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Libro Cristo Hoy-Criterio de Credibilidad y Don de La Fe PDF
Libro Cristo Hoy-Criterio de Credibilidad y Don de La Fe PDF
Fernando Rielo (Madrid 1923 - Nueva York 2004) nos presenta, como hipótesis original y atractiva, el
humanismo de Cristo comenzando su vida hoy, haciendo paréntesis de los XX siglos de historia del cristianismo. Nos
invita a suponer que no ha existido antes Cristo, ni la Iglesia, ni la cultura cristiana. Y lo hace para que nos situemos en
nuestra mentalidad actual y, desde aquí, profundizar sobre los problemas fundamentales de nuestra existencia con un
hombre, llamado Cristo, que dice de sí mismo que es Dios; un hombre que aparece hoy, ante nosotros, para dar un
testimonio arriesgado de la intimidad divina y asegurarnos de que su mensaje nos introduce en un nuevo y decisivo
humanismo transcendente. El autor intenta convencernos de que si encontramos y poseemos el criterio de credibilidad,
todo lo demás debe adquirir unidad, dirección y sentido.
El criterio de credibilidad y el don de la fe es un libro para todos. Puede ser un libro de texto, de lectura, de
estudio y meditación para alumnos y profesores, para administrativos y profesionales, para adolescentes y adultos, para
religiosos y seglares. Pero va dirigido, de forma especial, a la juventud católica o no católica, atea o agnóstica, a los que
han perdido la fe o están a punto de perderla. La persona de Cristo es presentada a quien quiera escucharle con
seriedad, desde la sencillez, sin prejuicios, sin trampas, con hondura en la reflexión llevando ésta a límite, sin miedo,
sin vacilación, sin subterfugios. No podemos evadirnos de la realidad, a no ser que queramos sumirnos, como nos
enseña la Psicología, en una vida inauténtica.
Es un libro elaborado por un equipo especializado de la Escuela Idente sobre la base de varias conferencias que
Fernando Rielo pronunció en el año 1977 para formar a varios profesores en "apologética forense". Su originalidad y
frescura no han perdido actualidad. Quizás sea éste el momento de sacar a la luz pública esta riqueza inédita, lenguaje
oral, de la que han disfrutado, durante más de treinta años, los misioneros y las misioneras identes en su labor
apostólica.
Se ha intentado ser fieles al original, respetando la forma coloquial y los momentos fuertes que Fernando Rielo
sabe combinar con una cierta distensión y gracejo madrileño. El autor logra, de este modo, que el auditorio vaya por sí
mismo tomando distancia y se centre en la objetividad del problema y el compromiso existencial que de él se deriva.
Lo hace con elegancia, con maestría, acudiendo al lenguaje literario, a la cultura, a la experiencia mística, desde su
vivencia y compromiso personal con Cristo y su Iglesia, como fundador de una institución religiosa y de instituciones
civiles, y como hombre que ha querido, fervorosamente, el diálogo ecuménico y el espíritu de amistad entre personas y
pueblos. No hay barrera para el amor que, en expresión de Rielo, es el motor de la historia y de la vida, de la familia y
de la sociedad, de la ciencia y de la Cultura, de la religión y del pensar.
Ciertamente que hay que tomar con perspicacia los temas para no sacarlos de su contexto apologético y no
entrar compulsivamente en discusión de escuela trasladándolos a un ámbito estrictamente dogmático o teológico,
mundo éste soberano, autónomo, estructurado desde la Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio. La apologética
forense consiste en el debate público —foro— acerca de los asuntos de mayor interés sobre la fe buscando el criterio de
credibilidad todo lo que de él deriva y, con él, adquiere sentido. Es una dinámica que intenta poner en ejercicio vital
todos los resortes del ser humano con la interactuación de sus tres niveles: físico, síquico y espiritual; con el despliegue
de sus tres dimensiones: personal, social e histórica; con la integración de sus tres actitudes: lógica, ética y estética; con
el crecimiento de sus tres leyes ontológicas: inmanencia, transcendencia y perfectibilidad.
La comunicación sencilla y directa del lenguaje oral predomina sobre la erudición y la explicación
argumentativa y abstracta del lenguaje escrito. El autor nos va introduciendo, casi sin enterarnos de ello, en la
experiencialidad de los dos ámbitos que conforman al ser humano: el de la naturaleza y el de la gracia. Una naturaleza
cerrada en sí misma es terriblemente problemática, evasiva de la realidad; claudica con suma facilidad, ante cualquier
referencia de carácter transcendente. Esta propensión involutiva, envolvente, egocéntrica, resta al ser humano de
nuestro tiempo valentía, generosidad, sinceridad íntima y aquella sencillez necesaria que nos capacita para
reconocernos necesitados de Dios.
Por otra parte, el ámbito de la gracia, abriendo hacia sí la naturaleza, eleva a ésta a la condición de una mística
conciencia filial que enriquece al ser humano en todas sus posibilidades. Su fruto es la paz, la libertad y la felicidad que
sólo pueden ser concedidas a la exigencia doliente, hasta el extremo, de la generosidad del amor. El verdadero amor,
éxtasis que sale de sí en donación entre personas, es la única virtud que puede llevarse hasta el extremo sin riesgo
alguno de fanatismo, exclusivismo y reduccionismo. El amor, elevado al orden santificante por la redención de Cristo,
es la caridad. ¿En qué consiste la caridad, forma y síntesis de todas las virtudes? San Pablo la inmortaliza en el
siguiente texto: "La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es
decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa, todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta" (1 Cor 13, 4-7).
En fin, El criterio de credibilidad y el don de la fe nos introduce de lleno en la "geneticidad" de nuestro espíritu,
y sólo desde aquí podemos entenderlo. Del mismo modo que nuestro organismo posee, biológicamente, su código
genético, nuestra alma lo posee sicológicamente, y nuestro espíritu ontológica o místicamente. Se trata de una mística
no reducida al fenómeno, aunque éste sea extraordinario, sino una mística elevada a ontología: el estado de ser, acto de
ser, forma de ser y razón de ser de la persona humana son místicos, esto es, estructurados, genetizados por la divina
presencia constitutiva del Absoluto en un espíritu creado. La unidad de nuestra naturaleza humana debemos verla desde
esta geneticidad ontológica o mística que asume las funciones sicológicas y su interacción con la estructuralidad
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orgánica. Lo demás, reducir la persona humana a lo biológico, a energía síquica o cósmica, o cualquier otra sinrazón, es
descender, como afirma Rielo, al reduccionismo, exclusivismo e intolerancia de las ideologías.
Querido/a lector/a, te invito a entrar por ti mismo/a en el debate que nos platea Rielo desde la persona de Cristo.
Inténtalo, pruébalo, hazlo con calma tomando el tiempo que necesites. Consulta, habla, dialoga. No saldrás, después de
la lectura, del mismo modo que al comenzarla. Seguro que no sólo te sentirás mejor, sino que tendrás experiencia de
que tu vida está positivamente cambiando.
José María López Sevillano
Introducción
La "apologética" es la ciencia que tiene como objeto el estudio de los argumentos apropiados para la defensa
sistemática de la fe, especialmente frente a los ataques de los contrarios.
Implica un estado crítico donde se analizan y valoran los argumentos destacando las ventajas o los
inconvenientes que se puedan seguir de los mismos.
Se entiende por estado crítico en general el arte de juzgar las cualidades de las cosas, las situaciones y las
personas juntamente con las obras que salen de su creatividad. Si nos referimos al ámbito de la religión, el estado
crítico es el arte de debatir, abiertamente, sobre Dios y el resultado de sus obras que influyen sobre el ser humano y su
historia. Este debate, más que racional, es integrador de todos los ámbitos de una persona humana que, formalmente, es
espíritu, alma y cuerpo.
La apologética es una forma especial de la crítica que se sirve de sus recursos oratorios y didácticos y tiene el
sentido de la exaltación, del canto y de la alabanza para defensa de la verdad revelada. Llega, de este modo, a adquirir
formas poéticas de carácter lírico y epitalámico, además de épico, alegórico, didascálico y dramático.
La denomino "Apologética forense" porque es un debate público —foro— acerca de los asuntos de mayor
interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad y todo lo que de él se deriva. Lo forense", en este sentido, tiene la
característica de exposición en un foro, ante un auditorio o asamblea que interviene, activamente, en el debate con
argumentos de acusación y defensa de la Persona de Cristo y su mensaje como tal.
La Apologética forense intenta subrayar los valores de los argumentos positivos a favor de Cristo frente a las
diversas objeciones filosóficas, religiosas, políticas, sicológicas, sociológicas, morales— propuestas por ese mismo
foro. Hay personas que, por causas muy complejas, pueden no creer en Dios o en la Iglesia; entre ellas, hay que tener
en cuenta los supuestos conductuales, la formación ideológica, el fracaso ante la vida, el mal y el sufrimiento del
mundo, la experiencia en situaciones de injusticia y adversidad, el mal ejemplo de los creyentes, e, incluso, el escaso
valor de algunos argumentos teológicos o filosóficos en el curso de la historia.
Hay que resolver los argumentos no previstos en la ratio fidei que articula el dato revelado, pues aquéllos no
tienen por qué figurar en la Dogmática. Los argumentos que ahora tratamos son, sobre todo, de carácter más bien
sicológico, pedagógico, social, emocional. Estos argumentos, no estando a favor de la fe, deben ser rebatidos formando
los contra-argumentos correspondientes. Por ejemplo, la Mística Analítica estudia las leyes, propiedades y procesos
bajo los cuales se verifican los estados del alma movida por la gracia. Si alguien pone una objeción diciendo que "aquí
hay muy pocos místicos y la mística no es un denominador común de la vida de las personas", habrá que refutarlo con
un contra-argumento "x" dando una razón que no tiene por qué figurar en la Mística Analítica. Este ámbito
correspondería a la Apologética forense. Hay tantos argumentos en los cuales está presente el prejuicio, lo emocional,
lo hiperbólico, la crítica interesada, la descalificación, la inexactitud y otras muchísimas circunstancias, que se requiere
una ciencia especial para, de modo pragmático, impugnar con éxito estas anomalías que se producen en el ámbito de la
fe.
Debemos construir contra-argumentos apropiados para corregir, efectivamente, los vicios que se dan en los
argumentos contra la fe. Voy a poner otro ejemplo. Todos saben que la matemática es una ciencia que estudia los
cálculos numéricos, sus formas, variaciones, propiedades y relaciones espaciales y cuantitativas, teniendo en cuenta la
creación de estructuras abstractas definidas a partir de axiomas. Alguien podría decir:
—Yo no creo en las matemáticas porque son muy difíciles para muchos seres humanos.
Esa afirmación es irrelevante y carente de criterio científico. Por este tipo de apreciación banal, no vamos a
desmentir, por ejemplo, la validez de la teoría de conjuntos o cualquier otro logro en las matemáticas. Estas teorías
tienen un valor en sí mismas, y lo otro es sólo una simple pretensión profana de atacar, por prejuicios de carácter no
científico, las llamadas "ciencias exactas".
Voy a poner un caso práctico de otros tantos que se pueden aludir del hecho teológico. Alguien, después de que
hayamos expuesto una tesis sobre la divinidad de Cristo, podría decir: —Yo no creo en la divinidad de Cristo. ¿Qué se
hace, entonces, en Apologética forense? Naturalmente que, en Teología dogmática, no hay ninguna tesis, ni se puede
poner como tesis el enunciado "yo no creo en la divinidad de Cristo". Así como no pertenece a las ciencias matemáticas
el enunciado "yo no creo en las Matemáticas".
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El auditorio o el foro está expectante a ver cómo se desarman los argumentos de negación. El argumento, por
ejemplo, de "yo no creo en la divinidad de Cristo", hay que desmontarlo en auténtica Apologética forense de la
siguiente manera:
—Usted dice que no cree en la divinidad de Cristo. Bien, pruébelo usted.
Ya es la primera posición. Eso es hacer apologética forense. Es una actitud que tiene que tener el apologeta.
Pertenece al arte de la elocuencia forense. Quien pregunta estará en esos momentos pensando que yo voy a defender la
divinidad de Cristo. Pero resulta que yo me remito a él para que me diga cuál es la razón en la que apoya su negativa
acerca de la divinidad de Cristo. Me puede decir:
—Pues no lo sé. No tengo argumento, o tengo tal argumento.
Como veis, el auditor venía a atacar, pero resulta que él es quien va a ser atacado.
—¿Y cómo, careciendo usted de pruebas, puede afirmar que no cree en la divinidad de Cristo? Tendría que decir
más bien que ni cree ni deja de creer.
¿Os dais cuenta la vía que hay que seguir? La Apologética es una forma especializada de la dialéctica. El punto
de ataque cambia de posición. El expositor dogmático es atacado mientras que el auditorio está poniendo el centro de
gravedad en el que da la lección. Pero quien da la lección traslada el centro de gravedad hacia la persona que se ha
puesto en contra de la tesis. Una persona no experta del auditorio, al oír, por ejemplo, que Cristo no es Dios, se
esforzará, ahora, en demostrar que es Dios; lo cual sería como una segunda conferencia, y habría otras objeciones. Una
tercera, una cuarta y una quinta persona, también lo intentarían conforme a su interés y cultura. De este modo, se va
remitiendo el asunto a su sitio. Todo ello tiene la finalidad de poner en situación correcta ante los demás, ante el foro, al
objetor. Por tanto, la proposición mayor, en este caso, es la objeción del adversario y la menor es la remisión a esa
misma persona de la objeción. Pero, en cualquier caso, hay que centrarse en la tesis de la divinidad de Cristo.
En una palabra, el objeto de la Apologética forense es defender una tesis importante, trascendente, para la vida
de las personas ante un foro público, como es la capacidad decisoria y compromisiva de la persona de Cristo. Es una
tesis que plantea no tanto la razón como el vivir existencial de las personas.
El objeto de la Dogmática no es ningún foro, no es ningún auditorio, ni tampoco son las objeciones que se
plantean los asistentes, la Dogmática tiene un mundo soberano, autónomo, maravillosamente estructurado desde el
contenido de la Fe, con la Tradición, las Escrituras y el Magisterio. El objeto de la Apologética forense es el foro, todo
lo que va diciendo el foro, con sus objeciones y preguntas, estableciendo una dinámica con las respuestas que se
obtienen. Pero ya, en principio, lo que hay que establecer es la posición correcta que deben tener las personas que
intervienen en el foro. La actuación en el foro debe tener un valor didáctico, pedagógico, educacional; todo hecho
desde la amistad, desde la familiaridad, desde el respeto.
—Usted no se ha puesto en una posición correcta, porque niega lo que en recta posición científica no puede
hacer.
Si alguien, por ejemplo, en un foro científico, negara una hipótesis, tendría que presentarse con las pruebas
investigadas por él mismo para probar la negación de la hipótesis. Ciertamente, si es un congreso de físicos, nadie
negaría la hipótesis sin presentar las pruebas. Si tiene pruebas, entonces diría:
—Pues bien, yo no estoy conforme con eso. Se guardaría silencio correctamente, y, entonces, se irían a
investigar, si es que les interesa, la supuesta falsedad o el supuesto error de esa hipótesis. Un físico serio diría en ese
congreso:
—Esta proposición es inconsistente porque lo mismo puede ser eso que puede ser lo contrario. Lo voy a
demostrar. O podría decir simplemente: —Yo tengo interés en probar que es inconsistente. Entonces se marcharía muy
educado y empezaría a investigar para demostrar que es inconsistente. En otro congreso, o por medio de una revista
citaría:
En el congreso "x" al cual asistí, se presentó tal hipótesis... Pues yo publico este trabajo para desmentir con
pruebas la supuesta verdad de aquella tesis.
Pero si este físico, en el congreso —lo cual nunca habría hecho—, hubiera levantado el dedo para decir sin más:
"Yo creo que eso es falso", o "Yo creo que eso es falso porque no me gusta", nadie lo hubiera visto bien porque esas
aserciones son inconcebibles desde el punto de vista científico.
Para mantener en posición correcta al foro, ya se comienza por una actitud educada en el auditorio. Nadie puede
negar nada, seriamente, sin fundamento, sin saber probarlo. Y, por supuesto, nadie puede afirmar seriamente algo
intentándolo demostrar con falacias y sofismas.
Con esas líneas maestras, tenéis que armar las respuestas para que sirvan de instrumento con el objeto de
enriquecer los temas y hallar la mejor forma o manera de construir el discurso forense. Cuando vayáis a un auditorio,
tenéis que llevar los temas preparados científicamente de tal forma que dominéis todos los mecanismos, principios y
claves que se dan en general, válidos para cualquier auditorio.
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PRIMERA PARTE
El criterio de credibilidad
Capítulo Primero
1.1. Planteamiento
Más que definir la teología como ciencia, con sus diversas ramas, importa saber cómo se produjo la teología
históricamente hablando, antes de cualquier sistematización teológica, y cuál puede ser el criterio de validez de este
hecho teológico en nuestra vida contemporánea donde hay un rechazo, casi general, del saber sobre Dios.
Tenemos que especificar, además, cuando hablamos de teología, a qué teología nos estamos refiriendo: ¿a la
teología dogmática, a la teología bíblica, a la teología moral? ¿A qué clase de teología nos referimos? Ciertamente,
todas estas teologías regionales poseen un denominador común: tener por objeto a Dios. Ello supone que debemos
estudiar este objeto bajo la razón de una metodología adecuada y con unas fuentes determinadas. Pero esto no nos
incumbe en estos momentos.
Lo primero que nos importa es saber cómo se produce la teología o el hecho teológico que subyace a la misma.
La pregunta es clara: "¿Cómo se produce la teología como hecho?".
Debemos tener, para ello, un criterio; esto es, una norma que nos permita mantener un juicio de valor o de
discernimiento correcto, con el objeto de poder tomar una decisión o una elección. Este criterio debe ser, por tanto,
válido, creíble.
¿Cuál es o en qué consiste este supuesto criterio, que denominamos "criterio de credibilidad"? ¿Dónde radica
aquel criterio de credibilidad que autentifique la teología de modo semejante a como hace el llamado "criterio de
validez" en la autentificación de las ciencias experimentales? Tanto el criterio de credibilidad como el de validez deben
partir de la experiencia. Ahora bien, el criterio de validez se verifica con la experimentación del objeto matematizable;
sin embargo, el criterio de credibilidad no puede incurrir en el mimetismo del método experimental; antes bien, debe
verificarse mediante la experienciación o vivencia, remontando el ámbito fenoménico y matematizable de las ciencias
experimentales. ¿Dónde podemos, pues, encontrar la validez del hecho teológico que debe fundamentar una teología
como sistema de exposición acerca de Dios?
Un católico podría responder, espontáneamente, que el criterio de credibilidad es, para él, el Sumo Pontífice, y
no le faltaría cierta razón: Cristo fundó la Iglesia y puso al frente de ella a su Vicario, Pedro y sus Sucesores que
habrían de perpetuarse, a través de los siglos, hasta hoy. El Papa y, en comunión con él, el conjunto de todos los
Obispos, tendrían la infalibilidad recibida por Cristo...
Pero esto no puede fundar el criterio de credibilidad. Hemos comenzado, sin mayor profundidad, por algo que
debe fundarse en la credibilidad. El supuesto criterio de credibilidad sería una conclusión de las muchas que se podrían
dar dentro de la pregunta fundamental: "¿Cómo se produjo la teología como hecho?".
Pienso que, muchas veces, es bastante oscuro lo que se dice en teología —más bien diríamos en filosofía—
acerca del criterio de credibilidad. Son cosas tan abstractas, tan a posteriori, tan mezcladas, tan complicadas, que al
final muchos, estudiando estas cosas, terminan por no creer en nada.
En este sentido, para llegar a una conclusión —diríamos existencia!, vivencial—, hay que partir de unos hechos
relevantes, vitales, dignos de tenerse en cuenta. Debemos respetar después esos hechos y la forma como éstos se dan en
su origen, para que conserven verdaderamente toda su frescura.
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La razón es clara: no pueden ser democráticas al estilo de la política. Hacen, es cierto, una serie de cosas buenas.
Pero todo es sencillamente, simple esteticismo: se han quedado viejas, llenas de grasa, de elementos postizos.
Y, ¡claro!, cuando se dice: "Cristo...", se responde: "Sí..., pero Cristo...".
Enseguida aparecen las tesis de siempre: la Sagrada Escritura, las Escuelas, las fuentes de no sé qué, la filosofía
de no sé cuál... Al final, no se accede nunca a Él.
¡Imposible! ¡No se puede llegar así!
1.3. El mensaje de los genios de la historia es comprometedor
Pero hay algo que es bastante claro, como es trasladar el hecho de Cristo a nuestro tiempo, y ver cómo se
produjo este hecho importante, o cómo se produce. Porque solamente se puede producir de una manera. Estas cosas, así
planteadas, deben resultar siempre perfectamente claras. Lo que ya no resulta tan claro es penetrar en la vida de un
genio de esta clase.
Además, esto no es caso privativo sólo de Cristo, sino también de otros grandes genios que han pasado por la
vida humana, que no pueden ser interpretados, y no han podido ser interpretados o entendidos por los que no lo somos.
El común de la gente teme a esos genios. Pero, ¿qué es lo que tememos de ellos? ¿Que manipulen nuestra pobre
inteligencia? Tememos ser manipulados, hipnotizados, sugestionados por estos genios de la historia. ¡Esto es
indudable!
Por eso, huimos de ellos inmediatamente. Los consideramos atentatorios a nuestra libertad. Preferimos pasar
ignorándolos a efecto de poder, en fin, satisfacer ciertos instintos, presiones, tensiones, y encontrarnos así justificados
ante nosotros mismos, antes que nos develen la verdad de lo que somos y de lo que tenemos que ser. Estos genios nos
descubren un mundo que, lejos de ilusionarnos —aunque podemos dejarnos ilusionar de ellos en un momento dado,
como ocurre en un espectáculo—, se nos viene encima por el mensaje que encierra. Este mensaje suele ir,
generalmente, acompañado de un gran compromiso, o de ciertas normas a las que hay que someterse para verificar ese
mundo del que nos quieren hacer partícipes. Este compromiso radical está, paradójicamente, lejos de la rigidez de
ciertas normas establecidas o de aquéllas que solemos establecer nosotros mismos, porque creemos que nos hacen la
vida más segura, más cómoda; pero, al final, nos conducen a una actitud indolente y farisaica.
En todas las cosas, si queremos progresar, hay que seguir unas rutas, diríamos, metódicas, exigentes.
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Ahora bien. ¡Quiten ustedes el hecho de la afirmación de sí mismo como Dios! La validez de todo criterio de
credibilidad desaparece. Toda otra afirmación es posterior al testimonio de un ser humano que afirma de sí: "Yo soy
Dios". Desde aquí todo lo demás debe adquirir sentido.
Esta afirmación es tan importante que hoy muchos rechazan la Iglesia Católica, o no la tienen en cuenta, porque
no poseen este criterio de validez o bien porque no se expone con claridad, porque no se presenta vitalmente, o porque
se reduce a un hecho meramente cultural.
Si no constara esta afirmación y testimonio personal de Cristo sobre sí mismo, sobre su divinidad, a mí tampoco
me interesaría, por supuesto, la religión. La religión cristiana sería como una de tantas.
¿Por qué no admito yo las otras religiones en cuanto que pudieran tocar y persuadir a mi vida religiosa?
Sencillamente, porque no hay ningún fundador de religión que me haya podido, de alguna forma, decir o delatar que él
era Dios. Cristo hace, sin embargo, una serie de cosas, una serie de afirmaciones, en cuyo texto y contexto está
diciendo que Él es Dios. Nadie ha podido revelarnos como Él la intimidad divina.
El criterio de credibilidad tiene, por tanto, este primer punto A: el hecho de un ser humano, llamado Cristo, que
dice de sí mismo, afirma de sí mismo, que Él es Dios mismo, el Verbo, el Mesías, el Enviado. No hay otro punto A, en
absoluto. En este momento, la base del saber teológico se hace histórica, es un hecho histórico. Es una historia, una
biografía, que va a entrar en el discurrir de todos los demás procesos históricos.
Al principio del cristianismo, referente a este punto A "del hecho humano del cristianismo, porque es un hecho
humano", los primitivos cristianos se afanaban, precisamente, por testificar que Cristo era Dios mismo, y, cuando le
requerían la prueba, acudían a la Resurrección:
—Se resucitó a sí mismo.
Había de ello numerosos testigos:
—Nosotros, los Apóstoles, somos testigos de que resucitó.
Era tan reciente el hecho, tan vivo históricamente, tan actual, tan extraordinariamente comunicativo, que creó un
impacto social en aquellos círculos: unos, para aceptar el hecho; otros, para rechazarlo. Pero el acontecimiento era
enormemente actual. Por eso, los cristianos invocaban, como argumento último para demostrar la divinidad de Cristo,
que se había resucitado a sí mismo, ya que nadie, humanamente hablando, puede resucitarse a sí mismo. No ya el poder
de resucitar a éste o aquel, sino la omnipotencia de resucitarse a sí mismo. La verdad de la resurrección de Cristo se
asienta sobre la base de su propia divinidad.
Yo haría unas preguntas a las presentes generaciones: ¿No habrá vuelto acaso a nueva actualidad el tener que
partir de este hecho para conocer a Cristo? ¿No deberíamos enfrentarnos personalmente con el aspecto humano de este
hecho, y revisar, actualizar y convencernos de ello? ¿Y cómo podríamos hacer si la resurrección es ya un hecho
lejanísimo, que, incluso, puede estar envuelto en las nieblas de la leyenda o de lo legendario, o de la confusión de las
variadas interpretaciones teológicas o exegéticas?
El dato de que queden unos libros llamados Evangelios, contando o narrando la resurrección, puede no tener
mayor importancia intelectual o cultural. Se ha perdido, ciertamente, mucho tiempo, y el tiempo desgasta. El tiempo
erosiona. Los años van erosionando la frescura de cualquier hecho que nace, o del aspecto en que nazca ese hecho.
Todo queda deteriorado, como la piedra, el mármol, la madera o el cemento, en el transcurrir del tiempo.
Si este hecho humano de Cristo lo sometemos a una serie de consideraciones filosóficas, escolásticas, etc.; si
tuviéramos que invocar criterios de autoridad apoyándonos en una persona porque es obispo o es sacerdote o es
religioso, o es doctor en teología; esto hoy no tendría la fuerza debida. Creer en Cristo como Dios porque me lo ha
dicho el obispo "tal" o el padre "cual" o el misionero "x", es pasar por el hecho de la creencia con bastante
superficialidad. Son actitudes que no tienen ya mayor porvenir.
Hemos visto, y estamos viendo, una regresión bastante rápida del hecho religioso. ¿A qué se debe que no haya
seguridad en este supuesto hecho de fe; esto es, en un criterio de credibilidad que nos persuada de que la religión
católica es la verdadera?
La cultura de hoy no se puede comparar con la de ayer. Hoy las universidades se han hecho masificantes: son
aglomeraciones humanas que se han ido incorporando. Han existido confrontaciones y luchas filosóficas terribles; y,
ciertamente, en la mayoría de los casos, no ha salido victoriosa, ni esplendorosa, ni siquiera brillante, la teología
católica. No ha salido airosa, incluso, porque hoy tampoco los problemas más graves de nuestro tiempo han podido ser
afrontados a ese nivel religioso que requiere el ser humano para convencerse perfectamente en su conciencia de que eso
tiene que ser así. La conciencia humana está distraída en otros derroteros, en otras tareas.
Diremos, para concluir, que este primer aspecto o punto A del criterio de credibilidad, de cómo se produce la
teología como hecho, es sobre la base del estudio de un dato histórico que, en este caso, se refiere a un ser humano que
afirma de sí ser Dios. La razón se debe a que es de esta manera, y no de otra, como hay que estudiar la historia, o la
biografía de un ser humano, llámese Cristo, Buda, Mahoma, Julio César o Augusto. Pero, cuidado, se trata ahora de ver
cuál es la categoría del texto biográfico de ese supuesto personaje, y cuál es la carga vital, existencial, religiosa que
tiene esa vida humana, para ser aceptada en más o en menos, universalmente, por los demás.
Siguiendo este razonamiento, se dirá, naturalmente, que Cristo ha comportado un hecho que ha tenido graves
repercusiones históricas. ¡Oh! Y también Mahoma, Julio César, Alejandro Magno y otras religiones.
Yo no veo, sin embargo, ningún criterio filosófico, ni disciplinar, que pueda, ciertamente, damos una persuasión
adecuada, ni siquiera suficiente, de este magno hecho que es este ser humano, llamado Jesucristo, que aparece ahora, en
este último cuarto del siglo XX, si preferimos en esta sala, para decir: "Yo soy Dios".
Tenemos que considerar una segunda parte, un punto B, del criterio de credibilidad, complementario con el
primero y fundamental para que este criterio pueda ser válido, creíble.
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2.2. Segunda parte o punto B: persuasión sobrenatural de la divinidad de Cristo
¿Cuál tiene que ser esta segunda parte o punto B del criterio de credibilidad, si no hay filósofos, ni teólogos, ni
supuestos Padres de la Iglesia, ni Papas, ni tampoco otros argumentos de verificación, sino sólo Cristo mismo con su
afirmación de ser Dios?
El punto B se refiere a cómo Cristo debe llenar, comunicar, este hecho histórico, este hecho de la afirmación
divina de sí mismo, para que pueda entrar en mí religiosamente.
¿Cómo podemos admitir esta afirmación que procede, en principio, de un ser humano?
Para responder a la pregunta, este punto B debe considerar, con detenimiento, aquel acto que Él, Cristo, que se
dice Dios, tiene que poner en mí para convencerme de que efectivamente es Dios.
Dicho con otras palabras, el punto B tiene como objeto aquel acto que Él, como Dios, debe hacer en mí, poner
en mi ánimo, en mi espíritu, con el fin de que me lleve a la persuasión de que efectivamente Él es Dios.
Y, ¿en razón de qué tiene que entrar, convencerme, persuadirme? Precisamente porque está en la afirmación que
hace de sí mismo: "Yo soy Dios".
Si tú, Cristo, eres Dios, que es tu afirmación, entonces esa proposición, ese enunciado, tiene que producir en mí
el convencimiento de que, en efecto, es así. Y, o lo pones o no lo pones, o me infundes esa persuasión, esa noticia en mi
ánimo o no lo haces. Si lo haces, ya tengo la persuasión; empiezo a creer que, efectivamente, eres aquello que Tú
afirmas de Ti.
Pero... ¿y si no me infundes nada? Si Tú no intervienes, yo no puedo de ninguna manera convencerme,
persuadirme de que Tú seas aquello que afirmas de Ti mismo.
Yo tengo ya la persuasión de que eres un ser humano, porque tengo yo en mí la persuasión de que yo soy un ser
humano como Tú, porque todos los presentes, por las características que presentamos, tenemos la persuasión racional
de ser seres humanos. Pero, al decir Tú, al afirmar de Ti que eres Dios, tienes, naturalmente, que ponerme en un estado
más que humano para que yo pueda creer que Tú eres aquello que afirmas de Ti; es decir, no basta con que lo afirmes,
tienes ciertamente que infundirme la persuasión de esa afirmación. Tienes que notificarme ahora a nivel de espíritu esa
persuasión.
En el punto primero, me das noticia histórica, es un hecho histórico, haces una afirmación de Ti, y nada más;
afirmas de Ti que eres Dios, como puedes afirmar cualquier otra cosa.
Bien. Ya lo afirmaste. Pero... ¿cómo puedes probármelo? ¿De qué manera me vas a probar que Tú eres Dios?
No basta, ahora, el argumento de la Resurrección, que era el que aducían los primeros cristianos, porque se
supone que Cristo en nuestra hipótesis no ha muerto ni ha resucitado todavía. Aducían, es cierto, que Cristo se había
resucitado a sí mismo. Pero... ¿qué pasaba con la fe de los Apóstoles antes de morir y resucitar Cristo? Téngase en
cuenta que los propios Apóstoles tuvieron también sus crisis de fe.
Cuando Cristo acometía un acto un poco atrevido, cuando los Apóstoles y discípulos veían los conflictos
sociales que provocaba, y ellos se encontraban involucrados en este proceso, entonces..., claro..., el temor, el miedo que
vivían, les llevaba a decir, ante Cristo, que ellos ya tenían sus propios problemas y que no estaban dispuestos a
complicarse su existencia. Ahí tenemos el caso de Cafarnaúm con la Eucaristía. Hacía afirmaciones tales que solamente
un Dios podía efectuarlas, pero quedaba pendiente y colgado que todavía no tenían la prueba de que, efectivamente, Él
era Dios. Esta prueba no dependía de las aptitudes intelectuales o morales de sus discípulos.
Cristo tiene que poner un acto en aquellas almas que Él elige por la razón que sea; una persuasión íntima,
personal, que conduzca a unos individuos a seguirle sin saber exactamente adónde. Es lo que he dicho yo tantas veces
del joven rico. Ese muchacho que cumplió los mandamientos, fuera verdad o no; desde el punto de vista objetivo,
Cristo aceptó como verdad su afirmación sobre dicho cumplimiento y le dice:
—Si quieres ser perfecto... ¡sígueme! —¿Adónde?
En este "¿adónde?", se encuentra el símbolo de ese eterno interrogante de todos los seres humanos: —¿Adónde
vamos a parar? Hay revoluciones y terrorismo: —¿Adónde vamos a parar? Viene Cristo y dice: —¡Sígueme!
Pero...
—¿Adónde vamos? ¿Adónde voy a parar contigo? ¿Adónde? ¡Dime! ¿Adónde?
Ese "¿adónde?" es la eterna pregunta, el eterno interrogante, la eterna incógnita. Vamos, que estamos siempre
haciendo preguntas en relación con la mayor parte de los asertos: —¿Adónde voy contigo?
Del "adónde" se continúa con el "para qué".
Y Cristo dice:
—Para que recorras conmigo las tierras de Jerusalén o de Israel, porque yo camino mucho.
Y…
—¿Adónde vamos a dormir?
—¡Debajo de un árbol!
Y…
—¿Adónde vamos a comer?
—Echa una moneda y te saldrán unos salmones o unos peces del río o del lago.
—¿Adónde vamos con todo esto, Señor?
Y así los apóstoles se preguntaban:
—Pero, ¿adónde vamos?
Es la eterna pregunta del ser humano.
Y así le voy haciendo preguntas. A unas me contesta de una forma y a otras de otra. Generalmente, me seguirá
dejando a la enésima pregunta.
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Mi razón, por su mismo proceso normal, me lleva a la conclusión de que yo no tengo que seguirle ni a Él ni a
cualquiera que me diga "sígueme", así por las buenas. Y menos si me dice: "para que seas perfecto".
Me tendrías que explicar qué perfección es esa, porque no a toda perfección estoy dispuesto a acceder.
Muy complicada tanta perfección.
—Pero... ¡Dime! ¿Qué significa esta perfección?
—Pues... la misma que tiene mi Padre Celestial.
—¡Uf!
Diríamos todos enseguida con mucha razón.
Es necesario que Cristo me ponga o me infunda —empleamos la palabra infundir, injertar, meter, insuflar
algo— una realidad "x" que me cree un estado de persuasión para seguirle y que, por el camino, me vaya poniendo
signos, o diciendo cosas, y yo lo vaya aceptando.
Digo a esto un hecho sobrenatural. Es un hecho sobrenatural porque no está en el proceso general de mi
naturaleza ponerme en este estado sobrenatural de aceptación.
Se requiere esa persuasión interior, esa intervención. Un acto de Dios que ya decimos sobrenatural, porque no
brota del proceso racional, que me lleve a la persuasión y me cree un campo de deseo interior con el adicional de una
cierta luz en la razón que me sensibilice para poder incluso echar mano de ella y razonar sobre aquello que jamás se me
hubiese ocurrido por su novedad. A esto llamamos el donum fidei.
Una razón cerrada, absolutamente natural, no existe. La razón humana está, por naturaleza, abierta al don,
aunque el don no brota de la razón, no emerge de ella, pero la razón está abierta al don. Los problemas ocurren cuando
nuestra razón, por múltiples motivos, se cierra al don sobrenatural.
Capítulo Segundo
La necesidad del donum fidei
Quiero decir, en una palabra, que el criterio de credibilidad en Jesucristo es místico. Este criterio místico
consiste en una estructura bien sencilla que, como hemos visto, posee dos elementos:
a) El hecho histórico de un ser humano, Cristo, que afirma de sí mismo: "Yo soy Dios".
b) Para que sea creída esta afirmación, Él mismo debe infundir en nuestro espíritu un don divino, gratia fidei, la
gracia de la fe, consistente en una persuasión interior, sobrenatural, que tiene el significado de esa misma
afirmación.
Cristo afirma que es Dios y me infunde, para comprenderlo sobrenaturalmente, aquello mismo que Él afirma de
sí. Tengo aquí a Cristo: primero, como ser humano que me habla; segundo, actuando en mí y colocándome en un
estado místico inicial, suficiente, básico, fundamental, de carácter sobrenatural.
La religión de Cristo es, pues, sobrenatural; esto es, sobre la naturaleza. Por tanto, está sobre los cánones
racionales de la vida, que quedan, a su vez, definidos —y por consiguiente abiertos— por este estado de
sobrenaturaleza. No desaparece el carácter racional, sino que éste, abierto al donum fidei, queda definido por el donum
fidei.
Yo no puedo extraer ni realizar ninguna deducción, en manera alguna, de la divinidad de Cristo si no me da la
persuasión sobrenatural de esa divinidad suya. Sin este convencimiento sobrenatural de su divinidad, yo no puedo creer
en manera alguna, no puedo creer, verdaderamente, en todo lo demás que pueda decir de sí mismo. Todo perdería su
validez. Nada sería ya digno de ser aceptado, por muy hermosas ideas, o por muy bellas palabras que Él me dijera
acerca de la vida eterna o de la vida moral. Aunque me hablara de las Personas Divinas, o de las personas angélicas, no
tendría validez sin este donum fidei.
La crisis de nuestro tiempo reside, exactamente, en este segundo punto: no se tiene la gracia, esa gracia que es
donación mística a una razón abierta, generosa. Esta gracia nos proporciona ese toque místico en nuestro espíritu, que
nos inclina a creer con fe admirable en la divinidad de Jesucristo. Aquellos que están en posesión de ese don, el donum
fidei, creen naturalmente en términos admirables, e incluso proyectan la figura de Cristo, y todo el pensamiento de
Cristo, y las palabras de Cristo, según dilatados horizontes.
El criterio de credibilidad no son los argumentos de autoridad, como eso de afirmar: "Porque la Iglesia lo ha
dicho". La Iglesia es una conclusión de Cristo. Creó esa sociedad; luego es después que Él. La Iglesia es para aquellos
que crean, para aquellos que tengan la persuasión sobrenatural en esta divinidad de Cristo. Entonces ya pueden decir:
"La Iglesia me sirve de ayuda; la Iglesia es el medio de salvación; la Iglesia es el lugar de la realización de la fe". Desde
aquí, ya todo va adquiriendo su sentido, el valor que realmente tiene.
¡Claro! ¡Como que es la institución establecida por Cristo! Si la Iglesia está brillante, si abundan los santos, pues
podrá ayudarnos más; y si no, pues no nos ayudará debidamente; incluso, por el mal ejemplo de algunos, la Iglesia
podría ser el blanco de crítica y desaprobación. El prestigio de la Iglesia depende mucho del grado de educación, de
ejemplo, de pureza de las personas bautizadas que la constituyen formalmente. El donum fidei hace Iglesia.
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El criterio de credibilidad en Cristo y, por tanto, en su Iglesia es místico. Criterio que consiste en un don, en una
gracia: la gratia fidei, la gracia de la fe, que El nos tiene que infundir en el espíritu para que éste entre en persuasión
sobrenatural y conciba que, efectivamente, Cristo es Dios.
Y este criterio nada tiene que ver con cualesquiera otras pruebas dialécticas, milagros o hechos extraordinarios
con los que Cristo me quisiera rodear. Ya no es necesario nada de esto. ¡Resucitó a algunos, hizo milagros, curó
enfermedades! Bien, bien... No tengo evidencia personal de que fuera así exactamente.
Me dirán: "Pero las Sagradas Escrituras están inspiradas por Dios".
¡Es una conclusión! Eso viene después de Cristo, de la persuasión en la divinidad de Cristo. Eso es un valor
más, aunque importante, del donum fidei. Esto quiere decir que el don de la fe, este acto suyo en mi espíritu, me llevará
a interesarme por las Sagradas Escrituras, por estos libros sagrados, y entonces podré llegar a discernir, seguramente —
no fácilmente—, el verdadero ajuste histórico de una serie de hechos o narraciones revelados en estos libros.
El criterio de credibilidad —reitero una vez más— del que todo lo demás que se diga son valores de él, es
místico. Este acto es el toque de Cristo como Dios, que infunde en mi espíritu la persuasión de aquello mismo que
afirma de sí: "Yo soy Dios. Ego sum Deus. Yo soy Dios".
Este es el principio de la fe. Es un hecho personal de Cristo y de la criatura, de cada criatura. Cristo debe poner
en mí la persuasión sobrenatural de esta afirmación.
Pero debo decir aún más.
Aunque sacáramos la conclusión de que El es Dios, nos resultaría del todo imposible extraer por argumento
deductivo, o por método racional alguno, que El es la segunda persona, y no la primera, o la tercera, de la Santísima
Trinidad. Él tiene que ir revelando la intimidad divina a una razón abierta y definida por el donum fidei.
Está claro que Cristo nos tiene que dar la gracia del donum fidei; esto es, debe infundirme esa afirmación suya
de tal manera que me persuada por sí misma, sin necesidad de aditamento alguno, sin tener que resucitar muertos, ni
curar cánceres, ni probarme la cura de nueve leprosos, de diez, o de siete. Todo es inútil. No es eso. Sin la persuasión
del donum fidei, siempre le pediría una prueba más, una prueba detrás de otra, según fuesen las exigencias que su
afirmación causase en mi propio corazón.
El donum fidei no nos puede dejar en estado de simples observadores, ni tampoco debemos contentarnos con
asumir, culturalmente, en nuestro lenguaje la aceptación de Dios y repetir como papagayos "Cristo es Dios". Después
de la persuasión sobrenatural, viene todo lo demás. Estamos en disposición de que adquiera sentido el discurso
teológico. Este don de la fe, el donum fidei, está muy lejos de reducirse exclusivamente a un valor semántico.
El criterio de credibilidad tiene una extensionalidad, como un valor supremo, o a manera de valor supremo.
¿Por qué valor supremo? ¿Adónde nos conduce el donum fidei?
Cristo me va a infundir la persuasión de que Él es Dios; me hace conocer, sobrenaturalmente, aquello que Él
afirma de sí mismo: "Yo soy Dios".
Por tanto, la cima, la cumbre, el término, la ratio finolis, no puede ser otra que la forma de llegar a una unidad,
maravillosamente consumada, llegar a un encuentro final, verdaderamente experiencial, posesivo de Dios y yo. Y aquí
ya sobra toda clase de dialécticas.
Si me infundes, Cristo, la persuasión de aquello que afirmas de Ti mismo, cual es que eres Dios, es para que yo
progrese en esa afirmación, o para que esa afirmación —ya místicamente experienciada y sentida— vaya progresando
hasta un estadio final. Esta meta es mi encuentro, no ya sólo contigo como ser humano que tengo delante, sino con esa
divinidad que dices de Ti, y que tiene que ser, naturalmente, un encuentro inmediato, ya sin medium de ninguna clase.
Toda mi vida es, entonces, partir de tu vida humana, de tu condición de ser humano; y esto me lleva a aquello
más íntimo tuyo que es ese hecho trascendente a tu ser humano cual es tu divinidad. Y el vínculo de este proceso es el
donum fidei, el don místico por antonomasia. Un hecho místico, producido en mí por Ti, que no necesito ni siquiera
andar explicándomelo. Es a modo de axioma. Es la posesión de una virtud, de una tendencia, con la cual adquiere
sentido todo lo demás. Es un hecho íntimo, ontológico y sicológico. Es una marca, me sellaste así. Es parecido,
analógico, por ejemplo, a cuando llega la hora de comer y siento hambre porque me has puesto la sensación del hambre
para comer, o la sensación del sueño para dormir, o el apetito de saber o de crear.
Es un hecho místico, una tendencia, una virtud. Yo lo llamo, en este momento, donum fidei.
Es una cualidad mística porque es ese estado en que quedo, gracias a aquella forma como Tú has procedido
conmigo, en virtud de lo cual yo digo que creo en aquello que Tú afirmas de Ti: que eres Dios. No que eres un simple
anunciador de religión; no que eres un simple profeta de religiones o de éticas, sino que eres Dios, que eres mi Dios.
Ya tengo ahora la disposición para creer en todo lo que digas.
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terminar. Allí continuaré contándote esta historia de mi vida. ¿A las siete te parece? Nos encontraremos, pues, a las
siete.
...Y... entonces...
—¡Mira! ¿Ves aquel muchacho? ¡Llámale! ¡Llámale que le vamos a invitar a una cerveza! Y a ese otro... Y ya
verás cómo terminan creyendo en Mí... Pues ya somos dos, y somos tres...
Este es el comienzo, el seguimiento y el fin. Ésta es la sustancia de la fe. Todo lo demás, desconectado de esto,
de este estado místico, de este hecho producido por Cristo en mi vida, no vale nada, aparece como un sinsentido.
A partir del "sígueme", consecuencia del donum fidei, la experiencia mística que Cristo va proporcionando tiene
su lógica, su discurso propio. Nace aquí la teología mística.
¿Qué sucede con las otras ramas teológicas y con la metafísica? Todo eso está muy bien... la bíblica, la
dogmática, Aristóteles, Platón... Efectivamente, es todo una gran labor. Pero no hay que llamarla aún ciencia teológica.
Teología no hay más que una. Cristo ha traído una sola teología, una sola, de la cual todo lo demás son, simplemente,
valores, capítulos de esta teología, que es la teología mística.
La teología mística no es aquella parte de la teología —entre las diversas ramas teológicas—, que trata de ciertos
fenómenos místicos, ciertos éxtasis o cosas semejantes, que han tenido, de forma extraordinaria, algunos que llamamos
"místicos" o algunos santos.
No es eso la teología mística. Es un ámbito mucho más amplio. Es nada menos que el criterio de todo el saber
teológico. Es la ciencia maestra por antonomasia; la que ilumina y da unidad, dirección y sentido a todos los demás
valores.
2.2. Sentido del hecho bíblico por la persuasión mística de la divinidad de Cristo
¿Y el hecho bíblico? El hecho bíblico es éste: Cristo, en el siglo XX, que se presenta hoy, y que está aquí sentado
detrás de esta mesa notificando de sí mismo que es Dios y revelando el significado que encierra esta afirmación.
Podemos hacer epojé del Antiguo Testamento y de las tradiciones religiosas. Cristo sólo testifica de sí mismo así, sin
más, limpiamente.
Pensemos que lo "de Moisés hasta hoy" podía haber sido de otra manera. Podría, incluso, no haber habido
ningún profeta. Moisés sería un hombre que vivió, pero de cuya existencia no nos hemos enterado, ni sabemos nada de
su misión.
Esto tiene, sin duda, una enorme importancia, porque ningún hecho histórico hoy pesa, ante la exigencia
rigurosísima de un relativismo y de un racionalismo pragmáticos, enormemente ilustrados, que nos abruman. Ni el
conjunto de los hechos religiosos pesan, siquiera, en la conciencia humana y, sobre todo, en la conciencia universitaria.
Hay que buscar el fundamento, aquello desde lo cual puede hallar sentido el hecho religioso y, con éste, el hecho
bíblico.
Hoy, que se habla de argumentos deductivos, inductivos, matemáticos, experimentales, etc., tenemos que
conseguir, en contexto con el hecho persuasivo íntimo del donum fidei, la validez de cualquier cosa que digamos de Él.
Y todo lo que digamos adquirirá sentido en referencia con la divinidad de Cristo y la persuasión mística que de ella
tengamos.
Pienso que queda perfectamente claro que, hipotéticamente, estamos comenzando el cristianismo hoy, un día de
la semana, cuando todos los criterios —salvo éste de credibilidad— los estamos rechazando, porque es que ni siquiera
otros criterios importantes, que se pueden referir a otros hechos relacionados, se habían producido humanamente.
Y esto lo hago a efecto de que podamos entrar en la raíz misma de cómo se produce, ciertamente, una religión,
y, especialmente, esta religión que es en sí sobrenatural, que no viene dada, lógicamente, por los aconteceres culturales
o históricos.
O yo tengo la persuasión íntima, indefinible, maravillosamente axiomática, de un Dios que está presente. O no la
tengo. No basta con que Dios sea, sino que esté, que me produzca con su presencia un estado místico con Él.
Debemos suponer que no sabemos que ha habido profetas o que hemos perdido el paraíso terrenal, porque
incluso no se ha narrado nada de esto. No hace falta, pues hemos hecho epojé de ello.
Viene ahora Cristo para explicarnos exactamente nuestro origen, darnos una explicación sobrenatural del origen
del hombre. Nosotros, los asistentes, sin duda le vamos a preguntar eso, pues se supone que somos inteligentes,
universitarios, que nos interesa este tema vital del ser humano: nuestro origen, nuestro destino o nuestro fin.
Nos quedamos, pues, con el hecho de su afirmación de ser Dios y con la gracia, el donum fidei, de la persuasión
de su divina presencia en nosotros, una presencia que, suponiendo nuestro finito ser creado, nos constituye en seres
místicos, y no divinos.
¿Qué ha ocurrido?
Una virtud salió de El. Hay algo en el tono que infunde una imponente seriedad. No es un hombre cualquiera en
su forma de ser, de comportarse. Hay un crédito en El. Aporta un no sé qué. Se da como un deslumbramiento
misterioso en mí. El decirse "Dios" es una afirmación demasiado grave. Además, ha quedado muy fijada en mí, y yo
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me voy con El, aunque sólo sea para llegar a obtener la respuesta racional. Pero para que no le vuelva a hacer la
pregunta racional me hace algo admirable: me reduce el típico egótico de mi razón.
Y he aquí que la fe se convierte en forma asumente de mi acto racional, y mi razón, asumida, ya piensa bajo la
forma de la fe. Es una razón potenciada, dinámica, creadora, en virtud del donum fidei.
Empiezo a elaborar argumentos, y construyo un argumento básico, que comporta una resolución: ha habido un
cambio en mí, y ese cambio es que adquiero un nuevo modo de ser. Este modo de ser místico es participación,
ciertamente, del modo de ser divino.
¿Cuál es la actitud de una razón que piensa, bajo la forma transida de la fe, en Él por ser Él?
Puede ser ésta: que no he dormido durante esa noche, pues me ha hecho una especie de operación quirúrgica. Mi
mente, mi entendimiento, ha cambiado y tiene una nueva forma de pensar. No es algo sicológico, emocional, aunque se
dé lo sicológico o emocional. Al día siguiente, voy rápido, porque no he dormido, a la cafetería donde tenía la cita con
Él. Además, le he llamado por teléfono para decirle que tengo urgencia de verlo. He comenzado a compartir con Cristo
su mismo modo de ser. Ya todo va adquiriendo sentido auténtico: una nueva forma de ver la vida, el mundo, el hecho
religioso y el acontecer histórico. Se ha producido el fruto de una conversión que tiene en Cristo el axioma absoluto
que da sentido al pensar, y el fundamento absoluto que motiva el actuar.
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alguna en el campo de la historia, porque no se ha hecho aún nada. Ha querido comenzar desde un punto cero, que es
este día de hoy, esta tarde o esta mañana, y, a partir de ahí, ir hacia el futuro.
SEGUNDA PARTE
Razón natural y don de la fe
Capítulo Primero
LA RAZÓN NATURAL Y EL COMPORTAMIENTO DE CRISTO
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que Él tuvo en su época, ciertamente no brillaron las personas inteligentes. Éste es un balance de observación
analizando los textos evangélicos.
¿Qué clase de gente iba a escucharle? ¿Eran personas inteligentes? ¿Maravillosamente inteligentes? Por las
preguntas que le hacían los discípulos y, en general, sus opositores, se ve que no brillaron por su inteligencia. No eran,
realmente, mentes investigadoras, filosóficas, preparadas. No estaban dotados de un buen índice de inteligencia. En fin,
no eran genios.
Cristo hablaba a la gente y, de pronto, salía alguien diciéndole: "Maestro, di a mi hermano que reparta la
herencia conmigo" (Lc 12,13). Y Cristo le tiene que contestar: "¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor
entre vosotros?" (v. 14). Y cuando se quedaban todos pensando y expectantes, El les daba una lección práctica y, a la
vez, profunda: "Mirad y guardaos de toda codicia, porque aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por
sus bienes" (v.15).
Se había terminado, con ello, la objeción. Como puede observarse, la petición que le hacen es muy poco
inteligente. ¡Cuántas veces Cristo se queja de la ignorancia de sus discípulos! Cuando éstos le piden la explicación de
alguna parábola, Él les amonesta por su falta de inteligencia (Mt 15,16; Mc 7,18). Más aún, tiene que hablarles en un
lenguaje muy sencillo para que puedan entenderle (Mc 4, 13). Por eso, relatan los Evangelios que había muchas
ocasiones en que, no sólo los escribas y los fariseos, sino también sus mismos discípulos no le entendían e, incluso,
temían preguntarle (Mc 9,32; Lc 18,34; Jn 10,6).
Si hablaba, por ejemplo, de la indisolubilidad del matrimonio —pues tenía Él toda una teología acerca de la
castidad matrimonial—, los discípulos le decían: "Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta
casarse" (Mt 19,10). ¿Qué hace entonces Cristo? Va aún más lejos. No se queda sólo en la indisolubilidad del
matrimonio con su castidad matrimonial, sino que aprovecha también para hablarles de la castidad celibial, la castidad
como consagración, a sabiendas de que no le iban a comprender: "No todos entienden este lenguaje, sino solamente
aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se
hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos" (vv. 11 y 12a). No obstante. Cristo cierra sus palabras con la
siguiente sentencia: "El que tenga oídos para entender que entienda" (v. 12b). Los dejaba perplejos y los incitaba a
pensar.
En el discurso de Cafarnaúm, Cristo habla de la Eucaristía en estos términos: "Yo soy el pan vivo, bajado del
cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne para la vida del mundo"
(Jn 6,51). Al oírlo, comienzan a hablar entre sí: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?" (v. 52). Los oyentes
piensan enseguida:
—¡Eso es canibalismo!
Y, después... a discutir, a dar gritos, a decirle que está loco... Se va yendo la gente, pero Él sigue exponiendo el
memorable discurso del "Pan de vida". Le siguen escuchando sus discípulos, pero muchos ya no aguantan más y le
dicen: "Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?" (v. 60). Sabía, perfectamente, "quiénes eran los que no creían
y quién era el que le iba a entregar" (v. 64). Al final, se marchan todos menos los Doce. No se pararon a analizar el
sentido de la cuestión. No le convocaron para nuevas "conferencias" a efecto de que explicara, verdaderamente, todo el
contenido de su pensamiento o doctrina. No fueron capaces de resistir un discurso profundo. No tenían mayor interés.
Estaban metidos en sus cosas, en sus tradiciones, en sus hábitos. Pero hay algunos con disposición y generosidad, que
hacen que Cristo, con su gracia, pueda realizar algo importante: Pedro, el que será su Vicario, hace confesión solemne
de Él ante los Doce (vv. 68s). Este Apóstol recibe en su corazón un toque carismático más allá del discurso racional.
La gente, en términos generales, se caracteriza por su poca inteligencia ya que ésta surge del esfuerzo, de la
generosidad, de la disposición. Todos nos creemos, en más o en menos, muy sabios, y algunos se consideran con una
inteligencia poderosísima, porque resulta que han estudiado, pongamos por caso, medicina, o ingeniería, o ciencias
exactas con unas calificaciones brillantes. No todo está en el talento fácil y en la falsa seguridad que pueden dar las
buenas cualidades.
Algún profesor habría podido decir a alguien: "Usted es un hombre de porvenir". Y este alguien se lo ha creído.
Ha comenzado a hacer una serie de ecuaciones, de manipulaciones de fórmulas, etc., y, claro, se ha creído con una
enorme inteligencia. Desde luego, para éste los demás, que no podemos hacer nada de esas cosas, somos poco
inteligentes. Ha terminado pensando que todo es matemática y, como tal, podríamos contemplar, por ejemplo, el revivir
de una mosca contando con todo un montaje de recomposición, de ingeniería, teniendo los instrumentos adecuados. ¡Y
con esto ya está resuelto el mundo! ¡Todo mecanicismo puro!
O por una causa, o en razón de una serie de prejuicios de la vida, de nuestra complejidad pasional, de las
necesidades sociales, etc., resulta que colocamos, como objetos de nuestra inteligencia, una serie de cosas que son
puros fantasmas.
No tenemos reposo para retirar esa mosca de nuestra mente, y dejar un horizonte para saber seleccionar el objeto
adecuado; esto es, aquello que es lo más importante para nuestra vida, objeto que voy a estudiar, a meditar, a
reflexionar, a penetrar, a contemplar y hacer un análisis exhaustivo. Por las razones que sean, repito, somos poco
inteligentes.
Resulta, de todas maneras, que ha habido un progreso cultural, sobre todo en los países industrializados. Pero se
trata del lugar y del foro en que Cristo pudiera aparecer: en un país pobre o rico de Oriente o de Occidente, en una
ciudad pequeña, en un barrio bajo o alto de una gran ciudad, en una plaza, en un grupo de discusión, o en un centro
cultural o universitario.
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1.2. El fracaso de Cristo, visto racionalmente
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—Afirmas de Ti que eres Dios. Afirmación arriesgada, ¿eh?... Bueno... Pues me gustaría que contestaras a lo
siguiente: ¿Como Dios, eres infinitamente bueno, infinitamente misericordioso, infinitamente omnisciente y
omnipotente...?
¿Qué contestaría Cristo?
—Pues sí, sí, claro que es así. Así es...
—Bien. Si eres infinitamente misericordioso, ¿cómo es posible la cantidad de crímenes, injusticias y, en general,
todo el peso del sufrimiento humano que ha habido en el mundo y sigue habiendo?
Eso es claro. Nadie lo puede negar. Quien te pregunta es la razón humana.
¿Qué podría contestar?
¿Su respuesta serían cuatrocientas conferencias para estar montando todo un aparato discursivo y justificar que,
no obstante ser infinitamente misericordioso, está admitiendo o permitiendo toda esta tragedia humana?
De nada me serviría, como auditorio inteligente, que me dijera que Él se sometía a toda clase de ayunos: el
ayuno voluntario para no sé qué, o que Él estaba todo harapiento y que vivía de limosna.
¿Esto del mal del mundo y la creencia en Dios no es un argumento vital?
Esto sí es un argumento verdaderamente vital: tomar globalmente, recoger todo el problema del dolor humano,
todas las lágrimas vertidas, toda la desesperación humana, e, incluso, aquellos que, teniendo una aspiración admirable,
transida de buena voluntad en orden a una idealización de sí mismos, realmente les cuesta más que sudores poder
iniciar el primer paso hacia su creencia en Dios.
Vamos a ver. ¿Qué es la piedad, la devoción al Señor, el reconocimiento de Dios como Ser Supremo?
Estamos acostumbrados a considerar que la función intelectual trata de decir que Dios es infinitamente
misericordioso. Y entonces yo tendría que decir:
—¡Demuéstralo! ¡Demuéstrame que es infinitamente misericordioso! Es más: ¡Demuéstrame, no ya que sea
infinitamente misericordioso, sino que, simplemente, es misericordioso! ¡Demuéstramelo!
Hemos descrito una visión racional de Dios que aparece revestida con el signo de la impiedad, de la crueldad, de
la incomprensión.
¿No podríamos ver que el mundo fuera maravilloso, sublime, formidable, donde nadie sufriera nada, donde todo
marchara maravillosamente? Esta visión sería como una especie de artículo de lujo, donde todo es tan extraordinario
que ya, como cima de todo ello, se presenta El mismo en cuerpo y alma.
Entonces... ¡Claro que lo recibiríamos todos como a Dios! Podría afirmar que Él es Dios sin ninguna dificultad
de entenderlo. Comprenderíamos, inmediatamente, lo de la misericordia infinita, la omnipotencia, la omnisciencia.
Todos seríamos felices en este mundo, sin hambre, sin frío, sin enfermedades ni muerte, sin nada de nada. ¡Sería el
paraíso terrenal!
Todos lo tendríamos claro y le diríamos:
—No hace falta que me digas nada. ¿Tú eres Dios, al que estábamos esperando?
_¡Sí, sí. Yo soy Dios, el Verbo! Ahora, en fin, vengo a esta tierra para disfrutar un rato con vosotros en esta
vida. Me he dado también un cuerpo, tan bien articulado como el vuestro, tan bonito, sin ninguna necesidad de nada...
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Pues vengo yo también a disfrutar de ese cuerpo que os di a vosotros: todo fuerte, joven, sin enfermedades. También
me lo he puesto yo, porque, al ver que estabais tan a gusto con él, yo también me lo he puesto.
Todo sería formidable. ¡Reconoceríamos a Cristo inmediatamente! No tendría que defenderse de nada.
Cualquier prueba valdría.
—Bueno, en fin, convendría a lo mejor que nos dieras alguna prueba.
Y entonces Cristo, como en el circo con los niños un sábado por la tarde, nos haría un juego malabar —si eso
nos pudiera satisfacer— si nos conformáramos con eso. Sería la prueba por la que aceptaríamos que Él es el Verbo
encarnado.
—¡Perfecto, perfecto!
Le cogeríamos y le llevaríamos en manifestación por las calles. Iríamos todos beatíficos… Primero, por la
Puerta del Sol; luego, por la calle Mayor, por el Palacio de Oriente; subiríamos, después, por la calle Bailén; tiraríamos,
a continuación, por la calle San Francisco; iríamos, finalmente, al Museo del Prado… Y todos exclamando, como si de
Artemisa se tratara: “¡Oh! Oh! ¡Ha venido el Verbo encarnado!”.
Lo llevaríamos a todos los sitios… a la fiesta de toros, al teatro, al estadio…, y tendría el primer asiento en todo.
Lo reconoceríamos maravillosamente. No tendríamos inconveniente alguno en negar o afirmar tal cosa, pues seríamos
todos tan beatíficos, estallamos todos tan bien, que…, ¡claro!, no habría mal alguno, y, por tanto, no podríamos
concebir que nos estuviera engañando. Entonces, diríamos: “¡No puede ser; es imposible el mal”.
Y como el mal sería imposible, todo estaría tan bien, todo tan perfecto... que, entonces, entenderíamos que lo
hizo todo muy bien; que hizo el mejor de todos los mundos posibles, donde no cabe la mentira, pues la mentira sería ya
un mal. Ya, por principio, diríamos: "¡Eres Tú".
Le llevaríamos por la calle, y todos le acompañaríamos meciéndole, caminando interminablemente, porque no
nos cansaríamos nunca. Entonces, tomaríamos la carretera de Irún, atravesaríamos los Pirineos, y, después, le iríamos
enseñando los monumentos de la humanidad de Bruselas, de Berlín... le llevaríamos por todo el mundo en procesión, y
así nos pasaríamos la vida.
Claro... Eso ya no tiene objeción. No habría que buscar prueba alguna. Cualquier cosa que dijera, por ejemplo:
"Yo soy", sería aceptada. Todo estaría resuelto. La armonía entre la razón y la fe sería perfecta.
3.3. Argumentar con la experiencia de la vida
Pero, señores, ¡es todo lo inverso! Ha ocurrido lo inverso, totalmente lo contrario. Nuestra inteligencia, vuestra
inteligencia, si no tenéis miedo a vuestra inteligencia —al fin y al cabo, si os sentís piadosos, Dios hizo vuestra
inteligencia—, tenéis que reconocer que el concepto racional de Dios, extraído directamente de la vida misma, no
arroja un balance a favor de Dios, sino opuesto a Él.
—¡A ver quién me puede desmentir esto! ¡A ver quién me va a justificar el mal de alguna forma! Esto tiene un
responsable.
Podría decir El:
—No. Yo no soy el que hago el mal, sino que es el diablo.
—Bueno... Pues... será el diablo..., pero Tú lo permites.
Cualquier acusación, o cualquier defensa de sí mismo sería rápidamente repelida.
Desde una inteligencia a la deriva, los argumentos racionales, vitales, existenciales, sociológicos de la vida me
dicen que Dios aparece cruel, inmisericorde, incompetente, incapaz y mítico.
Si hay algo que parece que no merece la pena hablar o tratar de plantear es, precisamente, el caso de Dios. Se
queda, para muchos, sin relevancia.
¿En qué ciencia metemos o meteríamos a Dios para argumentación racional? En ninguna. Ni es lógico, ni es
ilógico. Prejuicios e intereses de unos y de otros: de instituciones, de religiones... ¡Todo son intereses! A un club de
fútbol le interesará defender los colores de su equipo, y a una religión le interesará defender los colores de su credo. Y,
sobre todo, quienes viven en esa religión y la representan la tienen que defender, y poner un Dios como sea, o un
ídolo..., algo, y someter la razón humana para forzar que pensemos a la manera como realmente no podemos pensar, sin
forzar las cosas a un nivel sustancial.
Revisad vuestra mente y haced el argumento. Sacad un argumento de la vida, no de ninguna filosofía; de la vida
misma, de lo que tenéis delante de vosotros, y decidme si, en verdad, hay un Dios que se presenta, realmente, como
misericordioso, piadoso, amoroso y, sobre todo, en grado infinito, porque se trata de que Dios es infinito. Si Dios no
fuera infinito, no merecería en absoluto la pena, pues nosotros también somos finitos, y ya intentaríamos arreglarnos
como pudiéramos.
Seguramente, en este campo de lo finito, muchos pensarían que le podríamos dar a Dios más lecciones nosotros
mismos.
—Te daríamos lecciones a Ti, que eres Dios, porque nosotros lloramos la injusticia, el hambre, las calamidades,
las desgracias.
Lloramos a nuestros muertos, a nuestros enfermos, a nuestros heridos, a nuestros viciosos, a nuestros
desgraciados, y nos lloramos unos a otros. Querríamos esto y querríamos lo otro, y somos incapaces de procurarnos
esto y lo otro...
—Y Tú ni siquiera, en la vida eterna, en ese Reino celeste en que Tú estás, podrías llorar nunca. Te damos
lecciones, incluso de piedad, porque los seres humanos por lo menos lloramos nuestra común desgracia.
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3.4. Resultado de la argumentación lógica
¿Hay alguno que, con su inteligencia brillante "sin usar ahora argumentos de fe" vea racionalmente que la
enfermedad y todas las tragedias humanas tengan una argumentación lógica, maravillosamente hilada, construida?
Construyamos, por ejemplo, un razonamiento con el llamado modus ponens:
• Si de una hipótesis se sigue una consecuencia,
• y se da la hipótesis,
• entonces se sigue la consecuencia
[(p → q) ^ p] → q
He aquí que, con este argumento lógico de inferencia formal, se sigue el siguiente razonamiento:
• Si se dan las tragedias humanas, Dios es inmisericorde;
• es así que se dan las tragedias humanas;
• luego Dios es inmisericorde.
Si argumentamos así, a lo formal, según supuestas leyes de la razón, decidme si, racionalmente, vosotros tenéis
un juicio brillante de Dios.
Yo, personalmente, claro que no lo tengo con esta lógica. Racionalmente, en mi inteligencia, Dios no ha podido
quedar en peor lugar. Siguiendo este argumento racional, lo rechazo categóricamente. No lo admito.
Lo que se sigue de esta realidad humana, que es el sufrimiento, es que la infinita misericordia divina queda
malparada racionalmente.
Por mucho que he tratado, en el pasado, de encontrar un argumento a favor suyo... ¡Imposible! A veces, me
enfadaba yo mismo, y decía: "¡No hay derecho a esto!".
Es, incluso, Santa Teresa, hablando de los graves padecimientos y de la prisión de San Juan de la Cruz:
"Terriblemente trata Dios a sus amigos. Pero, aún más, aquella anécdota que se cuenta de esta Santa. Yo me la imagino,
con fiebre, yendo de Tordesillas a no sé dónde, en pleno invierno, con un bastón y el brazo en cabestrillo a causa de una
caída por las escaleras, y, encima, la carreta en la que iba se queda atascada en el barro, lloviendo y el carretero
diciendo blasfemias; al poner el pie a tierra, se le tuerce el tobillo. Le duele el brazo, le duele el tobillo, le duele todo el
cuerpo y hasta el alma.
Entonces se lamenta:
—Pero, ¿qué has hecho conmigo? Esposo mío, ¿esto qué es? Anciana, con fiebre, mis huesos en el barro y sin
poder levantarme. ¿Por qué te portas así, Jesús? ¡No hay derecho!
La pobre mujer... Sería para ponerse a llorar... Entonces Cristo se le presenta y le dice: "Teresa, así trato yo a
mis amigos".
Y ella, rápidamente, le replica con franqueza:
—Pues... ¡por eso tienes tan pocos!
Si ella misma no podía..., si su razón rechazaba eso...
No hay derecho, Señor, no hay derecho ni que Tú lo hagas, ni que lo permitas... No. ¡No me digas nada! ¡No hay
derecho! ¡A esto no hay derecho!
Lo que pasa es que a Santa Teresa le sobraba humor. No era terrorista, ni se liaba a tiros con Él.
¡Así, Cristo, tienes tan pocos amigos! ¡Tan pocos amigos!
20
Hay a quienes, en un impulso de rebeldía contra Dios, les conviene decir que ese argumento les parece
perfectamente objetivo. Podrían así levantarse frente a Dios y, con todo ese fondo oscuro de cólera, mezclado con las
ansias de su propio corazón, lanzarle todo el peso de la duda, del dolor, de la inseguridad, de todas sus desgracias
personales, y, si no las tiene, mira a su alrededor y hace suyas las desgracias ajenas. Le importa mucho llegar a una
certidumbre subjetiva —o decir que ha llegado a esa certidumbre subjetiva— para aseverar que Dios existe, y lanzarse
sobre Él para hacerle esa pregunta básica:
—"Explícame, demuéstrame y demuéstranos esa supuesta infinita misericordia tuya, porque es aquí por donde
con nuestra razón te podemos atrapar".
4.2. La fórmula de la existencia de Dios se llena del dolor humano
El pensamiento racional sobre Dios, si queremos sacar una prueba filosófica de su existencia, siempre resultará
irrelevante, aunque tenga un atisbo de verdad. Un argumento metafísico, es cierto, posee un valor, pero es un valor que
no tiene contenido humano alguno: no tiene humanidad. Porque, detener un contenido, esos argumentos, esas fórmulas,
se llenarían, inmediatamente, del dolor humano, del inmenso dolor humano; de todo el dolor que ha habido y seguirá
habiendo hasta el final.
Cuando hablo del dolor, es todo el dolor humano, cualquier sufrimiento de la vida por pequeño que sea, la
molestia, la incomprensión, la soledad, la injusticia, la miseria, la enfermedad, las desgracias, la muerte. Dolor es aquí
cualquier frustración; por ejemplo, la del pobre que no tiene para comer, la de quien no sabe leer y escribir; la de quien
sufre desgracias personales, situaciones de injusticia, de guerras, de cualquier tipo de necesidad en esta vida. No hay
ninguna excepción al dolor. El dolor es un hecho universal que no se detiene ni se reduce a especialidades. Cualquier
cosa, cualquier frustración, cualquier carencia, produce dolor.
La fórmula de la existencia de Dios no se llena de Dios como tal; no se llena de sí misma racionalmente, sino
que se llena del inmenso dolor humano, de toda la inmensa deficiencia humana, de las mil aspiraciones frustradas que
sufre el ser humano. Víctimas unos de otros, asesinos unos de otros, perseguidores unos de otros. Incluso, cuando
tratamos de redimirnos unos a otros, nos maltratarnos queriendo o sin querer.
Esos argumentos abstractos no están llenos de Él, sino que, antes de que se llenen de El mismo, la humanidad en
tropel se lanza y se mete en la fórmula. Y se convierte, entonces, en un gemido inefable, universal, perenne.
No todos han sufrido lo mismo, y algunos pueden estar en un momento burgués de su existencia. Muchos
pueden, seguramente, decir: "No tengo nada. Me siento bien. Me aburro de vez en cuando, quizás un poco los
domingos, los días de fiesta, durante las vacaciones... Pero, en general, lo paso bien...".
Sin embargo, se van sucediendo los años, hasta que les viene, naturalmente, el examen, el momento de la verdad
de la vida. A todos nos llega la hora. Hay, comúnmente, una aprensión humana al sufrimiento.
¡Existen tantos millones de seres humanos que, desgraciadamente, están ahora sufriendo, que se llena de dolor la
fórmula metafísica! ¡Eso es indudable!
—Pues si Tú dices o afirmas de Ti mismo que eres Dios, esa expresión, que es una oración sintáctica —'Yo soy
Dios': sujeto, 'Yo'; verbo, 'soy'; predicado, 'Dios'—, se llena inmediatamente de todo este inmenso dolor humano que,
racionalmente, clama ante Ti
Éste es un auditorio inteligente.
Todo este peso inmenso de sufrimiento está, entonces, —o tiene que estar— dentro de Ti como un peso de
muerte. Y se ve que tienes bastante resistencia...
Se podría también decir:
—Tienes una conciencia muy amplia cuando lo soportas con tanta tranquilidad...
—Sí. Es cierto...
Como dices que eres Dios, eres omnipotente, y tienes, por tanto, todo el poder para resistir maravillosamente. Es
más, puedes hacer, incluso, juegos intelectuales a nivel infinito con todo este dolor humano. Te escapas, entonces, a
todo dolor humano. Racionalmente, no puedo aceptar que seas Dios, porque no puedo aceptar siquiera esta afirmación.
No puedo negar tampoco que existas, sino que tengo que decir que Tú, si eres Dios, eres un ser inmisericorde. Te
podríamos juzgar y condenarte a muerte. Te podríamos declarar el primer delincuente de la historia humana. Si
delincuentes fueron Adán y Eva, todavía más delincuente eres Tú.
Este es el hecho racional. Es el hecho de razón llevado desde el nivel de la vida misma. Nadie que sea un poco
sensato puede levantar el dedo para defender racionalmente a Dios.
Si cito el libro de Job, traicionando un poco el esquema, aquellos que vinieron ante las protestas de Job —que
en el fondo estaba llamando injusto a Yahvé— trataron de defender a Dios: "¡Qué dices, oh Job! ¡Pero qué dices! ¡Qué
horror! ¡Blasfemas!". Y he aquí que viene Yahvé y defiende a Job contra los otros, contra los que le defendían a Él:
"Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo
Job" (Job 42,7b).
No cabe duda que esta afirmación de Dios presentándose como ser humano a una audiencia, y encontrándose
con un ser inteligente, verdaderamente inteligente, no tiene defensa posible. Es el silencio. Dios carece de defensa
racional. No es posible.
Y no estoy forzando ningún argumento racional, no estoy forzando el mecanismo de vuestra razón. En el fondo
de vuestra razón, estáis pensando todos así. Lo que pasa es que no sabéis montar el argumento. No sabéis o no os
atrevéis. No os atrevéis porque, claro, parece una impiedad, un pecado de lesa divinidad.
—Algo malo. ¡Dios inmisericorde! ¡Dios impío!... No. No... Dios es pío, Jesucristo es pío...
Todos son actos piadosos, misas, sacramentos, oración...
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Pero... Dios... Pero..., me parece que Dios no es justo... ¡Ah! Es un pensamiento sobrevenido. Dios no puede ser
injusto. Yo no quiero, no, no... Es algo que me sobreviene, y yo no quiero aceptar. .. Es alguna imperfección que ha
surgido por ahí... y tal... No sé a qué se debe...
Con toda claridad. Dios, racionalmente, aparece inmisericorde. No merece la pena pensar en eso. Podemos
comprender, de algún modo, la marcha histórica de la humanidad.
4.3. Ante el dolor humano la infinita misericordia carece de lógica racional
Entonces tengo que sacar una conclusión: "Que yo no entiendo nada acerca de Dios".
¿Qué entiendo yo de Dios? Pues nada. No lo entiendo.
Y como no tengo mente criminal, y no tengo ganas de fusilarle, ni de crucificarle, ni cosas de esas..., pues,
sencillamente, le diré:
—Mira, yo no entiendo nada. Yo hago un argumento y me sale esta conclusión. Tú dices que eres Dios y me
sale esta conclusión.
Pero, claro, soy educado; he tenido buena familia, y desde niño he oído siempre: "Tienes que ser muy
educado".
Y, claro, como soy un caballero, no está en mis hábitos insultarle aquí delante de los demás ni cosas parecidas.
—Sólo puedo decirte, en fin, que, cuando vuelvas otra vez, te oiré, seguiré oyéndote.
Algo parecido a como le dijeron a San Pablo en el Areópago los atenienses que se rieron de él: "Sobre esto ya te
oiremos otra vez" (Act 17,32). Allí se convirtió Dionisio Areopagita, Damaris y algunos más. Pero, en general, su
discurso fue casi un rotundo fracaso.
Tengo que decir que no entiendo nada, aunque sí entiendo una cosa: Si Dios es cruel, entonces entiendo todo el
dolor humano.
Ese argumento es perfectamente racional. Veámoslo por el llamado razonamiento indirecto del modus tollendo
tollens:
[(p → q) ^ ~q] → ~p
• Si Dios fuera omnisciente, omnipotente e infinitamente misericordioso, no existiría el dolor humano.
• Es así que existe el dolor humano.
• Luego Dios no es omnisciente, omnipotente e infinitamente misericordioso.
Ahora bien. Volvemos a aplicar el modus ponendo ponens:
[(p → q) ^ p] → q
Nos sale el siguiente razonamiento:
• Si Dios es infinitamente misericordioso, no habría tragedia humana.
• Es así que Dios es infinitamente misericordioso.
• Luego no hay tragedia humana.
Sin embargo, tenemos tragedia humana para rato. De Dios infinitamente misericordioso no se me puede seguir
la tragedia humana. Se me seguirán toda clase de bienes dulcísimos, agradabilísimos, maravillosísimos, bellísimos.
Todo, claro, en "-ísimo".
Eso es el argumento lógico.
Yo no tengo que hacer ningún acto de fe de que esto sea un cenicero. Lo tengo delante, aunque no me sea fácil
establecer una definición especulativa. Pues... no la podré establecer, pero puedo poner el dedo así...: "¡Esto!". ¿Qué es
un cenicero?...: "¡Esto!". Y yo señalo así... ¡Pues ya está el argumento dado! Aquello que se entiende no tiene que ser
objeto de fe.
¿Quiere decirse, entonces, que una cosa es que Dios sea infinitamente misericordioso, y otra que haya aplicado
a esta obra de la creación una infinita misericordia? No es difícil contestar que no.
Si Cristo, puesto aquí, dijera:
—Pues... No... Usted tiene que hacer una distinción respecto
de Mí.
¿Va a salvarse de la quema?
—Una cosa es que Yo sea infinitamente misericordioso, y otra cosa es que Yo use de esa infinita misericordia
para usted o a favor suyo. Son dos cosas distintas.
Pero tampoco tiene recurso, no tiene solución, no tiene salvación.
—Pues, verdaderamente, para lanzarme a la vida, como símbolo de la humanidad, usted tendría que haber
aplicado, naturalmente, su infinita misericordia para que, a la luz de mi razón, no apareciera usted escaso de
misericordia.
Porque si me dice que no ha aplicado toda la misericordia de que es capaz, yo también puedo hacer entonces lo
mismo. Y si yo me llamo finito, le tengo que llamar a Él también lo mismo: ¡Finito! Finito de hecho: una finitud de
hecho.
22
Capítulo Segundo
LA RAZÓN VIVENCIAL E IMPLICACIONES DEL DONUM FIDEI
b) Ser creyente
Hay quienes no han sufrido nunca; son aquellos a los que apenas les pasa nada, y no dan mayor importancia a
las tragedias; incluso tienen como un especial empeño en tratar de defender como pueden a Dios. Es, como si
dijéramos, intentar hacer una defensa de clase, una especie de defensa burguesa.
—Como yo lo paso bien, o no lo paso mal del todo, no veo tanta tragedia; como a mí no me ha ocurrido nada, y,
en fin, tampoco encuentro respuesta para poder replicar a su objeción... simplemente no me planteo la no existencia de
Dios.
Es la otra alternativa dentro del campo de la razón.
¿Se puede decir, entonces, que Dios es cruel desde este ámbito?
Eso es lo que vemos. Eso es lo que entendemos; no lo que quisiéramos entender. No queremos entender que
Dios pueda ser cruel, nos resistimos a ello.
Hay que distinguir entre lo que entendemos y lo que quisiéramos entender, y estos dos supuestos nunca
coinciden, porque entendemos hasta cierta medida, pero todos quisiéramos entender que las cosas fueran maravillosas.
Entendemos según unos límites, pero quisiéramos entender sin límite alguno. Todos quisiéramos ser listísimos y tener,
además, la suerte de ser muy bien acreditados ante los demás grupos humanos. Esto es inteligible; esto se entiende.
Forzar esta forma tan clara y sensible de entender las cosas, desde el punto de vista racional, lo encuentro
perfectamente inútil, y es tan inútil que, efectivamente, la humanidad en general no se mueve de este estado racional en
que se encuentra cuando se plantea ponerse en movimiento para pensar teológicamente acerca de Dios.
—Vamos a ver don Fulanito, doña Menganita, muchacho, niño, conviene que practiquemos la interioridad.
Pongámonos todos en situación de interioridad, entrar dentro de nosotros mismos para reflexionar sobre las
postrimerías de la existencia humana.
Esto es inútil, diría cualquier predicador, cualquier conferencista, cualquier apologista. Es de dialéctica barata
tratar de convencer a todos de que, efectivamente, Dios existe, y que el argumento es evidentísimo. Pero hay que
percatarse de que no es tan grave no llegar a tener una persuasión acerca de la existencia de Dios, sino, en cierto
sentido, llegar a tenerla. Porque, mientras se duda, todavía no se le ahorca, no se le crucifica, no se le ataca; pero,
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cuando se llega a la persuasión racional, es otra cosa muy distinta. No nos deja indiferentes. Tengo que afrontar el
hecho.
Yo, incluso, me plantearía no ya este campo perfectamente inteligible de la opción atea o deísta; es decir, que la
humanidad reaccione de la manera que hemos dicho según sus formas culturales o su grado de su cultura, la magnitud
de su ignorancia, el salvajismo de su vida; en fin, según todo este complejo sicológico en que la humanidad se mueve.
Observo que, abandonado este campo, y fijándome en el porvenir religioso de la Iglesia de la manera que puedo
entender y lo que entiendo, hay unos hechos que arrojan una lectura para que podamos acometer y proyectar el futuro.
Estas actitudes racionales del ateo y del deísta no son objeto de fe. La fe nos da la persuasión de que, según estas
consideraciones, tenemos que creer lo contrario de lo que se nos presenta a la razón, según estamos viendo. Tenemos
que creer que Dios es infinitamente misericordioso, que es exactamente lo contrario, o está en contradicción con
nuestro dato de razón: el sufrimiento humano. Y el motivo de que sea contrario a la razón no son las ciencias, ni la
Cultura, ni el arte, sino que el motivo único es porque el argumento de la vida es el dolor humano. Digo "dolor" al
conjunto de todos los males habidos y por haber, sean morales o físicos. Como ya he dicho, los males que se quieran:
desde el menor y más simple hasta el más grave y trágico.
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2. El mal del mundo con ejemplos desde una razón vivencial
2.1. ¿De qué pueden dar gracias a Dios determinadas personas?
Os estoy diciendo esto como lo haría con cualquier auditorio. Y así cualquier persona que entrara y escuchara
esto diría:
—He aquí una conferencia para demostrar la no-existencia de
Dios.
Es como defender una especie de ateísmo y salir todos con el corazón congelado. Incluso parece que conviene
que creamos en Él para poderle otra vez increpar, abofetear, reírnos de Él... En fin... protestar.
Es un método sicológico realmente muy curioso, porque deben de salir todos excitados con espíritu iconoclasta.
Es como una especie de mística de la rebeldía. Pero... ¿quién me niega a mí que eso no es lo que pasa en el fondo del
alma de todo ser humano?
Estamos utilizando, reitero, sólo y exclusivamente este instrumento llamado de razón. Podrá decir alguno: "Yo
esto nunca lo había pensado de esta forma".
Tengo el recordatorio de que estando no hace mucho tiempo en Estambul, viendo a un ser humano se me revivió
esto. Fue como un diálogo, una afirmación que, desde esta entelequia, yo hice:
—Señor, éste no te puede dar gracias de nada.
He aquí que en las religiones se dice: "Dar gracias al Señor, darte gracias".
—Señor, éste ¿de qué te puede dar gracias?
Yo lo miraba. No tenía piernas. Le faltaban los brazos. Estaba
ciego.
—¿Éste de qué te puede dar gracias? ¡Dímelo de tal manera que yo lo entienda! Porque... para dar gracias será
entendiendo que ha recibido un don maravilloso, y que te glorifica en estas condiciones.
Y yo lloré con todo el peso de mi alma, sin entrar en la bondad o maldad de ese ser humano o de ningún ser
humano.
¡Pero he visto tantas miserias! Como me ocurrió en otro viaje —son conmociones que me ocurren—, cuando vi
a un niño de ocho o nueve años y una indígena —estaba lloviendo en el Cuzco a cántaros—, envolviéndose los dos en
una manta con los colorines propios de su arte, en un soportal, para pasar toda la noche, desnutridísimos los dos. Pero
cuál no fue mi asombro cuando esta mujer se sacaba el pecho... Y, en ese momento dramático y sublime, le chupara ese
pecho un chico de ocho o nueve años. Era todo el alimento que esa noche iba a tomar. Por lo que se ve, ella no iba a
tomar nada; y él, una gota de grasa en lo recóndito, en las arcadas de aquellos soportales verdaderamente oscuros...
Claro, si lo ve un pintor, se emociona porque ya tiene motivo para pintar un óleo. Un escultor puede reproducir eso en
bronce, en mármol o en cemento, y llevarse incluso una medalla, una condecoración.
Yo temblé, y dije:
—¡Señor, dime de qué te pueden dar gracias esta noche esos dos seres humanos! ¡Dime cómo te pueden
adorar...!
Me quedé mirándoles discretamente para que no se percataran de que les observaba. Por respeto: un sublime
respeto a su vida e intimidad.
—Si yo les oigo darte gracias..., seguro que casi mi afecto se apoyaría más en ellos que en Ti. Diría que lo
sublime lo estoy viendo en ellos, y no en Ti.
Como aquella indígena que observé, en un templo, en el Para guay, que oraba en alto, pidiendo auxilio. Era de
bastante edad, y no tenía para comer, ni para ella, ni para su hijo.
Iba con el Superior General de los misioneros identes y entonces convinimos:
—Observa, esta persona está esperando de la Providencia un milagro, una asistencia para hoy.
Y se acercó el Superior General y le dio una limosna o donativo, o cantidad, como se quiera decir, con una cierta
abundancia, cuanto era posible, para varios días.
La reacción de aquella mujer fue, con las manos juntas, ponerse de rodillas delante de él, en acto de adoración.
En aquel momento, también mi corazón se inclinó por la sublimidad grandiosa del gesto de este ser humano.
Racionalmente hablando, mi corazón no se conmovió de Dios, no le encontré tan sublime a El... Encontré
sublime a aquella mujer. Y..., poniéndome yo, racionalmente, —fijaos bien que estoy diciendo racionalmente— en el
lugar de Dios, me habría muerto de vergüenza:
—Yo, omnipotente, me inhibo como un sublime burgués.
Vamos a ver. Estoy, seguramente, en la línea de un argumento vital, maravillosamente religioso: el argumento
de Job que pierde a su mujer, pierde a sus hijos, pierde su hacienda... le viene la lepra... Todo al mismo tiempo. Y él,
Job, se pregunta:
—¿Qué injusticia he cometido?
Se enfrenta con Yahvé para decirle:
—¿Qué injusticia contigo cometí?
He aquí que, en esta historia o leyenda, los teólogos, los pensadores, los juristas, los sacerdotes —vamos, los
beneficiarios de la religión—, cuando oyen a Job en ese estado de protesta de su alma con Yahvé, le dicen que actúa
como un sacrílego, un inicuo, un maldito, y que, por eso, le venían todos los castigos.
El hagiógrafo hace aparecerse ahora a Yahvé para que Yahvé diga de Job que tiene razón, y que ellos son unos
sinvergüenzas, unos hipócritas. Job tenía razón, éste es el argumento vital de la razón.
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Terminó la prueba según el pasaje bíblico, y entonces le devuelve los ganados multiplicados por no sé cuanto,
muchos más hijos, esposas; en fin, de todo. De todas formas, amigos, Job podría decir: "Es que aquellas cabras que
tenía... ¡las quería tanto! Y, sobre todo, aquella cabrita mía, que, en fin, desde pequeñita la tenía en mi dormitorio".
—Bien eso quedará recompuesto.
—Me curas la lepra. ¡Bueno! Eso será como decir: 'me han operado de una úlcera y he quedado como nuevo'.
Olvidado y a celebrarlo y a tomar incluso un champán. Vamos a brindar, porque estoy contentísimo después de todo lo
que he pasado antes. ¡Olvidemos!
Pero hay algo que no puede olvidarse nunca: el amor, por ejemplo, ese primer amor que tuvo a aquel primer
hijo, que era su primogénito.
¡Una lágrima, un gemido interior queda escrito en el corazón ciertamente del que sufre!
Yo, en mis convicciones personales, desde el punto de vista de la razón —ahora estoy desde el punto de vista de
la razón— digo:
—Señor, si la humanidad tiene razón en muchas cosas.
Creo que la respuesta también racional de Dios es ésta:
—¡Bastante más razón de la que tú te puedas imaginar...!
A lo mejor yo le he dado cuarenta razones a favor de la humanidad y El me diría:
—¡Te faltan cuatrocientas más!
Porque racionalmente eso no se puede desmentir. Se puede discutir sobre teorías. Lo que no se puede discutir es
sobre los hechos.
3. El donum fidei
Yo digo de mí, por ejemplo: ¿cuál es la alternativa? Desaté la alternativa hace muchísimo tiempo, hace
muchísimos años —ya ni me acuerdo—. Han pasado muchos años, casi medio siglo. Bueno, pues... yo me lo formulo
así:
¡Por fin, no entiendo nada por mí mismo, y por ello mi fe en Ti es total! Porque, si entendiera algo, en eso ya no
podría tener fe, pues ya entendería. Objeto visto. ¡Por fin, al fin..., no entiendo nada! Resuelta la cuestión. Ya no me
volveré a preocupar, desde este momento, tratando de entender algo por mí mismo. ¡Nada! Y te otorgo, con esta
clausura total de mi entendimiento, o razón en orden a Ti, una fe total. A pesar de que el signo de mi razón arroja un
juicio pésimo de Ti, yo te otorgo a cambio un reconocimiento completo de Ti. ¡Creo en Ti! Y, como el campo de mi
entendimiento queda completamente barrido, porque yo no quiero saber algo de Ti, sino todo; y como esto ya no es
posible, es imposible, entonces renuncio a todo para quedarme en nada; y ese todo, que es el apetito de mi razón, lo
paso, entonces, como magnitud de mi fe, y creo todo de Ti. Todo el bien de Ti. En una palabra: "creo absolutamente en
Ti".
Y, desde este campo, elaboraré ahora argumentos de fe, que no pueden ser el fruto de mi razón. Pero, no sin mi
razón, armo los argumentos. Pero ya no son argumentos de razón: no proceden de mi razón, no pueden salir de mi
razón en absoluto. Es decir, he clausurado mi razón. Se acabó. En huelga indefinida. En una palabra, no me interesa la
razón; no me sirve, porque yo tengo que salir de la contradicción. Yo no he nacido para vivir en un estado de
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contradicción permanente. Me escapo de mi propia razón para que sea mi fe la que, definiendo formalmente a la razón,
dé sentido a todas las cosas.
Entonces hay ya otro nuevo elemento. Se descubre un nuevo elemento místico. El pensamiento místico no es de
razón, si bien no es sin la razón; no pertenece a la razón, no brota de la razón. Y si es posible que nos salgamos de la
razón, tenemos una potencia superior a la propia razón. Quiere decirse que yo no soy mi razón; soy mucho más que mi
razón. Es como decir:
—Yo no soy mi estómago, o yo no soy mi mano derecha, o yo no soy mi ojo. Ni siquiera soy mi fe porque es un
donum que me lleva a "algo+" que, trascendentalmente, me define. Soy mucho más que mi propia fe, soy más que todo
lo que pueda decir de mí; soy más que todo eso.
Hemos visto que, racionalmente, ni Cristo ni su afirmación en su divinidad, tienen demasiado porvenir en esta
vida, y, desde luego, está probado, está demostrado que no tiene porvenir. Hay una duda crónica, una censura crónica, y
un estado crónico de duda, de censura y de queja respecto de este supuesto del Dios existente.
No sé si hay muchos hombres con una creencia total en algo. Tengo la impresión de que es una apreciación
común el hecho de que no haya personas con una creencia total. Pienso que no hay nadie que tenga este tipo de
creencia. ¿En algo? En algo durante una temporada se dan muchas gentes, para pasar de un objeto a otro. Cambian de
creencia o de objeto de creencia como cambian de camisa o, como se suele decir en castellano, cambian de chaqueta.
Termino esta exposición con aquello que yo dije un día a mi razón:
—Adiós avecilla mía, adiós, me despido de ti. ¡Oh mi amada razón! Me despido para siempre! Voy a horizontes
mejores y con facultades nuevas, con alas nuevas. Adiós, ¡oh santa razón de la vida! Te jubilé hoy para siempre.
Duerme en tu mundo y duerme para siempre.
Yo os diría a vosotros:
—El día que vuestra razón también duerma el sueño de los justos, y, cantándole nanas, se suma en un sueño, en
su dormición para siempre, entonces diré: "¡Seres humanos, adorables criaturas, volaréis por horizontes cuyos bienes
no podéis entender nunca con la razón!".
Los bienes divinos se deterioran, quedan bastante deformados con el instrumento de la humana razón cerrada en
sí misma, egotizada. Porque, por un misterio, trataremos de inquirir en este misterio, pues la fe y la razón aparecen
como dos brazos, como los dos brazos de la cruz, cruzados y en dirección contraria; son opuestos entre sí en el campo
de los hechos, en el campo de la historia, y toda filosofía especulativa acerca de su armonía no es verdad, porque la
experiencia dice que eso no es verdad, no es que es una utopía, es que no es verdad. Tenemos que dejar que el donum
fidei eleve y transforme nuestra razón que, por sí misma, no puede "videnciar" lo celeste.
En definitiva, podemos sumergir en la región de los sueños, de la dormición, a esta pobre infantil razón, porque
somos mucho más que razón. Educarnos en eso que es más que nuestra pobre razón, es la vía ciertamente propia del
espíritu humano. Y, claro, para alcanzar este sentido de la educación, es la segunda lección, la otra lección, la lección
del donum fidei, su estructura, contenido, magnitud, finalidad y fruto.
¿Cuál es el contenido último del donum fidei? ¿Adónde me conduce? ¿Cuál es la ambición, la acometividad, la
razón última, su fecundidad última, el significado más elevado del donum fidei? Se ha hablado mucho del donum fidei,
del don de la fe. Pero, ¿qué es realmente este don?
No estoy hablando del depositum fidei, de la Escritura y de la Tradición, cuyo intérprete auténtico es el
Magisterio, sino del donum fidei, del don de la fe, de la fe como virtud teologal, una fe que es inseparable de la
esperanza y de la caridad; es más, la caridad —o amor elevado al orden santificante— es la síntesis de la fe y de la
esperanza. La fe, por tanto, adquiere todo su sentido desde el amor o caridad.
Teniendo en cuenta esto, la esencia del donum fidei está, sobre todo, en una palabra que yo he utilizado, y,
aunque no es usual, puede reconocerse su significado fácilmente. Es un significado sencillo, pero conviene expresar
visualmente realidades no expuestas.
Esta palabra es la "transverberatio", la "transverberación", término clave significativo del amor sobrenatural.
Históricamente esta voz quedó incorporada a la Teología Mística de Santa Teresa de Jesús. Parece ser que no fue ella
quien utilizó o asoció este término para expresar la experiencia extraordinaria que tuvo cuando un ángel le clavó un
dardo de oro en el corazón experimentando con este hecho místico un cambio, una transformación, que la puso en un
estadio altísimo del amor divino. La palabra corazón, aquí, es un término sensible. Esta experiencia encierra el sentido
de un toque del amor de Dios, del Espíritu Santo, en el espíritu de la Santa. He elevado el nivel simbólico o
fenomenológico de la palabra "transverberación" a un nivel ontológico. Este vocablo, que viene del verbo
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"transverberar", significa perforar, abrir un agujero, traspasar de parte a parte. Su significado o contenido ontológico,
que afecta al ser o existir de la persona, lo he comparado con un berbiquí que penetra en un muro con la broca, hace un
agujero, se mete una escarpia y se coloca un cuadro. Tenemos, de este modo, lo siguiente: primero, el instrumento que
perfora; segundo, la superficie perforada; tercero, la espiral que deja el berbiquí, que es por donde va a entrar después
la escarpia o tornillo.
Si trasladamos estos términos de la comparación a su acepción ontológica o mística, vemos que el instrumento
es la actuación ad extra de Dios que, penetrando en el existir del ente (espíritu) que Él mismo crea, lo troquela y le pone
la escarpia; esto es, le infunde el gene ontológico o místico por el que nuestro espíritu queda genéticamente
estructurado, conformado a imagen y semejanza de Dios. Le llenó la oquedad con ese gene infundido, don que
constituye la mística riqueza del espíritu creado y que, procediendo de Dios, forma la esencia y la sustancia del ente
espiritual. En virtud del gene ontológico, que se da con la creación del espíritu, queda éste en estado de ser místico, con
su acto de ser, forma de ser y razón de ser; de este modo, la persona humana, con su gene ontológico, queda
constitutivamente unida al Absoluto, pudiendo comportarse y realizarse, genéticamente, a su imagen y semejanza. La
apertura de la persona al Absoluto, su sed de infinito, de inmortalidad, de verdad, de bien, de perfección, etc., lo es en
virtud del gene ontológico o místico que recibe del Absoluto constitutivamente en heredad. Entonces la
transverberación no es un puro fenómeno. Ha penetrado en el espíritu místicamente lo divino de tal modo que
quedamos definidos por la divina presencia constitutiva del Absoluto en nuestro espíritu libremente por Él creado.
Por tanto, hay una compenetración "de" "en" "para". Ahora sería explicar las propiedades y características de
esta compenetración, al igual que decimos de las personas que se compenetran en el campo de sus sentimientos, de sus
ideas, de sus gustos o de sus aficiones. ¿Hasta dónde podemos llevar el significado de esta compenetratio ?
La "transverberación" es una comunicación de esencias entre sí, donde, efectivamente, unas esencias
compenetrándose con otras comportan, en su resultado, la metáfora "tener un sólo corazón", que es como poseer una
misma esencia todos, compenetrándonos la ratio essendi última. Quiero decir con ello que Dios penetra en nuestro ente
infundiéndole, místicamente, la ratio essendi para que nuestro espíritu quede compenetrado con la divina ratio essendi.
Nuestro espíritu actúa con esa ratio essendi y no puede actuar de otra forma si quiere realizarse a imagen y semejanza
de la transverberación de las Personas Divinas; sólo así podemos encontrar la plenitud de ser personas entre personas.
Nuestra esencia es, a nivel deificans o general, ese acto "compenetrativo", lleno de ratio essendi. Este acto
_ compenetrativo es una transverberatio constitutiva, dada a todo ser humano desde el momento mismo de su
concepción; es acto de ser de nuestro espíritu creado que nos hace personas. Esta transverberatio constitutiva no es
salvífica; es sólo gracia dispositiva para la transverberatio santificante o cristológica. Con esta transverberación
santificante nos compenetramos con Dios el don infuso de la santitas, la santidad, que nos es infundida por El mismo.
Nos compenetramos con El este gene místico, que ha sido transformado por el bautismo en santificante gracia salvífica,
cuyo resultado es un mundo inacabable de místicos deseos.
—Te deseo...
Éste es un deseo en que consiste la movilización íntima de la propia razón de ser, de mi propio ser.
—Mi deseo es lo que yo trato de transverberarte, comunicarte, compenetrarme contigo, hacerlo tuyo y tú hacerlo
mío..., porque ésta es mi ratio essendi.
Es este "más" superactivo, que está en el mundo de los deseos, de las aspiraciones íntimas, que podemos
después concretar, siempre insatisfactoriamente, bajo cualesquiera razones de esta vida.
He aquí ese joven que estudia bachillerato y desea terminarlo, y después que termina, desea ser químico o
matemático, y después cuando ya es matemático, desea otra cosa... Siempre nos pasamos deseando en este mundo,
como dice San Agustín: Cor nostrum inquietum est. Hasta la oración misma se convierte en un deseo, ese deseo que no
se identifica con ningún objeto porque es un deseo que sólo puede quedar satisfecho hasta que se posea completamente
a Dios. Cuando se alcanza un objeto, se pierde el deseo de ese objeto porque ya es una cosa alcanzada e, incluso,
desgastada. Sin embargo, el místico deseo, que es abierto y no queda satisfecho con nada, es una constante que
acompaña siempre al ser humano en esta vida.
La transverberado, supuesta la revelación de Cristo, se refiere a ese sobrenatural llamado "gracia santificante",
que vengo a denominar el "transverberans", nivel transverberans —elevación cristológica del nivel deificans o
constitutivo—, porque se penetra y se compenetra, sub ratione Christi, con nuestra propia ratio essendi, y que,
ciertamente, no es otra cosa que el don divino de la gracia santificante.
La mística procesión, procedemos místicamente de Dios, es el acto ad extra del proceder de las Personas
Divinas en la persona bautizada y cuyo sujeto atributivo es el Espíritu Santo. Así podemos decir que el acto
sobrenatural del Espíritu Santo nos atrae hacia sí y, atrayéndonos hacia sí, nos atrae con aquella misma virtud con que
Él se atrae al Padre y al Hijo. Nos atrae —digo— al Padre y al Hijo hacia nosotros, y nos lleva a nosotros al Padre y al
Hijo. El Espíritu Santo es el que nos atrae al Padre y al Hijo en virtud de ese acto, en virtud de ese acto propio,
inhabitante en nosotros, transverberante. La inhabitación es transverberativa. De este modo, nuestro espíritu lleva
potencialmente toda la virtud divina, que decimos donum fidei, que ya con el bautismo nos es infundido y nos da la
potencia.
El donum fidei es la potencia, esa capacidad in se que tenemos, aunque no hagamos nada, ni sepamos usarla, ni
manejar sus energías. Es como si me regalaran a mí un pantano. Tendría que decir:
—¿Y qué hago yo con este pantano? ¡Como no sea nadar todos los domingos en él, o atravesarlo con una barca!
¿Qué hago yo con esto?
Me dirían:
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—Mire, ese pantano tiene tanta potencia para crear energía eléctrica; con él podría Vd. dar luz eléctrica,
exagerando un poco, a media España o a media Francia.
—Pero, ¿cómo? Yo no sé hacer eso. ¿Qué puedo hacer yo con el pantano? Esto es demasiado para mí.
Hay una potencia. Es comparable también con una finca inmensa que recibo y que tardaría días en recorrer
montado a caballo, parecida a esos ranchos americanos que podrían producir toda clase de cosechas y criar miles de
cabezas de ganado...
—¡Pero no sé qué hacer con ese campo! Necesitaría incluso cientos de personas para la recta y completa
explotación de ese campo que me han dado como regalo.
El donum fidei es una potencia que tenemos, pero que no sabemos manejar; ni siquiera podemos hacerlo.
De aquí que los teólogos, mentes agudísimas cuando son asistentes y fieles al ejercicio de la Cátedra, y los
Santos Padres y Doctores, y los Sumos Pontífices, que han pasado a través del tiempo..., se entusiasman porque, de
pronto, encuentran una palabra realmente exacta, inspirada, pero que no sabemos lo que significa en su conjunto; puede
ser una palabra o expresión que queda ambigua, vaga, pero que se etiqueta y parece ser que, cuando se pronuncia, todos
la damos por sabida, aunque no se entienda completamente. Sucede esto, por ejemplo, con la expresión "gracia actual".
Se hacen toda clase de esquemas sobre la "gracia actual", surgen una serie de problemas, y empiezan a discutir y
a dividirse los teólogos en diversas escuelas con el objeto de dilucidar las relaciones, posibilidades, divisiones, etc., de
la gracia actual con la libertad y la gracia santificante. En realidad, la gracia actual es el acto sobrenatural del espíritu
Santo, que es anterior, praeveniens o antecedens, o posterior, subsequens, o concomitante, concomitans, a esa potentia
essendi que decimos el transverberans, que, como hemos afirmado, es esa energía, esa potencia que nos es dada para la
compenetración con la divinidad, y que requiere, naturalmente, nuevas actualizaciones por medio de las gracias
actuales.
Diríamos, en términos aristotélicos, que tenemos que poner la potencia en acto; lo cual supone montar todo ese
complejo hidroeléctrico para que ese enorme pantano que me han regalado comience a producir luz a la media España
que me he referido. Sin entrar ahora en mayores puntualizaciones sobre los esquemas sapientísimos de la gracia actual,
diremos que ésta no es otra cosa que esa intervención ad extra del Espíritu Santo que va actualizando con nosotros ese
transverberans que, como potencial, ya puso infundido en nuestro espíritu.
Para que el Espíritu Santo lo ponga en actividad, requiere una disposición, unas condiciones del individuo, y
que, a su vez, va promoviendo El en un contexto general implícito en esta palabra de Cristo: "¡Sígueme!". Es cuando el
Espíritu Santo nos pone en actuación, en actualidad, esa energía, esa potencia en kilovatios o en caballos de vapor,
como comparativo de la gracia santificante y la gracia actual.
La gracia santificante es el transververans, y la gracia actual son sus actualizaciones. Estas gracias podemos
compararlas al hecho de tener estómago y al acto de digerir. Si me da el Señor un estómago fabuloso, entonces
magnífico, pues será capaz de apetecer cualquier cosa; pero resulta que no tengo el alimento. ¿Qué puedo hacer con el
estómago si no tengo alimento? Tengo un estómago, tengo la gracia santificante, pero resulta que sin la gracia actual,
que es el alimento, no puede cumplir su función. No puedo alimentarme tampoco con una judía al día, pues el estómago
se me quedaría raquítico y, al final, me quedo consumido.
Necesito, ciertamente, alimento, nutrición. Esa es la gracia actual que, nutritiva de la gracia santificante, pone en
acto ese gene mío, también infuso, para progresar en aquello que es la ratio essendi del donum fidei, del contenido del
donum fidei, que es la transverberación, y llevarla a su consumación. Esta consumación es llamada por mí "unión
transverberativa", y denominada por Santa Teresa "matrimonio espiritual" o "matrimonio místico". Este matrimonio es
la razón más elevada de la existencia del ser humano.
Esta "unión transverberativa" es denominada asimismo "desposorio místico" o "matrimonio espiritual" por Santa
Teresa, que es vincularnos con Dios nuestra propia ratio essendi, nuestra razón de ser. Esa razón de ser que le define a
Él como Dios, y esa razón de ser que me define a mí como creado por Él. Razón de ser mía que halla su definiens en
Él. Para progresar en la ratio essendi del donum fidei debemos tener en cuenta el contexto penitencial. Iremos
avanzando en ella en virtud de unas condiciones éticas, ascéticas, humanas, que Él ha establecido y que constituyen una
necesidad objetiva. Todo ello da lugar a la especialidad de la santidad o de la perfección de la caridad o del amor: este
amor de deseo, o este deseo de amarle a Él. Es una especialidad de la "bondad" como atributo del ser.
Así va avanzando el asceta, ese que estaba en el auditorio que le dice a Cristo:
—Yo te sigo, aunque no sé adónde, pero de alguna forma yo siento entreabierto en mí el porqué, el para qué y el
cómo. Percibo el contenido último y el significado último. Yo te sigo incluso por que veo que con tu palabra me
contagias, me elevas los sentimientos de mi alma. Yo te sigo porque veo en Ti que eres un gran hombre, eres un líder.
Yo te sigo, me lo juego todo y pongo la interpretación de mi destino en tus manos para acompañarte a donde sea. No sé
cómo acabaremos los dos.
Sabemos exactamente cómo acaba aquel que sigue a Cristo porque Él lo comunica. ¿Cómo acabó Él? ¿Cómo
van a acabar los dos?
Pepito o Juanito, ¿sabes cómo vas a acabar conmigo? Vamos a acabar los dos en la cárcel. O si estamos en el
siglo I, en la época de Heredes, de Pilatos, ¿dónde vamos a acabar? Piensa, Juanito, ¿adónde vamos a acabar? ¡En la
cruz! Mira, en aquel montículo que está en aquel Calvario..., que es el recurso que Yo he aprovechado para la
redención.
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Capítulo Tercero
Está la otra función, la otra ley: la ley de la "transcendencia". La ley de la transcendencia es esa función de la
cual, como de la anterior, tenemos una experiencia cabal. Es como un salir fuera de nosotros mismos, porque sentimos
una insatisfacción acerca de todo. No siento nunca mi conciencia perfectamente calmada, ni mi corazón perfectamente
quieto, ni mis aspiraciones perfectamente serenas. Siempre estoy en una cierta tensión —por muy suave que sea y por
muy perdida que parezca— que me lleva hacia fuera, hacia la conquista de otros mundos distintos del mío. Y esto hasta
el extremo de que me propongo dar hasta mi propia existencia porque veo que merece la pena que yo sacrifique la vida
por ese valor que voy a procurarme, siquiera sea el morir por un gran ideal.
El transverberans tiene una característica fundamental y lógica, lógica dialécticamente hablando. Tenemos un
concepto existencial de nuestra propia esencia, un concepto vital de nuestro ser, pues somos vidas y no podemos ser
disecados por metafísicos, ni por esos catedráticos que hacen autopsias de nuestros cuerpos.
Existe en nosotros, por tanto, un doble movimiento inverso: la reducción progresiva de la reflexividad o
inmanencia y la potenciación progresiva de la transcendencia.
La reflexividad es por una parte negativa y por otra positiva:
— negativa, la reducción de nuestra inmanencia, porque quedamos reducidos; y
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— positiva, porque hay una intervención sobrenatural, en el nivel sobrenatural.
La transcendentalidad tiene también dos aspectos. Por una parte, salimos fuera, pero no podemos hacerlo de
cualquier manera, sino con sentido de perfección, sobrenaturalmente, hacia Dios. Es la otra ley, la ley de la
perfectibilidad, que hace la síntesis de la ley de la inmanencia y de la ley de la transcendencia.
Veo entonces que, según voy avanzando en esa transverberancia, cada vez me voy alejando más de mí mismo,
y cada vez el objeto final me resulta más íntimo y más explícito. Se me empieza a explicitar, lo que diré con palabras
más o menos poéticas, Dios en el corazón. La percepción divina se me empieza a explicitar. Ya no es la fe un simple
acto de creer porque alguien me lo haya dicho; ni siquiera porque Cristo, en aquella conferencia que Él dio, me lo
dijera, sino porque ya tengo la percepción espiritual de ese objeto final, que es Dios.
A esto lo llamo explicitación de la percepción divina. No puedo decir ya solamente que tengo una creencia de
tipo dialéctico, porque me lo han dicho. O creo porque mis abuelos eran muy piadosos. O porque vivo en un país
católico, lo cual es mucho decir. O porque asistí a unos ejercicios y, entonces..., no sé, me queda a mí una duda...
Hay ya una percepción interna, un estado de ser. La "ratio essendi" está pasando a un "estado essendi", porque
la "ratio essendi" la razón de ser de Dios ya se me está dando, se me está explicitando, y entra en la estructura misma,
en el contenido mismo de mi ser; por tanto, es un estado de ser.
Ya está dicho entonces en el contexto: esa transcendentalidad mía, esa "marcha hacia", ese salir fuera de mí, está
avanzando por el camino de la explicitación de la divinidad en mí. Su término final en este mundo ya es la reducción
del específico a su radical. Me refiero ahora a un específico que es este "yoísmo", esta referencia respecto de mí, que se
reduce a su radical. La reducción a su radical de la formalidad del yo, yoísmo, es apertura del yo a la transcendencia:
"Yo ya no soy yo, soy yo y mucho más que yo".
Hay alguien en mí que forma parte de mi ente, de mi vida, de mi ser. Es una sobrenaturaleza, es una
"sobreensoñación', es una superpercepción que me resulta inefable cuando tengo que explicarla con términos que he de
estar extrayendo de cualquier diccionario, de ese lenguaje común, más o menos especializado de la vida.
El específico que aquí se reduce ciertamente a su radical es este punto del yo que es el "yo del yo" para
expresarlo de alguna manera, porque yo ya no encuentro palabras. Es decir, ese "yo de mí", ese "yo en mí", ese mí de
mí", ese entrar en mí, ese "yo de yo". Entró un término distinto; algo queda de mi yo, de este decirme yo, "yo soy yo",
pero un yo reducido a su radical: un yo débil, como un hilo finísimo e impalpable, que necesita ser potenciado, llenado,
porque ha quedado vacío, un vacío abierto a la "llenitud" divina, un yo que se hace con lo divino.
Así aparecen los lemas más conocidos de los santos que expresaban de una o de otra manera. San Francisco:
"Deus meus et omnia", "Dios mío, Tú eres todas mis cosas"; "tú eres mi yo", eso es lo que quería decir en definitiva. El
"ad maiorem Dei gloriam" de San Ignacio era el específico de su yo. Eres Tú el específico de mi yo; Tú, y no yo. San
Juan de la Cruz, en Noche oscura (II,9,3), expresa, maravillosamente, el vaciamiento del yo para ser llenado de Dios, y
así nos habla de que nuestra alma es puesta "a oscuras, seca y apretada y vacía, porque la luz que se le ha de dar es una
altísima luz divina que excede toda luz natural". San Pablo lo expresa maravillosamente con su afirmación: "Vivo, pero
no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20). Éste es el concepto que poseo de reducción.
2. Desespecificación y desyoización
No sé si entendéis lo que os quiero decir desde el punto de vista de los argumentos hipotéticos. Es una digresión
hipotética. Hipotética no significa "en el caso que", "puede ser"... No. Hipotética es un presupuesto que no se reduce a
lo racional, pero puede ser razonado. Teniendo presente un supuesto de fe, un testimonio personal, una percepción
espiritual, podemos armar una dialéctica para construir un discurso con el objeto de hacer visual la acción de la gracia.
Podría afirmar: "¿Quién está más en mí, si yo en mí o Dios en mí?". Yo digo categóricamente, como diría Santa
Juana de Arco respecto de sus visiones, "Dios está en mí mucho más que yo puedo estar en mí, y, además de una forma
definitiva, irreversible". Digo, pues, lo que sé.
En orden a expresar lo que estoy diciendo, es lo mismo que, cuando alguien tiene una úlcera de estómago, y no
sabe decir "úlcera" ni sabe decir "estómago"; se expresaría como pudiera:
—Aquí, mire usted, aquí.
—¿Qué?... Pues mire, es una úlcera de estómago.
Sé lo que estoy diciendo. Yo me tengo que inventar algunas palabras, y tengo que decir:
—Es aquí.
Y a quienes no les gustan estas palabras, ¡que inventen otras!
Bien. ¿Qué ha ocurrido? Una "desespecificación": aquello por lo cual soy un ente definido, específico,
perfectamente configurado, delineado, coherente en cada una de sus partes y de sus funciones, es lo que se reduce; esto
es lo que queda "desespecificado", y se convierte el espíritu como una especie de cono abierto donde Dios mora en una
comunicación ontológica, maravillosamente perceptiva, de tal forma que uno sabe de dónde viene y a dónde va. Aquel
a quien esto sucede no habla de lo que aprende en los libros, él es el libro. Podrá escribirlo mejor o peor como
tratadista, y cometer incluso incorrecciones dialécticas, pero sabe exactamente lo que dice, y los demás, con sus
correcciones tipográficas, pueden no saber lo que aquél está diciendo.
Este estado essendi, este estado de ser irreversible, que quien no lo tiene no lo sabe, y si no lo sabe es porque no
lo tiene, es a título personal. Es de este ser humano concreto y no de aquel otro.
—Porque éste fue quien me siguió y no aquél.
De ese auditorio en que Cristo habló, le siguieron cuatro: uno hasta la plaza del Callao, otro hasta la plaza de la
Independencia, el otro llegó incluso hasta la cafetería Zahara para tomarse un cortado. .., y el último le siguió hasta la
cruz. Pues los otros, y no éste, se fueron quedando en el camino: uno, con el cortado a medio tomar; otro, para
contemplar la Cibeles; el otro, el arco de Carlos III... Porque muchos son los que empiezan y muy pocos son los que
acaban. Hay, incluso entre aquellos que van por los caminos consagra- torios de Dios, algunos que no perdieron del
todo el tiempo porque algo adquirieron que vale mucho más que todas las cosas de este mundo, pero se perdieron el
don mejor: aquél que otorga Cristo para potenciar nuestra personalidad reduciendo nuestro específico o "yoísmo":
—Éste quedó "desespecificado" por Mí; lo "desespecifiqué".
Seguramente, puedan decirme algunos que utilizo términos seudofilosóficos, seudoteológicos o seudotodo.
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2.2.2. Razón y pensamiento
El típico de la razón es pensar y juzgar, nada más que desde el punto de vista racional, ateniéndose ciertamente a
ese mecanismo argumentativo que puede ser, por ejemplo, el modus ponens, el modus tollens, la inducción matemática,
el inductivo, el deductivo. Todas estas formas o mecanismos o instrumentos típicos de la razón humana es lo que, desde
el punto de vista formal, queda reducido a cero. Esto no significa que no pueda armar argumentos. Sí puedo hacerlo,
pero sin su tipificación, de tal manera que, con la reducción, la razón queda abierta; y sin la reducción, no podría salir
fuera de ella misma. Esto es lo que les pasa a la mayoría de los seres humanos, que solamente se mueven y atienden a
esta manipulación racional, se lían y se complican con argumentos cuyo objeto fundamental, material y formal, es este
yo en cuanto tal, y bajo el aspecto con que se consideran las diversas proyecciones de este yo.
Ese es el específico y los típicos de la razón, y eso es lo que queda reducido a su radical. No el no pensar
racionalmente, sino esta tipificación que comporta un límite; esto es, aquella imposibilidad de poder armar argumentos
de mayor envergadura y que no pertenecen a la llamada razón formal, científica o técnica.
¿Con qué argumento prueba usted la existencia de Dios, la existencia de esto o el ser de lo otro? ¿Inductivo,
deductivo, analítico, sintético?
El aspecto positivo del donum fidei es esa virtud que infunde en la razón, esa elevación suya, abierta ya por
reducción a radical de sus típicos, para juzgar contemplativamente. Se pueden construir argumentos, aunque hay que
decir que, más que argumentos, son piezas arquitectónicas de ese edificio celestial que decimos la gran casa de la fe.
¿A base de qué está construida la vida eterna, que también se dice, comparativamente, la Jerusalén celestial, la
divina Sión, el Reino de Dios? ¿De qué está compuesta esa Casa de Dios, esa Civitas Dei? No está compuesta de
argumentos, sino que está compuesta "como lo dice poéticamente, pero con una enorme veracidad, el Apocalipsis y
otros libros de la Escritura" de piedras preciosas, de zafiros, de esmeraldas, de puertas de bronce bañadas en oro, etc.
Son piedras, son joyas, son percepciones que se articulan unas a otras, cada una con una carga de emoción, sumándose
las emociones en intensidades inenarrables para describir lo que cualquier ser, dentro de una razón cerrada, diría que es
pura elucubración, fantasías infantiles, sin garantía científica. Sin embargo, esto es el testimonio positivo: el donum
fidei como virtud, como energía.
La percepción, que está puesta en la base de mi propio estado de ser, en el espíritu, me sube como buen vino a
la cabeza, a la razón, y queda embriagada mi inteligencia con inefables contemplaciones. Son edificaciones,
construcciones y ensoñaciones —diríamos así— de un mundo inefablemente hermoso.
Con esta razón, elevada ahora a un nuevo orden, "destipificada", con una virtud infundida, maravillosamente
transformada, veo, construyo yo mismo deliciosos parajes, como si me extasiara a mí mismo, afirmando de Dios y de
ese mundo, en el cual El está, las mayores creaciones, como las creaciones que se dicen "creaciones de la moda",
salvando las distancias. Así, cada fantasía, cada corazón, cada alma, cada espíritu y cada mente, pueden hacer
maravillosas descripciones personalísimas de esa ciudad que yo llamo "colgante"; o soy yo el que estoy colgando de
ella las piezas como si se tratara del collar de oro de una deliciosa dama.
El típico de la voluntad es querer y desear. La querencia o deseo, en aquello que hace referencia a mí y
solamente a mí, queda reducida a su radical. Mis deseos son, en sí mismos, sobre mí, de tal manera que apenas siento
deseo de otra cosa que de mí, sobre mí y para mí. Este egocentrismo es aquello que tengo más inmediato y que,
generalmente, está en connotación con los placeres de esta vida. Y cuando digo placeres, en ellos está también aquel
placer superficial de un momento de comodidad por el cual no acometo mi deber, aunque sepa que me hago un gran
daño.
Esa voluntad tiene que tener su "querencial", sus deseos y emociones, ciertamente "desespecificados", creándose
en esta facultad una verdadera transformación. Esa transformación es el deseo inconmensurable, sin medida, de ese
mismo objeto que está detrás de esa ciudad que yo construyo como verdadero y lírico arquitecto, que es Dios mismo. Y
así me deleito en esta vida con las concelebraciones celestiales. ¡Qué milagro será que no sean más que una fantasía,
sino la percepción de ciertas ceremonias que se verifican en la vida eterna! Aquí Dios es para nutrición y alimento que
da en esas festividades, de las que ya hace partícipes a las almas en este mundo. Son aquellos que están mirando ese
horizonte suyo, atentos siempre a ese continuo amanecer de Él, a ese cambio de colores de este sol que es Dios mismo.
El alma ya no dice: "Yo te quiero, yo te amo, Señor", sino, "yo deseo algo mucho más poderoso que el amor; es
un deseo sin límite que sólo tiene los límites ontológicos de Ti mismo, en cuanto que Tú eres, y sólo deseo eso".
Éste es el elemento positivo. Por tanto, la virtud que, cuando ha quedado reducido el típico de la voluntad, del
querer humano abierto como un cono —o como lo queráis comparar— hacia Él, infunde un apetito celestial al alma
porque acompañó a Cristo más allá de la Cibeles, más allá de la plaza del Callao, o más allá de una cafetería,
conociendo lo mal que lo van a pasar los dos. Cristo habla al alma:
—Yo te amo hasta el fin.
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Y el alma le responde:
—Hasta el fin te deseo yo.
Esta es la gran palabra, amigos, de ir del brazo de Cristo, y decirle así:
—Te deseo.
O decir Cristo:
—No me amas tanto.
Y contestar:
—Es verdad, pero te deseo, te deseo cada instante de la vida. Deseo esas fantasías mías de ese mundo que
construyo buscando los mejores materiales, los más finos, los más líricos, los más inútiles para la vulgaridad de las
gentes de este mundo.
A esto lo llamaba San Juan de la Cruz, sin explicarlo exactamente de esta manera, pero sí con su mismo sentido,
las "nadas". Primero las nadas, cuando explicaba las purificaciones tanto de los sentidos y después de las potencias,
para decir que eran vaciadas por la "nada", transformadas ahora por las unciones correspondientes, que llamó incluso
los "esmaltes" de las facultades. Contemplar el significado del contenido místico de la palabra esmalte, esto es lo que
va alcanzando aquél que ciertamente aceptó la afirmación de Cristo: "Yo soy Dios", y ya empezó a obrar en él.
Sólo a vosotros —viene a decirnos Cristo— os hablo de tal manera que me entendáis algo. A los demás les
hablo incluso para que no me entiendan. Y así teniendo oídos no oyen; vista, y no ven; entendimiento, y no entienden.
Pero a vosotros os he escogido, y en esta selección hay algunos que elijo para caminar con ellos a través de la vida.
Es el mundo de los santos. Les va santificando a través de las objetivaciones de este mundo, pasando
posiblemente por idiotas; de todas maneras, son los más sanos sicológicamente, los que no tienen que pasar por las
manos del siquiatra, sino sólo por las manos de Cristo; les va esmaltando el alma. Y cada esmalte es una percepción, y
cada percepción es un rapto.
Esta es la teología que es verdaderamente útil para el alma religiosa. No hay otra cosa que merezca la pena
decirse, sentirse, quererse, pensarse o vivirse. Se podrá hablar de muchas cosas, pero si no se vive esto que es
fundamental, lo demás pierde sentido, queda uno inapetente.
¡Qué estado apetitivo experimenta el alma cuando va por esta ruta! Son toques delicadísimos, como dice San
Juan de la Cruz, por los que el alma siente ciertamente a Dios, un Dios que le acompaña, que se está haciendo con el
propio ser del alma, así como el alma se está haciendo con el propio ser de Dios; no con otro aspecto de Dios o con esta
otra verdad de Dios, sino con el mismo Dios, con su status essendi, con su propio estado de ser.
3. El sentido de la muerte
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Cristo muere precisamente por el motivo específico de la redención humana: una muerte que viene como
consecuencia del pecado original, y que El va a morir en la cruz para borrar este pecado. Él, hasta como ser humano, va
a pedir al propio Padre de todos:
—Que mi sangre sea la última. Que borre no sólo el pecado original, sino hasta los efectos del pecado original.
Que borre todo: el pecado y sus consecuencias. Que mi sangre sea la última.
¿Podríamos admitirlo de esta forma? ¿No iría esto contra los sentimientos humanos?
Pensemos ahora lo contrario. Él está en la cruz. Se siente realmente dolidísimo, y empieza a enfadarse...:
—¡Padre que mi sangre no sea la última! Muero yo, pero que se conserven los efectos del pecado original, y
aquí se arrepiente todo el mundo. ¿O es que yo voy a ser el último aquí? ¿Es que yo solo voy a dar el callo y todos los
demás disfrutando de los beneficios de mi redención?
Ahí veis las dos comparaciones.
No. Cristo lo que deseó fue lo primero, que es:
—Padre que mi sangre sea la última.
Incluso por espíritu de grandeza:
-—La mía la última, y después de Mí ya no más muerte.
—Yo también tengo espíritu de grandeza. ¿Tu sangre la última. ..? ¡No, la mía! ¿Que Tú libres todas las
consecuencias del pecado original...? ¡No, en absoluto! Yo también tengo derecho a morir. ¡Sí, quiero morir! Tengo
derecho a morir por mi patria, a morir por tantas cosas... que también tengo derecho a morir por Ti. Padre, yo tengo el
mismo derecho que Él a decir que mi sangre sea la última.
Porque, ¿no creéis que una característica de los santos es ser mártires? Es dar su sangre y derramar su sangre,
aunque sea por el miedo que eso causa. Dar su sangre, dar su vida por ese Dios con toda pasión hasta el extremo de
morir violentamente.
¿No admitís esta posibilidad de morir y ser mártires? Supongamos lo contrario. Que sea Él quien muera;
nosotros no tenemos por qué morir, ser mártires, derramar la sangre. Está muy bien; es muy virtuoso, pero, en fin, ¡si Él
nos libra de la muerte...!
—Padre, haz caso a Cristo, que sea Él el último, que Él sea el mártir y nosotros, "hijos de papá", a lavarnos las
manos.
Ya estamos redimidos. A pasear por la calle de Alcalá, como dice la zarzuela Las Leandras. Paseando todos, sin
aburrirnos. Vamos a construir casitas, torres... Y empezamos también a empedrar las calles... Pero, en fin, sin fatiga, ni
frío, ni calor. ¡Perfecto! Y, de vez en cuando, por las calles... uno que asciende, se marcha a la eternidad...
—No. Yo para los demás quiero que les des la virtud de no morir. Pero conmigo haz una excepción.
Quiero mi derecho a inmolarme o ser inmolado con Aquél que me acompañó durante la vida, Aquél que,
estando yo sentado en un rinconcito de un salón del Ateneo, habló y dijo: "Yo soy Dios". Se produjo, entonces, una
reacción dentro de mí. El público discutiendo con Él... Y yo me fui, abriéndome camino entre la gente. Y le cogí
incluso del brazo. ¡Qué atrevido fui! Y me dijo: "vente conmigo". Y, al final, la gente marchándose... yo le acompañé,
le fui sintiendo lleno de fuego interior...
La forma de caminar con Cristo la tenéis en el pasaje evangélico de los discípulos de Emaús. Ellos iban tristes y
dudando, cuando Cristo les sale al paso.
—Y fui hablando con ellos y no me reconocieron.
Y ya en el pueblo, entró con ellos en su casa y se pusieron a cenar, "reconocieron que era Él por la forma de
partir el pan" (Lc 24, 35). Pero mientras iban caminando, "les narró lo que había sobre Él en todas las Escrituras" (Lc
24,27). Caminar con Él significa ir yendo en progresión. Nos va tipificando, reduciendo de nuestra inmanencialidad
todo aquello que nos encierra en nosotros mismos, dándonos, con espíritu proyectivo, la apertura de nuestro ser a
sublimes y amplios horizontes... Esto es, exactamente, lo que se va experimentando con El. Y es ese fuego interior que
nos hace exclamar:
—¡Qué ardor siento en mí, en esta hora, en este instante en que distingo ese gesto tuyo, reviviendo aquel mismo
deseo...! Sólo te puedo desear a Ti hasta decirte este lema: "Dios mío, Tú eres todos mis deseos".
3.2. ¿Por qué la muerte de Cristo no fue la última? Significado del "¿Por qué me has abandonado?"
El eje de lo anterior es la Redención universal de Cristo, y bien merece la pena que haya ocurrido así. Quienes
no ven este orden sobrenatural, esta forma de eternidad que nos tiene predestinada, dirán que es muy complicado eso de
la Encarnación de Cristo. Que todo eso es un lío, un jaleo. Pero los santos dicen:
—Bien merece la pena que haya sido así. Porque si Tú, Cristo, pides que tu sangre sea la última, exactamente a
eso nos oponemos nosotros.
Aparece ahora un derecho divino, aquel derecho que yo tengo de morir también por esta causa, por la causa de
Cristo. Aunque no muriera nadie más, éste no es asunto mío.
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—Tú, Señor, si quieres los libras a todos de la muerte.
Yo no puedo tolerar que la muerte de Cristo sea la última. Y aunque yo estoy detrás de Cristo, también tengo
derecho divino a morir por esa posible forma de eternidad, que Cristo, y sólo El, ha hecho exactamente realidad para el
ser humano.
¿Cuál es el significado de aquellas palabras de Cristo "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?"
(Mt 27,46)?
Se han dado numerosas explicaciones.
"¿Por qué me has abandonado?" significa para mí que, en este momento, vemos a Cristo pidiendo al Padre que
su muerte sea la última, que su dolor sea el último. Pero una voz se interpone diciendo:
—Que sea la mía. No le oigas, no le oigas, no le oigas... Yo también soy hijo. No le oigas. La última muerte, la
mía. Si Él tiene derecho divino para ello, yo también tengo derecho divino para lo mismo.
Racionalmente hablando, se desvela como un misterio testamentario:
—Padre, ¿por qué me has abandonado en manos, en este momento, de Fernando Rielo?
Yo estaba en la perspectiva de la existencia para decir:
—Yo también quiero morir; yo también quiero, y necesito pasar por ahí. No puede ser Él el último. Tan válida
es mi vida como la suya, como la tuya, tanto vale mi vida como la tuya, la tuya como la mía.
Inseparables todos. No nos podemos separar. O la vida es para todos, o la muerte es para todos; y si la muerte es
para todos, la resurrección que es para uno, también lo es para todos. Todos para todos.
La resurrección es un bien universal que tiene una función personal. El mundo es también un bien universal que
tiene una función personal, para cubrir necesidades personales. Y la muerte es un hecho universal.
En este contexto, teniendo en cuenta la elevación al orden sobrenatural del dolor humano, podemos comprender,
perfectamente, lo del abandono de Cristo: "¿Por qué me has abandonado en manos 'de'?".
¿Qué es ese porqué? Es una afirmación: "Me has abandonado".
Pero no dice expresamente en manos de quién.
—Me has abandonado ¿en manos de quién?
—En manos de los santos.
Y en esto yo quiero ser como ellos. Por lo menos, ahora, dialécticamente; es decir, de boquilla. Como se suele
decir: de palabra. Pues yo de boquilla soy santo; de boquilla, nada más que de boquilla. No admito que se interrumpa el
eje de la redención. Tiene que continuar. Es, por tanto, un proceso que partiendo de un origen, y en un tiempo
determinado, va también a un fin en el orden del ser y en el orden del tiempo.
Lo importante es que Cristo ha elevado al orden sobrenatural el dolor humano. Y ese es el eje del humanismo
sicoético de Cristo.
Epílogo
Dios quiera que, después de estas tesis y con ocasión de estas tesis, os ilumine y me ilumine a mí tanto que nos
pueda servir, positivamente, para un cambio mayor aún en nuestra vida personal y comunitaria. Que no se quede en
aprenderse nada más que las tesis, o recordarlas con más o menos claridad en el futuro, y que no hayan servido
absolutamente para nada.
Que estas tesis os sirvan para hacer con ellas el recto juicio, el sobrenatural juicio, de vosotros mismos, y no
caiga la simiente en tierra mala o anodina. Que la tierra sea aquélla que haga florecer en sus surcos esa forma de
eternidad. Apenas la harán florecer quienes llevan una vida de mediocridad, con mezcolanza de sublimidades y vilezas,
y tampoco quienes, en manera alguna, no han hecho nada para progresar en la gracia. De todos modos, no obstante su
vacuidad humana, no quedan excluidos sino incluidos, precisamente por razón del dolor, en esa misma forma de
eternidad que a todos, sin exclusión, nos predestina, puesto que Dios, por su poder divino, a nadie predestina al mal;
antes al contrario, a todos llama al bien.
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