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Titivillus 06.12.16
Título original: Люди, Годы, Жизнь
Ilyá Ehrenburg[*], 1990
Traducción: Marta Rebón
En la cubierta, fotografía de El Lisitski
Hace tiempo que me apetece escribir sobre varias personas con quienes me he
encontrado a lo largo de la vida, sobre algunos acontecimientos de los que he
sido partícipe o testigo, pero más de una vez he aplazado el trabajo, bien
porque me lo impedían las circunstancias, o porque me asaltaba la duda de si
lograría reconstruir la imagen de una persona, de un cuadro desteñido por el
paso de los años, de si podía confiar en mi memoria. Ahora, con todo,
emprendo la escritura de este libro: es imposible demorarlo por más tiempo.
Hace treinta y cinco años, en unos apuntes de viaje, escribí: «Este verano,
en Abrámtsevo, miraba los arces del jardín, los cómodos sillones. Aksákov[1]
sí que tuvo tiempo para reflexionar acerca de todo. Su correspondencia con
Gógol es la descripción pausada de un alma y de una época. Y nosotros, ¿qué
dejaremos? Acuses de recibo: “Percibí 100 rublos (cien rublos)”. Nosotros no
tenemos arces ni sillones, reposamos del devastador ajetreo de las
redacciones y de las antesalas en el compartimento de un vagón o en la
cubierta de un barco. Esto, sin duda, tiene una lógica. El tiempo se ha provisto
de un motor de gran cilindrada. Y a un automóvil no se le puede gritar:
“¡Detente, quiero verte con todo detalle!”. Sólo es posible hablar de la luz
fugaz de sus faros. O bien —es otra posibilidad— ir a parar bajo sus ruedas».
Muchos de mis coetáneos han acabado bajo las ruedas del tiempo. Si yo he
sobrevivido no ha sido por ser más fuerte o más sagaz que ellos, sino porque
hay épocas en que el destino del hombre se asemeja más a una lotería que a
una partida de ajedrez jugada conforme a todas las reglas.
No me faltaba razón al decir, hace ya mucho tiempo, que nuestra época
dejaría pocos testimonios vivos. Eran contadas las personas que llevaban un
diario. Las cartas se distinguían por su brevedad, su carácter práctico: «Estoy
vivo, ando bien de salud». Escaseaban también los libros de memorias. Esto
obedece a muchas razones. Me detendré en una de ellas, de la cual tal vez no
todo el mundo haya tomado conciencia: hemos estado en desacuerdo
demasiado a menudo con nuestro pasado para poder pensar en él como es
debido. En medio siglo han cambiado multitud de veces nuestras valoraciones
sobre las personas y los acontecimientos; las frases quedaban a medias; las
ideas y los sentimientos sucumbían a la influencia de las circunstancias. El
camino discurría por tierras vírgenes y la gente caía por los precipicios,
resbalaba, se aferraba a las ramas espinosas de un bosque muerto. En
ocasiones, la falta de memoria la dictaba el instinto de conservación: no se
podía avanzar con los recuerdos del pasado, pues ataban los pies. De niño, oí
un proverbio que dice así: «La vida es dura para quien lo recuerda todo», y
luego me convencí de que nuestra época ha sido demasiado difícil para cargar
con todo el peso de los recuerdos. Incluso acontecimientos que conmovieron
tanto a los pueblos como las dos guerras mundiales no tardaron en convertirse
en historia. Los editores de todos los países dicen ahora: «Los libros de
temática bélica no se venden». Hay quien ya no recuerda el pasado, hay quien
no quiere saber nada de él. Todos miran hacia delante y eso, por supuesto, es
bueno; pero los antiguos romanos no adoraban a Jano por capricho. Jano tenía
dos caras no porque fuese un hipócrita, como se suele decir, sino porque era
sabio: una de sus caras se hallaba vuelta hacia el pasado, la otra hacia el
futuro. El templo de Jano se cerraba únicamente durante los años de paz y, en
un milenio, eso sólo sucedió nueve veces: la paz, en Roma, era un
acontecimiento de lo más insólito. Mi generación no se parece a la de los
romanos, pero también nosotros podemos contar con los dedos de una mano
los años más o menos tranquilos. No obstante, y en esto nos diferenciamos de
los romanos, nosotros consideramos que sólo hay que pensar en el pasado en
épocas de paz consolidada…
Cuando los testigos callan, nacen las leyendas. A veces hablamos de
«asaltar Bastillas», si bien nadie tomó al asalto la Bastilla. El 14 de julio de
1789 no fue más que uno de los episodios de la Revolución francesa; los
parisinos penetraron con facilidad en la prisión, donde resultó que había muy
pocos reclusos. Sin embargo, el día de la toma de la Bastilla se convirtió para
los franceses en la fiesta nacional de la República.
Las imágenes que llegan de los escritores a las generaciones siguientes son
convencionales y, a veces, se hallan en total contradicción con la realidad.
Hasta hace poco Stendhal era considerado por los lectores un ser egoísta, un
hombre absorto en sus propias vivencias, cuando en verdad era sociable y
aborrecía el egoísmo. Se da por hecho que Turguéniev amaba Francia, pues
vivió allí un largo período de su vida e hizo amistad con Flaubert; en realidad,
no comprendía a los franceses y no le caían muy simpáticos. Otros dan por
sentado que Zola fue un hombre conocedor de todo tipo de tentaciones, sólo
ven en él al autor de Naná; otros, acordándose del papel que desempeñó en la
defensa de Dreyfus, ven en él al hombre público, al tribuno apasionado; pero
Zola, un orondo cabeza de familia, tenía un pudor fuera de lo común y, salvo
en los últimos años de su vida, se mantuvo alejado de las tormentas sociales
que se abatieron sobre Francia.
Cuando paso por la calle Gorki, veo a un hombre de bronce de aspecto
sumamente arrogante, y cada vez me sorprendo sinceramente de que sea el
monumento a Maiakovski, tan diferente es la estatua del hombre al que yo
conocí.
Antes era preciso que transcurrieran décadas, a veces incluso siglos, para
que se forjaran las figuras legendarias; ahora no sólo los aviones atraviesan,
veloces, los océanos, y la gente se desgaja al instante de la tierra y olvida la
mezcolanza de colores y la complejidad de sus relieves. A veces tengo la
impresión de que cierta ofuscación de la literatura —que en la segunda mitad
de nuestro siglo se percibe en casi todas partes— está relacionada con la
rapidez con que el día de ayer se transforma en algo convencional. El escritor
retrata muy pocas veces a los hombres tal y como existen en la vida real, los
Ivánov, Durand o Smith. Los protagonistas de las novelas son una amalgama
compuesta por multitud de personas que el escritor ha conocido, por su propia
experiencia y por su concepción del mundo. ¿Acaso la historia trabaja como
un novelista? ¿Es que los hombres vivos le sirven de prototipos que ella
refunde para escribir novelas, buenas o malas?
Todo el mundo sabe hasta qué punto pueden ser discordantes los relatos de
los testigos de uno u otro acontecimiento. A fin de cuentas, por muy buena fe
que tengan, en la mayoría de los casos los jueces deben fiarse de su propia
perspicacia. Cuando los autores de memorias afirman retratar su época con
imparcialidad, lo que casi siempre hacen es describirse a sí mismos. De
habernos creído la imagen de Stendhal creada por Mérimée, su amigo más
íntimo, nunca habríamos comprendido cómo un hombre mundano, ingenioso y
egocéntrico pudo describir las grandes pasiones humanas. Por fortuna,
Stendhal nos dejó sus diarios. La tormenta política que azotó París el 15 de
mayo de 1848 fue descrita por Hugo, Herzen y Turguéniev y, cuando leo sus
escritos, me parece que hablan de acontecimientos distintos.
A veces, la divergencia entre los testimonios viene dictada por diferentes
maneras de pensar y sentir, pero, otras, está relacionada con la habitual
desmemoria. Diez años después de la muerte de Chéjov, personas que lo
conocieron bien no lograban ponerse de acuerdo sobre el color de sus ojos:
¿eran castaños, grises o azules?
La memoria conserva ciertas cosas y desecha otras. Me acuerdo con todo
detalle de algunas escenas de mi niñez y de mi adolescencia que no son, ni por
asomo, las más importantes; recuerdo a algunas personas y a otras las olvidé
por completo. La memoria se asemeja a los faros de un vehículo que, de
noche, ora iluminan un árbol, ora una garita, ora a un hombre. Las personas —
en particular, los escritores— que relatan con elegancia y precisión sus vidas
a menudo llenan las lagunas con suposiciones; es difícil discernir dónde
acaban los auténticos recuerdos y dónde empieza la novela.
No tengo la intención de contar el pasado de manera ordenada, pues me
repugna mezclar los hechos reales con invenciones; además, he escrito muchas
novelas sirviéndome de recuerdos personales como material para la ficción.
Hablaré de ciertas personas y de diversos años, alternando los recuerdos con
mis pensamientos sobre el pasado. Por tanto, este libro hablará más de mí que
de mi época. Hablaré, por supuesto, de muchas personas que he conocido:
políticos, escritores, artistas, soñadores, aventureros. Los nombres de algunos
de ellos hoy son conocidos por todos, pero no soy un cronista imparcial y
serán sólo tentativas de retratos. Asimismo me esforzaré en describir los
acontecimientos, tanto los de envergadura como los insignificantes, no en
orden cronológico sino con relación a mi pequeño destino y en función de mis
pensamientos actuales.
Nunca he llevado un diario. Mi vida ha sido más bien agitada y no he
podido conservar las cartas de mis amigos. Me vi obligado a quemar
centenares de ellas cuando los fascistas ocuparon París y, más tarde, mi
tendencia, más que a conservarlas, fue a destruirlas. En 1936, escribí una
novela titulada Kniga dlia vzroslij [Libro para adultos], que se diferencia de
mis demás novelas porque en ella intercalé páginas de memorias.
Aprovecharé ciertos pasajes de ese viejo libro.
Considero que sería prematuro publicar algunos capítulos porque tienen
que ver con personas vivas o con acontecimientos que todavía no pertenecen a
la historia, y me esforzaré en no tergiversar nada de manera consciente, en
olvidarme del oficio de novelista.
La piedra es siempre fría, por naturaleza es diferente al cuerpo humano;
sin embargo, desde tiempos inmemoriales, los escultores han utilizado el
mármol, el granito o incluso el metal —el bronce— para representar al
hombre. Sólo recurrieron a la madera para realizar obras decorativas, aunque
la madera, por supuesto, es mucho más próxima a la carne. La piedra
cautivaba a los escultores porque es difícil de trabajar y, además, perdurable.
En los museos se yerguen hileras de estatuas de piedra; muchas de ellas son
hermosas, todas son frías. A veces, sin embargo, una estatua se calienta, cobra
vida ante los ojos de los visitantes de un museo. También quisiera yo, con mi
mirada afectuosa, hacer revivir algunas imágenes petrificadas del pasado; sí,
del mismo modo quisiera sentirme cercano a mi lector. Todo libro es una
confesión, y un libro de memorias es una confesión que no trata de ocultarse en
las sombras de unos personajes inventados.
2
Dicen que la manzana no cae lejos del árbol. A veces sucede así, pero otras
ocurre lo contrario. He vivido en una época en la que, a menudo, se juzgaba a
un hombre en virtud de un cuestionario. En los periódicos escribían: «El hijo
no responde por el padre», pero a veces había que responder hasta por el
abuelo.
Difícilmente se puede juzgar al abuelo por los nietos. Hace algunos años
leí en el periódico Le Monde un artículo sobre los nietos y los bisnietos de
Tolstói: son cerca de ochenta y están diseminados por todo el mundo: uno es
oficial del ejército estadounidense, otro es un tenor italiano y un tercero es
agente de una compañía aérea francesa.
El poeta Fet —Afanasi Afanásievich Shenshín—,[1] escribió, además de
buenos versos, malos artículos en la revista de Katkov.[2] Atacaba a los
nihilistas y a los judíos, en quienes veía la causa primordial de todo mal. El
sobrino de Fet, N. P. Puzin, me contó que el poeta se enteró por una carta —el
testamento de su difunta madre— de que su padre era un judío de Hamburgo.
Según me dijeron, Fet ordenó que lo enterraran con esa carta; evidentemente,
quería ocultar a las generaciones venideras la verdad sobre su «árbol».
Después de la Revolución, alguien abrió la tumba y encontró la misiva.
Iván Serguéievich Turguéniev recordaba: «Nací y crecí en un ambiente
donde reinaban las collejas, las patadas, las bofetadas, los pescozones, etc.,
pero, a decir verdad, el clima que respiré no me inculcó el gusto por los
castigos corporales. Nunca he pegado a nadie». Turguéniev hizo de su hija
Pelagueia una Paulina,[3] la dio en matrimonio al propietario de una fábrica de
vidrio, el señor Gaston Bruère, y escribió a Ánnenkov:[4] «El trabajo ha sido
enorme, pero me siento recompensado, estoy plenamente convencido de que
mi hija será feliz». (Después de esto, Turguéniev emprendió la escritura de
Humo, donde describe los sufrimientos de una mujer casada).
Me acuerdo de mis padres con cariño, pero, al volver la vista atrás, veo
que la manzana ha rodado muy lejos del árbol.
Nací en el seno de una familia burguesa judía.[5] Mi madre estaba apegada
a muchas tradiciones: había crecido en una familia religiosa, temerosa de
Dios, cuyo nombre no podía pronunciarse, y también de aquellas
«divinidades» a las que se debía presentar abundantes ofrendas para que no
exigieran sacrificios sangrientos. Nunca olvidaba el día del Juicio Final en el
cielo, ni los pogromos en la tierra. Mi padre pertenecía a la primera
generación de judíos rusos que trataton de escapar del gueto. Mi abuelo lo
maldijo por haber estudiado en una escuela rusa. Cabe decir, no obstante, que
mi abuelo tenía en general un carácter muy intransigente; maldijo a todos sus
hijos, uno tras otro, pero cuando se hizo viejo comprendió que el tiempo no
jugaba a su favor y se reconcilió con aquellos a quienes había maldecido.
Si se considera que mi abuelo era el árbol, no hay duda de que las
manzanas se dispersaron en las direcciones más diversas. Uno de mis tíos hizo
fortuna, se llamaba Lázar Grigórievich y vivía en Járkov. Su hijo, mi primo
hermano Iliá, se hizo socialdemócrata, permaneció mucho tiempo encerrado en
la cárcel Lukiánovskaia y más tarde emigró a París, donde se dedicó a la
pintura. Durante la guerra civil se alistó en el Ejército Rojo y cayó
combatiendo contra los blancos. Un hermano de Lázar, Borís Grigórievich,
vivía en Irkutsk, donde trabajaba en una empresa que pertenecía a un ricachón
de Kiev llamado Brodski. Borís Grigórievich era un hombre casquivano,
dilapidó el dinero de su patrón y huyó a América después de escribirle una
carta que más que una disculpa era un desafío. Brodski se indignó e hizo
publicar un anuncio en los periódicos ofreciendo una recompensa a quien le
ayudara a encontrar al malversador. En aquella época yo vivía en París y más
de una vez me abordaron personas que soñaban en enriquecerse dando con el
paradero del «fugitivo Ehrenburg». En una ocasión, Lázar Grigórievich,
jugando a las cartas con Brodski, le ganó una enorme suma de dinero y, en
lugar de cobrarla, le exigió que renunciara a las reclamaciones contra su ex
empleado de Irkutsk. El más joven de mis tíos, Lev, escribía poesía y era
propietario de un circo ambulante. Si la teoría de V. Shklovski según la cual
los herederos no son los hijos sino los sobrinos se aplica a las personas, y no
a los géneros literarios,[6] puedo decir que yo he seguido los pasos de mi tío
Lev. Me acuerdo de un libro que él mismo editó, cuyo título no era nada
original, Sueños y sonidos,[7] que contenía poemas propios y traducciones de
Heine. En esa época yo no me sentía atraído por la poesía, pero el tío Lev me
gustaba porque no tenía el aire de pariente modélico. Una vez me enseñó
fotografías de chicas semidesnudas (estaba buscando artistas para el circo), mi
madre se escandalizó: ¿cómo se atrevía a corromper a un niño…? Un día
aparecieron en Járkov los carteles del «Circo Ehrenburg», y Lázar
Grigórievich tuvo que indemnizar a su hermano para que el circo abandonara
de inmediato la ciudad.
Cuando yo tenía cinco años, mis padres se trasladaron de Kiev a Moscú.
La fábrica de cerveza de Jamóvniki pertenecía nominalmente a una sociedad
anónima, pero el auténtico propietario era aquel mismo Brodski de Kiev, y mi
padre obtuvo el puesto de director.
Eso fue en 1896 y, en 1903, Brodski decidió despedirlo. Mi madre, con un
nudo en la garganta, escuchaba junto a la puerta del despacho, donde se
celebraba la reunión anual del consejo de administración, cómo mi padre
pedía con insistencia que lo exoneraran del cargo. Yo también aguzaba el oído
y no entendía nada. Sabía que estaban poniendo a mi padre de patitas en la
calle, que las cosas nos irían mal en adelante, que Brodski era testarudo, y
entonces oí a mi padre afirmar que no podía seguir trabajando en la
cervecería, fue mi primera lección de diplomacia.
Durante el día mi padre trabajaba y, por las tardes, eran contadas las
ocasiones en las que se quedaba en casa. A veces venían amigos a visitarle;
me acuerdo de uno de ellos, el alegre ingeniero Lijachiov. En una ocasión
descubrí en el despacho de mi padre un libro de Guiliarovski[8] con la
dedicatoria: «A mi querido Gri Gri, en recuerdo de muchas cosas». Me
parecía que mi padre tenía una vida interesante de la cual no me hacía
partícipe. Iba al club de caza y ese nombre se me antojaba misterioso:
cazadores, ciervos, galgos… Más tarde comprendí que en el club jugaban al
whist y comencé a dudar de que la vida de mi padre fuera interesante. Tenía
unos diez años cuando me llevó a un restaurante de la calle Neglínnaia. Nos
sentamos en una pequeña sala reservada, y yo, cada dos por tres, salía para
ver qué ocurría en el salón principal, pero en él tan sólo veía a gente corriente
comiendo croquetas. La vida de mi padre dejó de intrigarme.
Mi madre era bondadosa, enfermiza y supersticiosa. Tenía delicados los
pulmones, se abrigaba y apenas salía de casa; se ocupaba de mis hermanas y
de mí y escribía largas cartas en yiddish a su numerosa parentela. El día del
Yom Kipur guardaba ayuno. Me asustaba el gran cirio que encendía por la
mañana en el aniversario de la muerte de su suegra. Su dormitorio siempre
olía a medicinas. Los médicos venían a menudo. Mi madre quería que también
me auscultaran a mí, pues también estaba delicado de los pulmones, pero yo
me ocultaba, huía. A veces visitaba a mi madre una dama opulenta, la señora
Familiant, en compañía de sus hijos Petia y Misha. Muy dignos, comían
pasteles y, a petición de las personas mayores, declamaban versos de Pushkin.
Yo los tenía por tontos, pero mi madre decía: «Mira a Petia y Misha, son unos
niños muy buenos. ¿Y tú?».
Yo era un mimado y fue por pura casualidad, creo, que no me convertí en
un delincuente juvenil. Tenía nueve años cuando mi madre fue a hacerse una
cura a Ems, y a mis hermanas y a mí nos envió a casa de su padre en Kiev.
Mi abuelo materno era un viejo devoto con una tupida barba plateada. En
su casa se observaban a rajatabla todos los preceptos religiosos. Los sábados
era preciso descansar, y en ese descanso no permitía fumar a los adultos ni
hacer travesuras a los niños. (El sábado de los judíos es tan deprimente como
el domingo puritano de los ingleses). En casa del abuelo siempre me aburría y
hacía todas las barrabasadas que podía. Aquel verano lo pasamos en una
dacha de Bóiarka. Yo estaba tan intratable que un día decidieron castigarme
encerrándome en un cuchitril donde guardaban el carbón. Me desnudé de pies
a cabeza y empecé a revolcarme por el suelo. Cuando abrieron la puerta, la
cocinera gritó asustada. «¡Es el diablo!». Decidí vengarme: por la noche
agarré una botella de queroseno e intenté prender fuego a la dacha.
El verano siguiente mi madre me llevó con ella a Ems. Torturé a los
veraneantes: imitaba al decrépito conde Orlov-Davídov, a quien llamaba
«cascarrabias» porque se pasaba el día mascullando, impedía a una inglesa
que pescara ahuyentándole los peces con piedrecitas, me llevaba los ramos de
nomeolvides que los alemanes depositaban a los pies del monumento al «viejo
káiser». La dirección del balneario pidió a mi madre que se marchara, si no
era capaz de meterme en cintura.
Obtuve unas notas brillantes en los exámenes de admisión a la clase
preparatoria, y luego también en los de primer curso: sabía que existía un
numerus clausus[9] y que sólo me aceptarían si sacaba sobresaliente en todo.
Resolví el problema aritmético, no cometí ni un error en el dictado y declamé
con sentimiento «Otoño tardío. Los grajos se han ido…».[10]
V. A. Kaverin me contó que un día su hijo pequeño, al volver de la escuela
donde acababa de entrar, le había preguntado: «¿Qué es un “judío”?». «Yo soy
judío —le respondió el padre— tu madre es judía». Era tan inesperado que el
niño no lo creía: «Vosotros, ¿judíos?». Nosotros estábamos mejor preparados:
a los ocho años yo ya sabía que existía una zona de demarcación judía,[11]
permisos de residencia, el numerus clausus y los pogromos.
Crecí en Moscú, jugaba con niños rusos. Cuando mis padres querían
ocultarme algo, hablaban en yiddish. Yo no rezaba a ningún dios, ni al judío ni
al ruso. Entendía la palabra judío de una manera particular: yo era uno de
aquellos a los que estaba bien visto ultrajar. Me parecía injusto y natural al
mismo tiempo. Mi padre, que no era creyente, condenaba a los judíos que para
aliviar su situación abrazaban la religión ortodoxa, y desde niño comprendí
que uno no podía avergonzarse de sus orígenes. Había leído en alguna parte
que los judíos habían crucificado a Jesucristo; el tío Liova decía que Cristo
era judío; mi niñera Vera Platónovna me contaba que Cristo había enseñado
que, si alguien te daba una bofetada en la mejilla, debías ofrecer la otra. A mí
eso no me gustaba. El primer día de colegio, uno de la clase preparatoria se
puso a cantar: «Sentado está el judío en un banquito, hagámoslo sentar en un
alfilercito». Sin pensármelo dos veces, le solté un sopapo. Enseguida nos
hicimos amigos. Nadie volvió a insultarme.
En mi curso éramos tres judíos: Zeldóvich, Zuckermann y yo.[12] Nunca nos
sentimos diferentes. Sólo que nuestros compañeros nos envidiaban cuando
dábamos vueltas por el patio durante las clases de religión…
Nunca tuve que habérmelas en el Moscú de mi infancia y de mi
adolescencia con la judeofobia. Es probable que entre mis profesores o entre
los padres de mis compañeros hubiera personas contaminadas por los
prejuicios raciales, pero no lo hacían público: en aquellos tiempos los
intelectuales se abochornaban del antisemitismo como de una enfermedad
vergonzosa. Me acuerdo de los relatos sobre el pogromo de Chisináu.[13] Yo
tenía doce años y comprendía que había ocurrido algo espantoso, pero sabía
que los culpables eran el zar, el gobernador, la policía. Sabía ya que los
hombres de bien estaban en contra de la autocracia, que Tolstói, Chéjov y
Korolenko estaban indignados con el pogromo. Cuando iba a Kiev, oía decir
que el periódico Kievlanin [El kievita][14] incitaba a las masacres, que la
situación era tensa en el barrio de Podol y que existía una «maldita cuestión
judía».
Era una época extraña: ¡cuántos horrores y cuántas ilusiones! El destino de
un oficial francés, Dreyfus, inocente y condenado, sacudió a la flor y nata de
Europa… «Si no tienes estudios superiores no podrás vivir en Moscú», me
decía mi padre mirando los suspensos en mi boletín de notas. Yo sonreía:
«¡Antes de que acabe mis estudios en el instituto, todo habrá cambiado en el
mundo!». Me parecía que los artículos antisemitas que se publicaban en
Kievlanin o en Moskóvskie viédomosti eran los últimos ecos del fanatismo
medieval; ni de lejos podía imaginar que en el libro de mi vida tendría que
dedicar tantas páginas amargas a esa cuestión, que, a principios de siglo, me
parecía un vestigio del pasado condenado a morir.
Mi padre estaba furioso con mis suspensos. Durante los dos primeros años
fui un buen estudiante, luego me cansé de resolver problemas sobre cómo
llenar y vaciar tanques. Sacaba de casa a hurtadillas obras de clásicos en
encuadernaciones de lujo, las vendía a los libreros de viejo de la calle
Voljonka y, con el dinero que me embolsaba, me iba al callejón Stoléshnikov,
donde estaba la tienda Inventos Nuevos, y compraba polvos picapica y de
estornudar, cajitas de las que saltaban ratoncitos o serpientes de goma,
petardos, y sacaba a mis profesores de sus casillas.
Antes incluso de ingresar en la clase preparatoria recitaba los versos de
«El demonio».[15] La fama del poeta no me fascinaba, yo no quería ser
Lérmontov, sino el Demonio, y sobrevolar Jamóvniki describiendo círculos.
Me llamaba a mí mis mo «espíritu del exilio» sin entender, naturalmente, lo
que significaba. Pronto me harté de la poesía y me entusiasmé por la química,
la botánica, la zoología; me pasaba el tiempo inclinado sobre el microscopio,
hice experimentos con polvos fétidos, crié ranas, lagartijas y tritones. Una vez
los reptiles quedaron sueltos por toda la casa. Nadie sabía de dónde venía el
hedor: era el tritón más grande que se pudría debajo del armario de mi madre.
A fuerza de oír hablar tanto del heroísmo de los bóers, acabé escribiendo
primero una carta al barbudo presidente Kruger, luego robé diez rublos a mi
madre y emprendí el camino hacia el teatro de operaciones. Aquella misma
noche me atraparon y conservo un penoso recuerdo de mi hazaña frustrada.
Los cambios en las fechas del calendario son siempre excitantes, y he aquí
que lo que cambiaba no era la cifra del año, sino la del siglo. (En realidad, el
siglo XIX duró más de lo debido: había comenzado en 1789 y acabó en 1914).
Todo el mundo hablaba del «fin de siglo», hacían conjeturas sobre cómo sería
el nuevo. Recuerdo la Nochevieja de 1901. Vino a nuestra casa gente
disfrazada con máscaras. Uno iba vestido de chino, reconocí en él al jovial
ingeniero Guil y le tiré de la trenza. Los disfrazados representaban varios
países de Europa, el húngaro bailaba czardas, la española tocaba las
castañuelas, y todos giraban alrededor del chino: en Pekín aquel invierno
había guerra. Todos brindaron «por el nuevo siglo»; no creo que nadie intuyera
cómo iba a ser el siglo XX, ni por qué estaban brindando en realidad aquella
noche en un Moscú cubierto de nieve.
Entonces yo era alumno del segundo curso paralelo del instituto n.º 1.
Recuerdo que organicé un pequeño grupo de «bóxers», que era como se
llamaban los insurgentes chinos; nos pegábamos con los cinturones y poníamos
en acción las hebillas de cobre, aunque lo prohibiese un pacto de caballeros:
comenzaba el siglo XX.
Perdí totalmente el control, mis trastadas se volvieron insoportables. Mi
padre nunca estaba en casa, y mi madre y mis hermanas no podían meterme en
vereda; llamaban para que viniera en su auxilio al portero, mi tocayo Iliá, que
nos encendía la estufa. Una vez, cuchillo en mano, me lancé sobre Iliá;
comenzó a tenerme miedo.
Pero entonces apareció alguien que sabía cómo manejarme, el estudiante
de derecho Mijaíl Yákovlevich Imjanitski. Todo el mundo se asombraba de
que lo obedeciera, pues nunca me castigaba. Mijaíl Yákovlevich se instaló en
nuestra casa. Preparaba con él las lecciones y cuando resolvía bien un
problema sobre porcentajes me daba caramelos cremosos de café con leche.
Yo era un goloso. Tiraba los envoltorios al suelo, y él a veces me preguntaba:
«¿Dónde están los envoltorios?». Yo miraba al suelo y los papeles ya no
estaban. Mijaíl Yákovlevich se echaba a reír. Yo no le hablaba a nadie de los
misteriosos caramelos. Me daban miedo los ojos de Mijaíl Yákovlevich.
Cuando me miraba, enseguida desviaba la vista. Mis padres lo consideraban
un excelente pedagogo.
En verano vino a visitarnos a nuestra dacha de Sokólniki una amiga de una
de mis hermanas, Liolia Golovínskaia. A Mijaíl Yákovlevich le cayó en
gracia. Entonces estaban de moda las conversaciones sobre hipnotismo. El
estudiante declaró que sabía hipnotizar. Durmió a Liolia y le dijo que debía ir
a verlo a su habitación de la dacha al cabo de tres días, bien entrada la noche.
Eso indignó a los míos. Mijaíl Yákovlevich hizo tranquilamente la maleta y
contó que me había hipnotizado, asegurando así la tranquilidad general durante
año y medio.
Me llevaron al profesor Ribakov: alguien le había dicho a mi madre que
yo podía quedarme privado de voluntad para el resto de mi vida. Unos años
más tarde vi a Mijaíl Yákovlevich en el bulevar Prechístenski y me alejé de él
corriendo. Pasaron los años. En 1917, al volver de París a Rusia, me encontré
en el consulado ruso de Estocolmo a un hombre grueso, de baja estatura, que
me dijo: «¿No me reconoce? Soy Imjanitski». Me quedé asombrado: aquel
hombre tenía unos ojos de lo más corrientes, incluso poco expresivos.
En cambio, a menudo me he acordado de los caramelos. Creo que después,
más de una vez, me han obligado a resolver problemas difíciles y me han
recompensado con caramelos que, en realidad, no existían. Sólo que después
nadie me dio de beber sales de bromuro ni nadie temió que yo perdiera la
voluntad. La voluntad, al contrario, se convirtió en una cualidad abrumadora.
En casa yo me aburría. Venían visitas, decían que las hermanas Kristman
ejecutaban unas coloraturas prodigiosas; que el abogado Labori había
pronunciado un discurso conmovedor en defensa del inocente Dreyfus; que en
Moscú se había abierto un restaurante con reservados, al estilo mudéjar; que
cierta madame Malebranche había traído de París nuevos modelos de
sombreros. Hablaban también del estreno de una comedia de Sudermann; de la
inauguración del Teatro del Arte, con precios al alcance de todos; de los
pogromos; de la carta de Tolstói; de la elocuencia del abogado Plevako, que
podía obtener la absolución del peor asesino; de los artículos satíricos de
Doroshévich, que se mofaba de los «padres de la ciudad», y de los
decadentes, esos locos que hablaban de «piernas pálidas».[16]
El patio de la fábrica me parecía mucho más interesante que nuestro salón,
donde se erguían palmeras polvorientas en grandes tinajas y de la pared
colgaba la reproducción de un cuadro que representaba a Lomonósov yendo a
estudiar a Moscú. Se podía ir a la caballeriza, donde había un olor magnífico;
conocía el carácter de cada caballo. Podía esconderme en toneles de cuarenta
galones. En uno de los talleres comprobaban la calidad de las botellas
golpeando cada una de ellas con una varita de metal, y yo consideraba esa
música infinitamente mejor que aquella con la que nos obsequiaban a veces
algunos célebres pianistas que nos visitaban.
Los obreros dormían en barracones sofocantes y sombríos, cubiertos con
sus zamarras sobre tablas a modo de cama; bebían cerveza agria, desbravada;
a veces jugaban a las cartas, cantaban, decían obscenidades. Había pocos que
supieran leer y escribir, y los que sabían leían en voz alta, silabeando, la
crónica de sucesos de Moskovski listok [La hoja de Moscú], Me acuerdo
también de una de sus distracciones: un día, los obreros rociaron una rata con
queroseno, y el animal, pasto de las llamas, se puso a correr en círculo. Veía
una vida miserable, oscura, espantosa, y me sobrecogía la incompatibilidad de
dos mundos: el de los malolientes barracones y el del salón, donde personas
inteligentes hablaban de coloraturas musicales. No lejos de la fábrica, en
Devichi Pole, se organizaban barracas de feria por carnaval. Me acuerdo de
un viejo, con la cara enharinada, que, haciendo muecas, gritaba: «¡Soy
americano y bailo lo que me echen!».
Escribía al dictado las cartas que los obreros enviaban al pueblo, que
hablaban de comida, enfermedades, bodas y entierros. Uno de los muros de la
fábrica lindaba con el manicomio. Yo trepaba al muro para mirar: unos tipos
demacrados en bata caminaban por un pequeño patio donde se amontonaban
cachivaches de toda clase; a veces, un guardia se abalanzaba sobre un enfermo
que gritaba a voz en cuello.
En la cervecería trabajaban obreros checos, en calidad de especialistas
cerveceros. Los obreros los llamaban «alemanes»: comían palomas y eso era
tenido por algo del todo inaceptable. El hijo de un cervecero, Kara, mató a
hachazos a su madre y a dos hermanas. Había decidido regalar un collar muy
caro a una tigresa moscovita, y los padres no le daban dinero. Recuerdo
fragmentos de frases: «Un baño de sangre», «quería coger quinientos rublos»,
«se había enamorado locamente». Por supuesto, todo el mundo echaba pestes
del asesino, pero yo me acordaba del hijo del cervecero, un joven delgaducho,
y pensaba para mí que los adultos no comprendían nada de la vida.
Al lado de la fábrica se hallaba la casa de Lev Nikoláievich Tolstói. A
menudo lo veía pasear por el callejón Jamóvnicheski o por el de
Bozheninovski. Me regalaron Infancia y adolescencia y el libro me pareció
aburrido. Saqué del trastero una colección de la revista Niva con el texto de
Resurrección; mi madre me había dicho: «Todavía es pronto para que leas
esto». Leí la novela de un tirón y pensé que Tolstói conocía toda la verdad. Mi
padre me dio a copiar un llamamiento de Tolstói prohibido por la censura, y
yo, todo orgulloso, me puse a la tarea con esmero, con letra de imprenta.
Una vez Tolstói fue a la fábrica y pidió a mi padre que le enseñara cómo
se preparaba la cerveza. Le dio un recorrido por los talleres y yo no me
rezagué ni un paso. No sé por qué, pero me parecía ofensivo que el gran
escritor fuese más bajo que mi padre. A Tolstói le ofrecieron una jarra de
cerveza caliente, y cuál no sería mi sorpresa cuando le oí decir: «Está buena»,
secándose la barba con la mano. Explicó a mi padre que la cerveza podía
ayudar en la lucha contra el vodka. Durante mucho tiempo medité sus palabras
y empecé a tener dudas: tal vez Tolstói tampoco lo entienda todo… Yo estaba
convencido de que él quería sustituir la mentira por la verdad, y ahí estaba,
hablando de sustituir el vodka por la cerveza. (Del vodka sólo sabía lo que me
habían contado los obreros, que hablaban de él con amor. En cuanto a la
cerveza, me la habían ofrecido alguna vez y no me gustaba).
A veces se extendía la alarma por la fábrica: decían que los estudiantes
marchaban hacia la casa de Tolstói. Cerraban las puertas a cal y canto y
montaban guardia. Yo me escabullía a la calle para esperar a los misteriosos
estudiantes, pero no se presentaba nadie. Había estudiantes que venían a
visitar a mis hermanas pero, a mi modo de ver, eran impostores: bebían té con
calma, hablaban de las obras de Ibsen y bailaban, mientras que los auténticos
estudiantes se suponía que tenían que arrojar a los cosacos de sus caballos y
luego al zar de su trono. Los auténticos estudiantes no venían.
De niño sufría de insomnio. Un día arranqué el péndulo de la pared; no
soportaba su fuerte tictac. He conservado en la memoria imágenes de esas
noches insomnes: Tolstói secándose la barba con la mano, el joven Kara con
el hacha en la mano, y su enamorada, Lakmé, los locos, las barracas de feria y
la enorme rata, pasto de las llamas, dando vueltas a mi alrededor.
4
Todo ha cambiado, pero sobre todo Moscú. Cuando recuerdo las calles de mi
infancia, tengo la impresión de haberlas visto en el cine. Tal vez la imagen más
enigmática de cuantas afloran en mi memoria sea la del tranvía tirado por
caballos. (Recuerdo cuando entró en funcionamiento el primer tranvía
eléctrico, que iba de la estación Saviólovskaia a la plaza Strastnaia. Nos
quedábamos atónitos mirando aquel milagro de la técnica, las chispas que
saltaban del arco nos entusiasmaban tanto como hoy los sputniks).
El instituto donde yo estudiaba estaba situado en la calle Voljonka, enfrente
de la catedral de Cristo Salvador. A veces para regresar a casa tomaba el
tranvía de tracción animal. Tiraba de él un rocín: en la calle Prechístenka,
antes de la pendiente, un mozo subía de un salto al tranvía; tiraba de las
riendas de un segundo rocín de refuerzo y gritaba a pleno pulmón. Con el
tranvía se podía atravesar toda Sadóvaia; era un recorrido muy largo. El
tranvía se detenía en los apartaderos; los pasajeros se apeaban y miraban a lo
lejos, resignados, con la esperanza de ver aparecer el siguiente vagón.
A menudo volvía a pie por Prechístenka. En la esquina de un callejón, creo
recordar que era el de Shtani, había una pequeña iglesia. En el atrio, un pintor
poco dotado había representado el Juicio Final: los diablos asaban a los
pecadores. Las viejas se persignaban con aire asustado, y a mí me entraban
ganas de ser uno de esos diablos. Cuando hoy en día veo en la calle
Kropótkinskaia a una anciana con ojos extraviados y turbios que avanza
renqueante con una bolsa de redecilla en la mano, me pregunto si no será una
de las estudiantes del instituto que charlaban animadamente por la calle
Prechístenka y que, a mis ojos, no sólo eran chicas preciosas, sino la
encarnación misma de la Mujer, como la Venus de Milo o las actrices Lina
Cavalieri y la Bella Otero, famosas a principios de siglo por su belleza.
En verano Moscú era muy verde y en invierno, muy blanca. No se retiraba
la nieve de las calles y para carnaval se acumulaban montones enormes. Los
trineos se deslizaban sin hacer ruido. En mayo, las estrechas aceras
resquebrajadas quedaban espolvoreadas por la nieve malva de las lilas que
florecían en los jardincitos que había delante de todas las casas. Las cúpulas
de las iglesias, de color oro o azul pálido, resplandecían a la luz del sol. En el
cielo despuntaban unas construcciones misteriosas: las torres de los
bomberos. En lo alto, colgaban unos globos que ayudaban a identificar en qué
parte de la ciudad se había declarado un incendio. Los distritos de la ciudad
se diferenciaban también por el pelaje de los caballos de los bomberos:
bayos, blancos o moros. Cuando el frío alcanzaba los veinticinco grados bajo
cero en la escala Réaumur,[1] se suspendían las clases del instituto. Por la
tarde yo echaba el aliento sobre el cristal de la ventana, cubierto de hielo, y
miraba el termómetro con la esperanza de que el frío se recrudeciera durante
la noche. Pero a la mañana siguiente no estaba izada la bandera en la torre de
los bomberos, que también servía para indicar la suspensión de las clases en
los días especialmente fríos.
En verano, en el mercado de Smolensk, se vendían verduras y frutas. En el
suelo se amontonaban las sandías con cortes triangulares para mostrar su
excelente calidad. Se vendía de todo, y el regateo era implacable. La calle
Ojotni Riad, donde ahora está el hotel Moskvá, estaba atestada de gente: en
los pequeños puestos podían comprarse aves de corral. Peces enormes
nadaban en los viveros, los cazadores paseaban de arriba abajo con ristras de
perdices alrededor del cuello. Kuznetski Most era el centro del Moscú
elegante: en los letreros de las tiendas lujosas se leían nombres extranjeros:
los italianos Avanzo y Dazziaro vendían objetos de arte; el inglés Shunks, ropa
de moda; los franceses, perfumería; los alemanes, aparatos de óptica. En las
afueras de la ciudad había numerosas casas de té que no tenían la licencia para
vender bebidas alcohólicas. En el lugar donde ahora se levanta el estadio
Dinamo había pequeñas dachas rodeadas de jardines. Moscú se acababa
enseguida. En primavera, en la plaza Roja, se celebraba el mercado del
domingo de Ramos; allí vendían ludiones, que llamaban «habitantes de
América», y matasuegras. Cerca de la capilla de la Virgen de Iberia las
mujeres se arrodillaban.
Apareció el teléfono, pero sólo se instalaba en las casas pudientes y en las
oficinas de las compañías importantes. Su manejo era complicado: había que
girar la manivela y después señalar el final de la conversación. La
electricidad apareció también, pero durante mucho tiempo viví en medio de la
nieve negra de las humeantes lámparas de petróleo. Resplandecían los
azulejos de las estufas holandesas. Las casas se calentaban a conciencia. Entre
las dobles ventanas, cubiertas del arte abstracto del hielo, el algodón en rama
se volvía grisáceo. A veces, sobre el algodón, se colocaban vasitos con rosas
de papel. En verano se oía el zumbido de las moscas. Brillaban los suelos
pintados. A veces rompía el silencio la voz de tiple de los cachorros de perro:
estaban de moda los caniches y los carlinos, hoy desaparecidos. Sobre las
cómodas, chinos de porcelana asentían con la cabeza hasta el aturdimiento. En
los jarrones esmaltados con el escudo zarista —recuerdo de Jodinka—[2] se
arrebolaban las rosas plisadas. Con el té se servía mermelada, y había de
todas clases: de grosella, de gavanza, de fresa silvestre, de flor del manzano,
de casis.
La primera vez que me llevaron al teatro fue para ver La bella durmiente.
Las bailarinas, hechizadas por el hada, se quedaban inmóviles con gran
virtuosismo sobre las puntas de los pies. En los palcos de delante estaban
sentados los estudiantes del instituto con uniformes de botones brillantes, y las
colegialas con vestidos marrones o azules y elegantes delantales. Detrás
languidecían los adultos. Mi padre me alargó una caja con bombones de
chocolate; encima había un trozo de piña y unas pinzas plateadas que yo
guardé. En los pasillos del teatro se erguían los fastuosos acomodadores. Las
encargadas del guardarropa, con pañuelos de punto, aguantaban los abrigos de
piel, que parecían animales salvajes. Daba la impresión de que los bosques
siberianos se acercaban al terciopelo y el bronce del Teatro Bolshói. Había
nutrias, castores, zorros, martas cebellinas.
En la calle, frente al teatro, los cocheros dormitaban esperando a los
señores. Todos ellos tenían unas barrigas enormes cubiertas de guata y las
pobladas barbas blancas a causa de la helada. Los caballos también se
argentaban por la escarcha. De vez en cuando, para entrar en calor, los
cocheros se daban golpes en el pecho con los brazos entumecidos. En las
esquinas de los callejones dormían los de los coches de punto. Cuando
despertaban, instaban a los clientes con voz ronca: «Señor, ¿le llevo?».
Susurraban: «Es medio rublo» y, tras un largo tira y afloja, acababan diciendo:
«Se lo dejo en veinte kopeks». Empezaba entonces un misterioso recorrido por
Moscú. Los conserjes dormían en los portales. En los jardincitos de las
iglesias se acumulaba la nieve. De pronto un borracho se ponía a gritar, pero
enseguida era llamado al orden por un guardia municipal tocado con un
capuchón. Entonces parecía que todo durmiera: el pasajero, el cochero, el
caballo y Moscú.
Los cocheros llevaban a sus viajeros a Boloto, a Truba, al callejón
Miortvi, a Shtatni, a Nikolo-Peskovski o a Nikolo-Vorobinski, a Zatsepa, a
Zhivodiorka, a Razguliai. Nombres extraños, como si no fueran las calles de
una gran ciudad sino los dominios de los príncipes feudales rusos.
Cuando iban de Kuznetski Most a Jamóvniki, al atravesar el Kremlin,
cochero y pasajero se quitaban el sombrero ante la torre del Salvador. El frío
les pellizcaba las orejas. Luego el cochero se volvía hacia el pasajero y
comenzaba a contarle una larga historia.
¿De qué hablaban los cocheros moscovitas? De muchas cosas, sin duda: de
la miseria y el frío, de los caprichos de los señores, de los patios oscuros
donde vivían, de la esposa enferma o del reclutamiento del hijo. Chéjov
describió una conversación con un cochero en uno de sus cuentos más
desgarradores, «Nostalgia». Pero los pasajeros a menudo no escuchaban, sólo
les llegaba una palabra: «Avena». Es cierto que los cocheros hablaban de
avena, susurraban abrumados por la desgracia: «Si pudiera darme diez kopeks
más…, la avena ha subido de precio». Se lamentaban, suspiraban o
blasfemaban, pero entre todas sus palabras tiernas o groseras sólo una,
sencilla y misteriosa, llegaba a oídos del cliente, el motivo central del largo
camino entre Lefórtovo y Dorogomílovo: «Avena».
En primavera se desmontaban las contraventanas y Moscú, al instante, se
volvía insoportablemente ruidosa: retumbaban las calesas. Ante ciertas
mansiones con columnas, las calles estaban asfaltadas, y las ruedas, como si
distinguieran entre jerarquías sociales, pasaban del estrépito a un susurro
respetuoso.
A mediados de mayo comenzaba el éxodo a las dachas. Por las calles
avanzaban los carros cargados de aparadores, taburetes tapizados, tocadores y
samovares. La cocinera llevaba en la mano la jaula del canario y el perro
corría a su lado.
En la dacha había hamacas, velas con pantallas, vasijas de cobre para
preparar mermelada y bolas brillantes en el centro de los parterres. Los
mayores jugaban a las cartas, bebían refrescos de arándano rojo y leían
Rússkoie slovo [La palabra rusa]. Los escolares y los estudiantes de instituto
de los últimos cursos iban a la «plazoleta», que era como llamaban al baile.
Los niños esperaban al vendedor de helados. A veces todos se dirigían al
bosque «para admirar la naturaleza» y, tras extender una colcha, se echaban
sobre la hierba. Por la mañana, los buhoneros y los estañadores gritaban:
«Gallinas jóvenes», «¡Grosellas!», «Se suelda, se estaña». Los domingos
llegaban las visitas, comían empanadas, hablaban de la belleza de la vida del
campo y se dormían apaciblemente.
En aquella época Sokólniki era un bosque; en el lindero había un «club»
donde se organizaban conciertos y espectáculos. El barítono Sheveliov
enloquecía a las señoritas: «A quién amo, no lo sé». Cuando alguna vieja
celebridad que había perdido la voz hacía tiempo ocupaba el puesto de
Sheveliov, los estudiantes conducían a las emocionadas señoritas a los paseos
apartados donde no resultaba difícil poner en claro quién amaba a quién.
Luego se iban a dormir. Después despertaban. Los alumnos estudiaban latín
aplicadamente ut finale o jugaban al croquet; las amas de casa encendían el
samovar, regateaban con los vendedores ambulantes y quitaban la espuma
rosada de la mermelada.
Corría el siglo XX. Alemania se preparaba ya febrilmente para la guerra.
Los ingleses habían alcanzado una alianza con los franceses, y éstos eran
aliados de Rusia; pero, al mismo tiempo, los ingleses firmaron un tratado con
los japoneses, que se disponían a atacar Puerto Arturo. En San Petersburgo y
Rostov del Don, los obreros estaban en huelga. En Bruselas, Lenin discutía
con los mencheviques. Pero en el mundo en el que yo vivía reinaba una calma
insoportable. En las librerías de viejo de la calle Voljonka leía los libros que
los mayores procuraban no mencionar en mi presencia: Gorki, Leonid
Andréiev, Kuprín.
Todos los días corría a la biblioteca para buscar libros nuevos. Los leía de
un tirón: quería comprender la vida. Leía a Dostoievski y a Brehm, a Julio
Verne y a Turguéniev, a Dickens y el semanario Zhivopísnoie obozrenie
[Revista de pintura], y cuanto más leía, más dudaba de todo. La mentira me
acechaba por todos lados, tenía ganas de huir a la selva india, de tirar una
bomba a la residencia del general gobernador en Tverskaia y de ahorcarme.
También hacía escapadas al teatro, mendigando dinero a mi madre. En el
Teatro de Arte representaban a Chéjov, a Ibsen y a Hauptmann; en el Teatro
Korsh, Los hijos de Vániushin;[3] en el Teatro Mali, El poder de las tinieblas,
con los famosos Sadovski.[4] Tronaba la voz de Shaliapin. Recuerdo que un
día uno de nuestros invitados contó que pronto abrirían un «bioscopio», donde
se podrían ver fotografías animadas.
Después llegó el día en que nos reunieron en la sala de actos del instituto y
el director nos leyó una solemne declaración: «Nos, Nicolás II, autócrata de
todas las Rusias…». Había estallado la guerra con Japón. En el instituto
rezamos un tedeum y gritamos «hurra» durante mucho rato, hasta quedarnos
afónicos, cuando nos anunciaron que no habría más clases. La guerra nos
parecía muy lejana y me quedé asombrado al ver al poco tiempo a mi primo
Volodia Sklovski vistiendo un uniforme militar: iba de Kiev a Manchuria.
En el verano de aquel mismo año partí con mi madre y mis hermanas al
extranjero, de nuevo a Ems, y allí contraje un tifus abdominal. No obstante, me
acuerdo de dos acontecimientos que entonces me impresionaron: el asedio de
Porth Arthur después de una derrota del ejército ruso, y la muerte de Chéjov.
Aquel mismo año mi padre perdió el trabajo y, por consiguiente, nuestra
vivienda. Se alojó en unas habitaciones del hotel Kniazhi Dvor, en la calle
Voljonka. Yo tenía que volver a examinarme de latín y de matemáticas; antes
del inicio del año académico me mandaron solo a Moscú. En Berlín, tenía que
ir a la pensión familiar de Frau Jenike, donde solía hospedarse mi madre. En
la casa de aquella señora las paredes estaban adornadas con diferentes
máximas bordadas en realce. Me aburría y por la noche fui a la
Friedrichstrasse. Me apetecía comer pastelillos y entré en un café que resultó
ser un cabaret nocturno. Los camareros me miraban con el rabillo del ojo,
pero me sirvieron los pasteles, aunque me los cobraron tan caros que me vi
obligado a enviar un telegrama a mi madre pidiéndole más dinero para poder
regresar a Moscú.
La habitación del Kniazhi Dvor era pequeña, disponía de una alcoba
sombría, pero la vida de hotel me gustaba, pues me sentía libre. Mi padre salía
por la mañana, decía que iba en busca de trabajo. Después de las clases en el
instituto invitaba a mis compañeros a la habitación y me jactaba de ser
independiente, hacía que me subieran el samovar, panecillos y nos lo
pasábamos lo mejor que podíamos.
(Durante el invierno de 1920 viví en la residencia del Comisariado del
Pueblo de Asuntos Exteriores, situado en el antiguo hotel Kniazhi Dvor. Abajo
pedían los pases. El guardia de servicio gritaba al teléfono: «¿De dónde
llama?». El Kniazhi Dvor me parecía tan encantador como en mi infancia).
Cuando nos reuníamos en la habitación del Kniazhi Dvor no sólo
comíamos panecillos y nos divertíamos: aquel otoño la política irrumpió por
primera vez en mi vida. Comencé a leer los periódicos. Los japoneses
derrotaron a los nuestros; fue triste, pero comprendíamos que todo el mal
venía de la autocracia. Uno de mis compañeros tenía un tío que estaba
vinculado con los socialistas revolucionarios, y ese tío nos dijo que no
tardaría en producirse una revolución, que era necesario desarmar a los
cosacos y a los guardias municipales, después se proclamaría la república…
Leí Crimen y castigo, y el destino de Sonia me atormentaba. De nuevo
pensé en los barracones de la cervecería de Jamóvniki. ¡Era preciso
cambiarlo todo, absolutamente todo!
Es cierto que tenía otras tentaciones; por ejemplo la estudiante Musia.
Tocaba al piano Romanza sin palabras, y después yo la besaba en el
vestíbulo. Pero vivía con el presentimiento de acontecimientos importantes y
misteriosos. Aún hacía poco, en Berlín, yo era un niño que se entusiasmaba
por los pasteles de crema, y de pronto, en el transcurso de dos o tres meses,
me había hecho mayor.
En mi primera novela, Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y
sus discípulos, uno de esos discípulos lleva mi nombre. Es un personaje
imaginario, pues yo nunca trabajé como cajero en el prostíbulo de míster Cool
ni llevé ametralladoras al Papa de Roma. Pero el personaje llamado Iliá
Ehrenburg a veces expresaba mis auténticos pensamientos. En la novela se
produce una discusión sobre qué concepto es más noble: la afirmación o la
negación. Y el discípulo de Julio Jurenito, Iliá Ehrenburg, rememorando el
pasaje del Eclesiastés donde se dice que «hay un tiempo para recoger piedras
y otro para lanzarlas», afirma que él sólo tiene una cara, y no dos, y que como
no sabe construir prefiere lanzar piedras.
Escribí Jurenito a los treinta años, pero en aquel otoño del que hablo
ahora tenía trece. Entonces no había oído hablar del Eclesiastés, pero me
moría de ganas de lanzar la mayor cantidad posible de piedras. Mi infancia
tocaba a su fin: llegaba el año 1905.
5
El pasado se olvida; hay cosas que se pueden recordar y otras que se han
perdido para siempre.
En el volumen de Herencia literaria dedicado a Maiakovski, encontré un
informe del jefe de la Ojrana de Moscú, el teniente coronel Von Koten, sobre
la organización socialdemócrata en los centros de enseñanza secundaria de
Moscú. He pensado durante largo tiempo en algunos nombres, incapaz de
recordar a la gente involucrada. Pero el informe de la Ojrana ha reavivado en
mí muchos recuerdos. Von Koten informaba: «Briliant, Faidish, Ehrenburg y
Ania Vídrina son los que desempeñaron un papel más relevante… El partido
ha captado a nuevos activistas entre los estudiantes: Faidish es miembro del
buró de técnica militar; Ehrenburg, Sokolov, Sajarova, Bujarin y Briliant son
propagandistas de distrito; Rokshanin es el técnico del distrito
Zamoskvoretski, y Antónov del distrito de Gorodskoi».
Naturalmente me acuerdo muy bien de Bujarin y de Briliant, a ellos
continué viéndolos; recuerdo a Faidish, Vera Sajarova, Rokshanin, pero se han
borrado de mi memoria Antónov y Sokolov. En la lista confeccionada por Von
Koten, hay otros nombres de los que me acuerdo: Nadia Lvova, Valia
Neumark, Concordia Ivenson, Borís Oskólkov, pero faltan Astáfiev, Chlénov,
Marusia Lvova, Asia Yákovleva.
El jefe de la Ojrana había confundido ciertos detalles. A Bujarin lo bautizó
como Vladímir, eso puede ser un error. Pero hay otro más grave: el 18 de
enero de 1908 daba parte de que el Partido había captado nuevos activistas
procedentes de la organización de estudiantes del instituto. Pero en realidad
fueron los miembros del Partido Bujarin y Briliant los que crearon esta
organización en 1906 por indicación del comité de Moscú. Por lo que a mí
respecta, ingresé primero en la organización general del Partido y luego, entre
otras cosas, me ocupé del trabajo en las escuelas. Entre 1907 y 1908 ni
Bujarin ni Briliant dirigían ya las organizaciones estudiantiles y el 30 de enero
de 1908 la Ojrana arrestó a los «cabecillas», en concreto a Neumark, Cora
Ivenson, Faidish, Oskólkov y a mí.
Ya en 1906 había conocido a la bolchevique Yegórova; tenía el cabello
muy claro y la frente abombada. Al principio yo me ocupaba de distribuir la
«literatura», después fui «organizador» en el distrito de Zamoskvoretski. Lo
que más me asustaba era que mis camaradas pudieran adivinar mi edad y
dijeran que no podían confiarse misiones importantes a un chico de quince
años…
(Muchos años después me enteré de que Maiakovski empezó a trabajar
para el Partido cuando aún no había cumplido los quince años; evidentemente
se trataba de la costumbre de la época).
Ha llegado el momento de hablar de algunos de mis camaradas de la
organización escolar.
De Bujarin tendré ocasión de hablar más adelante, ahora sólo quiero
recordar a un joven de dieciocho años al que todos queríamos y al que
llamábamos «Bujarchik». No se parecía a los otros militantes clandestinos:
nosotros éramos demasiado serios, nos ocultábamos muchas cosas, incluso las
chicas de las que nos enamorábamos, nos esforzábamos en hablar únicamente
de materialismo histórico, del papel insignificante del individuo en la historia,
en afirmar que la apropiación de tierras era mucho mejor que la socialización
o la municipalización. Bujarin, a diferencia de los otros, era muy alegre y
todavía hoy me parece oír su risa contagiosa. Interrumpía sin cesar la
conversación con bromas o palabras ridículas: no sólo comprendía las
discusiones del Partido y dominaba la economía política, sino que entendía de
filosofía, de historia y de literatura. Me explicaba en qué consistía la grandeza
de Hegel y cuáles eran sus errores, qué significado tenía la cultura china
antigua, por qué el protopope Avvakum[1] se había convertido en un gran
escritor. Todo esto no le impedía ser preciso y eficaz en el trabajo clandestino.
Discutía con aire bonachón, pero era peligroso llevarle la contraria, pues se
burlaba amablemente de su adversario. Yo iba a menudo a verle. Vivía con sus
padres (el padre era pedagogo) en la calle Málaia Nikítskaia; a veces venía él
a visitarme, y nuestro buldog francés Bobka siempre intentaba morderlo
porque a él no le gustaban las risas fuertes ni las botas altas. Hay personas
sombrías con ideas optimistas, hay también pesimistas alegres. Bujarchik era
de una naturaleza sorprendentemente íntegra, quería trasformar la vida porque
la amaba.
Briliant (G. Y. Sokólnikov) era el hijo de un farmacéutico de la plaza
Trúbnaia, militaba en el distrito de Sokólniki, era amigo de Bujarin, pero no se
parecía a él en nada: pálido, preciso, hablaba siempre con tranquilidad,
sonreía en muy raras ocasiones; me parecía demasiado cerrado, seco, incluso.
Cuando, en verano de 1908, me condujeron por el pasillo de la cárcel Butyrka,
vi de repente a Briliant. Nos saludamos con la mirada: la conspiración no
permitía más. Lo deportaron a Siberia de donde huyó y nos encontramos en
París. Se entregaba con celo a la militancia y me quedé muy sorprendido al
enterarme de que en su tiempo libre traducía una novela que le gustaba mucho,
Bubu de Montparnasse de Charles-Louis Philippe. Comprendí que no era tan
seco como me había parecido. La última vez que lo vi fue en Londres, donde
era embajador; hablamos de la política de los conservadores, de la amenaza
del fascismo, y no salió a colación el pasado en ningún momento.
Senia Chlénov parecía un gatito bueno: tenía una cara ancha, a menudo
entornaba los ojos, flemático, y esbozaba una sonrisa.
Nos explicaba el papel del capital extranjero, el antagonismo anglo-
alemán, la codicia y el atraso de la burguesía rusa, pero después de los
informes serios charlaba con deleite de los decadentes, del Teatro del Arte, de
las novelas satíricas de Anatole France. Muchos años después lo encontré de
nuevo en París, donde era agregado jurídico de la embajada soviética.
Sorprendentemente, había cambiado muy poco; sin duda, a los dieciocho años
su personalidad ya estaba totalmente tallada y pulida.
En París nos hicimos amigos. Era una persona compleja, sibarita, y al
mismo tiempo un revolucionario. Aun viendo sus defectos, permanecía fiel a
la causa a la que había vinculado su vida. Sin duda, entre los romanos
ilustrados del siglo III que abrazaron el cristianismo había hombres parecidos
a Semión Borísovich Chlénov (le llamábamos «Esbe»). Éstos veían que las
estatuas del Buen Pastor eran imperfectas en comparación con las estatuas de
Apolo, pero afrontaban la tortura y el extremo suplicio junto con los demás
cristianos. Recuerdo que, una vez que viajaba de Moscú a París, en la estación
fronteriza de Negoréloi vi un tren parado en sentido opuesto; Esbe mostraba en
el vagón restaurante su sonrisa tranquila: le habían convocado en Moscú. Ya
no tuve ocasión de volver a verlo. Fue a finales de 1935…
A mi camarada de la organización del instituto, Valia Neumark, que tenía
la misma edad que yo, lo consideraba un ejemplo de modestia y fidelidad. Lo
arrestaron la misma noche que a mí; lo soltaron; luego lo detuvieron por otro
caso y lo deportaron a Siberia. Huyó al extranjero. Fui a verlo a Morteau, una
pequeña población francesa junto a la frontera suiza. Valia trabajaba en una
relojería. A mí me devoraban las dudas: a veces soñaba con regresar a Rusia y
dedicarme al trabajo clandestino, a veces deambulaba por París, hechizado
por la ciudad, y repetía para mis adentros los Versos de la bella dama.[2] Valia
continuaba siendo el mismo, participaba en la organización socialista local,
estaba al corriente de los textos publicados por el Partido. Por la noche, me
habló con fervor contenido y me dijo que, al cabo de dos o tres años, se
produciría la revolución en Rusia. Su vida, más adelante, fue muy difícil, pero
conservó hasta el fin de sus días la pasión y la pureza de un adolescente.
7
Recuerdo muy bien aquel día de diciembre, cuando al salir de la Estación del
Norte me encontré en una plaza sucia y bulliciosa. Me sorprendió el viento. En
él se percibía el hálito del mar, y me causó una sensación de alegría y
excitación. Dejé las maletas en la consigna de la estación y experimenté en el
acto un sentimiento de libertad. Lo cierto es que iba vestido de una manera
bastante extravagante, pero nadie me prestaba atención y en aquellas primeras
horas comprendí que en París era posible pasar desapercibido, pues nadie se
interesa por los demás.
Entré en un bar. Junto a un mostrador de zinc se erguían unos cocheros de
cara roja y con sombrero de copa que tomaban unas bebidas misteriosas de
color púrpura o verde. Me acordé de los cocheros moscovitas y el corazón me
dio un vuelco: estos de París no hablaban de la avena… Pedí café. La patrona
me preguntó algo, y yo no la comprendí. (Estaba convencido de que sabía
francés, lo había estudiado en el instituto y había tomado clases particulares,
pero descubrí que sólo conocía algunos cientos de palabras que Racine había
utilizado en sus tragedias y que ignoraba las imprescindibles para la vida
cotidiana). Me sirvieron café negro en una copa y un vasito de ron. Lo bebí a
pesar de mi aprensión.
Sabía que los emigrados rusos vivían en los alrededores del Barrio Latino,
así que pregunté a un policía cómo podía ir hasta allí, y éste me señaló un
ómnibus: en París volví a encontrar nuestros tranvías de tracción animal, con
la diferencia de que éstos no circulaban sobre raíles y constaban de dos pisos.
Me subí a la imperial y me senté al lado del cochero. Sostenía en la mano un
largo látigo y se adormecía de vez en cuando; en su labio inferior temblaba la
colilla apagada de un cigarrillo. Al despertar se ponía a cantar y, como
despertaba a menudo, al fin comprendí las primeras palabras de la canción:
«El corazón del cíngaro es un volcán». Debía de rondar los sesenta años, y a
mí me dio la impresión de que era no ya viejo, sino antiguo, y de un color
ceniciento como las casas de París.
El camino era largo: de un extremo a otro de la ciudad. Cruzamos los
grandes bulevares, que en aquel entonces eran el centro de París. De repente
me di cuenta de que allí no sólo las costumbres eran diferentes sino que el
calendario tampoco era el mismo que en Rusia: era el 20 de diciembre, se
acercaba Navidad; había anuncios de regalos y cenas de gala por doquier. En
los bulevares vi numerosos tenderetes: en algunos de ellos se vendían toda
clase de objetos; en otros distinguí unos juegos enormes que no supe
reconocer: eran ruletas.
En las esquinas de las calles había cantantes que, partitura en mano,
interpretaban algo melancólico, mientras los curiosos se agolpaban a su
alrededor y repetían el estribillo. En las aceras se apilaban camas,
aparadores, armarios, todo el género de las tiendas de muebles. En general
todos los artículos estaban en la calle: carne, quesos, naranjas, sombreros,
botas, cacerolas. Me asombró la gran cantidad de urinarios; se podía leer en
ellos: «Menier, el mejor chocolate», y debajo se distinguían los pantalones
rojos de los soldados. El viento era frío, pero la gente no se apresuraba, sino
que paseaba, no iba a un lugar determinado.
Los cafés tenían terrazas, y en muchas de ellas humeaban los braseros
junto a los cuales se sentaban unos ancianos con aire respetable. Tuve ganas
de escribir a Asia, a mis hermanas, a Nadia Lvova, para decirles que en París
calentaban las calles. ¡Nadie me creería!
En el boulevard Sébastopol vi un tranvía de vapor que emitía un trágico
silbido. Los cocheros gritaban y restallaban los látigos. No había calesas, los
coches de punto tenían la carrocería cerrada como el del gobernador general
de Moscú. En uno de ellos vi a una pareja besándose y volví la cabeza a toda
prisa para no molestarlos. De vez en cuando cruzaban la calle unos coches sin
caballos con gran estruendo y dando bocinazos. Los caballos, asustados, se
apartaban.
Di una moneda de plata al revisor; él la mordió para comprobar su calidad
y, al ver mi sorpresa, me sonrió alegremente. Nunca había visto a tanta gente
en la calle. Moscú me parecía ya el recuerdo de una infancia agradable y
tranquila. Los vendedores de periódicos gritaban como desesperados: «La
Presse!, La Patrie!». Pensé que había sucedido un acontecimiento importante.
¿Acaso Alemania había declarado la guerra? ¿O bien los socialistas
revolucionarios habían lanzado una bomba a Stolipin? No cabía duda de que
el terrorismo no constituía una solución, pero sería agradable… Un vendedor
de periódicos subió de un salto al ómnibus en marcha. Compré un periódico.
En primera página aparecía el retrato enorme de un hombre que me era
desconocido. Al leer los titulares comprendí que aquel hombre había matado a
su amante, metido el cadáver en un baúl y lo había facturado a Nancy por
correo ordinario.
No sabía dónde debía bajar para ir al Barrio Latino y acabé por
preguntárselo al cochero. Se echó a reír y me dijo que bajara. Estábamos en la
place Denfert-Rochereau. En medio de la plaza se alzaba un monumento, un
león irritado que me miraba directamente a los ojos. En la inscripción del
zócalo leí que se había erigido para conmemorar la defensa de Belfort contra
los prusianos. Pensé con júbilo que vería el Muro de los Comuneros. En
Moscú yo había organizado una conferencia de V. P. Potiomkin para
estudiantes universitarios y los alumnos del instituto; el orador habló muy bien
y terminó con estas palabras: «La Comuna ha muerto, ¡viva la Comuna!». En
mi imaginación, los transeúntes se confundían con los sans-culottes, esos que
habían defendido Belfort con valor leonino, y con los comuneros que conocía
por el libro de Lissagaray.
Pero era preciso encontrar una habitación… Había muchos hoteles, escogí
el que tenía el letrero más pequeño, pensando que sin duda sería el más
barato. La patrona me dio un candelabro de cobre cubierto de estearina, una
llave grande y una toalla diminuta que parecía una servilleta. Le extendí el
pasaporte, pero me respondió que eso no era de su incumbencia. En la
habitación había una cama enorme, muy alta, que ocupaba prácticamente todo
el espacio. El suelo era de piedra. Tomé la ventana por la puerta de un balcón,
pero resultó que no había balcón. Más tarde me di cuenta de que todas las
casas tenían unas ventanas parecidas, a ras de suelo. Me sorprendió que no
hubiera mesa en la habitación, incluso en la pequeña estancia del sastre Brave
había una… Hacía frío. Pregunté a la patrona si podía encender la chimenea.
Respondió que era muy caro y prometió meterme un ladrillo caliente en la
cama por la noche. (Al día siguiente, no obstante, decidí tirar la casa por la
ventana y el mozo me trajo un saco de carbón. Yo no sabía encender la
chimenea, el carbón era de piedra; puse periódicos, astillas, todo ardió
rápidamente, pero el maldito carbón no se encendió; me tizné la cara y de
nuevo dormí en una habitación fría).
Permanecer encerrado en la habitación habría sido una tontería. Aplacé
hasta el día siguiente la búsqueda de Sávchenko y Liudmila y me fui a dar una
vuelta por París. Los hombres llevaban bombines, y las mujeres iban tocadas
con unos enormes sombreros adornados con plumas. En las terrazas de los
cafés, los enamorados se besaban tranquilamente y dejé de volver la cabeza.
Por el boulevard Saint-Michel caminaban los estudiantes, iban por el medio
de la calle, estorbando la circulación, pero nadie les ponía trabas. Al
principio me pareció que se trataba de una manifestación, pero no:
simplemente se divertían. Se vendían castañas asadas. Empezó a lloviznar. La
hierba del Jardín de Luxemburgo era de un verde claro precioso. ¡En
diciembre! Tenía mucho calor con el abrigo enguatado. (Había dejado las
botas y el gorro de piel en el hotel). Resaltaban las carteleras vistosas. Todo
el tiempo me daba la impresión de estar en el teatro.
He vivido mucho tiempo en París, y diferentes acontecimientos, numerosos
rostros y retazos de frases se han confundido en mi memoria; pero mi primer
día en París sigue intacto en mi recuerdo: la ciudad me impresionó. Lo más
asombroso es que París sigue siendo igual que antes. Moscú está
irreconocible, pero París no ha cambiado. Ahora, cuando voy a París, me
invade una tristeza indescriptible: la ciudad es la misma, soy yo el que ha
cambiado; me resulta difícil recorrer las calles que conozco, pues son las
calles de mi juventud. Es cierto que desde hace mucho tiempo ya no hay
coches de punto ni ómnibus, ni tranvías de vapor, que los letreros de neón son
mucho más brillantes que antes, que se ha vuelto raro ver un café con bancos
de cuero o de terciopelo rojo; quedan pocos urinarios, pues se han escondido
bajo tierra. Pero todo esto son meros detalles. Como antes, la gente continúa
haciendo vida en la calle, los enamorados se besan donde les apetece y nadie
presta atención a los demás. Las casas viejas no han cambiado: ¿qué
representa para ellas medio siglo? A su edad, no lo sienten. El mundo ha
cambiado, huelga decirlo, y es evidente que también los parisinos deben de
pensar en muchas cosas cuya existencia ni siquiera sospechaban, como la
bomba atómica, los sistemas acelerados de producción y el comunismo. Pero a
pesar de sus nuevas ideas, siguen siendo parisinos, y estoy convencido de que
aún hoy un joven soviético de dieciocho años que llegara a París se quedaría
de una pieza, como yo en 1908, y exclamaría: «¡Es un auténtico teatro!».
Al día siguiente fui al Barrio Latino. En el boulevard Saint-Michel agucé
el oído a las conversaciones de los transeúntes. Me dije que en cuanto oyera
hablar en ruso preguntaría dónde se encontraba la biblioteca de los emigrados
y allí seguro que me darían la dirección de Sávchenko y de Liudmila. En las
pesquisas se me fue medio día. La biblioteca se hallaba en la avenue Gobelins
en el interior de un patio sucio. Subí por una escalera de caracol y me encontré
en un local que parecía un cobertizo. Había estanterías con libros y periódicos
rusos. Allí trabé conocimiento con el bibliotecario, el camarada Mirón
(Ingber). Era menchevique, lo cual no me agradó; pero enseguida comprendí
que a aquel hombre sólo le preocupaba una cosa: que los lectores no robaran
los libros de la biblioteca. Me echó un largo discurso sobre cómo era preciso
tratar los libros; le prometí no doblar nunca las páginas ni escribir anotaciones
en los márgenes. (De todos modos me lanzó una pulla y me dijo que eran
precisamente ciertos bolcheviques a quienes les gustaba escribir en los libros
de la biblioteca). Enseguida mostró buena disposición hacia mí: yo comenzaba
a escribir versos, y él adoraba la poesía. Era un hombre miope, tranquilo y
bondadoso. Todas las tardes iba a una pequeña brasserie de la rue Broca,
donde comía salchichas mientras trabajaba en la elaboración de un catálogo de
las ediciones rusas en el extranjero. Él no sabía dónde vivían Sávchenko y
Liudmila, pero me dijo que no tardaría en llegar algún miembro del grupo
bolchevique. Y en efecto: dos horas más tarde ya estaba en el piso donde
vivían Sávchenko y Liudmila. Disponían de dos pequeñas habitaciones y una
cocina con gas; en cada una de las habitaciones había camas plegables. Todo
recordaba a los pisos de estudiantes de cualquier barrio de Moscú. Lo único
que me sorprendió fue la cocina de gas. Sávchenko era una mujer hacendosa
que rondaba la treintena (me parecía una anciana). Enseguida me tomó bajo su
protección, dijo que vivir en un hotel resultaba caro y que al día siguiente me
ayudaría a buscar una habitación amueblada, cosa que no era difícil: bastaba
con mirar los letreros amarillos pegados en los portales de las casas. Aquella
tarde me llevarían a la reunión del grupo bolchevique, a la que asistiría el
propio Lenin.
Durante la comida yo me impacientaba y miraba sin cesar el reloj: ¡no
podíamos llegar tarde! Por más que me contaran Sávchenko y Liudmila
historias de París asombrosas, yo había ido hasta allí con un único propósito:
ver a Lenin.
11
Con Balmont no tuve suerte. Cuando empecé a escribir versos, sus libros, para
mí, fueron una revelación; soñaba con ver algún día al hombre que había
escrito: «Yo a este mundo vine para ver el Sol». Dos años más tarde conocí a
Konstantín Balmont, y entonces había muchas cosas en sus versos que me
parecían ridículas: yo adoraba a Blok, leía a Ánnenski, Sologub, Gumiliov y
Mandelstam. Balmont había visto el Sol a tiempo, pero yo había llegado con
retraso a ver a Balmont.
Lo conocí en 1911. Él tenía entonces cuarenta y cuatro años. Yo sabía que
vivía en París y, como es lógico, le mandé mi primer libro. Balmont era un
hombre de sentimientos. Tuvo una vida rica en acontecimientos, a veces
dramáticos. Por ejemplo, emigró dos veces. Si utilizamos las etiquetas
habituales, la primera vez fue un emigrado rojo; la segunda, un emigrado
blanco. Tras el aplastamiento de la Revolución de 1905, Balmont, horrorizado
por los ensañamientos, el restallido de los látigos, las horcas, publicó en el
extranjero los Cantos del vengador, un libro lleno de nobles sentimientos y de
versos bastante malos. En él calificaba a Nicolás II de «verdugo sanguinario».
Aunque el valor literario del libro era exiguo, el zar montó en cólera y a
Balmont no le quedó otra que emigrar. Sólo en 1913, el gran duque
Constantino (poeta mediocre que firmaba con las iniciales K. R.) consiguió
que Nicolás amnistiara a Balmont.
Konstantín Dmítrievich Balmont vivía en la rue Passy, en un barrio donde
luego se estableció la emigración blanca. A menudo recibía visitas de rusos de
París, así como de compatriotas que venían de Rusia y franceses. A mí
también me invitó, y aquella tarde yo era el único agasajado. La esposa de
Konstantín Dmítrievich, una mujer alta y hermosa, me recibió amablemente, mi
timidez desapareció de un plumazo, y olvidé que me hallaba ante un poeta
famoso. Yo nunca iba de visita, sólo frecuentaba el café o los talleres sucios y
fríos de los pintores. Y de pronto me encontré en una casa rusa, bien caldeada
y llena de luz. Me ofrecieron té, y la hijita de Konstantín Dmítrievich, Ninika,
no cesaba de hacer travesuras. Todo resultaba encantador y familiar, salvo el
aspecto del anfitrión: Balmont era insólito.
Es difícil sorprender a los parisinos, pero más de una vez yo había
presenciado cómo se volvían a mirar a Balmont cuando paseaba por el
boulevard Saint-Germain. En Moscú, en 1918, la gente, cargada de cestos,
transitaba por la calle con aire sombrío; algunos tiraban de pequeños trineos;
azotaban el hambre y el frío, y, sin embargo, se volvían con curiosidad para
observar a aquel personaje estrafalario, de pelo rojizo y con la cabeza
levantada hacia el cielo gris, que caminaba por mitad de la calle.
En su juventud, Balmont había intentado quitarse la vida: se arrojó por una
ventana y se rompió una pierna. Durante toda su vida cojeó ligeramente y,
como solía caminar a paso rápido, parecía un pájaro que, acostumbrado a
volar, se viera obligado a avanzar dando saltitos.
Su rostro mudaba de color: ora era pálido, ora se tornaba de color
cobrizo. Tenía los ojos verdes y la barba pelirroja, como el cabello que le
caía en bucles sobre la espalda. Entre los turistas que viajaban a París, y para
los que yo trabajaba de guía, había un sacerdote que, al darse cuenta de que la
gente se reía cuando le veía, pudoroso él, se recogía el pelo con horquillas y
trataba de disimularlo bajo un sombrero. Pero Balmont estaba orgulloso de sus
rizos. Parecía un pájaro tropical que hubiera volado por casualidad a otra
latitud.
Me propuso con gentileza que le leyera mis versos. Me decía: «Bien…
Muy bien…». Sin duda, quería alentar al joven autor. Luego se puso en pie y
empezó a declamar su obra. Sus versos no me causaron impresión, pues era la
época en que había iniciado su ocaso poético, pero me sorprendió su voz
inspirada y arrogante: recitaba como un chamán, consciente de que sus
palabras influían, si no sobre el espíritu del mal, sí sobre los pobres nómadas.
Hablaba muchas lenguas, todas con acento, no ruso, sino balmontiano.
Pronunciaba de manera especialmente original el sonido «n», a la francesa o a
la polaca. En sus versos había muchas rimas en las que el sonido «n» aparecía
duplicado, y las arrastraba con visible deleite.
A veces me invitaba a su casa; allí conocí a mecenas moscovitas,
traductores franceses y admiradoras entusiastas.
El joven poeta Mark Talov, de Odesa, llegó a París. Contaba que se había
visto forzado a abandonar la patria, donde había dejado a su novia y estaba
sumido en la miseria. Recitaba sus versos: «Aquí he conocido la amargura de
la soledad. | Aquí empezaron mis tormentos. | Ya no tengo nombre ni
patronímico. | Ni patria, ni dicha, ni familia».
Nos reíamos un poco cuando nos repetía que su novia le esperaría hasta su
regreso. (Volvió a Odesa diez años más tarde, y su novia, en efecto, le
esperaba). Talov estaba ansioso por leer sus poemas a Balmont. Un día le
llevé conmigo a verlo, pero de lo turbado que estaba, en lugar de sentarse en
una silla, lo hizo sobre una estufa encendida. Todos nos echamos a reír, pero
Balmont se puso a elogiar sus versos, que no había oído.
Balmont guardaba silencio mirando distraídamente a todos lados y de
repente se animaba y se ponía a hablar de Egipto, México y España. En sus
relatos todos los países parecían fantásticos; por lo visto, había recorrido todo
el mundo, pero sólo había visto un país que no figura en los mapas y al que
llamaré Balmontia.
Refiriéndose a él, Chéjov escribió: «Habla bien y con elocuencia sólo
cuando está bebido». A menudo me encontraba con Konstantín Balmont en el
café. En efecto, después de haber tomado dos o tres copitas de coñac, se
convertía en un narrador espléndido. Al escucharle, me daba la impresión de
ver a las ampulosas patronas de las pensiones de Oxford, a un brujo de Java, a
Valeri Yákovlevich Briúsov, apasionado por la magia. Balmont repetía
invariablemente un antiguo sortilegio georgiano que hablaba del color negro.
No había modo de hacerle callar. Gritaba a su compañera: «¡Quiero hundirme
en la noche! ¡Elena, no te opongas!». Había en su semblante algo majestuoso y
deplorable, soberbio y pueril.
Lo comparaban con Verlaine: alcohol, música, infantilismo. Pero Balmont,
a diferencia del «pobre Lélian», era un hombre de vasta cultura; había leído
infinidad de libros. Había traducido a poetas de diversas épocas, de diversos
países: Shelley y Calderón, Rustaveli y Whitman, Leopardi y Slowacki, Blake
y Heine, Edgar Allan Poe y Wilde. En las traducciones de Balmont, las viejas
canciones egipcias y las poesías de Paul Fort sonaban de la misma manera. Al
igual que en sus poesías amorosas, Balmont no admiraba a las mujeres a
quienes dedicaba sus versos, sino el sentimiento que él experimentaba, y al
traducir a otros poetas se deleitaba en el timbre de su propia voz.
Amaba lo grandioso: las cumbres de las montañas, los precipicios, el
océano. El pintor Braque dijo en cierta ocasión que era preciso controlar la
inspiración con una regla. Balmont habría considerado esas palabras una
trivialidad: él vivía a lo grande. Escribía versos a la velocidad de una
taquígrafa. Dedicaba el mismo libro a una retahíla de personas: «Al hermano
de mis sueños, poeta y mago, Valeri Briúsov», «A Liusa Savítskaia, de alma
libre y transparente como el riachuelo de un bosque». He aquí las dedicatorias
de los poemas de amor de la colección Seamos como el sol: «A Bela», «A
Miss Netty», «A N. K. Mazing», «A la condesa E. V. Kreutz», «A la princesa
M. S. Urúsova», «A N.», «A R.», «A una española avistada en la calle», «A
Marie Fin», «A O. N. Mickiewicz», «A Dagna Christensen», «A Liusa»…
Entre 1917 y 1918 me lo encontré varias veces en Moscú. Balmont seguía
fiel a sí mismo. La revolución le irritaba por su obstinación: no quería que la
historia se inmiscuyera en su vida privada. Le ocurría que se enamoraba
apasionadamente de una mujer y después se entibiaba: escribió sobre ello en
sus versos. Pensaba que podía abandonar su época con la misma facilidad:
«Este verano he dejado de amar a Rusia». Una vez le leí algunos versos míos
sobre la ejecución de Pugachov, la expiación. Al principio Balmont frunció el
ceño con aire descontento, después escribió en mi cuaderno: «Acabo de oír un
lenguaje bárbaro, | un grito-plegaria, una canción parecida a un gemido, | pero
no quiero ponerte en guardia. | ¿Quieres desgarramiento? Dulce es la fuerza
del declive. | Sé bárbaro. Cuando arde el incendio, | sólo el bárbaro es joven y
audaz. | Sólo el viejo carece de razón». Más abajo aparece la fecha: 28 de
diciembre de 1917. Tres o cuatro años más tarde se fue a París y allí decidió
que el único que tenía razón era él. Sus versos políticos donde maldice la
revolución son tan malos como sus Cantos del vengador. De nuevo era un
emigrado, pero esta vez ya no por varios años sino de por vida. Vivía en la
pobreza y cada vez se dio más a la bebida.
En 1934 me lo crucé en el boulevard Montparnasse. Estaba solo,
envejecido, vestido con un abrigo raído. Todavía llevaba sus largos rizos,
pero ya no eran rojizos sino blancos. Me reconoció, me saludó: «Me habían
dicho que estaba usted en Rusia». Le respondí que hacía poco que había
regresado de Moscú. Se animó y me preguntó: «Dígame, ¿se acuerdan de mí
allí, me leen?». Me compadecí de él, le mentí: «Por supuesto que se
acuerdan». Sonrió y, con la cabeza bien erguida, el pobre rey destronado
continuó su camino.
La Gran enciclopedia soviética dedica al «poeta decadentista» veinte
líneas, las mismas que a Benedíktov, pero a este último se le reconocen ciertos
méritos, mientras que a Balmont, ninguno. Muchos jóvenes lectores soviéticos
no tienen la menor idea de que existió tal poeta. Sin embargo, a principios del
siglo XX era imposible dar con un estudiante que no conociera, si no sus
poesías, la fama del Balmont. En 1901 Volinski escribía: «Con mayor o menor
reserva, Balmont goza del reconocimiento general: pese a la impopularidad de
la poesía decadentista en Rusia, el público capta y repite los sonidos dulces y
ligeros de su laúd poético».
Para los simbolistas, fue un profesor, un maestro: como tal lo tenían Blok y
Andréi Bieli cuando eran estudiantes. Briúsov, al hacer balance de los éxitos y
fracasos de Balmont, decía: «Balmont nos mostró con qué profundidad la
lírica puede revelar los secretos del alma humana». La poesía de Balmont
también era muy apreciada por escritores alejados del simbolismo, como por
ejemplo Iván Bunin. Es difícil imaginar a una persona más ajena que Antón
Pávlovich Chéjov a la poesía arrebatada, a veces magnífica, otras bombástica,
de Balmont. Pero Chéjov escribió al poeta decadentista: «Usted sabe que
tengo en gran estima su talento y que cada uno de sus libros me procura no
poco placer y emoción. Esto obedece, tal vez, a que soy un conservador».
Gorki hablaba con entusiasmo de Balmont y recomendaba a los redactores de
las revistas que publicaran sus poesías. Recuerdo con qué entusiasmo A. V.
Lunacharski leía en voz alta los versos de Balmont. Se escribieron cientos de
ensayos sobre su obra, sus libros se reeditaban todos los años, y no había
modo de encontrar entradas para asistir a sus recitales. Bastaba con que el
poeta apareciera en el teatro o en la calle para que se formara un círculo de
frenéticas admiradoras a su alrededor. ¿Se trataba de una psicosis, un
autoengaño? ¿Acaso pueda explicarse el reconocimiento del talento de
Balmont por parte de Gorki o Briúsov por el hecho de que, a principios del
siglo XX, los rusos que leían compartían con el poeta su «aspiración a huir de
la realidad» y su entusiasmo ante la «barbarie», como afirma el capítulo de la
Enciclopedia?
Si he evocado a Benedíktov no es sólo porque gozara de mucha fama y
luego cayera rápidamente en el olvido. Se puede decir que en sus obras menos
afortunadas, Balmont recuerda a Benedíktov por su estilo estridente y la falta
de buen gusto. Balmont pudo escribir, por ejemplo: «¡Quiero ser audaz, quiero
ser valiente, | quiero los vestidos arrancarte!». (M. A. Voloshin aseguraba que
una comadrona le había enviado una «Respuesta a Balmont» que contenía las
siguientes líneas: «Quiero ser firme, quiero ser orgullosa, | quiero evitar que
los hombres se me acerquen…»).
Es cierto que Balmont tiene cientos de versos malos: escribió muchísimo y
publicó todo lo que compuso. Pero con sus treinta libros se puede compilar
uno bueno: a fin de cuentas no es como Benedíktov. Por lo demás, ¿a quién
gustaba Benedíktov? A las esposas poco exigentes de los funcionarios. Sin
embargo, Balmont aportó muchos cambios a la poesía rusa; basta con releer
algunos poemas suyos como «Refinada y lenta lengua rusa» o bien «Hay en la
naturaleza rusa una tierna lasitud». El destino fue extraordinariamente injusto
con Balmont: se le admiró y luego se le hizo pagar cara esa admiración. Se
afirmó como un rebelde, como portavoz del mundo contemporáneo incurriendo
no sólo en el egocentrismo, sino en un anacronismo impresionante. Entró en la
literatura con el siglo XX. Los automóviles circulaban ya por las calles, se
habían erigido los grandes complejos fabriles, se estaban librando las
grandiosas luchas sociales, y Balmont continuó siendo un trovador del
siglo XIV, que tenía un aire ridículo vestido con una americana moderna.
Cuando los futuristas asistieron a una velada literaria y se pusieron a echar
pestes del envejecido Balmont, éste, echando la cabeza hacia atrás, recitó un
viejo poema: «Calma, arrancad con calma los vestidos | de los antiguos
ídolos. | Les habéis rogado largamente en el pasado, | no olvidéis el mundo de
antaño».
Se avecinaba una tormenta grandiosa, y el trovador tardío se volvía de
cara a la primera ráfaga con un ruego ingenuo: «Sé suave como un céfiro». Él,
que había leído tantos libros, no había comprendido que no sólo se desnudaba
con rapidez a los antiguos ídolos sino que se les quemaba sin
contemplaciones. Sin duda, en eso residía un anacronismo mayor que el de sus
rizos o el de su pose de hidalgo velazqueño.
Le aguardaba un largo y desapacible ocaso: la soledad, la desolación, las
privaciones, la enfermedad mental. Murió en 1942.
16
En mi juventud tuve ocasión de visitar dos veces Italia. Tenía poco dinero y
pasaba la noche en albergues y tugurios sospechosos, comía pasta en las
tabernuchas, costaba dos soldi el plato y daba una engañosa sensación de
saciedad durante varias horas. Cuando no tenía dinero para el tren, hacía el
camino a pie. Recuerdo los meses pasados en Italia como los más felices de
mi vida. Fue allí donde comprendí que el arte no era un capricho ni un adorno,
que no se presentaba como los días festivos del calendario, sino que con él se
podía vivir en una misma habitación, como con la persona amada. Todos los
jóvenes cuando se enamoran por primera vez tienen la impresión de que
acaban de descubrir un mundo desconocido. Lo mismo sentí yo con respecto a
Italia: desde tiempos inmemoriales los escritores extranjeros que se han
encontrado en este país han sentido una dicha nueva y han percibido de una
manera nueva la proximidad del arte: desde Stendhal hasta Blok, desde Goethe
hasta nuestro contemporáneo Víktor Nekrásov. (Es cierto que Hemingway
conoció en Italia la medida de la aflicción humana, pero eso fue durante la
guerra, y la guerra es guerra en todas partes).
Para mí, Italia fue un paraíso y una escuela. En 1909 contemplaba los
lienzos de Van Gogh, Gauguin y Matisse con recelo, casi con espanto, como un
ternero mira pasar un tren. Cinco años más tarde trabé amistad con pintores,
Picasso, Léger, Modigliani, Rivera. Sus obras me ayudaron a desenredar una
madeja de esperanzas y dudas. Encontré la llave del arte moderno en el
pasado. Es imposible comprender a Modigliani sin la pintura del
Renacimiento, al igual que resulta imposible comprender a Blok sin Pushkin.
(A Blok lo comprendí antes que a Modigliani. A Pushkin lo conocía desde
niño, pero nadie me enseñó el abecedario de la pintura; sólo me habían dicho
que Rafael era el mejor pintor del mundo y que el cuadro No lo esperaban[1]
estaba vinculado con la lucha revolucionaria).
Cuando visité el Louvre por primera vez yo era un salvaje; quería ver a
toda costa la sonrisa misteriosa de la Gioconda, y una vez la vi, comencé a
preguntarme qué significaba; después me acordé de la Venus de Milo, tenía
que verla sin falla, pues todo el mundo decía que encarnaba el ideal de
belleza. Ante ella habían llorado Heine y Gleb Uspenski, enternecidos… El
Louvre era un gran museo en una gran ciudad; me quedé un momento, suspiré y
me fui. Los pequeños museos de la somnolienta Brujas fueron para mí la
escuela de primaria, pero fue en Italia donde me apasioné realmente por el
arte.
Pero no es un libro de pintura lo que escribo ahora, y ni siquiera intento
reproducir con exactitud mis impresiones de antaño: es muy difícil, en el
crepúsculo de una vida, acordarse de la mañana y comprenderla, la
luminosidad ha cambiado, así como la percepción de lo que se ve. Ahora soy
indiferente a muchas de las cosas que en otro tiempo me gustaron, mientras
que, con el paso de los años, se me han revelado muchas otras ante las cuales
pasé de largo en mi juventud. A diferencia de las ciencias exactas, el arte no
se somete a juicios absolutos.
En el siglo XVIII, los conocedores ilustrados del arte consideraban el
gótico como una barbarie monstruosa. Pushkin hablaba con menosprecio de la
poesía de François Villon. Stendhal, aun admitiendo que Giotto era un escalón
para llegar a Rafael, consideraba su pintura impotente y fea. Desde entonces,
los juicios de valor han cambiado: a nosotros nos resulta cercano aquello que
se les escapó a las mejores mentes de finales del siglo XVIII y principios
del XIX. Pero ¿acaso no convendría no repetir sus errores desdeñando las
obras de arte que hoy nos resultan ajenas? Explicaré el cambio de opinión de
un individuo sólo para recordar hasta qué punto son relativos nuestros juicios
de valor.
En 1911 me cautivaron los pintores del Quattrocento, sobre todo Botticelli.
Dios mío, cuántas horas pasé ante El nacimiento de Venus y La primavera.
Los frescos de Rafael me parecían aburridos. Giotto me recordaba los iconos.
Las mujeres de Botticelli no eran burdas, gruesas y sonrosadas como las de
los pintores venecianos, tampoco eran etéreas ni demasiado espiritualizadas,
como en los cuadros de Memling o de Van Eyck. Venus miraba el mundo con
pudor y una ligera tristeza; más o menos como yo la miraba a ella. Me
apasioné por el libro Imágenes de Italia. Era como si Murátov se hubiese
asomado a mi alma: escribía que El nacimiento de Venus era el cuadro más
bello del mundo. Ahora me esfuerzo en comprender qué fue lo que me sedujo
de Botticelli. Sin duda la combinación de la alegría de vivir y la amargura, el
inicio de una época de incredulidad, su destreza para transmitir la confusión
con armonía.
Dos años más tarde, al llegar a Florencia, lo primero que hice fue acudir a
mi cita con los cuadros de Botticelli y me quedé desconcertado: eran
maravillosos, por supuesto, pero los admiraba sin empatía; ya no se
correspondían a mi estado de ánimo. Ya no deseaba poetizar la confusión. Me
causaban mareo y yo quería mirar hacia una orilla firme. Admiraba a las
personas llenas de fe, ya fuera Valia Neumark o Francis Jammes. Me enamoré
de Fra Angelico: su pintura era acción, no sólo pintaba madonas, rezaba ante
su tela. Me atraían Giotto y los maestros de Siena. Escribí: «Sieneses de
miradas atentas, | en la iglesia, olor a cera, | y las fachadas de las catedrales |
con su mármol de rayas».
Tenía ante mis ojos los frescos severos y meditabundos de los primeros
maestros florentinos. De nuevo traté de comprender el motivo de la gloria de
Rafael, en qué radicaba la atracción de Tintoretto, pero eso continuaba siendo
para mí un libro cerrado.
No tardé en olvidarme de Fra Angelico. Vi los cuerpos alargados del
Greco, los gigantes de Miguel Ángel, los paisajes trágicos de Poussin. Conocí
decenas de museos diferentes. A veces el destino me lanzaba a Italia. Se
producían grandes acontecimientos; se podrían escribir cientos de libros y no
se lograría contar todo. En 1924 vi a Italia humillada, ofendida, indignada:
mientras estaba en Roma, los fascistas raptaron a Matteotti. En la Capilla
Sixtina, Jeremías se afligía e intentaba justificar su título de profeta.
Un cuarto de siglo más tarde, me encontré de nuevo en Italia. La
primavera de Botticelli me pareció amanerada y empalagosa. Contemplé con
respeto los frescos paduanos de Giotto, pero sin la adoración de antaño. En
cambio, a una edad madura, «descubrí» por primera vez a Rafael (me refiero a
las estancias vaticanas; la Madona Sixtina me sigue dejando tan indiferente
como antes). Me conmovieron la serenidad y la armonía de La Escuela de
Atenas y La disputa del Sacramento; resulta difícil imaginar que se trate de
las obras de un hombre joven. Por lo general, los pintores se van formando
despacio, como los árboles, y su vida es larga: Tiziano vivió hasta los noventa
y nueve años; Ingres y Rouault hasta los ochenta y siete; Miguel Ángel, Claude
Lorrain, Goya, Monet, Degas rebasaron los ochenta. Rafael murió como
mueren los poetas, a la edad de treinta y siete años, y según parece fue el más
rico en entendimiento. Los temas ni le apasionaban ni le repelían. Por ejemplo,
cuando tuvo que representar la disputa eclesiástica en torno a la eucaristía,
siendo un hombre profundamente mundano, no podía sentir gran entusiasmo
por semejante tema. Las discusiones teológicas del siglo XVI nos interesan
poco, pero nos fascina y nos conmueve la composición de Rafael. Lo único
que es apto como sujeto de descripción, decía Stendhal, es aquello cuyo
interés persiste incluso después del veredicto de la historia. ¿Qué es lo
«interesante» para nosotros en La disputa del Sacramento? No el tema de
disputa, por supuesto, ni los personajes que participan en ella. La
composición, el dibujo, los colores son capaces de emocionarnos
cuatrocientos años después de haberse pronunciado el veredicto de la historia,
y no sólo en lo que se refiere a los adeptos de las diversas formas de
comunión, sino también a las creencias que han engendrado en esos ritos.
En Venecia, no podía abandonar la enorme sala de la Scuola di San Rocco
donde se hallan los cuadros de Tintoretto. Tampoco aquí se trata de una
cuestión de temas: son los mismos que se repiten en multitud de cuadros de
otros pintores. Pero Tintoretto, que tenía una visión, una percepción y una
concepción trágicas del mundo, supo expresarlas. Le bastaba con pintar los
dedos de un pie, la caída de los pliegues del terciopelo, una nube, un
fragmento de muro para contar al mundo las mismas cosas sobre las cuales
pronto comenzaría a escribir Shakespeare. Los cuadros de Tintoretto encierran
todos los elementos del arte moderno, y se comprende de manera
particularmente clara en la escuela San Rocco la ingenuidad de los apologistas
de la pintura abstracta, que se esfuerzan en encontrar una solución más libre o,
si se prefiere, más profunda a los problemas de la pintura que la hallada por
Tintoretto, Zurbarán o, mucho más tarde, Cézanne. Tintoretto debía tener en
cuenta los dogmas de la Iglesia católica, al igual que la mojigatería y la
hipocresía de los dogos venecianos, un sinfín de obstáculos que parecen
inútiles, pero los obstáculos son necesarios para un gran artista: son la rampa
de lanzamiento, es un trampolín para superar lo insuperable.
Si he referido los juicios de valor sumamente discutibles de un joven, de
un hombre de cuarenta años y los míos hoy en día, ahora que soy viejo,
evidentemente no es porque crea que posean un interés intrínseco. Por lo
demás, no soy crítico de arte. Lo que me parece curioso no son las
valoraciones, sino su evolución en el transcurso de una vida humana. El poeta
Balmont suplicaba ingenuamente no precipitarse a la hora de arrancar los
vestidos de los antiguos ídolos. Los auténticos maestros no tienen necesidad
de compasión, pero el sentido común nos recomienda que obremos con cierta
prudencia: los ídolos destronados pueden volver a convertirse en dioses. Los
descubrimientos en el campo de la ciencia desmienten las teorías de los
predecesores: hoy no se puede estudiar la astronomía a partir de Tolomeo ni
de Pitágoras, pero las esculturas de los antiguos griegos nos parecen
contemporáneas. Botticelli ahora ya no es de mi agrado; no importa que me
gustara en mi juventud, lo importante es que seguramente gustará a nuestros
nietos, a nuestros bisnietos. Me resulta difícil decir algo bueno sobre los
pintores de la escuela de Bolonia, pues tengo cuentas pendientes con ellos,
aunque, naturalmente, no es culpa suya. La pintura boloñesa determinó durante
trescientos años los cánones del arte convencional, ecléctico, que, por error o
por costumbre, aún hoy muchos llaman realista. Briúsov escribía en 1922: «El
realismo, tomando esa palabra no en su sentido filosófico, sino en el sentido
con que se emplea en el dominio del arte, sitúa al artista ante la siguiente
tarea: reproducir fielmente la realidad». Pero ¿qué artista, dónde, cuándo, en
qué país y en qué época, se ha propuesto alcanzar otro objetivo que no sea
ése? La diferencia radica únicamente en qué se entiende por realidad… Los
pintores italianos del Renacimiento e incluso sus predecesores, los
prerrafaelitas, esos a los que se opone tan de buen grado la pintura de género
de los flamencos y de los holandeses, ¿acaso soñaban con representar otra
cosa que no fuese la realidad? ¿A qué aspiraban los impresionistas, acusados
por los críticos de su tiempo de no pintar más que manchas que no se
correspondían en absoluto con la realidad? Pues precisamente a transmitir de
la manera más exacta mediante esas manchas la realidad tal como la perciben
nuestros sentidos, la vista. Basta que un pintor, en lugar de mitos
grecorromanos o escenas evangélicas, represente acontecimientos que
conmueven a sus contemporáneos y se atenga en su ejecución a los cánones
establecidos por la escuela boloñesa para que le feliciten: es un pintor
realista. Pero, cuando hayan pasado veinte o cuarenta años y desaparezcan los
últimos epígonos de la corriente académica, nuestros nietos o bisnietos podrán
rehabilitar las telas de Carracci, de Guido Reni y de los otros boloñeses. El
arte del pasado no sólo nos abre los ojos, sino que él mismo se descubre por
el calor de nuestra mirada. El amor de la posteridad: he aquí el infatigable
restaurador que restituye a las telas descoloridas su primitivo esplendor.
Sólo me queda añadir que, cuando estuve en Italia en otoño de 1959, lo
que me causó una impresión más honda fueron los sarcófagos etruscos:
hombres y mujeres que intentan frenéticamente levantarse de sus ataúdes de
piedra. Durante largo rato los contemplé en el patio de un pequeño museo de
Tarquino, no lejos de Roma. Ahora, mientras escribo este libro e intento
revivir mi pasado y a mis amigos, a la mayor parte de los cuales he
sobrevivido, veo ante mis ojos a hombres y mujeres que vivieron veinticinco
siglos antes de que yo naciese. Me parece conocerlos y comprenderlos como
si fueran mis contemporáneos.
En mi juventud amaba Florencia con una ternura especial: su espíritu rural,
esa amalgama formada por la escultura de Donatello, los campesinos con sus
amplios sombreros de paja, la cerámica de Della Robbia y las colinas
alrededor de la ciudad, los jardines, los huertos, los cipreses solitarios, las
tiendas del Ponte Vecchio, los mercados, el río de aguas encrespadas, el cielo
claro y la sombra de Dante que encontró allí a su Beatriz. Como todas las
ciudades construidas en una única época y, por consiguiente, armoniosas,
Florencia resulta comprensible y querida a primera vista. Con los años, he
aprendido a amar a Roma. En ella, las épocas están mezcladas: las ruinas
antiguas conviven con los barrios más modernos, las retorcidas estatuas
barrocas con las basílicas paleocristianas, el alto Renacimiento con los
pomposos monumentos de finales del siglo XIX. Al principio ese desorden
cohíbe al recién llegado, pero enseguida se ve que en Roma los siglos
coexisten pacíficamente. Roma es bella no sólo allí donde se agolpan para
contemplarla hordas de turistas: cualquier calle, cualquier muro de una casa
completamente ordinaria, alegra la vista. Su armonía es compleja y habla de
una unidad accesible sólo a un gran artista y a un gran pueblo.
Cómo se equivocaron los viajeros (algunos famosos, como Goethe) que
sólo veían en Italia un gran museo y la belleza inmortal de la naturaleza. Todo
lo que me cautivaba y aún me cautiva de Italia está estrechamente unido a la
gente; los pueblos cambian, por supuesto, pero si existe la posibilidad de
abarcar los siglos, de salvar el pasado del olvido y de la incomprensión, eso
se debe al genio del pueblo, a ciertos rasgos que le son inherentes.
He vivido muchos años en Francia, he aprendido a comprender a los
franceses, no hace falta que hable de mi amor por ellos, pues es de todos
sabido. Precisamente por eso me permito repetir las palabras de Stendhal, que
afirmaba que los italianos son más sencillos y espontáneos que los franceses.
¿Cómo no iba a seducir esto a un joven que se acordaba todavía de la calidez
de las íntimas conversaciones en algún rincón de Koziji, la calle Ostózhenka o
Arbat? Desde luego no todos los italianos se parecen: no me olvido de la
lucha de clases ni del fascismo; pero, aun así, sigo pensando que, en el fondo,
en el carácter de los italianos hay bondad.
A menudo me pregunto por qué las películas italianas de esta última
década han gustado tanto a públicos de diferentes lenguas: El ladrón de
bicicletas, Un milagro en Milán, Dos centavos de esperanza, Roma a las
once, Las noches de Cabiria. Es evidente que constituyen un fenómeno
considerable en la evolución del cine, pero el neorrealismo por sí mismo no
interesa demasiado al gran público; sería más justo decir que, gracias a la
representación realista y acertada de la realidad, el espectador se halla ante
italianos auténticos, de carne y hueso, y lo subyugan los rasgos de su carácter
nacional: en la pantalla se despliega una vida dura, a veces sin salida; sin
embargo, los culpables de los sufrimientos de esta gente no son los
desalmados, sino las circunstancias, no es la monstruosidad de tal o cual
personaje, sino la monstruosidad del sistema social.
Las imágenes de la guerra siguen vivas en el recuerdo de millones de mis
compatriotas. El mapa político del mundo ha cambiado, la razón sugiere que
conviene olvidar algunas cosas y recordar otras, pero el corazón tiene sus
propias leyes. En 1949 un alemán en Berlín me dijo que le había gustado mi
novela La tempestad, sobre todo la escena de los combates cerca de Rzhev:
«Está descrita de una manera muy viva», y añadió: «¿Es que estuvo usted
presente?». Cuando le respondí que sí, exclamó, todo contento: «¡Yo también
estuve!», y me tendió la mano. Confieso que no me resultó fácil dar ese
apretón. A menudo me he encontrado con italianos que me han dicho con
tristeza que durante la guerra estuvieron en el Donbás, y con ellos podía
mantener una conversación amistosa. Personas que vivieron en zonas ocupadas
me han hablado de los italianos sin rencor; una koljosiana recordaba: «Un
soldado quería robarme una gallina, y esperaba, avergonzado, a que me diera
la vuelta, así que me fui; me daba pena».
En este libro tendré todavía ocasión de hablar de Italia y de los italianos.
A veces, dejando de lado la cronología, daré un salto adelante para seguir
hasta el final el hilo de mis pensamientos y expresarlos. Después de todo, lo
que aquí presento no es tanto la historia de mi vida como los pensamientos
engendrados por mis recuerdos. Ahora volveré a los años que precedieron a la
Primera Guerra Mundial.
No intento ver el pasado de color de rosa. La vida en Italia estaba muy
lejos de ser idílica; veía la miseria a cada paso. La burguesía italiana era más
arrogante y estúpida que la francesa. En los cafés del Corso se podía ver a los
diputados; charlaban, negociaban, cerraban tratos: se respiraba el tufo
inmundo de la cocina parlamentaria. Encontré a estetas provincianos que se
esforzaban en imitar a los esnobs parisinos; como siempre, los discípulos iban
más lejos que sus maestros.
En París conocí al poeta Marinetti: era un hombre muy seguro de sí mismo
y muy ambicioso. Me regaló su poema «Mi corazón de azúcar rojo»: «Si lo
traduce, hará que Rusia descubra al poeta del mañana». Traduje un fragmento
y le añadí un pequeño prefacio: «Es difícil amar los versos de Marinetti.
Produce rechazo su vacío interior, pero sobre todo su mal gusto y la tendencia
a la declamación». Más adelante asistí a una velada literaria en la que
Marinetti glorificó el futurismo, las maravillas de la técnica, la conquista del
mundo. Cuando se adhirió más tarde al fascismo fue algo lógico: no tuvo que
hacer ningún esfuerzo para adaptarse, pues siempre había soñado con la
violencia; el azúcar rojo seguía corriendo por sus venas…
Un día encontré en Florencia a Giovanni Papini; tenía treinta años. Poco
antes había publicado su autobiografía, Un hombre acabado, que había dado
mucho que hablar. Estábamos sentados en una pequeña trattoria; los jóvenes
escritores discutían sobre los futuristas y los «crepusculares» (era el nombre
de un grupo literario), sobre la filosofía de Croce. Papini me pareció amargo,
cáustico. De pronto dijo con una sonrisa confusa: «Digáis lo que digáis, lo
más importante es que el hombre sea feliz y que con su felicidad haga felices a
los demás».
En alguna parte, cerca de Lucca, me quedé dormido bajo un árbol,
cansado, hambriento. Me despertaron unos niños. Una campesina morena,
gorda, la madre de los niños, me hizo entrar en su casa y puso sobre la mesa
un plato de pasta y una botella de vino envuelta con paja trenzada. Devoré con
avidez la pasta; la dueña de la casa cosía un vestido de niño; de vez en cuando
me echaba una mirada y suspiraba. «¿Tienes madre?», me preguntó de
improviso. Le dije que mi madre estaba lejos, en Moscú. Entonces, sin dejar
su costura, se puso a cantar una canción triste. Salí de su casa; era una noche
meridional, negra, y las luciérnagas se arremolinaban como miriadas de
estrellas.
En Italia llegué a creer en la posibilidad del arte y en la posibilidad de la
felicidad. En cambio era el inicio de una época en que el arte parecía
condenado y la felicidad inconcebible.
18
Si digo que en 1911 conocí a un poeta cuyo rostro dulce y pensativo, pelo
ondulado y suave, cuyos movimientos distraídos revelaban una naturaleza
soñadora, que en él se alternaban los minutos de felicidad ruidosa con una
profunda tristeza, que en los círculos literarios entonces se hablaba de su libro
publicado por la editorial «decadente». Grif, que Briúsov, colmando de
elogios al autor «casi novel», expresaba su temor a que no pudiera mantenerse
a la altura ya alcanzada y encontrar una vía para seguir avanzando, creo que
nadie adivinará de quién estoy hablando. Y si cito algunos versos que
recuerdo muy bien, como por ejemplo: «¿Por qué susurras tú, hierba? | ¿Es que
la cuerda de un arco te ha asustado? | ¿Está caliente la sangre de la codorniz |
para que se agite tu brocado?», a lo sumo algunos amantes de la poesía o
ciertos historiadores de la literatura particularmente meticulosos sabrán que se
trata de Alekséi Nikoláievich Tolstói. Y, sin embargo, ése es el Alekséi Tolstói
al que yo recuerdo bien.
En su autobiografía, escrita en las postrimerías de su vida, Alekséi
Nikoláievich escribió a propósito de su poemario Tras los ríos azules: «No
reniego de él ni siquiera hoy». No sólo los versos de 1911 son del autor de
Pedro el Grande, sino que el joven poeta ya era el mismo Alekséi
Nikoláievich que muchos recuerdan, un hombre corpulento y calvo que había
aprendido a disimular ciertos rasgos de su carácter y a enfatizar
deliberadamente otros. Basta con echar una mirada a los recuerdos que se han
publicado sobre Alekséi Tolstói, escritos por aquellos que se encontraron con
él en la década de 1930, para comprender a qué me refiero; esos recuerdos
varían por lo que respecta al carácter de los acontecimientos, de los relatos o
de las bromas relatadas, pero siempre evocan la imagen del hombre que comía
con fruición, conversaba con deleite y, entre una carcajada y otra, decía cosas
profundas: esa imagen relega a un segundo plano la del artista.
Yuri Olesha[1] contó su primer encuentro con Tolstói en otoño de 1918:
«Tanto para su propia diversión como para la de sus amigos, interpreta un
personaje. ¿Cuál? ¿No será el de Pierre Bezújov? Quizá. ¿Y no nos estará
mostrando a uno de esos excéntricos terratenientes de los que escribe en sus
obras? No. Alekséi Nikoláievich interpretaba a menudo (y, cabe decirlo, de un
modo admirable) al propio Alekséi Nikoláievich, un personaje creado por un
gran artista».
Cuando le conocí, ese «casi debutante» era ya un escritor de renombre: sus
relatos sobre los «excéntricos» de más allá del Volga enseguida llamaron la
atención. Ya se daban en él todos los rasgos del Tolstói maduro, aunque no
formado del todo; su cara, que después parecería creada por el lápiz de un
dibujante, reclamaba en su juventud la paleta del pintor. No es una ley de la
naturaleza: a algunas personas se les suavizan los rasgos en el crepúsculo de
la vida, el paso de los años va atenuando su dureza inicial, su rigidez, su
angulosidad. A Alekséi Nikoláievich le sucedía lo contrario: era mucho más
blando o, si se quiere, más nebuloso en su juventud; y, lo que es más
importante, no sabía todavía (o bien no quería) preservar su mundo interior de
las personas con las que se cruzaba en su camino.
No recuerdo quién me condujo hasta Tolstói, me parece que fue Voloshin, o
tal vez el pintor Dosekin. Alekséi Nikoláievich estuvo en París en 1911, luego,
en la primavera de 1913. Durante uno de esos viajes, él y su mujer, Sofia
Isaákovna, se alojaron en una pensión en la rue d’Assas, no lejos de La
Closerie des Lilas, donde yo tenía la costumbre de pasarme los días enteros,
escribiendo. Di a conocer a Tolstói a las diferentes celebridades del
establecimiento: el «príncipe de los poetas». Paul Fort, los futuristas italianos,
el pintor noruego Diriks. Durante la Primera Guerra Mundial, en Moscú,
Alekséi Nikoláievich escribió un ensayo sobre París donde evocaba La
Closerie des Lilas: «En la misma orilla izquierda, con toda la pasión francesa,
el coraje y el esplendor de la miseria, los poetas, prosistas y periodistas
salvaguardaban la libertad de creación y la independencia en un viejo café,
bajo los castaños, junto al monumento al mariscal Ney, y coronaban con
laureles a los descubridores de nuevas vías… En ese café, bajo los castaños,
siempre encontrarán, al atardecer, al lado de la ventana, a un hombre alto, de
pelo grisáceo, que parece un vikingo y a una dama de cabellos canos que en
otro tiempo debió de ser muy hermosa. Son un pintor noruego y su mujer. Han
vivido veinte años en París y todos los días han estado allí, bajo los
castaños».
Amaba París, ciudad que supo comprender enseguida. «París, siempre
velada por un vapor transparente, azulado, toda gris, uniforme, con casas que
se parecen entre sí, buhardillas, cúpulas de iglesias y arcos de triunfo, cortada
y rodeada de bulevares verdes, como dentro de una corona […]. Durante el
día la enorme ciudad vive infatigablemente, retumba, se mueve; de noche, está
inundada de luz. Si deambulamos por París un día entero no es cansancio lo
que sentimos, sino una melancolía tranquila y sosegada. Uno tiene la impresión
de que ahí se ha comprendido la muerte y se ama la belleza triste de la vida
[…]. París es vieja, terriblemente vieja. La amo en particular los días
húmedos. Los contornos innumerables de tejados de pizarra en semicírculo,
desde donde miran hacia el cielo brumoso las ventanas de las buhardillas. Y
más arriba, chimeneas, chimeneas, chimeneas, columnas de humo. La niebla es
transparente, toda la ciudad se extiende como una espesura, parece hecha de
sombras azules».
Algunos meses antes de morir, Alekséi Nikoláievich me dijo que cuando
acabara la guerra iría a pasar un año a París, se alojaría en cualquier lugar a
orillas del Sena y escribiría una novela; recuerdo sus palabras: «París
predispone al arte». El excéntrico que, según Yuri Olesha, interpretaba el
papel del protagonista absurdo de Más allá del Volga nunca se sentía turista
en París: no la visitaba, no se extasiaba, no exteriorizaba su descontento, sino
que enseguida se zambullía en la vida de la ciudad. A veces estaba triste, pero,
aun en esa tristeza, era feliz. (No hablo de los años de su estancia forzosa en
París, cuando Alekséi Nikoláievich pensaba de forma obsesiva en la Rusia
que había abandonado). Ya he dicho que la emigración posee su propio clima.
En una carta escrita a su madre cuando tenía catorce años, Tolstói citaba una
vieja canción popular: «Ay, ay, ay, qué triste está Afoniushka de vivir en tierra
extraña, lejos de su madre querida». Estas palabras volvió a utilizarlas como
epígrafe de su relato Los estados de ánimo de I. N. Búrov, que escribió
hallándose emigrado en París. Sería difícil expresar de mejor forma el estado
de ánimo de un hombre desgajado por la fuerza de su tierra natal.
Conocí bien al Tolstói que pintó Konchalovski, en cuyo retrato el rostro
del escritor se confunde con una naturaleza muerta, el hombre se fusiona con la
vida que le rodea. Pero el Tolstói del que yo quiero hablar es otro: un
individuo consagrado al arte. Sus palabras «París predispone al arte» no eran
fortuitas. Como un auténtico artista, nunca estaba seguro de sí mismo, jamás
estaba satisfecho, buscaba dolorosamente una forma para expresar lo que
quería decir. Hablaba de ello a menudo, incluso en la edad madura. En sus
conversaciones con jóvenes escritores se esforzaba en transmitirles la pasión
por el trabajo. No juzgaba necesario hablar a muchas personas de su desdicha,
de su descontento, de sus horas de tormento cuando releía con asombro y
zozobra lo que había escrito la víspera. Cuántas veces me dijo: «Iliá, escribo
y me parece bueno, pero luego veo que es una porquería, comprendes: ¡una
porquería!». A comienzos de 1941 se reeditó su novela corta Emigrados (cuyo
título en la primera versión era Oro negro). Esa obra me parecía poco
acertada y nunca hablé de ella a Tolstói; escribió en el libro: «A Iliá
Ehrenburg, esta novela profundamente imperfecta y aproximativa. Pero, amigo
mío, lo importante es el resultado final de la vida de un artista. Tú lo
comprendes». Utilizaba a menudo la palabra aproximación como condena:
decía de un lienzo o de un verso que no le había gustado: «Es una
aproximación».
Durante un tiempo quiso aprender a pintar, pero no tardó en dejarlo.
Cuando nos conocimos, Alekséi Nikoláievich hablaba de pintura con
entusiasmo. Posiblemente se debiera a la influencia que ejercía en él su mujer
Sofia Isaákovna, que era pintora; pero Tolstói poseía el don de ver la
naturaleza, los rostros, las cosas. Frecuentaba a artesanos, ebanistas,
fundidores, encuadernadores, que no sólo conocían su oficio, sino que lo
amaban, dotados de fantasía. Cuenta en su autobiografía la impresión que le
causaron en su juventud los versos de Henri de Régnier, traducidos por
Voloshin: «Me sorprendió el cincelado de las imágenes». Henri de Régnier no
era un poeta extraordinario, pero sabía escribir, y era precisamente su técnica
lo que había impresionado a Tolstói.
Alekséi Nikoláievich escribió también que, en su investigación sobre el
lenguaje popular ruso, había aprendido mucho de A. M. Rémizov, Viacheslav
Ivánov y Voloshin. Antes de eso, en su primera juventud, había tenido ocasión
de frecuentar la célebre Torre[2] de Viacheslav Ivánov. Voloshin me contó una
divertida historia que se remontaba a esa época en que Tolstói intentaba
asimilar las ideas y el vocabulario de los simbolistas. Se había encontrado en
Berlín con Andréi Bieli, que le había inflado la cabeza sobre la antroposofía.
En general, era difícil comprender lo que decía Bieli, sobre todo cuando
hablaba de su vaga doctrina. Poco después, en la «torre», se habló de
Blavátskaia y Steiner. Tolstói quiso demostrar que no era un profano en la
materia y soltó de repente: «Me dijeron en Berlín que ahora los egipcios se
reencarnan». Todo el mundo se echó a reír, y Tolstói se quedó helado de
miedo. Al cabo de muchos años pregunté a Alekséi Nikoláievich si había sido
Max quien se había inventado la historia de los egipcios. Rio y me dijo:
«Aquello fue una metedura de pata mía, sin más, ¿entiendes?».
Las conversaciones sobre la reencarnación, el anarquismo místico, la
búsqueda de Dios, el fatalismo, todo aquello no se correspondía con la
naturaleza de Tolstói. Una vez hubo adquirido cierta técnica y hubo encontrado
sus propios temas, se separó de los simbolistas (con Voloshin conservó la
amistad) y se rio de los «decadentes», en sus relatos y en su trilogía.[3] En una
ocasión, en diciembre de 1943, volvía con él de Járkov a Moscú. Los trenes
iban lentos en esta época. A. N. Tolstói y yo ocupábamos un compartimento, en
otros viajaban K. Símonov y algunos periodistas extranjeros. Casi durante
todo el recorrido Tolstói evocó el pasado; me parece que lo que quería hacer
durante esos dos días es lo que yo intento hacer ahora: reflexionar sobre su
vida. Para mi sorpresa, habló con afecto y respeto de los poetas simbolistas,
decía que había aprendido mucho de ellos; se acordó también de la Torre;
luego, de improviso, se enfadó y declaró que los jóvenes poetas no tenían
respeto por el pasado ni conciencia de la dificultad del arte; pidió que
llamaran a K. Símonov y durante largo rato trató de inculcarle que en la casa
del arte era preciso entrar con veneración, como él en otro tiempo, cuando
subía a la Torre.
Después se puso a hablar de Blok. En la novela Las hermanas aparece un
poeta decadentista llamado Bessónov, en el que muchos han visto, con plena
justicia, una caricatura de Blok. Tolstói aclaró que su voluntad era ridiculizar
a «los que remedaban a Blok». No obstante, no cabe duda de que, aun de modo
inconsciente, confirió a Bessónov ciertas peculiaridades de Blok. Tolstói así
me lo confesó, y yo creo que lo hizo sin mala intención.
La psicología de la creación artística, los tristes episodios acontecidos a
diferentes escritores (basta con recordar la querella de Levitán con Chéjov a
raíz de Poprygunia [La saltarina]), nos muestran que los rasgos particulares,
los actos, las palabras de una persona de carne y hueso pueden entrar
imperceptiblemente en esa amalgama que llamamos «personaje de novela», y
el artista no siempre sabe dónde acaban los recuerdos y dónde empieza la
ficción. La idea de que en Bessónov se hubiesen reconocido ciertos rasgos de
Blok resultaba penosa para Alekséi Nikoláievich. Hablándome de su
encuentro con Blok durante la guerra, me dijo que el poeta era muy humano;
después enmudeció, y por la noche se puso a repetir algunos versos blokianos.
(He aquí otro testimonio, los Recuerdos de Iván Bunin. A los ochenta y dos
años, Bunin quiso denigrar a todos los escritores, de derechas y de izquierdas,
soviéticos y emigrados: Gorki y Alekséi Tolstói, Blok y Maiakovski, Leonid
Andréiev y Sologub, Balmont y Briúsov, Jlébnikov y Pasternak, Andréi Bieli y
Tsvietáieva, Yesenin y Bábel, Voloshin y Kuzmín. Bunin recuerda: «Los
escritores de Moscú habían organizado una reunión para leer y analizar Los
doce de Blok, yo también acudí. No me acuerdo de quién leía exactamente,
sólo de que estaba sentado al lado de Iliá Ehrenburg y Tolstói. Como la gloria
de aquella obra, que no sé por qué la llamaban poema, muy pronto se volvió
incontestable, una vez que el lector hubo acabado se hizo un silencio
reverencial, luego se oyeron exclamaciones en voz baja: “¡Formidable!”.
“¡Maravilloso!”». Bunin hizo a continuación una intervención: demolió Los
doce y lo tildó de «truco vulgar y barato». «¡Entonces Tolstói me armó un
escándalo! ¡Había que oírle! Me gritaba como un gallo». Me acuerdo de
aquella velada. En aquella época Alekséi Nikoláievich dudaba de muchas
cosas, pero calificó las palabras de Bunin sobre la poesía de Blok de
«sacrilegio»).
A menudo le visitaba la inspiración, y siempre de manera improvisada:
cuando paseaba por la calle, en una recepción diplomática, durante una
conversación formal con alguien, lo cual dejaba muy sorprendido a su
interlocutor. Durante el invierno de 1917-1918 íbamos a menudo a casa de
S. G. Kará-Murzá, amigo fiel y desinteresado de los escritores, donde
cenábamos, leíamos versos, hablábamos del destino del arte. Volvíamos a casa
en grupo, a altas horas de la noche. Kará-Murzá vivía en Chistie Prudi
mientras que nosotros vivíamos en las calles Povarskaia, Prechístenka o en las
callejuelas de Arbat. Tolstói nos entretenía contándonos historias ridículas y
de repente se detenía en medio de unos montones de nieve para recitarnos
algunos versos de Yesenin, de N. Krandiévskaia, de Vera Ínber.
En verano de 1940 llegué a Moscú procedente de París. Tolstói me
telefoneó: «Iliá, ven a mi dacha». La dacha se encontraba en Barvija. (Antes
de eso habíamos reñido y pasado largos años distanciados; ni siquiera nos
hablábamos. Un día me vio junto al mostrador de un estanco y le susurró a mi
mujer: «Dígale que ese tabaco no vale nada. Ése de ahí es el que tiene que
comprar». Por mucho que lo intente, no logro recordar por qué reñimos. Le
pregunté a la esposa de Alekséi Nikoláievich si ella se acordaba del motivo
de nuestra desavenencia. Liudmila Ilíchnina me respondió que ni siquiera
Tolstói debía de acordarse.[4] Creo que ese detalle revela mejor que nada la
naturaleza de nuestras relaciones). Una vez en la dacha, Tolstói me ofreció
vino de Borgoña. «¿Sabes lo que estás bebiendo? ¡Es un Ro-ma-née!». Me
hizo preguntas acerca de Francia; el relato, desde luego, no era alegre. A
continuación le leí unos versos que había escrito en París después de la
irrupción de los alemanes. Le llamó la atención uno en particular y lo repitió
varias veces: «El arte, oscuro como el hombre».
Era un conversador asombroso: miles de personas se acuerdan aún hoy de
las historias que contó a lo largo de su vida: esa que databa de su infancia, de
la cocinera que le había servido sopa en un orinal, o bien la de aquel diácono
que se metía bolas de billar en la boca. Escuchándole, se podría pensar que
escribía sin esfuerzo, cuando en realidad era una tortura para él. Trabajaba
durante días enteros del tirón, corregía lo escrito, lo escribía de nuevo,
abandonando a veces lo que había empezado. «¿Te das cuenta? No funciona.
¡Es una basura!».
De joven le apasionaba la intriga del relato, la acción que se desarrollaba
de manera inesperada para el lector. A veces anotaba o retenía en la memoria,
una historia que le habían explicado: esos relatos se convertían enseguida en
la trama de una novela. He aquí el origen de su relato El misionero, titulado en
su primera versión Quien tiene boca se equivoca. En París había muchos
rusos que se habían convertido en emigrados por casualidad; entre ellos había
un zapatero que había participado en un motín de soldados en 1905. Se
llamaba Ósipov. Se había casado con una francesa e iba tirando, pero era
como el Afoniushka que estaba triste por vivir en tierra extraña y se dio a la
bebida. Un día se sintió mal: ¿por qué era católico su hijo? Se fue a la iglesia
rusa de la rue Daru y, arrepentido, suplicó al sacerdote que bautizara a su hijo
por el rito ortodoxo. El sacerdote, conmovido, no sólo ofició el rito sino que
dio a Ósipov veinte francos. Él, que no creía en Dios, ni en el católico, ni en
el ortodoxo, se gastó los veinte francos en bebida. Transcurrido un mes,
cuando le embargó de nuevo la melancolía y no tenía dinero para vodka, fue a
buscar a un sacerdote católico, le contó que los ortodoxos le habían engañado,
pero que podía «reconducir a su hijo al catolicismo». Fue Tijón Ivánovich
Sorokin quien me relató esta historia.
Yo conté a Tolstói la historia del zapatero, se rio durante un buen rato y
anotó algo en su cuaderno. La palabra reconducir le gustó y quedó tal cual en
el relato, pero Tolstói cargó las tintas en la historia: el protagonista ya no era
un pobre infeliz que ahogaba las penas en la bebida, sino un ser astuto que
«reconducía» niños al por mayor y chantajeaba al autor del relato.
En más de una ocasión Alekséi Nikoláievich me había dicho que no sabía
«de dónde demonios» salían sus relatos: de una historia que le habían contado
diez años atrás, de algún comentario divertido. Me acuerdo de nuestros paseos
nocturnos durante el primer invierno después de la revolución. Tolstói
aseguraba que debía acompañarle hasta su casa, en la calle Molchánovka,
pues, según él, yo espantaba a los bandidos. (No recuerdo cómo vestía yo en
aquella época, sólo que a Alekséi Nikoláievich le causaba risa mi gorro alto
que parecía el tocado de un monje. Hace algunos años me dieron la copia de
una fotografía en la que aparecemos los dos, al pie de la cual hay una nota de
Tolstói que reza así: «Bulevar Tverskoi, junio de 1918». Alekséi Nikoláievich
llevaba un canotié, y yo, un inmenso gorro mexicano). Tolstói me puso el
apodo de «diablo rancio». Poco después escribió el relato El diablo rancio,
que habla de un escritor místico y una cabra. El escritor no se parece en nada a
mí, salvo que el sombrero que lleva es bajo y redondo, y el diablo rancio no
es el escritor, sino la cabra. Con todo, ese relato se gestó en el momento en
que Tolstói, mirándome, me dijo: «¿Sabes, Iliá, lo que pareces? ¡Un diablo
rancio! No hay bandido que al verte no echase a correr».
No trabajaba como un arquitecto, más bien como un escultor. Desde muy
pronto renunció al sistema de escribir novelas o relatos conforme a un plan
fijado de antemano. A menudo, cuando empezaba una obra, no tenía la menor
idea de lo que seguiría. Muchas veces me dijo que no sabía cuál era el destino
del protagonista, ni siquiera sabía lo que sucedería en la página siguiente; los
personajes cobraban vida paulatinamente, iban cogiendo forma, dictaban al
autor la línea de la trama. (Esto corresponde al período de madurez de
Tolstói).
Hay escritores que son filósofos. Alekséi Nikoláievich era un escritor
pintor. A menudo las personas sienten el doloroso deseo de hacer aquello para
lo que no están hechas. Me acuerdo de Alekséi Nikoláievich, en su juventud,
cuando permanecía largo rato sentado con un libro en el que quería escribir un
aforismo a modo de dedicatoria: no le venía nada a la cabeza.
Expresaba con extraordinaria exactitud lo que quería decir mediante
imágenes, relatos, estampas, pero no lograba pensar de manera abstracta: sus
intentos de introducir en un relato o en una novela corta una generalización o
una máxima acababan en fracaso. No se le podía separar del elemento
artístico, al igual que no hay modo de que un pez viva fuera del agua. Sus
libros más perfectos, Más allá del Volga, La infancia de Nikita, Pedro el
Grande, tienen una libertad interna; en ellos el escritor no se subordina a la
intriga, relata. Tiene una potencia particular cuando está unido a sus raíces, a
las de su infancia o a la historia de Rusia, terrenos estos en los que se siente
ligero, seguro de sí mismo, como en las habitaciones de una casa donde se ha
vivido mucho tiempo.
Por lo que respecta a sus ideas, era representante de la intelligentsia rusa
de buena calidad. (Esta palabra no define un tipo de actividad, sino un
fenómeno histórico; no es por casualidad que las lenguas occidentales han
incorporado la palabra rusa intelligentsia, con su sentido específico).
Voy a contar el primer encuentro que tuvo Tolstói con el racismo, mucho
antes de la Primera Guerra Mundial. Frente a La Closerie des Lilas había una
inmensa sala de baile llamada Le bal bullier (este edificio ha sido derribado).
Los Tolstói iban a veces. En una ocasión un negro invitó a bailar a Sofia
Isaákovna y ella le presentó a su marido. Aquel negro cayó simpático a
Alekséi Nikoláievich, que lo invitó a comer en la pensión donde se alojaba.
Entre los huéspedes había un americano que, al ver que los Tolstói llevaban al
comedor a un negro, se puso hecho una furia. Alekséi Nikoláievich trató de
explicarle ingenuamente que aquel negro era un hombre muy instruido, un
príncipe, llegó a decirle. El americano no quería escucharle: «En nuestro país,
los príncipes como éste limpian zapatos». Tolstói se enfadó y tiró al
americano por las escaleras desde el segundo piso, entre los llantos de la
patrona, pero también entre las exclamaciones de aprobación de otros
huéspedes franceses.
En 1917-1918 Tolstói estaba confuso, triste, a veces angustiado. No podía
comprender lo que estaba pasando; permanecía sentado en el café Bom,
frecuentado por escritores, hacía su turno de guardia en el comité de
inquilinos; echaba pestes de todo el mundo y se compadecía a la vez de ellos,
pero no salía de su desconcierto. De vez en cuando lo visitaba Bunin.
Inteligente y malvado como era, hablaba de manera inteligente y malvada, pero
injustamente. Contaba, me acuerdo, cómo se presentó en su casa un mujik para
advertirle de que los campesinos habían decidido quemar su casa y robarle los
bienes de valor. Iván Bunin le dijo: «Eso no está bien». A lo que el mujik
contestó: «Pues claro que no está bien… Pero yo también iré, si no se lo
llevarán todo y no me dejarán nada. ¡Haré valer mis derechos!». Tolstói sonrió
con tristeza.
A menudo recibía la visita de Liza Kuzmina-Karaváieva, una poeta de
Petersburgo. Ella hablaba de justicia, de filantropía, de Dios. El destino que
aguardaba a esa mujer fue inaudito. Partió a París, donde dio a luz a una niña y
después tomó los hábitos con el nombre de María. La hija creció y se hizo
comunista. Cuando Tolstói fue a París, la joven le pidió que la ayudara a entrar
en la Unión Soviética. Durante la guerra la hermana María fue una heroína de
la resistencia. Los alemanes la deportaron a Ravensbrück. Cuando enviaban a
la cámara de gas a una partida de detenidos, la hermana María se puso en la
fila en lugar de una muchacha soviética. Durante el invierno del que hablo,
Liza transmitió a Tolstói su profunda inquietud.
Tolstói veía la cobardía de los pobres de espíritu, la ruindad de las
ofensas, pero, aunque se burlaba de los otros, no sabía qué hacer. Un día me
enseñó la placa de cobre que estaba fijada en la puerta: «Conde A. N. Tostói»,
y estalló en una risa sonora: «Para unos soy conde, para otros, ciudadano»,
dijo, riéndose de sí mismo.
«Mientras pasaba un plato al príncipe indio, madame Koshke dijo: “¡He
aquí un faisán!”». Tolstói contaba esa historia, riéndose, a la hora de comer.
Un día, después de hablar con un joven socialista revolucionario de
izquierdas, perdió su buen humor. Así nació el relato ¡Misericordia! Tolstói
escribió más tarde que ése fue su primer intento de reírse de los intelectuales
liberales; no añadió que también sabía burlarse de sus propias miserias.
En primavera de 1921 llegué a París. Tolstói invitó a algunas personas en
mi honor: Bunin, Teffi, Záitsev. Tolstói y su mujer, N. Krandiévskaia, estaban
contentos de verme. Bunin, irreconciliable, interrumpió mi relato de Moscú
diciendo que él sólo podía hablar con personas de su rango y se fue. Teffi
trataba de sacar hierro al asunto. Záitsev guardaba silencio. Alekséi
Nikoláievich estaba desconcertado: «¿Lo entiendes? Yo no entiendo nada».
Poco después la policía francesa me echó de París.
Más adelante me encontré con Alekséi Nikoláievich en Berlín; él ya sabía
que pronto volvería a Rusia. En los artículos que escribían sobre Tolstói se
hacía referencia a Smena vej [Cambio de jalones],[5] su «progresivo
acercamiento» a las ideas de la revolución. Me parece que todo eso era más
sencillo y más complicado a la vez. Dos pasiones vivían en este hombre: el
amor a su pueblo y el amor al arte. Más que comprender sentía que no podría
escribir fuera de Rusia. Y su amor por su pueblo era tal que se enemistó no
sólo con sus amigos, sino también con muchas cosas que había en él; creyó en
su pueblo, creyó que todo sucedía como tenía que suceder.
Veinte años después nos encontramos a menudo en tiempos muy difíciles,
cuando la conciencia ya no era suficiente, y hacían falta amor y fe. Decían que
su optimismo innato lo protegía siempre del desánimo, pero no era así. En
1913 y 1918 vi a Alekséi Nikoláievich no sólo afligido sino desesperado (eso,
por supuesto, no le impedía bromear, reír, inventar historias graciosas). Pero
durante el horrible verano de 1942 conservó la moral alta, se apoyaba con
firmeza en su tierra, estaba libre de lo que más repugnaba a su naturaleza: las
dudas, la necesidad de buscar una salida, la sensación de soledad.
En diciembre de 1943 estuve con él en Járkov, en el proceso de los
criminales de guerra. Yo no fui a la plaza donde iban a ahorcar a los
condenados. Tolstói dijo que él debía estar presente, que no se atrevía a eludir
aquello. Cuando volvió de la ejecución, estaba sumamente lúgubre;
permaneció callado durante un largo rato, después se puso a hablar. ¿Qué
dijo? Lo que puede decir un escritor, lo mismo que dijeron Turguéniev, Victor
Hugo y el poeta ruso K. Sluchevski…
Durante los últimos años de su vida Tolstói se sintió atraído por los
amigos de los viejos tiempos. Veía a menudo a Alekséi Alekséievich Ignátiev
y a su mujer, Natalia Vladimírovna. De Ignátiev hablaré cuando llegue a la
Primera Guerra Mundial. Tolstói le tenía mucho afecto; en cierto modo sus
caminos vitales se parecían: los dos procedían de la vieja Rusia y habían
seguido la revolución. También frecuentaban la casa de Tolstói V. G. Lidin,
P. P. Konchalovski, el doctor V. S. Galkin y S. M. Mijoels. Tolstói trabajaba
febrilmente en la tercera parte de Pedro el Grande. En otoño de 1944 ya
estaba enfermo. Cuando fui a verle estaba sombrío, trató de bromear; de
pronto se animó: empezó a hablar de su trabajo: «He acabado el quinto
capítulo… Pedro ha revivido de nuevo en mi obra…». Luchó con valentía
contra la muerte. Lo que lo sostuvo en aquella lucha no fue tanto su vitalidad
como su pasión de artista.
En la calle Spiridónovka se celebró una recepción con motivo del día del
Ejército Rojo. Todos estábamos muy animados: el final de la guerra estaba
cerca. De repente, corrió por la sala un rumor: «Alekséi Tolstói ha muerto».
Todos sabíamos que estaba gravemente enfermo, pero aquello nos pareció
absurdo, injusto, desprovisto de sentido, horrible.
Un día me dijo: «Iliá, me has de estar agradecido hasta que te vayas a la
tumba: te he enseñado a fumar en pipa». En efecto, pienso en él con profundo
agradecimiento. No me enseñó nada, salvo a fumar en pipa… Tenía nueve
años más que yo, pero nunca lo consideré mayor. No me dio lecciones, pero sí
muchas alegrías con su arte, la finura de su alma, disimulada a menudo bajo
una máscara de alegría, sus ganas de vivir, su fidelidad a los amigos, a la
gente, al arte. Se formó antes de la revolución y encontró en él las fuerzas
necesarias para entrar en otro siglo: en 1941 estuvo con Rusia. Contemplando
su cabeza grande y pesada siempre sentía que ese hombre se acordaba de todo
pero que su memoria no le aplastaba. Le estoy agradecido porque nos
conocimos en tiempos lejanos, tranquilos, en 1911; por haber estado en su
dacha el 10 de enero de 1945 cuando, enfermo, celebró su cumpleaños, seis
semanas antes de morir; le estoy agradecido porque durante treinta y cinco
años supe que vivía, maldecía, reía y escribía; escribía día y noche, y lo hacía
de tal manera que a veces uno se queda sin aliento ante la perfección de su
verbo.
21
Existe una imagen muy extendida, la de los poetas y artistas que se refugian en
la torre de marfil en su deseo de huir de la realidad. Yo nunca he estado en esa
torre y no sé si existe. Tampoco estuve en la Torre (o más bien desván) donde
vivía el poeta V. I. Ivánov y que frecuentaba en su juventud Alekséi Tolstói.
Éramos un centenar de poetas y pintores que odiábamos la sociedad existente:
gente de diversas nacionalidades, franceses, rusos, españoles, italianos; todos
sumamente pobres, mal vestidos, famélicos, pero firmemente decididos a crear
un arte nuevo, auténtico. Vivíamos en un café sombrío y sofocante que no se
parecía en nada a una torre de marfil.
A finales de 1924 Maiakovski escribió: «París, | violeta, | París color
anilina, | se levantaba | detrás de la ventana de La Rotonde». Maiakovski había
visto La Rotonde, que más adelante visitaban los turistas como una de las
curiosidades de París. No era ya un café sucio y maloliente, sino un
monumento histórico, restaurado, ampliado, pintado de nuevo. Los extranjeros
acudían a él y escuchaban las explicaciones de los guías: «Alrededor de esa
mesa solían sentarse Guillaume Apollinaire y Picasso… En aquel rincón
Modigliani dibujaba a los clientes a quienes entregaba el dibujo por una copa
de coñac…».
Hoy los turistas ya no tienen nada que ver: en el lugar de La Rotonde se ha
construido un cine. A veces, en los estudios cinematográficos, se reconstruye
una Rotonde de cartón piedra para filmar películas sobre la vida atormentada
y enigmática de los «últimos representantes de la bohemia». Si las películas
no valen nada, no es porque los personajes no se parezcan a sus prototipos,
sino porque los realizadores no tienen la llave de las ideas y los sentimientos
que inspiraban a los habituales de aquel café.
El café en cuestión era como otros cientos. En el mostrador de zinc
tomaban café o aperitivos cocheros, taxistas y empleados. Detrás de él, había
una sala oscura, impregnada de humo de tabaco, con diez o doce mesas. Por la
noche la sala se llenaba, se hablaba a voz en cuello: se discutía de pintura, se
recitaban poesías, se maquinaba la manera de hacerse con cinco francos, se
reñía, se hacían las paces. Cuando alguien se emborrachaba, lo sacaban fuera
del local. A las dos de la madrugada La Rotonde se cerraba durante una hora.
A veces el patrón permitía a los clientes habituales permanecer en el local
vacío, a oscuras, infringiendo el código policial; a las tres de la madrugada se
reabría el café y podían reanudarse las tristes conversaciones.
Libion, el propietario del café, no podía figurarse que su nombre entraría
en la historia de la pintura. Se trataba de un tabernero gordo y bonachón que
había comprado un pequeño café; La Rotonde se convirtió por casualidad en
el cuartel general de una gente estrafalaria que hablaba en lenguas diferentes o,
como decía Max Voloshin, de unos «ablandabrevas», poetas y pintores,
algunos de los cuales más tarde llegaron a ser famosos. Siendo como era un
burgués medio corriente, Libion al principio miraba un poco de soslayo a su
extraña clientela; por lo visto, nos tomaba por anarquistas. Se fue
acostumbrando a nosotros, incluso nos tomó cariño. Alguien le contó que
había gente que se había enriquecido con la pintura: compraban cuadros de
pintores desconocidos por una miseria y al cabo de veinte años los vendían
por un dineral. La idea de ganar dinero así no entusiasmaba demasiado a
Libion; un día me dijo que no le gustaban los juegos de azar y que adquirir
cuadros era como jugar a la lotería: ya está bien si uno entre mil llega a ser
alguien. Prefería ganarse la vida vendiendo licores. Desde luego a veces tenía
que aceptar algún dibujo de Modigliani por diez francos, pues ante el pobre
pintor se apilaba una montaña de platitos y no tenía ni un céntimo en el
bolsillo… De vez en cuando Libion daba cinco francos a un poeta o a un
pintor y le decía con aire enfadado: «Búscate a una mujer, tienes ojos de
loco». En su labio inferior reposaba invariablemente una colilla apagada. La
mayor parte del tiempo iba en mangas de camisa, pero con chaleco.
Un día que estaba en La Rotonde, la pintora Miamlina me pidió que le
aguantara a su bebé mientras ella iba a comprar cigarrillos al estanco de
enfrente. Pasó media hora, pasó una hora. Ni rastro de Miamlina. El bebé se
puso a gritar. Libion se acercó y escuchó mis explicaciones, pero era evidente
que no me creyó: «Ya os conozco yo a vosotros: hacéis niños y luego os
desentendéis. Bueno, llévalo a mi casa, tengo allí a una mujer ya entrada en
años que te ayudará. ¡Menudo padre estás hecho…!». Libion vivía al lado de
La Rotonde. Su piso era propio de un pequeñoburgués: cortinas rojas, un
bonito paisaje en la pared. Nunca habría colgado en su casa un Modigliani o
un Soutine. ¡Válgame Dios! Se encariñaba de los clientes, pero no de sus
obras…
Después de la Revolución de Febrero, pasaron por La Rotonde algunos
soldados rusos de una brigada enviada al frente occidental por el gobierno
zarista: les habían dicho que allí podrían encontrar a emigrados rusos. Los
soldados exigían que se les repatriara. La policía comenzó a atosigar a Libion;
decían que La Rotonde era el cuartel general de los revolucionarios y se
prohibió a los militares frecuentarlo. Aquello perjudicó seriamente a Libion,
quien tuvo miedo: corrían malos tiempos, Clemenceau había resuelto apretar
más fuerte las clavijas, la policía incurría en excesos. Después de muchos
suspiros y lamentos, Libion traspasó el negocio a otro tabernero y compró otro
pequeño café en un lugar tranquilo, alejado de los artistas. Pero entonces
comprendió que los clientes corrientes no le interesaban. A veces iba a La
Rotonde, se sentaba en un rincón oscuro, pedía una jarra de cerveza y miraba
con nostalgia a su alrededor. Murió unos años más tarde. A su entierro
asistieron pintores y poetas, algunos ya famosos, y Libion, como muchos de
sus clientes, conoció la gloria póstuma.
Mi primera novela comienza con un dato verídico: «Me hallaba yo
sentado, como siempre, en un café del boulevard Montparnasse ante una taza
vacía y esperaba que alguien me liberara y pagara los seis sous al paciente
camarero». Cuento después que en el café entró Julio Jurenito, a quien yo tomé
por el diablo. Evidentemente se trata de una invención. En La Rotonde conocí
a personas que desempeñaron un papel importante en mi vida, pero a ninguna
de ellas la tomé por el diablo. En aquella época todos éramos diablos y
mártires a los que los demonios freían en la sartén. Al teatro íbamos en muy
contadas ocasiones, no sólo porque no tuviéramos dinero, sino porque a
nosotros también nos tocaba representar una obra larga y embrollada; no sé
cómo llamarla: farsa, drama o espectáculo de circo. Tal vez el mejor apelativo
sería el inventado por Maiakovski, «misterio bufo».
Por supuesto, el aspecto exterior de La Rotonde era cuando menos
pintoresco: una mezcla de razas, hambre, discusiones y un sentimiento de
desamparo (el reconocimiento de los contemporáneos llegó, como siempre,
con retraso). Era precisamente aquel pintoresquismo lo que cautivaba a los
cineastas. Cuando un cliente de paso, bien fuera un chófer o un empleado
bancario, después de haberse tomado un café y una copita de licor en la barra
miraba la lúgubre sala, sonreía, asombrado, o bien volvía la espalda con
indignación: el público era insólito, incluso a ojos de los parisinos,
acostumbrados a todo.
Les sorprendía ante todo aquel grupo tan variopinto de gente, la diversidad
de lenguas: les daba la impresión de estar en el pabellón de una exposición
internacional, o bien en el ensayo de uno de los futuros congresos de la paz.
He olvidado muchos nombres, pero de algunos me acuerdo; hay algunos que
son conocidos de todos, otros han caído en el olvido. He aquí una lista que
está lejos de ser exhaustiva: los poetas franceses Guillaume Apollinaire, Max
Jacob, Blaise Cendrars, Cocteau, Salmon, los pintores Léger, Vlaminck, André
Lhote, Metzinger, Gleizes, Carnot, Ramay, Chantal, el crítico Élie Faure, los
españoles Picasso, Juan Gris, María Blanchard, el periodista Corpus Barga;
los italianos Modigliani, Severini, los mexicanos Diego Rivera, Zárraga; los
rusos: los pintores Chagall, Soutine, Lariónov, Goncharova, Sterenberg,
Kremen, Feder, Fotinski, Marevna, Izdevski, Dilevski, los escultores
Archipenko, Zadkine, Meschanikov, Indenbaum, Orlova; los polacos Kisling,
Marcoussis, Gottlieb, Zack, los escultores Dunikowski y Lipchitz; los
japoneses Fujita y Kawashima, el pintor noruego Per Krohg; los escultores
daneses Jacobsen y Fischer; el búlgaro Pascin. Resulta difícil acordarse de
todos, sin duda he olvidado muchos nombres.
El aspecto exterior de los clientes también debía de sorprender a los
recién llegados. Nadie, por ejemplo, puede ofrecer una descripción exacta de
la forma de vestir de Modigliani: en sus buenos tiempos llevaba una chaqueta
de terciopelo claro y un pañuelo rojo alrededor del cuello; pero cuando bebía
mucho, caía enfermo y se quedaba sin un céntimo, se envolvía con trapos de
colores brillantes. El pintor japonés Fujita se paseaba vestido con un kimono
hecho a mano. Diego Rivera blandía un bastón mexicano. A su amiga, la
pintora Marevna (Vorobiova-Stebélskaia), le gustaba vestirse de una manera
vistosa, tenía una voz estentórea, penetrante. El poeta Max Jacob vivía en la
otra punta de París, en Montmartre; venía durante el día en traje de tarde, con
pechera de camisa de una blancura nívea, y no se quitaba nunca el monóculo.
Había un indio que llevaba un tocado de plumas en la cabeza y enseñaba sus
dibujos al pastel a cuantos quisieran verlos. La negra Aisha, echando para
atrás su cabeza grande cubierta de rizos hirsutos de un negro azulado, se reía
con gran estruendo, sus dientes destellaban en la penumbra. El escultor
Zadkine aparecía en mono de trabajo, acompañado por un enorme perro danés
conocido por su carácter violento. La modelo Margot se desnudaba por
costumbre, un día me confesó que su sueño era llegar a ser reina. Yo me
sorprendí, pero ella me explicó: «¡Tonto! ¿No comprendes que todos tienen
ganas de violar a una reina…?». En el rincón más oscuro se sentaban
infaliblemente Kremen y Soutine. Este último tenía un aspecto asustadizo,
somnoliento, como si acabase de despertar y no le hubiese dado tiempo de
lavarse, afeitarse; tenía los ojos de un animal acorralado, tal vez a causa del
hambre. Nadie le prestaba atención. ¿Acaso habría podido imaginar alguien
que las obras de aquel adolescente delgaducho, oriundo del shtetl bielorruso
de Smilovichi, llegarían a ser un día el sueño de todos los museos del
mundo…?
Recuerdo el día en que David Petróvich Sterenberg vino a La Rotonde con
A. V. Lunacharski. Estábamos sentados a la misma mesa. Lunacharski alababa
los dibujos de Steinlen, decía que Franz Stuck era un pintor decadente, pero
interesante. Yo no estaba de acuerdo. Me parecía que Steinlen no tenía ningún
interés y que Stuck era un decadente sin talento ni gusto, pero me sentía bien
con Lunacharski, tenía la impresión de hallarme en Moscú. Cuando se fue,
Libion me dijo: «No sabía que te codearas con gente de tanta categoría. ¿Ese
señor es compatriota tuyo? Te podría ayudar a abrirte camino».
Cuando hablo del pintoresquismo de los parroquianos de La Rotonde,
debo confesar que yo no les iba a la zaga. En la época de La Closerie des
Lilas, yo ya tenía un aspecto extraño. La esposa de Alekséi Tolstói recuerda
que éste en una ocasión me mandó una tarjeta al café dirigida simplemente «au
monsieur mal coiffé», y la carta, en efecto, llegó a su destinatario. Pero en La
Rotonde me había convertido en un auténtico vagabundo. En un artículo
periodístico de 1916 Voloshin describía «al hombre enfermizo, mal afeitado,
con el pelo muy largo y tieso que le cae en mechones desordenados, tocado
con un sombrero de fieltro de ala ancha que llevaba levantado como un gorro
medieval, encorvado, con las espaldas y las piernas dobladas hacia dentro».
Max afirmaba que mi «aparición en los otros barrios de París provocaba
inquietud y agitación entre los viandantes. Debían de causar la misma
impresión los filósofos cínicos en las calles de Atenas y los eremitas
cristianos en las de Alejandría».
Los habituales de La Rotonde eran desconocidos fuera de sus paredes.
Pero Picasso había adquirido ya cierto renombre, a veces hablaban de él en
los periódicos. A Libion le habían contado que el «príncipe ruso Schukin»
compraba los cuadros de Pablo, y él le saludaba respetuosamente con un
«¡Buenos días, señor Picasso!». Pablo vivía en Montmartre, después se
trasladó a Montparnasse y alquiló un estudio cerca de La Rotonde. Nunca lo vi
borracho. Tenía el aspecto de un hombre joven, y era amigo de gastar bromas.
Un día vino con Diego, dijo que habían cantado una serenata bajo las ventanas
de Guillaume Apollinaire: Mère d’Apollinaire, que no sonaba muy bien…
La vida en La Rotonde era más bien monótona; de vez en cuando ocurría
algún acontecimiento y se hablaba de él durante varios días. Kisling y Gottlieb
se batieron en duelo; uno de los padrinos fue Diego. Unos periodistas
husmearon en el asunto y durante un día los periódicos se ocuparon de La
Rotonde. Entre la clientela del café había muchos escandinavos, y Libion se
suscribió a periódicos extranjeros por ellos. Los suecos bebían más que nadie,
eran los clientes ideales. Recuerdo que un día un pintor sueco estaba sentado a
mi lado; no dejaba de pedir coñacs dobles; una pila de platitos resplandecía
en la mesa. El coñac no impedía al sueco leer con atención el Svenska
dagblad, que le ocultaba la cara. De pronto el periódico se le cayó de las
manos: el sueco había muerto. Se personó la policía. Nosotros nos dirigimos a
casa en silencio. En otra ocasión, un español, un tipo corpulento, se puso
hecho una furia, cogió una mesita de mármol de una pata y empezó a darle
vueltas mientras gritaba que iba a acabar con todo el mundo, que estaba harto
de vivir. Nosotros retrocedimos hacia el mostrador. Libion tenía un principio
firme: no llamar nunca a la policía. De repente el español sonrió, dejó la
mesita en su sitio y dijo: «Ahora podemos beber por la vida número dos».
Con todo, La Rotonde no era un antro de perversión, sino un café. Los
propietarios de las galerías se citaban allí con los pintores, los irlandeses
discutían la manera de acabar con los ingleses, los jugadores de ajedrez
jugaban partidas interminables. Entre estos últimos me acuerdo de Antónov-
Ovséienko, que tenía la costumbre de repetir antes de cada jugada: «No, así no
es como va a atraparme, soy perro viejo, yo».
A finales de 1941 el hermano de Modigliani, diputado socialista en el
Parlamento italiano, vino a París. Giuseppe Modigliani no era partidario de
que Italia entrase en guerra. Se citó en La Rotonde con Y. O. Mártov y P. L.
Lapinski. Decían que se había quedado desolado al ver a su hermano sumido
en la locura y que él lo achacaba a sus malas compañías de La Rotonde.
Sin embargo, La Rotonde no podía privar a nadie de la serenidad
espiritual, sino que se limitaba a atraer a personas que habían caído en la
desesperación. Los periodistas no sabían de qué hablábamos, a veces
describían peleas, borracheras, suicidios. La mala fama de La Rotonde fue en
aumento. Durante la guerra, vi sentada a una mesa contigua a una mujer
modesta cuyo aspecto revelaba a todas luces que había ido a parar a
Montparnasse por casualidad. Entabló conversación conmigo tímidamente: me
enteré de que era modista, que había llegado de Poitiers para pasar el día en
París y deseaba conocer la vida de los pintores. Le expliqué que yo no era
pintor, sino un poeta ruso. Aquello le pareció aún más romántico. Me
acompañó al hotel y me pidió permiso para ver cómo vivía. Mis pensamientos
los ocupaba la pintora Chantal y le contesté fríamente que yo debía trabajar:
«Usted trabaje, yo estaré callada sin molestarle». Quedó horrorizada al ver el
desorden que reinaba en mi habitación, lo ordenó todo, tomó del armario los
calcetines rotos, los zurció, cosió unos botones en la camisa y se fue contenta:
había conocido de cerca la vida bohemia. Y yo, sentado en mi habitación sin
calefacción, componía versos: «En la charcutería dormitaban cabezas de
cerdo, | pálidas como damas. | De sus ojos inmóviles goteaba la tristeza, |
sobre el mármol bañado en lágrimas. | Si lo desea le ofreceré un cochinillo
relleno, | o una bombonera con las vistas de la catedral de Reims».
Hablo de La Rotonde y sin querer recuerdo episodios anecdóticos, pero en
realidad todo era mucho más triste y más serio. Por las noches, en el café,
Modigliani dibujaba retratos en papel de carta, a veces veinte dibujos
seguidos. Pero no fue por eso que llegó a ser Modigliani. No trabajábamos en
La Rotonde, sino en talleres sin calefacción, en buhardillas, en sucios
edificios amueblados llamados hoteles. Íbamos a La Rotonde porque nos
sentíamos atraídos mutuamente. No eran los escándalos los que llamaban
nuestra atención; ni siquiera nos inspiraban las teorías estéticas nuevas y
audaces, simplemente teníamos ganas de estar juntos: sencillamente nos unía el
infortunio común.
Hablaré más adelante de Picasso, Modigliani, Léger, Rivera. Ahora siento
el deseo de dar un salto adelante para tratar de comprender qué es lo que nos
pasaba entonces a nosotros y a ese arte en el que vivíamos inmersos.
Los futuristas italianos proponían quemar los museos. Modigliani se negó
a firmar su manifiesto: nunca ocultó su amor por los viejos maestros toscanos.
Picasso hablaba con entusiasmo del Greco, de Goya, de Velázquez. Max Jacob
me leía poemas de Rutebeuf. Ninguno de nosotros renegaba del arte antiguo,
pero a menudo pensábamos si el arte era necesario en nuestros tiempos, a
pesar de que sin él no pudiésemos vivir ni un solo día.
En La Rotonde no se reunían adeptos de una corriente determinada, ni los
propagandistas del «ismo» de turno; no hay nada en común entre el cubismo
seco y sin colores que entonces apasionaba a Rivera y la pintura lírica de
Modigliani, entre Léger y Soutine. Más tarde los historiadores del arte
inventaron el término «Escuela de París»; sin duda, sería más correcto hablar
de la terrible escuela de la vida que conocimos en París.
La revolución, llevada a cabo por los impresionistas y luego por Cézanne,
se limitaba a la pintura. En su vida, Manet no fue un rebelde sino un mundano.
Cézanne sólo veía la naturaleza, sus lienzos, sus colores. Cuando durante el
caso Dreyfus toda Francia estaba en ebullición, se preguntaba, perplejo, cómo
era posible que su antiguo camarada Zola se interesara por semejantes
bagatelas. La revuelta de pintores y de los poetas relacionados con ellos en
los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial tenía un carácter
distinto, pues no sólo iba dirigida contra los cánones estéticos, sino que se
oponía a la sociedad en la que vivíamos. La Rotonde no parecía una
madriguera, sino también una estación sísmica donde las personas no sólo
recibían sacudidas imperceptibles para los demás. En el fondo, la policía
francesa no se equivocaba demasiado al considerar La Rotonde como un lugar
peligroso para la paz pública…
Como suele ocurrir, algunos de los que participaron en la revuelta la
abandonaron, o bien, cuando la situación cambió, se esfumaron, se les perdió
la pista; otros, como Modigliani o Guillaume Apollinaire, murieron
prematuramente; otros, por último, mantuvieron el frenesí de aquellos días
durante toda su vida, su biografía marchó al compás de la historia del siglo.
Lo más difícil para un escritor es encontrar un título para su libro; por lo
general los títulos son pretenciosos o demasiado generales. Pero del título
Poemas de las vísperas estoy más satisfecho que de los propios versos. Los
años de los que hablo ahora fueron una auténtica víspera. Muchos hablan de
ellos como epílogos. Hay noches blancas en que es difícil determinar de
dónde procede la luz que perturba, inquieta, impide dormir y favorece a los
enamorados: ¿se trata de la alborada o del crepúsculo vespertino? En la
naturaleza, la confusión de la luz no dura mucho: media hora, una hora. En
cambio la historia no tiene prisa. Crecí en una combinación de dos luces y he
vivido en ella toda mi vida, hasta la vejez.
22
No sé por qué, pero en aquella época tenía más amistad con los pintores que
con los poetas. Tal vez porque la pintura es una lengua internacional, o tal vez
simplemente porque los pintores pasaban más horas en La Rotonde.
A principios de 1914 un pintor que estaba sentado en una esquina oscura
de La Rotonde me llamó y me dijo: «Te voy a presentar a Apollinaire». En
aquella época me entusiasmaba el poeta y yo intentaba traducir sus versos. He
aquí el inicio de uno: «Le pré est vénéneux, mais joli en automne | Les vaches
y paissant | Lentement s’empoissonnent | La colchique couleur de cerne et de
lilas | Y fleurit tes yeux sont comme cette fleur-là | Violâtres comme leure
cerne et comme cet automne | Et ma vie pour tes yeux lentement
s’empoisonne». [‘El prado es venenoso pero lindo en otoño | Las vacas allí
pastan | Despacio se envenenan | El cólquico color de ojeras y de lilas |
Florece allí tus ojos son como aquella flor | Violáceos como sus ojeras y como
este otoño | Mi vida por tus ojos despacio se envenena’].[1]
Es fácil adivinar hasta qué punto estaba emocionado. No pude pronunciar
una palabra, ni siquiera logré seguir la conversación; miraba a Apollinaire con
tanta admiración que me dijo entre risas: «No soy una hermosa muchacha, sino
un hombre de mediana edad». No se parecía a los visitantes habituales de La
Rotonde, no había nada exótico en su ropa ni en su comportamiento, hablaba
con voz estentórea, se reía y, si bien era un polaco nacido en Roma cuyo
verdadero nombre era Wilhelm Kostrowicki, tenía el aspecto de un bondadoso
flamenco. Sin embargo, había en él un entusiasmo que después, quizá, sólo
haya visto en el poeta checo Nezval. Le gustaba bromear; nos propuso que
escribiéramos un misterio sobre la serpiente, la manzana y Picasso. Pablo,
como buen supersticioso español, no podía oír la palabra serpiente e hizo
unos signos mágicos debajo de la mesa para alejar el mal de ojo.
Los versos de Apollinaire me parecían demasiado armoniosos, yo lo
consideraba un clásico y me lamentaba a Diego Rivera: «Apollinaire es un
Hugo, un Pushkin». Escribe: «Le grand Pan l’amour Jésus-Christ | Sont bien
morts et les chats miaulent | Dans la cour, je pleure à Paris».[2] Diego
respondía: «Eso es porque Apollinaire es francés, bueno, es polaco, pero
escribe en francés». Pero yo era injusto con los versos de Apollinaire: no sólo
era un gran poeta, sino un hombre del nuevo siglo, levemente cubierto del
polvo de plata de los viejos caminos europeos.
Al principio de la guerra partió como voluntario al frente; en un primer
momento glorificó la guerra, después vio el horror de la vida en las trincheras
y escribió sobre ello. En la primavera de 1916 un obús cayó cerca de la
trinchera, y un fragmento de metralla perforó su casco militar y resultó
gravemente herido. Los fuertes dolores de cabeza y la parálisis de la parte
izquierda del cuerpo obligaron a practicarle una trepanación. La salud de
Apollinaire quedó minada y, en noviembre de 1918, dos días antes de que
acabara la guerra, murió de la mortífera epidemia de «gripe española».
Cuando comencé a trabajar en mis memorias, me trajeron de la biblioteca
un paquete de libros sobre los poetas del primer cuarto de siglo, entre los que
figuraba una selección de cartas del poeta Max Jacob. En 1915 escribía a
Guillaume Apollinaire: «Hay entre nosotros un poeta ruso bastante notable,
Iliá Ehrenburg; me ha traducido algunos de sus versos. Se considera discípulo
de Jammes, pero se parece más a ti o a Heine. En sus poemas hay algo
parecido al Juicio Final: van a buscar a un viejo que está sentado en un café:
“¿Acaso no sabe que ha llegado el Juicio Final? ¡Tiene que venir!”. Y el viejo
contesta: “No puedo ir, me han invitado a una cena”. No todos sus versos
alcanzan semejante fuerza, pero convendría que hubiera más poetas como él».
Max Jacob me dijo que quería traducir algunos de mis poemas al francés.
Trabajábamos en su alojamiento: vivía en una pequeña habitación de
Montmartre. Continuaba viniendo a La Rotonde vestido con elegancia y,
cuando entraba en su casa, se quitaba su traje de etiqueta, lo doblaba
cuidadosamente dentro de un cofre y se ponía una chaqueta llena de manchas.
(A finales de 1917, recibí una carta de Max Jacob en Moscú. Me
comunicaba que había leído las traducciones de mis poemas en una velada de
poesía contemporánea en el Salón de Otoño. No le respondí, vivíamos en
mundos diferentes…).
Había en Max Jacob ciertos rasgos que le acercaban a otro Max: Voloshin.
Además de a la poesía, los dos se dedicaban a la pintura; adoraban el juego,
las bromas, la farsa. Cuando Max Jacob fue atropellado por un coche y la
ambulancia lo llevó al hospital, suplicó a los médicos que avisaran a su hija,
aunque no tenía ninguna. Se convirtió al catolicismo: aseguraba que se le
habían aparecido Cristo y la Virgen María y le habían dicho: «Max, eres un
bellaco». Su padrino fue Picasso.
La auténtica pasión de Max Jacob era el arte. Escribía versos tiernos e
irónicos, ora denunciaba a los burgueses engreídos, ora se confesaba
infantilmente. Predijo el florecimiento de la física, de la astronomía, estaba
dotado de una imaginación y sensibilidad extraordinarias que le permitían
anticiparse a muchas cosas: escribía que los ministros y los estetas mantenían
conversaciones abstractas sobre el arte por el arte, sobre la grandeza de
Francia, mientras que el cielo encima de sus cabezas era plomizo, hendido por
rayos.
Durante muchos años vivió en una abadía a las orillas del Loire; allí le
sorprendió la Segunda Guerra Mundial. Poco tiempo después Max tuvo que
ponerse la estrella amarilla en la solapa: era judío. Escribía cartas tristes a los
amigos, sabía lo que se le venía encima. Un día fue a visitarle Paul Éluard,
combatiente de la Resistencia, para decirle que los jóvenes poetas franceses le
debían mucho.
En enero de 1945 Radio París anunció que los alemanes habían asesinado
a Max Jacob. Supe más tarde los detalles de su muerte. A principios de 1944
los alemanes lo llevaron al campo de tránsito de Drancy, desde donde
enviaban a los judíos a Auschwitz (en Drancy murió toda la familia de Jacob).
Max tenía sesenta y ocho años, cayó enfermo y murió; los supervivientes
recuerdan que murió dignamente, esforzándose en levantar la moral a los
otros, en alentarlos.
23
Muy pocas veces conversé con Modigliani sin que me citara algunos tercetos
de La Divina Comedia; Dante era su poeta preferido. En mis Poemas de las
vísperas hay un poema que data de abril de 1915: «Tú estabas sentado en una
escalera baja, | Modigliani. | Tus gritos eran los de un albatros… | La luz
oleaginosa de una lámpara bajada | y el azul de tus cabellos ardientes. | Y de
repente escuché al terrible Dante. | Sonaron, se derramaron las palabras
sombrías».
Dante no sólo era terrible. Me acuerdo de ciertas estrofas del Purgatorio:
el poeta y su compañero, sentados en lo alto de una montaña, contemplan
apaciblemente el camino recorrido. Tengo el deseo ahora de sentarme un rato
al lado del Modigliani vivo («Modi», como lo llamaban sus amigos). Lo han
hecho protagonista de una película comercial, han escrito varias novelas
insulsas sobre él. ¿Acaso el escenógrafo de la película pudo sentarse
tranquilamente en un peldaño de piedra y meditar sobre los recodos de un
camino que le era ajeno?
Así se forjó la leyenda de un pintor hambriento, de vida licenciosa,
siempre borracho, del último representante de la bohemia que, en sus escasas
horas de lucidez entre trago y trago, pintaba retratos singulares, murió en la
miseria y póstumamente fue encumbrado a la fama.
Todo eso es cierto y a la vez falso. Es verdad que Modigliani pasaba
hambre, se daba a la bebida, tomaba hachís, pero eso no quiere decir que
amase el libertinaje o los «paraísos artificiales». Modigliani no tenía el menor
deseo de pasar hambre, siempre comía con apetito y de ninguna manera
buscaba el martirio. Tal vez estaba hecho para la felicidad mucho más que
otros. Estaba vinculado a la dulce lengua italiana, al suave paisaje de la
Toscana, al arte de sus viejos maestros. No comenzó con el hachís… Es obvio
que habría podido pintar retratos que hubiesen gustado a críticos y clientes;
habría tenido dinero, un bonito estudio, reconocimiento. Pero Modigliani no
sabía mentir ni adaptarse; todos los que le conocieron saben que era muy terco
y orgulloso.
Lo vi en momentos duros y en días alegres; lo vi tranquilo,
extraordinariamente amable, pulcramente afeitado, con la cara pálida,
ligeramente azulada, los ojos dulces, llenos de bondad; también lo vi furioso,
con la cara cubierta de una espesa barba negra. Ese Modigliani lanzaba gritos
agudos como un pájaro, tal vez como un albatros; si evoqué a ese pájaro en
mis versos no fue como mera alegoría.
(A Modigliani le gustaba el poema de Baudelaire sobre el albatros del
cual se burlan los marineros: «Ce voyageur ailé, comme il est gauche et
veule!»).
He dicho que Modigliani era guapo; las mujeres lo miraban. Su belleza
siempre me pareció italiana. Sin embargo, era sefardita, un descendiente de
los judíos expulsados de España que se establecieron en Provenza, Italia y los
Balcanes.
Un día entré con Modigliani en un café del boulevard Pasteur. Había
estado trabajando y se le veía tranquilo. En la mesa contigua había unos
señores de aspecto respetable que jugaban a las cartas. Yo copiaba unos
versos que me había enseñado Modi y no oía nada. De pronto él saltó y se
puso a gritar: «¡Cierra el pico! Soy judío y podría tener un par de palabras
contigo… ¿Estamos?». Los jugadores guardaron silencio. Modigliani pagó el
café y dijo en voz alta: «Lástima que nos hayamos metido en este café, está
lleno de cerdos». Cuando salimos le pregunté qué habían dicho los de la mesa
vecina. «Lo de siempre —contestó Modigliani—. Es una lástima dedicarse a
pintarrajear telas con un pincel; todavía habrá que pasarse tres siglos
rompiendo crismas».
Me contó que su abuelo era romano, quería cultivar viñas y compró para
ello una pequeña parcela de terreno; pero, según la ley, a los judíos les estaba
prohibido poseer tierras. El abuelo, furioso, se trasladó a Livorno, donde
vivían numerosas familias judías desde hacía mucho tiempo. Modi me leyó
algunos sonetos italianos de Emanuele Romano, poeta hebreo del siglo XIV;
eran cáusticos, amargos y al mismo tiempo llenos de alegría de vivir.
Modigliani me contó cómo celebraban antaño los romanos el carnaval: la
comunidad judía tenía la obligación de facilitarles un corredor judío; éste se
desnudaba y, ante los gritos de la multitud entusiasmada, obispos, embajadores
y damas, daba la vuelta a la ciudad tres veces. (Escribí un poema entonces a
este respecto).
Conocí a Modigliani en 1912. Era ya un viejo parisino. Durante uno de
nuestros primeros encuentros me hizo un retrato; todo el mundo le encontró un
gran parecido con el original. Después me dibujó a menudo; yo tenía una
carpeta con sus dibujos. (En el verano de 1917 volví a Rusia con un grupo de
emigrados políticos. En Inglaterra nos notificaron que estaba prohibido entrar
en Rusia manuscritos, dibujos, cuadros e incluso libros. Tomé cuanto tenía de
valor, una naturaleza muerta de Picasso, el Eda de Baratinski con la
dedicatoria del autor, los dibujos de Modigliani, y dejé la maleta en la
embajada del gobierno provisional. El gobierno se reveló, en efecto,
provisional, y la maleta desapareció para siempre).
La habitación donde vive Anna Ajmátova en un viejo edificio de
Leningrado es pequeña, severa, está desnuda; en la pared sólo cuelga un
retrato de ella, joven, hecho por Modigliani. Anna Andréievna me contó cómo
había conocido en París a un joven italiano extremadamente modesto que le
había pedido permiso para hacerle un retrato. Eso fue en 1911. Ajmátova
todavía no era Ajmátova y Modigliani tampoco era aún Modigliani. Pero se ve
ya en el dibujo (si bien por su factura se diferencia de los dibujos más tardíos
del pintor) la precisión de las líneas, su ligereza, la convicción poética.
El protagonista de la película y de las novelas es el Modigliani de los
momentos de desesperación, de locura. Pero Modigliani no sólo bebía en La
Rotonde, no sólo dibujaba en papel manchado de café; pasó días, meses y
años ante el caballete pintando desnudos y retratos al óleo.
Siempre me asombró su erudición. Creo que no he conocido a ningún
pintor que amara tanto la poesía. Recitaba de memoria a Dante, Villon,
Leopardi, Baudelaire y Rimbaud. Sus telas no son visiones fortuitas, sino un
mundo del cual el artista, que había logrado combinar de manera insólita la
infancia y la sabiduría, tenía plena conciencia. Cuando hablo de «infancia» no
me refiero, por supuesto, al infantilismo, ni a una torpeza natural ni al
intencionado primitivismo, sino a cierto frescor de percepción, espontaneidad,
pureza interior. No es sorprendente que los diferentes modelos de Modigliani
se parezcan entre sí. Yo puedo juzgar por los que conocí: Zborowski, Picasso,
Rivera, Max Jacob, la escritora inglesa Beatrice Hastings, Soutine, el poeta
Franz Hellens, Dilevski y, por último, la mujer de Modi, Jeanne. Nunca le
seducía lo accesorio ni los objetos externos; sus lienzos revelan la naturaleza
del hombre. Diego Rivera, por ejemplo, es pesado, casi salvaje; Soutine
conserva un aire trágico de incomprensión, la nostalgia permanente del
suicidio. Lo sorprendente es que, si los diferentes modelos de Modigliani se
parecen entre sí, ello no responde a un estereotipo, a los procedimientos a los
que recurre el pintor, sino a la percepción del mundo que tiene el artista.
Zborowski, con su cabeza de perro pastor bondadoso y peludo, el
desconcertado Soutine, la tierna Jeanne en camisa, una niña, un viejo, una
modelo, un bigotudo, todos parecen niños enfurruñados, aunque algunos de
esos niños tengan barba o canas. Me parece que a Modigliani la vida se le
antojaba un inmenso jardín de infancia organizado por mezquinos adultos.
En la leyenda, por supuesto, siempre hay algo de verdad, y resulta fácil
comprender que la biografía de Modigliani pueda cautivar a un cineasta. Hace
poco leí en la prensa que un pequeño retrato de Modigliani se había vendido
en una subasta en Estados Unidos por cien mil dólares. En toda su vida
Modigliani no gastó la cuarta parte de esa suma. Cuántas veces vi a la vieja
Rosalía, propietaria de un pequeño restaurante italiano de la rue Campagne
Première, recibir un dibujo de Modigliani a cambio de un trozo de carne o una
ración de macarrones. Ella no quería aceptarlo, pero Modigliani insistía: él no
era un mendigo; y Rosalía, mirando la hoja de papel cubierta de finas líneas
rotas, suspiraba con tristeza: «Dios mío…». Bien es cierto que ni siquiera los
más entendidos amantes del arte le comprendían. A quienes les gustaban los
impresionistas no soportaban a Modigliani por su indiferencia hacia el color,
su precisión en el dibujo, su arbitraria desfiguración de la naturaleza. Todo el
mundo hablaba de cubismo; los pintores, a veces poseídos por la idea de
destrucción, eran al mismo tiempo ingenieros, arquitectos, constructores; para
los amantes de los cuadros cubistas, Modigliani era un anacronismo.
Los biógrafos señalan que 1914 fue un buen año para Modigliani: había
encontrado a un marchante de cuadros, Zborowski, que en el acto había sabido
comprender y apreciar sus obras: ese joven poeta polaco había llegado a París
soñando con un viaje a la mágica Citera pero encalló ante una taza de café en
La Rotonde. No tenía dinero, vivía en un pequeño piso con su mujer.
Modigliani a menudo trabajaba allí. Zborowski, con sus cuadros bajo el brazo,
recorría París de la mañana a la noche esforzándose en vano en seducir con
las obras del pintor italiano a los verdaderos marchantes de arte.
Es cierto, por último, que en ocasiones se apoderaba de Modigliani el
desasosiego, el horror, la ira. Me acuerdo de una noche en su estudio lleno de
trastos; había mucha gente: Diego Rivera, Voloshin, modelos. Modigliani
estaba muy nervioso. Su amiga, Beatrice Hastings, decía con su marcado
acento inglés: «Modigliani, no olvide que es usted un gentleman, su madre es
una dama de la alta sociedad…». Estas palabras obraron en Modigliani como
un sortilegio; permaneció largo rato sentado en silencio, pero finalmente no
logró dominarse y se puso a romper la pared; arrancó el estucado, intentó
quitar los ladrillos. Tenía los dedos ensangrentados y en sus ojos había tanta
desesperación que no pude seguir mirándole y salí al patio mugriento, lleno de
trozos de esculturas, de vajilla rota y de cajas vacías.
Durante los años de la guerra, Modigliani iba a menudo a cenar a una
cantina frecuentada por pintores; se sentaba en los peldaños de la escalera, a
veces recitaba a Dante, otras hablaba de la guerra, de la muerte de la
civilización, de poesía, de todo excepto de pintura. Durante cierto tiempo se
apasionó por las predicciones del médico francés del siglo XVI, Nostradamus.
Me aseguraba que Nostradamus había predicho con exactitud la Revolución
francesa, el triunfo y la derrota de Napoleón, el fin del Estado del papa, la
unificación de Italia; citaba otras profecías que aún no se habían cumplido:
«He aquí un pequeño detalle: la República en Italia… Y otra cosa, mucho más
importante: se mandará a mucha gente al exilio, a unas islas, llegará al poder
un tirano cruel que mandará encarcelar a todos cuantos no aprendan a callar y
se comenzará a exterminar a la gente».
Sacaba del bolsillo un libro muy usado y decía a voz en cuello:
«Nostradamus previó la aviación militar. Pronto enviarán al polo a los que
osen sonreír o llorar a destiempo, unos al Polo Norte, otros al Polo Sur».
Cuando llegaron las primeras noticias de la revolución que había estallado
en Rusia, Modi vino corriendo a verme, me abrazó y se puso a gritar con
entusiasmo (a veces no llegaba a comprender lo que me decía).
Una joven llamada Jeanne empezó a frecuentar La Rotonde. Parecía una
colegiala, tenía los ojos y los cabellos claros, miraba a los pintores con
timidez. Decían que estudiaba pintura. Poco antes de mi partida a Rusia, vi en
el boulevard Vaugirard a Modigliani y a Jeanne. Caminaban sonrientes y
cogidos de la mano. Pensé: «Por fin Modi ha encontrado su felicidad».
Volví a París en mayo de 1921. Me contaron a toda prisa las novedades:
«¿Cómo, no sabes que Modigliani ha muerto?». Yo no sabía nada de mis
amigos de La Rotonde. Modi tosía continuamente, siempre tenía frío, contrajo
una tuberculosis pulmonar, su organismo estaba extenuado. Murió en el
hospital a principios de 1920. Jeanne no fue al cementerio. Cuando los amigos
volvieron a La Rotonde después del entierro, se enteraron de que una hora
antes Jeanne se había tirado por la ventana. Quedaba la hijita de Modi, que
también se llamaba Jeanne.
Eso es todo. Los amigos habían hecho una colecta para pagar el entierro.
Un año más tarde en París se organizó una exposición de sus obras. Se han
escrito libros sobre él, se han hecho fortunas con sus cuadros. Por otra parte,
es una historia tan habitual que ni siquiera vale la pena hablar de ello…
He visto Modigliani en diferentes museos del mundo, en Nueva York,
Estocolmo, París, Londres. Pintó algún desnudo, pero la mayoría de sus
cuadros son retratos. Dio vida a mucha gente, plasmando en sus lienzos
tristeza, perplejidad, ternura y un sentimiento de perdición irremediable que
conmueve a los visitantes de los museos.
Quizá algún defensor acérrimo del «realismo» dirá que Modigliani
desdeñaba la naturaleza, que las mujeres de sus retratos tienen los cuellos o
las manos demasiado largos. ¡Como si un cuadro fuese un atlas de anatomía!
¿Acaso las ideas, los sentimientos y las pasiones no modifican las
proporciones? Modigliani no era un observador frío, no miraba a las personas
desde el exterior, vivía con ellas. Son retratos de personas que amaron,
languidecieron, sufrieron; y las fechas no son sólo jalones de la vida del
pintor, son jalones del siglo: 1910-1920. Sería ridículo decir que Modigliani
no sabía cuántas vertebras había en el cuello, lo estudió en las escuelas de
bellas artes de Livorno, Florencia y Venecia durante muchos años. Sabía
también otra cosa: por ejemplo, cuántos años contenía un año como 1914. Y si
cambiaban las nociones que parecían seculares de los valores humanos, ¿cómo
no iba a ver un pintor el rostro de su modelo modificado?
Los lienzos de Modigliani contarán muchas cosas a las generaciones
futuras. Pero yo los miro y veo ante mí al amigo de mi lejana juventud. ¡Cómo
amaba a los hombres, cómo se inquietaba por ellos! Se escribe una y otra vez:
«Bebía, alborotaba, murió…». Pero el problema no es ése. El problema no
está siquiera en su destino, edificante como una parábola. Su destino estaba
estrechamente ligado al de los otros, y si alguien quiere comprender el drama
de Modigliani, que no piense en el hachís, sino en los gases asfixiantes, que
piense en la Europa entumecida y perpleja, en los caminos tortuosos del siglo,
en el destino de cualquiera de los modelos de Modigliani en torno a los cuales
se estrechaba ya una argolla de hierro.
24
El verano de 1914 empezó bien para mí. Había escrito varios poemas que me
parecían más originales que los anteriores (los incluí más adelante en mi libro
Poemas de las vísperas).
El verano fue extraordinariamente claro y caluroso, jalonado por
ocasionales chaparrones. Todo florecía con exuberancia. De manera
inesperada, recibí dinero de dos revistas y decidí viajar a Holanda: ¡no me lo
iba a gastar en un abrigo de invierno! Me sentía atraído por la obra de
Rembrandt, así como por las descripciones del original modo de vida del país
y las hospitalarias holandesas con cofias blancas cuyas fotografías adornaban
la agencia de viajes.
(Ahora me parece extraño que se pueda ir a un país extranjero sin rellenar
formularios, sin pasar semanas esperando a que se decida si te dejarán salir o
no. Sin embargo, la palabra visado la oí por primera vez durante la guerra;
antes ni siquiera pedían pasaporte: en la frontera sólo subían en el vagón los
aduaneros).
Holanda resultó ser un país tranquilo y pintoresco. Las cofias de las
muchachas eran realmente blancas, las aspas de los molinos de viento giraban
de verdad; los campesinos fumaban con parsimonia sus largas pipas de arcilla;
las vacas bien cuidadas rumiaban melancólicamente la hierba de un tierno
verde, y siempre servían queso en el desayuno. En una palabra, la guía con la
que me había pertrechado en París no me había engañado.
Había museos por doquier y cada mañana, después de engullir el mayor
número posible de bocadillos de queso para así ahorrarme la comida del
mediodía, me dirigía a alguno de ellos. Por lo general se define la pintura
holandesa como estrictamente realista, dicen que se inspira en la vida
cotidiana. Los temas de los cuadros parecen confirmar esas afirmaciones:
retratos, escenas de género, paisajes —con la combinación, inevitable en ese
país, de tierra llana, agua y cielo—, naturalezas muertas. Pero en Italia el
museo no está separado de la calle donde se encuentra y el arte se fusiona con
la vida que lo rodea. En Holanda, por el contrario, me sorprendió la ruptura
entre el arte del pasado y la realidad actual. Los campesinos tenían sentido de
los negocios, la Bolsa de Ámsterdam parecía una institución nacional, durante
la semana todo el mundo leía los boletines bursátiles y los domingos, los
libros de oraciones. La playa próxima a La Haya estaba llena de damas
corpulentas. En medio de todo eso se erguían los edificios de los museos
donde colgaban las telas de Rembrandt, al igual que colgaban en el Louvre y
en el Ermitage.
Me preguntaba cómo podía explicarse semejante ruptura. Parece que los
pintores holandeses, hace tres siglos, vivían en un aislamiento interior mucho
más grande que los italianos: cuando llevaban a cabo los encargos y
representaban escenas de género al alcance de todos, se inspiraban en la
técnica pictórica. En 1914 la palabra formalismo sólo se aplicaba al «hombre
en el estuche»,[1] pero, para expresarme en términos actuales, diré que los
pintores holandeses me parecieron formalistas. Me fascinaba contemplarlos,
pero, al salir del museo, volvía a pensar en mis cosas.
Nada de eso tenía que ver con Rembrandt: no podía dejar de mirar sus
cuadros, me contagiaba su inquietud. Sin duda, él no vivía al margen de la
gente, su carácter apasionado desconcertaba y a veces sublevaba a sus
contemporáneos. No creo que los otros pintores del siglo XVIII apreciaran a
los negociantes o a los obispos, pero a los prósperos mercaderes les gustaban
sus telas, las pagaban bien y decoraban con ellas sus casas. Ahora ponen el
nombre de Rembrandt a calles, hoteles y marcas de cigarros. Pero cuando
vivía no pasaba lo mismo: al pintor le embargaban los bienes y los vendían en
subastas, había años en que nadie llamaba a la puerta de su casa.
Yo vagaba por los canales y pensaba en el destino del pintor sin prestar
atención a los transeúntes. ¿Se debía al clima de Holanda? Hace poco leí las
cartas de Descartes a Guez de Balzac. Descartes contaba cómo pasaba el
tiempo en Holanda (vivió veinte años en este país): «Todos los días paseo
entre multitud de gente con la misma sensación de libertad y de reposo que
usted por sus avenidas, y las personas con las que me cruzo son para mí los
árboles que usted ve en su bosque». También me he acordado de Descartes
porque en aquella época comencé a leerlo por primera vez, pensaba sobre la
esencia de la duda: «Pienso, luego existo».
Era un día caluroso, y yo andaba, como de costumbre, por las calles de
Ámsterdam sin mirar la cara de los viandantes. De pronto ocurrió algo que me
dejó perplejo; la gente leía el periódico presa de la agitación, hablaba en voz
más alta que de costumbre, se arremolinaba junto a los estancos donde
colgaban los boletines con las últimas noticias. ¿Qué había pasado? Yo me
esforzaba por comprender los títulos. Por todas partes se repetía una misma
palabra: oorlog,[2] que no se parecía a las palabras alemanas ni a las
francesas. En un primer momento decidí volverme al hotel para leer a
Descartes, pero la inquietud se adueñó de mí. Compré un periódico francés y
me quedé estupefacto: hacía tiempo que no leía los periódicos y no sabía lo
que ocurría en el mundo. Le Matin anunciaba que Austria-Hungría había
declarado la guerra a Serbia; Francia y Rusia se disponían a decretar la
movilización general ese mismo día. Inglaterra guardaba silencio. Me pareció
que todo se venía abajo: las acogedoras casitas blancas, los molinos y la
Bolsa…
Intenté cambiar dinero ruso, tenía veinte rublos, pero en los bancos me
respondieron que, desde la víspera, sólo cambiaban monedas de oro. No me
alcanzó el dinero para pagar el hotel, dejé allí mis cosas y corrí a la estación.
Durante la noche del 2 de agosto llegué a la última estación belga, los
trenes ya no entraban en Francia. Los belgas decían que su país permanecería
neutral cualesquiera que fuesen las circunstancias (al día siguiente los
alemanes invadieron Bélgica). Era preciso cruzar la frontera a pie.
Despuntaba el alba. Caminamos entre pesadas espigas doradas, después
encontramos un prado verde; cantaban las alondras. Mis compañeros no
decían nada. Por un camino desierto pasó un rebaño, sonaban los cencerros de
las vacas. Finalmente apareció a lo lejos un hombre, era un centinela francés;
no sé por qué motivo disparó al aire, y ese disparo, en el silencio campestre
de la mañana, me trastornó: de pronto comprendí que mi vida se había
escindido en dos. Algunos soldados entonaron La Marsellesa con voz
desafinada. Salieron a nuestro encuentro unos alemanes, hombres, mujeres y
niños con fardos pesados; se dirigían hacia Alemania. El centinela dijo en un
tono difícil de definir, tal vez de reproche, tal vez de indiferencia: «He aquí la
guerra».
Miré atrás por última vez: el blanco camino desierto, el rebaño de vacas,
el pueblecito belga. No sabía que unos días más tarde prenderían fuego al
pueblo y que las divisiones alemanas avanzarían por aquel camino en
dirección sur, no sabía que la guerra iba a ser tan larga (todo el mundo decía
«un mes, tal vez dos»), pero sentía que en el mundo todo había cambiado.
Ahora sé que, del mismo modo que las campanadas del reloj señalan el inicio
del nuevo año, el disparo inmotivado de un centinela, en algún punto de
Erquelinnes, marcó el inicio de una nueva era.
Aquel día de verano se grabó para siempre en mi memoria. Se habla a
menudo de la importancia del primer amor. Pero para mí, como para todos los
que me rodeaban, era la primera guerra. Cuarenta y cuatro años es un largo
período de tiempo: los combatientes de la guerra franco-prusiana habían
muerto o eran muy viejos, los jóvenes se reían de sus relatos. Ninguno de
nosotros sabía qué era la guerra.
La Segunda Guerra Mundial se preparó durante mucho tiempo, la gente
pudo hacerse a la idea de que ésta era inevitable; en la víspera del Pacto de
Munich los franceses presenciaron un ensayo general: la despedida de los
reservistas, el apagón. Pero la Primera Guerra Mundial estalló
repentinamente: la tierra tembló bajo nuestros pies. Sólo algunas semanas más
tarde recordé que el Echo de Paris exhortaba a recobrar Alsacia y Lorena,
que cuando aún estaba en Rusia en las reuniones yo había condenado la
reunión de Francia con el zar: «El zar ha recibido un anticipo por la carne de
cañón». También me acordé de que el propietario de la panadería me había
dicho muchas veces: «Lo que necesitamos es una buena guerra, una guerra de
verdad, entonces todo se arreglará». Y cuando atravesaba Alemania, había
visto a los arrogantes oficiales alemanes. Todo se preparaba desde hacía
tiempo, pero lejos, y estalló de improviso.
Unos zuavos me hicieron sitio en su vagón de mercancías. (Antes había
visto inscripciones en los vagones: en Rusia, «cuarenta hombres, ocho
caballos», en Francia, «Treinta y seis hombres», pero nunca me había detenido
a pensar de qué «hombres» se trataba). Viajábamos hacinados, hacía calor. El
tren iba despacio, se detenía en los apartaderos a la espera de que pasaran los
convoyes que iban en sentido contrario. En las estaciones las mujeres
acompañaban a los soldados movilizados; muchas lloraban. Nos dieron para
el vagón botellas de vino tinto. Los zuavos bebían a morro, me la pasaban para
que bebiera yo también. Todo daba vueltas, giraba. Los soldados se
envalentonaban. En muchos vagones se había escrito con tiza: «Excursión de
recreo a Berlín».
Los soldados franceses llevaban sus viejos uniformes absurdos: uniformes
azules con pantalones de un rojo vivo. Aún imaginaban la guerra tal como la
habían representado los viejos pintores de batallas: caballos encabritados, el
abanderado sobre la cima, el general que agita su mano cubierta de un guante
blanco. Se contaban multitud de historias, algunas jactanciosas, otras cómicas.
Nunca se generan tantas fábulas como durante los primeros días de una guerra;
en aquella época yo no lo sabía y me lo creía todo. Unos decían que los
franceses habían tomado Metz, que habían matado a mil alemanes, que los
cosacos rusos avanzaban rápidamente hacia Berlín; otros aseguraban que los
alemanes habían invadido Francia y se aproximaban a Nancy, que Inglaterra se
había declarado neutral, que un crucero francés había sido hundido, que el zar
había llegado a un acuerdo en el último momento con Guillermo. Nadie sabía
nada. Los zuavos entonaban canciones a voz en cuello, unas tristes y otras
picantes.
En París, la Estación del Norte parecía un campamento. En los andenes se
comía, se dormía, se besaba, se lloraba.
Fui a ver a mis amigos rusos. Todo el mundo gritaba, nadie escuchaba a
nadie. Unos decían: «Francia es la libertad, voy a luchar por la libertad». Otro
refunfuñaba tristemente: «No se trata del zar, sino de Rusia… Si me dan
permiso, iré, si no me alistaré aquí como voluntario».
Es difícil relatar lo que pasaba esos días. Todo el mundo parecía haber
perdido la cabeza. Las tiendas cerraban sus puertas. La gente se lanzaba a la
calle gritando: «¡A Berlín! ¡A Berlín!». No eran jóvenes, no eran grupos de
nacionalistas, no, era todo el mundo, viejas, estudiantes, obreros, burgueses,
todos marchaban enarbolando banderas, con flores, cantando La Marsellesa
con voces enronquecidas. Todo París se echó a la calle, la gente se
arremolinaba por las calles; acompañaban a los soldados, los despedían,
silbaban, gritaban. Parecía que un río humano se hubiese desbordado e
inundado el mundo. Cuando por la noche, extenuado, me desplomaba en la
cama, llegaban por la ventana los mismos gritos: «¡A Berlín! ¡A Berlín!».
No podía apartar mi atención del montón de periódicos; los leía una y otra
vez, a pesar de que en todos se decía lo mismo: los matices políticos habían
desaparecido. Jaurès había sido asesinado, pero sus camaradas escribían que
era preciso combatir contra el militarismo alemán. Jules Guesde llamaba a
todos a continuar la guerra hasta alcanzar un final victorioso. Hervé, conocido
porque en su periódico La Guerre Sociale exhortaba a los soldados a que no
obedecieran a sus generales, escribió: «Ésta es una guerra justa y
combatiremos hasta el último cartucho». Los socialdemócratas alemanes
votaron a favor de los créditos de guerra. Bethmann-Hollweg calificó el
acuerdo sobre la neutralidad de Bélgica como un «trozo de papel». El rey de
los belgas hizo un llamamiento para defender a la patria; tenía un rostro
simpático: se reprodujo en todos los periódicos. Lieja resistía heroicamente.
Anatole France pidió que le mandaran al frente, tenía setenta años; le dejaron
en la retaguardia, por supuesto, pero le entregaron un capote de soldado.
Thomas Mann, glorificando las hazañas del ejército alemán, evocó a Federico
el Grande: «Ésta es una guerra de toda Alemania». Los periódicos hablaban
del entusiasmo que reinaba en Petersburgo. Un grupo de socialdemócratas y de
socialistas revolucionarios hacía un llamamiento a los emigrados franceses
para que se alistaran como voluntarios en el ejército galo: «Repetiremos el
gesto de Garibaldi… Si cae Guillermo, el absolutismo ruso que tanto odiamos
se vendrá abajo».
Abría La Patrie y buscaba ávidamente una respuesta. Y a mi alrededor la
gente gritaba, lloraba, cantaba «Allons enfants de la patrie!».
Yo vivía en un hotelito barato, Le Nice, en el boulevard Montparnasse.
Poco antes de la guerra el dueño del hotel se había casado con una
encantadora alsaciana, prácticamente una niña. Cuatro o cinco días después de
que estallara la guerra, lo movilizaron. Reunió a los viejos clientes —todos
emigrados rusos—, a Lapinski, a Mártov y a mí, y nos pidió que ayudáramos a
su joven esposa en caso de que alguien la tomara con ella por haber tenido
antes la nacionalidad alemana (lo que más le preocupaba era la presencia del
hermano de su mujer, un chico de quince años que no hablaba francés; éste
había ido a ver a su hermana y se había quedado atrapado en París). El
propietario ordenó que no se nos cobrara la habitación hasta el final de la
guerra.
Me encontré al pintor Léger, me dijo que lo habían movilizado, que lo
destinaban a un regimiento de zapadores y partía al día siguiente. Le pregunté
maquinalmente cómo había ido su exposición. Léger sonrió con ironía y agitó
la mano.
Vino a verme mi amigo Tijón Ivánovich Sorokin y me trajo las últimas
noticias: al día siguiente, en el Palacio de los Inválidos, se abriría la
inscripción de voluntarios. Él iría a primera hora.
Era muy duro quedarse allí y mirar cómo los otros partían. Dije a Sorokin:
«Yo también iré». Me habló largo y tendido de la importancia de esa guerra
para Rusia. No me acuerdo de la conversación, pero sí que, al despedirnos,
me dijo: «Tú, amigo mío, te has vuelto loco».
Yo ya no era capaz de pensar, de manera que, si Descartes tenía razón, yo
ya no existía.
25
Fernand Léger volvió del frente con un permiso ordinario de seis días y me
enseñó los dibujos que había hecho en las trincheras. Yo no soy crítico de arte
y el libro que escribo no trata de pintura; al volver la vista atrás lo que deseo
es asomarme al futuro. Citaré ahora lo que escribí en 1916 sobre los dibujos
de guerra de Léger. No es la valoración de un crítico de arte sino el testimonio
de un contemporáneo: «Léger ha traído del frente muchos dibujos. Los hizo
durante las horas de descanso en los refugios subterráneos, a veces en las
trincheras. Algunos están salpicados de lluvia y otros están rotos; casi todos se
han realizado en papel burdo de envolver. Son dibujos extraños, misteriosos.
Nunca he visto nada semejante y, sin embargo, tengo la impresión de haberlos
contemplado ya, de no haber visto más que eso. Léger es cubista, a veces
esquemático, otras nos asusta con la fragmentación de todo lo que nos rodea,
pero ante mí tengo el rostro de la guerra. En sus dibujos no hay nada personal,
no se ven alemanes ni franceses: sólo hombres. Tal vez ni siquiera sean
hombres, pues son seres subordinados a las máquinas. Soldados con cascos,
grupas de caballos, tubos de cocinas de campaña, ruedas de cañones, todo eso
son piezas de un mecanismo. No hay colores: los cañones, lo mismo que los
rostros de los soldados, pierden su color en la guerra. Líneas rectas, planos,
dibujos que parecen esbozos, ausencia de lo arbitrario, de lo seductor, de lo
inexacto. En la guerra no hay lugar para el sueño. Es una fábrica bien equipada
para el aniquilamiento de la humanidad. Esas hojas son fragmentos de planos
dibujados por un normando bondadoso, Fernand Léger».
Recuerdo una noche en que estábamos sentados en La Rotonde. Léger tenía
ganas de hablar, pero durante la guerra los cafés cerraban a las diez.
Compramos vino y fuimos a su estudio. Su primera mujer, la preciosa y
risueña Jeanne, tarareaba alegremente; nos trajo vasos y latas de conserva.
Léger de repente adoptó un aire sombrío: se acordó de que había abierto latas
de conserva con una bayoneta manchada de sangre. Después de beber un poco
de vino tinto se animó y empezó a contarnos sus impresiones: «Allí he
conocido a hombres auténticos. ¿A quién conocía antes de la guerra? A
Apollinaire, a Archipenko, a Cendrars, a Picasso, a Modi, a Max, a ti. Allí he
visto a personas corrientes. Incluso hablan de otro modo. ¿Sabes? Cuando les
dije que era pintor creían que era uno de brocha gorda. De una cosa así uno
puede estar orgulloso, ¡no es La Rotonde!».
Léger decía a menudo después que la guerra había sido el acontecimiento
decisivo de su vida, que le había ayudado a encontrarse a sí mismo; llegaba a
afirmar que sólo después de la guerra había comenzado a trabajar con
independencia.
Conocí a Léger mucho antes de que estallara la guerra; vivía todavía en La
Ruche, junto con Chagall y Archipenko. Era la época del florecimiento del
cubismo, su influencia fue tal que incluso Chagall, ese poeta de un shtetl de
Bielorrusia que tanto debe a los pintores de letreros que decoraban las
peluquerías o fruterías, llegó a vacilar por un breve período de tiempo.
Léger entonces trabó amistad con el escultor Archipenko, que también se
hizo cubista. Gleizes y Metzinger explicaban el significado filosófico y
estético del cubismo, hablaban de ir más lejos que Cézanne, de la necesidad
de descomponer las formas. Cuando yo preguntaba a Archipenko por qué sus
mujeres tenían los rostros cuadrados, él sonreía y respondía: «Hum…
Precisamente por eso». Una vez me quedé a pernoctar en su estudio, habíamos
bebido demasiado calvados. Me despertaron los rayos del sol. Archipenko
dormía profundamente. Yo no quería despertarlo y, tumbado en el suelo,
contemplaba sus esculturas. Me parecían híbridos: el diablo se había casado
con una máquina de coser. Me levanté sin hacer ruido y corrí a la calle, donde
me alegré enormemente al ver a un trapero revolviendo en un cubo de basura.
El cubismo me atraía y me aterrorizaba.
En aquella época Léger ya era un cubista convencido. Cuando comparo sus
trabajos de 1913 y los de 1918, a mi modo de ver no hay ninguna ruptura entre
ellos. Por otra parte, no se produjeron cambios bruscos en su obra. Era muy
fiel, nunca renegaba de su pasado, quería a sus viejos amigos. En 1913 alquiló
un estudio en la rue de Notre-Dame des Champs y allí trabajó cerca de
cuarenta años. Decía que en la guerra había visto a hombres auténticos, se hizo
amigo de ellos, pero, en sus dibujos, esos hombres recordaban las piezas de
una máquina monstruosa.
Léger no se parecía a su pintura, tampoco a los parroquianos de La
Rotonde; en su semblante había algo próximo a la naturaleza, lo que
probablemente se debía a su origen, a su infancia: la verde Normandía, los
manzanos, las vacas, su familia campesina. Léger tenía unas manos grandes,
era alto, de osamenta robusta y de movimientos lentos. Me daba la impresión
de que era una escultura, sólo que no de piedra sino de madera tibia, viva.
Lo que le emparentaba con otros pintores que frecuentaban La Rotonde era
su odio a la hipocresía, a la pintura decorativa, a la manía de tapar con
cortinas las viejas paredes de las habitaciones mohosas. Sin embargo, no
había en él ese fuego cruel y destructor que se percibía en la mirada rápida del
joven Picasso. Léger, en su juventud, quería construir y no destruir. Vivió hasta
los setenta y cinco años, y en su biografía no hay cataclismos, sólo un cambio
de estaciones, y trabajo, un trabajo constante, inspirado.
Algunos clientes de La Rotonde se apasionaron por la Revolución de
Octubre. Pero después, al enterarse de que en Rusia no sólo seguían
enseñando a los niños las tablas de multiplicar sino que alentaban a los
pintores de tendencia académica, los «bolchevizados» de ayer (así llamaban
los periódicos a los simpatizantes) se convirtieron en enemigos del
comunismo. Léger era un hombre de otro temple y de otra estatura. Saludó la
Revolución de Octubre como el inicio de la edificación de una nueva
sociedad, nunca renegó de sus ideas y fue comunista hasta el fin de sus días.
Murió súbitamente. Estuve en su estudio un año antes; me enseñó sus
nuevas obras, parecía tener buena salud, estaba animado. Trabajó hasta el
último día y se desplomó como un árbol grande, todavía verde.
Maiakovski, que lo visitó en 1922, escribió: «Léger, pintor del que hablan
con cierto desprecio algunos famosos entendidos del arte francés, me produjo
una impresión muy fuerte, de lo más agradable. Fornido, tiene el aspecto de un
auténtico pintor-obrero que concibe su trabajo no como una predestinación
divina, sino como un oficio interesante igual a los otros oficios de la vida».
Era la época del LEF (Frente de Izquierda de las Artes),[1] del
constructivismo, de los versos que clamaban la necesidad de acabar con la
poesía.
En la segunda parte de mi libro hablaré del duelo trágico de Maiakovski
con el arte. Pero Léger resistió; tenía unas piernas sorprendentemente fuertes y
un juicio sano y cabal. Cuando yo llegaba hasta el límite, iba a verlo y, si no
estaba en París, pensaba en él: su vitalidad ayudaba a vivir a los demás. No sé
a qué «famosos entendidos» había oído Maiakovski formular juicios
desdeñosos con respecto a los trabajos de Léger. A diferencia de otros
parroquianos de La Rotonde, Léger pronto encontró incondicionales: en 1912
ya había firmado un contrato con un marchante. Evidentemente, en tanto que
pintor, tuvo su drama, pero diferente al de Modigliani o Soutine. Los amantes
de la pintura compraban las obras de Léger, pero él soñaba con frescos, con
cerámica, con trabajar conjuntamente con arquitectos, en el arte para todos.
Mucho antes del Esprit Nouveau de Le Corbusier, mucho antes de nuestro LEF,
Léger ya hablaba del arte ligado a la industrialización.
Sin embargo, a diferencia del LEF, Léger reconocía el significado
independiente del arte. En 1922, respondiendo a un cuestionario de la revista
Viesch [El objeto],[2] decía: «Un mal pintor copia el objeto y se limita a la
semejanza. El buen pintor representa el objeto y halla el estado de
equivalencia […]. Soy un pintor y es absurdo que me esfuerce en representar
en una superficie plana formas volumétricas. He abandonado los objetos, he
tomado el lápiz».
En 1921 escribí un libro titulado Y sin embargo se mueve, en el que
ensalzaba las máquinas, la arquitectura industrial, el constructivismo. Léger
ilustró la cubierta de este libro. Cuando ahora he intentado releerlo, muchas de
las cosas me han parecido ridículas, cuando no estúpidas: he caminado por la
vida haciendo eses. En cambio, el camino de Léger fue recto, y su dibujo de
1921 está relacionado directamente no sólo con los de su juventud sino
también con los posteriores. El drama de su vida residía en que los amantes
del arte colgaban sus cuadros en las paredes de los salones: nunca accedió a
las de los nuevos edificios públicos.
Léger consideraba que la estética moderna se hallaba relacionada con la
máquina. Decía que el trazo ahora era más importante que el color. Le gustaba
el paisaje industrial. A menudo repetía que el arte, desde Shakespeare hasta
Chaplin, vivía de contrastes. Creo que hay un drástico contraste entre la
suavidad, el lirismo y la humanidad de Léger y sus convicciones artísticas. En
sus lienzos los hombres a menudo parecen robots; sin embargo, él odiaba la
sociedad que transforma al hombre en máquina.
En esos años lejanos que precedieron a la Primera Guerra Mundial Léger
me decía, sorprendido: «¿Por qué vas al museo? Tú eres un poeta joven, es
mejor que mires los aviones, a los deportistas, las fábricas, a los acróbatas del
circo». Era un exaltado patriota de su tiempo, y muchos críticos lo consideran
el pintor más contemporáneo de mediados del siglo XX. No sé. Tal vez haya
envejecido, tal vez la segunda mitad de nuestro siglo no se parezca a los años
en que se formó Léger; actualmente, en el arte, no me gustan las máquinas, sino
lo que es único e irrepetible, lo vivo, lo que distingue a un árbol de otro.
No obstante, yo no hablaba de nuestros días, sino de la época de la
Primera Guerra Mundial. Léger entonces también quería edificar, pero con
audacia, con su arte, ayudó a destruir mucha hipocresía y falsedad. Lo hizo con
calma, con seguridad, sin fantasías románticas, sin desdoblamiento interior,
como un arquitecto a quien han encargado transformar el plano de una ciudad y
demoler unos tugurios llenos de moho.
28
Ya he contado cómo me hice poeta: sucedió porque tenía que ser así. En
cambio, me hice periodista por casualidad y únicamente porque me enfadé.
Los periódicos rusos, durante la guerra, llegaban a París con retraso, diez
números a la vez. Me enviaban el Utro Rossii [La mañana de Rusia], Un día
recibí un paquete de periódicos; primero leí todo lo referente a cuestiones
rusas, después vi un artículo sobre París de «nuestro corresponsal». El
artículo en cuestión me sacó de mis casillas. Su tono general no me
sorprendió: yo ya sabía que la verdad era un secreto de guerra que era preciso
ocultar y que frases como «hasta la victoria», «alianza sagrada», «ya no hay
ricos ni pobres», «la retaguardia vive por el frente», se empleaban tanto que
ya no se les prestaba atención. Lo que me irritó fue otra cosa: el autor del
artículo desconocía que el uniforme militar había cambiado. Clemenceau no
escribía en el periódico L’œuvre; el café que el periodista describía de un
modo pintoresco había sido cerrado hacía tiempo. ¿Por qué hablaban de
«nuestro corresponsal»? ¡Era obvio que lo escribían en Moscú! (Yo era
ingenuo y no sabía cómo se hace un periódico).
Fui a La Rotonde, pedí papel y comencé a describir la vida de París.
Trabajé varios días de un tirón, en lugar de dormir escribía. (Por las noches
continuaba empujando carretillas en la estación de carga). Resultó que escribir
un artículo no era tan sencillo; a cada instante me dejaba llevar e incurría en
una poesía de mal gusto; el resultado era un artículo largo, sentimental y un
tanto estúpido. Me puse a tachar, pero quedó demasiado seco. Lo escribí de
nuevo. Creo recordar que dejé correr la pluma durante una semana entera. Al
fin tuve la impresión de que mi crónica no era peor que las que se publicaban
en los periódicos y la remití junto con una amable carta a Utro Rossii. No
obtuve respuesta. Me dije que «nuestro corresponsal» era un amigo del
redactor jefe. Yo era tenaz desde niño; no soñaba con ser periodista, sólo tenía
ganas de demostrar al jefe de redacción de Utro Rossii que el corresponsal de
marras no se encontraba en Francia y que yo no escribía peor que los
colaboradores de ese periódico. Quería mandar un artículo a otro diario. El
tema del primero me pareció carente de actualidad, así que escribí otro con
gran esfuerzo y se lo enseñé a Max Voloshin; me aconsejó que lo mandara a la
edición vespertina del Birzhevie viédomosti [Noticiario de la Bolsa][1] en el
que escribían si no con mayor libertad sí con más viveza. El nombre del
periódico me pareció ofensivo; un poeta escribiendo en el Birzhevie
viédomosti. Max me explicó que no había nada reprensible en ello. La mejor
revista literaria francesa se llamaba Mercure de France, y Mercurio era el
dios de los picos de oro, los mercaderes, los charlatanes y los ladrones. Por
mucho que se esforzó, la palabra Bolsa me daba náuseas; de todos modos
envié el artículo. Al mismo tiempo Max escribió al jefe de redacción de
Birzhevie viédomosti una carta de recomendación.
Enseguida recibí un extenso telegrama: la redacción del periódico me
comunicaba que habían publicado mi artículo, me pedía que mandara otros y,
si era posible, que visitara el frente en calidad de enviado especial; me
hicieron llegar mis honorarios.
Invité a Max, Rivera, Marevna y Chantal. Cenamos de maravilla en el
restaurante Baty y después fuimos a casa de Vasílieva.
Escribí nuevas crónicas, mejores, a mi modo de ver, que las primeras.
Pero entonces recibí los periódicos con mis artículos. Estaba tan disgustado
que los rompí al instante: habían «corregido» mis escritos, añadiendo unas
cosas, quitando otras: la ironía había desaparecido, sólo quedaba la melaza.
¡Es sorprendente el efecto que produce una primera ofensa! Luego uno se
acostumbra a ella. Decididamente, el hombre se acostumbra a todo: a la
miseria, la cárcel, la guerra. Pero la primera vez incluso una humillación
insignificante parece increíble. Yo pensaba sin cesar: «¡Cómo me deben
despreciar los poetas de Petrogrado! Escribo poemas sobre vísperas y publico
en el Birzhevie viédomosti historias almibaradas». Max intentaba consolarme:
un periódico no es una antología poética y el censor militar no está obligado
en absoluto a entender la ironía romántica.
Yo me encontraba en muy mal estado: el trabajo nocturno, La Rotonde, la
lectura de los periódicos, las novelas de Dostoievski y de Bloy, los versos, me
habían convertido en un neurasténico. Y entonces me ocurrió un incidente de lo
más estúpido. Tenía gripe, estornudaba, estaba empapado en sudor; Libion me
aconsejó beber dos o tres vasos de ponche y no escatimó en ron. Corrí a casa
para buscar pañuelos. Abrí el armario y me quedé estupefacto: ¡aquellos
objetos no eran míos! Miré bien: ¿no me habría equivocado de habitación?
No, sobre la mesa estaban mis acuarelas (me había aficionado a la pintura y en
mi tiempo libre representaba la vida de Villon, patíbulos, soldados, dragones,
La Rotonde). Pese a todo decidí coger un pañuelo, y de pronto cayó una
chuleta de cerdo cruda al suelo y sobre mi cabeza un cuello de piel. Fui
corriendo en busca de la propietaria y le grité que me había vuelto loco y que
tenía alucinaciones. La propietaria no se sorprendió lo más mínimo y dijo a su
hermano (entonces ya hablaba francés): «¡Emil, ve corriendo a la comisaría!
Que vengan enseguida».
En lugar de preguntar a la propietaria por qué llamaba a la policía, subí a
mi habitación y esperé el final de aquello sumido en la oscuridad. Tenía
escalofríos, todo se confundía en mi cabeza. Sabía que de un momento a otro
vendrían a por mí y me llevarían a un manicomio.
Los policías comenzaron a hacer el inventario del contenido del armario;
yo trataba de preguntarles qué significaba todo aquello, pero ellos se limitaban
a sonreír. Entre mis camisas rotas había lencería femenina con encajes,
zapatos de baile, corbatas, frascos de perfume, coñac, toda clase de vituallas.
Les llevó un buen rato inventariarlo todo, discutían sobre la clase de los
encajes y la calidad de la piel… Después me dieron a firmar el acta y me
dijeron que al día siguiente por la mañana debía presentarme en la comisaría.
Quise ver a la patrona, pero era tarde: ya dormía. Comprendí que por la
mañana me encerrarían no en un manicomio sino en la cárcel. ¡Está bien verse
tras las rejas cuando te han encontrado octavillas, pero lo que me habían
encontrado eran unas chuletas incomibles! Sin duda había perdido el juicio,
Modi me había hecho probar una vez hachís, ¡ahí estaban los resultados!
Estaba acostado, semiinconsciente, debía de haberme subido la fiebre. En la
habitación flotaba un olor a cadáver. Encendí la luz, no había cadáver alguno.
El mal olor era cada vez más intenso. Decidí pasar el resto de la noche
sentado en la escalera cuando de repente vi un camembert redondo; los
policías no lo habían visto, había caído del armario y había rodado hasta
debajo de la cama. Aunque hacía frío, abrí la ventana de par en par. Así que
mañana era el fin: iría a la cárcel por robo. ¿No se trataría de una
alucinación…?
Por la mañana temprano vino a verme la patrona y lo primero que me dijo
fue: «¡Cuántas veces le he pedido que no deje la llave en la puerta!». En el
mismo piso que yo vivía otro ruso, un violinista, creo recordar. Tenía una
amiga, una joven francesita, a quien habían detenido en unos grandes
almacenes mientras se llenaba la bolsa de mercancías. Había tenido tiempo de
prevenir a su enamorado. El violinista quiso desembarazarse cuanto antes de
los objetos robados, sabía que mi puerta siempre estaba abierta y metió todo
en mi armario. En la comisaría me interrogaron durante largo rato, se burlaron
de mí diciendo que, cuando menos, yo debía de ser cómplice. La patrona del
hotel salió en mi ayuda: declaró que había visto salir al violinista de mi
habitación. Me dejaron en libertad, fui a La Rotonde y conté a Modigliani lo
que había pasado. Sonrió y me dijo: «A ti pronto te meterán en la Santé. Todo
el mundo sabe que quieres hacer estallar Francia».
Una semana más tarde me llamaron a la Prefectura. Empecé a declarar que
yo no tenía nada que ver con el cuello de piel ni las chuletas encontradas en mi
armario. El funcionario me interrumpió, pues no le gustaba que se burlasen de
él; las chuletas no le interesaban, pero sabía que yo me relacionaba con unos
señores que apoyaban la Conferencia de Zimmerwald. Tenía interés en saber
por qué el corresponsal de un respetable periódico ruso llevaba un traje
harapiento y trabajaba en la estación de mercancías. «Por cierto, ¿dónde se
encuentra actualmente Alfred Kranz?». Yo no conocía a ningún Kranz y le
pregunté: «¿Es pintor?». El funcionario sonrió con malicia: «Todos ustedes
son pintores». Comprendí que las cosas iban mal. Tal vez Nostradamus no
hubiera previsto la aviación militar, pero Modi —un auténtico Nostradamus—
me había dicho que no tardarían en detenerme por actividades subversivas.
El interrogatorio se prolongó durante toda la mañana y se interrumpió de
improviso: el funcionario consultó el reloj y dijo que era hora de comer;
volverían a citarme en los próximos días. Sólo más tarde supe el motivo del
interrogatorio. El Birzhevie viédomosti había publicado un artículo mío sobre
las damas que se dedicaban a la beneficencia: en él conté que en la Madeleine
se había celebrado el bautizo de un soldado senegalés que preguntaba con aire
asustado a su madrina: «¿Hace daño?». Las autoridades militares se habían
enojado porque habían visto en el artículo una burla al ejército francés. Por
mucho que se esforzara el Birzhevie viédomosti en conferir a mis artículos un
carácter digno, se percibía claramente que yo detestaba la guerra. Se decidió
mi expulsión de Francia. Aunque yo era un emigrado, lo pusieron en
conocimiento de la embajada rusa. El consejero de la embajada, Sevastopulo,
explicó el incidente al agregado militar. Alekséi Alekséievich Ignátiev se
indignó, no tenía ni idea de quién era yo, pero en la conducta de las
autoridades francesas veía un perjuicio para el prestigio de Rusia. El artículo
había sido revisado por la censura militar rusa y se había publicado en
Petrogrado. Las cuestiones de la prensa no eran de la incumbencia de Ignátiev;
mantuvo conversaciones con Poincaré y Kitchener sobre la coordinación de
las operaciones militares, sobre el suministro de armas a Rusia, pero encontró
tiempo para anular la orden de expulsión.
Me enteré de esto uno o dos meses después, cuando decidí inscribirme en
la Asociación de prensa internacional: fueron los corresponsales del Riech [El
discurso], Dmítriev, y de Nóvoie vremia, Pávlovski (el mismo que conocía a
Chéjov y mantuvo correspondencia con él), los que me contaron que querían
expulsarme.
A Alekséi Alekséievich Ignátiev lo conocí doce años más tarde en una
velada literaria: el conde Ignátiev, antiguo diplomático de la Rusia zarista, se
había convertido en un modesto funcionario de la representación comercial
soviética en París. Ignátiev quería al pueblo ruso y creía en él. Le habían dado
un trabajo poco adecuado para su formación: ayudaba a organizar los stands
de los pabellones de exposición; le gritaban hombres mucho menos
competentes que él. Era un hombre encantador y un narrador maravilloso;
cuando lo oía hablar, Alekséi Nikoláievich Tolstói se maravillaba siempre de
su talento. Si recibía invitados, Alekséi Alekséievich se ponía el delantal de
cocina y preparaba suculentos estofados franceses en diferentes ollas. Durante
casi medio siglo vivió en perfecta armonía con la ex actriz Natasha Trujánova
(en tiempos del zar ese matrimonio se consideraba desigual y el conde recibía
por ello no pocos reproches), que le sobrevivió poco tiempo. A pesar de su
origen y de haber crecido y haberse formado en la Rusia de antaño, Ignátiev
era un auténtico demócrata: aceptó la revolución no porque augurara una Rusia
fuerte, sino porque derribaba las barreras de estamentos y de clases.
Entre 1945 y 1946 los jóvenes oficiales a menudo pedían a Alekséi
Alekséievich que les contara cómo ocupaban sus horas de ocio los oficiales
de la Rusia zarista: algunos creían que podían tomar prestado de aquéllos algo
más que las charreteras… Ignátiev, a modo de respuesta, les hablaba de la
arrogancia de casta, de los malos tratos infligidos a los soldados, de las
groserías y las borracheras. Me acuerdo de que oí decir a un capitán,
decepcionado: «Habla como un agitador». Pero Ignátiev hablaba de lo que le
inquietaba en 1916 y en 1946.
Está bien que Alekséi Alekséievich haya escrito sus memorias: en la
historia abundan los desfiladeros y los precipicios, y la gente necesita puentes,
aunque sean frágiles, que unan las épocas.
No volvieron a citarme en la Prefectura; Dmítriev me dirigió a la Casa de
la Prensa, donde estaba instalada la censura militar, se proporcionaba
documentación a los corresponsales extranjeros y se organizaban viajes al
frente. En la Casa de la Prensa trabajaba una persona que atrajo mi atención al
instante: O. Milosz. Tenía cara de nórdico y hablaba con un ligero acento
extranjero; había nacido en Lituania, pero escribía poesía en francés. Max
Jacob me había hablado de él. O. Milosz alcanzó la fama sólo después de
muerto; y pocos años después de su fallecimiento en 1939 se publicó por
primera vez toda su obra. A veces hablaba con él, no de las cuestiones de
prensa, sino de poesía y del futuro. Me miraba con ojos pálidos, como
descoloridos, y me decía suavemente, con tranquilidad, que no cabía duda de
que pronto inventarían máquinas que escribieran versos y entonces algún niño
genial con pantaloncitos cortos se colgaría con la corbata de su padre al
comprender que nunca podría conmover a nadie mediante la palabra. Me
resultaba extraño oír decir eso a un hombre que debía darme instrucciones.
O. Milosz habría podido pasar perfectamente de la Casa de la Prensa a La
Rotonde.
Después de formular reiteradas solicitudes, los franceses me llevaron al
frente con un grupo de periodistas. Escogieron para nosotros el sector más
tranquilo, nos condujeron rápidamente por las trincheras y nos enseñaron la
artillería; luego fuimos al puesto de mando donde el general Gouraud nos
ofreció una comida. Todo aquello parecía una gira turística. (Posteriormente
más de una vez realicé viajes al frente, y ésos no se parecieron al primero).
Se libraban combates encarnizados en el Somme, donde había tropas
inglesas. Hice gestiones para obtener un pase. Los ingleses no se daban prisa
en responder. Por fin me convocaron a su misión militar y me dieron para que
firmara una larga declaración en la que yo prometía no publicar nada que no
pasase previamente por la censura inglesa, que en el caso de que yo cayera
muerto mis herederos no presentarían ninguna reclamación al gobierno de Su
Majestad, que me sometería a las leyes inglesas y si las infringía debería
responder ante un tribunal inglés. Me proporcionaron un uniforme inglés y me
condujeron a los alrededores de Amiens; allí, en una casa confortable no lejos
del Estado Mayor, vivían los corresponsales de guerra ingleses, franceses y el
italiano Barzini, considerado un gran periodista. Por las noches todos
bebíamos whisky; los ingleses contaban chistes ingenuos o hacían juegos de
manos. Nadie se ocupaba de nosotros; podíamos llegar hasta primera línea
haciendo que alguien nos acompañase en coche. Vi la guerra.
Al leer los periódicos en París, no podía imaginar que el frente era una
máquina grandiosa que exterminaba a los hombres de manera organizada. Las
hazañas, las virtudes y los sufrimientos no cambiaban gran cosa; la muerte era
mecánica.
En Calais vi cómo preparaban activamente esa muerte. Dos mil trescientas
piezas de automóvil. Cifras, por todas partes cifras. «Pieza n.º 617 para tanque
de gran calibre». «Manillar 1301 para motocicleta». Descargaban ovejas de
Australia, harina del Canadá, té de Ceilán. También descargaban la
correspondiente partida de soldados, que miraban alrededor confundidos. Una
enorme panadería cocía al día doscientos mil panes. Los soldados comían pan.
La guerra devoraba a los soldados.
En primera línea no había nada, ni ruinas, ni árboles (ni siquiera abatidos);
la tierra desnuda, parda, e hileras simétricas de alambre de espino; la gente
pululaba en las trincheras.
Por los caminos próximos al frente circulaban grandes camiones que yo
veía por primera vez. Transportaban a las trincheras a soldados, municiones,
cuartos de buey y en el trayecto de vuelta traían a los heridos. Los soldados
encargados de la circulación agitaban banderines. Cuento esto porque en la
actualidad muchos piensan aún que la Primera Guerra Mundial era
romántica…
Así es como describí en 1916 el primer tanque que vi: «En él hay algo
majestuoso y abominable. Tal vez en otra época existieran insectos
gigantescos; el tanque se parece a ellos. Para camuflarlo, lo pintan de muchos
colores, sus costados traen a la memoria los cuadros de los futuristas. El
tanque se arrastra lentamente, como una oruga; no pueden detenerlo las
trincheras, ni los arbustos ni las alambradas. Mueve sus bigotes: son cañones,
ametralladoras. En él se combinan lo arcaico y lo ultraamericano, el arca de
Noé y el autobús del siglo XXI. En su interior van hombres, doce pigmeos que
piensan ingenuamente que son los amos». Desde entonces no ha transcurrido
medio siglo, pero tengo la impresión de que los tanques se inventaron al
mismo tiempo que la pólvora. Los diplomáticos que hablan de desarme
utilizan el término de «armamento clásico» para distinguirlo del nuclear, y los
tanques, como es natural, se han convertido en clásicos.
La guerra resultó mucho más terrible de lo que yo pensaba: todo estaba
organizado, calculado. En las trincheras, por supuesto, había hombres, se
lanzaban al ataque, morían, se retorcían en los catres de las enfermerías,
agonizaban ante las alambradas; esos hombres, en su mayoría buena gente,
creían sinceramente que defendían la patria, la libertad, los valores humanos,
pero eran piezas minúsculas de una máquina gigantesca. Pronto se aprendió a
detener los tanques. Pero la guerra avanzaba lentamente moviendo sus bigotes
—cañones, ametralladoras— y nadie sabía cómo detenerla.
Comprendí no sólo que yo había nacido en el siglo XIX, sino que en 1916
yo vivía, pensaba y actuaba como un hombre de un pasado lejano. Me di
cuenta asimismo de que el nuevo siglo estaba en marcha y que no se andaría
con bromas.
29
Volví a París. Al principio creí sentirme feliz: después del frente, el boulevard
Montparnasse con las terrazas de sus cafés, sus plátanos verdes, sus chicas
despreocupadas, me pareció el paraíso. Me senté a una mesa; allí había
pintores y poetas que hablaban de que Diáguilev había encargado los
decorados para un espectáculo a Picasso, del nuevo libro de Paul Claudel, de
muchas otras cosas. Y de repente todo me pareció aburrido: aquello no era
vida sino una falsificación de mal gusto. La auténtica vida se había quedado
allí de donde yo venía: andaba a bandazos bajo el fuego de artillería, se
enredaba en las malditas alambradas, se hundía en la tierra, y con todo, era
vida…
Yo intentaba poner en claro mis sentimientos, comprenderme a mí mismo:
¿acaso había ingerido un alcohol que se me había subido a la cabeza? Creía
que no… La guerra me parecía un crimen, y al mismo tiempo yo vivía de la
guerra. Todo era confuso e incomprensible, así que dejé de pensar. La
desesperación se apoderó de mí. Empecé a inventarme un Dios, no el de la
Iglesia, sino uno propio, que tan pronto era feroz como un cándido simplón.
Dediqué algunos versos a aquello que en la carta a Briúsov yo había llamado
«porquería». Ahora, cuando pienso en mi pasado, el período de 1914-1919 me
parece el más difícil: buscaba esa «idea general» de la que hablaba Chéjov y
ni siquiera tenía una idea clara de cómo iba a vivir al día siguiente. Después
di, si no con un camino, sí al menos con la linde de un bosque, y me volví
menos sensible; con los años, el hombre se va forjando una coraza, no es
casual que mucha gente en su primera juventud escriba versos y piense en el
suicidio.
La pintora Chantal intentaba ayudarme. Era hija de un obrero, estudiaba en
un instituto pedagógico y le apasionaba la pintura. Ella tampoco sabía cómo
vivir, pero mantenía firmemente los pies en el suelo. Cuando ella veía que yo
me descorazonaba, me hablaba de la fragancia de las grosellas en flor, de un
lienzo tensado en un bastidor, me decía que era primavera y que tanto ella
como yo éramos jóvenes. Yo respondía que sí, luego me iba a casa y escribía
versos sobre el fin del mundo.
En verano Katia me invitó a pasar las vacaciones en el sur de Francia, en
Èze, donde vivía con su marido Sorokin y mi hija Irina. Tijón había vuelto
inválido del frente, leía a Soloviov y se sentía triste. Yo me esforzaba en ser
útil aunque fuera en los quehaceres domésticos y aprendí a cocinar
macarrones. Un día Katia fue a Niza y me pidió que acostara a la niña. Irina
tenía entonces cinco años. Cuando comencé a desabotonarle el vestido, me
dijo con severidad. «Así no… No sabes hacer nada». Era verdad, yo no sabía
hacer nada, ni trabajar, ni escribir versos, ni siquiera descansar. Volví a París
aún más trastornado.
Max Voloshin me presentó a Borís Sávinkov. Nunca había conocido a un
hombre tan enigmático e impresionante. Su rostro sorprendía por sus pómulos
mongólicos y por sus ojos, ahora tristes, ahora crueles; los cerraba a menudo y
los párpados eran pesados, como el personaje gogoliano llamado Vii.
Comenzó a frecuentar La Rotonde; bebía orujo y vestía con corrección, a
diferencia de otros «rotondistas» tenía el aspecto de un burgués medio francés;
nunca se quitaba el bombín. Me acuerdo de unos versos que él repetía a
menudo: «Alguien gris, con bombín, | hace de las suyas en un rincón». Borís
Víktorovich era un buen narrador. Cuando se le oía hablar por primera vez, se
podía pensar que seguía siendo el terrorista revolucionario de antaño, que al
día siguiente se disfrazaría de cochero para seguir la pista de un alto
dignatario zarista. Pero en realidad Sávinkov ya no creía en nada. En una
ocasión me dijo que el caso Ázef le había roto. Hasta el último minuto había
tomado al provocateur por un héroe. Los socialistas revolucionarios se
sentían inquietos por las revelaciones de Búrtsev e insistían en que se hiciera
una investigación. Sávinkov se revelaba: ¡no permitiría que se denigrara al
más honesto de los hombres! Al final organizaron una reunión. Ázef, al ver que
las cosas se estaban torciendo, declaró que tenía unos documentos en su casa
que le permitirían refutar la calumnia y que los traería al cabo de una hora.
Todos protestaron: no podían dejarlo partir; pero Sávinkov insistió en que,
siendo como era uno de los miembros más veteranos de la organización de
combate, debía dársele la posibilidad de probar su inocencia. Ázef se fue y
naturalmente no regresó.
Sávinkov abandonó toda actividad revolucionaria y empezó a escribir
novelas mediocres que ponían de manifiesto el vacío espiritual de un terrorista
que había dejado de creer en su causa. Siempre me sorprendía que Borís
Víktorovich se considerara ante todo un hombre de acción, es decir, terrorista,
y sólo después revolucionario. Durante los años de la guerra se hizo
corresponsal del periódico Dien [El día], hablaba de la necesidad de
defenderse, elogiaba a Gustave Hervé. En el fondo todo aquello no le
interesaba: seguía siendo un terrorista sin trabajo.
(Tuve una conversación insólita con un socialista revolucionario de
izquierdas, el terrorista Bliumkin, que había matado al conde Mirbach. A
principios de 1921 era partidario del poder de los soviets. Sávinkov se
encontraba entonces en París y apoyaba la intervención. Al enterarse de que yo
iba para allí, Bliumkin me preguntó si lo vería. Le respondí que no, pues
nuestros caminos se habían separado. Bliumkin me dijo: «Tal vez usted se lo
encuentre por casualidad; si es así, pregúntele si en su opinión se ha de
abandonar la escena después del acto, ¿eh?». No le entendí. Bliumkin se
explicó: le interesaba saber si el terrorista que ha matado a un enemigo
político debe hacer lo posible por esconderse o si es preferible pagar por el
asesinato con su propia sangre. No cabe duda de que si Bliumkin se hubiese
encontrado con Sávinkov le habría matado como a un enemigo, pero al mismo
tiempo lo respetaba en tanto que terrorista experimentado. Para la gente así el
terrorismo no era un arma de la lucha política sino el mundo en el que vivían).
Sávinkov contaba cómo había esperado la muerte en la fortaleza de
Sebastopol. El pasado estaba iluminado por la luz mortecina de la desilusión;
decía que la muerte era algo cotidiano, poco interesante, como la vida. Lo
salvó un centinela, un voluntario llamado Silberberg al que colgaron. Borís
Víktorovich se casó con la hermana de aquel hombre. Adoraba a su hijito,
Liova, y al hablar de él se animaba al instante. Su cara se iluminaba cuando
recordaba un pasado muy lejano, su infancia, la naturaleza rusa, el exilio que
había conocido en su primera juventud junto con Lunacharski y el escritor
Rémizov.
(Durante la guerra civil española conocí a Liova, el hijo de Sávinkov. En
Francia era chófer de camiones, escribía poesías en ruso y relatos sobre la
vida obrera en francés. Aragon publicó uno de sus relatos en la revista La
Commune. Liova había ido a España para combatir en las Brigadas
Internacionales. La gente se enteró de que era el hijo del «mismísimo
Sávinkov» y, pensando que «la manzana no cae lejos del árbol», comenzaron a
enviarlo a las líneas franquistas. A diferencia de su padre, Liova era dulce,
sociable. Cumplía con valentía las tareas militares que le asignaban, resultó
gravemente herido y enfermó de tuberculosis. De regreso en Francia, pasó
muchas privaciones. Cuando empezó la guerra se unió a la Resistencia, se
ocupaba de los rusos evadidos de los campos penitenciarios. Me lo encontré
en París en 1946. Soñaba con ir a la Unión Soviética. No sé qué fue de él más
adelante).
Borís Víktorovich firmaba los artículos sobre la batalla del Somme o de
Verdún con el pseudónimo «V. Ropshin», al igual que sus novelas. En éstas
contaba que ya no creía en el sacrificio. En sus artículos de guerra, por el
contrario, ensalzaba la grandeza de las hazañas de los soldados y decía que la
guerra había regenerado a los hombres. Un día le pregunté si creía en lo que
escribía; él sonrió irónicamente y me respondió que yo todavía era muy joven.
Me sacó de mis casillas y exclamé: «¡Pero entonces no nos queda otra que
aullar como perros!». Él bajó sus párpados de plomo y dijo: «No, no es
necesario aullar. Se puede escribir un artículo, usted ya ha aprendido a
hacerlo. Se puede beber una copita de orujo, dos, pero nada más».
Sávinkov iba a menudo a sentarse a la mesita en que se encontraba
Marevna, así llamábamos todos a la pintora Vorobiova-Stebélskaia. Se había
criado en el Cáucaso y llegó a La Rotonde siendo una jovencita; tenía un
aspecto exótico, pero era ingenua, pues exigía la verdad, la franqueza y la
honestidad. A Sávinkov le gustaba, pero ella era muy severa con él y le
llamaba «viejo cínico».
Para mí Borís Víktorovich era un elemento del paisaje de la guerra, me
recordaba la estrecha franja de la «tierra de nadie» donde no había ni una
brizna de hierba y donde se veía, en medio de las alambradas, fusiles rotos,
cascos y los restos de los soldados que no habían logrado arrastrarse hasta la
trinchera enemiga.
Dejé el periódico a un lado: ¿para qué leer si todo el mundo miente? En La
Rotonde se debatían las últimas noticias. A Dubois le habían amputado una
pierna, Margot hacía una colecta para comprarle una prótesis. Lucie se había
vuelto loca: una noche la encontraron desnuda sobre una locomotora. La vida
continuaba.
Y ahí estaba Modigliani. Ahora nos diría que todo estaba escrito hacía
mucho tiempo en el libro de Nostradamus…
30
LÉGER: La guerra acabará pronto. Los soldados no quieren combatir más. Los
alemanes comprenderán también que esto no tiene ningún sentido. A los
alemanes les lleva más tiempo pensar, pero acabarán comprendiéndolo. Será
preciso reconstruir las zonas devastadas, los países. Creo que echarán a los
políticos: han fracasado. En su lugar pondrán a ingenieros, técnicos, tal vez
también obreros… Por supuesto que Renoir es un buen pintor, pero es difícil
imaginarse que vive en nuestra época. ¿Tanques y Renoir? ¿Cuáles deben ser
las fuentes de inspiración? La ciencia, la técnica, el trabajo. Y también el
deporte…
VOLOSHIN: A mi modo de ver, la gente no se conformará con eso. ¿Puede Europa
transformarse en otra América? La guerra no sólo ha trastornado la región de
Picardía, sino también las entrañas del hombre. Hobbes llamaba Leviatán al
Estado. Las personas pueden convertirse en tigres automáticos: tienen
experiencia y le han tomado gusto. Yo prefiero los lienzos de Léger a las
máquinas. No me seduce la idea de ser esclavo de seres inanimados.
MODIGLIANI: ¡Sois todos diabólicamente ingenuos! Creéis que alguien os va a
decir: «Queridos amiguitos, escoged». Me da risa. Los únicos que eligen hoy
son los que se mutilan y los fusilan por ello. Cuando la guerra termine, los
meterán a todos en la cárcel. Nostradamus no se equivocó… Todo el mundo
vestirá el uniforme de presidiario. A lo sumo se permitirá a los académicos
que lleven pantalones a cuadros en lugar de a rayas.
LÉGER: No. La gente ha cambiado, comienza a despertar.
LAPINSKI: Es cierto. El capitalismo, evidentemente, ya no puede crear nada más,
ahora sólo destruye. Pero la conciencia se desarrolla. Tal vez nos encontremos
en la antesala del desenlace. Nadie sabe dónde va a comenzar: en París, en las
trincheras o en Petersburgo…
SÁVINKOV: La «consciencia» es un mito. En Alemania había muchos socialistas y
bien que cuando dieron las voces de mando «Eins, zwei» se pusieron en
marcha. Lo peor está por venir.
LAPINSKI: No, lo peor ya ha quedado atrás. Los socialistas pueden…
MODIGLIANI: ¿Sabéis qué parecen los socialistas? Unos papagayos calvos. Se lo he
dicho a mi hermano. Por favor, no os enfadéis: a fin de cuentas, los socialistas
son mejores que otros. Pero vosotros no comprendéis nada. ¡Thomas es
ministro! ¿Qué diferencia hay entre Mussolini y Cadorna? ¡Tonterías! Soutine
ha pintado un retrato magnífico. Es un Rembrandt, lo creáis o no. Pero a él
también lo meterán entre rejas. Escucha (se dirigió a Léger), tú quieres
organizar el mundo. Pero el mundo no se puede medir con una regla. Hay
gente…
LÉGER: Antes también había buenos pintores. Hace falta una nueva aproximación.
El arte sobrevivirá si descifra la lengua de nuestra época.
RIVERA: En París nadie necesita el arte. París muere, muere el arte. Los
campesinos de Zapata nunca han visto una máquina, pero son cien veces más
modernos que Poincaré. Estoy convencido de que si les enseñara nuestra
pintura la comprenderían. ¿Quién construyó las catedrales góticas o los
templos aztecas? Todos. Y para todos. Iliá, tú eres pesimista porque eres
demasiado civilizado. El arte necesita beber un trago de barbarie. La escultura
negra salvó a Picasso. Pronto iréis todos al Congo o al Perú. Os hace falta
pasar por la escuela de salvajismo.
: Salvajismo aquí tenemos de sobra. No me gusta lo exótico. ¿Quién va a ir al
Congo? Los Tsetlin, tal vez Max. Escribirá una nueva «corona de sonetos».
Odio las máquinas. Lo que hace falta es bondad. Cuando veo los anuncios del
jabón Cadum, sé que el bebé cubierto de espuma de jabón es puro y bueno. ¡Lo
terrible es que Hindenburg y Poincaré también han sido niños…!
RIVERA: Tú eres europeo: ésa es tu desgracia. Europa está a punto de morir.
Vendrán los americanos, los asiáticos, los africanos…
SÁVINKOV: Los americanos no tardarán en declarar la guerra y desembarcar. ¿A
qué asiáticos se refiere? ¿A los japoneses…?
RIVERA: ¿Por qué no…?
Diego cerró de repente los ojos. Sólo Modigliani y yo sabíamos qué iba a
suceder. Lapinski hablaba tranquilamente con Léger. Max, sin darse cuenta de
lo que le estaba pasando a Rivera, le hablaba de las visiones de Julia
Krüdener. Modi y yo nos acercamos a la puerta. Diego se levantó y gritó:
«¡Hola, señores enterradores! Habéis venido a buscarme, ¿no es así? Pero no
os saldréis con la vuestra. Soy yo quien os va a enterrar…». Se dirigió hacia
Voloshin y lo levantó del suelo. Era increíble: Max pesaba al menos cien
kilos. Rivera, con voz siniestra, repetía: «¡Ahora mismo…! La cabeza contra
la puerta… Os haré un entierro de primera…».
En 1917 Rivera se enamoró repentinamente de Marevna, a quien conocía
desde hacía tiempo. Tenían unos caracteres muy parecidos: iracundos,
infantiles, sensibles. Dos años más tarde Marevna dio a luz a una niña,
Marika. (Hace poco me encontré a Marevna en Londres; dibuja, esculpe,
escribe unas memorias, aunque apenas recuerda el pasado. Marika se parece
mucho a Diego; es actriz; tiene aspecto mexicano, su lengua materna es el
francés, está casada con un inglés y le gusta decir que es medio rusa).
Cuando volví a París en la primavera de 1921 enseguida fui a ver a
Rivera. Continuaba viviendo en el mismo taller. Acababa de estar en Italia,
admiraba los frescos de Giotto y Uccello, dibujaba. Eran los primeros esbozos
de su nuevo período. Le apasionaba la Revolución de Octubre, las historias
sobre la Proletkult;[1] se preparaba para volver a su país. Pronto comenzó a
cubrir los muros de los edificios oficiales de México con frescos grandiosos.
Yo leía lo que escribían acerca de él, a veces veía reproducciones de sus
frescos, pero a él no le volví a ver. En 1928 estuvo en Moscú, no nos
encontramos: yo estaba entonces en París. Un día me visitó una de sus ex
mujeres, la hermosa mexicana Guadalupe Marín estaba buscando los primeros
trabajos de Diego en París. Rivera había alcanzado la gloria; escribían
monografías sobre él. Lo invitaron a Estados Unidos, donde pintó un retrato de
uno de los reyes del automóvil; Rockefeller le encargó unos frescos, y Rivera
representó escenas de la lucha social y a Lenin. Tras largas conversaciones,
los frescos se destruyeron.
En 1951 visité en Estocolmo una gran exposición de arte mexicano. Me
impresionó la escultura antigua, me recordó la de la India y la de China. Los
caminos de la civilización son algo sorprendente: del arcaísmo, del carácter
monumental del arte azteca, se pasó directamente al rebuscado barroco.
Después subí a la primera planta y vi las pinturas de Rivera. Las telas tenían
una gran fuerza. También había reproducciones de pinturas murales. No sentí
empatía, sin duda no las comprendí. Los pórticos de las catedrales góticas son
una enciclopedia de piedra de su época, pero entonces la gente no sabía leer.
Los frescos de Rivera contienen una multitud de relatos: sobre la historia de la
revolución mexicana, la vacunación contra la viruela, la economía del Nuevo
Mundo. No había olvidado las lecciones de Italia: sus mexicanas se inclinan,
bailan, duermen como las damas florentinas del siglo XV. Quiso aunar las
tradiciones nacionales con la pintura moderna, tal como habían intentado hacer
los pintores indios o japoneses. De pronto comprendí los reproches que
lanzaba contra los pintores soviéticos: ¿por qué despreciaban el arte popular,
las cajas de laca? Sin duda, si él hubiese sido ruso, habría intentado unir al
Rivera de la juventud con el arte de Pálej…
Sin embargo, estoy comenzando a hablar de mis gustos artísticos y éste no
es el lugar adecuado. Lo que merece la pena señalar es que Rivera intentó
resolver una de las tareas más complejas de nuestra época: crear la pintura
mural. Conservó su fidelidad al pueblo durante toda su vida: muchas veces
riñó y se reconcilió con los comunistas mexicanos, pero desde 1917 y hasta su
muerte consideró a Lenin su propio maestro.
En 1952 acudió a Viena al Congreso de la Paz. Le dije que de la
exposición mexicana me habían gustado las obras del pintor Tamayo. Diego se
enfadó, me acusó de formalista. En lugar del encuentro entre dos amigos
después de treinta años de separación, se produjo una discusión fastidiosa
sobre la pintura de caballete y la pintura mural. Luego fue a curarse a Moscú y
vino a verme. Pasamos una noche entera hablando de recuerdos; es así como
hablan las personas cuando las maletas están hechas y conviene sentarse antes
de un largo viaje.[2] Todo cuanto había en él de infantil, de franco y cordial,
todo cuanto en otro tiempo me había conmovido emergió durante aquella
última velada. No volvimos a vernos.
Rivera era esa clase de personas que no entran en una habitación, sino que
la llenan al instante. Nuestra época oprimió a muchos, pero él no cedió, y fue
su época la que tuvo que transigir.
31
Me pregunto por qué me resulta difícil escribir acerca de Picasso. Tal vez
porque es un hombre célebre, porque se han escrito sobre él centenares de
libros, porque existen larguísimos trabajos sobre cada una de sus obras, pero
también sobre los talleres en los que trabaja, sus palomas o sus perros, las
chaquetas y las gorras que lleva. En efecto: son muchos los que han descrito a
Picasso, tanto amigos íntimos como personas que lo han conocido por
casualidad. Se le ha descrito de manera inteligente o estúpida, con talento o
sin color. Pero no es a causa de esto que me resulta difícil escribir sobre él.
¡Cuántas veces me ha ocurrido, como a todo escritor, sentarme a la mesa
sabiendo que lo que yo quería escribir ya se había escrito hacía mucho tiempo!
Desde luego es mucho más difícil describir una simple lluvia de otoño que el
despegue de un avión a reacción, pero en este libro me esfuerzo a menudo en
hablar de cosas que se han descrito más de una vez antes y además mucho
mejor. Pero la dificultad no reside en eso, sino en el propio Picasso.
Un gran pintor me dijo una vez: «Picasso es un genio, pero no ama la vida,
y la pintura es la afirmación de la vida». Eso es verdad, al igual que es cierto
que Picasso ama apasionadamente a la gente, la naturaleza, el arte, la vida, que
siempre hay en él una curiosidad de adolescente. Muchas de sus telas hablan
no sólo de la belleza de la vida, sino de su calor perceptible, de su sabor, de
su olor. Los que escriben sobre Picasso señalan cómo se esfuerza en
despellejar y destripar el mundo visible, desmembrar la naturaleza y la moral,
destruir lo existente. Algunos ven en esto su fuerza, su carácter revolucionario,
otros hablan con pesar o indignación de su «espíritu de destrucción». (A
finales de los años cuarenta, leyendo las reflexiones de algunos de nuestros
críticos sobre Picasso, me sorprendía al constatar hasta qué punto coincidían
—por supuesto, sin quererlo— sus juicios con las valoraciones de Churchill y
Truman, que, siendo pintor aficionado el primero y apasionado de la música el
segundo, condenaban al rebelde artista). Más de una vez en mi vida he
experimentado la fuerza destructiva de Picasso, hubo períodos en los que era
lo único que percibía, y eso me alegraba, me inspiraba. Pero ése es un hecho
de mi biografía y no de la suya. (Ahora algunos lienzos de Picasso me parecen
insoportables, no comprendo cómo puede detestar así la cara de una mujer
encantadora). ¿Es justo calificar de destructor a un hombre lleno de sed de
creación, a un artista que ha construido —y que continúa construyendo—
durante más de sesenta años seguidos, que se ha adherido con valentía a los
comunistas, en lugar de caer en el anarquismo, la indiferencia o el
escepticismo, posturas mucho más fáciles para un artista? Se puede decir, y
sería igualmente verdad, que Picasso revive en su taller, que le irrita la
ignorancia en materia de estética de diferentes «jueces», que prefiere la
soledad a los mítines o las asambleas. Sin embargo, ¿cómo olvidar su actitud
apasionada durante la guerra de España, su paloma, su participación en el
Movimiento de la Paz, su carnet del Partido, sus carteles y dibujos para
L’Humanité, y tantas otras cosas?
En la época de Montmartre (del Bateau-Lavoir) que no conocí, en la época
de La Rotonde que he intentado describir, éramos jóvenes, nos gustaba
divertirnos, «hacer el imbécil». Pero Picasso ha conservado la pasión por las
bromas y la guasa hasta los ochenta años. Continúa posando desnudo ante los
fotógrafos, toma el pelo a sus visitantes ilustres, participa en corridas de toros.
Tiene una amplia serie de litografías titulada El pintor y la modelo. El pintor
tan pronto recuerda a Rubens como a Matisse en la vejez; los modelos son
efectivamente modelos desnudos o bien personajes de Velázquez y de otros
viejos maestros; a menudo figura entre ellos un joven bufón, y ese bufón se
parece a él (se ríe de sí mismo y sin duda está orgulloso de sí mismo). Al
escucharlo, nadie sabe exactamente dónde acaba la broma, pues sabe bromear
con un semblante extremadamente serio, pero habla de las cosas serias de tal
manera que es fácil tomarlas a broma.
A veces me preguntan cómo hay que pronunciar «Picasso», si con el acento
en la última sílaba o en la penúltima, es decir, si es español o francés. Por
supuesto es español, tanto por su físico como por su carácter, la crueldad de su
realismo, su apasionamiento, su ironía profunda y peligrosa. La guerra civil
española le trastornó; quizá el Guernica pase a la historia como el cuadro más
significativo de nuestra época. En su estudio de la rue Grands Augustins
siempre encontraba emigrados españoles. Picasso nunca niega nada a los
españoles. Todo esto es así, no hace falta pensar en nada más. ¿Por qué vivió
toda su vida en Francia? ¿Por qué para él Cézanne fue grande y continúa
siéndolo? ¿Por qué sus mejores amigos eran tres poetas franceses: Guillaume
Apollinaire, Max Jacob y Paul Éluard? No, no se puede separar a Picasso de
Francia.
Algunas personas cambian bruscamente, y esos cambios ayudan a contar su
historia: la vida adquiere elementos de ese «desarrollo de la acción» que
seduce a los dramaturgos noveles. Los biógrafos, al apasionarse por los actos
inesperados, a menudo olvidan el carácter del hombre. Así ocurre en las
investigaciones dedicadas a los poetas o a los pintores: período futurista de
Maiakovski, período nekrasoviano de Blok, período español de Manet,
período impresionista de Cézanne. También intentan dividir en épocas la obra
de Picasso. En apariencia no hay nada más fácil: cada dos o tres años ha
sorprendido y sorprende a los críticos con sus descubrimientos pictóricos. Los
investigadores establecen muchos períodos: azul, rosa, negro, cubista,
ingresiano, pompeyano, etc. Lo malo es que Picasso da al traste con todas las
divisiones. Maiakovski, que estuvo en el estudio del artista en 1922,
tranquilizaba a sus amigos: los rumores eran falsos, Picasso no había vuelto al
clasicismo. El joven Maiakovski, no obstante, se sorprendió de no encontrar
ningún «período»: «Su estudio está lleno de los objetos más diversos, desde la
escena más realista, azul o rosa, totalmente al estilo antiguo, hasta las
construcciones de hojalata y alambre. Echemos un vistazo a sus ilustraciones:
una niña que habría podido ser dibujada por Serov, un retrato de mujer de un
realismo burdo y un viejo violín descompuesto. Y todas esas obras datan del
mismo año». Maiakovski consideraba que un poeta que escribe versos sobre
la forma de una escalera no puede entusiasmarse al mismo tiempo por los
sonetos. Pero Picasso era indiferente a las distintas concepciones estéticas. No
he conocido a nadie que cambiara con tanta rapidez y que al mismo tiempo
fuera tan constante, tan fiel a sí mismo. Cuando estuve con él en Cannes, en
1958, yo no dejaba de pensar: «¡Qué alucinación es ésta! Todo el mundo ha
cambiado tanto que no hay modo de reconocerlo, yo mismo no comprendo mi
propio pasado, pero Picasso sigue siendo el mismo de hace cuarenta y cinco
años». Y al mismo tiempo que pensaba esto sabía que nadie había avanzado
tan rápido como él.
He aquí por qué es tan difícil hablar de Picasso: todo cuanto se diga es a
la vez verdad y mentira. En todos los países la fórmula de juramento de los
testigos ante el tribunal es la misma. En primer lugar se exige de ellos que
digan «sólo la verdad» y, a continuación, se les enfrenta a una tarea a veces
superior a sus fuerzas: la de «decir toda la verdad». Sin duda, si se trata de
saber si el acusado cometió o no un crimen, al testigo no le resulta difícil decir
toda la verdad, pero cuando el fiscal o el abogado defensor se esfuerzan en
saber por qué el acusado se convirtió en culpable, ya están exigiendo
demasiado del testigo, pues éste no es Shakespeare, Stendhal ni Tolstói.
Algunos autores escriben que la vida y la obra de Picasso están llenas de
contradicciones. Eso no quiere decir nada. Al redactar una guía de Holanda,
resulta fácil describir el paisaje y el clima de ese país: campos llanos y
verdes, canales, veranos frescos con lluvias frecuentes, inviernos temperados.
Pero la cuestión de cómo es el clima en la Unión Soviética no se responde con
algunas frases. Es poco probable que puedan calificarse de «contradictorios»
los montes del Cáucaso y la tundra, los melocotones de Crimea y las moras del
norte. Hay países grandes. También hay hombres grandes. La complejidad
siempre parece llena de contradicciones a las personas acostumbradas a las
dimensiones corrientes.
Cuando conocí a Picasso, al instante comprendí, no, mejor dicho, sentí que
me hallaba ante un gran hombre. Fue poco antes del inicio de la guerra, al
principio de la primavera de 1914. Yo estaba en La Rotonde con Max Jacob,
Picasso llegó y se sentó a nuestra mesa. Max Jacob comenzó a hablarle de mí.
Picasso guardaba silencio, luego dijo que le gustaban los poetas y también los
rusos. No comprendí si hablaba en serio o era una fórmula irónica de cortesía.
(Ya he señalado que los mejores amigos de Picasso eran poetas, y a los rusos
los quiere de verdad; me decía a menudo que los rusos se parecen a los
españoles). Durante aquella primavera se subastaron cuadros de nuevos
pintores y una gran tela de Picasso del «período rosa» fue adquirida por una
suma enorme; si la memoria no me traiciona: por diez mil francos. Picasso
comenzó a ser conocido.
Mucho tiempo antes algunos aficionados habían «descubierto» a Picasso,
entre ellos el coleccionista moscovita Schukin. Picasso y Matisse me contaron
que éste, al entrar en el estudio, se había dado cuenta enseguida de cuáles eran
las mejores obras. Matisse trataba de endilgarle los trabajos menos logrados,
y de los que no quería desprenderse decía: «Éste no me salió bien… Es un
pintarrajo». Pero el ruso no mordía el anzuelo: al final siempre escogía «el
pintarrajo que no había salido bien». Poco después de Schukin llegaba al
estudio Morózov, que se fiaba del gusto de su rival pero dejaba a los pintores
la elección de los cuadros. Gracias a las colecciones de estos dos moscovitas,
el Ermitage y el Museo Pushkin poseen colecciones asombrosas de la pintura
francesa de la segunda mitad del siglo XX. También había admiradores de
Picasso en otros países. En 1950 el poeta checo Nezval me llevó a las afueras
de Praga, donde vivía un viejo pensionista llamado Kramář. En su casa vi
telas maravillosas de Picasso que databan del inicio del período cubista.
Kramář contaba que de joven había ido a París y conocido a Picasso, que iba
muy escaso de dinero. El pintor entonces aún era muy poco conocido y le
vendió una decena de telas a muy bajo precio. Kramář admiraba al joven
artista; un día le compró una naturaleza muerta con manzanas que acababa de
pintar y le pidió que le diera la manzana que había servido de modelo. Me
mostró la momia de esta manzana. (Escribimos juntos una carta a Picasso).
A principios de 1915, un frío día de invierno Picasso me llevó a su
estudio, que no quedaba lejos de La Rotonde, en la rue Schoelcher. Las
ventanas daban al cementerio de Montparnasse. Los cementerios parisinos
carecen de la poesía de los rusos o los ingleses: son como ciudades
abstractas, con calles rectas, criptas y lápidas. En el estudio no había manera
de moverse; por todas partes había lienzos pintados, trozos de cartón, hojalata,
alambre, madera. En un rincón estaban los tubos de colores: nunca había visto
tal cantidad, ni siquiera en las tiendas. Picasso me explicó que a menudo no
tenía dinero para comprar pintura y que tras vender unas cuantas telas había
decidido abastecerse de pintura «para toda la vida». Vi cuadros por todas
partes, en las paredes, en un taburete roto, en cajas de cigarrillos. Picasso me
confesó que a veces no podía ver una superficie sin pintar. Trabajaba con un
frenesí insólito. Otros artistas alternan los meses de creación con vacíos,
durante los cuales el poeta o el pintor, según la expresión de Pushkin, «se
deleitan en un sueño frío», pero Picasso ha trabajado y continúa trabajando
con el mismo ardor. Las excentricidades que tanto gustan a periodistas y
fotógrafos no constituyen la vida de Picasso, sino momentos de relajación.
Le pregunté para qué tenía la hojalata; me dijo que quería utilizarla pero
que aún no sabía cómo. No existía material que no estuviera dispuesto a
trabajar. Durante toda su vida no ha dejado de aprender cosas: le gusta la
artesanía. Cuando tenía cuarenta años, el artesano español Julio González le
enseñó a trabajar el hierro en láminas; con sesenta, aprendió el arte de la
litografía; con setenta, se hizo alfarero.
En el taller había una escultura negra y una gran tela de «El aduanero
Rousseau», un pintor entonces aficionado cuyas obras decoran ahora los
museos de todo el mundo. El cuadro de Rousseau representaba una
conferencia para la paz. Picasso me explicó que los escultores negros
modifican las proporciones de la cabeza, el cuerpo y los brazos no porque no
vean a las personas tal como son o porque no sepan trabajar, sino porque
tienen otra concepción de las proporciones, del mismo modo que los pintores
japoneses tienen otra concepción de la perspectiva. «¿Crees que “El aduanero
Rousseau” nunca ha visto pintura clásica? Iba a menudo al Louvre. Pero él
quería trabajar de otra manera». Picasso fue el primero en comprender que
nuestra época exigía sinceridad, espontaneidad y fuerza.
Por entonces Picasso tenía treinta y cuatro años, pero parecía más joven:
los ojos muy vivos, penetrantes y extraordinariamente negros, cabello negro,
manos pequeñas, casi femeninas. A menudo se sentaba en La Rotonde con aire
sombrío, silencioso; a veces desbordaba felicidad, entonces bromeaba, la
tomaba con sus amigos. Irradiaba inquietud, y eso a mí me tranquilizaba: al
mirarle comprendía que lo que a mí me pasaba no era un caso particular ni una
enfermedad, sino un rasgo de la época. Ya he dicho que a veces quería a
Picasso por su fuerza destructora; precisamente así lo conocí y lo aprecié
durante los años de la Primera Guerra Mundial.
Se suele considerar que en esa época Picasso era indiferente a todo eso
que se llama «política». Si por ese término se entiende los cambios de
gobierno o las polémicas de la prensa, se puede decir que, en efecto, Picasso
en Le Matin buscaba más las pequeñas historias que las declaraciones. Pero
recuerdo su alegría ante el anuncio de la Revolución de Febrero. Me regaló
entonces uno de sus cuadros. Me despedí de él por largos años.
Dicen que la amistad, al igual que el amor, exige la presencia del ser
querido y que se marchita si la separación es larga. He llegado a estar ocho o
diez años sin ver a Picasso, pero nunca me he encontrado con un extraño, con
otro hombre. (Precisamente por eso no recuerdo con exactitud cuándo me dijo
tal o cual cosa, pues pudo habérmelo dicho tanto en 1914 como en 1954…).
Me acuerdo de diferentes estudios suyos: en la rue La Boétie, en un suntuoso
apartamento burgués, donde Picasso parecía un visitante fortuito, casi un
ladronzuelo; el de la rue Grands Augustins, en un edificio muy viejo, un
estudio grande, con españoles, palomas, telas enormes, con ese desorden
pensado y organizado que Picasso creaba en todas partes; el taller de
Vallauris, con cajas de hojalata, arcilla, dibujos, canicas, trozos de carteles,
columnas de hierro colado, y el cuchitril donde pasaba las noches, una cama
cubierta de periódicos, cartas, fotografías; su casa luminosa y grande, La
Californie, en Cannes, con niños, perros y de nuevo una montaña de cartas,
telegramas, lienzos enormes, y su cabra picassiana de bronce en el jardín.
Hace mucho tiempo lo llamé en broma «chiort». Esta palabra rusa, que
significa «diablo», es difícil de pronunciar para un francés, pero en español
existe el sonido «ch», y Pablo decía sonriendo: «Je suis un chiort».
Si es un diablo, lo es a su manera, un diablo que discute con Dios sobre la
creación del mundo, que se subleva y es irreductible. El diablo, por lo
general, no sólo es astuto, también es malo. Picasso era un buen diablo.
La gente que considera el duro y largo camino creador de Picasso como un
intento de ser original a toda costa, como un deseo de épater le bourgeois o
como el amor a los «ismos de moda», es verdaderamente ingenua, ignorante o
malintencionada. Más de una vez me ha dicho que le da la risa cuando los
críticos escriben que él «busca formas nuevas». «Yo sólo busco una cosa:
expresar lo que quiero. No busco formas nuevas, las encuentro». Un día me
dijo que cuando se ponía a pintar no sabía si la tela sería cubista o
estrictamente realista, eso venía dictado por el modelo o por su estado de
ánimo.
En Vallauris posó para Picasso una americana joven y hermosa. Él hizo
decenas de dibujos y retratos al óleo. En el primer retrato la americana
aparecía plasmada tal como la veían los demás; ningún partidario del
realismo, en el sentido más estricto de la palabra, habría tenido nada que
objetar. Picasso empezó a descomponer paulatinamente su rostro. Por lo visto
la modelo se le había aparecido no sólo bajo su aspecto angelical, y él
descubrió rasgos que revelaban su carácter y se puso a estudiarlos. «Pero si
esto es un cerdo cubista», bromeó a mi lado el visitante de una exposición al
contemplar el décimo retrato de la americana, sin sospechar que el retrato de
la beldad que tanto había admirado no era ni más ni menos que el primer
retrato del «cerdo cubista».
En 1948, después del Congreso de Breslavia, estuvimos en Varsovia.
Picasso me hizo un retrato a lápiz; posé para él en la habitación del viejo hotel
Bristol. Cuando Pablo acabó de dibujar, le pregunté: «¿Ya está?». La sesión
me pareció muy corta. Picasso se echó a reír y me dijo: «Hace cuarenta años
que te conozco». El retrato que me hizo no sólo se parece mucho a mí (mejor
dicho, yo me parezco al dibujo), sino que es profundamente psicológico.
Todos los retratos de Picasso desvelan (a veces desenmascaran) el mundo
interior del modelo. Hace mucho tiempo, cuando le hablé a Picasso de mi
admiración por los impresionistas, él observó: «Querían representar el mundo
tal como lo veían. A mí eso no me apasiona. Yo quiero representar el mundo
tal como lo pienso».
Desde luego muchas de las telas de Picasso son difíciles de entender por
la complejidad del pensamiento y los sentimientos que reflejan, por la
originalidad de la forma. Tuve la oportunidad de hacer de intérprete en la
primera conversación que mantuvieron Picasso y Fadéiev en Breslavia.
Algunos autores que han escrito sobre Picasso se han esforzado en presentar
su pasión por la política como algo fortuito, como un capricho: es un hombre
original al que le gustan las corridas de toros y que, quién sabe por qué, se
volvió comunista. Picasso siempre ha considerado su elección política como
algo sumamente serio. Me acuerdo de una comida que dio en su taller el día de
la inauguración del Congreso de la Paz en París. Aquel día nació su hija, a la
que llamó Paloma. Sentados a la mesa estábamos Picasso, Paul Éluard y yo.
Al principio hablamos de palomas. Pablo contó que su padre, un pintor que
solía dibujar palomas, dejaba que su hijo, todavía un niño, terminase de pintar
las patas, pues a él ya le aburría hacerlo. Después hablamos de palomas en
general. A Picasso le encantan, siempre tiene algunas en casa. Decía, riéndose,
que las palomas eran unos pájaros ansiosos y pendencieros y que no
comprendía por qué se habían convertido en símbolo de la paz. A continuación
nos habló de sus palomas y nos mostró un centenar de dibujos que había hecho
para el cartel; sabía que su pájaro iba a dar la vuelta al mundo. Hablaba del
congreso, de la guerra, de política. Me acuerdo de una de sus frases: «Para mí
el comunismo está ligado a toda mi vida de pintor». Los enemigos del
comunismo no reflexionan en este vínculo. Por otra parte, éste a veces parece
misterioso incluso para ciertos comunistas.
Más adelante Picasso dibujó más palomas, para los Congresos de
Varsovia y de Viena. Cientos de personas conocen y quieren a Picasso
únicamente por sus palomas. Los esnobs se ríen de ello. Las personas
malintencionadas le acusan de haber buscado un éxito fácil. Sin embargo, las
palomas están estrechamente ligadas a toda su obra, a sus minotauros y a sus
cabras, a sus viejos y a sus muchachas. Es evidente que la paloma no es más
que una parte diminuta de la riqueza creada por el pintor, pero cuántos
millones de personas conocen y admiran a Rafael por las reproducciones de
uno de sus cuadros, la Madona Sixtina, cuántos millones de personas conocen
y veneran a Chopin sólo por haber escrito la Marcha fúnebre. Los esnobs que
se ríen están equivocados. Claro que no se puede pretender comprender a
Picasso sólo por la paloma, pero hay que ser Picasso para hacer una así.
El amor de la gente sencilla por su paloma y por él lejos de ofender a
Picasso le emocionaba profundamente. En 1949 estuve con él en Roma en una
reunión del Comité de la Paz. Después de un mitin que se había celebrado en
una de las plazas más grandes de la ciudad, fuimos caminando por una calle
obrera; los transeúntes lo reconocieron, lo llevaron a una pequeña trattoria, le
invitaron a vino, lo abrazaron; las mujeres le pedían que cogiera a sus hijos en
brazos. Era la exteriorización de un amor que no podía ser fingido. Esas
personas, naturalmente, no habían visto los cuadros de Picasso, y de haberlos
visto, no habrían comprendido muchas cosas, pero sabían que él, un gran
pintor, estaba de su parte, estaba con ellos, y por eso lo abrazaban.
Durante los congresos, en Breslavia, en París, siempre se ponía los
auriculares y escuchaba atentamente. Más de una vez tuve que dirigirme a él
con alguna petición: casi siempre, en el último minuto, resultaba que para el
éxito de un congreso o de alguna otra campaña en favor de la paz era preciso
un dibujo de Picasso. Por absorto que estuviera en otro trabajo, siempre
accedía a la petición.
A veces los que compartían sus ideas políticas censuraban o condenaban
sus obras. Lo acogía con amargura, pero decía, tranquilo: «En las familias
siempre se riñe».
Sabía que sus cuadros colgaban en los museos de Estados Unidos pero,
cuando había querido viajar allí con una delegación del Consejo Mundial de
la Paz, no le habían concedido el visado. Sabía también otra cosa: en el país
que amaba, en el cual tenía fe, le tildaban de «formalista» y guardaban sus
obras en los fondos de los museos.
Su exposición en Moscú, en otoño de 1956, supuso una gran alegría para
mí. A la inauguración acudió demasiada gente: los organizadores temían que
hubiese poco público y enviaron más invitaciones de las necesarias. Una turba
de gente echó abajo las barreras, todos temían que no les dejasen entrar. El
director del museo, pálido, corrió hacia mí: «Tranquilícelos, temo que se
produzca una avalancha». Dije por el micrófono: «Camaradas, habéis
esperado esta exposición durante veinticinco años, esperad ahora
tranquilamente veinticinco minutos». Tres mil personas se echaron a reír y se
restableció el orden. Me correspondía a mí inaugurar la exposición en nombre
de la sección de amigos de la cultura francesa. Por lo general, las ceremonias
me parecían aburridas y ridículas, pero ese día estaba emocionado como un
colegial. Me dieron unas tijeras y me pareció que iba a cortar no una cinta,
sino una cortina detrás de la cual se erguía Pablo…
Por supuesto en la exposición la gente discutía, como siempre ocurre en
las exposiciones de Picasso, pues el pintor maravilla, escandaliza, divierte,
alegra, no deja a nadie indiferente.
«Contradicciones». Bueno, así es: «En la obra de Picasso hay muchas
contradicciones». Pero recordemos las fechas: sus primeras obras se
expusieron en 1901 y en el momento en que escribo estas líneas nos hallamos
en 1960. ¿Acaso no hemos asistido en el transcurso de estos sesenta años a un
sinfín de contradicciones? Picasso ha expresado la complejidad, la confusión,
la desesperación y la esperanza de su época. Destruye y construye, ama y odia.
No cabe duda de que he tenido suerte. He conocido en mi vida a hombres
que han determinado la fisionomía de nuestro siglo. No sólo he visto la niebla
y la tormenta, sino las sombras de los hombres que se recortaban en el puente
de mando. Considero una de las fortunas de mi vida aquel lejano día
primaveral en que me encontré con Picasso por primera vez: es un jalón en mi
vida.
33
Parecía el cordero rezagado del rebaño del que hablaba Du Bellay. En efecto,
cuando salí de Rusia aún no había cumplido los dieciocho años. Como un
párvulo, estaba dispuesto a aprenderme la cartilla. Preguntaba a todo el mundo
qué sucedía, pero sólo obtenía una respuesta: «Nadie lo entiende…». Trataba
de entablar prolijas discusiones sobre la misión de Rusia, sobre la
podredumbre de Occidente, sobre Dostoievski, pero la gente tenía otras
preocupaciones: no conversaban, sino que se enzarzaban en discusiones,
maldecían, algunos contra los bolcheviques, otros contra Kérenski y unos
terceros, todavía, contra la revolución.
En la estación de Finlandia nos recibió una menchevique entrada en años
sobre cuya nariz llevaba unos quevedos. Me dijo: «Sígame». Le respondí que
me escoltaba un soldado. La mujer se puso a despotricar de él, y el soldado
hizo lo propio. Ella lo llamó especulador de comida, y el soldado, que
efectivamente llevaba consigo una bolsa, le respondió que ella seguramente
«se atiborraba de mermelada». Yo estaba plantado allí, estupefacto. La
menchevique nos condujo a una residencia donde la gente se hacinaba a
oscuras. Un joven gritaba a su vecino: «¡Qué vas a ser tú un revolucionario!
¡Tú eres un auténtico Galliffet! ¡Habría que llevarte al paredón!».
Como a todos los emigrados políticos, me concedieron una prórroga
militar; el teniente de la estación de policía me dijo que en el ejército, aun sin
mí, sobraban ya los charlatanes.
En el Birzhevie viédomosti recibí los honorarios que me correspondían y
me instalé en un piso amueblado de la calle Moika. Por la mañana salí para
echar un vistazo. La arquitectura de la ciudad y sus avenidas me parecían
extraordinariamente claras, majestuosas, pero no conseguía orientarme.
Me dirigí a un mitin que se celebraba en el circo Ciniselli. Estaba atestado
de gente, pero enseguida noté que todo el mundo estaba harto de discursos: el
entusiasmo de los primeros meses se había evaporado, incluso los charlatanes
se habían cansado de hablar. Los que hacían uso de la palabra eran oradores
espontáneos. Una señora de cabello cano trataba de demostrar que el
esperanto salvaría la revolución, pero nadie la escuchaba. Luego intervino un
anarquista que declaró que era preciso abolir el Estado: todos lo abuchearon,
y él se puso a silbar como un desesperado hasta que lo sacaron a empujones
de la tribuna. Un joven vestido con elegancia suplicaba que no se entregara
Rusia al káiser. Dos soldados lo metieron en cintura: «Pero tú, hijo de perra,
¿has estado en las trincheras?».
Intenté encontrar a los poetas con los que me había carteado, pero ninguno
de ellos estaba en la ciudad. Me respondían: «Está en la dacha» o «En
Crimea». Un día, T. I. Sorokin me mandó llamar: «Ven, Blok está aquí». Fui
corriendo al Palacio de Invierno, pero llegué demasiado tarde: Blok ya se
había ido. No vi, pues, al poeta cuyos versos yo amaba por encima de todo…
En el Birzhevie viédomosti me aconsejaron que fuera al restaurante Viena;
allí, por las noches, se reunían poetas y pintores. Pensé que el Viena sería algo
parecido a La Rotonde. Pero en torno a las mesas había simples burgueses,
oficiales, especuladores. Uno gritaba: «¿Por qué lo ponéis en la carta si no
hay? Sólo os falta sentar de nuevo en el trono al zar Nicolás».
Una señora gritaba: «¿Por qué dejaron escapar a Lenin?».
En las calles se daba caza a los desertores; los soldados patrulleros que
revisaban los documentos también parecían desertores. Un día vi a dos
oficiales requisando un saco de azúcar molido a una mujer. Ella gritaba:
«¡Monstruos!». Cuando la mujer se iba, uno de los oficiales le gritó a la
espalda que pronto la enviarían al paredón, que Kérenski hacía la vista gorda
con los especuladores de alimentos, pero que tarde o temprano a él también lo
meterían en vereda. Luego, sin avergonzarse lo más mínimo ante la gente que
pasaba, los oficiales se repartieron el botín.
En las tiendas se podían comprar habanos, jarrones de Sèvres y poemas de
la condesa de Noailles. En las confiterías servían el café con miel (ya no
quedaba azúcar) y, en lugar de pasteles, daban rebanadas finas de pan blanco
con mermelada. Los cocheros ya no hablaban de avena, sólo despotricaban
con el semblante sombrío. Un poeta a quien conocí en la redacción del
Birzhevie viédomosti me dijo: «Nuestra única esperanza es el general
Kornílov. Se llama Lavr [Laurel], su nombre es simbólico».
Los soldados hablaban de «hacer las paces». Los desertores no decían
nada, miraban a los transeúntes con aire lúgubre. Por la Avenida Nevski
paseaban las muchachas de uniforme; intrépidas, hacían el saludo militar y
tenían un busto de lo más exuberante; organizaban mítines en la esquina de la
calle Sadóvaia, gritaban que era necesario encontrar a Lenin y, entretanto,
detener a Chernov.
Tuve oportunidad de oír hablar a Chernov. Al igual que en París, empleaba
un tono muy elevado. Pero, si bien en marzo me conmovió, en agosto lo
encontré ridículo. Sabía expresarse bien y, a grandes rasgos, hacía pensar en
un radical socialista francés que promete a los votantes que, si lo eligen a él,
construirá un puente sobre el río. Chernov juraba que entregaría la tierra a los
campesinos y que salvaría a Rusia de los alemanes. Tenía unos ojos astutos; en
mi opinión, ninguno de los oyentes le creía. Escuché también a Kérenski; todo
aquello parecía un teatro: daba la impresión de que el jefe del gobierno
provisional iba a romper a llorar o a salir corriendo del escenario. En aquella
época la fama de Kérenski ya se había apagado; aun así, medio centenar de
mujeres le saludaban, gritando a voz en cuello; una le tiró un ramo de
margaritas medio mustias; él recogió las flores y, por alguna razón, se las
llevó a la nariz.
Me encontré con dos o tres emigrados que había conocido en París. Uno de
ellos, un bolchevique de nombre Sashunia, me contó que Antónov-Ovséienko
estaba encerrado en la prisión de Krestí, que los mencheviques eran unos
traidores y que el tiempo de las discusiones había acabado. Le pregunté si no
temía que los alemanes, aprovechando la guerra civil, se apoderaran de
Petrogrado. Comenzó a gritar diciéndome que yo razonaba como un
menchevique, que era un intelectual «de la cabeza a los pies», que «la
intelligentsia siempre estaba poniendo palos en las ruedas» y que a quienes
había que tener miedo no era a los alemanes, sino a los defensistas.
Hablé durante una o dos horas con Sávinkov. Era ayudante del ministro de
la Guerra y no reconocí en él al Borís Víktorovich que sonreía con melancolía
en La Rotonde. Sávinkov hablaba de medidas drásticas, de dictadura, de
orden. Tildó a Kérenski de palabrero que se deleitaba con el timbre de su
propia voz; hablaba con desprecio del gobierno provisional: «Esta gente ha
perdido el norte, no celebran las sesiones sentados, sino de pie».
En el Palacio de Invierno vi cómo había vivido el zar y su vida me pareció
anodina; las habitaciones estaban amuebladas sin gusto y llenas de bagatelas
propias de pequeñoburgueses. (Más tarde vería el mismo tipo de objetos en el
palacio de Pekín, durante las exequias del último emperador chino). Entre los
pufs había camas plegables y fusiles tirados por el suelo. La revolución que
Sávinkov quería enterrar prematuramente vagaba por los salones del Palacio
de Invierno. En la escalinata, una señora agarró al ayudante del ministro de la
Guerra por las solapas de la chaqueta: «Dígame, ¿por qué tienen a George en
prisión? A él, que ya en el colegio leía a Herzen».
Sávinkov me presentó a F. A. Stepún. Sabía que era un filósofo que había
escrito un libro interesante, Cartas de un alférez, en el cual mostraba la guerra
sin los oropeles de rigor. Lo que menos podía imaginarme era encontrármelo
desempeñando el cargo de jefe del departamento político del Ministerio de la
Guerra. Más bien tenía el aspecto de un soñador o de un pastor protestante.
Me puse a afirmar con torpeza y vehemencia, como había hecho antes con
Sashunia, que los alemanes podían ocupar Rusia y aplastar la revolución. Me
preguntó si quería llegar a ser comisario de Guerra. Sonreí con ironía: un
comisario está obligado a comprender y dar explicaciones a los demás,
mientras que yo sólo hacía una cosa: formular preguntas a todo el mundo.
También estuve en Smolni. La gente se abalanzaba sobre Chjeídze y
gritaba que Sávinkov se estaba conchabando con los generales, mientras
metían a los obreros en la cárcel. Los soldados dormían en los pasillos. Uno
de los emigrados de París me dijo con severidad: «¡Aquí no estás en La
Rotonde, vete al frente!». Le repliqué que en el ejército no me querían. Rio
con malicia y me soltó: «¿Así que eres bolchevique? Ya te desenmascararé,
ya…».
Una viejecita me empujó contra la pared y me pidió entre sollozos: «Diles
que la hija de Andriusha estudia en el Conservatorio y que ese trozo de tela se
lo dio Mishukin».
En aquel entonces también se encontraban en Petrogrado Tijón Ivánovich
Sorokin, Katia y mi hija Irina. Vivían en casa del padre de Katia, quien no
podía oír ni pronunciar mi nombre. Además de todas mis faltas, yo era judío.
Katia, a hurtadillas del padre, me trajo a Irina; la niña tenía entonces seis
años. La llevé al café Empire y la invité a tomar pan blanco untado con
mermelada. Luego paseamos por la avenida Nevski. Durante algún tiempo
Irina había tenido una niñera italiana que le había enseñado a rezar. La niña
me pidió que entrásemos en la catedral de Kazán. En cuanto estuvimos dentro,
se arrodilló y me mandó que siguiera su ejemplo. No la obedecí. Irina
comenzó a gritar y a llorar; las mujeres que oraban en la catedral se
escandalizaron: «¡Vergüenza debería darle ofender a la chiquilla en un lugar
sagrado!». Por suerte, Irina se aburrió de rezar y me preguntó si podíamos
volver a la pastelería.
Tijón me dijo que Stepún iba a enviarlo al frente del Cáucaso y que quería
nombrarme su ayudante. Reí durante un buen rato: Tijón comprendía aún
menos que yo lo que estaba sucediendo. Yo conocía a fondo las obras de
Vladímir Soloviov y la arquitectura del gótico temprano. ¿De qué les hablaría
a los soldados? ¿Del «eterno femenino» o de las vidrieras de la catedral de
Chartres…? (En un archivo encontré un certificado del Ministerio de la
Guerra, con fecha de septiembre de 1917, en el que dice que, «conforme a la
comisión del frente del Comité Ejecutivo del Soviet de Diputados Obreros y
Soldados», me nombraban ayudante del comisario de Guerra de la región
militar del Cáucaso. Cuando me enteré de este nombramiento, ya habían
desaparecido tanto el ministro de la Guerra como el frente del Cáucaso).
Todo el mundo aseguraba que alguien estaba a punto de «intervenir». Unos
consideraban que lo haría el general Kornílov; otros, que moverían ficha los
bolcheviques. Me di cuenta de que jamás lograría entender nada y partí a
Moscú.
Ahí estaba la calle Ostózhenka… Yo conocía todos los callejones, todos
los letreros. Al principio la ciudad me pareció más tranquila, pero era sólo
una apariencia. Allí la gente tampoco entendía nada. Traté de dar con mis
viejos amigos. Habían transcurrido ocho años, un período bastante largo. Un
compañero de instituto que en 1907 asistía a nuestras reuniones se había
convertido en un abogado de moda; cuando le dije quién era la emprendió a
gritos conmigo: «Buena la habéis hecho. Podías haberte quedado en París; allí,
por lo menos, no disparan por las calles».
Liusa, mi compañera de instituto, adoradora de la poesía de Lérmontov,
era ahora una señora gorda con bigotillo; me invitó a tomar té, pero me
abrumó con sus quejas: no hay azúcar, la criada suelta impertinencias, por las
noches da miedo salir a la calle…
En la calle Tverskaia estaba la cafetería Bom, con sus sofás rojos de
terciopelo, donde servían té y pasteles. Los escritores la frecuentaban. Allí
conocí a V. G. Lidin, de tez sonrosada y aspecto muy pulcro; hablaba de
caballos, de cuadras, de la maestría de Bunin. B. K. Záitsev hablaba con
sentimiento de la belleza del rito ortodoxo y del género de la novela corta.
V. F. Jodasévich hablaba de todo el mundo con tono sarcástico y escribía
poesías tiernas en las que decía que la muerte lo atraía, al igual que por la
noche el sueño atrae a las muchachas; tenía una cara que parecía un cráneo.
A. N. Tolstói chupaba su pipa con aire lúgubre y me decía: «¡Es una
porquería! No se entiende nada. Todos se han vuelto locos».
Alekséi Nikoláievich afirmaba que yo parecía un presidiario mexicano. Un
día entré en un café de la calle Arbat y me puse a emborronar cuartillas; la
muchacha se acercó a mí y, enojada, retiró de mi mesa el vaso vacío al tiempo
que me soltaba: «Esto no es la universidad».
Había perdido las costumbres rusas y a menudo hacía el ridículo. Me
parecía que justo por eso no lograba captar el sentido de los acontecimientos
que se estaban produciendo. Pero Alekséi Nikoláievich no estaba menos
desorientado que yo. Hace poco he releído los diarios de Blok, las cartas de
Korolenko y los artículos de Gorki; en aquella época todos aceptaban,
rechazaban, daban su conformidad y protestaban. Bien mirado, parece que el
«presidiario mexicano» no era más que un intelectual ruso ordinario. No digo
esto a modo de justificación o de excusa. Sólo pretendo explicar cuál era mi
estado de ánimo durante los años 1917-1918. Por supuesto, ahora lo veo todo
mucho más claro, pero no hay motivo alguno para sentirse orgulloso: una vez
pasada la batalla, todo el mundo es un gran estratega.
2
Se dice que los árboles no dejan ver el bosque. Esto es tan verdadero como
que el bosque no deja ver los árboles. Cuando leemos sobre la Francia de
1793, vemos la Convención, al incorruptible Robespierre, la guillotina en la
place de la Révolution, los clubes donde hablaban con grandilocuencia los
sans-culottes, los panfletos, las conspiraciones y las batallas. Pero ese mismo
año Philippe Lebon, sentado en su pequeño laboratorio, reflexionaba sobre el
gas. Taima ensayaba una tragedia pseudoclásica; las mujeres que seguían la
moda se probaban nuevos sombreros con lazos y las amas de casa corrían por
la ciudad en busca de alimentos, de los que había carestía.
Alekséi Tolstói describió así las conversaciones que se mantuvieron
durante el verano de 1917: «¿Estamos perdidos o todavía tenemos alguna
oportunidad? ¿Subsistirá Rusia o dejará de existir? A los intelectuales, ¿nos
cortarán la cabeza o nos dejarán con vida?». Otro decía: «Pero ¿qué dices,
amigo? ¿Por qué iban a cortarnos la cabeza? ¡Tonterías! ¡No lo creo! Pero las
tiendas de comestibles sí que las saquearán». Un tercero afirmaba saber por
fuentes fidedignas que «a principios de mes la ciudad comenzará a morir de
hambre».
Por pura casualidad, en casa de unos amigos de Moscú se conservó mi
cuaderno de notas de los años 1917 y 1918. Las notas son tan lacónicas que a
veces no consigo descifrarlas, pero algunas líneas me han ayudado a refrescar
la memoria. Tomé algunos apuntes sobre mi primer encuentro con Valeri
Yákovlevich Briúsov. Fue el mismo verano sobre el cual escribió Tolstói.
Pasé varias horas con Briúsov. Me leyó una poesía que había escrito hacía
poco sobre Ariadna y discutimos. Al formular una parte de nuestra
conversación, me doy cuenta de que parece bastante insólita tratándose de
agosto de 1917:
1. ¿Es cierto que Teseo tenía remordimientos de conciencia por haber
abandonado a Ariadna en una isla desierta?
2. ¿Qué es más correcto? ¿Escribir Teseo o Theseo? (Valeri Briúsov
insistía en la segunda transcripción).
3. ¿Es necesario que un poeta contemporáneo escriba sobre Teseo? (Yo
decía que no).
Cabría pensar que Briúsov era un esteta, un formalista, un decadente
contumaz decidido a contraponer su mundo a la realidad. Eso es erróneo: poco
después de la Revolución de Octubre, cuando sus coetáneos y los poetas de
una generación más joven (incluido yo) corrían perplejos de aquí para allá,
lamentándose y protestando por muchas cosas, Briúsov ya trabajaba en las
primeras instituciones soviéticas. Si hablaba conmigo de Teseo era porque
creía en la vitalidad de la poesía y respetaba su propio trabajo. Los libros, los
ajenos y los propios, constituían toda su vida. De joven, una vez reconoció que
estaba dotado de «una estúpida sensibilidad hacia las novelas, pero que
carecía completamente de ella para los acontecimientos de la vida».
Fui a verlo con sentimientos encontrados: me acordaba de sus cartas, pues
me había dado ánimos varias veces, le respetaba, pero hacía tiempo que su
poesía había dejado de gustarme y temía no poder reprimirme y ofender sin
querer a un hombre con quien estaba tan en deuda.
Valeri Briúsov vivía en la calle Piérvaia Meschánskaia; para llegar a su
casa tenía que atravesar la famosa Sujarevka. Si el Vaticano es un Estado
independiente dentro de Roma, lo mismo era Sujarevka en el Moscú de 1917;
no estaba sometido al gobierno provisional, ni al Soviet de Diputados Obreros
y Soldados ni a la milicia. La espléndida torre se alzaba sobre el gran
mercado; allí parecía vivir aún la antigua Rusia, se oía a los ciegos entonar
canciones melancólicas, con sus mendigos y sus ascetas locos por Cristo. Las
blasfemias se mezclaban con los lamentos, los viejos juramentos invocando a
Dios con las conversaciones sobre los kerenki,[1] sobre los burgueses y los
bolcheviques. Y qué de gente se podía ver: desertores, mujeres orondas de los
pueblos vecinos, amas de llaves, institutrices que se habían quedado sin
trabajo, esposas de funcionarios muy serias, ladrones reincidentes, mocosos
que vendían cigarrillos emboquillados a granel y popes llevando en los brazos
gallinas que no dejaban de cacarear. Todo aquello producía un ruido infernal;
blasfemaban, gritaban, pataleaban: una auténtica marea humana.
«Y Adán se lamentaba: ¡oh, el paraíso, mi paraíso!», gangueaba la voz de
un ciego; su canción todavía resonaba en mis oídos mientras me acercaba a la
casa de Briúsov. Sujarevka era el prólogo indispensable, la llave para
descifrar el complejo fenómeno denominado «Valeri Briúsov», pues aunque se
puede discutir el valor de las poesías dedicadas a Teseo, a Asarhaddón y a
Kukulkán, nadie negará la importancia de Briúsov en el desarrollo de la
cultura rusa. (Valeri Yákovlevich escribió una vez: «Desearía no haber sido
Valeri Briúsov», pero estuvo bien que lo fuera).
Por supuesto, no sólo Sujarevka tiene derecho a figurar en el prólogo; si la
menciono es porque Briúsov vivía al lado; también podría evocar el barrio de
Zariadie, con sus puestos de harina y grano, la Sociedad de Estética Libre, el
barrio de Kitái-górod, al marchante Schukin, que había comprado las telas de
un pintor desconocido llamado Picasso, y el Círculo Literario y Artístico de la
calle Bolsháia Dmítrovka donde Valeri Yákovlevich pregonaba la «poesía
científica» mientras sus miembros, que pasaban perfectamente sin ciencia y
poesía, jugaban a las cartas. Briúsov vestía a la europea, sabía varias lenguas
extranjeras, salpicaba sus cartas de palabras francesas y en las paredes de su
casa no colgaban cuadros de Makovski, sino de Rops, pero era una criatura
del viejo Moscú, pausado y travieso, irreflexivo y espabilado.
Su amor al trabajo y su energía sorprendían a todo el mundo. Durante
aquel primer encuentro del que estoy hablando, arremetió acaloradamente
contra mi actitud hacia el trabajo poético, que tachó de «irresponsable»:
«¿Qué tiene que ver la inspiración? Yo escribo versos cada mañana. Tanto si
me apetece como si no, me siento a la mesa cada día y escribo. Incluso si no
logro componer un poema, siempre descubro una rima nueva, me ejercito en
alguna métrica difícil. Aquí están mis borradores». Y empezó a abrir cajones
de su enorme escritorio, repletos de manuscritos. Me reprochó mi frivolidad y
diletantismo; proclamó la necesidad de organizar una escuela superior para
poetas, pues se trataba de un oficio que, aunque sagrado, requería aprendizaje.
Briúsov era un organizador extraordinario. Su padre comerciaba con
corcho, y estoy convencido de que si él no se hubiese topado en sus años de
colegial con la poesía de Verlaine y Mallarmé, tendríamos el país lleno de
alcornocales, como en Extremadura. La capacidad de trabajo se combinaba en
él con la ambición. A los veinte años escribió en su diario: «El talento,
incluso el genio, con honradez sólo proporcionarán un éxito lento, y eso si lo
proporcionan. ¡Es poco! Para mí es poco. Hay que escoger algo diferente…
Hallar una estrella polar que me guíe en la niebla. Y la veo: es el
decadentismo. ¡Sí! Se diga lo que se diga, sea falso o ridículo, el
decadentismo avanza, se desarrolla, y el futuro le pertenece, sobre todo
cuando encuentre a un jefe digno de él. ¡Y ese jefe seré yo! ¡Sí, yo!».
Organizaba editoriales, fundaba revistas, escribía tratados de
versificación, traducía a autores latinos, discutía con autoridades reconocidas,
adoctrinaba a los jóvenes. Sólo temía una cosa: quedarse rezagado con
respecto a su época. Briúsov escribía a menudo sobre el caos —eso le venía
de Tiútchev—, pero sentía el deseo de apoderarse del caos sobre el que
cantaba y organizarlo. Recuerdo que a finales de 1920 fui a visitarle al
pequeño palacete que albergaba la LITO: así se llamaba entonces la sección
de literatura del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública. Valeri
Yákovlevich, en calidad de jefe de esta sección, habló conmigo y me propuso
un trabajo; señaló la pared donde colgaba un diagrama singular compuesto por
cuadrados, rombos y pirámides: era un esquema de literatura. Resultaba
ingenuo y al mismo tiempo majestuoso: un mago canoso que transformaba la
poesía en trabajo de oficina, y el trabajo de oficina en poesía.
A menudo lo tachaban de racionalista e intelectual árido; muchos
aseguraban que nunca había sido poeta. A mi modo de ver, eso es falso: la
razón, para Briúsov, no era el sentido común, sino un culto, y su fe en la razón
llegaba a la desmesura. Era poeta incluso en el sentido más corriente y vulgar
de la palabra: vivía en un mundo convencional de esquemas exaltados. Vrúbel
hizo de él un retrato admirable: ojos secos, ardientes, y la cabeza, como
tallada en bisel por detrás.
Recuerdo el Café de los Poetas de Moscú en 1918. Era frecuentado por
gente que poco tenía que ver con la poesía: especuladores, damiselas, jóvenes
que se autodenominaban «futuristas». Valeri Yákovlevich declaró que
improvisaría tercetos sobre los temas que le propusieran otros clientes. Le
pasaron notas estúpidas. Parecía no advertir la presencia de los camareros y
sus gritos de «¡Dos cafés, dos!», ni oír las risas de los marinos borrachos.
Severo, solemne, recitaba versos; cuando declamaba, tenía una voz extraña,
aguda y entrecortada. Al hacerlo, echaba la cabeza hacia atrás. Parecía un
domador, sólo que ante él no tenía leones de circo, sino palabras. Improvisaba
tercetos sobre Cleopatra, sobre una señorita sentada a una mesa o sobre las
diáfanas ciudades del futuro.
Abordaba todo con la máxima seriedad. Sus poesías eróticas eran algo así
como una guía por el reino de Afrodita. Rodeado de poetas dominados por el
misticismo, se puso a estudiar las «ciencias ocultas», conocía a fondo las
peculiaridades de los íncubos y los súcubos, los conjuros y los sortilegios
medievales.
Cuando irrumpieron los futuristas, Balmont les suplicó ingenuamente que
aguardaran un poco para destronarlo. Briúsov, por su parte, trató de derribar a
Balmont escribiendo una poesía titulada «Una velada futurista». Maiakovski
escribía: «Y detrás de los soles de las calles, vagaba, quién sabe dónde, la
flácida luna, que nadie necesita». Y Briúsov: «Como una moneda mal
acuñada, cuelga la luna sobre las chimeneas».
Sin embargo, los futuristas no lo reconocieron como a uno de los suyos, y
entre sus consignas figuraba ésta: «Arranquemos la coraza de papel del frac
negro de Briúsov».
Valeri Yákovlevich encontró en Francia a un poeta muy poco conocido,
René Ghil, el inventor de la «poesía científica». Los razonamientos de Ghil le
gustaron: hacía tiempo que Briúsov deseaba llegar a ser un brujo con
formación superior, un mago académico.
Estudió a Pushkin, escribía sobre anagogías, zeugmas, prolepsis, silepsis,
y calculó que, en el tercer capítulo de Oneguin, un setenta y tres por ciento de
las rimas se caracterizaba por la concordancia de los sonidos protónicos,
mientras que en el cuarto capítulo sólo se daba en un cincuenta y cuatro por
ciento de los versos. Briúsov intentó acabar de escribir Noches egipcias de
Pushkin y redactar una nueva versión de El jinete de bronce, pero estas obras
suyas no son de las que apetece volver a leer.
Algunos han acusado injustamente a Briúsov de falta de gusto: ése es un
rasgo común de todos los simbolistas; a todas luces ése era su gusto. ¿Acaso
no es sorprendente que casi todos ellos se entusiasmaran por las poesías de
Ígor Severianin,[2] que a nosotros nos parecen un modelo de trivialidad? Poco
antes de su muerte, Briúsov escribió: «Vivo entre dos mundos. Soy igual al
primero. Par en una asamblea de nobles. Y con cada suspiro, con cada nervio,
hago eco a los espíritus supremos de las esferas».
Pienso ahora en la poesía de los simbolistas. Fue un fenómeno admirable.
Nació el gran poeta Aleksandr Blok y fue como si se liberara la poesía rusa.
Pero hasta qué punto me parecen, no sólo las cartas de Chéjov sino también
las de sus pálidos epígonos, más humanamente comprensibles que los diarios
de Briúsov, las notas de viaje de Balmont o la correspondencia entre Blok y
Andréi Bieli…
Lo que llevó a Briúsov a aceptar la revolución fue el buen juicio:
vislumbró el día de mañana. Rondaba ya la cincuentena. Trabajaba por la
conservación de las bibliotecas, en la difusión de la poesía, hizo muchas cosas
buenas e importantes. Hay en alemán una palabra bastante fea, Kulturtreger,
que encaja a la perfección con la actividad que desempeñó Briúsov tanto antes
como después de la revolución. Prefiero una definición más pasada de moda:
Briúsov era un hombre de la Ilustración.
Creía que la revolución lo cambiaría todo de manera radical; me decía que
la cultura socialista se diferenciaría de la capitalista tanto como la Roma
cristiana de la Roma de Augusto. En tanto que poeta quería abordar lo nuevo,
pero guardaba una relación demasiado estrecha con el mundo anterior. Sus
poesías sobre la revolución están llenas de imágenes mitológicas y del
vocabulario que nos resulta familiar por los simbolistas. En los días de la
Revolución de Octubre vio en Moscú las tres parcas de la Hélade. Cuando
G. V. Chicherin[3] firmó el tratado con la República Alemana, Briúsov
escribió: «Del consejo de los lémures al consejo de Rapallo». Fustigaba de
esta manera a los defensores del capitalismo: «Siempre fue así, bajo
diferentes banderas, desde Semíramis hasta Poincaré. Quien se apoderó de
todos los bienes del mundo aprieta con fuerza los triunfos fatídicos».
(Recuerdo a ese pulcro francés medio, monsieur Poincaré; se habría
sentido indiscutiblemente halagado de que lo colocaran junto a la legendaria
Semíramis). A veces una melancolía angustiosa se apoderaba de Briúsov y se
lamentaba como en su juventud: «Todos los hombres, hoy y antaño, y también
en el futuro, tras mirar la barrera, repiten los mismos arpegios y acordes del
viejo repertorio…».
Murió en otoño de 1924, a la edad de cincuenta y un años. Yo estaba en
París; organizamos una velada en su memoria. Cuando un hombre muere, de
pronto se le ve bajo una luz nueva, en toda su grandeza. Briúsov tiene versos
magníficos que aún hoy parecen vivos. Quizá no velara su cuna la tradicional
hada, pero incluso si no nació poeta llegó a serlo. Ayudó a decenas de jóvenes
poetas que luego lo censuraron, lo repudiaron y lo destronaron. Pero para la
joven Rusia soviética, este constructor desenfrenado, buscador infatigable, fue
de lejos más necesario que muchos otros cantores de voz melodiosa.
No puedo dejar de recordar una vez más mis años parisinos. Valeri
Yákovlevich me alentaba; incluso sus reproches me ayudaron a vivir.
En nuestro primer encuentro, Briúsov me habló de Nadia Lvova: la herida
no había cicatrizado. No sé si fue por el recuerdo de la poesía de Nadia,
aquella que escribió antes de morir sobre la sien plateada de Briúsov, pero
éste me pareció muy viejo y anoté en mi cuaderno: «Canoso, decrépito» (tenía
entonces cuarenta y cuatro años). También apunté: «Para él la vida está en un
segundo plano». Cuando escribí estas palabras, quizá pensaba en Nadia, quizá
en la revolución, pero lo que con seguridad recordé fue su afirmación de que
«todo en la vida es sólo un medio para crear versos de brillante sonoridad».
Como recuerdo me regaló un librito con una dedicatoria: «Por nuestra
afinidad en ciertos aspectos y divergencia en otros». Se refería a nuestra
discusión sobre la poesía. No hablamos de los acontecimientos de aquel
tormentoso verano; aunque al partir no pude reprimirme y le pregunté: «¿Qué
pasará después?». Valeri Yákovlevich me recitó unos versos a modo de
respuesta: «Arrecia el diluvio… Pero desde el firmamento, ensombreciendo
las cenizas como un arcoíris, la libertad anuncia días luminosos».
Volví a encontrarme en Sujarevka. El ciego y su «Adán» habían
desaparecido. En la esquina de Srétenka se agolpaba la gente: habían asestado
una puñalada a alguien. Me quedé allí parado y luego continué mi camino.
Pero no pensaba en Teseo, sino en el diluvio.
3
Los soldados del Ejército Rojo llegaron en febrero de 1919, y en agosto los
blancos tomaron la ciudad. Aquellos seis meses fueron brillantes y ruidosos.
Para Kiev, aquélla fue una época de esperanzas, de impulsos, de extremos y de
confusión, a veces de tormentas primaverales.
Empezaré por hablar de mí. Ya he dicho que entonces me había convertido
en funcionario soviético. Antes, en París, había sido guía, luego descargué
vagones en una estación de ferrocarril, escribí reportajes para el Birzhevie
viédomosti. Todas estas ocupaciones, incluido el trabajo de periodista, no
exigían una gran cualificación. Pero la página siguiente de mi cartilla de
trabajo es verdaderamente enigmática: fui nominado director de la sección de
educación estética de niños «mofectuosos», dependiente de la seguridad social
de Kiev. El lector sonreirá, yo también sonrío; jamás hasta ese momento había
oído hablar de niños «mofectuosos». El lector tampoco, sin duda. Durante los
primeros años de la revolución, se empleaban a menudo términos misteriosos:
«Mofectuoso» quería decir moralmente defectuoso. Bajo esta denominación,
se agrupaba tanto a los delincuentes juveniles como a los niños problemáticos.
(Cuando me lo explicó una enjuta discípula de Froebel, comprendí que en mi
infancia yo había sido más que mofectuoso). ¿Por qué me habían confiado la
educación estética de unos niños y, además, descarriados? Lo ignoro. Nunca
había tenido nada que ver con la pedagogía, cuando en París mi hija se ponía
caprichosa, no conocía otro medio de apaciguarla —y esto nada tiene de
pedagógico— que comprarle un pirulí de color verde esmeralda o rojo muy
vivo por dos céntimos.
Por otra parte, en aquella época, eran muchos los que se dedicaban a
tareas ajenas a su competencia. Así, Marietta Shaguinián,[1] que impartía
conferencias sobre estética, empezó a dar clases sobre la cría de ovejas y el
arte de tejer, y el poeta Iliá Selvinski,[2] que había estudiado derecho y los
cursos de marxismo-leninismo para profesores, se convirtió en instructor para
la clasificación de pieles.
Un joven, que por casualidad aún no había sido descubierto por la policía
judicial, trabajó durante dos o tres meses en la «sección mofectuosa»:
traficaba con dólares, aspirinas y azúcar. Además escribía unos versos muy
malos (decía: «Perdonen, son terriblemente eróticos»). Muchos rasgos del
protagonista de mi novela El aprovechado, escrita en 1924, los tomé de la
biografía de este compañero de trabajo. En materia de pedagogía aún estaba
más pez que yo, pero se mostraba seguro de sí mismo, era descarado, se
inmiscuía en las conversaciones de los pedagogos y de los médicos. Recuerdo
una reunión en la que se trataba la cuestión de cómo influían sobre el sistema
nervioso de los niños los hidratos de carbono, las proteínas y las grasas. El
joven autor de los versos «terriblemente eróticos» interrumpió de repente a un
profesor de cabello cano y dijo: «Déjense de bobadas. De niño yo también era
nervioso. Si analizamos la cuestión a fondo, también las grasas son necesarias,
pero sobre todo las proteínas».
Yo previne a los pedagogos y a los psiquiatras de que era un profano en la
materia, pero me respondían que estaba haciendo un buen trabajo. Me forjé
una reputación: Ehrenburg es especialista en educación estética para niños, y
cuando volví a Moscú, en otoño de 1920, V. E. Meyerhold me propuso dirigir
los teatros infantiles de la república.
Trabajamos durante mucho tiempo en el proyecto de una «colonia
experimental modelo» donde se podría educar a jóvenes delincuentes en un
ambiente de «trabajo creativo» y de «desarrollo armonioso». Aquélla era una
época de provectos. Al parecer, en todas las instituciones de Kiev había
viejos estrafalarios de cabello cano y jóvenes entusiastas elaborando
proyectos de paraísos terrenales. Discutíamos sobre el efecto que causaban
sobre los niños muy nerviosos los colores en exceso chillones, sobre la
influencia de la declamación polifónica en la conciencia colectiva y sobre el
papel que podía desempeñar la gimnasia rítmica en la lucha contra la
prostitución infantil.
La incongruencia entre nuestras discusiones y la realidad era clamorosa.
Yo me ocupaba de la inspección de correccionales, refugios y albergues
nocturnos donde se daba cobijo a los niños abandonados. Tuve que escribir
informes, no se trataba ya de gimnasia rítmica, sino de pan y de percal. Los
muchachos se escapaban para unirse a los facciosos de algún batko, las chicas
incitaban a los prisioneros de guerra que regresaban de Alemania.
Entre los colaboradores de la sección había un pintor que se llamaba Pania
Pastujov, un joven extremadamente tímido. Un día lo envié a un albergue para
jóvenes refugiadas, creado en 1915. Se llevó de allí una profunda impresión.
Las niñas se habían hecho mayores y, como los gobiernos sucesivos las habían
abandonado a su suerte, se habían puesto a ganarse el pan; algunas incluso
tenían bebes. Cuando Pastujov empezó a decirles que la instrucción era la luz,
una de las muchachas le replicó, vivaracha: «Joven, mejor sería que nos
ofrecieras cigarrillos».
Nuestra institución estaba instalada en una casa señorial, junto al barrio de
Lipki. Recuerdo que en el salón había un secreter estilo imperio en el que
estaba fijado un número a toda prisa durante el inventario. Un día me encontré
sobre el secreter a un bebé: lo habían abandonado allí por la noche. En la casa
contigua se había establecido la Cheká regional; allí a cada momento entraban
coches. El jardín comenzó a verdear muy deprisa; yo escuchaba discusiones
sobre el método Dalcroze y miraba por la ventana: florecían las acacias.
En aquella época la gente trabajaba a menudo en varias instituciones a la
vez. Además de ocuparme de la sección de niños mofectuosos, me dedicaba a
muchas otras cosas; por ejemplo, participaba en la sección de arte aplicado.
Parecía que la época no era propicia para el arte: a cada momento se
producían tiroteos por las calles; el cónsul Esnault no perdía el tiempo, y Kiev
estaba rodeada de bandas de toda clase; los «estrategas» discutían tratando de
adivinar quiénes serían los primeros en irrumpir en la ciudad: los hombres de
Petliura o los de Denikin. Pero la sección de arte aplicado realizó una gran
labor. Aparte de mí, que era, si no un profano, al menos un diletante, en la
sección trabajaban buenos especialistas, los pintores de Kiev V. Meller,
Pribilskaia, Margarita Genke, Spásskaia. Organizábamos exposiciones de arte
popular, talleres de bordado y de cerámica. Conocí a Anna Sobachka, una
campesina de gran talento, con un sentido del color extraordinario. En la
avenida de Kreschátik aparecieron enormes carteles decorativos con
ornamentos ucranianos.
Vi animales de arcilla modelados por Iván Tarásovich Gonchar. Era uno de
los últimos representantes del arte popular tradicional. En aquel entonces, sus
animalitos no eran carneros, ni perros, ni leones, pertenecían a una especie
desconocida para los zoólogos: cada animal era irrepetible. (El arte popular
se inspira en la naturaleza, pero nunca la copia, y si las encajeras de Vólogda
han estudiado los dibujos que el hielo forma sobre los cristales de las
ventanas es porque se parecen a la jungla, al cielo cuajado de estrellas, a las
letras de alfabetos imaginarios).
En Kiev conocí a la escritora Sofia Fedórchenko, autora de un libro
apasionante, El pueblo en la guerra. Trabajaba como enfermera en un hospital
militar y había anotado las conversaciones de los soldados. Entonces yo había
transcrito las reflexiones de uno de ellos sobre el arte: «Entre nosotros hay un
voluntario que dibuja, todo lo que hace es tan parecido a la realidad, que
incluso resulta aburrido mirarlo». Los diversos manifiestos literarios así como
todos los ismos artísticos han ido envejeciendo, pero las palabras
pronunciadas por un soldado en 1915 me parecen no sólo vivas sino actuales.
Yo trabajaba también en el estudio literario: enseñaba a los principiantes
el arte de la versificación. (Aunque en aquella época escribía versos libres
desmadejados, no por ello dejaba de ser capaz de distinguir un yambo de un
coreo). Briúsov había tratado de demostrarme durante mucho tiempo que se
puede enseñar a escribir buenos versos a todas las personas, por poco dotadas
que estén. Gumiliov, que compartía su opinión, decía que incluso había
logrado hacer de Otsup[3] un poeta. Pero yo no creía ni creo en la enseñanza de
la poesía; en la escuela, sea cual sea su nombre, estudio, cursillos, instituto o
academia, lo único que se puede hacer es enseñar a leer versos, es decir,
elevar la cultura estética del alumno.
Entre los alumnos del estudio había un joven muy amable y tímido, Nikolái
Ushakov. Me alegro de que mi breve epopeya como maestro en Kiev no le
haya impedido llegar a ser un buen poeta. Me encontré con él tiempo después
y me convencí de que no tiene nada contra mí.
En el edificio de la calle Nikoláievskaia estaban las sedes de la Unión de
Escritores, del RABIS, de un estudio literario y, además, de muchas otras
instituciones; allí se discutía sobre futurismo, se distribuían entre los pintores
las tareas para decorar las calles, se pronunciaban conferencias sobre
marxismo, se extendían salvoconductos y toda clase de certificados.
Abajo, en el sótano, se encontraba el JLAM, antes KLAK. Allí veía al
poeta kievita Vladímir Makkaveiski. Poco antes había publicado una selección
de sonetos titulada Estilos de Alejandría. Conocía a la perfección la mitología
griega, citaba a Luciano y a Asclepíades, a Mallarmé y a Rilke, en una
palabra, era el Viacheslav Ivánov local. He echado un vistazo a su libro y sólo
he encontrado dos líneas comprensibles: «Hellas se ha acostado como una
momia en un sarcófago de Alejandría». A Makkaveiski le habría gustado ser
alejandrino, pero la época no era propicia para ello.
Otro de los poetas de Kiev era Benedikt Lívschits, un tipo poco
sedentario. Yo recordaba sus escritos virulentos en las publicaciones de los
primeros futuristas. Para mi asombro, vi a un hombre muy cultivado y
tranquilo: no se metía con nadie, por lo visto había tenido tiempo de temperar
las pasiones de la primera juventud. Amaba la pintura, la comprendía, y el arte
era nuestro principal tema de conversación. Escribía poco y reflexionaba
mucho. Probablemente, como yo y como muchos otros, quería comprender el
sentido de los acontecimientos. (Murió en un campo en 1938).
Ósip Mandelstam se distinguía entre los «nórdicos» del JLAM; ya era
conocido por su obra La piedra. Recuerdo que nos recitó sus versos
maravillosos «He estudiado la ciencia de las despedidas».
Víktor Shklovski pasó por allí como un meteorito; pronunció una
conferencia brillante y confusa en la academia de Ékster, sonreía con aire
juguetón y criticaba con cariño pero decididamente a todos sin excepción.
En el JLAM conocí también a Lev Nikulin, un soñador con el cabello
rizado. Una vez nos leyó unos versos muy melancólicos: trataban de un ataúd.
Natán Véngrov escribía versos para niños y organizó una jornada del libro
para los más pequeños; colocó en la avenida de Kreschátik un cartel enorme y
llenó la calle de ositos, elefantes y cocodrilos. Véngrov quería persuadirme de
que había en mí un poeta infantil y que era sólo por una cuestión de azar que
no me hubiese dedicado a mi vocación. (Son muchas las cosas que he
intentado hacer en mi vida, pero nunca he escrito para niños).
Solía acudir al JLAM la célebre actriz Vera Yúrievna. Muchas veces la
acompañaba un joven, casi un adolescente, que tenía siempre una expresión
burlona; cuando me lo presentaron masculló: «Misha Koltsov».[4]
Entre los poetas ucranianos, el más ruidoso era el futurista Semenko. Era
un hombre de escasa estatura, pero con voz potente; rechazaba a todas las
autoridades y sólo respetaba a Maiakovski. Me encontraba también con Pavló
Tichina. Taciturno, soñador, daba la impresión de estar siempre aguzando el
oído; había en él una dulzura que rayaba en la timidez. Al verlo, me convencí
al instante de que era un auténtico poeta.
En la sección de escritores judíos se desarrollaba una actividad febril: era
preciso, en el breve período entre Petliura y Denikin, pensar, escribir y
publicar. Entonces se encontraban en Kiev Bergelson, Márkish, Kvitkó,
Dobrushin. Péretz Márkish era un joven apuesto con una mata de cabellos
siempre hirsutos, con unos ojos burlones y tristes. Todo el mundo le calificaba
de «sublevado», decían que atentaba contra los clásicos, que derrocaba a los
ídolos; pero desde el primer momento me hizo pensar en uno de esos judíos
errantes violinistas que tocan canciones tristes en bodas ajenas.
En Kiev conocí a muchos pintores. Aleksandra Ékster había pasado
bastante tiempo en París, era amiga de Léger y considerada cubista por todos.
Sin embargo, sus obras estaban infinitamente lejos de las visiones urbanísticas
de Léger; lo que más le entusiasmaba era el teatro (trabajaba en varios teatros
de Kiev). No sé a qué se debía, pero entre los alumnos de Aleksandra Ékster y
los jóvenes artistas que la rodeaban se podía descubrir la misma pasión por el
teatro y por el espectáculo. Casi todos los pintores a quienes conocí entonces
en Kiev trabajaron después para el teatro: Tishler, Rabinóvich, Shifrin,
Meller, Petritski.
«La pasión por el teatro»: he escrito estas palabras y sin querer he
pensado en uno de los jóvenes alumnos de Ékster, Sasha Tishler, que entonces
tenía veinte años. Su destino es el que mejor refleja la pasión por el teatro de
los pintores de Kiev. No se trataba de saber si X o Y habían trabajado para el
teatro, casi todos los pintores soviéticos lo han hecho, aunque sólo sea porque
hay períodos en que lo pintoresco, la imaginación y la maestría son admitidos
con más facilidad sobre un escenario que en una sala de exposiciones. Los
moscovitas conocen a Tishler sobre todo por sus puestas en escena. Sus
decorados para El rey Lear son a la vez convencionales y reales, como los
versos de Shakespeare. Pero lo sorprendente es otra cosa: Tishler conserva en
su pintura de caballete una visión teatral del mundo. Recuerdo uno de sus
cuadros en los que se representa a unos soldados disparando contra una
paloma mensajera y que pintó unos veinte años antes de la paloma de Picasso.
Sólo un artista capaz de sentir como una tragedia fantástica el festín de los
moradores del cielo, según la expresión de Tiútchev, podía haber elegido
semejante tema en la década de 1930.
Los primeros años tras la revolución no sólo estuvieron marcados por un
despegue del arte escénico, sino también por un entusiasmo general por el
teatro. En las pequeñas ciudades de Ucrania, actores ambulantes que soñaban
con comer hasta saciarse conmovían a la sala y lograban que los espectadores
se olvidaran de las raciones no percibidas, de los pisos sin caldear y de los
tiroteos nocturnos. Kiev tuvo la suerte de acoger a Konstantín Aleksándrovich
Mardzhánov. Era un hombre lleno de emociones, de proyectos audaces, dulce
a la par que inflexible. Me acuerdo de cómo se acaloraba (estábamos sentados
en una cantina, bebíamos un té abominable y yo le hablaba de España, pues él
estaba preparando una obra de Lope de Vega). Decía: «¡El teatro es el teatro!
Ya he dicho en el Comité Ejecutivo del Soviet que el Comité Ejecutivo es el
Comité Ejecutivo. Quieren que los actores tomen té de verdad sobre el
escenario. ¿Qué dirían si la gente que toma té en la cantina del Comité
Ejecutivo se pusiera a recitar monólogos, a retorcer las manos y a hablar de la
reconstrucción de la ciudad en hexámetros…?». Kiev vio Fuenteovejuna, y el
viento irrumpió en la sala del viejo Teatro Solovtsov. Permanecimos largo
rato de pie sin separarnos, aplaudiendo.
A Mardzhánov le gustó la obra La camisa de Blanche, que yo había
escrito en colaboración con Alekséi Tolstói, y decidió llevarla a la escena.
Realizó los decorados Nikolái Shifrin. Después del segundo o tercer ensayo
las tropas de Denikin irrumpieron en la ciudad.
A menudo me encontraba con dos admiradores de Mardzhánov, dos
jóvenes inseparables (no mofectuosos): Grisha Kózintsev, hermano de Liuba, y
Seriozha Yutkiévich. Me invitaron al local que antes albergaba el café Jimmy
el Torcido: habían montado un teatro popular, es decir, uno de esos
espectáculos excéntricos que, en esos años de hambre y de frío, ofrecían
consuelo a los espectadores.
En la calle de Santa Sofía, junto a la plaza de la Duma, había un café
pequeño y mugriento regentado por un griego enjuto, de rostro alargado y lleno
de pasión, que hacía pensar en los personajes del Greco. En un letrero se leía:
«Auténtica leche cuajada, fresca». El griego preparaba un café turco
aromático, y nosotros, poetas, pintores y actores, íbamos allí con frecuencia.
Ese café está íntimamente relacionado con mi destino. Allí a menudo contaba a
Liuba, a la joven Jadviga, estudiante del Instituto Pedagógico, y a Nadia
Jazina, que luego se convertiría en la esposa de Ósip Mandelstam, mis
aventuras por el extranjero. Yo daba rienda suelta a mi fantasía: me preguntaba
qué habría hecho un buen burgués francés o un lazzarone romano si se
hubieran encontrado en la Rusia revolucionaria. Así nacieron los personajes
de la novela Julio Jurenito que escribí dos años más tarde.
Seguía escribiendo versos; no eran mejores, pero el tono había cambiado.
No comprendía aún todo el significado de los acontecimientos, pero a pesar
de las diversas calamidades de la época, me sentía feliz. «Nuestros nietos se
preguntarán | al hojear las páginas del manual: | Mil novecientos catorce,
diecisiete, diecinueve… | ¿Cómo vivían? Pobres…, pobres… | Los niños del
nuevo siglo leerán los relatos de las batallas, | memorizarán los nombres de
los jefes y de los oradores, | las cifras de las víctimas | y las fechas. | No
sabrán lo bien que olían las rosas en el campo de batalla, | cómo cantaban los
vencejos entre las voces de los cañones, | lo hermosa que era en aquellos años
| la vida».
Si uno medita sobre el pasado lejano, descubre muchas cosas. Visto desde
fuera, todo parecía extraño. Las bandas merodeaban en torno a la ciudad,
todos los días se hablaba de pogromos y de muertos. Los automóviles
rechinaban de manera alarmante. Las tropas de Denikin y las de Petliura
competían por ver cuál de las dos entraría antes en Kiev. Más de una vez oí un
murmullo amenazante: «Los rojos no reinarán mucho tiempo». Pero nosotros
seguíamos trabajando en nuestros proyectos, discutiendo la fecha para llevar a
imprenta el tercer tomo de las obras de Chéjov o de Kotsiubinski, del lugar
donde era mejor erigir un monumento a la revolución… Declamábamos
versos, contemplábamos cuadros y aquella alegría interior a la que me he
referido antes no sólo brillaba en los ojos de Grisha Kózintsev, que entonces
tenía catorce años, sino también en los de Konstantín Mardzhánov, que
rondaba ya la cincuentena. No era una cuestión de edad, o mejor dicho, sí, se
trataba de la edad de la revolución: según el calendario de Moscú había
cumplido dos años, pero según el de Kiev apenas tenía unos meses…
12
Hay recuerdos que llenan de alegría, exaltan, hacen revivir impulsos nobles,
sentimientos de bondad, actos de valentía. Pero hay otros… Es un error decir
que el tiempo todo lo cura. Las heridas cicatrizan, es cierto, pero de pronto
esas viejas heridas empiezan a doler y no mueren hasta que también lo hace su
portador.
Ha llegado el momento de hablar de lo malo. Dos siglos antes de nuestra
era, Plauto divertía a los romanos con sus comedias, que dejaron en nuestra
memoria cuatro palabras indelebles: «Homo homini lupus est». Y cuando
hablamos de la moral de una sociedad basada en el provecho, en la lucha por
un trozo de pan, solemos decir: «El hombre es un lobo para el hombre». Plauto
hizo mal en meter a los lobos en este asunto. Piotr Manteufel, que estudió la
vida de estos animales, me explicó que los lobos casi nunca se pelean entre sí
y que sólo atacan al hombre cuando el hambre los conduce a la locura. Pero
durante mi vida he visto a menudo hombres que torturaban o mataban a otros
sin necesidad alguna. Si las fieras pudieran reflexionar y componer aforismos,
probablemente un viejo lobo gris al que un vecino le hubiera arrancado un
mechón de pelo aullaría: «El lobo es un hombre para el lobo».
¿Qué puedo decir del pogromo de Kiev? Ahora ya nadie se asombra de
nada. En las casas ennegrecidas gritaron durante toda la noche mujeres,
ancianos y niños; parecía que gritasen las casas, las calles, la ciudad.
Péretz Márkish escribió en aquellos años un poema sobre el pogromo de
Gorodische, durante el cual mataron a quinientas personas. En Babi Yar
asesinaron a más de setenta mil judíos y en Europa, a seis millones… Me
sorprende esta comparación. No hace mucho oí una máquina que compone
música. Pues bien, a mí me parece que es una máquina pensante, en lugar de un
corazón, la que señala las cifras. Sí, en 1919 los verdugos aún no habían
inventado las cámaras de gas y las atrocidades eran rudimentarias: grabar
sobre la frente una estrella de cinco puntas, violar a una muchacha, arrojar a
un bebé por la ventana.
En un patio yacía boca arriba un viejo y miraba con sus ojos vacíos el
vacío cielo otoñal. ¿Acaso era el lechero Tevie, o un viejo habitante de la
ciudad de Yegupets, condenada a la perdición?[1] Junto a él había un charco:
no de leche, sino de sangre. El viento arremetía violentamente contra la barba
del viejo y la agitaba.
Como en cualquier tragedia, se producían también escenas burlescas. En el
piso de mi suegro, el doctor Kózintsev, irrumpió un jovenzuelo gallardo
vestido con uniforme militar y gritó: «¡Habéis crucificado a Cristo, habéis
vendido a Rusia!». Luego, al advertir sobre la mesa una pitillera, preguntó
tranquilo, con aire expeditivo: «¿Es de plata?».
Decidí marcharme a Koktebel, a casa de Voloshin; su casa me parecía un
refugio. Tardamos una semana en llegar a Járkov. En las estaciones irrumpían
los oficiales o los cosacos dentro de los vagones: «¡Judíos, comunistas y
comisarios, fuera!».
En una de las estaciones arrojaron de nuestro vagón de mercancías al
pintor I. Rabinóvich.
Járkov, Rostov, Mariúpol, Kerch, Teodosia… El viaje duró un buen mes
(que no tuvo nada de bueno), permanecimos acurrucados en los rincones más
oscuros de los vagones, tumbados en las bodegas de los barcos, entre
enfermos de tifus que deliraban y morían, infestados de piojos. Y a cada rato
resonaba el monótono grito: «¿Hay judíos sarnosos aquí?».
Piojos y sangre, sangre y piojos.
Sobre las sucias empalizadas se exhibían los retratos de Denikin, Kolchak,
Kutépov, Mai-Maievski, Shkuró. En las calles, los cosacos de Kubán
revisaban los documentos. Alguien gritaba: «¡Detened a ese comisario…!».
En el hotel Palace de Járkov se hallaban las oficinas de contraespionaje;
los transeúntes evitaban aquel edificio. En el café, los oficiales franceses se
sentaban a una mesa y en torno a otras hacían lo propio los especuladores que
tomaban café según la moda de Varsovia. Por doquier se veían carteles de la
Agencia de Información: «¡Adelante, a Moscú!», el caballo de san Jorge el
Victorioso pisaba a un judío narigudo.
Corrían de ciudad en ciudad abogados moscovitas, literatos de
Petersburgo, damas de la aristocracia arropadas con cinco chales, con
sombrereras de cartón llenas de viandas; actores, institutrices, niños
abandonados. En un hotel donde todo estaba roto y sucio, un bromista
declamaba: «¿Huir? Pero ¿adónde? Para poco tiempo no vale la pena y
eternamente es imposible».[2]
Una vieja loca, vestida con un capote de soldado y tocada con un sombrero
de plumas violeta, susurraba: «No, Clemenceau no nos abandonará a nuestra
suerte».
De una taberna nocturna salían unos oficiales borrachos cantando:
«Nuestro general es Shkuró, nos importa un comino Europa, le meteremos una
pluma por…». Lo que seguía es impublicable.
(En 1925 vi en las paredes de París un anuncio: «El circo Buffalo presenta
al público una nueva atracción: el virtuosismo de los jinetes cosacos dirigidos
por el famoso general Shkuró». El ex organizador de pogromos terminó su
carrera en la arena de un circo).
Los burgueses, al salir por la mañana a hacer sus compras, aguzaban el
oído para asegurarse de que no había disparos en la calle. Todos estaban ya
curados de espanto y nadie creía en nada. En las personas valientes, que
comprendían por qué se luchaba, la guerra civil engendraba odio, firmeza y
heroísmo.
Entretanto, en las miserables casuchas hediondas se hacinaban hombres
atemorizados, que no querían salvar ni la revolución ni la vieja Rusia, sino
salvarse únicamente a sí mismos. Por miedo, denunciaban, tanto a los
chequistas y a los agentes de contraespionaje como a la vecina cuyo sobrino
formaba parte de un destacamento de avituallamiento,[3] o al vecino que había
casado a una hija con un oficial blanco. Sentían miedo al oír pasos en la
escalera, el chirrido de las puertas o susurros en el portal. Los más ingeniosos
ocultaban bajo una tabla del entarimado «billetes de cinco» y retratos de
Marx, a la espera de, una semana o un mes más tarde, ocultar bajo la misma
tabla el retrato de Mai-Maievski, dinero zarista y hasta el icono de san
Nicolás el Taumaturgo.
En las estaciones había que saltar por encima de cuerpos tendidos por el
suelo: enfermos de tifus, refugiados, especuladores.
Ese muchacho de cabello rizado, que aún ayer cantaba: «Lucharemos con
valentía por el poder de los soviets», ahora decía a voz en cuello:
«Lucharemos con valentía por la santa Rusia y exterminaremos a todos los
judíos». Nunca sintió el deseo de entrar en combate, vende botas de fieltro
robadas de un almacén.
Los cosacos eran feroces. Era el resultado de su tradición, de su rencor
por haber visto su vida puesta patas arriba, destrozada, y por la confusión
imperante propia de la época.
En el ejército de los blancos había hombres de las Centurias Negras, ex
miembros de la Ojrana, gendarmes, verdugos. Desempeñaban cargos
importantes en la administración, en el contraespionaje, en la OSVAG.[4]
Afirmaban (y tal vez lo creían) que el pueblo ruso estaba sometido a los
engaños de los comunistas, de los judíos y de los letones; bastaba con azotarle
y luego encadenarlo para restablecer el orden.
Muchos años después compré en París un poemario de un tal Posazhnói
que se denominaba a sí mismo «húsar negro». Trabajaba en la fábrica Renault,
maldecía a los «franceses comedores de ranas» y lloraba por su pasado
grandioso al acordarse de su caballo de batalla: «Entró Pegaso en el comedor,
bebió vino de Kajetia, comió un ramo de rosas blancas y defecó con
solemnidad en la bandeja. ¡No era una época de descarados, el público gritaba
“¡Hurra!”, los músicos tocaban con frenesí la zurná! ¡Callaos, recuerdos
míos!». Expresaba sus ideales de este modo: «Los que hoy son rojos,
perecerán. ¡Al diablo con ellos, ya es hora! Y burbujeará de nuevo la espuma
en las copas de aquellos que antaño fueron junkers».[5] Reía leyendo estas
imprecaciones en 1929, pero en 1919 los tipos como Posazhnói irrumpían en
los vagones, abofeteaban a la gente, fusilaban.
No obstante, lo que más abundaba en el ejército de los blancos era gente
que había perdido el juicio, con el cuerpo devorado por los piojos y el
corazón por las ofensas reales e imaginarias, por las matanzas, por los
arrestos y fusilamientos, por el llanto de las ciudades que pasaban de mano en
mano, por la certeza de que mañana ellos mismos serían llevados contra ese
mismo sucio paredón al que conducían a un nuevo grupo de «sospechosos».
Leonhard Frank[6] tituló uno de sus libros El hombre es bueno. Pero el
hombre no es bueno ni malo: puede ser bueno, pero también malvado. Como
es natural, entre los blancos no sólo había gente sádica, sino muchas personas
de lo más corriente, más bien de natural afables y que en otro tiempo nunca
hicieron daño a nadie. Pero tuvieron que dejar la bondad en sus casas junto
con el confort y las bagatelas familiares. La crueldad estaba dictada por la
desesperación. Ni siquiera en otoño de 1919, cuando se apoderaron de Oriol,
los blancos se sintieron triunfadores. Avanzaban con premura como en un país
extraño, veían enemigos en todas partes. En las tabernas, los oficiales blancos
exigían que el cantante de turno entonara para ellos la romanza de moda: «Tú
serás el primero, ten cuidado de que no encalle tu navío. Cuanto más acerados
sean tus nervios, más cercano está el objetivo». Las borracheras a menudo
acababan a tiro limpio: disparaban contra los clientes, contra los espejos o al
aire; aquellos oficiales creían ver en todas partes guerrilleros, militantes de
organizaciones clandestinas, bolcheviques. Cuanto más gritaban
vanagloriándose de la firmeza de sus nervios, más claro estaba que
flaqueaban; su objetivo se diluía en una neblina de alcohol, envidia, miedo y
sangre.
Entre los voluntarios también había personas alistadas por pura
casualidad, románticos ingenuos o faltos de voluntad que se habían dejado
persuadir por sus camaradas, hipnotizados por los discursos sobre la
«fidelidad», el «honor», el «juramento».
También yo encontré a uno de esos extraviados; era un alférez a quien le
gustaban las poesías de Blok. Sabe Dios cómo fue a parar al Ejército Blanco.
Me salvó la vida y confieso con amargura que no me acuerdo de su nombre.
Fue entre Mariúpol y Teodosia. Llevábamos mucho tiempo en el barco:
primero se declaró un incendio; luego, el barco se quedó aprisionado por el
hielo en el mar de Azov. No había pan. Los enfermos de tifus reptaban por el
hielo. Una de las últimas noches, un fortachón enorme, tocado con gorro alto
de piel, me arrastró a la cubierta helada. Todos dormían. El oficial era mucho
más fuerte que yo, pero había bebido más de la cuenta. Luchamos. Él repetía
de modo estúpido: «Te voy a bautizar».
Me empujaba hacia la borda. Recuerdo que pensé: «Bien, nos caeremos
juntos al agua». Jadviga, que viajaba con nosotros, al oír los gritos se
precipitó hacia el compartimento de la tripulación donde estaba el alférez
cuyo nombre he olvidado. Éste subió a cubierta y dijo: «¡Alto o disparo!». Al
ver el revólver, mi «padrino» dejó de agarrarme.
En Teodosia, colgaban de las paredes aquellos mismos retratos en los que
el general Shkuró sonreía de un modo ruin. Vi ingleses limpios y afeitados con
pulcritud. Junto a su cocina de campaña, se agolpaban niños hambrientos; los
blancos habían obligado a los ferroviarios a evacuar (no me acuerdo si de
Oriol o de Kursk). Los evacuados se alojaban en barracas miserables en un
arrabal en cuarentena. Los ingleses miraban con tristeza a la gente hambrienta,
cubierta de harapos; estaban fuera de juego, los habían enviado allí como
habrían podido enviarlos a Nairobi o a Karachi; cumplían órdenes. Desde
luego, no sabían nada de las acciones petroleras, ni de vientres abiertos en
canal, ni del destino de los niños que aspiraban con avidez el humo de la
carne…
Voloshin me acogió con cariño: yo le referí de modo confuso las aventuras
del viaje. Los ojos de Max eran como siempre afables y lejanos. Se puso a
hablar del destino de Rusia, de las profecías de Ezequiel. Llegó la madre de
Voloshin, a quienes todos llamaban Pra, y le interrumpió así: «¡Basta, Max!
Tienen hambre, no están para escuchar tus historias». Y trajo una sartén llena
de patatas.
13
En los lagos salados del norte de Crimea se extrae sal común; ya la extraían
antes de la revolución. Sin duda debí aprenderlo durante el tercer o cuarto
curso del instituto, pero lo aprendido en la escuela se olvida pronto. Además,
nunca me había interesado la procedencia de la sal que se ponía sobre la
mesa. Y he aquí que la sal, y en particular la de Crimea, desempeñó un papel
importante en mi vida.
El camino de Teodosia a Moscú pasaba entonces por la Georgia
menchevique, que comerciaba con la Crimea ocupada por los blancos y en la
que se encontraba una embajada soviética. De Teodosia a Georgia se enviaba
una mercancía valiosa: la sal. No bromeo al hablar de su valor, pues entonces
la sal se vendía por vasos en el mercado, como más tarde el azúcar.
Un emprendedor de Teodosia decidió transportar sal a Poti.[1] La cargaron
en una gabarra grande y muy vieja. El propietario de la sal tenía que hacer el
viaje en el remolcador. Tras prolijas y complicadas negociaciones, durante las
cuales mis protectores hablaron de poesía y de rublos, el capitán del
remolcador y el propietario de la sal accedieron a llevarnos en la gabarra a
Liuba, a Jadviga y a mí. Los blancos, huelga decirlo, revisaban las
embarcaciones que salían del puerto y tuvimos que subir a bordo de la gabarra
la víspera de la partida y permanecer sin hacer ruido hasta llegar a alta mar en
la sofocante bodega donde iba la valiosa mercancía. No era aquél un lugar
muy agradable, pero nos dieron pan y tomates; sal no nos faltaba y no
protestamos.
Nos aguardaban algunos momentos desagradables: sobre nuestras cabezas
retumbaban las botas de los oficiales que controlaban si había pasajeros en la
gabarra. Yo me acordé de un verso de Voloshin: «Petrificarse como una estatua
de sal», y me parece que me transformé en una estatua. Los pasos se hicieron
más sordos, como una tormenta que se aleja.
El remolcador puso rumbo al sur, como si nos dirigiéramos hacia las
costas de Turquía. La explicación era que en Novorossíisk se había
establecido el poder soviético, y el propietario de la sal tenía miedo de que
los bolcheviques se apoderaran de su mercancía. La gabarra sólo servía para
cortas travesías a lo largo de la costa y, como ya he dicho, ya había alcanzado
una edad poco propicia para las aventuras.
Era a finales de septiembre, es decir, la época en que abundan las
tormentas en el mar Negro. Durante unas horas navegamos en una situación
idílica: lucía el sol, espumeaban las olas y la gabarra se balanceaba con
indolencia. Nos alegrábamos de haber escapado de Crimea y comíamos pan
con sal. De repente se desencadenó una tormenta. No comprendíamos aún lo
que ocurría cuando una alta ola se abatió sobre la cubierta. Nos tumbamos en
el sitio más protegido y nos cubrimos con una lona. El temporal arreciaba, se
nos echaba encima la rápida noche meridional.
A bordo de la gabarra había tres o cuatro marineros. Nos advirtieron de
que la cosa pintaba mal: nos encontrábamos lejos de la costa, el agua había
entrado en la bodega y la carga ahora se había hecho muy pesada. Los
marineros echaban pestes contra el capitán del remolcador, contra el dueño de
la sal, contra los blancos, los rojos, los georgianos y contra todo el mundo.
Intentamos dormir, pero era imposible, pues a pesar de la lona estábamos
calados hasta los huesos. Aunque la gabarra, según decían los marineros,
llevaba exceso de peso, se zarandeaba como una barca diminuta. Y las olas
seguían creciendo. Me esforcé en recordar historias divertidas y no nos
vinimos abajo. Lo más desagradable, no obstante, aún estaba por llegar. El
capitán del remolcador decidió abandonar la gabarra por el temor a que se
rompiera el remolcador. Así nos lo dijeron a gritos mediante un altavoz y nos
propusieron que pasáramos al remolcador sirviéndonos de un cabo. Pero
nosotros no éramos deportistas, sino personas muy demacradas por las sopas
de pieles de pimientos (Liuba, poco antes del viaje, acababa de pasar el tifus),
y, además, no podíamos trasladarnos al remolcador entre aquellas olas
embravecidas, así que decidimos quedarnos en la embarcación pasara lo que
pasara.
Más de una vez he advertido que el miedo es un sentimiento caprichoso, a
menudo independiente de la razón. Un amigo mío, el escritor Oleg Sávich,
bajo los insoportables bombardeos en España conversaba sobre poesía con
una calma absoluta, pero recuerdo que, cuando hicimos un viaje de Bélgica a
Francia, tenía un miedo mortal a la inspección aduanera aunque no llevaba
nada de contrabando. Estuve en Toledo con el pintor español Fernando
Gerassi, que entonces era oficial y más de una vez había despertado la
admiración de sus camaradas por su valor. En el Alcázar de Toledo se habían
hecho fuertes los fascistas y de vez en cuando, con indolencia y para guardar
las apariencias, disparaban contra los anarquistas. Fernando me confesó que
no quería subir conmigo al tejado de un edificio porque tenía miedo: el frente
era el frente, pero en Toledo, adonde me había acompañado, sentía miedo. En
cuanto a mí, no fue en el frente donde sentí miedo, ni en España, ni durante los
bombardeos, sino en tiempos de paz, cuando esperaba un timbrazo o un golpe
en la puerta. En fin, ya he escrito sobre ello. Ni yo ni mis jóvenes compañeras
de viaje nos asustamos ante la idea de quedarnos en una gabarra rota en medio
del mar embravecido y expuestos a irnos a pique junto con la preciada sal.
Charlábamos, bromeábamos y si temblábamos no era de miedo, sino de frío
porque estábamos empapados.
Al final el capitán no abandonó la gabarra. Cuando llegamos felizmente a
puerto en Sujumi, dijo a Liuba que la había compadecido. Creo que fue un
cumplido a la oriental. En realidad, en el remolcador se encontraba el
propietario de la sal y había defendido su mercancía.
Sujumi nos pareció de una belleza indecible; es, en efecto, una ciudad
hermosa, pero entonces no se trataba sólo de su aspecto pintoresco: aquella
mañana radiante y soleada nos maravillaba por nuestro regreso a la vida. Nos
parecía que habíamos dejado atrás no sólo todas las dificultades del viaje
hacia Moscú, sino también las de nuestra vida. Un georgiano se ofreció para
cambiarnos el dinero y nos instalamos en la terraza de un café: tomamos café
turco en pleno éxtasis. Nos sonreían hombres bigotudos y vocingleros. Vendían
uvas doradas y tibias. Hacía calor como en verano, y nosotros ya no
pensábamos ni en el precio de la sal ni en el de la vida humana. Nos
divertíamos: los tres juntos sumábamos menos años que yo solo ahora.
Después dormimos una vez más en la gabarra, pero aquélla fue una noche
corriente, tranquila; navegábamos a lo largo de la costa hacia Poti. De allí
fuimos en tren a Tiflis. ¿Adónde ir? ¿Dónde se encontraba la embajada? ¿Y
dónde estaba Moscú? Nos sentimos un poco perdidos en una ciudad extraña,
sin documentos y sin dinero.
A pesar de todo, en la vida suelen darse felices casualidades a las que
recurren a veces los escritores al añadir un desenlace feliz a una historia
irresoluble. Por la avenida Golovinski, en sentido opuesto al nuestro,
caminaba Mandelstam. A verlo nos alegramos tanto como él. Ósip sentía ya la
tierra firme bajo sus pies y nos dijo con aire diligente: «Ahora iremos a casa
de Titsián Tabidze,[2] que nos llevará a un magnífico duján?».[3]
16
intelligentsia está podrida… ¿Has leído los periódicos? Entonces todo está
muy claro. Los por qué y para qué son charlatanería de la burguesía… No vale
la pena romperse la cabeza».
En otoño de 1920 Lenin se dirigió a los miembros del Komsomol en estos
términos: «Si a un comunista se le ocurriera exaltar el comunismo basándose
en unos argumentos adquiridos, sin pasar antes él mismo por un trabajo duro y
serio, sin entender los hechos que previamente debe someter a examen,
entonces hablaríamos de un comunista deplorable. Dicha superficialidad sería
de todo punto nefasta».
He hablado de la sed de conocimiento que, por aquel entonces, atenazaba a
millones de jóvenes. El pueblo descubrió el alfabeto. Debería citarse a
aquellos que enseñaron a leer, que dictaban conferencias sobre historia o
geología, que salvaron los libros del fuego, protegieron los museos y —
aunque tal vez pasaban más hambre que los demás— defendieron la cultura: en
pocas palabras, los intelectuales rusos. No me refiero, por supuesto, a los que
huyeron al extranjero y desde allí trataron de mancillar a nuestro pueblo, sino
a los que, pese a sus muchos conflictos internos, aceptaron la Revolución de
Octubre. Cuando uno relee los primeros relatos de Vsévolod Ivánov,
Malishkin, Pilniak, N. Ogniev o los versos primerizos de Tíjonov, ve con
claridad que aquellas dudas nacían del afán de abordar con espíritu crítico los
acontecimientos de los que hablaba Lenin.
En un cartel de la plaza Strastnaia se leía: «¡Viva la electrificación!». Al
pie de este cartel, Yesenin me leyó una vez el monólogo de Pugachov: «¡Oh,
Asia, Asia! Tierra azul espolvoreada de sal, arena y cal. La luna lentamente
surca el cielo, rechinando sus ruedas como el carro de un kirguis. ¡Y quién
imagina con qué brío y orgullo saltan allí los ríos montañosos de amarillo
pelaje! ¿Será ésa la razón por la que silban las hordas mongoles con todo lo
que de salvaje y pernicioso anida en el hombre? Tiempo, mucho tiempo hace
que escondo mi melancolía para unirme a ellos, en sus campamentos nómadas,
y plantarme con las olas batientes de sus pómulos luminosos ante las puertas
de Rusia, como la sombra de Tamerlán». Los versos me parecen buenos, pero
ahora no pienso en ellos. Bandas criminales campaban por el país. En las
aldeas disparaban contra las patrullas de aprovisionamiento. Los campos
estaban sin sembrar. Por las estaciones vagaban los besprizorniki.[2] En las
ciudades se pasaba hambre, la mortalidad se disparaba.
Hoy día todo esto parece historia antigua. A finales de la década de 1930,
ciertos políticos occidentales llamaban aún a nuestro Estado «un gigante con
los pies de barro»; no tardaron en comprobar que los pies del «gigante» eran
de excelente calidad.
Este verano han florecido en mi jardín unas maravillosas rudbeckias de
vistosos colores, como las estrellas de los antiguos mosaicos; compré las
semillas en París, en el establecimiento del famoso horticultor Vilmorin, y
tienen un nombre ruso: «Sputnik».
Cuando contemplo Moscú no puedo concebir que sea la misma ciudad
donde transcurrió mi infancia. Cada vez que me dirijo en coche hacia Vnúkovo
me asombro, porque ya no se alzan sólo casas, sino calles y barrios enteros.
Es cierto que en nuestro país se sabe hacer mejor un avión a reacción que
una simple cacerola, pero también aprenderemos a fabricar cacerolas. El
hecho es que los políticos occidentales no hablan de otra cosa que de los pies
balísticos del coloso.
Por mi carácter, formo parte de esa gente que comparan con Tomás el
Incrédulo. En los años sobre los que ahora reflexiono (1920-1921) tuve
muchas dudas, pero nada tenían en común con la opinión de quienes pensaban
que Rusia se derrumbaba y que acabarían por establecerse los varegos,
portadores del orden, y que desembocaría en un régimen liberal moderado.
Pero de una cosa sí que estaba totalmente seguro, de la victoria del nuevo
régimen social.
La vida cotidiana era terrible: gachas de mijo y pescado seco, cañerías
reventadas, frío, epidemias. Pero yo sabía que el pueblo que había vencido a
los invasores sabría vencer también el desbarajuste económico. Algunos
meses después me puse a escribir mi primera novela. Al evocar esta
extraordinaria ciudad del futuro, toda de cristal y acero, perfectamente
organizada, Julio Jurenito exclama: «¡Así será! ¡Sí, aquí, en esta Rusia
miserable y arruinada! Lo aseguro, porque no son los que poseen piedra en
abundancia los que construyen, sino los que tienen el coraje de sellar con su
sangre esas insufribles piedras».
Mis dudas no las suscitaban las casas del futuro, sino más bien las
personas que iban a habitarlas. En una obra teatral de Yuri Olesha, la
protagonista confecciona dos listas: en una registra las «recompensas» de la
revolución; en la otra, sus «crímenes». Después la protagonista se da cuenta de
su error; la obra se titula La lista de las recompensas. Yo no hice semejantes
listas, ni en un papel ni mentalmente: la vida es más complicada que la lógica
elemental, hay muchos delitos que pueden originar beneficios y beneficios
preñados de crímenes.
(Cuando se habla de zonas de sombra en nuestra vida, se añade que son
«reminiscencias del capitalismo». A veces es cierto, a veces no lo es. La luz
intensa acentúa las sombras y lo bueno puede ir acompañado por algunas
malas consecuencias. Tomaré el ejemplo más obvio: la burocracia; sobre ella
escribió V. I. Lenin y de él siguen hablando hoy nuestros periódicos, cuarenta
años después. ¿Acaso la hidropesía de papeleo, la hipertrofia de
registradores, deliberadores, comprobadores, archivadores no son más que
reminiscencias? ¿Acaso esta enfermedad no está vinculada al desarrollo de la
organización, del cálculo, del control de la producción, es decir, a cosas
progresivas y útiles?).
Recuerdo que una mujer de la limpieza de la Academia Militar de
Química, una joven aldeana, cantaba esta chastushka:[3] «Me meteré en un
buen lío, iré al lavabo sin pase. | Pedir, lo pediría: sólo que nadie hay que me
lo extienda». Al oírla primero me reí, pero luego me dio que pensar.
Un obrero sabe muy bien que las máquinas, por complejas que sean, han
sido hechas por el hombre y sirven al hombre. En 1932 estuve en las obras del
complejo fabril de Kuznetsk. La gente, llegada de las aldeas, contemplaba las
máquinas con odio o con aprensión piadosa y algunos las estropeaban: si una
máquina no trabajaba montaban en cólera y daban golpes a las palancas como
azotaban en sus casas a su caballo extenuado; otros, en señal de respeto,
llamaban a un alto horno «Domna Ivánovna» y a un horno «tío Martin».
Naturalmente, pensaba ante todo en el futuro del arte. El diagrama que
colgaba en el despacho de V. Y. Briúsov no sólo me había sorprendido,
además me había asustado. La literatura se componía de cuadrados, de
círculos y de rombos, semejantes a los tornillos de una enorme máquina.
Un día compartí mis dudas con Lunacharski. Me contestó que el
comunismo no debía desembocar en la uniformidad, sino en la diversidad; que
no es posible acomodar a un modelo único la obra creativa del artista. Anatoli
Vasílievich decía que hay Derzhimordas[4] que no entienden la naturaleza del
arte. Un año después, la revista La Prensa y la Revolución publicó un artículo
en el que empleaba la misma palabra; tras referirse a la necesidad de la
censura en el período de transición, añadía: «Pero quien diga “abajo todos
estos prejuicios sobre la libertad de expresión, el control estatal de la
literatura es inherente a nuestro sistema comunista: la censura no es un rasgo
concomitante de un período transitorio, sino algo inherente a la bien regulada y
socializada vida socialista”, y quien de esto deduzca que la crítica misma
debe convertirse en una especie de delación o ha de constreñir las obras de
arte a primitivas hormas revolucionarias, sólo demostrará que, si se rasca un
poco, debajo del comunista no hay más que un Derzhimorda, y que al
acercarse al poder, por poco que haya sido, no ha sabido encontrar en él más
que el placer de pavonearse, del abuso y, sobre todo, de tomar y no dar».
Aún no existía la revista Na postú. Aún simultaneaban exposiciones de
pintores de diferentes movimientos, desde Brodski hasta Malévich. Aún
Meyerhold se entregaba con ardor a sus obras cerca del Teatro de Arte. Pero
no conseguía borrar de mi mente la imagen del diagrama, con sus cuadros y
rombos…
Masticábamos con prudencia, como si fuera pescado, nuestras onzas de
pan espinoso por las costras de cereal. Polónskaia escribía: «Me entristece
pensar que nos olvidaremos del valor que tienen amigos tan sumisos, fieles y
silenciosos, como un leño de abedul, un puñado de sal, una jarra de leche y los
escasos frutos de una tierra pobre y baldía». En aquellos años éramos todos
unos románticos, aunque nos avergonzáramos de esa palabra.
No discutía con la época, sino conmigo mismo. Reinaba mucha confusión
en mi cabeza. Era partidario de la estética industrial, de la economía
planificada, detestaba el caos, la hipocresía, los oropeles dorados del
capitalismo (lo conocía de buena tinta, y no precisamente por los libros). Pero
más de una vez me preguntaba: ¿a qué quedaría reducida la diversidad de
caracteres humanos en la nueva sociedad, más razonable, más justa? Las
máquinas perfeccionadas que yo ensalzaba, ¿no sustituirían al arte? ¿No
aplastaría la técnica los sentimientos humanos, a veces confusos, pero tan
valiosos?
Cuarenta años más tarde publiqué en Komsomólskaia pravda [La verdad
del komsomol] la carta de una joven de Leningrado que me hablaba de un
encomiable ingeniero que despreciaba el arte, permanecía indiferente ante la
tragedia de Glézos,[5] se mostraba frío con su madre y sus camaradas,
consideraba que el amor, en la era atómica, es un anacronismo. En el mismo
diario leí la carta de un especialista en cibernética que se burlaba de una
joven capaz de «llorar sobre la almohada» y de las personas que, en nuestros
días, todavía se embelesan con la música de Bach o con las poesías de Blok.
La mayor parte de las dudas que albergaba en 1921 eran ingenuas y la vida
las ha desmentido; la mayor parte, pero no todas…
Lo que más temía era la indiferencia, la mecanización de los sentimientos
no de la producción, el empobrecimiento del arte. Sabía que el bosque
crecería y pensaba en el destino del árbol vivo, cálido, con su complejo
sistema de raíces, con sus ramajes extravagantes, con los anillos de su
corazón.
Quizá se me ocurrían tales pensamientos porque, ya en la treintena, me
preparaba con vistas a los exámenes que me dieran derecho a llamarme
escritor. Desconocía, naturalmente, qué dificultades me esperaban, pero para
mí estaba claro que no se trataba sólo de cómo construir una novela o de cómo
troquelar una frase. En una de sus cartas, Chéjov decía que la misión del
escritor es salir en defensa del hombre. Parece muy sencillo, pero es muy
difícil…
26
lo nauseabundo».
A veces, cuando uno vuelve la vista atrás se tranquiliza: cuando Antón
Pávlovich escribió la carta que acabo de citar, desconocía que su camino
subía hacia la cima, que en un periódico de Tiflis se publicaba el primer
cuento de Gorki, que un chico de doce años, Sasha Blok, llegaría a ser un gran
poeta, y que la poesía rusa se hallaba en vísperas de entrar en una fase
ascendente. Las mareas altas siempre han alternado con las bajas. A veces la
marea alta se prolonga. Los impresionistas franceses irrumpieron en la década
de 1870. Muchos de ellos se encontraban aún en todo su apogeo cuando llegó
el relevo encarnado por Cézanne, Gauguin, Van Gogh, Toulouse-Lautrec; a
comienzos del siglo XX expusieron por primera vez sus trabajos Bonnard,
Matisse, Marquet, Picasso, Braque, Léger, y no fue hasta un cuarto de siglo
más tarde cuando se inició el reflujo. La literatura estadounidense
contemporánea es obra de escritores nacidos en torno a 1900: Hemingway,
Faulkner, Steinbeck, Caldwell. Han recibido el sobrenombre de «generación
perdida»; pero no fueron ellos quienes perdieron el camino y se hundieron en
el cenagal, sino la generación siguiente. Desde la muerte de Nekrásov hasta el
primer poemario de Aleksandr Blok, transcurrieron casi treinta años.
He visto aparecer a grandes escritores y pintores; no puedo quejarme de
haber vivido en un período de decadencia en el arte. No, lo arduo ha sido otra
cosa: he vivido en una época de un insólito impulso humano y de una caída no
menos extraordinaria del hombre, en una época de divorcio entre el rápido
avance de las ciencias naturales, el desarrollo de la técnica, las victorias de
las justas ideas socialistas y la decadencia moral de millones de seres
humanos. Demasiado a menudo he tenido ocasión de ver máquinas
increíblemente complejas y personas sumamente primitivas, llenas de
prejuicios, con una rudeza de sentimientos propia de la edad de las cavernas.
He contado cómo era el Moscú de mi infancia, sumido en la ignorancia,
con su Moskovski listok, con esnobs que no apartaban los ojos de París, con
obreros analfabetos, con mercancías extranjeras; en Occidente se hablaba
pocas veces de Rusia, país del látigo, de valientes cosacos, de trigo y pieles,
tierra de bombas y de horcas. Basta ahora con echar un vistazo a cualquier
periódico de cualquier continente para ver cuánto se escribe sobre nosotros;
todo el mundo tiene la mirada clavada en Moscú, unos esperanzados, otros
temerosos; la ciudad verde y soñolienta de mi infancia se ha convertido en una
verdadera capital. Ha nacido una nueva China. La India ha conquistado la
independencia; se ha desencadenado un huracán y los países de Asia y África,
uno tras otro, se sacuden el yugo de los «blancos». Sí, todo ha cambiado.
¿Podía imaginarme, de niño, que en pocas horas cruzaría volando el océano,
que se inventarían la radio y la televisión y que el hombre partiría para la
conquista del espacio? ¡Milagros, pasos de siete leguas!
Pero, en aquellos años de adolescencia, ¿acaso habría podido imaginarme
que el futuro nos deparaba Auschwitz e Hiroshima? Habíamos sido educados
con los libros del siglo anterior, y yo sólo conocía dos polos: el progreso y la
barbarie, la educación y la ignorancia. Pero el siglo XX ha confundido muchas
cosas. Me acuerdo del diario de un oficial alemán; me lo trajeron al frente, en
1943. El autor era un estudiante, citaba a Hegel y a Nietzsche, a Goethe y a
Stefan George; se sentía fascinado por las perspectivas de la física moderna,
pero he aquí lo que escribió: «Hoy, en Keltsy, hemos liquidado a cuatro
retoños judíos que se habían ocultado bajo el suelo; y luego nos hemos reído,
satisfechos de nuestra habilidad para aniquilar ratas». Recientemente nos
hemos enterado de las torturas sufridas por Patrice Lumumba. Unos reporteros
gráficos captaron los detalles, y sus aparatos eran excelentes.
El salvajismo sumado a la ignorancia es comprensible; es más difícil
comprenderlo cuando se da en personas cultas, que a veces gozan hasta de
cierto ingenio. Los futuros SS estudiaron en las escuelas de aquella Alemania
que yo conocí; desde niños les habían explicado que Kant escribió la Crítica
de la razón pura y que Goethe, al morir, exclamó: «¡Luz, más luz!». Todo esto
no les impidió, diez años más tarde, arrojar a los pozos a bebés rusos. «Son
las ideas fanáticas de un maníaco», me dirán. Por supuesto. Pero lo que a mí
me ha trastornado no ha sido la aparición de Hitler en el escenario de la
historia, sino la rapidez con que la sociedad alemana cambió de aspecto:
hombres cultos y civiles se transformaron en caníbales; los frenos de la
civilización se han revelado frágiles y han cedido al primer encontronazo.
Pero para qué hablar de los fascistas. Yo mismo he presenciado cómo, en
una sociedad de vanguardia, individuos que parecían profesar nobles ideales
cometían vilezas, traicionaban a camaradas y amigos en pos del bienestar
personal; la esposa negaba al marido, el hijo espabilado denigraba al padre
caído en desgracia.
No sé si se debe a la lucha por la edificación de una nueva sociedad, una
lucha a veces sangrienta entre enemigos que no escatimaban medios, o bien a
que ha habido necesidad de recuperar en pocos años el tiempo perdido
durante siglos, pero muchos individuos se han desarrollado de manera
unilateral. El autor del libro Un nihilista de nuestro tiempo, que ya he
mencionado, me reprochaba rendir «culto al amor», lo que calificaba de
espíritu pequeñoburgués: «En ciertos casos y en lo que atañe a personas
débiles o poco desarrolladas, las relaciones sexuales aún pueden desempeñar
una función de motor, pero a condición de que el amor se mantenga en su
lugar». Yo recordaba a Petrarca, a Lérmontov, a Heine y tenía la impresión de
que si alguien había «débil o poco desarrollado» era justamente mi acusador,
y aun considerándose comunista, su concepción del amor «mantenido en su
lugar» era una apología pequeñoburguesa.
Me han tachado de escéptico, cínico y nihilista, pero ¿lo soy? Echo la vista
a mi pasado. Es verdad, he querido entender muchas cosas, comprobarlas por
mí mismo, y me he equivocado más de una vez. Pero siempre he tenido la
firme convicción de que, por más que me dolieran o indignaran tales o cuales
cosas, nunca me apartaría del pueblo que había sido el primero en decidir
poner fin al mundo, tan odiado por mí, del egoísmo, de la hipocresía, del
orgullo racial o nacional. Creo que un escéptico se habría pasado toda su vida
en un rincón neutral, con una sonrisa amarga en los labios, y un cínico habría
escrito lo que complace a los críticos más melindrosos.
En cierta ocasión Sartre me dijo que el determinismo es un error, pues el
hombre siempre posee libertad de elección. Mientras reflexiono ahora en el
camino por él recorrido, me doy cuenta una vez más de lo ligada que está
nuestra elección a las circunstancias históricas, al medio, al sentimiento de
responsabilidad hacia los otros, a la atmósfera social que amplifica
artificialmente la voz de un hombre o bien, por el contrario, la ahoga,
modificando todas las proporciones.
Hay épocas en las que después de elegir un lugar «por encima de la
lucha», es posible continuar amando al prójimo, a la humanidad; pero se dan
otras en que los espíritus independientes se transforman en cínicos y el tonel
de Diógenes se convierte en una torre de marfil. No hay nada que hacer, el
hombre no elige su época.
¿En qué tenían razón los críticos? Pues en que me veo arrastrado por mi
propia naturaleza para ver no sólo el lado bueno de las cosas, sino también el
malo. También tienen razón al afirmar que me inclino hacia la ironía; cuanto
más conmovido y emocionado estoy, más aceradas son mis púas y espinas. Es
un fenómeno bastante extendido, incluso tuvo en su tiempo un término literario:
«Ironía romántica».
En mis primeros libros predominaba la sátira; a menudo irrumpían en
escena aprovechados, pequeñoburgueses hoscos, hipócritas.
Luego caí en la cuenta de que, muy a menudo, lo bueno y lo malo cohabitan
en un mismo individuo. Escribí entonces El segundo día. Pero no me
cambiaron la etiqueta. A. N. Afinoguénov, a quien conocí en la década de
1930, anotó en su diario: «Ehrenburg tiene una visión escéptica de todo cuanto
ocurre». Esto fue escrito por una mano amiga, pero en la observación latía la
inercia de una celebridad consolidada. Además, ¿para qué hablar de lo que se
decía hace un cuarto de siglo? En 1953 escribí El deshielo; el título mismo
indicaba ya la confianza que el autor depositaba en la época y en las personas;
pero a los críticos les indignó que yo mostrara a un director de fábrica como
un hombre insensible y malvado.
Hay escritores que no ven más que cosas buenas a su alrededor. Esto nada
tiene que ver con la bondad personal del autor. A mi modo de ver, Chéjov en
la vida era más suave, indulgente y bondadoso que Tolstói. Pero Chéjov, con
mucha razón, escribió: «Por las noches me despierto y leo Guerra y paz. Al
leer ese libro lo hago con tanta curiosidad y tanto asombro ingenuo que
siempre parece la primera vez. Es extraordinariamente bueno. Lo único que no
me gusta son los pasajes en que aparece Napoleón. En cuanto entra en escena,
se percibe algo forzado y toda suerte de ardides para demostrar que era más
tonto de lo que en realidad fue. Todo cuanto hacen y dicen Pierre, el príncipe
Andréi o el insignificante Nikolái Rostov es bueno, inteligente, natural y
conmovedor». Tolstói hizo de Nikolái Rostov un hombre encantador, pero no
supo describir a Napoleón. Por lo que respecta a Chéjov, supo mostrar muy
bien a las personas que ultrajan a otras, pero, en sus cuentos, los ofendidos
tampoco son ángeles ni mucho menos.
Qué es más necesario para los hombres, ¿revelar los vicios, los defectos,
las lacras de la sociedad, o afirmar la generosidad, la belleza y la armonía? A
mi modo de ver, es una pregunta inútil: los hombres lo necesitan todo. En un
mismo período vivieron Derzhavin y Fonvizin. La oda «¡Verbo de los tiempos!
¡Sonido del metal!» ha permanecido, pero también El menor. No ha existido
nunca, no existe y pienso que no existirá jamás una sociedad carente de vicios.
El deber de un escritor, si en verdad siente vocación por ello, es hablar de
esos vicios sin temor a que alguien le endose la etiqueta de escéptico o de
cínico.
Tengo en gran estima a Belinski por su pasión civil, su amor al arte y su
profunda honestidad. Muchas veces me acuerdo de estas palabras suyas:
«Cuando en una novela encontramos bien logrados únicamente los tipos
canallescos y los personajes honestos están mal conseguidos, se pone en
evidencia que el autor no ha estado a la altura de su trabajo, se ha salido de
los medios de que dispone, de los límites de su talento y, por consiguiente, ha
pecado contra las leyes fundamentales del arte, es decir, ha inventado y ha
aplicado la retórica allí donde tenía que crear; o bien es una señal evidente de
que, sin necesidad alguna, en contra del sentido profundo de la obra, obediente
sólo a las exigencias externas de la moral, el autor ha introducido en la novela
tales personajes y, por consiguiente, ha pecado de nuevo contra las leyes
fundamentales del arte».
A veces he pecado contra las leyes del arte; otras, simplemente me he
equivocado al juzgar los acontecimientos y a los individuos. Pero de una cosa
no se me puede acusar: de indiferencia.
Mis razonamientos pueden parecer simple polémica literaria, pues he
hablado de confesión y no hago más que citar a Belinski, a Tolstói, a
Turguéniev, a Chéjov. Pero tenía que hablar de los ojos y del corazón, y de la
fidelidad a la propia época, fidelidad que se paga con noches de insomnio y
con libros fallidos. Sin este capítulo, no habría sabido proseguir mi relato.
7
He dicho que mi generación puede contar con los dedos de la mano los años
de relativa calma; a estos años pertenece la época a la que ahora me voy a
referir.
En otoño de 1923 todos tenían la impresión de que Alemania se hallaba al
borde de la guerra civil. Había tiroteos en Hamburgo, en Berlín, en Dresde, en
Erfurt. Se hablaba de «centurias proletarias» comunistas, de la «negra
Reichswehr» de los fascistas. El canciller Stresemann apelaba al patriotismo.
El general Seeckt comprobaba si los artilleros disponían de suficiente
munición. Los corresponsales extranjeros no se separaban del teléfono. La
tempestad parecía inevitable. Sonaban los débiles retumbos de unos truenos.
Sin embargo, no sucedió nada. Los obreros estaban descorazonados,
exhaustos. Todo se confundía en las cabezas de los pequeñoburgueses; ya no
creían en nadie; odiaban a Stinnes y a los franceses; temían a los guardianes
del orden público, pero al mismo tiempo soñaban con un orden sólido y
duradero. Los socialdemócratas se jactaban de su organización ejemplar. Los
sindicatos cobraban puntualmente las cuotas de sus afiliados. Pero faltaba
decisión… El canciller ordenó disolver los gobiernos obreros de Sajonia y
Turingia. Vi unas octavillas con un llamamiento a la rebelión; la gente las leía
y se iba en silencio a trabajar.
Munich era considerado el cuartel general de los fascistas. El
archiconocido general Ludendorff y el aún poco menos que desconocido Hitler
trataban de hacerse con el poder. Este ensayo general de la tragedia ha pasado
a la historia con el título —más propio de un sainete— de «el putsch de la
cervecería».
Los berlineses lanzaban unas miradas indiferentes a los telegramas de
Múnich: otro golpe más, el capitán Roehm, un tal Hitler… Se acercaba la
época del «plan Dawes», de la diplomacia astuta de Stresemann y de una
súbita abundancia después de diez años de lúgubre miseria. Los periódicos
pasaron a ocuparse de homicidios sensacionales y de las andanzas de las
estrellas de cine.
Las fábricas no daban abasto con el cumplimiento de los pedidos. Las
tiendas medio vacías comenzaron a llenarse de compradores. Los personajes
del pintor Grosz bebían champán francés en los restaurantes de la
Kurfürstendamm para brindar «por la nueva era».
Se ha escrito mucho sobre el paso de la economía de guerra a la de paz.
Para el hombre corriente, no es menos difícil pasar de una vida saturada de
acontecimientos históricos a la vida rutinaria. Viví dos años en Berlín con la
continua sensación de que iba a desencadenarse una tempestad y de pronto
percibí que el viento había amainado. Confieso que me desconcerté: no estaba
preparado para la vida en tiempos de paz.
La Casa de las Artes había cerrado hacía tiempo. Se fueron a pique las
editoriales efímeras. Los escritores rusos se dispersaron: Gorki se fue a
Sorrento; Tolstói y Andréi Bieli, a la Rusia Soviética; Tsvietáieva, a Praga;
Rémizov y Jodasévich, a París.
Partieron también de Berlín los especuladores extranjeros: el marco se
recuperaba. Los periódicos decían que el nuevo presidente estadounidense
lograría que los franceses abandonaran el Ruhr; empezaba la rehabilitación de
Alemania. Algunos alemanes disfrutaban francamente de aquella calma; otros
decían que era preciso prepararse para la revancha: los ocupados no
abandonaban el sueño de volver a ser ocupantes. Con todo, la aguja del
barómetro seguía subiendo; la gente no pensaba en la próxima guerra, sino en
las próximas vacaciones.
Yo escribía mucho y tal vez, en aquellos meses (como en tantas ocasiones),
me salvara mi oficio. Ignoro si éste es un menester «sagrado» o sencillamente
muy difícil; no me refiero ahora a las invenciones, a la fantasía, sino sólo al
sudor. Un poco más arriba he indicado: escribí tantos libros (seguía la lista de
los títulos); detrás de ellos estaban, ante todo, las horas de trabajo, las páginas
rotas, las líneas reescritas diez veces, las noches de insomnio; en una palabra,
todo cuanto conoce cualquier escritor. Había días que me enojaba tanto
conmigo mismo que estuve a punto de renunciar a mi oficio de escritor; pero
luego me sentaba otra vez frente a una hoja de papel, pues estaba ya
enfrascado en este quehacer, era tarde para conjeturar si tenía o no facultades.
Concluí y envié a Petrogrado la novela sentimental El amor de Juana Ney,
mi tributo al romanticismo de los años de la revolución, a Dickens, a la
afición por el aspecto argumental de las novelas y a mi deseo (ya no literario)
de escribir no sólo sobre el trust que se dedicaba a destruir Europa, sino
también sobre el amor.
Paseando por las largas calles de Berlín, sorprendentemente parecidas
entre sí, a veces componía versos que luego no publicaba. He aquí una de las
poesías escritas en aquel tiempo: «Morir azotado por un escalofrío de fuego,
con las mejillas oliendo a humo, que el tren correo musite “anda, cálmate,
sosiégate, silencio”, arrullando cual nodriza a mi corazón ventoso; morir sin ti,
para estrechar la correa de la ventanilla en lugar de tus manos, sin un
“quédate”, y al morir, pensar en ti, en la erupción de las estrellas, en la fiebre
de las estaciones. Morir comprendiendo que el alboroto, el té, el camarero del
ambigú, la rosa de papel sobre la albóndiga, todo eso es la muerte, y que a tu
“adiós” ya no me está permitido responder». La forma parece tomada de
Pasternak, pero el contenido es mío: yo seguía trabajando, fuera de mí y, por
supuesto, ironizando, pero la procesión iba por dentro.
(En una vieja novela, Mauriac dice: «Hasta el sufrimiento es un lujo». Sí,
muy a menudo nos ha tocado vivir años en los que la gente no ha podido
permitirse el lujo de estar triste, de sufrir por agravios del corazón, por un
amor no correspondido o por la soledad).
Se cruzaban en mi camino graves burgueses, mujeres emperifolladas,
funcionarios, escolares. Los taxis, aparcados ante las puertas de las
salchicherías, esperaban a sus dueñas bostezando de aburrimiento.
Abandoné Berlín sin pesar. Era mucho más difícil despedirme para
siempre de algunas ilusiones que habitaban mi corazón de «nihilista»…
Nos mofábamos del romanticismo, pero éramos en realidad unos
románticos. Nos quejábamos de que los acontecimientos se desarrollaran con
demasiada rapidez, de no poder meditar, concentrarnos, entender lo ocurrido;
pero en cuanto la historia aminoró el ritmo, nos pusimos lúgubres: no
podíamos adaptarnos a otro ritmo. Yo escribía novelas satíricas, me tenían por
un pesimista, pero en el fondo de mi corazón esperaba que antes de diez años
Europa entera cambiase de aspecto. Y, no obstante, el viejo mundo, que yo
había enterrado ya en mis pensamientos, resucitaba de pronto, aumentaba de
volumen y esbozaba una sonrisa.
Se iniciaba una época que nuestros historiadores califican de
«estabilización provisional del capitalismo». Es posible que, al leer esta parte
de mi libro, los lectores piensen: «Las partes anteriores eran más interesantes,
se observa un descenso de la calidad». Estoy conforme, un entreacto no es un
espectáculo, y el año 1924 no era ni 1914 ni 1919.
En los años de descanso, los escritores entendieron que podían escribir;
fue precisamente entonces cuando Hemingway escribió sus magníficas
novelas, Bábel su Caballería roja, Maiakovski su Acerca de esto, Martin du
Gard Los Thibault, Tsvietáieva sus poemas, Thomas Mann La montaña
mágica, Aragon El campesino de París, Fadéiev La derrota y muchas otras
obras espléndidas. Pero es muy difícil hablar de unos años en los que no había
movilizaciones, ni combates, ni campos de concentración, hablar de los años
en que la gente moría en sus camas y describirlos de una manera que resulte
interesante. Flaubert soñaba con escribir una novela sin argumento, pero no
llegó a escribirla; es evidente que incluso las narraciones pacíficas requieren
de ciertos acontecimientos. Por lo demás, el lector puede estar tranquilo: la
tregua duró poco.
8
En mayo de 1924 fui a Italia con Liuba. Había allí turistas de muchos países;
entre ellos, alemanes que habían llegado con sus marcos sólidos y con la
certeza no menos sólida de haberse salvado del terremoto y de poder gozar de
la tierra en que crecen los limones.
(Los franceses dicen que gato escaldado teme hasta el agua fría. El hombre
es mucho más imprudente que el gato. Los diez mil habitantes de la nueva
Pompeya ven en el Vesubio a su padre bienhechor, viven de la insaciable
curiosidad de los turistas. En 1944 el Vesubio despertó por un instante y
aniquiló el pueblecito de San Sebastiano. Los habitantes de las ciudades
vecinas, no obstante, no se movieron de sus casas).
En Venecia se celebró una exposición internacional en la que participaban
por primera vez pintores soviéticos. Estábamos sentados en el caffè Florian,
en la Piazza de San Marco. Recuerdo a la pintora Ékster y a Ternovets. El
Florian tenía entonces ciento sesenta y tres años; ahora ha cumplido ya los
doscientos, se podría celebrar su aniversario. Sin duda se sentaron allí, ante
una taza de chocolate, Longhi, Canaletto, Goldoni y Gozzi. No recuerdo de qué
hablamos: tal vez de los últimos espectáculos de Meyerhold o de las telas de
Sarián, expuestas en Venecia, o quizá de la comedia del arte.
Las inglesas delgaduchas daban de comer a las bien cebadas palomas. Los
limpiabotas y los vendedores de coral se contorsionaban como arlequines
clásicos. Los turistas manifestaban su admiración de viva voz y por escrito,
firmando con esmero paquetes de tarjetas postales en color. Todo esto me
recordaba una puesta en escena del Teatro de Cámara.
Alrededor se extendía la ciudad, con centenares de misteriosos y
malolientes canales, con cabalgatas de gatos maulladores, con sus casas del
siglo XVII donde las personas, como en las casas más corrientes, sueñan,
montan escenas de celos, discuten, leen los periódicos de la noche, caen
enfermos de gripe o de apendicitis. La vida de todos los días sucedía en un
marco de magníficas perspectivas, bajo un cielo color pistacho, con agua
sonrosada, puentecitos, columnas y surtidores. ¡Ahí sí que necesita ojos el
hombre para ver! Pero yo contemplaba a los camisas negras que se paseaban
por la plaza o comían helados.
Fuimos a Murano y vimos a habilísimos sopladores de vidrio. En los
muros de las fábricas se leía, escrito con alquitrán: «¡Viva Lenin!». Los
legionarios, tocados con sus gorras negras, se enojaban y paseaban de un
bolsillo a otro sus nuevos juguetes: los revólveres.
Ya dije que para los hombres de mi generación la tregua fue breve, y
difícilmente lográbamos olvidar lo que en los periódicos definieron como
«acontecimientos históricos». ¿Por qué no podía admirar con calma los
cuadros de Tintoretto o el agua de los canales? Me inquietaba seguramente la
novedad: por primera vez veía a verdaderos fascistas de carne y hueso.
De joven, me entusiasmé con los frescos del Camposanto y le dije a Liuba
que teníamos que visitar Pisa sin falta. Liuba contempló la pintura luminosa de
Benozzo Gozzoli, quien recubrió los muros del cementerio con las dulzuras de
la vida terrenal; yo, en cambio, no apartaba la vista de los camisas negras.
Durante la guerra, una bomba alemana destruyó parte de aquellos frescos.
Hace poco estuve de nuevo en Pisa y vi pedazos de las imágenes de antaño;
me dolió no haber contemplado hasta saciarme aquellos frescos en otro
tiempo; ahora ya no había remedio. Uno no vive como quiere, sino como
puede.
En 1924 era difícil prever que el fascismo, trasladado de la pobre Italia
semipatriarcal a la bien organizada Alemania, destruiría a cincuenta millones
de seres humanos y socavaría la existencia de algunas generaciones. Pero me
dolía por Italia, me dolía y me preocupaba. ¿Quiénes eran aquellos individuos
que corrían por las calles brazo en alto? Seguramente eran fracasados, hijos
de tenderos arruinados, de notarios o abogados de provincia, vanidosos
seducidos por frases ampulosas. Se les habría podido tomar por máscaras de
un estúpido carnaval, pero yo ya sabía que la gente no basa su vida en
Descartes.
Sin saber cómo, fuimos a parar a una pequeña ciudad del centro de Italia:
Bibbiena, sin monumentos famosos y por tanto con muy pocos turistas, pero
una excelente ciudad. Por la noche entré en una trattoria en penumbra, donde
había enormes botellas redondas de vino tinto. Un viejo contaba al mesonero y
a dos parroquianos la larga historia del albañil Giulio, recién regresado de
Estados Unidos. Había ahorrado algo de dinero y estaba a punto de casarse.
Pero llegó en coche de Arezzo el secretario del fascio. Estaban tomando vino
en dos mesas distintas. De repente, el secretario empezó a provocar a Giulio,
exigiéndole que gritara: «¡Viva Mussolini!». Giulio respondió: «Ya hay
demasiados asnos que gritan». El fascista se dio por aludido y le mató de un
tiro. Para cubrir las apariencias, arrestaron al asesino, pero una semana más
tarde lo pusieron en libertad. Ésa era toda la historia… El viejo bebía el vino
y, con sus dedos nudosos, desmenuzaba un trozo de queso seco. Salí. La colina
parecía una bóveda estrellada: volaban miríadas de luciérnagas. Croaban
tiernamente las ranas. En la oscuridad, los enamorados intercambiaban
juramentos y besos. Pensaba en el destino de aquel Giulio, que era un
desconocido para mí.
Cuando llegamos a Roma, todo parecía en calma. Nos dirigimos a la
embajada. El embajador nos explicó que las relaciones comerciales con Italia
se estaban normalizando y que había llegado a Roma el poeta V. I. Ivánov, que
frecuentaba la embajada. Los turistas se apresuraban a visitar el Vaticano o el
Coliseo. En el café Araña, en el Corso, los políticos discutían sobre lo que
había costado a Italia la expedición a Corfú. Visité museos, admiré los
mosaicos bizantinos y durante unos días me olvidé por completo de la política.
Un día la muchedumbre se apiñó en la Piazza Montecitorio. Gritaban y
rompían los periódicos. Lo mismo ocurría en otras plazas. Oí perfectamente:
«¡Abajo los fascistas! ¡Abajo los asesinos!». Gente indignada quemaba
paquetes de periódicos fascistas: Il Corriere Italiano, Il Popolo d’Italia,
L’Impero. Minutos después supe que los fascistas habían detenido al joven
diputado socialista Giacomo Matteotti.
Resulta difícil prever de qué modo va a reaccionar la gente ante los
acontecimientos. A veces, la matanza de miles de víctimas inocentes pasa casi
inadvertida y otras el asesinato de un solo hombre perturba al mundo entero.
En su sencilla evidencia, la represión contra Matteotti tenía la perfección
ejemplar de una parábola. Por dondequiera que fuese, oía pronunciar el
nombre de la víctima.
(En mi libro 10 H. P. escribí sobre la muerte de Matteotti, aunque no tenía
una relación directa con las fábricas Citroën ni con la lucha por el petróleo.
No podía permanecer en silencio: lo que sucedió el 10 de junio de 1924 en
Roma también formaba parte de mi vida).
Entonces, en Italia, aún existía un parlamento. En primavera habían tenido
lugar las elecciones. Los fascistas, por medio del vino, el aceite de ricino y
las promesas, se aseguraron la mayoría. Los partidos de la oposición, no
obstante, contaban con el cuarenta por ciento de los votos. El 30 de mayo el
joven diputado Matteotti pronunció en el Parlamento un discurso muy audaz
sobre la violencia y los asesinatos. Los fascistas le interrumpieron con
aullidos. Uno le gritó: «Lárgate a Rusia».
Cuando Matteotti bajó de la tribuna, los diputados de izquierda le
felicitaron; él, con una sonrisa irónica, contestó a uno de ellos: «Ahora
prepárenme la necrológica». Once días después, salió de casa a comprar
cigarrillos y no regresó.
Mussolini ya no podía soportar las críticas, pero todavía no osaba detener
a los diputados. Encargó a su amigo Cesare Rossi la misión de liquidar a
Matteotti. Rossi dirigía la sección de prensa del Ministerio del Interior; era
sólo una tapadera, en realidad la «sección de prensa» se encargaba del
asesinato de los enemigos políticos. Rossi mandó llamar al director de Il
Corriere Italiano, Filippelli, que, a su vez, se puso en contacto con un tal
Dumini.
A orillas del Tíber, no lejos de la casa en que vivía, Matteotti fue rodeado
por unos desconocidos que lo metieron a la fuerza en un coche. El vehículo se
dirigió a las afueras de la ciudad. Los secuestradores habían amordazado a la
víctima. Dumini conocía su oficio (después confesaría haber asesinado a doce
antifascistas). Matteotti era tuberculoso; la lucha duró poco: cuando Matteotti
trató de abrir la puerta del coche, Dumini le asestó una puñalada letal.
En un paraje desierto, cerca de la Quartarella, los fascistas enterraron a
toda prisa el cuerpo de la víctima. Mussolini se enteró con satisfacción de que
se había hecho un trabajo limpio; no quería que el caso trascendiera: Matteotti
había desaparecido y eso era todo… Resultó, no obstante, que unas mujeres
habían presenciado cómo introducían a un hombre por la fuerza en un
automóvil rojo. Los periódicos de la oposición aún se publicaban. Comenzó la
instrucción. Encontraron el coche de Filippelli con el asiento posterior
manchado de sangre. Hubo que encarcelar a Dumini. Fue llamado a declarar
incluso Rossi, pero enseguida se dio carpetazo al caso. Poco después Rossi se
enfadó con Mussolini, huyó a París y, ya a salvo, se puso a contar las fechorías
de su ex amigo.
Roma era un hervidero: parecía que la revolución iba a estallar de un
momento a otro. Los diputados de la oposición prometieron ofrecer resistencia
a aquella banda de asesinos. En todos los países, la gente estaba indignada
ante el cinismo desplegado por los fascistas. Y el Duce se acobardó: declaró
que la noticia del asesinato le había conmovido hasta lo más íntimo y prometió
que aplicaría un severo castigo a los culpables; incluso dimitió como
secretario general del Partido Fascista. Al parecer, hasta él pensaba que el
incendio iba a comenzar de un momento a otro…
El carácter de los italianos no se parece al de los alemanes; pero el
desenlace resultó ser el mismo. Los diputados pronunciaron discursos
rebosantes de indignación. Los romanos quemaron montones de periódicos
fascistas y se fueron a sus casas. Mussolini se tranquilizó enseguida. Estaba
todavía en Italia cuando me entregaron un ejemplar de L’Impero en que los
fascistas se burlaban de los que protestaban: «Que se envalentonen esos locos.
Quien ríe último ríe mejor. […] Nadie impedirá que los fascistas fusilemos a
los criminales en todas las plazas de Italia». Luego leí un discurso de
Mussolini en el que hablaba del asesinato de Matteotti y decía que era
estúpido e inútil buscar a los culpables y que el léxico de los fascistas era el
de la revolución…
Sí, los italianos no se parecen a los alemanes. Los italianos son gente que
ama la libertad, la perpetua rebelión, la imaginación, la indisciplina. Pero
Mussolini estuvo al frente de Italia durante veintitrés años, y los guerrilleros
le ajusticiaron pocos días antes del suicidio de Hitler. Leí las reflexiones de
un autor francés; decía que un pueblo puede tolerar cualquier crimen de un
dictador si el dictador lo conduce a donde el pueblo quiere ir. No creo que el
italiano común ansiara conquistar Etiopía, someter a los españoles,
apoderarse de Vorónezh… ¿Y acaso el pueblo que ha dado al mundo a don
Quijote está hecho para el fascismo? ¿Acaso el pueblo de Quevedo y de Goya
está predestinado a un obtuso y arrinconado despotismo? Sin embargo, hace ya
un cuarto de siglo que un general de pequeña estatura y de pequeño calibre
gobierna España. No, no es posible explicar nada con el carácter del pueblo, y
sobre los italianos sólo se puede decir una cosa: cumplieron muy mal su papel
de «legionarios romanos», y esto les honra.
Al principio, los fascistas intentaron demostrar con gran lujo de detalles
que el Duce conducía Italia hacia la grandeza, la justicia social y la liberación
del yugo capitalista internacional. Luego comenzaron a hablar cada vez menos,
pusieron en circulación el lema: «El Duce no se equivoca»; después se
pusieron a chillar sin más: «¡Viva el Duce!». En 1934 vi el enorme pasaje de
Milán tapizado de carteles con una sola palabra: «Duce».
El profesor S. S. Chejotin, discípulo de Pávlov, basándose en el principio
de los reflejos condicionados, ha tratado de analizar algunos fenómenos de la
vida social, en particular la influencia de la propaganda. Pávlov había
realizado una gran cantidad de experimentos con perros. Chejotin estudió las
publicaciones fascistas. Me dijo que entre los perros sujetos a los
experimentos había algunos que no reaccionaban o, dicho de otra forma, que
reaccionaban débilmente a la acción de los estímulos. El profesor Chejotin
sostiene que un insignificante número de personas ofrece resistencia a los
métodos de la propaganda más elemental (emblemas, saludos de tipo
convencional, consignas lapidarias, uniformes, etc.). No soy fisiólogo y no
pretendo juzgar hasta qué punto tiene razón S. S. Chejotin. Pero, a lo largo de
mi vida, he asistido con demasiada frecuencia al triunfo de la estupidez
mecánica, de la fanfarronería automática…
Me quedé unos cuantos días a admirar los pinos de Roma, las ninfas de
mármol, de cuyos ojos brotan lágrimas, las sonrisas bondadosas de la gente de
Trastevere, y partimos hacia París.
Continuaba escribiendo libros, iba al café, me entusiasmaba con ciertas
cosas, me divertía; a veces estaba alegre, a veces triste: la vida proseguía,
tranquila y agradable hasta cierto punto. En conjunto, era la melancólica vida
de la década de 1920. Con frecuencia me sorprendía a mí mismo evocando las
sombras inciertas de los camisas negras, el asesinato de Matteotti, primeras
muestras de las décadas que me tocaría vivir.
Un día tomé al azar un pequeño volumen de Pascal y sentí alivio. Por
primera vez medité sobre estas palabras: «El hombre no es más que una caña,
la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el
universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan
para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería más
noble que quien le mata, porque sabe que muere, y la superioridad que el
universo tiene sobre él. El universo no sabe nada de esto». Muchos
acontecimientos tenían que obligarme a poner en tela de juicio la justeza de las
palabras de Pascal: había visto con qué facilidad el hombre deja de pensar.
Pero los primeros años de la revolución no habían transcurrido sin dejar
huella, y yo estaba inmunizado contra la fe ciega y la ciega desesperación.
Sin duda, ni siquiera Pascal habría admitido que cada individuo es capaz
de pensar en cualquier circunstancia. Mussolini convirtió a muchos italianos
en simples robots que, al encontrarse, alzaban el brazo considerando que ese
gesto los engrandecía. Pero, a su lado, otros pensaban, contaban chistes
atroces y leían libros prohibidos: la caña no se quebraba.
Antonio Gramsci estuvo diez años encerrado en una celda individual de la
prisión de Turín. En su encierro, escribió muchos artículos: sobre la filosofía
de Benedetto Croce, sobre las obras de Pirandello, sobre Dante, sobre
Maquiavelo y sobre muchos otros temas; escribió cartas a su esposa rusa Iulia
y a la hermana de ésta, Tatiana. Unas cartas sinceras, apasionadas, inteligentes
y muy humanas. Las releo a menudo y cada vez me siento más orgulloso: ¡ahí
está la caña pensante!
El tiempo no tiene prisa, pero la muerte sí. Gramsci murió en 1937. El
tiempo no tiene prisa, pero tarde o temprano coloca las cosas en su lugar. No
hace mucho iba yo por una calle florentina. Era una tarde azul de abril. Los
niños jugaban. Un viejo paseaba un perro. Los enamorados hablaban en
susurros. Miré maquinalmente la placa de la calle: «Strada Matteotti».
12
Conocí al poeta Robert Desnos en 1927, pero fue más tarde, en 1929-1930,
cuando nos vimos con frecuencia. Nunca fue mi amigo, pero me atraía por su
carácter apasionado y, a la vez, por su dulzura, por su humanidad. No había
nada en él del literato profesional. Además, no se parecía a los franceses que
yo conocía, que hacían todo para complicar las cosas o, como se dice en
Francia, «couper les cheveux en quatre». Aún imperaba el culto a la poesía
hermética cuando Desnos declaró que era necesario comprender y ser
comprendido.
Desnos había sido uno de los partidarios más acérrimos del surrealismo
de los inicios. Enseguida había hecho suyo el dogma de «la escritura
automática» y del culto a los sueños. En un café ruidoso, cerraba de pronto los
ojos y se ponía a profetizar, mientras alguno de sus compañeros anotaba lo que
decía. Tenía entonces veintidós años, y esto lo sé por terceras personas.
Pero en 1929 el surrealismo comenzaba a escindirse y, pese a todos los
esfuerzos de André Breton (a quien llamaban en tono de broma «el papa del
surrealismo») por mantener la unidad del grupo, los poetas se dispersaron en
distintas direcciones. A pesar de su nombre, el surrealismo no era un vuelo
poético, sino una buena pista de despegue, de modo que la clamorosa
ingenuidad de las primeras declaraciones no fue obstáculo para que de él
salieran poetas como Éluard y Aragon.
En 1930 Desnos declaró: «El surrealismo, tal y como lo presenta Breton,
es uno de los peligros más graves para el pensamiento libre, una pérfida
trampa para el ateísmo, el mejor asidero para el renacimiento del catolicismo
y el espíritu clerical».
¿Por qué me cautivaban tanto sus versos y su manera de ser? Responderé
con palabras de Éluard: «De todos los poetas que he conocido, Desnos era el
más espontáneo, el más libre, era un poeta inseparable de la inspiración, podía
hablar como pocos poetas saben escribir. Era, de todos, el más osado».
He dicho que, de vez en cuando, nos encontrábamos. Algunas veces fue a
verme al boulevard Saint-Marcel (la portera, que nos consideraba a mí y a
cuantos me visitaban tipos sospechosos, gritó a Desnos que se limpiara los
pies, a lo que Desnos respondió con calma: «Madame, vous êtes un c…»).
Una vez fui a su taller, en la rue Blomet, al lado de una sala de baile
frecuentada por negros. El local de Desnos estaba atestado de trastos
indescriptibles que compraba, no se sabe por qué, en el «mercado de pulgas»,
como llaman al rastro de París. Se me ha quedado grabada en la memoria una
espantosa sirena de cera. A él le gustaba mucho. (Muchos años más tarde, leí
unos versos suyos en que calificaba de «sirena» a Yuki, la mujer que amaba, y
él se comparaba con un «caballito de mar»).
Desnos procuraba ganarse la vida escribiendo artículos para periódicos.
Fue reportero del Paris Matinal, de Merle, y luego colaboró con otros
medios. Conoció el poder del dinero y escribió: «¿Un periódico se escribe
con tinta? Es posible, pero sobre todo se escribe con petróleo, con margarina,
con carbón, con algodón, con caucho, si no con sangre».
Desnos escribía mucho sobre el amor, y uno de sus mejores libros se titula
La noche de las noches sin amor. Encontró a su sirena. Yo conocía a Yuki; era
hermosa, muy espabilada, venía a menudo a Montparnasse con su marido, el
pintor japonés Fujita, viejo parroquiano de La Rotonde. Fujita se fue al Japón
y Yuki se convirtió en la mujer de Desnos. Su amor era enternecedor, con esa
leve ironía que es inseparable del romanticismo. Cuando, en 1944, los nazis le
detuvieron y lo enviaron a un campo de tránsito, escribió desde allí a Yuki:
«¡Amor mío! Nuestro dolor sería insoportable si no lo considerásemos como
una enfermedad pasajera y sentimental. Nuestro encuentro, después de esta
separación, embellecerá nuestra vida durante treinta años por lo menos… No
sé si recibirás esta carta para el día de tu cumpleaños. Quisiera regalarte cien
mil cigarrillos rubios, doce vestidos maravillosos, un piso en la calle del
Sena, un automóvil, una casita en el bosque de Compiègne, una casa en Belle-
Île y un pequeño ramillete».
Si pensamos en el lugar donde escribió estas líneas y en qué estado se
hallaría su corazón, se comprenderán mis palabras sobre la ironía romántica:
no se trata de un recurso literario, sino de pudor. Sus últimos versos, escritos
en un «campo de la muerte», están dirigidos a Yuki: «Tanto he soñado contigo,
tanto he hablado y caminado, tanto he amado tu sombra, que no me queda nada
de ti. Ya no me queda sino ser sombra entre las sombras, y cien veces más
sombra que la sombra».
En 1931 Desnos, que aborrecía los periódicos, encontró trabajo en una
agencia inmobiliaria. Hay pocos episodios pintorescos en su biografía: el
pudor censuraba su vida.
Cuando todavía trabajaba como periodista, le enviaron a Cuba, donde se
celebraba no sé qué congreso. Desnos se enamoró de la música popular
cubana, no se hartaba de hablar de ella, de canturrearla, de tamborilearla
sobre la mesa. Quería imitar a los poetas anónimos de Cuba y se puso a
componer coplas.
En 1942 escribió sus Coplas de la calle de Saint-Martin donde había
nacido. En aquella época los parisinos supieron lo que significa un toque de
campanilla o una llamada a la puerta antes del amanecer: «Je n’aime plus la
rue Saint-Martin | Depuis qu’André Platard l’a quittée, | Je n’aime plus la
rue Saint-Martin, | Je n’aime rien, pas même le vin. || Je n’aime plus la rue
Saint-Martin | Depuis qu’André Platard l’a quittée, | C’est mon ami, c’est
mon copain. | Nous partagions la chambre et le pain. || C’est mon ami, c’est
mon copain. | Il a disparu un matin. | Ils l’ont emmené, on ne sait plus rien. |
On ne l’a plus revu, dans la rue Saint-Martin». [Ya no me gusta la calle
Saint-Martin | Desde que André Platard la dejó, | Ya no me gusta la calle Saint-
Martin, | No me gusta nada, ni siquiera el vino. || Ya no me gusta la calle Saint-
Martin | Desde que André Platard la dejó, | Es mi amigo, mi compañero |
Compartíamos la habitación y el pan. || Es mi amigo, mi compañero |
Desapareció una mañana. | Se lo llevaron, no supimos nada más. || No lo
hemos vuelto a ver, en la calle Saint-Martin].
La última vez que me encontré con Desnos fue en primavera, o tal vez en
verano de 1939. Era un día muy caluroso, nos sentamos en la terraza vacía de
un café y hablamos, como es natural, de lo que entonces todo el mundo
hablaba: ¿habrá o no habrá guerra? Desnos estaba triste. Cuando nos
despedimos se puso a despotricar: «¡Mierda! ¡Una auténtica mierda!». No sé a
qué se refería, si a Hitler, a Daladier o al destino.
Cuando volví a París después de la guerra, me contaron que Desnos había
muerto en un campo de concentración. Luego me enteré de los detalles. Había
participado en la Resistencia, no sólo había escrito versos políticos, sino que
además había recogido información sobre los movimientos de las tropas
alemanas. El 22 de febrero de 1944 le previnieron por teléfono: «No duerma
en casa». Desnos tuvo miedo de que, en su lugar, arrestaran a Yuki. Se quedó y
abrió tranquilamente la puerta.
Cuando lo condujeron a la rue des Saussaies, donde se encontraba la
Sûreté, un joven fascista le gritó: «¡Quítese las gafas!». Desnos entendió lo
que significaba y respondió: «No tenemos la misma edad. Preferiría los
puñetazos a las bofetadas».
Un pez gordo de la Gestapo, mientras cenaba con algunos escritores y
periodistas franceses, hablaba de las últimas detenciones y dijo: «¡En el
campamento de Compiègne ahora hay un poeta, imagínenselo! Se llama…
Robert Desnos. Pero no creo que le deporten». Entonces, el periodista
Laubreaux, a quien todos conocemos muy bien (luego huyó a España),
exclamó: «¡Deportarle no! ¡Hay que fusilarle! ¡Es un hombre peligroso, un
terrorista, un comunista!».
De Compiègne trasladaron a Desnos a Auschwitz. Algunos de los reclusos
se salvaron de milagro y, según explican, Desnos se esforzaba en dar ánimos a
los demás. En Auschwitz, al ver que sus compañeros caían en la
desesperación, dijo que sabía leer las líneas de la palma de la mano, y a todos
les vaticinó una larga vida y felicidad. Siempre murmuraba algo: componía
versos.
Las tropas soviéticas avanzaban rápidamente hacia el oeste. Los nazis
trasladaron a los reclusos de Auschwitz a Buchenwald y luego a
Checoslovaquia, al campo de Terezin. La gente, agotada, apenas podía
caminar: los SS mataban a los que se quedaban rezagados.
El 3 de mayo el ejército soviético liberó a los recluidos en el campo de
Terezin. Desnos tenía el tifus. Luchó durante mucho tiempo contra la muerte:
amaba la vida, tenía ganas de vivir. Un joven checo, de nombre Joseph Stuna,
que trabajaba en el hospital vio en las listas el nombre de Robert Desnos.
Stuna conocía la poesía francesa y se preguntó si sería él. Desnos se lo
confirmó: «Sí. Soy poeta». Durante los tres últimos días de su vida, Desnos
pudo hablar con Stuna y con una enfermera que sabía francés; evocaba París,
la juventud, la Resistencia. Murió el 8 de junio.
Quiero contar ahora una conversación que mantuve con Desnos y que se
me ha quedado grabada en la memoria. Esta conversación adquirió para mí un
nuevo significado después de haber leído los poemas que escribió en el campo
de concentración y de haber conocido algunas circunstancias de los últimos
meses de su vida.
Nos vimos por casualidad en el boulevard de Port-Royal. Entonces yo
vivía en la rue Cotentin, cerca de la estación de Montparnasse, pero no sé por
qué nos dirigimos hacia Saint-Marcel y entramos en el café de la mezquita.
Estaba oscuro y desierto. Corría el año 1931, Desnos se sentía feliz, pues
había encontrado a Yuki, escribía mucho y hasta por su aspecto parecía
tranquilo.
No sé por qué nos pusimos a hablar de la muerte. Por lo general, la gente
evita ese tipo de conversación, ésa es una cuestión en la que cada uno prefiere
pensar a solas.
Ya he dicho que en este libro guardaría silencio sobre muchas de las cosas
vividas en la edad madura, de las que se suelen denominar «asuntos del
corazón». Me resulta difícil, asimismo, hablar de ciertas reflexiones que, por
su naturaleza, suelen callarse. Pero, al comenzar este capítulo, he pensado: ¿es
que no voy a hablar más que de las «muecas de la NEP» o de la guerra por el
caucho? Por supuesto, todo esto me inquietaba, pero la vida es más amplia y
más complicada. Sobre la muerte yo había pensado ya de niño, cuando me
asustaba, y también de joven, con un sentimiento mezclado de terror y
atracción, pero siempre a través de un prisma romántico. Luego, de pronto,
entendí que hay que tener la valentía de relacionar la muerte con la vida.
De todas maneras, yo nunca habría entablado aquella conversación, lo hizo
Desnos, de improviso, sin partir de la idea de su propia muerte, sino de largos
razonamientos sobre el cosmos y la materia. Había adquirido una nueva fe:
«La materia, en nosotros, se vuelve pensante. Luego vuelve a su estado
anterior. Los planetas desaparecen, seguramente la vida también se extingue en
otros cuerpos celestes. ¿Es por eso el pensamiento algo inferior? ¿Quita
sentido a la vida su provisionalidad? ¡Nunca!».
No hace mucho recibí un estudio sobre la poesía de Desnos, editado por la
Academia de Bélgica. La autora, Rosa Buchole, cita un soneto inédito que
Desnos escribió en el campo de concentración: «Sur le bord de l’abîme où tu
vas disparaître | Contemple encore la rose, écoute la chanson | Qu’autrefois
tu chantais au seuil de ta maison, | Vis encore un instant consenti à ton être.
|| Et puis tu rejoindras, dans l’oubli, tes ancêtres, || Ô passante, et passée
avec tant des saisons, | Tu te perdras dans la planète et ses moissons | Ne va
pas espérer pourtant un jour renaître. || Une étoile filante, au fond des temps
rejoint. | Maintes lueurs, maints crépuscules et maints points | Du jour au
bord d’un fleuve où tu te désappris. || La matière eut en toi conscience
d’elle-même, | Au loin l’écho se tait qui répétait “Je t’aime” | Et le pur
moment n’émeut plus nul esprit». «[Al borde del abismo donde
desaparecerás | contempla aún la rosa, escucha la canción | que antaño
cantabas a la puerta de tu casa. | Vive todavía el instante que a tu ser consiente.
|| Y luego te reunirás, en el olvido, con tus antepasados, | Oh, transeúnte, que
has pasado tantas temporadas, | te perderás en el planeta y en sus cosechas. |
No esperes, sin embargo, renacer un día. || Estrella fugaz, encuentras al final de
los tiempos | tantos brillos, tantos crepúsculos y tantos puntos | de luz a la
orilla del río donde viene el olvido. || La materia tuvo en ti conciencia de ella
misma, | se desvanece a lo lejos el eco que repetía “Te amo” | Y el simple
movimiento no conmueve ya a ningún espíritu»].
Este soneto se escribió en un lugar en que la mentira o la pose resultan
inútiles. Desnos había visto las cámaras de gas adonde llevaban cada día a un
grupo de reclusos. Meditando sobre la proximidad de la muerte, repetía lo que
me había dicho en una época en la que era feliz. ¡Cuánto amaba la vida, a los
amigos, a Yuki, la poesía, París, las banderas rojas en la place de la Bastille,
las casas grises!
El eco se apagó. Pero nada pasa sin dejar huella: ni los versos, ni el valor,
ni la sombra entre las sombras, ni el momentáneo resplandor de una estrella
fugaz. Soy poco apto para la filosofía, pocas veces pienso sobre las cosas en
términos generales; éste es, sin duda, uno de mis mayores defectos. Pero a
veces intento entender, con una especie de arrebato por el tiempo perdido, lo
que la gente llama el sentido o el significado de la vida: y ahí entran,
naturalmente, el susurro de la «caña pensante» y el eco que Desnos oyó hasta
el último minuto, las palabras de amor, el calor del corazón.
20
A los diecisiete años estudié con afán el primer tomo de El capital. Más tarde,
cuando escribía Poemas de las vísperas y trabajaba de noche en la estación de
mercancías de Vaugirard, comencé a odiar el capitalismo. Era el odio de un
poeta y del lumpenproletariado. Leía en los periódicos soviéticos: «Los
monopolistas», «los imperialistas», «los tiburones del capitalismo»; tales eran
los apelativos de ese diablo que yo conocía tan bien y, al mismo tiempo, me
resultaba misterioso. Quería examinar más de cerca la complicada máquina
que seguía fabricando la abundancia y las crisis, las armas y los sueños, el oro
y el atontamiento. Quería comprender qué clase de gente eran los «reyes» del
petróleo, del caucho o del calzado, qué pasiones los inspiraban, seguir las
vías enigmáticas que tomaban y de las que depende el destino de millones de
personas.
Empecé el trabajo en 1928 y lo acabé en 1932. Dediqué cuatro años a lo
que denominé Crónica de nuestros días. Escribí 10 HP, Un frente único, El
rey del calzado, La fábrica de sueños, El pan nuestro de cada día, Los
barones de las cinco vías principales.
Tuve que estudiar estadística, los balances de las sociedades anónimas,
los informes financieros, entrevistarme con economistas, con hombres de
negocios, con granujas de todo tipo que conocían los entresijos del mundo del
dinero. Nada agradable había en todo ello, y yo entendía que el trabajo
emprendido no me granjearía ni la gloria ni el amor de los lectores.
En mi vida personal se produjeron acontecimientos de los que no voy a
hablar. Diré solamente que a menudo sentía el deseo de escribir no sobre la
Bolsa, sino sobre los grandes sentimientos humanos, pero me obligaba a seguir
adelante, irritado. Al explorador lo envían a territorio enemigo, es un trabajo
poco gratificante, a veces peligroso, pero eso va con su oficio. A mí nadie me
había enviado a ninguna parte, nadie me había encargado libros sobre la lucha
de los trust; yo mismo me había autoimpuesto aquel trabajo.
Los periódicos comunicaban que la estrella de cine Pola Negri se iba a
divorciar de su marido, un príncipe georgiano; que el príncipe de Gales había
caído del caballo; que el escritor Maurice Bedel relataba las aventuras de un
galán francés en Noruega, donde las jóvenes consideraban el amor como un
deporte, sin complicaciones espirituales; que Primo de Rivera había
conversado fríamente con el rey de España; que la pareja Smith había ganado
un baile de resistencia, después de moverse a ritmo de charlestón durante
veinte horas seguidas, sin descanso.
Mucho más serios eran los acontecimientos que se sucedían entre
bambalinas. Se estaba produciendo una guerra, por ejemplo entre Inglaterra y
Norteamérica, una guerra sin tanques, sin bombardeos, pero que causaba un
gran número de víctimas. Los precios del caucho, cuya producción principal
se concentraba en Malaca, colonia inglesa, habían sufrido un descenso
catastrófico. El ministro de Finanzas de Gran Bretaña, Winston Churchill, dio
comienzo a una batalla que los especialistas bautizaron con el nombre de
«plan Stevenson». Las superficies plantadas de heveas se reducían o
ampliaban en función de los precios mundiales de caucho. En vano Stuart
Hopkins, vicepresidente de la compañía estadounidense del caucho, intentó
llegar a un acuerdo con Churchill. En vano el presidente de Estados Unidos,
Hoover, exclamó: «¡La intervención del Estado es ante todo inmoral!». Las
plantaciones se reducían, y subía el precio del caucho. Cientos de miles de
malayos, privados de su mísero salario, morían de hambre. Los
estadounidenses presionaban a La Haya, pues el segundo país productor de
caucho era Indonesia, que entonces pertenecía a los holandeses.
En Estados Unidos las heveas no crecen, pero resultó que estos árboles
prosperan en la minúscula Nicaragua. Por desgracia, la pequeña república
intentaba defender su independencia. Los tiempos cambian. En 1961 el ataque
a Cuba indignó a todo el mundo. Las cosas sucedieron de otra manera en 1929.
El general Sandino gritaba en vano: «Ayer la aviación bombardeó cuatro
poblados. Los yanquis lanzaron más de cien bombas. Los muertos se elevan a
setenta y dos personas, entre ellas dieciocho mujeres. ¡Fuera los asesinos de
mujeres! Los yanquis quieren engullir Nicaragua, como engulleron Panamá,
Cuba y Puerto Rico. ¡Hermanos, recordad a Bolívar, a San Martín! ¡La patria
está en peligro!». Los estadounidenses informaban sucintamente: «Nuestro
cuerpo de expedición cercó ayer a una de las bandas de Sandino. Los
criminales han sido aniquilados. Nuestras pérdidas son insignificantes».
Había también otra guerra, la del petróleo, entre la compañía holandesa
Royal Dutch y el trust estadounidense Standard Oil, entre sir Henry Deterding
y míster Teagle. Los enemigos firmaron un armisticio para luchar contra la
Unión Soviética.
El sueco Ivar Kreuger, aventurero de talento, tramposo romántico, rey de
las cerillas, después de haber aplastado a sus competidores lanzó un desafío a
Moscú; tenía el temperamento de Carlos XII.
Ford batallaba contra la General Motors; la General Electric, contra la
Westinghouse. Los magnates de los ferrocarriles derribaban a los gobiernos de
Francia. El rey del calzado, Tomáš Bat’a, miraba de arriba abajo al presidente
de Checoslovaquia.
Vi a los corredores de bolsa parisinos hacer que cundiera el pánico en la
Bolsa; visité las fábricas de Kreuger en Suecia; en Londres vi a sir Henry
Deterding. Era holandés. Había partido a Java en busca de fortuna y vegetaba
como empleado de un banco. Pero le llegó la fortuna; Deterding entró en las
oficinas de la Royal Dutch. Cinco años después era director y diez años más
tarde se había convertido en el rey del petróleo. Se instaló en México,
Venezuela, Canadá, Rumania. Los ingleses le concedieron el título de barón, y
Deterding se convirtió en sir Henry. La Universidad de Delft le otorgó el título
de doctor honoris causa. Todos los años Deterding viajaba a su patria para el
cumpleaños de la reina, y ésta sonreía con admiración. Sir Henry apoyó
golpes de Estado en México, en Venezuela y en Albania.
Sin duda, se consideraba el Napoleón del petróleo y declaró más de una
vez que su objetivo era poner de rodillas a la díscola Rusia. Compró por
cuatro monedas las acciones de los ex propietarios de los pozos petrolíferos
de Bakú y declaró que el petróleo soviético era «robado». Organizó el asalto
contra ARCOS[1] y la ruptura de las relaciones diplomáticas entre Gran
Bretaña y la Unión Soviética. Consiguió alejar de París al embajador
soviético Rakovski. Daba dinero a los partidarios de Hitler, aprobaba los
libros de Rosenberg, atacó a la sociedad Derop, que comerciaba con el
petróleo soviético, instaló en Berlín un taller donde se estampaban falsos
billetes de banco rusos; no reculaba ante nada. Se encontró con Krasin y le
propuso la paz. Se encontró con Hitler y le propuso la guerra. Recomendó a
Chamberlain que llegara a un acuerdo con Ribbentrop.
Era un hombre robusto, enérgico; practicó el patinaje sobre hielo casi
hasta su muerte y fumaba en pipa tabaco barato de marinero. Estaba casado
con una emigrada rusa. En París había un instituto que llevaba el nombre de
Lidia Deterding, donde estudiaban los hijos de los antiguos reyes del petróleo
de Bakú. Tenía unos nervios de acero. Cuando estalló la crisis mundial, no se
desanimó. En cierta ocasión, un periodista le preguntó qué consideraba más
importante en la vida. Sir Henry le respondió sucintamente: «El petróleo».
Ivar Kreuger construyó un imperio con las cajas de cerillas. Daba consejos
a Poincaré sobre cómo estabilizar el franco, ayudaba a los polacos a adoptar
«medidas sanitarias». En Wall Street era considerado el hombre de negocios
con más talento, además de un caballero, un modelo de honestidad, de calma y
de nobleza. Cerró las fábricas de cerillas de Chile y despidió a todos los
obreros. En Alemania convenció a los socialdemócratas de que prohibieran la
importación de cerillas para proteger a los obreros del paro: en los años de
inflación adquirió las fábricas alemanas. El dictador griego Pangalos le caía
bien, pero como no quiso concederle el monopolio de cerillas, Kreuger
colaboró en el golpe de Estado de turno. Ayudó a derribar el gobierno de
Bolivia. Odiaba a los rusos, pues no sólo se atrevían a fabricar cerillas para
su país, sino también a exportarlas. Era un auténtico hombre de mundo, podía
conversar acerca de Freud o de Wilde.
En 1930 se publicó mi libro sobre el rey de las cerillas; a diferencia de
otros libros míos de ese período de carácter documental, Un frente único era
una novela en clave. Ivar Kreuger se llamaba en la novela Sven Olson. No sé
por qué decidí enterrar al rey de las cerillas; moría después de haber
conversado con el presidente del Consejo francés Tardieu. La novela se
tradujo a varios idiomas. Corría 1931; la crisis mundial empeoraba, Kreuger
estaba nervioso. Intentaba explicar al público que la caída de las acciones se
debía a las «intrigas bolcheviques». Algunos periódicos publicaron artículos
que afirmaban que yo quería hundir al rey de las cerillas. La acusación era tan
estúpida que ni siquiera pude sentirme orgulloso de ella.
En Francia los gobiernos se sucedían vertiginosamente, pero Tardieu aún
era primer ministro cuando en 1932 Ivar Kreuger se pegó un tiro. Su
secretario, el barón Von Drachenfelds, escribió en sus memorias que la
víspera del suicidio había visto mi libro sobre la mesita de noche del rey de
las cerillas.
Enterraron a Kreuger con todos los honores; los periódicos le definieron
como una «víctima inocente de la crisis mundial». El Parlamento sueco
decretó una moratoria. De pronto se descubrió que Kreuger había falsificado
obligaciones italianas; el magnánimo caballero resultó ser un tramposo.
Escribí asimismo un libro sobre el presidente de la empresa
estadounidense Kodak, George Eastman. Su carrera comenzó con el eslogan:
«Apriete el botón, nosotros haremos el resto». En este eslogan se basó la
publicidad de las cámaras fotográficas para aficionados. En 1896 tuvo un
golpe de suerte y escribió a Edison: «Nos preguntan sobre las denominadas
fotografías vivas», y empezó a fabricar película cinematográfica. Se
enriqueció de un modo increíble, pero le aguardaban serias vicisitudes: en su
camino se interpuso Agfa, filial del consorcio I. G. Los alemanes atacaron.
Tras haberse asegurado el apoyo de Ford y del National City Bank, empezaron
a construir fábricas en Estados Unidos. Eastman no se amilanó y plantó cara.
Su capital creció. Adoraba la música e hizo donativos de millones a diversos
institutos musicales. No obstante, a sus obreros los mantenía a raya.
Tenía quince años cuando abrió una cuenta corriente en el banco y había
cumplido setenta cuando decidió cerrarla. Un día que tenía invitados en casa
hablaron de música y, como es natural, de la crisis. George Eastman entró en
la habitación de al lado y se pegó un tiro. ¿Se acordaría, quizá, del aforismo
de su juventud: «Apriete un botón, nosotros haremos el resto»?
Muchos de los auténticos protagonistas de mis libros se quitaron la vida,
como si no fuesen hombres de negocios de pelo cano y experimentados, sino
jóvenes enamorados o poetas. El capitalismo sobrevivió a la crisis mundial,
pero ciertos capitalistas resultaron mucho más frágiles: después de todo, no
eran más que hombres. Empezó Kreuger en marzo de 1932. Un mes más tarde
se suicidó el llamado «rey de las hojas de afeitar», Paul Kuehnrich, en
Sheffield. Se jactaba de afeitar al mundo entero, pero él llevaba barba, y se
pegó un tiro con una vieja escopeta de caza. En mayo del mismo año le llegó
el turno a uno de los reyes del acero, Donald Pierson. Durante la guerra había
obsequiado con un crucero al gobierno de Estados Unidos; estudiaba los
métodos de lucha contra los submarinos. Dejó un mensaje en el que decía estar
cansado de la vida.
Durante el mismo mes de mayo, en Chicago, se tiró a la calle desde lo alto
de un edificio el rey de la carne en conserva, Swift. Las acciones de su trust
habían pasado, en una semana, de diecisiete dólares a nueve. El hijo del
suicida, tratando de salvar la reputación del trust, juró y perjuró que su padre
se había caído por la ventana de modo accidental.
El avión personal de Bat’a estaba preparado para despegar. Las
condiciones meteorológicas eran malas y el piloto intentó convencer al rey del
calzado de que esperaran un poco. Bat’a estaba nervioso. El avión se elevó
por encima de Zlin y cayó.
He de hablar de Tomáš Bat’a: me ocupó no poco tiempo.
El rey del calzado era hijo de un pequeño zapatero. Recorría los pueblos
vendiendo zapatos; luego partió a América y allí aprendió mucho. Estalló la
guerra, y Bat’a empezó a suministrar calzado al ejército austrohúngaro. La
ciudad de Zlin parecía una prisión: en la fábrica de Bat’a trabajaban
reservistas y prisioneros de guerra. Llegó la paz, y Bat’a dijo: «Debemos
secar las lágrimas de las madres que quieren ver a sus hijos calzados». Le
encantaban los aforismos y, convertido ya en el rey del calzado, decoró las
paredes de sus talleres con inscripciones del tipo: «Estemos felices», «Es
preciso trabajar, hay que tener un objetivo en la vida», «La vida no es una
novela». En los sobres con la paga de los obreros se leía: «Aprended a hacer
dinero con vuestro cuerpo». Algunos aforismos de Bat’a estaban destinados a
los consumidores; recuerdo dos eslóganes uno al lado del otro: «Mi calzado
nunca produce callos» y «No leáis novelas rusas, os privarán de la alegría de
vivir».
Cuando le pedí autorización a Bat’a para visitar su reino, me respondió:
«No enseño mis fábricas a un representante de una potencia enemiga». (Aun
así, conseguí ver su feudo). Bat’a era un megalómano incorregible; había
inscrito su nombre en el esqueleto de un mamut, promulgó un «plan quinquenal
de Tomáš Bat’a». Se negó a reconocer a los sindicatos y montó su propia
policía. Pagaba mal a los obreros e inundó el mundo de calzado barato. No
había, creo, ciudad sin el letrero con aquellas cuatro letras: BATA. Era
católico y detestaba a los comunistas.
Cuando leyó mi crónica sobre lo que ocurría en Zlin, Bat’a montó en
cólera y me llevó a los tribunales. El artículo se había publicado en Alemania,
y eran los jueces alemanes quienes tenían que juzgarme. Bat’a hizo que me
intervinieran el dinero de los derechos de autor que me correspondía por las
traducciones de mis libros y la película.
Bat’a era aficionado a los pleitos e incoó dos procesos, uno civil y otro
criminal. En el juicio civil me exigía medio millón de marcos (nunca en mi
vida he visto semejante suma de dinero). En el proceso penal Bat’a reclamaba
para mí una pena de prisión por difamación.
Contrató unos abogados excelentes. También yo tuve que recurrir a los
servicios de uno. Encontré defensores: los obreros de Zlin. Me enviaron
documentos y fotografías que confirmaban la exactitud de mi reportaje. Los
obreros publicaban una revista clandestina, Bátovak, en la que describían los
despiadados métodos empleados por el rey del calzado y la arbitrariedad de
su policía. Presenté al tribunal la colección completa de la revista.
El abogado de Bat’a acudió a la sesión judicial con una traducción de
Julio Jurenito y citó la novela para demostrar mi cinismo, aseguró al tribunal
que, además de haberme dedicado a amaestrar conejos, había sido cajero en el
burdel de míster Cool. El abogado se refirió también a los artículos de ciertos
críticos de Moscú: «¡Incluso en la Rusia comunista se indignan ante la
inmoralidad y la falta de principios de este hombre que ha tenido la osadía de
calumniar al honorable Tomáš Bat’a!».
El tribunal exigió datos complementarios. El avión de Tomáš Bat’a se
estrelló. Hitler subió al poder en Alemania. Los nazis quemaron mis libros y
cerraron las tiendas de Bat’a. Por lo que respecta a mis modestísimos
honorarios intervenidos, esa suma ridícula no la percibieron los herederos de
Bat’a, sino el Tercer Reich.
Comencé a escribir sobre los trust y los diversos reyes en el último año de
las vacas gordas. De pronto estalló la crisis mundial, y en los libros siguientes
me tocó describir los años de las vacas flacas.
Ahora hablaré de las vacas, no de las figuradas, sino de auténticas vacas
bermejas danesas, aunque el fin de esta historia data de 1933 y de nuevo he de
saltar hacia delante.
En el verano de 1929 una pequeña noticia aparecida en la prensa
conmovió a los estadounidenses: en Estados Unidos los excedentes de trigo
habían sobrepasado los doscientos cuarenta mil búshels.[2] Enseguida se supo
que en Canadá, en Australia, en Argentina y en Hungría también había
demasiado trigo. Los precios del cereal cayeron de modo catastrófico. Los
granjeros se arruinaron y quedaron reducidos a la miseria.
No hay que tomar al pie de la letra la afirmación según la cual había
demasiado trigo en el mundo. Pasaban hambre continentes enteros. Había en el
mundo cuarenta millones de obreros en paro registrados. En los países de la
Europa occidental la importación de trigo se redujo a la séptima parte.
Los representantes de cuarenta y seis Estados se reunieron en Roma para
discutir qué se iba a hacer con los excedentes de trigo. Era la primavera de
1931. La locura se apoderó de todo el mundo. En Brasil quemaban café. En
Estados Unidos quemaban algodón. En la conferencia se propuso
desnaturalizar el trigo con la ayuda de eosina. El grano rojo podía servir como
pienso para el ganado. Lanzaron el eslogan: «Dad trigo al ganado, es más
barato y nutritivo que el maíz». Se iban sucediendo las quiebras de los bancos.
Los campesinos, hambrientos, abandonaban sus campos y se iban lejos en
busca de pan.
Las vacas comían trigo de primera calidad, Manitoba o Bartela. Pero unos
meses más tarde los periódicos anunciaron que en el mundo había demasiada
mantequilla y carne, y que por esta razón, justamente, la gente se estaba
muriendo de hambre.
En 1933 estuve en Dinamarca. Ya había visitado antes ese país tranquilo,
verde y próspero. Los daneses vendían mantequilla, carne y tocino a los
ingleses y a los alemanes. En la isla de Lolann, en la pequeña ciudad de
Naiskof, vi una máquina increíble que transformaba las vacas en tortas
redondas destinadas al engorde de los cerdos. La máquina molía los huesos y
los mezclaba con la carne formando una masa de color terroso. (Inglaterra
compraba aún tocino, pero ya estaba claro que había manteca en exceso en el
mundo, y que si la situación mundial no mejoraba, pronto habría que sacrificar
también los cerdos).
Me mostró la máquina el veterinario local, hombre de cabello blanco,
honesto y muy triste. Había pasado la vida cuidando vacas y no podía asistir
tranquilamente a su masacre.
En Copenhague vi a parados hambrientos. Yo sabía lo que es el hambre y
al cruzarme con ellos dirigía la vista hacia otro lado.
Los antiguos griegos crearon el mito de Sísifo. Era rey de Corinto y un
bandido. Cuando murió, los dioses le impusieron un castigo terrible: debía
transportar una gran piedra a la cima de una montaña, pero en cuanto llegaba
allí la piedra rodaba hacia abajo. Sísifo había robado y asesinado. Pero ¿a
cuenta de qué pecados había centenares de millones de hombres condenados al
trabajo de Sísifo? Primero ampliaron la superficie de siembra; luego tiñeron
el trigo con eosina para dárselo a las vacas; luego comenzaron a matar vacas
para alimentar con ellas a los cerdos…
Aquellos cuatro años no pasaron en vano para mí. No sé si conseguí hacer
ver alguna cosa a mis lectores, pero yo, personalmente, vi muchas. Ya antes
aborrecía el mundo del dinero, de la codicia, pero con el odio no basta.
Llegué a comprender que no se trataba del carácter de las personas: entre los
empresarios, los financieros, los reyes de la industria y magnates de las
finanzas había personas buenas y malas, inteligentes y con pocas entendederas,
simpáticas y detestables; no se trataba de su esencia diabólica, sino de la
absurdidad del sistema. En la época de Balzac los capitalistas eran
codiciosos, avaros, a veces violentos, pero construían fábricas, criaban vacas
de raza, mejoraban el nivel de vida de la gente. Se les podía acusar de no
tener corazón, pero no de estar locos. Cien años más tarde, los nietos de los
personajes de Balzac parecían dementes furiosos.
Me alegro de haber comprendido y reflexionado sobre esta verdad en el
umbral de la década de 1930. La humanidad se aproximaba a una época de
grandes pruebas. Cuando recuerdo mi pasado, pienso en la Alemania de
Hitler, en los años transcurridos en España, en la guerra. Una de las pruebas
más amargas por las que pasé fue a finales de 1937, cuando llegué a Moscú
directamente desde el frente de Teruel. Hablaré de ello en el siguiente
volumen de estas memorias, pero ahora quiero decir que, si bien no pude
prever mucho de lo que se habló en 1956 en el Congreso del Partido y en
cualquier piso moscovita, había estudiado a conciencia la estupidez, la
barbarie y la crueldad del mundo enemigo antes de Hitler, antes de Guernica,
antes de los pueblos quemados y las vacas ametralladas en los campos de
Bielorrusia.
21
Cuando trabajaba en los libros dedicados a la lucha entre los diversos trust,
Eugène Merle[1] me presentó a algunos representantes del mundo de los
negocios y me facilitó documentos confidenciales. Publicó la traducción
francesa de mi novela Un frente único. «¿Y si titulásemos su libro: ¡Buen
provecho, señores!?», me propuso en un arrebato de inspiración. Yo me resistí
y, al final, el libro se publicó con un título ideado por Merle: La sociedad
anónima Europa.
No hay que pensar que Merle era un editor profesional. Publicaba a veces
libros, lanzaba ahora un diario de gran formato, ahora una revista satírica,
ahora boletines financieros; escribía artículos, hacía negocios.
De joven había sido anarquista. Mantuvo relaciones con Bonnot, un
atracador con principios. Recuerdo que, unos tres años antes de la Primera
Guerra Mundial, París estuvo en vilo: un despliegue policial ingente cercó la
casa donde Bonnot se había atrincherado. El periódico anarquista Le
Libertaire escribió entonces: «El ladrón, el ratero, el chantajista se levantan
siempre contra el orden establecido, comprenden bien su papel en la
sociedad». Muchos amigos del joven Merle perecieron. Él sobrevivió por
casualidad, sentó la cabeza y se convirtió en parte inseparable de los medios
políticos, financieros y literarios de París, aunque no era ni diputado, ni
banquero, ni escritor.
Merle no tenía unas convicciones políticas bien definidas, pero conservó
hasta el final de su vida su afecto por los anarquistas y el odio hacia la
derecha. Tampoco tenía esos principios morales que inculcan a los escolares
franceses desde sus primeros años. Merle no se sentía intimidado por los
fuertes de este mundo, pero mostraba una actitud afectuosa hacia los
abandonados por la suerte, tanto si se trataba de un poeta desgraciado o un
simple ordenanza de la redacción de un periódico. Hacía pensar en los
bandidos de otro tiempo que compartían su botín con los pobres de la
comarca. A mí me atraía no sólo por su carácter vivaz, su alegría de vivir y su
extraordinaria fantasía, sino también por su buen corazón.
Había nacido en Marsella, donde su padre, que se llamaba Ángel, vendía
naranjas. Creo que el apellido de su padre era Merlo. En francés, merle
significa ‘mirlo’, y los franceses, en lugar de decir como los rusos «cuervo
blanco», dicen «mirlo blanco». Durante cierto tiempo Merle publicó una
revista satírica titulada El Mirlo Blanco. Él mismo parecía un pájaro, un
pájaro raro. Entre las dos guerras, en una época en que la gente procuraba
echar raíces, en que incluso los ladronzuelos hablaban de filosofía, religión y
altas ideas políticas, Merle levantaba el vuelo, picoteando a veces unos
granitos. Tomaba y daba dinero con facilidad, como si dispensara sonrisas o
recogiera flores.
Antes de que yo le conociera, la capital francesa se conmocionó ante la
breve epopeya del Paris Matinal: Merle había decidido publicar un diario
ligero, de nuevo tipo. Reunió a los mejores periodistas. En una celda de
cristal, ante una muchedumbre de curiosos, el joven Georges Sim escribía una
novela policiaca. Apenas terminaba una página, la llevaba enseguida a
imprenta (Georges Sim luego se convertiría en el célebre escritor Georges
Simenon).
Fue Merle quien me presentó a Georges Simenon. Era entonces un autor
principiante de novelas policiacas. Años más tarde alcanzó una perfección tal
que elevó un género despreciado al nivel de la gran literatura. Yo no leía sus
novelas, pero me gustaba ese hombre grande y alegre, maravilloso narrador y
fumador de pipa empedernido. Vivía en un barco, y recuerdo ir a verlo un día
a Marne. Nos distrajo contándonos historias increíbles, pero lo que me
pareció más divertido fue su perro, un terranova enorme y bonachón que
sembraba el terror entre los bañistas del río los días de verano. Fiel a su
deber y a sus tradiciones de raza, el perro se precipitaba hacia los bañistas y
los hacía salir a la orilla. Por la tarde, Simenon a veces se daba una vuelta por
el bar de La Coupole, donde reinaba el barman Bob. Allí había escritores muy
diferentes: Crevel, Vailland, Desnos. Yo pasaba allí casi todas las tardes.
Hace poco encontré en casa de un amigo una parte de los libros que dejé
en el París ocupado por los alemanes. Entre ellos estaba una de las primeras
novelas de Simenon, El cráneo, con una dedicatoria del autor:
«Amistosamente para Iliá Ehrenburg, cuya conciencia y firmeza de principios
me ayudaron a crear el personaje-caricatura de Radek». Leí esa novela.
Simenon había escogido el nombre de Radek por azar, lo había leído en un
periódico, y no tenía ninguna relación con Karl Radek. Era yo quien le había
servido de modelo para la caricatura y, para hablar con la jerga de los
periódicos soviéticos, la parodia era amistosa. Radek estaba sentado en el bar
La Coupole. Pero ¿cuáles eran sus ocupaciones? Había asesinado ferozmente a
dos ancianas muy ricas que vivían a las afueras de París: se vengaba así de su
infancia miserable. Radek era un asesino lleno de principios, dotado de
conciencia, y sólo la perspicacia de un policía había permitido revelar su
verdadera personalidad. Por supuesto Simenon no sospechaba que yo fuera un
asesino; además había añadido la palabra caricatura, pero yo le parecía lleno
de conciencia, de principios e inflexible. Y eso en una época en que yo me
debatía como una astilla en el mar, en que los críticos soviéticos me tildaban
de «cínico burgués» y en que mis amigos me aconsejaban que me adscribiera a
alguna plataforma.
Estábamos sentados en un pequeño bar lleno de humo y leíamos en el poso
del café el porvenir, a la vez que tratábamos de comprendernos a nosotros
mismos. No es una tarea fácil y esos años eran muy difíciles.
Merle amenazaba a los políticos con revelaciones sensacionales, prometía
a sus abonados premios valiosos. Y de pronto el periódico dejó de
publicarse…
Durante una de nuestras primeras entrevistas, Merle me dijo: «Amigo mío,
es usted demasiado modesto. En Francia el talento no basta». Decidió hacerme
publicidad, organizó una cena en un gabinete reservado de un lujoso
restaurante. Invitó a la escritora Germaine Beaumont, que dirigía la sección
literaria del popular periódico Le Matin. Merle invitó también a Desnos, su
protegido.
Desnos comió y, sobre todo, bebió, después de lo cual se puso a
despotricar contra Le Matin, volviéndose cada vez hacia Beaumont para
decirle: «No me estoy refiriendo a usted, como es natural». Tal y como
convenía a un surrealista, Desnos era aficionado a las palabras indecentes, y
para definir Le Matin enumeró todas las partes del cuerpo humano. Germaine
Beaumont no lo soportó y se marchó. Merle se quedó triste: su tentativa de
lanzarme al estrellato había fracasado. Me explicó: «Tal vez la señora
Beaumont, en el fondo de su alma, esté de acuerdo con Desnos, pero ella no
podía aceptar que injuriase a sus patronos, sobre todo en presencia de un
escritor soviético».
Merle poseía una maravillosa finca no lejos de París. Cuando organizaba
una recepción le gustaba deslumbrar a los invitados, pero conservaba los
hábitos democráticos de su juventud. Por la mañana desayunaba en la cocina,
comía tomates sazonados con mucha sal y tomaba el tren para París. A aquella
hora casi nunca tenía dinero, pero en el tren se le ocurrían planes grandiosos.
Le gustaba comer en los restaurantes provenzales, adoraba el alioli y
visitaba con frecuencia a Nina, que regentaba un pequeño restaurante de
apariencia modesta, pero muy caro. Nina, que además de ser la dueña era la
cocinera, sólo recibía a un restringido círculo de entendidos en materia
culinaria. ¡A quién no conocí yo en la mesa de Merle! Allí encontré a
anarquistas e industriales, a Laval y Daladier, al poeta Saint-Pol-Roux, a
Tristan Bernard, al «príncipe de los gastrónomos». Curnonski, a Blaise
Cendrars, a diputados, corredores de bolsa, abogados de moda, estrellas de
cine…
Cuando Laval fue a Moscú, Merle me dijo: «Es el estafador con mayor
talento que hay en Francia. Quisiera que se entendiera con los rusos porque
nada le costaría ponerse de acuerdo con Hitler». A Daladier entonces le
llamaban el «toro de Vaucluse»: era audaz y enérgico en sus discursos. Merle
comentaba con aire desolado: «Los franceses han dejado de entender incluso
en aquellas cosas que constituían su especialidad. ¿Cómo pueden comparar
con un toro a Daladier? ¡Si es el típico buey! Puede usted preguntárselo a
cualquier ternera».
En 1933 estalló un escándalo: Staviski, que había sido juzgado en 1917
por un hurto de poca importancia y que, quince años más tarde, asistía en
calidad de experto a las conferencias internacionales, había logrado desviar
seiscientos cincuenta millones de francos. Tardieu aseguraba que los radicales
protegían a aquel bribón. Merle reía: «Si se atreven a tocarme, enseñaré los
talones del libro de cheques de Staviski, que también hacía regalos a los
amigos de Tardieu».
Merle tenía, desde luego, muchos enemigos que deseaban su muerte. A los
cerdos que criaba en su finca les ponía los nombres de sus enemigos. Le
perseguía sobre todo Carbuccia, director del periódico fascista Gringoire, y
Merle bautizó con su nombre a un enorme verraco. Un día, Merle me envió un
jamón acompañado de una carta que decía: «Acepte como regalo la pata de mi
inolvidable Carbuccia».
Estuve en su casa un 14 de Julio. Vinieron unos campesinos para felicitarle
con motivo de la fiesta nacional. Merle sacó diez cajas de champán y,
levantando su copa, declaró con solemnidad: «¡Viva Francia!». Los
campesinos respondieron a coro: «¡Viva el señor Merle!».
Le gustaban las grandes frases: «Cuando me muera, no quiero grandes
exequias ni discursos, bastará con que icen la bandera a media asta en la torre
de mi castillo».
Cuando llegaban invitados a su finca, Merle se ceñía el delantal y
preparaba la comida, y hasta en la cocina daba rienda suelta a su imaginación:
solía regar generosamente con oporto seco el plato nacional francés, la sopa
de cebolla. Era extremadamente supersticioso. Los franceses dicen que hay
que tocar madera para conjurar el mal de ojo. Merle se quejaba: «Antes me
sentía tranquilo, en todos los cafés había mesas de madera, pero ahora son de
mármol y tengo que llevar un cabo de lápiz en el bolsillo». Compró unos
pavos reales, y coincidió con una mala temporada para él. Atribuía todas sus
desdichas a las aves: por la noche se acercaban a casa y dejaban caer sus
plumas portadoras del mal de ojo. Pero no se decidía a matarlas ni a
regalarlas: «No se debe llevar la contraria al destino». Una vez se presentaron
en su casa unos campesinos acongojados para decirle que los perros del
pueblo habían devorado los pavos. Merle se sintió renacer y enseguida partió
a París con nuevos planes geniales en la cabeza.
Me he equivocado al decir que Merle no tenía principios morales. Sería
más exacto decir que sus principios no coincidían con los generalmente
admitidos. Por ejemplo, hacía caso omiso de los contratos, no pagaba
derechos a sus autores, pero Desnos me había contado que bastaba con darle a
entender que se encontraba en una situación difícil para que Merle le diera
más de lo acordado en el contrato. Hasta el fin de sus días, ayudó a los hijos
de sus amigos del grupo anarquista.
Cuando Bat’a me llevó a los tribunales, Merle preguntó a Liuba qué
número de zapato gastaba. «Mañana recibirá doce pares de zapatos de parte
del sindicato de fabricantes franceses». Liuba le regañó y me puso al corriente
de la historia. Yo me enfadé y prohibí categóricamente a Merle que hablase de
mí a los competidores franceses de Bat’a. Merle me miró con una mezcla de
piedad y de admiración: «¡Dios mío, qué ingenuo es usted! […] Pero por eso
le respeto».
Después de su viaje a Moscú, Panaït Istrati[2] se puso a echar pestes de la
Unión Soviética. Merle se indignó: «Cuando comencé a trabajar en la prensa,
conocí a un espléndido compañero de nombre Gustave. Tenía una amiga, una
mujer alta y hermosa, muy apasionada, que le montaba escenas de celos. A
menudo llegaba con marcas a la redacción del periódico. Un día llegó con la
cara totalmente cubierta de sangre, daba pena verle. Decidimos hablar con la
dama: “¿Por qué ofende a nuestro Gustave?”. Ella levantó las manos hacia el
cielo y respondió: “¿Quieren saberlo? He pagado su dentadura postiza y ahora
sonríe a otras mujeres con mis dientes”. Me preguntaréis por qué he recordado
esta historia. No es ninguna alegoría. Istrati me contó que en Moscú le
pusieron una dentadura magnífica y que sonríe con los dientes soviéticos a
Poincaré y a Briand».
Merle me presentó a la señora Hanau. La habían detenido y luego puesto
en libertad. Fue un escándalo que levantó mucho ruido. Merle la respetaba y
repetía a menudo: «¡Es una mujer honrada!». La señora Hanau me contó
muchas cosas interesantes acerca de las maquinaciones de la oligarquía
financiera. Por lo que respecta a Merle, siempre decía: «En el noventa y nueve
por ciento de los casos, un estafador o un ladrón son incomparablemente más
honestos que los fiscales y los jueces».
En España estalló la guerra civil y me fui a Madrid. En otoño volví a París
para buscar una camioneta con proyector de cine. Me encontré con Merle, le
conté que me dirigía al frente de Aragón y que quería comprar una máquina de
imprimir, pero que no tenía suficiente dinero. Me abrazó y me dijo: «No hago
más que pensar en España. Hay muchos anarquistas allí». Al día siguiente me
entregó una máquina con sus tipos de imprenta. En aquella época Merle
andaba escaso de dinero, ignoro de dónde sacó la máquina tipográfica, pero
aquella imprenta funcionaba muy bien.
Cuando nos vimos por última vez, Merle tenía aspecto cansado, apagado;
siempre estaba ronco, pero entonces apenas podía hablar, aunque le encantaba
conversar. Murió de cáncer de garganta.
¿Por qué he hablado de él? En realidad no nos encontramos muchas veces
y, además, ésta es una historia sin moraleja, es sólo el retrato de un hombre
diferente a los demás. Merle tenía alma de poeta. Incluso los buenos poetas a
veces escriben versos malos. Merle, en ocasiones, daba cheques sin fondos,
pero animaba el París de aquellos años. Además, tampoco se puede escribir
sólo de héroes o de acontecimientos históricos: en la vida también son
necesarios los mirlos blancos…
22
Durante los años de los que estoy hablando di vueltas por Europa; recorrí
Francia, Alemania, Inglaterra, Checoslovaquia, Polonia, Suecia, Noruega,
Dinamarca; estuve también en Austria, Suiza y Bélgica. En 1932 fui nombrado
corresponsal de Izvestia, y muchos de mis viajes se debieron, por lo menos en
parte, a mi trabajo para el periódico. Pero en 1928-1929 yo no era todavía un
periodista profesional (a veces mis crónicas de viaje se publicaban en
Vechérnaia Moskvá [Moscú vespertino]). Yo no era el clásico turista. Estando
en Noruega, en lugar de admirar los fiordos fui hasta la lejana islita de Rest,
donde incluso las almohadas estaban impregnadas de olor a bacalao, y luego
me trasladé al pequeño puerto de Moss, donde no había nada digno de ver
para un turista; allí, por las noches, conversaba sobre el destino de nuestro
siglo con el representante de la compañía marítima. En Inglaterra visité
Manchester, sombría y llena de hollín, y bajé a los antediluvianos pozos
mineros de Swansea; en Suecia me acerqué hasta la nueva ciudad polar de
Kiruna, donde se extrae mineral.
Siempre iba muy escaso de dinero. A Polonia me llevó un empresario a
dar conferencias sobre literatura: a Inglaterra me invitaron el PEN Club y mi
editor; fui a Viena para acudir a un encuentro organizado por una asociación
cultural. En todas partes buscaba hoteles baratos y confiaba más en mis
piernas que en los taxis.
Pushkin escribía en Oneguin: «Empezó a viajar sin un fin, guiado sólo por
el sentimiento, y también los viajes, como todo en el mundo, acabaron
aburriéndole». Yo tampoco tenía un «fin», pero los viajes no me cansaban.
Evidentemente, no es posible huir de uno mismo y, dondequiera que estuviese,
no me abandonaban mis pensamientos. Sin duda, por eso me gustaba (y me
sigue gustando) viajar: a veces, en algún lugar remoto, observando la vida
ajena, uno encuentra la explicación que en vano buscaba sentado a la mesa de
trabajo… Entonces yo tenía casi cuarenta años, por tanto ya había abandonado
lo que, por lo general, se suele considerar como el período de formación de la
personalidad, pero continuaba sintiéndome como un escolar.
Todos los hombres se van rodeando poco a poco de gente con la que se
sienten ligados por intereses comunes, por el trabajo. No es posible huir de
uno mismo, pero sí que es posible desgajarse por algún tiempo del círculo de
los conocidos habituales. Desde luego, también en otros países me encontraba
a menudo entre escritores; conocí a Majerová, a Novomeský, a Antoni
Słonimski, a Broniewski, a Andersen Nexø, a Johan Nordahl Grieg, a Joseph
Roth.
En una isla danesa me encontré por casualidad con Karin Michaëlis. Me
acompañó a las casas de los campesinos, me mostró granjas excelentes; en
todas partes la conocían y la respetaban. Cuando yo era un adolescente, en
Rusia leíamos su novela La edad peligrosa. Yo pensaba que estaba
preocupada por los secretos del corazón femenino, pero me hablaba de otra
cosa, de la catástrofe inevitable. Me contaba que los granjeros no habían
querido ayudar a los niños alemanes hambrientos, que le daban la espalda
cuando ella empezaba a hablarles del fascismo, de la amenaza de guerra, del
horror de estar saciado, adormecido, de ser indiferente. (Ocho años más tarde,
en el Congreso de Escritores celebrado en Madrid, entre las explosiones de
los obuses alguien leyó un saludo de Karin Michaëlis, enferma, y me acordé
de nuestra conversación en esa granja tranquila y verde).
No obstante, al referirme a las huidas del medio habitual, pienso en otros
encuentros: en un viejo pastor de Tisovec, en los tejedores de Łódź, en el
guardián del faro de las islas Lofoten, en el nieto de un tzadik de Góra
Kalwaria, en los obreros de Berlín.
Voy a mencionar uno de esos encuentros. En Kiruna conocí a un minero
comunista que tenía una mujer rusa, Niusha. La mujer me ofreció café, me
mostró con entusiasmo su nevera, su cocina eléctrica, su máquina de lavar. El
minero me hablaba en alemán, pero con su mujer casi no hablaba, pues sólo
conocía un centenar de palabras rusas; Niusha todavía no había tenido tiempo
de aprender el sueco. El hombre me contó que había ido a la Unión Soviética
con una delegación, que había caído enfermo de pulmonía en el Cáucaso y que
en el hospital se había enamorado de su enfermera. Estaba convencido de que
Niusha era la encarnación del «alma de la Revolución rusa» y lamentaba no
poder pedirle consejo sobre la manera de actuar en tal o cual caso. Niusha, en
cambio, era feliz de encontrarse en un país rico y tranquilo, no comprendía a
los camaradas de su marido: «Es la buena vida lo que les mete el diablo en la
mente». No quise juzgarla con severidad, había pasado por muchas
calamidades, había conocido el hambre, los blancos habían fusilado a su
hermano, su madre había muerto de tifus. Su marido me pareció un hombre
muy agradable, era generoso y valiente. Niusha lamentaba no haber aprendido
a hablar el sueco. Sobre la mesa tenía un diccionario grueso, pero los jóvenes
esposos casi nunca lo consultaban. Los dos maldecían su mudez, sin adivinar
que a ella se debía su felicidad…
Es, desde luego, una historia triste a la par que divertida, de la que no
deben sacarse conclusiones, lo cual yo tampoco hice. Me limité a anotar
cuidadosamente mis impresiones.
Describí algunos de mis viajes y denominé aquel libro de crónicas El
visado del tiempo. Es fácil imaginar que para el poseedor de un pasaporte
soviético que tuviera la intención de viajar en aquel entonces, la palabra
visado tuviera una connotación mágica. Con todo, al elegir este título para el
libro no pensaba en los cónsules quisquillosos, sino en la época, que aún lo
era más. Quería ver cuáles de entre nuestras viejas ideas podían obtener el
visado del tiempo. Los viajes me ayudaron a desprenderme de muchos
convencionalismos, tanto antiguos como nuevos, me ayudaron a ver la vida tal
como era. Al hablar con granjeros daneses me esforzaba en comprender el
camino de un escritor soviético.
El representante de la Unión Soviética en la Liga de las Naciones, M. M.
Litvínov, había asombrado a todos con una fórmula lacónica: «La paz es
indivisible». Viajando por países extranjeros, comprendí que no sólo la paz es
indivisible, sino también la palabra que en ruso es su homónima, el mundo.[1]
Comprendí también que cada pueblo tiene su originalidad, su aspecto
único, como las personas. El autor del prefacio a una de las ediciones de El
visado del tiempo, Fiódor Raskólnikov, ponía a los lectores en guardia:
«Ehrenburg es un adepto de la teoría caduca del carácter nacional. Supone que
cada pueblo posee su “alma”, que depende de las particularidades de su
carácter nacional. En este sentido, Ehrenburg tiene un brillante predecesor,
Stendhal, que en su Cartuja de Parma también intentó, en vano, resolver el
problema del carácter nacional italiano. Esta concepción errónea del “alma”
nacional es una consecuencia lógica del sistema idealista que profesa
Ehrenburg. Como Stendhal, Ehrenburg no es materialista, sino idealista. En
lugar de estudiar, prefiere acceder al conocimiento por la intuición».
(Estas palabras se escribieron en 1933. Diez años más tarde, A. N. Tolstói
publicó el relato «El carácter ruso»; en los teatros se representaba la obra de
Símonov Gente rusa, varios poetas cantaban las «costumbres rusas», el «amor
ruso», y, desde luego, el «alma rusa». Nadie se lo reprochó, todo el mundo les
aplaudía con entusiasmo. Si los rusos han resultado tener un «alma», es decir,
ciertos rasgos de carácter nacional, cabe suponer que los otros pueblos
también poseen una. He leído muchas veces que yo u otros escritores hemos
«superado los errores pasados». ¿Y aquellos que nos cubrían de reproches?
De ellos no se escribe nada. Y, no obstante, ellos también han superado
muchas cosas y han empezado a comprender muchas otras).
Nunca he pensado que el «alma» de un pueblo esté ligada a la sangre; he
sufrido muchas enfermedades, pero no la del racismo. El alma del pueblo, es
decir, su carácter, se forma a lo largo de los siglos y sobre los rasgos del
carácter nacional influyen la geografía, las particularidades de la evolución de
la sociedad, los virajes de la historia. Sólo más tarde, después de la Segunda
Guerra Mundial, visité otros continentes, pero en la época de la que estoy
hablando pude establecer muchas comparaciones. Veía, por supuesto, que el
obrero sueco no razonaba de la misma manera que Kreuger o el banquero
Wallenberg, pero ello no me impedía darme cuenta de que el carácter del
obrero sueco era diferente del carácter del obrero italiano. No había en esto
ningún «idealismo», y eso no contradecía ni la existencia de la lucha de clases
ni los principios del internacionalismo.
Después de haber vivido un tiempo en Inglaterra, ¿cómo no darse cuenta
de que a los ingleses les gusta cierto aislamiento, de que prefieren una
pequeña casita fría con una escalera estrecha a un piso dentro de un inmueble
moderno? ¿Y que a diferencia de los franceses no hacen vida en la calle ni se
mezclan con placer entre el gentío? Cualquier turista, hasta el más distraído,
ve que París está lleno de tiendas donde se venden artículos para pintar y de
un gran número de pequeñas exposiciones de pintura; en cambio, en Viena hay
centenares de comercios en los que se venden partituras musicales y carteles
en las paredes que anuncian conciertos sinfónicos. Los burgueses se divierten
de modo distinto en los diferentes países. Un inglés siempre es miembro de
algún club cuya elección pocas veces está dictada por las simpatías políticas.
En cada club hay una biblioteca con cómodos sillones, donde duermen los
gentlemen, unos en silencio, otros con un ligero ronquido. Los españoles
también son amigos de los clubes, pero no se instalan en salas sumidas en la
penumbra, sino en terrazas cubiertas o en la calle, y miran a las mujeres que
pasan más o menos jóvenes, al tiempo que hacen chasquear la lengua. Los
burgueses alemanes adoran las novedades científicas y el exotismo. En cierto
restaurante de Berlín tuve ocasión de leer en la minuta algunas cifras: las
calorías correspondían a cada plato (las vitaminas llegaron más tarde). En
otro restaurante, los parroquianos se tumbaban en hamacas y por encima de
ellos revoloteaban pájaros tropicales. Esto no habría sido del gusto de un
francés, que no está dispuesto a gastar dinero por el decorado, sino que
prefiere comer bien en cualquier tabernucha de poca apariencia. En el
Parlamento inglés los diputados discuten con cortesía, en cambio en el francés
he presenciado muchas veces peleas. Podría llenar cientos de páginas
enumerando las peculiaridades del carácter y del género de vida de diversos
pueblos, pero no tengo intención de describir países distintos, prefiero
limitarme a señalar la influencia que los viajes ejercieron en mi existencia.
Vi que la gente vivía de manera diferente, pero la diversidad de las formas
no me impedía ver lo general y lo humano que permiten creer en la unidad del
mundo. Por supuesto, los suecos me parecían muy estirados (ahora se han
liberado de muchos convencionalismos): no se podía tomar un vaso de vodka
de cualquier manera, había que atenerse a una compleja etiqueta. Por su
aspecto, parecían personas frías, encerradas en sí mismas. Pero conocí a Axel
Clausson, ex agregado militar en Petersburgo. Sabía ruso y, al jubilarse, se
dedicó a traducir. Entre otros, tradujo dos de mis libros. Era un viejo sueco
auténtico, le gustaba cenar a la luz de unas velas, se acercaba la copa al
corazón antes de bebérsela, nunca olvidaba mencionar lo bien que habíamos
pasado juntos una velada, aunque hubiesen transcurrido dos años. Nos hicimos
amigos y resultó ser un hombre de corazón apasionado, un amigo muy fiel que
sabía hablar y, lo que es más difícil, sabía callar.
Eslovaquia me pareció, al principio, un país de un pasado remoto: las
campesinas llevaban hermosos vestidos estridentes pertenecientes a la época
del barroco, los campesinos de algunos distritos llevaban delantal, las cruces
de los cementerios estaban pintadas como alegres juguetes. Luego vi que a los
escritores eslovacos les preocupaban los mismos problemas que a mí y
encontré allí a muchos buenos amigos: Clementis, el poeta Novomeský y otros.
Los ingleses parecían habitantes de otro planeta, a todo respondían
«Ustedes tienen un gusto continental», o bien «Esto aquí no pasa, sino en el
continente». Pronto observé que los intelectuales eran tristes, que se
apasionaban por Chéjov, y cuando se representaba Las tres hermanas, el
público lloraba en la sala. Comprendí que podía hablar con el corazón en la
mano con muchos ingleses.
He dicho que a todas partes me acompañaban mis reflexiones y dudas.
Habían nacido mucho tiempo antes, ya en los años de la Primera Guerra
Mundial, cuando empecé a reflexionar por mí mismo. Después de haber visto
la enorme máquina de guerra, la renuncia temporal del hombre a pensar, la
mecanización del amor, del crimen y de la muerte, comprendí que el concepto
mismo de hombre estaba en peligro. A finales de la década de 1920 aún no
existían los aplausos a la voz de mando, ni máquinas capaces de componer
versos, ni la estadística de Auschwitz, ni la bomba termonuclear. Sin embargo,
yo pensaba sin cesar, dolorosamente, no en los rasgos característicos de tal o
cual pueblo, sino en el carácter de nuestro tiempo.
No quiero acumular en este libro citas de mí mismo, referirme a viejas
crónicas o notas, pero cuando me pongo a hablar de mis impresiones sobre la
Europa occidental de los años 1928-1929, a pesar mío las modifico o las
completo con la experiencia de las décadas siguientes. He aquí lo que escribía
entonces sobre Alemania: «Uno piensa en la manera más económica de
acomodar a los pasajeros en el avión, otro fabrica un mechero para que la
llama prenda con un leve movimiento. He visitado a Maximilian Harden.
Parece que no está hecho para fabricar mecheros perfectos. Hemos hablado de
la Revolución rusa, de las calles de Berlín. Me ha dicho: “Me da miedo esta
vida tan ordenada, esta ausencia de imprevistos”. En los lavabos públicos de
Berlín se leía: “Dos horas más tarde de haber tenido una relación sexual con
una mujer, diríjase al centro médico más cercano”. Berlín es un apóstol de la
cultura estadounidense, y los mecheros son aquí objeto de culto particular. El
autor de la novela Alexanderplatz, Alfred Döblin, me invitó a su casa. Le
agobia esta civilización mecanizada, me dijo que había estado en Polonia,
había charlado con los campesinos y había encontrado más humanidad en
aquellos pueblos perdidos que en Alemania.
»Fui a Dessau, donde se encuentra la sede de la Bauhaus, escuela de arte
moderno. Es un edificio de cristal. Se ha encontrado el estilo de la época: el
culto a la razón fría. Las casas construidas todas según el mismo estilo son
terribles. Hasta tal punto se parecen entre sí que los niños las confunden. Se
dice que el nuevo estilo es apropiado para las fábricas, las estaciones de
ferrocarril, los garajes y los crematorios, pero que no se ha descubierto aún el
estilo adecuado para las viviendas. Me sorprendería que lo encontraran: ahora
la gente vive en el lugar de trabajo y no donde vive. En la casa del arquitecto
Gropius hay muchos pulsadores y palancas; la ropa blanca se desliza por unos
tubos como el correo neumático; los platos suben de la cocina al comedor;
todo se ha estudiado, hasta el cubo de la basura. Todo es impecable y
extraordinariamente aburrido. ¿Podríamos imaginar, al defender el cubismo y
luego el constructivismo, que en una sola década pasaríamos de los cubos
filosóficos al cubo completamente utilitario? En la casa del pintor Kandinski
se hacen varias concesiones al arte: iconos de Nóvgorod, paisajes del
aduanero Rousseau, un volumen de Lérmontov. Uno de los alumnos me ha
dicho: “Kandinski es una mente confusa y medio conservador”.
»En la estación de Stuttgart o en las tipografías de Leipzig uno comprende
hasta qué punto Estados Unidos se ha aclimatado aquí. En Colonia, en una
exposición, vi una iglesia ultramoderna con todo el confort y con vidrieras
cubistas, Cristo parece una pieza de una máquina complicada».
He aquí lo que escribí sobre Inglaterra: «Desprecio por Estados Unidos y
americanización de la vida de todos los días: las películas estadounidenses, la
arquitectura estadounidense, las tiendas estadounidenses.
»Hampstead. Calles largas. Cottages. Todas las casas se parecen. A los
ingleses les encanta el individualismo, pero este cuartel idílico no les
enturbia.
»En Londres, uno piensa sin cesar de dónde ha salido esa ciudad inmensa,
sobre una isla, al margen de la vida, en medio de la humedad y de la
hipocondría. ¿Cómo ha llegado a dominar y oprimir? ¿Cómo ha empezado a
vacilar, a estremecerse, cómo ha llenado los armarios con tratados de paz y
novelas interesantes? ¿Cómo vive con viejas pelucas y la altanería de sus
notas diplomáticas, cómo logra confundir todavía las cartas para aparentar,
aunque teme el alba? ¿Cómo ha conocido a los colonizadores estadounidenses,
los disturbios continentales, el desempleo, los suicidios? Los ingleses son
conquistadores, navegantes y magníficos deportistas. Ello no les impide ser
extraordinariamente tímidos. De ahí su conservadurismo, su apego a las
ceremonias cómicas.
»Se sienten confusos ante los jóvenes e insolentes Estados Unidos. Hay
aquí algo que sobresale. Piccadilly y Poplar. El lujo ostentoso y la
inexpresable miseria del barrio de los docks. En las minas de la Gales del Sur,
las instalaciones son primitivas; a menudo se producen desprendimientos. He
visto a niños en las minas, me explicaron que hace poco se prohibió trabajar a
los menores de catorce años y que ésos iban ya para los quince. En las
escuelas se siguen empleando los castigos corporales. El infierno de David
Copperfield. Pero Dickens ya no existe.
Sobre Escandinavia: «Suecia se esfuerza en preservar sus tradiciones.
Europa entera adopta con celo los sobresaltos mecánicos del hombre de
negocios neoyorquino, pero los suecos se resisten. Sin duda no por mucho
tiempo. Suecia cuenta con siete millones de habitantes, lo demás es bosque.
Talarán los árboles y reeducarán a la gente.
»68 grados de latitud norte. Una noche de tres meses al año. Dos
montañas, y entre ellas la ciudad de Kiruna. Aún no han acabado de
construirla, ni tiempo han tenido de poner nombre a las calles, la dirección es
el número de la casa. Los mineros viven bien. Entre ellos hay muchos
comunistas. En la redacción del periódico cuelga el retrato de Lenin. Los
mineros tienen coche. Alrededor se extiende la tundra. Una iglesia lujosa:
estatuas de oro (estilo moderno) representan las diversas virtudes. En el
periódico uno puede leer que las acciones de Luosavaar Kirunovaar suben.
Uno de los principales accionistas es Ivar Kreuger.
»Rest es una isla diminuta (una de las islas Lofoten). En Noruega hay un
rey, se comercia con mantequilla. En Rest, el alcalde es pescador y socialista.
Pero los auténticos propietarios de la isla son los compradores de bacalao al
por mayor, poseen casas y fábricas de conservas. Aprovechan los
desperdicios para hacer cola. Los compradores del pescado son los
propietarios de las tiendas, son también los banqueros locales, alquilan los
barcos a los pescadores, los aseguran. Toda la vida de la isla está en sus
manos.
»La fábrica de chocolate Freia. Hacen la manicura a las obreras de la
fábrica, en la cantina hay un cuadro de Munch. Un estruendo inimaginable. Los
propietarios pagan poco, se han negado a reconocer a los sindicatos.
»Fugt me ha dicho que Noruega ha de seguir su propio camino. Le he
respondido que en una isla desierta es fácil salvar la propia alma, hasta la
llegada del primer barco estadounidense, desde luego.
»Los granjeros daneses llevan una vida mucho más confortable que los
burgueses parisinos. Cuelgan en las paredes viejos platos campesinos que se
han convertido en objetos decorativos. Un granjero me dijo que en invierno
había leído Guerra y paz: “Un libro interesante”. Después de un minuto de
silencio, me preguntó: “¿Cuánto habrán pagado al tal Tolstói?”. Otro granjero
encargó unos frescos en los que se representaba la historia de su vida. Al
principio, la pobre casita de su padre en el norte de Jutlandia. Su primera casa
propia y los cerdos, cómo no. La casa que su mujer recibió como dote y
cerdos cada vez en mayor número. Finalmente, una espléndida granja de dos
plantas, árboles y una enorme cantidad de cerdos.
»El pintor Hansen, los jóvenes poetas, el escéptico periodista Kirkeby,
que escribe en Politiken. Beben mucho, intentan hacer renacer la bohemia, se
lamentan: no sólo hay más cerdos que hombres, sino que los cerdos viven
mejor. Dicen que Copenhague se americaniza rápidamente, no se trata de las
excentricidades de un grupo de esnobs, sino de un estado mental. Nadie lee
poesía. La pintura, hasta la más extremista, se considera mobiliario o un título
bursátil; todo se reduce a la mecánica.
Por lo demás, basta ya de viejas notas. Ahora comprendo mejor lo que me
acongojaba en aquella época. Aún no había estallado la crisis mundial. Hitler
alborotaba en algunas cervecerías, pero la gente tenía fe en la fortaleza de
Müller o de Brüning, en la magia del plan Jung, creían que la novela de
Remarque Sin novedad en el frente mostraba el pacifismo del alemán medio.
Había visto reconstruidas Reims y Arras. La gente comenzaba a olvidar la
guerra. Los treintañeros consideraban los relatos sobre las batallas del Somme
o de Verdún viejas historias de las que todo el mundo estaba harto. Recuerdo
una frase: «También hubo la guerra de Troya». La paz parecía duradera. En
realidad, era una ilusión. Se reconstruían las ciudades pero no la vida.
Hasta 1914 habían perdurado determinados conceptos, normas e ideas. En
1909 Anatole France, con su escepticismo, con su culto a la belleza, su
humanismo algo frío, formaba parte del paisaje de París. En 1929 Paul Valéry
parecía un anacronismo. Las viejas concepciones sobre el bien y el mal, sobre
lo bello y lo feo, se habían derrumbado sin que nadie hubiera conseguido crear
otras.
Por lo general, se atribuye la influencia de Estados Unidos a su poder
económico: el tío rico y enérgico trata de llevar por el camino recto a los
sobrinos descarriados, caídos en la pobreza. Pero el influjo de Estados Unidos
que yo veía por todas partes no estaba relacionado solamente con la economía.
Después de la Primera Guerra Mundial la psicología de la gente había
cambiado. Lo que gustaba eran los espectáculos asequibles de Broadway, las
películas estadounidenses más estúpidas, las novelas de detectives. El
perfeccionamiento de la técnica se producía a la par que la simplificación del
mundo interior. Todos los acontecimientos que iban a surgir estaban ya en el
aire: desaparecía poco a poco la resistencia. Se avecinaban años oscuros en
los que se pisotearía la dignidad del hombre en varios países y el culto a la
violencia sería algo natural; avanzaba la época del nacionalismo y del
racismo, de las torturas y de los procesos monstruosos, de los eslóganes
sucintos y de los perfeccionados campos de concentración, de los retratos de
los dictadores y de las epidemias de denuncias, del desarrollo de las armas y
de la acumulación de la barbarie primitiva. Y así, casi imperceptiblemente, la
posguerra se convirtió en la víspera de una nueva guerra.
24
En 1931 estuve dos veces en Berlín, a comienzos del año y en otoño. Nada
excepcional ocurría en esa época, el jefe del gobierno era el católico Brüning.
A pesar de la crisis, la vida se desarrollaba en apariencia de modo apacible.
Sin embargo, esos viajes han quedado grabados en mi memoria como un sueño
absurdo y al mismo tiempo lleno de sentido, uno de esos que uno se esfuerza
en vano en descifrar cuando despierta en mitad de la noche.
Me resulta difícil hablar de manera coherente del Berlín de 1931, será más
honesto si intento restablecer algunas escenas sueltas que no son muy
relevantes por sí mismas, pero que han perdurado en mi memoria. Ellas
explicarán por qué hablo de estos viajes.
En un compartimento de tren hay un alemán de cierta edad, con la nuca
afeitada y el cuello duro. Lee un periódico grueso. Yo ya sé que es un viajante
de comercio, vende cuadernos de alta calidad. Le pregunto a qué hora
llegaremos a Berlín. Saca de la cartera el horario de trenes y me responde: «A
las once, treinta minutos y treinta segundos». Luego vuelve a tomar el
periódico y dice en voz baja, con aire impasible: «Esto es el fin… Es el fin de
todo».
El editor de la revista radical Neues tagebuch, Schwartzschild, ofrece una
cena a los escritores. No falta detalle: copas de cristal, buen vino, flores,
conversaciones sobre la última novela de Feuchtwanger, sobre la moratoria de
Hoover, sobre las traicioneras propiedades del vino del Rin. De pronto
nuestro anfitrión dice, exactamente como el viajante de comercio: «¿Saben
ustedes? Pronto todo habrá acabado».
Se proyecta la película Sin novedad en el frente, basada en la novela de
Remarque. Los nazis están indignados. «Los soldados alemanes morían en
silencio, y el protagonista de la película grita como un polaco. ¡Es una
calumnia!». Yo ya había visto la película en Londres, pero un amigo me
persuade de que vuelva a verla: «Hoy los nazis se disponen a librar batalla.
Los recibirán como se merecen». Asistimos a la proyección. De pronto se
oyen unos gritos histéricos. Se encienden las luces. No hay ninguna pelea, pero
los gritos continúan. El público sale. Nos enteramos de que los nazis han
soltado en la sala un centenar de ratones.
El propietario de una fábrica de tabaco me dice: «No sé quién vencerá, los
nazis o sus amigos. Por otra parte me da igual: hace tiempo que he transferido
mi dinero a Zúrich. Ahora me interesa Gandhi. Me gusta Tolstói. Pero no está
acorde con los tiempos. Los alemanes quieren la dictadura y la grandeza, pero
no les importa lo que hay en el interior. Cuando usted me compra una cajetilla
de cigarrillos, más de la mitad del precio lo paga por el envoltorio. Hugenberg
da dinero para la propaganda contra el capitalismo. ¿Es una farsa? No, él
conoce el carácter alemán… He abierto una pequeña sucursal en Zúrich…
Allí se respira aire sano, todo está tranquilo. Romain Rolland ha escrito sobre
Gandhi en Suiza, le comprendo».
Pasé varias tardes con Rudolf (he olvidado su apellido). Era un
colaborador de Rote Fahne que conocía muy bien los distritos del norte de
Berlín; me enseñó muchas cosas. Rudolf era hijo de un funcionario de aduanas
monárquico. No acabó sus estudios y su mujer le abandonó. En 1919, aún
adolescente, se aficionó a la política. Me contó cómo había derribado a un
robusto insolente que quería ahogar con sus voces las palabras de Karl
Liebknecht. Rudolf era muy alto, seco, con una nuez prominente y dulces ojos
azules. Hablaba en una lengua periodística y repetía a cada momento:
«Tomemos los hechos», pero su voz me conmovía, creía en lo que decía.
Rudolf me explicó: «Tomemos los hechos. ¡Siete millones de parados! El
capitalismo se desmorona a la vista de todos. Todo el mundo se da cuenta de
que el tiempo del capitalismo ha acabado. ¿Sabes con qué sueñan ahora? Con
conocer a algún colaborador de vuestra representación comercial. Quizá
Moscú compre algo… Por otra parte, Moscú es el centro de atención. ¿Te has
fijado en cuánto se traduce del ruso? Ayer a duras penas conseguí comprar una
entrada para El camino de la vida. El público es archiburgués, como es
natural, los obreros no tienen dinero. Emil Ludwig irá a Moscú dentro de dos
semanas, ha decidido escribir un libro sobre Stalin. Me han encargado una
encuesta, he hablado con escritores: Ernst Glaeser, Plievier, Oskar Maria
Graf. Tomemos los hechos: el año pasado obtuvimos cuatro millones
seiscientos mil votos y los nazis, seis millones cuatrocientos mil. Pero
¿cuántos de los que votaron por ellos los van a seguir en el momento decisivo?
Tres cuartas partes. Son obreros, votan por los nazis porque odian el
capitalismo. Menos mal que nuestra dirección ha tenido en cuenta el estado de
ánimo de las masas. Ahora nos presentaremos con un programa de liberación
nacional de Alemania. Los obreros nazis empiezan a escucharnos. Los hay
desmadrados, como es natural, pero estoy seguro de que triunfará el sentido
común. ¡No, ahora no estamos en 1919! Cuando vuelvas a Berlín, te
encontrarás con una nueva Alemania».
Oskar Maria Graf es corpulento, bonachón, tiene ojos ingenuos como los
de un niño. Escucha las discusiones y no dice nada. Maria Gresener me ha
presentado a un nuevo autor de la editorial Malik, se llama Domel. Se hizo
pasar por un príncipe Hohenzollern, acabó en la cárcel y escribió un libro
sobre todo esto. Maria me cuenta que El falso príncipe es un éxito editorial.
El autor ríe. Es elocuente: le gustan la literatura, la revolución y los hombres,
y las mujeres le dejan indiferente.
La Kurfürstendamm resplandece; aquí nadie diría que hay crisis en el país.
En los escaparates de las tiendas se ven objetos refinados. Los restaurantes y
cafés de lujo están llenos. El escritor Walter Mehring, un humorista triste, me
condujo al restaurante Cacadu. Las mesas están instaladas debajo de palmeras.
Los papagayos sueltan con brío sus excrementos en los platos. Los esnobs
están satisfechos: les da la impresión de estar en Tahití. Al darse cuenta de mi
turbación, Mehring me dice riendo: «¿Ve ahora que los alemanes se han vuelto
locos? No está obligado a comer, iremos a otro restaurante… Lo de los
papagayos es un detalle. Pienso en las bombas que nos van a tirar… Pero ¿qué
se puede hacer? Rompen cristales, ensucian las paredes, y no son unos
andrajosos quienes lo hacen, sino filósofos. Cualquiera de estos vándalos cita
a Nietzsche. También los papagayos se han vuelto filósofos… A nuestro
alrededor se habla de negocios, de estrenos teatrales, de escándalos
mundanos, se habla de todo menos de política». Mehring repiquetea sobre el
vaso con el cuchillo, es hora de irnos, y un papagayo repite con la voz de un
viejo descontento: «¡La cuenta! ¡La cuenta!».
Me encontré por casualidad con un periodista de izquierdas a quien había
conocido cuatro años antes en el rodaje de Juana Ney. Entonces se burlaba
irónicamente de los nacionalistas y calificaba a Hugenberg de «estúpido
mamut». Ha hecho carrera: dirige la sección literaria de un gran periódico; ha
envejecido, cojea un poco. Hablamos de política: «No es tan sencillo. Hay
muchas cosas que no valoramos en su medida… Naturalmente, entre los nazis
hay elementos dudosos, pero en su conjunto es un fenómeno sano». Un amigo
me contó después que el periodista tenía problemas: en un periódico nazi se
había publicado un artículo en el que se hablaba de su pasado, decía que había
calumniado a Ludendorf porque su madre era judía, y él tenía enfermas las
piernas, un signo claro de origen judío. El periodista se ocupaba ahora de la
genealogía: reunía documentos que probaban la pureza racial de todos sus
antepasados.
Los barrios del norte de la ciudad no se parecen a la Kurfürstendamm:
aquí la crisis se nota en las casas, en la ropa de las personas, en los rostros.
Soplan los vientos fríos del Báltico, se acerca el invierno. Hay mucha gente
que carece de techo y duerme en albergues nocturnos, algunos pasan la noche
en la calle aunque está prohibido, pero existen avenidas apartadas en el
Tiergarten, solares y sótanos. El gran escaparate de un bar en las
inmediaciones de la Alexanderplatz: se exponen diversos manjares, patatas
con tocino, salchichones, una pata de cerdo. «¡Colosal! ¡Sólo cincuenta y
cinco pfennigs!». La gente se detiene largo rato ante el escaparate y mira.
Algunos entran y tragan algo a toda prisa.
Un obrero parado me dijo que recibe un subsidio de nueve marcos al mes.
Por suerte, es soltero. Una cama en un albergue nocturno cuesta cincuenta
pfennigs, no tiene más remedio que dormir casi siempre en la calle. «Los nazis
dan gratuitamente sopa de carne, los camaradas dicen que se está bien allí,
pero a mí me repugna».
Berlín se ha convertido en el edén internacional de los homosexuales: no
cuesta nada procurarse un joven atractivo. Al atardecer, por la avenida Unter
den Linden, en Tiergarten, por los alrededores de la Alexanderplatz, vagan
jóvenes sin trabajo. Muchos llevan pantalones cortos. Se esfuerzan en sonreír
con coquetería. Les pagan uno o dos marcos. Hablé con uno de estos jóvenes
en un bar. Me contó que, al parecer, en Berlín vive un príncipe de
Hohenzollern, no falso, auténtico, que cuando ve a un joven que le gusta le
azota con un látigo y luego le da diez marcos. Cerca de la casa en la que vive
el príncipe pululan los jóvenes que tientan la suerte…
Fui a una reunión de nazis que se celebró en una cervecería. El humo de
cigarros baratos irritaba la vista. Un nazi estuvo mucho rato chillando y
gesticulando con sus largos brazos, diciendo que los alemanes estaban hartos
de pasar hambre, que sólo vivían bien los judíos, que los Aliados habían
saqueado Alemania y que había que aplastar a los franceses y a los polacos.
En Rusia también mangoneaban los judíos. Por tanto también habría que darles
su merecido a los rusos. Hitler mostraría al mundo lo que era el socialismo
alemán… Me fijé en los asistentes. Unos tomaban cerveza, otros estaban
sentados ante mesas vacías. Había muchos obreros y eso era
insoportablemente doloroso. Naturalmente, yo ya sabía que había muchos
obreros entre los nazis, pero una cosa es leerlo en los periódicos y otra, verlo.
¿Se podía decir que aquel obrero maduro era un fascista? Tenía una cara
bondadosa y triste, se notaba que la vida no le sonreía. Y ese otro joven se
parecía al camarada a quien Rudolf confió la distribución de octavillas…
El Estado Mayor nazi se encuentra en la cervecería Berliner Kindl. En la
calle vecina hay otra cervecería donde se reúnen los comunistas. Rudolf me
condujo allí. Sofás de terciopelo desgastado, astas de ciervo en las paredes,
una de tantas cervecerías…
Iba con Rudolf por la solitaria vía Norden. Me estaba acabando de contar
alguna cosa: «Tomemos los hechos…». De pronto resonaron unos disparos.
Rudolf se puso a correr gritando: «¡Weber!». Los nazis habían asesinado a un
obrero comunista. Luego llegó un policía sin darse mucha prisa. Llamaron a un
taxi. Estuvieron largo rato redactando el atestado; yo me mantenía aparte,
esperando a Rudolf. Una anciana corrió y se puso a sollozar. La noche era
sombría, el viento arrancaba las gorras de las cabezas y las últimas hojas de
los árboles.
Regresé a París con el ánimo sombrío: se aproximaba la tempestad.
Escribí en un artículo: «La descomposición del capitalismo dura demasiado
tiempo y es repugnante. La gangrena ha contaminado partes vivas del cuerpo…
Muy pocas veces la historia ha conocido una tragedia comparable a la del
proletariado alemán. Con los dientes apretados por la repugnancia, ha fundido
cañones y ha muerto en Verdún. Las mujeres han traído al mundo a niños
degenerados, ciegos, débiles. Cuando el proletariado ha reivindicado el
derecho a vivir, se ha sabido cómo desunirlo, oprimirlo… De nuevo han
habituado a los obreros a la miseria y a la desesperación. Al ver que ya no
creían en los policías socialdemócratas, han empezado a reclutar, entre ellos,
a incontrolados fascistas. No sólo les han ensuciado el cuerpo, sino también el
alma. El castigo se ha aplazado, pero habrá que pagarlo muy caro: la historia
sabe vengarse».
30
Hace un cuarto de siglo escribía en Libro para adultos: «En 1931 cumplí
cuarenta años. Aquel año me pareció como los otros. Ahora veo que me
permitió continuar viviendo… Fue la clase preparatoria de una nueva escuela
en la que ingresé en mi quinto decenio».
Hablé de España y de mis viajes a Berlín, de mis largos vagabundeos por
los barrios del norte de París con mi cámara fotográfica. Puedo añadir que fui
a Praga, a Viena, a Suiza; asistí a una sesión de la Liga de las Naciones, vi a
Briand, que bajaba a cada instante sus párpados pesados, escuché el debate
entre el ministro alemán Kurcius y el polaco Zaleski. Todo el mundo hablaba
del desarme, y todo el mundo comprendía que se preparaba la guerra.
Liuba alquiló un pequeño apartamento en la rue Cotentin. Estaba en una
planta baja, de modo que nuestros dos perros no tenían que pasar por delante
del conserje, y el astuto Buzu aprendió a saltar solo a la calle. Habíamos ido a
ver el lugar un domingo y nos habíamos quedado maravillados con la calma
que reinaba allí. Pero una vez instalados nos horrorizamos: por la noche y por
la mañana temprano pasaban camiones en una cadena ininterrumpida.
Transportaban bidones de leche desde la estación de mercancías de Vaugirard,
donde yo había trabajado durante la guerra. Pero uno acaba por acostumbrarse
a todo y al cabo de poco tiempo ya no oíamos el estruendo.
A principios de año terminé mi libro sobre la industria cinematográfica,
La fábrica de sueños. En una palabra, el año había sido, como ya he dicho,
más bien normal. No obstante, había modificado en mucho mi actitud con
respecto a los hombres y la vida.
La tregua que se me había otorgado, como a todos los de mi generación,
tocaba a su fin. Todavía no se habían desencadenado las tempestades, pero la
calma ya no parecía natural. Los amigos que llegaban de la Unión Soviética
hablaban de la deskulakización, de las dificultades de la colectivización, del
hambre en Ucrania. Después de mis viajes a Berlín comprendí que el fascismo
había pasado al ataque y que sus enemigos estaban divididos. La crisis
económica continuaba agravándose. Las privaciones, las humillaciones y el
hambre no siempre favorecen las medidas razonables: los fascistas engrosaban
sus filas no sólo con tenderos en la ruina o con adolescentes envalentonados,
sino también con parados presas de la desesperación y fuera de sus casillas.
No en vano me había interesado por los reyes del petróleo, del acero o de
las cerillas: sabía que, aun cuando se tratara de personas más o menos
ilustradas y que se guardaran de relacionarse con los fascistas,
subvencionaban a manos llenas las distintas organizaciones de este tipo. El
miedo a la revolución resultaba más fuerte que la libertad de pensamiento
heredada de los antepasados e incluso mayor que el simple buen sentido. En
Núremberg se procesó a unos maníacos, pero era culpable toda la capa
dirigente de la sociedad. Tal vez algunos de los que animaron a los nazis y los
apoyaron lloraran más tarde por los libros quemados, las ciudades devastadas
y los seres queridos muertos. Se ha intentado presentar el fascismo como un
desconocido extraviado que se había introducido en los países dignos y
civilizados. Pero el fascismo tenía generosos tíos y afectuosas tías, algunos de
los cuales siguen viviendo en total tranquilidad hoy en día.
El combate era inevitable. Los diplomáticos conocían las zonas de
fractura, los Estados neutrales o tapón, pero yo comprendía que entre nosotros
y los fascistas no existía siquiera una franja estrecha de «tierra de nadie».
Es posible que en el pasado hubiese épocas en que el artista pudiera
defender la dignidad humana sin verse obligado a abandonar el arte ni una
hora. Nuestro tiempo ha exigido de todos no la llama de la inspiración, sino
sacrificios diarios y renuncias.
¡Santo Dios, cuántas veces en mi vida he respondido a las preguntas
estándares de los cuestionarios! Ahora no quiero hablar de acontecimientos,
de viajes, ni siquiera de libros, sino de mí mismo. Hasta los cuarenta años no
logré encontrarme a mí mismo, di vueltas, corrí de un lugar a otro.
Probablemente me equivoque al atribuirlo todo al carácter de la época. He
encontrado a escritores que expresaban por completo sus pensamientos,
esperanzas y pasiones en sus libros: Thomas Mann, Joyce, Viacheslav Ivánov,
Valéry. Por supuesto, se interesaban por muchas cosas de la vida, se apartaban
de otras, pero sus armas eran las novelas o la poesía. Así fue también Balzac;
aunque soñaba con llegar a ser diputado, escribió panfletos políticos y elaboró
operaciones financieras para librarse de las eternas deudas: pero todo ello no
era más que una marejada superficial, Balzac sólo se apasionaba al hablar de
los personajes principales de sus novelas. En cambio, para su contemporáneo
Stendhal, la literatura no era más que una de las posibles formas de participar
en la vida; Stendhal combatió, se dedicó a la política, se enamoró
apasionadamente, vivió no para conocer mejor las pasiones de los demás, sino
para vivir.
No sólo los grandes escritores están cortados por distinto patrón, sino
también los pequeños. Después de Julio Jurenito me convertí en un escritor
profesional. Escribía mucho. Lo acabo de contar y hasta me da cierto apuro
confesarlo: de 1922 a 1931 escribí diecinueve libros. Lo que me imponía esta
prisa no era la ambición, sino el desconcierto. Al torturar al papel me
torturaba a mí mismo.
Nunca he tendido a la contemplación, no quería reflexionar únicamente
sobre los destinos de personajes imaginarios, sino también parecerme a ellos.
Pero el caso es que durante la década a la que está consagrada la tercera parte
de mis memorias, me encontré con demasiada frecuencia, si no desempeñando
el papel del observador, por lo menos el de fanático.
En 1931 sentía que no estaba en paz conmigo mismo. Meditaba sobre mi
pasado reciente y, mientras los camiones nocturnos retumbaban y tintineaban al
pasar por delante de mis ventanas, me preguntaba con obstinación cómo tenía
que seguir viviendo.
Aunque parezca extraño, el que se formulaba tales cuestiones no era el
joven recién salido del nido que, roto y hambriento, deambulaba por las calles
de París y escribía versos sobre el Juicio Final, ni siquiera el joven intelectual
perturbado, pero al mismo tiempo impetuoso, a quien A. N. Tolstói llamaba
«presidiario mexicano» y que contaba a las chicas las aventuras todavía no
escritas de Jurenito. Era un escritor de cuarenta años cuyo pelo empezaba a
encanecer. Pero ya he dicho que en nuestra época, en la que los
acontecimientos se han desarrollado con una rapidez vertiginosa, muchas
personas se han formado despacio. Herzen tenía cuarenta años cuando se puso
a escribir Pasado y pensamientos haciendo un balance de su vida, pero nunca
había contemplado los acontecimientos desde la platea, fue actor en todas las
tragedias que se desarrollaron en su época.
Es posible que esta búsqueda tan larga de mí mismo se explique por el
hecho de haber vivido en dos mundos diferentes: había pasado mi juventud en
París. Al inicio de la revolución, mis gustos, mis simpatías y antipatías ya se
habían formado. Tal vez se deba a mi carácter: siempre he sentido la
necesidad de comprobar lo que para muchos es tan claro como la tabla de
multiplicar.
Desde luego, si he de referirme a mi camino como escritor, no fue en un
año que cambió. En la década de 1920 mencionaba siempre en los prólogos de
mis libros que era un «cínico acabado» y un «nihilista»; valía la pena editar
mis textos porque describía bien la «putrefacción del mundo capitalista». En
Julio Jurenito me burlaba en efecto con total sinceridad de los clericales y de
los radicales, de los comunistas fanáticos y de los socialistas dóciles, de los
franceses amigos del buen vivir y de los intelectuales rusos con sus
remordimientos; pero poco a poco abandoné esta actitud hacia la gente. Sin
duda era una cuestión de edad: se había atenuado la intransigencia propia de la
juventud. Cada vez me resultaba más difícil vivir sólo de negaciones: deseaba
encontrar detrás de los actos absurdos o malvados algo auténtico, humano.
(Pocas veces lo lograba, pero hablo aquí de intenciones, no de méritos
literarios).
Sin embargo, lo más importante para mí en 1931 no era mi actitud hacia
los personajes de mis novelas. No pensaba mucho en la manera en que
escribiría mi próximo libro. Lo que yo me preguntaba era cómo seguir
viviendo para que los años no fueran simples notas en los márgenes de la
existencia, sino que constituyeran una vida auténtica.
Todo hombre se toma especialmente a pecho las cuestiones que atañen a su
trabajo y, como es natural, a mí me preocupaba el destino de la literatura y del
arte. Maiakovski ya no estaba. Los que hacían más ruido eran los miembros de
la RAPP. Las exposiciones estaban llenas de las enormes telas de los
miembros de la AJRR. La época de la insolencia y de la originalidad ya
pertenecía al pasado.
La revolución había abierto al pueblo el camino de la cultura, y es natural
que quienes por primera vez tomaban una novela en sus manos o visitaban una
exposición no tuvieran una concepción muy clara del arte. A veces se
maravillaban ante una hábil falsificación presentada como obra de arte. Era
posible educar a los nuevos lectores y espectadores y también era posible
halagarles diciéndoles que ellos eran los mejores jueces. Y los aduladores,
claro está, no faltaron.
Los versificadores componían poesías de circunstancia. La Enciclopedia
Literaria explicaba que el camino emprendido conducía hacia la novela
industrial, que iba a sustituir a todos los demás géneros. Se perfilaba ya el
estilo que iba a imperar durante un cuarto de siglo: el estilo de la arquitectura
ornamental, las estaciones de metro atestadas de estatuas, los elogios
incesantes y una sátira que denuncia tímidamente a un negligente administrador
de una casa o a un artista de variedades en estado de embriaguez. Desde luego,
en 1931 todo esto se encontraba aún en estado embrionario. No obstante, ya
habían aparecido los primeros retratos y estatuas del hombre que entonces
quizá no sospechaba que iba a convertirse no sólo en objeto, sino además en el
instigador del «culto a la personalidad». Todo ello iba acompañado de una
cuidadosa simplificación; la misma Enciclopedia Literaria escribía que «los
Hamlet no son útiles para las masas» y que el proletariado «lanza a Don
Quijote a la basura de la historia».
A comienzos de 1932 escribí una novelita corta poco lograda: Moscú no
cree en las lágrimas. Uno de sus personajes, un pintor soviético ex
combatiente de la guerra civil, leía en un periódico de Moscú un artículo
sobre una exposición de pintura firmado con las iniciales O. B.: «Los paisajes
de Chuzhakov son una prueba de su definitivo alejamiento de las masas. Es el
arte típico de un renegado que no es necesario sino para diez o veinte
degenerados de la bohemia burguesa». El pintor reflexiona (y esos
pensamientos eran los del autor de la novela): «¿Diez o veinte?
Admitámoslo… Y las obras de los miembros de la Asociación de Pintores
Revolucionarios de Rusia, ¿son necesarias para diez mil personas? Así pues,
¿quieren que nos dediquemos a hacer chapuzas? Por cierto, y Rembrandt, ¿a
cuántas personas llegó a gustar en vida? Y sin embargo, ahora lleváis a verlo
por la fuerza a grupos enteros de viajeros y les ordenáis que se detengan y se
instruyan. Ciudadano O. B… ¿O es usted, quizá, una ciudadana? Poco
importa… Ya lo sé, usted lo tiene todo previsto. Con su mujer, irá como tenga
que ir, y en cuanto a los articulitos que usted firma no hay modo de
encontrarles un pero. Los gastos a un lado, los ingresos a otro; nada de
confusiones. Desde luego, usted no pinta cuadros, es algo que está pasado de
moda, y no puede usted proporcionar una alegría a nadie, la verdad. Si es
usted un ciudadano, dudo que pueda alegrar a la ciudadana O. B. o B. O. Pero
eso no es lo importante. Escuchemos a los pardillos. Cantan como poseídos.
¿Diréis que se han alejado de las masas? ¿Y sus cuerdas vocales? Ah, O. B.,
cantan porque tienen ganas de cantar. Así se sienten más alegres, y yo también;
si tú no quieres oírlos, no escuches. ¿Es que yo impongo mis cuadros? Puedo
volver a dejar el sitio libre… Si usted, O. B., ha considerado que mis cuadros
no son necesarios, puedo dedicarme a encalar paredes, por ejemplo. No soy
intolerante. Pero deje mi pintura tranquila. Es un tema aparte. Los pardillos lo
entenderán, pero usted no podrá… Los imbéciles piensan: “Dos veces dos y
un bistec para cada uno, y no hay necesidad de arte”. Pero el arte empieza
justo entonces, después del bistec, y te martiriza, resulta que dos y dos no son
cuatro, querido amigo, sino cinco. O veinticinco… Dejemos que un tal O. B.
no entienda nada de pintura, dejemos que los O. B. de ese tipo sean miles,
millones; qué le vamos a hacer, habrá que abandonar los pinceles. Ya
encontraré otra ocupación, a tono con los tiempos. Se puede vivir sin cuadros.
Pero pasarán diez años… o cien, ¿qué más da? Y entonces comprenderán».
Me acuerdo de una conversación con una joven francesa, una actriz,
Denise. Hablamos de las giras de Meyerhold, del retrato de la abuela de
Denise pintado por Renoir, de los versos de Desnos, de arte. Qué se le va a
hacer, el pez necesita agua… Y de pronto le hice una confesión: «Todo esto es
verdad, Denise, pero ahora no se trata de arte. Hace diez años yo intentaba
demostrar que el arte se estaba muriendo, entonces estábamos convencidos de
que las viejas formas se habían gastado: las novelas, la pintura de caballete,
las candilejas. Todo esto eran tonterías. Ahora comienza la reacción… Pero se
puede no escribir novelas… Yo ya he elegido hace mucho tiempo… Aunque
en realidad no he elegido, no había elección posible».
De noche pensaba en muchas cosas: en el humanismo, en los fines y en los
medios. No eran los malos cuadros lo que me atormentaba. Además, el arte
sólo constituía una pequeña partícula de los enigmas de mañana. Lo que estaba
en juego no era una corriente artística, sino el destino del hombre.
En la biblioteca uno está en su derecho de no coger un libro que no le
gusta. Uno también puede cogerlo por error y devolverlo sin haberlo leído.
Pero la vida no es una biblioteca… En 1931 entendí que el destino de un
soldado no es el de un soñador y que cada uno ha de ocupar su puesto en el
combate. Yo no renunciaba a lo que me era querido, no renegaba de nada, pero
sabía que sería necesario vivir apretando los dientes, estudiar una de las
ciencias más difíciles: el silencio. Los críticos que hablaban de mí señalaron
el año 1933 como el de un viraje en mi obra: conocían El segundo día. Pero
yo sé muy bien por qué hice el viaje a Kuznetsk: todo lo había decidido en
1931, pero no ante las zanjas de las obras, sino en la rue Cotentin, entre el
tintineo nocturno de los bidones…
31
En verano y otoño de 1932 viajé mucho por la Unión Soviética. Estuve en las
obras de la carretera general Moscú-Donbás, en Bobriki, que pasó a llamarse
luego Stalinogorsk; en Kuznetsk, después Stalinsk; también, en Sverlovsk, en
Novosibirsk, en Tomsk. Era una época extraordinaria, pues por segunda vez un
huracán sacudía nuestro país. Pero así como la primera, en los años de la
guerra civil, se había producido como una fuerza espontánea de la naturaleza,
en esta segunda, íntimamente relacionada con la lucha de clases, la ira, el odio
y la angustia, la colectivización y el desarrollo de la industria pesada que
perturbaron la vida de decenas de millones de personas venían determinados
por un plan concreto, iban unidos a columnas de cifras, no se supeditaban a las
explosiones de las pasiones del pueblo, sino a las férreas leyes de la
necesidad.
Vi otra vez nudos ferroviarios atestados de gente con sus bártulos: se
estaba produciendo una gran migración. Los campesinos de Oriol o de Penza
abandonaban los pueblos y se abrían camino hacia el Este: les habían dicho
que allí distribuían pan, pescado seco e incluso azúcar.
Los komsomoles, llevados por el entusiasmo, partían para Magnitogorsk o
para Kuznetsk. Creían que bastaba con construir fábricas gigantescas para que
la tierra fuera un paraíso. En enero, con las heladas, el hierro quemaba las
manos. La gente estaba helada hasta el tuétano de los huesos. No había
canciones, ni banderas, ni discursos. La palabra entusiasmo, como tantas
otras, ha perdido valor por el uso abusivo, pero no cabe elegir otra para los
años del primer plan quinquenal, pues era precisamente el entusiasmo lo que
impulsaba a la juventud a realizar proezas diarias de las que se habla poco.
Muchos obreros sentían un verdadero amor por sus fábricas. Llamaban a
los altos hornos «Domna Ivánovna»; al horno Martin, «tío Martin». Pregunté a
un estudiante de una escuela técnica superior cómo se imaginaba París. Me
respondió: «Seguramente, en el centro hay fábricas enormes, y la gente vive
alrededor, en casas grandes, con excelente comunicación, centenares de
tranvías». Había llegado a Novosibirsk procedente de su pueblo y creía que
las ciudades crecen alrededor de las fábricas; sin embargo, había leído a
Victor Hugo, y me preguntó: «¿Dónde está la catedral de Notre Dame?».
Desde luego, entre los constructores había gente de toda clase. Veía llegar
a cínicos, aventureros, hombres que corrían de un lugar a otro en busca del
rublo fácil o «largo», como se decía entonces. Los campesinos desconfiaban
de las máquinas. Cuando fallaba una palanca, se enfadaban como si fuera un
caballo testarudo y a menudo estropeaban los mecanismos. Si unos se sentían
estimulados por sentimientos elevados, otros se esforzaban con la esperanza
de recibir un kilo de azúcar o un retal de tela para unos pantalones.
Vi convoyes de colonos especiales: se trataba de kulaks expropiados que
eran conducidos a Siberia, parecían las víctimas de un incendio. Los niños de
pecho lloraban, las madres no tenían leche. También transportaban a
horticultores de las cercanías de Moscú, pequeños traficantes de la plaza
Sujarevka, partidarios de alguna secta, malversadores de los bienes públicos.
En Taskent y en Riazán, en Tambov y en Semipalatinsk, los contratistas
reclutaban a excavadores, pontoneros, campesinos que habían huido de la
colectivización.
Fui a parar a pueblos donde era difícil encontrar a un hombre: no había
más que mujeres, viejos y niños. Muchas isbas habían quedado abandonadas.
Las mujeres estaban enojadas como las abejas de una colmena golpeada.
Tomsk era una ciudad pobre, abandonada. Se habían desmontado las vallas
para hacer fuego, no había aceras. Las personas más espabiladas se habían ido
a Novosibirsk, a Kuznetsk. Los «privados de derecho» escondían de los
transeúntes las lamparillas con que alumbraban los iconos. El té se bebía sin
azúcar. En la cantina se vendía agua mineral y cajitas de bombones.
Algunas ciudades tuvieron un crecimiento impetuoso. La de
Novonikoláievsk, que había perdido su rango de centro de distrito, se había
transformado en la ruidosa Novosibirsk. Las casas parecían pabellones de una
exposición. En el restaurante del hotel se bebía vodka durante toda la noche.
Alrededor de la ciudad los recién llegados construían barracas, excavaban
refugios. Se daban prisa, pues se acercaba el riguroso invierno siberiano. Los
nuevos pueblos recibían el nombre de «Najalovki». Los habitantes decían en
tono de broma: «En Estados Unidos, rascacielos; en nuestro país,
rascasuelos». Fue mucho tiempo antes de los rascacielos de Moscú.
La vida era difícil. Todo el mundo hablaba de racionamiento y de tiendas
de distribución. En Tomsk el pan negro parecía arcilla. Me acordé de 1920. En
el mercado se vendían trozos de azúcar, minúsculos y sucios. Los profesores
de universidad iban a hacer cola entre clase y clase. Los establecimientos de
Torgsin eran una tentación, pues allí vendían harina, azúcar y zapatos, pero
había que pagar con oro: alianzas o monedas zaristas puestas a buen recaudo.
Los que llegaban a Kuznetsk preguntaban de inmediato: «¿Dan carne?». En el
hospital, el pabellón de los enfermos de tifus estaba lleno: la epidemia otra
vez se cobraba vidas. En Tomsk vi a la mujer de un profesor fabricar jabón.
Todo hacía pensar en la retaguardia de una guerra, pero la retaguardia era el
frente, pues la guerra se libraba por doquier.
El país era como un inmenso lienzo pintado con dos colores: rosa y negro.
La esperanza convivía con la desesperación, el entusiasmo con la crueldad,
los héroes con los aprovechados, las luces con las tinieblas: la época ponía
alas a unos y mataba a otros.
Se celebraba una reunión en las obras de la arteria Moscú-Donbás. Un
terraplenador con gorro de cordero, de rostro curtido, decía: «¡Nosotros
somos cien veces más felices que los malditos capitalistas! Ellos tragan,
tragan y estiran la pata, sin saber para qué viven. Si las cosas van mal se
ponen la soga en el cuello y se matan. En cambio nosotros sabemos para qué
vivimos: nosotros construimos el comunismo. El mundo entero nos
contempla». Fui con él al comedor. En la entrada del barracón los obreros
tenían que entregar el gorro y se lo devolvían cuando restituían las cucharas.
Los gorros estaban amontonados en el suelo y a cada obrero le llevaba un rato
encontrar el suyo. Yo intentaba explicar al director que era humillante y
estúpido, que la gente perdía el tiempo en vano. Me miró con unos ojos vacíos
de expresión: «El responsable de las cucharas soy yo, no usted».
En Kuznetsk conocí a un jefe de taller que me contó que, ocho años antes,
pacía gansos en un pueblo. Era considerado un ingeniero muy capaz. Había
leído Kara Bogaz, de Paustovski, y hablaba del estilo literario con pasión.
En el viejo Kuznetsk me llevó un buen rato encontrar la casa en la que
había vivido Dostoievski, y cuando por fin la encontré, las mujeres me
respondían de mal humor: «Aquí no vive nadie que se llame así». Los
escolares me explicaban que conocían a muchos escritores: Pushkin, Gorki,
Demián Bedni, pero no habían estudiado a Dostoievski en clase.
Los campesinos de un pueblo cercano a Tomsk contaban: «Ha venido un
tipo y ha dicho: “Los que quieran construir el socialismo que vayan
voluntariamente al koljós y los que no quieran están en su perfecto derecho.
Pero lo diré sin ambages: con estos últimos sólo hay una solución, arrancarles
las tripas”». En el mismo pueblo conocí a una muchacha que, después del
trabajo, leía Cemento; me decía: «Es muy difícil comprenderlo todo, pero
estudio. Quiero ir a la ciudad. Ahora, si uno quiere estudiar, tiene todas las
posibilidades. Soy tan feliz que no encuentro la manera de expresarlo».
Por la carretera de Novosibirsk, llena de baches, corrían dando saltos
automóviles nuevos. Trasladaron a Kuznetsk máquinas formidables. Pero
construían fábricas gigantes poco menos que con las manos desnudas. Había
potentes excavadoras, pero veía a la gente transportar la tierra sobre la
espalda. No había bastantes grúas y un joven obrero construyó una de madera.
Poco antes de mi llegada se habían desplomado unos andamios, algunos
hombres cayeron sobre tierra removida y murieron ahogados. Los habían
enterrado con honores militares.
En Kuznetsk trabajaban doscientos veinte mil obreros. El jefe de las obras,
el viejo bolchevique S. M. Frankfurt, era un poseso, no sabría decirlo de otro
modo; apenas dormía, comía sin tomar asiento. Ahora había que descubrir la
causa de la enésima avería, ahora debía tranquilizar los ánimos de unos
obreros inestables que abandonaban el trabajo al grito de «danos equipos»,
ahora se ocupaba de instalar a un grupo de cosacos llegados sin previo aviso.
En su cuarto vi una acuarela que representaba París a la hora del crepúsculo
(Serguéi Mirónovich había sido emigrado político antes de la revolución).
Sobre el jefe de las obras se escribió mucho en la prensa durante aquellos
años. Después de 1937 desapareció el nombre de Frankfurt. (Hace poco me
enteré de lo que pasó con él. Finalizadas las obras de Kuznetsk, Ordzhonikidze
le envió a dirigir una nueva obra en Orsk, donde fue arrestado en 1937 junto
con cincuenta y ocho colaboradores suyos. En el proceso militar a que fue
sometido —celebrado, cómo no, a puerta cerrada— Serguéi Mirónovich dijo:
«He sido bolchevique y moriré bolchevique»: estas palabras figuran en acta.
En 1956 S. M. Frankfurt fue rehabilitado póstumamente). El ingeniero jefe I. P.
Bardin era un hombre extremadamente culto. De joven había trabajado en
Estados Unidos, estaba siempre atento a la evolución de la técnica.
Comprendía que la misión que se le había confiado era difícil e incluso
imposible de llevar a cabo, y sabía que la cumpliría. Se rompió una pierna
durante un accidente, pero enseguida se levantó de la cama y reanudó su
trabajo. Me pareció un hombre de carácter dulce y sombrío.
No había todavía ciudad, pero la obra avanzaba a pasos agigantados. En
los barracones se proyectaban películas. Se abrieron centros de distribución,
cantinas para los especialistas extranjeros. Comenzaron a llegar actores de
Moscú.
Comencé mi libro sobre Kuznetsk con las siguientes palabras: «Las
personas tenían voluntad y la energía de la desesperación, resistían. Las fieras
retrocedían. Los caballos respiraban pesadamente y caían. El capataz
Skvortsov trajo un perro de caza. Por las noches aullaba de hambre y de
tristeza. No tardó en estirar la pata. Las ratas intentaron adaptarse a las nuevas
condiciones, pero ni siquiera ellas resistieron la dureza de la vida. Sólo los
insectos no traicionaron al hombre: los piojos avanzaban en apretadas hordas,
las pulgas saltaban con brío, las chinches se arrastraban con aire diligente.
Una cucaracha, adivinando que no iba a encontrar ningún otro alimento, se
puso a morder a un hombre».
Los especialistas extranjeros que trabajaban en Kuznetsk decían que no se
podía construir así, que antes que nada había que hacer carreteras, levantar
casas para los trabajadores; además, la mano de obra fluctuaba, los hombres
no sabían utilizar las máquinas. Toda la empresa estaba condenada al fracaso.
Juzgaban por lo que habían estudiado en los manuales, en función de su propia
experiencia, con la psicología de las personas que viven en países tranquilos,
y no podían comprender un país que les era extraño, su clima moral y sus
capacidades. Vi de nuevo de lo que es capaz nuestro pueblo en los años de
prueba. La gente construía fábricas en condiciones tales que el éxito parecía
un milagro, como milagro le había parecido a la vieja generación la victoria
en la guerra civil, cuando Rusia, con los pies descalzos, famélica y sitiada,
derrotó a los invasores.
Pese a las dificultades, aparentemente invencibles, los talleres de las
fábricas se levantaban con rapidez. Entre los fosos excavados para los
cimientos se inauguraban cines. Se organizaban escuelas y clubes. En 1932 no
se podía dar un paso en Kuznetsk sin caer en un hoyo, pero ya humeaban los
primeros altos hornos, y en la asociación literaria los jóvenes discutían quién
era mejor escritor: Maiakovski o Yesenin.
Los jóvenes no vieron el paraíso con el que soñaban, pero diez años
después los altos hornos de Kuznetsk permitieron al Ejército Rojo salvar la
patria y el mundo del yugo de los crueles racistas.
Entraba en la vida una nueva generación, chicos y muchachas nacidos antes
de la Primera Guerra Mundial para quienes el zar, los fabricantes y los
gendarmes eran conceptos abstractos. Más que los altos hornos y los hornos
Martin a mí me interesaban aquellas nuevas personas que eran el porvenir de
nuestro país. Al fijarme en ellos descubrí una multitud de contradicciones. El
proceso de democratizar la cultura es largo y complicado. Durante los
primeros veinticinco años la difusión de la cultura se hizo a costa de su
profundidad. En los primeros momentos la alfabetización general condujo a un
semianalfabetismo espiritual, a una simplificación. Tan sólo en los años de la
Segunda Guerra Mundial se entró en un nuevo estadio, la profundización de la
cultura.
Recuerdo el asombro de los escritores franceses al enterarse de las tiradas
de las traducciones de Balzac, Stendhal, Zola y Maupassant a las lenguas de la
Unión Soviética. Desde luego, las cifras de las tiradas no son un certificado de
una buena cosecha, pero sí son datos indicadores de la ampliación de la
superficie sembrada. En aquellos años la sed de conocimiento no tenía límites.
Yo lo percibía con mayor agudeza, pues llegaba de un país en que vivían
Valéry, Claudel, Éluard, Saint-John Perse, Aragon, Supervielle, Desnos y
muchos otros poetas magníficos a quienes todos admiraban y muy pocos leían.
En el verano de 1932, estando en Moscú, recibí una carta de una pequeña
ciudad de los Urales. Me escribía un joven maestro: «Por cierto, pregunte al
escritor francés Drieu La Rochelle qué espíritu maligno le susurra
absurdidades como la siguiente: “La vida que ha sido carece por completo de
interés. La conciencia ya no es posible, pues no hay nada de lo que quepa
tomar conciencia”. (Extracto de Fuego fatuo publicado en nuestra
Literatúrnaia gazeta). Comuníquele de paso que uno de los millones de
individuos que pueblan el país del que usted procede y que no sin éxito tratan
de rehacer la vieja vida, le asegura por su honor que esa vieja vida está llena
“por completo” de interés y que, aparte de su conciencia enferma, existen aún
los yacimientos intactos de conciencia de millones de personas que van a
tomar conciencia de un sinfín de cosas. Dígale también que, a juicio de su
oponente de los remotos Urales, la conciencia humana sólo se está preparando
para desempeñar el grandioso papel que le ha asignado la historia, el de
traductor competente de la lengua majestuosa de los sentimientos hechos de
amor, odio, valentía, audacia, abnegación, etc., a un nuevo lenguaje que los
libere de todos los dogmas y haga posible una vida nueva».
(Drieu La Rochelle frecuentaba los círculos de izquierdas y a veces me lo
encontraba. Le traduje la carta del maestro de los Urales. Exclamó a la vez
que levantaba los brazos al cielo: «¡Por qué toma cada una de mis palabras en
serio! Es magnífico a la vez que estúpido»). Por supuesto, el maestro que me
envió aquella carta era de un nivel cultural muy superior a la media de los
jóvenes de aquella época. Si he citado sus reflexiones, no lo he hecho como
ejemplo del desarrollo espiritual de los jóvenes en los años del primer plan
quinquenal, sino porque la carta contiene palabras magníficas sobre los
yacimientos intactos de la conciencia. Fue precisamente en aquellos años
cuando se abrieron los primeros surcos en esta tierra virgen.
Un joven tungús vio una bicicleta por primera vez en Kuznetsk. La estuvo
observando durante un buen rato y al final preguntó: «¿Dónde está el motor?».
Sabía bien que la gente se desplazaba en automóviles, en aviones, pero nunca
había visto una bicicleta. En los remotos pueblos de Siberia la gente sabía de
la existencia de la telegrafía sin hilos y, al ver postes con cables, se
preguntaban, asombrados: «¿Qué necesidad hay de cables?».
En el museo de Tomsk conocí a una joven shorka. Era estudiante de
medicina y había traído al museo una estatuilla humana de madera que le
habían dado sus padres a modo de talismán contra la fiebre y los malos
espíritus. Supo que en el museo se recogían objetos tradicionales y ofreció la
figurilla. Me formuló preguntas sobre la vida de Francia: si allí había muchos
hospitales, cómo combatían el alcoholismo, si a los franceses les gustaba ir a
los conciertos, cuántos años tenía Romain Rolland. Tenía una mirada confiada
y llena de curiosidad. Sin duda, sus padres habían pedido a un viejo chamán o
hechicero que expulsara el demonio que se había apoderado de su díscola
hija.
En uno de los clubes de Kuznetsk se celebró una velada literaria. Se
recitaron poesías de Maiakovski. El público aplaudía. Enseguida un ingeniero
se puso a declamar «Por las costas de la lejana patria». Mi vecina, una
baskiria, mandó una notita en la que preguntaba: «¿Quién es el autor?». Nos
pusimos a hablar y reconoció: «Sé quién es Pushkin, escribió Eugenio
Oneguin, pero este poema nunca lo había leído. Quizá me falte algo de cultura,
pero me gusta mucho, incluso más que Maiakovski… No sabía que se pudieran
escribir cosas así».
En aquel tiempo resultaba difícil viajar y me vi obligado a esperar unos
días en la estación de Taiga para poder seguir mi ruta. El jefe del nudo
ferroviario me encontró allí y me dijo que le gustaba Julio Jurenito y puso a
mi disposición un vagón de servicio. Lo cierto es que no resultaba fácil viajar
en aquel vagón. Por la noche lo desenganchaban de improviso en cualquier
estación y lo dejaban en una vía muerta. Pero no quiero hablar del vagón, sino
de su encargada, una joven siberiana de nombre Valia. Tenía miedo de
abandonar el vagón aunque fuese sólo por una hora: «Pueden romper los
cristales, rajar los asientos». Me contó una historia insólita. Había llegado a
Kuznetsk procedente del pueblo y se puso a trabajar como empleada de la
limpieza. En el barracón donde vivía todo estaba limpio, uno de los jefes se
fijó y confiaron a Valia el vagón de servicio. Ella disponía de mucho tiempo y
comenzó a leer. Un ferroviario olvidó en el vagón el Manual de regulación
del movimiento de los trenes. Vaha me lo mostró, le eché un vistazo y no
entendí nada. Ella se echó a reír y me dijo: «Al principio yo tampoco entendía
nada, pero lo he debido de leer unas cien veces, y al final comencé a ver
claro. Ahora me he puesto a leer manuales de matemáticas. Me estoy
preparando para entrar en la facultad obrera». No negaré que tales encuentros
me impresionaban. Comencé a mirar el futuro con gran confianza.
He hablado mucho de las dificultades de la vida y no es posible contarlo
todo. En los barracones los jóvenes esposos se esforzaban en aislar su cama
colgando telas a modo de cortina. Por casualidad me hallaba en un barracón
cuando un joven terraplenador condujo allí a una chica (ya habían llegado las
heladas). No tenían cortina, y él tapó sus rostros con una chaqueta.
A pesar de la dureza de la vida cotidiana, nacían nuevos sentimientos,
nuevas ideas. Los jóvenes discutían a menudo en mi presencia para saber si
existía el amor eterno, si era posible justificar los celos, si la tristeza era para
un komsomol un signo de debilidad, si los constructores de la nueva sociedad
necesitan las poesías de Lérmontov, la música y horas de soledad.
Dije que me disponía a escribir un libro sobre los jóvenes y me trajeron
diarios personales y cartas. Me hablaban de su trabajo, de sus penas
amorosas. A veces yo formulaba preguntas y apuntaba sus respuestas.
Antes incluso de escribir la novela El segundo día, publiqué en La
Nouvelle Revue Française algunos de los documentos que había recogido.
Decía en el prefacio: «Por lo general, el escritor no comunica a sus lectores
los diversos materiales que le han ayudado a escribir un libro, pero me parece
que estos documentos tienen un valor al margen de mi trabajo. A muchas
personas les parecerán más convincentes que la mejor novela».
He encontrado en una biblioteca el viejo fascículo de la revista francesa,
he releído los extractos de diarios, cartas y notas taquigráficas y he pensado
que la vida ha cambiado, pero muchas de las cuestiones que me planteaban por
primera vez esos jóvenes siguen preocupando a nuestra juventud. Entonces,
como hoy, se discutía de qué manera se podía evitar la especialización
estricta, horrorizaba la duplicidad y la hipocresía, se planteaba el problema de
la amistad auténtica y se condenaba la indiferencia.
En la década de 1920 la vieja Rusia campesina vivía sus últimos
momentos. La mayoría de la gente presente en las fábricas y en las diversas
instituciones había sido formada antes de la revolución. A comienzos de la
década siguiente se produce un cambio radical. Recuerdo las obras de
Kuznetsk con horror y entusiasmo, pues allí todo era insostenible y
magnificado.
He comentado ya que el metal de Kuznetsk ayudó a nuestro país a
defenderse en los años de la invasión fascista. Pero ¿y el otro metal, el
humano? Los constructores de Kuznetsk, como todos los de su edad,
conocieron una vida difícil. Unos murieron jóvenes, bien en 1937, bien en el
frente. Otros empezaron a encorvar la espalda antes de tiempo, enmudecieron:
habían pasado por demasiados cambios inesperados, habían tenido que
habituarse y adaptarse a muchas cosas. Ahora, los personajes de El segundo
día que han sobrevivido han rebasado la cincuentena. Esta generación no ha
tenido mucho tiempo para reflexionar. Conocieron mañanas románticas y
crueles; la colectivización, la deskulakización, los andamios de las grandes
construcciones. Lo que siguió todo el mundo lo recuerda. Los que nacieron en
vísperas de la Primera Guerra Mundial han necesitado una cantidad de coraje
que habría bastado para varias generaciones, coraje no sólo en el trabajo o en
el combate, sino también en el silencio, en la incomprensión, en la inquietud.
Yo vi a esas personas llevadas por las alas del entusiasmo en 1932. Después
las alas dejaron de estar de moda. Las alas del primer plan quinquenal las
recibieron en herencia los hijos junto con las fábricas gigantescas por las
cuales se había pagado un precio muy alto.
34
Antes de mi viaje a Kuznetsk, había leído reportajes y relatos sobre las obras.
Lo que vi no era lo que había encontrado en las lecturas. No recuerdo
exactamente cuándo apareció en los artículos de literatura la palabra lakirovat
[‘barnizar’], me parece que fue más tarde. El diccionario da la definición
siguiente de este neologismo: «Adornar, presentar algo con un aspecto mejor
del que en realidad posee». No obstante, la realidad no es sólo más terrible,
sino también más bella que las imágenes sensatas y edificantes que los
«barnizadores» preparaban y siguen preparando.
¿Quién no se acuerda de las novelas o de las películas en que la guerra se
representa como maniobras, con alegres soldados vestidos con guerreras
nuevas, con canciones, eslóganes y desfiles hacia la victoria? ¿No se perdía la
fuerza de los colores bajo el barniz? ¿Acaso era posible ante la pantalla,
donde la caída de Berlín se presentaba como un espléndido espectáculo,
comprender la hazaña del pueblo soviético, que había resistido hasta la muerte
en Leningrado, en las puertas de Moscú y en una delgada franja de tierra a
orillas del Volga?
Lo mismo sucedió con los que construyeron Kuznetsk o Magnitogorsk. La
gente edificó esas fábricas en condiciones increíblemente difíciles. Sin duda,
nadie ha construido jamás ni lo hará de este modo. El fascismo se inmiscuyó
en nuestra vida mucho antes de 1941. En Occidente se preparaban febrilmente
para invadir la Unión Soviética y las primeras trincheras fueron las zanjas de
las nuevas construcciones.
Vi el sacrificio de unos, la avidez y la rutina de otros. Todos construían,
pero no con el mismo espíritu: unos por necesidad personal, otros por
coacción. Para muchos aquello no era sólo el inicio de la construcción de
fábricas, sino también el de la toma de conciencia. Titulé mi novela El
segundo día. Según la leyenda bíblica el mundo se creó en seis días. En el
primero, la luz se separó de las tinieblas; el día, de la noche. En el segundo
día, la tierra se separó de las aguas. El hombre no fue creado hasta el sexto
día. A mí me parecía que en la creación de la nueva sociedad, los años del
primer plan quinquenal constituían el segundo día: la tierra firme se separaba
poco a poco de los abismos. Y había muchos abismos (siempre son más
numerosos que la tierra, al igual que en el globo terráqueo son más abundantes
los mares que las tierras emergidas). Yo no quería callar este hecho, y al lado
de Kolia Rzhánov, de Smolin, de Irina y de los mejores representantes de la
joven generación, mostré en mi libro a los cínicos, a los egoístas, a la gente
indiferente hacia todo lo que no está vinculado a su destino personal.
No me esforcé en absoluto en ser un cronista imparcial: mi novela estaba
dictada por el entusiasmo, por el amor, por la aspiración a proteger los
primeros brotes de la nueva mentalidad. Por esto me esforzaba en ser veraz: la
realidad no necesitaba maquillaje. Sabía, desde luego, que muchos tildarían
mi relato de calumnia y repetirían una vez más que yo era un «escéptico
incorregible», dirían que yo había querido deformar una realidad espléndida,
que yo no había preparado una oleografía más según un modelo impuesto y
aprobado. Pero cuando escribía, no pensaba ni en los críticos ni en los
directores, no me preguntaba si publicarían o no mi libro, escribía arrastrado
por la emoción durante días y noches enteros.
Empecé la novela en noviembre y la terminé en febrero. Rehíce varias
veces algunos capítulos. Casi todos los días, como ya he dicho, me visitaba
Bábel, que leía las páginas de mi manuscrito, a veces me daba su beneplácito
y otras veces me decía: «Hay que reescribirlo una vez más, hay lagunas,
ángulos oscuros». De vez en cuando, quitándose las gafas después de haber
terminado su lectura, Isaak Emmanuílovich decía sonriendo con malicia:
«Bueno, si lo publican, será un milagro».
La novela contiene algunas conclusiones de mis largas reflexiones. Volodia
Safónov es un joven bueno y honesto. Estudia en la universidad de Tomsk,
luego se traslada a Kuznetsk. Ha leído mucho, tiene mucha sensibilidad
espiritual, su amor por Irina es puro, pero no cree en el nacimiento de una
nueva mentalidad. Según confiesa, está contaminado por la sabiduría de los
libros antiguos y le torturan la ingenuidad y el infantilismo de sus compañeros.
Apunta en su diario: «He trabajado en la fábrica. Estudio. Sin duda, me
convertiré en un especialista honrado. Pero todo esto me ha venido impuesto
del exterior. No participo en modo alguno con el corazón en la vida que me
rodea. […] Para la construcción no soy útil. Soy lo que se llama en minería,
creo recordar, una “roca estéril”. […] Habéis eliminado a los herejes, a los
soñadores, a los filósofos, a los poetas. Habéis instaurado la alfabetización
general y una ignorancia no menos generalizada. Después os reunís y,
siguiendo un guión ya preparado, barbotáis sobre la cultura. […] El
hormiguero es un modelo de racionalidad y de lógica, pero ya existía hace mil
años. Hay hormigas obreras, hormigas especialistas, hormigas dirigentes, pero
aún no ha habido la hormiga genial. Shakespeare no habló de hormigas. La
Acrópolis no fue construida por hormigas, ni fue una hormiga la que descubrió
la ley de la gravitación universal. Las hormigas no tienen un Séneca, un
Rafael, un Pushkin. Tienen un hormiguero, trabajan».
Volodia encuentra a un periodista francés, le interroga durante largo rato,
comprende que en Occidente no existe la cultura a la que aspira. En una
reunión de estudiantes Safónov tiene intención de denunciar la ingenuidad y la
ignorancia de sus camaradas pero, en lugar de eso, impresionado aún por la
conversación con el francés, dice: «¿Se puede dudar de la identidad de
aquellos a los que pertenece el futuro? Lo siento con particular intensidad
porque hay muchas posibilidades de que yo mismo esté condenado. Aspiro a
estar vinculado a los demás, me esfuerzo en trabajar bien… No se trata de mí,
sino de nosotros. Hago hincapié en la palabra nosotros. Nosotros tenemos que
vencer… La cultura no es una renta: no se puede guardar en un armario. Se
crea cada día, a cada hora, con cada palabra, con cada pensamiento, con cada
acción. Os he oído hablar de música, de poesía. Esto es el nacimiento de la
cultura, su progresión, una progresión dolorosa, difícil». Una vez vuelve a su
casa, escribe en su diario: «Lo más curioso es que yo hablaba con sinceridad.
En cualquier caso, no hablé porque tuviera miedo. Pero yo no decía lo que
pensaba. O lo que es lo mismo: era sincero, pero no del todo. Era como si
otros hablaran por mí».
Irina, en una carta no enviada, polemiza con él: «Tú eres más inteligente
que los otros, sabes más. Pero no haces nada para que la vida mejore. No ves
más que lo malo y te burlas. ¿Crees que yo misma no veo cuántas cosas
repugnantes nos rodean? Nuestra obra no se desarrolla en un magnífico y
pulcro laboratorio, sino, digámoslo sin rodeos, en medio de un establo. ¡La
pusilanimidad, la duplicidad, cuántos intereses mezquinos! Por momentos
siento miedo por todo y por todos. Por eso considero que debemos luchar y no
sólo reír y contar en voz baja historias estúpidas. […] Me has dicho: “El
hombre, ahora, no puede amar”. Pero esto no es verdad, mi querido Volodia…
La vida es ahora tan dura, tan tensa, tan grande que también crece el amor. ¡Es
difícil, muy difícil, amar en este momento! Tú has dicho “ahora no hay amor,
sino hierro colado” y has repetido “hierro colado, hierro colado”. No sé por
qué encuentras esto divertido, cuando no es cosa de risa, ni mucho menos.
Dime qué es más importante en este momento: ¿leer a tu Anatole France o
fundir rieles para que al final haya en el país un poco más de pan o de tela?
Pero la gente no hace sino producir hierro. O mejor, sólo funden hierro, pero
en este hierro colado no hay sólo coque y metal, sino también algo más. De la
misma manera que Senia “se lanza a las tinieblas de la melodía”, todo el
mundo se precipita ahora hacia lo alto, más y cada vez más. Y tenemos altos
hornos, poesía y amor».
Irina prefiere a Kolia Rzhánov, lleno de vida, que al Volodia condenado.
Pero no es por eso que Volodia se suicida. Nadie le tiende la soga, ni sus
camaradas, ni el viejo profesor al que acude en busca de consejo el último
día, ni el autor de la novela. Lo que le lleva a la desesperación es su
conciencia aguda. Si alguien le condena es, quizá, la época, la misma que
venía a visitarme por la noche en la rue Cotentin y mantenía conmigo
conversaciones interminables.
Me he detenido en Volodia porque muchos críticos han tratado de hacerlo
pasar por un enemigo. La edición de El segundo día de 1953 va acompañada
por las notas de B. Emeliánov, que asegura que Volodia es fascista porque
dice a la vieja bibliotecaria que le gustaría quemar todos los libros. Sí,
Volodia confiesa un día que detesta los libros, como un borracho odia el
vodka. Pero difícilmente este apasionado por la lectura hará pensar en un
guardia de asalto nazi. Volodia es víctima de sus contradicciones. Con un poco
menos de conciencia y un poco más de tenacidad no se habría quitado la vida,
sino que se habría convertido en un especialista respetado por todos.
En la novela no sólo mostré a Kolia y sus amigos, sino también a los
obreros yendo de un lado para otro, a los especuladores, a los ignorantes que
rompían las máquinas. Me esforcé en decir toda la verdad. Si la novela me
parecía y me parece optimista no es porque al final de las duras pruebas
empezaran a funcionar las secciones de las fábricas, sino porque miles,
millones de constructores, se convertían poco a poco en auténticos hombres.
La novela termina con las palabras de un viejo guerrillero: «Observad a Kolia
Rzhánov y a otros jóvenes. Luché con ellos en Kuznetsk cuando se produjo la
ruptura en los calentadores de aire. Luché con ellos por este dique… Yo, en
tanto que viejo guerrillero, diré que ahora ya puedo morir tranquilo porque
contamos, camaradas, con auténticos hombres».
No hay en la novela un protagonista. Es, como se suele decir, una novela
caleidoscópica: una multitud de personajes desfilan rápidamente. Me gustan
las frases cortas, el montaje rápido, las escenas fugaces. Quería encontrar una
forma nueva para un nuevo contenido.
En junio de 1934 la revista Literaturni kritik [El crítico literario]
organizó un debate en Moscú sobre El segundo día. Era la primera vez que
asistía a una reunión en la que se hablaba de un libro mío y debía tomar la
palabra. A menudo, en estas memorias, me he referido con ironía o disgusto a
mis razonamientos anteriores. Pues bien, he vuelto a leer el estenograma del
debate sobre El segundo día y, por raro que parezca, estoy de acuerdo con
casi todo lo que dije veintisiete años atrás: «Hoy me siento como uno de los
constructores del canal del mar Blanco: he pecado, pero he expiado mis
pecados, he sido admitido en las filas de los buenos ciudadanos que
construyen la patria socialista… La convicción de que nosotros, escritores,
debemos ser juzgados y de que nos hemos de arrepentir es, a mi modo de ver,
errónea… He escrito muchos libros malos, no los he dejado madurar, era
demasiado joven, pero jamás he calumniado la realidad soviética… Ahora
algunos camaradas afirman que en El segundo día me he regodeado
describiendo las dificultades porque estoy acostumbrado al confort… El
camarada Frankfurt, jefe de las obras y el secretario del comité de la ciudad
del Partido consideran que no he “cargado las tintas” en nada y que he
presentado las dificultades que en realidad existen… Otros camaradas han
dicho que Volodia es un joven inteligente, pero que no se le contrapone un
komsomol honrado y de erudición equivalente. No obstante, camaradas,
nosotros no nos encontramos en el sexto día, sino en el segundo… No sé si El
segundo día es un buen libro, pero no quiero ser un epígono… Mis libros
están escritos con garabatos. Sin duda, todos nosotros somos, hasta cierto
punto, unos Trediakovski. Pero Trediakovski desempeñó su papel… Es mejor
hoy en día escribir un libro débil, pero que te pertenece, que tomar un poco de
Zola, un poco de Tolstói y un poco de la realidad soviética».
Tampoco sé todavía si logré, aunque parcialmente, hacer realidad mi
propósito. Quizá El segundo día es un libro débil, pero no es un plagio y fue
escrito obedeciendo a una necesidad interna.
Después de leer la última página, Bábel me dijo: «Funciona», lo que
viniendo de él era para mí un gran elogio. (Cuando se tradujo el libro al
francés, recibí una larga carta de Romain Rolland. Me decía que El segundo
día le había ayudado a conocer mejor a los jóvenes soviéticos).
Envié el manuscrito a Irina y le rogué que lo entregara a la editorial
Soviétskaia Literatura. Pronto me hizo saber que le habían devuelto el original
con el siguiente comentario: «Diga a su padre que ha escrito un libro malo y
nocivo».
Decidí obrar de un modo desesperado: hice imprimir en París algunos
centenares de ejemplares numerados y los envié a Moscú, a los miembros del
buró político, a los directores de periódicos y revistas, a algunos escritores.
En la década de 1930 y de 1940, la suerte de un libro dependía a veces del
azar, de la opinión de un individuo. Era una lotería, y yo tuve suerte: algunos
meses más tarde recibí un largo telegrama de la editorial: me enviaban un
contrato, me felicitaban y me daban las gracias.
El segundo día apareció en Moscú en abril de 1934. Radek escribió en
Izvestia: «No es una novela rosa. Es una novela que muestra de modo verídico
nuestra realidad, sin disimular las duras condiciones de nuestra vida». El
mismo día apareció en Literatúrnaia gazeta un artículo de A. Garrí: «El
escritor ensalza la desenfrenada fuerza de la naturaleza, en este caso la
construcción de una de las plantas metalúrgicas más importantes del mundo.
Sobre el fondo del caos de la construcción, viven, aman y sufren pequeños
seres humanos. Además y por desgracia estos pequeños seres piensan. Y esto
ya no puede ser peor, porque sus pensamientos son del todo impotentes. En la
novela de I. Ehrenburg la gente se ha perdido en el caos de las construcciones,
se ha extraviado entre las zanjas, las excavadoras y las grúas. Este extraño
fenómeno no sólo les pasa a los tipos “negativos”, sino también a los
“positivos”. Y esto ya es una calumnia. La verdad es que si uno quiere buscar
reparos a la novela de I. Ehrenburg resulta fácil demostrar que esta obra es
una apología del desvarío austro-marxista afirmando que el “plan quinquenal
[está] construido sobre los huesos de los combatientes de choque”». Radek
protestaba en un segundo artículo: «¿Cree Garrí que para el artista el realismo
socialista consiste en pintar cromos, en mostrar lo fácil que es construir el
socialismo?». Este debate me parece sacado de los periódicos actuales.
Todo esto sucedía más de un año después de haber concluido El segundo
día. El día mismo que supe por la carta de Irina que la editorial rechazaba mi
libro me trajeron un periódico alemán en que se describía el auto de fe de
mayo: estudiantes de Berlín conducidos por Goebbels habían encendido una
hoguera delante de la universidad y lanzado a ella los libros que odiaban,
según una lista establecida de antemano. Y entre otros quemaron las
traducciones de mis novelas.
Los periódicos estaban llenos de acontecimientos espantosos: pogromos
contra los judíos, comunistas fusilados, campos de concentración. V. S.
Dovgalevski, llegado de Ginebra, contaba el fracaso de la conferencia sobre
el desarme. Rosenberg iba a Londres; algunos políticos ingleses se
manifestaban a favor del rearme de Alemania, contaban con que los nazis se
lanzarían contra Rusia. Precisamente por esto se firmó el «pacto de los
cuatro».
Estuve con Jean-Richard Bloch en un mitin antifascista celebrado en la
sala de la Mutualité. La concurrencia estaba nerviosa, la gente se ponía en pie
de un salto, los puños apretados. El relato de un alemán huido de un campo de
concentración arrancó las lágrimas a muchos de los presentes.
Luego nos sentamos en un café con el profesor Langevin. Decía sonriendo
con tristeza: «¡Qué estúpido es todo esto! La humanidad no ha salido aún de la
infancia, no tiene más que dos mil millones de años a sus espaldas». Le
pregunté: «¿Y cuántos tiene por delante?». «Diez mil millones, si no se suicida
por estupidez».
Jean-Richard se acaloraba, decía que había que crear comités antifascistas
en todas partes, actuar antes de que fuese tarde. Por delante del café pasaban
los obreros gritando: «Es la lucha final».
Enseguida llegó al café Andrée Viollis, una mujer valiente e inflexible.
Hablaba de las atrocidades cometidas por los legionarios en Indochina, de las
torturas, de los pueblos quemados. Oí contar las mismas historias diez, veinte
años más tarde. Las represiones cambiaban de forma, pero los colonizadores
se parecían por su crueldad y su impotencia. Hace poco recibí la visita de
unos escritores vietnamitas. Les mencioné el nombre de Andrée Viollis y me
dijeron con admiración: «La conocemos bien, es la escritora que primero dijo
la verdad en Occidente».
Daba inicio un nuevo capítulo, no sólo de la historia, sino de la vida de
cada individuo de mi generación. Tal vez el más difícil de los capítulos.
Libro cuarto
1
Conocí a Ilf y Petrov en Moscú, en 1932, pero no nos hicimos amigos hasta un
año después, cuando fueron a París. En aquella época los viajes al extranjero
de nuestros escritores solían estar plagados de incidentes inesperados. Ilf y
Petrov llegaron a Italia en un buque de guerra soviético a bordo del cual tenían
intención de regresar, pero en lugar de ello fueron a Viena, con la esperanza de
cobrar los derechos de autor por la traducción de su Las doce sillas.[1] Les
costó mucho cobrar del editor una pequeña suma, gracias a la cual viajaron a
París.
Conocía a una dama, de origen ruso, que trabajaba en una compañía
cinematográfica de tres al cuarto. Era una mujer muy buena. La convencí de
que nadie podría escribir un guión de comedia mejor que Ilf y Petrov, y les
dieron un anticipo. Naturalmente, les conté de inmediato la historia del
carbonero y el panadero, los ganadores de la lotería. Cada día me
preguntaban: «¿Qué dicen hoy los periódicos sobre nuestros millonarios?».
Cuando llegó el momento de escribir el guión, Petrov me dijo: «Tenemos el
comienzo; un hombre pobre gana cinco millones».
Pasaban el día ocupados escribiendo en el hotel y por las noches venían a
La Coupole. Allí inventábamos situaciones cómicas; Sávich, el artista Altman,
el arquitecto polaco Senior y yo mismo ayudábamos a los autores del guión a
encontrar chistes.
La comedia fue un fracaso; pese a los esfuerzos de Ilf y Petrov el guión
delataba su falta de conocimiento real de la vida francesa. Pero el objetivo se
había logrado: disfrutaron de una estancia en Francia. Yo también gané algo:
conocer a dos personas maravillosas.
En mi recuerdo los dos nombres se funden: Ilfpetrov. Aun así, eran
completamente diferentes. Iliá Ilf era tímido y taciturno, sus bromas eran
cáusticas pero poco frecuentes, y como muchos escritores que han hecho reír a
millones de personas —desde Gógol hasta Zóschenko— era un tipo triste. En
París encontró a su hermano, un pintor que había llegado hacía tiempo de
Odesa y que trató de iniciarle en los misterios del arte moderno. A Ilf le
gustaban la confusión y el desconcierto espiritual. A Petrov, por el contrario,
le gustaba la comodidad; le resultaba fácil hacer amigos y en las reuniones
hablaba tanto por él como por Ilf; era capaz de hacer reír a los demás durante
horas y de unirse a las risas de los otros. Era un hombre excepcionalmente
cálido; quería mejorar la vida de todos y estaba siempre al acecho de cosas
que pudieran enriquecer o facilitar la vida de los demás. Pienso que es el
mayor optimista que he conocido. Podía decir de un canalla indudable: «¿Y si
hay un malentendido? No podemos creer en todo lo que se dice». Seis meses
antes de que Hitler nos atacara, Petrov fue enviado a Alemania. «Los alemanes
están hartos de la guerra», nos aseguró a su regreso.
No, Ilf y Petrov no eran hermanos siameses, pero escribían juntos,
marchaban juntos por el mundo y vivían en perfecta armonía. Por así decirlo,
se complementaban: el ingenio cáustico de Ilf era un buen condimento para el
humor amable de Petrov.
Pese a su carácter taciturno, por alguna razón Ilf eclipsaba a Petrov, de
modo que a éste último sólo llegué a conocerle mejor mucho más tarde,
durante la guerra.
Viene a mi mente el destino de los escritores satíricos soviéticos
Zóschenko, Koltsov y Erdman. Ilf y Petrov fueron afortunados en todos los
sentidos. Los lectores los adoraron desde la publicación de su primera novela.
Tenían pocos enemigos y no era frecuente que recibieran críticas adversas.
Fueron al extranjero, viajaron a Estados Unidos y el libro que escribieron
sobre ese viaje[2] resultó ameno e inteligente; sabían utilizar los ojos. Fue en
1936 cuando escribieron sobre Estados Unidos y en eso también tuvieron
suerte: lo que llamamos el «culto a la personalidad» era poco favorable a la
sátira.
Los dos murieron jóvenes. Ilf contrajo tuberculosis en Estados Unidos y
murió en la primavera de 1937, a los treinta y nueve años. Petrov tenía treinta
y ocho cuando se mató cerca de la frontera en un accidente de avión.
Ya antes de viajar a Estados Unidos, Ilf solía afirmar: «Se nos ha agotado
el repertorio» o «El árbol ha dejado de dar frutos». Pero después de leer sus
libretas de apuntes uno se da cuenta de que, como escritor, apenas estaba
cogiendo el tranquillo: cuando murió había alcanzado un estilo parecido al de
Chejonte.[3] En cierta ocasión me dijo: «Me gustaría escribir algo como La
grosella o Una buena mujer». No era sólo un escritor satírico, sino un poeta
(en su primera juventud había escrito poesía, pero no es eso lo que quiero
decir; las entradas de su diario están llenas de poesía auténtica, lacónica y
sobria).
«¿Cómo vamos a escribir ahora?», me preguntó Ilf durante su última
estancia en París. «A los “grandes arregladores” los han sacado de
circulación. En los artículos de periódicos uno puede exponer a burócratas
despóticos, a ladrones y a sinvergüenzas. Si hay un nombre o una dirección,
tienes un “caso feo”. Pero, si escribes un cuento, de inmediato se oyen los
aullidos: “Estás generalizando, no es un caso típico, es una calumnia”».
Un día, en París, Ilf y Petrov discutían cuál sería el tema de su tercera
novela. De pronto, Ilf parecía apesadumbrado. «¿Realmente crees que vale la
pena escribir una novela? Como de costumbre, lo único que quieres, Evgeni,
es demostrar que Vsévolod Ivánov estaba equivocado y que en Siberia crecen
palmeras».
No obstante, entre sus numerosas notas, Ilf dejó el proyecto de una novela
fantástica. El argumento cuenta cómo, por razones desconocidas, se proyecta
un plan para construir en una pequeña ciudad del Volga un conjunto de estudios
de cine «siguiendo el modelo de la Antigua Grecia, pero con todos los últimos
adelantos técnicos estadounidenses. Decidieron enviar simultáneamente dos
expediciones —una a Atenas, otra a Hollywood—, después de lo cual ambas
experiencias, por así decirlo, se juntarían y se construiría el lugar». Tras la
muerte de uno de los miembros de la expedición, los que habían sido enviados
a Hollywood reciben dinero de un seguro de vida y se dan a la bebida.
«Vagabundearon con las aguas del Pacífico hasta las rodillas[4] y la magnífica
puesta de sol iluminó sus radiantes jetas borrachas. Los pescaron unos
molokanes,[5] autorizados por míster Aberson, representante de la industria
cinematográfica estadounidense». En Atenas la expedición les fue mal: los
dracmas se acabaron pronto. Ambas expediciones se reúnen en el burdel
Esfinge de París y, horrorizadas, regresan a casa, temerosas de las represalias.
Pero todo el mundo se ha olvidado de ellos y, además, ya nadie tiene intención
de construir la ciudad del cine.
No escribieron la novela. Ilf sabía que estaba muriendo. Escribió en su
cuaderno: «Una primavera tan ominosa y helada que a uno se le llena el alma
de frío y temor. Qué suerte tan espantosa la mía».
Después de la muerte de Ilf, Petrov escribió: «En mi opinión, sus últimas
notas, escritas a máquina y muy apretujadas, a un solo espacio, son una gran
obra literaria: poética y triste».
A mí también me parece que los cuadernos de Ilf no son sólo un documento
notable, sino una prosa espléndida. Consiguió expresar su odio a la vulgaridad
y el terror ante ella: «Cómo adoro las conversaciones de los oficinistas. El
hablar calmado y solemne de las mensajeras y el pausado intercambio de
pensamientos de los dependientes: “Y de postre había cerezas horneadas”».
«Estábamos sentados en silencio bajo la columnata de Ostafievo disfrutando
del sol. El silencio se prolongó unas dos horas más. De pronto apareció en la
calle una veraneante con una tetera cromada. Despedía destellos
deslumbrantes a la luz del sol. Nos animamos todos a la vez: “¿Dónde la
compraste? ¿Cuánto te ha costado?”». «Habían abierto una nueva tienda.
Salchichas para anémicos, tartas para neurasténicos». «La tierra de los idiotas
serenos». «Ésa era la prole orgullosa de los pequeños trabajadores
responsables». «“¡No hay Dios! Pero ¿hay un poco de queso?”, preguntó, con
tristeza, el maestro». Escribió sobre los círculos que mejor conocía: «Los
compositores no hacían nada excepto denunciarse los unos a los otros en papel
de pentagrama…». «En todos los diarios la emprenden contra Zhárov. Llevan
diez años alabándolos y ahora lo atacarán otros diez. Lo criticarán por las
mismas razones que antes lo elogiaban. Es difícil y aburrido vivir entre
plácidos idiotas».
En las notas de Ilf hay algo que recuerda a Chéjov. Pero Ilf nunca llegó a
escribir La grosella ni Una buena mujer; no tuvo tiempo, o tal vez, por pura
modestia, no se decidió a hacerlo.
Petrov sufrió mucho por la pérdida de Ilf: no se sentía apenado sólo por la
desaparición de su amigo más cercano, sino también porque se dio cuenta de
que el autor que la gente llamaba Ilfpetrov había muerto. Cuando nos vimos en
1940, después de una larga separación, me dijo con una tristeza extraña en él:
«Tendré que empezar de nuevo».
¿Qué habría podido escribir? Es difícil de decir. Tenía un gran talento y
una personalidad muy fuerte. No tuvo tiempo de demostrarlo: estalló la guerra.
Llevó a cabo un trabajo ingrato. S. A. Lozovsky dirigía el Sovinformburó,
la agencia responsable de enviar información al extranjero. Las cosas se nos
habían puesto difíciles y muchos de nuestros aliados se estaban rindiendo.
Había que contar la verdad a los estadounidenses. Lozovsky sabía que sólo
había unos pocos escritores capaces de entender la mentalidad estadounidense
y de escribir para ellos sin citar constantemente a Marx ni utilizar clichés.
De modo que Petrov se convirtió en corresponsal de guerra para NANA
(la Agencia de Noticias de Estados Unidos, la misma que había enviado a
Hemingway a España); trabajó con valor y tenacidad. También escribió para
Izvestia y Krásnaia zvezdá.
Vivíamos en el Hotel Moskvá; era el primer invierno de la guerra. El 5 de
febrero la luz se fue, se detuvieron los ascensores. Esa misma noche Petrov
regresó de la zona de Sujinichi sufriendo neurosis de guerra. Disimuló su
estado anímico ante sus compañeros de viaje, se arrastró dolorido por las
escaleras hasta el noveno piso y cayó desmayado. Fui a visitarlo dos días
después; a duras penas podía hablar. Llamaron a un médico. Pero, aun
guardando reposo en cama, escribió sobre la batalla.
En junio de 1942 —una época en que las cosas iban muy mal— estábamos
reunidos en el mismo hotel, en la habitación de K. A. Úmanski. Llegó el
almirante Isákov. Petrov le pidió que le ayudara a entrar en la sitiada
Sebastopol. El almirante trató de disuadirlo. Petrov insistió. Unos días
después se las apañó para entrar en Sebastopol. Allí se encontró en medio de
un feroz bombardeo. Cuando regresaba en el destructor Taskent; una bomba
alemana impactó contra el barco; se produjeron muchas bajas. Petrov alcanzó
las costas de Novorossíisk. Allí se vio involucrado en un accidente de coche,
pero otra vez salió ileso. Había empezado a escribir un artículo sobre
Sebastopol y tenía prisa por regresar a Moscú. El avión en el que viajaba
volaba bajo, como solían hacer los nuestros en la frontera y se estrelló contra
la cima de una colina. La muerte llevaba mucho tiempo persiguiendo a Petrov;
al final lo alcanzó.
(Poco después de este episodio el almirante Isákov resultó gravemente
herido y más tarde Úmanski murió en un accidente aéreo en México).
Ilf y Petrov fueron casos excepcionales en el mundo de las letras: ambos
eran buenos hombres, no se daban aires, ni se jactaban, tampoco dieron
codazos para auparse por encima de los demás. Se comprometían con todos
los trabajos que les ofrecían, incluso los más duros, gastando mucha de su
energía en los artículos periodísticos, y eso los honra porque lo hicieron para
combatir la crueldad, la brutalidad y la prepotencia. Fueron buenos hombres,
ninguna palabra los define mejor. Buenos escritores: en una época muy difícil
la gente se reía con sus libros. El pícaro y feliz Ostap Bénder[6] entretuvo y
todavía entretiene a millones de lectores. Y yo, sin que me ciegue la amistad
de mis colegas escritores, añadiré algo más sobre Iliá Ilf y Evgeni Petrov:
fueron unos buenos amigos para mí.
3
En Moscú no tenía piso. Liuba se fue a vivir con su madre en Leningrado, y yo,
con ayuda de Izvestia, me las apañé para encontrar una habitación en el hotel
Nacional. Era pequeña, desagradable y cara, pero no tenía elección.
Una mañana en que pedí un té, el camarero regresó con las manos vacías:
no podía traerme té ya que desde aquel día el hotel sólo atendía a quienes
pagaban en moneda extranjera. Me enfadé, pero me contuve y le pedí al
camarero que me trajera agua hirviendo y una tetera: yo tenía té y azúcar. De
nuevo regresó con las manos vacías: «No me han querido dar agua caliente;
dicen que no se sirve a los clientes soviéticos».
Decidí hablar con el gerente del hotel. A lo largo de la escalera había
macetas con plantas. Los camareros, vestidos con camisas de color verde
brillante, estaban formados en fila, y las camareras vestían con delantales
crujientes y elegantes cofias; ante una orden, hacían una reverencia, giraban a
la izquierda y a la derecha, sonreían y volvían a saludar. Me recordaba al
ensayo de una vieja película sobre la vida de los antiguos comerciantes.
Me abrí paso hacia el restaurante y lo encontré cambiado: vendían saleros
con grabados de gallos, iconos pésimos de pintores de Suzdal, broches y
platos decorados con los paladines de Vasnetsov.[1] La orquesta ensayaba Por
la madre Volga.
El gerente me informó de que yo debía dejar inmediatamente mi
habitación: faltaba una hora para que llegara de Leningrado un grupo numeroso
de turistas estadounidenses.
Me quedé por allí para echar un vistazo a esos importantes viajeros: eran
todos muy ricos. Los mozos jadeaban al cargar con sus pesadas maletas. Las
camareras, recordando la lección, sonreían coquetamente y los turistas
asentían, condescendientes. Hablé con uno de ellos, que resultó ser un
importante corredor de bolsa de Buenos Aires. Me contó que habían tratado de
disuadirle de ir a Moscú, pero que ahora se encontraba muy tranquilo: el hotel
era como cualquier otro. «Desde luego, menos elegante, pero, por otro lado,
aquí se respira el espíritu de Rusia. He estado en París, donde hay un
restaurante excelente llamado Troika».
(Me enfadé, pero no me sorprendió. Poco tiempo antes yo había estado en
Ivánovo. Fui a un restaurante. El comedor estaba abarrotado de palmeras
polvorientas. En las mesas había manteles mugrientos con los restos resecos
de las salsas del día anterior y el borsch del día anterior a aquél. Me senté a
la mesa que se veía más limpia. La camarera me gritó: «Pero, hombre, ¿no ve
que ese sitio es para los extranjeros?». Al parecer, dos jóvenes turcos
estudiaban en el instituto textil local. Los trataban con respeto y les servían la
comida en una mesa limpia).
Salí rumbo a la redacción del periódico, pedí una máquina de escribir y
redacté un artículo titulado «Hablando con franqueza». Describí todo cuanto
había visto en el hotel Nacional y dije que era ridículo presentar a la nación
soviética como una vieja posada con sirvientes bien instruidos y
sentimentalismo decorativo. «Si yo fuera vuestro guía, ciudadanos turistas, no
os mostraría el pasado, sino el presente de mi país. No me andaría con rodeos
ni os escondería los muchos aspectos nefastos. No os diría: “Mirad esa
pequeña iglesia a la derecha” para que no vierais una cola a la izquierda. En
nuestro país hay todavía mucha necesidad, estupidez e ignorancia, puesto que,
en realidad, acabamos de empezar a vivir. Habéis oído la fea historia de
nuestro hotel, que os permitirá entender cuánto nos cuesta desprendernos de la
cruel herencia de nuestro pasado. Además de las historias de los camareros y
sus camisas verdes, podría contaros muchas otras cosas desagradables. Se
habla mucho del respeto al hombre, pero no todos han aprendido aún a
respetar a las personas. Os he contado hechos antipáticos, dejadme ahora
hablar de otros admirables». Describí a los constructores de Kuznetsk, a los
campesinos en las casas de reposo, al círculo literario de la fábrica de
cojinetes mecánicos. Yo conocía el mundo capitalista en el que todavía
quemaban algodón y libros, donde los desempleados dormían bajo los
puentes, donde los fascistas organizaban pogromos; en pocas palabras,
avergonzarnos de nuestra pobreza ante un centenar de turistas estadounidenses
no sólo era repugnante sino también estúpido.
Me gustaría recordar la fecha: junio de 1934. La gente vivía con
austeridad, pero se notaba que las cosas habían mejorado con relación a los
dos años precedentes. Empezaba a mostrarse el culto a la personalidad en
artículos, retratos, en los «hurras» exageradamente estridentes que reanimaban
los aplausos moribundos. Aquello, a veces, ofendía mi gusto, pero no mi
conciencia. (¿Cómo habría podido imaginar el giro que tomarían los
acontecimientos?). Durante aquel verano, la gente discutía y soñaba en el
futuro. Como todavía no se habían impuesto los grilletes, Izvestia publicó mi
artículo.
Recibí muchas cartas: lectores agradeciéndome que recordara a la gente la
dignidad del hombre soviético. Pero sobre mi cabeza se cernían nubarrones.
Los corresponsales de medios extranjeros transmitieron mi artículo fuera del
país. The Times dijo que un escritor soviético había revelado que Intourist
«inducía a formarse ideas equivocadas a los turistas». Los directores de
Intourist denunciaron que, después de haber leído mi artículo, muchos turistas
franceses e ingleses que se disponían a viajar a la Unión Soviética habían
cambiado de opinión y que, por consiguiente, yo había causado daños a las
finanzas del Estado. Bujarin me defendió. (Yo no me enteré de todo ese jaleo:
estaba en una explotación forestal, cerca de Arjánguelsk). A éste siguieron
otros acontecimientos y, por suerte, se olvidaron de mi artículo.
No es mi intención conseguir que la descripción de este episodio cómico y
carente de importancia haga reír al lector. El hecho de evocar la ridícula farsa
del Nacional me ha llevado a reflexionar sobre otras cosas.
En 1947 recordé las reverencias de los mozos a los pasajeros de Intourist
cuando uno de los miembros más destacados de la Unión de Escritores me dijo
que, desde aquel momento y durante muchos años, la literatura debía tener
como misión principal la lucha contra el servilismo y la adulación. Lo acosé
con preguntas: quería creer que aquel hombre estaba pensando en la conducta
humillante de personas como el gerente de Intourist que yo había descrito, en
la admiración ciega que sentían ciertas mujeres frívolas por cualquier clase de
basura extranjera de moda, en la gente (no muy numerosa pero incluso así fácil
de encontrar) para quien el mundo del dinero, la competencia libre y los
negocios turbios seguía siendo atractivo. Pero estaba equivocado: el camarada
con quien hablaba me explicó que era necesario combatir contra el servilismo
frente a los académicos, los escritores y los artistas de Occidente.
Yo no podía comprender qué significaba «Occidente»: para mí existían
matices que diferenciaban a los países de Europa occidental de Estados
Unidos: Joliot-Curie vivía en un mundo diferente al de Bidault, el profesor
Bernal no se parecía a MacArthur, Hemingway era completamente distinto al
presidente Truman. ¿Occidente? ¿Acaso no había nacido Marx en Trier?
¿Acaso la Revolución de Octubre no había sido precedida por los días de
junio de 1848, por la Comuna de París, por la lucha de los trabajadores de
varios países occidentales?
Muy pronto pude ver a qué se reducía el combate contra el servilismo y la
adulación. Los directores de la industria alimentaria cambiaron el nombre del
camembert por el de «queso de entremés» y el café Nord de Leningrado pasó a
llamarse «Sever». [Norte]. Un periódico declaró que el palacio de Versalles
era una imitación de los que había construido Pedro el Grande. La Gran
Enciclopedia Soviética, en la entrada de «aviación», buscaba demostrar que
la contribución de los científicos e ingenieros de Europa occidental al
desarrollo de la aerodinámica había sido más bien pobre. Un editor tachó una
frase de un artículo mío en el que afirmaba que Édouard Manet era un gran
artista del siglo XX: «Eso es pura adulación».
En 1949, durante el Primer Congreso de los Partidarios de la Paz que se
celebraba en París, los franceses insistieron en que yo diera una rueda de
prensa. Uno de los periodistas me preguntó qué opinaba sobre un artículo
aparecido en un diario soviético en el que se decía que Molière era un
dramaturgo pobre, como quedaba claramente demostrado al ver las obras de
Ostrovski. El periodista tenía en la mano el periódico ruso, cuyo nombre no
alcancé a leer. Contesté que yo no podía saber si la traducción era correcta y
que no había leído dicho artículo; si realmente habían publicado aquello, lo
único que podía concluirse era que el autor no tenía muchos conocimientos de
literatura o que no podía presumir de inteligencia. «Podemos decir que en
nuestro país hemos acabado con los explotadores, lo cual es cierto, pero no
podemos decir que nos hayamos librado de los idiotas». Los periodistas
rieron y pusieron mayor atención a mis respuestas sobre la Guerra Fría, la
política de Truman y los objetivos de los partidarios de la paz. Pero yo sudaba
la gota gorda, tratando de adivinar cuál sería el periódico que había citado
aquel hombre. Cuando se acabó la conferencia de prensa, el periodista que me
había metido en aquel dilema se me acercó y me mostró el diario. Respiré
aliviado (sólo era el Vecherka).
Las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero el servilismo
auténtico —no me refiero a aquel sobre el que escribían los críticos en 1947
sino al inspirado por el gerente de Intourist en 1934— todavía es evidente. No
muy lejos de la casa donde vivo hay un pequeño busto de Chéjov (quien
trabajó en el hospital de Voznezsensk, como llamaban a Istra antes de la
revolución). El monumento se instaló en 1954. Pocos años después estaba
cubierto de ortigas y cardos. Fueron en vano todos mis esfuerzos para
persuadir a las autoridades locales de que limpiaran el terreno que rodeaba al
busto y plantaran flores. Vinieron a verme dos mujeres francesas,
corresponsales de L’Humanité; una de ellas hablaba ruso. De camino a casa
se habían detenido en Istra y habían fotografiado el busto de Chéjov. Un
miembro del consejo regional se sorprendió: «Parece ser que en Francia
conocen a Chéjov». La francesa le contestó, señalando la maraña de malas
hierbas: «Por supuesto. Pero pensé que en la Unión Soviética también lo
conocían». Al día siguiente plantaron pensamientos alrededor del monumento.
El complejo de superioridad va unido normalmente al complejo de
inferioridad, y los hombres inseguros de sí mismos se comportan a menudo
con arrogancia. Nuestro pueblo no era sólo el primero que se comprometía en
la difícil tarea de construir una sociedad nueva, sino que también
desempeñaba un papel importante en varios ámbitos científicos. Por supuesto
que tenemos muchas carreteras y viviendas comunales en mal estado y que
escasean los utensilios domésticos, pero no hay motivo para que esto nos
avergüence frente a los extranjeros; deberíamos avergonzarnos de nosotros
mismos y trabajar más para elevar nuestra calidad de vida. Nadie puede
sentirse humillado por respetar la cultura de otros países, incluidos aquéllos
en los que prevalece un sistema que tiene los días contados. Los pueblos de
esos países están vivos; todavía hoy producen grandes científicos, escritores y
pintores. La servidumbre es para aquellos que aún no se han librado de su
mentalidad de esclavos. Y el sentido de la propia dignidad nada tiene que ver
con esa arrogancia que es en parte servilismo y en parte vanidad.
7
Antes del congreso, hice un viaje con Irina por el norte. Fuimos a Arjánguelsk,
Jolmorogui, Ust-Pinega, Kotlas, Solvichegodsk, Siktivkar, Veliki Ustug,
Niuksenitsa, Totma, Vólogda. Navegamos en buques con nombres orgullosos:
El feroz, El marxista, El animador, El fortachón… Los buques avanzaban
despacio; los pasajeros contaban historias largas, discutían, soñaban,
cantaban, decían obscenidades. En las paradas compraban leche, arándanos,
tomaban un baño, hacían amistades, las mujeres lavaban la ropa blanca. Las
orillas eran verdes y enigmáticas; parecía que el barco penetrase en el sueño
secular de la naturaleza. De vez en cuando aparecía alguna vivienda: isbas
robustas de dos pisos. Por el río iban a la deriva troncos enormes —los
maderos flotaban despacio por el Sujón silencioso, el caprichoso Vichegda y
el ancho Dvina—; iban corriente abajo, hacia el mar. Las noches eran claras, y
su belleza, a veces, le cortaba a uno la respiración. Era la primera vez que
veía el norte ruso, y me conquistó al instante con su ternura y severidad, con su
arte antiguo y la juventud de su gente, taciturna y gallarda.
Visité la presa fluvial donde se clasificaban los troncos; los hombres, en
pie sobre las balsas, cogían con arpones los troncos de pinos y abetos. A
veces el apostadero crujía, parecía que iba a ceder de un momento a otro y que
los troncos seguirían su camino hacia el mar, pero la gente trabajaba noche y
día. Ataban los troncos; los remolques llevaban las balsas a Arjánguelsk,
donde se cargaba la madera en barcos ingleses, noruegos y suecos. Era la
divisa con que se compraba la maquinaria para las fábricas.
Hablaba largo y tendido con los obreros, los jóvenes y las muchachas que
habían llegado en fecha reciente de los pueblos. No sólo el bosque crece de
manera desigual, lo mismo ocurre con la gente. Veía a los obreros que en los
momentos de ocio se enfrascaban en la lectura de manuales de matemáticas o
de poemarios, que sufrían por la tragedia de los comunistas alemanes, pero
veía también individuos indiferentes, astutos, estafadores.
Como es natural, me alegraba al ver los nuevos poblados en torno a
Arjánguelsk, la fábrica de cepillos en Veliki Ustug, los tractores, pero lo que
más me sorprendía era el desarrollo de la conciencia. Las relaciones humanas
eran cada vez más profundas y complejas. En las madererías, en los puertos,
en las presas fluviales donde se clasificaban los troncos, vi a personas con
amplitud de miras y una rica vida espiritual; no eran los habituales udarniki,[1]
con una sonrisa perenne estampada en los labios, cuyas fotografías se
colgaban en los cuadros de honor, sino hombres complejos, interiormente
maduros. Y aunque la vida fuese dura, aunque me indignaran ciertos
administradores apáticos, cuya única preocupación eran las cifras (a veces
imaginarias), me sentía contento: veía crecer nuestra sociedad.
Hace poco, ojeando algunas colecciones de Krásnaia nov [Erial rojo],
hallé por casualidad las siguientes líneas: «Ehrenburg ve el mundo por
contrastes. Es una peculiaridad de su mirada». El autor hablaba en concreto de
mis impresiones en el norte, en 1934. Medité al respecto: ¿de veras padecía
de una visión deformada del mundo que hacían necesaria mi visita, si no al
oculista, sí al psiquiatra? Leo viejos apuntes, trato de traer a la memoria el
verano de 1934; no es que haya pasado mucho tiempo, pero no era ayer
mismo. Sí, a menudo me quedaba maravillado, me enfadaba; otras veces
fruncía el ceño o bien me sentía contento. Sin embargo, al conversar con otras
personas, veía que también ellos alababan unas cosas y echaban pestes de
otras. Tal vez no se trataba de mis ojos, sino de la época, que si de algo no
andaba escasa era de contrastes.
Moscú conocía entonces por primera vez la fiebre de la construcción; olía
a estuco y me alegraba el alma. Vi cómo construían el primer tramo de metro y
me sentía alegre como todos los moscovitas. Se levantaron fábricas enormes
alrededor del monasterio Símonov. No distinguía muchas calles que me eran
conocidas; en lugar de casuchas torcidas, había andamios, cascajos, solares.
Por la noche, una niebla anaranjada cubría la ciudad; por primera vez aquel
Moscú provinciano de mi infancia parecía una capital.
Al mismo tiempo era posible ver cómo desmontaban los vestigios de otro
tiempo: Kitái-górod, la torre Sujarev, las Puertas Rojas. Destruyeron el anillo
verde de los bulevares Zúbovski, Smolenski, Novinski, con sus árboles
milenarios. Sería difícil explicar por qué diecisiete años después de la
revolución se destruían tantos tesoros, y no de una manera espontánea, sino
organizada. Recuerdo una conversación con I. E. Grabar. Me contó que
muchos arquitectos habían protestado contra la demolición de las Puertas
Rojas, escribiendo en sus informes que ese arco no molestaba el tráfico; de
todos modos, los coches tendrían que dar la vuelta a la plaza y en el lugar que
ocupaban las Puertas Rojas tendrían que poner a un guardia urbano; los
argumentos no surtieron efecto alguno.
En el norte vi con qué frenesí la gente destruía lo que costaba conservar.
Aún era posible encontrar bastantes iglesias de madera de los siglos XVI
y XVII, en que se manifestaba el genio creador del pueblo ruso. En tales
iglesias guardaban patatas, heno, motivo por el cual ardían una tras otra
construcciones que se habían mantenido en pie trescientos o cuatrocientos
años. Cuando estuve en Arjánguelsk, hicieron saltar por los aires con gran
esfuerzo el hermoso edificio de la aduana, de los tiempos de Pedro el Grande.
(En la pared encontraron un cofrecito que contenía una Venus de madera;
destruyeron «la muñeca»). Vi cómo desmontaban ladrillo a ladrillo una de las
iglesias más antiguas de Veliki Ustug; me explicaron: «Estamos construyendo
unos baños». En otra iglesia secaban la ropa blanca y, bajo las camisas, se
veían los Cristos. En el norte estaba muy extendida la escultura barroca de
madera policromada; con mucha frecuencia los maestros representaban a
Cristo en el calabozo. (En Valladolid vi una escultura muy parecida a las de
Veliki Ustug). Estamos acostumbrados a ver la figura de Cristo en solitario,
pero en el almacén vi todo un conjunto de Cristos; algunos tenían las manos o
los pies cortados; estaban sentados, pensando en algo lúgubre.
Los lugares que visité aquel verano desempeñaron un papel importante en
el desarrollo del arte ruso: Veliki Ustug, la Sofía de Vólogda, las iglesias de
madera con techumbre piramidal, los iconos de Strogánov; tiempo antiguo,
canciones, complots, dichos; creación popular: juguetes de arcilla
blanquinegros, encajes de Vólogda, tallado en huesos, niel sobre plata. Allí no
había el colorido sureño, todo tenía un aspecto claro y severo.
A las encajeras de Vólogda les propusieron que, en lugar de las filigranas
habituales —cajas de hojalata, arañas, riachuelos, osos— dibujaran tractores.
En Veliki Ustug conocí a un viejo maestro, especialista en trabajar el niel.
Durante largo rato me estuvo contando que al principio le decían que nadie
necesitaba el niel, pero luego vinieron los del consejo provincial: «Revélanos
tu secreto». En vano Chirkov les explicó que no había secreto alguno, que no
se trataba de una técnica de producción, sino de una artesanía, de fantasía.
Organizaron una cooperativa y comenzaron a fabricar pulseras vulgares. (Le
conté a Gorki lo que le había pasado a Chirkov, le hablé del tallador de huesos
Gúriev, de la campesina de Viatka Mezrina a quien le dijeron que quitara los
galones de los húsares de arcilla, del paisano de Gorki, Mazin, que pintaba
bancos, taburetes y paredes. Gorki se llevó un disgusto y me pidió que lo
apuntara todo; luego, se enjugó los ojos. A Chirkov lo llamaron a Moscú, pero
la cooperativa continuó produciendo las mismas pulseras. Después Chirkov
murió.
El año 1934 fue heroico. Murieron hombres valientes que exploraron la
estratosfera. Los pilotos rescataron a los miembros de la expedición del barco
Cheliúskin. Nunca olvidaré cómo los acogieron en Moscú: la luz del sol, las
transparencias, flores y la emoción general (no sabría escoger otra palabra)
ante el valor, la fraternidad.
Uno de los hombres del Cheliúskin me contó que, en medio del hielo,
tenían un librito de Pushkin; leían los poemas en voz alta y les servía para
levantar los ánimos. ¿Podía un escritor escuchar tales confesiones sin sentirse
profundamente conmovido?
En el club Bosque Rojo, un komsomol declamaba poesías de Tiútchev.
Recordé sin querer un verso de Fet: «Tiútchev no llegará a los zirianos». Pero
esto sucedió en Siktivkar, en la capital de los komi a los que antes se llamaba
zirianos.
A algunos les llegaba Tiútchev con toda su dificultad, mientras que a otros
los abandonaban los sentimientos humanos más ordinarios. Se producía una
purga en el Partido. En una reunión discutieron sobre el trabajo de Krasnov
(este apellido y los siguientes son inventados). Su colega Smirnov dijo:
«Además, el camarada Krasnov vive con la mujer de Shelgunov…».
Shelgunov, que participaba en la reunión, se sirvió un vaso de agua, pero no
bebió. Krasnov comenzó a justificarse: «Era ella quien corría detrás de mí».
Lo degradaron de miembro del Partido a candidato.
En Totma instalaron un balneario para pacientes con enfermedades
nerviosas. Trasladaron el club a la iglesia y bajo una Virgen desteñida
colgaron un cartel: «Es necesario tener un cuerpo sano para ejecutar el
segundo quinquenio». Excavaron el cementerio de la iglesia. Vi restos
humanos. El jefe de las obras, con unos ojos perfectamente inexpresivos, se
acariciaba las mejillas caídas y respondía con indiferencia: «Lo limpiaremos
todo, denos sólo un poco de tiempo. De todos modos, cuando comiencen a
correr tras el balón, no notarán nada».
Los críticos de los periódicos hablaban todavía bien de la nueva ópera de
Shostakóvich Katerina Izmaílova. En el estreno de La dama de las camelias
de Meyerhold éste recibió una ovación. Me mostraron un poema, «El triunfo
de la agricultura», de Zabolotski. Esas poesías me asombraron y luego me
fascinaron; las repetí durante mucho tiempo para mí. En Moscú pasé algunas
tardes con Dovzhenko; estaba agitado como siempre, lleno de ardor,
atormentado con su película Aerograd. Pero el ejemplo que le ponían era El
contrario,, una película en que obreros de choque, laureados, conseguían
victorias fáciles. Las exposiciones estaban llenas de cuadros enormes que
hacían pensar en fotografías pintadas: Stalin en la tribuna, Stalin en el banco.
La sesión del soviet rural, Mitin en el taller de fundición. Cerca del hotel
Nacional construyeron un edificio de estilo pseudoclásico. Decían: «He aquí
nuestro estilo soviético, sin caprichos formalistas». En el Mostorg se vendían
macetas, gatitos, lechuzas, cosas semejantes a las que había visto de niño
sobre las cómodas de las casas de los comerciantes. Por las ventanas se
escapaba una cancioncita de moda: «Junto al samovar, yo y mi Masha». Había
muchas más Mashas que samovares, pero Masha junto al samovar gustaba a
los miembros del jurado, a los presidentes de los soviets urbanos y a los
oficinistas: los gustos de la pequeña burguesía prerrevolucionaria les parecían
los cánones de la belleza.
Se daban muchos más contrastes en la vida que en mis libros, no porque
quisiera guardar silencio sobre la gigantesca maleza, sobre los cardos
salvajes, grandes como baobabs, sobre ortigas que en lugar de ser arrancadas
recibían cuidados; yo hablaba también de la maleza; me irritaba, pero me
sorprendía. Me asombraba también algo más: los primeros brotes de la nueva
conciencia, los adolescentes que abrían el libro de la vida y eran presos de la
fiebre de construir no sólo fábricas y casas, sino también su conciencia. Hacía
tiempo ya que había vuelto del norte; a mi alrededor no se extendían los
bosques verdes, sino un París gris, centelleante bajo la lluvia de otoño; sin
embargo, veía también chicas y muchachos que en lejanos madereros hablaban
de la amistad, de las penas del amor, de la lucha por la madera, por el país,
por la felicidad.
Seis meses después escribí una novela, Sin tomar aliento, ambientada en
el norte.
Los críticos la acogieron con mucha más benevolencia que mis anteriores
libros. Pero a mí no me parece una obra lograda: puse en ella muchas cosas
que no tuvieron cabida en El segundo día y, sin darme cuenta, me repetí.
Con todo, aquella novela me resultó útil; en ella esbocé personajes que
volvería a elaborar más tarde: el botánico Liass, jovial, inteligente y
refunfuñón es la primera encarnación del profesor Dumas en La caída de
París y del doctor Krílov en La tempestad. La desgraciada actriz Lidia
Nikoláievna, que encuentra consuelo en un éxito efímero, se transformó luego
en Jeanette y Valia. El pintor incomprendido Kuzmin, sediento por adaptar a
los nuevos tiempos su concepción del arte, es el hermano del francés André y
de Saburov, el protagonista de El deshielo.
En la novela había otro personaje que expresaba mi inquietud; aparecía de
pasada como una sombra fugaz: el alemán Strem que llega a Arjánguelsk con
una misión dudosa. La vida lo atraía poco, estaba absorto en pensamientos
sobre la muerte. Después de empinar el codo en un restaurante de Arjánguelsk
con un capitán sueco, se ponía a refunfuñar: «No es cosa de broma la muerte.
Hablando con rigor, es la única realidad… El pasado invierno conocí en
Berlín a un periodista. Ocupa ahora un puesto importante. Me invitó a su casa.
Mujer, una casa confortable, un tipo afable como pocos… Pues bien, me
confesó que había matado a dieciséis personas, ni corto ni perezoso. Y no se
trata de sadismo. Si te paras a pensarlo, no tenemos poder sobre nuestras
vidas, pero si tenemos poder sobre la vida de los otros, si podemos “mandar
fusilar” a alguien, en cierto modo nos sentimos más fuertes. Es una especie de
sucedáneo de la inmortalidad».
Los monólogos de Strem no eran simples palabras, charlatanería de un
borracho; detrás de ellas estaba la vida terrible de un gran país civilizado.
Después de haber releído Sin tomar aliento, advierto que desde el punto de
vista de la trama Strem es un personaje casual, privado de pasaporte y
permiso de residencia. Su figura sólo está esbozada, su suicidio se justifica
únicamente por el deseo del autor de quitar de enmedio lo más rápido posible
a un personaje tan desagradable y, sobre todo, al mundo que engendra
individuos como él. ¿Por qué el alemán Strem fue a parar a Arjánguelsk?, ¿por
qué conversaba por la noche en el parque con aquella graciosa actriz
desesperada? Sólo porque yo no podía librarme de mis pensamientos sobre
Strem. El libro de un escritor casi nunca se circunscribe a la trama de la
historia. En mi novela sobre la vida en los madereros, sobre el amor de los
muchachos del Komsomol, sobre la pena de una mujer joven que ha perdido a
la vez a su bebé y la fe en su marido, se traslucían otras cosas: los
pensamientos y los sufrimientos del autor, las hogueras de Berlín, la noche
parisina de la rebelión fascista, las ruinas de Floridsdorf, la inquietud por el
futuro. No podía prever aún muchas cosas, pero ya había comprendido que la
coexistencia con el fascismo era imposible. Ésos eran los contrastes que me
parecían intolerables.
9
Había estado varias veces en Sariñena, en la época en que viajaba con el cine
ambulante. Ahora se había apostado allí un grupo de consejeros rusos. Sentado
a una mesa había un hombre robusto y bajo, muy sombrío; ante él estaban
extendidos un mapa y un ejemplar de Pravda. Le dije que debía transmitir a
Izvestia la marcha de las operaciones en Huesca. Me sirvió té frío de una
jarra: «Creo que nunca había hecho un calor como éste —y luego me indicó
sobre el mapa el pueblo de Chimillas—. Nuestro deber es cortar la carretera
de Jaca. ¿Está claro?». Hizo una pausa, y de pronto preguntó, rápidamente:
«¿Sabe las noticias? Tujachevski, Yakir y Ubórevich han sido fusilados. Eran
enemigos del pueblo». Tiró al suelo el cigarrillo a medio fumar, enseguida
encendió otro, y luego, inclinándose mucho sobre el mapa, empezó a silbar una
melodía alegre. Su cara se ensombreció aún más. Observó largo rato el mapa
y, al parecer, se olvidó de mi presencia; media hora después me lanzó una
mirada y me preguntó con aire sombrío: «Ah, sí, ¿para Izvestia? ¿Y dónde está
Koltsov? La carretera de Jaca, aquí se encuentran los del batallón
Dombrovski, al mando de Gerassi, aquí los garibaldinos con Pacciardi…
Lukács se lo contará todo. Si no me equivoco, aún se encuentra en Caspe.
Beba, en el coche lo pasará peor».
El día era insólitamente sofocante. A nuestro alrededor ardían las rocas: ni
árboles, ni hierbecitas, sólo un grisáceo desierto de piedra. Yo iba sentado
junto al chófer. Por estupidez saqué el brazo desnudo por la ventanilla: el
coche iba a toda prisa, pensé que al menos sentiría un poco de aire en el
brazo. En Caspe, no encontramos a Lukács; nos dijeron que estaba lejos, en
Igries. Se me hinchó el brazo, tenía escalofríos. Igries, con sus casitas de
arcilla en la desnuda pendiente de la montaña, recordaba una sofocante aldea
del Asia Central. Allí vi por última vez al general Lukács o, para ser más
exactos, a Máté Zalka. Me duele recordar tan mal ese encuentro: no me
encontraba bien, tal vez por las quemaduras del sol, tal vez por la
conversación de Sariñena. Zalka se sentía extenuado, reconoció que tenía
migraña y me riñó: «Tiene que cuidarse el brazo: después de todo, es
escritor». Sólo al despedirnos sonrió de repente: «Dígame, ¿no le apetecerían
unas vacaciones? ¿Aunque únicamente fuera por un día?».
Al día siguiente fui de Barbastro a Igries; allí me dijeron que el puesto de
mando de Lukács estaba situado en Apies. Avanzábamos por una carretera
sinuosa y pregunté varias veces si íbamos en la dirección correcta; de repente
gritó un soldado, fuera de sí: «Abajo, en la carretera…, una bomba…, el
general…». Dimos media vuelta; el camino fue largo. Una casa de piedra: el
hospital. Al principio no me querían dejar pasar; luego vino el médico.
«Lukács está gravísimo, no hay esperanza. A Regler le han hecho una
transfusión de sangre, su vida no corre peligro, pero la herida es grave. El
chófer tiene una herida en la cabeza, iba sentado al lado del general. Su
paisano ha salido bien parado: una herida en la pierna, acaban de llevárselo».
Comuniqué a Izvestia que Zalka había muerto y que Regler estaba herido.
Al día siguiente, cuando hablé con la redacción, les pregunté si se había
publicado mi comunicado sobre Regler: sabía que su mujer estaba en Moscú y
temía que le llegara un telegrama, publicado en un periódico madrileño, en
que se informaba de la muerte de Regler. Me contestaron: «Pravda ha
publicado que Regler ha muerto. No podemos desmentir a Pravda». Telefoneé
enseguida a Koltsov, que se encontraba en Valencia. Mijaíl Efímovich soltó un
suspiro: «¡Qué tontos! Muy bien, enseguida lo comunicamos. Saludos a
Regler… Lástima por Máté».
Al día siguiente dio inicio la ofensiva. Yo llamaba dos veces al día:
Chimillas, San Ramón, los Heinkel, los Fiat, los combates aéreos, los
ataques, los contraataques…
La ofensiva no tuvo éxito. Las unidades acantonadas alrededor de Huesca
permanecían inactivas. Se luchaba por la carretera de Jaca. Los tanques
llegaron con retraso. Las Brigadas Internacionales sufrieron grandes pérdidas.
Cinco o seis días después todo había acabado.
Ahora no pienso en Huesca, sino en el general Lukács. Al hablar de
personas a las que he conocido comienzo el relato el día en que las vi por
primera vez, o bien desde el día en que un conocimiento superficial se
convirtió en algo diferente, es decir, cuando entraron en mi vida; no obstante,
el relato sobre Máté Zalka lo he iniciado por su muerte: me dejó
profundamente impresionado. Además, lo conocí poco antes de su muerte;
todos mis recuerdos corresponden a marzo-abril de 1937: Brihuega, diversos
puestos de mando, luego dos pueblos en que la 12.a Brigada descansaba (bajo
los bombardeos), Fuentes y Meco, de nuevo el puesto de mando junto a
Morata de Tajuña, Madrid y el pueblo incendiado de Igries.
En la Unión Soviética había visto a Máté Zalka dos o tres veces; sólo nos
habíamos saludado, no teníamos amigos comunes. No conocí a Máté Zalka,
pero sí al general Lukács, un húngaro que defendía al pueblo español, un
escritor que había cambiado el escritorio por el campo de batalla, y le tomé
aprecio.
Por supuesto, cuando conversaba con Lukács veía a Máté Zalka. A pesar
de haber combatido mucho en su vida, no se había convertido en un militar.
Trataba a las personas con el interés y la comprensión de un escritor, que
conoce mucho mejor la madejas de las pasiones que las cotas de los mapas.
Volví a leer su novela Doberdo. Es evidente que Zalka tenía un talento
auténtico, pero su vida tomó tales derroteros que hasta el final se consideró un
novato inseguro. No había cumplido aún dieciocho años cuando publicó un
pequeño libro de cuentos. Pero su padre le hizo seguir otra carrera: lo mandó
al ejército antes de tiempo. El joven Máté fue a parar a la escuela militar y
más tarde al frente. En 1916 cayó prisionero y fue enviado a un campo de
concentración en el lejano Jabárovsk. Después de la Revolución de Octubre
formó un destacamento con antiguos prisioneros de guerra y combatió por el
régimen soviético en Extremo Oriente, luchó en los Urales, en Ucrania, tomó
parte en la liberación de Kiev y, en 1920, participó en el ataque a Perekop.
Terminada la guerra, Zalka continuó viviendo tumultuosamente, sirvió en las
patrullas de aprovisionamiento, escribió cuentos de propaganda; conoció a
Fúrmanov y se hizo amigo suyo. Asistía a las reuniones de la Asociación Rusa
de Escritores Proletarios. Sólo en la década de 1930 se dedicó seriamente a la
literatura, y terminó la novela Doberdo pocas semanas antes de partir para
España. Zalka nació escritor. Las guerras habían sido impuestas por la época y
su lugar entre los combatientes se lo dictaba la conciencia.
Después de la victoria de Guadalajara y antes de la operación de Morata
de Tajuña (denominada «escaramuza», aunque costó muchas vidas), Máté
Zalka me dijo en el pueblo de Fuentes: «Si no me matan, escribiré algo dentro
de unos cinco años… Doberdo es todavía una demostración, pero ahora ya no
hay nada que demostrar: cada piedra es una demostración. Sólo hay que saber
mostrar al hombre tal como es en la guerra. Sin chillidos histéricos… No me
gustan los gritos».
Cuando murió, Zalka tenía cuarenta y un años. Poco antes, el día de su
cumpleaños, escribió: «He pensado en el destino, en los altibajos de la vida,
en los años pasados, y me he quedado descontento conmigo. He hecho poco.
He tenido pocos éxitos, pocos resultados». Indulgente con el prójimo, era
severo consigo mismo. En su camino de escritor se presentaron una y otra vez
«altibajos de la vida».
Valencia obsequió con unas solemnes exequias al famoso general Lukács;
sólo algunos compañeros de armas sabían que estaban despidiendo a Máté
Zalka, un escritor que no había podido escribir el gran libro con el que
soñaba.
Alegre y sociable, amaba el silencio. Casi toda su vida estuvo escuchando
tiroteos. Dormía, como él decía, «con la oreja pegada a la tierra», pero sabía
escuchar los latidos del corazón humano. Vivía ruidosamente pero hablaba en
voz baja.
¿Fue acaso su talento literario lo que le ayudó a comprender a los
soldados? Todos le querían, aunque estaba al frente de unos hombres con
quienes no sólo no compartía el idioma, sino a veces tampoco una idea común;
en las unidades que estaban a sus órdenes había mineros polacos, emigrantes
italianos, comunistas, socialistas, republicanos, obreros de los suburbios rojos
de París y antifascistas franceses de todas las tendencias, judíos de Vilna,
españoles, veteranos de la Primera Guerra Mundial, adolescentes inmaduros.
Yo había ido al cuartel general de la 12.a Brigada con Hemingway, con
Sávich y solo. Por alguna razón a todos nos gustaba pasar un rato con Lukács y
sus compañeros de armas. El consejero de la brigada era el inteligente y
cordial Fritz (de quien ya he tenido ocasión de hablar). Los colaboradores
directos de Lukács eran dos búlgaros: el arrebatado e incansable Petrov y el
jefe del Estado Mayor, el taciturno y modesto Belov. Recuerdo que en Fuentes
consiguieron un cabrito y Petrov lo asó. Fue un auténtico banquete. Mi viejo
amigo Fernando Gerassi, pintor español, trabajó al principio en el Estado
Mayor de Zalka, luego fue designado comandante de batallón. También estuve
en Meco con Stefa, que iba a visitar a su marido. Al ordenanza de Zalka,
Aliosha Éisner, lo conocía también de París. Se lo habían llevado de Rusia
cuando aún era un niño. En París escribía poesía y pronunciaba vehementes
discursos comunistas en cualquier esquina. En España siempre iba a caballo,
veneraba al general Lukács, tenía conversaciones sobre literatura y miraba con
admiración a Hemingway. Llegó a Moscú en una época nefasta y supo por
experiencia propia lo que significaba el «culto a la personalidad». Separado
del mundo, logró mantener el ánimo mejor que muchos y en 1955 le vi con el
mismo entusiasmo.
El comisario de la brigada era Regler. A él también le gustaba hablar de
literatura y no dejaba de tomar apuntes en un pequeño cuaderno. Zalka reía:
«Mira, éste escribirá una novela y bien gruesa». Entre los jefes de batallón
recuerdo a Yánek, al socialista francés Bernard y al fascinante Pacciardi. El
húngaro Niebuhrg caminaba apoyándose un poco en un bastón. De esa guisa se
lanzó al ataque un día después de la muerte de Lukács y murió.
Regler, herido, apenas recuperó el conocimiento dijo: «Id junto a Lukács,
hay que salvar a Lukács». (Le habían ocultado la muerte del general). Dos días
después encontré entre los soldados a un judío delgaducho, hijo de un hasid de
Galitzia, que mezclaba todos los idiomas de Europa y había resultado herido
cuatro veces en Madrid. Sollozaba: «Ése sí que era un hombre».
En Morata de Tajuña, Lukács estaba lúgubre: «Esto es el Doberdo
español». Se tanteaba al enemigo, se ocupaban posiciones bien fortificadas y
se abandonaban al día siguiente.
Lukács se sentía inquieto antes de la ofensiva contra Huesca: comprendía
que todo el peso del golpe recaería sobre las Brigadas Internacionales.
Cuidaba de las personas pero no de sí mismo, y murió porque en su prisa por
alcanzar el puesto de mando cayó en un camino sometido al fuego enemigo y
por el cual había prohibido a los demás que pasaran.
Hemingway, mientras volvíamos a Madrid desde Fuentes, me dijo: «No sé
qué tal escritor será, pero yo, mientras le escucho y le miro, no puedo dejar de
sonreír. ¡Es un tipo magnífico!».
Lukács era alegre, sabía divertir a los demás: a los soldados, a los
campesinos, a los periodistas. Tenía un don particular: interpretaba entre
dientes varias arias; cantaba, ¡y la cantidad de canciones que sabía! Un día, en
mi presencia, se puso a bailar con unas campesinas españolas y lo hizo con
gallardía. Al volver con nosotros, comentó: «No he olvidado la danza.
Después de todo, soy un húsar húngaro».
Amaba Hungría; una vez me dijo: «Lástima que no haya visto usted la
puszta [estepa]. Aquí la recuerdo a menudo… Hungría es verde, muy verde».
Le llamaban Matvéi Mijáilovich Lukács; había vivido mucho tiempo en la
Unión Soviética; allí había dejado esposa e hija, a las que llamaba «mi
retaguardia». Amaba Rusia, contaba lo bien que se estaba en verano en la
región de Poltava, admiraba el carácter ruso, pero seguía siendo húngaro, algo
que se reflejaba tanto en su cantarina pronunciación de las palabras como en
su carácter poético y su gran sensibilidad, que procuraba disimular con
cuidado.
«La guerra es una porquería terrible», repetía; no había en él arrojo ni
actitud militar. Al volver a Moscú, leí las cartas que les había escrito a su
esposa y a su hija. Escribía con franqueza, como le salían del alma: «Es de
noche, una noche oscura y húmeda. Un poco de inquietud en el alma, pero en la
guerra hay momentos así». «Hoy he recibido tu carta y la de Talia. Voy por ahí
con aire festivo, feliz. Todos me preguntan: “¿Qué te ocurre? ¿Estás un poco
achispado?”. “Nada”, les digo yo. No quiero compartir mi felicidad con nadie.
Ya ves lo egoísta que me he vuelto». «Hoy ha sido un día de una calma
sorprendente. En los intervalos, cuando enmudecían las voces humanas, el
trino de los pájaros entre los matorrales primaverales llegaba a ser
insoportable». No sé si en estas confesiones había más honestidad que
prudencia.
Ya he dicho que la epopeya española fue como la última ola. Con ella
acabó una época. Me parece ver la habitación de Loti en el Gaylord. Había
entrado un momento, por un asunto. Loti me hizo quedarme a cenar. Había
mucha gente: militares rusos, Grishin (Y. Berzin, uno de los letones que
durante los primeros meses de la revolución velaron el cuerpo de Lenin),
Grigórovich-Stern, el comandante de una unidad de tanques, el alto y fuerte
Pávlov, Máté Zalka, un yugoslavo encantador e inteligente de nombre Copic,
Yánek. Estábamos contentos, reíamos, pero no recuerdo el porqué. (De todos
estos hombres, sólo yo he sobrevivido. A Zalka lo mató un proyectil enemigo.
Los otros murieron, sin motivo alguno, a manos de sus compañeros).
En Meco, mientras Fernando hablaba con Stefa, Zalka y yo nos sentamos
en el suelo. Ya hacía calor, todo verdeaba alrededor. Zalka dijo: «Fernando
tiene un hijo que se llama Tito, y mi hija se llama Tálochka y está a punto de
acabar la escuela. En general parece una frase estúpida, un poco al estilo del
Teatro de Arte, pero es la verdad: el cielo estará tachonado de diamantes. Si
no creyéramos en ello sería difícil vivir un solo día». Máté Zalka, como todos
nosotros, no sabía entonces muchas cosas. Pero ahora pienso con tristeza:
tenía razón, y los «diamantes» no eran una invención absurda, sólo que todo
vino mucho más tarde y con muchas dificultades…
Según la Biblia, Sodoma y Gomorra habrían podido salvarse si se
hubiesen encontrado allí una decena de justos. Eso es cierto con relación a
todas las ciudades y a todas las épocas. Uno de esos justos fue Máté Zalka, el
general Lukács, nuestro querido Matvéi Mijáilovich.
26
Sabía que la ofensiva que se iba a lanzar en la zona de Brunete era un secreto
militar y no hablaba al respecto con nadie. Una semana antes del inicio de los
combates, Augusto, el chófer, me dijo: «¿Por qué vas a Barcelona? Te vas a
perder la representación. Mi cuñado me dijo ayer que los nuestros están a
punto de atacar Brunete. Pero cuidado: es secreto militar…». En España
siempre era así: los periodistas, los telefonistas, los intendentes y los chóferes
advertían «en secreto» a sus amigos de las operaciones militares en
preparación. Luego, de pronto, alguien era juzgado por espionaje. Pero no por
eso la gente dejaba de hablar.
Yo tenía, al parecer, motivos para estar contento: la Asociación de
Escritores, a cuya fundación había contribuido, estaba organizando un
congreso en Madrid, tal y como se había decidido antes de la guerra. Eso
levantaría el ánimo de los españoles. Además, causaría una gran impresión:
por primera vez, los escritores se reunirían para ponerse de acuerdo sobre
cómo defender la cultura a tres kilómetros de las trincheras fascistas. Pero yo,
lo admito, estaba fuera de mí: las inminentes operaciones militares me
interesaban muchísimo más que el congreso.
A pesar del fracaso de los combates en Huesca, había vuelto a soñar. El
frente de Aragón estaba lejos, allí había muchas unidades inestables. Se quiera
o no, las columnas anarquistas, aunque habían pasado a llamarse divisiones,
eran poco idóneas para la guerra moderna. Eso decían los militares, y yo los
creía. (Ya en 1955 Ludwig Renn escribió en sus memorias que la ofensiva de
Huesca había fracasado por la muerte del general Lukács, cuyos autores eran,
supuestamente, los anarquistas y los hombres del POUM. Yo ya sabía entonces
que Máté Zalka no había muerto por culpa de los anarquistas, pero el fracaso
de la ofensiva se explicaba, en parte, por la falta de capacidad combativa de
muchas unidades militares). Madrid era otra historia: allí había orden, la 11.a
División de Líster, las Brigadas Internacionales, nuestros tanques…
(Al volver ahora la vista atrás, me doy cuenta de que la primera mitad de
1937 fue decisiva. Después de la victoria de marzo en Guadalajara, no sólo
nosotros, en España, sino también los especialistas militares que escribían en
periódicos ingleses o franceses, considerábamos que el ejército de Franco se
encontraba en peligro. Nuestro ataque frontal contra la Casa de Campo había
sido un fiasco. Italia y Alemania seguían proporcionando hombres y medios.
Se desató una guerra intestina en Cataluña. Largo Caballero estaba ocupado en
su plan de ofensiva sobre el frente sur. Los combates por Peñarroya, al
principio, habían suscitado todas las esperanzas, pero los fascistas no tardaron
en restablecer la situación. Los militares decían que no valía la pena contar
con el frente sur: había pocas fuerzas, las vías de comunicación estaban en mal
estado. Cambió el gobierno y se aprobó la ofensiva de Huesca. Un mes
después, el mando decidió romper el frente enemigo en el sector de Brunete.
En cada ocasión, los primeros días de la ofensiva traían éxitos a los
republicanos, pero rápidamente Franco lanzaba sus reservas. La aviación
alemana, mucho más numerosa que la nuestra, bombardeaba las carreteras, y la
ofensiva acababa por evaporarse).
Fui a Barcelona para recibir a la delegación de escritores soviéticos, pero
pensaba en los inminentes combates por Brunete. Koltsov me dijo: «Ahora
debe pensar únicamente en el congreso, está usted en el secretariado. En
realidad, la iniciativa de todo esto es suya. Yo ya tengo bastante con la
delegación soviética». Le respondí: «Muy bien», pero pensaba poco en el
congreso.
No tuve que llegar hasta Barcelona. Cerca de Valencia, en un lugar de
veraneo llamado Benicarló, junto a la orilla del mar, vi en un restaurante a
muchos delegados. Comían sopa de pescado. V. P. Stavski se secaba la cara
con la servilleta sin dejar de quejarse: «¡Hace un calor de muerte! Y la sopa,
sabe usted, la hacen más buena en nuestro país».
A juzgar por los periódicos de la época, el congreso fue un éxito. Como es
natural, había menos nombres importantes que en el congreso de 1935: no a
todos les seducían las bombas y las granadas. Muchos escritores, al recibir la
invitación, respondieron que discutir de cuestiones literarias en aquellas
condiciones era una chiquillada, un romanticismo inútil. También fue un freno
la policía de diferentes países. Franz Hellens, por ejemplo, quería venir, pero
los belgas no le dieron el pasaporte. Pese a todo, en España estuvieron
escritores de renombre: Antonio Machado, Andersen Nexø, Alexéi Tolstói,
Julien Benda, André Malraux, Ludwig Renn, André Chamson, Anna Seghers,
Stephen Spender, Guillén, Fadéiev, Bergantín y muchos otros.
Alguien tildó en broma el congreso de «circo ambulante». Empezamos en
Valencia el 4 de julio, pronunciamos discursos en Madrid, de nuevo en
Valencia, en Barcelona, y terminamos en París dos semanas después. Los
ponentes iban cambiando: en Valencia habló Álvarez del Vayo (había estado
también presente en el congreso de París de 1935, como emigrado), pero, al
ser ministro, no pudo continuar con nosotros. Ludwig Renn apareció sólo en
Madrid, pues estaba al mando de una unidad y se quedó en el frente. En París
tomaron la palabra Heinrich Mann, Louis Aragon, Hughes, Pablo Neruda. Al
parecer, había un orden del día, pero nadie lo tomaba en consideración. El
carácter de los discursos cambiaba dependiendo de las circunstancias.
En Madrid, bajo fuego enemigo, el congreso parecía un mitin. Por las
calles de la ciudad, sus pintorescos delegados, armados de valor pero
novatos, daban la impresión de ser huéspedes ilustres, algo así como una
delegación de parlamentarios ingleses o de cuáqueros estadounidenses.
En Valencia, donde se encontraba el gobierno, todo tenía un aire solemne.
Nos recibió el escritor Manuel Azaña, que era también el presidente de la
República española. Organizaron un banquete con brindis. Por momentos
parecía que no había guerra y que se trataba de uno de tantos congresos del
PEN Club.
En Barcelona, con Companys en el palco, Mikitenko hablaba de cómo
florecían las culturas nacionales en la sociedad socialista.
En París alquilaron el teatro Saint-Martin. Vino muchísima gente, y
gritaba: «¡Abajo la no intervención!». Pero ya no se repitió el entusiasmo que
habíamos vivido en el congreso de 1935. El Frente Popular se desmoronaba.
Muchos intelectuales de izquierda gritaban con los demás: «¡Abajo la no
intervención!», pero al escuchar lo que pasaba en Madrid o en Guernica,
pensaban para sus adentros: «¡Menos mal que aquí tenemos paz!». Faltaba
poco para lo de Munich…
Discursos hubo muchos. Recuerdo a José Bergamín, muy delgado y
narigudo, con los ojos oscuros y tristes. He cogido ahora el periódico en el
que se citaba su discurso: «La palabra es frágil; el pueblo español llama
“palabra humana” al diente de león, a la florecilla cuya vida depende de un
suspiro. La fragilidad de las palabras humanas es indiscutible. […] La palabra
no es sólo la materia prima con la que trabajamos, es nuestro vínculo con el
mundo. Es la afirmación de nuestra soledad y al mismo tiempo la negación de
nuestro aislamiento. […] Lope de Vega dijo “que suele dar gritos la verdad en
libros mudos”. La verdad grita en nuestro inmortal Don Quijote. Se trata de la
eterna afirmación de la vida frente a la muerte. He aquí por qué el pueblo
español, fiel a las tradiciones humanistas, ha aceptado esta batalla». Ahora
entiendo por qué me conmovieron las palabras de Bergamín: había expresado
lo que yo había pensado vagamente mientras atravesaba La Mancha.
Hubo muchos otros buenos discursos. Si no los recuerdo, no es culpa de
los oradores. En mi vida, a menudo he criticado la sentencia de los antiguos
romanos: «Cuando hablan las armas, callan las musas». No me gustaba ni me
gusta la moraleja de esta sentencia, en su acepción habitual: cuando en la calle
hay tormenta es mejor que el poeta calle y espere. Pero ahora me pregunto: ¿no
entenderían los antiguos romanos estas palabras de otro modo? Tenían una
experiencia muy rica, no dejaban de hacer la guerra. Quizá se limitaron a
observar que la voz del poeta no cubre el fragor de la guerra, aunque en sus
tiempos no sólo no había bombas atómicas sino tampoco fusiles. En verano de
1937, en Madrid, los discursos de los poetas no tuvieron eco alguno.
Estábamos llenos de entusiasmo por otras cosas. Vinieron los soldados
trayendo como trofeo de guerra la bandera de un regimiento fascista recién
tomada en los combates de Brunete. Trajeron a Regler del hospital. Caminaba
apoyándose en un bastón y no podía hablar de pie, pidió permiso para sentarse
y la sala entera se levantó en señal de respeto ante las heridas de un soldado.
Regler dijo: «No hay más problema literario que el de la unidad en la lucha
contra los fascistas». En aquel momento es lo que sentía todo el mundo, tanto
los escritores como los combatientes que habían venido a darnos la
bienvenida. Recibieron una calurosa acogida los escritores que estaban
luchando: Malraux, Ludwig Renn, el joven poeta español Aparicio y otros.
Los discursos de muchos escritores soviéticos sorprendieron e inquietaron
a los españoles, que me decían: «Pensábamos que, en vuestro país, veinte
años después de la revolución, los generales estaban con el pueblo. Y resulta
que allí ocurre lo mismo que en nuestro país». Trataba de calmar a los
españoles, aunque yo mismo tampoco entendía nada. Creo que Agnia Bartó, al
hablar de los niños soviéticos, fue la única que no sacó a relucir a Tujachevski
y a Yakir. Los otros repetían, alzando la voz, que una parte de los «enemigos
del pueblo» ya habían sido aniquilados, y que el resto también lo serían. Probé
a preguntar a nuestros delegados por qué hablaban de eso en un congreso de
escritores y, además, en Madrid. Nadie me contestó, pero Mijaíl Efímovich
soltó un bufido: «Estamos obligados a hacerlo. Y usted es mejor que no
pregunte».
Los fascistas se burlaban por la radio del congreso. No obstante, por la
noche, dieron muestras de cierto interés: empezaron a abrir fuego con su
artillería sobre el centro de Madrid. Casi todos los delegados se comportaron
con sangre fría, pero algunos, llegados de países tranquilos, se asustaron.
Luego se contaron de ellos historias divertidas, pero el bombardeo fue intenso,
y en la guerra a veces se siente miedo, especialmente si no estás
acostumbrado.
El estruendo era frenético, resultaba imposible conciliar el sueño. Hablé
largo y tendido con Julien Benda. Tenía entonces setenta años, pero aún era
vigoroso, pasaba el día caminando, visitaba la ciudad y las posiciones, y
cuando por la noche empezó el bombardeo, me dijo que solía dormir poco, y
no prestó atención alguna a las explosiones. Me hablaba del congreso,
consideraba que habíamos hecho bien al convocarlo en Madrid: «Ahora es
importante demostrar que la gente que aprecia la cultura está en primera línea
de fuego». Criticó algunas de las intervenciones con una leve risa maliciosa:
«Sus amigos conceden excesiva importancia a André Gide. Nunca ha
escondido su desdén por el racionalismo, así que es un inconsecuente.
Creisteis en su valor social, hicisteis de él un apóstol y ahora lo excomulgáis.
Es ridículo, sobre todo aquí, en Madrid. André Gide es un pajarillo que se ha
construido un nido en “tierra de nadie”. Hay que disparar, como hacen los
fascistas, contra las baterías enemigas».
La ofensiva contra Brunete empezó el 6 de julio por la mañana. Por la
noche, V. V. Vishnevski me llevó aparte. «¡Vayamos a Brunete! Llevémonos a
Stavski, me lo ha pedido. Somos viejos soldados. Yo he venido aquí también
para eso».
Vsévolod Vitálevich era un hombre muy apasionado. Parecía un buen
anarquista español. Cuando se ponía a hablar, él mismo no sabía adónde iría a
parar ni cómo terminaría. Era un orador magnífico, hablaba mejor que
escribía. Muchos habitantes de Leningrado me contaron que, durante el
bloqueo de la ciudad, sus discursos por radio ayudaban a la gente a mantener
la moral. A veces horrorizaba a nuestro público de aquellos años: la gente
temía no sólo decir sino también escuchar algo más allá de lo necesario, y
Vishnevski, una vez se embalaba, olvidaba las circunstancias. En cierta
ocasión, en casa de A. Y. Taírov, furioso conmigo, empuñó con brío su
revólver, igual que Durruti. Echaba pestes de Occidente, decía que él era un
marinero, del pueblo, y al mismo tiempo admiraba a Joyce y Picasso. Odiaba
a los fascistas y, durante la época del pacto germano-soviético, me ayudó a
publicar en Znamia la primera parte de la novela La caída de París.
Los españoles me contaron que el primer día todo había ido bien, que
habían ocupado Brunete y ahora se combatía por Villanueva de la Cañada.
Pero la situación era inestable. Brunete estaba casi cercado, y los fascistas
podían cortar la carretera. No era conveniente llevar allí a los delegados del
congreso, sería mejor mandarlos al Jarama o a contemplar Carabanchel.
Al regresar, le dije a Vishnevski: «No hay nada que hacer, no lo
aconsejan». Perdió la cabeza y se puso a gritar: «¡Y yo que pensaba que era
usted un hombre valiente!». Me enfadé y le respondí que yo sí iría a Brunete,
pues debía informar al periódico de lo que pasaba. Tenía coche, y aunque los
españoles me habían pedido que no llevara conmigo a escritores del congreso,
si él insistía, al día siguiente partiríamos a las cinco de la mañana.
En aquellos días hacía un calor insoportable. Recuerdo con horror las
noches pasadas en una habitación, con las ventanas cubiertas de cortinas
negras. No había más remedio que permanecer de pie una o dos horas, en una
sofocante cabina, para transmitir al periódico por teléfono («No se oye,
deletréelo») qué oradores habían tomado la palabra durante la sesión y qué
pueblos había tomado el ejército republicano.
Al sol, los cadáveres no tardaban en tostarse y se ennegrecían, y Stavski
tomaba a todos los muertos por enemigos, pues los franquistas tenían en aquel
sector batallones de marroquíes.
Me llevé la cantimplora. Stavski y Vishnevski la vaciaron enseguida. Yo
sabía ya que antes de la puesta del sol era mejor no beber, para evitar el
tormento de la sed. En efecto, los dos pasaron sed y pidieron a los soldados
sorbos de agua.
Camino de Brunete, me encontré con algunos jefes conocidos, del batallón
Edgard André. Nos dijeron que la carretera se encontraba bajo fuego enemigo,
que sería mejor no seguir avanzando. Respondí que teníamos que llegar a toda
costa a Brunete. «Pero no se entretengan, los fascistas preparan un
contraataque».
Los falangistas habían sido expulsados de Brunete repentinamente, y en las
casas vimos mesas puestas y la comida dejada a medias. Por el suelo del local
de Falange había octavillas, pancartas y discursos de Goebbels traducidos al
español. Vishnevski recogía los «trofeos»: insignias fascistas, banderas,
documentos esparcidos por todas partes. Me pidió que le tradujera los rótulos
de las paredes. En una palabra, perdimos mucho tiempo. Cuando nos
dirigíamos a Villanueva, Stavski encontró un casco fascista, se lo puso en la
cabeza y quiso a toda costa que le fotografiara junto con Vishnevski. Dimos
media vuelta. Cerca de Villanueva de la Cañada los fascistas abrieron fuego
contra la carretera. Stavski gritó: «¡Al suelo! ¡Os lo digo como viejo
soldado!».
Vishnevski se arrastraba por el suelo y gritaba, preso del entusiasmo:
«¡Vaya! ¡Están a dos pasos de nosotros! ¡Diablos, nos están disparando!».
Cuando volvimos a Madrid, comenzaron a contarle a Fadéiev lo
maravilloso que había sido el viaje. Yo fui a transmitir el informe al
periódico.
Por esta excursión me cayó una buena reprimenda. Un militar ruso (creo
que era Maksímov) gritaba: «¿Quién le ha autorizado a poner en peligro la
vida de nuestros escritores? ¡Qué escándalo!». Observé desconcertado que yo
también era escritor. Eso no le desarmó. «Usted es otra historia. Koltsov y
usted están aquí por trabajo. ¡Pero nosotros tenemos instrucciones de proteger
a los delegados!». De repente, cambió de tono: «Bueno: ¿qué le parece? Bien,
¿no? Han ocupado el cementerio de Quijorna. Allí está el Campesino… Me
quedé hasta las seis, ahora dormiré unas tres horitas y me volveré para allá.
Ahora tengo que hablar con Grigórovich. ¡Canallas! Me acaban de telefonear,
están tirando bombas».
El día antes había escrito el discurso que debía pronunciar en el congreso,
pero decidí no intervenir y entregué el texto al redactor de Mundo Obrero. En
mi discurso no hablaba de André Gide ni de cómo aniquilábamos a los
«enemigos del pueblo». Hace poco me enviaron un ejemplar de Mundo
Obrero del 8 de julio. En él se publicó el artículo que envié al periódico
titulado «Un discurso no pronunciado». Sobre él, un parte de guerra: «El
pueblo de Quijorna está cercado por nuestras tropas. La moral de nuestros
soldados es excelente. Por algunos desertores sabemos que el enemigo está
enviando nuevas unidades para impedir nuestro avance».
En mi discurso había una idea que aún hoy me parece correcta: «Hemos
entrado en una época de acción. Quién sabe si se escribirán los libros que
muchos de nosotros hemos pensado. Durante años, si no décadas, la cultura
estará en el campo de batalla. Puede esconderse en los refugios, donde tarde o
temprano le llegará la muerte. Puede pasar a la ofensiva».
«Años» es poco, «décadas» puede ser exagerado: a partir del día en que
escribí aquellas líneas nos tocó vivir ocho años más en el campo de batalla. Y
luego tampoco se instauró una auténtica paz.
Pero para un escritor es difícil renunciar a las «frágiles palabras», como
había dicho Bergamín: la literatura nos absorbe. Ya en primavera Malraux
había dejado de combatir: no había más aviones. Empezó a escribir una
novela sobre la guerra de España titulada La esperanza. En los frentes de
España reinaba la calma. A Ludwig Renn le enviaron a Estados Unidos, a
Canadá y a Cuba: impartía conferencias sobre la guerra de España. Regler
hacía lo propio en Latinoamérica. Malraux recolectaba dinero en Estados
Unidos para los españoles. En otoño Koltsov volvió a Moscú y se puso a
escribir el libro Diario de la guerra de España.
Cuando el congreso terminó, dejé París y me fui al sur de Francia, a un
pequeño pueblo. Allí reinaba la calma, a veces incluso demasiado. Verdeaban
los campos de tabaco y discurría lentamente el río Lot. Escribí un relato largo
sobre la guerra española. Mejor dicho, una serie de anotaciones sobre los
acontecimientos y la gente.
Uno de los protagonistas, el emigrado alemán Walter, va a España a
combatir contra los fascistas. Por la ventanilla del vagón se ve el mar. «Se
está bien aquí», piensa, «piedras, redes de pescador, viñas, silencio. ¿Qué más
necesita un hombre? ¡No, qué absurdo! Necesita mucho, muchísimo… Otro
túnel. ¡Es la guerra!». Titulé la novela ¿Qué necesita el ser humano? Es el
pensamiento del protagonista y del autor, formulados entre el silencio del
tiempo de paz y una guerra que iba para largo.
Podía alejarme por unos cuantos meses de la vida como corresponsal de
guerra. Pero ya no pude alejarme de la guerra. Hay prismáticos de campaña,
correo de campaña, hospitales de campaña. Mi generación recibió como
regalo largos años de campaña.
27
En Francia el Frente Popular aún existía oficialmente, pero ahora no era más
que un letrero agrietado. El nuevo gobierno estaba encabezado por Daladier,
que había confiado el Ministerio de Asuntos Exteriores a Bonnet. Este último
proclamaba a voz en cuello que ansiaba la paz y luego, en voz queda, añadía
que era indispensable ponerse de acuerdo con Berlín y con Roma.
La tragedia de Francia empezó mucho antes, en 1936, cuando Léon Blum,
asustado por la derecha, se negó a vender armas al gobierno español. Esto
contradecía los tratados existentes, los intereses de Francia y los principios
políticos de Blum. El primer ministro socialista era un enamorado de
Stendhal. En las novelas le gustaban los personajes apasionados, pero él no
tenía carácter. Exclamó: «¡Mi alma se desgarra!», y empezó a hablar de «no
intervención». Y no fue sólo su alma lo que se desgarró, sino también Francia.
En junio de 1938 muchos políticos franceses comprendían que Mussolini
no quedaría satisfecho con la toma de Addis Abeba y de Málaga, que para
Hitler Austria sólo era un tentempié y que España era un ensayo general. Pero
el país estaba dividido. Los enemigos del Frente Popular, furiosos por las
huelgas, miraban a los fascistas con esperanza, como se mira a los expertos
cirujanos. Y los franceses de la calle, mudos de los cuales habían votado a
favor del Frente Popular, se alegraban de no estar en Viena ni en Barcelona:
nadie los bombardeaba ni los obligaba a poner las manos en alto. Podían
tomar en las terrazas de los grandes cafés y en los pequeños bares obreros sus
aperitivos verdes, dorados y de color frambuesa. Francia ya ensayaba su
futura rendición.
En el quiosco de la estación compré una pila de periódicos y un libro de
un autor que no conocía, Léon de Poncins. Tenía un título tentador La historia
secreta de la revolución española. El periódico fascista Gringoire convocó
un concurso: el lector que adivinara la fecha en que el general Franco
conquistaría Barcelona cobraría cincuenta mil francos. Por el libro de Léon de
Poncins supe que los comunistas, los socialistas y los francmasones se habían
conchabado con el objetivo de entregar España a los judíos. Para ello el
Komintern había enviado a Barcelona a Béla Kun, a Vronski, a Antónov-
Ovséienko, a Ehrenburg, a Koltsov, a Miravitlles, a Gorev, a Tupolev, a
Primákov y a otros «criminales de ascendencia judía». Pensé que había locos
en todas partes y me quedé dormido.
Llegué a la ciudad fronteriza española de Portbou a primera hora de la
mañana y me encontré en medio de un bombardeo. España me acogió con
sangre: en la calzada yacía un niño muerto.
Había partido de España en los días de los combates por Teruel, cuando
todos aún tenían fe en la victoria. Al volver medio año más tarde, vi otro
panorama. En Moscú, por supuesto, ya me había enterado de que los fascistas
habían obtenido grandes victorias, pero una cosa es leer una desgracia en los
periódicos y otra muy diferente verla. Es terrible cuando uno se despide de
una persona querida, que trabaja, se enfada, sueña y tiene celos, y la encuentra
luego carcomida por una enfermedad cruel, incluso tal vez mortal. Cuando me
fui, la situación de los republicanos era difícil, pero incluso los observadores
neutrales hacían conjeturas sobre el resultado de la guerra. Ahora yo intentaba
convencerme de que no todo estaba perdido de antemano y que un milagro
podía salvar la República.
Junto al Ebro, un español de cincuenta años, residente durante mucho
tiempo en París (de nombre Ángel Zapico) y que se hizo voluntario en 1938,
cuando ya no había lugar para las ilusiones, me dijo: «La muerte es un
fenómeno, un incidente. El nacimiento y la muerte no son cosas que dependan
de nosotros. Lo principal es vivir dignamente sin despreciarse a sí mismo».
Quizá, al decir esto pensaba en otra cosa, en que el hombre quiere morir
dignamente, hacer todo lo posible para que la muerte no parezca un
«incidente».
Llegué a Barcelona. Sávich continuaba escribiendo telegramas y decía que
el trabajo lo agotaba: ni siquiera podía hacer una escapada al frente. Me
preguntó por su mujer, por Mirova y por algunos consejeros militares. Le
respondí que Alia estaba bien y que se esforzaba en mantenerse serena, pero
que Mirova lo pasaba mal, como muchos otros: «Resulta difícil entender por
qué cada día arrestan a personas que no son culpables de nada». Sávich me
miró asombrado: «¿Qué te ocurre? ¿Te has vuelto trotskista?». No había
estado en Moscú y no entendía muchas cosas.
Sávich vivía en la montaña. Bajé a la ciudad. Al igual que antes, en la
plaza Cataluña una anciana cobraba diez céntimos a los viandantes que se
sentaban en una silla de la plaza y les entregaba un billete. Diez céntimos se
habían convertido en una suma microscópica. Además, había poca gente en la
plaza. Alrededor, las ruinas de las casas destacaban por su negrura. Pero la
vida continuaba… En aquella misma plaza los viejos tiraban migas de pan a
las palomas. Todo esto podía parecer asombroso: la ración de pan eran de
ciento cincuenta gramos, a veces sólo de cien, ¿cómo se podía alimentar a las
palomas? Además, las palomas habrían podido levantar el vuelo, pues eran
muy pocas las noches sin bombardeos. Pero no me sorprendió: mucho tiempo
antes había comprendido que se puede poner la vida patas arriba, destrozarla,
pisotearla, y aún así los enamorados continuarán besándose y haciéndose
juramentos, mientras que las ancianas seguirían arreglando la habitación, la
celda, la cama de hospital y, al parecer, incluso su propio ataúd.
En las Ramblas se vendían flores como antes. En el teatro se estrenaba La
fierecilla domada. Junto las fincas adineradas había huertas con patatas y
lechugas. En el restaurante servían habas hervidas sin aceite, pero los
manteles estaban limpios. Y no había jabón.
Los limpiabotas se ganaban bien la vida: el betún negro no faltaba y, fieles
a sus costumbres, los barceloneses se alegraban al ver los zapatos
resplandecientes.
Se publicó el número correspondiente de la revista Barcelona Filatélica.
Conté, en el periódico, que funcionaban doce teatros y cincuenta y cuatro
cines. En el mismo ejemplar se comunicaba que el día anterior había tenido
lugar el centésimo bombardeo de Barcelona. Por consiguiente, era un
centenario.
El barrio de pescadores, la risueña Barceloneta, había sido destruido por
las bombas. Cada día, los periódicos publicaban anuncios con marcos negros:
alguien había muerto durante el bombardeo. En cierta ocasión cayó una bomba
en el cementerio y destrozó las tumbas, otra vez impactó en una maternidad y
hubo muchas víctimas. Destrozaron también la catedral del siglo XIII, el
mercado. Izvestia me pidió que mandara fotografías. Yo iba y fotografiaba
ruinas, soldados que sacaban cuerpos mutilados entre los cascotes. Uno puede
acostumbrarse a todo, y yo pensaba en la mejor abertura de diafragma para
tomar las fotografías… Debía de parecerme a la vieja que cobraba las sillas.
La España republicana estaba dividida en dos: los fascistas habían
conseguido llegar al mar. Los alemanes enviaron a grandes especialistas:
veían a España como un escenario perfecto para hacer maniobras antes de la
inminente conquista de Europa. Y en los combates por conquistar la salida a la
costa de Levante, además de los ejércitos de Franco, participaron cuatro
divisiones italianas.
Fui al frente, que los periódicos llamaban por costumbre de Aragón,
aunque los fascistas habían logrado hacerse con todas las ciudades y pueblos
de la comunidad: Barbastro, Fraga, Sariñena, Pina, Caspe. Allí discutía, hacía
amistad o me enemistaba con los infatigables anarquistas… Llegué hasta las
afueras de Lérida. La ciudad estaba en manos de los fascistas, pero los
republicanos habían conseguido resistir en un barrio ubicado en la otra orilla
del Segre. ¡Dios mío, cuántas veces llegué a Lérida desde el frente de Aragón!
Entonces aquella ciudad parecía encontrarse en la retaguardia profunda. Iba al
hotel Palace, tomaba un baño, paseaba por la ciudad. Las calles tenían
arcadas, y por la noche los faroles antiguos parecían de teatro. En el café
servían vermut. En las mesitas la gente discutía sobre quién tenía razón, si la
FAI o el PSUC. Las muchachas paseaban junto al café, se reían y las
acompañaban las miradas de entusiasmo tanto de los anarquistas como de los
socialistas. Ahora, en el lugar donde estaba el café se levantaban sacos de
arena y se oía el crepitar de una ametralladora. Ante mí no había más que unas
calles estrechas y sinuosas y las casas semidestruidas junto al río.
No sé por qué me acordé de un viejo peluquero tuerto: me afeitaba y
cortaba el pelo en su local, cuando regresaba del frente. Gastaba bromas, se
burlaba de los generales, de los anarquistas, de los ministros, y anunciaba con
orgullo a todo el mundo: «Soy un anarquista moderado y un antifascista
encarnizado». ¿Habría tenido tiempo de dejar la ciudad o habría muerto?
Un habitante de Lérida que había cruzado el río explicaba que en la ciudad
quedaban cuatrocientas personas (antes había cuarenta mil): «Todos se han
ido. ¿Recuerdas la gran casa de la plaza de la Paeria, junto al Palace? En ella
han escrito con pintura roja: “No queremos vivir con asesinos”. Eso no lo
escribieron los soldados, sino alguno de los habitantes al marcharse».
Resulta difícil explicar cómo consiguieron detener a los fascistas en la
orilla derecha de aquel río estrecho y poco profundo. En otoño de 1936 los
habían detenido en las afueras de Madrid. Los militares explicaron entonces
que es fácil defender una ciudad. Pero aquí los fascistas ocuparon la ciudad y
de repente tropezaron con una resistencia furiosa. En España esto sucedió más
de una vez y, por lo visto, no está relacionado con las peculiaridades del
terreno sino con las del carácter: los hombres cedían casi sin combatir cien o
doscientos kilómetros, y de pronto ardía su furia, su cólera, su voluntad, y el
enemigo no podía avanzar cien metros.
Estaba sentado con los soldados cuando un casco de metralla mató a un
soldado moreno y apuesto. Se llamaba Currito y era un andaluz de Sierra
Morena. Otro soldado, un sastre barcelonés que siempre estaba bromeando,
permaneció mucho tiempo junto a su compañero muerto, moviendo los labios.
Era evidente que estaba conteniendo las lágrimas. Al final dijo: «Prometí que
le cosería la camisa».
La metralla rompió la rama de un melocotonero. Comimos en silencio las
frutas aromáticas, que en Lérida maduran temprano. El sastre de Barcelona
dijo: «A Currito le gustaban los melocotones».
En el batallón había bastantes voluntarios que se habían alistado en fecha
reciente, gente mayor, adolescentes. Los políticos decían que se acercaba el
final de la guerra. Pero ellos venían a combatir… Era poco probable que
contaran con la victoria, pero no querían o no podían quedarse al margen. Yo
conocía España y, con todo, cada día me llevaba una sorpresa.
Cuando volví a Barcelona, estaban bombardeando la carretera. Estuvimos
media hora tumbados sobre la hierba. Después vi un campo de trigo arrasado.
Sentí un dolor intolerable, aunque había visto cosas mucho más terribles. Tal
vez se debiera a que de niño, cuando se me caía un pedazo de pan, mi niñera,
Vera Platónovna, me decía irritada: «¡Dale un beso!», y yo besaba el trozo de
pan.
En Barcelona hablé con un piloto alemán hecho prisionero, Kurt Kettner,
hijo de un arquitecto de Brandeburgo. Había venido a España muy pronto, en
octubre de 1936. Me dijo enseguida que era teniente de la Reichswehr y que
volaba en un Heinkel 111. Cuando le pregunté por qué bombardeaba las
ciudades españolas soltó una risotada: «¿Otra vez la historia de las mujeres y
los niños?». Hablaba en alemán, pero las palabras mujeres y niños las dijo en
español. «¡Qué disparate! Hace poco, después de un bombardeo, vi una nube
de humo. Debía de ser el humo de mujeres y niños».
No podía decirse que fuera un ignorante, había leído muchos libros,
hablaba de la «filosofía de la historia», pero me parecía salvaje, temerario y
malvado. Tales encuentros me ayudaron a conocer el mundo espiritual,
sencillo a la par que peculiar, de estos oficiales y soldados que dos años
después vería desfilar por las calles de París y, en 1941, en Bielorrusia.
Seguía escenificándose la farsa trágica de la «no intervención». Vi cómo
en Cerbère interceptaron varios centenares de palas, compradas para los
campesinos de Cataluña. Fui a Hendaya, pues quería ver lo que pasaba en la
frontera entre Francia y la España fascista.
En Hendaya tenía amigos, ya lo he mencionado al hablar del intercambio
de los pilotos. Estos amigos me llevaron ante un funcionario responsable de
aduanas que odiaba el fascismo. Me enseñó documentos sobre cargamentos
enviados a la España fascista. Alemania e Italia, como es natural, mandaban
aviones, tanques, artillería y municiones por mar, a los puertos de Portugal,
Bilbao y Cádiz. Pero las mercancías más inocentes las remitían a través de
Francia. Por esta vía mandaban camiones, motocicletas, caucho, motores y
productos químicos para la industria bélica. En la frontera entre Francia y la
España fascista no había ninguna clase de control, a pesar de todas las
aseveraciones del gobierno francés.
Izvestia publicó mi artículo y la policía francesa se indignó. Resultaba que
yo estaba infringiendo los principios de la «no intervención». (De todos
modos, era ingenuo: quería avergonzar a unos y abrir los ojos a otros. Pensaba
que íbamos hacia Verdún, pero íbamos hacia Munich).
He de contar una historia bastante estúpida. Quería, aunque sólo fuera por
unas horas, visitar la España fascista, ver lo que allí pasaba. No se podía
contar con documentos falsos: en Irún había un consejero de la Gestapo. En
Hendaya me explicaron que los contrabandistas a menudo introducían en las
aldeas fronterizas españolas diversas mercancías. Conocí a uno de ellos, era
un vasco francés. Me dijo: «De acuerdo. Pero tenga en cuenta que no me
dedico a la política. Sé que los fascistas son unos canallas, pero necesito
alimentar a mi familia. No le denunciaré, pero si (Dios no lo quiera)
tropezamos con los guardias fronterizos, les diré con franqueza que es
extranjero y que le encontré por el camino».
Cruzamos un riachuelo y luego empezamos a trepar. Yo, lo reconozco,
estaba inquieto y sentí pánico en un par de ocasiones. Ya ni recuerdo qué carga
llevaba mi guía, al que llamaba Jack. Al final fuimos a parar a un pueblo
español de lo más corriente, entramos en una casa oscura que olía a aceite de
oliva y a ajo. Jack llevó allí a Antonio. Antonio me llevó a otra casa. En
cuanto volvimos a Hendaya, apunté una conversación sencilla: «El ama era
vieja y sorda». Antonio me dijo: «Los requetés han matado a su hijo. Al
mismo tiempo que a Aguirre. Fue allí, por donde has pasado con Jack, cerca
de la casa roja. Estaba tumbado allí, soltando insultos. Ella no lo sabía. Y
cuando llegó, ya estaba muerto. La dejaron aquí porque ya es muy vieja». La
anciana nos miraba por turnos a Antonio y a mí. Antonio le gritó al oído: «Te
han dejado aquí porque eres muy vieja». Ella asintió, contenta: «Sí, sí, muy
vieja». Luego apretó el pañuelo negro entre sus dedos afilados: «Él no era
viejo, era aún joven». Y empezó a sollozar. Antonio se llevó el dedo a los
labios: «¡El guardia!». Miré por la rendija del postigo. No había nadie…
Antonio explicaba: «Aquí todo el mundo le tiene miedo… Estuve en el
mercado de Elizondo. Allí tampoco nadie abre la boca. Tienen miedo… Uno
me dijo directamente: “Sólo hablo con mi mujer. Y aun así tengo miedo…”. Yo
soy de Villamediana, un pequeño pueblo de ciento sesenta habitantes, pero
votamos a los socialistas. Los requetés fusilaron a veintinueve personas».
Antonio me trajo a otros cuatro y dijo: «Podéis hablar con él, es francés,
uno de los nuestros». Los campesinos me hablaron con precaución de las
requisiciones, las multas. Enseguida vino a buscarme Jack y dijo que era hora
de partir.
Volvimos a primera hora de la mañana. Pasamos por el bar de la estación y
bebimos coñac.
En general, no vi nada y podría haber escrito sobre la vieja sin correr
riesgos innecesarios. Aquélla fue una iniciativa más propia de un muchacho de
veinte años. Me di cuenta de ello y sentí más vergüenza que orgullo. Además,
temía que me llamaran la atención: podían decir que a un corresponsal de
Izvestia no le correspondía embarcarse en semejantes aventuras. Pero todo se
arregló y volví a Barcelona.
No era yo el único ingenuo. Muchos políticos aún creían en un cambio de
actitud de Francia e Inglaterra. Sí se recuerdan los acontecimientos del verano
de 1938 muchas cosas resultan comprensibles. No pasaba un día sin que Hitler
amenazara a Checoslovaquia. Henlein, el führer de los Sudetes alemanes, fue
a Londres, pero volvió descontento. Aunque Chamberlain estaba dispuesto a
hacer concesiones, tenía que contar no sólo con la oposición de los laboristas,
sino también con la de muchos conservadores influyentes. En Francia, el
cuadro era tan abigarrado que no resultaba fácil entenderlo: en casi todos los
partidos había partidarios tanto de la resistencia como de la capitulación. El
periodista de derecha Kérillis, que hasta hacía poco despotricaban de los
republicanos españoles, escribía ahora que Hitler atentaba contra Francia. El
periódico de izquierdas Oeuvre, que antes atacaba a Franco, se convirtió en
portavoz de unos círculos que se hacían llamar «partidarios de la paz» y que
defendían cualquier concesión a Hitler. Todo el mundo estaba nervioso. Los
propietarios de los hoteles en la costa o en los Alpes se quejaban: ¡la gente
había olvidado que era la época de las vacaciones de verano!
Álvarez del Vayo siempre fue (y siguió siendo) un optimista. Recuerdo que
aquel verano trataba de demostrarme que la guerra entre Alemania, por un
lado, y Francia y sus aliados, por otro, era inevitable. «En España los
franceses no sólo encontrarán enemigos dispuestos a atacarlos por la
retaguardia sino también aliados». Consideraba que para el final del verano se
habrían producido muchos cambios en el mundo y repetía: «Nuestra tarea es
resistir».
Han corrido muchos ríos de tinta, y corren todavía, sobre «el milagro de
Madrid», sobre el otoño de 1936, cuando el pueblo español, con la ayuda de
las Brigadas Internacionales y de equipamiento soviético, detuvo al ejército
fascista. Sobre el último período de la guerra se ha escrito muchísimo menos:
la derrota nunca ha parecido un tema atractivo. Pero confieso que la
resistencia en la segunda mitad de 1938 me parece un milagro mucho mayor
que la defensa de Madrid en el primer otoño de guerra.
El 15 de abril de 1938, cuando el ejército de Franco llegó a la costa y
partió la España republicana en dos, el resultado de la guerra estaba decidido.
Hubo errores, por supuesto, y desconcierto y muchas otras cosas, pero no
estoy escribiendo la historia de la guerra, sino un libro de memorias. Cuando
pienso que Cataluña resistió otros diez meses, y Madrid aún más, no puedo
dominar la emoción que me invade. Los pueblos se parecen a los individuos:
se los comprende mejor en los días de las grandes desgracias.
En junio me recibió Azaña, el presidente de la República. Algunos lo
llamaron «desertor» porque se fue a Francia en febrero de 1939 junto con el
gobierno. Naturalmente, el presidente de la República debería haberse
dirigido a Madrid. Pero quienes lo juzgan no son sólo demasiado severos, sino
que parecen no querer entender que Azaña era presidente de la España en
guerra contra su voluntad. Cuando la República aceptó el desafío de Franco y
entró en combate, cambiaron el gobierno. Lo cambiaron muchas veces. Pero al
presidente no podían cambiarlo, pues era el símbolo de la continuidad, un
reclamo para las democracias burguesas de Occidente, una bandera.
Manuel Azaña fue político más bien por error. Escribía novelas, ensayos,
y como todos los intelectuales progresistas odiaba la monarquía y al dictador
Primo de Rivera. Antes que nada era un aficionado, tanto en literatura como en
política. Donde se sentía bien no era ni en la residencia presidencial ni
ostentando el cargo de primer ministro, ni siquiera en el Parlamento, sino en el
club literario Ateneo, donde organizaba diálogos entre eruditos y se
desarrollaban esas interminables conversaciones nocturnas que los españoles
llaman «tertulias». Podía discutir brillantemente con Édouard Herriot sobre el
barroco, sobre madame Récamier y sobre el humanismo universal de
Calderón.
Nadie le acusará de cobarde. Estuve en Madrid el 14 de abril de 1936,
cuando el pueblo celebraba el aniversario de la proclamación de la
República. Azaña ocupaba a la sazón el cargo de primer ministro. Un fascista
le disparó. Cundió el pánico. Azaña sonreía tranquilo.
Todo lo que ocurrió a continuación fue para él una prueba insuperable: era
un intelectual liberal, y cuando Largo Caballero le llevó, para que suscribiera
la lista del nuevo gabinete, donde figuraban cuatro anarquistas, se opuso.
Intentó discutir, argumentó que quienes rechazan el Estado no pueden ser
ministros. Pero fue inútil: sólo era una bandera.
Me recibió por ser corresponsal de un periódico soviético e hizo una
declaración que contenía las siguientes líneas: «La agresión armada contra la
República, organizada y sostenida por tres estados europeos, nos constriñe a
hacer la guerra por la independencia, no sólo en el sentido político de la
palabra, sino también en el sentido más elevado y esencial, más duradero que
la estructura y el régimen del Estado: la lucha por la libertad del espíritu
español. No se trata de que en Europa haya una república más o menos, ni de
que tal o cual partido político pueda defender su programa. Se trata de si un
gran pueblo, glorioso en tantos ámbitos, podrá participar independientemente
en la creación de la cultura contemporánea o bien si será ahogado. He aquí la
importancia mundial de la tragedia española, en eso radica la causa y la fuerza
de la autodefensa de España».
Una vez hecha esa declaración, Azaña sonrió con tristeza: «Ahora ya
podemos ponernos a hablar como dos escritores». Pensé que entablaría una
conversación sobre literatura, pero dijo: «En mi declaración he mencionado la
palabra tragedia. Quizá sea inoportuna en boca de un jefe de Estado, pero no
encontré otra. Negrín, al parecer, cree que la guerra mundial salvará a España.
Seguramente estallará la guerra. Pero no empezará hasta que no hayan ahogado
a España… Usted conoce nuestra literatura. Siempre hemos tendido a ideales
universales. Un español creó Don Quijote, todos lo aprecian, pero también es
motivo de burla para todos. Nos compadecen, pero al compadecernos se
burlan de nosotros… España va a permanecer largo tiempo entre barrotes».
Me reuní con los anarquistas de Barcelona. Acusaban al gobierno y a los
comunistas, decían que Prieto era un politicucho quemado, que lo que ocurría
cada día daba la razón a los anarquistas, y al mismo tiempo repetían con
orgullo que los periódicos soviéticos escribían con entusiasmo sobre el
comandante Cipriano Mera, que era anarquista. Juraban que la CNT y la FAI
combatirían hasta el final y se quejaban de que el gobierno hiciera tan poco
para organizar una guerra de guerrillas: «Todo español ha sido creado para la
guerrilla». Uno de ellos me acompañó hasta el hotel. Por el camino sonó la
alarma aérea, aullaron las sirenas y nos quedamos bloqueados en el portal de
un almacén. El anarquista decía: «Tomé conciencia en 1928, cuando tenía
veintitrés años. Estuve en el frente, me hirieron en el pecho. Hoy he pedido
que me manden al Ebro. En primer lugar, soy anarquista, y eso obliga…».
Guardó silencio, y le pregunté: «¿Y en segundo lugar?». Tardó en responder,
su voz sonaba conmovida: «¿En segundo lugar? ¿Qué quieres? Español ya lo
era antes de ser anarquista. ¿Es que crees que no soy español? Soy de Sevilla,
como tu José, sólo que él era panadero y yo peluquero. ¡Soy más español que
el infame de Franco! Y a ti qué te parece, ¿puede un auténtico anarquista vivir
sin España? A mi modo de ver, no».
Para los comunistas españoles no era fácil. Tenían que estar dando
explicaciones constantemente: a los anarquistas sobre qué es la disciplina, sin
la cual es imposible derrotar a los fascistas; a los republicanos sobre la
revolución; a los socialistas sobre la unidad; a los camaradas soviéticos sobre
España.
Me encontré con José Díaz, Dolores Ibárruri, Uribe y otros líderes del
Partido. Me ayudaban a entender la situación. Pero ahora quisiera recordar
una conversación que no tiene relación con los acontecimientos.
Nunca me gustaron las corridas de toros y más de una vez discutí al
respecto con Hemingway. Me parecían abominables tanto los vientres
destripados de los viejos caballos como las banderillas clavadas en el toro
aturdido y la sangre sobre la arena, pero sobre todo me asqueaba el engaño: el
toro, que no conoce las reglas del juego, corre directamente hacia su enemigo
y el torero se desvía un poco. Todo el arte consiste en esquivar a tiempo, ni
demasiado pronto, ya que el público le silbaría, ni demasiado tarde, pues el
animal podría cornear el vientre, no de un rocín sino del hijo predilecto de
España. José Díaz tenía una hora libre. Como buen andaluz, le apasionaban las
corridas de toros y me dijo: «¿Crees que siempre vamos con el torero? Pues
no, a menudo estamos de parte del toro. No entiendes nada».
No sé por qué he recordado ahora esta conversación. Seguramente, el
poeta ha desplazado al cronista. Vuelvo a los acontecimientos de 1938. A
finales de julio se inició la ofensiva del Ebro, la última tentativa de los
republicanos para restablecer la situación. Por la noche, los soldados, en
barcas, cruzaron el río hasta la orilla derecha, muy bien fortificada. El Ebro es
un río ancho, de corriente rápida. Los atacantes consiguieron establecer un
campo de operaciones, tender puentes, conquistar Mora de Ebro y una serie de
pueblos y crear una amenaza en el flanco izquierdo de los fascistas. Comenzó
una batalla larga y sangrienta.
Estuve dos veces en la orilla derecha del Ebro y vi diversos combates. La
aviación fascista bombardeaba los puentes casi sin descanso, y continuamente
los pontoneros volvían a levantarlos. Tenían su canción: «Viven en una cueva,
negros como negros y fieros como fieras, los pontoneros del Ebro».
Así es. Vivían en las rocas partidas por las bombas. Cuando tomaba
fotografías del puente para enviarlas a Izvestia, un pontonero me dijo:
«Apúrese, no sea que caiga una bomba y se pierda su fotografía».
Aquí la guerra era muy diferente que en Guadalajara o incluso Teruel. En
el bando de Franco combatían once divisiones. En un sector de tres kilómetros
los fascistas concentraron ciento setenta cañones. Durante mucho tiempo se
combatió por las diversas cotas de la sierra de Pándols, y vi cómo puede
cambiar el contorno de una montaña bajo un prolongado fuego de artillería.
Conocí al comandante Manuel Tagüeña. Tenía veinticinco años y le
llamaban «Komsomol». Había conseguido acabar la carrera universitaria
antes de la guerra, se había especializado en óptica y preparaba su tesis, pero
en lugar de eso tuvo que empuñar las armas. Llegó a jefe de cuerpo del
ejército. Tenía todavía el rostro redondo como un niño, pero los militares de
carrera hablaban de él con respeto. Decía: «Llegaremos a Gandesa». Y a
pesar de todo, empecé a creer en la posibilidad de la victoria. En el frente
había más tranquilidad que en Barcelona. No pensaba en lo que estaba
pasando en Europa, no pensaba ni siquiera en el destino de Valencia: mis
pensamientos estaban ocupados en la cota 544, como si el resultado de toda la
guerra dependiera en qué manos se encontraba la coronilla calva de aquella
colina arrasada por el fuego.
Quien estaba al mando era Juan Modesto. Recordamos el comienzo de la
guerra. Entonces Modesto formó el batallón Thaelmann. Lo conocí el mismo
día que capturaron al primer fascista. Modesto estaba contento como un niño:
«¿Lo entiendes? ¡Tenemos a un prisionero! Por supuesto, habría sido mejor
dos. Así hubiéramos podido decir “hemos capturado un botín de guerra y
prisioneros”». En el Ebro me dijo que recordaba aquel lejano día como el más
feliz. Me contó su vida: era andaluz, trabajaba en un aserradero, le gustaba el
fútbol y la política no le interesaba. Una vez un doctor le dio un periódico
diminuto, La Voz del Proletario. Modesto lo leyó y quedó muy pensativo. No
tardó en hacerse comunista. En el Ebro, su tienda estaba abarrotada de libros:
estudiaba la ciencia militar. Hombre divertido, contagiaba a los demás su
alegría. Me contaron que, en marzo, cuando el personal se desanimaba,
entonaba canciones, bromeaba, contaba chistes andaluces, y todos sonreían sin
poder evitarlo. Nos pusimos a hablar de las perspectivas de futuro. Modesto
no desalentaba: «¡Mira qué ejército tenemos ahora!». Luego dijo a la vez que
soltaba un suspiro: «Poca aviación, eso sí… Anda: no me des explicaciones,
lo entiendo todo… Pero tan poca…».
(Hace poco me encontré con Modesto en Roma después de una larga
separación. Me alegré como si volviera a pisar tierra española. Seguía siendo
el mismo y, con la misma voz que en el Ebro, me dijo: «¡Mira qué juventud
tenemos ahora en España!»).
Yo no perdía la esperanza, aunque entendía que había poco que esperar. El
corazón a menudo está en desacuerdo con la razón: es un matrimonio que no
puede vivir en armonía, pero tampoco separarse. ¿Qué me daba ánimos? Lo de
siempre: los pequeños detalles. No había tabaco, un centinela solitario en su
puesto de guardia me dijo: «Tengo dos cigarrillos, dale uno al primer
camarada con el que te encuentres». En Barcelona, en la plaza Cataluña, una
vez les di a dos niñas una tableta de chocolate que había traído de Francia.
Las niñas llamaron a sus amigas y con cuidado la rompieron en diez trocitos.
En el pueblo de Puigverd, ubicado en la línea del frente, entré en una casa de
campo y enseguida vi que había niños de ciudad. El viejo propietario me dijo:
«En España ahora hay poca tierra. Mira, son de Fraga. Tenían tierra y se la
quitaron».
No son historias sentimentales, sino la vida cotidiana en España durante la
víspera del desenlace.
En verano, y especialmente en otoño, iba a menudo a Francia: se
desarrollaban acontecimientos de los que dependía el destino de Europa en los
próximos años. Propuse a Sávich que escribiera para Izvestia cuando yo me
ausentase de Barcelona. Estuvo de acuerdo, y el periódico consiguió un nuevo
corresponsal con el bonito nombre español de José García. Cada vez que me
iba miraba intranquilo al guardia fronterizo español: me había vuelto
supersticioso. Y a la vez no sólo lo escribía, sino que lo sentía: ¡todavía hay
esperanza! A pesar de todo…
31
En este cuarto libro de mis memorias casi todos los capítulos están
relacionados con los acontecimientos políticos de Europa entre 1934 y 1938.
Es natural: estos acontecimientos fueron de capital importancia, y yo no me
sentía un mero espectador. Sería imposible separar mi biografía de los
estremecimientos que sacudieron a centenares de millones de personas en
aquella época. Contar mi vida de otro modo sería una mentira.
Cuando tenía veinte años, pensaba en Katia, en los cuadros de Memling, en
los versos del Blok. Los días tenían la fragancia de los nardos que compraba
en lugar de comida. Ni siquiera sabía quién estaba a la cabeza del gobierno
francés, aunque vivía en París. No me interesaba lo que pasaba en Agadir,
aunque la crisis de Agadir amenazaba con una guerra mundial. No pensaba en
la reforma agraria de Stolipin, aunque seguía considerándome un
revolucionario.
Un cuarto de siglo después no sólo escribía para la prensa, sino que
también sentía la dependencia de lo que los periódicos comunicaban. El olfato
evoca muchos recuerdos impertinentes, y muchos de mis recuerdos de aquellos
días no están vinculados con el aroma de las flores, sino con el olor de la
tinta.
Lo digo sin reproche: no podía vivir de otra manera. Al joven de veinte
años que yo era le parecía que estaba escogiendo libremente su vida,
escuchando su propio corazón. A finales de la década de 1930 ya hacía mucho
tiempo que me había despedido de muchas ilusiones, sabía que si bien al
hombre se le da la posibilidad de escoger su camino, lo sinuoso que éste
pueda llegar a ser es algo que escapa a su control.
Se suele decir que si uno está en un baile tiene que bailar. Claro, por
supuesto. Pero al final cada uno actúa a su manera. En los capítulos
precedentes he hablado de la lucha en España, la cobardía de Blum y
Daladier, los campesinos de Cataluña, los pilotos alemanes. Ahora quisiera
hablar un poco de mí.
He dicho que a menudo iba a Francia donde se estaban gestando grandes
acontecimientos. El periódico me lo pedía y además yo también quería saber
si habría guerra o no. Liuba había alquilado una casita en Banyuls, cerca de la
frontera española. Yo iba allí a descansar de las bombas. A veces venían
Sávich y amigos de Barcelona. Vino también desde París mi vieja amiga
Dusia, risueña y de mejillas sonrosadas, y Malraux, que estaba acabando de
rodar una película sobre la guerra de España.
En París había inquietud, y después de la épica española se hacía difícil
reconciliarse con el apocamiento, la avaricia y el apego a los mil placeres de
la vida cotidiana. Pocos de mis viejos amigos frecuentaban Montparnasse. Los
pintores ya no hablaban de la composición de los cuadros sino de los Sudetes
alemanes y de Chamberlain. Irina escribía poco, sus cartas eran insustanciales,
pero no esperaba otra cosa. El nuevo embajador en París, Yakov Súrits, era un
hombre de buen corazón, pero no me hice amigo de él hasta mucho más tarde,
en los años de posguerra. Es difícil hablar con un hombre que ostenta un cargo
de responsabilidad, pues su papel es convencer o disuadir.
En 1938, de improviso, después de una interrupción de quince años,
comencé a escribir poesía. ¿Por qué motivo? Antes que nada por tristeza y
soledad. En las horas de alegría las personas son sociables y comparten su
alegría con el gentío de la calle o entre cuatro paredes con los seres queridos.
Y en los momentos de la felicidad más elevada y completa las personas
guardan silencio, como temiendo que una palabra acelere el tiempo, destruya
la armonía interior. Pero el dolor exige palabras, tiene su idioma, aunque
pocas veces encuentra un oído atento. ¡Quién sabe lo solitarios que fuimos en
esos años! Abundaban los discursos, aquí y allá se oían cañonazos, la radio no
callaba, pero las voces humanas parecían mudas. Había muchas cosas que no
podíamos confesar, ni siquiera a los más allegados. Lo único que podíamos
hacer era estrecharnos la mano con una fuerza especial, pues todos
participábamos en el gran complot del silencio.
Estoy profundamente ligado a mi trabajo principal: la prosa. Conozco sus
alegrías y sus dificultades. Es un camino sinuoso hacia la montaña, con sus
recodos, sus hondonadas, sus jadeos, a veces incluso infartos. Son palabras
dirigidas a personas sobre las personas. La habitación de un escritor de prosa
siempre está llena de personajes invisibles, agradables o insoportables,
amigos o adversarios, bienvenidos o impuestos por la vida. El escritor de
prosa busca para su trabajo la soledad. Necesita el escritorio y el silencio,
pero, a decir verdad, vive y escribe en un enclave ruidoso e inquieto.
El poeta puede componer versos en la calle, en un autobús, en una reunión
aburrida, pero en esos momentos está solo. Nunca se le ocurriría a un escritor
de prosa, ni siquiera en tiempos remotos, cuando se veneraba la mitología,
conversar con una musa. Pero los poetas, incluidos aquellos a quienes nunca
les explicaron en la escuela que Erató representa la lírica y sostiene una lira,
de repente recordarán a la musa. La lírica es como un diario y a menudo la
gente empieza a componer rimas por soledad. Tiútchev escribió: «¿Cómo
puede el corazón expresarse? ¿Cómo puede otro entenderte? ¿Entenderá por lo
que vives? Un pensamiento expresado es una mentira».
En el poema de Tiútchev el pensamiento escondido no era mentira. La
poesía tiene una gran fuerza: nacida de la soledad, destruye las barreras que
existen entre las personas. El poeta conversa con la musa imaginada, se
confiesa a ella, a menudo sin pensar en el destino de las dos líneas que
resuenan en su mente. Y sus palabras se convierten en una fuente de vida para
un sinfín de personas. Los versos de Tiútchev fueron publicados por sus
amigos, e Iván Aksákov escribió después: «Al parecer, el propio Tiútchev no
participó en esta publicación. Otros decidieron, juzgaron y convinieron las;
cosas por él. Estamos convencidos de que ni siquiera vio este librito». Pero
Lev Tolstói, con respiración agonizante, bisbiseaba los versos de Tiútchev que
acabo de citar.
¡Hasta qué punto fue solitario e infeliz Lérmontov! Verlaine escribió sus
mejores versos en la cárcel. El diario de Blok nos conmueve por la
melancolía de su soledad. Se podrían llenar decenas de páginas con ejemplos
similares. No es mi intención ensalzar la soledad, pero diré como Bergamín:
«La soledad no es aislamiento, no es un programa, no es una torre de marfil».
¡El dolor no es de marfil! Y hay tanto dolor en el mundo…
Volví a la poesía por otro motivo. Escribí ¿Qué necesita el ser humano?
en el verano de 1937, entre Brunete y Teruel. La caída de París comencé a
escribirla en 1940. Durante tres años escribí artículos, ensayos y breves
comunicaciones sobre las operaciones de guerra o los acontecimientos
políticos. Escribía y repetía el texto por teléfono, o bien tecleaba palabras
rusas en caracteres latinos en los impresos telegráficos. Sin querer, dejaba de
pensar en la palabra. Mi lengua se empobrecía, se había estandarizado, se
había vuelto casi convencional.
Quiero confesar una pasión. Creo que nadie verá en mí un nacionalista. He
vivido mucho tiempo en el extranjero, he aprendido a apreciar el genio de
otros pueblos. No soy políglota, pero comprendo algunas lenguas, y desde muy
joven me enamoré del ruso. Me parece creado para la poesía. Todo el mundo
ama la lengua en que le hablaban durante su niñez, pero yo no sólo amo el
ruso, sino que lo admiro. Posee una libertad que no tienen otras lenguas.
Cambiando el orden de las palabras, la frase cambia de sentido. Hay lenguas
con el acento musical sobre varias sílabas, pero me atrevo a afirmar que el
ruso posee un acento lírico. Una libertad semejante, que se opone a las normas
imperantes en las lenguas de la Europa occidental a causa del rigor sintáctico,
y la ausencia de artículos ofrecen al escritor posibilidades infinitas: ante él no
tiene los suelos agotados de los siglos pasados sino una perenne tierra virgen.
La poesía se convirtió para mí en un aire enrarecido, difícil de respirar.
Captando la importancia de la palabra aislada, sentía también el vínculo con
el pasado y la realidad del futuro, sentía los detalles de la vida, y esto me
ayudaba a luchar contra la desesperación. Compuse versos en coche y en tren,
en las horas de descanso o en reuniones bulliciosas, en la calle, en los refugios
subterráneos del frente. Luego los apuntaba. Eran poesías cortas y me las sabía
de memoria.
Escondiéndose de los fascistas, la quinceañera Anna Frank escribía un
diario en el que se dirigía a su imaginaria amiga Kitty (así llamaba al
cuaderno que le habían regalado). No sé a quién me dirigía yo. Tal vez a la
habitual «musa», intranquila, cubierta de fango en los caminos del frente,
ensordecida por el fragor de los bombardeos, invisible en las reuniones de
escritores y en realidad «desprovista de pasaporte».
Escribía poemas sobre los hechos más diversos, de los que antes había
escrito en los periódicos y de los cuales he hablado en este libro. Pero, como
es natural, lo hacía de otro modo. Cerca de Morata de Tajuña, la brigada de
Lukács había efectuado un reconocimiento. Fue una operación difícil y se
cobró muchas víctimas. El poema «Reconocimiento» acababa con las
siguientes palabras: «Y una hora después el alba ya doraba los negros confines
de un monte ajeno. Deja que me vuelva y mire: allí están mis tumbas, el
reconocimiento, mi juventud».
En el informe del intento de ataque contra la Casa de Campo escribí sobre
un canario, y la redacción del periódico no se equivocó en enfadarse conmigo.
En mis versos vuelvo a hablar del pajarito. «¿Qué hacen aquí el armario y el
banco, estas butacas con fundas y la cómoda? Hay incluso una jaula y, en ella,
un canario que, maldito, trina con frenesí». No lo oculto, el ansia del pajarito
me invadió también un instante… Y entonces, presa del miedo, recordé mi
oficio delirante: «Este espasmo, que se aferra a la garganta, y no te deja hasta
la mañana. A cuántos sentimientos se ha dado el golpe de gracia, a cuántos se
ha borrado de un plumazo. ¡El juego vacío de las palabras y los sonidos!».
Escribía sobre los funerales de un piloto soviético en un pueblo español:
«Excavada la tumba bajo los olivos, han puesto sobre la tumba una piedra. ¿En
qué tierra creció el camarada? ¿Bajo qué nubes lloraba? Se encorvaban,
tristes, los soldados. Vueltos de espaldas, se tragaban las lágrimas. ¿Acaso
para él era más querido el olivo que la simple melancolía del abedul?».
Escribía cosas que no podía y no quería contar a nadie. Sobre lo que vi y
soporté en Moscú. Citaré una poesía de 1938 no porque confiera una gran
importancia a mis versos, sino porque muchas cosas se expresan más
fácilmente en verso que en prosa: «No te permitas pensar hasta el final;
arranca, te lo suplico, esta voz, para que desintegre la memoria, para que se
haga añicos la tristeza, para que la gente bromee, para que haya más bromas y
más ruido, para que, al recordar, uno se ponga en pie, se interrumpa, deje de
pensar, para que se viva sin despertar, como un borracho, del tirón y, luego, al
suelo. Para que oiga por la noche el tictac de los relojes, para que el agua
gotee de este grifo, para que gota tras gota, para que cifras y rimas, para que
haya cualquier cosa, una apariencia de trabajo preciso y urgente, para que se
combata al enemigo, para que con la bayoneta corramos bajo las bombas, bajo
las balas, para que se resista hasta la muerte, para que nos miremos a los ojos.
No te permitas mirar hasta el fondo. Hazme, te lo suplico, este favor: no mires,
no recuerdes lo que ocurre en la vida».
Hablaba de la época, del impetuoso torrente montañés que después se
transforma en un río plácido y amplio. Trataba de consolarme: «Y también
nuestro tiempo tendrá fin entre tierras azules donde el horticultor cuida la
semilla y la madre mece la cuna. Donde el día de verano es profundo y largo,
donde el corazón está lleno de silencio y donde de la mano, cansada, la
paloma picotea el grano de trigo».
Quizá estos versos sean flojos, no lo sé. Pero para mí son queridos como
confesiones y no puedo dejar de darles un lugar en un libro sobre mi vida. Me
parece que este capítulo ayudará a los lectores a comprender mejor al autor.
Dice un proverbio francés que la puerta debe estar abierta o cerrada. Pero no,
la celosía del confesonario está al mismo tiempo abierta y cerrada.
32
Poco después de llegar a Barcelona, creo que fue por Año Nuevo, fui a ver al
poeta Antonio Machado y le llevé café y cigarrillos de Francia. Vivía a las
afueras de la ciudad, con su anciana madre, en una casa pequeña y fría. En
verano le había visitado bastante a menudo. Machado tenía mal aspecto,
estaba encorvado. Se afeitaba poco y eso lo avejentaba. Tenía sesenta y tres
años y le costaba caminar. Sólo sus ojos eran brillantes y vivos. Conservo una
nota de este último encuentro: «Machado me ha leído fragmentos de las coplas
de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es
el morir”. Luego me ha hablado de la muerte: “Todo está en el ‘cómo’. Hay
que reír bien, escribir versos bien, vivir bien y morir bien”. Ha sonreído de
modo infantil y ha añadido: “Si un actor encarna un papel, fácilmente puede
abandonar la escena”».
La muerte de Machado fue patética, aunque era el más modesto de los
poetas que he conocido en mi vida. Cuando los fascistas se aproximaron a
Barcelona, tomó consigo a su madre y echaron a andar por las espantosas
carreteras de la franja fronteriza. Machado vivió en el exilio únicamente tres
semanas. Murió en el pueblo de Collioure, desde donde se ven las montañas
de España. Su madre le sobrevivió sólo dos días. Machado no podía vivir
más. Ahora es reconocido por todos como el mayor poeta español de nuestro
siglo. Los jóvenes poetas españoles le dedican poemas a su memoria. Está por
encima de las discusiones y de los acontecimientos, y si hablo de él es porque
para mí su imagen es inseparable de aquellos trágicos días en que España
abandonó a España.
Lo había conocido en Madrid, en abril de 1936. Recuerdo con qué
admiración escuchaban sus versos Rafael Alberti, Neruda y una decena de
jóvenes escritores. Ya he dicho que era asombrosamente modesto, pero me
quedo corto. Chéjov se avergonzaba cuando Bunin lo llamaba poeta,
protestaba y trataba de demostrar que él escribía toscamente sobre una vida
tosca. Por su calidad humana, Machado recordaba en algo a Antón Pávlovich.
En cierta ocasión me dijo: «Tal vez yo no sea ni poeta. Quevedo era poeta,
Ronsard, Verlaine, Rubén Darío… Amo la poesía, eso es cierto». No era
coquetería ni pose. A los sesenta años le desconcertaba oír declaraciones de
entusiasmo. Y era bueno, como Chéjov, indulgente con las debilidades ajenas,
se esforzaba en justificar a los críticos furibundos, ultrajados por el destino, o
a los nefastos grafómanos. En todo encontraba un granito de bondad o de
belleza. Su poesía es ante todo humana.
Me leía estrofas de Jorge Manrique. Es difícil encontrar a un poeta
español que no haya escrito sobre la muerte. En verano de 1938 hablamos en
Barcelona sobre la situación en el frente y sobre la actitud de Francia.
Machado dijo: «Se equivocan en el extranjero pensando que los españoles son
fatalistas y que se enfrentan a la muerte con resignación. No, saben luchar
contra la muerte».
En los últimos años de su vida vi cómo luchaba contra la muerte. No se
dejaba abatir ni por los bombardeos ni por la vida en refugios provisionales.
No quería dejar Madrid. Lo trasladaron a Valencia, como los cuadros del
Museo del Prado. Escribió en Madrid, Valencia, Barcelona. Componía
maravillosos sonetos, y casi cada día redactaba artículos para los periódicos
del frente.
No obstante, volvía a la idea de la muerte una y otra vez, incansable, y en
eso, como en muchas otras cosas, continuaba siendo un español. Escribía
sonetos, elegías, versos libres y versos con rima. Le gustaba la poesía
aforística: los breves cuartetos filosóficos. Pero la mayoría de las veces los
hacía sin rima. Conforme a la tradición del romancero, las últimas palabras de
los versos segundo y cuarto tienen la misma vocal acentuada, lo cual da lugar
a ecos más refinados e imperceptibles que nuestras lejanas asonancias.
«¿Dices que nada se pierde? | Si esta copa de cristal | se me rompe, nunca en
ella | beberé, nunca jamás. || Dices que nada se pierde | y acaso dices verdad, |
pero todo lo perdemos | y todo nos perderá. || Todo pasa y todo queda, | pero lo
nuestro es pasar, | pasar haciendo caminos, | caminos sobre la mar».
Recuerdo a menudo otros cuartetos suyos: «Mirando mi calavera | un
nuevo Hamlet dirá: | “He aquí un lindo fósil de una | careta de carnaval”».
«Cuatro cosas tiene el hombre | que no sirven en la mar: | ancla, governalle y
remos, | y miedo de naufragar». «Todo hombre tiene dos | batallas que pelear: |
en sueños lucha con Dios; | y despierto con el mar». «Nuestras horas son
minutos | cuando esperamos saber, | y siglos cuando sabemos | lo que se puede
aprender». «Bueno es saber que los vasos | nos sirven para beber: | lo malo es
que no sabemos | para qué sirve la sed».
Rubén Darío escribía sobre Machado: «Fuera pastor de mil leones y de
corderos a la vez». En la poesía de Machado conviven de modo insólito el
ajenjo de la estepa y la dulzura del verano, la sabiduría y la sencillez. Es la
visión de los miserables pueblos de Soria, de las piedras de Castilla, de las
desgracias humanas, del valor, de la esperanza, y su camino siempre va «paso
a paso», camino que sube a la montaña o que desciende, el difícil camino de
España, del hombre.
Machado vivió su vida «un paso tras otro», con la gente o en soledad.
Nunca estuvo sobre el escenario (aunque escribió con su hermano varias obras
de teatro), vivió en el «gallinero» de la vida. Fue profesor, primero de lengua
francesa, después de literatura española. Vivió en ciudades de provincia, en
Soria, en Baeza, en Segovia. En la primavera de 1937, cuando volví de un
viaje al frente del sur, decidí visitar a Machado, que entonces vivía cerca de
Valencia. Me preguntó sobre los fascistas encerrados en La Virgen de la
Cabeza y luego si me gustaba La Mancha. Apunté algunas de sus frases: «El
paisaje francés es suave. Dios lo pintó en sus años de madurez, tal vez incluso
en la vejez, todo está bien pensado, todo tiene un sentido de la medida. Un
poco más o un poco menos y todo habría saltado por los aires. Pero Dios pintó
España de joven, sin reflexionar en los colores, sin saber siquiera cuántas
piedras amontonar unas sobre otras. Me gusta La estepa de Chéjov. Por alguna
razón, me parece que los rusos pueden comprender el paisaje español… La
Mancha (todos conocen esta palabra) es Don Quijote. Pero ¿por qué muchos
no entienden que Aldonza es Dulcinea? En cada chica sana y fuerte cada
español ve un sueño y está firmemente convencido de que Dulcinea sabe
llevar su casa, cotillear y planchar las camisas. Turguéniev, cuando escribía
sobre Hamlet y don Quijote, no entendía que Aldonza y Dulcinea eran la
misma persona. Quizá porque todas sus heroínas son criaturas puras y
celestiales o bien mujeres depredadoras. Don Quijote y Sancho Panza no son
opuestos, sino dos expresiones de una misma persona. Aquí no hay escisión,
pero la unidad es más difícil que cualquier contraposición. Así es La Mancha
y también toda España».
He citado, en traducción literal, las sentencias poéticas de don Quijote-
Sancho Panza. No me decido a traducir los versos, dulces e irónicos,
compuestos por Antonio Machado para Aldonza-Dulcinea: están tan
vinculados a la música que basta un cambio fónico para que el encanto se
rompa. Esto emparenta a Machado con el Blok de Las horas nocturnas. Sí, él
ha sido para España lo que Blok ha sido para Rusia.
«Un paso después de otro»… Su comportamiento durante los años de
guerra estaba predeterminado por toda su vida, no hubo ni milagro ni
iluminación súbita, ni cambio brusco, sino únicamente fidelidad a sí mismo, a
España, al siglo. Mucha gente, incluso quienes han estudiado lenguas
extranjeras, no comprende el lenguaje del arte. En la Enciclopedia literaria,
un crítico escribió: «Machado es el típico representante de aquella parte de la
intelectualidad pequeñoburguesa que, ante el capitalismo lanzado a la
ofensiva, se esforzó en evadirse en el mundo de la introspección e intentó
encontrar la solución a las contradicciones de nuestro tiempo en el humanismo
pequeñoburgués». Esto fue escrito en 1935. Pero en 1954 otro crítico escribió
en la Gran Enciclopedia Soviética: «El poemario Campos de Castilla (1912)
está impregnado de amor por la tierra natal y de amargas reflexiones sobre el
destino del pueblo español. […] En Nuevas canciones (1924) el poeta ataca
el arte burgués reaccionario». ¿Había cambiado Machado? No, ambos críticos
escriben sobre libros que se publicaron en los años 1912 y 1924. ¿Acaso
habían cambiado los hábitos de la crítica? En absoluto. Simplemente los años
de la guerra ayudaron a las personas, capaces de comprender las noticias de
los periódicos pero no la poesía, a establecer la etiqueta que le correspondía a
Machado.
Es triste ver que se necesitan los bombardeos o los campos de
concentración para que los poetas obtengan derecho a vivir…
He perdido muchas cosas en mi vida, pero he podido conservar los libros
de Machado con sus anotaciones en los márgenes. Los saqué de España y
luego del París ocupado por los alemanes. A veces observo la caligrafía, y la
fotografía de Machado (que le hice en Barcelona), y el hombre se funde con
los versos: «¿Eres la sed o el agua en mi camino? | Dime, virgen esquiva y
compañera».
Machado combatió junto con el pueblo. Recuerdo que, en el Ebro, el
comandante de división Tagüeña leyó a sus soldados un saludo enviado por
Machado y su voz temblaba de emoción: «La España del Cid, la España de
1808, ha reconocido en vosotros a sus hijos». Cuando nos separamos, el poeta
me dijo: «Tal vez, después de todo, nunca hayamos aprendido a combatir.
Además, no tenemos suficiente material… Pero no hay que juzgar a los
españoles con demasiada severidad. Es el fin. Cualquier día de éstos se
apoderarán de Barcelona. Para los estrategas, los políticos y los historiadores
todo está claro: habremos perdido la guerra… Pero desde el punto de vista
humano no lo sé… Quizá la hayamos ganado». Me acompañó hasta la
puertecilla del jardín. Me volví y le vi triste, encorvado, viejo como España,
aquel hombre sabio, aquel poeta tierno. Vi sus ojos profundos, que no
respondían pero preguntaban. Dios sabe qué. Le vi por última vez… Aulló una
sirena. Empezaba el bombardeo de turno.
34
Más de una vez hemos presenciado sangrientos combates que empiezan sin
ningún tipo de declaración de guerra. En 1939 la declaración de guerra de
Francia no vino acompañada de acciones militares. Todos esperaban
bombardeos, avances o retiradas, pero en el frente no ocurría nada. Los
franceses estaban sorprendidos: «Drôle de guerre».
Recuerdo muy bien las primeras semanas de esa «extraña guerra».
Entonces todavía se podía andar por las calles. Las prostitutas esperaban a los
clientes, provistas de máscaras antigás. En los cristales de las ventanas se
fijaban unas estrechas tiras de papel y algunas amas de casa aprovechaban la
ocasión para hacer dibujos elegantes. Tuve que ir a la comisaría para que me
registraran como extranjero. El propietario de una taberna gritaba, furioso:
«¡No cederé mi almacén! La gente puede refugiarse en el metro, allí hay sitio
para todos. Mis reservas de Borgoña añejo no son una tontería como la
política. ¡Es un capital!». Una señora exigía que arrestaran a su vecino: «Todo
el mundo sabe que estuvo en España y que luchó contra el general Franco. ¡Os
digo que no es francés, sino un auténtico traidor, un comunista, un espía!».
Casi cada noche se efectuaban ensayos de alarma. Las mujeres salían de sus
casas con elegantes batas, pintadas y empolvadas, mientras la pobre conserje
echaba agua en el suelo del refugio: así lo había ordenado el instructor del
barrio.
Enseguida la comedia aburrió a todo el mundo y la vida retomó su curso
normal. La gente ganaba mucho dinero y lo gastaba de buena gana: la idea de
que la guerra podía dejar de ser «extraña» convertía en derrochadores incluso
a los avaros más recalcitrantes. Los periódicos escribían que los soldados se
morían de aburrimiento en el frente. Les enviaron diferentes juegos, novelas
policiacas, licores y pañuelitos de seda con la inscripción «En algún lugar de
Francia». La drôle de guerre jugaba al secreto militar: «¿Dónde está tu
amigo?». «No lo sé. ¡Tengo tanto miedo por él! En algún lugar de Francia…».
Maurice Chevalier cantaba que «París siempre es París» y se convirtió en
un estribillo, en un programa, en un conjuro. Los comentaristas de los
periódicos escribían sobre las perspectivas militares como si se tratara de los
próximos dividendos de un enorme monopolio. Calculaban las reservas de
petróleo, de hierro, de aluminio. Se esforzaban en demostrar que los Aliados
eran más ricos y sólidos que Alemania e Italia. «Venceremos porque somos
más fuertes»: se podía ver escrito en cualquier pared junto a los anuncios de
los electrodomésticos y los aperitivos. Cada día la radio comunicaba cuántas
toneladas de mercancías enemigas habían hundido los Aliados. Nadie
mencionaba la derrota de Polonia, si bien la guerra se había declarado a causa
de las amenazas de Hitler a los polacos.
Un piloto alemán cayó en territorio francés. Lo enterraron con honores
militares. Los periódicos describían enternecidos la ceremonia. Muchos
escuchaban las transmisiones en francés de la radio de Stuttgart. El locutor
afirmaba que Alemania vencería porque era más fuerte. «¡Qué guerra tan
extraña!», repetían sonriendo los franceses. No pensaban ni en los buques
hundidos ni en las reservas de cobre ni en la victoria: vivían al día.
Pero había guerra y, por tanto, se necesitaba un enemigo. Escogieron como
blanco a los comunistas franceses. Cerraron L’Humanité y Ce Soir.
Prohibieron no sólo el Partido Comunista sino también cientos de sociedades,
de uniones, de ligas, sospechosas de simpatizar con el comunismo. Se
practicaron arrestos en masa. El Parlamento autorizó a la Fiscalía para juzgar
a los diputados comunistas. Los acusaban de no querer anatemizar a la Unión
Soviética. Era un pretexto. En realidad, la burguesía se vengaba de los obreros
por el miedo que había pasado en 1936.
Aún hacía poco la palabra fascismo se repetía en todas partes. Como por
encanto desapareció de todos los discursos, de todos los periódicos. Se habría
podido pensar que había desaparecido también el fascismo, pero todos
entendían que los fascistas se preparaban para el asalto decisivo.
Por la mañana venía un par de horas Clémence a limpiar el piso. Su
hermano era comunista. Le dijo: «No sé qué piensan los rusos. Han cerrado
L’Humanité. Han arrestado a los camaradas responsables. Pero veo que
Laval, Flandin y todos los canallas fascistas continúan atacando a los
comunistas. Por tanto, los comunistas tienen razón». Clémence añadió: «Mi
hermano dice que si pudiera tener L’Huma [L’Humanité] lo entendería todo».
Yo leía con esmero los periódicos moscovitas, pero no puedo decir que lo
entendiera todo. Recordaba que Bonnet y Chamberlain creían que Hitler
atacaría Ucrania. El pacto germano-soviético había sido impuesto por la
necesidad. La «extraña guerra» y la persecución de los comunistas
demostraban que Daladier no tenía intención de luchar contra Hitler. Con todo,
las palabras de Mólotov sobre los «miopes antifascistas» me hicieron daño.
Aquel invierno tuve que ponerme gafas por primera vez, pero no podía aceptar
mi «miopía». Tenía muy recientes los cuadros de la guerra española. El
fascismo seguía siendo para mí el principal enemigo. Me asombró el
telegrama de Stalin a Ribbentrop hablando de una amistad cimentada en la
sangre vertida. Leí unas diez veces aquel telegrama y, pese a que creía que
Stalin era un genio como estadista, yo ardía en cólera. ¡Aquello era un ultraje!
¿Acaso se podía comparar la sangre de los soldados rojos con la de los nazis
y, por si fuera poco, olvidar los ríos de sangre que habían derramado los
fascistas en España, en Checoslovaquia, en Polonia y en la misma Alemania?
No pude reprimirme, y cuando Y. Z. Súrits vino a visitarme, le hablé de
aquel desdichado telegrama. Al principio respondió con formalidad, diciendo
que así es la diplomacia, que no hay que dar importancia a los telegramas de
felicitación. Pero de repente estalló, dio un salto: «Toda la desgracia radica en
que usted y yo pertenecemos a la vieja generación. Nos educaron de otra
manera… Usted está inquieto por un telegrama. Pero hay cosas peores. Algún
día podremos hablar de todo ello. Ahora tiene que pensar en usted mismo, no
es momento de ponerse enfermo».
En marzo de 1940 Súrits partió de repente. Antes había padecido una
pulmonía. En una reunión ordinaria de los funcionarios de la embajada se
aprobó enviar un telegrama de felicitación a Stalin, en el que, como era
costumbre entonces, se condenaba a los imperialistas franco-ingleses que
habían desatado la guerra contra Alemania. A Súrits le llevaron el texto para
firmarlo. Un funcionario joven e inexperto, en vez de entregar el telegrama al
cifrador de la embajada, lo llevó directamente a Correos. Al día siguiente, el
telegrama se publicó en los periódicos de París. Para los políticos, que
consideraban que se debía luchar contra la Unión Soviética y no contra la
Alemania fascista, aquello fue un hallazgo imprevisto. El gobierno francés
declaró a Súrits persona non grata. Cuando fui a la embajada, me dijeron que
ya había partido: «Ha habido, por decirlo así, una metedura de pata».
Me sentía débil, enseguida me cansaba y no podía trabajar. Aquel invierno
vinieron a visitarnos pocas personas: algunos de mis antiguos amigos
consideraban que yo había traicionado a Francia, otros tenían miedo de la
policía, pues yo estaba vigilado. Puedo contar con los dedos de la mano las
personas que me visitaron o bien me invitaron a su casa: André Malraux, Jean-
Richard Bloch, el piloto Pons, que había luchado en España, los Hilsum,
Vogel, Rafael Alberti, Gerassi, el doctor Simón y mi amigo Puterman, que
vivía en la casa de al lado.
Con Puterman resultaba difícil hablar entonces. Todo le sacaba de quicio:
Daladier, el pacto germano-soviético, los ingleses, Finlandia. Se le había
agudizado la hipertensión. Una de las últimas tardes se puso a recitar de
memoria unos versos de Pushkin: «Oh, queridos, llorad en silencio mi suerte.
Evitad despertar, con vuestras lágrimas, las sospechas. En nuestra época, bien
lo sabéis, también las lágrimas son un crimen».
Murió tres días después. La policía efectuó un registro con su cuerpo
presente. Tiraron al suelo los libros de Pushkin… Vogel vino al entierro. Le
recordaba animado, esnob, representante del tout Paris. Y ahí estaba de pie,
en el cementerio, decrépito y triste.
El invierno era extraordinariamente frío: los periódicos informaban de que
había nevado incluso en Sevilla. Había estallado la guerra soviético-finesa y
la prensa llegó a olvidarse de Alemania. Muchos políticos exigían que se
enviara un cuerpo de expedición a Finlandia. Marcel Déat, que hasta hacía
poco defendía a Hitler y había lanzado la frase «No vale la pena morir por
Danzig», ahora procuraba demostrar que era preciso morir por Helsinki. En la
iglesia de la Madeleine se celebró una misa por la victoria de Mannerheim.
Las señoras tejían bufandas de punto para los soldados fineses. Daladier
quería demostrar que era capaz de luchar, si no en el Rin, al menos sí en
Viborg. Reinaba la confusión de los momentos de preguerra, cuando llegó,
repentina, la noticia de las conversaciones de paz entre Finlandia y Moscú.
Los ministros se indignaron un poco y volvieron a sus ocupaciones habituales.
Decidieron que había demasiados soldados para un frente tan pequeño.
Había que mandar a casa a los jóvenes campesinos: ¡viva la agricultura!
No había escasez de alimentos, pero los ministros quisieron mostrar su
precaución e introdujeron pequeñas restricciones: días sin pasteles, sin carne
de ternera, sin charcutería.
Es difícil decir qué esperaban los generales franceses. Creían firmemente
en dos líneas: la Maginot y la Sigfrido. Incluso yo, que soy profundamente
antimilitarista, sabía que quien decidía las batallas en España era la aviación.
Y también las grandes unidades de tanques. Pero a los generales franceses no
les gustaban las novedades. Para ellos el general De Gaulle era un futurista.
Mientras esperaba el visado de salida el periódico de derechas Candide
publicó una nota repugnante sobre mí. En «Je suis partout» se preguntaba:
«¿Por qué Ehrenburg está todavía en París?». Yo mismo había hecho esa
pregunta en la Prefectura, pero no respondían, sino que interrogaban. Yo
languidecía, permanecía tumbado releyendo a Montaigne, a Chéjov, la Biblia.
En abril Hitler decidió ocupar Noruega y Dinamarca. El nuevo primer
ministro mandó enviar algunos soldados a Noruega. En los boletines de guerra
aparecieron los nombres de fiordos lejanos.
Tengo todavía un cuaderno con breves notas de 1940. Citaré algunas:
muestran lo que sucedía en Francia y la visión que tenía de los
acontecimientos, «9 de abril. Guerra en Escandinavia. Oslo. Han arrestado a
diecisiete comunistas. 11 de abril. Rue Royale. En los escaparates de las
tiendas, broches con forma de avión y de tanques. 17 de abril. Han arrestado a
cierto Peyrol, sordomudo, acusado de hacer propaganda antinacional. 23 de
abril. Fernando cuenta que a Regler le han dado una paliza en el campo de
concentración. 28 de abril. Un soldado de permiso gritaba, borracho, en la rue
Armorique: “¡Esto no es una guerra, sino una burla!”. 29 de abril. Elsa
Yúrevna nos ha contado que han arrestado a Moussinac. 30 de abril. Œuvre
informa de que han arrestado a un obrero por leer la biografía de Lenin».
«Primero de Mayo. Le Canard Enchaîné dice: “Es el Primero de Mayo más
tranquilo desde 1918”».
Extraña guerra… La gente moría en Polonia, en Finlandia, en Noruega. Se
hundían barcos y la gente se ahogaba en el mar embravecido. Por la noche
ululaban las sirenas. Pero todo eso no se parecía ni a la guerra ni a la paz. La
trágica farsa seguía escenificándose.
Francia ensayaba la capitulación. En varios países millones de personas
ensayaban los bombardeos, las carreras, el fuego de ametralladora, la agonía.
Pero los ensayos eran apagados. Nadie sabía su papel, los oradores se ponían
a hablar en un idioma que no era el suyo. Los estrategas se sentaban como
geógrafos ante los mapas de los dos hemisferios sin atreverse siquiera a llevar
a cabo una exploración. O quizá me lo parecía a mí, condenado a un ocio total
por la enfermedad y las circunstancias. No lo sé. Cuando uno es feliz puede
entregarse a no hacer nada. Pero la desgracia requiere actividad, por ilusoria
que ésta sea.
37
Hablar con los soldados durante los primeros meses de la guerra me llenaba a
veces de orgullo y otras de desesperación. Cierto, teníamos derecho a
sentirnos orgullosos de que los profesores soviéticos hubieran inculcado a los
niños y a los jóvenes el sentimiento de fraternidad. Pero mientras se entregaba
una ciudad tras otra, más de una vez oí decir a nuestros soldados que eran el
capitalismo y los terratenientes quienes habían enviado a los soldados del
bando contrario a luchar contra nosotros, que existía otra Alemania además de
la de Hitler, y que si a los obreros y campesinos alemanes se les explicara la
verdad, éstos dejarían las armas. Muchos se lo creían a pies juntillas, mientras
que otros, por así decirlo, lo escuchaban de buena gana; los alemanes seguían
avanzando con un ímpetu irrefrenable, y la gente siempre se aferra a un clavo
ardiendo.
Los hombres que defendían Smolensk o Briansk repetían lo que habían
oído decir primero en la escuela, luego en las reuniones y pronto en los
periódicos: la clase obrera alemana era fuerte, pertenecía a un país industrial
avanzado; cierto, los fascistas, con el apoyo de los magnates del Ruhr y de los
social-traidores, habían usurpado el poder, pero el pueblo alemán se oponía a
ellos y continuaban luchando. «Por supuesto —decían los soldados del
Ejército Rojo—, los oficiales son fascistas y entre los soldados también habrá
quienes tengan las ideas confusas, pero millones de soldados van al frente sólo
bajo la amenaza de recibir un disparo». Durante los primeros meses nuestros
soldados no sintieron odio hacia el ejército alemán. El segundo día de guerra
fui citado al departamento político del ejército y me pidieron que redactara
una octavilla para los soldados alemanes en la que les advirtiera de que su
ejército, fascista, se sustentaba en el engaño y la disciplina férrea. Muchos
jefes entonces depositaban también sus esperanzas en las octavillas y en los
altavoces.
Octavillas hubo de sobras, y muchas eran convincentes, pero los alemanes
siguieron avanzando.
Tal vez yo habría compartido la ilusión de muchos de aquellos jefes si,
durante los años anteriores a la guerra, hubiera vivido en Moscú y escuchado
los informes sobre la situación internacional. Pero recordaba el Berlín de
1932, los obreros en las asambleas fascistas. En España entrevisté a pilotos
alemanes y pasé seis semanas en el París ocupado. Por lo que a mí respecta,
no tenía fe alguna en las octavillas ni en los altavoces.
Los pocos prisioneros (en su mayoría tanquistas) que había visto durante
los primeros meses de guerra se comportaban con total aplomo, firmes en la
opinión de que lo sucedido era una contrariedad temporal y de que, tarde o
temprano, serían liberados por sus tropas. Hubo uno incluso que invitó al
comandante del regimiento a rendirse a Hitler: «Garantizo la vida de sus
hombres y un buen trato en nuestros campos de prisioneros. En Navidad habrá
terminado la guerra y ustedes volverán a casa». Entre los prisioneros alemanes
también había obreros. Es cierto, después de la derrota en Moscú escuché a
prisioneros aterrorizados decir «Hitler kaputt», pero, en el verano de 1942,
cuando los alemanes se dirigían al Cáucaso, los hombres se creían
invencibles. Durante los interrogatorios, los prisioneros se mostraban muy
cautos: temían tanto a los rusos como a sus camaradas. Y aunque había
soldados que hablaban mal de Hitler, la mayoría eran campesinos de pueblos
perdidos de Baviera, católicos, padres de familia. El auténtico cambio no se
produjo hasta después de Stalingrado, pero incluso en el verano de 1944
cientos de millones de panfletos tuvieron como único resultado una cifra
insignificante de desertores.
Al inicio de la guerra, nuestros combatientes no sólo no sentían odio hacia
el enemigo, sino que sentían respeto por los alemanes, fruto de la admiración
por la cultura ajena. Esto también era resultado de la educación recibida. En
las décadas de 1920 y 1930 cualquier escolar soviético conocía los niveles de
progreso civil de tal o cual nación, expresados en kilómetros de vías férreas,
número de coches, grado de desarrollo industrial, niveles de educación e
higiene social. Según este criterio, Alemania ocupaba uno de los primeros
puestos. En las mochilas de los prisioneros nuestros soldados encontraban
libros y cuadernos, magníficas cuchillas de afeitar y, en los bolsillos,
fotografías, encendedores sofisticados y plumas estilográficas. «¡Qué
cultura!», me decían nuestros hombres, koljosianos de Penza, con una
admiración teñida de tristeza, mientras me enseñaban un mechero alemán con
forma de minúsculo revólver.
Recuerdo una deprimente conversación con artilleros en primera línea. El
comandante de batería había recibido la orden de abrir fuego contra la
carretera. Los hombres no se movieron de sus posiciones. Eso me sacó de
quicio. Uno de ellos me dijo: «No debemos cañonear la carretera y luego
retirarnos. Hay que dejar que los alemanes se acerquen para explicarles que
ya es hora de que recuperen el juicio y se alcen contra Hitler y que nosotros
les ayudaremos a hacerlo». Otros se hacían eco de sus palabras. Un joven de
aspecto espabilado decía: «¿Contra quién disparamos? ¡Contra obreros y
campesinos! Creen que somos enemigos, puesto que no les ofrecemos ninguna
salida».
No cabe duda, en aquellos meses lo más terrible fue la superioridad
alemana en equipamiento militar: los soldados del Ejército Rojo atacaban los
tanques con «botellas». Pero no me aterrorizaba menos la candidez, la
ingenuidad y la confusión.
Recuerdo la «guerra falsa», el solemne funeral del piloto alemán, el rugido
de los altavoces… La guerra es una cosa terrible, odiosa, pero no fuimos
nosotros quienes la empezamos, y el enemigo era fuerte y cruel. Sabía que mi
obligación era mostrar el verdadero rostro de los soldados fascistas que, con
su pluma estilográfica, anotaban en sus hermosos diarios personales tonterías
supersticiosas y sangrientas sobre su superioridad racial, cosas impúdicas,
sucias y feroces capaces de avergonzar a cualquier salvaje. Tenía que advertir
a nuestros soldados de que era una frivolidad creer en la solidaridad de la
clase trabajadora alemana, en el despertar de la conciencia de los soldados
hitlerianos, que no había tiempo de buscar a los «buenos alemanes» en medio
del ejército enemigo, que avanzaba llevando a nuestros pueblos y ciudades a
la destrucción. Escribí: «¡Matad a los alemanes!».
Un artículo, que titulé «La justificación del odio» y escribí en un momento
muy delicado —el verano de 1942—, decía así: «Esta guerra no tiene
parangón. Por primera vez nuestro pueblo se enfrenta no a personas sino a
seres odiosos y abyectos, salvajes provistos de todos los logros de la técnica,
escoria que actúa al dictado y que recurre a la ciencia, que ha convertido la
masacre de niños de pecho en la última palabra de la sabiduría estatal. No ha
sido fácil para nosotros aprender a odiar. Hemos pagado por ello con
ciudades y regiones enteras, con cientos de miles de vidas humanas. Pero
ahora hemos comprendido que los fascistas y nuestro pueblo no pueden vivir
juntos en la misma tierra. Por supuesto, entre los alemanes hay hombres
buenos y malos, pero aquí no se trata de las cualidades espirituales de este o
aquel hitleriano. Ellos asesinan porque están convencidos de que sobre la faz
de la tierra sólo merecen vivir hombres de sangre alemana. Nuestro odio a los
hitlerianos está dictado por el amor a la patria, al hombre, a la humanidad. En
eso radica la fuerza de nuestro odio, así como su justificación. Cuando nos
topamos con un fascista nos percatamos del odio ciego que ha devastado el
alma alemana. Nosotros somos ajenos a este tipo de odio. Detestamos a cada
hitleriano por ser el representante del antihumanismo, porque es un verdugo
convencido y un saqueador por principios; odiamos las lágrimas de las viudas,
la infancia ensombrecida de los huérfanos, las tristes caravanas de los
refugiados, los campos devastados, la aniquilación de millones de vidas. No
combatimos contra hombres, sino contra autómatas de apariencia humana.
Nuestro odio es más fuerte porque parecen hombres, porque pueden reír y
acariciar un perro o un caballo, porque en sus diarios se permiten la
introspección, porque se disfrazan de seres humanos, de europeos civilizados.
Nuestros soldados no sueñan con la venganza. No hemos educado a nuestros
jóvenes para que se rebajen al nivel de los hitlerianos.
»Los soldados del Ejército Rojo nunca se pondrán a asesinar a niños
alemanes, ni a quemar la casa de Goethe en Weimar, o la biblioteca de
Marburgo. La venganza significa pagar con la misma moneda, hablar en el
mismo idioma. Pero no tenemos una lengua común con los fascistas. Sentimos
anhelo de justicia. Queremos destruir a todos los hitlerianos para que se
restablezca el principio de humanidad. Nosotros nos alegramos de la
diversidad y complejidad de la vida, de la individualidad de las naciones y de
los hombres. Hay lugar para todos en la Tierra. Para los alemanes también,
una vez hayamos purgado los crímenes horribles de la década hitleriana. Pero
existen límites para la generosidad: por el momento no quiero hablar o pensar
sobre la futura felicidad de una Alemania liberada de Hitler; estas palabras o
pensamientos están fuera de lugar, aunque sean sinceros, mientras millones de
alemanes se entreguen a excesos en nuestra tierra.
Cada día leía los periódicos alemanes, las órdenes militares, los diarios y
las cartas de soldados alemanes: tenía que mostrar la degradación espiritual
de los fascistas y hacerlo de manera precisa, con pruebas documentales.
En la línea de fuego a los hombres les apetece sonreír de vez en cuando, y
yo no me limitaba a desenmascarar a los soldados hitlerianos, sino que
también me burlaba de ellos. Creo que fui uno de los primeros en popularizar
el apodo colectivo «Fritz». He aquí los títulos de algunos de mis artículos
breves (escribía uno al día): «El Fritz filósofo», «El Fritz narcisista», «El
Fritz lascivo», «El Fritz en Smolensk», «El Fritz místico», «El Fritz literato»,
etc. Tengo docenas, cientos de ellos.
La primera vez que vi odio real hacia el enemigo fue durante la
contraofensiva a las afueras de Moscú, cuando nuestras tropas recuperaron las
poblaciones arrasadas por los alemanes. Mujeres y niños intentaban entrar en
calor a la lumbre de los tizones. Los soldados del Ejército Rojo maldecían o
guardaban un silencio severo. Uno de ellos se puso a hablar conmigo, me dijo
que no podía comprenderlo. Pensaba que las ciudades se bombardeaban
exclusivamente para aniquilar a las autoridades, los cuarteles, las sedes de los
periódicos. Pero ¿por qué los alemanes quemaban las isbas? Allí dentro no
había más que mujeres y niños. Y fuera hacía un frío terrible… En
Volokolamsk me quedé largo rato observando una horca levantada por los
fascistas. La miraron también nuestros soldados… De este modo fue naciendo
un nuevo sentimiento que desempeñó un importante papel en el futuro curso de
los acontecimientos.
La guerra iniciada por la Alemania fascista no tenía precedentes: no sólo
destruyó y mutiló cuerpos, también corrompió el mundo espiritual de hombres
y naciones. Los hitlerianos consiguieron fomentar en millones de alemanes el
desprecio hacia gente de otra procedencia, privar a sus soldados de todo freno
moral, convertir a ciudadanos respetables, honestos y aplicados en «hombres
antorcha» que quemaron aldeas y organizaron cacerías despiadadas de
ancianos y niños. En los ejércitos siempre ha habido sádicos o expoliadores,
pues la guerra no es una escuela de moralidad, pero Hitler incitó a cometer
atrocidades masivas no sólo a las SS o la Gestapo, a los verdugos
profesionales o aficionados, sino también a todo su ejército, haciendo que
decenas de millones de alemanes fueran cómplices de un crimen colectivo.
Recuerdo a un alemán rubio, de aspecto bondadoso; antes de la guerra
trabajaba en un taller de Dusseldorf y tenía una familia; arrojó a un niño ruso
dentro de un pozo porque sufría de insomnio y a pesar de haberse tomado
varios somníferos éste no le dejaba conciliar el sueño. He tenido en mis
manos una pastilla de jabón con el rótulo de «puro jabón judío». Lo fabricaban
con los cadáveres de los fusilados. Pero ¿por qué volver a lo que ya se ha
explicado en mil libros?
Los rusos son buenas personas, hay que infligirles una herida muy profunda
para sacarlos de sus casillas; furiosos son terribles, pero enseguida se calman.
Un día viajaba a primera línea en un todoterreno pues me pidieron que buscara
a alsacianos entre los prisioneros. El conductor era bielorruso: poco antes
había recibido la noticia de que los alemanes habían asesinado a su familia.
Estábamos a punto de pasar por delante de un grupo de prisioneros. El
conductor cogió su metralleta y tuve el tiempo justo de frenarlo. Conversé un
buen rato con los prisioneros. En el camino de vuelta al puesto de mando, el
conductor me pidió tabaco. En aquellos días el tabaco escaseaba, y puesto que
la víspera había conseguido dos paquetes en el Estado Mayor, le di uno: «Y tu
tabaco, ¿dónde está?». Primero no dijo nada, pero después tuvo que
confesarlo: «Mientras hablabas con los franceses, los Fritzes me rodearon.
Pregunté si entre ellos había algún conductor. Había dos y les di un cigarrillo.
Luego el resto empezó a mendigar… ¿Qué iba a hacer? ¿Matarlos a todos?
Bueno, todos los hombres necesitan dar una calada». Esto fue en 1943. Un año
después, en Trostianets, cerca de Minsk, donde los hitlerianos habían matado a
mujeres y niños, de nuevo fui testigo de la bondad de nuestro pueblo. Nuestros
soldados blasfemaban, eran partidarios de no tomar prisioneros. Un grupo de
alemanes resistía en un bosque cercano. Capturaron a un soldado de infantería.
El mayor me pidió que hiciera de intérprete. Cuando preguntaron al prisionero
si había muchos más soldados en el bosque respondió que le costaba hablar
porque la sed le atenazaba. Alguien le trajo una jarra de agua. Hizo una mueca
de asco y dijo que la jarra estaba sucia y limpió el borde con un pañuelo. Eso
me sacó de mis casillas: cuando a un hombre lo tortura la sed no se anda con
remilgos. Pero los soldados que al principio gritaban que no valía la pena
hablar con él, que el animal debía recibir un balazo, ahora se habían calmado,
y media hora más tarde uno de ellos le llevó un cuenco con sopa: «¡Come,
cerdo!».
(También yo me comporté así: muchas veces, al ver el miedo de algunos
prisioneros a ser ajusticiados, escribía en trozos de papel que eran alsacianos
o «buenos alemanes» y luego firmaba. En otras palabras, aunque odiaba a los
fascistas, salvé a fascistas desarmados. Imagino que cualquier persona hubiese
actuado de la misma manera en semejantes circunstancias).
Goebbels necesitaba un hombre de paja y difundió la leyenda del judío Iliá
Ehrenburg que ansiaba destruir al pueblo alemán.
Todavía conservo recortes de periódicos alemanes, escuchas radiofónicas,
octavillas. Los hitlerianos solían escribir sobre mí, decían que era gordo,
bizco, con la nariz aguileña, que tenía instintos asesinos, que en España había
robado piezas de museo por valor de quince millones de marcos y después las
había vendido en Suiza; que recurría a los servicios del mismo corredor de
bolsa que la reina Guillermina de Holanda; que mi capital estaba depositado
en bancos brasileños, que cada día visitaba a Stalin y que había diseñado para
él un plan para destruir Europa, llamado «Trust D. E.»; que quería transformar
los territorios situados entre el Oder y el Rin en un desierto; que hice un
llamamiento para que se violara a las mujeres alemanas y se matara a los
niños alemanes.
En una orden que data del primero de enero de 1945, Hitler se dignó a
mencionarme: «El lacayo de la corte de Stalin, Iliá Ehrenburg, ha declarado
que el pueblo alemán debe ser destruido».
La propaganda había conseguido su objetivo: los alemanes me
consideraban la personificación del diablo. A principios de 1945 me
encontraba en Bartenstein, una ciudad de la Prusia Oriental que acababa de ser
ocupada por nuestras tropas. El comandante soviético me pidió que fuera al
hospital alemán para explicar que no había amenaza alguna para el cuerpo
médico ni los heridos. Estuve un buen rato tranquilizando al jefe médico y al
final me dijo: «Muy bien, pero ¿qué pasa con Iliá Ehrenburg?». Cansado de
tanta charla le respondí: «No se preocupe, Iliá Ehrenburg no está aquí, sino en
Moscú». El doctor consiguió calmarse un poco.
El incidente me divertía y repugnaba. Yo odiaba a los alemanes que habían
invadido mi país, no porque vivieran «entre el Oder y el Rin», no porque
hablaran la misma lengua que Heine, uno de los poetas que me resultaban más
próximos, sino porque eran fascistas. De niño ya había conocido la soberbia
racial y nacional, y había sufrido por estas ideas a lo largo de toda mi vida; si
bien creía en la fraternidad de los pueblos, de repente asistí al nacimiento del
fascismo. En mi novela utópica El trust D. E., a la que Goebbels se refería
con tanta frecuencia, Europa perece por la locura de los fascistas europeos y
el apoyo de los codiciosos empresarios estadounidenses. Por supuesto, en
muchos puntos me equivoqué: cuando escribí el libro, las fuerzas de
ocupación francesas estaban acantonadas en el Ruhr y todavía ardía la
esperanza de una revolución en Alemania. En la novela los franceses, a la
cabeza de los cuales estaba el fascista Brandevaux, devastaban Alemania,
Polonia y parte de la Unión Soviética. El panorama resultó ser muy diferente:
Francia, Polonia y parte de la Unión Soviética fueron devastados por los
fascistas alemanes, y Brandevaux no era otro que Adolf Hitler.
A continuación explicaré un relato relacionado conmigo pero que
trasciende los límites de la historia personal. En 1944 el comandante del
Ejército Norte, con el deseo de elevar la moral de sus hombres, desanimados
por la retirada, escribió en el orden del día: «Iliá Ehrenburg incita a los
pueblos asiáticos a “beber la sangre” de las mujeres alemanas. Iliá Ehrenburg
exige a los asiáticos que violen a las mujeres alemanas. “¡Tomad a las chicas
rubias, son vuestras presas!”, ha dicho. Ehrenburg despierta los bajos instintos
de la estepa. Sería una vileza retirarse ahora que los soldados alemanes
defienden a sus mujeres». Al saber de esta orden, escribí inmediatamente al
Krásnaia zvezdá: «Hubo un tiempo en que los alemanes falsificaban
importantes documentos estatales; ahora han llegado al punto de falsificar mis
artículos. Las palabras que el general alemán me atribuye delatan su autoría:
sólo un alemán puede componer semejantes marranadas».
La leyenda creada por el general hitleriano sobrevivió al colapso del
Tercer Reich, al juicio de Núremberg y muchos más acontecimientos.
En 1960 la ciudad de Viena me invitó a participar en un encuentro entre
representantes del arte y la literatura. Poco después recibí una carta del
organizador de la reunión, un socialdemócrata austriaco, en la que me
preguntaba si era cierto que durante la guerra hice un llamamiento a violar
mujeres alemanas. La revista alemana Spiegel explicó que la embajada de la
República Federal de Alemania había presentado «documentos» de mi terrible
pasado a las autoridades. En fecha reciente, Kindler, que vive en Munich y es
el editor de la versión alemana de mis memorias, me hizo llegar unas
fotocopias divertidas. Al parecer, en 1950, un tal Jürgen Thorwald había
publicado en Stuttgart una historia de la guerra en la que escribió: «Durante
tres años Iliá Ehrenburg ha hablado a los soldados del Ejército Rojo
abiertamente, con total libertad y dando muestras de todo su odio, diciendo
que las mujeres alemanas son un botín de guerra legítimo». Resultó que Jürgen
Thorwald no era otro que Heinz Bongartz, quien en 1941 había publicado un
libro ensalzando a Hitler con una dedicatoria al criminal de guerra y almirante
Raeder.
En 1962 el periódico de Munich Soldatenzeitung lanzó una campaña
contra la publicación de mis memorias en Alemania Occidental. Como es
natural el periódico aludía al panfleto ficticio que llamaba a violar a las
mujeres alemanas; amenazaron al editor y me calificaron de «mayor criminal
de la historia». Algunos escritores, como Ernst Jünger, apoyaron la campaña
del periódico fascista. Otros, sin embargo, se indignaron. Kindler demostró
que Thorwald se hacía eco de la mentira de Goebbels; aun así, todavía hoy los
revanchistas se obstinan en hablar de mi libro como «las memorias del asesino
y violador».
Lo repito: no se trata de mí. Pero entre los cincuenta millones de víctimas
de la Segunda Guerra Mundial no figura una: el fascismo. Sobrevivió a mayo
de 1945; durante un tiempo languideció, apático, pero sigue con vida.
Durante los años de guerra no me cansé de repetirlo: debemos ir a
Alemania para destruir el fascismo. Temía que todos los sacrificios, las
grandes hazañas del pueblo soviético, el arrojo de los partisanos polacos,
yugoslavos y franceses, el dolor y orgullo de Londres, los hornos crematorios
de Auschwitz y los ríos de sangre desaparecieran como el fuego de bengala de
la victoria y se redujeran a un capítulo más de la historia. En 1944 escribí: «El
escritor francés Georges Bernanos, católico militante, al rechazar con desdén
las tentativas de algunos demócratas de defender el fascismo, escribió en La
Marseillaise: “Antes de la guerra, una buena parte de la opinión pública de
Inglaterra, Estados Unidos y Francia justificó, apoyó y ensalzó el fascismo. Y
repito, no sólo aceptó el fascismo, sino que lo apoyó con la esperanza, que
tildaré de absurda, de controlar esta peste, de utilizarla contra sus oponentes y
competidores. […] Múnich no fue un episodio de locura sino el infame
epílogo de la especulación empresarial”. Por desgracia hay todavía personas
que quieren mantener “en reserva” este contagio, simplemente diluyendo el
caldo de cultivo en el que se crían los bacilos de la peste. Debemos recordar
que el fascismo nació de la codicia y la estupidez de algunos, y de la perfidia
y cobardía de otros. Si la humanidad quiere terminar con la pesadilla
sangrienta de estos años tiene que erradicar el fascismo. Si se permite al
fascismo reproducirse en cualquier lugar, dentro de diez o veinte años
volverán a correr ríos de sangre. El fascismo es un cáncer terrible que no se
puede curar con aguas minerales, hay que extirparlo. Y no creo en el buen
corazón de la gente que llora por los verdugos; esos seres supuestamente
buenos preparan la muerte de millones de inocentes».
Miro las páginas de los viejos periódicos y se me encoge el corazón. En
efecto, todo ha ido como pensaba. Se ha permitido la reproducción de los
fascistas. Se han guardado en la «reserva» los cuadros de la Reichswehr.
Quieren dar al ejército alemán la bomba atómica; se alimenta la fiebre de la
venganza; se continúa lo que el difunto Bernanos llamaba el «negocio de la
especulación», pero sobre el tapete verde ya no están los clásicos «barriles de
pólvora», ni los tanques, ni los bombarderos, sino los misiles y las bombas de
hidrógeno. Cualquier conciencia se rebela contra todo esto.
Después de un salto hacia delante, es preciso volver veinte años atrás, al
primer invierno de la guerra. Íbamos por la carretera de Varsovia a
Maloyaroslávets, en cuyos alrededores aún se combatía; pasamos por delante
de pueblos devastados por las llamas. A nuestro alrededor yacían alemanes
muertos, a veces de pie, apoyados en un árbol. Hacía un frío atroz; el sol
parecía un coágulo de sangre, la nieve azuleaba. En la helada, los rostros de
los muertos estaban sonrosados y parecían todavía vivos. El oficial que me
acompañaba gritó con entusiasmo: «¡Mire cuántos hemos dejado fuera de
combate! ¡Éstos ya no verán Moscú!». Debo confesar que compartí su alegría.
Dirá alguien: un sentimiento negativo, malo. Sí, de acuerdo. Para mí, como
para el resto, no fue fácil aprender a odiar, ese sentimiento horrible que te
congela el alma. Lo sabía ya en los años de guerra, cuando escribí: «Europa
soñaba con la estratosfera, ahora se ve forzada a vivir como un topo en
refugios antiaéreos y búnkeres. Hitler y sus secuaces han sumido al siglo en
las tinieblas. Odiamos a los alemanes no sólo porque matan a nuestros hijos
con vileza y brutalidad, sino también porque nos obligaron a matarles, porque
de toda la riqueza verbal que atesora el hombre, sólo nos quedó una
expresión: “¡Mata!”. Odiamos a los alemanes porque nos han arruinado la
vida». Escribí estas líneas en un artículo periodístico, pero podría haberlo
hecho igualmente en un diario o en una carta a un amigo íntimo. Es poco
probable que los jóvenes entiendan lo que tuvimos que soportar. Años de
oscuridad total, años de odio: una vida saqueada y mutilada…
4
Avanzábamos con rapidez, a pesar de que la nieve era profunda. Entre los
montones de nieve ennegrecida sobresalía un poste indicativo: «Pokrovskoie»,
pero ya no existía el pueblo: los incendiarios alemanes lo habían destruido.
Tal vez los soldados del Ejército Rojo pensaran que, acelerando el paso,
evitarían que el pueblo fuera pasto de las llamas y salvarían a los habitantes.
En Bieloúsovo, sin embargo, todas las isbas habían permanecido intactas, y
los alemanes, para facilitar la huida, dejaron todas sus pertenencias; mientras
que en Balabánovo, pillados por sorpresa durante la noche, llegaron incluso a
escapar de las isbas en ropa interior.
Los soldados rojos, exhaustos, clavaban las palas con furia para
desenterrar de la tierra helada los cadáveres de los soldados alemanes,
sepultados en la plaza de Maloyaroslávets.
Los alemanes enterraban con sumo cuidado a los suyos. (Tal vez ésta era la
única cosa que envidiaba de ellos). Más adelante vería muchos cementerios
con cruces de abedul perfectamente alineadas, con los nombres pulcramente
escritos. Pero durante el primer año de guerra, quién sabe por qué, enterraban
a sus muertos en las plazas de las ciudades rusas. Quizá porque era más fácil o
para demostrar que habían venido para quedarse. Los soldados rojos se
indignaban. Quedaba ya muy poco de la bonachonería inicial: se combatía
incluso contra los muertos.
Los koljosianos también estaban indignados. Un viejo me dijo: «Pensaba
que los alemanes eran gente educada, que nos dejarían en paz, pero los
malditos parásitos se llevaron mi vaca y usaron todas las cacerolas para
lavarse sus asquerosos pies. Ayer, vinieron cuatro a casa y me pidieron que les
dejara entrar porque se estaban helando. Cuando llegaron nuestras mujeres las
apalearon hasta la muerte».
Hacía un frío insólito, y los soldados siberianos decían: «Debería hacer un
poco más de frío todavía, así la palmarían de una vez por todas». Un
ucraniano contaba: «Cuando vi que los alemanes ponían pies en polvorosa, el
corazón me dio un vuelco de alegría».
La victoria nos pilló a todos por sorpresa. Los koljosianos admitían:
«Pensábamos que nunca más veríamos a los nuestros». Los soldados fumaban
cigarrillos búlgaros encontrados en algún cuartel abandonado y soñaban:
«Antes de la primavera habremos acabado con esto».
El general Gólubev decía con una sonrisa: «Me he graduado en dos
academias militares, pero ésta, la tercera, es la más rigurosa». Contaba que,
cuando lo cercaron, había logrado escapar con su uniforme de general pero
calzando lapti. Decía que sus tropas habían recibido una valiosa ayuda de los
trabajadores de Podolsk: la fábrica había sido evacuada, pero los ancianos se
quedaron y continuaron fabricando munición para los morteros.
Para mí todo era nuevo: las canciones, el vodka con guindilla que quemaba
el paladar, una tal Mashenka operaria de comunicaciones o la mujer de un
comandante, las largas conversaciones sobre el pasado y el futuro. A todos se
les había soltado la lengua; despotricaban contra los burócratas; un oficial,
enfadado, dijo: «¿De qué se jactaba el fiscal? Del número de condenas…,
sobrepasaban las requeridas por el plan». Otro comentó, pensativo: «Se han
cargado a tanta buena gente…». Sin embargo, todos comprendían que no
estaban defendiendo solamente sus casas, sino también el Estado soviético,
querido, a pesar de las ofensas sufridas y de sus deficiencias; entendían que
eran precisamente los trabajadores de Podolsk quienes habían ayudado al
ejército, que las palabras «nuestra causa es justa» no eran un simple eslogan,
sino la pura verdad. El pueblo votaba espoleado no por agitadores y boletines
sino por la sangre.
Tenía sentimientos encontrados: la primera victoria se me había subido a
la cabeza, pero trataba de entrar en razón, pues el ejército alemán todavía era
muy fuerte y la guerra no había hecho más que empezar. Con todo, era difícil
mantener fría la cabeza: aún hacía poco que los alemanes aseguraban que
celebrarían la Navidad en Moscú, y ahora los estábamos haciendo retroceder
hacia el oeste. Incluso el aspecto de los prisioneros levantaba la moral:
ateridos de frío, las cabezas envueltas en chales y andrajos, muertos de miedo,
llorosos, recordaban a los soldados napoleónicos de 1812, pintados por uno
de nuestros artistas «itinerantes» del siglo XIX, naturalmente con un carámbano
colgando de la nariz.
Medin fue tomada, y se empezó a hablar de Viazma, incluso de Smolensk.
Todos querían creer que se había alcanzado un punto de inflexión. Yo también
lo creía (siempre fui un mal profeta). Un día, durante el solsticio de invierno,
escribí: «El sol se dirige al verano, el invierno al frío y la guerra hacia la
victoria».
Sí, en enero todavía pensaba que nuestra ofensiva no sería frenada. El 18
de aquel mes estaba con el general Góvorov. Me gustó enseguida. En esta
parte de mi libro habrá muchas ocasiones para hablar de mis encuentros con
generales. Como ocurre con los escritores y las personas de cualquier
profesión, hay varios tipos de generales: innovadores o maniáticos de la
rutina, inteligentes y obtusos, modestos y vanidosos. Leonid Góvorov era un
verdadero artillero, esto es, un hombre de cálculos exactos, que pensaba de
forma sensata y lúcida. Me contó que había estudiado en el Instituto
Politécnico de Petrogrado, especializándose en la rama de ingeniería naval.
Durante la Primera Guerra Mundial y en 1917 el joven alférez fue enviado al
frente. Le gustaba mucho Leningrado y tenía el carácter reservado y la pasión
bien disimulada propios del leningradense. Decía que en la batalla por Moscú
la artillería había desempeñado un papel fundamental: en su 5.° Ejército no
podía confiar en la infantería, las bajas habían sido muy significativas y los
refuerzos llegaban con cuentagotas; el general había desarrollado toda una
teoría: dado que la guerra moderna se distinguía por una sobresaturación de
armas automáticas, la artillería no podía limitarse a neutralizar los puntos de
resistencia del enemigo, sino que debía participar en todas las fases de la
batalla. Hablaba con tal entusiasmo que consiguió apasionarme. Aunque la
ciencia militar es más una forma de arte que una ciencia exacta, depende de la
técnica, e incluso los conceptos más actuales enseguida quedan obsoletos.
(Existe también otra forma de arte que, dicho sea de paso, también depende de
la técnica: el cine. Una escultura de la Acrópolis nos parece insuperable, pero
el cine mudo lo vemos con cierta ironía). Leonid Aleksándrovich, por
supuesto, no pudo prever en 1942 la era de armamento nuclear. Hablo de esto
ahora para intentar mostrar un perfil humano: en la fría isba cerca de Mozhaisk
no vi un soldado valiente, sino más bien un matemático e ingeniero, un buen
intelectual ruso. (Más adelante me encontraría de nuevo con Góvorov en el
frente, en Moscú y en Leningrado; recuerdo que una tarde de mayo de 1945
conversamos sobre la belleza de las noches blancas, sobre poesía y sobre la
aguja del Almirantazgo). A pesar de su reserva, e incluso de su tendencia al
escepticismo, Góvorov, como todo el mundo, estaba animado por la victoria y
decía: «Tal vez dentro de una semana lleguemos a Mozhaisk». Pero Mozhaisk
fue tomada unas horas más tarde. El general Orlov desobedeció las órdenes y
por la noche irrumpió en la ciudad. Góvorov dijo con una carcajada: «A los
ganadores no se les juzga».
Una vez más vi aldeas quemadas: Semiónovskoie, Borodino. Los soldados
tenían prisa y sin embargo quitaron las tumbas de los alemanes del centro de la
ciudad. El frío era cada vez más intenso, el termómetro marcaba -35°C, y la
cólera era también cada vez más glacial. Una anciana observaba, con la
mirada vacía, a los soldados, la nieve, el cielo blanco. Su marido era profesor
de matemáticas y tenía sesenta y dos años. Mientras andaba por la calle sacó
el pañuelo y dispararon contra él por «intentar hacer señas a los rusos». En la
pared estaban colgadas las órdenes para la «normalización de la vida», en las
que se especificaba que los habitantes de la ciudad acabarían en la horca si
ayudaban a los partisanos o escondían a los judíos. Al día siguiente continué
hacia Borodino. Los alemanes, antes de irse, habían prendido fuego al museo y
todavía ardía. En dos días la división había cubierto una veintena de
kilómetros. El general Orlov bromeaba: «Pronto seréis mis huéspedes». (Él
era de Bielorrusia). Por la noche uno de los mayores consiguió aguardiente y
salchichas y nos dimos un banquete. El mayor, doblando los grandes dedos
callosos, hacía sus cuentas: «Dieciséis kilómetros hasta Gzhatsk. Podemos
llegar en dos días». Pero para llegar a Gzhatsk se necesitaron cuatrocientos
treinta días: por delante teníamos el terrible invierno de 1942. Entonces no lo
sabíamos.
(Yo no era el único que estaba esperanzado. Vasili Grossman, entonces
corresponsal de Krásnaia zvezdá en el frente sudoccidental, me escribió: «Es
como si la gente hubiese cambiado, está más animada, tiene iniciativa y posee
coraje. En las calles hay cientos de coches alemanes, cañones abandonados, el
viento de la estepa arrastra nubes de documentos y de cartas del Estado
Mayor; por todas partes se ven cadáveres alemanes. No se trata todavía, por
supuesto, de la retirada de las tropas napoleónicas, pero se notan ya algunos
síntomas. ¡Es un milagro, un maravilloso milagro! Los habitantes de los
pueblos liberados bullen de odio contra los alemanes. He hablado con cientos
de campesinos, hombres y mujeres de edad avanzada, dispuestos a sacrificar
sus vidas o a quemar sus casas con tal de aniquilar a los alemanes. Sí, hemos
llegado a un punto de inflexión, es como si el pueblo hubiera despertado de
golpe… Por supuesto, no es el final todavía, pero es el principio del fin.
Quiero pensar que es así, hay muchas razones para creerlo». Por lo general,
Vasili Semiónovich era muy cuidadoso a la hora de sacar conclusiones, pero
ni siquiera él previo los suplicios que nos aguardaban).
A. S. Scherbakov me dijo con una sonrisa irónica: «Y tú que criticabas a
nuestra prensa y acusabas a los moscovitas de ser demasiado nerviosos.
¡Valen su peso en oro!». Moscú, en efecto, iba perdiendo su aspecto de ciudad
cercana al frente. Es verdad, de noche las patrullas paraban a la gente cada
cien pasos, había que llevar la documentación en las manoplas, pero habían
quitado de las calles los medios anticarro y paseaba más gente. Incluso se
inauguró una exposición de paisajes: en el local hacía frío, y los espectadores
contemplaban los lienzos con los abrigos militares o las pellizas puestos.
Todos recordaron sus obligaciones e incluso sus costumbres. El editor de
Izvestia me llamó una noche: «Ha escrito usted que Ribbentrop viajaba de una
capital a otra y que en todas partes fue recibido como un caballero. Podría ser
malinterpretado, dado que también vino aquí. Cámbielo». Otra noche, en
Pravda, estuve presente durante una interminable discusión sobre el poema
«Espérame» de Símonov. El editor y otro camarada responsable querían
cambiar las palabras lluvias amarillas: la lluvia no puede ser amarilla. A mí,
de todo el poema, me había gustado precisamente eso de «las lluvias
amarillas», y por eso lo defendí a capa y espada, haciendo referencia a la
tierra arcillosa y a Maiakovski. Por la mañana el director decidió arriesgarse
y dejó que la lluvia fuera amarilla. En una ocasión se produjo un gran revuelo
en Krásnaia zvezdá: «Tan absorbidos estamos por la guerra que hemos
olvidado las fechas. Mañana es el quinto aniversario de la muerte de
Ordzhonikidze».
En el Club de Escritores hacía mucho frío, pero no por ello la gente dejaba
de ir para tomar un vodka y comer setas en salmuera. Muchos escritores iban
en uniforme: la línea del frente estaba a tres o cuatro horas de Moscú.
Recuerdo ver por allí a Petrov, Símonov, Svetlov, Margarita Aliguer, Hecht,
Gabrilóvich, Katáiev, Fadéiev, Lidin, Surkov, Stavski y Slavin. Una vez a los
miembros de la presidencia los agasajaron con carne salada. Después se
inauguró la sesión. En algunos discursos se manifestaba un nuevo estilo, un
estilo que alcanzaría su plenitud seis o siete años más tarde. Lidia Seifúlina no
podía contenerse: «Mi padre era un tártaro rusificado y mi madre, rusa.
Siempre me he sentido rusa, pero cuando oigo pronunciar estas palabras, me
dan ganas de decir que soy tártara». Al despedirnos la abracé. (En la vida hay
muchas cosas fortuitas. A lo largo de los años, te vas encontrando con
personas extrañas y poco simpáticas, y en contadas ocasiones ves a alguien
con quien realmente sientes una conexión. Con Lidia Seifúlina sólo había
conversado en serio tres o cuatro veces, pero para mí era muy querida por su
honestidad excepcional. La recuerdo cuando era joven, en Moscú y en París.
Pequeña, ojos enormes, una sonrisa un poco maliciosa: tenía un gran encanto.
En la década de 1920 sus libros desempeñaron un papel importante en la
joven literatura soviética. Sus libros me atrajeron por su sinceridad, en una
época en que los escritores a menudo llevaban una doble vida. Lidia Seifúlina
supo defenderse de la mentira. A veces pasaba inadvertida, nunca intentaba
hacerse notar; lo que la frenaba no era sólo su gran modestia, sino también su
sinceridad. La quería mucha gente diferente entre sí: Maiakovski, Bábel,
Fúrmanov, Yesenin, Svetlov, Lidin. Echando la vista atrás, estoy convencido
de que ninguna escuela o corriente literaria puede dar lugar a una amistad
duradera. Lidia Nikoláievna era muy modesta y pronto fue dejada de lado, no
repararon en ella o, mejor dicho, se esforzaron en no hacerlo. La sinceridad no
es una corriente literaria y la escrupulosidad no es un método artístico.
Seifúlina sólo era dos años mayor que yo, y yo creía en la verdad de sus libros
anteriores, aunque en aquel entonces me resultaran lejanos. A Lidia
Nikoláievna la amé hasta el final por sus cualidades espirituales.
La última vez que la vi fue en la Unión de Escritores, junto a los
percheros; hablamos poco y, como en nuestros encuentros anteriores, ambos
disfrutamos. Estaba enferma, caminaba con dificultad, pero interiormente
seguía siendo la misma. Murió en abril de 1954; de haber sobrevivido medio
año más, se habría enterado de la rehabilitación póstuma de su amigo Bábel…
En la memoria guardo la imagen de una mujer bromista, incluso atrevida, a
veces provocadora, con una elevada integridad moral que, a la luz de la
literatura del siglo XIX, podemos llamar rusa.
Una tarde vino a verme el poeta Dolmatovski. Me explicó que había caído
en un cerco y sido testigo de las atrocidades de los alemanes. Me dijo: «Me
sentía como un cadáver o como si nunca hubiera estado vivo». Consiguió
escapar. Me recitó unos versos suyos sobre el agua: cómo soñaba con un trago
de agua cuando no le daban de beber. Me contó lo que ocurrió cuando llegó a
nuestras líneas; primero lo acogieron con cordialidad, después pasó por un
largo interrogatorio en el cuartel general. Tuvo que demostrar su identidad y
que el cerco había sido un cerco. Se quedó conmigo hasta las cuatro de la
madrugada. Me quedé dormido pero al momento me despertó mi propio grito:
había soñado que me interrogaban y que no podía probar mi identidad. No
recuerdo quién me hacía el interrogatorio.
De Leningrado llegó Tíjonov, extenuado. Explicó durante horas todos los
horrores del cerco, no podía dejar de hablar del heroísmo de la gente, de la
inanición; explicó que se habían comido todos los perros, que en las viviendas
sin calefacción yacían los cadáveres, porque los vivos no tenían fuerzas para
llevarlos fuera y enterrarlos.
Conocí a Margarita Aliguer. Me leyó unos versos tristes: «La llama de la
vela, Kaluga rosa y celeste». Su marido había muerto en el frente. Ella parecía
un pajarillo y tenía una voz fina, pero yo percibí su enorme fuerza interior.
(Desde entonces ha pasado casi un cuarto de siglo y he dejado de ver a muchas
de aquellas personas con las que me encontré en los difíciles años de la
guerra, a unos les gusta demasiado la fama imaginaria, otros han envejecido
prematuramente y se han convertido en fósiles santificados de otra época. Pero
de Margarita me hice amigo de verdad. Recuerdo una comida en una dacha
estatal, en 1957, en que fue injustamente vilipendiada; su voz apenas se oía,
como la voz de un pajarillo en medio de un huracán, pero respondía con
firmeza. Dios mío, hay algo más importante que toda la fama e incluso que las
veladas poéticas en Luzhnikí: ¡conservar la dignidad, no permitir que el viento
apague un candil diminuto!).
A principios de febrero Liuba e Irina llegaron de Kúibishev. En un orden
del día firmado por Ortenberg, Lapin y Jatsrevin habían sido dados por
desaparecidos. Irina se comportaba con valentía, pero sus ojos la
traicionaban: había momentos en que tenía que desviar la mirada hacia otro
lado.
Parecía que todos tuvieran que morir por una bomba o un proyectil, y que
la muerte natural fuese del todo innatural. Pero a finales de diciembre murió El
Lisitski. En marzo supe de la muerte de José Díaz.
La vida seguía su curso. Empeoró la situación alimentaria. Todo el mundo
hablaba de las raciones y cartillas de racionamiento. En enero aún era posible
encontrar algo de comida en el hotel Moscú. Un día estaba almorzando allí
con Lidin, y éste de repente me dijo: «Algún día recordaremos este hígado».
En efecto, todo cambió un mes después. En la Casa Central de los
Trabajadores del Arte yo recibía una comida, que casi siempre compartía con
tres bocas más, a veces incluso cuatro.
Volvieron a Moscú los corresponsales extranjeros destinados en
Kúibishev. Algunos pasaron a verme: Shapiro, Haendler, Champenois y Werth.
Todos estaban ansiosos de noticias, querían partir al frente, se ofendían entre
sí, refunfuñaban. Yo continuaba escribiendo artículos para la prensa
extranjera: para la United Press, para La Marseillaise, para periódicos suecos
e ingleses.
Casi a diario pronunciaba conferencias: en los hospitales, para los
heridos, o en los aeropuertos, para los soldados de los sistemas antiaéreos y
de los globos de barrera. Veía a mi alrededor mucho dolor y mucho coraje.
Era como si el pueblo hubiese madurado de repente; la gente luchaba,
trabajaba y moría consciente de que su muerte no sería en vano: la caña
pensaba.
Pero también había otras cosas. Lidin se encontraba en el frente desde el
primer mes de guerra, escribía mucho en la prensa, cuando de repente un
artículo suyo («El enemigo») enfureció a alguien. Lo leí varias veces pero no
vi qué tenía de malo. Vladímir Guermanovich pidió explicaciones al editor de
Izvestia y escribió a Scherbakov, pero sin éxito: dejaron de publicar sus
piezas. También se enfadaron con Petrov por un artículo inocente titulado «El
perro, botín de guerra». K. A. Úmanski dijo: «¡Qué fastidio! Los alemanes en
Gzhatsk. Ahora trasladan divisiones de Francia. Me han encargado que escriba
un artículo sobre las atrocidades alemanas. Y ahora han abierto un segundo
frente y atacan a Zhenia Petrov».
Pero dejemos en paz a los dogmáticos, a los «aseguradores» y a los
burócratas despóticos. En los años de guerra teníamos otras preocupaciones y
tratábamos de no pensar en gente de esa calaña. Cada día recibía decenas de
cartas del frente, de las retaguardias y de los lectores. Me apetece reproducir
aquí algunas cartas de mujeres. Sobre nuestras mujeres en tiempos de guerra
se ha escrito muy poco, mientras que ellas fueron las que en realidad
construyeron la victoria. He aquí la carta de una koljosiana de la región de
Kalinin: «De Semiónovna Elizaveta Ivánova. Una ofensa del enemigo cruel.
Cuando el enemigo se encontraba a un paso de nosotros, en Kozitsino, yo,
Semiónovna, fui la primera a la que le quitaron la vaca. Luego se quedaron
con mi ganso. Cuando intenté impedirlo, me golpearon en la cara. Uno me
propinó patadas mientras me decía a voz en cuello: “¡Vete!”. Los niños vieron
cómo me golpeaba y también gritaron: “¡Vete! Deja que el enemigo se llene la
panza”. Al siguiente día vinieron a verme, se llevaron mi última oveja.
Empecé a llorar, no quise darme por vencida. Un alemán me dio una patada y
gritó: “¡Vete, mujer!”. Cuando me di la vuelta disparó. Del miedo me tiré
sobre la nieve. Pero se llevaron mi última oveja. Cuando abandonaron el
lugar, incendiaron mi cabaña, quemaron todas mis pertenencias y me quedé sin
medios de subsistencia, con tres hijos, en casa ajena. Dos de mis hijos sirven
en el Ejército Rojo: Alekséi y Georgui Yegórich Kruglov. Hijos míos, si estáis
vivos, luchad sin compasión contra el enemigo. Y nosotros os ayudaremos
tanto como podamos».
He aquí un fragmento de la carta de una campesina siberiana, que me
remitió el soldado rojo Dédov: «¡Saludos, querido hermano Mitosha! Te envío
mis más cordiales saludos y te deseo una victoria absoluta contra el cruel
enemigo. Mi primer deber es comunicarte que Filia ha muerto heroicamente en
la lucha contra los fascistas alemanes. Cuando llegó la noticia de su muerte,
papá había sido citado por la policía. Al volver a casa, se puso a llorar. Mamá
va y le pregunta: “¿Por qué lloras?”. Él no contestó, pero cuando al final le
dijo que habían matado a Filia, mamá se quedó petrificada. Lloramos mucho
durante dos días enteros. Ahora ya no lo veremos más ni oiremos su voz. Filia
nos alegraba, siempre nos escribía: “Papá, mamá, no os preocupéis por
vuestro hijo, estoy muy bien y mi salud es buena”. Mitrosha, he recibido el
dinero, muchísimas gracias. Mitrosha, ven a Filia. Por tu hermano, ¡sé un
héroe!… Mitrosha, sentimos ahora un gran dolor, escribe y dinos dónde te
encuentras… No hace mucho recibimos las cartas de Tania y Natasha, dicen
que por el momento viven bastante bien. Natasha es jefa de brigada en un
koljós. Pero ahora te hablaré de mi vida. Vivimos muy mal, no hay pan, no hay
nada para comer. En el koljós nos dan nueve kilos de pan para siete personas,
que deben durar cinco días. A nuestra familia le alcanza para un día, el resto
lo pasamos como podemos. Pero no pasa nada, lo sobrellevaremos. Ahora,
aquí, se están llevando a las chicas para el frente. Mitrosha, me encantaría
poder ir para vengar la muerte de mi querido hermano, murió por la felicidad
de nuestro pueblo».
Y éste es un fragmento de la carta de O. Jitrova: «A menudo se oye decir
que ahora hay una guerra en curso, que nuestro final está próximo y que, por
tanto, no vale la pena hacer bien las cosas. Pero ¿es esto verdad? A mi modo
de ver es precisamente al contrario. Como hay una guerra, tenemos que
trabajar todavía mejor. Si mueres antes de hora, no verás la victoria… Trabajo
en la construcción de carreteras. Le preguntamos al jefe qué tenemos que
hacer, pero no nos lo dice y, en general, no le importa nada. Pero ¿por qué? De
ese modo no se llega a ninguna parte. Al principio de la guerra yo también me
dejé llevar por un estado de ánimo similar; cuando escuchaba un boletín
negativo por la mañana, el resto del día era incapaz de hacer nada. Pero ahora
he recobrado el ánimo. Si oigo un boletín malo, me digo a mí misma: por
despecho lo arreglaré todo, coseré, lavaré los pantalones de algún soldado e
incluso los zurciré. ¡No quiero morir antes de morir! Si aquí, en alguna parte,
tienen un espía, que vea cómo sabemos resistir».
He aquí algunos pasajes de una carta de Edda Chalif, profesora de
literatura occidental en la Universidad de Kiev, evacuada al pueblo de
Kotélnikovo: «Llegó el día en que tuvimos que abandonar la casa. Cada
miembro de mi familia llevaba una mochila, sólo yo, a causa de mi “falta de
aptitud”, como dicen en Kotélnikovo, no cargaba con una. Justo antes de la
partida volví de nuevo a mi habitación, quemé las fotografías de mis seres
queridos, las cartas, me acerqué a las estanterías y cogí mis obras: la
lexicografía de la lengua francesa en que trabajé todo un año; la historia de la
lengua francesa en el siglo XIX que me llevó dos años; un breve curso de las
lenguas romances, otros cuatro. Eché un vistazo, las hojeé por encima y las
puse de nuevo en las estanterías. Me fui con las manos vacías. Dejamos atrás
Kiev, ya sabéis lo que eso significa. […] Durante el trayecto nos encontramos
un convoy de ciudadanos kievitas, entre los cuales viajaban niños y
trabajadores de la Casa Infantil para Niños Españoles. Algunos de estos
asistentes daban clases en nuestra facultad, y los niños venían a nuestra
celebración de Año Nuevo. Octavio, un niño de ocho años, le explicó a mi
sobrina de tres años, Natasha, que nuestros aviadores pronto expulsarían a los
fascistas, y entonces Natasha volvería a Kiev, mientras que él se iría a Bilbao.
Llegamos a Kotélnikovo, donde Natasha vio camellos, no en el zoo, sino en
las estepas. Pasaron muchas cosas horribles. Allí perdí a mi padre. Llegaron
noticias del frente sobre la muerte de algunos parientes. A veces me parecía
que mi corazón iba a estallar. Pero aún resiste. Resulta que si el dolor y el
sufrimiento se combinan con el odio abrasador, uno se vuelve fuerte, quiere
“afrontar”, como dicen en broma mis amigos del frente, “la radiografía de la
guerra”. […] No es fácil: el nuevo ambiente impone una línea de conducta
diferente. Por extraño que parezca, ha sido difícil pasar del trabajo en la
universidad al de secretaria del soviet local. Aquí todo es más sencillo, más
desnudo, y en eso radica la dificultad de la situación. […] Para afrontar la
radiografía, para poder mirar, después de la guerra, a los ojos de tus
compañeros se deben movilizar todos los recursos internos».
Siento todavía hoy una gran conmoción al leer todas estas cartas, que en
aquellos días me daban fuerzas. También yo sabía que hay que resistir la
«radiografía de la guerra».
Vivía en el hotel Moscú (mi apartamento había resultado dañado en un
bombardeo); vivía como en el paraíso y me acordaba del Kniazhi Dvor, en
1920: cálido, luminoso. Aprovechando un momento de tregua en el frente, en
los meses de enero y febrero acabé los últimos capítulos de La caída de
París. Cada día me encontraba con amigos que vivían en el mismo hotel:
Petrov, Súrits y Úmanski. A veces hablábamos del futuro. Petrov, optimista
como siempre, creía que en primavera los Aliados habrían establecido un
segundo frente, los alemanes serían derrotados y, después de la guerra, se
producirían muchos cambios en nuestro país. Súrits se enfadaba: «No es tan
fácil que la gente cambie». Y, bajando el volumen de voz, añadía: «Él tampoco
ha cambiado». Según Úmanski, los Aliados empezarían a luchar cuando los
alemanes se hubiesen agotado en los combates contra nosotros; en cuanto a las
perspectivas de la posguerra, prefería callar o decía a regañadientes: «Mejor
esperar lo peor».
Hacia finales de enero quedó claro que nuestra ofensiva se había frenado.
El 23 de enero me dirigí con Pavlenko al Estado Mayor del frente occidental.
El comandante en jefe, el general Zhúkov, nos explicó cuál era la situación: la
batalla por Moscú había terminado; tal vez, en algunos sectores del frente,
lograríamos avanzar un poco, pero los alemanes se habían hecho fuertes y, por
lo visto, la guerra sería posicional hasta la primavera. Luego, para mi
sorpresa, el general empezó a hablar del papel de Stalin sin repetir los lugares
comunes —nada de «el genial estratega»— y sin tono adulatorio. Por este
motivo sus palabras me impresionaron. Repetía: «Este hombre tiene los
nervios de acero». Nos contaba que le había dicho a Stalin muchas veces que
era indispensable hacer retroceder al enemigo o, de lo contrario, los alemanes
entrarían en Moscú. Dos veces al día hablaba con Stalin por línea directa.
Stalin respondía invariablemente que había que esperar, que al cabo de tres
días llegaría alguna división y al cabo de cinco, cañones antitanque. (Stalin
tenía un cuaderno con la lista de todas las unidades y el equipo técnico que se
dirigían a Moscú). Sólo cuando Zhúkov le comunicó que los alemanes estaban
instalando toda la artillería pesada y se disponían a abrir fuego sobre Moscú,
Stalin permitió que se pasara a la ofensiva. A mi regreso a Moscú, puse por
escrito la conversación con Zhúkov.
No soy un experto militar y no tengo datos para juzgar el talento
estratégico de Stalin. Hasta hace siete u ocho años nuestros historiadores
atribuían la victoria sobre Alemania antes que nada a la «genialidad» de
Stalin. En la Gran Enciclopedia Soviética, la entrada sobre la Guerra Patria
incluye la reproducción a color de una pintura mediocre que representa a
Stalin inclinado sobre los mapas militares; de los casi seiscientos
acontecimientos que se citan en la cronología, cien no se refieren a
operaciones militares, sino a discursos de Stalin, la concesión de varias
condecoraciones, sus bienvenidas y recepciones. Por lo que respecta a las
operaciones militares, según dicha enciclopedia, en 1944 se asestaron al
enemigo «diez golpes estalinistas». Acompaña al texto una fotografía: «El
aparato telegráfico con el cual Stalin se comunicaba con el frente». El aparato
telegráfico me lo imagino, pero no lo que Stalin decía por aquella línea a los
comandantes. Por supuesto, mientras vivía Stalin, el papel que desempeñó se
exageró excesivamente. Pero la versión que da el comandante en jefe del
frente occidental suena verosímil. Todos sabemos que Stalin no se movió de
Moscú y que el 7 de noviembre pronunció un discurso en el que dijo que el
enemigo sería detenido.
(Los éxitos de nuestras tropas en las inmediaciones de Moscú
incrementaron el prestigio de Stalin en el extranjero. Nuestros soldados creían
en él ciegamente. En las paredes de las ruinas de Berlín vi fotografías suyas
recortadas de los periódicos o de Ogoniok [La pequeña llama]. Recuerdo las
palabras de Tvardovski: «Aquí no hay nada que quitar, nada que añadir».
Dicen que hay que saber morir a tiempo. Quién sabe, de haber muerto Stalin en
1945, tal vez la guerra habría dejado sin esclarecer muchas cosas; la gente se
habría aferrado a la ilusión de que millones de inocentes habían muerto por
culpa de Yagoda, Yezhov y Beria, y en la memoria de aquellos que habían
participado en la contienda habría permanecido la imagen de Stalin con su
abrigo militar, en los difíciles días de la batalla de Moscú. Pushkin decía que
la mentira que nos ennoblece es mejor que las «tinieblas de la humilde
verdad»).
En diciembre de 1941 Hitler afirmó que los alemanes se habían retirado
de Moscú por propia voluntad para pasar el invierno en posiciones más
convenientes, que si se había producido un retraso se debía al frío
excepcional, y que en verano se reanudaría la ofensiva. La última parte resultó
ser verdad, pero en las palabras sobre el retroceso voluntario de la línea del
frente no creyeron ni los alemanes más ingenuos. A las puertas de Moscú,
Alemania recibió un duro golpe, no tanto a su capacidad combativa como a su
prestigio. Sin duda, como muchos otros exageré la magnitud de nuestros éxitos,
y muy pronto me di cuenta de mi error: llegó el terrible verano de 1942,
cuando en dos o tres meses los alemanes llegaron hasta el Volga y el norte del
Cáucaso. No obstante, la batalla de Moscú no fue sólo un episodio bélico,
sino un punto de inflexión en que se decidió el rumbo de muchos
acontecimientos.
Nadie podrá reprochar a los soldados alemanes falta de valentía; el
equipamiento técnico de la Wehrmacht era de altísimo nivel; los comandantes
poseían conocimientos militares y experiencia. Todo esto es indiscutible, pero
durante el invierno de 1941-1942 se desveló el punto débil del ejército
fascista: mientras que la conciencia de su propia superioridad fue decisiva en
el ataque, en cuanto los soldados de Hitler toparon con una auténtica
resistencia se resquebrajó su firmeza espiritual. La batalla de Moscú fue para
Alemania como un «ensayo general» de la derrota.
5
Llegados a este punto hago una pausa para hacer una reflexión sobre este libro;
estoy escribiendo la penúltima parte y por tanto me acerco al final. El lector
podrá preguntarse por qué a menudo los años que he vivido parecen nefastos,
mientras que las personas con las que me he ido encontrando se describen con
amor, subrayando sus aspectos buenos. Por supuesto, me he topado también
con delatores, desertores interesados, arribistas, pero ninguno de ellos ha sido
amigo mío. No porque tuviera un olfato particularmente bueno, sino porque el
destino ha sido indulgente conmigo. Me llevé algún desengaño; a veces me
junté con gente, con la que no llegué a crear lazos de amistad, que más tarde
resultaron ser mezquinos y desalmados, pero, a la hora de rememorar buena
parte de mi vida, he preferido no hablar de ellos, sino de las circunstancias
que propiciaron la corrupción moral de muchos; no quiero juzgar, sobre todo
porque no estoy convencido de mi imparcialidad.
Aún así, he llegado, en mis memorias, al fugaz encuentro con un hombre
que causó mucho dolor, y es un episodio que no puedo eludir.
El 5 de marzo de 1942, cuando iba al frente por la carretera de
Volokolamsk, vi por primera vez las ruinas de Istra, del monasterio de Novi
Ierusalim: los alemanes lo habían quemado y arrasado todo. En los últimos
doce años he vivido cerca de Novi Ierusalim. Istra ha sido reconstruida, pero
a veces, al pasar junto a los edificios nuevos, el parque, el monumento a
Chéjov, veo la nieve y la negrura de aquel lejano día tan frío, veo el vacío, la
muerte.
Dejé atrás Volokolamsk. En una isba cerca de Ludina Gorá se acantonó el
puesto de mando del general A. A. Vlásov. Lo primero que me impresionó de
él fue su altura —un metro noventa—, luego la manera en que se dirigía a los
soldados: empleaba un lenguaje repleto de imágenes, a veces deliberadamente
tosco, pero siempre cordial. Tenía sentimientos encontrados: le admiraba y al
mismo tiempo había algo en él que me irritaba: un no sé qué histriónico en su
forma de expresarse, en su entonación y sus gestos. Por la tarde, cuando
Vlásov se enfrascó en una larga conversación conmigo, entendí lo que le
llevaba a comportarse de ese modo: durante dos horas me estuvo hablando de
Suvórov, y en mi cuaderno, entre otras cosas, apunté: «Habla de Suvórov
como si fuera alguien con quien hubiese convivido durante años».
Al día siguiente los soldados me dieron buenas referencias del general:
«Un tipo sencillo», «valiente», «hirieron al sargento y él lo tapó con su
abrigo».
En aquel período se llevaba a cabo una guerra de posiciones. Se libraban
batallas interminables por la colina Bezimiánnaia, por el pueblo de Petushkí.
De éste no quedó nada. Atacaban un cerro, lo tomaban, y luego lo recuperaba
el enemigo. Mientras estaba con Vlásov en un búnker, los alemanes abrieron
fuego a ráfagas. Me habló de las grandes pérdidas sufridas en ambos bandos.
Más adelante vi un bosque hecho astillas, como si estuviera muerto. La
nieve era aún blanca, incluso azulada. Una hora más tarde todo empezó a rugir.
Los nuestros se lanzaron al ataque. Los tanques barrieron de alemanes una
pequeña hondonada.
Entramos en un refugio. Se veían indicios de que allí habían vivido
oficiales alemanes: encontramos dos camas niqueladas y semanarios
ilustrados con fotos de Hitler y de estrellas de cine. Un soldado encontró una
lata de cacao holandés. Los camilleros estaban sacando a los heridos. Vlásov
decía: «Pero no hemos llegado a Petushkí. ¡Maldito Petushkí! Por otra parte,
estamos haciendo lo necesario: estamos agujereando sus líneas de defensa».
Dimos media vuelta. El coche comenzó a patinar. Hacía un frío atroz. En el
puesto de mando, una chica que se llamaba Marusia nos preparó una estancia
acogedora: un mantel en la mesa, una lámpara encendida con una pantalla
verde y vodka servido en una pequeña garrafa. Me prepararon una cama.
Estuvimos hablando hasta las tres de la madrugada, o, mejor dicho, hablaba
Vlásov: contaba cosas, reflexionaba. Anoté algunas de sus historias. Estaba
cerca de Kiev cuando cayó en una emboscada; para su desgracia pilló un
resfriado, no se podía mover y los soldados tuvieron que llevarlo en brazos.
Decía que después de este episodio los soldados empezaron a mirarlo con un
poco de recelo. «Pero el camarada Stalin me telefoneó, preguntó por mi salud
y ensegui da todo cambió». Varias veces, durante la conversación, volvió a
Stalin. «El camarada Stalin me confió un ejército. Llegamos aquí, en efecto,
procedentes de Krásnaia Poliana: nos pusimos en marcha, casi desde las
últimas casas de Moscú, y recorrimos rápidamente sesenta kilómetros sin
descanso. El camarada Stalin me llamó, me dio las gracias». Criticaba muchas
cosas: «La educación es uno de los puntos débiles. Le pregunté a un soldado
del Ejército Rojo quién estaba al mando en su batallón y respondió que “el
pelirrojo”, ni siquiera sabía el apellido. No le habían enseñado lo que es el
respeto. Suvórov sí que sabía hacerse respetar». Cuando quería elogiar algo
repetía: «Esto sí es culto, es bueno». Al hablar de una chica ahorcada por los
alemanes, despotricó: «¡Se lo haremos pagar!». Poco después dijo: «Tenemos
mucho que aprender de ellos. ¿Viste las camas del refugio? Las han tomado de
la ciudad. Eso sí que es cultura. Por lo que respecta a ellos, cada soldado
respeta a su comandante, no se les ocurre responder “el pelirrojo”». Al hablar
de las operaciones militares, añadía: «Les dije a los soldados: “No quiero
compadecerme de vosotros, sino protegeros”. Eso lo entienden».
En medio de la noche se puso muy nervioso: los alemanes habían
iluminado el cielo con bengalas. «Están trayendo refuerzos por aire. Mañana,
probablemente, recuperarán la hondonada». A menudo adornaba sus
observaciones con proverbios y dichos; algunos no los había oído nunca, me
acuerdo de uno de ellos: «Cada Fiódorka tiene su excusa». Otra cosa que
afirmaba era que la lealtad estaba por encima de todo; cuando estuvo atrapado
en el cerco había pensado mucho en ello: «Resistiremos, nos sostendrá nuestra
lealtad».
Por la mañana temprano llamaron a Vlásov por el teléfono de alta
frecuencia. Volvió alterado: «El camarada Stalin me ha demostrado que soy
digno de su confianza». Había recibido un nuevo nombramiento. En un
momento llevaron sus cosas fuera. La isba quedó completamente vacía.
Marusia, con su chaquetón guateado, dirigió todo el traslado. Vlásov me llevó
en su coche, se dirigía a la línea del frente para despedirse de sus hombres.
Allí, bajo el fuego de mortero, nos separamos. Se fue a Moscú, mientras que
yo me quedé con los oficiales: «Quédate a comer con nosotros». Era de noche
cuando volví a Moscú. Los cañones antiaéreos aullaban a lo lejos, y yo
pensaba en Vlásov. Me había parecido un hombre interesante, ambicioso pero
valiente; me habían conmovido sus palabras sobre la lealtad. En un artículo
dedicado a los combates por la colina Bezymiánnaia describí sucintamente al
comandante del ejército.
Cuando el coronel Kárpov me dijo que habían confiado a Vlásov el
comando del 2.° Ejército de Choque, cuyo cometido era tratar de romper el
sitio de Leningrado, me dije que no era una mala elección.
Cuatro meses más tarde, precisamente el 16 de julio, los alemanes
anunciaron que habían hecho prisionero a un importante general soviético;
estaba escondido en una isba, llevaba uniforme de soldado, pero al ver a los
alemanes gritó que era general y, una vez conducido al Estado Mayor,
demostró que en realidad era el general Vlásov, comandante del ejército de
asalto.
Más tarde, un oficial soviético que había escapado del cerco me contó que
Vlásov, herido levemente en una pierna, caminaba por el borde de la carretera
con ayuda de un bastón y soltaba blasfemias.
Un mes más tarde, los alemanes anunciaron que el general Vlásov estaba
reclutando prisioneros de guerra para formar un ejército que combatiese «a
favor del bando alemán a fin de establecer en Rusia un nuevo orden y un
régimen nacionalsocialista».
Me trajeron una octavilla recogida en el frente que todavía conservo. En
ella se habla de mí: «Ehrenburg, el perro judío, tiene la rabia», firmado por
«los hombres de Vlásov». Recuerdo cómo seis meses antes el gallardo
general, envuelto en su capote de fieltro, me besó tres veces al despedirse de
mí y no puedo reprimir un insulto (sin florituras, pues no soy Vlásov).
Cierto, cada persona es un mundo. No obstante, me atreveré a formular mis
conjeturas. Vlásov no era Bruto ni el príncipe Kurbski; es mucho más sencillo,
desde mi punto de vista. Vlásov quería cumplir la misión que le habían
encomendado; sabía que Stalin volvería a felicitarlo, que recibiría una nueva
condecoración, sería ascendido e impresionaría a todos con su habilidad para
mezclar citas de Marx con dichos al estilo Suvórov. Pero las cosas fueron de
otro modo: los alemanes resultaron ser superiores y el ejército cayó de nuevo
en una emboscada. Con el deseo de salvar el pellejo, Vlásov se disfrazó.
Cuando vio a los alemanes le pudo el miedo: si era un soldado raso recibiría
un disparo. Una vez prisionero, empezó a pensar qué salida tenía. Contaba con
una buena educación política, admiraba a Stalin, pero no tenía convicciones,
sólo ambición. Entendió que su carrera militar estaba acabada. Si la Unión
Soviética salía victoriosa, lo mejor que le podía pasar era que le degradaran.
Por tanto, sólo le quedaba una salida: aceptar el ofrecimiento de los alemanes
y hacer todo lo posible para que ganase Alemania. Entonces podría ser
comandante en jefe o ministro de Guerra en una Rusia desmembrada, bajo la
protección del triunfante Hitler. Naturalmente, Vlásov nunca le habló a nadie
de esto; en sus alocuciones por radio afirmaba que, hacía tiempo, odiaba el
régimen soviético, que anhelaba «liberar a Rusia de los bolcheviques», pero
fue él quien me enseñó el dicho: «Cada Fiódorka tiene su excusa».
Vlásov consiguió formar algunas divisiones con prisioneros de guerra.
Algunos se alistaron torturados por el hambre, otros porque temían a los
suyos. En el combate, los hombres de Vlásov se revelaron débiles, por lo que
los alemanes los utilizaron principalmente para aplastar los movimientos
partisanos. Cuando después de la guerra estuve en Francia, los habitantes de
Lemosín me contaban la cruel represión ejercida por los hombres de Vlásov
contra la población local. En todas partes hay mala gente, al margen del
régimen político o de su educación.
En julio de 1942, cuando Vlásov decidió servir a los enemigos de su
patria, tres ametralladores y la enfermera Vera Stepánovna Badina defendían
una colina cerca de la granja Bolshói Dolzhik. Los rodeó un batallón, ellos
respondieron al ataque. Los alemanes abrieron fuego de artillería. Un proyectil
mató a los dos ametralladores, un tercero y la enfermera quedaron gravemente
heridos. Los alemanes mataron inmediatamente de un tiro al ametrallador
Napivakov y amenazaron con una pistola a la chica, cubierta de sangre:
querían que pidiera clemencia. Vera Badina imploró al oficial alemán, pero no
compasión sino un revólver para quitarse la vida. Tenía veintinueve años.
El mismo día que llegó a mis manos la octavilla de los hombres de Vlásov
recibí una carta con una nota: «Hallado el sargento Máltsev, Yákov Ilich,
muerto en Stalingrado». He aquí lo que me escribió Máltsev: «Querido Iliá
Grigórievich, le pido encarecidamente que revise mi descuidado mensaje y
que lo publique en su periódico. El sargento Iván Gueórguievich Lychkin está
vivo. Querían proponerlo para una alta distinción, pero el batallón en que nos
encontrábamos fue aniquilado. Mañana o pasado mañana volveré al combate.
Tal vez muera. En estos últimos minutos deseo más que nada poner en
conocimiento de nuestro pueblo la hazaña heroica acometida por el sargento
Lychkin». El sargento contaba que, en agosto de 1941, el batallón había sido
cercado; algunos hombres se acobardaron y se entregaron corriendo a los
alemanes, otros murieron; quedaron vivos tres hombres, Lychkin los liberó del
cerco, se apoderaron de un tanque enemigo y capturaron a dos alemanes.
Cumplí con la petición póstuma de Máltsev. A punto de entrar en combate y
sabedor a todas luces de que le esperaba la muerte, en su última noche estuvo
pensando no en él sino en su compañero de armas.
Ahora no estoy hablando del fascismo, sino de personas.
¿Puede alguien decirme qué es el hombre, de qué es capaz? En verdad de
todo, absolutamente de todo. Puede caer tan bajo como lo hizo Vlásov o
elevarse a una altura inimaginable. A menudo pienso en lo diferentes que
pueden llegar a ser las personas, aunque hayan crecido en la misma tierra, ido
a la misma escuela o repetido las mismas palabras. Precisamente por ello he
decidido hablar de Vlásov. (Hace mucho que todo el mundo se ha olvidado de
él, incluso sus secuaces, que lograron escapar a tiempo a la zona de ocupación
americana. Lo que ahora glorifican no es el nacionalsocialismo sino el
«mundo libre»; les resulta incómodo recordar que en otro tiempo fueron los
hombres de Vlásov).
Los pájaros vuelan, los reptiles reptan. El hombre no sólo es una criatura
omnívora, sino que se adapta a todas las condiciones; vuela en el cielo y
también se arrastra; aunque esto es sabido por todos, es imposible
acostumbrarse a ello; y por ello cada vez se sorprende no sólo el chico sino
también el viejo, que, parecería, ha perdido la capacidad de asombrarse.
6
Era uno de los primeros días de primavera. Por la mañana alguien llamó a la
puerta de mi habitación. Vi a un joven alto, con la mirada triste, enfundado en
una guerrera. Venían a verme muchos combatientes para pedirme que
escribiera sobre sus compañeros muertos en combate o las hazañas de su
división, me traían cuadernos sustraídos a los prisioneros o me preguntaban el
porqué de aquella pausa en las operaciones y quién empezaría la ofensiva, si
nosotros o los alemanes.
Le dije al joven: «¡Siéntese!». Tomó asiento, pero enseguida se levantó:
«Quiero leerle unos poemas». Me preparé para el inminente calvario:
entonces todos escribían versos sobre tanques, las atrocidades fascistas, el
piloto Gastello o los partisanos.
El joven declamaba a voz en cuello, como si estuviera en la línea del
frente, entre el estruendo de las armas, y no en una pequeña habitación de
hotel. Y yo no dejaba de repetir: «Otro más…, otro más».
Luego me dirían: «Has descubierto a un poeta». No, esa mañana Semión
Gudzenko me descubrió mucho de lo que yo sentía de modo confuso. Y
entonces tenía sólo veinte años; no sabía dónde meter sus largos brazos y
sonreía con aire turbado.
Uno de los primeros poemas que me recitó ahora es de sobra conocido:
«Cuando se va hacia la muerte, se canta, pero antes se puede llorar. Ésa es la
peor hora, la espera antes del ataque… Se acerca mi turno. La cacería está
servida, yo soy la única presa. Maldito año cuarenta y uno, tú, soldado
congelado en la nieve. Me parece que soy un imán, que atraigo las minas. Una
explosión, y el teniente jadea. La muerte otra vez pasó de largo… El combate
fue corto. Y después bebimos vodka helado, mientras, con el cuchillo, me
sacaba de debajo de las uñas la sangre de un desconocido».
Fui testigo de la Primera Guerra Mundial, estuve en España, había leído
muchas novelas y poesías sobre las batallas, las trincheras, sobre la vida
abrazada a la muerte, algunas románticamente sublimes, otras
desmitificadoras: Stendhal y Tolstói, Hugo y Kipling, Denis Davídov y
Maiakovski, Zola y Hemingway. En 1941 nuestros poetas escribieron no pocos
poemas buenos. No observaban la guerra desde detrás de la barrera; muchos
de ellos ponían su vida en peligro cada día, pero ninguno de ellos se había
quitado la sangre del enemigo de debajo de las uñas con un cuchillo. La
bayoneta y la lira seguían siendo cosas distintas. Tal vez esto confiriese
también a los versos más logrados de los poetas que yo había conocido antes
de la guerra cierto carácter literario. Pero Gudzenko no necesitaba demostrar
nada ni convencer a nadie. Había ido a la guerra como voluntario, luchó en las
retaguardias enemigas, resultó herido. Sujínichi, Dumínichi, Liudínovo no eran
para él nombres apuntados en el cuaderno de algún enviado de un periódico de
Moscú o del frente, sino parte de su vida cotidiana. (En nuestro primer
encuentro me dijo: «Leí que fue usted a ver a Rokossovski y que estuvo en
Maklaki. Allí es donde resulté herido. Por supuesto, ocurrió antes de su
llegada»).
Esa mañana me recitó también su «Balada sobre la amistad». La palabra
balada derivaba también del romanticismo tradicional, pero sus versos
estaban lejos de ser románticos. El soldado sabe que uno de los dos, él o su
amigo, morirá en acto de servicio: «Tengo unas endemoniadas ganas de vivir,
incluso en soledad, incluso sin amistad. Oh, está bien, de acuerdo, que sea yo
el que parta, que sea él quien viva».
He dicho que Gudzenko me descubrió muchas cosas. La guerra que
vivíamos era cruel, espantosa; al mismo tiempo, seguíamos firmes en nuestro
convencimiento de que era necesario derrotar a los fascistas. A nosotros no
nos persuadían ni las honestas maldiciones anteriores, ni los nuevos elogios,
no menos honestos: «Dos metros de carne humana hecha picadillo». No, lo que
había cambiado no era sólo el tamaño de las cosas, sino también su
percepción. ¿Una guerra santa? No eran esas las palabras. Y luego escuché los
versos de Gudzenko…
Aquella mañana no le pregunté nada, me limité a escuchar su poesía; sólo
supe que era kievita, que tenía una madre, que había estudiado en el Instituto
de Filología, Literatura e Historia y que, en 1940, había escuchado mis
poemas sobre París.
(Gudzenko me pareció un poeta de los pies a la cabeza, un adolescente que
no había aprendido a pensar más allá de su poesía. Él, por su parte, anotó en
su agenda: «Ayer estuvo con nosotros Iliá Ehrenburg. Como casi todos los
poetas, no tiene raíces sociales profundas». A menudo sucede en un primer
encuentro: no nos conocíamos y cada uno veía al otro guiado por su propia
orientación espiritual).
Leí los poemas de Gudzenko a todo el mundo: Tolstói, Seifúlina, Petrov,
Grossman, Súrits, Úmanski, Moran; llamé al Club de Escritores, a diferentes
redacciones: quería compartir con todos mi inesperado júbilo.
Volvió a visitarme, nos fuimos familiarizando el uno con el otro. Me
encariñé de él.
Sus versos fueron publicados. Luego se organizó una velada en el Club de
Escritores; entró en el mundo de la literatura. Eran tiempos de guerra: los
muchachos rápidamente eran llamados a filas, y también rápidamente eran
reconocidos o caían en el olvido.
Gudzenko era valiente y sorprendentemente puro; ante la muerte no
retrocedía, pero en los círculos literarios parecía un adolescente intimidado.
Contaré ahora la historia de dos versos que he citado antes: «Maldito año
cuarenta y uno, tú, soldado congelado en la nieve». El editor insistió en
cambiarlos. Gudzenko escribió dócilmente: «El cielo pide bombas, igual que
el soldado congelado en la nieve». Le pregunté qué tenía que ver el cielo, y él
sonrió con aire culpable: «¿Y qué podía hacer?». (Pasaron quince años.
Gudzenko murió, y en la edición de 1957 apareció una nueva versión, igual de
absurda: «El duro año cuarenta y uno, y el soldado congelado en la nieve»,
como si el soldado, que parece atraer las minas, reflexionase académicamente:
es un año duro. Sólo en 1961, después de que la poesía congelada en la nieve
comenzara a derretirse, se restituyó el texto original).
En febrero de 1945 me escribió desde el frente: «Te envío cinco poemas,
algunos publicables y otros no. En general escribo mucho, mis cuadernos están
llenos, pero Dios sabe qué saldrá de ellos. Si algún poema se puede publicar,
estaría bien… Hay variantes escritas en tinta. La censura me ha enseñado
cómo comportarme desde el primer verso».
En 1942 Gudzenko hablaba del futuro con una seguridad austera. Como
todos sus camaradas y buena parte de sus compatriotas, creía que después de
la victoria la vida sería mejor, más limpia, más justa.
Gudzenko apenas se había recuperado de una grave herida cuando un
coche lo atropelló en una calle de Moscú. Después de lo ocurrido se quedó en
la retaguardia una buena temporada; trabajaba en Stalingrado con la redacción
móvil de Komsomólskaia pravda. Desde allí me envió sus poesías sobre
Stalingrado, y una poesía me sorprendió de nuevo como una revelación: «Y al
fin, con el tercer escalón, ha llegado hasta aquí el silencio absoluto. Yace
insólitamente grande sobre cajas y escombros, ensordeciéndote con sus
latidos, hasta que caes dormido, en un arrebato».
En septiembre de 1943 me escribía: «Tengo previsto volver a Ucrania.
Kiev no me deja descansar. Es probable que pronto esté allí. Ya no puedo
escribir sobre la retaguardia. Vuelvo a escribir sobre el frente. ¿Cuál será el
resultado?».
En noviembre Gudzenko vino a verme, feliz de volver al frente y de ver
pronto Kiev; no obstante, cruzó su rostro una repentina sombra, como una nube
solitaria. No sé por qué escribí lo siguiente en un cuaderno: «Gudzenko me ha
preguntado por qué se han abolido las clases mixtas, por qué han introducido
el uniforme; me ha contado cómo vejaron a un judío de Kiev. Ha madurado
mucho en el último año».
Gudzenko avanzó con el ejército hacia el oeste. ¿Es preciso recordar que
la gran poesía nace siempre en tiempos de penurias? En 1942 Gudzenko
escribía: «Cada cual recuerda a su manera, con sus variaciones, Sujínichi y
Dumínichi, y el camino forestal a Liudínovo, calcinado, desierto».
En 1945 no sólo cambiaba el nombre de las ciudades donde se combatía,
sino también el estado de ánimo. Gudzenko prestaba menos atención al latido
de su corazón que a la sonoridad de las palabras, las rimas: «Hemos tomado
Dezh, hemos tomado Kluzh, hemos tomado Kympelung… No hay esperanza.
Sólo silencio. Llora el Nibelungo».
Poco después de la victoria me escribió: «En nuestro sector la guerra
todavía es genuina. Hace algunos días me sorprendió un fuerte bombardeo
cruzando el Morava… Me quedé tumbado durante mucho tiempo, fue
angustioso. Tenía pocas ganas de morir en 1945».
Acabó la guerra. Los supervivientes fueron desmovilizados. Vi a
Gudzenko vestido de civil, aunque en su corazón todavía vestía la vieja
guerrera descolorida. Desde luego, los temas de sus nuevos poemas habían
cambiado: describía los pueblos de la Ucrania transcarpática, los koljoses, la
vida pacífica de las guarniciones. Sabía que éstas eran las grandes empresas
de una gran capital, pero que «cada poeta tiene su provincia», y confesaba:
«Yo también tengo mi provincia, inmutable, única, no existe en ningún mapa,
cruel y abierta, una región remota: la guerra».
Su cuaderno contiene la siguiente entrada: «He recitado poesías en la
fábrica de herramientas mecánicas Ordzhonikidze. La gente escuchaba… Me
aburrían mis propios versos».
Hay muchas novelas, películas y poemas sobre la nostalgia del soldado
que retoma su vida en tiempos de paz. Gudzenko no escribió sobre esto en sus
versos, pero escribiera lo que escribiese, siempre se filtraba algo de la
nostalgia del combatiente. De puertas afuera todo parecía ir bien: había
encontrado la felicidad o la ilusión de la felicidad, hablaba en voz alta,
sonreía a menudo, viajaba por el país, trabajaba mucho y se le tenía por un
optimista. (Recuerdo una confesión suya de juventud: «Los eternos
compañeros de la felicidad son cuarenta dudas y la melancolía»). Una vez me
dijo, como de pasada: «Ahora he aprendido a escribir, pero escribo peor. Por
otra parte, es comprensible». No le contradije, aunque tal vez esperaba que lo
hiciera, no lo sé.
Parecía gozar de buena salud, se había hecho más hombre e incluso había
ganado peso. En 1946 escribió: «No moriremos por los años, moriremos por
las viejas heridas. Llena las tazas de ron, de ron rojizo, trofeo de guerra».
Recordaba a una canción militar. Luego, en 1952, me dijeron que
Gudzenko estaba enfermo: los efectos retardados de la neurosis de guerra.
Aunque le trepanaron el cráneo, los doctores no confiaban en que
sobreviviera. Entonces recordé la taza de ron rojizo.
Mientras se debatía entre la vida y la muerte, Gudzenko escribió tres
poemas. De nuevo remontaba el vuelo, como en sus primeros poemas de 1942.
Se estaba muriendo en su querida y remota región, muriendo como sus
compañeros de armas: «¡Oh, cuánto ansío vivir ahora, como si de nuevo
volviera de la guerra!».
Unos meses antes de enfermar vino a verme. Estuvimos hablando durante
mucho rato, pero no fue una verdadera conversación; tal vez porque vino
acompañado por un poeta amigo suyo o tal vez por culpa mía. En cualquier
caso no corrían buenos tiempos para las conversaciones sinceras. Dos o tres
días más tarde pasó a verme un instante con el pretexto de no haberme
dedicado su libro; se quedó de pie un rato, esbozó una sonrisa y, ya
despidiéndose, observó: «Muchas cosas no han ido como deberían… Pero
volveremos a encontrarnos y hablaremos». Nunca más volví a verlo.
Sí, muchas cosas no fueron como pensábamos que debían ir en 1942.
Había llegado la era de la bomba atómica. Nadie sabía a ciencia cierta qué
pasaría al día siguiente. Detenían a gente inocente: una vez más se disparaba
contra el propio pueblo. Y Gudzenko murió en un mes invernal, en febrero, en
el gélido y oscuro febrero de 1953, poco antes del primer deshielo.
Para mí Gudzenko sigue siendo un poeta de aquella generación cuya vida
empezó en Sujínichi, Rzhev y Stalingrado. Muchos de sus contemporáneos no
volvieron de la guerra. Recuerdo vagamente a algunos poetas jóvenes, como
Kulchitski o Kogan, que recitaban sus versos en vísperas de la guerra. Más
tarde leí sus poemas. Murieron demasiado pronto, y su mejor poesía la
escribieron antes de la guerra. Pero Gudzenko supo alzar la voz por encima
del fragor de la batalla, diciendo mucho de sí y de los otros. En un poema
titulado «Mi generación», hay un verso que se repite con insistencia: «No
debemos ser compadecidos, ya que no compadecimos a nadie». Cuando
escribió este poema, Gudzenko soñaba con que sus coetáneos volverían de la
guerra victoriosos y experimentando la felicidad más plena. En 1951, en una
antesala vacía y oscura, me dijo: «Muchas cosas no han ido como deberían
haber ido».
Pero yo compadezco a Gudzenko. Lo recuerdo muy joven, como era
aquella lejana mañana de 1942, cuando se levantó y me anunció: «Quiero
leerle unos poemas».
8
Para los simples mortales todo parecía ir como la seda: en los teatros de
operaciones bélicas se combatía contra el enemigo común y los jefes de los
gobiernos de la coalición antihitleriana intercambiaban telegramas de
felicitación. En realidad, todo era mucho más complicado: se libraba una
guerra intestina entre bastidores.
A los estadounidenses les gustaba más el almirante Darían que De Gaulle
y, cuando mataron al primero, el general Giraud. De Gaulle se prefería a sí
mismo. En Francia sus partidarios no querían alcanzar un acuerdo con los
partisanos del país. En Italia los aliados apoyaban al virrey de Abisinia, el
mariscal Badoglio, mientras que los partisanos juraban que matarían a todos
los líderes fascistas. Los británicos suministraron armas al general
Mihajlović, el gobierno real de Yugoslavia todavía estaba en El Cairo,
mientras que el ejército popular de liberación estaba comandado por el
comunista Tito. En la capital egipcia también se encontraba el ala derecha
griega del gobierno, pero en Grecia el ala izquierda de EAM combatía contra
los invasores. En Londres encontró refugio el gobierno polaco; la Unión
Soviética rompió relaciones diplomáticas con él. Surgió la Unión de los
Patriotas Polacos; en los bosques de Polonia había grupos de extrema derecha
de Armja Krajowa y fuerzas del ala izquierda de Gwardja Ludowa. La prensa
sólo mencionaba todo esto de pasada y a veces sólo de un modo alegórico.
Por supuesto, yo no estaba al corriente de los secretos de los diplomáticos,
pero debido a la naturaleza de mi trabajo alguna que otra cosa sabía: me
invitaban a recepciones, tenía que visitar las diferentes embajadas y casi a
diario debía atender a periodistas extranjeros. No voy a tratar de describir la
historia de las relaciones entre los aliados que, por lo demás, conozco. Sólo
quiero relatar algunos encuentros fortuitos, episodios bastante más divertidos
que significativos.
Un día, el embajador inglés me preguntó por qué no me gustaban los
británicos. Yo protesté y en tono de broma enumeré todo lo que me gustaba de
Inglaterra: la Carta Magna, los paisajes de Turner, los parques verdes de
Londres. Desde ese día, cada vez que Clark Kerr me presentaba a sus
compatriotas invariablemente decía: «Y éste es el señor Ehrenburg, que de
Inglaterra sólo conoce las pipas, el césped y los terriers». Clark Kerr era un
escéptico bien educado, no se permitía decir lo que pensaba y, sólo una vez,
en una recepción aburrida después de haber estado hablando conmigo sobre
poesía, me confesó: «Lo que me gusta de Moscú es la variedad. Siempre nos
gusta aquello de lo que carecemos, ¿verdad?».
En octubre de 1944 Churchill y Eden visitaron Moscú. No sé cómo afectó
este viaje a las relaciones anglo-soviéticas, pero salvó inesperadamente de la
desgracia al viejo tornero Yankelévich, a quien A. N. Tolstói llamaba «el
maestro de la pipa». Yankelévich fabricaba pipas sofisticadas y las vendía a
fumadores empedernidos. Lo arrestaron, creo que justamente a causa del
comercio ilegal de pipas. Alekséi Nikoláievich trató de interceder por él, pero
los esfuerzos resultaron vanos. Durante la visita de Churchill el Comisario de
Asuntos Exteriores decidió obsequiarle con un viejo cofre con compartimentos
secretos y una complicada cerradura, pero ésta se rompió y nadie sabía
arreglarla. Entonces alguien se acordó del viejo Yankelévich, que tuvo que
agradecer su puesta en libertad al destino o a Churchill. Por otra parte, la
llegada del premier inglés no trajo sino desvelos al director de la fábrica de
tabaco «Java»: le pidieron urgentemente que hiciera unos puros de la mejor
calidad. En una recepción Churchill tomó uno de aquellos puros y lo encendió:
el cigarro silbó y desprendió chispas como si fuera un cohete. Churchill
esbozó una sonrisa. Tenía la cara de un viejo bulldog, y sus ojos fatigados,
incluso soñolientos, de vez en cuando se animaban con una sonrisa burlona.
Me lo presentaron. Hizo un esfuerzo por sonreír. «Felicidades, a usted en
especial». No sabía por qué me felicitaba, pero le devolví la sonrisa y
también le felicité, sin saber por qué.
La breve conversación que mantuve con Eden fue mucho más interesante.
Eden me dijo de repente: «Por lo que parece, no le gustan mucho los
británicos, ¿no es así?». Decidí que Kerr ya había tenido tiempo de contarle lo
del césped y los perros, pero le pregunté qué le hacía pensar eso. Eden
respondió: «Me han dicho que siente un gran afecto por Francia». Era algo tan
inesperado viniendo de un diplomático experimentado que me desconcertó y
me llevó unos minutos improvisar una respuesta: «¿Acaso el amor a Francia
entraña la hostilidad hacia Inglaterra?». Probablemente en mi tono de voz se
traslucía cierta irritación con Eden, que se precipitó a sonreír: «Estaba
bromeando. Somos todos aliados, por supuesto, y por lo que a mí respecta
siento un gran afecto por los franceses».
Sin embargo, otros ingleses decían abiertamente lo que pensaban de los
franceses. Harriman, por ejemplo, me dijo: «Con Francia será difícil: allí hay
más traidores que en ninguna parte». Un conocido corresponsal inglés
reconoció: «Iría mejor sin los franceses». Willkie me confió: «El papel de
Francia como gran potencia ha terminado para siempre, no tenemos ningún
interés en restituirle su posición anterior».
Naturalmente, los franceses —el embajador Garreau, el consejero
Schmittlein, el joven Gorse, el general Petit— a menudo decían que no
confiaban ni en los ingleses ni en los estadounidenses: temían que los aliados
occidentales intentaran poner en pie de nuevo a la derrotada Alemania. Una
tarde nos reunimos en casa del general Petit. Estaban Thorez, Jean-Richard
Bloch y Garreau; este último empezó a recordar el pasado: después de la
Primera Guerra Mundial, siendo oficial, había presenciado la ocupación de
Renania; describió cómo admiraban los aliados el orden y la organización de
los alemanes, cómo se enamoraban de las alemanas; nadie dudaba de que la
paz estaba garantizada; pero en Munich Ludendorff ya había hecho un
llamamiento a la venganza. Y Garreau dijo acaloradamente a Thorez:
«¡Nuestra única esperanza es que los rusos no permitirán que se vuelva a
repetir!».
En diciembre de 1943 volvía yo de Járkov, donde juzgaban a algunos
alemanes implicados en las masacres de civiles. Alekséi Tolstói iba sentado
en mi compartimento. El periodista estadounidense Stevens se reunió con
nosotros. Nos pusimos a hablar del futuro. De repente alguien golpeó al pobre
Stevens en la cabeza: era el periodista francés Champenois que estaba
tumbado en la litera de arriba. No soportaba oír hablar de las ventajas de una
«paz suave» y, además, se había atizado medio litro de vodka.
(Me hice amigo de Champenois. Antes había sido corresponsal de la
agencia de noticias Havas, pero cuando el embajador francés Gastón Bergery,
que en el pasado había sido de extrema izquierda, abandonó Moscú por
indicaciones de Vichy, Champenois se quedó en Rusia escribiendo para un
periódico francés que se publicaba en Londres. Después de la guerra intentó
volver a su país, pero resultó que se había encariñado demasiado con Moscú.
Sabía beber como un ruso y charlar hasta medianoche de todo y de nada a la
vez, de disparates o de asuntos de suma importancia, como hacen los rusos. Es
un hombre carente de ambición y de sentido práctico; en momentos de gran
emoción bromea o suelta tacos, escribe poemas sólo para él, nunca los
publica).
Me parece que no sólo no conseguí entender a los estadounidenses con los
que me encontré sino tampoco a los ingleses: sus países no habían sufrido la
ocupación fascista. No estoy hablando de los políticos o diplomáticos, que
tenían sus propias motivaciones, sino de muchos oficiales y periodistas
convencidos de que se exageraban las historias sobre las atrocidades nazis.
Para ellos, el ejército de Hitler era el mismo que el del káiser Guillermo. Por
eso resultaba mucho más fácil hablar con personas de países ocupados.
El embajador noruego Andvord difícilmente habría podido admirar el
sistema soviético, pero conocía los sufrimientos de su propio país y se daba
cuenta de que el Ejército Rojo era el único que luchaba de verdad. A veces
nos invitaba a su casa. Era un sibarita y le gustaban los buenos vinos
franceses. Nos sentábamos junto a la chimenea y Andvord recordaba Noruega,
me hablaba de amigos comunes, y decía: «Espero que las bombas hagan entrar
en razón a los ingleses. Quieren tratar educadamente a los nazis, como si se
tratara de un partido deportivo. Hoy he vuelto a recibir noticias de la masacre
de nuestros estudiantes. Tenías razón: los sedantes no bastan, se necesita
cirugía».
Entre los diplomáticos me gustaba especialmente René Blum; representaba
al país más pequeño, Luxemburgo, pero tenía un gran corazón. En 1944 un
desertor vino a vernos en el frente cerca de Minsk. El coronel me dijo: «Un
Fritz dice que no es alemán ni francés, sino algo así como luxemburgués…».
Me llevaron a ver al hombre. Era un joven campesino. Me pidió papel:
«Quiero escribir una carta». Pensé que quería enviar noticias a los suyos y que
ingenuamente creía que la misiva les llegaría. Pero escribió lo siguiente: «A
Su alteza, la Gran Duquesa de Luxemburgo. Le informo de que he cumplido
con mi deber y que crucé al bando del Ejército Rojo». Cuando le entregué la
carta a René Blum, le conmovió tanto que se le saltaron las lágrimas. Era un
socialista del ala izquierda, pero el mensaje a la Gran Duquesa le emocionó
profundamente. Se encariñó de nuestro país, aprendió a hablar ruso y asistía a
conferencias y charlas. (Una vez lo distinguí entre una turba de estudiantes que
había irrumpido en la Politécnica, faltó poco para que muriera asfixiado). Su
hija estudiaba en la Universidad de Moscú. Blum era humilde y afable, en él
subsistía algo del siglo pasado así como de su Luxemburgo natal. Hace
algunos años fui a visitarle a su casa. Es presidente de la Sociedad de Amigos
de la Unión Soviética e interviene en mítines. Todo el mundo lo conoce y le
respeta. Por la noche, con una botella de vino, intercambiamos recuerdos de
los años de guerra.
A menudo visitaba al embajador checo, Fierlinger. Era fácil hablar con él:
entendía la naturaleza del fascismo. Su mujer, una encantadora y vivaz
francesa, también lo entendía. Cuando Beneš llegó a Moscú, lo vi en una
recepción. Recordaba nuestra vieja charla: «Yo ya sabía que Checoslovaquia
estaba condenada». Luego agregó: «Nuestra única salvación reside en una
estrecha alianza con su país. Los checos pueden tener opiniones políticas
dispares pero en un punto estarán todos de acuerdo: la Unión Soviética no sólo
nos liberará de los alemanes sino que nos permitirá vivir sin un miedo
constante al futuro».
Los yugoslavos venían a verme: un comandante del ejército partisano,
Terzić, y el escultor Augustinčič que estaba trabajando en el proyecto de un
monumento y hacía dibujos sin cesar. Me gustaba su trabajo, que combinaba
monumentalidad y movimiento, y me agradaba también el hombre: era un
artista y un luchador que siempre permanecía fiel a sí mismo, sin ceder a nada,
y que vivía en diferentes planos a la vez. A los yugoslavos les dieron varias
casas en Serebriani Bor. Allí conocí a partisanos, tanto hombres como
mujeres. Vivían en aquellas casas a las afueras de Moscú como en las
montañas de Bosnia: allí se respiraba la misma democracia e integridad. Me
sentía bien entre ellos.
Los corresponsales extranjeros venían a verme con la esperanza de
averiguar algo de la situación militar; a veces les daba diarios alemanes o
cartas. Ellos, a su vez, me hablaban de las complejas maniobras de los
diplomáticos. Entre los corresponsales extranjeros había destacados
periodistas como Leland Stowe, Alexander Werth y Maurice Hindus. He
descrito cómo en otoño de 1942 Leland Stowe me acompañó a Rzhev. Era un
buen conocedor de la guerra: había estado en España y en China, donde había
demostrado valentía y capacidad de observación, y escrito artículos muy
buenos. En 1946, cuando la Guerra Fría empezaba a perfilarse, lo visité en su
casita de una sola planta cerca de Nueva York. Alrededor había elegantes
casitas, las rosas habían florecido, la gente vivía en condiciones de
prosperidad. Pero Stowe estaba triste y me dijo: «¿Se acuerda de Rzhev? Ahí
me sentía más tranquilo. Uno puede vivir sin comodidades, pero es más duro
vivir sin esperanza».
Por supuesto, las cosas no eran fáciles para los corresponsales
extranjeros: los periódicos contenían más artículos generales que información;
la censura estaba atenta y los periodistas tenían que librar batalla con su
propio contrincante: el jefe del Departamento de Prensa. Después de cada
conferencia de prensa cada periodista trataba de adelantarse a los otros y
llegar el primero a la oficina de telégrafos. A veces se producían peleas; en
una ocasión un corresponsal americano le pinchó la rueda del coche a un rival
para impedir que llegara a tiempo a telégrafos. El corresponsal de United
Press, Shapiro, tenía un buen concepto de nosotros, pero no dejaba de
quejarse: se esperaban de él noticias sensaciones, aunque no le permitían ir al
frente e ignoraba qué información enviar. Y entonces ocurrió un
acontecimiento que resultó ser la gota que colmó el vaso: Stalin respondió a
tres preguntas que le envió Henry Cassidy, el corresponsal en Moscú de
Associated Press. Shapiro, desconcertado, vino corriendo a verme: «Yo
también le mandé un cuestionario. Associated Press es más de derechas que
United… ¿Por qué Stalin quiere causarme la ruina?». Era imposible
apaciguarlo, no quería escuchar que Cassidy simplemente había tenido la
suerte de que su cuestionario llegara el día en que Stalin decidió dar alguna
información. Como premio de consolación, el Departamento de Prensa del
Ministerio de Asuntos Exteriores permitió a Shapiro visitar el frente de
Kaliningrado. A su regreso a Moscú me dijo: «Por supuesto que lo que he
visto es extraordinario. Ahora entiendo mejor por qué insistes en el Segundo
Frente. Pero desde el punto de vista de United Press no es comparable al logro
de Cassidy. Todavía no entiendo por qué Stalin prefiere a Associated Press».
En cuanto a Cassidy, estaba de lo más contento y andaba enseñando a todo el
mundo la firma de Stalin debajo de las respuestas a sus preguntas y se las
ingenió para conseguir cuatro botellas de vino del restaurante Aragvi
diciendo: «Stalin me escribe…».
Había algunos tipos indeseables entre los corresponsales estadounidenses.
Recuerdo a un individuo descarado que vino a verme y puso medio kilo de
azúcar sobre la mesa. Liuba entró en la habitación y sin saber quién era mi
invitado dijo: «¿Vende azúcar?». Insistí al estadounidense que se llevara su
regalo. Unos días más tarde le expliqué la historia a Alekséi Tolstói. Se oyó su
risa tronar: «A mí también me trajo azúcar, y yo, tonto de mí, me sentí confuso
y acepté. Quería darle algo a cambio pero no tenía nada a mano así que le
ofrecí una pluma estilográfica Waterman. Y el bastardo la cogió». Nos reímos
un buen rato. (Por supuesto, no sabíamos entonces lo que iba a significar para
Europa la llamada «ayuda americana»).
El incidente del azúcar es irrelevante, pero hubo asuntos más serios: las
disensiones entre los miembros de la coalición antihitleriana se hacían notar
cada vez más. Empezaba el verano de 1944. Las salvas que anunciaban las
victorias se habían convertido en un fenómeno cotidiano para los moscovitas.
Los aliados desembarcaron en Normandía. El desenlace estaba próximo.
El primero de julio partí al Tercer Frente Bielorruso comandado por el
general Cherniajovski. Cerca de Borísov, en la orilla derecha de Bereziná, vi
a los franceses capturados de la «legión», organizada por el traidor Doriot.
Todos los franceses conocen el río Bereziná por su nombre: allí, en 1812, los
rusos estuvieron a punto de cercar al ejército de Napoleón. Sólo una parte de
él consiguió cruzar el río, gracias al coraje de los zapadores comandados por
el general Eblé. (Sabía de este general porque en París a menudo tomaba por
la calle que llevaba su nombre). Los «legionarios» se quedaron atrapados en
el Bereziná: eran mercenarios cobardes pero codiciosos. Los detuvieron por
sus maletas: no querían separarse de su botín. Me pidieron que hablara con
ellos. Uno me juró que había tenido una aventura amorosa desdichada y que
había decidido morir «no importa cómo», otro me contó las privaciones y las
penurias sufridas: había cedido «en un momento de debilidad»; un tercero
apeló a los «inescrutables caminos del destino»; un cuarto me dijo: «Yo soy
simplemente un civil; en París tengo un pequeño restaurante; mis clientes
siempre me colman de elogios. Nunca me equivoco en materia culinaria. La
política es otro tema». A los legionarios los encerraron con los prisioneros
alemanes, entre los cuales resultó haber muchos alsacianos. Luego me
contaron que durante la noche los «legionarios golpearon a los alsacianos».
Fui a visitar a los pilotos del escuadrón «Normandía». Los franceses
contaban que durante los combates para hacerse con Borísov, el piloto Gaston
fue asesinado en el Bereziná. Durante tres años había intentado salir de
Francia para luchar en el cielo; lo detuvieron todas las veces y finalmente lo
hicieron prisionero en la cárcel de Port-Lyautey en el norte de África. Cuando
los estadounidenses lo liberaron decidió ir a la Unión Soviética para unirse al
escuadrón Normandía. La batalla de Bereziná había sido su bautismo de fuego
y allí murió. Les conté a los pilotos la historia del propietario del restaurante,
y se echaron a reír; luego uno de ellos dijo con desprecio: «No creo que haya
muchos de ese tipo. Son nuestros “hombres de Vlásov”». Sonreí: yo tenía una
fe inquebrantable en Francia.
Sí, admito que creía en un futuro extraordinario; de lo contrario habría
sido difícil seguir adelante. Me decía: las cosas no las decidirán los
diplomáticos ni los políticos, sino las personas que sufren las penas. Y por
tanto el fascismo será enterrado para siempre. En algún lugar entre Borísov y
Minsk me encontré con los corresponsales extranjeros. Estaban felices por que
habían asistido a la victoria del ejército de los aliados y por que habían
recogido material interesante para preparar sus crónicas. El que estaba más
contento era el corresponsal del Times: había capturado a tres soldados. Los
alemanes habían caído en un cerco e intentaban encontrar a alguien a quien
rendirse; al ver a un civil bien vestido decidieron que no habían podido dar
con una ocasión mejor. Un chico de doce años llamado Aliosha Sverchuk
entregó a cincuenta y dos prisioneros. Pero el corresponsal del Times,
naturalmente, estaba contento.
Debo admitir que mientras en Moscú yo podía estar afligido por los
telegramas que llegaban del extranjero, en Minsk no pensaba en cómo
solucionar la cuestión griega, en si los estadounidenses reconocerían a Tito, en
lo que Eden diría de los polacos. Mi única preocupación era encontrar un
camino a Minsk, porque las divisiones alemanas aún vagaban por todas partes.
18
Hace cuatro años dije al principio de mis memorias: «Considero que sería
prematuro publicar algunos capítulos porque tienen que ver con personas
vivas y con acontecimientos que todavía no pertenecen a la historia». He
omitido muchas cosas de lo que viví durante los años de conflicto bélico.
Ahora hablaré sobre las últimas semanas de guerra.
Alrededor de Königsberg, en las inmediaciones de Berlín y en Hungría, se
libraban combates sangrientos. Casi cada noche retumbaban los saludos
victoriosos en Moscú; eran de tres clases: el primero, veinticuatro salvas de
trescientos veinticuatro cañones; el segundo, veinte salvas de doscientos
veinticuatro cañones, y el tercero, doce salvas de ciento veinticuatro cañones.
Los moscovitas se acostumbraron a ellas: había noches en que el cielo se
iluminaba tres o cuatro veces con el fulgor de los cañonazos. «¿A qué se debe
esta salva?», preguntaba una muchacha en el foyer del teatro, y otra respondía:
«Es una salva pequeña, por una ciudad húngara». Pero aunque la gente se
hubiera acostumbrado a las victorias, todavía esperaba apasionada y
agónicamente la Victoria. Esperaban cartas de sus seres queridos en el frente,
sobrellevaban sufrimientos aún mayores que los de los años precedentes.
Comenzaba ese último cuarto de hora que parece una eternidad.
En marzo, el general Talenski abandonó Krásnaia zvezdá. El trato con el
nuevo redactor me resultaba difícil. Me consolaba la idea de que el trabajo
periodístico tocaba a su fin y pronto podría volver a dedicarme a mi libro.
Entretanto seguía escribiendo artículos para Krásnaia zvezdá, Pravda y el
semanario Voiná i rabochi klass [La guerra y la clase obrera].
En otoño de 1944 recibí una carta desde Inglaterra de cierta dama de
nombre Gibb. Movida por sentimientos religiosos, me urgía a que dejara a
Dios los castigos a los fascistas y a que no incitara sentimientos de venganza.
Publiqué esta carta en Krásnaia zvezdá junto con mi respuesta, en la que decía
que el sentimiento de venganza era ajeno a mí, que cuando los soldados del
Ejército Rojo se apoderaron de las ciudades de Transilvania, donde había
muchas familias alemanas, no mataron al pueblo desarmado, que lo que
nosotros queríamos era justicia, la erradicación del fascismo y la paz genuina,
y, por tanto, no podíamos dejar a Dios que juzgara a los nazis criminales. Le
recordaba que los políticos ciegos que habían entregado Checoslovaquia a
manos de los verdugos fascistas habían sido aclamados como «ángeles de la
paz», cuando en realidad no habían sido más que astutos tontos y tontos
astutos.
Recibí muchas cartas de los combatientes expresando su indignación por
la carta de aquella dama. (Según parece, la señora aún recibió más cartas; me
contaron después que los carteros de la pequeña ciudad donde vivía estaban
abrumados por la avalancha de cartas rusas). Entretanto la señora Gibb se
convirtió, sin quererlo ni beberlo, en el centro de atención, aunque, por
supuesto, ella no era lo importante del asunto; comenzaba la guerra entre los
que habían decidido destruir el fascismo y los «hombres de Múnich» de ayer,
los partidarios de una «paz suave». No eran los cristianos compasivos sino los
políticos cínicos los que protestaban contra las decisiones de la Conferencia
de Yalta con respecto a entregar a los tribunales a los criminales de guerra,
desarmar Alemania y obligar a los alemanes a participar en la reconstrucción
de las ciudades que habían destruido. Por paradójico que suene, ya a finales
de 1944, cuando los alemanes contraatacaban en Alsacia y en las Ardenas,
había estadounidenses e ingleses interesados en dejar parte de la fuerza militar
de Alemania como «bastión contra el comunismo».
Brailsford, autor de un libro publicado en Inglaterra en 1944, sugería que
antes que nada había que ayudar a los alemanes a reconstruir sus ciudades, que
todas las peticiones de reparación debían ser abandonadas, que se debía
obligar a los checoslovacos a garantizar la igualdad de derechos a los
alemanes sudetes y celebrar un plebiscito en Austria para decidir si debía
seguir siendo parte de Alemania. Algunos telegramas de la TASS me sacaban
de quicio. En Estados Unidos se habían inaugurado unas escuelas bastante
insólitas: los prisioneros de guerra alemanes se preparaban para conformar la
policía de la Alemania ocupada. Según los periódicos estadounidenses, los
estudiantes de dichas escuelas estaban de acuerdo con la sustitución del
régimen fascista por un régimen democrático, pero insistían en que Estados
Unidos financiase la reconstrucción de las ciudades alemanas destruidas por
los bombardeos aliados.
A partir de febrero de 1945 Hitler comenzó a transferir divisiones del
frente occidental al oriental a marchas forzadas. A todas luces, de los dos
males los nazis habían escogido el menor. Habían tenido la oportunidad de
comprobar que, cuando los Aliados ocupaban las ciudades alemanas, trataban
con indulgencia a los antiguos nazis. En la región de Renania, cada dos por
tres dejaban que un nazi ocupara el cargo de alcalde. El periódico Daily
Telegraph criticó a un oficial inglés por permitir que prisioneros rusos e
italianos abandonaran la finca de un terrateniente alemán: «Semejantes
medidas permiten que se desmorone la agricultura de Alemania». En los
diferentes órganos económicos creados por los Aliados se incluía a grandes
industriales del Ruhr y a representantes del trust alemán IG Forben. Un
conocido periodista estadounidense publicó un libro en el que se hablaba por
primera vez de la «comunidad atlántica».
Dios sabe que no tengo nada de diplomático ni de político: siempre me ha
parecido que la literatura es más clara y próxima que el complejo juego
político. Si escribí acerca de la voluntad de algunos políticos occidentales de
preservar los gérmenes del fascismo fue sólo porque me acordaba de España y
de Munich, y sabía con qué sacrificios se había pagado la victoria sobre la
Alemania de Hitler.
Seguí insistiendo en que habíamos llegado a Alemania no para vengarnos
sino para erradicar el fascismo. Recordando algunos casos aislados de
violencia cometidos en las ciudades de la Prusia Oriental que habían suscitado
nuestra indignación, cité en Krásnaia zvezdá una carta que había recibido de
un oficial llamado B. A. Kurilko: «Los alemanes piensan que vamos a hacer en
su tierra lo mismo que ellos hicieron en la nuestra. Los verdugos no pueden
comprender la grandeza del soldado soviético. Seremos severos pero justos, y
nuestra gente nunca jamás se humillará de ese modo». Más adelante decía: «Vi
a soldados rusos rescatar a niños alemanes: no nos avergonzamos de ello,
estamos orgullosos. […] El soldado soviético no tocará a la mujer alemana.
[… ] No es el botín ni las mujeres por lo que ha ido a Alemania».
La Guerra Fría todavía se estaba gestando en una incubadora secreta, y
muchos en Occidente decían que era necesario comprender los sentimientos
del pueblo, que era la principal víctima. En marzo de 1945 New York Herald
Tribune publicó: «Las informaciones de Ehrenburg en los últimos tiempos con
respecto a la situación militar han merecido las respuestas prolijas de
cincuenta congresistas, veinte comentaristas y una docena de expertos
políticos. No es una estrategia de despacho sino una táctica concreta; es la
verdad de la naturaleza brutal de la guerra a la que los alemanes arrastraron al
mundo. Ninguno de nosotros lo quería. Tampoco los rusos, que en 1939
firmaron el pacto de no agresión. Tampoco el señor Chamberlain, que fue a
Godesberg con su paraguas cerrado. Tampoco los polacos, los franceses, los
ingleses y los estadounidenses, pero los alemanes se mantuvieron en sus trece
y ahora cargan con las consecuencias de su comportamiento. Sólo los que
conocían la naturaleza de esta guerra fueron capaces, en el momento de la
victoria, de garantizar la paz a nuestra civilización deshecha».
El 11 de abril Krásnaia zvezdá publicó mi artículo «¡Basta!», que se
diferenciaba un poco de lo que había escrito antes. Al describir cómo
Mannheim se rindió a los Aliados por teléfono mientras en Bradenburgo
continuaban librándose cruentos combates, dije que los fascistas temían mucho
más la ocupación soviética que la angloamericana. «¡Basta!» se refería a esos
círculos políticos de Occidente que, después de la Primera Guerra Mundial,
habían confiado en la conservación y el desarrollo del militarismo alemán.
El 12 de abril murió Roosevelt. Fue una pérdida muy dura. Con la
perspectiva del tiempo vemos que pertenecía a ese grupo de hombres de
Estado que querían cambiar el clima del mundo y conservar las buenas
relaciones con la Unión Soviética. Moscú se engalanó con banderas fúnebres.
Todos se preguntaban qué haría el nuevo presidente Truman.
El 13 de abril asistí a una cena en honor del mariscal Tito en el comité
eslavo. G. F. Aleksándrov se acercó a mí y se sentó a mi lado. Me preguntó si
no estaba cansado y me habló en términos halagüeños de mi trabajo
periodístico. Al día siguiente, cuando abrí el Pravda, me encontré con un gran
titular: «El camarada Ehrenburg simplifica». El artículo estaba firmado por
Aleksándrov. (De pronto me di cuenta de que Aleksándrov no había obrado así
por iniciativa propia y que la víspera no me había hablado de ello porque se
sentía incómodo; tal vez por ello había elogiado mis artículos).
G. F. Aleksándrov me reprochaba que no hiciera diferenciaciones entre
alemanes alegando que no había nadie en Alemania para capitular y que todos
los alemanes eran igualmente responsables en la guerra criminal, y, finalmente,
que explicara el traslado de las divisiones alemanas del oeste al este por el
temor de los alemanes al Ejército Rojo, cuando en realidad ese movimiento
era una provocación, una maniobra de Hitler, un intento de sembrar la
desconfianza entre los miembros de la coalición antihitleriana.
Por supuesto, no contaría nada de esto si estuviese escribiendo la historia
de una época, pero lo que estoy escribiendo es un libro sobre mi propia vida y
no puedo callar acerca de un episodio que me causó muchas horas de dolor.
Una vez más me revelé como un ingenuo, aunque tenía cincuenta y cuatro
años: no podía alegar juventud ni inexperiencia. Por lo visto, esa especie de
ingenuidad era inherente a mi naturaleza. Comprendía los motivos del artículo
de Aleksándrov: era necesario intentar acabar con la resistencia de los
alemanes prometiendo inmunidad a los ejecutores rasos de las órdenes de
Hitler y también era necesario recordar a los Aliados que valorábamos la
cohesión de la coalición. Aceptaba las dos cosas; como todo el mundo quería
que el último acto de la tragedia no conllevara víctimas innecesarias y que el
inminente fin de la guerra comportara la paz genuina. Lo que me entristecía era
otra cosa: ¿por qué me atribuían ideas que yo no apoyaba? ¿Por qué era
necesario formular acusaciones contra mí a fin de tranquilizar a los alemanes?
Ahora, cuando la amargura de aquellos días hace mucho que está olvidada,
veo cierta lógica en la maniobra. Goebbels me había representado como un
demonio, y el artículo de Aleksándrov podía ser un movimiento inteligente en
la partida de ajedrez. Mi ingenuidad residía en que yo no consideraba al
hombre un peón.
Krásnaia zvezdá, como es natural, publicó el artículo de Aleksándrov. El
redactor habló severamente conmigo, como si fuera un soldado amonestado.
La redacción se había inundado de cartas del frente preguntando por qué no se
publicaban artículos de Ehrenburg; este hecho se comentó también en el
extranjero. Me invitaron a escribir un artículo sobre los combates de Berlín.
Sabía que el editor lo enviaría al Comité Central, a Aleksándrov, y preferí
hacerlo yo mismo. Guardé una copia de la carta que le dirigí a Aleksándrov:
«Leyendo su artículo cualquiera llegaría a la conclusión de que estoy haciendo
un llamamiento a favor de la destrucción del pueblo alemán. Sin embargo, yo
nunca hice semejante llamamiento: fue la propaganda fascista la que me lo
atribuyó. No puedo escribir una sola línea hasta que haya aclarado de una u
otra manera este malentendido. Como ve, lo he hecho no como refutación, sino
citando de mi artículo anterior. Esto atañe a mi conciencia de escritor e
intemacionalista para quien la teoría racial es abominable». No obtuve
respuesta.
Sólo el 10 de mayo, el día después de la Victoria, Pravda publicó mi
artículo: «La mañana de la paz». Entonces yo ya había entendido que no me
dejarían justificarme y, para beneficio de aquellos que tenían memoria, puse
sin comillas citas de mis viejos artículos en los que decía que el sentimiento
de venganza era ajeno a nosotros y que los alemanes encontrarían un lugar
bajo el sol después de purgarse del fascismo.
Por desgracia, el artículo de G. Aleksándrov no tuvo el efecto deseado
entre los alemanes. Estaban desmoralizados mucho antes de que se publicara
ese artículo, pero todavía contaban con unas divisiones aptas para el combate
que continuaban oponiendo una obstinada resistencia. Por lo que respecta a los
Aliados, algunos de ellos se alarmaron en un primer momento: ¿no intentarían
los rusos llevar a los alemanes a su lado? Pero pronto se tranquilizaron:
entendían que ríos de sangre no eran botellas de tinta y que un artículo no
alteraría los sentimientos de los soviéticos hacia los nazis ni el temor al
comunismo de la burguesía alemana. Desde luego, los soldados y los oficiales
de los ejércitos aliados estaban demasiado conmovidos por lo que habían
visto en Ravensbrück y Buchenwald como para que los líderes fascistas
esperasen compasión, pero los industriales del Ruhr, los generales de la
Wehrmacht, los altos funcionarios del Tercer Reich y los nazis más lúgubres,
que rápidamente quemaron sus carnets del partido, sabían dónde encontrarían
protectores influyentes.
Tal vez el artículo de G. Aleksándrov produjera una impresión mucho más
fuerte entre nuestros combatientes. Nunca en mi vida había recibido tantas
cartas de apoyo. En la calle los desconocidos me estrechaban la mano (debo
confesar que era algo que más bien temía y me esforzaba por exponerme poco
en público).
Los hombres del frente me enviaban regalos a modo de consuelo: vale la
pena que dedique unas palabras a uno de ellos. Era una escopeta rota que los
armeros de Lieja habían regalado al cónsul Bonaparte en el año VII de la era
republicana. El fusil era una pieza hermosa, llevaba el monograma de la
República, un retrato en bajorrelieve del joven Napoleón y una escena nielada
sobre plata de una batalla naval contra la flota inglesa. Llevaba una
inscripción, «¡Libertad de los mares!», que recordaba la lucha de la Francia
revolucionaria contra el bloqueo. Pero por mucho que me gustara el fusil, más
me alegró todavía la carta de los soldados que lo habían encontrado por el
camino en algún lugar de Prusia y me lo enviaron. La carta estaba llena de
amables palabras sobre mis artículos en tiempos difíciles, de cordialidad y
calidez.
Cuando Súrits vino a verme me dijo: «No debería preocuparse. No hay
nada en contra de usted, está simplemente en el carácter del hombre.
Reconozco la escritura». Resultó tener razón. Durante varias semanas no me
publicaron nada, luego todo el asunto se olvidó y hoy en día sólo los
neofascistas de Soldatenzeitung se acuerdan todavía del artículo de
Aleksándrov.
Pero mucho me temo que los problemas que me preocuparon
profundamente durante los últimos meses de guerra no han caducado. Cuando,
en abril de 1945, los nazis saludaron a las tropas de los Aliados sabían lo que
estaban haciendo: necesitaban un ala bajo la cual cobijarse, recuperar aliento
y esperar su momento hasta que pudieran emerger de nuevo a la luz del día y
empezar a hablar de la «amenaza roja», la «defensa de Occidente», la «misión
histórica de Alemania». Tengo sobre mi mesa los últimos periódicos: informan
sobre las maniobras del ejército alemán, sobre las manifestaciones de los
Sudetes y sobre el discurso del ministro de Guerra Strauss. Es duro leer.
También es duro recordar. Se puede no prestar oídos a esta historia de nunca
acabar. Pero escribo este libro en Novi Ierusalim, donde cerca hay una fosa
común cubierta hace tiempo de hierba. Hoy es un día luminoso de otoño.
Niños con aspecto importante asisten a su primer día de clase en la escuela
recién reconstruida. No puedo evitar pensar qué les deparará el futuro.
26
Recuerdo con perfecta claridad los últimos días de la guerra. A causa del
artículo de Aleksándrov, no pude viajar a Berlín. Me planté al lado de la radio
y la sintonizaba para captar emisiones de Londres, París o Brazzaville,
esperando el desenlace.
Las guerras casi siempre empiezan de improviso pero les cuesta llegar a
su punto final: cuando el fin ya es evidente la gente aún sigue pereciendo.
En abril escribí: «En Alemania no hay nadie que pueda capitular. No
existe Alemania. Existe sólo una pandilla colosal de bandidos que huye a la
desbandada en cuanto se habla de responsabilidad». La Alemania nazi moría
de la misma manera que había vivido: de forma inhumana. No estaban ni los
marineros de Kiel, ni siquiera el príncipe Maximiliano de Baden. No hubo ni
un regimiento, ni una ciudad que al menos en el último momento se rebelara
contra los dirigentes nazis. Un bromista alemán decía más tarde que las
cortinas rojas se habían conservado bien en todas partes, pero que las sábanas
se habían agotado: los trapos blancos colgaban de todas las ventanas. A esas
alturas, el avance de los Aliados se apresuró: las ciudades alemanas se
rendían una tras otra. No obstante, la batalla en Berlín continuaba, allí el
combate era casa por casa. Veteranos que recordaban el imperio de los
Hohenzollern, escolares embaucados por el romanticismo barato, soldados de
las SS que temían el ajuste de cuentas disparaban a las tropas soviéticas desde
ventanas y tejados. Mientras tanto, los jefes del gobierno de Hitler montaban
escenas en los refugios o se dirigían hacia el oeste a escondidas,
disfrazándose y maquillándose.
El primero de mayo la radio alemana informó de que Hitler había
encontrado una muerte heroica en Berlín. Un día o dos más tarde, Londres
matizó que el Führer se había suicidado junto con Goebbels; Goering y
Himmler habían huido. El almirante Dönitz declaró que encabezaba un nuevo
gobierno, pero resultó complicado formarlo: hacía tiempo que la oposición en
Alemania no existía y los que hacía tan pocos días apoyaban a Hitler soñaban
más con un pasaporte suizo que con una cartera ministerial.
La tarde del 7 de mayo escuché una emisión desde Brazzaville: los
representantes de Dönitz y del Estado Mayor alemán acababan de firmar las
actas de capitulación en Reims; por parte de la Unión Soviética, firmaba el
coronel… Escuché la noticia tres veces pero seguía sin entender de qué
coronel se trataba: el locutor no lograba pronunciar el nombre ruso de forma
clara (más tarde supe que era el coronel Suslopárov, a quien conocía; había
sido el agregado militar en Francia). Desde Brazzaville también comunicaron
que el 8 de mayo se había declarado festivo. Me puse nervioso, llamé a la
redacción, me dijeron que no se podían fiar de los rumores, que quizá fuese
una provocación, un intento de alcanzar la paz por separado, que, de todas
formas, las hostilidades continuaban.
El 8 de mayo transmitieron desde Londres y desde París el ruido animado
de la muchedumbre, descripciones de desfiles, el discurso de Churchill. Por la
noche hubo dos series de salvas por Dresde y varias ciudades checoslovacas.
Desde las dos de la tarde mi teléfono no paró de sonar, mis amigos o
conocidos preguntaban: «¿No has oído nada?» o avisaban con aire de
secretismo: «No apagues la radio». Pero la radio moscovita comentaba los
combates en Liepāja, la suscripción de un nuevo empréstito, la conferencia en
San Francisco.
Sólo muy tarde, de noche, transmitieron por fin la noticia de la
capitulación firmada en Berlín. Creo que fue hacia las dos de la madrugada.
Miré por la ventana: había luces encendidas en casi todas las casas, casi nadie
dormía.
La gente empezó a salir a los rellanos, algunos estaban medio desnudos:
los habían despertado los vecinos. Se abrazaban. Otros lloraban a lágrima
viva. A las cuatro de la madrugada la calle Gorki estaba llena de personas que
se agrupaban junto a los edificios o bajaban hacia la Plaza Roja. Después de
unos días de lluvia, el cielo se había despejado y el sol calentaba la ciudad.
Así llegó el día que tanto habíamos esperado. Yo caminaba sin pensar, era
un granito de arena llevado por el viento. Era un día extraordinario, tanto por
su alegría como por su tristeza. Es difícil describirlo porque no pasaba nada,
sin embargo todo estaba cargado de sentido: cualquier rostro, las palabras
sueltas de un desconocido que iba a tu encuentro.
Una mujer mayor iba enseñando a todos la fotografía de un joven vestido
con una guerrera, decía que era su hijo, que había muerto en otoño pasado,
lloraba y sonreía. Unas muchachas andaban cogidas de la mano y cantaban. A
mi lado iba una mujer con un chico que no paraba de repetir: «Es un mayor.
¡Viva! Teniente, orden de la Guerra Patria de segunda categoría. ¡Viva!». La
mujer tenía un rostro agradable y demacrado. De pronto recordé haber visto a
principios de la guerra, en el bulevar Strastnói, a una mujer con su hijo que
hacía travesuras mientras ella lloraba. Me pareció que era la misma persona.
Probablemente ni siquiera se le parecía, simplemente los dos rostros se
fundieron en mi mente. Una niña entregó un ramillete de campanillas de
invierno a un marinero. Éste intentó darle un abrazo, pero ella rio y se escapó.
Un señor mayor declaró en voz alta: «Memoria eterna a los muertos». Un
comandante con muletas alzó la mano hasta la visera, y el viejo siguió
hablando: «Me lo ha pedido mi mujer: “Cuéntalo”. Ha cogido un resfriado,
está en la cama… El cabo de guardia Berezovski. Ha recibido dos
agradecimientos personales del camarada Stalin». Alguien le dijo: «Bueno,
ahora volverá pronto». El viejo meneó la cabeza: «Ha encontrado una muerte
heroica, el 18 de abril, su capitán nos envió una carta… Mi mujer me lo ha
pedido: “Ve y cuéntalo”».
He dicho que hubo mucha tristeza: todos recordaban a los muertos. Pensé
en Borís Matvéievich y me pareció que aquella noche en que leímos la novela
de Hemingway me había querido contar algo pero con las prisas la
conversación no había cuajado. Pensé que habíamos vivido uno al lado del
otro, pero había hablado con él muy poco; bueno, en realidad habíamos
conversado mucho aunque nunca de lo más importante. Pensé en el bondadoso
Zhenia Petrov, recordé que había dicho riéndose: «Cuando se acabe la guerra
escribiré una novela clásica en siete volúmenes sobre el heroísmo del
comisario de Seguridad Estatal de tercera Yustián Innokéntievich Prokakin-
Chivatov». Recordé cómo me había animado a ponerme ropa interior de
invierno: «Usted no es ningún petimetre, y Mozhaisk no es Niza». Me acordé
de mis colegas del periódico Krásnaia zvezdá, de los jóvenes poetas Mijaíl
Kulchitski y Pável Kogan, de los tanquistas de la división de Badánov que se
cubrieron de gloria en Tatsínskaia, de Cherniajovski, de Yuri Sevruk del diario
Znamia, del cochero Misha que me había leído sus poesías en las cercanías de
Rzhev. Por alguna razón, tenía Rzhev presente todo el tiempo: lluvia, dos
edificios —Coronel y Teniente coronel—, como si después no hubiera
existido ni Kastórnoie, ni Vilna, ni Elblag. Sólo Rzhev y más Rzhev…
Creo que esa noche en nuestro país no había ni una sola casa en la que la
gente reunida en torno a una mesa no hubiera sentido el vacío de una silla
desocupada. Más tarde lo expresó Tvardovski: «En medio de los truenos de
las salvas. Nos despedimos por primera vez de todos los caídos, como se
despiden los vivos de los muertos».
De día, los jóvenes se divertían en la Plaza Roja y su alegría se contagiaba
a los demás. No podíamos sino alegrarnos: ¡se había acabado! Levantaban al
aire a los militares. Un oficial protestaba: «¡Es que no he hecho nada
especial!». Le gritaban «¡Viva!» por toda respuesta. Varios militares me
reconocieron, alguien gritó: «¡Ehrenburg!». Me cogieron y empezaron a
lanzarme al aire. No es nada agradable y, sobre todo, es muy incómodo: les
rogaba que se detuvieran, pero esto sólo los animaba y me lanzaban más alto
todavía.
«Se ha acabado», les repetía a Liuba, a Irina, a los Sávich, a conocidos y a
extraños. No encuentro palabras para expresar cuánto llegué a odiar la guerra.
De todas las empresas humanas, a menudo crueles e insensatas, es la más
maldita. No tiene justificación alguna, y todas las especulaciones de que la
guerra forma parte de la naturaleza humana o de que es la escuela de la
valentía, todos los Kipling y kiplingianos, todo el romanticismo de las
«conversaciones viriles en torno a una hoguera», no bastan para superar el
horror de las matanzas al por mayor, el destino de las generaciones arrancadas
de raíz.
Por la tarde transmitieron el discurso de Stalin. Era breve y seguro: no se
notaba emoción alguna en su voz, no nos llamó «hermanos», como el 3 de julio
del 1941, sino «compatriotas». Tronaron unas salvas inauditas: mil cañones
disparaban sin descanso, los cristales de las ventanas temblaron, pero yo
pensaba en el discurso. Su falta de cordialidad, aunque me entristeció, no me
sorprendió. Es el generalísimo, el vencedor. ¿Para qué quiere las emociones?
La gente que escuchaba el discurso exclamaba con devoción: «¡Viva Stalin!».
Esto también había dejado de asombrarme desde hacía tiempo, me había
acostumbrado a que, por un lado, existieran las personas, con sus alegrías y
pesares, y, por otro lado, en algún lugar muy por encima de todo esto,
estuviera Stalin. Se le podía ver a lo lejos dos veces al año, cuando subía a la
tribuna del Mausoleo. Quería que la humanidad progresara. Guiaba a la gente,
decidía sus destinos. Yo mismo escribí sobre Stalin, el vencedor. Porque era
él quien nos había llevado a la victoria. Los antiguos judíos nunca creyeron
que Dios quisiera a los hombres: sabían que, tras una apuesta con Satanás,
Jehová había matado a todos los hijos e hijas del pío Job, lo había arruinado y
le había enviado la lepra sólo para demostrar que se mantendría fiel a su amo.
No consideraban bueno a su Dios, lo consideraban omnipotente y lo veneraban
hasta el punto de no atreverse a pronunciar su nombre. En su día, V. V.
Veresáiev me dijo: «En la catedral de San Pedro hay una estatua del apóstol.
Su zapato se ha desgastado de tantos besos, el metal no ha resistido. Por
supuesto, podemos cuestionar la santidad de Pedro, pero ese zapato
impresiona: los labios han resultado ser más poderosos que el bronce». En
contra de la costumbre judía, el nombre de Stalin se pronunciaba sin parar: no
como el nombre de una persona querida, sino como un rezo, un conjuro, un
voto. Veresáiev tenía razón al hablar del zapato. Al escribir sobre Stalin,
pensaba en los soldados que creían en ese hombre, en los guerrilleros o en los
rehenes, en las cartas redactadas ante una muerte inminente que acababan con
las palabras: «¡Viva Stalin!». Mucho más tarde Borís Slutski escribió: «Y a
vosotros, ¿listos y eruditos? ¡Hombres sabios, cultos y letrados! Os tomaron el
pelo, como a niñas, os arrastraron de la mano, como a insensatos».
Es probable que sean palabras justas. Al evocar la noche del 9 de mayo
podría haber dicho que mis pensamientos fueron más correctos, recordé el
destino de Gorev, de Stern, de Smushkévich, de Pávlov, porque sabía que no
eran traidores, sino hombres honrados y puros, y que las represalias dirigidas
contra ellos y contra otros comandantes del Ejército Rojo, contra ingenieros,
contra eruditos, habían costado caro a nuestro pueblo. Pero seré sincero:
aquella noche no pensaba en esto. Todas las palabras pronunciadas (más bien
pontificadas) por Stalin eran convincentes y las salvas de mil cañones sonaron
como un amén.
Creo que aquel día todos sentíamos que acabábamos de alcanzar una meta
más, tal vez la más importante, que algo nuevo estaba a punto de empezar.
Sabía que la nueva vida, la de la posguerra, sería difícil: el país estaba
arruinado, la guerra se había llevado por delante a los jóvenes y los fuertes,
quizá a los mejores; pero también sabía hasta qué punto había crecido nuestro
pueblo, recordaba las palabras sabias y nobles sobre el futuro que había oído
en blindajes y refugios subterráneos en numerosas ocasiones. Y si aquella
noche alguien me hubiera dicho que nos esperaban los «cosmopolitas», la
causa de Leningrado, la acusación de los médicos, el oscurantismo más
severo, o sea, todo lo que salió a la luz y fue condenado diez años más tarde
en el XX Congreso, lo habría considerado un loco. Está claro que no era
ningún profeta.
A partir de mediados de abril dispuse de tiempo libre y pensé mucho en el
futuro. A veces me sentía alarmado. Aunque durante las últimas semanas las
noticias de las divergencias entre los Aliados habían desaparecido de nuestros
periódicos, se entendía que no había un acuerdo verdadero, apenas podía
existir. Me sorprendía el tono condescendiente que empleaban los
estadounidenses y los ingleses hablando de Franco o de Salazar. Temía que los
aliados occidentales intentasen conseguir la clase de paz que permitiría al
militarismo alemán volver a resurgir con rapidez. Apunté una transmisión de
la radio francesa en mi cuaderno: una entrevista con un general alemán que se
había entregado a los estadounidenses. Lo recibieron en el Estado Mayor con
amabilidad. Al contestar a las preguntas de los periodistas, comentó: «Hitler
ha cometido un error imperdonable al dirigir el ataque hacia el oeste. Ahora lo
estamos pagando. Espero que vuestros gobiernos tengan un comportamiento
más razonable, porque dentro de diez años tendréis que apoyaros en Alemania
en una guerra contra los rusos». El reportero, indignado, añadía que esas
declaraciones sólo podían provocar una sonrisa de desprecio. Pero yo las
escuchaba y no sonreía. La radio informaba de que los estadounidenses
mantenían negociaciones con el almirante Dönitz, que por fin había encontrado
quien ocupara los cargos ministeriales y se había establecido en la pequeña
ciudad de Flensburg, cercana a la frontera danesa. Todo el mundo felicitaba a
Stalin, alababa el Ejército Rojo, pero no desaparecía la sensación de
desasosiego.
¿Qué pasaría después de la guerra en nuestro país? Esto me preocupaba
todavía más. ¿Sabríamos vencer las semillas de nacionalismo y de racismo
que habían sembrado los nazis en muchas personas? La guerra no sólo exaltó
la audacia del espíritu del pueblo, sino que también mostró la rapacidad, la
codicia, la indiferencia; la gente se había curtido pero también se había
encallecido; se necesitaban procedimientos de educación nuevos: en vez de
gritos, campañas o memorización sin sentido, hacía falta inspiración. Había
que insuflar en los jóvenes los principios del bien, de la confianza, encender
en ellos una llama que hiciera imposible la indiferencia ante el destino de un
compañero, de un vecino. Y lo más importante: ¿qué haría Stalin ahora? Por
encargo del diario Krásnaia zvezdá, en marzo, Irina fue a Odesa: desde ese
puerto partían los ingleses, franceses y belgas liberados por el Ejército Rojo.
Justo en aquel momento llegó de Marsella un barco con nuestros prisioneros
de guerra entre los que se encontraban quienes habían escapado de los nazis y
luchado con la guerrilla francesa. Irina contó que los habían recibido y aislado
como si fueran delincuentes y decían que los mandarían a los campos de
concentración. Pensé en varios decretos que aprobó Stalin y por momentos me
preguntaba: ¿se puede repetir el año 1937? Pero la lógica me volvía a fallar,
me consolaba diciendo que en 1937 había miedo a la Alemania fascista y,
asustados, habían empezado a disparar contra los suyos. Ahora el fascismo
estaba derrotado. El Ejército Rojo había demostrado su poderío. El pueblo
había soportado demasiadas desgracias… El pasado no podía repetirse. Una
vez más tomaba mis deseos por la realidad y la lógica por una asignatura
obligatoria en la escuela de la historia.
Digo todo esto porque quiero entender por qué aquel día extraordinario, ya
entrada la noche, compuse un poema titulado «La victoria». Como no es largo
lo citaré entero: «De dos amantes se compadecía el poeta: pasaron tanto
tiempo esperando que, al reencontrarse en el cielo, donde no hay sitio para el
sufrimiento, no se reconocieron. En la Tierra, no en el paraíso indolente,
donde abunda el dolor a cada paso, la esperaba como se espera amando, la
conocía como a mí mismo, entre la sangre, el polvo y la angustia la llamaba a
ella… Y llegó la hora, la guerra terminó, fui a casa. Un día nos cruzamos en la
calle. Y nos marchamos, sin reconocernos».
En una ocasión, A. A. Fadéiev me preguntó cuándo había escrito esta
poesía. Le contesté que el mismo día de la victoria. Se sorprendió: «¿Por
qué?». Respondí con sinceridad: «No lo sé». Y hoy mismo, al recordar aquel
día, no entiendo por qué fue ésa mi visión de aquella victoria tan largamente
esperada. Es posible que la naturaleza de la poesía sea tal que agudice la
sensibilidad y profundice el sentimiento. En la poesía no intentaba atenerme a
la lógica, no me consolaba, sólo transmitía la perplejidad y la inquietud que se
agazapaban en lo más hondo de mi corazón.
Intento evocar aquel lejano día con la máxima exactitud. He releído lo
escrito y me ha desconcertado: el lector puede concluir que me limitaba a
reflexionar y a preocuparme. Sin embargo, me alegraba junto con los demás,
sonreía, felicitaba. ¡Era la victoria! Me acordaba de las noches de Madrid, de
los soldados de las SS en las calles de París, de Kiev. ¡Dios mío, qué alegría!
Digan lo que digan, empieza una nueva época. Nuestro pueblo ha demostrado
su fuerza: mal preparado, cogido por sorpresa, no se ha rendido, ha resistido
hasta la muerte en las puertas de Moscú, al lado del Volga, ha plantado cara al
invasor, lo ha derrumbado. Me acordé del artículo en Cristian Science
Monitor: «Tal vez la época venidera sea bautizada como el siglo ruso».
Todo aquello no dejaban de ser especulaciones sobre el futuro. Preferiría
terminar mi narración sobre el 9 de mayo con otra historia: aquel día hubo una
unión extraordinaria entre todos que no sólo se manifestó en los besos que
personas desconocidas se daban en plena calle, sino también en las sonrisas,
en los ojos, en cierta niebla de compasión y ternura que envolvió la ciudad por
la noche.
El último día de la guerra. Nunca me he sentido tan unido a los demás
como en los años de guerra. Algunos escritores compusieron en esa época
novelas y poesías de calidad. ¿Y con qué me quedé yo? Con miles de artículos
parecidos entre sí, que ahora sólo podría leer un historiador demasiado
aplicado, y varias decenas de poesías cortas. Pese a esto, para mí son los años
más preciados: sufría, me desesperaba, odiaba y amaba junto con los demás.
Llegué a conocer a las personas mejor de lo que lo había hecho en décadas,
las llegué a querer más debido a todo el dolor, a toda la fuerza de ánimo que
había visto, a cómo se despedían y cómo resistían.
También pensé en esto aquella noche, cuando se apagaron las luces de las
salvas, terminaron las canciones y las mujeres lloraban con la cara hundida en
la almohada para no despertar a los vecinos. Pensé en las desgracias, en la
valentía, en el amor, en la fidelidad.
Libro sexto
1
Basta con que me ponga a pensar en el viaje a Estados Unidos para que
recuerde de inmediato el destino de Mijaíl Romanóvich Galaktiónov. Casi
cada tarde en Krásnaia zvezdá me encontraba a este hombre modesto y
amable, un poco a la vieja usanza; nos saludábamos, a veces
intercambiábamos algunas palabras y, como es natural, no sabía qué tipo de
hombre era. Durante nuestro viaje a Estados Unidos, tuve a veces la ocasión
de conversar largo y tendido con él, me enteré de algunas cosas de su vida,
pero durante mucho tiempo no me di cuenta de lo esencial. A menudo me
reprocho la escasa atención que presto a los otros y en ocasiones pienso que
no se trata de un vicio personal, sino de una arraigada costumbre de nuestro
siglo: conocemos bastante poco a nuestros vecinos, a los colegas de trabajo,
incluso a los amigos, hablamos de los hechos de la jornada o polemizamos de
manera abstracta, pero no decimos nada de lo que realmente anida en nuestro
corazón: escondemos con esmero lo que es nuestro y con el mismo cuidado
evitamos inmiscuirnos en los secretos de los demás.
Los periodistas americanos en cuanto vieron a Galaktiónov lo definieron
como un «viejo soldado», llevados al engaño por su cabello blanco, por los
ojos cansados tras sus gafas con la montura oscura, por las insignias en sus
hombreras. Antes de nuestro viaje, yo también pensaba que Mijaíl
Romanóvich era más viejo que yo, pero, cuando fuimos a Estados Unidos, él
no tenía todavía cincuenta años. El uniforme de general le confería un aspecto
severo, tenía como almidonados el rostro, las palabras, las ideas, pero no lo
era. Mientras todavía era capaz de hablar con tranquilidad, hablamos de una
gran variedad de temas: de arte, de Chéjov y del destino terrible de nuestros
soldados hechos prisioneros, de los viejos espectáculos en el Teatro
Solovtsov de Kiev y del peligro de la mecanización del hombre. Galaktiónov
había frecuentado la facultad de Filología, luego había sido subteniente o,
como se decía antes de modo despreciativo, prapor o fendrik. A pesar de que
en 1918 había ido voluntario al Ejército Rojo y servido en él casi toda su
vida, en su manera de hablar se apreciaba un tono de viejo intelectual.
Al principio de nuestro viaje yo no sólo ignoraba todo respecto al estado
anímico de Mijaíl Romanóvich, sino que no entendía su modo de actuar. Me
asombraba lo vulnerable que se mostraba ante las preguntas informales que
nos dirigían los periodistas, ante los chistes irónicos de un columnista, ante
bagatelas de las que Símonov y yo ni siquiera nos dábamos cuenta. Luego
comencé a entender algo, pero la verdad completa la conocí demasiado tarde.
Un día, durante el primer mes de nuestra estancia en Estados Unidos, entré
en la habitación de Galaktiónov. Estaba sentado con la espalda curvada ante la
mesa y me pareció que se encontraba mal. «Todo en regla», me respondió, y
me miró con los ojos de un animal acechado. Le dije que nos habían invitado a
desayunar a United Press. Galaktiónov se levantó, se peinó, sonrió al fin, pero
al cabo de un rato me dijo a media voz: «Encontrarse cada día con
extranjeros… ¡es una tortura!».
Ejecutaba con honestidad el trabajo que le habían encomendado: tomaba la
palabra en las reuniones, parecía cortés y sociable. A pesar de que la Guerra
Fría se estaba intensificando, los periodistas sentían más respeto por un
general que por un escritor. No obstante, Mijaíl Romanóvich estaba siempre
nervioso. Una vez, un conocido comendador militar le dijo durante una
recepción: «Me han llegado noticias de que en Rusia se está preparando una
historia de la guerra. Nosotros también la estamos escribiendo, queremos
analizar nuestras derrotas: en el Pacífico, en África, en Italia. Dígame, ¿sus
historiadores militares pueden analizar las operaciones fracasadas como, por
ejemplo, la de Kerch?». Galaktiónov respondió que en el primer año de guerra
los alemanes habían demostrado su superioridad en el plano técnico. El
estadounidense observó con una sonrisa: «Naturalmente, puesto que quien
comandaba el Ejército Rojo era el generalísimo Stalin, los errores
estratégicos eran imposibles».
En Nueva York, Símonov y yo siempre estábamos dando vueltas por ahí;
Mijaíl Romanóvich, por el contrario, no salía de la habitación, ni siquiera
para comer, salvo si se trataba de una comida oficial. Un funcionario de
nuestra representación comercial le llevaba algunos libros de la biblioteca.
Hacía calor, el general se desvestía, se instalaba en el butacón y leía obras de
Chéjov, Turguéniev, Leskov. Una vez lo sorprendí absorto en la lectura de
Chéjov. «Un escritor extraordinario», me dijo, «tal vez sea la décima vez que
lo releo y me colma de entusiasmo. Es como si hiciese una radiografía del
hombre. Ayer, después de volver de la maldita cena, leí El Pabellón n.º 6. Me
lo sé casi de memoria, pero cuando llego a la escena en que Nikita entrega la
bata al doctor, no puedo seguir… Ciertos escritores están de moda. Hubo un
tiempo en que no hacía más que leer a Andréiev. Aquí me han traído sus
cuentos, pero no consigo leerlos: son ridículos, obsoletos. Estoy leyendo El
hombre enfundado… Me sorprende la medida: no hay una palabra que añadir
o quitar. Escuche: “Los ayunos de Cuaresma no le sentaban bien”. O este
pasaje: “Verles y oírles mentir… y ser llamado idiota por aguantar sus
mentiras; soportar insultos, humillaciones, y no atreverse a decir sin rodeos
que uno está al lado de la gente libre y honrada; tener uno mismo que mentir y
sonreír”». Llamaron a la puerta. Mijaíl Romanóvich cerró el libro a toda
prisa.
Tengo la conciencia sucia: yo mismo, sin sospecharlo, contribuí a agravar
la enfermedad de Galaktiónov. Comenzaba el bochornoso verano de Nueva
York, y Mijaíl Romanóvich se paseaba con uniforme y padecía el calor.
Además, atraía la atención de todo el mundo: bastaba con que saliera a la
calle, para que todos clavaran la mirada en él. Lo convencí para que se
comprara un traje de civil. Pareció que renacía a una nueva vida; me dijo que
había dado una vuelta por la tarde y que nadie le había mirado. Rompió
incluso a reír: «Lo más probable es que me asemeje a un hombre de negocios
corriente, de cierta edad». Pero al día siguiente lo hallé de un pésimo humor.
Tenía ante sí un periódico y a duras penas acertó a murmurar: «Anda, lea esto.
¡He aquí el resultado de sus consejos!». Es preciso añadir que los columnistas
se ocupaban asiduamente de nosotros: uno había precisado cuántos dólares se
había gastado Símonov en una cena con una actriz, otro había revelado mi
adquisición de una costosa caja de habanos. Y luego el tal columnista escribía:
«Los jardines han florecido, los pajaritos se han puesto a cantar, y el terrible
general Galaktiónov ha mudado de plumaje. Ayer vimos que salía volando con
su traje gris claro y se dirigía… no diremos adónde». Mijaíl Romanóvich
mostraba un aspecto abatido: «¿Saben lo que significa esto? Llegué a la
esquina y di media vuelta. Pero ¡a quién le voy a ir con ésas!». No lo había
entendido todavía y dije con ingenuidad que la esposa de Mijaíl Romanóvich
era una mujer inteligente y que, aun si llegaba el periódico a sus manos, se
echaría a reír. «¿Qué pinta aquí mi mujer?», gritó. «Pienso en lo que dirán
allí». Y señaló al techo. Traté de tranquilizarlo: habían escrito no pocas
tonterías sobre mí, sobre Símonov. Los nuestros conocían el estilo de la
prensa amarillista. Pero no lograba calmarse. «A vosotros todo os irá bien,
sois escritores, pero yo soy un militar». De pronto añadió: «Ya he sufrido
demasiado». Lo dijo y se apresuró a cambiar de tema. Después me habló de su
juventud, de los combates cerca de Samara, de Kronstadt, de sus encuentros
con Frunze, pero no volvió a sus recuerdos sombríos.
Ahora se escribe mucho y se habla aún más de las víctimas del «culto a la
personalidad», se recuerda a los fusilados y a quienes murieron en los campos
de concentración. A Mijaíl Romanóvich nunca lo arrestaron: sólo temía que lo
hicieran. Semión Gudzenko se había salvado después de sufrir una grave
herida, pero murió diez años después, precisamente a causa de aquella herida.
Mijaíl Romanóvich había resultado herido por la «onda expansiva» del
régimen de Yezhov. Sólo hace poco averigüé el significado de aquellas
palabras que se le escaparon casualmente: «Ya he sufrido demasiado». El
currículo de Galaktiónov se parece al de muchos otros. Tras inscribirse en el
Partido en 1917, a los veinte años se marchó al frente; después permaneció en
el ejército y tras terminar sus estudios en la Academia Militar, hizo carrera.
Había trabajado en el departamento de defensa del Sovnarkom. Se
desencadenó la tormenta: sus colegas fueron arrestados. Al comisario de
división de Galaktiónov lo acusaron de haber mantenido contactos con
«saboteadores». En su armario encontraron algunos libros de «enemigos del
pueblo». Durante una asamblea se decidió unánimemente expulsarlo del
Partido. Fue desposeído de su rango y de su trabajo. No obstante, tuvo suerte:
medio año después lo readmitieron en el Partido, luego le dieron un trabajo en
Krásnaia zvezdá. En 1943, alguien se acordó de la existencia de un hombre
muy modesto y afanoso, y Galaktiónov fue promovido al rango de mayor
general, incluso lo introdujeron en el consejo de redacción de Krásnaia
zvezdá, luego lo transfirieron a Pravda y lo enviaron a Estados Unidos. Todo
se puso en su sitio. El hombre, sin embargo, había resultado herido: cuando
por las noches oía ruidos en la escalera, no podía olvidar que en aquella
asamblea le habían llamado «cobarde», «adulador», «hipócrita».
El viaje a Estados Unidos había acelerado el desenlace. Mijaíl
Romanóvich era el que menos preparado estaba para afrontar los complejos y
difíciles encuentros con los periodistas americanos, tras cuya aparente
cortesía percibía una profunda hostilidad. Particularmente tormentosos fueron
los días pasados en Canadá. He hablado ya del recibimiento que nos
dispensaron. Me asombraba la calma que mostraba Galaktiónov en presencia
de extraños. Lo pinchaban, pero él sabía que no debe echarse aceite al fuego;
respondía con dignidad, pero, como siempre, con cortesía, con benevolencia.
En el barco le dije a Símonov que Mijaíl Romanóvich estaba espiritualmente
enfermo.
Pasó, si no me equivoco, una semana en París, parecía más alegre,
frecuentaba las librerías; una vez nos sentamos durante una hora en el Jardín
de Luxemburgo, junto al monumento a Verlaine. Mijaíl Romanóvich hablaba de
las piedras sagradas de Europa, de Herzen, de los obreros de París. Pensé: se
le pasará, es un hombre vivo…
En 1947, me encontré con Mijaíl Romanóvich en Pravda. Tenía mal
aspecto, un aire muy sombrío. Quise animarlo recordándole cuando en el hotel
de Washington nos metíamos en las habitaciones de otra gente, porque los
números eran los mismos y no sabíamos que para diferenciar las habitaciones
usaban las iniciales de «este» y «oeste». Parecía un vodevil. Pero Galaktiónov
no sonrió. El 15 de abril de 1948 se suicidó.
11
Los meses de los que tengo que hablar tal vez sean los más duros de mi vida;
durante mucho tiempo he interrumpido mi trabajo, pues no me decidía a
comenzar este capítulo. ¡Con qué alegría lo omitiría! Pero la vida no son unas
galeradas de imprenta y lo vivido es imposible de borrar. Desde entonces han
pasado quince años. Mi intención no es abrir heridas que se están
cicatrizando, por ello no daré ciertos nombres; lo que menos me atrae es el
papel de fiscal. Además, hay muchas cosas que ignoro. Me limitaré, pues, a
contar de modo sucinto y austero lo ocurrido.
Sólo ahora me doy cuenta de que los acontecimientos que me dispongo a
relatar estuvieron relacionados desde el principio con la trágica muerte de
S. M. Mijoels. Antes de avanzar más en la historia, he de hablar de él. Lo
había conocido mucho tiempo atrás, en la década de 1920, pero no había
llegado a tener un trato profundo con él: comencé a comprenderle y a sentir
apego por su persona en los años de la guerra. En una época venía a vernos
con bastante frecuencia al hotel Moscú. A veces se lamentaba en voz alta,
otras hacía tonterías; eso cuando no se encerraba en sí mismo y se quedaba
sumido en el silencio. Era un gran actor; de hecho, se podría decir que el arte
era su elemento natural. Siempre recordaré su interpretación del rey Lear.
Estaba irreconocible: en la vida real era un hombre de estatura media y su
rostro no tenía nada de regio, más bien era el de un intelectual, con expresión
irónica, frente prominente y el labio inferior fruncido. Pero, una vez que se
encontraba en el escenario, su Lear, alto y trágico, era increíblemente
magnífico, tanto en el dolor como en la ira. Actores de las tendencias más
diversas apreciaban el talento de Mijoels. Recuerdo todavía la admiración
con la que Kachakov, Meyerhold y Pitoyev hablaban de él. Mijoels nunca fue
nacionalista; Alekséi Tolstói solía comentar, a raíz de su escaso afecto por la
lengua rusa: «No entiendo por qué no actúa Solomón en el teatro ruso». Pero
la pasión de Mijoels era el teatro judío. A esas representaciones incluso
acudían espectadores que no conocían la lengua judía. Las interpretaciones de
Mijoels y Zuskin eran tan expresivas que todos quedaban cautivados por las
aventuras de un Quijote judío de provincias o las desventuras del lechero
Tevié.
Durante la guerra, S. M. Mijoels fue el alma del Comité Judío Antifascista.
¿Quién podía pensar entonces en el arte? En aquella época los nazis mataban
tanto a los viejos personajes de Sholem Aleijem en los villorrios de Ucrania y
Bielorrusia como a las pioneras soviéticas. Mijoels fue invitado a Estados
Unidos junto con el poeta Féffer. En 1946 los estadounidenses me contaron
que en una ciudad donde les tocó hablar se había derrumbado el escenario de
un teatro bajo el peso del público agolpado, deseoso de ver más de cerca a los
enviados soviéticos. Entre los dos consiguieron varios millones de dólares
para hospitales soviéticos y orfanatos.
Después de la victoria, miles de personas acudían a Mijoels en busca de
ayuda, puesto que veían en él a un rabino sabio, defensor de los oprimidos.
Fue entonces cuando lo asesinaron…
Se dijo entonces que lo habían enviado a Minsk con Gólubov-Potápov
para cumplir un encargo del comité que otorgaba los premios Stalin. Tenía que
dar su opinión sobre uno de los espectáculos candidatos. Una noche lo
invitaron a una casa y, mientras caminaba con Gólubov-Potápov por una calle
de la periferia, lo emboscó una banda de ladrones o, según dijeron después, lo
arrolló un camión. Esta versión resultó convincente en la primavera de 1948,
pero medio año después fueron muchos los que comenzaron a albergar dudas
al respecto. Cuando arrestaron a Zuskin, todo el mundo se preguntó cómo
había muerto realmente Mijoels. Hace relativamente poco un periódico
soviético publicado en Lituania informó de que Mijoels había sido asesinado
por agentes de Beria. No trataré de adivinar por qué Beria, que hubiese
podido mandar arrestar a Mijoels tranquilamente, habría recurrido a esa
pérfida simulación: lo que está claro es que no lo hizo porque respetara la
opinión pública. En cualquier caso, es probable que la idea le divirtiera.
Asistí al funeral de Mijoels, que se celebró en su teatro. Le maquillaron el
rostro desfigurado. Se pronunciaron discursos. Recuerdo, en particular, el de
Fadéiev. Afuera se agolpaba una muchedumbre, muchos lloraban.
El 24 de mayo se celebró una velada conmemorativa. Di un discurso, pero
no recuerdo nada de lo que dije. Recuerdo, eso sí, la amargura que sentía.
Aun así, no pude prever lo que vendría después.
En septiembre de 1948, a petición del editor, escribí un artículo para
Pravda sobre la «cuestión judía», sobre Palestina y el antisemitismo. He aquí
algunos extractos:
«Durante siglos, los oscurantistas inventaron fábulas con el propósito de
representar a los judíos como criaturas especiales, distintas al resto de los
hombres. Los oscurantistas sostenían que los judíos llevaban una vida aparte,
aislada del resto de la comunidad, sin compartir las alegrías y las penas de los
pueblos con los que conviven. Proclaman, estos oscurantistas, que los judíos
no sienten apego por ninguna nación, que son eternos vagabundos. Juraban, por
fin, dichos oscurantistas, que a los judíos de todos los países los unen lazos
misteriosos.
»Es cierto, los judíos han llevado una vida aparte, aislados de la
comunidad, cuando se han visto obligados a hacerlo. El gueto no es una
invención de los místicos hebreos, sino de los fanáticos del catolicismo. En
esos tiempos en que la niebla religiosa ofuscaba la visión de los hombres,
había creyentes fanáticos entre los judíos, tal y como los había entre los
católicos, los protestantes, los ortodoxos y los musulmanes. Pero en cuanto se
abrieron las puertas del gueto y se disipó la niebla de la noche medieval, los
judíos de todos los países pasaron a formar parte de la vida cotidiana de los
pueblos.
»Sí, es cierto, muchos judíos abandonaron su tierra natal y emigraron a
Estados Unidos. Pero esto no fue por falta de amor a la patria; emigraron
porque los insultos y la opresión los volvieron extranjeros en su propia casa.
¿Acaso sólo los judíos han buscado refugio en otros países? ¿No obraron del
mismo modo los italianos, los irlandeses, los eslavos que vivían bajo el yugo
de turcos y alemanes? ¿No lo hacen también los armenios y los disidentes
rusos?
»Poco hay en común entre un judío de Túnez y otro de Chicago, que habla
y piensa en inglés. Si existe un lazo entre ellos, dista mucho de ser místico: es
el lazo que ha forjado el antisemitismo. Las increíbles atrocidades cometidas
por los fascistas alemanes, los asesinatos masivos de la población judía que
defendieron y exportaron de país en país, la propaganda racial, empezando por
las ofensas y acabando con los hornos crematorios de Majdanek, todo ello
engendró entre los judíos del mundo un vínculo de profunda solidaridad: se
trata de la solidaridad de los ultrajados, de los oprimidos.
»Desde luego, hay entre los judíos nacionalistas y místicos. Son ellos
quienes diseñaron el programa sionista. No son ellos, sin embargo, quienes
llevaron al pueblo judío a Palestina. Esto último fue obra de los ideólogos del
odio al hombre, los acólitos del racismo, los antisemitas que expulsaron a los
judíos de los lugares donde habían vivido por tanto tiempo y los obligaron a
buscar en sitios remotos, no ya la felicidad, sino el derecho a la dignidad
humana.
Cité en mi artículo las declaraciones de Gorki y Lenin sobre el
antisemitismo. Cité también a Stalin: «El antisemitismo, entendido como forma
extrema de chovinismo racial, representa la más peligrosa muestra de la
supervivencia del canibalismo».
Pero como los artículos periodísticos no son confesiones, son muchas las
cosas que no se pueden decir en ellos. Ahora que me acerco al fin de mis
memorias, me gustaría declarar qué pienso acerca de lo que suelen llamar la
«cuestión judía».
Comenzaré por el final. Un escritor estadounidense, negro, observó con
toda razón: «En Estados Unidos no existe el “problema de los negros”, sino el
“problema de los blancos”». A estas palabras puedo añadir que la cuestión
judía da cuenta de la vitalidad del antisemitismo.
De niño oí hablar del caso Dreyfus y de los pogromos judíos. Sabía que a
Lev Tolstói, Chéjov y Gorki les repugnaba que se fomentara entre los rusos el
odio a los judíos. Años después leí en un periódico clandestino un artículo que
había escrito Lenin sobre el mismo tema. Según mi padre, las causas del
antisemitismo radicaban en el fanatismo y la ignorancia, y yo compartía su
punto de vista.
Como el lector ya sabe, nací en Kiev y mi lengua materna es el ruso. No
hablo ni una palabra de yiddish o hebreo. Nunca he rezado en una sinagoga,
tampoco en una iglesia, sea ortodoxa o católica. He admirado y admiro
todavía ciertas obras de arte que, para los creyentes, tienen un valor religioso,
pero que designan para mí pensamientos y sentimientos humanos: el libro de
Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, los Evangelios (incluyo, entre
éstos, los Apócrifos), el Apocalipsis, la catedral de Chartres, los iconos de
Andréi Rubliov, las pinturas de Fra Angelico, las diosas hindúes de Ellora,
los frescos del monasterio budista de Ajantā. No veo en ellos los extintos
cánones religiosos, sino el más puro y vivificante arte. Pasé la niñez y la
adolescencia en Moscú, rodeado de compañeros rusos. Cuando trabajé en la
organización clandestina, llamaba a mis compañeros por sus alias y jamás me
interesó si alguno de ellos era judío. Después fui a parar a París. Allí conocí a
dos poetas maravillosos: uno de ellos, Apollinaire, de origen polaco; el otro,
Max Jacob, judío. A mi modo de ver, no obstante, ambos eran franceses.
Sentía gran devoción por el italiano Modigliani. Me contó que era judío, pero
yo nunca dejé de asociarlo con la inquietud de los años de preguerra y con el
arte del Renacimiento italiano. Desde luego, no lo asociaba con Yahvé.
Amo España, Italia, Francia, pero nunca he dejado de vivir al modo ruso
ni he disimulado jamás mis orígenes. Hubo momentos en los que ni pensé en
ello, y otros en los que, adondequiera que fuera, gritaba a voz en cuello: «Soy
judío». Considero que la solidaridad con los perseguidos es el principio
básico de la humanidad.
Cuando veía las películas de Chaplin, no se me ocurría pensar si era judío.
Fueron los nazis los que me lo hicieron saber. Publicaban sus listas negras. En
ellas aparecían el compositor Milhaud, el filósofo Bergson, ciertas personas
que había conocido y en cuyos orígenes nunca me había interesado, como
Julien Benda y Anna Seghers, y autores que había leído, como por ejemplo
Kafka.
¿Existe un carácter nacional inherente a los judíos? Según los antisemitas y
los nacionalistas judíos, está claro que sí. Es posible que siglos de
persecuciones y humillaciones hayan agudizado su ironía y mellado sus
esperanzas románticas en un futuro mejor. El carácter nacional se manifiesta en
la creación artística con mayor viveza que en ningún otro ámbito. La poesía de
Heine está impregnada de ironía romántica, pero ¿se debe esto al origen del
poeta o a la época en que escribe? Cuando pienso en la obra de mis
contemporáneos (Modigliani, Kafka, Soutine) lo que veo es el espíritu de la
tragedia, la mezcla de recuerdos y especulaciones. La matemática es una de
las formas del intelecto humano más inmunes a los cambios de clima, idioma o
tradiciones. Con todo, en Alemania, a principios de la década de 1930,
algunos científicos rechazaron la teoría de la relatividad de Einstein por
considerarla un «engaño» judío.
En otras épocas el antisemitismo estuvo vinculado con la idea religiosa de
la redención: «Los judíos crucificaron a Cristo». Después, el poder del clero
fue debilitándose poco a poco. Muchos empezaron a darse cuenta de que
Cristo no había sido sino uno de esos judíos rebeldes que se oponían a los
sacerdotes ortodoxos que colaboraban con los conquistadores romanos. La
Revolución francesa declaró la igualdad de derechos para los judíos. Fueron
varios los estados que, uno tras otro, derogaron las proscripciones que habían
existido durante siglos y así los judíos empezaron a vivir una vida igual a la
de las gentes nacidas en las tierras a las que habían llegado sus antepasados.
A finales del siglo XIX el caso Dreyfus demostró que el antisemitismo, que
había permanecido dormido, todavía estaba vivo. Durante varios años
Dreyfus, que era un hombre insignificante, un buen oficial francés educado en
la disciplina, atrajo sobre sí la mirada de millones de personas. Cuando Zola
asumió la defensa del hombre falsamente acusado, se encontró con el apoyo de
Tolstói, Verhaeren, Mark Twain, Jaurès, Anatole France, Maeterlinck, Ensor,
Claude Monet, Jules Renard, Signac, Péguy, Mirbeau, Mallarmé, Charles-
Louis Philippe. ¿Quiénes estaban del lado acusador? Los escritores
nacionalistas: Barrès, Maurras, Déroulède. Los antidreyfusianos no sólo eran
antisemitas, sino enemigos del progreso, chovinistas. Escribían panfletos y
artículos periodísticos en los que tildaban a Zola de italianucho.
Antes de la revolución los judíos de Rusia sólo podían vivir en una zona
de asentamiento. En ciudades y pequeños pueblos de Ucrania y Bielorrusia
vivían separados del resto de la población y hablaban yiddish. Todo ello
cambió con la revolución. Los jóvenes judíos entraron en las escuelas y
universidades rusas; se dieron muchos matrimonios entre judías y rusos, y a la
inversa. Entre mis amistades figuraban muchos matrimonios mixtos. Bábel,
Mijoels, Ilf, Pasternak, Falk, Grossman y muchos otros se casaron con chicas
rusas, mientras que Fedin, Shipachov, Katáiev y Vishnevski se casaron con
judías. (He citado los primeros nombres que me han venido a la mente, podría
prolongar la lista).
El aislamiento de los judíos desapareció no sólo en nuestro país, sino
también en Francia, incluso en Alemania. Así fue hasta que, en ayuda del
antisemitismo, llegó la «teoría racial» de Hitler.
De ninguna manera eran una novedad los discursos sobre la existencia de
«razas inferiores». Cuando relaté mi viaje por los estados sureños de Estados
Unidos, me esforcé en mostrar hasta qué punto puede estar fuertemente
arraigado el racismo en un país civilizado. De todos modos, en la década de
1920, los antiguos esclavistas de Alabama o Misisipi nos parecían casos
excepcionales. Cuando Hitler apareció en escena, él y sus secuaces se
empeñaron en demostrar la existencia de razas superiores, sobre todo la
«aria» o «nórdica», y de razas inferiores, entre las cuales la judía era la más
baja.
Durante la guerra civil presencié un pogromo organizado por los
«blancos». Algunos meses después un oficial de Wrangel, en completo estado
de embriaguez, trató de arrojarme por la borda de un barco al grito de
«¡Mueran los judíos, salvad a Rusia!». Me pareció muy natural: los fantasmas
del pasado luchaban por subsistir. El poder de la oscuridad.
A finales de la década de 1920 conocí en Montparnasse a un escritor judío
polaco, Warszawski, y a algunos de sus amigos. Me explicaron historias muy
entretenidas sobre las supersticiones y las astucias de los típicos viejos judíos
de los pueblos. Leí una antología de leyendas jasídicas que me fascinaron por
su carácter poético. Conseguí, así, la idea para una novela satírica. El
protagonista, un sastre de Gómel llamado Lazik Roitschwantz, era un pobre
diablo al que el destino arroja de un país a otro. Describí a los hombres de la
NEP y a ciertos dogmáticos de provincia, a los oficiales de caballería
polacos, a los pequeñoburgueses alemanes, a los ascetas franceses y a los
hipócritas ingleses. Lazik, desesperado, decide partir a Palestina, pero la
tierra que llaman «prometida» resulta ser como todas las otras tierras: los
ricos viven bien, mientras que los pobres viven mal. Lazik trata de organizar
una asociación para el retorno a la patria. Después de todo, dice, él no ha
nacido bajo las palmeras, sino en su querida ciudad de Gómel. Al final unos
fanáticos judíos acaban con su vida. Los críticos occidentales definieron a mi
personaje como un «Švejk judío». (El hecho de haber excluido este libro de la
obra completa de mis obras no significa que lo considere flojo o que reniegue
de él pero, después de las atrocidades cometidas por los nazis, la publicación
de estas páginas satíricas me parece prematura).
La llegada de Hitler al poder me pilló por sorpresa: un país civilizado se
veía empujado hacia atrás, a las tinieblas del fanatismo. «La noche de los
cristales rotos» (nombre con el que los nazis bautizaron la noche de 1938, en
que ejecutaron sus pogromos terribles) me pareció la más deleznable
manifestación del fascismo. Los nazis no sólo quemaron libros de autores
judíos, sino también obras de Engels, Lenin, Gorki, Romain Rolland, Zola,
Barbusse y Heinrich Mann. Mataban a los comunistas alemanes de raza «aria».
En España constaté la esencia del fascismo con toda su crueldad. Durante la
invasión nazi en nuestro país presencié un sinfín de atrocidades. Los nazis
asesinaban a niños rusos, quemaban pueblos enteros de Ucrania y Bielorrusia.
Sobre esto escribía a diario en el periódico. También otros lo hacían. En sus
octavillas los nazis aseguraban que sólo combatían contra los judíos, y era
necesario desmentir semejante embuste.
Al final de la guerra comencé a reunir, junto con Vasili Grossman,
testimonios relacionados con el exterminio llevado a cabo en los territorios
soviéticos ocupados por los fascistas, cartas de condenados a muerte, diarios:
de un pintor de Riga, de una estudiante de Járkov, de ancianos, de muchachas.
Titulamos esa compilación El libro negro. Aunque describía las brutalidades
de los nazis, también dejaba constancia de infinidad de pruebas de coraje,
solidaridad y amor. El libro fue editado y se iba a publicar, nos dijeron, a
finales de 1948.
Las ideas de los sionistas, basadas en la historia antigua, nunca me han
entusiasmado. Sin embargo, lo cierto es que el estado de Israel existe. En los
días en que la cultura árabe era floreciente, los judíos no conocieron
persecuciones comparables a las de la Inquisición, y en los numerosos
califatos de Andalucía vivieron en paz personas como el filósofo Maimónides
y el poeta Yehuda Halevi. Quiero creer que, un día, los judíos de Israel, que
conocen por experiencia propia el significado de la injusticia, encontrarán la
manera de hacer las paces con los árabes. Está claro para todos que los
millones de judíos diseminados por varios países de Europa y de Estados
Unidos no pueden establecerse en Israel. Por otra parte, están demasiado
apegados a los pueblos con que viven, demasiado para disponerse a emigrar.
Los negros de Alabama y Misisipi no sueñan con emigrar a uno de los estados
soberanos del África Negra, exigen igualdad de derechos y luchan contra los
prejuicios raciales.
Me unen a los judíos las fosas donde los nazis enterraron a ancianos y
niños, los ríos de sangre derramada, la maleza que ha nacido de las semillas
del racismo, la persistencia de las suspicacias y de los prejuicios. El día en
que cumplí setenta años, expliqué por la radio que mientras existiese en el
mundo un solo antisemita me declararía judío, con orgullo. No fue el
nacionalismo lo que me dictó estas palabras, sino mi concepción de la
dignidad humana. Sigo pensando que el antisemitismo es un aborrecible
vestigio del pasado, que algún día desaparecerá, como todas las intolerancias
raciales. Pero sé muy bien que limpiar la conciencia de prejuicios seculares es
un trabajo de largo recorrido.
Vuelvo a los días de los que hablaba. Me dijeron que le enviaron el
artículo a Stalin y dio su visto bueno. Pero algunos meses después se disolvió
el Comité Judío Antifascista, cerraron el periódico Einigkeit y anularon la
distribución de El libro negro. Poco después arrestaron a escritores que
escribían en yiddish: Péretz Márkish, Kvitkó, Bergelson y Féffer, entre otros.
En enero de 1949 los periódicos informaron acerca del «descubrimiento
de un grupo antipatriótico de críticos teatrales» (sobre el arresto de los
escritores, la clausura de periódicos y, más tarde, del teatro no mencionaron
nada). No es posible saber por qué eligieron para abrir la campaña a un grupo
tan irrelevante como los críticos de teatro. Tal vez un dramaturgo ofendido se
quejara a Stalin en el momento propicio o tal vez haya sido puro azar. No
importa en qué punto del estanque se arroje una piedra, las ondas siempre se
expandirán.
El primer artículo de la campaña formulaba la siguiente cuestión: «¿Cómo
puede A. Gurvich hacerse una idea del carácter soviético?». Dos días después
de que se publicara dicho artículo leí otro en que se referían a los «gurvich» y
a los «yuzovski» en minúsculas y eran desenmascarados los críticos A. Efros,
A. Romm, O. Beskin y D. Arkin, entre otros. Transcurrió una semana y
comenzaron a acusar de «cosmopolitismo» al crítico Danin por haber alabado
a M. Aliguer; simultáneamente procedieron a atacar al poeta Antonokolski.
Luego pasaron al ámbito cinematográfico, donde también «desenmascararon a
vagabundos indocumentados»: L. Tráuberg, Bleiman, Kovarski, Volkenstein.
Comenzaron a aparecer nombres de «disidentes»: Dreiden, Berezark,
Shnaiderman, L. Schwarz, Vaysfeld, F. Levin, Brovman, Subotski, Ogolevets,
Zhitomirski, Mazel, Shlifshtein, Shneerson, Motilev, Bialik, Kirpotin,
Gordon… Al cabo de dos semanas comenzaron a desenmascarar a los
«cosmopolitas apátridas», que, para esconderse, utilizaban pseudónimos.
Muchos de mis amigos se indignaron: recuerdo mis conversaciones con
Obraztsov, Konchalovski, Fedin, Surkov, con el arquitecto Rúdnev, o con
Gladkov, Vsévolod Ivánov y el escultor Lébedev. ¿Es necesario recordar que
el racismo, y en particular el antisemitismo, es contrario a las tradiciones de
los intelectuales rusos y a las nobles ideas del internacionalismo promulgadas
por Lenin según las cuales fueron educados los ciudadanos soviéticos?
La persecución de los judíos no fue un hecho aislado. Arrestaban a un gran
número de personas que, naturalmente no por culpa suya, habían sido hechas
prisioneras por los fascistas y no tuvieron tiempo de dispersarse; arrestaron a
muchos emigrados que habían vuelto a la patria por propia voluntad, los que
habían sido condenados en la década de 1930 y los que tenían familiares en el
extranjero. Las arbitrariedades perpetradas por Beria, ciertamente, no
conocían límites.
En cuanto a mí, a partir de febrero de 1949, dejaron de publicar mis
escritos. Comenzaron a borrar mi nombre de los artículos críticos. Estos
síntomas eran demasiado claros, y cada noche esperaba el timbrazo de la
puerta. El teléfono enmudeció, sólo los amigos íntimos se interesaban por mi
salud. Otros, en cambio, se dedicaban a «controlar»: eran los conocidos más
cautos, llamaban desde un teléfono público para saber si me habían arrestado
y, al oír mi voz, colgaban.
En marzo de 1938 el ruido del ascensor bastaba para que me inquietase;
tenía ganas de vivir, y como tantos otros me dejaba a mano una pequeña maleta
con dos mudas de ropa interior. Pero en marzo de 1949 ya no pensaba en las
mudas y esperaba el curso de los acontecimientos casi con indiferencia. Tal
vez porque ya no tenía cuarenta y siete años, sino cincuenta y ocho, había
tenido tiempo de cansarme y comenzaba a sentirme viejo. O quizá porque todo
aquello era una repetición y, una vez terminada la guerra y derrotado el
fascismo, me resultaba absolutamente intolerable. Nos íbamos a dormir tarde,
de madrugada: la idea de que pudieran llegar y despertarnos nos repugnaba.
Una vez sonó el timbre a las dos de la madrugada. Liuba se levantó a abrir la
puerta. No dije una palabra, me limité a lanzarle una mirada. Resultó ser el
chófer de Símonov: lo había mandado la mujer de Konstantín Mijáilovich,
porque éste le había dicho que estaba conmigo.
A finales de marzo un amigo nuestro se abalanzó sobre nosotros sin dejar
de exclamar, exultante de felicidad: «¡Así que no es verdad!». Me contó que el
día anterior, durante una conferencia de literatura, un orador (que en aquel
entonces ejercía un cargo de suma responsabilidad) había anunciado en
presencia de más de mil personas: «Tengo buenas noticias. El cosmopolita
número uno y enemigo del pueblo Iliá Ehrenburg ha sido desenmascarado y
arrestado».
Escribí una carta breve a Stalin en la que le informaba de que en los
últimos dos meses me había visto privado de cualquier trabajo periodístico y
que el día anterior Fulano de Tal había anunciado mi arresto. Sin embargo, yo
estaba en libertad, así que le pedía que se encargase de aclarar mi situación.
Sólo quería poner fin a toda aquella incertidumbre. Llevé mi carta a un puesto
de vigilancia del Kremlin.
Al día siguiente recibí la llamada de Malenkov. Recuerdo la conversación
al pie de la letra. «Ha escrito usted a Stalin, y él me ha pedido que le llamara.
Dígame, ¿de dónde llegan esos rumores?», dijo. «No lo sé —le contesté—,
eso mismo quería preguntarles a ustedes». «Pero ¿por qué no nos informó
antes?». «Hablé con el camarada Pospélov, es todo cuanto pude hacer». «Qué
extraño, con lo sensible que es el camarada Pospélov nunca mencionó una
palabra sobre esto». (Años después Pospélov me dijo que aquello no era
cierto, que él había explicado cuál era mi situación, pero que sus palabras no
habían valido para nada).
El teléfono volvió a sonar casi de inmediato: varias redacciones dijeron
que se había «producido un malentendido», que publicarían mis artículos, y
me pidieron que siguiera escribiendo.
En aquel momento estaban conmigo Efros y Cherniavski. En el sofá estaba
tumbado G. M. Kózintsev, que había pescado una buena gripe. Al oír la
noticia, Grigori Mijáilovich, envuelto en una manta, se puso de pie de un salto.
Conversamos muy animados. Al día siguiente supe por un periódico que por la
tarde habían suprimido el artículo sobre los cosmopolitas.
Es fácil ser sabio ante un hecho consumado. Aquella primavera de 1949 yo
no entendía nada. Ahora que sabemos algo más, creo que Stalin logró
enmascararse en muchos aspectos. Fadéiev me dijo que la campaña contra el
«grupo de críticos antipatrióticos» se había iniciado por instrucciones del
propio Stalin, quien, sin embargo, un mes y medio después amonestó a los
editores: «Camaradas, la divulgación de pseudónimos literarios es
inadmisible, huele a antisemitismo». Por lo general, la opinión pública
atribuía las decisiones arbitrarias a quienes las llevaban a cabo, mientras que
Stalin parecía ser siempre quien les ponía freno. A finales de marzo, por lo
visto, decidió que el caso estaba zanjado. A los escritores judíos arrestados no
los pusieron en libertad. A quienes habían sido despedidos de sus trabajos no
los volvieron a admitir. El quinto párrafo de los cuestionarios, donde se
preguntaba sobre la nacionalidad, continuaba funcionando de modo
imperceptible, y los artículos groseros o las caricaturas ya no tenían razón de
ser.
En mayo de 1949 recibí en la dirección de Literatúrnaia gazeta un
telegrama de Nueva York: «La prensa local está llevando a cabo una intensa
campaña antisoviética y afirma que la crítica contra el “cosmopolitismo” lleva
la impronta del antisemitismo. La mención entre paréntesis de los apellidos
judíos de algunos famosos críticos soviéticos se consideraba un hecho análogo
a la práctica antisemita en el mundo capitalista. Como prueba, se referían
también a la clausura de los periódicos judíos y las caricaturas. Consideramos
que sería útil que usted pudiera responder a esta calumnia en un artículo
extenso. Redacción de Daily Yorker». El telegrama iba acompañado de una
carta: «Me han encargado que le transmita el deseo de que usted escriba un
artículo sobre este tema para Daily Yorker. Espero que así lo haga».
Naturalmente no escribí el artículo ni respondí a la carta.
La maligna satisfacción de los enemigos de nuestro país me sabía
doblemente amarga. Veía ante mí a un pueblo que había luchado durante treinta
años por las ideas de Octubre, por la fraternidad, contra los intervencionistas
y los guardias blancos, contra la invasión fascista, contra los organizadores de
los pogromos y los racistas. El pueblo no tenía culpa alguna de los artículos
periodísticos de los que he hablado, a duras penas lograba vivir, pues la gente
trabajaba de la mañana a la noche sin desviarse del difícil camino escogido.
No podía desmentir lo que era una cruel verdad y no quería apoyar a los
enemigos de la Unión Soviética.
Algunos años después, un periodista de Israel reveló unas informaciones
sensacionalistas. Afirmaba que en su encarcelamiento había conocido al poeta
Féffer y que éste le explicó que yo era el responsable del arresto de los
escritores judíos. Varios medios occidentales se hicieron eco de la calumnia,
pese a que la simplista hipótesis era la siguiente: «Si ha sobrevivido tiene que
ser un traidor».
Yo no me encontraba bien, no podía trabajar. Fue entonces cuando me
dijeron que debía ir al Congreso de la Paz de París. La defensa de la paz me
parecía una causa encomiable, pero me sentía sin fuerzas para viajar.
Encontrarse en el extranjero en tal estado es una auténtica tortura. Me pidieron
que escribiera el discurso y lo entregase para su aprobación.
Cuando me enfrenté ante la hoja en blanco, comencé a escribir sobre lo
que más me conmovía. En el discurso que escribí figuraban las siguientes
frases: «Nada me es más odioso que la arrogancia nacional y el orgullo de
raza. La cultura tiene arterias que no pueden ser seccionadas con impunidad.
Los pueblos siempre han aprendido unos de otros y continuarán haciéndolo.
Creo que es posible respetar los rasgos nacionales distintivos de cada pueblo
y rechazar toda idea de aislamiento nacional». Grigorian, que ocupaba un
cargo bastante importante, me mandó llamar para estrecharme la mano y
expresarme su agradecimiento. Sobre su escritorio, estaba mi discurso, vuelto
a escribir a máquina en buen papel. En los márgenes se leía: «¡Bien dicho!».
La caligrafía me resultó dolorosamente familiar.
Tomamos el avión para París a mediados de abril. En Moscú hacía frío, en
el pequeño bosque colindante con el aeropuerto de Vnúkovo todavía
blanqueaba la nieve. Liuba me dijo que en París iba a poder relajarme y
descansar. «Claro», le respondí.
En el aeropuerto de París me encontré con Elsa Triolet. Me dijo que
Aragon y ella pasarían a buscarme por la tarde e iríamos a cenar juntos. Luego
nos llevaron a la sede de nuestra representación diplomática, donde el
embajador nos explicó la situación política. Me esforzaba por prestar
atención, pero no lo conseguía. De pronto comprendí que estaba enfermo:
bañado en sudor, lo más probable que a causa de la fiebre. ¡Lo que faltaba!
Me acompañaron a un hotel cercano a la sala Pleyel, que era el sitio elegido
para llevar a cabo el congreso. No podía ver ni entender nada, puesto que
ardía de fiebre. De repente, el taxista, un francés de edad avanzada, exclamó:
«¡Qué calor tan sofocante!». Puse unos ojos como platos. «¿Así que usted
también tiene calor?». Contestó, a su vez, asombrado: «Estamos a treinta
grados, todos los periódicos dicen que en cien años no se había dado un abril
tan caluroso». Me puse muy contento: eso significaba que, después de todo, no
estaba enfermo. Entonces vi lo que antes no había visto. En las terrazas de los
cafés la gente, en mangas de camisa, bebía con avidez cerveza o limonada.
Aun así, sentía que mi cabeza no pensaba con claridad.
Los Aragon me llevaron al restaurante Méditerranée, un local muy ruidoso.
Estaba lleno de personas charlando sobre lo que habían hecho durante las
vacaciones de Pascua. Se acercaron unos conocidos de los Aragon. Luis y
Elsa me preguntaban en ruso: «¿Qué significa “cosmopolitas”? ¿Cómo es
posible que se revelen los pseudónimos de los críticos?». Eran de los míos y
los conocía desde hacía veinticinco años, pero no supe qué responderles. Se
aproximó Cocteau, se puso a charlar de cosas mundanas y yo me esforzaba en
sonreír. Unas enormes langostas agitaban lentamente las antenas, y en las
mesas contiguas todo eran risas. Hacía un calor insoportable.
Cuando volví al hotel, me desvestí a toda prisa, me tumbé y apagué la luz
con la esperanza de quedarme dormido, pero enseguida comprendí que no
pegaría ojo. Di vueltas en la cama, encendí las luces y, sin ningún motivo en
particular, volví a vestirme, me senté en una butaca y dejé volar mi
imaginación: ¿qué podía inventar para que me enviaran de regreso a Moscú?
Evalué todas las posibilidades: ponerme enfermo, decir que no podía tomar la
palabra o declarar, sencillamente, que quería volver a casa. Me quedé allí
sentado hasta que amaneció. Me veía ante P. Markis tal y como lo había visto
la última vez. Recordaba las frases de los periódicos y repetía una y otra vez,
del modo más estúpido: «A casa, a casa…».
He dicho que en este capítulo deseaba relatar el período más difícil de mi
vida. No creo que lo haya conseguido, ¿cómo transmitir ciertas cosas? Sólo
quisiera añadir lo siguiente: la más terrible de todas mis experiencias la viví
aquella noche en esa estrecha habitación de hotel, cuando descubrí qué precio
debe pagar el hombre por ser «honesto con los hombres, con su siglo y con su
propio destino».
16
Me llamaron por teléfono por la noche para decirme que al día siguiente
teníamos que viajar a Roma para asistir a una reunión del comité permanente
de la paz. Era algo habitual en aquella época: se tomaban las decisiones a
última hora, se pedían tarde los visados, se llegaba siempre con retraso. Ya he
contado en el libro anterior cómo estuvimos a punto de morir asfixiados en los
Alpes, cuando un temporal obligó a nuestro pequeño avión a elevarse
demasiado. Salimos de Praga por la mañana temprano y aterrizamos en Roma
a eso de las diez. En el aeropuerto nos esperaban nuestros amigos italianos.
Soñaba con tomar un café y comer un bocadillo, pero no tuve suerte: resultó
que llevábamos una copia de no sé qué película y nos retuvieron en la aduana
una hora larga. Fadéiev dijo que teníamos que ir enseguida a la reunión pues
ya había comenzado. Seguí muy mal la conferencia de D’Arboussier sobre la
lucha por la paz en el África Negra. Tenía hambre. Cuando por fin se anunció
la pausa para la comida, un funcionario de nuestra representación diplomática
nos dijo que el embajador quería vernos.
Fadéiev, Vasílevskaia y Korneichuk subieron al coche de la embajada,
mientras que a mí me llevó Emilio Sereni, un diputado comunista. Es un
hombre moreno, gordo y jovial que habla muchas lenguas: francés, ruso,
español, polaco, inglés, hebreo antiguo, alemán, chino, árabe y otras que ahora
he olvidado. Durante su larga permanencia en las cárceles fascistas se había
acostumbrado a pensar mientras caminaba de un lado al otro de la habitación;
a veces, en el comité, empezaba a caminar y caminar hasta que daba con una
idea interesante. Cuando estaba sentado junto a mí, aunque el orador se
enzarzara en una prolija intervención, yo no me aburría, pues me contaba
historias divertidas al oído. Le pedí a Sereni que me acompañase a un bar
para tomar una taza de café en la barra, pero me contestó que el embajador nos
esperaba para comer y, en lugar del café, me ofreció un vermut muy amargo y
agradable.
El embajador nos recibió en su despacho. Ni rastro de comida. Nos
explicó largo y tendido, con todo lujo de detalles, a Vasílevskaia, Fadéiev,
Korneichuk y a mí, que el capitalismo era diferente del socialismo y que en
Roma había que comportarse de modo diferente que en Moscú. Fadéiev cerró
los ojos; la rabia contenida le hizo sonrojarse. Yo no dejaba de mirar el reloj.
Era la una y media. Faltaba una hora para que regresáramos a la reunión y, si
seguíamos en ayunas, yo no iba a poder resistirlo… De repente Korneichuk
interrumpió al embajador: «Disculpe —le dijo—, no sé si sabe que hemos
salido a las siete y aún no hemos desayunado».
Fuimos a la cantina de la embajada, que estaba en el sótano. Había un
fuerte olor a coles. Como no había sitio para sentarse, nos hicieron esperar en
un pequeño patio interior. Le dije a Korneichuk que prefería ir a la ciudad.
«Estás loco —me dijo—, si no tienes ni una lira». Sabía que me estaba
comportando como un necio, pero había tomado una decisión: era ofensivo
soportar la espera.
Al salir a la calle me crucé con un joven que me dijo: «¿No es usted Iliá
Ehrenburg? Me llamo Vishnevski. Soy el corresponsal de la TASS». Luego se
puso a alabar mis libros. «De mis libros ya hablaremos en otro momento —le
supliqué—. ¿No podría prestarme algunas liras para el almuerzo? Todavía no
nos han dado el dinero». Vishnevski llamó desde el restaurante a su mujer para
que se reuniera con nosotros. Para entonces, yo ya estaba comiendo pasta y
tomando vino. Fue una comida celestial, y todo me pareció excepcionalmente
sabroso, quizá porque después del vermut tenía un hambre voraz. Y mi
anfitrión resultó muy interesante: conocía Italia, le gustaba el país y tenía
mucho que decir sobre la situación política, las nuevas películas y los
escritores.
Naturalmente, llegué a la reunión con un poco de retraso y le pregunté a
Korneichuk en voz baja quién estaba hablando. Soltó un rugido de envidia:
«¡Apestas a vino! ¿Así que has comido?».
Se podía fumar en la sala. Las personas nunca nos damos por satisfechas.
Me fumé todo lo que llevaba en mi pitillera y no tenía ni una lira. Así que me
puse a «gorronear» cigarrillos a otros delegados, fingiendo curiosidad por
saber qué fumaban en México, en el Líbano o en Suecia…
Hacía un cuarto de siglo que no visitaba Roma. Naturalmente, el Templo
de Vesta, las basílicas romanas y los palacios barrocos seguían en su sitio,
inalterados. Quien había cambiado era yo, que por primera vez estaba
preparado para comprender la grandeza de esta ciudad, en la que veinte siglos
coexistían pacíficamente.
Al cabo de dos o tres días, entendí que no sólo había cambiado yo, sino
también el aire de Roma. En el plano político, por supuesto, no había gran
diferencia entre Francia e Italia: el mismo Plan Marshall, el mismo Pacto del
Atlántico, partidos comunistas fuertes, huelgas continuas y, al mismo tiempo
que se restablecía la economía, muchos soldados norteamericanos y pintadas
en las paredes: «¡Viva la paz!». Pero en París se respiraba tristeza, mientras
que los italianos parecían alegres. Supongo que aquello obedecía al
sentimiento de alivio de quienes se veían liberados del fascismo después de
veinticinco años. Yo mismo había experimentado una sensación parecida
cuando me liberaron de la prisión de Butirka. Ya no había represión que
frenara a la gente y las derrotas no causaban desilusión. (Después de escribir
estas líneas me pregunto si soy justo en mi comparación. En París he vivido
mucho tiempo, es una ciudad a la que tengo derecho a llamar mía, mientras que
en Roma soy un turista, un huésped, un peregrino. Naturalmente, conozco
mejor a los franceses y percibo más detalles en relación con ellos; además, en
París me siento triste porque en esta ciudad transcurrió mi juventud).
El segundo día de la sesión, creo recordar, el pintor Renato Guttuso, de
quien me había hecho amigo en Breslavia, nos organizó una cena con los
escritores, artistas y directores italianos. Guttuso es un hombre apasionado, un
auténtico meridional. Hasta el día de hoy sigue buscándose a sí mismo: quiere
fundir la belleza con la verdad y el comunismo con el arte que ama. Se puso a
interrogarme con entusiasmo sobre Moscú mientras miraba a Picasso con
veneración. Pintaba grandes cuadros inspirados en temas políticos y pequeñas
naturalezas muertas (se sentía particularmente atraído por una patata en un
cesto de mimbre).
Cada noche nos invitaba a Picasso y a mí a cenar en restaurantes muy
buenos, pero también muy caros. Con respecto al dinero hubo algún problema
y quedó retenido, así que no lo recibimos hasta dos días antes de partir. Un
poco avergonzado, proponía hipócritamente: «¡Deja que pague yo hoy!»,
incluso me metía la mano en el bolsillo para sacar el billetero: mi corazón
latía desbocado mientras me preguntaba qué pasaría si Guttuso no me detenía a
tiempo… Pero siempre me tomaba de la mano: «No se preocupe, usted es mi
huésped aquí». Cenábamos con gente interesante: poetas, pintores, productores
de teatro, e invariablemente se sentaba a nuestra mesa un hombre que Guttuso
nos presentó sin indicar su profesión.
No lograba entender qué hacía Renato para tener tanto dinero. En aquel
entonces todavía no era un artista famoso, y yo sabía que pasaba dificultades
económicas. Sólo cuando estaba a punto de marcharme me desveló el secreto:
cada noche el hombre de profesión desconocida pagaba la cuenta, feliz de
compartir mesa con Pablo Picasso.
Una noche cenamos en un restaurante del antiguo gueto, donde nos
sirvieron «alcachofas a la judía» (hervidas con aceite de oliva, las alcachofas
se abren como rosas y sus hojas crujen entre los dientes). En el comedor había
una bella muchacha de Calabria. De repente Picasso dijo: «Quiero dibujarla».
La chica se sentó donde le indicó Picasso, quien se puso manos a la obra.
Media hora después nos mostró un magnífico dibujo, al estilo de Ingres, hecho
en el reverso del menú. La chica nos contó que estaba prometida y que iba a
casarse pronto. «Vaya, muéstrale este retrato a tu prometido —dijo Carlo Levi
—, le gustará». La chica se turbó. «Me da miedo que se ponga celoso». Todos
nos echamos a reír y alguien aconsejó a la muchacha que vendiera el dibujo.
«Te darán por lo menos doscientas mil liras. Te irán bien para la dote». Ella se
ruborizó: «Pero ¡qué dice! Es cierto que no nos sobra el dinero, pero los dos
trabajamos. Lo mejor que puedo hacer es colgarlo sobre la cama».
Un rico mecenas de arte ofreció una recepción a todos los participantes de
la sesión. Antes de la misma, nos invitó a comer a Picasso, a Guttuso y a mí.
Por la mañana Picasso había estado en el Vaticano, y todos teníamos
curiosidad por saber si le había gustado Rafael. Picasso respondió con
cortesía: «Un gran maestro», pero al cabo de un rato declaró: «Pero ¡los
frescos de Miguel Ángel! Todavía no comprendo cómo pintó la mano de la
Sibila». Nuestro anfitrión vivía en un palazzo antiguo y coleccionaba pinzas
para chimenea. Por los salones paseaban, copa en mano, los delegados:
búlgaros, senegaleses, japoneses, y todo parecía un baile de máscaras de otros
tiempos.
Carlo Levi es escritor y pintor (y ahora, también, senador). Hicimos
buenas migas de inmediato. Parece algo perezoso: camina despacio y, de
repente, si una conversación animada lo exige, es capaz de detenerse en medio
de una calle abarrotada de gente. Un día me llevó en su pequeño coche. Fue el
día en que Gagarin voló al espacio. Estábamos cruzando la Piazza Colonna, en
el centro de la ciudad, y Levi, hablando del concepto de infinito, se olvidó de
las normas de tráfico. Un agente de policía nos exigió que le pagáramos una
multa muy elevada: la infracción era grave. Dio inicio un diálogo dramático, y
yo traté de intervenir: «En mi país, la policía es más tolerante con los
escritores». Pensaba que la fama de Carlo Levi surtiría efecto. El policía me
miró con suspicacia: «¿Ah, sí? —dijo—. Y ¿cuál es su país?». «La Unión
Soviética. Vivo en Moscú». El policía me cogió de la mano con entusiasmo:
«¡Uno de los vuestros ha volado a la luna!». Y nos dejó marchar sin más.
Carlo Levi vive junto al parque Pincio, en un estudio grande, lleno de los
objetos más curiosos. Nunca se levanta antes de las diez. Me ha hecho varios
retratos. Incluso frente al caballete parece perezoso: con el pincel apenas roza
el lienzo, como un gato que se lava con las patas. Pero, Dios mío, cuántos
cuadros ha pintado, cuántos libros y artículos ha escrito este hombre de
aspecto perezoso. En 1949 leí su Cristo se detuvo en Éboli, un libro
autobiográfico: el joven Carlo, médico antifascista, es confinado en el sur, en
la mísera y desierta Lucania, donde dicen que Cristo «se ha detenido en
Éboli»: más allá de esa minúscula ciudad ni siquiera él se decidió a ir. Carlo
Levi describe la vida de los pobres campesinos analfabetos y revela con amor
su mundo espiritual. El libro tiene una característica particular, se nota
enseguida que lo ha escrito un pintor: paisajes, escenas y personas se muestran
de tal manera que el lector los ve.
Este hombre, que parece un soñador indolente, se las ha apañado para
hacer muchísimas cosas: ha viajado a países lejanos, ha participado en varias
campañas políticas y ha dedicado mucho tiempo a defender al más moderado
de los rebeldes, Danilo Dolci, un tipo que los feudatarios sicilianos querían
ver muerto. ¿Cómo se explica esta pereza aparente? Tal vez por el hecho de
que Carlo Levi se parece más al caminante que pasea por las colinas toscanas
como paseaba el incansable Dante que al piloto que trata de batir récords de
velocidad en las carreras automovilísticas. De todos sus cuadros, los que más
me gustan son los paisajes con vacas; tal vez no sea sólo por una cuestión de
color; Carlo debe de amar estos animales que se pasan los días en total
concentración. Las máximas truncadas y abstractas no van con Carlo Levi, que
siempre encuentra tiempo para escuchar, reflexionar y entender.
Al día siguiente de conocernos me llevó a su casa; entonces vivía en el
piso superior de un antiguo palazzo. Abajo, Roma parecía moverse a un ritmo
febril. Le dije que tenía que hablar en un mitin en el Teatro Adriano y que no
sabía qué decir. «Claro que lo sabes —dijo Carlo con una sonrisa—. Pero
déjame que te dé un consejo. Háblales en italiano». Su observación me hizo
soltar una carcajada: «¡Para mí eso sería tan difícil como pedirte a ti que
hablaras en ruso!». Se ofreció a traducir mi discurso al italiano para que lo
leyera en voz alta. Decidí arriesgarme. Tiempo atrás había hablado algo de
italiano, pero luego lo olvidé y ahora lo entiendo un poco. Salimos a dar un
paseo por la vieja Roma. Carlo me dijo: «Conozco a un hombre que vive por
aquí. Era fascista, pero no es mal tipo y tiene una máquina de escribir. Tú me
dictas en francés y yo traduzco».
Carlo Levi tenía razón. Cuando al día siguiente comencé mi discurso en
italiano, enseguida estuvo claro que podía decir cualquier banalidad; que un
ruso hablara italiano era un hecho tan inaudito que incluso salió publicado en
los periódicos antisoviéticos.
Conocí a uno de los mejores novelistas de Europa, Alberto Moravia.
Mucho tiempo atrás, en 1933, yo había reseñado su novela Los indiferentes, la
historia de una familia de la burguesía en los años del fascismo, una historia
de indiferencia, aburrimiento y tedio. Moravia es un escritor difícil, no por la
forma sino por el contenido. Probablemente es también muy difícil para sí
mismo. Vive en un mundo chejoviano que carece de la tolerancia y la piedad
de Chéjov, y, por si fuera poco, dice ser discípulo de Boccaccio.
A Moravia le interesa poco la trama: muestra a sus personajes como una
colección de curiosos insectos: no son deslumbrantes mariposas del
Renacimiento sino escarabajos tristes y embrutecidos. Sus Cuentos romanos
me recuerdan una película que me fascinó, La dolce vita, quizá porque el autor
no se confabula con sus personajes. Comprendo lo que pensaba Fellini sobre
la rica y aburrida «sociedad mundana» de Roma. Entender la actitud de
Moravia con respecto a sus desafortunados personajes me cuesta más.
A principios de 1963 vi en casa de Picasso unos dibujos que perfilaban
con maldad la monstruosidad y el tedio de ciertos dignatarios. El día después
de la llegada de Picasso a Niza comimos juntos; a las cinco, Picasso decidió
entrar en uno de esos salones de té donde las señoras se creen damas inglesas.
Observó un buen rato a aquellas viejas endomingadas, cargadas de brillantes,
pero cuyos rostros, a pesar del maquillaje, estaban desnudos, y dijo: «Me
gusta dibujar a los viejos: en la vejez todo aparece con mayor claridad; en los
jóvenes, sin embargo, los rasgos nunca están definidos del todo. Pero, como
sabrá usted, está la vejez de los pobres, que venero, y la de los parásitos
aburridos, que me hace reír». La cara de Moravia, por lo general, expresa
aburrimiento. Suele contestar maquinalmente a cualquier comentario: «Sí, lo
sé, lo sé». Pero, por momentos, su rostro se ilumina con una ternura contenida;
del mismo modo, también en sus libros aparecen de improviso los
sentimientos humanos, que ciegan como un rayo de sol en un bosque oscuro.
Cuando se acabaron los mítines, los italianos me recomendaron que
visitara Albano, en las afueras de Roma.
Diré que es una pequeña ciudad sólo por su aspecto; la mayoría de sus
habitantes se dedican a la vinicultura. En Roma solía beber esos vinos claros y
perfumados de las colinas que rodean la ciudad: Frascati, Albano, Genzano.
(Hay vinos que, como ciertas personas, no soportan los traslados. Los vinos
de los alrededores de Roma pierden el buqué y el sabor en cuanto los exportan
al extranjero o incluso al norte de Italia). El mitin tuvo lugar en un teatro rural
que parecía un establo. Las amplias puertas estaban abiertas de par en par, y
una parte del público se quedó fuera. Luego me llevaron al ayuntamiento, me
ofrecieron vino y pronunciaron discursos muy cordiales.
Esa misma noche viajé de regreso a Roma con el secretario de la
embajada, en un enorme coche que, al pasar por las estrechas callejuelas,
parecía especialmente mastodóntico. Nos seguían, en un pequeño Fiat, dos
periodistas de Unità. Yo, que no había probado bocado desde la mañana, le
pregunté a mi colega soviético si conocía algún restaurante barato por la zona.
El secretario se mostró aturdido: «En su hotel, tal vez… Nunca he ido a un
restaurante de Roma». «¿Hace poco que está aquí?». «Pronto hará un año.
Pero comemos siempre en la cantina». Nos detuvimos y les pregunté a los
periodistas italianos dónde se podía cenar. Me respondieron que justo en
aquella calle había una trattoria en la que habían cenado otras veces: el
propietario era un compañero.
El restaurante estaba atestado de personas que parecían obreros. El
periodista le dijo al propietario: «Tráenos algo de comer. Estos de aquí son
camaradas rusos», y éste enseguida trajo una jarra de vino, aceitunas, tomates,
embutidos, alcachofas en escabeche y luego se fue a la cocina para llevar a
cabo los mágicos rituales de la pasta. Le habría encantado quedarse a charlar
con los camaradas rusos, pero, a la hora de preparar la compleja salsa que
acompañaba a los espaguetis, no se fiaba de nadie. Comimos una fuente entera
de pasta. Llegó a la mesa el cordero asado. El conductor de la embajada, que
hasta entonces no había pronunciado ni una palabra, de pronto exclamó,
admirado: «¡Éstos sí que saben lo que es comer!», y sonrió de oreja a oreja.
Devoramos también el cordero. El propietario era reclamado continuamente
por los clientes, pero finalmente se sentó a la mesa con nosotros, abrió el
periódico de la mañana y me dijo: «Le he reconocido al instante, pero no le he
dicho nada para no incomodarle. De hecho, aquí todo el mundo le ha
reconocido». Me pidió que firmara debajo de la fotografía del periódico, se
giró hacia los otros clientes y dijo: «Bebamos por el escritor y por el pueblo
soviético. El vino corre por cuenta de la casa». La gente se acercó a nosotros
para brindar. Algunos me hablaron del grupo partisano al que habían
pertenecido, otros de un mitin en Piazza San Giovanni, de sus hijas… Todo era
sencillo, cordial, humano. Cuando a medianoche salimos del restaurante, el
secretario de la embajada me dijo: «Creo que he aprendido más sobre los
italianos en estas tres últimas horas que en todo un año». Y el chófer, que no
había dejado de sonreír, me estrechó la mano diciendo: «¡Así son los
italianos!».
Dos días después, un periodista de Unità me llevó a Frascati, una pequeña
ciudad vinícola no muy lejos de Albano, adonde me habían invitado a una
comida con los dirigentes del Partido Comunista. Comimos en un edificio de
madera que, por lo general, se usaba para celebrar las bodas del pueblo. A
algunos de los camaradas italianos ya los había conocido antes, en Moscú, en
París y en España; a otros los veía por primera vez. Me sorprendieron por su
sencillez, su amor al arte y su conversación, que a veces me hacían olvidar
que ante mí no había escritores ni pintores, sino miembros del politburó de un
gran partido. Togliatti me contó que a uno de nuestros cineastas no le había
gustado Ladrón de bicicletas, una película que a mí me había entusiasmado.
«No tiene final», había dicho el cineasta. Togliatti observó con una sonrisa
maliciosa: «Pero si después de mostrar un puente sin barandilla y un hombre
que cae al agua haces que el hombre que se está ahogando se ponga a
pronunciar un discurso sobre lo necesarias que son las barandillas, nadie
creerá que el orador ha caído al río y se está ahogando. Está bien que una
película no acabe con un sermón, sino de un modo humano». Al escuchar a
Togliatti pensaba hasta qué punto, tanto él como otros camaradas estaban
vinculados al pueblo italiano, a su carácter y a su cultura. Nos levantamos de
la mesa y pasamos al jardín, donde campesinos y mujeres con niños esperaban
a Togliatti. Una campesina le acercó a toda su prole, cinco niños: «Mire qué
hijos tengo». Togliatti habló con ellos con la misma naturalidad que había
hablado conmigo. En años sucesivos, hablé varias veces con Pajetta y Alicata,
me encontré a menudo con Donini y, en el Movimiento de los Partidarios de la
Paz, trabajé con el difunto Negarville, hombre de gran honradez y
sensibilidad. Eran hombres muy vivos, no razonaban a partir de un esquema,
no pronunciaban discursos tópicos.
Ya he contado mi encuentro con los camaradas italianos. Me gustaría
añadir que también había hombres que, aunque por sus ideas y su carácter
estaban en mis antípodas, hablaban conmigo amistosamente, con la inmediatez
característica del italiano. Recuerdo, por ejemplo, la recepción que me
ofreció el católico La Pira en el Palazzo Vecchio del ayuntamiento de
Florencia. Me dio la sensación de que volvía a ver a un viejo amigo. La Pira
me invitó a Fiesole, y allí, en una trattoria, me encontré con los colaboradores
de un periódico católico de izquierdas, que me interrogaron sobre la vida
soviética y me hablaron de los campesinos toscanos. Aquellas discusiones
parecían más introspecciones hechas en voz alta, que duelos verbales.
He tenido suerte. Después de 1949 he vuelto varias veces a Italia: ora para
una reunión del Consejo Mundial de la Paz, ora para una Asamblea de la
Sociedad Europea de Cultura, ora para un encuentro de la Mesa Redonda
Este-Oeste. Han sido viajes breves, es verdad, y me ha tocado pasar días
enteros en salas llenas de humo, pero siempre he descubierto algo que me ha
hecho sentir con mayor agudeza la cercanía de Italia. Volví a estar en mi
querida Florencia y en Venecia, donde en las callejuelas los gatos devoraban
con placidez restos de pescado, a sabiendas de que no les molestaría el
estruendo de un motor, e incluso en la prodigiosa Lucca, rodeada de sus
antiguos muros, donde cada casa es un museo, pero casas-museo en las que
viven nuestros contemporáneos vivos y apasionados.
Vi Italia por primera vez hace cincuenta años; muchas cosas han cambiado
desde entonces. En el norte han proliferado enormes fábricas; se han
construido modernos barrios obreros, y el museo de Turín, al parecer, no tiene
parangón en toda Europa, tanto por su iluminación como por sus cuadros. Ha
mejorado el nivel de vida. Han aumentado las tiradas de los libros: los
obreros, e incluso los campesinos, han comenzado a leer. El mundo se ha
hecho más grande: ha desaparecido el provincialismo de otros tiempos.
Respecto al conocimiento de la literatura soviética, Italia lleva la delantera a
otros países de Occidente: se traduce mucho y no al azar, sino con criterios de
selección. Las calles en las que tiempo atrás me había encontrado con bueyes
y asnos ahora eran recorridas por hileras de pequeños Fiat y motocicletas.
Pero el carácter del pueblo, que me había sorprendido y fascinado en mi
primera juventud, seguía siendo el mismo.
Conocí personalmente a varios escritores: Vittorini, Quasimodo, Pavese; a
otros, como Pratolini y Calvino, los conozco sólo por sus libros. No sé qué
lugar ocupa la literatura italiana contemporánea; por lo demás, en mi libro no
pretendo formular juicios al respecto.
Diré sólo que es una literatura humana. Un cibernético me dijo: «Dentro de
veinte o treinta años las máquinas pensantes corregirán en los libros los
errores cometidos por sus autores». Admito sin problemas que en un futuro
próximo las máquinas sustituirán no sólo a los chapuceros, sino también a los
divulgadores y a los epígonos. Pero siempre competerá al hombre corregir
aquello que haya realizado la máquina, porque lo que a la máquina le parecerá
un «error» tal vez se trate de un hallazgo, un descubrimiento, un acto creativo.
Lamento no haber visto hasta ahora, cuando se acerca el final de mi vida,
los cuadros de un gran pintor como Morandi en una colección milanesa. Se
trata, en gran parte, de naturalezas muertas: botellas con tres o cuatros tonos
modestos y apagados; a pesar de su profundidad psicológica, no hay en ellas
raciocinio, aridez, porque invitan al mundo de las emociones. Morandi no ha
vivido en París. Quizá ni siquiera la ha visitado. Eso explica que sus obras
sean tan poco conocidas fuera de Italia. Nunca lo he visto, a pesar de que es
contemporáneo mío: siempre ha vivido solo en Boloña pintando botellas. En
verano de 1964 fui a Florencia para una reunión de la Mesa Redonda.
Albergaba la esperanza de ir después a Boloña para conocer a Morandi…
Pero Morandi ya no estaba, había muerto un mes antes.
Las películas italianas han revolucionado la cinematografía de todo el
mundo. Conocí a algunos directores: además de a De Sica, también a Fellini,
Visconti, De Santis, Antonioni. Tal vez todos ellos podrían convertirse en
protagonistas de sus propias películas. Dicen que el neorrealismo ha triunfado
por la veracidad con la que ha representado la vida, por su lucha contra una
recitación de tipo teatral, por la sobriedad y la espontaneidad de los diálogos.
Todo esto es cierto, pero no se puede olvidar también otra característica: las
películas italianas son sinceras, y la sinceridad no se considera en absoluto
obligatoria, ni siquiera para los artistas más honestos y dotados.
Es sorprendente con qué rapidez entraron en mi vida los amigos italianos.
Pienso sobre todo en Carlo Levi y Renato Guttuso. Los he conocido cuando
rondaba ya los sesenta años, una edad en que demasiado a menudo se pierde a
los amigos y de mala gana se hacen otros nuevos. Nos vemos en contadas
ocasiones, pero siempre hablamos de cosas queridas y cercanas. Aunque
vivan lejos, lleven una vida nada parecida a la mía y pertenezcan a otra
generación (Carlo es mucho más joven que yo y Renato podría ser mi hijo), yo
los entiendo, y ellos me entienden a mí, como si girásemos en la misma órbita
alrededor de la Tierra.
Durante mi último viaje a Italia visité Rocca di Papa. El autobús, tras
encaramarse al monte, se detuvo en una plaza. Desde allí teníamos que seguir
a pie. Calles estrechas, ropa blanca colgada de las cuerdas, chiquillería.
Subíamos despacio, mirando de vez en cuando hacia abajo: viñas, valles y, a
lo lejos, el vacío azulado del mar. En las callejuelas empinadas discurría la
vida, las mujeres charlaban mientras desgranaban judías. Pasó un abate, el
viento le levantó la sotana negra. En una casita, parecida a una fortaleza
antigua, colgaba una tablilla: «Sección del Partido Comunista italiano». En
otra casita parecida a la primera había una lira pintada: se trataba de una
escuela de música. Al final nos detuvimos en una plaza minúscula desde donde
se veía un anchuroso valle. Me vinieron tantas cosas a la cabeza, importantes y
fútiles. Veinte años atrás habría subido corriendo, mientras que ahora el
corazón me late con fuerza. Este año hay mucha uva. Es extraño que nunca
haya venido aquí. ¿Por qué nunca he ido a México, a Siam? Los elefantes
tienen unos ojos extraordinarios. Aquí hay burros, como en España. Sería
hermoso vivir en esta pequeña ciudad, aunque sólo fuera por una semana. Una
semana es mucho tiempo, sobre todo cuando el hombre tiene más de setenta
años. Curioso, es hora de morir, pero no pienso en ello, mi corazón está lleno
de otras cosas. Una semana es una eternidad si hay tranquilidad. Detrás de
estos pensamienos fragmentados o, mejor dicho, trozos de imágenes, había en
mí un sentido profundo de calma, de felicidad. Descansaba, aunque Fadéiev
solía decir que yo no sabía descansar. De repente, al volver la cabeza, vi la
esfera de un reloj: en quince minutos pasaría el último autobús, había que
bajar corriendo. Refunfuñé para mis adentros: acabo de llegar aquí a duras
penas y ya hay que bajar. Muchas veces ha sido así… En tono supersticioso
repetí a las viejas casas que se habían vuelto sordas, al burro y a los letreros:
«Hasta pronto» o, más brevemente, como dicen los italianos: «Ciao».
Volvemos al 4 de noviembre de 1949. Al día siguiente debía ir a Sicilia;
los italianos nos habían ofrecido que nos quedáramos una semana más, y yo
escogí Sicilia porque nunca había estado allí. Guttuso me dijo: «Entonces no
has visto Italia…». Por la tarde, al pasar por el hotel para descansar un poco,
encontré una nota: «Mañana tomamos un avión para Moscú, lo han decidido
así. Vendrá con nosotros Joliot, tenemos que llegar antes de las celebraciones.
Te deseo que disfrutes la última noche. A. Fadéiev». No subí a la habitación,
me puse a deambular por la ciudad. Fui a parar a Piazza Navona. Se había
levantado un viento gélido, había menos gente de lo habitual, y la plaza larga,
inundada de la antigua luz de las farolas, parecía un salón de fiestas cuando ya
se han ido todos los invitados. Miraba el chorro de agua de la fuente, que se
elevaba en el aire y caía, como el día antes, como muchos siglos atrás.
En Praga, a las cinco de la mañana, el teléfono del hotel sonó. Apenas tuve
tiempo de afeitarme. Fadéiev dijo que viajaríamos en un avión especial y que,
en Legnica, una hora después, nos darían té. En el aeropuerto una checa decía:
«Vuestro avión no despegará, hay tanta niebla… que no se ve siquiera».
Aleksandr Aleksándrovich repetía: «Tenemos que irnos, es preciso que
estemos hoy en Moscú».
En el avión me senté al lado de Joliot; me había dicho que quería hablar
conmigo. «No ha sido fácil con los yugoslavos —me dijo—, algunos
miembros del comité se han opuesto». Me quedé dormido enseguida. Pero
poco después Joliot-Curie me agarró del brazo al tiempo que me decía:
«¡Mire!». Por la ventanilla vi las copas de los árboles con las últimas y
escasas hojas: sólo que no estaban abajo, sino encima de nosotros. El avión
había dado media vuelta bruscamente. «Volvemos a Praga, la niebla».
En el aeropuerto de Praga fuimos al restaurante. A nuestro lado había gente
que bebía cerveza y comía salchichas. Fadéiev intentó telefonear al Comité
por la Defensa de la Paz, pero no respondía nadie: era pronto, aún no eran las
nueve. Le dije a Fadéiev que teníamos que desayunar. Él se enfadó: «No
tenemos coronas. ¿Lo entiendes?». Joliot-Curie no pudo contenerse y me
susurró: «¿Cómo puedo conseguir una tacita de café? No me encuentro bien».
Pedí enseguida café para todos, pan, mantequilla y jamón (esto último para
Fadéiev). Aleksandr Aleksándrovich trató de protestar: «¿Te has vuelto loco?
¿Y si no conseguimos comunicarnos con los checos?». Le hice un gesto con la
mano para decirle que no se preocupara. Joliot-Curie bebió dos tacitas de
café, comió un panecillo y de repente, con una leve sonrisa, me preguntó:
«¿No piensa nunca en la muerte?».
Llegaron los checos. Permanecimos mucho rato en el aeropuerto: la niebla
era persistente. Con todo, conseguimos llegar a Moscú ese mismo día.
20
He dado cuenta del frenesí del que era preso el mundo en 1950. Quisiera
analizar mi responsabilidad al respecto. Como es lógico mis juicios no pueden
ser completamente sosegados o comedidos: no observaba la Guerra Fría
desde fuera, vivía inmerso en ella. ¿Qué podía sentir al hojear las páginas de
un ejemplar de la revista Collier’s dedicado exclusivamente a una futura
guerra contra la Unión Soviética? Después de describir la destrucción de las
ciudades soviéticas, Collier’s retrataba un Moscú ocupado por los
estadounidenses: las fábricas habían sido vendidas o arrendadas a
empresarios extranjeros, en el Teatro del Ejército Rojo rebautizado como
Teatro del Nuevo Mundo se representaba el conocido musical estadounidense
Guys and Dolls, un importante periódico moscovita publicaba en primera
página las memorias amorosas de la estrella de cine Jenny James. Yo
reaccionaba de un modo brusco, no podía evitarlo.
Esto ocurría en 1949, cuando no me daba cuenta todavía de la confusión
que se había apoderado de la intelectualidad de Occidente, y quizá fui injusto
en alguna ocasión. Leí un libro del filósofo inglés Bertrand Russell en el que
propugnaba la creación de un «gobierno mundial». La idea, todavía ahora, me
parece inaceptable, pues conduciría a la dominación mundial del capitalismo,
pero era de necios presentar a Russell como un apologista de la clase
dominante.
También me arrepiento de un artículo en el que, defendiendo a Faulkner,
ataqué a Sartre, llamándolo «escritor de salón, cáustico y fríamente cerebral».
Acababa de leer su obra teatral Las manos sucias, un eficaz panfleto que me
pareció iba dirigido contra los comunistas. ¿Por qué tildé a Sartre de «escritor
de salón»? Entonces apenas le conocía, habíamos tenido dos encuentros
casuales (antes de la guerra y en 1946). En Francia, como en otros países
occidentales, Sartre estaba en boca de todos; sobre él hablaban los estudiantes
y gorjeaban las damas sin profesión y de edad incierta en fiestas y
recepciones: «¡Oh, Sartre!». Cuando conocí mejor a Sartre me encontré ante
un hombre inteligente y modesto, cansado de una fama que sentía como una
carga y que tildaba de «estúpida»: sabía bien que muchos hablaban de él con
reverencia o desdén sin haber leído nunca un libro suyo.
En nuestra época la política no está reservada a los especialistas; todo lo
contrario, es tema obligado del que nadie escapa salvo en contadas
excepciones. La línea política de Sartre puede parecer incomprensible, dados
sus muchos zigzagueos. En 1948 se consideraba un exponente de la «tercera
fuerza»: pensaba que se encontraba en algún punto entre el proletariado y la
burguesía, entre la Unión Soviética y Estados Unidos. No obstante, esa «tierra
de nadie» no existía, y Las manos sucias se convirtió en un arma en manos de
Estados Unidos y la burguesía.
En el congreso de Breslavia alguien motejó a Sartre de «hiena»; cuatro
años más tarde recibí una carta del abad Beaulieu en la que me explicaba que
las autoridades eclesiásticas le prohibían participar en el Movimiento de los
Partidarios de la Paz: «No puedo asistir al congreso de Viena: es poco
probable que un pope exclaustrado tenga un gran valor para el Consejo
Mundial… Esta vez enviaremos a Sartre. Lamento no estar presente para ver
cómo Fadéiev estrecha entre sus brazos a la hiena».
En Viena Sartre fue la estrella: le hicieron hablar en la primera sesión, y
cuando acabó su discurso, todos se levantaron y le dedicaron una larga salva
de aplausos.
De 1952 a 1956 defendió la Unión Soviética de los ataques de la prensa
francesa; viajó a Moscú, concedió entusiastas entrevistas y participó en la
Asamblea Mundial de la Paz de Helsinki.
Después de los acontecimientos de Hungría declaró públicamente que
rompía su relación con los escritores soviéticos, pero un año después
conversaba conmigo como si nada y, más que atacar, se defendía.
Todo esto puede causar sorpresa, en especial si recordamos aquel
diciembre de 1952 en que Sartre abandonó definitivamente su presunta
neutralidad y tomó partido por la Unión Soviética. A modo de explicación
describiré algunos rasgos de Sartre, a quien entendí mejor cuando me hice
amigo suyo y de Simone de Beauvoir.
Por vocación y talento Sartre es escritor, pero su obra y su visión del
mundo dependen a menudo de otra faceta de su actividad intelectual: la
filosofía. En el Congreso de la Paz de Viena dijo: «El pensamiento y la
política de hoy nos conducen a la masacre, porque son abstractos. El mundo se
ha dividido en dos, y cada mitad tiene miedo de la otra. Cada uno actúa sin
conocer las intenciones y la voluntad del “otro”; formula hipótesis sin creer en
lo que el “otro” dice, interpreta las palabras y adopta determinadas posiciones
presuponiendo que el adversario seguirá determinada línea de conducta. En
esta situación sólo es posible una respuesta, la que emana de la falacia
milenaria: si quieres la paz, prepárate para la guerra. El hombre se ha
convertido en una entidad abstracta. Todos y cada uno son el “otro”, es decir,
el hipotético enemigo al que hay que temer. En mi país es difícil encontrar a un
hombre…, abundan los nombres, las etiquetas».
Junto con el deseo de comprender los acontecimientos de su tiempo, Sartre
posee una extraordinaria sensibilidad. No es muy dado a observar, pero
piensa, extrae conclusiones y sólo más tarde percibe emocionalmente lo que
ve y escucha. Una vez le hice de intérprete: lo acompañé a ver a un agrónomo,
un hombre de talento pero con muchos humos. «Es nuestro Tartarín», avisé a
Sartre. Éste es el diálogo que mantuvieron. El agrónomo preguntó: «Me
gustaría saber cuánta leche da una vaca francesa». «No sabría qué
responderle, no soy un especialista». «Lo entiendo, usted escribe libros. Pero
¿diría que, por ejemplo, da unos cincuenta litros al día?». «Creo que vacas
como ésas serían dignas de exposición». «Yo, en cambio, le mostraré gente
que nunca ha estado en una exposición, pero cuyas vacas dan cincuenta litros
de leche al día». Sartre, si bien estaba sobre aviso, se lo creyó todo a pies
juntillas. Después el agrónomo me dijo: «¡Qué buen tipo, este francés, tan
ingenuo!». En París les expliqué a Sartre y a Simone los elogios que le había
dedicado nuestro Tartarín moscovita. Simone se echó a reír: «Desde luego,
razón no le falta: ¡Sartre es tan ingenuo!». Él esbozó una tímida sonrisa.
Cuando acusé a Sartre de tener un carácter cerebral y frío hace quince
años no quise decir que le falte corazón; al contrario, su sensibilidad moral me
recuerda la de los escritores rusos de la segunda mitad del siglo XIX; pero, al
ser filósofo, tiende a pensar en categorías generales y, aunque detesta las
abstracciones, él mismo se ha convertido en una abstracción. Por lo que
respecta al carácter imprevisible de sus vaivenes políticos, éstos derivan de
su propia naturaleza: lo que en otros adoptaría la forma de monólogo interior,
dudas, días o años de silencio, en él se exteriorizaba en declaraciones y
confidencias en diferentes entrevistas: en definitiva, en acciones. Cuando me
di cuenta, me arrepentí de mi artículo de 1949.
Mis viajes a Occcidente, de los cuales he hablado, me ayudaron a
comprender mejor el clima de la Guerra Fría; vi con qué facilidad aumentaba
el número de nuestros enemigos y el tono de mis artículos se suavizó: «No
existe en el mundo ningún problema que no se pueda resolver con un acuerdo»,
escribí en Pravda. «Nunca hemos pretendido ni pretendemos ahora demostrar
la bondad de nuestras ideas con la fuerza de las armas… Apreciamos los
valores de toda civilización, la “oriental” y la “occidental”, la “nórdica” y la
“meridional”. Proponemos la paz no sólo para nuestros amigos, sino también
para quienes no nos aman: hay sitio para todos bajo el sol, y en cuanto a
establecer quién tiene razón, será el futuro quien lo juzgue». En noviembre de
1950, en el Segundo Congreso de los Partidarios de la Paz, declaré: «Estoy a
favor de la paz, no sólo con la nación de Paul Robeson y Howard Fast, sino
también con la del señor Truman y del señor Acheson… Nuestro planeta es
indivisible, pero es lo suficientemente amplio para que en él quepan los
simpatizantes de diferentes sistemas sociales. Éstos se pueden poner de
acuerdo para que nadie eche abajo una puerta ajena simplemente porque no le
gustan sus ideas y para que nadie lance piedras contra las ventanas del vecino
sólo porque piensa de otro modo, habla de otro modo, vive de otro modo…
No debemos preocuparnos únicamente de prohibir la propaganda bélica, sino
también de crear las condiciones morales necesarias para la coexistencia
pacífica. Es preciso frenar la creciente falta de respeto y de hostilidad con
otros pueblos en las jóvenes generaciones. Hay que combatir toda
manifestación de soberbia nacional y racial. El desarrollo de la cultura
humana es incompatible con el aislamiento, la creación de barreras artificiales
y el ataque indiscriminado a la cultura y la vida de otros pueblos… Es
necesario cambiar el clima del mundo, disipar la desconfianza mutua».
Actualmente estos argumentos se consideran una verdad de Perogrullo,
pero, en 1950, nuestra prensa, al reproducir mi discurso, borró las frases
sobre el efecto destructivo de las barreras entre las culturas y sobre la
necesidad de disipar la desconfianza mutua. Lo único que podía hacer era
repetir esas palabras en cada conferencia y en los encuentros con lectores.
(Algunos años más tarde la situación cambió. En Literatúrnaia gazeta se
publicó el artículo de un ex monárquico que había vuelto de Estados Unidos.
En su estado de excitación —psicológicamente comprensible—, escribió que
no existía una cultura estadounidense. Envié al periódico una carta en la que
decía que Estados Unidos sí contaba con una cultura propia, bastante
significativa, así como con científicos y escritores excelentes. La redacción
me indicó que estaba en desacuerdo conmigo, pero publicaron mi carta. Esto
ocurrió en 1955, no en 1950).
En aquel período viajé mucho. En 1959, después de visitar Londres, fui a
Praga, Copenhague, Oslo y Estocolmo; más tarde asistí al congreso de
Varsovia; en 1951 hubo una sesión del Consejo Mundial de la Paz en Berlín; el
buró se reunió en Copenhague y en Helsinki, luego en Escandinavia y en
Viena. Sumido en mis recuerdos, veo deslizarse ante mí una tira de
diapositivas abigarrada a la par que monótona de comisiones, subcomisiones,
cuestiones que —lamentablemente— todavía hoy no son historia: la carrera
armamentística, la creación de la Bundeswehr, los obstáculos crecientes en las
relaciones económicas y culturales, las sesiones nocturnas, los mítines en el
parque de Copenhague en primavera, en que las danesas vestían los viejos
trajes regionales, en la estación de Helsinki, junto al Parlamento de Viena. La
secretaría del Consejo Mundial estableció su sede en Praga y, la víspera de
cada congreso, tenía que ir allí y quedarme algunas semanas.
Intenté atraer al movimiento a algunos de los máximos exponentes de la
política y de la cultura; a veces lo conseguí, pero en general declinaban
educadamente la invitación. En Copenhague conocí a la diputada liberal Elin
Appel: la amenaza de una guerra mundial la indignaba, pero había muchas
cosas de nuestro país que, equivocadamente o con razón, le desagradaban.
Hablé largo y tendido con ella y al final conseguí que asistiera al congreso de
Varsovia. (En los siguientes comicios no fue reelegida para el Parlamento).
Cuando tomó la palabra, en Varsovia, se declaró a favor de algunas
propuestas, pero no de todas, e invitó a los «representantes de los países del
Este a reflexionar sobre sus errores, así como yo hago con los míos». Dos
años después tomó la palabra en el congreso de Viena; después de decir que
yo «le había abierto los ojos sobre muchas cosas», expresó su desacuerdo con
buena parte de mis tesis: «Dígame, Iliá Ehrenburg, ¿está convencido de que
usted y los que piensan como usted no tienen ninguna responsabilidad en
nuestros miedos?».
En Noruega, un grupo socialista de izquierdas me invitó a un encuentro con
ellos fuera de la ciudad. No tenía dinero para pagar un taxi, así que fui con un
coche de la embajada. El chófer no conocía los alrededores de la ciudad, por
lo que tuve que bajar y preguntar, pero nadie entendía ni el francés ni el
alemán. Llegué con dos horas de retraso. La conversación, a pesar de todo, fue
agradable. (Me he referido a este encuentro porque, unos años antes, mis
interlocutores habían abandonado el partido en el gobierno y constituido uno
nuevo).
Algunas situaciones me provocaban un sonrojo terrible. En Estocolmo Per
Olov Zennström, autor de un libro excelente sobre Picasso, me llevó a ver a
uno de los médicos más reconocidos a quien debía convencer de que firmara
el Llamamiento de Estocolmo. Una elegante recepcionista nos hizo pasar a una
sala de espera. Por alguna razón se me ocurrió preguntar a Zennström si el
médico sabía el motivo de mi visita. Contestó que sólo le había dado mi
nombre y que seguramente me había dado una cita como a cualquier paciente.
Me precipité hacia la salida. La recepcionista trató de detenerme: «Sólo hay
dos personas antes que usted». Me fui de allí avergonzado.
Me pidieron que llevara cierto documento al famoso bacteriólogo danés
Thorvald Madsen, que entonces tenía ochenta y dos años. Me recibió con
amabilidad, me ofreció jerez y luego empezó a leer el documento, traducido
del coreano al chino, del chino al ruso y del ruso al inglés. Después de leer la
primera página, me lo devolvió: «Escóndalo, joven, y no se lo enseñe a nadie.
Haría reír incluso a un estudiante de primer curso». Añadió que simpatizaba
con nuestros esfuerzos por la paz y fue muy afectuoso, pero yo me sentí
incómodo. Sólo más tarde, aquella misma noche, sonreí al recordar aquel
apelativo de «joven»: ya había rebasado los sesenta y hacía mucho tiempo que
nadie me llamaba así.
El secretario general del Consejo Mundial era Jean Laffitte, un hombre
bueno que sabía reconciliar posturas enfrentadas. Parecía flemático, incluso
perezoso, pero en realidad era un gran trabajador. Sus ayudantes eran el poeta
Emi Xiao, el pastor americano Darr, el brasileño Borsari, el socialista italiano
Fenoaltea y el ruso P. R. Guliáiev. Este último estaba dotado de tacto e
inteligencia; desplegó las mejores cualidades de la generación que creció en
la década de 1930, no se había «burocratizado» y no estaba mortalmente
asustado, aunque su posición era difícil. Cuando Guliáiev murió, todos
comprendieron la función que había desempeñado en el movimiento.
La secretaría tenía su sede en una casa grande, a orillas del Moldava. En
cuanto llegaba a Praga, me llevaban a una habitación y allí me sentaba a
analizar una montaña de documentos. Praga, entonces, tenía un aspecto más
bien triste. A veces Laffitte me invitaba a su casa y me ofrecía una cena
espléndida: era oriundo de Dordoña, donde la gente entiende de foie-gras, de
queso de cabra y de vinos tintos. De joven había sido pastelero y Georgette, su
mujer, podía competir con los mejores cocineros. No hablábamos ni de la
lucha por la paz ni de literatura: nos limitábamos a comer y pasar un rato
agradable.
Algunos domingos iba a Dobříš, en cuya Casa de los Escritores vivía
Jorge Amado con su mujer Zelia y su hijo pequeño. Jorge es un hombre vivo e
impetuoso, como nos imaginamos a los meridionales, mientras que Zelia
combina la dulzura y feminidad con un auténtico coraje. Nos hicimos muy
amigos. Jorge había estado en la cárcel, se había exiliado dos veces y se
adaptaba con facilidad a las adversidades de la vida. En Dobříš escribía
durante todo el día y por la noche jugaba a las cartas con el escritor checo Jan
Drda. Jorge Amado, delgado, ágil y moreno, podía pasar por un ladrón de
Odesa o Marsella, mientras que Drda, corpulento y jovial, con un toque de
astucia, me recordaba a Švejk. Durante las partidas se imprecaban en checo y
en portugués: «¡Tramposo!», «¡Estafador!», «¡Cuatrero!».
Amado es comunista y durante veinte años se ha dedicado a la política.
Participó también en nuestro movimiento. No hay en él una pizca de ambición
personal. En el congreso de Viena consiguió que asistieran algunos brasileños
de distinta tendencia política, pero él no quiso intervenir: «¡Mejor que hablen
ellos!».
Empezó a escribir a una edad temprana y publicó su primera novela a los
veintidós años. Conocía de maravilla la vida de la región en la que creció, el
norte de Brasil, tierra de cacao y de hambre. Me gustan sus novelas porque en
ellas hay una síntesis de cruel realidad y poesía. No es un estilo literario, sino
la esencia de Amado: en él se siente el amor por los hombres y una profunda
humanidad. Nunca olvidaré la descripción, en una de sus primeras novelas,
del éxodo de campesinos hambrientos y la muerte del asno Jeremías, que era
el sostén de la familia. El asno sabía que la hierba del desierto es venenosa,
por eso roía la corteza de los árboles y los cactus punzantes, pero más tarde,
sin poder resistir más, comió hierba venenosa y soltó un grito lastimero para
despedirse de la vida.
Amado es más conocido en el extranjero que en su propio país. En 1954,
en el aeropuerto de Recife, donde hacía un calor sofocante, merodeaba un
fotógrafo al acecho de viajeros célebres. Alguien le aconsejó que me tomara
una fotografía. Me dijo: «He fotografiado tres veces a Jorge Amado, pero sólo
una vez un periódico me compró la foto». Jorge alcanzó la fama con la
publicación de Gabriela. Flaubert decía de madame Bovary: «Emma, c’est
moi». Algunos se sorprenden: aquel soltero escéptico, sarcástico, no se
parecía en absoluto a una voluble señora de provincias. Pero Gabriela es
realmente Amado, y todos los que le conocen saben ver la afinidad que hay
entre él y esta mujer generosa, libre de espíritu, dócil y rebelde a la vez.
De los amigos de mi juventud sólo unos pocos sobreviven: algunos fueron
asesinados, otros murieron en la cama. Amado podría ser mi hijo, pero se ha
convertido en un amigo íntimo; sé que en el otro extremo del mundo vive un
hombre que no tendrá dudas, que no olvidará, y esto significa mucho para mí.
Recuerdo el día en que se celebró el nacimiento de la hija de Jorge y Zelia
en Dobříš; a la niña le pusieron de nombre Paloma, como la hija de Picasso. A
Nicolás Guillén le habían mandado desde Cuba una botella de ron blanco.
Pablo Neruda la cogió y preparó un cóctel. Guillén se enfadó como un niño:
¡quería ser él quien convidara a todos a aquella rareza cubana! Nicolás tiene
algo infantil: le gustan los aplausos y las medallas; para él la fama es como un
árbol de Navidad, con lucecitas brillantes y petardos. Había permanecido
muchos años en el exilio, lleno de nostalgia por Cuba. Un día en que
caminábamos juntos por el boulevard Saint Michel de París se quejó de su
soledad. De repente dos muchachas se detuvieron y se quedaron mirándonos
fijamente, una de ellas le pidió a Guillén que le firmara un libro de poemas
suyo. Enseguida se puso de buen humor y, cuando nos despedimos, me dijo:
«¡Fíjate, también tengo lectoras en París!».
Sus versos son excepcionalmente musicales. Están relacionados con las
canciones de los negros y de los mulatos cubanos. Sabe recitarlos de
maravilla y, tamborileando los dedos sobre su dentadura, crea deliciosas
melodías. Se unió bastante pronto a la lucha revolucionaria, aunque su destino
individual no parecía abocarlo a ella. Era hijo de un senador, un poeta de
talento, cuyo primer libro había sido elogiado por el exigente Unamuno.
Durante la guerra civil Guillén estuvo en España. Después conoció las
cárceles de Batista. Escribió poemas cortos sobre su querido país: «Un pájaro
de madera | me trajo en su pico el canto; | ¡Ay, Cuba, si te dijera, | yo que te
conozco tanto, | ay, Cuba, si te dijera | que es de sangre tu palmera, | que es de
sangre tu palmera, | y que tu mar es de llanto!».[1]
La Guerra Fría estaba en pleno apogeo, y esto a veces confería a nuestra
labor un carácter romántico. El Segundo Congreso tenía que celebrarse en
Sheffield, pero, dos meses antes de la fecha prevista, nos llegaron de
Inglaterra noticias desalentadoras: según todas las evidencias, el gobierno
británico intentaba frustrar nuestros planes. Pedimos a los polacos que nos
buscaran una sede adecuada y reservamos billetes de avión. Pasamos una
noche memorable: Joliot-Curie y un grupo de delegados viajaron en tren de
París a Londres y cruzaron en barco el Canal de la Mancha. Por la noche, en
Praga, recibimos una llamada de Londres: «No han dejado pasar a Joliot». Por
la mañana intentamos localizarle por teléfono. Había muchos puertos: ¿dónde
se encontraba? ¿En Calais, en Boulogne, en Le Havre? Mademoiselle
Boulogne (así se suele llamar a las operadoras) fue sumamente amable y nos
dijo que haría todo lo posible por encontrar a Joliot; poco después nos
comunicó que se hallaba en Dunkerque. Mademoiselle Dunkerque también se
mostró muy amable y nos puso en contacto con Joliot, que estaba almorzando
en un pequeño café cerca del puerto. Farge habló primero con él, luego me lo
pasó a mí. Fue una reunión bastante particular, telefónica. Una hora después
transmitíamos un comunicado de prensa: el congreso se trasladaba a Varsovia.
En aquellos años las sesiones del Consejo Mundial fueron frecuentes.
Cuando participaban Joliot, Farge, Nenni, Donini o Fadéiev, el público
llenaba la sala. A veces también había sesiones aburridas. Todo el mundo
quería expresar su opinión, se organizaban sesiones nocturnas y, al amanecer,
el presidente hacía lo imposible para no dormirse mientras el orador
exclamaba con vehemencia ante una sala vacía: «¡No debemos bajar la
guardia!».
Recuerdo que, uno de esos días grises, vi a Shostakóvich; estaba sentado
con los auriculares puestos; su rostro parecía sombrío. Me acerqué a él, me
dijo en un susurro que le estaban distrayendo del trabajo y que se veía
obligado a escuchar… Le dije: «Pues no escuche, quítese los auriculares».
Shostakóvich se negó: «Todo el mundo sabe que no hablo lenguas extranjeras,
dirán que es “una falta de respeto hacia la organización”». Al día siguiente
volví a verle con los auriculares, pero esta vez con el semblante feliz. Me
explicó: «¿Sabe? Los he desconectado… Ahora no oigo nada. ¡Es
maravilloso!». Como siempre, hablaba deprisa, como una ametralladora, y
parecía un niño que había conseguido engañar con astucia a los adultos.
La adhesión a nuestro movimiento costó cara a muchas personas: los
abades Boulier y Gaggero fueron exclaustrados, a algunos profesores les
privaron de sus cátedras, Isabelle Blume perdió su escaño en el Parlamento:
los socialistas belgas la expulsaron del partido. Blume consagra actualmente
todo su tiempo y sus fuerzas a la lucha por la paz. Ni siquiera los más jóvenes
tienen, como ella, la energía para subirse a un avión con destino a México
para pasar unos días y empalmar, inmediatamente después, con un viaje a
Indonesia para participar durante una semana en un congreso, yendo de
comisión en comisión, esforzándose en convencer o tranquilizar a alguien,
ocupándose de cualquier tarea, hasta la más nimia, para marcharse luego dos
semanas a Japón. Su padre era clérigo, su hijo es comunista y ella, una
luchadora.
A Pierre Cot lo había conocido en París en los años del Frente Popular;
cuando nos volvimos a encontrar en Moscú fuimos juntos a Tula a visitar el
escuadrón Normandía, pero sólo llegué a conocerlo de verdad en la época de
la que estoy hablando. Jurista y gran político, fue diputado durante décadas y
varias veces ministro; por su formación era para mí un hombre de otro mundo,
como un pájaro para un pez o un pez para un pájaro. No obstante, con él
siempre me he sentido a gusto; tal vez porque nunca ha sido cazador ni
pescador, porque ama el arte y porque sabe que incluso los que piensan del
mismo modo pueden ser muy diferentes. A menudo pasábamos despiertos
noches enteras estudiando el texto de una declaración o una recomendación
(nadie recordaría después aquellos textos, pero a veces discutíamos durante
horas por un adjetivo, como si el destino de la humanidad dependiera de ello).
En las resoluciones clásicas se repetía a menudo la expresión «considerando
que». Pierre Cot es capaz de «considerar» las peculiaridades de este o aquel
individuo: una cualidad muy extraña en el ambiente de los políticos. Es un
excelente orador, pero en sus discursos no hay rastro de retórica: es preciso,
lógico y trata de convencer a quien no piensa como él. Durante muchos años
fue uno de los dirigentes del Partido Socialista Radical, el partido más
heterogéneo del mundo, que unía a personas de todo el espectro ideológico; no
obstante, pocas veces me he encontrado con un político occidental tan
disciplinado. Pierre Cot polemizaba, pero luego, cuando se daba cuenta de que
no podía convencer a sus oponentes, se sentaba y escribía el borrador de una
resolución que expresaba el punto de vista de la mayoría, aceptando la opinión
de aquel con quien había discutido y exponiéndola de manera más convincente
que su antagonista.
D’Astier tenía un nombre muy largo: Emmanuel-Raoul d’Astier de la
Vigerie. Pero él es incluso más largo que su nombre: si entra en una sala se le
distingue enseguida. Su aspecto es el de un viejo aristócrata francés y, al
mismo tiempo, el de un clásico don Quijote. Es un diletante ejemplar tanto de
la política como de la literatura. Ha escrito algunos libros buenos, mitad
memorias, mitad ensayos; su obra gusta, pero los escritores, al elogiarlo,
nunca olvidan subrayar que se trata de un aficionado. En cuanto a los políticos,
no hay nada que decir: un don Quijote, en el Parlamento o en la redacción de
un periódico político, no sólo es un aficionado, sino un peligroso liante a
quien nadie consigue controlar. Tal vez por esto D’Astier se encontraba tan a
gusto en el seno del Movimiento de los Partidarios de la Paz del primer
período, donde había personas de toda clase, en las que el entusiasmo se
confundía con los razonamientos sobre el sentido de la vida, y el trabajo
organizativo con la diplomacia popular. En su estudio vi retratos de sus
antepasados: por ironías del destino todos habían sido ministros del Interior
en diferentes regímenes. D’Astier no se libró de la carga hereditaria: fue
ministro del Interior en el primer gobierno de la Francia libre. En Francia
estaban todavía los alemanes, y su autoridad se circunscribía sólo a Córcega.
No creo que fuera un buen ministro, pero algunos años después demostró ser
buen defensor de la paz. En cada encuentro del buró o del Presidium, en cada
reunión del Consejo Mundial de la Paz, me decía que estaba harto de
discusiones absurdas y de sesiones nocturnas, que todos éramos unos
dogmáticos y que nadie le volvería a ver en Praga o en Viena. Por alguna
razón me lo decía a mí, como si fuera yo quien le retuviera. Luego se iba al
hotel, leía un par de páginas de Montaigne o jugaba unas partidas de solitario
y entonces volvía a las sesiones más relajado, dispuesto a discutir el proyecto
de una nueva resolución. Susceptible como algunas mujeres, sin embargo es
leal a sus ideas y amigos. Tiene un carácter difícil, pero aprecio su amistad:
por mucho que se diga, el quijotismo escasea en nuestros días.
No puedo hablar hoy del Movimiento de los Partidarios de la Paz como si
fuera una cosa del pasado, porque sigue vivo y todavía participo en él.
Recuerdo aquellos años de máxima apoteosis, porque la amenaza de la guerra
atómica era tangible. Es cierto, Corea está muy lejos de Londres o de Nueva
York, pero las operaciones bélicas en Corea alarmaban a todo el mundo.
Aquel desdichado país ardía en llamas. Ciudades y aldeas eran arrasadas por
el napalm. Al principio, el ejército de Corea del Norte ocupó casi la totalidad
del territorio coreano, pero luego se inmiscuyó Estados Unidos y sus tropas
alcanzaron la frontera con China. Aquello empujó al ejército de este país a
entrar en combate. Muchas personalidades políticas y militares
estadounidenses abogaron por el uso de las armas atómicas. Algunos
senadores exigieron el lanzamiento de bombas nucleares sobre Moscú.
Cualquier francés o italiano sabía que la Unión Soviética tenía armamento
nuclear y que su casa y su familia podían ser también destruidas. La lucha por
la paz se había convertido en un asunto de todos.
Por supuesto, el Movimiento de los Partidarios de la Paz conoció triunfos
y fracasos. El Llamamiento de Estocolmo fue suscrito por personas de lo más
variopintas: Thomas Mann y los analfabetos de Guinea, ministros brasileños y
jeques de países musulmanes, Henri Matisse y los cuáqueros. Alentados por el
éxito, propusimos que firmaran el llamamiento las cinco grandes potencias,
Estados Unidos, la Unión Soviética, China, Gran Bretaña y Francia. Para la
gente corriente, sin embargo, aquélla era una fórmula abstracta, porque todo el
mundo recordaba los numerosos pactos de no agresión firmados por Hitler.
Para los expertos en política internacional un acuerdo de paz era una utopía:
en 1951 era difícil imaginar a Truman y Mao Tse-tung sentarse a una mesa
redonda. Además, se puede firmar una vez, pero no es un acto anual; es mejor
no ser epígonos ni en las novelas ni en las actividades sociales. Pero la
demanda del cese de las operaciones bélicas en Corea tuvo eco en todas
partes.
A veces me pregunto por qué dediqué (y todavía dedico) tanto tiempo a un
trabajo que no me vino dictado ni por mi vocación ni por mi oficio. Nadie me
obligó a que lo aceptara, nadie me persuadió para continuar. Lo hice por
propia voluntad, pero me cuesta explicar la razón. Cuando mis amigos me
preguntaban si estallaría la guerra, respondía que no, pero me basaba más en
mi deseo que en mi valoración de los acontecimientos. Sin embargo, a
menudo, mientras paseaba por las calles de diferentes ciudades, me sentía
preso de la inquietud. Una vez, en Viena, me pareció que la guerra caminaba a
mi lado y que, igual que yo, escrutaba el interior de las ventanas iluminadas. A
veces maldecía las salas sofocantes donde tenían lugar disputas interminables
sobre la tercera frase del séptimo párrafo: además, no tenía a nadie con quien
poder desahogarme, sólo me quedaba recobrar el control de mí mismo y tirar
adelante. Se discutía sobre el bien y el mal, y estaba claro que el bien, a la
larga, lograría triunfar.
Echando la vista atrás, no me arrepiento de nada: hacíamos algo,
conseguimos algo. Dentro de treinta o cuarenta años, el historiador que ahora
está aprendiendo a leer dedicará un capítulo, o tal vez sólo algunas líneas, al
movimiento pacifista. No me compete decir lo que debería hacer, porque en
este tema soy parcial y, por consiguiente, es como si fuera ciego.
25
El Congreso de Viena había creado una comisión que entregaría a las cinco
grandes potencias una propuesta para el inicio de las negociaciones de un
tratado de paz. Entre los miembros de la comisión estaban Joliot-Curie, Farge,
Nenni, Isabelle Blume, el senador japonés Goro Hani, el general brasileño
Edgar Buxbaum, Tíjonov y yo mismo. La sesión de la comisión estaba fijada
para el 16 de marzo.
Después de dos días de sesiones decidimos enviar el texto a todos los
gobiernos del mundo y acordamos la posibilidad de enmienda por parte de la
opinión pública. Trabajamos en un pabellón del parque que tenía distintos
usos. En las pausas, los amigos me llevaban hacia algún lugar apartado para
preguntarme: «¿Cómo van las cosas en tu país?». Todos estaban muy
preocupados por lo que pasaría ahora que ya no vivía Stalin. Un viento helado
soplaba procedente de los Alpes y, aquí y allí, aparecían copos de nieve y
flores violetas. Habían pasado diez días y llegué a la conclusión de que las
cosas no irían peor que antes, posiblemente fueran incluso mejor. Había salido
de Moscú justo antes de la sesión del Soviet Supremo, pero en la embajada me
facilitaron el texto de un breve discurso de Malenkov que traduje a mis
amigos; no había nada nuevo en él, pero les animé a mantener la esperanza y al
menos por una vez en mi vida fui un buen profeta.
El avión hacia Moscú salía de Praga el 20 de marzo, de tal modo que
Farge y yo teníamos que estar en la ciudad el 19. El embajador me dijo que
nos facilitaría un coche que nos llevaría hasta nuestro destino y que en otro
vehículo iría nuestra escolta militar: «Farge recibirá el Premio Stalin, no
podemos dejarle viajar sin escolta». Me explicaron que, además, un coche
checo nos esperaría en la frontera. Por la mañana temprano nos pusimos en
marcha. Farge se sorprendió al ver el segundo coche lleno de militares. «¿Qué
se le va a hacer? Ahora eres un Premio Stalin». Él se puso a reír. «¡Pero no me
he convertido en el dictador de Nicaragua u Honduras!».
El coche con la escolta nos precedía. Me intranquilicé porque no
conseguía reconocer un paisaje que me era muy familiar. Le dije al conductor
que se detuviera, era evidente que nos habíamos equivocado de ruta. El
conductor tocó el claxon, pero el vehículo militar no quiso detenerse. El
conductor me dijo para tranquilizarme: «Sea como sea, llegaremos a nuestro
destino». Por supuesto que llegamos, pero no al punto fronterizo donde nos
esperaba el vehículo checo. Los camaradas soviéticos dijeron que tenían prisa
por volver a Viena y se marcharon. Nos dejaron en el pequeño puesto
fronterizo donde los guardafronteras checos no dejaban de suspirar. Tenían un
coche, nos informaron, pero aquella mañana se celebraba el funeral de
Gottwald y su jefe se lo había llevado a Praga. Pedí si podían conseguir otro
para nosotros. Telefonearon a alguien y continuaron suspirando.
Dos horas más tarde llegó un coche decrépito que, a duras penas, nos
acercó hasta la ciudad de České Budĕjovice. Después de cambiar tres veces
de vehículo al fin llegamos a Praga. En todas las ciudades y pueblos formaban,
como una guardia de honor, ciudadanos y militares. En Praga evitamos el
distrito sur, después continuamos a pie. Nos acompañaron al Museo Nacional.
El cortejo fúnebre todavía desfilaba. El bulevar Václavské náměstí estaba
lleno a rebosar. Todo era exactamente como en Moscú: el catafalco, las
coronas, Bulganin de uniforme, Zhou Enlai, las salvas de artillería. La gente
guardaba silencio. Sin empujones, sin lágrimas.
Seis días más tarde se entregó en el Kremlin el Premio de la Paz a Farge.
La ceremonia ya había adquirido cierta rutina formalizada y los discursos eran
los previsibles en estos eventos. En mi breve intervención hablé del corazón
generoso de Farge, que me dio un abrazo y me dijo al oído: «Gracias de parte
de Provenza». (Había nacido, estudiado y pasado la juventud en Provenza,
donde tenía una casita llamada La Tourette).
Al día siguiente, Yves y su mujer Fargette nos visitaron en Novi Ierusalim.
Ya habían estado en nuestra casa, pero era la primera vez que la veían en
invierno. A Farge le impresionaron la nieve, las coníferas azules y los pélmeni
con vinagre. Estaba feliz y contento. Al ver las pinturas y pinceles de Liuba
pidió un lienzo, se remangó la camisa y empezó a pintar un cuadro. Al día
siguiente Farge tomaba un avión a Tiflis. Les hablé de la antigua arquitectura
georgiana, de los cuadros de Pirosmanashvili y los vinos de la tierra. Farge se
alegró: «Descansaremos como es debido…, no ha sido un año fácil».
Eso fue un viernes y el lunes por la mañana recibí una llamada telefónica
de Moscú: «Te hemos enviado un coche… Farge ha tenido un grave
accidente». Entré en el despacho de Grigorian y vi a Fadéiev; normalmente se
sentaba con la espalda recta, pero ahora la tenía encorvada. Grigorian dijo:
«Tendréis que escribir la necrológica». El teléfono sonó entonces, descolgó el
auricular: «¿Sigue con vida?… Bien…, claro…». Se volvió hacia nosotros de
nuevo: «Escribid la necrológica». Protesté, indignado: «¿Cuando todavía
vive?». Fadéiev me llevó a una habitación contigua y me explicó que Farge
había ido a Gori donde disfrutaron de una espléndida cena con muchos brindis
y, de vuelta a Tiflis, el coche se estrelló contra un camión estacionado. Farge,
que iba en el asiento del copiloto, tenía el cráneo fracturado. El resto de
ocupantes habían salido ilesos, excepto la mujer de Farge, que tenía pequeños
cortes en la cara por los fragmentos de cristal. «Tienes que escribirlo, Iliá
Grigórievich. Sé cómo te sientes pero, ¿qué otra cosa podemos hacer?». No
respondí, pensaba en Farge. Fadéiev enmudeció. Debieron de pasar dos horas
cuando alguien entró en la habitación y dijo en voz baja: «Ha fallecido».
Recuerdo aquella terrible mañana en el aeropuerto. Hacía frío, amanecía.
Bajo la luz gris y desigual vi el ataúd, las coronas y los ojos de Fargette. Los
discursos corrieron a cargo de Laurent Casanova, Skobeltsin y Tíjonov.
Cuando me llegó el turno, apenas pude articular algunas frases: las lágrimas
me atenazaban.
Farge sólo tenía cincuenta y dos años cuando murió, pero ésa no era la
cuestión. Tampoco que nuestro movimiento, con su pérdida, perdiera fuelle.
Es difícil aceptar la muerte de un amigo, pero tampoco se trataba de esto.
Nuestra amistad había sido breve. Lo había conocido a principios de la
primavera de 1936, en Grenoble. Los mineros de La Mure me dijeron: «Farge
escribirá sobre nosotros en el periódico». Los estudiantes repetían: «Farge el
pintor… Farge el escritor…». El camarada que me llevó a La Mure me
aconsejó: «Tiene que conocer a Farge, ¡no hay muchos como él!». Nuestro
primer encuentro no fue muy fructífero; él estuvo todo el tiempo tratando de
encender la pipa, sin conseguirlo, y haciéndome muchas preguntas, mientras
que yo estaba preocupado por llegar a tiempo para coger el tren. No nos
volvimos a ver hasta la primavera de 1946. Habló con indignación de la
venalidad, la miseria, la especulación: le habían nombrado ministro de
Alimentación: «¡La gente muere en los maquis, en manos de la Gestapo, y todo
esto para implantar la República del Mercado Negro y dar la presidencia a
Gouin!». Llegué a darme cuenta de que era una persona valiente, pero la
conversación fue breve. Dos años después nos volvimos a ver en el congreso
de Breslavia. Su discurso me gustó, fue distinto al del resto. Hablamos un
poco, coincidimos en muchos puntos y cada cual volvió a sus problemas
cotidianos. Pero hasta verano de 1950, en Praga, cuando ambos participamos
en los preparativos del congreso, no pasamos unos días juntos: visitamos
museos, hablamos de libros y nos explicamos cosas que normalmente se
mantienen en secreto y te llevas a la tumba; en pocas palabras: nos hicimos
amigos. Y luego, en la primavera de 1953, Farge murió de una forma estúpida.
Y con todo, no era eso lo importante.
Lo importante era que en un mundo en el que he conocido a tantas personas
geniales como ineptas, personalidades brillantes y seres insignificantes, Farge
me parecía alguien único. Kipling escribió El gato que caminaba solo. He
conocido a muchas personas que intentan ser simplemente eso, gatos
independientes, originales. Pero Farge, al contrario, quería ser como todo el
mundo. Antes de la guerra había escrito un libro sobre Giotto en el que decía
que el gran pintor del siglo XIV no se veía a sí mismo como un genio, a pesar
de que había expresado el sentir y el pensamiento de sus contemporáneos.
Farge solía decir que su casa era cualquier calle de cualquier país, de
cualquier ciudad, de cualquier aldea. Tenía multitud de amigos. Y, con todo,
era único en su género, un gato que realmente caminaba por su cuenta. En
1950, cuando en todo el mundo las personas formaban en pelotones,
regimientos, ejércitos, cuando la especialización se había convertido en la
norma, el trabajador repetía el mismo movimiento cada día del año y los
científicos no sabían nada más allá de su campo de estudio, cuando toda
palabra podía ser tomada como ley por unos y como herejía por otros, cuando
incluso un excéntrico redomado tenía miedo de no ir a la moda, Yves Farge no
pertenecía a ningún partido. A veces criticaba a amigos y defendía a
oponentes; trababa amistad con centenares de personas de distinta condición
social, incluso con gente enemistada entre sí, y sin embargo era fiel a su
propia naturaleza, haciendo lo que creía que era correcto y participando
apasionadamente en las causas en las que creía. Cuando la gente seria
escuchaba su nombre se encogía de hombros, pero si tenían la oportunidad de
pasar unas horas con él entonces lo más probable es que se dijeran sin querer:
«¡He aquí un hombre!».
¡Y en qué no andaba metido! De colegial se apasionó por la pintura. Tuvo
veinte profesiones distintas. En Marruecos, donde trabajó para una firma
comercial, organizó sus exposiciones de pintura. Se le juzgó por haber
organizado unas protestas contra la ejecución de Sacco y Vanzetti. Escribió
artículos contra el colonialismo. Fargette me explicó que había pintado el
retrato de un berebere y que éste, a modo de agradecimiento, mató un águila, le
sacó el corazón y, todavía caliente, le invitó a comérselo crudo. Yves volvió a
Francia y escribió artículos para la revista de Barbusse, luego se fue a
Grenoble donde trabajó en un periódico de provincias; escribió cuentos y se
entusiasmó con los discursos de Litvínov; más adelante se mudó a Lyon donde
trabajó para una organización española de protección a la infancia; pronunció
discursos en varios congresos socialistas (por aquel tiempo aún no era
socialista) pidiendo la movilización contra el fascismo y continuó con su obra
pictórica.
Cuando los alemanes ocuparon Francia, Farge fue uno de los primeros en
organizar la Resistencia. Los italianos buscaron al «terrorista Buenaventura»:
Farge se había afeitado el bigote, recortado sus pobladas cejas y adoptado un
nombre falso. Fargette fue arrestada, él hizo todo lo que estuvo en su mano
para liberarla y, al mismo tiempo, organizó a los maquis de las montañas de
Vercors, a los que envió hombres y armas. La Gestapo le seguía la pista.
Trabajaba en paralelo con comunistas y gaullistas, con Pierre Villon y Léo
Hamon, con Bidault y Rol. Nació el Frente Nacional y «Grégoire», que
sustituyó a Buenaventura, iba y venía de París a Lyon. A principios de la
primavera de 1944, Debré entregó a Farge el decreto en el que se le designaba
comisario regional de la República para la región Ródano-Alpes. Yves
mantuvo el puesto después de la liberación de Lyon y la primera proclamación
a los ciudadanos de la comisaría de la República lleva la firma del comisario
«Yves Farge (Grégoire)».
Farge me explicó el viaje en avión de De Gaulle al Lyon liberado; «Le
pregunté si quería cenar con los miembros de la Resistencia. Él me
interrumpió: “¿Dónde están las autoridades locales?”, y dije: “En prisión”.
Parecía que no le había gustado la respuesta». Después de una pausa, Farge
añadió: «Y a mí no me gustó su tono».
Un año después, Farge pidió ser relevado de sus funciones como
comisario: la guerra había acabado y el trabajo administrativo no le complacía
demasiado. Bidault lo envió a Bikini, a las pruebas nucleares, como
representante francés. Farge volvió horrorizado. En Estados Unidos recibió un
cable de París: le ofrecían el cargo de ministro de Alimentación. La Francia
devastada estaba hambrienta. Farge declaró la guerra al mercado negro. En
una sesión de la Asamblea Nacional, los diputados escucharon un discurso
increíble: Yves Farge, ministro de Alimentación, acusaba al viceprimer
ministro Gouin de proteger a los grandes especuladores. Farge no aguantó
mucho tiempo en el cargo. Escribió un libro titulado La sangre de la
corrupción. Gouin lo demandó por difamación. En la misma época, los teatros
parisinos tuvieron en cartel una obra escrita por Farge. Continuó pintando
paisajes y organizó Les Combattants de la Liberté, grupo precursor del futuro
movimiento pacifista. Viajó a Grecia con Éluard. Escribió nuevos cuentos.
Pronunció discursos en varios encuentros dedicados al movimiento pacifista.
En su libro La sangre de la corrupción denunció a los instigadores de la
guerra de Indochina. Viajó a Corea con Claude Roy. Conoció a Joliot-Curie en
1936, en Grenoble, y se entendieron a la perfección. Farge se convirtió en uno
de los líderes espirituales del Consejo Mundial de la Paz.
Su biografía o, si se quiere, su currículum vítae, no era nada habitual.
Aunque tal vez ésa no era la principal característica de Farge, así como
tampoco el total desinterés que lo distinguía: no le preocupaba en absoluto la
posición social, el dinero o la gloria. Lo importante era otra cosa. Este gato
que caminaba a su aire tenía sus propias ideas sobre lo que merecía la pena
hacer y lo que no. A diferencia de tanta gente con la que me he cruzado, Farge
no sabía lo que era la jerarquía del dolor. En los años de la Resistencia
arriesgó su vida rescatando a un hombre en la carretera, a una anciana
campesina abandonada en un pueblo bombardeado, a niños judíos, y cuando se
le pidió que fuera más cauteloso porque se le habían encomendado misiones
importantes, él respondió: «Pero para mí esto también es importante».
Después de la liberación salvó la vida de muchas personas que se habían
adherido a Vichy, aunque sabía que con esto se iba a ganar la enemistad de
algunos camaradas. Farge dijo: «El gobierno protege a los grandes canallas y
prefiere sacrificar a la gente de poca monta». Cuando se le preguntaba por
estas palabras recordaba un conocido incidente: «Llevaban a rastras a una
muchacha de la que decían que se había acostado con un soldado alemán. Le
afeitaron la cabeza e iban a quitarle la ropa. Llegué a tiempo… Luego me
reprendieron: “Sí, es verdad, tiene razón, pero eso es lo de menos, y, al fin y
al cabo, usted es comisario de la República”. Lo tenían todo perfectamente
evaluado. Ahora bien, si se me hubiera pasado por la cabeza defender a
Pétain, ¡entonces se hubiera interpretado como algo digno de mi posición!».
Hice las veces de intérprete en una conversación muy desagradable entre
Farge y Fadéiev: Yves estaba indignado porque en una sesión de la secretaría
del Consejo Mundial de la Paz el reverendo John Darr fue insultado
públicamente. (He contado que este pastor estadounidense era sospechoso de
espionaje y que el rumor había corrido desde China hasta Stalin). Farge dijo:
«Abandonaré el movimiento. Si tienen pruebas, muéstrenlas. Pero no se puede
hablar sobre la defensa del humanismo al mismo tiempo que se ofende a un
hombre sin que él sepa por qué». Más tarde le dije: «Ha sido una
equivocación atacar a Fadéiev». No me dejó continuar. «¿Te crees que no lo
sé? Apoyo la propuesta de paz de Stalin, estoy de acuerdo con él. Estoy en
contra de los artículos sobre vuestra política interna… No sé lo que sucede en
tu país, pero conozco a los autores de esos artículos y son plumas depravadas.
Pero el caso Darr es diferente; lo conozco, y hasta que no demuestren su
culpabilidad, lo defenderé».
Sí, no hay duda de que era un gato muy especial.
Farge tenía otro rasgo que siempre me dejaba maravillado. En Praga a
menudo pasábamos la tarde juntos, y en una de esas ocasiones me empezó a
hablar de Raspail. Aunque pasé parte de mi primera juventud en el boulevard
Raspail no sabía exactamente quién era: Herzen le cita como uno de los
revolucionarios de 1848, pero alguien me dijo que era un químico famoso.
Farge adoraba la Provenza y conocía las vidas de muchos provenzales. Me
explicó que Raspail había nacido en la ciudad de Carpentras. Tenía dieciocho
años cuando fue sentenciado a muerte, eran los tiempos del terror blanco.
Consiguió escapar. Trabajó como químico, sin laboratorio ni instrumental;
descubrió la función del azúcar en los tejidos del cuerpo cuarenta años antes
que Claude Bernard, y la importancia de las bacterias antes que Pasteur, pero
nadie se interesó por sus descubrimientos y se ganó fama de excéntrico. En
1830 luchó por la libertad en las barricadas. El nuevo rey le ofreció un trabajo
que él rechazó. Entonces el monarca ordenó su arresto. En prisión escribió un
libro de química. En mayo de 1848 se puso al frente de los trabajadores que
irrumpieron en la sesión de la Asamblea Constituyente reclamando el derecho
a trabajar. Raspail fue condenado a seis años de prisión. Cuando salió en
libertad tuvo que emigrar a Bélgica. Volvió en vísperas de la guerra franco-
prusiana y los tejedores de Lyon lo eligieron para el Parlamento. En 1874, a
los ochenta y un años, fue condenado a dos años de prisión por apoyar la
Comuna de París. Murió a los ochenta y cinco años. Farge me contó su vida
con gran admiración: propablemente sentía algún tipo de afinidad espiritual
con aquel eterno rebelde, el socialista utópico, el científico cuyos
descubrimientos no dejaron huella. Farge repetía: «¡Es la generosidad cordial
de Provenza!».
Más adelante, después de la muerte de Farge, encontré en Lamartine, un
liberal moderado, estas palabras sobre su adversario Raspail: «Contagiaba al
pueblo con su fanática esperanza, que no estaba mezclada con el odio». Esto
es lo que me hizo pensar en lo que dijo Farge sobre Raspail. Farge era ajeno a
todo fanatismo pero en un aspecto se le podía tachar de fanático. Por muy
amarga que fuera la realidad, siempre esperaba que la verdad triunfase por
encima de todo y su esperanza contagiaba a los demás.
El 6 de febrero de 1934 los fascistas franceses salieron a las calles de
París. El 9 de febrero Farge y dos amigos suyos crearon en Grenoble un
comité de vigilancia: en total, tres personas… El comité llamó a la
manifestación a los ciudadanos de Grenoble. El 11 de febrero, treinta mil
ciudadanos salieron a la calle para defender la República. En 1948 Farge
invitó a antiguos miembros de la Resistencia a reunirse y formar una
organización en defensa de la paz y la libertad. Muy pocos respondieron a su
llamada. Farge dijo que, como no había dinero para un periódico, ni siquiera
para octavillas, cada uno de ellos tendría que hacer oír su voz allá donde
pudiera, e insufló tanta esperanza con sus palabras que pronto el pequeño
grupo se transformó en una fuerza poderosa: el Movimiento de los Partidarios
de la Paz.
Se sabe que la superstición, el miedo, la desconfianza y la malicia son
contagiosos, y es verdad; pero la esperanza también puede ser contagiosa. En
aquellos años más de una vez me sentí abatido, desesperanzado y lleno de
aprensión, pero Farge me contagiaba siempre su esperanza. He contado que en
Viena intenté transmitir esperanza a los demás. Puede que me ayudaran,
además de mis reflexiones, la proximidad de Farge, sus palabras, su sonrisa.
Era un hombre demasiado bueno, demasiado puro, demasiado optimista como
para creer en el triunfo de la bajeza y la maldad.
Incluso en los discursos políticos hablaba con un lenguaje propio, no el
lenguaje de la prensa: esto gustaba a la gente ordinaria y a menudo fastidiaba a
los políticos profesionales. Recuerdo un día en Praga, en verano de 1950,
cuando estábamos discutiendo el borrador de un breve llamamiento en apoyo
del Congreso de los Pueblos. Se sugirieron frases que se leen miles de veces
en todos los periódicos del mundo. Farge se sacó la pipa de la boca y dejó a
todos anonadados con lo siguiente: «Deberíamos empezar con unas palabras
sencillas del tipo: “Esto no puede seguir así”». Algunos protestaron: «Nos
dirigimos a adultos, no a niños». Después de largas discusiones se aceptó el
texto de Farge y el llamamiento, que se fijó en las paredes de varias ciudades,
llamó la atención de los transeúntes y les dio algo en lo que pensar.
Era asombroso ver cómo Farge caía bien a personas muy diferentes,
incluso a sus adversarios políticos: los habitantes del distrito de Apt
(Chauvin, el fabricante de ocre, se unió al movimiento pacifista gracias a él),
los carteros, los vinicultores, los profesores, los trabajadores, los tenderos,
los ministros retirados, en funciones y futuros; los artistas, Demóstenes de
provincias y jóvenes Raspail; Fadéiev y el abad Boulier; Éluard y los pícaros
de Marsella. Yves tenía la llave de todos los corazones.
No sin razón había apodado a su mujer «Fargette». Se casaron cuando ella
era una adolescente. Él le insufló su energía, la dotó de amplitud de miras y le
contagió su esperanza. Cuando los nazis encarcelaron a Fargette, Yves le
escribió: «Estoy convencido de que somos fuertes, porque incluso cuando
estamos separados nos damos fuerzas el uno al otro… Bajo ninguna
circunstancia debe uno desesperar, nada está perdido aún. Y, en definitiva, lo
que queda y quedará para siempre es nuestro orgullo: sabemos que los dos
estamos por encima de cualquier miedo».
No se puede decir que Farge amase el arte, al igual que no se puede decir
que el hombre ama el aire. En Praga lo acompañé a un museo; en el depósito,
o más exactamente el sótano, tenían apilados lienzos de impresionistas
franceses como Cézanne, Bonnard, Picasso, así como obras del pintor checo
del siglo XIX, Purkyně. Pasamos unas cuantas horas allí. Cuando volvimos al
hotel, Farge empezó a hablar de pintura. Le encantaban los paisajes
impresionistas. Dijo: «Cézanne nos ha recordado a todos la importancia de la
forma». Luego, en un tono diferente, añadió: «¡Es una pena!… Estoy seguro de
que si a los trabajadores les enseñaran los jardines de Bonnard o los retratos
familiares de Purkyně no permitirían que los devolvieran al sótano; estoy
totalmente seguro. Recuerda mis palabras, esos cuadros volverán a su sitio
muy pronto». De la misma manera, en Moscú, ante un gran óleo que
representaba a Stalin en el campo, me dijo: «Te apuesto a que antes de un año
o dos lo quitarán de ahí; es ofensivo para Stalin, el campo ruso y el arte».
Después de su muerte recibí un paquete de semillas de París con las
palabras «De parte del Sr. Yves Farge» escritas en el sobre. Las planté
demasiado tarde, en abril, y antes de las heladas de otoño brotaron varios
tipos de flores maravillosas. Vivieron una semana y se ennegrecieron después
de una helada matinal. Las miraba mientras escribía las primeras páginas de
El deshielo. También veía la sonrisa de Farge y oía sus palabras: «Todo irá
bien».
Hablo aún con él. En la vejez no es suficiente consolarse a uno mismo, y
para un hombre de más de setenta años la esperanza ya no se centra en su éxito
personal. Pero como me dijo una vez Farge: «Tanto da que las cosas se
consigan en nuestro tiempo o después…, en el fondo eso no importa
sustancialmente».
¿Qué ha quedado de Farge? En realidad no dedicó suficiente tiempo a la
pintura o a la literatura; sus cuadros no se expondrán en museos, sus libros no
se reeditarán; los historiadores sólo lo citarán de pasada: los estudios serios
no parecen tener espacio para los gatos que caminan a su aire. En cuestión de
diez o veinte años, aquellos con los que trabajó y luchó habrán muerto. Creo
que la posteridad de un hombre no depende de si su nombre perdura o no, sino
de los cambios que ha promovido. Farge encendió una chispa en el corazón de
millones de personas. Puede que hayan olvidado su nombre, pero han
aprendido su lección y hablan de otro modo a sus hijos; en ese sentido
probablemente hizo más por el crecimiento de la conciencia y la humanidad
que las grandes personalidades políticas, los científicos más importantes y los
artistas ilustres.
Con esto nos hemos adentrado ya en el campo de la reflexión. Me gustaría
acabar estas últimas palabras sobre Farge con una modesta confesión
personal: gracias a él aprendí a despojarme de muchos aspectos indignos de
mi personalidad y a amar, vivir… y tener esperanza.
34
Una vez más debo reconocer ante mis lectores mi ligereza o, si se quiere, mi
necedad: en 1959, tras escribir las primeras páginas de este libro de
memorias, decidí que acabaría el relato con la época en que empecé a trabajar
en El deshielo. Era lógico: el período que había dado inicio en la primavera
de 1953 todavía era un capítulo inconcluso de la historia y ni siquiera podía
prever que el destino me regalaría varios años más. Mi inepcia estaba
justificada por la ignorancia. No obstante, en 1965, al introducir algunos
añadidos en la sexta parte, ya vi que la decena de años vividos podía
constituir una nueva parte del libro, la séptima, pero, aun así, interrumpí la
narración en El deshielo. A decir verdad, a menudo pasaba por alto la
cronología, contaba cosas de gente que todavía vivía —Picasso, Neruda— o
bien de los que nos abandonaron después de 1953: Joliot-Curie, Fadéiev,
Falk, Nâzim Hikmet, Pasternak y otros; de hecho, en la sexta parte enumeraba
de pasada varios acontecimientos de los años siguientes. Entonces, ¿por qué
interrumpía el libro de memorias? Algunos lectores, enfadados, atribuyeron
esa decisión al miedo. En su día, el poeta A. K. Tolstói concluyó la historia
humorística de Rusia con una confesión sincera: «Algunas piedrecitas resbalan
al andar, sobre lo reciente será mejor callar».
Sin embargo, la redacción de las partes precedentes me costó no poco
esfuerzo, y no fue el miedo a las dificultades lo que me detuvo. Necesitaba
tiempo para ver y entender ciertas cosas. Ahora sé que el último decenio
produjo muchos cambios, tanto en el curso del mundo como en mi vida
interior; tengo mucho que contar y mi silencio podría ser interpretado por los
lectores, con toda justicia, como un deseo de callar, de jubilarme
espiritualmente.
Recuerdo que, de niño, me impresionó un pobre harapiento que, tras haber
pedido una moneda de veinte kopeks a mi madre, añadió: «Señora, la pobreza
no es un vicio, sino una gran cochinada». Lo mismo podría decirse de la vejez:
quedan menos fuerzas, la capacidad de asombro se debilita, el mundo se
estrecha. Además, a la par que uno mismo, envejecen, enferman y luego se van
tus familiares, tus amigos, tus coetáneos. Esa sensación, si no la de la soledad
espiritual, sí la de la soledad cotidiana, amenaza con el aislamiento. Una
persona de mi edad que es consciente de este peligro tiene que discutir
continuamente no tanto con los demás como consigo mismo: debe apartar la
tentación de renegar de las costumbres nuevas, de dar la espalda al arte
moderno, de considerar erróneo todo lo que irrumpe con gran ímpetu y sin
ceremonias en el orden de vida establecido.
Muchos de los rasgos de nuestro tiempo pueden parecer discutibles, a
veces desagradables, pero mi comprensión actual de los cambios que se están
sucediendo es mucho más aguda que hace diez años. Ya he dicho que, si nos
olvidamos de los calendarios, el siglo XX empezó en el año 1914, pero tardó
cincuenta años más en despedirse definitivamente de su antecesor; ahora su
semblante está perfilado con total nitidez y resulta estúpido que una persona
como yo, que lleva demasiados años en este mundo, especule acerca de que el
arte ha perdido su brillo o de que la gente joven es demasiado reflexiva. El río
de la historia, que se escondió bajo la tierra en la década de 1940, comienza a
emerger de la oscuridad. Los jóvenes de los diferentes países europeos aún no
han madurado, aún no tienen claro cuál es su misión, pero sí están seguros de
su desprecio a la credulidad, a la elocuencia y al sentimentalismo de sus
padres. No se parecen a los adolescentes del año 1936 que soñaban con
marcharse a España para defender Madrid de los fascistas. Muchas palabras
han cobrado otro sentido: por ejemplo, las barricadas se han convertido en un
atrezzo del teatro romántico, la guerra no está relacionada con trincheras o
tanques, sino con el hongo nuclear, el cosmos provoca la sensación de
urgencia por emprender un viaje. Al desplegar un periódico, los jóvenes
empiezan a leerlo por las noticias de deporte. Les gustan las exposiciones y
ven los cuadros de Picasso como si fueran máquinas electrónicas, discuten
menos sobre novelas, aunque leen mucho, prefieren hablar del vuelo de turno
de los astronautas, de la nueva maquinaria para la construcción o de un partido
de fútbol. No les seducen los ídolos del pasado, quieren comprobarlo todo a
tiento, y muchos de los ideales multiseculares, si no son eternos, se deshacen
bajo su mano irreverente como espléndidos tejidos antiguos.
En diferentes países me he encontrado con padres que culpaban a sus hijos
de muchas cosas: la gente que ha sobrevivido a los horrores de la guerra, a los
años de combates y a la ocupación fascista cree que la generación de la
posguerra tiene un destino mucho más envidiable, denuncia con enojo el
aumento del gamberrismo y de la criminalidad, el escepticismo y el arribismo
de los jóvenes. Y, sin embargo, ¿qué heredaron de sus padres los jóvenes que
salieron al escenario de la historia en los años de la posguerra? La inocencia
de unos, la cautela de otros, la indiferencia de unos terceros. La heroicidad de
los soldados de ayer daba paso a la pusilanimidad cotidiana y a la confusión
de los desmovilizados. Todavía era preciso reconstruir las ciudades
destruidas por las bombas: había trabajo más que suficiente para los brazos
jóvenes y poco tiempo para reflexionar con seriedad.
Se almacenaban espantosas armas nucleares. En la ONU, en diferentes
parlamentos y comisiones, todo el mundo hablaba de la necesidad del
desarme, pero todos seguían armándose. Hiroshima abrió una nueva escuela
donde no se impartían clases de moral. Los jóvenes, que cada día oían decir
que la Tercera Guerra Mundial podía empezar al cabo de un año o de un mes,
se acostumbraron a vivir con la sensación de una inminente catástrofe. Las
personas se acostumbran a todo: a la proximidad de un volcán, a los
terremotos, a los ciclones, y se acostumbró también a la posibilidad de una
guerra nuclear. Sin embargo, bajo el manto de las tareas cotidianas, del trabajo
o las clases, de los partidos de fútbol o las películas, maduraba una nueva
conciencia, cobraban fuerza escrúpulos hasta hacía poco ridiculizados.
A ojos de los políticos, la guerra de Vietnam puede ser beneficiosa o
estúpida, un ataque o una defensa de un régimen podrido, pero los jóvenes de
todo el mundo, incluso de Estados Unidos, ven sobre todo su inmoralidad.
En la mayoría de los países de Europa occidental la generación de
posguerra ha superado el puritanismo hipócrita y el yugo de la Iglesia. Se
originó el culto al cuerpo, liberado no sólo de las antiguas prohibiciones, sino
también de las antiguas emociones. Las películas de los directores de
vanguardia mostraron encuentros de hombres y mujeres unidos por el tedio,
caprichos casuales, un hartazgo precoz. Las columnas de los periódicos se
llenaron de descripciones detalladas de asesinatos, torturas, violaciones. La
melancolía romántica de los adolescentes benefició a los autores de reportajes
escandalosos, a los traficantes de drogas, a los productores de películas
malas. En mi adolescencia, a menudo escuché la frase «arrancar la hoja de la
parra». Los adolescentes de la década de 1950 pelaban las hojas de col con
gran empeño.
Ahora parece que se avecina un cambio radical: los jóvenes entienden que
la ciencia o la política sin moral, los romances sin amor, son aquella salsa de
liebre sin liebre de la que habló Dostoievski en su día. ¿Qué podían sacar los
jóvenes franceses de la guerra en Argelia que había durado tantos años y en la
que los representantes de la supuesta cultura habían perfeccionado las
torturas? Pues nada más que desesperación y explosivos. ¿Acaso podían dejar
de indignarse los jóvenes indignados[1] de Inglaterra cuando leían sobre la
violencia en Kenia?
El siglo pasado nos dejó en herencia muchos principios elevados, y de
joven creía que los prejuicios racistas o nacionales estaban abocados a la
extinción. Por supuesto, podemos considerar la crueldad de los fascistas
alemanes como un intento desesperado de cambiar el desarrollo de la historia,
pero hay otros acontecimientos de los últimos veinte años que testimonian el
auge del nacionalismo y a veces del racismo. Los colonialistas y los
esclavistas estadounidenses pisotearon la dignidad nacional y humana durante
demasiado tiempo, y se ha acumulado un odio encarnizado que está pasando
factura, y el pago se realiza con la misma moneda. Por supuesto, los
liberadores son más hipócritas y más abominables que los liberados. Conocí a
unos socialistas belgas que maldecían a Lumumba y exigían que se interviniera
militarmente en los asuntos internos del Congo. Sus correligionarios ingleses
se niegan ahora a inmiscuirse en los asuntos internos de Rodesia: no quieren
hacer uso de la fuerza contra los partidarios de la violencia racista.
Tolstoianos en unas cosas, caníbales en otras, añaden números nuevos a la
cuenta de sangre. Aunque, ¿qué sentido tiene hablar de los demócratas sociales
si el gran estado de Asia, que se considera el guardián del comunismo y cada
día pregona la santidad del hermanamiento y del internacionalismo en cien
idiomas, educa a su juventud en el espíritu del auténtico racismo? Es preciso
ver el mundo tal como es y no tomar lo deseado por real. Con esto no quiero
decir que la idea de la solidaridad humana sea incorrecta, pues sigo
convencido de su legitimidad; pero ahora veo los recodos de un largo camino
que a veces parecen virar hacia atrás, sé que muchas cosas nos parecían más
fáciles y rápidas de conseguir de lo que resultaron ser en la práctica y que
tendrá que pasar mucho tiempo para que el principio del internacionalismo sea
obligatorio para toda la humanidad, con sus ideas y edades diferentes.
El personaje de Una historia aburrida, escrita por Chéjov cuando tenía
menos de treinta años, lamenta no tener una «idea general». Algunos críticos
trataron de ver en este relato la nostalgia del autor por la religión, aunque
Chéjov era ateo y nunca pretendió engañarse con la metafísica aplicada. El
viejo médico al hablar de una «idea general» se refería a una suma de
conceptos filosóficos y éticos de su época.
Durante mucho tiempo, diferentes religiones han pretendido ostentar el
monopolio de la idea general. Pero lo que antaño fue un cuerpo vivo poco a
poco se fue transformando en una momia y la catequesis resultó ser mucho más
duradera que la fe. Leí los informes de las reuniones del concilio ecuménico
convocado por el Vaticano con mucha curiosidad. Se parecían a los debates de
algunos parlamentos de Europa occidental, aunque el concilio no debatía
puntos de una constitución, sino los dogmas que antes se tenían por
indiscutibles: la inmaculada concepción de la Virgen o la responsabilidad de
los judíos en la crucifixión del Cristo. Los obispos liberales proponían
sustituir las cadenas de hierro por cinturones de caucho. Es poco probable que
la adaptación de los dogmas antiguos a la mentalidad moderna los salve de la
extinción.
Para millones de personas, la mitad de la década de 1950 fue la época del
ocaso de diferentes mitos que nadie tiene el poder de resucitar. Está claro que
es más difícil vivir bajo un cielo plagado de satélites que bajo un cielo
poblado por dioses o ángeles. Es más difícil confiar en la fuerza del
humanitarismo que en la sabiduría de la persona ascendida al puesto de líder.
Pero existe una época de la niñez y una época de la madurez, y las épocas no
son productos de un catálogo, las épocas no se eligen.
Cuando hablaba de la actitud crítica de los jóvenes de nuestros tiempos
con los ideales del pasado, pensaba en las abigarradas ideas generales que
sus padres creían a pie juntillas y aprendían a una tierna edad como la tabla de
multiplicar. Los jóvenes de nuestros tiempos no están nada satisfechos con la
deficiencia, con la falta de generalidad de la idea general, la quieren
completar o crear a partir de una suma de conocimientos exactos, experiencias
personales, conclusiones particulares y a veces discutibles.
Después de todo lo que escribí en los libros precedentes de esta obra, no
tengo por qué insistir en la homogeneidad del desarrollo de la nueva
generación. Los jóvenes saben mucho más de lo que sienten; esto está
relacionado no sólo con el empobrecimiento de la filosofía y de otras
humanidades sino con la pérdida de la importancia del arte en la vida de la
sociedad, la decadencia de las sensaciones, de las imágenes, de la ética. Antes
las facultades de letras representaban la élite de las naciones; los jóvenes
buscaban respuestas a las preguntas que los atormentaban no sólo en las obras
de Lev Tolstói, sino también en las de Strindberg, Leonid Andréiev, Paul
Bourget. Ahora son las facultades de matemáticas y de física las que atraen a
los mejores de la nueva generación, allí podemos comprobar que el amor a la
exactitud no mata la fantasía. Incluso en el ámbito de la música, la poesía y la
pintura los jóvenes físicos son mucho más duchos y exigentes que sus
compañeros que estudian en las facultades de filosofía, historia o derecho. Por
lo visto, las esperanzas en un hombre armonioso, en una idea general que
nazca de las reflexiones y búsquedas de los jóvenes, no deben asociarse ahora
con las obras de filósofos tardíos —ya sean existencialistas, neopositivistas o
neotomistas— ni con la revolución cultural emprendida por los dogmáticos
que ven revisionismo criminal en cada movimiento del pensamiento crítico,
sino con el futuro desarrollo de las ciencias exactas, con el despertar de una
conciencia moral en los portadores del conocimiento.
Este capítulo puede llevar a algunos lectores a preguntarse: ¿a santo de
qué, después de descartar a los filósofos tardíos, el autor mismo se pone a
filosofar? Se supone que conviene incluir esta clase de generalizaciones en el
epílogo y las he presentado al principio de la última parte del libro sobre mi
vida. Hablaré de los acontecimientos, de la gente y de mí mismo. La tarde de
mi vida fue difícil y agitada, pero no dejaba de mirar con avidez a los jóvenes:
es humano pensar en el futuro, a pesar de saber que allí no hay lugar para ti.
Sin embargo, antes de empezar mi historia, me gustaría trazar en líneas muy
generales el ambiente de la época.
2
Este capítulo será el más corto de este larguísimo libro. En él quiero contar un
pequeño incidente que tuvo lugar en uno de mis viajes. Tras leer el capítulo
los lectores comprenderán mis motivos.
En octubre del 1955 N. S. Tíjonov y yo fuimos a Viena, a una reunión del
buró del Consejo Mundial de la Paz. Hacía mal tiempo, pero el avión
sobrevoló sin problemas los Cárpatos y aterrizó en Budapest tal y como estaba
previsto. Allí nos dijeron que en Viena estaba cerrado el espacio aéreo, y que
debíamos esperar una hora o dos. Charlamos de los temas más diversos: de la
poesía de Martínov, de las costumbres paquistaníes, de la salud de Joliot-
Curie. Pasaron cuatro horas. Nos explicaron que Viena tenía razones bien
fundadas para no admitir aviones: había una niebla muy densa. Nos pusimos a
pasear por el largo aeropuerto cuando de una sala nos llegaron olores
tentadores: allí había un restaurante, pero no teníamos dinero ya que nos tenían
que entregar las dietas en Viena. Empezamos a sentir hambre, lo que, como ya
se sabe, agudiza el ingenio. Nikolái Semiónovich se comportó como un viejo
estoico pero yo, al final, no aguanté y llamé al comité húngaro de la Defensa
de la Paz.
Al cabo de menos de una hora aparecieron unos individuos a los que no
conocía, por alguna razón que no entendí nos pidieron disculpas: no era culpa
suya que hubiera niebla en Viena. Nos acompañaron a una sala pequeña con
una mesa repleta de manjares. Llegó Rákosi. Charló con nosotros
amistosamente sobre el Movimiento de los Partidarios de la Paz, la cumbre de
Ginebra y la vida en Moscú. Devoré un gulasch maravilloso. Al final de la
comida Rákosi nos pidió que pasáramos la tarde con unos escritores húngaros.
Por supuesto, accedimos.
En la Unión de Escritores había mucha gente. Nos trajeron cafés, había
botellas con un aromático vino de Balaton encima de la mesa. Sin embargo,
enseguida percibí cierta tensión. El primero en hablar fue N. S. Tíjonov. Vi
que los húngaros estaban preocupados por algo. En cuanto acabó de hablar
Nikolái Semiónovich, todos se volvieron hacia mí y me pidieron que contara
algo. Decidí hablar de un tema poco espinoso: cuando un escritor escribe para
un periódico, debe tener en mente al lector y no al editor; debe buscar
palabras que le lleguen al alma, defender el derecho de hablar su propio
idioma y no dejar que el editor tache con lápiz rojo o azul cualquier palabra
poco habitual.
Cuando acabé, uno de los escritores húngaros me preguntó si se podía
adquirir mi libro El deshielo en Moscú. Le contesté que la novela había sido
publicada en la revista Znamia y que después se había editado como un libro
independiente; la tirada había sido pequeña: cuarenta y cinco mil ejemplares,
y se había agotado enseguida; ahora sólo se podía encontrar en tiendas de
segunda mano. Entonces otro escritor me preguntó: «¿Y por qué en Hungría se
han publicado sólo cien ejemplares de El deshielo para los dirigentes del
Partido?». Evidentemente no pude contestar esa pregunta y le pedí a Nikolái
Tíjonov, Nikolái Semiónovich que contara algo más.
Observé a los escritores, a algunos los había visto antes en Moscú o en
Budapest, hacía dos años. Estaban György Lukács, Péter Veres, Béla Illés,
Julius Gay… Todos estaban excitados y se pusieron a hablar húngaro entre
ellos; Lukács fue el único que permaneció tranquilo mientras se fumaba un
puro.
Seguí sin entender qué les pasaba a los escritores húngaros, sólo quedaba
clara una cosa: estaban descontentos. Cuando volvimos al hotel en la isleta,
pregunté a Tíjonov por qué Rákosi nos había enviado a ver a los escritores.
Nikolái Semiónovich contestó: «Vete a saber. El ambiente era realmente
extraño».
Hacía calor en la habitación, por alguna razón ya habían puesto la
calefacción. Abrí la ventana: el aire era cálido, húmedo. Lloviznaba. Una
farola brillante recortaba los últimos reflejos dorados de los árboles en la
oscuridad de la noche.
Al día siguiente teníamos que pronunciar discursos en Viena, hablar del
espíritu de Ginebra, de la seguridad europea. Sí, pero ¿qué estaba pasando
ahí? Los escritores estaban furiosos. ¿Por qué Rákosi no nos había avisado?…
Lo entendí todo, pero no aquella noche, sino un año más tarde.
5
8 de junio
Vuelta de Moscú.
Hace dos semanas, cuando llegué, la escultura de Stalin estaba en la sala
del aeropuerto. El día de mi partida aún permanecía allí, pero cubierta con una
funda blanca. Pronto la van a quitar…
Me gustaban incluso las palabras que él malgastaba. Establecía las bases
de su discurso y luego decía: «Entonces». A mí me gustaba. Pero ahora he
tenido que quitar su retrato de encima de mi escritorio…
Nunca más volveré a colgar retrato alguno en mis paredes.
En el rincón, encima de un paquete de libros sobre la Revolución francesa,
colgaban dos grabados grandes de la época: El 21 de enero de 1793 y El 16
de octubre de 1793. También los he quitado. En uno, el verdugo muestra la
cabeza de Capeto a la muchedumbre; en el otro, el verdugo levanta la cuchilla
de la guillotina, sus ayudantes llevan a María Antonieta al cadalso, la
muchedumbre aplaude. Si fuera miembro de la Convención, habría votado a
favor de la ejecución de Luis XVI y de María Antonieta. Quiero decir que
también ahora, en circunstancias similares, habría votado a favor de una
sentencia de muerte. Pero Meyerhold, a quien quería y a quien sigo queriendo,
fue fusilado por una sentencia injusta de Stalin, a quien también quería. Nunca
más podré alegrarme de la sangre de mis enemigos, a no ser que la derrame yo
en un combate limpio.
No tengo un corazón sensible. Cuando rompí con la mujer a la que más
amaba, me quedé viéndola bajar con una maleta en la mano por la escalera.
Volvió hacia mí su rostro y lloraba. Pero yo no lloré…
En junio de 1940, tras la derrota de mi país, no derramé ni una sola
lágrima, más bien estaba contento: los franceses me sacaban de quicio con su
amor por las casas campestres y los coches pequeños.
Pero sí lloré al enterarme de la muerte de Stalin. Y volví a llorar en Praga
al volver desde Moscú, pasé toda la noche llorando: tuve que matarlo otra vez
en mi corazón después de enterarme de su crimen.
En una misma noche lloré a Meyerhold, asesinado por Stalin, y a Stalin,
asesino de Meyerhold. Repetía las palabras de Bruto del Julio César
shakespeariano:
«Porque amé a César [sic], le lloro; porque fue afortunado, le celebro;
como valiente, le honro; pero por ambicioso, le maté».
Voy repitiendo: «Porque amé a Stalin, le lloro; porque fue afortunado, le
celebro; como valiente, le honro; pero por ambicioso, le maté».
Me siento muerto.
Parece que estás subido a la ola del tiempo y de repente ves que la historia
ha entrado en una fase nueva y no te has dado cuenta.
Copié esta página del diario de Vailland y pensé: ¡qué oficio más maldito nos
ha tocado! Incluso hablando consigo mismo, el escritor involuntariamente deja
pasar las lágrimas, la bilis, la sangre por los matraces del laboratorio
literario. En el mismo cuaderno, Vailland recuerda su grave enfermedad: «Esto
es muy importante: en cuanto entendí que no me estaba muriendo, empecé a
buscar palabras para describir mi muerte. Lo mismo me ocurrió cuando tuve
un desengaño amoroso… No, no diré como me dijo un compañero francés en
Moscú: “Ya nunca más podremos ser felices”. Soy escritor, y eso significa que
no tengo derecho a la infelicidad total».
En realidad, Roger Vailland fue doblemente infeliz: como escritor y como
hombre. Dos seres convivían en el mismo cuerpo. A veces el novelista le
imponía su visión de la vida, a veces el hombre se inmiscuía en el plan de la
novela. Tal vez ni siquiera sea necesario explicar que aquella noche en Praga,
a la que se refiere el diario, Vailland no pensaba en César ni en Bruto: no
escribía, lloraba.
Vailland amaba a la gente del siglo XVIII que se apasionaba pero no se
dejaba llevar por la pasión, extasiada y al mismo tiempo sobria: al cardenal
de Bernis, al aventurero Casanova, al autor de la novela epistolar Las
amistades peligrosas, Lacios. Entre los escritores del siglo pasado
reverenciaba sobre todo a Stendhal, pero, al describir la estrategia del amor,
éste también se dejaba llevar de repente por el sentimentalismo de Henri
Beyle (cuando cuenta la visita del campesino Fouqué, compañero de estudios
de Julian, en la cárcel o cuando reconoce ante su primo, en una carta enviada
desde Civitavecchia: «Tengo dos perros, los quiero mucho. Un spaniel inglés,
negro, bonito, pero melancólico y triste; y un lupello, un lobito, café con leche,
alegre, con el ingenioso carácter de un joven borgoñés. Estaría demasiado
triste si no tuviera alguien a quien amar»).
Tras la muerte de Vailland todos los periódicos hicieron referencia a su
«mirada fría». Éste fue el título que dio a su antología de ensayos y la imagen
que intentaba dar a los periodistas o los críticos. Nunca me pareció que
tuviera una «mirada fría»: sus ojos podían reflejar alegría o desesperación,
pero no había frialdad en ellos.
O no. En una ocasión sí que vi en él una «mirada fría». Fue en el verano de
1948. Después del congreso de Breslavia en el que participó Vailland, los
polacos me llevaron a Cracovia. Allí, en la cafetería Comediantes, me
encontré a Vailland, Guttuso, unos amigos polacos y una joven que había
venido al congreso desde Brasil. La mujer le caía bien a Vailland, él tomaba
starka y la cortejaba con insistencia, alternando la ternura con unos toques de
desprecio —así lo exigía la estrategia tradicional—. Fue en esa ocasión
cuando por casualidad intercepté una mirada glacial de Roger.
Quizá vio a Meyerhold en el año 1930. Entonces era un poeta surrealista
muy joven. Yo lo conocí más tarde, creo que me lo presentó René Crevel en
una de las cafeterías de Montparnasse. Vailland pidió a Liuba que le diera
clases de ruso. Las clases no sirvieron para nada. Vailland dejó de escribir
poesía y se hizo periodista. El diario Paris Soir lo envió a países exóticos.
Bebía mucho. Recuerdo bien su mirada, no fría, pero enturbiada por las
drogas, los cabellos largos y rebeldes, su perfil de ave.
Durante una larga temporada le perdí la pista. Poco tiempo después de la
guerra leí la primera novela de Vailland, Drôle de jeu. El libro trataba de un
grupo de la Resistencia. El protagonista se llamaba Marat y uno de sus
compañeros, comunista, Rodrigo. La novela tuvo éxito, Vailland entró en la
literatura, pero no le atraía la fama, pensaba en otras cosas: en vez de
describir la vida, quería cambiarla.
Por la mañana, en el hotel de Cracovia, me dijo en voz baja, casi
cohibido: «Tendré que renunciar a muchas cosas».
En 1952 el gobierno de Pinay quería prohibir el Partido Comunista.
Duclos fue detenido por una acusación absurda. Entonces Vailland le envió a
la cárcel una solicitud de admisión al Partido.
Los lectores y admiradores de ayer se apartaron de Vailland
escandalizados. El estigma de la época habría sido «reclutado». Vailland
quería ser disciplinado. Antes de partir a Egipto, dejó las drogas. El médico
de a bordo se sorprendió de la extraña enfermedad de su pasajero, pero
Vailland prefería morir antes que decirle la causa de su malestar. En Egipto lo
detuvieron, luego lo pusieron en libertad; él contó lo que vio. Seguía
contradiciéndose; sus compañeros ora lo admiraban, ora se indignaban con él.
Yo llegué a quererlo.
Nos vimos en Juliénas durante unas horas: allí vivían unos viejos amigos
míos, vinicultores, y Vailland residía cerca, en una aldea al lado de Bourges.
Se había casado con Elisabeth, una italiana agradable y maternal. Él trabajaba
mucho. Resultó que teníamos una pasión común: Roger cultivaba rosas,
claveles, girasoles, hablaba de la influencia de la luz y de la humedad, de los
híbridos. Si mal no recuerdo, un año antes de nuestro encuentro se apasionó
por el teatro de Racine, afirmaba que era necesario cumplir las unidades de
tiempo y de lugar, soñaba con un nuevo Renacimiento y, después de ver Moscú
por primera vez, escribió: «Presagio un Renacimiento durante los años sesenta
y setenta, florecerá en Rusia y entonces se representarán en los teatros
moscovitas tragedias inspiradas en el teatro francés del siglo XVII, por
supuesto, con nuevos contenidos relacionados con la edificación del
comunismo. La arquitectura del país del socialismo ya ha recuperado las
normas de los grandes conjuntos de la monarquía absoluta».
Un año más tarde, escribió una buena novela, Beau Masque, y no volvió a
pensar en los clásicos. Retrató la vida de los obreros y los campesinos en la
aldea donde se había instalado. Desde el punto de vista formal, también era
algo nuevo: la narración iba acompañada de notas del autor, cartas, recortes
de prensa, apuntes económicos (el relato de un grupo empresarial grande).
Escribí el prólogo a la traducción rusa (Pieretta Amable) en el que decía: «Un
logro especial de Roger Vailland es la protagonista de la novela. La vemos
anotar cuidadosamente las tareas del Partido en un cuaderno y responder con
dureza a las proposiciones amorosas del representante de la dinastía a la que
pertenece la fábrica; también la vemos entregarse a Beau Masque. Combina la
voluntad y la confusión, la dureza y la ternura. […] Hay cientos de novelas
francesas contemporáneas dedicadas al amor. En algunas presenciamos la
competición entre amantes egoístas; en otras, el tedio, las palabras repetitivas
y los gestos rutinarios; en otras, los tormentos autoimpuestos. La escena en el
bosque, en la que Pieretta y Beau Masque dan rienda suelta a sus sentimientos,
es un acierto poco frecuente en la literatura contemporánea, tanta pasión y
pureza contiene».
En otoño del 1965 Vailland y Elisabeth me recogieron en Saboya; yo había
pasado la noche en casa de Pierre Cot. Habíamos quedado en que Roger me
llevaría a París. Adoraba la velocidad. Sentado a su lado veía cómo la aguja
alcanzaba los doscientos kilómetros por hora. Comimos en un maravilloso
restaurante donde nos agasajaron con ancas de rana al ajillo. La conversación
fue tortuosa y prolija. Antes de partir, fuimos a ver las ranas: estaban en un
hoyo, había muchísimas, y las que estaban en primera fila miraban con los ojos
negros e inmóviles. Les quedaba poco tiempo de vida. Roger estuvo un rato
mirándolas. Luego volvimos a viajar a toda velocidad. Vailland ordenaba:
«¡Un cigarro!», Elisabeth lo encendía y se lo introducía entre los dientes. A
veces nos deteníamos y Roger pedía un whisky. Elisabeth se tomaba casi toda
su copa, él no protestaba y subía al coche deprisa. Me quería enseñar el
nacimiento del Sena: «Es un arroyo pequeñito». Estábamos en un bar vacío y
oscuro. Me contaba que hacía tiempo había escrito poesías, hablaba de
Rimbaud, de la muerte: «Forma parte de la vida. Es una mueca, nada más».
Luego me preguntó de golpe: «¿Se acuerda de los ojos de las ranas?». Yo le
contaba cosas de Hemingway y de España, de la rehabilitación de Meyerhold,
de Moscú. Anocheció. Roger pisaba el acelerador y de pronto las luces se
apagaron. Frenó bruscamente. Bajamos del coche. Encendí un cigarro y a la
luz de la cerilla vi su rostro, cubierto por unas gotitas de sudor. Llegamos a
Troyes y decidimos pasar la noche allí: por la mañana nos arreglarían las
luces. De repente reconoció: «Eso sí que daba miedo».
He llegado a la época por la que había empezado: el XX Congreso, el
otoño, Hungría. Uno de los amigos cercanos de Vailland me contó después que
Roger había pensado en suicidarse. Lo llevaba de un modo digno, sin ese
exhibicionismo espiritual que padecían algunos intelectuales de Occidente,
incluidos los amigos de Vailland, que abandonaban el Partido, volvían, se
marchaban otra vez y ponían todas sus angustias y dudas a la vista del público
en casi cada número de los semanarios de izquierdas. No obstante, Vailland
sólo llegó a firmar una de las múltiples declaraciones colectivas y lo hizo a
desgana, para, pasados unos años, reconocer en su diario que lamentaba
haberlo hecho. Quería apartarse en silencio y reflexionar sobre lo que le había
ocurrido no sólo a él sino también al mundo.
Elisabeth se lo llevó al sur de Italia, a Abruzzi. Allí escribió el que a mi
parecer es su libro más perfecto: La Loi; no digo que fuera el mejor, pero está
mejor hecho que los otros. En esta novela no hay ninguna explicación directa o
indirecta de lo que atormentaba a Vailland. Es una obra lúgubre que carece de
esperanza. El título alude a un juego extendido en el sur de Italia. Los
jugadores tiran los dados o juegan una partida de naipes. El que gana se
convierte en el amo. Tiene derecho a hablar o callar, a interrogar o contestar
por el interrogado, a alabar y condenar, a agraviar, maldecir, calumniar, pisar
la dignidad de los demás: los perdedores, sujetos a su ley, deben aguantarlo
todo sin protestar. Éstas son las reglas del juego de la ley.
El mismo juego maligno determina la vida de una pequeña ciudad. Hay un
hombre sabio, el terrateniente empobrecido don Cesare. Colecciona por
costumbre las reliquias de una ciudad griega otrora floreciente. Hace tiempo
que todo le parece «aburrido». En este juego ganan los peores. Tras la muerte
de don Cesare, el gánster Brigante llega a un acuerdo con la joven Marieta que
decide sentar cabeza y abrir un burdel para turistas extranjeros.
La novela fue galardonada con el Premio Goncourt. Los antiguos lectores y
admiradores volvieron a sentirse atraídos por Vailland: creían que don
Cesare, un anciano de setenta años, expresaba las opiniones del autor, a quien
también todo le parecía «aburrido».
Sin embargo, Roger continuaba cultivando plantas en su casa, escribiendo
y buscando respuestas a las numerosas preguntas que le seguían apasionando.
La ley de aquel juego cruel no se convirtió para él en la ley de la vida.
Pasaron tres años y me envió su nueva novela, La Fête. Ahora veo que
algunas de las frases están copiadas de su diario del 1956, por ejemplo, los
pensamientos del protagonista, el escritor Duc, que se va haciendo mayor: «De
pronto comprendió que después del XX Congreso del PCUS la historia había
entrado en una nueva fase sin que él se hubiera dado cuenta. […] Los hijos de
los bolcheviques dirigen un tercio del globo terráqueo y mandan cohetes a la
luna». El joven escritor Jean-Marc replica: «La revolución ha pasado de
moda». Duc contesta: «Sólo ha cambiado de nombre. Adoptará formas
inimaginables».
En noviembre del 1964, Vailland enfermó y estando ya muy grave escribió
el artículo «Elogio de la política» en el que decía: «Estoy harto de las
conversaciones sobre la planificación, el estudio de mercados, la cibernética,
las operaciones: son asuntos de expertos. Como ciudadano, quiero volver a
encontrar, quiero provocar con mis palabras acciones políticas (políticas de
verdad), quiero que todos volvamos a ser personas políticas».
A finales del febrero de 1965 estuve en París. Al regresar al hotel Pont
Royal, donde me solía hospedar y donde también se hospedaba Vailland
cuando iba a París por unos días, coincidí en el ascensor con un hombre que
me pareció extremadamente familiar. Me habló, le contesté confuso
preguntándome quién era. Bajó en el tercer piso, mi habitación estaba más
arriba. El botones del ascensor dijo: «Parece que usted no ha reconocido a
monsieur Roger Vailland». Bajé a su habitación enseguida: «¡Roger!». Me dijo
sonriendo: «Hay mucha gente que no me reconoce. He pillado algún tipo de
bronquitis vírica. Llevo tres meses así… Me dieron un tratamiento que me
provocó la caída del cabello, así que me rapé al cero».
Su cara estaba completamente roja, como si se hubiera quemado al sol
tropical. Su cabeza, sin la melena de siempre, parecía diferente. Pero los ojos
conservaban la chispa de antes.
Me dijo que se encontraba mejor, que había empezado una nueva novela.
Quería ir a Latinoamérica: allí la gente estaba levantando la cabeza, estaba
luchando… Se puso a hablar con la pasión de otros tiempos. De repente
empezó a toser. Y cuando me iba, me preguntó: «¿Qué tal están sus flores?
Esto lo entendemos de idéntica manera: sembrar, podar, ellas crecen, florecen,
luego mueren». Tras una pausa, añadió: «¿Se acuerda de las ranas del hoyo?».
Elisabeth le contó a Liuba que Roger sólo aguantaría hasta la primavera:
tenía cáncer de pulmón; ni los médicos ni ella misma se lo habían dicho.
Supongo que él tampoco quería indagar en el secreto médico, ya sabía el
suyo: «La muerte es la vida, su última mueca».
Murió en mayo de 1965, en una casita con rosas.
8
Los franceses dicen que los días se suceden pero no se parecen, lo mismo se
puede aplicar a los años. El año 1956 no se parecía a nada. Normalmente me
reprocho mi frivolidad, pero en aquella primavera, en aquel verano todos eran
extremadamente frívolos y todos albergaban esperanzas, listos y tontos,
honrados y deshonestos. Por supuesto, cada uno a su manera. Unos ponían sus
esperanzas en la memoria; otros, en el olvido. Había demasiadas esperanzas, y
las largas y complicadas conversaciones sobre el pasado terminaban siempre
con unas sonrisas. Roger Vailland lloró por no haber estado en las laderas del
Olimpo, sino en una sala de teatro. En cuanto a nosotros, no fuimos
espectadores de esa tragedia, sino sus actores, y no lloramos.
Por supuesto, la vida continuaba, la gente trabajaba, se enamoraba, se
separaba, enfermaba. Aquel año murieron Fadéiev, Brecht, Irène Joliot-Curie.
Pero el número 1956 me parece abstracto: es difícil unir los acontecimientos
que se sucedieron rápidamente, y me gustaría escribir sobre esa época sin
prestar atención al hilo narrativo para transmitir a los lectores el estado febril
en el que nos encontrábamos mis amigos, mis conocidos y yo.
A principios de la primavera se celebró en Estocolmo una sesión de turno
del Consejo Mundial de la Paz y constaté que el optimismo excesivo era una
enfermedad que no sólo padecían mis compatriotas. Todo el mundo hablaba
del desarme. El senador italiano Corona, cercano a Nenni, aseguraba que era
posible unir todas las fuerzas que defendían la paz en la lucha por el desarme.
Todos los ponentes, incluido el ministro del Agua chino, decían lo mismo y
todos sonreían.
En mayo Fadéiev se suicidó. En Moscú todo eran rumores: la gente quería
entender por qué una persona con una voluntad férrea de pronto se había
pegado un tiro. Aparecían versiones fantásticas. En el comunicado de prensa
se disponían a informar de que Aleksandr Aleksándrovich se había disparado
en el pecho estando borracho; sin embargo, los escritores sabían que en el
último mes no había tomado ni una sola copa; algunos protestaron, M. S.
Shaguinián hizo algunas llamadas telefónicas, amenazó con seguir el ejemplo
de Fadéiev. Finalmente, los periódicos informaron de su enfermedad crónica y
no intentaron explicar el suicidio con la embriaguez.
Estuve al lado de su ataúd en la Sala de las Columnas. Cuando muere una
persona, dejas de pensar en sus actos por separado, de pronto lo ves en toda
su grandeza, y me dolía que nos hubiera abandonado un gran escritor. Esa
muerte penetró como una sombra aquella primavera en la que casi todas las
personas con quienes me veía mostraban una actitud positiva.
A. E. Korneichuk me dijo que teníamos que consultar a N. S. Jruschov
algunas cuestiones relacionadas con la ampliación del Movimiento de los
Partidarios de la Paz; añadió que Nikita Serguéievich quería conocerme. Tras
quince minutos de conversación, cuando ya estaba a punto de levantarme,
Jruschov habló de mi libro El deshielo. Dijo que lo había leído por
casualidad, que no estaba de acuerdo en todo, y luego añadió: «No lo
entiendo, ¿por qué ellos empezaron a lanzar injurias contra usted?
Probablemente por el título. Pero el título es bueno». (No pregunté a Nikita
Serguéievich a quién se refería con «ellos»). Después Jruschov empezó a
contar cosas interesantes de Stalin que yo desconocía; pero no quiero
escribirlas aquí: fue una conversación privada. Cuando se cansó de hablar
(estuvimos juntos unas dos horas), intenté decir algo a favor de M. M.
Zóschenko, al que seguían culpando de supuestos delitos.
Jruschov frunció el ceño y dijo: «Zóschenko se porta mal». Resultaba que
se había quejado ante unos estudiantes ingleses en Leningrado. Entonces le
conté qué había ocurrido en realidad. Cierta delegación de una unión de
estudiantes inglesa fue a visitar la Unión Soviética. Tal vez hubieran
distribuido bien las becas entre los compañeros y éstos tuvieran
conocimientos de hockey o fútbol, pero su nivel de cultura general no era
demasiado alto. No obstante, en Moscú, quisieron hablar con S. Y. Marshak y
conmigo. Durante un tiempo me resistí, pero al final accedí y fui a la Unión de
Escritores. La manera de hablar de los estudiantes nada tenía que ver con una
conversación de caballeros. Yo les contestaba de forma brusca, y a Samuil
Yákovlevich se le cortaba la respiración. Me indignaba el hecho de que
hubieran convencido a dos escritores que ya estaban lejos de ser jóvenes para
ir a contentar las preguntas de unos jovenzuelos descarados. Después los
estudiantes partieron para Leningrado, donde exigieron mantener un encuentro
con Zóschenko. Mijaíl Mijáilovich intentó negarse, pero lo obligaron a asistir.
Uno de los estudiantes le preguntó si estaba de acuerdo con la valoración que
había hecho de él Zhdánov. Zóschenko contestó que Zhdánov lo había llamado
«canalla», y que él no podría vivir un día más si lo considerase merecido. De
allí surgió la versión ruin de que «Zóschenko se ha quejado a los ingleses».
N. S. Jruschov no era una persona diplomática y enseguida vi que no me
creía; además él mismo confirmó: «Yo dispongo de otra información». Me
marché con un regusto amargo: sus intenciones eran buenas, pero todo
dependía de a quién escuchaba y a quién creía.
A principios del verano llegó a Moscú un arquitecto brasileño con una
carta de mi amigo Jorge Amado. Lo recibieron bien y vio todo lo que un turista
extranjero podía ver. Estuvimos conversando largo y tendido, me preguntó qué
pensaban del XX Congreso los soviéticos de a pie. Al día siguiente, en una de
las bibliotecas de barrio, estaba programada una conferencia de lectores
dedicada a El deshielo. Le di las entradas a la joven traductora y le advertí de
que no dijera a quién acompañaba: «Siéntese en un rincón y traduzca
susurrándole al oído».
La conferencia fue interesante; la gente que no pudo encontrar sitio en la
sala se agolpaba en la calle, al lado de las ventanas abiertas. Los ponentes
contaban las cosas que habían vivido, hablaban de grandes cambios y de
esperanzas aún mayores. Recuerdo que todo el mundo se puso en guardia
cuando quiso intervenir un policía uniformado. Dijo que quería hablar como
lector y conmovió a todo el mundo con su historia: estaba haciendo guardia en
la Plaza Roja cuando se le acercó un viejo bolchevique que había vuelto de
Kolimá y le pidió ayuda para llegar al Mausoleo. «Había conocido a Ilich,
camaradas, por eso era…».
En un rincón estaban sentados una chica guapa y un joven que hablaban en
susurros todo el rato. Empezaron a enviarles notitas: «Váyanse», «Éste no es
sitio para declaraciones amorosas», «Basta, ¡fuera de aquí!». Acabada la
conferencia, vi al brasileño y a la traductora en la calle, rodeados de una
muchedumbre. Corrí hacia ellos, expliqué que había invitado al brasileño y
que la chica era su traductora, y la gente, que estaba a punto de propinar una
paliza a aquel joven robusto, empezó a abrazarlo. Y él me daba las gracias:
había entendido muchas cosas en una sola tarde.
A finales de junio fui a París para una reunión del buró del Consejo
Mundial de la Paz. El único tema de conversación era la ponencia de
Jruschov. Yo no entendía las razones de tanto revuelo, para mí era agua
pasada. Sólo a la mañana siguiente supe que el diario Le Monde había
publicado el texto de la ponencia. La mayoría de las personas con las que me
reunía se horrorizaban del pasado, pero albergaban esperanzas en el futuro.
Había otros también, uno incluso llegó a decirme: «¡Es un termidoriano
camuflado!».
Joliot-Curie se comportó de manera inteligente y logró unir a los
participantes de la sesión: era necesario el acercamiento de todas las fuerzas
que luchaban por la paz. La declaración decía: «El Consejo Mundial de la Paz
buscará mantener contacto permanente con todas las organizaciones que
trabajan para la causa de la paz. Su intención es establecer un diálogo con
estas organizaciones y realizar ciertas acciones comunes con ellas, basadas en
el respeto a las diferencias y a las posturas de cada participante. El Consejo
de la Paz considera que esta actividad debe realizarse al margen de los
gobiernos y de los partidos políticos y únicamente a favor de la causa de la
paz. Por su parte, el Consejo de la Paz emprenderá todas las transformaciones
y todos los cambios que puedan facilitar estas acciones comunes». El
compromiso que asumimos era muy importante, y parece que fue el único
intento de renovar y ampliar el movimiento. Sin embargo, cuatro meses más
tarde se produjeron cambios no sólo en la situación internacional, sino
también en las posturas de todos los participantes de aquella sesión.
A mi vuelta a Moscú, unos colaboradores de Literatúrnaia gazeta
vinieron a verme y me propusieron escribir algo sobre la poesía de Borís
Slutski: «Nuestro editor está de vacaciones y podremos publicar el artículo».
Escribí una pequeña reseña y la publicaron. Hablé del «valor ciudadano» de
la poesía de Slutski, que había escrito sobre la guerra reciente, sobre las
empleadas de comunicación y los prisioneros, sobre la vida dura y la
heroicidad del pueblo, sin redobles de tambores exaltados ni sentimentalismo.
«Cuando califico de popular la poesía de Slutski, me refiero a que lo inspira
la vida del pueblo, sus hazañas y penas, su trabajo pesado y sus esperanzas, su
cansancio mortal y su fuerza vital invencible». Me acordé de la musa de
Nekrásov, mencionando: «Claro que no intento comparar a un poeta joven con
uno de los más grandes de Rusia. Tampoco se parecen físicamente». Me
preguntaba por qué no publicaban ningún libro de Slutski, por qué su triste
poesía sobre un transporte militar tirado por caballos y hundido por los
alemanes sólo se había publicado en la revista infantil Pioner. Acababa el
artículo con las palabras de esperanza dictadas por el año: «Menos mal que ha
llegado el tiempo de la poesía».
El editor regresó de vacaciones y al cabo de diez días apareció en el
periódico un artículo firmado por un profesor de física de uno de los colegios
de Moscú. Dada su profesión, el autor del artículo probablemente no supiera
mucho de poesía, tampoco del idioma, pero, por lo visto, tenía la suficiente
seguridad en sí mismo para reprochar a Borís Slutski la falta de maestría e
incluso el dominio deficiente de la lengua rusa. Protestaba contra mi artículo:
«Es totalmente incomprensible su afirmación de que un poeta popular debe
cantar también cierto cansancio mortal del pueblo. No noto ese cansancio
mortal ni en mí ni en la gente que me rodea».
El tono del artículo, que llevaba por título «Lectores sobre la literatura»,
me resultaba muy familiar. También en la época de Stalin, cuando querían
denigrar a un escritor, publicaban opiniones individuales o colectivas de
profesores, fogoneros o agrónomos.
A finales de septiembre fui a Venecia, a la asamblea de la Sociedad
Europea de la Cultura, y allí presenté una ponencia titulada Sobre ciertos
rasgos de la cultura soviética. La sociedad me pareció algo provinciana. Su
alma era el profesor italiano Umberto Campagnolo. En su intervención habló
de política cultural empleando el lenguaje de casi todos los participantes de la
asamblea. (En conversaciones privadas, todos ellos —fueran filósofos,
juristas o sociólogos— hablaban de una forma mucho más sencilla). Muchos
rebatieron a Campagnolo, hablaron de cómo comprendían la palabra política
Platón y Aristóteles, de si se tenían que aplicar las categorías de Kant a la
moral de la sociedad moderna. Campagnolo replicaba a cada uno de ellos.
Luego empezaron a debatir sobre la influencia del colonialismo en la política
cultural; en ese punto los debates se volvieron más claros: algunos profesores
defendían a los colonizadores porque en la India habían ayudado a luchar
contra las epidemias y en África habían abierto las primeras universidades. Al
final, acabaron condenando el colonialismo. La mesa redonda que siguió a mi
ponencia fue pacífica: incluso personas de opiniones antisoviéticas procuraron
expresarse con cortesía, ése era el ambiente político de aquel entonces.
En la asamblea me encontré con dos amigos: el escritor francés Claude
Roy y el poeta alemán Stephan Hermlin. Por entonces Claude Roy era
comunista y después del XX Congreso había perdido el equilibrio mental. Mis
intentos de hacerle entrar en razón resultaron vanos, me hizo sufrir con sus
tormentos. Hermlin estaba tranquilo, me acompañó a Florencia, a Roma; por
lo visto las antigüedades italianas le parecían más actuales que los
acontecimientos de la primavera pasada.
Acabadas las sesiones, deambulé por las calles de Venecia. Es una ciudad
sorprendente: no hay coches. Por las noches los gatos se comen los restos de
pescado, se pelean, maúllan desesperadamente. Los reflejos verdosos
penetran en las habitaciones, incluso en las pupilas de los ojos. Los miembros
de la Sociedad de la Amistad con la Unión Soviética me invitaron a pasar una
tarde con ellos. Compartí con ellos mi optimismo. Mientras tanto, en mi
cabeza retumbaba la poesía que Mandelstam había escrito en su día en
Koktebel: «¡Adriática verde, perdona! | No te calles, dime, veneciana, | ¿cómo
evitar esta muerte festiva?».
La sesión de clausura de la asamblea tuvo lugar en Padua. Era la primera
vez que visitaba esa ciudad y pasé un largo rato delante de los frescos de
Giotto. Es imposible imitarlos, pues la humanidad tiene ahora una edad
diferente, pero sorprende ver cómo las obras de arte no envejecen: los frescos
de Giotto fueron pintados a principios del siglo XIV; todo ha cambiado desde
entonces, pero esta pintura sigue impresionándonos como impresionaba a los
peregrinos en su día.
Los días que me quedé en Roma trascurrieron en medio de conversaciones
con Moravia, Carlo Levi, Pratolini, Malaparte, Ungaretti, de comidas y cenas,
de discusiones sobre las raíces de las palabras y la textura de los óleos, o sea,
en medio de todo aquello sin lo que no se podía pasar un solo día en cualquier
ciudad europea. En Roma también tenía pendiente una conversación política
seria: cuando fui a ver a Joliot en junio, me dijo que los socialistas italianos
tenían previsto abandonar el Movimiento de los Partidarios de la Paz y me
pidió que hablara con ellos. Cuando Gian Carlo Pajetta oyó que quería ver a
Nenni, soltó una risita irónica: «Bueno, inténtelo».
Nenni vivía en una casa nueva; en la pared del salón colgaba un cuadro
pintado por un italiano que, al parecer, compartía la visión estética de A. M.
Guerásimov. Por lo demás, no hablamos de pintura: era difícil conversar con
Nenni sobre cualquier tema que no fuera la política. Era una persona educada,
agradable, pero un político de pies a cabeza. Lo vi por primera vez en España,
durante la guerra civil y, después, a partir del 1949, coincidimos a menudo en
diferentes conferencias y congresos por la paz. Tenía el don de resumir
perfectamente las intervenciones incoherentes de los diversos partidarios de la
paz y era el mejor moderador que había visto jamás: sabía cortar de forma
cortés pero categórica a la gente locuaz, ansiosa de decir verdades por todos
sabidas.
Primero Nenni se quejó de que Moscú no comprendía su postura y luego
dijo que los tiempos estaban cambiando, que los socialistas no podían seguir
con los comunistas y que quería unirse al partido socialdemócrata de Saragat.
No habló demasiado bien de sus futuros socios, pero como no se trataba de un
matrimonio ni de amor, no me sorprendió.
Cuando lo hubo soltado todo, le dije que la atracción hacia los
socialdemócratas no era obstáculo para que los socialistas italianos siguieran
colaborando en la lucha por la paz. Nenni prometió pensárselo y me invitó a
comer con él al día siguiente.
Me llevaron por la Via Appia Antica y el maravilloso paisaje me absorbió
tanto que casi me olvidé de la conversación que me aguardaba.
En el restaurante estaban Lombardi y Martino. Para mi sorpresa, Nenni fue
el que se mostró más colaborador: mencionó la última resolución del buró del
Consejo Mundial referente a la necesidad de la reorganización del movimiento
y aconsejó a Lombardi que fuera a la siguiente sesión. Lombardi no creía en la
reorganización pero accedió. Di el asunto por concluido y de regreso a Roma
pude admirar las antigüedades con toda tranquilidad. El otoño en Roma no era
dorado, sino plateado: del color de los olivos, y olía a rosas de té.
Pasé unos días en París y regresé a Moscú poco antes del comienzo de la
exposición de Picasso. En primavera, en la Sociedad Nacional de Relaciones
Culturales con el Extranjero se había organizado una Sección de los Amigos
de la Cultura Francesa y me habían elegido para presidirla. La exposición de
Picasso era uno de los primeros eventos de la sección. Nos costó mucho
organizaría. Aparte de los cuadros que estaban en el Ermitage y en el Museo
Pushkin, Picasso nos envió cuarenta óleos nuevos. En aquel momento, el
responsable de los asuntos artísticos todavía era A. M. Guerásimov e intentó
poner pegas a la exposición. Pero el año 1956 no se parecía a 1946, y la
exposición se inauguró.
En la tertulia dedicada al septuagésimo aniversario de Picasso, el escultor
Koniónkov leyó el mensaje del artista: «Hace tiempo dije que había llegado al
comunismo como a un manantial y que toda mi actividad creativa me había
llevado hacia él. Me alegro de que el amplio público pueda ver en Moscú una
exposición con mis últimas obras. De ahí he recibido cartas a menudo, algunas
de otros artistas. Aprovecho esta ocasión para expresarles mi cariño».
Durante el descanso un compañero me comentó que en la sala de
exposición había mucho jaleo, que habían tenido que llamar a la policía. Uno
de los visitantes gritaba: «¡Esto no es arte, sino una mamarrachada,
charlatanería!». Intentaron tranquilizarlo pero seguía armando bulla. Entonces
unos jóvenes lo echaron.
Aunque todo esto era la moraleja, el cuento vendría después.
9
Durante doce años, desde 1954 hasta 1966, fui diputado de diferentes zonas de
Latgalia, ocho de ellos por la ciudad de Daugavpils y los distritos vecinos.
Probablemente me tocaron estas secciones electorales porque en ellas vivía
gente de diversas nacionalidades: rusos, latgalianos, judíos, polacos,
bielorrusos, lituanos; en casi todas partes se hablaba ruso. Cuando llegué,
antes de las elecciones, a una aldea de viejos creyentes cerca de Daugavpils,
los koljosianos, barbudos y parecidos a los campesinos rusos de antes de la
revolución, me recibieron con una bandeja en la que había pan y sal. Decían:
«Gracias, señor, ¡han enviado a un ruso!». (Yo era «ruso», a diferencia de los
letones).
Un diputado del Soviet Supremo no debe gastar sus energías en las
sesiones cortas, donde escucha y vota, sino distribuirlas a lo largo del año:
atiende las peticiones de las autoridades locales y, con mucha más frecuencia,
las de votantes ultrajados por el destino; es abogado, intermediario,
representante. En Daugavpils pasé muchas fatigas y, al recordarlo, todavía
siento los chichones en la frente, tanto de las paredes que conseguí derribar
como de las que no). Resulta difícil calificar esta ciudad de próspera y
tranquila. Ha cambiado varias veces de denominación; en otro tiempo fue
Nevguin, después Dinaburg, luego Dvinsk y, tras la adhesión de Latgalia a
Letonia, pasó a llamarse Daugavpils. La han gobernado diferentes autoridades:
caballeros de la Orden de Lituania, la Rzeczpospolita, reyes suecos,
gobernadores rusos, el Soviet de Diputados obreros, la aizsargi de Ulmanis y,
finalmente, el gobierno soviético.
En la fortaleza de Dinaburg se consumió Wilhelm Küchelbecker Kiujlia,
sobre cuyo destino supimos al leer la novela de Tiniánov. En la ciudad
castrense vi una placa conmemorativa que recordaba esa vieja tragedia.
Durante casi un siglo y medio Dvinsk fue cabeza de distrito del gobierno de
Vítebsk y, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, estaban inscritas en el
censo ciento doce mil personas, más que en la Vítebsk provincial. Nunca
estuve en el Dvinsk de antes de la revolución y la juzgo por los libros y los
relatos de los antiguos habitantes. Un jubilado de Daugavpils recordaba
entusiasmado el año 1905: «Sabe, era un hervidero. Mítines de la mañana a la
noche. Recuerdo que tomó la palabra un bolchevique de nombre Aleksandr
(usaban nombres falsos), que se burló del zar como si fuera un pollito. Los
bolcheviques tenían un club adonde íbamos todos, incluso los soldados de la
fortaleza. Allí estaba el camarada Mefodi, sí, si ocurría un suceso
escandaloso, no iban a ver al comisario de policía, sino a Mefodi, ¡palabra de
honor! Cantábamos “A la lucha sangrienta, sangrada y justa, un paso, un paso
adelante, pueblo obrero…”.[1] Los mítines se organizaban en la plaza, en el
teatro, en la sinagoga. El rabino llegaba corriendo, gritaba “¡basta!”, pero no
había manera». (Después me enteré de que Mefodi era D. Z. Manuilski, con
quien había coincidido de joven en París).
Según datos oficiales, en 1914 había en Dvinsk cuatro teatros y tres cines.
El primer teatro ruso de Dinaburg se inauguró en 1857; un empresario, el
también actor Medvédev, escribió que Dinaburg era «la ciudad más pobre y
sucia de Rusia», pero los aficionados se encaminaban hacia el teatro por las
calles a oscuras.
Un tercio de los habitantes de la Dvinsk prerrevolucionaria era judío. Seis
semanas antes del inicio de la Primera Guerra Mundial llegó a la ciudad
Sholem Aleijem, que leyó sus relatos en el teatro. Escribió a uno de sus
amigos: «Recibimiento como el de Dvinsk no lo he visto en ninguna parte. La
estación estaba repleta de jóvenes judíos y habían cubierto de flores […], todo
el camino del vagón al coche. [… ] Los oficiales, los gendarmes, los policías
estaban extraordinariamente sorprendidos. Unos decían que había llegado un
famoso rabino, otros que seguramente se trataba del Chéjov o del Gorki de los
judíos». Asistió tanta gente a la velada que hubo que repetirla.
En Dvinsk nacieron los literatos soviéticos L. I. Dobichin, A. T. Kónonov
y Aleksandr Isbaj. Según la Enciclopedia Literaria, Dobichin —autor de tres
libros— era un escritor de talento, pero la crítica lo acusó de que «cargaba las
tintas lúgubremente al describir la realidad». En 1936, sin esperar la decisión
relativa a los traslados, Dobichin, que tenía cuarenta y dos años, se suicidó.
No sé cómo se desarrolló la vida de Kónonov. En cuanto a Isbaj soportó
muchas penas, lo acusaron de «cosmopolitismo» y lo enviaron a un campo de
concentración, donde los benderovtsy, que a su vez no apreciaban a los
«cosmopolitas» lo amenazaron de muerte; sin embargo, regresó con vida y
conservó su entusiasmo de antiguo komsomol.
Entre los años 1919 y 1940 Daugavpils decayó. Quedaron cuarenta mil
habitantes, se fueron los artesanos, los comerciantes, cerraron muchísimas
fábricas. La Gran Enciclopedia Soviética dice que, en tiempos de Ulmanis,
Riga consideraba a Latgalia «un país semicolonial». No se construyeron
edificios, excepto uno que debía demostrar a los habitantes de Daugavpils el
poder de Letonia; era un edificio con dos grandes salas —un teatro y una sala
de conciertos—, una piscina para practicar natación, un hotel y un museo. No
había crisis de vivienda, pues la población se había reducido hasta quedar
sólo un tercio.
Durante la guerra se destruyeron por completo mil seiscientas ochenta y
siete casas habitables y parcialmente mil cuatrocientas noventa. En 1914, en
Dvinsk, había seis mil trescientas casas habitables. Después de la Guerra
Patriótica dos tercios de las casas habían sido destruidas. Y la población
empezó a crecer. La verdad es que había menos oriundos de la ciudad. A los
judíos que no habían tenido tiempo de marcharse (Daugavpils fue ocupada por
los nazis el cuarto día de guerra) primero los trasladaron al gueto y después
los asesinaron en uno de los suburbios. Parte de los funcionarios de Ulmanis
huyeron a Suecia. En cambio, muchos soldados desmovilizados se
establecieron en Daugavpils: a uno los nazis le quemaron la casa; a otro le
mataron a la familia; un tercero, que se había desacostumbrado durante los
años de la guerra a la vida anterior, intentó instalarse en un lugar nuevo.
Cuando a principios de 1954 llegué por primera vez a Daugavpils, muchas
familias se hacinaban en sótanos oscuros, en barracones, incluso en refugios
militares donde la gente se había escondido de las bombas. A cada persona le
correspondían cuatro metros cuadrados de superficie habitable, poco más de
lo que le corresponde a un difunto en el cementerio.
Las casas destruidas fueron arregladas parcialmente. Los que tuvieron
suerte se las apañaron: unos recibieron un piso, otros se construyeron una
casita. En 1956 la media había subido a cinco metros por persona, en 1960 a
seis. Sin embargo, estas cifras no reflejaban la realidad: en la ciudad también
había quienes ocupaban pisos espaciosos y familias de cuatro o cinco
miembros que se ahogaban en seis metros cuadrados. Delante de mí no había
cifras, sino personas vivas que me esperaban desde bien temprano en el
vestíbulo. Casi todos los días recibía cartas con grandes letras torcidas que
clamaban: «Esto no es vida, estamos sufriendo y vamos a morir. ¡Sálvenos!».
Ahora tengo poco espacio debido a la gran cantidad de carpetas con cartas
de Daugavpils. Se apodera de mí una vieja angustia. He cogido al azar unas
decenas de ellas. L. Mickiewicz escribió: «Comprendo que usted también es
un hombre, aunque con muchos méritos». Contaba que vivía con su marido y
dos hijos en una habitación de once metros cuadrados, desde 1950 figuraba en
la lista de los más necesitados de vivienda y me escribía en 1958.
Dermidovich, un inválido, vivía en un desván de cinco metros cuadrados que
tenía una escalera vertical. Con él vivían su mujer y su hijo de cuatro años,
quien había caído dos veces por la escalera y había sufrido graves
magulladuras. En 1959 Dadikin, su mujer, sus dos hijos y un hermano se
instalaron en diez metros cuadrados. Sergueienko, portera del Instituto de
Pedagogía, vivía en casa de sus padres, donde se alojaban seis personas en
nueve metros cuadrados. El abogado Gein, de sesenta años, vivía con su
hermana mayor en un cuartucho; dormían por turnos en la única cama, pues no
había sitio para colocar otra, o a veces en taburetes; llevaba trece años en la
lista. Chumilova vivía en diez metros con su marido, enfermo de una
tuberculosis aguda, y sus tres hijos. En 1957 estaba en el número 689 de la
lista y en 1960 en el 676. «Según estas cuentas, conseguiré una habitación
treinta años después de mi muerte». Serguéieva habitaba una casa en ruinas: la
escalera se había derrumbado, la estufa no funcionaba; llevaba siete años
viviendo en esas condiciones. Pastore y su hijo vivieron durante seis años en
un cuchitril húmedo de cinco metros cuadrados. Escribí sobre ella, intercedí y
por fin le concedieron una habitación: «Ha salvado a mi hijo de una muerte
segura». Los ocho miembros de la familia Shútov se hacinaban en una
habitación ruinosa de cinco metros cuadrados. Demídov, actor del teatro
municipal, vivía junto con otros actores en una oficina de seis metros
cuadrados. Con ellos vivía una joven actriz que no pudo soportar aquellas
condiciones y se marchó a otra ciudad. La limpiadora Dmítrieva debía pagar
diez rublos al propietario de su rincón y ganaba treinta al mes. No tenía
marido, pero sí un hijo. Los Zhúkov y su hijo disponían de cinco metros
cuadrados, junto a la instalación de la cocina. Skreba, antigua resistente
durante la ocupación alemana, vivía con su marido y sus tres hijos en seis
metros cuadrados. A. A. Antsains escribió: «Vivo con mi madre, que tiene
setenta y tres años, en un cuchitril; tres hijos de mi madre murieron en la
Guerra Patriótica, el cuarto sufrió una contusión y quedó inválido. ¿No es
ridículo que en cinco años sólo hayamos avanzado cuatro puestos?». La
trabajadora de El Mueblista Rojo suplicaba: «No puedo vivir por más tiempo
con mi marido y un bebé de cuatro meses en una despensa». El marido de
Sozonenkova había muerto, ella trabajaba y recibía doscientos treinta rublos
(antiguos) al mes, de ellos pagaba sesenta al dueño de la habitación en la que
se alojaban y quince por la luz. Vivía fuera de la ciudad y el trayecto en
tranvía hasta su puesto de trabajo le costaba quince rublos; tenía un hijo
pequeño: «Me quedan ciento treinta y cinco rublos, nos resulta imposible vivir
con eso. Ahora es invierno, hace frío, no tenemos calefacción. ¿Qué vendrá
después?». A Mosliakova le dieron diez metros cuadrados, pero en una casa
en ruinas, con la estufa averiada y la puerta de cristal; con ella vivía su padre
de ochenta y tres años y un niño enfermo. Los pedagogos Semiónov y su hija
de ocho años vivían a cuatro kilómetros de la ciudad, en siete metros
cuadrados. Pero basta de contar metros cuadrados y medir la pena humana,
podría citar cientos de quejas similares, pero no estoy escribiendo un informe
al presidente del Comité Ejecutivo, sino un libro de memorias. Que el lector
se imagine en un metro cuadrado o dos no le hará tener ganas de leer unas
memorias, sino de ahorcarse, tal y como hizo un obrero de una fábrica de
Daugavpils.
En 1957, en un pleno del Soviet urbano, se tomó esta resolución: «El
Comité Ejecutivo del Soviet urbano ha incurrido en serios errores en la
distribución y asignación de superficies habitables. Con frecuencia las
viviendas se han concedido a los ciudadanos sin seguir el orden establecido.
Así, este año, de las ciento once familias que han recibido vivienda, cuarenta
y cuatro no constaban en la lista». Las autoridades locales me explicaron que
se veían obligadas a conceder pisos a los especialistas, a los trabajadores de
los soviets y del Partido que enviaban de Moscú y Riga. Probablemente
también se cometieron abusos. Propuse muchas veces que las listas en orden
estuvieran colgadas en la sede del Comité Ejecutivo, así todos podrían
comprobar a quién se le daba un piso o una habitación en las casas
construidas, pero mis propuestas eran desestimadas una y otra vez. Sin
embargo, la cuestión no eran las rebanadas de pan erróneamente distribuidas,
sino la escasez de harina. Desde 1960 se han empezado a construir más
viviendas y la situación ha mejorado ligeramente.
(Por supuesto, todo es relativo: según el certificado que me presentó el
Comité Ejecutivo el primero de agosto de 1960, en Daugavpils vivían mil
doscientas sesenta y siete personas en casas en ruinas y pendientes de derribo,
y en la lista para recibir una vivienda figuraban tres mil trescientas treinta y
seis almas; por consiguiente, sólo cuatro mil seiscientas tres personas vivían
hacinadas, pero estaban construyendo casas, de modo que para los
desdichados habitantes de chabolas y desvanes había una esperanza).
Más de una vez me dirigí al presidente del Consejo de Ministros de la
URSS y al secretariado del Comité Central (en 1954, en 1957 y en 1960),
pidiéndoles que aceleraran la construcción de casas habitables y de industrias
que dieran trabajo a las mujeres.
En 1957, en las factorías, fábricas y diferentes talleres de Daugavpils
trabajaban en total ocho mil cuatrocientas personas, pero pedían empleo seis
mil más, principalmente mujeres que no podían cavar la tierra o arrastrar
piedras. Respaldé la petición del comité local y del Comité Ejecutivo del
Soviet urbano de construir una fábrica de relojes, una fábrica de cables y una
importante planta de punto, de ampliar la fábrica «de utensilios eléctricos», El
Mueblista Rojo y el matadero. Una parte de las propuestas fue aceptada, y esta
cuestión extraordinariamente grave empezó a resolverse.
El problema de las pensiones seguía siendo serio: la mayoría de los viejos
habitantes de Daugavpils no poseía documentos de su trabajo anterior. Tengo
ante mí uno de los últimos casos: a T. D. Trofímov le asignaron una pensión en
1950, pero diez años después dejaron de pagársela: revisaron sus documentos
y declararon que le faltaban tres meses de trabajo. El anciano tenía ochenta y
tres años y ya no podía trabajar más. Quedó claro que el departamento de la
Seguridad Social había quemado los documentos durante la evacuación. El
asunto pasó al ministerio letón y un año después reconocieron que la culpa era
del departamento y quedaron satisfechos con las declaraciones de los testigos:
empezó a recibir, como indicaba el documento, «30 rublos y 71 kopeks».
En ocasiones yo ayudaba a las autoridades locales. Conseguí, por ejemplo,
cuatro kilómetros de rieles para arreglar las vías del tranvía. A veces me vi
obligado a combatir contra prácticas aprendidas en una época anterior.
Parques y jardines se encontraban en un estado lamentable, me respondían:
«No hay medios». Mientras tanto, el dinero asignado para crear zonas verdes
en la ciudad se gastaba en relojes que poco después se detenían. Iluminaron
como si fuera Broadway la plaza central junto al hotel y la calle que llevaba a
la estación, pero las calles de las afueras no tenían luz y los bromistas las
llamaban «las calles de los esguinces». Al respecto de esto escribí en el
periódico local un artículo que no gustó a todos. Hasta la una del mediodía no
se podía desayunar en la ciudad: los restaurantes preferían las horas
vespertinas, cuando los visitantes no bebían té, sino vodka. En el hotel no se
ofrecía nada a los comisionados. Claro que esto son menudencias en
comparación con los problemas de trabajo y vivienda.
¿Por qué he dedicado a Daugavpils un capítulo que quizá resulte aburrido
para el lector? En esta desafortunada ciudad conocí el lado oculto de la vida.
Rondaba los setenta años, y vi infelicidad y progresos, el sudor de la gente y
montañas de papel en las oficinas: un escritor debe conocer todo. He visto a
autores jóvenes que tras escribir un libro bueno y dar el salto a Moscú,
empiezan a viajar a Yalta en trenes internacionales y a tratar sólo con sus
colegas. No es de extrañar que no vuelvan a escribir nada bueno. Hay que
aprender también en la vejez, de lo contrario acabaremos muriendo mucho
antes de la muerte.
Estoy contento de haber participado en la vida diaria de una ciudad que me
asignaron, no sé por qué, precisamente a mí. Conozco a filósofos que, tras leer
estas cosas, se dan la vuelta desdeñosamente: «Eso son asuntos sin
importancia». Normalmente tales razonamientos parten de personas con ideas
muy progresistas pero con pereza moral. No existen asuntos sin importancia:
existe el trabajo y la ociosidad, existe la colaboración y el frío en el corazón.
Por eso también he escrito sobre Daugavpils.
16
En otoño del año 1959 a menudo me decía que debía sentarme a la mesa y
empezar a escribir un libro de recuerdos; le daba vueltas al plan del libro y,
como solía hacer, postergaba la hora de ponerme a trabajar. Durante unos
meses me tranquilicé pensando que debía defender mis ideas sobre la
necesidad del desarrollo armónico del hombre, sobre el papel del arte en la
educación, de la cultura en las emociones.
Por supuesto, yo había sido culpable en el pasado: publiqué en
Komsomólskaia pravda una carta sobre la ruptura de una estudiante, a la que
llamaba Nina, con su amado Yuri, un buen ingeniero que sin embargo era la
versión moderna de «un hombre enfundado».[1] Para mí lo más importante no
era su indiferencia ante el arte, sino su primitivismo espiritual y su aridez. No
por casualidad se reía del relato de Chéjov La dama del perrito que había
emocionado a la estudiante: «Cuando yo intentaba aclarar con él nuestra
relación, él se salía de sus casillas o sonreía, decía que yo complicaba todo a
propósito». Él reducía los sentimientos a un lugar donde vivir y a
«inscribámonos en el registro». Enviaba dinero a su madre, pero cuando ésta
quiso ir a verlo, él no accedió, le explicó a su enamorada que su madre era
«buena, pero ignorante, así que no hay de qué hablar con ella». Todos los
intentos de la estudiante de leerle poemas de Blok o de llevarlo al Ermitage
acababan en fracaso: «Debemos ser personas de la era atómica».
Nunca pensé que mi artículo provocaría polémica. Sin embargo la
juventud empezó a debatir: la culpa de la guerra que se desató la tuvo, a mi
parecer, el hombre que envió a Komsomólskaia pravda una carta en la que
dejaba a un lado los defectos del ingeniero Yuri y trasladaba la discusión a
otro plano: ¿necesitan el arte nuestros contemporáneos? El autor de esta carta,
el ingeniero I. Poletáiev, era especialista en cibernética.
Al hablar de mi viaje a Estados Unidos en la primavera de 1946 he
mencionado que en Nueva York mi viejo amigo R. O. Jakobson estuvo toda
una noche hablándome de una ciencia recién nacida y de las «máquinas
pensantes». Dos años después el matemático Wiener enumeró los problemas
que podía resolver la cibernética. No sé por qué en la época de Stalin la
cibernética era para nosotros charlatanería: quizá el deseo de enseñar a la
gente a pensar iba unido a la desconfianza o el miedo hacia las «máquinas
pensantes». Comprendo totalmente la amargura de I. Poletáiev y de su amigo
mayor, el profesor A. A. Liapunov, al ver el trato que daba nuestro país a la
cibernética.
Cuesta más comprender por qué I. Poletáiev no atacó a los verdaderos
culpables, sino al arte: otra vez en lugar de un príncipe hemos creado a un
muchacho pobre. En su carta a propósito de mi artículo Poletáiev escribió:
«No tenemos tiempo para exclamar “¡Oh, Bach! ¡Oh, Blok!”, si se han
quedado anticuados y no están a la altura de nuestra vida. Una sociedad en la
que hay muchos Yuris prácticos y pocas Ninas es más fuerte que una en la que
hay muchas Ninas y pocos Yuris».
Hay que decir que en la carta de Nina no había ni una palabra sobre la
música de Bach y esa mención era para mí un misterio. Me contaron unos
amigos que estuvieron recientemente en la ciudad académica cercana a
Novosibirsk, donde ahora trabaja I. Poletáiev, que a éste le gusta la música.
Quizá su afición a las obras de Bach le hizo mencionar al genial compositor
que compuso doscientos años atrás, cuando no había ni era atómica ni «culto a
la personalidad», o quizá simplemente le gustó la combinación «¡Oh, Bach!
¡Oh, Blok!». No lo sé.
Yo no había escrito acerca de la supremacía del arte sobre las ciencias
exactas, sino sobre la necesidad de desarrollar la cultura de los sentimientos,
es decir, de lo que he expuesto en la sexta parte de este libro: no se puede
caminar hacia delante a la pata coja. Sin embargo, la discusión pasó a las
cuestiones brevemente formuladas por I. Poletáiev: el arte ha envejecido, las
personas prácticas no tienen tiempo para deleitarse con Bach y Blok, una
sociedad en la que cada uno tiene una especialidad y un trabajo propio es más
fuerte.
En 1959 ya tuve ocasión de darme cuenta de que en las veladas literarias
las preguntas y comentarios los formulaban personas más bien ingenuas y
bobas, y no juzgué el nivel de nuestra juventud por las miles de cartas que
recibió la redacción o yo personalmente. Los partidarios de I. Poletáiev eran
pocos, una decena más o menos. El ingeniero Petrujin escribió: «¿Cómo puedo
deleitarme con Bach o con Blok? ¿Qué han hecho por Rusia o por la
humanidad?». El agrónomo Vlasiuk aseguraba: «Hay que entender el arte, pero
ya ha pasado el tiempo de entusiasmarse con él». El capitán de navegación de
altura M. Kushnariov intentaba demostrar tolerancia: «Yo lo veo así: si le
gusta la música de Chaikovski, vaya y escúchela; si le gusta Blok, lea y
disfrútelo, pero no arrastre a los demás. ¿Acaso alguien piensa que vamos a
dar palmas y a deleitarnos con sinfonías?».
Todas las cartas de los seguidores del ingeniero Poletáiev manifestaban un
nivel bajo de desarrollo espiritual: la repetición de la combinación absurda de
los nombres de Bach y Blok y la pregunta de qué había hecho Bach por Rusia,
incluso el estilo «lea y disfrútelo». Sin embargo, las cartas de los defensores
del arte no eran mejores que la de sus detractores. Miles de ellos se
inquietaban creyendo que Poletáiev quería impedirles ir al teatro o leer poesía
en un momento difícil. El argumento fundamental era el siguiente: a V. I. Lenin
le gustaba escuchar la Appassionata y eso no le había impedido fundar el
Estado soviético. Para la mayoría la Appassionata era un concepto abstracto
que se les había quedado grabado gracias las memorias de Gorki. Una
komsomolka escribía que el hombre se llevará una rama de lilas incluso al
espacio; esto me recordó las disputas de los komsomoles de principios de la
década de 1930: se preguntaban si necesitaban una rama de cerezo aliso,[2]
aunque años ha nadie pensaba en el espacio. Éstas son frases de las cartas, que
se repetían de varias maneras: «¿Cómo pueden envejecer Pushkin, Tolstói,
Chaikovski, Repin?» o «No veo nada vergonzoso en ir esta noche a ver
Eugenio Oneguin». Una carta reproducida en el periódico me sorprendió
profundamente. Un joven escribía que estaba enamorado de una chica, a ella le
gustaba la música y él tuvo que ir con ella a un concierto, al principio no
comprendía nada, se aburría, pero después comprendió, descubrió un mundo
nuevo, y aunque la chica le confesó que amaba a otro, él va a estarle
agradecido hasta el fin de sus días.
Uno de los participantes en el debate aconsejaba: «No hay que enemistar
las matemáticas con la música». Dicho sea de paso, es difícil que se enfrenten.
De joven Einstein era un apasionado del violín y hasta el fin de sus días amó
apasionadamente la música sinfónica, encontrando en ella algo común a las
matemáticas. Los científicos no han ido nunca en contra del arte. A Joliot-
Curie le gustaba la música y la pintura; cuando se vio obligado a quedarse
varios meses en un hospital, empezó a dibujar paisajes. Irene Joliot-Curie se
interesaba por la poesía. Bernal me hablaba admirado del poeta y místico
inglés John Donne y de pintura.
Durante el debate moscovita el físico A. I. Alijanov escribió: «Sin
embargo, si el estímulo de la actividad intelectual de un hombre fuera sólo la
utilidad, entonces la fuerza que hace progresar la ciencia desaparecería. El
estímulo que lleva a la ciencia y al arte está expresado de un modo pintoresco
en el siguiente episodio: al académico Ambartsumián, as trofísico, le
preguntaron: “¿Cuál es la utilidad de la astrofísica?”. A esta pregunta él
respondió: “El hombre se diferencia del cerdo básicamente porque a veces
levanta la cabeza y mira las estrellas”. El estímulo que hace al hombre pensar
no sólo en el alimento o en la continuación de su especie ha conducido
también al nacimiento de las ciencias y del arte». (Quiero añadir que en los
años en que la pintura auténtica estuvo desterrada de nuestra vida muchos
físicos importantes compraron lienzos de Falk, de Lentúlov, de Filónov y de
otros pintores prohibidos).
¿En qué se basaba el ideal propuesto por Poletáiev y sus partidarios poco
competentes? ¿En el utilitarismo? Bazárov decía que un químico aceptable era
más útil que veinte poetas. En 1860 esto sonaba a un reto para liberales,
terratenientes que hablaban sobre la belleza de la vida. Ahora hay un país
grande y técnicamente desarrollado, Estados Unidos, donde todos saben que
ser no sólo un químico eminente, sino también un ingeniero vulgar es mucho
más útil que escribir versos. Con la «americanización» no soñaban nuestros
científicos, sino algunos técnicos educados en una única dirección y marcados
por la aridez espiritual y la pereza interior.
La polémica tenía una parte de pelea. Cuando los komsomoles organizaron
un debate al cual habíamos prometido acudir Poletáiev y yo, la sala estaba a
rebosar de los hinchas de los dos bandos frenéticos. Los partidarios de
Poletáiev habían traído un sintetizador; lo estuve escuchando atentamente,
tenía elementos de la música contemporánea occidental; pero los mismos
partidarios de Poletáiev gritaban espantados: «¡Ya basta!», por lo visto sus
gustos eran completamente tradicionales.
Al reflexionar ahora sobre las discusiones de los años 1959 y 1960, me
doy cuenta de que nuestra juventud no comprendió su tono trágico: la afición al
arte en la segunda mitad de nuestro siglo no ha decaído, más bien se ha
reforzado. Lo atestiguan el aumento de las tiradas de las novelas en todo el
mundo, la numerosa asistencia a las exposiciones de pintura, a los conciertos
de música sinfónica, al teatro, al cine, incluso a las veladas literarias. (No
obstante, el listón de las obras después de la guerra está cayendo
constantemente). Los principales pintores de Francia, de Italia o de nuestro
país, que determinaron el nivel del arte en la primera mitad del siglo, han
muerto.
22
PERIÓDICOS
REVISTAS
Babaievski, Semión,
Bábel, Isaak Emmanuílovich,
Bach, A. N. (diputado soviético),
Bach, Johann Sebastian,
Bach, Lidia,
Baden, Maximiliano de,
Badina, Vera Stepánovna,
Badoglio, Pietro,
Bagautdínov, Ibrahim,
Bagramián, Iván,
Bagriana, Elizaveta (Belčeva),
Bagritski, Eduard,
Bakst, Léon,
Bakunin, Mijaíl,
Baler (brigadista),
Balfour, John,
Baliga (profesor),
Balmont, Konstantín Dimítrievich,
Baltrusaitis, Jurgis Kazimírovich,
Balzac, Honoré de,
Baratinski, Evgeni,
Barbusse, Henri,
Bardin, Iván Pávlovich,
Barenboim, Aleksandr M.,
Barga, Corpus (Andrés García de Barga y Gómez de la Serna),
Barrès, Maurice,
Barth, Karl,
Barthou, Jean Louis,
Barto, Agnia,
Barvinski, Janek,
Barzini, Luigi,
Bassols, Narciso,
Bat’a, Tomáš,
Batista, Fulgencio,
Bátov, Pável Ivánovich (Fritz),
Baty, Gaston,
Baudelaire, Charles,
Baudouin, Paul,
Bauman, Nikolái Ernéstovich,
Bazánov, Nikolái Ivánovich,
Beaumont, Germaine,
Beauvoir, Simone de,
Beaverbrook, lord (William Maxwell Aitken),
Bebel, August,
Becher, Johannes R.,
Beck, Józef,
Becker, A. K.,
Bedel, Maurice,
Bedni, Demián,
Beethoven, Ludwig van,
Béjterev, Vladímir,
Bek, Aleksandr Alfredovich,
Bélaia, Raísa,
Beletski, Andréi Aleksándrovich (helenista),
Beliakov (sargento),
Belinski, Visarión,
Belkevich (sargento),
Bel-Kon-Liubomírskaia, Bella Otero véase Otero, Agustina,
Bellay, Joachim du,
Belleau, Rémy,
Beloboródova, Nadiezhda,
Beloboródov, Serguéi,
Beloselski, príncipe,
Belova, Angelina Petrovna,
Belov, I. P. (Karlo Lukanov),
Benda, Julien,
Bénder, Ostap,
Benedíktov, Vladímir,
Beneš, Edvard,
Ben Gurión, David,
Benois, Aleksandr,
Benoît, Pierre,
Benton, William,
Béraud, Henri,
Berceo, Gonzalo de,
Berdiáiev, Nikolái,
Berezark (disidente),
Berezkin, Makasha,
Bergantín Gutiérrez, José,
Bergelson, David,
Bergery, Gaston,
Bergholz, Olga Fiódorovna,
Bergson, Henri,
Beria, Lavrenti Pávlovich,
Bernal, John Desmont,
Bernanos, Georges,
Bernard, Claude,
Bernard, Émile,
Bernard, François,
Bernard, Tristan,
Berzin, Yan (Grishin),
Besedovski, consejero,
Beshkov, Iliá,
Beskin, O. (crítico),
Bessónov,
Bethmann-Fíollweg, Theobald von,
Bevin, Ernest,
Bezimenski, Aleksandr I.,
Bialik (disidente),
Bíbikov, coronel,
Bidault, George,
Biebl, Konstantin,
Bieli, Andréi (Borís Nikoláievich Bugáiev),
Bierut, Bołeslaw,
Bilij, Malia,
Bismarck, Otto von,
Blagoi, Dmitri,
Blake, William,
Blanchard, María, Blavátskaia, Helena Petrovna,
Blech, René,
Bleiman, Edie,
Blériot, Louis,
Bliumkin, Yakob,
Bloch, Jean-Richard,
Bloch, Joseph,
Blok, Aleksandr,
Blomberg, Harry,
Bloss, Guillermo,
Bloy, Léon,
Blume, Isabelle,
Blum, Léon,
Blum, René,
Bóbrinskaia, condesa,
Boccaccio, Giovanni,
Bogatiriov, Piotr Grigórievich,
Bogoliépov (ministro de Instrucción Pública),
Bogomólov, A. J. (embajador soviético en Francia),
Böhr, Niels,
Bolívar, Simón,
Bondone, Giotto di,
Bongartz, Heinz,
Bonnard, André,
Bonnard, Pierre,
Bonnaure (diputado),
Bonnet, Georges,
Bontempelli, Massimo,
Borbón-Parmay Braganza, Francisco Javier de,
Borísovna, Evguenia,
Borsari (ayudante del secretario general del Consejo Mundial de la Paz),
Borzenko, S. (corresponsal de Krásnaia zvezdá),
Bossoutroux (radical),
Bostunich, Grigori,
Botticelli, Sandro,
Bouilhet, Jean,
Boulier (abad),
Bourget, Paul,
Boyd Orr, John,
Boy-Zeleński, Tadeusz,
Brady, Saint Elmo,
Brailsford, Henry Noel,
Brainin, Ruben,
Brandenberg, Karl,
Branden, Franz van den,
Brandes, Georges,
Brandys, Kasimierz,
Branting, Georg,
Branting, Hjalmar,
Braque, Georges,
Brave (sastre),
Brecht, Bertolt,
Bredel, Willi,
Brehm, Alfred,
Brek, Feofan,
Breton, André,
Briand, Aristide,
Brik, Liliá Yúrievna,
Brik, Ósip,
Briliant véase Sokólnikov, Grigori Yákovlevich,
Briúsov, Valeri Yákovlevich,
Brod, Max,
Brodski, Isaak Izrailevich,
Brodski (patrón de fábrica),
Broglie, Louis de,
Broniewski, Władysław,
Bron, padre (máxima autoridad de la Iglesia católica de Moscú),
Brovka, Petrus,
Brovman (disidente),
Bruère, Gaston,
Brüning, Heinrich,
Buber, Martin,
Buchole, Rosa, Budionni, Semión,
Bugáiev,
Borís Nikoláievich véase Bieli, Andréi Bugáiev, Nikolái V.,
Builov, Mitia,
Bujarin, Nikolái Ivánovich,
Bulgákov, Mijaíl A.,
Bulganin, Nikolái Aleksándrovich,
Bullitt, William Christian,
Bülow, Bernhard von, Bunin, Iván Alekséievich,
Buñuel, Luis,
Burdeini, A. S.,
Buré, Émile,
Burenin, Viktor Petróvich,
Burguiba, Habib ibn ‘Ali,
Burhop, Eric Henry Stoneley,
Burian, Emil František,
Burliuk, David Davídovich,
Búrtsev, Vladímir Lvóvich,
Busch, Ernst,
Buxbaum, Edgar,
Byrnes, James Francis,
Byron, George Gordon,
Cabanellas, Miguel,
Cachin, Marcel,
Cadorna, Luigi,
Caillaux, Joseph,
Calder, Alexander, Calderón de la Barca, Pedro,
Caldwell, Erskine,
Calmette, Albert,
Calvino, Italo,
Campagnolo, Umberto,
Campesino, el, véase González, Valentín,
Camus, Albert, Canaletto (Giovanni Antonio Canal),
Capablanca, José Raúl,
Capa, Robert,
Capek, Karel,
Capitant, René,
Carbuccia, Horace de,
Cárdenas del Río, Lázaro,
Carlos XII de Suecia,
Carnot (pintor),
Carra, Carlo,
Carracci, Annibale,
Casado López, Segismundo,
Casanova, Giacomo Girolamo,
Casanova, Laurent,
Casares Quiroga, Santiago,
Cassidy, Henry,
Cassou, Jean,
Castañón, Silverio,
Castro, Fidel,
Castro, Isaac Florencio Baltasar,
Castro, Josué de,
Cathala, Jean,
Catroux, Georges,
Cavalieri, Lina,
Cazotte, Jacques,
Céline, Louis Ferdinand (Louis Ferdinand Auguste Destouches),
Cendrars, Blaise,
Cervantes Saavedra, Miguel de,
César Augusto,
Cézanne, Paul,
Chaadáiev, Piotr Yákovlevich,
Chagall, Marc,
Chaikovski, Piotr Ilich,
Chakovski, Aleksandr Borísovich,
Chalif, Edda,
Chamberlain, Neville,
Chamfort (Sébasden-Roch Nicolás),
Champenois, Jean,
Chamson, André,
Chanchibadze (general),
Chamal (pintora),
Chapáiev, Vasili Ivánovich,
Chaplin, Charles,
Charents, Yeghishe,
Chatski, Ekaterina,
Chautemps, Camille,
Chauvin (empresario francés),
Chejonte véase Chéjov, Antón Pávlovich,
Chejotin, S. S. (profesor, discípulo de Pávlov),
Chéjov, Antón Pávlovich,
Chelpánov, Gueorgui Ivánovich,
Chénier, André,
Chen Shen,
Chepurchenko, P. L. (habitante de Piriatin),
Cherniajovski, Iván Danílovich,
Cherniavski, L.,
Chernishevski, Nikolái Gavrílovich,
Chernov, Mijaíl Aleksándrovich,
Chernov, Víktor,
Chesterton, Gilbert Keith,
Chevalier, Maurice,
Chiang Kai-shek,
Chiappe, Jean Baptiste,
Chicherin, Gueorgui Vasílievich,
Childs, Marquis William,
Chiorni, Sasha,
Chirico, Giorgio de,
Chírikov, Evgueni,
Chjeídze, Nikolái Semiónovich,
Chlénov, Semión Borísovich,
Chmil, Iván Vasílievich,
Chopin, Frédéric,
Chu Bao,
Chujnovski (piloto),
Chukovski, Kornéi,
Chulkov, Gueorgui Ivánovich,
Chulovski (ferroviario),
Chumachenko, Ada,
Churchill, Winston,
Chu Ven-po,
Chuzhakov (pintor),
Citroën, André-Gustave,
Clair, René,
Claudel, Paul,
Clausson, Axel,
Clemenceau, Georges,
Clementis, Vladímir,
Cocteau, Jean,
Coffee (congresista),
Cohn, Harry,
Colin, Paul,
Comorera i Soler, Joan,
Companys i Jover, Lluís,
Condorcet, Nicolás (Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat),
Confucio,
Conradi, Moritz,
Constantinescu (terrateniente rumano),
Copic (brigadista yugoslavo),
Coquelin, Benoît-Constant,
Corneille, Pierre,
Corona (senador italiano),
Corot, Jean-Baptiste Camille,
Cosyns (profesor),
Cot, Pierre,
Coty, François,
Courbet, Gustave,
Craig, Edward Gordon,
Crevel, René,
Croce, Benedetto,
Curie, Marie,
Curnonski véase Sailland, Maurice Edmond,
Curzon, George Nathaniel,
Dabit, Eugène,
Daguerre, Louis,
Dahl, Roald,
Daladier, Édouard,
Dalcroze, Émile-Jacques,
Dalen (físico e ingeniero),
Dalí, Salvador,
Dangúlov, S. A. (secretario de la embajada soviética en Rumania),
Danin (crítico),
D’Annunzio, Gabriele,
Dante,
Danton, Georges-Jacques,
Dariévskaia, Vera,
Darío, Rubén,
Darían, François,
Darr, John,
David, Jacques-Louis,
Davídov, Denis,
Davídov, Dmitri,
Davídov, Víktor Mijáilovich,
Davies, John Edward,
Davies, S. O. (diputado),
Davison (ministro británico),
Dazziaro (anticuario de Moscú),
Déat, Marcel,
Debré, Michel,
Debû-Bridel, Jaques,
Debussy, Claude,
De Chambrun (diputado),
Dédov (soldado soviético),
Degas, Edgar,
De Gaulle, Charles,
Deineka, Aleksandr,
Dejean, Maurice,
Dekobra, Maurice (Maurice Tessier),
Delacroix, Eugéne,
Delektórskaia, Lidia S.,
Della Robbia, Lúea,
Dembowski, Jan,
DeMille, Cecil Blount,
Demóstenes,
Denikin, Antón Ivánovich,
Denísieva, Elena Aleksandrova,
Denis (teniente),
Dennis, E.,
Derain, André,
Dérouléde, Paul,
Derville (teniente),
Déry, Tibor,
Derzhavin, Gavrila Romanovich,
De Santis, Giuseppe,
Descartes, René,
De Seynes (teniente),
De Sica, Vittorio,
Desnos, Roben,
Deterding, Henry,
Deterding, Lydia,
Deutsch, Julius,
Diáguilev, Serguéi,
Díaz, Porfirio,
Díaz Ramos, José,
Dickens, Charles,
Diderot, Denis,
Dienne, Raymond,
Dietrich, Marlene,
Dilevski (pintor),
Dimítrov, Georges,
Ding Ling (Jiang Wei),
Dirac, Paul,
Diriks, Karl Edvard,
Divilkovski (diplomático),
Dmitri (estudiante y miliciano revolucionario),
Dmítriev (corresponsal de Riech),
Dmítrieva, Elisaveta Ivanovna véase Cherubina de Gabriak Dmitrievski
(desertor),
Dmitrov, Gueorgui,
Dobichin, Leonid Ivánovich,
Döblin, Alfred,
Dobrovein, Isain,
Dobrowolski (poeta),
Dobrushin, Yekhezkel,
Dodd, William Edward,
Dolci, Danilo,
Dolgoruki, Yuri,
Dollfuss, Engelbert,
Dolmatóvskaia, Sofia Grigórievna,
Dolmatovski, Evgeni,
Dommanget (diputado francés),
Domontóvich, Mijaíl Alekséievich,
Donatello,
Donini, Ambrogio,
Dönitz, Karl,
Donne, John,
Donskói (coronel),
Doriot, Jacques,
Doroshévich, Vías Mijáilovich,
Dosekin, Nikolái,
Dos Passos, John,
Dostoievski, Fiódor Mijáilovich,
Douglas (jefe de escuadrilla) véase Smushkévich, Y. V. Doumergue, Gastón,
Doumer, Paul,
Dovgalevski, V. S.,
Dovzhenko, Aleksandr Petróvich,
Drachenfelds, von (barón),
Drda, Jan,
Dreiden (disidente),
Dreiser, Theodore,
Drevin, Aleksandr Davídovich,
Dreyfus, Alfred,
Drieu la Rochelle, Pierre,
Drutskoi (príncipe),
Dúbnov, Simón M.,
Dubrovinski, I. E.,
Duhamel, Georges,
Dulles, John Foster,
Dullin, Charles,
Dulova, Vera Gueorguievna,
Dumas, Alexandre,
Dumas, Jean Baptiste,
Dumini, Amerigo,
Duncan, Isadora,
Duncan, Raymond,
Dunikowski, Xawery,
Durán, Gustavo,
Durand (teniente),
Durero, Alberto,
Dúrov, Anatoli,
Dúrov, Vladímir Leonídovich,
Durruti, Buenaventura,
Durtain, Luc,
Dymshits-Tolstaia, Sofia Isaákovna,
Dzhalálova, Liudmila,
Dzhambul Dzhabaev,
Dzhavajishvili, G. D.,
Dzost (biólogo),
Eastman, George,
Eblé, Jean-Baptiste,
Edelshtein, Vitali Ivánovich,
Eden, Anthony,
Edison, Thomas Alva,
Eduardo VII de Gran Bretaña,
Effel, Jean (François Lejeune),
Efímov, Borís Efímovich,
Efrón, Ariadna,
Efrón, Piotr Yákovlevich,
Efrón, Serguéi,
Efros, Abram Markóvich,
Ehrenburg, Anna Arnshtein (madre),
Ehrenburg, Borís Grigórievich (tío),
Ehrenburg, Evguenia (hermana),
Ehrenburg, Grigori (padre),
Ehrenburg, Hersch (abuelo paterno),
Ehrenburg, Iliá (primo hermano, hijo de Lazar),
Ehrenburg, Irina (hija),
Ehrenburg, Izabella (hermana),
Ehrenburg, Lázar Grigórievich (tío),
Ehrenburg, Lev (tío),
Ehrenburg, Liubov Mijáilovna (esposa),
Ehrenburg, María (hermana),
Eihe (bolchevique),
Eijenbaum, Borís,
Einaudi, Luigi,
Einstein, Albert,
Einstein, Carl,
Eisenhower, Dwight D.,
Eisenstein, Serguéi,
Éisner, Alekséi,
Ékster, Aleksandra,
El Greco,
Elin Pelin (Dimitar Ivanov Jotov),
Elkin, Abraham (Vitali),
Éluard, Dominique,
Éluard, Paul,
Emeliánova, Zoya,
Emeliánov, B.,
Emeliánovna, Natalia,
Eminescu, Mihai,
Emin, Gevorg,
Emi Xiao,
Emmanuel, Pierre,
Endicott, James,
Engels, Friedrich,
Ensor, James,
Epp, Franz ritter von,
Epstein, Jean,
Erdman, Nikolái,
Erler, Fritz,
Ermenghem, van (encargado de la biblioteca del Parlamento en París),
Erni, Hans,
Ernst, Max,
Erzberger, Matthias,
Esnault (cónsul francés),
Evatt, Herbert Vere,
Evtuchenko, Evgeni Aleksándrovich,
Eyck, Jan van,
Gabo, Naum,
Gabriak, Cherubina de,
Gabrilóvich, Evgeni,
Gagarin, Yuri,
Gaggero (abad),
Gaidar, Arkadi,
Gaikis, L. Y. (consejero de la embajada soviética en Madrid),
Galaktiónov, Mijaíl Romanóvich,
Gałczyński, Konstanty Ildefons,
Galkin, V. S. (doctor),
Galkowski (tejedores),
Gallieni, Joseph Simón,
Galliffet, marqués de (Gastón Alexandre Auguste),
Galsworthy, John,
Gance, Abel,
Gandhi, Mahatma,
García, José véase Sávich, Oleg G. García Lorca, Federico,
García Oliver, Juan,
García, Paulina (Paulina Viardot; cantante lírica),
García Vivancos, Miguel,
Garfinkel, Fimma,
Garibaldi, Giuseppe,
Gárin-Mijáilovski, Nikolái,
Garreau, Roger,
Garrí, A. (periodista),
Gassol, Bonaventura,
Gauguin, Paul,
Gauss, Carl Friedrich,
Gavalevski (coronel),
Gay, Julius,
Gelfand, M. S. (corresponsal agencia TASS),
Gémier, Firmin,
Genke, Margarita,
Geoffre de Chabrignac, François de,
George, Stefan,
Gerassi, Stefa,
Gerassi Story, Fernando,
Gerhard, Karl,
Germain, André,
Germán, Fedia,
Gerő, Ernő,
Ghil, René (René François Ghilbert),
Giaculli (diputado),
Gide, André,
Gilmore, Daniel,
Gil-Robles y Quiñones de León, José María,
Giono, Jean,
Giotto véase Bondone, Giotro di Giraud, Henri Honoré,
Giraudoux, Jean,
Gish, Lillian,
Gladkov, Aleksandr Konstantínovich,
Gladkov, Fiódor Vasílievich,
Gladstone, William Evart,
Glaeser, Ernst,
Glagólev (general),
Glazunov, Aleksandr,
Glazunov, Iliá,
Gleich, Sara,
Gleizes, Albert Léon,
Glézos, Manolis,
Glinoiedski (Jiménez; coronel),
Glinos, Dimitris,
Glinski, Ígor,
Gnedin, Evgeni Aleksándrovich,
Godoy, Gabriel,
Goebbels, Joseph,
Goering, Hermann,
Goethe, Johann Wolfgang von,
Gógol, Nikolái Vasílievich,
Gold, Michel,
Goldoni, Carlo,
Golodni, Mijaíl,
Golovanivski, S. E.,
Golovínskaia, Liola,
Gólubev, K. D. (general),
Gólubov-Potápov, Vladímir,
Gómez de la Serna, Ramón,
Gomułka, Władysław,
Gonchar, Iván Tarásovich,
Goncharova, Natalia,
Goncharov, Iván,
Gongora y Argote, Luis de,
González, Julio,
González, Valentín,
González Videla, Gabriel,
Goodlett (doctor),
Gópner, Serafina,
Gordon (disidente),
Gorek, Jirí,
Gorev, Iliá,
Gorev, Vladímir Efímovich,
Gorgulov, Pável Timoféievich,
Gorki, Maksim (Alekséi Maksímovich Peshkov),
Gottlieb, Leopold,
Gottwald, Klement,
Gouin, Félix,
Gouraud (general del ejército francés),
Gourmont, Remy de,
Góvorov, Leonid Aleksándrovich,
Goya y Lucientes, Francisco de,
Gozzi, Carlo,
Gozzoli, Benozzo,
Grabar, Ígor Emmanuílovich,
Graf, Oskar Maria,
Grafton, Sam Noemovich,
Gramsci, Antonio,
Granados, Lolita,
Granin, Daniil Aleksándrovich,
Gratsiánskaia, Nina,
Grékova, I.,
Gresener, Maria,
Gribachov, Nikolái,
Gribóiedov, Aleksandr Sergéievich,
Grieg, Johan Nordahl,
Griffith, David Llewelyn Wark,
Grigorian, Vahán,
Grigórovich véase Stern, G. M.,
Gris, Juan,
Grishin véase Berzin, Yan,
Gromiko, Andréi Andréievich,
Gropius, Walter,
Grossman, Vasili Semiónovich,
Grosz, George,
Groza, Petru,
Grúzdiev, Iliá Aleksándrovich,
Grzhebin, Z. I. (editor),
Guchkov, Aleksandr Ivánovich,
Guderian, Heinz,
Gudzenko, Semión Petróvich,
Guéhenno, Jean,
Guejman (corresponsal de Krásnaia zvezda),
Guejt, S. G.,
Guelfand, M. S. (corresponsal de la TASS),
Guélfman, Guesia,
Guerásimov, Aleksandr Mijaílovich,
Guerásimov, Mijaíl,
Guerásimov, S. A.,
Gueret (delegada de Lorient),
Guershenzón, Mijaíl,
Guesde, Jules Basile,
Guez de Balzac, Jean-Louis,
Guidez, Abel,
Guiliarovski, Vladímir Alekséievich,
Guillén, Nicolás,
Guillermina de Holanda,
Guillermo II de Alemania,
Guilloux, Louis,
Guinzburg, Moiséi Yákovlevich,
Guliáiev, P. R. (ayudante del secretario general en el Consejo Mundial de la Paz),
Gulom, Gafur,
Gumiliov, Nikolái Stepanovich,
Guo Xi,
Gurvich, Aron,
Gustafsson, Torsten,
Guttuso, Renato,
Guyot, Raymond,
Guzenko, Ígor Sergéievich,
Ibáñez, Blasco,
Ibárruri, Dolores («La Pasionaria»),
Ibsen, Henrik,
I Chin,
Ignátiev, Alekséi Alekséievich,
Ignátieva, Natalia Vladimírovna,
Ignátiev, Nikolái Pávlovich,
Ilf, Iliá Arnoldovich,
Ilichev (cadete),
Ilíchnina, Liudmila,
Iliushin, Timoféi Ivánovich,
Illés, Béla,
Imjanitski, Mijaíl Yákovlevich,
Imru Haile Selassie, ras,
Ínber, Vera Mijáilovna,
Indenbaum, Léon,
Ingres, Jean Dominique,
Inocencio VI, papa,
Innokend véase Dubrovinski, I. F.,
Iofan (arquitecto),
Ionsian (suboficial),
Isaakian, Avetik,
Isabel de Baviera, reina de Bélgica,
Isabel de Orange,
Isabel I de Rusia,
Isaev, Mladen,
Isákov, Iván Stepanovich,
Isbaj, Aleksandr,
Ish, Lev,
Isle-Adam, Villiers de,
Isnard, Gustave,
Istrati, Panaït,
Iván IV de Rusia, «el Terrible»,
Ivánova, Semiónovna Elizaveta,
Ivánov, Gueorgui,
Ivánov, Nikolái Nikoláievich,
Ivánov-Razúmnik, Razúmnik Vasílievich,
Ivánov, Viacheslav Ivánovich,
Ivánov, Vsévolod Viacheslavovich,
Ivens, Joris,
Ivenson, Concordia,
Iwaszkiewicz, Jarosłav,
Izdevski (pintor),
Izótov, Nikita Alekséievich,
Izvolski, Aleksandr,
Jabálov, Serguéi,
Jacob, Max,
Jacobsen, Robert,
Jacobs, Montague,
Jacquier, Marc,
Jadviga,
Jakobson, Román,
Jaloux, Edmond,
James, Henry,
James, Jenny,
Jammes, Francis,
Jandoguin, Gavril Nikiforovich,
Janosek (héroe popular eslovaco),
Jarenko, N. I.,
Jaseriski, Bruno,
Jatsrevin, Z. (escritor),
Jaurès, Jean,
Jazina, Nadiezhda,
Jeanne, Edith,
Jeanne (primera mujer de Fernand Léger),
Jilemnický, Peter,
Jiménez véase Glinoiedski (coronel),
Jiménez, Juan Ramón,
Jitrova, O.,
Jlébnikov, Velimir (Víktor Vladímirovich Jlébnikov),
Jmelnitski Jmilko, I.,
Jocelyn, Paul,
Jodasévich, Vladislav F.,
Jódotov, N. (artista),
Joffre, Joseph Jacques,
Joire (teniente),
Joliot-Curie, Frédéric,
Joliot-Curie, Irène,
Jomiakov, Alekséi Stepánovich,
Jorge V de Inglaterra, rey de Gran Bretaña e Irlanda,
Jouvet, Louis,
Joxe, Pierre,
Joyce, James,
Jruliov, Andréi (teniente general del Ejército Rojo),
Jruschov, Nikita S.,
Juana de Arco,
Juan de la Cruz, san,
Juan XXIII, papa,
Juin, Alphonse Pierre,
Juliano, emperador,
Julio César,
Jünger, Ernst,
Kachakov (actor),
Kachálov,
Kádár, János,
Kadri, Yakub,
Kafka, Franz,
Kaganóvich, Lázar M.,
Kairanski (escritor),
Kalents (pintor),
Kaliáiev, Iván Platonovich,
Kālidāsa,
Kalinin, Mijaíl Ivánovich,
Kámenev, Lev Borisovich,
Kamenski, Anatoli Pávlovich,
Kandinski, Vasili Vasílievich,
Kant, Immanuel,
Kapitsa, Piotr Leonídovich,
Kaprélevich, Magdalina de,
Karamanlis, Konstantinos,
Kará-Murzá, Serguéi Gueórgievich,
Karmen, Rima,
Károlyi, Mihály (conde),
Kárpov (coronel y editor adjunto de Krásnaia zvezdá),
Kárpovich, Iván,
Katáiev, Valentín Petróvich,
Katkov, Mijaíl Nikiforovich,
Katia véase Schmidt, Yekaterina,
Kautsky, Karl Johann,
Kaverin, Veniamín Aleksándrovich,
Kawashima, Riichirō,
Kazakévich, Emmanuil Guénrijovich,
Kazantzakis, Nikos,
Kazasov, Dimo,
Keats, John,
Keitel, Wilhelm,
Kellermann, Bernhard,
Kellogg, Frank,
Kemal Atatürk (Gazi Mustafá Kemal Paşa),
Kennedy, John Fitzgerald,
Kérenski, Aleksandr Fiódorovich,
Kérillis, Henri de,
Kerr, Alfred (Alfred Kempner),
Kerr, Clark,
Ketlínskaia, V. K.,
Kettner, Kurt,
Kindler, Helmut,
Kipling, Joseph Rudyard,
Kir, Félix,
Kirkeby, Anker Høxbro,
Kírov (Serguéi Mirónovich Kóstrikov),
Kirpotin (disidente),
Kirsánov, Semión Isaákovich,
Kirshon, Vladímir Mijáilovich,
Kisch, Egon Erwin,
Kisling, Mojżesz,
Kitchener, Horatio Herbert,
Kitchlew, Saifuddin,
Kitchlu,
Kliúiev, Nikolái Alekséievich,
Knipóvich, E.,
Knorring (fotoperiodista),
Kobayashi, Takiji,
Kobestki, Mijaíl Veniamínovich,
Koch, Erich,
Kóchetov, Vsévolod Anísimovich,
Kodriánskaia, Natalia Vladímirovna,
Kogan, Pável Davidovich,
Kokliáiev, Vladímir,
Kokorin (soldado soviético),
Kolárov, Vasili Petróvich,
Kolchak, Aleksandr Vasílievich,
Kollontái, Aleksandra Mijáilovna,
Koltsov, Mijaíl Efímovich,
Komissarzhévskaia, Vera Fiódorovna,
Konchalovskaia, Olga Vasílievna,
Konchalovski, Piotr Petróvich,
Kondakov, N. I. (empleado del Gabinete de Información Soviético),
Konev, Iván Stepánovich,
Koni, Anatoli Fiódorovich,
Koniónkov, Sergei,
Kónonov, A. T. (escritor),
Konstantínova, Ina Aleksándrovna,
Konstantínov, Aleksandr Pávlovich,
Konstantínova, Vera Vasílievna,
Koonen, Alisa Gueórguievna,
Kopyliov (capitán del Ejército Rojo),
Korbel (traidor),
Koriavtsev (sargento),
Korneichuk, Aleksandr Evdokimovich,
Kornílov, Lavr Gueórguievich,
Korobkin, F. S. (celador),
Korolenko, Vladímir Galaktiónovich,
Korovin, Konstantín Alekséievich,
Korzhavin, Naúm Moiseievich (Naúm Moiseievich Mandel),
Korzinkin (corresponsal de Krásnaia zvezdá),
Kosior, Stanislav Vikentiévich,
Kostrov, A. (Noe Zhordania),
Kostrowicki, Wilhem véase Apollinaire,
Koten, von (teniente coronel, jefe de la Ojrana),
Kótov (Leonid Eitingon),
Kótov, Mijaíl Ivánovich,
Kotsiubinski, Mijaíl Mijáilovich,
Kovalévskaia, Sofia Vasílievna,
Kovarski (cineasta),
Kozhévnikov, Alekséi Yákovlevich,
Kózintseva, Liuba,
Kózintsev, Grigori Mijáilovich,
Kozlínskaia, Valia,
Kozlov (general),
Kozlovski, Iván Semiónovich,
Kozovski, Ferdinand Todorov,
Kozub (maestra),
Krainov (coronel),
Kramář, Vincenc,
Krandiévskaia, Natalia Vasilevna,
Kranz, Alfred,
Krashenínnikov, Vasili,
Krasin, Leonid Borísovich,
Krasnov, Piotr Nikoláievich,
Kravchinski, Serguéi Mijáilovich véase Stepniak,
Kravtsov, Iliá Pávlovich,
Kremen, Pinchus,
Krenhaus, Nina,
Krenkel, Ernst Teodorovich,
Krestínski, Nikolái Nikoláevich,
Kreuger, Ivar,
Krik, Benia,
Krílov, Iván Andréievich,
Krímov, Yuri (Yury Solomónovich Beklemishev),
Kristman, hermanas,
Krivonós, Piotr Fiódorevich,
Krivtseva (decembrista),
Krleza, Miroslav,
Krohg, Per,
Kropotkin, Piotr Alekséievich,
Kruber, A. A.,
Kruczkowski, León,
Krüdener, Julia,
Kruger, Paul,
Krúglikova, Elizabeta Serguéievna,
Krúpskaia, Nadiezhda Konstantínovna,
Kruzhkov, N. (coronel),
Ksanti véase Hadji, mayor Kubka, Frantisek,
Küchelbecker, Wilhelm (Kiujlia),
Kudásheva, María Pávlovna,
Kuehnrich, Paul,
Kukriniksi (Mijáil W. Kuprianov, Porfiri N. Krílov y Nikolái A. Sokolov),
Kukucin, Martin,
Kulchitski, Mijaíl,
Kulikov, Aleksandr,
Kumar, Ram,
Kun, Béla,
Kuo Mo-jo,
Kupala, Yanka (Ivan Łucevič),
Kuprín, Aleksandr Vasílievich,
Kurilko, B. A.,
Kúrochkin, Pável Alekséievich,
Kusevitski, Serguéi Aleksándrovich,
Kushnariov, M.,
Kúsikov, Aleksandr Borísovich,
Kutépov, Aleksandr,
Kutúzov, Mijaíl Ilariónovich, príncipe de Smolenski,
Kuzmich, Fiódor,
Kuzmichiov (sargento),
Kuzmina-Karaváieva, Elizabeta,
Kuzmín, Mijaíl Alekséievich,
Kvitkó, Leib,
Labé, Louise,
Labori (abogado),
La Casa (brigadista),
Ladízhnikov (editor),
Lafargue, Laura,
Lafargue, Paul,
Laffitte, Jean,
Laforgue, Jules,
Lagerlöf, Selma,
Lahuti, Abulqasim,
La Malfa, Giorgio,
Lamartine, Alphonse de,
Lange, Oskar,
Langevin, Paul,
Langman, Liubov Mijáilovna,
Lapin, Borís Matvéievich,
Lapinski, Pável Liudvigovich,
La Pira, Giorgio,
Largo Caballero, Francisco,
Lárina, A. M. (esposa de Semión Liandres),
Lariónov, Mijáil Fiódorovich,
La Rocque, François de,
Lasker, Emanuel,
Lattre de Tassigny, Jean de,
Laubreaux, Alain,
Laurens, Jean-Paul,
Lautréamont, conde de (Isidore Lucien Ducasse),
Laval, Pierre,
Lavoisier, Antoine,
Lavreniov, Borís Andréievich,
Lavrov, Piotr Lávrovich,
Lavut, Pável Ilich,
Laxness, Halldór,
Lébedeva, Sara Dmítrievna,
Lébedev, Vladímir Vasílievich,
Lebon, Philippe,
Lechón, Jan,
Le Corbusier (Charles Édouard Jeanneret),
Lecouvreur, Adrienne,
Lefèvre (héroe de la Unión Soviética),
Léger, Fernand,
Lélian véase Verlaine, Paul,
Lejerov, Askar,
Lenemann, Léon,
Lenin, Vladímir Ilich Uliánov,
Lenormand, Henry-René,
Lentúlov, Aristarj Vasílievich,
Leonardo da Vinci,
Leonídov, Iván Ilich,
Leonidze, Gueorgui,
León, María Teresa,
Leónov, Leonid Maksímovich,
Leóntovich, Mijaíl Aleksándrovich,
Leopardi, Giacomo,
Leopoldo de Bélgica,
Lérmontov, Mijaíl Yúrevich,
Lerroux García, Alejandro,
Leschinski, Oskar,
Leskov, Nikolái Semiónovich,
Levada, A. (periodista de Sovietski voin),
Levi, Carlo,
Levin, Borís,
Levin, F. (disidente),
Levinsón, Andréi Yákovlev,
Levitán, Isaak Ilich,
Lewis, Sinclair,
L’Herbier, Marcel,
Lhote, André,
Wei-sun,
Liander, Isaak,
Liander, Jaim,
Liander, Solomón,
Liandres, Semión A.,
Liapunov, A. A. (profesor),
Libion, Victor (propietario de La Rotonde),
Lidin, Vladímir Guermanovich,
Liebknecht, Karl,
Lijachiov (ingeniero),
Lillie, Ralph,
Lindbergh, Charles,
Lipchitz, Jacques,
Lípskerov, Konstantín Abramovich,
Lisitski, El,
Lissagaray, Prosper-Olivier,
Líster, Enrique,
Littolff (capitán),
Litvínov, Maksim Maksímovich (representante de la URSS en la Liga de las
Naciones),
Liu Ningyi,
Liuba véase Ehrenburg, Liubov Mijáilovna,
Lívschits, Benedikt,
Liza véase Polónskaia, Elizaveta Lloyd George, David,
Lojvitski (general del Ejército ruso),
Lombardi (economista italiano),
Lomonósov, Mijaíl Vasílievich,
Longhi, Pietro,
Longo, Luigi,
Longuet, Jean,
Lope de Vega, Félix,
López Sánchez, Juan,
Lorrain, Claude,
Lósik (coronel del Ejército Rojo),
Lóskutov, Serguéi Ivánovich,
Loti véase Lvóvich,
Loti, Pierre,
Lozovski, Solomón Abrámovich,
Lu Xun,
Lubarda, Petar,
Luciano de Samósata,
Ludendorff, Erich,
Ludwig, Emil,
Lugovski, Vladímir Aleksándrovich,
Luis Felipe I de Francia,
Luis XIV de Francia,
Luis XVI de Francia,
Lukács, general véase Zalka, Máté,
Lukács, Gyórgy,
Lumumba, Patrice,
Lunacharski, Anatoli Vasílievich,
Lundberg, E. G. (escritor),
Lundkvist, Artur,
Luppol, Iván Kapitonovich,
Lurçat, André,
Luxemburg, Rosa,
Lvova, Maria,
Lvova, Nadiezhda,
Lvov (empleado de correos),
Lvóvich, Evgueni,
Lvóvich (Loti; consejero soviético),
Lychkin, Iván Gueórguievich,
MacArthur, Douglas,
MacDermott, M.,
MacDonald, James Ramsay,
Machado, Antonio,
MacMahon, Patrice de,
Macmillan, Harold,
MacOrlan, Pierre,
Madero, Francisco Ignacio,
Madole, J. (escritor),
Madsen, Thorvald,
Maeterlinck, Maurice,
Mahalanobis, Prasanta Chandra,
Maiakovski, Vladímir Vladímirovich,
Mai Lan-fang,
Maillol, Aristide,
Mai-Maievski, Vladímir,
Maimónides,
Maiski, Iván Mijaílovich,
Majerová, Marie,
Majnó, Néstor,
Makar véase Noguin, Víktor Pávlovich,
Makarios III (arzobispo),
Makaséiev, Borís,
Makkaveiski, Vladímir,
Makovski, Serguéi Konstantinovich,
Maksímov (militar ruso),
Maksímovna, Glikeria,
Malaparte, Curzio,
Malebranche, madame,
Malenkov, Gueorgui Maksimiliánovich,
Malévich, Kazimir Severínovich,
Malishkin, A. G. (escritor),
Malkin, B. F. (editor),
Malko, Alekséi Petróvich,
Mallarmé, Stéphane,
Malraux, André,
Máltsev, Yakov Ilich,
Mamin-Sibiriak, Dmitri Narkisovich,
Mamoulian, Rouben,
Mancini, Pasquale Stanislao,
Mandel véase Korzhavin, Naum,
Mandel, Georges,
Mandelstam, Aleksandr Emílievich,
Mandelstam, Ósip Emílievich,
Manet, Édouard,
Mann, Heinrich,
Mann, Klaus,
Mann, Thomas,
Manrique, Jorge,
Mansúrov, J. D. (Xanti) (consejero militar de la URSS en España),
Manteufel, Piotr,
Manuilski, Dmitri Zajárovich,
Mao Tse-tung,
Maquiavelo, Nicolás,
Marat, Jean-Paul,
Marcel (general),
Márchenko, S. G. (embajador),
Marchwitza, Hans,
Marconi, Guglielmo,
Marcoussis, Louis,
Mardzhánov, Konstantín Aleksándrovich,
Marevna véase Vorobiova-Stebélskaia, Marevna Bronislava,
Margot (modelo),
María Antonieta,
María Estuardo,
Marinetti, Filippo Tommaso,
Marín, Guadalupe,
Marino, Giambattista,
Márkish, Péretz Davídovich,
Markov (poeta),
Marquet, Albert,
Marshak, Samuil Yákovlevich,
Martin-Chauffier, Louis,
Martin du Gard, Maurice,
Martin du Gard, Roger,
Martínov, Leonid,
Martirosián, S. (general),
Mártov, Yuli Ósipovich,
Marty, André,
Marx, Karl,
Masaccio,
Masereel, Frans,
Mashkov, Iliá Ivánovich,
Matisse, Henri,
Matsumoto (líder japonés),
Matteotti, Giacomo,
Matvéievich, Mijaíl,
Maupassant, Guy de,
Mauriac, François,
Maurois, André (Émile Herzog),
Maurras, Charles,
Mayer, Roger,
Mazel (disidente),
Mazur, Semión,
McCarthy, Joseph Raymond,
McGee, Willy,
McHorne (sastre),
Mefodi véase Manuilski, Dmitri Zajárovich,
Mehr, Hjalmar,
Mehring, Walter,
Mehr, Liselotte,
Meller, Vadim,
Melnichenko (coronel),
Mélnikov, Konstantín Stepánovich,
Memling, Hans,
Mendelsohn, Rachel,
Mendelsohn, Richard,
Mendès-France, Pierre,
Menon, Krishna,
Ménshikov, Rem,
Menzhinski, Viacheslav Rudolfovich,
Mera Sanz, Cipriano,
Mercereau, Alexandre,
Merezhkovski, Dmitri Serguéievich,
Mérimée, Prosper,
Merkúlov, V.,
Merle, Eugène,
Meschanikov (escultor),
Mestorino (joyero),
Metzinger, Jean,
Meunier (diputado),
Meyerhold, Vsévolod Emílievich,
Mezhelaitis, Eduard Beniamovich,
Mezhírov, Aleksandr Petróvich,
Miaja Menant, José,
Miamlina (pintora),
Michaëlis, Karin,
Michaud (baronesa),
Michel, Louise,
Mickiewicz, Adam,
Miguel Aleksándrovich, gran duque,
Miguel Ángel,
Miguel I de Rumania,
Mihajlović, Draža,
Mijoels, Salomón Mijáilovich,
Mikitenko, Iván,
Miklashevski, Konstantín Mijáilovich,
Mikoyán, Anastás H.,
Milestone, Lewis (Lenia Milstein),
Milhaud, Darius,
Miliukov, Pável Nikoláievich,
Millerand, Alexandre,
Milman, V. A.,
Milosz, Oscar,
Milstein, Lenia véase Milestone, Lewis,
Mindszenty (cardenal),
Minni (académico),
Mínov, Nikita (patriarca Nikón),
Minski, Nikolái (Nikolái Maksímovich Vilenkin),
Mirabeau, Honoré Gabriel Riqueti; conde de,
Miravitlles, Jaume,
Mirbach, Wilhelm von,
Mirbeau, Octave,
Mirón (Ingber),
Mirova (corresponsal de la agencia TASS),
Mistral, Gabriela,
Mitsishvili (escritor),
Mitterrand, François,
Moch, Jules,
Model, Walther,
Modesto, Juan (Juan Guilloto León),
Modigliani, Amedeo,
Modigliani, Giuseppe,
Modigliani, Jeanne,
Moe, Finn,
Moholy-Nagy, László,
Mola Vidal, Emilio,
Molchalin, familia,
Molière (Jean-Baptiste Poquelin),
Molino (consejero militar),
Molojovets, Elena,
Mólotov, Viacheslav Mijáilovich,
Monet, Claude,
Monmousseau, Gastón,
Montagu, Ivor,
Montaigne, Michel de,
Montegus (chansonnier revolucionario),
Montesquieu, Charles-Louis de Secondat,
Montgomery, Bernard Law,
Montseny Mañé, Federica,
Monzie, Anatole de,
Moore (jurista inglés),
Morandi, Giorgio,
Morand, Paul,
Moran, R. D. (corresponsal de Krásnaia zvezdá),
Moravia, Alberto (Alberto Pincherle),
Morgan, Claude,
Morózov, Savva Timofeievich,
Moscardó Ituarte, José,
Moskalenko, Kiril Semiónovich,
Moskvin,
Mosley, Oswald,
Motileva, Tamara Lazarevna,
Motilev (disidente),
Mounet-Sully, Jean,
Mounier, Emmanuel,
Mountbatten, lady,
Moussinac, Léon,
Mozzhujin, Iván,
Mühsam, Otto,
Müller, Hermann,
Munch, Edvard,
Muratori, padre,
Murátov, Pável Pavlóvich,
Murillo, Bartolomé Esteban,
Músorgski, Modest Petróvich,
Mussolini, Benito,
Muzalévskaia, Rimma Nikoláievna,
Myrdal, Gunnar,
Pablo I de Rusia,
Pabst, Georg Pacciardi, Randolfo,
Painlevé, Paul,
Pajetta, Gian Carlo,
Paleckis, Y. I. (vicecónsul suizo de Elbing),
Palencia, Isabel (Isabel Oyárzabal Smith),
Palgunov, Nikolái G.,
Panfiórov, Fiódor Ivánovich,
Pangalos, Theodoros,
Pánina, condesa,
Pánova, Vera Fiódorova,
Papandreu, Andreas,
Papandreu, Georgios,
Papen, Franz von,
Papini, Giovanni,
Paşa, Talat,
Pascal, Blaise,
Pascin, Jules,
Paskar, Henrietta,
Paskin,
Pasternak, Borís Leonídovich,
Pasteur, Louis,
Pastujov, Pania,
Paul-Boncour, Joseph,
Paulhan, Jean,
Pauling (comandante),
Pauli, Wolfgang,
Paustovski, Konstantin Georguievich,
Pavese, Cesare,
Pavlenko, Piotr Andréievich,
Pávlova, Karolina,
Pávlov D. G. (tanquista),
Pávlov, Iván Petróvich,
Pávlovski (corresponsal de Nóvoie vremia en París),
Paz, Madeleine,
Pedro I de Castilla, el Cruel,
Pedro I de Rusia, el Grande,
Péguy, Charles,
Peiró, Juan,
Pepper (congresista),
Péret, Raoul,
Pérez, Domingo,
Pérez Sales (comandante republicano),
Permeke, Constant,
Perón, Juan Domingo,
Perrin, Jean,
Perse, Saint-John,
Pérventsev, A. (escritor),
Pervomaiski,
Pétain, Henri,
Petit, E. (general),
Petliura, Simón,
Petrarca, Francesco,
Petrescu, Camil,
Petritski (pintor),
Petrov (Evgueni Petróvich Katáev),
Petrov M. P. (general y ayudante de Ferdinand Kozovski),
Petrovski (capitán y reportero de Konnogvardéits),
Petrujin (ingeniero),
Pham Van Dong,
Philippe, Charles-Louis,
Piaggio, Alessandra,
Picasso, Pablo,
Picasso, Paloma,
Pierre, André,
Pierson, Donald,
Pigurnov (general),
Pilniak, Borís,
Pilski, Piotr,
Piłsudski, Józef,
Pinay, Antoine,
Pinkas, Julius,
Pirandello, Luigi,
Pirosmanashvili, Niko (Pirosmani),
Pirozhkova, Antonina Nikoláievna (esposa de Bábel),
Pirushko, Maksim,
Piscator, Erwin,
Písemski, Alekséi,
Pissarro, Camille,
Pitágoras,
Pitoyev, Gueorgui,
Platón,
Platónov, Andréi,
Platónovna, Vera,
Plauto,
Plavnik (teniente),
Pla y Beltrán, Pascual,
Plejánov, Gueórgui Valentínovich,
Plevako (abogado),
Plievier, Theodor,
Plisnier, Charles,
Plummern (laborista),
Podgaietski (dramaturgo soviético),
Poe, Edgar Allan,
Pogodin, Nikolaí Fiódorovich,
Poincaré, Henri,
Poletáiev I. (ingeniero),
Polevói, Borís Nikolaievich,
Polezháiev, Aleksandr Ivánovich,
Polónskaia, Elizaveta,
Polonski, S. K.,
Poncins, Léon de,
Poničan, Ján,
Pons (piloto),
Popov, Aleksandr Stepánovich,
Popova, Liubov Sergueievna,
Popović, Konstantin (Koča),
Posazhnói (poeta),
Posojin, M. V. (arquitecto),
Pospélov, Piotr Nikoláievich,
Póstishev, Pável,
Potemkin, Vladímir Petróvich,
Potiomkin, Vladímir P.,
Pound, Ezra,
Poussin, Nicolás,
Poype, vizconde de la,
Pratolini, Vasco,
Prévert, J.,
Pribilskaia (pintora),
Prieto, Indalecio,
Primo de Rivera, Miguel,
Prishvin, Mijáil M.,
Privalova (maestra),
Prokakin-Chivatov, Yustián Innokéntievich,
Prokófiev, Serguéi,
Proust, Marcel,
Prutkov, Daniil Alekséievich,
Przybyszewski, Stanislaw Feliks,
Psicari, Lucien,
Puccini, Giacomo,
Pudovkin, Vsévolod,
Pugachov, Emelián,
Pújov (general),
Puni, Iván (Jean Pougny),
Purkyně, Karel,
Pushkin, Aleksandr Serguéievich,
Pushkin, Vasili Lvóvich,
Puterman (director de Lu),
Puzin, N. P. (sobrino de Fet),
Qi Baishi,
Quasimodo, Salvatore,
Quevedo, Francisco de,
Quisling, Vidkun,
Raab, Julius,
Rabinóvich, I. M. (pintor),
Racine, Jean Baptiste,
Radek, Karl,
Radus-Zenkóvich, V.,
Raeder, Erich,
Raevski, Stanislav,
Rafael Sanzio,
Rafaílovich, Robert,
Rafalóvich (poeta),
Raievski, Stefán Aleksándrovich,
Raij, Zinaída Nikoláievna,
Rajk, László,
Rajmáninov, Serguéi,
Rákosi, Mátyás,
Rakovski, Matias,
Ramay (pintor),
Rankin, John Elliott,
Rapojin, A. A.,
Rappoport, Charles,
Rashévskaia, Tania,
Rashevski (suboficial),
Raskólnikov, Fiódor Fiodórovich,
Raspail, François-Vincent,
Rasp, Fritz,
Rasputin, Grigori Yefimovich,
Rastrelli, Francesco Bartolomeo,
Rathenau, Walter,
Ratner (consejero diplomático),
Ravel, Maurice,
Raynaud, Paul,
Razin, Stepán,
Récamier, Julie,
Regler, Gustav,
Régnier, Henri de,
Remarque, Erich Maria,
Rembrandt, Harmenszoon van Rijn,
Rémizova-Dougello, Serafima Pávlovna,
Rémizov, Alekséi Mijáilovich,
Rémy, Caroline véase Séverine,
Renard, Jules,
Reni, Guido,
Renn, Ludwig,
Renoir, Jean,
Renoir, Pierre-Auguste,
Repin, Iliá Efímovich,
Reyes, Alfonso,
Reynaud, Paul,
Rhee, Syngman,
Riabushinski, N. P.,
Ribak, Natán,
Ribakov (profesor),
Ribbentrop, Joachim von,
Richelieu, cardenal (Armand Jean du Plessis),
Richepin, Jean,
Riléyev, Kondrati,
Rilke, Rainer Maria,
Rilski, Maksim Fadeievich,
Rimbaud, Jean Arthur,
Rimski-Kórsakov, Nikolái Andréievich,
Río, Dolores del,
Rirajovski (impresor en París),
Ritsos, Yannis,
Riúrikov, B. S.,
Rivera, Diego,
Rivera, Marika,
Rivet, Paul,
Robertson (abogado),
Robeson, Paul,
Roces Suárez, Wenceslao,
Rockefeller, John Davidson,
Rocque, François de la,
Ródchenko, Aleksandr Mijáilovich,
Rodin, Auguste,
Rodríguez, Fernando,
Rodríguez Vázquez, Mariano,
Roechling, Hermann,
Roehm, Ernst,
Rogge, John,
Rogowski (compositor polaco),
Roitschwantz, Lazik,
Rojo, Vicente,
Rokossovski, Konstantín Konstantínovich,
Rolin, Henri,
Rolland, Romain,
Rolnikaite, Maria,
Rol-Tanguy, Fienri,
Romains, Jules,
Romano, Emanuele,
Romanones, Álvaro de Figueroa y Torres, conde de,
Románov, Constantino Pávlovich,
Romm, A.,
Ronsard, Pierre de,
Roosevelt, Franklin Delano,
Rops, Félicien,
Ropshin, V. véase Sávinkov, Borís Víktorovich,
Rosenberg, Alfred,
Rosenberg, Ethel,
Rosenberg, Julius,
Rosenberg, Marcel Izrailevich,
Rosnovski, Y. M.,
Rosselli, Carlo,
Rosselli, Nello,
Rossi, Cesare,
Rostand, Edmond,
Roth, Joseph,
Rothschild,
Rotmístrov, Pável Aleksándrovich,
Rouault, Georges,
Rousseau, Henri,
Roy, Claude,
Roy, Jamini,
Rozánova, Olga Vladímirovna,
Rózanov, Vasili Vasílievich,
Rozenberg, Isaak,
Rozenfeld (mayor),
Rozhdéstvenski, Konstantín,
Rubens, Peter Paul,
Rubinin, Evgueni Vladímirovich,
Rubinstein, Ida,
Rubliov, Andréi,
Rudaki, Mohammad,
Ruddi,
Ruderman (camionero),
Rúdnev, Lev,
Rúdnev, Vadim Viktorovich,
Ruiz, Juan véase Arcipreste de Hita,
Rukavíshnikova (actriz),
Rumin, M. D. (policía soviético),
Rusanov, hermanos,
Russell, Bertrand,
Rustaveli, Shotá,
Rutebeuf,
Rutherford, Ernest,
Sainte-Beuve, Charles-Augustin,
Saint-Exupéry, Antoine de,
Saint-Just, Louis de,
Saint-Pol-Roux,
Sajarova, Vera,
Salacrou, Armand,
Salandr (escultor),
Salazar, Antonio de Oliveira,
Salmon, André,
Salmuth, Hans von,
Saltikov-Schedrín, Mijaíl,
Sáltikova, Daria Nikoláievna (Saltichija),
Seeckt, Hans von,
Segerstedt, Torgny,
Seghers, Anna,
Seifert, Jaroslav,
Seifúlina, Lidia Nikoláievna,
Selij, Y. G.,
Selvinski, Iliá,
Semard (comunista francés),
Sembat (pintor),
Semiónova, V. S. (maestra de Borzná),
Séneca,
Sénior (arquitecto polaco),
Serafimóvich, Aleksandr,
Sereni, Emilio,
Serguéiev (capitán),
Serguéiev, M. G. (embajador soviético en Atenas),
Sérol, Albert,
Serov, Valentín Aleksándrovich,
Serrano Plaja, Arturo,
Servet, Miguel,
Sesshu,
Setingson (profesor de alemán),
Sevastopulo (consejero de la,
Embajada rusa en París),
Severianin, Ígor (Ígor Vasilievich Lotariov),
Séverine (Caroline Rémy),
Severini, Gino,
Sevruk, Yuri,
Seyss-Inquart, Arthur,
Shaguinián, Marietta,
Shakespeare, William,
Shaliapin, Fiódor Ivánovich,
Shapiro, Henry,
Shapoválov, A. S. (bolchevique),
Shaw, Bernard,
Shchedrín, Mijaíl,
Sheinis, L. (periodista de Trud),
Shelley, Percy Bysshe,
Shenshín, Afanasi Afanásievich,
Shepílov, D. T.,
Sher-Gil, Amrita,
Shershenévich, Vadim,
Shestopal (capitán),
Shestov, Lev,
Shevchenko, Tarás Grigorovich,
Sheveliov (barítono),
Shifrin, Nikolái,
Shimelióvich (doctor),
Shimkévich, S. (escritor),
Shipachov, Stepán,
Shiriáiev, P.,
Shishkin, Iván Ivánovich,
Shkápskaia, M. M.,
Shklovski, Víktor,
Shkuró, Andréi Grigórievich,
Shlifshtein (disidente),
Shmitlen (diputado),
Shnaiderman (disidente),
Shneerson (disidente),
Shólojov, Mijaíl Aleksándrovich,
Shoshkes (periodista),
Shostakóvich, Dmitri,
Shreiber, Serafima (Šíma),
Shtrom (general),
Shuiski, Vasili,
Shujáiev, Vasili,
Shulgin, V. (redactor jefe de Kievlanin),
Shvarts, Evgueni Lvóvich,
Sieburg, Friedrich,
Siegfried, André,
Signac, Paul,
Sikorski, Władysław,
Silberberg (soldado),
Silva, Carmen,
Silverman, Julius,
Šíma, Josef,
Simone-Katz, André,
Símonov, Konstantín Mijáilovich,
Sinélnikov, Nikolái,
Siqueiros, David Alfaro,
Sisley, Alfred,
Sklovski, Volodia,
Skobelev, Mijaíl Dmitrievich,
Skobeltsin, Dmitri Vladímirovich,
Skoroiédova, Yekaterina,
Skoropadski, Pável Petróvic,
Slavíček, Antonín,
Slavin (escritor),
Słonimski, Antoni,
Słowacki, Juliusz,
Sluchevski, Konstantin,
Slutski, Borís,
Smialkovski (alcalde de Kursk),
Smidóvich, P. G.,
Smirnov (francotirador),
Smirnov (mayor),
Smith, Bedell,
Smushkévich, Y. V. (Douglas, jefe de escuadrilla),
Sobachka, Anna,
Sóbol, Andréi Mijáilovich,
Sóbol, Mark,
Sóbolev, L. (escritor),
Sóbolev, V. (reportero de Vperiod na vraga),
Sofrónov, Anatoli,
Sokólnikov, Grigori Yákolevich (Briliant),
Sokolov-Mikítov, Iván Serguéievich,
Sokolov, Vladímir Aleksándrovich,
Sokolova (habitante de Artiómovsk),
Sologub, Fiódor,
Soloviov, Vladímir,
Solzhenitsin, Aleksandr,
Sómov (profesor),
Soong Ching-ling,
Sorokin, Tijón Ivánovich,
Sosiura, Volodimir Mikolajovič,
Soutine, Chaïm,
Spaak, Paul Henry,
Špála, Vaclav,
Spano (miembro del Consejo Mundial de la Paz),
Spásskaia (pintor),
Spender, Stephen,
Spengler, Oswald,
Spielhagen, Friedrich,
Stajánov, Alekséi,
Stalin, Iósif Vissariónovich,
Stalski, Suleiman,
Stanislavski, Konstantín,
Starhemberg, Ernst Rüdiger,
Starikov, D. (periodista de Literatura i zhizn),
Stártsev T. (corresponsal de Zhamia ródiny),
Stasov, Vladímir,
Staviski, Aleksandr,
Stavski, V. P.,
Stein, B. E.,
Stein, Gertrude,
Steinbeck, John,
Steiner, Rudolf,
Steinlen, Théophile Alexandre,
Stendhal (Henri Beyle),
Steng (Valentín Ósipovich Stenich),
Stepanenko, Saveli Petróvich,
Stepún, Fiódor A.,
Sterenberg, David Petróvich,
Stern, G. M. (Grigórovich),
Stern, Lena,
Stetski, Alekséi Ivánovich,
Stevens (periodista estadounidense),
Stinnes, Hugo,
Stoiánov, Liudmil,
Stoliárova, Natalia,
Stolipin, Piotr Arkádievich,
Stowe, Leland,
Strauss (ministro de Guerra),
Stravinski, Ígor Fiódorovich,
Streicher, Julius,
Stresemann, Gustav,
Strindberg, August,
Stuck, Franz,
Stuna, Joseph,
Stwosz, Veit,
Štyrsky, Jindřich,
Subotski (disidente),
Sudermann, Hermann,
Sun Yat-sen,
Supervielle, Jules,
Súrikov, Vasili,
Súrits, Lilia,
Súrits, Yákov Zajárovich,
Surkov, Alekséi Aleksándrovich,
Surov (escritor),
Suslopárov (coronel),
Sutskever, A. G.,
Suvórov, Aleksandr Vasílievich,
Sverchuk, Aliosha,
Svetlov, Mijaíl,
Svevo, Italo,
Swift (comerciante de carne en conserva),
Swift, Jonathan,
Tabidze, Galaktion,
Tabidze, Titsián,
Tagore, Rabindranath,
Tagüeña, Manuel,
Taírov, Aleksandr,
Takami, Koushun,
Talenski, Nikolái A.,
Talleyrand, Charles-Maurice de,
Talma, François-Joseph,
Talov, Mark,
Tamáptsev, N.,
Tamayo, Rufino Arellanes,
Tamerlán,
Tania (jefa de brigada),
Tanizaki, Junichiro,
Tardieu, André,
Tătărescu, Gheorghe,
Tatlin, Vladímir E.,
Taut, Bruno,
Teagle,
Tedesco (teniente),
Teffi, Nadeshda,
Tegner (director del periódico deportivo Idrottsbladet),
Teige, Karel,
Teófanes el Griego,
Tereschenko, I,
Ternovets, Boris Nikoláievich,
Terranova (diputado italiano),
Terzić, Velimir,
Thackeray, William Makepeace,
Thaelmann, Ernst,
Thomas, Albert,
Thompson (laborista),
Thorez, Maurice,
Thorwald, Jürgen,
Tichina, Pavló,
Tíjonov, Nikolái Semiónovich,
Timoféiev, L. I.,
Timoféiev, V. P.,
Tiniánov, Yuri N.,
Tintoretto,
Tischenko (capitán),
Tíshler, Aleksandr,
Tito (emperador),
Tito (hijo de Fernando Gerassi),
Tito (Josip Broz),
Tiútchev, Fiódor Ivánovich,
Tiziano Vecellio,
Tob, Sem,
Togliatti, Palmiro,
Toller, Ernst,
Tolomeo,
Tolstói, Alekséi Nikoláievich,
Tolstói, Lev Nikoláievich,
Toulouse-Lautrec, Henri,
Tráuberg, Iliá,
Tráuberg, Leonid,
Tretiakov, Serguéi Mijáilovich,
Triolet, André,
Triolet, Elsa Yúrievna,
Trofímov, T. D.,
Trotski, Léon,
Trueba, Antonio de,
Trujánova, Natasha,
Truman, Harry S.,
Tsetlin, Mijáil Ósipovich,
Tshombe, Moise Kapenda,
Tsires (compañero de instituto de Ehrenburg),
Tsvietáieva, Marina,
Tucholsky, Kurt,
Tuguenhold, Yákov,
Tujachevski, Mijaíl,
Tulasne (comandante),
Tumanian, G. L.,
Tumanni, Dir,
Turek (ex marinero),
Turguéniev, Iván Serguéievich,
Turguenieva, Pelagueia,
Turner, Bernard,
Turner, Joseph Mallord William,
Tursún-Zadé, M.,
Tuwim, Julian,
Tvardovski, Aleksandr Trífonovich,
Twain, Mark (Samuel Clemens),
Tzara, Tristan,
Vailland, Roger,
Vaillant-Couturier, Paul,
Vajtángov, Evgueni,
Valéry, Paul,
Valle-Inclán, Ramón María del,
Vallès, Jules,
Vallon, Louis,
Valois (consejero militar),
Valtfield, Lilian,
Vančura, Vladislav,
Vandervelde, Émile,
Van Gogh, Vincent,
Vanzetti, Bartolomeo,
Varela, José Enrique,
Vargas, Getúlio,
Varnalis, Kostas,
Vasilchenko (agregado de las fuerzas aéreas),
Vasilenko, Nikolái Grigórievich,
Vasílieva (pintora),
Vasíliev (coronel),
Vasílievna, Antonina,
Vasíliev, Pável,
Vasíliev (sargento),
Vasílievskaia, Wanda,
Vasilievski-Nebukva (periodista),
Vasnetsov, Víktor,
Vavílov, Nikolái Ivánovich,
Vaysfeld (disidente),
Vázquez véase Rodríguez Vázquez, Mariano,
Velázquez, Diego Rodríguez de Silva y,
Véngrov, Natán,
Ventsov (agregado militar),
Verbítskaia, Anastasia,
Vercors (Jean Bruller),
Verdi, Giuseppe,
Veresáiev, Vikenti Vikentiévich,
Veres, Péter,
Verhaeren, Émile,
Verlaine, Paul,
Vermeer, Johannes,
Verne, Julio,
Vershinin (actor),
Vertinski, Aleksandr Nikoláievich,
Vértov, Dziga,
Vesioli, Artiom,
Vesnin, Aleksandr Aleksándrovich,
Vesnin, Víktor Aleksándrovich,
Vezelov, Vasili,
Viardot, Paulina véase García, Paulina,
Viázemski, P.,
Victoria, reina de Gran Bretaña,
Vidali, Vittorio (Comandante Carlos),
Vídrina, Ania,
Vildrac, Charles,
Villalba, José,
Villa, Pancho (José Arango Arámbula),
Villon, François,
Villon, Pièrre,
Vinogradova, Evdokia Víktorovna,
Vinokurov (poeta),
Viollis, Andrée,
Viripáieva, O. S. (profesora),
Visconti, Luchino,
Vishinski, Andréi,
Vishnevski, Vsévolod Vitálevich,
Vishniak, A. G. (editor),
Vishniak, Vera Lazárevna,
Vitali véase Elkin, Abraham,
Vittorelli, Paolo,
Vittorini, Elio,
Vivancos véase García Vivancos, Miguel,
Vlajov, Serguéi,
Vlaminck, Maurice,
Vlasiuk (agrónomo),
Vlásov, Andréi Andréievich,
Vogel, Guillaume,
Voikov (embajador soviético en Varsovia),
Volinski (crítico literario),
Volkenstein (cineasta),
Voloshin, Maksimilián Aleksándrovich,
Voltaire (François Marie Arouet),
Vorobiova-Stebélskaia, Marevna Bronislava,
Voroshílov, Kliment Efrémovich,
Vorovski, Vaslav,
Voznesenski, Andréi,
Vrúbel, Mijaíl Aleksándrovich,
Vuillard, Édouard,
Walden, Herwarth,
Wallace, Henry Agard,
Wallenberg, Jacob,
Wallon, Henri,
Walter (consejero militar de la URSS en España),
Warszawski, Ozer,
Wassilewska, Wanda,
Watteau, Jean-Antoine,
Welles, Orson,
Wells, H. G.,
Werfel, Franz,
Werth, Alexander,
Wessel, Horst,
Weygand, Máxime,
Whitman, Walt,
Wiener, Norbert,
Wieniawa-Długoszowski, Bolesław,
Wilde, Oscar,
Williams-Ellis, Amabel,
Willkie, Wendell Lewis,
Wilson, Harold,
Wilson, Woodrow,
Wirth, Joseph,
Wittenberg, Yitzhak,
Wolf, Emma,
Wrangel, Piotr Nikoláievich,
Wyler, William,
Zabolotski, Nikolái,
Zack (pintor polaco),
Zadkine, Ósip,
Zaharoff, Basil,
Záitsev, Borís K.,
Zajárov (general),
Zalamea, Jorge,
Zalka, Máté (general Lukács),
Zamiatin, Evgueni Ivánovich,
Zapata, Emiliano,
Zapico, Ángel,
Zarián, Nairi,
Zárraga, Ángel,
Zarubin, Gueorgui,
Zaslavski, D. (periodista),
Zasúlich, Vera Ivánovna,
Zborowski, Léopold,
Zeeland, Paul van,
Zeldóvich (compañero de instituto de Ehrenburg),
Zelioni (general),
Zennstrom, Per Olov,
Zhang Zuolin,
Zhárov (poeta),
Zhdánov, Andréi Aleksándrovich,
Zhigarev, V. V.,
Zhirmunski, Víktor,
Zhitomirski (disidente),
Zhordania, Noe véase Kostrov, A.,
Zhou Enlai,
Zhúkov, Gueorgui Konstanínovich,
Ziablik, Tito,
Zibert, Iohann,
Zilliacus, Konni,
Zinsker, Otto,
Zirenko, P. S.,
Zola, Emile,
Zórina, Nadiezhda,
Zóschenko, Mijaíl Mijáilovich,
Zuckermann (compañero de instituto de Ehrenburg),
Zuloaga Zabaleta, Ignacio,
Zurbarán, Francisco de,
Zuskin, Veniamín Lvóvich,
Zvorikin, Vladímir Kozmich,
Zweig, Arnold,
Zweig, Stefan,
Zyguin, Alekséi Ivánovich.
Iliá Ehrenburg (Kiev, 1891-Moscú, 1967), activista, novelista, poeta y
periodista, dedicó su vida a la propaganda. Como corresponsal soviético en
París, frecuentó a los artistas e intelectuales más destacados del siglo pasado.
Sus memorias, Gente, años, vida, son un documento de primer orden,
fundamental para entender momentos decisivos del siglo XX.
Notas
[*]En el libro original de papel, el nombre del autor está escrito como Iliá
Ehrenburg. Se ha cambiado la grafía en algunas partes de este libro
electrónico para no contradecir las normas. En el cuerpo del texto se ha
respetado el original. [Nota del editor digital]. <<
[1]Serguéi Aksákov (1791-1859), eslavófilo que inició su trayectoria literaria
ejerciendo de traductor. Como escritor, conoció un éxito tardío, cuando se
retiró a Abrámtsevo, una finca a las afueras de Moscú que pertenecía a su
familia. En esta finca desarrolló una vida artística muy activa: recibía las
visitas de Gógol, Turguéniev o Lev Tolstói entre otros, en una época en que se
sostenía un apasionado debate sobre las corrientes de la eslavofilia y el
occidentalismo. (Todas las notas son de la traductora). <<
[1] Organización vinícola georgiana. <<
[2] La Voluntad del Pueblo: organización revolucionaria rusa. <<
[3]Víktor Petróvich Burenin (1841-1926), poeta, crítico, periodista y traductor
de Heine, Byron y Hugo. De ideas derechistas, colaboró con el diario
reaccionario Nóvoie vremia [Los nuevos tiempos] y llegó a formar parte de su
consejo editorial en la época en que Chéjov publicaba en él. <<
[1]Afanasi Afanásievich Shenshín, Fet (1820-1892): poeta de origen alemán y
traductor muy apreciado por los simbolistas rusos. <<
[2]Mijaíl Katkov (1817-1887) dirigió Moskóvskie viédomosti [Noticias de
Moscú] y Russki véstnik [El mensajero ruso], publicaciones de amplia
difusión que se convirtieron en baluarte de las posiciones paneslavistas y de la
extrema derecha y en portavoces de la represión gubernamental. Katkov
ejerció una enorme influencia sobre el zar y su política exterior. En este caso,
se refiere a unas cartas de Fet que se publicaron en Russki véstnik entre 1860
y 1870 en que cargaba contra las reformas y los nihilistas. <<
[3]Paulina García (1821-1910): cantante lírica, hija del tenor español Manuel
García y hermana de «la Melibrán». Fue la primera intérprete extranjera que
representó el repertorio italiano en Rusia. En 1843, Turguéniev se enamoró de
ella. Paulina estaba casada con Louis Viardot, y Turguéniev se convirtió en un
amigo fiel de la pareja, a la que acompañaba en sus viajes y actuaciones.
Cuando el escritor tuvo una hija, Pelagueia, con una sirvienta, confió su
educación a la pareja. <<
[4]Pável Vasílievich Ánnenkov (1812-1887), crítico literario e historiador.
Amigo de Gógol —con el que vivió en Roma y a quien dictó el primer
volumen de Almas muertas—, Turguéniev, Belinski y Herzen, entre otros. Fue
el primer editor de la obra completa de Pushkin (1855-1857) y de los
primeros en apreciar el talento de Tolstói. <<
[5]Los padres de Ehrenburg se casaron en 1877. El escritor era el benjamín de
la familia, que constaba además de tres hijas: María, Evguenia e Izabella. Su
abuelo paterno, Hersch Ehrenburg, tenía seis hijos y seis hijas. <<
[6]Teoría recogida en su obra Literatura y cinematografía (1923). Víktor
Borísovich Shklovski (1843-1984): crítico y escritor, fue uno de los primeros
teóricos del formalismo ruso y quien desarrolló el concepto de
«extrañamiento» en el arte. <<
[7]Se trata del libro Sonidos del corazón publicado en 1905 con el
pseudónimo de L. Pechorin. <<
[8] Vladímir Alekséievich Guiliarovski (1855-1935): escritor, periodista y
cronista de Moscú. Tuvo una especial sensibilidad para describir la vida de
los más desfavorecidos de la capital rusa. Su Moscú y los moscovitas de 1926
es un texto esencial para penetrar en la cotidianidad de la ciudad y sus
habitantes. <<
[9]Cuota máxima de estudiantes judíos que eran aceptados en la educación
secundaria. Podía llegar al 10% dentro de la zona de residencia judía, al 5%
fuera de ella, y al 3% en Moscú y San Petersburgo. Era una manera de evitar
su presencia en la enseñanza superior. Además, en las 25 000 escuelas
jedarim se prohibía la enseñanza del ruso, lo cual dificultaba también el
acceso de los judíos a la enseñanza secundaria. <<
[10]
Versos del poema Neszhátaia polosá [Campos sin segar] de Nikolái
Nekrásov (1855-1935), muy recurrente en los libros de texto para escolares.
<<
[11]En ruso chertá osédlosti. Distritos de la franja occidental rusa donde se
permitía el asentamiento de la población judía en shtetls. Comprendía partes
de la actual Rumania, Letonia, Lituania, Ucrania, Bielorrusia, Polonia y Rusia.
Catalina la Grande fue quien estableció la zona de residencia judía en 1791
debido a la presión de los comerciantes de Moscú que querían librarse de la
competencia judía, además de evitar la «mala influencia» de los mismos sobre
la población rusa. La estricta legislación que les fue aplicada perseguía
apartar a esta comunidad de toda esfera política y social. En 1881, ante esta
situación, se produjo la mayor ola de emigración judía hacia los EEUU. La
concentración en dichas zonas, además, los convertía en fácil objetivo de los
pogromos. <<
[12] Zeldóvich, Zuckermann y V. Friedlander, no mencionado por el autor,
estudiaban en una «clase normal» y Ehrenburg en una «clase paralela» donde
él era el único judío. En su Kniga dlia vzroslij [Libro para adultos],
Ehrenburg da una versión menos idílica de la actitud hacia los judíos en el
instituto: «En el instituto los compañeros me gritaban “asqueroso judío” y
metían trozos de tocino entre mis cuadernos». <<
[13]
El pogromo de Chisináu se produjo entre el 6 y el 7 de abril de 1903. En él
murieron cerca de cincuenta judíos, resultaron heridos varios centenares, se
saquearon alrededor de setecientas casas y seiscientas tiendas. Suscitó las
protestas de la opinión pública progresista de aquella época. Se describe en el
ensayo de V. Korolenko, La casa n.º 13. <<
[14]Periódico con sede en Kiev que se publicó entre 1864 y 1919. En sus
inicios, su redactor jefe, el académico V. Shulgin, trató de ponderar la
«cuestión judía», de averiguar si la explotación que los judíos hacían de la
población local era fruto de un fenómeno meramente histórico o un acto
consciente y premeditado. Con el tiempo se fue decantando hacia la segunda
opción y se convirtió en una de las publicaciones del imperio más antisemitas,
llegando a justificar e incitar los pogromos. <<
[15] Poema de Mijaíl Lérmontov (1814-1841). <<
[16]«Oh, oculta tus piernas pálidas»: poema de Briúsov que constaba de este
único verso y que suscitó un escándalo. <<
[1] Equivalente a -31,25 °C. <<
[2]Lugar cerca de Moscú donde se coronó a Nicolás II en mayo de 1896. La
celebración se tornó en tragedia y más de dos mil personas murieron durante
la avalancha. <<
[3]Teatro fundado por el empresario Fiódor Evguénievich Korsh (1843-1915),
que rompió con el monopolio de los teatros imperiales. Se programaban
básicamente comedias elegantes y vodeviles. También tuvo un importante
papel educativo con la representación, a precios populares, de los clásicos,
destinados a los más jóvenes. Aunque Korsh no programaba piezas
especialmente complejas, se interesaba por las tendencias de la época: en
1887, por ejemplo, cuando Chéjov aún no era famoso, le encargó una obra, y
en 1901, para competir con el Teatro de Arte, invitó a Nikolái Sinélnikov a
dirigir el teatro, aplicando algunas de las ideas de Stanislavski. Su puesta en
escena de Los hijos de Vániushin, texto de Serguéi Naidiónov, fue todo un
acontecimiento. <<
[4]El teatro Mali, el más antiguo de Moscú, se fundó en 1756 a raíz de un
decreto de la emperatriz Isabel de Rusia para la creación del Teatro Nacional.
El poder de las tinieblas es una obra de Lev Tolstói; y los Sadovski, una
famosa familia de actores. <<
[1] Semión Yákovlevich Nadson (1862-1887): poeta, ensayista y crítico
literario. Considerado uno de los precursores del simbolismo, su poesía se
hizo muy popular porque condensaba el sentimiento de una época, de
desencanto y desaliento: la resignación cansada, la impotencia melancólica y
la sensación de «callejón sin salida» que parecía empañar los años
posteriores al asesinato de Alejandro II. Fue muy querido por los estudiantes
de finales del XIX y su muerte prematura acrecentó su popularidad. Alekséi
Nikoláievich Apujtin (1840-1893): poeta y novelista de marcado tono
melancólico. En 1886 se publicó su única recopilación de poemas, algunos de
los cuales fueron musicalizados por Chaikovski, a quien conoció en 1853 y
con quien trabó amistad. <<
[2] Composición de Músorgski. <<
[3]Grupo perteneciente a las Centurias Negras, autodenominados «patriotas»,
movimiento monárquico de extrema derecha antisemita nacido durante la
revolución de 1905 para defender la autocracia. Más que una organización,
aglutinaba a un conjunto de grupos de derecha radical bajo el lema
«Ortodoxia, autocracia y carácter nacional», que se gestaron ante la
impotencia del gobierno para hacer frente a la marea revolucionaria. Los
ojotniriadtsi —cuyo nombre alude a la céntrica calle de Moscú Ojotni Riad,
donde se concentraban los comerciantes de carne de las primeras generaciones
de moscovitas— era gente, por lo general, de estrato social bajo, con escasa
formación y de carácter violento, que creía ciegamente en el poder de la
monarquía y la Iglesia, enemigos acérrimos de la intelligentsia y de las
nacionalidades no rusas. Fueron instigadores de pogromos, con el beneplácito
del gobierno. <<
[4]Nikolái Ernéstovich Bauman (1873-1905): veterinario y revolucionario
bolchevique, estrecho colaborador de Lenin desde 1900. Para los
simpatizantes de las reformas políticas, incluidos los revolucionarios, la
muerte de Nikolái Bauman simbolizó la consecuencia de la alianza entre el zar
y la extrema derecha. Bauman había salido de la prisión después de una
amnistía. El 18 de octubre participaba en una manifestación frente a la prisión
de Taganka para pedir la libertad de los que aún permanecían encerrados allí
cuando miembros de las Centurias Negras lo dispararon y golpearon hasta la
muerte. El entierro fue una manifestación multitudinaria de respeto y protesta
por parte de los trabajadores y de todas las organizaciones contrarias a la
autocracia. Se convirtió en un auténtico mártir y, después de la revolución, la
zona donde murió recibió su nombre. <<
[5]Kadetés: miembros del Partido Constitucional Democrático. Fundado en
octubre de 1905, perseguía la consecución de una Rusia sujeta a una
democracia constitucional a nivel político y social, así como a una serie de
derechos civiles como la libertad de credo, expresión y asociación. <<
[1]Avvakum (1620-1682): líder espiritual de los viejos creyentes durante el
cisma de la Iglesia rusa en el siglo XVII, que se oponían a las reformas
promovidas por el patriarca Nikón. Su obra principal es La vida del
protopope Avvakum escrita por él mismo, en la que entrelaza sus recuerdos
biográficos con los acontecimientos de la época y da testimonio de los debates
teológicos más relevantes de la época. <<
[2]Libro de poemas de Aleksandr Blok (1880-1921) cuyo tema es el eterno
femenino, inspirado por una experiencia mística que vivió en 1901, el amor
hacia su futura mujer y el pensamiento idealista de Vladímir Soloviev. <<
[1]La Marsellesa rusa es una versión de P. L. Lavrov, que se publicó por
primera vez en Vperiod [Adelante], el semanario bolchevique que Lenin editó
en Ginebra durante el año 1875. En 1905 se convirtió en la canción de
protesta por antonomasia. Tanto la letra como la melodía difieren de la
original, sobre todo porque era una canción de protesta social que apelaba a la
lucha de clases. <<
[2] Bujarin. <<
[3]Mijaíl Artsibáshev (1878-1927): escritor conocido por la famosa novela
Sanin, que provocó enormes debates literarios por su pesimismo y su defensa
del egoísmo decadente y el hedonismo. Sanin es un hombre carente de
principios, un nihilista activo, libertino y ajeno a toda idea social. Su autor,
expulsado de la URSS en 1923, murió en Varsovia. <<
[4] Bogoiskátelstvo, corriente filosófica religiosa cuyos dos máximos
representantes fueron Nikolái Berdiáiev y Serguéi Bulgákov. <<
[5] Frase final del cuento Casa con desván. <<
[6] Célebre bailarina del Bolshói. <<
[1]
Canción prerrevolucionaria cantada por los condenados a trabajos forzados
basada en un poema de Dmitri Davídov de 1858. <<
[1]Se trata de Serafima Shreiber, bolchevique de Kiev, hija de un médico a
cuya casa se remitió la carta. <<
[1]Editorial cooperativa fundada en Petersburgo en 1898 para educar al
pueblo. <<
[2] ‘Desgreñado’, apodo de Ehrenburg. <<
[3] Carta de Engels a Joseph Bloch, del 21-22 de septiembre de 1890. <<
[1]Corriente minoritaria bolchevique de izquierda radical, nacida en 1908, que
agrupaba a figuras importantes del movimiento revolucionario ruso como
Gorki, Bogdánov o Lunacharski. Proponía retirar (del ruso otzovat) a los
representantes socialdemócratas de la Duma zarista y rechazar todas las
formas legales de acción. <<
[2]Pseudónimo de Abraham Elkin (1882-1909), revolucionario profesional y
uno de los fundadores y dirigentes de la organización bolchevique de
Cheliabinsk de 1903 a 1906. <<
[3] Evno Fishelevich Ázef (1869-1918): agente doble de la Ojrana que se
infiltró en las filas de los socialistas revolucionarios hasta convertirse en el
organizador de su brazo terrorista. <<
[4] Cuadros de Iliá Repin y Arnold Böcklin, respectivamente. <<
[5] Calle y estación de Moscú. <<
[6] Estación de tren fronteriza. <<
[7] Título de una novela de Gorki. <<
[1]Elizaveta Polónskaia (1890-1969): poeta, traductora, miembro del grupo
Los hermanos Serapión. Amiga íntima de Ehrenburg, se conserva su extensa
correspondencia de 1922 a 1967. <<
[2] Lev Kámenev. <<
[3] Se refiere a Trotski. <<
[4] Pushkin. <<
[5] Tiútchev. <<
[6]
Yekaterina Schmidt, la primera mujer de Ehrenburg de la que se separó en
1913. <<
[7]Abreviación de Der Algemeyner Yidisher Arbeter Bund in Rusland un
Poyln [Unión General de Obreros Judíos de Rusia y Polonia]. Fundada en
Vilna en 1897 por un grupo de judíos socialdemócratas, fue una de las fuerzas
que ayudó al establecimiento del RSDRP, pero fue perseguido tras la
revolución bolchevique. Más tarde, en la década de 1930, se hizo
especialmente fuerte. Fue importante en la defensa de la cultura yiddish, en la
resistencia contra los pogromos o en la reclamación de una autonomía
nacional y cultural para los judíos de Europa del Este. <<
[8]
Antología de poesías destinadas a los lectores de versos profesionales que
declamaban en las veladas poéticas. <<
[9]Revista fundada por un grupo de poetas soviéticos. Participaron en el
debate del papel que debía desempeñar el arte en la sociedad soviética,
abordando temas como la poesía laboral, la solidaridad de clase y el
romanticismo revolucionario. El grupo literario Kúsnitsa existió hasta 1928.
<<
[1] Traducción de Luis Gregorich. <<
[1]Cuadro de Iliá Repin que data de 1884-1888 y que representa el regreso
inesperado de un deportado político a su casa. <<
[1]En realidad el caviar negro (de esturión) es mucho más caro que el rojo (de
salmón). <<
[2]
La kliukva es una especie de arándano rojo que crece en arbustos. Dumas la
confundió con un árbol. <<
[1] Negociantes y mecenas rusos. <<
[2]El acmeísmo (del griego akmé, ‘grado superior’, ‘fuerza floreciente’) era
una corriente artística que propugnaba el arte puro y que se contraponía a los
simbolistas. Entre otros, se adscribieron a dicho movimiento Ajmátova,
Gumiliov y Mandelstam. <<
[3]Rayonismo (en ruso Luchizm), movimiento artístico ruso fundado en
1912-1913 por Mijaíl Lariónov y su mujer Natalia Goncharova, que
representó un primer paso para el desarrollo del arte abstracto en Rusia. <<
[4]
Revista fundada en San Petersburgo en 1898 por Benois, Diáguilev y Bakst,
que aglutinó a una serie de pintores como Serov, Korovin, Kustódiev, etc. <<
[5] Literalmente «ciudad del zar», nombre ruso de Constantinopla. <<
[6] Velimir Jlébnikov, pseudónimo de Víktor Vladímirovich Jlébnikov
(1885-1922), poeta ruso de origen tártaro, futurista. Defensor de la «palabra
autosuficiente» en la poesía en su forma más radical: el lenguaje transmental
záum, que en ruso significa tanto ‘más allá de la razón’ como ‘galimatías’, y
que es una jerga onomatopéyica cuyos vocablos reproducen sonidos que se
caracterizan por ser abstractos, invariables e intraducibles. <<
[7]Piotr Nikoláievich Wrangel (1878-1928): general blanco, fue el gobernador
del sur de Rusia entre abril y noviembre de 1920 y comandante en jefe del
ejército ruso. En el exilio, fue uno de los líderes más importantes. <<
[1]Yuri Olesha (1899-1966): autor de Envidia, trad. de Marta Rebón,
Acantilado, Barcelona, 2009. <<
[2]Apodo que recibió el apartamento que ocupaba Viacheslav Ivánov en San
Petersburgo, lugar de encuentro de numerosos escritores e importante
escenario dentro de la historia del simbolismo ruso. <<
[3]El año 1918 (1927-1928), Mañana sombría (1940-1941) y Las hermanas
forman una trilogía titulada El camino de los tormentos, que constituye un
análisis del papel de los intelectuales ante la revolución. <<
[4]Esta discusión se inició en París en mayo de 1921 y la ruptura definitiva se
produjo en Berlín en 1922, cuando se publicó un panfleto de V. Vasilievski
sobre Ehrenburg titulado Tartarin de Taganrog en el suplemento literario del
periódico Nakanunie [En vísperas] del cual A. Tolstói era redactor jefe. <<
[5]También conocido como «cambio de orientación» o «cambio de hitos»:
nombre de una revista de artículos periodísticos de temática filosófico-
política que se publicó en Praga desde 1921 y que invitaba a los emigrados a
unirse en torno al nuevo poder. <<
[1]
Guillaume Apollinaire, Obras esenciales I, trad. de Rubén Silva Petrel,
Fondo Editorial PUCP, 2006. <<
[2] Chanson du mal-aimé. <<
[1]
Chelovek v futliare: Título de un relato de Chéjov cuyo protagonista es un
hombre encerrado por completo en sí mismo. <<
[2] ‘Guerra’ en holandés. <<
[1]
En ruso shliapa (‘sombrero’) también se aplica despectivamente al hombre
cobarde y simplón. <<
[2] Trad. David Villanueva, Madrid, Demipage, 2007. <<
[1]
Grupo intelectual de orientación futurista, que surgió en Moscú en 1923.
Publicaba la revista LEF, dirigida por Maiakovski entre 1923-1925. <<
[2]Revista de arte publicada en Berlín en 1922 por Ehrenburg y el artista El
Lisitski. De esta revista trilingüe cuyo principal tema era el constructivismo
internacional se publicaron tres números. <<
[1]Periódico burgués que comenzó a publicarse en San Petersburgo en 1880.
La denominación de Birzhovka llegó a ser simbólica para indicar la falta de
principios de la prensa burguesa. Fue clausurado a fines de octubre de 1917.
<<
[1]Acrónimo de Proletárskaia Kultura [cultura proletaria]. Bajo este nombre
se aglutinaban diversas organizaciones artístico-literarias surgidas en vísperas
de la Revolución de Octubre con el fin de desarrollar la actividad artística del
proletariado, desprovista de influencias burguesas. <<
[2]
Superstición rusa según la cual hay que sentarse, preferiblemente sobre la
maleta, antes de emprender un viaje. <<
[1] Defensistas o defensores (oborontsi). Socialistas moderados que
consideraban que era necesario que continuara la guerra, bajo la dirección de
los Aliados, hasta vencer a Alemania. <<
[2] Alusión a la casa de la bruja de los cuentos rusos, Baba-Yaga. <<
[3]
En abril de 1917 Lenin y otros emigrados rusos atravesaron Alemania en un
vagón precintado para trasladarse de Suiza a Suecia y de allí a Rusia. <<
[1] Papel moneda puesto en circulación por el gobierno de Kérenski. <<
[2]Ígor Severianin, pseudónimo de I. V. Lotariov (1887-1941): poeta fundador
del egofuturismo. <<
[3] Gueorgui Vasílievich Chicherin (1872-1936): comisario de Asuntos
Exteriores desde 1918 hasta 1930. <<
[1] Aleksandr Blok, Versos de la bella dama, trad. Jesús García Gabaldón,
Igitur, 2006. <<
[2]Ariadna Efrón, hija de Marina Tsvietáieva, escribió en sus memorias,
Páginas del pasado: «Al llegar al extranjero, Ehrenburg encontró a Seriozha.
El primero de julio de 1921, a las diez de la noche, Marina recibió la primera
carta de él: “Querida mía, Marinochka, hoy he recibido una carta de Iliá
Grigórievich que me dice que estás sana y salva. Después de leerla, he pasado
todo el día vagando por la ciudad, loco de alegría”». <<
[3] Personaje de los cuentos rusos. <<
[4] Se refiere al calendario juliano empleado en la Rusia presoviética. Iba
atrasado con respecto al calendario gregoriano vigente en Occidente, que se
adoptó en Rusia en febrero de 1918. <<
[5]En 1956 Ehrenburg participó activamente en los trabajos de la comisión
para la herencia literaria de Tsvietáieva y consiguió la autorización para la
publicación de un poemario que al final no vería la luz hasta 1962. El 25 de
octubre de ese mismo año Ehrenburg presidió la primera velada dedicada a
Tsvietáieva en Moscú. <<
[1] Pável Nikoláievich Miliukov (1859-1943): historiador y uno de los
dirigentes del Partido Democrático Constitucional. <<
[2] Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos,
traducción de Lidia Kúper de Velasco, Seix Barral, Barcelona, 1971. <<
[1] «Cantemos, hermanos, el crepúsculo de la libertad», de 1918. <<
[1]El carpintero Stepán Jalturin, fundador en 1878 de la Unión Septentrional
de Obreros Rusos, fue uno de los verdaderos precursores del movimiento
obrero ruso. <<
[1] Ciudad con una importante población judía. <<
[1] Simón Petliura (1879-1926): político ucraniano socialista, líder de la
fallida lucha de Ucrania por la independencia tras la Revolución rusa de 1917,
llegó a ocupar brevemente el cargo de presidente de Ucrania durante la guerra
civil rusa. <<
[1]Pável Skoropadski (1873-1945): aristócrata, político, general del ejército
zarista. En 1918 ocupó brevemente el cargo de gobernador cuando las tropas
alemanas irrumpieron en Kiev y otras zonas del país. Se proclamó atamán,
pero su régimen fue derrocado por el del socialista Simón Petliura. <<
[2] Significa ‘que va a caer pronto’. <<
[3]
Así se llamaba, durante el período de la guerra civil rusa, a los soldados de
caballería del ejército nacional ucraniano, en particular a las tropas del
Directorio. <<
[4]Gobierno contrarrevolucionario ucraniano que duró desde septiembre de
1918 hasta mayo de 1919. <<
[5]Alusión a un poema épico de Eduard Bagritski. Duma sobre Opanás es una
fusión de versos narrativos que contiene elementos de la poesía folclórica
tradicional ucraniana, la canción popular (duma) y la antigua épica eslava. <<
[6]Néstor Majnó: líder de la insurrección anarquista de Ucrania en 1918 que
fue aplastada por Trotski. <<
[7]«Mandar a alguien al Estado Mayor de Dujonin» es una expresión que se
popularizó durante la guerra civil rusa y significa ‘ser asesinado’. Nikolái
Dujonin (1876-1917) era comandante en jefe del ejército ruso en el momento
en que se produjo la revolución. Puesto que se negó a acatar la orden de
deponer las armas fue asesinado y sustituido por Krilenko. <<
[8] Jlam en ruso significa ‘trastos viejos’, ‘cachivaches’. <<
[1] Marietta Shaguinián (1888-1982): escritora soviética cuyas obras se
adscriben al realismo socialista. En su novela Guidotsentral (La hidrocentral,
1931), aborda la vida en las fábricas, y también se centra en esta temática en
sus novelas-crónicas sobre Lenin, Siguiendo las huellas de Lenin. <<
[2] Iliá Selvinski (1899-1968): poeta soviético, teórico del movimiento
constructivista, que propugnaba reducir el mundo a fórmulas debido a la
creciente complejidad del mismo. <<
[3] Nikolái Otsup (1894-1958): poeta, traductor y crítico literario ruso. <<
[4]Mijaíl Efímovich Koltsov (1898-1942): célebre periodista, figura clave de
la elite intelectual soviética. Editor de periódicos populares en la época y
miembro del comité editorial del Pravda. Como corresponsal, cubrió la
guerra civil española con cuyo material escribió Diario de la guerra
española. Creó las bases del fotoperiodismo moderno en la URSS y sus
mecanismos de producción y distribución nacional e internacional. Fue
arrestado acusado de actividades terroristas durante la Gran Purga y
sentenciado a muerte. <<
[1] Alusión a una obra de Sholem Aleijem. <<
[2]Parodia de un célebre poema de Lérmontov en el que en lugar del verbo
«huir» aparece «amar». <<
[3] Prodotriad: grupos encargados de requisar los víveres de los campesinos.
<<
[4]
Departamento de Información y propaganda del Ejército Blanco, fundado en
1918. <<
[5] En el siglo XVIII y principios del XIX, todo joven de procedencia noble
alistado de modo voluntario. A partir de 1864, alumnos de la escuela de
oficiales del Ejército Imperial. <<
[6] Leonhard Frank (1882-1961): escritor pacifista alemán. <<
[1]Kornéi Chukovski (1882-1969): célebre autor de cuentos para niños y
poeta. <<
[2]Hermano de la famosa bailarina Isadora Duncan y fundador de una escuela
de danza inspirada en la Antigüedad. <<
[3]Vikenti Veresáiev (1867-1945): escritor ruso y médico de profesión que
alcanzó fama con su obra Sin rumbo (1895). <<
[1] Puerto georgiano. <<
[2] Poeta georgiano, víctima de la represión estalinista. <<
[3] Taberna en el Cáucaso. <<
[1]Paolo Yashvili (1894-1937): poeta georgiano, muerto también en las
purgas. <<
[2] Dios del cielo y del fuego de la mitología eslava. <<
[3] Famoso poema de Pushkin. <<
[1]Acrónimo de Vysshie judoshestvenno-Tejnicheskie Masterskie: Talleres
Artísticos y Técnicos Superiores. Esta institución fue creada en 1920 por
decreto del gobierno soviético. Arrancó con cursos de arquitectura, diseño
gráfico, pintura, escultura y artes aplicadas de madera, metal, textil y
cerámica. <<
[1] Protagonista de El capote de Gógol. <<
[1]En 1898 Stanislavski y Danchenko se embarcaron en el proyecto del Teatro
de Arte Popular, con el ideal de acercar los clásicos rusos y la dramaturgia
extranjera a la clase trabajadora mediante precios populares. Las dificultades
financieras hicieron evidente la necesidad de subir los precios de las entradas
y abrirse al capital privado. La compañía aceptó el mecenazgo del rico
empresario Savva Morózov, que en 1902 financió la construcción de su sede
permanente. Este cambio de orientación fue acompañado de la desaparición de
la palabra popular del proyecto artístico. <<
[2] Soviet de Comisarios del Pueblo. <<
[3]
Personaje de La gaviota. Suyas son las palabras a las que hace referencia
Ehrenburg al principio del capítulo. <<
[4]El general blanco Wrangel había resistido los embates del Ejército Rojo en
el istmo de Perekop, pero cayó finalmente en noviembre de 1920. <<
[5]Cortometrajes de corte propagandístico producidos por el Agitprop, la
sección de propaganda y agitación del Comité Central del Partido Comunista.
<<
[6]Una de las últimas obras de Maeterlinck que dio lugar a una célebre puesta
en escena de Meyerhold. <<
[7] De Aleksandr Blok. <<
[8] Fórmula empleada para encubrir las ejecuciones capitales. <<
[1] Equivalente ruso a la expresión «nacer con estrella». <<
[1] Antigua medida rusa de peso, equivalente a 16,3 kg. <<
[2]
Ese día se reunían los voluntarios para realizar trabajos de utilidad pública.
<<
[1] Voron, en ruso, significa ‘cuervo’. <<
[1]
Se refería a un texto propagandístico de Maiakovski en el que aparecen dos
personajes rurales llamados Tit y Vlas. <<
[2] Se refiere a Snegúroshka (La dama de la nieve) de Rimski-Kórsakov. <<
[3]Poema de 1918 en el que expone su utopía campesina, la revolución guiada
por el mujik. Esta composición es básica para entender al Yesenin del período
del comunismo de guerra. <<
[4] Pueblo de Ucrania donde nació Majnó. <<
[5]En referencia a un ciclo de relatos de Gógol de 1835 ambientados en el
mundo rural y el folclore ucraniano. Nombre de un pequeño pueblo de Ucrania
que es símbolo de la vida provinciana, obtusa. <<
[6]Se trata de una de las pequeñas tragedias, Mozart y Salieri (1831), que gira
en torno al tema de la envidia. <<
[1]Juego de palabras con el significado de kamera, que tanto puede ser
«cámara» como «celda». <<
[1]Grupo literario agrupado en torno a la revista Na postú [En guardia]
(1923-1925), que albergaba una actitud negativa respecto a la literatura
clásica y a cualquier expresión artística no proletaria. <<
[2]Los niños vagabundos fueron uno de los problemas sociales más espinosos
a los que se enfrentó el Estado soviético, y era consecuencia de dos guerras —
la Primera Guerra Mundial y la guerra civil—, de las catastróficas hambrunas
de 1921-1922 y de la colectivización. Todo ello provocó que millones de
niños se vieran huérfanos o abandonados a su suerte. <<
[3]Derivado de la palabra chasti, ‘rápido’. Pequeña pieza lírica moderna del
folclore ruso, normalmente compuesta por cuatro versos que se repiten a un
ritmo muy rápido y que debe su origen a las sencillas canciones campesinas
basadas en dichos y proverbios. Las chastushki satíricas son las más
habituales y se convirtieron en vehículo de expresión de la frustración de
campesinos y obreros. Fue una vía muy atractiva de difusión para la
propaganda soviética después de la Revolución de 1917. <<
[4]Personaje del jefe de policía en El inspector de Gógol. En el imaginario
ruso es sinónimo de tirano, opresor, insolente y grosero. <<
[5]Manolis Glézos, héroe de la resistencia griega que había arrancado la
bandera nazi que ondeaba sobre la Acrópolis y después había sido perseguido
por sus ideas políticas. <<
[1]Término despectivo resultado de la contracción de las palabras «soviets de
diputados». <<
[1] Berliner Zeitung. <<
[2]Erich Ludendorff (1865-1937): general del ejército alemán durante la
Primera Guerra Mundial. <<
[3]
Bernhard Kellerman (1879-1951): periodista y escritor alemán cuya obra
más célebre es la novela fantástica El túnel (1913). <<
[4]Herwarth Walden (1879-1941): redactor jefe de la revista Der Sturm y uno
de los fundadores de la corriente expresionista alemana. <<
[5]
Walter Hasenclever (1890-1945): poeta y dramaturgo expresionista alemán.
<<
[6] Franz Werfel (1890-1945): poeta lírico, dramaturgo y novelista,
perteneciente como Kafka a la burguesía judía de Praga. Uno de los
protagonistas de la corriente expresionista. Fue marido de Alma Mahler. <<
[7]Fritz von Unruh (1885-1970): poeta y dramaturgo alemán, autor de varias
obras de carácter pacifista. <<
[8]
Arthur Holitscher (1869-1941): escritor y periodista comunista alemán que
murió en un campo de concentración. <<
[9]Erwin Piscator (1893-1966): gran renovador de la puesta en escena teatral
de Alemania, creador del teatro proletario. <<
[10]Sobakévich, personaje de Almas muertas de Gógol, encarnación de la
vulgaridad. <<
[1] Dramaturgo ruso del siglo XVIII. <<
[2]Piotr Krasnov (1869-1947): general del ejército imperial, combatió en el
Ejército Blanco después de la revolución y fue nombrado atamán de los
cosacos del Don. <<
[3]Guesia Guelfman (1852-1881): dirigente de la organización Nadódnaia
Volia [La Voluntad del pueblo]. Participó en el asesinato del zar Alejandro II.
<<
[4]Nombre de un personaje testarudo y nervioso del espectáculo de Taírov
Giroflé-Girofla. <<
[5] Personajes del Misterio bufo de Maiakovski. <<
[6]Modo de comportarse de los yuróvidi, también llamados «locos por
Cristo», que se ganaban las simpatías del pueblo. <<
[1] Nombre de un grupo de poetas que querían renovar la poesía polaca. <<
[1]Vladímir Stasov (1824-1906): crítico de arte muy conocido en su época,
detractor del arte académico. <<
[1] Jiri Trnka (1912-1969): cineasta de animación, pero también pintor,
ilustrador y escultor checo. <<
[1] Anastasia Verbítskaia (1861-1928): autora de una novela rosa muy popular
titulada Las llaves de la felicidad. <<
[1]Ese día Márkish fue fusilado junto a otras personalidades eminentes de la
cultura judía. <<
[1]
Revista publicada de 1851 a 1868 por los pensadores liberales Herzen y
Nikolái Ogarev. <<
[1]Acrónimo de All Russian Cooperative Society Limited: sociedad de
importación-exportación soviética creada en Londres en 1920. <<
[2] Un búshel equivale a 36 litros. <<
[1] Eugène Merle: importante periodista, fundador de Paris Soir. <<
[2]Panaït Istrati (1884-1935): escritor rumano en lengua francesa muy popular
en su época. <<
[1] Vino moldavo. <<
[1] En ruso mir significa ‘mundo’ y ‘paz’. <<
[1] Político austriaco, canciller que hizo concesiones a Hitler. <<
[1] Referencia al poema de Tvardovski, «Lejanos». <<
[1] Stalin llamaba así al receso de las personas indeseables. <<
[2] Departamento encargado de la propaganda. <<
[1] Especie de guiso de chucrut con muchas especias y varios tipos de carne.
<<
[1] Trad. Helena-Diana Moradell, Barcelona, Acantilado, 1999. <<
[2]
Ilf & Petrov, La América de una planta, trad. Víctor Gallego Ballesteros,
Barcelona, Acantilado, 2009. <<
[3] Pseudónimo de Chéjov durante sus primeros años. <<
[4]Refrán ruso: para los borrachos el agua siempre llega a las rodillas, es
decir, no tienen miedo a nada. <<
[5] Secta de los Antiguos Creyentes, particularmente abstemios. <<
[6] Protagonista de los humoristas Ilf y Petrov, prototipo del pícaro ruso. <<
[1] Víktor Vasnetsov (1848-1926): famoso pintor de cuadros históricos y
folclóricos. <<
[1] Los granjeros colectivos recibían su paga de acuerdo con los días de
trabajo que podían acreditar. <<
[2] Obra de Pushkin. <<
[1]Trabajador o campesino que ha superado la cuota de trabajo fijada por la
norma. A partir de 1935, el término «estajanovista» se hizo más común. <<
[1] Basada en una obra de Griboyédov. <<
[1] Traducción de Lola de Aguado, Barcelona, Debolsillo, 2004. <<
[1]
Trad. Octavio Paz, Versiones y diversiones, Barcelona, Galaxia Gutenberg,
2000. <<
[1] Canción muy popular entre las tropas rusas en la Segunda Guerra Mundial.
<<
[1]La expresión rusa «Comer kilos de sal» significa ‘llegar a conocerse muy
bien’. <<
[1]Iliá Ehrenburg, Vasili Grossman, El libro negro, trad. de Jorge Ferrer,
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 115. <<
[2] Ibid., p. 107. <<
[3] Ibid., p. 163. <<
[4] Ibid., pp. 165-166. <<
[5]También conocidos como banderovtsy, seguidores de Stepán Bandera, uno
de los líderes e ideólogos de la Organización de Nacionalistas Ucranianos. <<
[6]Tribunal del nkvd (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), entre
1934 y 1953, integrado por tres miembros que dictaban sentencia en ausencia
del acusado. <<
[1] Trad. de Miguel Ángel Frontán. <<
[1] El diploma de estudios de la secundaria se llama «certificado de madurez».
<<
[2] Perro que protagoniza un relato de Chéjov. <<
[1] De avos, ‘por si acaso’. <<
[1] Mote de Daria Nikoláievna Sáltikova (1730-1801?), famosa por haber
torturado a más de cien siervos. <<
[1] El personaje impostor de El inspector de Gógol. <<
[2]Una creencia popular atribuye a las lilas con más de cinco pétalos el poder
de otorgar buena suerte. <<
[3] Alusión al poema de Lérmontov, «Mi tierra». <<
[4] Alusión a un poema sin título de Lérmontov. <<
[1]«Tú que partiste de Cuba | responde tú || dónde hallarás verde y verde y azul
y azul…». <<
[2] Gabriel González Videla, presidente de Chile entre 1946 y 1952. <<
[1]Popútchiki (compañeros de viaje): intelectuales simpatizantes de los
bolcheviques, pero que no comulgaban enteramente con su programa. <<
[1]
Del poema «Mi patria es dulce por fuera», incluido en El son entero, 1947.
<<
[1] Verso del poema «La vela» de Lérmontov. <<
[1] De la ópera de Rimski-Kórsakov, Sadkó. <<
[1] En Antología, Visor, Madrid, 1970, traducción de Soliman Salom. <<
[2] De la versión rusa de La Internacional. <<
[1]
Traducción de Rafael Alberti y María Teresa León, Poemas (1917-1952),
Buenos Aires, Lautaro, 1957. <<
[2] Traducción de Jorge Urrutia, en Poemas, Barcelona, Plaza y Janés, 1972.
<<
[3] Personaje principal de El inspector de Gógol. <<
[1]Central minera y ciudad industrial rusa cerca de los Urales y bañada por el
río Ural. Fue el ejemplo de industrialización soviético de Stalin. <<
[2]
Ciudad en la cuenca fluvial del sudoeste de Siberia que concentra los
mayores yacimientos de carbón del mundo. <<
[3] Se refiere a la Liga de los Comunistas. <<
[4] Carta a Guillermo Bloss del 10 de noviembre de 1877. <<
[1]
El grupo Angry Young Men de escritores ingleses de la década de 1950.
Uno de sus fundadores fue John J. Osborne, Look back in anger. <<
[1]Apodo dado por Gorki a los pesimistas decadentes rusos. Más tarde lo usó
en el tercero de los Cuentos rusos cuyo protagonista es un poeta que bajo el
pseudónimo «Smertiashkin» publica poesías dedicadas a la muerte. <<
[1] Asahi Shinbun, el segundo periódico japonés en tirada. <<
[1]Gaidamaki: así se llamaba, en el período de la guerra civil en la URSS, a
los soldados de las unidades contrarrevolucionarias ucranianas. <<
[2] Pasternak en ruso significa ‘chirivía’ o ‘pastinaca’. <<
[3] Broma, de chochme en yiddish. <<
[1]Fragmento de la «Oda a la captura de Taírov» de A. K. Tolstói, escrita
aproximadamente en 1871. <<
[2]
Vladímir Guérmanovich Lidin, escritor, cuyo verdadero apellido era
Gómberg. <<
[3] ‘Blanco’ en ruso. <<
[4] ‘Pobre’ en ruso. <<
[5] ‘Alegre’ en ruso. <<
[6]
Frase de la obra de Chéjov El tío Vania, símbolo de la felicidad que ha de
venir. <<
[1] Estribillo de la versión rusa de La Varsoviana. <<
[1]Cantante y poeta popular, narrador de cuentos en pueblos del Cáucaso,
Turquía y Persia. <<
[1]Partidarios de Chiang Kai-shek, militar y político chino, líder del Partido
Nacionalista chino. En 1949, tras la victoria de los comunistas, se refugió en
Taiwán, donde gobernó autoritariamente hasta su muerte en 1975. <<
[1] Título de un relato de Chéjov. <<
[2] Imagen que aparece en un poema de Serguéi Yesenin. <<