejemplar reciente de Krásnaia zvezdá. Es normal, por supuesto, que
durante el conflicto bélico el periódico del ejército despertará interés, pero el
éxito de Krásnaia zvezdá se debió a la gente que lo hacía.
Entre 1941 y 1943 el editor fue D. I. Ortenberg-Vadímov. Era un periodista
de talento, aunque, creo recordar, no escribía. Era implacable consigo mismo
y con los demás. Estuve con él en Briansk. En un hospital de campaña yacía
convaleciente el corresponsal del periódico R. D. Moran. Fuimos a visitarlo.
Ortenberg le preguntó: «¿Cómo le hirieron?». Moran le respondió: «Con fuego
de mortero». Ortenberg sonrió, satisfecho: «¡Bravo!». Huelga decir que no
temía las bombas ni las ametralladoras; era un hombre bastante curtido. Pero
como editor también daba muestras de su valentía. En la década de 1940 se
empleaba, en la jerga periodística, la expresión «cacería de pulgas»; después
de corregir y de aprobar todos los artículos, el redactor volvía a leer
concienzudamente las galeradas en busca de una palabra, o tal vez de una
coma, que pudiera no gustar a alguno de los de arriba. Pero si el general
Vadímov «cazaba pulgas» lo hacía sin recurrir a la lupa. A menudo dejaba
pasar lo que otro habría suprimido. Como es natural, yo sabía que cuando
decía «Hay que pasarlo de nuevo a máquina en papel bueno» significaba que
tenía alguna duda, que quería enviar el artículo a Stalin, pero eso pasaba en
muy contadas ocasiones.
Un día Ortenberg recibió un reportaje bélico de Avdéienko, que poco antes
de la guerra había sido expulsado de la Unión de Escritores por orden de
Stalin. Ortenberg envío el texto a Stalin con una nota adjunta en la que decía
que Avdéienko había «expiado su culpa con sus acciones en el campo de
batalla». El reportaje se publicó. Dos o tres veces mis artículos fueron
copiados a máquina en papel bueno. No puedo quejarme de Ortenberg; a veces
se enfadaba conmigo, pero aun así publicaba mis trabajos. Un día mandó
llamar a Moran (el más erudito de la plantilla) para comprobar si las Erinias
existieron de verdad. Cierto es que algo de razón tenía: los hombres que
estaban en el frente no tenían por qué conocer la mitología griega; también
protestaba por la palabra reptilii (‘reptiles’) y las referencias a Tiútchev, pero
aunque protestaba, acababa publicando las piezas. Kopyliov me contó hace
poco que, cuando se enteró por casualidad de que Liuba y yo sólo recibíamos
una comida escasa de la Casa Central de los Trabajadores del Arte, informó al
editor. El general Vadímov primero no se lo creyó, luego, fuera de sí, se fue a
ver nada más y nada menos que al comandante de la retaguardia del Ejército
Rojo, el teniente general Jruliov, con la petición de que yo fuera incluido en el
aprovisionamiento militar. De toda la plantilla, el favorito de Vadímov era
Símonov; probablemente los matices kiplingianos que se deslizaban en los
artículos y las poesías del joven Símonov se adaptaban a sus gustos.
A finales de julio de 1943 volví de los alrededores de Oriol a Moscú. El
general Vadímov me preguntó por la situación en el frente; me dijo que
acababa de recibir noticias de la dimisión de Mussolini. Me di cuenta de que
estaba nervioso. Unas dos horas más tarde fui a llevarle un artículo. Su
despacho estaba vacío. Kopyliov me explicó: «Se ha ido a toda prisa. Acaba
de llamar preguntando si todo iba bien. En otras palabras, lo han despedido.
Scherbakov no lo soportaba».
Muy pronto Vadímov partió al frente y se unió al ejército del general
Moskalenko. Le envié una recopilación de mis artículos. Me escribió a modo
de respuesta: «Probablemente usted mismo no sospeche el enorme significado
que tiene una mano firme y amistosa en estos tiempos despiadados».
Unas dos semanas más tarde me encontré en la redacción con un general
tranquilo y muy amable; era N. A. Talenski, el nuevo editor de Krásnaia
zvezdá. Trabajé un año con él y nunca chocamos. Cuando se fue las pasé
canutas, pero por suerte sucedió poco antes de que terminara la guerra. En
1962 viajé con el general Talenski a Bruselas con motivo de una mesa redonda
sobre el desarme y de nuevo pensé en lo fácil que era trabajar con aquel
hombre.
Siempre que tenía un momento libre, me ponía a hablar con Moran de
poesía. No sé cómo acabó trabajando para un periódico militar. Le gustaba la
poesía, y hoy en día se dedica a traducirla y a escribir sus propios versos,
pero en aquellos días a menudo escribía artículos de fondo: Vadímov
caminaba de aquí para allá por el despacho, cojeando ligeramente, mientras le
explicaba sobre qué debía escribir. Moran era amable y extraordinariamente
modesto. Acabada la guerra, se puso a trabajar en Izvestia, lo arrestaron por
«cosmopolita» y sólo volví a verlo una vez más, en 1955.
También trabajaba en la redacción Mijaíl Romanóvich Galaktiónov, un
hombre con formación militar que por alguna razón había caído en desgracia y
carecía de rango militar. Le trataban como a un niño, aunque tenía la misma
edad que yo, y le alzaban la voz. De repente, un día, todo cambió, alguien de
arriba se había acordado de la existencia de un tal Galaktiónov, y Mijaíl
Romanóvich apareció con su uniforme de general. La gente empezó a dirigirse
a él de buenas maneras. Pero él siguió cumpliendo con su trabajo discreta y
pulcramente, como antes. En 1946 viajamos juntos a Estados Unidos, y
escribiré sobre él y su destino en la última parte de este libro.
Ortenberg supo captar para el periódico a los mejores escritores.
V. Grossman estuvo en Stalingrado durante los meses más difíciles; allí
escribió La dirección del golpe principal y Con los ojos de Chéjov, que aún
hoy me parecen excelentes. Todavía recuerdo los reportajes de Símonov sobre
el frente norte. A principios de la guerra, E. Petrov escribía para Izvestia,
pero sus últimos ensayos sobre Sebastopol aparecieron en Krásnaia zvezdá.
Entre los corresponsales de guerra había otros escritores: Pavlenko, Surkov y
Gabrilóvich. El coronel Kárpov supo convencer a Alekséi Tolstói de que se
sentara y escribiera al instante un artículo. Por lo que a mí respecta, solía
hacer trabajo editorial rutinario: redactar notas informativas, traducir artículos
de la prensa extranjera; en resumen, hacía lo que podía.
Quisiera ahora recordar a los corresponsales de guerra del periódico. Su
trabajo era duro e ingrato: tenían que escribir a toda prisa, en medio de dos
ataques aéreos, a menudo a la luz de una candileja, y luego «meter a la fuerza»
el artículo, es decir, suplicar a los soldados de transmisiones que lo enviaran
por cable, o encontrar a alguien que llevara la pieza; a veces la información
llegaba tarde, y Vadímov o Kárpov tiraban el telegrama a la papelera.
Korneichuk, en su pieza teatral El frente, representa a un periodista
despreciable, Krikún [gritón]. (Por desgracia, en la redacción de un periódico
del frente había un tipo que se llamaba igual. Me dijo que por culpa de aquella
obra todo el mundo se mofaba de él). Como es natural, entre los
corresponsales de guerra no faltaban tipos parecidos al personaje de
Korneichuk, pero tampoco abundaban. Al contrario, más bien me sobrecogía
la modestia de la mayoría de ellos. Por casualidad todavía guardo una carta de
S. Borzenko: «Junto con esta nota envío una crónica para Krásnaia zvezdá
sobre el último combate de nuestra división de guardia. Participé en esta
batalla y me he esforzado en describir fielmente todo cuanto vi. Os ruego que
toméis el artículo, lo leáis y, en caso de que os guste, deis vuestra opinión al
editor del periódico. En él se menciona la nieve, pero no debe sorprenderos:
hoy es 30 de marzo, pero el termómetro señala -20°C». S. Borzenko se
convirtió en Héroe de la Unión Soviética, y todos reconocieron su heroísmo.
Pero ¿quién recuerda al silencioso Lev Ish, ese peón del periodismo que
no firmaba ningún artículo pero corregía los de los demás? Un día, en otoño
de 1941, mientras estaba trabajando en un artículo sobre el frente occidental,
soltó un grito: en él se explicaba que en Yelnia los alemanes habían matado
brutalmente a su padre. Ish insistió en que le enviaran al frente como
corresponsal de guerra. Escribía artículos y se desesperaba. En 1942 escribió
desde Sebastopol asediado: «Miro con envidia a los que matan a alemanes y
pueden hacerlo no una vez al mes, sino a diario». (Lev Ish se unió a muchas
expediciones de reconocimiento). Llegó el desenlace. En un promontorio
lucharon los últimos defensores de Sebastopol, y Lev Ish fue uno de los que
murió en combate.
En la redacción leía los artículos del coronel Donskói. En el otoño de
1943, en Slobodka —enfrente de Kiev, aún ocupada por los alemanes—,
conocí al coronel Donskói. Su auténtico apellido era Olender. Con sus
artículos, análisis certeros y serenos del teatro de operaciones, enseñó muchas
cosas a los jóvenes militares. Pero cuando nos enfrascábamos en una
conversación no hablábamos de guerra sino de vida y arte. Olender recitaba a
Blok y Bagritski. Luego charlábamos sobre la fidelidad, las casas blancas, la
separación. Olender parecía un joven romántico, le dije: «Si yo fuera más
joven y tú más viejo, y, sobre todo, si nuestros tiempos fueran otros,
estaríamos sentados en cualquier Rotonde y no hablaríamos de carreteras
estratégicas ni de pontones, sino de algo muy diferente». Nos despedimos
como viejos amigos aunque sólo habíamos estado juntos unas pocas horas. En
1944 Olender murió como soldado, de un disparo.
En el Dniéper me encontré con Grossman y Dolmatovski; en el Sozh, con
Símonov; en Mozhaisk, con Stavski; en Bielorrusia, con Tvardovski; en Vilna,
con Pavlenko. No teníamos tiempo de hablar de literatura, teníamos otras
cosas en que pensar.
Recuerdo los últimos años de la década de 1940… Costaba creer que,
durante la guerra, habíamos vivido como soldados en el mismo regimiento. He
revisado la carpeta con las cartas de los años de guerra. Por supuesto,
recuerdo a mis queridos amigos Taírov, Konchalovski, Alekséi Tolstói, Anna
Ajmátova y Alekséi Ignátiev. Pero también hay muchas cartas de escritores
que no conocía antes y a quienes he visto muy poco después de la guerra.
Entonces teníamos un enemigo común; sabíamos muy bien qué eran los tanques
alemanes o los tiradores alemanes. Acabo de releer una de las cartas de esos
años. Un joven poeta me escribía desde el frente: «¿Qué sentido tienen todos
esos versos sobre el soldado que va a la guerra cantando sobre su amada y
cosas de este tipo? ¿Para qué sirven las interminables variantes de Pañuelo
azul?[1] ¿Es posible que no se alce una voz valiente, autoritaria, en defensa de
la verdadera poesía rusa y contra la vulgaridad, esa vulgaridad que, como el
barro en las botas de los soldados, parece que nos vaya a acompañar hasta la
mismísima victoria? No obstante, la vulgaridad sube a la superficie y por eso
resulta fácil combatirla, pero ¿qué se puede hacer con este flujo interminable
de versos vacíos, estrepitosos e irreflexivos en los que, incluso después de
esfuerzos titánicos, no descubrirás ni la sombra de un sentimiento realmente
original? Sin embargo, las revistas están llenas de ellos». Más adelante el
autor de la carta me pide que lea los poemas que adjunta y me explica por qué
me ha enviado la carta: «¿Por qué precisamente a usted? Se lo digo sin
ninguna intención aduladora, palabra de honor… Porque su voz, incluso en los
momentos más difíciles, nos ha hecho compañía, usted goza de la confianza de
los combatientes. Además, su prestigio y amor hacia la literatura rusa son una
garantía de su honestidad y agudeza de juicio, las mejores cualidades en un
crítico». La carta la firmaba Nikolái Gribachov.
Admito que en aquellos años ni siquiera la poesía más vacía tenía la
capacidad de afligirme. (Soy el primero que se sorprende. Probablemente la
voz de la guerra ahogase los demás sonidos). Revisando los cuadernos que he
guardado, encuentro noticias militares, direcciones de estafetas de campaña y
nombres de prisioneros alemanes con los que hablé. Hice muchos amigos que
no eran escritores, ni siquiera periodistas: artilleros, aviadores, zapadores.
Mantuve correspondencia con muchos combatientes de quienes me propongo
hablar más adelante.
El general P. I. Bátov, en sus memorias sobre la batalla de Stalingrado,
habla del modo en que sus tropas se apoderaron de los Doce mandamientos,
una circular firmada por Hitler sobre cómo debían tratar los alemanes a los
rusos. Bátov escribe: «Los instructores políticos del 65.° Ejército utilizaron
los “mandamientos” en sus conversaciones con los soldados. Recuerdo que en
un regimiento el mismo comandante les habló de ello. La respuesta fue una risa
rabiosa. Y he aquí la resolución: 1.º Juramos combatir sin piedad a los
fascistas y ser los primeros en llegar al Volga. 2.º Enviar los “mandamientos”
al camarada Ehrenburg y pedirle que ponga de vuelta y media a los Fritzes en
Krásnaia zvezdá». Recibía centenares de peticiones de este tipo. Escribía
sobre los Fritzes, sobre la guerra, sobre nuestra gente.
Uno de mis artículos de 1942 llevaba por título «Vivir por una sola cosa».
Sacrificar la vida por una única cosa es muy difícil; es algo que sólo está al
alcance de un revolucionario en la clandestinidad, de un creyente devoto en
las catacumbas o también, por qué no, de un estudiante. El hombre es una
criatura compleja: ni pez, ni pájaro, vive en los elementos más diversos, por
varias cosas y de varias maneras. Pero, por lo visto, al menos una vez en la
vida cada cual se siente separado de sí mismo —sin sus pensamientos o dudas
habituales—, de su círculo de amigos, de su cadencia interior. Eso me pasó a
mí entre 1941 y 1945, durante los años en Krásnaia zvezdá.
7

Era uno de los primeros días de primavera. Por la mañana alguien llamó a la
puerta de mi habitación. Vi a un joven alto, con la mirada triste, enfundado en
una guerrera. Venían a verme muchos combatientes para pedirme que
escribiera sobre sus compañeros muertos en combate o las hazañas de su
división, me traían cuadernos sustraídos a los prisioneros o me preguntaban el
porqué de aquella pausa en las operaciones y quién empezaría la ofensiva, si
nosotros o los alemanes.
Le dije al joven: «¡Siéntese!». Tomó asiento, pero enseguida se levantó:
«Quiero leerle unos poemas». Me preparé para el inminente calvario:
entonces todos escribían versos sobre tanques, las atrocidades fascistas, el
piloto Gastello o los partisanos.
El joven declamaba a voz en cuello, como si estuviera en la línea del
frente, entre el estruendo de las armas, y no en una pequeña habitación de
hotel. Y yo no dejaba de repetir: «Otro más…, otro más».
Luego me dirían: «Has descubierto a un poeta». No, esa mañana Semión
Gudzenko me descubrió mucho de lo que yo sentía de modo confuso. Y
entonces tenía sólo veinte años; no sabía dónde meter sus largos brazos y
sonreía con aire turbado.
Uno de los primeros poemas que me recitó ahora es de sobra conocido:
«Cuando se va hacia la muerte, se canta, pero antes se puede llorar. Ésa es la
peor hora, la espera antes del ataque… Se acerca mi turno. La cacería está
servida, yo soy la única presa. Maldito año cuarenta y uno, tú, soldado
congelado en la nieve. Me parece que soy un imán, que atraigo las minas. Una
explosión, y el teniente jadea. La muerte otra vez pasó de largo… El combate
fue corto. Y después bebimos vodka helado, mientras, con el cuchillo, me
sacaba de debajo de las uñas la sangre de un desconocido».
Fui testigo de la Primera Guerra Mundial, estuve en España, había leído
muchas novelas y poesías sobre las batallas, las trincheras, sobre la vida
abrazada a la muerte, algunas románticamente sublimes, otras
desmitificadoras: Stendhal y Tolstói, Hugo y Kipling, Denis Davídov y
Maiakovski, Zola y Hemingway. En 1941 nuestros poetas escribieron no pocos
poemas buenos. No observaban la guerra desde detrás de la barrera; muchos
de ellos ponían su vida en peligro cada día, pero ninguno de ellos se había
quitado la sangre del enemigo de debajo de las uñas con un cuchillo. La
bayoneta y la lira seguían siendo cosas distintas. Tal vez esto confiriese
también a los versos más logrados de los poetas que yo había conocido antes
de la guerra cierto carácter literario. Pero Gudzenko no necesitaba demostrar
nada ni convencer a nadie. Había ido a la guerra como voluntario, luchó en las
retaguardias enemigas, resultó herido. Sujínichi, Dumínichi, Liudínovo no eran
para él nombres apuntados en el cuaderno de algún enviado de un periódico de
Moscú o del frente, sino parte de su vida cotidiana. (En nuestro primer
encuentro me dijo: «Leí que fue usted a ver a Rokossovski y que estuvo en
Maklaki. Allí es donde resulté herido. Por supuesto, ocurrió antes de su
llegada»).
Esa mañana me recitó también su «Balada sobre la amistad». La palabra
balada derivaba también del romanticismo tradicional, pero sus versos
estaban lejos de ser románticos. El soldado sabe que uno de los dos, él o su
amigo, morirá en acto de servicio: «Tengo unas endemoniadas ganas de vivir,
incluso en soledad, incluso sin amistad. Oh, está bien, de acuerdo, que sea yo
el que parta, que sea él quien viva».
He dicho que Gudzenko me descubrió muchas cosas. La guerra que
vivíamos era cruel, espantosa; al mismo tiempo, seguíamos firmes en nuestro
convencimiento de que era necesario derrotar a los fascistas. A nosotros no
nos persuadían ni las honestas maldiciones anteriores, ni los nuevos elogios,
no menos honestos: «Dos metros de carne humana hecha picadillo». No, lo que
había cambiado no era sólo el tamaño de las cosas, sino también su
percepción. ¿Una guerra santa? No eran esas las palabras. Y luego escuché los
versos de Gudzenko…
Aquella mañana no le pregunté nada, me limité a escuchar su poesía; sólo
supe que era kievita, que tenía una madre, que había estudiado en el Instituto
de Filología, Literatura e Historia y que, en 1940, había escuchado mis
poemas sobre París.
(Gudzenko me pareció un poeta de los pies a la cabeza, un adolescente que
no había aprendido a pensar más allá de su poesía. Él, por su parte, anotó en
su agenda: «Ayer estuvo con nosotros Iliá Ehrenburg. Como casi todos los
poetas, no tiene raíces sociales profundas». A menudo sucede en un primer
encuentro: no nos conocíamos y cada uno veía al otro guiado por su propia
orientación espiritual).
Leí los poemas de Gudzenko a todo el mundo: Tolstói, Seifúlina, Petrov,
Grossman, Súrits, Úmanski, Moran; llamé al Club de Escritores, a diferentes
redacciones: quería compartir con todos mi inesperado júbilo.
Volvió a visitarme, nos fuimos familiarizando el uno con el otro. Me
encariñé de él.
Sus versos fueron publicados. Luego se organizó una velada en el Club de
Escritores; entró en el mundo de la literatura. Eran tiempos de guerra: los
muchachos rápidamente eran llamados a filas, y también rápidamente eran
reconocidos o caían en el olvido.
Gudzenko era valiente y sorprendentemente puro; ante la muerte no
retrocedía, pero en los círculos literarios parecía un adolescente intimidado.
Contaré ahora la historia de dos versos que he citado antes: «Maldito año
cuarenta y uno, tú, soldado congelado en la nieve». El editor insistió en
cambiarlos. Gudzenko escribió dócilmente: «El cielo pide bombas, igual que
el soldado congelado en la nieve». Le pregunté qué tenía que ver el cielo, y él
sonrió con aire culpable: «¿Y qué podía hacer?». (Pasaron quince años.
Gudzenko murió, y en la edición de 1957 apareció una nueva versión, igual de
absurda: «El duro año cuarenta y uno, y el soldado congelado en la nieve»,
como si el soldado, que parece atraer las minas, reflexionase académicamente:
es un año duro. Sólo en 1961, después de que la poesía congelada en la nieve
comenzara a derretirse, se restituyó el texto original).
En febrero de 1945 me escribió desde el frente: «Te envío cinco poemas,
algunos publicables y otros no. En general escribo mucho, mis cuadernos están
llenos, pero Dios sabe qué saldrá de ellos. Si algún poema se puede publicar,
estaría bien… Hay variantes escritas en tinta. La censura me ha enseñado
cómo comportarme desde el primer verso».
En 1942 Gudzenko hablaba del futuro con una seguridad austera. Como
todos sus camaradas y buena parte de sus compatriotas, creía que después de
la victoria la vida sería mejor, más limpia, más justa.
Gudzenko apenas se había recuperado de una grave herida cuando un
coche lo atropelló en una calle de Moscú. Después de lo ocurrido se quedó en
la retaguardia una buena temporada; trabajaba en Stalingrado con la redacción
móvil de Komsomólskaia pravda. Desde allí me envió sus poesías sobre
Stalingrado, y una poesía me sorprendió de nuevo como una revelación: «Y al
fin, con el tercer escalón, ha llegado hasta aquí el silencio absoluto. Yace
insólitamente grande sobre cajas y escombros, ensordeciéndote con sus
latidos, hasta que caes dormido, en un arrebato».
En septiembre de 1943 me escribía: «Tengo previsto volver a Ucrania.
Kiev no me deja descansar. Es probable que pronto esté allí. Ya no puedo
escribir sobre la retaguardia. Vuelvo a escribir sobre el frente. ¿Cuál será el
resultado?».
En noviembre Gudzenko vino a verme, feliz de volver al frente y de ver
pronto Kiev; no obstante, cruzó su rostro una repentina sombra, como una nube
solitaria. No sé por qué escribí lo siguiente en un cuaderno: «Gudzenko me ha
preguntado por qué se han abolido las clases mixtas, por qué han introducido
el uniforme; me ha contado cómo vejaron a un judío de Kiev. Ha madurado
mucho en el último año».
Gudzenko avanzó con el ejército hacia el oeste. ¿Es preciso recordar que
la gran poesía nace siempre en tiempos de penurias? En 1942 Gudzenko
escribía: «Cada cual recuerda a su manera, con sus variaciones, Sujínichi y
Dumínichi, y el camino forestal a Liudínovo, calcinado, desierto».
En 1945 no sólo cambiaba el nombre de las ciudades donde se combatía,
sino también el estado de ánimo. Gudzenko prestaba menos atención al latido
de su corazón que a la sonoridad de las palabras, las rimas: «Hemos tomado
Dezh, hemos tomado Kluzh, hemos tomado Kympelung… No hay esperanza.
Sólo silencio. Llora el Nibelungo».
Poco después de la victoria me escribió: «En nuestro sector la guerra
todavía es genuina. Hace algunos días me sorprendió un fuerte bombardeo
cruzando el Morava… Me quedé tumbado durante mucho tiempo, fue
angustioso. Tenía pocas ganas de morir en 1945».
Acabó la guerra. Los supervivientes fueron desmovilizados. Vi a
Gudzenko vestido de civil, aunque en su corazón todavía vestía la vieja
guerrera descolorida. Desde luego, los temas de sus nuevos poemas habían
cambiado: describía los pueblos de la Ucrania transcarpática, los koljoses, la
vida pacífica de las guarniciones. Sabía que éstas eran las grandes empresas
de una gran capital, pero que «cada poeta tiene su provincia», y confesaba:
«Yo también tengo mi provincia, inmutable, única, no existe en ningún mapa,
cruel y abierta, una región remota: la guerra».
Su cuaderno contiene la siguiente entrada: «He recitado poesías en la
fábrica de herramientas mecánicas Ordzhonikidze. La gente escuchaba… Me
aburrían mis propios versos».
Hay muchas novelas, películas y poemas sobre la nostalgia del soldado
que retoma su vida en tiempos de paz. Gudzenko no escribió sobre esto en sus
versos, pero escribiera lo que escribiese, siempre se filtraba algo de la
nostalgia del combatiente. De puertas afuera todo parecía ir bien: había
encontrado la felicidad o la ilusión de la felicidad, hablaba en voz alta,
sonreía a menudo, viajaba por el país, trabajaba mucho y se le tenía por un
optimista. (Recuerdo una confesión suya de juventud: «Los eternos
compañeros de la felicidad son cuarenta dudas y la melancolía»). Una vez me
dijo, como de pasada: «Ahora he aprendido a escribir, pero escribo peor. Por
otra parte, es comprensible». No le contradije, aunque tal vez esperaba que lo
hiciera, no lo sé.
Parecía gozar de buena salud, se había hecho más hombre e incluso había
ganado peso. En 1946 escribió: «No moriremos por los años, moriremos por
las viejas heridas. Llena las tazas de ron, de ron rojizo, trofeo de guerra».
Recordaba a una canción militar. Luego, en 1952, me dijeron que
Gudzenko estaba enfermo: los efectos retardados de la neurosis de guerra.
Aunque le trepanaron el cráneo, los doctores no confiaban en que
sobreviviera. Entonces recordé la taza de ron rojizo.
Mientras se debatía entre la vida y la muerte, Gudzenko escribió tres
poemas. De nuevo remontaba el vuelo, como en sus primeros poemas de 1942.
Se estaba muriendo en su querida y remota región, muriendo como sus
compañeros de armas: «¡Oh, cuánto ansío vivir ahora, como si de nuevo
volviera de la guerra!».
Unos meses antes de enfermar vino a verme. Estuvimos hablando durante
mucho rato, pero no fue una verdadera conversación; tal vez porque vino
acompañado por un poeta amigo suyo o tal vez por culpa mía. En cualquier
caso no corrían buenos tiempos para las conversaciones sinceras. Dos o tres
días más tarde pasó a verme un instante con el pretexto de no haberme
dedicado su libro; se quedó de pie un rato, esbozó una sonrisa y, ya
despidiéndose, observó: «Muchas cosas no han ido como deberían… Pero
volveremos a encontrarnos y hablaremos». Nunca más volví a verlo.
Sí, muchas cosas no fueron como pensábamos que debían ir en 1942.
Había llegado la era de la bomba atómica. Nadie sabía a ciencia cierta qué
pasaría al día siguiente. Detenían a gente inocente: una vez más se disparaba
contra el propio pueblo. Y Gudzenko murió en un mes invernal, en febrero, en
el gélido y oscuro febrero de 1953, poco antes del primer deshielo.
Para mí Gudzenko sigue siendo un poeta de aquella generación cuya vida
empezó en Sujínichi, Rzhev y Stalingrado. Muchos de sus contemporáneos no
volvieron de la guerra. Recuerdo vagamente a algunos poetas jóvenes, como
Kulchitski o Kogan, que recitaban sus versos en vísperas de la guerra. Más
tarde leí sus poemas. Murieron demasiado pronto, y su mejor poesía la
escribieron antes de la guerra. Pero Gudzenko supo alzar la voz por encima
del fragor de la batalla, diciendo mucho de sí y de los otros. En un poema
titulado «Mi generación», hay un verso que se repite con insistencia: «No
debemos ser compadecidos, ya que no compadecimos a nadie». Cuando
escribió este poema, Gudzenko soñaba con que sus coetáneos volverían de la
guerra victoriosos y experimentando la felicidad más plena. En 1951, en una
antesala vacía y oscura, me dijo: «Muchas cosas no han ido como deberían
haber ido».
Pero yo compadezco a Gudzenko. Lo recuerdo muy joven, como era
aquella lejana mañana de 1942, cuando se levantó y me anunció: «Quiero
leerle unos poemas».
8

El 10 de marzo de 1942 me llamó el representante de la Francia Combatiente,


Roger Garreau. Tenía que agasajarle con una comida y no era una tarea fácil.
Después de largas conversaciones con el director del Metropol, éste consintió
en cedernos una habitación diminuta. (El lavamanos se cubrió púdicamente
con un mantel). Para los tiempos que corrían la comida fue excelente; incluso
bebimos vodka. Garreau resultó ser un francés jovial, de baja estatura, pero
con temperamento. Me explicó las dificultades que tenía De Gaulle en
Londres: los ingleses lo veían simplemente como un emigrante. Garreau hacía
planes: ¿por qué no crear divisiones francesas en la Unión Soviética? Se
podría empezar por la aviación. Sobre la situación en Francia tenía una
opinión más bien lúgubre: «Casi todo el mundo está indignado con los
alemanes, pero qué se le va a hacer, la gente se aferra a su dinero y a sus
puestos de trabajo; los que mejor se comportan son los obreros». Insistía en
calificarse de «jacobino».
Garreau me invitó a pasar la tarde con él. Nos reunimos con el general
francés Petit, el periodista Champenois, el cónsul turco y la máxima autoridad
de la Iglesia católica de Moscú, el padre Bron. Garreau decía, fuera de sí: «Ya
verán, esos ingleses y estadounidenses comprarán por cuatro perras las
fábricas alemanas y se pondrán a defender a la “pobre Alemania”. Para ellos
la guerra es un partido de críquet».
Conté algunas cosas que había presenciado en el frente, y el padre Bron se
escandalizó por las atrocidades fascistas. Poco después Scherbakov me dijo
que los alemanes habían enviado tropas eslovacas al frente oriental:
«Escríbeles una octavilla. Tú has estado en Eslovaquia». Enseguida pensé en
el padre Bron: entre los campesinos eslovacos abundaban los creyentes y se
quedarían muy sorprendidos si les llegara un llamamiento de un sacerdote
católico. Fui a ver al padre Bron, que vivía en una confortable ala de la
embajada americana (los diplomáticos aún estaban en Kúibishev). Bron me
explicó largo y tendido que el Santo Padre amaba la tolerancia y que no se
podía bromear con el Vaticano. Hablamos de los dogmas de la Iglesia, de la
situación en el frente y sobre De Gaulle. Bron redactó la octavilla, pero luego
me exigió carburante para su coche. Me dirigí al departamento encargado de la
distribución de carburante y me respondieron que Bron ya recibía una cuota
extra. Éste les escribió que, al estar obligado a viajar mucho para llevar la
extremaunción a todos los moribundos, consumía mucho carburante, pero no
surtió efecto. Entonces comenzó a amenazarme, no con los tormentos del
infierno, sino con un vulgar escándalo.
En abril, cuando recibí el Premio Stalin por La caída de París, Garreau
me entregó un telegrama de felicitación de De Gaulle. Y el general Petit me
envió una mecha larga para mi encendedor: a diferencia del padre Bron, no
tuve que preocuparme por la gasolina durante el resto de la guerra.
El general Petit era el jefe de la misión militar, compañero de academia de
De Gaulle y católico practicante. Enseguida me cautivó por su gran humildad,
franqueza y sinceridad. Viendo combatir al pueblo soviético, lo había
comprendido y amado; me decía que volvería a Francia convertido en otro
hombre. Después de la guerra lo nombraron vicegobernador militar de París, y
me acerqué a hacerle una visita al Palacio de los Inválidos. En ese puesto, sin
embargo, no permaneció mucho tiempo: no escondía sus simpatías por la
Unión Soviética, por los ex partisanos, pero los tiempos habían cambiado.
Recientemente, cuando estuvo en París, hombres de la Organización del
Ejército Secreto (OAS) pusieron explosivos en su apartamento. Sonriendo, me
dijo de pasada: «Hier m’ont plastiqué».
En mi cuaderno he encontrado algunas frases de Garreau: «El segundo
frente ha sido apartado, asistimos a una vuelta de la munichmanía». «Antes de
la guerra los ingleses pasaban los fines de semana en Dieppe, un paseo
divertido, y nosotros confiábamos…». «Ustedes lucharon en Stalingrado, y
ellos instruyen a los futuros comisarios para los países que esperan liberar de
la ocupación alemana y a su vez ocuparlos».
El 28 de septiembre de 1942 el gobierno soviético reconoció el Comité
Nacional de la Francia Combatiente como la única organización que tenía
derecho a hablar en nombre del pueblo francés. Garreau me abrazó. Dio por la
radio un discurso apasionado: «Cada vez está más claro que el futuro de
Europa depende de la confianza recíproca entre la Unión Soviética y Francia,
que sabrá reconquistar su prestigio y su grandeza».
En el restaurante Aragvi, Garreau exclamó: «¡Debemos colgar a todos los
generales de la Wehrmacht! ¡No son militares, sino criminales!».
En diciembre de 1944 De Gaulle llegó a Moscú acompañado por el
general Juin y Bidault, ministro de Asuntos Exteriores. Las negociaciones para
un pacto franco-soviético desembocaron en un callejón sin salida: De Gaulle
no estaba dispuesto a reconocer el nuevo gobierno polaco (el Comité de
Lublin). Me invitaron a comer en la embajada francesa. No había ninguna
mujer, y al lado de De Gaulle nos sentamos Lozovski y yo. De Gaulle habló
conmigo todo el tiempo. Estaba de mal humor y se quejaba de la frialdad de
los moscovitas. Más tarde me contaron que, antes de la comida, lo habían
llevado a visitar el metro, parada obligada en todo programa que se precie
para visitantes extranjeros. El metro era lo que menos podía interesar a
De Gaulle, un hombre del siglo XVII, cuando no existía ni el fascismo, ni el
metro, ni otras innovaciones por el estilo. Los vagones estaban atestados de
gente y se había despejado la plataforma reservada a los niños para los
franceses. Los pasajeros expresaron en voz alta su indignación, y el general
De Gaulle tuvo la idea de dirigirse a ellos con un saludo de agradecimiento.
Al enterarse de que aquel francés alto era De Gaulle, los que se quejaban se
asustaron. En el vagón se hizo el silencio, y sólo un viejecito, recordando el
francés que había aprendido en la escuela, murmuró con voz trémula: «Merci».
De Gaulle se enfadó, y durante una hora hizo todo lo posible para
demostrarme que aquella multitud moscovita le recordaba a una colonia de
presidiarios. Para mí era un hombre de la Resistencia, e hice cuanto pude para
convencerle del amor genuino del pueblo soviético por Francia.
El general Juin me parecía un soldado valiente. Durante una representación
de Giselle, mientras bailaba Ulánova, dormitaba y decía: «Creía que por lo
menos ustedes se habrían deshecho de toda esa basura sobre fantasmas». Al
día siguiente presenció un espectáculo de la compañía del Ejército Rojo.
Cuando comenzaron a bailar danzas rusas, se puso de pie y exclamó, feliz:
«¡Por fin, los cosacos!». Creo que es lo único que le gustó. No me sorprendió
que luego se hiciera simpatizante de la OAS.
Bidault bebía vodka y se enfadaba. Llegó la última noche, la decisiva. Los
franceses fueron invitados al Kremlin. Para animarse, Bidault apuró una
pequeña garrafa de vodka. Durante la cena Stalin, al ver que De Gaulle sólo
bebía agua mineral, empezó a ofrecer vino a Bidault, y pronto hubo que
llevarlo a casa. De Gaulle volvió a la embajada, Mólotov y Garreau se
pusieron de acuerdo en los puntos controvertidos del pacto. Garreau me contó
que, a la mañana siguiente, fue a buscar a Bidault, que yacía con la cabeza
envuelta en una toalla húmeda: «Señor ministro, póngase los pantalones,
hemos llegado a un acuerdo: tiene que firmar los documentos».
En 1942 todo era sencillo y claro. Entonces se publicaba en Londres el
periódico francés La Marseillaise. El editor me pidió que le enviara artículos,
y así lo hice. En octubre el director del periódico me respondió con un
artículo: «Durante más de un año, Rusia ha soportado casi sola el peso de la
guerra contra el ejército alemán. Ehrenburg ha hojeado nuestro periódico,
buscando, sin duda, una respuesta a sus llamamientos. Hoy podemos
responderle… Los obreros franceses se niegan a trabajar para los alemanes.
Sé muy bien que me criticarán por comparar el rechazo obstinado de los
trabajadores franceses con el valor de los defensores de Stalingrado, pero
usted, Ehrenburg, conoce el coraje que se necesita a diario cuando a tu lado
lloran los niños hambrientos, el coraje que lleva a uno a declararse en huelga
bajo las ametralladoras».
La guerra propicia aquello que llamamos «arrimar el hombro». En mi
habitación del hotel Moscú, en el malecón Kropotkin donde estaba el general
Petit o en la embajada francesa se reunían personas a las que resulta difícil
calificar de «correligionarias»: Maurice Thorez, Garreau, Jean-Richard
Bloch, el general Petit, el consejero de la embajada Schmittlein, Champenois,
Gorse, Cathala. Nuestras conversaciones eran amistosas. (En 1944 me traje de
Vilna varias botellas de Borgoña que me dieron unos tanquistas, al tiempo que
me decían con aire desilusionado: «Iliá escribe con vigor, pero sólo bebe
kvas». En las botellas figuraba una inscripción en alemán: «Sólo para el
consumo de la Wehrmacht. Prohibida su venta». Invité a los franceses de
Moscú a beberías. Garreau brindaba con Thorez: «Por la victoria». Bebimos
aquel vino con particular placer porque estaba destinado a los oficiales
alemanes).
A finales de 1942, en unos momentos muy difíciles, llegó a la Unión
Soviética el primer contingente de pilotos franceses: el escuadrón Normandía.
Los franceses estaban acantonados en las inmediaciones de Ivánovo, donde
debían entrenarse nuestros cazas. Fui a verlos junto con Champenois.
Llevábamos con nosotros un regalo: un gramófono y discos. Llegamos allí
justo para Nochebuena, que en Francia se celebra como nosotros el Año
Nuevo. Para la ocasión fue liberado un piloto que estaba bajo arresto. Su
historia nos divirtió a todos: en el circo de Ivánovo una chica le pasó una nota
con los datos para una cita. El Normandía estaba acantonado a diez kilómetros
de la ciudad. Alrededor había montones de nieve. Los franceses, poco
acostumbrados a nuestros inviernos, temblaban de frío. Pero el piloto decidió
tentar la suerte y acercarse a la dirección que le indicaba la chica.
Desorientado, se desplomó sobre un montón de nieve, cuando lo sacó de allí,
el jefe del escuadrón le impuso una semana de arresto. El liberado decía entre
risas: «Sea como sea, la encontraré». Se organizó para los franceses una cena
magnífica. Cuando ya habíamos bebido de más, nos sentimos emocionados y
empezamos a cantar a coro canciones frívolas. Una melodía era triste, y una de
las camareras me susurró: «Están rezando… Los matarán, y encima en un país
extranjero».
En efecto, del primer grupo de pilotos llegado a la URSS antes de la
victoria de Stalingrado sobrevivieron muy pocos. Murió el comandante
Tulasne, un hombre pequeño y jovial, al que los aviadores llamaban
amistosamente Tutu. Después de la muerte del capitán Littolff, el jefe del
escuadrón, el general Zajárov, insistió en que Tulasne no se expusiera a
situaciones arriesgadas: «Ahora usted es el comandante, no tiene derecho
a…». Pero Tulasne murió en el verano de 1943, en Oriol. También falleció el
admirable Lefèvre, que recibió póstumamente el título de Héroe de la Unión
Soviética. En la primavera de 1944, cerca de Vítebsk, se encendió su avión.
Quemado, fue llevado a Moscú. Recuerdo que en el hospital militar de
Sokólniki el médico decía con aire sombrío: «Su estado es muy grave». Lo
enterraron en el cementerio alemán. (Por una extraña ironía del destino, al
lado de la suya estaba la fosa común de los franceses muertos durante la
campaña napoleónica en Rusia). Una enfermera lloraba. Murieron el capitán
Littolff, los tenientes Tedesco, Derville, De Seynes, Denis, Joire, Durand,
Foucault y muchos otros. Sobrevivieron dos Héroes de la Unión Soviética:
Albert, en el pasado operario de la fábrica Renault, y un aristócrata, el
vizconde de la Poype (uno de sus antepasados fue general en tiempos de la
Revolución francesa, luchó contra los chuanes y, luego, en Italia, contra
Suvórov). El Normandta se convirtió en el Normandía-Niemen, y contaba en
su haber con trescientos aviones derribados. En nuestros cielos combatieron
noventa y cinco pilotos franceses, sobrevivieron treinta y seis.
Visité a los pilotos del Normandía cerca de Oriol y luego en las
proximidades de Minsk; me encontré con ellos en Moscú, en Tula y en París, y
me gustaría decir que eran unos buenos camaradas, mantuvieron la moral y se
adaptaron fácilmente a la vida en tierra extraña. Nuestros pilotos, mecánicos e
intérpretes aprendieron a quererles. ¿Se puede olvidar al teniente De Seynes,
que murió porque no quiso abandonar a su suerte a un motorista soviético? ¿Se
puede olvidar al capitán Nazarian que salvó la vida al teniente De Geoffre en
el golfo del Frisches Haff? Entonces la amistad entre naciones no se expresaba
en salas de conferencias…, la amistad se cimentaba con sangre.
El 22 de agosto de 1944, cuando volví del frente, leí en la redacción de
Moscú algunos comunicados sobre la sublevación de París. Por la mañana
temprano me telefoneó Garreau: «¡París ha vencido!». Fui a la embajada
francesa. Allí estaban el general Petit, Garreau, Champenois, el personal de la
embajada y algunas mujeres mayores. En un pequeño gramófono sonaba una y
otra vez La Marsellesa. Estábamos tan embargados por la emoción que nadie
podía hablar. Los ojos de Jean-Richard estaban anegados en lágrimas. Luego
brindamos: por Francia, por el Ejército Rojo, por los partisanos, por el
Comité de Liberación de París. Pregunté a Garreau quién era el coronel Rol de
quien se hablaba en uno de los telegramas como el estratega de los combates
en las calles. Garreau respondió con admiración: «Me parece que ése no es su
verdadero nombre. He oído decir que es un trabajador, un comunista. Sea lo
que sea, es un héroe».
El gobierno de De Gaulle me condecoró con la Cruz de la Legión de
Honor. El nuevo embajador, el general Catroux, prendió solemnemente la
medalla en mi pecho, me abrazó y me dijo que Francia nunca olvidaría a
aquellos que, en tiempos de penumbra, fueron leales.
Cuando estuve en París el verano de 1946 organizaron una velada en mi
honor. La sala Pleyel (la misma donde tres años después se celebraría el
Primer Congreso de los Partidarios de la Paz) estaba abarrotada. En la
presidencia se sentaron Herriot, Langevin, Thorez y el general Petit.
Esperaban al presidente del Consejo de Ministros, Bidault. Llegaba con
retraso, el público comenzó a impacientarse y el acto comenzó sin él. Mientras
pronunciaba mi discurso, Bidault llegó acompañado de dos flics. El presidente
me envió una nota. Bidault quería hablar enseguida porque tenía prisa. Me
dirigí entonces a la mesa y Bidault vino a mi encuentro. Quería saludarme,
pero tropezó: pude cogerlo a tiempo. Los asistentes al acto debieron de pensar
que estábamos dándonos un abrazo… Con todo, se sobrepuso y pronunció su
discurso colmándome de elogios.
En la primavera de 1950, cuando Bidault volvió a encabezar el gobierno,
tuve que viajar de Bruselas a Ginebra y pedí a los franceses un visado de
tránsito. Me fue denegado. En el aeropuerto de París tuve que cambiar de
avión. Un policía me vigilaba con el rabillo del ojo para que no me
escabullera y me escoltó hasta el avión suizo. Por lo visto pensó que no iba
suficientemente rápido, así que me dio un empujón, como si yo fuera un
ladronzuelo que llevaran a la trena en lugar de un oficial de la Legión de
Honor.
Y así hemos llegado a nuestros días. Como todo el mundo sabe, los
generales de la antigua Reichswehr están enseñando, en tierra francesa, la
ciencia militar a los hijos de aquellos mismos soldados que vi en el París
ocupado por los alemanes. (Hubo un tiempo en que Garreau soñaba con que
fueran colgados todos los generales de Hitler; dicen que ahora ha cambiado,
no le he visto en los últimos años). Recientemente, cerca de Reims, se celebró
un desfile en que soldados franceses marchaban junto a soldados alemanes.
De joven bailaba la cuadrilla —todavía no había llegado el jazz—; en esta
danza, en la que iban sucediéndose diversas figuras, de vez en cuando alguien
exclamaba: «¡Cambio de parejas!». Cambios de éstos, en las cuadrillas
sangrientas de la guerra, he visto muchos. En 1912 los periódicos rusos
escribían sobre la unión de los eslavos y sobre la guerra de liberación contra
la tiranía turca. Serbios, búlgaros y griegos vencieron a los turcos y firmaron
un tratado de paz; un mes más tarde los que eran aliados se pegaban entre sí.
Empezó así la guerra entre Bulgaria, por un lado, y Serbia y Grecia por el
otro. A su vez, Turquía atacó a los búlgaros. Yo, entonces, era joven y me
sorprendía. Después me acostumbré a todo. En 1915 Italia, miembro de la
Triple Alianza, lanzó un ataque contra sus antiguos aliados. La prensa francesa
se admiraba ante el comportamiento desairado de D’Annunzio y Mussolini. En
un cuarto de siglo Italia se había ganado el apelativo de la «hermana latina».
En 1940 la «hermana» atacó a Francia. Todo esto es incomprensible o tal vez
demasiado sencillo de entender.
¿Por qué, entonces, me dolió la noticia del desfile franco-alemán? Sé muy
bien que diplomacia y moralidad no van de la mano. Al ciudadano medio a
veces le impresionan detalles que pueden parecer triviales; he mencionado
esto al relatar la historia de un desafortunado telegrama enviado a Ribbentrop
en diciembre de 1940. Al recordar Reims durante los años de la Primera
Guerra Mundial, la catedral mutilada, la escuela en una bodega donde se
vendía vino, la historia del partisano, natural de Reims, fusilado en 1943, se
me revolvió todo. Tal vez esto sea ingenuo, pero creo que los muertos tienen
sus derechos, que la sangre no es vino en un banquete político, que la
conciencia del hombre no siempre puede estar en sintonía con la conveniencia
y que el abecedario de la moralidad es mucho más difícil de cambiar que la
dirección de la política exterior.
Por supuesto, mis sentimientos por Francia no podían cambiar por los
zigzagueos de un gobierno u otro. En uno de mis poemas escribí: «Me dices
que estoy callado, con celosía y reproche. París no es un bosque, ni yo un
lobo, pero la vida no puede arrancarse de la vida. Viví allí, donde la gran
ciudad ruge, gris y cana, como un bosque petrificado, azul pálido y gris por las
cenizas de los años. Se oye y rumorea la gran ciudad… Perdóname por haber
vivido en ese bosque, por haber sobrevivido y volver con vida, por traer
conmigo el gran crepúsculo de París».
En otra poesía hago esta confesión amarga: «¿Por qué el diablo me empujó
a enamorarme de un país extranjero?». Pero lo escribí en un arrebato de ira:
no podía ni puedo referirme a Francia como un país extranjero; he vivido
demasiado tiempo en París y allí he aprendido demasiadas cosas. En mis
juicios a menudo no soy imparcial, y el lector lo comprenderá fácilmente.
Hace muy poco, los pioneros de Oriol me escribieron para explicarme que
habían descubierto las tumbas de dos pilotos franceses. Recordé a los
franceses, alegres y valerosos, que llenaban de risas, cantos y argot de
Belleville y Ménilmontant el bosque de abedules donde, en verano de 1943,
estaba acantonada su escuadrilla.
Sé que el olvido es ley de vida, un ensayo de la muerte. Es otra cosa lo
que me duele: la distorsión involuntaria de las relaciones humanas bajo la
presión de los acontecimientos. Al decir esto me refiero a algunos individuos
a los que tenía por amigos. Uno cree que transita por el camino que ha
escogido, pero es una ilusión: sí que marchas, pero quien marca el paso es el
comandante del pelotón, al que en los momentos solemnes se le llama Tiempo
o Historia: «¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Media vuelta! ¡Al frente!». Después lo
único que puedes hacer es anotar con gentileza: a fulano de tal no me lo he
vuelto a encontrar, nuestros caminos han seguido direcciones diferentes…
9

Después de un largo y crudo invierno todos nos alegrábamos por la llegada de


la primavera. Nos tumbábamos al sol tratando de imaginar qué nos depararía
el verano. Recuerdo Dumínichi. Antes de la guerra, allí había una fábrica de
bañeras. La ciudad fue arrasada por el fuego. Entre los escombros, aquí y allá
relucían las bañeras: era todo lo que quedaba de Dumínichi. Un sargento
entrado en años y con la barba cana en las mejillas filosofaba con indolencia:
«¡Artículos de higiene! ¿Y a él, sabandija, qué le importa? Lo único que les
interesa es destruirlo todo. Pagaría lo que fuese por ir a una casa de baños.
Sólo que esto todavía no tiene visos de acabar pronto, seguro que estamos
luchando un año más. Dicen que tenemos unos tanques estupendos. Escriba
eso, con agallas. La gente está que trina. Ayer, un responsable político dijo:
“Si se deja ver por aquí le daremos una paliza tan memorable que ni siquiera
lo reconocerá su frau”. Pero ¿quién puede saber si no ha inventado cualquier
otra patraña? A mucha gente le desagrada. Ayer, los parásitos, mataron a
nuestro Ósipov. Han hablado de ello en la prensa… ¿Me podéis explicar por
qué él, ese hijo de puta, mata a la gente?».
En Sujínichi conocí al general Rokossovski. Desde la batalla a las puertas
de Moscú su nombre estaba en boca de todos. Además, era un hombre
atractivo. Creo que era el general más amable con el que me he encontrado.
Sabía que no había tenido una vida fácil. La poeta Olga Bergholz me contó
que, cuando estuvo arrestada, su vecino de celda había sido Rokossovski. Fue
herido en Sujínichi, la esquirla de un obús le rasguñó el hígado. Rokossovski
apenas podía comer, una sacudida de automóvil o cualquier movimiento
brusco le causaban dolor, pero pocos se daban cuenta de ello, dado que
Konstantín Konstantínovich se distinguía por su insólito dominio de sí mismo.
Naturalmente, le pregunté qué iba a ocurrir. Me respondió tranquilamente que
los alemanes trataban en vano de achacar toda la culpa de sus derrotas al
invierno ruso. Sin embargo el invierno, más que nada, los había salvado, pues
había interrumpido nuestro avance. Tal vez lo dijera para animar a la gente, tal
vez porque pensara que si un ajedrecista no sabe cuál es la estrategia de su
adversario, a pesar de ver sus fichas sobre el tablero, cómo iba a saberlo un
comandante que tiene que basarse en los datos que le brindan los servicios de
información y que a veces no se corresponden con la realidad.
Dos meses más tarde oí decir a un militar: «Hemos hecho mal en dispersar
nuestras fuerzas: Yújnov, Sujínichi… Y no hemos preparado nuestras
defensas». No tengo una opinión formada al respecto. Es difícil entender las
matemáticas sin una preparación especial, pero una vez dominas su lenguaje
resulta claro que una cosa es de una manera y no puede ser de otra. Con la
historia es diferente: cualquier acontecimiento se presta a diversas
interpretaciones. Los artistas representaban a Urania, la musa de la geometría
y la astronomía, con un compás en la mano, y la musa de la historia, Clío, con
un manuscrito y un lápiz. En la recopilación de proverbios rusos que realizó
Dahl hace cien años, varias páginas están dedicadas al arte de la invención.
Entre ellos, figura el siguiente: «¿Es responsable el demonio de que Zájar sea
comisario?».
El 18 de mayo nuestro boletín anunció una gran victoria en el sector de
Járkov. Estaba sentado escribiendo un artículo cuando entró el coronel Kárpov
y, con aire misterioso, dijo: «No escriba nada sobre el sector Járkov, tenemos
instrucciones». Una semana después los alemanes comunicaron que tres
ejércitos soviéticos habían sido rodeados al sur de Járkov. El 5 de junio me
llamó por teléfono Scherbakov: «Escriba artículos para la prensa extranjera
sobre el segundo frente». Mólotov voló a Londres. El 10 de junio los alemanes
iniciaron una gran ofensiva en el frente sur.
Empezó el amargo verano de 1942. En los boletines aparecieron los
nombres de nuevos frentes: Vorónezh, Don, Stalingrado, Transcaucasia. Era
terrible pensar que un ciudadano de Düsseldorf campaba por Piatigorsk, que
los jovenzuelos de Magdeburgo se maravillaban con la arena de las tierras de
los calmucos. Todo parecía inverosímil.
Me sentaba y escribía, escribía cada día para Krásnaia zvezdá, para
Pravda, para la sección política del ejército, para los periódicos ingleses y
estadounidenses. Quería ir al frente, pero la redacción no me lo permitió.
Venían a la redacción algunos militares y hablaban de sus experiencias
durante la retirada. Me acuerdo de un coronel que repetía con aire lúgubre:
«¡Nunca he visto una estampida parecida!».
La retirada parecía más aterradora que la de 1941: entonces se podía
explicar por lo imprevisto del ataque. Oficiales, funcionarios políticos y
soldados del Ejército Rojo me enviaron cartas llenas de alarma y de
reflexiones pesimistas. Todavía no lo sabía todo y no podía escribir todo lo
que sabía. Sin embargo, en verano de 1942 conseguí contar una parte de la
verdad; hice revelaciones que no se hubieran publicado ni tres años antes ni se
publicarían tres años después. He aquí un fragmento de un artículo de Pravda:
«Recuerdo que hace algunos años, al entrar en una institución, me di un golpe
contra una mesa. “Contra esta mesa se golpea todo el mundo”. Pregunté: “¿Por
qué no la cambian de sitio?”. “El director no ha dado la orden. Si lo hiciera,
me preguntaría: ‘¿Por qué has hecho esto, qué significa?’. Mejor dejarla donde
está, así todo está más tranquilo”. Todos tenemos en el cuerpo las
magulladuras de esa mesa simbólica, de la inercia, de la indiferencia». Y éste
es otro fragmento de un artículo de Krásnaia zvezdá: «¿Quién puede expresar
con palabras qué piensan los hombres en primera línea? Piensan con
intensidad, excitación e insistencia. Piensan en el presente y en el pasado.
Piensan en el motivo por el cual falló la operación del día anterior y por qué
hay tantas cosas que no les enseñaron en los diez años de escuela. Piensan en
el futuro, en la prodigiosa vida que la victoria les ofrecerá… La guerra es una
gran prueba tanto para los pueblos como para los individuos. Durante la
guerra muchas cosas se vuelven a pensar, a examinar, a evaluar… La gente
vivirá y trabajará de otra manera. Con la guerra hemos adquirido espíritu de
iniciativa, disciplina y libertad interior».
En el frente había mucha confusión y tanto heroísmo que me conmovía en
lo más profundo. Los alemanes se acercaban a Stalingrado, pero el Ejército
Rojo se aproximaba a la victoria, aunque entonces no lo sabíamos. Aquel
verano lo que me sostenía, como a todos mis compatriotas, era una especie de
exasperación.
Moscú era al mismo tiempo una retaguardia lejana y un puesto de
observación en primera línea. Los alemanes todavía resistían en Gzhatsk, pero
en aquel sector no trataban de atacar, y Moscú no conocía la fiebre del otoño
anterior. Un bromista había compuesto los siguientes versos: «Había una vez
una abuela que tenía una pequeña yegua gris. Éste es el cuento, pero los
alemanes ya están aquí». Las calles estaban atestadas de gente, había colas por
doquier, los tranvías iban abarrotados. La gente estaba lúgubre, taciturna.
Todos sabían que los alemanes se habían apoderado del trigo de Kubán, del
petróleo de Maikop, y que querían incomunicar Moscú de los Urales y
Siberia. En los periódicos se leía la vieja advertencia de los jacobinos
franceses: «¡La Patria está en peligro!».
Todavía guardo un cuaderno de aquel verano; las anotaciones son breves e
incoherentes: fechas de acontecimientos, frases pronunciadas por alguien,
pedazos de vida.
Selvinski, que había regresado de Kerch, decía: «Los combatientes han
aprendido, pero los generales no». Hablaba del pánico, de las atrocidades
cometidas por los alemanes, que habían hecho entrar en las catacumbas
primero a los judíos y luego a los prisioneros de guerra. Temin trajo de
Sebastopol fotografías que ilustraban la agonía de la ciudad: las casas en
ruinas, el monumento a Lenin, niños muertos, un marinero con su camiseta a
rayas ensangrentada.
Llegó la noticia de la muerte de Petrov. Fui a ver a Katáiev y me encontré
con Stavski. Permanecimos sentados en silencio.
Le pregunté al embajador británico Kerr cuándo se abriría el segundo
frente. En lugar de darme una respuesta empezó a preguntarme qué forma tenía
la pipa de Stalin, pues quería traerle de Londres la mejor que encontrara. Le
dije que no sabía nada de la pipa de Stalin, dado que no me veía con él, y que,
además, nada tenía importancia excepto la apertura del segundo frente. Kerr
esbozó una sonrisa delicada y se quedó callado.
Estaba en mi habitación de hotel cuando oí gritos en el pasillo. Salí y me
enteré de que el poeta Yanka Kupala había caído por las escaleras desde el
piso de arriba.
Shapiro, el corresponsal de la United Press, llegó corriendo, fuera de sí,
porque el censor había suprimido de su artículo la frase «de Vorónezh a Don
hay ocho kilómetros».
Una mujer vendía patatas a cuarenta y cinco rublos el kilo. La mataron. Un
terrón de azúcar costaba diez rublos. En Moscú vivía una francesa, Annette,
que se había casado con un arquitecto soviético. Tenía un bebé. Su marido
estaba lejos. Un día la mujer llamó por teléfono y, jadeante de la emoción,
anunció: «Ha vuelto Vánechka, ha traído una botella de aceite».
El 26 de julio se organizó una feria del libro. Los escritores firmaban sus
obras. Una mujer se puso a protestar: «¿Por qué ha puesto la fecha en el suyo y
no en el mío?». Nadie sonrió.
Alekséi Tolstói, tras dar una calada a la pipa, dijo: «Los alemanes, al
final, serán vencidos. ¿Pero qué sucederá después de la guerra? La gente ha
cambiado».
El 29 de julio se publicó un decreto en virtud del cual se establecían
nuevas órdenes militares: órdenes de Suvórov, de Kutúzov y de Aleksandr
Nevski. El mismo día se leyó a las tropas la orden del día de Stalin: no
hablaba de condecoraciones sino del abandono, no ordenado por nadie, de
Rostov y Novocherkassk; hablaba del caos y el pánico; las cosas no podían
seguir así, había llegado el momento de reaccionar: «¡Ni un paso atrás!».
Stalin nunca había hablado con tanta franqueza y la impresión que causó fue
inmensa. Un corresponsal de Krásnaia zvezdá me dijo: «El padre se dirige a
su hijo: estamos arruinados, tenemos que cambiar el modo de vida».
Pronunció la palabra padre sin ironía y sin entusiasmo, como la constatación
de un hecho.
Los alemanes, sin embargo, continuaron avanzando hacia el Cáucaso
Norte.
Llegó el general Góvorov, dijo que había estado con Stalin y que había
insistido en que se evacuara a la población civil de Leningrado.
En la redacción leí que el futurista Marinetti estaba camino de Rusia:
quería ver cómo los fascistas reeducaban a los mujiks. Me acordé de los
viejos versos de Marinetti: «Mi corazón de azúcar rojo».
Me entregaron el diario del secretario de la policía militar del
626.º Grupo, Friedrich Schmidt. He aquí la entrada del 25 de febrero: «La
comunista Yekaterina Skoroiedova, varios días antes del ataque ruso contra
Budiónovka, ya estaba al corriente del mismo. Ha expresado juicios negativos
sobre los rusos que cooperaban con nosotros. La fusilaron a las doce del
mediodía. El viejo Saveli Petróvich Stepanenko y su mujer, ambos de
Samsonovka, también fueron fusilados. Fue asesinado también el niño de
cuatro años, hijo de la amante de Goravilin. Alrededor de las cuatro de la
tarde condujeron a mi casa a cuatro chicas de dieciocho años que habían
venido desde Eisk caminando sobre el hielo. La fusta las hizo más dóciles. Las
cuatro son estudiantes y muy hermosas». Publiqué el diario y recibí una carta
de un sargento de Budiónovka que había conocido a los fusilados. Era difícil
vivir sabiendo que cerca de ti vivían hombres de la calaña del tal Schmidt.
Me enviaron Calendario popular, el manual del agricultor, que los
alemanes habían publicado en ruso para las zonas ocupadas. Por entonces leía
a diario documentos horribles sobre las atrocidades, el sadismo y los
esfuerzos fascistas no sólo para devastar sino también para humillar a nuestro
pueblo. ¿Qué significaba un ridículo calendario en relación con las órdenes de
Hitler? Pero había detalles que me producían náuseas; me puse hecho una
furia, copié «las fechas memorables»: «12 de enero. Cumpleaños de Goering
y Rosenberg; 29 de enero. Cumpleaños de Chéjov; 10 de febrero. Muerte de
Pushkin; 23 de febrero. Muerte de Horst Wessel; 24 de febrero. Hitler expone
el programa del Partido Nacionalsocialista; 26 de febrero. Muerte de
Shevchenko», etc. De golpe me di cuenta de todo y despotriqué: «¡Goering y
Chéjov! ¡Sólo faltaba eso!».
El 15 de agosto se celebró un encuentro de escritores. A. A. Fadéiev decía
que corrían tiempos difíciles, que era preciso resistir sin lloriquear ni
emborracharse. Ese día los alemanes tomaron Yelistá.
El kazajo Askar Lejerov me escribió desde el frente: «¿Qué es la vida?
Sin duda, es una gran pregunta. Porque todos quieren vivir, pero la muerte es
inevitable una vez en la vida. Entonces es mejor morir como un héroe».
Los alemanes llegaron a Mozdok. Cada día alguno de mis conocidos
recibía noticias sobre la muerte del padre, del hijo, del marido. Fui varias
veces al frente. Cuadrillas de mujeres, exhaustas, reparaban las carreteras. En
las fábricas los niños trabajaban y en los descansos se ponían a jugar. Todo se
confundía: el heroísmo y el pasmo, el crecimiento espiritual y la dura vida
cotidiana.
Desde el inicio de la ofensiva alemana todo el mundo especulaba sobre
cuándo abrirían por fin los Aliados el segundo frente. Úmanski me decía: «No
contéis con ello, nunca habrá un segundo frente». Yo escribía artículos
mordaces para News Chronicle, Evening Standard y Daily Herald para decir
lo que pensaban los nuestros con respecto a la pasividad de los Aliados. Los
periódicos publicaban los artículos, incluso me lo agradecían, pero, como era
de esperar, nada cambió. Es cierto que un miembro del Parlamento, el
conservador Davison, al formular una pregunta al ministro de Información,
hizo referencia a uno de mis artículos, pero los ministros ingleses, incluso el
de Información, son unos artistas en el arte de dejar las preguntas embarazosas
sin respuesta.
A menudo me encontraba con los corresponsales extranjeros. Leland
Stowe era optimista y no dejaba de repetir: «Pronto habrá un desembarco en
Francia u Holanda»; su optimismo era innato, como el de Petrov, quien, al
partir a Sebastopol, me había dicho: «Estoy seguro de que dentro de una
semana o dos abrirán el segundo frente». Hindus y Werth, por el contrario, se
mostraban escépticos. De los corresponsales extranjeros y de algunas historias
divertidas que recuerdo hablaré más adelante, pero aquel verano no estábamos
para bromas… Si alguna vez reímos fue sin alegría. Al abrir las latas de
conservas americanas, los soldados decían con malicia: «Venga, abramos el
segundo frente».
En Londres y Nueva York se celebraron grandiosas manifestaciones: la
gente de la calle exigía un segundo frente. El 12 de agosto Churchill llegó a
Moscú. Estábamos muy excitados: ¿Se llegaría a un acuerdo? Shapiro vino
corriendo: «Harriman no está contento con el resultado». Se lo conté a
Úmanski. Konstantín Aleksándrovich sonrió maliciosamente: «¿Y quién está
contento? Tal vez sólo Pétain». El comunicado oficial era confuso.
Después de la partida de Churchill, llegó la noticia de un desembarco
inglés en Dieppe. La gente formaba corrillos en la calle para hablar de ello
con regocijo: «¡Ahora verán lo que es bueno los alemanes!». Me preguntaban
dónde estaba Dieppe. Yo era más bien escéptico, pero esa tarde, en la
redacción, todos afirmaban que aquello era el preludio de grandes
operaciones, que Stalin había logrado convencer a Churchill, que los alemanes
se verían forzados a retirar inmediatamente varias divisiones de nuestro frente.
Ortenberg telefoneó a Mólotov: ¿era necesario dedicar un artículo de fondo al
desembarco en Dieppe?
Nuestras ilusiones no duraron demasiado: el desembarco en Dieppe
resultó ser una incursión insignificante. ¿Acaso el gobierno inglés quería
tranquilizar a la opinión pública? En la redacción, Moran recitó unos versos
de Polezháiev: «El lord británico, libre, orgulloso, es obstinado y firme como
un patriota. Ama el honor, le gusta comer y después sentarse en el buque de
vapor».
No sé qué le parecería al británico medio la incursión en Dieppe, pero
nosotros estábamos indignados: nos daba la impresión de que nos habían
engañado. Durante la guerra se desvanecieron un sinfín de buenos
sentimientos; a veces yo mismo caigo en la cuenta de hasta qué punto me
embruteció. Pero un sentimiento elevado, relacionado con la abnegación,
floreció precisamente en los años de guerra; en nuestros periódicos lo
llamaban «fraternidad en el combate». Poco a poco dejaban de impresionarnos
las historias del francotirador que había causado cincuenta bajas entre las filas
alemanas o del soldado de infantería que había destruido cinco tanques con
«botellas»: es posible habituarse al coraje. Pero había algo que
invariablemente nos conmovía tanto a mí como a todas las personas con las
que me encontraba: la abnegación, la muerte del soldado que había decidido
salvar al compañero poniendo en riesgo su propia vida. A esto no es posible
acostumbrarse: siempre nos sacude, parece un milagro, y por increíble que
resulte se renueva nuestra confianza en la vida.
Está la diplomacia, que es inaccesible a los profanos. Luego está lo que se
llama política exterior, que puede ser entendida por todos, pues al estar
relacionada con la conveniencia, la estrategia o la táctica apela a la razón.
También hay algo más: la conciencia. Es peligroso herirla. Dado que hablo de
lo vivido, no puedo guardar silencio sobre lo que sufrimos aquel condenado
verano. Por supuesto, entiendo por qué los Aliados iniciaron su campaña
militar el verano de 1944 y no en 1942. Willkie y después Eden me explicaron
que en aquel momento sus países no estaban lo suficientemente preparados
para un desembarco y no querían «pérdidas innecesarias». El ejército de
Hitler, según ellos, debía consumirse en nuestro frente. «Las pérdidas
innecesarias» las sufrimos nosotros. Es posible llegar a entender un cálculo
semejante, no es un razonamiento tan complicado, pero es difícil olvidar lo
sucedido: para casi cada uno de nosotros significó la pérdida de un allegado.
10

En septiembre el general Ortenberg me permitió ir a Rzhev, donde se libraban


batallas encarnizadas desde agosto. En nuestra historia militar, al referir estas
batallas, se dice: «Las operaciones ofensivas en la zona de Rzhev, dirigidas
contra la base militar alemana del grupo Centro, que se encontraba al mando
del coronel general Model, inmovilizaron a un gran número de fuerzas
enemigas, contribuyendo de este modo a la defensa de Stalingrado». En las
crónicas de muchas familias soviéticas Rzhev está vinculada a la pérdida de
un ser querido: en los combates se derramó mucha sangre. Por mi parte, no
conseguí ir a Stalingrado y todo cuanto sé sobre la batalla del Volga es a
través de los artículos de Grossman, la novela de Nekrásov y lo que me
contaban mis amigos. Pero nunca podré olvidar Rzhev. Tal vez otras ofensivas
tuvieron un coste humano más elevado, pero creo que no ha habido otra más
triste: se luchaba durante semanas enteras por cinco o seis árboles quebrados,
por el muro de una casa en ruinas o por un cerro diminuto.
La lluvia, a pesar del director de Pravda, continuaba pareciendo amarilla,
incluso rojiza. ¿Qué puede ser más melancólico, en otoño, que los pantanos de
Tver bajo un cielo sucio, el follaje febril y abigarrado y el barro absorbente
de las carreteras? Los coches patinaban, quedaban atascados, y al grito
desesperado de «¡Tirad!» los hombres empujaban para liberarlos. En algunos
puntos la carretera estaba cubierta de árboles talados y los todoterrenos,
manchados de barro, saltaban como pájaros heridos. Tardamos mucho en
llegar a Rzhev. En Torzhok, en Staritsa, arrasados por la aviación alemana,
negreaban los esqueletos carbonizados de las casas vacías. En los pueblos las
mujeres escarbaban la tierra en busca de patatas y las sujetaban entre las
manos como si fueran rocas de oro.
Desde una de las colinas se podía distinguir Rzhev. Poco quedaba de ella,
aunque de lejos parecía una ciudad normal y habitada. Los nuestros habían
tomado el aeródromo, pero la ciudadela seguía en manos de los alemanes.
Destacaban dos bloques de viviendas: al más alto los soldados lo llamaban
«coronel» y al otro, «teniente general». Parte del bosque que lindaba con la
ciudad era un campo de batalla; los árboles, desfigurados por los proyectiles y
las granadas, parecían estacas clavadas en completo desorden. La tierra estaba
surcada por trincheras; los refugios se hinchaban como vejigas. Los cráteres
estaban tan juntos que se confundían unos con otros.
Los uzbekos, altos, bien parecidos, con ropa de camuflaje, se asemejaban
a actores de un enigmático espectáculo, y los dibujos de sus vestimentas me
hacían pensar en una pintura abstracta.
En el Estado Mayor estaban extendidos los mapas de las zonas de la
ciudad, pero a veces de las calles no quedaba ni rastro; se luchaba por un
diminuto trozo de tierra cubierto de alambre de espino, de esquirlas de
proyectil, cristales rotos, latas de conservas y excrementos. Varias veces oí
canciones alemanas, palabras aisladas: los alemanes pululaban cerca, por
trincheras parecidas a las nuestras. Rugían las armas, vomitaban furia los
morteros, y luego, de repente, en un silencio que duraba dos o tres minutos, se
oía el crepitar de las ametralladoras.
Como las personas vivían en estrecha proximidad no sólo con los
alemanes, sino también con la muerte, ya ni se daban cuenta de ello; se creaba
una especie de cotidianeidad: se preguntaban cuándo les distribuirían sus cien
gramos de vodka y discutían por qué a una tal Varia, después de haberla
trasladado al refugio del comandante del batallón, le habían otorgado una
medalla. A la luz tímida de las candilejas, los soldados maldecían, escribían
cartas a casa, buscaban piojos (los llamaban «tiradores») y se enfrascaban en
largas conversaciones sobre qué pasaría acabada la guerra. Nadie quería
hablar de la muerte, preferían evocar el pasado o hacer conjeturas sobre el
futuro. Cuando se alzaban en el cielo los cohetes del enemigo, alguno
despotricaba diciendo: «¡Ha tirado otro, el muy cerdo! Ahora comenzará
a…». Dos horas después otro comentaba, tras escupir en el suelo: «¡Sucio
parasito! Se lanza en picado…».
En el Estado Mayor se distribuían las condecoraciones, se confeccionaban
las listas de los que habían desaparecido sin dejar rastro. En los batallones
sanitarios se hacían transfusiones de sangre, se amputaban piernas y brazos.
Un camillero se quejaba: «No le dejan a uno dormir ni una hora». Las
telefonistas, las Marusias, Katias y Natashas, personajes presentes en todos
los relatos de guerra, repetían: «Oká, ponme con Estrella». Por una ingenua
conspiración del regimiento, los batallones se definían en las conversaciones
telefónicas como «haciendas». El comandante gritaba a una tal Olga o Vera:
«Pero ¿por qué te pones en medio, hija de tu madre?». Las chicas recordaban
los bailes de graduación, el primer amor; casi todas habían llegado al frente
directamente desde el pupitre de la escuela; a menudo se retraían con aire
asustado: alrededor había demasiados hombres con ojos ávidos. En la
redacción del periódico de división el mayor dictaba: «La hazaña realizada
por el sargento Kuzmichiov. Siguiendo las órdenes de mando…». Luego
compartía las noticias con un amigo suyo, instructor en el departamento de
contabilidad: «Dicen que Mejlis será sustituido, ¡ésa sí que sería buena!».
Detrás de todo esto no había, sin embargo, ni apatía ni la mezquindad de la
vida cotidiana, sino una gran tensión. Discurría el segundo año de la guerra y
hacía tiempo que ésta había dejado de percibirse como una catástrofe
repentina; había madurado, y aunque todos sabíamos que en el sur se estaban
produciendo acontecimientos terribles y que los alemanes habían llegado hasta
el Volga, existía la convicción de que la guerra se prolongaría durante mucho
tiempo, de que algunos estarían muertos, al cabo de un año o tal vez una hora,
pero que quienes sobrevivieran milagrosamente serían testigos de la victoria.
Cada cual estaba seguro de que estaría entre los supervivientes y por
superstición evitaba no sólo hablar de ello sino también pensarlo.
A veces todo parecía calmarse, luego se reanudaba la batalla. El coronel
Gavalevski consiguió expulsar al enemigo de la orilla norte del Volga. Durante
ocho meses los alemanes consolidaron sus posiciones y establecieron una red
de campos de minas. El suboficial Rashevski, a la cabeza de su compañía,
atacó antes de la hora establecida, infringiendo las órdenes. Integraban la
compañía soldados de diversas nacionalidades: rusos, uzbekos, tártaros,
hebreos, baskirios. Rashevski, aun resultando herido, se mantuvo en primera
línea. El tártaro Ibrahim Bagautdínov dijo: «Les hemos hecho un poco de
cosquillas». Los padres, la mujer y las hermanas del koljosiano Shumski se
habían quedado en un pueblo ocupado por los alemanes. «Me da pena por la
gente mayor —repetía— eso es lo que me duele». Tenía una afable cara rusa,
de rasgos imprecisos, pero se percibía que lo atormentaba la congoja. En voz
baja, Shumski decía una y otra vez: «¡Hay que matarlos!».
Recuerdo el rostro pálido de Daniil Alekséievich Prutkov, un ex fundidor
de acero de los Urales. Combatía sin descanso. Me enteré de que en los Urales
vivía su anciana madre y que los alemanes habían matado a un compañero
suyo. Por la noche Prutkov se arrastraba hasta las posiciones alemanas y
volvía cargado de trofeos: ametralladoras y rifles de precisión. Le decía al
teniente coronel Samosenko: «Camarada comandante, deme una de nuestras
ametralladoras. Tenía dieciséis alemanas, pero las he repartido todas, me da
asco utilizarlas». El teniente coronel le decía: «Tómese un día de descanso».
Prutkov se negaba: «¿Y quién irá a la batalla?». Vivía solo. Después de sufrir
una contusión, empezó a oír mal, se acercaba al oído el reloj de pulsera:
«¡Estoy sordo! No importa, allí oiré». (No entendía a qué se refería con allí).
«¡Canallas, canallas!», repetía sin parar. Refulgían sus ojos, movía los labios,
como si obedeciera a un impulso espiritual.
El soldado Iliá Gorev me dijo: «Te secan el corazón». Y es cierto, cuando
pienso ahora en nuestros sentimientos de aquel tiempo me doy cuenta:
vivíamos en tal estado de odio hacia los fascistas, de angustia y ansiedad, que
el corazón de todos era como la tierra durante la sequía: agrietado, árido,
consumido. Sí, aquel verano de 1942…
El sargento Beliakov era un koljosiano viejo y silencioso. Un día se puso a
hablar conmigo y me contó las dificultades que tenía su mujer: tres niños,
salud delicada y un koljós nada próspero. Ya antes de la guerra habían vivido
mal, pero ahora era mucho peor. Mientras los demás bromeaban, discutían y
compartían las últimas novedades de la guerra, él permanecía sentado en
silencio, a veces encendía un cigarrillo y tosía un buen rato; sólo una vez
perdió los estribos, cuando una mujer le explicó que los alemanes, antes de
irse, habían matado a su vaca: «¡No tienen conciencia! Para ellos, un soldado
o un niño son lo mismo. Matar a estos tipejos es quedarse corto. ¿Qué
podemos hacer con ellos?». Se sumió en el silencio, echó un poco de tabaco
casero en un trozo de periódico (no le gustaba leer) y añadió en voz baja:
«Dicen que sus tiendas son magníficas, surtidas de todo tipo de mercancías.
Pero ¿acaso tienen alma?».
Misha Sávchenko era objeto de todas las burlas; escribía poemas de amor
y se los dedicaba a varias mujeres: ahora a Svetlana, ahora a Lénochka.
Apunté unos versos que me hicieron reír: «En el frente no hay rosas, ni
Pegaso, pero el Fritz ha sembrado aquí tantas minas. Sin embargo, yo, antes
del ataque, estoy contigo, amor. Contigo entraré en Berlín». Se sentía ofendido
porque ninguna de sus obras se había publicado en el periódico de la división:
«Sólo aceptan los poemas que están llenos de lugares comunes. Si escribiera
sobre el honor de la guardia me publicarían inmediatamente». Y este mismo
Misha, cuando los alemanes pasaron al ataque, puso fuera de combate un
tanque. El general Chanchibadze le entregó la Krásnaia zvezdá y lo abrazó.
Misha enarcó sus finas cejas, ya de por sí elevadas: «Y qué iba a hacer,
¿dejarlo pasar?». Dedicó a una tal Grusha los versos que escribió sobre la
condecoración otorgada, pero no se los publicaron.
Recuerdo también a un pequeño barbero judío, creo que se llamaba Fegel:
su nombre se ha borrado en el cuaderno. A diferencia de otros barberos,
cortaba el pelo y afeitaba en silencio. Nadie entendía cómo se las había
ingeniado para capturar a un prisionero enemigo dispuesto a hablar, cómo
había logrado arrastrar al robusto alemán. De hecho, él tampoco se lo
explicaba: «Me aburría. Y, bueno, tal vez me acordé de algunas cosas…». No
traté de averiguar qué había recordado; lo más probable es que algunos de sus
seres queridos se encontrasen en territorio ocupado: era de Minsk. Me limité a
preguntar: «¿Tuviste miedo?». Él se encogió de hombros: «Mientras avanzaba
a rastras no sentía nada. O tal vez sí, pero lo he olvidado. Aunque ahora me
asusto con sólo pensarlo».
Con el periodista estadounidense Leland Stowe fui a ver al general P. G.
Chanchibadze, un georgiano impetuoso y alegre. Aquella noche los alemanes
lanzaron un duro ataque con fuego de mortero, pero Chanchibadze, impasible,
pronunció varios brindis floridos. Quería «tumbar» al estadounidense. Leland
Stowe, un tipo valiente, había estado en diferentes guerras: en España, en
Noruega y en Libia. Sabía beber como el que más, pero tuvo que tirar la
toalla: «Hasta aquí hemos llegado». Entonces el general llenó para él mismo
un vaso hasta el borde y al periodista le sirvió apenas un dedo, y me dijo:
«Tradúzcaselo: “Así es como combaten los nuestros, y así es como luchan los
estadounidenses”». Stowe soltó una risotada: «¡Por primera vez estoy contento
de que no sepamos luchar!». Al día siguiente por la noche, de camino al
Estado Mayor del ejército, vimos una isba y llamamos a la puerta durante un
buen rato. Al final se oyó la voz de una mujer asustada: «¿Quién es?».
«Amigos». La mujer nos dejó entrar, al tiempo que nos miraba con
desconfianza. «Pensaba que eráis Jritzes» (así pronunciaba Fritzes). Al oírnos
hablar en una lengua que no era la rusa, se puso a llorar: «¡Jritzes!». Le
expliqué que mi compañero era estadounidense, a lo cual respondió: «¿Y qué
hacen en sus casas, con los brazos cruzados? ¿Esperan a que mueran los
nuestros?». Se lo traduje a Stowe, que bajó la mirada. Se despertó un niño y
empezó a llorar; la mujer lo acunó en sus brazos.
Cerca de Rzhev me encontré, para mi sorpresa, con una «española», Emma
Lazarevna Wolff. Trabajaba en el servicio de contrapropaganda. Recordamos
el tiempo pasado en Madrid. Todo aquello ya había pasado, pero teníamos la
sensación de que duraría siempre: teléfonos de campaña, morteros, muerte. Su
hijo había crecido; me contó que estaba combatiendo en Rzhev. Sí, y también
que ya no estaba entre los vivos nuestro querido Gorev, uno de los defensores
de Madrid. Era difícil hacerse a la idea de que había muerto a manos de los
suyos.
«Tenía un amigo, un magnífico oficial, que se había distinguido en la
guerra de Finlandia, pero lo encarcelaron un mes antes del ataque de los
alemanes», me dijo el general A. I. Zyguin, un hombre valiente y bueno.
Ocurrió en una noche estrellada y oscura, en un sector tranquilo del frente.
Estábamos sentados dentro de una tienda a la orilla del río (Zyguin la llamaba,
en tono de broma, «la casita en el Volga»), Reflexionaba en voz alta: «Hay que
llegar hasta el fondo, entonces todo será diferente… Hay demasiada
porquería. Acaban de publicar en Pravda la obra de teatro El frente. Todo es
correcto. Pero ¿por qué han caído en la cuenta tan tarde? Cuántos inocentes
han arrastrado a la muerte. En cambio, a los aduladores los han colocado en
los mejores puestos. Estábamos asustados. Aquí, en el frente, yo no tengo
miedo, pero entonces me temblaban las rodillas como a todos… Según usted,
¿sabe Stalin al menos una décima parte de lo que pasa? Para mí que no está al
corriente de nada, le tienen engañado y le han dicho que nuestra preparación
es excelente. Ahora no puede no verlo… Lo que dice es verdad. Pero ¿quién
lo llevará a la práctica? Los mismos de siempre».
Por aquel entonces muchos pensaban como el general Zyguin. Me gustaría
ser preciso, y cada vez me asalta el temor de que las valoraciones actuales
puedan influir en mi exposición de los sucesos del pasado. Citaré fragmentos
de una carta que, en septiembre de 1942, me envió desde el frente el capitán
Shestopal y que he conservado: «He perdido a mi mujer, a mi hijo (digo
“perdido” como si fueran objetos: en las zonas ocupadas las personas se
pierden tanto como las cosas). Mi querida Ucrania de ojos azules ha sido
crucificada por los asquerosos alemanes. […] Nunca había temido tanto por la
suerte de mi patria como ahora. […] Sólo se oye hablar de que hemos
retrocedido a nuevas posiciones, de que el enemigo ejerce presión sobre
nuestras tropas. […] Cuando la guerra haya terminado nos lavaremos las
manos y nos sentaremos a juzgar quién contribuyó a salvar el país,
recordaremos a quien se lo merezca y a quien deba ser azotado sin piedad por
negligencia y latrocinio. Tal vez la prensa se haya esforzado en educar a
nuestra sociedad a partir de buenos ejemplos, pero lo único que ha conseguido
es dar una imagen de nuestra vida social lisa como una balsa de aceite. ¡Nos
ha salido cara esta pedagogía! Stalin ahora hace sonar la alarma. Los
periódicos no faltarán a la tarea de armar un buen alboroto y lo convertirán en
una de tantas campañas. Habrá que tranquilizarse y tranquilizar a los demás
antes incluso de que llegue a su fin esta “histórica” campaña. Ellos gritaban:
“No olvidéis las sabias e históricas palabras del genialísimo (el adjetivo es
obligatorio, completamente innecesario). Stalin”. Pero nuestra frontera está
cerrada a cal y canto, la defienden con firmeza nuestros leales centinelas, etc.
¡Es un suicidio! La verdad es que hemos hecho mal muchas cosas y ahora
estamos pagando por ello. Creo que no sólo tenemos que hacer entrar en razón
a los alemanes, sino también a algunos de los nuestros. La guerra nos enseñará
muchas cosas».
Alekséi Ivánovich Zyguin murió en 1943. No sé si el capitán Shestopal
vive todavía. También hay muchos otros de los que no sé nada. En aquellos
años escribí: «Tenemos miedo a las palabras, y sin embargo te digo adiós. Si
el destino vuelve a unirnos tal vez no reconozca enseguida al viandante gris
con abrigo de viaje… El hombre es extraño: jura apasionadamente que ama
para siempre y luego olvida cuándo y a quién se lo juró… Pero hay algo que
no traicionará: la palabra mezquina, la mano cálida, el bosque de Rzhev, la
tristeza de Rzhev».
Un pequeño cuaderno gastado; muchas palabras se han borrado con el paso
del tiempo; es difícil descifrar mis propios garabatos. Pero hay una anotación
que se lee con claridad, escrita por otra mano: «Comunique a la esposa de
Kokorin que está vivo y combate». Al lado, un número de teléfono de Moscú.
No sé cuál fue el destino de Kokorin, ni siquiera recuerdo dónde lo conocí, tal
vez en la redacción de un periódico del frente, pero seguro que hablamos con
el corazón en la mano en el bosque de Rzhev…
11

A finales de la primavera de 1941 empecé a escribir para el periódico sueco


Göteborgs Handelstidningen, y un año después supe por Aleksandra
Kollontái, nuestra embajadora en Suecia, que algunos de mis artículos
enfurecían a los norteños habitualmente tranquilos e incluso flemáticos. Pero,
antes que nada, quiero contar algo acerca de Aleksandra Mijáilovna.
Cuando la vi por primera vez en París, en 1909, con motivo de una
conferencia, me pareció muy hermosa. No vestía como las otras emigradas
rusas, ansiosas de subrayar su desprecio a la feminidad; y además hablaba de
cosas que deberían apasionar a un joven de dieciocho años: la felicidad
personal, para la cual está creado el hombre, es inconcebible sin la felicidad
universal.
Sin embargo, sólo conocí mejor a Aleksandra Mijáilovna veinte años más
tarde en Oslo, donde se encontraba en calidad de embajadora.
Aunque rondaba los sesenta, a duras penas podía seguirla cuando ella
subía corriendo por las rocas escarpadas. Rezumaba juventud por su manera
de argumentar y sus sueños: corría 1929, y todavía era mucho más fácil
discutir que soñar. Me sorprendió la popularidad de la que gozaba: mucha
gente se acercaba a saludarla. Fuimos a un café y los músicos, al reconocerla,
se pusieron a tocar canciones rusas en su honor. Los políticos hablaban de ella
con respeto, mientras que los poetas y los artistas aguardaban con inquietud
que se pronunciase acerca de una exposición o libro.
A veces, cuando Aleksandra Kollontái hablaba conmigo recordaba su
pasado. Era hija del general Domontóvich, su madre había nacido en
Finlandia. A los dieciocho años se casó con el ingeniero Kollontái, de quien
pronto se separó: la felicidad conyugal no estaba hecha para ella. Se sintió
atraída por las ideas revolucionarias, viajó al extranjero, se hizo
socialdemócrata, conoció a Lenin, Plejánov, Rosa Luxemburg, los Lafargue.
En 1908 las autoridades zaristas la procesaron, pues encontraron en un folleto
suyo dedicado a Finlandia una llamada a la rebelión. Kollontái tuvo que
emigrar. (Los finlandeses no han olvidado que luchó por la independencia de
Finlandia, y eso facilitó sus contactos personales en marzo de 1940, cuando se
iniciaron las negociaciones de paz. Yo me encontraba entonces en
Saltsjöbaden, en la casa de campo del actor Karl Gerhard, que me contó el
encuentro nocturno en su casa entre los representantes del gobierno finlandés y
Aleksandra Kollontái: «Nunca había conocido a una mujer tan inteligente —
dijo—. Por lo general, las convicciones firmes excluyen la amplitud de miras
y la tolerancia, pero la señora Kollontái está dotada de una gran
sensibilidad»).
En 1914 los alemanes encarcelaron a Aleksandra Kollontái por sus
discursos antimilitaristas. Después partió para Suecia, pero el neutro y
aparentemente pacífico gobierno sueco también la detuvo y luego la deportó.
Kollontái puso rumbo a Canadá.
Recuerdo que Aleksandra Mijáilovna conservaba un artículo, publicado en
el periódico sueco de los socialdemócratas de izquierdas en julio de 1917, en
que se hablaba de unos amigos que habían ido a despedirse de la camarada
Kollontái, que viajaba a Petrogrado, a la cárcel de Kérenski. En realidad, en
la frontera la esperaba el príncipe Beloselski, comisario del gobierno
provisional, que la envió de inmediato al penal para mujeres. Después de la
Revolución de octubre Kollontái fue nombrada comisaria del pueblo de
Bienestar Social, cargo que le dio la oportunidad de crear guarderías, requisar
leche para los niños y preparar decretos para la protección de la maternidad.
En el proyecto de la primera ley sobre el matrimonio redactado por
Aleksandra Kollontái no figuraban, por supuesto, los términos «madre soltera»
o «hijo ilegítimo». Entre 1924 y 1946 Kollontái representó a la Unión
Soviética en Noruega, México y Suecia.
¿Por qué me he dejado arrastrar por el currículo y la biografía de una
dirigente política presumiblemente bien conocida? Porque, aun habiendo
dedicado sesenta años de su vida a la lucha por el triunfo de la sociedad
socialista, se ha escrito muy poco sobre ella, bastante menos que sobre otras
figuras públicas nada significativas. Es una lástima tener que decirlo, pero
nuestro país recuerda mal a las buenas personas.
Me atraía el natural espíritu democrático de Aleksandra Mijáilovna.
Hablaba con libertad, siempre fiel a sí misma, bien fuera con el grave rey de
Suecia o con un simple minero. Una vez, al presentarme a su empleada
doméstica, dijo: «Es mi secretaria personal». En la embajada comían todos
juntos: colaboradores, chóferes, la empleada doméstica. Kollontái tenía el
gran don de la enseñanza, y muchos jóvenes que trabajaron bajo su dirección
le deben a ella su desarrollo espiritual.
En 1929 me decía que el arte contemporáneo necesitaba nuevas formas, le
apasionaban las obras de jóvenes noruegos y mexicanos, le gustaba Van Gogh.
En 1933 conversábamos de literatura, y Aleksandra Mijáilovna me decía,
sorprendida: «Me han enviado dos novelas nuevas. ¿Qué necesidad hay de
estos niños disciplinados, después de Tolstói, Dostoievski, Chéjov? Con ellos
sí se puede aprender a leer».
En mayo de 1938, cuando me dirigía a España desde Moscú, pasé por
Estocolmo. Encontré a Aleksandra Mijáilovna envejecida, triste. Invitó a
comer a la embajadora de la España republicana, Palencia, y se animó cuando
ésta se puso a hablar de los nuevos oficiales que se habían formado en el
fragor de los combates: «Yo también considero que no está todo perdido».
Cuando Palencia se fue, Aleksandra Mijáilovna me preguntó: «¿Cómo va en
casa?». Y se apresuró a añadir: «Si quieres, no contestes, lo sé…». Cuando
nos despedíamos me dijo: «Te deseo que seas fuerte, ahora necesitarás serlo
el doble que antes, no sólo porque pronto estarás en Barcelona, sino porque
acabas de estar en Moscú».
Conservo algunas cartas suyas que recibí durante la guerra. Me escribía
sobre mis artículos, haciendo referencia sólo de pasada a sí misma: «Trabajo
muchísimo, son temas importantes». Así era su carácter.
La visité a menudo durante sus últimos años de vida. Había sufrido una
parálisis parcial, pero seguía trabajando. Todavía le pedían consejo los
funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores. Estaba escribiendo sus
memorias para los historiadores del futuro: quería contar lo que había visto y
vivido. Murió a los ochenta años.
Pero ahora hay que dejar a ese gran corazón para volver a la política
mezquina. Suecia, como todo el mundo sabe, aun declarándose neutral en la
Segunda Guerra Mundial, permitió que el ejército de Hitler transportara
efectivos y equipamiento a través de su territorio. Algunos suecos lo
aprobaron, otros lo aceptaron a regañadientes, pero muchos se indignaron.
El periódico Göteborgs Handelstidningen, que era partidario de los
Aliados, me pidió que les enviara artículos desde Moscú. Comprendí que la
situación de Suecia era complicada y me esforcé en escribir con el mayor
tacto. Con todo, mis artículos provocaron la indignación de los alemanes. La
agencia de prensa nazi DNB (Deutsche Nachrichtenbüro) comunicó que,
durante una rueda de prensa, un representante del Ministerio de Asuntos
Exteriores advirtió a los suecos de que «los artículos de Ehrenburg en el
periódico Göteborgs eran incompatibles con la neutralidad y que podían tener
para Suecia consecuencias desagradables».
Algunos periódicos suecos, Stockholms-Tidningen, Göteborgs Morgen y
Aftonbladet entre otros, apoyaron las declaraciones de Ribbentrop.
Particularmente ingenioso se reveló Dagposten: «Ehrenburg ha batido todos
los récords de sadismo intelectual. No es necesario criticar sus burdas
mentiras para demostrar que intenta atribuir a los alemanes lo que
habitualmente hacen los soldados del Ejército Rojo».
El señor Tegner, director de un popular periódico deportivo, Idrottsbladet,
se enloqueció como si estuviera en un partido de fútbol. Mis artículos, según
varios simpatizantes de Hitler, estaban relacionados con el hundimiento de
barcos suecos en el mar Báltico, con planes rusos para tomar Estocolmo y
horrores por el estilo.
Los artículos publicados en el periódico Göteborg iban a parar a la prensa
ilegal de Noruega y Dinamarca. Esto, por supuesto, irritaba a los alemanes, y
Frankfurter Zeitung escribió que «todos los suecos razonables protestan
contra la hospitalidad dispensada al sanguinario provocateur de Moscú». El
periódico citó al explorador Sven Hedin, que había hablado de «la ferocidad
del oso ruso» y exaltaba a un sueco que se había alistado como voluntario en
una división alemana.
También expresó su opinión un hombre que ocupaba un cargo de
responsabilidad, el director de Correos y Telégrafos Anders Örne. Publicó un
artículo titulado «Iliá Ehrenburg en Suecia», en el que decía: «Asistimos a una
tentativa de conquistar Suecia desde dentro, para que pase a formar parte de la
URSS». Sucedió en julio de 1942, cuando nuestro ejército se desangraba en
las estepas de Don.
A principios de 1943 apareció publicado en la revista sueca Volksvilian:
«Hemos publicado los comentarios de Iliá Ehrenburg sobre el último discurso
de Hitler. Cortamos algunos pasajes para que el artículo no contuviera nada
que pudiera ofender al jefe de Estado alemán. El artículo no encontró
objeciones por parte del organismo encargado de controlar la prensa. No
obstante, al día siguiente se celebró una sesión ministerial en la que se decidió
confiscar todos los ejemplares con el artículo de Ehrenburg. Consideramos
que se trata de un abuso de poder».
El director de Göteborgs Handelstidningen, el profesor Segerstedt, me
dijo que aunque por culpa de la censura a veces se veía forzado a meter la
tijera en mis artículos, me estaba profundamente agradecido, y que le
satisfacía comunicarme que recibía muchas cartas de los lectores expresando
su apoyo. Aleksandra Kollontái me dijo en una carta: «Ya sabes que en Suecia
se te quiere y aprecia».
En Moscú a veces visitaba al embajador de Noruega, Rolf Andvord.
Encendía la chimenea y me invitaba a una copa de vino; era un hombre
hospitalario y agradable. Recordábamos a los amigos noruegos comunes.
Estaba al corriente de la polémica suscitada en los periódicos suecos y me
decía: «No haga caso al director de Correos. Él, como director, no deja de ser
un burócrata, mientras que las cartas las escriben los suecos de a pie. Son
buena gente. Conocen la suerte que le ha tocado a Noruega, les duele e incluso
a veces les avergüenza».
Cinco años más tarde, acabada la guerra, estuve en Suecia. Pasé por
Göteborg, y en Göteborgs Handelstidningen (donde ya no estaba el profesor
Segerstedt) publicaron una nota muy descortés sobre mí, colaborador en
tiempos de guerra. No me sorprendió: había entendido mucho tiempo atrás que
cuando todo lo decide la política, la memoria puede convertirse en un
prejuicio pesado.
Me encontré con gente que nos había apoyado en los años más difíciles.
Me hice muy amigo de Georg Branting, a quien había conocido en España, y vi
a Meer y muchos otros. Entendí que el embajador noruego tenía razón: en
Suecia había muchas buenas personas, y todos recordaban con cariño a
Aleksandra Kollontái.
¿Cuál es la conclusión? La vida de un país extranjero recuerda a un
auditorio de teatro sumido en la oscuridad: sólo está iluminado el escenario. Y
en él aparecen y desaparecen los actores: todo depende de las circunstancias,
de la coyuntura, de los caprichos de un director de escena llamado Historia.
Cuando Hitler se acercaba al Volga, cuando estaba en Egipto y se abría paso
hacia la India, en el teatro sueco se asistía a la pésima puesta en escena de una
mala obra. Pronto la retiraron de la cartelera: los soldados del Ejército Rojo
hicieron hablar a los suecos. ¿Y en la sala? En la sala se sentaban los
espectadores ordinarios, que pueden aplaudir o pitar, pero en ningún caso
intervenir con sus propias réplicas. Y a veces, cuando el público irrumpe en el
escenario, no sólo se rompe en pedazos el decorado, sino todo el teatro…
12

La noticia del final de la batalla de Stalingrado me sorprendió estando de


viaje. Me encontraba con el fotógrafo de Krásnaia zvezdá, S. I. Lóskutov, de
camino a Kastórnoie. Me sentía de buen humor: estaba claro que se había
producido un viraje; hasta ese momento habíamos tenido que creer en la
victoria, pero ahora no había lugar para las dudas: la victoria estaba
garantizada.
Hacía un frío de mil demonios, febrero había empezado con largas
tormentas de nieve, con ese viento bajo que te abofetea la cara. Pero, cuando
llegamos a Kastórnoie, la noche era helada y clara. La luna brillaba con una
luz verdosa y mortecina sobre los campos cubiertos de nieve, los cadáveres
desgarrados por los proyectiles, los tanques aplastados. Nos quedamos allí
mirando un rato, luego entramos en una isba.
Por la mañana deambulé un buen rato por Kastórnoie. Las divisiones
alemanas que se retiraban de Vorónezh cayeron en una trampa justo allí, y
aquella aldea, prácticamente desconocida, de pronto saltó a la fama. Camiones
volcados, todoterrenos enterrados en la nieve, Opels, Citroëns y Fiats en los
que antes los recién casados se iban al mar, autobuses italianos con los
laterales arrancados, documentos del Estado Mayor, trozos desgajados de
cuerpos humanos, cocinas de campaña, cabezas desmembradas con el casco,
botellas de champagne, portafolios, manos cercenadas, máquinas de escribir,
ametralladoras, una muñeca-amuleto de París con largas pestañas y un talón
desnudo que despuntaba de la nieve.
La visión de un hombre muerto impresiona, incluso en la guerra. Sin
querer, uno empieza a pensar de dónde vino, qué le trajo hasta allí, a quién
dejó detrás. En este sentimiento hay algo humano. Pero en Kastórnoie no
podías pensar en el destino de un soldado en concreto. Por una hora apareció
el sol de invierno y, bajo su luz, los cadáveres parecían figuras de cera,
mientras que el campo nevado, con la chatarra, los cuerpos desmembrados y
los cráteres negros, parecía la maqueta de un mundo desaparecido hacía
mucho tiempo.
Un teniente me ofreció un trago de coñac. Nos sentamos en una isba
oscura, calentada por la gente que se agolpaba dentro. Todos hablaban sin
cesar. El teniente nos explicó que había caminado treinta kilómetros en un día
por la estepa nevada. «Disparaba y caía al suelo del sueño». Recuerdo al
joven capitán Tischenko. Todo se confundió y acabó rodeado de alemanes.
«¿Qué podía hacer? Eramos nosotros los que teníamos que cercarlos, pero al
mirar me veo rodeado de Fritzes… Ni siquiera sé cómo se me ocurrió la idea,
seguramente fue el miedo, cogí a uno de ellos por el brazo y le dije: “Haces
bien en rendirte, gut, muy gut”. Y levantaron las manos».
Anoté en mi cuaderno: «El sargento Koriavtsev cayó en agua helada. El
jefe de la compañía decía: “Vete a casa o te congelarás”. Pero el sargento
contestaba: “No tengo frío, la rabia me calienta”».
El soldado Neimak tenía una mano vendada. Antes de la guerra trabajaba
como contable en Chernígov. Sucio, sin afeitar, barba cana. Sonreía
maliciosamente: «Hablan de la “suerte judía”, y ya ve qué suerte he tenido yo:
tres dedos arrancados, pero me quedan dos, los que necesito para disparar. Lo
reconozco: ardo en deseos de llegar a Chernígov».
También anoté una larga conversación que mantuve con un explorador
alemán, Otto Zinsker, oficial del Estado Mayor del 13.° Cuerpo. Era un
hombre de mediana edad y bastante inteligente. Lo primero que me dijo fue:
«La grandeza de Hitler no me ha cegado, pero no quiero criticarlo: vale lo que
vale. Supo despertar el orgullo nacional en los alemanes: ése es su mérito. Lo
malo es que los nazis a menudo ponen trabas a los comandantes viejos y
experimentados… Por supuesto, la erradicación del comunismo y la
liquidación de los judíos figuran en el programa del partido. La política no me
interesa, y un soldado no puede compadecer al pueblo enemigo: la guerra es la
guerra. Pero verá, la violencia y el pillaje son capaces de depravar a
cualquier ejército, incluso al alemán. Por lo demás, tampoco es lo más
importante». Guardó silencio, y sólo una hora después, cuando había entrado
en calor y fumado varios cigarrillos, se explayó: «¿Cree que nuestro servicio
de inteligencia no estaba al corriente de las reservas rusas? De hecho, el
general Shtrom no sólo tenía los números de las divisiones rusas, sino también
datos relativos a la formación y el armamento. ¡Es una vieja historia! Cuando
los servicios de inteligencia pasaron la información sobre las divisiones rusas
cerca de Kotélnikovo, ésta no fue más allá del comandante del ejército. El
general Von Salmuth decía que en el cuartel general no les gustaba recibir
información de este tipo: era peligroso comunicarlo al Führer, pues el nombre
del general quedaría vinculado a una impresión desagradable. Existe, al
parecer, una ley de asociación… Por tanto, al servicio de información se le
podría dar otro nombre: nos ocupamos más bien de la desinformación. El
general Shtrom engaña al general Von Salmuth, Von Salmuth engaña al general
Keitel, Keitel engaña al Führer. Una cadena que arrastra a Alemania al
precipicio».
Seguimos avanzando y alcanzamos Schigrí varias horas después de que
irrumpieran nuestras tropas en la ciudad. Llegamos a una hora avanzada de la
tarde y estuvimos mucho rato llamando a las puertas de las casas sin obtener
respuesta. Al fin nos dejaron entrar. Serguéi Ivánovich Lóskutov encontró
acomodo junto a unos simpáticos viejecitos, mientras que a mí me llevaron a
una habitación donde vivía una mujer joven con su hijo, de unos seis o siete
años. El niño despertó y empezó a lloriquear exigiendo mermelada. La madre
lo metió en su cama, y yo dormí en un pequeño sofá. A la luz tenue de la
lámpara vi los rasgos de la mujer: un bello rostro ruso, triste y cansado. Me
sentí incómodo por haberla asustado. Le dije que ahora los horrores habían
quedado atrás, que podría descansar y calmarse. Ella rompió a llorar: llevaba
un año y medio sin saber nada de su marido, que era piloto. Había recibido la
última carta al principio de la guerra; me preguntó cómo podía encontrarlo: el
número de la estafeta de campaña, por supuesto, debía de haber cambiado y
ella ni siquiera sabía en qué unidad estaba. Luego me quedé dormido y me
despertó la voz caprichosa del niño, que de nuevo pedía mermelada. Al fin
pude ver el objeto de sus anhelos: una lata de conservas con una etiqueta
francesa. La dueña de la casa me invitó a desayunar y me explicó: «Tenemos
cuanto queremos: los alemanes lo dejaban y por la noche lo recogíamos». Le
pregunté cómo se habían comportado los alemanes. Me dijo: «Ya sabe…,
¿acaso son personas? Por suerte, no tuve relación alguna con ellos. Se
instalaron en las mejores casas, y la mía, como ve, es una choza. Aquí no vino
ningún alemán». El niño la interrumpió: «Mamá, el tío Otto venía cada día,
jugaba conmigo y también contigo». A la mujer se le subieron los colores:
«¡No te inventes tonterías!». El muchacho repitió, testarudo: «No me lo
invento. Tío Otto prometió traerme una casita de chocolate». La mujer me
miró, asustada. Le dije: «No tema. No diré nada a nadie», y me fui. (Esta
escena quedó grabada en mi memoria; en la novela La tempestad, el doctor
Krílov pasa la noche en una pequeña ciudad y escucha a un niño hablar del
«tío Otto»).
El coronel me dijo que habían capturado a un traidor, un polizei. En la
pequeña habitación estaba sentado un hombre de unos treinta y cinco años.
Alzó la cabeza y me miró con ojos turbios y acuosos. Tenía una nuez
prominente. Me contó que los alemanes habían organizado en Schigrí «cursos
para policías». Él los había seguido. Por lo demás, no había hecho nada malo.
Sólo había escrito al comandante Pauling una carta de agradecimiento en
nombre de los diplomados en el curso. Ahora se lo echaban en cara. «Qué
estupidez… Nunca me he destacado por mi espíritu práctico». Empezó a
sollozar. «Estaba asustado, y ahora los míos van contra mí». Un minuto
después de pronto se envalentonó: «No, dígame, ¿qué he hecho mal? ¿Por qué
descargan su cólera contra mí? Los llamaron “cursos de formación” y fui. En
su momento acabé la escuela secundaria, soñaba con seguir estudiando, pero
no pude. Se lo puede preguntar a cualquiera: antes de la guerra siempre cumplí
con mi trabajo responsablemente, nadie se quejó nunca. Deberían tenerse en
cuenta las circunstancias. Soy el primero en alegrarme de que vuelvan los
nuestros. ¿Por qué me atacan? Yo no estaba en Moscú; no es culpa mía que los
alemanes fueran aquí los amos y señores».
En la ciudad sólo quedaban en pie las edificaciones de madera: antes de
irse los alemanes habían prendido fuego a los mejores edificios. En el parque
de la ciudad vi un cementerio de alemanes: largas hileras de cruces. La gente
me explicaba lo que había sufrido: cuando los partisanos volaron el puente,
los alemanes fusilaron a cincuenta rehenes; en primavera ahorcaron en la plaza
a seis mujeres por estar en contacto con los partisanos. Cuando las condujeron
al patíbulo la gente lloraba. Una de las mujeres, al ver a una chica maquillada,
gritó: «¡Qué vergüenza hacer de colchón para los alemanes!». (En La
tempestad cité una canción compuesta entonces en una de las ciudades
ocupadas: «Os habéis peinado como muñequitas alemanas, los rostros os
embadurnáis, giráis como peonzas. Pero volverán nuestros halcones y no os
salvarán los rizos, los muchachos pasarán por delante de vosotras y sólo os
mostrarán desprecio»).
Torturaron a los hermanos Rusanov hasta la muerte…
El coronel dijo que los nuestros avanzaban deprisa hacia Kursk y que, al
cabo de dos o tres días, la ciudad sería liberada. Condujimos por la ruta
indicada y en Kosarzha nos sorprendió un fuerte bombardeo; nos tumbamos en
la nieve y cuando nos levantamos el campo estaba lleno de grandes cráteres
negros.
Se desencadenó una fuerte nevasca. El conductor echaba pestes, paraba
cada cien pasos; salimos del vehículo e intentamos adivinar hacia dónde
teníamos que ir: la carretera había desaparecido. Después de avanzar diez o
tal vez quince kilómetros, el coche quedó atascado. Empezaba a anochecer,
eran las cuatro de la tarde. No teníamos comida y nos estábamos helando. El
motor se paró. Yo iba vestido con ropa poco apropiada: un capote, botas,
guantes comunes en lugar de manoplas para la nieve. Se hizo de noche. Al
principio sufrí por el frío, pero luego empecé a sentir calor, incluso diría que
estaba bien. Serguéi Ivánovich refunfuñó, dijo que tan pronto como amaneciera
iría en busca de ayuda. El conductor y yo no dijimos nada. Dormitaba y me
sentía asombrosamente a gusto; lo cierto es que me estaba congelando.
Varias veces en mi vida he estado al borde de la muerte. Lo más
desagradable es la asfixia. En una ocasión, en medio de una borrasca,
sobrevolaba los Alpes con Korneichuk, Wanda Wassilewska y Fadéiev. El
pequeño avión se elevó a cuatro mil metros. Fadéiev seguía leyendo. Miré el
rostro de Korneichuk y me asusté: estaba verdoso. Por mucho que yo abriera
la boca, sentía que me faltaba el aire. Cuando la azafata me trajo una máscara
de oxígeno, no tenía siquiera fuerzas para respirar. Fue muy desagradable.
Pero recuerdo con cariño aquella noche transcurrida entre Kosarzha y
Zolotújino. ¡Qué sueños tuve! Creo que nunca en la vida he sentido tanta
felicidad. El conductor me contó luego que él también había estado a punto de
morir congelado y que también había tenido sueños felices. Pero Serguéi
Ivánovich no se resignaba a acatar el destino y quería rescatarnos. Apenas
clareó, dijo: «Me voy». Le repliqué que era una estupidez, lo vi alejarse,
hundiéndose en la nieve, y de nuevo volví a mis sueños. Sólo recuerdo
vagamente que llegó un trineo. Me sacaron del coche y me envolvieron con
una zamarra. Serguéi Ivánovich sonreía.
El mayor me ofreció un vaso de vodka; me lo bebí y ni siquiera noté que
era vodka. El mayor sacudió la cabeza y me sirvió medio vaso más. Por
supuesto, en condiciones normales, después de haber ingerido tal cantidad de
bebida, y además en ayunas, habría caído de bruces sobre la mesa. Tomamos
una comida frugal y una hora después estábamos sentados ante un mapa con los
oficiales del batallón de artillería discutiendo cómo llegar a Kursk. Nuestro
coche fue remolcado hasta Zolotújino y desde allí partimos en tren hacia
Kursk.
(En verano de 1962, después de la sesión del comité preparatorio del
Congreso por el Desarme, en la que el representante de Kenia explicó a los
pacifistas que Mao-Mao no era una tribu sino un partido, mi vecino Nikolái
Ivánovich Bazánov, un hombre humilde y extremadamente pacífico, me
preguntó de improviso si recordaba cómo me habían hecho entrar en calor los
artilleros en Zolotújino. Había coincidido antes con Bazánov, pero nunca
sospeché que fuera él el mayor que me curó con el vodka en aquella lejana
mañana de febrero).
Me entregaron una carpeta, en cuya cubierta se leía: «Sobre la estancia de
Iliá Ehrenburg en el frente. Contiene treinta y cinco hojas numeradas. Empieza
el 5 de febrero de 1943 y acaba el 20 de febrero de 1943». Primero había
unos telegramas, firmados por el mayor Lóskutov y yo. «Hemos llegado a
Topacio, salimos para unirnos a las tropas»; «Hemos llegado al Proyector»;
«Partimos a la fábrica de Cherniajovski». Los telegramas se envían a
«Terciopelo», nombre en clave para referirse a Moscú. «Proyector»,
«Temple», «Topacio», «Cadmio» eran distintas comandancias del ejército.
Después del 6 de febrero no dimos señales de vida, y el general Vadímov se
preocupó; envió telegramas al jefe del departamento político del frente de
Briansk, al general Pigurnov, a los generales Cherniajovski y Pújov, a los
corresponsales de Krásnaia zvezdá, al coronel Krainov y al mayor Smirnov, y
los telefoneó por línea directa. El mayor Smirnov respondió con buen juicio:
«Es evidente que Ehrenburg se ha quedado atrapado por el camino, hace
cuatro días que hay una fuerte nevasca, las carreteras están impracticables».
Pero el general Vadímov insistía en que me localizaran inmediatamente,
incluso alertó a Liuba, y sólo se calmó cuando recibió el siguiente telegrama:
«Llegamos a Kursk. En el Estado Mayor del 60.° Ejército».
En Kursk comencé a escribir un artículo. Por primera vez desde el
principio de la guerra mi nombre no había aparecido en los periódicos durante
tres semanas.
Los alemanes habían permanecido en Kursk quince meses, y allí pude ver
qué era el «nuevo orden» del que hablaba Kurskie izvestia [Noticias de
Kursk], que se publicaba bajo la ocupación. Encontré tanto a personas que
habían enmudecido como a otras excitadas e incapaces de dejar de hablar.
Entre ellas había todo tipo de individuos: héroes, cobardes, pequeñoburgueses
y personas entregadas al pillaje, la especulación, los tiroteos y las
borracheras. De sus relatos emergía el cuadro de una vida febril, incoherente y
absurda. En la sala donde celebraba sus reuniones la junta municipal había
colgado un retrato de Hitler. Como alcalde fue elegido un tal Smialkovski.
Tuve la oportunidad de examinar los informes que enviaba al comandante de
la ciudad, el general Marcel. El alcalde mostraba miedo, hacía la pelota y se
esforzaba en demostrar su devoción al Führer.
Abrieron algunas empresas: una fábrica de tejido de punto, una de
curtidos, un molino. Prosperaban las tiendas de segunda mano, pero el alma de
la ciudad estaba en el mercado. Allí se comerciaba con azúcar, medicinas
robadas a los alemanes, medias italianas y vodka de fabricación casera. Un
portero se había hecho rico después de haber denunciado a dos viejas judías
escondidas en un sótano. Ganada la confianza de la Gestapo, recibió un buen
apartamento y nadaba en la abundancia. Un médico vendía sulfamidas en el
mercado y, borracho, decía: «A pesar de todo, no me desagrada haberme
quedado en la ciudad. Por supuesto, los alemanes son unos bandidos, pero
¿quién hubiera imaginado que iba a beber coñac francés cada noche y regalar
medias a las jóvenes?».
Conocí a una chica, ex alumna del Instituto de Pedagogía, que me confesó
entre lágrimas: «Tengo confianza en usted: he leído su novela sobre el amor,
no recuerdo el título, va sobre una mujer francesa… No sé si por mi parte fue
amor o simplemente me dejé llevar debido a la tristeza. No me acosó, se
limitó a besarme la mano. Tocaba muy bien el piano y me hablaba de sus
sentimientos. Nunca antes había escuchado palabras semejantes y me
conmovieron. Ahora tengo que pagar por ello». Me miraba fijamente, como si
buscara mi compasión. No dije nada. Años más tarde vi la película Hiroshima
mon amour: una joven francesa se enamora, durante la ocupación, de un
soldado alemán; expulsan a los alemanes, someten a la joven al escarnio, le
rapan la cabeza, acaba por parecer un pobre animal asediado. La actriz
representa muy bien su papel, y sentí compasión por la protagonista.
Reflexioné sobre las «rarezas del amor». Pero ¿por qué no sentí compasión
por la joven de Kursk? Todo era muy reciente. Justo antes de aquello había
hablado con la maestra Kozub; le habían obligado a cavar zanjas y un oficial
alemán no hacía más que abofetearla. Conocí a otra maestra, Privalova, a cuyo
hijo mataron los alemanes. Hablé con el único judío superviviente. Se
encontraba en un pabellón aislado para enfermos de tifus y las enfermeras
aseguraron a los alemanes que había muerto. Los otros fueron asesinados en el
suburbio de Schetinki. Para matar a los lactantes golpeaban sus cabezas contra
las piedras. Me quedaba petrificado. Por supuesto, el alemán del que se
enamoró la estudiante quizá hubiera sentido remordimientos, incluso sufrido,
quién sabe. Pero entonces no tenía la cabeza para «las rareza del amor».
Después de conocer a otra estudiante del Instituto de Pedagogía, Zoya
Emeliánova, que había pasado armas de contrabando a los partisanos, me
pareció rejuvenecer. Apunté en mi cuaderno: «¡Zoya, una auténtica
komsomol!». (Luego recibí cartas de ella de vez en cuando, sólo hablamos
durante una hora, pero la recuerdo como alguien cercana y querida).
Conocí asimismo a otras personas valientes y nobles, pero, no lo escondo,
me sentía abrumado. Sabía que la población había sufrido lo indecible: no se
puede comparar el comportamiento de los fascistas en las ciudades ocupadas
de Francia, Holanda y Bélgica con el que tuvieron en territorio soviético. A
pesar de las brutales represiones la gente no se doblegó y tal vez por eso
cualquier signo de bienestar parecía insoportable. Todos respirábamos
melancolía, rencor, ira. Por ahí va una chica vestida a la moda. ¿De dónde ha
sacado ese suéter? ¿Qué habrá vendido ese ciudadano de mejillas sonrosadas?
¿Huevos en polvo o botas arrebatadas a los ahorcados? Luego vi muchas
ciudades liberadas, las lágrimas de alegría, las tumbas de los héroes y las
sonrisas obsequiosas de quienes se habían adaptado. Comprendí que la vida
durante la ocupación había sido una vida espectral. Apenas había jóvenes,
combatían en las filas de nuestro ejército. Quienes no se sometían eran
asesinados o enviados a trabajar en Alemania. «La leche desnatada no puede
ser densa», me dijo una anciana en Oriol. (Modestamente, calló que había
escondido en su sótano a un soldado herido del Ejército Rojo. Me lo contaron
después en el soviet urbano). Me acuerdo especialmente bien de Kursk,
porque fue la primera ciudad liberada que pisé.
Fue en Kursk donde conocí al general I. D. Cherniajovski. Me sorprendió
su juventud; tenía treinta y seis años, pero su ímpetu, jovialidad y altura le
hacían parecer más joven. Durante nuestra primera conversación me pareció
diferente a los otros generales. Me dijo que los alemanes ahora se quejaban de
la «paradójica situación»: «Los rusos atacan por el oeste, y a veces nos vemos
obligados a abrirnos paso hacia el este». Iván Danílovich decía: «Como si
hubiesen olvidado su estrategia del “movimiento en pinza”. Algo hemos
aprendido de ellos». Aunque era tanquista, añadió: «Hoy los tanques parecen
el principio de una nueva era bélica, cuando en verdad son el final. No sé de
dónde llegarán las novedades, pero me inclino a creer en las utopías de las
novelas de Wells antes que en las reflexiones de De Gaulle, de Guderian o de
nuestros tanquistas. Estudias, estudias y después ves cómo la vida refuta las
verdades irrevocables». En nuestro siguiente encuentro habló del papel que
desempeñaba el azar: «No sé hasta qué punto influyó el resfriado de Napoleón
en el curso de la batalla decisiva. Se ha escrito mucho sobre ello… Pero hay
muchos elementos fortuitos que modifican la situación. Es como el papel del
individuo en la historia: la decisión se basa en la economía, en los
fundamentos, pero luego puede presentarse o no un Napoleón».
Algunos meses después, cuando me encontraba de nuevo cerca de Glujov,
me habló de Stalin: «Ahí tiene la dialéctica, no en teoría, sino en un ejemplo
concreto. Es imposible comprenderlo. Sólo se puede creer. Nunca me imaginé
que, en lugar de instrumentos de precisión y de un análisis riguroso, me
encontraría con tal madeja de contradicciones».
A juzgar por estas palabras, Cherniajovski debería de haber sido una
persona de carácter lúgubre, pero era alegre, con aquella alegría inevitable
que la naturaleza dispensa a sus elegidos. Incluso en Kursk reía, bromeaba. De
pronto se levantó de un salto y empezó a declamar: «La juventud nos empujaba
a coger el sable». Reía: «Pensándolo bien, es estúpido, pero en realidad no lo
es en absoluto, es más inteligente que cualquier curso de historia». «Dicen que
a Bagritski le gustaban los pájaros. Pero ¿sabe que un viejecito de Uman me
explicó una vez que el rey David escribía salmos a las ranas y las
reverenciaba porque croaban sumamente bien? Eso también es poesía».
Tuve que hablar sobre Cherniajovski con otros militares que lo conocían
bien. Lo veían de una manera completamente diferente a como lo hacía yo. Al
parecer, con cada persona hablaba de una manera diferente: era un ser
complejo.
En la guerra Cherniajovski fue siempre afortunado. Por supuesto, conocía
de modo brillante el arte militar, pero eso no bastaba para la victoria. Era
valiente, no esperaba órdenes y en los momentos difíciles le salvaba su buena
estrella. Al inicio de la guerra comandaba un cuerpo del ejército acorazado;
en la primavera de 1944 lo nombraron jefe del tercer frente bielorruso. Fue el
primero en entrar en Alemania. En febrero de 1945 me encontraba en Prusia
Oriental, en un pequeño pueblo de nombre Bartenstein. Cherniajovski llamó a
la comandancia del ejército y dijo: «Venga deprisa, esto está a punto de
acabar». Tres días más tarde lo mataron.
Después conocí a otros generales en el Consejo Superior, en las
recepciones, en los desfiles. Algunos murieron en la cama, otros se jubilaron y
hay quienes se encuentran todavía en servicio o escriben sus memorias. Pero
Iván Danílovich perdura en mi memoria con su aspecto juvenil; bajo el fragor
de las armas, me recitaba versos románticos o compartía conmigo sus
comentarios inteligentes y cáusticos…
Volvamos a marzo de 1943. Sobrevino una larga tregua (los combates en el
arco de Kursk comenzaron cuatro meses después). La prensa publicaba listas
de condecorados, fotografías de las nuevas charreteras y de nuevas
condecoraciones, artículos sobre las tradiciones de la guardia y telegramas de
felicitación. De camino a Moscú hice noche en una isba cerca de Yefrémov.
Sobre la estufa estaba sentado un soldado. Se había quitado las botas y no
hacía más que murmurar: «Marchar, marchar… Acabaremos por quedarnos sin
pies… Y luego la carta que recibí ayer, ¡mejor ni pensarlo!». Me quedé
dormido y no llegué a escuchar de qué iba la carta. Por otra parte, ¿quién de
nosotros no había escrito o recibido cartas de ese tipo?
13

A principios de 1942 hice amistad con Konstantín Aleksándrovich Umanski.


Vivía en el hotel Moscú, igual que yo, y nos veíamos casi todos los días (o,
más bien, cada noche: yo llegaba tarde de Krásnaia zvezdá, a las dos de la
madrugada o, a veces, a las tres. Úmanski volvía a la misma hora del
Comisariado de Asuntos Exteriores: a Stalin le gustaba trabajar por la noche y
los funcionarios con altos cargos sabían que podía llamarlos en cualquier
momento y reclamarles cierto documento o información). En junio de 1943
K. A. Úmanski se marchó a México y ya no volví a verlo. Dieciocho meses de
amistad no parecen gran cosa, pero eran tiempos de penuria, y aunque la sal
estuviese racionada, puedo decir que comimos kilos de sal.[1]
Acabo de caer en la cuenta de que hablo poco de los dirigentes políticos a
quienes, queriéndolo o no, he conocido. Al fin y al cabo he vivido una época
en que la política ha influido en el destino de todos y a menudo las noticias de
los periódicos me han afectado más que los libros o los cuadros.
Probablemente no haya conocido lo suficientemente a fondo a algunas de las
personas que se cruzaron en mi camino. Muchas cosas dependen de la
profesión, si no es casual o impuesta. Por supuesto, yo me muevo en una
determinada esfera de acción, tengo mis pasiones, mi oficio: pero, por el
mismo carácter de su trabajo, los escritores son pocas veces profesionales en
el sentido estricto del término: tienen que saber penetrar en el mundo
espiritual de diferentes personas. El capitán Dreyfus era un especialista
limitado y nunca logró comprender por qué Zola tomó partido en su defensa.
Mijáilovski no entendía a Chéjov, pero Chéjov comprendía muy bien a los
naródniki y a los liberales.
Intimé con Úmanski porque no se parecía a la mayor parte de las personas
de su círculo. En contadas ocasiones me hablaba de su pasado: los tiempos
eran poco propicios para los recuerdos. Y, sin embargo, nuestros caminos a
veces se habían cruzado y es posible que nos hubiésemos visto, pero el tiempo
había borrado cualquier rastro de los encuentros breves. Es poco probable que
los diplomáticos de Washington supieran que el consejero de la embajada de
la URSS, y posteriormente embajador, que asombraba a todos por su juventud
y su gran preparación política, había escrito en 1925 un libro en alemán, no
dedicado al Tratado de Versalles ni al bloqueo diplomático, sino a los cuadros
de los pintores que habían destacado en los primeros años de la revolución:
Lentúlov, Mashkov, Konchalovski, Sarián, Rozánova, Malévich, Chagall, etc.
Úmanski tenía entonces dieciocho años. Su libro El nuevo arte ruso lo
publicó una importante editorial de Berlín. Úmanski se sentía muy atraído por
el constructivismo y, es muy probable que en los días en que yo publicaba con
El Lisitski la revista Viesch, coincidiera con él. Luego fue durante algunos
años corresponsal de la TASS en diversas capitales de la Europa occidental, y
es imposible que no coincidiéramos. Cuando empecé a trabajar para Izvestia,
él estaba al mando del departamento de prensa de Asuntos Exteriores y era
amigo de Koltsov, así que seguramente nos vimos: en cualquier caso en
Kúibishev, en el otoño de 1941, su rostro me resultó familiar.
Naturalmente, hablábamos a menudo de Roosevelt, de Churchill, del
aislacionismo estadounidense y del segundo frente, pero también discutíamos
sobre infinidad de temas. Aparte de su trabajo, Úmanski amaba la pintura y la
música, y se puede decir que le interesaba todo: las sinfonías de Shostakóvich,
los conciertos de Rajmáninov, el Moscú de Gribóiedov, los frescos de
Pompeya y los primeros balbuceos de la cibernética. En su habitación de la
cuarta planta del hotel Moscú conocí al almirante Isákov, al escritor Evgueni
Petrov, al diplomático Stein, al actor Mijoels, al piloto Chujnovski. Úmanski
era capaz de hablar de los temas más dispares con cualquier persona, pero no
lo hacía por cortesía: quería aprender, familiarizarse con todas las facetas de
la vida.
Dicen que la erudición está relacionada con la memoria. En Occidente
ahora están de moda ciertos concursos en los que se hacen preguntas a los
participantes. ¿En qué año nació Pipino el Breve? ¿Qué diálogos escribió
Platón? ¿Qué es el cálculo vectorial y tensorial?, etcétera. Los ganadores
reciben cuantiosos premios, mientras que a los perdedores los acompañan las
risas del público. Quienes son capaces de acertar todas las preguntas poseen
una memoria mecánica excepcional, pero esto no significa que sean eruditos.
Úmanski tenía una memoria insólita, pero sólo retenía lo que despertaba su
curiosidad; en su cabeza no tenía un catálogo, sino un tratado. Hablaba un
inglés excelente, así como francés y alemán. Al presentar sus credenciales al
presidente de la República de México, le dijo que «esperaba hablar español
dentro de seis meses», y cumplió su palabra, sorprendiendo a los mexicanos
por su maestría en el uso del idioma. Naturalmente, el conocimiento de
lenguas es un requisito indispensable para dedicarse a la diplomacia. (A
finales de la década de 1940 a menudo fueron nombrados embajadores
individuos que desconocían la lengua que se hablaba en los países a los que
eran enviados, con toda seguridad se pensaba que era preferible que no se
comunicaran con los lugareños). Pero Úmanski aprendía lenguas con facilidad,
no sólo por devoción a su trabajo, sino porque quería hablar libremente con
gente como Pablo Neruda, Jean-Richard Bloch o Anna Seghers y leer a Paul
Valéry, Brecht y Machado en su lengua original.
Odiaba el ambiente burocrático, pero demasiado a menudo tenía que
respirarlo o, más bien, ahogarse en él. A veces perdía la paciencia y decía:
«Otro contratiempo: he propuesto un cambio en las normas y me han lavado la
cabeza… El primer país del socialismo y lo que más teme son las
“novedades”, las iniciativas». Me explicó que en Estados Unidos había
intentado cambiar el carácter de la información, pero no lo consiguió. «No
entendemos de qué podemos sentirnos orgullosos, escondemos lo mejor de
nosotros, somos arrogantes como adolescentes y, además, nos da miedo que
cualquier extranjero descubra que en Mirgorod no hay lavadoras».
De los estadounidenses decía: «Unos chicos muy talentosos. A veces
simpáticos y, otras, insoportables. Europa está devastada y los
estadounidenses, después de la victoria, serán los que tendrán la sartén por el
mango. Quien corre con los gastos luego lleva la batuta. Es cierto, al
estadounidense de a pie no le gusta Hitler: ¿por qué quemar algo si se puede
comprar? Ésa es su lógica. Pero el racismo no les enoja. La política
estadounidense no se debe juzgar por Roosevelt, él está diez cabezas por
encima de su partido».
Un día me dijo: «Mi “jefe” está enfadado porque no me gustan las casas de
la calle Gorki: me tienen que gustar a la fuerza… Lo sorprendente no es que no
entiendan nada de arte, eso es más bien lo normal, no se dedican a él. Lo
curioso es que todos se consideren unos entendidos». En otra ocasión
hablábamos de Picasso (Úmanski lo admiraba mucho) y me dijo: «Una vez
mencioné su nombre y me gritaron: es un charlatán, se burla de los capitalistas,
vive a expensas del escándalo. Si lees un poema de Shakespeare al secretario
del comité provincial, que no sabe inglés, dirá: “¡Qué galimatías! Eso no es
poesía, sólo verborrea”. ¿Recuerdas las palabras de Stalin sobre la ópera de
Shostakóvich? Y luego está Zhdánov. Sus gustos son obligatorios para todos».
Por casualidad he conservado algunas de las cartas que Úmanski me envió
desde México. En una de ellas se refiere al nuevo embajador mexicano en
Moscú, Bassols: «Harías bien en dedicarle algo de tu tiempo y no dejar que se
agríe en la atmósfera de los cuerpos diplomáticos de Moscú. Estoy seguro de
que la conversación con él sobre cuestiones de Latinoamérica y Europa te
reportará el mismo placer que yo obtuve en la encantadora patria de tu Julio
Jurenito». En otra carta escribe: «Te envío el catálogo monográfico de
Picasso, editado con motivo de su reciente exposición aquí. Por cierto, la
aduana americana retuvo durante meses sus cuadros, enviados desde Estados
Unidos, al considerar que tal vez contengan alguna suerte de código secreto».
Siempre me pareció que Úmanski había nacido con buena estrella. Era un
caso insólito que un hombre de treinta y siete años ocupase un cargo de tanta
responsabilidad como el de embajador en Washington. Pasó en Estados
Unidos los años más amargos, de 1936 a 1940. Quizá fuera eso lo que le
salvara. En el puesto de jefe del departamento de prensa lo sustituyó E. A.
Gnedin, un hombre inteligente y bien informado, autor de libelos tan mordaces
que había sido encarcelado. Úmanski no volvió a Moscú hasta después del
«deshielo». Salió incólume y lo destinaron a México. Estaba contento, le
gustaba aquel mundo nuevo, aquella gente nueva: tenía una curiosidad
excepcional. En México también podría mostrar algo de iniciativa. (En
realidad pasó en aquel país dieciocho meses, y los mexicanos coinciden en
que trabajó mucho y en que gozaba de gran popularidad, tanto que incluso los
políticos tenían en cuenta sus opiniones).
Luego, de repente, todo cambió: la buena estrella desapareció de su cielo.
En junio de 1943 la vida de Konstantín Úmanski se quebró por un hecho
trágico y absurdo. Tenía una hija llamada Nina, una adolescente en edad
escolar. Tenía que irse junto con sus padres a México. Un chico, compañero de
clase, se había enamorado de ella. Al enterarse de que se iba a vivir al
extranjero tuvieron un encuentro tormentoso en el transcurso del cual disparó
contra ella y después se quitó la vida. Úmanski adoraba a su hija: su vida
familiar se sostenía sólo por ella. (Sabía que Konstantín había sufrido en 1943
las penas descritas por Chéjov en La dama del perrito). Y de repente estalló
la tragedia.
Nunca olvidaré la noche en que Konstantín Aleksándrovich vino a verme.
Apenas podía articular palabra, se sentó con la cabeza gacha, el rostro oculto
entre las manos.
Unos días más tarde se fue a México. Le acompañaba su esposa, Raísa
Mijáilovna, casi en estado de inconsciencia.
Un año más tarde Úmanski me escribió: «Recibí un golpe tan terrible que
me he quedado sin fuerzas. R. M. está inválida, y nuestra situación ha
empeorado desde el día en que me despedí de ti. Como siempre, estuviste muy
atinado y me diste buenos consejos que, por desgracia, no he seguido». Al
releer esta carta, he tratado en vano de recordar cuáles fueron los consejos que
pude haber dado a un hombre abatido por la pena. Supongo que intenté
consolarlo, imbuir algo de esperanza en él, pero no lo recuerdo.
En enero de 1945 el avión en el que viajaba despegó del aeropuerto de
México D. F. Quienes fueron a despedirse de Úmanski presenciaron el
accidente en el que murió con cuarenta y dos años.
En el homenaje que se le rindió en México D. F. no sólo intervinieron
políticos y diplomáticos, sino también el escritor mexicano más famoso,
Alfonso Reyes, y la actriz Dolores del Río. Una poeta mexicana publicó «Oda
a Konstantín Úmanski». Al parecer, también allí los artistas lo consideraban
uno de los suyos…
¿Deberíamos decir que tal vez Úmanski, como tantos otros, murió en el
momento justo? (Parecen palabras blasfemas, pero si bien puedo
imaginármelo en 1962, no consigo hacer lo mismo en 1952). Era demasiado
joven para pertenecer a la pléyade de diplomáticos soviéticos conocidos
como «los hombres de Litvínov», pero en cuanto a formación sí que pertenecía
a ella. A algunos de ellos los eliminaron ya en 1937, y los que consiguieron
sobrevivir o bien fueron cesados, como B. E. Stein, el mejor amigo de
Úmanski, o bien Beria los envió lo más lejos posible, como hizo con E. V.
Rubinin. En las recepciones a las que asistió en México Úmanski estuvo
obligado a vestir el nuevo uniforme. No me lo imagino con él. Y aún menos
puedo imaginármelo en 1949, en los días de lucha contra el cosmopolitismo.
Por lo demás, es inútil intentar adivinar qué le habría pasado: intervino el
destino. Accidente o sabotaje, el motor se negó a funcionar. La amiga
preferida de Konstantín Aleksándrovich, la vida, le dio la espalda.
14

A veces se habla de «noche profunda», «otoño profundo»; cuando recuerdo el


año 1943 me entran ganas de decir: «Guerra profunda». El mundo había
olvidado la paz e incluso sus manifestaciones. Ese año todo cambió: nuestra
tierra empezó a liberarse de los invasores. A principios de julio los alemanes
intentaron lanzar una ofensiva sobre el arco del Kursk. Primero se frenó su
avance, luego fueron repelidos. Dos semanas después, cerca de Karachev, vi
un letrero: 1958 KM, BERLÍN. Esto ocurría en pleno corazón de Rusia: Oriol
todavía estaba en manos de los alemanes y algún bromista ya había calculado
la distancia que debería cubrir su batallón.
Al lector puede sorprenderle e incluso irritarle que escriba tan de pasada
sobre los años más importantes de la historia mundial en el curso de mi vida.
Pero ya he advertido que no aspiro a ser un cronista. El título de este libro lo
entiendo así: la gente y los años son la vida; mi vida, una de tantas. Los años
de guerra fueron largos. Ni antes ni después conocí a tanta gente. A veces, a lo
largo de un día, hablaba con decenas de personas desconocidas, escuchaba en
un refugio o en un claro de bosque historias divertidas, largos relatos y
confidencias. Recuerdo claramente rostros individuales, frases sueltas, isbas,
ruinas, pero no recuerdo quién me dijo: «La ira me ha roído el corazón»; no
recuerdo dónde fue enterrado por la noche un oficial asesinado ni quién dijo
en ese momento: «El teniente estará todavía con nosotros cuando entremos en
Kiev»; no recuerdo en qué pequeña población, arrasada por las llamas, sentí
una repentina punzada de desesperación y le imploré a una niña con una
pequeña trenza: «Deja de llorar o me pondré a llorar yo también». Pueblos
quemados, ciudades destruidas, troncos de árboles, coches atascados en el
fango, hospitales de campaña, tumbas cavadas a toda prisa… Todo se funde en
una sola imagen: la guerra profunda.
Si estuviera escribiendo una novela o un cuento, no me faltaría
imaginación para describir individuos aislados, para dotarlos de un nombre,
para situarlos en los bosques de Briansk o en la abrupta ribera del Desna; pero
en este libro me he prometido no inventar nada, aunque una invención
coherente pueda mostrar un cuadro de la vida más verosímil que algunas
páginas deshilvanadas de realidad. A menudo me doy cuenta de que hablo más
de personas que cumplieron el papel de figurantes que de los héroes, y de que
los incidentes triviales ocupan más espacio que los acontecimientos
principales. Pero no puedo hacer nada, estoy condicionado por la memoria, y
la memoria tiene sus propias leyes: uno no sabe por qué recuerda unas cosas y
olvida otras. Hay memorias en las que el novelista ayuda al biógrafo, llenando
los vacíos con historias fascinantes; hay otras en las que el autor lee y relee
muchos libros, tratando de establecer de manera objetiva cómo vivía la gente
en los años descritos e intenta ofrecer un cuadro fiel de la época. Pero yo sólo
escribo las cosas que rescato de la memoria.
(Todavía conservo algunos cuadernos de los años de guerra, pero las
anotaciones están tomadas al vuelo y son poco relevantes: estuve en tal y cual
sitio, hablé con fulano. Le siguen listas de nombres, de personas y de pueblos,
el número de divisiones enemigas, frases aisladas).
En julio de 1943 estaba cerca de Oriol. Era un verano maravilloso, con
estruendosos y frecuentes aguaceros. La hierba era de color verde claro y creo
que nunca antes había visto tal cantidad de flores en una pradera. En la
espesura del bosque se ocultaban nuestros tanques; a veces me encontraba con
tanques alemanes derribados. Los Tigres y los Ferdinand eran las novedades
de la temporada. El Estado Mayor del general Bagramián estaba acantonado
en un poblado construido por los alemanes, con porches y cenadores de
madera de abedul. A su alrededor se extendían las aldeas quemadas el verano
anterior por su estrecho contacto con los partisanos. La maleza lo cubría todo,
y sólo unos carteles recientes —«Mijailovka» o «Butirki»— recordaban que
allí había vivido alguien. En mi cuaderno apunté: Lgovo, Kudriavets, Staiki,
Boianovichi, Penevichi, Jvastovichi.
En otoño fui a Ucrania: Glújov, Klishki, Chapleievka, Obtov, Korop,
Ponornitsa, Korobkovka, Schors, Gorodniá, Dobrianka; a algunas zonas de
Bielorrusia: Markovichi, Grabovka, Vasilievka, Gornoostaievka, Terejovka,
Tereja; luego, de nuevo a Ucrania: Krasilovka, Kozelets, Oster, Letki, Brovari,
Bogdanovichi, Semipolki, y, finalmente, a la orilla derecha del Dniéper: Zhari,
Liutezh.
¿Por qué anotaba estos nombres? Para mí son como versos: en ellos está el
pasado, contienen en sí mismos una belleza modesta, son inseparables de las
gestas de muchos que sacrificaron la vida por liberar aquellos viejos nidos
populosos y sofocantes que en los boletines llamaban «puntos habitados».
Cerca de Oriol, el comandante del batallón, el mayor Jarchenko, me invitó
a comer. Era un hombre de tez morena, con un gran bigote. Me contó que su
anciana madre se había escondido entre las ruinas de Stalingrado.
Guiñándome el ojo, me explicó la operación que estaba a punto de emprender:
«Haremos un movimiento en pinza, ahora ya hemos aprendido la lección». El
suboficial Ionsian me dijo: «El muy canalla ha llegado hasta el Cáucaso,
quería forzar mi hospitalidad, a mí que soy de Bakú. Pero lo diré con
franqueza: ni siquiera entonces lo tomé en serio». El tanquista Krastsov me
contó: «Se llama Galia. Ésta es su foto: nada especial, pero para mí es única.
Tal vez ya se haya olvidado de mí, no lo sé. Yo soy de Pskov, me han dicho
que logró escapar, pero ¿cómo voy a encontrarla? Se lo cuento a usted porque
es escritor, tiene que entenderlo. ¿Quién soy yo? Un hombre normal, miembro
del Partido, antes de la guerra trabajaba como zootécnico. Pero ahora lo
entiendo todo. Es probable que me maten, estoy haciendo la guerra desde el
principio, me han herido dos veces, pero he salido adelante. En el fondo, no es
lo más importante. Tengo la cabeza llena de ideas divertidas que contar: como
si fuera un Pushkin o un Yesenin, no sólo Stepán Krastsov».
¿Qué habrá sido de esos hombres? ¿Del joven ametrallador, Mitia Builov?
¿Volvió de la guerra el teniente Plavnik? ¿Vive aún el zapador Yefímov, el
primero en cruzar a nado el Sozh?
Cerca de Oriol me encontré con el general Iván Fiódorovich Fediunkin. No
sé qué fue de su vida más adelante. En Brovari, junto con Vasili Grossman,
estuve hasta bien avanzada la noche en casa del general S. Martirosián. Nos
sorprendió por su cordialidad, su humanismo, la extraordinaria nobleza de sus
reflexiones y sentimientos. Regresamos en plena oscuridad. Las arenas en
torno al Dniéper, iluminadas por los faros, parecían nieve. Grossman me dijo:
«Uno va por la vida y de repente se topa con un hombre como éste». En
tiempos de paz ves a la gente cada día y no sabes nada de ella: cada uno tiene
su trabajo, su casa, su pequeño mundo. Pero en la guerra todo se enreda: las
personas te abren el alma, un día conoces a un hombre y enseguida le pierdes
la pista. (En 1963 el general Martirosián me escribió para decirme que se
había jubilado y que vivía en Yereván).
A veces recibo inesperadamente cartas de viejos veteranos del frente con
quienes mantuve correspondencia durante la guerra. En agosto de 1942, por
petición de algunos tanquistas komsomoles, el comandante del primer batallón
de la cuarta brigada, el coronel Bíbikov, me distinguió con el título de
Soldado Honorario del Ejército Rojo, asignándome a una de sus dotaciones.
Comenzó así mi amistad con los tanquistas de Tatsin, en especial del sargento
Iván V. Chmil y el teniente A. M. Barenboim. Me encontré con ellos en
Bielorrusia, visité al comandante del cuerpo del ejército, el general A. S.
Burdeini, quien me presentó a muchos de sus soldados, y algunos de ellos me
visitaron en Moscú. Conservo algunas de sus cartas. En 1942 I. V. Chmil
escribía: «Aún soy joven, nací en 1918 en la gloriosa y querida región de
Poltava, con sus casas blancas y jardines verdes. Más de una vez la muerte ha
clavado su mirada en mis ojos alegres, pero nunca he tenido miedo. Cuando
pienso en ello, me invade la rabia: ¡qué felices y alegres vivíamos! Tenía
cuatro hermanas, todas menores que yo. Tenía un padre y una madre. Y una
chica a la que amaba». Iván Vasílievich luchó hasta el final, fue herido ocho
veces, en varias ocasiones tuvo que apañárselas para saltar de un tanque en
llamas; en pocas palabras, las vio de todos los colores. Después de la guerra
se casó, estudió en un instituto técnico y ahora colabora en el departamento
financiero de la administración local de Shauliai; su mujer, Antonina
Vasílievna, trabaja en un centro para la lucha contra las epidemias. Tienen tres
hijos: Ígor, Víktor y Natasha. En 1956 me escribió: «Sí, nadie quiere volver a
vivir los horrores de la guerra: nos hemos establecido, construido todo de
nuevo, formado una familia y habituado a una vida feliz y pacífica. Ígor ya va
a la escuela. Y, sin embargo, todavía hay en el mundo fuerzas oscuras. ¿Es
posible que algún día tenga que volver a ponerme al volante de un T-34?».
A. M. Barenboim trabaja en Odesa. Una vez recibí una carta de él en que
me pedía que intercediera por un joven poeta caído en desgracia. I. V. Chmil
me escribió: «Pensé que ya sabía que Aleksandr Barenboim murió. Era un
verdadero soldado, valía su peso en oro. Murió en febrero o marzo de 1944 en
alguna parte entre Smolensk y Orsha». Respondí a Iván Vasílievich Chmil que
Barenboim estaba vivo, le di su dirección y al poco recibí una carta: «Sasha
era el preferido y el héroe de todo nuestro cuerpo del ejército, todo el mundo
le quería. Se produjo un milagro: aquella vez resultó gravemente herido y casi
pasa a mejor vida, pero sobrevivió, ahora bien, como no volvió a nuestra
unidad, pensamos que había muerto». Es difícil explicar la gran alegría que me
procuraron las cartas de Iván Chmil y Aleksandr Barenboim. Los vi en
contadas ocasiones, sin embargo su suerte me preocupa más que la de muchas
personas con las que he tenido que encontrarme a menudo.
También me alegró la carta del francotirador G. N. Jandoguin, con quien
me había escrito durante la guerra. Antes Gavril Nikiforovich cazaba animales
de piel fina en la taiga, pero ahora trabaja en una obra como aserrador. «Me ha
empezado a doler la pierna herida. Pero hay que trabajar. Tengo cuatro bocas
que alimentar… En los primeros años después de la guerra aún iba a la taiga a
cazar osos, cebellinas y ardillas, pero ahora ya no puedo. Además, perdí en el
río el fusil que me habían regalado y yo mismo me salvé de milagro… Me
gustaría volverlo a ver en un clima de paz, en casa, con la familia. Ojalá
pudiera venir hasta aquí y visitarme».
Pero volvamos a 1943. Era un otoño cálido, lleno de setas, con telarañas
en los bosques, y un cielo límpido y lejano. Todo parecía hablar de paz, del
placer de las cosas bellas. Pero nos tocó ver cosas terribles. En Bielorrusia,
los alemanes en retirada quemaron sistemáticamente los pueblos y mataron el
ganado. En las cunetas yacían, muertas, las vacas con el vientre hinchado.
Había un fuerte olor a chamusquina.
En el pueblo de Bogdanovichi quedaba sólo un anciano. Estaba sentado al
sol. Yo intenté hablar con él, pero no respondía. En el suelo había hogazas de
pan y un trozo de tocino; al parecer, se lo habían dejado los soldados. El
anciano, sentado, miraba al vacío.
En Kozelets una mujer contaba: «¿Cuántos años tenía Shura? Doce. Era la
hija pequeña de Lusha. Cuando mataron a Lusha, Shura suplicó a los alemanes:
“¡Tío, no me mates! Quiero vivir. Mejor mándame a Alemania”. Al principio
el alemán la dejó ir, incluso le dio salchichas, pero luego no pudo resistir y
también disparó contra ella». En la pequeña Kozelets, los nazis mataron a
ochocientas sesenta personas.
Cerca de Tripolie, en la carretera de Obujov, vi un barranco y una tablilla
donde ponía: «Aquí, el primero de julio de 1943, los verdugos alemanes
torturaron y fusilaron a setecientas personas: ancianos, mujeres, madres y
niños. Entre ellas, Malia Bilij y sus cinco hijos, su madre de sesenta y cinco
años y Dunia Gorbaja con sus dos hijos».
Un habitante de Piriatin, P. L. Chepurchenko, me contó que le habían
obligado a cavar un hoyo. Los nazis mataron a mil seiscientos judíos. De
pronto Chepurchenko oyó que alguien le llamaba. Entre los cadáveres estaba
Ruderman, un camionero de la fundición; tenía la cara cubierta de sangre, le
habían arrancado un ojo, y suplicaba: «Matadme». Una mujer me contó: «Lo
enterraron vivo, la tierra se movía».
Vi a un stárosta traidor. Estaba tranquilo. Por su culpa habían matado a
una mujer y su bebé. Me dijo: «No hay motivo para que armen tanto escándalo.
Fueron ellos mismos quienes me dijeron que hiciera de stárosta. ¿Qué hay de
malo? Me he limitado a informar de qué tipo de gente era cada cual. Nunca le
he puesto un dedo a nadie encima».
No había caballos. Se araba con las vacas. Cerca de Vasilievka una vaca
transportaba leña. Una koljosiana se lamentaba: «La pobre vaca se ha quedado
ciega. No puede más. Camina y no ve nada. Ni siquiera yo puedo más. Miro y
no veo nada. ¿Cómo se puede vivir así?». La vaca tenía unos ojos claros,
tranquilos, y en la espalda una zona pelada.
«Ahora todo será más fácil, los nuestros avanzan», decía un anciano. «Para
la fiesta de la Intercesión crecen las frambuesas, señal de vida». En la orilla
derecha del Dniéper una campesina bendecía con la señal de la cruz a los
soldados, los camiones y las piezas de artillería: «Llevo cinco horas aquí y no
dejan de pasar. Y los alemanes decían que los rusos no tenían nada».
Pasé la noche en Sozh. Los alemanes habían bombardeado el puente
durante ocho horas. Los zapadores no dejaban de trabajar. Los enfermeros se
llevaban a los heridos y los muertos. Era una visión sobria, gris, un trabajo
incesante de hachas, sierras y martillos. Recordé a los pontoneros del Ebro:
grandes dosis de romanticismo, canciones y bromas. Por lo visto, es parte del
carácter de los españoles. A los rusos les encanta el teatro, pero en la vida no
soportan nada teatral. No creen a un orador demasiado elocuente, se
avergüenzan de mostrarse patéticos e incluso hablan de la muerte como algo
cotidiano. Los zapadores hablaban del trabajo, decían que los mejores
materiales para un puente son los barriles, que el agua estaba fría, que
necesitaban clavar los pilotes «y que se habían puesto por medio los alemanes
para molestar».
En Chernígov reinaba el silencio. En la tierra yacían las castañas, parecían
piedras lustrosas y recordé que de niño, en Kiev, solía jugar con esas
«piedrecitas». Había una casa en ruinas de la que sólo quedaba una placa
conmemorativa: era el hotel Tsargrad, donde había pernoctado Pushkin y
vivido Shevchenko. Pensaba en la belleza de las viejas iglesias, en la paz. De
pronto empezó un ataque aéreo. Murió una niña.
En Vasilievka, de seiscientos casas sólo quedaron treinta en pie. Los
campesinos se escondieron en el bosque. Los fascistas atraparon a treinta y
siete personas y las asesinaron; también acabaron con la vida de un anciano,
S. K. Polonski, y de un chico de trece años, Adam Filimónov. La esposa de
uno de los fusilados dijo: «Escriba que no podremos seguir viviendo, el alma
ya no aguanta más». Los «hombres antorcha» quemaban un pueblo tras otro,
propagando el fuego con paja impregnada de gasolina; y no lo hacían por
rabia, sino de manera eficiente, cumpliendo órdenes. Quemaron Terejovka.
Las koljosianas capturaron a uno de aquellos «hombres antorcha», que se
había escondido en un almiar, y lo acuchillaron con las horcas.
En casa de un stárosta encontraron una lista de fusilados. Entre otros
figuraban «Rimma Nikoláievna Muzalévskaia, de tres años, y Víktor
Mijáilovich Davídov, de uno».
El traidor fue ahorcado. Su cuerpo colgaba en toda su longitud, el viento
mecía su barba. Lina mujer se acercó corriendo a él, le agarró de la barba,
quería arrancársela…, y de repente se puso a gritar. Todavía puedo oír ese
grito. En Koriuchkov un sacerdote fue hacia los alemanes portando una cruz,
pidiéndoles que se apiadaran de su pueblo. Lo fusilaron junto con su mujer.
He aquí otra historia apuntada en mi cuaderno: «Por supuesto, ella era una
forastera, algunos decían que era judía, otros que era amiga de los partisanos.
Sea como sea, los alemanes la condujeron a la plaza. Pero tenía una niña y
trataba de salvarla. Naturalmente, la fusilaron, mientras que la niña seguía
arrastrándose por allí cerca, por la tierra, viva. Les pedimos: “Dadnos a la
niña”. Pero un soldado salió corriendo, la cogió y le estampó la cabeza contra
una piedra».
Los alemanes, durante la retirada, no tuvieron tiempo de quemar Glújov y
Kozelets, pero lo hicieron luego desde el aire.
Me alegré ante la visión de un pueblo que había escapado milagrosamente
a la destrucción. Recuerdo a un koljosiano de setenta años de nombre
Ilistratov, ocupado en construir una cabaña. La suya la habían quemado. Le
pregunté si no era un trabajo demasiado duro. Me sonrió: «No pasa nada, la
construiré… A mí ya me toca morir. Pero hay que pensar en las viudas de los
soldados. Han matado a sus maridos, pero tienen que seguir viviendo».
Blanqueaba la arena. El fotoperiodista Knorring tomaba fotografías de los
pontones. Entretanto, en el agua, un soldado resoplaba de placer: «Se ha hecho
esperar, pero al final aquí estoy, en las aguas del Dniéper, no hay otras
iguales». Por la tarde me contaron que había muerto: justo cuando nos
alejamos de la orilla, empezaron a bombardear aquel tramo del río.
Temo que estas estampas inconexas entre sí digan poca cosa a los lectores.
Los de cierta edad recorrieron el camino de la guerra, vieron estas cosas y las
recuerdan. Pero los jóvenes conocen la guerra por un puñado de novelas. Por
otra parte, no es mi intención reconstruir las imágenes de la guerra. En 1943
asistí a dos o tres reuniones de escritores de Moscú. Entonces se exigían
«lienzos monumentales»: el arte tenía que intimidar por sus dimensiones. Unos
cinco años más tarde se empezaron a construir rascacielos. Asimismo, se
pedía a los escritores que crearan rascacielos literarios con la máxima
urgencia. Muchos de ellos, con el ceño fruncido, guardaban silencio.
Me parecía que en aquellos años el problema no era crear una literatura,
sino más bien defenderla: defender la lengua, el pueblo, la tierra. Por mi parte,
continuaba con mi labor ingrata: cada día escribía varios artículos. En mi
cuaderno leo que, sólo en octubre, escribí ocho artículos para la prensa
extranjera, seis para periódicos de Moscú y diecisiete para los del frente. Es
lo menos que podía hacer. Venían los combatientes a decirme: «¿Por qué no
dice nada sobre Ósipov? Cuando se hundió el transbordador, fue él quien nos
salvó». «Escriba sobre Jakímov. Tal vez su familia lo lea». «Camarada Iliá,
explique la historia del francotirador Smirnov, así podrá recortar la noticia del
periódico y enviársela a su madre».
El enemigo era todavía fuerte. Era preciso mostrar que su moral se estaba
resquebrajando, que los contraataques en Zhitomir eran un episodio aislado,
que ningún Tigre podría salvar a Hitler. Día tras día seguía escribiendo sobre
las atrocidades fascistas. No sólo me lo exigían los soldados, sino también mi
conciencia.
Gracias a las hojas de periódicos amarillentas, deterioradas, puedo
reconstruir episodios aislados de la batalla y recordar lugares donde estuve,
pero no dicen nada sobre mi vida personal. Escribí sobre lo que dominaba la
vida de todos en aquel entonces: el sufrimiento del pueblo, el odio hacia los
fascistas, el coraje.
No llevaba un diario, pero a veces escribía poemas, breves y muy
diferentes a mis artículos. En esos poemas hablaba de mí mismo. Hasta el
verano de 1943 vivimos exasperados, sin espacio para la reflexión. La poesía
se convirtió para mí en una especie de diario, como en España. Ahora, cuando
confronto este o aquel poema con una breve entrada de mi cuaderno o la frase
de un artículo, recuerdo lo que pensaba, la amargura, la impotencia, las
esperanzas.
Recuerdo el trayecto en coche de Vasilievka a Terejovka. Alrededor
todavía ardían los tizones de los incendios. Una mujer vagaba, solitaria. La
llamaban pero no respondía. Luego hicimos noche en una isba. Puse bajo mi
cabeza el abrigo, apestaba a humo… «Me acordaré, como un último regalo, de
este calor que hiela el corazón, de esta noche que se parece al día, y de la
sombra dolorosa en medio de las cenizas. El olor de los abetos quemados,
como la desgracia, no se desprenderá nunca de mí. Va conmigo, como la
ceniza de los pueblos, como la enferma sombra blanquecina, como el delirio
del dolor tifoideo, como los almiares rojos y negros, como el residuo de una
luna apagada en un silencio extraño y nuevo».
Yo había rebasado los cincuenta. Sin querer, recordaba la Primera Guerra
Mundial, España. Había algo insoportable en la repetición de escenas y
sentimientos: «Mi siglo era ruidoso, la gente se apagaba rápidamente y
florecía una primavera silenciosa, que asustaba por su apariencia de felicidad,
como en la guerra asusta el silencio. Y de nuevo la lucha. Y de nuevo el
artillero yace junto a la casa quemada. ¿Acaso sea mi juventud saqueada que
se afana?».
El año 1943 no se parecía a 1941: poco a poco todo se volvía cotidiano.
Las ciudades devastadas, la vida convulsa, la pérdida de los seres queridos.
Pero, aunque uno se puede acostumbrar a casi todo, incluso a la guerra, el
corazón nunca se reconcilia con el dolor universal. ¿Quién de nosotros no
soñaba algo diferente? «Había en la vida pocas resedas, mucha sangre,
cenizas y desgracia. No me quejo de mi destino, únicamente quisiera ver un
solo día, un día común, en que la sombra densa de un árbol no significara nada
más que verano, silencio y sueño».
He escrito en este libro que los alemanes, al retirarse, serraban y partían
los árboles frutales. Lo había visto ya en 1916, en Picardía, y lo volví a ver en
1943, en Ucrania. «Vi una hora en que se debilitó el alma: vi los jardines de
Glújov y los frutos, todavía verdes, de los manzanos abatidos por el enemigo.
Las hojas temblaban. Alrededor todo estaba desierto. Perdónanos, gran arte,
no hemos sabido salvarte ni siquiera a ti». Muchos años después, el editor de
mi libro, al leer este poema, trató de persuadirme para que cambiase el último
verso. «¿Por qué ni siquiera? De acuerdo, no salvamos el arte, pero sí otras
cosas». Sí, pero también perdimos mucho, muchísimo. ¿Por qué pensé en el
arte? Porque un manzano se tiene que cultivar y hacer crecer; porque no es una
especie silvestre; porque no pensaba sólo en las ruinas de Nóvgorod, sino
también en los jóvenes poetas, muertos en el frente, y porque para mí el arte es
inseparable de la felicidad verdadera, del mundo superior en que incluso la
tristeza es luminosa.
¡Cómo odiábamos la guerra! Y no había nada más: los fascistas traían
consigo el salvajismo, las atrocidades, el culto a la violencia, la muerte. El
pueblo luchó con valentía, pero sabíamos bien que la gente no ha nacido para
dinamitar tanques o morir bajo las bombas, sabíamos que el enemigo nos
imponía un horrendo embrutecimiento. Escribí (poco después de ver ahorcado
al traidor de la barba): «Dime, ¿aquí también había vida, casas en medio de la
naturaleza? Enmudecen el cielo y las cenizas y los gorros de los fusilados.
Sólo el ahorcado, grave, como una especie de péndulo majestuoso, midiendo
el paso de las horas, oscila sin dar signos de cansancio».
Mi estado espiritual se refleja mejor en un poema inspirado claramente en
las lamentaciones de una koljosiana por su vaca. «A lo largo de los baches, en
medio de la basura y las cenizas, una vaca transporta leña. Está ciega. En sus
ojos está nuestra oscuridad. Han mutado las formas y los colores. Entiende, no
me disgusta por las palabras, otras palabras las sustituirán. Me da pena por los
viejos y elevados errores. Hay la luz de los días áridos y sobrios. Hay que
vivir con ella, más oscura que la oscuridad».
En Kozelets vi a un niño jugando con la arena en medio de las ruinas:
quería modelar algo. Su cara mostraba ora atención, ora una tímida y pequeña
sonrisa. Me quedé un buen rato a su lado. Nunca, creo, las personas han
mirado con una ternura tan ávida a los niños como en los años de guerra. Los
miraban y no se hartaban de hacerlo. Tal vez porque todos querían echar una
ojeada al futuro y nadie tenía la certeza de llegar con vida siquiera al día
siguiente.
Permanecí una semana en el pueblo quemado de Letki. Antes de la guerra
sus habitantes se dedicaban a la fabricación de sillas de junco. Los juncos
susurraban, pero no había ni un alma. Allí me acordé del niño de Kozelets:
«Había tilos, gente, cúpulas. Basura. Vidrios rotos. Ceniza. Pero mira: en
medio de las piedras rotas un niño ha salido a gatas, ahí está sentado y aprieta
con su mano débil un puñado de arena cálida y húmeda. ¿Qué plasmará? ¿Qué
sueños? Los años, quemados, negrean. Y llega la tarde. Ya es hora de irnos.
Un día triste y apasionante».
Vuelvo a un verso citado antes: me parecía que me había librado de
aquello que llamaba «elevados errores». Pero era otro error. Por supuesto,
había muchas cosas que entonces no podía prever: Hiroshima, la bomba de
hidrógeno, el destino de muchos hombres honestos sobre los que ha escrito
Solzhenitsin, los «asesinos de bata blanca».
¿Acaso el niño de Kozelets con su sonrisa confusa veía estas cosas? No,
no era eso. Ahora tendrá unos veintidós o veintitrés años. No recuerda por qué
su casa quedó reducida a cenizas, no vivió los amargos años de la posguerra.
Su vida debe de ser diferente. Y el hijo de Chmil, Ígor Ivánovich, que aún no
ha cumplido los quince… ¿Empujar hasta una cima una piedra para dejarla
caer luego ladera abajo? ¡No, es algo que la conciencia no puede aceptar! Y si
me dicen que es el más inocente de todos los errores, responderé que sin esos
errores la vida no es auténtica: el hombre puede renunciar a todo menos a la
esperanza.
15

El 7 de noviembre de 1943, en la mansión de Spiridonovka, el comisario del


pueblo de Asuntos Exteriores dio una suntuosa recepción. Asistieron
miembros del gobierno y de los cuerpos diplomáticos, así como generales,
escritores, actores y periodistas…, en otras palabras, todos aquellos a los que
el barbero de la Unión de Escritores llamaba «aventajados y acomodados».
Después de recorrer con la mirada toda la sala, Piotr Konchalovski me
susurró: «Parece un cuadro de Manet». Los diplomáticos soviéticos lucían los
trajes que les acababan de asignar. Los agregados militares de diferentes
embajadas relucían por el oro de sus condecoraciones. Garreau agitaba sin
parar los faldones de su frac y, después de varias copas de champán, empezó a
relatar las intrigas de los británicos en Argelia: «Por suerte, conseguí ver a
Mólotov. Sabemos distinguir a los amigos verdaderos de los falsos». El
embajador inglés Kerr, olvidándose de su gravedad afectada, brindó con todos
«por la victoria», se atizó un vaso de vodka y enseguida pareció más un
escritor soviético que un diplomático británico. Lozovski abrazaba al general
Petit: «Yo era obrero en Francia. Conozco su país. Los aplastaremos». «On va
battre les Fritz à Minsk et à Biarritz». El general se echó a llorar. A. N.
Tolstói apareció vestido de frac y, con indulgencia y aire señorial, se burló de
un diplomático estadounidense: «Italia es un país encantador, por supuesto,
pero París bien vale una misa». El conocido tenor I. S. Kozlovski estaba
sentado en el suelo y cantaba viejas romanzas. Margarita Aliguer, lanzando
miradas espantadas al ministro de Etiopía, todo resplandeciente con sus
galones, me dijo: «Iliá Grigórievich, ¿recuerda 1941?». El periodista
estadounidense Shapiro comentó: «Por primera vez en ocho años me siento
bien en Moscú. Eso es lo que significa ser aliados».
La situación parecía prometedora. Durante la recepción retumbaron los
cañones: Kiev había sido liberada. Los Aliados estaban satisfechos con sus
operaciones militares en Italia. A finales de octubre concluyó la conferencia
de ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, Estados Unidos y
Gran Bretaña. Naturalmente, no sabemos de qué cuestiones discutieron los
ministros, pero las declaraciones publicadas subrayaban la fortaleza de la
coalición antihitleriana. El 6 de noviembre Stalin dijo que los combates en
Italia, el bombardeo de las ciudades alemanas y el suministro de equipamiento
militar y materias primas a la Unión Soviética eran, a fin de cuentas, «lo más
parecido a un segundo frente».
Sabía, sin embargo, que el desembarco de los Aliados en Sicilia y en el
sur de Italia no era el prometido en 1942. Cuantío, en la redacción de
Krásnaia zvezdá, alguien preguntó si era preciso incluir alguna información
geográfica de Sicilia para los lectores, el editor replicó, indignado: «¡No
viene a cuento!». Después del anuncio de que el segundo frente se pospondría
un año más, Litvínov fue llamado a consultas en Washington y Maiski en
Londres. En la redacción leí los telegramas de la TASS, no destinados a su
publicación, y entendí que los ingleses estaban molestos con la formación de
divisiones polacas en la Unión Soviética, y los estadounidenses estaban
preocupados por el estado de ánimo de los partisanos griegos: una cosa era la
amistad y otra la política.
Los periódicos comunicaron que, en la conferencia de Teherán, se había
llegado a un completo acuerdo sobre los objetivos en la guerra. Con motivo
del cumpleaños de Churchill, le ofrecieron un pastel con sesenta y nueve
velas: una por cada año vivido. (Sobre el pastel sólo se añadirían dos velas
más cuando Churchill empezó a preparar su discurso de Fulton, que marcó el
inicio de la Guerra Fría). Naturalmente, no conocíamos el futuro, pero yo no
podía evitar especular sobre cómo sería el mundo después de la victoria.
Antes no podía permitirme las conjeturas: vivíamos sólo para detener al
enemigo. Pero, a partir de ese día de agosto, cuando en el cielo de Moscú
relumbró la primera salva de artillería, comencé a mirar a mi alrededor y a
reflexionar.
En verano había regresado de Londres I. M. Maiski. Sus regalos me
alegraron: cuchillas de afeitar, un cuaderno y una estilográfica. Pero las
palabras de Iván Mijáilovich me causaron desazón. Se entusiasmaba ante el
coraje demostrado por los londinenses durante los intensos bombardeos, pero
añadía que los Aliados no se consideraban suficientemente preparados para
abrir el segundo frente y que no estaban interesados en una rápida derrota de
Hitler. Temían al Ejército Rojo. Maiski me contó que los ingleses no tomaban
en serio a De Gaulle.
A finales de año S. M. Mijoels, que había ido a Estados Unidos con el
poeta Féffer, compartió sus impresiones con los escritores. Según él, los
estadounidenses estaban contaminados por el racismo, se postraban ante la
civilización de las máquinas y no estaban tan lejos de las ideas hitlerianas.
Mijoels, al igual que Maiski, decía que los Aliados no estaban en absoluto
entusiasmados por las victorias del Ejército Rojo.
(Recordé una broma del corresponsal inglés Alexander Werth, quien de
vez en cuando venía a visitarme. Werth había nacido en San Petersburgo,
hablaba el ruso a la perfección y era un hombre nervioso e ingenioso. Mi
perro Buzu, un terrier escocés que al principio de la guerra había resultado
herido por una onda expansiva, temía a muerte las salvas de artillería, y
cuando oía el fragor de los cañones, creyendo que anunciaba cosas
desagradables, se ponía a aullar. En cuanto la radio transmitía la señal, soltaba
un aullido desesperado. Un día, encontrándose Werth con esta escena en
nuestra casa, dijo: «Ahora veo que este perro es de pura raza británica: le
asustan las victorias soviéticas»).
En noviembre cenamos en la embajada británica. El embajador, Kerr, era
el perfecto anfitrión. En un momento dado le preguntó a Liuba: «¿Supongo que
es usted admiradora de Proust?», y añadió: «Me temo que yo soy un esnob».
Entretanto, el consejero de la embajada, Balfour, hablaba conmigo de política:
defendió la postura de no intervenir en la guerra de España, justificó a Múnich
y, finalmente, admitió que sentía un gran respeto por Salazar.
En diciembre me invitó a su casa el embajador estadounidense, Averell
Harriman. Entonces no conocía el carácter y las costumbres estadounidenses y
me sorprendió la comida desabrida, las formas despreocupadas y simples
rayanas en la familiaridad (la hija del embajador puso los pies encima de la
mesita en la que se servía el café). Además de mí había otro invitado, un
general que empezó a hablar de literatura y a elogiar a Chesterton, luego me
dijo que era irlandés y católico, y terminó preguntándome por temas que se
suelen considerar «secretos militares». Entendí que aquel amante de la
literatura era un agente de los servicios de inteligencia y enseguida le corté:
«No soy soldado, sólo escritor, así que mejor volvamos a Chesterton».
Le conté a Lozovski mi velada con Harriman. «Sería mejor que pidieras
permiso cuando te invitan en las embajadas —me dijo con el ceño fruncido—,
y más aún que no frecuentaras la estadounidense».
Recibí una carta del vicepresidente de Estados Unidos, Henry Wallace, en
la que decía que estaba aprendiendo nuestra lengua y había decidido
escribirme su primera carta en ruso. Me habló de sus buenos sentimientos
hacia el pueblo soviético con una espontaneidad, e incluso cierto infantilismo,
que me conmovió.
El Sovinformburó seguía insistiendo en que hiciese hincapié en nuestra
lealtad a los Aliados cuando escribiese artículos para la prensa extranjera,
pero también en que había llegado el momento de abrir el segundo frente.
Continué escribiendo para Krásnaia zvezdá, Pravda y los periódicos del
frente. Pero trabajar se había vuelto más complicado: algo había cambiado, o
así lo sentía yo.
Durante el verano, el Gabinete de Información Soviético me pidió que
escribiera un mensaje a los judíos estadounidenses sobre las atrocidades nazis
y la necesidad de derrotar lo antes posible al Tercer Reich. Uno de los
ayudantes de A. S. Scherbakov, de nombre Kondakov, rechazó mi texto
alegando que no había razón para mencionar a los judíos las hazañas de los
soldados del Ejército Rojo. «Eso es una fanfarronería». Las palabras de
Kondakov me parecieron muy lejanas de lo que llamamos internacionalismo.
Pedí una reunión con Scherbakov, que me recibió en el PUR. La conversación
fue larga y pesada para ambos. Scherbakov admitió que Kondakov había
mantenido una postura «extremista», pero añadió que había cosas en mi
artículo que debían eliminarse, que yo debía entender la situación, el «estado
de ánimo de los rusos». Respondí que los rusos eran diferentes entre sí, que
Gorki y Korolenko razonaban de modo distinto al de Pirushkévich.
Scherbakov se enfadó y pasó a otro tema, alabando mis artículos pero también
expresando algunas críticas: «Los soldados quieren leer sobre Suvórov,
mientras que usted cita a Heine. Borodinó está ahora más cerca que la Comuna
de París». Aludí al destino de Lidin: desde los primeros días de la contienda
había trabajado como corresponsal de guerra. Por alguna razón fue asignado a
un rotativo del ejército y se dejó de publicar todo lo que llevara su firma.
Scherbakov respondió de modo enigmático: «Él no sabe escribir para el
pueblo». (Más tarde supe que un correo de Lidin había enojado a Stalin).
Luego sonrió con malicia: «Hay muchas cosas que usted no entiende. Escuche
las palabras de Litvínov y Maiski». Le enseñé los dientes y al final le dije:
«Estamos en guerra, los alemanes todavía son fuertes, eso significa que
seguiré escribiendo en los periódicos hasta que me den el mismo trato que a
Lidin». Me levanté y dije adiós. Scherbakov sonrió y me preguntó: «¿Qué hará
después de la victoria?». Le respondí que no lo sabía, que no había pensado
en ello. «Pues yo sí —dijo Scherbakov—, voy a dormir setenta y dos horas
del tirón». Le miré fijamente: tenía el rostro hinchado, pálido, cansado.
Estaba a punto de salir publicado mi libro Cien cartas, una recopilación
de artículos y cartas recibidas de los hombres del frente. Creía que en estas
cartas se reflejaba el alma del pueblo. El libro estaba maquetado y listo para
imprenta, y de repente lo prohibieron. Cuando pregunté la razón no recibí
respuesta. Finalmente un trabajador de la editorial me dijo: «Ahora no
estamos en 1941».
Selvinski escribió un buen poema sobre Rusia. Se había revelado como un
hombre valiente y trabajaba para los periódicos del frente, pero a Stalin no le
gustaron algunos de sus versos y fue censurado. Pravda asestó un golpe
demoledor contra Platónov: «Extravagancias en lugar de sencillez». Se
organizó un encuentro de escritores en el que se condenó (unánimemente, por
supuesto) el libro de Fedin sobre Gorki, y Zóschenko y Selvinski también
fueron desaprobados. Un nuevo artículo periodístico añadió otro nombre a la
lista, cada vez más larga, de «saboteadores»; estaba dedicado a Kornéi
Chukovski, que había escrito el cuento para niños Barmalei: «Las rarezas
triviales de K. Chukovski sólo provocan repugnancia». E. Schwarz, un escritor
que, en mi opinión, tenía un elevado don para la sátira poética, escribió una
obra teatral titulada El dragón. Adivinando el futuro, el caballero Lancelot
liberaba una ciudad de la tiranía del dragón, pero al volver un tiempo después
veía que los habitantes lamentaban la pérdida de «su querido dragoncito», que
escupía fuego con el que se podía cocinar sin utilizar el horno. En Literatura i
iskusstvo escribí: «Schwarz ha escrito una sátira sobre la heroica lucha del
pueblo contra el nazismo». A Paustovski también lo atacaron: en un guión
sobre la vida de Lérmontov se había atrevido a decir que al poeta le había
parecido pesado el uniforme del ejército del zar Nicolás. Todo aquello
recordaba a la década de 1930. Y los alemanes todavía estaban en Orsha y
bombardeaban Leningrado…
En Krásnaia zvezdá trabajaba el coronel Kruzhkov. Recuerdo la noche del
11 de noviembre de 1943: en la redacción se presentaron unos individuos de
la Seguridad Estatal, arrancaron del pecho del coronel las condecoraciones y
se lo llevaron. Una hora después llegó el general Talenski y preguntó a
Kopyliov si Kruzhkov había leído el editorial. «Kruzhkov ha sido arrestado».
El editor estaba tan contrariado que no podía articular palabra. (Hace poco me
encontré con Kruzhkov que, claro está, ha sido rehabilitado).
La prensa habló favorablemente de la ponencia de cierto historiador que
ensalzaba la opríchnina. Eisenstein, a petición de Stalin, trabajaba en una
película sobre Iván el Terrible. (La segunda parte de la película enfureció a
Stalin, que, después de verla, dijo tajante: «Quítenla de en medio»).
A finales de 1943 se publicó en Magadán una edición de La caída de
París con dibujos de un pintor anónimo. Las ilustraciones me gustaron. Por
algunos detalles se veía que el pintor conocía París. Naturalmente, comprendí
el porqué de su anonimato, pero escribí a la editorial una carta entusiasta,
esperando así mejorar de alguna manera la situación del pintor. Una año más
tarde me visitó la mujer del artista, de nombre Schreber, y me explicó que su
marido era natural de Riga, que había vivido en París y estudiado con el
maestro cartelista Paul Colin; que en 1935 había vuelto a la Unión Soviética,
había sido arrestado en 1937, había trabajado en las minas y ahora se
dedicaba a pintar carteles.
No pasaba un día sin una novedad. En las escuelas secundarias de la
ciudad se abolieron las clases mixtas. Un pedagogo demostró que los niños
debían ser adiestrados desde la más tierna infancia en ciencia militar y las
niñas en costura. (Poco después de la muerte de Stalin se restablecieron las
clases mixtas). Se introdujo el uniforme para los diplomáticos, después para
los juristas, luego para los ferroviarios. Un amigo mío me aseguró en tono de
broma que pronto inventarían un uniforme para los poetas, con una, dos o tres
liras en la hombrera conforme al rango. Nos echamos a reír, pero con una risa
más bien triste.
Se publicó el texto del nuevo himno nacional, en el que se ensalzaba a
Stalin y a la gran Rus. Recordé La Internacional y me puse a pensar.
La vida se fue adaptando a los tiempos de guerra. La gente vivía con
dificultades y, para resistir, era preciso un heroísmo silencioso y cotidiano.
Miraba con tristeza a las mujeres acarreando vigas pesadas y construyendo
carreteras. Los niños trabajaban en las fábricas y en el tiempo libre jugaban
como cualquier otro niño del mundo. Los productos alimenticios estaban
racionados. Las esposas de los funcionarios discutían a quién le habían dado
un limit, a quién medio limit y a quién nada. Llamaban así a las cartillas con
las que se podía comprar en las tiendas cerradas al público artículos por valor
de ciento cincuenta o setenta y cinco rublos. La gente se quejaba: «Otra vez no
hay cereales en las cartillas». Los especuladores vendían azúcar a dos mil e
incluso tres mil rublos el kilo. En muchas casas hacía frío, se caldeaban lo
estrictamente necesario para que no se congelaran las tuberías y reventaran. A
Moscú volvieron las compañías teatrales y mucha gente acudía a las
representaciones: querían distraerse y entrar en calor. En los entreactos se
hablaba de los boletines, del capitán Serguéiev que se había llevado al frente
a su novia, de Masha que ya no escribía a su marido y que había empezado una
relación con un músico cojo. Se decía también que en las tiendas vendían
mermelada agria y que se habían acabado las reservas de mantequilla.
En noviembre, Shostakóvich me envió una invitación para escuchar su
Sinfonía n.º 8. Volví del concierto profundamente conmovido: en cierto
momento había oído ecos de las voces de los coros de las antiguas tragedias
griegas. La música tiene un privilegio enorme: no habla de nada y, aun así,
puede decirlo todo. En 1943 aparecieron por primera vez las nubes que, cinco
años más tarde, se cernirían sobre nuestras cabezas. Pero el enemigo todavía
pisoteaba nuestra tierra. El pueblo luchó con firmeza, y había en este esfuerzo
heroico tanta fortaleza que uno podía vivir con honestidad y sin temor, sin
prestar atención a muchas cosas. Creía firmemente que después de la guerra
las cosas cambiarían de pronto. Hoy, cuando vuelvo la vista atrás, no me
queda más remedio que confesar mi ingenuidad y ceguera. A veces es más
fácil creer.
Por lo visto el hombre está hecho de forma que toma invariablemente los
deseos por la realidad, y a menudo, como un sonámbulo, da un paso al vacío,
se estrella o despierta con los huesos rotos.
Cuando recuerdo las conversaciones en el frente y en la retaguardia,
cuando releo las cartas, veo claramente que en esos días todos pensaban que,
una vez ganada la guerra, se instauraría una felicidad verdadera. Por supuesto
éramos conscientes de que el país estaba devastado, empobrecido, que
tendríamos que trabajar mucho, y no, no soñábamos con montañas de oro. Pero
creíamos que la victoria traería consigo la justicia, que triunfaría la dignidad
humana. Nadie imaginaba que tres años después del final de la guerra los
estadounidenses nos amenazarían con la bomba atómica y que Beria volvería a
abrir fuego contra su propia gente. Aun así, aunque nos equivocamos bastante
en nuestras predicciones del futuro, todavía recuerdo los sueños de aquellos
años con ternura y orgullo.
No importa lo terrible y cruel que sea una guerra, permanecerá en nuestra
memoria no como una caída sino como un vuelo: nuestro pueblo ascendió
hasta las más altas cimas, cimas inconmensurables, no lo atestiguan los
panegíricos a los «geniales adalides» o los grandes frescos de batallas, ni
siquiera las condecoraciones, sino el recuerdo de quien no ha vuelto, las
lágrimas humanas, agua viva de la conciencia popular.
16

En diciembre de 1943 murió Yuri Tiniánov. Lo conocí en la década de 1920,


cuando era uno de los animadores de la Sociedad para el Estudio de la Lengua
Poética, junto con Borís Eijenbaum, Víktor Zhirmunski y Víktor Shklovski. No
comenzó creando literatura sino estudiándola, pero la estudió de un modo tan
inspirado que, inesperadamente, su libro Arcaizantes e innovadores se
convirtió en un hito en la historia de la literatura. Durante nuestros primeros
encuentros Yuri Tiniánov me desconcertó: era un autodidacta con enormes
lagunas y escribía novelas con graves errores. Además era provocativo,
buscaba una nueva forma de novela, rechazaba lo que había defendido un año
antes, y en esto era verdaderamente petersburgués (en el tradicional sentido
de la palabra), invariablemente cortés incluso en las réplicas maliciosas.
Recuerdo una conversación: Tiniánov hablaba de que el tiempo de las
escuelas literarias había pasado, que un innovador podía ser arcaico y que
quien estaba más próximo a Pasternak era Mandelstam. Me irritaba que Yuri
Nikoláievich repitiera «peón sincopado»: yo entonces no sabía qué significaba
y me daba vergüenza reconocerlo.
En la primavera de 1930 Yuri Nikoláievich llegó a París enfermo, había
contraído una enfermedad extraña y poco frecuente: esclerosis múltiple. Yo
miraba a Tiniánov con otros ojos: ante mí no tenía un estudioso de la
literatura, sino al autor de unos libros que fueron grandes acontecimientos en
mi vida. Tardé en decidir si escribir o no sobre él en este libro de memorias,
después de todo me he referido a personas y no a libros, pero después decidí
que no podía dejar de hablar del hombre cuyas obras me ayudaron a
comprender tantas cosas.
Con los libros de nuestros contemporáneos nos relacionamos de otro modo
que con las obras de los clásicos, pues los protagonistas de sus novelas a
menudo se mezclan en nuestra conciencia con el semblante del autor. Cuando
yo buscaba, pensaba, escribía, la poesía de mediados de siglo me parecía —y
me sigue pareciendo— más significativa que la prosa, que necesita más
espacio. Sin embargo en la época soviética se escribieron muchos relatos y
novelas importantes.
He conocido a muchos escritores, algunos famosos ya antes de la
revolución —Gorki, Bunin, Rémizov, Bieli, A. Tolstói, Zamiatin—, otros de
mi generación —Fedin, Paustovski, Bábel, Tiniánov, Zóschenko, V. Ivánovich,
Katáiev, Olesha, Leónov— y los nacidos en el siglo XX: Fadéiev, Shólojov,
Kaverin, Grossman. Heine decía que cada persona es un mundo, y los
monumentos fúnebres se alzan sobre las ruinas de mundos desaparecidos.
Algunos libros me han gustado, otros me han dejado frío, pero todo lo que
escribieron mis contemporáneos estaba relacionado con mi vida. No hablo
sólo de I. Bábel (era mi amigo y a menudo pienso en él como mi maestro):
aprendí también de los libros de otros contemporáneos. A entender mejor mi
época me ayudó Tiniánov.
Estas palabras pueden causar sorpresa. Después de todo, Tiniánov
escribía novelas históricas y relatos, además escogía épocas sombrías: la de
Nicolás I o el final de la de Pedro. Conocía bien la historia y nunca intentaba,
faltando a la verdad, atribuir al pasado algo contemporáneo. Era una persona
moderada no sólo en su vida, sino también sentado a su escritorio. Sabía
dominarse, tal vez por ello sus libros parecían un poco áridos. Sin embargo
nunca hubo un autor más grande y honesto, que tan pronto escribía sobre
acontecimientos lejanos a su mundo espiritual como de personas distantes y
ajenas. En la novela La muerte de Vazir-Mujtar Tiniánov decía: «A los
hombres de los años veinte le tocó una muerte pesada, puesto que el siglo
murió antes que ellos. En los años treinta tenían un verdadero olfato para el
momento de la muerte. Como los perros, escogían para morir un rincón
cómodo. Y ya no exigían, antes del desenlace, ni amor ni amistad».
A Yuri Nikoláievich le gustaba bromear, hablar de trivialidades, luchar
con tenacidad contra la enfermedad, pero era un hombre muy triste, y la
tristeza de Gribóiedov no era para él una página de la historia. Nació el
mismo año que Bábel y Pilniak, que murieron en los rincones menos
confortables. Tiniánov les sobrevivió un tiempo, aunque murió en su propia
cama.
El subteniente Kizhé y La figura de cera se comprendieron muy bien. Por
entonces, cuando conocía sólo su obra El desgraciado, escribí sobre la vida
agitada de Lasik Roitschwantz, cuyas peripecias le llevaban por todo el
mundo, de una ciudad a otra, de un país a otro. Una vez le ofrecían dedicarse a
la cunicultura, que estaba de moda en aquel momento. El subteniente Kizhé
surgía del error de un copista, que en vez de escribir «en cuanto a los
mencionados tenientes» escribía «el teniente mencionado Kizhé», pero nadie
se atrevía a decírselo a Pablo I. El zar mandaba deportar al subteniente Kizhé
a Siberia. Al final Pablo lo indultaba y ordenaba que se casara con una dama
cortesana. El novio no iba a la iglesia, pero a la novia la casaban. A Pablo le
decían que el general Kizhé había caído enfermo y muerto en pocos días.
Daban sepultura con toda solemnidad a una tumba vacía.
La figura de cera era la representación de Pedro, provista de muelles para
poder moverse. La enviaban a la Kunstkamera, los muelles se rompían y la
pobre figura de cera iba a parar entre diferentes tarros de cristal que contenían
bebés deformes en formol.
Tiniánov conocía muy bien la historia, comprendió con mucha más
inteligencia que yo algunos rasgos de la contemporaneidad, pero lo que
denominamos «acontecimientos políticos» le traían sin cuidado. Llegó a París
en primavera, cuando nacía el Frente Popular. Yo era ingenuo, iba a los
mítines, creía que el fascismo sufriría un golpe letal. Yuri Nikoláievich no
discutía, respondía: «Tal vez». Se encontró en una ciudad que conocía bien
por las novelas, los documentos, los planos y los grabados. Quería pasear por
el Palacio Real, como hizo V. L. Pushkin, recordaba a I. S. Turguéniev y
Viazemski, leía las cartas de vinos como si se tratara de un texto familiar:
«Moet, Clicquot,…».
En París, donde no sólo se puede tirar las colillas al suelo, sino también
dudar de la tabla de multiplicar y echar pestes de las autoridades, se mostraba
cauteloso: tenía miedo de delatar su ignorancia, preguntaba prudentemente
cómo comportarse en un café. Era su suavidad y encanto lo que dejaba a todo
el mundo desarmado. Después se puso a escribir su obra sobre Pushkin. Este
libro, a tenor de sus palabras, debía responder a muchas preguntas difíciles.
Recuerdo nuestro último encuentro en la inquieta primavera de 1941, tres
semanas antes del comienzo de la guerra. Tiniánov vivía entonces en Pushkin,
en la antigua casa de A. Tolstói. En el jardín florecían narcisos y tulipanes.
Los muebles del comedor eran de caoba, de las paredes de las estancias
colgaban cuadros. Todo parecía apacible. Yuri Nikoláievich sonreía con
dulzura. Como es natural, hablamos de la guerra. Recuerdo que Tiniánov dijo:
«¿Puede haber en Alemania una revolución tan horrible?». Después de todo,
se había formado de acuerdo a la lógica del siglo pasado: se le antojaba
imposible la ceguera de un país civilizado.
No pudo concluir Pushkin, sólo terminó la infancia y la adolescencia del
poeta. Cuando Yuri Nikoláievich murió no había cumplido los cincuenta años
y en su último año de vida la enfermedad le impidió trabajar. Se llevó su
investigación sobre Pushkin a la tumba. A menudo he recordado, y lo sigo
haciendo, su excelente relato sobre el mocito Vitushíshnikov, que sólo sabía
hacer una cosa: tocar el tambor. A veces me siento así de ignorante y también
esto se lo agradezco a Tiniánov.
Estuve en su entierro. Después de la victoria de Stalingrado comencé a ver
las cosas de otra manera. El rango y el uniforme determinaban la situación del
hombre. Los periódicos ni siquiera informaron de su muerte. El ataúd se
encontraba en una pequeña habitación del bulevar Tverskoi y las coronas eran
de flores de papel. Me mantuve firme junto a la tumba mientras pensaba:
«Hemos enterrado a uno de los escritores más inteligentes de la década de
1920».
17

Para los simples mortales todo parecía ir como la seda: en los teatros de
operaciones bélicas se combatía contra el enemigo común y los jefes de los
gobiernos de la coalición antihitleriana intercambiaban telegramas de
felicitación. En realidad, todo era mucho más complicado: se libraba una
guerra intestina entre bastidores.
A los estadounidenses les gustaba más el almirante Darían que De Gaulle
y, cuando mataron al primero, el general Giraud. De Gaulle se prefería a sí
mismo. En Francia sus partidarios no querían alcanzar un acuerdo con los
partisanos del país. En Italia los aliados apoyaban al virrey de Abisinia, el
mariscal Badoglio, mientras que los partisanos juraban que matarían a todos
los líderes fascistas. Los británicos suministraron armas al general
Mihajlović, el gobierno real de Yugoslavia todavía estaba en El Cairo,
mientras que el ejército popular de liberación estaba comandado por el
comunista Tito. En la capital egipcia también se encontraba el ala derecha
griega del gobierno, pero en Grecia el ala izquierda de EAM combatía contra
los invasores. En Londres encontró refugio el gobierno polaco; la Unión
Soviética rompió relaciones diplomáticas con él. Surgió la Unión de los
Patriotas Polacos; en los bosques de Polonia había grupos de extrema derecha
de Armja Krajowa y fuerzas del ala izquierda de Gwardja Ludowa. La prensa
sólo mencionaba todo esto de pasada y a veces sólo de un modo alegórico.
Por supuesto, yo no estaba al corriente de los secretos de los diplomáticos,
pero debido a la naturaleza de mi trabajo alguna que otra cosa sabía: me
invitaban a recepciones, tenía que visitar las diferentes embajadas y casi a
diario debía atender a periodistas extranjeros. No voy a tratar de describir la
historia de las relaciones entre los aliados que, por lo demás, conozco. Sólo
quiero relatar algunos encuentros fortuitos, episodios bastante más divertidos
que significativos.
Un día, el embajador inglés me preguntó por qué no me gustaban los
británicos. Yo protesté y en tono de broma enumeré todo lo que me gustaba de
Inglaterra: la Carta Magna, los paisajes de Turner, los parques verdes de
Londres. Desde ese día, cada vez que Clark Kerr me presentaba a sus
compatriotas invariablemente decía: «Y éste es el señor Ehrenburg, que de
Inglaterra sólo conoce las pipas, el césped y los terriers». Clark Kerr era un
escéptico bien educado, no se permitía decir lo que pensaba y, sólo una vez,
en una recepción aburrida después de haber estado hablando conmigo sobre
poesía, me confesó: «Lo que me gusta de Moscú es la variedad. Siempre nos
gusta aquello de lo que carecemos, ¿verdad?».
En octubre de 1944 Churchill y Eden visitaron Moscú. No sé cómo afectó
este viaje a las relaciones anglo-soviéticas, pero salvó inesperadamente de la
desgracia al viejo tornero Yankelévich, a quien A. N. Tolstói llamaba «el
maestro de la pipa». Yankelévich fabricaba pipas sofisticadas y las vendía a
fumadores empedernidos. Lo arrestaron, creo que justamente a causa del
comercio ilegal de pipas. Alekséi Nikoláievich trató de interceder por él, pero
los esfuerzos resultaron vanos. Durante la visita de Churchill el Comisario de
Asuntos Exteriores decidió obsequiarle con un viejo cofre con compartimentos
secretos y una complicada cerradura, pero ésta se rompió y nadie sabía
arreglarla. Entonces alguien se acordó del viejo Yankelévich, que tuvo que
agradecer su puesta en libertad al destino o a Churchill. Por otra parte, la
llegada del premier inglés no trajo sino desvelos al director de la fábrica de
tabaco «Java»: le pidieron urgentemente que hiciera unos puros de la mejor
calidad. En una recepción Churchill tomó uno de aquellos puros y lo encendió:
el cigarro silbó y desprendió chispas como si fuera un cohete. Churchill
esbozó una sonrisa. Tenía la cara de un viejo bulldog, y sus ojos fatigados,
incluso soñolientos, de vez en cuando se animaban con una sonrisa burlona.
Me lo presentaron. Hizo un esfuerzo por sonreír. «Felicidades, a usted en
especial». No sabía por qué me felicitaba, pero le devolví la sonrisa y
también le felicité, sin saber por qué.
La breve conversación que mantuve con Eden fue mucho más interesante.
Eden me dijo de repente: «Por lo que parece, no le gustan mucho los
británicos, ¿no es así?». Decidí que Kerr ya había tenido tiempo de contarle lo
del césped y los perros, pero le pregunté qué le hacía pensar eso. Eden
respondió: «Me han dicho que siente un gran afecto por Francia». Era algo tan
inesperado viniendo de un diplomático experimentado que me desconcertó y
me llevó unos minutos improvisar una respuesta: «¿Acaso el amor a Francia
entraña la hostilidad hacia Inglaterra?». Probablemente en mi tono de voz se
traslucía cierta irritación con Eden, que se precipitó a sonreír: «Estaba
bromeando. Somos todos aliados, por supuesto, y por lo que a mí respecta
siento un gran afecto por los franceses».
Sin embargo, otros ingleses decían abiertamente lo que pensaban de los
franceses. Harriman, por ejemplo, me dijo: «Con Francia será difícil: allí hay
más traidores que en ninguna parte». Un conocido corresponsal inglés
reconoció: «Iría mejor sin los franceses». Willkie me confió: «El papel de
Francia como gran potencia ha terminado para siempre, no tenemos ningún
interés en restituirle su posición anterior».
Naturalmente, los franceses —el embajador Garreau, el consejero
Schmittlein, el joven Gorse, el general Petit— a menudo decían que no
confiaban ni en los ingleses ni en los estadounidenses: temían que los aliados
occidentales intentaran poner en pie de nuevo a la derrotada Alemania. Una
tarde nos reunimos en casa del general Petit. Estaban Thorez, Jean-Richard
Bloch y Garreau; este último empezó a recordar el pasado: después de la
Primera Guerra Mundial, siendo oficial, había presenciado la ocupación de
Renania; describió cómo admiraban los aliados el orden y la organización de
los alemanes, cómo se enamoraban de las alemanas; nadie dudaba de que la
paz estaba garantizada; pero en Munich Ludendorff ya había hecho un
llamamiento a la venganza. Y Garreau dijo acaloradamente a Thorez:
«¡Nuestra única esperanza es que los rusos no permitirán que se vuelva a
repetir!».
En diciembre de 1943 volvía yo de Járkov, donde juzgaban a algunos
alemanes implicados en las masacres de civiles. Alekséi Tolstói iba sentado
en mi compartimento. El periodista estadounidense Stevens se reunió con
nosotros. Nos pusimos a hablar del futuro. De repente alguien golpeó al pobre
Stevens en la cabeza: era el periodista francés Champenois que estaba
tumbado en la litera de arriba. No soportaba oír hablar de las ventajas de una
«paz suave» y, además, se había atizado medio litro de vodka.
(Me hice amigo de Champenois. Antes había sido corresponsal de la
agencia de noticias Havas, pero cuando el embajador francés Gastón Bergery,
que en el pasado había sido de extrema izquierda, abandonó Moscú por
indicaciones de Vichy, Champenois se quedó en Rusia escribiendo para un
periódico francés que se publicaba en Londres. Después de la guerra intentó
volver a su país, pero resultó que se había encariñado demasiado con Moscú.
Sabía beber como un ruso y charlar hasta medianoche de todo y de nada a la
vez, de disparates o de asuntos de suma importancia, como hacen los rusos. Es
un hombre carente de ambición y de sentido práctico; en momentos de gran
emoción bromea o suelta tacos, escribe poemas sólo para él, nunca los
publica).
Me parece que no sólo no conseguí entender a los estadounidenses con los
que me encontré sino tampoco a los ingleses: sus países no habían sufrido la
ocupación fascista. No estoy hablando de los políticos o diplomáticos, que
tenían sus propias motivaciones, sino de muchos oficiales y periodistas
convencidos de que se exageraban las historias sobre las atrocidades nazis.
Para ellos, el ejército de Hitler era el mismo que el del káiser Guillermo. Por
eso resultaba mucho más fácil hablar con personas de países ocupados.
El embajador noruego Andvord difícilmente habría podido admirar el
sistema soviético, pero conocía los sufrimientos de su propio país y se daba
cuenta de que el Ejército Rojo era el único que luchaba de verdad. A veces
nos invitaba a su casa. Era un sibarita y le gustaban los buenos vinos
franceses. Nos sentábamos junto a la chimenea y Andvord recordaba Noruega,
me hablaba de amigos comunes, y decía: «Espero que las bombas hagan entrar
en razón a los ingleses. Quieren tratar educadamente a los nazis, como si se
tratara de un partido deportivo. Hoy he vuelto a recibir noticias de la masacre
de nuestros estudiantes. Tenías razón: los sedantes no bastan, se necesita
cirugía».
Entre los diplomáticos me gustaba especialmente René Blum; representaba
al país más pequeño, Luxemburgo, pero tenía un gran corazón. En 1944 un
desertor vino a vernos en el frente cerca de Minsk. El coronel me dijo: «Un
Fritz dice que no es alemán ni francés, sino algo así como luxemburgués…».
Me llevaron a ver al hombre. Era un joven campesino. Me pidió papel:
«Quiero escribir una carta». Pensé que quería enviar noticias a los suyos y que
ingenuamente creía que la misiva les llegaría. Pero escribió lo siguiente: «A
Su alteza, la Gran Duquesa de Luxemburgo. Le informo de que he cumplido
con mi deber y que crucé al bando del Ejército Rojo». Cuando le entregué la
carta a René Blum, le conmovió tanto que se le saltaron las lágrimas. Era un
socialista del ala izquierda, pero el mensaje a la Gran Duquesa le emocionó
profundamente. Se encariñó de nuestro país, aprendió a hablar ruso y asistía a
conferencias y charlas. (Una vez lo distinguí entre una turba de estudiantes que
había irrumpido en la Politécnica, faltó poco para que muriera asfixiado). Su
hija estudiaba en la Universidad de Moscú. Blum era humilde y afable, en él
subsistía algo del siglo pasado así como de su Luxemburgo natal. Hace
algunos años fui a visitarle a su casa. Es presidente de la Sociedad de Amigos
de la Unión Soviética e interviene en mítines. Todo el mundo lo conoce y le
respeta. Por la noche, con una botella de vino, intercambiamos recuerdos de
los años de guerra.
A menudo visitaba al embajador checo, Fierlinger. Era fácil hablar con él:
entendía la naturaleza del fascismo. Su mujer, una encantadora y vivaz
francesa, también lo entendía. Cuando Beneš llegó a Moscú, lo vi en una
recepción. Recordaba nuestra vieja charla: «Yo ya sabía que Checoslovaquia
estaba condenada». Luego agregó: «Nuestra única salvación reside en una
estrecha alianza con su país. Los checos pueden tener opiniones políticas
dispares pero en un punto estarán todos de acuerdo: la Unión Soviética no sólo
nos liberará de los alemanes sino que nos permitirá vivir sin un miedo
constante al futuro».
Los yugoslavos venían a verme: un comandante del ejército partisano,
Terzić, y el escultor Augustinčič que estaba trabajando en el proyecto de un
monumento y hacía dibujos sin cesar. Me gustaba su trabajo, que combinaba
monumentalidad y movimiento, y me agradaba también el hombre: era un
artista y un luchador que siempre permanecía fiel a sí mismo, sin ceder a nada,
y que vivía en diferentes planos a la vez. A los yugoslavos les dieron varias
casas en Serebriani Bor. Allí conocí a partisanos, tanto hombres como
mujeres. Vivían en aquellas casas a las afueras de Moscú como en las
montañas de Bosnia: allí se respiraba la misma democracia e integridad. Me
sentía bien entre ellos.
Los corresponsales extranjeros venían a verme con la esperanza de
averiguar algo de la situación militar; a veces les daba diarios alemanes o
cartas. Ellos, a su vez, me hablaban de las complejas maniobras de los
diplomáticos. Entre los corresponsales extranjeros había destacados
periodistas como Leland Stowe, Alexander Werth y Maurice Hindus. He
descrito cómo en otoño de 1942 Leland Stowe me acompañó a Rzhev. Era un
buen conocedor de la guerra: había estado en España y en China, donde había
demostrado valentía y capacidad de observación, y escrito artículos muy
buenos. En 1946, cuando la Guerra Fría empezaba a perfilarse, lo visité en su
casita de una sola planta cerca de Nueva York. Alrededor había elegantes
casitas, las rosas habían florecido, la gente vivía en condiciones de
prosperidad. Pero Stowe estaba triste y me dijo: «¿Se acuerda de Rzhev? Ahí
me sentía más tranquilo. Uno puede vivir sin comodidades, pero es más duro
vivir sin esperanza».
Por supuesto, las cosas no eran fáciles para los corresponsales
extranjeros: los periódicos contenían más artículos generales que información;
la censura estaba atenta y los periodistas tenían que librar batalla con su
propio contrincante: el jefe del Departamento de Prensa. Después de cada
conferencia de prensa cada periodista trataba de adelantarse a los otros y
llegar el primero a la oficina de telégrafos. A veces se producían peleas; en
una ocasión un corresponsal americano le pinchó la rueda del coche a un rival
para impedir que llegara a tiempo a telégrafos. El corresponsal de United
Press, Shapiro, tenía un buen concepto de nosotros, pero no dejaba de
quejarse: se esperaban de él noticias sensaciones, aunque no le permitían ir al
frente e ignoraba qué información enviar. Y entonces ocurrió un
acontecimiento que resultó ser la gota que colmó el vaso: Stalin respondió a
tres preguntas que le envió Henry Cassidy, el corresponsal en Moscú de
Associated Press. Shapiro, desconcertado, vino corriendo a verme: «Yo
también le mandé un cuestionario. Associated Press es más de derechas que
United… ¿Por qué Stalin quiere causarme la ruina?». Era imposible
apaciguarlo, no quería escuchar que Cassidy simplemente había tenido la
suerte de que su cuestionario llegara el día en que Stalin decidió dar alguna
información. Como premio de consolación, el Departamento de Prensa del
Ministerio de Asuntos Exteriores permitió a Shapiro visitar el frente de
Kaliningrado. A su regreso a Moscú me dijo: «Por supuesto que lo que he
visto es extraordinario. Ahora entiendo mejor por qué insistes en el Segundo
Frente. Pero desde el punto de vista de United Press no es comparable al logro
de Cassidy. Todavía no entiendo por qué Stalin prefiere a Associated Press».
En cuanto a Cassidy, estaba de lo más contento y andaba enseñando a todo el
mundo la firma de Stalin debajo de las respuestas a sus preguntas y se las
ingenió para conseguir cuatro botellas de vino del restaurante Aragvi
diciendo: «Stalin me escribe…».
Había algunos tipos indeseables entre los corresponsales estadounidenses.
Recuerdo a un individuo descarado que vino a verme y puso medio kilo de
azúcar sobre la mesa. Liuba entró en la habitación y sin saber quién era mi
invitado dijo: «¿Vende azúcar?». Insistí al estadounidense que se llevara su
regalo. Unos días más tarde le expliqué la historia a Alekséi Tolstói. Se oyó su
risa tronar: «A mí también me trajo azúcar, y yo, tonto de mí, me sentí confuso
y acepté. Quería darle algo a cambio pero no tenía nada a mano así que le
ofrecí una pluma estilográfica Waterman. Y el bastardo la cogió». Nos reímos
un buen rato. (Por supuesto, no sabíamos entonces lo que iba a significar para
Europa la llamada «ayuda americana»).
El incidente del azúcar es irrelevante, pero hubo asuntos más serios: las
disensiones entre los miembros de la coalición antihitleriana se hacían notar
cada vez más. Empezaba el verano de 1944. Las salvas que anunciaban las
victorias se habían convertido en un fenómeno cotidiano para los moscovitas.
Los aliados desembarcaron en Normandía. El desenlace estaba próximo.
El primero de julio partí al Tercer Frente Bielorruso comandado por el
general Cherniajovski. Cerca de Borísov, en la orilla derecha de Bereziná, vi
a los franceses capturados de la «legión», organizada por el traidor Doriot.
Todos los franceses conocen el río Bereziná por su nombre: allí, en 1812, los
rusos estuvieron a punto de cercar al ejército de Napoleón. Sólo una parte de
él consiguió cruzar el río, gracias al coraje de los zapadores comandados por
el general Eblé. (Sabía de este general porque en París a menudo tomaba por
la calle que llevaba su nombre). Los «legionarios» se quedaron atrapados en
el Bereziná: eran mercenarios cobardes pero codiciosos. Los detuvieron por
sus maletas: no querían separarse de su botín. Me pidieron que hablara con
ellos. Uno me juró que había tenido una aventura amorosa desdichada y que
había decidido morir «no importa cómo», otro me contó las privaciones y las
penurias sufridas: había cedido «en un momento de debilidad»; un tercero
apeló a los «inescrutables caminos del destino»; un cuarto me dijo: «Yo soy
simplemente un civil; en París tengo un pequeño restaurante; mis clientes
siempre me colman de elogios. Nunca me equivoco en materia culinaria. La
política es otro tema». A los legionarios los encerraron con los prisioneros
alemanes, entre los cuales resultó haber muchos alsacianos. Luego me
contaron que durante la noche los «legionarios golpearon a los alsacianos».
Fui a visitar a los pilotos del escuadrón «Normandía». Los franceses
contaban que durante los combates para hacerse con Borísov, el piloto Gaston
fue asesinado en el Bereziná. Durante tres años había intentado salir de
Francia para luchar en el cielo; lo detuvieron todas las veces y finalmente lo
hicieron prisionero en la cárcel de Port-Lyautey en el norte de África. Cuando
los estadounidenses lo liberaron decidió ir a la Unión Soviética para unirse al
escuadrón Normandía. La batalla de Bereziná había sido su bautismo de fuego
y allí murió. Les conté a los pilotos la historia del propietario del restaurante,
y se echaron a reír; luego uno de ellos dijo con desprecio: «No creo que haya
muchos de ese tipo. Son nuestros “hombres de Vlásov”». Sonreí: yo tenía una
fe inquebrantable en Francia.
Sí, admito que creía en un futuro extraordinario; de lo contrario habría
sido difícil seguir adelante. Me decía: las cosas no las decidirán los
diplomáticos ni los políticos, sino las personas que sufren las penas. Y por
tanto el fascismo será enterrado para siempre. En algún lugar entre Borísov y
Minsk me encontré con los corresponsales extranjeros. Estaban felices por que
habían asistido a la victoria del ejército de los aliados y por que habían
recogido material interesante para preparar sus crónicas. El que estaba más
contento era el corresponsal del Times: había capturado a tres soldados. Los
alemanes habían caído en un cerco e intentaban encontrar a alguien a quien
rendirse; al ver a un civil bien vestido decidieron que no habían podido dar
con una ocasión mejor. Un chico de doce años llamado Aliosha Sverchuk
entregó a cincuenta y dos prisioneros. Pero el corresponsal del Times,
naturalmente, estaba contento.
Debo admitir que mientras en Moscú yo podía estar afligido por los
telegramas que llegaban del extranjero, en Minsk no pensaba en cómo
solucionar la cuestión griega, en si los estadounidenses reconocerían a Tito, en
lo que Eden diría de los polacos. Mi única preocupación era encontrar un
camino a Minsk, porque las divisiones alemanas aún vagaban por todas partes.
18

Llegué a Minsk el 4 de julio. La víspera los tanques habían irrumpido en la


ciudad y habían seguido avanzando hacia el oeste. En los distritos del sur de la
ciudad aún se producían algunos tiroteos. Miré la calle larga y me alegré al
ver que casi todas las casas estaban intactas; un cuarto de hora después se
oyeron detonaciones de explosiones y las casas desaparecieron.
Los zapadores trabajaron todo el día retirando minas; llegaron a tiempo
para salvar el gran edificio del gobierno y otras casas. Pero mientras
deambulaba por la ciudad vi ruinas en todas partes. ¡Qué feliz estaba con la
victoria!
Dos días antes había estado hablando con el general Cherniajovski, que me
dijo: «Ahora no perseguimos al enemigo: lo rodeamos». Sabía que las
descomunales fuerzas alemanas permanecían en el sudeste de Minsk, así que
era difícil aproximarse a la ciudad: los alemanes aparecerían de un momento a
otro en la carretera y abrirían fuego con sus metralletas. «Hemos caído en un
auténtico cerco», me dijo un tanquista y yo sonreí pensando que la guerra se
acercaba a su fin. Pero era doloroso mirar las ruinas de Minsk. No era
Nóvgorod, no era Kiev, no era Leningrado; era una ciudad que había sido
quemada y destruida muchas veces; no tenía monumentos antiguos, bella
arquitectura, pero hay momentos en que uno se olvida del arte. No pensaba en
el valor estético de las casas arruinadas, quemadas, voladas por los aires, sino
en que la gente había trabajado, sufrido, construido y ahora sólo quedaban
escombros, restos carbonizados.
La visión de las casas destruidas, las viviendas en ruinas, es un
espectáculo doloroso, y a uno siempre le conmueve algún objeto
insignificante: una butaca gastada, los restos de una pared intacta de la que
cuelgan cuadros o fotografías desde hace mucho tiempo, un caballo de madera
destrozado.
(Siete u ocho años más tarde, camino de una sesión ordinaria del Consejo
Mundial de la Paz, me quedé atrapado en Minsk: el tiempo era demasiado
desapacible para volar. P. U. Brovka me rescató y me llevó a su casa. Me
enseñó su ciudad reconstruida. Por supuesto, las casas eran suntuosas y
horrendas, como todo lo que se ha construido en nuestro país a finales de la
década de 1940, pero a mí me entusiasmaban de un modo genuino: la gente
cenaba, discutía, montaba escenas de celos; seguramente sobre aquel piso
dormía plácidamente algún niño que tenía un caballo de madera).
Vagando por la Minsk derruida de repente pensé: ¡Qué suerte la mía, al
menos a Minsk no llegué tarde! ¡El general Vadímov no me dio ninguna
libertad! En una ocasión, en los primeros días de la guerra, lo acompañé al
frente de Briansk; por alguna razón sospechaba que era capaz de cometer
alguna estúpida temeridad. Vadímov infundió en sus subordinados el recelo
hacia mí advirtiéndoles que no me quitaran ojo. En otoño de 1943, Krásnaia
zvezdá nos envió a Konstantín Símonov y a mí a Ucrania. Conduje hacia la
orilla derecha del Dniéper. El editor adjunto, el coronel Kárpov, mandó a un
miembro del Consejo Militar del 13.° Ejército, el general Kozlov, un
telegrama (hace poco recibí una copia): «Iliá Ehrenburg se encuentra entre
ustedes, por motivos de seguridad les ruego que vigilen que no vaya más allá
del cruce». Pero a Minsk llegué en el momento oportuno; y, además, luego fui
adonde quise, me las arreglé para desaparecer; en la redacción desconocían
mi paradero, y no había ningún general Vadímov, que sin lugar a dudas habría
emprendido mi búsqueda. Cherniajovski tenía razón: nuestro ejército había
rodeado Minsk y alrededor de cien mil alemanes habían caído en un cerco.
Nuestras tropas avanzaban rápidamente hacia Baranovichi y Vilna, mientras
los alemanes, que se retiraban desde Moguiliov, soñaban con abrirse paso
hacia Minsk. En este frente los alemanes no estaban del todo aplastados y
muchas divisiones resistían obstinadamente, atacaban, trataban de romper el
cerco. Un día estaba cenando tranquilamente con un comandante de batallón,
un mayor que en el pasado había sido un oficial sindicado. Al batallón le
habían dado descanso después de librar feroces combates en Bereziná, y el
mayor, mientras me obsequiaba con champán requisado a modo de botín, me
decía: «Tienes un talento innato para describir a los Fritzes, debes de haberlos
estado observando mucho tiempo. Pero dígame, cuando escribe una novela,
¿cómo busca a quién describir? A menudo me he preguntado cómo lo hace un
escritor para saber qué hay en el corazón de un hombre. ¿Se lo cuentan o lo
inventa?». No tuve tiempo de responder: las ametralladoras empezaron a
tabletear. Un regimiento alemán había abierto fuego, tratando de avanzar hacia
el oeste.
Fui hacia el oeste, a Rakov, a Ivenets, y regresé a Minsk, donde seguían los
tiroteos: los alemanes sitiados, muertos de hambre, estaban atacando la
principal panificadora.
Estaba en la carretera de Moguiliov cuando cayó bajo el fuego. Los
prisioneros nos aseguraron que había un batallón en el bosque y que un general
alemán con un mortero iba diciendo: «¡Soy alemán, no una basura!». Un
comandante alemán, que salió del bosque a la carretera agitando un pañuelo,
me dijo: «En este momento la ventaja está en su bando: Alemania se ve
obligada a luchar en dos frentes. Pero debe admitir que las técnicas de abrirse
paso con tanques y los cercos son logros estratégicos alemanes, ustedes sólo
están siguiendo nuestros pasos». Le respondí que yo no era soldado y que
como civil reconocía la primacía de los alemanes: ellos habían empezado la
guerra y se habían estado preparando para ella hacía mucho tiempo, pero no
era nada de lo que sentirse orgulloso.
Un oberleutnant en el cementerio Ros de Vilna (un punto de encuentro
para prisioneros) dijo: «Llevo desde el principio en el frente oriental. En
1941 avanzamos sin saber que os estábamos dejando atrás. Ahora todo ha
cambiado. Hemos intentado defender Minsk cuando ya os estabais acercando a
Vilna. Hemos retenido varias casas durante tres días, y ahora un oficial
vuestro dice que os encontráis cerca de Niemen. Ahora sois vosotros los que
avanzáis como si nosotros no existiéramos». Después de una pausa añadió de
repente: «Y yo me pregunto, ¿realmente existimos?». Entre querubines
barrocos y bustos mohosos florecían rosas de té. De repente se oyó un grito
desesperado: un cuervo herido mortalmente cayó a los pies de un oficial
alemán. Él se cubrió la cara con las manos y se sentó, inmóvil como una
estatua.
Me encontré con los tanquistas de Tatsin cerca de la frontera de Lituania:
estaban muertos de cansancio. El coronel Lósik, el comandante de la brigada,
explicó la toma de Minsk: «No fuimos por las carreteras, sino por los bosques
y los pantanos. Cuando irrumpimos en Minsk el día 3, aunque el número de
alemanes superaba al de nuestros hombres, ellos estaban confusos».
Hacía mucho calor, llevaba mucho tiempo sin llover y unas nubes de polvo
densas y sofocantes envolvían la carretera. Cientos de vehículos, aplastados y
volcados, bloqueaban el camino. El sargento Belkevich decía: «Tenía prisa,
mi hermana pequeña de diecisiete años, Tania, estaba en Minsk… La mataron
literalmente el día antes, el 2, los vecinos la vieron». Se secó la cara con la
manga; el sudor mezclado con el polvo formó una máscara. «Menudo polvo»,
añadió luego en voz baja: «En cuanto entramos en la ciudad pedí que me
dejaran ir a casa, fui corriendo todo el camino. Pero mi hermana ya no estaba
allí». Había tanta angustia en su voz que no pude decir nada. Uno se
acostumbra a todo: a la tristeza, a la soledad, pero nunca al dolor de otro; lo
comprobé a menudo a lo largo de aquellos años. ¡La de cosas que vi en el
camino de Orsha a Vilna! ¡Cuántas ruinas, cuántas aldeas quemadas, cuántas
historias horribles he oído! En Rakov fui a ver al abad de la catedral católica,
padre Hanusievicz. Viejo y silencioso, se sentaba entre misales y fotografías
desteñidas. Había visto a los nazis prender fuego a la casa. Presa de la
desesperación, una mujer había tirado a su bebé por la ventana; un incendiario
llegó corriendo, cogió al bebé con aire diligente y lo arrojó al fuego. El
sacerdote negó con la cabeza: «No me podía imaginar que hubiese gente tan
desalmada en la tierra». Trajeron a un viejo sacerdote católico de Kleban, un
hombre enfermo que no podía caminar, y lo torturaron. En otra localidad los
reunieron a todos en la iglesia ortodoxa y los quemaron. En Persiai mataron a
dos sacerdotes católicos. «En las Escrituras está dicho: “Él descubre lo más
oculto en las tinieblas, y saca a la luz lo más recóndito; él descarría a los
pueblos y los abate; él destruye a las naciones y las abandona; él quita el
sentido a los gobernantes y los hace errar en un desierto sin caminos”. Soy un
viejo hombre, pero ¿cómo van a vivir los jóvenes después de esto?». Pernocté
con los artilleros. Bebimos ron húngaro de pésima calidad. Todos soñábamos
con el futuro. De repente el capitán Serguéiev dijo: «Ha llegado una carta de
la mujer de Yablochkin, dice que ya no hay razón para vivir: está
completamente sola, quiere decir adiós a los camaradas de Pasha». Todos
enmudecieron; no tardaron en quedarse dormidos. Pero yo no podía pegar ojo,
así que me levanté, caminé hacia la candileja y escribí lo que había dicho el
sacerdote.
Al día siguiente, volviendo a Minsk por la carretera de Moguiliov, vi
Trostianets. Allí los nazis enterraron a los judíos, a los de Minsk y a los
traídos de Praga y de Viena. A los condenados los metieron en automóviles
con cámara de gas (vehículos donde ahogaban a la gente con gas que los nazis
llamaban G-wagen; más adelante las perfeccionaron de modo que las cajas de
las furgonetas basculaban y arrojaban los cuerpos de los gaseados: a esos
nuevos vehículos los bautizaron con el nombre de G-Kippwagen). Poco antes
de la derrota el mando alemán ordenó que se excavaran los cadáveres, se
rociaran con petróleo y se quemaran. En todas partes había huesos
carbonizados. En su huida, los nazis querían quemar a la última partida de
asesinados; los cuerpos estaban alineados como troncos. Vi cuerpos
carbonizados de mujeres, cientos de cadáveres. Cerca se amontonaban bolsos
de mujer, zapatos de niño, documentos. Entonces yo no sabía nada todavía de
Maidanek, Treblinka o Auschwitz. Estaba de pie y era incapaz de moverme
del sitio. Permanecí clavado en aquel lugar; el conductor me llamaba en vano.
Es difícil escribir sobre aquello, no hay palabras.
Nuestros soldados, al atacar a los alemanes cercados en la carretera de
Moguiliov, vieron Trostianets. En ninguna parte, creo, ha habido una guerra tan
cruel. Por la tarde los cuerpos de los enemigos se amontonaban cerca de la
carretera. El calor no aflojaba y flotaba un fuerte hedor en el aire.
Hablé con el comandante de la división de infantería alemana, el teniente
general Ochsner. Cuando le hicieron prisionero, iba vestido como un soldado,
pero al cabo de una hora presentó una identificación y exigió que lo enviaran
al campo para oficiales. A diferencia de otros presos me dijo que las ideas
que inspiraban a la Wehrmacht estaban vivas y que tarde o temprano
triunfarían. Cuando le pregunté sobre Trostianets, me respondió: «¿Por qué me
hace esa pregunta? Yo no maté a ningún niño. Perdimos la batalla y los
perdedores siempre tienen la culpa. El ejército alemán siempre se ha
distinguido por la disciplina y entrené a mis soldados en el espíritu del
honor». «Entonces, ¿por qué se cambió usted de ropa?». «No quería degradar
mi rango: los generales alemanes no se rinden». Fumaba un cigarrillo con gran
placer y dijo: «Nos encontramos en la posición de una pequeña nación a la
que atacan dos grandes Estados: Rusia y Estados Unidos. Un duelo entre
David y dos Goliat». Tenía el noble aspecto de un profesor. Luego encontré su
nombre en una lista de criminales de guerra.
Otros generales se habían comportado con mayor cautela. El comandante
del cuerpo, el general Hollwitzer, miraba con respeto al joven Cherniajovski.
Iván Danílovich dijo: «Luchasteis mejor en Vorónezh». «La responsabilidad
de lo que ocurrió no es del ejército sino de Hitler», respondió Hollwitzer.
«No escuchó a los generales experimentados y se rodeó de advenedizos».
Hollwitzer firmó un llamamiento que fue publicado dos semanas más tarde en
la prensa soviética: algunos generales alemanes que se encontraban
prisioneros se declararon en contra del Führer. Poco antes un grupo de
oficiales en Alemania había tratado de hablar contra Hitler. Esto confirió algo
de credibilidad a la declaración de los generales cautivos. ¿De qué acusaban
los generales a Hitler? No de haber iniciado la guerra, no de saquear un país
tras otro, no de haber organizado un exterminio masivo ni de crear campos de
muerte. No, los generales en activo acusaban a Hitler de otra cosa: de haber
combatido de forma incompetente llevando a la Wehrmacht a la derrota. Los
generales alemanes sugerían que los oficiales tenían que eliminar a Hitler y
alcanzar la paz antes de que las operaciones militares llegaran a territorio
germano. No decían nada sobre la montaña de cadáveres gaseados en
Trostianets…
Ante mí tengo ahora un ejemplar del periódico alemán Soldatenleitung.
Miro el retrato de un oficial en uniforme: el general de la unidad de tanquistas
Von Saucken, titular de la orden de la Cruz de Hierro, celebra su setenta
cumpleaños. En el periódico se narra su biografía. Durante la Primera Guerra
Mundial luchó en Francia y en Rusia. En 1939 participó en la conquista de
Polonia, luego fue corriendo a París y más tarde a las inmediaciones de Moscú
y Oriol. Y en julio de 1944 el general Von Saucken, comandante del cuerpo de
tanquistas 39.º, trató de resistir en Borísov. No puedo evitarlo, lo recuerdo
como si fuera ayer: Borísov en ruinas y los cadáveres de los prisioneros de
guerra soviéticos a quienes los nazis asesinaron dos días antes de que
evacuaran la ciudad; recuerdo la historia de Vasili Vezelov que
milagrosamente había logrado salir de la montaña de cadáveres; me acuerdo
de Razuvayevka, donde los fascistas mataron a diez mil judíos: viejos,
mujeres, niños de pecho. No sé si se acuerda de eso este homenajeado por su
cumpleaños. En cualquier caso no es el general Von Saucken lo que importa.
En el mismo ejemplar de Soldatenleitung se hace un llamamiento para que se
devuelva Silesia, Memel, Danzig y los Sudetes a los alemanes. ¿Así que
vamos a empezar con ese asunto de nuevo? Es algo que no tolera ni la razón ni
la conciencia.
El 3 de julio el Tercer Frente de Bielorrusia avanzaba tan rápidamente
hacia el oeste que la aviación a menudo se quedaba rezagada. El general
Glagólev, un veterano de la Primera Guerra Mundial, decía: «No se olviden
de la infantería. En doce días recorrieron casi cuatrocientos kilómetros. La
infantería tiene su propio motor ahora: su corazón. Un hombre caerá, pero se
levantará y seguirá caminando. Un soldado me dijo ayer: “Estamos
enfadados”. Ven lo que los alemanes han hecho y tienen prisa: es hora de
acabar el trabajo».
Las escenas cambiaron pero siguieron siendo las mismas. La gente de la
frontera lituana no habla la misma lengua que los habitantes de la región de
Smolensk, pero todos cuentan lo mismo. Las ciudades se convertían en ruinas
una tras otra: las negras chimeneas de los pueblos quemados se recortaban en
el horizonte. Creo que fue en Olshani donde vi una tablilla que decía
«Freiheitsplati». (Plaza de la Libertad). Quizá fue en Krasnoye o tal vez
también en Olshany donde un industrial, Richard Sadovski, obligó a los
transeúntes a bajarse de la acera, a saludar con la mano en alto y exclamar:
«¡Heil!». Alekséi Petróvich Malko (apunté el nombre) describía cómo habían
quemado a sus hijas Lena y Glasha los alemanes: ocurrió en el pueblo de
Brusy. Cerca de Smorgon los soldados encontraron en el campo a una niña de
cuatro o cinco años que les dijo que su nombre era Dora y que los alemanes
habían echado arena en la boca de su madre mientras ella gritaba. Un viejo
polaco en Radoshkovichi me contaba que dos años antes los alemanes habían
quemado vivos a doce mil judíos; cuando un alemán ordenó a un sastre que
bailara, éste escupió y gritó: «¡Mátame ya, ya te tocará recibir lo tuyo!». Pasé
por delante de un pueblo donde las casas todavía estaban intactas pero vacías:
no sé si los habitantes murieron o escaparon; posiblemente emprendieran la
huida a través del bosque.
Todo parecía como un año antes cerca de Glújov o Chernígov, pero la
guerra era diferente. El 12 de julio, al atardecer, divisé las primeras casas de
Vilna; por todas partes había tiroteos y un mayor al que no conocía se puso a
gritar: «¡Abajo!». Ese día nuestros tanquistas ya estaban muy lejos, a medio
camino de Kaunas; pero en los bosques al este de Minsk todavía vagaban
grupos de alemanes, sin saber que la distancia entre ellos y el ejército alemán
era mayor que la existente entre los tanques soviéticos y la frontera alemana.
Pasé la noche junto al mariscal Pável Aleksándrovich Rotmístrov,
acantonado cerca de Molodechno, quien me contó: «El verano pasado los
tanques desempeñaron un papel diferente, entonces repelían al enemigo pero
ahora lo cercamos y lo destruimos. En nuestra época no se puede pasar sin la
tecnología. Tampoco sin utilizar la cabeza, por supuesto. Nuestra gente es
inteligente, pero lenta, le falta iniciativa. Esperemos que después de la guerra
vivamos de una manera más razonable». Me gustó el mariscal: joven, vivaz,
no sólo era un experto en operaciones militares sino que sabía muchas otras
más: la política de nuestros aliados, la literatura e incluso las diferentes
variedades de vino del Rin. Me lo encontré dos o tres veces después de la
guerra y llegué a la conclusión de que era tan valiente en el campo de batalla
como en la vida civil, pero (y esto quizá fuera lo más difícil) en la vida civil
cotidiana.
Nunca había estado en Vilna. Los alemanes no tuvieron tiempo de quemar
la ciudad y fue extraordinario ver las casas, las iglesias católicas barrocas, las
viejas callejuelas. De vez en cuando salía una anciana del sótano y enseguida
se escondía. Transportaban a los heridos. Llevaban a los prisioneros al
cementerio de Ros. Había pocos soldados, estaban ocupados en expulsar a los
alemanes de las arboledas de las afueras. La víspera los alemanes aún tenían
en su poder el centro de la ciudad, la vieja prisión de Lukishki. Incluso
entonces muchos alemanes se escondían en la ciudad y se producían tiroteos
esporádicos.
El general Krílov estaba inclinado sobre un mapa, tenía los ojos
enrojecidos por las noches en vela. Al verme sacudió la cabeza: «No
deberíais deambular por ahí, disparan desde las ventanas. Por supuesto,
entiendo que lo encontréis interesante, pero, aun así…».
En el puesto de mando me encontré con el escritor Pavlenko. Lo había
conocido en 1926, cuando me encontraba de paso en Estambul y me llevó a
ver Santa Sofía. Nos habíamos visto en contadas ocasiones. Era un excelente
narrador y yo disfrutaba escuchando sus increíbles historias pero, como suele
ocurrir, como llevábamos años sin vernos no me acordaba de él. Entonces
caminábamos juntos por la ciudad. En la plaza principal los alemanes habían
abandonado cientos de vehículos con una carga insólita: cámaras de cine,
licores franceses, novelas de detectives, papel higiénico. En la puerta de
Ostrobramski las mujeres rezaban de rodillas a la virgen. Fuimos a la iglesia
de Santa Ana. Pavlenko decía que Napoleón había expresado su pesar por no
poder trasladar esa iglesia a París. Fuimos a la casa donde había vivido
Mickiewicz.
A cada paso yacían cadáveres de ciudadanos asesinados; me acuerdo de
un anciano con una barbita plateada puntiaguda que parecía un científico del
siglo pasado. Al lado había un bastón con el mango blanco. Pavlenko
examinaba con atención el mango, las estatuas de la iglesia y una radio
alemana. De repente dijo: «Está lloviendo. Vámonos. Tengo una botella de
coñac francés».
Luego deambulé solo. Un sargento se acercó a mí y me pidió la
documentación; después de revisarla, se echó a reír: «¡Así que es usted! He
leído sus artículos. Creo que no me he perdido ni uno. ¿Sabe lo que me
gustaría pedirle? Que informaran en el periódico cada día de cuántos
kilómetros de distancia hay desde aquí hasta Alemania. Se lo pregunto a todo
el mundo pero nadie lo sabe; algunos dicen que cien y otros que ciento
cincuenta. Si no puede ser en los periódicos de Moscú, al menos que lo digan
en los del ejército. Creo que habremos acabado el trabajo para las fiestas. Mi
madre está en Biysk, cada día me escribe diciéndome que me espera, que está
enferma y tiene miedo a no vivir para ver el final».
Me encontré a un grupo de partisanos judíos; estaban ayudando a limpiar
los sótanos y las buhardillas de fascistas. Entablé conversación con dos
chicas: Rachel Mendelsohn y Emma Garfinkel. Me contaron que habían estado
en el gueto. Casi cada día los alemanes habían enviado a grupos de gente a
Ponary, donde los mataban. Los que quedaban con vida tenían que trabajar;
bajo escolta policial. En el gueto había una organización de resistencia
clandestina; sus miembros quemaron almacenes, ponían minas, mataban a
nazis. Se estaba organizando una huida masiva. El líder de la organización era
un trabajador de Vilna, el comunista Wittenberg. Los nazis supieron de su
existencia y exigieron que lo entregaran o que destruyeran todo el gueto.
Wittenberg dijo a sus camaradas: «Podréis seguir trabajando sin mí. No quiero
que os maten a todos por mi culpa». Lo torturaron hasta la muerte. Quinientos
prisioneros lograron escapar; combatieron en unos destacamentos llamados
«Por la victoria», «Los vengadores», «Muerte al fascismo». Rachel y Emma
habían sido estudiantes antes de la guerra y les interesaba mucho la literatura.
Ahora ya no sostenían en sus manos libros sino granadas. Se reían
alegremente. He conservado una fotografía que me tomaron con el grupo de
partisanos.
Al día siguiente había una orden del día anunciando la liberación de Vilna:
los alemanes habían comenzado a rendirse. De nuevo vagué por las calles y
hablaba con la gente; tenían un aspecto espantoso después de pasar cinco días
en los sótanos, a menudo sin comida ni agua; pero todo el mundo sonreía: lo
peor había quedado atrás. Ya no había más cadáveres en las calles. Los
soldados se estaban llevando los cachivaches de los coches alemanes.
Anunciaban que repartirían pan.
Cené con los oficiales. Luego un comandante me llevó a un piso
abandonado. Todo apuntaba a que los alemanes no habían vivido allí: en una
jarra de cristal encontré mendrugos de pan negro y en un viejo estuche donde
antiguamente debieron de guardarse las reliquias familiares se amontonaban
las colillas de cigarros. En las paredes colgaban fotografías: un grupo de
escolares, una mujer con un peinado que le abultaba los cabellos, un joven
vestido con uniforme militar polaco. Debajo de la mesa estaban desperdigadas
postales con vistas de Niza. En las estanterías había libros polacos y
franceses. El comandante me dejó una vela grande y decidí ponerme a leer una
novela francesa. Después de leer unas veinte o treinta páginas interrumpí la
lectura. ¿Qué me importaba a mí que el protagonista no se decidiera a
abandonar a su mujer para irse con su amante? Intenté dormir pero no tenía
sueño. Y de pronto me sentí insoportablemente deprimido. Después de todo, al
hombre de la novela lo atormentaban las nobles emociones del amor. Quizá se
hubieran encontrado en Niza. El protagonista del relato de Chéjov se encontró
a la dama del perrito en Yalta. No consiguieron la felicidad, pero no se
enterraba vivas a las personas, ni se las asfixiaba en automóviles con cámaras
de gas. No vivían, como ahora, constantemente amenazados por la muerte.
Probablemente la esposa del general esperase con impaciencia una carta de él.
¡La guerra es terrible, incluso entonces, cuando la victoria estaba próxima! ¿O
quizá porque la victoria estaba tan próxima uno podía por fin pensar y
deprimirse?
Quité la alfombra que el comandante había colgado en la ventana.
Despuntaba el día, era una mañana nublada. Se oían disparos aislados. De la
casa de enfrente salió corriendo un gato que soltó un maullido penetrante. Me
tumbé y me quedé dormido.
19

Cuando volví a Moscú vino a verme Jean-Richard Bloch. Estaba entusiasmado


con el curso de los acontecimientos. Le hablé del «Caldero de Minsk», de los
combates en Vilna, de los pilotos del Normandía. Él, por su parte, me puso al
corriente de algunas noticias: «A juzgar por las escuchas radiofónicas, los
partisanos empiezan a ocupar ciudades en Delfinado y Lemosín». Luego,
bajando supersticiosamente la voz, añadió: «Todo indica que pronto podremos
volver a Francia».
Rusia no tardó en formar parte del mundo de Jean-Richard. No me refiero
sólo a los libros de Lev Tolstói, que durante mucho tiempo fueron jalones en
su camino. Recuerdo el mensaje que los estudiantes franceses enviaron a los
rusos después del 9 de enero de 1905: el texto, suscrito por muchas personas,
lo había redactado un estudiante de la Sorbona, un veinteañero de nombre
Jean-Richard Bloch. Abrazaba el nacimiento de la República Soviética con
entusiasmo. Bloch visitó por primera vez nuestro país en 1934, cuando lo
invitaron al Congreso de Escritores Soviéticos. Pasó en Rusia seis meses y
contó sus impresiones en varios encuentros. Sus relatos eran, por supuesto, los
propios de un turista benévolo, que ve lo que puede ver alguien que visita un
país: las curiosidades y los detalles más pintorescos.
La segunda vez que vino a Moscú fue en la primavera de 1941; llegó con
su mujer desde la Francia ocupada y pasó los años más difíciles de la guerra
en la Unión Soviética. Fue entonces cuando conoció a muchos rusos e hizo
grandes amistades. Sobrevivió a las dificultades de la evacuación. Alekséi
Tolstói me contó que, al pasar por Kazán en otoño de 1941, fue a ver a Bloch,
que había alquilado una habitación en un sótano a una familia tártara. Jean-
Richard intentaba consolar a la casera, cuyo marido estaba en el frente,
diciéndole que pronto aplastarían a los alemanes. «No sólo lo hizo con su
casera», añadió Tolstói con una sonrisa. «También me dio esperanzas a mí.
Estaba con el ánimo por los suelos: los comunicados, los campos sin cosechar,
las caras tristes de la gente —en resumen, toda la miseria circundante—, pero
nuestro francés me explicó con tranquilidad que Hitler estaba tocado de
muerte como que dos y dos son cuatro. El frío era atroz, y el pobre no estaba
acostumbrado, pero permanecía sentado, tomando un té sin azúcar y
sonriendo».
Dos o tres veces por semana Bloch se dirigía por radio a sus compatriotas:
hablaba del valor del Ejército Rojo tratando de infundir ánimos a los
franceses. Tenía muchos amigos en Moscú, no nombraré a todos, pero entre
ellos figuraban Lidia Bach, los Ignátiev y Alekséi Tolstói. Los Bloch nunca se
quejaban de nada. Una vez Jean-Richard cayó enfermo; lo visitó un médico y,
asustado, me llamó: «Agotamiento por desnutrición prolongada». Si no
hubiera cogido ese resfriado nunca habríamos sabido que los Bloch pasaban
hambre.
Jean-Richard sufría horriblemente por la separación forzada de su patria.
Hoy en día se puede oír la voz del hombre que viaja por el espacio. Pero en
aquellos años se oía el estruendo de las bombas y el silencio; Bloch no sabía
lo que pasaba en Francia. Ignoraba la suerte de su familia, de su mujer y los
hijos. Pero sabía disimular mejor que nadie la tristeza y la inquietud: los que
le rodeaban le veían siempre alegre y animado. En 1944 cumplió sesenta años,
pero parecía más joven, tal vez porque vivía en un estado de tensión constante.
Muy delgado, de estatura media, las facciones muy marcadas, se parecía a un
viejo retrato de Montesquieu que durante un tiempo colgó en la pared de mi
habitación. Sus ojos, ausentes de cansancio, se mostraban risueños y sólo una
vez, durante uno de nuestros últimos encuentros en París, se permitió decir en
broma: «Hay épocas en las que hacen falta dos pares de ojos: uno para los
demás y otro para uno mismo». Estuvimos hablando durante dos o tres horas
sobre la situación en la primera línea, y de repente me dijo: «Me han tumbado
el nuevo decreto sobre el matrimonio». Al ver mi semblante afligido, trató de
reconfortarme: «Ahora estamos en guerra, no vale la pena pensar en ello».
Sabía que muchas cosas le dejaban perplejo y le inquietaban. En algún
lugar cerca de Minsk leí el decreto que había citado de pasada. Se oían los
disparos alrededor, me metí el periódico en el bolsillo y, como Bloch, me dije
que no valía la pena pensar en ello. La guerra tiene sus propias reglas: si uno
le abre la puerta a la duda corre el peligro de quedarse fuera de combate.
Desde luego, la línea del decreto seguía el tono que había observado un año
antes: el registro obligatorio, un juicio oral para el divorcio, el concepto de
madre soltera; todo eso estaba más próximo a la legislación
prerrevolucionaria que a los decretos de los primeros años de la revolución,
pero entonces yo tenía un único objetivo en la vida, aplastar el fascismo; el
resto era secundario.
No por casualidad he recordado una frase que Bloch dijo en agosto de
1944. Afirmaba que él era un poeta y pensador nato, pero la guerra se había
entrometido tan a menudo en su vida que, a los ojos de los demás, era un
soldado armado con una bayoneta o una pluma.
Sólo tenía siete años más que yo, pero esos años marcaban la diferencia.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial dando inicio a una nueva época, yo
apenas había tenido tiempo de observar la vida que me rodeaba. Entretanto
Jean-Richard ya había escrito su excelente novela … et compagnie, se había
llenado los pulmones del aire del siglo pasado y había ganado en madurez.
Pronto se sintió atraído por las ideas socialistas; para él el socialismo no
estaba vinculado con los provocateurs, la clandestinidad o la cárcel, sino con
las nobles palabras de Jaurès, la fe en la razón y el progreso. Fui a Florencia
jovencísimo, con el espíritu desasosegado, famélico y entusiasta de la belleza
de un mundo ajeno. Y en Florencia vivía Jean-Richard, profesor del Instituto
Francés, padre de tres hijos, erudito y humanista. Admiraba el arte del
Quattrocento, no como un ladronzuelo que se ha colado en una casa de ricos,
sino como un heredero legítimo.
Quizá por este motivo la Primera Guerra Mundial fue una catástrofe para
él: debía tomar una decisión sobre lo que hacer. Conozco sus sufrimientos de
aquellos años no sólo por su correspondencia con Romain Rolland, sino
también por lo que me decía. En la primera parte de este libro he contado que
el cabo Jean-Richard se había atrevido a enfrentarse a un hombre al que quería
y respetaba. Sería más preciso decir que Bloch se rebelaba contra sí mismo:
sabía que Rolland, en su lejano refugio helvético, razonaba de forma justa,
pero también que los alemanes habían invadido Francia y que más que
reflexionar era preciso combatir. Se unió a la lucha y fue herido en tres
ocasiones: en Marne, en Champagne y cerca de Verdún; la última herida fue
grave y se temió por su vista mucho tiempo. Así bebió el cáliz amargo hasta la
última gota. Romain Rolland le tenía afecto, pero desaprobaba su
comportamiento pues creía que, como cualquier otro joven, Jean-Richard
cerraba deliberadamente los ojos a la verdad. Pero no se trataba de ceguera,
sino de aquellas leyes de la guerra que treinta años después dictaron a Bloch
las siguientes palabras: «Ahora no vale la pena pensar en ello». La víspera de
la Segunda Guerra Mundial, Bloch, redactor del periódico comunista Ce Soir,
escribió a Romain Rolland sobre la novela de Barbusse El fuego: «Ha creado
una novela fascinante, pero efímera. Se ha contentado con hacer admirables
descripciones de escenas y perfiles. Pero se ha dejado en el tintero por qué
millones de personas murieron allí, y eso es lo principal».
Para Bloch y muchos de sus contemporáneos, la década de 1920 y la
primera mitad de la de 1930 fueron un período de respiro, una tregua. La
historia concedió a la caña pensante un breve plazo en el que pudo pensar,
además de inclinarse. Durante ese tiempo los escritores se dedicaron a lo
suyo: escribir. Y Jean-Richard escribió novelas, relatos, obras de teatro y
poemas. No seré yo quien niegue el valor de sus novelas u obras teatrales,
pero en aquellos años abundaban las novelas de calidad, las obras de teatro
fascinantes y los versos magistralmente compuestos. Sin embargo, Bloch
alcanzaba la perfección en un género literario: el ensayo.
Creo que otras naciones, más dotadas para el sentido poético y menos
atraídas por la poesía del pensamiento, consideran el ensayo un género menor,
prefieren la crítica literaria o el periodismo de creación. Pero los franceses,
de Montaigne a Sartre, de Stendhal a Jean-Richard Bloch, encontraron en el
ensayo la posibilidad de unir la más elevada sensibilidad del artista con el
pensamiento racional. De todo lo que ha escrito Bloch, mi obra preferida es
Destino del siglo. Se publicó en 1931, y es sorprendente comprobar que este
ensayo, dedicado no sólo al arte sino también a la política, no ha caducado.
Hace poco, al volverlo a leer, me di cuenta de que los problemas que
preocupaban a Bloch hace treinta años son los mismos a los que me enfrento
mientras escribo este libro.
En el prefacio, el autor de Destino del siglo dice: «No me dirijo a los
políticos. Estaría perdiendo el tiempo. Y bien que lo saben. Me dirijo a las
personas de mi especie, a los que comparten conmigo el mismo oficio.
Desempeñamos un oficio, y trabajamos en el seno de esa profesión, en su
corazón. Mi oficio está ligado a la palabra: el conocimiento de su peso, del
volumen, de la densidad, de su aplicación exacta. Y, por ridículo que les
pueda parecer a muchos, considero que es la labor más bella».
Se podría pensar que el libro se ocupa principalmente de cuestiones
literarias, pero sólo unas pocas palabras versan sobre el futuro de la novela y
la poesía. Bloch intentó definir el destino del hombre en el umbral de una
nueva época. No era un árbitro imparcial. Hacía tiempo que había decidido su
lugar: aun entrando en el Partido muy tarde, ya entonces se definía como
comunista. A finales de la década de 1920 Jean-Richard previo los días
lúgubres: «Una vez más, el obrero Calibán y el músico Marsia son los
guardianes del verdadero espíritu de la cultura. ¡Más vale que estén en guardia
y se defiendan bien! Porque en esto, como en otras materias, somos testigos
del albor de un segundo Medievo. Una segunda ola de invasiones se cierne
sobre nosotros. […] Estos nuevos bárbaros se han establecido entre nosotros.
Son ellos quienes controlan nuestra industria, nuestra economía, y Estados
Unidos los alimenta infatigablemente con teorías, consignas e ideales».
Al hablar de la nueva época, de lo que distingue el romanticismo
revolucionario del pasado, Bloch describe al hombre del siglo XX así: «La
revolución social no se le presenta como un sueño mesiánico, sino más bien
como una incógnita de su ecuación personal. Empieza a creer que es preferible
encontrarse en el bando de los posibles vencedores». Bloch afirmaba que lo
característico del hombre de 1930 era la exageración del papel del individuo.
Veía una conexión entre los problemas sociales del siglo y la insólita pasión
por el deporte. Antes de Hitler, antes de muchas otras cosas, dio la voz de
alarma: «De este modo nos movemos hacia la monstruosa resurrección del
hombre de las cavernas, cubierto de amuletos, pero alumbrado por la
electricidad. [… ] Hace dieciocho años escribí el relato La herejía de los
baños perfeccionados, y esta herejía se está convirtiendo en una religión». Y
añade: «Vamos hacia una dictadura policial todopoderosa. Esto es, la policía
de las carreteras, de los cuerpos y de las almas». Hablaba también del
desarrollo de las ciencias exactas y de la tecnología con la misma falta de
acritud que de entusiasmo. Si he sacado a colación este libro no ha sido, por
supuesto, para explicar su contenido con unas cuantas citas, sino porque quiero
mostrar a Jean-Richard Bloch de un modo diferente a como lo conocen los
jóvenes lectores.
En la vida de Bloch, como en la vida de muchos otros, España significó la
declaración de guerra. Aquella vez nadie lo llamó a las armas. Y permaneció
en España poco tiempo, presenció sólo el comienzo. Pero Bloch comprendió
que la tregua había acabado: «Quiero escribir sobre la mujer, sobre el amor,
quiero expresar con palabras, como nunca se ha hecho antes, el trino de la
oropéndola y el alma de la bailarina. Siento la necesidad de ser una persona
sencilla, ingenuamente feliz en medio de la riqueza del mundo. Pero oigo el
silbido de los proyectiles, los gritos de los heridos, mis camaradas
retrocediendo ante los aviones, los carros de combate, y siento en la boca la
amargura de esta retirada». No había lugar para la reflexión.
A partir de aquel momento Jean-Richard vivió de nuevo como un soldado.
Un año después salió a la venta el periódico Ce Soir, dirigido por él y
Aragon. Jean-Richard no escribió sobre el trino de la oropéndola sino sobre la
«no intervención», de Munich, la cobardía, la traición. En otoño de 1939, el
gobierno prohibió la venta de Ce Soir. Pronto, durante el juicio a unos
diputados comunistas, Bloch salió en defensa de los procesados junto con
Langevin y Henri Wallon. Cuando los alemanes se acercaban a París trató de
volver a pie a su casa, en Poitiers; es una distancia considerable y los tanques
alemanes se le adelantaron. Empezó a escribir para la prensa clandestina. A
principios de 1941 arrestaron a su hijo Michel; la policía fue también en su
busca, pero casualmente no estaba en casa. Pasó a la clandestinidad y, en la
primavera de 1941, llegó a Moscú. Ya he tenido ocasión de hablar de sus años
en la Unión Soviética. Los Bloch volvieron a París en enero de 1945. Jean-
Richard supo que su madre, una mujer de ochenta y seis años, había muerto en
un horno crematorio de Auschwitz; su hija había sido deportada a Hamburgo y
allí la ejecutaron. Ce Soir volvió a publicarse y Jean-Richard continuó
escribiendo artículos. Fue elegido para la Asamblea Nacional. Casi cada día
intervenía en mítines: las reacciones no se hacían esperar. Recogió en un libro
sus artículos, Moscú-París, corrigió las pruebas y en marzo de 1947 murió
súbitamente.
Una vida como ésta es bastante habitual para un militante de una
organización clandestina, un soldado, un comunista. Pero, para un escritor, es
excepcional, y ya he dicho que Jean-Richard era ante todo un artista. En
Moscú, en el Primer Congreso de Escritores, describió así a quienes
compartían con él la profesión más admirable de todas: «Un escritor no es
sólo el exaltador oficial de los hechos consumados. Si así fuera, desempeñaría
un papel más bien ridículo y pronto se merecería el título irónico de
“inspector de trabajos acabados”. Se convertiría en un parásito social; tipos
así estuvieron en las cortes reales de los antiguos reyes, su trabajo consistía en
la glorificación. Por suerte, los escritores tienen hoy otro deber». En el mismo
discurso, Bloch se pronunció contra la canonización de la forma pseudoclásica
defendida en el discurso de Zhdánov: «Cualquiera que sea la estructura social,
siempre habrá artistas que empleen formas existentes y otros que busquen
formas nuevas. Entre los pilotos los hay aplicados y valientes que pilotan
aviones construidos en serie, y luego están los otros, los pilotos de pruebas.
Es inevitable y necesario que haya escritores para millones de lectores y otros
para cientos de miles o, incluso, sólo para cinco mil lectores». La ambición de
Bloch era ser piloto de pruebas, decir lo que no se había dicho antes, pero la
guerra impuso sus propias reglas y acabó escribiendo sobre lo que habían
escrito muchos: la traición de Munich, que no se podía vivir bajo el yugo
fascista, que el oro de Estados Unidos aspiraba a ocupar el puesto del acero
alemán. Era un rebelde, pero tuvo que acatar la disciplina militar. Lo hizo con
una sonrisa, y sólo cuando se quedaba a solas «sustituía» los ojos del soldado
ejemplar y del optimista por los ojos del escritor condenado.
No recuerdo cuándo nos conocimos; debió de ser en 1926 o 1927.
Nuestros encuentros no eran frecuentes, pero cuando nos veíamos hablábamos
largo y tendido y con el corazón en la mano. Por la dedicatoria de Jean-
Richard en el ejemplar de Destino del siglo, que todavía conservo, veo que en
1932 ya me consideraba su amigo. Con el tiempo nuestra amistad se hizo más
estrecha. Nos unió también nuestro trabajo común: los preparativos para el
Congreso de Escritores Antifascistas, la defensa de España, la lucha contra el
fascismo. A principios de 1940 yo estaba enfermo y solo en la rue Cotentin, y
los Bloch venían a visitarme y a darme ánimos. Durante la guerra, en Moscú,
nos veíamos a menudo. Recuerdo la mañana en que llegaron las primeras
noticias de la insurrección de París. Mi primera reacción fue correr hacia la
casa de los Bloch. Jean-Richard estaba tan emocionado que no podía decir
nada, se limitó a darme un abrazo. ¿Qué nos unía? Algo de lo que raramente
hablábamos: la afinidad de nuestros destinos.
Jean-Richard escribió: «Huelga decirlo, la Unión Soviética no es el
paraíso y en ella no sólo se encuentran hombres justos». No estaba ciego. En
su libro Moscú-París incluía un artículo titulado «Iliá Ehrenburg, nuestro
amigo». Acabo de releerlo y he recordado un episodio que había olvidado. En
1944, al hablar del vandalismo de los fascistas, me referí a algunas obras de
arte destruidas y al final mencioné unos lienzos de Picasso rajados por unos
jóvenes. Bloch escribió: «Ochenta y tres pintores rusos de estilo académico
han firmado una protesta contra esta infamia: ¿cómo se puede poner junto a los
tesoros del arte nacional las “monstruosidades de Picasso”?». Sí, era una
tontería, pero enojó a Bloch. Muchas otras cosas le irritaban. Y aunque en
algunos casos sabía orientarse, en otros estaba obligado a creer en la palabra
de terceros. Pero de que Picasso era un gran pintor no tenía ninguna duda y
nada le iba a hacer cambiar de opinión.
De manera parecida escuchó en una conversación en el tranvía que «los
judíos prefieren Taskent al frente». Bloch intervino con calma diciendo que
durante el caso Dreyfus era un colegial, pero que entonces ya repartía estopa a
los futuros fascistas. Vio a burócratas engreídos, corruptos; me dijo varias
veces que había hombres luchando en el frente cuyas familias no recibían
ninguna ayuda. Pero ¿cómo iba a saber él que Tujachevski no era un traidor
sino una víctima de la manía persecutoria y el despotismo? Bloch era soldado,
Stalin comandaba el ejército, y un soldado no podía poner en duda la
sagacidad e integridad del Comandante Supremo. Creía en la historia de la
«quinta columna». Empezó a escribir una biografía de Stalin. Porque sabía que
la guerra continuaba. Después de su muerte Ce Soir continuó publicándose, y
en febrero de 1953, en relación con el arresto de los médicos moscovitas,
publicó un artículo de Pierre Hervé (que por entonces era comunista, pero
unos años después atacó furiosamente «la inmoralidad del Partido
Comunista») y otros que recordaban a los famosos Protocolos de los sabios
de Sión, una falsificación perpetrada por los precursores de Hitler.
Afortunadamente Bloch no vivió para verlo.
¿Dónde encontró consuelo durante las horas que sentía insoportables?
Unas veces escribía versos, otras traducía poesía. Durante la Primera Guerra
Mundial, mientras yacía herido en un hospital de campo, empezó a traducir a
Goethe. Durante la Segunda Guerra Mundial tradujo la segunda parte de
Fausto. Eso lo dice todo.
Por supuesto, la bondad es una cualidad innata, y la proporción de buenos
y malos es constante entre personas de diferentes convicciones; pero creo que
entre los fascistas la bondad era un defecto, una deformidad en lugar de una
virtud. ¿Cómo se sentiría un SS «bueno» en Auschwitz? Nadie se sorprende de
que un capitalista que pisotea a sus competidores sea una mala persona. Pero
la expresión «era un comunista despiadado» no sólo rechina en los oídos, es
un insulto para la propia conciencia. Pues bien, Jean-Richard Bloch era un
hombre de una bondad excepcional.
Ni siquiera el más exacerbado detractor del determinismo puede afirmar
que el hombre escoja libremente su época. Jean-Richard Bloch escribió:
«Ahora es el tiempo de los corresponsales de guerra, no de los escritores; de
los soldados, no de los historiadores; de la acción, no de la reflexión sobre los
actos». Estas palabras traslucen algo más que la tragedia de Bloch; explican y
justifican a nuestra generación.
20

Vasili Semiónovich Grossman vino a pasar una temporada en Moscú.


Estuvimos juntos hasta las tres de la madrugada, él hablaba del frente y
hacíamos conjeturas sobre cómo se desarrollaría la vida después de la
victoria. Grossman dijo: «Ahora tengo muchas dudas. No en la victoria.
Aunque eso es lo principal».
La guerra dividía a las familias, separaba a los amigos de antes de la
contienda y creaba nuevos lazos. De Vasili Semiónovich me hice amigo en los
primeros meses de la guerra. Hasta ese momento sólo le conocía por sus
libros. Recuerdo que en París había leído un relato suyo publicado en
Literatúrnaia gazeta: «Cuatro días». Lo más probable es que me gustara no
sólo porque estuviera bien escrito, sino porque había en él algo que me
recordaba a Bábel. Después comencé a leer Stepán Kolchuguin, me pareció
un «clásico», y fui incapaz de alegrarme por el éxito de una obra escrita de
una manera ajena a la mía.
La guerra hizo que se dejaran a un lado las disputas literarias. Me parece
que Grossman y yo hablamos de todo menos del estilo o el lenguaje de la
novela.
En una vieja agenda encontré las siguientes líneas: «17 de noviembre de
1941. Los alemanes informan de que han tomado Kerch, han iniciado la
ofensiva contra Moscú y Rostov. Por la mañana he estado en un koljós. Una
muchacha porquera de Besarabia con una pelliza de ardilla. Un aeropuerto sin
vigilancia. En la estación un gordinflón roe un hueso de pollo, muestra el
certificado: lo han evacuado a Ufa. “¿Y por qué está aquí sentado?”. “Tenía
frío”. Luego, en voz queda: “Tomarán Ufa”. Grossman y Shkápskaia llegan a
Kúibishev. Lo hacen en trineo. Grossman dice: “Se me ha enredado todo en la
cabeza”».
Enseguida nos asignaron un apartamento. En él nos instalamos Grossman,
Gabrilóvich y yo. Empezaron las interminables conversaciones nocturnas. De
día nos sentábamos y escribíamos. Vasili Semiónovich permaneció en
Kúibishev dos semanas; luego llegó una orden del redactor de Krásnaia
zvezdá y tuvo que tomar un vuelo al frente sur. Poco tiempo después partí a
Moscú. Grossman hablaba largo y tendido sobre la confusión y la resistencia:
las unidades separadas se batían con firmeza. Hablaba de Yásnaia Poliana.
Empezó a escribir la novela El pueblo es inmortal. Más tarde, cuando la leí,
muchas páginas me resultaron familiares.
No sólo eran diferentes nuestros puntos de vista o percepciones sobre la
pintura (a Vasili Semiónovich le gustaba lo que a mí me parecía inaceptable),
sino también nuestros caracteres: nos habían hecho en talleres diferentes, de
material diferente. Un joven escritor polaco, Fedetski, dijo en una ocasión que
yo era un «minimalista»: exijo poco de las personas y de los años. Tal vez sea
cierto: a una persona le resulta difícil observarse desde fuera. Pero es
necesario, claro está, hacer una aclaración: durante los años de instituto yo
repetía entusiasmado las palabras de un personaje de Ibsen, «todo o nada»; es
evidente que las personas se vuelven minimalistas con los años. Sin embargo,
la edad no lo es todo, y Vasili Semiónovich seguía siendo «maximalista» a los
cincuenta años. No es posible comprender su destino sin tener en cuenta su
severa exigencia con los otros y consigo mismo. En literatura, el maestro de
Grossman era Lev Tolstói. Vasili Semiónovich describía a los personajes
escrupulosamente, al detalle, con largas frases, sin temor a las oraciones
subordinadas (a Fadéiev esto le resultaba cercano y durante mucho tiempo
defendió con fervor la novela de Grossman Por una causa justa). La
narración de Grossman se interrumpía con largas reflexiones. Después de la
guerra una vez le dije que él lo mostraba todo a través de las opiniones, los
sentimientos y la conducta de los protagonistas, y que las digresiones del autor
sólo debilitaban la fuerza de la narración. Él se enfadó: «Eso que usted llama
“digresión” para mí es lo principal, la meta». Yo no discutía con él: lo
consideraba un artista sólido y honrado que podía escribir como quisiera. Se
encontró a sí mismo en los años de la guerra; los libros escritos antes del
conflicto bélico eran sólo una búsqueda de temas y de un estilo propio.
Grossman era un intemacionalista auténtico y a menudo me reprochaba
que, al hablar de las atrocidades cometidas por los invasores, les llamara
«alemanes» en lugar de «nazis» o «fascistas»: «No es posible extender la
epidemia de la peste al carácter nacional. Karl Liebknecht también era
alemán». (Sólo una vez lo vi fuera de sí. Fue en una aldea quemada por los
alemanes, en Letki: nosotros esperábamos una ofensiva contra Kiev. Yo
conversaba con un prisionero, uno de los «hombres-antorcha». Me
acompañaban Grossman y un escritor, un alemán emigrante, que él conocía.
Grossman permaneció en silencio. Sólo cuando nos fuimos, me dijo: «Quizá
tengas razón». Me sorprendió que le impresionara el cautivo, pues respondía
como tantos otros. Vasili Semiónovich me dijo que no se trataba del prisionero
sino de su amigo, que se empeñaba en justificar a los «hombres antorcha».
Grossman se refería a la historia, a las costumbres, a la literatura de todos
los pueblos de la Unión Soviética con enorme respeto. De Lenin hablaba con
veneración. En su opinión los bolcheviques que habían surgido de la
clandestinidad eran héroes irreprochables. Yo era quince años mayor que él, y
había conocido como emigrado a muchas de las personas a las que él
admiraba. Una vez le dije: «No entiendo lo que admira de esos camaradas».
Vasili Semiónovich respondió, enfadado: «No entiende muchas cosas. Para
usted la vida es un poema y cuanto más enredado mejor. Pero la vida es una
parábola».
Dicen que hay gente que nace con estrella. Uno de los mimados por el
destino podría ser, por ejemplo, Pablo Neruda. Pero la estrella con la que
nació Vasili Grossman fue la estrella de la desgracia. Me contaron que Stalin
borró su novela El pueblo es inmortal de la lista de obras presentadas a un
premio. No sé si es cierto o no, pero Stalin, al igual que no apreciaba a
Platónov, no debía de tener en gran estima a Grossman: por su amor a Lenin,
por su auténtico internacionalismo y por su aspiración no sólo a describir sino
a interpretar las diferentes parábolas de la vida.
A finales de verano Grossman se encontraba en Stalingrado. Desde allí
escribió una serie de ensayos que me parecen los más convincentes y claros de
todos los que se publicaron durante la guerra. ¿Por qué el general Ortenberg
ordenó a Grossman que se dirigiera a Elista y envió en su lugar a Símonov a
Stalingrado? El motivo de fondo fue el amor hacia el joven y talentoso
escritor, eso está claro. Pero ¿por qué no permitieron a Grossman quedarse
hasta el desenlace? Todavía hoy sigo sin entenderlo. Los meses en Stalingrado
y todo lo vinculado a ello se grabaron en la memoria de Grossman como un
acontecimiento capital. Escribieron sobre este episodio muchos otros, pero
sólo Nekrásov, que era zapador, y Grossman, a quien los habitantes de
Stalingrado no consideraban un periodista sino un camarada de combate,
pudieron transmitir todo el carácter trágico y toda la grandeza de espíritu de
los participantes de la batalla de Stalingrado.
La primera parte de la novela de Grossman Por una causa justa se
publicó en 1952, y en febrero de 1953 apareció en Pravda un artículo de un
escritor que me recordó no tanto la crítica de una novela como un veredicto
acusatorio. En la redacción me decían que Stalin había leído fragmentos de la
novela y que estaba escandalizado. Es una obra desigual en la que se
encuentran todas las virtudes y defectos de Grossman: hay personajes que
irrumpen en escena de forma un tanto forzada, y algunas reflexiones demasiado
largas, pero también hay capítulos de una potencia impresionante. Nunca
olvidaré cómo describe la noche anterior al paso a la orilla derecha del Volga
y al oficial adolescente que revisa las cosas en su mochila, unos pasajes que
sólo podían ser obra de un gran escritor.
En 1946 hubo un primer ensayo: Grossman publicó una obra escrita antes
de la guerra, Si tuviéramos que creer a los pitagóricos. Un crítico publicó
enseguida un artículo titulado «Una obra nociva». Despotricar contra
Grossman era una lotería con premio para todos los participantes.
Vasili Semiónovich tenía un carácter difícil. Extremadamente bueno y fiel
amigo, de pronto era capaz de echarse a reír y decirle a una mujer de cincuenta
años: «En los últimos tiempos ha envejecido usted mucho». Yo conocía ese
rasgo de su carácter y, cuando de repente me soltaba que había comenzado a
escribir mal, no me ofendía. En los años de posguerra y hasta la muerte de
Stalin tan pronto venía a verme como desaparecía de pronto. Por mucho que
me esfuerzo no puedo recordar, ni tampoco Liuba, algo que pudiera ofenderle.
Lo más probable es que se tratara de una nadería y que no haya que darle más
vueltas. Una vez me lo encontré en la Unión de Escritores y, al tratar de
explicarse, se echó a reír y me respondió: «¿Y para qué voy a ir a verle?
Usted tiene sus asuntos y yo los míos». Después llamó por teléfono a Liuba y
le dijo que tenía que tratar un «asunto» conmigo; vino, se quedó un buen rato,
pero durante la conversación no abordó el tema. Todo esto no tiene nada que
ver con una relación de amistad normal y corriente. Es evidente que nos unían
la guerra y los amargos años de posguerra. Y luego todo se rompió, de pronto
surgieron dos personas que no se parecían entre sí, cada una con su propio
destino.
Vasili Semiónovich continuó trabajando. La continuación de su novela le
supuso muchas penurias de las que me resulta difícil hablar. Vivía retirado y
murió el verano de 1964. Su entierro fue triste, con lágrimas sentidas.
Estuvieron presentes los que debían estar y no acudió ninguno de los que no
fueron amables con él en vida. Vi a los corresponsales de guerra de Krásnaia
zvezdá, asistieron todos los que aún vivían. Yo miraba a Vasili Semiónovich,
en su ataúd, y me desgarraba la tristeza: ¿por qué no había ido a visitarlo?
Creo que a muchos les atormentaba el mismo pensamiento: ¿por qué no lo
apoyaron?, ¿por qué no lo confortaron? Se recordaron los años de guerra. Fue
un soldado fuerte, pero se encontró con un destino poco benévolo. Ésta es una
vieja historia: el destino, por lo visto, no quiere a los maximalistas.
21

A finales de 1943 empecé a trabajar con Grossman en una compilación de


documentos que titulamos El libro negro. Decidimos reunir diarios, cartas
personales, relatos de víctimas supervivientes o de testigos oculares de la
aniquilación de los judíos cometida por los nazis en los territorios ocupados.
Para el trabajo contamos con la colaboración de los escritores V. Ivánov,
Antokolski, Kaverin, Seifúlina, Péretz Márkish, Aliguer y otros. Los
reporteros que trabajaban en los periódicos del ejército y de la división me
enviaban diversos materiales. Nombraré a algunos: el capitán Petrovski (del
periódico Konnogvardéits [El caballero de la Guardia]), V. Sóbolev (Vperiod
na vraga [Adelante contra el enemigo]), T. Stártsev (Znamia ródiny [La
Bandera de la Patria]), A. Levada (Sovietski voin [El soldado soviético]),
S. Ulanovski (Stalinski voin [El soldado de Stalin]), el capitán Serguéiev
(Vperiod [Adelante]), los corresponsales de Krásnaia zvezdá, Korzinkin,
Guejman, los encargados de la justicia militar, el coronel Melnichenko, el
teniente mayor Pávlov y cientos de combatientes.
En el proceso de Núremberg se dictaminó que los nazis, tanto en Alemania
como en el territorio invadido de otros países, mataron a toda la población
judía, cerca de seis millones de personas. Durante los años 1941 y 1942 en
nuestra prensa se hablaba poco al respecto: los fascistas aseguraban en sus
octavillas que combatían contra los judíos y no contra los rusos o los
ucranianos. Ante mí tengo una de las que los alemanes lanzaron sobre nuestras
primeras líneas: «¡Camaradas! ¿Habéis visto alguna vez con vuestros propios
ojos las “atrocidades alemanas” contra el pueblo ruso de las que había noche
y día la propaganda soviética, todos esos Ehrenburg que afirman que los
alemanes aniquilan sin piedad a los judíos?». Los periodistas soviéticos
(incluido yo) consideraban su deber mostrar la falsedad de tales afirmaciones.
Escribí cientos de artículos en los que contaba cómo los nazis mataban a los
niños rusos, cómo colgaban a las muchachas en Bielorrusia y cómo quemaban
las aldeas ucranianas. En 1944 me parecía que había llegado el momento de
divulgar los documentos sobre la destrucción de la población judía perpetrada
por los fascistas.
Sabía que las frías cifras ya no impresionaban y comencé a reunir diarios y
cartas que testimoniaban los tormentos que habían soportado las víctimas.
Invertí mucho esfuerzo, tiempo y corazón en el proyecto de El libro negro. A
veces, cuando escuchaba los relatos de los testigos o leía las cartas que me
enviaban, dirigidas a un hijo, una hermana o un amigo, me imaginaba que
estaba en el gueto y se producía una «acción»: me llevaban a empujones a un
barranco o una fosa. En 1944 escribí: «Viví una vez en las ciudades y eran
para mí un lugar amable. Ahora en los solares apagados debo excavar las
tumbas. Ahora cada barranco es un signo para mí, cada barranco una casa. A
esta mujer querida besé una vez las manos. Aunque, cuando yo estaba con los
vivos, no la conocía. ¡Mi hijo! ¡Mi inmensa familia! Oigo cómo me llamáis
desde cada una de las fosas».
Quiero que las palabras sobre mí «inmensa familia» se comprendan bien.
Me resulta extraño cualquier nacionalismo, ya sea francés, inglés, ruso o
judío. Siento una profunda repugnancia por el orgullo racial, tanto da que sea
alemán o estadounidense. Además, no creo en las propiedades misteriosas de
la sangre. Turguéniev, que conoció a Pushkin, rememoraba: «Me acuerdo de su
rostro pequeño, atezado, sus labios africanos, la forma de sus dientes blancos
y grandes, sus patillas largas, los ojos oscuros y biliosos bajo su frente
despejada y sus cabellos rizados». «Los labios africanos» no impidieron a
Pushkin convertirse en el exponente más brillante del genio nacional ruso. La
verdad es que en las casas de algunos negros estadounidenses vi juntos los
retratos de Alexandre Dumas y de Pushkin, a quienes respetaban por partida
doble, pues por sus venas corría sangre africana. No pude condenarlos:
querían contrarrestar con todas sus fuerzas la altivez racial de los «blancos»
estadounidenses. Tampoco puedo condenar a los judíos que, al topar con el
antisemitismo, comenzaron a recordar, tanto si venía a cuento como si estaba
fuera de lugar, que por las venas de Marx, Heine o Einstein corría sangre
judía. Las llamadas reales de la sangre y los auténticos antisemitas me han
hecho reflexionar sobre mi condición judía. Hay una ley humana inalterable: la
solidaridad con los humillados y ofendidos. Si cualquier dictador chiflado
comenzara a matar a las personas pelirrojas surgiría la solidaridad entre los
pelirrojos. Si la gente propensa a la superstición de repente se convenciera de
que hay algo malo en las pecas, un pecoso, al encontrarse con otro, lo trataría
como un compañero de desgracias, no se pondría a empolvarse la cara, sino,
al contrario, se esforzaría en descubrir las ventajas de las pecas.
En otoño de 1944, cuando yo hablaba de Trostianets, un escritor me dijo
con una sonrisa irónica: «Se ha puesto a hablar la sangre». Sí, por supuesto.
Recuerdo las palabras de Julian Tuwim: se ha puesto a hablar la sangre, no la
mía, sino la de las víctimas de Trostianets.
Decía que en el proceso de El libro negro participaron muchos escritores
rusos, militares, juristas, científicos. Quiero recordar algunos gestos de
solidaridad que me emocionaron profundamente. Me acuerdo de cómo abracé
al poeta uzbeko Gafur Gulom cuando, en otoño de 1943, vino a Moscú: al
inicio de la guerra, indignado por las atrocidades nazis, escribió el poema
«Soy judío». Recuerdo las líneas apasionadas de Pavló Tichina, el discurso de
Paustovski, las palabras de V. Ivánov, de Seifúlina, los versos de Martínov
sobre el sastre de Núremberg escritos en vísperas de la guerra.
He conservado cientos de cartas, diarios y notas. Los he vuelto a leer, y
aunque han pasado veinte años, de nuevo he sentido el horror, una melancolía
mortal. No entiendo cómo sobrevivimos y cómo hemos tenido fuerzas para
vivir: no hablo de la muerte, ni siquiera de los asesinatos en masa, sino de la
conciencia de que los habitantes de países civilizados pudieron perpretar algo
semejante a mediados del siglo XX.
Uno de los presos del gueto de Riga escribía en su diario que en su
barracón se encontraba el famoso historiador S. M. Dúbnov, que entonces
tenía setenta y un años. Entre los comandantes del gueto estaba Iohann Zibert,
un hombre que había estudiado en la Universidad de Heidelberg, donde
Dúbnov impartía clases de historia del Antiguo Oriente antes de la Primera
Guerra Mundial. Zibert, al enterarse de que en el gueto se encontraba su
antiguo profesor, fue a verlo y durante un buen rato se estuvo riendo de él: «De
joven era tan estúpido que asistía a sus clases. ¡Vaya tonterías nos explicaba!
Quería que nos ablandáramos y creyéramos en el triunfo del humanismo.
Ridículo…». Iohann Zibert no se privó del placer de asistir personalmente al
asesinato de Dúbnov. Esto es lo más terrible de todo. Significa que la
instrucción primaria, las aulas universitarias y la técnica superdesarrollada de
poco sirve para proteger a las personas del salvajismo.
Soñaba con publicar El libro negro, y ahora citaré algunas de sus páginas,
no para atormentar a los lectores y a mí mismo, sino porque es necesario
recordar lo que ocurrió: recordar es uno de los requisitos para que no vuelva a
suceder.
La evacuación se llevó a cabo en casi todas partes de modo desordenado y
en condiciones difíciles. Los hombres sanos estaban lejos, luchando. Al inicio
de la guerra los alemanes invadieron Bielorrusia, Ucrania, Lituania, Letonia:
una tierra donde desde hacía tiempo vivían numerosos judíos. En algunas
ciudades, como Vilna, Riga, Minsk, los nazis mataron a los judíos poco a
poco, durante dos o tres años. Los jóvenes a veces conseguían huir del gueto y
se ponían a combatir en los destacamentos de guerrilleros. En otras ciudades,
como Kiev o Járkov, todos los judíos fueron asesinados poco después de la
llegada de los alemanes. De decenas de miles de personas se salvaron unas
decenas; a unos los escondieron gente del lugar, otros consiguieron franquear
la línea del frente. En muchas ciudades y shtetls nadie se salvó. A menudo,
después de la liberación de la ciudad, los rusos o ucranianos informaban a su
paisano judío, que estaba en el frente, de la suerte que había corrido su
familia.
He aquí una carta de la maestra del poblado de Borzná (región de
Chernígov). V. S. Semiónova a Y. M. Rosnovski: «El 18 de junio de 1942,
cuando era noche cerrada y ya dormíamos todos, llegaron a las casas judías,
los capturaron a todos —104 personas— y los condujeron a la aldea de
Shapovalovka, donde había una zanja antitanques. Al anciano Urkin le
preguntaron antes de fusilarlo: “¿Quieres vivir, viejo?”. Respondió: “Me
gustaría ver el final de todo esto”. Nina Krenhaus, de veinte años, murió con
una niña de un año en los brazos. La maestra Raísa Bélaia (la hija del
encuadernador) vio cómo fusilaban a su hijo Misha, de dieciséis años, y a su
hermana Mania junto con sus hijos (el menor tenía sólo unos meses). Ella ya
no comprendía nada y sólo estaba angustiada “porque había perdido las
gafas”».
Una carta al teniente Vipuj de Sokolova desde Artiómovsk: «También
cayeron sus parientes cercanos, su madre, Betia, Roza y Sofochka. Los
hicieron entrar a empujones en las canteras de Voenstroia y los emparedaron
vivos. Tengo aún que transmitirle las palabras de Sofochka, que lloraba y
decía: “¿Por qué no están los nuestros desde hace tanto tiempo? Cuando
vengan, explicadles lo que ha pasado”. Y su madre decía que lo único que
quería era ver a sus hijos antes de morir».
El suboficial Kravtsov, Héroe de la Unión Soviética, escribió a su suegro
acerca del destino de su familia, que había permanecido en el shtetl de
Yaltushkino (región de Vinnitski): «El 20 de agosto de 1942 los alemanes,
junto con otras personas, tomaron a nuestros ancianos y a nuestros niños y los
mataron a todos. [… ] Los alemanes economizaban la munición. Colocaban a
las víctimas en cuatro hileras y disparaban de tal manera que los ejecutados
caían unos sobre otros y se ahogaban con el peso. Los alemanes
desmembraban a los niños pequeños antes de lanzarlos a la fosa. Así mataron
a mi pequeña Niusenka. Muchos de los niños, incluida mi pequeña, fueron
lanzados vivos a la fosa y enterrados así. […] Hay dos fosas comunes
contiguas y mil quinientas personas enterradas en ellas. Adultos, ancianos,
niños. Ya no me queda nadie».[1]
La ciudad de Jmelnik (región de Vinnitski) fue capturada por los alemanes
el 18 de julio de 1941. Allí, de los diez mil judíos se salvaron doscientos
sesenta: los que luchaban en los destacamentos de guerrilleros. Se salvó
también A. K. Becker, que me envió una descripción de lo que vivió: «Por
mucho que supliqué que me dejaran ir junto con mi familia para que a mi mujer
le resultara más fácil llevar a los niños a la muerte nada obtuve, salvo golpes
con la culata. […] Nos llevaron a empujones hacia un pinar a tres kilómetros
de la ciudad donde ya estaban preparadas las fosas. Shaím, un niño de cuatro
años huérfano de padre y cuya madre había sido asesinada por los alemanes,
avanzaba en la columna junto a los adultos, como si fuera uno de ellos. […] Al
llegar a la zanja, los alemanes colocaban a la gente formando una hilera, las
obligaban a desvestirse y a desvestir a los niños. Hacía un frío colosal. Los
niños gritaban: “¿Por qué me desvistes con este frío, mamá? ¿Por qué lo
haces?”».[2]
Un cuaderno escolar de color rosa; es el diario de la estudiante Sara
Gleich. Es sorprendente que, día tras día, muy rápido, a veces de manera
incoherente, lo anotara todo. Por las primeras anotaciones se ve que el 17 de
septiembre, un mes después de que la evacuaran de Járkov a Mariúpol, donde
vivían sus padres, entró a trabajar en la oficina de enlace. El primero de
septiembre Fania y Raia, mujeres de los militares, fueron a la oficina de
reclutamiento y pidieron que las evacuaran; les respondieron que «la
evacuación no estaba prevista hasta antes de la primavera». El 8 de octubre
escribe: «El jefe de la oficina, Mélnikov, me ha dicho que mañana nos
evacuarán, hay que preparar los documentos, se puede llevar a la familia, es
decir, que la partida está garantizada». Esa misma tarde continúa escribiendo:
«A las 12 del mediodía entraron en la ciudad los alemanes, la ciudad se ha
rendido sin combatir». Al cabo de muchas páginas, hay una nota: «19 de
octubre. Mañana a las siete debemos abandonar este último alojamiento en la
ciudad».[3] «20 de octubre… 20 de octubre… Nos conducían hacia las zanjas
abiertas a modo de trincheras para la defensa de la ciudad. Nueve mil judíos
encontraron la muerte en aquellas zanjas: ése fue el único uso que se dio a las
trincheras. Nos ordenaron desvestirnos y nos cachearon por última vez en
busca de dinero y documentos. Después nos empujaron hacia el borde de las
zanjas, aunque ya no era posible percibirlos: a lo ancho de medio kilómetro,
las trincheras rebosaban de agonizantes. Algunos pedían una última bala que
los rematara, porque la primera no había sido suficiente. Caminábamos sobre
los cuerpos yacentes. Creía ver a mi madre en cada cadáver con la cabellera
cana. Me arrojaba hacia esos cuerpos, y Basia conmigo, pero los porrazos nos
devolvían al grupo que avanzaba en silencio. Por un instante me pareció
reconocer a papá en un anciano con los sesos desparramados en torno al
cráneo, pero no conseguí acercarme a verificarlo. Comenzaron las despedidas;
algunos pudimos incluso besarnos. Recordamos a Dora. Fania se resistía a
creer que aquello era el fin: “¿De veras no volveré a ver jamás la luz del
sol?”, preguntó. Su rostro había adquirido una tonalidad entre gris y violácea.
Vladia repetía una y otra vez: “¿Vamos a tomar un baño? ¿Por qué nos hemos
desvestido? Vámonos a casa, mamá. Este lugar es muy feo”. Fania lo cargó en
brazos, porque apenas conseguía andar por el barro resbaloso. Basia se
estrujaba las manos sin cesar mientras susurraba: “¿Por qué a ti, Vladia? ¿Por
qué a ti? Nadie sabrá jamás lo que nos han hecho”. Fania se dio la vuelta para
decirme: “Me siento en paz al saber que muere conmigo y que no lo dejo
huérfano en este mundo”. Ésas fueron sus últimas palabras. Fue entonces que
no pude aguantar más y comencé a aullar con todas mis fuerzas mientras me
tiraba de los pelos. Un instante antes de perder el conocimiento abruptamente,
creo recordar que Fania tuvo tiempo de volverse y decirme: “¡Tranquila, Sara!
¡Tranquila!”. [… ] Cuando volví en mí, todo estaba en penumbras. Los
cadáveres que tenía encima se estremecían de tanto en tanto alcanzados por los
disparos. Por lo visto, los alemanes disparaban ráfagas aleatorias para
rematar a los heridos y evitar que pudieran salir arrastrándose de las fosas en
plena noche. Temían que fuéramos muchos los sobrevivientes. Y no se
equivocaban. Éramos muy numerosos y estábamos enterrados en vida, porque
nadie podía prestar ayuda a quienes pedían socorro desde el fondo de las
trincheras. Los llantos de los niños subían por entre los cadáveres que los
cubrían. Los alemanes nos disparaban a la espalda y por eso la mayoría de los
niños llevados en brazos por sus madres se habían salvado de ser alcanzados
por las balas. No obstante, caían bajo sus cadáveres, enterrados en vida.
Comencé a salir de debajo de los cuerpos, me levanté, miré a los lados. Los
heridos se revolvían, gemían. Llamé a Fania con la esperanza de que pudiera
oírme. Un hombre tumbado a mi lado me exigió que callara. Era Grodzinski,
cuya madre también reposaba en la maraña de cadáveres… La voz de un
anciano canturreaba».[4] El 27 de noviembre, después de vagabundear un mes
por la estepa, Sara Gleich supo que nuestro ejército se encontraba a cinco
kilómetros de Bolshói Log, adonde llegó y logró alcanzar a un destacamento
del Ejército Rojo.
La carta de Busia, una joven de veinte años, que vivía en Kramatorsk, data
de agosto de 1943 y comienza con estas palabras: «¡Queridas mías, adoradas
tías!». Esta carta muestra que sobrevivieron unos pocos; tal vez esto fuera más
horrible que la muerte. (En efecto, Busia escribe: «Pienso ahora en el pobre
censor que leerá esta carta, que sepa que la “vida es una cosa maravillosa”,
como dijo Kírov, y que al mismo tiempo la vida no vale ni un kopek, que no da
miedo saber que al cabo de un minuto uno ya no estará»). El 20 de enero de
1942 les cuenta a sus tías: «Hace frío, -30°. Las mujeres van por las calles
acarreando fardos. Los policías se las llevan, luego las hacen subir a los
coches y las conducen hasta las zanjas antitanque. Entre ellas, estaban también
Mina, Grisha y su familia, también la familia Shneider, las mujeres de los
hermanos Brailovski con sus hijos; estaban Reizen y Polina, y él, incluso ante
la muerte, se mantuvo en sus trece Pero ¡basta! Sólo quiero saber si no me
despreciáis por haber dejado a Mina. No voy a justificarme. Le dije a mamá:
“Haz lo que quieras, pero yo me iré”. ¿Cómo le pude decir algo semejante a
mi madre? Es evidente que en esos instantes uno no razona. Se marchó
conmigo, varias veces intentó dar media vuelta: quería ir con los otros a la
muerte, se ponía a hablar del deber. Me acuerdo como si fuera ahora mismo,
miraba alrededor: las casas estaban cerradas herméticamente, nadie nos
dejaba entrar en calor. Que nos congelemos, que nos cojan y nos cuelguen,
sólo no ir por propio pie Juzgadme vosotras mismas y si me creéis culpable no
me consideréis ya vuestra “querida sobrina”. Será horrible, pero sabré que es
un juicio correcto y lo soportaré como tantas otras cosas, como probablemente
muchas más cosas inesperadas y terribles que todavía están por llegar».
Me he preguntado más de una vez qué sentían los soldados alemanes al
presenciar cómo mataban a la población indefensa o al enterarse de los
ensañamientos de sus compañeros. Seguro que había personas a las que
horrorizaba lo que estaba sucediendo, pero callaban por miedo; era preciso
vivir: ir al combate, hacer bromas, beber y cantar en las horas de descanso. Lo
mejor era no pensar en los niños despedazados. No obstante, me enteré de un
caso en que un soldado alemán salvó a una mujer y a sus hijos; ocurrió en
Dniepropetrovsk en 1941; los condenados esperaban el momento en que los
llevarían a empujones hasta el foso. Entonces un soldado se acercó a
B. Tartakovskaia y le dijo en voz muy queda: «Ahora la sacaré de aquí. —Y
añadió—: Quién sabe lo que será de nosotros».
En Rusia apenas se ha escrito sobre los traidores; durante la guerra se les
mencionó como de pasada: hubo tribunales de guerra que dictaron sentencias y
luego guardaron un silencio absoluto. Tal vez sea porque entonces estaban
ocupados en acusar a la gente más honrada, en hacer pasar por criminales a
Lozovski, a Maiski, a Péretz Márkish, al dramaturgo Gladkov, al escritor
A. Isbaj, a Rubinin, a Kvitkó, a Bergelson, cuando los auténticos traidores
eran Vlásov y sus ayudantes, los benderovtsi,[5] algunos alcaldes, miembros de
la justicia y policías. No entiendo por qué no se puede hablar de ellos; eran
pocos y se arracimaban entre los desechos de la sociedad. Basta con echar una
ojeada a los periódicos que se publicaban en las ciudades ocupadas, La Voz
de Rostov o El Eco de Piatigorsk para comprobar el bajo nivel que tenían los
traidores, no sólo moral sino también cultural. En Francia los invasores
encontraron al mariscal Pétain, Laval y Doriot: ésos no eran nuestros stárosta.
Los nazis necesitan en todas partes escritores dispuestos a apoyarlos y
justificarlos. Contaban con Hansum, Drieu la Rochelle, Céline, Ezra Pound…
Escoria, basura humana. Por supuesto, algunos politsai se aplicaban, sacaban
de los sótanos a ancianas enloquecidas, arrastraban a la muerte a niños y para
tranquilizarse gritaban con osadía.
Había también merodeadores que ansiaban lucrarse con la desgracia ajena,
ocupar el piso de una familia que matarían si no hoy mañana, desvalijar casas;
se afanaban, temían perder su oportunidad. No abundaban los individuos
ávidos y deshonestos, pero saltaban a la vista.
Los alemanes colgaban o fusilaban a quienes encubrían a judíos; y aun así
no fueron pocos los soviéticos que, arriesgando su vida, los escondieron en
sus casas. M. M. Faishtog, que consiguió huir de Yevpatoria, me escribió:
«Algunos a los que consideraba amigos se acobardaron, se echaron atrás, y me
salvó un desconocido, N. I. Jarenko». A menudo sucede así en la vida: se
conoce el valor de una persona en las horas difíciles. En todas las cartas,
diarios y recuerdos de los supervivientes hay nombres de rusos, bielorrusos,
ucranianos, lituanos, letones que les ayudaron a salvarse de la muerte. Hay en
la región de Dniepropetrovsk una aldea llamada Blagodátnoe en la que el
contable de un koljós, de nombre P. S. Zirenko, escondió a treinta y dos
personas que pertenecían a siete familias judías de la cuenca del Donets.
Evidentemente, los koljosianos sospechaban quiénes eran los ocupantes de las
barracas, pero a las preguntas de los alemanes o de los politsai respondían:
«Son de aquí».
En marzo de 1944 recibí una carta de los oficiales de las unidades que
liberaron Dubno. Me decían que V. I. Krasova había excavado un refugio bajo
su casa y que durante casi tres años ocultó y alimentó allí a once judíos.
Escribí acerca de esto a M. I. Kalinin y le pregunté si no consideraba justo
condecorar a Krasova con una orden o medalla. Poco después Kalinin me
entregó una condecoración. Cuando acabó la ceremonia, Mijaíl Ivánovich
dijo: «Recibí su carta. Tiene razón: estaría bien otorgar una distinción. Pero,
mire usted, ahora eso es imposible». M. I. Kalinin era un hombre de alma
pura, un comunista verdadero, y noté que le costaba pronunciar estas palabras.
En los malos momentos todo se verifica: tanto la pureza espiritual como la
valentía y el amor. Los nazis declaraban por todas partes que la «evacuación»
(así llamaban a las ejecuciones masivas) de los matrimonios mixtos sólo
afectaba a las personas de origen judío y a los niños cuyo padre o madre
fueran judíos. En los documentos de El libro negro encontré algunos relatos en
los que la mujer rusa o el marido ruso iban también a la muerte diciendo que
ellos eran judíos.
Vuelvo al pensamiento que me persigue cuando recuerdo el pasado: el
hombre es capaz de todo. Una vez, en la redacción de Krásnaia zvezdá, se me
acercó un hombre alto, robusto, el oficial de marina Semión Mazur. Me contó
una historia insólita. Fue herido en la batalla de Kiev, cayó en una emboscada
y, tras disfrazarse, logró llegar a Kiev, donde vivía su mujer. No encontró a
nadie en su casa, así que fue a ver a su cuñada, quien asustada, trató de
persuadirlo de que abandonara la ciudad. Él respondió que estaba intentando
unirse a los suyos, pero que antes quería ver a su mujer e hijo. Cuando
regresaba a casa, su mujer lo vio y se puso a gritar: «¡Apresad al judío!».
Algunos viandantes se volvieron a mirar, pero pasó una columna de camiones
y Mazur logró esconderse. Echó a andar hacia el este, llegó a Taganrog. Allí lo
escondió una mujer rusa: K. E. Krávchenko. Como la herida presentó
complicaciones, llevaron a Mazur al hospital. Un médico ruso, Upriamtsev, al
enterarse de que era judío, le dio el pasaporte de un muerto. Mazur se fue de
nuevo al este. A Krávchenko los alemanes la arrestaron y la denunciaron.
Upriamtsev salvó a muchas personas y en el verano de 1943 los alemanes lo
fusilaron. Mazur atravesó la línea del frente por el Don, combatió en
Stalingrado, recibió una condecoración y de nuevo fue herido. Sentado frente a
mí me exigía que le explicara por qué lo salvaron unos extraños mientras que
su mujer quiso entregarlo al enemigo. Le respondí que no sabía cómo era su
vida en común. Mazur me dijo que vivían bien, que cuando él se marchó al
frente ella lloró y que llegó a mandarle algunas cartas. Yo le repetía: «Es usted
quien la conoce. ¿Cómo voy a saber yo por qué obró de ese modo?». Él
descargó el puño contra la mesa: «¡Usted está obligado a saber, después de
todo, es escritor!».
Ahora siquiera hablar de otra pareja. Ocurrió en el shtetl de
Monastírschina, en la región de Smolensk. Isaak Rozenberg, empleado en el
Registro Civil, fue herido gravemente en un combate cerca de allí. Por la
noche consiguió llegar a rastras hasta su casa. Su mujer, Natalia Emeliánovna,
lo escondió en el sótano, bajo la estufa. Tenían dos niños pequeños; la madre
había logrado salvarlos: dijo a los alemanes que los hijos no eran de
Rozenberg sino de un primer marido. No contó a sus hijos que en casa se
escondía el padre. Temía que pudieran irse de la lengua. Por la noche
Rozenberg salía del sótano, se enderezaba, comía. Una vez, la hija, de catorce
años, vio por la rendija los ojos de alguien y, presa del miedo, se puso a
gritar: «Mamá, ¿quién hay ahí?». La madre le dijo sosegadamente: «¿No ves
que es una rata? Hay muchas en casa». Rozenberg escribía un diario en trozos
de periódicos alemanes, apuntaba lo que le contaba su mujer, sus propias
sensaciones. Una de las páginas del diario está dedicada a la tos: se resfrió y
la tos le ahogaba, pero se aguantaba y escribía: «Nunca pensé que pudiese
haber semejante libertad: toser». Natalia Emeliánovna cayó enferma de tifus.
Los vecinos se hicieron cargo de los niños, pero ella se atormentaba: su
marido moriría de hambre. Al cabo de dos semanas volvió a casa y encontró a
su marido muy debilitado pero vivo.
En septiembre de 1943 el ejército ruso se acercó a Monastírschina. Los
alemanes opusieron una gran resistencia y echaron a los habitantes del shtetl.
Natalia Emeliánovna huyó al bosque junto con sus hijos. Volvió en cuanto vio
a los primeros soldados del Ejército Rojo. Su casa había desaparecido,
todavía humeaban las cenizas y se distinguía la mancha negra de la estufa.
Isaak Rozenberg se había ahogado con el humo. Durante veinte meses estuvo
viviendo debajo de la estufa y murió dos días antes de que se produjera la
liberación. Natalia Emeliánovna permaneció sentada junto a la estufa con un
periódico en la mano: era un trozo del diario de su marido.
Mientras trabajaba en El libro negro no dejaron de sorprenderme tanto la
barbarie como la generosidad. Miraba las ruinas, los huesos humanos
carbonizados, los almacenes alemanes con calzado infantil y barras de labios;
escuchaba a personas mutiladas para siempre por lo vivido, leía cartas que
habían escrito personas agonizantes en recibos viejos, en trozos de periódicos,
en octavillas alemanas, y comprendía con mayor claridad que no entendía nada
ni lo entendería en un futuro, aunque, a tenor de las palabras de Semión Mazur,
yo, como escritor, debía comprenderlo todo. En el shtetl de Sorochintsa vivía
la ginecóloga Liubov Mijáilovna Langman, que gozaba del amor de sus
vecinos, que la escondían de los alemanes. Vivía con su hija de once años.
Una vez fueron a buscarla para decirle que la mujer del stárosta tenía un parto
difícil. Liubov Mijáilovna fue a atenderla, salvó a la parturienta y al bebé. El
stárosta se lo agradeció y la denunció a los alemanes. Cuando la llevaron al
paredón junto a su hija, rogó: «¡No maten a la niña!». Pero luego la estrechó
contra sí y dijo: «¡Disparad! No quiero que viva con vosotros». No sé si me
conmocionó más el comportamiento de la ginecóloga o el del stárosta.
Acabamos El libro negro a principios de 1944. Lo leyeron una primera
vez, luego una segunda, y lo corrigieron. Publiqué algunos fragmentos en
Znamia. En Rumania publicaron la traducción de la primera parte. A finales
de 1948, cuando clausuraron el Comité Judío Antifascista, desensamblaron la
composición de El libro negro, confiscaron las galeradas y el manuscrito.
Pude conservar una parte de los documentos: diarios, cartas, apuntes,
relatos. En 1947 los entregué al museo judío de Vilna. Un mes después el
museo cerró sus puertas y pensé que los documentos se habían perdido.
Volvieron a mis manos: poco antes de la liquidación del museo su director me
había traído dos enormes carpetas; yo no estaba en Moscú, y las carpetas
permanecieron enterradas bajo viejos manuscritos y libros durante unos diez
años.
En 1956 uno de los fiscales que trabajaban en la rehabilitación de
personas inocentes, condenadas por la OSO (Comisión Deliberativa Especial)
[6] por crímenes imaginarios, vino a verme con la siguiente pregunta: «Dígame,

¿qué es eso de El libro negro? En decenas de sentencias se menciona este


libro y en una se refiere su nombre».
Le expliqué de qué iba El libro negro. El fiscal suspiró con amargura y me
estrechó la mano.
A principios de 1965 la revista de Leningrado Estrella publicó el diario
de la niña de catorce años Masha Rolnikaite, que fue encerrada en el gueto de
Vilna y luego enviada a los campos de la muerte, pero que logró sobrevivir de
milagro. El diario incluye un prólogo del poeta Eduard Mezhelaitis, que
escribe: «Para que nunca más se vuelva a repetir». Lo mismo pensaban veinte
años atrás Vasili Semiónovich Grossman y el autor de este libro de memorias.
22

En un cuaderno, entre las noticias militares (que, en otoño de 1944, no eran


pocas), entre las citas de los periódicos extranjeros y los apuntes —la
promesa de encontrarme con alguien, entregar algún artículo—, encontré la
siguiente entrada: «6 de octubre. Velada en casa de los Konchalovski.
Conversación sobre París. ¿Cómo es ahora? P. P. acerca de cómo estudió en
París. Académie Julián. El almiar. Monet. Cézanne es la llave. La pintura
francesa fue y sigue siendo realista, nada religiosa. Sobre Picasso. El pintor es
la forma, el color más el pensamiento».
Estuvimos juntos hasta tarde. Piotr Petróvich se apasionó hablando, y yo
en cierto modo reviví, sentí que, además de dushegubki (cámaras de gas
ambulantes), ruinas y boletines, había en el mundo naturaleza, flores, pan y
arte.
Conocí a Konchalovski en la década de 1920, pero sólo intimamos y le
tomé aprecio mucho más tarde. Durante los años de la guerra y de la posguerra
nos vimos a menudo. Piotr Petróvich tenía los pies en el suelo y eso me atraía.
Me di cuenta de que la estabilidad es inherente a los fanáticos o a los
auténticos amantes de la vida. El aire de la época estaba sobresaturado de
fanatismo, pero le faltaba regocijo espiritual.
Piotr Petróvich era un hombre de constitución hercúlea, y todo en él eran
grandes movimientos, sensaciones, pinceladas sobre el lienzo. He hablado de
su regocijo espiritual, estas palabras pueden crear confusión: no era ni un
bromista forzado ni un activista de pancarta, de esos que durante mucho
tiempo fueron considerados en nuestro país un ejemplo de virtud cívica. A
menudo he tenido que escuchar que Konchalovski pintaba sin pensar, como
brilla el sol o como florecían sus queridas lilas. Pero no es verdad: fue un
hombre de pensamiento profundo que no sólo trabajaba sino que también sabía
bromear con inteligencia. Por supuesto, no era difícil afligirlo: poseía la
sensibilidad de un artista, pero nadie conseguía derribarlo, aunque hubiese
gente que soñara con ello.
Voy a detenerme en la anotación con la que he empezado mi relato sobre
Konchalovski. A menudo hablábamos sobre París, donde Petróvich pasó
muchos años y se encontró a sí mismo como pintor. Fue a los dieciocho o
diecinueve años a estudiar arte. La Académie Julian se parecía al instituto
moscovita de Kreiman: los jóvenes pintores la escogían porque allí no había
la instrucción que torturaba a todos en la escuela de arte estatal, pero los
profesores, como en todas partes, eran celebridades efímeras de tendencia
academicista. Cuando recordaba la Académie Julian, Konchalovski se echaba
a reír: «¿Sabe quién estudiaba allí? Bonnard, Vuillard, Matisse. A mi lado se
sentaba Glez, que todavía era un niño. Y luego estudiaron Léger, Derain.
Matisse me contaba que su maestro, creo recordar que se llamaba Bugsro, en
su tiempo una celebridad, una vez le dijo: “Esto es lo peor que he visto. Nunca
aprenderá a dibujar. Lo mejor sería que se dedicara a otra profesión”. Me dio
clases Laurens, cuyos cuadros, grandes escenas de batallas, se exponían en
Luxemburgo. En nuestro país lo habrían laureado tres veces con el Premio
Stalin. Una vez me alabó. Me asusté y comprendí que estaba haciendo basura.
Por lo demás, luego, en la escuela de Petersburgo, yo echaba de menos incluso
a Laurens».
Yo no sentía que Konchalovski fuera mucho mayor que yo, a veces incluso
envidiaba su juventud. En una ocasión me contó la primera vez que vio pintura
contemporánea: «Fueron los maravillosos Almiares de Claude Monet. En
Moscú se celebró una exposición de técnica francesa, y allí, por alguna razón,
exhibían cientos de cuadros, entre ellos algunos de Monet. Me quedé
estupefacto. Ahora diré cuándo ocurrió… Fue en 1891». En aquel momento reí
para mis adentros: ése es el año en el que yo nací. Pero Konchalovski fue
joven hasta el final. Cuando rondaba los ochenta años no sólo se sentaba ante
el lienzo desde primera hora de la mañana hasta que se ponía el sol sino que
también jugaba con sus nietos.
Tardó mucho tiempo en encontrarse a sí mismo. Veía los lienzos de su
suegro Súrikov, de Serov y Korovin sus tutores artísticos en la juventud, y
sentía un gran respeto, pero al mismo tiempo creía que los tiempos habían
cambiado, que había cambiado también la manera de ver, de modo que
buscaba su camino o, como le gustaba decir, su «método». Vio la obra de Van
Gogh y quedó tan impresionado que peregrinó a Arlés, donde fue feliz
comprando colores en la misma tienda que frecuentaba el artista holandés. Uno
habría dicho que no podía haber nada en común entre el trágico y frenético Van
Gogh y el feliz, sano y fuerte Konchalovski. Sin embargo, hasta el final de su
vida le gustó repetir las palabras de Van Gogh: «Yo siempre me nutro de la
naturaleza. A veces exagero, cambio los elementos, pero nunca invento un
cuadro. Al contrario, lo encuentro en la naturaleza ya preparado, aunque es un
descubrimiento exigente».
El último y más importante descubrimiento de Konchalovski fue la pintura
de Cézanne. Lo deslumbró tanto que se puso a trabajar en algo que no había
hecho antes ni haría después: tradujo del francés el libro de Émile Bernard en
el que éste registró las declaraciones de Cézanne sobre la pintura.
Konchalovski tenía treinta y cuatro años cuando en la primera exposición
de la Sota de Diamantes sus trabajos suscitaron la aprobación de unos y la
burla de otros.
En la Gran Enciclopedia Soviética publicada en 1951 he encontrado unas
líneas dedicadas a la Sota de Diamantes: «Típica manifestación de la extrema
decadencia del arte burgués de la época del imperialismo. Actuando como
enemigos de la ideología y del realismo, rompiendo con las elevadas
tradiciones del arte del pasado (de ahí el nombre desafiante y vocinglero de la
asociación), los miembros de la Sota de Diamantes enmascaraban sus
posiciones reaccionarias con la exigencia de una “nueva” forma. Sin embargo,
su espíritu innovador y cosmopolita se reducía a la imitación de P. Cézanne y
A. Matisse». Si bien en la actualidad se han restablecido algunas verdades en
la historia de la arquitectura, la literatura y la música, con la pintura el asunto
va peor.
Cuando la enciclopedia denosta la Sota de Diamantes incluye a
Konchalovski en la lista de sus miembros y menciona el período de
1910-1926. Ésa es, a mi modo de ver, la época más brillante en la obra de
Konchalovski.
No logro acostumbrarme a la manera en que menospreciamos a veces los
logros de nuestro arte. Hace poco estuve en los fondos de la Galería Tretiakov
(ir a parar allí no es fácil, pero dicen que no todos son admitidos en el
paraíso). En pasillos estrechos y oscuros se conservan cuadros admirables
correspondientes a los años del florecimiento de la pintura rusa y soviética:
lienzos de Konchalovski, Lentúlov, Mashkov, Sarián, Chagall, Falk, Lariónov,
Rozhdéstvenski, Goncharova, Kuprín. Me acuerdo de las naturalezas muertas,
del retrato de Yakúlov, del puente sobre el Nara y otros trabajos de
Konchalovski correspondientes a la época de la Sota de Diamantes. ¿Qué tiene
que ver aquí el imperialismo? (Se puede añadir, por cierto, que el
imperialismo francés nunca se inspiró en Matisse, como Matisse nunca se
inspiró en el imperialismo francés). La Rusia oficial acogió las exposiciones
de los miembros de la Sota de Diamantes con burlas y gritos, mientras que los
«defensores del imperialismo», como Lunacharski y Maiakovski, se referían a
ellas con benevolencia. Desde luego, el nombre de la Sota de Diamantes es
bastante absurdo, pero entonces se empleaban denominaciones absurdas.
Ya he contado que, cuando volví a Moscú poco después de la revolución,
fui a una exposición donde vi cuadros del grupo la Sota de Diamantes y me
alegré. En París sólo tenía noticia de la nueva pintura rusa por los artículos de
Utro Rossii o Rússkoie slovo y pensaba que los miembros de la Sota de
Diamantes imitaban ciegamente a los franceses. Enseguida vi que no era así.
Naturalmente, Konchalovski, como todos los miembros de la Sota de
Diamantes, aprendió mucho de Cézanne, pero ¿acaso hay un pintor del siglo XX
que pase por alto los descubrimientos pictóricos de este maestro? Picasso
expresó de un modo admirable el genio nacional español, pero es poco
probable que hubiese sabido hacerlo de no ser por Cézanne. Andréi Rubliov
fue el primero en mostrar en la pintura trazos líricos, la serenidad, la
profundidad del carácter ruso, pero Rubliov estudiaba a Teófanes el Griego.
Konchalovski, Lentúlov y Mashkov aprendieron no sólo de Cézanne, sino
también de los maestros del arte nacional ruso. Recuerdo bien los rótulos de
los negocios en nuestras ciudades antes de la revolución: un peluquero
enjabona las mejillas del cliente, un turco fuma en pipa, unas sandías cortadas
rodeadas de racimos de uva. Konchalovski recordaba que la naturaleza muerta
de 1912, Panes, la hizo después de ver el letrero de un pan de azúcar. Explicó
también que, cuando después de viajar a España empezó a pintar corridas de
toros, pensaba en las viejas matrioskas.
Konchalovski respetaba a Cézanne, amaba la pintura francesa, pero su
obra era rusa. Cuando expusieron sus cuadros en París, algunos críticos
hablaron de «brutalidad» y «espontaneidad»: no entendían que ante ellos se
encontraba la expresión de otro carácter, de otra naturaleza, de otras
tradiciones.
En otoño de 1944 Piotr Petróvich me hablaba con admiración del realismo
de los grandes maestros franceses, lo que puede sorprender a ciertas personas.
Konchalovski dividía la pintura en diferentes categorías: próxima a la
naturaleza, real; e ilusoria, en la que no hay relación orgánica con la naturaleza
y donde a menudo la «fotografía sirve de apoyo». Recordaba cómo los
aficionados a la literatura acudieron a comprar su naturaleza muerta Panes en
1912: «Colgué obras junto a un bollo auténtico en forma de rosca pendido de
un hilo. Durante mucho tiempo todos miraron sin darse cuenta de que el bollo
era real, hasta que lo toqué y lo hice balancearse en el hilo. Una prueba de la
cercanía a la realidad». Sólo queda añadir que para los defensores del
realismo ilusorio esta naturaleza muerta de la época de la Sota de Diamantes
(por supuesto, sin el bollo colgado) sigue siendo la encarnación del
«antirrealismo».
Dicen que Konchalovski vivió una vida excepcionalmente feliz, pero fue
así hasta cierto punto. Tenía una fortaleza, una salud y un carácter alegre
asombrosos; viajó mucho por el mundo, trabajó otro tanto: pintó mil
setecientos lienzos; le interesaba todo el mundo, hablaba con soltura en
francés, en italiano, en español y estudió inglés para leer las obras de
Shakespeare en lengua original; tenía una casa en Bugrí, un jardín con lilas, y
siempre había invitados: era un hombre muy hospitalario; con su mujer, Olga
Vasílievna, vivió en armonía, adoraba a sus hijos y a sus nietos; iba de caza,
leía a Descartes, tenía amistad con grandes pintores, A. Tolstói, S. Prokófiev,
Picasso, Meyerhold; murió a los ochenta años y casi hasta el final conservó el
vigor. Amaba la patria, veía cómo crecía y maduraba espiritualmente.
Explicada así, la vida de Piotr Petróvich parece increíblemente idílica, pero si
bien toda esta armonía y belleza son ciertas, también es verdad que son más
ilusorias que realistas.
Para Konchalovski la vida era ante todo arte; de esto hablaba a menudo.
Cuando viajó a París en 1925 y vendió allí algunas de sus obras, compró
setenta kilos de pintura: no podía concebir un día sin la paleta y los pinceles.
Por la tarde, cuando no podía pintar, dibujaba. En su biografía lo más
importante son los lienzos, su trayectoria como pintor. Se puede decir que
incluso en esto Konchalovski tuvo suerte: basta recordar los tormentos de
Lentúlov, Falk, Tatlin, Drevin y Udaltsova. Konchalovski se hizo académico:
con regularidad le organizaban exposiciones personales. Pero insisto en que
fue así hasta cierto punto.
El ambiente, como es natural, influye en el pintor o en el escritor; es
preciso poseer la perseverancia fanática de Falk para ignorar los elogios y las
injurias, los premios y los estudios (profundizados), los informes, los libros
de referencia, las disputas (las «disputas» en esos tiempos consistían en una
sola cosa: todos alababan o todos echaban pestes). Creo que desde principios
de la década de 1930 en algunos trabajos de Konchalovski surge una
semejanza ilusoria con la naturaleza. Pero no hacía chapuzas, trabajaba
honestamente y mucho; aun así, según él mismo admitió, no obtuvo la
«satisfacción completa» de antes.
Comprendía de una manera excepcionalmente profunda la pintura. Por muy
lejos que estuviera de Picasso, decía de él: «Picasso está por encima de
todos», y explicaba con sabiduría por qué era un gran realista de nuestro siglo.
Le organizaban aniversarios, le otorgaban premios, pero los pintores que
en aquel entonces controlaban el arte apenas lo soportaban.
He aquí unas palabras de la agenda de Konchalovski: «Pushkin, en una
carta a su hermano Lev Serguéievich, escribió el 14 de marzo de 1825:
“Vivimos en la herejía. Dicen que, en la poesía, la poesía no es lo principal.
¿Qué es, entonces, lo más importante? ¿La prosa? Se debe destruir esto de
antemano con la persecución, el látigo, los palos, etc.”. ¡Vivimos en la herejía!
Dicen que, en la pintura, la pintura no es lo principal. Pero ¿qué es entonces lo
más importante? Por este motivo he tenido que escuchar más de una vez que mi
principal defecto es la pintura, la pasión por la pintura, aunque enseguida se
hacía referencia a la afirmación de la vida y a las cualidades asociadas a
ella… ¿Acaso no es esto una herejía? Lo principal en la pintura es la pintura,
pues sólo entonces la idea, el pensamiento, la trama pueden influir en el
espectador. Sólo mediante la pintura el artista puede comunicar sus
pensamientos y sentimientos al espectador. Ésta es la naturaleza del arte».
La inspiración libraba a menudo a Konchalovski de «ese parecido
ilusorio» ajeno a él (como él decía). Es posible advertirlo en el retrato de
Meyerhold y en algunos retratos familiares, en muchas naturalezas muertas y
en el sorprendentemente joven «encerador» que pintó en 1946.
Dejó tras de sí muchos cuadros hermosos y, sin embargo, me parece que no
dio todo lo que podría haber dado su enorme talento, su gran cultura y su
insólita capacidad de trabajo.
El carácter de Piotr Petróvich era prodigioso; se quejaba en muy contadas
ocasiones, incluso de aquellos que le impedían trabajar, apoyaba si no las
buenas relaciones sí las honestas. Olga Vasílievna se comportaba con los
adversarios de su marido de un modo mucho más franco: «Soy siberiana, se
necesitaría un escoplo, pero yo soy un hacha».
Recuerdo una gran exposición conmemorativa. Como siempre, Piotr
Petróvich estaba alegre, estrechaba manos, sonreía. Me llevó aparte y me dijo
de uno que por entonces era director de la Unión de Artistas: «Estaba en el
extranjero, llegó a toda prisa, quitó las mejores obras, El encerador y El
búfalo, y los primeros cuadros “españoles”. Y ahora va a soltar un discurso,
saludar…». Mientras decía esto, Piotr Petróvich seguía sonriendo, pero
entendí que a veces le resultaba difícil mostrar esa sonrisa.
En 1949 estuve en Tambov; la empleada del museo me contó lo que había
pasado con una naturaleza muerta de Konchalovski que estaba colgada en el
comedor de una de las enormes fábricas de la región. El director decidió que
una lila «sin ideología» no era digna de los obreros de vanguardia. Les
enviaron un cuadro grande que representaba una escena de la vida en una
fábrica. Inesperadamente, los obreros empezaron a protestar: «¡Déjennos
nuestra lila!».
Al volver a Moscú, le hablé de ello a Piotr Petróvich y vi lágrimas en sus
ojos. Dijo en voz queda: «He aquí la recompensa».
Actualmente sólo se pueden ver las hermosas obras de Konchalovski en el
paraíso, donde es muy difícil entrar. Es incomprensible. Se publican los
primeros versos de Maiakovski, las obras de Jlébnikov, pero los cuadros de
un difunto académico y laureado, en absoluto abstractos —todo el mundo
entiende lo que representan—, se esconden con celo a los ojos de los
visitantes.
Por supuesto, pasará un año, dos…, y las mejores obras de Konchalovski
volverán a las salas de los museos. Pero para los amigos que conocían y
querían a Piotr Petróvich, éste perdurará en su memoria de un modo
insólitamente vivo, como una brizna verde en el desierto: después de todo, no
consiguieron derribarlo.
23

En este libro trato de recordar a personas que he conocido en el curso de mi


vida, a unas mejor que a otras. Pero ahora me gustaría hablar de una muchacha
que no he visto nunca.
Al poco tiempo de mi regreso de Vilna, alguien vino a verme al hotel
Moscú: Vera Vasílievna Konstantínova, profesora de Kashin. Me contó que su
hija Ina había sido partisana y la habían matado en marzo y me pidió que
leyera su diario. Dejé los cuadernos escolares en un cajón de la mesa y, por
culpa del ingente trabajo periodístico, no me acordé de ellos hasta dos meses
después, pero una vez empecé a leerlos ya no pude detenerme.
Ina comenzó a escribir su diario en 1938, a los catorce años; en él registró
minuciosamente su vida durante cuatro años. Mientras leía, recordé mi etapa
escolar: había ciertas similitudes, aunque de alguna manera todo era muy
diferente; la infancia siempre es la infancia, lo que cambian son los tiempos.
Después de la guerra quise visitar a los Konstantínov. Fui a Kashin, un
pequeño pueblo de la región de Kalinin; cuenta con unas pocas fábricas, una
gran plaza del mercado, algunas iglesias pequeñas y viejas, y casitas de
madera. En una de esas casas vivían los Konstantínov; ambos, Aleksandr
Pávlovich y Vera Vasilievna, eran profesores. Ina no era hija única; tenía una
hermana menor, Rena.
Desde muy temprana edad Ina había sido una ávida lectora, pero también
estaba llena de alegría y le encantaba jugar, bailar y patinar; le gustaban los
muñecos y los gatitos, y también cuidar el jardín. No era especialmente
brillante en la escuela y más bien se sentía avergonzada de sus bajas
calificaciones («las matemáticas emponzoñan toda mi vida»), intentaba
recuperar el tiempo perdido a toda costa. No había nada en ella de
atormentado, exaltado o excepcional.
Tenía una amiga de la infancia, Lusia, a quien confiaba todos sus secretos,
pero cuando Lusia y sus padres se trasladaron a Magadán, Ina se quedó sin una
confidente. Eso no hizo que se encerrara en sí misma; tenía más amigos y
siempre encontraba algo agradable en cada uno de ellos. Cuando la cambiaron
de grupo en octavo, rápidamente se hizo amiga de Tania y Lena. En el Centro
Infantil al que iba a menudo trabó amistad con Valia Ambrazhunas y Olia
Rumanova. «Debo decir que este año he tenido mucha suerte con mis
compañeros, Maksim y Fiódor, Alionka y Tania Volkova son fantásticos,
encantadores y buena gente. ¡Qué pena que Lusia se haya ido!». «Lidochka
Kozhina es linda. La chica ideal. Guapa, lista, buena estudiante, una
compañera de primera». «Me he hecho amiga de Clara Kalinina». Cuando
empezó la guerra, Ina se presentó como voluntaria en el Servicio Médico
Auxiliar y trabajó en el hospital. «Zaslavski, de Rostov, joven, herido en una
pierna, hombro y cabeza. Es un chico guapo y patriota». A la escuela llegaron
nuevos estudiantes: «Zhenia Nikiforov de Moscú y Rem Ménshikov de
Leningrado. Estupendos, unos chicos adorables». «Creo que Sasha Kulikov se
quedará aquí. ¡Eso sería fantástico! Creo que es un chico muy majo, inteligente
y leído». En noviembre de 1941 llegó la evacuación. Ina se encontró en una
ciudad desconocida, en una escuela desconocida; pero dos meses después ya
se sentía mal por tener que despedirse de sus nuevos amigos: Liuda, Gerka,
Galia, Vovka. En junio de 1942 se unió a los partisanos y fue enviada detrás de
las líneas enemigas. Esto es lo que dice acerca de su primer jefe partisano:
«¡Qué personas más maravillosas pone el destino en mi camino! Es inteligente,
comprensivo, sensible». Y sobre el comisario Abrámov: «Una personalidad
extraordinaria e interesante, con estudios superiores y también… delicado (el
adjetivo es mío, sé muy bien lo que quiero decir)». Éstos son sus camaradas
en el destacamento de partisanos: «Grisha Shevachov. Alto, delgado, el típico
chico judío, un chaval majo. Ígor Glinski. Un muchacho maravilloso, con un
excepcional sentido del humor. Listo, leído. Makasha Berezkin. ¡Encantador!
Siempre de buen humor, siempre sonriendo. Siempre solícito». Luego escribe
a su hermana: «Zoya era mi mejor amiga. Una chica excelente. Murió como
una heroína. Una verdadera heroína. Mucha gente magnífica ha muerto. Con
los que tenía una relación más estrecha eran Zoya, el comandante de brigada
Arbuzov, el operador de radio Genka, Ígor Glinski y Grisha Shevachov. Y
ahora el único que me queda es Ígor». En el destacamento conoció a Vadik
Nikonénok, de quince años. Cuando las chicas interrogaron a Ina con
curiosidad: «Pero ¿de qué habláis? —respondió ella—. Es un chico tan
interesante…».
Era alegre, con una gran facilidad para la risa, como la mayoría de las
chicas. «Fedia German tenía dos enormes manchas de tinta en las mejillas. Tan
pronto me di cuenta no pude evitar ponerme a reír casi hasta las lágrimas. Y
entonces el maestro me dijo que repitiera la lección. Ni siquiera sabía cómo
empezar. De una manera u otra, con la ayuda de un alma caritativa, respondí y
recibí un “bien”. Pero cuando iba por la mitad no pude evitarlo y me dio otro
ataque de risa. Fue muy embarazoso». «Esta noche, en la celebración con los
pioneros del trigésimo quinto aniversario de una huelga o algo así, el primer
número fue una chica bailando con pantalones de seda. Después, uno del
décimo curso se subió a la mesa y se tiró desde ella. Luego alguien rompió el
cristal de una ventana y Pitanov intentó coger al culpable a través de la
ventana. Reímos a más no poder».
Ina leía mucho e indiscriminadamente. A los quince años escribió: «He
empezado las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller. No
entiendo algunas cosas, es una lástima. Tengo que leer a Kant y Hegel primero
y luego volver a este libro». Al parecer no era una gran aficionada a la
filosofía. Como muchas chicas de su edad, le encantó Martin Eden y lloró con
El moscardón. La lista de autores que le interesaban era de lo más variada:
Mamin-Sibiriak y Gaidar, Spielhagen y Yuri Herman, Verbítskaia y André
Gide. Le encantaba la poesía. A los dieciséis años le gustaba Nadson pero no
Maiakovski, al que sólo conocía por las antologías escolares. Luego lo leyó
más a fondo y lo admiró; colgó una foto suya en su habitación. Heine le
pareció tan bueno que la reconcilió con la lengua alemana. A menudo recitaba
los poemas de Blok y descubrió sus primeros versos en antiguos ejemplares
de El Campo.
En un museo de Moscú vio un cuadro de un maestro italiano. «Las obras
de los pintores modernos, con sus rostros como tomates y temas tan monótonos
como las dunas de arena, no pueden considerarse arte. Son pintarrajos. La
escultura moderna, en la que la belleza es sustituida por el dinamismo y la
“expresividad”, no puede entenderse como el fruto de un arte noble. Nunca
podrán compararse a La Gioconda, o a los frescos de los maestros italianos…
Nadie escribirá otra Divina Comedia o una Anna Karénina. El mundo está
perdiendo lo más preciado de todo: la belleza».
A los dieciséis años le echó la culpa de ello al gusto popular. Una año
después, debajo de esta frase, escribió: «¡No es verdad!», y sobre la condena
a Maiakovski: «¡Error!».
Pero su amor a la belleza permanecía inalterable, e Ina nunca consideró
que pudiera estar equivocada.
Las adolescentes sueñan con ser actrices o escritoras. El anhelo de Ina era
estudiar en el Instituto de Derecho. Después, cuando se convirtió en partisana,
cambió de parecer, y en 1944 le pidió a su madre que mandara el formulario
de solicitud para el Instituto de Ingeniería Aeronáutica. No me la imagino
como fiscal ni como diseñadora de aviones, pero es una buena señal que al
final no se decantara por la Escuela de Arte Dramático ni por el Instituto de
Literatura, aunque participase, como es lógico, en las obras de teatro de la
escuela, y escribiese versos de amor cuando estaba enamorada.
Era enamoradiza, apasionada, creía que cada vez se trataba del
«verdadero amor». A los quince años se enamoró de un compañero de la
escuela Liovushka: «Tengo que hacer un tremendo esfuerzo para no sentarme
en un banco desde donde lo pueda ver. Me regalo la vista cada vez que pasa
por el pasillo. Pero si lo pillo mirándome, le respondo con una mueca
arrogante. ¿Por qué? ¿Acaso inconscientemente sigo las mismas tácticas que
Julien Sorel? ¡No es posible! Al fin y al cabo, él actúa por orgullo, yo por
amor».
Liovushka se fue. Ina le echó terriblemente de menos. «Mamá dice que en
verdad no es amor lo que siento por él, sino una idealización fruto de mi
imaginación. No lo creo. Soy consciente de todas sus imperfecciones, sus
peores defectos, y aun así lo amo». Pasaron tres meses, Ina se preguntaba
abatida: «No logro entenderlo: ¿se puede una enamorar varias veces y siempre
con la misma fuerza? La única diferencia parece estar en el modo de querer.
Me gusta tener a Liovushka cerca de mí, quiero cogerle las manos, besarle.
Pero con él… No, es muy diferente. Quiero ser su amiga, ante todo, y saber si
él me ama». Según sus anotaciones, Nikolái no le hacía mucho caso. «¡Bailé
con él! De repente se me acercó y me pidió que bailásemos juntos. Yo me puse
muy nerviosa, era incapaz de seguir el paso, balbuceé que no bailaba muy bien
o algo así… Sin embargo, intenté dar a entender que él no me interesaba y
creo que lo conseguí».
Ina supo en carne propia qué eran los celos: «¡Otra vez él la ha
acompañado a su casa!». Estaba disgustada consigo misma: «El amor requiere
un punto de orgullo, si a él le interesa otra yo no quiero ser una intrusa». Pero
pronto aprendió que no todo en la vida está subordinado a la razón:
«Evidentemente este sentimiento es más fuerte que el orgullo o el amor propio.
¿Y cómo pueden coexistir estos dos sentimientos con el amor? No, no pueden,
¡jamás!».
En 1940 trabó amistad con dos estudiantes del orfanato, Maksim Pirushko
y Fedia Germán. «Me explicaron que sus padres fueron arrestados de una
manera tan tranquila que parecía que eso le había pasado a otra persona y no a
ellos. El padre de Maksim fue el primero en ser arrestado, luego su madre en
un tren. Ni siquiera pudo despedirse de ella. En el caso de Fedia fue al revés,
primero arrestaron a la madre y luego al padre. Ahora ambas madres están en
Karaganda, de los padres se desconoce el paradero. Como nosotros, cuando
tienen algo especial de que hablar, cuando albergan un sufrimiento intenso por
algo, se apartan a un lugar donde nadie los moleste y lo hacen abiertamente».
En 1937 Ina tenía trece años: sus padres no habían pasado por ninguna
desgracia, su mundo era más bien pequeño, mientras que, para Maksim y
Fedia, el arresto de gente inocente era el pan nuestro de cada día. Es fácil
imaginar cuánto perturbó esto a Ina, que odiaba la injusticia por encima de
todo. Fedia se convirtió en su mejor amigo. Ella iba a menudo al orfanato.
Fedia le enseñaba fotografías de su padre, de su madre y de su hermana. «Ayer
recibí una desagradable noticia: una orden del Comisariado del Pueblo dice
que los alumnos del orfanato mayores de catorce años deben ir a estudiar a las
escuelas de arte y oficios. Eso significa que pronto se marcharán». Algún
tiempo más tarde escribe en su diario: «Ayer hubo una velada en el orfanato
para celebrar el Día de la Constitución. Para mí es un goce ir allí. Es el único
lugar donde me siento feliz y contenta… Bailé un poco… Pero la mayor parte
del tiempo estuve sentada en un rincón con Fedia, charlando. Tenía un aire
triste. Me dijo que era porque recordaba cuando arrestaron a sus padres, tres
años atrás. Nuestro tête-à-tête llamó la atención a los profesores y hoy mamá
habló conmigo al respecto… Creo que es sólo amistad, nada más. Pero una
amistad muy apreciada e insustituible». «Fedia me acaba de decir que el 19 de
marzo murió su madre. ¡Dios mío, qué terriblemente triste y qué difícil de
soportar!».
Lo que me impresiona más del diario de Ina es su elevada catadura moral,
su honestidad y rectitud. Cuando todavía estaba en séptimo grado, odiaba a los
«pelotas». Era komsomol, miembro del consejo del OSOAVIAJIM. En otoño
de 1940 escribió: «He comenzado este cuaderno en un tiempo malo, oscuro,
incierto. Ahora vivimos así, pero nadie sabe cómo será el mañana». Ina era
especialmente sensible a todo lo que rezumara falsedad; en su diario
reflexionaba sobre las discrepancias entre las muchas dificultades provocadas
por la proximidad de la guerra y los insinceros, maquillados parlamentos que
se pronunciaban en Kashin. «¡Son un atajo de mentiras! Lusia no está aquí y no
tengo a nadie con quien hablar». A los dieciséis era capaz de pensar por sí
misma, de enfrentarse a la verdad, y tres años más tarde murió luchando por la
verdad.
En el diario de Ina leemos muchas de las típicas cosas que escriben en los
diarios las chicas de su edad, pero también hay otras menos comunes. ¿Tal vez
su apreciación del arte y la poesía le otorgaron una sensibilidad espiritual
superior? A los catorce años escribió: «Hoy la tarde es tranquila y benigna, de
una tibieza insólita para enero. Todo parece particularmente bello, todo está
bañado de una luz entre rosada y cremosa. Pronto se pondrá el sol. Todo
parece luminoso, agradable, pero no lo es. Al contrario, todo se empaña de
melancolía. ¿Por qué? No parece existir una razón tangible, pero… Es
precisamente en ese “pero” donde reside el problema. Sin él las cosas serían
más sencillas para la gente. Por ejemplo, Lisa y Nyuru; ellos viven en el
mundo presente, real, pero yo no puedo. Los sueños, la imaginación significan
mucho más para mí. No es culpa mía que, en lugar de vivir en un sitio
especialmente romántico, como Italia o incluso el Lejano Oriente, viva en un
pueblecito rancio donde no pasa nada». Seis meses después vuelve a
reflexionar sobre su carácter: «Tengo el alma desdoblada. Mi primer “yo”
aparece por las noches. Este “yo” vive en el futuro, en los sueños. Este alma,
melancólica y repleta de ilusión, a veces me abandona y me convierto en una
chica normal y corriente del presente. Entonces me intereso por los temas del
día. Va a ser difícil para mí conciliar estas versiones contradictorias de mi
alma. Es como tener dos personalidades diferentes».
Los pensamientos sobre la muerte aparecen por primera vez tras la lectura
de Los siete ahorcados de Leonid Andréiev: «¡Qué dura la sensación de la
muerte que se aproxima, inevitable! He intentado imaginarme en su lugar, pero
ha sido en vano. A veces pensaba que esperaría tranquilamente el final, y otras
que suplicaría, que me agitaría inútilmente».
Un profesor se suicidó en Kashin. Ina quedó muy impresionada aunque no
lo conociera. «¡Qué horror! Acabo de saber que V. V. Zhigarev, un profesor de
la Escuela Técnica, se ha envenenado. ¿Acaso no tenía otra salida?
Evidentemente no. Qué terrible debe de ser darse cuenta de cuán desesperada
es una situación y ver la muerte como algo inevitable y próximo».
«La luna… La nieve… y el silencio. Como en un cuento. Otra vez, cuando
haga una noche como ésta, tengo que ir al bosque. Y entonces empezará el
cuento. ¡Qué triviales son a menudo las cosas por las que vertemos lágrimas,
por las que nos regocijamos! Nuestra vida, qué pobre y prosaica. Existe un
solo hecho real en la vida de cada uno, una cosa que merece ser apreciada: la
muerte, el paso hacia lo desconocido y la inexistencia».
Mayo de 1941 fue un mes feliz en la vida de Ina: «Por casualidad me he
sentado al lado de Misha Ushakov y sin querer hemos empezado a hablar.
¿Cómo es posible expresar todos los sentimientos que florecen en esos
momentos?». «A veces parece positivamente extraño, pero también amo esa
extrañeza en él. Misha y yo nos sentamos siempre juntos. Los demás nos
llaman “novios” y gritan “¡que se besen!”. Y nos volvemos a besar». «Qué
maravilloso es estar vivo cuando tienes a tus espaldas tan sólo dieciséis años
y nueve cursos, un sol luminoso y buenas notas, una buena amistad y un amor
deslumbrante, mientras que delante… delante… ¡La vida!». Misha le leyó el
poema de Fofanov: «Todo se derrite, las esperanzas y los años. También la
memoria de lo que fue amado, como el hielo de la naturaleza que despierta,
que se va para no volver la vista atrás».
Pero ¿cómo iban a perturbar a una chica de diecisiete años enamorada
estos tristes versos?
«22 de junio de 1941. Hasta ayer todo estaba tranquilo, silencioso, y
hoy… ¡Dios mío!».
Bombardeos, amigos que se van, la preocupación por Moscú, la patria.
«Incluso el cielo parece diferente. ¿Qué va a pasar? Ir al frente…, éste es mi
más preciado objetivo. ¡Aplastar a los fascistas!». No hay palabras
grandilocuentes en el diario de Ina. Amaba y creía en la gente, y esto la
ayudaba a sobrellevar la dura experiencia: «¡No, con gente como la nuestra no
perderemos, imposible!».
No idealizaba la guerra; cuando dos heridos murieron en el hospital donde
trabajaba, escribió: «¿En nombre de qué dieron sus vidas? ¿Por qué cientos de
miles de jóvenes, hombres valientes, pierden sus vidas? ¿Quién tiene la
respuesta?».
Al volver de la evacuación a Kashin, Ina supo que Misha Ushakov había
muerto después de resultar herido en combate. Se dio cuenta (o tal vez se
convenció de ello) de que Misha había sido su gran y verdadero amor. Envió
una solicitud al comando militar regional para que la enviaran al frente
alegando que tenía experiencia hospitalaria y «no tenía mala puntería». La
respuesta tardó en llegar. Entretanto continuó yendo a la escuela,
enamorándose de otros jóvenes, llorando por Misha en silencio y
preguntándose: «¿Cuándo acabará esta maldita guerra?». Buscaba formas de
distraerse: «A veces bailamos al son del gramófono. Mamá dice que es una
frivolidad, no le entra en la cabeza que pensemos en divertirnos en los tiempos
que corren. Pero lo cierto es que uno necesita olvidar todos los horrores,
aunque sólo sea un instante. Y tenemos tan pocas oportunidades de divertirnos
que eso no debería ofender a nadie. Además, pronto acabará».
La diversión pronto terminó de forma abrupta: en junio de 1942 Ina fue
enviada tras las líneas enemigas. Se fue sin decir nada a sus padres. Desde
Kalinin les escribió: «Sé que ha sido una brutalidad haceros esto, pero era
mejor así. No habría podido soportar las lágrimas de mamá».
Fue buena combatiente, los camaradas que la sobrevivieron pueden dar fe
de ello; participaba en misiones de reconocimiento, escaramuzas con
destacamentos punitivos y «misiones»: explosionar puentes, atacar almacenes
militares. No redundaré en su valentía en el combate: en aquellos días el
heroísmo era moneda común en la vida de muchos. Mostrar ese heroísmo es la
razón por la cual he copiado algunos extractos del diario de una estudiante. En
gran medida respondía a su autoexigencia, a su rectitud moral y su honestidad.
En una ocasión Ina fue enviada a recabar información sobre una guarnición
alemana. En el camino de regreso, los nazis la arrestaron. El oficial le golpeó
en la cara y le quemó la mano con el cigarrillo. Ina calló. Seis meses antes de
la guerra le habían extraído un diente: «Lloré tanto que no sé ni cuándo ni
cómo acabó todo. Creía que si el dolor aumentaba ni que fuera una fracción
más, enloquecería». Pero cuando los nazis la torturaron, ella callaba: «Sólo
pensaba en una cosa: no mostrar debilidad».
Escribió a su madre cartas tiernas, sencillas: «A veces, por la noche, me
despierto sobresaltada porque creo verte claramente sentada en mi cama,
como solías hacer en casa. Y siento felicidad y calor. Luego me despierto del
todo y no hay nadie, sólo el vacío». «No puedo evitar recordar todo el tiempo
la vida en casa durante el último año. Y me siento muy triste por lo de Misha,
más triste si cabe que el último año porque ahora aprecio la vida como es
debido». «Pareces considerarme algo así como una heroína. No deberías. Soy
una chica soviética como las demás».
Aleksandr Pávlovich, el padre de Ina, fue enviado tras las líneas enemigas.
Se encontró a Ina, y cuando le llamó «mi niña», ella protestó: «Papá, ya no soy
una niña, soy exploradora de la 2.a Brigada de partisanos de Kalinin». Sin
embargo, cuando supo que su padre traía caramelos en la mochila, le dijo:
«Dame uno».
La partisana se mantuvo fiel a sí misma. En una carta a su compañera de
clase Lena, le dijo: «Me enamoré locamente de un camarada y él también de
mí. Luego lo mataron. Creía que iba a perder la razón. Ya sabes cómo soy».
Hay una entrada en su diario a falta de la cual el retrato de Ina quedaría
incompleto. Como ya he dicho, participaba en los combates y no tenía
escrúpulos en utilizar su ametralladora, todo le parecía fácil y simple. Pero
tras presenciar el fusilamiento de un stárosta traidor escribió: «Se comportó
con entereza. No dijo nada. Sólo le temblaban ligeramente las puntas de los
dedos. Y murió en silencio. Fue Zoika quien le disparó. Nunca le tiembla el
pulso. ¡Bien por ella! Pero yo me sentí siniestra, abominable».
La noche del 4 marzo de 1944 algunos partisanos dormían en una cueva
del bosque. Antes del amanecer el centinela los despertó con un grito: «¡Los
alemanes están aquí!». Ina se dio cuenta de que no todos saldrían vivos de ésa.
Gritó a sus camaradas «¡Corred!», clavó la rodilla en el suelo y abrió fuego
con la ametralladora. Murió en aquel bosque nevado, bajo las estrellas sobre
las que había escrito tres años atrás. No había cumplido los veinte.
Al poco de leer el diario de Ina escribí sobre ella. Después de la guerra el
diario se publicó en una edición un tanto ligera: no se permitió que la heroína
hablara del lado sórdido de la vida, cuando precisamente era aquello lo que
revelaba su lealtad y coraje moral. En eso, como en otras cosas, era, en sus
propias palabras, «¡una chica soviética como las demás!»: antes de la guerra
muchas cosas le indignaban, pero cuando fue preciso no dudó en defender la
tierra soviética.
Le di el diario de Ina a Elsa Triolet, que lo tradujo al francés. Luego se
vertió a otras lenguas.
En 1958 la madre de Ina murió en un accidente de tráfico. Pero su padre
todavía vive en la misma casita de madera con Rena y un nieto que ya va a la
escuela. Me lo encontré no hace mucho, y por supuesto hablamos de Ina. Me
da la sensación de que la conozco mejor que a mucha gente con la que he
convivido durante años, y no sólo porque se confesaba abiertamente en su
diario, sino también porque esta joven, a la que conocí sólo después de su
muerte, está espiritualmente próxima a mí. En el pasado los hombres
descubrieron continentes e islas, probablemente pronto descubran planetas,
pero para un escritor el descubrimiento del corazón humano ha sido, y siempre
será, el mayor de los descubrimientos. Ésta es la razón por la que he incluido
la historia de Ina Konstantínova en un libro que trata sobre mi vida: en estos
tiempos difíciles en que la guerra ha pisoteado todo lo que solíamos llamar
humano, en Ina he encontrado la confirmación de muchas verdades.
Creo que la corta historia vital de Ina explica por qué el pueblo soviético
soportó la terrible prueba y consiguió la victoria. Revela el espíritu de una
generación cuyas vidas fueron segadas como el maíz joven, antes de haber
madurado. Al mismo tiempo, por muy extraño que parezca, cuando hablo de
algunos aspectos de la vida espiritual de Ina estoy hablando también de la mía.
24

En 1944 un corresponsal de guerra de Krásnaia zvezdá escribió sobre mí: «En


un todoterreno salpicado de barro, viajaba por la zona del frente un hombre
vestido de civil, con un abrigo marrón oscuro muy ancho, un gorro de piel y un
cigarro. Caminaba sin prisas por las posiciones avanzadas del frente,
ligeramente encorvado, conversando en voz baja y sin esforzarse ni por un
segundo en ocultar su condición de civil».
Cuando a finales de enero le dije al general Talenski que me enviara al
este de Prusia, éste sonrió: «Pero entonces tendrá que ir de uniforme, de lo
contrario podrían confundirle con un Fritz». Yo no tenía rango militar, y con
uno de los nuevos abrigos de oficial sin charreteras tendría un aspecto más
ridículo incluso que con aquel abrigo marrón oscuro que me iba grande. Sin
embargo, eso no lo pensé hasta más tarde, cuando los alemanes empezaron a
llamarme insistentemente Herr Kommissar.
Nuestras tropas avanzaban rápidamente hacia el oeste dejando a sus
espaldas pequeñas bolsas de nazis que todavía resistían. En la ciudad de
Bartenstein todavía ardían las casas; las posiciones alemanas estaban cerca.
Allí me encontré con el general Chanchibadze, que me dijo con una sonrisa
irónica: «Esto no es Rzhev». Me explicó que los soldados se mostraban
impacientes por seguir avanzando, se quejaban de la escasez de munición.
(Los alemanes aguantaron en aquellas «bolsas» dos meses más). Cuando
llegué a Elbing, continuaban produciéndose combates callejeros, aunque la
víspera el parte informaba de que la ciudad estaba tomada. A veces el
enemigo se retiraba de modo apresurado, otras resistía a la desesperada.
Habían enterrado minas por todas partes: escuelas, graneros, zapaterías. El
general gritaba al teléfono: «¡Escucha, danos un poco más de fuego… que el
demonio todavía enseña los dientes!». Y un soldado comentaba sobre un
compañero: «Él decía que los Fritzes estaban acabados, pero antes de que
terminara el día tuve que arrastrarlo hasta el hospital de campaña, allí le
echaron un vistazo y dijeron: “Demasiado tarde”».
Todo el mundo comprendía que la guerra tocaba a su fin, pero nadie estaba
seguro de si viviría para verlo. A principios de febrero el tiempo cambió
bruscamente: la primavera llegó temprano, hacía calor al sol, en los jardines
abandonados florecían campanillas blancas. La proximidad del fin hacía que
la muerte fuese todavía más absurda y temible.
La idea de que nos estábamos adentrando en las entrañas de Alemania
hacía que me diera vueltas la cabeza. Había escrito extensamente sobre ello
cuando los nazis estaban en el Volga, y ahora conducía por una carretera
buena, sin baches, flanqueada por tilos; vi un viejo castillo, un ayuntamiento,
tiendas con letreros en alemán, y aun así, no me lo podía creer: ¿de veras
estábamos en Alemania? Me encontré con mis viejos amigos, los tanquistas de
Tatsin. Durante un buen rato, entre sonrisas, repetimos de forma absurda:
«Bueno, pues ya estamos aquí».
Casi todos tenían su propia herida: dos hermanos asesinados, la casa
quemada, la hermana deportada a Alemania, la madre muerta en Poltava, toda
la familia torturada hasta la muerte en Gómel…; las ascuas del odio todavía
estaban calientes, no se habían enfriado. Dios mío, si hubiéramos tenido cara a
cara a Hitler o Himmler, a sus ministros, a los hombres de la Gestapo, ¡los
verdugos! Pero lo que teníamos ante nuestros ojos eran carros que chirriaban
lastimosamente por las carreteras, ancianas alemanas que deambulaban sin
sentido, niños llorando que habían perdido a sus madres… y la piedad se
adueñó de mí. Recordaba, claro está, que los alemanes no habían tenido
compasión con los nuestros, lo recordaba todo, pero el fascismo, el Reich y
Alemania eran una cosa, y otra muy distinta el anciano que llevaba un ridículo
sombrero tirolés con pluma y corría por la calle arrasada agitando un trozo de
sábana.
En Rastenburg, uno de nuestros soldados empezó a atravesar furiosamente
con una bayoneta a una maniquí de cartón piedra que estaba en el escaparate
de una tienda saqueada. La muñeca sonreía con coquetería, y él la atravesaba
una y otra vez. Le dije: «¡Déjalo ya! Los alemanes te están mirando». Me
respondió: «¡Esos cerdos torturaron a mi mujer!». Era bielorruso.
En la misma ciudad de Rastenburg fue designado comandante de la ciudad
el mayor Rozenfeld. Los nazis habían matado a su familia, pero él hacía todo
lo posible para proteger a la población de la ciudad alemana. Me permitió
pasar la noche en su casa. Había sido propiedad de un rico fascista, de la
pared colgaba una fotografía: la hija del dueño de la casa ofrecía un ramo de
flores a Hitler. Los habitantes del lugar contaban que en aquella residencia
había hecho parada una vez el Führer, cuando visitó la Prusia Oriental. El
mayor Rozenfeld estaba triste porque lo habían apartado de su regimiento,
pero trabajaba casi las veinticuatro horas del día. Yo estaba presente cuando
llevaron hasta él a una niña cuyos padres habían muerto. El mayor la miraba
con aire cariñoso y triste, tal vez le recordara a su hija. ¡Cuántas veces habría
repetido para sí las palabras «venganza sagrada»! Pero en Rastenburg había
comprendido que aquélla era una idea abstracta y que la herida de su corazón
no se curaría nunca.
La alegría de la victoria se mezclaba también aquí con la tristeza que
suscita, inevitablemente, la visión de la guerra, no fijada en el lienzo de un
pintor o en una pantalla, sino delante de nuestras propias narices: los edificios
agrietados, las plumas de los colchones, los refugiados, las vacas sin ordeñar,
mientras un prolongado chillido de dolor permanece mucho tiempo en los
oídos.
Algunas ciudades estaban arrasadas por la artillería; en Kreizburg sólo
quedaba en pie la cárcel; entre las ruinas de Welau no encontré a ningún
alemán: todos habían huido. Otras ciudades habían permanecido intactas; en
Rastenburg los habitantes limpiaban las calles de restos de muebles, de carros
despedazados. En Elbing aún había sesenta mil personas, un tercio de los
habitantes.
Desde hacía tiempo Prusia Oriental estaba considerada la parte más
reaccionaria de Alemania: había pocas fábricas, pocos obreros; los
campesinos acomodados, después de votar a Hindenburg, habían gritado a
coro: «Heil Hitler!». Los propietarios de tierras eran tremendamente
reaccionarios, cualquier concesión liberal les parecía una ofensa al honor del
patrimonio. En las ciudades vivían comerciantes, funcionarios y abogados,
médicos, notarios, personas que efectivamente ejercían profesiones
intelectuales, pero a quienes era difícil considerar como auténticos
intelectuales. Las casas limpias, bien ordenadas, dejaban ver un confort
pequeñoburgués, con las clásicas astas de ciervo en el comedor y sentencias
bordadas como «El orden en la casa significa orden en el Estado» o «Trabaja
y tendrás dulces sueños». En la cocina había unos tarros de loza con las
inscripciones «sal», «pimienta», «comino», «café». En una estantería
resplandecían los libros: la Biblia, la poesía de Uhland, un tomo de Goethe,
heredado, y una decena de libros nuevos: Mein Kampf, La marcha hacia
Polonia, La higiene racial, Nuestra fiel Prusia. En ciudades como
Rastenburg, Lötzen y Tapiau no existían bibliotecas municipales. En
Bartenstein me informaron de que el edificio del museo había quedado
indemne. Dije al comandante de la ciudad: «Ahora pónganse en guardia». Fui
al museo y me deprimí profundamente: excepto los animales disecados, el
resto de la exposición era extremadamente monótono: un enorme retrato de
Hindenburg, un mapa de las operaciones militares de 1944 y trofeos de guerra
(los galones de un oficial ruso, fotografías de Varsovia destruida, retratos de
las benefactoras locales).
Nuestros soldados miraban a su alrededor. Me acuerdo que uno comentó
con una sonrisita irónica: «En una madriguera así se puede vivir». Otro
blasfemó: «Qué canallas, vivían bien aquí, ¿qué necesidad tenían de venir a
incordiarnos? Mira, estas toallas son nuestras». Y mostró unas toallas
ucranianas bordadas que había encontrado en una cocina elegante.
Estaba cenando en Elbing, en casa del comandante del cuerpo del ejército,
el general Anísimov, cuando llegó corriendo un teniente para comunicarnos
que en uno de los sótanos habían descubierto a treinta o cuarenta tipos que se
negaban a salir, gritaban que eran suizos y exigían que se les dejara en paz. El
malentendido se aclaró pronto: llevaron ante el general a un hombre que hacía
mucho tiempo que no se afeitaba con un traje manchado de carbón. Se presentó
así: «Karl Brandenberg, vicecónsul de Suiza». Resultó que en Elbing vivía un
reducido número de ciudadanos helvéticos que se habían mudado allí como
especialistas en la fabricación de quesos. El general ordenó que dieran de
beber y de comer al vicecónsul hambriento y dispuso que todos los ciudadanos
suizos fueran sacados del sótano. Me sorprendió que el salvoconducto
mostrado por aquel quesero neutral estuviese escrito en ruso y hubiera sido
concedido por el gobierno suizo en otoño de 1944. El vicecónsul explicó: «En
Berna habían previsto los acontecimientos». Y añadió, con una sonrisa
irónica: «En Berna, pero no en Elbing».
El vicario general me escogió para comunicar sus quejas de que, bajo el
poder de Hitler, los alemanes habían perdido la fe (lo mismo me habían dicho
dos pastores). A mí me parecía que simplemente habían cambiado su objeto de
culto. La infalibilidad del Papa había dejado de interesar a los católicos que
ahora creían en la infalibilidad del Führer. La invasión del Ejército Rojo de
Prusia Oriental había cogido por sorpresa a sus habitantes, que no sólo creían
en Hitler sino también en sus acólitos; de hecho el gauleiter Erich Koch había
escrito a principios de enero: «Los rusos nunca penetrarán en la Prusia
Oriental, en cuatro meses hemos cavado trincheras y fosas por una extensión
de 22.875 kilómetros». Una cifra que servía para calmar los ánimos. En
Liebstadt encontré un atestado inacabado sobre el origen ario: el 12 de enero
un tal Scheller, tras haber decidido casarse, rellenó un formulario con los
datos de sus antepasados, pero le había faltado tiempo para mostrar un
certificado sobre uno de sus abuelos: el 26 de enero habían entrado en
Liebstadt los tanques soviéticos.
En 1944 me preguntaban a menudo qué pasaría cuando el Ejército Rojo
entrara en Alemania. Hitler había logrado convencer no sólo a unos cuantos
fanáticos sino a millones de compatriotas de que eran una nación elegida, de
que los plutócratas y los comunistas, aliándose, privaban a los alemanes,
llenos de talento y amantes del trabajo, de su espacio vital, y que sobre
Alemania recaía la misión de instaurar en Europa un nuevo oden. Recordaba
algunas de mis conversaciones con prisioneros, diarios que no sólo
impresionaban por su crueldad sino por el culto a la fuerza, a la muerte, una
mezcla de nietzscheanismo mal digerido y de supersticiones resucitadas.
Preveía que la población acogería al Ejército Rojo con una resistencia
encarnizada. Por todas partes veía inscripciones hechas la víspera de la
llegada de nuestro ejército, maldiciones, llamadas a la lucha: «¡Rastenburg
siempre será alemana!», «¡Elbing no se rendirá!», «Los ciudadanos de Tapiau
se acuerdan de Hindenburg. ¡Muerte a los rusos!». Leí una octavilla en la que,
por alguna razón, se recordaban las tradiciones de Werwolf; tuve que preguntar
al capitán que se ocupaba de la propaganda entre las tropas enemigas (y, por
tanto, buen conocedor de la lengua alemana) qué era un Werwolf; me
respondió: «Es el apellido de un general que, me parece, combatió en Libia».
Decidí comprobar la información, eché un vistazo al diccionario y leí: «En las
antiguas sagas alemanas Werwolf posee una fuerza sobrenatural y, vestido con
una pelliza de lobo, vive en los bosques de robles y ataca a las personas
destruyendo todo lo que está vivo». En Rastenburg encontré un cuaderno
escolar en el que un niño había escrito: «¡Juro que soy un Werwolf y que
mataré a los rusos!». Pero en Rastenburg no sólo los adolescentes y los
ancianos, sino también los habitantes en edad de reclutamiento se comportaban
como buenos muchachos. Los nazis habían fabricado puñales con la
inscripción: «Todo por Alemania». En una circular se informaba de que estos
puñales ayudarían a los patriotas alemanes a luchar contra los invasores rusos.
Cogí uno de estos puñales para utilizarlo como abrelatas, pero no oí hablar de
soldados rusos apuñalados con ellos. Eran habladurías, producto de la fantasía
de Goebbels, del truculento romanticismo fascista. Por supuesto, entre la
población civil no sólo había ancianos y muchachos inofensivos sino también
lobos, pero, a diferencia de los míticos Werwolf, por el momento preferían
vestirse con piel de cordero, y eran los más diligentes ejecutores de cualquier
orden del comandante soviético.
Visité decenas de ciudades, hablé con gente de todo tipo: médicos,
notarios, maestros, campesinos, taberneros, sastres, tenderos, torneros,
cerveceros, joyeros, agrónomos, pastores, incluso con un especialista en
árboles genealógicos. Buscaba una respuesta de un vicario católico, de un
profesor de la Universidad de Marburgo, de los viejos, de los colegiales…
Deseaba entender qué pensaban del nazismo, del sueño de conquistar la India,
de la personalidad de Hitler, de los hornos de Auschwitz. En todas partes oía
las mismas palabras: «Nosotros no tenemos nada que ver». Uno decía que
nunca se había interesado por la política, que la guerra había sido una
calamidad, que a Hitler sólo lo apoyaban las SS; otro aseguraba que en las
últimas elecciones de 1933 había votado por los socialdemócratas; un tercero
juraba y perjuraba que estaba en contacto con su cuñado, que era comunista y
pertenecía a una organización clandestina en Hannover. Cerca de Elbing, en el
pueblo de Höhenwald, un alemán levantó el puño para saludar al «señor
comisario»: «Rot Front!». En su casa encontraron un álbum lleno de
fotografías de rusos colgados; junto a una horca había un cartel con una gran
inscripción: «Quería incendiar la serrería, he ayudado a los partisanos»; las
mujeres judías, con estrellas en el pecho, esperaban el fusilamiento en un
vagón. Después de aquel descubrimiento, el «rotfrontista» continuó
impertérrito hablando de su lucha contra los nazis: «Estas fotografías fueron
abandonadas en mi casa por uno de las brigadas de asalto que vino a ver a mi
hermano. Mi hermano era muy ingenuo y fue asesinado en el frente oriental,
mientras que yo combatí en Holanda, Francia, Italia, pero nunca estuve en
Rusia. Podéis creerme: en el fondo de mi alma soy comunista».
Por supuesto, entre los cientos de personas con quienes tuve ocasión de
hablar, algunos eran sinceros, pero no podía distinguirlos de los demás, todos
repetían lo mismo. Me limitaba a responder con una sonrisa amable. Tal vez,
el que me pareció más sincero fue un alemán anciano que tras regresar a
Preussisch-Eilau procedente del frente occidental, me dijo: «Herr Stalin hat
gesicht, ich gehe nach Hause». («El señor Stalin ha vencido, vuelvo a casa»).
Las personas con las que hablé al principio respondían que no sabían nada
de Auschwitz, de los pueblos incendiados, del exterminio en masa de los
judíos; luego, al ver que no corrían ningún riesgo, reconocían que los soldados
licenciados habían contado muchas cosas y condenaban a Hitler, a las SS, a la
Gestapo.
El Tercer Reich, que poco antes aún parecía inquebrantable, se derrumbó
de golpe; durante un tiempo todo se ocultó: el nietzscheanismo simplista y los
discursos sobre la superioridad de los alemanes, sobre la misión histórica de
Alemania. Sólo veía el deseo de salvar los bienes propios y la costumbre
arraigada de cumplir órdenes. Todos saludaban con respeto, se esforzaban en
sonreír. En la región de los lagos de Masuria mi coche se atascó; llegaron
corriendo de quién sabe dónde los alemanes, sacaron mi coche del barro y se
prodigaron en explicaciones sobre el camino que debía seguir. En Elbing
todavía se disparaba por las calles, pero un burgués correcto y bien
alimentado, mostrando una loable iniciativa, trajo una escalera plegable, se
subió a ella y adelantó dos horas la aguja en la esfera del gran reloj:
«Funciona a la perfección, ahora son las tres y doce, la hora de Moscú».
Un oficial de carrera fue designado comandante de la ciudad. Como es
natural, no estaba especialmente preparado para desempeñar ese cargo. En los
muros se fijaban manifiestos estereotipados: las ordenanzas. Uno de nuestros
comandantes decía riendo: «No he leído lo que han escrito, pero han estudiado
a fondo, de la primera hasta la última letra, lo que se puede y lo que no se
puede hacer». No había pasado ni una hora cuando comenzaron a llegar: uno
preguntaba si podía encaramarse al techo para tapar un agujero, otro quería
saber adónde podía llevar a una trabajadora rusa que estaba enferma en cama;
un tercero venía simplemente a hablar mal de su vecino.
En Elbing vi una cola insólita: miles de habitantes de la ciudad, ancianos,
deseaban entrar a toda costa en la cárcel. Me dirigí a uno de ellos, el que tenía
el aspecto más pacífico: «¿Por qué están guardando cola aquí, con este frío?
Enséñeme la ciudad, seguramente sepa en qué barrios se está disparando
todavía». Al principio no hacía más que lamentarse por haber perdido su lugar
en la cola; según él la cárcel era el lugar más seguro de la ciudad: los rusos
habían apostado guardias y se podía esperar allí sin peligro; para
tranquilizarlo tuve que prometerle que por la tarde entraría en prisión. Era
conductor de tren. No le pregunté nada sobre Hitler, sabía lo que me
respondería. Me contó que su casa había sido pasto de las llamas, apenas le
había dado tiempo para salir corriendo con la chaqueta puesta. El día era frío.
Al pasar junto a una tienda de confección vimos tirados en medio de la calle
abrigos, impermeables, vestidos. Le dije que cogiera un abrigo. Se asustó:
«Pero ¿qué dice, señor comisario? ¡Es botín de guerra de los rusos!». Le
ofrecí un certificado escrito; después de pensar un rato, me preguntó: «Pero
¿tiene sello, señor comisario? Sin sello no es un documento; nadie creerá en
mi palabra».
Me acompañó a dar una vuelta por Rastenburg un niño de nombre Vasia a
quien los alemanes habían expulsado de Grodno. Me contó que trabajaba en
casa de un alemán rico, donde debía llevar sobre el pecho una placa y
soportar los continuos gritos de todos. En aquel momento caminaba junto a mí
y los alemanes con los que nos cruzábamos lo saludaban cordialmente:
«¡Buenos días, señor Vasia!».
Más tarde la prensa de la Alemania Occidental, cargando las tintas contra
las «atrocidades rusas», se esforzó en justificar el comportamiento servil de la
población atribuyéndolo a un sentimiento lógico de miedo. A decir verdad, yo
temía que después de todo lo que habían hecho los invasores en nuestro país
los soldados del Ejército Rojo comenzaran a ajustar cuentas. En decenas de
artículos repetía que no debíamos y no podíamos vengarnos: éramos
soviéticos y no fascistas. Muchas veces vi a nuestros soldados pasar en
silencio, con el ceño fruncido, junto a los refugiados. Nuestras patrullas
protegían a los habitantes. Por supuesto, se produjeron casos de violencia, de
saqueo. En cualquier ejército hay criminales, gamberros, borrachos; pero
nuestro mando luchaba contra los episodios de violencia. No se puede
explicar el servilismo de la población alemana por los abusos de los soldados
rusos, sino únicamente por su confusión: su sueño se había derrumbado, se
había acabado la disciplina, y gente que tenía la costumbre de marchar en
orden se agitaba como un rebaño de ovejas asustadas. Yo me alegraba por la
victoria, por el fin próximo de la guerra. Pero dondequiera que mirase veía
escenas que me oprimían el corazón, y no sé si me abrumaban más las ruinas,
los torbellinos de plumas sobre la ciudad o la humildad y sumisión de sus
habitantes. En aquellos días lamenté la complicidad criminal entre las brutales
SS y la tranquila señora Müller de Rastenburg, que nunca había matado a
nadie pero sí se había beneficiado de ayuda doméstica a buen precio: Nastia
de Oriol.
Las sonrisas de la gente de Rastenburg o Elbing no me despertaban un
sentimiento de alegría maliciosa o de compasión, sino una mezcla de
aprensión y piedad que a veces envenenaba la gran felicidad que
experimentaba al ver a nuestros soldados, que llegaban tras combatir desde el
Volga hasta la desembocadura del Vístula. Era un alivio conversar con las
personas liberadas: jóvenes soviéticas, ciudadanos y soldados de los países
avasallados por Hitler. En Bartenstein fui testigo de un encuentro extraño: un
combatiente de Smolensk encontró entre las mujeres soviéticas liberadas a una
hermana suya con sus dos hijos de once y nueve años. Hasta hacía poco tiempo
había sido obligada a cavar las fosas de las que se jactaba Erich Koch. La
mujer no podía hablar, no hacía más que llorar: «¡Vasia! ¡Vasenka!». El mayor
de los dos muchachos miraba con admiración las dos medallas en el pecho de
tío Vasia.
¡Con qué variedad tan extraordinaria de personas tuve la oportunidad de
encontrarme! Entre los liberados había gente de diferentes países y
profesiones: franceses prisioneros de guerra, belgas, yugoslavos, ingleses,
incluso algunos estadounidenses, un estudiante de Atenas, actores holandeses,
un profesor checo, un granjero australiano, unas chicas polacas, sacerdotes, la
tripulación de un velero noruego. Todos gritaban, bromeaban, no sabían cómo
expresar su alegría.
Los franceses lograron hacerse con bicicletas alemanas y se dirigieron
hacia el este, deseosos de volver a casa lo más pronto posible. Entre ellos
siempre había una persona que sabía cocinar de maravilla y, tras sacrificar un
carnero, montaban un festín, invitaban a nuestros soldados, cantaban,
bromeaban, conseguían hacer reír incluso a los imperturbables ingleses.
En prisión todos habían aprendido a hablar un poco de alemán; un belga
contaba a un checoslovaco sus tristes experiencias; yugoslavos y húngaros
discutían sobre el destino de Alemania. Ponerse de acuerdo allí era mucho
más fácil que en las conferencias de Yalta o de Potsdam: la gente se entendía.
En Elbing, en los barracones de los prisioneros, vi ordenanzas redactadas
en diez lenguas. En la región de los lagos de Masuria se obligaba a los
franceses a talar leña y a construir edificaciones. En la hacienda de Von
Dienhoff trabajaban franceses, rusos, polacos: ciento cinco personas en total.
El ferroviario Chulovski, de Dniepropetrovsk, se había hecho amigo de un
marroquí a quien había enseñado a hablar un poco de ruso. En aquel pequeño
agujero que era Bartenstein, a cada familia se le asignaba una trabajadora
doméstica rusa o polaca. Una granjera me dijo que vivía modestamente, en su
casa sólo habían trabajado una ucraniana y un italiano por quienes pagaba
sesenta marcos a la oficina de empleo. Ahora son cosas conocidas por todos,
pero entonces me impresionaban: los alemanes habían resucitado la esclavitud
del mundo antiguo, salvo que en lugar de Eurípides estaba Baldur von
Schirach, y en vez de la Acrópolis, Auschwitz.
Un francés, médico militar, me contó que no lejos de su campo había otro
donde confinaban a prisioneros de guerra soviéticos. Cuando se declaró la
epidemia de tifus, un médico nazi había dicho: «Es inútil curarlos, morirán de
todos modos». Cada día enterraban a algún muerto. El francés me explicó:
«He visto sepultar junto con los cadáveres a gente aún viva, no puedo
recordarlo sin horror».
En Bartenstein nuestros zapadores encontraron un cuaderno en una cocina:
era el diario de una muchacha rusa. Me lo llevé. En él encontré fragmentos
cuya extrema sencillez lo hacían convincente: «26 de septiembre. Me he
aprovechado de que ella no está para escuchar Radio Moscú. ¡Járkov es
nuestra! Luego, durante todo el día, no he parado de llorar de alegría. No dejo
de repetirme: “Tonta, los nuestros vencen, y no paras de llorar”. Me acordé de
Petia. ¿Dónde se encontrará, estará vivo, me habrá olvidado? Qué importa.
Ojalá que esté vivo. Sé que no lograré vivir hasta que vuelva la libertad, pero
ahora sé por fin que los nuestros vencerán». «11 de noviembre. Es mi
cumpleaños. Recuerdo cuando venían a buscarme Tania y Ninochka. Bebíamos
té con pastas, discutíamos sobre libros. Tania colmaba de elogios a su I.
¡Nunca habría pensado que tendría que vaciar la bacinilla de esta mujer y,
además, escuchar sus burlas!».
No sé cómo se llamaba la muchacha, no sé si llegó a ver el día de la
liberación ni qué le pasó luego, pero no podía dejar de admirar a aquellas
personas que liberaban almas humanas, y nada era más doloroso que pensar en
aquellos que habían muerto en el cerco de Kiev, en Rzhev y Stalingrado.
Pernocté en Gutstadt con la intención de retomar mi viaje al día siguiente.
El comandante de la división trató de convencerme para que comiera con él.
Me dijo que tenía que visitar sin falta un antiguo monasterio. Accedí. En lugar
de un monasterio, me encontré unas ruinas: el monasterio había sido arrasado
por la artillería. El suelo estaba cubierto de pequeños libros encuadernados en
piel o apergaminados, como había visto ya en otras ciudades: breviarios,
salterios, biblias, obras de los Padres de la Iglesia. Me disponía a irme
cuando, no sé por qué, me incliné y tomé un librito. Me quedé estupefacto: ¡era
el primer poemario de Ronsard publicado en París en 1579! Un segundo
volumen, un tercero, un cuarto… Los versos de un amigo de Ronsard: Rémy
Belleau. Un pequeño volumen con las obras de Luciano de Samósata en
traducción francesa. (Luego le di el de Luciano a Súrits pero todavía conservo
los de Ronsard y Belleau). En la primera página había una nota: tal persona
había comprado el libro en cierto lugar pagando cierta cifra. En el siglo XVI, a
los monjes a los que les gustaban demasiado las mujeres y el vino los
enviaban a monasterios lejanos, en la periferia del mundo católico.
Naturalmente, una persona que amaba los versos de Ronsard y las sátiras de
Luciano no era un asceta. Cuando el monje culpable murió en Gunstadt,
olvidado por todos, sus libros debieron de ir a parar a la biblioteca del
monasterio y los alemanes no se habían dado cuenta de su naturaleza; nadie les
había echado un vistazo y se habían conservado extraordinariamente bien.
En el coche abrí el pequeño volumen de Ronsard y de nuevo me quedé de
una pieza: tenía ante mí el poema del que había citado unos fragmentos en La
caída de París: «Incluso la muerte reconocerá tus posesiones. La tierra no
sostendrá el amor, veremos juntos el barco del olvido y los Campos Elíseos».
Todo era incompatible: las ruinas, los tanques, el batallón sanitario, Ronsard,
el amor, los Campos Elíseos, no los de París sino los otros, de los que
escribía Pushkin: «Y Jenny no abandonará a Edmond ni siquiera en los
cielos».
Dos semanas después, de camino a Moscú, hablé en Vilna con Y. I.
Paleckis del vicecónsul suizo de Elbing. Nos reíamos sin parar y nos
decíamos: «¡Ahora sí que llegará pronto el final!».
Luego conduje a través de las ruinas de Minsk. La carretera conocida, los
pueblos incendiados, Borisov. La curtiduría donde los nazis mataban a la
gente. La nieve, misericordiosa, aún cubría la tierra quemada y removida, el
alambre herrumbroso, los casquillos vacíos, los huesos.
De pronto me sorprendí: habíamos vencido. Entonces, ¿por qué la alegría
se mezclaba con la tristeza? Antes esto no pasaba. Evidentemente, la
proximidad del fin permite reflexionar. Pensaba en los pequeños libros de
Ronsard. En 1940, en París, había escrito: «Más de una vez en aquellos años
terribles, enfermos, en el fragor de la guerra, en medio de la miseria de la
naturaleza, releí los versos de Ronsard». Una breve poesía acababa con las
siguientes palabras: «¡Qué sencillo es todo esto! ¡Qué inaccesible! Amor mío,
incluso respirar es criminal». Volvieron a mi memoria los cinco años que
habían pasado desde aquella primavera: pérdidas, tristezas, esperanzas.
Parecía que se acercaba el tiempo en que sería posible respirar, en el que
todos los amantes dormirían sin inquietarse por el delgado hilo de la vida
humana. Tal vez serían accesibles otras cosas: ¿la alegría, las campanillas
blancas, el arte? Ya no pensaba en Rastenburg o en Elbing, pensaba en la vida.
25

Hace cuatro años dije al principio de mis memorias: «Considero que sería
prematuro publicar algunos capítulos porque tienen que ver con personas
vivas y con acontecimientos que todavía no pertenecen a la historia». He
omitido muchas cosas de lo que viví durante los años de conflicto bélico.
Ahora hablaré sobre las últimas semanas de guerra.
Alrededor de Königsberg, en las inmediaciones de Berlín y en Hungría, se
libraban combates sangrientos. Casi cada noche retumbaban los saludos
victoriosos en Moscú; eran de tres clases: el primero, veinticuatro salvas de
trescientos veinticuatro cañones; el segundo, veinte salvas de doscientos
veinticuatro cañones, y el tercero, doce salvas de ciento veinticuatro cañones.
Los moscovitas se acostumbraron a ellas: había noches en que el cielo se
iluminaba tres o cuatro veces con el fulgor de los cañonazos. «¿A qué se debe
esta salva?», preguntaba una muchacha en el foyer del teatro, y otra respondía:
«Es una salva pequeña, por una ciudad húngara». Pero aunque la gente se
hubiera acostumbrado a las victorias, todavía esperaba apasionada y
agónicamente la Victoria. Esperaban cartas de sus seres queridos en el frente,
sobrellevaban sufrimientos aún mayores que los de los años precedentes.
Comenzaba ese último cuarto de hora que parece una eternidad.
En marzo, el general Talenski abandonó Krásnaia zvezdá. El trato con el
nuevo redactor me resultaba difícil. Me consolaba la idea de que el trabajo
periodístico tocaba a su fin y pronto podría volver a dedicarme a mi libro.
Entretanto seguía escribiendo artículos para Krásnaia zvezdá, Pravda y el
semanario Voiná i rabochi klass [La guerra y la clase obrera].
En otoño de 1944 recibí una carta desde Inglaterra de cierta dama de
nombre Gibb. Movida por sentimientos religiosos, me urgía a que dejara a
Dios los castigos a los fascistas y a que no incitara sentimientos de venganza.
Publiqué esta carta en Krásnaia zvezdá junto con mi respuesta, en la que decía
que el sentimiento de venganza era ajeno a mí, que cuando los soldados del
Ejército Rojo se apoderaron de las ciudades de Transilvania, donde había
muchas familias alemanas, no mataron al pueblo desarmado, que lo que
nosotros queríamos era justicia, la erradicación del fascismo y la paz genuina,
y, por tanto, no podíamos dejar a Dios que juzgara a los nazis criminales. Le
recordaba que los políticos ciegos que habían entregado Checoslovaquia a
manos de los verdugos fascistas habían sido aclamados como «ángeles de la
paz», cuando en realidad no habían sido más que astutos tontos y tontos
astutos.
Recibí muchas cartas de los combatientes expresando su indignación por
la carta de aquella dama. (Según parece, la señora aún recibió más cartas; me
contaron después que los carteros de la pequeña ciudad donde vivía estaban
abrumados por la avalancha de cartas rusas). Entretanto la señora Gibb se
convirtió, sin quererlo ni beberlo, en el centro de atención, aunque, por
supuesto, ella no era lo importante del asunto; comenzaba la guerra entre los
que habían decidido destruir el fascismo y los «hombres de Múnich» de ayer,
los partidarios de una «paz suave». No eran los cristianos compasivos sino los
políticos cínicos los que protestaban contra las decisiones de la Conferencia
de Yalta con respecto a entregar a los tribunales a los criminales de guerra,
desarmar Alemania y obligar a los alemanes a participar en la reconstrucción
de las ciudades que habían destruido. Por paradójico que suene, ya a finales
de 1944, cuando los alemanes contraatacaban en Alsacia y en las Ardenas,
había estadounidenses e ingleses interesados en dejar parte de la fuerza militar
de Alemania como «bastión contra el comunismo».
Brailsford, autor de un libro publicado en Inglaterra en 1944, sugería que
antes que nada había que ayudar a los alemanes a reconstruir sus ciudades, que
todas las peticiones de reparación debían ser abandonadas, que se debía
obligar a los checoslovacos a garantizar la igualdad de derechos a los
alemanes sudetes y celebrar un plebiscito en Austria para decidir si debía
seguir siendo parte de Alemania. Algunos telegramas de la TASS me sacaban
de quicio. En Estados Unidos se habían inaugurado unas escuelas bastante
insólitas: los prisioneros de guerra alemanes se preparaban para conformar la
policía de la Alemania ocupada. Según los periódicos estadounidenses, los
estudiantes de dichas escuelas estaban de acuerdo con la sustitución del
régimen fascista por un régimen democrático, pero insistían en que Estados
Unidos financiase la reconstrucción de las ciudades alemanas destruidas por
los bombardeos aliados.
A partir de febrero de 1945 Hitler comenzó a transferir divisiones del
frente occidental al oriental a marchas forzadas. A todas luces, de los dos
males los nazis habían escogido el menor. Habían tenido la oportunidad de
comprobar que, cuando los Aliados ocupaban las ciudades alemanas, trataban
con indulgencia a los antiguos nazis. En la región de Renania, cada dos por
tres dejaban que un nazi ocupara el cargo de alcalde. El periódico Daily
Telegraph criticó a un oficial inglés por permitir que prisioneros rusos e
italianos abandonaran la finca de un terrateniente alemán: «Semejantes
medidas permiten que se desmorone la agricultura de Alemania». En los
diferentes órganos económicos creados por los Aliados se incluía a grandes
industriales del Ruhr y a representantes del trust alemán IG Forben. Un
conocido periodista estadounidense publicó un libro en el que se hablaba por
primera vez de la «comunidad atlántica».
Dios sabe que no tengo nada de diplomático ni de político: siempre me ha
parecido que la literatura es más clara y próxima que el complejo juego
político. Si escribí acerca de la voluntad de algunos políticos occidentales de
preservar los gérmenes del fascismo fue sólo porque me acordaba de España y
de Munich, y sabía con qué sacrificios se había pagado la victoria sobre la
Alemania de Hitler.
Seguí insistiendo en que habíamos llegado a Alemania no para vengarnos
sino para erradicar el fascismo. Recordando algunos casos aislados de
violencia cometidos en las ciudades de la Prusia Oriental que habían suscitado
nuestra indignación, cité en Krásnaia zvezdá una carta que había recibido de
un oficial llamado B. A. Kurilko: «Los alemanes piensan que vamos a hacer en
su tierra lo mismo que ellos hicieron en la nuestra. Los verdugos no pueden
comprender la grandeza del soldado soviético. Seremos severos pero justos, y
nuestra gente nunca jamás se humillará de ese modo». Más adelante decía: «Vi
a soldados rusos rescatar a niños alemanes: no nos avergonzamos de ello,
estamos orgullosos. […] El soldado soviético no tocará a la mujer alemana.
[… ] No es el botín ni las mujeres por lo que ha ido a Alemania».
La Guerra Fría todavía se estaba gestando en una incubadora secreta, y
muchos en Occidente decían que era necesario comprender los sentimientos
del pueblo, que era la principal víctima. En marzo de 1945 New York Herald
Tribune publicó: «Las informaciones de Ehrenburg en los últimos tiempos con
respecto a la situación militar han merecido las respuestas prolijas de
cincuenta congresistas, veinte comentaristas y una docena de expertos
políticos. No es una estrategia de despacho sino una táctica concreta; es la
verdad de la naturaleza brutal de la guerra a la que los alemanes arrastraron al
mundo. Ninguno de nosotros lo quería. Tampoco los rusos, que en 1939
firmaron el pacto de no agresión. Tampoco el señor Chamberlain, que fue a
Godesberg con su paraguas cerrado. Tampoco los polacos, los franceses, los
ingleses y los estadounidenses, pero los alemanes se mantuvieron en sus trece
y ahora cargan con las consecuencias de su comportamiento. Sólo los que
conocían la naturaleza de esta guerra fueron capaces, en el momento de la
victoria, de garantizar la paz a nuestra civilización deshecha».
El 11 de abril Krásnaia zvezdá publicó mi artículo «¡Basta!», que se
diferenciaba un poco de lo que había escrito antes. Al describir cómo
Mannheim se rindió a los Aliados por teléfono mientras en Bradenburgo
continuaban librándose cruentos combates, dije que los fascistas temían mucho
más la ocupación soviética que la angloamericana. «¡Basta!» se refería a esos
círculos políticos de Occidente que, después de la Primera Guerra Mundial,
habían confiado en la conservación y el desarrollo del militarismo alemán.
El 12 de abril murió Roosevelt. Fue una pérdida muy dura. Con la
perspectiva del tiempo vemos que pertenecía a ese grupo de hombres de
Estado que querían cambiar el clima del mundo y conservar las buenas
relaciones con la Unión Soviética. Moscú se engalanó con banderas fúnebres.
Todos se preguntaban qué haría el nuevo presidente Truman.
El 13 de abril asistí a una cena en honor del mariscal Tito en el comité
eslavo. G. F. Aleksándrov se acercó a mí y se sentó a mi lado. Me preguntó si
no estaba cansado y me habló en términos halagüeños de mi trabajo
periodístico. Al día siguiente, cuando abrí el Pravda, me encontré con un gran
titular: «El camarada Ehrenburg simplifica». El artículo estaba firmado por
Aleksándrov. (De pronto me di cuenta de que Aleksándrov no había obrado así
por iniciativa propia y que la víspera no me había hablado de ello porque se
sentía incómodo; tal vez por ello había elogiado mis artículos).
G. F. Aleksándrov me reprochaba que no hiciera diferenciaciones entre
alemanes alegando que no había nadie en Alemania para capitular y que todos
los alemanes eran igualmente responsables en la guerra criminal, y, finalmente,
que explicara el traslado de las divisiones alemanas del oeste al este por el
temor de los alemanes al Ejército Rojo, cuando en realidad ese movimiento
era una provocación, una maniobra de Hitler, un intento de sembrar la
desconfianza entre los miembros de la coalición antihitleriana.
Por supuesto, no contaría nada de esto si estuviese escribiendo la historia
de una época, pero lo que estoy escribiendo es un libro sobre mi propia vida y
no puedo callar acerca de un episodio que me causó muchas horas de dolor.
Una vez más me revelé como un ingenuo, aunque tenía cincuenta y cuatro
años: no podía alegar juventud ni inexperiencia. Por lo visto, esa especie de
ingenuidad era inherente a mi naturaleza. Comprendía los motivos del artículo
de Aleksándrov: era necesario intentar acabar con la resistencia de los
alemanes prometiendo inmunidad a los ejecutores rasos de las órdenes de
Hitler y también era necesario recordar a los Aliados que valorábamos la
cohesión de la coalición. Aceptaba las dos cosas; como todo el mundo quería
que el último acto de la tragedia no conllevara víctimas innecesarias y que el
inminente fin de la guerra comportara la paz genuina. Lo que me entristecía era
otra cosa: ¿por qué me atribuían ideas que yo no apoyaba? ¿Por qué era
necesario formular acusaciones contra mí a fin de tranquilizar a los alemanes?
Ahora, cuando la amargura de aquellos días hace mucho que está olvidada,
veo cierta lógica en la maniobra. Goebbels me había representado como un
demonio, y el artículo de Aleksándrov podía ser un movimiento inteligente en
la partida de ajedrez. Mi ingenuidad residía en que yo no consideraba al
hombre un peón.
Krásnaia zvezdá, como es natural, publicó el artículo de Aleksándrov. El
redactor habló severamente conmigo, como si fuera un soldado amonestado.
La redacción se había inundado de cartas del frente preguntando por qué no se
publicaban artículos de Ehrenburg; este hecho se comentó también en el
extranjero. Me invitaron a escribir un artículo sobre los combates de Berlín.
Sabía que el editor lo enviaría al Comité Central, a Aleksándrov, y preferí
hacerlo yo mismo. Guardé una copia de la carta que le dirigí a Aleksándrov:
«Leyendo su artículo cualquiera llegaría a la conclusión de que estoy haciendo
un llamamiento a favor de la destrucción del pueblo alemán. Sin embargo, yo
nunca hice semejante llamamiento: fue la propaganda fascista la que me lo
atribuyó. No puedo escribir una sola línea hasta que haya aclarado de una u
otra manera este malentendido. Como ve, lo he hecho no como refutación, sino
citando de mi artículo anterior. Esto atañe a mi conciencia de escritor e
intemacionalista para quien la teoría racial es abominable». No obtuve
respuesta.
Sólo el 10 de mayo, el día después de la Victoria, Pravda publicó mi
artículo: «La mañana de la paz». Entonces yo ya había entendido que no me
dejarían justificarme y, para beneficio de aquellos que tenían memoria, puse
sin comillas citas de mis viejos artículos en los que decía que el sentimiento
de venganza era ajeno a nosotros y que los alemanes encontrarían un lugar
bajo el sol después de purgarse del fascismo.
Por desgracia, el artículo de G. Aleksándrov no tuvo el efecto deseado
entre los alemanes. Estaban desmoralizados mucho antes de que se publicara
ese artículo, pero todavía contaban con unas divisiones aptas para el combate
que continuaban oponiendo una obstinada resistencia. Por lo que respecta a los
Aliados, algunos de ellos se alarmaron en un primer momento: ¿no intentarían
los rusos llevar a los alemanes a su lado? Pero pronto se tranquilizaron:
entendían que ríos de sangre no eran botellas de tinta y que un artículo no
alteraría los sentimientos de los soviéticos hacia los nazis ni el temor al
comunismo de la burguesía alemana. Desde luego, los soldados y los oficiales
de los ejércitos aliados estaban demasiado conmovidos por lo que habían
visto en Ravensbrück y Buchenwald como para que los líderes fascistas
esperasen compasión, pero los industriales del Ruhr, los generales de la
Wehrmacht, los altos funcionarios del Tercer Reich y los nazis más lúgubres,
que rápidamente quemaron sus carnets del partido, sabían dónde encontrarían
protectores influyentes.
Tal vez el artículo de G. Aleksándrov produjera una impresión mucho más
fuerte entre nuestros combatientes. Nunca en mi vida había recibido tantas
cartas de apoyo. En la calle los desconocidos me estrechaban la mano (debo
confesar que era algo que más bien temía y me esforzaba por exponerme poco
en público).
Los hombres del frente me enviaban regalos a modo de consuelo: vale la
pena que dedique unas palabras a uno de ellos. Era una escopeta rota que los
armeros de Lieja habían regalado al cónsul Bonaparte en el año VII de la era
republicana. El fusil era una pieza hermosa, llevaba el monograma de la
República, un retrato en bajorrelieve del joven Napoleón y una escena nielada
sobre plata de una batalla naval contra la flota inglesa. Llevaba una
inscripción, «¡Libertad de los mares!», que recordaba la lucha de la Francia
revolucionaria contra el bloqueo. Pero por mucho que me gustara el fusil, más
me alegró todavía la carta de los soldados que lo habían encontrado por el
camino en algún lugar de Prusia y me lo enviaron. La carta estaba llena de
amables palabras sobre mis artículos en tiempos difíciles, de cordialidad y
calidez.
Cuando Súrits vino a verme me dijo: «No debería preocuparse. No hay
nada en contra de usted, está simplemente en el carácter del hombre.
Reconozco la escritura». Resultó tener razón. Durante varias semanas no me
publicaron nada, luego todo el asunto se olvidó y hoy en día sólo los
neofascistas de Soldatenzeitung se acuerdan todavía del artículo de
Aleksándrov.
Pero mucho me temo que los problemas que me preocuparon
profundamente durante los últimos meses de guerra no han caducado. Cuando,
en abril de 1945, los nazis saludaron a las tropas de los Aliados sabían lo que
estaban haciendo: necesitaban un ala bajo la cual cobijarse, recuperar aliento
y esperar su momento hasta que pudieran emerger de nuevo a la luz del día y
empezar a hablar de la «amenaza roja», la «defensa de Occidente», la «misión
histórica de Alemania». Tengo sobre mi mesa los últimos periódicos: informan
sobre las maniobras del ejército alemán, sobre las manifestaciones de los
Sudetes y sobre el discurso del ministro de Guerra Strauss. Es duro leer.
También es duro recordar. Se puede no prestar oídos a esta historia de nunca
acabar. Pero escribo este libro en Novi Ierusalim, donde cerca hay una fosa
común cubierta hace tiempo de hierba. Hoy es un día luminoso de otoño.
Niños con aspecto importante asisten a su primer día de clase en la escuela
recién reconstruida. No puedo evitar pensar qué les deparará el futuro.
26

A finales de abril, un boletín del Gabinete de Información Soviético informaba


de que en el suburbio occidental de Berlín había sido liberado Édouard
Herriot de su cautiverio alemán por las tropas del primer frente ucraniano.
Dos días después me llamaron: «Herriot pregunta si está usted en Moscú
porque le gustaría verle».
Herriot me abrazó: «¡Niño, no fue ni mucho menos fácil!». Mientras me
contaba lo que había vivido, se puso nervioso y de repente pasó a tutearme.
Lo había conocido a mediados de la década de 1920. Nos encontramos en
pocas ocasiones: en la embajada con V. S. Dovgalevski, en la Cámara de los
Diputados, en Lyon, en Marsella durante el congreso del Partido Radical, en
dos o tres comidas. Me contaba cosas de buena gana y yo le escuchaba con
mucho gusto; sentía que tenía una buena disposición hacia mí, pero era
ridículo hablar de amistad: nos separaban dos décadas, lo que le daba pie
para que me llamara «niño», y vivíamos en mundos diferentes: la literatura era
un descanso para el primer ministro, el presidente del Parlamento, para el
alcalde de Lyon y para mí la política era más un servicio militar que una
pasión o una profesión.
Dovgalevski tenía una de esas caras que a uno se le quedan grabadas en la
memoria: cabeza grande, cabellos hirsutos, frente prominente, mejillas
carnosas. Todos estos rasgos recordaban el trabajo de un escultor moderno. Y
sus ojos azules destellaban con dulzura. Antes de la guerra los caricaturistas
representaban a Herriot con una enorme barriga. Aunque nació en La
Champaña, durante medio siglo vivió en Lyon, que tiene fama por su refinada
gastronomía, a él le gustaba comer bien, no le preocupaba la talla. Lo encontré
muy delgado, la chaqueta le colgaba por todas partes. Aunque los alemanes le
dispensaban mejor trato que a los prisioneros ordinarios, de vuelta en Moscú
tenía hambre a todas horas. Cuando lo invitaron a la Sociedad para las
Relaciones Culturales con el Extranjero, la VOKS, me preguntó en un susurro:
«¿Qué cree, nos darán de comer?».
Con una sonrisa me explicó cómo lo liberaron los soldados del Ejército
Rojo. «Entró un oficial, con sus soldados. Yo me puse a gritar: “¡Soy francés!
¡Édouard Herriot!”. E imaginaos: conocía mi nombre, me estrechó la mano,
reía y repetía “Herriot” a la rusa». (Herriot intentó pronunciar su apellido
acentuando la primera sílaba). Decía que percibía el pánico, sabía que el
desenlace llegaría de un día para otro: lo matarían o lo liberarían. «Menos mal
que me han liberado los vuestros, porque toda mi biografía está relacionada
con la idea de la amistad franco-soviética, usted lo sabe bien… Y ya empiezo
a pensar en mi biografía: al final, todo debe cuadrar».
Contaba con todo lujo de detalles lo que había vivido después de la caída
de Francia. Yo estaba al tanto de muchas cosas a las que se refería, pero sentía
interés por conocer su punto de vista. Me di cuenta de que no me equivocaba
al considerarlo uno de los representantes más brillantes de la Francia del siglo
pasado, la Francia que había existido hasta la Primera Guerra Mundial. No
pertenecía a él sólo por la edad, sino también por las ideas, por el carácter,
por las costumbres. Está claro que en el ámbito político tenía todas las de
perder con sus estrategias anticuadas, sus armas obsoletas, sus palabras fuera
de uso, pero eran justamente estos anacronismos lo que me atraía de él.
Al día siguiente, en una pequeña sala de proyecciones de la VOKS, le
pusieron un noticiario militar. Admirado, contemplaba el avance de nuestros
tanques por las carreteras alemanas. Después, la pantalla se llenó de
cadáveres, de hornos de Auschwitz, de sacos con cabellos de mujeres
preparados para ser enviados a Alemania. Yo traducía: «Seis toneladas de
pelo femenino», y de pronto vi a Herriot cerrar los ojos: unas lágrimas
rodaban por sus mejillas. Cuando salimos de la sala, me dijo: «No sabía nada
de eso… Por lo visto, estoy cerca de la muerte y no entiendo nada… ¿Sabe
por qué me interesé por la política? Por lo de Dreyfus. Era profesor, soñaba
con un trabajo literario. Y de repente empezó “la Causa”. Condenaron a un
hombre sin razón alguna, sólo porque era judío… Y toda Francia se dividió.
Entonces tenía veintiséis años, gritaba hasta desgañitarme. Zola, Jaurès,
Anatole France… Llegaban telegramas de Lev Tolstói, Verhaeren, Mark
Twain… Todos protestaban… Dígame, por favor, ¿entiende usted qué es lo
que le ha pasado a la humanidad? Porque yo no entiendo nada. “Seis toneladas
de pelo femenino”. Sé que han sido los nazis, los alemanes, pero son
coetáneos nuestros, vecinos. Han tenido a un Beethoven».
Los alemanes le disgustaban. Solía decir: «Lo que más me sorprende en
ellos es su perfidia. Más incluso que la crueldad. En su día hablé con
Stresemann y en un cuarto de hora me mintió tres veces. Sólo soñaba con
tomar la revancha tras un respiro corto y restablecer la supremacía de “la gran
Alemania”». Sin embargo, la opinión negativa que tenía de los alemanes no
tenía nada que ver con el racismo o el chovinismo: adoraba la música clásica
alemana, ayudaba a los refugiados antifascistas alemanes. Puede sonar raro e
incluso inconcebible, pero esta persona que había estado al frente del
gobierno de un gran Estado a mediados del siglo XX todavía daba gran
importancia a conceptos tan anticuados como, por ejemplo, «mantener la
palabra dada» o «salvar el honor». «Hay que pagar las deudas a Estados
Unidos, les hemos dado nuestra palabra»; «Los ingleses permiten el rearme de
Alemania, ¿dónde están sus promesas?»; «Hemos engañado a los checos, es
una mancha sobre el honor de Francia»; «El rey belga, hijo del “rey
caballero”, ha asumido un comportamiento indigno: capituló sin haberlo
consultado a los Aliados»; «No podemos deponer las armas: el acuerdo con
Inglaterra nos obliga».
Durante los días trágicos del junio de 1940, Herriot apoyó el proyecto de
la retirada del gobierno a Argelia desde donde se habría podido organizar la
resistencia. Al mismo tiempo mostró toda su debilidad solicitando que
declararan su Lyon ciudad abierta. Aunque reconocía que Pétain era más vil
que los alemanes, apeló a su sentido de justicia. Convocaron la Asamblea
Nacional, propusieron a los diputados dimitir y sepultar la República. Herriot
presidió la primera reunión y dijo en su discurso: «Nuestro pueblo, inmerso en
grandes infortunios, se ha puesto del lado del mariscal Pétain, cuyo nombre
suscita admiración general». Al hablarme de aquella época, reconocía: «Ha
sido uno de los errores más garrafales de mi vida. Claro que sabía que Pétain
odiaba la República, pero me parecía que sabía lo que era el honor y que no
se atrevería a atentar contra la libertad». Herriot no se opuso a la capitulación.
Asumió la entrega del poder a Pétain. Lo que no podía aceptar eran las
acusaciones contra los diputados que habían partido a Argelia: «Seguían el
mandato de su deber, de su honor». Los diputados profascistas lo interrumpían,
indignados, y Herriot me decía, recordándolo: «¡Eran unos verdaderos
caníbales!» (la misma palabra que había proferido Zola cuando, durante la
causa de Dreyfus, la ilustre plebe vociferaba bajo sus ventanas). A principios
de julio de 1941 Herriot exigió a Pétain que defendiera la dignidad de
Francia: ¡por Dios, los alemanes estaban privando a los diputados de Alsacia
y Lotaringia de su derecho a llamarse miembros del Parlamento francés! En
agosto del 1942, cuando Alemania parecía invencible, cuando sus tropas
habían llegado hasta el Volga, el Cáucaso Norte y las fronteras de Egipto,
Herriot pronunció un discurso en tres ocasiones: protestó contra el
fusilamiento de rehenes por los alemanes, apoyándose en la Convención de La
Haya; criticó la persecución de los judíos en Francia, y, por fin, devolvió su
condecoración de la Legión de Honor después de que esa misma
condecoración fuese entregada a dos traidores que combatían en Rusia en
nombre de Alemania. Herriot fue detenido y en otoño del 1944 lo entregaron a
los nazis que lo enviaron a Alemania.
Si consideramos estos comportamientos contradictorios como actos
políticos de un destacado estadista, sólo cabe llevarse las manos a la cabeza.
Está claro que Herriot era uno de los líderes de los radicales, ese partido
extremadamente heterogéneo, poco consolidado, que unía a campesinos pobres
del Midi y a empresarios importantes, a profesores liberales y a semifascistas
que se autodenominaban «jóvenes radicales», y, sin embargo, es sorprendente
que este hombre tan contradictorio, valiente y confuso, erudito e inocente, haya
podido encabezar el gobierno de un gran país durante muchos años. Pero si
recordamos que Herriot se había formado en el siglo pasado, que era autor de
libros dedicados a madame Récamier, al filósofo Filón de Alejandría y a la
joven República Soviética, que entre dos reuniones del Consejo de Ministros
podía conversar con un escritor ruso sobre Descartes o sobre los gustos de la
juventud soviética, que cada semana recibía a todos los que lo solicitaban en
el ayuntamiento de Lyon y escuchaba sus peticiones con suma paciencia, que
no estaba orgulloso de conocer a reyes o magnates de la industria sino a Gorki
y a Einstein, esto arroja luz sobre muchos aspectos de su biografía.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, la derecha echaba en cara a Herriot
sus relaciones con «los rojos» y la izquierda hablaba de su ingratitud: «Ha
olvidado que bailó de alegría cuando los soldados soviéticos lo liberaron».
Herriot no olvidaba nada, sólo se mantenía fiel a sí mismo: inconsecuente en
la política y leal en sus afectos. En primavera del 1954 lo visité en Lyon. Entre
otras cosas hablamos del arte soviético. Le dije que consideraba infame el
trato dispensado por el gobierno francés a Ulánova y a otros artistas del ballet
de Moscú: los habían invitado a una gira y después, de pronto, habían
prohibido sus funciones en protesta por los acontecimientos en Indochina.
Herriot me escuchó atentamente, luego se acercó al escritorio y allí mismo
redactó una carta dirigida a mí: «Aprovecho la ocasión para decirle que
lamento mucho el incidente con el ballet y lo condeno. La mala suerte parece
poner obstáculos en el acercamiento entre Francia y Rusia que, como viejo
demócrata, anhelo de corazón. Le aseguro que la mayoría de los franceses
están de acuerdo conmigo en este asunto». Me entregó la hoja: «Puede
publicar esto».
Poco después de ese encuentro, la enfermedad de Herriot se agravó: no
podía moverse. En agosto del 1954 la Asamblea Nacional tenía que ratificar
el Tratado de la Comunidad Europea de Defensa, o sea, confirmar el acuerdo
de Francia para la remilitarización de la Alemania Occidental. Herriot acudió
a la sesión parlamentaria; no pudo subir a la tribuna e intervino desde la silla.
Expresó una condena rotunda a la política exterior de Francia, dijo que la
garantía de la seguridad europea era el acercamiento entre Francia y la Unión
Soviética, y se dirigió a los diputados con una advertencia: «Queridos
colegas, entiéndanme: no encontrarán la paz si la buscan en los caminos de la
guerra».
En 1956, en Lyon, tuvo lugar una reunión de varias organizaciones
pacifistas dedicada al peligro de un posible resurgimiento del militarismo
alemán. Nos reunimos en el despacho de Herriot. Su estado de salud
empeoraba por meses y, sin embargo, quiso saludarnos. Le costaba andar, lo
sujetaban. Nos habló de que había que luchar por la paz, de que las armas en
manos del gobierno de Bonn eran una amenaza para toda Europa. Se le veía
débil, decrépito, pero sus ojos seguían brillando cariñosamente y su voz era
joven y sonora. No volví a verlo.
En 1945 quiso hablar en Moscú con uno de los dirigentes soviéticos. Las
relaciones entre los Aliados eran más bien tensas. Se había sustituido la
plantilla de la embajada francesa. Los diplomáticos franceses avisaron a
Herriot: «Los rusos han preguntado cuándo tiene usted previsto marcharse: es
más que una insinuación». Por lo visto alguien quería crear una brecha entre
Herriot y sus amigos soviéticos.
En aquel entonces se le había acabado el tabaco para la pipa. Me costó
tiempo, pero al final encontré varios paquetes de la marca Vellocino de Oro.
Telefoneé a Herriot y me dijeron que se había marchado «inesperadamente».
Mandé el tabaco tras él y pronto me llegó una carta: «Recibí su tabaco en
Teherán. Calculo que tendré suficiente para el resto de mi vida. Siento mucho
haber tenido que irme sin despedirme de usted, que no hayamos podido pasar
juntos el histórico día de la Victoria, no haber podido acabar mi estancia en
Moscú como es debido. Pero a las diez de la tarde me avisaron de que debía
coger el avión de las cuatro de madrugada».
Alcanzó la edad de ochenta y cinco años y murió un año antes del fin de la
Cuarta República. Sus afectos y desafectos no cambiaban. Le disgustaba la
camarilla militarista, los clericales, los prusianos, los chovinistas, los
antisemitas, detestaba la perfidia, los music halls y la dieta, y sí le gustaban
las tradiciones jacobinas, Lyon, Descartes, los rusos, Beethoven, la
elocuencia, la popularidad y el Beaujolais.
Durante mi visita del 1954, de repente se puso a hablar de la poesía, me
contó que, siendo joven, se había encontrado con Verlaine, viejo y degradado
por alcoholismo, que andaba solicitando una prestación social. «Sé que le
gusta Villon —me dijo—, pero ¿conoce la obra de Louise Labé, una poetisa de
Lyon del siglo XVI?». Y me leyó la primera estrofa de uno de sus sonetos: «Je
vis, je meurs: je me brule et me noye. | J’ay chaut estreme en endurant
froidure: | la vie m’est et trop molle et trop dure. | J’ay grans ennuis
entremeslez de joye». [«Yo vivo y muero; yo me quemo y me ahogo | Calor
extremo siento al padecer el frío: | La vida me es en demasía dulce, en
demasía dura; | entremezcladas tengo penas con alegrías»].[1]
Tal vez estas líneas sean el mejor final de mi relato sobre Herriot. Pero
para volver al hilo de la narración, debo recordar que el 2 de mayo me dijo:
«Pronto brindaré con usted, con todos mis amigos rusos, por la victoria
conquistada», y el 9 de mayo, de madrugada, lo hicieron subir a bordo de un
avión.
27

Recuerdo con perfecta claridad los últimos días de la guerra. A causa del
artículo de Aleksándrov, no pude viajar a Berlín. Me planté al lado de la radio
y la sintonizaba para captar emisiones de Londres, París o Brazzaville,
esperando el desenlace.
Las guerras casi siempre empiezan de improviso pero les cuesta llegar a
su punto final: cuando el fin ya es evidente la gente aún sigue pereciendo.
En abril escribí: «En Alemania no hay nadie que pueda capitular. No
existe Alemania. Existe sólo una pandilla colosal de bandidos que huye a la
desbandada en cuanto se habla de responsabilidad». La Alemania nazi moría
de la misma manera que había vivido: de forma inhumana. No estaban ni los
marineros de Kiel, ni siquiera el príncipe Maximiliano de Baden. No hubo ni
un regimiento, ni una ciudad que al menos en el último momento se rebelara
contra los dirigentes nazis. Un bromista alemán decía más tarde que las
cortinas rojas se habían conservado bien en todas partes, pero que las sábanas
se habían agotado: los trapos blancos colgaban de todas las ventanas. A esas
alturas, el avance de los Aliados se apresuró: las ciudades alemanas se
rendían una tras otra. No obstante, la batalla en Berlín continuaba, allí el
combate era casa por casa. Veteranos que recordaban el imperio de los
Hohenzollern, escolares embaucados por el romanticismo barato, soldados de
las SS que temían el ajuste de cuentas disparaban a las tropas soviéticas desde
ventanas y tejados. Mientras tanto, los jefes del gobierno de Hitler montaban
escenas en los refugios o se dirigían hacia el oeste a escondidas,
disfrazándose y maquillándose.
El primero de mayo la radio alemana informó de que Hitler había
encontrado una muerte heroica en Berlín. Un día o dos más tarde, Londres
matizó que el Führer se había suicidado junto con Goebbels; Goering y
Himmler habían huido. El almirante Dönitz declaró que encabezaba un nuevo
gobierno, pero resultó complicado formarlo: hacía tiempo que la oposición en
Alemania no existía y los que hacía tan pocos días apoyaban a Hitler soñaban
más con un pasaporte suizo que con una cartera ministerial.
La tarde del 7 de mayo escuché una emisión desde Brazzaville: los
representantes de Dönitz y del Estado Mayor alemán acababan de firmar las
actas de capitulación en Reims; por parte de la Unión Soviética, firmaba el
coronel… Escuché la noticia tres veces pero seguía sin entender de qué
coronel se trataba: el locutor no lograba pronunciar el nombre ruso de forma
clara (más tarde supe que era el coronel Suslopárov, a quien conocía; había
sido el agregado militar en Francia). Desde Brazzaville también comunicaron
que el 8 de mayo se había declarado festivo. Me puse nervioso, llamé a la
redacción, me dijeron que no se podían fiar de los rumores, que quizá fuese
una provocación, un intento de alcanzar la paz por separado, que, de todas
formas, las hostilidades continuaban.
El 8 de mayo transmitieron desde Londres y desde París el ruido animado
de la muchedumbre, descripciones de desfiles, el discurso de Churchill. Por la
noche hubo dos series de salvas por Dresde y varias ciudades checoslovacas.
Desde las dos de la tarde mi teléfono no paró de sonar, mis amigos o
conocidos preguntaban: «¿No has oído nada?» o avisaban con aire de
secretismo: «No apagues la radio». Pero la radio moscovita comentaba los
combates en Liepāja, la suscripción de un nuevo empréstito, la conferencia en
San Francisco.
Sólo muy tarde, de noche, transmitieron por fin la noticia de la
capitulación firmada en Berlín. Creo que fue hacia las dos de la madrugada.
Miré por la ventana: había luces encendidas en casi todas las casas, casi nadie
dormía.
La gente empezó a salir a los rellanos, algunos estaban medio desnudos:
los habían despertado los vecinos. Se abrazaban. Otros lloraban a lágrima
viva. A las cuatro de la madrugada la calle Gorki estaba llena de personas que
se agrupaban junto a los edificios o bajaban hacia la Plaza Roja. Después de
unos días de lluvia, el cielo se había despejado y el sol calentaba la ciudad.
Así llegó el día que tanto habíamos esperado. Yo caminaba sin pensar, era
un granito de arena llevado por el viento. Era un día extraordinario, tanto por
su alegría como por su tristeza. Es difícil describirlo porque no pasaba nada,
sin embargo todo estaba cargado de sentido: cualquier rostro, las palabras
sueltas de un desconocido que iba a tu encuentro.
Una mujer mayor iba enseñando a todos la fotografía de un joven vestido
con una guerrera, decía que era su hijo, que había muerto en otoño pasado,
lloraba y sonreía. Unas muchachas andaban cogidas de la mano y cantaban. A
mi lado iba una mujer con un chico que no paraba de repetir: «Es un mayor.
¡Viva! Teniente, orden de la Guerra Patria de segunda categoría. ¡Viva!». La
mujer tenía un rostro agradable y demacrado. De pronto recordé haber visto a
principios de la guerra, en el bulevar Strastnói, a una mujer con su hijo que
hacía travesuras mientras ella lloraba. Me pareció que era la misma persona.
Probablemente ni siquiera se le parecía, simplemente los dos rostros se
fundieron en mi mente. Una niña entregó un ramillete de campanillas de
invierno a un marinero. Éste intentó darle un abrazo, pero ella rio y se escapó.
Un señor mayor declaró en voz alta: «Memoria eterna a los muertos». Un
comandante con muletas alzó la mano hasta la visera, y el viejo siguió
hablando: «Me lo ha pedido mi mujer: “Cuéntalo”. Ha cogido un resfriado,
está en la cama… El cabo de guardia Berezovski. Ha recibido dos
agradecimientos personales del camarada Stalin». Alguien le dijo: «Bueno,
ahora volverá pronto». El viejo meneó la cabeza: «Ha encontrado una muerte
heroica, el 18 de abril, su capitán nos envió una carta… Mi mujer me lo ha
pedido: “Ve y cuéntalo”».
He dicho que hubo mucha tristeza: todos recordaban a los muertos. Pensé
en Borís Matvéievich y me pareció que aquella noche en que leímos la novela
de Hemingway me había querido contar algo pero con las prisas la
conversación no había cuajado. Pensé que habíamos vivido uno al lado del
otro, pero había hablado con él muy poco; bueno, en realidad habíamos
conversado mucho aunque nunca de lo más importante. Pensé en el bondadoso
Zhenia Petrov, recordé que había dicho riéndose: «Cuando se acabe la guerra
escribiré una novela clásica en siete volúmenes sobre el heroísmo del
comisario de Seguridad Estatal de tercera Yustián Innokéntievich Prokakin-
Chivatov». Recordé cómo me había animado a ponerme ropa interior de
invierno: «Usted no es ningún petimetre, y Mozhaisk no es Niza». Me acordé
de mis colegas del periódico Krásnaia zvezdá, de los jóvenes poetas Mijaíl
Kulchitski y Pável Kogan, de los tanquistas de la división de Badánov que se
cubrieron de gloria en Tatsínskaia, de Cherniajovski, de Yuri Sevruk del diario
Znamia, del cochero Misha que me había leído sus poesías en las cercanías de
Rzhev. Por alguna razón, tenía Rzhev presente todo el tiempo: lluvia, dos
edificios —Coronel y Teniente coronel—, como si después no hubiera
existido ni Kastórnoie, ni Vilna, ni Elblag. Sólo Rzhev y más Rzhev…
Creo que esa noche en nuestro país no había ni una sola casa en la que la
gente reunida en torno a una mesa no hubiera sentido el vacío de una silla
desocupada. Más tarde lo expresó Tvardovski: «En medio de los truenos de
las salvas. Nos despedimos por primera vez de todos los caídos, como se
despiden los vivos de los muertos».
De día, los jóvenes se divertían en la Plaza Roja y su alegría se contagiaba
a los demás. No podíamos sino alegrarnos: ¡se había acabado! Levantaban al
aire a los militares. Un oficial protestaba: «¡Es que no he hecho nada
especial!». Le gritaban «¡Viva!» por toda respuesta. Varios militares me
reconocieron, alguien gritó: «¡Ehrenburg!». Me cogieron y empezaron a
lanzarme al aire. No es nada agradable y, sobre todo, es muy incómodo: les
rogaba que se detuvieran, pero esto sólo los animaba y me lanzaban más alto
todavía.
«Se ha acabado», les repetía a Liuba, a Irina, a los Sávich, a conocidos y a
extraños. No encuentro palabras para expresar cuánto llegué a odiar la guerra.
De todas las empresas humanas, a menudo crueles e insensatas, es la más
maldita. No tiene justificación alguna, y todas las especulaciones de que la
guerra forma parte de la naturaleza humana o de que es la escuela de la
valentía, todos los Kipling y kiplingianos, todo el romanticismo de las
«conversaciones viriles en torno a una hoguera», no bastan para superar el
horror de las matanzas al por mayor, el destino de las generaciones arrancadas
de raíz.
Por la tarde transmitieron el discurso de Stalin. Era breve y seguro: no se
notaba emoción alguna en su voz, no nos llamó «hermanos», como el 3 de julio
del 1941, sino «compatriotas». Tronaron unas salvas inauditas: mil cañones
disparaban sin descanso, los cristales de las ventanas temblaron, pero yo
pensaba en el discurso. Su falta de cordialidad, aunque me entristeció, no me
sorprendió. Es el generalísimo, el vencedor. ¿Para qué quiere las emociones?
La gente que escuchaba el discurso exclamaba con devoción: «¡Viva Stalin!».
Esto también había dejado de asombrarme desde hacía tiempo, me había
acostumbrado a que, por un lado, existieran las personas, con sus alegrías y
pesares, y, por otro lado, en algún lugar muy por encima de todo esto,
estuviera Stalin. Se le podía ver a lo lejos dos veces al año, cuando subía a la
tribuna del Mausoleo. Quería que la humanidad progresara. Guiaba a la gente,
decidía sus destinos. Yo mismo escribí sobre Stalin, el vencedor. Porque era
él quien nos había llevado a la victoria. Los antiguos judíos nunca creyeron
que Dios quisiera a los hombres: sabían que, tras una apuesta con Satanás,
Jehová había matado a todos los hijos e hijas del pío Job, lo había arruinado y
le había enviado la lepra sólo para demostrar que se mantendría fiel a su amo.
No consideraban bueno a su Dios, lo consideraban omnipotente y lo veneraban
hasta el punto de no atreverse a pronunciar su nombre. En su día, V. V.
Veresáiev me dijo: «En la catedral de San Pedro hay una estatua del apóstol.
Su zapato se ha desgastado de tantos besos, el metal no ha resistido. Por
supuesto, podemos cuestionar la santidad de Pedro, pero ese zapato
impresiona: los labios han resultado ser más poderosos que el bronce». En
contra de la costumbre judía, el nombre de Stalin se pronunciaba sin parar: no
como el nombre de una persona querida, sino como un rezo, un conjuro, un
voto. Veresáiev tenía razón al hablar del zapato. Al escribir sobre Stalin,
pensaba en los soldados que creían en ese hombre, en los guerrilleros o en los
rehenes, en las cartas redactadas ante una muerte inminente que acababan con
las palabras: «¡Viva Stalin!». Mucho más tarde Borís Slutski escribió: «Y a
vosotros, ¿listos y eruditos? ¡Hombres sabios, cultos y letrados! Os tomaron el
pelo, como a niñas, os arrastraron de la mano, como a insensatos».
Es probable que sean palabras justas. Al evocar la noche del 9 de mayo
podría haber dicho que mis pensamientos fueron más correctos, recordé el
destino de Gorev, de Stern, de Smushkévich, de Pávlov, porque sabía que no
eran traidores, sino hombres honrados y puros, y que las represalias dirigidas
contra ellos y contra otros comandantes del Ejército Rojo, contra ingenieros,
contra eruditos, habían costado caro a nuestro pueblo. Pero seré sincero:
aquella noche no pensaba en esto. Todas las palabras pronunciadas (más bien
pontificadas) por Stalin eran convincentes y las salvas de mil cañones sonaron
como un amén.
Creo que aquel día todos sentíamos que acabábamos de alcanzar una meta
más, tal vez la más importante, que algo nuevo estaba a punto de empezar.
Sabía que la nueva vida, la de la posguerra, sería difícil: el país estaba
arruinado, la guerra se había llevado por delante a los jóvenes y los fuertes,
quizá a los mejores; pero también sabía hasta qué punto había crecido nuestro
pueblo, recordaba las palabras sabias y nobles sobre el futuro que había oído
en blindajes y refugios subterráneos en numerosas ocasiones. Y si aquella
noche alguien me hubiera dicho que nos esperaban los «cosmopolitas», la
causa de Leningrado, la acusación de los médicos, el oscurantismo más
severo, o sea, todo lo que salió a la luz y fue condenado diez años más tarde
en el XX Congreso, lo habría considerado un loco. Está claro que no era
ningún profeta.
A partir de mediados de abril dispuse de tiempo libre y pensé mucho en el
futuro. A veces me sentía alarmado. Aunque durante las últimas semanas las
noticias de las divergencias entre los Aliados habían desaparecido de nuestros
periódicos, se entendía que no había un acuerdo verdadero, apenas podía
existir. Me sorprendía el tono condescendiente que empleaban los
estadounidenses y los ingleses hablando de Franco o de Salazar. Temía que los
aliados occidentales intentasen conseguir la clase de paz que permitiría al
militarismo alemán volver a resurgir con rapidez. Apunté una transmisión de
la radio francesa en mi cuaderno: una entrevista con un general alemán que se
había entregado a los estadounidenses. Lo recibieron en el Estado Mayor con
amabilidad. Al contestar a las preguntas de los periodistas, comentó: «Hitler
ha cometido un error imperdonable al dirigir el ataque hacia el oeste. Ahora lo
estamos pagando. Espero que vuestros gobiernos tengan un comportamiento
más razonable, porque dentro de diez años tendréis que apoyaros en Alemania
en una guerra contra los rusos». El reportero, indignado, añadía que esas
declaraciones sólo podían provocar una sonrisa de desprecio. Pero yo las
escuchaba y no sonreía. La radio informaba de que los estadounidenses
mantenían negociaciones con el almirante Dönitz, que por fin había encontrado
quien ocupara los cargos ministeriales y se había establecido en la pequeña
ciudad de Flensburg, cercana a la frontera danesa. Todo el mundo felicitaba a
Stalin, alababa el Ejército Rojo, pero no desaparecía la sensación de
desasosiego.
¿Qué pasaría después de la guerra en nuestro país? Esto me preocupaba
todavía más. ¿Sabríamos vencer las semillas de nacionalismo y de racismo
que habían sembrado los nazis en muchas personas? La guerra no sólo exaltó
la audacia del espíritu del pueblo, sino que también mostró la rapacidad, la
codicia, la indiferencia; la gente se había curtido pero también se había
encallecido; se necesitaban procedimientos de educación nuevos: en vez de
gritos, campañas o memorización sin sentido, hacía falta inspiración. Había
que insuflar en los jóvenes los principios del bien, de la confianza, encender
en ellos una llama que hiciera imposible la indiferencia ante el destino de un
compañero, de un vecino. Y lo más importante: ¿qué haría Stalin ahora? Por
encargo del diario Krásnaia zvezdá, en marzo, Irina fue a Odesa: desde ese
puerto partían los ingleses, franceses y belgas liberados por el Ejército Rojo.
Justo en aquel momento llegó de Marsella un barco con nuestros prisioneros
de guerra entre los que se encontraban quienes habían escapado de los nazis y
luchado con la guerrilla francesa. Irina contó que los habían recibido y aislado
como si fueran delincuentes y decían que los mandarían a los campos de
concentración. Pensé en varios decretos que aprobó Stalin y por momentos me
preguntaba: ¿se puede repetir el año 1937? Pero la lógica me volvía a fallar,
me consolaba diciendo que en 1937 había miedo a la Alemania fascista y,
asustados, habían empezado a disparar contra los suyos. Ahora el fascismo
estaba derrotado. El Ejército Rojo había demostrado su poderío. El pueblo
había soportado demasiadas desgracias… El pasado no podía repetirse. Una
vez más tomaba mis deseos por la realidad y la lógica por una asignatura
obligatoria en la escuela de la historia.
Digo todo esto porque quiero entender por qué aquel día extraordinario, ya
entrada la noche, compuse un poema titulado «La victoria». Como no es largo
lo citaré entero: «De dos amantes se compadecía el poeta: pasaron tanto
tiempo esperando que, al reencontrarse en el cielo, donde no hay sitio para el
sufrimiento, no se reconocieron. En la Tierra, no en el paraíso indolente,
donde abunda el dolor a cada paso, la esperaba como se espera amando, la
conocía como a mí mismo, entre la sangre, el polvo y la angustia la llamaba a
ella… Y llegó la hora, la guerra terminó, fui a casa. Un día nos cruzamos en la
calle. Y nos marchamos, sin reconocernos».
En una ocasión, A. A. Fadéiev me preguntó cuándo había escrito esta
poesía. Le contesté que el mismo día de la victoria. Se sorprendió: «¿Por
qué?». Respondí con sinceridad: «No lo sé». Y hoy mismo, al recordar aquel
día, no entiendo por qué fue ésa mi visión de aquella victoria tan largamente
esperada. Es posible que la naturaleza de la poesía sea tal que agudice la
sensibilidad y profundice el sentimiento. En la poesía no intentaba atenerme a
la lógica, no me consolaba, sólo transmitía la perplejidad y la inquietud que se
agazapaban en lo más hondo de mi corazón.
Intento evocar aquel lejano día con la máxima exactitud. He releído lo
escrito y me ha desconcertado: el lector puede concluir que me limitaba a
reflexionar y a preocuparme. Sin embargo, me alegraba junto con los demás,
sonreía, felicitaba. ¡Era la victoria! Me acordaba de las noches de Madrid, de
los soldados de las SS en las calles de París, de Kiev. ¡Dios mío, qué alegría!
Digan lo que digan, empieza una nueva época. Nuestro pueblo ha demostrado
su fuerza: mal preparado, cogido por sorpresa, no se ha rendido, ha resistido
hasta la muerte en las puertas de Moscú, al lado del Volga, ha plantado cara al
invasor, lo ha derrumbado. Me acordé del artículo en Cristian Science
Monitor: «Tal vez la época venidera sea bautizada como el siglo ruso».
Todo aquello no dejaban de ser especulaciones sobre el futuro. Preferiría
terminar mi narración sobre el 9 de mayo con otra historia: aquel día hubo una
unión extraordinaria entre todos que no sólo se manifestó en los besos que
personas desconocidas se daban en plena calle, sino también en las sonrisas,
en los ojos, en cierta niebla de compasión y ternura que envolvió la ciudad por
la noche.
El último día de la guerra. Nunca me he sentido tan unido a los demás
como en los años de guerra. Algunos escritores compusieron en esa época
novelas y poesías de calidad. ¿Y con qué me quedé yo? Con miles de artículos
parecidos entre sí, que ahora sólo podría leer un historiador demasiado
aplicado, y varias decenas de poesías cortas. Pese a esto, para mí son los años
más preciados: sufría, me desesperaba, odiaba y amaba junto con los demás.
Llegué a conocer a las personas mejor de lo que lo había hecho en décadas,
las llegué a querer más debido a todo el dolor, a toda la fuerza de ánimo que
había visto, a cómo se despedían y cómo resistían.
También pensé en esto aquella noche, cuando se apagaron las luces de las
salvas, terminaron las canciones y las mujeres lloraban con la cara hundida en
la almohada para no despertar a los vecinos. Pensé en las desgracias, en la
valentía, en el amor, en la fidelidad.
Libro sexto
1

No sé si he hecho bien al concluir la quinta parte de mi libro en mayo de 1945,


pues todo lo que me queda por contar comenzó un año después.
Los acontecimientos y vicisitudes de 1945 aún estaban estrechamente
vinculados con la guerra. En la Conferencia de Potsdam y en el Consejo de
Ministros de Asuntos Exteriores, celebrado en Londres y en Moscú, nuestros
diplomáticos tuvieron desencuentros con los anglosajones, pero al final
alcanzaron compromisos. Continuaba, entretanto, el intercambio de entusiastas
telegramas y condecoraciones. En todas partes se procesaba a los nazis y a sus
colaboradores: los fiscales tuvieron una temporada de ingente trabajo. Fueron
juzgados y ejecutados Laval y Quisling. Se prolongó durante mucho tiempo el
juicio a los verdugos de Belsen. En Bélgica, Holanda, Italia, Yugoslavia,
Polonia y en nuestro país no había día en que no se publicaran autos
acusatorios. Fue juzgado el provecto Pétain, y era comprensible: había
desempeñado un papel demasiado importante en la humillación de Francia.
También fue procesado el escritor noruego Knut Hamsun (autor de novelas
prodigiosas en cuya lectura me enfrascaba de joven), que tenía ochenta y cinco
años y aquejado de demencia senil admiraba a Hitler.
Todavía vivía y coleaba el atemorizado Franco. Y Japón oponía
resistencia. Recuerdo el día que leí la noticia de la bomba atómica. Ni
siquiera los horrores vividos habían conseguido privarnos de todos los
sentimientos humanos, pero de repente ocurrió algo que nos alejaba
infinitamente de las consabidas ideas sobre conciencia y progreso espiritual.
Yo continuaba creyendo en las palabras de Korolenko que apunté cuando era
estudiante de cuarto curso: «El hombre nace para la felicidad como el pájaro
para volar». No se habría podido imaginar una refutación más clamorosa del
siglo XIX que Hiroshima.
Quienes ya no tenían edad para ser llamado a filas sintieron cuán cansados
estaban; habían resistido durante la guerra, pero apenas se relajó la tensión
muchos se derrumbaron: infartos, hipertensiones, apoplejías; las negras
necrológicas se sucedían sin parar.
En julio se movieron hacia el este los primeros escalones de hombres
desmovilizados. Los soldados volvieron a las ciudades devastadas por las
bombas, a los pueblos incendiados. Deseaban descansar, pero la vida no se lo
permitía. Una vez más observé la fuerza espiritual de nuestro pueblo: la vida
era dura, muchos padecían hambre, les costaba levantar los brazos, pero
seguían trabajando, al límite de sus fuerzas.
En las aulas de las universidades y de los institutos superiores, junto a los
jóvenes imberbes se sentaban veteranos treintañeros que habían hecho el
camino a pie desde el Volga hasta el Elba. Uno de ellos me contó: «¡Hay que
hincar los codos media noche, lo he olvidado todo, todo! Y pensar que ya me
lo sabía, que ya tenía mi diploma». Pensé mientras lo miraba: «Sí, es difícil,
más difícil de lo que a él mismo le parece: porque ahora tiene otro diploma:
otra madurez».[1] Recordábamos demasiado bien lo que teníamos a nuestras
espaldas, pero procurábamos pensar en el futuro, hacer conjeturas, soñábamos
en nuestro fuero interno y en voz alta.
Había muchos dramas: uno decía que había perdido su calificación, otro se
quejaba porque no conseguía que le asignaran una vivienda. Un joven teniente
repetía con aire sombrío: «Ni hecho adrede, él también se llama Petia…».
Había regresado a casa, a Múrom, donde su mujer había encontrado un nuevo
marido; no le había escrito para no afligirlo y, por si fuese poco, su nuevo
marido se llamaba como él: ¡Petia! A punto estuvo el teniente de matarlos,
luego se sentaron a la mesa a cenar y después lo acompañaron a la estación.
Decidió irse a Tallin, donde lo habían desmovilizado, y por el camino pasó a
verme «para desahogarse».
Un profesor me habló de sus alumnos bigotudos y lúgubres de primer
curso: «Son unos insolentes». Reí para mí: yo también era un insolente. En
1944 había comenzado a pensar en una novela, pero hasta enero de 1946 no
me puse a escribir La tempestad: durante mucho tiempo no pude mirar la
guerra desde fuera. Al principio no entendía qué me pasaba; luego,
observando a los otros, me di cuenta de que no era tan fácil dejar la guerra
atrás: nos había envenenado a todos.
Antes había fantaseado: cuando acabe la guerra, descansaré, deambularé
por el bosque, por los prados, me sentaré a escribir mi novela. Resultó que no
podía quedarme parado en un sitio y comencé a dar vueltas.
A finales de junio fui a Leningrado, adonde no había vuelto desde julio de
1941. (Cada vez que veo esta ciudad me causa una fuerte impresión; después
de Moscú —lugar que amo y en el que transcurrió mi infancia y adolescencia
—, Leningrado es un descanso para la mirada: sus calles están unidas a la
naturaleza; el cielo y el agua forman parte del paisaje). Por doquier se
vislumbraban las huellas de los años terribles: no había casa sin una herida o
cicatriz. En algunos sitios todavía quedaban carteles que advertían del peligro
que entrañaba caminar por allí. Muchos edificios estaban rodeados de
andamiajes; quienes trabajaban eran sobre todo mujeres. Se hablaba en broma
de «reparaciones cosméticas». Sin embargo, no eran las casas las que
infundían tristeza, sino la gente. Miraba con atención a la muchedumbre:
¡Había poquísimos leningradenses de pura cepa! En su gran mayoría, se
trataba de gente llegada de otras ciudades, villas y pueblos. Y los
supervivientes del cerco que sufrió Leningrado hablaban durante horas de sus
horrores; las cosas que contaban eran sabidas, pero siempre se le hacía a uno
un nudo en la garganta.
El 9 de julio hubo un eclipse solar. La gente estaba de pie en las calles,
observando. De repente, se puso oscuro, se levantó un viento frío, los pájaros
echaron a volar. Un muchacho de unos diez años dijo con escepticismo: «¡Esto
es una tontería! ¡Pero cuando disparaban desde Voronia Gora…!».
En las librerías de anticuario se amontonaban libros insólitos: las
bibliotecas de los leningradenses que habían muerto de hambre. Tomé un libro,
y el vendedor me felicitó por mi elección. Pero yo no pude alegrarme: era un
poemario de Blok con una dedicatoria a una desconocida. Hoy todavía ignoro
si se trata de un autógrafo cualquiera o de una página de la vida de Blok; no sé
a quién perteneció el libro antes de la guerra: si a una vieja amiga del poeta, a
sus hijos o a un bibliófilo. Tal vez sea fetichismo, pero examinando la
caligrafía de Blok recordé el Petrogrado de años lejanos, las sombras de los
difuntos, la historia de toda una generación.
Un cartel rezaba así: «Exposiciones de canes del ejército y de perros que
sobrevivieron al asedio». El puesto de honor lo ocupaba Dina, un pastor
alemán, con la oreja rota; en la ficha se podía leer que había descubierto cinco
mil minas. El perro miraba con tristeza a los visitantes, al parecer no entendía
el porqué de tanto interés, después de todo había hecho lo que hacían los
hombres y había salido bien parado, con una oreja. Los perros que
sobrevivieron al asedio fueron quince, si no me equivoco: enflaquecidos
perros de corral sujetados del collar por sus amas, también demacradas, que
habían compartido una ración de hambre con sus queridas mascotas.
(Un escritor me señaló que en estas memorias hablo demasiado de perros:
«Extravagancias de señoritos». Releyendo su carta, me he acordado no sólo de
Kashtanka,[2] sino de las viejecitas de Leningrado. Lo repetiré una vez más:
mi libro es el relato estrictamente personal de una vida, una entre tantas. Con
el mismo derecho se me podría acusar de que escribo demasiado sobre pintura
y poco de música. O de que recuerdo constantemente París y no menciono
Chicago, o de que hablo sobre los judíos y no digo nada de los islandeses).
La exposición me hizo pensar en dos caniches de Leningrado, Urs y Kus,
que pertenecían a Iliá Grúzdiev, biógrafo de Gorki, uno de los hermanos
Serapión. A principios del asedio, la mujer de Grúzdiev había llevado a casa
el pan, la ración de dos días. En el recibidor se puso a sonar el teléfono y se
olvidó de los perros hambrientos. Luego, de pronto, al acordarse, echó a
correr a la habitación. Los caniches miraban el pan salivando: resultó que
tenían más dominio de sí que muchas personas. Poco después Iliá
Aleksándrovich mató a Urs y alimentó con su carne a Kus; el perro sobrevivió,
pero se volvió desconfiado, sombrío. No quiero imponer a nadie mis gustos.
Se puede no querer a los perros, pero algunas historias caninas te obligan a
reflexionar.
En Pushkin, sobre los muros de un palacio bombardeado, vi inscripciones
en español: ahí pasaban el rato los mercenarios de la División Azul. Tal vez
pensaran que un día u otro marcharían por las calles de Leningrado… Me
sorprendí a mí mismo pensando constantemente en la guerra. Anna Ajmátova
escribió un verso sobre Pushkin en Tsárskoye Seló: «Aquí yacía su tricornio |
y un tomo desvencijado de Parny». Se recuperó la estatua de Pushkin del lugar
donde la habían enterrado; al lado encontraron también el tricornio. La estatua
de la diosa de la paz estaba volcada. De ella había escrito una vez Innokenti
Ánnenski y yo repetía a menudo: «Oh, dame la eternidad, y yo la cederé a
cambio de la indiferencia hacia las ofensas y los años».
En Peterhof el palacio había sido destruido. Decían: «Lo volveremos a
levantar». Pero yo comprendía que el resultado sería un edificio nuevo, una
copia. Los alemanes habían talado tres mil árboles viejos alrededor del
palacio.
El 8 de julio los defensores, el cuerpo de guardia de Leningrado, entraron
en la ciudad. Me encontraba cerca de la fábrica de Kírov. Los viejos obreros
agasajaron a los soldados con una copita de vodka. Las mujeres les llevaron
flores campestres crecidas en los descampados de la periferia. Todo era
insólitamente sencillo y conmovedor.
Por la tarde, Leonid Aleksándrovich Góvorov me invitó a su dacha. En una
prodigiosa noche blanca, nos sentamos en la veranda y evocamos los años de
guerra. Luego Leonid comenzó a hablar de la belleza de Leningrado y de
pronto se puso a declamar: «¡Qué fuerza encierra en sí! ¡Cuánto fuego hay en
este corcel! ¿Adónde galopas, orgulloso caballo, y dónde posarás tus
cascos?». Después de una pausa, añadió: «El pueblo ahora es más juicioso,
eso es indiscutible».
Una vez, en compañía de otros escritores, discutíamos sobre política.
Beria había sido promovido al rango de mariscal. Olga Bergholz me preguntó
de repente: «¿Qué opina? ¿Cree que puede repetirse un 1937 o ahora ya no es
posible?». «No —respondí— en mi opinión, no puede repetirse». Olga
Fiódorovna soltó una carcajada: «¡Pero su voz suena insegura!».
Una chica vino a verme y me dijo: «Seguro que escribirá sobre la guerra.
Trabajé y viví aquí durante todo el asedio, escribí un diario. Léalo, quizá le
sirva. Y luego devuélvamelo, para mí es un recuerdo». Por la noche comencé a
leer el diario. Eran apuntes brevísimos: tantos gramos de pan, tantos grados de
temperatura gélida, ha muerto Vasíliev, ha muerto Nadia, ha muerto mi
hermana… Más adelante atrajeron mi atención notas como ésta: «Ayer, durante
toda la noche, Anna Karénina»; «Toda la noche con Madame Bovary».
Cuando volvió por la noche para recoger su diario le pregunté: «¿Cómo te las
ingeniabas para leer durante toda la noche? No teníais luz». «No, claro que no.
Por las noches recordaba los libros que había leído antes de la guerra. Me
ayudó a luchar contra la muerte». Pocas palabras han causado mayor
impresión sobre mí, las he repetido muchas veces en el extranjero,
esforzándome en explicar qué fue lo que nos ayudó a resistir. En estas palabras
no sólo se reconoce la fuerza del arte, sino que también se certifica el carácter
de nuestra sociedad. Yuri Olesha escribió una obra de teatro cuya heroína
llevaba dos diarios: en uno, apuntaba todo lo que definía como «delitos» de la
revolución; en el otro, sus «beneficios». Durante los últimos años, se ha
hablado mucho de la primera lista, pero no es posible en absoluto atribuir los
delitos a la revolución, porque se cometieron en contra de sus principios. Por
lo que respecta a los «beneficios», son, en realidad, coherentes con su
naturaleza. Si la memoria no me traiciona, en la obra de Olesha la protagonista
afirma que la revolución puso el libro y el mapamundi en manos del pastor.
La muchacha del diario nació en 1918 en un pueblo perdido de la
provincia de Vólogda. Estudió en el Instituto de Pedagogía y, al inicio de la
guerra, se hizo enfermera. La esencia de la sociedad soviética reside no sólo
en el hecho de que la chica pudiese recordar durante las terribles noches del
bloqueo los libros leídos antes de la guerra, sino también en su asombro ante
mi sorpresa. Darme cuenta de ello me ha sostenido en los momentos más
difíciles.
Me acerqué a ver a Liza Polónskaia. Me contó cómo había sido su vida
durante su evacuación a Kama. Su hijo estaba en el ejército. Hablamos de la
guerra, de Auschwitz, de Francia, del futuro: me sentía bien con ella, como si
hubiésemos convivido durante muchos años. De repente me acordé de París,
de la calle del parque zoológico, los gritos nocturnos de las morsas, las
lecciones de poesía, y enmudecí. Es triste toparse con la propia juventud,
sobre todo cuando uno no tiene paz en el alma; te conmueves, te esfuerzas en
reír un poco, y la ternura se tiñe de amargura.
En cuanto volví a Moscú, enseguida tuve ganas de partir. Vino a verme P. I.
Lavut, que durante un tiempo había organizado las veladas poéticas de
Maiakovski (en un poema de Maiakovski se habla de él: «Me contaba un
sosegado judío, Pável Ilich Lavut…»). Pável Ilich me propuso organizarme
unas veladas y me preguntó adónde me gustaría ir. No sé por qué escogí
Yaroslavl y Kostromá. El buque de vapor navegó por un canal rectilíneo
mientras la gente, a bordo, hablaba de aquellos que no habían vuelto,
comparaba los mercados de diversas ciudades, algunos bebían y cantaban. Yo
trataba de dormir, pero no podía.
Kostromá me gustó, con sus grandes plazas, Gostini Dvor, Tabachnie riadi,
el monasterio de Ipatievsk. Me acogieron con hospitalidad. El secretario de
comité regional del Partido me invitó a comer. (Lavut se conmovió). Jóvenes
poetas se reunieron y me leyeron sus poemas. En el museo me dejaron ver las
obras no expuestas que guardaban en los depósitos. En los primeros años de la
revolución, Moscú enviaba a los museos de provincia cuadros de jóvenes
pintores; esos lienzos me recordaron las calles de Moscú de aquella época:
eran cubistas, constructivistas y suprematistas. Una naturaleza muerta atrajo mi
atención. Resultó ser un bosquejo de Korovin. Cuando manifesté mi sorpresa
por no verlo expuesto al público, el director, con los brazos alzados, exclamó:
«Pero ¡qué dice! ¡Se nota la influencia de los impresionistas, es una
desviación del realismo!».
Después de la velada, se acercó a mí un capitán retirado y se presentó
diciéndome: «Soy lector suyo». Caminaba junto a mí, cojeando, por una larga
calle: «Escuche esta historia, tal vez le interese escribirla. Combatí durante
toda la guerra, comencé en Lvov, en tareas de reconocimiento, cuatro heridas,
la última en Budapest, y nadie ha dicho nunca de mí, por ejemplo, que soy un
cobarde. Pues ayer me convocó en el soviet de la ciudad y empezó a gritarme.
Sé que la culpa es sólo suya, fue él quien me dijo que no había papel
alquitranado y que, por tanto, era inútil darse prisa; pero qué podía decir: él es
un general, un mariscal, el Señor Todopoderoso. En una palabra, me llamó
cobarde. Escriba por qué suceden estas cosas, pero no diga mi nombre, de lo
contrario me harán pedazos, y no mencione Kostromá; sólo descríbalo como
un ejemplo interesante del comportamiento humano».
En el monasterio de Ipatievsk me quedé un buen rato delante de una vieja
estufa; en un azulejo, bajo dos árboles, se leía: «Cuando algo muere, nace otra
cosa». Aquel verano compuse varios poemas, todos dedicados a los árboles.
En ellos evocaba mi juventud: «He vivido confusamente, de un modo incierto,
y he hablado de otras cosas. Pero recuerdo un árbol grande: tinta sobre un
fondo azul pálido. Y me acuerdo de una mujer. No sé quién de los dos amaba
al otro, pero tomé su mano con timidez compulsiva y luego la solté. Y todo
está perdido hace mucho tiempo, ni siquiera hay rastros de ofensa, pero el
mismo árbol sigue irguiéndose como antes». Escribí sobre el coraje: «Había
una brizna de hierba, inclinada como un esclavo, brillaba el dulce rocío, y las
golondrinas habían preferido la ternura del cielo. Sólo tú, gran árbol,
permaneciste en tu puesto: soldado al cual han confiado la tarea de cubrir una
altura con su cuerpo». Hablaba de mi vida, de lo que había escrito y lo que
quería escribir: «He vivido con ellos, he escuchado sus historias, queridos
castaños, olivos y olmos. No es paisaje, fondo, decorado, en el árbol hay
destino y constancia. Me iré, y ellos se quedarán haciendo guardia, yo
comenzaré a hablar, y ellos se expresarán hasta el final».
Probablemente escribiese poesía porque no se había mitigado en mí la
inquietud de los años precedentes. Estos textos se publicaron en las revistas
Zvezda [La estrella] y Leningrado. Pero yo estaba a punto de decir adiós a la
poesía por mucho tiempo.
No recuerdo qué ocurrió en la velada de Yaroslavl, pero sé que me
encontré con Jadviga. Ella me sonreía con ternura, como en Koktebel. Poco
más que añadir: mi juventud me andaba buscando.
Jadviga trabajaba en el Instituto de Pedagogía; su hija Tama vivía con ella.
Tania tenía novio. Me pareció que Jadviga apenas había cambiado: la misma
voz, los mismos ojos. La hija, el novio… De repente sentí lo larga que es la
vida. Uno vive día a día y no se da cuenta de ello. Tal vez la vejez nos alcanza
a todos de improviso.
Paseamos por el malecón, contemplamos las iglesias antiguas. Una mujer
se quejaba del destino: tenía que mantener a los hijos, el marido había
desaparecido sin dejar rastro y no le concedían pensión alguna. Los
estudiantes me preguntaban: «¿Capitulará pronto Japón?», «¿Trieste será
yugoeslava o italiana?», «¿Qué piensa del artículo de Aleksándrov?», «¿Por
qué ninguno de nuestros escritores ha logrado escribir una obra como Guerra
y paz?». En el mercado vendían terrones de azúcar y guerreras arrebatadas al
enemigo. Junto a mí caminaba Jadviga, como en Moscú un cuarto de siglo
antes.
De vuelta en Moscú, partí rápidamente para Kiev. La calle Kreschátik ya
no existía, pero en las macetas de piedra florecían los geranios y los policías
regulaban el tráfico. Subí por la calle Institútskaia: ahí se levantaba la casa
donde yo había nacido, reducida ahora a un cúmulo de basura. Estuve sentado
a la orilla del Dniéper y otra vez recordé la guerra, la llamada telefónica de
Lapin, el paso del Dniéper, los años que se fundían en un día interminable.
Pensé: pronto comenzaré un libro, y eso significaba que la guerra se quedaría
por mucho tiempo en mi habitación, en mi cabeza y en mi corazón. Fui a visitar
a Tichina, a Bazhan, a Golovanivski, a A. Kagán. Pasé la noche en Podol. Un
oficial me paró por la calle diciéndome que nos habíamos visto en Minsk, me
invitó a su casa, compró medio litro de vodka, una salchicha, y me estuvo
hablando largo y tendido sobre sus hijos que, acabados los estudios, habían
partido a la guerra para no volver nunca más: «¿Por qué los mataron a ellos y
no a mí? Mi mujer se quedó en Kiev. En Babi Yar». Era tarde cuando salí de
la casa y vagué largo rato por las calles sinuosas. Amaneció. Estaba absorto
en mis pensamientos y de pronto me sorprendí a mí mismo junto a un castaño:
hablaba en voz alta, con el árbol y conmigo. Algunas horas después me marché
de Kiev.
En Moscú vino a verme un desconocido: «Disculpe que llegue de
improviso. Pero es difícil contactar con usted por teléfono. Soy un comunista
búlgaro, me llamo Kolárov». Nuestro ascensor no funcionaba, y yo pensé:
«Debe de tener unos setenta años, ¿cómo lo habrá hecho para subir hasta
aquí?». Pero Vasili Petróvich sonreía, fumando un cigarrillo tras otro. Me
invitó a ir a Bulgaria para escribir sobre su país. «Le leen también en
Occidente». Acepté enseguida.
Algunos días después me llamó G. F. Aleksándrov y me pidió que fuera a
verle. Fue muy amable, elogió mis artículos. «Apoyamos la petición de
nuestros amigos búlgaros». Me habría gustado preguntarle por qué en abril no
había respondido a mi carta, pero enseguida comprendí que era inútil: no
habría podido explicarme nada. Me limité a decir que después de Bulgaria
quería visitar Yugoslavia (también era una continuación de la guerra: entre
todos los países ocupados por los nazis el más indómito había sido
Yugoslavia). Gueorgui Fiódorovich respondió: «Por supuesto». Me preguntó
dónde se habían publicado mis artículos durante los últimos meses, aunque lo
sabía igual de bien que yo. Me sugirió que me pusiera de acuerdo con Izvestia
para enviar con regularidad artículos al periódico: «Es usted un veterano de
Izvestia». No sé por qué pensé en voz alta: «Es cierto. Pero yo soy más perro
que gato; no me acostumbro al lugar, sino a las personas. En Izvestia ya no
queda nadie de la gente con la que trabajaba. Por lo demás, no importa,
Izvestia sigue siendo Izvestia». Aleksándrov se alegró de no tener que darme
explicaciones y me estrechó la mano con fuerza.
En la litera de arriba de un compartimento de dos plazas estaba tumbada
una chica mal vestida, con un saco enorme sobre la cabeza. Cuando el
encargado del vagón le preguntó si podía preparar la cama, la muchacha
exclamó: «¡Ni lo sueñe!». Se puso a hablar conmigo el segundo día, cuando
supo quién era yo (no me acuerdo cómo pasó; creo recordar que un oficial que
viajaba en el vagón de al lado me llamó por mi nombre). Escuché su
confesión. En el saco, que había llamado mi atención enseguida, llevaba telas.
Iba a una pequeña ciudad ucraniana donde vivía su madre: allí vendería las
telas y compraría harina y tocino. Era estudiante del Instituto Textil, su marido
también era estudiante, filólogo. «No hace más que leer. ¿Sabe cómo vivimos?
No recuerdo la última vez que comimos hasta saciarnos. A mí poco me
importa, soy robusta, pero mi marido tiene tuberculosis y tiene que comer
mucho. Usted no lo conoce, es un hombre extraordinario». De golpe la joven
especuladora se convirtió en Julieta y se puso a hablar con torpeza de su amor.
Había conseguido el billete por enchufe. Tenía poco dinero; sólo algo para el
porteador; tenía miedo de que en el trasbordo pudiesen robarle el saco. Le
ofrecí bocadillos, pero no aceptó. Dejé sobre la litera de arriba pan y
embutido y, al cabo de un rato, la oí masticar. Tuvo que hacer su transbordo de
noche y, al despedirse, me dijo: «No piense demasiado mal de mí, usted es
escritor, así que debe entender. ¿Acaso merece la pena tomar un porteador?».
Dos años después, durante una conferencia en el Instituto Textil, se acercó a mí
una estudiante: «¿Se acuerda de mí?». La recordé enseguida. «Bueno, ¿tomó
finalmente un porteador?». Respondió entre risas: «No, yo sola me basté».
El oficial del compartimento de al lado viajaba con una niña de unos ocho
años. «La recogimos en Baránovichi. Los alemanes mataron a sus padres.
Después de que me hirieran, trabajé en el batallón de sanidad. La niña se
encariñó conmigo y mi mujer me escribió que me la llevara a casa. Mi mujer
está enferma, la han operado ya cuatro veces. No tenemos hijos. Antes de la
guerra tenía un buen sueldo. Combatí en una brigada acorazada, luego fui a
parar al batallón de sanidad, tengo un brazo tullido. Bueno, de algún modo me
las apañaré. Saldremos adelante. Sin hijos es aburrido, tengo ya cuarenta y dos
años. La niña es buena, mi mujer estará contenta». La niña era tímida y no
abrió la boca.
Vagué por las calles de Odesa; era una ciudad triste. Había muchas ruinas,
la gente caminaba descalza y cubierta de harapos. La desgracia no le quedaba
bien a Odesa. Parecía una gran dama ofendida, destrozada y llorosa. Por la
noche me alojaron en una magnífica mansión abandonada donde vivió un
general rumano durante la ocupación. El precioso parquet del salón estaba
quemado, como si alguien hubiese querido encender una hoguera. Sobre la
ancha cama coja colgaba una lámpara de araña estilo veneciano, hecha añicos.
Me tumbé y de pronto me sentí muerto de cansancio: «Tendría que haber
descansado durante el verano, por supuesto, pero no sé hacerlo. Me apetece
visitar lugares que no conozco. Y eso significa encuentros y conferencias.
Tendré que dictar los artículos por teléfono. Luego me dedicaré a mi novela y
una vez más no la acabaré». Me sentí como en París en 1932, en la rue
Cotentin, cuando me puse a juzgarme. No obstante, en París me había enojado
con mis meditaciones, porque me apartaban de la vida, pero ahora me acusaba
de menospreciar el arte, de tener demasiada prisa, de no pensar las cosas
hasta el final. Sin embargo, había algo en común entre las viejas y las nuevas
acusaciones. Recordé unos versos que había escrito dos meses atrás: «He
vivido confusamente, de un modo incierto, y he hablado de otras cosas». Era
verdad, demasiado a menudo había hablado de otras cosas, no de lo que era
más importante para mí. Tengo un aspecto lúgubre, pero por dentro soy muy
superficial. Antes pensaba que la vejez sería suave, natural: que las pasiones
se apagarían poco apoco, se debilitarían. Justo aquella noche, bajo la araña
rota, comprendí por primera vez que todo aquello era absurdo, que no se
extinguen las pasiones, sólo las fuerzas.
Al día siguiente volé a Bucarest desde donde tenía intención de viajar a
Sofía. El avión todavía era de los tiempos de guerra, con los bancos de hierro.
Se agitaba sobre el mar Negro, pero yo tomaba notas sobre el oficial y la niña,
sobre Odesa, Pushkin y mi requetemaldita ligereza. De pronto el avión
comenzó a prepararse para tomar tierra (¡una vez más no había logrado
reflexionar hasta el final, no había logrado escribirlo todo!). Vi en el
aeropuerto una turba de gente: esperaban al primer ministro Groza que, junto
con Tátárescu, volvía de Moscú.
El secretario de nuestra embajada, S. A. Dangúlov, y el mayor Levi, de la
comisión de control, se acercaron a mí y me dijeron que debía quedarme por
un tiempo y ver Bucarest y otras partes de Rumania. No fue difícil
convencerme. El mayor me condujo al hotel. Hacía un calor de verano, era
ruidoso y colorido. Olvidando mis meditaciones nocturnas, me puse a
observar con avidez las caras extrañas. Desde entonces han transcurrido
diecisiete años y ahora sé perfectamente que tenía razón cuando me reñía a mí
mismo en Odesa. Algunos proverbios no mienten: sólo la tumba enderezará a
un jorobado.
2

Mis temores estaban justificados: desfilaron rostros, ciudades, países. Para


conocer de verdad un país, es necesario vivir en él, hacer amigos y enemigos,
compartir no sólo las alegrías, sino también las desgracias, e incluso aburrirse
en los momentos de ocio. Lo que me esperaba era algo muy diferente; en
cuatro meses visité siete países: Rumania, Bulgaria, Yugoslavia, Albania,
Hungría, Checoslovaquia y Alemania. Hubo un tiempo en que la gente soñaba
con una alfombra voladora; las alfombras ahora vuelan según un horario, y la
azafata con una sonrisa ensayada anuncia: «Volaremos a una altura de nueve
mil metros, se servirá un refrigerio a los pasajeros». Pero continúo soñando
con otro prodigio de las viejas fábulas: el gorro que vuelve invisible a su
portador. En Bulgaria o en Yugoslavia conseguí alguna vez tener un fin de
semana libre, a veces hacía novillos como un colegial y me colaba en el taller
de un artista o bebía en una oscura taberna con ex guerrilleros, o bien me
encontraba a algún escritor de mi agrado, no en una conferencia o en la sede
de la Unión de Escritores, sino en algún rinconcito apartado donde poder
hablar con el corazón en la mano. Se trataba de breves momentos de descanso.
Cada día tenía que dar una conferencia o intervenir en un mitin, conceder una
entrevista, asistir a ceremonias oficiales, visitar antiguos o futuros palacios,
comer con ministros, con militares e incluso con religiosos. En mi habitación
de hotel escribía artículos para Izvestia, como diez años atrás: pero entonces
todo era nuevo para mí, mientras que ahora a menudo miraba con odio las
teclas de mi máquina de escribir.
Chéjov, cuanto todavía era Antosha Chejonte, decía que la medicina era su
esposa legítima y la literatura su amante. Estudió medicina durante mucho
tiempo, obtuvo el diploma, ejerció la profesión; mientras que yo, cuando aún
no había cumplido los dieciséis años, me ocupaba de la política. ¿Y luego?
Luego llegó una época en que la política se ocupó de mí, como de un centenar
de millones de hombres, y no se parecía a los reproches de una mujer celosa,
sino a las órdenes dictadas por la mujer en la época del matriarcado, cuando
exigía no sólo declaraciones de amor, sino también la piel de la bestia muerta.
Corría el primer año de posguerra, y una niebla crepuscular cubría la
Europa devastada, exhausta. Según la Biblia, cuando Dios creó el mundo, el
primer día separó la luz de la oscuridad, y dejó para el día siguiente la
división de la tierra firme de las aguas fangosas. En 1945 nadie se decidía aún
a romper la coalición antihitleriana, ni en el plano internacional ni en el seno
de los estados individuales. Probablemente, algunos jugaban al póquer,
mientras que otros se entregaban a las ilusiones. Desde fuera parecía idílico.
En la sesión inaugural de la Asamblea Constituyente francesa, el general
De Gaulle y Maurice Thorez se sentaron juntos en los bancos del gobierno. Y
en un parque cercano a Bucarest vi al joven rey Miguel al que acababan de
condecorar con la orden de la Victoria soviética.
Un par de años más tarde todo se puso en su sitio. En mayo de 1947 los
ministros comunistas fueron expulsados del gobierno en Francia, y en
noviembre del mismo año fueron expulsados del gobierno rumano el liberal
Tătărescu y el socialdemócrata de derecha Petrescu. En Rumania, en Bulgaria,
en Hungría fui recibido, como decía el barbero de la Casa de los Escritores,
por los «peces gordos»; la mayoría de ellos desapareció muy rápido de la
escena: a algunos los metieron en la cárcel, otros emigraron y, por último,
otros habían obtenido sinecuras y podían abandonarse a los recuerdos de sus
pasados tormentosos.
En 1945 existían también en los Balcanes partidos y grupos que atacaban
claramente a los gobiernos de coalición: en Rumania los partidarios de Maniu,
en Bulgaria los de Petkov y en Yugoslavia los de Grol. Me encontré con
algunos de ellos y entendí que contaban con que se intensificaran las
relaciones entre la Unión Soviética y las potencias occidentales; querían que
la tierra se separase más deprisa del agua fangosa (o viceversa) y no entendían
que soñaban con su propia muerte.
Para explicar la situación a los lectores del periódico, tuve que estudiar
mucho, ver a terratenientes rumanos, a exportadores búlgaros de tabaco, a
obispos croatas. Contaré brevemente una historia. Para Bulgaria la
exportación de tabaco tenía una importancia primordial. En el sur del país se
cultivaba tabaco jebel, de más calidad y más caro, que los estadounidenses
mezclan con el Virginia. De repente las empresas tabacaleras estadounidenses
declararon que no podían comprar a los búlgaros tabaco jebel porque el
gobierno búlgaro no era reconocido por Estados Unidos. En la conferencia de
Moscú de ministros de Asuntos Exteriores se dio la recomendación de
completar el gobierno de Bulgaria con dos ministros pertenecientes a las
fuerzas no representadas en el Frente Patriótico. Los búlgaros designaron a los
dos ministros, pero no fueron del agrado de los estadounidenses, y el tabaco se
quedó sin vender.
Entre bastidores se desarrollaban los ensayos del 1947. Y sobre el
escenario se representaba una pastoral. En las fotografías Byrnes siempre
salía cogido del brazo de Mólotov. Truman enviaba telegramas conmovedores
a Stalin. Durante una recepción en Belgrado, el general inglés colmó de
halagos durante una hora entera al mastín del mariscal Tito. En Bucarest, el
embajador francés me invitó a comer junto con otros rumanos, y brindamos,
naturalmente, por la «amistad eterna».
Visité el pueblo rumano de Cosereni, conversé con los campesinos; no
sabían si alegrarse por la reforma agraria, porque temían que el terrateniente
Constantinescu les volviese a quitar las tierras e incluso que los azotaran por
apropiación indebida. Fui a visitar al terrateniente, que me acogió
amablemente y me ofreció tuica, un aguardiente de ciruela de alta graduación.
Cuando abordé el tema de la reforma agraria, observó con cortesía: «Es una
cuestión que aún no está clara». Traté de averiguar qué esperaba. No
respondió directamente y desvió la conversación hacia la terrorífica potencia
de las bombas atómicas.
En Budapest, en el restaurante del hotel Bristol, se podía comer
maravillosamente bien. Por una comida pagué quince pengö: el salario medio
de los empleados era de cincuenta mil. En el restaurante vi a oficiales
americanos e ingleses. Sentados alrededor de algunas mesas, había
especuladores. Un húngaro, algo bebido, se acercó a los estadounidenses,
levantó el vaso lleno de vino y dijo en voz alta: «¡Por nuestra segunda
liberación!».
Era difícil olvidar la guerra, se seguía recordando a cada paso. En mi
presencia se inauguró solemnemente en Budapest el primer puente que unía
Pest y Buda. Pero la espléndida Buda, con su suntuoso y caprichoso barroco,
parecía una fantástica acumulación de ruinas. Pensé en los húngaros que había
visto en Vorónezh, pero la victoria permitía ver las cosas con otros ojos.
Resultaba especialmente doloroso contemplar las ruinas de aquellas ciudades
que era imposible reconstruir: Buda, Dresde, Núremberg. Minsk ha sido
reconstruida, pero los frescos de la iglesia del Salvador de Nereditsa en
Nóvgorod no se pueden restaurar. Está claro que para una persona sin casa lo
más importante es el techo, pero pasa un año, pasan diez, vive en una casa
nueva, olvida el hambre y el frío y comienza a añorar la belleza, pero la
belleza no se puede recuperar con ningún tipo de plan. Vi las ruinas de Ploesti,
Sofía, Zara, Podgorica, Fiume, Niš, Kórça, Brno, y después las ciudades
alemanas. ¡Dios mío, cómo se parecen las casas bombardeadas entre sí! Era
preciso hacer un esfuerzo para entender: esto es Podgorica, no Rzhev; es
Sofía, no Minsk.
En todas partes la gente lloraba a los muertos, sus sombras continuaban
viviendo entre los vivos, las sombras de los caídos en Lika, Montenegro,
Eslovaquia, Bulgaria. En Yugoslavia una mujer me contó que sus siete hijos
habían muerto. En Praga me enteré de los detalles del fusilamiento de Vančura,
a quien recordaba muy bien; vi el campo de la muerte de Terezin. Los
montenegrinos, que antes de la guerra eran cuatrocientos mil, habían perdido a
ochenta mil de los suyos.
Los Balcanes y la Europa Central estaban devastados. Apunté en un librito
lo que se podía comprar en las tiendas de diferentes países: «Candelabros (no
hay velas), mantequeras (no hay mantequilla), flores de papel, vainilla en
polvo, cajas fuertes, lámparas de araña, pimiento rojo, cordones para zapatos
(la gente tiene los zapatos rotos y más de uno va descalzo)». En Budapest se
vendían por las calles rodajas finas de calabaza. Un cigarrillo costaba
doscientos cincuenta pengö. En Bulgaria no había leche: antes de que me lo
dijeran lo había deducido al ver a los niños. En Montenegro se pasaba
hambre: las autoridades locales decían que no había camiones, que no se
podía transportar la harina. Los soldados albaneses desfilaban descalzos. En
todas partes se hablaba de cartillas de racionamiento, del «mercado negro»,
de precios fabulosos. Los artículos que estaban más de moda eran unos bolsos
grandes de señora en los que se podía esconder la compra fortuita: un trozo de
jabón, berenjenas, café de achicoria, nabo forrajero. En Alemania vi bolsas de
redecilla (en ruso se llaman avoski),[1] delicadamente adornadas con cintas de
medallas: alguien se había hecho con una partida de estas cintas y, lo más
importante, le había encontrado aplicación.
Algunos vivían en una especie de aturdimiento y miraban nerviosamente a
su alrededor cuando salían a la calle, y si soñaban con algo era con una
comida de antes de la guerra. Otros estaban consumidos por la fiebre de los
mítines, las procesiones, las canciones. En las plazas de las ciudades
yugoeslavas los jóvenes bailaban el kolo hasta la medianoche.
Justo al inicio de mi viaje, tras haber cruzado el Danubio en
transbordador, llegué a la ciudad búlgara de Ruse. Me levantaron y me
llevaron en brazos durante un buen rato: aquélla era la costumbre. Peor aún,
debo confesarlo, que cuando te lanzan en volandas. La ceremonia se repitió de
idéntico modo en cada ciudad búlgara. Para los jóvenes era una manera de
expresar sus sentimientos a la par que una especie de deporte: giraban una
decena de veces alrededor de la plaza y de nada servían mis peticiones para
que me bajaran y me dejasen en el suelo.
En una de mis últimas tardes en Sofía, me acompañaron al teatro a ver El
trovador, y en un entreacto me pidieron que subiera al escenario donde
estaban el ministro de las Artes Dimo Kazasov, varias autoridades, escritores,
cantantes de ambos sexos con trajes medievales. El ministro me entregó la
orden de San Alejandro para llevar colgada del cuello y, además, una estrella
grande para llevar prendida en el lado izquierdo. La sala entera aplaudía, y yo,
como un actor debutante, estaba a punto de caerme por la boca del escotillón.
En la ciudad yugoslava de Split miles de personas querían estrecharme la
mano. Pensaba que no lo soportaría. En Tirana, adonde llegué por la noche,
salí cansado del automóvil, después de traquetear a través de baches y
socavones, y enseguida me metieron a empellones en la sala de espectáculos.
Ocurrió el 7 de noviembre, en el aniversario de la Revolución de Octubre, el
teatro estaba lleno de bote en bote. Bailaban en el escenario y uno de los
bailarines dijo algo en una lengua incomprensible para mí, todos comenzaron a
aplaudir y gritar, yo también me uní a la salva de aplausos; luego resultó que
me aplaudían a mí, yo ya no entendía dónde estaban los actores, los ministros;
los albaneses del sur tienen un temperamento meridional. Me pareció que la
escena duraba una eternidad. En el lago Ojrid los albaneses me entregaron con
solemnidad a los macedonios, y comenzó de inmediato un nuevo mitin.
Era la primera vez que visitaba los Balcanes. Naturalmente, en dos meses
era difícil comprender una vida tan variopinta, costumbres tan insólitas, pero
me esforcé en encontrarme con personas de todo tipo y en comprender el
carácter de estos países tan diversos entre sí.
Rumania me sorprendió por sus contrastes. En el centro de Bucarest
perduraba el antiguo esplendor, pero a doscientos kilómetros de la capital, en
la cuenca hullera de Jiu, muchos vivían como bestias, en las cavernas.
Además, en el mismo Bucarest no faltaban las incongruencias: una campesina
descalza vestida con ropa confeccionada de modo rudimentario pasaba junto a
una señora elegante, y los bueyes obstaculizaban el paso a un Cadillac
ministerial. Veía mansiones lujosas e isbas sin chimenea. Un mecenas me
invitó a su casa, me ofreció manjares refinados, decía que en Rumania
conocían bien a Lautréamont, Breton y Joyce. Pero en los pueblos había visto
a los campesinos firmar con una cruz. De siete mil médicos, cuatro mil
trabajaban en la capital. Los campesinos morían como siempre. Las sequías a
menudo azotaban Rumania. El año 1945 fue particularmente duro. Las
campesinas lloraban, al recordar a sus maridos o hijos, no comprendían por
qué se había desencadenado una guerra, decían: «Lo mandaron a Rusia, luego
nos informaron de que lo habían matado».
De ellas me atraía su bondad y ligereza. Allí donde había polenta y vino,
la gente lograba divertirse. Por casualidad presencié una boda campestre. La
novia, conforme a la tradición, fingió llorar un poco y luego fue a bailar.
Habían llevado un abeto del que colgaba pan. Bebían tuica de cantimploras
planas de madera, pintadas de colores abigarrados. El violinista tocó durante
toda la noche. Descansé de las recepciones mundanas: de mí sabían
únicamente que era ruso, veían que no tenía intención de quitar nada a nadie, y
el viejo amo de casa declaró: «Un huésped inesperado trae suerte».
En Rumania hay muchos pintores dotados de talento. Recuerdo los lienzos
de Isère, de Palladi y de Topitsi. El ministro me dijo a toda prisa: «Ya sabe, es
producción del pasado, influencia de Cézanne y otros formalistas. En nuestro
país la pintura francesa ha echado a perder a los pintores». Al enterarse de
que me gustaban los lienzos, dijo radiante: «A mí también me gusta, e incluso
diría que amo la pintura».
El Ejército Rojo liberó a muchos países, el pueblo soviético dio pruebas
de abnegación y acudió en ayuda de sus recientes enemigos. Pero las prácticas
del período denominado ahora «culto a la personalidad» confundían las ideas
a muchos. El mayor poeta de Rumania era Tudor Arghezi. Leí sus versos en
una mediocre traducción francesa, pero comprendí enseguida que se trataba de
auténtica poesía. Conocí al poeta en una conferencia que di; poco después
volvimos a vernos. Tenía entonces sesenta y cinco años. La complejidad de su
espíritu no le impedía ser cordial y sencillo en las relaciones humanas. En
tiempos del fascismo, había conocido la cárcel y los campos de concentración.
Sin embargo, lo miraban de soslayo: era «decadente», «occidentalista»,
«individualista». Soportó con dignidad las ofensas inmerecidas. Después de
1956 cambiaron muchas cosas. Empezaron a reeditar los viejos libros de
Arghezi, y cuando, hace algunos años, volví a Bucarest, oí decir: «Tenemos un
poeta como Arghezi».
Conocí también a Mihail Sadoveanu. Juntos viajamos a Bulgaria,
hablamos mucho y le tomé cariño. Tenía una cabeza grande de león viejo, pero
buen corazón, era muy difícil hacerle perder la calma. Era diez años mayor
que yo, se había formado espiritualmente en el siglo pasado. En él se daba una
combinación poco común de espíritu popular y maestría refinada. Todos lo
conocían y tal vez eso le resultara de ayuda en el difícil período de finales de
la década de 1940: quienes no amaban el arte debían sentirse a disgusto frente
al dulce Sadoveanu, de pronto te recordaba que estabas ante un clásico. Y con
todo Sadoveanu no era una de esas celebridades que se invita para dar color
en las bodas, era un artista que amaba todo en el arte, incluso aquello que le
parecía extraño. Apreciaba a Arghezi, aun siendo tan lejano a él, y no
soportaba los sonoros versos escritos por encargo para el periódico; amaba la
auténtica pintura y daba la espalda a las telas enormes que pretendían
representar la vida de la nueva Rumania. Una vez me dijo: «Nos lo hemos
merecido, era demasiado grande la distancia entre nosotros y los millones de
campesinos analfabetos. Naturalmente, nuestros campesinos tienen buen gusto,
fantasía, amor a la belleza, tanto es así que en ningún lugar hay arte popular tan
rico. Pero el campesino, cuando llega a la ciudad, pierde las normas estéticas
que constituyen su riqueza espiritual. Comienzan a gustarle las estatuillas
insulsas, los muebles de pequeñoburgués, los retratos con ojos expresivos, las
canciones de las películas. Tendría que escuchar las auténticas canciones
populares, no aquellas escritas para los coros… Dentro de veinte o treinta
años, cuando crezcan otros hombres con otras normas estéticas, se producirá
un segundo florecimiento de las artes. De todos modos, no estoy criticando,
está bien que todos aprendan a leer y a escribir, que construyan casas para los
obreros, que comiencen a comer hasta quedar saciados. Quiere decir que
llegará el momento también para el arte…». Sadoveanu era miembro del
comité que asignaba los premios «para la consolidación de la paz». Cada año
llegaba a Moscú y, si bien era difícil en aquellos tiempos hablar con el
corazón en la mano, conversábamos de todas las cosas que nos eran próximas
y queridas. Después de una larga enfermedad, murió en 1961, a los ochenta
años.
Bulgaria me pareció civilizada, instruida, modesta y extraordinariamente
democrática. Los búlgaros son reservados: no te «abren el alma», la pasión
está oculta. Casi en cada pueblo había una «sala de lectura»: además de los
periódicos, los campesinos leían novelas e incluso poesía.
A la estación de Sofía vino a recibirme el compañero de armas de Máté
Zalka, el general Petrov, que ahora era ayudante del ministro militar Ferdinand
Kozovski. Lo acompañaba un grupo numeroso de búlgaros que habían
combatido aguerridamente en España. Enseguida me encontré entre viejos
amigos. Al cabo de unos días vi que en Bulgaria estaba muy viva la tradición
de la lucha ferroviaria. Durante el fascismo los guerrilleros se habían batido
con coraje y dejado la vida, pero la batalla había comenzado mucho antes de
la ofensiva del Ejército Rojo.
Me encontré con Stoyanova, a quien había conocido en el Congreso de
Escritores de París. Trabé amistad con el presidente de la Unión de Escritores,
Konstantínov. El cargo que desempeñaba le impedía hablarme con sinceridad,
temía las simplificaciones y comparaciones en el arte. Su hermana era pintora,
adoraba a Cézanne; me dijo que en Bulgaria estaban ganando posiciones los
pintores de tendencia académica. Lo mismo me dijeron Abreshkov y el joven
pintor Alshek, el sobrino de Paksin. Todos sentían una gran admiración por
Iliá Beshkov; para aquellos que tenían miedo el arte de Beshkov era útil
porque sus caricaturas tenían un contenido muy claro. Otros apreciaban en él
al pintor. Pintaba bien. Sabía beber. Tocaba el flautín, conocía las canciones,
las costumbres, los sueños del pueblo, no se adaptaba a su interlocutor, pero
adaptaba su arte a su público.
Entre los escritores de la vieja generación recuerdo a Elin Pelin y sus
prodigiosas palabras: «La prosa debe ser compacta, y en cambio muchos
escriben como si caminaran por un pantano, y si uno no se hunde es sólo
porque después de la primera página ya sabe qué pasará en la última. Eso no
es prosa, es periodismo». Una tarde la poeta Elizaveta Bagriana nos recitó
algunas de sus poesías, tiernas y puras. A mi lado estaba sentado un
funcionario del ámbito literario, que observó: «Está bien, pero tal vez, para
nuestros días, sea demasiado subjetivo. Algo así como vuestra Ajmátova».
Esto ocurrió en 1945, no en 1946, y yo no me puse a discutir. Hice amistad con
el joven poeta Mladen Isaev.
Me dirigí a Bojana, a ver los frescos del siglo XIII. Durante mucho tiempo
los historiadores de arte no se fijaron en el Renacimiento eslavo y trataron la
pintura de Bulgaria, Macedonia y Serbia como arte bizantino. Pero los retratos
de Bojana o de Ojrida están tan lejanos de la abstracción, de la dureza y de la
lógica del arte bizantino como las obras de Andréi Rubliov de las de su
maestro Feofan Brek. Rubliov conocía los jarrones de la Antigua Grecia y la
literatura de la Hélade; los eslavos del sur tenían ante sus ojos los
monumentos del mundo antiguo. Bizancio más que un maestro fue un
mensajero.
(A finales de la década de 1940, cuando en Rusia, por indicación de
Stalin, se cultivaba todo aquello que era «autóctono», muchos recordaron
incluso a Yuri Dolgoruki, pero no al gran pintor del siglo XV Andréi Rubliov.
Una vez, en una recepción conversé con Kliment Voroshílov. A él se acercó el
pintor cuyas telas (o copias de telas) colgaban entonces en todos los lugares
oficiales, y al oír que se llamaba Rubliov, dijo con una sonrisa maliciosa: «Le
gustan los iconos»).
Luego, a orillas del lago Ojrida, en los alrededores de Prilep y Skople, vi
algunos frescos de los siglos XI al XIII. Estas pinturas preceden en cien o
doscientos años a los frescos de Giotto en Padua. Resulta triste constatar que
el Renacimiento eslavo conoció sólo «una mañana»: a finales del siglo XIV los
turcos conquistaron Bulgaria y Serbia.
Aquel otoño Yugoslavia vivía el orgullo de la liberación: la gente estaba
excitada, discutía, se entusiasmaba, y era imposible no sucumbir a la alegría
interior que, pese a las pérdidas, la devastación y el hambre, se había
apoderado del pueblo. Vi un país original o, para ser más exactos, varios
países fundidos en uno. ¿Cómo no enamorarse de la suave belleza de
Dalmacia, de los palacios del Renacimiento, de Dubrovnik, que rivaliza con
Venecia, de las mansiones barrocas de Zagreb, sobre un fondo de colinas color
ocre y limón pálido, de la limpia y elegante Liubliana, pariente de Cracovia y
de Praga, y del trágico Montenegro? Recuerdo el mes en que recorrí los
impracticables caminos de Yugoslavia como una época de orgullo, dolor y
belleza.
Es natural que en un país como éste florezcan las artes plásticas. Admiraba
los cuadros de Petar Lubarda, de Marino Tartaglia y de otros pintores, cuyos
talleres visité; a veces me parecía que me encontraba en el París de mi
juventud. En Liubliana vi los trabajos de algunos pintores gráficos; en
Eslovenia, donde el nivel cultural es muy alto, los libros eran objeto de
particular mimo.
Conocí a Ivo Andrić durante mi estancia en Bulgaria y nos entendimos
enseguida. Era reservado, cuando comenzaban las interminables discusiones
entre Zogović y Davičo callaba o trataba de suavizar el tono de la disputa,
fumaba un cigarro, esbozaba una sonrisa. Tenía los pies en el suelo, aunque
quizá el terreno que pisaba no era aquel en que se producía cada día un
acontecimiento histórico, sino el terreno del arte: no lava, sino una colina.
Andrić tiene un año menos que yo, y siempre pienso con admiración, incluso
con envidia, en este coetáneo mío que en los años más ruidosos callaba y
escribía, escribía y callaba. Cuando leí sus novelas, encontré a aquel Andrić
con el que conversaba. Vinieron los años amargos de las desavenencias entre
nuestros estados. En abril de 1949 nos vimos en el Congreso de la Paz de
París; luego no le vi durante muchos años, pero él aprovechaba todas las
ocasiones para enviarme un saludo. En la primavera de 1965 fui a visitarle a
su casita en la costa montenegrina.
Otro gran escritor yugoslavo es Miroslav Krleža. Vi que con él se
comportaban de un modo que yo ya conocía: trataban de no mencionarlo. En
Zagreb los dirigentes locales me susurraban su nombre al oído. Hoy Krleža es
muy respetado, pero entonces la vida era difícil para él.
En Dubrovnik, durante una excursión por la montaña, se acercó a mí un
hombre entrado en años que llevaba una esclavina: «¿No me reconoce?». Era
un amigo de mi juventud, el compositor polaco Rogowski. Lo había conocido
en París; luego nos volvimos a encontrar en Bruselas. Era un romántico y lo
siguió siendo hasta el final: el destino lo había llevado a Dubrovnik y hablaba
con entusiasmo de la ciudad, aunque su vida era todo menos fácil.
Rogowski me habló de una ley aprobada por el gobierno de Dubrovnik en
el siglo XVI: quien decidiese contraer matrimonio debía plantar setenta y cinco
olivos; el olivo vive mucho tiempo, trescientos o cuatrocientos años; los
gobernantes de la República lo consideraban una forma de trabajar por el
futuro. Después, más de una vez recordé esta ley.
Montenegro me sorprendió como ejemplo de obstinación, orgullo, firmeza.
La gente había llevado tierra para cubrir las piedras, y los minúsculos campos
parecían cajones. Los montenegrinos habían defendido esta región infértil
durante muchos siglos. Cada vez que se iban a la guerra, besaban la puerta de
su casa.
Una noche, en una taberna oscura de Cetinje, mi compañero de viaje me
recitó algunas poesías de Petar Njegoš. Anoté palabra por palabra los versos
que me habían conmovido: «Este mundo es un tirano incluso para el tirano. Y
doblemente penoso para los corazones generosos. Combate el mar con la
orilla, el bochorno con el frío, el viento con el viento, el animal con el animal,
el pueblo con el pueblo, el hombre con el hombre». Traqueteaba el coche en el
que viajaba, y yo repetía esas amargas palabras: la guerra no quería dejarme
en paz.
En Bratislava, y después en Praga, me encontré con algunos viejos amigos;
muchos de ellos desempeñaban un papel importante en la república liberada.
Hoy sólo siguen con vida Marie Majerová, Hoffmeister, Laco Novomeský y,
penosamente enfermo, Jaroslav Seifert, poeta maravilloso, fiel amigo, de
quien recientemente he recibido una carta. Pero entonces recordábamos
alegremente el pasado, bromeábamos y bebíamos vino…
Pronuncié una charla en la Universidad Carlos de Praga e intervine en los
bulliciosos mítines. Me encontré con Burian, que había vuelto del campo de
concentración. Enseguida me preguntó: «¿Cómo le fue a Meyerhold?». «Mal»,
le respondí. Luego me habló de los hitlerianos, de su nueva puesta en escena
de Romeo y Julieta. En mi mente todo se confundía: las torturas, la victoria,
Shakespeare, Vsévolod Emiliévich. Fui a una exposición en el Teatro
Nacional y vi cuadros de Emil Filla, Vaclav Špála, Fišarek. Algunos decían:
«Formalismo». Nezval se enfurecía: «¡No es formalismo, es revolución!».
Halas sonreía con tristeza, Seifert no decía nada.
En una editorial me mostraron una traducción recién publicada de mis
relatos: Fuera de la tregua. La edición era maravillosa y las ilustraciones tan
«formalistas» que me quedé sorprendido, desacostumbrado como estaba a ese
estilo. Me dijeron que la traducción y los dibujos se habían hecho durante la
ocupación. El traductor, los artistas y los tipógrafos me habían dedicado el
ejemplar.
Durante una recepción vi a Beneš que, sonriendo, me dijo: «Como ve, nos
hemos puesto de acuerdo con los eslovacos. Tal vez haya resultado más fácil
que muchas otras cosas».
Vi en Praga una exposición terrible. El artista Bedřich Fritta, encerrado
por los nazis en el campo de la muerte de Terezin, había dibujado a sus
compañeros. El pintor murió, pero sus dibujos fueron enterrados y puestos a
salvo. Entre aquellas horrorosas visiones colgaba la fotografía de un niño de
cuatro años, el hijo del pintor, que había conseguido esconderse.
Fuimos a Terezin, donde habían muerto ciento cincuenta mil personas, y
permanecimos un largo rato de pie en la nieve húmeda. La guerra
continuaba…
No he explicado todavía por qué fui a Hungría y Checoslovaquia. Me
disponía a tomar un vuelo desde Belgrado a Moscú cuando recibí un telegrama
de Izvestia: «Le pedimos que vaya a Núremberg: describa el juicio de los
criminales de guerra». Acepté de inmediato, ya fuera porque deseaba asistir al
proceso o bien porque no quería sentarme a la mesa para escribir una larga
novela. (Siempre me ha resultado difícil comenzar un libro, busco cualquier
pretexto para aplazarlo; pero en aquella ocasión se añadía que no estaba
acostumbrado a la vida normal, a las cuatro paredes, a la concentración).
En Belgrado soplaba un viento frío. Pensé que iba a ir hacia el norte, era
diciembre, y todavía llevaba un abriguito de verano. Los militares contaban
que en Budapest se podía comprar todo pagando en dólares, y había recibido
divisas del periódico. Pero el asunto resultó complicado. Apenas preguntaba a
los propietarios de las tiendas si tenían abrigo de invierno, éstos sonreían
irónicamente, tal vez sospechando que no lo pagaría. (En un restaurante pedí
una botella de vino, y el camarero me exigió el dinero por adelantado). Pero
es posible que en realidad no tuviesen abrigos, pues me ofrecían perfumes
franceses, carteras elegantes y, en general, todas las cosas de las que podían
prescindir los habitantes de Budapest. En una tiendecita entablé conversación
con el propietario, me presenté y dije que tenía que ir a los juicios de
Núremberg. El propietario resultó ser un garbanzo negro: un judío
superviviente. Enseguida me dijo: «Se salvaron tres peleteros. Si Iliá
Ehrenburg va a Núremberg, nos mataremos por conseguirle un abrigo». Dimos
una vuelta por varios talleres, pero sin resultado. El propietario decía algo en
húngaro, los interlocutores gesticulaban, gritaban. Acabé por preguntarles de
qué estaban hablando. «Muy sencillo: les decimos que Iliá Ehrenburg va a
juzgar a esas sanguijuelas. A este hombre le mataron a toda la familia. Puede
hablar de ello en el proceso. Aunque para leer la lista de todos los asesinados
harían falta diez años. Por lo que respecta al abrigo, no hay nada que hacer.
Probablemente algún ministro tenga dos, pero no le cederá uno. Éste de aquí
conoce a un húngaro que tiene escondidas pieles de carnero. Era simpatizante
de Horthy. A nosotros no nos quiere, pero los dólares sí. Trabajaremos durante
toda la noche. Mañana se irá con una zamarra. Ya verá si sabemos coser.
Tendrá que decir que los cuelguen a todos. Por suerte mi mujer murió el
primer año de guerra y no teníamos hijos, pero mataron a mi hermano y a toda
su familia».
Me hicieron la zamarra. En Praga me dieron un automóvil para ir a
Núremberg. De nuevo una carretera por la que había pasado la guerra: ruinas,
máquinas de guerra, centinelas. Conducíamos despacio, el tráfico era denso:
las unidades americanas se retiraban de Chequia occidental.
Medité en lo que había traído el fascismo a la desdichada Europa: no sólo
había destruido las ciudades y exterminado a millones de hombres, sino que
había envenenado la conciencia de los supervivientes. La cizaña del fascismo
y del nacionalismo había volado muy lejos. Recordé a dos viejos, un húngaro
y un rumano, que se pegaban escupiéndose a la cara, cómo los italianos en
Rijeka insultaban a los eslovenos, cómo los campesinos de un pueblo alemán
cerca de Budapest juraban venganza contra los «malditos húngaros». En
Skoplje todas las calles estaban numeradas, como en Nueva York, pero Skopje
es una ciudad pequeña; los nombres primero habían sido serbios, luego
búlgaros y, por último, los macedonios habían preferido los números, que son
neutrales. En Bucarest, en Budapest, los judíos supervivientes habían oído
muchas veces decir: «Sucios asquerosos, Hitler os tendría que haber atrapado
a todos». Vi a los alemanes de los Sudetes llevando brazaletes blancos en
señal de humillación: los vi y sentí lo espantoso que era pagar al fascismo con
su misma moneda. Eran pensamientos poco alegres. El conductor me explicó
lo que había ocurrido durante la ocupación: «Nos escupieron en el alma».
Oscurecía. Alrededor se amontonaban las ruinas de las ciudades alemanas.
Preguntamos a los americanos si todavía quedaba mucho para llegar a
Núremberg, pero nadie sabía nada. De repente el chófer dijo: «Creo que nos
hemos equivocado de camino». Volvimos atrás. Me adormecí. Soñé que estaba
en Elbing, que al cabo de un instante comenzarían a disparar… En realidad fue
un disparo lo que me despertó. El chófer blasfemaba: «¡Imbécil, está en medio
del camino y va y dispara!». El soldado americano nos dijo alegremente que
faltaban cinco kilómetros para llegar a Núremberg.
Núremberg no era una ciudad, era un montón de escombros. «Y, ahora,
¿adónde vamos? —pensé—. Es de noche, no encontrarás a nadie». Nos
dirigimos a la comandancia americana. Pregunté al oficial dónde estaban los
periodistas rusos. Me respondió que no lo sabía, que era preciso esperar al
mayor. «¿Es usted ruso? —sonrió—. Combatieron muy bien». Extendió sobre
la palma de su mano un paquete de cigarrillos y me lo ofreció. Entraban y
salían los soldados. Pregunté al oficial si teníamos que esperar mucho todavía;
se limitó a sonreír y dijo de nuevo: «Ahora llegará el mayor». El chófer y yo
nos fumamos el paquete a medias. Al final el frío se hizo insoportable, quería
dormir. Nos levantamos. El americano sonrió de nuevo: «El mayor llega con
un poco de retraso… Pero ahora les daré alojamiento». Llamó al soldado que
dormitaba en el rincón: «Acompáñalos al hotel, pero vuelve enseguida, dentro
de poco llegará el mayor». El soldado bostezó y nos dijo: «¡Vamos! El mayor
no vendrá, prefiere estar en el bar del hotel bebiendo whisky. Fui al juicio.
Goering es obeso y, en general, no me interesa. Lo que me interesa es cuándo
me enviarán de vuelta a casa… Aquí está su hotel. No puedo quedarme aquí.
Iré a esperar al mayor».
3

En el amplio vestíbulo del Gran Hotel de Núremberg se agolpaban los


periodistas extranjeros, los expertos jurídicos, los oficiales americanos. En el
bar servían cócteles: una cantante con un generoso escote interpretaba
canciones estadounidenses (con un marcado acento alemán), la gente bailaba.
Había bar pero no techo; no habían tenido tiempo de reparar la escalera. Me
asignaron una habitación en el tercer piso; la alcancé encaramándome primero
a una escalera de tijera y luego caminando sobre algunas tablas.
Los viejos barrios de Núremberg estaban destruidos casi por completo.
Por la noche las calles, atestadas de basura y de cascotes, parecían muertas.
Me levanté pronto, vi a algunos colegiales, mujeres con cestos, un anciano con
un sombrero verde que vendía periódicos, planos de Núremberg, viejas
postales; pasó un tranvía: la ciudad vivía, pero era una vida extraña e irreal.
En una fábrica que se había conservado en pie fabricaban pitilleras con la
inscripción: «En memoria del Tribunal Internacional»; los soldados
estadounidenses adoraban los recuerdos.
Nunca he visto reunidos tal cantidad de periodistas procedentes de todo el
mundo; la mayoría vivía fuera de la ciudad, en la hacienda de Faber, el rey de
los lápices. Yo me quedé en el Gran Hotel y enseguida me habitué a
encaramarme a los pisos de arriba. Se comía en la cantina del tribunal; cada
cual tomaba una bandeja y pasaba por delante de diez soldados
estadounidenses que, como equilibristas expertos, servían la sopa y el café,
lanzaban patatas y rebanadas de pan.
Las audiencias se celebraban en el edificio del juzgado de distrito; en la
pared había un fresco: Adán, Eva y la serpiente. Se trabajaba con la luz del
día, había cabinas para los traductores y los operadores de cine, pero en los
pasillos la calefacción no funcionaba. Nevaba. Todo el mundo tosía y
estornudaba.
Traté de recordar qué me evocaba Núremberg. Antes que nada los
melindres. Cuando vivíamos en la cervecería de Jamóvniki, alguien envió a mi
padre desde Núremberg unos hermosos melindres redondos, espolvoreados
con azúcar de colores y almendras. De joven había visitado Núremberg, y
como no tenía dinero comía dos veces al día dos salchichas con puré de
patata, pero no dejé de visitar, de la mañana a la noche, todo lo que era digno
de ser visto. Durero me asustó por su precisión y crueldad, pero quería
educarme y me obligué a contemplarlo durante horas, incluso leí un libro suyo.
A los turistas les enseñaban una vieja torre, la «virgen de hierro»; el custodio
contaba metódicamente cómo torturaban y ejecutaban a los reclusos. En aquel
período, aficionado como era a los simbolistas, solía recordar unos versos de
Sologub: «Pero yo abandoné en la juventud la vía de la ciencia rigurosa y la
vía de la libertad me llevó a Núremberg… ¿Quién sabe cuánto aburrimiento
encierra el arte del verdugo? ¡Es mejor nunca empuñar la pesada espada!».
Veinticinco años después estaba sentado en un pequeño cine parisino. En todas
partes había parejas besándose con ardor. Después de una película romántica
proyectaron un documental. Un desfile en Núremberg. Los soldados
marchaban levantando las piernas, mientras ondeaba al viento la araña de la
esvástica; el Führer gesticulaba febrilmente. Comencé a encontrarme mal y
salí de la sala. Y ahora estoy aquí, de nuevo en Núremberg…
Sí, me encontraba en la apoteosis de la justicia con la que había soñado en
el verano de 1942. Miraba con avidez a los procesados, como si buscara la
respuesta a la tragedia. Goering sonreía a la hermosa estenógrafa, Hess leía un
libro, Streicher comía bocadillos. Y entretanto se leían los documentos: en las
cámaras de tortura habían muerto trescientos mil, seiscientos mil, seis
millones…
Por la manera en que le quedaba la ropa a Goering se veía que había
adelgazado, pero seguía viéndose obeso. Tenía en el rostro un no sé qué
femenino, y los auriculares que llevaba parecían un pañuelito. Escribía mucho,
mandaba todo el rato notas a su abogado. De repente miró atentamente hacia
mí, le susurró algo a su vecino y todos comenzaron a mirarme. Creí que detrás
de mí ocurría algo, pero los hermanos Kukrinitski estaban como siempre
dibujando. Luego un escolta me contó que Goering me había reconocido;
resultó que ellos también me escrutaban.
Tal vez el único episodio imprevisto ocurrió con el hombre al que los
nazis llamaban la «conciencia del partido», Hess. Al principio del juicio,
decía no recordar nada. Su defensor insistía en que el acusado padecía
amnesia; se dedicó una audiencia entera a los informes de los médicos. Un
buen día Hess pidió la palabra y declaró haber simulado amnesia por razones
tácticas. Era un disparate. Por lo demás, recuerdo todas las audiencias como
una larga pesadilla.
Cuando proyectaron la película sobre los campos de la muerte, Schacht
dio la espalda a la pantalla: no quería verlo; otros, en cambio, miraban; Frank
lloraba y se enjugaba las lágrimas con un pañuelo. Suena inverosímil, pero lo
vi con mis propios ojos: Hans Frank, el mismo que escribió que en Polonia, a
su llegada, había tres millones y medio de judíos y que, en 1944, sólo
quedaban unos cientos de miles, sollozaba al ver en la pantalla lo que muchas
veces había visto en la vida real. Quizá lloraba por él mismo, tal vez se daba
cuenta de la suerte que le esperaba.
Los acusadores hablaban de fechorías terribles. Los planes de ataque
contra diversos países tenían nombres convencionales: la anexión de Austria
era el «plan Otto»; la toma de Checoslovaquia, el «plan verde», y la de
Yugoslavia, «acción Marita»; el aniquilamiento de Polonia, el «caso
Himmler»; el ataque planeado contra Gibraltar, la «operación Félix»; la
invasión de la Unión Soviética, «la operación Barbarrosa». Cerca de
cincuenta millones de muertes y una veintena de individuos insignificantes:
¡no, eso no cabía en la conciencia de nadie!
Ribbentrop, delgado, calvo, dijo que, debido al insomnio, había tomado
muchos somníferos y se le había debilitado la memoria; en general, se había
ocupado de la diplomacia, firmando tratados y entablando negociaciones. Se
comportaba como un venerable anciano burgués. El mariscal de campo Keitel
parecía un ordenancista. Más de una vez había visto a tipos así, que
respondían a todo como un soldado raso: «Cumplía órdenes»; cuando leyeron
la orden que dictó sobre marcar a los prisioneros de guerra soviéticos, se
encogió de hombros: «Fue un lamentable malentendido». Frank, el hombre
que, después de haber cometido atrocidades en Polonia, rompió a llorar
viendo Auschwitz en la pantalla, respondía de buena gana a las preguntas,
descargaba toda la responsabilidad sobre Himmler, decía que se había
ocupado exclusivamente del «traslado»: «Yo no era más que un subordinado
administrativo». Lo observé mientras leían su informe sobre la liquidación del
gueto de Varsovia. En él informaba acerca de que se había recogido la ropa y
de que lo mismo se podía hacer con la chatarra; las tuberías del alcantarillado
donde se escondían los supervivientes se habían inundado de agua. Escuchaba
sus propias palabras con estupor, pestañeando. Cuando el fiscal mencionó que
había robado un cuadro de Leonardo da Vinci, Frank respondió: «Me resulta
difícil precisar cuánto valía la obra, no soy un entendido y, además, los
precios variaban según al marco». El que sí que se consideraba un entendido
era Alfred Rosenberg, que recogía ediciones raras de libros rusos; era un
erudito, ideólogo del Partido Nazi. Al mismo tiempo cumplía varios cargos
administrativos y se apropiaba de las riquezas de la Unión Soviética sin
desdeñar siquiera las bagatelas: ordenó, por ejemplo, arrancar los dientes de
oro a los judíos «dos o tres horas antes de la operación» (así se referían a los
exterminios en masa).
De repente las horrorosas cifras se interrumpían con detalles de la vida
cotidiana. El fiscal hablaba de las obras de arte expoliadas en diferentes
países. Goering había amasado una excelente colección de cuadros de los
viejos maestros. No sé por qué salió a colación, pero se mencionó una vez
que, en vez de robar, había regateado el precio de un servicio de porcelana:
¡oh, sí, amaba la belleza! Enumerando sus títulos, no se olvidaba de hacer
constar que había dirigido el departamento forestal y presidido la asociación
de cazadores.
El exterminador de los checos, Neurath, explicó: «Los acontecimientos me
pillaron por sorpresa. Hitler me mandó llamar y me dijo: “Es usted un hombre
moderno, es decir, tiene sangre fría; dominará a los checos”». La especialidad
de Streicher eran los judíos; parecía un viejo colérico cualquiera. Veinte años
atrás, en el mismo Núremberg, había sido sospechoso de corruptor de
menores, pero había logrado salir indemne. Cuando comenzaron a interrogarlo
en relación con el número de judíos asesinados, se quedó sorprendido:
«Siempre fui un ferviente seguidor de Theodor Herzl, siempre he apoyado la
necesidad de dar Palestina a los judíos».
Los observaba y veía una sola cosa: miedo. Una cosa es matar a un millón
de personas —es un programa, celo administrativo, disciplina del Partido,
frenesí—, y otra muy diferente sentir que dentro de uno o seis meses te
matarán a ti, Hermann, Julius, Rudolph, Alfred. Algunos trataban de discutir
sobre el proceso judicial: Seyss-Inquart, que había cometido torturas en
Holanda, tenía formación jurídica y de pronto recordó la base del derecho;
otros trataban de complacer a los jueces con su sensibilidad o, al menos, con
su cortesía y detallismo a la hora de testificar, y otros se esforzaban en achacar
la responsabilidad a su vecino de banco y a Hitler. Hitler no estaba en
Núremberg, pero de no haberse quitado la vida en un momento de arrebato tal
vez también él le habría echado la culpa a los demás diciendo que él quería la
prosperidad de Alemania y de toda Europa, pero que sus ideas se habían
distorsionado, que muchos habían actuado a escondidas de él y lo habían
engañado.
«Usted es un hombre moderno, es decir, tiene la sangre fría», le había
dicho Hitler a Neurath. Tal vez estas palabras explican muchas cosas. Durante
las largas audiencias del proceso se habló de las cámaras de gas, de lo que se
suponía que tenían que hacer los administradores alemanes en Bakú tras
ocupar la ciudad, de la utilización de los cabellos femeninos suministrados
por Auschwitz. Todo era muy «moderno»: la ocupación de varios países, el
plan para destruir Leningrado, la ejecución de los rehenes franceses y Babi
Yar; una gran empresa o, si se prefiere, un trust gigantesco.
Un día, en un gélido pasillo, estuve conversando con Vsévolod Ivánov.
Entonces lo conocía poco aún, nos habíamos visto pocas veces. Era un hombre
lleno de ideas e imágenes enmarañadas, con una consciencia honesta y clara.
Me preguntó con aire perplejo: «¿Cómo se hace para comprender todo esto?».
«No lo sé», respondí. Para los jueces, en cambio, resultaba fácil: el delito era
flagrante. Pero nosotros, los escritores, queríamos entender otra cosa: ¿cómo
habían sido capaces aquellos hombres de llegar a perpetrar aquellas
atrocidades y cómo habían podido los otros hombres cumplir sus órdenes sin
rechistar? Queríamos comprenderlo, pero no podíamos.
Recordaba haber asistido en Poltava a juicios contra campesinos
ignorantes y desesperados; recordaba a Landrú, encarnación del mito de Barba
Azul, y al loco de Gorgulov: en esos casos vimos distorsiones del ser humano,
pero, en Núremberg, había sólo una contabilidad sanguinaria. Di una ojeada al
banco y de pronto pensé que si aquellos hombres estuvieran en un restaurante
celebrando las bodas de plata del viajante Ribbentrop o la jubilación del
funcionario bávaro Wilhelm Frick, nadie se dignaría mirarlos. Aquí acaba el
mundo de Dostoievski y comienza el de los robots.
Pasé la mayor parte de la noche conversando con la periodista francesa
Andrée Viollis, una mujer inteligente y generosa. Viollis me habló de la
tristeza de Francia: no sólo la habían asolado, sino también mutilado
espiritualmente. Nos sentamos en el recibidor, porque en las habitaciones
hacía mucho frío. Sonaba el jazz con gran estrépito. Le pregunté: «¿Qué ha
pasado con la humanidad? Hitler había dado muestras de lo que era capaz
mucho antes de la guerra, pero hablaban con él, fingían no darse cuenta de
nada». Viollis respondió: «A menudo he pensado en ello antes de la guerra…
Langevin sabe mucho más que Aristóteles, pero la estructura espiritual de
Frank no se distingue en absoluto de la del sátrapa más cruel de la Antigüedad.
Sólo que Frank ha gozado de mayores posibilidades: el sátrapa no disponía de
cámaras de gas».
El juicio duró mucho tiempo: diez meses; muy pronto comenzaron a
retirarse los periodistas. El resultado se sabía de antemano. De los veintiún
imputados, diez consiguieron salvar la cabeza, pero esto probablemente sólo
interesase a un grupo reducido de gente. No lo oculto: en mí el horror se
mezclaba con el aburrimiento, tanta era la desproporción entre los delitos y
los criminales.
Más de una vez, sentado en la sala de Núremberg, pensé: «¡Qué horrible
es todo esto!». Todo el mundo sabe que existe Goering. Pero ¿qué representa?
Un vividor insulso, un arribista, un hombre de negocios corrupto, un don
nadie, y, sin embargo, es uno de los principales responsables de la muerte de
cincuenta millones de personas. Incluso ahora cuanto más lo pienso menos lo
entiendo. En este libro he hablado ya de Modigliani, que no sólo era un gran
pintor, sino también un hombre extraordinario. ¿Y quién lo sabía antes de su
muerte? Como mucho el centenar de parroquianos de La Rotonde. Pensad en
los asesinos de Desnos. ¿Acaso son capaces de comprender sus versos, su
amor, sus reflexiones? ¿Por qué el centro de atención de toda la humanidad se
ha concentrado sobre un puñado de tipos vulgares fuera de sí? «Hitler ha
dicho…»; «Goering no está de acuerdo…»; «Ribbentrop no está de
acuerdo…». De los caprichos de Elitler dependían los trabajos de Einstein, la
vida de Soutine, de Vančura, de Max Jacob, de Saint-Pol-Roux, los frescos de
Nóvgorod y de Pisa. ¡Es una vergüenza no sólo para los compatriotas de
Hitler, sino para todos sus contemporáneos!
En el vestíbulo del Gran Hotel un periodista estadounidense (he olvidado
su nombre) me dijo: «Por supuesto, Hitler era un villano, pero, créame, un
villano genial. Obligó a un pueblo de cultura elevada a bailar al son de su
flauta e hizo perder la cabeza a la mitad de Europa. Ha sido un perverso
cazador de ratas con una flauta mágica, un genio del mal». No pude aceptar
aquella tesis y tampoco la acepto hoy. No se trata de valorar la capacidad de
Hitler, sino de algo diferente. Decía Pascal que si Cleopatra, seductora de
Julio César y Marco Antonio, hubiese tenido otra nariz, el mundo sería
diferente. No lo creo. No puedo imaginar que los destinos de millones de
personas dependan de una nariz aquilina o de la lengua viperina de una
persona. Las condiciones sociales, naturalmente, desempeñan un papel muy
importante, pero ¿se pueden explicar los hechos de los que se hablaba en
Núremberg sólo por la crisis económica y la competencia entre las potencias
imperialistas? Nuestros contemporáneos saben exactamente qué órbita
recorrerá un satélite lanzado al cosmos, pero no sabemos aún por qué órbitas
giran los sentimientos y los actos humanos. En todo esto pensaba volviendo a
casa en un Willys, dejando atrás decenas de ciudades alemanas devastadas,
pasando entre las cenizas de Berlín. Hubo un tiempo en que se hablaba de
conciencia, bondad, humanidad. Mi infancia y adolescencia coincidió con la
época de oro —e incluso con la inflación— de estas palabras. Después
cayeron en desuso en todas partes, como los candelabros que se trasladaron de
la vida cotidiana a las colecciones de aficionados a las rarezas. Estas palabras
encubrían a menudo acciones deshonestas, inhumanas y perversas, aunque a
veces quizá también servían de freno. Pushkin escribía: «Y durante mucho
tiempo el pueblo me querrá porque con mi lira desperté buenos sentimientos y
porque en este siglo cruel exalté la libertad e invoqué la gracia para los
caídos».
Me acordé de un artículo de Marina Tsvietáieva sobre D’Anthes. Al
principio éste no sentía arrepentimiento: había matado en duelo a un
kamerjunker ruso, ésa era toda la historia. Pero con los años creció la gloria
del poeta muerto, y D’Anthes comenzó a justificarse. Quien venció no fue
D’Anthes ni el zar, sino Pushkin. Y triunfó no sólo porque era un poeta genial,
sino también porque despertaba buenos sentimientos, exaltaba la libertad,
invocaba la gracia para los caídos.
Colegiales rubios caminaban con sus zamarras desteñidas, hablando
animadamente entre sí. Esto ocurría en Orsha, entre las ruinas. Mientras los
miraba, mi alma se sintió un poco más tranquila.
4

Volví a Moscú a finales de diciembre, y acogimos con alegría el Año Nuevo.


La guerra no quería abandonarme, seguía escribiendo sobre ella, condnuaba
pensando en ella, pero entendía que era hora de incorporarse a la normalidad
de la vida en tiempos de paz. En nuestra casa a menudo recibíamos visitas.
Hablaba de pintura con Falk, con Konchalovski; me hice amigo de Obraztsov,
asistía a las representaciones de su teatro. Un corresponsal de guerra de
Krásnaia zvezdá, Guejman, me invitó a su boda; había muchos invitados,
cenamos, bebimos, hablamos a voz en cuello; Guejman estaba radiante de
felicidad. El septuagésimo cumpleaños de Konchalevski se celebró con toda
pompa. Piotr Petróvich bailaba con las jóvenes españolas, las amigas de su
nuera. El 22 de febrero, en el aniversario de la muerte de Tolstói, Liudmila
Ilíchnina nos invitó a Barbija; todos recordaban a Alekséi Nikoláyevich e
incluso el dolor tenía el calor de la vida.
El noticiario cinematográfico me convenció de que debía escribir los
textos para los documentales sobre Yugoslavia y Bulgaria. Este trabajo me
llevó mucho tiempo. Di charlas sobre los Balcanes y el proceso de
Núremberg, ora en el Museo Politécnico, ora en las fábricas, ora para los
militares.
Fui al teatro hebreo para ver la obra Freilachs, un espectáculo alegre
inspirado en el folclore de los pequeñas ciudades de provincia. El vestuario
lo había diseñado mi amigo Tishler. Mijoels produjo la obra y Zuskin actuó de
manera soberbia. Me reía con todo el mundo, pero de pronto el miedo se
apoderó de mí: me volvieron a la mente los fosos y los barrancos donde
yacían los personajes de Freilachs. Mijoels y Zuskin salieron al escenario
para recibir los aplausos, saludaron. ¿Cómo podía imaginar que al cabo de
poco tiempo uno sería asesinado en un apartado suburbio de Minsk y el otro
fusilado?
Un día vino a verme el poeta hebreo A. G. Sutskever. (Lo conocí antes de
la guerra. Vivió en el gueto de Vilna, de donde huyó, luego combatió como
guerrillero y finalmente alcanzó el «territorio libre»). Me contó que había ido
a Núremberg como testigo. Borís Polevói había escrito en Pravda que el
relato de Sutskever sobre la tragedia del gueto de Vilna, donde había perecido
también la familia del poeta, había conmovido a los jueces.
Seguía viéndome con personalidades extranjeras; en mi agenda leo algunas
observaciones: desayuno con el embajador francés Catroux, cena con el
ministro de Noruega, etcétera. En otoño, de regreso en Moscú, no me di cuenta
inmediatamente de que todo había cambiado. Recuerdo un episodio cómico y
triste a la vez. Llegó a Moscú el Encargado de Negocios de Colombia; era un
hombre de letras y quería conocer a los escritores y los artistas soviéticos.
Alquiló una sala en el hotel Nacional; allí estaba puesta la mesa para la cena:
el colombiano había invitado a treinta personas. Sólo llegaron tres: F. Kelin,
el escritor español Arconada y yo. El diplomático estaba nervioso, miraba la
puerta. Hacia las diez, los camareros comenzaron a retirar los cubiertos. La
voz de nuestro anfitrión temblaba por la ofensa. Tratábamos de consolarlo
como podíamos, pronunciamos un brindis por la amistad, pero aquella larga
mesa vacía nos oprimía a todos.
En marzo se publicó un resumen del discurso de Churchill en Fulton y por
primera vez leí la expresión «telón de acero». Churchill proponía a los
americanos una alianza militar defensiva contra la Unión soviética. Sonaba
paradójico: los periódicos continuaban imprimiendo los informes de los
procesos de Núremberg en que los acusadores inglés y americano, junto con el
soviético, se lanzaron contra Goering y Keitel. No sé que fue más amargo:
recordar el pasado o pensar en el futuro.
Entregué a la editorial Sovetski Pisatel dos libritos: uno de mis apuntes de
viaje titulado Los caminos de Europa y el poemario El árbol. El destino de
los libros era tan inescrutable como el de los hombres. El ensayo no suscitó
objeción alguna; después de todo, ya habían aparecido en Pravda y en
Izvestia. (Dos años después retiraron el libro de las bibliotecas: en él se
mencionaba cuatro veces el nombre del mariscal Tito). En cuanto a los
poemas, la editorial albergaba dudas: «Son demasiado pesimistas». (Incluso
en 1959 el editor suspiraba con algunos poemas de El árbol: «Sería mejor
quitar o al menos sustituir esta palabra…, es demasiado lúgubre»). El árbol se
publicó en julio de 1946. Fadéiev me dijo después que querían citarlo en un
artículo devastador, pero resultó que yo estaba en el extranjero y me dejaron
en paz. En una palabra, El árbol tuvo suerte.
En enero, en la Unión de Escritores, me entregaron solemnemente la
medalla «por un trabajo heroico»; entre los premiados también estaba Borís
Pasternak: me dijo que pronto se celebraría en el Politécnico una velada en su
honor. En Leningrado M. M. Zóschenko habló en nombre de los escritores
premiados. A principios de abril, en la Sala de las Columnas, se dedicó una
gran velada a los poetas leningradenses. Entre otros, recitó algunas poesías
Anna Ajmátova, que fue acogida con gran entusiasmo. Dos días después, vino
a mi casa y, cuando le hablé de la velada, sacudió la cabeza: «No me gustan
estas cosas…, y además, no lo aprobamos».
Traté de tranquilizarla: ya no estábamos en 1937… Aunque ya había
cumplido cincuenta y cinco años, no lograba liberarme de cierto candor
lógico.
A principios de enero comencé a escribir La tempestad y enseguida me
apasioné. Había pensado en este libro desde hacía tiempo, pero no me decidía
a escribir la primera página. Trabajando sin interrupción, en abril ya había
acabado un tercio de la novela: las dos primeras partes. Aún hoy me parecen
lo más acertado del libro. En ellas hablaba de las vísperas de la guerra, de
cosas que había vivido y sentido. Todo el romanticismo que había en mí salió
al escribir sobre Serguéi o Mado, la historia de un amor condenado. El relato
del encuentro entre dos hermanos —el honesto dogmático Ósip y el frívolo
francés Leo— contenía no poca de la experiencia espiritual del autor. Traté de
hablar, aunque de pasada, de las injusticias de los años de preguerra: conté la
expulsión de Zina del Komsomol por negarse a acusar a su padre arrestado.
Cuando la novela estaba en imprenta cortaron algunas frases; en algunos
puntos perdió el color, en otros se volvió incomprensible. Citaré algunos
ejemplos extraídos de la primera parte, dado que conservé por casualidad el
manuscrito original. El autor describe la llegada de Serguéi a París: «Venía de
Moscú, de aquellos años duros y chirriantes». (La palabra chirriante la
quitaron). Leo dice a Ósip: «También tú vives para el futuro». Después seguía
diciendo: «Esto es como una carrera de galgos detrás de una liebre eléctrica.
Es imposible alcanzar la liebre, la lanzan sólo para que los galgos corran más
rápido». Esta frase la suprimieron… En la historia de Zina se lee: «Sabe, ha
tenido disgustos a causa del padre. Todo gira en torno a esto…». Cortaron la
siguiente frase: «Cuando lo arrestaron, era invierno». Así que no se llegaba a
saber de qué «disgustos» se trataba. Interrumpo aquí la lista de «errores de
imprenta».
Escribía desde primera hora de la mañana hasta la tarde. Escribía también
por la noche. De pronto, a principios de abril, me citaron en el Comité Central
y me dijeron que tenía que ir a Estados Unidos con el general Galaktiónov y
con el escritor Símonov, a una conferencia de periodistas. Le dije a Mólotov
que había comenzado a escribir una novela, ambientada en parte en Francia, y
que de regreso de Estados Unidos querría quedarme en París. «No tengo nada
en contra», me respondió.
Quiero agotar en este capítulo la cuestión de La tempestad, aun
sacrificando la coherencia de la narración. De Estados Unidos y Francia
hablaré más adelante, ahora intentaré recordar los acontecimientos del verano
de 1946, vinculados al trabajo literario.
Ocurrió a finales de agosto, en la pequeña ciudad francesa de Vouvray,
cerca de Tours. Por la mañana Liuba y yo fuimos a visitar la casa donde había
vivido Anatole France durante mucho tiempo: nos había acompañado un nieto
del escritor, Lucien Psicari. La casa, donde se respiraba la atmósfera de las
novelas de France, se adaptaba bien a su fisionomía: recordé al bibliófilo del
malecón del Sena junto a los quioscos de los libreros de viejo. Las estatuillas
de Tanagra no parecían piezas de museo, se fundían con los objetos de uso
cotidiano. En el comedor bebimos el vino aromático del lugar. Más tarde me
adormecí un poco en la habitación del viejo hotel. Me despertó Liuba y me
leyó un breve comunicado publicado en un periódico de París: «En Moscú se
anuncia una nueva purga de la cual son víctimas los escritores Ajmátova y
Zóschenko». Me inquieté, pero aun así me aferré a la esperanza: ¿y si era una
de las tantas falsedades que se publicaban en la prensa? (Liuba después se
burló durante mucho tiempo de mi ingenuidad).
En París corrí a la embajada y pedí los periódicos soviéticos; comprobé
que el telegrama de la agencia francesa no era una invención. En octubre,
cuando volví a Moscú, conocí los detalles. Esta vez el trueno retumbó en un
cielo claro: a finales de junio confirmaron el nuevo consejo de redacción de la
revista Zvezda, con la inclusión de M. M. Zóschenko; en el número de julio la
revista Znamia publicó un artículo muy favorable sobre la poesía de Anna
Ajmátova. Y a mediados de agosto se emitió un decreto sobre las revistas
Zvezda y Leningrado que, durante ocho años, determinaría el destino de la
literatura rusa.
N. S. Tíjonov contó que Stalin convocó a los líderes de la Unión de
Escritores y declaró que Ajmátova y Zóschenko eran «enemigos». Zhdánov
tomó la palabra en Leningrado ante los escritores. Habló de Zóschenko
tachándole de «hombre insulso». Después del informe de Zhdánov, Anna
Ajmátova y Zóschenko fueron expulsados de la Unión de Escritores.
Me parecía que, después de la victoria del pueblo soviético, la década de
1930 no podían volver, y en cambio todo era como antes: convocaban a los
escritores, a los directores de cine, a los compositores, se desenmascaraba a
los «cómplices», y cada día la lista de los culpables se completaba con
nuevos nombres; acusaron a Pasternak y Shostakóvich, Eisenstein y Pudovkin,
Kózintsev y Tráuberg, Pogodin y Selvinski, Kirsánov y Grossman, Eijenbaum
y Bergholz, L. I. Timoféiev y Sadófiev, Mezhírov y A. Gladkov.
Comenzaron a publicarse en el periódico Kultura i zhizn [Cultura y vida]
artículos que parecían veredictos acusatorios. Zóschenko y Ajmátova
aparecían retratados como los principales enemigos, se escribía sobre ellos en
términos brutales. En el informe de Zhdánov y en los artículos periodísticos se
habló por primera vez de la «lucha contra el servilismo ante Occidente».
Recordaba a Zhdánov del Primer Congreso de Escritores Soviéticos.
Stalin, al parecer, lo consideraba un especialista en literatura y arte, y ya en
1934 le había encargado reconducir a los escritores por el buen camino, pero
entonces lo escuchamos y no nos asustamos. Volví a ver a Zhdánov en 1947:
había convocado a cinco o seis escritores, entre los cuales figuraba yo, para
que formáramos parte del comité de redacción de la revista Znamia. Me negué
en redondo a aceptar la propuesta y permanecí en silencio hasta el final de la
reunión: Zhdánov nos explicó qué debía ser la literatura soviética. A
principios de 1948 Prokófiev y Shostakóvich me dijeron que, en relación con
otra decisión, esta vez relacionada con la música, Zhdánov había convocado a
los compositores y les había dicho que lo más preciado en la música era la
melodía que se puede cantar. Recuerdo una noche, en Varsovia, que me
despertó una llamada telefónica. Fadéiev me dijo: «Una noticia terrible:
¡Zhdánov ha muerto! Ven, estamos en el restaurante».
A Zóschenko lo había visto muy de tarde en tarde; nos conocíamos poco,
pero siempre lo he considerado uno de nuestros mejores escritores. Una vez, a
principios de la década de 1950, me lo encontré en el bulevar Pushkin; tenía
un aspecto lúgubre, parecía enfermo. Los amigos comunes me contaron que
había sufrido mucho por todo lo acontecido. A casa de Anna Ajmátova fui en
1947. Estaba sentada en la pequeña habitación donde colgaba su retrato
pintado por Modigliani, triste y majestuosa como siempre; leía a Horacio. Las
desgracias le caían encima como aludes, y necesitaba una fuerza espiritual
extraordinaria para conservar la dignidad, la calma exterior, el orgullo en el
buen sentido de la palabra.
En 1965, antes de su muerte, finalmente se hizo justicia: Anna Ajmátova
viajó a Italia para recibir un premio internacional, y a Oxford, donde le
otorgaron la capa de doctora.
He hablado de los acontecimientos del verano de 1946 para que quedara
clara la situación en la que escribí La tempestad. Volví a mi novela en octubre
y enseguida desaparecieron los cuadros de Estados Unidos, los encuentros de
París, el inquietante estruendo de las emisiones de radio: me rodeaban las
visiones de la guerra, vivía con los personajes de la novela. En La tempestad,
en mi opinión, hay muchas cosas que no funcionan, tal vez porque los
acontecimientos eran demasiado recientes y yo no lograba comprenderlo todo.
No obstante, algunos de sus personajes —Madau, su padre Lancier, el pintor
Sembat, el científico Dumas, el doctor Krílov, el triste romántico Minaiev con
su madrecita— son muy queridos para mí. Terminé la novela en junio de 1947.
El libro suscitó muchas discusiones. Algunos lectores se ofendieron: ¿por
qué los franceses parecían más heroicos que los soviéticos? Quizá se
explicara por el hecho de que las aventuras de los guerrilleros están envueltas
siempre en un halo de romanticismo, mientras que en la lucha de la URSS
contra los alemanes no combatían héroes aislados, sino todo el pueblo. O tal
vez influyese en los lectores algún artículo periodístico: nos encontrábamos en
plena guerra contra el «servilismo». Citaré algunas frases de una reseña de La
tempestad: «Nuestro pueblo no es tan deplorable e impotente como lo pinta
Iliá Ehrenburg. […] Los burgueses liberales no entienden el régimen soviético
y lo calumnian: eso es todo. Han visto en nuestro país sólo a los Alper y a los
Labazov, diletantes como Vlajov y funcionarios de los zemstvo, como Krílov,
es decir, han visto sólo lo que querían ver. […] Pero el camarada Ehrenburg
no es un burgués liberal. […] En todas las comparaciones que aparecen en su
novela entre ciudadanos soviéticos y ciudadanos de la Francia capitalista
siempre les toca la mejor parte a los franceses. ¡Ya basta! ¿Acaso es ruso
Serguéi Vlajov? ¿Y es la Unión Soviética su patria?».
En realidad, estos críticos se sentían enojados con la descripción de los
primeros meses de guerra, aunque sabían bien, como todos los ciudadanos
soviéticos, qué había ocurrido en 1941. Un crítico escribía: «Todo ha sido
explicado por el camarada Stalin». Pero Stalin, como es natural, no había
explicado por qué antes de la guerra había destruido los cuadros superiores
del ejército y por qué había creído en la palabra de Hitler, cuando siempre
había sido sospechoso.
Mi novela se publicó en la revista Novi mir, dirigida entonces por
Símonov, quien me escribió: «No hay problema; en mi opinión, todo está en
orden». Esperaba que el asunto se zanjara con algunos artículos de aquellos
que denunciaban del modo más fanático el «servilismo ante Occidente».
Pero la realidad superó mis expectativas. En 1948 apunté todo cuanto me
contó Fadéiev, quien, en calidad de presidente del comité para los premios
Stalin, había hecho una disquisición en el Politburó sobre los candidatos
propuestos. «Stalin preguntó por qué La tempestad había sido propuesta para
un premio de segundo grado. Le expliqué que, a juicio del comité, la novela
contenía algunos errores. Uno de los personajes principales, un ciudadano
soviético, se enamora de una francesa: esto no es habitual. Además, no
aparecen auténticos héroes. Stalin objetó: “A mí esa francesita me gusta. ¡Es
una buena chica! Y, además, la vida es así… Por lo que respecta a los héroes,
en mi opinión pocas veces nace un héroe; las personas normales y corrientes
pueden convertirse en héroes”». Aleksandr Aleksandróvich añadió: «Por
supuesto, no tengo objeción alguna», y soltó una carcajada.
Cuanto más pienso en Stalin, más claro veo que no entiendo nada. En la
misma reunión defendió, en contra de la opinión del comité, un relato de
Pánova, Kruzhilija, y le preguntó con malicia a Fadéiev: «¿Sabe usted cómo
resolver todos los conflictos? Yo no». Stalin defendía el derecho de Serguéi a
querer a Madau, pero poco después dictó una ley que prohibía los
matrimonios entre soviéticos y extranjeros, incluso los de países socialistas.
Esta ley originó no pocos dramas: recuerdo que un día vino a buscarme un
oficial desmovilizado, un hombre de corazón puro que me enseñó las cartas de
la mujer que amaba, una polaca. Ésta le escribía que sus vecinas se burlaban
de ella y le rogaba que consiguiera el permiso para contraer matrimonio. Traté
de ayudarlo dirigiendo cartas a ciertas instancias, pero sin éxito. Los actos de
Stalin estaban tan a menudo en desacuerdo con sus palabras que todavía hoy
me pregunto si no fue precisamente mi novela la que le sugirió una ley tan
inhumana. Después de decir: «La vida es así» debió de meditar y llegar a la
conclusión de que no debía ser así…
De los libros publicados entre 1946 y 1954 quedarán, por lo visto, los que
están dedicados a la guerra, no sólo porque los soviéticos lucharon por su
tierra sin laceraciones interiores, sin alabanzas obligatorias, sino también
porque los personajes de aquellos libros tenían derecho al dolor, a la muerte.
Al describir el tiempo de paz, el autor sabía que la lista de los conflictos
«admisibles» era muy limitada: cataclismos, espionaje enemigo, atraso de un
torpe dirigente económico.
Una vez acabada La tempestad no pensé en una nueva novela durante
mucho tiempo: escribí artículos, traduje libros. Para los escritores aquéllos
fueron años de mantener la boca cerrada, y entiendo muy bien a Paustovski,
que se indignó hace poco con quienes afirmaban que «el culto a la
personalidad» no restringió en absoluto nuestra literatura.
¿Qué fue lo que me sostuvo en aquel período? Escribí sobre ello más
tarde, cuando hablé de los niños del legendario «sur»: «Pero ¿cómo podían
imaginar, aunque fuera de pasada, un solo instante, en sueños, por casualidad,
qué significa pensar en la primavera, qué significa durante el frío de marzo,
cuando te asalta la desesperación, esperar y esperar a que el pesado hielo
empiece a moverse torpemente? Pero nosotros nos habíamos enfrentado a
estos inviernos y conocido estos fríos; no había tristeza, sólo orgullo y
problemas. Y cegados por la ventisca, en la ofensa dura y glacial, vimos sin
ver los verdes ojos de la primavera».
La tempestad sigue siendo para mí un eco débil y amortiguado de aquellos
años crueles pero puros.
5

Partí de Moscú en avión el 12 de abril con el general Galaktiónov; a Símonov


lo habían convocado en Japón y nos alcanzaría en París. Llegamos hasta
Smolensk y tuvimos que dar marcha atrás: un motor estaba averiado. Llegamos
a Berlín muy tarde y tuvimos que pasar la noche allí. Al día siguiente nos
comunicaron que volaríamos a París en el avión del embajador estadounidense
Bedell Smith; la Guerra Fría todavía no se había convertido en el pan nuestro
de cada día.
Sobrevolamos Alemania. De pronto, las ciudades, desde lo alto, parecían
cuadros cubistas, pero las bombas habían roto su armonía, y Magdeburgo
parecía un lienzo tachista, con sus pinceladas desordenadas. Galaktiónov, con
su uniforme de general, se ahogaba por el calor sofocante y la agitación:
«Ahora nos echarán la zarpa los periodistas. Para usted es fácil, está
acostumbrado, pero yo nunca he hablado con extranjeros».
En Orly nos esperaban los estadounidenses y, los funcionarios de nuestra
embajada, Aragon, Elsa Triolet. Era un día primaveral, soleado; los castaños
estaban en flor, el coche atravesaba lugares familiares para mí: el barrio
obrero de Italia, el león de Belfort. ¡Y Montparnasse, donde había transcurrido
mi juventud! Quería dejarme llevar por la nostalgia, pero no me dieron tiempo.
Los Aragon me llevaron a cenar. Vinieron también los Moussinac. Escuché con
avidez sus relatos sobre los años de ocupación, de la Resistencia, de los
amigos comunes.
Nos alojaron en un hotel, junto a la place de l’Étoile, donde se hospedaban
los militares estadounidenses. Todo me resultaba ajeno: el barrio, aquellos
oficiales ruidosos y la comida estadounidenses. Salí a deambular por París, vi
a mis hermanas mayores, que vivían en Francia. Me contaron que, con ayuda
de algunos amigos, habían conseguido huir de los alemanes. Fotinski llegó
pletórico de entusiasmo, me dijo que iría a Moscú, los rusos eran los
vencedores, habían salvado el mundo. En Montparnasse me encontré con
Zadkine y Larionov. Dusia, siempre dispuesta a bromear, seguía riendo como
siempre, aunque, como todo el mundo, había pasado una época de todo menos
alegre. Recordamos el pasado: incluso los años de preguerra parecían historia
antigua. Uno de nosotros dijo: «¿De veras esto ocurrió hace sólo seis años?».
Llegó en avión Símonov. Decidí ofrecer a mis compañeros de viaje una
auténtica cena francesa y fuimos al nuevo restaurante de Joséphine, quien antes
de la guerra regentaba uno en la rue Cherche-Midy que describí en La caída
de París. Joséphine se alegró y me dijo: «Me comentaron que había escrito
algo sobre mí… He pensado a menudo en cómo estaría usted en Rusia».
Cuando la puse al corriente de mis planes, levantó los brazos al cielo: «¡Pobre
monsieur Ehrenburg, no sabe cómo van las cosas aquí!». Aun así, nos preparó
una cena espléndida. Galaktiónov apreció mucho el gallo cocido al vino, se
esforzó en no mirar las ostras, y cuando Joséphine nos trajo el plato de quesos,
dijo: «Voy a dar un pequeño paseo, volveré dentro de un cuarto de hora».
Símonov, en cambio, comió de todo y al final se fumó un habano que había
traído de Japón.
El embajador Bogomólov organizó una conferencia de prensa: tuve que
hablar de la guerra, la reconstrucción, la actitud de los soviéticos con los
franceses. Vino mucha gente, casi todos eran conocidos: Aragon, Elsa Triolet,
Chamson, Vildrac, Cassou, Paulhan, Émile Buré, René Blech, Marcel Cachin.
Teníamos que marcharnos el 17 de abril, pero al llegar al aeropuerto
llovía a cántaros y el vuelo fue anulado. ¡Qué alegría: un día más en París! El
general estaba preocupado, llegaríamos tarde a la conferencia.
Fui a ver a Albert Marquet y me quedé contemplando sus paisajes mucho
rato; aquello era lo que me faltaba: el agua gris sobre el lienzo, una pizca de
arte.
Al día siguiente partió nuestro avión. La aviación civil todavía se hallaba
en su más tierna infancia: tuvimos que hacer dos aterrizajes. Irlanda del Norte
estaba toda verde, nos sirvieron la cena y yo trataba de mantener alejados a
los periodistas de Mijaíl Romanóvich. Luego atravesamos el océano. Me di
cuenta de que volar sobre el agua era tan sencillo como sobrevolar tierra firme
y me quedé dormido. La isla de Terranova estaba cubierta de nieve. Nos
sirvieron el desayuno. A nuestro lado, los habitantes del lugar bebían cerveza
y bostezaban. Miré el reloj del restaurante: según la hora local, era
medianoche. Después de la noche europea nos esperaba otra, la americana.
Cuando amaneció, vi una gran ciudad: Boston. Los rascacielos se erguían
hacia el avión; comprendí que habíamos atravesado el océano.
Antes del aterrizaje nos distribuyeron unos formularios que debíamos
rellenar. Además de las preguntas habituales, había una sobre la raza. (Rellené
los de los tres: Mijaíl Romanóvich conocía en total unas decenas de palabras
en inglés, y Símonov sólo sabía exclamar Wonderful! y I love America!). Junto
a la pregunta sobre la raza, puse una rayita. Mi antirracismo nos obligó a
permanecer una hora más en la cabina de control de pasaportes. Uno de los
funcionarios de la embajada me dijo que el policía había llamado a sus
superiores: «Los rojos no quieren declarar si son blancos o negros».
Llegamos en tren hasta Washington. El cansancio me impedía razonar, pero
tuve que ir enseguida a la conferencia. En la sala había unas treinta personas:
propietarios y directores de varios periódicos; sobre cada mesa había una
placa con el apellido y el nombre del periódico. Galaktiónov representaba al
Pravda; Símonov, al Krásnaia zvezdá, y yo, al Izvestia.
Conservo una acreditación: «El portador de la presente, Iliá Grigórievich
Ehrenburg, es miembro del consejo de redacción del periódico Izvestia
sovetov deputatov trudiaschijsia SSSR» (el lector adivinará con facilidad
hasta qué punto corresponde esto a la verdad). Al menos no me hicieron pasar
por editor: ¡gracias! No obstante, durante un descanso, el propietario de un
periódico de provincias me preguntó: «¿Alquila usted su periódico por una
concesión de su gobierno o percibe un salario anual?».
Pronunciamos nuestros discursos, luego comenzaron a formularnos
preguntas. Un periodista dijo que había vivido en Moscú durante la década de
1930; en aquella época los extranjeros estaban mejor, podían ir a todas partes,
a excepción de Asia Central, y la censura era moderada, pero en la actualidad,
según tenía entendido, se controlaba cada movimiento e imperaba la censura.
Tuve que responder y eché toda la culpa a la guerra, añadiendo que yo no era
un censor, sino un periodista. Otro redactor se indignó: ¿por qué los rusos
daban largas con los visados? El general guardaba silencio; tuve que
intervenir de nuevo: «No soy yo quien concede los visados. Si por mí fuera, se
los daría a todo el mundo: en mi opinión, cuantos más periodistas puedan
viajar mucho mejor. Quizá sea por eso que no me encargan a mí la tarea de
expedir visados». Los estadounidenses se echaron a reír, se había roto el
hielo. Galaktiónov contestó a una pregunta sobre el desarme. De pronto, un
periodista muy gordo, con un enorme cigarro en los labios (se parecía al
burgués de los carteles propagandísticos), se levantó y preguntó al general:
«Dígame, ¿podría exigir su periódico la dimisión del primer ministro Stalin y
su sustitución por Mólotov o Litvínov?». Mijaíl Romanóvich se volvió hacia
mí; vi su rostro teñido de miedo: «¡Responda! ¡Usted está acostumbrado!».
Respondí con calma: «No, está fuera de nuestro alcance. Debo recordar a
nuestros colegas que en países diferentes existen regímenes diferentes». A los
americanos les gustó la franqueza de la respuesta, y a la mañana siguiente leí
en los periódicos que en mí se daba una «mezcla de sinceridad y cinismo».
Antes del banquete pasamos por el hotel. Mijaíl Romanóvich repitió varias
veces: «¡Qué horror!».
El hotel era ultramoderno. Por la noche llegué a la habitación
completamente agotado y quise abrir la ventana, pero sin éxito. Comencé a
tocar los botones: salió un chorro de aire frío, se encendió y apagó la luz, sonó
con gran estruendo la radio, pero la ventana no se abrió. Al final caí extenuado
en la cama, y por la mañana, apenas me hube despertado, me precipité a la
ventana, maldiciéndome por mi atraso e ineptitud técnica. No me había
atrevido a llamar a la camarera por temor a que pensaran: «¡Qué salvajes
estos rusos!». El secretario de la embajada me sorprendió en pijama junto a la
ventana. «Es hora de ir a la reunión». Respondí: «No, antes debe abrir esta
ventana». Lo intentó y con tranquilidad llamó a la camarera, que explicó con
una sonrisa: «La ventana no se abre, la calle está llena de polvo, el aire limpio
llega por el conducto de ventilación». Al secretario le encantó: «¡Tienen
ustedes una técnica maravillosa!». Pero yo me sentí a disgusto: ni siquiera se
podían abrir las ventanas, así sería el nuevo siglo…
No tardé en comprender que un habitante de la vieja Europa no puede
encontrarse cómodo en el Nuevo Mundo. Símonov disfrutaba de aquel confort
nunca experimentado antes, de que su novela militar se hubiese convertido en
un superventas, de tener treinta años. De Galaktiónov hablaré más adelante. En
cuanto a mí, temía parecer un viejo gruñón. Viajé por el país observando todo
a mi alrededor, encontrándome con cientos de personas; por la noche apuntaba
mis impresiones, las conversaciones. En un artículo observé: «En la vida de la
humanidad, Estados Unidos ocupa un puesto de primer orden, y no se puede
entender nuestro siglo sin entender Estados Unidos. Le han dedicado cientos
de odas y panfletos, es fácil ensalzarla o mofarse de ella, lo más difícil es
comprenderla. Detrás de la complejidad de la técnica a veces se esconde la
sencillez de espíritu, y detrás de esta sencillez, una auténtica complejidad
humana».
Con algunos americanos conseguí trabar amistad, pero debo reconocer que
me sentía más a gusto con los europeos, ya fueran viejos amigos, como Tuwim,
Chagall, Stefa, Gerassi, Roman Jakobson, Le Corbusier, o personas que veía
por primera vez, como Einstein, Kusevitski, Sholem Asch, Oskar Lange. Y,
cuando en Nueva Orleans encontré viejas casas europeas con balcones, sonreí
feliz.
En Estados Unidos dudé por primera vez de la validez incuestionable de
las tradiciones, los valores aceptados y los gustos. Cinco años después viajé a
China, luego a Latinoamérica, la India y Japón. Pero entonces ya sabía hasta
qué punto era diverso el mundo y comencé a recurrir cada vez menos a la vara
de medir europea o rusa. Mi viaje a Estados Unidos constituyó, en el fondo,
una primera salida o, si se quiere, mi escuela primaria. Por este motivo lo
abordaré con mayor detalle que otros de mis viajes.
6

Antes, cuando veía en las películas estadounidenses un aguacero diluvial, me


parecía un recurso artístico del director. Resultó que la lluvia en Estados
Unidos no es como en Europa; todo, por lo demás, es excesivo: el bochorno,
los huracanes, las inundaciones. Los frutos y las bayas son muy grandes y
hermosos, pero carecen del gusto y del aroma al que estamos acostumbrados.
El ex vicepresidente de Estados Unidos, Henry A. Wallace, se llevó de la
Unión Soviética algunas matas de «fresas rusas», poco atractivas, pequeñas,
con manchas verdes, pero sorprendentemente aromáticas. Se aficionó a la
horticultura y encontramos una pasión común aparte de la política. Me condujo
a su huerto, y me costó reconocer las fresas rusas: eran el triple de grandes,
pero el aroma había desaparecido.
Recuerdo la primera noche en Nueva York. Los hoteles estaban tan llenos
que el cónsul me procuró una habitación en el decimoctavo piso, en una calle
estrecha de Broadway. No pude pegar ojo: al lado se desgañitaban unos
borrachos, en la habitación se filtraban los reflejos de los rótulos luminosos.
Pasé la mitad de la noche de pie, junto a la ventana; ardía el cielo sobre
Broadway, se erguían los rascacielos, tronaba el jazz, y abajo, como en el
desfiladero de una montaña, se extenuaban manadas de seres humanos. Era
magnífico e insoportable.
Un día comí con Le Corbusier en un pequeño restaurante francés de la
calle 42. Me preguntó por la guerra, sobre lo que había ocurrido en nuestras
ciudades, habló de arquitectura. Un hombre extraordinario. En aquella ocasión
me dijo con una sonrisa irónica: «Pronto me caerán encima sesenta años y
todavía he construido muy poco. No me lo permiten. Soy un hombre de
derrotas». Como todos los innovadores, Le Corbusier creó la esencia,
mientras que las personas desean un arte en que la esencia esté aguada. Hoy en
día las ideas de Le Corbusier triunfan en todas partes, triunfan los arquitectos
que han estudiado con él, que lo imitan, pero que afrontan con sobriedad su
trabajo. Le Corbusier no pensaba en los clientes, sino en el estilo de la época.
Construyó edificios-manifiestos: en Marsella y en Río de Janeiro, en Lyon y en
Bogotá, en Nueva York y en el Punjab. Erigió enormes rascacielos y grupos de
pequeñas casas; combatió con las calles, protegió los árboles y los nervios del
hombre; reivindicó la libertad para el sol. Murió gozando de reconocimiento
universal. Durante nuestro primer encuentro en Estados Unidos le dije que la
arquitectura de Nueva York me entusiasmaba y al mismo tiempo me oprimía.
Sonrió: «Siempre ha sido usted un romántico, incluso cuando defendía el
constructivismo. ¿Sabe qué es Nueva York? Una tierra de hadas catastrófica».
Siempre es peligroso formarse una opinión de una persona o un país que
no se conoce demasiado, y luego explicarlo todo en base a un esquema fijado
de antemano. Sabía de Estados Unidos por los libros de escritores
estadounidenses, por los relatos de amigos; había observado en Estados
Unidos lo que llamamos «americanización» y me había hecho una idea
convencional del Nuevo Mundo. Todo resultó exacto a la par que incorrecto: a
veces superficial, a veces unilateral y, por consiguiente, injusto. Por supuesto,
la gente tenía mucha prisa, pero, al mirar con atención, vi que aquella prisa era
más una forma de vida que el contenido de su existencia. Podía ver mucha
confusión, manifestaciones de burocratismo y pasiones humanas enmarañadas.
En la calle la gente se daba empujones; los periodistas se sentaban en mi
cama; las personas gesticulaban no sólo con las manos, sino también con los
pies; cuando me invitaban, sabía de antemano que alguien se sentaría en el
suelo y que una chica se quitaría los zapatos; discutían y se daban palmaditas
amistosas en la espalda; se comportaban con aire desenvuelto y, a veces,
según mi vara de medir europea, con falta de modales. Oía hablar de la
rapidez con que se hacía carrera, del modo en que los rivales se pisoteaban
unos a otros, de cómo un millonario se transformaba de un día para otro en
pobre, mientras que al pobre de ayer lo veías de pronto conduciendo un
Cadillac. Todo esto no se debía tanto a una codicia particular o a una
brutalidad congénita como a la juventud de aquella sociedad.
Durante mi vida he visto más de una vez a hijos que desbancan a los
padres, y a padres indignados por la ingratitud, la mala educación, la
ignorancia de los hijos. Es, por lo visto, la eterna historia. Muchas cualidades
y defectos de Estados Unidos están relacionados con su edad. «¡Qué jóvenes
son!», me decía ora conmovido, ora irritado. Personas de todo el mundo
habían inundado aquellos vastos espacios ricos y desiertos, y entre aquella
gente no podían faltar los desesperados, los fracasados más enérgicos, los
astutos joviales, los soñadores incorregibles, los primeros en escapar de un
teatro en llamas y los últimos en abandonar una taberna. Sholem Aleijem
escribió: «En Estados Unidos la gente no vive, en Estados Unidos la gente se
salva. El pueblo se formó de “quienes se salvaron”. Llegaron aquí ingleses,
italianos, judíos, irlandeses, polacos, ucranianos, serbios, alemanes,
escandinavos. Y la fusión se produjo con rapidez. La gente traía consigo una
muda y una gran voluntad de vivir; por lo que respecta a las tradiciones
seculares, uno no puede cargarlas en un barco. Los inmigrantes comenzaron
con el abecé. Así nació una nación que estaba predestinada a ocupar el
proscenio de la historia en el futuro».
En Nueva Orleans me condujeron a una vieja taberna; los estadounidenses
la frecuentaban como si fuera un monumento histórico. El edificio tenía casi
cien años. Era un día bochornoso, con aquel calor húmedo que extenúa a
cualquier europeo, y los estadounidenses también estaban empapados en
sudor; bebían cócteles helados junto a una gran chimenea encendida: la
chimenea, la leña, todo aquello era insólito, un tiempo remoto, Pompeya.
La edad del país también está relacionada con el modo de vida
seminómada. Después de Estados Unidos, Europa me pareció una casa en la
que había vivido mucho tiempo con las ventanas cerradas. Los
estadounidenses cambian a menudo de casa, y la gente de clase media no se
lleva siquiera los muebles: es más caro transportarlos que comprarlos nuevos:
no existe el apego europeo por los viejos trastos familiares. Los
estadounidenses se trasladan de ciudad en ciudad, de un estado a otro.
Casi no vi turismos de poca cilindrada: los obreros compran coches
grandes que en una época costaron mucho dinero, pero que ya han recorrido
cientos de miles de kilómetros. ¿No hay trabajo? El individuo carga con su
familia, los cachivaches y se marcha en busca de la felicidad (nosotros, en la
década de 1930, lo llamábamos «perseguir el rublo largo», es decir, «buscar
gangas, dinero fácil»). Un estadounidense decidió llevarme a dar una vuelta en
su coche; era casi la hora del lunch; se detuvo junto a un restaurante y tocó el
claxon. Le sacaron bandejas con carne, cerveza y café. Tuvimos que comer en
el coche, pero no teníamos prisa. Nos limitábamos a dar vueltas por aquellas
carreteras maravillosas, dejando atrás casitas de un solo piso parecidas entre
sí. Vi un recinto: los automóviles entraban en él y en la pantalla se proyectaba
una película. También vi en un gran parque de Nueva York, por la noche,
muchos coches con los faros apagados. Los amigos me contaron que para las
parejitas el automóvil sustituye la habitación de hotel. A veces la policía hace
redadas.
En unos grandes almacenes vi a un hombre comprar un traje y tirar el que
llevaba puesto. Mi amigo Gilmor, que me acompañó al sur, compraba casi a
diario una camisa; decía que era más fácil que lavarla.
No llegué a Estados Unidos desde la Hélade antigua, desde Italia o
España; con todo, me sorprendió su extraordinaria estandarización. Las
ciudades se parecían entre sí. Veía las mismas calles, las mismas casas, los
mismos letreros, las mismas corbatas en Detroit y en Jackson. El articulito de
un periodista mordaz se publicaba a la vez en cincuenta periódicos; se
repetían los chistes, las anécdotas, los sermones.
Las conclusiones se imponían por sí solas, y parecía emerger la figura
clásica de Babbitt. Pero yo no tenía prisa por llegar a las conclusiones. Me
decía: «Todo es así, pero al mismo tiempo no es así».
Me hacían reír los anuncios en los periódicos sobre las misas
dominicales: eran como incentivos a patrocinar un espectáculo de feria: una
iglesia prometía una película en color de tema bíblico; otra trataba de seducir
con el gancho de un óptimo bufet. Para los estadounidenses, a todas luces,
estos anuncios no eran un sacrilegio. En Alabama hicimos una visita a un
profesor; nos invitaron a comer, todos nos sentamos a la mesa; el profesor se
levantó y recitó una oración improvisada: rogaba al Señor que reinase la paz
entre nuestras dos grandes naciones. A juzgar por los rostros de los miembros
de aquella familia, rezaban en serio. Estuve en una comida organizada por el
editor de New York Times. Junto a cada plato había una tarjeta, y yo pensé que
se trataba del menú; resultó ser un anuncio por una cara y por la otra una
plegaria. En aquella ocasión nadie rezó…
Poco después de llegar a Estados Unidos, Símonov y yo recibimos una
invitación para una cena a cargo de una organización judía. El cónsul dijo que
debíamos asistir sin falta, pues aquella organización había recolectado más de
dos millones de dólares para los orfanatos de la Unión Soviética. Vino mucha
gente, querían escuchar a los «rojos», como nos llamaban los periódicos.
Nosotros comíamos sobre una especie de tribuna, y los invitados abajo,
sentados a unas mesas pequeñas. Un profesional de las recolectas de dinero
(no un rabino, sino un pastor) hacía las veces de anunciador y sacaba dólares
con habilidad. La gente ofrecía cien o doscientos dólares. Algunos extendieron
cheques de mil dólares, y el pastor les daba las gracias sentidamente entre los
aplausos de la concurrencia. Yo debía tomar la palabra, y lo hice venciendo
una ligera náusea. En mi discurso recordé que los presentes tenían una gran
deuda con el pueblo soviético y que, si sólo habían pagado una mínima parte
de esta deuda, no había motivo para sentirse orgulloso ni aplaudir. Dije
asimismo que, en nuestro país, los hombres daban la vida con mucha más
modestia que la que había visto allí al donar dólares. Uno de los
organizadores me trajo unas pastillas, convencido de que la dureza de mis
juicios se debía a que padecía un trastorno nervioso.
Sinclair Lewis, claro está, no inventaba nada; en Birmingham yo mismo
escuché este piropo: «Tiene un aspecto de cien mil dólares». Por supuesto, el
culto al dólar se había difundido mucho. Sin embargo, en Estados Unidos me
encontré con muchos idealistas desinteresados. En Nashville vivía un abogado
modesto llamado Farmer. Creía en la idea de un «gobierno mundial». Luego
esta idea fue usada por los políticos con fines que no eran ni por asomo
humanitarios. Pero Farmer estaba convencido de que un gobierno mundial
salvaría a la humanidad de la guerra. Se había hecho predicador. Quiso que lo
acompañara de visita a la granja de su padre y allí, mientras comíamos, hizo
de todo para convertir a su padre a la nueva fe. En Nueva Orleans conocí a un
ingeniero que antes de la guerra había construido una máquina para mecanizar
la recogida del algodón; le ofrecieron una jugosa suma de dinero por la
patente, pero, después de hablar con un amigo economista, destruyó su
invención ante el temor de que la máquina privase del pan a decenas de miles
de trabajadores agrícolas. Veía a entusiastas blancos que tomaban la palabra
en público, en Misisipi, contra la opresión ejercida sobre los negros. Estuve
presente en la primera manifestación en contra de la bomba atómica. A finales
de la década de 1940, el pastor estadounidense John Darr trabajaba con el
Movimiento de los Partidarios de la Paz. Anotaba en el cuaderno las
conversaciones que le parecían importantes: quería comprender las sutilezas
de la interpretación marxista de los acontecimientos. Una delegación de los
Partidarios de la Paz fue invitada a China. Naturalmente, el pastor también
apuntó allí todas las palabras sabias y necias de sus interlocutores. Aunque los
mismos chinos anotaban escrupulosamente cada palabra mía y del resto de los
invitados, la manía del estadounidense por tomar notas les pareció sospechosa
hasta el punto de que informaron a Moscú. El ingenuo y honestísimo pastor se
convirtió en un espantapájaros. Él se dio cuenta y volvió a Estados Unidos,
donde, por otra parte, no renunció a propugnar la paz, aunque cualquier
iniciativa de este tipo estaba expuesta a un sinfín de contrariedades. El verano
de 1965 acudieron muchos pacifistas estadounidenses a un congreso en
Helsinki: sacerdotes, cuáqueros, partidarios del desarme universal, mujeres
indignadas por la guerra en Vietnam, personas valientes y desinteresadas.
¿Cómo explicar todo esto? He aquí a lo que le daba vueltas en la cabeza
en 1946. En París los edificios tienen más o menos la misma altura (seis o
siete pisos), pero en las ciudades estadounidenses de provincia las casas son
de un piso, mientras que en el centro se levantan los rascacielos. Estados
Unidos es tan rico en contrastes que es para perder el juicio. En el período de
entreguerras nos entusiasmamos por la literatura estadounidense: Hemingway,
Faulkner, Steinbeck, Caldwell. Al llegar a Estados Unidos me di cuenta de que
en torno a sus nombres se había hecho el vacío. En el estado de Misisipi
algunos intelectuales no conocían a Faulkner ni siquiera por el nombre, aunque
el autor vivía al lado, en la ciudad de Oxford. Me asombró que no hubiese una
literatura para el público medio: Hemingway o el Reader’s Digest, Faulkner o
tebeos estúpidos. Vi magníficas películas de Ford, Wyler, Welles, Mamoulian,
pero en los cines de los alrededores se proyectaban farsas triviales,
melodramas atroces, almibarados u obscenos.
Hacía tiempo que deseaba asistir a una reunión de los miembros del Lyons,
un club con sucursales en todas las ciudades. Justo en el sur, a poca distancia
de la ciudad de Faulkner, estuve presente en una comida de dicho club. El
presidente golpeó un martillo de madera contra la mesa, y los miembros del
club, en gran medida comerciantes, rugieron todos a coro: era tan ridículo que
a duras penas pude contener la risa. La comida terminó, y los «leones»
volvieron a sus ocupaciones, mientras yo caminaba por la larguísima Main
Street y pensaba: muy bien, pero ¿de dónde sale Faulkner?
En Nueva York fui a ver a John Steinbeck. Ya antes de la guerra, en París,
me había maravillado su novela De ratones y hombres. Vivía en el centro de
Nueva York, en una casa de un piso: un auténtico lujo. En Hollywood habían
hecho varias películas a partir de sus novelas; Steinbeck echaba pestes de esas
películas, echaba pestes de muchas cosas, y entretanto bebía whisky con hielo.
Estábamos sentados en un amplio taller (la mujer de Steinbeck es pintora). Me
dijo: «Si se escupe en las fauces del león, el león se amansa». (Me acordé más
de una vez de estas palabras, que son ciertas respecto a leones de pelajes
variados). Algunos años después Steinbeck viajó a la Unión Soviética. Me
dirigí con él a Zagorsk, quería ver a los artesanos que tallaban animales de
madera. Antes estos artesanos trabajaban bien, pero, cediendo a la influencia
del naturalismo, comenzaron a fabricar mercancía de ese tipo. Cuando el
artesano acabó a grandes rasgos la figura de un oso, Steinbeck le pidió que se
lo vendiera tal como estaba. El artesano se ofendió: «¡Usted quiere que en
Estados Unidos se rían de nosotros!». Pero Steinbeck estaba maravillado:
«¡Aquí sí que hay arte!». Y añadió: «También cuando se escribe una novela es
preciso saber parar a tiempo».
Hace poco, quince años después de aquel viaje, volví a ver a Steinbeck.
Desde entonces ha escrito mucho, ha conocido fracasos y triunfos. Estaba
sentado en mi casa, grande, robusto, y yo no dejaba de pensar: «¡Hasta qué
punto está vinculado a Estados Unidos!». Un país joven donde los hombres no
envejecen: viven y luego caen. No sé si Steinbeck es capaz de parar a tiempo
cuando escribe una novela. No se lo he preguntado. Creo que no existe en el
mundo un autor que se conozca a sí mismo; los escritores, ocupados con sus
propios personajes, no tienen tiempo para reflexionar sobre ellos mismos.
Naturalmente, Steinbeck se ha vuelto una persona más tranquila, he sentido en
él el peso y la indulgencia del séptimo decenio de vida, pero, no obstante,
continúa siendo fuerte, indómito, parecido a su país.
Ahora comprendo un poco mejor a los estadounidenses. Pero en 1946 me
preguntaba: ¿de qué vive Steinbeck, de qué vive Estados Unidos? No eran
preguntas ociosas; no sentía la curiosidad del turista o el interés del etnógrafo:
veía que después de la guerra muchas cosas habían cambiado. Todo dependía
de la vía que tomase ese país rico, extraordinariamente civilizado y al mismo
tiempo medio salvaje.
Cientos de estadounidenses se esforzaron en demostrarme que ellos son las
personas más libres y que esto se explica por la iniciativa privada, la
mentalidad de los pioneros, la importancia que se da a los individuos. Al
escuchar estos discursos se podía pensar que uno tenía ante sí a anarquistas
españoles y que Truman era un aprendiz de Bakunin. En realidad, he visitado
ciudades en que las compañías privadas no suministraban sólo la electricidad
y el gas, sino también el agua; en las carreteras nuestro coche paró varias
veces para pagar algún peaje porque el camino pertenecía a algún hombre de
negocios o al dueño de una plantación; el puente sobre el Misisipi era
explotado por una sociedad anónima. En 1946 el gobierno había lanzado una
campaña a favor de la austeridad. Vi por todas partes anuncios: «No olvidéis
que en el mundo quinientos millones de personas padecen hambre. Heinz:
cincuenta y siete tipos de salsas». Pregunté al presidente de la Cámara de
Comercio de Jackson por qué la firma Heinz, para hacer publicidad de sus
salsas, recurría a frases humanitarias. El presidente sacudió la cabeza: «Al
contrario, la firma Heinz trata de ayudar al gobierno. A las declaraciones
oficiales no se les da crédito, mientras que Heinz goza de un gran prestigio».
Al mismo tiempo las autoridades se entrometían con toda tranquilidad en la
vida privada de los estadounidenses. En Nueva York, en el hotel de Broadway
donde viví una semana, una noche hicieron una redada; arrestaron a una pareja
de recién casados de provincia porque no tenían el certificado de matrimonio.
En algunos estados se celebraban bodas sin trámites burocráticos, y el estado
de Nevada se había enriquecido por lo fácil que era allí divorciarse. En el
vagón restaurante, el camarero, llevándose el vaso de whisky que tenía ante
mí, me dijo: «Estamos pasando a través de un estado en que rige la ley seca».
Fui a ver al científico Vladímir Zvorikin, el inventor del iconoscopio.
Vivía cerca de Filadelfia en una casa prodigiosa. Me habló largo y tendido de
la rapidez con que se desarrollaba en Estados Finidos la ciencia. Sabía que
Einstein y Fermi debían mucho a Estados Finidos. Roman Jakobson me había
hablado durante una noche entera del futuro de una nueva ciencia: la
cibernética. En Princeton había visto aulas maravillosas, laboratorios,
bibliotecas. No obstante, en Jackson y en Knoxville tuve dificultades para dar
con una librería.
Describí mis impresiones contradictorias en mis artículos. Esas
impresiones eran, como es natural, fortuitas y en algunos casos seguro que
contenían errores: es difícil comprender en poco tiempo la vida de los otros.
Sin embargo, no caí en la tentación de satirizar a Estados Finidos. En 1946, la
Guerra Fría se estaba gestando con gran rapidez y los estadounidenses que la
fomentaban se alegraban con algunos artículos publicados en nuestros
periódicos. La revista Harper’s Magazine, que participaba en la campaña
antisoviética, publicó una traducción de mis artículos, admitiendo en los
comentarios: «No son importantes los detalles particulares, sino las
impresiones generales que el lector soviético se llevará de estos artículos. No
verán en Estados Unidos aquel monstruo rudo, codicioso, mecanizado y sin
corazón, tal como era representada en el pasado por los espiritualistas
europeos; por ejemplo, André Siegfried. […] Los artículos del señor
Ehrenburg se publicaron en Izvestia de junio a septiembre, en el período de la
ahora famosa “purga cultural” de la cual fueron víctimas muchos escritores y
directores de cine». En Izvestia se publicó un artículo de fondo: «“¿Qué
pueden aprender los mejores exponentes de la sociedad soviética, los
creadores de su cultura, de los intelectuales ‘a la moda’ de Occidente y
Estados Unidos, que representan la desintegración moral y la putrefacción del
régimen capitalista?”. Al leer esto, hemos pensado con espanto en un pasaje
del cuarto artículo del señor Ehrenburg: “Podemos aprender mucho también de
los escritores estadounidenses, de los arquitectos e incluso (pese a la
asombrosa trivialidad de la producción media) de los directores de cine
americanos”. Expresamos nuestra preocupación por que estos artículos hayan
llevado al señor Ehrenburg a una posición suicida. Esperamos que haya
tomado la precaución de quitarse la corbata». (Los periodistas antisoviéticos
esperaban verme muerto y hasta el día de hoy no han logrado perdonarme el
hecho de que siga vivo).
Sin embargo, mis artículos no sólo estaban dictados por el deseo de
apagar el fuego de la Guerra Fría. Entendía que los europeos comenzaban a
parecerse a los estadounidenses en su apego a las comodidades, en la
tendencia a simplificar la vida interior en el culto a la tecnología y al deporte.
Quería animarme pensando en los nuevos intelectuales que había conocido en
Nueva York, Boston, Nueva Orleans, y trataban de demostrar que muchos
estadounidenses comenzaban a parecerse a los europeos: «Estados Unidos no
es un mundo fosilizado, está en movimiento perpetuo. Los puritanos de ayer se
transforman en neurasténicos alcoholizados, en personajes de Hemingway. Los
hijos de los bautistas y los metodistas leen New Yorker, que se burla del
“americanismo”. En general, ningún europeo conseguirá emular a los
estadounidenses en cuanto a burlarse de uno mismo se refiere, y en esto se ve
también una garantía de progreso. Estoy convencido de que los
estadounidenses que despotrican contra Estados Unidos son, en realidad,
patriotas fervientes. Son los nuevos pioneros, sacudidos también por la fiebre,
pero no la “fiebre del oro”: buscan valores espirituales; los rascacielos no los
satisfacen y se burlan de estos edificios, pero no porque prefieran las chozas,
sino porque anhelan ideas y sentimientos elevados».
Probablemente, todo esto sea correcto, pero «una historia se cuenta
pronto», mientras que la historia se mueve en zigzag. En todo el mundo se
asistió al progreso de las ciencias naturales. Los estadounidenses se sintieron
desconcertados al constatar la superioridad de la técnica soviética en ciertos
campos; sin embargo, todo esto estaba vinculado más con cálculos políticos y
militares que con la búsqueda de «ideas y sentimientos elevados».
En los años que ahora denominamos de «culto a la personalidad», la
cibernética se consideraba en Rusia pura charlatanería. La Gran Enciclopedia
Soviética habló de ella, por primera vez, en un tomo suplementario. Nuestros
especialistas en cibernética recuerdan con indignación el pasado: uno de ellos
transfirió ese resentimiento al arte, como si las persecuciones contra la nueva
ciencia fueran imputables a la «pasión anacrónica por Bach o Blok».
Entretanto, aquellos que prohibieron la cibernética miraban con recelo el arte.
He continuado y continuaré polemizando no tanto sobre Estados Unidos como
sobre el «americanismo». Leí con enorme interés el libro de Norbert Wiener
(aunque no lo entendí completamente), escuché música electrónica, creo
sinceramente que las máquinas son capaces de componer versos, lo hacen con
rapidez y en absoluto peor que muchos miembros de la Unión de Escritores.
Pero las máquinas no sustituyen, ni pueden sustituir, a Bach y Blok.
Tal vez, en un futuro próximo, los cohetes interplanetarios ofrecerán a las
parejas sin certificado de matrimonio una comodidad mayor que los Cadillac
o los Buick actuales; no son necesarias grandes dosis de fantasía para
imaginárselo. Pero no quiero pensar que las personas en el futuro carecen de
la cultura sentimental que diferencia el amor de los personajes de
Shakespeare, Goethe o Lev Tolstói de la cúpula de los pitecántropos.
Los antiguos representaban la idea de la sabiduría con una lechuza, y Marx
decía que la lechuza emprende el vuelo cuando caen las tinieblas. Es una
lástima que se comience a reflexionar en muchas cosas cuando llega la noche
de la vida.
7

Nuestro viaje a Estados Unidos se consideraba como «devolver una visita»:


en 1945 tres periodistas estadounidenses habían viajado a la Unión Soviética.
La Guerra Fría cumplía sólo sus primeros días. Los estadounidenses habían
entablado negociaciones con el gobierno soviético para aumentar la tirada de
la revista America, que se publicaba en ruso para aliviar el trabajo de los
corresponsales estadounidenses en Moscú, y el secretario de Estado Byrnes
decidió mostrar su buena voluntad. Todos los periódicos se hicieron eco:
«Tres periodistas rojos han sido invitados a conocer Estados Unidos. Viajarán
con libertad por el país a expensas del gobierno de Estados Unidos». Nos
negamos a aceptar el dinero, pero por lo que respecta a la autorización de
viajar con libertad por el país decidimos sacar provecho de ella. Galaktiónov
prefería quedarse en Nueva York, donde había muchos funcionarios
soviéticos, pero, siguiendo el consejo del embajador, decidió pasar unos días
en Chicago. Cuando fuimos recibidos por el adjunto de Byrnes, Benton, el
general declaró que estaba interesado en conocer el funcionamiento de los
grandes periódicos de Chicago. Símonov optó por la Costa Oeste: Hollywood.
Llegó mi turno: «Querría visitar los estados del Sur». Benton trató de
disuadirme: demasiado lejos, las comunicaciones aéreas eran malas y, a
veces, no se encontraban buenos hoteles. Rebatí que de Moscú a Washington la
distancia era mayor, que podía viajar en tren y que, por lo que respectaba a las
comodidades, no es que estuviéramos muy acostumbrados a ellas. Benton
repitió que éramos libres de escoger.
Marquis Childs, un comentarista de Washington (o «columnista» como los
llaman en Estados Unidos), cuyos artículos se publican en decenas de
periódicos a la vez, escribió: «Está muy claro por qué Ehrenburg —el más
brillante y agresivo de los tres— ha escogido la “ruta del tabaco”.
Cínicamente espera encontrar en el Sur el tipo de cosas que le convengan para
sus historias». (Al mencionar la «ruta del tabaco» no se refería, como es
natural, a mi pasión por el humo, sino al libro de Caldwell).
Lo confieso: en lo que menos pensaba era en Caldwell o en la posibilidad
de hacer acopio de material para mis artículos. Quería comprender un
fenómeno que desde hacía tiempo era un misterio para mí: la situación de los
negros en Estados Unidos. De joven, estaba convencido de que el progreso
liberaría inevitablemente a los hombres de las supersticiones y la intolerancia.
Sabía que los estados meridionales de Estados Unidos estaban muy atrasados
con respecto a los septentrionales, que había poca industria y muchos
analfabetos, y veía en esto la explicación de los prejuicios raciales. Sólo
cuando el racismo triunfó no en un país lejano, al otro lado del océano, sino en
la Alemania que tan bien conocía, comprendí mi ingenuidad. El destino de los
negros estadounidenses ya no constituía un fenómeno excepcional; el racismo
había entrado a formar parte de la vida de nuestro siglo. Cuando decidí visitar
los estados sureños, no tenía en mente mis artículos, sino la guerra recién
terminada de la que aún no me había liberado, pensaba en muchas atrocidades
con las que me había topado en la vida, buscaba la solución al enigma, trataba
de comprender una época llena de contradicciones.
Durante los primeros días de mi estancia en Nueva York, comprendí que
en el Nuevo Mundo abundaban los viejos prejuicios.
En los quioscos se veían decenas de periódicos publicados en Estados
Unidos en distintas lenguas: italiano, polaco, yiddish, alemán, español, griego,
armenio, ucraniano, serbio, etc. Fui a parar a un barrio italiano; había ropa
blanca tendida, en las trattorias los comensales enroscaban con el tenedor los
largos espaguetis, alguien cantaba, y tuve la impresión de estar en Génova o en
Nápoles. En el barrio judío se vendían pepinos en salmuera, turrones,
aguardiente; había letreros en ruso y en polaco; un anciano que parecía un
personaje de Bábel bebía té en la calle y reflexionaba: «Sulzberger dice que
ama a un Dios, si no hebreo, al menos estadounidense, pero, con toda
seguridad, este Dios estaba tan absorto en la lectura del Times que ni siquiera
se dio cuenta de que incendiaban el gueto de Varsovia».
Los nombres de las ciudades recuerdan a cada paso que la gente llegó aquí
procedente de todas las partes del mundo: Nueva York, Nueva Orleans,
Manchester, Ámsterdam, Pekín, París, Odesa, Toledo, Fráncfort, Cantón,
Cambridge, Moscú, Berlín, Roma, Oxford, Córdoba… En cualquier rama de
la ciencia se encuentran apellidos por los que resulta claro que, si no el propio
científico, al menos su abuelo debió de nacer en Irlanda, Polonia, Alemania o
Rusia. Quería comprender por qué en un país donde se mezclaban todas las
razas, todas las nacionalidades, todas las lenguas, había florecido el racismo y
una jerarquía nacional única.
La aristocracia había conocido la jerarquía de los linajes: el noble de
vieja alcurnia mira con altivez al noble de fecha reciente, y este último
desprecia al burgués; en Francia, en lo más alto del escalafón, estaban los
príncipes; detrás, iban los duques, los marqueses, los vizcondes, los barones y,
por último, los hombres ordinarios cuyos apellidos iban precedidos por la
preposición de. Se consideraba que por las venas de los aristócratas corría
«sangre azul». Pero Estados Unidos nunca conoció el feudalismo, ni la sangre
azul. No obstante, de algún modo misterioso para mí, habían creado su propia
jerarquía de sangre: en la cima de la pirámide figuraban los ingleses, los
escoceses, los escandinavos, los holandeses; luego venían los alemanes,
seguidos por los franceses y los eslavos; aún más abajo se encontraban los
italianos; casi abajo del todo, los judíos, los chinos, los portorriqueños, y,
abajo del todo, los negros. Había círculos en los que no se admitía a los
eslavos ni a los italianos. En cuanto a los judíos, me explicó su situación un
estadounidense locuaz: «Con ellos se come, pero no se cena. La comida es un
encuentro de negocios, en el restaurante y sin mujeres. Con los judíos se puede
hacer negocios, pero no frecuentarlos». Me enseñaron hoteles donde no se
admitía a judíos: se trataba a menudo de balnearios cerca del mar o de un
lago.
Algunos días después de llegar a Nueva York, algunos amigos me
acompañaron al barrio negro de Harlem donde conocí a periodistas,
escritores, actores, músicos; con algunos de ellos hice amistad.
En teoría, en Nueva York los negros gozaban de todos los derechos, pero
en las casas donde vivían los blancos no alquilaban habitaciones para negros.
Vivían en Harlem, que, huelga decirlo, era un gueto. Una vez volví de allí
tarde por la noche. El taxista me acompañó hasta la frontera del gueto; me
explicó que no podía ir más allá porque no encontraría pasajeros para la
vuelta; llamó a un taxi con un conductor blanco y tuve que cambiar de coche.
Se veían negros ricos, por supuesto, incluso algunos de ellos ocupaban cargos
estatales (eran pocos y los cargos no eran importantes, pero se guardaban las
apariencias); sin embargo, la mayoría de negros realizaba el trabajo no
especializado: mozos de cuerda, basureros, guardianes, ascensoristas,
fregonas, lavanderas. En Harlem vi un «hospital de camisas», como se
llamaban ciertos talleres donde las camisas se remendaban en pocos minutos:
el cliente, semidesnudo, esperaba la única camisa que tenía.
Si un negro entraba en un restaurante regentado por un blanco se le decía
con amabilidad que todas las mesas estaban reservadas. Si se arriesgaba a
encontrar un trabajo más digno, le informaban con gentileza de que la vacante
ya estaba ocupada. Quería invitar a mis amigos negros adonde yo me alojaba.
Me advirtieron que no les dejarían subir: como yo vivía en el piso
decimosexto les dirían que el ascensor estaba estropeado.
A los estadounidenses les gustaba la música negra, los cantantes y actores
negros. Las compañías teatrales de negros representaban a menudo funciones
en Broadway. La platea estaba abarrotada de blancos que aplaudían. Pero los
actores que querían cenar después del espectáculo tenían que acudir a un
restaurante francés, italiano o judío. En un restaurante estadounidense les
dirían que todas las mesas estaban ocupadas…
El racismo contagió incluso a quienes eran víctimas de él: conocí a negros
antisemitas. Y un judío a quien alguien ofendió, gritó: «¿Por qué me habla en
este tono? ¡No soy negro!». En Washington un mulato me contó la desgracia
que le había ocurrido: su hija se había enamorado de un negro.
Comencé a prepararme para el viaje. Unos amigos prometieron
presentarme a un sureño de ideas progresistas que me aconsejaría sobre qué
lugares visitar. Daniel Gilmore era hijo de un almirante; antes de la guerra
dirigía una revista literaria de izquierdas, Friday (en París se publicaba un
semanario con el mismo nombre, lo dirigían Jean-Richard Bloch y André
Chamson). Dijo que me llevaría en su coche. Era un golpe de suerte
inesperado: sin él no lograría encontrar aquellos andurriales del Sur.
El Departamento de Estado me informó de que me acompañaría el director
de la edición rusa de la revista America. Nelson era hijo de un emigrante ruso
y hablaba el ruso a las mil maravillas. Se reveló una persona llena de tacto, y
establecimos una buena relación.
Nelson se dirigía a las autoridades locales, y me invitaban a las comidas
oficiales: el presidente de la Cámara de Comercio, el editor de un gran
periódico, o un funcionario encargado de las cuestiones de cultura. Gilmore
conocía a mucha gente, me acompañaba a las redacciones de los periódicos
negros, a ciudades perdidas, a las plantaciones de algodón. Pude hablar con
cientos de personas, profesores, plantadores, pastores, dirigentes sindicales,
artistas y obreros.
Nos hallábamos en Alabama cuando Gilmore me contó que el columnista
Sam Grafton quería describir el viaje del escritor soviético por el Sur y que
pedía permiso para unirse a nosotros. Proseguimos el viaje los cuatro, en un
Buick destartalado pero cómodo.
Quién sabe por qué a mis compañeros de viaje les gustó la costumbre rusa
de dirigirse a las personas por su nombre y patronímico. Así que conmigo
viajaban Daniel Goratsevich Gilmore, Bill Benedíktovich Nelson y Sam
Noemovich Grafton. Nos hicimos amigos, y los sureños más de una vez se
refirieron a nosotros como los «rojos». Pernoctábamos en hoteles grandes, en
moteles, en pequeñas habitaciones que los lugareños nos alquilaban. Los
sureños eran muy hospitalarios, nos invitaban a comer o a cenar. Tuve suerte:
pude viajar como un turista estadounidense.
En Nashville pasé un día entero en Fisk, una universidad privada negra
donde estudiaban cerca de setecientos jóvenes que se preparaban para
convertirse en médicos, pedagogos, abogados, pero sabían que sólo podrían
curar, instruir y defender a gente «de color». Entre los profesores estaba el
gran químico Brady, que me contó en qué condiciones se veía forzado a
trabajar. En la universidad para blancos tenían laboratorios muy bien
equipados, pero allí no se le permitía poner un pie, tampoco podía utilizar la
biblioteca universitaria; cuando necesitaba alguna información recurría a un
joven blanco que iba a la biblioteca en su lugar. No obstante, lo enviaban a
congresos internacionales: para Nashville era un negro y para el exterior, un
eminente científico americano.
(En un artículo el famoso zoólogo Ralph Lillie, profesor en la Universidad
de Chicago, dedicado a la memoria del biólogo Dzost, muerto a principios de
la guerra, escribió: «Toda su actividad científica tiene un aspecto trágico: en
Estados Unidos era un negro. […] En Europa lo acogieron amistosamente y
resulta fácil comprender por qué se condenó a un exilio voluntario, pero es
una pena que sus conocimientos y su devoción infinita por la ciencia no hayan
podido utilizarse en su propia patria»).
Una estudiante de Nashville, una muchacha pelirroja con la cara pecosa, se
puso a hablar conmigo en ruso. Su padre era negro y su madre de Odesa; ella
se llamaba Lilian Valtfield. A simple vista nadie la habría tomado por negra,
pero su pasaporte decía: «De color».
Nos acercamos a visitar la presa de Tennessee: una construcción enorme
realizada por Roosevelt. Esta central eléctrica había transformado la
economía de los estados del Sur. Admiraba las carreteras, las casas, los
parques, pero en todas partes veía la inscripción «For coloured» y pensaba
con aire lúgubre que era mejor dar la espalda a esta técnica maravillosa si iba
asociada a semejante desprecio por el hombre.
Mientras nos dirigíamos al Sur, Bill Benedíktovich me contó cómo
funcionaba en Estados Unidos la instrucción pública y cuánto dinero se
gastaban en sanidad los ciudadanos. En Misisipi vi cómo vivían los negros
que tenían arrendada una pequeña extensión de tierra o los trabajadores
agrícolas. En chabolas oscuras hormigueaban familias numerosas, y todos
dormían en el suelo. Nos encontramos con muchos analfabetos: no había
suficientes escuelas para negros, vimos a personas a las que nunca había
examinado un médico, pues una visita costaba lo que ganaba una familia entera
en tres meses.
El cordial propietario de una gran plantación, que nos ofreció manjares del
Sur, nos dijo: «Conmigo los negros están bien. Incluso los dejo ir a la iglesia».
Sam Grafton salió impresionado de una choza de aspecto miserable: nunca
había estado en el Sur. Le dije: «Ve, yo también he sido útil en algo. Gracias a
mí el Tío Sam ha conocido al Tío Tom». Nelson también visitaba el Sur por
primera vez y se sentía abrumado: ya no hablaba de asistencia médica ni de
instrucción pública.
Pienso en el río Misisipi, largo, amarillo brillante; en las viejas fábricas
donde vivían los héroes «poetizados» de Mitchell, y recuerdo una comodidad
y un bienestar con los que nuestra Saltichija[1] ni siquiera soñó, y las chozas
oscuras, hediondas, el corrosivo olor humano, el hambre en el reino de la
abundancia, un trabajo inhumano y además acompañado de reiterados insultos:
«¿Adónde vas, sucio negro?». (Oí estas palabras en una parada de tranvía: no
había sitio en la plataforma, mientras que los vagones en los que sólo tenían
derecho a viajar los blancos estaban casi vacíos).
Siempre es difícil asistir al dolor, a la miseria y a la pobreza del prójimo;
me he dado cuenta más de una vez en casa, en España, en la India. Pero sólo
una vez en mi vida me he sentido ultrajado por la humillación de alguien.
Ocurrió en Nueva Orleans, donde estaba invitado a una casa agradable, entre
personas buenas e instruidas, conocidos de Gilmore. Uno de los invitados, un
hombre alto y rubio, resultó ser arquitecto. Hablamos de urbanismo, de Le
Corbusier, luego de pintura. Me atormentaba la sed, hacía un calor
insoportable. ¿Por qué no íbamos al bar de al lado para proseguir la
conversación? Nadie apoyó mi propuesta. Media hora después pedí un vaso
de agua. El arquitecto se levantó: era hora de irse a casa. Cuando salió, la
anfitriona me explicó que según el pasaporte era coloured y, por tanto, no
podía entrar en el bar, dado que en la ciudad lo conocían. Me sentí
avergonzado: le había puesto en una situación difícil. Se me habían pasado las
ganas de beber y, a decir verdad, también las de vivir.
Otra vez experimenté una terrible sensación de vergüenza, cuando una
mulata de piel muy clara me contó que un mozo de cuerda, sin intuir que era
«de color», la había acomodado en un vagón para blancos; el tren se había
puesto en marcha, y a ella no le dio tiempo a salir. Un blanco llamó entonces
al mozo del vagón y le ordenó que sacara a aquella mujer «de color». La chica
no parecía en absoluto una mulata; el mozo, compasivo, le susurró: «Le he
explicado que es usted judía y que por eso tiene el cabello negro». Entre risas,
la muchacha concluyó su relato: «Y yo estaba tan asustada que no me podía
mover». En aquel momento me avergoncé por primera vez de ser judío: me
habría gustado ser un judío negro.
Los partidarios de la «discriminación racial», o, hablando claro, los
racistas, trataban de justificar las usanzas del Sur. Existe una desigualdad
natural entre las razas, decían. Será necesario que pasen siglos para que los
negros alcancen el nivel de los blancos. Ahora es difícil comunicarse con
ellos, primero hay que instruirlos, crear para ellos condiciones decentes y
darles trabajos para los que estén preparados. Esto último lo he oído repetir
muchas veces. Me lo dijo un jurista a cuya casa nos habían invitado a cenar.
Su joven mujer añadió que, tanto si estaba bien como si no, todos los
americanos sentían repulsión física por los negros. (Sentí repugnancia hacia
aquella mujer joven y bonita, pero, como era su invitado, guardé silencio).
Nos levantamos, y la anfitriona dijo que nos mostraría a su primogénito,
nacido un mes antes. El bebé fue traído de la habitación por una negra gorda,
robusta, con los dientes de un blanco inmaculado: amamantaba al hijo de los
amos…
En el Birmingham industrial muchos negros trabajaban en las fábricas
metalúrgicas. Entramos en casa de un obrero negro; vivían en la miseria, pero
con decoro; en una pequeña habitación vivían cinco personas. Nos pusimos a
hablar del trabajo y de la vivienda. Luego le pregunté qué relación tenía con
sus compañeros blancos. «En el trabajo bien». «¿Frecuenta a alguno de
ellos?». «No». «¿Y van a su casa?». «Nunca. Usted es el primer blanco que
pone un pie en esta casa».
En Nueva Orleans visité el sindicato de los marinos. El secretario me
mostró la sede y me comentó que a su sindicato lo tachaban de «rojo»: los
negros asistían a las asambleas generales, mientras que en otros sindicatos
había secciones especiales para los coloured. «Aquí están los puestos
reservados para los negros», dijo el secretario. Los bancos no eran peores que
los otros, pero los negros se sentaban aparte.
Recuerdo una conversación larga y sincera con el abogado Robertson. Era
un buen hombre al que le indignaba la discriminación racial y se esforzaba en
ayudar de todas las maneras posibles a los negros. Me habló de condenas
monstruosas. Una mujer se había prendado de un negro de nombre Willy
McGee, un camionero. Lo dejaba entrar en su casa, las vecinas chismorreaban
al respecto. Un día el marido llegó de improviso, y la mujer se puso a gritar:
«¡Socorro, me están violando!». Todos, incluidos los jueces, sabían que la
mujer mentía, pero en el tribunal nadie despegó los labios. En vano trató el
abogado de salvar a Willy McGee, que fue condenado a pena de muerte. En la
pequeña ciudad de Albertville, seis blancos habían violado a una negra; todos
sabían que eran culpables, pero los habían absuelto. Robertson citó también
otras causas judiciales en el estado de Misisipi. Le pregunté a qué se debía,
según él, la vigencia del racismo. Respondió: «Me desagrada tener que
admitirlo, pero nos lo inculcan desde niños, estamos todos intoxicados. En
casa tenemos una empleada negra, a la que mi mujer y yo tratamos bien. Hace
poco dio a luz, y llamamos al médico. Fuimos a ver al niño y de pronto me
sorprendí pensando: “Sí, es un ser vivo, pero no es blanco”. ¡Me doy asco a
mí mismo!».
Me di cuenta de que todo iba más allá de la terrible epopeya de Hitler. Es
cierto que en Estados Unidos no hubo un Auschwitz ni un Treblinka. Y los
casos de linchamiento cada vez eran más escasos. No obstante, en 1946, en los
estados del Sur estaban vigentes unas leyes que recordaban muchísimo a las de
Globke (que hasta hace poco había ocupado un cargo muy importante en la
Alemania Occidental). Pero los esclavistas del Sur no eran innovadores. Siete
párrafos de la ley promulgada en el siglo XII por el rey Alfonso X de Castilla y
León —conocido como el Sabio y que, en efecto, protegía la astronomía y
otras ciencias— proclamaban la discriminación entre cristianos y judíos y
establecían para los segundos restricciones muy similares a las que existían,
en pleno siglo XX, para los negros en los estados meridionales de Estados
Unidos.
Sé que ahora han cambiado muchas cosas. Incluso los reaccionarios
estadounidenses han comprendido que África se ha rebelado y que la
persecución de los negros en Estados Unidos excluye la posibilidad de
mantener buenas relaciones con los estados de Africa de reciente formación.
Incluso dentro de Estados Unidos se observan cambios en la manera de pensar.
Por supuesto, es una buena noticia que, cien años después de la declaración de
guerra contra los poseedores de esclavos racistas, se haya aprobado una ley
otorgando derechos electorales a los negros del Sur. Sin embargo, este
acontecimiento ha coincidido con derramamientos de sangre en las calles de
Los Ángeles y con tiroteos en Alabama y en Misisipi, con el odio acumulado
por los oprimidos hacia los opresores y con la secreta hostilidad de los
«liberadores» liberales hacia los liberados. No basta con abolir las
aborrecibles leyes; es necesario que se produzcan cambios en el interior de
las personas. Ninguna legislación, ni siquiera la más avanzada, puede
erradicar de la conciencia los viejos prejuicios, que se esconden, que se
camuflan, que buscan nuevas justificaciones que se adapten a la vida moderna
para reaparecer en toda su nauseabunda desnudez. No he descrito mi viaje al
Sur para censurar a los estadounidenses; este libro no es una colección de
artículos políticos. Me limito a meditar sobre lo que he visto y he vivido y me
gustaría encontrar una salida. Tal vez tenía razón cuando, de joven, pensaba
que la luz ahuyenta las tinieblas; sólo que en aquellos años ahora lejanos a
menudo confundía la instrucción con la educación y el saber con la conciencia.
La salida, con toda probabilidad, reside en el desarrollo armonioso del
individuo, pero esto exige una gran fuerza interior, mucha racionalidad y
también bastante tiempo. Sin embargo, a menos que los hombres acometan esta
empresa, tendrán una muerte indigna de ellos: veremos triunfar las armas
atómicas sobre la frágil «caña pensante» y los hombres morirán con
independencia del color de la piel o de la forma de la nariz.
8

Me parecía que había perdido la capacidad de asombrarme: había cruzado el


océano en un avión, visitado varios países, conocido a varios hombres
célebres y a veces incluso a grandes personas, sobrevivido a tres guerras, a
una revolución, al año 1937, al fascismo, a la victoria, y de improviso, el 14
de mayo de 1946, me quedé sorprendido como un muchacho que ve por
primera vez un fenómeno natural extraordinario: me llevaron a Princeton y me
encontré cara a cara con Albert Einstein. Pasé con él sólo unas pocas horas,
pero las recuerdo bastante mejor que muchos acontecimientos importantes de
mi vida: se pueden olvidar las alegrías, las adversidades, pero el asombro no
se olvida, se graba en la memoria.
Había visto, por supuesto, a Einstein en fotografía, ¿y quién no? Pero en
persona tenía otro aspecto, tal vez porque las fotografías eran antiguas o acaso
porque el objetivo de una cámara no es como el ojo humano. Einstein tenía
entonces setenta y siete años; los larguísimos cabellos blancos lo hacían más
viejo y le daban un aire de músico dieciochesco o de ermitaño. Llevaba un
suéter y su sempiterna estilográfica sobresalía de su cuello alto, justo debajo
de la barbilla. Sacaba un cuaderno del bolsillo del pantalón. Tenía unos rasgos
agudos, bien perfilados, y los ojos sorprendentemente jóvenes, ahora tristes,
ahora atentos, ahora concentrados, de pronto risueños y provocativos, como
los de un niño. Al principio me pareció muy viejo, pero bastó con que se
pusiera a hablar, bajase rápidamente al jardín o me lanzara una mirada alegre
de burla para que esta primera impresión desapareciera. Einstein era joven
porque poseía aquella juventud que los años no pueden apagar; lo había dicho
él mismo en una frase dicha como de pasada: «Vivo y me siento perplejo,
quiero comprender…».
En Julio Jurenito, que escribí en 1921, relataba que había leído un texto
divulgativo sobre la teoría de la relatividad. En muchos campos de la ciencia
soy absolutamente ignorante (pero, por suerte, me doy cuenta); eso se explica
por mi formación incompleta. Conseguí leer ese texto, pero sin entenderlo del
todo; algunas cosas me limité a intuirlas. Durante el viaje de Nueva York a
Princeton, me sentía inquieto: ¿de qué podía hablar con un gran científico,
pobre ignorante de mí? Expresé mis temores al literato judío Brainin, que me
acompañaba. Me respondió que Einstein era un hombre sencillo, que me había
invitado porque estaba interesado en Rusia y en el peligro de un nuevo
conflicto. Esto no me tranquilizó. Pero bastó con que Einstein se pusiera a
hablar para que los temores se desvanecieran. Por supuesto, respondí a sus
preguntas, pero ahora me parece que sólo hablaba él y que yo era el único que
escuchaba, con la boca abierta de admiración.
Me sorprendía todo en él: su aspecto, su biografía, su sabiduría, su fervor
juvenil, pero lo que más me asombraba era estar sentado allí, tomando café y
escuchando a Einstein.
(Una vez acabé sentado junto a Joliot-Curie, durante una reunión del
Consejo Mundial de la Paz. Los oradores repetían uno tras otro verdades
sabidas por todos, mientras que Joliot-Curie, inclinada sobre mi oído, hablaba
del destino de los físicos. Evidentemente, alguna frase lo empujó a expresar
estos pensamientos. «Los físicos son como los poetas. Hacen descubrimientos
en su juventud. Como si estuvieran inspirados. Fermi elaboró la teoría de la
emisión beta a los treinta y tres años. Rutherford demostró su genio a los
treinta y dos. De Broglie y Pauli realizaron importantes descubrimientos a los
treinta y uno. Dirac a los veintiséis. Y ¿sabéis cuántos años tenía Einstein
cuando formuló la teoría de la relatividad? ¡Veintiséis!». Los ojos de Joliot
brillaron con malicia, luego se puso serio: «Pero es preciso escuchar lo que
dice», y yo apunté las palabras de Joliot en un proyecto de resolución).
Sí, mi agitación, mientras me dirigía a Princeton, se debía a la grandeza
del hombre. Recordaba que en 1934 Langevin me había dicho: «Einstein ha
revolucionado todas las ciencias naturales. Antes que él los físicos creían
saberlo todo, pero él ha demostrado que hay otro conocimiento. La física
moderna comienza con él, y no sólo la física, sino también la ciencia».
Einstein rompía con las viejas ideas sobre el científico encerrado en su
laboratorio circunscribiéndose a su especialidad. Sabía que era amigo de
Romain Rolland, que en 1915 se había posicionado contra la guerra, que había
luchado contra el fascismo, y el hombre que encontré me ayudó a comprender
muchas cosas de nuestra época contradictoria.
(Mucho más tarde leí sus Notas autobiográficas, los recuerdos de sus
amigos, y entendí que mi admiración era natural. Su vida parecía un impetuoso
río montañoso. Comenzaré por el pasaporte: había sido súbdito alemán, luego
ciudadano suizo y, por último, estadounidense. En el momento de su
descubrimiento genial era tenido por «un especialista de tercera fila de una
oficina de patentes de Berna». Tres años después, cuando los científicos más
avanzados de todo el mundo ya hablaban del descubrimiento de Einstein, sólo
un par de estudiantes asistían a las lecciones y conferencias que daba en la
Universidad de Berna. Pronto se comenzó a hablar de él no sólo en las
reuniones científicas, sino también en los tranvías. Einstein dio cursos en
Zúrich, Praga, Berlín, Leiden, Pasadena, Princeton; visitó muchos países de
Europa, fue a la India, a Palestina, al Japón. ¡Con quién no se encontró en
vida, con quién no mantuvo conversaciones sinceras! Y no hablo sólo de los
científicos, con los que es natural que tuviese vínculos de amistad. Citaré
algunos encuentros imprevistos sobre los cuales escribió o bien mencionó en
el curso de nuestra conversación: Romain Rolland, Bertrand Russell, Kafka,
Charlie Chaplin, Rabindranath Tagore, Chicherin (comisario del pueblo para
Asuntos Exteriores), Martin Buber (el historiador del hasidismo) y Bernard
Shaw, el rey Alberto de Bélgica, la cantante negra Marian Anderson,
Roosevelt y Nehru. Detestaba las recepciones, los aplausos y lisonjas e
intervenía en público en contadas ocasiones; le encantaba tocar el violín, era
un jardinero apasionado, amaba el deporte de vela (incluso escribió un
artículo sobre las dificultades de navegar en yate), y al mismo tiempo no había
acontecimiento en el mundo ante el cual no reaccionase con pasión y
abnegación. Durante los años de la Primera Guerra Mundial, al enterarse de
que Romain Rolland se había opuesto a la ceguera nacionalista, fue a verle a
Suiza y se posicionó públicamente contra la contienda. Con valentía saludó la
Revolución de Octubre y condenó el militarismo alemán. El fascismo encontró
en él un enemigo implacable. Él no era nacionalista, ni alemán, ni judío, ni
estadounidense. Mientras recolectaba dinero para fundar una universidad judía
en Palestina, dijo: «He visto cómo se burlaban de los judíos en Alemania. Mi
corazón sangraba. Ha visto cómo los alemanes movilizaban las escuelas, las
revistas satíricas y todos los medios de propaganda para aplastar en mis
hermanos judíos la fe en sí mismos». Einstein hizo todo lo que pudo por
España, empeñada en defender su dignidad. Colaboró con muchas
organizaciones que luchaban contra la amenaza de una nueva guerra mundial.
Se apartó de la sección cultural de la Sociedad de Naciones que, según sus
declaraciones, favorecía a los fuertes y alentaba a los agresores. En Estados
Unidos declaró públicamente que era partidario del socialismo y amigo de la
Unión Soviética. Se refirió a la discriminación de los negros como «esa
mancha negra en la conciencia de todo estadounidense». Durante la Segunda
Guerra Mundial ayudó a recaudar fondos para la Unión Soviética. Condenó las
armas atómicas, anatematizó la Guerra Fría, abogó por el desarme mundial; un
mes antes de morir estaba trabajando en el texto de una alocución que deberían
haber firmado él, Bertrand Russell y Joliot-Curie. Tenía muchos enemigos.
Algunos científicos trataron durante mucho tiempo de refutar sus
descubrimientos, temiendo que minara sus pequeñas reputaciones, adquiridas
sin reparar en ningún medio. Los nazis lo odiaban: para ellos era ante todo un
judío. Nació una organización Anti-Einstein, integrada por varios físicos
conocidos, incluso algunos laureados con el Nobel. Esta organización se
ocupó de perseguirlo sistemáticamente: saboteaban sus conferencias,
publicaban panfletos y octavillas pseudocientíficos. En 1922 los Camelots du
Roi, al enterarse de que Einstein tenía previsto viajar a París, organizaron una
manifestación en contra suya. Cuando Hitler llegó al poder, Einstein fue
condenado a muerte in absentia, y se ofreció una jugosa recompensa por su
cabeza. En 1933 los oscurantistas exigieron que se prohibiese a Einstein la
entrada en Estados Unidos. En 1945 el congresista John Elliott Rankin propuso
en la Cámara de los Representantes «castigar a un agitador de nombre
Einstein» que se había atrevido a hablar mal del régimen de Franco. Cinco
años después el mismo Rankin declaró: «Un viejo charlatán, un tal Einstein,
que se hace llamar científico, cuando en realidad es miembro del bando
comunista…». De Einstein se ocupó también el famoso Comité de Actividades
Antiestadounidenses.
En una libreta he encontrado algunas frases de Einstein que anoté en cuanto
volví a Nueva York. De los estadounidenses decía lo siguiente: «Son como
niños, a veces encantadores, a veces desatados. Está mal que los niños
jueguen con cerillas. Sería mejor que jugaran con cubos»; «No creo que el
estadounidense medio lea menos que la media europea, pero lee otras cosas y,
sobre todo, lo hace de manera diferente. Una vez pregunté a un estudiante si
había leído cierto libro y él me respondió: “Creo que sí, pero no lo recuerdo.
Pero se trata de un libro publicado hace algunos años, estará anticuado”. Un
tipo así se interesa sólo por lo nuevo… Aquí saben olvidar deprisa. Durante
la guerra, la reacción de los estadounidenses al oír la palabra Stalingrado era
quitarse el reloj de la muñeca para mandárselo a un soldado del Ejército Rojo.
Mijoels y Féffer veían que sucedía eso. Ahora, al oír la misma palabra,
muchos tienen un reflejo completamente distinto: mostrar a los rusos que
poseemos la bomba atómica. Por supuesto, es el resultado de una campaña de
prensa»; «En África Central existía una pequeña tribu…, digo “existía” porque
ha transcurrido mucho tiempo desde que leí sobre ella. Los miembros de esta
tribu llamaban a los niños Montaña, Palmera, Alba, Gavilán. Cuando uno
moría, su nombre se convertía en tabú y había que buscar nuevas palabras para
designar a la montaña o el gavilán. Como es natural, esta tribu no poseía
historia ni tradiciones ni leyendas y, por consiguiente, no podían desarrollarse:
casi cada año tocaba empezar todo desde el principio. Muchos
estadounidenses se parecen a los miembros de esta tribu»; «En la revista The
New Yorker leí un reportaje interesantísimo sobre Hiroshima. Encargué por
teléfono cien ejemplares y los distribuí entre mis estudiantes. Uno de ellos,
después de darme las gracias, dijo entusiasmado: “Una bomba prodigiosa”.
Por supuesto, no todos son así, pero resulta muy doloroso… Di un discurso en
otoño. Me parece que pronto tendré que hacerlo otra vez».
Durante nuestra conversación Einstein volvió a la cuestión de la bomba:
«Ya ve, nada es más peligroso que fiarse de la lógica. ¿Está convencido de
que dos más dos son cuatro? Yo no… Es terrible que haya muerto Roosevelt:
él no lo habría permitido».
(Sólo más tarde me enteré de lo que se denomina el «drama de Einstein».
Un mes antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, algunos amigos de
Einstein, también físicos, le informaron de que en Alemania estaban
trabajando en la creación de la bomba atómica. Tras la ocupación de
Checoslovaquia, los nazis disponían de uranio. Los amigos persuadieron a
Einstein de que escribiera a Roosevelt para ponerlo al corriente. En 1945,
cuando quedó claro que los nazis no habían tenido tiempo de fabricar la
bomba atómica, Einstein, al enterarse de que los estadounidenses sí la tenían,
escribió por segunda vez a Roosevelt, esta vez para rogarle que no recurriera
a aquella arma espantosa. Roosevelt murió antes de recibir la carta, y el nuevo
presidente, Truman, varios meses después dio la orden de lanzar las bombas
sobre Hiroshima y Nagasaki).
Supe que Einstein estaba interesado en El libro negro. Llevaba conmigo
algunos materiales ya publicados y fotografías. Einstein los examinó con
atención, luego levantó los ojos y vi en ellos dolor. Sus labios se
estremecieron levemente. Dijo: «Más de una vez he dicho que las
posibilidades del conocimiento humano son infinitas e infinito es lo que
debemos conocer. Ahora pienso que la bajeza y la crueldad también son
ilimitadas».
Me preguntó adónde me disponía a ir. Respondí que al cabo de dos días
viajaría al Sur: quería conocer las condiciones de vida de los negros. Einstein
dijo: «Viven en condiciones terribles. ¡Es una vergüenza! Las acciones de los
gobiernos de los estados sureños incurren en algunos puntos de la Ley de
Acusación de Núremberg». Unos minutos después, en el jardín, donde un
fotógrafo comenzó a atormentarnos, Einstein me contó que, mucho tiempo
atrás, una estadounidense joven y hermosa que defendía la discriminación
racial le formuló una pregunta muy común en Estados Unidos: «¿Qué diría si
su hijo quisiera casarse con una negra?». Le respondí: «No lo sé. Querría
conocer a la novia. Pero si mi hijo me dijera que va a casarse con usted, sin
duda perdería el sueño y el apetito». (En sus ojos apareció un brillo
desafiante).
Me preguntó sobre la Unión Soviética. Después dijo: «Estoy convencido
de que muy pronto la economía rusa se recuperará. En general, tengo confianza
en Rusia. Dígame, ¿ve a menudo a Stalin?». Respondí que nunca había
conversado con él. «Es una pena. Me habría gustado saber qué tal es como
hombre. Un comunista me dijo que me había quedado rezagado porque
sobrevaloro el papel del individuo. Por supuesto no soy marxista, pero sé muy
bien que el mundo existe fuera de los juicios subjetivos del individuo. Sin
embargo, éste desempeña un papel muy importante… De Lenin tengo una idea
mucho más precisa: he leído sobre él y he hablado con personas que lo
conocieron. Lenin suscita respeto no sólo como político, sino también por sus
valores morales».
Transcribí una frase pronunciada por Einstein, no recuerdo en qué
momento de la conversación: «Me causó una gran impresión Los hermanos
Karamázov. Es uno de esos libros que rompen cualquier concepción
mecanicista del mundo interior del hombre, de las fronteras entre el bien y el
mal».
Al despedirse, me dijo: «Lo importante ahora es no permitir la catástrofe
atómica… Está bien que haya venido a Estados Unidos, está bien que vengan
aquí muchos rusos y hablen con nosotros… La humanidad debe revelarse más
inteligente que Epimeteo, quien tras abrir la caja de Pandora no logró volver a
cerrarla… ¡Hasta la vista! ¡Venga por aquí de nuevo!».
Diez días después oí por la radio una voz conocida: Einstein hablaba del
peligro letal que se cernía sobre la humanidad: era necesario llegar a un
acuerdo con los rusos, renunciar a las armas atómicas, desarmarse en lugar de
armarse. Einstein quería cerrar la caja de Pandora.
Mientras lo escuchaba, recordaba la pequeña casa gris, las persianas
verdes, los libros, los manuscritos, las pipas quemadas: todo parecía
abandonado, como si el dueño de la casa hubiese abandonado las pequeñas
comodidades cotidianas por un mundo sin fronteras. Recordé al anciano con la
estilográfica asomándole por el cuello del suéter. Vi sus ojos luminosos, los
cabellos blancos zarandeados por el viento de primavera.
9

Ocurrió en Nueva York, al inicio de mi estancia en Estados Unidos. Me estaba


probando unos pantalones en el taller de un sastre cuando de pronto me vi
deslumbrado por un flash. El fotógrafo me aseguró que quería tomarme una
fotografía en la calle y que aquélla sólo la había tomado en broma, de
recuerdo, y que no saldría publicada. Pero, naturalmente, al día siguiente la
encontré en un periódico de la tarde. El periodista informaba de que
Ehrenburg había rechazado el cierre con cremallera y preferido los botones
tradicionales. En lugar de echarme a reír, me enojé, y cuando me encontré con
el redactor del periódico unos días más tarde, le pregunté por qué había
publicado aquella fotografía: después de todo, yo no era una estrella del
celuloide, sino un hombre de avanzada edad. «En Estados Unidos existe el
interés por la persona», me explicó el redactor. «Pero ¿por qué por sus partes
inferiores?», le pregunté. Me miró un instante con aire perplejo, después
rompió a reír: «¡Bravo! Tiene un sentido del humor típicamente americano.
¡Mañana publicaré también este chiste!».
Al principio me sorprendieron muchos periódicos estadounidenses, pero
luego me acostumbré y dejé de prestarles atención. Lo que me preocupaba
eran los primeros síntomas de lo que un año después se bautizó con el nombre
de Guerra Fría.
Recuerdo que en Knoxville, hojeando un periódico local, de repente me
quedé petrificado: leí que en el Salmo 120 se habla de un lugar llamado
Mesec, donde viven personas que odian la paz, y que el profeta Ezequiel había
observado que en Mesec los hombres adoran al ídolo Gog, y que claramente
Mesec y Gog no eran sino Moscú. Por supuesto, Knoxville es una pequeña
ciudad de provincias; bastaba con soltar una risotada; eran tonterías e
histerismos. Pero al día siguiente, mientras conversaba con un granjero muy
hospitalario, éste me dijo: «¡Qué desgracia! Apenas acabada una guerra
tendremos que enfrentarnos a otra ya no contra los alemanes sino contra los
rusos». Lo dijo con la máxima naturalidad, incluso sin hostilidad, pero en un
tono más bien triste. Me parecía haber oído aquellos razonamientos antes,
incluso durante el proceso de Núremberg, y con motivo del primer aniversario
de la victoria sobre Hitler muchos recordaron que los rusos habían sido sus
aliados. Se confundía a la gente con noticias sensacionales. Y de pronto los
vendedores ambulantes de periódicos se ponían a gritar: «¡Los tanques rojos
van al ataque en Teherán!». Nadie recordaba los desmentidos, sino únicamente
el miedo experimentado. Preguntaba a los expertos en política extranjera por
qué consideraban inevitable una tercera guerra mundial. No citaban la Biblia,
pero decían cosas así: «Los rusos se disponen a ocupar Persia»; «En los
próximos meses atacarán Turquía. Moscú tiene ciertas pretensiones sobre
Grecia»; «Los rojos amenazan con declarar la guerra si Tito no obtiene
Trieste».
Permanecimos en Estados Unidos dos meses y medio, y en este breve
período cambiaron muchas cosas: los periódicos mostraban cada vez más su
hostilidad, las personas con las que nos encontrábamos se volvían más
cautelosas. Naturalmente, no era más que el inicio de la Guerra Fría. Aún era
posible que los aliados de ayer alcanzaran un acuerdo. Estuve en contacto con
políticos que trataban de defender la línea de Roosevelt (el ex vicepresidente
Henry Wallace, el ex embajador Davies, los parlamentarios Pepper, Coffee y
Thomas) y que tomaban la palabra junto con nosotros en los grandes mítines y
encuentros. A Madison Square acudieron veinte mil estadounidenses: hubo
discursos del embajador soviético Gromiko, de nosotros tres y de Davies. En
la penumbra viscosa de la enorme sala veía sonrisas amistosas.
Sin embargo, el estado de ánimo del estadounidense medio cambiaba a
ojos vistas. Me asombraba la fantasía de los periodistas vinculados a Hearst
Press: escribían mentiras a nuestra costa, aun estando a dos pasos. Muchos
periódicos aseguraban que yo viajaba bajo vigilancia de un agente del GPU, y
el simpatiquísimo Bill Benedíktovich se reía cuando lo presentaba así: «El
señor Nelson, agente secreto de la policía roja y colaborador del
Departamento de Estado». Llegué con Símonov a Boston; habíamos viajado de
noche y en la estación nos recibió un miembro del Consejo para la amistad
americano-soviética. Los reporteros se abalanzaron sobre nosotros y
respondimos a sus preguntas hasta que al final el representante del Consejo
dijo: «Dejadles desayunar, tomar aliento». El periódico de la tarde salió con
un enorme titular: «El cónsul ruso impidió a los escritores soviéticos hablar
con los representantes de la prensa». Pregunté al redactor por qué había
publicado semejante disparate, pues en Boston no había ningún cónsul ruso.
Respondió que se trataba de un malentendido. Alguien había dicho council, y
el periodista había entendido cónsul. Tal vez había sido así o tal vez no: más
de una vez he visto que, en cuestión de política, los malentendidos se explican
también con cosas entendidas demasiado bien y las absurdidades están
también llenas de sentido.
Los periódicos de Hearst me llamaban «agitador travestido», «camarada
cínico», «Iliá del Komintern». Esto sonaba casi académico. (Dos años
después los mismos periódicos, hablando sobre mí, recurrían a unas
definiciones más vistosas; recuerdo dos: «Aborto del Kremlin» y
«microcéfalo mercenario»).
Un amigo de Roosevelt me dio una explicación de la nueva política
estadounidense: «Truman no piensa en la guerra ni por asomo. Considera que
el comunismo amenaza algunos países de la Europa Occidental y que puede
triunfar si la Unión Soviética se recupera económicamente y prospera. Una
política intransigente por parte de Estados Unidos y los experimentos
nucleares obligarán a Rusia a emplear todas sus fuerzas y todos sus medios en
disponer del armamento más moderno. Los partidarios de la “línea dura”
hablan de la amenaza de los carros armados soviéticos, pero en realidad han
declarado la guerra a las cacerolas soviéticas».
Dos meses después de esta conversación Truman aconsejó al secretario de
Comercio Henry Wallace, favorable a la idea de un acuerdo con la Unión
Soviética, que presentara su dimisión.
En Estados Unidos, las personalidades eran amables con nosotros,
podíamos viajar libremente por el país, intervenir en reuniones; las ofensas las
recibíamos sólo por parte de algunos periodistas que trataban de adelantarse a
los tiempos. Apenas había comenzado el primer acto. En Canadá, en cambio,
nos mostraron las escenas del segundo acto. Queríamos ir a México y a Cuba,
adonde habíamos sido invitados, pero llegó un telegrama desde Moscú: nos
aconsejaban que aceptáramos la invitación de la Asociación para la Amistad
entre Canadá y la Unión Soviética y que diéramos conferencias en Toronto y
en Montreal. Tuvimos que acceder.
Mientras estábamos aún en Nueva York, vino a verme un diplomático
canadiense y me invitó a que visitáramos Ottawa después de Montreal, en
calidad de huéspedes del gobierno canadiense. Sonriendo, como corresponde
a un diplomático, me dijo que en Ottawa podríamos descansar pues los
invitados del gobierno debían abstenerse de hablar en público.
En cuanto cruzamos la frontera, enseguida nos dimos cuenta del tipo de
descanso que nos aguardaba. Justo en aquellos días tenía lugar un proceso
judicial contra algunos canadienses acusados de haber divulgado secretos de
carácter militar a la Unión Soviética. El principal testigo de la acusación era
un ex empleado de la embajada de nombre Guzenko, a quien habían
conseguido seducir con dinero y con la perspectiva de una vida cómoda. En el
proceso Guzenko era la estrella, llevaba una chaleco antibalas bajo la
chaqueta, los periódicos exaltaban su valentía. Dado que todos los Estados, ya
sean grandes o pequeños, cuentan con sus espías, a menudo estos asuntos se
manejan sin excesivo ruido, los periódicos se limitan a informar de que los
acusados «trabajaban en beneficio de una potencia extranjera». En este caso,
el gobierno canadiense (probablemente no por voluntad propia) lanzó una
encarnizada campaña contra la Unión Soviética, y cada día los periódicos
escribían acerca del «peligro rojo». En Ottawa, en torno a la embajada, se
agolpaban mercenarios y voluntarios que despotricaban contra Moscú. Así que
la atmósfera no era la más propicia para tener un conocimiento pacífico del
país.
Recuerdo la primera tarde en Toronto. Nos invitó a cenar a su casa el
propietario de un gran periódico, quien nos dijo que quería conversar sobre
cómo reforzar los vínculos culturales entre la Unión Soviética y Canadá y
alcanzar un entendimiento mutuo. Aquella misma noche iba a celebrarse una
cena del Comité para el Auxilio de la Rusia en Guerra a la que no podía faltar.
Le dije al propietario del periódico que me pasaría un rato. La cena había
transcurrido con normalidad: con el habitual mazo del presidente, los
discursos elevados, los cheques y aplausos. Conocía ya el programa y
representé con esmero el papel que me habían asignado. Mi anfitrión vivía
fuera de la ciudad, en una casa rodeada por un magnífico jardín. Al entrar en
el comedor, noté algo extraño. Galaktiónov estaba sentado inmóvil, con los
labios fruncidos, y Símonov hacía ver que observaba los grabados de las
paredes. Por lo visto mi aparición había interrumpido la conversación.
Sirvieron el café, pero no había tenido tiempo de tomar una taza cuando el
señor de la casa se volvió hacia Mijaíl Romanóvich y le dijo: «Así, deben
comprender que los canadienses, no sin razón, ven en cada visitante soviético
un espía». Me levanté y dije que estaba cansado, que quería dormir. Nuestro
anfitrión comprendió que se había extralimitado y comenzó a decir que amaba
Rusia, que estaba contento con nuestra visita. Nos quedamos unos diez minutos
más, luego nos fuimos.
Comenzaron las conferencias de prensa. En vano los canadienses de la
Asociación para la Amistad se esforzaban en aplacar a los periodistas. En
vano hablábamos de la vida y de la cultura del pueblo soviético. Nos
formulaban preguntas sobre espionaje, sobre los preparativos militares del
Kremlin, sobre la guerra inminente. Durante la primera conferencia de prensa
declaré: «Me gusta este país, me gusta este pueblo, pero me asombran dos
cosas. ¿Por qué ustedes, los periodistas, no hacen más que hablar de una nueva
guerra? ¿De veras no les interesa cómo vivimos, cómo hemos combatido,
como estamos reconstruyendo las ciudades destruidas? Además, según la
Constitución, Canadá es un país bilingüe, pero en la frontera no te entienden si
hablas en francés, lo mismo ocurre en Correos y también con los periodistas,
lo veo en vuestras caras, la mayoría no me entendéis».
Mis palabras fueron auténtico maná para la prensa francesa de Montreal y
de Quebec. Los periódicos de lengua francesa anunciaron en grandes
caracteres: «Ehrenburg considera que en Canadá se habla demasiado sobre la
guerra y muy poco en francés». Esto nos valió un trato relativamente benévolo
por parte de la prensa francesa, que era, en general, de extrema derecha.
Durante los primeros días preferíamos no responder a las preguntas sobre
el proceso, y algunos periódicos nos tacharon de cobardes. Cuando, durante
una cena organizada por la Legión Canadiense en honor de la prensa, me
volvieron a formular por décima vez la misma pregunta, me resultó imposible
guardar silencio. Todavía conservo un número de La Patrie en que se publicó
mi respuesta: «El gobierno soviético ha expresado ya lo que piensa al
respecto. Ahora le diré lo que pienso yo, que soy uno de tantos ciudadanos
soviéticos. Hay un aspecto jurídico en esta cuestión, y no pienso abordarlo.
Existe también un aspecto político. Vi a los soldados canadienses durante la
Primera Guerra Mundial. Se encontraban en uno de los territorios más
peligrosos del frente. Era un puesto de honor. Lo mismo se puede decir del
lugar ocupado por los canadienses durante la Segunda Guerra Mundial, en
Scheldt. Me parece que en la guerra verbal contra la Unión Soviética los
canadienses han ocupado la vanguardia. Pero difícilmente podría calificarse
de honorable. No entiendo por qué Canadá debe mostrarse tan instigadora.
Creo que sería mejor para todos nosotros si llegáramos a un entendimiento y
fuésemos amigos».
Como es natural, los periódicos comenzaron a acusarme de interferir en
los asuntos internos de Canadá. En Montreal las autoridades nos advirtieron
que era mejor anular el mitin previsto, pues se estaban organizando disturbios.
Galaktiónov, debido a su estado de salud, sobrellevó especialmente mal
aquellos acontecimientos. No obstante, el encuentro no se anuló. Hablé en
francés, y hablar sin intérprete en aquella ciudad era razón suficiente para
ganarse las simpatías del auditorio.
Quería acercarme un día a Quebec, echar un vistazo a esa vieja ciudad
francesa, pero un representante del gobierno me dijo: «En Quebec no hay una
sola habitación libre donde pernoctar».
Lo más desagradable fue nuestra estancia en Ottawa. Estábamos rodeados
de pequeños funcionarios. Pasamos el día en nuestra embajada, donde
pudimos descansar un poco y tratamos de distraer al personal, que estaba allí
instalado como en una especie de santuario.
El último día recibimos una invitación inesperada por parte del primer
ministro. Decidimos que acudirían al encuentro Galaktiónov y Símonov y me
excusé alegando que estaba cansado y que no me encontraba bien: de hecho,
yo era el principal blanco de los medios de comunicación. El primer ministro
comprendió el carácter diplomático de mi enfermedad y trató de alejar de sí
todo atisbo de duda. Cuando nos subimos al avión, sonreí: ¡gracias a Dios,
todo había acabado! El avión aterrizó en Albany. Nos retuvieron durante largo
rato en el aeropuerto, luego nos dijeron que el tiempo era desfavorable para
volar y que habían reservado billetes de tren para los pasajeros.
Pasamos varias horas en Albany: sin programa, sin periodistas, sin
amigos. Era la ciudad típica de provincias de Estados Unidos. Por las calles
paseaban jóvenes con trajes nuevos y corbatas brillantes; en los bares, sobre
altos taburetes, se sentaban individuos chillones y a la vez taciturnos: no
hablaban entre sí, pero de vez en cuando salían sonidos agudos y chirriantes
de sus gargantas: pedían un bourbon con soda, soltaban tacos o, con una gran
sonrisa, decían «Yes». En los escaparates de las tiendas bellas mujeres de
plástico, bañadas por una luz azul siniestra, recordaban el precio económico
de los vestidos veraniegos y la posibilidad de procurarse diez minutos de
felicidad. Nos sentamos en un bar, deambulamos por las calles, fuimos a la
estación a esperar el tren.
Aquel día en Albany se me grabó en la memoria por una conversación que
mantuve con uno de los parroquianos del bar. Parecía rondar los cincuenta
años; su rostro de color rojo cobrizo brillaba de sudor. Hacía mucho calor.
Había vivido dos años en Bruselas y hablaba bien el francés. Me contó su
historia: había tenido una infancia pobre, pues su padre era un pequeño
plantador del estado de Nebraska; de niño no había conocido la necesidad,
pero sí la pobreza. El padre lo mandó a la escuela de comercio. Después
comenzó a trabajar en una empresa de artículos sanitarios, donde inventó una
nueva manera de hacer publicidad, por lo cual obtuvo una suculenta suma de
dinero. Tras dejar el trabajo, se marchó a San Francisco, donde abrió una
pequeña charcutería e hizo fortuna en poco tiempo gracias a un especialista
húngaro huido de la cárcel. Pero enseguida se cansó del salami y se pasó a la
rama de los seguros. Encontró un empleo en Bélgica, pero la vida europea no
le gustó. Regresó entonces a su patria y comenzó a publicar en Kansas un
boletín financiero. Se le consideraba un hombre enérgico, su posición mejoró,
pasó por la vicaría. De pronto sobrevino la crisis, se arruinó, comenzó a
vender salchichas en un quiosco y pensó incluso en suicidarse, sobre todo
cuando se enteró de que su mujer se había enredado con el jefe de policía.
Pero todo viene y va: la crisis llegó a su fin, él se restableció, encontró un
socio y abrió una agencia de investigación en Cleveland. Se apasionó por la
política y participó en la campaña electoral, pero, a decir verdad, no tuvo
éxito. Trabajaba en favor de los republicanos, pero salió reelegido Roosevelt.
Entretanto volvió a casarse con una mujer viuda que aportó un hijo al
matrimonio así como todos sus ahorros. Compró una pequeña fábrica que se
dedicaba a la confección de cajas fuertes. Cuando lo de Pearl Harbor, la
fábrica comenzó a trabajar para el Departamento de Guerra y se expansionó.
Llegado este punto, se produjo un gran contratiempo: la mercancía de su
fábrica fue rechazada por defectuosa; los periódicos, pagados por un
competidor, exigieron un juicio. Tuvo que desembolsar una suma ingente de
dinero a abogados muy costosos. Todos hacían su agosto mientras él se iba a
pique. Pero la mujer decidió sacar todos sus ahorros, vendieron la fábrica y se
trasladaron a Albany, donde él se dedicó a la publicidad. Ahora las cosas le
iban bien. Tenía once empleados. El hijastro, tras retomar el buen camino,
había dado pruebas de una gran capacidad: había inventado una máquina de
anuncios luminosos que informaba del curso de la Bolsa y de las noticias
políticas, y, además, había obtenido en exclusividad la publicidad de Heinz,
de Camel y de tres bancos. En aquel momento les estaban ofreciendo dirigir la
sección parisina de una gran empresa; en la agencia de publicidad se quedaría
el hijastro…
Le pregunté si no estaba cansado de llevar una vida tan agitada. Me sonrió
con desdén: «No soy belga, no soy francés y no soy ruso: soy un auténtico
estadounidense. En mayo cumplí cincuenta y cuatro años, una edad magnífica
para un hombre. Tengo la cabeza llena de ideas. Puedo alcanzar aún la cima».
Después comenzó a filosofar: «No tengo nada en contra de los rusos.
Combatieron muy bien. Sin duda, se les dan bien los negocios. Pero he leído
en el Times que en vuestro país no existe la iniciativa privada, no hay
competencia, sólo pueden hacer carrera los políticos y los constructores,
mientras que el resto trabaja y recibe un salario. ¡Eso es terriblemente
aburrido! Si durante la gran depresión [como llamaba a la crisis económica de
finales de la década de 1920] me hubiesen dicho: te daremos un salario
decente, pero a condición de que no te traslades de un estado a otro y no
cambies de profesión…, me habría suicidado. ¿Lo entiende? ¡Claro que sí! En
Bruselas vi que la gente vivía con suma tranquilidad, ahorrando dinero para
los días de vacas flacas y degenerando: allí, todos los jóvenes son impotentes
espiritualmente».
Se acercó Símonov, diciendo que era hora de ir a la estación.
En el pulman estaba oscuro: todos dormían detrás de las cortinas echadas.
Sólo en el vagón que había al lado del lavabo se podía fumar, leer y beber
soda. Allí escribí el relato de aquel compañero de juerga casual.
Una semana después, en Boston, subimos a una motonave francesa, Île-de-
France. Antes de la guerra se consideraba una embarcación de lujo, pero
luego la habían empleado para el transporte de las unidades militares
americanas a Europa. Los soldados son siempre soldados y habían reducido
los elegantes salones y los camarotes a un estado propio de su devastación
espiritual.
En Boston los trabajadores portuarios se habían declarado en huelga.
Cargaban el equipaje los «esquiroles», pero había mucho equipaje. ¿Y quién
no estaba en Île-de-France? Estaban Jules Romains (a punto de convertirse en
académico o, como decían los franceses, en «inmortal», con uniforme y
espada), una comunista rumana que había pasado seis años confinada en una
cárcel de Bucarest, un belga fabricante de puros y un profesor checo. Se
marchaban todos a la Europa devastada, hambrienta, llevando consigo pellizas
y reservas de café, lavadoras y conservas. Durante el día, en la cubierta, se
podían captar retazos de conversación. Un estudiante italiano, enfervorizado,
gritaba que había llegado el momento de terminar con los «malditos
clericales». Una vieja aristócrata de Poitiers suspiraba: «Mi yerno me ha
escrito que en Francia huele a revolución. Según él, Bidault es honesto, pero
muy débil, así que ha permitido a Thorez instalarse en el Palais Matignon.
Entretanto los guerrilleros han escondido las armas. Claro, en Estados Unidos
se está más tranquilo, pero quiero morir en mi casa». Los jóvenes discutían
sobre los libros de Sartre, sobre si en Francia se instauraría el comunismo, si
habría que reconstruir o construir de nuevo las ciudades destruidas. Todos
estaban inquietos ante el encuentro con familiares, con amigos y con la patria,
abandonada hacía tantos años. No sé qué aspecto tendrían los buques que
llevaban a Estados Unidos a los emigrantes, pero el Île-de-France
transportaba a quienes no habían logrado asentarse en los ricos y saciados
Estados Unidos.
Los pasajeros se sentían agitados, pero el océano estaba tranquilo. A
menudo, de noche, permanecía en la cubierta apuntando mis impresiones de
Estados Unidos, o me adentraba en la oscuridad y admiraba la extensión de las
aguas. En una de aquellas noches escribí mis ideas sobre el viaje y pensé una
vez más en el estadounidense de Albany de tez cobriza. «En mi primera
juventud, cuando me uní a la organización clandestina, lo consideraba todo
conforme a los panfletos de Dónskaia riech [El discurso del Don], en que se
decía muy claro que el socialismo triunfaría ante todo en los países con una
elevada concentración de capital, con una industria avanzada. Ocurrió
exactamente lo contrario: en las montañas de Montenegro la gente grita:
“¡Belgrado-Moscú!”, y en Estados Unidos el capitalismo vive, si no la
juventud, sí una “edad magnífica para el hombre”, como dijo aquel de Albany,
que no era un aventurero casual, sino el exponente de un mundo aventurero.
Todo lo que valoraba no estaba, para él, de capa caída, sino en pleno auge. Es
preciso ponerse de acuerdo con Estados Unidos: en las próximas décadas no
se hará allí la revolución. La dificultad de llegar a un entendimiento es culpa
de los estadounidenses. En general son gente pacífica pero muy apasionada».
Pensaba con espanto en lo que había escuchado en Canadá. Ni siquiera allí
las cosas se habían desarrollado según el programa: los años de posguerra
comenzaban a transformarse en los de preguerra. Mientras yo quería acabar de
escribir la novela sobre la «tempestad» que había amainado, las personas con
las que había polemizado en Canadá ya habían conseguido despedirse del
pasado reciente: para ellas la tormenta sólo estaba comenzando, el viento
levantaba remolinos de polvo…
El océano se revolvía como un hombre preso de sueños agitados, pero
para el océano era una leve agitación. Desde luego, un bote se habría
encontrado en serias dificultades, pero en el bar del Île-de-France apenas si
tintineaban los vasos. Las noches eran cálidas como en julio, con todas las
estrellas diseminadas por el cielo. ¿En qué pensaba? No me acuerdo… Tal vez
en las cosas en que piensan a menudo las personas a las que la fiebre les
arranca de la vida cotidiana durante una semana, ya sea en el agua o bajo las
estrellas. Pensaba en mi pasado, en los libros no escritos, en que era el
momento de hacer cuentas…
Recuerdo únicamente que en una de aquellas noches se acercó a mí
Galaktiónov. Se quejó del insomnio, luego me dijo que en cubierta se estaba
bien, con el aire marino, las estrellas, y de pronto se puso a declamar: «Y una
estrella conversa con otra…». Y se fue. Yo bajé a mi camarote. Quería
escribir unos versos, pero en cambio apunté: «En la vida hemos hablado el
uno con el otro en muy pocas ocasiones, quizá mucho menos que una estrella
con otra».
10

Basta con que me ponga a pensar en el viaje a Estados Unidos para que
recuerde de inmediato el destino de Mijaíl Romanóvich Galaktiónov. Casi
cada tarde en Krásnaia zvezdá me encontraba a este hombre modesto y
amable, un poco a la vieja usanza; nos saludábamos, a veces
intercambiábamos algunas palabras y, como es natural, no sabía qué tipo de
hombre era. Durante nuestro viaje a Estados Unidos, tuve a veces la ocasión
de conversar largo y tendido con él, me enteré de algunas cosas de su vida,
pero durante mucho tiempo no me di cuenta de lo esencial. A menudo me
reprocho la escasa atención que presto a los otros y en ocasiones pienso que
no se trata de un vicio personal, sino de una arraigada costumbre de nuestro
siglo: conocemos bastante poco a nuestros vecinos, a los colegas de trabajo,
incluso a los amigos, hablamos de los hechos de la jornada o polemizamos de
manera abstracta, pero no decimos nada de lo que realmente anida en nuestro
corazón: escondemos con esmero lo que es nuestro y con el mismo cuidado
evitamos inmiscuirnos en los secretos de los demás.
Los periodistas americanos en cuanto vieron a Galaktiónov lo definieron
como un «viejo soldado», llevados al engaño por su cabello blanco, por los
ojos cansados tras sus gafas con la montura oscura, por las insignias en sus
hombreras. Antes de nuestro viaje, yo también pensaba que Mijaíl
Romanóvich era más viejo que yo, pero, cuando fuimos a Estados Unidos, él
no tenía todavía cincuenta años. El uniforme de general le confería un aspecto
severo, tenía como almidonados el rostro, las palabras, las ideas, pero no lo
era. Mientras todavía era capaz de hablar con tranquilidad, hablamos de una
gran variedad de temas: de arte, de Chéjov y del destino terrible de nuestros
soldados hechos prisioneros, de los viejos espectáculos en el Teatro
Solovtsov de Kiev y del peligro de la mecanización del hombre. Galaktiónov
había frecuentado la facultad de Filología, luego había sido subteniente o,
como se decía antes de modo despreciativo, prapor o fendrik. A pesar de que
en 1918 había ido voluntario al Ejército Rojo y servido en él casi toda su
vida, en su manera de hablar se apreciaba un tono de viejo intelectual.
Al principio de nuestro viaje yo no sólo ignoraba todo respecto al estado
anímico de Mijaíl Romanóvich, sino que no entendía su modo de actuar. Me
asombraba lo vulnerable que se mostraba ante las preguntas informales que
nos dirigían los periodistas, ante los chistes irónicos de un columnista, ante
bagatelas de las que Símonov y yo ni siquiera nos dábamos cuenta. Luego
comencé a entender algo, pero la verdad completa la conocí demasiado tarde.
Un día, durante el primer mes de nuestra estancia en Estados Unidos, entré
en la habitación de Galaktiónov. Estaba sentado con la espalda curvada ante la
mesa y me pareció que se encontraba mal. «Todo en regla», me respondió, y
me miró con los ojos de un animal acechado. Le dije que nos habían invitado a
desayunar a United Press. Galaktiónov se levantó, se peinó, sonrió al fin, pero
al cabo de un rato me dijo a media voz: «Encontrarse cada día con
extranjeros… ¡es una tortura!».
Ejecutaba con honestidad el trabajo que le habían encomendado: tomaba la
palabra en las reuniones, parecía cortés y sociable. A pesar de que la Guerra
Fría se estaba intensificando, los periodistas sentían más respeto por un
general que por un escritor. No obstante, Mijaíl Romanóvich estaba siempre
nervioso. Una vez, un conocido comendador militar le dijo durante una
recepción: «Me han llegado noticias de que en Rusia se está preparando una
historia de la guerra. Nosotros también la estamos escribiendo, queremos
analizar nuestras derrotas: en el Pacífico, en África, en Italia. Dígame, ¿sus
historiadores militares pueden analizar las operaciones fracasadas como, por
ejemplo, la de Kerch?». Galaktiónov respondió que en el primer año de guerra
los alemanes habían demostrado su superioridad en el plano técnico. El
estadounidense observó con una sonrisa: «Naturalmente, puesto que quien
comandaba el Ejército Rojo era el generalísimo Stalin, los errores
estratégicos eran imposibles».
En Nueva York, Símonov y yo siempre estábamos dando vueltas por ahí;
Mijaíl Romanóvich, por el contrario, no salía de la habitación, ni siquiera
para comer, salvo si se trataba de una comida oficial. Un funcionario de
nuestra representación comercial le llevaba algunos libros de la biblioteca.
Hacía calor, el general se desvestía, se instalaba en el butacón y leía obras de
Chéjov, Turguéniev, Leskov. Una vez lo sorprendí absorto en la lectura de
Chéjov. «Un escritor extraordinario», me dijo, «tal vez sea la décima vez que
lo releo y me colma de entusiasmo. Es como si hiciese una radiografía del
hombre. Ayer, después de volver de la maldita cena, leí El Pabellón n.º 6. Me
lo sé casi de memoria, pero cuando llego a la escena en que Nikita entrega la
bata al doctor, no puedo seguir… Ciertos escritores están de moda. Hubo un
tiempo en que no hacía más que leer a Andréiev. Aquí me han traído sus
cuentos, pero no consigo leerlos: son ridículos, obsoletos. Estoy leyendo El
hombre enfundado… Me sorprende la medida: no hay una palabra que añadir
o quitar. Escuche: “Los ayunos de Cuaresma no le sentaban bien”. O este
pasaje: “Verles y oírles mentir… y ser llamado idiota por aguantar sus
mentiras; soportar insultos, humillaciones, y no atreverse a decir sin rodeos
que uno está al lado de la gente libre y honrada; tener uno mismo que mentir y
sonreír”». Llamaron a la puerta. Mijaíl Romanóvich cerró el libro a toda
prisa.
Tengo la conciencia sucia: yo mismo, sin sospecharlo, contribuí a agravar
la enfermedad de Galaktiónov. Comenzaba el bochornoso verano de Nueva
York, y Mijaíl Romanóvich se paseaba con uniforme y padecía el calor.
Además, atraía la atención de todo el mundo: bastaba con que saliera a la
calle, para que todos clavaran la mirada en él. Lo convencí para que se
comprara un traje de civil. Pareció que renacía a una nueva vida; me dijo que
había dado una vuelta por la tarde y que nadie le había mirado. Rompió
incluso a reír: «Lo más probable es que me asemeje a un hombre de negocios
corriente, de cierta edad». Pero al día siguiente lo hallé de un pésimo humor.
Tenía ante sí un periódico y a duras penas acertó a murmurar: «Anda, lea esto.
¡He aquí el resultado de sus consejos!». Es preciso añadir que los columnistas
se ocupaban asiduamente de nosotros: uno había precisado cuántos dólares se
había gastado Símonov en una cena con una actriz, otro había revelado mi
adquisición de una costosa caja de habanos. Y luego el tal columnista escribía:
«Los jardines han florecido, los pajaritos se han puesto a cantar, y el terrible
general Galaktiónov ha mudado de plumaje. Ayer vimos que salía volando con
su traje gris claro y se dirigía… no diremos adónde». Mijaíl Romanóvich
mostraba un aspecto abatido: «¿Saben lo que significa esto? Llegué a la
esquina y di media vuelta. Pero ¡a quién le voy a ir con ésas!». No lo había
entendido todavía y dije con ingenuidad que la esposa de Mijaíl Romanóvich
era una mujer inteligente y que, aun si llegaba el periódico a sus manos, se
echaría a reír. «¿Qué pinta aquí mi mujer?», gritó. «Pienso en lo que dirán
allí». Y señaló al techo. Traté de tranquilizarlo: habían escrito no pocas
tonterías sobre mí, sobre Símonov. Los nuestros conocían el estilo de la
prensa amarillista. Pero no lograba calmarse. «A vosotros todo os irá bien,
sois escritores, pero yo soy un militar». De pronto añadió: «Ya he sufrido
demasiado». Lo dijo y se apresuró a cambiar de tema. Después me habló de su
juventud, de los combates cerca de Samara, de Kronstadt, de sus encuentros
con Frunze, pero no volvió a sus recuerdos sombríos.
Ahora se escribe mucho y se habla aún más de las víctimas del «culto a la
personalidad», se recuerda a los fusilados y a quienes murieron en los campos
de concentración. A Mijaíl Romanóvich nunca lo arrestaron: sólo temía que lo
hicieran. Semión Gudzenko se había salvado después de sufrir una grave
herida, pero murió diez años después, precisamente a causa de aquella herida.
Mijaíl Romanóvich había resultado herido por la «onda expansiva» del
régimen de Yezhov. Sólo hace poco averigüé el significado de aquellas
palabras que se le escaparon casualmente: «Ya he sufrido demasiado». El
currículo de Galaktiónov se parece al de muchos otros. Tras inscribirse en el
Partido en 1917, a los veinte años se marchó al frente; después permaneció en
el ejército y tras terminar sus estudios en la Academia Militar, hizo carrera.
Había trabajado en el departamento de defensa del Sovnarkom. Se
desencadenó la tormenta: sus colegas fueron arrestados. Al comisario de
división de Galaktiónov lo acusaron de haber mantenido contactos con
«saboteadores». En su armario encontraron algunos libros de «enemigos del
pueblo». Durante una asamblea se decidió unánimemente expulsarlo del
Partido. Fue desposeído de su rango y de su trabajo. No obstante, tuvo suerte:
medio año después lo readmitieron en el Partido, luego le dieron un trabajo en
Krásnaia zvezdá. En 1943, alguien se acordó de la existencia de un hombre
muy modesto y afanoso, y Galaktiónov fue promovido al rango de mayor
general, incluso lo introdujeron en el consejo de redacción de Krásnaia
zvezdá, luego lo transfirieron a Pravda y lo enviaron a Estados Unidos. Todo
se puso en su sitio. El hombre, sin embargo, había resultado herido: cuando
por las noches oía ruidos en la escalera, no podía olvidar que en aquella
asamblea le habían llamado «cobarde», «adulador», «hipócrita».
El viaje a Estados Unidos había acelerado el desenlace. Mijaíl
Romanóvich era el que menos preparado estaba para afrontar los complejos y
difíciles encuentros con los periodistas americanos, tras cuya aparente
cortesía percibía una profunda hostilidad. Particularmente tormentosos fueron
los días pasados en Canadá. He hablado ya del recibimiento que nos
dispensaron. Me asombraba la calma que mostraba Galaktiónov en presencia
de extraños. Lo pinchaban, pero él sabía que no debe echarse aceite al fuego;
respondía con dignidad, pero, como siempre, con cortesía, con benevolencia.
En el barco le dije a Símonov que Mijaíl Romanóvich estaba espiritualmente
enfermo.
Pasó, si no me equivoco, una semana en París, parecía más alegre,
frecuentaba las librerías; una vez nos sentamos durante una hora en el Jardín
de Luxemburgo, junto al monumento a Verlaine. Mijaíl Romanóvich hablaba de
las piedras sagradas de Europa, de Herzen, de los obreros de París. Pensé: se
le pasará, es un hombre vivo…
En 1947, me encontré con Mijaíl Romanóvich en Pravda. Tenía mal
aspecto, un aire muy sombrío. Quise animarlo recordándole cuando en el hotel
de Washington nos metíamos en las habitaciones de otra gente, porque los
números eran los mismos y no sabíamos que para diferenciar las habitaciones
usaban las iniciales de «este» y «oeste». Parecía un vodevil. Pero Galaktiónov
no sonrió. El 15 de abril de 1948 se suicidó.
11

Me instalé en un hotel en la orilla izquierda del Sena, junto al boulevard Saint-


Germain; me dieron una buhardilla con balcón desde donde se veía París: las
tejas, las chimeneas, las casas viejas apelotonadas como ovejas formando un
rebaño confuso y gris. A veces, en el crepúsculo, admiraba aquel paisaje
familiar que sin embargo a veces no reconocía.
Supe que Denise había llegado a París procedente de Annecy, donde vivía
con su hijo. Fuimos a la cafetería Frégate, a orillas del Sena, donde quince
años atrás a veces nos veíamos. Me habló de la ocupación alemana. Como
antes, sus ojos tenían algo de lunático. Le pregunté si no se había enfadado
porque Jeanette, la actriz de La caída de París, se parecía a ella. «Algo me
han dicho al respecto», respondió, «pero no la he leído». En el Sena, color
tinta, se agitaban círculos rojos y verdes.
Aragon y Elsa Triolet nos invitaron a Símonov y a mí a la Buhardilla, que
era como llamaban al local que alojaba el Comité de Escritores. Todavía
estaba vivo en la memoria el recuerdo de la ocupación y aún funcionaba la
solidaridad del tiempo de la guerra. Vi a muchos viejos amigos: Éluard,
Vildrac, Cassou, Cocteau, Aveline, Martin-Chauffier, Paulhan, Sartre y otros.
Los jóvenes hablaban entonces invariablemente de Sartre, que, por lo visto,
había logrado expresar la inquietud de aquellos años. París había cambiado:
sólo algunos escritores hablaban de realismo, surrealismo, personalismo; los
otros evocaban la Resistencia, los libros publicados en la clandestinidad,
discutían sobre la confusión que reinaba alrededor, buscaban aliados y, tal
vez, muchos de ellos, entre aquellos hechos clamorosos y contradictorios, se
buscaban a sí mismos.
Quisiera hablar aunque sea brevemente de Aragon. Lo conocí en 1928,
cuando era un surrealista joven y guapo. En Montparnasse hablaban mucho de
su libro El campesino de París y de otras manifestaciones ruidosas y
variopintas: los surrealistas por su tono fervoroso hacían pensar en nuestros
futuristas, Aragon era uno de los más combativos. Luego se convirtió en
partidario del realismo, en comunista, fundó diversas organizaciones, fue
director de revistas y periódicos. Continuábamos viéndonos y a veces
discutíamos con vehemencia. En 1957 Aragon se indignó por el ataque
perpetrado contra mí por un crítico de Literatúrnaia gazeta (ocurrió después
de mi ensayo sobre Stendhal) y publicó en Lettres Françaises una respuesta
que, entre otras cosas, decía: «Durante treinta años me he acostumbrado, como
ya he dicho, a discutir con Iliá Ehrenburg. Estamos en desacuerdo en todo,
excepto en lo esencial: la paz y el socialismo, la guerra y el fascismo». Tal vez
me haya puesto a hablar de Aragon precisamente en este capítulo porque en
1946 «lo esencial» nos absorbía a todos y no nos dejaba tiempo para discutir.
Por lo general, Aragon tiene razón: a veces no me sentía a gusto con él, pero
nuestras disputas nunca desembocaron en una ruptura.
No me pondré a repetir lo que todos saben ya: Aragon es un gran poeta y
un gran prosista; algunos de sus libros me resultan próximos, otros no, pero no
es de esto de lo que quiero hablar. Aragon es un hombre muy difícil, con
frecuencia ha mudado de parecer, pero se enfada con toda razón cuando tratan
de contraponer un período suyo a otro: él siempre ha sido Aragon. Hay en él
una especie de obsesión, incluso cuando escribe en versos clásicos o dedica
algunas páginas de una novela a la descripción de la ropa de su protagonista.
Tras haber escogido una línea de vida, desde inicios de la década de 1930 ha
defendido contra los enemigos lo que definía como esencial y lo que no podía
aceptar a nivel humano, y lo ha defendido con sinceridad y con furia. A lo
«esencial» es preciso añadir el amor por Francia, que en él es orgánico y
omnicomprensivo: le ha dictado los poemas de la Resistencia y la novela La
semana santa. Me parece que Aragon es el sucesor de Hugo, sólo que no tiene
nietos ni una hermosa barba, ni los cuadros idílicos de los que tanto gozaba el
Olimpo. Aragon se halla próximo a Hugo por su estilo brillante, por la
elocuencia, por su carácter revoltoso, la claridad, la ira, por el romanticismo
de la realidad y por el carácter realista de su romanticismo. Como es natural,
en Aragon hay más amargura: vivimos en otro siglo…
Hace poco, a principios de 1963, volví a verle. Me preguntó sobre las
cuestiones que entonces preocupaban a los artistas. Después permanecimos en
silencio. Mientras lo miraba, veía al joven surrealista de La Coupole. Pero
tenía el cabello blanco… Me enseñó el manuscrito de su nuevo libro y me
recitó una poesía sobre la tragedia de un moro que habla de su fe y del dolor
que le ha causado el Corán.
Pero en 1946 Aragon estaba alegre: la victoria todavía estaba reciente.
Llegó Liuba de Moscú. Fotinski nos llevó a Montparnasse. En el café se
sentaba gente desconocida. Luego vino Dusia, reía igual que tiempo atrás, pero
contaba cosas tristes sobre el período de la ocupación: cómo tenían que
esconderse y cómo había desaparecido la gente. A los Vishniak los habían
mandado a Auschwitz. A Feder lo habían sometido a torturas. Soutine enfermó,
pero, ante el temor de que el médico lo denunciara a los alemanes, no acudió a
él y murió.
Nos invitó a su casa André Chamson, que dirigía un museo, el Petit Palais.
Paseamos por las salas vacías, el museo estaba cerrado, y yo me entretuve
largo rato ante un lienzo de Watteau, pensando en la fuerza misteriosa del arte.
Cuando Watteau tenía veinte años se le consideraba un pintor de género,
pintaba los horrores de la guerra a la manera de los flamencos; cinco años
después se encontró a sí mismo: he aquí un payaso en el que se concentra todo
el dolor del artista, pero también la tragedia de un siglo en apariencia
despreocupado: un cómico de profesión que olvida por un instante su papel…
Fuimos a casa de Marquet. Con su sonrisa de siempre, un tanto tímida, nos
mostró en silencio unos paisajes. Discutimos sobre el porvenir de Francia; en
silencio Marquet tal vez contemplara el río o tratara de vislumbrar el futuro.
Las ventanas del piso de Pierre Cot daban al Sena. El agua nunca se
estanca, fluye, cambia, y, mientras uno la mira, se puede hablar de todo: de
poesía, de Bidault, del tiempo en general y de un minuto. Pierre Cot me
explicó que la coalición que gobernaba no duraría mucho tiempo, era
inminente una lucha intestina y no se sabía quién resultaría ganador: Francia
estaba devastada, el dinero lo tenía Estados Unidos…
Effel hacía tristemente el payaso, mientras nos mostraba sus nuevas
caricaturas.
Langevin tenía mal aspecto, había envejecido, sus magníficos ojos se
habían vuelto más inteligentes, más tristes todavía. (No sabía que le quedaban
pocos meses de vida). «Ha sido inhumano, pero tal vez las cosas más
inhumanas todavía estén por llegar».
Llegó Chantal. Intentamos recordar la lejana juventud, pero enseguida
desistimos; hablamos de los cuadros de Pierre Bonnard, de Londres, de la
Conferencia de la Paz (en el Palacio de Luxemburgo, donde antes de la guerra
se reunían respetables senadores, vi a Vishinski: se discutía el tratado de paz
con Italia). Chantal me preguntó por los artistas soviéticos y yo le hablé de
Kastornoe.
En los muelles, como medio siglo antes, se sentaban en sus sillitas
plegables decrépitos vendedores de libros de segunda mano. Pero Voltaire
había desaparecido: los alemanes se habían dejado seducir no por su ironía
sino por el bronce.
Me encontraba con personas allegadas. Allegadas e infinitamente lejanas.
Sabía de qué no podía hablarles, además, durante seis años habían vivido
cosas que no se pueden contar ni en una hora ni en un mes. Todos me
preguntaban si París había cambiado; respondía que «no», la ciudad seguía
siendo la misma, pero ahora yo me sentía un extraño, un transeúnte de paso,
deseoso de echar un vistazo a la vida de los otros. No podía, como antes,
tomarme en serio cosas que a mis amigos les eran cercanas e importantes.
«París está muy cambiada», le dije a Denise, y enseguida me corregí: «No,
el que ha cambiado soy yo».
Como es natural, en Francia me sentía mucho más a gusto que en Estados
Unidos: los franceses sabían qué era la guerra. (En Nueva York una señora me
dijo que también los estadounidenses en la época bélica habían conocido las
privaciones; por ejemplo, era difícil encontrar camisas blancas, en todas
partes sólo se encontraban de color beige o azules). En Francia había
dificultades con el calzado; en las calles aún se oía el tableteo de las suelas de
madera; mientras me encontraba en una ciudad bretona se puso a llover y vi a
las muchachas quitarse los zapatos para resguardarlos de la lluvia bajo sus
capas. Las elegantes parisinas no llevaban medias e iban en sus bicicletas con
grandes bolsas de redecilla a la espalda. En los escaparates de las tiendas más
caras se exhibían clips de cerámica, pañuelitos pintados por artistas
hambrientos, bagatelas de papel, cerámica o cristal. En las regiones vinícolas,
donde antes de la guerra el tabernero lavaba un poco el vaso con vino para no
llevarlo al grifo, a la hora de comer los obreros bebían agua. En un elegante
balneario se distraían las ricas parisinas, los militares estadounidenses; ahí
también habían encontrado refugio los habitantes de la derruida Saint-Nazaire.
En Tours, que había sido bombardeada, vi unos tristes barracones. Decían que
no había aceite ni carne; pronto llegaría el invierno, pero no cabría soñar con
carbón. Todo era comprensible, familiar.
Los que se habían enriquecido en los tiempos de la ocupación encontraron
un segundo impulso bajo la égida de influyentes protectores, bebían aperitivos
en los Campos Elíseos, se bronceaban en la playa. En Angers, el propietario
de una fábrica de licores, mientras me mostraba los diferentes talleres, me
dijo: «Los alemanes aprecian mucho nuestros productos». A menudo oía
repetir a los vinicultores ricos de Angiò y Turenna: «¡El año 1942 fue
maravilloso!». Hablaban del vino, pero yo recordaba Rzhev, Staritsa
incendiada, las mujeres hambrientas… Un crítico teatral me contó que los
oficiales alemanes estaban extasiados con la gracia de Cocteau, Giraudoux,
Salacrou. En casa de Anatole France vio un texto escrito en la pared: «Por
aquí pasó el soldado Klotzke».
Había transcurrido sólo un año desde el fin de la guerra, pero muchos ya
no pensaban en el pasado. En los periódicos se publicaban a menudo noticias
de escándalos relacionados con el vino o con los cupones para género textil.
Como ministro de Alimentación designaron a Yves Farge. Me lo encontré el
14 de julio en una manifestación. Me dijo: «Yo también estuve en Estados
Unidos. Asistía al ensayo nuclear en Bikini cuando me llegó la noticia de la
asignación de mi cargo. No pude negarme. Bikini es un asunto sucio. Intentaré
hacer algo. Pero aquí también hay mucha porquería, demasiada». Farge
declaró la guerra a los grandes especuladores, que se enriquecían con el vino,
la carne, el pan. Pero se mantuvo en el puesto sólo cuatro meses: los «reyes
del mercado negro» se revelaron más fuertes que él.
Todo se confundía: los otrora hombres de Munich, los colaboracionistas,
los guerrilleros de otros tiempos. En las fachadas de las iglesias viejas, de las
escuelas, de los mercados, de las prisiones se veían consignas de «sí» y «no»
trazadas con pintura, alquitrán o tiza, en respuesta al referéndum.
Ante mí tengo una fotografía: la presidencia al completo de una reunión en
la que yo participé y en la que Símonov recitó versos. Detrás de una larga
mesa se ve a Herriot, al primer ministro Bidault, a Thorez, a Langevin, al
embajador Bogomólov. Thorez vivía en Palais Matignon; una vez nos invitó a
cenar. El imponente portero nos escrutó, y su mirada era hostil: claro, Thores
era el viceprimer ministro, pero el portero continuaba siendo un conspirador
sospechoso.
Durante el siguiente referéndum me encontraba en París. En el espacio de
dos años era la séptima vez que los franceses eran llamados a las urnas;
muchos estaban cansados y el porcentaje de abstención fue elevado. De Gaulle
invitaba a aprobar el texto de la nueva Constitución. En Izvestia encontré un
artículo mío sobre Francia de octubre de 1946, en el que decía: «De Gaulle es
un hombre del siglo XVII que vive en el siglo XX. Comprendió a tiempo la
relevancia de los motores en la guerra, pero en cambio no se le reveló la
importancia de quienes fabrican los motores. ¿Acaso se consideraba una nueva
Virgen de Orleans, llamada a salvar Francia? La gente, que algunos años atrás
gritaba que De Gaulle era un “traidor, un terrorista, un partidario de los
comunistas”, ahora gritaba: “Todo el poder para De Gaulle”». (Los
acontecimientos se precipitaban a toda velocidad, y la vida de un artículo
periodístico es efímera, pero en este caso, aunque han transcurrido dieciséis
años, hoy podría escribir lo mismo sobre De Gaulle).
La nueva Constitución fue aprobada por una leve mayoría. Pierre Cot tenía
razón: Francia se había escindido en dos partes. Por lo demás, todo esto había
comenzado mucho antes, hacia mediados de la década de 1930: los obreros no
eran lo suficientemente fuertes para hacerse con el poder, pero sí lo bastante
vigorosos para que la clase dirigente viviera en un estado de continua tensión.
Este equilibrio inestable explica en buena parte los acontecimientos de
1938-1940. La guerra civil latente proseguía en el período del que estoy
hablando.
Pasamos algunas semanas en Rochefort-sur-Loire, como huéspedes del
poeta Jean Bouilhet, propietario de una farmacia. Pude ver allí cómo los
acontecimientos políticos afectaban a la vida cotidiana de una pequeña ciudad
de provincias. Algunas católicas devotas iban a Angers a comprar medicinas
para no favorecer a un farmacéutico que tenía fama de «rojo». Estaba a punto
de entrar en un café cuando Bouilhet me detuvo: «El tabernero fue un
colaboracionista». Los padres católicos prohibían a sus hijos jugar con los
hijos de los ateos. El alcalde seguía siendo el mismo que en tiempos de los
alemanes: un terrateniente y comerciante de vinos. La mayoría había dado su
voto a la derecha, mientras que la minoría denunciaba a los ex
colaboracionistas.
Vagué durante mucho tiempo por las colinas de los alrededores. Había
viñedos, prados, olmos viejos o álamos, isletas en el anchuroso Loire.
Reinaba una profunda calma de agosto. Por primera vez en muchos años
descansaba, tratando de no pensar en nada. Pero me bastaba con echar un
vistazo a un pueblecito, con sentarme en una taberna semioscura donde los
campesinos hablaban de esto o aquello, para que me invadiera la inquietud
general, el bochorno de un temporal que se había ido condensando durante
mucho tiempo pero no había estallado.
En otra pequeña ciudad, célebre por su vino, Vouvray, donde las bodegas
eran auténticas cuevas, no hacía frío en invierno y en verano tampoco hacía
calor. Vouvray, igual que Francia, estaba dividida en dos. El vinicultor
acomodado decía: «¿Para qué acabar con todo? Los comunistas no son
campesinos, sino forasteros. Mi riqueza se debe al esfuerzo de tres
generaciones». La hija de otro vinicultor era comunista, candidata del partido
para las elecciones en la Asamblea Constituyente. Su marido había trabajado
en París. Conversamos con su padre, que nos dijo: «Mi padre fue comunero».
La hija de doce años de nuestros conocidos era mejor catadora que los
profesionales: lograba determinar con precisión de qué año era un vino y la
zona de procedencia: de la colina o del terreno próximo al cementerio.
En Limousine conocí a muchos partisanos. Me condujeron a los bosques y
me contaron las refriegas en las que habían participado: así nacieron en mi
mente muchos personajes de La tempestad: Dede, Miki, el Oso. Oí la canción:
«Silba, silba, camarada…».
Pasé un tiempo en Oradur. Los nazis habían reunido a los habitantes de la
pequeña ciudad en la iglesia, a los niños en la escuela, y las habían quemado.
Sólo habían sobrevivido los que trabajaban en el campo. En las paredes
quemadas se entreveían a veces los letreros de las tabernas, los anuncios
publicitarios del chocolate Menier. A la entrada de la ciudad un cartel
advertía: «¡Silencio!». Las ruinas se habían convertido en reliquias. Al lado
estaban construyendo una nueva Oradur, y su alcalde era comunista.
Marcel Cachin me propuso acompañarlo a la ciudad de Eymoutiers, donde
se festejaba el quincuagésimo aniversario de la actividad combativa del viejo
comunista. Cachin me contó: «Hace cuarenta años pronuncié aquí un discurso
y recuerdo que a la reunión asistieron tres personas. Ahora, en cambio, no hay
menos de dos mil». Luego comimos, sentados en unos bancos largos en torno a
la mesa. Cachin me dijo que en aquel momento, después de la victoria, la
Unión Soviética podría reconstruir en paz sus ciudades: florecería la cultura,
los estadounidenses no se atreverían a atacarla porque Europa Occidental no
lo toleraría. Luego me preguntó si era verdad que en Moscú habían cerrado el
museo de arte occidental: «He estado allí varias veces…, ¡una colección
maravillosa! Sobre todo de nuestros impresionistas». Sabía cómo admiraba
Cachin los cuadros de su amigo Signac y, en lugar de responderle, me puse a
hablar de una reciente exposición parisina de obras de arte sustraídas a los
nazis y restituidas a Francia. Había unos maravillosos paisajes de Signac.
En Dordoña podían comprarse a precio bajo algunas fincas semiderruidas.
El pintor comunista Lurçat había comprado una. Me contó que los campesinos
fueron a verlo, y un viejo le dijo: «Camarada terrateniente, ha llegado justo a
tiempo, hemos decidido crear una organización del Partido».
Mi reposo no duró mucho. Izvestia me apremiaba para que mandase
artículos sobre Estados Unidos y Francia. La asociación Francia-URSS me
ayudó a viajar por el país: hablé en Lyon, Saint-Étienne, Limoges. Tuve que
participar en varias recepciones: en ayuntamientos, en sesiones de la
asociación, en sindicatos de periodistas, tuve que intervenir en la radio y
responder a cientos de preguntas. En Limoges pernocté en la Prefectura, en una
habitación de invitados reservada a los ministros. En Lyon, Chevallier, el
autor de Clochemerle, pretendió que le explicase hasta qué punto era terrible
Zóschenko. El escultor Salandr me pidió que le hablara de nuestros
monumentos. A Lyon llegó un piloto del Normandía. Descansé en su
compañía, me habló de Minsk, del general Zajárov, de los mecánicos
soviéticos. Todo cuadraba: la valentía, las tumbas, la amistad.
La frágil coalición antihitleriana, oficialmente, todavía se mantenía en pie;
a menudo oía repetir que estaba cimentada con sangre y que no existe un
cemento más sólido que ése. El hombre siempre quiere creer en lo mejor. Pero
la historia desatiende a menudo no sólo la lógica, sino también lo que
llamamos conciencia.
Más de una vez me dirigí al Palacio de Luxembutgo para asistir a la
Conferencia de la Paz, que en absoluto se llevaba a cabo de una manera
pacífica. Los aliados de ayer se acusaban recíprocamente de servirse de
ardides. Especialmente polémico era el australiano Evatt, que se convirtió
muy pronto en una «estrella» para los periodistas: sabían que bastaba con que
él tomase la palabra para que estallase un escándalo y en la cantina de los
periodistas el café se quedaba en las tazas si alguien anunciaba: «Habla
Evatt».
Sentí qué era la Guerra Fría. Cuando hice un alto en París, camino de
Estados Unidos, los periodistas hablaban de mí en un tono cordial o, por lo
menos, cortés. Eso era al principio de la primavera. Pero a finales de verano y
en otoño muchos periódicos comenzaron a insultarme. Uno de ellos afirmaba
que yo era un vendido: poseía un piso con diez habitaciones en Moscú, una
villa en Crimea e incluso un pabellón de caza en Bielorrusia. Otro periódico
escribía que yo abusaba de la consabida hospitalidad francesa, que quería
sublevar a los franceses contra los estadounidenses, y que, como sostenía que
los negros de Estados Unidos estaban privados de libertad, probablemente me
erigirían un monumento en la África Negra, pero que haría bien en abandonar
Francia. Un tercer periódico, recordando de pronto un pasado remoto, exigía
que yo devolviera a los franceses «el dinero que les había robado». En Lyon,
para apurar la venta del periódico de la tarde, los vendedores gritaban con
arrojo: «¡Moscú se dispone a ocupar Francia!». En Nantes algunos
adolescentes habían saqueado un restaurante de lujo; un periódico del lugar
aseguraba que se habían encontrado en poder de los jóvenes delincuentes
diccionarios ruso-franceses: en la entrevista de turno me preguntaron
maliciosamente si yo había pasado por Nantes.
El Partido Comunista era la organización política más fuerte de Francia. El
equilibrio inestable continuaba: la Guerra Fría estaba presente en cualquier
ciudad francesa. Pierre Cot decía: «No se sabe cómo acabará esto». A nadie
le gusta amargarse, y yo pensaba que todo acabaría arreglándose de una u otra
manera. Era un otoño maravilloso, en octubre florecían las rosas. La gente
sonreía; el carácter de los franceses es despreocupado, son capaces de
consolarse con el buen tiempo, las bromas, una bella mujer que pase a su lado.
Fui a buscar a Jean-Richard Bloch a la redacción de Ce Soir. Me propuso
ir a una cafetería cercana para beber un vasito de vino. Me confió sus
esperanzas: los socialistas no podrían romper con los comunistas, y a estos
dos partidos correspondía la mayoría en el Parlamento y en el país.
12

En el minúsculo apartamento que tan bien conocía de rue Souridière, donde


vivían los Aragon, vi unos dibujos maravillosos de Matisse. Supe que Aragon
lo había visto en 1942, en Niza, donde el pintor residía habitualmente; pero en
aquel momento Matisse estaba en París y trabajaba en dibujos para tapices.
Por Aragon también supe que en 1941 habían operado a Matisse, le habían
practicado una gastrectomía parcial, tenía que trabajar en la cama y, cuando se
levantaba durante algunas horas, debía ponerse un corsé.
En septiembre Aragón me dijo que Matisse deseaba que posara para él. La
casa donde vivía se encontraba casi enfrente del hotel Niza, en el que había
pasado mi juventud. De las paredes de un dormitorio de aspecto corriente
colgaban cartones con trozos de papel de colores enganchados. Observé aquel
rostro que conocía tan bien de numerosas fotografías, pero cuando Matisse se
quitó las gafas me asombraron sus ojos azul celeste.
Cuando conocí a Picasso, a Léger, a Modigliani, yo era un joven que
estaba muy verde, y ellos tenían ocho o diez años más que yo. En aquella
época contemplaba con entusiasmo los cuadros de Matisse, pero al pintor en
carne y hueso lo vi por primera vez cuando él tenía setenta y siete años.
Había comenzado tarde. Picasso, con catorce años, ya pintaba como un
maestro, mientras que Matisse estudiaba jurisprudencia y trabajaba en una
notaría. A los veinte años, después de una operación de apendicitis, comenzó a
copiar cuadros para matar el tiempo. Masaccio, el gran maestro del
Renacimiento, murió a los veintisiete años, los mismos que tenía Rafael
cuando acabó sus famosas Stanze. Picasso, antes de cumplir los veintisiete, ya
había tenido tiempo de pintar sus cuadros del «período azul» y del «período
rosa», Las señoritas de Avignon, y había pasado al cubismo. Pero si Matisse
hubiese muerto a los veintisiete años, de él sólo habrían quedado obras
académicas, aunque no exentas de talento.
Posé para Matisse tres veces. Durante la primera sesión me hizo esta
confidencia: «Cuando me llevaron a la mesa de operaciones, me despedí de la
vida. Se obró un milagro: el destino me regaló una segunda vida. Una especie
de añadido… ¿Sabe? Ahora todo me causa una alegría especialmente intensa:
los hombres, los árboles, los colores…».
Sobre la cama colgaban algunos discos de cartón con un agujero en el
centro. Matisse me explicó que a veces se ejercitaba en el tiro al blanco,
aunque le resultaba difícil: «En mi oficio es muy importante conservar una
vista buena y la mano firme. Así, de vez en cuando, lo compruebo».
En tres sesiones, si la memoria no me engaña, realizó unos quince dibujos,
dos de ellos me los regaló; bajo el rostro de un atractivo joven escribió,
esbozando una sonrisa: «D’après Ehrenburg». No sé sí estos dibujos se
pueden definir como retratos. Él afirmaba que no sabía pintar ni dibujar de
otro modo que no fuera del natural. Noté que, mientras dibujaba, observaba mi
rostro. En todos los dibujos había algo común: «Yo le veo así». Otra vez,
después de haberme mostrado un dibujo, el pintor me dijo: «Aquí están la
cabeza, los ojos, la boca, más lo que yo sé de usted». Al trabajar, no dejaba de
hablar o, para ser más exactos, me interrogaba, quería que fuese yo quien
hablase: «No me molesta, es más, me ayuda». (Por lo que a él respecta, en las
pausas entre dibujo y dibujo hablaba mucho). Al término de la última sesión
me dijo que ya conocía bien mi rostro y también a mí, pero acto seguido se
corrigió: «Sería mejor decir: veo y siento». Cuando le pregunté por qué se
sentía tan ligado a la naturaleza, sonrió: «Durante toda la vida he estudiado y
ahora aprendo a descifrar los jeroglíficos de la naturaleza».
Me sorprendió la precisión de su trazo: su mano no conocía la vacilación.
(Más tarde vi un documental sobre Matisse; en algunos fragmentos, rodados a
cámara lenta, se ve la extrema precisión con la que el pintor ejecuta la línea).
Le dije que me asombraba su trazo certero. Asintió con la cabeza. «Por
supuesto, después de sesenta años algo he aprendido. Pero no todo, ni mucho
menos… Recuerdo haber leído un libro sobre Hokusai, que vivió noventa
años y poco antes de la muerte confesó a sus discípulos que todavía estaba
estudiando… No estoy en absoluto seguro de mí. Hubo un tiempo en que a los
poetas les gustaba hablar de la inspiración, mientras que nosotros nos
limitamos a decir: “Hoy estoy trabajando bien”. Depende de tu estado
anímico: a veces sientes algo, por tanto ves, pero otras veces no sale…
¡Cuántos dibujos he roto en mi vida, cuántas veces he pintado un cuadro
equivocado!».
Durante la última sesión habló mucho de arte. Llamó a una joven, L. S.
Delektórskaia, que lo ayudaba en su trabajo: «Traiga el elefante». Era una
escultura negra, muy expresiva: el escultor había tallado en madera un elefante
enfurecido. «¿Le gusta?», me preguntó Matisse. Le respondí que mucho. «¿No
hay nada que le inquiete?». «No». «A mí tampoco. Pero entonces llegó un
europeo, un misionero, y empezó a aleccionar al negro: “¿Por qué los
colmillos del elefante están vueltos hacia arriba? El elefante puede levantar la
trompa, pero los colmillos son dientes, y los dientes no se pueden mover”. Y
el negro obedeció». Matisse hizo sonar de nuevo la campanilla: «Lidia,
tráigame, por favor, el otro elefante». Con una sonrisa maliciosa me mostró la
estatuilla, similar a las que se venden en los grandes almacenes europeos:
«Los colmillos están en su sitio. Pero el arte se ha esfumado».
Luego comenzó a hablar de los orígenes de la pintura moderna. «Aragon
piensa que todo comenzó con Courbet. Puede que sí. Tal vez haya sido más
tarde, con Manet. No obstante, el problema es otro. ¿Sabe a quién debe
muchísimo la pintura moderna? A Daguerre, a Niépce. Tras la invención de la
fotografía se superó la necesidad de la pintura descriptiva. Por mucho que el
pintor se esfuerce en ser objetivo, debe inclinarse ante la fotografía. Para
hacerme una idea de cómo era Ingres, tengo que ver sus autorretratos y los
retratos realizados por David y otros pintores, pero todos son diferentes entre
sí, de modo que no consigo saber cómo era la boca de Ingres. A Hugo, en
cambio, lo conozco por los daguerrotipos, por las fotografías. El ojo y la mano
del pintor dependen de sus emociones. Yo he estudiado anatomía y, si deseo
saber cuáles son las especies de elefantes que existen en el mundo, recurro a
las fotografías. Pero nosotros, los pintores, sabemos que los colmillos pueden
estar vueltos hacia arriba».
Matisse fumaba mucho, sobre la cama reposaban paquetes de cigarrillos
de diferentes marcas: franceses, egipcios, ingleses. «Mi comida es monótona y
no sugiere nada a mi paladar. El gusto del cigarrillo es mi único goce sensual;
así, primero fumo de un tipo, luego de otro. Están los ojos también, es
verdad… Antes nunca había gozado tanto ante una flor o una mujer bella».
La última vez que me encontré con él fue el 8 de octubre Estaba haciendo
arabescos para un tapiz. Utilizaba las tijeras con la misma seguridad con que
utilizaba el carbón o el lápiz. Los cartones para los dos tapices titulados
Polinesia estaban casi acabados. (Mucho más tarde vi los cuadros de Matisse
hechos con trozos de papel de colores: ya no podía trabajar sentado ante el
caballete, pero lo perseguían las ideas artísticas. Murió a los ochenta y cinco
años, y estuvo trabajando hasta el fin de sus días. A partir de su desgracia
personal había logrado crear una posibilidad pictórica nueva; al contemplar
sus papiers collés, uno no piensa en el hombre encadenado a su cama,
únicamente percibe las alas de la creatividad artística).
Matisse me hizo preguntas sobre Moscú. «Fui hace treinta y cinco años, en
octubre de 1911, por invitación de Schukin… Permanecí poco tiempo allí. Vi a
Rubliov, tal vez el fenómeno más importante de la pintura mundial… En
Moscú comprendí algo, sentí algo… No entiendo de política, pero no escondo
la simpatía que me suscita su país. Sin duda, para organizar una sociedad es
necesaria la intervención de la razón, al igual que en la composición de un
cuadro. Es sorprendente que los primeros en comprenderlo hayan sido los
rusos, porque cuando estuve en Moscú me dio la impresión de que, en la vida
cotidiana, adoran el desorden».
(Matisse siempre fue ajeno a la política, pero después del inicio de la
Guerra Fría comenzó a decir que en Occidente ciertos individuos habían
perdido el juicio, que era preciso salvar la paz. En 1947 escribí para
Literatúrnaia gazeta un artículo sobre la lucha por la paz. Contenía las
siguientes frases: «No es casual que entre los comunistas o amigos de la Unión
Soviética figuren los científicos más importantes de Francia, desde el difunto
Langevin hasta Joliot-Curie, los mejores artistas y poetas, desde Picasso hasta
Matisse, desde Aragon hasta Éluard». Aragon, cuando recibió la traducción de
mi escrito, lo publicó en Lettres Françaises. Pero algunos días después llegó
a París otro número de Literatúrnaia gazeta, y la prensa antisoviética publicó
con entusiasmo la siguiente nota: «Nuestro periódico considera incorrecto que
el camarada Iliá Ehrenburg guarde silencio acerca de la cuestión de la
tendencia formalístico-decadente de la obra de Picasso y Matisse». Unos
amigos me contaron que Matisse, al enterarse de esta historia, se echó a reír.
En 1984 envió su saludo al congreso de Breslavia y en 1950 firmó el
llamamiento de Estocolmo).
Pocas veces me he encontrado con un hombre que, por aspecto y
mentalidad, fuese tan francés como Matisse. Lo que más le gustaba era la
claridad. Por supuesto, un pintor que aspire a competir con los fotógrafos
considerará que en las obras de Matisse prevalece la deformación de los
objetos, pero a mí sus obras no sólo me parecen realistas, sino también
iluminadas por la conciencia de un cartesiano.
Matisse decía con respecto a los coleccionistas rusos: «Schukin comenzó a
comprar mis obras en 1906. Entonces, en Francia, eran pocos los que me
conocían. Gertrude Stein, Sembat y, si no me equivoco, nadie más… Dicen
que hay pintores cuyo ojo jamás se equivoca. Así era el ojo de Schukin, si
bien no se trataba de un pintor, sino de un comerciante. Escogía siempre lo
mejor. A veces me daba pena despedirme de un cuadro y entonces le decía:
“Éste me ha salido mal, ahora le enseñaré otras obras”. Él escudriñaba y al
final decía: “Me llevo el que te ha salido mal”. Morózov era mucho más
complaciente y tomaba todo lo que le ofrecían los pintores. Me he enterado de
que ahora, en Moscú, hay un magnífico museo de pintura occidental».
«Lidia, trae el retrato de Schukin». Era un espléndido cuadro, de un
Matisse temprano. Dijo: «Me lo han querido comprar muchas veces, pero no
lo he vendido. A mi modo de ver, su lugar está en Moscú, en el museo de
pintura occidental. Si no le resulta difícil, lléveselo y entréguelo al museo
como donación mía». Sabía que el museo del que hablaba Matisse ya no
existía, que los cuadros de Matisse estaban guardados en los depósitos.
«¿Dónde podría meter el cuadro?». Dije a Matisse que me llevaría el retrato
la próxima vez, que pronto volvería a París. Luego me reproché más de una
vez a mí mismo esta decisión: tendría que habérmelo llevado para guardarlo
en mi casa, ahora estaría expuesto en el Ermitage o en el Museo Pushkin. Pero
a esta clase de pensamientos los franceses los llaman l’esprit de l’escalier,
mientras que nosotros, los rusos, decimos que «a toro pasado, todo el mundo
es buen estratega».
Durante nuestra conversación Matisse me recordó que en los años de
ocupación había hecho unos dibujos para ilustrar las poesías de Ronsard. Por
mi parte, le conté que en Prusia Occidental había encontrado una primera
edición de Ronsard y lo duro que había sido leer aquellos versos sobre la
dicha en medio de las tumbas y las ruinas. Matisse respondió: «Le
comprendo… Creo que el poeta se parece al pintor. Pero la pintura vive por el
amor a la vida, por el entusiasmo hacia la vida y nada más. Se puede ser un
genio, pero si el artista no tiene una buena relación con la vida, obligará a la
gente a discutir sobre él, a exaltarlo, pero no dará alegría a nadie».
Matisse nació en el norte de Francia, pero pasó casi cuarenta años
trabajando en Niza, donde murió; se había enamorado de los colores del sur.
¿Qué pintaba? Muchachas con coloridos vestidos, con chales abigarrados,
palmeras, anémonas, pájaros, peces dorados, cactus, persianas verdes,
conchas, naranjos, calabazas extravagantes, el mar, cántaros enormes, el cielo,
las danzas: conocía la felicidad terrenal y corpórea y sabía compartirla con su
prójimo.
Cuando, por un golpe de suerte, logré ver en carne y hueso al creador de
aquel mundo deslumbrante, lleno de alegría, me encontré ante un hombre viejo,
a quien trataba de aplastar una terrible enfermedad, pero que continuaba
trabajando, con sabiduría y (lo diré sin temor de que la palabra chirríe) con
alegría.
Para mí, entonces, sólo estaba comenzando la tarde de la vida, y el
encuentro con Matisse fue, además de una alegría, toda una lección.
13

En la última parte de este libro seguiré el orden cronológico de los sucesos


con menor rigor aún que en los volúmenes anteriores. No tendría sentido
escribir sobre temas que están frescos en la memoria de todo el mundo. La
mayoría de mis lectores no conoce el Moscú de los días de mi infancia, ni el
París de La Rotonde, ni los cafés donde los nichevoki [nihilistas] proclamaban
el fin del mundo, pero el relato de los episodios de la Guerra Fría o la
descripción de los Congresos de la Paz apenas tendría sentido. Además, ahora
que he llegado a los años de posguerra, es el momento de tratar de dar una
interpretación tanto de nuestra época como de mí mismo. Aun así, creo que me
supera intentar explicar todo lo que he visto y todo lo que he vivido. Desde
luego, sería gratificante que el lector me viera como alguien que ha alcanzado
la cima de una colina desde la cual el mundo se ve como si cupiera en la
palma de la mano. Pero debo ceñirme a la verdad. Más de una vez me he
referido a los errores que cometí al atisbar el futuro, y a nadie le sorprenderá
que no me considere a mí mismo un profeta o un visionario. Debo confesar
ahora que cuando echo un vistazo a mi vida pasada, me doy cuenta de lo poco
que sé y, lo que es aún más importante, de lo lejos que estoy de entender
completamente aquello que sé.
Cuanto más cercanos a mí son los acontecimientos, más a menudo me
quedo sin palabras. Cuando hablé en uno de los primeros capítulos de mis
memorias sobre la conveniencia de descorrer la cortina del confesionario
cada vez con menor frecuencia, tenía en mente mi vida privada y trataba de
advertir al lector de que, si bien podía hablar del primer amor de un colegial,
no por ello iba a confesar los «derroteros del corazón» de un adulto. Sin
embargo, en este último volumen no sólo se descorrerá la pequeña cortina del
confesionario, sino el telón del teatro en cuya escena se representaba la
tragedia de mis amigos, mis compatriotas y mis contemporáneos.
Hubo un tiempo en que yo era siempre el más joven entre los presentes.
Muy pocas de las personas descritas al principio de mis memorias se
encuentran hoy vivas. En los años posteriores a la guerra, en la mayoría de
ocasiones yo era el más viejo entre mis conocidos, y por ello casi toda la
gente que conocí entonces vive todavía. Cuando se trata de acontecimientos, el
escritor tiene un mecanismo de censura interno que echa mano de las tijeras no
sólo cuando el relato concierne a cierta gente, sino cuando se recuerdan
detalles de algunos sucesos que se esperaba que la historia sacara a relucir.
Después de todo, no pienso en mí mismo como un ciudadano retirado, un
ermitaño o un jubilado conformista. Cuando describo el pasado defiendo mis
ideas presentes e intento tender un puente hacia el futuro. Naturalmente, tengo
detractores, aunque no pienso demasiado en ellos. Pero el pueblo soviético,
cuyas ideas me son próximas, atesora gran cantidad de enemigos, y a éstos no
puedo contemplarlos como si fueran seres de otro planeta o de otro siglo: la
batalla continúa. Y ello me obliga también a omitir ciertos detalles. Sin
embargo, cuando se trata de cosas realmente importantes, no quiero ni puedo
guardar silencio. Finalmente, me limita saber que en alguna parte he de marcar
el final: si he de terminar el libro, debo empezar a resumir. Mi intención es
acabar la historia en el momento en que escribí El deshielo. Dado que no soy
el monje Pimen y que mis memorias distan mucho de ser una crónica
desapasionada, no contaré aquí «el último cuento». Por muy fragmentaria que
pueda parecer la historia de mis experiencias durante la postguerra, por muy
desarticulados y desiguales que puedan parecer mis pensamientos, creo que el
lector verá que mi narrativa confusa se aproxima más a la confesión que al
sermón.
Al regresar a Moscú, volví a ponerme a trabajar en La tempestad, que
terminé en el verano de 1947. Escribía mañana y noche, a toda prisa, aunque
sabía que trabajar en la novela me protegía de pensamientos amargos y que
muy probablemente pasaría mucho tiempo antes de que tuviera la posibilidad
de escribir otro libro. Y así fue. Pero, así como me había llevado mucho
tiempo prepararme mentalmente para comenzar la novela, una vez terminada
me tomó más tiempo todavía librarme de sus personajes. Continué hablando
con ellos mentalmente, no sólo porque siempre es doloroso para un escritor
alejarse de los personajes de quienes se ha encariñado, sino porque el
recuerdo de la guerra me permitía reconciliarme con muchas de las cosas que
sucedían a mi alrededor. A veces, por las noches, escuchaba la radio de París
y Moscú. Mientras escribía La tempestad, el mundo tuvo tiempo de cambiar.
Mi temporada en el extranjero parecía bucólica y lejana en el tiempo. En
Francia, los obreros fracasaron con sus huelgas masivas, la policía disparaba
contra los manifestantes. En Estados Unidos los grupos extremistas habían
ganado la partida. Se oían expresiones nuevas: «Plan Marshall», «doctrina
Truman», «guerra preventiva». Todo era inverosímil y temible. No habían
pasado ni tres años de la victoria de nuestro frente común y la gente aún
recordaba bien el fuego de los morteros, los bombardeos, los tiempos crueles
que habían vivido. En la radio se oían discursos pseudocientíficos sobre la
necesidad de «defender a la cultura occidental del expansionismo soviético».
Los escuchaba lleno de rabia. Un escritor francés muy conocido hablaba de la
existencia de una «cultura atlántica», su intervención coincidió con la creación
de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Todo aquello
recordaba mucho a los razonamientos de los nazis sobre la superioridad de la
cultura creada por la «raza aria».
En los artículos que escribía contra la propaganda occidental, a veces
conseguía recordar a la gente algunas verdades evidentes que en esos días
parecían ser pisoteadas. En agosto de 1947 escribí que no se podía dividir la
cultura por zonas, como si se tratara de una tarta. Hablar de la cultura
occidental como si ésta no tuviera relación con la cultura rusa o de la cultura
rusa como un ente separado de la cultura occidental es, lisa y llanamente, una
muestra de ignorancia. Cuando hablamos del papel que ha desempeñado la
cultura rusa en la vida intelectual de Europa no es para menospreciar a otras
naciones. Los que claman a gritos su superioridad nacional son los que no
están seguros de sí mismos: son enanos subidos a unos zancos.
«Desde tiempos inmemoriales, ha existido entre los artistas y pensadores
de distintas nacionalidades una afinidad profunda que ha contribuido a la
creación de una cultura rica y variada. Liemos aprendido de otros, como otros
han aprendido de nosotros. No hace falta enfatizar que la actual literatura
europea —así como la actual literatura estadounidense— sería impensable sin
la novela rusa clásica, así como el arte moderno sería impensable sin el
trabajo de los pintores franceses del siglo XIX. Hace cien años Belinski
escribió que las naciones europeas colaboran despiadadamente, las unas con
las otras, sin ningún miedo de que ello dañe sus respectivas nacionalidades.
La Historia señala que sólo corren riesgos de pérdida las naciones débiles e
insignificantes».
Los periódicos occidentales me tacharon de «estafador irresponsable» y
de «cínico ingenioso» (palabras que me resultaban familiares). Lo cierto es
que me sentía realmente asqueado.
K. M. Símonov, a quien veía mucho en aquella época, me contó que Stalin
le había dado una gran importancia política a la lucha contra el «servilismo
ante Occidente». La campaña se extendió. Tal y como había pasado ya tantas
veces, las ideas, aun aquellas razonables, se volvieron absurdas a fuerza de
insistir. La admiración por todo lo extranjero, esa vieja enfermedad, ya fue
satirizada por Fonvizin en el siglo XVIII; la gente admira la tecnología alemana
(de hecho, se dice a menudo que «los alemanes hicieron la luna») pero, al
mismo tiempo, se suele afirmar con arrogancia que «los rusos les allanan el
camino a los alemanes». Desde niño he visto que la humildad y el orgullo se
entremezclan con facilidad, y que es difícil saber dónde empieza una y dónde
acaba el otro. A veces, al escuchar aquellos elogios ingenuos de nuestros
turistas que por primera vez viajan al extranjero, no puedo sino recordar a
aquel personaje cómico de Miatlev, madame de Kurdukov. El complejo de
inferioridad da lugar al complejo de superioridad. Un mismo periódico podía
vanagloriarse de que nuestra agronomía era la mejor del mundo y alegrarse de
los elogios de un empresario danés al ballet ruso.
Basta con echar un vistazo a la Gran Enciclopedia Soviética (o, para ser
más exactos, a los volúmenes anteriores a 1954) para entender hasta qué punto
era distorsionada la campaña contra la «sumisión a Occidente»; allí apenas se
mencionaban los trabajos de los científicos extranjeros. En lo tocante a la
historia del arte, la situación tampoco era mejor. Ciertos ejecutivos de bajo
rango, deseosos de demostrar su entusiasmo, llegaron a rebautizar el queso
camembert como «queso para entremeses».
Esto llevó a algunas personas de Occidente a una ridiculización superficial
e infundada. Un conocido novelista se permitió ironizar sobre los rusos que
aclamaban los méritos de un desconocido técnico radial llamado Popov. (Hoy,
el Petit Larousse lllustré señala: «La telegrafía inalámbrica fue inventada por
Popov [Rusia] y Marconi [Italia]». En la Asamblea Nacional, Bidault dijo en
tono de burla: «Nos han informado de que un tal Lomonósov ha hecho grandes
descubrimientos». Le respondí en Pravda: «Desprecio el nacionalismo y no
soporto a la gente que se mofa de la cultura de otras naciones. Al expresar mi
indignación por el comportamiento del señor Bidault, no sólo defiendo el
respeto debido a Lomonósov sino a Lavoisier. A los grandes hombres les trae
sin cuidado lo que diga sobre ellos un tal Bidault».
A su regreso de Estados Unidos, Símonov escribió una novela titulada
Humo de la madre patria, en la cual comparaba a los estadounidenses bien
alimentados y satisfechos de sí mismos con los habitantes, espiritualmente más
ricos, de la región de Smolensk. Fedin y yo hablamos de la novela e insistimos
en sus méritos. A Stalin, no obstante, la novela le había causado una impresión
distinta. No sé si le irritaba más que Símonov tuviera una opinión propia o el
título del libro. Lo cierto es que Kultura i zhizn cargó contra Humo de la
madre patria, y al mismo tiempo contra Fedin y contra mí.
En una ocasión uno de mis amigos franceses me escribió una carta en la
que me pedía, ansioso, noticias sobre mi estado de salud. No entendí de qué
iba el asunto hasta el día en que recibí una pila de recortes de periódico de
parte de nuestra embajada. La prensa antisoviética anunciaba, triunfal, «nuevas
represiones contra los escritores soviéticos»; uno de estos periódicos incluso
preguntaba: «¿Conseguirá Ehrenburg librarse de la confinación en Siberia o
bien le espera el cadalso?».
La última víctima había sido Kazakévich, un joven escritor recientemente
galardonado por su novela La estrella. Había escrito otra titulada Dos en la
estepa, ambientada en los terribles días de la retirada y que narraba el drama
de un joven oficial novato en la línea de fuego que pierde la cordura, no
consigue ejecutar una orden y es sentenciado a muerte. Ordenan a un soldado
kazajo que lo custodie. Dado que continúa la retirada, el kazajo y el oficial
condenado a muerte tienen que abrirse paso hacia el este. El escolta y su
prisionero acaban por hacerse amigos. En la novela los personajes están muy
logrados; el proceso de su acercamiento se muestra de un modo muy
verosímil. Consideraba (y considero todavía) que Dos en la estepa es uno de
los mejores libros sobre la guerra. Así se lo hice saber al autor, y todavía
conservo la carta que éste me escribió: «Me alegra sobremanera su crítica y
me llena de orgullo la valoración que hace de mi segundo libro». Kazakévich
soportó los ataques sufridos con gran entereza. Era un hombre modesto, afable,
pero con mucho coraje. Valoraba más las propias convicciones que el éxito y
su deseo de servir al pueblo nunca se convirtió en servilismo.
La muerte es aún menos lógica que la historia, muchas veces su guadaña
cae sobre los tallos menos maduros. Kazakévich volvió de la guerra sano y
salvo, pese a haber prestado servicio más de una vez en misiones de
reconocimiento en las que arriesgó la vida. Estaba lleno de energía, trabajaba
en un nuevo libro y parecía gozar de una salud de hierro, pese a lo cual no
llegó a cumplir cincuenta años.
En 1949 celebramos el quincuagésimo aniversario del poeta Stepán
Shipachov. Propuse organizar una velada en su honor. Me gustan sus poemas,
breves y en absoluto pretenciosos, y congenio con la honestidad, la sencillez y
la franqueza de ese hombre. En el breve discurso que di en honor de
Shipachov, dije que su triunfo consistía en haber sabido proteger la poesía en
«una época de inflación de las palabras». Muchos de los presentes entendieron
este comentario, pronunciado en una reunión de escritores (aunque sin perder
la compostura), como un desafío. Evidentemente, más de uno de ellos estaba
marcado con el sello de la falsa retórica. Tiempo después conversé con
Shipachov y confirmé mis impresiones. Era alto y de porte erguido,
físicamente acorde con su poesía y noble de espíritu. En momentos difíciles,
recordaba de repente a Shipachov y se renovaba mi fe en la vida.
Mientras escribía La tempestad, el trabajo me sirvió de ayuda, pero en
cuanto la hube terminado, me sentí arrastrado a mis viejos vicios: los
temblorosos trenes nocturnos, las carreteras malas y repletas de baches, las
noches pasadas en cualquier parte, los altos en el camino que propician
confidencias, las caras que se pierden en la niebla, el caleidoscopio de todo
viaje. Estuve en perpetuo movimiento durante dieciocho meses. He aquí la
lista de los sitios que visité, copiada de mis cuadernos de notas: Orsha, Minsk,
Vilna, Kaunas, Klaipeda, Siauliai, Palanga, Liepāja, Jelgava, Riga, Tartu,
Tallin, Narva, Leningrado, Nóvgorod, Valday, Kalinin, Kashin, Kaliazin,
Varsovia, Breslavia, Łódź, Kiev, Pogar, Briansk, Vladímir, Súzdal, Ivánovo,
Tula, Oriol, Penza, Belinski, otra vez Leningrado, Tallin, Varsovia y Breslavia,
Kielce, Cracovia, Kishinev, Beltsy, Soroki, Falesti, Bendery, Bolgrad, Kiliya
e Izmaíl.
Mis recuerdos de estos viajes son como pequeños trozos de fotogramas
pegados al azar. Fui a Ivánovo para ver si podía echar una mano a N. N.
Ivánov, antiguo encargado de negocios de París, liberado pero no rehabilitado,
y que en aquel momento trabajaba como supranumerario en la Sociedad para
la Difusión del Conocimiento Político.
En un pueblo me organizaron una conferencia para que hablara sobre mi
viaje a Estados Unidos; en el momento más álgido, una vaca entró al establo
donde estaba el público. En Pogar me invitaron a contar cómo se
manufacturaban los cigarros en Occidente. Hubo una degustación, llevé un
habano que no supieron apreciar. Me topé con muchas cosas interesantes,
buenas y malas. Fábricas inmensas y carreteras intransitables, las glorias de la
antigua Súzdal, los trabajos de Adamson, el pintor estonio, las ruinas de
Nóvgorod, los mercados de Moldavia. Sería imposible describir todos esos
viajes. Sin embargo, el que realicé a la región de Penza merece unas palabras.
Se conmemoraban los cien años de la muerte de Belinski y me incluyeron
en una delegación de escritores encabezada por Fadéiev. F. V. Gladkov a
menudo fruncía el ceño: «Todo esto está bien, sólo que a mí no me gusta».
Se inauguró en Penza un monumento a Belinski; Fadéiev dio un discurso.
En Penza no había nada digno de ver, pero la ciudad me encantó desde el
primer momento. En el casco antiguo había ruinosas fachadas de casas que
alguna vez habían ocupado familias solas pero que ahora, alquiladas y
subarrendadas hasta el último rincón, adquirían un aire deprimente. No
obstante, me gustó su gente: de alguna manera, parecían más atentos que los
ciudadanos de la ajetreada Moscú, y daba la impresión de que leían y
pensaban más. Un estudiante que me paseó por el parque local, recitó de
memoria páginas enteras de Saltikov-Schedrín; una joven que había estudiado
en Leningrado me llevó a los depósitos de un museo, donde me habló con gran
entusiasmo de Korovin, del grupo Sota de Diamantes y de Cézanne y
rememoró las pinturas de los fondos del Ermitage; en una reunión con
estudiantes se produjeron ardorosas discusiones sobre Kazakévich, Nekrásov
y Pánova; alguien recitó poemas de Pasternak; un trabajador de una fábrica de
relojes vino a visitarme al hotel para hablar de arte: «Cuando escucho música
seria, el tiempo parece desintegrarse, o tal vez suceda lo contrario, y mil años
se condensen en una hora, de modo que al terminar siento que he vivido
muchas vidas», me dijo.
En todas partes convivían lo nuevo y lo antiguo. En Lérmontovo (Tarjani)
los koljosianos vivían razonablemente bien para la época. En el pueblo había
una escuela de secundaria. Estaba yo sentado junto a un estanque cuando oí a
los niños gritarse palabras incomprensibles. Les hablé y descubrí que reñían
en francés. Quise conocer a su maestro de francés, pero, en cuanto lo supo, se
perdió en el bosque.
La profesora de historia, O. S. Viripáieva, al enterarse de que yo estaba
interesado en la cerámica, me llevó a la vecina aldea de Yazíkovo, donde los
granjeros hacían vasijas desde tiempos inmemoriales. Vivían en chozas
tiznadas, carentes de chimeneas. Había corrido el rumor de que Voroshílov
visitaría el lugar por las celebraciones de Belinski y me tomaron por un
miembro de su comitiva. La gente se arremolinó alrededor de la cabaña en la
que yo estaba e interrumpiéndose unos a otros, gritaban sus quejas: tenían que
pagar impuestos por sus vasijas y cada vez que enviaban sus jarras y cuencos
al mercado, la mitad de sus piezas se estropeaban en el camino a Chembar.
Les escuché y tomé notas, hasta que la situación comenzó a incomodarme: me
estaba comportando como Jlestakov.[1] «Dígaselo a Stalin», me decían sin
cesar, y tuve que explicarles que yo era un simple escritor, que trataría de
ayudarles pero no creía que me fuera posible. Un ex soldado de ojos febriles
estaba sentado sobre el calefactor y tosía. Había permanecido callado, pero
entonces habló: «Un escritor… lo describirá todo: cada choza, un palacio;
cada cuenco, un jaaarrón». Pasó largo rato tosiendo y repitiendo la palabra
jarrón como si fuera un fetiche. Nos fuimos. El profesor, sinceramente
interesado en la literatura, me dijo desencantado: «¡Y pensar que estamos en
1947! ¡Qué desgracia!». Pero yo pensaba que, posiblemente, el soldado
tuviera razón.
(Un año más tarde viajé por las regiones de Penza y Tambov con Lidin y
volví a toparme con ciertos contrastes curiosos. El museo de Tambov era
sorprendentemente rico; tenían allí, entre otras cosas, un bello cuadro de
Donatello y una excelente biblioteca pública. Por el contrario, el museo de
Kirsánov, la capital de la región, nos hizo reír. En una de las habitaciones
había un sofá combado, una butaca y un jarrón roto; una nota explicaba que
aquello era una «muestra de la vida y la intimidad de la princesa
Obolénskaia». En otra habitación había una escultura nada memorable cuya
etiqueta rezaba: «Busto de libre inspiración realizado por maestro
desconocido». Fuimos a Poima para visitar a la escritora A. P. Anísimova, una
enamorada del arte popular. Me llevó a Nevezhkino, una región en la que
todavía existían expertos en bordado ruso. Nos encontramos con un sitio de
cabañas pobres y destartaladas; la escuela estaba en ruinas y su aspecto era
triste. Al día siguiente, nos invitaron a la inauguración de una librería en un
koljós próximo llamado Lenin. Allí, las viviendas se asemejaban a las casas
de la ciudad y contaban con una biblioteca y una guardería infantil. Se hacía
muy difícil creer que estuviéramos tan cerca de Nevezhkino).
En 1947 visité por primera vez varios sitios relacionados con la literatura
del siglo XIX. Fui a Yásnaia Poliana, donde Tolstói había escrito Guerra y paz
y Anna Karénina. No se percibe allí al escritor, sino al anciano lleno de
desasosiego espiritual instruyendo a los tolstoístas sentados alrededor de una
mesa de café, el Tolstói que araba los campos con «una humildad mayor que el
orgullo» y cuyo último deseo fue que lo enterrasen en una tumba anónima, sin
lápida siquiera. Creo que, de hecho, fue su tumba lo que más hondamente me
conmovió, puesto que era sitio en perfecta armonía con la única compañera
digna de él: la naturaleza. Fui a Spásskoie, donde descansé a la sombra de los
mismos arces bajo los que escribía sus novelas Turguéniev, antes de la llegada
del otoño, fecha en que partía a París. En cierta ocasión rechazó un pasaporte
extranjero, mandó construir una pequeña dependencia en su casa y escribió a
Paulina Viardot para decirle que estaba viviendo una especie de exilio
siberiano. Vi en Oriol su sofá y sus libros con anotaciones en los márgenes.
También conocí la casa de Leskov. Pasé un rato en la olvidada tumba de Fet.
En Chembar conocí la escuela en la que había estudiado Belinski. Así como
me cuesta decir por qué en una galería me conmueve un cuadro en particular,
lo mismo me sucede al intentar explicar por qué fueron tan significativos para
mí esos días en Tarjani (o Lérmontovo, como se la llama en la actualidad).
Allí conocí a V. A. Dariévskaia, una joven maestra de literatura rusa que
me preguntó qué clase de hombre había sido Maiakovski, si me gustaba la
poesía de Bagritski y dónde podía conseguir una buena traducción de Heine.
De ella aprendí cosas sobre la escuela y la vida en el pueblo. Era una chica
modesta que amaba su trabajo y estaba interesada en el arte; según me contó,
se las apañaba para ir algún que otro domingo a Penza para ver alguna obra
teatral. A veces, al regresar, le tocaba recorrer a pie los treinta kilómetros
desde la estación hasta su casa. En una ocasión, durante un invierno, se topó
con unos lobos a los que confundió con perros, hasta que se acercaron al
pueblo y mataron a todas las ovejas del koljós: «Me sentía aterrada», dijo.
Entramos al panteón para ver el ataúd que habían usado para transportar el
cuerpo de Lérmontov desde Piatigorsk. Era una bóveda húmeda, y las gotas
que caían resonaban con fuerza contra el féretro.
El museo exhibía unas pocas posesiones del poeta, que estaban mezcladas
con una multitud de diagramas y carteles relativos a la servidumbre del
campesinado, la revolución y los logros de los koljosianos de la región de
Penza. En una de las salas di con la pipa de Lérmontov y con las ilustraciones
que hizo para su poema «El demonio»; en otra sala me topé con un enorme
retrato de Stalin.
Esa noche escribí un poema que me permitiré citar aquí aunque nunca haya
sido publicado. Tómese como una pequeña muestra de la confesión prometida:
«Tarjani no es un poema, sino un pueblo grande y firme. El demente Demonio
ha presentado hace mucho su ala al museo y el visitante ve un frágil y ligero
mundo de juguete, una pipa raída de angustia y un uniforme de comedia
musical. Todos sienten, con cierto orgullo, que ésa debe haber sido la butaca
de Lérmontov. De las paredes cuelgan numerosos textos que explican los
cambios ocurridos y bajo la ventana, en un jardín crecido, las lilas esconden
la “buena suerte”.[2] Las máquinas han favorecido el progreso del trabajo. Los
jornaleros de las granjas colectivas veneran diligentemente a su glorioso
ancestro y cada año, en el día de julio en que las balas segaron su vida, se
celebra en Tarjani un festival. Desde la mañana los niños visten sus mejores
galas. Los arcos se decoran con banderines rojos, el centeno ya ha sido
entregado al gobierno, y en el viejo parque Lérmontov los jóvenes danzan
alegremente. Allí no hay pitidos ni pisotones.[3] Hace tiempo que el disparo
lejano quedó en el olvido; sólo en el helado panteón persiste un ataúd cubierto
de zinc. El motor se ha detenido; el conductor juguetea con él. Y una joven,
desde una cabaña, recita una y otra vez el mismo verso, con la mirada perdida
y las cejas levantadas formando un ángulo agudo. La noche, como antaño, es
oscura. La gente bebe y canta. Recita poemas. Maldice. Pero el corazón
golpea el zinc. Todo lo han bebido (hasta la última gota). Amo mi tierra con un
extraño amor. Pero ¿por qué ha de ser extraño ese amor? Es todo lo que
tenemos».
Desde luego, si amo mi tierra no es porque sea todo lo que tengo, la amo
porque allí el descendiente de un mercenario escocés escribió Un héroe de
nuestro tiempo, libro que me deja sin aliento cada vez que vuelvo a él; la amo
porque las valientes granjeras de Lérmontovo, exhaustas y orgullosas esposas
de soldados, se deslomaban con el ganado y lloraban sobre las pequeñas
cartas triangulares que les llegaban del frente; la amo por la gentil placidez del
paisaje de Tarjani, por sus lomas, sotos y estanques, por las atrevidas
nociones de su gente, por Vera, esa niña que recitaba en la penumbra «hay
palabras con significados misteriosos y triviales»,[4] que fue a ver Hamlet y se
enfrentó a los lobos; la amo porque el «frenético Vissarión», que se dedicó
tanto a la justicia como a la belleza, creció en la oscura Chembar, porque en
Penza el joven Meyerhold soñó sus teorías, porque en la región de Penza hay
aldeas con nombres tan extraordinarios como Volchi Vrag, Sosedka, Verjozim,
Shemisheika, y la amo por el estilo floreado de sus insultos y el estilo
recatado de sus caricias y por otras mil razones, grandes y pequeñas, que sólo
pueden expresarse mediante una frase: es todo lo que tenemos.
14

En octubre de 1947, Fadéiev me dijo que debía ir a Polonia, con una


delegación de escritores integrada por Tvardovski, Tichina, Brovka y yo
mismo. Fadéiev comenzó a darme instrucciones y luego soltó una carcajada:
«Qué puedo explicarte yo a ti… Si te has pasado media vida en el extranjero».
Pensé: «Una cosa es vivir en el extranjero y otra muy distinta formar parte de
una delegación». En el tren fui en el mismo compartimento que Tichina, que a
la sazón era ministro de Educación de la República de Ucrania. Como ninguno
de los dos quería que el otro se sintiera obligado a encaramarse a la litera de
arriba, mantuvimos una larga discusión al respecto. Tichina y yo teníamos la
misma edad, y no sólo habíamos nacido el mismo año, sino también el mismo
día. Le dije a Pável Grigórievich que él debía quedarse en la litera de abajo
porque era ministro, pero él ponía objeciones. Salí al pasillo y pasé un rato
conversando con Tvardovski. Tichina aprovechó para instalarse en la litera de
arriba. Conversamos un poco, en tono amistoso, luego apagamos la luz. Estaba
ya cogiendo el sueño cuando Pável Grigórievich dijo: «Seguro que habrá un
pomylka». Aunque nací en Kiev, pasé la infancia y la adolescencia en Moscú,
y muchas palabras ucranianas me resultan enigmáticas. Pomylka significa
‘error’, me explicaron, y entonces, en mi duermevela, como pomylka se
parece a la palabra rusa para ‘lavar’, soñé que me lavaban la cabeza: era mi
segundo viaje al extranjero como miembro de una delegación y sentía cierto
temor.
En la estación nos recibió Tuwim con una sonrisa y me tranquilicé de
inmediato. Los polacos nos dispensaron un trato muy cordial. Noté enseguida
que aquella Polonia era muy distinta a la que había conocido yo veinte años
atrás, en los tiempos del «saneamiento», el régimen policial de Piłsudski. En
aquel entonces no sólo las autoridades, sino también algunos escritores,
hablaban conmigo con suma cautela.
Desde luego, Polonia había cambiado mucho, pero al mismo tiempo me
daba cuenta de que el carácter del pueblo había permanecido inmutable. En
1947 Varsovia era un cúmulo de ruinas. No reconocía las calles, pero sí a la
gente. Muchos de aquellos a los que había conocido ya no estaban: murieron
hombres célebres y personas sólo conocidas por sus amigos. En 1928 había
conocido al escritor Tadeusz Boy Żeleński. Pasamos una noche entera
hablando de Montaigne y Proust. Él sabía mucho más que yo, hablaba con
pasión, a veces con ira, pero siempre con ese amor al arte que desarma. Tenía
sesenta y siete años cuando los fascistas lo fusilaron en Lvov. En París,
durante la década de 1930, solía encontrarme en Montparnasse con un joven
arquitecto de nombre Senior. Soñaba con construir algo que perdurase,
adoraba a Le Corbusier, vivía en la miseria y, cuando su madre le enviaba de
Polonia un paquete, nos agasajaba con vodka de serbal. Murió en el verano de
1939, al volver a casa para luchar contra los nazis. Conocí a jóvenes
escritores y artistas, cientos de personas de las profesiones más diversas. Un
año después visité de nuevo Polonia para asistir al congreso de Breslavia, y
en los años siguientes viajé a menudo a Varsovia, aunque siempre con motivo
de congresos, conferencias y resoluciones, de modo que tenía que robar algo
de tiempo para dedicárselo a los viejos y nuevos amigos. Me enamoré
perdidamente del carácter polaco, y este capítulo, con toda probabilidad,
parecerá más una declaración de amor que una descripción del país y de sus
habitantes.
Durante mucho tiempo entre rusos y polacos se abrió un abismo profundo a
raíz del recuerdo de las invasiones, de las divisiones y de la sangre de los
insurrectos. Nuestro profesor de historia nos decía que todos los polacos eran
presuntuosos como aristócratas, que Polonia estaba arruinada por culpa de los
nobles del Sejm, que no sabían sino gritar: «Lo prohíbo» y vetaban las leyes.
Dostoievski, uno de los primeros guías de mi juventud, tenía la costumbre de
hacer caricaturas de los polacos en sus novelas. Yo no conocía Polonia y en
mí anidaban ciertos prejuicios. Me acuerdo de hasta qué punto me impresionó
la pasión con que Tuwim me habló, durante nuestro primer encuentro, del
carácter polaco. Después oí decir a Bábel: «Es una nación poética», y eso que
Bábel había conocido a los polacos durante la guerra, cuando luchaban contra
la Rusia soviética. Ello me dio que pensar, aunque no fue hasta 1928, tras
pasar un tiempo en Polonia, cuando empecé a comprender a los polacos un
poco mejor.
Los valores humanos —el goce del trabajo y del esfuerzo, el amor y el arte
— no se aprenden en la escuela ni en los libros, sino con la experiencia de la
vida. Pero hay otros valores que comienzas a apreciar sólo cuando te faltan.
En París comprendí lo que era el pan después de ayunar durante varios días y
oler el maravilloso aroma que emanaba de las panaderías. En las montañas de
Aragón, durante los combates, descubrí del mismo modo qué era un sorbo de
agua. Como ya he dicho antes, sólo valoramos nuestra patria cuando nos
encontramos lejos de ella. El exacerbado patriotismo de los polacos está
vinculado a su historia: ellos han vivido y oído relatar a sus progenitores la
larga historia de la lucha por su propia dignidad nacional.
He contado ya cómo Tuwim, vagando junto a mí entre las ruinas de
Varsovia, no dejaba de decir: «¡Mira qué belleza!». Quizá no todos los
polacos lo dijeran, pero todos lo pensaban. El casco antiguo de Varsovia se
reconstruyó con tanto amor hacia los detalles que uno olvida que se trata de
una restauración. No es sólo cuestión de gusto, lo que cuenta es la pasión.
El apasionamiento es, precisamente, el rasgo más atractivo del carácter
polaco: se siente en las viejas esculturas de Stwosz y en la poesía, desde
Mickiewicz y Slowacki hasta Tuwim y Gałczyński, en los cantos populares y
en los largos relatos de las insurrecciones malogradas; lo hubo en
Dombrowski, de quien me habló una vez un viejo comunero, y en Janek, a
quien encontré cerca de Huesca. Basta con mirar a los ojos de un viejo
pensionista bigotudo que pasea por la solemne y maravillosa Cracovia o
escuchar en un pueblo el grito de una muchachita con la trenza rubia y una risa
parecida a un llanto, para encontrarse una y otra vez con la extrema
exuberancia de sentimientos y la complicada suerte de este pueblo.
He leído los juicios más severos contra el barroco: la exuberancia, las
yuxtaposiciones caprichosas y la oscuridad se han visto a veces como
pretenciosas y formalistas, como una negación de la sinceridad y un repudio
de la sencillez. No obstante, el barroco, nacido en la época del ocaso de la
aristocracia, ha arraigado entre la gente del pueblo. Hay cierta afinidad entre
la poesía de Góngora o Marino y aquellos Cristos de barro hechos por los
alfareros polacos, quienes olvidaban las proporciones de la cabeza o de las
manos, pero se obsesionaban por reflejar la inconmensurabilidad del
sufrimiento humano. Es posible que al extranjero le sorprenda saber que tienen
enterrado allí el corazón de Chopin, y sin embargo ésa es una buena muestra
del carácter de los polacos.
En 1947 el gobierno polaco obsequió a nuestra delegación con algunas
obras de arte popular. A mí me tocó un tapiz tejido por los Galkowski en
Cracovia. Desde entonces, ese tapiz me anima en las horas difíciles: veo
especies de animales que no existen y que nunca existieron, pero que viven,
retozan, rugen y dormitan en mi habitación, veo muchachas, extraños
caballeros, y descubro no sólo una espléndida combinación de tonos y
semitonos, sino también la fuerza del arte.
Para mí, Polonia es inseparable del arte, de la verdad de las hipérboles,
de la fuerza de la imaginación, capaz de transformar, por decirlo así, una
casucha ordinaria en un cosmos. El año 1947 fue difícil para los poetas y los
artistas. Sin embargo, también entonces vi muchos cuadros que mostraban que
el arte seguía vivo. ¿Es necesario hablar de la década siguiente? Algunas
películas polacas han dado la vuelta al mundo. En todas partes han comenzado
a traducir la narrativa polaca. Recuerdo que, cuando leí las notas de viaje de
Kazimierz Brandys mientras comía en un pequeño hotel limpio y acogedor de
Alemania Occidental, encontré en ellas las expresiones artísticas de lo que
estaba sintiendo vagamente.
La inspiración no es en Polonia un privilegio de unos pocos elegidos, sino
que vive en lo más recóndito de la gente, hasta el punto de que basta con
observar sus jarrones grisáceos, que encarnan todos los matices y la nobleza
de la pena. Una campesina, que nunca ha puesto un pie en la ciudad, recorta en
papel junglas tropicales. Al entrar en una tienda cualquiera de utensilios uno
queda atónito no sólo por el buen gusto, sino también por la imaginación que
evidencia la mercancía. ¿Acaso sea justamente la omnipresencia del arte lo
que me atrae de Polonia? En realidad, éste se halla vinculado al carácter del
pueblo, y no olvido ni el batallón Dombrowski en España ni la mujer que
transportaba piedras en unas obras de Varsovia.
Ya he hablado de Tuwim. Ahora querría hablar de sus amigos de
Skamandr, con quienes me encontré a menudo en Varsovia. Sé que algunas
personas consideran a Słonimski casi un británico, por su agudeza y su ironía
casi corrosiva, pero debajo de estos rasgos subyacen la imprudencia y el
carácter despreocupado de toda la poesía polaca, de todo el modo de ser
polaco.
Cada país maneja la ironía a su modo: Cervantes no se parece a Swift ni a
Molière. La ironía de Słonimski, es pura, y a menos que se diluya con agua —
acaso con lágrimas— puede resultar demasiado fuerte para otro país u otra
época. Iwaszkiewicz parece, a primera vista, un ser mimado por el destino, es
tierno, incluso bondadoso, pero no es para nada tranquilo en el plano
espiritual. Se asemeja a un soñador, pero en sus libros expresa gran parte del
malestar de nuestro tiempo. Me viene a la cabeza una novela en particular,
escrita en la década de 1930: un escritor polaco viaja a Florencia para asistir
a un congreso (se ve que tanto los escritores como los congresos siempre han
existido, son como la lluvia). La novela recuerda a Aguas primaverales de
Turguéniev, pero en ella flota la atmósfera de nuestra época, el amor y la
desesperación pertenecen a un orden diferente.
En 1947 todavía no había logrado olvidar el viaje a Polonia realizado
veinte años atrás, cuando vivíamos en mundos diferentes, trataba de ser
especialmente amable, evitar los temas vinculados a las dificultades de aquel
tiempo: en una palabra, a menudo me comportaba como un diplomático.
Contaré ahora una historia divertida, bien porque me gusta alternar lo lírico
con las bromas, bien porque este relato demostrará hasta qué punto no
comprendí entonces los cambios acaecidos.
He dicho antes que los polacos nos ofrecieron una hospitalidad
excepcionalmente cálida. Luego nos pidieron que lleváramos a Moscú, para
los festejos de Octubre, a una delegación de escritores polacos. A mí me
alegraba tener la posibilidad de devolverles las atenciones. Vinieron con
nosotros la famosa escritora Zofia Nałkowska (que ya había rebasado los
sesenta años), el dramaturgo Kruczkowski, que durante un tiempo había sido
viceministro de Cultura y Arte, y el joven poeta Dobrowolski. Hasta Brest
viajamos en un coche especial, con todos los honores, pero en Brest nadie
vino a recibirnos. (Después supe que el telegrama había llegado tarde). Todo
olía a desastre: en Intourist se negaron a vendernos a crédito los billetes para
los invitados, y nosotros, como es natural, no teníamos rublos. Nałkowska dijo
que estaba cansada y que quería acostarse. Tuve que decirle que todavía no
era la hora de tomar asiento. (Para empeorar aún más la situación, en el mismo
momento en que mentía a Nałkowska un general y el ayudante que cargaba con
sus maletas subieron al tren). Llamé al secretario del comité regional del
Partido. La jornada laboral había terminado, pero conseguí encontrarlo en su
casa. Me escuchó, se compadeció, pero precisó que en el comité regional ya
no había nadie y que no podía, por lo tanto, conseguirnos dinero. Hice lo que
pude para persuadirle mediante ruegos y amenazas veladas de posibles
«complicaciones diplomáticas». Él se limitaba a responder: «Lo intentaré,
pero no le prometo nada». Pasó una hora, pasaron dos. Nałkowska me
preguntaba si ya podíamos subir al tren. Kruczkowski guardaba un respetuoso
silencio. Dobrowolski decía algo sobre los versos de Gałczyński y de
Pasternak, pero yo no estaba para hablar de poesía. A cada rato salía
corriendo y llamaba al secretario del comité regional para averiguar si nos
enviarían un coche. Al final llegó el secretario. «He conseguido dinero para
tres camas». Le pedí que fuera a saludar a los invitados. Por fin Nałkowska
pudo echarse a descansar. Por lo que respecta a nosotros, nos reunimos en un
compartimento y comenzamos a contar cuántos rublos nos quedaban. Teníamos
por delante la cena de esa noche y el desayuno, la comida y la cena del día
siguiente. Además, se suponía que llegaríamos a Moscú a las once de la
mañana, dos días más tarde, lo cual suponía otro desayuno. Pero sólo teníamos
suficiente dinero para una cena. Brovka dijo que al día siguiente bajaría en
Minsk, si bien la estación quedaba muy lejos de la ciudad.
En el vagón restaurante traté de que nos fiaran las comidas: las pagaríamos
en la estación de Moscú. Se negaron a hacerlo, aduciendo que el inspector
podía subir en cualquier momento. Fuimos a cenar, pedimos medio litro de
vodka. Nalkowska pidió un pequeño vaso de vino tinto. Sirvieron la botella
entera. Dobrowolski se puso a hablar de nuevo de poesía y de repente soltó:
«Me gustaría ver a un poeta que fuese capaz de convertir una botella vacía en
una llena». Corrí afuera para volver a contar nuestro capital y pedí otra
botella. Dijimos que por la mañana no desayunaríamos, tomaríamos sólo té.
En Minsk, Brovka se despidió de todos y poco después lo vi regresar a la
velocidad de un atleta. «El Comité Central queda lejos, me he acercado a mi
casa, mi mujer no estaba, esto es todo lo que he encontrado en el cajón de la
mesa». Depositó en mi mano unos billetes. Bastaban para la comida.
Decidimos que por la noche no cenaríamos, pero por la tarde, en Smolensk,
nos aguardaba un milagro: a nuestro vagón subió el escritor Símonov.
Enseguida lo llevé aparte y le rogué que les dijera a nuestros invitados que
había venido de Moscú para recibir a la delegación. Luego le pregunté:
«¿Cuánto dinero tiene?». Me respondió que nada. Me había alegrado al verle.
Pensé que íbamos a cenar y a compartir una botella de vino… Pero en un
compartimento encontró a un amigo. Estábamos salvados.
Dos años después, cuando Dobrowolski y yo ya éramos amigos, le conté
todo lo que había sucedido mientras él hablaba de la transformación de
botellas vacías en botellas llenas. Se rio durante un buen rato. «¡Ésa sí que es
una historia verdaderamente polaca!». Acto seguido se echó a reír también
Kruczkowski.
Como es natural, cuando digo que hoy en día nada nos separa de los
polacos, en lo que único que no pienso es en Intourist. En 1928 los polacos y
nosotros vivíamos en mundos diferentes. Incluso Tuwim y Broniewski no
comprendían entonces muchas cosas, y yo mismo a menudo los juzgaba de un
modo superficial. Algunos prejuicios tradicionales tardaron en desaparecer, y
no fue hasta mi regreso a Varsovia en 1958 cuando sentí que ya nada nos
separaba. Słonimski e Iwaszkiewicz eran viejos amigos, pero conocí a
jóvenes escritores y, conversando con ellos, comprendí que no existía barrera
alguna entre los dos países y las dos generaciones.
Ni en otoño de 1947, época en que he comenzado este capítulo, ni después
he conocido en Polonia la soledad: es un dato muy sencillo, pero revela
muchas cosas.
15

Los meses de los que tengo que hablar tal vez sean los más duros de mi vida;
durante mucho tiempo he interrumpido mi trabajo, pues no me decidía a
comenzar este capítulo. ¡Con qué alegría lo omitiría! Pero la vida no son unas
galeradas de imprenta y lo vivido es imposible de borrar. Desde entonces han
pasado quince años. Mi intención no es abrir heridas que se están
cicatrizando, por ello no daré ciertos nombres; lo que menos me atrae es el
papel de fiscal. Además, hay muchas cosas que ignoro. Me limitaré, pues, a
contar de modo sucinto y austero lo ocurrido.
Sólo ahora me doy cuenta de que los acontecimientos que me dispongo a
relatar estuvieron relacionados desde el principio con la trágica muerte de
S. M. Mijoels. Antes de avanzar más en la historia, he de hablar de él. Lo
había conocido mucho tiempo atrás, en la década de 1920, pero no había
llegado a tener un trato profundo con él: comencé a comprenderle y a sentir
apego por su persona en los años de la guerra. En una época venía a vernos
con bastante frecuencia al hotel Moscú. A veces se lamentaba en voz alta,
otras hacía tonterías; eso cuando no se encerraba en sí mismo y se quedaba
sumido en el silencio. Era un gran actor; de hecho, se podría decir que el arte
era su elemento natural. Siempre recordaré su interpretación del rey Lear.
Estaba irreconocible: en la vida real era un hombre de estatura media y su
rostro no tenía nada de regio, más bien era el de un intelectual, con expresión
irónica, frente prominente y el labio inferior fruncido. Pero, una vez que se
encontraba en el escenario, su Lear, alto y trágico, era increíblemente
magnífico, tanto en el dolor como en la ira. Actores de las tendencias más
diversas apreciaban el talento de Mijoels. Recuerdo todavía la admiración
con la que Kachakov, Meyerhold y Pitoyev hablaban de él. Mijoels nunca fue
nacionalista; Alekséi Tolstói solía comentar, a raíz de su escaso afecto por la
lengua rusa: «No entiendo por qué no actúa Solomón en el teatro ruso». Pero
la pasión de Mijoels era el teatro judío. A esas representaciones incluso
acudían espectadores que no conocían la lengua judía. Las interpretaciones de
Mijoels y Zuskin eran tan expresivas que todos quedaban cautivados por las
aventuras de un Quijote judío de provincias o las desventuras del lechero
Tevié.
Durante la guerra, S. M. Mijoels fue el alma del Comité Judío Antifascista.
¿Quién podía pensar entonces en el arte? En aquella época los nazis mataban
tanto a los viejos personajes de Sholem Aleijem en los villorrios de Ucrania y
Bielorrusia como a las pioneras soviéticas. Mijoels fue invitado a Estados
Unidos junto con el poeta Féffer. En 1946 los estadounidenses me contaron
que en una ciudad donde les tocó hablar se había derrumbado el escenario de
un teatro bajo el peso del público agolpado, deseoso de ver más de cerca a los
enviados soviéticos. Entre los dos consiguieron varios millones de dólares
para hospitales soviéticos y orfanatos.
Después de la victoria, miles de personas acudían a Mijoels en busca de
ayuda, puesto que veían en él a un rabino sabio, defensor de los oprimidos.
Fue entonces cuando lo asesinaron…
Se dijo entonces que lo habían enviado a Minsk con Gólubov-Potápov
para cumplir un encargo del comité que otorgaba los premios Stalin. Tenía que
dar su opinión sobre uno de los espectáculos candidatos. Una noche lo
invitaron a una casa y, mientras caminaba con Gólubov-Potápov por una calle
de la periferia, lo emboscó una banda de ladrones o, según dijeron después, lo
arrolló un camión. Esta versión resultó convincente en la primavera de 1948,
pero medio año después fueron muchos los que comenzaron a albergar dudas
al respecto. Cuando arrestaron a Zuskin, todo el mundo se preguntó cómo
había muerto realmente Mijoels. Hace relativamente poco un periódico
soviético publicado en Lituania informó de que Mijoels había sido asesinado
por agentes de Beria. No trataré de adivinar por qué Beria, que hubiese
podido mandar arrestar a Mijoels tranquilamente, habría recurrido a esa
pérfida simulación: lo que está claro es que no lo hizo porque respetara la
opinión pública. En cualquier caso, es probable que la idea le divirtiera.
Asistí al funeral de Mijoels, que se celebró en su teatro. Le maquillaron el
rostro desfigurado. Se pronunciaron discursos. Recuerdo, en particular, el de
Fadéiev. Afuera se agolpaba una muchedumbre, muchos lloraban.
El 24 de mayo se celebró una velada conmemorativa. Di un discurso, pero
no recuerdo nada de lo que dije. Recuerdo, eso sí, la amargura que sentía.
Aun así, no pude prever lo que vendría después.
En septiembre de 1948, a petición del editor, escribí un artículo para
Pravda sobre la «cuestión judía», sobre Palestina y el antisemitismo. He aquí
algunos extractos:
«Durante siglos, los oscurantistas inventaron fábulas con el propósito de
representar a los judíos como criaturas especiales, distintas al resto de los
hombres. Los oscurantistas sostenían que los judíos llevaban una vida aparte,
aislada del resto de la comunidad, sin compartir las alegrías y las penas de los
pueblos con los que conviven. Proclaman, estos oscurantistas, que los judíos
no sienten apego por ninguna nación, que son eternos vagabundos. Juraban, por
fin, dichos oscurantistas, que a los judíos de todos los países los unen lazos
misteriosos.
»Es cierto, los judíos han llevado una vida aparte, aislados de la
comunidad, cuando se han visto obligados a hacerlo. El gueto no es una
invención de los místicos hebreos, sino de los fanáticos del catolicismo. En
esos tiempos en que la niebla religiosa ofuscaba la visión de los hombres,
había creyentes fanáticos entre los judíos, tal y como los había entre los
católicos, los protestantes, los ortodoxos y los musulmanes. Pero en cuanto se
abrieron las puertas del gueto y se disipó la niebla de la noche medieval, los
judíos de todos los países pasaron a formar parte de la vida cotidiana de los
pueblos.
»Sí, es cierto, muchos judíos abandonaron su tierra natal y emigraron a
Estados Unidos. Pero esto no fue por falta de amor a la patria; emigraron
porque los insultos y la opresión los volvieron extranjeros en su propia casa.
¿Acaso sólo los judíos han buscado refugio en otros países? ¿No obraron del
mismo modo los italianos, los irlandeses, los eslavos que vivían bajo el yugo
de turcos y alemanes? ¿No lo hacen también los armenios y los disidentes
rusos?
»Poco hay en común entre un judío de Túnez y otro de Chicago, que habla
y piensa en inglés. Si existe un lazo entre ellos, dista mucho de ser místico: es
el lazo que ha forjado el antisemitismo. Las increíbles atrocidades cometidas
por los fascistas alemanes, los asesinatos masivos de la población judía que
defendieron y exportaron de país en país, la propaganda racial, empezando por
las ofensas y acabando con los hornos crematorios de Majdanek, todo ello
engendró entre los judíos del mundo un vínculo de profunda solidaridad: se
trata de la solidaridad de los ultrajados, de los oprimidos.
»Desde luego, hay entre los judíos nacionalistas y místicos. Son ellos
quienes diseñaron el programa sionista. No son ellos, sin embargo, quienes
llevaron al pueblo judío a Palestina. Esto último fue obra de los ideólogos del
odio al hombre, los acólitos del racismo, los antisemitas que expulsaron a los
judíos de los lugares donde habían vivido por tanto tiempo y los obligaron a
buscar en sitios remotos, no ya la felicidad, sino el derecho a la dignidad
humana.
Cité en mi artículo las declaraciones de Gorki y Lenin sobre el
antisemitismo. Cité también a Stalin: «El antisemitismo, entendido como forma
extrema de chovinismo racial, representa la más peligrosa muestra de la
supervivencia del canibalismo».
Pero como los artículos periodísticos no son confesiones, son muchas las
cosas que no se pueden decir en ellos. Ahora que me acerco al fin de mis
memorias, me gustaría declarar qué pienso acerca de lo que suelen llamar la
«cuestión judía».
Comenzaré por el final. Un escritor estadounidense, negro, observó con
toda razón: «En Estados Unidos no existe el “problema de los negros”, sino el
“problema de los blancos”». A estas palabras puedo añadir que la cuestión
judía da cuenta de la vitalidad del antisemitismo.
De niño oí hablar del caso Dreyfus y de los pogromos judíos. Sabía que a
Lev Tolstói, Chéjov y Gorki les repugnaba que se fomentara entre los rusos el
odio a los judíos. Años después leí en un periódico clandestino un artículo que
había escrito Lenin sobre el mismo tema. Según mi padre, las causas del
antisemitismo radicaban en el fanatismo y la ignorancia, y yo compartía su
punto de vista.
Como el lector ya sabe, nací en Kiev y mi lengua materna es el ruso. No
hablo ni una palabra de yiddish o hebreo. Nunca he rezado en una sinagoga,
tampoco en una iglesia, sea ortodoxa o católica. He admirado y admiro
todavía ciertas obras de arte que, para los creyentes, tienen un valor religioso,
pero que designan para mí pensamientos y sentimientos humanos: el libro de
Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, los Evangelios (incluyo, entre
éstos, los Apócrifos), el Apocalipsis, la catedral de Chartres, los iconos de
Andréi Rubliov, las pinturas de Fra Angelico, las diosas hindúes de Ellora,
los frescos del monasterio budista de Ajantā. No veo en ellos los extintos
cánones religiosos, sino el más puro y vivificante arte. Pasé la niñez y la
adolescencia en Moscú, rodeado de compañeros rusos. Cuando trabajé en la
organización clandestina, llamaba a mis compañeros por sus alias y jamás me
interesó si alguno de ellos era judío. Después fui a parar a París. Allí conocí a
dos poetas maravillosos: uno de ellos, Apollinaire, de origen polaco; el otro,
Max Jacob, judío. A mi modo de ver, no obstante, ambos eran franceses.
Sentía gran devoción por el italiano Modigliani. Me contó que era judío, pero
yo nunca dejé de asociarlo con la inquietud de los años de preguerra y con el
arte del Renacimiento italiano. Desde luego, no lo asociaba con Yahvé.
Amo España, Italia, Francia, pero nunca he dejado de vivir al modo ruso
ni he disimulado jamás mis orígenes. Hubo momentos en los que ni pensé en
ello, y otros en los que, adondequiera que fuera, gritaba a voz en cuello: «Soy
judío». Considero que la solidaridad con los perseguidos es el principio
básico de la humanidad.
Cuando veía las películas de Chaplin, no se me ocurría pensar si era judío.
Fueron los nazis los que me lo hicieron saber. Publicaban sus listas negras. En
ellas aparecían el compositor Milhaud, el filósofo Bergson, ciertas personas
que había conocido y en cuyos orígenes nunca me había interesado, como
Julien Benda y Anna Seghers, y autores que había leído, como por ejemplo
Kafka.
¿Existe un carácter nacional inherente a los judíos? Según los antisemitas y
los nacionalistas judíos, está claro que sí. Es posible que siglos de
persecuciones y humillaciones hayan agudizado su ironía y mellado sus
esperanzas románticas en un futuro mejor. El carácter nacional se manifiesta en
la creación artística con mayor viveza que en ningún otro ámbito. La poesía de
Heine está impregnada de ironía romántica, pero ¿se debe esto al origen del
poeta o a la época en que escribe? Cuando pienso en la obra de mis
contemporáneos (Modigliani, Kafka, Soutine) lo que veo es el espíritu de la
tragedia, la mezcla de recuerdos y especulaciones. La matemática es una de
las formas del intelecto humano más inmunes a los cambios de clima, idioma o
tradiciones. Con todo, en Alemania, a principios de la década de 1930,
algunos científicos rechazaron la teoría de la relatividad de Einstein por
considerarla un «engaño» judío.
En otras épocas el antisemitismo estuvo vinculado con la idea religiosa de
la redención: «Los judíos crucificaron a Cristo». Después, el poder del clero
fue debilitándose poco a poco. Muchos empezaron a darse cuenta de que
Cristo no había sido sino uno de esos judíos rebeldes que se oponían a los
sacerdotes ortodoxos que colaboraban con los conquistadores romanos. La
Revolución francesa declaró la igualdad de derechos para los judíos. Fueron
varios los estados que, uno tras otro, derogaron las proscripciones que habían
existido durante siglos y así los judíos empezaron a vivir una vida igual a la
de las gentes nacidas en las tierras a las que habían llegado sus antepasados.
A finales del siglo XIX el caso Dreyfus demostró que el antisemitismo, que
había permanecido dormido, todavía estaba vivo. Durante varios años
Dreyfus, que era un hombre insignificante, un buen oficial francés educado en
la disciplina, atrajo sobre sí la mirada de millones de personas. Cuando Zola
asumió la defensa del hombre falsamente acusado, se encontró con el apoyo de
Tolstói, Verhaeren, Mark Twain, Jaurès, Anatole France, Maeterlinck, Ensor,
Claude Monet, Jules Renard, Signac, Péguy, Mirbeau, Mallarmé, Charles-
Louis Philippe. ¿Quiénes estaban del lado acusador? Los escritores
nacionalistas: Barrès, Maurras, Déroulède. Los antidreyfusianos no sólo eran
antisemitas, sino enemigos del progreso, chovinistas. Escribían panfletos y
artículos periodísticos en los que tildaban a Zola de italianucho.
Antes de la revolución los judíos de Rusia sólo podían vivir en una zona
de asentamiento. En ciudades y pequeños pueblos de Ucrania y Bielorrusia
vivían separados del resto de la población y hablaban yiddish. Todo ello
cambió con la revolución. Los jóvenes judíos entraron en las escuelas y
universidades rusas; se dieron muchos matrimonios entre judías y rusos, y a la
inversa. Entre mis amistades figuraban muchos matrimonios mixtos. Bábel,
Mijoels, Ilf, Pasternak, Falk, Grossman y muchos otros se casaron con chicas
rusas, mientras que Fedin, Shipachov, Katáiev y Vishnevski se casaron con
judías. (He citado los primeros nombres que me han venido a la mente, podría
prolongar la lista).
El aislamiento de los judíos desapareció no sólo en nuestro país, sino
también en Francia, incluso en Alemania. Así fue hasta que, en ayuda del
antisemitismo, llegó la «teoría racial» de Hitler.
De ninguna manera eran una novedad los discursos sobre la existencia de
«razas inferiores». Cuando relaté mi viaje por los estados sureños de Estados
Unidos, me esforcé en mostrar hasta qué punto puede estar fuertemente
arraigado el racismo en un país civilizado. De todos modos, en la década de
1920, los antiguos esclavistas de Alabama o Misisipi nos parecían casos
excepcionales. Cuando Hitler apareció en escena, él y sus secuaces se
empeñaron en demostrar la existencia de razas superiores, sobre todo la
«aria» o «nórdica», y de razas inferiores, entre las cuales la judía era la más
baja.
Durante la guerra civil presencié un pogromo organizado por los
«blancos». Algunos meses después un oficial de Wrangel, en completo estado
de embriaguez, trató de arrojarme por la borda de un barco al grito de
«¡Mueran los judíos, salvad a Rusia!». Me pareció muy natural: los fantasmas
del pasado luchaban por subsistir. El poder de la oscuridad.
A finales de la década de 1920 conocí en Montparnasse a un escritor judío
polaco, Warszawski, y a algunos de sus amigos. Me explicaron historias muy
entretenidas sobre las supersticiones y las astucias de los típicos viejos judíos
de los pueblos. Leí una antología de leyendas jasídicas que me fascinaron por
su carácter poético. Conseguí, así, la idea para una novela satírica. El
protagonista, un sastre de Gómel llamado Lazik Roitschwantz, era un pobre
diablo al que el destino arroja de un país a otro. Describí a los hombres de la
NEP y a ciertos dogmáticos de provincia, a los oficiales de caballería
polacos, a los pequeñoburgueses alemanes, a los ascetas franceses y a los
hipócritas ingleses. Lazik, desesperado, decide partir a Palestina, pero la
tierra que llaman «prometida» resulta ser como todas las otras tierras: los
ricos viven bien, mientras que los pobres viven mal. Lazik trata de organizar
una asociación para el retorno a la patria. Después de todo, dice, él no ha
nacido bajo las palmeras, sino en su querida ciudad de Gómel. Al final unos
fanáticos judíos acaban con su vida. Los críticos occidentales definieron a mi
personaje como un «Švejk judío». (El hecho de haber excluido este libro de la
obra completa de mis obras no significa que lo considere flojo o que reniegue
de él pero, después de las atrocidades cometidas por los nazis, la publicación
de estas páginas satíricas me parece prematura).
La llegada de Hitler al poder me pilló por sorpresa: un país civilizado se
veía empujado hacia atrás, a las tinieblas del fanatismo. «La noche de los
cristales rotos» (nombre con el que los nazis bautizaron la noche de 1938, en
que ejecutaron sus pogromos terribles) me pareció la más deleznable
manifestación del fascismo. Los nazis no sólo quemaron libros de autores
judíos, sino también obras de Engels, Lenin, Gorki, Romain Rolland, Zola,
Barbusse y Heinrich Mann. Mataban a los comunistas alemanes de raza «aria».
En España constaté la esencia del fascismo con toda su crueldad. Durante la
invasión nazi en nuestro país presencié un sinfín de atrocidades. Los nazis
asesinaban a niños rusos, quemaban pueblos enteros de Ucrania y Bielorrusia.
Sobre esto escribía a diario en el periódico. También otros lo hacían. En sus
octavillas los nazis aseguraban que sólo combatían contra los judíos, y era
necesario desmentir semejante embuste.
Al final de la guerra comencé a reunir, junto con Vasili Grossman,
testimonios relacionados con el exterminio llevado a cabo en los territorios
soviéticos ocupados por los fascistas, cartas de condenados a muerte, diarios:
de un pintor de Riga, de una estudiante de Járkov, de ancianos, de muchachas.
Titulamos esa compilación El libro negro. Aunque describía las brutalidades
de los nazis, también dejaba constancia de infinidad de pruebas de coraje,
solidaridad y amor. El libro fue editado y se iba a publicar, nos dijeron, a
finales de 1948.
Las ideas de los sionistas, basadas en la historia antigua, nunca me han
entusiasmado. Sin embargo, lo cierto es que el estado de Israel existe. En los
días en que la cultura árabe era floreciente, los judíos no conocieron
persecuciones comparables a las de la Inquisición, y en los numerosos
califatos de Andalucía vivieron en paz personas como el filósofo Maimónides
y el poeta Yehuda Halevi. Quiero creer que, un día, los judíos de Israel, que
conocen por experiencia propia el significado de la injusticia, encontrarán la
manera de hacer las paces con los árabes. Está claro para todos que los
millones de judíos diseminados por varios países de Europa y de Estados
Unidos no pueden establecerse en Israel. Por otra parte, están demasiado
apegados a los pueblos con que viven, demasiado para disponerse a emigrar.
Los negros de Alabama y Misisipi no sueñan con emigrar a uno de los estados
soberanos del África Negra, exigen igualdad de derechos y luchan contra los
prejuicios raciales.
Me unen a los judíos las fosas donde los nazis enterraron a ancianos y
niños, los ríos de sangre derramada, la maleza que ha nacido de las semillas
del racismo, la persistencia de las suspicacias y de los prejuicios. El día en
que cumplí setenta años, expliqué por la radio que mientras existiese en el
mundo un solo antisemita me declararía judío, con orgullo. No fue el
nacionalismo lo que me dictó estas palabras, sino mi concepción de la
dignidad humana. Sigo pensando que el antisemitismo es un aborrecible
vestigio del pasado, que algún día desaparecerá, como todas las intolerancias
raciales. Pero sé muy bien que limpiar la conciencia de prejuicios seculares es
un trabajo de largo recorrido.
Vuelvo a los días de los que hablaba. Me dijeron que le enviaron el
artículo a Stalin y dio su visto bueno. Pero algunos meses después se disolvió
el Comité Judío Antifascista, cerraron el periódico Einigkeit y anularon la
distribución de El libro negro. Poco después arrestaron a escritores que
escribían en yiddish: Péretz Márkish, Kvitkó, Bergelson y Féffer, entre otros.
En enero de 1949 los periódicos informaron acerca del «descubrimiento
de un grupo antipatriótico de críticos teatrales» (sobre el arresto de los
escritores, la clausura de periódicos y, más tarde, del teatro no mencionaron
nada). No es posible saber por qué eligieron para abrir la campaña a un grupo
tan irrelevante como los críticos de teatro. Tal vez un dramaturgo ofendido se
quejara a Stalin en el momento propicio o tal vez haya sido puro azar. No
importa en qué punto del estanque se arroje una piedra, las ondas siempre se
expandirán.
El primer artículo de la campaña formulaba la siguiente cuestión: «¿Cómo
puede A. Gurvich hacerse una idea del carácter soviético?». Dos días después
de que se publicara dicho artículo leí otro en que se referían a los «gurvich» y
a los «yuzovski» en minúsculas y eran desenmascarados los críticos A. Efros,
A. Romm, O. Beskin y D. Arkin, entre otros. Transcurrió una semana y
comenzaron a acusar de «cosmopolitismo» al crítico Danin por haber alabado
a M. Aliguer; simultáneamente procedieron a atacar al poeta Antonokolski.
Luego pasaron al ámbito cinematográfico, donde también «desenmascararon a
vagabundos indocumentados»: L. Tráuberg, Bleiman, Kovarski, Volkenstein.
Comenzaron a aparecer nombres de «disidentes»: Dreiden, Berezark,
Shnaiderman, L. Schwarz, Vaysfeld, F. Levin, Brovman, Subotski, Ogolevets,
Zhitomirski, Mazel, Shlifshtein, Shneerson, Motilev, Bialik, Kirpotin,
Gordon… Al cabo de dos semanas comenzaron a desenmascarar a los
«cosmopolitas apátridas», que, para esconderse, utilizaban pseudónimos.
Muchos de mis amigos se indignaron: recuerdo mis conversaciones con
Obraztsov, Konchalovski, Fedin, Surkov, con el arquitecto Rúdnev, o con
Gladkov, Vsévolod Ivánov y el escultor Lébedev. ¿Es necesario recordar que
el racismo, y en particular el antisemitismo, es contrario a las tradiciones de
los intelectuales rusos y a las nobles ideas del internacionalismo promulgadas
por Lenin según las cuales fueron educados los ciudadanos soviéticos?
La persecución de los judíos no fue un hecho aislado. Arrestaban a un gran
número de personas que, naturalmente no por culpa suya, habían sido hechas
prisioneras por los fascistas y no tuvieron tiempo de dispersarse; arrestaron a
muchos emigrados que habían vuelto a la patria por propia voluntad, los que
habían sido condenados en la década de 1930 y los que tenían familiares en el
extranjero. Las arbitrariedades perpetradas por Beria, ciertamente, no
conocían límites.
En cuanto a mí, a partir de febrero de 1949, dejaron de publicar mis
escritos. Comenzaron a borrar mi nombre de los artículos críticos. Estos
síntomas eran demasiado claros, y cada noche esperaba el timbrazo de la
puerta. El teléfono enmudeció, sólo los amigos íntimos se interesaban por mi
salud. Otros, en cambio, se dedicaban a «controlar»: eran los conocidos más
cautos, llamaban desde un teléfono público para saber si me habían arrestado
y, al oír mi voz, colgaban.
En marzo de 1938 el ruido del ascensor bastaba para que me inquietase;
tenía ganas de vivir, y como tantos otros me dejaba a mano una pequeña maleta
con dos mudas de ropa interior. Pero en marzo de 1949 ya no pensaba en las
mudas y esperaba el curso de los acontecimientos casi con indiferencia. Tal
vez porque ya no tenía cuarenta y siete años, sino cincuenta y ocho, había
tenido tiempo de cansarme y comenzaba a sentirme viejo. O quizá porque todo
aquello era una repetición y, una vez terminada la guerra y derrotado el
fascismo, me resultaba absolutamente intolerable. Nos íbamos a dormir tarde,
de madrugada: la idea de que pudieran llegar y despertarnos nos repugnaba.
Una vez sonó el timbre a las dos de la madrugada. Liuba se levantó a abrir la
puerta. No dije una palabra, me limité a lanzarle una mirada. Resultó ser el
chófer de Símonov: lo había mandado la mujer de Konstantín Mijáilovich,
porque éste le había dicho que estaba conmigo.
A finales de marzo un amigo nuestro se abalanzó sobre nosotros sin dejar
de exclamar, exultante de felicidad: «¡Así que no es verdad!». Me contó que el
día anterior, durante una conferencia de literatura, un orador (que en aquel
entonces ejercía un cargo de suma responsabilidad) había anunciado en
presencia de más de mil personas: «Tengo buenas noticias. El cosmopolita
número uno y enemigo del pueblo Iliá Ehrenburg ha sido desenmascarado y
arrestado».
Escribí una carta breve a Stalin en la que le informaba de que en los
últimos dos meses me había visto privado de cualquier trabajo periodístico y
que el día anterior Fulano de Tal había anunciado mi arresto. Sin embargo, yo
estaba en libertad, así que le pedía que se encargase de aclarar mi situación.
Sólo quería poner fin a toda aquella incertidumbre. Llevé mi carta a un puesto
de vigilancia del Kremlin.
Al día siguiente recibí la llamada de Malenkov. Recuerdo la conversación
al pie de la letra. «Ha escrito usted a Stalin, y él me ha pedido que le llamara.
Dígame, ¿de dónde llegan esos rumores?», dijo. «No lo sé —le contesté—,
eso mismo quería preguntarles a ustedes». «Pero ¿por qué no nos informó
antes?». «Hablé con el camarada Pospélov, es todo cuanto pude hacer». «Qué
extraño, con lo sensible que es el camarada Pospélov nunca mencionó una
palabra sobre esto». (Años después Pospélov me dijo que aquello no era
cierto, que él había explicado cuál era mi situación, pero que sus palabras no
habían valido para nada).
El teléfono volvió a sonar casi de inmediato: varias redacciones dijeron
que se había «producido un malentendido», que publicarían mis artículos, y
me pidieron que siguiera escribiendo.
En aquel momento estaban conmigo Efros y Cherniavski. En el sofá estaba
tumbado G. M. Kózintsev, que había pescado una buena gripe. Al oír la
noticia, Grigori Mijáilovich, envuelto en una manta, se puso de pie de un salto.
Conversamos muy animados. Al día siguiente supe por un periódico que por la
tarde habían suprimido el artículo sobre los cosmopolitas.
Es fácil ser sabio ante un hecho consumado. Aquella primavera de 1949 yo
no entendía nada. Ahora que sabemos algo más, creo que Stalin logró
enmascararse en muchos aspectos. Fadéiev me dijo que la campaña contra el
«grupo de críticos antipatrióticos» se había iniciado por instrucciones del
propio Stalin, quien, sin embargo, un mes y medio después amonestó a los
editores: «Camaradas, la divulgación de pseudónimos literarios es
inadmisible, huele a antisemitismo». Por lo general, la opinión pública
atribuía las decisiones arbitrarias a quienes las llevaban a cabo, mientras que
Stalin parecía ser siempre quien les ponía freno. A finales de marzo, por lo
visto, decidió que el caso estaba zanjado. A los escritores judíos arrestados no
los pusieron en libertad. A quienes habían sido despedidos de sus trabajos no
los volvieron a admitir. El quinto párrafo de los cuestionarios, donde se
preguntaba sobre la nacionalidad, continuaba funcionando de modo
imperceptible, y los artículos groseros o las caricaturas ya no tenían razón de
ser.
En mayo de 1949 recibí en la dirección de Literatúrnaia gazeta un
telegrama de Nueva York: «La prensa local está llevando a cabo una intensa
campaña antisoviética y afirma que la crítica contra el “cosmopolitismo” lleva
la impronta del antisemitismo. La mención entre paréntesis de los apellidos
judíos de algunos famosos críticos soviéticos se consideraba un hecho análogo
a la práctica antisemita en el mundo capitalista. Como prueba, se referían
también a la clausura de los periódicos judíos y las caricaturas. Consideramos
que sería útil que usted pudiera responder a esta calumnia en un artículo
extenso. Redacción de Daily Yorker». El telegrama iba acompañado de una
carta: «Me han encargado que le transmita el deseo de que usted escriba un
artículo sobre este tema para Daily Yorker. Espero que así lo haga».
Naturalmente no escribí el artículo ni respondí a la carta.
La maligna satisfacción de los enemigos de nuestro país me sabía
doblemente amarga. Veía ante mí a un pueblo que había luchado durante treinta
años por las ideas de Octubre, por la fraternidad, contra los intervencionistas
y los guardias blancos, contra la invasión fascista, contra los organizadores de
los pogromos y los racistas. El pueblo no tenía culpa alguna de los artículos
periodísticos de los que he hablado, a duras penas lograba vivir, pues la gente
trabajaba de la mañana a la noche sin desviarse del difícil camino escogido.
No podía desmentir lo que era una cruel verdad y no quería apoyar a los
enemigos de la Unión Soviética.
Algunos años después, un periodista de Israel reveló unas informaciones
sensacionalistas. Afirmaba que en su encarcelamiento había conocido al poeta
Féffer y que éste le explicó que yo era el responsable del arresto de los
escritores judíos. Varios medios occidentales se hicieron eco de la calumnia,
pese a que la simplista hipótesis era la siguiente: «Si ha sobrevivido tiene que
ser un traidor».
Yo no me encontraba bien, no podía trabajar. Fue entonces cuando me
dijeron que debía ir al Congreso de la Paz de París. La defensa de la paz me
parecía una causa encomiable, pero me sentía sin fuerzas para viajar.
Encontrarse en el extranjero en tal estado es una auténtica tortura. Me pidieron
que escribiera el discurso y lo entregase para su aprobación.
Cuando me enfrenté ante la hoja en blanco, comencé a escribir sobre lo
que más me conmovía. En el discurso que escribí figuraban las siguientes
frases: «Nada me es más odioso que la arrogancia nacional y el orgullo de
raza. La cultura tiene arterias que no pueden ser seccionadas con impunidad.
Los pueblos siempre han aprendido unos de otros y continuarán haciéndolo.
Creo que es posible respetar los rasgos nacionales distintivos de cada pueblo
y rechazar toda idea de aislamiento nacional». Grigorian, que ocupaba un
cargo bastante importante, me mandó llamar para estrecharme la mano y
expresarme su agradecimiento. Sobre su escritorio, estaba mi discurso, vuelto
a escribir a máquina en buen papel. En los márgenes se leía: «¡Bien dicho!».
La caligrafía me resultó dolorosamente familiar.
Tomamos el avión para París a mediados de abril. En Moscú hacía frío, en
el pequeño bosque colindante con el aeropuerto de Vnúkovo todavía
blanqueaba la nieve. Liuba me dijo que en París iba a poder relajarme y
descansar. «Claro», le respondí.
En el aeropuerto de París me encontré con Elsa Triolet. Me dijo que
Aragon y ella pasarían a buscarme por la tarde e iríamos a cenar juntos. Luego
nos llevaron a la sede de nuestra representación diplomática, donde el
embajador nos explicó la situación política. Me esforzaba por prestar
atención, pero no lo conseguía. De pronto comprendí que estaba enfermo:
bañado en sudor, lo más probable que a causa de la fiebre. ¡Lo que faltaba!
Me acompañaron a un hotel cercano a la sala Pleyel, que era el sitio elegido
para llevar a cabo el congreso. No podía ver ni entender nada, puesto que
ardía de fiebre. De repente, el taxista, un francés de edad avanzada, exclamó:
«¡Qué calor tan sofocante!». Puse unos ojos como platos. «¿Así que usted
también tiene calor?». Contestó, a su vez, asombrado: «Estamos a treinta
grados, todos los periódicos dicen que en cien años no se había dado un abril
tan caluroso». Me puse muy contento: eso significaba que, después de todo, no
estaba enfermo. Entonces vi lo que antes no había visto. En las terrazas de los
cafés la gente, en mangas de camisa, bebía con avidez cerveza o limonada.
Aun así, sentía que mi cabeza no pensaba con claridad.
Los Aragon me llevaron al restaurante Méditerranée, un local muy ruidoso.
Estaba lleno de personas charlando sobre lo que habían hecho durante las
vacaciones de Pascua. Se acercaron unos conocidos de los Aragon. Luis y
Elsa me preguntaban en ruso: «¿Qué significa “cosmopolitas”? ¿Cómo es
posible que se revelen los pseudónimos de los críticos?». Eran de los míos y
los conocía desde hacía veinticinco años, pero no supe qué responderles. Se
aproximó Cocteau, se puso a charlar de cosas mundanas y yo me esforzaba en
sonreír. Unas enormes langostas agitaban lentamente las antenas, y en las
mesas contiguas todo eran risas. Hacía un calor insoportable.
Cuando volví al hotel, me desvestí a toda prisa, me tumbé y apagué la luz
con la esperanza de quedarme dormido, pero enseguida comprendí que no
pegaría ojo. Di vueltas en la cama, encendí las luces y, sin ningún motivo en
particular, volví a vestirme, me senté en una butaca y dejé volar mi
imaginación: ¿qué podía inventar para que me enviaran de regreso a Moscú?
Evalué todas las posibilidades: ponerme enfermo, decir que no podía tomar la
palabra o declarar, sencillamente, que quería volver a casa. Me quedé allí
sentado hasta que amaneció. Me veía ante P. Markis tal y como lo había visto
la última vez. Recordaba las frases de los periódicos y repetía una y otra vez,
del modo más estúpido: «A casa, a casa…».
He dicho que en este capítulo deseaba relatar el período más difícil de mi
vida. No creo que lo haya conseguido, ¿cómo transmitir ciertas cosas? Sólo
quisiera añadir lo siguiente: la más terrible de todas mis experiencias la viví
aquella noche en esa estrecha habitación de hotel, cuando descubrí qué precio
debe pagar el hombre por ser «honesto con los hombres, con su siglo y con su
propio destino».
16

Por la mañana, mientras me afeitaba, entró a toda prisa en mi habitación


Fotinski. «Leí en el periódico la noticia de tu llegada y en la embajada me han
dicho dónde podía encontrarte». Fotinski no me hizo ninguna pregunta
desagradable y se puso a hablarme de las huelgas, de que todo el mundo
estaba en contra del gobierno, de Montparnasse, de Dusia y de los pintores.
«Hay muchas exposiciones interesantes. ¿Tienes un rato libre ahora?».
Estuvimos dando vueltas hasta la hora de comer. Contemplaba el Sena, las
casas grises con las persianas verdes, los manzanos de Cézanne. Todo me
parecía hermoso e infinitamente lejano. Fotinski se inquietó de repente: «¿Te
encuentras bien?». Le respondí que sí, pero que no había dormido bien. No
pensaba en nada, pero no podía olvidar nada: me cansaba al hablar y
respondía a destiempo.
Antes de la comida entramos en una cafetería. Sobre una mesita vi un
periódico que había dejado alguien. Lo abrí como un autómata y mis ojos se
posaron sobre una noticia: «Debilidad criminal del gobierno. Ayer,
escudándose en el Congreso de la Paz, llegó directo de Moscú un grupo cuyo
único propósito consiste en generar disturbios. El gobierno, ha concedido un
visado incluso a Iliá Ehrenburg, autor de la novela panfletaria La caída de
París y conocido por haber recibido de Stalin el palacio de un gran duque,
situado en Crimea, como muestra de agradecimiento tras haber organizado éste
redes terroristas en los países libres de la tiranía del comunismo. Junto a
Ehrenburg, “defenderán la paz”, el representante de Thorez, el emprendedor
señor Aragon, el “científico” británico Bernal, ignoto en los círculos
científicos pero demasiado bien conocido por la policía, un tal Zweig, que se
declara escritor, Joliot-Curie, cómo no, que finalmente ha decidido cambiar su
profesión de físico por la de propagandista número uno del Kremlin, y por
último, el viejo payaso de Picasso, quien ha diseñado esa paloma marxista que
ensucia todas las paredes de nuestra hermosa, pero, ¡ay!, indefensa París». Me
metí el periódico en el bolsillo y le dije a Fotinski: «Bebamos por nuestros
enemigos». Él no tenía idea de qué le estaba hablando. Yo, por otra parte,
tampoco me tomé el trabajo de explicárselo.
Al preparar estas memorias y recordar aquellos años tan aciagos, a
menudo pienso en los enemigos con un sentimiento de gratitud. Por supuesto,
injurias como aquéllas sólo se podían leer en las hojas de los futuros «ultras».
Le Figaro e incluso L’Aurore mostraban mayor comedimiento, aunque también
redundaban en calumnias y en amenazas. Los enemigos siempre me han
ayudado a superar muchos momentos difíciles, pues me recuerdan
constantemente que, sin importar lo amargos que sean los acontecimientos de
ciertos meses y de ciertos años, no existe nada ni nadie capaz de interponerse
entre mi persona y las cosas que realmente importan. Así ocurrió aquella vez:
fue como si volviese en mí e incluso me sentí alegre.
Al día siguiente se inauguró el Congreso de la Paz en la enorme sala de
conciertos Pleyel, situada en un barrio próspero. Sin embargo, desde la
mañana, cerca de la entrada a la sala se agolparon estudiantes, modistas,
obreros y curiosos que se encontraban de paso. La gente reconoció y saludó a
Joliot-Curie, Picasso, Yves Farge y Aragon. A todo el mundo le llamaban la
atención los brillantes vestidos regionales de algunas delegadas polacas y
eslovacas, y las falditas de los escoceses. Trataban de adivinar de dónde
había llegado un obispo barbudo con una tiara de un blanco deslumbrante, si
de Grecia o de Bulgaria. Yo sabía que se trataba del metropolitano Nikolái de
Krutitski. (Más de una vez he viajado con él a congresos o a sesiones del
Consejo Mundial de la Paz y siempre le he visto llevar en su mano una caja en
la que guarda su sombrero).
La sala estaba atestada: además de los cerca de dos mil delegados, había
numerosos invitados. Se oían exclamaciones en lenguas conocidas y en otras
desconocidas. Había un ruido típicamente meridional, pues las delegaciones
más numerosas eran la francesa y la italiana. Era el primer congreso
internacional de la posguerra, y para los jóvenes se trataba de toda una
novedad. Tal vez por eso los discursos se vieron interrumpidos cada dos por
tres por exclamaciones, risas y aplausos.
En 1949 la Guerra Fría había pasado de los periódicos a los tratados de
Estado y, con ellos, a la vida cotidiana. Ese año se concretó el Tratado del
Atlántico Norte. La división de Alemania era un hecho: se proclamó la
República Federal de Alemania y, seis meses después, se instituyó la
República Democrática de Alemania. En una de las sesiones del congreso
llegó la noticia de que el ejército popular chino había liberado Nankín. Así, en
1949, nació la República Popular China y, ese mismo año, Holanda se vio
forzada a reconocer la independencia de Indonesia. En Vietnam continuaban
luchando. También se combatía en Grecia y, antes de que se inaugurara el
congreso, los guerrilleros ocuparon de nuevo el monte Grammos, pero la
salida de la guerra civil ahora estaba determinada por la «doctrina Truman».
En Italia había huelgas, manifestaciones, y nadie sabía qué cariz tomarían los
acontecimientos. Me parecía que también en Francia las refriegas eran cada
vez más violentas, sólo un año después me di cuenta de que las grandes
huelgas de 1947-1948 eran los coletazos póstumos de la tormenta posbélica.
Los estadounidenses entregaban el dinero (Plan Marshall), las fábricas
empezaron a renovar la vieja maquinaria y aparecieron cada vez más
productos en las tiendas. Es cierto que los precios subieron y que Francia
todavía trataba de sobreponerse a una época de vacas flacas, no obstante, era
imposible no darse cuenta de que el país empezaba a recuperarse en el plano
económico.
Sin embargo, tanto a los lectores de Le Figaro como a los de L’Humanité
les costaba mirar el futuro con optimismo. En un modesto restaurante oí una
conversación que me recordó la primavera de 1939: «Hemos decidido pasar
las vacaciones en Brive, donde vive una tía de mi mujer. Eso sí, siempre que
no haya guerra». Los amigos ingleses, italianos y belgas me contaron que en
sus países las cosas no eran muy distintas. Nuestro congreso respondía a la
ansiedad de centenares de millones de personas, que recibían con mucha
inquietud las noticias de los periódicos. Algunos temían que los americanos se
embarcaran en una guerra preventiva y otros que, el día menos pensado, los
tanques rusos avanzaran en dirección al Atlántico.
Los periódicos partidarios de la política de Truman trataron de silenciar el
congreso, pero no lo consiguieron. Conservo todavía una noticia aparecida en
Paris Presse: «Al preguntar al conocido escritor soviético Iliá Ehrenburg en
una conferencia de prensa si creía que Estados Unidos buscaba la paz,
contestó en estos términos: “No se puede hablar de paz con una bomba
atómica en el bolsillo. No pueden hacerse las dos cosas a la vez”». La
reacción estadounidense no se hizo esperar: «Anoche, el oficial de prensa
MacDermott, del Departamento de Estado, declaró que los delegados del
Congreso de la Paz de París tratan de demostrar, de acuerdo con las
instrucciones que les han dado, que sólo la Unión Soviética desea la paz, de
modo que se trata de una hábil maniobra de propaganda por parte de Moscú».
Le Monde, por su parte, informaba de que «los comunistas, por fin, habían
dado con un lema comprensible para todos». ¿Era comunista nuestro congreso,
como afirmaban los periódicos? A mi modo de ver, no. Bastaba con echar un
vistazo a la lista de los miembros del comité promotor y a los participantes
del congreso para darse cuenta de que había muchos políticos, escritores y
artistas alejados de la ideología comunista. Aquí dejo constancia de los
nombres de algunos de ellos, que figuran también en el Petit Larousse y que,
por lo tanto, pueden ser objeto de consulta por parte de cualquier escolar
francés. El ex presidente de México Lázaro Cárdenas, la reina Isabel de
Bélgica, Heinrich Mann, Matisse, Chagall, Charlie Chaplin, el dramaturgo
Salacrou. Entre las varias organizaciones que auspiciaban el congreso estaban
la Unión de los Relojeros de Ginebra, la Universidad de Panamá, la Unión de
artistas argentinos, la Asociación de Pequeños Comerciantes de Túnez, la
Asociación de Amas de Casa Noruegas, la Liga para la Protección de
Menores de Siria y muchas otras entidades que tampoco tenían nada que ver
con los partidos comunistas.
En el congreso abundaron los discursos alejados del socialismo y, desde
luego, del comunismo, como el del jurista estadounidense John Rogge; le había
conocido en el Congreso de Breslavia y me pareció un buen orador, con las
ideas un poco confusas tal vez, pero aun así práctico a la par que ingenuo,
como muchas otras personas a las que había conocido en Estados Unidos. (En
una conversación me dijo que la salvación de la humanidad radicaba en el
psicoanálisis). Cuando condenó el Tratado del Atlántico Norte recibió un
aplauso del público. Declaró que no le parecía bien que estadounidenses y
rusos se temieran mutuamente, ya que a causa de ese temor el mundo se dirigía
a una nueva guerra. También declaró que tanto el capitalismo como el
socialismo tenían virtudes y defectos; este comentario provocó ruidos de
desaprobación por parte de jóvenes italianos y franceses. Sin embargo, cuando
Rogge terminó de hablar recibió una salva de aplausos. De hecho, lo eligieron
como miembro del comité permanente del congreso. (En el segundo congreso,
celebrado en Varsovia, Rogge se pronunció en contra de la actitud que
mantenían los soviéticos hacia Yugoslavia y acusó a ambos bandos de ser los
responsables de la guerra de Corea. Su discurso se vio interrumpido por los
pitidos de los delegados más fogosos. Acabó abandonando el movimiento).
El jurista inglés Moore, dando pruebas de un humor pickwickiano,
polemizó con los discursos de algunos delegados, a su modo de ver demasiado
belicosos, aconsejó mayor prudencia a la hora de expresarse y no buscar las
condenas unilaterales, para alcanzar algún tipo de acuerdo. Dado que la
Guerra Fría nos había acostumbrado a todos a un lenguaje muy diferente, el
discurso de Moore irritó a muchos, aunque le permitieron concluir su
intervención e, incluso, le aplaudió una parte de la sala.
Pero lo que más indignó a los comunistas jóvenes fue el discurso de una
pacifista sueca que dirigía una organización religiosa. Según se lee en las
transcripciones del congreso, esto es lo que dijo: «Vivimos bajo la amenaza
de dos gigantes: el capitalismo estadounidense y el bolchevismo ruso». (Ruido
en la sala). Y concluyó con estas palabras: «Tratemos de tender un puente
sobre el abismo que divide el mundo. La humanidad necesita paz y libertad».
(Una salva estruendosa de aplausos).
En el congreso sólo dos políticos profesionales tomaron la palabra: el
socialista italiano Pietro Nenni y el laborista inglés Zilliacus. Los delegados
sabían que Joliot-Curie, Picasso, Neruda y Amado eran comunistas, pero éstos
sólo participaron en calidad de grandes artistas y científicos. (Como cualquier
otro movimiento, el de los partidarios de la paz conoció altibajos; algunos se
iban, otros entraban. La mayoría de los socialistas italianos, de hecho,
abandonaron el movimiento en 1956. A su vez, en distintos momentos y por
diferentes razones, dejaron el movimiento escritores de la talla de Howard
Fast, Blomberg, Vercors, Martin-Chauffier, Cassou, Italo Calvino. Sartre
pronunció un discurso en el congreso de 1952. Se adhirieron al movimiento,
entre otros, D’Astier, el escritor sueco Lundkvist, algunos miembros del
partido del congreso indio, el profesor japonés Yasui, y muchos más. Tal vez
el rasgo más característico del Movimiento de los Partidarios de la Paz fue la
función que desempeñaron hombres que no se pueden definir como políticos
de profesión: científicos como Joliot-Curie y Bernal o ilustres «aficionados»
en varios ámbitos, incluido el político, como Yves Farge y D’Astier.
Si bien en 1949 la lucha social había empezado a decaer en la Europa
occidental, la lucha contra la preparación de la guerra sólo estaba
comenzando. Al congreso de París, por supuesto, asistieron no pocas
personalidades de primer orden (sólo entre los escritores figuraban Aragon,
Neruda, Éluard, Amado, Arnold Zweig, Fadéiev, Seghers, Guillén, Andrić),
pero aquél fue sobre todo un congreso de personas que los periódicos suelen
definir como «gente sencilla», aunque a menudo sean más complejas que
muchas celebridades.
En los pasillos conocí a la delegada de Lorient, ciudad que había quedado
arrasada durante la guerra. Era la señora Gueret. No era una de las oradoras
del congreso, lo cual no le impedía, según me dijo, tomar parte en la lucha por
la paz: «Mi hijo, Louis, era marinero, murió en 1942. Tenía una novia y era un
joven lleno de vida… Mi otro hijo, Joseph, se fue con los maquis. Combatió
con los partisanos, no muy lejos de Lorient. Lo mandaron en motocicleta no sé
adónde ni por qué razón. Uno de sus compañeros me contó que lo torturaron,
luego lo mataron y le prendieron fuego. Mi otro hijo, Gilbert, también fue
partisano, primero en Corrèze y luego, como Louis, cerca de Lorient. Fue
herido y tuvieron que amputarle ambas piernas. Murió el 7 de mayo, en la
víspera de la victoria. En el hospital me dijeron que, antes de morir, me había
llamado a gritos. Mi hijo Albert estaba casado, tenía dos hijas. Lo fusilaron
cerca de nuestra casa… Aquí he conocido a muchas madres y entiendo qué las
ha traído aquí. Tenemos los brazos demasiado cortos para abrazar a nuestros
hijos como nos gustaría hacerlo cuando estalla la guerra, y los brazos
completamente inútiles un tiempo después, cuando ya no queda a quien
abrazar». Anoté su relato.
En el congreso también me encontré con algunos viejos amigos: el escritor
italiano Massimo Bontempelli y Pablo Neruda, a quienes no había visto desde
antes de la guerra. Y conocí a otras personas que luego se convirtieron en
amigos, como Joliot-Curie, Farge, Amado, Montagu (de todos ellos hablaré en
capítulos sucesivos). Mis días estaban rebosantes de impresiones, muchas
cosas también a mí me parecían nuevas.
En el congreso había también algunos yugoeslavos, a los que, siguiendo las
órdenes de Stalin, la prensa llamaba «traidores». El amable Ivo Andrić me
envió un habano con la siguiente nota: «Por ahora no podemos vernos, pero
recuerda que sigo siendo tu amigo».
El segundo día del congreso, en el bar de la sala Pleyel, los franceses
organizaron para mí una conferencia de prensa. Se congregaron unos ciento
cincuenta periodistas de diferentes países y puntos de vista políticos. Tuve que
responder a noventa y dos preguntas, algunas de ellas muy espinosas. Le
Monde, cuya actitud era más bien hostil al congreso, observó: «Puede que el
señor Iliá Ehrenburg lleve la corbata al revés y parezca un hombre disperso,
pero sus respuestas dejan claro que las apariencias engañan». Il Giornale
d’Italia dijo que Ehrenburg había respondido con calma a las numerosas
preguntas y que había salido bien parado. En realidad, mi tranquilidad era
sólo aparente: por dentro estaba sumamente nervioso.
Después de la conferencia de prensa fui con Guillén a un pequeño
restaurante en la orilla izquierda del Sena. En febrero yo había traducido una
decena de poemas suyos que quería que le leyese. Sonreía y repetía «Aj, Kuba,
skazhí mne, otkuda vziala ti etu lazur…».[1] Hablamos de la esencia de la
poesía, del misterioso proceso de atracción y repulsión entre las palabras y
me olvidé de la conferencia de prensa.
Sin embargo, los periodistas no me daban tregua. A la mañana siguiente, un
fotógrafo se coló en mi habitación, sin llamar a la puerta, y me dijo,
desilusionado: «¿Está usted ya vestido? Entonces no vale la pena tomarle una
fotografía». Esa noche cené con unos escritores italianos; nos invitó el editor
Einaudi. Por petición suya, escogí yo el restaurante, el Joséphine, donde había
estado con Galaktiónov y Símonov. Conversábamos animadamente en una
pequeña sala cuando el marido de Joséphine, un hombre muy robusto, me dijo:
«Fuera hay dos periodistas que quieren tomarle fotografías». Miré por la
rendija de la puerta y reconocí, entre ellos, al tipo que por la mañana había
entrado a mi habitación sin llamar. «Dígales que no», respondí. Se oyó cierto
revuelo: era el dueño que se deshacía de los tenaces reporteros. Bien entrada
la noche, volví al hotel. Había un ascensor de esos con puerta de rejilla. De
pronto destelló la llamarada de un flash y distinguí una cara que ya conocía
bien. En el Samedi Soir se publicó una fotografía con el siguiente pie: «Iliá
Ehrenburg, en París, escondido tras una cortina de hierro». El fotógrafo
conocía bien su oficio: en la imagen parecía un convicto viejo y malhumorado.
En el tercer día del congreso tomó la palabra el metropolitano Nikolái.
Hablaba un poco de francés y al final de su intervención pronunció algunas
palabras francesas. Aquel gesto conmovió a la sala. Pensé: «Él sí que puede
hacerlo, y yo no, de lo contrario emprenderían contra mí la consabida
campaña y alguien diría, sin falta: “Se rebajó ante los franceses, la historia de
siempre: ¡es un cosmopolita!”».
Ese mismo día, en la sesión de la tarde, tomé la palabra. Mi discurso
contenía el siguiente pasaje: «Según una leyenda antigua, ante un juez sabio
llegaron dos mujeres con esta disputa: ¿a quién pertenece el niño? La mujer
que se hacía pasar por madre dijo al juez: “Corta al niño por la mitad”. Fue
capaz de pronunciar esas palabras porque el hijo no era suyo». Cuando volví a
mi asiento el metropolitano Nikolái me felicitó: «Muy bien. Me ha gustado en
especial la imagen de las dos mujeres en la Biblia. Usted puede hacerlo, en
cambio, yo no».
Si se examinan las transcripciones del congreso y se recuerda el clima de
aquellos años, mi discurso se puede calificar de completamente pacífico. He
dicho ya que mientras lo escribía en Moscú realmente esperaba que no lo
aprobasen, puesto que no me apetecía demasiado ir al congreso.
En aquel discurso dejé en claro mi distancia con la corriente imperante,
según la cual casi todos los descubrimientos correspondían a los rusos, y
recordé a los presentes las palabras de Herzen acerca de las «piedras
sagradas» de Europa. Terminé diciendo que «debemos preservar nuestro hogar
común, nuestra cultura antigua. Apelemos no sólo a quienes piensan como
nosotros, sino a todos los hombres de buena voluntad, sean marxistas o
kantianos, librepensadores o católicos. No hemos venido aquí para demostrar
la fuerza de nuestras ideas ni la superioridad de nuestro sistema social, cosa
que es preferible mostrar mediante el trabajo, el esfuerzo creativo y el
progreso del Estado soviético. Hemos venido aquí para tenderles la mano a
todos aquellos que aborrecen las guerras». Al público le gustó el discurso, tal
vez porque lo leí con la máxima sinceridad. Creía entonces (como creo hoy)
que sólo es posible preservar la paz mediante la unión.
Al día siguiente, un domingo, se organizó un mitin grandioso en un
suburbio del sur de París, en estadio de Buffalo. De las provincias llegaron
«caravanas de la paz»; otras llegaron desde Italia con los alcaldes de veinte
ciudades, de Bélgica, de Holanda. Las delegaciones desfilaban ante la tribuna
de la presidencia del congreso. El estadio de Buffalo tiene capacidad para
ochenta mil personas, pero el número de los allí presentes, según la prensa,
era de cuatrocientos o quinientos mil. Me conmovió en particular el cortejo de
los ex prisioneros de los campos de concentración nazis, quienes marcharon
con sus uniformes de rayas numerados, que habían conservado como reliquias.
Hacia el atardecer, justo después del mitin, se desencadenó un temporal.
La lluvia caía a raudales. Me resguardé bajo una marquesina en una callejuela
cercana. Junto a mí había una mujer, vestida de negro, como suelen vestirse las
campesinas cuando van a la ciudad. Tenía la cara muy roja y surcada de
arrugas, como una manzana en invierno. Estaba feliz por el aguacero, pues no
había llovido desde febrero, y la primavera había sido insólitamente precoz y
calurosa. «Incluso Dios ha sentido que teníamos razón». A lo largo de la
callecita pasaban corriendo los participantes de la manifestación,
desesperados por zafarse de la lluvia, y la mujer, mientras los miraba, dijo:
«Ahora verán que la gente no es tan tonta».
Picasso me invitó a su estudio. Vino también Éluard. Comimos los tres
para celebrar un feliz acontecimiento: el día antes Picasso había sido padre de
una niña. Sonreía con el orgullo de un padre novato, pero lo cierto es que
rondaba ya los setenta años. (Por otra parte, cuando me encuentro con Picasso
me es imposible pensar en su edad: de joven me parecía un anciano sabio y
ahora me sorprende con su vivacidad juvenil). Picasso nos comentó que tenía
la intención de llamar Paloma a su hija. En una enorme jaula había encerradas
diez palomas, que se daban picotazos y chillaban de una manera de lo más
desagradable.
Llevaba conmigo un periódico donde se había publicado un artículo
titulado «Churchill y Picasso». Picasso me pidió que lo leyera en voz alta. En
el artículo se describía un desayuno organizado por el presidente de la
Academia de Bellas Artes inglesa al cual habían asistido Churchill y el
mariscal Montgomery. En su brindis, el presidente había cargado contra la
pintura moderna, sobre todo contra Picasso y Matisse: «No son capaces de
dibujar un árbol. Con respecto a esto, el señor Winston Churchill piensa igual
que yo. Recientemente, durante un paseo, me preguntó: “Escucha, si nos
encontráramos ahora a Picasso, ¿me ayudarías a arrearle una patada en el
culo?”. Le respondí: “Por supuesto”». Picasso simuló asustarse mucho: «Es
una suerte que no viva yo en Londres. Ellos son dos. Y ¿se imagina si, además,
luego va y se une a ellos el mariscal de campo?».
Éluard guardaba silencio y no dejaba de esbozar una sonrisa. Visitamos el
amplio estudio, mirando las pinturas, y luego él dijo, casi en un susurro: «Todo
esto es muy necesario. No sólo para mí o para ti, sino para todos, como el
aire».
Picasso echó un vistazo a su reloj: «Es hora de volver al congreso».
Siempre escuchaba con atención, hasta los más prolijos discursos, participaba
en los trabajos de las comisiones e intervenía como conferenciante. En una
palabra, se comportaba como un congresista modélico. Sólo a veces, cuando
algún orador, tratando de demostrar la superioridad de la paz sobre la guerra,
comenzaba a citar a Aristófanes, Hugo, Marx y Stalin, los ojos de Picasso
destellaban con maldad.
Me acompañaron a una calle cerca del teatro de la Comédie Française. En
aquella calle, en un apartamento de lujo, vivía Pablo Neruda, recién llegado a
París. Al verlo me quedé sorprendido: nunca habría pensado que un bigote,
incluso uno tan enorme, pudiera cambiar hasta tal punto el rostro de una
persona. Algún maledicente dice que Neruda se parece a Buda, y otros, en
tono de broma, lo comparan con un oso hormiguero. En cualquier caso, el
bigote, que se había dejado crecer para que no lo reconocieran, no le
favorecía demasiado. Había viajado de Chile a Argentina y, desde allí, llegó a
París con una identidad falsa. No podía dejarse ver en la sala Pleyel hasta que
las autoridades «legalizasen» su entrada en Francia, un asunto que todavía, en
ese instante, era objeto de negociación.
Durante un buen rato nos dimos palmaditas afectuosas en la espalda. Luego
Picasso dijo que tenía hambre y nos sentamos a comer. Un fantástico camarero
nos sirvió unos vinos exquisitos. Neruda echaba pestes de Videla, el dictador
chileno,[2] y nos contó en detalle cómo lo habían escondido de la policía sus
amigos y cómo se las había apañado para cruzar la frontera. Elogió el vino de
Borgoña, sin dejar pasar la ocasión de mencionar que en Chile había vinos
mejores. Después de comer, comenzó a quedarse dormido.
No apareció en el congreso hasta el último día, y ya sin bigote. Su entrada
fue acogida por una ovación ensordecedora. Por supuesto, no todos habían
leído sus poemas, pero lo cierto es que nadie ignoraba que era el famoso poeta
que se había opuesto a un dictador, que había vivido en la clandestinidad y
cruzado los Andes (algunos decían que a pie, otros que a caballo, otros que a
lomos de un burro). Dios Santo, ¡cómo le gusta el romanticismo a la gente!
Incluso los individuos más desprovistos de sentimientos lo necesitan. Además,
la sala estaba atestada de jóvenes que lo aclamaban con entusiasmo. Allí,
frente a ellos, en la tribuna, había un poeta y un héroe: Neruda recitaba versos,
no estaba leyendo un informe de la comisión organizadora ni un discurso sobre
las Naciones Unidas.
Cuando hubo acabado el congreso, no tuve oportunidad de pasear por
París para relajarme. Los partidarios de la paz franceses nos pidieron a
Fadéiev y a mí que impartiésemos unas conferencias, él en Limoges y yo en
Dijon. Pensaba que todo se desarrollaría de un modo tranquilo y me consolaba
la idea de volver a ver una ciudad que amo.
En cuanto llegué a Dijon me dijeron: «Su llegada aquí es como una carga
de dinamita. Esta tarde es probable que se produzcan altercados». Me
enseñaron los periódicos locales, en cuyas páginas leí una historia muy
risible. Un miembro del consejo municipal, un comunista, había propuesto que
se organizara en mi honor una recepción en el ayuntamiento. Dicha propuesta
suscitó disputas enconadas. El alcalde de Dijon era un católico, el canónigo
Kir, que durante la visita a Francia de Jruschov dio muestras de ser un hombre
valiente y un fervoroso defensor de la paz. Durante los años de la ocupación
nazi se había comportado como un patriota ejemplar, por lo cual lo habían
condenado a muerte. Pero en 1949, como muchos otros, sucumbió a la
campaña antisoviética y, aunque con buenas maneras, se opuso a la propuesta
comunista. Algunos consejeros de derecha repetían los argumentos de Époque
y Aurore y aseguraban que La caída de París era un «libro sucio y plagado de
calumnias», que el Congreso de los Partidarios de la Paz se había organizado
desde Moscú para adormecer el espíritu de vigilancia de los franceses y que
el ejército soviético se preparaba para marchar por París. A las once de la
noche se hicieron las votaciones: dieciocho consejeros emitieron un voto en
contra, seis comunistas votaron a favor y cinco socialistas se abstuvieron. Tal
vez lo más cómico fuera precisamente esta abstención. Uno puede abstenerse
de votar una ley, una resolución o incluso una norma, pero en aquel caso se
trataba de decidir si se recibía o no en el ayuntamiento a un escritor
extranjero; con todo, los socialistas se abstuvieron. Rompí a reír, pero los
partidarios de la paz de Dijon me dijeron que no había motivo para la risa.
Aprovechando que tenía una hora libre, me fui a contemplar las gárgolas de la
catedral de Notre Dame.
La sala estaba tan abarrotada que no había espacio para moverse. De
pronto se apagaron las luces. No sabíamos si por un acto de sabotaje, como
decían los amigos de Dijon, o por una avería imprevista, pero la situación
pareció empeorar por momentos. Habría sido fácil aprovechar la oscuridad
para que se originasen peleas, y entonces hubieran tenido que evacuar por
completo el recinto… Decidí recurrir a una estrategia. Comencé diciendo que
había ido a Dijon, aunque en Francia me iba a quedar pocos días. Precisé que
tenía la Legión de Honor, pero que aun así no querían prorrogarme el visado.
Dicha distinción me la había otorgado el general De Gaulle en los años de la
guerra. Se oyeron aplausos en el fondo del salón. Trajeron otra vela, mientras
un tipo de Dijon me susurraba: «Los gaullistas son los que aplauden, sé dónde
están sentados». La velada concluyó sin incidentes.
Mis amigos de Dijon decidieron llevarme a la zona vinícola de Vougeot y
alrededores. Al día siguiente, por la tarde, yo debía dar un discurso en París y
no podía irme de allí más tarde de las dos. Nos pusimos en camino muy
temprano, y en el hotel sólo tuve tiempo de tomar una taza de café negro.
Íbamos parando en los lugares donde había vinicultores a los que conocían
mis amigos. Nos recibían con toda hospitalidad, nos enseñaban los viñedos,
las bodegas, nos agasajaban con vino. Me encanta el vino tinto de la Borgoña,
pero hay que beberlo acompañado de carne o queso, mientras que yo lo estaba
degustando con el estómago vacío. Pero, aunque me daba miedo embriagarme,
bebí: negarme a ello habría sido hacer un feo a esa gente, que se sentía tan
orgullosa de sus botellas como un pintor de sus cuadros.
En Nuits-Saint-Georges me condujeron hasta la casa de una rica
propietaria de viñedos. Al principio me miró con desconfianza e incluso
observó que prefería el vino rojo, es decir, tinto, a las ideas rojas. No sabía
nada del congreso. «No leo los periódicos. Dicen tantas cosas horribles que es
para volverse loca. Además, tengo que velar por el vino… Me gusta leer
novelas, porque en ellas, incluso si el protagonista muere, lo hace de una
manera noble y hermosa». Comenzó a traer botellas, una tras otra; por suerte,
nos dio pan y queso, y se alegró al ver que yo entendía de vinos y reparaba en
cuáles eran las mejores botellas. Uno de mis acompañantes le explicó que
había vivido durante mucho tiempo en Francia y que había escrito La caída de
París. La mujer levantó los brazos al cielo y exclamó: «Pero ¡si yo he leído
esa novela! Es tremendamente triste, incluso me eché a llorar cuando mataban
a la pobre actriz». Se fue corriendo y volvió con una botella cubierta por una
capa densa de polvo: «Éste es nuestro mejor vino. Por casualidad, queda una
botella… Quería llevársela al canónigo Kir, pero estoy segura de que no se
ofenderá cuando le cuente que se la he ofrecido a un escritor ruso… Él mismo
me explicó que los rusos lucharon con un coraje magnífico».
Cuando llegué a París, tuve que ir enseguida a la Mutualité: hablé en la
misma sala donde, en 1935, se reunió el congreso antifascista de los
escritores. La conferencia fue organizada por la Sociedad de la Amistad. Las
palabras me venían con facilidad a la boca y, cuando acabé, se me acercó
Éluard: «Sabes, creo que dentro de dos semanas me iré con Farge a Grecia,
donde los nuestros todavía resisten. ¡Estoy muy contento!».
Al día siguiente di una charla en Versalles, donde no sabía cómo me
acogerían pues ahí viven funcionarios, militares y rentistas. Presidía la mesa
uno de los impulsores de la Sociedad de la Amistad Francia-URSS, que
también era presidente honorario del Banco de Francia. Era un hombre de
avanzada edad, pero sus ojos todavía conservaban aquel fuego secreto que
distingue a los hombres del siglo XIX. En su apartamento vi, colgados en las
paredes, cuadros y dibujos maravillosos. Amaba el arte. (Diez años después
vino a Moscú. Lo invité a mi casa y llegó con un dibujo de Corot, un paisaje
dramático. Me negué a aceptar tan valioso regalo: «¿Por qué ha decidido
regalármelo a mí?». Sonrió: «Porque le tengo afecto y soy viejo»). Hablé de la
amistad entre nuestros pueblos, de la unidad de la cultura, de la paz, y todo
resultó mucho más fácil de lo que imaginaba.
Para el comité permanente del congreso se eligieron nueve delegados
soviéticos, incluido yo. Cuando me despedía de Yves Farge, me dijo:
«Explicadles a vuestros amigos moscovitas que debemos luchar contra los
enemigos de la paz y no contra los pacifistas ni contra aquellos que, aun no
estando conformes ni con los comunistas ni conmigo, quieren sinceramente la
paz y están dispuestos a participar en nuestro movimiento». Respondí que
estaba completamente de acuerdo con él.
Ya en el avión, medité sobre los días del congreso. Me di cuenta de que
había conocido a personas de valía (algunas de las cuales llegaron a ser, con
el tiempo, auténticos amigos) y me alegré. Además la causa era justa: tratar de
convencer al mundo de que una tercera guerra mundial destruiría la
civilización.
La Guerra Fría penetraba en cada poro de la humanidad. En Washington
estaba en plenas funciones el infame Comité de Actividades
Antiestadounidenses, y cualquiera que se atreviera a pronunciar la palabra paz
era acusado de «connivencia con el comunismo». El día que partí de París leí
en France Soir una escueta noticia: la policía había detenido a «cuatro
jóvenes comunistas que habían gritado “Queremos la paz” y otras palabras
ofensivas» a las puertas de la embajada de Estados Unidos.
Leí el Pravda del Primero de Mayo. En un artículo, un escritor opinaba
sobre la literatura occidental con virulencia extrema. Decía, por ejemplo, que
Sinclair Lewis tenía un «alma sucia y mezquina», que Hemingway era un
«hombre sin conciencia» y que Feutchtwanger era un «mercachifle literario».
Aquello era tan injusto y absurdo que uno tenía la sensación de que alguien
deseaba conscientemente empujar al público a los brazos de los apologistas
del comité estadounidense. Recordé las palabras de Farge. Por supuesto,
ninguno de nosotros quería la guerra, ni el pueblo soviético, ni el propio
Stalin. Y, sin embargo, lo de insultar a Occidente se había vuelto una
obligación, y la gente se esforzaba en hacerlo…
Como es natural, no podía saber que el congreso de París marcaría el
inicio de una nueva etapa en mi vida, que a partir de entonces dedicaría mucho
más tiempo a los congresos, a las conferencias y a las reuniones que a mi
trabajo profesional. Me he dedicado a esos asuntos con ganas en el pasado y
me dedico a ellos con las mismas ganas en el presente. Desde el congreso de
París han pasado quince años, en los cuales el Movimiento de los Partidarios
de la Paz ha conocido el romanticismo y la burocracia, la victoria y el fracaso,
decisiones sabias y errores graves, pero se ha convertido en una verdadera
fuerza.
Mientras escribo estas líneas, el mundo entero está atento al reciente
acuerdo sobre la prohibición de las explosiones nucleares. Joliot-Curie me
dijo una vez: «Al empresario que se ha enriquecido con el uranio no le
interesa lo que sucederá una vez él haya muerto, pero hay quien piensa en el
futuro, quien está dispuesto a sacrificarlo todo para que las jóvenes
generaciones del siglo XX puedan vivir decentemente. Nosotros tenemos que
ser capaces de luchar contra aquello que pueda matar o mutilar a nuestros
tataranietos. Comparto con millones de personas la dicha de haber contribuido
modesta pero noblemente al Movimiento de los Partidarios de la Paz, que
durante años sombríos y peligrosos habló el lenguaje de la solidaridad
humana. Me alegra saber que en ese océano de buena voluntad vertí una gota
de mis años». Y todo comenzó en París, en aquella radiante pero desdichada
primavera de 1949.
17

En París recibí una invitación para comer de mi viejo amigo Adolf


Hoffmeister, artista, escritor y, a la sazón, embajador de Checoslovaquia. En
su casa vi al pintor Josef Šíma, quien había pasado casi toda la vida en París
y, de pronto, se encontró convertido en diplomático (era el agregado cultural).
No hablamos de política sino de arte, de los días de nuestra juventud, de
Praga, de aquel día en que Hoffmeister nos dibujó a Nezval tocando la lira y a
mí sentado sobre una maleta. Me hicieron saber que deseaban que yo fuera a
Praga para que, una vez allí, redactara un informe sobre el devenir del
congreso. Dado que en esos días no había vuelos directos entre París y Moscú,
y que, por tanto, la parada en Praga era de todos modos inevitable, acepté la
invitación.
En el aeropuerto de Praga me esperaba un joven que en cuanto me vio me
dijo: «Hemos arreglado su conferencia para mañana, pero Clementis, el
ministro de Asuntos Exteriores, me pidió que le informara de que desea que lo
visite usted esta misma noche».
He vivido en una época en que el destino mezclaba las cartas de la baraja
sin descanso. Muchos de mis amigos ocupaban, de pronto, puestos
absolutamente inesperadas para mí. Mientras esperaba en el despacho de
Vladimír Clementis, ministro de Relaciones Exteriores de Checoslovaquia,
recordé las circunstancias en que le había conocido.
Fue en Bratislava, en junio de 1928. Los jóvenes periodistas del Pravda
local y Vladimír Clementis, cabeza visible del diario de arte y literatura Dav,
me invitaron a beber «bajo las ramas secas». (Según marca la tradición, en
Bratislava, una semana al año, los productores de vino tienen derecho a
vender sus bebidas en las bodegas. En dichas ocasiones cuelgan ramilletes de
hojas secas, a modo de señal, en la puerta). La habitación estaba llena de gente
que metía mucho ruido. Había músicos, se vendían roscas de pan y quesos
ahumados. Se sentaron a nuestra mesa algunos jóvenes escritores eslovacos
que me bombardearon a preguntas sobre Maiakovski, sobre el
constructivismo, sobre la industrialización de la Unión Soviética, sobre qué
hacían en aquel momento Eisenstein, Meyerhold y Tatlin. Clementis, que
hablaba sobre el triunfo del marxismo, de pronto se puso a cantar una canción
sobre Janosek, un héroe que robaba a los ricos y luego repartía el botín entre
los más pobres. Todo el mundo se unió al canto. «Así son los eslovacos», dijo
Clementis, al terminar la canción, con una sonrisa en la que advertí algo de
orgullo mezclado con vergüenza.
El piso del ministro de Relaciones Exteriores estaba lleno de voluminosos
objetos extraños. Durante la cena Clementis me preguntó por el congreso,
luego habló de Berlín y de que en Estados Unidos había personas que querían
empezar una guerra. En los años que llevábamos sin vernos había cambiado
bastante, había engordado y estaba más sombrío.
Al verlo, pensé que el trabajo de ministro tenía que ser particularmente
complicado.
Su mujer, Lida, nos acercó una botella. Mientras bebía de un pequeño
vaso, de pronto recordé una cosa en voz alta: «En Tisovec, tu padre tenía un
licor de melocotón delicioso y un vodka aromatizado con hierbas que yo
llamaba Zubrovka». Vlado, al oírme, se animó de golpe. Empezamos a
intercambiar recuerdos tan triviales y tenues como las telas de araña en un
bosque otoñal. No hicimos ninguna mención a la inminente conferencia de
ministros del Cuatripartito. Tuvimos, de hecho, el tino de no hablar de ningún
tema que nos preocupara, de dedicarnos a recordar a los viejos amigos, de
reavivar las viejas bromas y de rememorar viejas discusiones. Sólo cuando
estaba a punto de irme se atrevió Vlado a preguntarme lo siguiente:
«¿Recuerdas cuando te visité en tu casa de rue Cotentin en 1939? Estabas
enfermo. Hablamos de política y recitaste tu poema “Lealtad”. Tenías razón:
nuestra salvación depende de la lealtad».
He conservado un volumen de Literatúrnaia Entsiklopedia, publicado en
1930, donde se lee la siguiente entrada: «Dav: periódico semanal literario y
político eslovaco publicado en Bratislava, en cuyas páginas se dan cita
escritores eslovacos revolucionarios, en su mayoría comunistas. Editado de
modo colectivo, con el liderazgo del comunista Vladimír Clementis, periodista
joven y talentoso». Entre los colaboradores de Dav, en la enciclopedia se
menciona a Ján Poničan, Laco Novomeský, Jilemnický y Daniil Okaly.
En Praga me habían dicho que el Dav era algo así como el equivalente
eslovaco del grupo Devĕtsil. A los miembros de Devétsil los había conocido a
finales de 1923, entre ellos había escritores reconocidos como Nezval,
Vančura, Biebl, Halas y Seifert, así como muchos pintores, arquitectos y
productores de talento. A finales de la década de 1920 era común hablar de
las relaciones entre el constructivismo y el comunismo, y fascinarse con la
estética industrial, con el fotomontaje y con la yuxtaposición de imágenes.
Todo el mundo admiraba a Maiakovski, Picasso, Le Corbusier, Eisenstein,
Dziga Vértov y Aragon. El teórico de Devĕtsil era Teige, un hombre genial
aunque dogmático, lleno de entusiasmo quijotesco que se las apañaba para
hacer interpretaciones marxistas del lenguaje transensorial de Jlébnikov y de
los Caligramas de Apollinaire. Chequia era un país industrial y rico, donde el
comunismo ejercía una profunda influencia. En Praga soplaban vientos muy
distintos. Los pintores de Devetsila fueron a París, donde Nezval se fascinó
por André Breton. Pero Eslovaquia hacía pensar en una provincia atrasada de
la Rusia anterior a la revolución. La cabeza de Dav era Vlado Clementis, un
comunista, hijo del maestro del pueblo. Su mirada estaba fija en Moscú: para
los miembros del Dav cualquier miembro del LEF era una autoridad mucho
mayor que todos los surrealistas juntos.
En enero de 1928 pasé una semana exacta en Eslovaquia. Clementis hizo
lo posible por convencerme de que fuera allí nuevamente en verano, pues en
esa época del año disponía de tiempo para mostrarme el país. Le dije que lo
intentaría, puesto que los eslovacos me habían gustado enseguida, por su
espíritu de abnegación, a veces por su ingenuidad, tan frecuente en las
personas de corazón generoso.
Al regresar a París recibí un paquete de Clementis. Me enviaba unas pipas
eslovacas, de campesino, llamadas zapekackas, y una carta que decía lo
siguiente: «La zapekacka que va envuelta sola llegó a mis manos de la manera
más curiosa. Fui a casa de un anciano, un fumador de pipa empedernido, y le
dije que buscaba una pipa. Se quitó la suya de la boca y me la dio. Según me
dijo había fumado de aquella pipa durante treinta años, pero deseaba
regalártela porque ama a los rusos (naturalmente, a la antigua usanza, como
amaban nuestros padres). Esa pipa le trae al viejo recuerdos de un incidente
particular que sucedió hace veintisiete años, cuando pintaba el techo de su
casa. La zapekacka no se debe encender como una pipa cualquiera, puesto
que, de lo contrario, abajo queda apelotonada una “pasta”, unas hierbas
húmedas que no arden. Se puso a fumar y fumar sin parar. Por la noche notó
que las hebras de tabaco ya no ardían bien, de manera que fue hasta el campo
para dárselas al obrero Juro, a quien le gustaba mascar tabaco. Pero Juro no
andaba por allí. Fue al granero y de pronto oyó un chapoteo. Corrió al pozo y
vio a su hijo, de tres años, que se había caído dentro y hacía esfuerzos por no
hundirse, agarrado a una viga de madera. Lo subió a la superficie. Ahora su
hijo es el médico de la aldea. Ésa es su historia. No es literatura, por supuesto,
pero le prometí al hombre que te la contaría cuando te diera la pipa».
Leí la carta de Clementis a unos amigos y la usé para un ensayo. La pipa se
rompió hace tiempo, pero la historia del viejo eslovaco que me regaló su
querida pipa por «amor a los rusos» todavía me conmueve. Como me
conmueve el comentario de Clementis («a la antigua usanza, como amaban
nuestros padres»). En esta contraposición está toda la historia de Dav, el
destino de Clementis, de Novomeský y de muchos de mis amigos.
Volví a Eslovaquia en el verano de 1928. Los miembros de Dav me
llevaron a recorrer el país. Fuimos a las remotas aldeas de Orava, a las
montañas de Tatra, Presov, Bardejov y Kosice, visitamos los monasterios
barrocos húngaros y las cabañas de los pastores montañeses. Clementis tenía
razón al decir que en Eslovaquia la palabra ruso bastaba para que se abrieran
todas las puertas. Es verdad, aquel amor no siempre era igual. En Turčiansky
Svätý Martin todavía había eslavófilos ortodoxos. Cuando fui al cementerio vi
que muchas de las tumbas de los primeros civilizadores tenían inscripciones
en ruso. En la Fundación de Cultura Eslovena había retratos de Pushkin y
Lérmontov. Paseé por la calle Gógol. Durante el reinado de los Habsburgo,
Bohemia había sido parte de Austria, y los austriacos habían hecho lo posible
por germanizar a los checos. Pero los intelectuales nativos se aferraron a su
lengua materna y a su rica herencia del pasado. En cuanto a los húngaros, que
gobernaban Eslovaquia, lo cierto es que en lugar de construir fábricas pasaban
el tiempo bebiendo assa, un fuerte vino local, en los restaurantes de Bratislava
y Kosice, y preferían a los maestros de escuela que a los curas y a los
gendarmes. (Antes de la Primera Guerra Mundial, la mayoría de los
campesinos eslovacos era analfabeta). Todas las esperanzas de los eslovacos
estaban relacionadas con Rusia. En Turčiansky Svätý Martin no conocían sólo
a Pushkin, sino también a Jomiakov, y reverenciaban tanto a Tolstói como al
general Skobelev. La Revolución de Octubre les parecía a muchos partidarios
de Slovenská Matica un episodio enigmático y pasajero. Recuerdo a un
hombre de letras canoso que se quejó ante mí con estas palabras: «Nos
mandan poemas de Moscú. ¡Es sorprendente que se publiquen esas cosas! Me
dijeron que el autor se suicidó. Puede que tuviera talento, pero desde luego no
sabía escribir en ruso. La lengua de Pushkin es muy diferente a eso que él
escribía. A ver, ¿cómo se llamaba? Ah, Yesenin». (No sé si esos eslavófilos
sobrevivieron hasta la década de 1940 ni cómo se comportaron. ¿Habrán
tratado de «liberar a los hermanos rusos» con la ayuda de Hitler o habrán
visto la luz? Posiblemente algunos de ellos hayan ayudado a los rebeldes
eslovacos).
Los miembros de Dav amaban Rusia de un modo diferente, porque amaban
a los hombres que habían hecho posible la Revolución de Octubre y leían a
Maiakovski, a Yesenin, a Pasternak y a Bagritski. Era un amor por partida
doble: amaban a un pueblo cercano y amaban la revolución. En su amor por
Maiakovski, las teorías del LEF y el arte moderno había algo de rebeldía
romántica. Creo que en ninguna parte he encontrado tal fervor por la
ornamentación, por los atavíos populares tradicionales, como en los pueblos
de Eslovaquia: los campesinos no sólo decoraban las estufas, sino también las
cruces de las tumbas. Y, sin embargo, sus hijos se habían vuelto apasionados
defensores del constructivismo más seco, desnudo y racional.
(En 1950 me encontré con una Eslovaquia radicalmente cambiada. Los
trajes nacionales ya no se usaban, excepto en las compañías de teatro, y por
todos lados se veían casas nuevas, fábricas y centrales eléctricas. Habían
desaparecido las viejas cabañas sin chimenea, los delantales coloridos de las
muchachas eslovacas, las estufas pintadas y las pinturas en vidrio. Así es la
ley del siglo y, contemplando el valle de Vah, inundado de luces, resultaba
imposible echar de menos el pasado).
En 1928, cuando visité por primera vez Eslovaquia, había conocido un
país sin ciudades. Desde luego, en Bratislava había escritores eslovacos, se
publicaban periódicos y revistas, pero entre los habitantes de la ciudad los
alemanes y los húngaros eran numéricamente superiores a los eslovacos. En
Kosice sólo escuché hablar eslovaco en los mercados donde compraban los
campesinos. Las pequeñas ciudades alemanas de Levoca y Kezmarok, con sus
ayuntamientos y sus iglesias góticas y sus suscriptores a Die Woche, parecían
algo de otro planeta. Por otro lado, las ciudades pequeñas en las que vivían
los eslovacos (Brezno, Zvolen, Ruzomberok, Martin) eran poco más que
aldeas: apenas unas pocas casas y, al lado, casas de campo, huertos y gansos.
Todos los intelectuales eslovacos estaban unidos al campo. Me llevaron a la
cabaña en la que había nacido Kukucin, uno de los fundadores de la literatura
eslovaca, y luego a una casa muy similar, donde conocí a Jilemnický, que
estaba por ese entonces consagrado a la escritura de una novela. Una vez me
fue dado visitar Eslovaquia durante el invierno, y el poeta Laco Novomeský
me invitó a pasar las navidades en Senica, donde vivían sus padres y su
abuela. Allí se nos unió un joven poeta de Dav llamado Ivan Horvát. Se nos
invitó a una tradicional comida navideña, donde Novomeský y Horvát
disertaron sobre la obra de Maiakovski, Nezval, Aragón y Pasternak.
Clementis me llevó de visita a su pueblo natal, Tisovec, donde sus padres, con
extremado celo y hospitalidad, nos agasajaron con comida y licores locales.
Los miembros del Dav soñaban con una belleza industrial, sin dejar por ello
de amar a los campesinos eslovacos, analfabetos pero llenos de nobleza,
todavía inmunes a los males del capitalismo. Ésta fue la característica y, a la
vez, la dificultad principal del movimiento. Clementis podía entonar una
canción sobre el viejo pastor que conduce por última vez su rebaño a las
montañas así como disertar sobre Janosek; podía admirar la belleza de un
viejo mirlo como amonestarme por considerar que «me aferraba a demasiados
errores idealistas» y alentarme a que afrontara la verdad «de manera
marxista».
Recuerdo una conversación que mantuvimos en una cabaña montañesa de
Tisovec. Vlado se puso a hablar de su destino. En aquella época escribía un
ensayo sobre poesía, amaba el arte, y yo lo consideraba un joven escritor.
Contemplamos los valles, los viejos árboles y las cabañas apenas visibles
entre el follaje de los jardines. Clementis me dijo que lo principal era la
lucha. Hasta que los checoslovacos no se liberaran del capitalismo, no habría
justicia para todos, ni verdadero arte: «Mi obra es el Partido».
Entre 1940 y 1941 Vlado estuvo recluido en un campo al norte de Escocia.
Dedicó su ocio forzado a escribir para su mujer Lida sus memorias de infancia
y juventud, sobre sus padres y su querido Tisovec. En la actualidad, estas
notas se encuentran publicadas con el título de Crónicas inconclusas. El libro
muestra con suficiente claridad la clase de artista y autor que era, pese a que
para él la escritura no era sino un breve escapismo, un interregno entre el
soldado armado con rifle y la cartera de ministro.
De Laco Novomeský uno puede decir, aun sin haber leído su obra, que es
un poeta. Basta con pasar unos minutos con él, con sólo verlo. Pero, al medir
su vida con el criterio habitual, se da uno cuenta de que la mayor parte de ella
la ha dedicado al quehacer político. Desde 1925 hasta 1939 trabajó para los
periódicos del Partido. Durante la ocupación fue miembro de Comité Central
del Partido Comunista Checo, partido ilegal que organizó el alzamiento
eslovaco. Después de la victoria no sólo formó parte del Comité Central, sino
que lo nombraron ministro de Educación. No obstante, su verdadera pasión era
la poesía. La conciencia no era para él un acompañante momentáneo, sino un
maestro ineludible. En épocas de guerra, un arquitecto puede dedicarse a volar
puentes, pero siempre lo hará para cumplir con un deber y no por vocación.
Estos hombres, Clementis y Novomeský, eran muy distintos, pero aun así
fueron buenos amigos, con destinos que muchas veces resultaron idénticos.
En 1936, en la ciudad de balnearios Trenčianske Teplice, por iniciativa de
Dav, se celebró un encuentro de escritores eslovacos. En aquel entonces yo
trabajaba en el secretariado de la Asociación Internacional de Escritores
Antifascistas y participé en dicha reunión con el objeto de invitar a los
eslovacos a que formaran parte de nuestra asociación. Allí se reunieron
escritores de diferentes tendencias, algunos de los cuales apoyaron luego a los
separatistas católicos, que a su vez celebraron la victoria de Hitler, mientras
que otros se unieron al movimiento de resistencia y lucharon como partisanos.
Clementis y sus amigos de Dav convencieron a los asistentes de que se unieran
a la asociación antifascista. En cierta ocasión fuimos a una aldea donde se
celebraba un gran banquete, después del cual hubo canciones y un anciano
levantó el puño para declarar que los rusos derrotaríamos a los fascistas.
«Como en España», le dije a Vlado.
Poco después estalló la guerra en España. En 1937, en Valencia, me
encontré con Novomeský. Hablamos de los combates, del Comité de No
Intervención y de las Brigadas Internacionales, pero por un instante volvieron
a mí los recuerdos de Vlado, de las casas de campo y del color verde
luminoso de Eslovaquia. Laco escribió lo siguiente: «Quise contar los racimos
de estrellas antes de que se extinguieran cuando, de pronto, sonó el traqueteo
de las ametralladoras: e-e-e-estrellas y a las viejas estrellas se les juntaron las
nuevas. E-e-estrellas, ¡cielos! Estrellas».
Luego llegó Munich. Los nazis ocuparon Praga. El mundo oscureció.
Cuando comenzó la «extraña guerra», yo estaba en París y yacía enfermo.
Pocos vinieron a verme: algunos de ellos se indignaban por el pacto acordado,
otros tenían miedo de la policía. Cuando Vlado y Lida me visitaron en
septiembre estaban muy compungidos y tristes. Vlado volvió a visitarme
luego; aunque estaba muy deprimido, trató de levantarme el ánimo. Nunca se
separaba de su talismán: la lealtad. En octubre, los franceses lo arrestaron y lo
enviaron a un campo de concentración. Lo vi vestido de uniforme en las
vísperas de la derrota francesa: quería luchar contra los nazis, pero entonces
capituló Pétain.
No volvimos a vernos hasta 1944, en Moscú. Para entonces Clementis ya
era un político importante. Me contó que tanto los británicos como los
estadounidenses temían la victoria soviética y pasaban el tiempo conspirando.
Pero él estaba alegre, confiaba en que la idea a la que había dedicado su vida
triunfara muy pronto. Cuando recordamos los viejos tiempos, sentí que
estábamos no en la calle Gorki sino nuevamente en la cabaña de Tisovec,
donde aquel viejo pastor me ofreció su acre zapekachka.
En febrero de 1948, en el Club de Escritores organizaron una velada en mi
honor para celebrar los cuarenta años de mi actividad literaria. El embajador
checoslovaco Jirí Gorek me entregó un telegrama del «Secretario de Estado
Clementis» que decía: «Querido Iliá, bebemos a tu salud zubrovka de Tisovec.
Vlado y Lida».
De nuestro último encuentro ya he hablado. Nunca olvidaré la tristeza en
los ojos de Vlado. ¿Se debía simplemente al cansancio que seguía a un largo
día de trabajo o sabía que, en alguna parte, se preparaba ya el nudo de la
cuerda de la calumnia que pronto le rodearía el cuello?
Un año después, en Praga, donde estaban las oficinas centrales del
Consejo Mundial de la Paz, supe por Hoffmeister que Lida, Novomeský e Ivan
Horvát (quien hasta ese momento había sido embajador en Budapest) habían
sido arrestados.
A Lida la liberaron dos años después. La vi en una calle de Praga y quise
detenerla, pero me cogió con fuerza de la mano y me dijo: «No debes hablar
conmigo», tras lo cual salió corriendo.
También dejaron en libertad a Novomeský y a Ivan Horvát. Me crucé con
Novomeský en Praga; trabajaba haciendo traducciones. Pero su poesía no se
publicaba. Ivan Horvát murió poco tiempo después de su liberación.
En el libro que incluye los poemas que Novomeský escribió mientras
estuvo encarcelado y hasta poco después de ser liberado, hay un poema
titulado «Sabiduría»: «Mejor de rodillas que de pie frente a la pira. Mejor
esconder la verdad en el fondo del corazón, como en un ataúd. Camarada
Galileo, ¿qué es lo que crees, tú? ¿Es esto, tal vez, la sabiduría? Y aun así,
más sabio que cualquier otro, era el rapaz del cuento de hadas que se atrevió a
gritar “¡El rey está desnudo, totalmente desnudo!”. Era terrible la fuerza de sus
gritos».
Pasaron los años. Muchas cosas cambiaron en el mundo. Y así llegó la
primavera de 1963, cuando Laco Novomeský fue recibido con entusiasmo en
un congreso de escritores. Okaly me escribió para decirme: «Probablemente
sepas que el organizador y líder espiritual de Dav, Vlado Clementis, ha sido
ejecutado tras una falsa acusación de espionaje. A mí y a otros camaradas nos
liberaron después de diez años. Ahora, abolidas estas injusticias, se está
revisando la función cumplida por Dav en nuestra literatura y cultura en el
sentido más amplio del término». Sobre mi escritorio hay un periódico
eslovaco con la fotografía de Vlado…
La miro y recuerdo el día de 1949 en que recitó mis versos: «Te
pisotearán. Fidelidad al corazón y fidelidad al destino…». En la víspera de su
ejecución, escribió a Lida para decirle que moría como había vivido: como un
comunista honesto.
Hay períodos en que los hombres pueden pensar en su destino, en su
biografía. Nosotros hemos vivido en una época en que los mejores pensaban
en la historia. La mentira es omnipresente y omnipotente, pero, por suerte, no
es eterna. Pueden morir los mejores, la vida de muchos puede ser mutilada,
pero aun así la verdad acaba por triunfar. Para Vlado, como para algunos de
mis amigos soviéticos de quienes he hablado en este libro, aquella época fue
muy amarga; pero para la historia, en la que creía Vlado, fue una época de
triunfos.
Ahora pienso en aquella velada lejana «bajo las ramas secas», cuando los
jóvenes escritores eslovacos entonaban la canción de Janosek. Algunos de
ellos han desaparecido, otros han sufrido mucho, han envejecido antes de
tiempo. Recuerdo la cabaña de Tisovec y al joven Vlado, sus ojos límpidos y
brillantes, sus palabras sobre la lucha; anochece, todo se vuelve azul, y sobre
los suaves montes redondeados apenas trasluce una pálida estrella vespertina.
18

«¿Cómo pasaste tu última noche en París?», me preguntó Fadéiev. «Con viejos


amigos», le contesté, a lo que él repuso: «Mientras tú te lo pasabas bien, yo
tuve que soportar a un estadounidense que pedía explicaciones sobre todas las
cosas de este mundo. Venga, tomemos un coñac», me dijo. Le miré y no vi
aquella mirada que solía mostrar en reuniones y conferencias, sino que
descubrí otra, triste y melancólica.
De Fadéiev se ha dicho siempre que poseía un gran talento, una
inteligencia notable y una voluntad de hierro, y que el propio Stalin lo tenía en
gran estima. Todo eso es cierto, aunque debo decir que, en su caso, la palabra
talento no hacía referencia sólo al don natural para la escritura: Fadéiev era
capaz de hacer más de cien correcciones en un mismo papel, de atormentarse
por ello, y cargaba con una máscara que resultaba completamente inapropiada
para las actividades públicas en las que se involucraba de modo tan devoto
como inagotable. Todos los escritores —y, estoy seguro de ello, también todos
los líderes del movimiento pacifista— conocían su mirada clara y fría, su
erudición, su notable memoria, su habilidad para dotar de brillo y profundidad
a cualquier frase de Stalin o de Zhdánov, así como para conferirles una
dualidad digna de una polémica literaria o de asignarles el carácter
indiscutible de una ley. Pero quiero hablar de un Fadéiev menos conocido.
Lo vi por primera vez hace mucho tiempo, en los días en que era uno de
los cabecillas de la RAPP. Nos vimos de vez en cuando en Moscú, luego en
Madrid y en París. Me gustaba su libro La derrota, pero no entendía a aquel
hombre o, mejor dicho, no lo conocía. Así, en 1940, cuando conversaba con él
lo consideraba más un jefe que un compañero escritor. Por su parte, tal y como
confesó alguna vez al rememorar el pasado: «Yo le tomaba por alguien muy
distante de nosotros. En Madrid les dije a nuestros militares que nos estaban
defendiendo: “Puede que esté dispuesto a morir por nuestra causa, pero no
quiere vivir con nosotros y, es más, ni siquiera sabría cómo hacerlo”».
Después de la guerra comenzamos a vernos más a menudo. En Penza,
durante la conmemoración de Belinski, nos pasamos una noche entera
conversando. Después volvimos a vernos en Moscú y hablamos de libros y del
destino de los escritores. Poco a poco fui entendiendo que Fadéiev era un
hombre muy distinto de lo que aparentaba, pero no fue sino hasta que
trabajamos juntos durante cinco o seis años que llegué a conocerlo mejor.
Hablamos en aviones, en coches de tren, en ciudades como Oslo, Viena y
Praga. Solía acercarse a mi habitación de noche para hablar, hablar y hablar.
Justo por eso he comenzado a hablar sobre él después de relatar el congreso
de París.
Sería exagerado decir que éramos amigos; éramos demasiado diferentes
para ello. Pero es posible que, debido a nuestras diferencias, a veces le fuera
más fácil ser más sincero conmigo que con sus íntimos. Evidentemente, tenía
la sensación de que yo era «alguien muy distante» con quien podía hablar con
franqueza. Tenía muchos amigos (y, al decir amigos, no me refiero a los
hipócritas que se arrimaban al hombre poderoso, sino a la gente que lo quería
sinceramente) y, aun así, parecía que había muchos temas de los que no
hablaba con sus amigos. «No hay nada que me puedan explicar sobre la
soledad», me dijo una vez. Mucha gente lo tuteaba, le llamaban Sasha, pero
nosotros siempre nos tratamos de usted y nos llamábamos por nuestros
apellidos.
No es fácil hablar de Fadéiev. Era un hombre de naturaleza compleja y
seguramente se me escaparon muchas cosas. Además, los hechos son muy
recientes. Como no me apetece ponerme a especular, me limitaré a citar
extractos de mis notas o las palabras que recuerde de memoria, procurando
que ellas muestren cuál era su posición ante ciertos asuntos a fin de acabar con
el mito del «hombre de hierro» y de ayudar a que el futuro biógrafo entienda al
hombre que tan importante papel desempeñó en la historia de nuestra
literatura.
Fadéiev trabajó en el campo literario a lo largo de treinta y cinco años,
pese a lo cual sólo queda de su obra un par de novelas completas, otro par sin
terminar, unos pocos cuentos y un centenar de artículos. Solía decir: «He
empezado a escribir muchas cosas, pero he acabado pocas». Oí esta
explicación al respecto: «A Fadéiev no le dejan escribir: la Unión de
Escritores, el Movimiento de los Partidarios de la Paz, las conferencias, los
mítines, los congresos». En efecto, su trabajo como director de las
organizaciones de escritores y como miembro del Movimiento de los
Partidarios la Paz le quitaban mucho tiempo. Pero eran tareas que
desempeñaba por deseo propio, sin obligación alguna, y cuando con el paso
de los años se vio privado de ciertas funciones, en lugar de sentirse aliviado
se sintió sumamente irritado. Trabajó sin cesar en el movimiento pacifista,
atento a cada detalle. He conservado, por casualidad, algunas de las notas que
solía enviarme en los mítines. Notas que son completas y precisas: en una de
ellas me pedía que hablara con Nenni, en otra se mostraba preocupado por la
exagerada extensión del discurso de un orador estadounidense (se calculaba
que su discurso duraría una hora y media) y me pedía que tratara de
convencerle para que lo acortara, en otra me muestra sus ideas para difundir el
movimiento.
Se ha dicho también que Fadéiev escribía poco por culpa de la bebida.
Pero Faulkner bebía más aún y aun así, escribió docenas de novelas. Tuvo que
ser otra cosa lo que frenó a Fadéiev.
Una vez le dije que, de todos sus libros, mi preferido era La derrota, su
primera novela, que había escrito cuando tenía veinticinco años. «Es natural
—me dijo— porque La derrota se basa en una experiencia personal. Desde
luego, el sentido de responsabilidad es inspirador, pero a veces se vuelve un
estorbo».
Durante doce años retomó El último de los Udege casi cada año para
volver a planificarlo, corregirlo y, finalmente, considerar que no valía nada.
Cuando comenzó a escribir La joven guardia ya no tenía veinticinco años,
sino cuarenta y cuatro. La historia de los jóvenes de Krasnodon lo conmovió
profundamente, puesto que le hizo revivir su propia juventud. Lo cierto es que,
aunque el mismo Fadéiev prefiriese verse como un realista, era más bien un
romántico.
La joven guardia tuvo un inesperado destino relacionado con aquello que
llamamos «culto a la personalidad». La novela se publicó, tuvo un éxito
enorme y ganó el Premio Stalin. Uno de los amigos de Fadéiev, S. A.
Guerásimov, llegó a filmar una película basándose en la novela. Y fue
entonces cuando estalló la tormenta. Stalin leía mucho, pero, por supuesto,
estaba muy lejos de leerlo todo, y ése fue el caso de La joven guardia. Por lo
que respecta a las películas, no dejaba de ver ninguna. Se puso hecho una
furia: en la película aparecía un grupo de jóvenes abandonados a su suerte en
una ciudad tomada por los nazis. Pero ¿dónde estaba la organización
Komsomol? ¿Dónde estaba el liderazgo del Partido? A Stalin le explicaron de
inmediato que el director de la película había seguido línea a línea el texto de
la novela. De pronto, en la prensa, uno no podía leer sino críticas a La joven
guardia. Fadéiev tuvo que escribir a Pravda una carta en la que reconocía sus
errores y aceptaba las críticas y se comprometía a introducir en el texto todos
los cambios que fueran necesarios. Cuando volví a verle me dijo que no
estaba cambiando nada del texto, sino que estaba escribiendo nuevos capítulos
sobre los viejos bolcheviques y el papel de liderazgo del Partido. Después de
una breve pausa añadió: «Desde luego, si en verdad consigo hacer tales
cambios, la novela no será la misma. En fin, tal vez sea que he dejado que el
entusiasmo por las actividades partisanas se instale en mí… Son tiempos
difíciles, y la opinión de Stalin vale más que la de cualquiera de nosotros».
Menciono el caso de La joven guardia porque arroja luz sobre la actitud
hacia la realidad que tenía Fadéiev como novelista. Para preparar aquella
novela fue a Krasnodon, donde interrogó a cientos de personas en un intento de
reconstruir los hechos y la apariencia de los personajes. Se llevó una gran
decepción al no conseguir una buena descripción de varios de ellos, lo cual
demuestra que se guiaba por criterios más periodísticos que poéticos. Rojo y
negro de Stendhal surgió de una noticia periodística sobre el crimen de un
joven. Lo que hizo el escritor fue apropiarse del hecho sin llegar a hacer que
su personaje Julien Sorel dependiera de los «hechos». Stendhal no se
obsesionaba por describir el aspecto de sus personajes, era algo que dejaba a
la imaginación del lector. Zola, por el contrario, sostenía que le faltaba
imaginación y estudiaba hasta el más mínimo detalle de las vidas que quería
representar; o, como solemos decir, «recogía material». Es sabido que visitó
un burdel por primera vez cuando escribió Nana (y fue pertrechado de una
libreta). El maestro de Fadéiev era Lev Tolstói: cuando quería que se
conociera la naturaleza de uno de sus personajes exageraba en él un rasgo
físico particular. Pero mientras que el realismo que le da Tolstói a las orejas
de Karenin nos sirve para que sintamos que lo conocemos mejor que a
nuestros amigos cercanos, Fadéiev quería dejar constancia de cada rasgo
particular de todos los jóvenes héroes de Krasnodon.
Recuerdo una charla que mantuvimos en un avión. Fadéiev sostenía que
había llegado al final del camino y me contó el final de su novela inconclusa
Metalurgia negra: «En 1951 Malenkov me mandó llamar para decirme: “Hay
un nuevo invento metalúrgico que va a revolucionarlo todo. ¡Es un
descubrimiento magnífico! Le harías un gran favor al Partido si lo
describieras”. Me habló también del desenmascaramiento de un grupo de
geólogos saboteadores. Me puse a trabajar. Estudié el problema, hice muchos
viajes a los Urales. Escribí sin prisa. Conseguí redactar unas cien páginas y
empecé a ver aquello como una verdadera novela, lo único por lo cual podría
responder… Y luego resultó que el “invento” había sido una estafa que le
había costado al Estado millones de rublos y que los geólogos implicados
habían sido víctimas de una campaña de calumnias y que los habían
rehabilitado. De modo que, ya lo ve, la novela fue un desastre total». Me
quedé estupefacto al oírle: «Pero ¿qué me dice? Si he leído fragmentos de su
trabajo en Ogoniok y, déjeme que le diga, era un material espléndido. Haga
algunos cambios. Haga que inventen otra cosa. Después de todo, usted no
escribe sobre metalurgia, sino sobre gente». Hasta ese momento sólo había
visto a Fadéiev enfadarse un par de veces. Era un hombre equilibrado y frío.
Pero se sonrojó y levantó la voz, que alcanzó un tono muy agudo. Empezó a
gritar dentro del avión: «¡Eso lo dirá usted! Cuando describe a un ingeniero
enamorado, a usted le da igual lo que haga en la fábrica. ¡Pero mi novela se
basa en hechos!». Cuando se tranquilizó me dijo con voz queda: «Lo único que
puedo hacer ahora es deshacerme del manuscrito. Y de mí. Ahora ya no podré
empezar otro libro».
Desde luego, no he descrito la dependencia del difunto Fadéiev a la
realidad para expresar mi discrepancia personal con él. Fadéiev era un
verdadero escritor, muy exigente consigo mismo. Aun así, su exigencia no
explica el tiempo que se tomó en escribir El último de los Udege y
Metalurgia negra; en eso tiene algo que ver el patrón completo de su vida, sus
contradicciones, su conflicto entre el escritor y el hombre de Estado, entre el
guerrillero y el soldado disciplinado. «Muchos escritores se sienten heridos y
están resentidos conmigo —me dijo una vez— y puedo entenderlos, pero es
difícil de explicar». «Dígales —le sugerí— que la persona a quien más daño
hace es a usted mismo, al escritor Fadéiev».
En su primera juventud había sido partisano en el Lejano Oriente y había
ayudado a sofocar el motín de Kronstadt. Tenía diecisiete años cuando se unió
al Partido y veinte cuando la organización de Chitá lo envió como delegado al
X Congreso del Partido. Para él, Trotski y «la oposición de trabajadores» no
eran páginas de la historia abreviada del Partido Comunista, sino recuerdos
vivos. En las vidas de algunos escritores, la militancia política no es sino un
período apasionado que dura unos meses o unos pocos años. En el caso de
Fadéiev, la política fue el trabajo de toda una vida.
Recuerdo una pequeña reunión del «grupo activo» del Consejo Mundial de
la Paz. Se celebró en Praga, en una casita a las afueras de la ciudad en la que
se hospedaba Joliot-Curie. Discutíamos cuáles debían ser nuestros siguientes
pasos. Se nos había subido a la cabeza el éxito del Llamamiento de Estocolmo
y hablábamos de la necesidad de recoger firmas. Fadéiev propuso que
exigiéramos a las cinco potencias que firmaran un tratado de paz. Tras
escuchar varios discursos demostró con gran brillantez que todo lo que habían
avanzado los otros quedaría cubierto con la firma de este pacto por parte de
las cinco potencias: el miedo a la guerra, las dificultades económicas, la
violación de la soberanía nacional y el salvajismo. La idea no era suya, pero
la presentó con tanta habilidad que los diez miembros, o tal vez quince, que
estábamos presentes nos pusimos a aplaudir con frenesí, como si estuviéramos
en un acto público. Joliot-Curie sugirió que imprimiéramos el discurso de
Fadéiev y que lo hiciéramos circular por todos los comités nacionales.
En el verano de 1956, cuando estuve en París, Joliot-Curie me invitó a su
casa. Hablamos largo rato sobre el XX Congreso del Partido y sobre todas
aquellas cosas que en aquellos días nos alegraban y nos inquietaban. Luego
Joliot-Curie dijo: «Fadéiev… también en esto ha demostrado su extraordinaria
fuerza de voluntad. Para nosotros es una gran pérdida. A veces era grosero. Él
y yo tuvimos nuestros desencuentros. Pero siempre admiré su inteligencia. Me
deslumbraba su modo de pensar la política. Bernal y yo razonamos como
científicos. Usted, para mí, siempre será un escritor. No sólo usted… Piense
en D’Astier: hay mucha gente que lo considera un político, pero es poeta,
aunque al parecer no escribe poesía. Pero cuando hablaba con Fadéiev
siempre pensaba que era un auténtico político».
Desde luego en esta última opinión no estoy de acuerdo con Joliot-Curie.
No sólo conocí los libros de Fadéiev sino al autor y sé que no se le podía
separar de su arte. Pero Joliot-Curie tenía razón al decir que Fadéiev pensaba
en términos políticos. Esto determinaba la ambivalencia de sus juicios y daba
lugar a contradicciones que las personas que habían sufrido por ellas tomaban
por hipocresía.
Para Fadéiev la idea de que Stalin era un hábil jefe de Estado que sabía lo
que hacía y podía ver el futuro era casi un dogma de fe. Hubo momentos, sin
embargo, en que las cosas se le fueron de las manos: en Penza me habló sobre
el destino de Meyerhold y luego, poco después de la muerte de Stalin, al
recordar a Yakir y Stern dijo: «Estaba mal informado». A finales de la década
de 1940, pese a que muchas cosas le desagradaban, todavía buscaba
explicaciones del tipo: «Las aguas están turbias… Stalin sabrá controlarlas».
Su fe se mezclaba con el miedo. Una vez me dijo medio en broma: «Hay dos
personas a quienes temo: a mi madre y a Stalin. Las temo y las amo a la vez».
En cierta ocasión le oí juzgar un libro en los siguientes términos: «Desde
luego que aquí hay talento. Pero tratemos de ver qué es lo que el texto quiere
decir. No podemos juzgarlo sólo por los méritos literarios. Hemos de verlo
desde el punto de vista del Estado, y desde dicho punto de vista este libro es
dañino».
He dicho ya que el maestro de Fadéiev fue Lev Tolstói; eso era algo
evidente para todo el mundo. Escribía frases largas en las que la abundancia
de subordinadas era (o llegó a ser) algo natural. No podía escribir de otro
modo. A veces, cuando debía enviar un telegrama informando sobre una
reunión del Consejo Mundial o de alguna charla, me pedía ayuda; se sentaba a
la mesa (su escritura manuscrita era muy clara) y decía: «Dícteme. Usted sabe
cómo decir estas cosas con frases cortas».
Pero Tolstói ejercía en él una influencia que trascendía la técnica de
escritura. En Penza, Fadéiev intentó convencerme de que de Chéjov sólo podía
aprenderse el arte de la observación. «¿Qué otra cosa podría enseñar? De
hecho, su intención no era enseñar… Tolstói, por el contrario, conocía el
verdadero propósito de la literatura, era un maestro. Por supuesto, ahora
tenemos ideas diferentes, pero seguiré admirándolo por su novela que a
menudo se considera poco lograda, Resurrección. Porque lo cierto es que
Tolstói escribió Resurrección para que el bien triunfara sobre el mal. Fíjese si
no en Dickens, ¿acaso no defendía el bien en sus mejores novelas? Claro que,
sin inspiración, todo ello no sería sino un asunto del más aburrido didactismo.
Trate de convertir a uno de estos gacetilleros modernos en la centésima parte
de un Tolstói. La misión del genio es servir al bien y al humanismo. Algo que,
en nuestra época, equivale a conminarse uno mismo a la tarea de construir el
comunismo».
Ése era el puente que unía al escritor con el dirigente de la Unión de
Escritores. Un puente que, a veces, también era un abismo.
En 1929, año en que Fadéiev era todavía uno de los líderes de la RAPP,
publicó un artículo titulado «La carretera de la literatura proletaria». En él
defendía un acercamiento a la novela tal y como él la veía. No sorprende el
tono categórico de sus pronunciamientos: en aquellos días los miembros de la
RAPP no sólo atacaban a los popútchiki[1] de derechas, sino también a
Maiakovski. Aquel título, «La carretera de la literatura proletaria», tampoco
era sorprendente por sí mismo. El romanticismo, el realismo, el naturalismo y
el simbolismo ya se habían pronunciado antes como los únicos caminos
correctos y novedosos. El título es sorprendente por su destino. La RAPP
terminó desmantelado; habían escrito sobre la necesidad de diversidad en las
corrientes literarias, a la vez que vigilaban de cerca a los escritores para
asegurarse de que todos seguían una única línea literaria; los caminos
individuales sólo llevaban, desde su punto de vista, a vías muertas. Pero
incluso el camino —o la carretera, para utilizar el término de Fadéiev— tenía
sus meandros y zigzagueos, determinados no sólo por los acontecimientos
políticos sino también por las preferencias de Stalin, su estado de ánimo y su
actitud con los diferentes autores. En 1929 Fadéiev imaginó que estaba
abriendo un nuevo camino. No sé cuánto le duró la ilusión, pero en 1949 me
dijo, lleno de irritación contra un crítico: «Hay quien cree que pongo reparos a
todo, pero no soy más que un vigilante de tráfico». Por supuesto, es la clase de
cosas que se dice uno cuando está fuera de sí. Lo cierto es que no había creado
un nuevo camino ni era un simple vigilante de tráfico. A veces conseguía dar
con teorías que eran más que puras fórmulas. Por ejemplo, una vez dio con la
siguiente definición del realismo socialista: una literatura que no nos muestra
cómo es la gente, sino cómo debería ser. Es ésa una visión que lo acerca más
al romanticismo que al realismo del siglo XIX, pero en cuya formulación hay
profundidad y visión.
En torno a Fadéiev siempre había críticos deseosos de aferrarse a sus
ideas y reproducirlas en sus reseñas. Recuerdo que, una vez, Fadéiev acusó de
pérfido a uno de estos críticos en un encuentro de escritores: «Hay un cuento
oriental sobre un escorpión y una rana. Perseguido por sus enemigos, el
escorpión ruega a la rana que le ayude a cruzar un arroyo. “Me picarás”, dice
la rana. “¿Por qué habría de matarte? Estoy en peligro de muerte si no consigo
cruzar a la otra orilla”, replica el escorpión, y logra persuadir a la rana.
Cuando están a punto de llegar al destino, el escorpión pica a la rana, y ésta
empieza a hundirse. “¿Por qué lo has hecho?”, le pregunta la rana, agonizante.
“No lo sé, es mi naturaleza”, responde el escorpión». El crítico, que
casualmente estaba sentado junto a mí, dijo en voz alta: «No es una cuestión de
naturaleza. Simplemente es que el escorpión no confiaba en la rana».
Fadéiev tenía sus propios gustos, que cada vez estaban más en desacuerdo
con las valoraciones de Stalin, así que el escritor incurría, una y otra vez, en
contradicciones. En 1928 Fadéiev atacó con saña un poema de Maiakovski,
«Bien». En 1938 calificó al mismo poema de «acontecimiento histórico». No
había cambiado su valoración de la poesía, sino todo su enfoque de la
literatura. En los discursos de Fadéiev comenzó a aparecer la expresión «línea
del Estado». Fue un soldado valiente y disciplinado que nunca olvidó las
prerrogativas de su comandante en jefe.
Conversando conmigo, a menudo hablaba con cariño de escritores que se
vio obligado a condenar públicamente. Recuerdo nuestro encuentro después de
una conferencia en la que lanzó invectivas contra ciertos escritores que se
«distanciaban de la vida», entre ellos Pasternak. Nos vimos por casualidad en
la calle Gorki, cerca de mi casa. Fadéiev insistió en que lo acompañara al
café de la esquina, pidió un coñac y dijo sin preámbulos: «Iliá Grigórievich,
¿le gustaría oír poesía de verdad?». Y se puso a recitar de memoria poemas de
Pasternak, sin detenerse más que para decir: «Una belleza, ¿verdad?».
Amaba la poesía, pero amaba más la línea fundamental de su vida, y no fue
culpa suya, sino de la mala fortuna, que durante un cuarto de siglo su lealtad a
la «idea» estuviera inextricablemente ligada a cada palabra de Stalin, fuese
justa o injusta. Lo mismo les sucedió a millones de sus contemporáneos. Por
supuesto, Fadéiev sabía que Bábel no era un «espía», que Zóschenko no era un
«enemigo», y que el odio que sentía Stalin por Platónov y Grossman no tenía
fundamento alguno, pero también sabía que para muchos millones de personas
valientes y abnegadas la palabra de Stalin era ley. «Durante la guerra civil me
hirieron dos veces —me dijo Fadéiev en nuestro último encuentro—. Los
médicos decían que eran heridas graves, pero yo era joven… ¿Cómo comparar
un trocito de metal con lo que me tocaría sufrir después?».
A veces, cuando me hablaba en tono confidencial, me salía con alguna
broma: «¿Sabe qué pintor me gusta? Renoir», y al advertir mi sorpresa,
añadía: «Pero admito que soy daltónico», y me regalaba una de sus
inolvidables carcajadas.
Parecía severo, pero más de una vez vi cómo se enternecían sus ojos.
Trataba de ayudar a los escritores que habían caído en desgracia. A principios
de 1938 me mostró varios poemas de Mandelstam que quería que publicasen
en una revista. No lo consiguió. Diez años después me dijo: «¿Se acuerda de
Garry? Fui muy duro con su libro El segundo día. Bueno, pues resulta que
ahora ha salido de un campo de concentración. Ha escrito una novelita
interesante que me recuerda en algo a La muerte de Iván Ilich. Se encuentra en
una situación muy mala… Trataré de darle un empujoncito». Pero la siguiente
vez que nos vimos me dijo, triste: «No pude hacer nada por Garry».
A veces Fadéiev conseguía defender con éxito un libro que le gustaba,
parar el golpe que se cernía sobre él. Durante varios días se mostraba
animado. Luego se ensombrecía y su mirada parecía vacía. Comenzó a beber
con más frecuencia y en mayor cantidad. Por lo general, bebía en compañía de
personas ajenas al mundo de la literatura, pues quería olvidar.
En marzo de 1953, poco después de la muerte de Stalin, leí en
Literatúrnaia gazeta un artículo de Fadéiev en el que atacaba con violencia la
obra de Grossman Por una causa justa. Aquello me desconcertó: le había
oído hablar muchas veces con entusiasmo de aquella novela, que incluso había
ayudado a publicar. El libro había irritado a Stalin, y en Pravda se había
publicado alguna reseña mordaz, pero Fadéiev había continuado
defendiéndola. Grossman había introducido algunos cambios. Y, de pronto,
aquel artículo…
Se anunció la rehabilitación de los médicos. En el aire flotaba un aire de
cambio. Fadéiev, sin tocar el timbre, entró en mi casa, se sentó en el borde de
mi cama y me dijo: «No me juzgue. Estaba asustado». Le pregunté: «Pero ¿por
qué después de su muerte?». «Creí que estaba por llegar algo peor», me
contestó. Repitió la frase muchas veces, como si cumpliese una penitencia. Un
año más tarde me encontré con L. S. Faktor, una intérprete que siempre
acompañaba a Fadéiev en las conversaciones políticas difíciles, con los
franceses. «A Fadéiev le pasa algo —dijo—. Ha venido a verme muchas
veces en un estado lamentable, arrepentido de lo que escribió sobre la novela
de Grossman». A finales de 1954, durante el Segundo Congreso de Escritores,
Fadéiev habló sobre la novela Por una causa justa y sobre su propio artículo
y declaró en público lo siguiente: «Lamento infinitamente haber sido tan
débil».
Físicamente, Fadéiev era un hombre muy fuerte. Comía y bebía mucho.
Podía correr diez kilómetros. En algunas reuniones pasaba las noches en vela
sin dar muestras de fatiga. Sólo durante los últimos años sus nervios
empezaron a traicionarle. En diciembre de 1952 me escribió: «No me
encuentro muy bien, ¡ay de mí! Probablemente deba quedarme otras tres
semanas en el hospital. Si un extraño nos viera, no dudaría en señalar que yo
soy el fuerte y usted el achacoso, pero lo cierto es que usted es quien tiene una
salud de hierro. Cuídela, por favor. Todo depende de los nervios y para todo
hay un límite. Usted nunca ha sabido relajarse, pero debe intentar hacerlo».
En nuestro último encuentro me dijo que estaba enfermo. «Me duelen las
piernas. No puedo caminar. Se lo he dicho, la novela está acabada, para serle
sincero, las cosas están mal». Hice lo que pude para animarlo, y le dije que la
enfermedad ya pasaría, que era diez años más joven que yo y que viviría para
escribir algunas novelas más. Pero negó con la cabeza: «El motor no quiere».
Dos meses después recibí una llamada: «Fadéiev se ha suicidado».
Como siempre sucede en estos casos, se especuló mucho sobre los
motivos que le llevaron a tomar semejante decisión. Salieron a la luz cosas
buenas y malas de él. Tal vez fueran muchas las razones: Fadéiev nunca
escatimó esfuerzos; resistió el crudo invierno, y cuando la gente comenzó a
sonreír, se puso a reflexionar sobre lo vivido, sobre lo no escrito, y todo se le
reveló con una nueva luz. Entonces el motor se atascó.
Al recordar los años de la posguerra siempre acude a mi mente la figura
de Fadéiev. Era un hombre grande y corpulento que llamaba la atención en
cualquier reunión. Sí, y todo era grande en ese hombre: también la crueldad, la
ternura, la fe y la tragedia.
19

Me llamaron por teléfono por la noche para decirme que al día siguiente
teníamos que viajar a Roma para asistir a una reunión del comité permanente
de la paz. Era algo habitual en aquella época: se tomaban las decisiones a
última hora, se pedían tarde los visados, se llegaba siempre con retraso. Ya he
contado en el libro anterior cómo estuvimos a punto de morir asfixiados en los
Alpes, cuando un temporal obligó a nuestro pequeño avión a elevarse
demasiado. Salimos de Praga por la mañana temprano y aterrizamos en Roma
a eso de las diez. En el aeropuerto nos esperaban nuestros amigos italianos.
Soñaba con tomar un café y comer un bocadillo, pero no tuve suerte: resultó
que llevábamos una copia de no sé qué película y nos retuvieron en la aduana
una hora larga. Fadéiev dijo que teníamos que ir enseguida a la reunión pues
ya había comenzado. Seguí muy mal la conferencia de D’Arboussier sobre la
lucha por la paz en el África Negra. Tenía hambre. Cuando por fin se anunció
la pausa para la comida, un funcionario de nuestra representación diplomática
nos dijo que el embajador quería vernos.
Fadéiev, Vasílevskaia y Korneichuk subieron al coche de la embajada,
mientras que a mí me llevó Emilio Sereni, un diputado comunista. Es un
hombre moreno, gordo y jovial que habla muchas lenguas: francés, ruso,
español, polaco, inglés, hebreo antiguo, alemán, chino, árabe y otras que ahora
he olvidado. Durante su larga permanencia en las cárceles fascistas se había
acostumbrado a pensar mientras caminaba de un lado al otro de la habitación;
a veces, en el comité, empezaba a caminar y caminar hasta que daba con una
idea interesante. Cuando estaba sentado junto a mí, aunque el orador se
enzarzara en una prolija intervención, yo no me aburría, pues me contaba
historias divertidas al oído. Le pedí a Sereni que me acompañase a un bar
para tomar una taza de café en la barra, pero me contestó que el embajador nos
esperaba para comer y, en lugar del café, me ofreció un vermut muy amargo y
agradable.
El embajador nos recibió en su despacho. Ni rastro de comida. Nos
explicó largo y tendido, con todo lujo de detalles, a Vasílevskaia, Fadéiev,
Korneichuk y a mí, que el capitalismo era diferente del socialismo y que en
Roma había que comportarse de modo diferente que en Moscú. Fadéiev cerró
los ojos; la rabia contenida le hizo sonrojarse. Yo no dejaba de mirar el reloj.
Era la una y media. Faltaba una hora para que regresáramos a la reunión y, si
seguíamos en ayunas, yo no iba a poder resistirlo… De repente Korneichuk
interrumpió al embajador: «Disculpe —le dijo—, no sé si sabe que hemos
salido a las siete y aún no hemos desayunado».
Fuimos a la cantina de la embajada, que estaba en el sótano. Había un
fuerte olor a coles. Como no había sitio para sentarse, nos hicieron esperar en
un pequeño patio interior. Le dije a Korneichuk que prefería ir a la ciudad.
«Estás loco —me dijo—, si no tienes ni una lira». Sabía que me estaba
comportando como un necio, pero había tomado una decisión: era ofensivo
soportar la espera.
Al salir a la calle me crucé con un joven que me dijo: «¿No es usted Iliá
Ehrenburg? Me llamo Vishnevski. Soy el corresponsal de la TASS». Luego se
puso a alabar mis libros. «De mis libros ya hablaremos en otro momento —le
supliqué—. ¿No podría prestarme algunas liras para el almuerzo? Todavía no
nos han dado el dinero». Vishnevski llamó desde el restaurante a su mujer para
que se reuniera con nosotros. Para entonces, yo ya estaba comiendo pasta y
tomando vino. Fue una comida celestial, y todo me pareció excepcionalmente
sabroso, quizá porque después del vermut tenía un hambre voraz. Y mi
anfitrión resultó muy interesante: conocía Italia, le gustaba el país y tenía
mucho que decir sobre la situación política, las nuevas películas y los
escritores.
Naturalmente, llegué a la reunión con un poco de retraso y le pregunté a
Korneichuk en voz baja quién estaba hablando. Soltó un rugido de envidia:
«¡Apestas a vino! ¿Así que has comido?».
Se podía fumar en la sala. Las personas nunca nos damos por satisfechas.
Me fumé todo lo que llevaba en mi pitillera y no tenía ni una lira. Así que me
puse a «gorronear» cigarrillos a otros delegados, fingiendo curiosidad por
saber qué fumaban en México, en el Líbano o en Suecia…
Hacía un cuarto de siglo que no visitaba Roma. Naturalmente, el Templo
de Vesta, las basílicas romanas y los palacios barrocos seguían en su sitio,
inalterados. Quien había cambiado era yo, que por primera vez estaba
preparado para comprender la grandeza de esta ciudad, en la que veinte siglos
coexistían pacíficamente.
Al cabo de dos o tres días, entendí que no sólo había cambiado yo, sino
también el aire de Roma. En el plano político, por supuesto, no había gran
diferencia entre Francia e Italia: el mismo Plan Marshall, el mismo Pacto del
Atlántico, partidos comunistas fuertes, huelgas continuas y, al mismo tiempo
que se restablecía la economía, muchos soldados norteamericanos y pintadas
en las paredes: «¡Viva la paz!». Pero en París se respiraba tristeza, mientras
que los italianos parecían alegres. Supongo que aquello obedecía al
sentimiento de alivio de quienes se veían liberados del fascismo después de
veinticinco años. Yo mismo había experimentado una sensación parecida
cuando me liberaron de la prisión de Butirka. Ya no había represión que
frenara a la gente y las derrotas no causaban desilusión. (Después de escribir
estas líneas me pregunto si soy justo en mi comparación. En París he vivido
mucho tiempo, es una ciudad a la que tengo derecho a llamar mía, mientras que
en Roma soy un turista, un huésped, un peregrino. Naturalmente, conozco
mejor a los franceses y percibo más detalles en relación con ellos; además, en
París me siento triste porque en esta ciudad transcurrió mi juventud).
El segundo día de la sesión, creo recordar, el pintor Renato Guttuso, de
quien me había hecho amigo en Breslavia, nos organizó una cena con los
escritores, artistas y directores italianos. Guttuso es un hombre apasionado, un
auténtico meridional. Hasta el día de hoy sigue buscándose a sí mismo: quiere
fundir la belleza con la verdad y el comunismo con el arte que ama. Se puso a
interrogarme con entusiasmo sobre Moscú mientras miraba a Picasso con
veneración. Pintaba grandes cuadros inspirados en temas políticos y pequeñas
naturalezas muertas (se sentía particularmente atraído por una patata en un
cesto de mimbre).
Cada noche nos invitaba a Picasso y a mí a cenar en restaurantes muy
buenos, pero también muy caros. Con respecto al dinero hubo algún problema
y quedó retenido, así que no lo recibimos hasta dos días antes de partir. Un
poco avergonzado, proponía hipócritamente: «¡Deja que pague yo hoy!»,
incluso me metía la mano en el bolsillo para sacar el billetero: mi corazón
latía desbocado mientras me preguntaba qué pasaría si Guttuso no me detenía a
tiempo… Pero siempre me tomaba de la mano: «No se preocupe, usted es mi
huésped aquí». Cenábamos con gente interesante: poetas, pintores, productores
de teatro, e invariablemente se sentaba a nuestra mesa un hombre que Guttuso
nos presentó sin indicar su profesión.
No lograba entender qué hacía Renato para tener tanto dinero. En aquel
entonces todavía no era un artista famoso, y yo sabía que pasaba dificultades
económicas. Sólo cuando estaba a punto de marcharme me desveló el secreto:
cada noche el hombre de profesión desconocida pagaba la cuenta, feliz de
compartir mesa con Pablo Picasso.
Una noche cenamos en un restaurante del antiguo gueto, donde nos
sirvieron «alcachofas a la judía» (hervidas con aceite de oliva, las alcachofas
se abren como rosas y sus hojas crujen entre los dientes). En el comedor había
una bella muchacha de Calabria. De repente Picasso dijo: «Quiero dibujarla».
La chica se sentó donde le indicó Picasso, quien se puso manos a la obra.
Media hora después nos mostró un magnífico dibujo, al estilo de Ingres, hecho
en el reverso del menú. La chica nos contó que estaba prometida y que iba a
casarse pronto. «Vaya, muéstrale este retrato a tu prometido —dijo Carlo Levi
—, le gustará». La chica se turbó. «Me da miedo que se ponga celoso». Todos
nos echamos a reír y alguien aconsejó a la muchacha que vendiera el dibujo.
«Te darán por lo menos doscientas mil liras. Te irán bien para la dote». Ella se
ruborizó: «Pero ¡qué dice! Es cierto que no nos sobra el dinero, pero los dos
trabajamos. Lo mejor que puedo hacer es colgarlo sobre la cama».
Un rico mecenas de arte ofreció una recepción a todos los participantes de
la sesión. Antes de la misma, nos invitó a comer a Picasso, a Guttuso y a mí.
Por la mañana Picasso había estado en el Vaticano, y todos teníamos
curiosidad por saber si le había gustado Rafael. Picasso respondió con
cortesía: «Un gran maestro», pero al cabo de un rato declaró: «Pero ¡los
frescos de Miguel Ángel! Todavía no comprendo cómo pintó la mano de la
Sibila». Nuestro anfitrión vivía en un palazzo antiguo y coleccionaba pinzas
para chimenea. Por los salones paseaban, copa en mano, los delegados:
búlgaros, senegaleses, japoneses, y todo parecía un baile de máscaras de otros
tiempos.
Carlo Levi es escritor y pintor (y ahora, también, senador). Hicimos
buenas migas de inmediato. Parece algo perezoso: camina despacio y, de
repente, si una conversación animada lo exige, es capaz de detenerse en medio
de una calle abarrotada de gente. Un día me llevó en su pequeño coche. Fue el
día en que Gagarin voló al espacio. Estábamos cruzando la Piazza Colonna, en
el centro de la ciudad, y Levi, hablando del concepto de infinito, se olvidó de
las normas de tráfico. Un agente de policía nos exigió que le pagáramos una
multa muy elevada: la infracción era grave. Dio inicio un diálogo dramático, y
yo traté de intervenir: «En mi país, la policía es más tolerante con los
escritores». Pensaba que la fama de Carlo Levi surtiría efecto. El policía me
miró con suspicacia: «¿Ah, sí? —dijo—. Y ¿cuál es su país?». «La Unión
Soviética. Vivo en Moscú». El policía me cogió de la mano con entusiasmo:
«¡Uno de los vuestros ha volado a la luna!». Y nos dejó marchar sin más.
Carlo Levi vive junto al parque Pincio, en un estudio grande, lleno de los
objetos más curiosos. Nunca se levanta antes de las diez. Me ha hecho varios
retratos. Incluso frente al caballete parece perezoso: con el pincel apenas roza
el lienzo, como un gato que se lava con las patas. Pero, Dios mío, cuántos
cuadros ha pintado, cuántos libros y artículos ha escrito este hombre de
aspecto perezoso. En 1949 leí su Cristo se detuvo en Éboli, un libro
autobiográfico: el joven Carlo, médico antifascista, es confinado en el sur, en
la mísera y desierta Lucania, donde dicen que Cristo «se ha detenido en
Éboli»: más allá de esa minúscula ciudad ni siquiera él se decidió a ir. Carlo
Levi describe la vida de los pobres campesinos analfabetos y revela con amor
su mundo espiritual. El libro tiene una característica particular, se nota
enseguida que lo ha escrito un pintor: paisajes, escenas y personas se muestran
de tal manera que el lector los ve.
Este hombre, que parece un soñador indolente, se las ha apañado para
hacer muchísimas cosas: ha viajado a países lejanos, ha participado en varias
campañas políticas y ha dedicado mucho tiempo a defender al más moderado
de los rebeldes, Danilo Dolci, un tipo que los feudatarios sicilianos querían
ver muerto. ¿Cómo se explica esta pereza aparente? Tal vez por el hecho de
que Carlo Levi se parece más al caminante que pasea por las colinas toscanas
como paseaba el incansable Dante que al piloto que trata de batir récords de
velocidad en las carreras automovilísticas. De todos sus cuadros, los que más
me gustan son los paisajes con vacas; tal vez no sea sólo por una cuestión de
color; Carlo debe de amar estos animales que se pasan los días en total
concentración. Las máximas truncadas y abstractas no van con Carlo Levi, que
siempre encuentra tiempo para escuchar, reflexionar y entender.
Al día siguiente de conocernos me llevó a su casa; entonces vivía en el
piso superior de un antiguo palazzo. Abajo, Roma parecía moverse a un ritmo
febril. Le dije que tenía que hablar en un mitin en el Teatro Adriano y que no
sabía qué decir. «Claro que lo sabes —dijo Carlo con una sonrisa—. Pero
déjame que te dé un consejo. Háblales en italiano». Su observación me hizo
soltar una carcajada: «¡Para mí eso sería tan difícil como pedirte a ti que
hablaras en ruso!». Se ofreció a traducir mi discurso al italiano para que lo
leyera en voz alta. Decidí arriesgarme. Tiempo atrás había hablado algo de
italiano, pero luego lo olvidé y ahora lo entiendo un poco. Salimos a dar un
paseo por la vieja Roma. Carlo me dijo: «Conozco a un hombre que vive por
aquí. Era fascista, pero no es mal tipo y tiene una máquina de escribir. Tú me
dictas en francés y yo traduzco».
Carlo Levi tenía razón. Cuando al día siguiente comencé mi discurso en
italiano, enseguida estuvo claro que podía decir cualquier banalidad; que un
ruso hablara italiano era un hecho tan inaudito que incluso salió publicado en
los periódicos antisoviéticos.
Conocí a uno de los mejores novelistas de Europa, Alberto Moravia.
Mucho tiempo atrás, en 1933, yo había reseñado su novela Los indiferentes, la
historia de una familia de la burguesía en los años del fascismo, una historia
de indiferencia, aburrimiento y tedio. Moravia es un escritor difícil, no por la
forma sino por el contenido. Probablemente es también muy difícil para sí
mismo. Vive en un mundo chejoviano que carece de la tolerancia y la piedad
de Chéjov, y, por si fuera poco, dice ser discípulo de Boccaccio.
A Moravia le interesa poco la trama: muestra a sus personajes como una
colección de curiosos insectos: no son deslumbrantes mariposas del
Renacimiento sino escarabajos tristes y embrutecidos. Sus Cuentos romanos
me recuerdan una película que me fascinó, La dolce vita, quizá porque el autor
no se confabula con sus personajes. Comprendo lo que pensaba Fellini sobre
la rica y aburrida «sociedad mundana» de Roma. Entender la actitud de
Moravia con respecto a sus desafortunados personajes me cuesta más.
A principios de 1963 vi en casa de Picasso unos dibujos que perfilaban
con maldad la monstruosidad y el tedio de ciertos dignatarios. El día después
de la llegada de Picasso a Niza comimos juntos; a las cinco, Picasso decidió
entrar en uno de esos salones de té donde las señoras se creen damas inglesas.
Observó un buen rato a aquellas viejas endomingadas, cargadas de brillantes,
pero cuyos rostros, a pesar del maquillaje, estaban desnudos, y dijo: «Me
gusta dibujar a los viejos: en la vejez todo aparece con mayor claridad; en los
jóvenes, sin embargo, los rasgos nunca están definidos del todo. Pero, como
sabrá usted, está la vejez de los pobres, que venero, y la de los parásitos
aburridos, que me hace reír». La cara de Moravia, por lo general, expresa
aburrimiento. Suele contestar maquinalmente a cualquier comentario: «Sí, lo
sé, lo sé». Pero, por momentos, su rostro se ilumina con una ternura contenida;
del mismo modo, también en sus libros aparecen de improviso los
sentimientos humanos, que ciegan como un rayo de sol en un bosque oscuro.
Cuando se acabaron los mítines, los italianos me recomendaron que
visitara Albano, en las afueras de Roma.
Diré que es una pequeña ciudad sólo por su aspecto; la mayoría de sus
habitantes se dedican a la vinicultura. En Roma solía beber esos vinos claros y
perfumados de las colinas que rodean la ciudad: Frascati, Albano, Genzano.
(Hay vinos que, como ciertas personas, no soportan los traslados. Los vinos
de los alrededores de Roma pierden el buqué y el sabor en cuanto los exportan
al extranjero o incluso al norte de Italia). El mitin tuvo lugar en un teatro rural
que parecía un establo. Las amplias puertas estaban abiertas de par en par, y
una parte del público se quedó fuera. Luego me llevaron al ayuntamiento, me
ofrecieron vino y pronunciaron discursos muy cordiales.
Esa misma noche viajé de regreso a Roma con el secretario de la
embajada, en un enorme coche que, al pasar por las estrechas callejuelas,
parecía especialmente mastodóntico. Nos seguían, en un pequeño Fiat, dos
periodistas de Unità. Yo, que no había probado bocado desde la mañana, le
pregunté a mi colega soviético si conocía algún restaurante barato por la zona.
El secretario se mostró aturdido: «En su hotel, tal vez… Nunca he ido a un
restaurante de Roma». «¿Hace poco que está aquí?». «Pronto hará un año.
Pero comemos siempre en la cantina». Nos detuvimos y les pregunté a los
periodistas italianos dónde se podía cenar. Me respondieron que justo en
aquella calle había una trattoria en la que habían cenado otras veces: el
propietario era un compañero.
El restaurante estaba atestado de personas que parecían obreros. El
periodista le dijo al propietario: «Tráenos algo de comer. Estos de aquí son
camaradas rusos», y éste enseguida trajo una jarra de vino, aceitunas, tomates,
embutidos, alcachofas en escabeche y luego se fue a la cocina para llevar a
cabo los mágicos rituales de la pasta. Le habría encantado quedarse a charlar
con los camaradas rusos, pero, a la hora de preparar la compleja salsa que
acompañaba a los espaguetis, no se fiaba de nadie. Comimos una fuente entera
de pasta. Llegó a la mesa el cordero asado. El conductor de la embajada, que
hasta entonces no había pronunciado ni una palabra, de pronto exclamó,
admirado: «¡Éstos sí que saben lo que es comer!», y sonrió de oreja a oreja.
Devoramos también el cordero. El propietario era reclamado continuamente
por los clientes, pero finalmente se sentó a la mesa con nosotros, abrió el
periódico de la mañana y me dijo: «Le he reconocido al instante, pero no le he
dicho nada para no incomodarle. De hecho, aquí todo el mundo le ha
reconocido». Me pidió que firmara debajo de la fotografía del periódico, se
giró hacia los otros clientes y dijo: «Bebamos por el escritor y por el pueblo
soviético. El vino corre por cuenta de la casa». La gente se acercó a nosotros
para brindar. Algunos me hablaron del grupo partisano al que habían
pertenecido, otros de un mitin en Piazza San Giovanni, de sus hijas… Todo era
sencillo, cordial, humano. Cuando a medianoche salimos del restaurante, el
secretario de la embajada me dijo: «Creo que he aprendido más sobre los
italianos en estas tres últimas horas que en todo un año». Y el chófer, que no
había dejado de sonreír, me estrechó la mano diciendo: «¡Así son los
italianos!».
Dos días después, un periodista de Unità me llevó a Frascati, una pequeña
ciudad vinícola no muy lejos de Albano, adonde me habían invitado a una
comida con los dirigentes del Partido Comunista. Comimos en un edificio de
madera que, por lo general, se usaba para celebrar las bodas del pueblo. A
algunos de los camaradas italianos ya los había conocido antes, en Moscú, en
París y en España; a otros los veía por primera vez. Me sorprendieron por su
sencillez, su amor al arte y su conversación, que a veces me hacían olvidar
que ante mí no había escritores ni pintores, sino miembros del politburó de un
gran partido. Togliatti me contó que a uno de nuestros cineastas no le había
gustado Ladrón de bicicletas, una película que a mí me había entusiasmado.
«No tiene final», había dicho el cineasta. Togliatti observó con una sonrisa
maliciosa: «Pero si después de mostrar un puente sin barandilla y un hombre
que cae al agua haces que el hombre que se está ahogando se ponga a
pronunciar un discurso sobre lo necesarias que son las barandillas, nadie
creerá que el orador ha caído al río y se está ahogando. Está bien que una
película no acabe con un sermón, sino de un modo humano». Al escuchar a
Togliatti pensaba hasta qué punto, tanto él como otros camaradas estaban
vinculados al pueblo italiano, a su carácter y a su cultura. Nos levantamos de
la mesa y pasamos al jardín, donde campesinos y mujeres con niños esperaban
a Togliatti. Una campesina le acercó a toda su prole, cinco niños: «Mire qué
hijos tengo». Togliatti habló con ellos con la misma naturalidad que había
hablado conmigo. En años sucesivos, hablé varias veces con Pajetta y Alicata,
me encontré a menudo con Donini y, en el Movimiento de los Partidarios de la
Paz, trabajé con el difunto Negarville, hombre de gran honradez y
sensibilidad. Eran hombres muy vivos, no razonaban a partir de un esquema,
no pronunciaban discursos tópicos.
Ya he contado mi encuentro con los camaradas italianos. Me gustaría
añadir que también había hombres que, aunque por sus ideas y su carácter
estaban en mis antípodas, hablaban conmigo amistosamente, con la inmediatez
característica del italiano. Recuerdo, por ejemplo, la recepción que me
ofreció el católico La Pira en el Palazzo Vecchio del ayuntamiento de
Florencia. Me dio la sensación de que volvía a ver a un viejo amigo. La Pira
me invitó a Fiesole, y allí, en una trattoria, me encontré con los colaboradores
de un periódico católico de izquierdas, que me interrogaron sobre la vida
soviética y me hablaron de los campesinos toscanos. Aquellas discusiones
parecían más introspecciones hechas en voz alta, que duelos verbales.
He tenido suerte. Después de 1949 he vuelto varias veces a Italia: ora para
una reunión del Consejo Mundial de la Paz, ora para una Asamblea de la
Sociedad Europea de Cultura, ora para un encuentro de la Mesa Redonda
Este-Oeste. Han sido viajes breves, es verdad, y me ha tocado pasar días
enteros en salas llenas de humo, pero siempre he descubierto algo que me ha
hecho sentir con mayor agudeza la cercanía de Italia. Volví a estar en mi
querida Florencia y en Venecia, donde en las callejuelas los gatos devoraban
con placidez restos de pescado, a sabiendas de que no les molestaría el
estruendo de un motor, e incluso en la prodigiosa Lucca, rodeada de sus
antiguos muros, donde cada casa es un museo, pero casas-museo en las que
viven nuestros contemporáneos vivos y apasionados.
Vi Italia por primera vez hace cincuenta años; muchas cosas han cambiado
desde entonces. En el norte han proliferado enormes fábricas; se han
construido modernos barrios obreros, y el museo de Turín, al parecer, no tiene
parangón en toda Europa, tanto por su iluminación como por sus cuadros. Ha
mejorado el nivel de vida. Han aumentado las tiradas de los libros: los
obreros, e incluso los campesinos, han comenzado a leer. El mundo se ha
hecho más grande: ha desaparecido el provincialismo de otros tiempos.
Respecto al conocimiento de la literatura soviética, Italia lleva la delantera a
otros países de Occidente: se traduce mucho y no al azar, sino con criterios de
selección. Las calles en las que tiempo atrás me había encontrado con bueyes
y asnos ahora eran recorridas por hileras de pequeños Fiat y motocicletas.
Pero el carácter del pueblo, que me había sorprendido y fascinado en mi
primera juventud, seguía siendo el mismo.
Conocí personalmente a varios escritores: Vittorini, Quasimodo, Pavese; a
otros, como Pratolini y Calvino, los conozco sólo por sus libros. No sé qué
lugar ocupa la literatura italiana contemporánea; por lo demás, en mi libro no
pretendo formular juicios al respecto.
Diré sólo que es una literatura humana. Un cibernético me dijo: «Dentro de
veinte o treinta años las máquinas pensantes corregirán en los libros los
errores cometidos por sus autores». Admito sin problemas que en un futuro
próximo las máquinas sustituirán no sólo a los chapuceros, sino también a los
divulgadores y a los epígonos. Pero siempre competerá al hombre corregir
aquello que haya realizado la máquina, porque lo que a la máquina le parecerá
un «error» tal vez se trate de un hallazgo, un descubrimiento, un acto creativo.
Lamento no haber visto hasta ahora, cuando se acerca el final de mi vida,
los cuadros de un gran pintor como Morandi en una colección milanesa. Se
trata, en gran parte, de naturalezas muertas: botellas con tres o cuatros tonos
modestos y apagados; a pesar de su profundidad psicológica, no hay en ellas
raciocinio, aridez, porque invitan al mundo de las emociones. Morandi no ha
vivido en París. Quizá ni siquiera la ha visitado. Eso explica que sus obras
sean tan poco conocidas fuera de Italia. Nunca lo he visto, a pesar de que es
contemporáneo mío: siempre ha vivido solo en Boloña pintando botellas. En
verano de 1964 fui a Florencia para una reunión de la Mesa Redonda.
Albergaba la esperanza de ir después a Boloña para conocer a Morandi…
Pero Morandi ya no estaba, había muerto un mes antes.
Las películas italianas han revolucionado la cinematografía de todo el
mundo. Conocí a algunos directores: además de a De Sica, también a Fellini,
Visconti, De Santis, Antonioni. Tal vez todos ellos podrían convertirse en
protagonistas de sus propias películas. Dicen que el neorrealismo ha triunfado
por la veracidad con la que ha representado la vida, por su lucha contra una
recitación de tipo teatral, por la sobriedad y la espontaneidad de los diálogos.
Todo esto es cierto, pero no se puede olvidar también otra característica: las
películas italianas son sinceras, y la sinceridad no se considera en absoluto
obligatoria, ni siquiera para los artistas más honestos y dotados.
Es sorprendente con qué rapidez entraron en mi vida los amigos italianos.
Pienso sobre todo en Carlo Levi y Renato Guttuso. Los he conocido cuando
rondaba ya los sesenta años, una edad en que demasiado a menudo se pierde a
los amigos y de mala gana se hacen otros nuevos. Nos vemos en contadas
ocasiones, pero siempre hablamos de cosas queridas y cercanas. Aunque
vivan lejos, lleven una vida nada parecida a la mía y pertenezcan a otra
generación (Carlo es mucho más joven que yo y Renato podría ser mi hijo), yo
los entiendo, y ellos me entienden a mí, como si girásemos en la misma órbita
alrededor de la Tierra.
Durante mi último viaje a Italia visité Rocca di Papa. El autobús, tras
encaramarse al monte, se detuvo en una plaza. Desde allí teníamos que seguir
a pie. Calles estrechas, ropa blanca colgada de las cuerdas, chiquillería.
Subíamos despacio, mirando de vez en cuando hacia abajo: viñas, valles y, a
lo lejos, el vacío azulado del mar. En las callejuelas empinadas discurría la
vida, las mujeres charlaban mientras desgranaban judías. Pasó un abate, el
viento le levantó la sotana negra. En una casita, parecida a una fortaleza
antigua, colgaba una tablilla: «Sección del Partido Comunista italiano». En
otra casita parecida a la primera había una lira pintada: se trataba de una
escuela de música. Al final nos detuvimos en una plaza minúscula desde donde
se veía un anchuroso valle. Me vinieron tantas cosas a la cabeza, importantes y
fútiles. Veinte años atrás habría subido corriendo, mientras que ahora el
corazón me late con fuerza. Este año hay mucha uva. Es extraño que nunca
haya venido aquí. ¿Por qué nunca he ido a México, a Siam? Los elefantes
tienen unos ojos extraordinarios. Aquí hay burros, como en España. Sería
hermoso vivir en esta pequeña ciudad, aunque sólo fuera por una semana. Una
semana es mucho tiempo, sobre todo cuando el hombre tiene más de setenta
años. Curioso, es hora de morir, pero no pienso en ello, mi corazón está lleno
de otras cosas. Una semana es una eternidad si hay tranquilidad. Detrás de
estos pensamienos fragmentados o, mejor dicho, trozos de imágenes, había en
mí un sentido profundo de calma, de felicidad. Descansaba, aunque Fadéiev
solía decir que yo no sabía descansar. De repente, al volver la cabeza, vi la
esfera de un reloj: en quince minutos pasaría el último autobús, había que
bajar corriendo. Refunfuñé para mis adentros: acabo de llegar aquí a duras
penas y ya hay que bajar. Muchas veces ha sido así… En tono supersticioso
repetí a las viejas casas que se habían vuelto sordas, al burro y a los letreros:
«Hasta pronto» o, más brevemente, como dicen los italianos: «Ciao».
Volvemos al 4 de noviembre de 1949. Al día siguiente debía ir a Sicilia;
los italianos nos habían ofrecido que nos quedáramos una semana más, y yo
escogí Sicilia porque nunca había estado allí. Guttuso me dijo: «Entonces no
has visto Italia…». Por la tarde, al pasar por el hotel para descansar un poco,
encontré una nota: «Mañana tomamos un avión para Moscú, lo han decidido
así. Vendrá con nosotros Joliot, tenemos que llegar antes de las celebraciones.
Te deseo que disfrutes la última noche. A. Fadéiev». No subí a la habitación,
me puse a deambular por la ciudad. Fui a parar a Piazza Navona. Se había
levantado un viento gélido, había menos gente de lo habitual, y la plaza larga,
inundada de la antigua luz de las farolas, parecía un salón de fiestas cuando ya
se han ido todos los invitados. Miraba el chorro de agua de la fuente, que se
elevaba en el aire y caía, como el día antes, como muchos siglos atrás.
En Praga, a las cinco de la mañana, el teléfono del hotel sonó. Apenas tuve
tiempo de afeitarme. Fadéiev dijo que viajaríamos en un avión especial y que,
en Legnica, una hora después, nos darían té. En el aeropuerto una checa decía:
«Vuestro avión no despegará, hay tanta niebla… que no se ve siquiera».
Aleksandr Aleksándrovich repetía: «Tenemos que irnos, es preciso que
estemos hoy en Moscú».
En el avión me senté al lado de Joliot; me había dicho que quería hablar
conmigo. «No ha sido fácil con los yugoslavos —me dijo—, algunos
miembros del comité se han opuesto». Me quedé dormido enseguida. Pero
poco después Joliot-Curie me agarró del brazo al tiempo que me decía:
«¡Mire!». Por la ventanilla vi las copas de los árboles con las últimas y
escasas hojas: sólo que no estaban abajo, sino encima de nosotros. El avión
había dado media vuelta bruscamente. «Volvemos a Praga, la niebla».
En el aeropuerto de Praga fuimos al restaurante. A nuestro lado había gente
que bebía cerveza y comía salchichas. Fadéiev intentó telefonear al Comité
por la Defensa de la Paz, pero no respondía nadie: era pronto, aún no eran las
nueve. Le dije a Fadéiev que teníamos que desayunar. Él se enfadó: «No
tenemos coronas. ¿Lo entiendes?». Joliot-Curie no pudo contenerse y me
susurró: «¿Cómo puedo conseguir una tacita de café? No me encuentro bien».
Pedí enseguida café para todos, pan, mantequilla y jamón (esto último para
Fadéiev). Aleksandr Aleksándrovich trató de protestar: «¿Te has vuelto loco?
¿Y si no conseguimos comunicarnos con los checos?». Le hice un gesto con la
mano para decirle que no se preocupara. Joliot-Curie bebió dos tacitas de
café, comió un panecillo y de repente, con una leve sonrisa, me preguntó:
«¿No piensa nunca en la muerte?».
Llegaron los checos. Permanecimos mucho rato en el aeropuerto: la niebla
era persistente. Con todo, conseguimos llegar a Moscú ese mismo día.
20

«Pocas veces pienso en la muerte —me dijo Joliot-Curie en el aeropuerto de


Praga—, pero cuando se da el caso, lo hago con obstinación, no trato de eludir
la respuesta. Para el hombre resulta insoportable la idea de que algún día
dejará de existir. No se trata de un miedo físico, sino de algo más serio, la no
aceptación del vacío. Me parece que la idea de un mundo más allá de la
muerte debe estar originada precisamente por ese sentimiento, y mientras la
ciencia estaba en pañales, la gente se consolaba con este tipo de esperanzas
ilusorias. El conocimiento exige al hombre mucho valor… La ausencia de una
vida después de la muerte no significa en absoluto una negación de la
continuidad. Existe un vínculo físico entre las generaciones, un vínculo dictado
por la naturaleza. Pero existe también otro: el trabajo, la creación, el amor…,
aquello que perdura cuando desaparece el individuo, su nombre e incluso sus
huesos».
Tomé nota de estas palabras, pero Joliot expresó bastante mejor su idea
ocho años después, en el ensayo Los valores humanos de la ciencia: «Más de
una vez he sido testigo de terribles desengaños cuando alguien perdía de
repente la fe. Y, sin embargo, […] quisiera decir, ¿por qué diablos concibieron
una vida después de la muerte en un más allá? Incluso de joven, al pensar en la
muerte, me veía ante un problema profundamente humano y terrenal. ¿Acaso la
eternidad no es una cadena viva y tangible, que nos conecta con las cosas y las
personas que vivieron antes que nosotros? Citaré, si se me permite, un
recuerdo mío. Siendo yo un adolescente, una tarde, estaba haciendo los
deberes. Mientras trabajaba, rocé de pronto un candelabro de estaño, una
reliquia familiar muy antigua. Dejé de trabajar, preso de la emoción. Con los
ojos cerrados, vi pasar ante mí las escenas de las que debía de haber sido
testigo aquel viejo candelabro: la gente que descendía al sótano con motivo de
alguna alegre onomástica o que permanecía sentada toda la noche velando el
cuerpo de un difunto. […] Me parecía sentir el calor de las manos que, durante
siglos, habían cogido el candelabro, ver el rostro de aquellas personas. […]
Por supuesto, era pura fantasía, pero el candelabro me ayudó a ver a aquellos
que no conocía, a verlos vivos, y fue así como me liberé definitivamente del
miedo a la inexistencia. Cada hombre deja tras de sí, en la Tierra, una huella
indeleble, ya sea en la madera de una barandilla o en el peldaño de piedra de
una escalera. Siento amor por esa madera, pulida por el contacto con muchas
manos, la piedra gastada por los pasos, y amo también mi viejo candelabro de
estaño. En ellos está la eternidad».
(He comenzado a hablar de Joliot evocando una conversación sobre la
muerte, pero creo que no he conocido nunca a una persona más viva que él.
Han transcurrido cinco años desde su muerte, pero aún me resulta difícil creer
que ya no está y más de una vez me sorprendo pensando: qué pena que Joliot
no haya venido, él habría dicho qué convenía hacer).
La conversación en el aeropuerto tuvo una continuación. En 1955 Joliot
volvió a sacar el mismo tema. En Viena se celebraba una reunión ampliada del
gabinete del Consejo Mundial de la Paz. En su intervención, Joliot afirmó que
las reservas de armas nucleares eran suficientes para destruir toda la vida en
el planeta. Algunos pensaban que su opinión era demasiado pesimista («Son
los razonamientos de un especialista. Desde el punto de vista político son del
todo equivocados»). Llegué a París procedente de Viena dos semanas después
de Joliot: había tenido que esperar el visado. Enseguida se dirigió a mí su
secretario, Roger Mayer: «Joliot dice que deberá dimitir como presidente, no
puede renunciar a sus principios como científico». La cuestión se resolvió en
poco tiempo, Joliot se calmó, pero cuando nos vimos me dijo: «¡Entiéndalo, es
una cuestión de conciencia! La política es una importante función humana.
Pero si, a pesar del sentido común, de las propuestas soviéticas y de todo lo
que estamos haciendo, estallara la catástrofe, créame, no quedaría nadie para
discutir sobre la absurdidad política de lo que habría sucedido… Cuando me
entregaron en Estocolmo el Premio Nobel todo tenía un carácter muy festivo.
Yo perturbé un poco aquella atmósfera tan serena… Todavía no me daba
cuenta de la potencia de la energía atómica y, naturalmente, no podía prever
Hiroshima, pero concluí mi discurso con una advertencia: ¡cuidado! Las
fuerzas liberadas por los hombres son enormes. Recordé las estrellas novas
que, cuando estallan, brillan repentinamente con mucha intensidad antes de
desaparecer. Era más bien una imagen que una hipótesis científica. La muerte
del hombre es terrible, pero lo que crea no desaparece. Estoy convencido de
que los zigzags de la historia, los fracasos y la estupidez, se deben a que nos
hallamos en la infancia de la humanidad: hace sólo seis mil años que el
hombre comenzó a razonar, sólo doscientas generaciones, y a pesar de la
estupidez existe un progreso, un movimiento hacia delante… Los creyentes
consideran que sólo en la Tierra hay vida inteligente. Es poco probable…
Pero si, a pesar de todo, tuviéramos que enfrentarnos a una catástrofe
atómica… ¿Qué quedaría? ¿Una estrella nova? ¿El vacío? Una generación
pasa el testigo a la siguiente, no hago sino repetir tus palabras. Pero ¿a quién
se le transmitiría todo lo creado en el curso de seis mil años? El vacío… Tú
mismo me dijiste que era un optimista. Pero repito: ¡cuidado! Es muy
peligroso hacerse ilusiones. Un joven que se acaba de casar, que encuentra un
piso nuevo, no logra siquiera imaginar que, antes de que le dé tiempo a
amueblarlo, todo quedará reducido a cenizas. La culpa no es de la ciencia,
sino del desarrollo desigual de la humanidad. Algunas personas que, por
desgracia, tienen un gran poder carecen de frenos morales y conocimientos
elementales: imaginan que la liberación de energía atómica no es más que otro
invento, algo como la máquina de vapor o el motor de combustión interna».
No se puede separar la biografía de Joliot-Curie (como le llaman en los
libros y en los periódicos), Joliot (como lo llaman sus conocidos) o Fred
(como le llamaban sus amigos), de los problemas a los que la humanidad se ha
tenido que enfrentar desde la irrupción de la nueva física. He sido testigo del
amanecer de esta era en la primera etapa de mi vida. Por supuesto, los
descubrimientos de Einstein ya me habían sorprendido a principios de la
década de 1920, aunque los comprendiera poco. Hiroshima me conmocionó
por la magnitud de la calamidad, pero no me daba cuenta del todo de lo
ocurrido. La bomba atómica me indignó porque era mil o diez mil veces más
potente que una bomba normal. No entendía que la tragedia era otra: el
conocimiento había sobrepasado la moral. El poder en Estados Unidos no
estaba en manos del profesor de la Universidad de Princeton, considerado un
genio extravagante, de cabello blanco y con un humanitarismo decimonónico,
sino en las de un hombre moderno de aspecto respetable, un político mediocre
que, por caprichos del destino, ocupaba el cargo de presidente.
Escuché a Einstein con profunda veneración, aunque sólo pasé con él
pocas horas. A Joliot, sin embargo, lo vi a menudo durante un período de ocho
años. Le quería, apreciaba su inteligencia, su sensibilidad artística, su
intuición, su valentía y honestidad. Pero además de apreciarle también le estoy
profundamente agradecido por ayudarme a entender lo que para mí, hasta
entonces, era un libro cerrado. Ante la tumba de Joliot, su amigo Bernal dijo:
«La tragedia de Joliot ha sido la tragedia de la nobleza de espíritu». Por la
noche añadió: «También ha sido la tragedia de la ciencia».
A veces se dice que un escritor se parece a sus libros. Tal vez también
Joliot-Curie se asemejara a sus obras, no lo sé, soy demasiado ignorante en
física moderna como para emitir un juicio. Pero, para mí, Joliot, por su
comportamiento, por su manera de hablar, por su entusiasmo, en resumen, por
su estructura espiritual, no se ajusta de ningún modo a la idea del científico
que me había hecho desde niño: de él se podría decir de todo menos que era
un especialista obtuso, un asceta, un hombre libresco y despistado. Por otra
parte, todas las teorías sobre la existencia de científicos, escritores, ingenieros
o músicos «natos» son falsas y arbitrarias. Joliot me dijo una vez: «Me
sorprendo yo mismo de haber escogido el camino de la ciencia. Cuando iba a
la escuela, soñaba con ser futbolista profesional, me habían vaticinado un
brillante futuro. Y todo fue de otro modo, acabé viéndome arrastrado hacia la
ciencia. Dudé entre la química y la física. Está claro que hubo algo más que el
puro azar. Estoy convencido de que me habría faltado paciencia y empeño
suficiente para enfrentarme a la química. A mi edad los hombres no sólo
transmiten sus rasgos personales al trabajo que desempeñan, sino que los
rasgos varían en relación a lo que han hecho. En cuanto a mí, aún hoy me
sorprendo de haber acabado siendo un científico. Para ser sincero, me siento
más cómodo entre los pescadores de Arcouest que en las reuniones
científicas».
Es bastante probable que Joliot no naciera con vocación científica, pero
acabó siendo un científico, y aportó a la ciencia su talento, su iniciativa
creadora y su energía. Experimentó la felicidad de hacer un descubrimiento y,
aquella vez, según sus palabras, le dieron ganas de bailar, de gritar y de
aplaudir; pero también le tocó vivir los ajustes de cuentas. Al decir esto no me
refiero a las numerosas injusticias que tuvo que soportar por su valentía civil,
aunque debo hablar de ello. Joliot creó el primer reactor nuclear francés, de
nombre Zoe, el orgullo de la nación gala. Al año siguiente el jefe del gobierno
francés destituyó a Joliot del cargo de comisario supremo de la energía
atómica: los políticos no podían perdonar al gran científico que se hubiera
convertido en un comunista. (Narraré un episodio que me resulta más cómico
que trágico. Cuando el rey sueco entregó el Premio Nobel a Joliot-Curie en
1935, todos los periódicos de Estocolmo hablaron del joven científico francés
y sus colegas suecos no repararon en elogios. Pero en marzo de 1950, cuando
Joliot volvió a Estocolmo para participar en una reunión del comité
permanente del Movimiento de los Partidarios de la Paz, la prensa le ignoró.
Al día siguiente de su llegada me encontré con él, que llevaba su equipaje: se
le había invitado a abandonar el hotel porque no querían tener como huésped a
un «rojo»). Al hablar de los ajustes de cuentas no me refiero a las
persecuciones administrativas: no están relacionadas con el descubrimiento de
la radiactividad artificial sino con el papel político de Joliot. Pero su tormento
era otro. Joliot repetía a menudo que «la gente normal comienza a odiar la
ciencia». Era muy consciente de su responsabilidad y, tanto en público como
en privado, afirmaba que, si bien la energía atómica podía brindar a las
personas la mayor de las dichas liberándolos del trabajo pesado, también
podía conducir a la humanidad a la ruina. En el laboratorio sentía que llevaba
las riendas. No obstante, a los descubrimientos científicos les sigue una
aplicación de los mismos, y no fueron los científicos, sino los políticos,
quienes decidieron hacer uso de los grandes descubrimientos de Einstein,
Rutherford, Joliot-Curie, Niels Böhr, Fermi y Hahn para producir armas de
destrucción masiva. «Se ha socavado la confianza en la ciencia —me dijo
Joliot en uno de nuestros encuentros—, la gente sencilla sólo ve lo pernicioso:
el estroncio, los efectos de la radiación, la destrucción universal».
Tal vez se me puede reprochar que exagero su figura, pero, puesto que son
mis memorias lo que estoy escribiendo y no un tratado de historia, debo
admitir que, tal como yo lo veo, el movimiento pacifista es inseparable de las
cualidades personales de Joliot, la conciencia de su responsabilidad como
físico nuclear, su capacidad para aglutinar a personas de diferentes posturas en
torno a una idea. Solía decir: «Tal persona no es un enemigo, sino un
adversario». Consideraba enemigos sólo a aquellos que querían la guerra y
adversarios a aquellos que no querían adherirse al movimiento por
considerarlo filocomunista, pero que se esforzaban por defender la paz a su
manera.
A principios de la década de 1950, el clima político era muy rígido: había
guerra en Corea y el odio mutuo había alcanzado su apogeo. Pero incluso en
aquellos años Joliot intentó defender a la católica italiana Piaggio, que
hablaba de responsabilidad por ambas partes; a la danesa Appel, que
protestaba contra los ataques a la política occidental, y al pastor americano
John Darr. Joliot decía: «Se puede y se debe discutir con ellos, pero no aquí,
en el seno del movimiento por la paz».
Por supuesto, sin Joliot el movimiento habría nacido de todas maneras,
pero creo que habría sido más obtuso y árido. Todo es política, tanto la guerra
como la oposición a la guerra, pero aquellos para quienes la política es una
profesión no conseguían liberarse, ni siquiera entre nosotros, de sus hábitos,
de su vocabulario y de sus fórmulas (razón por la cual Joliot valoraba
particularmente la participación de Yves Farge, que no tenía nada de político
profesional).
El Movimiento de los Partidarios de la Paz quitaba mucho tiempo a Joliot.
Una vez me confesó: «Hay momentos en los que tengo dudas…, mi familia me
dice que no puedo seguir así. Y si te paras a pensarlo, ¿por qué debería actuar
como un pacificador en las discusiones entre los delegados holandeses e
indonesios? ¿Por qué se dirigen a mí con historias sobre las disputas en el
secretariado? ¿Por qué me piden que tranquilice al delegado de Honduras con
la promesa de que la próxima vez podrá intervenir en la sesión matutina y no
en la nocturna? De todo esto se podrían ocupar otras personas. Necesito
tiempo para mis proyectos científicos. Pero también me he dado cuenta de que
no se puede trazar una línea divisoria: yo hago esto y los demás que hagan lo
otro. Además, como todos se han acostumbrado a venir a mí, podría ser que
dijeran: “Para él, el movimiento está en segundo plano”. Quienes me critican
tienen razón, mi lugar está en el laboratorio y no en el seno de una comisión,
donde la gente discute toda una noche si emplear el término “exigir” o
“proponer”. Ése es el lugar de la política, de hombres como Laurent
Casanova, Sereni, Nenni. Pero quiero que el movimiento se expanda, sólo así
podremos influir en la política occidental. Eso significa que debo continuar en
el comité».
Los problemas políticos de la década de 1950 tienen plena vigencia hoy en
día: todavía viven quienes trabajaron al lado de Joliot-Curie, y hay algunas
cosas de las que no puedo hablar. Sí, existían dificultades importantes, noches
de insomnio, riñas políticas, incluso, a veces, antagonismos personales, pero
Joliot siempre lograba conciliar a la gente e infundirle ánimos. Una vez me
dijo: «X me tacha de tener un optimismo exagerado. Para ser optimista basta
con meditar un poco sobre la historia. Pero también hay camaradas comunistas
que se sorprenden ante mi optimismo; debe de ser una cuestión de carácter
personal y no tanto de filosofía… Una cuestión fisiológica». Sé bien que, a
veces, Joliot tenía semanas francamente difíciles, pero siempre conseguía
levantar el ánimo, no sólo el suyo, sino también el de los demás.
Su aspecto no era el de un científico teórico sino más bien el de un
deportista: le encantaba esquiar, era un pescador apasionado. En las paredes
de su casa de Antony se exponían las cabezas disecadas de algunos lucios
gigantescos que había pescado. El 18 de marzo de 1950 Joliot cumplió
cincuenta años; se celebraba una de las sesiones del comité permanente. Los
amigos suecos se acordaron de la fecha y durante la reunión le entregaron un
regalo. Yo estaba sentado a su lado cuando de repente dijo: «¡Una caña de
pescar!». En su rostro se dibujó una alegría y una curiosidad infantil. No se
atrevía a abrir el paquete en presencia de los demás, se inclinó, arrancó un
trozo de papel y, preso del entusiasmo, me susurró: «¡Está hecha con un tipo
especial de bambú!».
En el verano de 1951 Joliot estaba descansando cerca de Moscú. Un día
vino a verme a Novi Ierusalim. Estaba de muy buen humor, bromeaba, y
durante la comida confesó que había descubierto un enemigo en la Unión
Soviética: una hierba con la que se condimentaban todos los platos, la sopa,
las patatas, la carne (el enemigo resultó ser el eneldo). Luego me preguntó si
teníamos un samovar. Teníamos uno que me habían regalado tres años antes en
una fábrica de Tula. Nunca lo habíamos utilizado. Empezamos a encender las
astillas, ardían, pero no conseguían prender el carbón o se apagaban
enseguida. Joliot soplaba por el tubo con todas sus fuerzas. Al final el
samovar se encendió. Joliot se entusiasmó con los viejos sauces blancos,
examinó detenidamente los nidos de estorninos y, al despedirse, dijo: «¡Y
pensar que no hemos hablado en ningún momento del buró, del secretariado o
de Rogge! Esto es lo que yo llamo un auténtico día de paz y sosiego».
Una semana después nos fuimos a Helsinki para una reunión del buró. A
Joliot le habían reservado un compartimento-salón; con él viajaba su mujer
Irène. En Leningrado Joliot me pidió que les llevara al Ermitage. «Me han
dicho que han trasladado aquí una parte de los cuadros que vi hace quince
años en el Museo de Pintura Occidental». En aquellos tiempos los
impresionistas —por no decir Matisse y Picasso— eran considerados
perniciosos para el público, y una colección valiosísima dormía el sueño de
los justos en el depósito. A Joliot le gustaban especialmente los paisajes de
Sisley, Monet, Pissarro. Mientras nos íbamos, me dijo: «Es como si hubiera
pasado todo un verano en el campo; soy otro hombre» e, inclinándose hacia
mí, añadió en voz queda: «Está mal privar a los soviéticos de tanta alegría».
Después declaró: «Aunque no durará mucho, estoy convencido».
En 1955 Joliot cayó gravemente enfermo, lo ingresaron en el hospital
Saint-Antoine (donde moriría tres años después). Este hospital se encuentra en
un edificio viejo, lúgubre. A Joliot le asignaron una pequeña habitación
individual. Me contó que los médicos no estaban muy seguros del diagnóstico,
pero que él mismo se controlaba y apuntaba sus síntomas. Se hizo amigo del
jefe médico. Después se puso a hablar de la distensión en las relaciones
internacionales: había llegado el momento de intentar extender nuestro
movimiento… De repente cogió un lienzo vuelto del revés contra la pared y,
algo confuso, dijo: «Estoy condenado a no hacer nada, así que me ha dado por
pintar. No me juzgues con demasiada severidad, nunca he estudiado, son mis
primeros pasos». Había pintado un paisaje, el que veía por la ventana: el
patio, algunos árboles, el muro de una casa. Miré el segundo lienzo, el
tercero… Joliot me preguntó: «¿Está muy mal?». Le respondí que en sus
paisajes se apreciaba un sentido del color, había espontaneidad e incluso
inocencia, aunque el trazo no era todavía seguro. Él observó: «Son los juegos
de un niño de cincuenta y cuatro años».
En la primavera de 1956 murió de leucemia Irène Joliot-Curie. Para Joliot
fue un duro golpe: habían vivido y trabajado codo con codo durante treinta
años. En 1926 un joven asistente que trabajaba en el Instituto del Radio bajo la
dirección de Marie Curie se había casado con la hija de ésta, auxiliar en aquel
mismo instituto. Habían vivido en armonía, a pesar de las grandes diferencias
de carácter. Irène era reservada, discreta, y Joliot, de natural locuaz, en su
presencia a menudo callaba. Recuerdo la noche que pasamos en el
compartimento-salón a disposición del matrimonio. Irène se retiró temprano y
él se quedó conmigo. Empezó a hablar de la soledad, de su «naturaleza
plebeya», del deseo de escapar de la propia vida: «Todos somos máquinas
que patinan en la carretera». En 1956 Joliot llegó a Viena. Fuimos a recogerle
a la estación. Por la noche me dijo: «Irène ha muerto de una enfermedad que
nosotros llamamos profesional. Ahora tomamos más precauciones, pero en los
años treinta…». Se quedó un rato callado y añadió en voz baja: «No es fácil».
Un año después estuve en su casa. Me mostró el jardín, una maravillosa pared
de rosas trepadoras, los últimos tulipanes. «Irène sabía escoger muy bien el
color de los tulipanes. Florecieron la primavera pasada, pero ella ya no
estaba». Varios minutos después añadió: «Me devora la prisa: quisiera poder
hacer algo. No soy de natural aprensivo, pero uno no puede tomarse las cosas
a la ligera».
Aún antes, en 1956, había hablado conmigo de Stalin: «Después del
XX Congreso del Partido, muchos de nuestros intelectuales empezaron a
dudar». A mí me parece, en cambio, que nuestra causa ha dado un paso
adelante. No me he engañado, como otros, que hablan de Stalin como de un
semidiós. Recuerdo decirle a X: «¡Ten cuidado! Evitemos creer en la
infalibilidad, eso dejémoselo a los católicos. En la Unión Soviética he visto
muchos defectos: no hay por qué sorprenderse, han sido ellos los que han
comenzado». En la primavera de 1958, cuando acepté su invitación para ir a
Antony, me dijo: «Por favor, en presencia de los niños comenta las cosas
buenas que se hacen en tu país. Y ahora hablemos un poco del pasado… ¿Lo
entiendes todo? Yo le he dado mil vueltas, pero nunca he llegado al fondo de
la cuestión».
Se había convertido en comunista en un período muy difícil, en 1942, y fue
leal hasta el final a aquella elección, en la que no habían influido sólo los
sentimientos, el heroísmo de los comunistas en la Resistencia, la lucha del
pueblo soviético contra el fascismo, sino también la lógica, los razonamientos
de un científico. Recordando a Fadéiev, Joliot me dijo: «Una vez discutimos,
¿lo recuerdas? Estábamos en Viena, y él intentaba convencerme de que retirara
mis palabras… Había dicho que la guerra destruiría la vida en nuestro planeta.
Repetía: “Sabemos que eres un amigo fiel”. Le respondí que, entre amigos, la
fidelidad era algo bueno, pero que en la política, como en la ciencia, no hay
que creer, sino razonar».
Joliot tenía unos rasgos finos y bien perfilados, era un francés típico, y
también su carácter se distinguía por muchos rasgos nacionales: a veces se
alegraba con una sombra de tristeza, hablaba mucho, pero muy pocas veces se
iba de la lengua; razonaba siempre de modo preciso y lógico.
En Antony, observándole mientras jugueteaba con sus nietos, los hijos de
Hélène, recordé El arte de ser abuelo de Victor Hugo. En la casa había
muchas cosas hermosas, con la comida nos servían un vino bastante bueno, en
el estudio se veían fotografías de sus amigos, y en todo percibí claridad, luz y
alegría. No sabía que estaba viendo a Joliot por última vez.
Viajé en avión para asistir a su funeral junto con D. V. Skobeltsin, que en la
década de 1930 había trabajado en el laboratorio de Joliot: habíamos
conocido a dos personas diferentes, pero ambos amábamos al mismo hombre.
Después de largas discusiones entre los hijos de Joliot y representantes del
gobierno, el funeral se dividió en dos actos. A mi regreso a Moscú escribí:
«En el patio de la vieja Sorbona, ante la capilla del siglo XVII, entre los
monumentos de Hugo y Pasteur, se ha erigido el catafalco. […] Miembros de
la Guardia Republicana se apostaban inmóviles, como estatuas, tocados con
sus cascos arcaicos de cola de caballo. Estaban presentes ministros y
embajadores, académicos y senadores. Junto con ellos, los miembros del
Consejo Científico de la Sorbona, con sus togas rojas, ribeteadas de armiño.
[…] Luego se fueron los ministros y la Guardia se retiró. En el suburbio
parisino de Sceaux, cerca del cementerio, se reunieron los amigos y
compañeros de Joliot, miembros del Movimiento de los Partidarios de la Paz,
estudiantes que habían asistido a sus clases, trabajadores, empleados, amas de
casa, auxiliares de laboratorio, gente sencilla. Llovía y, bajo el aguacero,
todos marchaban, muchos lloraban; al lado de las pesadas coronas de gala se
veían modestas flores de los jardines y parterres de Francia».
Por la tarde, llegaron varios miembros del Consejo Mundial de la Paz para
el funeral, tras el cual nos reunimos: teníamos que discutir qué se debía hacer.
Recuerdo a Bernal, Casanova, Spano, Isabelle Blume. No podíamos hablar,
nuestro dolor era demasiado reciente. Veía a Joliot como si estuviera vivo y
no podía concebir que nos hubiera dejado. Incluso ahora, cinco años más
tarde, aún puedo verlo delante de mí vivo, y todo mi ser se subleva ante la
idea de su muerte… Decía Joliot que cada persona deja una huella en la tierra,
pero es difícil considerar su recuerdo simplemente como una huella: es más
bien una herida, una herida y un jalón.
21

El Movimiento de los Partidarios de la Paz organizaba congresos y mítines


que atraían a una gran cantidad de público. En Roma, doscientas mil personas
marcharon por las calles portando antorchas. Bolesław Bierut, el presidente
de Polonia, nos ofreció una recepción solemne. En Delhi, Nehru nos habló del
tradicional pacifismo de la India, depositamos coronas de flores sobre la
tumba de Gandhi y en las «fosas» donde los agentes de la Gestapo habían
fusilado a nuestros compatriotas italianos. En el congreso de Varsovia vimos
la camisa ensangrentada del estudiante paraguayo Alonso, a quien torturó la
policía por defender la paz. Apenas llegó a Viena, un delegado de Brasil
murió de un infarto: no había resistido un viaje tan largo. En un congreso,
Nâzim Hikmet recitó sus versos; en otro, cantó Paul Robeson, y en un tercero,
un viejo cuentista indio recitó y cantó un poema que ensalzaba la fraternidad.
Escuchamos los discursos de parlamentarios expertos como Pierre Cot y
Pietro Nenni, las brillantes disquisiciones de Sartre y las oraciones de los
monjes budistas. En algunas ocasiones nuestras reuniones fueron turbulentas.
En diciembre de 1956, en Helsinki, el consejo comenzó a trabajar a las nueve
de la mañana y sólo después de veintitrés horas de discusión en una sala
sofocante y llena de humo se llegó a un acuerdo. Cinco años después se habló
de la convocatoria de un congreso para el desarme: los delegados chinos se
exasperaron, el salón de las cooperativas suecas, escenario acostumbrado de
ceremoniosas discusiones sobre cuestiones de administración ordinaria, se
convirtió en un campo de batalla.
Sin embargo, al volver la vista atrás, recuerdo con especial emoción la
sesión de marzo de 1950 en Estocolmo. En apariencia no pasó nada
importante. Eramos unos ciento cincuenta y nos reunimos en el sótano de un
restaurante (nosotros, en broma, lo llamábamos «las catacumbas»). Los
periódicos suecos no se hicieron eco de la reunión: no despertábamos el
interés de los ciudadanos de Estocolmo. No recuerdo de qué hablamos, no
obstante, en la historia de nuestro movimiento, el Llamamiento de Estocolmo
ocupa un lugar excepcional. Eramos conscientes de que nos dirigíamos a
millones de personas, sabíamos que del éxito o del fracaso de nuestro
llamamiento dependerían muchas cosas, y cuando Joliot-Curie leyó en voz alta
el texto (creo que fue el más conciso de todos los documentos que hemos
aprobado), la delegación soviética se emocionó. Fuimos los primeros en
respaldarlo con nuestra firma.
Algunos meses antes de la sesión de Estocolmo, el gobierno soviético
declaró que se había visto obligado a proveerse de armas atómicas. La prensa
occidental aseguró que, en cuestión de armamento nuclear, la Unión Soviética
nunca alcanzaría a Estados Unidos. Se hablaba de una tercera guerra mundial
como un hecho inminente. Un periódico francés planteó la siguiente encuesta:
«¿Qué haríais si los rusos tomaran París?». La prensa occidental definió el
Llamamiento de Estocolmo como un «caballo de Troya». Los periodistas me
preguntaron si habíamos condenado la bomba atómica porque obstaculizaba
los planes expansionistas de Moscú. Y la clase media veía con terror los
carros armados en los Campos Elíseos o Piccadilly. Cuando la radio
estadounidense emitió un programa en el que se simulaba un ataque repentino
se desató el pánico entre los ciudadanos. Un estadounidense me contó que, en
San Francisco, una niña, cuyo hermano mayor le describía cómo destruirían a
los «rojos» las bombas atómicas, había preguntado: «¿No podemos ir a algún
lugar donde no haya cielo?». Los adultos lo veían de un modo diferente: para
muchos la bomba atómica era un sistema de defensa, la salvación.
Un periodista danés, un radical decimonónico, Kirkeby, a quien había
conocido en la década de 1920, me reconoció que había dudado si firmar o no
el Llamamiento de Estocolmo: odiaba la guerra, pero consideraba que la
prohibición de las armas atómicas era ventajosa para una de las partes: «Le
pregunté a mi mujer: “¿No te parece que este llamamiento decanta la balanza a
favor de uno de los bandos?”, y ella me respondió: “Puede ser, pero la bomba
atómica se cierne sobre nuestros hijos”. Y firmó». Estoy seguro de que
millones de hombres y mujeres suscribieron el texto movidos por el mismo
sentimiento.
Y entonces se obró el milagro: el llamamiento que habíamos aprobado en
el sótano de un restaurante de Estocolmo circuló por todo el mundo. Seis
meses después, en Varsovia, vi a mujeres francesas, italianas, argentinas y
griegas que habían ido de casa en casa, llamando a todas las puertas.
Recuerdo a una tipógrafa, una italiana de nombre Firmina, que había recogido
dieciocho mil firmas y contaba cómo había logrado convencer a muchas
católicas, incluso a monjas, que temían a los comunistas como al mismo
demonio. Los brasileños trajeron cajas repletas de papeles en los que los
campesinos analfabetos habían firmado con cruces. Los representantes del
África Negra nos mostraron palos de madera con muescas en lugar de firmas.
Muchos años después un comentarista militar de la Administración
estadounidense reconoció que los quinientos millones de firmas del
Llamamiento de Estocolmo hicieron dudar a Truman cuando, durante la guerra
coreana, se barajó la posibilidad de utilizar la bomba atómica. Por supuesto,
en la primavera de 1950 no podíamos preverlo, aunque salimos de «las
catacumbas» totalmente esperanzados.
El llamamiento se aprobó el 19 de marzo. Por la noche me invitó a cenar
el senador Branting, socialdemócrata de izquierdas. Todo se desarrolló según
la tradición sueca: hospitalidad con un toque solemne. El anfitrión propuso un
brindis y en la mesa temblaron las llamas de las estilizadas velas. Nenni habló
del Vaticano y del Pacto del Atlántico. Un amigo de Branting, Hjalmar Mehr,
discutió con alguien sobre la «alianza escandinava». A esas alturas ya debería
haberne acostumbrado a este tipo de veladas, no obstante me sentí incómodo.
Estaba sentado al lado de una joven mujer, Liselotte Mehr. Hablamos en
francés. De repente me dijo en ruso: «Estudié en Moscú». Resultó que había
nacido en Alemania; cuando Hitler llegó al poder, sus padres se trasladaron a
París y más tarde a Moscú, donde ella ingresó en la escuela. Después se
fueron a vivir a Estocolmo, y allí conoció a Hjalmar. Yo me sentí mejor al
instante: si había estudiado en Moscú, no era una extraña para mí…
Recordaba confusamente a Branting de mi paso por España. En la década
de 1930 aparecía a menudo en los noticiarios: acusó a Goering durante el
proceso a Dmitrov y organizó la ayuda a los republicanos españoles.
Aleksandra Kollontái me explicó que, en los años de guerra, se había opuesto
a sus compañeros de Partido, que trataban de liberarse de Hitler mediante
concesiones. Aunque había viajado bastante por Suecia un cuarto de siglo
antes, yo no conocía bien a los suecos o, mejor dicho, tenía de ellos una idea
un poco abstracta, probablemente a raíz de la lectura de los libros de
Strindberg. Estaba convencido de que todos los suecos eran enemigos
acérrimos de la injusticia, escribían poemas sobre la muerte y temían las
trivialidades de la vida. Luego me hice amigo de Branting y trabajamos codo
con codo en la organización de los encuentros de la Mesa Redonda. El
romántico vikingo era un viejo solitario, y en una cosa yo no estaba
equivocado: escribía poemas sobre la muerte. Murió en el verano de 1965.
Una fría noche me dediqué a vagar por las calles desiertas. En Estocolmo
en lugar de palomas hay gaviotas. Deberían sobrevolar el mar, pero, como las
palomas, prefieren vivir cerca de las personas: en el mar revolotean alrededor
de los barcos, y en Estocolmo, sobre los paseos marítimos, estridentes e
inquietas. Las farolas emitían una luz brillante y gélida. En los escaparates
iluminados, las vajillas, los aspiradores, las camisas y las naranjas tenían un
aspecto pétreo. Un viejo sacaba a pasear un perro metido en carnes. Pasaron
dos marineros, tambaleándose y gritando. Dos enamorados se besaban,
apoyados en una columna publicitaria, bajo el azote del viento cruel del
Báltico. Largas calles desiertas. Algunas ventanas iluminadas: allí la gente
soñaba, reñía, lloraba, bailaba… Al amanecer, en mi pequeña habitación del
hotel, anoté: «Todo está dentro de las personas». No recuerdo por qué motivo
concreto escribí justo entonces aquellas palabras, que podrían corresponder a
un día cualquiera en la vida de una persona.
Las autoridades suecas se revelaron tolerantes y hospitalarias. Tuve la
oportunidad de viajar a Estocolmo a menudo, y la ciudad acabó formando
parte de mi vida. En Estocolmo (como en otras ciudades suecas) se celebraron
diferentes congresos, conferencias y sesiones del Consejo Mundial de la Paz.
Intervine en los mítines de Göteborg y Norrköping. Los escritores suecos me
invitaron a su club. Dicté conferencias a estudiantes de Uppsala y Lund;
conocí a ministros y a académicos como Gustafsson y Myrdal, así como a
poetas y periodistas. Suecia nunca deja de sorprender al visitante extranjero.
Es un país favorecido por la suerte: las dos guerras mundiales se apiadaron de
él. Suecia ha dejado de ser la idílica periferia rural de Europa para
convertirse en un país industrial y de confort ultramoderno. Su nueva
arquitectura recuerda los sueños de nuestros constructivistas de principios de
la década de 1920. Todo allí es racional: las grandes ventanas, los sillones,
los yates y las cocinas. Sin embargo, no sólo en los libros de los escritores,
sino también en los razonamientos de cualquier sueco que haya vaciado una
botella de vodka, se revelan tantas contradicciones y tal devastación espiritual
que uno se queda boquiabierto. Por lo visto el confort aporta placer, pero al
mismo tiempo sustrae algo.
A menudo me encuentro con el poeta, novelista y ensayista Artur
Lundkvist. Nos conocimos en 1950, en el Congreso de los Partidarios de la
Paz. Es hijo de un jornalero de Scania, y su rostro es dulce, lírico, pero sus
juicios son intransigentes y tiene un parentesco espiritual no con las apacibles
hayas, sino con los fiordos escarpados de su país. Casi siempre está de viaje,
ha recorrido medio mundo: en sus libros no hay ni una brizna de comodidad,
tampoco en su vida. Desde la primera juventud luchó contra los epígonos y el
conservadurismo social, y ha hablado (y habla) del triunfo del futuro; es un
optimista excepcionalmente triste. No me sorprendió enterarme por la radio de
que Lundkvist estaba en Agadir cuando se produjo el terrible terremoto: estoy
convencido de que bajo sus pies la tierra siempre tiembla, pero sus piernas
son largas y fuertes.
Me encontraba en Estocolmo con el académico D. V. Skobeltsin cuando
Lundkvist recibió el Premio Lenin de la Paz. Aquello coincidió con un
momento de gran tensión en la Guerra Fría: una semana después los
académicos suecos concedieron el Premio Nobel a Pasternak. La ceremonia
de entrega del premio a Lundkvist tuvo lugar en la misma sala donde se
celebra la entrega de los premios Nobel. En la tarima apareció un señor con
traje de etiqueta que anunció con aire melancólico: «El programa musical se
ha cancelado… Debido a los recientes acontecimientos, el cuarteto se ha
disuelto». (Al parecer, uno de los miembros del famoso cuarteto se había
negado a tocar «a causa de los recientes acontecimientos»). Durante la cena de
gala —con velas, por supuesto— Lundkvist se levantó y dijo: «En general,
para los escritores siempre son malos tiempos». Se quedó de pie un momento
y luego volvió a sentarse.
¿Por qué en Suecia hay tantos «poetas malditos», borrachos lúgubres y
suicidas? No lo sé y no pretendo enzarzarme en paradójicas hipótesis. Una
cosa es cierta: «Todo está dentro de las personas». Y la gente, por lo visto, no
se contenta con arenques bien preparados y con los paraísos de plástico.
A mediados de la década de 1950, cuando el deshielo ya se estaba
produciendo, Liselotte me habló de sus años escolares, de los tiempos de
Yezhov. De vez en cuando aparecía en la escuela un niño desconcertado o una
niña con el rostro cubierto de lágrimas. Liselotte se enamoró infantilmente de
uno de los maestros. Un día, el profesor desapareció. Liselotte conoció Moscú
en años muy difíciles y a pesar de eso, o tal vez justo por eso, perduraba en
ella su amor por los soviéticos, por la lengua rusa, por Moscú.
Quisiera interrumpir un momento este relato sobre Estocolmo con otra
historia. Tengo la necesidad de narrarla, aunque pueda parecer demasiado
literaria e inverosímil. El protagonista se llama André, nosotros lo llamaremos
Andréi, no diré su apellido, tal vez la publicidad le resulte desagradable. En
vísperas de la revolución, un emigrante ruso, un escritor, conoció en París a
una joven poeta de origen ruso. De su relación nació Andréi. Pronto el padre
partió a Rusia, y la poeta se casó con un escultor, que luego se hizo famoso. El
padrastro quería al niño, lo mimaba. Un día Andréi vio El acorazado
Potemkin. Sabía que su padre vivía en Moscú y decidió ir a la Unión
Soviética. El nombre del chico fue inscrito en el pasaporte de su padre, artista
soviético, y llegó a Moscú, a casa del padre y de la joven madrastra. Sus
románticas expectativas se vieron frustradas. La madrastra lo mandaba a
guardar turno en las colas. Pronto se enemistó con ella y se unió a los
besprizorniki. Recuerdo que su madre, anegada en lágrimas, me enseñó una
carta que Andréi le había escrito de noche, en una farmacia donde se
resguardaba del frío.
Durante una batida policial, apresaron a Andréi y lo llevaron de vuelta a la
casa paterna. En la escuela, un día, convenció a dos compañeros para escapar
con él a París. Tenían bicicletas, y Andréi había robado un revólver. Por la
noche se produjo un tiroteo en la frontera con Turquía, la guardia fronteriza
arrestó a los fugitivos. La madre de Andréi acudió a Romain Rolland en busca
de ayuda, y después a Gorki, que estaba en Capri. Los tiempos todavía eran
fáciles, y Andréi fue enviado a un reformatorio en Bólshevo. En 1934 fue de
Bólshevo a Moscú y me preguntó por su madre y su padrastro. Conversé con
él una hora y me di cuenta de que le esperaba una vida difícil. En 1937
arrestaron a su padre. Andréi se dirigió a la embajada francesa y exigió que lo
enviaran de vuelta a París. No tenía ningún documento que probara que había
nacido en territorio francés. Aquel mismo día lo detuvieron y enviaron a un
campo de concentración. Cumplió su pena, pero, cuando lo liberaron, regresó
a Moscú y se dirigió de nuevo a la embajada francesa. Lo volvieron a mandar
a un campo de concentración.
Creo que fue en 1953 cuando recibí una carta suya, y yo escribí al fiscal.
Al final Andréi fue liberado. La siguiente vez que lo vi ya no era un
adolescente, sino un hombre de cabello ligeramente cano que había olvidado
su francés y ni siquiera había aprendido a hablar correctamente el ruso, no
tenía oficio ni beneficio, a veces vivía en casa de un profesor y otras en la de
un ingeniero, a quienes había conocido en los campos penitenciarios. Después
se le permitió viajar a Francia.
En París vino a verme. Iba bien vestido, me contó que al principio le
habían incordiado los periodistas, que habían sabido por la embajada de su
insólito destino, pero que él se había negado a responder a sus preguntas.
Había encontrado trabajo y se ganaba bastante bien la vida. Vivía con su
madre. Después de una pausa, me dijo en voz queda: «La vida aquí no es muy
interesante, me estoy planteando volver a la Unión Soviética. Ahora no se trata
del estúpido sueño de un niño, sino de la firme determinación de un hombre
que va camino de la cincuentena. En la Unión Soviética he conocido a gente de
verdad». Cuando le hablé a Liselotte de Andréi, me dijo: «Lo comprendo».
Pero volvamos a la ciudad a la cual está vinculado el Movimiento de los
Partidarios de la Paz y, con él, muchas vivencias mías. Es una ciudad nórdica,
fría incluso en verano y con días cortísimos en diciembre. Y yo, aunque he
vivido muchos años en París, soy nórdico. Sé muy bien lo difícil que es
romper el hielo en las relaciones humanas. En el norte las plantas de interior
son más apreciadas que en París, y también el calor humano es especialmente
apreciado allí donde los hombres son silenciosos y están acostumbrados a la
soledad.
«Todo está dentro de las personas». En 1950 yo rondaba los sesenta años.
Desde luego, entonces era más fuerte que ahora: podía trabajar diez horas de
un tirón y caminar sin descanso diez kilómetros, pero solía estar preocupado
en mi fuero interno. No tenía la sensación de vivir sino de que los años
pasaban sin más, y achacaba mi inercia espiritual a la edad. No podía dejar de
escribir, aunque resultaba difícil hacerlo en aquella época. No me refiero a
todos los escritores, sino a mí. Mi trabajo literario dependía de la actualidad,
de los periódicos, de alguna carta triste que me hablaba del dolor de un ser
humano (sin que yo pudiera poner remedio). En 1950 comencé a escribir La
novena ola; escribía mucho pero sin pasión. Mi tabla de salvación era el
Movimiento de los Partidarios de la Paz: una causa justa, viva, respaldada por
gente de bien. Posiblemente el éxito del Llamamiento de Estocolmo se
explique, en primer lugar, por quienes estaban detrás. Millones de personas
conocían a Joliot-Curie y a Yves Farge. Pero probablemente muy pocos sabían
de la existencia de la italiana Firmina, que debía de tener un gran corazón si
logró convencer a miles de personas anónimas para que lo firmaran.
Sí, muchas de mis vivencias están ligadas a Estocolmo. Fue precisamente
en esta ciudad cuando, un día invernal y gris, conversando con Liselotte, pensé
por primera vez en escribir unas memorias. No sé si se trata de un trabajo
logrado, porque un escritor es muy mal juez de su propia obra, pero se trata de
un libro mío al que me he entregado llevado por una necesidad interior; lo he
escrito con sinceridad, sin la antigua amargura, pero también sin dulzura.
Recuerdo cómo se me ocurrió escribir este libro: de pronto me asaltó el temor
de morir sin haber hablado de las personas que había conocido y amado. Los
años y la vida vinieron después; resultó que no se podía hablar de los demás
callando sobre uno mismo. Y cuando me decidí a escribir, no pensaba en mis
esperanzas ni en mis errores: ante mí veía una larga fila de gente
desaparecida, pero todavía cercana, querida, viva.
Preso de un miedo supersticioso, me pregunté: ¿tendrás las fuerzas
suficientes, el tiempo? En mi libreta, entre los apuntes sobre las sesiones de la
comisión y borradores de resoluciones, encontré un poema de Tiútchev sobre
la vejez: empobrece la sangre, pero no los sentimientos.
En enero de 1963 me encontré con Picasso. De repente, Pablo creyó
oportuno reprenderme: «Has llegado a una edad en la que ya no debes sentirte
obligado a defender a toda costa la verdad. Recuerda a aquel joven de
Palestina al que, por la misma razón, le atravesaron las manos con clavos». Yo
sonreí: Pablo era diez años mayor que yo, pero en él palpitaba mucha más
pasión, e incluso más frenesí, que en muchos jóvenes. Picasso no hace otra
cosa que defender la verdad…
Por supuesto, hoy sé muy bien lo que significa la vejez: el motor se ha
desgastado y a menudo se niega a funcionar. Siento la vejez, pero no me
obsesiona. El problema no es la edad: mucho antes de que se presente la
muerte, el hombre muere espiritualmente más de una vez y luego renace. La
hoguera parece haberse apagado, bajo las cenizas se consume apenas un tizón,
pero el aliento del hombre lo aviva. Todo está dentro de las personas…
22

A principios de 1950 formulé la siguiente petición: para continuar trabajando


en mi obra La novena ola necesitaba viajar a Francia y recabar información
sobre algunos acontecimientos de la posguerra. Se me concedió salir del país,
pero los franceses me denegaron el visado. Un representante del Ministerio de
Asuntos Exteriores informó a la prensa de que «al señor Ehrenburg no se le
había concedido el visado no por ser comunista, sino porque existen indicios
para creer que siente animadversión hacia Francia».
Al leer la noticia en un periódico francés me irrité, pero luego me hizo
gracia. ¡Cuántas veces me habían injuriado por mi excesivo amor a Francia!
Poco antes había leído un artículo extenso de un crítico en el que demostraba
que en la novela La tempestad había idealizado al «burgués sin principios
Lancier». Y ahora Bidault me presentaba como un enemigo de Francia.
En 1950 la Guerra Fría amenazó con transformarse en una guerra caliente.
En verano los cañones empezaron a retumbar en Corea. Es cierto, Stalin se
había dedicado a cuestiones de lingüística, pero la gente hacía provisiones de
sal y jabón. Un viejo me explicó: «Sin sal no se puede vivir. Si hay que morir,
mejor recibir la muerte con la camisa limpia». Durante la primavera y el
verano visité Suecia, Bélgica, Suiza, Alemania, Inglaterra…, y adondequiera
que iba me topaba con prejuicios, odio y miedo. Los acontecimientos de
aquellos días siguen frescos en la memoria de todos y si quiero contar algunos
episodios de escasa importancia es sólo para recordar el clima que
caracterizó el final de la década de 1940 y el inicio de la de 1950.
Es difícil explicar por qué me convertí en el blanco preferido de los
periodistas antisoviéticos. Tal vez exageraron mi importancia o les irritaba mi
familiaridad con la forma de vida occidental, pero lo cierto era que escribían
de mí a menudo y con un profundo rencor. En Estocolmo, un delegado francés
me entregó un ejemplar de un pequeño periódico, Rouge et Noir, en el que se
afirmaba que yo había sido elegido diputado del Soviet Supremo, que
percibiría un salario mensual de diez mil rublos y que me trasladaría a «una
casa de un lujoso barrio de Moscú, conocido como “la zona prohibida”, donde
viven los altos dignatarios». El autor del artículo me preguntaba sobre las
«personas desaparecidas»: «Ha desaparecido Tamara Motileva, a quien la
crítica oficial ensalzaba un año antes. Lo ha perdido todo, incluso la cátedra
universitaria, por citar una frase de Léon Blum. Ha desaparecido Anatoli
Sofrónov, sobre quien cayeron los relámpagos del Kremlin porque se había
atrevido a denunciar el arribismo. Desaparecido está el más importante
novelista de la Unión Soviética, Mijaíl Shólojov, que se ha refugiado en una
aldea del Volga».
La cabeza visible de los escritores franceses de izquierda era entonces
Martin-Chauffier. Escribió una carta al primer ministro Bidault, al que conocía
de los años en la Resistencia, insistiendo en que me concedieran el visado.
Bidault no respondió. Martin-Chauffier escribió entonces una carta abierta
titulada «Adieu Bidault!». Pero con Bidault no funcionaba ningún tipo de
carta, ni cerrada ni abierta.
Decidí probar suerte en Bélgica y en Suiza, donde podría verme con
amigos franceses. Los belgas me concedieron un visado de dos semanas, que
para aquellos tiempos era una señal de liberalismo extremo. La Asociación
Bélgica-URSS organizó conferencias en Bruselas, Amberes y Lieja. Todas
atrajeron bastante público y se armó un gran alboroto: eran tiempos en que
todos, adversarios y amigos, estaban dispuestos a perder la compostura.
En Bruselas fui requerido ante la reina Isabel, viuda del rey Alberto, quien
desempeñó un papel importante durante los años de la Primera Guerra
Mundial. La reina me causó una honda impresión. Era, por supuesto, la
primera reina con quien hablaba, pero, de haber sido una plebeya cualquiera,
me habría llevado la misma impresión: tenía setenta y cuatro años, pero
caminaba con el vigor de una jovencita, conducía su coche, se dedicaba a la
escultura y estudiaba ruso. Me habló de La tempestad, que había leído en la
versión original, me mostró sus obras escultóricas, me habló de sus encuentros
con Romain Rolland, me preguntó si había visto a Stalin recientemente y cómo
estaban Oborin y Óistraj. Le pude dar noticias de los músicos pero callé sobre
Stalin; hubiera sido demasiado complicado explicarle que para un escritor
soviético era más fácil encontrarse con la reina de Bélgica que con él.
Mencioné el Llamamiento de Estocolmo. Me dijo que el texto le parecía
excelente. Descubrimos una pasión en común: la jardinería. Le comenté que
apreciaba en especial las tuberosas y que había buscado en Bruselas bulbos,
pero sin éxito. (Tres meses después recibí en Moscú, en la VOKS, un paquete
con una nota: «Los bulbos le han sido enviados a través de la embajada
soviética en Bruselas, de parte de la reina viuda Isabel»). Al final de la
conversación la reina dijo que asistiría a mi conferencia: «Me sentaré en el
palco real, normalmente voy a la platea. Los periódicos tienen la intención de
no hablar de su conferencia, pero, si yo me siento en el palco real, estarán
obligados a escribir al respecto».
Dicho y hecho, la reina se sentó en el palco real, y los periódicos
publicaron artículos sobre mi conferencia.
En Amberes, cerca de la Sala Rubens, había muchos policías. A pesar del
desempleo generalizado, se había convocado una huelga en los muelles no
sólo para reivindicar mejoras económicas, sino también porque se negaban a
descargar los barcos estadounidenses que transportaban armas. Un barco
estadounidense se vio obligado a atracar de noche en el pequeño puerto de
Zeebrugge para desembarcarlas. A fin de intimidar a los huelguistas, las
autoridades arrestaron al comité de huelga, entre cuyos miembros había un
diputado, el estibador Franz van den Branden. Pero los huelguistas no cejaron
en sus reclamaciones, y Van den Branden se declaró en huelga de hambre en
protesta por la ilegalidad de las medidas policiales. El Primero de Mayo los
trabajadores marcharon hasta la cárcel exigiendo la liberación del diputado.
Mi ponencia tuvo lugar el mismo día en que Van den Branden fue liberado.
Fuimos a un café y brindamos a su salud y por la paz. Los trabajadores se
agolpaban. Van den Branden, un flamenco alto y delgado, dijo: «¡Podéis estar
seguros de que en nuestro puerto no descargarán las armas!». El diputado y sus
compañeros se acercaron a la Sala Rubens. Hablé de Rubliov, de Picasso, de
la unidad de la cultura y del Llamamiento de Estocolmo.
Al volver la vista atrás, uno se da cuenta de que en la primavera de 1950 a
todo el mundo le inquietaba el futuro. «Puede que la guerra estalle mañana»,
se podía oír en cualquier esquina de cualquier lugar. Los cinco primeros años
de la posguerra fueron belicosos, turbulentos y contradictorios. La República
Federal de Alemania sólo tenía un año de vida y la OTAN daba sus primeros
pasos. A muchos les parecía que era posible cambiar el rumbo de los
acontecimientos. A Bruselas llegó un joven francés, ingeniero, Raymond
Agasse: quiso contarme el drama que vivió en la ciudad de La Rochelle. Los
estibadores se negaron a cargar armas en los barcos que se dirigían a Saigón.
Las autoridades intentaron sabotear la huelga con ayuda de esquiroles. Los
trabajadores organizaron una marcha al puerto. Agasse fue arrestado y llevado
ante un tribunal. El día del juicio, sobre el edificio de los juzgados, se izó de
repente una bandera roja. Agasse exclamó: «¡No trabajaremos por la guerra!
¡No nos obligarán!». Me contó estos hechos en el hall del hotel Palace, de
donde las señoras, que dormitaban en las poltronas, huyeron alarmadas.
Dos semanas después, en Ginebra, algunos amigos marselleses me
contaron que el barco Empire Marshall había recorrido todo el Mediterráneo
en busca de un puerto donde atracar. Un camarada vino a verme desde Niza.
En el puerto tenían que descargarse equipos de lanzamiento para misiles
teledirigidos. Las armas se habían recubierto púdicamente con ramas de
mimosa, pero alguien lo descubrió, sonaron las sirenas y los trabajadores
irrumpieron en el puerto.
Dios mío, cuánto idealismo había en todo aquello. Raymond Dienne
celebró en prisión su vigésimo primer aniversario. Recibió decenas de miles
de telegramas de felicitación. ¿Que qué había hecho? Tumbarse en los raíles,
demorando así una o dos horas la marcha de un convoy militar. Pero su
nombre ya estaba en boca de cientos de millones de personas; en todas partes
su gesto inspiraba a los jóvenes.
Por entonces, la vida en el Occidente posbélico aún no había vuelto a la
normalidad. En Londres, en el centro de la ciudad, se recortaban las siluetas
de las ruinas ennegrecidas. Sobrevolando Alemania, vi el esqueleto de las
ciudades bombardeadas. En Inglaterra todavía estaban vigentes las cartillas de
racionamiento. Europa vivía en la pobreza, inquieta, con bullicio. En Francia y
en Italia los obreros ya habían perdido su batalla en 1947, pero todos creían
que aún se estaba librando la guerra.
El Pentágono, que junto con algunos monopolios determinaba el curso de
la política estadounidense, encontraba un aliado en el pánico. Estoy
convencido de que Stalin no quería la guerra, sin embargo su nombre no sólo
aterrorizaba a la clase media, sino también a los campesinos, a los
intelectuales e incluso a muchos obreros de la Europa occidental. Los
periódicos franceses escribían que los tanques soviéticos podían llegar en
cuestión de días a Dunkirk y Brest. Simone de Beauvoir cuenta en sus
memorias que cuando se encontraban los escritores se preguntaban: «¿Qué vas
a hacer cuando el ejército soviético se acerque a París? ¿Escaparás o te
quedarás en la Francia ocupada?». Camus dijo a Sartre: «Tendrás que irte, no
se contentarán con matarte, también te desacreditarán». La tragedia de los
comunistas residía en su aislamiento, debido a la desconfianza de sus vecinos,
el miedo a la invasión y las conversaciones sobre la «quinta columna». Los
estibadores de Amberes no tuvieron el apoyo de los campesinos flamencos ni
de muchos sindicatos socialistas.
En Lieja di una conferencia en el Conservatorio. Los valones son gente
muy temperamental, y después de la conferencia tuve que quedarme a firmar
libros míos y de otros autores, en hojas de agendas, en los carnets de socio de
la Sociedad Bélgica-URSS y en tarjetas de visita. De repente un tipo muy alto,
que supuse era un coleccionista de autógrafos, tras abrirse paso entre la gente
me extendió un trozo de papel. Estaba a punto de estampar mi firma cuando el
individuo me gritó casi en la cara: «¡La documentación!». Era un policía y su
cometido era descubrir quién era el causante de tanto alboroto.
Pero, en general, las autoridades belgas se comportaron correctamente. Es
cierto que cuando el rector de la Universidad de Bruselas le pidió al ministro
de Justicia prolongar mi visado un día más para que pudiera dar una
conferencia a los estudiantes de literatura rusa, éste se negó. Pero era el modo
de proceder en aquellos tiempos.
En Bélgica se vivía mejor que en la vecina Francia: no sólo había más
artículos en las tiendas sino también más clientes. Según los belgas, «todo es
gracias a los estadounidenses». El director del Centro de Energía Nuclear, el
profesor Cosyns, me informó de que los científicos belgas que trabajaban en el
empleo pacífico de la energía atómica no tenían uranio y me recomendó visitar
el museo del Congo, a las afueras de Bruselas. En dicho museo vi un trozo de
mineral oscuro debajo del cual se leía: «Uranio. Katanga, Shinkolobwe».
Aquélla era una pista para entender el amor de los estadounidenses por la
pequeña Bélgica.
Ahora, al recordar aquel museo y la inscripción de «Katanga», pienso en
otra cosa, pienso en el drama que se produjo diez años después, pienso en el
destino de Lumumba. Los objetos expuestos pretendían convencer a los
visitantes de las riquezas del Congo y de la inferioridad espiritual de sus
habitantes: nobles misioneros, colonizadores culturales y negros bárbaros,
salvajes. Uranio, oro, cobre, estaño, marfil, caucho… Diez años después a
estos tesoros se habrían podido añadir ríos de sangre humana.
Conocí al senador socialista Henri Rolin. Me contó muchas cosas
desagradables sobre la política soviética, luego, de improviso, añadió que
encontraba del todo razonable el Llamamiento de Estocolmo. Naturalmente, no
podía suponer en aquel momento que sería uno de los impulsores de la Mesa
Redonda; que conversaría amistosamente con él en su casa sobre cuestiones
literarias; que en un mitin celebrado en Bruselas bajo su presidencia, después
de mí hablaría Jules Moch y diría: «Mi amigo Ehrenburg ha propuesto…». He
dicho ya que la política interfería a menudo en las relaciones humanas: algunas
amistades acaban por su culpa, pero también sucede lo contrario: los enemigos
de ayer comienzan a intercambiar sonrisas amistosas. A veces pensaba que
fulano ha cambiado mucho, mientras que fulano debía de pensar que era yo
quien había cambiado; indudablemente todos cambiábamos, pero más que
nada cambiaban los tiempos.
Bélgica me asombraba por sus contrastes. El centro de Bruselas estaba
mucho más iluminado que París, los carteles de neón resplandecían como en
Broadway. Pero bastaba con alejarse un poco para que, en una noche cálida de
verano, junto a los edificios antiguos, se viese a viejecitas tocadas con cofia
conversando animadamente entre ellas. La gente leía en los periódicos las
horribles previsiones sobre la guerra atómica, pero luego todos iban al
trabajo, se relajaban charlando, bebían cerveza. En las viejas ciudades
flamencas, las mujeres curiosas, con ayuda de unos espejitos, veían lo que
sucedía en la calle sin ser vistas. Los escritores, que me habían invitado al
PEN Club, al principio hablaron con nerviosismo sobre la amenaza de guerra,
me preguntaron si debían esperar la suerte de Ajmátova y de Zóschenko, pero
luego comenzaron a discutir sobre Sartre, sobre Kafka y sobre Maiakovski.
Fui a Ostende para ver al pintor Permeke. En el paseo marítimo había
muchos edificios en ruinas. Al pasar en coche por La Panne recordé la época
en que había escrito Julio Jurenito. ¿Dónde estaba aquel hotel? Lo único que
quedaba eran los restos de una pared carbonizada.
En Bruselas visité a Franz Hellens. Me dijo que reinaba la confusión y la
ceguera por todas partes; era difícil orientarse. Le sorprendí diciéndole: «Lo
peor es que estamos en contradicción con nosotros mismos».
En verdad se apreciaban muchas contradicciones no sólo en la vida de
Bélgica, sino también en la mente de aquellos que reflexionaban sobre las
contradicciones belgas. Estaba en Bruselas y leía los artículos de los
financieros sobre los dividendos del Alto Katanga, sobre el monopolio
estadounidenses Grupo AB que había comprado un millón seiscientas mil
acciones de los ingleses y de los belgas: la actualidad seguía inquietándome.
Pero, después de ver por casualidad una exposición póstuma de la obra de
James Ensor, me zambullí en otra vida, desaparecieron de mi mente el uranio,
Van Zeeland y Dean Acheson. Yo contemplaba los paisajes desiertos, la
procesión de máscaras rosadas, el cochero solitario adormecido para siempre
en la época de Verlaine y de Mallarmé. Me parece que siempre he vivido en
dos mundos distintos, soy dos hombres que coexisten en uno y a veces de una
manera nada pacífica; aquel año lo sentí con especial agudeza.
Ya en Moscú había solicitado un visado para Suiza. En Bruselas me
citaron en la embajada helvética: me expedirían un visado si firmaba la
siguiente declaración: «Yo, el abajo firmante Iliá Ehrenburg, me comprometo,
durante mi estancia en Suiza, a abstenerme de cualquier forma de actividad
política y, en especial, a no participar en reuniones, públicas o privadas, ni a
dar conferencias de prensa».
Corregí el texto y pospuse la palabra políticas a reuniones. El diplomático
me comentó que lo comentaría por teléfono a Berna. Esperé más de una hora.
Al final, el diplomático, cariacontecido, me informó de que no podía
participar en ningún tipo de reunión, ni política ni cultural, ni religiosa ni
literaria. Añadió que sí tenía permiso para asistir a servicios religiosos o ir al
cine.
Cuando llegué a Suiza, a Sangallo, se estaba celebrando un congreso de
escritores suizos. Recibí una invitación, pero las autoridades se apresuraron a
recordarme que me había comprometido a no participar en ninguna reunión…
No me atreví ni a asistir a un concierto de música checoslovaca.
La Suiza neutral se había visto arrastrada por el remolino de la Guerra
Fría. En Zúrich llegó a mis manos una hoja informativa de la agencia de Bolsa
Afida: «El hecho de que también Rusia tenga en su poder la bomba atómica
acelera el rearme estadounidense. En la Bolsa, en consecuencia, se observa la
efervescencia de los así llamados “hijos de la guerra”, esto es, de las acciones
de las empresas que durante la Segunda Guerra Mundial se beneficiaron de los
contratos militares. Se incluye un descripción breve de la Lockhead Aircraft
Corporation, cuyas acciones crecieron por encima de la media, en concreto, un
6,7%».
Leí también las reflexiones que un profesor dictaba a sus alumnos de un
instituto de Sion como ejercicio de traducción del francés al alemán: «Dejad
que lleguen los rusos, conocerán de primera mano nuestro coraje. Nos
vengaremos en esos animales de nuestros amigos estrangulados, de nuestras
mujeres secuestradas. Estos bandidos quieren apoderarse de nuestra patria;
han reunido ya a sus tropas y se acercan a las estribaciones de nuestros
Alpes».
Naturalmente, algunos suizos se mostraban del todo indiferentes a las
acciones bursátiles y detestaban cualquier expresión de odio. En Ginebra me
encontré con el director de orquesta Ernest Ansermet, en Basilea con el
teólogo Karl Barth y en Lucerna con el pintor Hans Erni. Me gustaría hablar
del insigne helenista André Bonnard. Lo había conocido en el congreso de
París. Me invitó a su casa, en Lausana. Hablamos de Micenas, de la poesía
soviética y de la paz. Luego leí sus libros, que me ayudaron a entender mucho
mejor la cultura de la Hélade. Volví a ver a Bonnard varias veces, le visité de
nuevo en Lausana y tuve ocasión de hablar con él en varios congresos de la
paz. Hablo de él en este capítulo porque el ocaso de su vida estuvo
estrechamente ligado con la Guerra Fría. Bonnard tenía tres años más que yo,
y era uno de los últimos humanistas occidentales. Aunque nunca participó en
política, fue uno de los primeros en adherirse al Movimiento de los
Partidarios de la Paz. En 1952, mientras se dirigía a una sesión del Consejo
Mundial, fue detenido en Zúrich y absurdamente acusado de divulgación de
secretos de Estado. Lo juzgaron un año y medio más tarde y lo condenaron a
quince días de cárcel. La sentencia muestra por sí toda la absurdidad de la
acusación: los jueces de Berna no se atrevieron a absolverlo por miedo a una
recusación de la policía suiza.
Es difícil encontrar a un hombre tan desinteresado, leal y honesto como
Bonnard. Era un apasionado de la poesía de la Grecia Clásica, de sus
monumentos, de la vitalidad de su arte; quería a sus estudiantes, quería la paz.
En el juicio declaró: «Ahora deben pronunciar la sentencia. Es una cuestión
que quedará en su conciencia. La mía está limpia… Se ha hablado de mi
humanismo, pero para mí el humanismo no es la ciencia de un estudioso
aislado en su estudio, el humanismo está en las leyes que gobiernan la vida.
Quiero decir también que se ha intentado mostrar erróneamente que, en mí, el
humanista convive de manera sospechosa con otro ser al que se ha definido de
un modo muy genérico como “comunista”. En efecto, el helenismo ha
absorbido durante mucho tiempo mis intereses. Aquí se ha intentado disociar
al traductor de Antígona del defensor de la paz, cuando en realidad ambos son
la misma persona. No, señorías, no tengo la doble vida que se ha intentado
mostrar aquí… La literatura no sirve sólo para ser leída, se creó para
realizarse en la vida. Si la literatura no enseñara el arte de vivir, sólo sería un
pasatiempo al que no habría consagrado mi vida».
Época terrible, en que los libros se trataban como bombas, y la Suiza
pacífica y neutral procesaba a un hombre que era su orgullo y trataba de
mancillar su nombre. Cuando acabó el juicio, Bonnard se limitó a sonreír y,
mirando a los niños, dijo: «Las cosas serán más fáciles para nuestros hijos».
Permanecí en Suiza diez días: me visitaron muchos amigos de París,
Grenoble, Marsella, Lyon, Niza; yo escuchaba, tomaba notas y, por la noche,
me quedaba sentado en la terraza de un café; el lago, por momentos, me
parecía un mar en calma o una piscina artificial creada para el disfrute de las
grandes damas inglesas y de los turistas de Oklahoma. Mirando el agua, pensé
por enésima vez que la vida es una extraña obra teatral, una tragedia que se
convierte en farsa, donde un actor ríe mientras otro llora desconsoladamente, y
para entender lo que sucede sobre el escenario hay que ser o muy inteligente o
tonto de remate. Al ciudadano medio no le queda más que trabajar, leer los
periódicos, mirar el lago —cuando hay uno cerca— y no esforzarse en
desenredar la trama demasiado complicada del autor.
Denise vino a verme unas horas. Nos miramos durante un buen rato, tal vez
en un intento de entender qué nos había pasado. Entonces, de repente, dije:
«Ocurrió todo en otra vida». Ella asintió y esbozó una leve sonrisa, como la
de otro tiempo.
Mi visado expiró. Me fui a Berlín. Allí la Guerra Fría se había convertido
en un hecho cotidiano. Por la fiesta de la Trinidad se organizó un «encuentro
de la juventud». Muchachos y chicas con camisas y blusas azules marchaban,
cantaban y escuchaban los discursos. Todo eso ocurría entre las ruinas. Un
lado de la Potsdamer Platz pertenecía a la República Democrática, mientras
que en el otro lado estaban acantonadas las fuerzas estadounidenses. Los
chicos con camisas azules lanzaron al otro lado paquetes de octavillas con la
imagen de la paloma de Picasso. En respuesta, volaron naranjas por los aires,
y un joven con una camisa a cuadros gritó: «¡Pero no tenéis naranjas!».
La gente cruzaba la frontera constantemente para ir al trabajo, ver a los
parientes, comprar algo. Hice varias salidas al Berlín occidental. Frente al
Romanisches Café, donde en otros tiempos me había sentado con Moholy-
Nagy, Maiakovski, Walter Mehring y Tuwim, se cambiaban marcos orientales
por marcos occidentales. El mismo ajetreo había entre los cientos de
cambistas ubicados en barracas o en las plantas bajas de las casas destruidas.
La tasa de cambio entonces era fantástica: por un marco occidental se pedían
siete marcos orientales. Costaba un marco afeitarse a ambos lados de la
ciudad. Los burgueses ahorradores del sector occidental iban a afeitarse al
oriental, con lo cual sacaban un beneficio de seis marcos. Las amas de casa
del sector occidental compraban en la zona oriental las hortalizas, mientras
que las del oriental adquirían en la zona occidental café, naranjas y plátanos.
En las tiendas de la Potsdamerstrasse se vendían tejidos ingleses, y los
burgueses ahorradores de Charlottenburg llevaban cheviot excelente a los
sastres de Alexanderplatz, donde hacerse un traje resultaba tres veces más
barato. En la Kurfürstendamm la gente bailaba samba, bebía vino del Rin,
admiraba a las cantantes estridentes y semidesnudas. Los aficionados al teatro,
sin embargo, iban al Berlín Oriental para ver las obras de Brecht. En el Berlín
Occidental había mucho desempleo, pero los estadounidenses no escatimaban
dinero: para ellos no era una ciudad sino un escaparate del paraíso capitalista;
los desempleados recibían un subsidio de cien marcos al mes y decían a los
amigos del Berlín Oriental: «Sin trabajar ganamos setecientos marcos de los
vuestros».
En el sector oriental abundaban las librerías. Se veían muchos manifiestos
políticos, en las carteleras se anunciaban Los bandidos de Schiller o
discusiones sobre el tema: «¿Es necesario el arte?». El Berlín Occidental
estaba repleto de tiendecitas que vendían artículos de lujo. En los restaurantes,
cafés y cabarets de la Kurfürstendamm no cabía un alfiler. Los carteles de las
tiendas recordaban un pasado lejano: «Licorería Mappe», «Restaurante
Kempinski». Tenía diez años cuando comí mis primeras salchichas en
Aschinger. Todo se había desmoronado: el imperio de los Wilheim, la
República de Weimar, el Tercer Reich, pero ante mí tenía las salchichas del
Aschinger. Es cierto, el local distaba mucho de ser lo que fue en otros tiempos
—un merendero en una casa semiderruida—, pero la gente tenía siempre un
aire satisfecho: la vida de antes estaba aflorando de nuevo a la superficie.
Por los altavoces de los dos Berlín no dejaban de intercambiarse
acusaciones de la mañana a la noche. Esto, como tantas otras cosas, recordaba
lo que sucedía en el frente. La prensa del Berlín Occidental aseguraba que los
«rojos» habían alentado una concentración juvenil para ocupar toda la ciudad.
Los estadounidenses, los ingleses y los franceses alinearon los carros
armados. Pero no se produjo ni un disparo: sólo hubo muchas octavillas y
algunas naranjas.
La guerra tiene sus leyes. Empobrece el mundo espiritual de las personas,
simplifica sus juicios, santifica a los suyos y convierte en un monstruo al
enemigo. La Guerra Fría se parecía demasiado a cualquier otra guerra. Si
consideramos Moscú y Nueva York como la retaguardia, los berlineses vivían
en la línea del frente. Pero el escritor no puede contentarse con las consignas
habituales, con la iconografía o con las caricaturas.
En el Berlín Oriental conocí a Brecht, Anna Seghers y Arnold Zweig. Los
periódicos del Berlín Occidental les atacaban, los tachaban de «vendidos a
Moscú», «arribistas» y «oportunistas». Era una completa estupidez: cualquier
habitante del Berlín Oriental podía cruzar la Potsdamerplatz y encontrarse en
el mundo que Occidente llamaba «libre», y, además, era mucho más fácil
corromper a la gente con los marcos occidentales que con los orientales. Anna
Seghers había llegado a la República Democrática desde México, Brecht
desde Estados Unidos, Zweig desde Palestina. Pero incluso en el sector
oriental estos escritores eran el blanco de algunos críticos. Recuerdo una larga
conversación con una de esas personas que ignoran qué es el arte y a las que
incluso les resulta hostil. Mi interlocutor me aseguró que en la novela de Anna
Seghers Los muertos no envejecen se notaba cierta simpatía por los nazis e
incluso algún punto de antisemitismo; que Zweig era un «semisionista» y un
«semimístico, con un ojo en Israel y otro en Occidente»; que Brecht era un
«formalista incorregible», un testarudo hostil a la representación realista de la
vida, y sus obras eran «voluntariamente fantásticas». Le objeté que nadie había
obligado a Zweig a marcharse de Palestina para ir a Berlín, que Anna Seghers
no podía ser antisemita porque ella misma era judía y los nazis habían matado
a su madre en Auschwitz, y que sobre el exceso de «fantasía voluntaria» era
mejor no hablar en Berlín, una ciudad que superaba la fantasía de Brecht o,
dicho sea de paso, de Poe o Goya. Seguramente era inútil enfadarse: hay gente
que habla pero no escucha.
Conocía a Brecht desde hacía tiempo; no era fácil hablar con él; a menudo
parecía estar ausente, pero era una impresión engañosa: escuchaba, se fijaba
en los detalles y, a veces, sonreía maliciosamente. Sin embargo, siempre
estaba rodeado por la atmósfera de aquel mundo particular en el que vivía,
que no era ni París ni Berlín, sino un país que yo llamaba «Brechtia». Su
fantasía, como el resto de su filosofía o de su poesía, no era manierismo
literario, sino parte de su naturaleza: Brecht no sólo era poeta, era un poeta
incorregible. Siempre iba con una cazadora, sin corbata, fumaba cigarrillos
negros y muy fuertes; era modesto en las formas y hablaba en voz baja, no
obstante no podía evitar sentir cierta inquietud en su presencia. Creo que todo
era fruto de la intensa vida interior de este creador taciturno, en apariencia
distraído.
Recuerdo nuestro último encuentro en casa de Anna Seghers. Fue en otoño
de 1955, pocos meses antes de su muerte. Anna me preguntó: «¿Qué otros
autores, después de Bábel, han sido rehabilitados?». Le habían traído un viejo
lubok en que el príncipe Bova desafiaba en duelo a la Muerte. Brecht me pidió
que le tradujera el texto y aguzó la atención; sentí esa inquietud que ya me
resultaba familiar.
En su libro dedicado a Brecht, un escritor de la Alemania Occidental
afirma que el poeta era «astuto» y «calculador» en sus decisiones. Pero su
«astucia» era la propia de un niño, y sus «cálculos», los de un poeta.
Volví a Moscú a principios de junio y hablé de mi viaje a Berlín. Sávich
me preguntó: «Bueno, ¿crees que habrá guerra?». Yo respondí: «De ninguna
manera». Una vez más me revelé como un mal profeta: dos semanas después
estalló la guerra de Corea, que durante mucho tiempo amenazó con
transformarse en la Tercera Guerra Mundial.
23

Vivíamos en el campo, cerca de Novi Ierusalim. El verano era muy lluvioso y


yo pasaba casi todo el día escribiendo artículos, mientras que por la noche
escuchaba la radio. Estaba a punto de empezar una novela cuando sonó el
teléfono: tenía que ir a Londres, a la conferencia de la paz; en contra de las
expectativas, los británicos me habían concedido el visado.
En el aeropuerto me recibieron los defensores de la paz ingleses y el
secretario de nuestra embajada, que me acompañó hasta el hotel. La habitación
era espléndida, con baño privado, y pensaba que podría dormir como es
debido. En Evening News, en primera página, me encontré un articulito con el
siguiente titular: «¿Por qué hemos dejado entrar a Iliá?». Siempre había
pensado que los ingleses eran muy reservados y, por tanto, aquella nota me
dejó desconcertado. Por la noche me despertaron varias veces unos gritos y,
en el duermevela, me pregunté, confuso: «¿Por qué los ingleses gritan de
noche, por la calle? Antes no pasaba». A la mañana siguiente, supe por el
director del hotel que yo había sido la causa involuntaria de aquel revuelo: un
miembro de la organización de Mosley se había llevado una tribuna portátil y
había comenzado a maldecirme; según él, yo era el responsable de la guerra
de Corea y estaba en Inglaterra con propósitos subversivos y cosas por el
estilo. Como estaba garantizada la libertad de palabra, los policías
protegieron al orador. El director me comentó que muchos huéspedes se
habían quejado y que, por tanto, se veía obligado a pedirme que me marchara
a otro hotel.
En la embajada me dijeron que en verano era muy difícil encontrar una
habitación en Londres, y que además se estaba celebrando un congreso y había
un importante partido de fútbol. Después de pasar la mitad del día en la
reunión y de intervenir en ella (es decir, después de convencer a los ya
convencidos de que la paz es mejor que la guerra), fui a la dirección indicada.
Era un sucio hotel de tercera categoría. Me condujeron a una pequeña
habitación en la buhardilla. Apenas tuve tiempo de asearme cuando pasaron a
buscarme: en Westminster me esperaban los diputados laboristas.
La guerra de Corea preocupaba a todos, la gente temía que pudiese estallar
la Tercera Guerra Mundial. Los periódicos ingleses aseguraban que las
operaciones militares habían comenzado en Corea del Norte. Quedaba lejos
Corea, y los diputados laboristas no sabían más que yo sobre lo que había
sucedido el 25 de junio en el paralelo 38, lo que no les impidió señalar a los
comunistas como los instigadores. Sin duda, no había unanimidad de opinión
entre las filas laboristas, y algunos diputados decían que, incluso si las
operaciones las habían iniciado las tropas norcoreanas, Syngman Rhee no
merecía respeto ni apoyo. Pero estos diputados eran pocos (recuerdo a dos:
Emrys Hughes y S. O. Davies). La mayoría expresaban su indignación con los
«satélites coreanos de Moscú». Nuestro encuentro pareció más un
interrogatorio que una conversación y se prolongó hasta las nueve de la noche.
En Londres se cena temprano, y los diputados habían comido antes del
encuentro. Emrys Hughes me condujo al restaurante del Parlamento y me
ofreció una cerveza. A la hora que salimos todos los restaurantes ya estaban
cerrados. Llamé a la embajada y dije que yo y un comunista inglés, que se
había tomado la molestia de hacerme de intérprete, teníamos un hambre
insoportable. Fuimos a la embajada y allí nos ofrecieron boquerones de Riga y
cangrejos chatka: un verdadero banquete. Pero el castigo no se hizo esperar.
Cuando a la una de la madrugada llegué en taxi al hotel, me dijeron que me
habían dado la habitación por error. En mi ausencia, me habían preparado la
maleta, que estaba a la vista, toda digna, junto al conserje. Me indigné, pero el
conserje tenía sueño y no me respondió. Tuve que volver a la embajada, donde
todo el mundo dormía. El portero me dijo que me podía tumbar en el sofá, en
la sala de espera, pero que no tenía sábanas ni almohada.
Por la mañana pasó a buscarme Ivor Montagu, me acompañó a la reunión y
de pronto declaró, para sorpresa mía, que era hora de partir: se había
anunciado mi conferencia de prensa. Le señalé que no podía presentarme ante
los periodistas con la camisa arrugada y que debíamos pasar primero por la
embajada. Londres es una ciudad muy grande, y Montagu me respondió:
«Imposible. Mejor comprar una camisa nueva». «Pero ¿dónde podré
ponérmela?». «En el lavabo». Cuando llegamos a la sala de conferencias,
supimos que me estaban esperando ciento cincuenta periodistas. Montagu se
reveló como un hábil estratega: junto con otros dos partidarios de la paz cerró
el paso a los lavabos para que tuviera la posibilidad de cambiarme la camisa.
Debo confesar que, después de la conferencia de prensa, me vi obligado a
cambiarme de nuevo la camisa: la sala estaba atestada de periodistas y se
comportaron de un modo tan retador que no dejé de sudar ni un instante.
Entendía que debía conservar la calma por aquellos pocos a quienes les
interesaban realmente mis respuestas, pero esta calma aparente me costó un
gran esfuerzo. Había dado cientos de conferencias de prensa, pero nunca había
visto nada parecido. Me interrumpían sin cesar. Un periodista se acercó
corriendo a mí y me gritó: «No conteste con evasivas, diga sí o no».
Se organizó un mitin en Trafalgar Square. Asistió mucha gente. La
Associated Press comunicó que se habían reunido diez mil personas, la TASS
cifró la asistencia en veinte mil. Observé la plaza, luego el monumento al
almirante Nelson, y me sentí abrumado, pero enseguida me dominé y pronuncié
mi discurso. Poco después cayó una fuerte lluvia, y la muchedumbre se
dispersó. Cuando hubo acabado el mitin, encendí un cigarrillo; llevaba en el
bolsillo una caja de cerillas soviéticas con el logotipo de la marca: la hoz y el
martillo. Un periodista desconocido me pidió que se la regalara. Al día
siguiente la crónica de mi discurso se publicó acompañada de una fotografía:
«Las cerillas con las que Iliá Ehrenburg pretende incendiar Inglaterra». En
otro periódico leí: «Iliá Ehrenburg pretende escribir una nueva novela: La
caída de Londres».
Montagu me encontró una habitación en un hotel donde ya no me
molestaron: un gran logro. De hecho, Montagu había acudido en mi ayuda
varias veces. Le conocí en 1948, en la conferencia de Breslavia. Desde
entonces, durante quince años, me lo encontré en todas las reuniones de los
Partidarios de la Paz. No era dado a los discursos, pero trabajaba con todas
sus fuerzas. No tenía el aspecto de un gentleman decente, sino de un
parroquiano de La Rotonde, donde yo era asiduo de joven. Acostumbraba
vestir con un gran número de jerséis y chalecos multicolores, que se iba
sacando uno a uno a medida que avanzaba la sesión. Su biografía es todavía
más exótica. Creció en el seno de una familia pudiente. Su padre era un lord,
un liberal. Ivor, en su primera juventud, se apasionó por la Revolución de
Octubre y fue a Moscú; luego se hizo comunista. Una vez deambulé con él por
los barrios obreros del este de Londres. Los transeúntes le reconocían y
algunos le paraban para hablar con él: más de una vez había apoyado al
candidato comunista de aquella zona. De joven se había dedicado a la
zoología y había enriquecido el zoo de Londres con varios ejemplares. Trajo
de Leningrado un osezno en un barco soviético. Al tercer día, el cachorro fue
al camarote de Montagu y allí permaneció dormido hasta llegar a Londres. El
pasaje se había quejado de que el osezno importunaba a todo el mundo,
vagando por el barco y ensuciándolo todo, así que los marineros decidieron
emborracharlo. Más adelante, Montagu se dedicó al cine, colaboró con
Eisenstein en México y todavía hoy realiza trabajos cinematográficos y
televisivos, con sus múltiples problemas. Otra de sus pasiones es el tenis de
mesa, de cuya asociación internacional es presidente. Ivor ama el arte; es muy
confiado y al mismo tiempo obstinado; en pocas palabras, es alguien al que
siempre me ha sido fácil entender, aunque razona de una forma un poco
confusa y habla el francés de un modo tan peculiar que a veces se confunde
con el inglés. En 1950, cuando la posición de los comunistas en Inglaterra era
especialmente difícil, Montagu conversaba pacíficamente con sus adversarios
políticos: su singular personalidad desarmaba a muchos.
Un conocido escritor inglés, que no asistió a mi conferencia de prensa
pero que por entonces era hostil a la Unión Soviética, me comparó con un
«gran pastor alemán» y me aconsejó hacer rápidamente las maletas para
volver a Moscú. No desvelaré su nombre: más adelante nos conocimos y, seis
o siete años después, cambió su opinión sobre el Movimiento de los
Partidarios de la Paz y sobre mí.
Fue peor con el discurso pronunciado por un diputado laborista en el
Parlamento. (Tampoco mencionaré su nombre, puesto que no nos hemos vuelto
a ver y desconozco cuál es actualmente su postura; cito el incidente sólo para
dar cuenta del ambiente que se respiraba durante la Guerra Fría). La plantilla
de la revista New Statesman me invitó a un almuerzo; fue allí donde le conocí.
Conversamos largo y tendido durante tres horas, en las que Montagu hizo de
intérprete del francés al inglés. La conversación giró, inevitablemente, en
torno a la guerra y la paz. Aludí a un interesante artículo publicado en Le
Monde y dije que ni los franceses ni los ingleses querían la guerra, que el
sentir de los ciudadanos de a pie era muy diferente a los discursos de los
políticos y a lo que se escribía en los periódicos. Después del encuentro, el
diputado tomó la palabra en la Cámara de los Comunes. Dijo que había
comido conmigo, y un conservador le interrumpió para preguntarle cómo era
posible que un diputado inglés se sentara a la misma mesa que Iliá Ehrenburg.
El laborista respondió que se debe conocer al enemigo y declaró que, según
mis palabras, los franceses y los ingleses eran incapaces de combatir tanto en
un plano moral como material. Me comparó a Ribbentrop, quien había
informado a Hitler de que los ingleses no opondrían ninguna resistencia a la
invasión alemana. Tanto Montagu como yo enviamos una carta al Times, pero
los desmentidos de este tipo interesaban poco. Lo importante ya estaba hecho:
Ehrenburg era un Ribbentrop, un pastor alemán, un hombre que preparaba la
invasión de Gran Bretaña por los «rojos».
Seis meses antes un periódico francés había escrito: «Sería una estupidez
dejar entrar de nuevo en Francia a Iliá Ehrenburg. Conocemos demasiado bien
a este tipo. Desempeña en la Rusia roja la misma función que desempeñaba en
Alemania Friedrich Sieburg, que, mientras declaraba su amor por Francia,
preparaba el terreno para la Wehrmacht. El autor de La tempestad allana el
terreno a las legiones estalinistas. Ehrenburg sería en Francia otro agente del
GPU. ¡Y qué agente! Conoce bien la jungla de París, tiene libre acceso a
varios círculos sociales, es el preferido de los estetas y de los esnobs, podría
convertirse en el enlace clave de una cadena de espionaje interminable».
Fui invitado por el Consejo de la Paz inglés, una organización que unía a
una docena de movimientos, leyes y asociaciones pacifistas de cuáqueros,
tolstianos y objetores de conciencia. Entre otros estaba Zilliacus, de quien me
haría amigo diez años más tarde. Enseguida noté que había cierta desconfianza
en el ambiente, incluso un aire de sospecha: ése era el signo de los tiempos.
Discutimos acerca de la posibilidad de llevar a cabo una acción conjunta para
poner fin a la guerra en Corea. Poco a poco conseguí atenuar la hostilidad de
los anfitriones, pero cuando la conversación comenzó a adoptar un carácter
más agradable la secretaría del comité inglés por la paz lo arruinó todo; se
acercó a mí y me susurró al oído: «¿Está cansado? ¿Quiere que le traigan una
taza de té?». El ánimo de mis interlocutores cambió repentinamente. No sabían
que hablábamos de una taza de té y comenzaron a murmurar: el perro pastor
era de nuevo un lobo, con la cofia de la abuela en la cabeza…
El sábado, a las cinco, es decir, en el preciso momento en que todos los
ingleses, ricos y pobres, de derechas o de izquierdas, toman el té, mientras me
dirigía a la embajada, vi una escena muy extraña: se agolpaba una
muchedumbre de jóvenes, de camarógrafos y de policías. Resultó que cinco
minutos antes algunos partidarios de Mosley habían empezado a lanzar piedras
contra las ventanas de la embajada; en ese momento no había presencia
policial, pero los cámaras, alertados a tiempo, habían filmado la
«manifestación popular de protesta contra los “rojos” que proseguían la
agresión en Corea». El embajador Zarubin me enseñó las piedras. Barrieron la
habitación y se llevaron los trozos de cristal. El embajador llamó en mi
presencia al ministro de Asuntos Exteriores, Bevin, que estaba descansando en
el campo, y le pidió que le recibiera urgentemente. A continuación dictó una
nota de protesta. Era la primera vez que yo asistía a algo así y Zarubin, al
percatarse de mi interés, me propuso que me quedara allí esperando a su
regreso. Después de su charla con Bevin, me contó que éste se había mostrado
indeciso; naturalmente, había condenado a los gamberros y prometido tomar
medidas, etc.
Fui a Cambridge, donde visité con Montagu a un gran físico inglés: Paul
Dirac. Nos recibió con cordialidad. Hablé del Llamamiento de Estocolmo.
Dirac me dijo que la bomba atómica era un delito, pero que él no se dedicaba
a la política. Llegó su hijo, un adolescente que estudiaba en un college y que
me pidió que le firmara un ejemplar de La caída de París. Dirac observó:
«He aquí la nueva generación, este de aquí es rojo». Respondí que para el
Daily Mail también él era «rojo» por el mero hecho de aborrecer la Guerra
Fría y hablar con respeto de Joliot-Curie. Dirac se echó a reír. (Joliot-Curie
me contó una vez que Dirac había realizado un gran descubrimiento en
mecánica cuántica antes de cumplir los treinta años). Escuchando a aquel
hombre interesante y original me olvidé de la Guerra Fría durante dos o tres
horas. Después de comer, Dirac me preguntó con cautela cómo estaba su
amigo Kapitsa; según la prensa, había sido encarcelado. Justo antes de partir
de Moscú me dijeron que Kapitsa (que había provocado, por algún motivo, el
enfado de Stalin) continuaba trabajando, así que le respondí que su amigo
estaba en libertad y que seguía investigando en su laboratorio. Noté que tanto
Dirac como su mujer querían creer mis palabras, pero que no las tenían todas
consigo. La señora Dirac me preguntó si podía llevar unas madejas de lana la
mujer de Kapitsa, a quien le gustaba tejer. Cuatro ojos me escrutaban. Contesté
que con mucho gusto le entregaría el regalo, y enseguida nos sentimos todos
aliviados. Así eran los tiempos y así eran las relaciones humanas…
En Londres hablé con Bernal por primera vez con el corazón en la mano.
Él había estado en Breslavia y París, pero en aquellas ocasiones sólo
habíamos coincidido en las reuniones del congreso. En Londres me invitó a su
casa. Más adelante nos encontramos a menudo, mantuvimos largas
conversaciones y acabé cogiéndole cariño. Su aspecto respondía al del
clásico científico de cabellera indómita, que todo lo olvida y todo lo pierde.
En realidad Bernal lo recuerda todo, y son muchas las cosas que le preocupan.
Durante la guerra Churchill le había pedido consejo más de una vez. Incluso le
hicieron una gorra militar a medida, dada la talla desmedida de su cabeza. Un
día Bernal me contó cómo llegó al descubrimiento que había realizado. Corría
la década de 1930: una delegación de científicos ingleses había viajado a
Moscú. Cuando iban a partir del aeropuerto central, llovía a cántaros y el
temporal retrasó el vuelo. No había sala de espera. Bernal estaba bajo una
marquesina y allí se le ocurrió la estructura del agua. Habló de ello con su
compañero de viaje, el físico R. Fowler. Luego, en el avión, se lo explicó a
otros colegas, que le escucharon y le dijeron: «En cuanto lleguemos, ponlo por
escrito».
Bernal ha dedicado y dedica mucho tiempo y energía a la lucha por la paz.
Citaré el fragmento de una carta que escribió en septiembre de 1954 (a las
cuatro de la madrugada, tal y como indica el autor): «Me han alojado en un
hotel demasiado lujoso. Mi habitación está profusamente adornada con
horribles cuadros al óleo de estilo “académico”. Pero podrían ser incluso
peores. Para conciliar mejor el sueño, enfrente de la ventana irrumpe la
potente luz de una farola. Debajo hay una parada de taxis, y los conductores
ponen en marcha los motores y conversan a voz en cuello: si entendiera la
lengua estoy seguro de que pasaría un rato divertido. Para los pocos días que
voy a estar en Moscú me han elaborado todo un programa: un viaje en metro,
la calle Gorki y, el domingo, una visita a la exposición de agricultura. Es la
octava vez que estoy en Moscú; en esta ciudad conozco a una docena de
hombres interesantes e inteligentes, pero en lugar de darme la oportunidad de
hablar con ellos, cuando en el mundo ocurren cosas tan interesantes, me tratan
como a una vaca sagrada».
Bernal es un hombre muy vivo, a quien todo le interesa. En la carta que
acabo de mencionar hay una cita de Villon: «Muero de sed al lado de la
fuente». En una ocasión, Bernal me habló del admirable poeta de principios
del siglo XVII, John Donne, uno de cuyos versos tomó Hemingway como
epígrafe para Por quién doblan las campanas. En otra ocasión hablamos de
Picasso.
Cuando vino a Novi Ierusalim, fuimos a dar un paseo. Junto a una casita,
Bernal vio un montón de piedras apiladas, se puso a observarlas y se guardó
algunas en el bolsillo. Liuba dijo: «Deben de haberlas traído para pavimentar
el camino». Bernal tiró las piedras, luego se puso a observarlas de nuevo y,
mirando a los lados con aire culpable, se metió tres o cuatro en el bolsillo.
Cuando volvimos a casa comenzó a partir las piedras, me mostró una con la
huella fosilizada de una concha de mar. Me dijo que se la llevaría a Londres.
Lo acompañé a los alrededores de Volokolamsk, donde, a la orilla del
lago, se conservaba un espléndido monasterio del siglo XVI. Aunque sobre las
puertas había una inscripción que decía que el edificio estaba bajo la tutela
del Estado, nadie lo tutelaba. En la torre, donde había estado encarcelado
Vasili Shuiski, vimos un cerdo; dentro del templo, cuyos frescos se estaban
desconchando, había ropa tendida. Era un frío día de otoño; el coche comenzó
a patinar y tuvimos que caminar un kilómetro sobre una arcilla viscosa: Bernal
sacaba todo el rato el zapato del barro, mientras mantenía la otra pierna
doblada, como una cigüeña. Más tarde dijo que había sido un día
extraordinario.
Yo trataba de paliar el clima mortífero de la Guerra Fría conversando con
Bernal, deambulando por los malecones del Támesis, aspirando la
melancólica belleza de aquella ciudad inmensa y viva, contemplando los
paisajes de Turner, quien, medio siglo antes que los impresionistas franceses,
puso los cimientos de la pintura moderna.
En un periódico de la tarde, leí este titular: «¿Cuándo se irá Iliá
Ehrenburg?». Aquel mismo día debía emprender mi viaje.
Desde la ventanilla del avión contemplé las vistas, sobrevolábamos
Londres a baja altura: los minúsculos cubos de juguete, los puntitos rojos de
los autobuses, los estadios, los parques, los automóviles: la maqueta de una
enorme ciudad. Pensé en la gente del mitin, recordé la sonrisa de Bernal, su
pelo ya de por sí alborotado mientras hablaba; recordé también los gritos bajo
mi ventana, los periodistas, los cristales rotos de la embajada…
Esta capítulo ha resultado tan largo como inconexo; quería hablar de la
absurdidad de la Guerra Fría y recordar a algunas personas que en aquel
período me sorprendieron por su humanidad, su serenidad y su capacidad para
resistir a las ideas y a los estados de ánimo que les rodeaban. Diez años
después, en una de las salas del Palacio de Westminster, se celebró una mesa
redonda: no sólo los diputados laboristas, sino también los conservadores,
conversaron amablemente con los delegados soviéticos. Tengo la impresión de
que muchas de las cosas que he explicado en este capítulo pertenecen a un
pasado lejano, aunque sólo hayan transcurrido quince años. Es cierto que, por
nuestra parte, se habían cometido muchos actos innecesarios, injustos y duros
en relación a tal o cual persona, pero no estaría de más que algunos hombres
de Occidente meditaran sobre sus propias responsabilidades. A principios de
1953 empecé a escribir una novela que titulé El deshielo. El título gustó a los
periodistas occidentales, que lo repitieron a menudo conmocionados. Pero en
1950 hicieron cuanto pudieron para recrudecer el frío ya de por sí muy
intenso, y eso es algo que no debe olvidarse.
24

He dado cuenta del frenesí del que era preso el mundo en 1950. Quisiera
analizar mi responsabilidad al respecto. Como es lógico mis juicios no pueden
ser completamente sosegados o comedidos: no observaba la Guerra Fría
desde fuera, vivía inmerso en ella. ¿Qué podía sentir al hojear las páginas de
un ejemplar de la revista Collier’s dedicado exclusivamente a una futura
guerra contra la Unión Soviética? Después de describir la destrucción de las
ciudades soviéticas, Collier’s retrataba un Moscú ocupado por los
estadounidenses: las fábricas habían sido vendidas o arrendadas a
empresarios extranjeros, en el Teatro del Ejército Rojo rebautizado como
Teatro del Nuevo Mundo se representaba el conocido musical estadounidense
Guys and Dolls, un importante periódico moscovita publicaba en primera
página las memorias amorosas de la estrella de cine Jenny James. Yo
reaccionaba de un modo brusco, no podía evitarlo.
Esto ocurría en 1949, cuando no me daba cuenta todavía de la confusión
que se había apoderado de la intelectualidad de Occidente, y quizá fui injusto
en alguna ocasión. Leí un libro del filósofo inglés Bertrand Russell en el que
propugnaba la creación de un «gobierno mundial». La idea, todavía ahora, me
parece inaceptable, pues conduciría a la dominación mundial del capitalismo,
pero era de necios presentar a Russell como un apologista de la clase
dominante.
También me arrepiento de un artículo en el que, defendiendo a Faulkner,
ataqué a Sartre, llamándolo «escritor de salón, cáustico y fríamente cerebral».
Acababa de leer su obra teatral Las manos sucias, un eficaz panfleto que me
pareció iba dirigido contra los comunistas. ¿Por qué tildé a Sartre de «escritor
de salón»? Entonces apenas le conocía, habíamos tenido dos encuentros
casuales (antes de la guerra y en 1946). En Francia, como en otros países
occidentales, Sartre estaba en boca de todos; sobre él hablaban los estudiantes
y gorjeaban las damas sin profesión y de edad incierta en fiestas y
recepciones: «¡Oh, Sartre!». Cuando conocí mejor a Sartre me encontré ante
un hombre inteligente y modesto, cansado de una fama que sentía como una
carga y que tildaba de «estúpida»: sabía bien que muchos hablaban de él con
reverencia o desdén sin haber leído nunca un libro suyo.
En nuestra época la política no está reservada a los especialistas; todo lo
contrario, es tema obligado del que nadie escapa salvo en contadas
excepciones. La línea política de Sartre puede parecer incomprensible, dados
sus muchos zigzagueos. En 1948 se consideraba un exponente de la «tercera
fuerza»: pensaba que se encontraba en algún punto entre el proletariado y la
burguesía, entre la Unión Soviética y Estados Unidos. No obstante, esa «tierra
de nadie» no existía, y Las manos sucias se convirtió en un arma en manos de
Estados Unidos y la burguesía.
En el congreso de Breslavia alguien motejó a Sartre de «hiena»; cuatro
años más tarde recibí una carta del abad Beaulieu en la que me explicaba que
las autoridades eclesiásticas le prohibían participar en el Movimiento de los
Partidarios de la Paz: «No puedo asistir al congreso de Viena: es poco
probable que un pope exclaustrado tenga un gran valor para el Consejo
Mundial… Esta vez enviaremos a Sartre. Lamento no estar presente para ver
cómo Fadéiev estrecha entre sus brazos a la hiena».
En Viena Sartre fue la estrella: le hicieron hablar en la primera sesión, y
cuando acabó su discurso, todos se levantaron y le dedicaron una larga salva
de aplausos.
De 1952 a 1956 defendió la Unión Soviética de los ataques de la prensa
francesa; viajó a Moscú, concedió entusiastas entrevistas y participó en la
Asamblea Mundial de la Paz de Helsinki.
Después de los acontecimientos de Hungría declaró públicamente que
rompía su relación con los escritores soviéticos, pero un año después
conversaba conmigo como si nada y, más que atacar, se defendía.
Todo esto puede causar sorpresa, en especial si recordamos aquel
diciembre de 1952 en que Sartre abandonó definitivamente su presunta
neutralidad y tomó partido por la Unión Soviética. A modo de explicación
describiré algunos rasgos de Sartre, a quien entendí mejor cuando me hice
amigo suyo y de Simone de Beauvoir.
Por vocación y talento Sartre es escritor, pero su obra y su visión del
mundo dependen a menudo de otra faceta de su actividad intelectual: la
filosofía. En el Congreso de la Paz de Viena dijo: «El pensamiento y la
política de hoy nos conducen a la masacre, porque son abstractos. El mundo se
ha dividido en dos, y cada mitad tiene miedo de la otra. Cada uno actúa sin
conocer las intenciones y la voluntad del “otro”; formula hipótesis sin creer en
lo que el “otro” dice, interpreta las palabras y adopta determinadas posiciones
presuponiendo que el adversario seguirá determinada línea de conducta. En
esta situación sólo es posible una respuesta, la que emana de la falacia
milenaria: si quieres la paz, prepárate para la guerra. El hombre se ha
convertido en una entidad abstracta. Todos y cada uno son el “otro”, es decir,
el hipotético enemigo al que hay que temer. En mi país es difícil encontrar a un
hombre…, abundan los nombres, las etiquetas».
Junto con el deseo de comprender los acontecimientos de su tiempo, Sartre
posee una extraordinaria sensibilidad. No es muy dado a observar, pero
piensa, extrae conclusiones y sólo más tarde percibe emocionalmente lo que
ve y escucha. Una vez le hice de intérprete: lo acompañé a ver a un agrónomo,
un hombre de talento pero con muchos humos. «Es nuestro Tartarín», avisé a
Sartre. Éste es el diálogo que mantuvieron. El agrónomo preguntó: «Me
gustaría saber cuánta leche da una vaca francesa». «No sabría qué
responderle, no soy un especialista». «Lo entiendo, usted escribe libros. Pero
¿diría que, por ejemplo, da unos cincuenta litros al día?». «Creo que vacas
como ésas serían dignas de exposición». «Yo, en cambio, le mostraré gente
que nunca ha estado en una exposición, pero cuyas vacas dan cincuenta litros
de leche al día». Sartre, si bien estaba sobre aviso, se lo creyó todo a pies
juntillas. Después el agrónomo me dijo: «¡Qué buen tipo, este francés, tan
ingenuo!». En París les expliqué a Sartre y a Simone los elogios que le había
dedicado nuestro Tartarín moscovita. Simone se echó a reír: «Desde luego,
razón no le falta: ¡Sartre es tan ingenuo!». Él esbozó una tímida sonrisa.
Cuando acusé a Sartre de tener un carácter cerebral y frío hace quince
años no quise decir que le falte corazón; al contrario, su sensibilidad moral me
recuerda la de los escritores rusos de la segunda mitad del siglo XIX; pero, al
ser filósofo, tiende a pensar en categorías generales y, aunque detesta las
abstracciones, él mismo se ha convertido en una abstracción. Por lo que
respecta al carácter imprevisible de sus vaivenes políticos, éstos derivan de
su propia naturaleza: lo que en otros adoptaría la forma de monólogo interior,
dudas, días o años de silencio, en él se exteriorizaba en declaraciones y
confidencias en diferentes entrevistas: en definitiva, en acciones. Cuando me
di cuenta, me arrepentí de mi artículo de 1949.
Mis viajes a Occcidente, de los cuales he hablado, me ayudaron a
comprender mejor el clima de la Guerra Fría; vi con qué facilidad aumentaba
el número de nuestros enemigos y el tono de mis artículos se suavizó: «No
existe en el mundo ningún problema que no se pueda resolver con un acuerdo»,
escribí en Pravda. «Nunca hemos pretendido ni pretendemos ahora demostrar
la bondad de nuestras ideas con la fuerza de las armas… Apreciamos los
valores de toda civilización, la “oriental” y la “occidental”, la “nórdica” y la
“meridional”. Proponemos la paz no sólo para nuestros amigos, sino también
para quienes no nos aman: hay sitio para todos bajo el sol, y en cuanto a
establecer quién tiene razón, será el futuro quien lo juzgue». En noviembre de
1950, en el Segundo Congreso de los Partidarios de la Paz, declaré: «Estoy a
favor de la paz, no sólo con la nación de Paul Robeson y Howard Fast, sino
también con la del señor Truman y del señor Acheson… Nuestro planeta es
indivisible, pero es lo suficientemente amplio para que en él quepan los
simpatizantes de diferentes sistemas sociales. Éstos se pueden poner de
acuerdo para que nadie eche abajo una puerta ajena simplemente porque no le
gustan sus ideas y para que nadie lance piedras contra las ventanas del vecino
sólo porque piensa de otro modo, habla de otro modo, vive de otro modo…
No debemos preocuparnos únicamente de prohibir la propaganda bélica, sino
también de crear las condiciones morales necesarias para la coexistencia
pacífica. Es preciso frenar la creciente falta de respeto y de hostilidad con
otros pueblos en las jóvenes generaciones. Hay que combatir toda
manifestación de soberbia nacional y racial. El desarrollo de la cultura
humana es incompatible con el aislamiento, la creación de barreras artificiales
y el ataque indiscriminado a la cultura y la vida de otros pueblos… Es
necesario cambiar el clima del mundo, disipar la desconfianza mutua».
Actualmente estos argumentos se consideran una verdad de Perogrullo,
pero, en 1950, nuestra prensa, al reproducir mi discurso, borró las frases
sobre el efecto destructivo de las barreras entre las culturas y sobre la
necesidad de disipar la desconfianza mutua. Lo único que podía hacer era
repetir esas palabras en cada conferencia y en los encuentros con lectores.
(Algunos años más tarde la situación cambió. En Literatúrnaia gazeta se
publicó el artículo de un ex monárquico que había vuelto de Estados Unidos.
En su estado de excitación —psicológicamente comprensible—, escribió que
no existía una cultura estadounidense. Envié al periódico una carta en la que
decía que Estados Unidos sí contaba con una cultura propia, bastante
significativa, así como con científicos y escritores excelentes. La redacción
me indicó que estaba en desacuerdo conmigo, pero publicaron mi carta. Esto
ocurrió en 1955, no en 1950).
En aquel período viajé mucho. En 1959, después de visitar Londres, fui a
Praga, Copenhague, Oslo y Estocolmo; más tarde asistí al congreso de
Varsovia; en 1951 hubo una sesión del Consejo Mundial de la Paz en Berlín; el
buró se reunió en Copenhague y en Helsinki, luego en Escandinavia y en
Viena. Sumido en mis recuerdos, veo deslizarse ante mí una tira de
diapositivas abigarrada a la par que monótona de comisiones, subcomisiones,
cuestiones que —lamentablemente— todavía hoy no son historia: la carrera
armamentística, la creación de la Bundeswehr, los obstáculos crecientes en las
relaciones económicas y culturales, las sesiones nocturnas, los mítines en el
parque de Copenhague en primavera, en que las danesas vestían los viejos
trajes regionales, en la estación de Helsinki, junto al Parlamento de Viena. La
secretaría del Consejo Mundial estableció su sede en Praga y, la víspera de
cada congreso, tenía que ir allí y quedarme algunas semanas.
Intenté atraer al movimiento a algunos de los máximos exponentes de la
política y de la cultura; a veces lo conseguí, pero en general declinaban
educadamente la invitación. En Copenhague conocí a la diputada liberal Elin
Appel: la amenaza de una guerra mundial la indignaba, pero había muchas
cosas de nuestro país que, equivocadamente o con razón, le desagradaban.
Hablé largo y tendido con ella y al final conseguí que asistiera al congreso de
Varsovia. (En los siguientes comicios no fue reelegida para el Parlamento).
Cuando tomó la palabra, en Varsovia, se declaró a favor de algunas
propuestas, pero no de todas, e invitó a los «representantes de los países del
Este a reflexionar sobre sus errores, así como yo hago con los míos». Dos
años después tomó la palabra en el congreso de Viena; después de decir que
yo «le había abierto los ojos sobre muchas cosas», expresó su desacuerdo con
buena parte de mis tesis: «Dígame, Iliá Ehrenburg, ¿está convencido de que
usted y los que piensan como usted no tienen ninguna responsabilidad en
nuestros miedos?».
En Noruega, un grupo socialista de izquierdas me invitó a un encuentro con
ellos fuera de la ciudad. No tenía dinero para pagar un taxi, así que fui con un
coche de la embajada. El chófer no conocía los alrededores de la ciudad, por
lo que tuve que bajar y preguntar, pero nadie entendía ni el francés ni el
alemán. Llegué con dos horas de retraso. La conversación, a pesar de todo, fue
agradable. (Me he referido a este encuentro porque, unos años antes, mis
interlocutores habían abandonado el partido en el gobierno y constituido uno
nuevo).
Algunas situaciones me provocaban un sonrojo terrible. En Estocolmo Per
Olov Zennström, autor de un libro excelente sobre Picasso, me llevó a ver a
uno de los médicos más reconocidos a quien debía convencer de que firmara
el Llamamiento de Estocolmo. Una elegante recepcionista nos hizo pasar a una
sala de espera. Por alguna razón se me ocurrió preguntar a Zennström si el
médico sabía el motivo de mi visita. Contestó que sólo le había dado mi
nombre y que seguramente me había dado una cita como a cualquier paciente.
Me precipité hacia la salida. La recepcionista trató de detenerme: «Sólo hay
dos personas antes que usted». Me fui de allí avergonzado.
Me pidieron que llevara cierto documento al famoso bacteriólogo danés
Thorvald Madsen, que entonces tenía ochenta y dos años. Me recibió con
amabilidad, me ofreció jerez y luego empezó a leer el documento, traducido
del coreano al chino, del chino al ruso y del ruso al inglés. Después de leer la
primera página, me lo devolvió: «Escóndalo, joven, y no se lo enseñe a nadie.
Haría reír incluso a un estudiante de primer curso». Añadió que simpatizaba
con nuestros esfuerzos por la paz y fue muy afectuoso, pero yo me sentí
incómodo. Sólo más tarde, aquella misma noche, sonreí al recordar aquel
apelativo de «joven»: ya había rebasado los sesenta y hacía mucho tiempo que
nadie me llamaba así.
El secretario general del Consejo Mundial era Jean Laffitte, un hombre
bueno que sabía reconciliar posturas enfrentadas. Parecía flemático, incluso
perezoso, pero en realidad era un gran trabajador. Sus ayudantes eran el poeta
Emi Xiao, el pastor americano Darr, el brasileño Borsari, el socialista italiano
Fenoaltea y el ruso P. R. Guliáiev. Este último estaba dotado de tacto e
inteligencia; desplegó las mejores cualidades de la generación que creció en
la década de 1930, no se había «burocratizado» y no estaba mortalmente
asustado, aunque su posición era difícil. Cuando Guliáiev murió, todos
comprendieron la función que había desempeñado en el movimiento.
La secretaría tenía su sede en una casa grande, a orillas del Moldava. En
cuanto llegaba a Praga, me llevaban a una habitación y allí me sentaba a
analizar una montaña de documentos. Praga, entonces, tenía un aspecto más
bien triste. A veces Laffitte me invitaba a su casa y me ofrecía una cena
espléndida: era oriundo de Dordoña, donde la gente entiende de foie-gras, de
queso de cabra y de vinos tintos. De joven había sido pastelero y Georgette, su
mujer, podía competir con los mejores cocineros. No hablábamos ni de la
lucha por la paz ni de literatura: nos limitábamos a comer y pasar un rato
agradable.
Algunos domingos iba a Dobříš, en cuya Casa de los Escritores vivía
Jorge Amado con su mujer Zelia y su hijo pequeño. Jorge es un hombre vivo e
impetuoso, como nos imaginamos a los meridionales, mientras que Zelia
combina la dulzura y feminidad con un auténtico coraje. Nos hicimos muy
amigos. Jorge había estado en la cárcel, se había exiliado dos veces y se
adaptaba con facilidad a las adversidades de la vida. En Dobříš escribía
durante todo el día y por la noche jugaba a las cartas con el escritor checo Jan
Drda. Jorge Amado, delgado, ágil y moreno, podía pasar por un ladrón de
Odesa o Marsella, mientras que Drda, corpulento y jovial, con un toque de
astucia, me recordaba a Švejk. Durante las partidas se imprecaban en checo y
en portugués: «¡Tramposo!», «¡Estafador!», «¡Cuatrero!».
Amado es comunista y durante veinte años se ha dedicado a la política.
Participó también en nuestro movimiento. No hay en él una pizca de ambición
personal. En el congreso de Viena consiguió que asistieran algunos brasileños
de distinta tendencia política, pero él no quiso intervenir: «¡Mejor que hablen
ellos!».
Empezó a escribir a una edad temprana y publicó su primera novela a los
veintidós años. Conocía de maravilla la vida de la región en la que creció, el
norte de Brasil, tierra de cacao y de hambre. Me gustan sus novelas porque en
ellas hay una síntesis de cruel realidad y poesía. No es un estilo literario, sino
la esencia de Amado: en él se siente el amor por los hombres y una profunda
humanidad. Nunca olvidaré la descripción, en una de sus primeras novelas,
del éxodo de campesinos hambrientos y la muerte del asno Jeremías, que era
el sostén de la familia. El asno sabía que la hierba del desierto es venenosa,
por eso roía la corteza de los árboles y los cactus punzantes, pero más tarde,
sin poder resistir más, comió hierba venenosa y soltó un grito lastimero para
despedirse de la vida.
Amado es más conocido en el extranjero que en su propio país. En 1954,
en el aeropuerto de Recife, donde hacía un calor sofocante, merodeaba un
fotógrafo al acecho de viajeros célebres. Alguien le aconsejó que me tomara
una fotografía. Me dijo: «He fotografiado tres veces a Jorge Amado, pero sólo
una vez un periódico me compró la foto». Jorge alcanzó la fama con la
publicación de Gabriela. Flaubert decía de madame Bovary: «Emma, c’est
moi». Algunos se sorprenden: aquel soltero escéptico, sarcástico, no se
parecía en absoluto a una voluble señora de provincias. Pero Gabriela es
realmente Amado, y todos los que le conocen saben ver la afinidad que hay
entre él y esta mujer generosa, libre de espíritu, dócil y rebelde a la vez.
De los amigos de mi juventud sólo unos pocos sobreviven: algunos fueron
asesinados, otros murieron en la cama. Amado podría ser mi hijo, pero se ha
convertido en un amigo íntimo; sé que en el otro extremo del mundo vive un
hombre que no tendrá dudas, que no olvidará, y esto significa mucho para mí.
Recuerdo el día en que se celebró el nacimiento de la hija de Jorge y Zelia
en Dobříš; a la niña le pusieron de nombre Paloma, como la hija de Picasso. A
Nicolás Guillén le habían mandado desde Cuba una botella de ron blanco.
Pablo Neruda la cogió y preparó un cóctel. Guillén se enfadó como un niño:
¡quería ser él quien convidara a todos a aquella rareza cubana! Nicolás tiene
algo infantil: le gustan los aplausos y las medallas; para él la fama es como un
árbol de Navidad, con lucecitas brillantes y petardos. Había permanecido
muchos años en el exilio, lleno de nostalgia por Cuba. Un día en que
caminábamos juntos por el boulevard Saint Michel de París se quejó de su
soledad. De repente dos muchachas se detuvieron y se quedaron mirándonos
fijamente, una de ellas le pidió a Guillén que le firmara un libro de poemas
suyo. Enseguida se puso de buen humor y, cuando nos despedimos, me dijo:
«¡Fíjate, también tengo lectoras en París!».
Sus versos son excepcionalmente musicales. Están relacionados con las
canciones de los negros y de los mulatos cubanos. Sabe recitarlos de
maravilla y, tamborileando los dedos sobre su dentadura, crea deliciosas
melodías. Se unió bastante pronto a la lucha revolucionaria, aunque su destino
individual no parecía abocarlo a ella. Era hijo de un senador, un poeta de
talento, cuyo primer libro había sido elogiado por el exigente Unamuno.
Durante la guerra civil Guillén estuvo en España. Después conoció las
cárceles de Batista. Escribió poemas cortos sobre su querido país: «Un pájaro
de madera | me trajo en su pico el canto; | ¡Ay, Cuba, si te dijera, | yo que te
conozco tanto, | ay, Cuba, si te dijera | que es de sangre tu palmera, | que es de
sangre tu palmera, | y que tu mar es de llanto!».[1]
La Guerra Fría estaba en pleno apogeo, y esto a veces confería a nuestra
labor un carácter romántico. El Segundo Congreso tenía que celebrarse en
Sheffield, pero, dos meses antes de la fecha prevista, nos llegaron de
Inglaterra noticias desalentadoras: según todas las evidencias, el gobierno
británico intentaba frustrar nuestros planes. Pedimos a los polacos que nos
buscaran una sede adecuada y reservamos billetes de avión. Pasamos una
noche memorable: Joliot-Curie y un grupo de delegados viajaron en tren de
París a Londres y cruzaron en barco el Canal de la Mancha. Por la noche, en
Praga, recibimos una llamada de Londres: «No han dejado pasar a Joliot». Por
la mañana intentamos localizarle por teléfono. Había muchos puertos: ¿dónde
se encontraba? ¿En Calais, en Boulogne, en Le Havre? Mademoiselle
Boulogne (así se suele llamar a las operadoras) fue sumamente amable y nos
dijo que haría todo lo posible por encontrar a Joliot; poco después nos
comunicó que se hallaba en Dunkerque. Mademoiselle Dunkerque también se
mostró muy amable y nos puso en contacto con Joliot, que estaba almorzando
en un pequeño café cerca del puerto. Farge habló primero con él, luego me lo
pasó a mí. Fue una reunión bastante particular, telefónica. Una hora después
transmitíamos un comunicado de prensa: el congreso se trasladaba a Varsovia.
En aquellos años las sesiones del Consejo Mundial fueron frecuentes.
Cuando participaban Joliot, Farge, Nenni, Donini o Fadéiev, el público
llenaba la sala. A veces también había sesiones aburridas. Todo el mundo
quería expresar su opinión, se organizaban sesiones nocturnas y, al amanecer,
el presidente hacía lo imposible para no dormirse mientras el orador
exclamaba con vehemencia ante una sala vacía: «¡No debemos bajar la
guardia!».
Recuerdo que, uno de esos días grises, vi a Shostakóvich; estaba sentado
con los auriculares puestos; su rostro parecía sombrío. Me acerqué a él, me
dijo en un susurro que le estaban distrayendo del trabajo y que se veía
obligado a escuchar… Le dije: «Pues no escuche, quítese los auriculares».
Shostakóvich se negó: «Todo el mundo sabe que no hablo lenguas extranjeras,
dirán que es “una falta de respeto hacia la organización”». Al día siguiente
volví a verle con los auriculares, pero esta vez con el semblante feliz. Me
explicó: «¿Sabe? Los he desconectado… Ahora no oigo nada. ¡Es
maravilloso!». Como siempre, hablaba deprisa, como una ametralladora, y
parecía un niño que había conseguido engañar con astucia a los adultos.
La adhesión a nuestro movimiento costó cara a muchas personas: los
abades Boulier y Gaggero fueron exclaustrados, a algunos profesores les
privaron de sus cátedras, Isabelle Blume perdió su escaño en el Parlamento:
los socialistas belgas la expulsaron del partido. Blume consagra actualmente
todo su tiempo y sus fuerzas a la lucha por la paz. Ni siquiera los más jóvenes
tienen, como ella, la energía para subirse a un avión con destino a México
para pasar unos días y empalmar, inmediatamente después, con un viaje a
Indonesia para participar durante una semana en un congreso, yendo de
comisión en comisión, esforzándose en convencer o tranquilizar a alguien,
ocupándose de cualquier tarea, hasta la más nimia, para marcharse luego dos
semanas a Japón. Su padre era clérigo, su hijo es comunista y ella, una
luchadora.
A Pierre Cot lo había conocido en París en los años del Frente Popular;
cuando nos volvimos a encontrar en Moscú fuimos juntos a Tula a visitar el
escuadrón Normandía, pero sólo llegué a conocerlo de verdad en la época de
la que estoy hablando. Jurista y gran político, fue diputado durante décadas y
varias veces ministro; por su formación era para mí un hombre de otro mundo,
como un pájaro para un pez o un pez para un pájaro. No obstante, con él
siempre me he sentido a gusto; tal vez porque nunca ha sido cazador ni
pescador, porque ama el arte y porque sabe que incluso los que piensan del
mismo modo pueden ser muy diferentes. A menudo pasábamos despiertos
noches enteras estudiando el texto de una declaración o una recomendación
(nadie recordaría después aquellos textos, pero a veces discutíamos durante
horas por un adjetivo, como si el destino de la humanidad dependiera de ello).
En las resoluciones clásicas se repetía a menudo la expresión «considerando
que». Pierre Cot es capaz de «considerar» las peculiaridades de este o aquel
individuo: una cualidad muy extraña en el ambiente de los políticos. Es un
excelente orador, pero en sus discursos no hay rastro de retórica: es preciso,
lógico y trata de convencer a quien no piensa como él. Durante muchos años
fue uno de los dirigentes del Partido Socialista Radical, el partido más
heterogéneo del mundo, que unía a personas de todo el espectro ideológico; no
obstante, pocas veces me he encontrado con un político occidental tan
disciplinado. Pierre Cot polemizaba, pero luego, cuando se daba cuenta de que
no podía convencer a sus oponentes, se sentaba y escribía el borrador de una
resolución que expresaba el punto de vista de la mayoría, aceptando la opinión
de aquel con quien había discutido y exponiéndola de manera más convincente
que su antagonista.
D’Astier tenía un nombre muy largo: Emmanuel-Raoul d’Astier de la
Vigerie. Pero él es incluso más largo que su nombre: si entra en una sala se le
distingue enseguida. Su aspecto es el de un viejo aristócrata francés y, al
mismo tiempo, el de un clásico don Quijote. Es un diletante ejemplar tanto de
la política como de la literatura. Ha escrito algunos libros buenos, mitad
memorias, mitad ensayos; su obra gusta, pero los escritores, al elogiarlo,
nunca olvidan subrayar que se trata de un aficionado. En cuanto a los políticos,
no hay nada que decir: un don Quijote, en el Parlamento o en la redacción de
un periódico político, no sólo es un aficionado, sino un peligroso liante a
quien nadie consigue controlar. Tal vez por esto D’Astier se encontraba tan a
gusto en el seno del Movimiento de los Partidarios de la Paz del primer
período, donde había personas de toda clase, en las que el entusiasmo se
confundía con los razonamientos sobre el sentido de la vida, y el trabajo
organizativo con la diplomacia popular. En su estudio vi retratos de sus
antepasados: por ironías del destino todos habían sido ministros del Interior
en diferentes regímenes. D’Astier no se libró de la carga hereditaria: fue
ministro del Interior en el primer gobierno de la Francia libre. En Francia
estaban todavía los alemanes, y su autoridad se circunscribía sólo a Córcega.
No creo que fuera un buen ministro, pero algunos años después demostró ser
buen defensor de la paz. En cada encuentro del buró o del Presidium, en cada
reunión del Consejo Mundial de la Paz, me decía que estaba harto de
discusiones absurdas y de sesiones nocturnas, que todos éramos unos
dogmáticos y que nadie le volvería a ver en Praga o en Viena. Por alguna
razón me lo decía a mí, como si fuera yo quien le retuviera. Luego se iba al
hotel, leía un par de páginas de Montaigne o jugaba unas partidas de solitario
y entonces volvía a las sesiones más relajado, dispuesto a discutir el proyecto
de una nueva resolución. Susceptible como algunas mujeres, sin embargo es
leal a sus ideas y amigos. Tiene un carácter difícil, pero aprecio su amistad:
por mucho que se diga, el quijotismo escasea en nuestros días.
No puedo hablar hoy del Movimiento de los Partidarios de la Paz como si
fuera una cosa del pasado, porque sigue vivo y todavía participo en él.
Recuerdo aquellos años de máxima apoteosis, porque la amenaza de la guerra
atómica era tangible. Es cierto, Corea está muy lejos de Londres o de Nueva
York, pero las operaciones bélicas en Corea alarmaban a todo el mundo.
Aquel desdichado país ardía en llamas. Ciudades y aldeas eran arrasadas por
el napalm. Al principio, el ejército de Corea del Norte ocupó casi la totalidad
del territorio coreano, pero luego se inmiscuyó Estados Unidos y sus tropas
alcanzaron la frontera con China. Aquello empujó al ejército de este país a
entrar en combate. Muchas personalidades políticas y militares
estadounidenses abogaron por el uso de las armas atómicas. Algunos
senadores exigieron el lanzamiento de bombas nucleares sobre Moscú.
Cualquier francés o italiano sabía que la Unión Soviética tenía armamento
nuclear y que su casa y su familia podían ser también destruidas. La lucha por
la paz se había convertido en un asunto de todos.
Por supuesto, el Movimiento de los Partidarios de la Paz conoció triunfos
y fracasos. El Llamamiento de Estocolmo fue suscrito por personas de lo más
variopintas: Thomas Mann y los analfabetos de Guinea, ministros brasileños y
jeques de países musulmanes, Henri Matisse y los cuáqueros. Alentados por el
éxito, propusimos que firmaran el llamamiento las cinco grandes potencias,
Estados Unidos, la Unión Soviética, China, Gran Bretaña y Francia. Para la
gente corriente, sin embargo, aquélla era una fórmula abstracta, porque todo el
mundo recordaba los numerosos pactos de no agresión firmados por Hitler.
Para los expertos en política internacional un acuerdo de paz era una utopía:
en 1951 era difícil imaginar a Truman y Mao Tse-tung sentarse a una mesa
redonda. Además, se puede firmar una vez, pero no es un acto anual; es mejor
no ser epígonos ni en las novelas ni en las actividades sociales. Pero la
demanda del cese de las operaciones bélicas en Corea tuvo eco en todas
partes.
A veces me pregunto por qué dediqué (y todavía dedico) tanto tiempo a un
trabajo que no me vino dictado ni por mi vocación ni por mi oficio. Nadie me
obligó a que lo aceptara, nadie me persuadió para continuar. Lo hice por
propia voluntad, pero me cuesta explicar la razón. Cuando mis amigos me
preguntaban si estallaría la guerra, respondía que no, pero me basaba más en
mi deseo que en mi valoración de los acontecimientos. Sin embargo, a
menudo, mientras paseaba por las calles de diferentes ciudades, me sentía
preso de la inquietud. Una vez, en Viena, me pareció que la guerra caminaba a
mi lado y que, igual que yo, escrutaba el interior de las ventanas iluminadas. A
veces maldecía las salas sofocantes donde tenían lugar disputas interminables
sobre la tercera frase del séptimo párrafo: además, no tenía a nadie con quien
poder desahogarme, sólo me quedaba recobrar el control de mí mismo y tirar
adelante. Se discutía sobre el bien y el mal, y estaba claro que el bien, a la
larga, lograría triunfar.
Echando la vista atrás, no me arrepiento de nada: hacíamos algo,
conseguimos algo. Dentro de treinta o cuarenta años, el historiador que ahora
está aprendiendo a leer dedicará un capítulo, o tal vez sólo algunas líneas, al
movimiento pacifista. No me compete decir lo que debería hacer, porque en
este tema soy parcial y, por consiguiente, es como si fuera ciego.
25

En 1951 cumplí sesenta años. Me organizaron un acto conmemorativo en la


misma sala de la Casa de Escritores donde se criticaban o ensalzaban autores
y donde se celebraban funerales. Guardo bastantes recuerdos de aquel día.
La velada estuvo presidida por A. A. Fadéiev, y Fedin pronunció un
discurso. Representantes de distintas editoriales, periódicos, revistas y teatros
leyeron palabras de felicitación semejantes entre sí: «Un tribuno apasionado»,
«una pluma afilada», «un luchador incansable por la paz», «libros que forman
parte del tesoro de la literatura soviética». Las galerías estaban llenas de gente
joven. Hacía mucho calor y las carpetas de piel artificial apiladas ante mí
desprendían un olor desagradable. Después leyeron en voz alta telegramas del
Consejo Mundial de la Paz, de Tuwim, de Nezval, de Neruda y de Amado. En
mi breve intervención, además de las expresiones de gratitud propias de las
celebraciones solemnes, hablé de lo que me inquietaba: «Como todo escritor,
he pasado por momentos de incertidumbre, dudas y silencio. Me sostuvo la
literatura rusa, nuestros predecesores, grandes y profundamente humanos.
Puede que no escribamos tan bien como ellos —el talento no se reparte por
igual—, pero uno no puede pensar, creer, sufrir y alegrarse peor que ellos…
Me acuerdo de unas hermosas palabras del poeta Belinski: “A él pertenece
por derecho la justificación de la noble naturaleza del hombre, así como a él
pertenece por derecho la denuncia de los falsos e irracionales fundamentos de
la sociedad que distorsionan al hombre”. Luchar contra esos falsos
fundamentos de los que habla Belinski en nombre de la dignidad humana es el
deber del escritor, aquello a lo que está predestinado. No es un notario de los
acontecimientos ni teje un relato literario de los mismos, no compone un
inventario de lo que existe en el mundo, sino que revela los tesoros del
corazón humano. Para mí, como para muchos de mis contemporáneos, no se me
revelaron enseguida la continuidad y universalidad de la cultura humana.
Solemos leer la historia capítulo por capítulo, sin relacionarlos entre sí, y a
veces la geografía es un obstáculo para tener una visión más próxima de la
historia. Mientras tanto, continúa la carrera de relevos portando la antorcha, el
fuego de Prometeo pasa de mano en mano… El hombre envejece, se cansa más
fácilmente, su pulso se acelera con menor frecuencia. Pero para el escritor no
existe la vejez: vive por las pasiones no desveladas, por los libros no escritos,
se siente joven hasta el momento en que le es arrebatada, esta vez para
siempre, su hoja de papel, pero no por la mano de un hombre, sino por la
muerte. Si digo esto es porque aún siento la urgencia de escribir».
El secretariado de la Unión de Escritores decidió aprovechar el
aniversario para publicar mi obra en cinco volúmenes. Esta edición me causó
un sinfín de problemas: casi cada página de mi producción —que había
aparecido en muchas ediciones anteriores— fue examinada con lupa. Por
casualidad, aún guardo una copia de la carta que envié a las altas instancias en
enero de 1953 en la que pedía protección contra este ultraje. Además de
obligarme a introducir varias modificaciones en el texto, me presionaron para
que cambiase algunos nombres en las dos novelas cortas El segundo día y Sin
aliento: «En ambos libros, escritos sobre el pueblo ruso, que, junto con
personas de otras nacionalidades, construye fábricas y transforma el norte, hay
demasiados apellidos de raíz no autóctona». A esto le seguía una lista de
diecisiete apellidos (entre doscientos setenta y seis) de El segundo día y
nueve apellidos (entre ciento setenta y cuatro) de Sin aliento. Y pensé: «¿Y
qué pasa con el apellido de la cubierta?».
Con el anticipo de la publicación compramos una casa de madera en la
cooperativa NIL, acrónimo de Naúka, Iskusstvo, Literatura [Ciencia, Arte,
Literatura]. Este lugar no se parece a los alrededores de Moscú: mi casa está
situada sobre una colina de pendiente abrupta, por debajo discurre el Málaia
Istra. No es más que un arroyo, pero en abril, cuando se funde la nieve, crece
tanto que, dando rienda suelta a la fantasía, se le puede llamar Nilo, y más
teniendo en cuenta que la parada de tren se llama Novi Ierusalim. Alguna vez
los moscovitas, bromeando, llamaban al distrito de Zvenígorod la «Suiza de
Moscú». El poblado toma su nombre del monasterio Novi Ierusalim,
construido por decreto del patriarca Nikon en el siglo XVII. Los alemanes,
antes de su retirada, destruyeron el campanario y provocaron graves
desperfectos en la catedral; en 1950 todavía se podían encontrar azulejos de
colores tirados por el suelo, una mezcla de Florencia con Persia. Chéjov había
vivido en la pequeña población de Voskresensk (ahora Istra), trabajaba en el
hospital del zemstvo, escribía cuentos y descansaba a la sombra de los viejos
árboles del monasterio. Planté lilas, jazmines y rosas. En invierno recibí una
llamada telefónica del consejo municipal de Istra: «Su dacha se ha quemado».
Con el dinero que recibí por los siguientes volúmenes, empezamos a
construir una nueva casa: los viejos cimientos de ladrillo habían resistido al
incendio. Recibíamos demasiadas visitas en nuestro pequeño apartamento de
Moscú, así que a partir de 1952 comenzamos a pasar la mayor parte del
tiempo en Novi Ierusalim. Crecieron los pequeños tilos que, gracias al
profesor V. P. Timoféiev, conseguí en el vivero de Timiriazev. Este libro lo he
escrito sentado frente a la ventana: en invierno el blanco lo inunda todo,
mientras que en agosto las flores del corto verano nórdico estallan en vivos
colores.
Fui totalmente sincero cuando dije, en la celebración de mi aniversario,
que sentía la urgencia de escribir. Quería dejar por escrito lo que había visto y
sentido, hablar de las penas, las dudas y las esperanzas. El final de la década
de 1940 y principios de la de 1950 fue, tal vez, la época más difícil tanto para
nuestra literatura como para el pueblo soviético. La gente no dejó de trabajar
con empeño, de reconstruir las ciudades destruidas, de levantar y abrir
canales. Un pueblo espiritualmente débil o desesperado nunca podría haber
hecho lo que hizo el pueblo ruso después de la guerra. Las condiciones de
vida eran difíciles. Moscú o Leningrado les parecían el paraíso a los
habitantes de Sarátov, pero en Engels hablaban con envidia de las tiendas de
Sarátov. Sin embargo, cuando digo que fueron tiempos difíciles no me refiero
sólo a las privaciones materiales. Quienes avanzaron arduamente desde el
Volga hasta el Spree no podían reconciliarse con la torpe burocracia, con el
carácter ilusorio de las cifras aparecidas en las estadísticas, con las palabras
habituales de «mejor no hacerlo». A ojos de un observador imparcial, la
iniciativa, la mentalidad creativa, las relaciones humanas estaban atrapadas en
el hielo, pero bajo el hielo corrían las aguas animadas de los sentimientos
profundos, las palabras no dichas, la conciencia. Sobre este río también quería
escribir. Pero, en lugar de eso, trabajé sin levantar la cabeza en una novela
sobre un senador estadounidense, sobre las intrigas de la agencia de prensa
Transok, sobre la vejez del profesor Dumas, sobre el estúpido sastre McHorne
y las cancioncillas que entonaba.
He dicho ya que en 1917 y 1918 escribí poemas malos; entonces todavía
no tenía treinta años. Pero cuando escribí La novena ola tenía sesenta. Por
supuesto, podría hacer referencia a algunos de mis colegas, que en esos años
también escribieron libros flojos, pero el escritor responde de sí mismo antes
que nada. ¿Por qué me arrepiento de haber escrito La novena ola? No porque
algunos hechos históricos estén descritos con inexactitudes, pues juzgué según
los datos que estaban disponibles por aquel entonces y, en cualquier caso, son
detalles, no es lo importante. Desde la década de 1920, los críticos me habían
reprochado que hiciera periodismo en mis novelas. No me convencieron:
buscaba una forma nueva para la novela; creía que no podía separar el destino
de la gente de los acontecimientos que llenaban las páginas de los periódicos.
Nunca he pedido a nadie que siguiera mi ejemplo: no hay, como en cualquier
otra disciplina, dos escritores iguales. Yo soy uno de esos autores que se
siente muy ligado a lo que a veces llamamos airadamente «la actualidad» y
que a veces, diez años más tarde, se convierte en un capítulo de la historia,
Julio Jurenito, El segundo día, La caída de París y La tempestad nacieron de
los hechos que, en su día, podrían haberse llamado «actualidad». El autor no
es un buen juez de sus libros, pues en lo que ha escrito ve a menudo lo que
quería escribir; tal vez los libros que he nombrado son flojos, pero al menos
surgieron de una necesidad interior. ¿Por qué comencé a escribir La novena
ola en 1950? Podría responder que no lo hice por dinero, pero apenas
explicaría nada. Durante la guerra no pensé en escribir una novela. Sabía que
era imposible. En 1950 la Guerra Fría recrudeció, sólo quedaba glorificarla o
maldecirla, exacerbarla o intentar apagarla, pero entender lo que estaba
pasando, penetrar en el corazón del enemigo, era algo de lo que nadie era
capaz. Los artículos que escribí entonces podrán ser malos o buenos, justos o
injustos, pero no los repudio. Escribir una novela, sin embargo, y por
añadidura una muy extensa, era una barbaridad. Lo entendía de forma vaga,
pero lo que me empujó fue el deseo de mostrar el temperamento de nuestro
pueblo. Me consolaba con la esperanza de que sería capaz de explicar una
pizca de verdad.
Recuerdo un día con Sávich, que había leído los capítulos acabados, en
que, pasando de las risas a la amargura, discutimos sobre la manera en que el
escritor debía abordar los personajes soviéticos. Dijimos que si los maestros
calumniaban y difamaban al profesor Sómov, su colega debería recibir una
reparación del secretariado regional del Partido. Si Ósip se daba de bruces
con la cruel realidad en Kiev, debería ser inmediatamente rescatado
espiritualmente por sus compañeros de armas. Si Valia finalmente caía en la
cuenta de que no tiene talento y de que las obras representadas en el teatro son
aburridas y carecen de alma, si caía en la desesperación, el espectador
desconocido se lo agradecería encarecidamente. Si el director de la fábrica
era un burócrata y no quería poner en producción la trilladora que ha
inventado un joven ingeniero, Moscú daría su apoyo al inventor. Si ocurría un
desastre natural, la gente debería sobreponerse rápidamente, y si un hombre
caía en la desesperación su afectuosa mujer o un amigo atento le echarían una
mano.
La acción de mi novela transcurre en diez países; menos de un cuarto del
libro está dedicado al pueblo soviético y son capítulos azucarados. Minaiev,
uno de los personajes de La tempestad, que luego recuperé para La novena
ola, sueña con escribir una novela sincera sobre la guerra; en el libro incluyo
extractos de las notas que ha tomado para este propósito, por ejemplo:
«Nuestro amor es muy austero», dice Vera. «Si nos matan poco importa, pero
si salimos con vida, tendremos que inventarnos algo». Otras notas tratan sobre
el trabajo, la camaradería y la vida en general. Sin embargo, en 1954 Minaiev
no pudo haber escrito el libro que tenía en la cabeza. Y lo que escribí fue una
mala novela.
En la primavera de 1951 tuve un encuentro con estudiantes del Instituto de
Literatura. Les expliqué cuál era mi opinión sobre el proceso creativo.
(Literatúrnaia gazeta publicó una versión algo suavizada de mi charla).
Recordé a los oyentes el consejo de Lev Tolstói al autor novel Leonid
Andréiev: si un escritor se plantea escribir un libro pero no siente la
necesidad de escribirlo, mejor que no lo haga. Estas palabras son un juicio
severo sobre La novena ola: no sentía la necesidad de escribirlo.
En enero de 1953 Fadéiev, desde el hospital, me envió una extensa carta
sobre La novena ola; hacía algunos comentarios críticos pero decía que, en
conjunto, era «poderosa y humanitaria», que contenía un «potente oleaje de
fuerzas populares, un diluvio humano». Al mismo tiempo Aragon equiparó La
novela ola con La caída de París y La tempestad. De todas formas no me creí
estas generosas opiniones porque sabía perfectamente que había cometido uno
de los peores errores que pueden achacarse a un escritor. Acabo de coger el
libro, he pasado las páginas y me han entrado ganas de canturrear las
cancioncillas del sastre estadounidense.
No hace mucho eché un vistazo al archivo de Literatúrnaia gazeta de los
años 1951-1952. En los artículos de fondo se repetía invariablemente lo del
«florecimiento sin precedentes del trabajo creativo». Se incluían galerías
fotográficas de los ganadores de premios literarios, pero era imposible prever
a quién señalaría la desgracia. Durante un mes entero pusieron en la picota a
los escritores ucranianos: Korneichuk y Wanda Wassilewska habían pecado
por escribir el libreto de una ópera; Sosiura había publicado un poema que
alguien desaprobaba; se recordaba que en 1945 Rilski había compuesto
«versos nocivos». Pervomaiski recibía nuevas críticas: ahora, al parecer, se le
tildaba de «cosmopolita» y de «nacionalista burgués». Otro número estaba
dedicado al crítico Gurvich, que había escrito una reseña sobre la novela
Lejos de Moscú. Fadéiev y Surkov admitieron que habían recomendado la
publicación de la reseña, de la cual Pravda afirmó que «vertía opiniones
antipatrióticas». El editor de Novimir, A. T. Tvardovski, «reconoció por
completo su error». Algunos artículos parecían actas judiciales, aunque hoy
día es difícil entender la naturaleza de los crímenes.
Literatúrnaia gazeta publicaba varias necrológicas: habían muerto
Vishnevski, Platónov y Pavlenko. Luego seguían los aniversarios: los de Hugo
y Gógol.
El admirable monumento a Gógol fue trasladado primero del bulevar al
monasterio Donskói y después al patio de la casa donde había muerto. Y todo
porque el Gógol de bronce estaba allí sentado, absorto en su melancolía,
mientras que a un escritor, en aquellos tiempos, se le suponía siempre de buen
humor.
Por supuesto, incluso en aquellos años de escasez había algunos placeres
para el público lector: Vasili Grossman escribió un libro sobre la guerra que
contiene excelentes capítulos; Vera Pánova publicó extractos de su nueva obra
Las estaciones del año, en la que por primera vez vi aparecer en la literatura
a los adolescentes de la posguerra. Leí Rayonnie budni [La vida cotidiana en
un distrito] de Ovechkin y una novela corta del joven Granin. Por supuesto me
estoy dejando a muchos fuera, pero me cuesta recordar cuándo me cayó en las
manos este o aquel libro.
Martínov solía visitarme en aquella época. Hablaba poco, incluso diría
que se sentía algo cohibido y parecía ajeno a cuanto le rodeaba. Una vez le
presenté a Pablo Neruda. Martínov quedó maravillado por el poeta chileno, de
la misma manera que los fenómenos de la naturaleza —aguaceros, sequías, el
deshielo de la nieve y el viento— siempre cautivaban su imaginación.
Escribió un poema dedicado a Neruda en el que le describía como en los
periódicos: poderoso paladín, legendario bardo. Pero Neruda entendió a
Martínov: «Es un poeta de verdad, ve otro mundo ante sus ojos, el mundo del
arte». Después de 1946 la poesía de Martínov no se volvió a publicar.
Continuó escribiendo; de los bolsillos sacaba trozos de papel arrugados y me
los leía en voz alta, siempre me admiraba su fuerza poética: la meteorología
había devenido épica. Bebía distraídamente té y respondía de forma
descuidada. Aquéllos fueron los años de su cénit poético. En 1955 cumplió
cincuenta años. Gracias a la insistencia de los poetas jóvenes, se celebró una
recepción en su honor en la Casa de los Escritores durante la cual recitó sus
poemas. Al parecer, yo era el único de los escritores de las viejas
generaciones. Después los representantes de los grupos literarios de las
fábricas moscovitas y las empresas ferroviarias pronunciaron discursos.
Todos dijeron que los poemas de Martínov, que conocían gracias a las copias
manuscritas, les habían ayudado a comprender la poesía moderna. La suerte
del poeta cambió: unos meses más tarde se publicó un libro suyo.
También me leyeron sus versos los más jóvenes: Vinokurov, Mezhírov y
Urin. Escribí sobre Vinokurov en Smena vej; entonces aún era muy joven, pero
en sus modestas poesías había versos buenos e inteligentes.
Solía visitarme Mandel, un estudiante del Instituto de Literatura que
después de muchas tribulaciones se convirtió en el poeta Korzhavin. Era una
persona muy confusa, a veces impredecible; se enzarzaba en discusiones con
los profesores y escribía poesía para él y sus amigos. El manuscrito de
algunos de sus versos cayó en manos equivocadas. Mandel fue convocado,
pero tuvo suerte: la persona que tuvo que lidiar con el tema era alguien cabal
que sólo le avisó de que no escribiera más poesías de ese tipo. Poco después
Mandel fue arrestado, pero entonces también le sonrió la suerte: le exiliaron
tres años a una remota aldea siberiana. Su padre, encuadernador, y su madre,
doctora, le enviaban algo de dinero. El poeta leía, pensaba y escribía. Cuando
lo volví a ver había madurado; me contó que había ido a Karaganda por cuenta
propia, sin esperar a que le enviaran allá, y que se puso a estudiar en el
Instituto de Ingeniería de Minas; seguía escribiendo poesía pero no quería
depender del gusto de las editoriales; me leyó la introducción a un poema en el
que decía que ninguna época era fácil y que el hombre tenía la responsabilidad
última de todo. Hace poco me envió su primer libro de poesía.
Se organizó en Moscú una conferencia de poetas jóvenes y me pidieron
que participara en uno de los seminarios. Leí una docena de manuscritos:
relatos y novelas. En casi todos había páginas logradas pero se percibía cierto
malestar. Hablando con los jóvenes prosistas me di cuenta de que
comprendían la vida y entendían a la gente. Uno de ellos admitió: «Ya sé que
no es bueno… Pero ¿qué le vamos a hacer? Es difícil escribir una novela para
que se quede en un cajón».
Me sentí atraído por la nueva generación. Durante dos años dirigí un
círculo literario en la Academia Timiriazev. Casi todos los participantes
escribían poesía. No pretendía hacer de ellos unos poetas, algo que, a mi
parecer, es imposible. Pero uno puede enseñar a leer poesía y elevar la cultura
estética, y eso es lo que intenté hacer. Me resultaba interesante hablar con
jóvenes de veinte años, casi todos ellos hijos de koljosianos o agrónomos
provinciales. Un día, un estudiante que volvía a casa conmigo me preguntó de
repente: «¿Por qué en los periódicos no se publican poemas de amor? Leemos
a Lérmontov, Blok, Yesenin y Pasternak. Pero ¿quién escribe así ahora?». Al
final de la conversación me dijo: «Para cuando acabe la academia tal vez haya
aprendido o no a escribir poesía, pero estoy seguro de que siempre la leeré.
Probablemente dentro de cinco años también publicarán poemas de amor». Un
año después Volodia Kokliáiev murió ahogado en un estanque.
En 1950 me visitó el poeta Borís Slutski. Lo había conocido en vísperas
de la guerra, pero luego no nos habíamos vuelto a encontrar. Cuando empecé a
escribir La tempestad, alguien me trajo un voluminoso manuscrito: las notas
de un oficial que había participado en la guerra. Entre sus interesantes
observaciones, lacónicas aunque a menudo expresadas de forma magistral,
descubrí un poema sobre el destino de los prisioneros de guerra soviéticos
titulado «La fosa de Colonia». Decidí que aquellos versos tenían un tono
folklórico y los incluí en mi novela. Eran de Slutski. Me leyó un poema sobre
unos caballos que mueren en un transporte militar por culpa de una mina. Sentí
una afinidad instantánea hacia la poesía de Slutski. Después traté de definirla,
hablé de su carácter popular, me referí a Nekrásov. Puede que en el artículo no
lograra expresar lo que pensaba de él. Slutski nunca había escrito sobre el
amor a una mujer o a la naturaleza: su musa era un soldado de transmisiones en
el frente, araba con la ayuda de una vaca o transportaba piedras a una obra.
Poco después de la muerte de Stalin me recitó: «El tiempo del espectáculo ha
acabado, es el tiempo del pan, se ha concedido una pausa para fumar a todos
aquellos que asaltaron el cielo». Nunca habría pensado que podría conversar
con un hombre treinta años menor que yo como con uno de mis
contemporáneos, y resultó que era posible. Lo que ayudó, sin duda alguna, fue
haberme hecho amigo de Slutski antes de la «pausa para fumar».
Los versos de los demás me daban fuerzas: la poesía (a veces, como en
otro tiempo, oral) vivía. Sin embargo, el río invisible del que he hablado antes
fluía más caudaloso en la vida.
A principios de 1950 me eligieron diputado del soviet de las
Nacionalidades por un distrito de Riga. En las asambleas preelectorales se
hablaba en letón, las chicas me ofrecían flores, lilas blancas que parecían
hechas de tela, y, al tendérmelas, hacían una pequeña reverencia. Mis
electores apenas se dirigían a mí: como vivían en la capital de la república,
preferían cursar cualquier demanda o reclamación a los diputados locales. Un
año después fui elegido para el Soviet Supremo de la RSFSR por la ciudad de
Engels y los distritos adjuntos. Fue entonces cuando comprendí que el trabajo
de diputado no es una sinecura.
Antes de la guerra Engels había sido la capital de la República Autónoma
de los Alemanes del Volga. La ciudad y los alrededores estaban habitados casi
exclusivamente por trabajadores de reciente inmigración. La gente aún no
había tenido tiempo de adaptarse a las nuevas condiciones: los ucranianos se
helaban en invierno, los rusos maldecían el viento seco. Ya he dicho que en
aquellos años todo el país, a excepción de los centros de producción y algunas
regiones de cultivos industriales, tenía que apretarse el cinturón. Sarátov
estaba mejor abastecida que Engels, pero era difícil llegar en tren: en invierno
la carretera atravesaba el Volga helado en verano surcaban el río pequeños
buques de vapor, pero en primavera y otoño los habitantes de Engels tenían
que limitarse a mirar con tristeza las luces de Sarátov. Las autoridades locales
me pidieron que obtuviera para la ciudad de Engels un mejor abastecimiento.
Lo intenté pero fue en vano. Sin embargo conseguí ambulancias: el ministro me
recibió, tal vez por curiosidad, porque al fin y al cabo yo era un escritor; me
habló de literatura, pero yo estaba decidido a no irme de allí sin las
ambulancias. Engels es una ciudad larga y extensa, con zonas sin pavimentar y
calles mal iluminadas. Contribuí a conseguir autobuses. Todo esto era para mí
una especie de calvario: tenía que pasar por distintos ministerios, discutir
largo y tendido, y tener mucha paciencia. También ayudé con la biblioteca:
resultó que había muchas ediciones raras en alemán pero pocos libros en ruso.
Organicé la renovación del catálogo, lo cual tampoco fue tarea fácil: eran
necesarios los permisos de distintos centros y las firmas de personas bastante
inaccesibles.
La gente feliz no acude al médico ni a los diputados. Los domingos cientos
de personas se inscribían en la lista de quienes querían verme: un hombre se
quejaba de que él y su familia no podía seguir viviendo en ocho metros
cuadrados; otro protestaba porque a su padre lo habían condenado
injustamente; un tercero porque no le daban trabajo en su especialidad.
Conseguí que un fiscal revisara un caso (decenas de otras peticiones quedaron
desatendidas), una prótesis para un inválido de guerra, la compra de una
medicina en Estocolmo para una mujer que me dijo que salvaría la vida de su
hijito, así como libros y semillas. Éstos eran los «asuntos menores», pero me
hacían sentir mejor durante una hora o más, en íntimo contacto con la vida
cotidiana de miles de personas.
Mi oficina estaba en el ayuntamiento de la ciudad y quienes iban a verme
hablaban en voz baja; a menudo me pedían que no nombrara a sus
agraviadores: «Usted se irá y ellos se vengarán». Unos años más tarde la vida
cambió. Me eligieron diputado por Daugavpils (en ruso, Dvinsk), una ciudad
que había sido destruida durante la guerra, donde se agolpaba gente de
diferentes nacionalidades, donde miles de mujeres soñaban con un empleo,
donde, después de haber construido un Instituto Pedagógico con una escalera
lujosa, no consiguieron encontrar alojamiento para los profesores. Allí,
cuando los ciudadanos venían a verme, protestaban violentamente y no
dejaban que entraran en mi despacho los colaboradores del soviet urbano.
Pero esto último ocurría en 1955, y ahora hablo todavía de 1952.
Viajé por la estepa de Zavolzhia, en los pueblos me desbordó la cantidad
de quejas y peticiones. En un koljós me dijeron que se habían cavado pozos
artesianos y que habían pagado por ellos, pero no había agua; en otro se
quejaban de que no conseguían materiales de construcción y de que la escuela
se había instalado en una casa donde vivía gente; en un tercero los jóvenes
estaban indignados: «En Engels nos prometieron que enviarían una compañía
de teatro pero sólo se presentaron tres actores; interpretaron únicamente
fragmentos de la obra, y ésta era mortalmente aburrida, sobre el líder de un
grupo que conoce la mejor manera de sembrar y el presidente, que se opone.
Nosotros ya sabemos de qué va todo eso. Queremos teatro de verdad». Uno
añadió: «Ojalá trajeran Hamlet. Lo vi en Sarátov, ¡qué dialéctica! Me pasé un
mes entero dándole vueltas».
En otro koljós me invitaron a cenar, me sirvieron huevos y cerveza. La
presidenta dijo: «Debería ayudarnos a resolver una cuestión de la cual he
discutido con ella algunas tardes». «Ella», que resultó ser la contable, me
dijo: «A mi modo de ver, Serguéi tenía razón en no llevar a Madeao a Moscú.
Yo llegué aquí procedente de Gzhatsk. Se podría decir que, en mi caso, el país
es el mismo, que entiendo la lengua, pero no consigo acostumbrarme. De
noche, cuando me acuerdo de mi casa, la que quemaron los alemanes, me
pongo a llorar como una tonta… Pero si trajeran a una mujer francesa aquí, no
tendría a nadie con quien hablar, se consumiría». La presidenta, una mujer
enérgica y con semblante autoritario, objetaba: «El ser humano debe tener
sueños. A veces te despiertas, has tenido un buen sueño y te sientes llena de
rabia: ¿por qué uno no puede llevar consigo su sueño? Trabajar en el campo se
haría menos pesado».
Crecía el grado de conciencia de la gente. En la estepa, en una escuela
rural, los niños recitaban: «Pero él, rebelde, pide tormentas…».[1] Entraban en
la vida con un sueño. Hoy todos han cumplido la veintena y cuando observo a
nuestros jóvenes, exigentes, pensativos, a veces ruidosos, me viene a la
memoria aquel muchacho de primer curso, de cabellos castaño claro, que
declamaba a Lérmontov. Las alumnas de séptimo iban a Sarátov, visitaban el
museo y pensaban en el destino de Chernishevski. Una de ellas me dijo:
«Conocí a una chica en Sarátov que me dejó copiar unos versos de Yesenin.
Qué triste lo del pequeño potro».
Un día, en Engels, vino a verme un hombre de unos cincuenta años. Pasó
todo el domingo aguardando en la sala de espera a que llegara su turno. Lo
invité a sentarse, pero se quedó de pie y gritó: «¿Se puede creer que sólo haya
quince para una ciudad como Engels?». Yo estaba bastante aturdido después
de habérmelas visto con un centenar de visitas. Le pregunté a qué se refería,
mientras pensaba: ¿quince camas de hospital o quince tiendas? Al final, el
hombre se explicó. Con motivo del centenario, Goslitizdat había anunciado la
publicación de las obras completas de Victor Hugo mediante suscripción. El
gran escritor francés no se distinguió por su laconismo, vivió mucho y escribió
más. ¿Quién querría, en Engels, una edición de sus obras completas? Además,
no cabrían en una habitación. Pero mi visitante gritaba, encolerizado: «La
gente hizo cola desde la tarde, y luego, fíjese, sólo quince suscripciones para
toda la ciudad». Me alegré, por fin estaba seguro de poder satisfacer al menos
la petición de un elector: como miembro del comité organizador de los actos
conmemorativos, tenía derecho a una suscripción y le enviaría los libros. Pero
él negó con la cabeza: «A mí no me hace falta, soy el tercero de la lista y, por
tanto, tendré mi suscripción. Estoy hablando de la ciudad. ¡Es ofensivo!
¡Engels es una gran ciudad y sólo le conceden quince en total!».
En otra ocasión recibí la visita de un joven obrero. Tenía una cara
mofletuda, infantil, y se sentía cohibido; me contó confusamente que le habían
mandado hacer unas tareas de mantenimiento en la Casa de los Inválidos y que
allí, en su presencia, una anciana había explicado que le habían prescrito unas
gafas especiales, pero luego le habían dicho: «Puedes pasar sin ellas», y eso
que había sido profesora durante cuarenta y dos años: «Piénselo un poco,
camarada escritor, ella abrió los ojos a tanta gente y ahora no puede leer. Creo
que es una verdadera injusticia». Sostenía un libro y le pregunté qué estaba
leyendo. Vi que la pregunta le ponía todavía más nervioso: «Sabía que tendría
que esperar mucho tiempo antes de verle». Era un libro de texto de álgebra.
No, la maestra no trabajó en vano durante cuarenta y dos años; los
esfuerzos de los pedagogos, bibliotecarios, trabajadores de museos, actores,
conferenciantes y escritores no cayeron en saco roto. El pueblo ha pensado,
estudiado, madurado. La pequeña ciudad de provincia, las cabañas, los
pueblos enterrados en la nieve, las casuchas asimétricas…, todo parecía triste
y adormecido, pero la vida bullía, y si Literatúrnaia gazeta embellecía esta
vida al mismo tiempo la empobrecía, pues en realidad la gente vivía peor,
pero era más fuerte y espiritualmente más rica que los personajes de las obras
galardonadas en las tres categorías.
Me convertí en un apasionado de la jardinería. Planté dos castaños de
Indias, uno murió, el otro creció y ahora, en primavera, florece como si
estuviera en Kiev o en París. Sembré mucho; es una excelente ocupación: el
destino de un libro es incierto, pero si siembras unas semillas, por pequeñas
que sean, y cubres la caja con un cristal, al cabo de dos semanas aparecen
brotes verdes que luego es preciso trasplantar. Es un trabajo que requiere
cuidado y paciencia, pero que a la vez transmite sosiego. Mientras trabajas, no
puedes pensar en tus cosas, hay que estar atento, proteger los brotes de las
enfermedades, de los parásitos, y entonces florecerán sin más.
El lector se asombrará: ¿por qué después de hablar de los ciudadanos de
Engels me pongo a disertar sobre las extravagancias de un floricultor anciano?
No es casual. Mucha gente en el extranjero, y también algunos de nuestros
jóvenes, no entienden que la vida de la gente continúa, porque no puede ser
interrumpida. Nuestro pueblo había vivido muchas horas aciagas y, aun así,
seguía despierto, sentía, construía. Un jardín moscovita parece muerto en
invierno, pero tanto en los troncos como en las raíces se dan procesos
invisibles que preparan el florecimiento de la primavera. Todo esto es fácil de
entender ahora, pero en 1951 a menudo me asaltaba la desesperación.
26

En 1950 se instituyó un comité para otorgar el Premio Stalin de la Paz formado


por Aragon, Kuo Mo-jo, Andersen Nexø, Kellermann, Bernal, Dembowski,
Sadoveanu, Neruda, Fadéiev y yo mismo. Dicho comité estaba presidido por
D. V. Skobeltsin.
En la primera edición, junto con Joliot-Curie, fue premiada Soong Ching-
ling, la viuda de Sun Yat-sen. En septiembre de 1951 fui a China con Pablo
Neruda para entregarle el premio. Vinieron con nosotros la mujer de Pablo,
Delia, y Liuba. Hasta Irkutsk viajamos en tren: Pablo quería ver Siberia,
aunque fuera por la ventanilla del tren. Nos detuvimos en Irkutsk, donde nos
reunimos con algunos escritores. Neruda quería dar un vistazo al lago Baikal,
decía que había soñado con ello desde niño. Fuimos a visitar una estación
ictiológica, nos mostraron una extraña variedad de pez de aguas profundas.
Pablo quería probarlo. Por suerte, es difícil distinguir un pez de otro cuando
están fritos, y Neruda comió con deleite, pero, por supuesto, no se trataba de
uno de esos raros especímenes que nadaban en el acuario.
Aunque rompo con la regla que me he impuesto, quiero hablar de Pablo
Neruda y de algunas experiencias que compartí con él. Salvo Picasso, todas
las personas a las que he dedicado un capítulo en estas memorias ya han
fallecido: he querido evitar ofender o disgustar a nadie. Sin embargo, Pablo
Neruda es una figura legendaria, y de él se han escrito decenas de libros. Pero
yo hablaré de otro Pablo, a quien he visto no sobre el escenario de la Historia,
sino en espacios corrientes, en Madrid, en París, en Praga, en Moscú, en
Pekín, en Viena, en Santiago y en Isla Negra.
La última parte de este libro de mis memorias puede parecer demasiado
triste: la vejez, como se suele decir, no es motivo de alegría, y la época de la
que hablo, de 1945 a 1953, difícilmente se podría describir como feliz.
Hablaré más de las excentricidades de Pablo que de su espléndida poesía;
tengo ganas de sonreír, de volver a evocar los días transcurridos con él, y tal
vez el lector sonreirá conmigo.
Conocí a Neruda en Madrid, en 1936. Ese período se suele considerar un
punto de inflexión en su vida y obra. Personalmente creo que los «puntos de
inflexión» son una rareza. Neruda tenía entonces treinta y dos años y su
carácter ya estaba formado. Empezó a escribir versos pronto y en uno de sus
primeros libros, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, además
de revelar una considerable maestría, se había encontrado a sí mismo. En uno
de los poemas de dicha obra dice: «Como pañuelos blancos de adiós viajan
las nubes, | el viento las sacude con sus viajeras manos. | Innumerable corazón
del viento | latiendo sobre nuestro silencio enamorado».
Treinta años más tarde Neruda todavía escribía sobre el viento, el amor,
las despedidas. En 1936 la poesía de Neruda se ensanchó. Era a la sazón
cónsul de Chile en Madrid y veía a menudo a García Lorca, Rafael Alberti,
Miguel Hernández. De repente cayeron sobre la ciudad las bombas fascistas:
«Y por las calles la sangre de los niños | corría simplemente, como sangre de
niños».
Fue entonces cuando Pablo escribió su poemario España en el corazón, y
yo lo traduje al ruso. Nos hicimos amigos, pero enseguida nos separamos y no
volví a verlo en diez años.
Durante la guerra, Neruda fue cónsul de Chile en México. Leí su Canto de
amor a Stalingrado. Un tiempo después recibí una antología de mis artículos
sobre la guerra con un prólogo de Neruda, en el que maldecía a los estetas y
ensalzaba la Unión Soviética. Por aquel entonces se hizo comunista. De vuelta
en Chile compuso versos y participó en mítines públicos: trabajadores de
Santiago y Valparaíso, que nunca habían leído poesía, conocieron a Neruda.
Las elecciones presidenciales estaban a la vuelta de la esquina. González
Videla, que prometía una reforma agraria y la protección de los derechos
laborales, era el candidato comunista y Neruda hizo campaña en su favor.
Pero, una vez elegido, el nuevo presidente olvidó pronto sus promesas. Es
entonces cuando empieza la epopeya de Neruda más conocida. Fue acusado de
alta traición y, a principios de 1948, se presentó en el Senado y acusó
públicamente al presidente de la República de traidor. El poeta no tuvo otro
remedio que esconderse. No dejó de escribir, trabajó en su libro Canto
general. Ya he contado cómo se las ingenió para asistir al Congreso de París.
El amor de Neruda por Walt Whitman no obedecía sólo al hecho de haber
aprendido mucho de él, sino también a una especie de afinidad interior: son
poetas del mismo continente. Incluso en un tema tan universal como la paz,
Neruda se diferencia de los poetas europeos: «Paz para los crepúsculos que
vienen, | paz para el puente, paz para el vino, | paz para las letras que me
buscan | y que en mi sangre suben enredando | el viejo canto con tierra y
amores, | paz para la ciudad en la mañana | cuando despierta el pan, […] paz
para la camisa de mi hermano».
Desde entonces Neruda ha escrito decenas de libros y viajado a decenas
de países; aunque ha gozado de una gran fama, ha sido siempre fiel a sí mismo.
Cada vez que nos encontramos, por muchos años que hayan pasado,
comenzamos a hablar sobre el presente.
Se dice, y comparto la opinión, que Neruda parece una escultura de Buda
esculpida en una piedra inca (los dioses incas, sin embargo, eran crueles,
mientras que Pablo es buena persona). Su biografía estaba plagada de
vivencias tumultuosas, pero disfruta y siempre ha disfrutado del ambiente
relajado, de una conversación sobre lo humano y lo divino. Da la impresión de
ser un buda flemático, incluso perezoso, pero ha escrito muchísimo. Varios de
sus poemas son fragorosos, pero Pablo habla en voz baja; su tono no es el de
un tribuno sino el de un niño ofendido. Su amigo Baltasar Castro, diputado
chileno, suele explicar una anécdota sobre él. Al principio de su amistad,
Neruda le telefoneó para informarle de que un asunto molesto se había resuelto
felizmente. La voz, que parecía llegar de muy lejos, anunció con tono
apesadumbrado: «¡Hemos vencido, Baltasar!».
Neruda es un coleccionista apasionado, recoge todo tipo de objetos, pero
sobre todo enormes esculturas de madera, proas de los barcos de vela y
diminutas conchas marinas. En su casa de Isla Negra, a la orilla del Pacífico,
se ven brújulas antiguas, relojes de arena, cartas náuticas. Cuando el poeta
chino I Chin estuvo en su casa, le preguntó si se consideraba un capitán o un
marinero. Pablo respondió: «Soy capitán, pero mi nave está hundida». Era una
licencia poética: nunca he visto el barco de Neruda en peligro de hundirse, ni
siquiera ir a la deriva. En un museo de China, a Pablo le cautivó una pequeña
concha que no tenía en su colección. Habló tanto de ella que consiguió que los
cordiales anfitriones se la regalaran. Con voz triste, pero con una sonrisa feliz,
Pablo me habló durante dos horas del valor de aquella concha. En China, en
las tiendas de juguetes, compraba tigres de cartón. Los tigres tenían un aspecto
terriblemente feroz, pero era imposible mirarlos sin sonreír. (Entonces no
sabíamos que, diez años más tarde, los chinos llamarían «tigres de papel» a
los imperialistas estadounidenses).
Neruda es extraordinariamente sociable. En Praga, a cualquier hora que
fuera a verlo, había en su habitación gente sentada o de pie: comunistas
chilenos, poetas checos y periodistas de todas las nacionalidades. En
Santiago, Liuba y yo nos instalamos en su casa, y teníamos la impresión de
vivir en una plaza. Una vez quise cambiarme de ropa durante el día pero tuve
que desistir: en la habitación había un continuo ir y venir de las admiradoras
de la poesía de Neruda. Cada día, comían con él quince o veinte personas.
Una vez me preguntó en voz baja: «¿Sabes quién es ese tipo que está allá al
final, a tu izquierda?».
En verano de 1954 fui a Chile por invitación de Neruda: debía entregarle
un premio por la paz. Estaba contento de ver Estados Unidos Latina. Aunque la
Unión Soviética no tenía relaciones diplomáticas con Chile nos concedieron
los visados a Liuba y a mí. Pensaba que sería un viaje idílico. Aquel verano
los chilenos celebraban el quincuagésimo aniversario de Neruda. Además, la
Guerra Fría amainaba. Dos meses antes, en París, había entregado un premio a
Pierre Cot y todo había sido solemne, con la presencia de diputados de varios
partidos políticos en la ceremonia.
Había olvidado que Chile estaba lejos: cuarenta y ocho horas de vuelo
desde Estocolmo. Era agosto, pero allí era invierno, y además la Guerra Fría
estaba en todo su apogeo. En el aeropuerto de Santiago, la policía revisó con
curiosidad, pero sin faltar a la cortesía, nuestros pasaportes, y los agentes de
aduanas echaron un vistazo a nuestras maletas abiertas. Cuando nos dirigíamos
al vestíbulo, donde nos esperaban Neruda, Zelia y Jorge Amado, que había
venido también para celebrar el aniversario, aparecieron unos agentes de la
policía especial que, por alguna razón, llamaban «internacional». Vaciaron con
furia nuestras maletas. Me confiscaron todo lo que llevaba en el maletín. Traté
de quedarme el diploma que debía entregar a Neruda pero uno de los
oficiales, que tenía los músculos de un boxeador, me apretó las manos con
tanta fuerza que apenas pude contener un grito. Por suerte no encontraron la
medalla de oro, estaba en la bolsa de Liuba: si hubiese caído en las manos del
jefe de la policía no la habríamos vuelto a ver: era un corrupto al que poco
después arrestaron por haber traficado con pieles de astracán.
Se personó en el aeropuerto el presidente del Parlamento, Baltasar Castro,
pero ante la policía internacional él también tenía las manos atadas. Neruda
nos llevó a su casa, encendió el fuego de la chimenea —algo que hacía muy
pocas veces— y empezó a contarnos todas las maravillas que veríamos en
Chile.
Al día siguiente todos los periódicos publicaron mi fotografía. La policía
informaba de que había intentado introducir en el país algunos discos con
instrucciones secretas para los partidos comunistas de Chile y otros países
latinoamericanos, nombres codificados de células y cinco millones de pesos.
La última noticia fue inmediatamente desmentida por el Ministerio de Justicia
por temor a tener que devolver el dinero que la policía no puedo haberme
confiscado por la sencilla razón de que no lo tenía. Tampoco discos con
instrucciones secretas ni canciones populares. En lo referente a los
documentos codificados, había notas de nombres en latín de algunas plantas
cuyas semillas esperaba conseguir en su propio hábitat y crucigramas en
francés que había hecho durante el viaje.
Se desencadenó lo nunca esperado. Una noche lanzaron cohetes contra la
casa de Neruda, pero el fuego fue sofocado enseguida. Otra noche nos
despertaron unos gritos. «Aquí no se puede dormir», dijo Liuba, y se volvió a
quedar dormida. Por la mañana nos enteramos de que la responsable del ruido
había sido una furgoneta con altavoces que había despertado a toda la calle. El
jardinero de Neruda intentó persuadir a los alborotadores: «¿No les da
vergüenza despertar a la gente que duerme?». Uno de los voceadores, que
hablaba español, respondió: «Dentro de cinco minutos habremos acabado y
nos iremos». Por los periódicos supe que los alborotadores eran rusos
llegados ex profeso de Nueva York que me invitaban a «abrazar la libertad» y
volar con ellos a Estados Unidos, puesto que los «rojos» nunca me
perdonarían haber escrito El deshielo. Además, decía el periódico, se habían
dirigido a Liuba: «Salva a Ehrenburg y a ti misma» y ella había querido saltar
desde el segundo piso, lo cual habría hecho si no se lo hubieran impedido
«dos gigantescos agentes de la Cheká». Los periódicos publicaron todo esto,
aunque Santiago es una ciudad pequeña y todo el mundo sabe que la casa de
Neruda sólo tiene una planta.
Las paredes de la ciudad estaban llenas de pintadas: «¡Vuelve a tu tierra,
Ehrenburg!», «¡Chile sí, Rusia no!». La prensa decía que yo había ahorcado a
muchos inocentes en Moscú. «A Ehrenburg lo acompaña una agente experta de
la Cheká cuyo nombre en clave es Liuba». Los lectores quedaron muy
impresionados con la noticia de que los rusos llamaban a Neruda «Epida»: los
periodistas habían llegado a esta conclusión tras leer en el diploma su nombre
en caracteres cirílicos (así como en la transcripción latina).
Durante una semana fui la persona más popular de Santiago. Mis amigos
me aconsejaban que no me moviera de casa: los fascistas querían darme una
paliza. Sin embargo, eso no me impidió ir a la ciudad (la casa de Neruda
estaba en las afueras), a veces con Pablo, a veces con alguno de sus amigos.
Un día, Pablo me llevó a un barrio obrero. Al cabo de una hora el chófer me
suplicó: «Si seguimos avanzando, me dará un ataque al corazón». Los obreros
me reconocían y se abalanzaban sobre mí para abrazarme, pero el chófer se
asustaba: ¿y si fueran fascistas?
Parecía que todo el mundo había perdido la cabeza. Sólo Pablo mantenía
la calma, escribía versos, se echaba la siesta acostumbrada y contaba
anécdotas divertidas. Decía que, como es natural, no se esperaba nada de lo
que estaba pasando, pero que no había razón para preocuparse: los yankees se
comportaban como si el país fuera suyo, pero aquello no iba a durar para
siempre, y entonces podría volver y él me enseñaría Valparaíso y el sur de
Chile, y comprobaría que es el país más bello del mundo.
Contacté por teléfono con nuestro embajador en Argentina y le pedí que
comunicara a Moscú cuál era la situación. Tres días más tarde United Press
informó de que los periódicos de Moscú habían denunciado «la arbitrariedad
de la policía chilena». El gobierno chileno comprendió que se había pasado
de la raya. También fui a ver con Neruda al embajador argentino, responsable
de defender los intereses de los ciudadanos soviéticos desde la ruptura de
relaciones diplomáticas entre Chile y la Unión Soviética. Eramos los primeros
ciudadanos que apelábamos al embajador; nos respondió que consultaría con
Buenos Aires y añadió que era un gran admirador de la poesía de Neruda,
mientras a mí me observaba con curiosidad y algo de recelo. Más tarde,
informó a Neruda de que había llamado al anciano presidente de Chile, quien,
en cuanto supo que yo quería comprar semillas de algunas especies de
begonia, se interesó en la cuestión, diciendo que aquello podría marcar el
inicio de las relaciones comerciales entre los dos países.
Un día llegaron dos tipos a la casa de Neruda. Pablo había salido y sus
amigos, que parecían estar siempre allí, les dejaron pasar pensando que eran
dos admiradores anónimos. Sin embargo, los dos tipos dijeron que querían
hablar conmigo y mostraron sus identificaciones policiales. Al parecer, venían
a devolverme el diploma. La carpeta presentaba un estado lamentable: la
prensa escribió que había sido sometida a distintos análisis químicos. Cuando
volvió Neruda, se la mostré. Sonrió y dijo con voz triste: «¿No te dije que
ganaríamos?».
Era preciso organizar la ceremonia de entrega del premio. Aquello no era
una empresa fácil, puesto que los fascistas amenazaban con tomar represalias.
Convocamos un consejo de guerra: estaban presentes los comunistas, Baltasar
Castro, varios escritores chilenos y, por supuesto, Jorge Amado. Pensamos en
el salón de un gran hotel, pero el problema era cómo mantener el orden.
Decidimos que los estudiantes ocuparan por una noche el centro de la ciudad.
Sin embargo, los comunistas, después de pensarlo, opinaron que no era
suficiente y añadieron unos miles de trabajadores a los estudiantes.
La ceremonia se desarrolló tranquilamente. La sala estaba llena. Escritores
y personalidades políticas de diferentes partidos tomaron la palabra. Un viejo
escritor, creyendo que el acto era en mi honor y no en el de Neruda, empezó a
contar lentamente en ruso: «Uno… dos… tres… cuatro…». Quería expresar
así sus respetos a Rusia. Vi a Jorge hacer esfuerzos para contener la risa, y a
Pablo escuchando con semblante serio, luego pronunció un inspirado discurso.
Un conocido actor recitó el monólogo de Chéjov Sobre el daño que hace el
tabaco.
En la víspera de nuestra partida celebré una cena en honor del laureado.
Entre los invitados estaban el ministro de Justicia y el de Información. Cinco
días antes el primero había declarado que yo sería llevado ante los tribunales
chilenos; mientras el segundo abastecía a diario a la prensa con historias
disparatadas. El vino corría en abundancia y el ministro de Justicia,
achispado, levantó su copa y pronunció un brindis: me pedía no mezclar al
gobierno chileno con la policía internacional.
(El embajador de Argentina nos concedió visados y pasamos unos días en
Buenos Aires, donde residían desde hacía algún tiempo nuestros viejos amigos
Rafael Alberti y María Teresa León. Los escritores argentinos nos ofrecieron
una recepción. Teníamos que hablar de pie porque, de lo contrario, la
recepción podía considerarse como una reunión, y las reuniones estaban
rigurosamente prohibidas. El último día de nuestra estancia fuimos a dar un
paseo; nos acompañaba uno de los secretarios de la embajada. Nuestros
amigos argentinos nos habían mostrado el bello paisaje de las afueras de la
ciudad y se nos había hecho tarde: había prometido contar mi aventura en
Chile a los colaboradores de la embajada. Al salir del coche, oímos un
estruendo: la calle donde se hallaba la embajada era empinada, y desde lo alto
dos hombres, que se esfumaron rápidamente, habían lanzado una camioneta
contra nuestro vehículo. El coche de la embajada quedó destrozado y nosotros
salimos ilesos por haber saltado fuera a tiempo).
Todo esto ocurrió en 1954 y, si dejamos a un lado los detalles más
pintorescos, son escenas de la Guerra Fría, a la cual me he referido en
capítulos precedentes. Desde entonces han pasado diez años, muchas cosas
han cambiado en el mundo y en la patria de Neruda. Hace poco algunos
escritores soviéticos visitaron Chile, y M. I. Aliguer me contó que el
recibimiento fue muy cordial.
Pablo Neruda cumplió sesenta años en 1964. En uno de sus poemas, «Pido
silencio», ruega: «Ahora me dejen tranquilo. | Ahora se acostumbren sin mí».
Sin embargo, una semana o un mes después, Pablo se lanzó de nuevo al mar de
la vida. Para explicar cómo había conseguido soportar la amargura de ciertas
desilusiones, Pablo dijo que, cuando se hundían los barcos, él cogía de nuevo
el hacha, puesto que es un constructor de barcos: «Mi religión eran aquellas
naves. || No tengo más remedio que vivir».
He escrito tanto sobre el trágico destino de algunos escritores y pintores
que no podía dejar de mencionar, aunque en tono jovial, a un gran poeta feliz.
Como es natural, Neruda pasó por momentos de desesperación y desengaño,
pero nunca renunció a la vida ni la vida renunció a él. Plantó cara a los
poderosos del mundo, se hizo comunista, y se granjeó así amigos y enemigos,
pero sólo ha recibido las injurias de estos últimos, nunca ha sabido lo que
significa sufrir los insultos de los tuyos. Siempre ha escrito de lo que ha
querido y cómo ha querido. Cuando estaba traduciendo uno de sus poemas, me
encontré con una imagen que no entendí. Le pregunté: «Pablo, ¿por qué los
indios son azules?». Me explicó largo y tendido que había visto indios al
anochecer, a la orilla de un lago, y parecían azulados. «Pero en el poema no
hay nada de eso». «Tienes razón…, pero prefiero que sigan siendo azules». La
razón, como es natural, la tenía él.
Se podría decir que la suerte siempre ha estado y continúa estando de su
parte. Esto no explica nada. Neruda nunca escogió el camino fácil. Cuando las
personas a su alrededor caían, lloraban y maldecían su destino, él no veía la
bajeza sino la generosidad, no las bardanas sino las rosas: así estaban hechos
sus ojos y su corazón.
En los siguientes versos le leemos triste: no escribe sobre la lucha del
pueblo, ni sobre los Andes o los volcanes, simplemente se permite quejarse:
«Estoy cansado de las gallinas: | nunca supimos lo que piensan, | y nos miran
con ojos secos | sin concedernos importancia. || […] cansémonos de por lo
menos | uno o dos días en la semana | que siempre se llaman lo mismo | como
los platos en la mesa».
Éste no es el gruñido de un anciano, sino la travesura de un niño, y Neruda
acaba diciendo que llegarán los jóvenes y descubrirán el alba o darán un
nuevo nombre a los besos. Si Pablo tuvo suerte, la tuvo en el preciso momento
en el que nació: no es una cuestión de circunstancias favorables, de una
filosofía optimista ni tampoco de egoísmo, sino que se trata de la naturaleza
milagrosa de este hombre.
27

Nuestra estancia en China duro poco más de un mes. Además de en Pekín,


estuvimos en Shanghái y Hangzhóu, visitamos pueblos y vimos la Gran
Muralla y las tumbas de la dinastía Ming.
Todo era nuevo para mí: era la primera vez que estaba en Asia. La verdad
es que nuestros cordiales anfitriones a veces nos cuidaban con demasiado
celo; decían que todavía eran tiempos agitados; los intérpretes me
acompañaban a todas partes. (Sólo una vez en Hangzhóu conseguí librarme de
ellos y pasear a mi aire por la ciudad). Las recepciones, los banquetes, las
conferencias y las reuniones me robaban buena parte del tiempo. Aun así, el
flujo de nuevas impresiones era incesante. No me atreví a escribir sobre
China: había visto demasiado poco para entender el país y su civilización
milenaria, donde la revolución acababa de triunfar y lo nuevo estaba
entrelazado con lo antiguo, pero lo suficiente para darme cuenta de que no
había entendido nada: eso me salvó de hacer juicios superficiales.
En estas memorias no escribo sobre países, sino sobre mi vida. El viaje a
China fue para mí una escuela: era ya viejo cuando comencé a
desembarazarme de las anteojeras de la educación europea. Y ahora no temo
explicar mis impresiones, aunque sea de forma desordenada y seguramente
ingenua, porque nadie las tomará por una tentativa de mostrar una imagen de
China.
En Estados Unidos y Canadá, donde había estado antes de ir a China, y
luego en Latinoamérica, la India, Japón y, naturalmente, en China, me
sorprendieron muchas cosas. Un viajero observa antes que nada lo que no
entiende y eso hacía también yo.
El primer día después de nuestra llegada me visitaron unos escritores
chinos. Me llamaban Eilenbó y tardé mucho en averiguar que aquella
misteriosa palabra significaba ‘Ehrenburg’. En chino casi todas las palabras
están formadas por una sola sílaba y los nombres propios, por dos o tres
palabras. Los nombres extranjeros se pueden expresar con palabras elogiosas
u ofensivas, según los sentimientos que suscite la persona. «Eilenbo» revela
un sentimiento bondadoso, pues significa «la fortaleza del amor». Fadéiev, en
chino, es «Fadefu», y Aleksandr Aleksándrovich, orgulloso, me explicó que
significaba «ley estricta». Algunos sonidos de las lenguas europeas no existen
en chino, como por ejemplo el de la erre. Me hablaron mucho del famoso
escritor francés «Balbo» y se sorprendían de que no lo conociera, hasta que
descubrí que se referían a Barbusse.
Leer y escribir en China es una ciencia muy complicada; para poder leer la
prensa y libros con un vocabulario sencillo, hay que conocer miles de
ideogramas. Kuo Mo-jo conoce diez mil, puede escribirlo todo, pero hay
pocas personas que puedan leerlo «todo». En Shanghái nos llevaron a visitar
una gran imprenta. En la pared colgaban miles de cajas con ideogramas y los
cajistas se encaramaban con agilidad por las escaleras hasta alcanzar los que
necesitaban. Una vez impresa la página, los fundían y los fabricaban de nuevo:
era más fácil que devolverlos a su lugar. Los cajistas eran gente muy instruida,
conocían más ideogramas que el lector medio, y el conocimiento de los
ideogramas equivale al conocimiento de las ideas. Me sorprendió que los
chinos no hubieran adoptado una ortografía fonética, como los vietnamitas y,
en cierta medida, los japoneses. Me explicaron que, de ser así, una persona de
Cantón no podría leer los periódicos y las revistas publicados en Pekín. En el
norte, el té es cha, en el sur te, aunque el carácter sea el mismo. En las
reuniones del Consejo Mundial de la Paz vi varias veces a ancianos
vietnamitas intercambiar notas con los delegados chinos y coreanos: no podían
entenderse hablando, pero sí por ideogramas.
El día después de nuestra llegada nos invitaron a la sede del Comité por la
Defensa de la Paz, donde me mostraron los preparativos de las diferentes
partes de la ceremonia de entrega. «Hay una cosa que no tenemos clara —nos
dijeron los amigos chinos—. ¿Cómo entregarán el premio a la señora Soong
Ching-ling, con una mano o con dos?». Respondí que no tenía mucha
importancia, lo podía hacer con una o con las dos. «Tiene mucha importancia;
debe hacerlo como lo haría en Moscú». Aunque D. V. Skobeltsin había
entregado el premio varias veces en mi presencia, no recordaba si sostenía el
diploma y la medalla con una mano o con las dos. La discusión se prolongó un
buen rato. Los chinos se toman cualquier tipo de ceremonia mucho más en
serio que los europeos y hay un sinfín de reglas de comportamiento que no
pueden desatenderse.
Dos semanas después asistimos a una recepción con motivo del segundo
aniversario de la proclamación de la República Popular. Nos pusieron en fila
y nos dijeron: «Se aproximarán al camarada Mao Tse-tung y le felicitarán».
Liuba era la primera de la fila. Al entrar en la sala se dirigió a la presidencia,
donde se encontraban los miembros del gobierno. Los chinos la detuvieron a
tiempo: había que acercarse describiendo un semicírculo.
El primer banquete me abrumó: durante unas tres horas se sucedió un plato
tras otro; no fueron menos de treinta en total. Para el comensal europeo, el
orden en que los sirvieron resultaba un tanto extraño: después de los dulces
pensé, aliviado, que habíamos terminado, pero no fue así, a continuación
sirvieron pescado, una sopa y arroz seco. La cocina china es muy elaborada y
apenas sabes lo que estás comiendo. Una vez nos invitaron a casa de la
escritora Ding Ling. Un plato me gustó especialmente y le pregunté qué era. La
anfitriona no supo decírmelo y mandó llamar al cocinero, que nos dio una
pequeña explicación; el intérprete, sin embargo, no conocía la anatomía de la
gallina ni los nombres rusos de las hierbas empleadas, así que aquel plato
siguió siendo un misterio para mí.
Un escritor me dijo que no podía encontrarse conmigo: su mujer había
muerto tres días antes tras padecer una grave enfermedad. Me lo dijo con una
sonrisa en los labios. Se me pusieron los pelos de punta. Después recordé lo
que me había dicho Emi Xiao: «En China, cuando damos una mala noticia,
sonreímos para que la persona a la que nos dirigimos no se ponga triste».
Fue en China donde reflexioné por primera vez sobre las convenciones, las
tradiciones y los códigos de conducta. ¿Por qué a los europeos les sorprendía
el comportamiento asiático? ¿Acaso no tenemos nuestras convenciones? Los
europeos, al saludar, tienden la mano, y el chino, el japonés o el indio se ven
obligados a estrechar la extremidad de un extraño. Pero si un forastero
ofreciera su pie descalzo a un parisino o un moscovita es poco probable que
fuera de su agrado. El vienés dice «le beso la mano» sin reparar en el
significado literal de la expresión, mientras que cuando se presenta una mujer
a un varsoviano, éste le besa automáticamente la mano. Un inglés indignado
por las argucias de su competidor le dirigirá una carta diciéndole: «Estimado
señor, es usted un estafador»; lo que nunca podrá hacer es empezar la carta sin
un «Estimado señor». Los cristianos, cuando entran en un templo, sean o no
católicos, se descubren la cabeza, mientras que el judío, al entrar en una
sinagoga, se la cubre. En los países católicos las mujeres no pueden acceder a
las iglesias con la cabeza descubierta. En Europa el color del luto es el negro,
y en China, el blanco. Cuando un chino ve por primera vez a un europeo o a un
estadounidense cogido de la mano de su mujer, y a veces incluso besándola, le
parece un acto extraordinariamente desvergonzado. En Japón no se debe entrar
en una casa sin descalzarse antes; en los restaurantes japoneses los hombres
vestidos con trajes europeos se sientan en el suelo en calcetines.
En el hotel Pekín el mobiliario era europeo, pero los accesos a las
habitaciones eran tradicionalmente chinos: un biombo impedía la entrada
directa; esta costumbre está vinculada a la leyenda de que sólo el demonio
avanza en línea recta; mientras que, para nosotros, el demonio es tan astuto que
puede sortear cualquier obstáculo. Si un invitado, en casa de un europeo,
admira un cuadro colgado en la pared, un jarrón o cualquier otro objeto, el
anfitrión queda satisfecho. Si un europeo expresa, en casa de un chino, su
agrado por un objeto, el anfitrión se lo regala: así lo exigen las normas de
cortesía. Mi madre me enseñó que, cuando fuera invitado a casa de alguien, no
debía dejar nunca comida en el plato. En China nadie toca el cuenco de arroz
seco que se sirve al final de la comida, es la manera de expresar que uno está
saciado. El mundo es muy diverso y no vale la pena romperse la cabeza con
una costumbre u otra.
En 1951 China acogía a muchos trabajadores soviéticos cualificados:
ingenieros, agrónomos, médicos, que trabajaban con entusiasmo desinteresado
y mucha humildad. Por aquel entonces los chinos apreciaban la ayuda de la
Unión Soviética y recibían con los brazos abiertos a los visitantes rusos. Sin
embargo, las diferencias culturales eran un obstáculo para hacer amistades. En
una ocasión los ingenieros soviéticos instalaron la maquinaría en una fábrica
nueva; las medidas de la maquinaria se habían calculado en base a la estatura
de los rusos, que son un poco más altos que los chinos. Los ingenieros dijeron
que el problema tenía fácil solución: colocarían unas alzas ante las máquinas.
Los chinos primero sonrieron, luego informaron a la embajada de que
instalarían la maquinaria por su cuenta. Es evidente que, para ellos, la
solución de las alzas tenía algo de humillante. Cuando recuerdo este episodio
no puedo evitar imaginar cuántas ofensas y discordias se producen sin querer,
por el hecho de que personas que sienten, reaccionan e incluso piensan del
mismo modo están acostumbradas a expresar sus sentimientos y reacciones de
manera diferente.
Después de la ceremonia de entrega del premio, los artistas de la ópera
clásica de Pekín presentaron un espectáculo. Por primera vez escuchaba
música china, y me quedé impresionado por la técnica de recitación y el
contenido de la obra. Me sentaron junto a varios ministros del gobierno chino,
que disfrutaban de la interpretación y revivían todo cuanto sucedía en escena.
Después asistí varias veces al teatro, tanto en Pekín como en Shanghái, y
comencé a entender la fascinación que ejerce el teatro chino. A menudo lo
contraponen al realismo: es complicado como los ideogramas, está repleto de
símbolos convencionales, pero todo arte es inconcebible sin convenciones, la
única diferencia es que aceptamos sólo aquellas que nos transmiten en nuestra
infancia. Nos parece natural que Borís Godunov, hombre inteligente y parco en
palabras, cante durante toda la función en el escenario, y que Romeo y Julieta
bailen cuando están a punto de morir. He contado ya lo divertido que me
pareció el actor francés Mounet-Sully aullando y rugiendo en el papel de
Edipo, cuando por aquel entonces el único teatro que yo conocía era aquel en
el que todo era «como en la vida real». Para algunos moscovitas los
planteamientos de Meyerhold eran ridículos: la peluca verde que llevaba un
actor en El bosque era para ellos una violación ilícita de las normas. Cuando
vi a Mounet-Sully tenía dieciocho años, pero a Mai Lan-fang lo vi por primera
vez con sesenta. El célebre actor interpretaba el papel de una joven
enamorada, y su hijo el de una criada: todos los actores eran hombres. En la
ópera de Shanghái el reparto era femenino: mujeres interpretaban el papel de
jefes militares y mandarines barbudos. Las convenciones del teatro chino me
maravillaron por resultarme extrañas. Luego me explicaron que agitar las
manos por encima de la cabeza es señal de que uno está asustado, que los
banderines en la espalda de un adalid indican cuántos regimientos tiene a su
mando, y que si hace el gesto de beber el té significa que había iniciado
conversaciones con el enemigo; la cara roja revela la honestidad del
personaje, la cara blanca la falta de honradez, etc. Todos los chinos, incluso
los analfabetos, entendían el simbolismo del teatro.
Me resultó de gran ayuda N. T. Fedorenko, entonces consejero de nuestra
embajada. Fedorenko sabe chino y conoce la literatura antigua y moderna, y
sus explicaciones a menudo me abrieron los ojos.
Los poetas chinos me contaron que la poesía china no es una poesía para
ser escuchada sino leída en silencio: de los ideogramas emerge la imagen.
Guillaume Apollinaire escribió sus Caligramas: poemas con forma de cuenco,
cruz o torre; disponía de un material pobre, el alfabeto latino, pero aspiraba a
producir el mismo efecto que los poetas chinos.
En una de las cenas me homenajearon con una poesía. Admiré durante un
buen rato aquellos ideogramas trazados con arte. Pensé que el autor era un
poeta y no, como resultó ser, el director del Banco Nacional. Explicó que ya
era un hombre de cierta edad y que todos, al alcanzar la vejez, deberían
dominar el arte de la versificación. En cuanto al contenido, el poema era de
corte clásico, pero me pareció mucho más expresivo que los «caligramas» de
uno de los mayores poetas del siglo XX. Evidentemente, la maestría es una
herencia de siglos. Considero a Tiútchev un gran poeta ruso, pero los poemas
que compuso en francés podría haberlos escrito cualquier estudiante de
Francia.
En Pekín vi las obras de Qi Baishi, que entonces tenía ochenta años.
Dibujaba al estilo tradicional, pero era un artista con talento. Sus caballos y
ardillas me parecieron encantadores. Algunos chinos se encogían de hombros
preguntándose si valía la pena repetir lo que se había hecho durante siglos. Es
cierto que Qi Baishi no aportaba nada nuevo a la pintura —los caballos y las
ardillas eran las mismas de siempre—, mientras que el gran paisajista del
siglo XI, Guo Xi, no fue un epígono sino un innovador. Sin embargo, quisiera
romper una lanza a favor del buen maestro Qi Baishi. Cuando algunos pintores
chinos empezaron a realizar lienzos monumentales no eran ni innovadores ni
epígonos, sino torpes imitadores. (En la India vi obras de pintura moderna
que, sin imitar las de los maestros franceses y conservando el carácter
nacional, mostraban el mundo de una forma diferente a la de los antiguos
frescos de Ajanta. Algo parecido ocurrirá probablemente uno de estos días en
China).
Lo que a uno le sorprende del antiguo arte chino no es la fantasía ni el
capricho del autor, ni siquiera su osadía, sino la extraordinaria paciencia y la
impecable técnica. Dichas cualidades están en el carácter de la gente. En
China hay parques populares de «árboles del amor» o «árboles de la
amistad»: dos o cinco árboles crecen formando un único ejemplar; para
subordinar el crecimiento de un árbol a la voluntad de un hombre se requieren
grandes conocimientos de botánica y una enorme perseverancia. Lo que no
encontré en China fue lo que nosotros, en Europa, conocemos por arte popular.
En Pekín había cientos de calles donde vivían, trabajaban y vendían sus
productos los artesanos: la calle de las cestas, la calle de los cepillos, la calle
de los tarros para hierbas medicinales y la calle de los juguetes donde se
fabricaban tigres de papel, cometas, pájaros minúsculos, etc. Todos los
utensilios chinos de uso cotidiano se distinguían por la belleza de sus
proporciones y el profundo conocimiento del material empleado, hasta el
punto que los objetos europeos comenzaron a parecerme feos.
Visité China cuando la República Popular apenas tenía dos años. En
Shanghái todavía se veían calesas tiradas por hombres, elegantes mujeres con
ropa de París y ancianos con sus tradicionales abrigos largos. Pero en Pekín
los hombres y las mujeres utilizaban el mismo tipo de guerreras y pantalones
azules. Muchos se tapaban la boca y la nariz con gasa blanca, una moda
introducida por los japoneses que querían defenderse de la arena fina que
transportan los vientos del desierto de Gobi. Se comerciaba por todas partes y
se vendía todo tipo de productos: objetos de anticuario, dulces, seda, hierbas
medicinales.
Me sorprendió la disciplina de la gente. Los jóvenes chinos tenían siempre
un bolígrafo en la mano. En las reuniones y los mítines todos estaban sentados,
escuchaban atentamente y tomaban apuntes. Cuando tomaba la palabra, de vez
en cuando hacía una broma para que los oyentes no se aburrieran, y también la
apuntaban. Los discursos de los chinos siempre eran muy largos, duraban entre
cuatro y cinco horas. (Las funciones también eran demasiado largas para el
gusto europeo, a veces la representación se dividía en dos sesiones
diferentes).
Me percaté que aquí y allá, en el patio de una escuela, bajo un árbol o en
el centro social de un pueblo, se formaban pequeñas reuniones de unas veinte
o treinta personas: escuchaban y tomaban notas. El intérprete me explicó:
«Aquí se hace la crítica y la autocrítica». El contenido de las reuniones
versaba sobre temas bastante convencionales: un estudiante había ocultado su
origen social, una trabajadora soltera se había quedado embarazada, un obrero
había llegado tarde al taller; pero las formas eran esencialmente chinas: uno
reconocía el propio error y el resto escuchaba tomando notas.
Cerca de la ciudad de Hangzhóu, en un entorno idílico, vi la tumba de Yue
Fei, famoso jefe militar del siglo XII que tras repeler los ataques de la tribu de
los yurchen fue llamado a la capital y ejecutado. En la tumba hay dos
esculturas de bronce arrodilladas, una del hombre que lo traicionó y la otra de
su esposa. También había un grupo escolar de excursión. Uno de los niños
escupió en el rostro del traidor y sus compañeros, acto seguido, le imitaron. El
ciudadano chino que nos llevó a la tumba del jefe militar no era muy ducho en
historia antigua y no sabía a ciencia cierta quiénes eran los yurchen, pero
aprobó la conducta de los colegiales y añadió: «Ese hombre fue un traidor
hace ochocientos diez años». Los chinos que conocí prestaban mucha atención
a las fechas y los aniversarios, y para expresar sus argumentos decían «en
quinto lugar… en sexto lugar… en séptimo lugar…».
El budismo, así como las demás religiones, tenían un papel secundario en
el país. En las pagodas que visité relucían las estatuas doradas de los budas
gordos; mientras que unos monjes nada gordos andaban de aquí para allá
vendiendo folletos; los fieles bebían té o dormían. El lugar de la religión lo
ocupaba un código moral simplificado, el confucianismo: sé honesto, respeta a
las autoridades y honra a tus antepasados. Pero en los pueblos no había
cementerios, y los campesinos se veían obligados a buscar un rinconcito para
las tumbas de los abuelos y antepasados en sus pequeñas parcelas, muchas de
ellas no más grandes que un jardín suburbano.
En un pueblo cerca de Pekín me explicaron la historia de un campesino sin
tierras que no sabía dónde enterrar a su padre. Pidió de rodillas que le
permitieran hacerlo en las propiedades del terrateniente. Éste accedió a
condición de que el pobre hombre trabajara gratuitamente para él durante unos
cuantos meses.
Para poner fin al feudalismo la República Popular realizó en primer lugar
una reforma agraria. Naturalmente, entre los grandes propietarios de tierras
había gente rica, pero vi algunas casas solariegas al lado de las cuales la casa
de un campesino danés medio parecía un palacio.
La partición de las tierras de los grandes propietarios puso fin a una
injusticia. Ése fue el primer paso. Un joven en Pekín me dijo: «Pronto
superaremos a nuestro hermano mayor en la construcción de la sociedad
comunista». (Los chinos llamaban entonces hermano mayor al pueblo
soviético). Pero en los pueblos todavía se utilizaban los antiguos arados. Las
casitas de los campesinos eran minúsculas, con un horno bajo sobre el cual
dormía toda la familia. Apenas tenían algo que llevarse a la boca: un cuenco
de arroz, a veces una chirivía o algunas hojas de repollo. Las mujeres todavía
se comportaban de forma sumisa. Me encontré con campesinos descalzos y
niños con úlceras en la cabeza. Cinco años después, en la India, cuando vi por
las calles de Calcuta a los campesinos devastados por el hambre, las vacas
tambaleándose por la falta de comida, la gente sin hogar, los moribundos y
leprosos, me di cuenta de que todo es relativo. No había horrores de este tipo
en China, pero en 1951 el nivel medio de vida estaba muy por debajo del de
Europa. Los amigos que visitaron China unos años más tarde me contaron que
se habían producido grandes cambios: se levantaron miles de escuelas,
hospitales, maternidades y orfanatos. Fui testigo del temprano amanecer de la
nueva China: vacunaciones masivas, alfabetización de niños y adultos, y
desmantelamiento de las barriadas de Shanghái. En aquella época muchos
países asiáticos vieron en China al profeta que anunciaba los milagros.
Cuando estuve en Delhi en 1956 llegó una delegación china y es imposible
describir el recibimiento entusiasta que le dispensaron los indios.
La historia de la India y de China son diferentes y, sin embargo, tienen
muchas cosas en común. Trescientos años antes de nuestra era, los chinos
construyeron la Gran Muralla para proteger el país de las hordas invasoras.
Empezaron a fabricar seda dos mil años antes de nuestra era, en el siglo V
a. C. construían sistemas de canales de irrigación y fabricaban papel.
Pertenece a los chinos la invención del compás, de los sismógrafos, de la
porcelana y de la impresión con tipos móviles (cuatrocientos años antes que
Gutenberg). Inventaron la pólvora y muchas otras cosas que los europeos
adoptaron de los árabes mucho más tarde. En el siglo III a. C. el emperador
indio Asoka formuló los principios del pacifismo y decidió, conforme a ellos,
no ser nunca el que iniciara una guerra. (Cuando nosotros, los del movimiento
pacifista, abogamos por unos principios similares, nos atacaron
acaloradamente). Las trifulcas feudales, las invasiones y las guerras que
asediaron a los dos grandes estados de Asia acabaron por agotarlos, justo al
mismo tiempo que la Europa occidental se familiarizaba con el uso de la
pólvora y se equipaba con cañones y buques de guerra. La India fue
conquistada poco a poco. China continuó existiendo como estado, pero recibió
muchos ultimátum: se enviaron expediciones punitivas a sus territorios y se le
impusieron tratados esclavizantes. La India alcanzó la independencia en 1950,
en el seno de la Commonwealth, y siguió manteniendo el viejo sistema social.
China se convirtió en la República Popular un año después. Los
estadounidenses crearon una «segunda China» en la isla de Taiwán.
Todos los chinos recuerdan las ofensas pasadas. Basta con recordar las
guerras del opio, cuando los ingleses, indignados con la prohibición de
comerciar con opio en China, consiguieron prolongar el derecho a envenenar a
los chinos; eso fue en la época del cartismo, del fortalecimiento del
sindicalismo, de Dickens, Thackeray y Turner. Tales eran mis pensamientos
cuando estuve en China, y más tarde en la India. Los pueblos de Asia tienen
una opinión formada de quienes fueron injustos con ellos: hay algunas cuentas
pendientes difíciles de olvidar.
Pero volvamos a 1951. Mirando a mi alrededor, comprendí que era la
forma externa de la vida, y no su contenido, lo que difería de lo que yo
conocía. Esto se hacía evidente de muchas maneras. En una ocasión, en
compañía de Neruda, fui en coche a un cementerio para depositar flores en la
tumba de Lu Xun y allí nos encontramos con una mujer china que conocíamos.
Nos dirigimos con ella a la fosa común de las víctimas de Chiang Kai-shek,
donde reposaban los restos de su marido. Intentó mantener la sonrisa, como
mandaban los cánones de la cortesía, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo
y se deshizo en lágrimas. He escuchado tristes historias de amor. El poeta
I Chin me contó las dificultades que acuciaban a cierto poeta y me hizo pensar
en mi propia vida. Me encontré con lectores de mis novelas. Todo era, de
hecho, más simple y más complejo de cómo lo percibía el turista que sólo
buscaba exotismo.
Me enamoré de la India. Hablando con la gente me olvidaba del hecho de
que eran hijos de «la tierra de las maravillas».[1]
Un año después, en Japón, vi que la arquitectura por mí soñada a
principios de la década de 1920 formaba parte inseparable de su vida
cotidiana.
Este capítulo puede parecer un artículo de viajes insertado en unas
memorias, pero sólo hablo de las cosas que me entusiasmaron y todavía hoy
me entusiasman. Mi vida ha discurrido a caballo entre dos épocas. La
Revolución de Octubre, los asombrosos avances de la ciencia, el despertar de
las naciones en Asia y África son acontecimientos que han abierto una nueva
era. Hoy se habla a menudo de la inminente conquista del cosmos, pero yo he
comenzado a entender nuestro planeta en el ocaso de mi vida.
En la escuela me enseñaron latín. Aprendí las disputas entre los príncipes
rusos y las travesuras de los dioses de la Antigua Grecia. Después leí mucho y
caóticamente, vagué por museos y galerías, entendí la grandeza del
Renacimiento. Pero mi idea de los países asiáticos se basaba en libros de
autores europeos y en algunas obras de arte antiguo. La elección de los libros
era a menudo azarosa: madame Blavátskaia hablaba sobre la «misteriosa
India»; Kipling de junglas y valientes hombres blancos; el autor de la historia
del budismo (libro que me prestó Voloshin) había reflexionado mucho sobre el
Nirvana. Después vi los trabajos de Hokusai y Utamaro, maestros del
siglo XVIII, pero desconocía los retratos de Sesshu, que vivió en el siglo XV.
Por lo que respecta al Japón moderno, había formado mi idea a partir de un
libro de Pilniak, de una novela satírica, entonces de moda, de un autor de
segunda fila francés o de los objetos de poca monta expuestos en los
escaparates de los anticuarios —teteras, abanicos, biombos—. Leí el libro de
Romain Rolland sobre Gandhi, los versos de Rabindranath Tagore y un par de
libros sobre las atrocidades perpretadas por los británicos, el sistema de
castas, las hambrunas y los yoguis. Cuando en 1917 vi Sakuntala en el teatro
Kamerni me quedé embelesado: no sabía nada de Kálidása, y la obra, escrita
quince siglos atrás, me pareció muy moderna. En la década de 1920, las
revistas y los periódicos hablaban mucho sobre la revolución china. Seguí los
acontecimientos de Cantón, leí La condición humana de Malraux y un libro en
francés sobre Confucio. Hablo de mi ignorancia porque el escaso
conocimiento de Asia es un pecado común entre los europeos, razón que
induce a los indios y chinos cultos a mirar con cierto desdén a los intelectuales
occidentales.
Los dos mundos coexistían pero ni mucho menos pacíficamente, y un muro
los separaba.
Kipling escribió: «¡Ah, Occidente es Occidente y Oriente es Oriente, y
nunca se encontrarán!». Nació en Bombay, su juventud había transcurrido en
Asia, era un buen poeta, pero, a pesar de que había mirado la India, no la
había visto: tenía una venda en los ojos. La idea de la superioridad de
Occidente sobre Oriente.
El aforismo de Kipling me parece, más que equivocado, peligroso, por el
eco que encontró en todas partes. Hoy cualquiera comienza a hablar de la
superioridad de Oriente sobre Occidente. Pero Oriente y Occidente sí se han
encontrado; se han encontrado hoy y, espero, seguirán encontrándose. Después
de haber conocido las obras de los pintores japoneses del siglo XVIII entendí
cuánto habían aprendido de ellas los impresionistas franceses. Los
enciclopedistas franceses estudiaron a los filósofos de la antigua china. A
mediados del siglo XIX los filólogos ingleses sacaron muchas cosas de la
gramática hindú más antigua. El teatro moderno chino causó sensación en París
y enriqueció el vocabulario teatral de los directores franceses.
Oriente y Occidente beben de una misma fuente, y aunque los brazos de un
río ora se bifurcan, ora confluyen, el río sigue corriendo.
Las ideas basadas en la unidad de la cultura, en la solidaridad del hombre
y de las naciones, pueden llegar a ser universales, mientras que el racismo y el
nacionalismo (no importa su procedencia), basados en las ideas de
superioridad y supremacía, engendran inevitablemente hostilidad, dividen a
las naciones, degradan la cultura y, a largo plazo, conducen al desastre
general. En esto he pensado a menudo durante los años en que he escrito estas
memorias y continúo pensándolo cuando escucho por la radio las teorías de
los dogmáticos chinos. Es poco probable que el nacimiento de una nueva era
sea idílico, pero me niego a creer que quien está convencido de la
superioridad de su sangre, de su religión, o de la razón absoluta de su
interpretación de una determinada doctrina o de un determinado dogma, se
atreva a pasar de los enfrentamientos verbales respecto a sus discutibles
verdades y errores no menos discutibles al uso de un arma capaz de aniquilar,
no sólo los errores, sino también todas las verdades.
28

En 1949 concluí un artículo con estas palabras: «Al pensar en el destino de


nuestro siglo recuerdo el poema del poeta turco Nâzim Hikmet titulado “El
siglo XX”: “Dormirse ahora, | y despertar dentro de cien años, amor mío… |
No. | No soy un desertor, | mi siglo no me asusta: | mi siglo miserable,
escandaloso, | mi siglo valeroso, grande, heroico. | No me ha pesado nunca |
haber venido demasiado pronto al mundo. | Al siglo XX pertenezco, y me llena
de orgullo…”.[1] Estos versos los escribió un comunista que pasó doce años
en la cárcel, había sido condenado a veintiocho años de prisión y tenía
problemas de corazón… Cuando lees estos versos se te forma un nudo en la
garganta, sientes el deseo de estrechar esa mano distante y decir: “¡Nunca
derrotarán la vida mientras disfrutemos de amigos tan nobles, honestos,
valientes!”».
Por aquel entonces Nâzim Hikmet todavía estaba en una prisión turca. Dos
años después estreché su mano de verdad. Una tarde de otoño nos invitó a
Liuba y a mí a su casa, enfrente de la redacción de Pravda, en un apartamento
que las autoridades habían puesto a su disposición. Apenas nos conocíamos
pero de buenas a primeras empezó a hablarme de las cosas que de verdad le
preocupaban. (Estaba demasiado acostumbrado a decir lo que pensaba, rasgo
que molestaba a más de uno, aunque a la larga lo encontraran una persona
encantadora. Un amigo me dijo en una ocasión: «Pero esto lo ha dicho Nâzim
Hikmet y nadie puede enfadarse con él»). La primera velada que pasamos
juntos, Nâzim confesó que había cosas que no comprendía. Empezó con una
figurita de su apartamento: «¿Saben? No puedo mirarla. ¡Es espantosa, la
pequeña burguesía hecha materia! Pero qué se le va a hacer, el apartamento es
del Estado y aquí soy un invitado». Contó que tenía derecho a un coche.
«Salgo por la mañana y el chófer me pregunta: “¿Adónde vamos, jefe?”. Y yo
le respondo: “No soy su jefe, soy poeta, un comunista, he estado encerrado en
una cárcel turca”. Y me replica: “Muy bien, si no es jefe, ¿amo?”».
«Maiakovski es un genio, pero he echado un vistazo a las revistas y me
pregunto: ¿qué tiene que ver aquí Maiakovski? Me llevaron al teatro. Es como
si Meyerhold, Vajtángov y Taírov nunca hubieran existido».
Es una vieja tragedia: un hombre permanece décadas aislado de la vida y
luego, a su regreso, se siente completamente perdido. En las viejas canciones
francesas se habla del soldado o marinero que vuelve de la guerra y no
reconoce a su mujer, mientras que ella lo toma por un extraño. Los corazones
pueden congelarse como fresas, es sólo una cuestión de tiempo. Nâzim fue
arrestado en 1937, pero no en la Unión Soviética, sino en Turquía. No sabía
nada de la muerte de Meyerhold, a quien admiraba mucho; no sabía que en
lugar de «sin zar, sin dios, sin héroe»[2] se cantaba «somos hijos de Stalin»; no
sabía que los cuadros que había admirado en los museos estaban escondidos;
no sabía muchas cosas.
En prisión escribió sobre Stalin, como si de un viejo camarada se tratara.
En 1951 dijo: «Siento un gran respeto por el camarada Stalin, pero no soporto
leer poemas en los que se le compara con el sol; no sólo es mala poesía,
también es un sentimiento pernicioso». Y en 1962 escribió; «Lo han esculpido
en piedra, bronce, yeso y papel, desde dos centímetros hasta varios metros de
altura. En todas las plazas estábamos bajo sus botas, botas de piedra, bronce,
yeso y papel».
Allí donde fuera Hikmet se le recibía con una ovación, como al gran poeta
y mártir que ha pasado trece años entre rejas. Tomaba la palabra y respondía a
las preguntas, maravillando a la juventud con su franqueza y rectitud. A veces
la ingenuidad le ayudaba a ser sabio. Estuvo por primera vez en Moscú en
1921, cuando no había cumplido los veinte años y la República Soviética
cumplía su cuarto aniversario. Era la época del proyecto de Tatlin Monumento
a la Tercera Internacional, de las discusiones entre futuristas e imaginistas,
de la puesta en escena de El magnánimo Cuckold en una producción de
Meyerhold, una época de hambre y carnavales callejeros. Hikmet pasó ocho
años en la Unión Soviética, estudiando en la Universidad Comunista del Este y
escribiendo poesía y teatro; sus creencias y su comprensión de las cosas
crecieron firmes, se templó como el acero. Tenía una personalidad
excepcionalmente férrea. Su autobiografía en verso contiene las siguientes
líneas: «Algunos están familiarizados con todos los tipos de hierbas, otros con
las variedades de peces, y yo con las variedades de partidas. Algunos conocen
de memoria los nombres de las estrellas, y yo los de las despedidas». (Mucho
antes, Ósip Mandelstam dijo algo parecido: «Aprendí la ciencia de las
despedidas»). La vida de Nâzim era tempestuosa y difícil, pero, si bien
conocía todas las variedades de partidas, el nombre de todos los adioses,
nunca saboreó la amargura de las ilusiones perdidas: hasta el fin de sus días
mantuvo sus ideales, sus gustos y las lealtades de la juventud.
Por supuesto que maduró (la palabra envejeció no le hace justicia), su
comprensión se hizo más profunda y el año antes de su muerte escribió:
«Desaprendí la fe ciega, aprendo a comprender». Pero, a medida que aprendía
a comprender, se convenció de la verdad que contenían sus viejas creencias.
Una noche, cuando todavía vivía Stalin, sentados en un hotel de Praga Nâzim
dijo: «Cuando estuve en Rumania pregunté si Meyerhold aún vivía y un
camarada me dijo que creía que había muerto, mientras que otro me dijo que,
creía, vivía en el sur, en Crimea, o cerca de Sochi, donde el clima es más
benigno. Nunca abandonaré el comunismo, para mí es la verdad. ¿Qué sentido
tiene engañar, camaradas?».
En 1956, o posiblemente en 1957, Nâzim me contó que en los tiempos del
«culto a la personalidad», poco antes de la muerte de Stalin, un viejo
comunista turco, veterinario, fue arrestado en la Unión Soviética. Cuando iba a
cumplir los setenta murió en un campo de concentración y póstumamente se le
rehabilitó. Nâzim dijo: «A menudo pienso en N. Tuve suerte. Fue mucho peor
para otros».
Nâzim se enorgullecía de haber formado parte de un recital de poesía junto
a Maiakovski: «Fue en el Instituto Politécnico. Estaba muy nervioso y
Maiakovski me dijo: “No temas, hermano, recita en turco, nadie te entenderá y
todo serán aplausos”». Al recordar los museos y teatros no dejaba de
sorprenderse: «En la calle Vorovski conversé con dos jóvenes poetas. Les dije
que pensaba que Éluard era un poeta admirable y sonrieron. Les pedí su
opinión acerca de la poesía de Pablo Neruda, que yo consideraba de gran
valor literario. De nuevo sólo rieron. Luego uno de ellos dijo que estaban en
contra del “servilismo”. Aquello me irritó y respondí: “Pero Éluard es
comunista, Neruda es comunista”. Les daba lo mismo. Me cuesta creer
precisamente que ellos sean comunistas».
El abuelo de Nâzim Hikmet había sido pachá, un gobernador provincial. El
nieto se unió a las juventudes comunistas y murió como comunista. Después
del XX Congreso del Partido, cuando algunos se quedaron sorprendidos y
llenos de dudas, dijo: «Creo que todos sentimos que nos han quitado un peso
del corazón». A la vuelta de un viaje a París comentó: «Algunas personas son
extraordinarias. Cuando las voces se acallaron, mantuvieron la fe; cuando se
dijo la verdad, empezaron a vacilar. El comunismo es una pasión, es la vida,
pero para este tipo de personas, debe de haber sido una pasión fugaz o una
ocupación rutinaria».
Todos sabían que Nâzim era un comunista convencido y un gran poeta,
pero quienes lo conocían sabían, además, que era una persona
excepcionalmente buena y de corazón generoso. Una vez le dije que cuando
Éluard se enteró de lo acontecido en Oradour-sur-Glane al principio no pudo
creer que los nazis hubieran metido a todos los niños en la escuela y prendido
fuego. Nâzim dijo: «Puedo entenderlo. En Turquía hay mucho salvaje, se han
producido muchas masacres, pero cuando me decían que habían asesinado a
niños siempre creía que era una invención o, por lo menos, una exageración».
En Roma vi dos tomos de sus obras: uno con ilustraciones de Guttuso, el
otro con las de un amigo de Nâzim, el artista turco Abidin, que vivía en París.
Nâzim se alegró al oír que había conocido a Abidin; no quiso hablar de su
obra sino únicamente de su amigo. Había trabado amistad con infinidad de
personas en distintos países: Pablo Neruda, Aragon, Nezval, Broniewski,
Carlo Levi y Amado. Una vez, hablando de los versos de Éluard, dijo: «Es
asombroso, pero cuando los leo siento que dice justo lo que yo quería decir y
exactamente de la misma manera».
Es una idea generalmente compartida que Maiakovski fue el maestro de
Nâzim Hikmet, y el propio Nâzim ha expresado que, para él, Maiakovski fue
un modelo de valor y logro personal, aunque, como poeta, había tomado otros
caminos. Desechó la rima, afirmando que la poesía no es como la música, que
es afín a ella pero aspira más a los sonidos que a la sonoridad. Al principio se
inspiró en las canciones populares para luego crear un estilo propio y así
ganar en simplicidad y transparencia. Le he escuchado recitar en turco y lo he
leído en traducciones francesas y rusas; por supuesto esto no es suficiente para
juzgar a un poeta, pero creo, y coincido con el propio Nâzim, que Éluard era
el poeta más próximo a él.
Su amor por el arte de izquierdas de la década de 1920 es parte
inseparable tanto de su naturaleza como de su gusto estético. En el campo de la
poesía se había liberado de todas las escuelas literarias, pero en su
dramaturgia hay algo arcaico, una técnica del drama que ya ha desaparecido.
Amaba la pintura y decía que era el arte más difícil de apreciar, que para
llegar a la «dulzura de las manzanas de Cézanne» se requería una profunda
educación artística. El rebelde de la década de 1920 defendía con pasión, en
la de 1950, a cualquier pintor soviético en el que detectara la urgencia por
liberarse de las formas academicistas.
Nos encontramos en Roma; fui a una velada literaria en la que se recitaban
sus poemas. Durante mi estancia me explicó que no podía exigirse
accesibilidad al arte; a veces, todo el público entendía sus poemas; otras, sólo
quienes entendían de poesía, pero rehuía pensar que los últimos estaban por
encima del resto. «No se puede poner al director de una fábrica que produce
esencia de rosas a cuidar las rosas. Cada año se cultivan nuevas especies de
rosas, el tema no es sólo la esencia, la rosa posee color además de fragancia.
Alguna gente, los estetas, ponen la rosa por encima del trigo o el maíz,
mientras que para otros las rosas son sólo un artículo pequeño dentro de un
gran presupuesto». De repente se detuvo ante el escaparate de una floristería:
«¡Mira, por favor, qué rosas tienen!».
Sé cómo la desesperación atrapa fácilmente a los que cumplen condena en
la cárcel. Pero Nâzim Hikmet pasó trece años en una jaula de piedra a solas
con la esperanza. En prisión escribió Como una canción que cantamos
juntos, una epopeya del pueblo turco. Se declaró en huelga de hambre dos
veces y continuó vinculado a la lucha por la dignidad humana.
El aspecto de Nâzim se parecía más al de un norteño que al de un turco:
muy alto, rubio, de ojos azules. En cualquier parte se sentía cómodo: Moscú,
Roma, Varsovia o París; pero extrañaba Turquía. Cubrió su sofá con una tela
turca; frecuentaba el restaurante Bakú —«Aquí la cocina se parece una poco a
la nuestra»— y cuando se cruzaba con un turco en el Consejo Mundial de la
Paz no podía evitar entablar conversación. Una vez me dijo: «Me han enviado
una traducción de mis poemas al islandés. Extraño, ¿verdad? En Turquía no
me publican. Aunque lo hicieran, la gente para la cual escribo todavía no sabe
leer: son analfabetos». En su poema «Testamento», se lee: «Si muero en tierra
extraña, camaradas, enterradme en un cementerio rural de Anatolia, al lado del
jornalero Osman a quien mató Hasan-bey… Sería bueno que creciera allí un
platanero, pero puedo pasar sin lápida ni epitafio».
En 1952 nos preguntamos todos, alarmados: «¿Cómo está Nâzim?». Él
mismo escribió más tarde: «Tumbado durante cuatro meses con el corazón
roto, esperando la muerte». Había sufrido un grave episodio de infarto. Se
recuperó, pero desde entonces vivió sintiendo la proximidad de la muerte.
Recuerdo una vez que, en mi casa, estaba hablando con alborozo —era un
excelente contador de historias—, cuando de repente su rostro se cubrió de
sudor. En sus poemas a menudo volvía a la idea de la muerte.
Para celebrar su sesenta aniversario se organizaron dos veladas literarias:
una en el Club de Escritores, otra para el público general en el Instituto
Politécnico, la cual presidí. La sala estaba tan abarrotada que los asistentes
tuvieron que permanecer de pie o sentarse en el suelo por donde podían, y
todos los ojos parecían irradiar amor por Nâzim. Le pregunté en voz baja:
«¿Estás cansado?». «Un poco…, pero muy feliz», respondió, excusándose.
Amó apasionadamente la vida y la lucha, y amó apasionadamente a los
niños, la poesía y los pájaros. Poco antes de su muerte, escribió:
«Entregaremos el planeta a los niños, démoselos por un día, como un balón
pintado con el que jugar». Nunca dejó de divertirse y amar; voló a Tanganica y
desde allí escribió cartas en verso sobre el África Negra, las estrellas, la
lucha y el amor.
En 1962 escribió un poema a su amada: «He borrado de mi cabeza la idea
de la muerte y me he vestido con las hojas de junio de los bulevares». Murió
exactamente un año después, una mañana, temprano, a principios del verano.
Se levantó, salió al recibidor a recoger el periódico, se sentó allí mismo y
murió.
En el ataúd mostraba una belleza dulce. Una anciana dijo a una niña entre
lágrimas: «Le estalló el corazón», que era como se hablaba del infarto en mi
juventud. Nos quedamos alrededor del féretro, como si todos nuestros
corazones estuvieran a punto de estallar ante el pensamiento hieriente y
doloroso de que Nâzim ya no estaba entre nosotros.
29

El año 1952 empezó para mí con funerales. El 31 de diciembre de 1951 murió


M. M. Litvínov.
Había coincidido con Maksim Maksímovich en diferentes momentos y en
diversas circunstancias; lo visité en su casa de Moscú, cuando era comisario
del pueblo y vivía en el ala de un bello edificio de la calle Spiridonovka; me
lo encontré en París y cené con él en Ginebra, cuando habló ante la Liga de las
Naciones; lo vi cuando cayó en desgracia, pasé una velada en su casa la
víspera de su partida a Washington y mantuve varias conversaciones con él
durante los años de la posguerra. No puedo decir que fuéramos amigos
íntimos, pues era una persona más bien reservada. Se sentaba y escuchaba con
alguna sonrisa ocasional, irónica y afable, de vez en cuando intervenía; pero
no había nada severo en su silencio y disfrutaba con una buena carcajada. Era
un hombre jovial, aunque a menudo, sobre todo en la última etapa de su vida,
tenía tendencia a los pensamientos lúgubres.
Todavía recuerdo algunas cosas que dijo Maksim Maksímovich y pude
conocer ciertos rasgos de su carácter que merece la pena comentar. Fue una
persona de gran talla, como evidencia el hecho de que, en tiempos de Stalin,
cuando cualquier iniciativa despertaba sospechas, los «diplomáticos de la
escuela Litvínov» infundían confianza.
Tuve la oportunidad de conocer a casi todos los diplomáticos de esa
«escuela», a unos mejor que a otros. Tuvieron que trabajar en tiempos
especialmente difíciles, cuando las potencias occidentales todavía planeaban
destruir la joven República Soviética, y las amenazas, las batidas policiales
en las embajadas y las falsificaciones eran el pan nuestro de cada día. He sido
testigo de cómo nuestros diplomáticos, cuando era necesario, empleaban la
persuasión, sabían crear desavenencias entre sus enemigos o reconciliar a los
vacilantes partidarios de la paz, así como atraer a hombres de negocios,
científicos, empresarios de envergadura y escritores influyentes. Este trabajo
pasaba inadvertido para el ciudadano soviético medio, y los propios
diplomáticos no gozaron de un destino muy favorable. Algunos murieron antes
de que se implantara la arbitrariedad, como Krasin, Dovgalevski, Kobestki y
Divilkovski. Otros tuvieron la suerte de morir en la cama, como Kollontái,
Súrits y Stein. A Vorovski y Voikov los mataron los terroristas antisoviéticos.
Maiski, Rubinin y Gnedin volvieron con vida después de pasar por un sinfín
de tormentos, la cárcel o los campos penitenciarios. Pero muchos encontraron
la muerte. Antónov-Ovseienko, Krestínski, Rosenberg, Gaikis, Márchenko,
Arens, Hirschfeld, Arósev y Chlénov fueron víctimas de la calumnia y la
injusticia (sólo he nombrado a aquellos que conocí personalmente).
Cuando pienso en el destino de amigos y conocidos parece que no existe
una lógica. ¿Por qué, por ejemplo, Stalin no señaló a Pasternak, que tomó su
propio camino, pero destruyó a Koltsov, que cumplió concienzudamente con
todo lo que se le encargaba? ¿Por qué arruinó la vida de N. I. Vavílov y
perdonó a Kapitsa? ¿Por qué, después de sentenciar a muerte a casi todos los
ayudantes de Litvínov, no mandó fusilar al terco de Maksim Maksímovich? Es
un misterio. El propio Litvínov esperaba otro final. Desde 1937, y hasta su
última enfermedad, guardó un revólver en la mesita de noche: si llamaban al
timbre por la noche no esperaría a que lo hicieran una segunda vez.
Litvínov tenía un aspecto pacífico de padre de familia corpulento y
bondadoso. El tiempo libre lo dedicaba a las actividades más inocentes: en el
extranjero, cuando tenía un par de horas libres, iba al cine, preferiblemente a
ver películas melodramáticas. Disfrutaba de la buena cocina y era un placer
verle comer, el deleite con que mojaba las cebollines en crema agria, la
fruición con que masticaba. Le encantaba estudiar minuciosamente los atlas,
viajar por países lejanos y desconocidos. Amaba la vida. Sin embargo, este
hombre bondadoso tenía el don de la polémica y los diplomáticos occidentales
lo miraban con recelo. Algunos de sus discursos en la Sociedad de Naciones
se han hecho famosos en todo el mundo. Joliot me explicó que el discurso de
Litvínov sobre la imposibilidad de llegar a acuerdos con los maleantes con
respecto a qué zona de la ciudad podían robar con total impunidad le ayudó a
entender, varios años antes de Múnich, no sólo la inmoralidad de la política
occidental, sino también su estupidez. Y escuché la frase de Litvínov sobre la
«indivisibilidad de la paz», citada en innumerables congresos y conferencias
mucho después de su muerte.
Litvínov hablaba de Lenin con veneración: «Nunca ha habido ni habrá
alguien como él». Éste le envió a Estocolmo en una época muy difícil, en
1919, cuando la intervención se hallaba en su punto más álgido, con el
mensaje de que era preciso encontrar interlocutores en las filas de Occidente y
tomar en consideración las divergencias entre los vencedores, el resentimiento
de los vencidos, el movimiento obrero, los apetitos de los potenciales
concesionarios, la autoridad de científicos y escritores. Litvínov conocía
Occidente, había pasado unos años en el exilio y se había casado con una
inglesa. Sobre Lenin también dijo: «Era un hombre que entendía, además de
las necesidades del campesino ruso, la mentalidad de hombres como Lloyd
George o Wilson».
Litvínov era tres años mayor que Stalin y era moderado a la hora de
valorarlo. Apreciaba su inteligencia y, sólo una vez, hablando de política
exterior, dijo con un suspiro: «No entiende Occidente… Si nuestros
adversarios fueran sahs o jeques entonces los engañaría con astucia».
El carácter de Litvínov no era ni mucho menos suave. Súrits me explicó un
episodio del que había sido testigo. En 1936 le enviaron a Moscú. En la
conferencia Litvínov expuso su punto de vista, que coincidía con el de Stalin;
éste se le acercó y le puso la mano en el hombro: «¿Has visto? Podemos llegar
a un acuerdo». Maksim Maksímovich retiró la mano de Stalin de su hombro:
«Por poco tiempo».
En un viejo cuaderno encontré unas palabras de Litvínov que yo había
anotado: «Tito era famoso por su crueldad. Cuando usurpó el poder, a ojos de
los romanos era un hombre generoso, sus aduladores lo llamaban “adorno de
la especie humana”. El mismo año el Vesuvio destruyó Pompeya y Herculano.
Es probable que el volcán estuviera cumpliendo las órdenes del nuevo
emperador: en Pompeya vivían personajes influyentes, Herculano tenía fama
por sus filósofos y pintores». Al leer esta nota, recordé la vez en que, saliendo
del edificio donde antes estaba el museo de literatura, vi a Litvínov y lo
acompañé a su casa. Era un día de primavera. Litvínov me habló de Truman,
que según él no se distinguía por su inteligencia, y compartió sus recuerdos de
Roosevelt. Le pregunté quién era, para él, el mejor político vivo, a lo que
respondió: «Stalin, por supuesto». Luego, por alguna razón, siguió con una
historia de la antigua Roma de un autor inglés y, entre risas, me habló del
emperador Tito. Por la noche anoté sus palabras.
En la sesión en la que Litvínov fue atacado y expulsado del Comité
Central, preguntó a Stalin, indignado: «¿Quiere decir que creen que soy un
enemigo del pueblo?». Mientras abandonaba el auditorio, Stalin se sacó la
pipa de la boca y dijo: «No, no lo creemos».
No arrestaron a Litvínov, pero Stalin lo destituyó de todos sus cargos:
quería destruirlo relegándolo al ostracismo. Sin embargo, no lo logró del todo.
Cuando Hitler atacó la Unión Soviética, Stalin mandó llamar a Litvínov, le
estrechó la mano amistosamente y lo envió a Washington. Ya en 1933 Litvínov
se entrevistó con Roosevelt, el entonces flamante nuevo presidente de Estados
Unidos, y se reestablecieron las relaciones diplomáticas. Cuando estuve en
Estados Unidos, los amigos políticos de Roosevelt me explicaron que el
presidente respetaba a Litvínov y que a veces le pedía su consejo sobre alguna
que otra cuestión.
En 1943, después de la victoria en Stalingrado, se solicitó la presencia de
Litvínov en Moscú. Todavía ocupaba el cargo de viceministro de Asuntos
Exteriores, pero llevaba a cabo un trabajo irrelevante. En 1947 se jubiló,
aunque no por propia voluntad. Stalin había dispuesto, sin embargo, que
conservara su apartamento y otros privilegios materiales. Maksim
Maksímovich había rebasado los setenta años. Podría haberse limitado a
contemplar los mapas y recordar el pasado, pero había trabajado toda la vida
y no sabía estar de brazos cruzados; rebosante de vida, sabía que si lo
condenaban a la inactividad el motor se acabaría parando. Escribió a Stalin
agradeciendo su consideración y pidió que le dieran trabajo. Zhdánov mandó
llamar a Maksim Maksímovich: «Usted escribió al camarada Stalin. Queremos
ponerle al frente del Comité para las Artes». Maksim Maksímovich se
indignó: «No sé nada sobre arte. Y, además, dudo mucho que el arte se pueda
dirigir a golpe de decreto». Zhdánov se molestó: «¿Qué tipo de trabajo tenía
en mente?». «Algo puramente administrativo». No le dieron nada. Empezó a
escribir un diccionario de sinónimos y cada mañana acudía a la biblioteca
Lenin; aun así, sufría con aquella ociosidad forzada. Casi a diario se
encontraba con Súrits en la cantina del Kremlin y compartían sus penas.
Unos días antes de su muerte, una mañana que estaba tumbado con los ojos
cerrados su mujer le preguntó con delicadeza si dormía o estaba pensando. Él
respondió: «Veo el mapa del mundo». Lo que llamamos «diplomacia» era, en
su caso, un trabajo creativo; su más preciada ambición era erradicar la guerra,
acercar a las naciones y los continentes, y el mapa del mundo era, para él, lo
mismo que para un pintor los tubos de pintura. Jubilado en contra de su
voluntad, murió como un pintor que, repleto de ideas creativas, no tiene paleta,
pinceles ni luz.
La ceremonia fúnebre se celebró en una sala del Ministerio de Asuntos
Exteriores. Alguien leyó un breve discurso redactado para la ocasión. El
cuerpo del difunto estaba vestido con un traje ordinario, no con el uniforme de
gala. Su expresión era impenetrablemente tranquila, incluso agradable. La hija
de Súrits, Lilia, se me acercó y me dijo: «Hoy ha muerto mi padre».
Dos días más tarde, los restos mortales de Yákov Zajárovich fueron
llevados a la misma sala. Estuvieron presentes algunos funcionarios del
ministerio, alguien leyó unas palabras. En el cementerio alemán volvieron a
aparecer los uniformes del servicio exterior, se leyó otro discurso y se
colocaron coronas de flores de papel.
Conocí a Súrits en Berlín, en una exposición de arte soviético de 1922.
Observaba los cuadros con mucha atención; algunos le desagradaban, otros
parecían gustarle. Me invitó a visitarle en Oslo, donde me dijo que había
buenos pintores. Era un gran aficionado al arte, coleccionaba cuadros, dibujos.
Tenía obras de Rodin y Levitán, de Matisse y Korovin, de Marque y Benois.
Le encantaba mostrárselas a la gente y se enfadó conmigo porque yo no
valoraba la importancia de Mir iskusstva, por subestimar a Levitán y no
reconocer la calidad de Grabaria.
No conozco bien el pasado de Súrits. Un día, hablando de los nazis, dijo:
«¡Y pensar que estudié en la Universidad de Heidelberg! Si entonces me lo
hubieran dicho no me lo habría creído… A menudo nos expresábamos en
términos abstractos. O tal vez las palabras cambian de significado. “La vuelta
al salvajismo”. ¿Qué sentido podían tener para mí esas palabras en aquellos
años? Un error político. O, tal vez, el éxito de Sanin, las orgías, los matones.
Pero en Berlín vi a estudiantes arrastrar por la barba a un anciano, cubierto de
sangre, mientras cantaban».
Si no me equivoco, Súrits fue el primer embajador soviético: Lenin lo
envió a Kabul en 1919, cuando el nuevo emir Amanulá Kan envió a sus
representantes a Moscú con una carta para él. Esto fue antes del nacimiento de
la diplomacia soviética, y Súrits rebuscó entre los archivos para saber cómo
redactar su carta de credenciales. Sin embargo, Lenin decidió que debían
olvidarse las formas del pasado y él mismo la redactó, reconociendo la
completa soberanía e independencia de Afganistán. Súrits no estuvo mucho
tiempo en Kabul; lo enviaron como embajador a Noruega y Raskólnikov lo
sustituyó.
La historia juzga a los diplomáticos, como a los jefes militares, por sus
triunfos y sus derrotas. Pero todo diplomático, incluso el más talentoso, tiene
su Austerlitz y su Waterloo. Mucho depende de la situación. Cuando Súrits fue
enviado a Ankara, Turquía miraba con espezanza a Moscú. Súrits conocía su
oficio. La gente de la calle cree que el buen diplomático es aquel que sabe
callar, pero también debe saber hablar, tener la habilidad de que algo parezca
mejor de lo que es y, si es posible, evitar lo negativo, o por lo menos
suavizarlo o mitigarlo. Súrits se ganó la confianza de Kemal y estrechó las
relaciones entre ambos países. Hablando de él dijo con admiración: «¡Una
mente poderosa! Daladier, a su lado, es un político ignorante, provinciano».
¿Qué podía hacer Súrits en el Berlín de Hitler? Sólo ver e informar a
Moscú. El embajador estadounidense Dodd, amigo de Roosevelt, anotó en su
diario sus amistosas conversaciones con Súrits, y la hija de Dodd, Martha, me
contó que Súrits era el único diplomático en Berlín del que se había fiado su
padre.
En verano de 1937, cuando regresé a París procedente de España, me
encontré con Súrits en la embajada. Me preguntó cómo estaban los ánimos
después de lo ocurrido en Huesca, y luego añadió: «Aquí todo sigue unos
derroteros abominables». Luego admitió que, después de Berlín, estaba
disfrutando del «aire de París». En su tiempo libre iba a exposiciones,
rebuscaba en las librerías de segunda mano y conocía a pintores.
(Siempre se había sentido atraído por la gente de las artes. En su casa de
Moscú coincidí con Alekséi Tolstói, Ígor Grabar, Aleksandr Taírov, Alisa
Koonen, V. G. Dulova y muchos otros).
La situación en Francia era difícil. Blum había sido sustituido por
Chautemps, un politicucho de poca monta. El Frente Popular se resquebrajaba.
La burguesía, alarmada por las huelgas, había comenzado a mirar a Hitler con
respeto e incluso con esperanza. Francia estaba abocada al desastre. Súrits
intentó detener la marea; habló con Herriot, con el nacionalista francés
Kérillis, que odiaba el Tercer Reich, con el periodista Émile Buré, pero los
acontecimientos siguieron su propia lógica. Estalló la guerra, y los
pusilánimes dirigentes de Francia, que no tuvieron el valor de abrir fuego
contra el enemigo, exigieron la salida de Súrits del territorio francés.
Ya he contado que, cuando estuvo alojado en el Gran Hotel de Kúibishev,
Súrits me invitó a su habitación para que admirase un dibujo de Rodin. Pero,
antes de mostrarme el dibujo, me estuvo hablando durante más de tres horas,
sofocado por la indignación, de nuestros fracasos: «El pacto con Alemania, al
final, ha sido necesario. La culpa es de los franceses, de los británicos y, ni
que decir tiene, de Beck. Pero ¿qué ha hecho Stalin durante estos dos años? Es
horrible decirlo, pero se ha fiado de la firma de Ribbentrop. ¡Él, que ha
sospechado de sus íntimos amigos, ha creído a Hitler!». Súrits pensó que
estaba hablando en voz baja, pero en verdad lo hacía con la voz alzada, y no
se calmó hasta que sacó el dibujo de su maleta.
Después de la guerra querían enviarlo a Japón, pero los doctores
consideraron que no soportaría el clima. Entonces le buscaron un destino con
un tiempo inmejorable, Brasil. Estuvo allí poco tiempo: por las presiones de
Washington, Brasil rompió relaciones diplomáticas con la Unión Soviética.
Súrits volvió a Moscú. Pasaba el día mirando cuadros, leyendo y
pensando. Un día me dijo en tono severo: «Sé que tengo diez años más que tú,
pero también deberías empezar a reflexionar sobre ciertas cosas».
Tenía rasgos delicados, una barba en punta, un gran bigote que mordía
cuando estaba nervioso y cejas pobladas. En los últimos años de su vida
sufrió de hipertensión, a veces perdía los nervios y soltaba lo primero que se
le pasaba por la cabeza. Se presentaba sin previo aviso, tomaba
distraídamente el té y, después de permanecer en silencio, estallaba. Casi
siempre empezaba con las palabras: «Ayer estuve hablando con Litvínov…» y
seguía con un monólogo indignado. A veces atribuía los actos de Stalin a un
«desdoblamiento patológico de la personalidad». Súrits, un viejo
revolucionario, intemacionalista, un intelectual clásico, no aceptó las etiquetas
de «servilista» y «cosmopolita», así como muchos de los acontecimientos de
finales de la década de 1940. No volveré a hablar de sus episodios con Stalin;
se podrían leer como revelaciones y ello traspasaría los límites, en esencia
restringidos, de este libro. Súrits trató de encontrar una explicación a ciertos
aspectos del carácter de Stalin en una escisión interna entre la teoría y la
práctica. Tal vez tuviera razón. Lo que aquí me preocupa es el tormento de una
persona mayor, achacosa, de gran integridad, que había trabajado toda su vida
por el triunfo de unas ideas en las que nunca había dejado de creer y que
estaba siendo testigo de un estado de cosas que creía totalmente inaceptable.
En una ocasión dijo en voz queda: «El problema no es sólo que ignora cómo
vive la gente sino que no lo quiere saber. Para él, el pueblo es un concepto y
ya está».
A veces Súrits desaparecía y volvía a aparecer uno o dos meses más tarde,
incapaz de permanecer callado. Entonces arrancaba con un: «Ayer Litvínov y
yo estuvimos hablando de Lozovski…».
Sólo había una manera de tranquilizar a Yákov Zajárovich y era llevarle a
la sala donde estaban colgados los dibujos de Matisse, los paisajes de Falk,
los cuadros de Chagall. Entonces le cambiaba la expresión, sonreía
visiblemente. Ya no discutí más con él, pero no por miedo a alterarlo; no, era
su pasión por el arte la que me desarmaba. En una ocasión me dijo lentamente,
mientras admiraba un dibujo de Matisse: «La vida es también una línea».
Mientras lo enterrábamos recordé esas palabras. ¡Qué línea más humana había
sido su vida! Los dibujos perduran, nuestros nietos los descifrarán con
facilidad y tal vez darán una ojeada a los libros viejos. Pero ¿quién
desentrañará en la gran maraña de la historia un delgado hilo roto, los hechos
y las pasiones de un actor que desapareció de la escena?
30

A finales de febrero de 1952 se celebró el centésimo quincuagésimo


aniversario del nacimiento de Victor Hugo. Para la ocasión fueron invitados a
Moscú Paul Éluard y el nieto de Victor Hugo, Jean Hugo, un pintor encantador.
Ilustró el libro de Éluard En abril de 1944, París respiraba todavía, con
límpidos paisajes de la ciudad, magistrales al mismo tiempo que ingenuos.
Hugo trajo consigo ediciones raras de las obras de su abuelo como regalo para
nuestras bibliotecas, y cuando intervenía en los actos, siempre decía que
estaba muy feliz de estar en la capital de la Unión Soviética en unas fechas tan
significativas.
Aunque la invitación se hizo con cierto retraso, Jean Hugo llegó a tiempo y
estuvo presente en las sesiones especiales del Instituto de Literatura Mundial
con que se inauguraron los actos de celebración. Pero Éluard no acudió. Me
acerqué a las sesiones, escuché las ponencias que se leyeron y, al volver a
casa, me encontré allí a Éluard. Liuba me contó que habían llamado del
aeropuerto: «Ha llegado un francés llamado Éluard. Nadie ha ido a recibirlo.
No habla ruso pero pregunta por el camarada Ehrenburg». Liuba les dijo que
lo metieran en un taxi y dieran al conductor las señas de nuestro apartamento.
Éluard había llegado diez minutos antes que yo. Dijo que querían llevarlo a la
embajada francesa pero que protestó y la única palabra que comprendieron fue
«Ehrenburg». Su esposa llegaría dos días después, dijo, porque no estaba en
París cuando recibió la invitación. Yo estaba furioso: ¿Por qué nadie nos había
avisado de su llegada? Pero él se lo tomó a broma: «¿Y para qué? He llegado
por mi cuenta hasta aquí sano y salvo».
Éluard era muy modesto. En 1946 un miembro de la Resistencia me
explicó que, un día, un hombre alto fue a verlo, dijo la contraseña y le
extendió un paquete de octavillas. Hacía frío y se sentaron cerca de la estufa.
«De repente tuve la sensación de que antes de la guerra había visto aquel
rostro en alguna revista. Le pregunté con cierta vacilación: “¿Es usted poeta?”.
“Sí”. Era Éluard. No pude evitar decirle: “No deberían correrse riesgos
innecesarios. Otra persona habría podido traer las octavillas”. Se quedó muy
sorprendido: “¿Y por qué otra persona? Todos corremos riesgos. Y los
camaradas están cansados, llevan todo el día de pie”».
En verano de 1949, pocos meses antes de que finalizara la Resistencia,
Yves Farge fue con Éluard a la zona de Grecia controlada por los partisanos.
La batalla era encarnizada: ya no era una cuestión de defender el monte
Grammos sino de dignidad humana. Éluard nunca se quejó, nunca pensó en
tomarse un respiro, y cuando Farge sugirió sentarse a descansar una hora le
respondió categóricamente: «Estamos siguiendo a los combatientes, ¿por qué
hacerles perder tiempo?». Una vez vio a dos niñas acarreando un saco pesado
y no dio su brazo a torcer hasta que fue él quien lo cargó. Anoté las palabras
de Farge: «Nunca pareció tener conciencia de que era un gran poeta. Tal vez
por eso algunos nunca lo olvidaron».
Éluard tomó la palabra en la Sala de las Columnas y después en el club de
una fábrica automovilística. Me confesó: «Lo más difícil es subir a la tribuna
cuando todos te están mirando». Acabadas las celebraciones de Victor Hugo,
se iniciaron las del centenario de la muerte de Gógol. Éluard habló en el teatro
Bolshói y en algún otro lugar. Le siguió el aniversario de Fedin y Éluard dio
una conferencia en su honor. Luego ofreció una charla sobre poesía francesa
moderna en la Casa del Escritor. También se le invitó a hablar ante los
estudiantes. Después dio una conferencia de prensa. Dominique Éluard me
dijo: «Paul siempre se pone nervioso cuando tiene que hablar en público».
Sugerí que sería mejor acortar el programa, pero la costumbre era más fuerte:
si se trata de un aniversario tiene que haber veinticinco intervenciones, si es
un banquete, cincuenta brindis; el país es grande y nadie tiene que quedarse
con las ganas de expresarse…
Una mañana Éluard se dirigió a mí, alterado. Me dijo que le había pasado
algo desagradable a Jean Hugo: se encontraba pintando una acuarela de las
vistas del Kremlin en el malecón Sofiski, cerca de la embajada británica,
cuando se le acercó un agente y le confiscó su cuaderno de dibujo. «Jean nunca
se ha metido en política, incluso siente simpatía por vosotros. Es el director
del comité francés para las celebraciones del aniversario de Victor Hugo y ha
venido conmigo a Moscú. ¡Es un despropósito! ¿Cree que le devolverán el
cuaderno?».
Telefoneé a un camarada con un cargo de cierta responsabilidad que me
informó de que el francés no sólo estaba haciendo un esbozo del Kremlin sino
también del Ministerio de Defensa, «algo inadmisible». Unas horas más tarde
un mensajero del hotel me trajo un ejemplar del libro de Éluard ilustrado por
Jean Hugo, en cuya primera página el artista había añadido una acuarela del
Kremlin con el «inadmisible» esbozo del edificio del Ministerio de Defensa.
Hugo adjuntó una nota en la que nos decía que se iba y que el libro era un
recuerdo para nosotros. La acuarela era como el resto de sus dibujos,
delicados e ingenuos: paredes, cúpulas, nieve. Cualquiera de estas escenas
podría haberse fotografiado desde la embajada británica y conseguir una
imagen con más detalles. Me puse furioso y telefoneé de nuevo a Grigori para
decirle lo que pensaba. Por la tarde me informó de que se había decidido
devolver el cuaderno a Hugo. «Y, por favor, trate de tranquilizarse». Fui a ver
a Hugo de mal humor, y después de andarse con rodeos me soltó: «¡Ha sido un
malentendido!». Luego me llevó al baño y dijo: «Puedes estar seguro de que
no diré nada sobre este tema en Francia». En una entrevista que dio en París
explicó lo contento que estaba con aquel viaje, lo bien que le habían recibido,
y que había tenido la oportunidad de ver con sus propios ojos lo mucho que
querían a Victor Hugo en la Unión Soviética. En otoño de 1954 me escribió
para contarme que estaba trabajando en las ilustraciones de El deshielo, que
se publicarían en el periódico francés Pour la Défense de la Paix. Los
dibujos eran muy líricos: bosquecillos, claros, amantes. Hugo había sentido,
más que comprendido, que muchas cosas habían cambiado en nuestra forma de
vida.
Pero volvamos a Éluard. Quisiera hablar de este gran poeta con el que me
encontré hace cuarenta años, pero al que no conocí y llegué a querer hasta más
tarde. Tengo un vago recuerdo del joven surrealista, alto, delgado, con un
bello rostro y una voz especialmente atractiva. En cierta ocasión, al criticar a
un joven escritor por aquel entonces muy respetado, dijo: «No es un hombre,
es un hurón que intenta convencer a las gallinas de que resolverá sus
problemas gallináceos». Cuando se indignaba se ponía muy colorado.
Entonces no le conocía mucho, y sólo recientemente, después de leer sus
primeras cartas, me doy cuenta de que compartíamos muchas pasiones y dudas,
aunque él era cinco años mayor que yo. En su juventud tuvo problemas
pulmonares y lo enviaron a un sanatorio suizo. Allí conoció a una muchacha
rusa, Gala, y se enamoró de ella. Estalló la guerra, y Gala volvió a Moscú.
Paul trabajó en un hospital de campaña pero enfermó por culpa de los gases.
Mantuvo correspondencia con Gala, y en 1916 ella viajó a París, donde al
poco tiempo se casaron. Con la ayuda de Gala tradujo Balagánchik de Blok.
En una de sus cartas desde el frente le pidió a su madre que enviara su primer
poemario a una conocida de Gala: «La famosa poeta rusa Marina
Tsvietáieva». Liuba y yo celebramos la entrada del año 1930 en la casa
berlinesa del artista George Grosz. Éluard estaba entre los invitados. En
aquellos días se había abierto un encendido debate sobre si Aragon tenía razón
o no. Éluard se incluía entre los detractores, pero como era una persona de
trato educado pudo compartir esos momentos entre risas y bromas, aunque
fueran unos años muy difíciles para él.
Cuatro años más tarde escribí un artículo sobre la revista Le Surréalisme
au Service de la Révolution. Era un artículo mordaz, superficial. Me irritaba
que los surrealistas organizaran debates sobre el sexo, el carácter y la
conducta potencial de un abalorio de cristal o de un trozo de terciopelo,
cuando los fascistas acababan de cruzar el Rin, quemaban libros y asesinaban
a la gente. Cuando Éluard llegó al congreso antifascista de escritores para leer
un discurso escrito por André Bretón no me saludó.
En verano de 1937, mientras miraba las novedades editoriales en una
librería del boulevard Saint-Germain, me di cuenta de la presencia de alguien
a mi lado; levanté la mirada y era… Éluard. Ambos nos sentimos incómodos.
Él fue el primero en romper el hielo. «¿Cómo te va? Picasso me dijo que
estabas en España». Le contesté que una semana antes estaba en el frente de
Aragón. Mientras salíamos juntos me preguntó cómo pintaban allí las cosas.
Empecé a explicárselo, pero debió de parecerle que respondía de mala gana,
porque de repente me interrumpió: «Yo voy en otra dirección». Cuando
recuerdo este encuentro fallido, me doy cuenta de lo ciego y sordo que yo era
en muchas ocasiones.
En una revista francesa que se publicó en Londres durante los años de
guerra descubrí unos poemas que me impresionaron profundamente por su
belleza y humanidad. Los firmaba un tal Jean du Haut, sin duda un pseudónimo.
Se me pasó por la cabeza que podían ser de Éluard. Poco después uno de los
pilotos del Normandía leyó los mismos poemas, a mí y a otros, y dijo: «Son
de Paul Éluard».
Luego, en verano de 1946, nos encontramos en París y nos abrazamos.
Sabía por amigos comunes que, a principios de la década de 1930, su vida
personal había sufrido muchos cambios: se había casado con Nusch. Picasso
me mostró su retrato, parecía muy guapa. Los versos de Éluard se hicieron
menos lúgubres. Más adelante conocí a Nusch, que no sólo era guapa sino
también encantadora; tierna y frágil, pero al mismo tiempo valiente. Pasamos
la tarde en un oscuro café. Paul y Nusch hablaron de la vida en los años de
ocupación. Nos reímos y bromeamos. ¡Dios mío, qué luminoso nos parecía
entonces nuestro futuro!
Liuba llegó de Moscú. Éluard nos invitó a su apartamento. Pasamos casi
una hora buscándolo. Nos había escrito la dirección, pero no encontrábamos el
número indicado. Caminamos arriba y abajo por la larga rue de la Chapelle.
Si encontramos la casa, oscura e inhóspita, fue porque un transeúnte al que
preguntamos nos dijo: «Probablemente ésta sea la dirección antigua, a una
parte de la calle le han cambiado el nombre. Prueben con rue Marx-Dormoy».
Le reproché a Éluard que nos hubiera dado el nombre de la calle equivocado.
Nusch se rio: «A Paul no le gusta el nombre nuevo. Dice que hemos vivido y
continuaremos viviendo en la rue de la Chapelle. Ya ves, es un mundo en sí
mismo. Le conocen como l’homme de la rue de la Chapelle».
Volvimos a encontrarnos dos años más tarde en Breslavia y pasamos la
noche hablando. Más adelante caminamos por las ruinas de Varsovia, a veces
con Picasso; otras, los dos solos. Éluard había cambiado: estaba pasando por
un duro trance. A finales de 1946 Nusch murió inesperadamente en Suiza,
adonde había ido a pasar unos días. Sus amigos me contaron la pena que le
embargó por la pérdida; él mismo me confesó aquella noche en Breslavia:
«Siento que tengo un pie en la tumba».
Luego vino el congreso de París y muchas largas conversaciones más. Lo
vi por última vez en Moscú, en febrero y marzo de 1952. Si sumara todas las
horas que pasamos juntos, tal vez no parezcan muchas, pero el corazón, por lo
visto, tiene su propio cronómetro. Cuando murió no sólo sentí la pérdida de un
gran poeta, sino también la de un gran amigo, un hombre sencillo, sin igual,
caballeroso y valiente, un poeta que escribió al amor y que, si bien era difícil
de entender, fue querido por millones de lectores.
A veces me pregunto si algún día las personas adultas y serias dejarán de
contraponer los períodos de la actividad creativa de un poeta, troceando a la
persona, transformando su vida, hecha de búsquedas, pérdidas, esperanzas y
tragedias ineludibles, en una suerte de análisis absurdo en el que el
examinador refunfuña: «Vaya, ahora te has equivocado… ¡Ahora otra vez!…
Así está mejor… Al final lo has comprendido… Bueno, tal vez te demos el
aprobado». ¡Menuda imposición, qué mezquindad! En 1925 Éluard tenía
treinta años y en 1945, por lo tanto, cincuenta. Lo importante no es que se le
hayan encanecido las sienes y que sus manos empiecen a temblar; en realidad,
un hombre ante el cual se perfila un horizonte envuelto en niebla puede
entender y sentir lo que, al final de su vida, no será una verdad palmaria sino
una experiencia propia, hecha de lágrimas, sudor y pérdidas. Por lo demás,
¿sólo los poetas cambian? ¿Acaso no cambia la vida por sí sola? Para Éluard
los largos años de surrealismo no fueron un «error» que hay que perdonar por
lo que vino después, fueron años de su vida y de su poesía, y sin ellos no se
habría convertido en el autor de sus últimos libros.
De joven, en el frente, empezó a escribir un poema con las palabras:
«Encendí un fuego cuando me abandonó el azul». Escribió sobre lo mismo en
los años de la Resistencia y otra vez antes de morir: sobre la noche y el fuego.
Y siempre sobre el amor. Para el joven soldado en el frente era Gala; para el
poeta maduro, Nusch, y, en los últimos años, Dominique. Pero los poemas de
Éluard no son una crónica de su vida amorosa; no exaltan a una Laura
petrarquiana o a otra mujer, son poemas de amor, y todos podemos aceptarlos
como una expresión de sus propios sentimientos. El genio poético no sólo
reside en la fuerza excepcional de las palabras; brota de profundidades
insondables y de la agudeza de las sensaciones que permite que la
«autoexpresión» se convierta en la voz de sus contemporáneos y de bastantes
generaciones posteriores.
Un día, en Breslavia, Éluard me contó la historia de su poema «Libertad».
Consiste en una serie de cuartetas, cada una de las cuales concluye con el
verso «escribo tu nombre». «En mis refugios caídos, | en mis faros
derrumbados, | en los muros de mi tedio, | escribo tu nombre».
Éluard dijo que había escrito estos versos para Nusch, y cerraba el poema
con las palabras: «Nací para conocerte | para nombrarte Libertad».
Tenía una cualidad asombrosa: este poeta supuestamente oscuro, incluso
hermético, no sólo nos entendía a todos, sentía por nosotros. «Descubrí de
repente —me dijo—, que tenía que acabar con un nombre, y después de las
palabras “para llamarte” escribí “libertad”». Esto fue en 1942, cuando el amor
de todos era el mismo.
La poesía de Éluard siempre se ha considerado difícil y se hablaba de él
como de un «poeta de minorías». Pero los versos que arrojaron los pilotos
sobre las ciudades de la Francia ocupada significaban mucho más para la
gente que la propaganda de las octavillas, aunque Éluard nunca hizo
concesiones, ni intentó adaptarse de ninguna manera: sus poemas en los
tiempos de guerra son tan «difíciles» como los que escribió antes o después.
Ésta es una prueba más de que la «accesibilidad» es relativa, de que las
palabras de un poeta genuino son mucho más inteligibles para millones de
personas que los indigestos sermones de los críticos literarios.
La complejidad de la poesía reside en su concisión, la dificultad en su
simplicidad. Es prácticamente intraducibie porque depende demasiado de la
forma de la palabra, de su sonido, de sus asociaciones. (Nezval, Alberti,
Tuwim, Hikmet y Neruda leyeron sus poemas en la lengua original y su estima
por el autor brotó de la solidez de Éluard, la realidad que emanaba de su
poesía). Es difícil aventurarse a señalar dónde reside el poder de su poesía:
obvia los indicadores externos, no hay rima ni metro, no utiliza un vocabulario
extraño, las imágenes no son especialmente ricas. En el poema «Gabriel Péri»
leemos: «Hay palabras que hacen vivir | Y son palabras inocentes | La palabra
calor la palabra confianza | Amor justicia y la palabra libertad | La palabra
niño y la palabra ternura | Y ciertos nombres de flores y ciertos nombres de
frutos | La palabra valor y la palabra descubrir | Y la palabra hermano y la
palabra camarada | Y ciertos nombres de países y pueblos | Ciertos nombres
de mujeres y de amigos».[1]
Sus versos parecen vacilantes, imponderables, como la sombra de las
hojas o las gotas del rocío de la mañana, y aun así quedan grabados en la
memoria, lindan el camino de la vida como viejos plataneros o estatuas de
piedra.
Éluard amaba la vida. Picasso fue sólo uno de los muchos artistas, todos
de estilos muy diferentes, que ilustraron sus libros: Max Ernst y Valentine
Hugo, Léger y Salvador Dalí, Chagall y Chirico. No comparto la admiración
por todos esos pintores, pero entiendo lo que vio en sus obras: diseños para
sus poemas, el mundo visible de sus sueños. En su poesía, sin embargo, no
trataba de moldear formas o reproducir colores; creía en la magia de las
palabras por sí mismas y no se desviaba de ellas con imaginería visual o
retórica.
Estaba profundamente unido a Picasso. Su amistad duró un cuarto de siglo
y nada pudo ponerla en peligro o enfriarla. Debajo del Guernica de Picasso se
leen las palabras de Éluard. Los poemas que compuso sobre el gran artista los
reunió en un libro titulado A Pablo Picasso. Aparentemente, parecían dos
polos opuestos: uno, el diablo; otro, el niño…, aunque este tipo de etiquetas
son más propias de los investigadores y clasificadores, para quienes el mundo
del arte es un compartimento estanco. El demonio podía ser amable e incluso
franco, mientras que el niño había estado en el infierno y había pasado por
muchas vicisitudes. A pesar de las apariencias, a pesar de las diferencias de
edad y oficio, ambos eran fenómenos del mismo tipo, y cuando Picasso dice:
«Esto me lo dijo Paul…», hay tanto cariño en su voz que resulta conmovedor.
Éluard era tan bueno y modesto que no creo que tuviera enemigos
personales. En 1942 se unió al Partido Comunista francés y le fue fiel hasta la
muerte. Murió en una época en que la hostilidad contra el comunismo todavía
estaba a la orden del día; lo sorprendente es que el poder de su poesía, su
humanidad y espíritu generoso desarmaban a sus oponentes políticos. El
gobierno intentó prohibir el cortejo fúnebre, pero se trató de un acto reflejo de
la Guerra Fría, decisiones propias de autómatas y no de personas de carne y
hueso. Han pasado muchos años desde la muerte de Éluard, pero su influencia
sigue creciendo y ya nadie lo pone en entredicho; su poesía ha sobrepasado
tanto su biografía como los acontecimientos mundiales.
Aún no he mencionado, sin embargo, el rasgo más admirable de su poesía.
Es la bondad. Hay muchos poetas importantes dotados de una sensibilidad
profunda y delicada, capaces de expresar sufrimientos y alegrías, pero
carentes de bondad. Es una cualidad poco frecuente entre las personas en
general y entre los poetas en particular. Éluard necesitaba la felicidad ajena
para ser feliz, y eso no era una respuesta intelectual, sino que surgía de forma
espontánea de su propia naturaleza. Cuando escribía sobre su felicidad
personal hablaba de la felicidad en nombre de todos: «Nosotros dos cogidos
de la mano | siempre nos creemos en casa | bajo el árbol dulce bajo el cielo
negro | bajo todos los techos junto al fuego | en la calle vacía a pleno sol | en
los ojos vagos de la multitud | junto a los sabios y los locos | entre los niños y
mayores | nada tiene el amor de misterioso | somos la misma evidencia | los
enamorados se creen en nuestra casa»[2].
Éluard escribió estos versos poco antes de su muerte. Seguramente
estuviera paseando con Dominique por las colinas de la Dordogne o por la
plaza Pushkin de Moscú. Quería hacer un regalo a todo el mundo. Luchó y
arriesgó su vida, no porque hubiese decidido actuar así, sino porque no podía
actuar de otro modo.
Pasó una de sus últimas tardes en Moscú con nosotros. Sus manos
temblaban más de lo normal aunque no dejaba de bromear. De repente
enmudeció. Liuba estaba hablando con Dominique. Él se volvió hacia mí y
dijo: «Estaba pensando en aquel joven trabajador, ¿recuerdas? El que accedió
al camerino después del recital. Me confesó: “Yo también quiero escribir
poesía, pero tengo miedo de no conseguirlo. Siempre tengo la cabeza llena de
palabras, zumban en mi interior, pero tengo miedo de escribir”. Es triste
descubrir que las intenciones son siempre mejores que las acciones. Y esto es
tan válido para la vida como para la poesía».
Anoté estas palabras. Al despedirnos creíamos que nos volveríamos a ver
en Viena, en diciembre. Me alegra pensar que la buena, fuerte y considerada
Dominique estuvo a su lado. Ocho meses más tarde, una mañana fría y
neblinosa, escuché por la radio: «Ayer murió el poeta francés Paul Éluard».
Más tarde, Dominique me dijo que por la mañana Éluard había leído en los
periódicos que se había denegado la revisión del caso de los Rosenberg,
condenados a muerte por error en Estados Unidos. Paul había dicho: «¡Ojalá
puedan salvarse!». Quince minutos más tarde llamó a Dominique: para cuando
ella llegó su corazón ya se había detenido. Aún no había cumplido los
cincuenta y siete años. Lo escribo y me parece que ocurrió ayer. No hay
vínculo más fuerte que el que une a las personas que han dejado atrás un
puerto de montaña y descienden por un camino, oscuro y empinado, durante el
crepúsculo.
31

Cuando miro atrás, el año 1952 me parece muy largo y deslucido;


posiblemente se deba a cómo vivía entonces. La nueva ola se publicó por
entregas y recibió buenas críticas, pero sentí que era un libro fallido y decidí
no seguir escribiendo. Mis viajes dedicados al movimiento pacifista y mi
trabajo como diputado me dejaban bastante tiempo para reflexionar sobre mi
futuro como escritor. Un día de otoño apunté en mi cuaderno: «Tal vez lo más
razonable sería dejar de escribir para siempre. En tres meses cumpliré sesenta
y dos años y no es una edad como para esperar a ver qué pasa. Al menos
puedo ser útil al movimiento pacifista».
En octubre se celebró el XX Congreso del Partido. A su término, Stalin
hizo un discurso corto y sorprendente. Malenkov aludió a la literatura en su
informe; se lamentó de que no tuviéramos un Gógol o un Shchedrín y afirmó
que la ideología del escritor se descubría en sus personajes, en si éstos eran
típicos o no. Un escritor de Leningrado me dijo: «Uno podía escribir sátira
sobre los encargados del teatro antes de que nos recordaran a Gógol y
Shchedrín. Pero si pretendes apuntar un peldaño más alto te dicen enseguida:
“No es típico”. Sería interesante saber cómo se mide la “tipicidad”…, ¿con
estadísticas?».
He rebuscado en los archivos de Literatúrnaia gazeta: todo parecía
idílico. El periódico señalaba que la novela de Grossman Por una cama justa
se había publicado en Novi mir, pero la crítica la ignoró. Dieron el visto
bueno a la nueva versión de La joven guardia de Fadéiev y fueron amables
con la novela Los Zhurbin, de Kóchetov. El periódico lamentaba que no se
tuviera suficientemente en cuenta la «genial obra de Stalin, que había
revolucionado la lingüística». Se denunciaba la cibernética como
pseudociencia. A los escritores se les reñía de forma suave, casi paternal. Se
organizaban diversas celebraciones: el sexagésimo aniversario de Paustovski
y de Fedin, el quincuagésimo aniversario de Nâzim Hikmet y de Kaverin. Se
organizaron diversos actos literarios, con abrazos y, por supuesto, deseos de
«nuevos éxitos creativos». Se publicó el libro de Vinokurov y los elogios
fueron moderados. En una de las revistas mensuales se incluyó un poema de
Martínov, por culpa del cual se reprendió al consejo editorial. Bajo los versos
flojos, todos muy semejantes entre sí, aparecían los nombres de jóvenes poetas
desconocidos; al final de uno me fijé en el autor, E. Evtuchenko. Pasando las
páginas que todavía no han tenido tiempo de amarillearse, uno percibe que los
editores tenían problemas para llenar las páginas con contenidos. Después de
las celebraciones en honor a Radíschev, se organizaron las del quincuagésimo
aniversario de la muerte de Zola y el centenario de Mamin-Sibiriak.
En abril se celebró en Moscú un congreso internacional sobre economía.
Allí conocí a lord Boyd Orr, un viejo pacifista inglés de gran cultura e
integridad moral. Me expresó su deseo de mediar entre los dos mundos y su
admiración por Gandhi y Einstein.
Además de economistas, asistieron al congreso algunos empresarios
importantes y otros de menor talla, todos ansiosos de recibir encargos
soviéticos. Recuerdo un episodio gracioso. Recibí una llamada telefónica del
secretariado del congreso: «¿Qué significan las iniciales francesas APT?». Me
rompí la cabeza pero no logré descifrarlas. Después me hicieron llegar una
carta: al parecer, Apt era el nombre de un pueblecito en la Provenza, y el
remitente, un tal Chauvin, un empresario del ocre. Según él, los fabricantes
franceses habían vendido a Rusia ocho mil toneladas anuales de ocre antes de
la guerra y decidieron asistir al congreso con la esperanza de reavivar las
exportaciones. Resultó ser un sureño vivaz y agradable, miembro del
movimiento pacifista francés y un romántico redomado. Fuimos al Comité por
la Defensa de la Paz en la calle Kropotkin. Quedó muy satisfecho con la gente
que conoció allí, pero al mirar la fachada desconchada del edificio dijo:
«¡Necesitan ocre urgentemente!». Trajo con él muestras de productos de otras
empresas: frutas cristalizadas y agua de lavanda. Las frutas eran sabrosas, el
agua tenía un aroma delicioso, pero ninguno de estos productos, tampoco el
ocre, interesó al Ministerio de Comercio Exterior. Un belga que consiguió un
gran encargo de ropa interior femenina estaba rebosante de alegría, mientras
que Chauvin se fue con las manos vacías, aunque lleno de simpatía por nuestro
pueblo. Me escribió algunas veces, proponía que los actores soviéticos
participaran en el carnaval de Apt; en resumen, un ingenuo soñador.
La vida seguía su curso. El pueblo trabajaba. Se abrían nuevas fábricas.
Los maestros habían enseñado el abecedario a niños que habían crecido y que
ahora trabajaban o estudiaban, pensaban o discutían. Los adolescentes leían a
Tolstói, Chéjov y Gorki. Cada noche, en los escenarios de miles de teatros,
Hamlet hablaba de registradores y falsedades, los personajes de Chéjov se
consumían por dentro, y el inmortal Jlestakov[1] mentía por los codos. Los
museos siempre estaban llenos de visitantes. Me di cuenta, hablando con
desconocidos, de cómo había aumentado el nivel de conciencia del llamado
ciudadano «medio».
En Praga, aquel otoño, se inició un proceso judicial contra un grupo de
importantes comunistas. Literatúrnaia gazeta los llamó «bazofia envilecedora
del manantial puro» que «soñaba con transformar Checoslovaquia en una
sucursal de Wall Street dirigida por monopolios estadounidenses,
nacionalistas burgueses, sionistas y todo tipo de gentuza criminal». En
primavera de 1963 la Corte Suprema de la República de Checoslovaquia
revocó la sentencia de los condenados. Por supuesto, no previ lo que pasaría
después, pero el proceso de Praga me puso en alerta.
Las negociaciones en Corea sobre el armisticio comenzaron en la
primavera de 1951. Después de interminables discusiones, los partidos
acordaron sesenta puntos del documento, pero dejaron abierto el de la
repatriación de los prisioneros de guerra. En la Asamblea General de las
Naciones Unidas Vishinski y Acheson pronunciaron sendos discursos. Todo el
mundo comprendía que el conflicto no podía resolverse por la vía de la fuerza
militar. Sin embargo, los combates continuaban precisamente en la región que,
según uno de los sesenta puntos acordados, tenía que convertirse en zona
neutral.
Los combates también seguían librándose en Indochina. La Guerra Fría no
remitía. Algunos senadores estadounidenses se referían a las operaciones en
Corea como «el inicio de la Tercera Guerra Mundial», y pronosticaban que
ésta sería larga y acabaría con la «completa destrucción del comunismo». En
Francia los gobiernos cambiaban continuamente, las huelgas se sucedían,
arrestaban a comunistas y sindicalistas. En Grecia las ejecuciones no cesaban.
Me quedé un buen rato mirando la fotografía de Beloyannis, muerto de un
disparo; sostenía un clavel en la mano y sonreía.
El año parecía, de algún modo, silencioso y sofocante. Los
acontecimientos de los años siguientes se gestaban lentamente, pero incluso
los optimistas empedernidos preferían morderse la lengua.
La preparación del Congreso de los Pueblos por la Paz me supuso dos
viajes a Escandinavia, una visita a Berlín y una estancia de varias semanas en
Viena.
Joliot-Curie y otros dirigentes del movimiento querían que el congreso
fuera más amplio y representativo que los anteriores. En una carta al liberal
italiano Nitti, Joliot garantizó a los delegados total libertad para expresar sus
puntos de vista. La desconfianza impidió que muchos indecisos fueran a Viena.
Pero, teniendo en cuenta las circunstancias de 1952, se puede decir que, en su
conjunto, el congreso fue un éxito. Entre los oradores se encontraban el ex
canciller alemán Wirth, el diputado del partido católico italiano Terranova, el
italiano Nitti, los partidarios brasileños de Vargas y los argentinos de Perón,
algunos miembros del Partido del Congreso indio, representantes del partido
mayoritario del Parlamento iraní, algunos sindicalistas británicos,
nacionalistas tunecinos (amigos de Burguiba), el escritor Jean-Paul Sartre, un
observador de la organización que abogaba por un «gobierno mundial» y
pacifistas de todo el espectro político.
A diferencia de los congresos de París y Varsovia, los oradores que
criticaron la política soviética se escucharon alto y claro, e incluso sus
discursos fueron acogidos con aplausos; algunos de los discursos centraron la
atención en el tono excesivamente beligerante de Vishinski, en la renuncia a la
búsqueda de compromisos, en el trasfondo de los procesos de Praga. Siguen
vivos en mi memoria los discursos de Elin Appel, de la católica italiana
Alessandra Piaggio y del escritor sueco Harry Blomberg.
Por supuesto, como en Varsovia, algunos ponentes fueron recibidos con
todo el público en pie, y en la última sesión, que acabó a las tres de la
madrugada, hubo cantos y pañoladas. Sin embargo, se impuso el orden y el
afán de trabajo, más que en el congreso de Varsovia. El discurso de apertura
de Joliot-Curie marcó el tono general de los que le sucedieron. Por primera
vez se habló profusamente de la coexistencia pacífica y de los vínculos
culturales. La delegación soviética estuvo encabezada por Korneichuk, pues
Fadéiev estaba enfermo.
El texto del llamamiento a los pueblos no contenía recriminaciones; se
pedía el cese inmediato de todas las operaciones militares, el reconocimiento
del derecho de todas las naciones a la independencia y la necesidad de un
desarme general; en resumen, recordaba algunas resoluciones unánimemente
aprobadas en la Asamblea de las Naciones Unidas siete u ocho años antes.
Al final del congreso se organizó un banquete en una gran sala con
capacidad para dos mil personas. Hubo algunos parlamentos y mucho vino
austriaco, suave pero de los que engañan. Todo el mundo se puso de buen
humor. Hacia la madrugada alguien leyó, o más bien gritó, los nombres de los
ganadores del premio por la paz de una lista recién llegada de Moscú: «Yves
Farge, Saifuddin Kitchlew, Paul Robeson…». Estaba aplaudiendo cuando
escuché de repente «Iliá Ehrenburg». Me sentí más avergonzado que contento.
Nunca habíamos galardonado a uno de los nuestros. Y en cualquier caso, ¿por
qué a mí y no a Fadéiev o a Korneichuk? La gente se me acercaba, brindaba y
me abrazaba. Sereni me dijo al oído: «Es bueno que te hayan dado el premio.
Y precisamente ahora». Le pregunté qué quería decir con eso, pero no me
respondió.
Dos días después volvimos a Moscú en tren. Un vagón estaba reservado
para Soong Ching-ling y los delegados chinos, en el resto iban la delegación
soviética y nuestros invitados: Kitchlew, Amado, James Endicott y Jorge
Zalamea. Los trenes, en aquel tiempo, circulaban despacio. Partimos por la
mañana y no llegamos a Budapest hasta el anochecer. No teníamos dinero y no
nos dieron nada para el viaje a excepción de flores. Korneichuk, que estaba en
el compartimento contiguo, afirmaba estar dispuesto a comerse a su
compañero de viaje y fantaseaba con la comida que nos esperaba en Budapest,
donde el tren tenía que hacer una parada de dos horas. En el andén de la
estación vimos a Rákosi y a otros importantes camaradas que nos condujeron a
la sala de espera oficial: «Ahora nos darán gulasch». Sin embargo sólo nos
ofrecieron café y galletas. Después de pensárselo dos veces, Korneichuk
informó a voz en cuello: «¡No hemos comido nada desde la mañana!». Los
húngaros se pusieron manos a la obra; no había restaurante en la estación, pero
al cabo de media hora nos habían traído unas salchichas, que, aunque estaban
buenas, eran un tanto pequeñas. Tuvimos nuestra primera comida en
condiciones a la mañana siguiente, en la frontera soviética, donde el tren paró
unas cinco horas. Dos días más tarde estaba en Moscú. Durante el viaje intenté
comprender las palabras de Sereni: ¿sabía algo que yo ignoraba? Cuanto más
lo pensaba menos lo comprendía y bostezaba nervioso.
Cinco días más tarde celebramos el año nuevo con Irina, Lidin y los
Sávich. Tuve tiempo de ver a mis amigos y preguntar por las últimas
novedades. Sólo me explicaron chismes sin importancia. Mi corazón estaba
inquieto, pero no sabía por qué.
El 13 de enero nos trajeron los periódicos. Abrí con bastante apatía las
páginas de Pravda: «Hacia un nuevo avance en la industria petrolera»,
«Descenso del comercio exterior francés». De repente, en la última página leí:
«Arresto de un grupo de médicos saboteadores». La TASS informaba de que
habían arrestado a un grupo de médicos por la muerte de Zhdánov y
Scherbakov. Habían planeado, según confesaron, asesinar a los mariscales
Vasilievski, Góvorov y Konev, entre otros. El periódico decía que la mayoría
de los detenidos eran agentes de «la organización nacionalista judeo-burguesa
Joint», que habían recibido instrucciones del doctor Shimelióvich y del
«nacionalista judeo-burgués Mijoels». En la lista de inculpados aparecían los
nombres de nueve reputados médicos, seis de los cuales eran judíos.
Fui a Moscú donde intenté aclarar la situación. Unos me dijeron que el
arresto de los médicos se había producido dos meses antes; la versión de otros
era que se había organizado una reunión consultiva a la que invitaron a los
médicos encargados de velar por la salud de Stalin y entonces los arrestaron.
Todos coincidían en que reinaba el caos en los hospitales, muchos enfermos
miraban con recelo a los médicos como si fueran personajes malvados y se
negaban a tomar la medicación. El agrónomo que había conversado con Sartre
sobre vacas se había ido de vacaciones a Yalta. Volvió antes de tiempo
porque, según me contó su mujer, presa del pánico le dijo: «Vámonos de este
sanatorio…, aquí nos envenenarán». Escuché a una doctora decir: «Ayer tuve
que tragarme pastillas, polvos y una docena de medicinas para una docena de
enfermedades diferentes… Los pacientes creían que yo era una
“conspiradora”». En el mercado Tishinski un borracho gritaba: «¡Los judíos
quieren envenenar a Stalin!».
Antes he dicho que nuestro pueblo ha madurado espiritualmente, pero
incluso la «caña pensante» deja de pensar a veces; se puede ser filósofo y
sentir un escalofrío cuando un gato negro se cruza en el camino. Bajo ningún
concepto estoy atribuyendo a todo el mundo este miedo infundado. Las últimas
revueltas coléricas fueron en 1893. Los pogromos acabaron con el fin de la
guerra civil. Pero si fuera posible penetrar en la selva espiritual de algunas
personas bastante racionales, se encontrarían muestras de desconfianza y
sospecha. Por supuesto, este tipo de gente no presta atención a los comentarios
de las ancianas del mercado, pero es que fueron las autoridades que
investigaban el caso quienes hicieron pública la información sobre los
médicos asesinos. La población recordó el juicio de 1938 que estableció que
detrás de la muerte de Gorki estaba su médico. Ahora son más astutos: emiten
un diagnóstico equivocado y llevan el paciente a la muerte con un tratamiento
incorrecto. A veces he percibido que la gente combina el respeto por la
ciencia médica con el miedo al personal médico, al doctor que los trata: existe
la posibilidad de que se equivoque o pase algo por alto. Si se ha vendido a los
enemigos, podría asesinar y salir impune.
Grigorian me pidió que fuera a verlo para hablar de la entrega de premios,
cuya ceremonia se celebraría el 27 de enero. «Sería bueno —me dijo— que
mencionaras a los médicos criminales». Me sentí ofendido y le dije que yo no
había pedido ese premio, que estaba dispuesto a rechazarlo, pero que nada me
convencería para que hablara de los médicos. Grigorian intentó
tranquilizarme: «No es una orden, sólo una sugerencia».
El 24 de enero, fecha del aniversario de la muerte de Lenin, los periódicos
publicaron una fotografía suya y, debajo, el decreto con la concesión de la
Orden de Lenin a cierta doctora por «la colaboración prestada al gobierno
para desenmascarar a los médicos asesinos».
En la ceremonia de entrega del premio, Tíjonov, Surkov, Aragon, Anna
Seghers y el escritor colombiano Jorge Zalamea leyeron discursos de
felicitación. Luego llegó mi turno. Fui breve. Dije: «No importa su origen
nacional, un ciudadano soviético es primero y ante todo un patriota de su país,
un intemacionalista de corazón, un opositor de la discriminación racional y
nacional, un partidario de la fraternidad, un defensor valeroso de la paz».
Estas palabras estaban inducidas por el curso de los acontecimientos, y volví
de nuevo al tema que había estado atormentándome: «Aprovecho esta ocasión
solemne y festiva en la Sala Blanca del Kremlin para rendir tributo a aquellos
que combatieron por la paz y que han sido acosados, torturados y perseguidos;
quiero referirme a las oscuras noches en las prisiones, los interrogatorios, los
juicios y el valor de tantos». En la sala Sverdlovsk se podía cortar el aire.
Liuba me contó que, cuando pronuncié la palabra prisiones, la gente que tenía
alrededor contuvo la respiración. A la mañana siguiente mi discurso se
publicó en la prensa pero con algunos cambios: a lo que dije sobre los que
habían sido perseguidos añadieron «por las fuerzas de reacción» por si acaso
los lectores, correctamente, entendían que me refería a las víctimas de Beria.
La prensa también publicó un artículo sobre las entusiastas cartas
recibidas por la doctora que desenmascaró a «los asesinos de bata blanca».
Algunas de ellas elogiaban a aquella «mujer rusa», esa «verdadera alma
rusa».
Sin embargo, fue en el periódico francés Ce Soir, desde hacía tiempo bajo
la dirección de Jean-Richard Bloch, donde encontré los artículos más
indignantes salidos de la pluma del periodista Pierre Hervé, entonces
comunista. Hubiera entendido que un comunista francés diera crédito a las
autoridades soviéticas que realizaron la investigación y las defendiera ante los
enemigos políticos, pero Hervé superó todo y a todos: sus artículos no eran
muy distintos de la famosa falsificación realizada durante los años del
Segundo Reich: Los protocolos de los sabios de Sión. La primera vez que leí
estos artículos me quedé boquiabierto. Dos años más tarde, cuando se
restableció la legalidad en nuestro país, Hervé abandonó el Partido Comunista
y publicó un libro —incluso llegó a enviarme un ejemplar— en el que, entre
otras cosas, expresaba su indignación porque en el «caso de los doctores» no
se había valorado su contribución personal.
En Pravda apareció un artículo incisivo sobre la novela de Grossman.
Otros periódicos no tardaron en abalanzarse sobre él.
Era un día frío. Para mantenerme ocupado y alejar los pensamientos
lúgubres por unas horas me enfrasqué en la traducción de Villon. De repente
entró Iván Petróvich, el portero: «Acaban de decir por la radio que Stalin ha
caído enfermo, su vida corre peligro».
Recuerdo el viaje a Moscú. Había nevado mucho. Los niños se hundían en
los montículos de nieve. En la cabeza me daban vueltas las palabras: «El
camarada Stalin ha perdido la conciencia». Intenté pensar: «¿Qué será de
nosotros ahora?». Pero no podía. Como muchos de mis compatriotas en ese
momento, me encontraba en estado de shock.
32

«A las nueve y cincuenta minutos de la noche…».


Los comunicados médicos hablaban de leucocitos, de colapso, de arritmia
cardiaca. Pero nosotros hacía mucho que habíamos olvidado que Stalin era
mortal. Se había convertido en un dios todopoderoso y distante. Y ahora el
dios había muerto de una hemorragia cerebral. Parecía increíble.
El edificio en el que vivo se encuentra en el cruce de la calle Gorki y la
calle Pushkin. Para acceder a cualquiera de las dos necesitaba el permiso de
un oficial de la milicia, dar largas explicaciones, mostrar mi documentación.
Unos camiones enormes cerraban el paso y, si el oficial daba el visto bueno,
tenía que subir a uno de ellos por un lado y bajar por el otro lado. Cincuenta
pasos más adelante, me detuvieron de nuevo y volví a empezar todo el trámite
desde el principio.
Los escritores celebraron la ceremonia fúnebre en el Teatro de los Actores
Cinematográficos de la calle Vorovski. Todos estaban afligidos, confusos y
hablaban de forma incoherente, no como los hábiles literatos que eran, sino
como matemáticos o trabajadores que hablaran por primera vez en una
asamblea. Hubo numerosas intervenciones. Yo también tomé la palabra: no
recuerdo lo que dije, pero, sin duda, lo mismo que los demás.
Al día siguiente fuimos a la Sala de las Columnas. Yo formaba parte, junto
a los escritores, de la guardia de honor. Stalin yacía embalsamado, solemne,
sin rastro alguno de lo que habían dictaminado los informes médicos, pero
cubierto de flores y condecoraciones.
La gente desfilaba por delante del catafalco, muchos lloraban, las mujeres
levantaban a los niños, la música fúnebre se mezclaba con los sollozos.
También vi a muchas personas llorar en las calles. A veces retumbaba el
griterío: la multitud se empujaba para llegar a la Sala de las Columnas. Corrió
la voz de que había muerto gente aplastada en la plaza Trubnaia. Fue necesario
traer de Leningrado más destacamentos de la policía. Creo que la historia no
ha conocido un funeral como el de Stalin.
En cuanto a mí, no sentí una pena especial por el dios que había fallecido
de una hemorragia cerebral a la edad de setenta y tres años, como si no fuera
una divinidad sino un común mortal. Y, sin embargo, no podía evitar estar
preocupado: ¿Qué pasaría ahora? Me temía lo peor. En estas memorias he
hablado mucho de la «caña pensante». Ahora veo que es muy difícil conservar
la lucidez. El culto a la personalidad no me había convertido en un devoto,
pero sí había influido en mis juicios: no podía concebir el futuro de nuestro
país sin aquello que, durante veinte años, llamaban a diario «la sabiduría de
nuestro jefe genial».
Nunca hablé con Stalin (a excepción de una conversación telefónica en
vísperas de la guerra, la cual ya he descrito). Lo había visto de lejos durante
las citas solemnes, en recepciones o sesiones del Soviet Supremo. Una vez
estuve cerca de él, con motivo de una recepción a Mao Tse-tung en su visita a
Moscú. Me sorprendió el estricto control de seguridad en la entrada, como si
aquello fuera el Kremlin y no el hotel Metropol. Estaba tan lleno que, una vez
dentro, no hice el intento de avanzar entre el zumbido de voces. De repente se
hizo el silencio. Al volver la cabeza vi a Stalin. No se parecía a los retratos,
era un hombre viejo, más bien de estatura mediana, la cara como picada por
los años; tenía la frente estrecha, unos ojos vividos y perspicaces. Examinó
con curiosidad la sala, en la que probablemente no había puesto el pie en el
último cuarto de siglo. Luego, después de una ovación estrepitosa, fue
conducido hacia la zona donde estaban reunidos los chinos. Todo pasó tan
rápido que apenas tuve tiempo de fijarme bien en él.
No me gustaba Stalin, pero durante mucho tiempo había creído en él y le
había temido. Cuando se hablaba de él en las conversaciones con mis amigos
lo llamaba, como todos, «el Jefe». De la misma manera, los antiguos judíos
nunca pronunciaban el nombre de Dios. Es poco probable que amaran a
Jehová, quien además de todopoderoso, era despiadado e injusto; descargó
sobre el virtuoso Job un sinfín de desgracias: le arrebató a su mujer y mató a
sus hijos, le envió lepra, y todo para demostrar que aquel hombre que se
pudría vivo, abandonado por todos aun siendo inocente, todavía podía,
sentado sobre las cenizas, glorificar la sabiduría de Jehová. Era una apuesta
entre Dios y Satanás, y ganó Dios. Pero el perdedor fue Job.
En el cuarto volumen de estas memorias prometí a los lectores que
volvería a hablar de Stalin, intentando llegar a alguna conclusión y dar con las
causas de nuestros errores. Como muchos actos de mi vida, esta promesa fue
precipitada. Cada vez que me he puesto a revisar este capítulo, después de
tachar y romper muchos folios, he acabado comprendiendo que no podría
mantener la promesa: naturalmente, ahora sé muchas más cosas que en marzo
de 1953, pero me doy cuenta de que todavía no sé lo suficiente para extraer
conclusiones, y que incluso no siempre comprendo lo que sé. No puedo
esbozar un retrato de Stalin pues no lo conocí personalmente. Por lo visto era
una persona compleja, los testimonios de quienes sí lo conocieron son muchas
veces contradictorios. He prometido en vano acabar este libro de memorias
con un giro hacia la historia y la filosofía. Me limitaré a compartir con los
lectores los pensamientos y sensaciones de marzo de 1953, y las pocas
reflexiones que aflorarán estarán directamente relacionadas con mi oficio de
escritor, con el hecho de que, por encima de todo me preocupa el destino de la
conciencia humana.
La divinización de Stalin no se produjo de la noche a la mañana, ni fue el
resultado de una explosión de sentimiento popular. La organizó él mismo,
sistemáticamente y durante un largo período de tiempo: siguiendo sus
instrucciones se forjó una historia legendaria en la que él interpretaba un papel
que no se correspondía con la realidad; los pintores ejecutaban grandes
cuadros dedicados a las vísperas de la revolución, a octubre, y a los primeros
años de la República Soviética, en los que él siempre aparecía junto a Lenin;
en la prensa se denigró a otros bolcheviques que, en vida de Lenin, habían
sido sus más íntimos colaboradores. El reconocimiento de Stalin como
«genial» o «sabio entre los sabios» precedió a las represiones en masa. Ya he
mencionado mi perplejidad, en 1935, ante el estallido de aplausos y gritos
histéricos con los que se recibió a Stalin en la conferencia estajanovista.
Entonces intentaba convencerme de que no comprendía los sentimientos del
pueblo, de que era un intelectual que había perdido el contacto con la vida
rusa. Después me acostumbré a las ovaciones y a los epítetos idólatras, y ya
no los oía.
San Pedro es, para los católicos, la piedra fundacional de la Iglesia, el
custodio del Paraíso, pero para mí es el protagonista de una leyenda poética,
pues negó tres veces a su maestro y después expió su debilidad con el
martirio. Sin embargo, la visión de su estatua en la catedral de San Pedro de
Roma me hizo olvidar cualquier leyenda; miraba el pie de Pedro: a fuerza de
besos se había desgastado el bronce. La fe, como el miedo, como muchos
otros sentimientos, es contagiosa. Aunque me educaron según el pensamiento
libre del siglo XIX y he escrito Julio Jurenito, en el que me reía de todos los
dogmas, no supe defenderme de la epidemia del culto a Stalin. La fe de los
demás no inflamó mi corazón, pero a veces me oprimía, no me permitía
reflexionar sobre lo que estaba sucediendo. En 1957, recordando tiempos
pasados, escribí: «La fe: prismáticos y anteojeras. La fe mueve montañas. Soy
un hombre, no una montaña. La fe no es mi hermana. He visto la piedra gris
desgastada por labios trémulos. La fe resucita a los muertos. Soy un hombre,
no un cadáver. He visto a la gente volverse ciega, la he visto vivir entre
cenizas, he visto la tierra convulsionarse, he visto el cielo a través de las
cenizas. No creo en la fe».
Acompañé a un destacamento de hombres andaluces que lucharon hasta la
última gota de sangre y lo llamaron «el batallón Stalin». Durante la guerra
también escuché muchas veces el grito: «¡Por la Patria, por Stalin!». Las
cartas de los héroes franceses e italianos de la Resistencia, escritas en la
vigilia de la ejecución, acababan con las palabras: «¡Viva Stalin!». Para su
setenta aniversario, una francesa envió a Stalin el gorro que llevó su hija
torturada por la Gestapo. Poetas cuya integridad está fuera de toda duda (como
Éluard, Jean-Richard Bloch, Miguel Hernández, Nezval) exaltaron a Stalin. Se
convirtió en bandera, en infalible apóstol, en divinidad.
Se libraba una batalla, y no me había situado «por encima de la
contienda». También para nuestros enemigos Stalin dejó de ser humano;
cuando Hitler o Goebbels, Forrestal o McCarthy hablaban de él sucumbían al
histerismo, como en una misa negra.
En la década de 1930 vi la cara del fascismo. La resistencia del pueblo
español se quebró: las dictaduras fascistas ayudaron a Franco, las
democracias occidentales abogaron hipócritamente por el principio de no
intervención y sólo un puñado de soldados soviéticos lucharon en el bando de
los republicanos. Monaco fue una tentativa de crear una coalición
antisoviética: Chamberlain y Daladier esperaban que Hitler se dirigiera hacia
el este. Cuando empezó esta «guerra fingida», a los dirigentes franceses les
preocupaba más luchar contra los comunistas nacionales que contra la
Wehrmacht. Unos meses antes de la caída de Francia, los jefes militares
estuvieron muy ocupados organizando una fuerza expedicionaria para luchar
contra el Ejército Rojo en Finlandia. Cuando Hitler atacó la Unión Soviética,
algunos políticos estadounidenses y británicos rebosaron de alegría, no sólo
porque los rojos debilitarían la Wehrmacht, sino también porque, a largo
plazo, Hitler destruiría a los rojos. Tan pronto como se hubo acabado la
Segunda Guerra Mundial ya se hablaba de una tercera. Simpatizantes fanáticos
del capitalismo, empresarios que se veían a sí mismos como cruzados,
militaristas de gatillo fácil contribuyeron, quisieran o no, a consolidar el culto
a Stalin.
No conseguí adivinar cuál era el papel del «sabio entre los sabios». Si mis
informaciones ahora son todavía escasas, en 1937 sólo conocía algunos
crímenes aislados. Como muchos otros, traté de disculpar a Stalin; atribuía las
represiones en masa a las luchas internas del Partido, al sadismo de Yezhov, a
la desinformación, a la costumbre.
Stalin era un hombre de gran inteligencia y mayor astucia. A menudo se
presentaba a sí mismo como el defensor de la justicia, deseoso de acabar con
los métodos arbitrarios. Recuerdo sus palabras sobre «el vértigo del éxito» y
«el hijo que no debe responder por su padre». Después de los crímenes de la
yezhovshchina, la época de Yezhov, Stalin demostró públicamente su
consternación: en una población habían expulsado del Partido a un comunista
honesto, en otra habían arrestado a una persona inocente. Diez años más tarde,
en el apogeo de la campaña contra los «cosmopolitas», Stalin condenó que se
revelara la identidad de los artistas que se escondían detrás de un pseudónimo
literario. Hablaba de la necesidad de perdonar a la gente. M. S. Sarián me
contó que en la recepción a una delegación armenia Stalin preguntó por el
poeta Charents y dijo que deberían dejarlo tranquilo, sin embargo pocos meses
más tarde Charents fue arrestado y ejecutado.
Por lo visto Stalin sabía cautivar a sus interlocutores. Barbusse escribió:
«Se puede afirmar que nadie encarna mejor que Stalin el pensamiento y las
palabras de Lenin». Romain Rolland, después de un encuentro con Stalin, dijo:
«¡Es extraordinariamente humano!». Feuchtwanger se consideraba un
escéptico, un viejo zorro. Stalin debió reír disimuladamente cuando le dijo
que le desagradaba ver su retrato por todas partes. Y el viejo zorro le creyó…
Súrits, al igual que Litvínov y Maiski después, me dijo que el pacto con
Hitler había sido absolutamente necesario: Stalin consiguió destruir los planes
de una coalición occidental para destruir la Unión Soviética. Sin embargo,
Stalin no aprovechó los dos años de gracia para fortalecer las defensas: esto
me lo han confesado militares y diplomáticos. Ya he escrito que Stalin,
extremamente desconfiado y dispuesto a ver «enemigos del pueblo» entre sus
colaboradores más cercanos, por alguna razón depositó su confianza en la
firma de Ribbentrop. Los nazis nos cogieron desprevenidos. Stalin, al
principio, se quedó desconcertado: no se atrevió a informar a la población del
ataque y confió la ardua tarea a Mólotov; después, al ver que a pesar del
heroísmo de los soldados soviéticos los fascistas avanzaban rápidamente
hacia Moscú, apeló al pueblo, ascendimos al estatus de «hermanos y
hermanas» del dios. Sin embargo se recuperó enseguida, y a Harry Hopkins le
impresionó su parsimonia: permaneció en Moscú, una ciudad casi desierta, y
durante el difícil verano de 1942 trató de mantenerse en la sombra, su nombre
rara vez apareció en la prensa. El «culto» se restableció inmediatamente
después de la derrota de los nazis en el Volga. Fue el pueblo quien ganó la
victoria, quien levantó fábricas, quien cavó canales, quien construyó
carreteras y quien, viviendo al borde de inanición, nunca perdió la esperanza.
Pero los periódicos atribuyeron la victoria al «genial estratega».
Los años de la posguerra fueron duros, y el hecho de no vivir en París sino
en Moscú me permitió entender muchas cosas. En marzo de 1953 comprendí
que Stalin, por la naturaleza y los métodos escogidos, se parecía a los
brillantes políticos del Renacimiento italiano. Recordé que, de los
bolcheviques que rodearon a Lenin en París, solamente Lunacharski y
Kollontái tuvieron la suerte de morir en la cama. Entre las víctimas hay
muchos amigos íntimos, y nadie logrará convencerme de que Vsévolod
Meyerhold, Semión Chlénov, Isaak Bábel o Nikolái Bujarin eran unos
traidores. Eisenstein me explicó que en su encuentro con Stalin éste había
defendido la necesidad de ensalzar la figura de Iván el Terrible, y añadió: «El
bueno de Pedro no cortó suficientes cabezas». No estoy escribiendo la historia
de Iván el Terrible o de Pedro el Grande; simplemente trato de explicar a los
lectores por qué no me agradaba Stalin.
Nunca en mi vida he creído que el silencio sea una virtud, y al hablar en
este libro de mis amigos y de mí mismo he reconocido lo difícil que fue callar
en aquella época.
Cuando volví a Moscú procedente de España, en 1937, intenté saber qué
pasaba en los hogares y las mentes de la población. Quise tranquilizarme
pensando que Stalin no estaba informado. En realidad no creo que supiera
nada de la joven Natasha Stoliárova o de la mujer del pintor Shujáiev, ni de
Semión Liandres: si hubiera leído la lista de todas las víctimas no hubiera
tenido tiempo para nada más. Pero incluso entonces me di cuenta de que las
órdenes de liquidar a los viejos bolcheviques y los oficiales superiores del
Ejército Rojo que conocí en España sólo pudo haberlas dado Stalin. Medio
año después, al volver a Barcelona, no pude explicar a nadie lo que había
visto y oído en Moscú.
¿Por qué cuando estuve en París no escribí No puedo callar? Al fin y al
cabo, Poslednie novosti [Las últimas noticias] o Le Temps lo habrían
publicado con sumo gusto, incluso si hubiera hecho ostentación de mi fe en el
futuro del comunismo. Lev Tolstói no creyó que una revolución eliminara
todos los males, pero en cualquier caso no pretendió defender al zar de Rusia,
al contrario, mostró sus crímenes a ojos del mundo entero. Mi actitud hacia la
Unión Soviética es diferente. Sabía que nuestro pueblo, enfrentándose a la
necesidad y la desgracia, continuaba transitando por el difícil camino de la
Revolución de Octubre. El silencio, para mí, no era un culto sino una
maldición, y en un libro sobre mi vida no puedo pasar esto por alto.
En 1946 un combatiente de la Resistencia francesa me explicó que el
comandante de una formación de partisanos a la cual pertenecía era un hombre
cruel y arbitrario, que hacía fusilar a los compañeros, incendiaba las casas de
los campesinos y sospechaba que todo el mundo era un traidor o un cobarde.
«No se lo pude decir a nadie —me dijo—. Hubiera significado un duro golpe
para toda la Resistencia, los petainistas le hubieran sacado partido».
Sí, estaba al corriente de muchos crímenes, pero no estaba a mi alcance
impedirlos. Después de todo, personas mucho más influyentes y mejor
informadas fueron incapaces de detenerlos. El 3 de julio de 1956 el Comité
Central del Partido Comunista de la Unión Soviética publicó la resolución
Sobre la superación del culto a la personalidad y sus consecuencias; en ella
se pueden leer las siguientes palabras: «El núcleo leninista del Comité
Central, inmediatamente después de la muerte de Stalin, decidió emprender la
vía de la lucha decidida contra el culto a la personalidad y sus consecuencias.
Se podría preguntar: ¿por qué no actuaron abiertamente contra Stalin y lo
apartaron de la dirección? En el ambiente que se había creado, eso no fue
posible». La resolución prosigue: «Stalin fue culpable de numerosos
crímenes», pero su autoridad era tal que, en esas circunstancias, «el pueblo no
hubiera entendido ninguna oposición a su figura, la falta de coraje personal
está fuera de toda duda».
Probablemente Stalin se consideró hasta el último suspiro de su vida un
comunista, el discípulo y heredero de Lenin; no sólo decía que lideraba al
pueblo hacia un noble futuro sino que lo creía, y para conseguirlo no se podía
desdeñar ningún medio. La comparación con el Renacimiento italiano no es
casual. Maquiavelo escribió que para crear un Estado fuerte, cualquier medio
es bueno: el envenenamiento, las delaciones, el asesinato; aconsejó al príncipe
que reuniera en su persona el coraje del león y la astucia del zorro, que fuera
sabio como el hombre y bravío como una fiera. Para los Médici o los Borgia
este consejo fue, sin duda, útil, pero para un comunista es inaceptable.
La vieja polémica de si el fin justifica los medios me parece abstracta. El
fin no es una señal que apunta en una dirección, sino algo bien real, la
realidad; no concierne a la perspectiva del futuro sino a las acciones del
presente, no determina sólo la estrategia política sino también la moral. Es
imposible imponer la justicia cometiendo actos injustos; no es posible luchar
por la igualdad transformando las personas en «piezas del engranaje» y a uno
mismo en una divinidad mítica. Los medios siempre afectan a los fines, los
dignifican o los pervierten. Creo que, después del XX o XXI Congreso del
Partido, esto ha quedado claro para todo el mundo, excepto tal vez para
algunos dogmáticos extranjeros que, al hablar de su pureza inmaculada,
maldicen el nombre de Lenin poniéndolo junto al de Stalin.
Sentí, como millones de mis compatriotas después de leer el informe de
Jruschov en el XX Congreso, que me habían sacado un peso del corazón.
Aunque los métodos estalinistas se abandonaron inmediatamente después de su
muerte, nuestro pueblo y el resto del mundo tenía que saber la amarga verdad:
la razón y la conciencia lo exigían. Aprendimos de los errores del pasado. Ese
pasado incluye muchas hazañas y victorias del pueblo soviético, pero al
hablar de ellas sería más correcto decir «a pesar de Stalin» que «gracias a
Stalin», aunque fuera porque, demasiado a menudo, aplicó su intelecto de
hombre de Estado y su excepcional fuerza de voluntad a acciones contrarias a
las ideas que invocaba, hiriendo la conciencia de personas honestas.
Volveré al mes de marzo. Por la noche, el nombre de Stalin acompañaba al
de Lenin en el mausoleo de la Plaza Roja. Malenkov, Beria y Mólotov
hablaron en el funeral. Los discursos se parecían mucho entre sí, aunque
Malenkov llamó a intensificar la vigilancia «con el espíritu de
irreconciabilidad y firmeza en la lucha contra los enemigos, internos y
externos», mientras que Beria, cuyo nombre despertaba miedo, prometía a los
ciudadanos soviéticos «proteger los derechos recogidos en la Constitución de
Stalin».
Al día siguiente Moscú siguió con su ritmo habitual. Vi a ancianos
barriendo afanosamente la calle Gorki, gente yendo al trabajo, hombres
descargando cajas en nuestro patio, chicos haciendo alguna travesura. Todo
era como de costumbre, y me dije: todo es como la semana pasada… Eso era
lo inverosímil: Stalin había muerto y la vida seguía su curso.
Por la mañana fui a la Plaza Roja. Estaba llena de coronas; la gente pasaba
por ahí e intentaba leer las inscripciones de las cintas, luego se iba en
silencio.
Me cité con Fadéiev en el hotel Sovietski para encontrarme con los amigos
del Consejo Mundial de la Paz que habían venido para el funeral. Farge
parecía triste, pero inmediatamente se puso a levantar el ánimo de todos
diciendo: «Todo irá bien», porque ése era su carácter, intentar consolar a los
demás. Nenni me abrazó y preguntó, nervioso: «¿Qué va a pasar ahora? ¿No es
terrible?». En sus ojos había lágrimas. Yo mismo no sabía qué iba a pasar,
pero la actitud de Farge era contagiosa, y respondí: «En una semana nos
veremos en Viena. No hay por qué desesperarse…, todo irá bien, de alguna
forma u otra».
Caminé por la calle Gorki. Era una tarde invernal. De repente me detuve.
Me asaltó un pensamiento muy simple: no sabía si las cosas irían mejor o
peor, pero seguro que serían diferentes…
33

El Congreso de Viena había creado una comisión que entregaría a las cinco
grandes potencias una propuesta para el inicio de las negociaciones de un
tratado de paz. Entre los miembros de la comisión estaban Joliot-Curie, Farge,
Nenni, Isabelle Blume, el senador japonés Goro Hani, el general brasileño
Edgar Buxbaum, Tíjonov y yo mismo. La sesión de la comisión estaba fijada
para el 16 de marzo.
Después de dos días de sesiones decidimos enviar el texto a todos los
gobiernos del mundo y acordamos la posibilidad de enmienda por parte de la
opinión pública. Trabajamos en un pabellón del parque que tenía distintos
usos. En las pausas, los amigos me llevaban hacia algún lugar apartado para
preguntarme: «¿Cómo van las cosas en tu país?». Todos estaban muy
preocupados por lo que pasaría ahora que ya no vivía Stalin. Un viento helado
soplaba procedente de los Alpes y, aquí y allí, aparecían copos de nieve y
flores violetas. Habían pasado diez días y llegué a la conclusión de que las
cosas no irían peor que antes, posiblemente fueran incluso mejor. Había salido
de Moscú justo antes de la sesión del Soviet Supremo, pero en la embajada me
facilitaron el texto de un breve discurso de Malenkov que traduje a mis
amigos; no había nada nuevo en él, pero les animé a mantener la esperanza y al
menos por una vez en mi vida fui un buen profeta.
El avión hacia Moscú salía de Praga el 20 de marzo, de tal modo que
Farge y yo teníamos que estar en la ciudad el 19. El embajador me dijo que
nos facilitaría un coche que nos llevaría hasta nuestro destino y que en otro
vehículo iría nuestra escolta militar: «Farge recibirá el Premio Stalin, no
podemos dejarle viajar sin escolta». Me explicaron que, además, un coche
checo nos esperaría en la frontera. Por la mañana temprano nos pusimos en
marcha. Farge se sorprendió al ver el segundo coche lleno de militares. «¿Qué
se le va a hacer? Ahora eres un Premio Stalin». Él se puso a reír. «¡Pero no me
he convertido en el dictador de Nicaragua u Honduras!».
El coche con la escolta nos precedía. Me intranquilicé porque no
conseguía reconocer un paisaje que me era muy familiar. Le dije al conductor
que se detuviera, era evidente que nos habíamos equivocado de ruta. El
conductor tocó el claxon, pero el vehículo militar no quiso detenerse. El
conductor me dijo para tranquilizarme: «Sea como sea, llegaremos a nuestro
destino». Por supuesto que llegamos, pero no al punto fronterizo donde nos
esperaba el vehículo checo. Los camaradas soviéticos dijeron que tenían prisa
por volver a Viena y se marcharon. Nos dejaron en el pequeño puesto
fronterizo donde los guardafronteras checos no dejaban de suspirar. Tenían un
coche, nos informaron, pero aquella mañana se celebraba el funeral de
Gottwald y su jefe se lo había llevado a Praga. Pedí si podían conseguir otro
para nosotros. Telefonearon a alguien y continuaron suspirando.
Dos horas más tarde llegó un coche decrépito que, a duras penas, nos
acercó hasta la ciudad de České Budĕjovice. Después de cambiar tres veces
de vehículo al fin llegamos a Praga. En todas las ciudades y pueblos formaban,
como una guardia de honor, ciudadanos y militares. En Praga evitamos el
distrito sur, después continuamos a pie. Nos acompañaron al Museo Nacional.
El cortejo fúnebre todavía desfilaba. El bulevar Václavské náměstí estaba
lleno a rebosar. Todo era exactamente como en Moscú: el catafalco, las
coronas, Bulganin de uniforme, Zhou Enlai, las salvas de artillería. La gente
guardaba silencio. Sin empujones, sin lágrimas.
Seis días más tarde se entregó en el Kremlin el Premio de la Paz a Farge.
La ceremonia ya había adquirido cierta rutina formalizada y los discursos eran
los previsibles en estos eventos. En mi breve intervención hablé del corazón
generoso de Farge, que me dio un abrazo y me dijo al oído: «Gracias de parte
de Provenza». (Había nacido, estudiado y pasado la juventud en Provenza,
donde tenía una casita llamada La Tourette).
Al día siguiente, Yves y su mujer Fargette nos visitaron en Novi Ierusalim.
Ya habían estado en nuestra casa, pero era la primera vez que la veían en
invierno. A Farge le impresionaron la nieve, las coníferas azules y los pélmeni
con vinagre. Estaba feliz y contento. Al ver las pinturas y pinceles de Liuba
pidió un lienzo, se remangó la camisa y empezó a pintar un cuadro. Al día
siguiente Farge tomaba un avión a Tiflis. Les hablé de la antigua arquitectura
georgiana, de los cuadros de Pirosmanashvili y los vinos de la tierra. Farge se
alegró: «Descansaremos como es debido…, no ha sido un año fácil».
Eso fue un viernes y el lunes por la mañana recibí una llamada telefónica
de Moscú: «Te hemos enviado un coche… Farge ha tenido un grave
accidente». Entré en el despacho de Grigorian y vi a Fadéiev; normalmente se
sentaba con la espalda recta, pero ahora la tenía encorvada. Grigorian dijo:
«Tendréis que escribir la necrológica». El teléfono sonó entonces, descolgó el
auricular: «¿Sigue con vida?… Bien…, claro…». Se volvió hacia nosotros de
nuevo: «Escribid la necrológica». Protesté, indignado: «¿Cuando todavía
vive?». Fadéiev me llevó a una habitación contigua y me explicó que Farge
había ido a Gori donde disfrutaron de una espléndida cena con muchos brindis
y, de vuelta a Tiflis, el coche se estrelló contra un camión estacionado. Farge,
que iba en el asiento del copiloto, tenía el cráneo fracturado. El resto de
ocupantes habían salido ilesos, excepto la mujer de Farge, que tenía pequeños
cortes en la cara por los fragmentos de cristal. «Tienes que escribirlo, Iliá
Grigórievich. Sé cómo te sientes pero, ¿qué otra cosa podemos hacer?». No
respondí, pensaba en Farge. Fadéiev enmudeció. Debieron de pasar dos horas
cuando alguien entró en la habitación y dijo en voz baja: «Ha fallecido».
Recuerdo aquella terrible mañana en el aeropuerto. Hacía frío, amanecía.
Bajo la luz gris y desigual vi el ataúd, las coronas y los ojos de Fargette. Los
discursos corrieron a cargo de Laurent Casanova, Skobeltsin y Tíjonov.
Cuando me llegó el turno, apenas pude articular algunas frases: las lágrimas
me atenazaban.
Farge sólo tenía cincuenta y dos años cuando murió, pero ésa no era la
cuestión. Tampoco que nuestro movimiento, con su pérdida, perdiera fuelle.
Es difícil aceptar la muerte de un amigo, pero tampoco se trataba de esto.
Nuestra amistad había sido breve. Lo había conocido a principios de la
primavera de 1936, en Grenoble. Los mineros de La Mure me dijeron: «Farge
escribirá sobre nosotros en el periódico». Los estudiantes repetían: «Farge el
pintor… Farge el escritor…». El camarada que me llevó a La Mure me
aconsejó: «Tiene que conocer a Farge, ¡no hay muchos como él!». Nuestro
primer encuentro no fue muy fructífero; él estuvo todo el tiempo tratando de
encender la pipa, sin conseguirlo, y haciéndome muchas preguntas, mientras
que yo estaba preocupado por llegar a tiempo para coger el tren. No nos
volvimos a ver hasta la primavera de 1946. Habló con indignación de la
venalidad, la miseria, la especulación: le habían nombrado ministro de
Alimentación: «¡La gente muere en los maquis, en manos de la Gestapo, y todo
esto para implantar la República del Mercado Negro y dar la presidencia a
Gouin!». Llegué a darme cuenta de que era una persona valiente, pero la
conversación fue breve. Dos años después nos volvimos a ver en el congreso
de Breslavia. Su discurso me gustó, fue distinto al del resto. Hablamos un
poco, coincidimos en muchos puntos y cada cual volvió a sus problemas
cotidianos. Pero hasta verano de 1950, en Praga, cuando ambos participamos
en los preparativos del congreso, no pasamos unos días juntos: visitamos
museos, hablamos de libros y nos explicamos cosas que normalmente se
mantienen en secreto y te llevas a la tumba; en pocas palabras: nos hicimos
amigos. Y luego, en la primavera de 1953, Farge murió de una forma estúpida.
Y con todo, no era eso lo importante.
Lo importante era que en un mundo en el que he conocido a tantas personas
geniales como ineptas, personalidades brillantes y seres insignificantes, Farge
me parecía alguien único. Kipling escribió El gato que caminaba solo. He
conocido a muchas personas que intentan ser simplemente eso, gatos
independientes, originales. Pero Farge, al contrario, quería ser como todo el
mundo. Antes de la guerra había escrito un libro sobre Giotto en el que decía
que el gran pintor del siglo XIV no se veía a sí mismo como un genio, a pesar
de que había expresado el sentir y el pensamiento de sus contemporáneos.
Farge solía decir que su casa era cualquier calle de cualquier país, de
cualquier ciudad, de cualquier aldea. Tenía multitud de amigos. Y, con todo,
era único en su género, un gato que realmente caminaba por su cuenta. En
1950, cuando en todo el mundo las personas formaban en pelotones,
regimientos, ejércitos, cuando la especialización se había convertido en la
norma, el trabajador repetía el mismo movimiento cada día del año y los
científicos no sabían nada más allá de su campo de estudio, cuando toda
palabra podía ser tomada como ley por unos y como herejía por otros, cuando
incluso un excéntrico redomado tenía miedo de no ir a la moda, Yves Farge no
pertenecía a ningún partido. A veces criticaba a amigos y defendía a
oponentes; trababa amistad con centenares de personas de distinta condición
social, incluso con gente enemistada entre sí, y sin embargo era fiel a su
propia naturaleza, haciendo lo que creía que era correcto y participando
apasionadamente en las causas en las que creía. Cuando la gente seria
escuchaba su nombre se encogía de hombros, pero si tenían la oportunidad de
pasar unas horas con él entonces lo más probable es que se dijeran sin querer:
«¡He aquí un hombre!».
¡Y en qué no andaba metido! De colegial se apasionó por la pintura. Tuvo
veinte profesiones distintas. En Marruecos, donde trabajó para una firma
comercial, organizó sus exposiciones de pintura. Se le juzgó por haber
organizado unas protestas contra la ejecución de Sacco y Vanzetti. Escribió
artículos contra el colonialismo. Fargette me explicó que había pintado el
retrato de un berebere y que éste, a modo de agradecimiento, mató un águila, le
sacó el corazón y, todavía caliente, le invitó a comérselo crudo. Yves volvió a
Francia y escribió artículos para la revista de Barbusse, luego se fue a
Grenoble donde trabajó en un periódico de provincias; escribió cuentos y se
entusiasmó con los discursos de Litvínov; más adelante se mudó a Lyon donde
trabajó para una organización española de protección a la infancia; pronunció
discursos en varios congresos socialistas (por aquel tiempo aún no era
socialista) pidiendo la movilización contra el fascismo y continuó con su obra
pictórica.
Cuando los alemanes ocuparon Francia, Farge fue uno de los primeros en
organizar la Resistencia. Los italianos buscaron al «terrorista Buenaventura»:
Farge se había afeitado el bigote, recortado sus pobladas cejas y adoptado un
nombre falso. Fargette fue arrestada, él hizo todo lo que estuvo en su mano
para liberarla y, al mismo tiempo, organizó a los maquis de las montañas de
Vercors, a los que envió hombres y armas. La Gestapo le seguía la pista.
Trabajaba en paralelo con comunistas y gaullistas, con Pierre Villon y Léo
Hamon, con Bidault y Rol. Nació el Frente Nacional y «Grégoire», que
sustituyó a Buenaventura, iba y venía de París a Lyon. A principios de la
primavera de 1944, Debré entregó a Farge el decreto en el que se le designaba
comisario regional de la República para la región Ródano-Alpes. Yves
mantuvo el puesto después de la liberación de Lyon y la primera proclamación
a los ciudadanos de la comisaría de la República lleva la firma del comisario
«Yves Farge (Grégoire)».
Farge me explicó el viaje en avión de De Gaulle al Lyon liberado; «Le
pregunté si quería cenar con los miembros de la Resistencia. Él me
interrumpió: “¿Dónde están las autoridades locales?”, y dije: “En prisión”.
Parecía que no le había gustado la respuesta». Después de una pausa, Farge
añadió: «Y a mí no me gustó su tono».
Un año después, Farge pidió ser relevado de sus funciones como
comisario: la guerra había acabado y el trabajo administrativo no le complacía
demasiado. Bidault lo envió a Bikini, a las pruebas nucleares, como
representante francés. Farge volvió horrorizado. En Estados Unidos recibió un
cable de París: le ofrecían el cargo de ministro de Alimentación. La Francia
devastada estaba hambrienta. Farge declaró la guerra al mercado negro. En
una sesión de la Asamblea Nacional, los diputados escucharon un discurso
increíble: Yves Farge, ministro de Alimentación, acusaba al viceprimer
ministro Gouin de proteger a los grandes especuladores. Farge no aguantó
mucho tiempo en el cargo. Escribió un libro titulado La sangre de la
corrupción. Gouin lo demandó por difamación. En la misma época, los teatros
parisinos tuvieron en cartel una obra escrita por Farge. Continuó pintando
paisajes y organizó Les Combattants de la Liberté, grupo precursor del futuro
movimiento pacifista. Viajó a Grecia con Éluard. Escribió nuevos cuentos.
Pronunció discursos en varios encuentros dedicados al movimiento pacifista.
En su libro La sangre de la corrupción denunció a los instigadores de la
guerra de Indochina. Viajó a Corea con Claude Roy. Conoció a Joliot-Curie en
1936, en Grenoble, y se entendieron a la perfección. Farge se convirtió en uno
de los líderes espirituales del Consejo Mundial de la Paz.
Su biografía o, si se quiere, su currículum vítae, no era nada habitual.
Aunque tal vez ésa no era la principal característica de Farge, así como
tampoco el total desinterés que lo distinguía: no le preocupaba en absoluto la
posición social, el dinero o la gloria. Lo importante era otra cosa. Este gato
que caminaba a su aire tenía sus propias ideas sobre lo que merecía la pena
hacer y lo que no. A diferencia de tanta gente con la que me he cruzado, Farge
no sabía lo que era la jerarquía del dolor. En los años de la Resistencia
arriesgó su vida rescatando a un hombre en la carretera, a una anciana
campesina abandonada en un pueblo bombardeado, a niños judíos, y cuando se
le pidió que fuera más cauteloso porque se le habían encomendado misiones
importantes, él respondió: «Pero para mí esto también es importante».
Después de la liberación salvó la vida de muchas personas que se habían
adherido a Vichy, aunque sabía que con esto se iba a ganar la enemistad de
algunos camaradas. Farge dijo: «El gobierno protege a los grandes canallas y
prefiere sacrificar a la gente de poca monta». Cuando se le preguntaba por
estas palabras recordaba un conocido incidente: «Llevaban a rastras a una
muchacha de la que decían que se había acostado con un soldado alemán. Le
afeitaron la cabeza e iban a quitarle la ropa. Llegué a tiempo… Luego me
reprendieron: “Sí, es verdad, tiene razón, pero eso es lo de menos, y, al fin y
al cabo, usted es comisario de la República”. Lo tenían todo perfectamente
evaluado. Ahora bien, si se me hubiera pasado por la cabeza defender a
Pétain, ¡entonces se hubiera interpretado como algo digno de mi posición!».
Hice las veces de intérprete en una conversación muy desagradable entre
Farge y Fadéiev: Yves estaba indignado porque en una sesión de la secretaría
del Consejo Mundial de la Paz el reverendo John Darr fue insultado
públicamente. (He contado que este pastor estadounidense era sospechoso de
espionaje y que el rumor había corrido desde China hasta Stalin). Farge dijo:
«Abandonaré el movimiento. Si tienen pruebas, muéstrenlas. Pero no se puede
hablar sobre la defensa del humanismo al mismo tiempo que se ofende a un
hombre sin que él sepa por qué». Más tarde le dije: «Ha sido una
equivocación atacar a Fadéiev». No me dejó continuar. «¿Te crees que no lo
sé? Apoyo la propuesta de paz de Stalin, estoy de acuerdo con él. Estoy en
contra de los artículos sobre vuestra política interna… No sé lo que sucede en
tu país, pero conozco a los autores de esos artículos y son plumas depravadas.
Pero el caso Darr es diferente; lo conozco, y hasta que no demuestren su
culpabilidad, lo defenderé».
Sí, no hay duda de que era un gato muy especial.
Farge tenía otro rasgo que siempre me dejaba maravillado. En Praga a
menudo pasábamos la tarde juntos, y en una de esas ocasiones me empezó a
hablar de Raspail. Aunque pasé parte de mi primera juventud en el boulevard
Raspail no sabía exactamente quién era: Herzen le cita como uno de los
revolucionarios de 1848, pero alguien me dijo que era un químico famoso.
Farge adoraba la Provenza y conocía las vidas de muchos provenzales. Me
explicó que Raspail había nacido en la ciudad de Carpentras. Tenía dieciocho
años cuando fue sentenciado a muerte, eran los tiempos del terror blanco.
Consiguió escapar. Trabajó como químico, sin laboratorio ni instrumental;
descubrió la función del azúcar en los tejidos del cuerpo cuarenta años antes
que Claude Bernard, y la importancia de las bacterias antes que Pasteur, pero
nadie se interesó por sus descubrimientos y se ganó fama de excéntrico. En
1830 luchó por la libertad en las barricadas. El nuevo rey le ofreció un trabajo
que él rechazó. Entonces el monarca ordenó su arresto. En prisión escribió un
libro de química. En mayo de 1848 se puso al frente de los trabajadores que
irrumpieron en la sesión de la Asamblea Constituyente reclamando el derecho
a trabajar. Raspail fue condenado a seis años de prisión. Cuando salió en
libertad tuvo que emigrar a Bélgica. Volvió en vísperas de la guerra franco-
prusiana y los tejedores de Lyon lo eligieron para el Parlamento. En 1874, a
los ochenta y un años, fue condenado a dos años de prisión por apoyar la
Comuna de París. Murió a los ochenta y cinco años. Farge me contó su vida
con gran admiración: propablemente sentía algún tipo de afinidad espiritual
con aquel eterno rebelde, el socialista utópico, el científico cuyos
descubrimientos no dejaron huella. Farge repetía: «¡Es la generosidad cordial
de Provenza!».
Más adelante, después de la muerte de Farge, encontré en Lamartine, un
liberal moderado, estas palabras sobre su adversario Raspail: «Contagiaba al
pueblo con su fanática esperanza, que no estaba mezclada con el odio». Esto
es lo que me hizo pensar en lo que dijo Farge sobre Raspail. Farge era ajeno a
todo fanatismo pero en un aspecto se le podía tachar de fanático. Por muy
amarga que fuera la realidad, siempre esperaba que la verdad triunfase por
encima de todo y su esperanza contagiaba a los demás.
El 6 de febrero de 1934 los fascistas franceses salieron a las calles de
París. El 9 de febrero Farge y dos amigos suyos crearon en Grenoble un
comité de vigilancia: en total, tres personas… El comité llamó a la
manifestación a los ciudadanos de Grenoble. El 11 de febrero, treinta mil
ciudadanos salieron a la calle para defender la República. En 1948 Farge
invitó a antiguos miembros de la Resistencia a reunirse y formar una
organización en defensa de la paz y la libertad. Muy pocos respondieron a su
llamada. Farge dijo que, como no había dinero para un periódico, ni siquiera
para octavillas, cada uno de ellos tendría que hacer oír su voz allá donde
pudiera, e insufló tanta esperanza con sus palabras que pronto el pequeño
grupo se transformó en una fuerza poderosa: el Movimiento de los Partidarios
de la Paz.
Se sabe que la superstición, el miedo, la desconfianza y la malicia son
contagiosos, y es verdad; pero la esperanza también puede ser contagiosa. En
aquellos años más de una vez me sentí abatido, desesperanzado y lleno de
aprensión, pero Farge me contagiaba siempre su esperanza. He contado que en
Viena intenté transmitir esperanza a los demás. Puede que me ayudaran,
además de mis reflexiones, la proximidad de Farge, sus palabras, su sonrisa.
Era un hombre demasiado bueno, demasiado puro, demasiado optimista como
para creer en el triunfo de la bajeza y la maldad.
Incluso en los discursos políticos hablaba con un lenguaje propio, no el
lenguaje de la prensa: esto gustaba a la gente ordinaria y a menudo fastidiaba a
los políticos profesionales. Recuerdo un día en Praga, en verano de 1950,
cuando estábamos discutiendo el borrador de un breve llamamiento en apoyo
del Congreso de los Pueblos. Se sugirieron frases que se leen miles de veces
en todos los periódicos del mundo. Farge se sacó la pipa de la boca y dejó a
todos anonadados con lo siguiente: «Deberíamos empezar con unas palabras
sencillas del tipo: “Esto no puede seguir así”». Algunos protestaron: «Nos
dirigimos a adultos, no a niños». Después de largas discusiones se aceptó el
texto de Farge y el llamamiento, que se fijó en las paredes de varias ciudades,
llamó la atención de los transeúntes y les dio algo en lo que pensar.
Era asombroso ver cómo Farge caía bien a personas muy diferentes,
incluso a sus adversarios políticos: los habitantes del distrito de Apt
(Chauvin, el fabricante de ocre, se unió al movimiento pacifista gracias a él),
los carteros, los vinicultores, los profesores, los trabajadores, los tenderos,
los ministros retirados, en funciones y futuros; los artistas, Demóstenes de
provincias y jóvenes Raspail; Fadéiev y el abad Boulier; Éluard y los pícaros
de Marsella. Yves tenía la llave de todos los corazones.
No sin razón había apodado a su mujer «Fargette». Se casaron cuando ella
era una adolescente. Él le insufló su energía, la dotó de amplitud de miras y le
contagió su esperanza. Cuando los nazis encarcelaron a Fargette, Yves le
escribió: «Estoy convencido de que somos fuertes, porque incluso cuando
estamos separados nos damos fuerzas el uno al otro… Bajo ninguna
circunstancia debe uno desesperar, nada está perdido aún. Y, en definitiva, lo
que queda y quedará para siempre es nuestro orgullo: sabemos que los dos
estamos por encima de cualquier miedo».
No se puede decir que Farge amase el arte, al igual que no se puede decir
que el hombre ama el aire. En Praga lo acompañé a un museo; en el depósito,
o más exactamente el sótano, tenían apilados lienzos de impresionistas
franceses como Cézanne, Bonnard, Picasso, así como obras del pintor checo
del siglo XIX, Purkyně. Pasamos unas cuantas horas allí. Cuando volvimos al
hotel, Farge empezó a hablar de pintura. Le encantaban los paisajes
impresionistas. Dijo: «Cézanne nos ha recordado a todos la importancia de la
forma». Luego, en un tono diferente, añadió: «¡Es una pena!… Estoy seguro de
que si a los trabajadores les enseñaran los jardines de Bonnard o los retratos
familiares de Purkyně no permitirían que los devolvieran al sótano; estoy
totalmente seguro. Recuerda mis palabras, esos cuadros volverán a su sitio
muy pronto». De la misma manera, en Moscú, ante un gran óleo que
representaba a Stalin en el campo, me dijo: «Te apuesto a que antes de un año
o dos lo quitarán de ahí; es ofensivo para Stalin, el campo ruso y el arte».
Después de su muerte recibí un paquete de semillas de París con las
palabras «De parte del Sr. Yves Farge» escritas en el sobre. Las planté
demasiado tarde, en abril, y antes de las heladas de otoño brotaron varios
tipos de flores maravillosas. Vivieron una semana y se ennegrecieron después
de una helada matinal. Las miraba mientras escribía las primeras páginas de
El deshielo. También veía la sonrisa de Farge y oía sus palabras: «Todo irá
bien».
Hablo aún con él. En la vejez no es suficiente consolarse a uno mismo, y
para un hombre de más de setenta años la esperanza ya no se centra en su éxito
personal. Pero como me dijo una vez Farge: «Tanto da que las cosas se
consigan en nuestro tiempo o después…, en el fondo eso no importa
sustancialmente».
¿Qué ha quedado de Farge? En realidad no dedicó suficiente tiempo a la
pintura o a la literatura; sus cuadros no se expondrán en museos, sus libros no
se reeditarán; los historiadores sólo lo citarán de pasada: los estudios serios
no parecen tener espacio para los gatos que caminan a su aire. En cuestión de
diez o veinte años, aquellos con los que trabajó y luchó habrán muerto. Creo
que la posteridad de un hombre no depende de si su nombre perdura o no, sino
de los cambios que ha promovido. Farge encendió una chispa en el corazón de
millones de personas. Puede que hayan olvidado su nombre, pero han
aprendido su lección y hablan de otro modo a sus hijos; en ese sentido
probablemente hizo más por el crecimiento de la conciencia y la humanidad
que las grandes personalidades políticas, los científicos más importantes y los
artistas ilustres.
Con esto nos hemos adentrado ya en el campo de la reflexión. Me gustaría
acabar estas últimas palabras sobre Farge con una modesta confesión
personal: gracias a él aprendí a despojarme de muchos aspectos indignos de
mi personalidad y a amar, vivir… y tener esperanza.
34

El 4 de abril, a primera hora de la mañana, me despertó una llamada


telefónica. Sávić, con la voz entrecortada por la emoción, me dijo: «Echale un
vistazo al Pravda…, el artículo de los médicos». No sé cuántas veces leí y
releí el breve comunicado publicado en segunda página. No conocía a ninguno
de los quince médicos implicados, pero comprendía que algo extraordinario
había pasado. En el comunicado se decía que los médicos habían sido
acusados de forma ilegal, que eran inocentes y que habían arrancado sus
confesiones «aplicando métodos inadmisibles, cuyo uso está prohibido por las
leyes soviéticas». Esto se publicó en Pravda, se emitió por la radio, se dijo
abiertamente, de forma clara, para que todo el mundo lo supiera.
Debajo del comunicado había un artículo dedicado a la horticultura. Un
poco más abajo, una pequeña nota captó mi atención: a la doctora que no hacía
mucho había recibido la Orden de Lenin por ayudar a desenmascarar a «los
asesinos de bata blanca» le habían retirado la condecoración.
El día anterior había invitado a nuestra dacha a S. E. Golovanivski, que
venía de Kiev y a quien había prometido ir a recoger a su hotel. Aún no había
leído el periódico. Le di la noticia; creo que me sabía el comunicado de
memoria. No nos creía ni a Liuba ni a mí. Fuimos a ver el periódico, fijado en
una pared de la calle. Golovanivski nos dijo: «¡Alto! ¡Tengo que leerlo con
mis propios ojos!». Estuvo un buen rato leyéndolo. Otra gente también se
detuvo a leerlo. Salí del coche. Un anciano dijo en voz alta: «¡Así es como
fueron las cosas en verdad!», y esbozó una sonrisa de alegría.
Dos días más tarde, también en Pravda, en un editorial se afirmaba que la
investigación de los médicos se había realizado bajo la dirección de Rumin, al
que ahora habían arrestado. Pravda se refería a algo que últimamente me
había preocupado: «Viles aventureros como Rumin, con un caso que ellos
mismos fabricaron, intentaron fomentar en el seno de la sociedad soviética,
soldada en la unidad moral y política y las ideas del internacionalismo
proletario, sentimientos de hostilidad nacional totalmente ajenos a la ideología
soviética. En la ejecución de sus maniobras provocadoras no tuvieron reparos
en utilizar las calumnias contra otros ciudadanos soviéticos. De las minuciosas
investigaciones se desprende que, por ejemplo, un servidor público honesto,
el artista del pueblo Mijoels, fue calumniado siguiendo los mismos métodos».
El editorial también decía: «Solamente las personas que han perdido todo el
sentido de su identidad soviética y dignidad humana podrían llegar al extremo
de arrestar ilegalmente a ciudadanos soviéticos». Mi primer pensamiento fue:
«¡Increíble, Beria traicionando a sus propios hombres!». Comprendí que la
historia había empezado a deshacer el entuerto en el que lo puro se mezclaba
con lo impuro, y que la cuestión no se limitaría a Rumin. Sólo había pasado un
mes desde la muerte de Stalin y, sin embargo, algo ya había cambiado en
nuestro mundo.
Me gustaría que los jóvenes lectores de estas memorias entendieran que es
imposible borrar un cuarto de siglo de nuestra historia de un plumazo. Durante
el mandato de Stalin, nuestro pueblo transformó la Rusia atrasada en un
poderoso Estado moderno, se construyeron Magnitogorsk[1] y Kuznetsk,[2] se
cavaron canales, se hicieron carreteras, se doblegó a los ejércitos de Hitler
que habían conquistado toda Europa; el pueblo había estudiado, leído,
madurado espiritualmente y realizado tales hazañas que se ganó el derecho a
considerarse el héroe del siglo XX. Todo esto es bien sabido por los
ciudadanos soviéticos que vivieron y trabajaron en aquellos tiempos. Pero no
importa cuánta alegría sintamos por nuestros éxitos, no importa cuánto
admiremos el inquebrantable espíritu y talento de nuestro pueblo, no importa
cuánto hayamos sobreestimado la voluntad e inteligencia de Stalin: no
podíamos vivir en paz con nuestra conciencia e intentamos, en vano, no pensar
en ciertas cosas. Al mismo tiempo que la prensa nos informaba de los grandes
logros, sabíamos de actos injustos y viles de los que se hablaba entre susurros,
y sólo en el círculo más íntimo. Cuando digo «nosotros» me refiero a mi
círculo de amistades, escritores, pintores, algunos viejos bolcheviques y
militares, un centenar, o tal vez doscientos en total. Casi todo el mundo tenía
un amigo o camarada, un colega o vecino que había sido arrestado y había
desaparecido sin dejar rastro, alguien en cuya culpabilidad era imposible
creer. Las personas callaban o susurraban, y entonces, de repente, empezaron a
hablar abiertamente, sin mirar con miedo a todos lados, sin considerar el
teléfono como el peor de los enemigos; empezaron a hablar con sencillez,
humanidad, con aquella bondad y escrupulosidad moral que siempre ha
formado parte del carácter de nuestro pueblo. Parecía un milagro, y más de
una vez en aquellos días de abril pensé en Lenin, en su generosidad y pureza
espiritual.
Voy a interrumpir estas reflexiones para describir el encanto y la magia del
mes de abril en nuestro país, que no disfruta del calor del sur. Aquí y allá la
nieve forma todavía manchas grises, pero ya se percibe que la fiesta
primaveral está a punto de empezar: las pequeñas briznas de hierba y las
tiernas estrellas de los futuros dientes de león pujan por salir, gorjean los
pájaros que han llegado de todas partes; después de meses de silencio,
después del frío unido a la soledad, después de los sufrimientos del invierno,
todo es clamor, inquietud y alegría. Tal vez me siento así porque, cuando se es
mayor, el otoño y el invierno son dolorosos, pues recuerdan con un fino
pinchazo el propio marchitar, las cosas que sabe toda persona que ha pasado
los sesenta. Pero la primavera es la época de la juventud, y no hay una cosa
más dulce para un anciano que mirar a los más pequeños romper el hielo de
una balsa que se ha formado durante la noche, escuchar sus gritos, tan
tumultuosos y agradables como los gorjeos de los pájaros; ver al anochecer a
los jóvenes amantes, que parecen casi temerosos de su felicidad,
sosteniéndose las manos, aunque por las noches refresque y los dedos se
enfríen. Todo esto sucede, justamente, a principios de abril, en las fechas que
marcan el cambio, cuando en una acera de la calle hace frío y no pasa nadie,
los carámbanos penden inmóviles, mientras que en la otra todo es sol,
algarabía y primavera. Nuestra casa se encuentra en la cuesta norte de una
colina y a principios de abril se acumulan montones de nieve; pero mientras se
asienta, yo la aparto, y siento con todo mi ser el triunfo de la vida. Incluso si
por un momento recuerdas que ahora todo vive en el pasado, que las
primaveras que te quedan están contadas, la alegría te embarga, te apetece reír,
hacer tonterías, soñar con el futuro, no con tu futuro menguante sino con el
futuro del mundo. Así es como experimento el mes de abril en Podmoskovie.
Y el abril del que hablo fue bastante especial. Brindó calor a los ancianos,
gastó bromas traviesas, lloró con las primeras lluvias y sonrió cuando el sol
volvió a brillar. Debía de tener este abril en la mente cuando, en otoño, decidí
escribir una novela corta y, acto seguido, estampé el título en una hoja de
papel: El deshielo. Esta palabra parece haber inducido a error a bastante
gente; algunos críticos afirmaron o escribieron que me gusta especialmente el
moho, la humedad. En el diccionario de la lengua Ushakov se encuentra esta
definición: «Deshielo, tiempo cálido durante el invierno o la llegada de la
primavera que favorece el derretimiento de la nieve y el hielo». No pensaba
en el deshielo que se produce en el corazón del invierno, sino en el deshielo
de principios de abril, después del cual llegan el frío llevadero, la lluvia
suave y la luz del sol: el deshielo que anuncia la primavera que asoma.
El 2 de mayo Korneichuk y yo fuimos a Estocolmo para la reunión de la
oficina del Consejo Mundial. Llevaba en el bolsillo un ejemplar de Pravda
del día anterior con el artículo «Esperanza» en el que había escrito: «La
esperanza de esta primavera está relacionada no sólo con el restablecimiento
de las negociaciones en Panmunjom. [… ] El gobierno soviético ha afirmado
claramente que está dispuesto a cooperar con los gobiernos de otros países
para afianzar la paz mundial. […] Todos comprendemos que el tiempo de los
monólogos es agua pasada y que ha llegado el tiempo del diálogo». Nuestra
oficina se reunió seis semanas antes que la sesión del Consejo Mundial. Todos
hablaban del futuro con entusiasmo: la idea de las negociaciones, que poco
tiempo antes se veía como utópica, ahora era recurrente en los discursos de
los estadistas de todos los países.
Recuerdo que Liselotte Mehr me dijo que parecía haber rejuvenecido; era
posible, pues habían comenzado a cambiar muchas cosas en la vida, y la
primavera incluso me había calentado a mí, considerado un escéptico
incorregible. Abordamos muchos temas y le comenté a Liselotte que el dicho
—que existe en bastantes países— de que una golondrina no hace una
primavera era total y absolutamente estúpido. Por supuesto, si una golondrina
apareciera demasiado temprano tendría que soportar el frío y el hambre, e
incluso morir; de todos modos, no vendría en otoño o invierno sino al
principio de la inminente primavera. Las golondrinas no hacen las estaciones
del año, pero en otoño nos abandonan para volver en primavera.
Las sesiones del Consejo Mundial empezaron en Budapest a mediados de
junio. Estábamos cargados de esperanzas, pero los acontecimientos de Berlín
y la ejecución de los Rosenberg nos recordaron que la historia, lejos de
circular por una autopista, sigue una trayectoria errática por caminos
tortuosos. No pretendo profundizar en la cuestión alemana, que significaría
volver a un tema que todavía levanta ampollas. Pero sí me detendré en la
ejecución de los Rosenberg. Nos impactó a todos, por ser un acto infame, y
también por lo absurdo de la decisión política. Dos meses antes, Eisenhower
había pronunciado un discurso en el que afirmaba que una guerra atómica sería
una catástrofe universal y que Estados Unidos quería la paz. El texto del
discurso se publicó en Pravda junto a la respuesta soviética. Parecía como si
la época de intolerancia histérica del macartismo se hubiera esfumado. El
juicio de Julius y Ethel Rosenberg se prolongó mucho. Vivieron en celdas de
prisión esperando la muerte, e intercambiaron cartas en las que trataron
muchos temas, entre ellos el de la suerte de sus hijos pequeños. Estas cartas
fueron publicadas. He encontrado un recorte de prensa de Le Figaro,
acostumbrado adulador de Estados Unidos, que dice: «Sólo personas de
corazón grande y puro pueden hablar así». Los cardenales y el presidente
francés, Thomas Mann y Roger Martin du Gard, Herriot y Mauriac, todos
pidieron a Eisenhower que absolviera a los Rosenberg. Su ejecución fue un
acto político, una concesión a las posturas extremistas, una muestra de enojo
por el deseo de los aliados europeos de negociar con la Unión Soviética.
Joliot me dijo: «Es horrible, pero no podemos perder la esperanza. Los
partidarios de la política represiva podrían dilatar el asunto, podrían causar
mucho daño, pero ahora queda claro que la idea de las negociaciones se ha
infiltrado en todas las capas de la sociedad estadounidense, incluso en la
población del sur».
(Joliot tenía razón: un mes más tarde acabó la guerra en Corea y al año
siguiente se firmó un tratado con Austria y el cese de las hostilidades en
Indochina).
En Novi Ierusalim resumí todo el proceso de trabajo en un artículo que
había empezado en primavera y que se titulaba «Sobre el trabajo de los
escritores». Era una carta en respuesta a un lector, un joven ingeniero de
Leningrado, que dijo: «¿Acaso es posible comparar nuestra sociedad soviética
con la Rusia zarista? En cambio los clásicos escribían mejor. Por supuesto que
hay libros nuevos que se leen con interés, pero hay muchísimos más que te
obligan a preguntar por qué se escribieron. Parece que contengan todos los
ingredientes pero les falta algo, no te llegan al corazón, y los personajes no se
parecen a las personas de carne y hueso».
Mi artículo era una tentativa de análisis psicológico de la labor artística
(más adelante volví al mismo tema en los ensayos sobre Stendhal y Chéjov).
Quería explicar cuáles eran las causas de que nuestra literatura no se
desarrollara; me he referido a ellas más de una vez en estas memorias y no es
mi intención repetirlas. Sin embargo citaré un pasaje corto para mostrar cuáles
eran mis pensamientos en el verano de 1953: «¿Por qué se publican tantas
novelas y cuentos en los que se representa a nuestros contemporáneos
espiritualmente empobrecidos? Me parece que parte de la culpa recae —
desafortunadamente son numerosos los casos— en los teóricos, críticos y
editores que todavía piensan que simplificando un personaje se mejora, y que
profundizar y ensanchar los temas los envilece. Durante muchos años nuestros
periódicos no han publicado un solo poema de amor. [… ] Se puede pensar
que el espíritu heroico de la reconstrucción no dejaba espacio para otros
temas. Pero Maiakovski escribió su poema “Sobre esto” en una época
igualmente heroica. […] ¿Porqué uno se encuentra tan a menudo con historias
que no abordan los conflictos amorosos, las relaciones familiares, la
enfermedad, la muerte de los seres queridos, o incluso el mal tiempo? (La
acción suele transcurrir en “un tranquilo día de verano” o en una “perfumada
tarde de mayo” o en una “clara y vivificante mañana de otoño”. Algunos
críticos todavía comulgan con la visión ingenua de que nuestro optimismo
filosófico y la descripción de los triunfos de nuestro pueblo son incompatibles
con las descripciones de amor no correspondido y la muerte de las personas
queridas».
Pasé una temporada en el campo y a principios de julio nos fuimos a
Moscú. Irina se volvió y dijo: «¿Lo sabes ya?». Nos explicó que había visto
muchas tropas en las calles y que el día antes había escuchado en los
noticiarios que habían arrestado a Beria. Una semana más tarde estaba en los
periódicos. La noticia era sensacional pero, a decir verdad, no me sorprendió.
Meses antes, cuando se publicaron las primeras acciones ilegales de los
órganos de seguridad, me pregunté si era posible que el asunto se cerrara con
una figura tan relativamente insignificante como Rumin. Beria todavía ocupaba
un alto cargo y concentraba mucho poder. Ahora no me encontraba con nadie
que tuviera la menor duda sobre su culpabilidad. Todos rebosaban alegría.
Millones de personas todavía creían que Stalin no había participado en los
crímenes, mientras que Beria era mundialmente odiado y se le describía como
una criatura corrompida por el poder, vil y cruel.
Invitaron a un grupo de escritores al Comité Central, donde una secretaria
nos explicó las razones de la detención de Beria. Por primera vez nos
explicaban a nosotros, escritores ajenos al Partido, cosas que no habían
aparecido en la prensa, y eso también me pareció un buen indicio. La
secretaria que nos atendió nos dijo: «Desafortunadamente, Beria influyó
mucho en los últimos años del camarada Stalin». Pensando después en estas
palabras, recordé el año 1937. ¿Afirmaría alguien que Stalin estaba bajo la
influencia de Yezhov? Está claro que estos personajes insignificantes no
pudieron afectar el rumbo de las decisiones de Stalin en las cuestiones de
Estado. Volví a leer el editorial de Pravda sobre el arresto de Beria: «Marx
escribió: “Por repugnancia a todo culto a la personalidad, yo, durante la
existencia de la Internacional, nunca permití que llegasen al público los
numerosos mensajes con el reconocimiento de mis méritos con que me
molestaban desde distintos países; incluso nunca los respondía, a no ser para
amonestar a sus autores. La primera afiliación de Engels y mía a la sociedad
secreta de los comunistas[3] se realizó sólo bajo la condición de que se
eliminaría de sus estatutos todo lo que contribuyera a la postración
supersticiosa ante la autoridad”».[4] Estaba claro que el «culto a la
personalidad» y la «postración supersticiosa ante la autoridad» se refería a
Stalin, no a Beria. Por supuesto no pude prever el XX Congreso del Partido.
Con todo, entendí que no sólo se había eliminado a un criminal, un verdugo,
sino que empezaban a repudiarse los métodos, los hábitos y la arbitrariedad de
la época de Stalin.
Yo veía como cambiaban las relaciones humanas, las personas empezaban
a hablar con libertad entre sí. La «normalización de la jornada laboral» no era
una medida estrictamente política, pero devolvió a millones de personas una
existencia humana. Era sabido por todos que Stalin se levantaba tarde y se
acostaba tarde porque le gustaba trabajar por la noche. Cada cual tiene sus
costumbres y rarezas. Stalin, sin embargo, no era un hombre, era un dios, y
cualquiera de sus manías afectaba la vida cotidiana de multitud de personas.
Los ministros temían abandonar sus puestos de trabajo antes de las dos o las
tres de la madrugada: Stalin podía llamarles por teléfono. Los ministros, a su
vez, retenían a sus jefes de departamento, los jefes a los secretarios y los
secretarios a las mecanógrafas. Muchos maridos sólo veían a sus esposas los
domingos: se iban a trabajar al mediodía y volvían a las dos de la madrugada.
Las nociones de «día» y «noche» quedaron desprovistas de sentido. Pero
ahora, a finales de verano, se había puesto fin a todo eso.
En septiembre se celebró una sesión plenaria del Comité Central.
N. Jruschov intervino con un informe sobre agricultura. Leí y releí el informe:
me dejó estupefacto. En tiempos de Stalin, lo que escuchábamos y leíamos era
siempre lo mismo: todo iba sobre ruedas, los problemas estaban resueltos o a
punto de resolverse. En Engels vi un mercado paupérrimo donde se vendían
productos traídos de Moscú cuyos precios eran inaccesibles para cualquier
trabajador medio, aunque se insistía machaconamente en la prosperidad
general. Ahora Jruschov sometía a dura crítica la política agraria, hablaba de
la dura situación de la ganadería y de que el número de cabezas de ganado en
la Unión Soviética era menor que en 1916, en la Rusia zarista. Yo ya sabía que
había carencia de leche en el país cuando Jruschov lo reconoció: lo novedoso
era leerlo en el periódico. Se había asestado un golpe a lo que la gente
llamaba «efectismo», y eso nos alegró a muchos.
Me senté de nuevo a trabajar en El deshielo. Quería mostrar cómo los
hechos históricos de gran envergadura afectan la vida de las pequeñas
poblaciones, y hablar del deshielo, de mis esperanzas. Se ha escrito mucho
sobre El deshielo. Eran tiempos de transición y había a quienes les resultaba
difícil desasirse del reciente pasado; se enojaron con la mención del caso de
los médicos y las referencias cautelosas a la década de 1930, y, sobre todo,
por el título del libro. El deshielo fue atacado unánimemente en la prensa, y en
el Segundo Congreso de Escritores de finales de 1954 se me citó como
ejemplo de cómo no hay que mostrar la realidad. En Literatúrnaia gazeta se
citaron cartas de los lectores criticando mi libro. Sin embargo recibí miles
defendiéndolo.
Hace poco lo releí. (Hablo de la primera parte, escrita a finales de 1953.
En 1955 cometí el error de escribir una segunda parte, descolorida y, sobre
todo, artísticamente innecesaria, que ahora he excluido de mis obras
completas). Todavía hoy creo que el libro logra transmitir el clima espiritual
de aquel año memorable. La trama, los personajes, a diferencia de lo que es
habitual, sirven como ilustración del tema lírico. Algunos de los personajes
me gustan: el anciano ingeniero Sokolovski, el burócrata provincial Zhuravlev,
el pintor honesto Saburov y el chapucero Volodia. Hay pocas referencias a los
hechos de 1953. Hablando de Vera Sherer, Zhuravlev le dice a su esposa: «No
tengo nada contra esa mujer, es una buena doctora. Pero no se puede confiar
demasiado en ella, eso está fuera de toda discusión». Un tiempo después de
que los periódicos anunciaran la rehabilitación de los médicos, Zhuravlev
dice a su mujer entre bostezos: «Parece ser que no eran culpables. Así que tu
Sherer se preocupó en vano». El ingeniero Korotáyev se reprocha con
hipocresía: «A menudo me digo: eso está bien en los libros, pero no en la vida
real. Sin embargo no quiero ser deshonesto. ¿Por qué sucede así?…
Sávchenko es una persona mucho más íntegra, no padeció la década de 1930 ni
la guerra, sus reivindicaciones son más elevadas, está en su derecho. Parece
como si nos acercáramos a lo que solamente en sueños nos atrevimos a
imaginar».
En la novela hay bastantes diálogos sobre arte. Insuflé en Saburov el amor
apasionado por la pintura, la vida devota e incluso algunos pensamientos de
Robert Falk. Leí este capítulo a Robert Rafaílovich antes de enviar el
manuscrito a la revista, y lo aprobó. Fuera o no una buena novela, El deshielo
está escrito con amor hacia los personajes y con el deseo de entender por qué
algunos de ellos actúan mal. El chapucero Volodia es sensible al arte; cuando
ve las obras de Saburov se da cuenta de lo que ha perdido, precisamente, por
el dinero y los elogios. Se queda helado y eso tal vez haga posible su
redención. Dos ancianos que han sufrido muchas calumnias, que están solos y
se congelan en silencio, se encuentran, y Sokolovski, al mirar por la ventana
un precoz día de primavera, dice con una sonrisa: «Es gracioso, Vera llegará
en cualquier momento y no sé lo que le voy a decir. No diré nada. O tal vez:
“Vera, ha empezado el deshielo”». Me alegra haber escrito este pequeño libro,
aunque me costara muchos momentos amargos.
Hace cinco años, cuando me embarqué en la escritura de mis memorias,
decidí acabarlas con el día que inicié la escritura de El deshielo. Ahora que
he llegado a este punto sé que era la decisión correcta: me ha resultado más
difícil escribir sobre los meses en que se gestó El deshielo y su destino que
sobre muchos acontecimientos dramáticos anteriores. El año 1953 marcó el
inicio de un nuevo capítulo, tanto en mi vida como en la de nuestro pueblo.
Aunque le siguieron años ricos en acontecimientos, están tan próximos a
nosotros en el tiempo, son tan actuales, que no pertenecen al mundo de mis
recuerdos. (Aun así en estas páginas me he referido a algunos de estos hechos
y a algunas personas que todavía viven o que han muerto después de 1953).
Este proyecto me ha exigido cinco años, en este lapso de tiempo he pasado
unas épocas más felices y otras más dolorosas. Para mi sorpresa, he
experimentado la felicidad y el dolor con más intensidad que en mi juventud,
pero mis fuerzas menguaban y, aunque la ternura no haya decaído, en mis vasos
sanguíneos endurecidos fluye la sangre de un anciano. Llegados a este punto
debería escribir la palabra fin, pero antes de hacerlo me gustaría hacer un
último intento para dotar de sentido la larga vida de un hombre corriente en
unos tiempos extraordinarios. No pretendo hacer un resumen, sino bosquejar
algunas conclusiones parciales y compartir con los lectores mis dudas y mis
esperanzas.
Libro séptimo
1

Una vez más debo reconocer ante mis lectores mi ligereza o, si se quiere, mi
necedad: en 1959, tras escribir las primeras páginas de este libro de
memorias, decidí que acabaría el relato con la época en que empecé a trabajar
en El deshielo. Era lógico: el período que había dado inicio en la primavera
de 1953 todavía era un capítulo inconcluso de la historia y ni siquiera podía
prever que el destino me regalaría varios años más. Mi inepcia estaba
justificada por la ignorancia. No obstante, en 1965, al introducir algunos
añadidos en la sexta parte, ya vi que la decena de años vividos podía
constituir una nueva parte del libro, la séptima, pero, aun así, interrumpí la
narración en El deshielo. A decir verdad, a menudo pasaba por alto la
cronología, contaba cosas de gente que todavía vivía —Picasso, Neruda— o
bien de los que nos abandonaron después de 1953: Joliot-Curie, Fadéiev,
Falk, Nâzim Hikmet, Pasternak y otros; de hecho, en la sexta parte enumeraba
de pasada varios acontecimientos de los años siguientes. Entonces, ¿por qué
interrumpía el libro de memorias? Algunos lectores, enfadados, atribuyeron
esa decisión al miedo. En su día, el poeta A. K. Tolstói concluyó la historia
humorística de Rusia con una confesión sincera: «Algunas piedrecitas resbalan
al andar, sobre lo reciente será mejor callar».
Sin embargo, la redacción de las partes precedentes me costó no poco
esfuerzo, y no fue el miedo a las dificultades lo que me detuvo. Necesitaba
tiempo para ver y entender ciertas cosas. Ahora sé que el último decenio
produjo muchos cambios, tanto en el curso del mundo como en mi vida
interior; tengo mucho que contar y mi silencio podría ser interpretado por los
lectores, con toda justicia, como un deseo de callar, de jubilarme
espiritualmente.
Recuerdo que, de niño, me impresionó un pobre harapiento que, tras haber
pedido una moneda de veinte kopeks a mi madre, añadió: «Señora, la pobreza
no es un vicio, sino una gran cochinada». Lo mismo podría decirse de la vejez:
quedan menos fuerzas, la capacidad de asombro se debilita, el mundo se
estrecha. Además, a la par que uno mismo, envejecen, enferman y luego se van
tus familiares, tus amigos, tus coetáneos. Esa sensación, si no la de la soledad
espiritual, sí la de la soledad cotidiana, amenaza con el aislamiento. Una
persona de mi edad que es consciente de este peligro tiene que discutir
continuamente no tanto con los demás como consigo mismo: debe apartar la
tentación de renegar de las costumbres nuevas, de dar la espalda al arte
moderno, de considerar erróneo todo lo que irrumpe con gran ímpetu y sin
ceremonias en el orden de vida establecido.
Muchos de los rasgos de nuestro tiempo pueden parecer discutibles, a
veces desagradables, pero mi comprensión actual de los cambios que se están
sucediendo es mucho más aguda que hace diez años. Ya he dicho que, si nos
olvidamos de los calendarios, el siglo XX empezó en el año 1914, pero tardó
cincuenta años más en despedirse definitivamente de su antecesor; ahora su
semblante está perfilado con total nitidez y resulta estúpido que una persona
como yo, que lleva demasiados años en este mundo, especule acerca de que el
arte ha perdido su brillo o de que la gente joven es demasiado reflexiva. El río
de la historia, que se escondió bajo la tierra en la década de 1940, comienza a
emerger de la oscuridad. Los jóvenes de los diferentes países europeos aún no
han madurado, aún no tienen claro cuál es su misión, pero sí están seguros de
su desprecio a la credulidad, a la elocuencia y al sentimentalismo de sus
padres. No se parecen a los adolescentes del año 1936 que soñaban con
marcharse a España para defender Madrid de los fascistas. Muchas palabras
han cobrado otro sentido: por ejemplo, las barricadas se han convertido en un
atrezzo del teatro romántico, la guerra no está relacionada con trincheras o
tanques, sino con el hongo nuclear, el cosmos provoca la sensación de
urgencia por emprender un viaje. Al desplegar un periódico, los jóvenes
empiezan a leerlo por las noticias de deporte. Les gustan las exposiciones y
ven los cuadros de Picasso como si fueran máquinas electrónicas, discuten
menos sobre novelas, aunque leen mucho, prefieren hablar del vuelo de turno
de los astronautas, de la nueva maquinaria para la construcción o de un partido
de fútbol. No les seducen los ídolos del pasado, quieren comprobarlo todo a
tiento, y muchos de los ideales multiseculares, si no son eternos, se deshacen
bajo su mano irreverente como espléndidos tejidos antiguos.
En diferentes países me he encontrado con padres que culpaban a sus hijos
de muchas cosas: la gente que ha sobrevivido a los horrores de la guerra, a los
años de combates y a la ocupación fascista cree que la generación de la
posguerra tiene un destino mucho más envidiable, denuncia con enojo el
aumento del gamberrismo y de la criminalidad, el escepticismo y el arribismo
de los jóvenes. Y, sin embargo, ¿qué heredaron de sus padres los jóvenes que
salieron al escenario de la historia en los años de la posguerra? La inocencia
de unos, la cautela de otros, la indiferencia de unos terceros. La heroicidad de
los soldados de ayer daba paso a la pusilanimidad cotidiana y a la confusión
de los desmovilizados. Todavía era preciso reconstruir las ciudades
destruidas por las bombas: había trabajo más que suficiente para los brazos
jóvenes y poco tiempo para reflexionar con seriedad.
Se almacenaban espantosas armas nucleares. En la ONU, en diferentes
parlamentos y comisiones, todo el mundo hablaba de la necesidad del
desarme, pero todos seguían armándose. Hiroshima abrió una nueva escuela
donde no se impartían clases de moral. Los jóvenes, que cada día oían decir
que la Tercera Guerra Mundial podía empezar al cabo de un año o de un mes,
se acostumbraron a vivir con la sensación de una inminente catástrofe. Las
personas se acostumbran a todo: a la proximidad de un volcán, a los
terremotos, a los ciclones, y se acostumbró también a la posibilidad de una
guerra nuclear. Sin embargo, bajo el manto de las tareas cotidianas, del trabajo
o las clases, de los partidos de fútbol o las películas, maduraba una nueva
conciencia, cobraban fuerza escrúpulos hasta hacía poco ridiculizados.
A ojos de los políticos, la guerra de Vietnam puede ser beneficiosa o
estúpida, un ataque o una defensa de un régimen podrido, pero los jóvenes de
todo el mundo, incluso de Estados Unidos, ven sobre todo su inmoralidad.
En la mayoría de los países de Europa occidental la generación de
posguerra ha superado el puritanismo hipócrita y el yugo de la Iglesia. Se
originó el culto al cuerpo, liberado no sólo de las antiguas prohibiciones, sino
también de las antiguas emociones. Las películas de los directores de
vanguardia mostraron encuentros de hombres y mujeres unidos por el tedio,
caprichos casuales, un hartazgo precoz. Las columnas de los periódicos se
llenaron de descripciones detalladas de asesinatos, torturas, violaciones. La
melancolía romántica de los adolescentes benefició a los autores de reportajes
escandalosos, a los traficantes de drogas, a los productores de películas
malas. En mi adolescencia, a menudo escuché la frase «arrancar la hoja de la
parra». Los adolescentes de la década de 1950 pelaban las hojas de col con
gran empeño.
Ahora parece que se avecina un cambio radical: los jóvenes entienden que
la ciencia o la política sin moral, los romances sin amor, son aquella salsa de
liebre sin liebre de la que habló Dostoievski en su día. ¿Qué podían sacar los
jóvenes franceses de la guerra en Argelia que había durado tantos años y en la
que los representantes de la supuesta cultura habían perfeccionado las
torturas? Pues nada más que desesperación y explosivos. ¿Acaso podían dejar
de indignarse los jóvenes indignados[1] de Inglaterra cuando leían sobre la
violencia en Kenia?
El siglo pasado nos dejó en herencia muchos principios elevados, y de
joven creía que los prejuicios racistas o nacionales estaban abocados a la
extinción. Por supuesto, podemos considerar la crueldad de los fascistas
alemanes como un intento desesperado de cambiar el desarrollo de la historia,
pero hay otros acontecimientos de los últimos veinte años que testimonian el
auge del nacionalismo y a veces del racismo. Los colonialistas y los
esclavistas estadounidenses pisotearon la dignidad nacional y humana durante
demasiado tiempo, y se ha acumulado un odio encarnizado que está pasando
factura, y el pago se realiza con la misma moneda. Por supuesto, los
liberadores son más hipócritas y más abominables que los liberados. Conocí a
unos socialistas belgas que maldecían a Lumumba y exigían que se interviniera
militarmente en los asuntos internos del Congo. Sus correligionarios ingleses
se niegan ahora a inmiscuirse en los asuntos internos de Rodesia: no quieren
hacer uso de la fuerza contra los partidarios de la violencia racista.
Tolstoianos en unas cosas, caníbales en otras, añaden números nuevos a la
cuenta de sangre. Aunque, ¿qué sentido tiene hablar de los demócratas sociales
si el gran estado de Asia, que se considera el guardián del comunismo y cada
día pregona la santidad del hermanamiento y del internacionalismo en cien
idiomas, educa a su juventud en el espíritu del auténtico racismo? Es preciso
ver el mundo tal como es y no tomar lo deseado por real. Con esto no quiero
decir que la idea de la solidaridad humana sea incorrecta, pues sigo
convencido de su legitimidad; pero ahora veo los recodos de un largo camino
que a veces parecen virar hacia atrás, sé que muchas cosas nos parecían más
fáciles y rápidas de conseguir de lo que resultaron ser en la práctica y que
tendrá que pasar mucho tiempo para que el principio del internacionalismo sea
obligatorio para toda la humanidad, con sus ideas y edades diferentes.
El personaje de Una historia aburrida, escrita por Chéjov cuando tenía
menos de treinta años, lamenta no tener una «idea general». Algunos críticos
trataron de ver en este relato la nostalgia del autor por la religión, aunque
Chéjov era ateo y nunca pretendió engañarse con la metafísica aplicada. El
viejo médico al hablar de una «idea general» se refería a una suma de
conceptos filosóficos y éticos de su época.
Durante mucho tiempo, diferentes religiones han pretendido ostentar el
monopolio de la idea general. Pero lo que antaño fue un cuerpo vivo poco a
poco se fue transformando en una momia y la catequesis resultó ser mucho más
duradera que la fe. Leí los informes de las reuniones del concilio ecuménico
convocado por el Vaticano con mucha curiosidad. Se parecían a los debates de
algunos parlamentos de Europa occidental, aunque el concilio no debatía
puntos de una constitución, sino los dogmas que antes se tenían por
indiscutibles: la inmaculada concepción de la Virgen o la responsabilidad de
los judíos en la crucifixión del Cristo. Los obispos liberales proponían
sustituir las cadenas de hierro por cinturones de caucho. Es poco probable que
la adaptación de los dogmas antiguos a la mentalidad moderna los salve de la
extinción.
Para millones de personas, la mitad de la década de 1950 fue la época del
ocaso de diferentes mitos que nadie tiene el poder de resucitar. Está claro que
es más difícil vivir bajo un cielo plagado de satélites que bajo un cielo
poblado por dioses o ángeles. Es más difícil confiar en la fuerza del
humanitarismo que en la sabiduría de la persona ascendida al puesto de líder.
Pero existe una época de la niñez y una época de la madurez, y las épocas no
son productos de un catálogo, las épocas no se eligen.
Cuando hablaba de la actitud crítica de los jóvenes de nuestros tiempos
con los ideales del pasado, pensaba en las abigarradas ideas generales que
sus padres creían a pie juntillas y aprendían a una tierna edad como la tabla de
multiplicar. Los jóvenes de nuestros tiempos no están nada satisfechos con la
deficiencia, con la falta de generalidad de la idea general, la quieren
completar o crear a partir de una suma de conocimientos exactos, experiencias
personales, conclusiones particulares y a veces discutibles.
Después de todo lo que escribí en los libros precedentes de esta obra, no
tengo por qué insistir en la homogeneidad del desarrollo de la nueva
generación. Los jóvenes saben mucho más de lo que sienten; esto está
relacionado no sólo con el empobrecimiento de la filosofía y de otras
humanidades sino con la pérdida de la importancia del arte en la vida de la
sociedad, la decadencia de las sensaciones, de las imágenes, de la ética. Antes
las facultades de letras representaban la élite de las naciones; los jóvenes
buscaban respuestas a las preguntas que los atormentaban no sólo en las obras
de Lev Tolstói, sino también en las de Strindberg, Leonid Andréiev, Paul
Bourget. Ahora son las facultades de matemáticas y de física las que atraen a
los mejores de la nueva generación, allí podemos comprobar que el amor a la
exactitud no mata la fantasía. Incluso en el ámbito de la música, la poesía y la
pintura los jóvenes físicos son mucho más duchos y exigentes que sus
compañeros que estudian en las facultades de filosofía, historia o derecho. Por
lo visto, las esperanzas en un hombre armonioso, en una idea general que
nazca de las reflexiones y búsquedas de los jóvenes, no deben asociarse ahora
con las obras de filósofos tardíos —ya sean existencialistas, neopositivistas o
neotomistas— ni con la revolución cultural emprendida por los dogmáticos
que ven revisionismo criminal en cada movimiento del pensamiento crítico,
sino con el futuro desarrollo de las ciencias exactas, con el despertar de una
conciencia moral en los portadores del conocimiento.
Este capítulo puede llevar a algunos lectores a preguntarse: ¿a santo de
qué, después de descartar a los filósofos tardíos, el autor mismo se pone a
filosofar? Se supone que conviene incluir esta clase de generalizaciones en el
epílogo y las he presentado al principio de la última parte del libro sobre mi
vida. Hablaré de los acontecimientos, de la gente y de mí mismo. La tarde de
mi vida fue difícil y agitada, pero no dejaba de mirar con avidez a los jóvenes:
es humano pensar en el futuro, a pesar de saber que allí no hay lugar para ti.
Sin embargo, antes de empezar mi historia, me gustaría trazar en líneas muy
generales el ambiente de la época.
2

Desde el día en que llevé el manuscrito de El deshielo a la redacción de la


revista Znamia hasta el XX Congreso del Partido sólo pasaron dos años. En la
memoria de mucha gente los acontecimientos de esos años se volvieron
borrosos: 1954 y 1955 parecen un prólogo demasiado largo en un libro de
aventuras trepidantes, giros inesperados y sucesos dramáticos. Y, sin embargo,
no es así. En mi vida personal, aquella época fue de todo menos insípida: el
corazón se deshelaba, era como si empezara a vivir de nuevo. A los sesenta y
tres años conocí una segunda juventud. Estos años tampoco fueron irrelevantes
en la vida de nuestro país. El inicio de una valoración justa de las injusticias
del pasado no fue una casualidad, no dependió ni de los buenos propósitos, ni
del temperamento de uno u otro político. Los años transcurridos después de la
muerte de Stalin predeterminaron muchas cosas. Despertaba el pensamiento
crítico, nacía el deseo de saber algunas cosas, de comprobar otras. Los
cuarentones se iban liberando de los prejuicios que les habían impuesto desde
la adolescencia, y los adolescentes se convertían en jóvenes precavidos.
Esto no sucedía por órdenes impuestas desde arriba. Mientras hojeaba
unos viejos periódicos encontré en los números de diciembre de 1954 a 1955
unos artículos entusiastas dedicados al «gran seguidor de la causa de Lenin», y
exaltaban no sólo las virtudes políticas de I. V. Stalin, sino también su
modestia e incluso su humanidad. La expresión culto a la personalidad se
interpretaba de maneras diferentes. El crítico V. V. Yermílov reprochaba a
Pérventsev que en la novela Marineros hubiese rodeado al protagonista del
culto a la personalidad. Dos meses antes del congreso, la revista
Literatúrnaia gazeta decía: «Stalin se manifestaba en contra del culto a la
personalidad», e incluso se abordaba la noble influencia de éste en el
desarrollo de la literatura soviética. (Un año antes de esas fechas supimos de
la rehabilitación póstuma de Bábel, Charents, Titsián Tabidze, Yashvili y
muchos más). Los artículos no expresaban ni reflejaban nada. Estas cosas no
suceden de un día para otro, y aunque la gente aún tenía miedo de hablar,
dentro de su mente ya se estaban preparando los acontecimientos del año
1956.
El Segundo Congreso de Escritores se reunió veinte años después del
primero y, en broma, lo llamaban como la novela de Dumas, Veinte años
después.
La víspera de la inauguración del congreso, invitaron al Comité Central a
un centenar de escritores, entre los que me encontraba yo. En sus
intervenciones dieron opiniones muy diversas sobre la literatura
contemporánea. El último de la lista era un famoso escritor, unánimemente
considerado uno de los clásicos de la literatura soviética. No menciono su
nombre porque en este libro de memorias evito todo lo que podría parecer al
lector un ajuste de cuentas personales. Ese escritor atacó mi libro El deshielo
y, tras sacar una hoja del bolsillo, leyó un poema mío compuesto en la
primavera de 1921: «Pero la gente andaba con alforjas, con sacos, sin parar y,
como costales, arrastraban sus enormes días. Giraban las muelas de sus
pensamientos y preocupaciones. No, ¡el deshielo no ha tocado tu alma,
Moscú!».
Este poema, flojo, como todos los que escribí en esa época, no tenía nada
de criminal, pero, sacados del contexto, estos versos sonaron de otra manera y
el orador no tuvo problemas para relacionarlos con mi novela El deshielo. No
obstante, la mayor sorpresa aún estaba por llegar: el clásico recordó mi vieja
novela, El callejón Protochni, y dijo que allí había presentado a los rusos
como personajes negativos y convertido a un músico judío, Yuzik, en
protagonista. Suspiré pero no me sorprendió: a fin de cuentas ya había
cumplido sesenta y tres años. El poeta A. I. Bezimenski pidió la palabra, pero
N. S. Jruschov contestó que la reunión había terminado. Al día siguiente, los
periódicos informaron de la reunión pero, por supuesto, no mencionaron los
debates. Llamé a P. N. Pospélov y le dije que no quería ir al congreso. Piotr
Nikoláievich respondió que los dos camaradas (el clásico y Bezimenski)
habían recibido un toque de atención por su conducta y que mi ausencia sería
malinterpretada. A pesar de haber escrito El deshielo, yo mismo aún no me
había deshelado de verdad: fui al congreso.
Se publicó el informe taquigrafiado de todas las intervenciones. Cuando
repasas esas seiscientas páginas de letra apretada, no puedes dejar de
recordarlo ocurrido veinte años antes de esa fecha, en 1934.
Ese año los escritores sostuvieron ardientes discusiones, el congreso se
celebraba en una época de grandes esperanzas que resultaron vanas. Teníamos
la ilusión de que el congreso impulsara el desarrollo de la literatura, todo
resultaba nuevo. El segundo congreso tuvo un aire mucho más anodino.
Muchos escritores habían muerto: Maksim Gorki, L. N. Tolstói, M. M.
Prishvin, Y. N. Tiniánov, I. A. Ilf, L. N. Seifúlina, Y. I. Yanovski, A. S.
Serafimóvich. La guerra se llevó a E. P. Petrov, A. Gaidar, Y. Krímov,
B. Lapin, Z. Jatsrevin, Chumandrin, Borís Levin, Afinoguénov; durante los
años de las atrocidades desaparecieron para siempre Bábel, Charents, Titsián
Tabidze, Yashvili, Bruno Jaseński, Pilniak, Artiom Vesioli, Péretz Márkish,
D. Bergelson, Kvitkó, M. Koltsov, I. Mikitenko, I. Féffer. Muchos autores
relevantes, como Paustovski, Pasternak, Olesha, V. Ivánov, Selvinski, Svetlov,
V. Grossman, figuraban en la lista de los delegados, pero no intervenían, ni
siquiera los habían elegido para la presidencia.
Entre los escritores extranjeros que acudieron al congreso había bastantes
autores conocidos, incluso famosos: Aragon, Pablo Neruda, Anna Seghers,
Guillén, Nâzim Hikmet, Jorge Amado, Majerová, Sadoveanu, Artur Lundkvist;
pero, a diferencia de los invitados al primer congreso, se limitaron a saludar o
a hacer unas presentaciones breves de la literatura de sus países, sin participar
en los debates sobre los problemas mencionados en la ponencia principal y en
las intervenciones adicionales; se mantuvieron neutrales.
La inauguración del congreso corrió a cargo de O. D. Forsh, que en aquel
momento tenía más de ochenta años; leyó de un papel: «En primer lugar, nos
gustaría expresar el profundo respeto a la memoria de I. V. Stalin. Pongámonos
en pie para honrar la memoria de Iósif Vissariónovich».
Los ponentes no se olvidaron de las valoraciones del pasado. K. M.
Símonov, por ejemplo, consideró la novela de Kazakévich Dos en la estepa
—que había irritado a Stalin en 1948— «no un simple error de un escritor de
talento, sino su desviación decidida de la propia esencia del método del
realismo socialista». (Ahora podemos leer en la Enciclopedia Literaria que
las críticas de la novela fueron «infundadas»). El ponente principal y los
secundarios elogiaron a unos autores no demasiado dotados pero de conductas
seguras y se ensalzaron también entre sí. En la ponencia, los nombres de
Pasternak y Zabolotski sonaron sólo entre los veinte traductores. Por supuesto,
nadie mencionó a Zóschenko.
En una ocasión se citó en el congreso el nombre de Marina Tsvietáieva. En
una polémica con S. Kirsánov, el poeta N. Gribachov dijo: «Si extraemos citas
de algunas obras del propio Kirsánov de la misma manera, a ojos del
respetado público puede convertirse en algo a medio camino entre Marina
Tsvietáieva y el mercader Alábiev que, según contaba Gorki, escribía poesías
de este tipo: “Los vapores, pestebarcos, gur-gur, gor-gor, Volga sucio,
inmundicias, humo-humo, mal olor”». (En 1954 los lectores soviéticos todavía
no conocían la poesía de Tsvietáieva, ahora podrán apreciar las palabras de
N. Gribachov).
El principal ponente A. A. Surkov y K. M. Símonov condenaron El
deshielo y la novela Las estaciones de Vera Pánova. Después, M. A.
Shólojov, V. V. Yermílov, el representante del Comité Central del Komsomol
A. A. Rapojin y V. A. Kóchetov expresaron su desaprobación con respecto a
estas obras de diversas maneras. Todos los presentes entendían que la condena
de estos dos libros no era una coincidencia. Para equilibrar las reprobaciones,
sacrificaron la novela de Babaievski El caballero de la estrella de oro, que
descubrieron como «barnizado de la realidad». Todo esto no era nada nuevo y
demostraba que los escritores no habían desperdiciado los veinte años
pasados después del primer congreso. Los ponentes también citaban de buena
gana el XIX Congreso del Partido, recordaban la alusión de G. M. Malenkov a
«nuestros Gógol y Saltikov-Shchedrín». Algunos, bien por despiste, bien por
exceso de celo, defendían la campaña de los años 1949-1950 dirigida contra
los cosmopolitas, olvidando que habían ocurrido muchos cambios en nuestro
país. Las ponencias eran largas, a ratos me aburría, pero no me atrevía a salir:
yo era el acusado y lo podían interpretar como una fuga.
Los buenos (o no tan buenos) pastores que cuidaban del rebaño de
escritores se alternaban. A algunos esta tarea les gustaba. En tiempos de Stalin
todo era sencillo: sólo había que averiguar cuál era su reacción ante uno u otro
libro. Después de su muerte, las cosas se complicaron. Había escritores que se
fiaban demasiado de su olfato: sus opiniones de los libros dependían de cómo
veían el día de mañana. Eso me trae a la memoria un viejo chiste odesano: un
judío pregunta a su mujer: «¿Qué cojo: un paraguas o un bastón?». «Coge el
paraguas, puede llover». «¿Y si no llueve? Pareceré un idiota». «Entonces
coge el bastón». «¿Cómo puede uno hacer caso a una mujer? Me dice: “Coge
el paraguas” y, al instante, “Coge el bastón”. Pues no cogeré nada: tampoco
iba a salir». La previsión del tiempo es una tarea complicada y en todos los
países del mundo la gente se suele reír de los fallos de los institutos
meteorológicos.
Los escritores que se fiaban de su olfato, al final, comprendieron que se
equivocaban más que los otros: bailaban cuando el fabricante de ataúdes
tomaba medidas al difunto y lloraban a lágrima viva cuando las madres
horneaban pasteles para una boda. Poco a poco, los pastores se convirtieron
en borregueros normales y corrientes, sin teorías inútiles y previsiones
arriesgadas.
A V. F. Pánova la acusaron de objetivismo. La fórmula de K. M. Símonov
arraigó. (Diez años más tarde Gente, años, vida recibiría críticas tanto por
objetivismo como por subjetivismo, probablemente porque dos pecados pesan
más que uno). Vera Fiódorovna no pudo venir al congreso y la juzgaron en su
ausencia. En mi intervención dije que acusarla de objetivismo me parecía
inaceptable. Poco después del congreso recibí una carta de Vera Fiódorovna,
me deseaba un feliz Año Nuevo y añadía: «Mi deseo para todos nosotros es
que por fin llegue el deshielo también a nuestro oficio».
El séptimo día del congreso intervino M. A. Shólojov. Su discurso no me
sorprendió: había oído y leído sus ponencias más de una vez y todas tenían el
mismo tono. Pero, por lo visto, alguien de arriba se molestó o se puso furioso.
Se olvidaron de todo, incluso de El deshielo y de Las estaciones; casi todos
los ponentes condenaron el discurso de Shólojov: F. V. Gladkov, M. Tursún-
Zadé, V. Yermílov, S. Antónov, K. A. Fedin, A. A. Fadéiev, B. S. Riúrikov,
K. M. Símonov, A. A. Surkov. Me resultó desagradable esta unanimidad, de
hecho sigo sin entenderla a día de hoy.
De todas formas, me equivoqué al comparar el segundo congreso con el
primero. Una cosa es el primer baile donde danzan, se ruborizan y se
enamoran las chicas de diecisiete años y otra cosa son los sentimientos de una
mujer de treinta y siete que tiene a sus espaldas una vida difícil. Desde el año
1936 y hasta la primavera del 1953 el destino no sólo de un libro sino también
de su autor había dependido del capricho de una persona, de cualquier
denuncia absurda. Durante veinte años se intentó educar tanto a los escritores
como a los lectores para que no tuvieran ideas inadecuadas. Sin embargo,
muchas intervenciones del segundo congreso fueron interesantes: los escritores
defendían la dignidad de la literatura. V. A. Kaverin dijo: «Veo una literatura
en la que los editores apoyan con valentía las obras que se publican en sus
revistas, sosteniendo su punto de vista independiente y respaldando al autor
que necesita de su amparo… Veo una literatura en la que una opinión crítica,
por más influyente que sea la persona que la pronuncia, no cierra el camino a
la obra, porque el destino del libro es el destino del escritor y hay que tratar el
destino del escritor con amor y cuidado… Veo una literatura en la que endosar
etiquetas se considere vergonzoso y sea perseguido por la ley, una literatura
que recuerda y atesora su pasado. Por ejemplo, recuerda lo que Yuri Tiniánov
ha hecho por nuestra novela histórica y Mijaíl Bulgákov por nuestra
dramaturgia». M. S. Shaguinián dijo: «El crítico que sabe que una novela es
buena, que los argumentos en su contra son poco convincentes e injustificados,
no tiene suficiente valor cívico para defenderla y luchar por ella con pasión.
Con esto el crítico demuestra que, en realidad, poco le importa la verdadera
valoración de una obra, su correcta comprensión, y que a lo que aspira es a
acertar con el tono de la coyuntura». Cito las palabras de M. I. Aliguer: «Y la
culpa la tienen las condiciones generales de la vida literaria, el ambiente que
se ha formado en los últimos años en la Unión de Escritores, donde el discurso
creativo a menudo se ve desplazado por puñetazos autoritarios sobre la mesa y
cada reflexión, cada intento de entender y resolver cualquier tema, de realizar
una buena crítica, enseguida es calificado con nombres espeluznantes». O. F.
Bergholz puso un ejemplo: «En 1949 ustedes y yo ya sabíamos que la obra de
teatro de Surov La calle verde era mala y se encontraba fuera del ámbito de lo
literario. No obstante, ¿qué ocurría cuando se hablaba de ese drama? Encontré
el número del Literatúrnaia gazeta de antes del congreso y me quedé perpleja
al leer las declaraciones de Sofrónov: según él cuando lo leía “le crecían las
alas”, y en otra página K. Símonov opinaba que Surov “está trazando una
nueva pista en el arte”».
S. I. Kirsánov imploraba: «El estilo de trabajo burocrático nos está
contraindicado, y en nuestra Unión no debe haber ni directores, ni solicitantes,
ni las condiciones que producen a unos y a otros». El poeta A. Yashin se
burlaba de los razonamientos de los «críticos»: «Han mortificado la lírica y
nos echan la culpa a nosotros. De la lírica amorosa, sólo admitían sin
objeciones y ensalzaban las poesías de la eterna fidelidad a la propia esposa.
Pero para que no hubiera ningún tipo de disputas, desavenencias y sospechas,
se implantaba una especie de burocratismo lírico». V. K. Ketlínskaia contó
cómo se había empezado a difamar la novela de V. Pánova «de buenas a
primeras» y acabó su intervención así: «Queremos y exigimos que los amantes
de las críticas y etiquetas nocivas no tengan ninguna vía de acceso a las
páginas de la prensa, que cada intento de conseguirlo se considere una
infracción de las normas de la convivencia socialista».
Yo mismo no tenía muchas posibilidades de hablar a plena voz: había
recibido toda clase de rapapolvos y estaba cubierto de etiquetas de los pies a
la cabeza. Y, sin embargo, dije: «Sólo podemos sonreír con amargura al
imaginar qué le habría pasado al joven Maiakovski si en el año 1954 hubiera
traído sus primeras poesías a la calle Voróvskogo… Uno de los dirigentes de
la Unión de Escritores, al hablar con razón de la importancia de los escritores
medios, dijo que sin leche no habría nata. Ampliando esta comparación
bastante poco lograda, podemos decir que sin vacas, no habría leche».
En el primer congreso, nos conmovían mucho las delegaciones de lectores,
a veces inocentes, que confesaban con gran sinceridad su amor a la literatura
soviética. En el segundo congreso, fueron pocas las veces en que se oyó la voz
de los lectores, pero sabíamos que habían madurado, que rechazaban los
libros malos, que esperaban la verdad y la belleza. No obstante, nosotros, los
escritores, también habíamos tenido tiempo para liberarnos de muchas
ilusiones. Ya entendíamos que era ridículo debatir en los congresos la forma
de escribir los libros y que era más probable que un artista hablara con
torpeza que con elocuencia. Sabíamos que el problema no radicaba en la
secretaría de la Unión de Escritores, tampoco en los críticos que se
contradecían y de repente empezaban a difamar una obra cualquiera, sino en
las condiciones generales de nuestro trabajo.
No me detendré en las obras de los autores soviéticos, es mejor que cuente
el destino de la traducción del libro de Hemingway El viejo y el mar. Por lo
menos, es una anécdota graciosa. En 1955 decidieron publicar la revista
Inostránnaia literatura [Literatura extranjera]; nombraron editor a A. B.
Chakovski y me ofrecieron formar parte del consejo editorial. Durante mucho
tiempo tuve dudas pero acabé por aceptar: tal vez podría ayudar a publicar
alguna obra buena. Aleksandr Borísovich decía que, en uno de los primeros
números, iba a sacar el nuevo libro de Hemingway, merecedor del Premio
Nobel en otoño de 1954. Asistí a las reuniones del consejo editorial y en una
de ellas el editor, enfurruñado y misterioso, nos anunció que tendríamos que
replantearnos el número: Hemingway quedaba descartado. Acabada la
reunión, me explicó la razón por la cual no podíamos publicar El viejo y el
mar: «Mólotov había dicho que era un libro estúpido». Al cabo de dos
semanas coincidí con V. M. Mólotov en una reunión dedicada a temas de la
lucha por la paz. Hablamos del progreso de la neutralidad en la Europa
occidental. Cuando la conversación hubo concluido, pregunté si podía hacerle
una pregunta: «¿Por qué considera usted que la novela de Hemingway es
estúpida?». Mólotov, sorprendido, dijo que en aquel caso él era neutral
porque no había leído el libro y, por consiguiente, no tenía una opinión
formada del mismo. Cuando volví a casa me llamaron de la editorial: «Vamos
a publicar El viejo y el mar». Poco tiempo después, me encontré con un
funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que me contó lo ocurrido.
Estando en Ginebra, durante un desayuno, Mólotov dijo a los miembros de la
delegación soviética que no estaría mal que alguien leyera en su tiempo libre
la nueva novela de Hemingway, porque los extranjeros hablaban mucho de
ella. Al día siguiente un funcionario joven, espabilado pero, por lo visto, no
muy entendido en literatura, dijo a Mólotov que había leído El viejo y el mar.
«Un pescador consigue un buen pez y los tiburones se comen la presa». «¿Y
qué pasa luego?». «Nada, eso es todo». Viacheslav Mijáilovich respondió:
«¡Pero qué estupidez!». He aquí los motivos por los que casi se obligó al
editor a renunciar a la publicación de la novela de Hemingway. No es difícil
comprender cómo vivieron los críticos y los escritores en esa década. El
destino de un libro dependía de cualquier circunstancia de la política interior
y exterior; pero aún tendré que hablar de ello más de una vez en los capítulos
siguientes.
(Lo ocurrido con Hemingway en 1955 no fue un caso único y abandoné el
consejo editorial de Inostránnaia literatura antes de la publicación del
primer número de la revista. Al cabo de dos años entregué a esa revista
«Lecciones de Stendhal». El ensayo recibió una avalancha de críticas
contundentes de N. Tamáptsev, que actuaba motu proprio, y luego de
E. Knipóvich. Los sueños de Kaverin seguían siendo sueños y Chakovski se
apresuró a declarar en el consejo de la presidencia de la Unión de Escritores:
«La publicación del artículo de I. Ehrenburg “Lecciones de Stendhal”, que
cuestiona los principios fundamentales de la literatura soviética, ha sido un
error de la editorial»).
Hace poco V. A. Kaverin vino a verme. Empezamos a hablar de la
literatura rusa. Kaverin sigue siendo optimista, aunque no ha visto la literatura
que había soñado en 1954 y es probable que no llegue a verla. Me decía que
cualquier escritor medio escribe con mayor libertad en cualquier revista y que
los protegidos de la coyuntura han tenido que hacer sitio. Es verdad y esto se
debe, en primer lugar, a la madurez espiritual de los lectores. Hace cien años,
los escritores enseñaban a los jóvenes intelectuales rusos a pensar y a sentir.
La situación ha cambiado y, por más paradójico que suene, me atrevo a
afirmar que ahora son los lectores los que han enseñado muchas cosas al
escritor medio.
3

He repasado colecciones de periódicos viejos. Los años 1954, 1955 y 1956


—el año anterior a los acontecimientos en Hungría— estuvieron marcados por
una especie de relajación de la tensión internacional o, como decían los
comentaristas occidentales, por el inicio del deshielo. El papel de periódico
caduca y envejece con rapidez y las hojas parecen la crónica de un pasado
remoto, aunque muchísimos artículos podrían haberse escrito ayer. En aquellos
años nos ilusionábamos y nos desesperábamos con demasiada facilidad.
En mayo de 1954 fui a París: tenía que entregar el Premio de la Paz a
Pierre Cot. Después del congreso de París, no me concedían el visado francés,
eso no variaba, aunque los gobiernos de Francia cambiaban cada seis meses.
Vi París después de cinco años. Fui con Liuba, y Cot nos convenció para que
nos alojáramos en un piso independiente que le servía de despacho. Vivía en
la parte antigua de París, en la isla de Saint Louis, donde cada edificio parece
un monumento histórico.
Por supuesto, la ciudad había cambiado: las plazas, los malecones, las
calles estaban todavía más llenos de tráfico y de coches aparcados; crecían
los inmensos suburbios; los bares con estridente luz azulada o snack bars, que
nosotros llamaríamos tascas, habían desplazado a los acogedores cafés
antiguos. Sin embargo, es difícil cambiar París: allí hay demasiadas casas
viejas, costumbres arraigadas, aire rancio.
De madrugada paseé por las callejuelas de Saint Louis; los amantes se
daban besos largos y febriles al separarse; había ramitos de lirios de los
valles en carretillas; los viejos paseaban a sus perritos y las escamas eternas
del río Sena se alteraban a cada instante.
Claude Roy nos llevó a través de toda Francia hasta Vallauris, donde en
aquel entonces vivía en soledad Picasso. Pasaba todo el día trabajando en el
taller y la casita parecía deshabitada, descuidada. En el suelo vi un montón de
correspondencia sin abrir. En la plaza estaba la escultura El hombre del
cordero. Llovía pero no podíamos apartar la mirada de esa magnífica obra.
(Un año después, en una tiendecita parisina, vi una postal: «Picasso enseña su
escultura a un pintor visitante»: la lluvia no había sido un obstáculo para el
fotógrafo profesional). Allí mismo vi una capilla abandonada en cuyas paredes
Picasso había pintado La guerra y la paz.
En el camino de vuelta paramos en Lyon. Visité a Herriot. Los franceses
discutieron sobre política, la guerra de Indochina (unos la calificaban de
«nefasta», otros de «sucia») y los planes de la restauración del ejército
alemán. Discutieron un buen rato pero sin el apasionamiento de antaño: las
fábricas ya empezaban a reemplazar los equipos obsoletos, no había
desempleo, los clientes llenaban las tiendas, por todas partes se respiraba el
bienestar.
Un día Pierre Cot me avisó de que el diputado de ideas radicales Mendès-
France quería hablar conmigo: «Es un hombre con mucho futuro». Liuba se fue
a casa de unos amigos y estuvimos charlando un buen rato. Mendès-France era
joven, en aquel momento tenía cuarenta y siete años. Hablamos de la situación
internacional. Enseguida comprendí que para él yo era más un buzón de correo
que un interlocutor. Dijo que, con toda probabilidad, pronto se convertiría en
primer ministro y comentó las cosas que podía hacer y las que no cabía
esperar de él; que había que acabar con la guerra en Indochina como fuera; que
él, personalmente, estaba en contra de una Comunidad Europea de Defensa, o
sea, en contra de la creación de un ejército multinacional de la Europa
occidental, pero que era preciso tener en cuenta las sugerencias de Estados
Unidos y que no tenía sentido contrariar al canciller Adenauer. Mendès-France
quería mejorar las relaciones con la Unión Soviética pero, tras un silencio,
añadió con aire sombrío: «Que los rusos no alberguen demasiadas ilusiones:
no estamos en la época del Frente Popular». Recuerdo que por la tarde
comenté a Liuba: «Es escéptico por partida doble, una vez por Mendès y otra
por Francia».
(Vi a Mendès-France doce años después. Muchas cosas habían cambiado;
en primer lugar, las relaciones de Francia con Washington, Bonn y Moscú.
Pero él seguía siendo escéptico. Es un hombre inteligente y de gran voluntad,
sólo las dudas o la cautela a menudo lo frenaron. Sus adversarios políticos
hablan de él con respeto. Un gaullista importante me explicó: «Mendès podría
haber sido ministro de Finanzas de De Gaulle con amplias competencias, pero
prefiere permanecer en la oposición». Es imposible vivir sin sal, pero no
puedes cocinar un plato utilizándola como único ingrediente).
La derrota de Francia en Dien Bien Phu privó a los franceses de la
posibilidad de admirar a Ulánova: las autoridades enfurecidas prohibieron las
actuaciones del ballet moscovita; pero esta misma derrota llevó a Mendès-
France al poder. Al cabo de un mes obtuvo cuatrocientos diecinueve votos en
el Parlamento, sólo cuarenta y siete diputados votaron en su contra. La
conferencia de los ministros de Asuntos Exteriores en Ginebra en la que
participaron Mendès-France, Pham Van Dong, Mólotov, Eden, Zhou Enlai y
Dulles puso fin a la guerra en Indochina. La conferencia reconoció la unidad e
independencia de Vietnam pero aprobó una resolución conciliatoria que
consistía en dividirlo temporalmente en dos zonas y garantizar la celebración
de elecciones generales libres en 1956. (Desde entonces han pasado no dos,
sino más de doce años. En lugar de Francia, en Vietnam del Sur se han
establecido los estadounidenses. Los gobiernos títere cambian en Saigón cada
día. Ha empezado una guerra civil. Los estadounidenses han olvidado por
completo las decisiones de la conferencia de Ginebra y en vez de preocuparse
por las elecciones se preocupan de bombardear Vietnam del Norte. El mundo
está impresionado por la resistencia que opone un pequeño país con una
industria poco desarrollada a los ataques de un estado industrializado de
doscientos millones de habitantes. Sin embargo, en el verano de 1954, no sólo
yo sino también el escéptico Mendès-France pensamos que la tranquilidad en
el Sureste de Asia estaba a punto de conseguirse.
El periódico Le Monde escribió: «No tendría mucho sentido garantizar la
coexistencia pacífica en el Sureste de Asia si la Guerra Fría continúa y se
agrava en Europa. Actualmente la cuestión primordial es si Alemania volverá
a armarse y, si es así, en nombre de qué intereses».
En otoño de 1954 hubo muchas esperanzas y preocupaciones. Por primera
vez en treinta años los cañones callaban y las bombas no caían.
En noviembre, el Consejo Mundial de la Paz se reunió en Estocolmo. La
victoria reciente animaba a las cuatrocientas personas llegadas de diferentes
países. Recordamos las burlas de los periódicos cuando ofrecimos a los
representantes de las cinco potencias sentarse a una mesa redonda, pero eso
era precisamente lo que había pasado en Ginebra. Algunos lo hicieron sin
muchas ganas, apenas ocupando un extremo de la silla, pero la guerra de
Indochina arrastrada durante muchos años llegó a su fin.
No obstante, había muchas razones para preocuparse. La carrera
armamentística se había intensificado. Estados Unidos insistía en el rearme de
Alemania. A pesar de que en agosto el Parlamento francés, con una amplia
mayoría, se negó a ratificar la Comunidad Europea de Defensa, pronto se
ofreció a los franceses un plato nuevo: los Acuerdos de París, según los cuales
la República Federal de Alemania obtenía el derecho a formar doce
divisiones y entrar en el bloque militar occidental. Los franceses se
alarmaron: todos entendían que los límites impuestos a la Wermacht eran un
subterfugio, que las divisiones crecían más rápido que los niños, y todos
recordaban a los invasores a ambas orillas del Sena.
En la sesión del Consejo Mundial, el asunto de primer orden fue la
seguridad europea. Dios mío, ¡este asunto sigue preocupando a los europeos
hoy! Hablan de la «seguridad» y piensan en el peligro. En 1954 los políticos
estadounidenses e ingleses intentaron tranquilizar a todos diciendo que el
militarismo alemán estaba sepultado para siempre. Doce años más tarde los
esperaba una desagradable sorpresa: en las elecciones a algunos parlamentos
regionales de Alemania Occidental (por ejemplo, el de la provincia de
Hessen, donde la situación estaba lejos de ser la peor), un nuevo partido
nacional demócrata, harto belicoso, consiguió muchos votos y obtuvo diez
escaños en el Parlamento. El nombre no engaña a nadie: Hitler bautizó a sus
allegados con el nombre de nacionalsocialistas aunque a los socialistas
preferían verlos muertos. Está claro que los nacional demócratas no tienen
nada que ver con la democracia.
Es fácil adivinar cuál fue mi actitud con respecto a la resurrección de la
Reichswehr. Sé que mucha gente de Alemania Occidental me considera una
persona de opiniones preconcebidas, con un odio ciego a los alemanes. Pero
odio cualquier nacionalismo, sea alemán, francés, ruso o judío.
En otoño del 1966 estuve en la celebración del centenario del nacimiento
de Romain Rolland en la bella ciudad de Vézelay. Personas de diferentes
países se reunieron allí para hablar del humanismo y de la amplitud de miras
del escritor.
En Vézelay, la viuda del escritor, Maria Pávlovna Kudásheva, la misma
Maia de quien me había hecho amigo en Koktebel casi medio siglo atrás, había
abierto la casa Jean-Christophe, a la que iban a veranear e intercambiar ideas
los estudiantes de los diversos rincones de Europa. Maria Pávlovna me pidió
que hablara con un estudiante de Alemania Occidental. Nos reunimos en la
veranda abierta del hotel. El estudiante era un alemán agradable y soñador,
vino acompañado de una chica que recordaba la clásica Gretchen y que
permaneció en silencio, lanzando miradas de admiración a su compañero. El
alemán me explicó que estaba estudiando ruso, y la chica, inglés (él aún
hablaba mal el ruso, así que conversamos en francés). Le pregunté qué era lo
que le atraía del ruso. Me contestó que quería trabajar en el Ministerio de
Asuntos Exteriores, al igual que su compañera. Luego la conversación giró en
torno a temas generales: hablé del nazismo. No sólo yo sino también todos los
invitados que llegaron después de que acabara la reunión de turno nos
quedamos asombrados al escuchar al estudiante alemán: no defendía las
atrocidades de los nazis, pero insistía en que los adversarios de Alemania no
se habían portado mejor y que en Núremberg los vencedores habían juzgado a
los vencidos. Sostenía el derecho de Alemania a poseer armas nucleares,
decía que sólo los países agrícolas atrasados, como Suecia, podían renunciar
a tener bombas de hidrógeno. Sabía muy poco del pasado reciente de su país,
y no se trataba de genes, ni de sangre, sino de que no le habían puesto la
vacuna antinacionalista que le habría protegido igual que protege la vacuna
contra la viruela. Lo malo no es que haya nacional demócratas en la República
Federal, sino que la generación joven no está a salvo de su propaganda.
Volveré al otoño del 1954. En la sesión del Consejo Mundial pronuncié un
discurso: en aquella época aún malgastábamos muchas fuerzas convenciendo a
los convencidos. Frente a mí tenía tanto a viejos amigos como a gente a la que
veía por primera vez: Pablo Neruda, el físico inglés Burhop, Donini,
D’Arbousier, los diputados progresistas de Francia Meunier y De Chambrun,
el chileno Allende, el japonés Matsumoto y muchos otros. Acabé mi discurso
con estas palabras: «Ciudadano soviético, escritor ruso, hombre que ha
sobrevivido a dos guerras mundiales, que ha visto las cenizas de Reims y de
Nóvgorod, europeo que ama Europa y le es fiel…, quiero decir a todos los
europeos: preservemos la belleza que hemos heredado».
Fas reuniones tuvieron lugar en Skansen; abajo se perfilaban los dibujos
abstractos de los mástiles. Los días eran cortos, entre la niebla se veían
farolas redondas de aceite. La suerte y la desgracia de uno es que casi siempre
vive vidas diferentes. Sentados en una pequeña cafetería al lado del hotel
Malmö, no hablamos de las divisiones alemanas, ni del siguiente congreso de
los escritores soviéticos, sino de aquel deshielo moral que se prolongaba en
medio de las heladas prematuras del invierno boreal. A nuestro alrededor, los
larguiruchos suecos dedicaban escasas sonrisas a las chicas, tragaban
hojaldres, desplegaban periódicos pesados, mientras detrás de la ventana se
veían fugazmente ligeros copos de nieve. «¡Cuántos imprevistos hay en la
vida!», pensaba yo. Mi sauce viejo siempre se parte en las tormentas de otoño,
pero algunas ramas al caer al suelo arraigan y brotan en primavera.
Mi discurso, por lo visto, gustó a las autoridades: lo publicaron en Pravda
y, pasadas varias semanas, me llamaron para invitarme a participar en una
reunión dedicada al décimo aniversario del acuerdo franco-soviético. Al abrir
la puerta de la entrada de servicio a la Sala de las Columnas me inquieté: ¿por
qué había tantos policías? Me hicieron enseñar mi documento de identidad. Al
subir vi a los miembros del gobierno y de la presidencia del Comité Central
en la sala que servía de cafetería. ¡Qué extraño!
Invitaron a subir al escenario al embajador de Francia Joxe: era evidente
que se sentía incómodo con lo que estaba ocurriendo. Cuando hablé de
Édouard Herriot, Joxe aplaudió junto con los demás, pero estaba claro que no
podía estar de acuerdo con mi idea de que no era posible negociar con el
pastor y con el lobo al mismo tiempo.
La sala interrumpió los discursos con aplausos tanto cuando hablé de mi
amor a Francia como cuando Mólotov declaró que la alianza con Francia
estaba amenazada por los Acuerdos de París.
La advertencia de Moscú no surtió efecto. La Cuarta República no podía
presumir de coherencia: el 23 de diciembre la Asamblea Nacional rechazó el
primer punto de los Acuerdos de París. Empezaron a presionar a los
diputados: a unos les dijeron que al ratificar el acuerdo sería más fácil
negociar con Moscú, a otros, que no era posible discutir con Estados Unidos y
con Gran Bretaña. El 13 de diciembre el Parlamento aprobó los acuerdos por
una modesta mayoría de veintisiete votos.
Los periódicos informaron de que la ratificación de los Acuerdos de París
por parte de Francia había provocado una gran subida de todos los valores en
la Bolsa de Nueva York: «El 31 de diciembre fue el día más feliz del último
cuarto de siglo. Los corredores de bolsa, extasiados, lanzaban al aire papeles
con pedidos para 1955».
Ese año empezó con amenazas. Todos hacían conjeturas sobre el
significado de la conferencia de la OTAN de la que Spaak dijo: «Los militares
exigían permiso a fin de prepararse para una guerra nuclear. Dicho permiso les
fue otorgado». En enero se reunió el buró del Consejo Mundial de la Paz.
Hubo dos asuntos en el orden del día: la amenaza de la guerra nuclear y el
armamento de Alemania Occidental. Joliot-Curie estaba preocupado, decía
que los estadounidenses se habían vuelto locos: «Las armas termonucleares
amenazan la vida de nuestro planeta». Fadéiev le suplicó que «revisara el
pronóstico». Joliot se enfadó. Debatimos los Acuerdos de París. Intervine para
hablar de lo mismo, del destino de nuestra intranquila Europa: «¿No volverá
Alemania a desatar una guerra mundial, la tercera y la última?». Fadéiev me
dijo: «No diga “la última”». «Hay motivos para ello». Volvimos a intentar a
organizar una campaña de recogida de firmas: no podíamos olvidarnos del
éxito de Estocolmo. (Reunimos muchas firmas, creo que incluso más que en el
caso del Llamamiento de Estocolmo, pero los tiempos habían cambiado y no
causaron tanta impresión como en 1950).
El Consejo Superior se reunió en Moscú. Malenkov dimitió y su puesto fue
ocupado por Bulganin.
¿Qué iba a pasar dentro de un año, dentro de un mes? En invierno y en
primavera se produjeron muchos acontecimientos contradictorios. Al abrir el
periódico por la mañana, la gente no sabía lo que se iba a encontrar: un
acuerdo o un ultimátum. Y el tiempo también era impredecible. Tormentas de
nieve azotaban los olivos de Italia. Los temporales hundían barcos en el
Mediterráneo y en las costas de Japón. Muchas ciudades de Francia sufrieron
inundaciones. La primavera llegó tarde y las huertas frutales en Estados
Unidos padecieron heladas.
Lo viejo se confundía con lo nuevo. El Primero de Mayo de 1955, en
Praga, a orillas del Moldava, se inauguró solemnemente el monumento a
Stalin. El poeta Laco Novomeský todavía estaba encarcelado. Lo soltaron un
año más tarde y escribió una poesía sobre Stalin mirando «los días de
primavera que por fin habían llegado» desde la otra orilla del Moldava. Un
fiscal militar que recogía pruebas para la rehabilitación de Meyerhold vino a
verme. Dijo que a Vsévolod Emílievich lo había juzgado un tribunal militar;
habían presentado tres cargos contra él: ser agente del Intelligence Service,
trabajar para los servicios secretos de Japón y mantener amistad con los
escritores André Malraux, Ehrenburg, Pasternak y Olesha. El fiscal, que no
estaba muy al día de los asuntos de escritores, me preguntó si Pasternak y
Olesha estaban vivos. Le di sus números de teléfono.
En mayo celebramos el quincuagésimo aniversario de Leonid Martínov:
hacía casi diez años que no se publicaban sus poesías. Recuerdo una estrofa
leída en la velada: «Y la serpiente me silbó de paso | que cada uno tiene su
destino. | Mas decidí que no haría caso: | escurrirse y arrastrarse no es mi
sino».
Aquel mes de mayo nos deparó continuas sorpresas. El día del décimo
aniversario de la victoria sobre Alemania, cuando Adenauer entró en la sala
del Palais de Chaillot hicieron ondear la bandera de la República Federal de
Alemania sobre el edificio. El gobierno soviético declaró que los acuerdos de
cooperación con Francia e Inglaterra habían perdido validez. Los
representantes de ocho estados socialistas se reunieron en Varsovia y firmaron
un acuerdo de defensa mutua el 14 de mayo. El día 15, en Viena, se firmó el
tratado de la independencia y la neutralidad de Austria. El canciller Raab
ofreció una comida en la que estuvieron presentes Mólotov, Macmillan, Dulles
y Pinay.
En aquel momento yo estaba en Viena: había una reunión del buró del
Consejo Mundial. Trabajábamos en un palacio lujoso reconvertido en
restaurante. En el jardín de invierno se retorcían unas orquídeas de color
malva y naranja y en las salas se cubrían de polvo sillones de mediados del
pasado siglo. Felicitamos a los austriacos. Todo el mundo confiaba en el éxito
de la próxima Asamblea Mundial de la Paz. Mayo no se parecía a enero.
Los vieneses me pasearon por jardines y bodegas donde había mucho
ruido, alegría; la gente tomaba vinos suaves pero traicioneros y cantaba
canciones. Los invasores hacían las maletas, y al mirar los hoteles de lujo
todavía ocupados por los militares, los vieneses sonreían: «No pasa nada, ya
los limpiaremos».
A finales de mayo, una delegación del gobierno soviético viajó a
Yugoslavia. Tras admitir que lamentaba profundamente lo ocurrido en el
pasado reciente, Jruschov echó parte de culpa a Beria: por lo visto se había
olvidado de que, entre otros y correctos cargos, dos años atrás se había
acusado a éste de intentar llevar a cabo un acercamiento a Tito.
Nuestro ejército abandonó Port Arthur después de entregárselo a China.
Pravda publicó artículos chinos que desenmascaraban la «camarilla
delincuente» del escritor Hu Feng. La escritora Ding Ling aseguraba que Hu
Feng era un enemigo pérfido y peligroso. (Al cabo de unos años fue Ding Ling
la denunciada; Guo Moruo pronunció discursos acusatorios contra ella y, siete
años más tarde, se denunció a sí mismo).
Aquel año viajé mucho: a Viena, a Estocolmo, a Helsinki, a París, a
Ginebra. En una ocasión, en París, D’Astier me informó de que el primer
ministro Edgar Faure nos había invitado a comer. Faure y su esposa resultaron
ser unos interlocutores alegres y animados. Un año más tarde, durante su visita
a Moscú, vinieron a cenar a mi casa y nos reencontramos como viejos
conocidos. En Moscú unos fotógrafos irrumpieron en nuestro piso y nos
tomaron fotografías sentados a la mesa; Faure rio: «Vuestros reporteros
pueden competir con los parisinos». He recordado la comida en París porque
allí pude ver una hoja de la agenda de Faure en la que leí: «11 h, embajador de
Estados Unidos; 13 h: Ehrenburg; 17 h: Adenauer». No pude dejar de reírme:
¡Ehrenburg entre un embajador estadounidense y un canciller! En el colegio, al
ver a uno de nuestros compañeros entre dos chicas, solíamos cantar: «Un
mocoso entre dos rosas».
El 7 de junio tuvo lugar la visita de Jawaharlal Nehru a Moscú. Cayó bien
a los moscovitas: alto, guapo, pensativo, había pasado muchos años en las
cárceles inglesas. Vi a la gente tirar bajo las ruedas de su coche ramitos de
flores comprados en el mercado. El señor Menon ofreció una recepción en el
jardín de la embajada. El encanto de Nehru me cautivó.
Estábamos en la entrada del jardín cuando vi al mariscal G. K. Zhúkov, a
la sazón ministro de Defensa. Lo saludé y en ese momento se acercó el
embajador de Francia, Joxe. Me tocó hacer de intérprete. Zhúkov habló de sus
encuentros con el general francés De Lattre de Tassigny, ascendido a mariscal
a título póstumo. La conversación fue superficial y me habría olvidado de ella
si no fuera porque G. K. Zhúkov, una vez se hubo despedido del embajador, se
volvió hacia Liuba y dijo: «Lo más importante es morir a tiempo».
El 23 de junio la Asamblea Mundial de la Paz se reunió en Helsinki. Es
difícil explicar por qué le pusimos ese nombre. Suena gracioso al oído ruso:
uno se acuerda sin querer de las asambleas de diversión de Pedro el Grande,
pero no pensábamos divertirnos en Helsinki, sino aliviar la suerte de la gente
lejana al Movimiento de los Partidarios de la Paz. Nuestros grandes esfuerzos
tenían resultados modestos. Seguíamos gozando de una reputación arraigada
como movimiento procomunista. Los defensores de la paz hicieron todo lo
posible por atraer a otras fuerzas pacifistas. Los resultados fueron exiguos:
nuestro movimiento tenía fama de ser comunista. Sin embargo, Herriot aceptó
el cargo de presidente honorífico de la Asamblea y envió a un representante en
su nombre que transmitió sus saludos y su pesar por la enfermedad que le
había impedido asistir. Acudieron los diputados franceses Capitant, Vallon,
Debû-Bridel, el cristiano demócrata italiano Giaculli, el brasileño Josué de
Castro, los representantes del partido El Congreso Nacional Indio.
Joliot-Curie inauguró la Asamblea con un discurso inteligente y moderado.
Algunas veces la comisión trabajaba hasta la madrugada, las noches blancas
nos ayudaban a olvidarnos del tiempo. El tono de las intervenciones era
pacífico, todo el mundo buscaba el entendimiento. Liu Ningyi conversaba
amistosamente con un sacerdote estadounidense, Sartre era amable con los
afiliados del partido agrario finés, los franceses organizaron una reunión con
una delegación argelina.
Al parecer, esta Asamblea fue el último congreso mundial en el que
nuestra pequeña Europa estuvo en el centro de mira: todos se acordaban de
dónde habían comenzado las dos guerras mundiales. Recuerdo que durante mi
discurso los aplausos más fuertes siguieron a estas sencillas palabras:
«Quisiera preguntar a los delegados de los países europeos: ¿acaso no
podemos llegar a un acuerdo como lo hicieron los diputados de los países
asiáticos en Bandung?». (Los acontecimientos posteriores descalificaron mi
referencia a Bandung, pero el tema de una comunidad europea resucitó al cabo
de diez años).
Después de mi ponencia, Pierre Cot, normalmente muy poco dado a las
alabanzas, dijo: «Ha sido su mejor discurso. Nunca ha hablado así y
seguramente ya no volverá a hacerlo». Este elogio se refería más a la época
que a mi elocuencia: todos buscábamos el lenguaje de la paz. Cuando uno de
los estadounidenses dijo que la coexistencia pacífica era un término
comunista, todos estuvieron de acuerdo en cambiar esta expresión por alguna
otra.
Una vez la Asamblea hubo votado por las arengas y las recomendaciones,
se celebró la sesión del Consejo Mundial de la Paz en una sala de la
universidad. Elegimos a Joliot-Curie como presidente, elegimos también a
diez vicepresidentes. De pronto, en vez del nombre de Fadéiev, escuché el
mío. Me desconcertó y luego sentí tristeza. Ya habían apartado a Fadéiev de la
dirección de la Unión de Escritores. Ahora dejaba de ser vicepresidente y se
convertía en un miembro más del buró. Seis meses más tarde, lo degradaron de
miembro del Comité Central a candidato. Por la tarde Fadéiev me felicitó.
Empecé a justificarme: «Aleksandr Aleksándrovich, ¡ha sido una completa
sorpresa para mí!». Se echó a reír: «Para mí también, pero de todas formas no
le habría dicho nada, total, no es cosa suya».
Tres semanas más tarde, en Ginebra, hubo una cumbre de «los cuatro
grandes» en la que participaron Eisenhower, Dalles, Bulganin, Jruschov,
Mólotov, Eden, Macmillan, Edgar Faure y Pinay. La cumbre duró cinco días y
no se alcanzaron acuerdos en ninguno de los asuntos pendientes. Las
expectativas de los pueblos eran tan grandes que no podían irse a sus casas sin
más, y los jefes de los gobiernos declararon que confiaban a los ministros de
Asuntos Exteriores negociar los temas del desarme, la seguridad europea y los
contactos entre Oriente y Occidente. Cada día alguien invitaba a los demás a
una comida o una cena; todos hablaban de forma pacífica, evitando decir algo
inapropiado. Así nació el espíritu de Ginebra. Era un buen espíritu, pero un
espíritu necesita un cuerpo, y la amabilidad no podía reemplazar la falta de
acuerdos sobre cualquier asunto, por insignificante que fuera.
Los ministros de Asuntos Exteriores se reunieron, también organizaron
comidas y cenas, pronunciaron asimismo discursos amables, pero
polemizando entre sí. Estuvieron trabajando tres semanas y no alcanzaron
ningún acuerdo. No había nadie más a quien poder traspasar este asunto. El
espíritu de Ginebra empezó a evaporarse. Un año más tarde los
acontecimientos en Hungría invalidaron todos los esfuerzos.
Pero en agosto del 1955 el «espíritu» parecía casi palpable. Se convocó
una sesión del Consejo Superior dedicada a la cumbre de Ginebra. Llevo
dieciséis años siendo parlamentario, pero sólo me han pedido que intervenga
en una ocasión, para hablar de la cumbre de Ginebra. Claro, en aquel entonces
veía el futuro de color rosa, pero no discutía con los representantes de
Occidente sino con los incorregibles pesimistas: «También nosotros
conocemos el dicho de la golondrina que no hace verano. No creo que sea
demasiado sabio. Está claro que una golondrina no hace verano pero las
golondrinas vienen en verano y no en otoño y si aparece una, tienen que venir
las demás. De todas formas, no son golondrinas las que hacen verano, es el
verano el que hace golondrinas». Me acordé del Movimiento de los
Partidarios de la Paz, de Joliot-Curie, de la reciente Asamblea Mundial.
Después dije: «¿No será hora de acabar, en todas partes, con la costumbre de
confundir, de hacer pasar una caricatura por un retrato, de cambiar las
observaciones por las conjeturas y exponer estas conjeturas como
acusaciones? Creo que los periodistas y los escritores de todo el mundo deben
estar al lado del fuego aún no apagado de la Guerra Fría con cubos de agua, no
con cubos de queroseno».
Más de diez años han pasado desde entonces, y ninguno de los asuntos
planteados en Ginebra está resuelto. Hemos sobrevivido a bastantes crisis
peligrosas. Pero el espíritu de Ginebra no fue un fantasma, algo cambió en el
mundo, la desconfianza mutua fue disminuyendo, el miedo desaparecía, y por
más bruscas que pudieran resultar las notas diplomáticas o los artículos
periodísticos, la gente dejó de vivir pendiente de si le caía encima una bomba
de hidrógeno al día siguiente. Incluso cuando me equivoco, esta clase de
errores es amargo pero no vergonzoso: no volví a tocar el cubo de queroseno.
Mi narración sobre el año 1955 resulta desordenada, voy saltando de una
cosa a otra, a trancas y barrancas, pero no puedo remediarlo: así fue ese año.
Era un tiempo de vigilia y parecía un ovillo de lana difícil de desenredar.
En septiembre, participé en un encuentro de Ginebra, que no tenía nada que
ver con la cumbre. Los Encuentros de Ginebra eran una iniciativa cultural: una
vez al año se reunían los expertos o, como solemos decir, las personalidades
de la cultura de diferentes países y se dedicaban a debatir un problema. En
1955 tuvo lugar el décimo encuentro, un aniversario, y por primera vez los
organizadores invitaron a un soviético; se respiraba el espíritu de Ginebra.
Tenía que pronunciar mi discurso en una sala grande y participar en la mesa
redonda dedicada a mi propia ponencia y a otras intervenciones de los
miembros permanentes, ante un centenar de señoras mayores que disponían de
tiempo libre.
El tema era si la cultura se encontraba amenazada por los diversos medios
de comunicación: el cine, la televisión, la radio, los semanales ilustrados. Uno
de los ponentes fue Georges Duhamel, que desde la década de 1930
proclamaba la amenaza que suponían el cine y la radio para la auténtica
cultura y, mitad en broma mitad en serio, proponía organizar un quinquenio
libre de los nuevos medios.
Me ofrecieron la posibilidad de explicar a los ciudadanos occidentales
nuestras dificultades, éxitos y esperanzas. Por supuesto, descarté la ridícula
afirmación de que los adelantos técnicos pueden conllevar el empobrecimiento
de la vida espiritual de la persona per se: hay películas buenas y malas,
televisión que enriquece o embrutece a la gente. Dije que a lo largo de la
historia de la humanidad, en numerosas ocasiones las culturas se habían
hundido al convertirse en patrimonio de unos pocos. La Acrópolis o las
tragedias de Eurípides quedaban al alcance de un número reducido de
atenienses y el llamamiento a defender Atenas de los bárbaros romanos no
encontró respuesta entre los esclavos. En el momento de la Revolución de
Octubre, dos tercios de la población de Rusia eran analfabetos. Al principio,
se amplió la base cultural a costa de la reducción de su profundidad. La gente
leía su primera o décima novela en la vida y muchas cosas quedaban fuera de
su alcance. Apareció un término deleznable: comprensibilidad. Se empezaron
a escribir novelas destinadas al lector moderno y éstas quedaban
irremediablemente obsoletas: los lectores maduraban espiritualmente. Los
acontecimientos posteriores, sobre todo las guerras, han cambiado el perfil
espiritual de los individuos de una forma tan drástica que a menudo cierran los
libros con total desprecio.
Asimismo señalé que la democratización de la cultura también tenía lugar
en Occidente: los libros se vendían más baratos, los semanarios publicaban
reproducciones de buenos pintores, la radio no sólo emitía canciones para
bailar, sino también música sinfónica. (Durante los diez años siguientes este
proceso ha cobrado más fuerza. Las ediciones baratas, no sólo de los clásicos
sino también de autores modernos, permiten a los obreros leer libros. Primero
en Italia, luego en Francia, se han empezado a publicar monografías sobre
pintores con reproducciones de gran calidad y a muy buen precio; las tiradas
son muy altas).
El texto de mi intervención se publicó en una colección francesa y en la
revista Literatúrnaia gazeta. Lo acabo de releer y sigo manteniendo mi
opinión de entonces.
Los debates sobre las ponencias fueron mucho menos interesantes de lo
que había esperado. Cada día veía a una profesora socialista de Ginebra. No
le caíamos bien y sus preguntas a menudo me hacían pensar en un fiscal en un
juicio: en vez de hablar del desarrollo de la cultura, hablaba de las
atrocidades que se habían cometido en nuestro país en el pasado reciente.
Un mes después estuve en el ayuntamiento de Lyon; allí se celebró una
reunión dedicada a la seguridad europea. Herriot estaba enfermo: cuando vino
a vernos se apoyaba en su asistente, no podía caminar. Estuvieron presentes
lord Farrington, Cot, Lombardi, D’Astier, Oskar Lange, el laborista inglés
Plummern, Liu Ningyi y otros.
Por supuesto, hablamos de lo mismo, del espíritu de Ginebra. Volví a París
en tren, junto con lord Farrington. El lord laborista era un interlocutor
agradable y el camino se nos hizo corto. Al acercarnos a París, discutimos
sobre un asunto que nada tenía que ver con la seguridad europea ni con nuestra
conversación anterior: la forma de las orejas de los terrier escoceses. Lord
Farrington afirmaba que eran largas y caídas y yo decía que eran cortas y
puntiagudas. Hicimos una apuesta: el ganador podría exigir al perdedor lo que
quisiera. En París encontré una enciclopedia de perros en inglés, comuniqué a
lord Farrington que él había perdido y le pedí que contara a los ingleses de la
manera que le pareciera más oportuna que un escritor soviético sabía más
sobre los terrier escoceses que un lord inglés. Farrington reconoció
amablemente que había perdido la apuesta, pero sólo me lo dijo a mí y no a
sus compatriotas.
4

Este capítulo será el más corto de este larguísimo libro. En él quiero contar un
pequeño incidente que tuvo lugar en uno de mis viajes. Tras leer el capítulo
los lectores comprenderán mis motivos.
En octubre del 1955 N. S. Tíjonov y yo fuimos a Viena, a una reunión del
buró del Consejo Mundial de la Paz. Hacía mal tiempo, pero el avión
sobrevoló sin problemas los Cárpatos y aterrizó en Budapest tal y como estaba
previsto. Allí nos dijeron que en Viena estaba cerrado el espacio aéreo, y que
debíamos esperar una hora o dos. Charlamos de los temas más diversos: de la
poesía de Martínov, de las costumbres paquistaníes, de la salud de Joliot-
Curie. Pasaron cuatro horas. Nos explicaron que Viena tenía razones bien
fundadas para no admitir aviones: había una niebla muy densa. Nos pusimos a
pasear por el largo aeropuerto cuando de una sala nos llegaron olores
tentadores: allí había un restaurante, pero no teníamos dinero ya que nos tenían
que entregar las dietas en Viena. Empezamos a sentir hambre, lo que, como ya
se sabe, agudiza el ingenio. Nikolái Semiónovich se comportó como un viejo
estoico pero yo, al final, no aguanté y llamé al comité húngaro de la Defensa
de la Paz.
Al cabo de menos de una hora aparecieron unos individuos a los que no
conocía, por alguna razón que no entendí nos pidieron disculpas: no era culpa
suya que hubiera niebla en Viena. Nos acompañaron a una sala pequeña con
una mesa repleta de manjares. Llegó Rákosi. Charló con nosotros
amistosamente sobre el Movimiento de los Partidarios de la Paz, la cumbre de
Ginebra y la vida en Moscú. Devoré un gulasch maravilloso. Al final de la
comida Rákosi nos pidió que pasáramos la tarde con unos escritores húngaros.
Por supuesto, accedimos.
En la Unión de Escritores había mucha gente. Nos trajeron cafés, había
botellas con un aromático vino de Balaton encima de la mesa. Sin embargo,
enseguida percibí cierta tensión. El primero en hablar fue N. S. Tíjonov. Vi
que los húngaros estaban preocupados por algo. En cuanto acabó de hablar
Nikolái Semiónovich, todos se volvieron hacia mí y me pidieron que contara
algo. Decidí hablar de un tema poco espinoso: cuando un escritor escribe para
un periódico, debe tener en mente al lector y no al editor; debe buscar
palabras que le lleguen al alma, defender el derecho de hablar su propio
idioma y no dejar que el editor tache con lápiz rojo o azul cualquier palabra
poco habitual.
Cuando acabé, uno de los escritores húngaros me preguntó si se podía
adquirir mi libro El deshielo en Moscú. Le contesté que la novela había sido
publicada en la revista Znamia y que después se había editado como un libro
independiente; la tirada había sido pequeña: cuarenta y cinco mil ejemplares,
y se había agotado enseguida; ahora sólo se podía encontrar en tiendas de
segunda mano. Entonces otro escritor me preguntó: «¿Y por qué en Hungría se
han publicado sólo cien ejemplares de El deshielo para los dirigentes del
Partido?». Evidentemente no pude contestar esa pregunta y le pedí a Nikolái
Tíjonov, Nikolái Semiónovich que contara algo más.
Observé a los escritores, a algunos los había visto antes en Moscú o en
Budapest, hacía dos años. Estaban György Lukács, Péter Veres, Béla Illés,
Julius Gay… Todos estaban excitados y se pusieron a hablar húngaro entre
ellos; Lukács fue el único que permaneció tranquilo mientras se fumaba un
puro.
Seguí sin entender qué les pasaba a los escritores húngaros, sólo quedaba
clara una cosa: estaban descontentos. Cuando volvimos al hotel en la isleta,
pregunté a Tíjonov por qué Rákosi nos había enviado a ver a los escritores.
Nikolái Semiónovich contestó: «Vete a saber. El ambiente era realmente
extraño».
Hacía calor en la habitación, por alguna razón ya habían puesto la
calefacción. Abrí la ventana: el aire era cálido, húmedo. Lloviznaba. Una
farola brillante recortaba los últimos reflejos dorados de los árboles en la
oscuridad de la noche.
Al día siguiente teníamos que pronunciar discursos en Viena, hablar del
espíritu de Ginebra, de la seguridad europea. Sí, pero ¿qué estaba pasando
ahí? Los escritores estaban furiosos. ¿Por qué Rákosi no nos había avisado?…
Lo entendí todo, pero no aquella noche, sino un año más tarde.
5

El 14 de enero del 1956 Liuba y yo volamos de Moscú a la India. En aquel


entonces no había comunicación directa a través del Himalaya y tuvimos que
tomar muchos vuelos: París, Roma, El Cairo, Karachi, Delhi. De vuelta en
Moscú escribí el ensayo Impresiones de la India y no repetiré aquí lo que
expuse en él. En cambio, sí quiero explicar en este libro lo que me dio la
India. El nuevo año sería muy agitado para nuestro país, para la gente con la
que me encontraba y para mí mismo. En una ocasión, caminaba por una
carretera de los Alpes cuando de repente me vi envuelto en una nube. Los
coches y los peatones se detuvieron; pasamos media hora en otro mundo.
Naturalmente, la comparación no es del todo correcta: la India era un mundo
vivo y lleno de colores. No sólo descubrí allí el fantástico arte antiguo, sino
también las tempestades de nuestro siglo, manifestaciones políticas, a
refugiados de Pakistán, a escritores y pintores agobiados por muchos de los
problemas que preocupaban a sus congéneres europeos. La India no era un
mundo aislado, pero, impactado por este país y por su gente, durante un mes
olvidé por completo las conversaciones y pensamientos que me habían
absorbido antes de la partida. La India me enseñó muchas cosas. La amable
señora Rameshwari Nehru, a la que había visto en Estocolmo y en Helsinki,
supo por alguien que el 27 de enero era mi cumpleaños y en una de las
recepciones me llevó una tarta gigantesca con sesenta y cinco velas
encendidas: tuve que soplarlas. A esa edad es raro sentirte como un aprendiz,
pero en la India entendí y aprendí muchas cosas.
Hablamos y seguimos hablando de la coexistencia pacífica. Normalmente,
con estas palabras nos referimos a la coexistencia pacífica de Estados con
órdenes sociales y tendencias ideológicas diferentes. En la India me
sorprendió la coexistencia de ideas y sentimientos diferentes, a veces
contrarios, en las ciudades, e incluso en las personas.
Por supuesto podemos observar estos contrastes en cualquier país
europeo, pero en Europa me parecían normales debido a la opacidad de la
vida cotidiana. Sin embargo, en la India llamaban la atención, igual que a un
europeo le llaman la atención los loros o los monos en las calles de Delhi:
está habituado a ver palomas y gorriones.
Tanto antes como después de viajar a la India leí muchos libros de autores
franceses, ingleses y rusos dedicados a este país. Todos hablaban de sus
contrastes, pero los interpretaban con su método tradicional: el cartesianismo
o la dialéctica, el derecho inglés o la teosofía; en vez de una llave aplicaban
ganzúas poco acertadas.
Empezaré por lo más tópico. En las calles de las ciudades indias, sobre
todo en Calcuta, me asombraban las flaquísimas vacas que deambulaban en
busca de comida obligando a los coches, los carruajes y las bicicletas a
pararse con resignación. Eran muchísimas, buscaban mercados, puestos de
venta de frutas y verduras, recogían ávidamente los frutos podridos de la
papaya, las pieles de los plátanos o las hojas. Nadie podía hacerles daño,
pero no era obligatorio darles de comer. La santidad se extendía también a los
toros y a los terneros. Los hindúes tenían prohibido comer carne de ternera,
los musulmanes de cerdo, la gente más rica comía cordero y pollo pero la
mayoría era vegetariana: unos por convicciones, otros por costumbre y otros
por necesidad. En el sur vi a un campesino que llevaba una vaca flaca lejos de
su casa: ya no daba leche ni podía trabajar, y ese pobre hombre la arrastraba
para que comiera arroz o mijo en la parcela de algún otro pobre. El conductor
que atropellaba a una persona podía salvarse, pero ¡ay de aquel que
atropellara o diera un golpe a una vaca! A principios de noviembre de 1966 se
produjeron en Delhi unas manifestaciones violentas: los indios exigían una
legislación nacional, no regional, para cada estado (provincia), que prohibiera
matar a las vacas; hubo varios muertos.
Según las estadísticas, en la India, con una población de cerca de
quinientos millones de personas, hay doscientos cincuenta millones de vacas, a
veces sin techo, pero sagradas.
(Muchos años después, escribí la poesía «Las vacas de Calcuta», que
acababa con esta estrofa: «En mi vida hubo desgracias, me pegaron: por
excesos, por faltas o por recesos. Pero nunca he sido una vaca sagrada. Lo
agradezco»).
Es difícil explicar la suerte de las vacas sagradas con el fanatismo
religioso. El hinduismo es una religión no beligerante y las costumbres y
supersticiones propias del género humano a menudo ocupan en él el lugar de la
fe. Está claro que hay muchas cosas raras en la India. Recuerdo una plaza
grande de Calcuta inundada de sangre de corderos: realizaban un sacrificio a
uno de los múltiples dioses hinduistas. Por la misma plaza pasaba gente que se
cubría la boca con mascarillas de gasa: tenían miedo de cometer sin querer un
pecado gravísimo, tragarse una mosca.
En Bombay viven los parsis, adoradores del fuego. El fuego, la tierra y el
agua son sagrados para ellos y depositan a sus muertos en la alta Torre del
Silencio para que se los coman las aves rapaces. Sobrevuelan la ciudad
buitres negros y otras especies. A veces a los pájaros se les cae un pedazo de
mano humana o de vientre.
Los sijs tienen prohibido cortarse el pelo y afeitarse. Hay científicos,
diputados, escritores que llevan turbantes para ocultar sus largas melenas y
recogen sus barbas con una goma.
Conocí a unos científicos que de vez en cuando iban a rezar a la diosa del
conocimiento. El chófer del difunto doctor Baliga, un cirujano inminente, no
era creyente, pero cuando circulamos por una carretera espantosa desde
Aurangabad hasta Bombay, de repente se paró al lado de uno de los templos,
llamó a un brahmán y le puso un cuarto de rupia en la mano. Se volvió y nos
dijo con aire culpable: «Hay niebla, no veo nada». El Ganges es un río
sagrado, la gente se lava allí para purificarse de los pecados, recogen el agua
y la llevan a poblaciones lejanas. Sin embargo, el trato que se le da a este río
sagrado no es más caritativo que el que se da a las vacas: unas fábricas
enormes de yute contaminan sus aguas.
El hinduismo no rinde culto a un solo dios, ni mucho menos: hay
muchísimos dioses y diosas. Y la pléyade de los deificados sigue creciendo.
Un libro llamado Por las grutas y selvas de Indostán llegó a mis manos
cuando aún iba al colegio. Allí se cuentan historias de las extrañas gentes de
la India. La autora era Blavátskaia. En el templo teosófico de Madrás hay
muchos dioses. Al lado de Brahmá están Buda, Jesucristo y, también, la estatua
de una señora mayor con cara rusa y un letrero: «Helena Petrovna
Blavátskaia».
Pero de hecho, esto no tiene nada de sorprendente. En las iglesias
católicas de Francia se encuentran colgadas réplicas minúsculas de brazos y
piernas en señal de gratitud por la curación. Los periódicos publican
horóscopos a diario y cada uno puede leer cómo se tiene que comportar al día
siguiente si ha nacido bajo el signo de Acuario o de Piscis. En muchos hoteles
la habitación que sigue a la número 12 es la 14: el número 13 da miedo.
También es cierto que no paran de canonizar a diferentes personas. Hace unos
años vi en la catedral de Brujas un cartel que anunciaba la peregrinación al
pueblo portugués de Fátima donde vivía una chica sencilla que después de
haber presenciado la aparición de la Virgen había predicho la invasión de los
comunistas. En resumidas cuentas, los ritos, las costumbres obsoletas y las
supersticiones también abundan en Europa, pero uno se acostumbra a ellos
desde pequeño. Las costumbres desconocidas ayudan al visitante a entender lo
que tiene demasiado visto.
Contaré la tarde que pasé en casa de Nehru. El primer ministro nos invitó a
cenar. Alrededor de la mesa se sentaban él, su hija Indira, lady Mountbatten,
que estaba de visita, Krishna Menon, que había sido intervenido poco tiempo
antes y también se hospedaba en la casa la intérprete india, Liuba y yo.
Acabada la cena, Nehru me invitó a tomar té en una pequeña mesa y pasamos
una hora larga hablando del mundo y del Movimiento de los Partidarios de la
Paz.
¿Qué me sorprendió? La increíble sencillez de aquel hombre a quien
adoraban casi todos los indios, su calidad humana. Había dedicado toda su
vida a la liberación de la India, había conocido a personas muy diferentes y
conversado con ellas: científicos (Einstein me mencionó su conversación con
Nehru) y escritores (no sólo Romain Rolland, sino también el joven poeta
alemán Toller y André Malraux, que habló con él del arte budista). Nehru me
invitó a su casa sin ceremonias. La suya era una sencillez derivada de la
complejidad interior. Se entendió con Einstein, y cuando se mezclaba con la
multitud y conversaba con los campesinos indios, hablaba con la misma
naturalidad que con los profesores de Cambridge.
En el testamento redactado diez años antes de su muerte, Jawaharlal Nehru
pidió que su cuerpo fuera incinerado y que las cenizas se esparcieran en
Allahabad, por donde pasa el río Ganges. Añadió que su petición no estaba
relacionada con ningún rito, pues el sentimiento religioso le era ajeno. Sí, la
India tiene algo que la hace diferente de Europa o Estados Unidos: por
ejemplo, el sentido poético.
En el aeropuerto de Delhi me colgaron al cuello unas largas guirnaldas de
flores. Al llegar al hotel me apresuré a ponerlos en agua. Después me
acostumbré al peso y al olor de los nardos, las rosas, los claveles y de otras
flores exóticas cuyos nombres ignoraba. A veces me ponían una docena de
guirnaldas en las reuniones. Al cabo de una hora las tiraba, como hacían los
indios: en la India hay muchas flores. En cambio, hay poco arroz y pan. El país
es grande, variado: tiene el Himalaya, la selva, planicies fértiles y desiertos
secos abrasados por el sol. Labran la tierra como en los tiempos antiguos: con
arados tirados por bueyes; a pesar de la abundancia de vacas no usan abono;
los campesinos utilizan tortas de estiércol para iluminar sus hogares.
En las calles de Calcuta a menudo puedes ver a hombres tirados en el
suelo y no sabes si duermen, si están enfermos o muertos; hay leprosos; las
mujeres tranquilizan a sus hijos hambrientos. Quienes pasan por su lado no se
alarman: están acostumbrados a la indigencia y a las epidemias. En Madras
nos llevaron a unas cuevas donde vivían estibadores. Aunque eran unas
auténticas madrigueras, la gente se había acostumbrado a ellas. Las personas
de las que me hice amigo en la India me dijeron que los indios eran fatalistas:
todos comprendían que morirían cuando les llegara la hora. Si bien es posible
acostumbrarse a vivir esperando la muerte, es imposible habituarse a la
desgracia ajena. Como una nube de gas lacrimógeno, rodea las coloridas
buganvillas, a las mujeres bellas en saris de seda o de percal, los templos
antiguos y la pintura moderna. Una persona nunca llegará a expresar todo lo
que guarda en su corazón, a un forastero, ni siquiera a un amigo cercano; tal
vez tampoco a sí mismo: tanto los fatalistas como los que no lo son necesitan
vivir hasta el día en que les llegue la muerte, y es imposible vivir después de
haberlo dicho todo.
En Delhi nos llevaron a un hotel para celebridades extranjeras, el palacio
de un rajá de principios del siglo. Todo parecía vetusto: una noche el colchón
de mi cama se hundió y aterricé en el suelo. Deambulé un buen rato por el
patio y por los pasillos sin encontrar a nadie; al final, doblé las piernas y me
acomodé en un sofá corto. Por la mañana vino un criado, vio el colchón en el
suelo y se rio de buena gana. Cada mañana uno de los criados cortaba dos
espléndidas rosas y nos las regalaba a Liuba y a mí.
Enfrente del hotel había un parque grande, vi allí a individuos en cuclillas.
Me acerqué y resultó que estaban cortando el césped con las uñas. Luego vi
muchas otras cosas extrañas. En la India había fábricas modernas que
producían trenes y aviones. Rameshwari Nehru nos enseñó talleres montados
para los refugiados de Pakistán. Allí, por ejemplo, hacían cubos, peroles,
teteras de forma manual. Claro que sería más fácil y más eficiente fabricar los
utensilios en una planta y cortar el césped con una máquina, pero entonces
millones y millones de personas se quedarían tumbadas en medio de la calle
esperando la muerte. El trabajo manual es extremadamente barato: un pañuelo
precioso vale menos que un paquete de cuchillas de afeitar.
Antes pensaba que la afición de los indios a la ropa tejida a mano se debía
a la tradición, pero obedece a razones económicas. A Gandhi no le
preocupaba tanto que las costumbres de las clases sociales pudientes fueran
más sencillas, como que millones y millones de personas murieran de hambre
si la gente empezaba a vestirse a la usanza europea. Pasé un día en casa del
importante economista Mahalanobis, fundador del Instituto de la Estadística
situado cerca de Calcuta. Era amigo de Rabindranath Tagore. Allí me enteré
de que muchas de las contradicciones de la India moderna se debían a la
situación económica del país.
Está claro que no todas las contradicciones se pueden atribuir a razones
económicas. En la fiesta del Día de la Independencia, hubo un desfile militar
en Delhi: infantería, cañones antiaéreos, aviación; luego aparecieron elefantes,
que se portaron de maravilla e incluso saludaron al presidente de la República
con reverencias.
Lo viejo se entrelaza con lo nuevo de forma armoniosa, quizá porque los
colonizadores ingleses congelaron la vida de un pueblo enorme durante siglos
o porque las grandes fábricas, los diarios ilustrados, las transmisiones de
radio y los cines no interfirieron en el amor de los indios por los elefantes
engalanados, las fiestas religiosas y las bailarinas que dominan el lenguaje
antiguo de la danza.
El museo de la antigua colonia francesa Pondichéry contiene esculturas de
dioses y diosas y, entre ellas, se encuentran los bustos de Marianne —la
Primera y la Tercera República Francesa—, manuscritos antiguos y fotografías
de Jaurès y de Romain Rolland. En Madrás se congregaron los escritores del
idioma telugu. El presidente dijo algo alargando ligeramente las palabras; me
explicaron que había recitado una oración. Después me regalaron la
traducción de El deshielo y me preguntaron por qué me habían criticado en el
Segundo Congreso de Escritores Soviéticos. En Madrás tuve también una
reunión con los escritores tamiles; en Calcuta con los bengalíes, y en Delhi
con los de hindis y urdus. Cuando me traducían sus preguntas, me parecía estar
en Riga o en Ereván. En Calcuta me llevaron a ver al pintor Jamini Roy.
Parecía un monje anciano. Vi sus obras, que guardaban relación tanto con la
nueva pintura francesa como con el arte popular de la India. En el museo de
Delhi hay una sala asombrosa con los óleos de Amrita Sher-Gil. Hija de un sij
y una húngara, estudió en París y luego volvió a su tierra natal, donde se
inspiró en los frescos de Ajanta. Murió joven (a los veintiocho años) y es
considerada una de las primeras representantes de la pintura moderna de la
India. Me hice amigo de algunos pintores jóvenes. Ram Kumar había sido
discípulo de Léger en París y participaba en el Movimiento de los Partidarios
de la Paz, sin embargo, había algo tradicional en sus obras. Cuando fuimos con
él a Mathura, vi cuán cercana le resultaba la escultura de la época del imperio
Gupta. Hebbar trabaja en Bombay, con él fuimos a Ajanta y a Ellora. Sus
cuadros son bastante modernos y tal vez algunos de nuestros críticos podrían
acusarlo de «modernismo», pero ese tipo de «modernismo» se remonta a los
siglos V y VI.
No sé por qué motivos los racistas alemanes usaron la India como
referencia, se llamaron arios y trasladaron a sus banderas uno de los símbolos
más antiguos del hinduismo: la esvástica. En realidad, la India es una mezcla
de pueblos, razas, idiomas: los habitantes del sur parecen negros, los norteños
tienen pómulos pronunciados y ojos rasgados, y las bellezas morenas de la
meseta de Dekán poseen narices aguileñas y labios fruncidos.
En la India volví a convencerme de que ni las leyes ni los artículos de una
constitución podían cambiar la mentalidad de cientos de millones de personas
por arte de magia. La República de la India abolió la privación de derechos
de los parias o de la casta de los intocables, pero en las aldeas, donde la vida
avanzaba con mucha más lentitud que en las ciudades, instalaban urnas
especiales para ellos: de lo contrario el resto de la gente no habría votado; en
Madrás también había templos especiales para los parias. Vi a chicas en las
universidades, pero en todas partes la situación de las mujeres estaba lejos de
la igualdad proclamada: en las aldeas, los viudos se casaban y a las viudas les
afeitaban la cabeza y a nadie se le habría ocurrido desposarse con ellas. Las
leyes pueden avanzar a la velocidad de un avión pero la vida cotidiana se
arrastra por los baches del camino a la velocidad de un buey. (Reflexioné
mucho sobre este tema en el año 1957, en 1963, y sigo reflexionando sobre
ello ahora).
La inmensa mayoría de los indios son analfabetos, aunque vi escuelas
nuevas por todas partes; también vi dar clases a los niños al aire libre. Allí
tuve que volver a reflexionar sobre el adjetivo «culto», que tanto se emplea en
nuestro país con y sin razón. Se puede decir que el grueso de la población en
la India es muy culto. Un día de fiesta vi una plaza enorme de Delhi
abarrotada, pero nadie se empujaba, la gente estaba sentada en el suelo con las
piernas cruzadas y procuraba ocupar el menor sitio posible. Ese mismo día
hubo una recepción en la residencia del presidente. Los diplomáticos europeos
y estadounidenses me parecieron unos bárbaros. La educación o la cultura
material —el número de coches, el estado de las carreteras o la poligrafía—
no determinan el nivel espiritual de un pueblo; basta con recordar el Tercer
Reich o a los «blancos» de los estados de Alabama, de Misisipi o de Texas.
Los campesinos iletrados del sur, los artesanos de Nasik, los pobres de
Calcuta poseen tacto y concentración espiritual.
La última noche (el avión salía a medianoche) invité a mis amigos indios a
cenar a un restaurante. Acudieron, entre otros, el presidente de la Sociedad de
la Amistad India-URSS, el profesor Baliga, su esposa, los empleados de la
sociedad, el escritor Mulk Raj Anand y el pintor Hebbar. A mediados de
febrero ya hacía mucho calor en Bombay y escogí un restaurante con aire
acondicionado. Me acordé de la acogida que nos dispensó Baliga en Karachi y
le dije: «Usted ha hecho mucho por mí, ahora soy más sabio».
En el avión me dormí enseguida —el último día en la India había sido
agotador— y, al despertar, vi el sol en lo alto del cielo. Sobrevolábamos
Grecia y abajo había nieve, mucha nieve. El invierno fue muy duro aquel año,
la nieve cubrió las huertas de Italia. Aterrizamos en Ginebra. Dos mujeres
indias vestidas con saris ligeros fueron corriendo al edificio del aeropuerto.
En París hacía dieciséis grados bajo cero. El Sena se había helado.
Compré el periódico vespertino en un quiosco y leí: «Ayer por la mañana
se inauguró en el Kremlin el XX Congreso del Partido Comunista».
Las vacaciones que me había regalado el destino habían terminado.
6

Cuando volví a Moscú, todo el mundo hablaba de la intervención de Mikoyán


en el congreso: se había referido a las concepciones erróneas de Stalin, se
había burlado de la falsificación de la historia y había mencionado los
nombres de dos bolcheviques asesinados en la época del culto a la
personalidad, Antónov-Ovséienko y Kosior. En la resolución adoptada por el
congreso se hablaba del desenmascaramiento de la actividad criminal del
«enemigo del Partido y del pueblo». Beria, de lo peligroso que era el culto a
la personalidad, de la necesidad de una dirección colectiva. Al día siguiente
el periódico Pravda publicó una breve noticia sobre la última sesión del 25
de febrero: se había tomado la decisión de elaborar un nuevo programa del
Partido y N. S. Jruschov había declarado que el orden del día se había
cumplido.
En una vieja agenda encontré estas líneas: «En la sesión a puertas cerradas
del 25 de febrero durante la intervención de Jruschov, varios delegados se
desmayaron, los sacaron de la sala sin mucho ruido». Me lo había contado uno
de los delegados del congreso.
Después de leer la ponencia de Jruschov no me desmayé: habían pasado
tres años desde la muerte de Stalin, nos habíamos enterado de ciertas cosas,
habíamos tenido tiempo para pensar en muchos asuntos. Me visitaron los
fiscales militares encargados de la rehabilitación de Bábel y de Meyerhold,
también vinieron a verme unos amigos que habían estado en campos de
concentración, pasábamos las tardes conversando sobre el pasado reciente.
Sin embargo al leer la ponencia me quedé asombrado: no eran las palabras de
un rehabilitado ante su círculo de amistades, sino del primer secretario del
Comité Central en un congreso del Partido. El 25 de febrero del 1956 fue,
tanto para mí como para mis compatriotas, una fecha importante.
Acabo de decir que estaba preparado hasta cierto punto para la ponencia
de Jruschov pero entiendo perfectamente la impresión que se llevaron muchos
delegados del congreso llegados de sovjoses y koljoses lejanos. Tan sólo dos
semanas antes de la primera sesión habían visto telegramas de felicitación a
K. E. Voroshílov en los que algunos jefes de estados socialistas llamaban a
Kliment Efrémovich «compañero de armas» de Stalin.
Primero se leyó la ponencia (o la carta del Comité Central) a los
miembros del Partido y después a los no afiliados. Al cabo de un mes o dos,
decenas de millones de personas ya sabían cómo habían vivido durante un
cuarto de siglo. La gente hablaba de Stalin en todas partes: en las casas, en el
trabajo, en los comedores, en el metro.
Cuando un moscovita veía a su conocido, decía: «Bueno, ¿qué me dice de
esto?». No esperaba ninguna respuesta: no había explicaciones posibles para
el pasado. Durante las cenas el padre de una familia contaba lo que había oído
en la reunión de turno. Los hijos lo escuchaban. Sabían que Stalin era sabio,
genial, que él y sólo él había salvado la patria de la invasión; en las clases de
geografía aprendían que la montaña más alta de nuestro país se llamaba el
pico de Stalin, que había cimas con este mismo nombre en Checoslovaquia y
en Bulgaria, que la capital de la República de Tayikistán se llamaba
Stalinabad, que en Osetia había una ciudad llamada Staliniri, que en Kuzbass
estaba Stalinsk, en la cuenca carbonífera de la provincia de Moscú,
Stalinogorsk, en Donbás, Stálino; y de repente se enteraron de que Stalin había
asesinado a sus amigos, que, desconfiando de los viejos bolcheviques, los
había obligado a confesar que habían prometido entregar Ucrania a los nazis,
que había confiado plenamente en la palabra de Hitler al firmar el pacto de no
agresión. El hijo o la hija preguntaban: «Papá, ¿cómo es posible que no
supieras nada de eso?».
Hacía sólo tres años los moscovitas se peleaban a empujones para llegar a
la Sala de las Columnas, la gente llevaba a los niños en los hombros al pasar
junto al ataúd de Stalin, las mujeres lloraban a lágrima viva. Parece que la
historia no ha conocido otros funerales de esa envergadura. Stalin aún yacía
embalsamado al lado de Lenin, sus efigies seguían adornando las plazas de
todas las ciudades, sus retratos aún estaban colgados en diferentes despachos,
comedores, colegios, tiendas. Los chicos seguían contestando que la cima más
alta de la Unión Soviética era el pico de Stalin y las chicas repetían el poema
aprendido: «No hay palabras para reflejar todo el alcance del dolor profundo,
no hay palabras que puedan llorar la pérdida de Stalin, liberador del mundo».
Los mitos se solían crear durante siglos y se necesitaban siglos para que se
apagasen, se disipasen, se olvidasen. Los individuos habían empezado a
comprender poco a poco, con dolor, que no había ningún Dios en el cielo o, al
menos, que su lugarteniente en el Vaticano se había apropiado de su título
ilegalmente. Sin embargo, a principios de la primavera de 1956, el mito de
Stalin se hizo añicos de golpe. La persona a la que se había llamado grande,
sabia, genial, cuyo nombre había repetido Yakir camino del fusilamiento, a
quien una madre francesa había enviado lo único que le había quedado: el
gorrito de su hija torturada por la Gestapo; esa misma persona resultó ser
ambiciosa, desconfiada y cruel. Los extranjeros se sorprendían de que los
soviéticos hubieran podido soportar pruebas de esa clase.
Al cabo de dos semanas, los corresponsales extranjeros empezaron a
informar desde Moscú de algunos detalles de las actividades de Stalin, a
veces ciertos, a veces tergiversados. El 4 de junio el Departamento de Estado
de Estados Unidos publicó el texto de la ponencia. Al poco tiempo apareció
en Pravda un artículo del secretario general del Partido Comunista de Estados
Unidos, E. Dennis, copiado del periódico Daily Worker. El texto venía
acompañado de una nota al pie: «Al hablar de la ponencia de N. S. Jruschov,
E. Dennis se refiere al texto publicado por el Departamento de Estado».
A pesar de ello, las palabras de Dennis no fueron desmentidas, salvo su
comentario sobre la detención de los médicos judíos: en otra nota al pie el
periódico recordaba que en el grupo de los médicos detenidos no sólo había
judíos, sino también rusos y ucranianos.
Todos los periódicos del mundo se hicieron eco de la ponencia
pronunciada en una sesión cerrada. El 30 de junio del 1956 el Comité Central
adoptó la resolución Sobre la superación del culto a la personalidad y sus
consecuencias. En ella se decía que «Stalin era culpable de muchas acciones
ilegales» y que había que recordar «los errores graves cometidos por Stalin en
el último período de su vida». Sin embargo Jruschov había hablado de las
«acciones ilegales» de Stalin cometidas desde diciembre de 1934, así que «el
último período de su vida» había durado dieciocho años.
La ponencia de N. S. Jruschov presentada en el XX Congreso estaba
dedicada a una sola persona, a su recelo, su crueldad, su ansia de poder.
Todos se hacían una pregunta: ¿por qué Stalin había confiado en Yezhov o en
Beria y no había tomado en consideración las trágicas cartas de los viejos
bolcheviques Eihe o Póstishev?
Luchando contra el culto a la personalidad era fácil caer en el mismo
culto: demasiadas cosas se atribuían a la voluntad, al carácter, a los rasgos
tenebrosos del denunciado. El personaje resultaba similar a ciertos personajes
de Dostoievski.
No sé si algún novelista del futuro llegará a sentirse atraído por Stalin y
logrará hacer un análisis psicológico profundo de la persona cuyo solo nombre
provocaba admiración y horror a cientos de millones de sus contemporáneos.
En la sexta parte de este libro reconocí: «No puedo esbozar un retrato de
Stalin pues no lo conocí personalmente. Por lo visto era una persona compleja,
los testimonios de las personas que sí lo conocieron son muchas veces
contradictorios». Más adelante dije: «Stalin era una persona de gran
inteligencia y mayor astucia». (Uno de los empleados de Literatúrnaia gazeta
hizo pública una «Carta abierta a Iliá Ehrenburg» donde decía que no se
trataba de valoraciones morales y que no se podía llamar inteligente a un
hombre de Estado que había realizado muchas actuaciones poco inteligentes.
Esta carta no me hizo cambiar de opinión. Los historiadores han señalado
muchas actuaciones poco inteligentes por parte de individuos inteligentes:
César, Napoleón, Luis XIV o Pedro el Grande. Pero es difícil imaginar que
una persona poco inteligente lograra calumniar y luego liquidar a casi todos
los dirigentes de su partido y dirigir un Estado enorme durante un cuarto de
siglo; una suposición de este tipo me parece ofensiva para nuestro pueblo).
La valoración moral no es un detalle, sino el quid de la cuestión. Al
referirse a las «acciones ilegales» de Stalin, Jruschov matizaba que había sido
un comunista honrado y que había recurrido a actuaciones reprobables en aras
de una buena causa. Esto es lo que me parece inaceptable. En la sexta parte ya
he dicho que el fin no podía justificar los medios y que los medios eran
capaces de influir en el fin. Las obras de Marx y de Engels, el concepto
filosófico y la práctica estadista de Lenin son humanitarias. Stalin, sin
apartarse de las ideas recibidas en su juventud, aplicó unos medios que las
contradecían, era inhumano.
No soy político, sino escritor. En teoría, me debería apasionar la
naturaleza compleja y contradictoria de Stalin, pero he pasado mucho más
tiempo reflexionando sobre cómo fue posible que Stalin pudiese influir en el
desarrollo de la sociedad soviética durante tantísimo tiempo con los rasgos de
su carácter. He dicho que soy escritor, pero también soy un ciudadano
soviético, y en más de una ocasión dejé a un lado mi oficio para defender los
ideales que consideraba elevados. Jruschov habló de los «graves errores de
Stalin» pero no explicó qué circunstancias le permitieron equivocarse durante
tanto tiempo y con tanta gravedad. No supimos por qué en el XIII Congreso del
Partido se reeligió a Stalin como secretario general, a pesar de la advertencia
de Lenin, quien gozaba de gran autoridad. No sé cómo pudo Stalin llegar a
acuerdos con un grupo del buró político para calumniar y luego liquidar a otro
grupo, y después, al cabo de dos o tres años, humillar y asesinar a sus
recientes aliados. ¿Cómo pudo el Koba de las organizaciones revolucionarias
clandestinas, conocido sólo para unos mil o dos mil de los involucrados en el
Partido, convertirse en «el padre de los pueblos» al cabo de diez años? ¿Por
qué el partido que demostró un auténtico valor frente a los ataques enemigos,
en la industrialización de un país atrasado, en la defensa de la patria ante la
Reichswehr con su fama de invencible, por qué este partido no se opuso al
culto a Stalin, que era contrario tanto al marxismo como al espíritu
democrático de Lenin? Me parecía y me sigue pareciendo mucho más
importante que resolver el enigma del carácter de Stalin entender qué permitió
a una persona, según Lenin, tosca y poco conocida, convertirse en un «líder»,
un «timonel», un «caudillo» alabado a diario por los miembros del buró
político y por las personas privadas del derecho de voto, por los académicos
venerables y por los colegiales de primaria.
El XX Congreso hizo imposible volver al culto a Stalin. En el siglo IV
d. C. el emperador romano Juliano intentó restaurar el culto a los dioses
antiguos pero poca gente se detuvo delante de las nuevas esculturas de los
habitantes del viejo Olimpo.
Por supuesto, justo después del congreso y más adelante me encontré con
personas que no aprobaban el desenmascaramiento del culto; que hablaban de
un «golpe fatal» supuestamente asestado a la idea del comunismo. Por lo visto
no entendían que mientras existiera la tara social del capitalismo, nada podría
detener el advenimiento de una nueva economía, de una nueva conciencia. Los
defensores encubiertos de Stalin tenían un miedo especial a la juventud.
Recuerdo una cena en la embajada de la India donde coincidí con varias
personalidades soviéticas; mientras tomaban té, hablaban del «desenfreno» de
los estudiantes en voz baja, para que los anfitriones no los oyeran. «Es
imposible ir a verlos». Yo sí había estado varias veces en las reuniones
estudiantiles y veía toda la injusticia de esas acusaciones: los jóvenes me
habían hecho preguntas y escuchado mis respuestas, dándome réplicas
razonables. Justo en el año 1956 empezó a surgir en nuestra sociedad esa
nueva generación que trabaja con palabras tal vez menos pomposas, pero con
más exigencia.
En mayo de 1965 al volver a Novi Ierusalim procedente de Moscú puse la
radio: transmitían un encuentro solemne con motivo del vigésimo aniversario
de la victoria sobre la Alemania fascista. Cuando sonó el nombre de Stalin, oí
unos aplausos. Desconozco quién aplaudía; no creo que fueran muchos. Creo
que relacionaban el nombre de Stalin con la idea de grandeza y de
inmovilidad: Stalin no había tenido tiempo de arrestarlos, sus sueldos eran
más altos y no tenían que romperse la cabeza para tomar decisiones. La gente
tiene mucha facilidad para olvidar lo que quiere olvidar y ahora no hay nada
que les impida dormir tranquilos.
Volveré a la primavera de 1956. El estudiante Shura Anísimov vino a
verme y me invitó a dar un discurso delante de sus compañeros. De repente
hizo un comentario que luego anoté: «Sabe usted, ahora está pasando algo
increíble: todo el mundo discute, le diré más: absolutamente todos han
empezado a pensar». Está claro que este joven no sabía que su generación aún
tendría que vivir muchas vicisitudes. Yo tampoco lo sabía. Pero recuerdo esa
primavera con mucha ternura, como si yo también fuera un Shura jovencito que
sentía crecer las alas en la espalda.
7

La viuda de mi amigo Roger Vailland me ha dejado leer una parte de sus


diarios que está preparando para su publicación. Cito una página del año 1956
que se refiere al período descrito en mi libro:

8 de junio

Vuelta de Moscú.
Hace dos semanas, cuando llegué, la escultura de Stalin estaba en la sala
del aeropuerto. El día de mi partida aún permanecía allí, pero cubierta con una
funda blanca. Pronto la van a quitar…
Me gustaban incluso las palabras que él malgastaba. Establecía las bases
de su discurso y luego decía: «Entonces». A mí me gustaba. Pero ahora he
tenido que quitar su retrato de encima de mi escritorio…
Nunca más volveré a colgar retrato alguno en mis paredes.
En el rincón, encima de un paquete de libros sobre la Revolución francesa,
colgaban dos grabados grandes de la época: El 21 de enero de 1793 y El 16
de octubre de 1793. También los he quitado. En uno, el verdugo muestra la
cabeza de Capeto a la muchedumbre; en el otro, el verdugo levanta la cuchilla
de la guillotina, sus ayudantes llevan a María Antonieta al cadalso, la
muchedumbre aplaude. Si fuera miembro de la Convención, habría votado a
favor de la ejecución de Luis XVI y de María Antonieta. Quiero decir que
también ahora, en circunstancias similares, habría votado a favor de una
sentencia de muerte. Pero Meyerhold, a quien quería y a quien sigo queriendo,
fue fusilado por una sentencia injusta de Stalin, a quien también quería. Nunca
más podré alegrarme de la sangre de mis enemigos, a no ser que la derrame yo
en un combate limpio.
No tengo un corazón sensible. Cuando rompí con la mujer a la que más
amaba, me quedé viéndola bajar con una maleta en la mano por la escalera.
Volvió hacia mí su rostro y lloraba. Pero yo no lloré…
En junio de 1940, tras la derrota de mi país, no derramé ni una sola
lágrima, más bien estaba contento: los franceses me sacaban de quicio con su
amor por las casas campestres y los coches pequeños.
Pero sí lloré al enterarme de la muerte de Stalin. Y volví a llorar en Praga
al volver desde Moscú, pasé toda la noche llorando: tuve que matarlo otra vez
en mi corazón después de enterarme de su crimen.
En una misma noche lloré a Meyerhold, asesinado por Stalin, y a Stalin,
asesino de Meyerhold. Repetía las palabras de Bruto del Julio César
shakespeariano:
«Porque amé a César [sic], le lloro; porque fue afortunado, le celebro;
como valiente, le honro; pero por ambicioso, le maté».
Voy repitiendo: «Porque amé a Stalin, le lloro; porque fue afortunado, le
celebro; como valiente, le honro; pero por ambicioso, le maté».
Me siento muerto.
Parece que estás subido a la ola del tiempo y de repente ves que la historia
ha entrado en una fase nueva y no te has dado cuenta.

Copié esta página del diario de Vailland y pensé: ¡qué oficio más maldito nos
ha tocado! Incluso hablando consigo mismo, el escritor involuntariamente deja
pasar las lágrimas, la bilis, la sangre por los matraces del laboratorio
literario. En el mismo cuaderno, Vailland recuerda su grave enfermedad: «Esto
es muy importante: en cuanto entendí que no me estaba muriendo, empecé a
buscar palabras para describir mi muerte. Lo mismo me ocurrió cuando tuve
un desengaño amoroso… No, no diré como me dijo un compañero francés en
Moscú: “Ya nunca más podremos ser felices”. Soy escritor, y eso significa que
no tengo derecho a la infelicidad total».
En realidad, Roger Vailland fue doblemente infeliz: como escritor y como
hombre. Dos seres convivían en el mismo cuerpo. A veces el novelista le
imponía su visión de la vida, a veces el hombre se inmiscuía en el plan de la
novela. Tal vez ni siquiera sea necesario explicar que aquella noche en Praga,
a la que se refiere el diario, Vailland no pensaba en César ni en Bruto: no
escribía, lloraba.
Vailland amaba a la gente del siglo XVIII que se apasionaba pero no se
dejaba llevar por la pasión, extasiada y al mismo tiempo sobria: al cardenal
de Bernis, al aventurero Casanova, al autor de la novela epistolar Las
amistades peligrosas, Lacios. Entre los escritores del siglo pasado
reverenciaba sobre todo a Stendhal, pero, al describir la estrategia del amor,
éste también se dejaba llevar de repente por el sentimentalismo de Henri
Beyle (cuando cuenta la visita del campesino Fouqué, compañero de estudios
de Julian, en la cárcel o cuando reconoce ante su primo, en una carta enviada
desde Civitavecchia: «Tengo dos perros, los quiero mucho. Un spaniel inglés,
negro, bonito, pero melancólico y triste; y un lupello, un lobito, café con leche,
alegre, con el ingenioso carácter de un joven borgoñés. Estaría demasiado
triste si no tuviera alguien a quien amar»).
Tras la muerte de Vailland todos los periódicos hicieron referencia a su
«mirada fría». Éste fue el título que dio a su antología de ensayos y la imagen
que intentaba dar a los periodistas o los críticos. Nunca me pareció que
tuviera una «mirada fría»: sus ojos podían reflejar alegría o desesperación,
pero no había frialdad en ellos.
O no. En una ocasión sí que vi en él una «mirada fría». Fue en el verano de
1948. Después del congreso de Breslavia en el que participó Vailland, los
polacos me llevaron a Cracovia. Allí, en la cafetería Comediantes, me
encontré a Vailland, Guttuso, unos amigos polacos y una joven que había
venido al congreso desde Brasil. La mujer le caía bien a Vailland, él tomaba
starka y la cortejaba con insistencia, alternando la ternura con unos toques de
desprecio —así lo exigía la estrategia tradicional—. Fue en esa ocasión
cuando por casualidad intercepté una mirada glacial de Roger.
Quizá vio a Meyerhold en el año 1930. Entonces era un poeta surrealista
muy joven. Yo lo conocí más tarde, creo que me lo presentó René Crevel en
una de las cafeterías de Montparnasse. Vailland pidió a Liuba que le diera
clases de ruso. Las clases no sirvieron para nada. Vailland dejó de escribir
poesía y se hizo periodista. El diario Paris Soir lo envió a países exóticos.
Bebía mucho. Recuerdo bien su mirada, no fría, pero enturbiada por las
drogas, los cabellos largos y rebeldes, su perfil de ave.
Durante una larga temporada le perdí la pista. Poco tiempo después de la
guerra leí la primera novela de Vailland, Drôle de jeu. El libro trataba de un
grupo de la Resistencia. El protagonista se llamaba Marat y uno de sus
compañeros, comunista, Rodrigo. La novela tuvo éxito, Vailland entró en la
literatura, pero no le atraía la fama, pensaba en otras cosas: en vez de
describir la vida, quería cambiarla.
Por la mañana, en el hotel de Cracovia, me dijo en voz baja, casi
cohibido: «Tendré que renunciar a muchas cosas».
En 1952 el gobierno de Pinay quería prohibir el Partido Comunista.
Duclos fue detenido por una acusación absurda. Entonces Vailland le envió a
la cárcel una solicitud de admisión al Partido.
Los lectores y admiradores de ayer se apartaron de Vailland
escandalizados. El estigma de la época habría sido «reclutado». Vailland
quería ser disciplinado. Antes de partir a Egipto, dejó las drogas. El médico
de a bordo se sorprendió de la extraña enfermedad de su pasajero, pero
Vailland prefería morir antes que decirle la causa de su malestar. En Egipto lo
detuvieron, luego lo pusieron en libertad; él contó lo que vio. Seguía
contradiciéndose; sus compañeros ora lo admiraban, ora se indignaban con él.
Yo llegué a quererlo.
Nos vimos en Juliénas durante unas horas: allí vivían unos viejos amigos
míos, vinicultores, y Vailland residía cerca, en una aldea al lado de Bourges.
Se había casado con Elisabeth, una italiana agradable y maternal. Él trabajaba
mucho. Resultó que teníamos una pasión común: Roger cultivaba rosas,
claveles, girasoles, hablaba de la influencia de la luz y de la humedad, de los
híbridos. Si mal no recuerdo, un año antes de nuestro encuentro se apasionó
por el teatro de Racine, afirmaba que era necesario cumplir las unidades de
tiempo y de lugar, soñaba con un nuevo Renacimiento y, después de ver Moscú
por primera vez, escribió: «Presagio un Renacimiento durante los años sesenta
y setenta, florecerá en Rusia y entonces se representarán en los teatros
moscovitas tragedias inspiradas en el teatro francés del siglo XVII, por
supuesto, con nuevos contenidos relacionados con la edificación del
comunismo. La arquitectura del país del socialismo ya ha recuperado las
normas de los grandes conjuntos de la monarquía absoluta».
Un año más tarde, escribió una buena novela, Beau Masque, y no volvió a
pensar en los clásicos. Retrató la vida de los obreros y los campesinos en la
aldea donde se había instalado. Desde el punto de vista formal, también era
algo nuevo: la narración iba acompañada de notas del autor, cartas, recortes
de prensa, apuntes económicos (el relato de un grupo empresarial grande).
Escribí el prólogo a la traducción rusa (Pieretta Amable) en el que decía: «Un
logro especial de Roger Vailland es la protagonista de la novela. La vemos
anotar cuidadosamente las tareas del Partido en un cuaderno y responder con
dureza a las proposiciones amorosas del representante de la dinastía a la que
pertenece la fábrica; también la vemos entregarse a Beau Masque. Combina la
voluntad y la confusión, la dureza y la ternura. […] Hay cientos de novelas
francesas contemporáneas dedicadas al amor. En algunas presenciamos la
competición entre amantes egoístas; en otras, el tedio, las palabras repetitivas
y los gestos rutinarios; en otras, los tormentos autoimpuestos. La escena en el
bosque, en la que Pieretta y Beau Masque dan rienda suelta a sus sentimientos,
es un acierto poco frecuente en la literatura contemporánea, tanta pasión y
pureza contiene».
En otoño del 1965 Vailland y Elisabeth me recogieron en Saboya; yo había
pasado la noche en casa de Pierre Cot. Habíamos quedado en que Roger me
llevaría a París. Adoraba la velocidad. Sentado a su lado veía cómo la aguja
alcanzaba los doscientos kilómetros por hora. Comimos en un maravilloso
restaurante donde nos agasajaron con ancas de rana al ajillo. La conversación
fue tortuosa y prolija. Antes de partir, fuimos a ver las ranas: estaban en un
hoyo, había muchísimas, y las que estaban en primera fila miraban con los ojos
negros e inmóviles. Les quedaba poco tiempo de vida. Roger estuvo un rato
mirándolas. Luego volvimos a viajar a toda velocidad. Vailland ordenaba:
«¡Un cigarro!», Elisabeth lo encendía y se lo introducía entre los dientes. A
veces nos deteníamos y Roger pedía un whisky. Elisabeth se tomaba casi toda
su copa, él no protestaba y subía al coche deprisa. Me quería enseñar el
nacimiento del Sena: «Es un arroyo pequeñito». Estábamos en un bar vacío y
oscuro. Me contaba que hacía tiempo había escrito poesías, hablaba de
Rimbaud, de la muerte: «Forma parte de la vida. Es una mueca, nada más».
Luego me preguntó de golpe: «¿Se acuerda de los ojos de las ranas?». Yo le
contaba cosas de Hemingway y de España, de la rehabilitación de Meyerhold,
de Moscú. Anocheció. Roger pisaba el acelerador y de pronto las luces se
apagaron. Frenó bruscamente. Bajamos del coche. Encendí un cigarro y a la
luz de la cerilla vi su rostro, cubierto por unas gotitas de sudor. Llegamos a
Troyes y decidimos pasar la noche allí: por la mañana nos arreglarían las
luces. De repente reconoció: «Eso sí que daba miedo».
He llegado a la época por la que había empezado: el XX Congreso, el
otoño, Hungría. Uno de los amigos cercanos de Vailland me contó después que
Roger había pensado en suicidarse. Lo llevaba de un modo digno, sin ese
exhibicionismo espiritual que padecían algunos intelectuales de Occidente,
incluidos los amigos de Vailland, que abandonaban el Partido, volvían, se
marchaban otra vez y ponían todas sus angustias y dudas a la vista del público
en casi cada número de los semanarios de izquierdas. No obstante, Vailland
sólo llegó a firmar una de las múltiples declaraciones colectivas y lo hizo a
desgana, para, pasados unos años, reconocer en su diario que lamentaba
haberlo hecho. Quería apartarse en silencio y reflexionar sobre lo que le había
ocurrido no sólo a él sino también al mundo.
Elisabeth se lo llevó al sur de Italia, a Abruzzi. Allí escribió el que a mi
parecer es su libro más perfecto: La Loi; no digo que fuera el mejor, pero está
mejor hecho que los otros. En esta novela no hay ninguna explicación directa o
indirecta de lo que atormentaba a Vailland. Es una obra lúgubre que carece de
esperanza. El título alude a un juego extendido en el sur de Italia. Los
jugadores tiran los dados o juegan una partida de naipes. El que gana se
convierte en el amo. Tiene derecho a hablar o callar, a interrogar o contestar
por el interrogado, a alabar y condenar, a agraviar, maldecir, calumniar, pisar
la dignidad de los demás: los perdedores, sujetos a su ley, deben aguantarlo
todo sin protestar. Éstas son las reglas del juego de la ley.
El mismo juego maligno determina la vida de una pequeña ciudad. Hay un
hombre sabio, el terrateniente empobrecido don Cesare. Colecciona por
costumbre las reliquias de una ciudad griega otrora floreciente. Hace tiempo
que todo le parece «aburrido». En este juego ganan los peores. Tras la muerte
de don Cesare, el gánster Brigante llega a un acuerdo con la joven Marieta que
decide sentar cabeza y abrir un burdel para turistas extranjeros.
La novela fue galardonada con el Premio Goncourt. Los antiguos lectores y
admiradores volvieron a sentirse atraídos por Vailland: creían que don
Cesare, un anciano de setenta años, expresaba las opiniones del autor, a quien
también todo le parecía «aburrido».
Sin embargo, Roger continuaba cultivando plantas en su casa, escribiendo
y buscando respuestas a las numerosas preguntas que le seguían apasionando.
La ley de aquel juego cruel no se convirtió para él en la ley de la vida.
Pasaron tres años y me envió su nueva novela, La Fête. Ahora veo que
algunas de las frases están copiadas de su diario del 1956, por ejemplo, los
pensamientos del protagonista, el escritor Duc, que se va haciendo mayor: «De
pronto comprendió que después del XX Congreso del PCUS la historia había
entrado en una nueva fase sin que él se hubiera dado cuenta. […] Los hijos de
los bolcheviques dirigen un tercio del globo terráqueo y mandan cohetes a la
luna». El joven escritor Jean-Marc replica: «La revolución ha pasado de
moda». Duc contesta: «Sólo ha cambiado de nombre. Adoptará formas
inimaginables».
En noviembre del 1964, Vailland enfermó y estando ya muy grave escribió
el artículo «Elogio de la política» en el que decía: «Estoy harto de las
conversaciones sobre la planificación, el estudio de mercados, la cibernética,
las operaciones: son asuntos de expertos. Como ciudadano, quiero volver a
encontrar, quiero provocar con mis palabras acciones políticas (políticas de
verdad), quiero que todos volvamos a ser personas políticas».
A finales del febrero de 1965 estuve en París. Al regresar al hotel Pont
Royal, donde me solía hospedar y donde también se hospedaba Vailland
cuando iba a París por unos días, coincidí en el ascensor con un hombre que
me pareció extremadamente familiar. Me habló, le contesté confuso
preguntándome quién era. Bajó en el tercer piso, mi habitación estaba más
arriba. El botones del ascensor dijo: «Parece que usted no ha reconocido a
monsieur Roger Vailland». Bajé a su habitación enseguida: «¡Roger!». Me dijo
sonriendo: «Hay mucha gente que no me reconoce. He pillado algún tipo de
bronquitis vírica. Llevo tres meses así… Me dieron un tratamiento que me
provocó la caída del cabello, así que me rapé al cero».
Su cara estaba completamente roja, como si se hubiera quemado al sol
tropical. Su cabeza, sin la melena de siempre, parecía diferente. Pero los ojos
conservaban la chispa de antes.
Me dijo que se encontraba mejor, que había empezado una nueva novela.
Quería ir a Latinoamérica: allí la gente estaba levantando la cabeza, estaba
luchando… Se puso a hablar con la pasión de otros tiempos. De repente
empezó a toser. Y cuando me iba, me preguntó: «¿Qué tal están sus flores?
Esto lo entendemos de idéntica manera: sembrar, podar, ellas crecen, florecen,
luego mueren». Tras una pausa, añadió: «¿Se acuerda de las ranas del hoyo?».
Elisabeth le contó a Liuba que Roger sólo aguantaría hasta la primavera:
tenía cáncer de pulmón; ni los médicos ni ella misma se lo habían dicho.
Supongo que él tampoco quería indagar en el secreto médico, ya sabía el
suyo: «La muerte es la vida, su última mueca».
Murió en mayo de 1965, en una casita con rosas.
8

Los franceses dicen que los días se suceden pero no se parecen, lo mismo se
puede aplicar a los años. El año 1956 no se parecía a nada. Normalmente me
reprocho mi frivolidad, pero en aquella primavera, en aquel verano todos eran
extremadamente frívolos y todos albergaban esperanzas, listos y tontos,
honrados y deshonestos. Por supuesto, cada uno a su manera. Unos ponían sus
esperanzas en la memoria; otros, en el olvido. Había demasiadas esperanzas, y
las largas y complicadas conversaciones sobre el pasado terminaban siempre
con unas sonrisas. Roger Vailland lloró por no haber estado en las laderas del
Olimpo, sino en una sala de teatro. En cuanto a nosotros, no fuimos
espectadores de esa tragedia, sino sus actores, y no lloramos.
Por supuesto, la vida continuaba, la gente trabajaba, se enamoraba, se
separaba, enfermaba. Aquel año murieron Fadéiev, Brecht, Irène Joliot-Curie.
Pero el número 1956 me parece abstracto: es difícil unir los acontecimientos
que se sucedieron rápidamente, y me gustaría escribir sobre esa época sin
prestar atención al hilo narrativo para transmitir a los lectores el estado febril
en el que nos encontrábamos mis amigos, mis conocidos y yo.
A principios de la primavera se celebró en Estocolmo una sesión de turno
del Consejo Mundial de la Paz y constaté que el optimismo excesivo era una
enfermedad que no sólo padecían mis compatriotas. Todo el mundo hablaba
del desarme. El senador italiano Corona, cercano a Nenni, aseguraba que era
posible unir todas las fuerzas que defendían la paz en la lucha por el desarme.
Todos los ponentes, incluido el ministro del Agua chino, decían lo mismo y
todos sonreían.
En mayo Fadéiev se suicidó. En Moscú todo eran rumores: la gente quería
entender por qué una persona con una voluntad férrea de pronto se había
pegado un tiro. Aparecían versiones fantásticas. En el comunicado de prensa
se disponían a informar de que Aleksandr Aleksándrovich se había disparado
en el pecho estando borracho; sin embargo, los escritores sabían que en el
último mes no había tomado ni una sola copa; algunos protestaron, M. S.
Shaguinián hizo algunas llamadas telefónicas, amenazó con seguir el ejemplo
de Fadéiev. Finalmente, los periódicos informaron de su enfermedad crónica y
no intentaron explicar el suicidio con la embriaguez.
Estuve al lado de su ataúd en la Sala de las Columnas. Cuando muere una
persona, dejas de pensar en sus actos por separado, de pronto lo ves en toda
su grandeza, y me dolía que nos hubiera abandonado un gran escritor. Esa
muerte penetró como una sombra aquella primavera en la que casi todas las
personas con quienes me veía mostraban una actitud positiva.
A. E. Korneichuk me dijo que teníamos que consultar a N. S. Jruschov
algunas cuestiones relacionadas con la ampliación del Movimiento de los
Partidarios de la Paz; añadió que Nikita Serguéievich quería conocerme. Tras
quince minutos de conversación, cuando ya estaba a punto de levantarme,
Jruschov habló de mi libro El deshielo. Dijo que lo había leído por
casualidad, que no estaba de acuerdo en todo, y luego añadió: «No lo
entiendo, ¿por qué ellos empezaron a lanzar injurias contra usted?
Probablemente por el título. Pero el título es bueno». (No pregunté a Nikita
Serguéievich a quién se refería con «ellos»). Después Jruschov empezó a
contar cosas interesantes de Stalin que yo desconocía; pero no quiero
escribirlas aquí: fue una conversación privada. Cuando se cansó de hablar
(estuvimos juntos unas dos horas), intenté decir algo a favor de M. M.
Zóschenko, al que seguían culpando de supuestos delitos.
Jruschov frunció el ceño y dijo: «Zóschenko se porta mal». Resultaba que
se había quejado ante unos estudiantes ingleses en Leningrado. Entonces le
conté qué había ocurrido en realidad. Cierta delegación de una unión de
estudiantes inglesa fue a visitar la Unión Soviética. Tal vez hubieran
distribuido bien las becas entre los compañeros y éstos tuvieran
conocimientos de hockey o fútbol, pero su nivel de cultura general no era
demasiado alto. No obstante, en Moscú, quisieron hablar con S. Y. Marshak y
conmigo. Durante un tiempo me resistí, pero al final accedí y fui a la Unión de
Escritores. La manera de hablar de los estudiantes nada tenía que ver con una
conversación de caballeros. Yo les contestaba de forma brusca, y a Samuil
Yákovlevich se le cortaba la respiración. Me indignaba el hecho de que
hubieran convencido a dos escritores que ya estaban lejos de ser jóvenes para
ir a contentar las preguntas de unos jovenzuelos descarados. Después los
estudiantes partieron para Leningrado, donde exigieron mantener un encuentro
con Zóschenko. Mijaíl Mijáilovich intentó negarse, pero lo obligaron a asistir.
Uno de los estudiantes le preguntó si estaba de acuerdo con la valoración que
había hecho de él Zhdánov. Zóschenko contestó que Zhdánov lo había llamado
«canalla», y que él no podría vivir un día más si lo considerase merecido. De
allí surgió la versión ruin de que «Zóschenko se ha quejado a los ingleses».
N. S. Jruschov no era una persona diplomática y enseguida vi que no me
creía; además él mismo confirmó: «Yo dispongo de otra información». Me
marché con un regusto amargo: sus intenciones eran buenas, pero todo
dependía de a quién escuchaba y a quién creía.
A principios del verano llegó a Moscú un arquitecto brasileño con una
carta de mi amigo Jorge Amado. Lo recibieron bien y vio todo lo que un turista
extranjero podía ver. Estuvimos conversando largo y tendido, me preguntó qué
pensaban del XX Congreso los soviéticos de a pie. Al día siguiente, en una de
las bibliotecas de barrio, estaba programada una conferencia de lectores
dedicada a El deshielo. Le di las entradas a la joven traductora y le advertí de
que no dijera a quién acompañaba: «Siéntese en un rincón y traduzca
susurrándole al oído».
La conferencia fue interesante; la gente que no pudo encontrar sitio en la
sala se agolpaba en la calle, al lado de las ventanas abiertas. Los ponentes
contaban las cosas que habían vivido, hablaban de grandes cambios y de
esperanzas aún mayores. Recuerdo que todo el mundo se puso en guardia
cuando quiso intervenir un policía uniformado. Dijo que quería hablar como
lector y conmovió a todo el mundo con su historia: estaba haciendo guardia en
la Plaza Roja cuando se le acercó un viejo bolchevique que había vuelto de
Kolimá y le pidió ayuda para llegar al Mausoleo. «Había conocido a Ilich,
camaradas, por eso era…».
En un rincón estaban sentados una chica guapa y un joven que hablaban en
susurros todo el rato. Empezaron a enviarles notitas: «Váyanse», «Éste no es
sitio para declaraciones amorosas», «Basta, ¡fuera de aquí!». Acabada la
conferencia, vi al brasileño y a la traductora en la calle, rodeados de una
muchedumbre. Corrí hacia ellos, expliqué que había invitado al brasileño y
que la chica era su traductora, y la gente, que estaba a punto de propinar una
paliza a aquel joven robusto, empezó a abrazarlo. Y él me daba las gracias:
había entendido muchas cosas en una sola tarde.
A finales de junio fui a París para una reunión del buró del Consejo
Mundial de la Paz. El único tema de conversación era la ponencia de
Jruschov. Yo no entendía las razones de tanto revuelo, para mí era agua
pasada. Sólo a la mañana siguiente supe que el diario Le Monde había
publicado el texto de la ponencia. La mayoría de las personas con las que me
reunía se horrorizaban del pasado, pero albergaban esperanzas en el futuro.
Había otros también, uno incluso llegó a decirme: «¡Es un termidoriano
camuflado!».
Joliot-Curie se comportó de manera inteligente y logró unir a los
participantes de la sesión: era necesario el acercamiento de todas las fuerzas
que luchaban por la paz. La declaración decía: «El Consejo Mundial de la Paz
buscará mantener contacto permanente con todas las organizaciones que
trabajan para la causa de la paz. Su intención es establecer un diálogo con
estas organizaciones y realizar ciertas acciones comunes con ellas, basadas en
el respeto a las diferencias y a las posturas de cada participante. El Consejo
de la Paz considera que esta actividad debe realizarse al margen de los
gobiernos y de los partidos políticos y únicamente a favor de la causa de la
paz. Por su parte, el Consejo de la Paz emprenderá todas las transformaciones
y todos los cambios que puedan facilitar estas acciones comunes». El
compromiso que asumimos era muy importante, y parece que fue el único
intento de renovar y ampliar el movimiento. Sin embargo, cuatro meses más
tarde se produjeron cambios no sólo en la situación internacional, sino
también en las posturas de todos los participantes de aquella sesión.
A mi vuelta a Moscú, unos colaboradores de Literatúrnaia gazeta
vinieron a verme y me propusieron escribir algo sobre la poesía de Borís
Slutski: «Nuestro editor está de vacaciones y podremos publicar el artículo».
Escribí una pequeña reseña y la publicaron. Hablé del «valor ciudadano» de
la poesía de Slutski, que había escrito sobre la guerra reciente, sobre las
empleadas de comunicación y los prisioneros, sobre la vida dura y la
heroicidad del pueblo, sin redobles de tambores exaltados ni sentimentalismo.
«Cuando califico de popular la poesía de Slutski, me refiero a que lo inspira
la vida del pueblo, sus hazañas y penas, su trabajo pesado y sus esperanzas, su
cansancio mortal y su fuerza vital invencible». Me acordé de la musa de
Nekrásov, mencionando: «Claro que no intento comparar a un poeta joven con
uno de los más grandes de Rusia. Tampoco se parecen físicamente». Me
preguntaba por qué no publicaban ningún libro de Slutski, por qué su triste
poesía sobre un transporte militar tirado por caballos y hundido por los
alemanes sólo se había publicado en la revista infantil Pioner. Acababa el
artículo con las palabras de esperanza dictadas por el año: «Menos mal que ha
llegado el tiempo de la poesía».
El editor regresó de vacaciones y al cabo de diez días apareció en el
periódico un artículo firmado por un profesor de física de uno de los colegios
de Moscú. Dada su profesión, el autor del artículo probablemente no supiera
mucho de poesía, tampoco del idioma, pero, por lo visto, tenía la suficiente
seguridad en sí mismo para reprochar a Borís Slutski la falta de maestría e
incluso el dominio deficiente de la lengua rusa. Protestaba contra mi artículo:
«Es totalmente incomprensible su afirmación de que un poeta popular debe
cantar también cierto cansancio mortal del pueblo. No noto ese cansancio
mortal ni en mí ni en la gente que me rodea».
El tono del artículo, que llevaba por título «Lectores sobre la literatura»,
me resultaba muy familiar. También en la época de Stalin, cuando querían
denigrar a un escritor, publicaban opiniones individuales o colectivas de
profesores, fogoneros o agrónomos.
A finales de septiembre fui a Venecia, a la asamblea de la Sociedad
Europea de la Cultura, y allí presenté una ponencia titulada Sobre ciertos
rasgos de la cultura soviética. La sociedad me pareció algo provinciana. Su
alma era el profesor italiano Umberto Campagnolo. En su intervención habló
de política cultural empleando el lenguaje de casi todos los participantes de la
asamblea. (En conversaciones privadas, todos ellos —fueran filósofos,
juristas o sociólogos— hablaban de una forma mucho más sencilla). Muchos
rebatieron a Campagnolo, hablaron de cómo comprendían la palabra política
Platón y Aristóteles, de si se tenían que aplicar las categorías de Kant a la
moral de la sociedad moderna. Campagnolo replicaba a cada uno de ellos.
Luego empezaron a debatir sobre la influencia del colonialismo en la política
cultural; en ese punto los debates se volvieron más claros: algunos profesores
defendían a los colonizadores porque en la India habían ayudado a luchar
contra las epidemias y en África habían abierto las primeras universidades. Al
final, acabaron condenando el colonialismo. La mesa redonda que siguió a mi
ponencia fue pacífica: incluso personas de opiniones antisoviéticas procuraron
expresarse con cortesía, ése era el ambiente político de aquel entonces.
En la asamblea me encontré con dos amigos: el escritor francés Claude
Roy y el poeta alemán Stephan Hermlin. Por entonces Claude Roy era
comunista y después del XX Congreso había perdido el equilibrio mental. Mis
intentos de hacerle entrar en razón resultaron vanos, me hizo sufrir con sus
tormentos. Hermlin estaba tranquilo, me acompañó a Florencia, a Roma; por
lo visto las antigüedades italianas le parecían más actuales que los
acontecimientos de la primavera pasada.
Acabadas las sesiones, deambulé por las calles de Venecia. Es una ciudad
sorprendente: no hay coches. Por las noches los gatos se comen los restos de
pescado, se pelean, maúllan desesperadamente. Los reflejos verdosos
penetran en las habitaciones, incluso en las pupilas de los ojos. Los miembros
de la Sociedad de la Amistad con la Unión Soviética me invitaron a pasar una
tarde con ellos. Compartí con ellos mi optimismo. Mientras tanto, en mi
cabeza retumbaba la poesía que Mandelstam había escrito en su día en
Koktebel: «¡Adriática verde, perdona! | No te calles, dime, veneciana, | ¿cómo
evitar esta muerte festiva?».
La sesión de clausura de la asamblea tuvo lugar en Padua. Era la primera
vez que visitaba esa ciudad y pasé un largo rato delante de los frescos de
Giotto. Es imposible imitarlos, pues la humanidad tiene ahora una edad
diferente, pero sorprende ver cómo las obras de arte no envejecen: los frescos
de Giotto fueron pintados a principios del siglo XIV; todo ha cambiado desde
entonces, pero esta pintura sigue impresionándonos como impresionaba a los
peregrinos en su día.
Los días que me quedé en Roma trascurrieron en medio de conversaciones
con Moravia, Carlo Levi, Pratolini, Malaparte, Ungaretti, de comidas y cenas,
de discusiones sobre las raíces de las palabras y la textura de los óleos, o sea,
en medio de todo aquello sin lo que no se podía pasar un solo día en cualquier
ciudad europea. En Roma también tenía pendiente una conversación política
seria: cuando fui a ver a Joliot en junio, me dijo que los socialistas italianos
tenían previsto abandonar el Movimiento de los Partidarios de la Paz y me
pidió que hablara con ellos. Cuando Gian Carlo Pajetta oyó que quería ver a
Nenni, soltó una risita irónica: «Bueno, inténtelo».
Nenni vivía en una casa nueva; en la pared del salón colgaba un cuadro
pintado por un italiano que, al parecer, compartía la visión estética de A. M.
Guerásimov. Por lo demás, no hablamos de pintura: era difícil conversar con
Nenni sobre cualquier tema que no fuera la política. Era una persona educada,
agradable, pero un político de pies a cabeza. Lo vi por primera vez en España,
durante la guerra civil y, después, a partir del 1949, coincidimos a menudo en
diferentes conferencias y congresos por la paz. Tenía el don de resumir
perfectamente las intervenciones incoherentes de los diversos partidarios de la
paz y era el mejor moderador que había visto jamás: sabía cortar de forma
cortés pero categórica a la gente locuaz, ansiosa de decir verdades por todos
sabidas.
Primero Nenni se quejó de que Moscú no comprendía su postura y luego
dijo que los tiempos estaban cambiando, que los socialistas no podían seguir
con los comunistas y que quería unirse al partido socialdemócrata de Saragat.
No habló demasiado bien de sus futuros socios, pero como no se trataba de un
matrimonio ni de amor, no me sorprendió.
Cuando lo hubo soltado todo, le dije que la atracción hacia los
socialdemócratas no era obstáculo para que los socialistas italianos siguieran
colaborando en la lucha por la paz. Nenni prometió pensárselo y me invitó a
comer con él al día siguiente.
Me llevaron por la Via Appia Antica y el maravilloso paisaje me absorbió
tanto que casi me olvidé de la conversación que me aguardaba.
En el restaurante estaban Lombardi y Martino. Para mi sorpresa, Nenni fue
el que se mostró más colaborador: mencionó la última resolución del buró del
Consejo Mundial referente a la necesidad de la reorganización del movimiento
y aconsejó a Lombardi que fuera a la siguiente sesión. Lombardi no creía en la
reorganización pero accedió. Di el asunto por concluido y de regreso a Roma
pude admirar las antigüedades con toda tranquilidad. El otoño en Roma no era
dorado, sino plateado: del color de los olivos, y olía a rosas de té.
Pasé unos días en París y regresé a Moscú poco antes del comienzo de la
exposición de Picasso. En primavera, en la Sociedad Nacional de Relaciones
Culturales con el Extranjero se había organizado una Sección de los Amigos
de la Cultura Francesa y me habían elegido para presidirla. La exposición de
Picasso era uno de los primeros eventos de la sección. Nos costó mucho
organizaría. Aparte de los cuadros que estaban en el Ermitage y en el Museo
Pushkin, Picasso nos envió cuarenta óleos nuevos. En aquel momento, el
responsable de los asuntos artísticos todavía era A. M. Guerásimov e intentó
poner pegas a la exposición. Pero el año 1956 no se parecía a 1946, y la
exposición se inauguró.
En la tertulia dedicada al septuagésimo aniversario de Picasso, el escultor
Koniónkov leyó el mensaje del artista: «Hace tiempo dije que había llegado al
comunismo como a un manantial y que toda mi actividad creativa me había
llevado hacia él. Me alegro de que el amplio público pueda ver en Moscú una
exposición con mis últimas obras. De ahí he recibido cartas a menudo, algunas
de otros artistas. Aprovecho esta ocasión para expresarles mi cariño».
Durante el descanso un compañero me comentó que en la sala de
exposición había mucho jaleo, que habían tenido que llamar a la policía. Uno
de los visitantes gritaba: «¡Esto no es arte, sino una mamarrachada,
charlatanería!». Intentaron tranquilizarlo pero seguía armando bulla. Entonces
unos jóvenes lo echaron.
Aunque todo esto era la moraleja, el cuento vendría después.
9

La inauguración de la exposición de Picasso coincidió con las primeras


informaciones sobre lo que ocurría en Hungría. Era difícil comprender qué
estaba pasando a través de los periódicos. El 24 de octubre TASS informó:
«Ernő Gerő ha sido reelegido primer secretario durante la reunión del Comité
Central de Hungría. El buró político nombró a Imre Nagy primer ministro»;
«Poco a poco la vida vuelve a la normalidad».
El 25 de octubre: «János Kádár sustituye a Ernő Gerő en el puesto de
primer secretario»; «El orden se ha restablecido».
El 26 de octubre: «Se ha declarado la amnistía a todos los participantes de
la lucha armada que depongan las armas»; «Hoy han vuelto a publicarse los
periódicos».
El 27 de octubre: «Según ha declarado Imre Nagy en su discurso, las
tropas soviéticas emplazadas en Hungría participan en la lucha contra los
elementos fascistas junto con el ejército húngaro»; «Se ha nombrado un nuevo
gobierno».
El 28 de octubre: «La noche ha transcurrido tranquilamente»; «Se ha
publicado la orden que prohíbe abrir fuego».
El 29 de octubre: «Poco a poco la vida vuelve a la normalidad».
El 30 de octubre: «En algunos barrios de la ciudad hay tiroteos. En los
barrios donde la situación está tranquila la población participa en la vida
normal de la ciudad»; «Imre Nagy ha declarado que el gobierno que preside se
va a reorganizar en base a la coalición de los partidos democráticos».
El 31 de octubre: «Las tropas soviéticas han abandonado Budapest»;
«Hacia la tarde, la vida en la ciudad ha empezado a reavivarse».
El primero de noviembre: «Ha empezado a publicarse el diario del
Partido Independiente de Pequeños Propietarios Agrarios»; «Todas las tiendas
de alimentación de Budapest están abiertas».
El 2 de noviembre: «Las fábricas siguen paradas. Los colegios, teatros,
tiendas, museos, estadios permanecen cerrados».
El 4 de noviembre: «El Gobierno revolucionario de obreros y campesinos
publica un manifiesto dirigido al pueblo húngaro. El 23 de octubre se originó
en nuestro país un movimiento masivo cuyo noble fin era corregir los errores
cometidos contra el Partido y contra el pueblo por Rákosi y sus cómplices, y
defender la independencia y la soberanía nacional. La debilidad del gobierno
de Imre Nagy y la influencia creciente de los elementos contrarrevolucionarios
que habían penetrado en el movimiento, hicieron peligrar nuestros logros
socialistas. […] Primer ministro, János Kádár».
Escuché las emisiones desde París, desde Londres. Eran extensas y, por
supuesto, parciales. El espíritu de Ginebra se evaporó de golpe. Estados
Unidos creía que las democracias populares se estaban descomponiendo. La
emisora de radio Europa Libre, que emitía desde Munich, calentaba el
ambiente de día y de noche, prometía ayuda militar de Occidente, llamaba a
acabar con el comunismo. El cardenal Mindszenty exigía la devolución de las
posesiones monásticas a la Iglesia y pasaba de la teología a la política con
gran facilidad. Los antiguos emigrantes empezaron a volver a Hungría.
Pasaban armas a los partidarios de Horthy a través de Austria, se producían
linchamientos; de todos los comunistas muertos se decía que eran agentes de
las fuerzas de seguridad. En dos días aparecieron setenta organizaciones
políticas. Desprovisto de autoridad, el gobierno no podía actuar: nadie
cumplía sus órdenes.
No tengo el propósito de ofrecer un análisis histórico de los
acontecimientos del año 1956, no dispongo de los datos necesarios y supera el
alcance de mi libro. Me resultaba evidente que en Hungría, igual que en
Polonia, se había acumulado un gran descontento: había que pagar por las
cuentas de la época del estalinismo. En Polonia había una persona que reunía
un gran prestigio y una voluntad no menos grande. Logró contener la agitación
popular, garantizar los derechos de Polonia y afianzar su fidelidad al bando
socialista. Imre Nagy no poseía ni la autoridad de Gomulka ni su voluntad. Un
día llamaba a las tropas soviéticas, otro día exigía su retirada, no podía
detener los linchamientos, reconoció los partidos políticos contrarios al
socialismo y, finalmente, declaró la salida de Hungría del Pacto de Varsovia,
lo que acarreaba un cambio radical en el balance de fuerzas en el centro de
Europa.
La tragedia de muchos obreros de Hungría consiste en que, indignados por
el régimen de Rákosi y Gerő, salieron a las calles y lucharon pertrechados de
armas por unos objetivos que les eran ajenos; y la tragedia de los soldados
soviéticos consiste en que tuvieron que disparar a esos obreros. Hablaré de mí
mismo: creo que noviembre de 1956 fue el mes más complicado de mi vida,
pagar por los pecados ajenos resultaba demasiado doloroso.
Visité Budapest en 1964. La gente hablaba con libertad; en las librerías
había muchas traducciones tanto de nuestros escritores como de los
occidentales; todo el mundo podía obtener un pasaporte para viajar al
extranjero. En otoño del 1963, en una conferencia de escritores en Leningrado,
me encontré a Tibor Déry. Había pasado un tiempo en la cárcel, luego lo
habían soltado. Había visitado París. Durante su intervención en la
conferencia dijo que no lamentaba nada del pasado. Lukács trabaja en
Budapest, sus libros se publican. Julius Gay, al que había conocido en Moscú,
emigró a Occidente. Y los escritores jóvenes con los que me reunía debatían
los mismos temas que preocupaban a sus coetáneos en Praga, Moscú y
Varsovia.
Volveré al otoño del 1956. Aprovechando el desconcierto general, Israel
atacó Egipto; en pocos días el Reino Unido y Francia siguieron su ejemplo. La
aviación inglesa y francesa bombardearon las ciudades egipcias, el ejército
israelí invadió Gaza. Estados Unidos condenó a los agresores en la ONU. La
Unión Soviética exigió que se interrumpieran las hostilidades inmediatamente.
El 7 de noviembre la empresa sangrienta fue detenida.
El 2 de noviembre me llamó P. N. Pospélov a Novi Ierusalim y me dijo
que L. M. Kaganóvich y él querían hablar conmigo urgentemente. Contesté que
no tenía coche. Pospélov dijo que mandarían uno al instante y al cabo de tres
horas estaba en el Comité Central. Kaganóvich no estaba. Pospélov dijo que
se había marchado hacía una hora, tenía asuntos urgentes, pero que le había
pedido que hablara conmigo.
Pensé que la conversación tendría que ver con Hungría. Sin embargo, Piotr
Nikoláievich me enseñó el texto de una declaración de protesta contra el
ataque de las tropas israelitas a Egipto. Me sorprendió que se mencionara casi
únicamente a Israel. Las referencias al Reino Unido y Francia eran muy
escasas. Se lo comenté a Pospélov. Algo confuso, me explicó: según la
opinión de Kaganóvich, que él compartía, esta declaración debía expresar la
protesta de los ciudadanos soviéticos de origen judío contra las acciones de
Israel. Aquello olía a febrero del 1953. Dije a Pospélov que yo no tenía más
responsabilidad por las acciones de Ben Gurión que él, y que firmaría ese
texto con mucho gusto si lo firmaba él, un ciudadano soviético de origen ruso.
La declaración se publicó en el periódico Pravda el 6 de noviembre.
L. M. Kaganóvich, el promotor de la iniciativa, no había puesto su firma pero
el texto fue suscrito por treinta y dos personas, entre ellas el periodista
Zaslavski, el escritor Natán Ribak, el académico Minni y otros.
El secretario de Pospélov llamó un coche para que me llevara a Novi
Ierusalim. Al saber dónde tenía que llevarme, la conductora exclamó: «¡No
voy! —y añadió—, me da miedo volver sola». (Aquel verano hubo varios
casos de asaltos a los chóferes). Contesté que pediría otro coche pero, de
pronto, protestó: «Vale, le llevaré. Son los nervios…». Cuando salimos de
Moscú, continuó: «¿Cómo no va a perder una los nervios? Fíjese en las cosas
que hacen: matan a la gente, a los obreros». Pensé que estaba indignada por
los bombardeos en el canal de Suez. Sonrió: «No, hablo de otras cosas… Los
capitalistas no lo pueden hacer de otra manera. Hablo de los nuestros… ¡Mire
lo que está pasando en Hungría!». Hizo una pausa y prosiguió: «Nos explican
que la culpa es de Rákosi. Y yo fui su chófer durante la guerra. Sabe, habían
matado a mi bebé. Con el casco de una bomba… Mientras lo llevaba en
brazos… Casi me había vuelto loca del dolor, no comía nada, no dormía.
Entonces uno de los conductores me metió un cigarrillo en la boca. Inspiré el
humo y me sentí mejor: noté como una niebla en la cabeza. Empecé a fumar.
Rákosi oyó mi historia y cuando recibía cigarrillos me daba la mitad. Me
hablaba de forma amable, no como los nuestros… Y ahora resulta que los
obreros no lo quieren. Uno del departamento me ha contado que hay una
fábrica grande que está en contra de nosotros. ¡No entiendo nada, es un
mareo!».
Me sentía mareado yo también.
El 18 de noviembre, en Helsinki, tuvo lugar una sesión ampliada del buró
del Consejo Mundial. Había asistido a muchas sesiones y reuniones
celebradas en circunstancias complicadas, pero no podía imaginar nada
parecido a aquélla. Había que mantener la unidad del movimiento, sin
embargo los delegados no sólo tenían puntos de vista diferentes sobre los
acontecimientos húngaros, sino que también se miraban con hostilidad. Casi
cada día había manifestaciones antisoviéticas en los países occidentales.
Sabía que Herriot, Mauriac y Sartre habían abandonado la Sociedad de la
Amistad Francia-URSS. El 18 de noviembre D’Astier vino a verme muy
pronto por la mañana. Llamé a Korneichuk. D’Astier dijo que era necesario
prevenir la escisión, propuso una fórmula de compromiso. Lo hablamos y
decidimos aceptar esa solución.
Empezó una discusión larga y caótica sobre los acontecimientos en
Hungría. Los socialistas italianos exigían una condena rotunda de la Unión
Soviética. Los australianos los apoyaban pero de forma más moderada. Había
otros representantes de Occidente que también condenaban la intervención
soviética. ¡Dios mío, cuántos discursos ardientes y frases furiosas llegué a
escuchar! Comimos y luego, por la tarde, cenamos en la misma sala. Llegó la
noche, la discusión era cada vez más encarnizada. Finalmente, a las ocho de la
mañana, votamos unánimemente la resolución redactada por D’Astier. Copio
el párrafo relativo a lo que nos dividía: «La asamblea debatió el tema de los
tristes acontecimientos en Hungría. La asamblea reconoce que, tanto en el
Consejo Mundial, como entre los Movimientos por la Paz nacionales, existen
serias discrepancias sobre este asunto y hay principios contrarios que no
permiten formular una valoración común. A pesar de esas discrepancias, la
asamblea reconoce unánimemente que la primera causa de la tragedia húngara
ha sido, por un lado, la Guerra Fría, con muchos años de odio y desconfianza,
y las políticas de ambos bloques, y, por otro lado, los errores de los dirigentes
anteriores de Hungría y el aprovechamiento de esos errores por parte de la
propaganda extranjera. La asamblea lamenta unánimemente el derramamiento
trágico de sangre en los días de octubre y de noviembre y expresa su simpatía
fraternal al pueblo húngaro en medio de estas pruebas».
Los socialistas italianos no participaron en la votación: sólo habían venido
para justificar su separación del movimiento. El resto de los delegados
apoyaron el texto de D’Astier: los soviéticos, los polacos, los australianos, el
general Cárdenas, Marc Jacquier y Kitchlu.
Cuando volvía al hotel, ya se había hecho oscuro. Brillaban las luces de un
gran árbol de Navidad. Los finlandeses iban a los bancos, a las oficinas, a las
tiendas. Me pedí un café en el hotel. No tenía sueño y no sabía cómo pasar el
día en esa ciudad extraña. En la mesita había un jarrón ridículo de principios
de siglo; una secretaria amable del Comité de la Paz finés había puesto en él
dos crisantemos. El jarrón tenía una grieta y el mantel se había mojado. Estaba
sentado allí y pensaba que algo se había roto no sólo en nuestro movimiento,
sino también en cada uno de nosotros.
Mis pensamientos se enredaban a causa del cansancio y de una tristeza
profunda e inefable. Entendía que Hungría era el pago por el pasado pero
también había resultado ser un obstáculo en el camino hacia el futuro, y
aquella mañana me parecía un obstáculo insalvable.
Tuve la suerte de dormirme una hora: pude dejar de pensar.
Al volver a Moscú, vi en Literatúrnaia gazeta una carta de respuesta de
los escritores soviéticos a los franceses. El texto no me gustó mucho: era
demasiado extenso y no lo suficientemente convincente en algunos puntos.
Pero estábamos en medio de una guerra y no tenía sentido salir diciendo que
usábamos un arma equivocada para defendernos. Junto con Paustovski y otros
escritores me uní a la carta.
Vi los nombres de los escritores franceses e italianos bajo muchas
declaraciones diferentes relacionadas con los acontecimientos de Hungría.
Sartre, Claude Roy, A. Chamson, Simone de Beauvoir, Moravia, Pratolini,
Vittorini, Vailland, Vercors, J. Madole, Maurois, J. Prévert, Claude Morgan,
Cassou, Lomenac, Pierre Emmanuel y muchos otros protestaron contra las
acciones de la Unión Soviética; entre ellos estaban nuestros aliados de ayer y
personas de ideas moderadas que pocos días antes habían defendido la
ampliación de las relaciones culturales; mis amigos y gente a la que apenas
conocía. Después del deshielo, que había parecido el principio de la
primavera no sólo a mí sino también a millones de personas, volvían las
heladas. Hacía lo posible para evitar la reanudación de la Guerra Fría. El
primero de diciembre Literatúrnaia gazeta publicó mi «Carta al editor» que
acababa con estas palabras: «Creo que deberíamos ser capaces de distinguir a
nuestros amigos, que en ciertos temas pueden tener opiniones diferentes, de la
gente que llama a la ruptura con la Unión Soviética y con los comunistas.
Algunos círculos en Occidente intentan ahora restablecer el ambiente de la
Guerra Fría y dividir a las personalidades de la cultura fieles a la causa de la
paz y del progreso. Creo que en aras de nuestros intereses, en aras de los
intereses de la paz, debemos hacer todo lo posible para que no ocurra».
En verano, antes de estos acontecimientos, había ofrecido a Vercors, de
parte de la Sección de Amigos de la Cultura Francesa, traer a Moscú una
exposición de obras artísticas modernas. Como acabo de decir, Vercors firmó
una de las declaraciones de protesta. Pensó que íbamos a aplazar la
exposición a tiempos mejores. Al contrario, le propuse acelerar su visita a
Moscú y la inauguración de la exposición. Él aceptó. Nuestra correspondencia
se publicó en Francia y en nuestro país.
Joliot-Curie decidió reunir en París a los vicepresidentes del Consejo
Mundial de la Paz para acordar qué teníamos que hacer. El gobierno francés
concedió el visado a Korneichuk pero no a mí. Por lo visto, lo que temían no
era la dureza sino la suavidad.
En invierno es muy triste despertarte por la mañana en una casa pequeña
apretujada entre montañas de nieve. Los días son cortos, no hay nadie
alrededor, tan sólo unos carboneros y gorriones acuden seducidos por las
migas de pan. Me había curado de mi inocencia reciente: había comprendido
que se necesitaban años, tal vez decenios, para derretir por completo el hielo
de la Guerra Fría, para que la primavera entrase en posesión de sus derechos.
Pensé que era poco probable que viviera para verlo, pero aquello era por lo
que valía la pena vivir y luchar.
10

Después de El deshielo no escribí una sola novela ni un solo cuento. En los


años 1957 y 1958 dediqué todo mi tiempo a ensayos sobre la literatura y el
arte. Ahora me pregunto por qué. ¿Es posible que me hubiera hartado de
«inventar» cosas? Cuando Alexandre Dumas cumplió sesenta años dejó de
escribir. Contemplaba con ironía a su hijo que le ponía disimuladamente folios
en blanco sobre la mesa. Y una vez estalló: «¡Deja de intentarlo! No escribiré
más. ¡Basta!». Sin embargo, yo seguía gastando papel. Creo que sí que podía
«inventar» una novela o dos más. Probablemente sea más fácil que escribir
sobre la obra de los demás. El autor de una novela o de un cuento tiene
derecho a cambiar si no el carácter, sí el comportamiento de sus personajes.
Chéjov cambió el desenlace del cuento «La novia», pero cuando yo escribía
sobre Chéjov no podía cambiar nada ni de su naturaleza ni de su obra.
Trabajé mucho: escribí prólogos a los libros de Bábel y de Marina
Tsvietáieva; traduje baladas de François Villon, sonetos de Du Bellay,
antiguas canciones francesas; publiqué ensayos sobre algunos aspectos de la
cultura francesa (sobre Stendhal, sobre los pintores impresionistas, sobre
Picasso, sobre Paul Éluard). En 1957 estuve en Japón y en Grecia, mis
ensayos sobre estos países llegaron a formar un libro junto con Impresiones de
la India, escrito con anterioridad. Luego me dediqué a un artista checo de la
mitad del siglo pasado, Karel Purkyně, y finalmente me puse a escribir un
libro sobre mi escritor favorito, A. P. Chéjov.
Vimos que Occidente desconocía tanto nuestra literatura como nuestro arte.
Algunas personas mayores de Occidente recordaban las giras de los teatros de
Meyerhold, de Taírov, de Vajtángov, la película El acorazado Potemkin, el
poema «Los doce» de Blok. Los más jóvenes no recordaban nada, admiraban a
Shostakóvich, veneraban a Maiakovski, a quien conocían más por su biografía
y sus fotos que por su poesía, y aseveraban que los rusos carecían del genio
plástico, que cantaban bien, sobre todo a coro, y que mandaban al extranjero
óleos gigantescos que parecían fotografías pintadas. Nadie conocía la poesía
de Pasternak y tomaron El doctor Zhivago por la obra de un genio
desconocido. Cuando aparecieron los jóvenes y provocativos poetas
Evtuchenko y Voznesenski, obtuvieron un verdadero triunfo en Occidente. Las
tertulias poéticas de Evtuchenko reunieron a más franceses de los que habían
acudido jamás a las de los poetas franceses (sin contar el funeral de Hugo). Se
llegó a unos extremos ridículos: en Italia se publicó una monografía especial
sobre «un pintor eminente de la nueva Rusia», Iliá Glazunov.
Nuestros jóvenes no sabían nada de Meyerhold, nunca habían leído las
poesías de Mandelstam ni de Marina Tsvietáieva, ni habían visto los óleos de
nuestros maravillosos pintores: las primeras obras de Konchalovski, Lentúlov,
Lariónov, Chagall, Malévich, Falk. Los cuadros de los pintores de Occidente
—Manet, Degas, Monet, Cézanne, Matisse, Picasso— se habían guardado en
unos fondos misteriosos. Los críticos menospreciaban a Kafka; era
obligatorio, pero nadie, ni siquiera los críticos, sabían qué había escrito.
Cuando en 1957 llevaron unos ejemplares de los cuentos de I. Bábel a una
librería de Istra, permanecieron por mucho tiempo en la estantería: nadie había
oído hablar de él y lo confundían con el socialdemócrata alemán Bebel.
Demasiadas cosas eran desconocidas para la gente joven que había nacido
después del XX Congreso. Si cambié de género al escribir no fue por pereza
espiritual, sino por la conciencia de mi responsabilidad ante los lectores.
A principios del mayo de 1957 regresé a Moscú procedente de Japón. Me
vino a ver V. A. Kaverin, muy preocupado, y me dijo que al día siguiente los
escritores iban a tener un encuentro con los camaradas dirigentes: se preveía
un giro brusco para mejor. Aunque tenía mis dudas respecto al pronóstico
optimista de Veniamín Aleksándrovich, acudí al encuentro. Al llegar, me
encontré con D. T. Shepílov, que por alguna razón me anunció: «Tiene que
pronunciar un discurso». N. Gribachov atacó duramente a los escritores
moscovitas. Intervinieron muchos autores que defendían el derecho del
escritor a decir la verdad y otros que, por el contrario, se acordaban del Club
de Petőfi y atacaban a los que sacaban a la luz «el lado negativo de la vida».
Hablé e intenté debatir con los que luego fueron tachados de autómatas. Al
final, N. S. Jruschov dijo que estaba de acuerdo con las opiniones del
autómata N. Gribachov.
Al cabo de una semana, nos volvieron a invitar a una reunión que iba a
celebrarse en una dacha del gobierno situada bastante lejos de Moscú.
Primero, todos pasearon por las alamedas alrededor del estanque. Nos
encontrábamos a cada paso con uno u otro camarada responsable rodeado por
nuestros hermanos escritores. Llegó la hora de comer. Había mucha gente.
Todos se sentaron alrededor de unas mesas largas. Se desencadenó una
tormenta. Las mesas estaban bajo un toldo, pero había que levantar la lona
cada dos por tres porque allí se formaba un segundo estanque. Los músicos y
cantantes mojados intentaban protegerse en un lugar seco. El entorno era
shakespeariano: tronaba sin cesar y las réplicas del anfitrión no eran menos
amenazadoras, no las podían embellecer ni el coñac, ni el pescado asado que,
según el menú, provenía del estanque local. N. S. Jruschov atacaba a
K. Símonov, a M. S. Shaguinián y, por alguna razón oscura, a Margarita
Aliguen K. A. Fedin confesó que no había reflexionado bien sobre ciertas
cosas. L. Sóbolev apoyó al anfitrión sin reservas. No aguanté y me fui antes de
que acabara la comida.
En agosto los periódicos publicaron un «resumen» del discurso de N. S.
Jruschov «Por una relación estrecha de la literatura y el arte con la vida». En
él se hablaba poco de la literatura y el arte, pero el autor volvía
invariablemente a su nueva valoración de Stalin: «La construcción del
socialismo en la URSS tuvo lugar en medio de una lucha encarnizada contra
los enemigos de clase y contra sus agentes en el Partido: los trotskistas, los
zinovievistas, los bujarinistas y los nacionalistas burgueses… En esta lucha,
Stalin emprendió acciones útiles. No podemos borrar esto de la historia de la
lucha de la clase obrera, del campesinado y de los intelectuales de nuestro
país por el socialismo, de la historia del Estado soviético. Por esto valoramos
y respetamos a Stalin. Éramos sinceros en nuestro respeto a I. V. Stalin cuando
lloramos al lado de su ataúd. Somos sinceros ahora cuando valoramos
positivamente su papel en la historia de nuestro partido y del Estado
soviético».
Los ataques a los escritores no tenían que ver con la crítica de las obras
literarias, sino con el cambio en la situación política.
N. S. Jruschov reprochaba a la organización de los escritores de Moscú
que algunos se hubieran tomado en serio lo que él había explicado de Stalin
hacía un año. A continuación mencionaba Hungría, aunque la diferencia entre
un país gobernado por los fascistas hasta hacía muy poco y un estado
socialista nacido hacía cuarenta años, donde era difícil encontrar a una
persona que ansiara la restitución del capitalismo, resultaba demasiado
evidente. Aunque el «grupo antipartido» relacionado con la época estalinista
había sido apartado del poder, N. S. Jruschov intentaba rehabilitar a Stalin.
Llegaron las heladas. La gente intentaba no acordarse del XX Congreso y,
por supuesto, no podía prever el XXII. Intentaron intimidar a los jóvenes y los
estudiantes dejaron de hablar de lo que pensaban en las reuniones, lo
comentaban entre ellos. El miedo que había hecho a la gente callar en los
tiempos de Stalin había desaparecido. Había sido reemplazado por los
temores habituales en cualquier sociedad: si gritas mucho, te enviarán a
trabajar lejos de Moscú. En lugar de las explicaciones de cómo había sido la
época anterior, la generación de los jóvenes recibió una ducha de
contradicciones: un día dejaban a Stalin por los suelos, otro día lo
glorificaban, con lo que la moral fue sustituida por el arribismo.
Con motivo del cuadragésimo aniversario de la Revolución de Octubre se
organizó una sesión conmemorativa del Consejo Superior. Se celebró en el
Estadio Central; los diputados estaban sentados delante; los más de diez mil
invitados, detrás. Jruschov leyó un discurso largo. Lo hacía muy raras veces;
normalmente, tras leer una página, se metía el texto en el bolsillo y empezaba a
improvisar. Esta vez leía cometiendo muchos errores, y parecía enfadado.
Detrás de él estaba Mao Tse-tung, voluminoso, con un rostro impenetrable.
Jruschov repitió las alabanzas a Stalin: «Stalin ocupará un lugar digno en la
historia, como un leninista y marxista leal, un revolucionario firme. Nuestro
partido y el pueblo soviético se acordarán de Stalin y le rendirán honores». Se
oyeron aplausos.
El giro fue brusco y lo noté en la valoración de mis modestas obras
literarias. En 1956 había escrito el prólogo a una edición de poesías selectas
de Marina Tsvietáieva. La aparición del libro se retrasó y mi prólogo se
publicó en la antología Moscú literaria. Aunque nadie había mencionado el
prólogo en las reuniones, sí se había hablado mucho de la antología: la habían
citado como una prueba de la «disposición revisionista» de los escritores
moscovitas.
El artículo dedicado a mi prólogo se titulaba «De los smertiashkini»[1] y
decía: «Según la vieja costumbre, de los muertos o no se habla o se dicen
cosas buenas. Tsvietáieva murió en 1941. Quince años son un plazo demasiado
largo para las exequias. I. G. Ehrenburg, que se ha quedado detenido en el
funeral, sigue encendiendo lamparillas, quemando incienso, llorando y
tirándose de los cabellos. […] Tsvietáieva repite las lecciones de
Smertiashkin. […] Es una pena que los esfuerzos de Ehrenburg hayan resultado
vanos. Sus intentos de presentar “los pecados cometidos de paso por una musa
azotacalles” (según la expresión de P. Viázemski) como la perla de la creación
poética son totalmente inútiles». Otro artículo expresaba la opinión siguiente:
«Ehrenburg publicó el prólogo al libro de poemas de Marina Tsvietáieva, un
libro que todavía no ha visto la luz, intentando ganar para la poeta decadente
—cuya obra no ha encontrado respuesta en el corazón del pueblo y hace
tiempo que ha ido a parar al río Leteo— la atención y simpatía de los
lectores».
Las poesías de Tsvietáieva se publicaron cinco años más tarde y lo que
«fue a parar al río Leteo» no fueron sus poesías, sino los nombres y los
artículos de sus detractores.
Condenaron todo lo que yo había escrito. Por ejemplo, había alabado
demasiado a Bábel: «La mentalidad enredada de I. Bábel lo convertía en un
artista muy limitado». Criticaron las dos páginas que había escrito para la
antología conmemorativa de L. N. Seifúlina. Los artistas tampoco se quedaron
atrás; el presidente de la Academia de Bellas Artes exclamó: «¡El escritor
Ehrenburg alaba la obra de formalistas de la talla de Léger y Braque!».
Pero mi ensayo «Lecciones de Stendhal» fue el que provocó más jaleo. He
releído ahora varios artículos y, sinceramente, no entiendo por qué irritó tanto
a los guardianes de los «principios fundamentales». Por lo visto, apareció en
un momento inoportuno, porque dos años después no me criticaron por el libro
Releyendo a Chéjov, aunque las lecciones de Antón Pávlovich coincidían con
las de Stendhal y resultaban mucho más comprensibles para el joven lector
ruso. Los críticos me reprochaban mi «enmascaramiento», pero ellos mismos
llevaban máscaras: hablaba mucho del romanticismo y del realismo, de las
relaciones entre Stendhal y Balzac; no mencionaba las obras de los expertos
rusos en Stendhal; prestaba una atención, según ellos, improcedente a los
asuntos amorosos de Henri Beyle (aunque Stendhal había hablado de ellos en
muchas de sus obras). Probablemente los críticos estaban enfadados con
Stendhal, que había escrito en los márgenes del manuscrito de Lucien Leuwen:
«Hay que procurar que el apego a cierta doctrina no anule el carácter
apasionado de la persona. Dentro de cincuenta años una persona con ciertas
posturas no podrá conmover ya a nadie. Sólo sirve para escribir aquello que
pueda seguir siendo interesante después de que la historia pronuncie su fallo».
Ruego a los lectores que perdonen mi larga narración de los disgustos
literarios de antaño. La verdad es que no lo he hecho para presumir de los
arañazos del pasado. Quería mostrar toda la impotencia de los que habían
atacado las poesías de Marina Tsvietáieva, la prosa de Bábel, la pintura
impresionista y el pensamiento artístico de Stendhal. Por supuesto, la gente
que leía las revistas Znamia u Oktiabr [Octubre] en aquel entonces no podía
conocer la poesía de Tsvietáieva o los óleos de Cézanne, pero los críticos no
lograron que los lectores me rechazaran. Si bien acordaban sus valoraciones
con tal o cual camarada, no podían acordar con el tiempo sus críticas ni sus
burlas, y el tiempo ha terminado confirmando unas cosas y borrando otras.
¿Acaso quisieron doblegarme con sus ataques? En su día el joven Tíjonov
escribió un poema sobre personas de las que se podían hacer clavos. Muchos
de mis coetáneos perecieron, otros murieron sin aguantar las penurias y a
algunos sobrevivientes el tiempo los refundió; nos hemos convertido en unos
clavos de verdad. Somos unos optimistas irremediables y tristes. Los «clavos»
resultaron propensos a lo que en el ámbito literario se llama ironía romántica:
se reían de ellos mismos y de los martillos de toda clase. Era una tribu
realmente especial. Aquellos años fueron una buena prueba para mí, entendí
que era posible y necesario escribir. Cuando me apartaba de la máquina y
bajaba hacia el río por un sendero empinado de mi jardín, pensaba en lo que
se había convertido en la última obra de mi vida: mi libro de memorias.
11

Como he mencionado antes, en abril de 1957 fui a Japón. Escribí un ensayo


dedicado a este viaje en el que intenté mostrar las raíces comunes de nuestras
culturas, el viaje del Dionisio griego a la India, China, Corea y, desde allí, a la
ciudad de Nara en Japón, la influencia de las estampas japonesas en los
pintores franceses de la segunda mitad del siglo pasado y muchas cosas más.
En este libro de memorias quiero contar algunas curiosidades y hablar de la
influencia que tuvo este viaje en mi vida.
Fui a Japón con Liuba, nos invitó un comité especial creado para la
«acogida de Iliá Ehrenburg». El comité estaba integrado por los representantes
de la Sociedad de la Amistad Japón-URSS, traductores de literatura rusa y
empleados del Comité por la Defensa de la Paz de Japón. El viaje fue
patrocinado por un periódico importante, Asahi,[1] y por la radio. Todo estaba
montado a lo grande. En Fukuoka un joven sacó nuestras maletas de la
habitación al pasillo del hotel. Liuba se quedó sorprendida. Entonces el joven
hizo una reverencia y le tendió una tarjeta de visita, como es costumbre en
Japón. Había un texto impreso en japonés y en ruso, y supimos que el joven
era el «tercer secretario del Comité de Acogida del escritor soviético Iliá
Ehrenburg en Fukuoka». Desconozco qué decía su tarjeta normal pero, por lo
visto, estaba muy orgulloso de su título temporal.
Tokio es la ciudad más grande del mundo, en aquel entonces tenía unos
diez millones de habitantes. También es la más caótica: muchas calles carecen
de nombre, los edificios a menudo no tienen numeración, al darte una
dirección más bien la dibujan, no la dictan. Los mismos japoneses se
equivocan. Vivimos allí dos semanas, dimos muchas vueltas y al final
encontramos lo que buscamos.
Japón es un país único: a veces tienes la sensación de estar en Asia; a
veces, en Estados Unidos, y otras en Europa. Sus grandes almacenes, enormes
fábricas, estaciones de ferrocarril o aeropuertos se parecen a los de Estados
Unidos. El centro recreativo de Tokio es una copia del Montmartre parisino.
Para recuperar su identidad, el japonés se quita los zapatos a la entrada de su
casa y empieza a vivir a la japonesa. Las casas son luminosas y están vacías.
Le Corbusier o nuestros constructivistas de la década de 1920 no se atrevieron
a soñar con una arquitectura tan moderna: paredes corredizas, habitaciones
que se desplazan, objetos que se guardan en armarios empotrados, un cuadro
en la pared, un jarrón en un nicho.
Aunque yo me acostumbré a la peculiar vida japonesa, mis pies se negaron
a hacerlo. En la ciudad de Nagoya nos alojamos en un hotel japonés. Por la
noche extendían en el suelo unos jergones. Resultaba muy complicado vestirse
e imposible descansar. Hara, un joven intérprete, entró en nuestra habitación y
gritó horrorizado al ver los zapatos de Liuba sobre una esterilla. Tuvo que
tranquilizarlo durante un buen rato: había dejado los zapatos allí al sacar los
vestidos de la maleta, no había entrado con ellos puestos.
Me acuerdo de una cena en Kioto. Nos invitó el alcalde socialista de la
ciudad y mantuvimos una conversación política seria sobre el acercamiento de
nuestros países. Eso no impidió que invitara a unas geishas que nos entregaron
unas tarjetas de visita de color rosa, nos agasajaron con vodka de arroz,
sonrieron y después bailaron y cantaron. La cena tuvo lugar en un restaurante
japonés. Nos quitamos los zapatos fuera y entramos en la sala con calcetines.
Extendí las piernas debajo de la mesa y unas dos horas después noté que las
tenía dormidas. La conversación sobre el estrechamiento de los lazos
económicos y culturales entre nuestros países se vio interrumpida por
pensamientos inoportunos: ¿cómo me iba a poner de pie para no desprestigiar
al Estado soviético?
Un escritor japonés me señaló una mesita baja, como de juguete: «Aquí
escribí mi novela». Me quedé sorprendido: yo había escrito novelas de sobra,
pero me pareció un milagro escribir seiscientas páginas sentado en el suelo.
En las reuniones, en los clubs y en las universidades impera la suciedad:
no hay esterillas, los japoneses se sientan con los zapatos puestos y tiran las
colillas al suelo. Sin embargo, la limpieza en cualquier casa es absoluta. Una
casa de campesinos se parece mucho a la de un rico de la ciudad. Liuba sí que
notaba que las esterillas eran de diversa calidad, pero a mis ojos masculinos
les parecían iguales.
Hay muchas religiones y sectas. Según la estadística, el número total de
sintoístas y budistas excede el de japoneses: muchos campesinos rezan en
templos sintoístas pero sepultan a sus difuntos por el rito budista. No obstante,
yo no diría que Japón es un país religioso: la gente reza más por costumbre
que por un auténtico sentimiento religioso. En Tokio, por la calle, me fijé en
una pareja: un japonés elegante, exquisito, acompañado de una chica muy
guapa. Mantenían una conversación animada. Al pasar al lado de un templo
sintoísta, los dos dieron palmadas según el ritual y luego siguieron caminando,
conversando y deteniéndose ante los escaparates de las tiendas de moda. En
Fukuoka había deportistas que corrían alrededor de un templo budista, tocando
las piedras con las manos. Supimos que eran enfermos que ansiaban curarse.
Para ellos el milagro no sustituye a la medicina pero no ven razón para no
probarlo: ¿y si de pronto se curan?
Me sorprendió la sinceridad que afloraba en las conversaciones. No
recurrían a ese velo al que me había acostumbrado en Europa. Nos llevaron a
casa de un japonés adinerado; resultó que, hacía treinta años, había adaptado
mi novela El trust D. E. al teatro. En el momento de la visita los sastres
trajeron telas caras para que Liuba escogiera la que le gustase para hacerle un
kimono; Liuba se negaba, no necesitaba ningún kimono, pero los japoneses que
nos acompañaban nos explicaron que el anfitrión había ganado mucho dinero
con la puesta en escena de El trust D. E., así que tenía que elegir una tela cara.
En otra ocasión, un joven nos intentó convencer para tomar un té con tostadas
diciendo: «Es muy barato, no sean tímidos». Las esposas de los escritores
contaban a Liuba que sus maridos les eran infieles. En el ensayo El elogio de
la sombra del famoso escritor Tanizaki encontré argumentos con respecto a
que no había nada más bello que los urinarios de cryptomeria tanto por su tono
como por el aroma de la madera y sus propiedades acústicas.
Hay muchas convenciones. Al encontrarse, los japoneses hacen profundas
reverencias e intentan enderezarse lo más despacio posible. (Uno de los
empleados soviéticos que acababa de llegar a Japón manifestó su sorpresa. El
embajador decidió gastarle una broma: «Casi todos los japoneses padecen
reuma, cosas del clima». El recién llegado se asustó, pues él también, dijo, era
propenso al reuma). Al encontrarse, también se olisquean con insistencia:
inspiran el aroma. Cinco años más tarde, a pesar de las dificultades políticas
que teníamos, el secretario del Comité por la Defensa de la Paz japonés, muy
educado, me olisqueaba a conciencia cada vez que nos saludábamos.
La primera semana de mi estancia en Tokio me llevé una sorpresa: fuimos
a un restaurante con japoneses y nos sentamos a comer; detrás de nosotros
había gente que no paraba de escribir, sin tocar la cena. Después, uno de los
traductores me enseñó un artículo largo en el que se exponía de una forma
bastante fantasiosa todo lo que yo había dicho durante la cena. Lo comenté con
los japoneses que me habían invitado y se sorprendieron ante mi asombro: «La
redacción ha pagado la cena y es normal que quiera amortizar el dinero».
Después de eso intenté guardar silencio en las comidas.
De todas formas, no quiero que el lector piense que mis impresiones de
Japón se reducen a las dificultades de estar sentado en un tatami, a su forma de
saludarse o a sus numerosas ceremonias, como la del té, por poner un ejemplo.
El país me impresionó por su profunda inquietud. Recordaré las raras
habilidades de su gente. Acabado el aislamiento de Japón, en dos años
(1871-1872) se construyó el primer ferrocarril, empezó a publicarse el primer
diario, se introdujo la educación primaria general, se fundó la primera
universidad. Empezó la industrialización del país: enormes fábricas producían
armas modernas, las plantas textiles, aprovechando la mano de obra barata,
inundaban los continentes con sus productos. Después de ganar la guerra
contra la Rusia zarista, la élite empezó a prepararse para la conquista de
China y de Siberia. Los samuráis de las novelas acometían hazañas o se abrían
el vientre en canal. Las leyendas sobre espías y policías se confeccionaban a
escala industrial. Mientras tanto, nació la clase intelectual, creció la
conciencia del proletariado. Durante la Segunda Guerra Mundial, Japón
conquistó casi toda Asia, pero entonces sobrevino la gran caída: el fin del
Tercer Reich, los bombardeos atómicos, la capitulación; Estados Unidos hizo
todo para subyugar a Japón, lo cual resultó muy fácil y a la vez imposible.
Japón está formado por montes, volcanes, una estrecha franja costera; sólo
se labra una sexta parte de las tierras. Estuve en la Universidad Waseda, que
cuenta con veintiséis mil estudiantes; de los noventa millones de habitantes,
cinco son universitarios. Es normal que camareros, contables y dependientes
dispongan de educación superior.
Recuerdo el destino de la escritora Hayashi Fumiko, que falleció en 1951
a los cuarenta y ocho años. En 1960 se publicó una traducción rusa de seis
cuentos suyos. Escribí el prólogo. Tenían algo foráneo y, al mismo tiempo,
humano que me gustaba. No sé cómo definirlo, probablemente lo más acertado
sería usar las palabras de nuestros críticos de arte: «Una mezcla de barroco
con naturalismo». A lo largo de su vida, tuvo que trabajar en una fábrica, hacer
de camarera, de dependienta, de sirvienta; conoció bien el lado duro de la
vida y, además, fue poeta.
La vida de las mujeres en Japón es dura: su existencia permanece fiel al
pasado pero, al mismo tiempo, entienden muchas cosas igual que los hombres.
Por el amor a la tradición siguen explotándolas, como los bonsáis de cuya
cultura los japoneses están muy orgullosos. Sin embargo van surgiendo chicas
estudiantes y sus ojos reflejan la misma inquietud que hay en los ojos de los
jóvenes.
La juventud lee muchísimo, se quedan de pie en las librerías leyendo
libros sin comprarlos. Aun así las tiradas son grandes. No hay ni un solo
escritor soviético u occidental mínimamente conocido que no sea traducido.
Millones de japoneses han visitado las exposiciones de Picasso, Matisse,
Chagall. Hay cientos de teatros diferentes: desde el teatro nō antiguo con
actores enmascarados y un coro alineado detrás de ellos que comenta lo que
sucede en el escenario hasta el ultramoderno teatro del absurdo. Se publican
ciento ochenta y seis periódicos con una tirada total de treinta y cinco millones
de ejemplares. Hay una radio por cada seis habitantes.
El arte de Japón transmite inquietud. Las películas japonesas tuvieron
éxito en los países europeos, pero los espectadores añadían: «¡Qué crueles
son!». Lo mismo dicen de las traducciones de las novelas japonesas. ¿Qué es
lo que sorprende de ellas? Aquella sinceridad extraña para los europeos de la
que he hablado en broma deja de ser graciosa si se trata de retratar guerras,
hambre o soledad.
Me gustó el poeta y novelista Takami. Era guapo, triste y parco en
palabras, unas veces hablaba de forma sublime, otras de forma muy ruda. Más
tarde visitó Moscú y en 1963 tuvo cáncer. Le operaron. Tuvo tiempo para
escribir unas poesías cortas sobre su encuentro con la muerte y poco después
falleció.
Antes los europeos que llegaban a Japón querían ver a geishas y guindos
en flor: conocían Japón por la novela Madame Chrysanthème de Loti y la
ópera Madame Butterfly de Puccini. Ahora los turistas vienen obsesionados
por los hongos nucleares. No pude visitar Hiroshima pero estuve en Nagasaki.
Costaba imaginar que tan sólo doce años antes la ciudad hubiese sido
destruida por una bomba nuclear: parecía animada, incluso floreciente. Allí
donde explotó la bomba atómica erigieron un obelisco; cerca se encontraba el
monumento a las víctimas.
En el museo vi una fotografía del profesor Tokashi Nagai en la que estaba
tumbado, mirando por el microscopio, para estudiar las consecuencias del
impacto de la radiación en su propia persona. Escribió el libro Somos de
Nagasaki y murió. El noventa por ciento de las víctimas del bombardeo murió
al instante o pocas semanas después, pero un diez por ciento tuvo una muerte
lenta. Cuando estuve en Japón en 1957 vi a personas con el rostro quemado,
los japoneses seguían enfermando de leucemia, las mujeres daban a luz
criaturas deformes. En Nagasaki entendí con más claridad que mi conciencia
no descansaría mientras los países siguieran fabricando y haciendo acopio de
armas nucleares.
De repente vi la relación entre Nagasaki y un sinfín de congresos,
conferencias, sesiones, reuniones en los que hablábamos de la lucha contra las
armas nucleares. Hablamos de oídas, pero los japoneses ya habían sentido el
impacto de estas armas en sus propias carnes: vivieron el ensayo preliminar
de la destrucción de la vida. La gente se mofaba de nosotros: unos con malicia
(nos llamaban «comunistas camuflados»), otros con bondad («simplones
inocentes»). En Japón comprendí que no dejaría esta lucha mientras tuviera
fuerzas para moverme y hablar. Tal vez la historia reserve una breve mención
a los intentos de los partidarios de la paz por prevenir una catástrofe; tal vez
reconozca que hemos desempeñado cierto papel en el rechazo de las armas
nucleares o tal vez ya no haya historia de ningún tipo. Uno puede abandonarlo
todo, tanto la literatura como la política, pero no la lucha por el derecho a la
vida de un niño.
12

En agosto de 1957 el periódico Le Monde publicó un artículo firmado por


A. P.: André Pierre, su especialista en asuntos rusos. Citando al periodista
israelí Bernard Turner, me acusaba de la muerte de un grupo de escritores
judíos. Turner afirmaba que en 1943 lo habían arrestado en Moscú y enviado a
un campo de concentración cerca de Bratsk. Allí, en 1949, coincidió con
varios escritores judíos, entre otros con Bergelson y Féffer, quienes le
expresaron su última voluntad: en caso de que me viera, debía decirme que
depositara flores en la tumba del Mártir Desconocido que yo había arrastrado
a la muerte.
Unos amigos me enviaron un ejemplar del periódico francés. Envié una
carta breve a la redacción diciendo que entre los escritores judíos caídos
había amigos míos y que poner palabras inventadas en boca de gente ya
desaparecida era una maniobra muy vieja. La redacción publicó mi carta con
el título «El antisemitismo del señor Ehrenburg».
El artículo de Turner apareció en diferentes periódicos occidentales. En
1959 se publicó en París un libro de León Lenemann, quien se presentaba
como corresponsal de periódicos israelíes, estadounidenses y sudafricanos.
En él figuraba un capítulo dedicado a mí. El autor, no contento con las
invenciones de Turner, citaba además el relato de un periodista
estadounidense, el doctor Shoshkes: «Hubo otro testigo de la acusación. Las
viudas y los huérfanos de los escritores asesinados saben su nombre: Iliá
Ehrenburg. Llegaba a las sesiones del tribunal en su propio coche. Después de
hacer más penoso el destino de los procesados con sus declaraciones,
regresaba tranquilamente a su apartamento en una de las calles más céntricas
de Moscú, la calle Gorki».
No conozco ni a Turner ni a Lenemann ni al doctor Shoshkes. No sólo las
familias de los escritores judíos muertos, sino también todos los soviéticos
cuyos seres queridos figuran entre las víctimas de Yezhov y Beria, saben que a
quienes se tenía intención de fusilar no se les enviaba a ningún campo. En
1952 el tribunal militar de Moscú condenó a la pena capital a varios
escritores judíos, entre ellos D. Bergelson y I. Féffer. Del proceso y el destino
de los escritores no supe nada hasta después de su rehabilitación póstuma.
Nunca me citaron para participar en una instrucción ni me convocaron, claro
está, a juicio alguno. Lo único cierto en el comunicado del doctor Shoshkes es
que vivía y vivo en la calle Gorki.
Hay un viejo refrán ruso que reza: «Nuestro Señor ama al hombre justo, y
el señor ama al chivato». En la vida he conocido a muchos hombres justos. No
sé cómo les trataba Dios, pero las personas honestas los respetaban. En
cambio, sé bien que diferentes señores han sentido aprecio por los chivatos y
han saldado cuentas con ellos no en el lejano cielo, sino aquí, en la Tierra. En
Nueva York, en Tel Aviv, en París, al igual que en todas las ciudades del
mundo, vive gente honrada y gente deshonesta. Cada cual podrá juzgar la
honestidad de los que me acusan.
En el sexto libro de estas memorias he hablado de los ataques contra los
«cosmopolitas», que casi siempre tenían apellidos judíos y a los que se les
representaba con un «cocodrilo» con sus narices correspondientes. Después
de 1953 el antisemitismo pasó de la alta política a los recovecos de la vida
cotidiana, pero no desapareció. No voy a contar ni mucho menos todo lo que
sé, daré sólo algunos ejemplos para que no parezca que hablo por hablar.
En Daguestán viven judíos montañeses. Su aspecto es diferente al de los
judíos de Europa, muchos residen en aldeas, se dedican a la viticultura y a la
ganadería. En otoño de 1960 vinieron a verme de improviso cuatro judíos
montañeses y, escandalizados, me contaron que en un periódico de la región de
Buinaksk se había publicado un artículo que criticaba diferentes religiones.
Para acusar al judaismo, el autor del artículo afirmaba que los judíos devotos
añadían sangre musulmana al agua potable. Es verdad que dos días después
apareció en el periódico una rectificación y que un mes después prescindieron
del redactor por el «error político» en que había incurrido, pero los delegados
de los judíos montañeses llegados a Moscú exigían que en el periódico se
publicara un artículo que desmintiera aquella calumnia ancestral: el uso ritual
por parte de los judíos de sangre de otros creyentes. Yo intenté tranquilizarlos,
me esforcé (sin éxito) en ayudarlos. Pasaron un mes en Moscú, acudieron a
todos los lugares que pudieron; eran de carácter impetuoso y firme. Se fueron
sin haber conseguido nada. Entretanto se supo que en uno de los países
vecinos habían recibido el periódico de Buinaksk y el desafortunado artículo
se había publicado en varios periódicos de Occidente.
En otoño de 1959 dos gamberros prendieron fuego a una sinagoga en
Malajovka, un barrio en la periferia de Moscú. De este incidente pronto se
enteraron en el extranjero. Los incendiarios dejaron en el lugar del delito y
pegaron en la estación de Kazán unas octavillas firmadas con las iniciales
MJSR: el grito de guerra, que creía olvidado, de la guardia blanca: «¡Mata a
los judíos, salva a Rusia!». Durante el incendio una guardesa murió asfixiada
por el humo. Encontraron a los culpables por una letra partida de la máquina
de escribir. Los criminales resultaron ser dos komsomoles. Vino a verme el
juez instructor, me preguntó qué impresión causaría en Occidente un proceso
abierto. Respondí: «Magnífica». Sin embargo, decidieron hacer lo contrario:
el juicio se celebró a puerta cerrada, y a cada incendiario se les impuso una
condena de seis años en campos de reeducación. El comité de asuntos
religiosos informó de la sentencia a varios extranjeros, pero los soviéticos, ni
siquiera los habitantes de Malajovka, no se enteraron del juicio.
En 1961 se publicó en Literatúrnaia gazeta el poema de E. Evtuchenko
«Babi Yar». Literatura i zhizn [Literatura y vida] publicó poco después unos
versos de Markov, que sostenía que Evtuchenko usaba faldas estrechas y que
no era ruso, y un largo artículo de D. Starikov. Para demostrar a los lectores
que no se podía hablar de la nacionalidad de las víctimas del fascismo,
Starikov citó mis versos sobre Babi Yar, escritos durante la guerra, y cortó la
cita en las palabras: «Mi numerosa familia». Sé que durante la ocupación los
fascistas mataron en Babi Yar a miembros de la resistencia —rusos,
ucranianos—, pero en la memoria popular quedaron grabados los días de
septiembre de 1941 en que los nazis mataron allí a todos los judíos que no
habían conseguido salir de Kiev: ancianos, enfermos, mujeres, niños. Según
los datos que se dieron a conocer en el proceso de Núremberg, durante dos
días los hitlerianos asesinaron aproximadamente a cuarenta mil ciudadanos
soviéticos de nacionalidad judía.
Yo publiqué entonces una carta en Literatúrnaia gazeta: en la que
protestaba por el uso de mi nombre por parte de Starikov para afirmar unas
ideas opuestas a las mías.
Las personas que atacaron entonces el poema de Evtuchenko decían que no
se podía hablar del exterminio cruel de los judíos por parte de los fascistas,
porque los fascistas habían asesinado, colgado y fusilado a ciudadanos de
otras nacionalidades: rusos, ucranianos y bielorrusos. En los años de la guerra
escribí bastante sobre las atrocidades cometidas por los nazis, no voy a
repetirme. Señalaré sólo que a los rusos o a los ucranianos los fascistas los
mataban por ser sospechosos de ejercer resistencia secreta, de estar
relacionados con los partisanos, de ocultar a judíos o a comunistas, de
infringir sus órdenes; era necesaria la denuncia de un alcalde, de un jefe local
o de un vecino, el recelo de un SS. A los judíos los hitlerianos los asesinaban
sólo por el simple hecho de ser judíos, y los asesinaban a todos sin excepción:
a ancianos y a recién nacidos. En Praga los nazis se proponían construir un
«museo del pueblo desaparecido». Fue precisamente esto lo que determinó la
noción de «genocidio» que figura en la sentencia del tribunal de Núremberg.
Los versos de Evtuchenko consiguieron una buena obra: un cuarto de siglo
después del crimen se reconoció el derecho de los judíos de Kiev a una
lápida.
En diciembre de 1962, durante un encuentro del gobierno con escritores y
pintores, N. S. Jruschov acusó a Evtuchenko de separar por nacionalidades a
los habitantes de Kiev asesinados por los nazis y añadió que yo también era
culpable de ello. Evtuchenko es un joven ruso, yo un judío viejo. N. S.
Jruschov empezaba a considerarme sospechoso de nacionalismo. Cada lector
puede juzgar por sí mismo si eso es cierto.
Me he adelantado mucho. Después de la intervención de Jruschov algunos
antisemitas se sintieron entusiasmados. La Academia de Ciencias ucraniana
publicó el libro El judaísmo sin adornos. El libro era antirreligioso y
explicaba a los lectores las contradicciones e intereses del judaismo. Se
publicó también en el extranjero. Me encontraba en Estocolmo cuando un
pacifista sueco, que poco antes había estado en Moscú y de visita en mi dacha,
me trajo el libro y me pidió que le explicara qué significaba. Hacía mucho que
Stalin y Beria habían muerto, aquello no se podía relacionar con los errores
del pasado. Pasé largo rato examinando los dibujos. Me recordaron la revista
del hitleriano Streicher, que dedicó toda su vida a desenmascarar a los judíos.
Según las Escrituras, Dios guio a los judíos por el desierto durante cuarenta
años. El autor de las ilustraciones mostraba que los llevaba de la nariz y que
ésta se estiró de forma natural. El comportamiento de los judíos narigudos se
muestra en el libro de manera peculiar: adoraban las botas de los nazis y el
narigudo Ben Gurión negociaba con las SS en Oświęcim al mismo tiempo que
sufría una persona con una nariz claramente no judía. Tuve que cancelar una
rueda de prensa en Estocolmo. Dos meses después el libro fue desautorizado y
A. I. Adzhubei, que había estado en Francia, informó de que había sido
retirado de las librerías.
Otra obra aún más racista —Por los caminos de la vida— fue publicada
en la revista ucraniana Dniéper. En ella se describen las intrigas del clan de
los Liander contra el pueblo ucraniano. Isaak Liander, el cabeza de familia,
inventó un negocio redondo: consiguió alquilar a los polacos varias iglesias
ortodoxas, ese «infiel» desplumaba a los ucranianos. Jaim Liander, el nieto de
Isaak, tuvo en cuenta el cambio de coyuntura: «¿Para qué irritar a los goy si se
les puede emborrachar poco a poco y robarles hasta dejarlos en paños
menores?». Los gaidamaki[1] quemaron su taberna. «Desde entonces en la
familia Liander a los ucranianos no se les llamaba de otra forma que no fuera
“esos malditos con coleta”». Nuestro contemporáneo Solomón Liander al
principio fue miembro del Bund, pero después fue bolchevique y trabajador
del GPU.
Una tercera obra —El pulgón— fue escrita en ruso y se denominó novela-
panfleto. Iba dirigida contra dos enemigos: los pintores «modernistas» y los
judíos. Todos los personajes son claros prototipos: es una novela escrita
supuestamente en clave. El protagonista, Mijaíl Guerásimov, también A. M.
Guerásimov, dice: «¿Pasternak? Es una de esas hierbas parecida al perejil»[2]
o «Dicen que han sacado de los sótanos los garabatos formalistas de Falk y de
Sterenberg». El pintor Borís Naúmovich cuenta: «Es la última jojma».[3].
Cuando una rusa le pregunta por el significado de jojma, Borís Naúmovich se
sorprende: «No hay palabra más rusa». En la novela hay un gran intrigante de
pasado oscuro, «Lev Barselonski». Repite citas de artículos de Ehrenburg,
durante la guerra hizo carteles propagandísticos contra los nazis, cuando ésta
acabó se puso con las ilustraciones de Stendhal y ahora sueña con ocupar el
puesto de Mijaíl Guerásimov. Afortunadamente, el gobierno se dirige a la
exposición del Manezh, donde resplandecen los pintarrajos formalistas de los
judíos, y los cálculos de Lev Barselonski se vienen abajo.
Desde octubre de 1964 no me he encontrado en la prensa ningún ataque
antisemita. Pero tampoco ha habido artículos dirigidos contra el
antisemitismo. La época precedente dejó en herencia no pocas dificultades. En
mi vida esta cuestión sigue desempeñando un papel no sólo ruin sino poco
decente. Para unos soy una especie de Lev Barselonski, un elemento ajeno, un
personaje que, si bien no posee una nariz larga, se ocupa de oscuros negocios.
Para otros, soy la persona que hundió a Márkish, a Bergelson y a Zuskin.
Como suele ocurrir con demasiada frecuencia, no triunfan los hombres justos,
sino los chivatos.
Sin embargo, mucho más que mi biografía me pesa la cuestión de la
situación de los judíos en nuestro país. En los últimos años de Stalin se
contaba en Moscú un chiste: un judío está rellenando el formulario para poder
empezar a trabajar y, al llegar al punto cinco, donde hay que indicar la
nacionalidad, un suspiro escapa de su pecho y escribe «Sí». No es ni mucho
menos una historia graciosa. El recuerdo del genocidio de Hitler, las
persecuciones de judíos entre 1948 y 1952, la animadversión de uno u otro
vecino… Todo ello provocó entre los judíos soviéticos un estado de alarma,
un gran interés por su nacionalidad. Y de esa nacionalidad se acuerdan las
personas que conceden los pasaportes, pero no las que protegen la cultura
nacional. En la sociedad soviética los judíos han desempeñado un papel
destacado. Mencionaré sólo la literatura rusa soviética y citaré únicamente los
nombres de los escritores que ya no están entre nosotros: Bábel, Pasternak,
Bagritski, Mandelstam, Tiniánov, Svetlov, Marshak, Grossman, Ilf. Es
imposible, sin embargo, defender el dominio de la cultura rusa por parte de
los judíos y al mismo tiempo no combatir el antisemitismo.
Desde luego, estoy convencido, al igual que hace sesenta años, no sólo de
la infamia, sino de la fatalidad de cualquier tipo de racismo. Sin embargo,
aunque ahora esto suena casi como una verdad abstracta, casi todos los días
recibo cartas de judíos heridos y ofendidos. En esas quejas hay, sin duda,
muchas exageraciones, pero si nos paramos a pensar en lo ocurrido e incluso
en lo que está sucediendo, son naturales.
Hace poco estuve en Praga y allí, en el Museo Estatal judío, vi una sala
donde en unas losas que recubrían las paredes se habían esculpido los
nombres de trescientos mil judíos de Checoslovaquia asesinados por los nazis.
Al lado hay un antiguo cementerio judío; las losas de las tumbas, en pie
durante siglos, de astrónomos o de hombres justos parecen un pueblo
sublevado por la ira. Me fui de allí y estuve reflexionando largo rato: ¿cuándo
comprenderán todos los pueblos, todas las personas, el mundo espiritual de
los judíos que han sobrevivido al genocidio nazi? Sin duda lo harán, pero no
mañana ni pasado mañana.
13

En junio de 1957, a invitación del embajador en Atenas M. G. Serguéiev, viajé


a Grecia junto con S. V. Obraztsov, B. N. Polevói, el helenista A. A. Beletski y
el arquitecto M. V. Posojin. Los viajes en grupo no siempre son fáciles, pero
mis compañeros de viaje resultaron ser buenos camaradas, todos
comprendíamos nuestra misión: esforzarnos en pulir las buenas relaciones con
los intelectuales griegos. Obraztsov conversó con directores y actores,
Polevói con periodistas, Beletski con científicos, Posojin con arquitectos y yo
con escritores. Naturalmente, también mantuvimos encuentros con personas de
otras profesiones. Yo conocí a políticos de diferentes partidos y estuve en
reuniones de dos organizaciones que trabajaban en favor de la paz pero
estaban enemistadas entre sí: para unos el EDA (unión Democrática de
Izquierdas) para otros los liberales, eran un espantajo mucho más terrible que
todas las bombas de hidrógeno del mundo.
Gran parte del arte antiguo me pareció nuevo; aunque era la tercera vez
que visitaba Grecia, no había estado ni en Micenas ni en Creta. Entregué una
crónica sobre las lecciones de la cultura helénica a una gran revista, pero el
redactor, asustado por el ruido suscitado por mis Lecciones de Stendhal,
percibió en las páginas dedicadas al arte de Bizancio cierto significado oculto
entre líneas. Incluí un ensayo sobre Grecia en un libro de crónicas y ahora no
voy a repetirme. Además, la época en que vivimos no contribuye mucho a la
reflexión sobre las causas del hundimiento de la civilización micénica: cuando
escribo este capítulo el mundo asiste alarmado al golpe militar en Atenas, que
de alguna manera me recuerda al golpe ejecutado por la soldadesca española
en 1936. Según los periódicos franceses, a muchos de los escritores griegos
que conocí (algunos de los cuales son amigos desde hace diez años) los han
arrestado. Mis pensamientos regresan involuntariamente al trágico destino de
la Grecia actual.
Recuerdo que dos personas admirables, Yves Farge y Paul Éluard, me
hablaron del valor de los partisanos griegos. Cuando estuvieron en Grecia, el
resultado de la guerra civil estaba ya decidido y los defensores del monte
Grammos combatían sabiendo que les aguardaba una muerte segura. En otoño
de 1949 el oro y el acero tomaron la cima. A algunos partisanos los fusilaron,
a otros los enviaron a las islas de la muerte: Makrónisos, Agios Efstratios. En
1957 vi a los primeros que habían regresado: no los habían rehabilitado, ni
siquiera les habían amnistiado, estaban de vacaciones, no tenían derecho a
cambiar de residencia y debían presentarse regularmente en la comisaría de
policía. Entre ellos había poetas y pintores. Contemplé largo rato unos dibujos
hechos en trozos de papel de embalar: personas en un campo de concentración;
escuché versos en un idioma ininteligible, me pareció que estaban dedicados a
un amor desesperado, pero me los tradujeron: eran versos sobre el pan, la
lealtad, un trago de agua, la libertad perdida.
Mientras visitábamos la Acrópolis, uno de los escritores jóvenes me
presentó a Manolis Glézos. ¿Qué puedo contar de él? Todos saben que, en
1941, el veinteañero Manolis se encaramó a la Acrópolis donde ondeaba la
bandera del Tercer Reich, la arrancó e izó la bandera de Grecia. Hitler ordenó
capturar al insolente y ejecutarlo, pero no lo atraparon. Participó en la
Resistencia y supo esconderse, fue sentenciado a muerte en rebeldía. Después
de que Grecia expulsara a los nazis, las nuevas autoridades, apoyadas por los
nuevos ocupantes, arrestaron a Glézos y lo sentenciaron a muerte, pero ante las
protestas en Europa occidental conmutaron la pena de muerte por la de cárcel.
En 1951 los atenienses eligieron a Glézos como diputado, las elecciones
fueron declaradas nulas. Ahora ha sido arrestado de nuevo y su vida vuelve a
estar en peligro. Junto a las columnas del Partenón, que parecían seguir
hablando de la sabiduría, la belleza y la armonía, conversé con una persona
agradable y tímida, cuyo destino había sido dictado por la Acrópolis y resultó
ser incompatible con ella. Me habló, claro está, no de la arquitectura clásica,
sino de cómo consiguió arrancar la bandera con la esvástica.
Con un escritor cuyos libros yo conocía y adoraba, Nikos Kazantzakis, no
quiso el destino que me encontrara. Su mujer me escribió diciéndome que
quería conocerme, pero cuando él estuvo en Moscú, yo me encontraba en
Grecia. Murió un año después. Sus libros son famosos mucho más allá de las
fronteras de Grecia, en especial su novela Cristo de nuevo crucificado. En
ella habla del destino de los campesinos pobres en una aldea de Anatolia pero
también del destino de Grecia: a Cristo lo crucifican durante siglos, milenios.
Kazantzakis murió a los setenta y cuatro años. El poeta Kostas Varnalis
tiene ahora ochenta y tres. Somos amigos desde hace más de treinta años,
cuando fuimos en un barco soviético desde Odesa al Pireo. Varnalis había
venido al Primer Congreso de Escritores Soviéticos. De muchos amigos
griegos no voy a decir nada; no quiero contribuir al trabajo de los sabuesos de
la junta militar, quienes se jactan de un más que dudoso humanismo: a primera
hora de la mañana sólo habían arrestado a seis mil quinientos «comunistas» a
los que tenían intención de retener en las islas desiertas. Pero de Varnalis todo
se sabe: es poeta, recibió el Premio Lenin de la Paz. Estuvimos tomando vino
en una taberna del Pireo. Estaba casi sordo pero, como el profeta de Pushkin,
oía la hierba crecer y el corazón lejano latir.
Poco antes de partir fuimos a Delfos con unos escritores griegos. En la
Grecia Antigua, Delfos era el templo de Apolo, dios del sol y de las artes.
Durante las fiestas en Delfos se interrumpían todas las acciones bélicas. Allí,
a los pies del monte Parnaso, junto a la célebre fuente de inspiración, nos
juramos observar la paz y la amistad. Entre los escritores, mayores y jóvenes,
estaba el alto y robusto Stratis Mirivilis. Había visitado Moscú. No es un
joven voluble, sino un académico de setenta y cinco años. Ha combatido
mucho, sabe que la Primera Guerra Mundial, que después de Hiroshima nos
parece una «guerra cortesana», también fue terrible; ha vivido mucho, conoce
la desdicha humana. Me dijo: «No hay que alzar la voz ni en el arte ni en la
vida. No sabemos sobre qué profetizaban las pitonisas, pero estos
bajorrelieves exigen contención voluntaria. Nuestros gobernantes —y al decir
esto estuvo a punto de escapársele una risita maliciosa—, y no sólo los
nuestros, no se distinguen por su sencillez, pero muchas cosas dependen de
gente que ni siquiera tiene derecho a gobernar su propia casa».
Entablé amistad con el gran poeta Yannis Ritsos. Pertenece a una
generación más joven, tiene ahora cincuenta y ocho años, cinco se los robaron:
de 1948 a 1953 estuvo preso en la isla de la muerte. Hace un año me envió un
libro, una traducción al griego hecha por él de mi poemario El árbol. Cuando
estuve en Atenas, se iniciaba la tragedia chipriota y me leyó el fragmento de un
poema sobre un conductor chipriota que, metido en una cueva, rechazó durante
dos días a un batallón de soldados ingleses; contenía estos versos: «¿Con
quién hablar? ¿Quizá con este caracol? Se desliza por la roca. Capillas a la
espalda. ¿Contárselo a él? Pero no oirá, tiene su propia capilla, guarda
silencio. Tengo veintinueve años, quiero vivir».
Recuerdo el encuentro con uno de los dirigentes de la resistencia chipriota,
el arzobispo Makarios, que poco antes había sido liberado por los ingleses: lo
deportaron a una isla lejana (al parecer, todos tienen su isla). Yo pensaba que
me encontraría con un monasterio, pero el arzobispo me recibió en una casa
pequeñita; fumaba y hablaba de una manera completamente mundana. Lo
llamaron por teléfono y, al regresar, me informó de una nueva condena de
muerte dictada por los ingleses en Chipre; añadió en voz queda: «Estos
opresores ya no se avergüenzan de nada».
Todos saben que Byron quiso combatir junto con los griegos sublevados y
que murió en Mesolongi. Era un poeta inglés, pero a los gobernantes de
Inglaterra no les preocupaba la sangre griega. Durante más de cien años
Grecia fue una colonia secreta de Gran Bretaña. Los ingleses entregaron a los
griegos un rey, un príncipe bávaro, y cuando la dinastía bávara quedó
definitivamente comprometida, la sustituyeron por una danesa, a la que se
sumó la germana: la madre del joven rey Federico es nieta del emperador
Guillermo II. En Dinamarca los reyes se comportaban de forma tranquila,
pero, al llegar a Grecia, los daneses se transformaron, empezaron a
inmiscuirse activamente en la vida política, se aliaron con el ejército y
claramente perdieron de vista el siglo en que vivían. En la zona de Irodou
Attikou, donde abundan el lujo y el escándalo, solían encontrarse el rey de
Grecia y el embajador de Estados Unidos. Es poco probable que la revuelta
les pillara por sorpresa.
El cambio de guardianes se produjo en 1947; la decisión del presidente de
Estados Unidos podría haber sido calificada de «manifiesto» o de «encíclica»,
pero los estadounidenses tienen propensión al lenguaje universitario y Truman
bautizó a sus pretensiones con el nombre de «doctrina». Los ingleses se
retiraron discretamente a un segundo plano, no porque hubieran recordado los
versos de Byron, claro está, sino porque el país de los colonizadores
seculares se había convertido en una base semicolonial de Estados Unidos.
Mencionaré mi relación con el líder del Partido Liberal, Georgios
Papandreu, que siete años después se convirtió en primer ministro, fue
destituido por el rey y ahora se encuentra bajo arresto en un hospital. A su
hijo, el diputado Andreas Papandreu, la junta militar lo amenaza con
enjuiciarlo «por traición a la patria». Papandreu padre me recibió en su casa,
me invitó a tomar un café en la terraza y luego me propuso que paseáramos por
el jardín. Florecían rosas nuevas, despreocupadas y dulces. Papandreu me dijo
que no le gustaban ni los comunistas ni el partido de izquierdas EDA, pero que
se alegraba de haberme visto: Grecia quería vivir en paz y comerciar con la
Unión Soviética. Hablamos tranquilamente de esto y de aquello, de que en
Grecia hay unas aceitunas magníficas, de que el primer ministro de derechas
Karamanlis molestaba a los estudiantes sin motivo, de que los liberales debían
obtener la mayoría absoluta en las elecciones para formar gobierno sin ayuda
de la izquierda ni de la derecha. Al final de la conversación Papandreu me
aclaró que no había querido hablar conmigo en casa porque no estaba seguro
de que los diligentes policías no hubiesen colocado micrófonos. Le di las
gracias a mi anfitrión por su amable recibimiento.
Es completamente posible que la junta militar considere no sólo a
Papandreu hijo sino también a Papandreu padre «procomunistas». Los
generales españoles llamaban liberal a Azaña y «rojos» a los autonomistas
catalanes y a los vascos católicos: tales son las tradiciones de los
levantamientos militares.
El Partido Comunista de Grecia fue prohibido. Hasta 1956 dicho partido
había pecado de sectario. Un pintor que había pasado muchos años en una isla
presidio me contó que un dogmático amenazó a un insumiso que estaba
leyendo una traducción griega de El deshielo con privarle de la ración de
agua. Parece un chiste malo. Cuando estuve en Grecia, los jóvenes comunistas
hablaban alegres de las transformaciones ocurridas. (Mucho después leí
acerca del VIII Congreso del Partido Comunista de Grecia, en el que se
reprobó la política del secretario general, quien había impedido una alianza de
las fuerzas de izquierda del país).
EDA era una auténtica alianza de diferentes grupos y partidos de
izquierdas. Vi a muchos de sus diputados: uno era un burgués importante y
tenía influencia en círculos de negocios; otro era socialista; un tercero, radical
en el sentido francés de la palabra; un cuarto, comunista; un quinto aristócrata
de los antiguos monárquicos. Uno hubiera pensado que no podían llevarse bien
los unos con los otros, pero en Grecia todo es posible: se entendían.
No he mencionado España por casualidad; al hablar del último
pronunciamiento en Atenas, muchas veces me ha venido a la mente Castilla la
Vieja o Aragón. Y no sólo por el paisaje: a la verde Grecia Clásica hace
mucho que la destruyeron los conquistadores, desde los antiguos romanos
hasta los nazis: los bosques no ayudan a que se mantenga el orden. Rocas
rojizas, casitas de piedra pegadas a la ladera de una montaña, un sol de
justicia: todo esto emparenta a Grecia y España. Pero también guardan
parecido los caracteres de sus pueblos. En ambos países la burguesía me dejó
perplejo por su ignorancia, por su amor al espantoso relumbrón, al salvajismo
político, pero los campesinos griegos pobres, al igual que los aragoneses o los
castellanos, aprecian la conciencia mucho más que el dinero.
Muchos tienen la idea de que los griegos son negociantes, como los judíos
o los armenios. Es difícil decir en qué se basan estas ideas equivocadas, quizá
en la fabulosa riqueza del solitario Basil Zaharoff, uno de los reyes del
petróleo; tal vez en el vagabundo que se afana en endilgar a un lord inglés un
fragmento de Tanagra, en la dinastía de banqueros Rothschild, en los
desdichados vendedores de arenques y pepinillos en salmuera de un gueto de
Nueva York, en la riqueza real aunque puede que ilusoria de una decena de
armenios en París, en El Cairo, en Estados Unidos, o en el refrán sobre lo
ingeniosos que son los armenios. Todo esto es absurdo, un intento de explicar
el infortunio propio con artimañas, echándole la culpa a un extraño. El
desprecio de los campesinos griegos pobres por el dinero es enorme: se
alimentarán de lo que tengan, se emborracharán y, tranquilamente, le darán la
espalda al dinero.
Una tarde decidimos ir sin los amigos griegos (A. A. Beletski conocía muy
bien no sólo el griego clásico, sino también el moderno) a una de las barriadas
pobres de Atenas, sentarnos en la calle, junto a una taberna, y echar un vistazo
a una tarde habitual de la gente corriente. La miseria allí era terrible, era uno
de los suburbios altos construidos después de la guerra perdida contra
Turquía, cuando Grecia, de acuerdo con el tratado de paz, tuvo que aceptar a
un millón y medio de griegos expulsados de Asia Menor. Allí no se veían ni
los lujosos palacios pseudoclásicos de la calle Irodou Ittakou o de la calle
Reina Sofía, ni los rascacielos y las casas del centro de la ciudad desprovistos
de estilo o de personalidad, ni los brillantes escaparates de las tiendas; no,
allí había chabolas y barracones, multitud de niños en las calles, el olor a
aceite de oliva mezclado con el hedor de la suciedad. Nos sentamos a una
mesita colocada en una calzada desierta y pedimos al dueño de la taberna que
nos diera una botella de retsina (así se llama el vino mezclado con resina para
que no se agríe, es la bebida de toda Grecia, excepto de Creta, donde el vino
está libre del sabor a resina). El dueño me observó largo rato, después trajo la
botella y llamó a su vecino, que también se quedó mirándome fijamente; tras
intercambiar susurros entre ellos, el dueño le preguntó por fin a Andréi
Aleksándrovich Beletski si era verdad que con él estaba el escritor soviético
Iliá Ehrenburg. Un cuarto de hora después nuestra mesa estaba inundada de
tomates, pepinos, embutido, botellas de vino: todo lo habían traído los vecinos
de la calle. Las madres nos presentaban a sus hijos. En una casa donde parecía
que no había ni muebles tenían libros, y me pidieron que firmara ejemplares
de El deshielo gastados por la lectura. Todo era indescriptiblemente
conmovedor, había un cariño y una generosidad que uno no encuentra en el
centro de Atenas. Nos dio la medianoche, quisimos pagar el vino al dueño,
pero éste empezó a agitar las manos enfadado. ¿Cómo íbamos a ir al hotel?
Habíamos tardado casi una hora en llegar hasta allí, estábamos lejos.
Llamaron a un taxi, no se sabe cómo ni cuándo. Al llegar al hotel quisimos
pagar al conductor, pero éste nos dijo: «Sus amigos de arriba ya lo han
pagado». Esta velada la ha descrito Borís Polevói, pero yo no podía dejar de
recordarla al escribir sobre Grecia.
Hace poco vino a verme una estudiante que quería dedicarse al estudio de
Stendhal. Ambos estuvimos comentando que al autor de Rojo y negro le
entusiasmaban las tormentas políticas del siglo. De una forma algo inesperada
la estudiante me dijo: «Pues, ¿sabe?, a mí la política me deja fría». Después
empezó a decir que no importaba dónde estuviera el capitalismo, lo principal
era cómo es la gente, buena o mala, pero que simplemente no tragaba la
política.
¿Acaso pueden compartir los sentimientos de la estudiante los habitantes
de Vietnam, ya sea un apasionado de Stendhal o un budista sapientísimo?
¿Acaso dirá un pintor español o un poeta griego que no está de humor para la
política? La gente que habla sobre la belleza, sobre la armonía, que suspira
decorosamente en las exequias, no se olvida en absoluto de la política, de la
suya, claro: lanzan bombas sobre ciudades vietnamitas, fusilan a estudiantes en
San Sebastián y meten en la cárcel al poeta Yannis Ritsos. Éstas son las
lecciones de Grecia: por más que albergara dudas y ambigüedades, sé
firmemente que la conciencia no soporta que se pisotee una y otra vez la
justicia, la dignidad humana, la libertad.
14

El 15 de enero de 1958 falleció E. L. Shvarts.


En Leningrado se publicó la colección «Nosotros conocíamos a Evgueni
Shvarts»: una serie de recuerdos de escritores, en gran parte de Leningrado,
que durante muchos años habían tratado a Evgueni Lvóvich y realmente lo
conocían. Lamento mucho haberle conocido tarde, nos vimos poco, en 1944
intenté salvar su obra El dragón, le recuerdo en mi casa de Moscú (le gustaba
el asado de cordero al estilo francés, relleno de ajos), nos encontramos
también en Leningrado en casa de O. F. Bergholz, de G. M. Kózintsev, venía a
verme al hotel, pero todo eso fue poco para llegar a conocerle, y si estoy
escribiendo sobre él no es porque repare en algunos rasgos suyos que otros no
descubrieron, sino porque le quería. (He conocido bien a algunos escritores, a
menudo he quedado con ellos, en ocasiones han entrado en mi vida, pero no
han cruzado el umbral de este libro).
Casi siempre los individuos que han logrado hacer reír a millones de
personas son lúgubres. Podemos recordar las descripciones que de N. V.
Gógol hacían sus contemporáneos, podemos —y esto queda mucho más
cercano— reflexionar sobre el carácter de M. M. Zóschenko. En un
determinado momento ambos tuvieron frases de desdén para sus maravillosas
obras e intentaron, sin resultado, escribir libros de moral elevada. E. L.
Shvarts no se parecía a ellos: aunque también sabía suscitar sonrisas, era un
hombre jovial, sociable, le gustaba hablar, bromear, ir de visita, comía y bebía
mucho y todos lo recordarán como un interlocutor alegre. Sin embargo, no era
esto lo que me atraía de él, sino su bondad y su profunda y permanente pena;
ésta más bien la ocultaba, nunca molestaba, pero yo la sentía constantemente.
No siempre las bromas de Evgueni Lvóvich eran alegres. Recuerdo una
tarde, poco después del final de la guerra, en casa de O. F. Bergholz. Durante
mucho rato estuvimos deliberando sobre lo que supondrían algunos cambios
en la composición del gobierno. Shvarts permaneció callado. Después, con
una leve sonrisa, dijo: «Amigos, no importa dónde estemos sentados, siempre
que no sea a la sombra». Fue inesperado y, claro, nos echamos a reír, pero fue
una risa triste.
En otra ocasión en que le estaba dando noticias de Moscú, dije que sobre
el Teatro de Cámara volvían a cernirse tormentas. Shvarts se puso triste;
simpatizaba con A. Y. Taírov y, además, un ataque de fuerzas hostiles al arte
no podía sino entristecerle. Pero cinco minutos después no pudo resistirse y
empezó a declamar unos versos burlones de A. K. Tolstói: «Han atrapado a
Taírov. ¡Regocíjate, patria! Han atrapado a Taírov. Le cortarán la nariz».[1]
Después se puso a razonar: «Por supuesto, Aleksandr Yákovlevich no
conocía estos versos cuando eligió su pseudónimo artístico. En general, los
pseudónimos son un asunto peligroso. Lidin[2] es un buen pseudónimo, Pushkin
dice “se reía Lidin, su vecino, un terrateniente de veintitrés años”. Pero
Andréi Bieli[3] se volvió casi rojo; Demián Bedni[4] vivió, a nuestro entender,
en la opulencia. A Artiom Vesioli[5] lo metieron en la cárcel, algo nada
alegre».
Íbamos por una calle de Leningrado hacia una librería. Shvarts estaba
alegre, como siempre. Me preguntó cuál era mi escritor ruso preferido.
Respondí que Chéjov. Evgueni Lvóvich se detuvo y me dedicó una reverencia
ceremoniosa, cual cortesano de uno de sus cuentos: «¡Le aplaudo! Chéjov
gusta, probablemente, a millones, pero a millones de solitarios. Sin embargo,
Lev Nikoláievich gusta a las divisiones, a los colectivos potentes, a las
familias unidas».
Cuando en 1948 se produjo la contienda contra «el servilismo», Shvarts
relató lo que habíamos descubierto y añadió: «En casa de Chéjov un patriota
dice: “Los macarrones rusos son mejores que los italianos”. Antón Pávlovich
ha previsto muchas cosas. También nosotros vimos el cielo repleto de
diamantes[6] en 1941, en el tejado».
Le hablé largo y tendido a Shvarts de la casita de Andersen en Odense, de
sus maletas, de sus paraguas gigantescos; me interrogó con todo detalle, como
si estuviéramos hablando de la casa de un antepasado suyo. Y después dijo:
«Los daneses han criticado con dureza a Andersen. Es una vieja costumbre…
Por lo general a los reyes no les gusta que se les muestre en cueros, es
comprensible, básicamente es incómodo».
Shvarts era un cuentista innato y, para alegría suya, durante muchos años
fue calificado de «escritor infantil», aunque a menudo sus cuentos sólo fueran
comprensibles para los adultos. Nuestros niños tuvieron suerte y, digo esto sin
ironía, más bien con orgullo, incluso en los años más negros conocían los
campos para pioneros pero no sospechaban de la existencia de otros campos.
Para los escritores «infantiles» todo era más fácil que para aquellos que
escribían claramente para los adultos. Cualquier pedagogo torpe siempre es
menos temible que un juez instructor. Una vez Shvarts hizo un chiste a
propósito de ello: «Mejor suspender un examen que acabar con el cuerpo
suspendido». Recuerdo que en el Segundo Congreso de Escritores uno de los
cuentos de Shvarts fue calificado de «vulgaridad perjudicial». Evgueni
Lvóvich estaba enfermo y a duras penas soportó la ofensa. Pero fue como el
pinchazo tonto de un alfiler, ni con una lanza le hubieran atravesado. En ese
mismo congreso O. F. Bergholz salió en su defensa.
Evgueni Lvóvich tuvo, no obstante, disgustos duraderos y melancólicos.
Estoy pensando ahora en su obra de teatro El dragón, que considero lo más
grande de todo cuanto escribió. La empezó antes de la guerra y la terminó en
Dusambé en 1943. Un año después N. P. Akímov la representó en Moscú. La
obra fue autorizada por el comité principal de repertorios, y aprobada por
todos cuantos debían dar su visto bueno, pero después de la primera función la
prohibieron repentinamente.
Nunca me había inmiscuido en las decisiones del comité de asuntos
artísticos: no creo que el arte tenga «asuntos» que puedan administrar personas
bastante alejadas del arte. Pero esta vez no me contuve y fui a una reunión del
comité dedicada a El dragón. No hablé ni de arte ni de la verdad eterna a la
que estaba dedicada la obra de Shvarts. La guerra seguía su curso, la reunión
se celebró el 30 de noviembre de 1944, dos semanas antes de que nuestras
tropas penetraran en la Prusia Oriental. Dije que El dragón era un golpe
contra la moral de todos los valedores encubiertos del fascismo. Defendió la
obra N. F. Pogodin, habló de ella con pasión S. V. Obraztsov. Ninguno de los
presentes tuvo un reproche para Shvarts. El presidente del comité parecía
escuchar con atención, pero nuestras miradas se encontraron por casualidad y
comprendí la vanidad de nuestros discursos. En efecto, en la conclusión dijo
que de las distintas opiniones se deducía que había que reflexionar más sobre
la obra. Él sabía perfectamente que la reunión era una formalidad. El dragón
fue puesto en escena dieciocho años más tarde, cuatro después de la muerte de
su autor.
Evgueni Lvóvich siempre se torturaba con los últimos actos de sus obras,
le costaban mucho esfuerzo. Quería que fueran representadas, pero no lo
consiguió siempre, ni mucho menos. En El dragón introdujo muchas
modificaciones; por ejemplo, suprimió un recuerdo conmovedor sobre el
dragón muerto. (No recuerdo el texto con exactitud, pero en la primera versión
había un señor que evocaba con tristeza que, cuando el dragón soplaba sobre
la ciudad, se podían cocinar huevos fritos sin encender fuego). Sin embargo, ni
corregido el cuento quedaba descolorido. Una vez más me convencí de que un
escrito artístico sobre un tema de actualidad, si ha sido creado por un
auténtico artista, nunca muere.
Hace poco se ha publicado una novela fantástica de M. A. Bulgákov, El
maestro y Margarita, escrita hace treinta y cinco años. Jershalaim es una
ciudad viva, y los capítulos dedicados a Poncio Pilato los leí como una
narración excelente sobre un contemporáneo nuestro, pero los capítulos que
representan satíricamente la vida moscovita de la década de 1920 han
quedado, a mi parecer, anticuados. El dragón de Shvarts no depende de qué
canciller haya ahora en Alemania Occidental, y la obra, creo, emocionará
incluso a nuestros nietos. En ella se habla de una ciudad que lleva
cuatrocientos años bajo el dominio de un dragón. Cada año el dragón mata a
una joven, y el padre de la próxima víctima dice: «Nuestra ciudad es muy
tranquila. Aquí nunca ocurre nada… La semana pasada hubo un viento muy
fuerte, es verdad. En una casa por poco se derrumba el tejado. Pero no es un
suceso muy importante». El caballero andante Lancelot se sorprende: «¿Y el
dragón?». «Ah, eso, es que estamos tan acostumbrados a él… Es tan bueno…
Cuando el cólera amenazaba nuestra ciudad, a petición del médico local sopló
su fuego sobre el lago y su agua hirvió. Toda la ciudad bebió el agua y se
salvó de la epidemia… Le aseguro que el único modo de librarse de los
dragones es tener uno propio». El gato entiende por qué su amo y la niña están
alegres la víspera de su muerte: «Lo más triste de la historia es que están
sonriendo». La muchacha condenada cuenta que, después de su muerte, los
vecinos no comerán carne durante tres días, «acompañarán el té con unos
bollos especiales llamados “pobre niña” en mi memoria». El hijo del alcalde
llama al dragón «dragoncito, dradra». El alcalde, como un adulador
experimentado, le dice a su hijo: «¡Vencerá, mi niño! ¡Vencerá, bestia mágica!
¡Alma de pajarito! ¡Volador afanoso! ¡Ah, cuánto le quiero!… ¡Anda, ve a
contárselo al dragón!». El padre sabe que el hijo ha sido enviado por el
dragón y, enternecido, le dice: «¡Ay, sólo te tengo a ti, ay, mi pequeño espía!…
Estás haciendo carrera, pequeñajo…». El dragón recibe a Lancelot con
desprecio: «Las almas humanas, querido, son muy vivaces. Partes un cuerpo
por la mitad y el hombre la palma. Pero si rompes su alma, se volverá
totalmente dócil… Almas mancas, almas cojas, almas sordomudas, almas
valiosas, almas sabuesas, almas condenadas. ¿Sabes por qué el alcalde se
hace el loco? Para ocultar que no tiene nada de alma. Almas rotas, almas en
venta, almas consumidas, almas muertas».
Al final, por supuesto, la obra acaba bien: en un cuento en el que hay un
dragón, un gorro mágico y una alfombra voladora, un final malo sería tan
absurdo como un desenlace feliz en Anna Karénina o en Madame Bovary. A
Shvarts le criticaban no por sus finales, sino por sus inicios. Evgueni Lvóvich
decía bromeando: «¿Sabe por qué han prohibido El dragón? Libera la ciudad
un tal Lancelot, quien asegura ser pariente lejano del famoso caballero amante
de la reina Ginebra. Pero si en su lugar hubiera mostrado a Tito Ziablik,
pariente lejano de Aliosha Popóvich, todo habría sido más fácil». Pero
quienes habían prohibido la obra tenían razones bastante más sólidas: Shvarts
atacaba el despotismo, la crueldad, el conformismo, la adulación. Las almas
«tenaces» se irritaron: en 1944 aquello no era oportuno.
E. L. Shvarts no sólo fue un gran artista, sino, ciertamente, una buena
persona. La bondad, en contra de la opinión de muchos, es una cualidad más
bien escasa.
Poco antes de morir Shvarts escribió la adaptación de Don Quijote para el
director de cine G. M. Kózintsev. Todos los episodios de la película fueron
creados por Cervantes, pero en la película no hay ni una sola frase copiada de
la novela: los diálogos fueron escritos por Shvarts. El Don Quijote de Shvarts
y Kózintsev se diferencia en gran medida de esa imagen del Caballero de la
Triste Figura difundida en nuestro país y que corresponde con la concepción
de los españoles Miguel de Unamuno y Antonio Machado: don Quijote y
Sancho son dos manifestaciones de una misma persona y no se puede separar a
Dulcinea de Aldonza; el realismo crudo ligado al eterno romanticismo.
Vi Don Quijote en Estocolmo y sentí cómo se deshelaban los reservados y
silenciosos suecos. Y cuando al morir don Quijote se despide de «la dama de
su corazón», cuando monta de nuevo a Rocinante y Sancho en su burro para
continuar el viaje, estaba tan conmovido que tardé un rato en recobrarme.
¿Qué puedo añadir a esto? Cuando Evgueni Lvóvich cumplió sesenta años,
lo felicité y recibí en respuesta una afectuosa carta. Ya antes me había fijado
en que las manos de Shvarts temblaban con frecuencia; durante su último año
de vida este síntoma, al parecer, se agravó. Miro la hoja con letras grandes
que se estremecen como las figuras humanas en los dibujos de Giacometti. Así
podría haber firmado don Quijote golpeado por los «realistas» o Lancelot
mortalmente herido.
15

Durante doce años, desde 1954 hasta 1966, fui diputado de diferentes zonas de
Latgalia, ocho de ellos por la ciudad de Daugavpils y los distritos vecinos.
Probablemente me tocaron estas secciones electorales porque en ellas vivía
gente de diversas nacionalidades: rusos, latgalianos, judíos, polacos,
bielorrusos, lituanos; en casi todas partes se hablaba ruso. Cuando llegué,
antes de las elecciones, a una aldea de viejos creyentes cerca de Daugavpils,
los koljosianos, barbudos y parecidos a los campesinos rusos de antes de la
revolución, me recibieron con una bandeja en la que había pan y sal. Decían:
«Gracias, señor, ¡han enviado a un ruso!». (Yo era «ruso», a diferencia de los
letones).
Un diputado del Soviet Supremo no debe gastar sus energías en las
sesiones cortas, donde escucha y vota, sino distribuirlas a lo largo del año:
atiende las peticiones de las autoridades locales y, con mucha más frecuencia,
las de votantes ultrajados por el destino; es abogado, intermediario,
representante. En Daugavpils pasé muchas fatigas y, al recordarlo, todavía
siento los chichones en la frente, tanto de las paredes que conseguí derribar
como de las que no). Resulta difícil calificar esta ciudad de próspera y
tranquila. Ha cambiado varias veces de denominación; en otro tiempo fue
Nevguin, después Dinaburg, luego Dvinsk y, tras la adhesión de Latgalia a
Letonia, pasó a llamarse Daugavpils. La han gobernado diferentes autoridades:
caballeros de la Orden de Lituania, la Rzeczpospolita, reyes suecos,
gobernadores rusos, el Soviet de Diputados obreros, la aizsargi de Ulmanis y,
finalmente, el gobierno soviético.
En la fortaleza de Dinaburg se consumió Wilhelm Küchelbecker Kiujlia,
sobre cuyo destino supimos al leer la novela de Tiniánov. En la ciudad
castrense vi una placa conmemorativa que recordaba esa vieja tragedia.
Durante casi un siglo y medio Dvinsk fue cabeza de distrito del gobierno de
Vítebsk y, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, estaban inscritas en el
censo ciento doce mil personas, más que en la Vítebsk provincial. Nunca
estuve en el Dvinsk de antes de la revolución y la juzgo por los libros y los
relatos de los antiguos habitantes. Un jubilado de Daugavpils recordaba
entusiasmado el año 1905: «Sabe, era un hervidero. Mítines de la mañana a la
noche. Recuerdo que tomó la palabra un bolchevique de nombre Aleksandr
(usaban nombres falsos), que se burló del zar como si fuera un pollito. Los
bolcheviques tenían un club adonde íbamos todos, incluso los soldados de la
fortaleza. Allí estaba el camarada Mefodi, sí, si ocurría un suceso
escandaloso, no iban a ver al comisario de policía, sino a Mefodi, ¡palabra de
honor! Cantábamos “A la lucha sangrienta, sangrada y justa, un paso, un paso
adelante, pueblo obrero…”.[1] Los mítines se organizaban en la plaza, en el
teatro, en la sinagoga. El rabino llegaba corriendo, gritaba “¡basta!”, pero no
había manera». (Después me enteré de que Mefodi era D. Z. Manuilski, con
quien había coincidido de joven en París).
Según datos oficiales, en 1914 había en Dvinsk cuatro teatros y tres cines.
El primer teatro ruso de Dinaburg se inauguró en 1857; un empresario, el
también actor Medvédev, escribió que Dinaburg era «la ciudad más pobre y
sucia de Rusia», pero los aficionados se encaminaban hacia el teatro por las
calles a oscuras.
Un tercio de los habitantes de la Dvinsk prerrevolucionaria era judío. Seis
semanas antes del inicio de la Primera Guerra Mundial llegó a la ciudad
Sholem Aleijem, que leyó sus relatos en el teatro. Escribió a uno de sus
amigos: «Recibimiento como el de Dvinsk no lo he visto en ninguna parte. La
estación estaba repleta de jóvenes judíos y habían cubierto de flores […], todo
el camino del vagón al coche. [… ] Los oficiales, los gendarmes, los policías
estaban extraordinariamente sorprendidos. Unos decían que había llegado un
famoso rabino, otros que seguramente se trataba del Chéjov o del Gorki de los
judíos». Asistió tanta gente a la velada que hubo que repetirla.
En Dvinsk nacieron los literatos soviéticos L. I. Dobichin, A. T. Kónonov
y Aleksandr Isbaj. Según la Enciclopedia Literaria, Dobichin —autor de tres
libros— era un escritor de talento, pero la crítica lo acusó de que «cargaba las
tintas lúgubremente al describir la realidad». En 1936, sin esperar la decisión
relativa a los traslados, Dobichin, que tenía cuarenta y dos años, se suicidó.
No sé cómo se desarrolló la vida de Kónonov. En cuanto a Isbaj soportó
muchas penas, lo acusaron de «cosmopolitismo» y lo enviaron a un campo de
concentración, donde los benderovtsy, que a su vez no apreciaban a los
«cosmopolitas» lo amenazaron de muerte; sin embargo, regresó con vida y
conservó su entusiasmo de antiguo komsomol.
Entre los años 1919 y 1940 Daugavpils decayó. Quedaron cuarenta mil
habitantes, se fueron los artesanos, los comerciantes, cerraron muchísimas
fábricas. La Gran Enciclopedia Soviética dice que, en tiempos de Ulmanis,
Riga consideraba a Latgalia «un país semicolonial». No se construyeron
edificios, excepto uno que debía demostrar a los habitantes de Daugavpils el
poder de Letonia; era un edificio con dos grandes salas —un teatro y una sala
de conciertos—, una piscina para practicar natación, un hotel y un museo. No
había crisis de vivienda, pues la población se había reducido hasta quedar
sólo un tercio.
Durante la guerra se destruyeron por completo mil seiscientas ochenta y
siete casas habitables y parcialmente mil cuatrocientas noventa. En 1914, en
Dvinsk, había seis mil trescientas casas habitables. Después de la Guerra
Patriótica dos tercios de las casas habían sido destruidas. Y la población
empezó a crecer. La verdad es que había menos oriundos de la ciudad. A los
judíos que no habían tenido tiempo de marcharse (Daugavpils fue ocupada por
los nazis el cuarto día de guerra) primero los trasladaron al gueto y después
los asesinaron en uno de los suburbios. Parte de los funcionarios de Ulmanis
huyeron a Suecia. En cambio, muchos soldados desmovilizados se
establecieron en Daugavpils: a uno los nazis le quemaron la casa; a otro le
mataron a la familia; un tercero, que se había desacostumbrado durante los
años de la guerra a la vida anterior, intentó instalarse en un lugar nuevo.
Cuando a principios de 1954 llegué por primera vez a Daugavpils, muchas
familias se hacinaban en sótanos oscuros, en barracones, incluso en refugios
militares donde la gente se había escondido de las bombas. A cada persona le
correspondían cuatro metros cuadrados de superficie habitable, poco más de
lo que le corresponde a un difunto en el cementerio.
Las casas destruidas fueron arregladas parcialmente. Los que tuvieron
suerte se las apañaron: unos recibieron un piso, otros se construyeron una
casita. En 1956 la media había subido a cinco metros por persona, en 1960 a
seis. Sin embargo, estas cifras no reflejaban la realidad: en la ciudad también
había quienes ocupaban pisos espaciosos y familias de cuatro o cinco
miembros que se ahogaban en seis metros cuadrados. Delante de mí no había
cifras, sino personas vivas que me esperaban desde bien temprano en el
vestíbulo. Casi todos los días recibía cartas con grandes letras torcidas que
clamaban: «Esto no es vida, estamos sufriendo y vamos a morir. ¡Sálvenos!».
Ahora tengo poco espacio debido a la gran cantidad de carpetas con cartas
de Daugavpils. Se apodera de mí una vieja angustia. He cogido al azar unas
decenas de ellas. L. Mickiewicz escribió: «Comprendo que usted también es
un hombre, aunque con muchos méritos». Contaba que vivía con su marido y
dos hijos en una habitación de once metros cuadrados, desde 1950 figuraba en
la lista de los más necesitados de vivienda y me escribía en 1958.
Dermidovich, un inválido, vivía en un desván de cinco metros cuadrados que
tenía una escalera vertical. Con él vivían su mujer y su hijo de cuatro años,
quien había caído dos veces por la escalera y había sufrido graves
magulladuras. En 1959 Dadikin, su mujer, sus dos hijos y un hermano se
instalaron en diez metros cuadrados. Sergueienko, portera del Instituto de
Pedagogía, vivía en casa de sus padres, donde se alojaban seis personas en
nueve metros cuadrados. El abogado Gein, de sesenta años, vivía con su
hermana mayor en un cuartucho; dormían por turnos en la única cama, pues no
había sitio para colocar otra, o a veces en taburetes; llevaba trece años en la
lista. Chumilova vivía en diez metros con su marido, enfermo de una
tuberculosis aguda, y sus tres hijos. En 1957 estaba en el número 689 de la
lista y en 1960 en el 676. «Según estas cuentas, conseguiré una habitación
treinta años después de mi muerte». Serguéieva habitaba una casa en ruinas: la
escalera se había derrumbado, la estufa no funcionaba; llevaba siete años
viviendo en esas condiciones. Pastore y su hijo vivieron durante seis años en
un cuchitril húmedo de cinco metros cuadrados. Escribí sobre ella, intercedí y
por fin le concedieron una habitación: «Ha salvado a mi hijo de una muerte
segura». Los ocho miembros de la familia Shútov se hacinaban en una
habitación ruinosa de cinco metros cuadrados. Demídov, actor del teatro
municipal, vivía junto con otros actores en una oficina de seis metros
cuadrados. Con ellos vivía una joven actriz que no pudo soportar aquellas
condiciones y se marchó a otra ciudad. La limpiadora Dmítrieva debía pagar
diez rublos al propietario de su rincón y ganaba treinta al mes. No tenía
marido, pero sí un hijo. Los Zhúkov y su hijo disponían de cinco metros
cuadrados, junto a la instalación de la cocina. Skreba, antigua resistente
durante la ocupación alemana, vivía con su marido y sus tres hijos en seis
metros cuadrados. A. A. Antsains escribió: «Vivo con mi madre, que tiene
setenta y tres años, en un cuchitril; tres hijos de mi madre murieron en la
Guerra Patriótica, el cuarto sufrió una contusión y quedó inválido. ¿No es
ridículo que en cinco años sólo hayamos avanzado cuatro puestos?». La
trabajadora de El Mueblista Rojo suplicaba: «No puedo vivir por más tiempo
con mi marido y un bebé de cuatro meses en una despensa». El marido de
Sozonenkova había muerto, ella trabajaba y recibía doscientos treinta rublos
(antiguos) al mes, de ellos pagaba sesenta al dueño de la habitación en la que
se alojaban y quince por la luz. Vivía fuera de la ciudad y el trayecto en
tranvía hasta su puesto de trabajo le costaba quince rublos; tenía un hijo
pequeño: «Me quedan ciento treinta y cinco rublos, nos resulta imposible vivir
con eso. Ahora es invierno, hace frío, no tenemos calefacción. ¿Qué vendrá
después?». A Mosliakova le dieron diez metros cuadrados, pero en una casa
en ruinas, con la estufa averiada y la puerta de cristal; con ella vivía su padre
de ochenta y tres años y un niño enfermo. Los pedagogos Semiónov y su hija
de ocho años vivían a cuatro kilómetros de la ciudad, en siete metros
cuadrados. Pero basta de contar metros cuadrados y medir la pena humana,
podría citar cientos de quejas similares, pero no estoy escribiendo un informe
al presidente del Comité Ejecutivo, sino un libro de memorias. Que el lector
se imagine en un metro cuadrado o dos no le hará tener ganas de leer unas
memorias, sino de ahorcarse, tal y como hizo un obrero de una fábrica de
Daugavpils.
En 1957, en un pleno del Soviet urbano, se tomó esta resolución: «El
Comité Ejecutivo del Soviet urbano ha incurrido en serios errores en la
distribución y asignación de superficies habitables. Con frecuencia las
viviendas se han concedido a los ciudadanos sin seguir el orden establecido.
Así, este año, de las ciento once familias que han recibido vivienda, cuarenta
y cuatro no constaban en la lista». Las autoridades locales me explicaron que
se veían obligadas a conceder pisos a los especialistas, a los trabajadores de
los soviets y del Partido que enviaban de Moscú y Riga. Probablemente
también se cometieron abusos. Propuse muchas veces que las listas en orden
estuvieran colgadas en la sede del Comité Ejecutivo, así todos podrían
comprobar a quién se le daba un piso o una habitación en las casas
construidas, pero mis propuestas eran desestimadas una y otra vez. Sin
embargo, la cuestión no eran las rebanadas de pan erróneamente distribuidas,
sino la escasez de harina. Desde 1960 se han empezado a construir más
viviendas y la situación ha mejorado ligeramente.
(Por supuesto, todo es relativo: según el certificado que me presentó el
Comité Ejecutivo el primero de agosto de 1960, en Daugavpils vivían mil
doscientas sesenta y siete personas en casas en ruinas y pendientes de derribo,
y en la lista para recibir una vivienda figuraban tres mil trescientas treinta y
seis almas; por consiguiente, sólo cuatro mil seiscientas tres personas vivían
hacinadas, pero estaban construyendo casas, de modo que para los
desdichados habitantes de chabolas y desvanes había una esperanza).
Más de una vez me dirigí al presidente del Consejo de Ministros de la
URSS y al secretariado del Comité Central (en 1954, en 1957 y en 1960),
pidiéndoles que aceleraran la construcción de casas habitables y de industrias
que dieran trabajo a las mujeres.
En 1957, en las factorías, fábricas y diferentes talleres de Daugavpils
trabajaban en total ocho mil cuatrocientas personas, pero pedían empleo seis
mil más, principalmente mujeres que no podían cavar la tierra o arrastrar
piedras. Respaldé la petición del comité local y del Comité Ejecutivo del
Soviet urbano de construir una fábrica de relojes, una fábrica de cables y una
importante planta de punto, de ampliar la fábrica «de utensilios eléctricos», El
Mueblista Rojo y el matadero. Una parte de las propuestas fue aceptada, y esta
cuestión extraordinariamente grave empezó a resolverse.
El problema de las pensiones seguía siendo serio: la mayoría de los viejos
habitantes de Daugavpils no poseía documentos de su trabajo anterior. Tengo
ante mí uno de los últimos casos: a T. D. Trofímov le asignaron una pensión en
1950, pero diez años después dejaron de pagársela: revisaron sus documentos
y declararon que le faltaban tres meses de trabajo. El anciano tenía ochenta y
tres años y ya no podía trabajar más. Quedó claro que el departamento de la
Seguridad Social había quemado los documentos durante la evacuación. El
asunto pasó al ministerio letón y un año después reconocieron que la culpa era
del departamento y quedaron satisfechos con las declaraciones de los testigos:
empezó a recibir, como indicaba el documento, «30 rublos y 71 kopeks».
En ocasiones yo ayudaba a las autoridades locales. Conseguí, por ejemplo,
cuatro kilómetros de rieles para arreglar las vías del tranvía. A veces me vi
obligado a combatir contra prácticas aprendidas en una época anterior.
Parques y jardines se encontraban en un estado lamentable, me respondían:
«No hay medios». Mientras tanto, el dinero asignado para crear zonas verdes
en la ciudad se gastaba en relojes que poco después se detenían. Iluminaron
como si fuera Broadway la plaza central junto al hotel y la calle que llevaba a
la estación, pero las calles de las afueras no tenían luz y los bromistas las
llamaban «las calles de los esguinces». Al respecto de esto escribí en el
periódico local un artículo que no gustó a todos. Hasta la una del mediodía no
se podía desayunar en la ciudad: los restaurantes preferían las horas
vespertinas, cuando los visitantes no bebían té, sino vodka. En el hotel no se
ofrecía nada a los comisionados. Claro que esto son menudencias en
comparación con los problemas de trabajo y vivienda.
¿Por qué he dedicado a Daugavpils un capítulo que quizá resulte aburrido
para el lector? En esta desafortunada ciudad conocí el lado oculto de la vida.
Rondaba los setenta años, y vi infelicidad y progresos, el sudor de la gente y
montañas de papel en las oficinas: un escritor debe conocer todo. He visto a
autores jóvenes que tras escribir un libro bueno y dar el salto a Moscú,
empiezan a viajar a Yalta en trenes internacionales y a tratar sólo con sus
colegas. No es de extrañar que no vuelvan a escribir nada bueno. Hay que
aprender también en la vejez, de lo contrario acabaremos muriendo mucho
antes de la muerte.
Estoy contento de haber participado en la vida diaria de una ciudad que me
asignaron, no sé por qué, precisamente a mí. Conozco a filósofos que, tras leer
estas cosas, se dan la vuelta desdeñosamente: «Eso son asuntos sin
importancia». Normalmente tales razonamientos parten de personas con ideas
muy progresistas pero con pereza moral. No existen asuntos sin importancia:
existe el trabajo y la ociosidad, existe la colaboración y el frío en el corazón.
Por eso también he escrito sobre Daugavpils.
16

En el séptimo libro de estas memorias he escrito sobre años, sobre personas y,


bastante menos, sobre mi vida. La verdad, los acontecimientos de los que he
hablado, las reservas y las esperanzas, estaban estrechamente ligados a mi
destino, pero no han sido olvidados ni por mí ni por los lectores, los
recuerdan hasta los jóvenes; aunque hayan dejado de ser noticia en los
periódicos, aún no se han convertido en historia. Eso me ha hecho y me hace
omitir muchas cosas, por lo que a veces el relato resulta más árido de lo que
me gustaría.
En otoño de 1957, de una forma inesperada para mí, empecé a escribir
versos. Era un día brillante y frío de otoño. Tecleaba la máquina, miraba por
la ventana: «Y de pronto, asustadas por una racha de viento, echaron a volar
las hojas muertas. Hace tiempo pisadas, profanadas, pero, aun así, como el
amor, puras. Grandes, amarillas y rojizas, y hasta con un verde gracioso. Vivir
no vivían, apenas sobrevivían, y se agitan frente a mí. Pero ¿se puede ser tan
puro? Y qué importan las palabras si están fuera de lugar. Están vivas, pero no
escritas. Echaron a volar, pero en silencio».
Así terminé el primer poema escrito después de un intervalo de diez años.
Todo lo que había sucedido en el mundo durante la última década me obligaba
frecuente y penosamente a pensar en las personas, en mí mismo: estos
pensamientos se salían del marco de las valoraciones históricas, daban unos
resultados involuntarios a una vida larga, difícil y a menudo contradictoria.
Recuerdo que Fadéiev, defendiendo la poesía de Olga Bergholz, le
aconsejó que renunciara al término «autoexpresión». En efecto, muchas
palabras que empiezan con el prefijo «auto» suenan más bien reprobatorias:
autocracia, autogobierno, autoalabanza, autoritarismo, autolatría,
autosuficiencia, autosatisfacción, etc. Sin embargo, la poesía lírica con
demasiada frecuencia es precisamente autoexpresión o, si esta palabra no
gusta, un diario. A diferencia de un diario, los versos pueden estar ligados a
una hora o a muchos años de vida, pero invariablemente cuentan lo que vivió
el autor, sus ideas y sentimientos. Desde luego no todos los lectores tomarán
tal o cual poema como la expresión de sus ideas y sentimientos, pero todos, al
leerlo, se sorprenderán de la exactitud con que el poeta ha expresado lo que
ellos pensaban de forma confusa.
Hace sesenta años Briúsov proclamó: «Tal vez todo en la vida no sea más
que un medio para crear versos de brillante sonoridad»; era uno de los
numerosos manifiestos literarios y, por supuesto, para el propio Briúsov
muchos acontecimientos, tanto personales como sociales, fueron no el medio,
sino la esencia. Mi talento y habilidad poéticas son muy limitados y,
recordando una vez más las palabras que empiezan con el prefijo «auto»,
tengo derecho a decir que nunca he sufrido de autoengaño. Mis versos son un
diario; en el listado de miembros de la Unión de Escritores figuro como
«prosista». Si en un libro de memorias me he detenido en mis versos más de
una vez y ahora regreso de nuevo a ellos, es sólo para hablar de mí mismo.
Los versos son más abstractos y, al mismo tiempo, más concretos que la prosa,
en ellos se puede hablar sobre lo importante sin caer en la indiscreción, algo
que siempre me ha desagradado.
He contado que el XX Congreso emocionó tanto a mis compatriotas como
a los ciudadanos de países extranjeros, que en cualquier familia soviética se
mantenían conversaciones repletas de pasión, que un dogmático francés me
dijo: «En su país está teniendo lugar un Termidor», que Roger Vailland lloró al
mismo tiempo por Stalin y por sus víctimas. Quizá a algún lector le pueda
parecer que narré los acontecimientos de 1956 desde fuera, como un cronista
impasible. No, le he dado muchas vueltas y una tempestad de pasiones
contradictorias me ha zarandeado, cual cascarón en medio de un mar
enfurecido.
En 1938, dando vueltas a lo que estaba ocurriendo en nuestro país, escribí
unos versos repletos de desesperación: «No me dejes seguir pensando, apaga,
te lo suplico, esa voz, | para que la memoria se desmorone, para que esta
angustia se rompa […] | Para batirse con el enemigo, sólo bayoneta en mano
—bajo las bombas, bajo las balas. | Para resistir a la muerte, para que los ojos
miren a los ojos. | No me dejes seguir mirando, concédeme, te lo suplico, ese
favor. | Para no ver, no recordar lo que nos ha hecho la vida».
Veinte años después, habiendo conocido y sufrido muchas cosas, pensaba
en ese «lo que nos ha hecho la vida». Dirigiéndome a unos imaginarios «niños
del sur», escribí: «Pero acaso podrán siquiera así, siquiera de forma breve, |
siquiera un minuto, siquiera en sueños, | siquiera en un descuido adivinar | qué
significa pensar en la primavera, | qué significa, durante las heladas de marzo, |
cuando la desesperación te atrapa, | y no haces más que esperar el hielo
pesado | que empieza a moverse con torpeza. | Nosotros también conocimos
inviernos así, | nos hicimos a fríos tales | que no existía ni la pena, | sólo el
orgullo y el infortunio».
He dicho que no podía creer mucho de lo que se ha escrito o dicho sobre
«los enemigos del pueblo», nunca he firmado llamamientos exigiendo la
muerte de imaginarios «traidores». Sin embargo, no quiero hacerme pasar por
un marginado sabio y valiente. Al igual que mis compatriotas, yo «me
acostumbré» a los inviernos de los años estalinistas. En diciembre de 1949
escribí el artículo «Sentimientos importantes» y en él contaba la adoración por
Stalin que había visto en nuestro país, en el frente, y también en España y entre
los partisanos franceses. Este artículo puede ser justamente relacionado con el
«torrente de saludos». La divinización del hombre entonces me parecía el
aglutinante de nuestra sociedad, la garantía de que las ideas de Octubre
estarían protegidas frente a los enemigos. No es mi intención justificarme: sin
creer, me entregué a la fe universal. He maldecido la fe ciega: «La fe son gafas
y anteojeras. | La fe mueve montañas. | Yo soy una persona, no una montaña. |
La fe no es mi hermana. […] || Vi a gente quedarse ciega. | Vi como vivían
entre las llamas. | Vi la tierra romperse. | Vi el cielo hecho cenizas. | No creo
en la fe».
En ocasiones, reflexionando sobre el pasado reciente, me he juzgado
severamente a mí mismo y a todos los que traté, he juzgado el silencio denso
que se alzaba a nuestro alrededor como una niebla densa, el murmullo —cierta
persona «ha caído»— y las preocupaciones de todos los días. Escribí sobre lo
que me había parecido el aire en una mina, un trago de agua en un desierto de
piedras: «Hay un relato repetitivo en demasía, | llora la conciencia de los
hombres. […] || Gime que el día ha pasado en vano | y que nadie se deja la
piel. | Que asesinan temerariamente los fanáticos | y suspiran tranquilamente
los escépticos. | Gime, nadie la oye, | ni los ángeles, ni sus allegados, ni los
ratones. | Pero ¿para qué escuchar? Llora y no da pena. | Pero ¿para qué
escuchar? Tiene su particular sentido común. | Pero ¿para qué escuchar? Ésa
no es la cuestión, | y todos estamos mortalmente hastiados».
¿Qué me sostenía? La lealtad. Lo he apuntado ya antes: en 1939 escribí el
poema «Lealtad» (así se llamaba también el poemario): «Tristeza y valor, no
voy a contarlo. | Lealtad al pan y lealtad al cuchillo. | Lealtad a la muerte y
lealtad a las ofensas. | No recordaré el dolor en el corazón, no traicionaré. | ¡El
corazón te apunta! Te atravesarán | la lealtad al corazón y la lealtad al
destino». En 1957 terminé un poema sobre la fe: «Sólo creo en ti, Lealtad, | en
el siglo, en la gente, en el destino». Evocando los caminos y encrucijadas de
mi vida, he visto en ellos cierta línea unificadora: «Un destino —y no dos—
tiene el hombre, | y da igual el camino que elija, | soy fiel a aquellos con los
que durante medio siglo | he caminado sobre barro y sangre».
«Barro y sangre» no eran para mí consecuencias lógicas de las ideas de
Octubre, sino su conculcación. No pude comprender a algunos amigos
extranjeros que hasta hacía poco todavía enaltecían no sólo a Stalin, sino a sus
esbirros, loadores e imagineros, y que conociendo la verdad sobre los años
malos ponían en duda la posibilidad de una sociedad más justa. Las religiones
han conocido a fanáticos y a apóstatas, se aferran a la fe y a la negación de la
fe, pero ¡cuán lejos está todo ello de un duelo entre el viejo y el nuevo mundo!
Me sostenía el trabajo heroico de nuestro pueblo, su espíritu de sacrificio en
los años de guerra, su creatividad acorralada bajo tierra y que, aun así, se
abrió camino a través de la tierra como manantiales vivos. Escribí estos
versos no en 1956, sino en 1957 y 1958, cuando llegaron las heladas, cuando
N. S. Jruschov elogió a Stalin en presencia de Mao Tse-tung, cuando cualquier
gacetillero espabilado vertía sobre mí cubos de inmundicia; no obstante, sabía
que la tierra giraba, que no hay regreso al pasado. Escribí sobre un centinela:
«Quizá también sus dudas torturan, | aunque la noche es larga, las ofensas no se
pueden contar | Pero él lo sabe, es el encargado de guardar | la vida de los
camaradas y la propia honra».
Mis poemas no se limitaban a las preguntas complejas y penosas que se
nos plantearon a todos nosotros después de 1956. Por primera vez sentí mi
propia edad. Tenía mucho que aprender de esa ciencia que no se enseña en
ninguna escuela. Estoy hablando de un «vecino» al que conocía demasiado
bien: «¡Espere, por favor, espere! | ¡Mire, por favor, mire! | Bajo la piel
marchita, gastada, | late un corazón más joven que otros».
Escribí sobre un jardín de las afueras de Moscú en el que muchas flores
empiezan a florecer la víspera de las primeras heladas, y confesé: «Y sólo en
el colorido del llamativo follaje, | por contrariar al calendario y a las
comadres, | arde la última gran dicha | que tontamente, para hacernos reír, ha
brotado».
Por primera vez puse en duda aquello a lo que había vinculado mi larga
vida: la fidelidad y la exactitud de la palabra. Por supuesto, también antes
había amado apasionadamente los versos de Tiútchev sobre el silencio y a
menudo me los repetía: «Calla, ocúltate y escóndete», sin embargo las hojas
caídas con las que empecé mi primer poema eran precisamente palabras,
impotencia al expresarme. Me pareció que sentía la naturaleza de las palabras,
el color, el olor, la suavidad o aspereza del tegumento, pero cualquier palabra
caía en esa debilidad que aumentaba o disminuía. Me di cuenta de que no
podía decir todo lo que quería: «Te acuerdas, Tiútchev se lamentaba: | “La
idea proferida es una mentira”.
| […] | Y, así, no tuviste tiempo de pensar | que llegará una hora breve | en
que no gritarás como un tiple, | no saldrás corriendo, no engañarás, | en que no
podrás jugar al silencio, | y no habrá ideas, sólo mentiras».
Era la confesión de mi incapacidad poética, aunque tampoco tenía mucho
de autoexpresión. En un relato de I. Grékova publicado cinco años después
encontré esta conversación sobre mis poemas entre dos jóvenes colaboradores
de un laboratorio:
«—Es que no es nuevo…, es que está acabado el mundo cómodo de las
palabras prestadas. Sólo dentro de muchos, muchos años, cuando sea el
momento de dar una respuesta…, nosotros esparciremos, sí, creo que
esparciremos…, nosotros esparciremos un montón de palabras… Es que el
mundo es distinto…, no es así…, nosotros lanzaremos las palabras por la
ventana y con ellas la gloria al mismo tiempo…
»—¿Qué es esto? Espera, ¿qué es esto?
»—No qué, sino quién, un cabeza de chorlito.
»—Bueno, ¿quién es?
»—Es él, Ehrenburg.
Me parece que en este capítulo he hablado, al menos de forma subjetiva y,
con seguridad, artísticamente inexpresiva, de mi vida de esos años, del ovillo
al que anudé diferentes hilos. Quizá los lectores adivinen muchos otros, ya que
no son mis descendientes lejanos, sino mis contemporáneos.
17

En otoño de 1959 vi Armenia por primera vez. «Demasiado tarde», podría


haberme dicho, pero en la vejez el amor es más profundo.
En el aeródromo de Ereván nos recibieron a Liuba y a mí M. S. Sarián,
escritores, ancianos y jóvenes. Nos llevaron al hotel; subieron todos a la
habitación y, acercándose a la ventana, un escritor exclamó: «Una habitación
excelente, ¡no se ve el monumento!». Sobre la ciudad se alzaba una estatua
enorme de Stalin; monumentos parecidos podían verse todavía en cualquier
ciudad, pero debido a su tamaño ésta era excepcional, junto con el pedestal
superaba los cincuenta metros. Se veía desde todas partes y los habitantes de
Ereván estaban desconsolados por no haber aprovechado el año 1956 para
quitarla.
(Después del XXII Congreso derribaron el monumento. Quedó el pedestal
y el poeta Gevorg Emin escribió: «Se alzan sin monumentos los pedestales, |
un pedestal vacío, pero aun así penoso. | […] | ¡Es hora de destruir las piedras
del pedestal! | Destruyámoslas para que nunca se levante | un talón de granito
sobre ellas»).
Por la tarde en un restaurante el camarero nos trajo una botella de champán
y una cesta de frutas. Al ver mi sorpresa aclaró: «Se la envían los huéspedes».
Conocía la hospitalidad caucásica, pero me sorprendió que las personas que
habían pagado el champán no se hubieran aproximado a nuestra mesa para un
brindis solemne. Al poco comprendí que, entre los armenios, el
apasionamiento y la espontaneidad se combinan con una discreción cordial.
Tengo que recordar la historia. En 1926 estuve en Trebisonda. Un
trabajador del consulado soviético me estuvo enseñando las estatuas mutiladas
de un antiguo templo armenio y me contó que diez años antes los turcos, por
orden del ministro del Interior Talat Paşa, exterminaron a todos los armenios.
A empujones metían a los desdichados en convoyes asegurándoles que los
llevaban a Sivas; los convoyes regresaban al poco vacíos: los armenios eran
arrojados al mar.
Por toda Turquía los armenios fueron supuestamente trasladados a otras
regiones; en realidad los exterminaban, los asesinaban en desfiladeros, los
arrojaban al mar, los abandonaban sin agua en el desierto; algunas jóvenes que
destacaban por su belleza fueron enviadas a casas públicas para los soldados,
pero normalmente asesinaban a todos: mujeres, ancianos, niños de pecho. Fue
el primer ensayo de genocidio. Los nazis asesinaron a seis millones de judíos,
los Jóvenes Turcos a millón y medio de armenios. Si ochocientos mil armenios
consiguieron llegar a Rusia, a los países del Oriente Árabe, a Francia y a
Estados Unidos, se explica por la ausencia de la eficacia alemana, por el
atraso de la técnica: los turcos no tenían cámaras de gas.
Los nazis tuvieron en cuenta la experiencia de los fanáticos turcos: en
1939, durante una reunión secreta de los fascistas en Obersalzberg, Hitler, tras
haber expuesto el plan de aniquilación general de los judíos, dijo: «No hay
que prestar atención a la “opinión pública”. ¿Quién recuerda hoy la
aniquilación de los armenios?».
En nuestro siglo el nacionalismo se celebra en todas partes. Sin embargo,
hay que saber diferenciar la memoria de los asesinados de la memoria de los
asesinos. Los sentimientos de los armenios me resultan comprensibles.
Desapareció Armenia Occidental, sus admirables monumentos de arquitectura
clásica, sus tradiciones: desde los grandes maestros de la Alta Edad Media
hasta los jóvenes escritores de principios de nuestro siglo. Los que
sobrevivieron están diseminados por todo el mundo. De cada tres armenios,
uno está lejos de Ereván, quizá en Beirut, en Lyon o en Detroit. Para cualquier
armenio el monte Ararat, que se alza en Ereván, es la sombra de la Armenia
Occidental desgarrada. Su silueta aparece dibujada en lienzos y en paquetes
de cigarrillos, en rótulos de coñac y en invitaciones.
Después de la Segunda Guerra Mundial doscientos mil armenios se
trasladaron a la Armenia soviética. Muchos se aclimataron, pero también hubo
quien no resistió el cambio. Probablemente se dejaron llevar por los
sentimientos y no conocían lo suficiente el estilo de vida de nuestro país. Un
maestro orfebre se me quejaba: en El Cairo fabricaba pequeños adornos
artísticos y vivía de maravilla. Pero ¿qué podía hacer en Ereván? Un dentista
se trajo desde Beirut el equipamiento de un gabinete odontológico, pero le
dijeron que no tenía derecho a ejercer la práctica privada. Con muchos tuve
que hablar en francés: no sabían ruso. En un mercadillo las mujeres vendían
trastos traídos de Francia. Un adolescente llegado de París con su padre se
calificaba a sí mismo de surrealista, escribía versos en francés y soñaba en
regresar con su madre, que se había quedado allí.
Fui al taller del pintor Kalents. Había llegado a Armenia procedente del
Líbano. Vivía y trabajaba en un cobertizo al que costaba darle el nombre de
taller. No se quejaba, aunque nuestra entrevista fue retenida tres días en la
redacción, mientras me convencían de que quitara el calificativo de
«formalista». En Moscú le ayudaba el famoso físico A. I. Alijapian. Todavía
eran tiempos difíciles, hacia el año 1959 los lienzos de A. Guerásimov eran
considerados entre ciertos funcionarios como ejemplos de arte; al final
Kalents triunfó: expusieron sus lienzos en Ereván. Murió poco después.
El patriotismo de los armenios es exacerbado, a veces puede parecer
exaltado, pero nadie lo enmaraña con el chovinismo que rechaza otras culturas
ni cabe calificarlo de provincianismo. Creo que entre los armenios no he
encontrado a personas ajenas a las ideas del internacionalismo.
Recuerdo un encuentro en Moscú con Avetik Isaakian. Tenía el rostro
cubierto de arrugas, como un pergamino antiguo; era el rostro de un filósofo y
un ashuk.[1] Aleksandr Blok escribió: «El poeta Isaakian es de una clase
superior; en este momento quizá no haya un talento tan fresco y espontáneo en
toda Europa». Isaakian tuvo suerte, vertieron sus versos mucho antes de la
estandarización de las traducciones, y lo hicieron poetas de la talla de Blok,
Briúsov, Pasternak, Ajmátova. Sus versos no siempre eran «claros». Murió a
los ochenta y dos años, la mitad de los cuales vivió lejos de su patria. En un
antiguo poema sobre Abul’Ala Al-Ma’arri, dedicado al momento de la partida
del célebre poeta árabe del siglo XI, escribió: «¿Hemos abandonado a las
personas y al pueblo? ¿A la ley, la justicia, la patria, los derechos? | ¡Siempre
hacia delante! ¡Hemos abandonado sólo hierros y cadenas, engaños y
palabras! | ¿Qué es la gloria? Hoy te eleva a ti, nombrándote, regocijándose,
hacia la última frontera, | pero mañana con desprecio te lanzará piedras y te
arrastrará, derrotado, en su ceguera. | […] | Pero ¿qué es la patria? ¡Una cárcel
remota! Un campo de batalla y de cólera donde gobierna la multitud, | donde
un tirano despiadado construye en su honor una pirámide de cráneos de
víctimas. | […] | ¡Odio la plebe! Rastrera, obtusa, repite cualquier cuento
absurdo. | Pero es opresora del espíritu, soporte de la violencia, si siente el
poder se vuelve fiera como un lobo. | ¿Y qué es la sociedad? Sólo un
campamento de enemigos donde todo es invariable en este cautiverio
despreciable, | no soporta el vuelo del alma, la aspiración a las alturas del
alma libre. | ¡La sociedad es un aro que oprime el espíritu! Un látigo que
espanta, que silba al son de la risa. Tijeras de vida que cortan a las personas
para hacerlas iguales, parecidas todas».
Hace mucho leí el poema sobre el poeta de Bagdad en una traducción
francesa, no tenía rima y por eso eran más fieles los epítetos y el ritmo interior
del verso. Después he recordado muchas veces a Al-Ma’arri. ¿Quién tras leer
este poema, dirá que la poesía de Armenia posee un carácter marcadamente
nacional?
Ereván es una ciudad nueva, surgió de una gran aldea oriental con casitas
rodeadas de jardines. La nueva arquitectura de las ciudades soviéticas se
diferencia más bien poco: el Palacio de Cultura en Tallin es hermano gemelo
del de Bakú o el de Irkutsk. A Ereván la diferencia el material de
construcción: las casas son rosas. Otra cosa la distingue: en 1959 vi el
monumento al poeta armenio Charents; después fui con Sarián al arco de
Charents; allí, sobre la piedra, estaban sus versos, pero delante de los ojos
tenía las montañas y el valle increíblemente verde de Ararat. La mayor
diferencia de Ereván con otras ciudades soviéticas es el carácter de sus
habitantes. Sin ser rencorosos, de ninguna manera quieren renunciar a la
memoria, viendo en ella una prerrogativa del hombre. Son excepcionalmente
trabajadores, baste decir que muchos viñedos son cultivados en la tierra que
han llevado hasta las terrazas de las rocas o que en lugares montañosos, en
vísperas del frío invierno continental, los viñedos se tapan igual que las rosas
en los jardines moscovitas. Los armenios carecen de nuestro «puede ser». Al
mismo tiempo son soñadores, filósofos, poetas. Aunque son modernos y
cuentan con excelentes físicos, astrónomos, químicos e ingenieros, en el fondo
de sus casas, mejor dicho, en el fondo de sus corazones recuerdan el sonido de
los manantiales de montaña. Aprendí mucho de ellos.
Escribiré en uno de los capítulos siguientes sobre M. S. Sarián, cuya
pintura comprendí mejor después de haber visto Armenia. Es el país del arte.
Merece la pena contemplar las ruinas de un templo del siglo V, una escultura
de la Edad Media o posterior, los retratos de Hovnatanian en la galería de arte
de Ereván, ver la colección de miniaturas antiguas para comprender no sólo la
obra de Sarián, sino la particularidad de la mirada armenia, educada durante
siglos en el auténtico arte. Ésa es la razón de que la exposición de Falk se
inaugurara en Ereván antes que en Moscú.
Un día fuimos con el poeta Emin a la ciudad santa, a Echmiadzin, donde
hay numerosos monumentos del pasado y reside el katholikós. Vazgen I había
llegado de Rumania poco antes y, aparte de armenio, dominaba perfectamente
el francés. Nos invitó a su casa y en su despacho vi buenas monografías de
Matisse, Renoir, Bonnard. Le pregunté si le gustaba la pintura moderna. Él,
sonriendo, respondió: «Me gusta todo lo bello». Por lo visto, no era sólo el
«katholikós de todos los armenios», sino también un diplomático excelente y
un hombre de verdad.
Nairi Zarián nació en Armenia Occidental y en la adolescencia sufrió la
terrible matanza de su pueblo. Estas cosas hacen sabias a las personas. En
marzo de 1963, tras haber estado en un encuentro en el que me habían
reprendido, vino a verme y me dijo: «No haga caso».
Me caía bien el alegre y melancólico Emin, en él estaba viva la
autodefensa genesíaca del poeta, la ironía romántica.
Quedé con muchos escritores; unos decían que el mejor género era la
lírica, otros elogiaban la epopeya, unos terceros la novela corta; entre ellos
también había críticos; unos eran valientes, otros cautelosos; unos tenían
talento, otros eran mediocres; pero, a mi parecer, ninguno se dejaba arrastrar
por un género que sólo se puede llamar delación, y esto era igual de agradable
que el pan lavash o los olorosos melocotones. El aire de Armenia me dio
fuerzas.
18

A veces sucesos insignificantes quedan grabados en la memoria y te obligan a


reflexionar. Quiero contar la desdichada historia de mis continuos intentos de
introducir en nuestros hábitos alimenticios la lechuga de invierno, que en
Occidente llaman witloof (hoja blanca) o achicoria bruselense. En efecto, los
belgas hacen crecer con celo esta lechuga, la exportan a diferentes países de
Occidente, lo cual les reporta anualmente cerca de ocho millones de dólares.
¿Por qué me había cautivado la lechuga de invierno? He vivido muchos
años en París y estoy acostumbrado a comer en invierno lechuga fresca. En
nuestro país se pueden encontrar verduras frescas en tiendas y mercados desde
mayo hasta octubre, pero el resto del año no conseguirás nada más fresco que
col fermentada, pepinillos en salmuera o, en el mejor de los casos, cebolla
tierna.
Una vez, hace tiempo, me traje de París un paquete de semillas de
achicoria belga, las sembré, crecieron unas enormes hojas de un verde vivo,
las probé y estuve escupiendo un buen rato: la lechuga resultó más amarga que
la quinina.
En una estancia en Bruselas le conté a Isabelle Blume mi fracaso; ella me
llevó a la Escuela Superior de Agricultura, donde me enseñaron cómo debe
cultivarse el witloof. Resultó que lo siembran a principios del verano, después
de las primeras heladas las hojas se cortan y las raíces carnosas, parecidas a
una zanahoria voluminosa, se colocan en un sótano. El witloof puede crecer
desde octubre hasta abril en cajitas con cualquier tipo de tierra, debajo de
estantes en un invernadero o en otro lugar oscuro. Justo un mes después
aparecen los cogollos, que no son verdes, sino casi blancos. Es como si esta
hortaliza estuviera predestinada a las condiciones de la Rusia central y
septentrional, en invierno los días son muy cortos y no se puede cultivar
ninguna otra cosa sin un caro sistema de iluminación.
Entablé amistad con N. G. Vasilenko, un joven colaborador científico de la
Academia Timiriázev, una persona de talento y, como suele decirse,
«innovador» por naturaleza. Le di las semillas y un libro belga sobre el
cultivo del witloof, le entusiasmó. Ambos cultivábamos la lechuga de
invierno, yo para comerla, y él más bien para defender una idea justa. A
finales de 1959 decidimos que debíamos intentar abrir camino al witloof.
Propusimos a Vechérnaia Moskvá publicar un pequeño artículo, que firmamos
los dos. Vasilenko ya había conseguido defender un trabajo sobre la col y era
candidato a doctor en Ciencias Agrícolas. En enero ese mismo periódico
incluyó un informe sobre una conferencia de Vasilenko a especialistas sobre el
cultivo del witloof y un artículo del académico honorífico V. I. Edelshtein, un
científico de ochenta años que gozaba de gran autoridad y que apoyó con ardor
nuestra defensa del witloof. Vivimos en un siglo de pasión general por la
medicina activa (basta recordar que la revista Zdorovie [Salud] es la más
difundida en nuestro país), y el artículo de Vitali Ivánovich debió de
encantarles a los lectores de Vecherka: explicaba que el witloof no sólo era
sabroso, sino también extraordinariamente beneficioso, y que contiene
sustancias desconocidas para mí: indio e inulina.
En marzo de 1960 Vechérnaia Moskvá organizó un encuentro entre
Vasilenko, yo y varias personas influyentes como, por ejemplo, el
administrador de Surtido de Semillas y los directores de importantes sovjoses
de hortalizas. Nikolai Grigórievich ofreció a los invitados una ensalada de
witloof. Comieron, hicieron elogios, publicaron el informe con fotografías,
pero el asunto no llegó más allá; había que comprar las semillas en Bélgica y
nadie se decidía a emplear en ello varios cientos de dólares: «Régimen de
austeridad». En la degustación en la redacción de Vechérnaia Moskvá estuvo
presente el corresponsal de una revista comunista belga, quien se apresuró a
comunicar la introducción del witloof en el menú de los ciudadanos
soviéticos.
Durante una sesión del Soviet Supremo A. E. Korneichuk decidió entregar
a N. S. Jruschov la medalla del Consejo Mundial de la Paz. Durante un
descanso nos llevó a N. S. Tíjonov, a M. I. Kótov y a mí a un pasillo por el
que salió N. S. Jruschov. Tras darnos las gracias por la medalla, de repente se
dirigió a mí: «He leído dos veces su artículo sobre la lechuga de invierno. La
primera vez pensé que estaba escribiendo de política, no sabía que también se
dedica a la horticultura». Comprendí que la fortuna podía sonreír al witloof y
le pregunté a Nikita Serguéievich si no quería probar la hortaliza, a lo cual
respondió: «Con mucho gusto». Esa misma tarde busqué a Vasilenko y le pedí
que enviara witloof a Jruschov, pues en el centro Timiriázev los cogollos
salían más bonitos y grandes que los míos.
Un mes después Nikolai Grigórievich me contó que, por lo visto, la
hortaliza había gustado, que a menudo pasaban y pedían cogollos.
Pasó otro mes y a Vasilenko lo invitaron a la institución que administraba
la adquisición de semillas; le preguntaron cuántas hacía falta comprar para
cultivar una cantidad suficiente de semillas propias. Vasilenko respondió:
«Cuarenta kilogramos». «¿Tan poco?», se sorprendió una persona que
pertenecía a esa clase de individuos que en Francia llaman «hortalizas
grandes» y entre nosotros «importantes». Nikolái Grigórievich le explicó que
las semillas de lechuga son muy ligeras y que cuarenta kilogramos eran más
que suficiente.
Diferentes periódicos belgas se hicieron eco del éxito de las lechugas en
la Unión Soviética; un antisoviético ferviente incluso protestó por la venta de
semillas, asegurando que los rusos querían llevar la lechuga de invierno a toda
Europa, que querían sustituir a los belgas.
Llegaron las semillas, una gran parte de las raíces se dejaron en el terreno
para el año siguiente a fin de conseguir semillas. Parecía que el asunto estaba
zanjado. Sin embargo, por más que Vasilenko trató de convencer a los
diferentes directores y administradores de que era imprescindible imprimir
unas pequeñas instrucciones, no lo consiguió.
Un año después, en una frutería, aparecieron los witloof, no en invierno,
sino en verano, y lejos de ser una «hortaliza sabrosa», eran unos cogollos
verdes absolutamente incomibles.
En la compra de semillas a Bélgica se gastaron trescientos o cuatrocientos
dólares, pero no quisieron poner los trescientos o cuatrocientos rublos que
costaba imprimir las instrucciones.
Pasaron unos dos años y, por fin, se imprimieron las instrucciones, pero
entonces surgió una dificultad nueva, insuperable: la red comercial no quería
distribuir una hortaliza desconocida: «Tenemos en la lista doce hortalizas
diferentes, son suficientes». Los sovjoses suspendieron el cultivo. Jruschov no
volvió a interesarse por la hortaliza. Nuestra empresa quedó en nada.
Dicen que la culpa es del conservadurismo de los consumidores, no es
cierto. En mi dacha vivía el guarda Iván Ivánovich y su familia. Cuando vio
por primera vez que en un bancal del huerto brotaba una lechuga corriente, se
sorprendió: «La hierba es para las vacas, no para las personas». Más tarde
probó un cogollo y dijo: «No está mal». Después de vivir diez años en mi
casa, se construyó una bonita casa de ladrillos y se jubiló; su mujer Praskovia
Alekséievna me contó hace poco: «Iván Ivánovich no se sienta a la mesa si no
hay ensalada».
Nikolai Grigórievich tuvo tiempo de casarse, pronto su hijo irá al colegio.
Se ha publicado el libro de N. G. Vasilenko Hortalizas poco extendidas. Una
de las hortalizas que se describen —la achicoria witloof— sigue siendo una
rareza en nuestro país. Sin embargo, están bastante extendidas en nuestro país
esas personas a las que los franceses llaman «hortalizas grandes». Aún nadie
ha escrito detalladamente sobre ellas.
19

En el año 1958 murió Frédéric Joliot-Curie. Fue un duro golpe para el


Movimiento de los Partidarios de la Paz que él había fundado y presidido
durante casi diez años. En el ámbito de la ciencia fue implacable, y cuando
algunos dirigentes influyentes del movimiento intentaron convencerle de que
fuera más moderado en sus pronósticos y de que no afirmara que la guerra
termonuclear amenazaba la existencia de la humanidad, quiso renunciar a la
presidencia. Pero sabía combinar la fidelidad a los principios con una dulzura
excepcional, logró reconciliar a indonesios con holandeses y a israelíes con
árabes. En su presencia todos intentaban ser más severos consigo mismos, más
indulgentes con los demás. En una conferencia celebrada dos o tres años antes
de su muerte, en el texto de una resolución que protestaba contra las pruebas
nucleares, incluyó la leche como poseedora de un alto grado de estroncio.
A. E. Korneichuk le dijo con aire suplicante: «Lo único que pueden comprar
nuestras madres es leche y, si leen lo del estroncio, van a tener miedo hasta de
dar leche a los niños». Joliot sonrió y tachó la leche de la lista.
Él preparó la misiva al Congreso Mundial de Desarme que se celebró en
julio de 1958; escribió con convicción sobre la necesidad de llegar a un
acuerdo para el abandono del armamento termonuclear. Un mes después yo
estaba en la Sorbona junto a su tumba.
Elegimos como presidente del Consejo Mundial de la Paz a un amigo de
Joliot, a John Bernal, un eminente científico, un cristalógrafo que a pesar de
que pudo determinar la estructura de la materia no pudo determinar la
estructura de nuestro movimiento y del secretariado que trabajaba en Viena.
Era seco en las resoluciones; como auténtico inglés, no le gustaban las
palabras fuertes y era condescendiente con la gente. Le hacían menos caso que
a Joliot, sin embargo todos comprendimos lo necesario que era su papel
cuando, después de una grave enfermedad y tras llegar al congreso de Helsinki
con gran dificultad, dijo que no podía desempeñar por más tiempo el cargo de
presidente.
No encontramos un tercer presidente. Le pedimos a un miembro de la
presidencia, a la infatigable Isabelle Blume que realizara el trabajo de
presidente-coordinadora.
Por supuesto no pretendo decir que un gran movimiento mundial pueda
debilitarse sólo por la pérdida de dos distinguidos dirigentes. Muchas cosas
dependen de condiciones objetivas. Por primera vez en la historia una
considerable mayoría de intelectuales condenó en Estados Unidos la política
militar del gobierno; pero la reputación de nuestro movimiento impidió que
cientos de asociaciones, ligas, grupos, movimientos se sumaran a las filas del
Consejo Mundial de la Paz. Europa Occidental se volvió aún más inerte, bien
se entregaba a la ilusión de una distensión de la situación internacional a corto
plazo, bien se mostraba fatalista respecto a la inminencia de una catástrofe
atómica. Asia y África no siempre lograban compaginar su odio legítimo a las
potencias coloniales con la necesidad de prevenir una guerra mundial. No
pudimos cumplir las promesas formuladas en 1956 por Joliot-Curie de
ampliar nuestro movimiento y mantener un contacto estrecho con todas las
fuerzas amantes de la paz. En cierta medida, las antiguas fórmulas de la lucha
por la paz habían caducado y no habíamos inventado otras nuevas.
Continúo trabajando en el Movimiento de los Partidarios de la Paz: a
pesar de los errores y de los fracasos seguimos siendo el único gran
movimiento que aspira a preservar la paz. No soy político, no soy historiador
y no quiero abordar un asunto demasiado difícil para mí: analizar las causas
de cierto debilitamiento del Movimiento de los Partidarios de la Paz. Éste es
un libro de memorias y voy a detenerme en los obstáculos que nos pusieron los
delegados de China, tanto más porque en las partes precedentes del libro he
guardado silencio al respecto.
Recuerdo la reunión del Comité Ejecutivo de otoño de 1957 en Lausana.
La resolución, que era larga, algo bastante corriente para nuestros encuentros,
contenía la frase: «Las disputas entre Estados deben resolverse mediante
conversaciones». Uno de los secretarios, el chino Chen Shen, propuso una
enmienda, incluir la palabra también: «También mediante conversaciones».
Alguien preguntó qué otras vías propias de un movimiento por la paz veía
Chen para arreglar las disputas entre Estados. Chen respondió: «Diversas».
Era muy tarde, todos queríamos dormir, y se me encargó redactar la frase con
Chen. Estábamos sentados en un pequeño salón del hotel y durante cinco horas
seguidas intenté convencer al secretario chino. Él tenía paciencia y a mí
también me tocó ser paciente. Apagaron las luces: los suizos son gente
ordenada. En la penumbra podía ver los ojos brillantes de Chen y las gotas de
sudor en la cara del traductor. Cuando le conté a Joliot la conversación con
Chen, éste frunció el ceño: «No comprenden lo que son las armas atómicas.
Uno de mis alumnos trabaja en Pekín, un físico con talento. Quizá pueda
explicárselo». (Conozco al alumno de Joliot, vino a la asamblea del buró en
Oslo. Es poco probable que se ocupara de instruir a los políticos de China,
más bien trabajaba en el desarrollo de la bomba atómica china).
Las discusiones se producían por diversos motivos. Una vez en Viena, en
la asamblea del buró, pasamos media noche intentando persuadir a Chen Shen
en vano. Estábamos redactando un texto de aprobación al papa Juan XXIII, que
había condenado el armamento termonuclear. La propuesta la habían hecho los
comunistas italianos y al instante Chen se opuso: «Al papa no le gusta el
pueblo chino, al pueblo chino no le gusta el papa». No dijo nada más y no
accedió a abstenerse: «Que lo aprueben los italianos».
En otra ocasión, en otoño de 1959, en Praga, la presidencia estaba
elaborando una felicitación al comité panchino en defensa de la paz con
motivo del décimo aniversario de la República Popular de China. El borrador
de la felicitación lo había escrito Chen Shen. Durante la deliberación del texto
tomó la palabra el indio Sunderland, discípulo de Gandhi por sus
convicciones, que propuso felicitar a la nueva China como baluarte del mundo.
Era un hombre de edad avanzada. Por desgracia, a su lado estaba sentado
Chen Shen. Al ponerse en pie de un salto, el chino golpeó a Sunderland en el
hombro, haciéndole caer de la silla. Me fui para tranquilizarme un poco: sabía
que Korneichuk se vería obligado a apoyar el texto chino y que nadie le
reprocharía a Chen Shen su falta de cortesía.
Los representantes chinos iban cambiando: estuvo Chu Bao y Chu Ven-po,
un antiguo sacerdote que hablaba bien inglés. Cambiaban también los métodos
de trabajo. En Estocolmo los chinos organizaron una conferencia de prensa
justo antes de partir y, dirigiéndose a los periodistas burgueses, denunciaron la
resolución de la sesión. En Viena nos tuvieron despiertos toda la noche:
hicieron una enmienda a la resolución, pero a las cinco de la mañana
declararon que la resolución no les gustaba y que no iban a votarla. A Delhi
enviaron a un sudanés que residía en Pekín; éste se recostó ostentosamente
mientras deliberábamos el problema del desarme y, esforzándose en
representar bien su papel, roncó de vez en cuando. Los albaneses, como es
natural, intentaban superar a sus maestros. Durante dos o tres años a los chinos
les apoyaron parte de los japoneses e indonesios, pero los coreanos y
vietnamitas fueron neutrales. En ese período no respondimos a las acusaciones
groseras de los chinos, pero esto no sólo no les detuvo, sino que, por el
contrario, les infundió ánimos. Los chinos dejaron de saludarnos. Alguna vez
me llamaron «eh, len-bo», lo que significaba «castillo del honor». Los tiempos
habían cambiado. Uno de los delegados chinos dijo al intervenir en mi contra:
«Fulano ha dicho». No quería manchar sus labios con mi nombre.
En diciembre de 1961 los delegados chinos pasaron de las palabras a los
hechos. Exigieron que el congreso de Moscú que se estaba perfilando se
llamara «Congreso por la Liberación Nacional». En una sala muy ceremoniosa
donde se encontraban los colaboradores suecos comenzaron una auténtica
pelea; en una de las comisiones, tras apartar con brusquedad al orador, le
quitaron el micrófono y lanzaron los auriculares a los «revisionistas». Las
reuniones del Congreso Mundial eran abiertas al público, afortunadamente
ningún periodista estadounidense estaba observándonos pues no se esperaba
nada especial; sólo mucho tiempo después un inglés, al enterarse del
escándalo por el portero sueco, escribió: «Los partidarios de la paz combaten
entre sí».
En el congreso de Helsinki del verano de 1965 los chinos se sintieron
dueños de la situación. Yo trabajaba en la comisión de cultura, como
presidente había sido elegido un estadounidense negro, el doctor Goodlett.
Estábamos debatiendo un texto para enviarlo a todos los delegados de cultura.
Los chinos interrumpían continuamente a los oradores. Se reunió el buró de la
comisión. Un chino me insultó todo lo que quiso. Yo me contuve y no respondí.
Cuando salí al pasillo, me salía sangre por la nariz. Le pedí a uno de los
delegados soviéticos que me sustituyera en el buró. Me llevaron al botiquín,
allí una finesa me recostó en un sofá. Decidí irme al hotel a descansar; cuando
salí del lugar, tropecé y caí sobre los escalones de piedra; en resumidas
cuentas, soporté muchas penas.
Debo reconocer que algunos representantes de los países occidentales
simpatizaron con los chinos durante mucho tiempo. A unos les entusiasmaba su
papel de mediadores, creían seriamente que lograrían reconciliar a Pekín y a
Moscú; otros se entregaban al lenguaje revolucionario: «En China hay
entusiasmo, incluso cuando se equivocan, son fieles al espíritu de Lenin»; unos
terceros querían demostrar su independencia apoyando a un Estado que, a su
modo de ver, había sido impecable durante mucho tiempo. Encontré a distintos
admiradores de Mao Tse-tung en Francia, Italia, Bélgica, Suecia; tras haber
organizado partidos prochinos poco numerosos, publicaban periódicos —
tenían mucho dinero—; en todo ello había una combinación de inocencia y
politiqueo, de rebelión infantil y esnobismo. En las sesiones del Consejo
Mundial algunos amigos, a los que conocía bien, corrían a ver a los chinos,
enseñándoles no sólo los proyectos de resoluciones, sino también los
discursos que tenían intención de pronunciar, y me contaban convencidos:
«Los chinos han prometido no oponerse». (Una hora después los chinos, claro
está, se oponían). Hubo también simplones que consideraron que si nosotros
no respondíamos a los improperios, era porque no teníamos nada que decir y,
por consiguiente, nuestros acusadores tenían razón.
También hubo escenas poco decorosas. A finales de 1963 se estaba
preparando en Varsovia una sesión del Consejo Mundial. El escritor francés
Madaule propuso que nos pusiéramos en pie para honrar la memoria de
Kennedy, asesinado poco antes. Los chinos empezaron a gritar e intentaron
quitarle el micrófono; era lógico, pero confieso que me sorprendí cuando dos
representantes de Occidente, un antiguo misionero en China y un barón belga,
católico devoto y no menos devoto admirador de Mao Tse-tung, extendieron
los pies hacia delante demostrando que, a diferencia de los «revisionistas», no
querían honrar la memoria de un «imperialista».
Naturalmente, el comportamiento de los delegados de China no respondía
a las emociones de unos individuos, sino que venía dictado por la dirección
del Partido. Esta dirección era más bien precavida en su política exterior: a
los excesos belicosos de los chaikaishisti[1] y de sus custodios
estadounidenses China respondía con «advertencias serias»: «Advertencia
seria n.º 318»; el embajador de China se reunía periódicamente con el
embajador de Estados Unidos. Sin embargo, al Movimiento de los Partidarios
de la Paz lo consideraban una tribuna desde la cual podían denigrar la política
de la Unión Soviética. En la propaganda nunca se caracterizaron por su
discreción. Mientras preparaban su propio armamento termonuclear, en 1963
protestaron enérgicamente contra el acuerdo de prohibición de pruebas
nucleares, calificándolo de «confabulación entre los imperialistas
estadounidenses y los revisionistas soviéticos».
Hace diez años leí que Mao Tse-tung había dicho que las conversaciones
sobre la destrucción de la vida en la Tierra después de una gran guerra
termonuclear eran erróneas. Si pereciera la mitad de los chinos, la otra mitad
podría construir tranquilamente el comunismo. No sé si estas palabras fueron
pronunciadas para tranquilizar a las personas que no tienen rudimentos de
física nuclear, o si los dirigentes de la República China habían tomado a
Estados Unidos por un «tigre de papel». Estoy intentando encontrar una
explicación a los insultos y peleas que he oído y visto en nuestras asambleas y
congresos durante muchos años. Los encuentros de los partidarios de la paz a
menudo recordaban un partido de boxeo extraño, donde unos sacaban el puño
y otros callaban o hablaban sobre la incompatibilidad de esa clase de deporte
con las ideas y el espíritu de un movimiento por la paz.
A principios de 1967 los chinos cambiaron de táctica y salieron del
Movimiento de los Partidarios de la Paz. Yo, de todas formas, soy un optimista
incorregible y sigo confiando en que las personas razonables o, como decía
Joliot, «las personas de buena voluntad» sean capaces de evitar la guerra
nuclear. No quiero juzgar a los chinos, probablemente todo lo que he escrito
en este capítulo sea un error temporal y, tarde o temprano, China esté entre los
defensores de la paz.
20

En otoño de 1958 Georg Branting vino a visitarme a Novi Ierusalim


procedente de Crimea, donde había estado descansando. Branting era una
persona compleja, llena de contradicciones. No sé por qué se metió en
política. Quizá por influencia de su padre, fundador de la socialdemocracia
sueca. Quienes habían conocido a Hjalmar Branting contaban que en su
juventud era alegre, rebelde, después mostró su habilidad para unificar,
reconciliar y reconciliarse, sus dotes organizativas: no sólo sufrió la
transformación de una Suecia campesina y subdesarrollada, con su
correspondiente aristocracia, en un país capitalista sino que en la medida de
sus fuerzas contribuyó a ella. (Hjalmar Branting fue amigo de la famosa S. V.
Kovalévskaia, los suecos la llamaban la «profesora Sonia» y a la hermana de
Georg la llamaron Sonia).
Con todo, me cuesta entender por qué Georg Branting se hizo político,
socialdemócrata aunque de izquierdas, senador. Era abogado, pero no le
satisfacía. Aunque el sillón de senador tampoco respondía a su naturaleza. En
la política interior de Suecia jugaba un papel poco destacado, pero hizo mucho
en la lucha contra el fascismo en la década de 1930 y 1940, intervino en el
proceso por el incendio del Reichstag, en España, mostró su confianza firme
en la Unión Soviética en los días negros de 1941. Era más bien poeta, no
porque escribiera versos de vez en cuando, sino por su estructura espiritual:
detrás del sillón senatorial se desencadenaba un violento simún imaginario
pero completamente real para él. En la vejez estuvo solo, veía mal, pero no
parecía en modo alguno un pensionista.
En el año 1958, con el que he empezado el capítulo, Branting tenía más de
setenta años, y aunque había sufrido un infarto grave estaba ávido de
actividades. Estuvimos charlando largo rato de lo inestable que era la
situación internacional. Branting decía que el Movimiento de Partidarios de la
Paz abarcaba amplios círculos en Francia y en Italia, donde los comunistas
eran fuertes, pero en Inglaterra y en los países escandinavos era débil.
«Ustedes representan un único lado —decía Branting— pero hace falta que se
reúnan políticos no sólo de diferentes países, sino también de diferentes
partidos, eso ayudará a superar el clima de Guerra Fría». Le pregunté si no
quería intentar organizar esos encuentros; tras pensarlo un momento, aceptó.
En abril de 1959 tuvo lugar el primer encuentro; se llamó «Mesa Redonda
Este-Oeste». Se celebró en Bruselas y no éramos más de quince. Desde
entonces han pasado ocho años. Nos reunimos dos veces en Londres,
trabajamos en un local del Parlamento, en un palacete gótico construido
después del incendio de la primera mitad del siglo pasado. Más adelante nos
reunimos en Varsovia, en Roma, otra vez en Bruselas, en París, en Moscú, en
Florencia (allí nos metieron en el ayuntamiento, en el Palazzo Vechio,
rodeados de las fantásticas estatuas de los antiguos florentinos), en Belgrado y
de nuevo en París. Nos convertimos en una organización sólida. A los
participantes de la Mesa Redonda nos recibieron en el Kremlin, en el Palacio
de Gobierno de Yugoslavia, en el Parlamento belga, en el Ayuntamiento de
París. Sobre nuestros encuentros escribieron todos los periódicos importantes
de Europa y Estados Unidos. Entre los occidentales más importantes que
participaron en la Mesa Redonda citaré a Philip Noel-Baker, antiguo diputado
laborista, laureado con el Premio Nobel de la paz; al ex presidente del Senado
belga Henri Rolin; al presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del
Parlamento noruego Finn Moe; a los laboristas ingleses Konni Zilliacus, Denis
Healy, Thompson y Richard Mendelsohn; a los socialistas italianos Nenni,
Lombardi y Vittorelli; a los diputados franceses gaullistas René Capitant y
Shmitlen, y a los de la oposición Pierre Cot, fules Moch y Mitterrand; al
diputado católico italiano La Malfa y al alcalde de Florencia La Pira. En los
diferentes encuentros participaron más de ciento cincuenta diputados de
diecisiete países, representantes tanto de los partidos gubernamentales como
de la oposición, de ellos aproximadamente la mitad habían sido o serían
ministros.
En el verano de 1964 llegó a Florencia un Branting gravemente enfermo y
propuso para el puesto de secretario de la Mesa Redonda al socialdemócrata
de izquierdas Hjalmar Mehr. Branting moriría un año después.
De los que participaron de forma continuada en nuestros encuentros han
fallecido Konni Zilliacus, el gran economista polaco Oskar Lange y el general
del ejército soviético, especialista en asuntos de desarme, N. A. Talenski.
Me gustaría recordar al difunto Konni Zilliacus (los amigos le llamaban
Konni o Zilli). Era político, claro, pero tuvo un destino curioso. Empezó a
hacer cosas extrañas muy pronto: siendo sueco-finés, nació en Japón. Se hizo
súbdito del rey de Gran Bretaña y en los años de la Primera Guerra Mundial
combatió en las filas del ejército inglés. Luego estudió en la Universidad de
Yale, en Estados Unidos. Más adelante se hizo laborista y mucho después
diputado de la Cámara de los Comunes. En la primavera de 1949, a pesar de
la prohibición de la dirección laborista, participó en el Primer Congreso de
los Partidarios de la Paz. Le expulsaron del partido. Sin embargo, ese mismo
año le expulsaron del Movimiento de los Partidarios de la Paz: no aprobó el
anatema que se lanzó sobre los yugoslavos. Dos veces fue expulsado del
partido y dos veces fue rehabilitado. Se consideraba un enfant terrible —un
niño terrible—; sus colegas se enfadaban, pero al final se acostumbraban. «No
hay nada que hacer, es Zilli».
Hablaba con soltura varios idiomas y en el primer encuentro de la Mesa
Redonda, en el que no disponíamos de traductores, tradujo las intervenciones
de todos los participantes. En los anuarios escribía «periodista», «miembro
del Parlamento». Se licenció en Yale, en Estados Unidos. Consideraba la
Revolución de Octubre el acontecimiento más importante del siglo XX. Era
diputado por Manchester, donde en una ocasión escuché su intervención en un
gran mitin; habló bien y varias veces los reservados ingleses le aplaudieron
acaloradamente. Su debilidad era la Organización de las Naciones Unidas
(había trabajado allí varios años). Reivindicaba constantemente la
observancia de «el espíritu y la letra de la Carta». A menudo era ingenuo;
cuando en las últimas elecciones ganaron los laboristas, dijo: «Ahora todo
cambiará. Wilson es un laborista de izquierdas». Resultó que el gobierno
laborista mantuvo una política de derechas. Zilli suspiró un poco, pero
enseguida organizó la oposición y, alegre, decía: «Cada mes somos más». El
padre de su mujer estudiaba la psicología de los animales y en una ocasión,
después de haber pasado la tarde en casa de Zilliacus en Londres, yo le hablé
de V. L. Dúrov. Era raro que alguien estuviera de acuerdo con Konni, pero lo
queríamos, y cuando murió en el verano de 1967 sus adversarios políticos lo
sintieron: el palacio de Westminster quedó vacío, no había otro «niño
terrible».
Oskar Lange hizo mucho para vencer el clima de desconfianza mutua que
reinaba en los primeros encuentros de la Mesa Redonda. Le conocí en 1946 en
Nueva York y enseguida aprecié su «calma». No era un predicador, sino un
interlocutor, y precisamente esto persuadió a los participantes occidentales.
En la primavera de 1962 la Mesa Redonda estuvo examinando un proyecto
de desarme en Bruselas. Escogimos una pequeña comisión de especialistas:
Noel-Baker, Jules Moch, quien durante muchos años había representado a
Francia en la Comisión de Desarme de la ONU, y el experto soviético N. A.
Talenski. Mantuvieron sesiones durante dos días y redactaron un proyecto de
compromiso extraordinariamente detallado pero aceptable para todos. Al
intervenir más tarde en un gran mitin, Noel-Baker y Jules Moch hablaron muy
bien de los conocimientos y del espíritu pacífico del general Talenski.
Conocía a Nikolai Aleksándrovich de los años 1943-1944, cuando él era
redactor de Krásnaia zvezdá. No sólo sabía hablar, sino también sabía
escuchar, y esta cualidad no muy extendida influyó en el éxito de la Mesa
Redonda. Su muerte fue una gran pérdida.
Ya he señalado que poco a poco los organizadores de la Mesa Redonda
consiguieron incorporar a los encuentros a políticos de diferentes países y
orientaciones. Los lectores seguramente habrán notado que entre los nombres
que he ido mencionando no hay el de ningún hombre público de Alemania
Occidental. Ahora la política de los socialdemócratas alemanes se ha vuelto
un poco más flexible y quizá, si nuestros encuentros continúan, algún día
veamos a los alemanes «occidentales» sentados a la misma mesa que los
«orientales», pero hasta 1966 todos los intentos de Henri Rolin, de Zilliacus y
de otros parlamentarios occidentales por incorporar a los alemanes de la
República Federal han acabado en fracaso.
Contaré un suceso divertido que tuvo lugar en Moscú en marzo de 1959, la
víspera del primer encuentro de la Mesa Redonda. Branting me pidió que
hablara con dos líderes de los socialdemócratas alemanes, Carlo Schmid y
Fritz Erler, que se encontraban en Moscú. Cuando les llamé, resultó que al día
siguiente se iban a su país, me propusieron que los llevara al aeródromo y así
por el camino podríamos hablar. Me pidieron que me acercara con el coche a
la casa donde se alojaban los diplomáticos de Alemania Occidental y que
esperara en la esquina: estaba todo organizado de un modo bastante
conspirativo. Schmid y Erler hablaban bien en francés; yo les expliqué cómo
entendían Branting y Rolin los encuentros de la Mesa Redonda. Fueron
amables, me dieron las gracias por la información (les habían contado algo
muy distinto) y expresaron su esperanza de acudir a Bruselas. Cuando
estábamos cerca de Vnúkovo, Schmid vio un coche de la embajada de
Alemania Occidental y me pidió que les dejara bajar pero que yo no saliera
del mío. Todo se hizo de forma impecable. Pero, ay, al abrir el Pravda al día
siguiente vi una nota: «Salida de Moscú de dirigentes del SPD». Entre los
acompañantes se me nombraba a mí, es evidente que un trabajador de la TASS
me había visto…
En el otoño de 1961 el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores
del Senado de Estados Unidos, Humphrey, debía asistir al encuentro en Roma.
Empezamos a trabajar, todos preguntaban dónde estaba Humphrey, Branting
respondió: «Le han retenido unos asuntos, vendrá mañana». Al final llegó un
telegrama, Humphrey nos comunicaba que por un desbarajuste en el viaje se
veía obligado a hacer noche en Londres y no podría llegar hasta el día
siguiente. Habíamos aprobado resoluciones sobre desarme, la ONU, Berlín
Occidental e íbamos a cerrar el encuentro cuando efectuó su entrada en la sala
Humphrey. Leyó atentamente las resoluciones pero se negó a comentarlas ya
que no había tomado parte en las discusiones. Dos horas estuvo hablando
sobre la importancia de nuestros encuentros, sobre el significado del diálogo,
sobre su fe en el triunfo de la paz. Cuando todos se hubieron levantado, el
senador Humphrey, en un aparte, empezó a hablarme de la muerte de
Hemingway y, bajando la voz, expresó su opinión sobre Alemania Occidental.
De esto han pasado seis años. El senador Humphrey se ha convertido en
vicepresidente de Estados Unidos, cuesta considerarlo un político amante de
la paz.
Nenni participó en el encuentro de Roma como representante de la
oposición, después se convirtió en viceprimer ministro. Finn Moe pertenecía
al partido en el gobierno y de repente se encontró en la oposición. Al
encuentro en Moscú vinieron los laboristas Denis Healy y Thompson. El
primero se convirtió en ministro de la Guerra británico y el gentil Thompson,
miembro de nuestro comité de organización, en viceministro de Asuntos
Exteriores.
Por desgracia, las cuestiones que debatíamos no han pasado de moda: el
desarme, el tratado de no proliferación de armamento nuclear, la seguridad en
Europa, el problema alemán, la agresión a Vietnam por parte de Estados
Unidos. No hay ninguna razón para hablar de nuestras resoluciones,
convertiríamos estas páginas en las de un periódico viejo en vez de las de
unas memorias.
Los escépticos se preguntarán: ¿dónde ve usted la utilidad de los
encuentros? En efecto, todas las cuestiones en litigio a fecha de hoy no han
sido solucionadas, pero, a mi parecer, ahora se han vuelto más solucionables y
quizá ahí tengan algo que ver el esfuerzo de la Mesa Redonda. La alternativa
es demasiado trágica: coexistencia pacífica o guerra termonuclear, es decir,
existencia o inexistencia de la humanidad. En esto no se puede ahorrar
energías o tiempo, todo lo que pueda contribuir a la paz, aunque sea un
ensueño, merece nuestro esfuerzo.
Personalmente, los encuentros de la Mesa Redonda me aportaron mucho,
conocí a los mejores políticos de Occidente, quizá a los mejores
representantes de la democracia burguesa.
Por separado los políticos son parecidos a las personas de otras
profesiones, los hay especializados y, menos frecuentemente, con instrucción
general, encantadores y desagradables, con talento y mediocres. Lo que me
resultaba más misterioso era su auténtica profesión, la política. Alejin
adscribió el juego del ajedrez al arte, a mí me queda equiparar la política de
la democracia parlamentaria con una partida de ajedrez. Por supuesto el
ajedrez es bastante más antiguo, en él se percibe algo del fósil, las aperturas
se elaboraron hace tiempo, están fijadas, y aun así un ajedrecista de talento a
veces encuentra una variante inesperada que le brinda la victoria. He contado
en este libro cómo un aficionado principiante ganó una partida al gran maestro
Flohr, quien tomó la ignorancia de aquél por una habilidad misteriosa. (Hace
poco V. Aksiónov ha descrito un suceso similar en su Relato con una
exageración). Por otra parte, casos como éste eran frecuentes en la vida
política de Occidente. La ignorancia de Hitler respecto a las reglas del juego
le ayudó a ganar la partida a la República de Weimar.
Se cree que la democracia parlamentaria está construida sobre la igualdad
del sufragio. Esto, por supuesto, es una ilusión. Las cuestiones las deciden los
partidos políticos, en los que participan activamente círculos limitados de
especialistas en presencia de determinada cantidad de fanáticos. El arte de la
oratoria puede influir sobre parte de los electores, pero en la mayoría de los
casos los partidos rivales dicen lo mismo, todos están a favor de la paz, de la
libertad y del bienestar. Se atacan unos a otros, casi siempre insistiendo en el
fracaso de tal o cual paso del gobierno: que si han construido pocas viviendas,
que si ha aumentado el desempleo, que si han permitido un escándalo
financiero, etc. Dicen que la prensa juega un papel decisivo y, en la última
década, la televisión. En Suecia, sin embargo, ninguno de los periódicos
importantes hubiera apoyado a un partido que lleva en el poder más de treinta
años (todos los intentos de crear un periódico socialdemócrata que fuera leído
acabaron en fracaso). En Francia las personas que leen L’Humanité son
bastantes menos de los que votan a los comunistas. Durante la última campaña
electoral hubo debates sobre quién salía más favorecido en la pantalla de
televisión, pero esto no ha resuelto nada. Muchos votan por costumbre, porque
está establecido en la familia. Otros votan siempre a la oposición: vamos a
probar, quizá sea mejor. Hay países en los que hay pocos partidos
representados en el Parlamento: dos en Estados Unidos, tres en Inglaterra. Hay
otros en los que hay muchos partidos, por ejemplo, en Italia, donde los
políticos se ven obligados a llegar a acuerdos para crear una coalición de
gobierno. A diferencia del ajedrez, las elecciones, la política parlamentaria,
las crisis ministeriales tienen un elemento de juego de azar o de competición
deportiva preñado de circunstancias imprevisibles.
¿Cuál es la especialidad de un diputado? A esto sólo se puede responder
con una palabra misteriosa y nada determinante, la «política». Al menos la
mitad de ellos han recibido formación jurídica y al principio de su carrera o
cuando no son elegidos se han dedicado a la abogacía. En la Tercera
República las figuras más visibles del Parlamento eran en su mayoría
abogados: Poincaré, Briand, Millerand, Doumer, Barthou, Laval, Reynaud y
otros. Asimismo más de la mitad de los que participaban en la Mesa Redonda
habían recibido formación jurídica: Capitant, Mitterrand, Pierre Cot, Rolin,
Pearson, Branting, Bengston, Julius Silverman y muchos otros. También había
economistas, como Mendès-France o Lombardi, y un ingeniero, Jules Moch,
quien me contó que había construido un puente sobre el Daugava, pero claro,
la política era su profesión desde hacía mucho tiempo.
En 1963 los camaradas de partido de Denis Healy decían que si los
laboristas ganaban las elecciones él se convertiría en ministro de Asuntos
Exteriores; en efecto, fue ministro, pero de Defensa. En Estocolmo conocí a un
amigo de Hjalmar Mehr, Torsten Nilsson, un hombre inteligente, activo y
alegre. Había sido ministro de Transporte, ministro de la Guerra, ministro de
Asistencia Social y ahora era ministro de Asuntos Exteriores.
Comprendo que un ministro de Economía se entera menos de un balance
que un contable experimentado de un banco importante o de un trust. Sé que
existen intereses de una u otra clase en la sociedad que determinan la esencia
de la política. De ningún modo estoy defendiendo la dictadura de una sola
persona ni la tecnocracia. Simplemente confieso mi incomprensión hacia la
profesión del político. No es un trabajo, sino personas que, por desgracia,
poseen un sistema nervioso y en un momento crítico están expuestas a la ira o
al miedo, a la duda o a la seguridad excesiva.
Muchos de los políticos que conocí en los encuentros de la Mesa Redonda
me gustaron, pero en ocasiones me sentía como un actor aficionado que se
encuentra casualmente en escena con unos maestros: los primeros amantes, los
personajes moralizantes y los trágicos.
Probablemente tenía razón Joliot cuando decía que la humanidad aún
estaba en la niñez. Muchas cosas deben cambiar para que la humanidad no
desaparezca antes de alcanzar la mayoría de edad por culpa de la pasión o la
estupidez de unos políticos que nunca quisieron sentarse a una mesa redonda.
21

En otoño del año 1959 a menudo me decía que debía sentarme a la mesa y
empezar a escribir un libro de recuerdos; le daba vueltas al plan del libro y,
como solía hacer, postergaba la hora de ponerme a trabajar. Durante unos
meses me tranquilicé pensando que debía defender mis ideas sobre la
necesidad del desarrollo armónico del hombre, sobre el papel del arte en la
educación, de la cultura en las emociones.
Por supuesto, yo había sido culpable en el pasado: publiqué en
Komsomólskaia pravda una carta sobre la ruptura de una estudiante, a la que
llamaba Nina, con su amado Yuri, un buen ingeniero que sin embargo era la
versión moderna de «un hombre enfundado».[1] Para mí lo más importante no
era su indiferencia ante el arte, sino su primitivismo espiritual y su aridez. No
por casualidad se reía del relato de Chéjov La dama del perrito que había
emocionado a la estudiante: «Cuando yo intentaba aclarar con él nuestra
relación, él se salía de sus casillas o sonreía, decía que yo complicaba todo a
propósito». Él reducía los sentimientos a un lugar donde vivir y a
«inscribámonos en el registro». Enviaba dinero a su madre, pero cuando ésta
quiso ir a verlo, él no accedió, le explicó a su enamorada que su madre era
«buena, pero ignorante, así que no hay de qué hablar con ella». Todos los
intentos de la estudiante de leerle poemas de Blok o de llevarlo al Ermitage
acababan en fracaso: «Debemos ser personas de la era atómica».
Nunca pensé que mi artículo provocaría polémica. Sin embargo la
juventud empezó a debatir: la culpa de la guerra que se desató la tuvo, a mi
parecer, el hombre que envió a Komsomólskaia pravda una carta en la que
dejaba a un lado los defectos del ingeniero Yuri y trasladaba la discusión a
otro plano: ¿necesitan el arte nuestros contemporáneos? El autor de esta carta,
el ingeniero I. Poletáiev, era especialista en cibernética.
Al hablar de mi viaje a Estados Unidos en la primavera de 1946 he
mencionado que en Nueva York mi viejo amigo R. O. Jakobson estuvo toda
una noche hablándome de una ciencia recién nacida y de las «máquinas
pensantes». Dos años después el matemático Wiener enumeró los problemas
que podía resolver la cibernética. No sé por qué en la época de Stalin la
cibernética era para nosotros charlatanería: quizá el deseo de enseñar a la
gente a pensar iba unido a la desconfianza o el miedo hacia las «máquinas
pensantes». Comprendo totalmente la amargura de I. Poletáiev y de su amigo
mayor, el profesor A. A. Liapunov, al ver el trato que daba nuestro país a la
cibernética.
Cuesta más comprender por qué I. Poletáiev no atacó a los verdaderos
culpables, sino al arte: otra vez en lugar de un príncipe hemos creado a un
muchacho pobre. En su carta a propósito de mi artículo Poletáiev escribió:
«No tenemos tiempo para exclamar “¡Oh, Bach! ¡Oh, Blok!”, si se han
quedado anticuados y no están a la altura de nuestra vida. Una sociedad en la
que hay muchos Yuris prácticos y pocas Ninas es más fuerte que una en la que
hay muchas Ninas y pocos Yuris».
Hay que decir que en la carta de Nina no había ni una palabra sobre la
música de Bach y esa mención era para mí un misterio. Me contaron unos
amigos que estuvieron recientemente en la ciudad académica cercana a
Novosibirsk, donde ahora trabaja I. Poletáiev, que a éste le gusta la música.
Quizá su afición a las obras de Bach le hizo mencionar al genial compositor
que compuso doscientos años atrás, cuando no había ni era atómica ni «culto a
la personalidad», o quizá simplemente le gustó la combinación «¡Oh, Bach!
¡Oh, Blok!». No lo sé.
Yo no había escrito acerca de la supremacía del arte sobre las ciencias
exactas, sino sobre la necesidad de desarrollar la cultura de los sentimientos,
es decir, de lo que he expuesto en la sexta parte de este libro: no se puede
caminar hacia delante a la pata coja. Sin embargo, la discusión pasó a las
cuestiones brevemente formuladas por I. Poletáiev: el arte ha envejecido, las
personas prácticas no tienen tiempo para deleitarse con Bach y Blok, una
sociedad en la que cada uno tiene una especialidad y un trabajo propio es más
fuerte.
En 1959 ya tuve ocasión de darme cuenta de que en las veladas literarias
las preguntas y comentarios los formulaban personas más bien ingenuas y
bobas, y no juzgué el nivel de nuestra juventud por las miles de cartas que
recibió la redacción o yo personalmente. Los partidarios de I. Poletáiev eran
pocos, una decena más o menos. El ingeniero Petrujin escribió: «¿Cómo puedo
deleitarme con Bach o con Blok? ¿Qué han hecho por Rusia o por la
humanidad?». El agrónomo Vlasiuk aseguraba: «Hay que entender el arte, pero
ya ha pasado el tiempo de entusiasmarse con él». El capitán de navegación de
altura M. Kushnariov intentaba demostrar tolerancia: «Yo lo veo así: si le
gusta la música de Chaikovski, vaya y escúchela; si le gusta Blok, lea y
disfrútelo, pero no arrastre a los demás. ¿Acaso alguien piensa que vamos a
dar palmas y a deleitarnos con sinfonías?».
Todas las cartas de los seguidores del ingeniero Poletáiev manifestaban un
nivel bajo de desarrollo espiritual: la repetición de la combinación absurda de
los nombres de Bach y Blok y la pregunta de qué había hecho Bach por Rusia,
incluso el estilo «lea y disfrútelo». Sin embargo, las cartas de los defensores
del arte no eran mejores que la de sus detractores. Miles de ellos se
inquietaban creyendo que Poletáiev quería impedirles ir al teatro o leer poesía
en un momento difícil. El argumento fundamental era el siguiente: a V. I. Lenin
le gustaba escuchar la Appassionata y eso no le había impedido fundar el
Estado soviético. Para la mayoría la Appassionata era un concepto abstracto
que se les había quedado grabado gracias las memorias de Gorki. Una
komsomolka escribía que el hombre se llevará una rama de lilas incluso al
espacio; esto me recordó las disputas de los komsomoles de principios de la
década de 1930: se preguntaban si necesitaban una rama de cerezo aliso,[2]
aunque años ha nadie pensaba en el espacio. Éstas son frases de las cartas, que
se repetían de varias maneras: «¿Cómo pueden envejecer Pushkin, Tolstói,
Chaikovski, Repin?» o «No veo nada vergonzoso en ir esta noche a ver
Eugenio Oneguin». Una carta reproducida en el periódico me sorprendió
profundamente. Un joven escribía que estaba enamorado de una chica, a ella le
gustaba la música y él tuvo que ir con ella a un concierto, al principio no
comprendía nada, se aburría, pero después comprendió, descubrió un mundo
nuevo, y aunque la chica le confesó que amaba a otro, él va a estarle
agradecido hasta el fin de sus días.
Uno de los participantes en el debate aconsejaba: «No hay que enemistar
las matemáticas con la música». Dicho sea de paso, es difícil que se enfrenten.
De joven Einstein era un apasionado del violín y hasta el fin de sus días amó
apasionadamente la música sinfónica, encontrando en ella algo común a las
matemáticas. Los científicos no han ido nunca en contra del arte. A Joliot-
Curie le gustaba la música y la pintura; cuando se vio obligado a quedarse
varios meses en un hospital, empezó a dibujar paisajes. Irene Joliot-Curie se
interesaba por la poesía. Bernal me hablaba admirado del poeta y místico
inglés John Donne y de pintura.
Durante el debate moscovita el físico A. I. Alijanov escribió: «Sin
embargo, si el estímulo de la actividad intelectual de un hombre fuera sólo la
utilidad, entonces la fuerza que hace progresar la ciencia desaparecería. El
estímulo que lleva a la ciencia y al arte está expresado de un modo pintoresco
en el siguiente episodio: al académico Ambartsumián, as trofísico, le
preguntaron: “¿Cuál es la utilidad de la astrofísica?”. A esta pregunta él
respondió: “El hombre se diferencia del cerdo básicamente porque a veces
levanta la cabeza y mira las estrellas”. El estímulo que hace al hombre pensar
no sólo en el alimento o en la continuación de su especie ha conducido
también al nacimiento de las ciencias y del arte». (Quiero añadir que en los
años en que la pintura auténtica estuvo desterrada de nuestra vida muchos
físicos importantes compraron lienzos de Falk, de Lentúlov, de Filónov y de
otros pintores prohibidos).
¿En qué se basaba el ideal propuesto por Poletáiev y sus partidarios poco
competentes? ¿En el utilitarismo? Bazárov decía que un químico aceptable era
más útil que veinte poetas. En 1860 esto sonaba a un reto para liberales,
terratenientes que hablaban sobre la belleza de la vida. Ahora hay un país
grande y técnicamente desarrollado, Estados Unidos, donde todos saben que
ser no sólo un químico eminente, sino también un ingeniero vulgar es mucho
más útil que escribir versos. Con la «americanización» no soñaban nuestros
científicos, sino algunos técnicos educados en una única dirección y marcados
por la aridez espiritual y la pereza interior.
La polémica tenía una parte de pelea. Cuando los komsomoles organizaron
un debate al cual habíamos prometido acudir Poletáiev y yo, la sala estaba a
rebosar de los hinchas de los dos bandos frenéticos. Los partidarios de
Poletáiev habían traído un sintetizador; lo estuve escuchando atentamente,
tenía elementos de la música contemporánea occidental; pero los mismos
partidarios de Poletáiev gritaban espantados: «¡Ya basta!», por lo visto sus
gustos eran completamente tradicionales.
Al reflexionar ahora sobre las discusiones de los años 1959 y 1960, me
doy cuenta de que nuestra juventud no comprendió su tono trágico: la afición al
arte en la segunda mitad de nuestro siglo no ha decaído, más bien se ha
reforzado. Lo atestiguan el aumento de las tiradas de las novelas en todo el
mundo, la numerosa asistencia a las exposiciones de pintura, a los conciertos
de música sinfónica, al teatro, al cine, incluso a las veladas literarias. (No
obstante, el listón de las obras después de la guerra está cayendo
constantemente). Los principales pintores de Francia, de Italia o de nuestro
país, que determinaron el nivel del arte en la primera mitad del siglo, han
muerto.
22

Conocemos a grandes artistas que más de una vez en la vida se han


transformado maravillosamente: Poussin pasó al clasicismo riguroso a causa
de su pasión por la pintoresca Venecia y terminó con el lirismo; Cézanne se
descubrió con los impresionistas, pero después empezó a buscar la constancia
de la forma; los críticos de arte se rompen la cabeza para definir los
«períodos» de Picasso. Chagall, sin embargo, ha permanecido tal y como era
en su juventud. Este año ha cumplido ochenta años, pero sus últimos trabajos
parecen haber sido realizados hace más de cincuenta años. Esto no es ni una
virtud ni un defecto, es la naturaleza del artista.
Para cualquier poeta o compositor el tiempo es el inicio indispensable del
trabajo creador, la poesía o la música fluyen por el tiempo. Para un pintor o un
escultor lo más importante es el espacio. Por supuesto ha habido muchos
pintores que han sentido vivamente el paso del tiempo, para ellos el espacio
cambiaba con arreglo al paso del siglo; pero también ha habido otros que no
han prestado atención ni al correr de las horas ni a las hojas del calendario.
Cuando Chagall cumplió cincuenta años, pintó el cuadro El tiempo es un
río sin orillas. Un pez alado sobrevuela el Dvina, de él pende un gran reloj de
pared, que en cierto tiempo había estado en la casa de los padres del pintor o
en la de su novia. En Chagall volaban no sólo las aves, también los peces;
sobrevuelan las ciudades judíos barbudos, los violinistas se instalan en los
tejados de las casas, los enamorados se besan en algún lugar más cercano a la
luna que a la tierra. Sin embargo, aunque todo vuele, gire, él no nota el paso de
los años.
Lo vi varias veces en París en la época de La Rotonde, que él frecuentaba
poco. Me pareció el más ruso de todos los pintores a los que solía ver en la
capital francesa: Archipenko estaba obsesionado con el cubismo; Zadkine
parecía inglés; Sutín guardaba silencio, miraba a todos y todo con ojos de
adolescente asustado; Lariónov predicaba el luchismo, pero el joven Chagall
repetía: «En nuestra casa…». Le vi mucho tiempo después en su taller de la
avenue d’Orléans y allí dibujaba las casitas de Vítebsk. En 1946 coincidimos
en Nueva York, había envejecido pero hablaba del destino de Vítebsk, de
cuánto quería ir a casa. La última vez nos vimos en su casa de Vence. Seguía
siendo él mismo. Una vez me envió una carta larga, cuarenta años antes se
había dejado unos lienzos en un taller de marcos de Petrogrado. Recordaba
bien la casa en la confluencia de dos calles, pero no sabía lo que significan
cuarenta años en la vida de Leningrado. Hablando conmigo llamó al pintor
Tyshler «jovencito». Para él Tyshler sigue siendo un joven veinteañero. Es
incapaz de creer que la antigua Vítebsk ya no existe, que la destruyó la
aviación fascista: frente a él están las calles de su juventud.
Chagall pasó su infancia y adolescencia en Vítebsk. Cuando cumplió
veinte años se fue a San Petersburgo, donde estudió con el pintor Bakst. Tres
años después logró llegar a París. En la primavera de 1914 regresó a Vítebsk,
se casó con Bella y partió de nuevo hacia San Petersburgo. El primer año de
la revolución lo pasó en Petrogrado y Vítebsk, y en otoño de 1918 Lunacharski
lo nombró comisario de Bellas Artes de Vítebsk. Allí abrió una escuela de
arte nueva, convenció a Malévich y a Puni para que fueran a Vítebsk a enseñar
a jóvenes entusiastas del arte. Año y medio después los profesores
discutieron. Chagall, furioso con los «informalistas», se marchó a Moscú,
trabajó allí dos años y se mudó a París. Cuento esto para mostrar el
maravilloso manantial que fue para él Vítebsk, donde había vivido
relativamente poco.
Parece que toda la historia de la pintura universal no ha conocido un pintor
tan unido a su ciudad natal como Chagall. Incluso para Vermeer, con todo su
cariño por Delft, el mundo no se reducía a esta ciudad. Deseando decir algo
bueno de París, Chagall la llamó «mi segunda Vítebsk».
Estuvo viviendo varias décadas en París, pasaba los meses de verano en la
Bretaña y en los Pirineos, en Auvergne y en Saboya, vivió y sigue viviendo
cerca de la Costa Azul, visitó España, Inglaterra, Holanda, Alemania, Italia
(admiraba la Galería de los Uffizi y las calles de Florencia), estuvo dos veces
en Grecia y en Palestina, vio Jerusalén, después las pirámides de Egipto, los
abigarrados colores de Beirut, vivió seis años en Nueva York, estuvo en
México. ¿Qué ha quedado de cincuenta años de vagabundeo, de los extraños
árboles del sur, de los rascacielos, de las ruinas de la Acrópolis? Pues casi
nada: unos cuantos paisajes, la torre Eiffel en cuya cima se abrazan en
ocasiones los enamorados de Vítebsk. La Vítebsk provinciana y de madera, la
ciudad de su juventud, se quedó clavada en sus ojos y en su conciencia. En
1943 pintó en Nueva York un paisaje nocturno: una calle de Vítebsk, la luna y
una farola, debajo habitantes de Vítebsk enamorados. En 1958 pintó Los
tejados rojos: casas de Vítebsk, enamorados y una telega con un yugo ruso.
Después, en La prometida de cara azul, la telega sobre el tejado de una casa y
otra vez el yugo descubren el pasado. En la exposición de arte revolucionario
de 1919 se pronunció en contra de «la pintura para ilustrar» y en contra de la
«literatura mala». Esto puede parecer una paradoja, entonces él ya era el más
«literario», el mayor «ilustrador» de todos los pintores contemporáneos, y
después siguió haciendo lo mismo el resto de su vida. Pero esto no es una
traición a sí mismo, sino un convencionalismo del diccionario. Chagall
repudiaba a los pintores imaginarios que pensaban y piensan que es posible
influir en la mirada cambiando de género. Desde adolescente sabía que un
pintor tiene su propio idioma y protestaba contra la pintura fotográfica. Un
acta o un inventario de utilería no le parecían arte. Con todo, fue y siguió
siendo poeta, no porque de joven a veces escribiera versos sueltos, sino
porque el lirismo es inherente a su pintura. Puede decirse que las manzanas o
la montaña Sainte Victoire son capítulos de una novela creada por Cézanne. Y
que Chagall es poeta o, si queremos definirlo con mayor exactitud, cuentista,
el Andersen de la pintura.
Los cuentos son invariablemente monótonos y diferentes: cambia la luz y el
color, pero los personajes se repiten. Chagall nos muestra a los habitantes de
Vítebsk; los enamorados se besan, tristes y serenos; los ancianos judíos
barbudos están sentados y afligidos o sobrevuelan la ciudad; los violinistas no
se cansan de tocar en los tejados. Alrededor están las casitas de madera, los
árboles, la luna en cuarto creciente o llena, el río o el cielo, los animales
domésticos con los que se encariñó desde pequeño: el gallo, la vaca, el burro,
la cabra, el pez. Chagall es un maestro experimentado y un niño enamorado de
un cuento.
Un crítico de arte italiano que ha escrito un libro sobre Chagall considera
que el nacimiento de su pintura es misterioso; opina que, aun teniendo carácter
ruso, no está vinculada al arte popular. No sé qué entiende el crítico por «arte
popular». A principios de nuestro siglo en Vítebsk no había alfareros que
conservaran tradiciones antiguas ni artesanos de juguetes populares, ni
encajeras de Vólogda o talladores norteños, pero en esa ciudad, al igual que
en todas las ciudades rusas, vivían y trabajaban artesanos de letreros. Encima
de los puestos donde se vendían frutas o cigarrillos, encima de las panaderías
y las peluquerías resplandecían escenas costumbristas o naturalezas muertas.
Aunque en la peluquería donde el tío de Chagall cortaba el pelo y afeitaba a
los habitantes de Vítebsk no había nada pintado, sin duda el pintor principiante
vio muchos letreros fascinantes. El propio Chagall, obligado a ganar algunos
rublos, durante un tiempo se dedicó a hacerlos, y le gustaba esa ocupación.
Konchalovski contaba el ascendiente que tuvieron en él los letreros, realizó
sus Panes bajo la influencia directa de uno de los artesanos-pintores
populares. Los primeros «sotas de diamantes» —el joven Mashkov y Lentúlov
— y pintores de otros grupos —Malévich antes de pintar su célebre cuadrado
y Lariónov— experimentaron una doble influencia: la de Cézanne y la de los
artesanos de letreros.
Por supuesto que, en París, Chagall conoció el cubismo, el fauvismo e
incluso el surrealismo, pero la influencia que ejercieron sobre él fue pasajera
y, aunque enriquecieron al pintor, no alteraron su estilo. Hay lienzos
maravillosos de Chagall, los hay algo peores, pero sus cuadros nunca podrán
confundirse con los de otros maestros.
Chagall es un fenómeno importante de la pintura mundial del siglo XX. En
los fondos de la Galería Tretiakov y del Museo Ruso de Leningrado se
conservan sus maravillosos lienzos. Nuestros museos los han prestado para
exposiciones importantes en París y en Tokio.
¿Quizá ha llegado el momento de enseñar las obras de Chagall con sus
habitantes de Vítebsk no sólo a los franceses o a los japoneses, sino también a
sus paisanos? Porque todo lo creado por él está indisolublemente ligado a su
querida Vítebsk.
Abreviaturas
AJRR Assotsiatsia Judózhnikov Revoliutsionnoi Rossí (Asociación de Artistas de
la Rusia Revolucionaria).
CHEKÁ Chrezvicháinaia Komíssia (Comisión Extraordinaria: primera
organización política y militar de inteligencia, creada en 1917).
DOMKOM Domovi Komitet (Comité del Inmueble).
EDA Eniaia Demokratike Aristera (Unión Democrática de Izquierdas).
GPU Gosudárstvennoie Politícheskoie Upravlénie (Directorio Político Unificado
del Estado: policía secreta en la urss hasta el año 1934).
GUM Glavni Universalni Magazín (Grandes Almacenes del Estado).
JLAM Judózhniki, Literatori, Artisti, Muzikanti (Asociación de Pintores,
Escritores, Actores y Músicos).
KLAK Kievski Literaturno-Artisticheski Klub (Club Literario y Artístico de
Kiev).
LEF Levi Front Iskusstv (Revista Frente de Izquierda de las Artes).
LIKBEZ Likvidatsia Bezgramotnosti (Comité de Erradicación del Analfabetismo).
LITO Literaturno-izdatelski otdel Narkomprosa (Sección de Literatura del
Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública).
MJAT Moskovski Judózhestvenni Akademícheski Teatr (Teatro de Arte de
Moscú).
MPO Moskovskoie Potrebitelskoie Obschestvo (Cooperativa Moscovita de
Consumidores).
NKVD Narodni Komissariat Vnútrennij Del (Comisariado del Pueblo para
Asuntos Internos).
NEP Nóvaia Ekonomícheskaia Polítika (Nueva Política Económica).
NOT Naúchnaia Organizatsia Truda (Organización Científica del Trabajo).
OSO Osóboie Soveschanie (Comisión Deliberativa Especial, tribunal del
NKVD).
PUR Politícheskoie Upravlenie Revoensoviet (Dirección Política del Soviet
Militar Revolucionario).
RABIS Rabotnik Iskusstva (Trabajador del Arte Obrero: por extensión, se
utilizaba para referirse al Comité Central de la Unión de Trabajadores del
Arte).
RABKRIN Raboche-krestiánskaia Inspektsia (Inspección de Obreros y
Campesinos).
RAPP Rossiyskaia Assotsiatsia Proletarskij Pisatelei (Asociación Rusa de
Escritores Proletarios).
REF Revoliutsionni Front Iskusstv (Frente Revolucionario de las Artes,
publicación que sustituyó a LEF).
RSDRP Rossiskaia Sotsial-Demokratíchieskaia Rabóchaia Partija (Partido
Obrero Socialdemócrata de Rusia).
RSFR Rossiskaia Soviétskaia Federatívnaia Socialistícheskaia Respúblika
(República Socialista Federativa Soviética de Rusia).
TASS Telegrafnoie agentstvo Soviétskogo Sojuza (Agencia de Telégrafos de la
Unión Soviética).
TEO Teatralni Otdel (Sección de Teatro del Comisariado de Instrucción Pública).
VOKS Vsesoiuznoie Obschestvo Kulturnoi Sviazi s Zagranitsei (Sociedad Rusa de
Relaciones Culturales con el Extranjero).
Periódicos y revistas rusos citados

PERIÓDICOS

Birzhevie viédemosti (Noticiario de la Bolsa).


Dien (El día).
Dónskaia riech (El discurso del Don).
Dvuglavi oriol (El águila bicéfala).
Globus (El globo).
Izvestia (Noticias).
Kievlanin (El kievita).
Komsomólskaia pravda (La verdad del komsomol).
Konnogvardéiets (El caballero de la guardia).
Krásnaia nov (Erial rojo).
Krásnaia zvezdá (Estrella roja).
Kultura i zhizn (Cultura y vida).
Kurskie izvestia (Noticias de Kursk).
Leningrádskaia pravda (La verdad de Leningrado).
Literatura i iskusstvo (Literatura y arte).
Moskovski komsomólets (El komsomol de Moscú).
Moskovski listok (La hoja de Moscú).
Moskóvskie viédomosti (Noticias de Moscú).
Nabat (Rebato).
Nashe slovo (Nuestra palabra).
Nakanunie (En vísperas).
Nóvala zhizn (Nueva vida).
Nóvoie vremia (Los nuevos tiempos).
Obscheie delo (La causa común).
Ponedélnik (El lunes).
Poslednie novosti (Las últimas noticias).
Pravda (La verdad).
Riech (El discurso).
Rússkoie slovo (La palabra rusa).
Russki véstnik (El mensajero ruso).
Russkie viédomosti (Noticias de Rusia).
Sovietski voin (El soldado soviético).
Stalinski voin (El soldado de Stalin).
Trud (Trabajo).
Utro Rossii (La mañana de Rusia).
Vechérnaia Moskvá (Moscú vespertino).
Vecherka (Forma popular de referirse al periódico Vechérnaia Moskvá).
Vokrug sveta (Alrededor del mundo).
Volzhskaia kommuna (La comuna del Volga).
Vozrozhdenie (Renacimiento).
Vperiod (Adelante).
Vperiod na vraga (Adelante contra el enemigo).

REVISTAS

dnei (30 días).


Apollón (Apolo).
Bátovak (Bátobak).
Chiórtova pérechnitsa (El pimentero del diablo).
Inostránnaia literatura (Literatura extranjera).
Iskusstvo kommuni (El arte de la comuna).
Judózhestvennoie slovo (La palabra artística).
Krásnaia gazeta (La gaceta roja).
LEF (Revista del Frente de Izquierda de las Artes).
Literaturni kritik (El crítico literario).
Literatúrnaia gazeta (La gaceta literaria).
Literatura i zhizn (Literatura y vida).
Mir iskusstva (El mundo del arte).
Na literaturnom postú (En la brecha literaria).
Na postú (En guardia).
Nóvaia gazeta (La nueva gaceta).
Nóvaia rússkaia kniga (El nuevo libro ruso).
Novi LEF (Nueva Revista del Frente de Izquierda de las Artes).
Novi mir (Nuevo Mundo).
Novi zhurnal dlia vsiej (La nueva revista de todos).
Ogoniok (La pequeña llama).
Oktiabr (Octubre).
Poliarhaia zvezdá (La estrella polar).
REF (Revista del Frente Revolucionario de las Artes).
Rússkaia misl (El pensamiento ruso).
Rússkoie bogatstvo (La riqueza rusa).
Sévernie zori (Las auroras del norte).
Smena vej (Cambio de jalones).
Sovremennie zapiski (Notas contemporáneas).
Unovis (Defensores del arte nuevo).
Vecherá (Veladas).
Viesch (El objeto).
Voiná i rabochi klass (La guerra y la clase obrera).
Zdorovie (Salud).
Zhivopísnoie obozrenie (Revista de pintura).
Zhizn dlia vsiej (La vida para todos).
Znamia (La bandera).
Zolotoe runó (El vellocino de oro).
Zvenó (El eslavón).
Zvezdá (La estrella).
Índice de nombres
Aberson (representante estadounidense de la industria cinematográfica),
Abetz, Otto,
Abidin,
Abrámov, comisario,
Acheson, Dean,
Adenauer, Konrad,
Adzhubei, A. I.,
Afinoguénov, Aleksandr Nikoláievich,
Agasse, Raymond,
Agnívtsev, Nikolái,
Aisha,
Ajmátova, Anna Andréievna,
Akímov, N. P.,
Aksákov, Iván,
Aksákov, Serguéi,
Aksiónov, Vasili,
Alain (Émile Chartier),
Alberti, Rafael,
Alberto I de Bélgica,
Aleijem, Sholem,
Alejandro I de Yugoslavia,
Alejandro II de Rusia,
Alejandro III de Rusia,
Aleksándrov, Gueorgui Fiódorovich,
Alekséieva-Mesjieva (actriz),
Alfonso X de Castilla,
Alfonso XIII de España,
Alicata,
Aliguer, Margarita Iositovna,
Alijanov, A. I. (físico),
Alijapian, A. I.,
Allende, Salvador,
Alonso (estudiante paraguayo),
Alshek (pintor),
Altman, Nathan Isáievich,
Altolaguirre, Manolo,
Álvarez del Vayo y Olloqui, Julio,
Amado, Jorge,
Amanulá Kan,
Amari véase Tsetlin, M. O.,
Ambartsumián, Víktor,
Amfiteátrov, Aleksandr,
Amundsen, Roald,
Anand, Mulk Raj,
Andersen Nexø, Martin,
Anderson, Marian,
Andréiev, Leonid,
Andrić, Ivo,
Anguelescu, Constantin,
Anísimova, A. P. (escritora),
Anísimov, Aleksandr (estudiante),
Anísimov (general),
Ánnenkov, Pável Vasílievich,
Ánnenski, Innokenti,
Ansermet, Ernest,
Antoine, André,
Antokolski, Mark,
Antonioni, Michelangelo,
Antónov-Ovseienko, Vladímir Aleksándrovich,
Antsains, A. A.,
Aparicio, Antonio,
Apollinaire, Guillaume,
Appel, Elin,
Apujtin, Alekséi Nikoláievich,
Aragon, Louis,
Aranda, Antonio (general),
Arboussier, Gabriel d’,
Archipenko, Aleksandr,
Arcipreste de Hita,
Arconada, César,
Arens,
Arghezi, Tudor,
Aristóteles,
Arkin, D. (crítico),
Arósev, Aleksandr,
Artsibáshev, Mijaíl,
Asatián, Guram,
Ascaso, Francisco,
Asch, Scholem,
Asclepíades,
Aséiev, Nikolái,
Asoka,
Astáfiev (compañero de instituto de Ehrenburg),
Astier de la Vigerie, Emmanuel d’,
Atholl, duquesa de,
Aubigné, Théodore Agrippa d’,
Augustinčič, Antun,
Avanzo (anticuario en Moscú),
Avdéienko, Aleksandr,
Aveline, Claude,
Aveline, Georges,
Awakum,
Azaña Díaz, Manuel,
Ázef, Evno Fishelevich,

Babaievski, Semión,
Bábel, Isaak Emmanuílovich,
Bach, A. N. (diputado soviético),
Bach, Johann Sebastian,
Bach, Lidia,
Baden, Maximiliano de,
Badina, Vera Stepánovna,
Badoglio, Pietro,
Bagautdínov, Ibrahim,
Bagramián, Iván,
Bagriana, Elizaveta (Belčeva),
Bagritski, Eduard,
Bakst, Léon,
Bakunin, Mijaíl,
Baler (brigadista),
Balfour, John,
Baliga (profesor),
Balmont, Konstantín Dimítrievich,
Baltrusaitis, Jurgis Kazimírovich,
Balzac, Honoré de,
Baratinski, Evgeni,
Barbusse, Henri,
Bardin, Iván Pávlovich,
Barenboim, Aleksandr M.,
Barga, Corpus (Andrés García de Barga y Gómez de la Serna),
Barrès, Maurice,
Barth, Karl,
Barthou, Jean Louis,
Barto, Agnia,
Barvinski, Janek,
Barzini, Luigi,
Bassols, Narciso,
Bat’a, Tomáš,
Batista, Fulgencio,
Bátov, Pável Ivánovich (Fritz),
Baty, Gaston,
Baudelaire, Charles,
Baudouin, Paul,
Bauman, Nikolái Ernéstovich,
Bazánov, Nikolái Ivánovich,
Beaumont, Germaine,
Beauvoir, Simone de,
Beaverbrook, lord (William Maxwell Aitken),
Bebel, August,
Becher, Johannes R.,
Beck, Józef,
Becker, A. K.,
Bedel, Maurice,
Bedni, Demián,
Beethoven, Ludwig van,
Béjterev, Vladímir,
Bek, Aleksandr Alfredovich,
Bélaia, Raísa,
Beletski, Andréi Aleksándrovich (helenista),
Beliakov (sargento),
Belinski, Visarión,
Belkevich (sargento),
Bel-Kon-Liubomírskaia, Bella Otero véase Otero, Agustina,
Bellay, Joachim du,
Belleau, Rémy,
Beloboródova, Nadiezhda,
Beloboródov, Serguéi,
Beloselski, príncipe,
Belova, Angelina Petrovna,
Belov, I. P. (Karlo Lukanov),
Benda, Julien,
Bénder, Ostap,
Benedíktov, Vladímir,
Beneš, Edvard,
Ben Gurión, David,
Benois, Aleksandr,
Benoît, Pierre,
Benton, William,
Béraud, Henri,
Berceo, Gonzalo de,
Berdiáiev, Nikolái,
Berezark (disidente),
Berezkin, Makasha,
Bergantín Gutiérrez, José,
Bergelson, David,
Bergery, Gaston,
Bergholz, Olga Fiódorovna,
Bergson, Henri,
Beria, Lavrenti Pávlovich,
Bernal, John Desmont,
Bernanos, Georges,
Bernard, Claude,
Bernard, Émile,
Bernard, François,
Bernard, Tristan,
Berzin, Yan (Grishin),
Besedovski, consejero,
Beshkov, Iliá,
Beskin, O. (crítico),
Bessónov,
Bethmann-Fíollweg, Theobald von,
Bevin, Ernest,
Bezimenski, Aleksandr I.,
Bialik (disidente),
Bíbikov, coronel,
Bidault, George,
Biebl, Konstantin,
Bieli, Andréi (Borís Nikoláievich Bugáiev),
Bierut, Bołeslaw,
Bilij, Malia,
Bismarck, Otto von,
Blagoi, Dmitri,
Blake, William,
Blanchard, María, Blavátskaia, Helena Petrovna,
Blech, René,
Bleiman, Edie,
Blériot, Louis,
Bliumkin, Yakob,
Bloch, Jean-Richard,
Bloch, Joseph,
Blok, Aleksandr,
Blomberg, Harry,
Bloss, Guillermo,
Bloy, Léon,
Blume, Isabelle,
Blum, Léon,
Blum, René,
Bóbrinskaia, condesa,
Boccaccio, Giovanni,
Bogatiriov, Piotr Grigórievich,
Bogoliépov (ministro de Instrucción Pública),
Bogomólov, A. J. (embajador soviético en Francia),
Böhr, Niels,
Bolívar, Simón,
Bondone, Giotto di,
Bongartz, Heinz,
Bonnard, André,
Bonnard, Pierre,
Bonnaure (diputado),
Bonnet, Georges,
Bontempelli, Massimo,
Borbón-Parmay Braganza, Francisco Javier de,
Borísovna, Evguenia,
Borsari (ayudante del secretario general del Consejo Mundial de la Paz),
Borzenko, S. (corresponsal de Krásnaia zvezdá),
Bossoutroux (radical),
Bostunich, Grigori,
Botticelli, Sandro,
Bouilhet, Jean,
Boulier (abad),
Bourget, Paul,
Boyd Orr, John,
Boy-Zeleński, Tadeusz,
Brady, Saint Elmo,
Brailsford, Henry Noel,
Brainin, Ruben,
Brandenberg, Karl,
Branden, Franz van den,
Brandes, Georges,
Brandys, Kasimierz,
Branting, Georg,
Branting, Hjalmar,
Braque, Georges,
Brave (sastre),
Brecht, Bertolt,
Bredel, Willi,
Brehm, Alfred,
Brek, Feofan,
Breton, André,
Briand, Aristide,
Brik, Liliá Yúrievna,
Brik, Ósip,
Briliant véase Sokólnikov, Grigori Yákovlevich,
Briúsov, Valeri Yákovlevich,
Brod, Max,
Brodski, Isaak Izrailevich,
Brodski (patrón de fábrica),
Broglie, Louis de,
Broniewski, Władysław,
Bron, padre (máxima autoridad de la Iglesia católica de Moscú),
Brovka, Petrus,
Brovman (disidente),
Bruère, Gaston,
Brüning, Heinrich,
Buber, Martin,
Buchole, Rosa, Budionni, Semión,
Bugáiev,
Borís Nikoláievich véase Bieli, Andréi Bugáiev, Nikolái V.,
Builov, Mitia,
Bujarin, Nikolái Ivánovich,
Bulgákov, Mijaíl A.,
Bulganin, Nikolái Aleksándrovich,
Bullitt, William Christian,
Bülow, Bernhard von, Bunin, Iván Alekséievich,
Buñuel, Luis,
Burdeini, A. S.,
Buré, Émile,
Burenin, Viktor Petróvich,
Burguiba, Habib ibn ‘Ali,
Burhop, Eric Henry Stoneley,
Burian, Emil František,
Burliuk, David Davídovich,
Búrtsev, Vladímir Lvóvich,
Busch, Ernst,
Buxbaum, Edgar,
Byrnes, James Francis,
Byron, George Gordon,
Cabanellas, Miguel,
Cachin, Marcel,
Cadorna, Luigi,
Caillaux, Joseph,
Calder, Alexander, Calderón de la Barca, Pedro,
Caldwell, Erskine,
Calmette, Albert,
Calvino, Italo,
Campagnolo, Umberto,
Campesino, el, véase González, Valentín,
Camus, Albert, Canaletto (Giovanni Antonio Canal),
Capablanca, José Raúl,
Capa, Robert,
Capek, Karel,
Capitant, René,
Carbuccia, Horace de,
Cárdenas del Río, Lázaro,
Carlos XII de Suecia,
Carnot (pintor),
Carra, Carlo,
Carracci, Annibale,
Casado López, Segismundo,
Casanova, Giacomo Girolamo,
Casanova, Laurent,
Casares Quiroga, Santiago,
Cassidy, Henry,
Cassou, Jean,
Castañón, Silverio,
Castro, Fidel,
Castro, Isaac Florencio Baltasar,
Castro, Josué de,
Cathala, Jean,
Catroux, Georges,
Cavalieri, Lina,
Cazotte, Jacques,
Céline, Louis Ferdinand (Louis Ferdinand Auguste Destouches),
Cendrars, Blaise,
Cervantes Saavedra, Miguel de,
César Augusto,
Cézanne, Paul,
Chaadáiev, Piotr Yákovlevich,
Chagall, Marc,
Chaikovski, Piotr Ilich,
Chakovski, Aleksandr Borísovich,
Chalif, Edda,
Chamberlain, Neville,
Chamfort (Sébasden-Roch Nicolás),
Champenois, Jean,
Chamson, André,
Chanchibadze (general),
Chamal (pintora),
Chapáiev, Vasili Ivánovich,
Chaplin, Charles,
Charents, Yeghishe,
Chatski, Ekaterina,
Chautemps, Camille,
Chauvin (empresario francés),
Chejonte véase Chéjov, Antón Pávlovich,
Chejotin, S. S. (profesor, discípulo de Pávlov),
Chéjov, Antón Pávlovich,
Chelpánov, Gueorgui Ivánovich,
Chénier, André,
Chen Shen,
Chepurchenko, P. L. (habitante de Piriatin),
Cherniajovski, Iván Danílovich,
Cherniavski, L.,
Chernishevski, Nikolái Gavrílovich,
Chernov, Mijaíl Aleksándrovich,
Chernov, Víktor,
Chesterton, Gilbert Keith,
Chevalier, Maurice,
Chiang Kai-shek,
Chiappe, Jean Baptiste,
Chicherin, Gueorgui Vasílievich,
Childs, Marquis William,
Chiorni, Sasha,
Chirico, Giorgio de,
Chírikov, Evgueni,
Chjeídze, Nikolái Semiónovich,
Chlénov, Semión Borísovich,
Chmil, Iván Vasílievich,
Chopin, Frédéric,
Chu Bao,
Chujnovski (piloto),
Chukovski, Kornéi,
Chulkov, Gueorgui Ivánovich,
Chulovski (ferroviario),
Chumachenko, Ada,
Churchill, Winston,
Chu Ven-po,
Chuzhakov (pintor),
Citroën, André-Gustave,
Clair, René,
Claudel, Paul,
Clausson, Axel,
Clemenceau, Georges,
Clementis, Vladímir,
Cocteau, Jean,
Coffee (congresista),
Cohn, Harry,
Colin, Paul,
Comorera i Soler, Joan,
Companys i Jover, Lluís,
Condorcet, Nicolás (Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat),
Confucio,
Conradi, Moritz,
Constantinescu (terrateniente rumano),
Copic (brigadista yugoslavo),
Coquelin, Benoît-Constant,
Corneille, Pierre,
Corona (senador italiano),
Corot, Jean-Baptiste Camille,
Cosyns (profesor),
Cot, Pierre,
Coty, François,
Courbet, Gustave,
Craig, Edward Gordon,
Crevel, René,
Croce, Benedetto,
Curie, Marie,
Curnonski véase Sailland, Maurice Edmond,
Curzon, George Nathaniel,

Dabit, Eugène,
Daguerre, Louis,
Dahl, Roald,
Daladier, Édouard,
Dalcroze, Émile-Jacques,
Dalen (físico e ingeniero),
Dalí, Salvador,
Dangúlov, S. A. (secretario de la embajada soviética en Rumania),
Danin (crítico),
D’Annunzio, Gabriele,
Dante,
Danton, Georges-Jacques,
Dariévskaia, Vera,
Darío, Rubén,
Darían, François,
Darr, John,
David, Jacques-Louis,
Davídov, Denis,
Davídov, Dmitri,
Davídov, Víktor Mijáilovich,
Davies, John Edward,
Davies, S. O. (diputado),
Davison (ministro británico),
Dazziaro (anticuario de Moscú),
Déat, Marcel,
Debré, Michel,
Debû-Bridel, Jaques,
Debussy, Claude,
De Chambrun (diputado),
Dédov (soldado soviético),
Degas, Edgar,
De Gaulle, Charles,
Deineka, Aleksandr,
Dejean, Maurice,
Dekobra, Maurice (Maurice Tessier),
Delacroix, Eugéne,
Delektórskaia, Lidia S.,
Della Robbia, Lúea,
Dembowski, Jan,
DeMille, Cecil Blount,
Demóstenes,
Denikin, Antón Ivánovich,
Denísieva, Elena Aleksandrova,
Denis (teniente),
Dennis, E.,
Derain, André,
Dérouléde, Paul,
Derville (teniente),
Déry, Tibor,
Derzhavin, Gavrila Romanovich,
De Santis, Giuseppe,
Descartes, René,
De Seynes (teniente),
De Sica, Vittorio,
Desnos, Roben,
Deterding, Henry,
Deterding, Lydia,
Deutsch, Julius,
Diáguilev, Serguéi,
Díaz, Porfirio,
Díaz Ramos, José,
Dickens, Charles,
Diderot, Denis,
Dienne, Raymond,
Dietrich, Marlene,
Dilevski (pintor),
Dimítrov, Georges,
Ding Ling (Jiang Wei),
Dirac, Paul,
Diriks, Karl Edvard,
Divilkovski (diplomático),
Dmitri (estudiante y miliciano revolucionario),
Dmítriev (corresponsal de Riech),
Dmítrieva, Elisaveta Ivanovna véase Cherubina de Gabriak Dmitrievski
(desertor),
Dmitrov, Gueorgui,
Dobichin, Leonid Ivánovich,
Döblin, Alfred,
Dobrovein, Isain,
Dobrowolski (poeta),
Dobrushin, Yekhezkel,
Dodd, William Edward,
Dolci, Danilo,
Dolgoruki, Yuri,
Dollfuss, Engelbert,
Dolmatóvskaia, Sofia Grigórievna,
Dolmatovski, Evgeni,
Dommanget (diputado francés),
Domontóvich, Mijaíl Alekséievich,
Donatello,
Donini, Ambrogio,
Dönitz, Karl,
Donne, John,
Donskói (coronel),
Doriot, Jacques,
Doroshévich, Vías Mijáilovich,
Dosekin, Nikolái,
Dos Passos, John,
Dostoievski, Fiódor Mijáilovich,
Douglas (jefe de escuadrilla) véase Smushkévich, Y. V. Doumergue, Gastón,
Doumer, Paul,
Dovgalevski, V. S.,
Dovzhenko, Aleksandr Petróvich,
Drachenfelds, von (barón),
Drda, Jan,
Dreiden (disidente),
Dreiser, Theodore,
Drevin, Aleksandr Davídovich,
Dreyfus, Alfred,
Drieu la Rochelle, Pierre,
Drutskoi (príncipe),
Dúbnov, Simón M.,
Dubrovinski, I. E.,
Duhamel, Georges,
Dulles, John Foster,
Dullin, Charles,
Dulova, Vera Gueorguievna,
Dumas, Alexandre,
Dumas, Jean Baptiste,
Dumini, Amerigo,
Duncan, Isadora,
Duncan, Raymond,
Dunikowski, Xawery,
Durán, Gustavo,
Durand (teniente),
Durero, Alberto,
Dúrov, Anatoli,
Dúrov, Vladímir Leonídovich,
Durruti, Buenaventura,
Durtain, Luc,
Dymshits-Tolstaia, Sofia Isaákovna,
Dzhalálova, Liudmila,
Dzhambul Dzhabaev,
Dzhavajishvili, G. D.,
Dzost (biólogo),

Eastman, George,
Eblé, Jean-Baptiste,
Edelshtein, Vitali Ivánovich,
Eden, Anthony,
Edison, Thomas Alva,
Eduardo VII de Gran Bretaña,
Effel, Jean (François Lejeune),
Efímov, Borís Efímovich,
Efrón, Ariadna,
Efrón, Piotr Yákovlevich,
Efrón, Serguéi,
Efros, Abram Markóvich,
Ehrenburg, Anna Arnshtein (madre),
Ehrenburg, Borís Grigórievich (tío),
Ehrenburg, Evguenia (hermana),
Ehrenburg, Grigori (padre),
Ehrenburg, Hersch (abuelo paterno),
Ehrenburg, Iliá (primo hermano, hijo de Lazar),
Ehrenburg, Irina (hija),
Ehrenburg, Izabella (hermana),
Ehrenburg, Lázar Grigórievich (tío),
Ehrenburg, Lev (tío),
Ehrenburg, Liubov Mijáilovna (esposa),
Ehrenburg, María (hermana),
Eihe (bolchevique),
Eijenbaum, Borís,
Einaudi, Luigi,
Einstein, Albert,
Einstein, Carl,
Eisenhower, Dwight D.,
Eisenstein, Serguéi,
Éisner, Alekséi,
Ékster, Aleksandra,
El Greco,
Elin Pelin (Dimitar Ivanov Jotov),
Elkin, Abraham (Vitali),
Éluard, Dominique,
Éluard, Paul,
Emeliánova, Zoya,
Emeliánov, B.,
Emeliánovna, Natalia,
Eminescu, Mihai,
Emin, Gevorg,
Emi Xiao,
Emmanuel, Pierre,
Endicott, James,
Engels, Friedrich,
Ensor, James,
Epp, Franz ritter von,
Epstein, Jean,
Erdman, Nikolái,
Erler, Fritz,
Ermenghem, van (encargado de la biblioteca del Parlamento en París),
Erni, Hans,
Ernst, Max,
Erzberger, Matthias,
Esnault (cónsul francés),
Evatt, Herbert Vere,
Evtuchenko, Evgeni Aleksándrovich,
Eyck, Jan van,

Fabricius (embajador alemán),


Fadéiev, Aleksandr Aleksándrovich,},
Faidish (estudiante),
Faishtog M. M.,
Faktor, Lydia S.,
Falcón, César,
Falk, Robert Rafaílovich,
Familiant, Misha,
Familiant, Petia,
Familiant, señora,
Farge, Yves,
Fargue, Léon-Paul,
Farmer (abogado),
Farrington, lord,
Fast, Howard Melvin,
Faulkner, William,
Faure, Edgar,
Faure, Élie,
Federico II de Prusia, el Grande,
Feder (pintor),
Fedetski (escritor polaco),
Fedin, Konstantín Aleksándrovich,
Fediunkin, Iván Fiódorovich,
Fedórchenko, Sofia,
Fedorenko, Nikolái T.,
Féffer, Isaak Salomónovich,
Fellini, Federico,
Fenoaltea, Sergio,
Fermi, Enrico,
Fernando II de Aragón, el Católico,
véase Shenshín, Afanasi Afanásievich,
Feuchtwanger, Lion,
Feuerstein, Bedřich,
Feyder, Jacques,
Fey, Emil,
Fierlinger, Zdeněk,
Filimónov, Adam,
Filippelli, Filippo,
Filla, Emil,
Filón de Alejandría,
Filónov, Pável Nikoláievich,
Fink, V. G.,
Fišarek (pintor checo),
Fischer (escultor danés),
Fischer, Kuno,
Fischer, Louis,
Flandin, Pierre-Étienne,
Flaubert, Gustave,
Fleming, Alexander,
Florenski, Pável,
Foch, Ferdinand,
Fofanov, Konstantin M.,
Fokin, Mijaíl Mijáilovich,
Fonvizin, Denís Ivanóvich,
Ford, Henry,
Ford, John,
Forrestal, James,
Forsh, Olga Dmítrievna,
Forster, Edward Morgan,
Fort, Paul,
Fotinski, Serguéi,
Foucault (teniente),
Fowler, Ralph Howard,
Fox, Ralph,
Fra Angelico,
Fragonard, Jean-Honoré,
France, Anatole,
Francisco José I de Habsburgo-Lorena, emperador de Austria,
Franco Bahamonde, Francisco,
Frank, Anna,
Frankfurt, Serguéi Mirónovich,
Frank, Hans,
Frank, Leonhard,
Frank, Waldo,
Fransosa (líder del PSUC),
Freud, Sigmund,
Frick, Wilhelm,
Fritta, Bedřich,
Froebel, Friedrich Wilhelm August,
Fujita, Tsuguharu,
Fumiko, Hayashi,
Fúrmanov, Dmitri Andréievich,

Gabo, Naum,
Gabriak, Cherubina de,
Gabrilóvich, Evgeni,
Gagarin, Yuri,
Gaggero (abad),
Gaidar, Arkadi,
Gaikis, L. Y. (consejero de la embajada soviética en Madrid),
Galaktiónov, Mijaíl Romanóvich,
Gałczyński, Konstanty Ildefons,
Galkin, V. S. (doctor),
Galkowski (tejedores),
Gallieni, Joseph Simón,
Galliffet, marqués de (Gastón Alexandre Auguste),
Galsworthy, John,
Gance, Abel,
Gandhi, Mahatma,
García, José véase Sávich, Oleg G. García Lorca, Federico,
García Oliver, Juan,
García, Paulina (Paulina Viardot; cantante lírica),
García Vivancos, Miguel,
Garfinkel, Fimma,
Garibaldi, Giuseppe,
Gárin-Mijáilovski, Nikolái,
Garreau, Roger,
Garrí, A. (periodista),
Gassol, Bonaventura,
Gauguin, Paul,
Gauss, Carl Friedrich,
Gavalevski (coronel),
Gay, Julius,
Gelfand, M. S. (corresponsal agencia TASS),
Gémier, Firmin,
Genke, Margarita,
Geoffre de Chabrignac, François de,
George, Stefan,
Gerassi, Stefa,
Gerassi Story, Fernando,
Gerhard, Karl,
Germain, André,
Germán, Fedia,
Gerő, Ernő,
Ghil, René (René François Ghilbert),
Giaculli (diputado),
Gide, André,
Gilmore, Daniel,
Gil-Robles y Quiñones de León, José María,
Giono, Jean,
Giotto véase Bondone, Giotro di Giraud, Henri Honoré,
Giraudoux, Jean,
Gish, Lillian,
Gladkov, Aleksandr Konstantínovich,
Gladkov, Fiódor Vasílievich,
Gladstone, William Evart,
Glaeser, Ernst,
Glagólev (general),
Glazunov, Aleksandr,
Glazunov, Iliá,
Gleich, Sara,
Gleizes, Albert Léon,
Glézos, Manolis,
Glinoiedski (Jiménez; coronel),
Glinos, Dimitris,
Glinski, Ígor,
Gnedin, Evgeni Aleksándrovich,
Godoy, Gabriel,
Goebbels, Joseph,
Goering, Hermann,
Goethe, Johann Wolfgang von,
Gógol, Nikolái Vasílievich,
Gold, Michel,
Goldoni, Carlo,
Golodni, Mijaíl,
Golovanivski, S. E.,
Golovínskaia, Liola,
Gólubev, K. D. (general),
Gólubov-Potápov, Vladímir,
Gómez de la Serna, Ramón,
Gomułka, Władysław,
Gonchar, Iván Tarásovich,
Goncharova, Natalia,
Goncharov, Iván,
Gongora y Argote, Luis de,
González, Julio,
González, Valentín,
González Videla, Gabriel,
Goodlett (doctor),
Gópner, Serafina,
Gordon (disidente),
Gorek, Jirí,
Gorev, Iliá,
Gorev, Vladímir Efímovich,
Gorgulov, Pável Timoféievich,
Gorki, Maksim (Alekséi Maksímovich Peshkov),
Gottlieb, Leopold,
Gottwald, Klement,
Gouin, Félix,
Gouraud (general del ejército francés),
Gourmont, Remy de,
Góvorov, Leonid Aleksándrovich,
Goya y Lucientes, Francisco de,
Gozzi, Carlo,
Gozzoli, Benozzo,
Grabar, Ígor Emmanuílovich,
Graf, Oskar Maria,
Grafton, Sam Noemovich,
Gramsci, Antonio,
Granados, Lolita,
Granin, Daniil Aleksándrovich,
Gratsiánskaia, Nina,
Grékova, I.,
Gresener, Maria,
Gribachov, Nikolái,
Gribóiedov, Aleksandr Sergéievich,
Grieg, Johan Nordahl,
Griffith, David Llewelyn Wark,
Grigorian, Vahán,
Grigórovich véase Stern, G. M.,
Gris, Juan,
Grishin véase Berzin, Yan,
Gromiko, Andréi Andréievich,
Gropius, Walter,
Grossman, Vasili Semiónovich,
Grosz, George,
Groza, Petru,
Grúzdiev, Iliá Aleksándrovich,
Grzhebin, Z. I. (editor),
Guchkov, Aleksandr Ivánovich,
Guderian, Heinz,
Gudzenko, Semión Petróvich,
Guéhenno, Jean,
Guejman (corresponsal de Krásnaia zvezda),
Guejt, S. G.,
Guelfand, M. S. (corresponsal de la TASS),
Guélfman, Guesia,
Guerásimov, Aleksandr Mijaílovich,
Guerásimov, Mijaíl,
Guerásimov, S. A.,
Gueret (delegada de Lorient),
Guershenzón, Mijaíl,
Guesde, Jules Basile,
Guez de Balzac, Jean-Louis,
Guidez, Abel,
Guiliarovski, Vladímir Alekséievich,
Guillén, Nicolás,
Guillermina de Holanda,
Guillermo II de Alemania,
Guilloux, Louis,
Guinzburg, Moiséi Yákovlevich,
Guliáiev, P. R. (ayudante del secretario general en el Consejo Mundial de la Paz),
Gulom, Gafur,
Gumiliov, Nikolái Stepanovich,
Guo Xi,
Gurvich, Aron,
Gustafsson, Torsten,
Guttuso, Renato,
Guyot, Raymond,
Guzenko, Ígor Sergéievich,

Hadji (Ksanti; mayor),


Haendler (reportero),
Hahn, Otto,
Halas, František,
Halevi, Yehuda,
Hamon, Léo,
Hamp, Pierre,
Hamsun, Knut,
Hanau, señora,
Hani, Goro,
Hansen, Constandn,
Hanusievicz (abad),
Harden, Maximilian,
Harrat (corresponsal del Daily Mail),
Harriman, Averell William,
Hašek, Jaroslav,
Hasenclever, Walter,
Hastings, Beatrice (Emily Alice Haigh),
Hauptmann, Gerhart,
Healy, Denis,
Hebbar, Kattingeri Krishna,
Hébuterne, Jeanne,
Hecht, S. G.,
Hedin, Sven Anders,
Hegel, Georg Wilhelm Friedridl,
Heine, Heinrich,
Hellens, Franz,
Hellens, Maria,
Heltzer, Ekaterina,
Hemingway, Ernest,
Henlein, Konrad,
Henning, Uno,
Herman, Yuri,
Hermlin, Stephan,
Hernández, Miguel,
Herrera Petere, José,
Herriot, Edouard Marie,
Hervé, Gustave,
Hervé, Pierre,
Herzen, Aleksandr Ivánovich,
Herzfelde, Wieland,
Herzl, Theodor,
Hess, Rudolf,
Hikmet Ram, Nâzim,
Hilsum, Luce,
Himmler, Heinrich,
Hindenburg, Paul von,
Hindus, Maurice,
Hípius, Zinaída,
Hirez (führer local de Eupen),
Hirschfeld (consejero diplomático),
Hitler, Adolf,
Hobbes, Thomas,
Hoelderlin, Johann Christian Friedrich,
Hoffmann, E. T. A.,
Hoffmeister, Adolf,
Hokusai, Katsushika,
Holitscher, Artur,
Hollwitzer (general),
Holzschmidt («el futurista de la vida»),
Hoover, Herbert,
Hopkins, Harry Lloyd,
Hopkins, Stuart,
Hora, Josef,
Hornfeld, A. G.,
Horthy de Nagybánya, Miklós,
Horvát, Ivan,
Huerta, Victoriano,
Hu Feng,
Hugenberg, Alfred,
Hughes, Emrys,
Hugo, Jean,
Hugo, Valentine,
Hugo, Victor,
Lang-Chi,
Humphrey, Hubert,
Huxley, Aldous,
Huxley, Julián,
Huysmans, Marthe,

Ibáñez, Blasco,
Ibárruri, Dolores («La Pasionaria»),
Ibsen, Henrik,
I Chin,
Ignátiev, Alekséi Alekséievich,
Ignátieva, Natalia Vladimírovna,
Ignátiev, Nikolái Pávlovich,
Ilf, Iliá Arnoldovich,
Ilichev (cadete),
Ilíchnina, Liudmila,
Iliushin, Timoféi Ivánovich,
Illés, Béla,
Imjanitski, Mijaíl Yákovlevich,
Imru Haile Selassie, ras,
Ínber, Vera Mijáilovna,
Indenbaum, Léon,
Ingres, Jean Dominique,
Inocencio VI, papa,
Innokend véase Dubrovinski, I. F.,
Iofan (arquitecto),
Ionsian (suboficial),
Isaakian, Avetik,
Isabel de Baviera, reina de Bélgica,
Isabel de Orange,
Isabel I de Rusia,
Isaev, Mladen,
Isákov, Iván Stepanovich,
Isbaj, Aleksandr,
Ish, Lev,
Isle-Adam, Villiers de,
Isnard, Gustave,
Istrati, Panaït,
Iván IV de Rusia, «el Terrible»,
Ivánova, Semiónovna Elizaveta,
Ivánov, Gueorgui,
Ivánov, Nikolái Nikoláievich,
Ivánov-Razúmnik, Razúmnik Vasílievich,
Ivánov, Viacheslav Ivánovich,
Ivánov, Vsévolod Viacheslavovich,
Ivens, Joris,
Ivenson, Concordia,
Iwaszkiewicz, Jarosłav,
Izdevski (pintor),
Izótov, Nikita Alekséievich,
Izvolski, Aleksandr,

Jabálov, Serguéi,
Jacob, Max,
Jacobsen, Robert,
Jacobs, Montague,
Jacquier, Marc,
Jadviga,
Jakobson, Román,
Jaloux, Edmond,
James, Henry,
James, Jenny,
Jammes, Francis,
Jandoguin, Gavril Nikiforovich,
Janosek (héroe popular eslovaco),
Jarenko, N. I.,
Jaseriski, Bruno,
Jatsrevin, Z. (escritor),
Jaurès, Jean,
Jazina, Nadiezhda,
Jeanne, Edith,
Jeanne (primera mujer de Fernand Léger),
Jilemnický, Peter,
Jiménez véase Glinoiedski (coronel),
Jiménez, Juan Ramón,
Jitrova, O.,
Jlébnikov, Velimir (Víktor Vladímirovich Jlébnikov),
Jmelnitski Jmilko, I.,
Jocelyn, Paul,
Jodasévich, Vladislav F.,
Jódotov, N. (artista),
Joffre, Joseph Jacques,
Joire (teniente),
Joliot-Curie, Frédéric,
Joliot-Curie, Irène,
Jomiakov, Alekséi Stepánovich,
Jorge V de Inglaterra, rey de Gran Bretaña e Irlanda,
Jouvet, Louis,
Joxe, Pierre,
Joyce, James,
Jruliov, Andréi (teniente general del Ejército Rojo),
Jruschov, Nikita S.,
Juana de Arco,
Juan de la Cruz, san,
Juan XXIII, papa,
Juin, Alphonse Pierre,
Juliano, emperador,
Julio César,
Jünger, Ernst,

Kachakov (actor),
Kachálov,
Kádár, János,
Kadri, Yakub,
Kafka, Franz,
Kaganóvich, Lázar M.,
Kairanski (escritor),
Kalents (pintor),
Kaliáiev, Iván Platonovich,
Kālidāsa,
Kalinin, Mijaíl Ivánovich,
Kámenev, Lev Borisovich,
Kamenski, Anatoli Pávlovich,
Kandinski, Vasili Vasílievich,
Kant, Immanuel,
Kapitsa, Piotr Leonídovich,
Kaprélevich, Magdalina de,
Karamanlis, Konstantinos,
Kará-Murzá, Serguéi Gueórgievich,
Karmen, Rima,
Károlyi, Mihály (conde),
Kárpov (coronel y editor adjunto de Krásnaia zvezdá),
Kárpovich, Iván,
Katáiev, Valentín Petróvich,
Katkov, Mijaíl Nikiforovich,
Katia véase Schmidt, Yekaterina,
Kautsky, Karl Johann,
Kaverin, Veniamín Aleksándrovich,
Kawashima, Riichirō,
Kazakévich, Emmanuil Guénrijovich,
Kazantzakis, Nikos,
Kazasov, Dimo,
Keats, John,
Keitel, Wilhelm,
Kellermann, Bernhard,
Kellogg, Frank,
Kemal Atatürk (Gazi Mustafá Kemal Paşa),
Kennedy, John Fitzgerald,
Kérenski, Aleksandr Fiódorovich,
Kérillis, Henri de,
Kerr, Alfred (Alfred Kempner),
Kerr, Clark,
Ketlínskaia, V. K.,
Kettner, Kurt,
Kindler, Helmut,
Kipling, Joseph Rudyard,
Kir, Félix,
Kirkeby, Anker Høxbro,
Kírov (Serguéi Mirónovich Kóstrikov),
Kirpotin (disidente),
Kirsánov, Semión Isaákovich,
Kirshon, Vladímir Mijáilovich,
Kisch, Egon Erwin,
Kisling, Mojżesz,
Kitchener, Horatio Herbert,
Kitchlew, Saifuddin,
Kitchlu,
Kliúiev, Nikolái Alekséievich,
Knipóvich, E.,
Knorring (fotoperiodista),
Kobayashi, Takiji,
Kobestki, Mijaíl Veniamínovich,
Koch, Erich,
Kóchetov, Vsévolod Anísimovich,
Kodriánskaia, Natalia Vladímirovna,
Kogan, Pável Davidovich,
Kokliáiev, Vladímir,
Kokorin (soldado soviético),
Kolárov, Vasili Petróvich,
Kolchak, Aleksandr Vasílievich,
Kollontái, Aleksandra Mijáilovna,
Koltsov, Mijaíl Efímovich,
Komissarzhévskaia, Vera Fiódorovna,
Konchalovskaia, Olga Vasílievna,
Konchalovski, Piotr Petróvich,
Kondakov, N. I. (empleado del Gabinete de Información Soviético),
Konev, Iván Stepánovich,
Koni, Anatoli Fiódorovich,
Koniónkov, Sergei,
Kónonov, A. T. (escritor),
Konstantínova, Ina Aleksándrovna,
Konstantínov, Aleksandr Pávlovich,
Konstantínova, Vera Vasílievna,
Koonen, Alisa Gueórguievna,
Kopyliov (capitán del Ejército Rojo),
Korbel (traidor),
Koriavtsev (sargento),
Korneichuk, Aleksandr Evdokimovich,
Kornílov, Lavr Gueórguievich,
Korobkin, F. S. (celador),
Korolenko, Vladímir Galaktiónovich,
Korovin, Konstantín Alekséievich,
Korzhavin, Naúm Moiseievich (Naúm Moiseievich Mandel),
Korzinkin (corresponsal de Krásnaia zvezdá),
Kosior, Stanislav Vikentiévich,
Kostrov, A. (Noe Zhordania),
Kostrowicki, Wilhem véase Apollinaire,
Koten, von (teniente coronel, jefe de la Ojrana),
Kótov (Leonid Eitingon),
Kótov, Mijaíl Ivánovich,
Kotsiubinski, Mijaíl Mijáilovich,
Kovalévskaia, Sofia Vasílievna,
Kovarski (cineasta),
Kozhévnikov, Alekséi Yákovlevich,
Kózintseva, Liuba,
Kózintsev, Grigori Mijáilovich,
Kozlínskaia, Valia,
Kozlov (general),
Kozlovski, Iván Semiónovich,
Kozovski, Ferdinand Todorov,
Kozub (maestra),
Krainov (coronel),
Kramář, Vincenc,
Krandiévskaia, Natalia Vasilevna,
Kranz, Alfred,
Krashenínnikov, Vasili,
Krasin, Leonid Borísovich,
Krasnov, Piotr Nikoláievich,
Kravchinski, Serguéi Mijáilovich véase Stepniak,
Kravtsov, Iliá Pávlovich,
Kremen, Pinchus,
Krenhaus, Nina,
Krenkel, Ernst Teodorovich,
Krestínski, Nikolái Nikoláevich,
Kreuger, Ivar,
Krik, Benia,
Krílov, Iván Andréievich,
Krímov, Yuri (Yury Solomónovich Beklemishev),
Kristman, hermanas,
Krivonós, Piotr Fiódorevich,
Krivtseva (decembrista),
Krleza, Miroslav,
Krohg, Per,
Kropotkin, Piotr Alekséievich,
Kruber, A. A.,
Kruczkowski, León,
Krüdener, Julia,
Kruger, Paul,
Krúglikova, Elizabeta Serguéievna,
Krúpskaia, Nadiezhda Konstantínovna,
Kruzhkov, N. (coronel),
Ksanti véase Hadji, mayor Kubka, Frantisek,
Küchelbecker, Wilhelm (Kiujlia),
Kudásheva, María Pávlovna,
Kuehnrich, Paul,
Kukriniksi (Mijáil W. Kuprianov, Porfiri N. Krílov y Nikolái A. Sokolov),
Kukucin, Martin,
Kulchitski, Mijaíl,
Kulikov, Aleksandr,
Kumar, Ram,
Kun, Béla,
Kuo Mo-jo,
Kupala, Yanka (Ivan Łucevič),
Kuprín, Aleksandr Vasílievich,
Kurilko, B. A.,
Kúrochkin, Pável Alekséievich,
Kusevitski, Serguéi Aleksándrovich,
Kushnariov, M.,
Kúsikov, Aleksandr Borísovich,
Kutépov, Aleksandr,
Kutúzov, Mijaíl Ilariónovich, príncipe de Smolenski,
Kuzmich, Fiódor,
Kuzmichiov (sargento),
Kuzmina-Karaváieva, Elizabeta,
Kuzmín, Mijaíl Alekséievich,
Kvitkó, Leib,

Labé, Louise,
Labori (abogado),
La Casa (brigadista),
Ladízhnikov (editor),
Lafargue, Laura,
Lafargue, Paul,
Laffitte, Jean,
Laforgue, Jules,
Lagerlöf, Selma,
Lahuti, Abulqasim,
La Malfa, Giorgio,
Lamartine, Alphonse de,
Lange, Oskar,
Langevin, Paul,
Langman, Liubov Mijáilovna,
Lapin, Borís Matvéievich,
Lapinski, Pável Liudvigovich,
La Pira, Giorgio,
Largo Caballero, Francisco,
Lárina, A. M. (esposa de Semión Liandres),
Lariónov, Mijáil Fiódorovich,
La Rocque, François de,
Lasker, Emanuel,
Lattre de Tassigny, Jean de,
Laubreaux, Alain,
Laurens, Jean-Paul,
Lautréamont, conde de (Isidore Lucien Ducasse),
Laval, Pierre,
Lavoisier, Antoine,
Lavreniov, Borís Andréievich,
Lavrov, Piotr Lávrovich,
Lavut, Pável Ilich,
Laxness, Halldór,
Lébedeva, Sara Dmítrievna,
Lébedev, Vladímir Vasílievich,
Lebon, Philippe,
Lechón, Jan,
Le Corbusier (Charles Édouard Jeanneret),
Lecouvreur, Adrienne,
Lefèvre (héroe de la Unión Soviética),
Léger, Fernand,
Lélian véase Verlaine, Paul,
Lejerov, Askar,
Lenemann, Léon,
Lenin, Vladímir Ilich Uliánov,
Lenormand, Henry-René,
Lentúlov, Aristarj Vasílievich,
Leonardo da Vinci,
Leonídov, Iván Ilich,
Leonidze, Gueorgui,
León, María Teresa,
Leónov, Leonid Maksímovich,
Leóntovich, Mijaíl Aleksándrovich,
Leopardi, Giacomo,
Leopoldo de Bélgica,
Lérmontov, Mijaíl Yúrevich,
Lerroux García, Alejandro,
Leschinski, Oskar,
Leskov, Nikolái Semiónovich,
Levada, A. (periodista de Sovietski voin),
Levi, Carlo,
Levin, Borís,
Levin, F. (disidente),
Levinsón, Andréi Yákovlev,
Levitán, Isaak Ilich,
Lewis, Sinclair,
L’Herbier, Marcel,
Lhote, André,
Wei-sun,
Liander, Isaak,
Liander, Jaim,
Liander, Solomón,
Liandres, Semión A.,
Liapunov, A. A. (profesor),
Libion, Victor (propietario de La Rotonde),
Lidin, Vladímir Guermanovich,
Liebknecht, Karl,
Lijachiov (ingeniero),
Lillie, Ralph,
Lindbergh, Charles,
Lipchitz, Jacques,
Lípskerov, Konstantín Abramovich,
Lisitski, El,
Lissagaray, Prosper-Olivier,
Líster, Enrique,
Littolff (capitán),
Litvínov, Maksim Maksímovich (representante de la URSS en la Liga de las
Naciones),
Liu Ningyi,
Liuba véase Ehrenburg, Liubov Mijáilovna,
Lívschits, Benedikt,
Liza véase Polónskaia, Elizaveta Lloyd George, David,
Lojvitski (general del Ejército ruso),
Lombardi (economista italiano),
Lomonósov, Mijaíl Vasílievich,
Longhi, Pietro,
Longo, Luigi,
Longuet, Jean,
Lope de Vega, Félix,
López Sánchez, Juan,
Lorrain, Claude,
Lósik (coronel del Ejército Rojo),
Lóskutov, Serguéi Ivánovich,
Loti véase Lvóvich,
Loti, Pierre,
Lozovski, Solomón Abrámovich,
Lu Xun,
Lubarda, Petar,
Luciano de Samósata,
Ludendorff, Erich,
Ludwig, Emil,
Lugovski, Vladímir Aleksándrovich,
Luis Felipe I de Francia,
Luis XIV de Francia,
Luis XVI de Francia,
Lukács, general véase Zalka, Máté,
Lukács, Gyórgy,
Lumumba, Patrice,
Lunacharski, Anatoli Vasílievich,
Lundberg, E. G. (escritor),
Lundkvist, Artur,
Luppol, Iván Kapitonovich,
Lurçat, André,
Luxemburg, Rosa,
Lvova, Maria,
Lvova, Nadiezhda,
Lvov (empleado de correos),
Lvóvich, Evgueni,
Lvóvich (Loti; consejero soviético),
Lychkin, Iván Gueórguievich,

MacArthur, Douglas,
MacDermott, M.,
MacDonald, James Ramsay,
Machado, Antonio,
MacMahon, Patrice de,
Macmillan, Harold,
MacOrlan, Pierre,
Madero, Francisco Ignacio,
Madole, J. (escritor),
Madsen, Thorvald,
Maeterlinck, Maurice,
Mahalanobis, Prasanta Chandra,
Maiakovski, Vladímir Vladímirovich,
Mai Lan-fang,
Maillol, Aristide,
Mai-Maievski, Vladímir,
Maimónides,
Maiski, Iván Mijaílovich,
Majerová, Marie,
Majnó, Néstor,
Makar véase Noguin, Víktor Pávlovich,
Makarios III (arzobispo),
Makaséiev, Borís,
Makkaveiski, Vladímir,
Makovski, Serguéi Konstantinovich,
Maksímov (militar ruso),
Maksímovna, Glikeria,
Malaparte, Curzio,
Malebranche, madame,
Malenkov, Gueorgui Maksimiliánovich,
Malévich, Kazimir Severínovich,
Malishkin, A. G. (escritor),
Malkin, B. F. (editor),
Malko, Alekséi Petróvich,
Mallarmé, Stéphane,
Malraux, André,
Máltsev, Yakov Ilich,
Mamin-Sibiriak, Dmitri Narkisovich,
Mamoulian, Rouben,
Mancini, Pasquale Stanislao,
Mandel véase Korzhavin, Naum,
Mandel, Georges,
Mandelstam, Aleksandr Emílievich,
Mandelstam, Ósip Emílievich,
Manet, Édouard,
Mann, Heinrich,
Mann, Klaus,
Mann, Thomas,
Manrique, Jorge,
Mansúrov, J. D. (Xanti) (consejero militar de la URSS en España),
Manteufel, Piotr,
Manuilski, Dmitri Zajárovich,
Mao Tse-tung,
Maquiavelo, Nicolás,
Marat, Jean-Paul,
Marcel (general),
Márchenko, S. G. (embajador),
Marchwitza, Hans,
Marconi, Guglielmo,
Marcoussis, Louis,
Mardzhánov, Konstantín Aleksándrovich,
Marevna véase Vorobiova-Stebélskaia, Marevna Bronislava,
Margot (modelo),
María Antonieta,
María Estuardo,
Marinetti, Filippo Tommaso,
Marín, Guadalupe,
Marino, Giambattista,
Márkish, Péretz Davídovich,
Markov (poeta),
Marquet, Albert,
Marshak, Samuil Yákovlevich,
Martin-Chauffier, Louis,
Martin du Gard, Maurice,
Martin du Gard, Roger,
Martínov, Leonid,
Martirosián, S. (general),
Mártov, Yuli Ósipovich,
Marty, André,
Marx, Karl,
Masaccio,
Masereel, Frans,
Mashkov, Iliá Ivánovich,
Matisse, Henri,
Matsumoto (líder japonés),
Matteotti, Giacomo,
Matvéievich, Mijaíl,
Maupassant, Guy de,
Mauriac, François,
Maurois, André (Émile Herzog),
Maurras, Charles,
Mayer, Roger,
Mazel (disidente),
Mazur, Semión,
McCarthy, Joseph Raymond,
McGee, Willy,
McHorne (sastre),
Mefodi véase Manuilski, Dmitri Zajárovich,
Mehr, Hjalmar,
Mehring, Walter,
Mehr, Liselotte,
Meller, Vadim,
Melnichenko (coronel),
Mélnikov, Konstantín Stepánovich,
Memling, Hans,
Mendelsohn, Rachel,
Mendelsohn, Richard,
Mendès-France, Pierre,
Menon, Krishna,
Ménshikov, Rem,
Menzhinski, Viacheslav Rudolfovich,
Mera Sanz, Cipriano,
Mercereau, Alexandre,
Merezhkovski, Dmitri Serguéievich,
Mérimée, Prosper,
Merkúlov, V.,
Merle, Eugène,
Meschanikov (escultor),
Mestorino (joyero),
Metzinger, Jean,
Meunier (diputado),
Meyerhold, Vsévolod Emílievich,
Mezhelaitis, Eduard Beniamovich,
Mezhírov, Aleksandr Petróvich,
Miaja Menant, José,
Miamlina (pintora),
Michaëlis, Karin,
Michaud (baronesa),
Michel, Louise,
Mickiewicz, Adam,
Miguel Aleksándrovich, gran duque,
Miguel Ángel,
Miguel I de Rumania,
Mihajlović, Draža,
Mijoels, Salomón Mijáilovich,
Mikitenko, Iván,
Miklashevski, Konstantín Mijáilovich,
Mikoyán, Anastás H.,
Milestone, Lewis (Lenia Milstein),
Milhaud, Darius,
Miliukov, Pável Nikoláievich,
Millerand, Alexandre,
Milman, V. A.,
Milosz, Oscar,
Milstein, Lenia véase Milestone, Lewis,
Mindszenty (cardenal),
Minni (académico),
Mínov, Nikita (patriarca Nikón),
Minski, Nikolái (Nikolái Maksímovich Vilenkin),
Mirabeau, Honoré Gabriel Riqueti; conde de,
Miravitlles, Jaume,
Mirbach, Wilhelm von,
Mirbeau, Octave,
Mirón (Ingber),
Mirova (corresponsal de la agencia TASS),
Mistral, Gabriela,
Mitsishvili (escritor),
Mitterrand, François,
Moch, Jules,
Model, Walther,
Modesto, Juan (Juan Guilloto León),
Modigliani, Amedeo,
Modigliani, Giuseppe,
Modigliani, Jeanne,
Moe, Finn,
Moholy-Nagy, László,
Mola Vidal, Emilio,
Molchalin, familia,
Molière (Jean-Baptiste Poquelin),
Molino (consejero militar),
Molojovets, Elena,
Mólotov, Viacheslav Mijáilovich,
Monet, Claude,
Monmousseau, Gastón,
Montagu, Ivor,
Montaigne, Michel de,
Montegus (chansonnier revolucionario),
Montesquieu, Charles-Louis de Secondat,
Montgomery, Bernard Law,
Montseny Mañé, Federica,
Monzie, Anatole de,
Moore (jurista inglés),
Morandi, Giorgio,
Morand, Paul,
Moran, R. D. (corresponsal de Krásnaia zvezdá),
Moravia, Alberto (Alberto Pincherle),
Morgan, Claude,
Morózov, Savva Timofeievich,
Moscardó Ituarte, José,
Moskalenko, Kiril Semiónovich,
Moskvin,
Mosley, Oswald,
Motileva, Tamara Lazarevna,
Motilev (disidente),
Mounet-Sully, Jean,
Mounier, Emmanuel,
Mountbatten, lady,
Moussinac, Léon,
Mozzhujin, Iván,
Mühsam, Otto,
Müller, Hermann,
Munch, Edvard,
Muratori, padre,
Murátov, Pável Pavlóvich,
Murillo, Bartolomé Esteban,
Músorgski, Modest Petróvich,
Mussolini, Benito,
Muzalévskaia, Rimma Nikoláievna,
Myrdal, Gunnar,

Nabókov, Vladímir Dmítrievich,


Nabókov, Vladímir Vladímirovich,
Nadólskaia, Támara,
Nadson, Semión Yákovlevich,
Nagai, Tokashi,
Nagy, Imre Naidiónov, Serguéi,
Naliótov (constructor de un submarino),
Nałkowska, Zofia,
Nansen, Fridtjof,
Napoleón Bonaparte,
Nazarian (capitán),
Nedokúneva, Lidia Nikoláievna,
Negarville, Celeste,
Negrín López, Juan,
Negri, Pola,
Nehru, Jawaharlal,
Nehru, Rameshwari,
Neimak (soldado),
Nekrásov, Nikolái Alekséievich,
Nekrásov, Víktor,
Nelson, almirante,
Nelson, Bill Benedíktovich,
Nemírov, Valia,
Nenni, Pietro,
Neruda, Pablo,
Nesselrode, Karl,
Nésterov (coronel),
Neumark, Valia,
Neurath, Konstantin von,
Nevski, Aleksandr Yaroslávich,
Ney, Michel (mariscal),
Ney, Raymond,
Nezhdánova (cantante),
Nezval, Vítézslav,
Ngoko-Sanga (estafador),
Nicolás (consejero militar),
Nicolás I de Rusia,
Nicolás II de Rusia,
Niebuhrg (brigadista húngaro),
Niépce, Joseph Nicéphore,
Nietzsche, Friedrich,
Nikolái de Krutitski,
Nikolái Nikoláievich Románov el Joven, gran duque,
Nikon, patriarca véase Minov, Nikita,
Nikonénok, Vadik,
Nikulin, Lev Veniamínovich,
Nilsson, Torsten,
Nitti, Francesco Saverio,
Nizan, Paul-Yves,
Njegos, Petar,
Noailles, condesa de (Anna Elisabeth Bibesco-Bassaraba),
Noel-Baker, Philip,
Noguin, Víktor Pávlovich,
Noguina, Olga Petrovna,
Nostradamus (Michel de Nôtre-Dame),
Noulens, Joseph,
Novalis (Friedrich von Hardenberg),
Nóvikov, Iván Alekséievich,
Novomeský, Laco,

Oborin, Lev Nikoláievich,


Obraztsov, Serguéi Vladímirovich,
Ochsner, Wilhelm,
Ogariov, Nikolái Platónovich,
Ogniev, N. (escritor),
Ogolevets (disidente),
Óistraj, David,
Okaly, Daniil,
Okúlov, Alekséi Ivánovich,
Olender (coronel Donskói),
Olesha, Yuri,
O’Neill, Eugene,
Ordzhonikidze, Grigori Konstantínovich,
Oriona, duque de,
Orlova, Chana,
Orlov-Davídov, Serguéi (conde),
Orlov (general),
Örne, Anders,
Orozco, José Clemente,
Ors, Eugeni d’,
Ortenberg, David Iósifovich (Vadímov),
Ósipov (zapatero afincado en París),
Oskólkov, Borís,
Osmerkin, Aleksandr Aleksándrovich,
Ossietzky, Carl von,
Osten, Maria (Maria Gresshoener),
Ostróvskaia, R.,
Ostrovski, Nikolái Alekséievich,
Otero, Agustina (Bella Otero),
Otsup, Nikolái,
Oustric (estafador),
Ovechkin, Valentín Vladimírovich,
Ozenfant, Amédée,

Pablo I de Rusia,
Pabst, Georg Pacciardi, Randolfo,
Painlevé, Paul,
Pajetta, Gian Carlo,
Paleckis, Y. I. (vicecónsul suizo de Elbing),
Palencia, Isabel (Isabel Oyárzabal Smith),
Palgunov, Nikolái G.,
Panfiórov, Fiódor Ivánovich,
Pangalos, Theodoros,
Pánina, condesa,
Pánova, Vera Fiódorova,
Papandreu, Andreas,
Papandreu, Georgios,
Papen, Franz von,
Papini, Giovanni,
Paşa, Talat,
Pascal, Blaise,
Pascin, Jules,
Paskar, Henrietta,
Paskin,
Pasternak, Borís Leonídovich,
Pasteur, Louis,
Pastujov, Pania,
Paul-Boncour, Joseph,
Paulhan, Jean,
Pauling (comandante),
Pauli, Wolfgang,
Paustovski, Konstantin Georguievich,
Pavese, Cesare,
Pavlenko, Piotr Andréievich,
Pávlova, Karolina,
Pávlov D. G. (tanquista),
Pávlov, Iván Petróvich,
Pávlovski (corresponsal de Nóvoie vremia en París),
Paz, Madeleine,
Pedro I de Castilla, el Cruel,
Pedro I de Rusia, el Grande,
Péguy, Charles,
Peiró, Juan,
Pepper (congresista),
Péret, Raoul,
Pérez, Domingo,
Pérez Sales (comandante republicano),
Permeke, Constant,
Perón, Juan Domingo,
Perrin, Jean,
Perse, Saint-John,
Pérventsev, A. (escritor),
Pervomaiski,
Pétain, Henri,
Petit, E. (general),
Petliura, Simón,
Petrarca, Francesco,
Petrescu, Camil,
Petritski (pintor),
Petrov (Evgueni Petróvich Katáev),
Petrov M. P. (general y ayudante de Ferdinand Kozovski),
Petrovski (capitán y reportero de Konnogvardéits),
Petrujin (ingeniero),
Pham Van Dong,
Philippe, Charles-Louis,
Piaggio, Alessandra,
Picasso, Pablo,
Picasso, Paloma,
Pierre, André,
Pierson, Donald,
Pigurnov (general),
Pilniak, Borís,
Pilski, Piotr,
Piłsudski, Józef,
Pinay, Antoine,
Pinkas, Julius,
Pirandello, Luigi,
Pirosmanashvili, Niko (Pirosmani),
Pirozhkova, Antonina Nikoláievna (esposa de Bábel),
Pirushko, Maksim,
Piscator, Erwin,
Písemski, Alekséi,
Pissarro, Camille,
Pitágoras,
Pitoyev, Gueorgui,
Platón,
Platónov, Andréi,
Platónovna, Vera,
Plauto,
Plavnik (teniente),
Pla y Beltrán, Pascual,
Plejánov, Gueórgui Valentínovich,
Plevako (abogado),
Plievier, Theodor,
Plisnier, Charles,
Plummern (laborista),
Podgaietski (dramaturgo soviético),
Poe, Edgar Allan,
Pogodin, Nikolaí Fiódorovich,
Poincaré, Henri,
Poletáiev I. (ingeniero),
Polevói, Borís Nikolaievich,
Polezháiev, Aleksandr Ivánovich,
Polónskaia, Elizaveta,
Polonski, S. K.,
Poncins, Léon de,
Poničan, Ján,
Pons (piloto),
Popov, Aleksandr Stepánovich,
Popova, Liubov Sergueievna,
Popović, Konstantin (Koča),
Posazhnói (poeta),
Posojin, M. V. (arquitecto),
Pospélov, Piotr Nikoláievich,
Póstishev, Pável,
Potemkin, Vladímir Petróvich,
Potiomkin, Vladímir P.,
Pound, Ezra,
Poussin, Nicolás,
Poype, vizconde de la,
Pratolini, Vasco,
Prévert, J.,
Pribilskaia (pintora),
Prieto, Indalecio,
Primo de Rivera, Miguel,
Prishvin, Mijáil M.,
Privalova (maestra),
Prokakin-Chivatov, Yustián Innokéntievich,
Prokófiev, Serguéi,
Proust, Marcel,
Prutkov, Daniil Alekséievich,
Przybyszewski, Stanislaw Feliks,
Psicari, Lucien,
Puccini, Giacomo,
Pudovkin, Vsévolod,
Pugachov, Emelián,
Pújov (general),
Puni, Iván (Jean Pougny),
Purkyně, Karel,
Pushkin, Aleksandr Serguéievich,
Pushkin, Vasili Lvóvich,
Puterman (director de Lu),
Puzin, N. P. (sobrino de Fet),

Qi Baishi,
Quasimodo, Salvatore,
Quevedo, Francisco de,
Quisling, Vidkun,

Raab, Julius,
Rabinóvich, I. M. (pintor),
Racine, Jean Baptiste,
Radek, Karl,
Radus-Zenkóvich, V.,
Raeder, Erich,
Raevski, Stanislav,
Rafael Sanzio,
Rafaílovich, Robert,
Rafalóvich (poeta),
Raievski, Stefán Aleksándrovich,
Raij, Zinaída Nikoláievna,
Rajk, László,
Rajmáninov, Serguéi,
Rákosi, Mátyás,
Rakovski, Matias,
Ramay (pintor),
Rankin, John Elliott,
Rapojin, A. A.,
Rappoport, Charles,
Rashévskaia, Tania,
Rashevski (suboficial),
Raskólnikov, Fiódor Fiodórovich,
Raspail, François-Vincent,
Rasp, Fritz,
Rasputin, Grigori Yefimovich,
Rastrelli, Francesco Bartolomeo,
Rathenau, Walter,
Ratner (consejero diplomático),
Ravel, Maurice,
Raynaud, Paul,
Razin, Stepán,
Récamier, Julie,
Regler, Gustav,
Régnier, Henri de,
Remarque, Erich Maria,
Rembrandt, Harmenszoon van Rijn,
Rémizova-Dougello, Serafima Pávlovna,
Rémizov, Alekséi Mijáilovich,
Rémy, Caroline véase Séverine,
Renard, Jules,
Reni, Guido,
Renn, Ludwig,
Renoir, Jean,
Renoir, Pierre-Auguste,
Repin, Iliá Efímovich,
Reyes, Alfonso,
Reynaud, Paul,
Rhee, Syngman,
Riabushinski, N. P.,
Ribak, Natán,
Ribakov (profesor),
Ribbentrop, Joachim von,
Richelieu, cardenal (Armand Jean du Plessis),
Richepin, Jean,
Riléyev, Kondrati,
Rilke, Rainer Maria,
Rilski, Maksim Fadeievich,
Rimbaud, Jean Arthur,
Rimski-Kórsakov, Nikolái Andréievich,
Río, Dolores del,
Rirajovski (impresor en París),
Ritsos, Yannis,
Riúrikov, B. S.,
Rivera, Diego,
Rivera, Marika,
Rivet, Paul,
Robertson (abogado),
Robeson, Paul,
Roces Suárez, Wenceslao,
Rockefeller, John Davidson,
Rocque, François de la,
Ródchenko, Aleksandr Mijáilovich,
Rodin, Auguste,
Rodríguez, Fernando,
Rodríguez Vázquez, Mariano,
Roechling, Hermann,
Roehm, Ernst,
Rogge, John,
Rogowski (compositor polaco),
Roitschwantz, Lazik,
Rojo, Vicente,
Rokossovski, Konstantín Konstantínovich,
Rolin, Henri,
Rolland, Romain,
Rolnikaite, Maria,
Rol-Tanguy, Fienri,
Romains, Jules,
Romano, Emanuele,
Romanones, Álvaro de Figueroa y Torres, conde de,
Románov, Constantino Pávlovich,
Romm, A.,
Ronsard, Pierre de,
Roosevelt, Franklin Delano,
Rops, Félicien,
Ropshin, V. véase Sávinkov, Borís Víktorovich,
Rosenberg, Alfred,
Rosenberg, Ethel,
Rosenberg, Julius,
Rosenberg, Marcel Izrailevich,
Rosnovski, Y. M.,
Rosselli, Carlo,
Rosselli, Nello,
Rossi, Cesare,
Rostand, Edmond,
Roth, Joseph,
Rothschild,
Rotmístrov, Pável Aleksándrovich,
Rouault, Georges,
Rousseau, Henri,
Roy, Claude,
Roy, Jamini,
Rozánova, Olga Vladímirovna,
Rózanov, Vasili Vasílievich,
Rozenberg, Isaak,
Rozenfeld (mayor),
Rozhdéstvenski, Konstantín,
Rubens, Peter Paul,
Rubinin, Evgueni Vladímirovich,
Rubinstein, Ida,
Rubliov, Andréi,
Rudaki, Mohammad,
Ruddi,
Ruderman (camionero),
Rúdnev, Lev,
Rúdnev, Vadim Viktorovich,
Ruiz, Juan véase Arcipreste de Hita,
Rukavíshnikova (actriz),
Rumin, M. D. (policía soviético),
Rusanov, hermanos,
Russell, Bertrand,
Rustaveli, Shotá,
Rutebeuf,
Rutherford, Ernest,

Sacco, Ferdinando Nicola,


Sadófiev, Iliá Ivánovich,
Sadoul, Jacques,
Sadoveanu, Mihail,
Sadovski, los (familia de actores),
Sadovski, Richard,
Safranek (consejero checo),

Sainte-Beuve, Charles-Augustin,
Saint-Exupéry, Antoine de,
Saint-Just, Louis de,
Saint-Pol-Roux,
Sajarova, Vera,
Salacrou, Armand,
Salandr (escultor),
Salazar, Antonio de Oliveira,
Salmon, André,
Salmuth, Hans von,
Saltikov-Schedrín, Mijaíl,
Sáltikova, Daria Nikoláievna (Saltichija),
Seeckt, Hans von,
Segerstedt, Torgny,
Seghers, Anna,
Seifert, Jaroslav,
Seifúlina, Lidia Nikoláievna,
Selij, Y. G.,
Selvinski, Iliá,
Semard (comunista francés),
Sembat (pintor),
Semiónova, V. S. (maestra de Borzná),
Séneca,
Sénior (arquitecto polaco),
Serafimóvich, Aleksandr,
Sereni, Emilio,
Serguéiev (capitán),
Serguéiev, M. G. (embajador soviético en Atenas),
Sérol, Albert,
Serov, Valentín Aleksándrovich,
Serrano Plaja, Arturo,
Servet, Miguel,
Sesshu,
Setingson (profesor de alemán),
Sevastopulo (consejero de la,
Embajada rusa en París),
Severianin, Ígor (Ígor Vasilievich Lotariov),
Séverine (Caroline Rémy),
Severini, Gino,
Sevruk, Yuri,
Seyss-Inquart, Arthur,
Shaguinián, Marietta,
Shakespeare, William,
Shaliapin, Fiódor Ivánovich,
Shapiro, Henry,
Shapoválov, A. S. (bolchevique),
Shaw, Bernard,
Shchedrín, Mijaíl,
Sheinis, L. (periodista de Trud),
Shelley, Percy Bysshe,
Shenshín, Afanasi Afanásievich,
Shepílov, D. T.,
Sher-Gil, Amrita,
Shershenévich, Vadim,
Shestopal (capitán),
Shestov, Lev,
Shevchenko, Tarás Grigorovich,
Sheveliov (barítono),
Shifrin, Nikolái,
Shimelióvich (doctor),
Shimkévich, S. (escritor),
Shipachov, Stepán,
Shiriáiev, P.,
Shishkin, Iván Ivánovich,
Shkápskaia, M. M.,
Shklovski, Víktor,
Shkuró, Andréi Grigórievich,
Shlifshtein (disidente),
Shmitlen (diputado),
Shnaiderman (disidente),
Shneerson (disidente),
Shólojov, Mijaíl Aleksándrovich,
Shoshkes (periodista),
Shostakóvich, Dmitri,
Shreiber, Serafima (Šíma),
Shtrom (general),
Shuiski, Vasili,
Shujáiev, Vasili,
Shulgin, V. (redactor jefe de Kievlanin),
Shvarts, Evgueni Lvóvich,
Sieburg, Friedrich,
Siegfried, André,
Signac, Paul,
Sikorski, Władysław,
Silberberg (soldado),
Silva, Carmen,
Silverman, Julius,
Šíma, Josef,
Simone-Katz, André,
Símonov, Konstantín Mijáilovich,
Sinélnikov, Nikolái,
Siqueiros, David Alfaro,
Sisley, Alfred,
Sklovski, Volodia,
Skobelev, Mijaíl Dmitrievich,
Skobeltsin, Dmitri Vladímirovich,
Skoroiédova, Yekaterina,
Skoropadski, Pável Petróvic,
Slavíček, Antonín,
Slavin (escritor),
Słonimski, Antoni,
Słowacki, Juliusz,
Sluchevski, Konstantin,
Slutski, Borís,
Smialkovski (alcalde de Kursk),
Smidóvich, P. G.,
Smirnov (francotirador),
Smirnov (mayor),
Smith, Bedell,
Smushkévich, Y. V. (Douglas, jefe de escuadrilla),
Sobachka, Anna,
Sóbol, Andréi Mijáilovich,
Sóbol, Mark,
Sóbolev, L. (escritor),
Sóbolev, V. (reportero de Vperiod na vraga),
Sofrónov, Anatoli,
Sokólnikov, Grigori Yákolevich (Briliant),
Sokolov-Mikítov, Iván Serguéievich,
Sokolov, Vladímir Aleksándrovich,
Sokolova (habitante de Artiómovsk),
Sologub, Fiódor,
Soloviov, Vladímir,
Solzhenitsin, Aleksandr,
Sómov (profesor),
Soong Ching-ling,
Sorokin, Tijón Ivánovich,
Sosiura, Volodimir Mikolajovič,
Soutine, Chaïm,
Spaak, Paul Henry,
Špála, Vaclav,
Spano (miembro del Consejo Mundial de la Paz),
Spásskaia (pintor),
Spender, Stephen,
Spengler, Oswald,
Spielhagen, Friedrich,
Stajánov, Alekséi,
Stalin, Iósif Vissariónovich,
Stalski, Suleiman,
Stanislavski, Konstantín,
Starhemberg, Ernst Rüdiger,
Starikov, D. (periodista de Literatura i zhizn),
Stártsev T. (corresponsal de Zhamia ródiny),
Stasov, Vladímir,
Staviski, Aleksandr,
Stavski, V. P.,
Stein, B. E.,
Stein, Gertrude,
Steinbeck, John,
Steiner, Rudolf,
Steinlen, Théophile Alexandre,
Stendhal (Henri Beyle),
Steng (Valentín Ósipovich Stenich),
Stepanenko, Saveli Petróvich,
Stepún, Fiódor A.,
Sterenberg, David Petróvich,
Stern, G. M. (Grigórovich),
Stern, Lena,
Stetski, Alekséi Ivánovich,
Stevens (periodista estadounidense),
Stinnes, Hugo,
Stoiánov, Liudmil,
Stoliárova, Natalia,
Stolipin, Piotr Arkádievich,
Stowe, Leland,
Strauss (ministro de Guerra),
Stravinski, Ígor Fiódorovich,
Streicher, Julius,
Stresemann, Gustav,
Strindberg, August,
Stuck, Franz,
Stuna, Joseph,
Stwosz, Veit,
Štyrsky, Jindřich,
Subotski (disidente),
Sudermann, Hermann,
Sun Yat-sen,
Supervielle, Jules,
Súrikov, Vasili,
Súrits, Lilia,
Súrits, Yákov Zajárovich,
Surkov, Alekséi Aleksándrovich,
Surov (escritor),
Suslopárov (coronel),
Sutskever, A. G.,
Suvórov, Aleksandr Vasílievich,
Sverchuk, Aliosha,
Svetlov, Mijaíl,
Svevo, Italo,
Swift (comerciante de carne en conserva),
Swift, Jonathan,

Tabidze, Galaktion,
Tabidze, Titsián,
Tagore, Rabindranath,
Tagüeña, Manuel,
Taírov, Aleksandr,
Takami, Koushun,
Talenski, Nikolái A.,
Talleyrand, Charles-Maurice de,
Talma, François-Joseph,
Talov, Mark,
Tamáptsev, N.,
Tamayo, Rufino Arellanes,
Tamerlán,
Tania (jefa de brigada),
Tanizaki, Junichiro,
Tardieu, André,
Tătărescu, Gheorghe,
Tatlin, Vladímir E.,
Taut, Bruno,
Teagle,
Tedesco (teniente),
Teffi, Nadeshda,
Tegner (director del periódico deportivo Idrottsbladet),
Teige, Karel,
Teófanes el Griego,
Tereschenko, I,
Ternovets, Boris Nikoláievich,
Terranova (diputado italiano),
Terzić, Velimir,
Thackeray, William Makepeace,
Thaelmann, Ernst,
Thomas, Albert,
Thompson (laborista),
Thorez, Maurice,
Thorwald, Jürgen,
Tichina, Pavló,
Tíjonov, Nikolái Semiónovich,
Timoféiev, L. I.,
Timoféiev, V. P.,
Tiniánov, Yuri N.,
Tintoretto,
Tischenko (capitán),
Tíshler, Aleksandr,
Tito (emperador),
Tito (hijo de Fernando Gerassi),
Tito (Josip Broz),
Tiútchev, Fiódor Ivánovich,
Tiziano Vecellio,
Tob, Sem,
Togliatti, Palmiro,
Toller, Ernst,
Tolomeo,
Tolstói, Alekséi Nikoláievich,
Tolstói, Lev Nikoláievich,
Toulouse-Lautrec, Henri,
Tráuberg, Iliá,
Tráuberg, Leonid,
Tretiakov, Serguéi Mijáilovich,
Triolet, André,
Triolet, Elsa Yúrievna,
Trofímov, T. D.,
Trotski, Léon,
Trueba, Antonio de,
Trujánova, Natasha,
Truman, Harry S.,
Tsetlin, Mijáil Ósipovich,
Tshombe, Moise Kapenda,
Tsires (compañero de instituto de Ehrenburg),
Tsvietáieva, Marina,
Tucholsky, Kurt,
Tuguenhold, Yákov,
Tujachevski, Mijaíl,
Tulasne (comandante),
Tumanian, G. L.,
Tumanni, Dir,
Turek (ex marinero),
Turguéniev, Iván Serguéievich,
Turguenieva, Pelagueia,
Turner, Bernard,
Turner, Joseph Mallord William,
Tursún-Zadé, M.,
Tuwim, Julian,
Tvardovski, Aleksandr Trífonovich,
Twain, Mark (Samuel Clemens),
Tzara, Tristan,

Ubórevich, Ieronim Petróvich,


Uccello, Paolo,
Udaltsova, Nadiezhda Andreeva,
Uhland, Johann Ludwig,
Uhse, Bodo,
Ulánova, Galina,
Ulanovski, S. (reportero de Stalinski voin),
Úlrij (juez),
Úmanskaia, Raísa Mijáilovna,
Úmanski, Konstantin Aleksándrovich,
Unamuno, Miguel de,
Ungaretti, Giuseppe,
Unruh, Fritz von,
Upriamtsev (médico ruso),
Uribe Galdeano, Vicente,
Urin (poeta),
Ushakov, Mijaíl,
Ushakov, Nikolái,
Usiévich, Elena Feliksovna,
Uspenski, Gleb Ivánovich,
Uspenski, Nikolái,
Utkin, Iosif Pávlovich,
Utrillo, Maurice,

Vailland, Roger,
Vaillant-Couturier, Paul,
Vajtángov, Evgueni,
Valéry, Paul,
Valle-Inclán, Ramón María del,
Vallès, Jules,
Vallon, Louis,
Valois (consejero militar),
Valtfield, Lilian,
Vančura, Vladislav,
Vandervelde, Émile,
Van Gogh, Vincent,
Vanzetti, Bartolomeo,
Varela, José Enrique,
Vargas, Getúlio,
Varnalis, Kostas,
Vasilchenko (agregado de las fuerzas aéreas),
Vasilenko, Nikolái Grigórievich,
Vasílieva (pintora),
Vasíliev (coronel),
Vasílievna, Antonina,
Vasíliev, Pável,
Vasíliev (sargento),
Vasílievskaia, Wanda,
Vasilievski-Nebukva (periodista),
Vasnetsov, Víktor,
Vavílov, Nikolái Ivánovich,
Vaysfeld (disidente),
Vázquez véase Rodríguez Vázquez, Mariano,
Velázquez, Diego Rodríguez de Silva y,
Véngrov, Natán,
Ventsov (agregado militar),
Verbítskaia, Anastasia,
Vercors (Jean Bruller),
Verdi, Giuseppe,
Veresáiev, Vikenti Vikentiévich,
Veres, Péter,
Verhaeren, Émile,
Verlaine, Paul,
Vermeer, Johannes,
Verne, Julio,
Vershinin (actor),
Vertinski, Aleksandr Nikoláievich,
Vértov, Dziga,
Vesioli, Artiom,
Vesnin, Aleksandr Aleksándrovich,
Vesnin, Víktor Aleksándrovich,
Vezelov, Vasili,
Viardot, Paulina véase García, Paulina,
Viázemski, P.,
Victoria, reina de Gran Bretaña,
Vidali, Vittorio (Comandante Carlos),
Vídrina, Ania,
Vildrac, Charles,
Villalba, José,
Villa, Pancho (José Arango Arámbula),
Villon, François,
Villon, Pièrre,
Vinogradova, Evdokia Víktorovna,
Vinokurov (poeta),
Viollis, Andrée,
Viripáieva, O. S. (profesora),
Visconti, Luchino,
Vishinski, Andréi,
Vishnevski, Vsévolod Vitálevich,
Vishniak, A. G. (editor),
Vishniak, Vera Lazárevna,
Vitali véase Elkin, Abraham,
Vittorelli, Paolo,
Vittorini, Elio,
Vivancos véase García Vivancos, Miguel,
Vlajov, Serguéi,
Vlaminck, Maurice,
Vlasiuk (agrónomo),
Vlásov, Andréi Andréievich,
Vogel, Guillaume,
Voikov (embajador soviético en Varsovia),
Volinski (crítico literario),
Volkenstein (cineasta),
Voloshin, Maksimilián Aleksándrovich,
Voltaire (François Marie Arouet),
Vorobiova-Stebélskaia, Marevna Bronislava,
Voroshílov, Kliment Efrémovich,
Vorovski, Vaslav,
Voznesenski, Andréi,
Vrúbel, Mijaíl Aleksándrovich,
Vuillard, Édouard,

Walden, Herwarth,
Wallace, Henry Agard,
Wallenberg, Jacob,
Wallon, Henri,
Walter (consejero militar de la URSS en España),
Warszawski, Ozer,
Wassilewska, Wanda,
Watteau, Jean-Antoine,
Welles, Orson,
Wells, H. G.,
Werfel, Franz,
Werth, Alexander,
Wessel, Horst,
Weygand, Máxime,
Whitman, Walt,
Wiener, Norbert,
Wieniawa-Długoszowski, Bolesław,
Wilde, Oscar,
Williams-Ellis, Amabel,
Willkie, Wendell Lewis,
Wilson, Harold,
Wilson, Woodrow,
Wirth, Joseph,
Wittenberg, Yitzhak,
Wolf, Emma,
Wrangel, Piotr Nikoláievich,
Wyler, William,

Xanti véase Mansúrov, J. D.,

Yagoda, Guénrij Grigórievich,


Yakir, Iona Emanuílovich,
Yákovlev (director del periódico Nabat),
Yákovleva, Asia «,
Yákovleva, Tatiana A.,
Yakúlov, Gueorgui Bogdanovich,
Yánek (jefe de batallón),
Yankelévich (tornero),
Yanovski, Y. I.,
Yapónchik, Mishka,
Yarjo (compañero de instituto de Ehrenburg),
Yaroslavksi, Yemelian Mijaílovich,
Yáschenko, Aleksandr Semiónovich,
Yasenski, Bruno,
Yashin, A. (poeta),
Yashvili, Paolo,
Yasui (profesor japonés),
Yefímov (zapador),
Yegor-Morgún (estudiante universitario),
Yeremenko, Andréi Ivanóvich,
Yermílov, V. V.,
Yermólova, Maria Nikoláievna,
Yesenin, Serguéi Aleksándrovich,
Yezhov, Nikolái Ivanóvich,
Yudénich, Nikolái Nikoláievich,
Yue Fei,
Yuki (esposa de Desnos),
Yúrievna, Vera Leonídovna,
Yutkiévich, Serguéi,

Zabolotski, Nikolái,
Zack (pintor polaco),
Zadkine, Ósip,
Zaharoff, Basil,
Záitsev, Borís K.,
Zajárov (general),
Zalamea, Jorge,
Zalka, Máté (general Lukács),
Zamiatin, Evgueni Ivánovich,
Zapata, Emiliano,
Zapico, Ángel,
Zarián, Nairi,
Zárraga, Ángel,
Zarubin, Gueorgui,
Zaslavski, D. (periodista),
Zasúlich, Vera Ivánovna,
Zborowski, Léopold,
Zeeland, Paul van,
Zeldóvich (compañero de instituto de Ehrenburg),
Zelioni (general),
Zennstrom, Per Olov,
Zhang Zuolin,
Zhárov (poeta),
Zhdánov, Andréi Aleksándrovich,
Zhigarev, V. V.,
Zhirmunski, Víktor,
Zhitomirski (disidente),
Zhordania, Noe véase Kostrov, A.,
Zhou Enlai,
Zhúkov, Gueorgui Konstanínovich,
Ziablik, Tito,
Zibert, Iohann,
Zilliacus, Konni,
Zinsker, Otto,
Zirenko, P. S.,
Zola, Emile,
Zórina, Nadiezhda,
Zóschenko, Mijaíl Mijáilovich,
Zuckermann (compañero de instituto de Ehrenburg),
Zuloaga Zabaleta, Ignacio,
Zurbarán, Francisco de,
Zuskin, Veniamín Lvóvich,
Zvorikin, Vladímir Kozmich,
Zweig, Arnold,
Zweig, Stefan,
Zyguin, Alekséi Ivánovich.
Iliá Ehrenburg (Kiev, 1891-Moscú, 1967), activista, novelista, poeta y
periodista, dedicó su vida a la propaganda. Como corresponsal soviético en
París, frecuentó a los artistas e intelectuales más destacados del siglo pasado.
Sus memorias, Gente, años, vida, son un documento de primer orden,
fundamental para entender momentos decisivos del siglo XX.
Notas
[*]En el libro original de papel, el nombre del autor está escrito como Iliá
Ehrenburg. Se ha cambiado la grafía en algunas partes de este libro
electrónico para no contradecir las normas. En el cuerpo del texto se ha
respetado el original. [Nota del editor digital]. <<
[1]Serguéi Aksákov (1791-1859), eslavófilo que inició su trayectoria literaria
ejerciendo de traductor. Como escritor, conoció un éxito tardío, cuando se
retiró a Abrámtsevo, una finca a las afueras de Moscú que pertenecía a su
familia. En esta finca desarrolló una vida artística muy activa: recibía las
visitas de Gógol, Turguéniev o Lev Tolstói entre otros, en una época en que se
sostenía un apasionado debate sobre las corrientes de la eslavofilia y el
occidentalismo. (Todas las notas son de la traductora). <<
[1] Organización vinícola georgiana. <<
[2] La Voluntad del Pueblo: organización revolucionaria rusa. <<
[3]Víktor Petróvich Burenin (1841-1926), poeta, crítico, periodista y traductor
de Heine, Byron y Hugo. De ideas derechistas, colaboró con el diario
reaccionario Nóvoie vremia [Los nuevos tiempos] y llegó a formar parte de su
consejo editorial en la época en que Chéjov publicaba en él. <<
[1]Afanasi Afanásievich Shenshín, Fet (1820-1892): poeta de origen alemán y
traductor muy apreciado por los simbolistas rusos. <<
[2]Mijaíl Katkov (1817-1887) dirigió Moskóvskie viédomosti [Noticias de
Moscú] y Russki véstnik [El mensajero ruso], publicaciones de amplia
difusión que se convirtieron en baluarte de las posiciones paneslavistas y de la
extrema derecha y en portavoces de la represión gubernamental. Katkov
ejerció una enorme influencia sobre el zar y su política exterior. En este caso,
se refiere a unas cartas de Fet que se publicaron en Russki véstnik entre 1860
y 1870 en que cargaba contra las reformas y los nihilistas. <<
[3]Paulina García (1821-1910): cantante lírica, hija del tenor español Manuel
García y hermana de «la Melibrán». Fue la primera intérprete extranjera que
representó el repertorio italiano en Rusia. En 1843, Turguéniev se enamoró de
ella. Paulina estaba casada con Louis Viardot, y Turguéniev se convirtió en un
amigo fiel de la pareja, a la que acompañaba en sus viajes y actuaciones.
Cuando el escritor tuvo una hija, Pelagueia, con una sirvienta, confió su
educación a la pareja. <<
[4]Pável Vasílievich Ánnenkov (1812-1887), crítico literario e historiador.
Amigo de Gógol —con el que vivió en Roma y a quien dictó el primer
volumen de Almas muertas—, Turguéniev, Belinski y Herzen, entre otros. Fue
el primer editor de la obra completa de Pushkin (1855-1857) y de los
primeros en apreciar el talento de Tolstói. <<
[5]Los padres de Ehrenburg se casaron en 1877. El escritor era el benjamín de
la familia, que constaba además de tres hijas: María, Evguenia e Izabella. Su
abuelo paterno, Hersch Ehrenburg, tenía seis hijos y seis hijas. <<
[6]Teoría recogida en su obra Literatura y cinematografía (1923). Víktor
Borísovich Shklovski (1843-1984): crítico y escritor, fue uno de los primeros
teóricos del formalismo ruso y quien desarrolló el concepto de
«extrañamiento» en el arte. <<
[7]Se trata del libro Sonidos del corazón publicado en 1905 con el
pseudónimo de L. Pechorin. <<
[8] Vladímir Alekséievich Guiliarovski (1855-1935): escritor, periodista y
cronista de Moscú. Tuvo una especial sensibilidad para describir la vida de
los más desfavorecidos de la capital rusa. Su Moscú y los moscovitas de 1926
es un texto esencial para penetrar en la cotidianidad de la ciudad y sus
habitantes. <<
[9]Cuota máxima de estudiantes judíos que eran aceptados en la educación
secundaria. Podía llegar al 10% dentro de la zona de residencia judía, al 5%
fuera de ella, y al 3% en Moscú y San Petersburgo. Era una manera de evitar
su presencia en la enseñanza superior. Además, en las 25 000 escuelas
jedarim se prohibía la enseñanza del ruso, lo cual dificultaba también el
acceso de los judíos a la enseñanza secundaria. <<
[10]
Versos del poema Neszhátaia polosá [Campos sin segar] de Nikolái
Nekrásov (1855-1935), muy recurrente en los libros de texto para escolares.
<<
[11]En ruso chertá osédlosti. Distritos de la franja occidental rusa donde se
permitía el asentamiento de la población judía en shtetls. Comprendía partes
de la actual Rumania, Letonia, Lituania, Ucrania, Bielorrusia, Polonia y Rusia.
Catalina la Grande fue quien estableció la zona de residencia judía en 1791
debido a la presión de los comerciantes de Moscú que querían librarse de la
competencia judía, además de evitar la «mala influencia» de los mismos sobre
la población rusa. La estricta legislación que les fue aplicada perseguía
apartar a esta comunidad de toda esfera política y social. En 1881, ante esta
situación, se produjo la mayor ola de emigración judía hacia los EEUU. La
concentración en dichas zonas, además, los convertía en fácil objetivo de los
pogromos. <<
[12] Zeldóvich, Zuckermann y V. Friedlander, no mencionado por el autor,
estudiaban en una «clase normal» y Ehrenburg en una «clase paralela» donde
él era el único judío. En su Kniga dlia vzroslij [Libro para adultos],
Ehrenburg da una versión menos idílica de la actitud hacia los judíos en el
instituto: «En el instituto los compañeros me gritaban “asqueroso judío” y
metían trozos de tocino entre mis cuadernos». <<
[13]
El pogromo de Chisináu se produjo entre el 6 y el 7 de abril de 1903. En él
murieron cerca de cincuenta judíos, resultaron heridos varios centenares, se
saquearon alrededor de setecientas casas y seiscientas tiendas. Suscitó las
protestas de la opinión pública progresista de aquella época. Se describe en el
ensayo de V. Korolenko, La casa n.º 13. <<
[14]Periódico con sede en Kiev que se publicó entre 1864 y 1919. En sus
inicios, su redactor jefe, el académico V. Shulgin, trató de ponderar la
«cuestión judía», de averiguar si la explotación que los judíos hacían de la
población local era fruto de un fenómeno meramente histórico o un acto
consciente y premeditado. Con el tiempo se fue decantando hacia la segunda
opción y se convirtió en una de las publicaciones del imperio más antisemitas,
llegando a justificar e incitar los pogromos. <<
[15] Poema de Mijaíl Lérmontov (1814-1841). <<
[16]«Oh, oculta tus piernas pálidas»: poema de Briúsov que constaba de este
único verso y que suscitó un escándalo. <<
[1] Equivalente a -31,25 °C. <<
[2]Lugar cerca de Moscú donde se coronó a Nicolás II en mayo de 1896. La
celebración se tornó en tragedia y más de dos mil personas murieron durante
la avalancha. <<
[3]Teatro fundado por el empresario Fiódor Evguénievich Korsh (1843-1915),
que rompió con el monopolio de los teatros imperiales. Se programaban
básicamente comedias elegantes y vodeviles. También tuvo un importante
papel educativo con la representación, a precios populares, de los clásicos,
destinados a los más jóvenes. Aunque Korsh no programaba piezas
especialmente complejas, se interesaba por las tendencias de la época: en
1887, por ejemplo, cuando Chéjov aún no era famoso, le encargó una obra, y
en 1901, para competir con el Teatro de Arte, invitó a Nikolái Sinélnikov a
dirigir el teatro, aplicando algunas de las ideas de Stanislavski. Su puesta en
escena de Los hijos de Vániushin, texto de Serguéi Naidiónov, fue todo un
acontecimiento. <<
[4]El teatro Mali, el más antiguo de Moscú, se fundó en 1756 a raíz de un
decreto de la emperatriz Isabel de Rusia para la creación del Teatro Nacional.
El poder de las tinieblas es una obra de Lev Tolstói; y los Sadovski, una
famosa familia de actores. <<
[1] Semión Yákovlevich Nadson (1862-1887): poeta, ensayista y crítico
literario. Considerado uno de los precursores del simbolismo, su poesía se
hizo muy popular porque condensaba el sentimiento de una época, de
desencanto y desaliento: la resignación cansada, la impotencia melancólica y
la sensación de «callejón sin salida» que parecía empañar los años
posteriores al asesinato de Alejandro II. Fue muy querido por los estudiantes
de finales del XIX y su muerte prematura acrecentó su popularidad. Alekséi
Nikoláievich Apujtin (1840-1893): poeta y novelista de marcado tono
melancólico. En 1886 se publicó su única recopilación de poemas, algunos de
los cuales fueron musicalizados por Chaikovski, a quien conoció en 1853 y
con quien trabó amistad. <<
[2] Composición de Músorgski. <<
[3]Grupo perteneciente a las Centurias Negras, autodenominados «patriotas»,
movimiento monárquico de extrema derecha antisemita nacido durante la
revolución de 1905 para defender la autocracia. Más que una organización,
aglutinaba a un conjunto de grupos de derecha radical bajo el lema
«Ortodoxia, autocracia y carácter nacional», que se gestaron ante la
impotencia del gobierno para hacer frente a la marea revolucionaria. Los
ojotniriadtsi —cuyo nombre alude a la céntrica calle de Moscú Ojotni Riad,
donde se concentraban los comerciantes de carne de las primeras generaciones
de moscovitas— era gente, por lo general, de estrato social bajo, con escasa
formación y de carácter violento, que creía ciegamente en el poder de la
monarquía y la Iglesia, enemigos acérrimos de la intelligentsia y de las
nacionalidades no rusas. Fueron instigadores de pogromos, con el beneplácito
del gobierno. <<
[4]Nikolái Ernéstovich Bauman (1873-1905): veterinario y revolucionario
bolchevique, estrecho colaborador de Lenin desde 1900. Para los
simpatizantes de las reformas políticas, incluidos los revolucionarios, la
muerte de Nikolái Bauman simbolizó la consecuencia de la alianza entre el zar
y la extrema derecha. Bauman había salido de la prisión después de una
amnistía. El 18 de octubre participaba en una manifestación frente a la prisión
de Taganka para pedir la libertad de los que aún permanecían encerrados allí
cuando miembros de las Centurias Negras lo dispararon y golpearon hasta la
muerte. El entierro fue una manifestación multitudinaria de respeto y protesta
por parte de los trabajadores y de todas las organizaciones contrarias a la
autocracia. Se convirtió en un auténtico mártir y, después de la revolución, la
zona donde murió recibió su nombre. <<
[5]Kadetés: miembros del Partido Constitucional Democrático. Fundado en
octubre de 1905, perseguía la consecución de una Rusia sujeta a una
democracia constitucional a nivel político y social, así como a una serie de
derechos civiles como la libertad de credo, expresión y asociación. <<
[1]Avvakum (1620-1682): líder espiritual de los viejos creyentes durante el
cisma de la Iglesia rusa en el siglo XVII, que se oponían a las reformas
promovidas por el patriarca Nikón. Su obra principal es La vida del
protopope Avvakum escrita por él mismo, en la que entrelaza sus recuerdos
biográficos con los acontecimientos de la época y da testimonio de los debates
teológicos más relevantes de la época. <<
[2]Libro de poemas de Aleksandr Blok (1880-1921) cuyo tema es el eterno
femenino, inspirado por una experiencia mística que vivió en 1901, el amor
hacia su futura mujer y el pensamiento idealista de Vladímir Soloviev. <<
[1]La Marsellesa rusa es una versión de P. L. Lavrov, que se publicó por
primera vez en Vperiod [Adelante], el semanario bolchevique que Lenin editó
en Ginebra durante el año 1875. En 1905 se convirtió en la canción de
protesta por antonomasia. Tanto la letra como la melodía difieren de la
original, sobre todo porque era una canción de protesta social que apelaba a la
lucha de clases. <<
[2] Bujarin. <<
[3]Mijaíl Artsibáshev (1878-1927): escritor conocido por la famosa novela
Sanin, que provocó enormes debates literarios por su pesimismo y su defensa
del egoísmo decadente y el hedonismo. Sanin es un hombre carente de
principios, un nihilista activo, libertino y ajeno a toda idea social. Su autor,
expulsado de la URSS en 1923, murió en Varsovia. <<
[4] Bogoiskátelstvo, corriente filosófica religiosa cuyos dos máximos
representantes fueron Nikolái Berdiáiev y Serguéi Bulgákov. <<
[5] Frase final del cuento Casa con desván. <<
[6] Célebre bailarina del Bolshói. <<
[1]
Canción prerrevolucionaria cantada por los condenados a trabajos forzados
basada en un poema de Dmitri Davídov de 1858. <<
[1]Se trata de Serafima Shreiber, bolchevique de Kiev, hija de un médico a
cuya casa se remitió la carta. <<
[1]Editorial cooperativa fundada en Petersburgo en 1898 para educar al
pueblo. <<
[2] ‘Desgreñado’, apodo de Ehrenburg. <<
[3] Carta de Engels a Joseph Bloch, del 21-22 de septiembre de 1890. <<
[1]Corriente minoritaria bolchevique de izquierda radical, nacida en 1908, que
agrupaba a figuras importantes del movimiento revolucionario ruso como
Gorki, Bogdánov o Lunacharski. Proponía retirar (del ruso otzovat) a los
representantes socialdemócratas de la Duma zarista y rechazar todas las
formas legales de acción. <<
[2]Pseudónimo de Abraham Elkin (1882-1909), revolucionario profesional y
uno de los fundadores y dirigentes de la organización bolchevique de
Cheliabinsk de 1903 a 1906. <<
[3] Evno Fishelevich Ázef (1869-1918): agente doble de la Ojrana que se
infiltró en las filas de los socialistas revolucionarios hasta convertirse en el
organizador de su brazo terrorista. <<
[4] Cuadros de Iliá Repin y Arnold Böcklin, respectivamente. <<
[5] Calle y estación de Moscú. <<
[6] Estación de tren fronteriza. <<
[7] Título de una novela de Gorki. <<
[1]Elizaveta Polónskaia (1890-1969): poeta, traductora, miembro del grupo
Los hermanos Serapión. Amiga íntima de Ehrenburg, se conserva su extensa
correspondencia de 1922 a 1967. <<
[2] Lev Kámenev. <<
[3] Se refiere a Trotski. <<
[4] Pushkin. <<
[5] Tiútchev. <<
[6]
Yekaterina Schmidt, la primera mujer de Ehrenburg de la que se separó en
1913. <<
[7]Abreviación de Der Algemeyner Yidisher Arbeter Bund in Rusland un
Poyln [Unión General de Obreros Judíos de Rusia y Polonia]. Fundada en
Vilna en 1897 por un grupo de judíos socialdemócratas, fue una de las fuerzas
que ayudó al establecimiento del RSDRP, pero fue perseguido tras la
revolución bolchevique. Más tarde, en la década de 1930, se hizo
especialmente fuerte. Fue importante en la defensa de la cultura yiddish, en la
resistencia contra los pogromos o en la reclamación de una autonomía
nacional y cultural para los judíos de Europa del Este. <<
[8]
Antología de poesías destinadas a los lectores de versos profesionales que
declamaban en las veladas poéticas. <<
[9]Revista fundada por un grupo de poetas soviéticos. Participaron en el
debate del papel que debía desempeñar el arte en la sociedad soviética,
abordando temas como la poesía laboral, la solidaridad de clase y el
romanticismo revolucionario. El grupo literario Kúsnitsa existió hasta 1928.
<<
[1] Traducción de Luis Gregorich. <<
[1]Cuadro de Iliá Repin que data de 1884-1888 y que representa el regreso
inesperado de un deportado político a su casa. <<
[1]En realidad el caviar negro (de esturión) es mucho más caro que el rojo (de
salmón). <<
[2]
La kliukva es una especie de arándano rojo que crece en arbustos. Dumas la
confundió con un árbol. <<
[1] Negociantes y mecenas rusos. <<
[2]El acmeísmo (del griego akmé, ‘grado superior’, ‘fuerza floreciente’) era
una corriente artística que propugnaba el arte puro y que se contraponía a los
simbolistas. Entre otros, se adscribieron a dicho movimiento Ajmátova,
Gumiliov y Mandelstam. <<
[3]Rayonismo (en ruso Luchizm), movimiento artístico ruso fundado en
1912-1913 por Mijaíl Lariónov y su mujer Natalia Goncharova, que
representó un primer paso para el desarrollo del arte abstracto en Rusia. <<
[4]
Revista fundada en San Petersburgo en 1898 por Benois, Diáguilev y Bakst,
que aglutinó a una serie de pintores como Serov, Korovin, Kustódiev, etc. <<
[5] Literalmente «ciudad del zar», nombre ruso de Constantinopla. <<
[6] Velimir Jlébnikov, pseudónimo de Víktor Vladímirovich Jlébnikov
(1885-1922), poeta ruso de origen tártaro, futurista. Defensor de la «palabra
autosuficiente» en la poesía en su forma más radical: el lenguaje transmental
záum, que en ruso significa tanto ‘más allá de la razón’ como ‘galimatías’, y
que es una jerga onomatopéyica cuyos vocablos reproducen sonidos que se
caracterizan por ser abstractos, invariables e intraducibles. <<
[7]Piotr Nikoláievich Wrangel (1878-1928): general blanco, fue el gobernador
del sur de Rusia entre abril y noviembre de 1920 y comandante en jefe del
ejército ruso. En el exilio, fue uno de los líderes más importantes. <<
[1]Yuri Olesha (1899-1966): autor de Envidia, trad. de Marta Rebón,
Acantilado, Barcelona, 2009. <<
[2]Apodo que recibió el apartamento que ocupaba Viacheslav Ivánov en San
Petersburgo, lugar de encuentro de numerosos escritores e importante
escenario dentro de la historia del simbolismo ruso. <<
[3]El año 1918 (1927-1928), Mañana sombría (1940-1941) y Las hermanas
forman una trilogía titulada El camino de los tormentos, que constituye un
análisis del papel de los intelectuales ante la revolución. <<
[4]Esta discusión se inició en París en mayo de 1921 y la ruptura definitiva se
produjo en Berlín en 1922, cuando se publicó un panfleto de V. Vasilievski
sobre Ehrenburg titulado Tartarin de Taganrog en el suplemento literario del
periódico Nakanunie [En vísperas] del cual A. Tolstói era redactor jefe. <<
[5]También conocido como «cambio de orientación» o «cambio de hitos»:
nombre de una revista de artículos periodísticos de temática filosófico-
política que se publicó en Praga desde 1921 y que invitaba a los emigrados a
unirse en torno al nuevo poder. <<
[1]
Guillaume Apollinaire, Obras esenciales I, trad. de Rubén Silva Petrel,
Fondo Editorial PUCP, 2006. <<
[2] Chanson du mal-aimé. <<
[1]
Chelovek v futliare: Título de un relato de Chéjov cuyo protagonista es un
hombre encerrado por completo en sí mismo. <<
[2] ‘Guerra’ en holandés. <<
[1]
En ruso shliapa (‘sombrero’) también se aplica despectivamente al hombre
cobarde y simplón. <<
[2] Trad. David Villanueva, Madrid, Demipage, 2007. <<
[1]
Grupo intelectual de orientación futurista, que surgió en Moscú en 1923.
Publicaba la revista LEF, dirigida por Maiakovski entre 1923-1925. <<
[2]Revista de arte publicada en Berlín en 1922 por Ehrenburg y el artista El
Lisitski. De esta revista trilingüe cuyo principal tema era el constructivismo
internacional se publicaron tres números. <<
[1]Periódico burgués que comenzó a publicarse en San Petersburgo en 1880.
La denominación de Birzhovka llegó a ser simbólica para indicar la falta de
principios de la prensa burguesa. Fue clausurado a fines de octubre de 1917.
<<
[1]Acrónimo de Proletárskaia Kultura [cultura proletaria]. Bajo este nombre
se aglutinaban diversas organizaciones artístico-literarias surgidas en vísperas
de la Revolución de Octubre con el fin de desarrollar la actividad artística del
proletariado, desprovista de influencias burguesas. <<
[2]
Superstición rusa según la cual hay que sentarse, preferiblemente sobre la
maleta, antes de emprender un viaje. <<
[1] Defensistas o defensores (oborontsi). Socialistas moderados que
consideraban que era necesario que continuara la guerra, bajo la dirección de
los Aliados, hasta vencer a Alemania. <<
[2] Alusión a la casa de la bruja de los cuentos rusos, Baba-Yaga. <<
[3]
En abril de 1917 Lenin y otros emigrados rusos atravesaron Alemania en un
vagón precintado para trasladarse de Suiza a Suecia y de allí a Rusia. <<
[1] Papel moneda puesto en circulación por el gobierno de Kérenski. <<
[2]Ígor Severianin, pseudónimo de I. V. Lotariov (1887-1941): poeta fundador
del egofuturismo. <<
[3] Gueorgui Vasílievich Chicherin (1872-1936): comisario de Asuntos
Exteriores desde 1918 hasta 1930. <<
[1] Aleksandr Blok, Versos de la bella dama, trad. Jesús García Gabaldón,
Igitur, 2006. <<
[2]Ariadna Efrón, hija de Marina Tsvietáieva, escribió en sus memorias,
Páginas del pasado: «Al llegar al extranjero, Ehrenburg encontró a Seriozha.
El primero de julio de 1921, a las diez de la noche, Marina recibió la primera
carta de él: “Querida mía, Marinochka, hoy he recibido una carta de Iliá
Grigórievich que me dice que estás sana y salva. Después de leerla, he pasado
todo el día vagando por la ciudad, loco de alegría”». <<
[3] Personaje de los cuentos rusos. <<
[4] Se refiere al calendario juliano empleado en la Rusia presoviética. Iba
atrasado con respecto al calendario gregoriano vigente en Occidente, que se
adoptó en Rusia en febrero de 1918. <<
[5]En 1956 Ehrenburg participó activamente en los trabajos de la comisión
para la herencia literaria de Tsvietáieva y consiguió la autorización para la
publicación de un poemario que al final no vería la luz hasta 1962. El 25 de
octubre de ese mismo año Ehrenburg presidió la primera velada dedicada a
Tsvietáieva en Moscú. <<
[1] Pável Nikoláievich Miliukov (1859-1943): historiador y uno de los
dirigentes del Partido Democrático Constitucional. <<
[2] Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos,
traducción de Lidia Kúper de Velasco, Seix Barral, Barcelona, 1971. <<
[1] «Cantemos, hermanos, el crepúsculo de la libertad», de 1918. <<
[1]El carpintero Stepán Jalturin, fundador en 1878 de la Unión Septentrional
de Obreros Rusos, fue uno de los verdaderos precursores del movimiento
obrero ruso. <<
[1] Ciudad con una importante población judía. <<
[1] Simón Petliura (1879-1926): político ucraniano socialista, líder de la
fallida lucha de Ucrania por la independencia tras la Revolución rusa de 1917,
llegó a ocupar brevemente el cargo de presidente de Ucrania durante la guerra
civil rusa. <<
[1]Pável Skoropadski (1873-1945): aristócrata, político, general del ejército
zarista. En 1918 ocupó brevemente el cargo de gobernador cuando las tropas
alemanas irrumpieron en Kiev y otras zonas del país. Se proclamó atamán,
pero su régimen fue derrocado por el del socialista Simón Petliura. <<
[2] Significa ‘que va a caer pronto’. <<
[3]
Así se llamaba, durante el período de la guerra civil rusa, a los soldados de
caballería del ejército nacional ucraniano, en particular a las tropas del
Directorio. <<
[4]Gobierno contrarrevolucionario ucraniano que duró desde septiembre de
1918 hasta mayo de 1919. <<
[5]Alusión a un poema épico de Eduard Bagritski. Duma sobre Opanás es una
fusión de versos narrativos que contiene elementos de la poesía folclórica
tradicional ucraniana, la canción popular (duma) y la antigua épica eslava. <<
[6]Néstor Majnó: líder de la insurrección anarquista de Ucrania en 1918 que
fue aplastada por Trotski. <<
[7]«Mandar a alguien al Estado Mayor de Dujonin» es una expresión que se
popularizó durante la guerra civil rusa y significa ‘ser asesinado’. Nikolái
Dujonin (1876-1917) era comandante en jefe del ejército ruso en el momento
en que se produjo la revolución. Puesto que se negó a acatar la orden de
deponer las armas fue asesinado y sustituido por Krilenko. <<
[8] Jlam en ruso significa ‘trastos viejos’, ‘cachivaches’. <<
[1] Marietta Shaguinián (1888-1982): escritora soviética cuyas obras se
adscriben al realismo socialista. En su novela Guidotsentral (La hidrocentral,
1931), aborda la vida en las fábricas, y también se centra en esta temática en
sus novelas-crónicas sobre Lenin, Siguiendo las huellas de Lenin. <<
[2] Iliá Selvinski (1899-1968): poeta soviético, teórico del movimiento
constructivista, que propugnaba reducir el mundo a fórmulas debido a la
creciente complejidad del mismo. <<
[3] Nikolái Otsup (1894-1958): poeta, traductor y crítico literario ruso. <<
[4]Mijaíl Efímovich Koltsov (1898-1942): célebre periodista, figura clave de
la elite intelectual soviética. Editor de periódicos populares en la época y
miembro del comité editorial del Pravda. Como corresponsal, cubrió la
guerra civil española con cuyo material escribió Diario de la guerra
española. Creó las bases del fotoperiodismo moderno en la URSS y sus
mecanismos de producción y distribución nacional e internacional. Fue
arrestado acusado de actividades terroristas durante la Gran Purga y
sentenciado a muerte. <<
[1] Alusión a una obra de Sholem Aleijem. <<
[2]Parodia de un célebre poema de Lérmontov en el que en lugar del verbo
«huir» aparece «amar». <<
[3] Prodotriad: grupos encargados de requisar los víveres de los campesinos.
<<
[4]
Departamento de Información y propaganda del Ejército Blanco, fundado en
1918. <<
[5] En el siglo XVIII y principios del XIX, todo joven de procedencia noble
alistado de modo voluntario. A partir de 1864, alumnos de la escuela de
oficiales del Ejército Imperial. <<
[6] Leonhard Frank (1882-1961): escritor pacifista alemán. <<
[1]Kornéi Chukovski (1882-1969): célebre autor de cuentos para niños y
poeta. <<
[2]Hermano de la famosa bailarina Isadora Duncan y fundador de una escuela
de danza inspirada en la Antigüedad. <<
[3]Vikenti Veresáiev (1867-1945): escritor ruso y médico de profesión que
alcanzó fama con su obra Sin rumbo (1895). <<
[1] Puerto georgiano. <<
[2] Poeta georgiano, víctima de la represión estalinista. <<
[3] Taberna en el Cáucaso. <<
[1]Paolo Yashvili (1894-1937): poeta georgiano, muerto también en las
purgas. <<
[2] Dios del cielo y del fuego de la mitología eslava. <<
[3] Famoso poema de Pushkin. <<
[1]Acrónimo de Vysshie judoshestvenno-Tejnicheskie Masterskie: Talleres
Artísticos y Técnicos Superiores. Esta institución fue creada en 1920 por
decreto del gobierno soviético. Arrancó con cursos de arquitectura, diseño
gráfico, pintura, escultura y artes aplicadas de madera, metal, textil y
cerámica. <<
[1] Protagonista de El capote de Gógol. <<
[1]En 1898 Stanislavski y Danchenko se embarcaron en el proyecto del Teatro
de Arte Popular, con el ideal de acercar los clásicos rusos y la dramaturgia
extranjera a la clase trabajadora mediante precios populares. Las dificultades
financieras hicieron evidente la necesidad de subir los precios de las entradas
y abrirse al capital privado. La compañía aceptó el mecenazgo del rico
empresario Savva Morózov, que en 1902 financió la construcción de su sede
permanente. Este cambio de orientación fue acompañado de la desaparición de
la palabra popular del proyecto artístico. <<
[2] Soviet de Comisarios del Pueblo. <<
[3]
Personaje de La gaviota. Suyas son las palabras a las que hace referencia
Ehrenburg al principio del capítulo. <<
[4]El general blanco Wrangel había resistido los embates del Ejército Rojo en
el istmo de Perekop, pero cayó finalmente en noviembre de 1920. <<
[5]Cortometrajes de corte propagandístico producidos por el Agitprop, la
sección de propaganda y agitación del Comité Central del Partido Comunista.
<<
[6]Una de las últimas obras de Maeterlinck que dio lugar a una célebre puesta
en escena de Meyerhold. <<
[7] De Aleksandr Blok. <<
[8] Fórmula empleada para encubrir las ejecuciones capitales. <<
[1] Equivalente ruso a la expresión «nacer con estrella». <<
[1] Antigua medida rusa de peso, equivalente a 16,3 kg. <<
[2]
Ese día se reunían los voluntarios para realizar trabajos de utilidad pública.
<<
[1] Voron, en ruso, significa ‘cuervo’. <<
[1]
Se refería a un texto propagandístico de Maiakovski en el que aparecen dos
personajes rurales llamados Tit y Vlas. <<
[2] Se refiere a Snegúroshka (La dama de la nieve) de Rimski-Kórsakov. <<
[3]Poema de 1918 en el que expone su utopía campesina, la revolución guiada
por el mujik. Esta composición es básica para entender al Yesenin del período
del comunismo de guerra. <<
[4] Pueblo de Ucrania donde nació Majnó. <<
[5]En referencia a un ciclo de relatos de Gógol de 1835 ambientados en el
mundo rural y el folclore ucraniano. Nombre de un pequeño pueblo de Ucrania
que es símbolo de la vida provinciana, obtusa. <<
[6]Se trata de una de las pequeñas tragedias, Mozart y Salieri (1831), que gira
en torno al tema de la envidia. <<
[1]Juego de palabras con el significado de kamera, que tanto puede ser
«cámara» como «celda». <<
[1]Grupo literario agrupado en torno a la revista Na postú [En guardia]
(1923-1925), que albergaba una actitud negativa respecto a la literatura
clásica y a cualquier expresión artística no proletaria. <<
[2]Los niños vagabundos fueron uno de los problemas sociales más espinosos
a los que se enfrentó el Estado soviético, y era consecuencia de dos guerras —
la Primera Guerra Mundial y la guerra civil—, de las catastróficas hambrunas
de 1921-1922 y de la colectivización. Todo ello provocó que millones de
niños se vieran huérfanos o abandonados a su suerte. <<
[3]Derivado de la palabra chasti, ‘rápido’. Pequeña pieza lírica moderna del
folclore ruso, normalmente compuesta por cuatro versos que se repiten a un
ritmo muy rápido y que debe su origen a las sencillas canciones campesinas
basadas en dichos y proverbios. Las chastushki satíricas son las más
habituales y se convirtieron en vehículo de expresión de la frustración de
campesinos y obreros. Fue una vía muy atractiva de difusión para la
propaganda soviética después de la Revolución de 1917. <<
[4]Personaje del jefe de policía en El inspector de Gógol. En el imaginario
ruso es sinónimo de tirano, opresor, insolente y grosero. <<
[5]Manolis Glézos, héroe de la resistencia griega que había arrancado la
bandera nazi que ondeaba sobre la Acrópolis y después había sido perseguido
por sus ideas políticas. <<
[1]Término despectivo resultado de la contracción de las palabras «soviets de
diputados». <<
[1] Berliner Zeitung. <<
[2]Erich Ludendorff (1865-1937): general del ejército alemán durante la
Primera Guerra Mundial. <<
[3]
Bernhard Kellerman (1879-1951): periodista y escritor alemán cuya obra
más célebre es la novela fantástica El túnel (1913). <<
[4]Herwarth Walden (1879-1941): redactor jefe de la revista Der Sturm y uno
de los fundadores de la corriente expresionista alemana. <<
[5]
Walter Hasenclever (1890-1945): poeta y dramaturgo expresionista alemán.
<<
[6] Franz Werfel (1890-1945): poeta lírico, dramaturgo y novelista,
perteneciente como Kafka a la burguesía judía de Praga. Uno de los
protagonistas de la corriente expresionista. Fue marido de Alma Mahler. <<
[7]Fritz von Unruh (1885-1970): poeta y dramaturgo alemán, autor de varias
obras de carácter pacifista. <<
[8]
Arthur Holitscher (1869-1941): escritor y periodista comunista alemán que
murió en un campo de concentración. <<
[9]Erwin Piscator (1893-1966): gran renovador de la puesta en escena teatral
de Alemania, creador del teatro proletario. <<
[10]Sobakévich, personaje de Almas muertas de Gógol, encarnación de la
vulgaridad. <<
[1] Dramaturgo ruso del siglo XVIII. <<
[2]Piotr Krasnov (1869-1947): general del ejército imperial, combatió en el
Ejército Blanco después de la revolución y fue nombrado atamán de los
cosacos del Don. <<
[3]Guesia Guelfman (1852-1881): dirigente de la organización Nadódnaia
Volia [La Voluntad del pueblo]. Participó en el asesinato del zar Alejandro II.
<<
[4]Nombre de un personaje testarudo y nervioso del espectáculo de Taírov
Giroflé-Girofla. <<
[5] Personajes del Misterio bufo de Maiakovski. <<
[6]Modo de comportarse de los yuróvidi, también llamados «locos por
Cristo», que se ganaban las simpatías del pueblo. <<
[1] Nombre de un grupo de poetas que querían renovar la poesía polaca. <<
[1]Vladímir Stasov (1824-1906): crítico de arte muy conocido en su época,
detractor del arte académico. <<
[1] Jiri Trnka (1912-1969): cineasta de animación, pero también pintor,
ilustrador y escultor checo. <<
[1] Anastasia Verbítskaia (1861-1928): autora de una novela rosa muy popular
titulada Las llaves de la felicidad. <<
[1]Ese día Márkish fue fusilado junto a otras personalidades eminentes de la
cultura judía. <<
[1]
Revista publicada de 1851 a 1868 por los pensadores liberales Herzen y
Nikolái Ogarev. <<
[1]Acrónimo de All Russian Cooperative Society Limited: sociedad de
importación-exportación soviética creada en Londres en 1920. <<
[2] Un búshel equivale a 36 litros. <<
[1] Eugène Merle: importante periodista, fundador de Paris Soir. <<
[2]Panaït Istrati (1884-1935): escritor rumano en lengua francesa muy popular
en su época. <<
[1] Vino moldavo. <<
[1] En ruso mir significa ‘mundo’ y ‘paz’. <<
[1] Político austriaco, canciller que hizo concesiones a Hitler. <<
[1] Referencia al poema de Tvardovski, «Lejanos». <<
[1] Stalin llamaba así al receso de las personas indeseables. <<
[2] Departamento encargado de la propaganda. <<
[1] Especie de guiso de chucrut con muchas especias y varios tipos de carne.
<<
[1] Trad. Helena-Diana Moradell, Barcelona, Acantilado, 1999. <<
[2]
Ilf & Petrov, La América de una planta, trad. Víctor Gallego Ballesteros,
Barcelona, Acantilado, 2009. <<
[3] Pseudónimo de Chéjov durante sus primeros años. <<
[4]Refrán ruso: para los borrachos el agua siempre llega a las rodillas, es
decir, no tienen miedo a nada. <<
[5] Secta de los Antiguos Creyentes, particularmente abstemios. <<
[6] Protagonista de los humoristas Ilf y Petrov, prototipo del pícaro ruso. <<
[1] Víktor Vasnetsov (1848-1926): famoso pintor de cuadros históricos y
folclóricos. <<
[1] Los granjeros colectivos recibían su paga de acuerdo con los días de
trabajo que podían acreditar. <<
[2] Obra de Pushkin. <<
[1]Trabajador o campesino que ha superado la cuota de trabajo fijada por la
norma. A partir de 1935, el término «estajanovista» se hizo más común. <<
[1] Basada en una obra de Griboyédov. <<
[1] Traducción de Lola de Aguado, Barcelona, Debolsillo, 2004. <<
[1]
Trad. Octavio Paz, Versiones y diversiones, Barcelona, Galaxia Gutenberg,
2000. <<
[1] Canción muy popular entre las tropas rusas en la Segunda Guerra Mundial.
<<
[1]La expresión rusa «Comer kilos de sal» significa ‘llegar a conocerse muy
bien’. <<
[1]Iliá Ehrenburg, Vasili Grossman, El libro negro, trad. de Jorge Ferrer,
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 115. <<
[2] Ibid., p. 107. <<
[3] Ibid., p. 163. <<
[4] Ibid., pp. 165-166. <<
[5]También conocidos como banderovtsy, seguidores de Stepán Bandera, uno
de los líderes e ideólogos de la Organización de Nacionalistas Ucranianos. <<
[6]Tribunal del nkvd (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), entre
1934 y 1953, integrado por tres miembros que dictaban sentencia en ausencia
del acusado. <<
[1] Trad. de Miguel Ángel Frontán. <<
[1] El diploma de estudios de la secundaria se llama «certificado de madurez».
<<
[2] Perro que protagoniza un relato de Chéjov. <<
[1] De avos, ‘por si acaso’. <<
[1] Mote de Daria Nikoláievna Sáltikova (1730-1801?), famosa por haber
torturado a más de cien siervos. <<
[1] El personaje impostor de El inspector de Gógol. <<
[2]Una creencia popular atribuye a las lilas con más de cinco pétalos el poder
de otorgar buena suerte. <<
[3] Alusión al poema de Lérmontov, «Mi tierra». <<
[4] Alusión a un poema sin título de Lérmontov. <<
[1]«Tú que partiste de Cuba | responde tú || dónde hallarás verde y verde y azul
y azul…». <<
[2] Gabriel González Videla, presidente de Chile entre 1946 y 1952. <<
[1]Popútchiki (compañeros de viaje): intelectuales simpatizantes de los
bolcheviques, pero que no comulgaban enteramente con su programa. <<
[1]
Del poema «Mi patria es dulce por fuera», incluido en El son entero, 1947.
<<
[1] Verso del poema «La vela» de Lérmontov. <<
[1] De la ópera de Rimski-Kórsakov, Sadkó. <<
[1] En Antología, Visor, Madrid, 1970, traducción de Soliman Salom. <<
[2] De la versión rusa de La Internacional. <<
[1]
Traducción de Rafael Alberti y María Teresa León, Poemas (1917-1952),
Buenos Aires, Lautaro, 1957. <<
[2] Traducción de Jorge Urrutia, en Poemas, Barcelona, Plaza y Janés, 1972.
<<
[3] Personaje principal de El inspector de Gógol. <<
[1]Central minera y ciudad industrial rusa cerca de los Urales y bañada por el
río Ural. Fue el ejemplo de industrialización soviético de Stalin. <<
[2]
Ciudad en la cuenca fluvial del sudoeste de Siberia que concentra los
mayores yacimientos de carbón del mundo. <<
[3] Se refiere a la Liga de los Comunistas. <<
[4] Carta a Guillermo Bloss del 10 de noviembre de 1877. <<
[1]
El grupo Angry Young Men de escritores ingleses de la década de 1950.
Uno de sus fundadores fue John J. Osborne, Look back in anger. <<
[1]Apodo dado por Gorki a los pesimistas decadentes rusos. Más tarde lo usó
en el tercero de los Cuentos rusos cuyo protagonista es un poeta que bajo el
pseudónimo «Smertiashkin» publica poesías dedicadas a la muerte. <<
[1] Asahi Shinbun, el segundo periódico japonés en tirada. <<
[1]Gaidamaki: así se llamaba, en el período de la guerra civil en la URSS, a
los soldados de las unidades contrarrevolucionarias ucranianas. <<
[2] Pasternak en ruso significa ‘chirivía’ o ‘pastinaca’. <<
[3] Broma, de chochme en yiddish. <<
[1]Fragmento de la «Oda a la captura de Taírov» de A. K. Tolstói, escrita
aproximadamente en 1871. <<
[2]
Vladímir Guérmanovich Lidin, escritor, cuyo verdadero apellido era
Gómberg. <<
[3] ‘Blanco’ en ruso. <<
[4] ‘Pobre’ en ruso. <<
[5] ‘Alegre’ en ruso. <<
[6]
Frase de la obra de Chéjov El tío Vania, símbolo de la felicidad que ha de
venir. <<
[1] Estribillo de la versión rusa de La Varsoviana. <<
[1]Cantante y poeta popular, narrador de cuentos en pueblos del Cáucaso,
Turquía y Persia. <<
[1]Partidarios de Chiang Kai-shek, militar y político chino, líder del Partido
Nacionalista chino. En 1949, tras la victoria de los comunistas, se refugió en
Taiwán, donde gobernó autoritariamente hasta su muerte en 1975. <<
[1] Título de un relato de Chéjov. <<
[2] Imagen que aparece en un poema de Serguéi Yesenin. <<

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