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MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ
ANTONIO VILLARRUBIA MEDINA
(EDITORES)

ASPECTOS DEL TEATRO GRIEGO ANTIGUO

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SECRETARIADO DE PUBLICACIONES
UNIVERSIDAD D SEVILLA

SEVILLA, 2005
Serie: Literatura
Núm: 82

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro


puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico
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© MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ Y ANTONIO VILLARRUBIA MEDINA (EDS.), 2005

Impreso en España - Printed in Spain


I.S.B.N.: 84-472-0848-6
Depósito Legal: M -33.746-2005
Imprime: Pedro Cid, s. a .
ÍNDICE

Presentación................................................................................................................ 9

ANTONIO VILLARRUBIA MEDINA. Tragedia, mito y m itología.................. 11

ANTONIO SANCHO ROYO. Tragedia y política................................................ 97

JOAQUÍN RITORÉ PONCE. Tragedia y retórica................................................ 121

ENRIQUE ÁNGEL RAMOS JURADO. Tragedia y filosofía............................. 143

MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ. Sobre las convenciones escénicas de la tra­


gedia y la comedia clásicas...................................................................................... 173
PRESENTACIÓN

El teatro griego antiguo es una de las manifestaciones culturales de mayor impor­


tancia de todos los tiempos, habida cuenta, sobre todo, de que con él nace el teatro
occidental. Con el deseo de profundizar en algunos puntos concretos de su historia, en
uno de los tradicionales Seminarios de Septiembre de la Facultad de Filología de la
Universidad de Sevilla se organizó un Ciclo de conferencias sobre “Aspectos del drama
griego” (del 27 al 29 de Septiembre de 2001), que contó con las intervenciones de varios
profesores universitarios, especialmente, del Área de Filología Griega del Departamento
de Filología Griega y Latina de nuestra Universidad. Y, tras la reelaboración de todas
aquellas intervenciones de entonces, se ofrece ahora este libro colectivo en el que se
analizan esos diversos aspectos del drama griego, tales como los lazos de la tragedia
con el mito y la mitología, con la política, con la oratoria y con la filosofía, con un
capítulo final sobre las convenciones escénicas, que en este caso y por ser de no fácil
disociación se estudian simultáneamente en la tragedia y la comedia.
Como ha sido habitual en nuestras publicaciones previas, cada autor ha tenido
plena libertad tanto en la elección de los temas, dentro de la temática del libro, como
en la extensión, en su tratamiento y en el período abarcado; cada uno es, por supuesto,
responsable de la orientación de su estudio y de las opiniones expresadas. Y, también
como siempre, sólo se han impuesto unas normas formales mínimas para la presenta­
ción de las distintas lecciones.

LOS EDITORES
SEVILLA, SEPTIEMBRE DE 2004
TRAGEDIA, MITO Y MITOLOGÍA

ANTONIO VILLARRUBIA MEDINA


UNIVERSIDAD DE SEVILLA

1. Los dramas griegos antiguos ofrecían distintas realizaciones literarias, a saber,


la tragedia, el drama satírico y la comedia junto con el mimo y la farsa burlesca (o
hilarotragedia)1. Y fueron muchos los autores dedicados a la creación de unas obras
cuya riqueza compositiva era enorme en todos los aspectos, si bien en todas ellas la
mitología clásica aparecía, en mayor o menor medida, como uno de los elementos
básicos. Centrando algo más la cuestión, la tragedia griega y el drama satírico, mani­
festaciones escénicas ambas que, al cabo, estaban unidas estrechamente, tenían en la
mitología clásica una de sus principales señas de identidad. Sin unas razones de peso
excesivamente claras y determinantes, en un principio, para la relevancia absoluta de
dicho rasgo axial, sobre todo, cuando los mitos o, si se quiere, los asuntos mitológicos
adornaban las distintas composiciones griegas desde los primeros poemas épicos hasta
los últimos poemas líricos, resultaba evidente que, en concreto, las piezas trágicas se
asentaban de una manera casi exclusiva en los argumentos de la tradición mitológica,
por lo que no sería inoportuno del todo afirmar que sin la presencia multiforme de
la mitología no habría tragedia, por más que haya unas excepciones palmarias. En
esencia, el propósito de este trabajo, múltiple pero alejado de grandes pretensiones,
sobre la tragedia griega, es realizar un acercamiento sencillo y diverso, por un lado,
al concepto discutible de mito, su posible análisis desde puntos de vista distintos y la
plasmación específica de su vertiente trágica y, por otro lado, a la presencia signifi­
cativa y decisiva de la mitología clásica en el conjunto de la dramaturgia griega, sin
soslayarse algunas alusiones a otras facetas posibles, a modo de panorámica amplia y
desde una perspectiva didáctica.

2. El mito (μύθο?) era uno de los fundamentos de las sociedades antiguas. Han
sido numerosos los intentos de hallar una definición acertada y satisfactoria de su esencia
y de explicar sus manifestaciones variadas y sus versiones posibles, que constituían,
a su vez, el objeto básico de la Mitología, disciplina relacionada con la Religión y

1 Para un acercamiento general a los dramas griegos -y , especialmente, a la tragedia griega- y a


los distintos autores dramáticos griegos junto con las repercusiones variadas de tal manifestación cultural
en la Grecia antigua, cf. la bibliografía selecta recogida en la parte final del presente ensayo.
la Religiosidad y también con la Geografía, la Historia, la Astronomía, la Filosofía,
la Literatura y el Arte. Por todo ello, desde un punto de vista meramente científico,
una de las constantes de los estudios mitológicos ha sido el planteamiento ineludible
de la vieja cuestión de qué debía entenderse como mito en la Antigüedad y, en este
caso concreto, en el mundo griego, sobre todo, si, además, se desconocía el origen de
la palabra μύθος, propia de la lengua griega, con sus numerosas peculiaridades y al
tiempo que fabula era el término usado en la lengua latina, y si, a la vez, merecían
los mitos y sus funciones unos ensayos diversos desde los presupuestos más dispares,
es decir, antropológicos, simbolistas, racionalistas, psicoanalistas y estructuralistas. Y
la frecuencia evidente con la que aparecía este término tan discutido y los distintos
contextos en los que se insertaba, lejos de oscurecer por completo su sentido semántico
básico, como suele apuntarse, sin más, en algunas ocasiones, lo aclaraban, al menos,
en cierta forma.

3. En los primeros testimonios literarios de la Grecia antigua el término μύθος


tenía el significado amplio y primario de “palabra” y equivalía, sin unas grandes
desviaciones, a otros términos semánticos afines como λόγος, έπος y αίνος. En los
poemas épicos de Homero μύθος, es decir, “palabra” en un sentido más general, se
oponía radicalmente a έργον, es decir, “trabajo”, “acción” o, incluso, “hecho”, si bien
acabaría ampliando parcialmente su campo de acción. Así, en la Ilíada se recogía
cómo, siguiendo las órdenes del anciano Peleo, Fénix había enseñado al héroe Aquiles
a hablar bien -se trataría, pues, de la habilidad oratoria o retórica- y a realizar grandes
hechos -se trataría, entonces, de la destreza-, combinación idónea para una formación
humana correcta (II. 9.442-443: τουνεκά με προεηκε διδασκέμεναι τάδε πάντα, /
μύθων τε ρητήρ’ εμεναι πρηκτήρά τε έργων), y se apuntaba cómo la diferencia
sobresaliente entre Polidamante Pantoida, que preparaba por entonces una arenga ante
los troyanos, y su compañero Héctor, nacidos ambos en una misma noche, era la elo­
cuencia del primero de ellos frente al mejor manejo de la lanza del segundo de ellos
(II. 18.249-252: τοΐσι δε Πουλυδάμας πεπνυμένος ήρχ ’ άγορεύειν / Πανθοΐδης·
ό γάρ οιος ορα πρόσσω καί όπίσσω· / Έ κτορι δ ’ ήεν εταίρος, ΐή δ ’ έν νυκτ'ι
γένοντο, / άλλ’ ό μεν αρ μυθοισιν, ό δ ’ έγχεϊ πολλόν ένίκα); y en la Odisea las
dos Sirenas hablaban de la fama de las aventuras y las historias de Odiseo y de su
gran reputación entre los griegos (Od. 12.184-185: δεΰρ’ α γ ’ ίων, πολυαιν’ Όδυσεϋ,
μέγα κΰδος ’Αχαιών, / νήα κατάστησον, ϊνα νωϊτέρην οπ’ άκούσης) y, al tiempo,
asomaba la unión de los conceptos de “mito” y de “relato” en un pasaje en el que
la astuta Atenea hablaba del astuto Odiseo como el mejor de los mortales en el con­
sejo y en las palabras y, quizás, en la narración de los relatos (Od. 13.296-302, esp.
vv. 296-298: άλλ’ αγε, μηκέτι ταΰτα λεγώμεθα, είδότες αμφω / κέρδε’, έπεί σι; μεν
έσσι βροτών ο χ’ αριστος απάντων / βουλή καί μύθοισιν, εγώ δ ’ έν πασι θεοΐσι /
μήτι τε κλέομαι καί κέρδεσιν ...). Algo más tarde, lo que hoy podría definirse como
μύθος aparecía entonces como λόγος, en el sentido de “relato”, como atestiguaban dos
casos señalados, en los que podría intuirse un nuevo matiz semántico, uno de Estesícoro,
cuando defendía la versión nueva de que Hélena no fue con Paris a la ciudad de Troya
en su famosa Palinodia (PMG 192: ούκ ε σ τ ’ έτυμος λόγος οΰτος, / οΰδ’ εβας έν
νηυσιν εύσέλμοι? / ούδ’ ϊκεο πέργαμα Τροίας), y el otro de Alceo, cuando esbozaba
una comparación crítica de la misma Hélena, esposa de Menelao, y de Tetis, esposa de
Peleo y madre de Aquiles, (ft: 42 Voigt [= //: 42 Lobel-Page], vv. 1-4: ώς λόγος, κακών
ά[χο?, "Ώλεν’, έργων / Περράμω<ι> καί παΐσ[ι φίλοισ’ έπηλθεν / έκ σέθεν πίκρον,
π[ύρι δ’ ώλεσε Ζευς· / ’Ίλιον ϊραν): sólo se indicaba que el poeta tomaba una primera
postura ante un relato determinado (o una versión posible del mismo), seleccionaba lo
que consideraba correcto y, hasta cierto punto, lo razonaba. Es más, Píndaro establecía
ya la oposición inicial de λόγο? y μύθοι cuando, al hablar de la desaparición del joven
Pélope, apuntaba que el rumor de los mortales solía ir más allá del verdadero relato,
si se tenía en cuenta que las leyendas o las ficciones, embellecidas gracias a mentiras
variopintas, lograban engañar por completo (O. 1.28-29: ή θαύματα πολλά, καί πού
τι κα'ι βροτών / φάτι? υπέρ τον άλαθή λόγον / δεδαιδαλμένοι ψεύδεσι ποικίλοι? /
εξαπατώντι μΰθοι). A modo de ejemplos representativos, conocían el sentido más
normal de μύθο? el dramaturgo Eurípides, cuando Melanipe afirmaba que no era suyo
sino de su madre un mito cosmogónico determinado - a saber, cómo el cielo y la tierra
eran una sola forma, luego, se separaron en dos y, finalmente, fueron los progenitores
de todos los seres vivos- en una obra fragmentaria titulada Melanipe la sabia (fr. 484
Nauck2-Snell, esp. vv. 1-2: κούκ έμό? ó μύθος, άλλ’ έμή? μητρός πάρα, / ώς· ουρανό?
τε γάίά τ ’ ήν μορφή μία), el filósofo Platón, cuando Erixímaco aseguraba que sus
palabras recogían el sentir de Fedro (Smp. 177al-4: φάναι δή πάντα? και βούλεσθαι
κα'ι κελεύειν αυτόν είσηγεΐσθαι. είπείν οΰν τον Έρυξίμαχον οτι ή μέν μοι αρχή
του λόγου έστί κατά τήν Εΰριπίδου Μ ελανίππην οΰ γάρ έμό? ό μυθο?, άλλα
Φαίδρου τοΰδε, ον μέλλω λέγειν), y el poeta Calimaco, cuando ante unas doncellas
argivas se disponía a comenzar el hermoso relato legendario de la diosa Palas Atenea,
de Cariclo, su fiel compañera, y del joven Tiresias, más tarde, célebre adivino, que
consideraba no una invención suya sino de otros, (Lav.Pall. 55-56: πότνι’ Ά θαναία,
σύ μέν έξιθι· μέσφα δ ’ έγώ τι / τα ΐσ δ’ έρέω· μυθο? δ ’ ούκ έμό?, άλλ’ έτέρων).
Pero, más tarde, la orientación filosófica y dicotómica de la lengua matizaría su campo
de acción: cuando no se requería una demostración de lo expuesto, era “palabra” o
“relato” (μυθο?) y, cuando se requería una demostración de lo expuesto, era “palabra
razonada”, “relato razonado” o “razón” (λόγο?). Y, después de los diversos intentos de
los filósofos presocráticos y tras la defensa concreta de un nuevo mito más asentado en
los dioses y sus acciones y en el respeto debido al mundo religioso, con sus verdades,
frente al mito tradicional con su cúmulo de falsedades, el testimonio clave se hallaba
en un pasaje de Platón que contenía la intervención palmaria del prestigioso filósofo
Protágoras, que, instigado por Sócrates, se disponía a debatir sobre la enseñanza de
la virtud política (Prt. 320c2-7: άλλ’, ώ Σώκρατε?, εφη, ού φθονήσω· άλλα πότερον
ύμΐν, ώ? πρεσβύτερο? νεωτέροι?, μύθον λέγων έπιδείξω ή λόγφ διεξελθών; πολλοί
ουν αύτω ύπέλαβον τών παρακαθημένων όποτέρω? βούλοιτο οϋτω? διεξίέναι. δοκεΐ
τοίνυν μοι, έφη, χαριέστερον είναι μύθον ύμΐν λέγειν): tras plantear Protágoras la
posibilidad de dar su respuesta, bien mediante un μϋθο?, bien mediante un λόγο?, ante
la indecisión de los asistentes, decidió servirse del mito, recurso éste que, en su opinión,
resultaba más agradable que el otro. Pero ello no significaba, en absoluto, que el mito
careciera de una cierta lógica interna, como, por otra parte, era comprensible.
4. Se ha reflexionado mucho sobre dichos conceptos, μ,ύθος y λόγος, que mere­
cieron la consideración tanto de opuestos claros, por tanto, con diferencias acusadas,
como de complementos necesarios, por tanto, sólo manifestaciones distintas del pen­
samiento, oscilándose en tal cuestión hasta el punto de que sus límites prácticamente
quedaban diluidos. Pero los griegos no se extraviaban tanto, por lo que parecería más
un problema de enfoque de la crítica moderna que una falta de comprensión de los
escritores antiguos, que soslayaban por intranscendentes problemas en el fondo inexis­
tentes con una idea, que hoy se calificaría de conciliadora, por la que el mito sería un
relato, que estaría vinculado argumentalmente con los mundos divino y heroico y que
podría recoger historias primordiales: eran claras, pues, las diferencias con el cuento
popular, cuyo devenir narrativo estaría enraizado en las costumbres de los pueblos,
con la leyenda, de carácter sagrado e intención paradigmática, y con la saga, cuyas
sombras de realidad serían más o menos visibles, por lo que se volvía, en no pocas
ocasiones, el asidero necesario de la historia antigua de muchos pueblos, aunque en
todos ellos se adivinaba como un rasgo distintivo esencial la necesidad escasa, casi
nula, de demostración. Por otra parte, otro hecho que captaron perfectamente los
antiguos era la fuerza paradigmática del mito, susceptible de recibir una interpreta­
ción profunda que lo convertía prácticamente en una metáfora vital. Era ésta una de
las bases del mito en la lírica coral griega, representada, sobre todo, por Píndaro y
por Baquflides, en la que incluso se volvía ejemplo o explicación de un hecho real
concreto. En ello coincidía de alguna manera con las fábulas griegas de Esopo y de
Babrio, aunque con una diferencia importante: el mito (o la versión mítica) preexistía
a la utilidad manifiesta del mensaje, que no tenía por qué ser unívoco, y era anterior
a su uso ejemplificador; sin embargo, la fábula surgía ya con el mensaje admonitorio
(o moraleja), por lo demás, único y claro.

5. Una vez dejado de lado un cierto estructuralismo metodológico, excesivamente


riguroso, en los diálogos variados de Platón, los mitos debían cumplir en un primer
momento todas las características fijadas, comenzando por la presencia de un dios,
porque no en vano, como en cierta ocasión y con un tono didáctico le decía Sócrates
a Adimanto, los mitos versaban sobre dioses y sobre divinidades, héroes y todo aque­
llo que había en el Hades (R. 3.392a4-6: περί γάρ θεών ώς δει λεγεσθαι εΐρηται,
καί περί δαιμόνων τε καί ήρώων καί των èv "Αιδου): es decir, la mitología como
un conjunto de relatos insertos en la tradición cultural y religiosa griega. De igual
manera, teniendo en consideración otras palabras de Sócrates a Adimanto en las que
se señalaba que μύθο? y λόγος eran partes del arte musical (R. 3.398b6-8: νυν δή,
εΐπον έγώ, ώ φίλε, κινδυνεύει ήμιν τή ς μουσικής τό περί λόγους τε καί μύθους
παντελώς διαπεπεράνθαι- α τε γάρ λεκτέον καί ώς λεκτέον εΐρηται), se mostraba
Platón también apegado, según se desprendía de la narración de un mito efectuada
por Sócrates en presencia de Calicles, al concepto tradicional de mito, que quedaba
ejemplificado en el reparto divino del mundo, (Grg. 523al-5: ακούε δή, φασί, μάλα
καλού λόγου, ον σύ μεν ήγήση μύθον, ώς εγώ οιμαι, έγώ δε λόγον ώς αληθή γάρ
οντα σοι λέξω à μέλλω λεγειν. ώσπερ γάρ "Ομηρος λέγει, διενείμαντό τήν αρχήν
ό Ζεύς καί ό Ποσειδών καί ό Πλούτων, επειδή παρά τού πατρός παρέλαβον). La
mitología, como expusiera Critias en una extensa intervención, se volvía un compen­
dio de los mitos antiguos con un anclaje inquisitivo en las viejas tradiciones (Criti.
110a3-6: μυθολογία γάρ άνα^ήτησί? τε των παλαιών μετά σχολή? α μ ’ επί τα?
πόλει? ερχεσθον, όταν ϊδητόν τισιν ήδη του βίου τάναγκαΐα κατεσκευασμένα,
πρ'ιν δε ου). Pero la presencia divina podía desvanecerse, haciendo de estos relatos
un instrumento filosófico y literario preciso y confundiendo en un primer momento lo
hasta entonces claro. Eran sólo variaciones sobre el mito tradicional: partiendo de usos
tan peculiares como los usos de los poetas y llevándolo por otros caminos, Platón se
servía del estilo mítico, que se revelaba en un relato capaz de adaptarse a un contexto
determinado, con cuyo contenido se relacionaba estrechamente, y que podía plasmarse
en formas distintas como la alegoría. Así, esta concepción abierta del hecho mítico se
asentaba en las obras del filósofo de Atenas e incluso explicaba y ahondaba el uso de
la mitología (μυθολογία). Y, sin embargo, su relato no tenía por qué ser “lógico”. Si
se pusiera el énfasis en lo apodictico o no de una historia, si se hiciera hincapié en lo
verosímil o si se resaltara lo narrativo por polarización, podría retomarse incluso un
texto bastante discutido, explicado siempre a partir del significado mudable de ambos
términos, que recogía la conversación de Sócrates y Cebes (cf. Phd. 60cl-d7): el pri­
mero se refería a las fábulas de Esopo como μύθοι -término también utilizado en una
conversación con Alcibiades (cf. Ale. [I] 122el-123a4)-, mientras que el segundo las
llamaba λόγοι, sin entrarse en más matices sobre los sustantivos usados.

6. Una de las figuras fundamentales para la comprensión certera del mito y sus
vínculos evidentes con la tragedia fue, sin duda, Aristóteles (siglo IV a.C.). El filósofo
de Estagiro esbozó la idea de mito (μύθο?), una vez limados y superados sus vínculos
religiosos, rituales y mágicos, en distintas ocasiones: unas veces, se trataría del mito
en el sentido más plenamente aceptado hasta entonces, es decir, el mito en cuanto
fábula (fabula), casi fabulación, y, por tanto, imbricado con la verdad o la falsedad
del relato transmitido, y, otras veces, se trataría del mito en el sentido más plenamente
técnico, prácticamente, el mito en cuanto argumento (argumentum) - a veces, provisto
de una argumentación (argumentatio), entendida como una explicación del argumento
(explicatio argumenti)-, término, sin duda, más acertado que otros términos como
trama e intriga. En una apreciación, si se quiere, algo superficial eran actitudes muy
distintas; y, sin embargo, en nuestra opinión, no debían estar excesivamente alejadas,
hasta el punto de reflejar una misma realidad contemplada desde unos puntos de vista
diversos.

7. Así, en diferentes pasajes aristotélicos sena la ficción carente de causalidad y


de demostración el rasgo esencial que polarizaría dicho término. En la Metafísica, al
abordarse la cuestión inevitable del conocimiento científico, asentado firmemente en
la admiración y en el planteamiento de problemas, se aunaban, al fin, los conceptos
de mito y de sabiduría (Metaph. 1.2.982M1-21, esp. 1.2.982bl7-19): ό δ ’ άπορων
καί θαυμάζων ο’ί εται άγνοειν (διό καί ό φιλόμυθος φιλόσοφό? πώς έ σ τ ιν ό γάρ
μύθο? σύγκειται εκ θαυμασίων); ello no impediría la identificación de lo mítico y
lo pueril (Metaph. 2.3.995a3-6: τά μυθώδη καί παιδαριώδη), por más que en este
caso se aludiera a las leyes; y, además, podría advertirse un cierto desdén por las
invenciones míticas (Metaph. 3.4.1000a5-24, esp. 3.4.1000al8-22: - άλλα περ'ι μέν
τών μυθικών σοφι£ομένων ούκ αξιον μετά σπουδή? σκοπεΐν) frente al razonamiento
mediante la demostración. Igualmente, quedaba planteada la cuestión de la transmisión
mítica, con mayor o menor nitidez, en un pasaje decisivo referido a los astros (Metaph.
12.8.1074a38-b5): παραδέδοται δέ παρά τών άρχαίων και παμπαλαίων έν μύθου
σχήματι καταλελειμμένα το ις ύστερον δτι θεοί τέ είσιν ουτοι και περιέχει τό
θειον τήν δλην φύσιν. τά δε λοιπά μυθικώ? ήδη προσήκται προς· την πειθώ τών
πολλών και προς τήν εί? νόμους· καί τό συμφέρον χρήσιν. Es decir, sería el trans­
curso del tiempo, a modo de legado irrenunciable, el que conformaría unas primeras
explicaciones posibles, más tarde, enriquecidas. En la Política se abría paso la propuesta
de mito como un compendio legendario tradicional con más o menos variantes y con un
cierto valor ejemplarizante, en concreto, en un pasaje preciso referido a los Argonautas
(Pol. 3.13.1284a22-25): μυθολογείται δε και τούς· ’Αργοναύτας· τον 'Ηρακλέα
καταλιπείν διά τοιαύτην α ιτ ία ν ού γάρ έθέλειν αύτόν αγειν τήν ’Αργώ μετά
τών άλλων ώς ύπερβάλλοντα πολύ τών πλωτήρων. Es decir, en consonancia con
el mito heracleo, el hecho de sobresalir acarreaba un rechazo completo, lo que era
aplicable perfectamente a otras circunstancias vitales, rompía la igualdad de los ciuda­
danos requerida y servía de explicación última del ostracismo político. Al final, Aris­
tóteles, a pesar de su actitud crítica permanente, solo y aislado, confesaba su devoción
profunda por los mitos tradicionales en una de sus citas indirectas (fr. 668 Rose: δσω
γάρ, φησί, μονώτη? είμί, φιλομυθότερος γεγονα): en suma, era la aceptación, si se
quiere, matizada, de todo lo que había configurado su entorno cultural.

8. Pero en la Poética (o Sobre la poética) (Περί ποιητική?) -uno de sus tratados


esotéricos o acroamáticos de mayor fama, compuesto, posiblemente, en los tiempos
de Alejandro Magno (es decir, en torno a los años 340-330 a.C. o, quizás, en tomo
a los años 330-320 a.C.), que versaba sobre el arte compositivo, su función esencial
de creación y sus manifestaciones literarias desde unos presupuestos críticos y esté­
ticos propios, si bien un tanto rigurosos, y con una terminología analítica incipiente,
pero de una precisión suficiente- se apreciaba, desde una perspectiva literaria y per­
sonal, un nuevo enfoque sobre el término “mito”, acentuándose su unión estrecha
con la tragedia griega. Dividido este ensayo literario, posiblemente, en dos libros,
el primero de ellos estaría dedicado al estudio de la tragedia griega, con un análisis
teórico y práctico, que comprendía tanto a los autores del siglo V a.C., de quienes
partía inevitablemente, como a los autores del siglo IV a.C., en quienes se detenía
especialmente, trazándose con todo ello, a modo de observación crepuscular, una línea
conceptual y temporal con la dramaturgia posterior, y el segundo de ellos, en el caso
de existir, estaría dedicado al estudio de la comedia griega, probablemente, con una
aproximación bastante similar.

9. En una reflexión extensa y seria sobre la tragedia, la comedia y el mito (Po.


5-8.1449a32-1451a35), Aristóteles definía la tragedia (τραγωδία) de la siguiente
manera (Po. 6.1449b24-31): εστιν οΰν τραγφδία μίμησι? πρά^εω? σπουδαίας· και
τελεία?, μέγεθο? εχούση?, ήδυσμενω λόγφ χωρι? έκάστου τών είδών έν τόί?
μορίοις, δρώντων καί ού δι. ’ απαγγελίας, δι ’ έλέου καί φόβου περαίνουσα την
των τοιούτων παθημάτων κάθαρσιν. λέγω δέ ήδυσμένον μεν λόγον τον έχοντα
ρυθμόν καί αρμονίαν καί μέλος, τό δέ χωρίς τοΐς ε’ίδεσι τό διά μέτρων ένια μόνον
περαίνεσθαι καί πάλιν έτερα διά μέλους. En consecuencia, en estas palabras con­
clusivas se ponía el énfasis en el concepto global de imitación de una acción elevada
y plena con amplitud, apuntaba los elementos constitutivos genéricos imprescindibles
y señalaba la finalidad trágica misma, es decir, la purificación o, si se quiere, la purga­
ción de las afecciones mediante la compasión y el temor -enfoque analítico engarzado
sobre unos términos recurrentes en la Retórica y en la Política, que también guardaba
una cierta similitud con la reflexión previa sobre el poder de la palabra discursiva
(λόγος), ofrecida por el rétor y sofista Gorgias de Leontinos en un pasaje relevante
del llamado Encomio de Hélena (cf. 8-9), al tiempo que no quedaba muy alejado
del mismo enfoque el esbozo preciso de la técnica de Eurípides, apoyada en la compa­
sión y el temor, que en unas palabras supuestas de Esquilo el comediógrafo Aristófanes
(siglos V-IV a.C.), defensor de los tres grandes autores trágicos de la época clásica
frente al resto de los representantes del género, hiciera en las Ranas (cf. vv. 1053-1068,
esp. vv. 1063-1066), la famosa comedia representada por Filónides y estrenada en las
Leneas (405 a.C.)-. En un acercamiento preciso al texto del Estagiiita, muchas veces
lleno de interpretaciones poco afortunadas y excesivamente tópicas, en el mismo con­
cepto de imitación de una acción -entendida más bien, junto a la primera presentación
de los hechos, es decir, la real, como una segunda presentación de los mismos hechos,
más que fiel, sencillamente creativa y reelaborada, es decir, la artística- esforzada y
completa y de una amplitud determinada (μίμησις πράξεως σπουδαίας καί τελείας,
μέγεθος έχούσης) debía estar implícito de alguna manera el contenido dramático, al
cabo, plasmado en la actuación y en las mismas acciones personales de los hombres y
no en el relato impersonal (δρώντων καί ού δ ι’ άπαγγελίας); no obstante, habría de
entenderse esta aseveración en su justa medida, sin extremismos, salvaguardando los
distintos matices que coadyudaban al desarrollo perfecto de la obra trágica, a la vez,
destacándose la importancia de la interpretación, en suma, de la ejecución dramática
y escénica, frente al relato carente de interpretación, pero sin renunciar por ello a
otros elementos básicos, como el relato de distintos personajes, cuyas intervenciones
no eran otra cosa que una formulación mítica argumentada, inserta en la acción, pre­
cisamente, la única de las unidades dramáticas plenamente aristotélicas. Y, según se
desprendía de otro pasaje aristotélico innecesariamente conflictivo desde el punto de
vista textual, en una clara sintonía con la definición misma de la tragedia (τραγωδία)
se exponía la definición precisa del mito (μύθος), identificado con el argumento, si se
quiere, con la fábula argumentada sobre una estructuración sopesada, (Po. 6.1450a3-7):
εστιν δε τή ς μεν πράξεως ό μύθος μίμησις, λέγω γάρ μύθον τούτον τήν σύνθεσιν
των πραγμάτων, τα δέ ήθη, καθ’ δ ποίούς τινα ς ειναί φαμεν τούς πράττοντας,
διάνοιαν δέ, έν δσοις λέγοντες άποδεικνύασίν τι ή καί άποφαίνονται γνώμην. Así,
el mito (μύθος) en cuanto argumento se asentaría en la imitación de la acción (τής
πράξεως μίμησις) y se fundamentaría en la composición de los hechos (ή σύνθεσις
των πραγμάτων), quedando diferenciado sustancialmente de otros elementos básicos
como los caracteres (ήθη) y el pensamiento (διάνοια). En todo ello podría ahondarse
aún algo más. Por un lado, eran distintas las partes de la tragedia (Po. 6.1450a7-10):
ανάγκη ουν πάσης τραγωδίας μέρη είναι εξ, καθ’ ο ποια τις· έστ'ιν ή τραγωδία·
ταΰτα δ ’ έστί μύθο? και ήθη κα'ι λέξις κα'ι διάνοια και οψις και μελοποιία. En
definitiva, sobre la unión sopesada de estos elementos se levantaba la configuración
plena de la tragedia misma. Y, por otro lado, como apuntaba otro texto innecesaria­
mente discutido, el más importante de ellos era, sin duda, el mito otra vez en cuanto
composición argumentai estructurada de las distintas acciones (Po. 6.1450al5-23):
μεγιστον δε τούτων έστ'ιν ή των πραγμάτων σύστασις. ή γάρ τραγωδία μίμησίς
έστιν ούκ άνθρώπων άλλα πράξεως καί βίου, και εύδαιμονία καί κακοδαιμονία έν
πράξει έστίν, και τό τέλος πράξίς τ ις έστίν, ού ποιότης· είσ'ιν δέ κατά μεν τά
ήθη ποιοί τινες, κατά δέ τα ς πράξεις εύδαίμονες ή τουναντίον οΰκουν όπως τα
ήθη μιμήσωνται πράττουσιν, άλλα τά ήθη συμπεριλαμβάνουσιν διά τά ς πράξεις·
ώστε τά πράγματα και ό μύθος τέλος τή ς τραγωδίας, τό δέ τέλος μεγιστον
απάντων. En definitiva, si los caracteres en su disparidad definían a los personajes, el
mito envolvente y los hechos mismos eran el fin (τέλος), fundamental y unívoco, de
la tragedia. La conclusión era inevitable (Po. 6.1450a23-25): έτι άνευ μέν πράξεως
ούκ αν γένοιτο τραγωδία, aveu δέ ήθών γένο ιτ’ av. Nuevamente, acción y tragedia
quedaban, en esencia, unidas y la perfecta construcción dramática se apoyaría en las
peripecias (περιπέτειαι) y los reconocimientos (αναγνωρίσεις). Un punto importante
era la magnitud adecuada de la obra (Po. 7.1450b23-27): κεΐται δέ ήμΐν τήν τραγωδίαν
τελείας κα'ι ολης πράξεως είναι μίμησιν, έχούσης τι μέγεθος· έστιν γάρ δλον και
μηδέν έχον μέγεθος, δλον δέ έστιν τό έχον αρχήν και μέσον και τελευτήν. Y toda
la pieza se caracterizaría por su unidad ineludible (Po. 8.1451al6-19): μύθος δ’ έστίν
εις ούχ τινές ο’ί ονται, εάν περ'ι ένα ή· πολλά γάρ κα'ι άπειρα τω ενί συμβαίνει,
έξ ών ένίων ούδέν έστιν ε ν ούτως δέ και πράξεις ενός πολλαί είσιν, έξ ών μία
ούδεμία γίνεται πράξις. Además, en esta unidad todos los elementos formales serían
obligatorios (Po. 8.1451a30-35): χρή οΰν, κάθαπερ και έν τά ίς αλλαις μιμητικάίς
ή μία μίμησις ένός έστιν, οϋτω καί τον μύθον, έπεί πράξεως μίμησίς έστι, μιας
τε είναι καί ταύτης ολης, καί τά μέρη συνεστάναι των πραγμάτων ούτως ώστε
μετατιθεμένου τινός μέρους ή άφαιρουμένου διαφέρεσθαι καί κινεΐσθαι τό ολον
δ γάρ προσόν ή μή προσόν μηδέν ποιεί έπίδηλον, ούδεν μόριον του όλου έστίν.
Y, así, desde la preceptiva aristotélica quedaban perfilados los conceptos de tragedia
en cuanto obra literaria acabada y de mito en cuanto argumento compositivo.

10. Además, cuando Aristóteles establecía las diferencias básicas entre la his­
toria y la poesía (Po. 9.1451a36-1452all), decía con bastante claridad lo siguiente
(Po. 9.1451a36-bll): φανερόν δέ έκ των είρημένων καί ότι ού τό τά γενόμενα
λεγειν, τούτο ποιητού έργον έστίν, άλλ’ οΐα αν γένοιτο καί τά δυνατά κατά τό
είκός ή τό άναγκάίον. ό γάρ ιστορικός καί ό ποιητής ού τω ή έμμετρα λέγειν
ή άμετρα διαφέρουσιν (εϊη γάρ αν τά 'Ηροδότου ε ίς μέτρα τεθήναι καί ούδέν
ήττον αν εϊη ιστορία τ ις μετά μέτρου ή άνευ μέτρων)· άλλα τούτω διαφέρει, τω
τον μέν τά γενόμενα λέγειν, τον δέ οΐα αν γένοιτο. διό καί φιλοσοφώτερον καί
σπουδαιότερον ποίησις ιστορίας έ σ τ ίν ή μέν γάρ ποίησις μάλλον τα καθόλου, ή
δ ’ ιστορία τά καθ’ έκαστον λέγει, έστιν δέ καθόλου μεν, τφ ποίω τά ποια αττα
συμβαίνει λέγειν ή πράττειν κατά τό είκός ή τό άναγκαίον, ου στοχάζεται ή
ποίησις ονόματα έπιτιθεμένη· τό δε καθ’ έκαστον, τί ’Αλκιβιάδης επραξεν ή
τί επαθεν. Se acentuaban, pues, no tanto los elementos formales externos y evidentes
como otras características de mayor calado, en suma, cómo la primera contaba lo
sucedido y la segunda contaba lo que podría suceder y cómo la primera sería menos
filosófica y elevada que lo era la seguñda. Es decir, la historia era la realidad, mien­
tras la poesía era la posibilidad. Y, apuntando con nitidez las diferencias precisas
entre la comedia y la tragedia, todavía subrayaba esto (Po. 9.145 lbl5-19): επί μεν
οΰν τής κωμωδίας ήδη τούτο δήλον γέγο νεν συστήσαντες γάρ τον μύθον διά των
εικότων, οϋτω τά τυχόντα ονόματα ύποτιθέασιν, καί ούχ ώσπερ οί ίαμβοποιοί
περί τον καθ’ έκαστον ποιούσιν. επί δε τής τραγωδίας των γενομενων ονομάτων
άντεχονται. αίτιον δ ’ δτι πιθανόν έστι τό δυνατόν τά μεν οΰν μή γενόμενα
οΰπω πιστεύομεν είναι δυνατά, τά δε γενόμενα φανερόν δτι δυνατά· οΰ γάρ αν
εγενετο, εί ήν αδύνατα. Es decir, partiendo de unas circunstancias distintas para las
composiciones estructuradas de sus hechos -en este sentido, el concepto de mito (μύθος)
se aplicaba tanto a la tragedia como a la comedia-, la comedia se servía de nombres
nuevos y ficticios, mientras la tragedia se servía de nombres viejos y reales, porque
para los antiguos era bastante obvia la relación entre la historia y la mitología.

11. Otra cosa distinta y, al tiempo, pareja era que, en la mayoría de los casos,
las obras trágicas estaban trenzadas sobre unos asuntos mitológicos diversos, es decir,
sobre unas πραγματεΐαι μυθικαί variadas; y, así, la μυθολογία se tornaba μυθοποιία,
si bien ambos términos acabaron unificados, gracias a la capacidad creativa y expositiva
de los cultivadores del género. Si se centrara la atención sólo en las dos realizaciones
dramáticas más relevantes, es decir, la tragedia y la comedia, se advertiría que los dis­
tintos autores de dramas reservaron el arsenal mítico para la tragedia, mientras que se
sirvieron del contingente cotidiano para la comedia, a la vez que el público espectador,
quizás, de un espectro mucho más amplio de lo que suele aceptarse, conocía más o
menos detalladamente el mito de la tragedia a cuya representación teatral asistía con
entusiasmo -por cierto, atestiguaban su implicación y su sensibilidad, si se quiere, un
tanto excesivas, unas anécdotas curiosas, si bien con frecuencia innecesariamente deses­
timadas, como el llanto del público durante la representación de la Toma de Mileto
de Frínico (cf. TrGF 3T2; era el famoso testimonio de Heródoto [cf. Hist. 6.21.2]) y
como el horror de los espectadores, especialmente, de los públicos infantil y femenino,
durante la representación de las Euménides de Esquilo ante la llegada del coro de las
Erinies (luego, las Euménides) (cf. Vita Aeschyli 9 [30-32]), lo que acabó produciendo
una reducción drástica del número de los cincuenta coreutas primeros, según Pólux
(cf. Onom. 4.110)-. Y, dada la evolución genérica tradicional desde la presentación
original en una tetralogía dramática, es decir, una trilogía trágica y un drama satírico,
hasta la presentación posterior en piezas separadas, aunque también cabría hablar de la
simultaneidad de ambas posibilidades, era el asunto mitológico el que proporcionaba
unidad a la tetralogía plenamente clásica, si se advertía que la tetralogía, en un principio,
mostraba una relación argumentai entre las cuatro piezas, que, posteriormente, quedaría
reducida, sin más, a una sucesión de piezas de distintos asuntos mitológicos.
12. Además, se establecía una división clara de los argumentos entre argu­
mentos simples y argumentos complejos (Po. 10.1452al2-14): c-ioi δέ τών μύθων οί
μέν άπλοι οί δέ πεπλεγμενοι- καί γάρ αί πράξεις· ών μιμήσεις οί μύθοί είσιν,
ύπάρχουσιν εύθύς οΰσαι τοιαύται. Y, si en el primer caso la acción trágica no requería
ningún artificio extraordinario, en el segundo caso la acción trágica se apoyaría en la
peripecia (περιπέτεια), el reconocimiento (άναγνώρισις) y el lance patético (πάθος).
También habrían de advertirse las características de los personajes de las tragedias,
sobre todo, en todo aquello que concernía a su cambio de situación (μεταβολή). De los
distintos personajes posibles no serían convenientes aquéllos, fueran cuales fueran sus
condiciones, sus virtudes y sus defectos, que pasaran drásticamente de una situación
personal a otra distinta (Po. 13.1452b30~1453a7); y tampoco sería conveniente ni que
los hombres virtuosos pasaran de la dicha a la desdicha (έξ ευτυχίας· εις δυστυχίαν)
ni que los hombres malvados pasaran de la desgracia a la dicha (e£ ατυχίας· εις· ευ­
τυχίαν). Los extremos provocarían un desajuste irremediable en la ejecución de los
dramas. Por el contrario, se hacían necesarios aquellos personajes que mostraran una
mesura determinada en sus acciones y en sus cambios de fortuna (Po. 13.1453a7-12):
ó μεταξύ αρα τούτων λοιπός·, έστι δέ τοιούτος ό μήτε άρετή διαφέρων καί
δικαιοσύνη μήτε διά κακίαν καί μοχθηρίαν μεταβάλλων εις· τήν δυστυχίαν άλλα
δι ’ αμαρτίαν τινά, τών έν μεγάλη δόξη δντων καί ευτυχία, οΐον Οίδίπους- καί
Θυέστης καί οί έκ τών τοιούτων γενών έπιφανεις άνδρες. Era ese tipo intermedio
el apto para el desarrollo trágico, con una actuación cuyo desenlace sería capaz de
alentar la compasión y el temor y, por tanto, tendente no tanto a la dicha como a la
desdicha. Y, en consecuencia, los protagonistas elegidos pertenecían a un escaso con­
junto mitológico (Po. 13.1453al7-22): σημεΐον δέ καί τό γιγνόμενον πρώτον μέν
γάρ οί ποιηταί τούς· τυχοντας μύθους άπηρίθμουν, νυν δέ περί όλίγας οικίας αί
κάλλισται τραγωδίαι συντίθενται, οΐον περί Άλκμέωνα καί Οίδίπουν καί Όρέστην
καί Μελέαγρον καί θυέστην καί Τήλεφον, καί δσοις άλλοις συμβέβηκεν ή παθειν
δεινά ή ποιήσαι. Por todo ello, y sin contradicciones innecesarias, el argumento simple
sería el mejor con respecto al desenlace dramático y el argumento complejo sería el
mejor con respecto a la estructuración dramática.

13. En la elaboración plena del plan general del argumento, una vez que se entraba
en el contenido esencial de la pieza dramática, resultaban interesantes algunas reflexiones
ulteriores de Aristóteles sobre las características y los límites aproximados de μύθος
y de λόγος. En una se decía (Po. 17.1455a22-b23): δεί δέ τούς μύθους συνιστάναι
καί τη λέξει συναπεργά£εσθαι ότι μάλιστα προ όμμάτων τιθέμενον ουτω γάρ
αν εναργέστατα [ό] όρών ώσπερ παρ ’ αύτοΐς γιγνόμενος τοΐς πραττομένοις,
εύρίσκοι τό πρέπον καί ήκιστα αν λανθάνοιτο τά ύπεναντία. σημεΐον δέ τούτου
δ έπετιμάτο Καρκίνω· ό γάρ Ά μφίάραος έξ ιερού άνήει, δ μή όρώντα τόν θεατήν
έλάνθανεν, επί δέ τή ς σκηνής έξεπεσεν δυσχερανάντων τούτο τών θεατών, δσα δέ
δυνατόν, καί το ΐς σχήμασιν συναπεργα£όμενον πιθανώτατοι γάρ άπό τής αυτής
φύσεως οί έν τοΐς πάθεσίν είσιν, καί χειμαίνει ό χειμαζόμενος καί χαλεπαίνει ό
όργι£όμενος άληθινώτατα. δώ ευφυούς ή ποιητική έστιν ή μανικού- τούτων γάρ οί
μεν εύπλαστοι οί δέ έκστατικοί είσιν. τούς τε λόγους καί τούς πεποιημένους δει
κα'ι αυτόν ποιούντα έκτίθεσθαι καθόλου, εΐθ’ ούτως έπεισοδιούν καί παρατείνειν.
λέγω δέ ούτως αν θεωρεΐσθαι τό καθόλου, οΐον τή ς Ίφ ιγενείας· τυθείσης τινός
κόρης καί άφανισθείσης άδήλως τόίς θύσασιν, ίδρυνθείσης δέ ε ις άλλην χώραν,
έν ή νόμος ήν τους ξένους θύειν τή θεω, ταύτην εσχε τήν ίερωσύνην χρόνω δέ
ύστερον τω άδελφω συνέβη έλθεΐν τής ίερείας, τό δέ δτι άνεΐλεν ό θεός διά τινα
αιτίαν έξω του καθόλου έλθειν έκει, καί έ φ ’ δ τι δέ, έξω του μύθου· έλθών δέ
καί ληφθείς, θύεσθαι. μέλλων, άνεγνώρισεν, εΐθ ’ ώς Ευριπίδης ε ΐθ ’ ώς Πολύιδος
έποίησεν, κατά τό είκός είπών δτι ούκ αρα μόνον τήν αδελφήν άλλα καί αύτόν
έδει τυθήναι, καί εντεύθεν ή σωτηρία, μετά ταύτα δέ ήδη ύποθέντα τά ονόματα
έπεισοδιούν δπως δέ έσται οίκεΐα τά έπεισόδια, οΐον έν τω Ό ρέστη ή μανία
δι ’ ής έλήφθη καί ή σωτηρία διά τής καθάρσεως. έν μεν ουν τό ίς δράμασι τά
έπεισόδια σύντομα, ή δ ’ εποποιία τούτοις μηκύνεται, τή ς γάρ ’Οδύσσειας <ού>
μάκρος ό λόγος έ σ τ ιν άποδημούντός τίνος έτη πολλά καί παραφυλαττομένου
ύπό τού Ποσειδώνος καί μόνου δντος, έτι δέ των ο’ίκοι ούτως έχόντων ώστε
τά χρήματα ύπό μνηστήρων άναλίσκεσθαι καί τον υιόν έπιβούλευεσθαι, αύτός,
έπιθέμενος, αύτός μέν έσώθη τούς δ ’ έχθρούς διέφθειρε. τό μεν ουν ’ίδιον τούτο,
τά δ ’ άλλα έπεισόδια. Es decir, la composición trágica exigía la perfecta estructura­
ción de los mitos en todos sus detalles; y, además, los argumentos, tanto los existentes
como los novedosos, necesitaban un esbozo pleno que con un desarrollo episódico ad­
quiriría una forma definitiva: el argumento general, ejemplificado en el mito de Ifigenia
(o Ifigenea), podría admitir algunas variaciones en consonancia con la elección del autor;
y, por último, no debía confundirse el argumento, ejemplificado en su esencia en el
caso simple de la Odisea, con el desarrollo episódico, extenso para la épica, breve para
la tragedia. En otra se añadía (Po. 18.1456al0-19): χρή δέ, δπερ εΐρηται πολλάκις,
μεμνήσθαι καί μή ποιεΐν έποποιικόν σύστημα τραγωδίαν -έποποιικόν δέ λέγω τό
πολύμυθον- οΐον εΐ τ ις τον τή ς Ίλιάδος δλον ποιοι μύθον, έκεΐ μέν γάρ διά τό
μήκος λαμβάνει τά μέρη τό πρέπον μέγεθος, έν δέ τόίς δράμασι πολύ παρά τήν
ύπόληφιν άποβαίνει. σημεΐον δέ, δσοι πέρσιν Ίλίου δλην έποίησαν καί μή κατά
μέρος ώσπερ Εύριπίδης, <ή> Νιόβην καί μή ώσπερ Αισχύλος, ή έκπίπτουσιν ή
κακώς άγωνί£ονται, έπεί καί Ά γάθω ν έξέπεσεν έν τούτω μόνω. Es decir, la tra­
gedia no debía estar constituida por un asunto épico global (έποποιικόν σύστημα), en
definitiva, por la multitud de argumentos posibles (έποποιικόν δε λέγω τό πολύμυθον)
que formaba el mito global (δλος μύθος), como sucedía en el caso de la Iliada, sino por
partes (κατά μέρος); así, aquéllos que intentaron dramatizar toda la Iliada fracasaron,
como hiciera Agatón, pero aquéllos que la abordaron parcialmente tuvieron éxito, como
hiciera Eurípides, como sucedía en el drama Niobe y como adelantara Esquilo; y, no
obstante, habría de hacerse una observación pertinente en relación con los contenidos
de la Iliada y de la Odisea y sus repercusiones dramáticas: en el caso aristotélico de
la Odisea, habría de entenderse por tal tanto la leyenda del regreso de Odiseo como
su plasmación homérica, a saber, el poema de la Odisea, acentuándose el argumento
general y no los episodios particulares que lo constituían, si bien serían ambas coin­
cidentes, y en el caso aristotélico de la Iliada, habría de entenderse por tal o bien la
leyenda de Ilion, a saber, la Guerra de Troya, destinada por su amplitud al fracaso,
puesto que ni Homero llegó a abordarla en su integridad, o bien su plasmación homérica,
a saber, el poema de la Iliada, acentuándose los múltiples episodios particulares que
lo constituían y no el argumento general. Y en otra se concluía (Po. 24.1460a26-b2):
προαιρεΐσθαί τε δει αδύνατα είκότα μάλλον ή δυνατά απίθανα· τούς τε λόγους
μή συνίστασθαι έκ μερών αλόγων, άλλα μάλιστα μεν μηδέν εχειν άλογον, εί δε
μη, έξω τού μυθεύματος, ώσπερ Οίδίπους τό μή είδέναι πώς ό Λάιος άπέθανεν,
άλλα μή έν τω δράματι, ώσπερ έν Ήλεκτρα οι τά Πύθια άπαγγελλοντες ή έν
Μυσοΐς ό άφωνος έκ Τ εγέας εις τήν Μυσίαν ήκων. ώστε τό λέγειν δτι άνήρητο
αν ό μύθος, γελόίον έξ άρχής γάρ ού δει συνίστασθαι τοιούτους· αν δέ θή κα'ι
φαίνηται εύλογωτέρως ένδέχεσθαι, και άτοπον, έπεί και τά έν ’Οδύσσεια άλογα,
τά περ'ι τήν εκθεσιν, ως ούκ αν ήν άνεκτά δήλον άν γένοιτο, εί αύτά φαύλος
ποιητής ποιήσειε· νύν δέ τοίς άλλοις άγαθοΐς ό ποιητής άφανί£ει ήδύνων τό
άτοπον. Es decir, en la composición de los argumentos correctos debían excluirse los
elementos irracionales, carentes de toda lógica, como eran los casos del propio Edipo
en Edipo rey de Sófocles, porque, tras muchos años de reinado en Tebas, desconocía las
circunstancias extraordinarias de la muerte inexplicable del rey Layo, del Pedagogo en
Electra de Sófocles, porque, actuando de mensajero, le contaba a Clitemestra anacró­
nicamente la muerte de su hijo Orestes en los Juegos Píticos, cuando ni siquiera éstos
se habían establecido, y de Télefo en los Misos de Esquilo, porque, como un personaje
mudo, llegaba, sin más, de Tégea a Misia; y, si no se produjera dicha exclusión, como
era el caso poco creíble de la exposición de Odiseo en la playa por los feacios en la
Odisea (cf. 13.116-125), habría de hacerse con la suficiente altura literaria. En suma,
los conceptos de μύθος, con la variante ocasional de μύθευμα, y de λόγος se aunaban
en una conjunción dramática perfecta hasta el punto de que sus límites buscados,
finalmente, parecían diluirse en cierta medida.

14. Por su parte, también abundando, como un punto de partida necesario, en


las diferencias evidentes entre la tragedia y la comedia, el comediógrafo Antífanes
(siglo IV a.C.), autor fecundo y contemporáneo del Estagirita, insistía así en unos
versos esclarecedores y no muy valorados, centrados en la definición final de la come­
dia, que, posiblemente, formarían parte del prólogo didáctico de su Poesía (Ποίησις)
(PCG 189 [= Jr. 191 Kock]), transmitidos por Ateneo de Náucratis (cf. 6, p. 222a):
<...> μακάριόν έστιν ή τραγωδία / ποίημα κατά π ά ν τ ’, ε’ί γε πρώτον οί λόγοι
/ ύπό τών θεατών είσιν έγνωρισμένοι, / πριν καί τ ι ν ’ ε ίπ ε ίν ώσθ’ ύπομνήσαι
μόνον / δεί τον ποιητήν. Οίδίπουν γάρ <άν γε> φώ / τά δ ’ άλλα π ά ντ’ ϊσ α σ ιν
ό πατήρ Λάιος, / μήτηρ Ίοκάστη, θυγατέρες, παΐδες τίνες, / τί πείσεθ’ οΰτος,
τί πεποίηκεν. άν πάλιν / ε’ίπη τ ις Άλκμαίωνα, κα'ι τά παιδία / π ά ν τ ’ εύθύς
ε’ί ρ η χ’, ότι μανε'ις άπέκτονε / τήν μητέρ’, άγανακτών δ ’ "Αδραστος εύθέως /
ήξει πάλιν τ ’ άπεισι <...> / <επει>θ’ όταν μηθέν δύνωντ’ είπείν έτι, / κομιδή
δ ’ άπειρήκωσιν έν τοΐς δράμασιν, / αϊρουσιν ώσπερ δάκτυλον τήν μηχανήν, / καί
τοΐς θεωμένοισιν άποχρώντως έχει. / ήμΐν δε τα ύ τ’ ούκ έστιν, άλλα πάντα δεί
/ εύρείν, ονόματα καινά, <...> / <...> κάπειτα τά διωκημένα / πρότερον, τά νύν
παρόντα, τήν καταστροφήν, / τήν εισβολήν, άν έν τι τούτων παραλίπη / Χρέμης
τ ις ή Φείδων τις, έκσυρίττεται- / Πηλεΐ δέ τα ύ τ’ έξεστι καί Τεύκρω ποιεΐν. Para
dicho escritor cómico la diferencia genérica fundamental estribaba tanto en el hecho
de que los argumentos de las tragedias (οί λόγοι) y los personajes de las mismas eran
conocidos previamente por el público por derivarse del cúmulo mitológico -eran los
casos esperados de Edipo, el hijo del rey Layo y Yocasta, su familia y su leyenda y
de Alcmeón, hijo del adivino Anfiarao y Erifile, su locura y su leyenda-, por lo de­
más, de gran aceptación -de cualquier manera, también podía añadirse algún efecto
técnico final como la llamada “máquina”- como en el hecho de que los argumentos
de las comedias y los personajes de las mismas eran completamente nuevos -eran las
vicisitudes inesperadas de un tal Cremes o de un tal Fidón, personajes aristofánicos,
cuyas circunstancias previas merecían unas explicaciones pertinentes para evitar el
malestar del público, innecesarias cuando se trataba de los míticos Peleo y Teucro-
Y de este fragmento aleccionador se desprendían las diferencias numerosas entre una
manifestación trágica, más fácil, y una manifestación cómica, más difícil, sobre todo,
cuando con una distribución de los contenidos tal se creaba una distinción genérica
precisa. No obstante, se ha criticado en exceso la reflexión de Antífanes por incompleta
y superficial, sobre todo, cuando lo único que se pretendía era, en el marco de una
comedia concreta -y, por tanto, ignorándose, como sucedía tantas veces, la intención
y el contexto del pasaje-, ofrecer unos rasgos distintivos básicos y, en nuestra opinión,
imprescindibles. Si se quiere, más que profundizar en unas características de ambas
manifestaciones dramáticas, posiblemente, más superficiales de lo aceptado, podría
señalarse que, atendiendo a lo esencial, asuntos de distintos tenores quedaron fuera del
esbozo de definición, si se quiere, un tanto rígido: en lo que se refería a la tragedia,
quedaron fuera las tragedias de asunto histórico y las tragedias de asunto inventado,
cultivadas por dramaturgos contemporáneos de Antífanes, y, en lo que se refería a la
comedia, quedaron fuera las comedias míticas iniciales, que tenían algunos puntos co­
munes con los dramas satíricos, propias de la Comedia Antigua, las comedias míticas de
la Comedia Media, cultivadas entre otros por el propio poeta cómico, y las posteriores
parodias míticas de la Comedia Nueva. Pero éstas eran las excepciones genéricas, si
bien, en ellas se advertían unos procedimientos literarios como la conversión mítica
de un contenido ajeno, como era el caso de la tragedia histórica, como la recreación
mítica de contenidos novedosos y como el tratamiento cómico de retazos míticos.

15. En definitiva, la mitología, entendida sencillamente como un conjunto de


mitos, venía conformada por unas características complejas y generales, si se quiere,
al margen de la literatura, plasmándose sólo posteriormente en las distintas mani­
festaciones literarias, entre las que, por cierto, la mitografía no era sino una más y,
quizás, ni la más popular ni la más representativa; pero habría de insistirse en que en
el fondo un mito era un relato más o menos estructurado, del que, sin duda, podrían
extraerse unas consecuencias relevantes para los hombres y para los pueblos. Si tras
el mito transmitido se escondían sombras de realidad, volviéndose entonces por ese
cierto anclaje histórico saga, o no, era en muchas ocasiones una cuestión, al menos,
discutible. No obstante, resultaba bastante difícil muchas veces separar hasta qué punto
los textos literarios se apoyaban en la mitología o la mitología se apoyaba sorpren­
dentemente en los textos literarios. En la concepción mítica de la tragedia, es decir,
en lo que atañía a los distintos asuntos mitológicos que le daban forma, habrían de
señalarse como puntos primordiales y básicos, unas veces, el respeto riguroso por la
tradición mítica y, otras veces, las innovaciones míticas. Los dramaturgos imprimían
su sello literario personal en el mundo mítico transmitido, que, normalmente, se ceñía
a las versiones tradicionales con unas historias prácticamente idénticas a las historias
recogidas por la poesía épica, el Ciclo épico y la poesía lírica, sin dejar de lado a los
prosistas como Heródoto y Éforo, y plasmadas posteriormente en unas obras globales
como la Biblioteca de Apolodoro, pero con alguna frecuencia su labor artística se
movía entre la búsqueda de versiones extrañas y la invención de variantes míticas,
como lo habían hecho con acierto algunos poetas anteriores. Sin embargo, todos ellos
se apegaban al mito transmitido con mayor o menor fidelidad: así, el mito era recono­
cido suficientemente a pesar de los cambios añadidos. Y de la presencia determinante
de los mitos en las tragedias daban testimonios seguros la enumeración simple de
las numerosas piezas teatrales y, en todo caso, la abundancia misma de dramaturgos,
cuya labor creativa se desarrolló de una manera incesante entre los siglos VI a.C. y
V d.C., si bien la producción trágica de mayor relevancia abarcó un período extenso
entre los siglos VI y II a.C., alcanzándose, sin duda, en los siglos V y IV a.C. unos
momentos de esplendor difícilmente parangonables. Por lo demás, fueron todos ellos
dramaturgos señeros, si bien en algunos casos los restos trágicos conservados eran no
sólo deficientes sino también escasos, factores éstos que han quebrado en no pocas
ocasiones un cierto consenso filológico implícito sobre sus circunstancias personales,
con unos cambios aparentemente drásticos sobre sus dataciones, en nuestra opinión,
muchas veces innecesarios, sobre todo, cuando en el fondo las propuestas concluían
prácticamente en un mismo punto disfrazado de solución novedosa, y con la crítica
feroz y discutible sobre las autorías de distintas piezas dramáticas frente a los datos
venerables de las fuentes antiguas.

16. El origen de la tragedia y sus primeros esbozos genéricos siguen todavía so­
metidos a unas discusiones en no pocas ocasiones innecesarias. Por un lado, atendiendo
a la literatura, la antropología y la mitología, la tragedia (τραγωδία) tenía su principio
mismo en Dioniso; si se quiere, surgió del entusiasmo festivo de los ritos dionisíacos,
con la presencia de un coro de ciudadanos disfrazados de sátiros, que eran conocidos
como “machos cabríos” (τράγοι), que formaban parte del cortejo del dios (κώμος)
-y, en esta línea, más discutibles serían sus lazos con la comedia (κωμωδία), también
llamada, con un juego verbal implícito posterior, “trigedia” (τρυγωδία), ya por el vino
nuevo que los actores cómicos recibían como salario, ya por la coincidencia de las
representaciones con la época de la vendimia, ya por el poso del vino con el que, en
los primeros tiempos, los actores se embadurnaban la cara, acepciones todas ellas del
término aplicado al mosto (τρύξ)-, que ejecutaban un ditirambo (διθύραμβος), es decir,
una composición primaria vinculada con el culto dionisíaco, cuyo nombre podría derivar
de la consideración de “doble puerta” (δίθυρος) que suponía el doble nacimiento de
Dioniso, ya de Sémele, ya del muslo de Zeus, o bien de la “doble entrada” de la cueva
de Nisa, lugar de crianza del dios. No obstante, también se encontraba, sin más, en
el origen mismo del nombre de tragedia el premio (αθλον) otorgado a los vencedores
de los certámenes, que no era otro que un macho cabrío (τράγος), según contaba el
Mármol Parió en relación con el pionero Tespis (FGrHist. 239A43: άφ’ οΰ θ έσ π ις ό
ποιητής [ύπεκρίνα]το πρώτος, δς έδίδαξε δραμ[α έν α]στει, [καί αθλον έ]τέθη ό
[τ]ράγος, ...): y, al parecer, aunque sería algo bastante discutible, lo habitual no sería
sino la inmolación del macho cabrío en las fiestas dionisíacas. Pero también habría
de advertirse su posible vinculación con un rito de paso de los jóvenes griegos, por el
que los efebos entraban en la edad adulta, asociado con el mito fronterizo de Melanto
y Juto: durante el conflicto de los atenienses y los beocios por la ciudad de Énoe (o
de alguna otra ciudad vecina), se decidió dirimir la disputa mediante un combate sin­
gular entre Timetes, rey de Atenas y descendiente del rey mítico Teseo, y Janto, rey
de Tebas; al rehusar Timetes la lucha, decidió entregarle el trono de la ciudad a aquél
que venciera a Janto; Melanto, un héroe expulsado de Pilos a la llegada de los Hera­
clidas, asentado en la región del Ática y bien considerado entre los suyos, aceptó tal
propuesta; comenzada la lucha, Melanto vio -o, quizás, fingió ver- a un hombre im­
berbe con una piel de cabra -es decir, una égida- de color negro sobre sus hombros;
ya reprendido por Melanto por contar con una ayuda extraordinaria, ya sorprendido
por una presencia tan inesperada, Janto se volvió, apartando la vista de su oponente
un instante, lo que aprovechó Melanto para darle muerte con la lanza, obteniendo así
el triunfo y el trono de Atenas; mediante una cristalización mítica absoluta, con el
posible engaño (άπατη) de Melanto se vincularían etimológicamente las Apaturias
-fiestas de reconocimiento de los recién nacidos y símbolo expreso del paso de la
juventud-, se convertiría esta leyenda en uno de los relatos asumidos como propios
por los jóvenes efebos áticos, se procedería a la identificación de aquel hombre enig­
mático con Dioniso Melanégide -en un principio, era Dioniso un dios extraño a tal
leyenda causal- y, finalmente, las Apaturias acabarían compartiendo con las Grandes
Dionisias los cantos de los efebos, con la presencia de unos jóvenes que se caracte­
rizaban, más que por sacrificar machos cabríos, por cantar con voces roncas -como
de machos cabríos- (τραγί£ειν), propias de la nueva edad de la pubertad (también,
τράγος); y de ahí surgirían la celebración de los certámenes juveniles y la ejecución
de los antiguos ditirambos. Y, por otro lado, atendiendo a la literatura y la historia, en
Sición, en los albores del siglo VI a.C., se produjo por el estallido de las hostilidades
entre Sición y su vecina Argos el declive de la celebración religiosa del héroe argivo
Adrasto, luchador en Tebas, cuyos cultos, sacrificios rituales y honores hasta entonces
vigentes le fueron asignados al héroe tebano Melanipo y cuyos coros trágicos, no
obstante, pasaron a honrar a Dioniso por el impulso decidido del tirano Clístenes de
Sición (c. 600-570 a.C.), el abuelo materno y el precursor político del jefe y caudillo
Clístenes de Atenas (c. 525-505 a.C.), según apuntara con cierta agudeza Heródoto
(cf. Hist. 5.67). En consecuencia, el nuevo dios se convirtió en el centro religioso y
ritual capaz de conformar el género de la tragedia griega antigua: en el fondo era lo
que subyacía en la anécdota curiosa, casi hesiódica, de Pausanias (cf. 1.21.2), referida a
un joven Esquilo, por la que, cuando dormía en el campo guardando las viñas paternas,
se le habría aparecido el dios Dioniso, encargándole la composición de una tragedia,
tarea ésta que, al día siguiente, llevó a cabo con facilidad. Sólo así podría explicarse
la figura primeriza de Epígenes de Sición a la luz de las reformas del viejo Clístenes,
sobre todo, una vez que en Atenas se organizaron las fiestas señeras de las Grandes
Dionisias (o Dionisias Urbanas) y tuvo lugar el primer certamen de tragedias con la
victoria de Tespis (c. 533 a.C.) -vendrían algo más tarde la introducción de los dramas
satíricos debida a Prátinas (c. 520 a.C.) y la presentación de las comedias con la victoria
del oscuro Quiónides (c. 486 a.C.), mientras que, quizás, el mimo y la farsa burlesca,
de dataciones un tanto inseguras, no mostraron el mismo rango social y literario- du­
rante la tiranía reformista de Pisistrato (c. 560-527 a.C.) -asunto éste hoy debatido,
con un intento de alteración cronológica, si se quiere, discutible pero sugerente, que
vincularía los primeros pasos de la tragedia no ya con el período tiránico en cuestión
sino con el período democrático inmediatamente posterior-, que también dejaría su
impronta clara en las Grandes Panateneas, con las lecturas públicas de la Ilíada y de
la Odisea, circunstancias éstas que, tras el establecimiento firme de la democracia por
el reformista Clístenes (508 a.C) junto con la estrecha vinculación de la tragedia y el
devenir político, culminarían con la reorganización definitiva de las fiestas referidas
y con la fijación en piedra de las listas oficiales, es decir, con la elaboración de las
listas oficiales epigráficas, de los certámenes de dramas y de ditirambos (501 a.C.),
las llamadas Didascalias trágicas, en suma, las direcciones de puestas en escena de
las tragedias, una de las fuentes básicas sobre dicha cuestión junto con los Catálogos
de trágicos y de tragedias.

17. A pesar del tradicional origen dionisíaco del teatro griego y habida cuenta
de la importancia de Dioniso en la plasmación del drama (δράμα) -en los primeros
tiempos, como quedó expuesto, unido estrechamente tanto a su propio culto natural
en la calidad de ενιαυτός δαίμων y a su celebración inmediata por un κώμος devoto,
como a las fiestas de las Grandes Dionisias y de las Leneas, en las que se les otorgaba
un premio (αθλον) a los vencedores, y vinculado literariamente, en muchos aspectos,
con el ditirambo (διθύραμβος), el género poético dionisíaco por excelencia, al cabo, no
exento de alguna renovación-, fueron palpables la ausencia progresiva de Dioniso en
los dramas y la escasez evidente de las tragedias referidas a los avatares de Dioniso,
si bien su presencia mítica quedaba algo más patente en el drama satírico, con la pre­
sencia característica e inevitable de Sileno y el coro de los Sátiros, a veces, también
llamados los Silenos, sin obviarse que, en algunas ocasiones, incluso el drama satírico
podría ser reemplazado por una pieza de tono satírico, como fue el caso notable de
Alcestis de Eurípides, aunque, a tenor de los títulos conservados, no fuera el asunto
dionisíaco relegado, sin más, por otros trágicos, con un número respetable de piezas
dedicadas al mismo Dioniso y sus circunstancias, a sus rivales Licurgo y Penteo y
también a las Bacantes (o las Bacas). La ausencia palmaria de los mitos de Dioniso,
luego condensada con precisión por Zenobio en el adagio ούδέν προς τον Διόνυσον
(cf. Paroemiographi, p. 137 [16-18] Leutsch-Schneidewin; cf. etiam Suid. γ 579), ven­
dría dada por unas razones diversas que en su conjunto propiciarían tal fenómeno: por
un lado, el intento de alejarse de la concepción religiosa y del ritual orgiástico propios
de la festividad dionisíaca, dando con ello entrada a unos argumentos más diversos; por
otro lado, la influencia argumentai del nuevo ditirambo, una vez propuesta, como quedó
señalada, la relación siempre apuntada del ditirambo y de la tragedia; y, por otro lado,
la necesidad clara de una mayor cantidad de argumentos nuevos y plenos de matices,
una vez asumida la evidencia de que las leyendas dionisíacas no eran demasiadas para
alentar por sí solas la demanda de las distintas piezas teatrales.

18. El compendio mitológico usado y desarrollado en los dramas griegos era, en


definitiva, denso y variado. En la tragedia (τραγωδία, es decir, tragoedia y también
fabula y, si se quiere, fabula tragica) se abordaban los viejos mitos encuadrados,
principalmente, en los Ciclos argonáutico, troyano, argivo, tebano, tesalio y ático y en
los cultos fundamentales de Adrasto, de Dioniso y de Heracles, que con anterioridad
fraguaron literariamente en la poesía épica arcaica de los siglos VIII, VII y VI a.C. y
que también mantuvieron una cierta vigencia en otras manifestaciones literarias. Así,
desde Epígenes de Sición, Tespis de Icaria y Quérilo de Atenas (siglo VI a.C.), siguiendo
con Frínico de Atenas y Prátinas de Fliunte (siglos VI-V a.C.), pasando por Esquilo de
Eleusis, Sófocles de Colono Hípico y Eurípides de Salamina (siglo V a.C.) y también
por Euforión de Eleusis, Aristarco de Tégea, Neofron de Sición, Ión de Quíos, Aqueo
de Eretria, Iofonte de Atenas, Agatón de Atenas y Critias de Atenas (siglo V a.C.),
y llegando hasta Antifonte, de patria desconocida, Astidamante el Joven de Atenas,
Cárcino el Joven de Tórico, Queremon, de patria desconocida, Teodectes (o Teodectas)
de Fasélide, Dionisio I el Viejo de Siracusa, Timocles, de patria desconocida, Diógenes
de Sinope, Pitón de Cátane (o de Bizancio) y Sosífanes de Siracusa (siglo IV a.C.),
pasando otra vez por Mosquión de Atenas (siglo III a.C.) y, más tarde, llegando, al fin,
hasta Sosíteo de Alejandría de la Tróade, Licofron de Cálcide de Eubea y Alejandro
de Pleurón de Etolia (siglo III a.C.), se abordaban una y otra vez los mismos asuntos
míticos, si se quiere, con distintos matices. Centrando la atención en los trágicos más
conocidos, del mundo legendario transmitido destacaron, sobre todo, los mitos que gi­
raban en torno a dos grandes sagas griegas, los Atridas y los Labdácidas. Las historias
de Atreo y, sobre todo, de sus dos hijos Agamenón y Menelao, serían fundamentales:
por un lado, los acontecimientos previos a la expedición de Troya, con el inflexible
Agamenón, la dolida esposa y madre Clitemnestra -en los dramas siempre llamada
Clitemestra, con una posible explicación etiológica en la que sobre la condición de
pretendida primaba, en el sentido más pleno de la expresión, el carácter vengativo de su
personalidad- y el sacrificio de Ifigenia, y los acontecimientos posteriores a la misma,
con el regreso y la muerte del soberano, el comportamiento criminal de su esposa,
la usurpación del poder por parte de Egisto y la venganza final de Electra y Orestes,
y, por otro lado, el regreso de Menelao y su encuentro con Hélena y la intervención
poco airosa en el conflicto provocado por los hechos de los hijos de Agamenón; y, en
suma, se volverían los argumentos de la Orestea, es decir, Agamenón, las Coéforas y
las Euménides junto con Proteo, de Esquilo, Electra de Sófocles y Orestes, Electra,
Ifigenia en Aulide e Ifigenia entre los Tauros y, finalmente, Hélena de Eurípides; una
pieza más de esta saga de los Atridas sería la tragedia perdida Tiestes de Eurípides.
Y también era básica la historia de Layo, de su hijo Edipo y de su descendencia:
la muerte de Layo, hijo de Lábdaco, a manos de su hijo Edipo, la soledad regia de
Yocasta, el acierto enigmático de Edipo y la boda con su madre, su final catastrófico,
la historia de Etéocles y Polinices y el drama de Antigona; y serían los argumentos
de los Siete contra Tebas de Esquilo, de Edipo rey, Edipo en Colono y Antigona de
Sófocles y del perdido Edipo y las Fenicias de Eurípides. Pero también había unos
datos sorprendentes como la ausencia de algunos asuntos señeros mitológicos: entre
otros, era el caso de la historia de Aquiles, una de las más inclinadas a la tragedia,
apenas apuntada en las obras de los grandes autores trágicos, que la abordaron sólo
como un motivo secundario, con la excepción discutible de Sófocles, que le dedicó los
Amantes de Aquiles, en la que no se apuntaba precisamente su vertiente más heroica;
sin embargo, fue un argumento mitológico de primer orden para otros autores trágicos
como Aristarco, Iofonte, Astidamante el Joven, Cárcino el Joven, Queremon, Cleofonte,
Eváreto y Diógenes de Sinope, lo que, sin duda, señalaría, de algún modo, la necesidad
de los distintos autores de tragedias de apartarse un tanto de la producción dramática
de las figuras más representativas de la escena griega. En esencia, eran los asuntos
primordiales que provenían de la poesía épica homérica, tanto de la Riada como de
la Odisea, consideradas como punto de partida, quizás, excesivo, de la tragedia, al
igual que Margites habría de serlo de la comedia, y del Ciclo épico, especialmente,
de la vieja Tebaida. Por último, más que abordar el ditirambo, a pesar de sus puntos
de unión, desde el ditirambo tradicional de Aríon de Metimna, Laso de Hermione y
Prátinas de Fliunte (siglos YI-V a.C.), pasando por las aportaciones de Simónides de
Ceos, Pindaro de Tebas y Baquílides de Ceos (siglo Y a.C.), hasta llegar al nuevo
ditirambo de Melanípides de Melos, Filóxeno de Citera, Timoteo de Mileto y Telestes
de Selinunte (siglos IV-III a.C.), haciendo un hincapié especial en aquellas compo­
siciones de apariencia dramática como los Jóvenes o Teseo de Baquílides (oda 18) y
el Cíclope o Galatea de Filóxeno (PMG 815-824) y de contenidos dramáticos como
los Persas de Timoteo (PMG 788-791), sería más esclarecedor y didáctico retomar al
tiempo el drama satírico, acompañante imprescindible de las tragedias y ambos con
lazos comunes. Y es que el drama satírico (σατυρικόν δράμα, es decir, drama satyricum
y también fabula satyrica) abrigaba un contenido mitológico más que considerable,
llegando a plantearse unas dudas enormes sobre la adjudicación genérica de muchas
piezas dramáticas conservadas fragmentariamente, lo que sucedía de igual manera desde
Prátinas (siglos VI-V a.C.), pasando por Esquilo, Sófocles y Eurípides (siglo V a.C.),
hasta Critias, Pitón, Sosíteo y Licofron (siglos V-III a.C.).

19. En las obras propias de la dramaturgia griega de todas las épocas se advertían
los tratamientos arguméntales de múltiples asuntos mitológicos, cuya abundancia en­
contraba su parangón más inmediato en el uso mitológico ofrecido en la poesía épica
arcaica, es decir, en el llamado Ciclo épico. Y fue tanta la importancia del tratamiento
trágico del mito antiguo que, cuando distintos mitógrafos posteriores, como fue el
caso ejemplar de Apolodoro -o el autor de la Biblioteca mitológica-, redactaron sus
compendios didácticos, se sirvieron de las tragedias, sobre todo, las fundamentales,
como unas fuentes inexcusables de sus manuales, si se quiere, a la misma altura de las
versiones épicas más relevantes. No obstante, si se observara con un cierto detalle la
lista de las obras trágicas, se llegaría a la conclusión llamativa de que no se agotaron
las posibilidades mitológicas desde el punto de vista del contenido, por quedar mu­
chos mitos, sobre todo, los menos conocidos, los extraños y los locales, fuera del uso
común. Resultaba curioso apreciar cómo se producía, y ello era una seña de identidad
más, una repetición incesante de los mismos temas en los distintos autores. Mucho se
ha discutido sobre dicha repetición agotadora, casi compulsiva, con la intención loable
de marcar diferencias entre los tratamientos míticos de los distintos autores. Quizás, la
solución más coherente podría apuntar a la introducción de diferencias de distinto tenor,
desde la presentación de elementos míticos novedosos hasta la variada presentación
psicológica de los personajes, sin obviarse, como era lógico, las diferencias estilísti­
cas. Y para el establecimiento de algún tipo de diferencias entre las obras se usaron
mecanismos obvios como la introducción de un cambio argumentai novedoso y como
la inclusión de versiones un tanto extrañas. Pero otros mecanismos poco señalados
fueron más sutiles. Uno de ello fue la acentuación distinta del papel de los personajes
míticos, es decir, o bien la acentuación del papel del protagonista - y de ahí los títulos
de obras con nombres propios en singular- por razones obvias, o bien la acentuación
del conjunto de participantes -y de ahí los títulos de obras con nombres genéricos en
plural-, más que por el papel predominante de las partes corales desde el punto de vista
técnico, por la importancia del conjunto humano desde el punto de vista de la historia
mítica en cuestión. Otro, también sutil, fue la inclusión de pequeños anacronismos que
actualizaran el argumento y lo anclaran a un momento social y político concreto, como
hiciera Esquilo en Agamenón, cuando, precisamente, el rey Agamenón hablaba, sin
ambages y con precisión, de urnas y de una asamblea. Otro fue el uso de los dioses,
de los héroes y, en suma, de los personajes que pronunciaban los prólogos expositivos
de muchas obras, así como de las figuras de heraldos y mensajeros, que adecuaban el
relato mítico previo al contenido dramático según las circunstancias, porque no habría
de soslayarse que el teatro griego, especialmente, la tragedia, era un teatro de palabras,
en suma, de textos, más que de posibles efectos escénicos más o menos logrados, sin
que por ello éstos fueran en absoluto desdeñables, sobre todo, para su época. Y, en
la misma línea, era igualmente interesante la presencia resolutiva y final del deus ex
machina (θεός άττό τής· μηχανής): se trataba de un personaje singular (un dios, una
diosa e incluso una pareja de dioses, si bien en el caso de la Medea euripidea era la
propia protagonista Medea la que desempeñaba una función similar montada en un
carro aparatoso), caracterizado por su peculiaridad escénica y dotado de la posibilidad
de intervenir en el desarrollo dramático, provocando un desenlace más o menos rápido
de la acción, sin obviarse que tal condición conllevaba incluso un cambio en el propio
mito elegido. Sin embargo -y curiosamente es un dato que hoy parece un tanto aban­
donado, en nuestra opinión, sin fundamentos razonables, posiblemente, por un prurito
crítico excesivo-, no debería descartarse por completo en algunos casos concretos la
repetición, sin más, del argumento, sin elementos novedosos ni quiebros arguméntales,
a la sombra de las huellas inspiradas de los grandes trágicos. Quizás, el hecho de que
Aristóteles aludiera de manera continua a unos datos escasamente míticos apuntaría
más bien a que los argumentos trágicos no presentarían una variación excesiva, con
una estabilidad de contenidos más que considerable. Y que el peso de los viejos
maestros en todo el teatro posterior, como puntos de referencia y de comparación, fue
tan decisivo que, como quedó indicado, volvieron a representarse las viejas tragedias
(αί παλαιαι τραγωδίαι.), compartiendo el espectáculo teatral con las nuevas tragedias
(αί νέαι τραγωδίαι o bien αί καιναί τραγωδίαι, si es que ambos giros descriptivos
encubrieron un mismo fenómeno), avanzado ya el siglo IV a.C. (c. 431/430 a.C.). Por
tanto, cabría señalar que en muchos casos los tratamientos míticos y arguméntales
debieron diferir de alguna manera determinada, pero en otros casos, quizás, las dife­
rencias, si en realidad existieron, fueron prácticamente nulas. La repetición constante
de los asuntos podría implicar agostamiento y cansancio; y es bastante factible que
algo así sucediera, sobre todo, cuando había un público directo y expectante y las
obras no eran un mero producto literario sin deseos reales de representación escénica;
además, también es posible que la repetición incesante propiciara la desaparición de
las obras de un menor rango, circunstancia ésta que podría explicar, si se quiere, sólo
parcialmente, el olvido de otros muchos dramas, sobre todo, de temas coincidentes,
al igual que pudo ocurrir con muchos poemas épicos antiguos, especialmente, cuando
los poemas épicos de otras épocas se convirtieron en el punto inmediato de referen­
cia. Pero no cabría excluir que las dosis de originalidad, al menos, desde el punto de
vista del contenido, fueran menos altas de lo esperado, como podría deducirse de todo
este tipo de razonamientos llevados al límite. En consecuencia, hubo un uso claro y
evidente del material mitológico antiguo y, en algunos momentos, unas dosis precisas
de originalidad, pero sin soslayarse que la pretendida innovación, si es que no sonaba
todo ello un tanto superfluo en algunas ocasiones, podía llegar, en el caso de produ­
cirse, no sólo a los argumentos de las piezas, sino a las actitudes vitales, filosóficas,
religiosas y morales de las distintas épocas. Tampoco parece extraño que una de las
posibles innovaciones finales fuera un cierto acercamiento a una tragedia de costumbres
en perfecto parangón con la Comedia Nueva. Y con todo ello se elaboró la tragedia
griega durante el período extenso de vigencia.

20. Desde el punto de vista de los argumentos, Esquilo (o Esquilo), nacido


en el demo ateniense de Eleusis y muerto en la ciudad siciliana de Gela (525/524-
456/455 a.C.), con sus tragedias brillantes y rotundas, siguió con bastante fidelidad
las versiones mitológicas antiguas, resaltando, no obstante, los momentos y las cir­
cunstancias que se adecuaban, en mayor medida, a sus propios intereses dramáticos y
optando, si la ocasión lo requería, por la introducción de unos cambios más o menos
significativos en el desarrollo mismo de las obras. Pero en las obras de Esquilo, como
mostraban las siete piezas conservadas más algunos fragmentos sustanciosos, todavía
se advertía el tono de la tragedia primigenia, con una hilazón argumentai firme más
o menos espesa, salvo algunas excepciones contadas, y exenta de unos quiebros ex­
cesivos.

20.1. La tetralogía de los Persas no mostraba, al parecer, una relación argumentai


clara y precisa entre las distintas piezas que la integraban; y podría discutirse casi todo
en lo que atañía a su concepción unitaria: la primera de ellas versaba sobre el viejo
Fineo, adivino ciego castigado por las Harpías sin alimentos hasta la llegada salvadora de
Jasón y los Argonautas, la segunda abordaba la muerte del rey Glauco por sus propios
caballos antropófagos y la tercera contaba la terrible derrota persa ante los griegos en
Salamina, mientras que el drama satírico presentaba a Prometeo, encendiendo el fuego
ante el asombro general de los Sátiros. En los Persas (Πέρσαι), la tercera pieza de la
trilogía y la única conservada, representada tanto en Atenas como en Siracusa, el mundo
mitológico tradicional quedaba relegado por tratarse de un asunto plenamente histórico
y de importancia crucial para los griegos, con un comienzo famoso cantado por el viejo
corifeo y el coro de ancianos de Persia sobre los llamados Fieles (τά Πιστά) y sus
acciones (vv. 1-158) y con una presentación fantasmagórica y, al tiempo, inquisitiva
del rey Darío (vv. 681-693). En la ciudad persa de Susa, ante el palacio real y junto
a la tumba del rey Darío, por la preocupación angustiosa del viejo coro de consejeros
persas, llegaba la reina Atosa, viuda del referido Darío y madre de Jerjes, contando
un sueño premonitorio, en el que se aparecía su propio hijo, con su intento de uncir
a su carro a dos mujeres bien vestidas, una de ellas persa, favorable a sus deseos, y
la otra doria, que acabó rompiendo el yugo y derribando al joven rey en presencia de
su padre difunto; y, una vez conocida la derrota persa, se producía la aparición de la
sombra de Darío, que aconsejaba moderación, seguida, finalmente, de la entrada en
escena del derrotado Jerjes. Y la presentación de los vencidos, llena de un patetismo
aleccionador, se volvía un espejo posible del mismo mundo griego. La tetralogía co­
nocida como la Edipodea abordaba en su integridad la saga de la familia tebana de
los Labdácidas, desde los tiempos del rey Layo y su asesinato inevitable a manos de
su hijo Edipo hasta la lucha de los epígonos Etéocles y Polinices y la intervención de
Antigona, junto con una variación satírica sobre el asunto de Edipo y la Esfinge. En
los Siete contra Tebas ("Ετττ’ έπι Θήβας), la tercera pieza de la trilogía y la única
conservada, se ofrecía la versión tradicional y de mayor fama del intento de asalto
de la ciudad de Tebas y de la lucha fratricida, con unas palabras iniciales de alerta
pronunciadas por el rey Etéocles (vv. 1-38). En la acrópolis de Tebas Etéocles ansiaba
noticias de los acontecimientos, luego expuestos por un mensajero. Iba a producirse
la lucha de los ejércitos de Etéocles, rey de Tebas, verdadero protagonista de la pieza
por la aceptación final de su destino, y de su hermano Polinices, aspirante al trono de
la ciudad y, por entonces, exiliado, con una disposición meditada de la defensa de las
siete puertas tebanas, descrita de una manera exhaustiva (los jefes argivos eran Tideo,
Capaneo, Etéoclo, Hipomedonte, Partenopeo, Anfiarao y Polinices, los jefes tebanos
oponentes eran Melanipo, Polifantes, Megareo, Hiperbio, Actor, Lástenes y Etéocles
y las puertas de Tebas eran conocidas como las puertas Prétides, las puertas Electras,
las puertas Neístas, las puertas Onceas, las puertas Borreas, las puertas Homoloides
y las puertas Hipsistas), y, más tarde, tendrían lugar el anuncio de las muertes de los
hermanos rivales, el fin del linaje de los Labdácidas y la prohibición de enterrar el
cadáver del traidor Polinices. La tetralogía conocida hipotéticamente como la Danaida
abordaba la leyenda de la huida de las Danaides ante los Egipcios, las bodas con los
citados Egipcios y las muertes de todos ellos, con la excepción del egipcio Linceo,
perdonado por su esposa, la danaide Hipermestra, de quienes nacería la estirpe real de
Argos, mientras el drama satírico contaba la persecución de la danaide Amimone por
un Sátiro y la intervención beneficiosa de Posidón, que le reveló la localización de los
manantiales de Lerna, salvando el país de la sequía. Y en las Suplicantes (' Ικέτιδες),
la primera pieza de la trilogía y la única conservada, se centraba desde el comienzo
el asunto mítico, con una exposición angustiosa en los labios del coro de las hijas de
Dánao (vv. l-175e). En una costa cercana a Argos se situaba la acción de la leyenda;
a partir del mito de ίο, madre de Épafo, padre, a su vez, de Dánao y Egipto, se plas­
maban con unos tintes tradicionales tanto la huida de las cincuenta hijas de Dánao, es
decir, las Danaides, ante los cincuenta hijos de Egipto, es decir, los Egipcios, como su
llegada definitiva a Argos, la patria de sus antepasados, en la que pidieron la protección
hospitalaria del rey Pelasgo.

20.2. La tetralogía conocida como la Orestea (’Ορεστεια), el famoso grupo dramá­


tico compuesto por Agamenón (’Αγαμέμνων), las Coéforas (Χοηφόροι) y las Euménides
(Ευμενίδες) junto con Proteo (Πρωτευς), se centraba en la saga de los Atridas, maldita
desde los tiempos de los Pelopidas Atreo y Tiestes, hermanos de venganzas criminales.
En Agamenón se presentía el final inminente de la empresa troyana en las palabras
iniciales del ansioso guardián de palacio del rey ausente, mientras esperaba la luminaria
nocturna, (vv. 1-39); además, se utilizaba un tono muy tradicional capaz de enraizar
la nueva versión dramática con la vieja historia épica y de acomodar el estilo trágico
esquileo al estilo épico homérico (vv. 40-54); también era el mismo tono suficiente del
rey Agamenón a su llegada triunfal a su patria (vv. 810-817); y, al final, se consumó
la muerte terrible de Agamenón, anunciada sin reparos excesivos por su propia esposa,
(vv. 1372-1398). En las Coéforas Electra presentaba con agudeza toda la cuestión de
su familia a la vez que ansiaba la vuelta de su hermano Orestes (vv. 124a-151). Y en
las Euménides, con la presencia recurrente del dios Apolo, como atestiguaba desde
el principio de la pieza la propia Pitia délfica, es decir, la Pitíade profetisa (Πυθίας
προφήτις), (vv. 1-8), fue Atenea quien resolvió el juicio de Orestes (vv. 734-743). En
Agamenón se abordaba la muerte del rey Agamenón, el jefe de la expedición griega.
En el palacio de los Atridas en Argos, un guardián esperaba noticias sobre la Guerra
de Troya; tras el conflicto bélico se produjo la vuelta de Agamenón, acompañado de
la joven Casandra, la hija cautiva de Príamo y Hécabe, y, finalmente, tuvo lugar su
asesinato a manos de su esposa Clitemestra. EnTas Coéforas se desarrollaba la muerte
de Clitemestra. Otra vez en el palacio de los Atridas en Argos se contaban la piedad
de Electra, la infamia de Clitemestra y las aspiraciones de Egisto, la venganza criminal
de los hijos del matrimonio real, Electra, que había permanecido en la casa familiar, y
Orestes, que volvía del destierro acompañado de su amigo Pílades, y la locura sobre­
venida del joven Orestes sometido por las Erinies. Y en las Euménides se exponían la
locura y el juicio de Orestes. En Delfos la Pitia presenciaba la persecución de Orestes
por las Erinies y tenían lugar las súplicas del arrepentido Orestes ante Apolo en Del­
fos; más tarde, en la acrópolis de Atenas, Orestes aguardaba su destino, se celebró su
juicio en el Areópago y llegó a su absolución con el voto favorable de Atenea junto
con el apaciguamiento de las Erinies, ahora las Euménides. En la Orestea, afín a la
tradición, se encontraba la innovación más importante de Esquilo, al hacer recaer la
culpa de la muerte de Agamenón no en Egisto, como era lo común hasta entonces en
los poemas épicos, sino en su esposa Clitemestra, razón extrema del comportamiento
criminal de Orestes siete años después, en el que, al parecer, también debió hacer
aportaciones el dramaturgo, porque la inmolación de Clitemestra no se rastreaba en
los poemas antiguos: y, a modo de avance del fin de Clitemestra, se habría producido
la muerte de Egisto fuera de la escena; además de esta innovación fundamental des­
tacarían otras innovaciones de distinto tenor como el llamado “telégrafo ígneo”, por
el que, sorprendentemente, según el relato de la propia Clitemestra, habría llegado
al palacio de Agamenón la noticia de la caída de Troya, como el reconocimiento
de Orestes por un rizo de sus cabellos y como el juicio de Orestes en el Areópago.
Por lo demás, resultaría más difícil señalar las variantes míticas en el drama satírico
correspondiente Proteo, una versión cómica, basada en un episodio homérico extenso
(cf. Od. 4.351-586), del encuentro de Menelao, procedente de Troya, y Proteo en
Egipto y de la marcha final dei Atrida con la ayuda de la joven Idótea, también llamada
Ido, si bien uno de los fragmentos más legibles aludía a la desdicha del héroe griego
(fr. 210 Radt). Pero poco más se sabe del resto del contenido de tal obra.

20.3. Y la tetralogía conocida como la Prometeida presentaba la condena del


Titán Prometeo y su gran secreto sobre el reinado de Zeus, su liberación a manos de
Heracles y la muerte del águila junto con la reconciliación final de Zeus y Prometeo
y la institución de unas fiestas en honor del mismo Prometeo en Atenas. En Prometeo
encadenado (Προμηθευ? δεσμώτη?), la primera pieza de la trilogía y la única conser­
vada, se anunciaba el motivo argumentai en unas palabras de la Fuerza (vv. 1-11). En
una región montañosa del lejano Cáucaso recibía su castigo eterno Prometeo, apresado
y atado a una roca tanto por la Fuerza y la Violencia como por Hefesto, según una
orden de Zeus, como autor del robo del fuego y su entrega posterior a los hombres;
se incluían la entrada del coro de las Oceánides, la llegada de ío, la hija de Inaco, de
cuyo linaje habría de nacer el nuevo rey divino, y la misión de Hermes de averiguar
el secreto guardado por Prometeo, que le fuera revelado por su madre Temis, y ante
el fracaso de la empresa se finalizaba con la ira del propio Zeus; y el poeta siempre
discutido -para unos sería Esquilo (quizás, del último período literario), para otros
sería su hijo Euforión (quizás, 431 a.C.)- se apoyaría en la tradición mítica, si bien la
aparición de unos personajes como la Fuerza y la Violencia, ambos criados de Zeus,
podría ser una aportación suya.

20.4. En cuanto a las tragedias esquileas fragmentarias, cabría suponer el empleo


de la misma técnica dramática. Entre las piezas dramáticas conservadas parcialmente,
si bien su carácter fragmentario dificultaría un tanto un análisis global de las mismas,
destacaban por su importancia Afamante, las Cardadoras de lana, los Cares o Europa,
los Conductores de almas, las Danaides, los Edonos, las Etneas, los Mirmidones, Níobe
y Prometeo liberado. Así, en los Cares o Europa (Κδρη? ή Ευρώπη) la propia Europa
hablaba de los hijos que había concebido con Zeus, a saber, Minos, Radamantis y Sar­
pedon, insistiendo en el motivo literario de su propio rapto (fr. 99 Radt, esp. vv. 1-6).
Y en un pasaje descriptivo de las Danaides (Δαναΐδε?) la diosa Afrodita proclamaba
la ley universal del amor con un cierto tono hesiódico (fr. 44 Radt). Sin embargo, no
podrían extraerse unas consecuencias relevantes sobre las versiones míticas empleadas
a pesar de algunos testimonios un tanto generales.

20.5. Pero unas buenas muestras de su técnica se hallaban en los dramas satíricos,
entre ellos, Amimone, Circe, los Echadores de redes, los Emisarios o los Istmiastas, la
Esfinge, Glauco marino, Licurgo, las Nodrizas (o las Nodrizas de Dioniso), Prometeo
prendedor del fuego, el citado Proteo y S isif o fugitivo. Así, en los Echadores de redes
(Δικτυουλκοί), pieza envuelta con motivos festivos, se partía de una pesca extraña de
unos compañeros (fr. 46a Radt [= fr. 2 Page], vv. 8-13). Dictis y unos Sátiros, todos
ellos pescadores de la isla de Sérifo, intentaban sacar del mar con su red un cofre (o
arca) en el que iban Dánae y su hijo Perseo, arrojados por el cruel Acrisio, rey de
Argos y padre de la joven; durante la ausencia del primero de ellos, el viejo Sileno
intentó seducir a Dánae, si bien tras su regreso fue liberada. Y en los Emisarios o
los Istmiastas (Θεωροί ή ’Ισθμιαστοά) se hacían presentes el mundo dionisíaco y un
intento de huida de sus coros, por lo demás, criticado por el propio Dioniso (fr. 78c
Radt, vv. 37-40). Se contaba cómo un coro de Sátiros dejaba Atenas para escapar del
poder absoluto de Dioniso y llegaba al Istmo de Corinto para participar en sus juegos;
a pesar de pretender la protección de Posidón con la colocación de sus máscaras en el
templo del dios marino, Dioniso los puso de nuevo a su servicio.

21. Desde el punto de vista de los argumentos, Sófocles, nacido en el demo ate­
niense de Colono Hípico y muerto en Atenas (497/496-406/405 a.C.), con sus tragedias
compensadas, se sirvió de los materiales mitológicos transmitidos con algunas ligeras
excepciones. La importancia de este autor en las elecciones de los mitos dramáticos y
sus plasmaciones arguméntales, como también mostraban las siete piezas conservadas
más algunos fragmentos de interés, fue muy decisiva hasta el punto de que las versiones
sofocleas se convirtieron, a su vez, en las versiones de mayor popularidad entre los
escritores y los compiladores posteriores. Pero estimar, sin más, que Sófocles habría
elegido unos asuntos míticos diferentes de los elegidos por Esquilo para distinguirse
con nitidez de su ilustre predecesor, supondría no sólo un cierto desconocimiento de
los contenidos del extenso volumen de su producción dramática sino también el desdén
de los vericuetos de sus propios recursos dramáticos.

21.1. En Ayante (Ata?), una pieza dramática también llamada Ayante portador
del látigo (Αϊας μαστιγοφόρος), muy apegada a la tradición épica y una de las más
famosas de su época, se abordaban los momentos finales del gran Ayante, hijo de Te­
lamón, comenzando la acción dramática con la diosa Atenea, que había sorprendido
a Odiseo, hijo de Laertes, buscando las huellas del protagonista en la arena tras unos
sucesos desafortunados (vv. 1-13); pero, a pesar de todo, fue Ayante el héroe más
valiente después de Aquiles, como llegaría a reconocer incluso su odiado Odiseo ante
el propio Agamenón (vv. 1336-1341). En el campamento de los griegos en Troya, en
los últimos tiempos del conflicto bélico, Tetis, la madre de Aquiles, les entregó las
armas de su hijo, una vez muerto, a los griegos; y éstas, por el consejo de sus jefes,
fueron adjudicadas a Odiseo ante el enfado enorme de Ayante, que se creía merecedor
de ellas y que, sintiéndose ultrajado, después del episodio imposible de las muertes de
las reses junto con los pastores en su locura desmedida, confundidos por la acción de
Atenea con los jefes griegos, y tras las súplicas vanas de su esposa Tecmesa, puso fin
a su vida; y, al cabo, se entabló un debate entre su hermanastro Teucro y los Atridas
por el sepelio del héroe, oficiado, finalmente, gracias a la intervención de Odiseo. Se
introducía una innovación significativa al considerarse al héroe griego víctima de la
ira de la diosa Atenea por su vieja insolencia contra los dioses, ausente en los poemas
épicos y, quizás, más pretendida que real, pero que se relacionaba con otra versión,
no se sabe si presofoclea, por la que Ayante habría despreciado la ayuda de los dioses
al partir a Troya, llegando a borrar la imagen de Atenea de su escudo. Y en las Tra-
quinias (Τραχίνιαι) el dramaturgo volvía a la tradición mítica y trazaba con destreza
unos acontecimientos llamados al desastre desde el comienzo mismo, con Deyanira,
la hija de Eneo, consciente siempre de su vida desgraciada (vv. 1-48). En la ciudad
tesalia de Traquis, ante el palacio del rey Ceix, lugar de acogida, Deyanira, ansiosa,
esperaba la vuelta de su esposo Heracles, que desde su destierro de Tirinto se hallaba
volcado en sus empresas bélicas; pero regresó acompañado de la cautiva Yole, hija del
rey Eurito; celosa, la esposa untó una túnica nueva con un filtro que ella creía de amor
y que, en realidad, lo era de muerte como regalo que fuera del Centauro Neso, que,
al intentar abusar de Deyanira, fue muerto por Heracles; aún en Eubea, dispuesto a
realizar unas sacrificios en honor de Zeus por sus victorias, Heracles recibió la túnica
impregnada y, al ponérsela, entró en una agonía abrasadora; enterada de todo, Deya­
nira se suicidó, mientras Heracles pedía que lo llevaran al monte Eta y que allí fuera
quemado su cuerpo. Se acentuaba como un rasgo básico los caracteres presentados,
como fue el caso de Deyanira, la esposa de Heracles, cuyas tosquedad y torpeza se
convirtieron en algo esencial.

21.2. En Antigona ( ’Αντιγόνη), una de sus creaciones más excelsas y con mayor
carga humanista, se advertía el desarrollo creativo y pleno de un mito, con una Antigona
inquieta, acompañada por su hermana Ismene, desde el comienzo mismo de la acción
trágica (vv. 1-10); conocedora de los hechos desde el principio mismo, sabía en qué
medida le afectaba el decreto, cruel y discriminatorio, de Creonte, como se desprendía
de unas palabras iniciales dichas ante Ismene (vv. 21-38). En Tebas, ante el palacio real,
la acción se centraba en Antigona y su hermana Ismene; tras la muerte preconizada
de Edipo y tras la lucha posterior y las muertes terribles de sus hijos Etéocles, el rey
de Tebas, y Polinices, el aspirante, el trono de la ciudad pasó a Creonte, cuñado del
padre de los contendientes, hermano de Yocasta y, por tanto, tío de ambos. El nuevo
rey decretó las honras fúnebres de Etéocles, pero negó el sepelio de Polinices bajo la
pena de muerte; sin embargo, Antigona, hija de Edipo y hermana de ambos, decidió
enterrar al último de ellos a pesar de las advertencias de su hermana Ismene, si bien
fue sorprendida por la guardia mientras lo hacía. Encerrada en una cueva por Creonte,
que ni siquiera cedió a las súplicas de su hijo Hemón, novio de la joven princesa, se
suicidó con una cuerda; por su parte, Hemón también se suicidaría con una espada ante
la desesperación de su madre Eurídice, que también acabó suicidándose, y ante el reco­
nocimiento del error cometido por parte del inflexible Creonte. Además, se introdujo,
junto con algún anticipo del drama posterior de Edipo, probablemente, el suicidio de
Antigona, al tiempo que habrían de advertirse algunos datos dispares como el hecho
de que en otras versiones distintas Hemón moriría mucho antes como una víctima de
la Esfinge que venciera Edipo y como el hecho de que Creonte, deseoso de venganza,
prometiera el trono tebano a quien venciera a tal monstruo, mientras que Sófocles y,
quizás, los demás trágicos lo hacían el novio de la joven Antigona. Y en Edipo rey
(O lôlttouç τ ύ ρ α ννο ς ) se produjo la plasmación definitiva de la leyenda tebana, con un
Edipo, por entonces, rey (τύ ρ α ννο ς y no β α σ ιλ εύ ς), un tanto paternalista, conmovido
por las desgracias de su pueblo, suplicante ante su palacio, como mostraba su primer
encuentro con un viejo sacerdote de Zeus, (vv. 1-13); pero su vida, poco a poco,
acabaría truncándose. En Tebas, ante el palacio del rey Edipo, acuciado por una peste
asoladora, el pueblo se presentó ante el soberano, que se mostraba como salvador; tras
enviar el soberano a su cuñado Creonte al oráculo de Delfos, se obtuvo como respuesta
la purificación de la sangre del viejo rey Layo, asesinado por unos bandidos; una vez
comenzada la investigación criminal por Edipo y una vez consultado el adivino Tiresias,
que acabó implicando al propio rey, Edipo acusó a Creonte de conspiración; apacigua­
dos por Yocasta, esposa de Edipo y hermana de Creonte, el rey inquisidor, temiendo
su intervención en el asesinato regio y ante el dato proporcionado por Yocasta de que
su primer marido habría muerto en una encrucijada a manos de unos bandidos, contó
toda su vida previa a su estancia en Tebas, su condición de hijo de Pólibo y Mérope,
reyes de Corinto, el vaticinio de Apolo sobre el asesinato de su padre y el casamiento
posterior con su madre, su decisión de huir de la ciudad para evitar su destino y el
asesinato final de un viajero. Entonces, se produjo la llegada de un mensajero de
Corinto con el anuncio de la muerte del rey Pólibo, ofreciéndole el trono a Edipo en
el nombre de la ciudad; temiendo Edipo todavía la boda con su madre, el mensajero
revelaría que, en realidad, Edipo no era el hijo de los reyes corintios, sino que Pólibo
lo habría recibido de un pastor del palacio de Layo; reconocida tal circunstancia por
el pastor e identificado Edipo como hijo de Layo, Yocasta, que ya no albergaba du­
das, su madre, se suicidó mientras Edipo se cegó con un broche. Finalmente, Creonte
asumió la regencia de la ciudad y Edipo le confió a sus hijas Antigona e Ismene. En
las.viejas versiones se hablaba de Edipo y Eurigania (o Eurígane) y de sus hijos, pero
con los trágicos y, sobre todo, con Sófocles, pasó a hablarse del oráculo por el que el
hijo que había nacido de Yocasta, esposa de Layo, le daría muerte a su propio padre
-en Esquilo y en Eurípides el oráculo era anterior a la concepción del hijo, por lo que
Layo debía abstenerse de engendrarlo; y sería esta desobediencia la que le acarrearía
su final-, de la pareja de Edipo y su madre Yocasta, de las relaciones incestuosas y
de los nacimientos de sus hijos como frutos de dicha unión; otra innovación fue la
indagación sorprendente y casi policíaca del asesinato de Layo, realizada por el propio
Edipo, frente a Eurípides, que en una tragedia perdida acentuaba la importancia de
Creonte, que fue capaz de convencerlo de haber asesinado a Layo y que fue, además,
quien lo mandó cegar.

21.3. En Electra (Ή λεκτρα) se ofrecía una versión nueva del asunto troyano
vinculado con la casa de Agamenón y sus crímenes, con la presentación sucinta del
viejo pedagogo (vv. 1-22) y con una Electra sugestiva que clamaba venganza desde su
primera aparición en la escena (vv. 86-120). En la acrópolis de Micenas, ante el palacio
real, un pedagogo, el viejo ayo de la casa real, acogía a Orestes, el hijo de Agamenón
y Clitemestra, que, tras años de ausencia y habiendo escapado de las manos de sus
enemigos gracias a su hermana Electra, había vuelto a su patria acompañado por Pílades,
el hijo de Estrofio, rey de Crisa, en cuyo palacio había encontrado refugio; aconsejado
por Apolo, deseaba vengar la muerte del padre y, tras urdir un plan y ocultando su
identidad, anunció la falsa muerte del propio Orestes en los Juegos Píticos; mientras el
pedagogo le comunicaba la noticia a Clitemestra, entonces casada con Egisto, Orestes
y Pñades acudieron a la tumba de Agamenón; la muerte de Orestes causó alegría a
la nueva pareja real y tristeza a su hermana; en medio de sus penas, Electra supo por
su hermana Crisótemis que en la tumba paterna había ofrendas y un mechón de unos
cabellos que no podían ser sino de Orestes. La esperanza se quebró cuando aparecieron
Orestes y Pñades con la urna de las cenizas falsas del hermano deseado, pero ante el
dolor de Electra Orestes acabó revelando su verdadera identidad gracias al sello de
Agamenón; finalmente, el joven ejecutó su venganza, entrando en el palacio y dando
muerte a su madre y acabando, cuando regresaba del campo, con la vida de Egisto.
Por lo demás, se suavizaban los sentimientos de Clitemestra, se atenuaba la culpa de
Orestes y se daba una mayor fuerza a la propia Electra, porque, si en Esquilo Orestes
obedecía una orden de Apolo, en Sófocles era, sobre todo, Electra la que suplicaba
venganza; si en Esquilo el reconocimiento se producía gracias al rizo de Orestes, en
Sófocles también se documentaba el mechón del joven, pero el reconocimiento decisivo
se produjo gracias a la sortija de Agamenón; y también se producía un hecho curioso:
frente a la versión de Esquilo Clitemestra moría en esta ocasión antes de que lo hiciera
Egisto. Y en Filoctetes (Φιλοκτήτης) se abordaba un asunto del ciclo troyano, en un
principio, colateral, pero, finalmente, básico, con una presentación mesurada de la acción
por parte de Odiseo (vv. 1-25) y con un Filoctetes, hijo de Peante, lleno de profundo
resentimiento, expresado ante el joven Neoptólemo, hijo de Aquiles, (vv. 254-316). En
la isla de Lemnos, abandonado durante diez años por los griegos expedicionarios, sobre
todo, por las intervenciones de los Atridas Agamenón y Menelao y de Odiseo, por una
herida causada por la mordedura de una serpiente, Filoctetes, rey de Malia, sobrevivía
cazando palomas torcaces con el arco que le regalara Heracles; sin embargo, al saberse
que sin dicho arco no podría tomarse Troya, los griegos enviaron como comisionados a
Odiseo y a Neoptólemo para conseguir tan preciada arma con astucia; convencido por
Odiseo, Neoptólemo fingió una avatares que le granjearon las simpatías de Filoctetes,
que, en unos momentos de dolor, le confió el arco al joven. Persuadido Neoptólemo
por Odiseo, se llevaron el arma ante el enfado del héroe herido, pero el noble joven,
arrepentido, le devolvió el arco y ante la negativa de Filoctetes de ir a Troya, como
siempre lo había manifestado, los dos comisionados decidieron regresar; pero, aconseján­
dole Heracles, aparecido inesperadamente, al héroe malio que fuera a Troya y que con
las flechas destruyera la ciudad, todos marcharon con los deseos de victoria y de una
curación de Filoctetes. Eran varios los puntos novedosos incluidos en el drama sofocleo:
por un lado, Filoctetes, depositario del arco y de las flechas de Heracles, habría sido
mordido por una serpiente en Crisa y no en la tradicional isla de Ténedos, camino de
Troya, y, por otro lado, la embajada de los griegos comisionados estaba formada por
Odiseo y Neoptólemo, que intentaron convencerlo apelando a su patriotismo, mientras
que la tradición hablaría, posiblemente, de la embajada personal de Odiseo y Eurípides
hablaría de la presencia no de Neoptólemo sino de Diomedes -no en vano, Odiseo y
Diomedes solían actuar juntos, como mostraba la Dolonía homérica-, que se habrían
apoderado astutamente de las armas, obligando con ello al héroe malio.
21.4. Y, finalmente, en Edipo en Colono (Οίδίπους έττ'ι Κολωνώ) se contenía,
posiblemente, un elogio de su demo de Colono Hípico, en el que, según la tradición,
se documentaba un santuario en honor del propio Edipo, resignado irremediablemente
con su destino, (vv. 1-13). En Colono, cerca de la ciudad de Atenas, cuyas torres se
divisaban a lo lejos, estaban Edipo, anciano y ciego, y su hija Antigona; advertidos por
un vecino del lugar del carácter sagrado de aquel paraje, dedicado a las Euménides, y
de la conveniencia de su partida, ante la negativa del viejo rey tebano, el lugareño avisó
a los habitantes de Colono, que, al conocer la identidad del recién llegado, también le
propusieron la marcha; pero ante la actitud del anciano la decisión iba a quedar en las
manos de Teseo, rey de Atenas; mientras se presentaba Teseo, llegó Ismene, la otra hija
de Edipo, que habló de la guerra inminente de Etéocles, por entonces rey de Tebas, y
su hermano Polinices, de la inquietud de la ciudad y de la consulta del oráculo, que
había proclamado la victoria del ejército apoyado por el propio Edipo. Mientras tanto,
Creonte se había puesto en marcha para apoderarse del desvalido y necesario Edipo;
y, una vez que llegó Teseo, decidió proteger al rey mendigo, a pesar de su aspecto
miserable; tras llegar Creonte y con el fin de doblegar a Edipo, se apoderó de Antigona
e Ismene, si bien los habitantes de Colono pidieron ayuda a Teseo, que consiguió la
devolución de las jóvenes y la marcha de Creonte, frustrado; entonces llegó el aspirante
Polinices para atraerse el favor de su padre, pero tampoco lo consiguió, retirándose
ante las maldiciones paternas. Se escuchó un trueno y Edipo supo que era la señal
de su muerte; reclamó la presencia de Teseo, que conocía el lugar de su sepultura,
beneficiosa para aquella tierra; los dos se adentraron en el bosque de las Euménides y
Edipo desapareció para siempre. Como una novedad interesante, destacarían la muerte
de un Edipo desterrado en Colono y el tránsito mortal precedido por rayos y truenos,
frente a la versión épica de la leyenda, en la que la muerte de Yocasta no interrumpía el
reinado de Edipo, que siguió como rey hasta encontrar la muerte en una guerra contra
su vecino Ergino, rey de los Minias. Y más discutible era el asunto mismo del destierro
en Colono, para muchos, trenzado, posiblemente, sobre la versión de las Fenicias de
Eurípides -el drama euripideo fue algo anterior al drama sofocleo-, si bien no habrían
de descartarse, además de la fama de una leyenda popular previa, otras explicaciones
como la existencia de una fuente común, el tratamiento previo sofocleo en alguna
tragedia perdida o incluso la consideración de que la parte euripidea del exilio fuera
sólo un añadido posterior, por lo demás, una solución poco convincente.

21.5. En cuanto a las tragedias sofocleas fragmentarias, podrían constatarse unos


grandes hallazgos, si bien la parquedad de los restos impediría de nuevo un análisis de
mayor precisión. Así, destacaban Alcestis, Alcmeón, los Aléadas, Alejandro, la Asam­
blea de los aqueos, Ayante locro (o Ayante de Lócride), las Bacantes (o las Bacas), las
Cortadoras de raíces, los Escirios, Eurípilo, Inaco, Níobe, Políxena, Tereo, Tiestes y
Tiro. En los Aléadas (Ά λεά δα ι) se incluía una reflexión profunda sobre el poder de la
riqueza (fr. 88 Radt). Se contaban tanto el enfrentamiento de Télefo, hijo de Heracles
y la joven Auge, sacerdotisa de Atenea, y nieto de Áleo, rey de Tégea, y de sus tíos
maternos, vaticinada ya por el oráculo de Delfos, quizás, por las dudas sobre su naci­
miento, como el reconocimiento posterior del joven por parte del abuelo. Y también en
Políxena (Πολυξένη) se ofrecían varias intervenciones que definían sin ambages a los
distintos personajes, como una intervención de Menelao, deseoso de partir de Troya,
frente al parecer de Agamenón, decidido a aplacar la ira de Atenea, unas palabras del
alma de Aquiles y un pasaje conocido como la “excusa de Agamenón”, en el que se
apuntaba sin ambages su firmeza (fr. 524 Radt). Se abordaban los asuntos del sacrifi­
cio de la referida Políxena, de la exigencia de la muerte de la doncella por parte del
difunto Aquiles como solución al tiempo desfavorable que impedía la partida de Troya
y de la consumación del mismo.

21.6. Por último, habrían de añadirse sus dramas satíricos más significativos.
Entre ellos destacaban Admeto, los Amantes de Aquiles, Amico, Anfiarao, la Boda de
Hélena, Cedalión, Dioniso niño, Inaco, Momo, los Necios, los Rastreadores y Yambe.
En los Amantes de Aquiles (Ά χιΛ λέως ερασταί) se aludía en algún momento sin
determinar de la obra al amor como una enfermedad deseada (fr. 149 Radt). Se tra­
taba de los intentos de seducir a Aquiles por parte de los Sátiros y del rechazo del
entonces joven, que estaba dedicado ya al manejo de las armas. Y en los Rastreadores
(’Ιχνευταί), su único drama satírico conservado, se abría la acción con una proclama
desesperada del dios Apolo, privado de sus vacas, sus terneras y sus novillas, respondida
inmediatamente por Sileno con la intención de iniciar un seguimiento casi animal de
las huellas del ganado (fr. 314 Radt, vv. 45-54). No se exponían, como se había creído
incorrectamente antes del importante descubrimiento papiráceo de tal pieza, el rapto de
Europa por Zeus y su búsqueda posterior ni tampoco la búsqueda de Glauco por unos
adivinos por orden del rey Minos, sino que se desarrollaban unos asuntos como el robo
del ganado de Apolo por el joven Hermes, la búsqueda de Sileno y los Sátiros, que
obtendrían como recompensa una corona de oro y la libertad, y también la invención
de la lira por Hermes y el regalo del mencionado instrumento musical a Apolo para
calmar su enfado, con una clara dependencia de la tradición hímnica anterior, sobre
todo, el Himno Homérico a Hermes, uno de los más extensos y no exento de un fino
humor, pero con algunos elementos novedosos como las intervenciones de Sileno y los
Sátiros, esclavos entonces de un amo desconocido, en dicho episodio dramático.

22. Y, desde el punto de vista de los argumentos, Eurípides, nacido en la isla de


Salamina y muerto en Macedonia (c. 485-480 [ya 485/484, ya 480/479]-407/406 a.C.),
con sus tragedias personales, utilizaba ampliamente los mitos elegidos, desarrollándolos
con un sesgo claro. No es extraño defender sin más que Eurípides se apoyaba en los
asuntos mitológicos abordados por Esquilo, precisamente, para soslayar, en la medida
de lo posible, los asuntos mitológicos presentados por Sófocles, dada la coincidencia
vital de ambos trágicos, es decir, Sófocles y Eurípides, y constatado, al mismo tiempo,
el magisterio de Sófocles, el mayor de ellos dos. Pero es ésta una razón, al menos, algo
pobre, sobre todo, si se advierte el volumen de la producción dramática de Eurípides y,
si se señala su admiración por el viejo dramaturgo Esquilo como creador de versiones
trágicas imperecederas. No obstante, y sin caer en unos extremismos innecesarios,
resultaba evidente una relación cierta entre las obras y los argumentos de los distintos
autores trágicos, incluso cuando se referían a otras actitudes distintas como podrían
ser las religiosas, si bien todo ello habría de matizarse. A veces, Eurípides hacía una
crítica dura del mito, llevándolo incluso a una posición un tanto exagerada y algo
ridicula, como sucedía en Heracles, pieza en la que el mito transmitido no llegaba a
justificar los males de Heracles y los suyos, en Hélena, en la que el autor negaba la
razón última del conflicto troyano sirviéndose de la fantasía y en la que, además, la
misma protagonista negaba la veracidad de los mitos por hacerla nacer extrañamente
de un huevo blanco, y en Ifigenia entre los Tauros, con una derivación, nuevamente
fantástica, de la historia de la joven Ifigenia; pero otras veces el mito rezumaba una
seriedad y un respeto indudables, como sucedía en Hipólito, en Ión y en las Bacan­
tes, dramas en los que el rigor mítico era extremo al tiempo que servía de medio de
expresión de actitudes religiosas y personales peculiares. Partiendo de los tratamientos
míticos anteriores, sobre todo, el ofrecido por el Ciclo épico, que primaba, además
de unos personajes de primera fila como Aquiles y Paris, a algunos personajes no tan
relevantes en los poemas homéricos como Filoctetes, Protesilao y Palamedes, a la vez
que resaltaba algunas situaciones menos usuales, Eurípides seguía muchas veces la
versión tradicional pura, incluso en unos asuntos muy concretos, como las vidas y las
muertes de los Dioscuros, el nacimiento de Hélena y la muerte de Ifigenia, y otras
tantas mezclaba unos datos diversos, como las bodas de Tetis y Peleo, aunando las
distintas noticias de Homero, Hesíodo, Estasino y Píndaro. En consecuencia, seguidor
y heredero en muchos aspectos del propio Esquilo, acabó caracterizándose por la inclu­
sión de quiebros míticos precisos, como mostraban las diecinueve piezas conservadas
más algunos fragmentos, sobre todo, en las obras más tardías, hasta el punto extremo
de presentarse un debate sobre la variante elegida en la propia obra: y valga como
ejemplo el debate que se producía en un momento de las Troyanas sobre si la diosa
Afrodita habría intervenido o no en el rapto de Hélena.

22.1. La tetralogía de Alcestis no mostraba una hilazón argumentai demasiado


evidente. En Alcestis (’Ά λκηστις), drama de tono satírico, se trazaba una caracteri­
zación adecuada de los personajes más relevantes, con la presencia inicial de Apolo
(vv. 1-27). En la ciudad tesalia de Feras, junto a la morada de Admeto, el hijo de Feres
y, a la sazón, su amo ocasional, Apolo exponía unos hechos precisos, cómo, fulminado
su hijo Asclepio, que había resucitado a una persona ya muerta sin permiso alguno,
por Zeus y aniquilados, a su vez, los Cíclopes, constructores del fuego divino, por él
mismo, si bien el deseo primero de Zeus fue precipitarlo al Tártaro, por mediación de su
madre Leto, llena de preocupación, fue castigado a servir en la casa del referido Admeto
-con la ayuda del dios, al cuidado del rebaño, Admeto consiguió la mano de Alcestis,
hija de Pelias, superando la prueba de reunir unos leones y unos jabalíes uncidos a
un carro; tras olvidarse de hacer unos sacrificios rituales a la diosa Artemis el día de
su boda, fue castigado con la pena de muerte- y cómo, interviniendo en tal situación,
había conseguido que las Moiras aceptaran la muerte de cualquier otra persona en su
lugar, accediendo a ello, después de la negativa de sus padres, ya ancianos, sólo su
esposa Alcestis; y, además, el propio Apolo le advirtió a la Muerte (o θάνατος) que,
finalmente, Heracles le arrebataría a Alcestis, cuyo cabello, de ser cortado, la ataría al
mundo subterráneo. Cuando llegó el momento fatal, Alcestis le pidió a su marido que
no contrajera un nuevo matrimonio, lo que fue aceptado, sin más, por Admeto, que
añadió incluso que los escultores habrían de hacer una imagen suya que sería colocada
en su lecho. El mismo día de la muerte de Alcestis llegó Heracles en busca de los
caballos de Diomedes; decidido a recobrar a la esposa de Admeto, Heracles, alejando
a la Muerte, consiguió devolver a la ya difunta al mundo de los vivos y entregársela
a su esposo. Con un argumento general ensayado ya por Frínico en Alcestis y, po­
siblemente, también por Sófocles en Admeto y en Alcestis, Eurípides tuvo en cuenta
distintos factores. En un principio, se aceptó la innovación propuesta por el referido
Frínico: si en la versión tradicional fue Perséfone (o Core) quien libró a Alcestis de
la muerte, Frínico hizo que Heracles, tras su pugna con la Muerte, armada con una
espada con la que pretendía cortar un rizo de la cabellera de la protagonista, recobrara
a la esposa muerta. Y, además, se acentuó el cinismo cobarde de Admeto, se modeló
la resignación de Alcestis, más que sobre el amor por su marido, sobre el amor por
sus hijos, y se incluyó en la acción dramática la presencia de estos mismos hijos del
matrimonio, lo que pondría de manifiesto que los hechos no ocurrieron el mismo día
de la boda sino unos años después del acontecimiento. La tetralogía de Medea estaba
formada por unas piezas singulares. En Medea (Μήδεια), cuya protagonista absoluta
era la princesa Medea, airada y poco sumisa, se asistía a una sucesión imparable de
hechos desafortunados, que se habían desencadenado a partir de la expedición a la
Cólquide, como señalaba la nodriza en una intervención en la que anclaba al pasado
la desgracia del momento (vv. 1-48). En Corinto la nodriza de Medea exponía los
hechos, cómo, una vez llegado Jasón a Corinto, acompañado de Medea y sus hijos,
se prometió con la princesa Glauce, la hija del rey Creonte, rompiendo con ello los
pactos de fidelidad previos; un pedagogo añadía cómo el rey Creonte, temeroso, había
decretado el destierro de Medea y sus hijos de la ciudad; y la propia Medea, ultrajada,
anunciaba que se le habría concedido un día más de plazo. Tras un encuentro oportuno
de Medea con el rey Egeo de Atenas, que por entonces volvía de una consulta al oráculo
de Apolo por su deseo de tener hijos y que le ofreció a ella hospitalariamente su casa,
quedó esbozado su terrible plan; finalmente, un mensajero contó cómo, enviados sus
hijos ante Glauce con un peplo y una corona de oro, regalos envenenados, se produjo
la muerte de la joven esposa y cómo también murió el propio Creonte al abrazar a
su hija. Una vez asesinados sus hijos por la trastornada Medea, huyó, montada en un
carro tirado por dragones alados hacia Atenas, en cuyo palacio regio habría de acogerla
Egeo, anunciando tanto el entierro de los hijos en el templo corintio de Hera Aerea y
la instauración de unas fiestas en su honor como la muerte de Jasón por un golpe en la
cabeza con un resto de la nave Argo. Inmersa en la leyenda de Jasón y los Argonautas,
también presente en dos obras fragmentarias, Egeo y las Peliades, resultaba muy difícil
la innovación mítica por tratarse de una historia, vinculada en una paite importante con
la ciudad de Corinto y ampliamente desarrollada, perfectamente fijada por los poetas
cíclicos: quedaron sólo la presentación del doble matrimonio de Jasón, con Medea y
con Glauce, la acentuación del carácter de Medea, que prefirió la venganza más cruel
a su propio suicidio, y el resquicio de las muertes de los hijos, para unos a manos de
los parientes de Creonte, para otros asesinados por los corintios y, finalmente, para
otros muertos voluntariamente -o, al menos, víctima de la locura- por una Medea
llena de odio, versión ésta que fue la elegida por Eurípides, que, posiblemente, a pesar
de opiniones encontradas, se habría apoyado en la obra de Neofron también titulada
Medea, hoy fragmentaria. Y la hipotética tetralogía de los Heraclidas se vinculaba
con la figura de Heracles. En los Heraclidas ('Ηρακλεΐδοα) se asistía a los avatares
de la familia de Heracles, con unas palabras iniciales del experimentado y viejo Yolao
(vv. 1-54). En los límites de Atenas, Yolao, el sobrino de Heracles, refería la situación
de los Heraclidas, una vez desaparecido Heracles, dirigidos por la ya anciana Alcmene
y por él mismo, cómo se produjo la huida y cómo accedieron a aquellos lugares;
entonces, llegó Copreo, heraldo de Euristeo, con la intención de apoderarse de todos
ellos, llevándolos consigo a Argos; interesado Demofonte, rey de Atenas, por la misión
del heraldo, recibió la amenaza de una guerra si no entregaba a los Heraclidas. Tras
la intervención de Yolao, que apuntó los lazos de parentesco entre ambas familias,
Demofonte decidió ayudar a los suplicantes, rechazando las amenazas argivas; enta­
blada la lucha, Demofonte advirtió que, para conseguir la victoria, sería necesario el
sacrificio de una doncella en honor de Deméter; aunque, en su desesperación, Yolao
decidió ofrecerse inútilmente como víctima, finalmente, Macaría, hija de Heracles, se
mostró dispuesta a morir por el bien de los suyos y de sus defensores. Con la llegada
de Hilo, hijo de Heracles, Yolao decidió participar en la lucha; y, una vez obtenida la
victoria tras el rechazo de Euristeo de un combate singular con Hilo, el rejuveneci­
miento milagroso de Yolao y la captura de Euristeo, fue presentado éste ante Alcmene,
que, a pesar de que la muerte del prisionero no sería del agrado de Atenas, decidió su
final. Retomándose, posiblemente, el mismo asunto de los Heraclidas de Esquilo, con
el regreso de los Heraclidas de fondo, al igual que ocurría en Cresfontes y Témeno y
también en los Teménidas, se introdujeron algunas novedades como el sacrificio ritual
de la joven Macaría, el rejuvenecimiento mágico del viejo Yolao, guía de los Heraclidas,
aunque esta circunstancia también podría haberse recogido en el drama esquileo, y la
captura y el anuncio del final de Euristeo, datos éstos no exclusivos de las versiones
dramáticas y apuntados ya por el poeta Píndaro (cf. P. 9.81).

22.2. En Hipólito ('Ιππόλυτος) (428 a.C.) se ofrecía una de las leyendas más
personales del autor, de honda raíz popular, con la presencia primera de la ofendida
Afrodita y su declaración de principios inamovibles (vv. 1-57). En Trocén Afrodita
planteaba la situación, cómo Teseo, rey de Atenas, viudo de la amazona Hipólita, con
quien había tenido un hijo llamado en su honor Hipólito, y casado en segundas nupcias
con Fedra, hija del rey Minos y Pasífae, se estableció en la ciudad de Trocén y puso
al referido hijo al cuidado del santo Piteo y cómo, airada por la castidad del joven,
devoto de Ártemis, habría propiciado que se enamorara Fedra de su hijastro Hipólito,
llegando en su amor a fundar un templo en honor del joven. Una vez que hubo llegado
el joven del prado, Fedra, enferma de amor, se confió plenamente a su nodriza; pero,
a pesar de los deseos de su señora, llegó a confesarle al joven, que habría jurado
guardar secreto, sus sentimientos; enterada Fedra del enfado desmesurado de Hipólito
ante la noticia de su pasión, le recriminó a la nodriza su comportamiento y se colgó.
Llegando Teseo en ese momento, descolgó el cadáver de su esposa y encontró una
tablilla en la que la difunta acusaba al joven de haberla seducido; creyendo lo allí
escrito, Teseo condenó a su hijo a una especie de exilio y maldijo a Posidón, que
provocó el accidente mortal del joven cuando montaba su carro. Una vez que aclaró
Artemis todo lo sucedido, sin hacerle reproches a la obcecada Fedra y consolando a
Teseo, perdonado por el hijo en el trance final, la diosa estableció los mejores honores
en Trocén dedicados al justo Hipólito. Vinculada la leyenda de Hipólito con el ciclo
de Teseo y con las historias de Atenas y de Trocén y elaborada sobre una versión del
viejo motivo de José y Putifar, luego abordado en Estenebea y en Peleo, se documen­
taba un problema curioso por contarse el mismo relato popular con dos variantes
posibles: en una de ellas, el joven habría muerto bajo su carro y habría sido enterrado
en Trocén y, en la otra, era un dios y, por tanto, inmortal. En la pieza euripidea se
centró la atención en un rasgo nimio y decisivo: si en la versión primera, llamada
Hipólito velado (es decir, Hipólito I) (c. 432 a.C.), Fedra le descubría a su joven hi­
jastro el amor que sentía y éste, avergonzado, se cubría la cara, en la segunda, Hipó­
lito portador de una corona -mejor que Hipólito coronado- (es decir, Hipólito II) o,
sencillamente, Hipólito, ante el fracaso de la primera y contando ya con la aparición
de una Fedra (c. 432-428 a.C.) de Sófocles más mesurada, la madrastra no confesaba
su amor incestuoso y se quitaba la vida para no serle infiel a Teseo, si bien se man­
tenía intacto el debate fundamental entre las diosas Afrodita y Artemis y sus concep­
ciones distintas sobre el amor y la castidad. En Andrómaca (’Ανδρομάχη) se ofrecía
un asunto meramente troyano, con una heroína que añoraba el pasado y lamentaba el
presente (vv. 1-55). En el templo de Tetis, en las lindes de Ptía y de la ciudad de
Farsalia, Andrómaca exponía sus circunstancias, cómo murieron Héctor y Astianacte
y cómo su convivencia con Neoptólemo fue enrareciéndose, una vez casado el hijo de
Aquiles con Hermione, la hija de Menelao, cuando la joven esposa sintió celos de la
viuda de Héctor, que fue entregada como botín de guerra a su esposo y con quien
había tenido un hijo, a la que acusaba de su esterilidad. Durante la ausencia de Neop­
tólemo, que visitaba por entonces Delfos para apaciguar a Apolo, Hermione, la reina
estéril tramaba la muerte de la noble concubina troyana, para lo que recurrió a su
padre; tras dejai' a su hijo en un lugar seguro, Andrómaca buscó refugio en el men­
cionado santuario, pero los soldados de Menelao encontraron al niño y, con engaños,
lograron apartarla del recinto sagrado; cuando iban a morir madre e hijo, apareció el
anciano Peleo, que, en medio de unas palabras en las que llegó a cuestionarse incluso
quién fuera el causante de la Guerra de Troya, lo impidió. Menelao regresó a Esparta
y Hermione transigió con la nueva situación, temiendo la vuelta de Neoptólemo; pero
se presentó su primo Orestes, se la llevó y urdió una conspiración contra el ausente
Neoptólemo. Muerto el hijo de Aquiles, su cadáver fue llevado a Ptía y, cuando Peleo,
advertido tanto de la marcha de Orestes y Hermione como de la muerte de su nieto,
lo recibió, se dispuso a llorarlo; pero se apareció su esposa Tetis, que mandó que lo
enterrara en Delfos, que enviara a Andrómaca, como nueva esposa de Héleno, hijo de
Príamo, y a su hijo a Molosia y que él mismo aceptara la inmortalidad, pasando a la
mansión de Nereo. Rozándose una parte del argumento abordado en la Hermione
sofoclea y aunándose en esta obra con una cierta dificultad algunas leyendas troyanas,
tesalias y espartanas, junto con unas caracterizaciones adecuadas de las protagonistas,
sobre todo, la apasionada Andrómaca y la orgullosa Hermione, se introdujeron como
novedades de interés tanto la muerte de Neoptolemo, el primer prometido de Hermione,
la hija de Menelao y Hélena, en Delfos por una revuelta, asentada en engaños y pro­
vocada por el propio Orestes contra Neoptólemo, que había acudido a consultar el
oráculo sobre la esterilidad de su esposa, como el traslado de su cadáver de Delfos a
Ptía y de Ptía otra vez a Delfos. Si en la versión tradicional Neoptólemo, esposo (y
no prometido) de Hermione, moría a manos de Orestes por la instigación de la propia
Hermione, que, estéril, no llegó a asumir el nacimiento de los hijos de Neoptólemo y
su concubina Andrómaca, en la versión de los trágicos Orestes no sólo vengaba a
Hermione sino que también castigaba a su rival, porque Menelao, que se la había
prometido a Orestes en matrimonio antes de partir a Troya, hubo de retractarse y
prometérsela a Neoptólemo, cuya presencia en la toma de la ciudad era imprescindible.
En la obra euripidea la figura de Neoptólemo, hasta entonces un tanto turbia, fue re­
habilitada al morir como víctima no de su insolencia tradicional sino de un ultraje
terrible y al decidir su abuela Tetis su enterramiento en Delfos como un oprobio pe­
renne de los mismos delfios. Y en Hécabe (Ε κάβη) se trataba de nuevo un asunto
troyano, con un comienzo llevado por un Polidoro fantasmagórico (vv. 1-58). En la
tierra del Quersoneso tracio el espectro de Polidoro, hijo de Príamo y Hécabe, contaba
cómo fue asesinado por Poliméstor, rey de los tracios, que lo recibiera amistosamente
de manos del propio Príamo junto con una gran cantidad de oro, y cómo fue arrojado
sin piedad al mai', apareciéndose con la advertencia veraz del sacrificio de su hermana
Políxena, porque, concluida la guerra troyana y llegados los griegos al Quersoneso,
Aquiles, en una aparición junto a su tumba, habría exigido el sacrificio de una de las
hijas de Príamo. informada Hécabe de la decisión fatal de los griegos, la reina cautiva
le recordó a Odiseo cómo en otro tiempo le prestó ayuda, cuando el héroe griego,
disfrazado, entró en la ciudad troyana y, sin embargo, ella no llegó a denunciarlo, y
aseveró que la mujer sacrificada no debía ser otra que Hélena. Ante el rechazo claro
de Odiseo, Hécabe intentó persuadir a la joven Políxena de que suplicara por su vida,
pero la joven aceptó su muerte con decisión; más tarde, llegó Taltibio, servidor griego
enviado por Agamenón, y anunció la muerte de Políxena en medio de sufrimientos;
preparadas la lustración y la exposición del cadáver de su hija, llegó una cautiva,
quizás, acompañada por algún servidor, con el cadáver de Polidoro, recibido por su
madre; tras llegar Agamenón, reclamando la presencia de Hécabe ante la muerte de
Políxena, el Atrida advirtió la presencia del cadáver del joven Polidoro. Tras explicar
Hécabe lo sucedido, la anciana expuso la necesidad de vengarse del asesino Polimés­
tor, proponiendo su castigo a manos de las cautivas troyanas; aceptada tal propuesta
por Agamenón, Hécabe, mediante engaños, y las demás cautivas dejaron ciego a Po­
liméstor y mataron a los hijos del rey tracio; tras una conversación entre Agamenón,
Hécabe y el propio Poliméstor, éste predijo los destinos terribles de Hécabe y de
Agamenón. Esbozado el argumento ya por Sófocles en Políxena y también en las
Cautivas, se aportaba la innovación de unir los sinos de dos hijos de Príamo y Hécabe
-si bien Polidoro habría sido para Homero hijo de Príamo y Laótoe-: el asesinato de
Polidoro y el sacrificio de Políxena con la advertencia del final de ésta por parte del
espectro de aquél; y, a la vez, se incluía el oficio profético del ya ciego Poliméstor,
capaz de adelantar los destinos de sus rivales.
22.3. En las Suplicantes (Ί κ έ τ ιδ ε ? ) se abordaba un episodio importante,
pero un tanto marginal, de la saga tebana, con unas palabras iniciales de la anciana
Etra, dirigidas a la diosa Deméter, (vv. 1-41). En Eleusis Etra, la madre de Teseo,
rey de Atenas, exponía algunas circunstancias, cómo, tras la derrota de la expedición
de los siete jefes contra la Tebas de Etéocles dirigida por su hermano Polinices y
la negativa de Creonte, el nuevo gobernante de los tebanos, a devolver los cadáveres
de los argivos, privados con tal actitud de las honras fúnebres, mientras realizaba
un sacrificio en un altar en honor de Deméter y Perséfone, recibió la visita del anciano
Adrasto, rey de Argos, al frente de las madres ancianas y de los hijos de los vencidos,
que suplicaron con ramos su mediación ante su hijo, el único capaz de apoyarlos en
tal empresa. Una vez que llegó el rey ateniense en busca de su madre, ésta intercedió
con unos argumentos religiosos y morales por los argivos derrotados ante su hijo
Teseo, rey de la democrática Atenas, que, si bien, en un principio, se negó a inter­
venir, finalmente, aceptó el parecer materno. Tras una batalla sangrienta contra
los tebanos Teseo consiguió recobrar los cadáveres de los argivos de la expedi­
ción, estableciéndose, después de los funerales oficiados por el propio Adrasto y
algunos episodios como el suicidio de Evadne, un tratado de amistad con Argos,
reconocido por la diosa Atenea. Frente a los Eleusinios de Esquilo, obra en la
que Teseo llegaba a un acuerdo verbal con los tebanos para la devolución de los
cadáveres argivos, se produjo una lucha armada. Además, en el coro de las supli­
cantes estaba Yocasta, en su calidad de madre de Polinices, si bien en las demás
versiones estaría muerta, y, por otra parte, se produjo el suicidio de Evadne, que
ante la desesperación de su padre Ifis se arrojó a la pira de su esposo Capaneo.
Y junto a un Teseo protector, como lo había sido el Teseo sofocleo de Edipo en
Colono y el Teseo euripideo de los Heraclidas, otra innovación propia de su
tiempo fue la inclusión de un debate político entre la tiranía y la democracia. En
Heracles ('Ηρακλή?) el autor desarrolló una de las tragedias mitológicas más efec­
tivas, apoyada en la saga de Heracles, con un anciano Anfitrión que enmarcaba la
acción (vv. 1-59). En Tebas Anfitrión contaba la historia de Heracles; y añadía cómo
el tirano Lico se había apoderado de la ciudad debido a la disensión de los tebanos
y cómo otro Lico, su hijo, una vez derrocado Creonte, pretendió matar a la familia
de Heracles, es decir, a su padre Anfitrión y a su esposa Mégara con sus tres hijos.
Refugiados en los altares, aguardaban la llegada de Heracles, ausente por sus célebres
trabajos; cuando Lico iba a prender fuego a los familiares de Heracles, que decidie­
ron morir con honor, se presentó el héroe, salvándolos y restituyendo el orden en
Tebas, pero Heracles enloqueció repentinamente por obra de Lisa, la locura enviada
por Hera, y mató a su esposa y a sus hijos. Cuando Heracles recobró la lucidez, de­
cidió suicidarse, pero apareció Teseo, que lo evitó, consiguiendo que lo acompañara
a Atenas. El autor elaboró prácticamente todo el mito, porque de todo este material
sólo estaban recogidos por la tradición los trabajos de Heracles y las muertes de sus
hijos, añadiéndose también nuevos personajes como Lico y Teseo -si bien éste había
sido rescatado del Hades por Heracles tiempo atrás-; habló de algo extraño como
era que en la tradición las muertes de los hijos habrían de expiarse con los trabajos
y, sin embargo, en su presentación dramática los trabajos precedían a las muertes de
aquéllos y los trabajos se justificaban por el deseo de que Anfitrión, desterrado de
Argos por la muerte de Electrión, pudiera volver a su patria; y, por último, añadía con
bastante acierto la figura interesante de Lisa, la Locura, convertida en la causa extrema
del comportamiento errático del héroe argivo. Y en Ión (’Ίων), pieza que podría consi­
derarse en muchos aspectos un melodrama, se desarrollaba un asunto lleno de intriga
y religiosidad sobre uno de los héroes nacionales de Atenas, con un prólogo exposi­
tivo del dios Hermes (vv. 1-81). En Delfos Hermes contaba la historia del expuesto
Ión, cómo Creúsa, hija del rey Erecteo, sintiéndose injuriada, habría abandonado sin
piedad al niño nacido de su unión forzada y secreta con Apolo junto a la Acrópolis
de Atenas -precisamente, en la misma cueva de la consumación amorosa-, en una
canastilla junto con una joya de oro y atado con su ceñidor virginal, cómo, siguiendo
los consejos del propio Apolo, él habría tomado al niño, dejándolo junto a la entrada
de su templo oracular de Delfos, y cómo, tras encontrarlo la profetisa, lo había criado
hasta convertirse en un servidor del culto divino; y añadió el dios cómo, mientras
tanto, un tal Juto, hijo de Éolo, se había casado con Creúsa, tras recibir la mano de la
princesa por haber luchado junto a los atenienses contra los Calcodóntidas de Eubea,
y cómo, al no tener hijos, Juto visitó el oráculo del héroe Trofonio, mientras Creúsa
lo aguardaba en Delfos, para consultar en unión el oráculo de Apolo, circunstancia
que aprovecharía el dios para entregárselos como hijo de Juto. Una vez allí, a la vez
de unos encuentros de Ión con Creúsa y con Juto, se produjeron, en primer lugar, el
reconocimiento falso de Juto como padre de Ión (y, por tanto, de Creúsa como su
madrastra) tras su unión con una de las Ménades de Dioniso y el ofrecimiento del
trono ateniense, rechazado por su condición de hijo natural y, además, extranjero, y,
en segundo lugar, la sospecha ateniense de la complicidad de Juto e Ión y la súplica a
Creúsa de que tanto Juto como Ión hallaran la muerte antes de llegar a la ciudad -aña­
diéndose el dato de que la muerte del joven se produciría con unas gotas de la sangre
de la Górgona-, y, en tercer lugar, el reconocimiento verdadero de Creúsa, cuando
se disponía a morir por el intento de asesinato del joven, como madre de Ión (y, por
tanto, de Juto como su padrastro) tras su unión con Apolo, si bien Juto permanecería
ajeno a esta revelación, gracias a la intervención de la Pitia, que dio a conocer las
circunstancias de la infancia del joven y mostró los objetos expuestos, y la aparición
de Atenea, que anunció que Ión habría de ser el próximo rey de Atenas y padre de
los Jonios, mientras Juto y Creúsa habrían de engendrar a Doro y Aqueo. Eurípides
tomó algunos datos antiguos referidos a Juto como hijo de Héleno y a Ión como hijo
de Juto y recreó la historia: a pesar de las posibles existencias de una Creúsa y de un
Ión, aunque, al parecer, serían la misma obra, de Sófocles, a Eurípides se deberían el
establecimiento definitivo de la leyenda y la consideración de Apolo y Creúsa como
sus padres, sobre todo, cuando en Melanipe la sabia el mismo autor lo hacía hijo de
Juto y úna hija innominada de Erecteo. Además, Juto, no ya el hijo de Héleno sino
de Éolo, aparecía como padre adoptivo de Ión, padre de los Jonios, y como padre
natural de Doro, padre de los Dorios, con lo que se acentuaba la necesidad de paz
entre los pueblos. Y una curiosidad que parecería una aportación euripidea sería el
plan fallido, si bien sólo parcialmente, incluido en la intervención inicial de Hermes
que versaba sólo sobre el reconocimiento de Ión por parte de Juto.
22.4. La tetralogía de las Troyanas tendría, al parecer, poca hilazón argumentai,
aunque, en cualquier caso, podría atisbarse más de lo que suele apuntarse. En las
Troyanas (Tρωάδες), una obra no siempre bien valorada, se vertía otro asunto troyano,
con un prólogo del dios Posidón (vv. 1-47). Consumada la destrucción de Troya, Po-
sidón decidió abandonar la ciudad frigia, arrasada y sin templos, que él mismo fundara
con Apolo, contra la que se mostraron hostiles Hera y Atenea; no obstante, Atenea,
frente a lo esperado, mostraba su ira por la profanación de su templo y la violación
de Casandra por el locrio (o locro) Ayante; y, apoyados en distintas razones, ambos
dioses planearon la destrucción del ejército aqueo. Por su parte, Hécabe lloraba la
pérdida de su familia, acusaba a Hélena de las desgracias y lamentaba su esclavitud
cercana; con la llegada del heraldo Taltibio Hécabe supo del sorteo de las prisioneras
y de su resultado, Casandra quedó en las manos de Agamenón, Políxena quedó como
sierva de la tumba de Aquiles, Andrómaca pasó a Neoptólemo y la misma Hécabe le
correspondió a Odiseo. Tras ello apareció Casandra, que extrañamente anunció la
derrota griega por un motivo doble, el sufrimiento griego durante la propia guerra y
los futuros terribles de Odiseo y de Agamenón; inmediatamente, llegó Andrómaca con
el anuncio de la muerte de Políxena, lamentando el destino terrible próximo, si bien
Hécabe intentaba animarla con la esperanza de una vuelta futura, en la compañía de
su hijo Astianacte, a Troya, que habría de recobrar así su antiguo esplendor; y Taltibio
le dio a conocer a Hécabe la intención de los griegos de dar muerte al niño; por su
parte, Menelao se llevó a Hélena con la intención de matarla, actitud elogiada por
Hécabe. Finalmente, apareció Taltibio con el cadáver de Astianacte y con la noticia de
la marcha de Neoptólemo con Andrómaca; al cabo, el heraldo mandó prender fuego
a la ciudad y les pidió a las prisioneras que lo siguieran ante la inminencia de la par­
tida de la flota. Sin más, se ofrecía la versión tradicional, llena de secuencias espera­
das y resolutivas, con algún ligero toque referido anteriormente, como la discusión
sobre si la diosa Afrodita habría intervenido o no en el rapto decisivo de Hélena. En
Electra (Ήλεκτρα) se abordaba el asunto añejo de los sucesos desgraciados del pala­
cio de Agamenón, con las palabras iniciales del bajo labrador casado con la alta pro­
tagonista (vv. 1-53). Cerca de Argos, un labrador de Micenas, a la sazón esposo de
Electra, exponía las desgracias de la casa de Agamenón, desde Troya hasta la muerte
del soberano, aludiendo al sino de los hermanos Orestes y Electra y haciendo hincapié
en la miseria de su desgraciada esposa. Llegaron Orestes y Pflades, que se escondieron
ante la llegada de Electra, que lamentaba el destino de su hermano y el suyo propio
y hacía una libación en honor de su padre; y Orestes supo que se trataba de su hermana,
si bien no iba a revelar su identidad; ambos hermanos se encontraron; Electra le dio
a conocer su situación y Orestes, un simple forastero para ella, le habló del hermano
exiliado; llegado el labrador y enviado en busca de un viejo ayo, la presencia de tal
anciano fue decisiva; se aludió a una visita misteriosa a la tumba de Agamenón y se
intentó en vano el reconocimiento por un mechón de cabello, las huellas y la ropa;
pero, finalmente, el anciano reconoció al joven Orestes por una cicatriz junto a una
ceja. Ante la indecisión de Orestes, Electra y el anciano tramaron un plan para acabar
con sus enemigos, a Egisto habrían de matarlo en el campo y a Clitemestra, anuncián­
dole que Electra había dado a luz, habrían de matarla en la choza del campesino; poco
después un mensajero anunciaba la muerte de Egisto, cuando se disponía a realizar un
sacrificio en honor de las Ninfas, a manos de Orestes y, acto seguido, llegaba en un
carro lujoso Clitemestra, que, tras enfrentarse verbalmente con Electra, entró engañada
en la choza, donde fue asesinada por sus hijos. Finalmente, se expusieron ambos ca­
dáveres y los Dioscuros anunciaron el destino de Orestes y su juicio, el matrimonio
de Electra con Pílades y el entierro de los muertos. Por lo demás, se ponía en duda
que la orden de la muerte de Clitemestra proviniera de Apolo y no había rito funera­
rio en la tumba de Agamenón ni sueño premonitorio de Clitemestra; y en otro nivel
de mayor realismo Electra, preocupada ahora más por la situación personal de su
hermano y por la suya propia que por la muerte irremediable de su padre, no vivía en
el palacio real, sino en la casa humilde de su marido, un campesino pobre, que por su
baja estirpe nunca habría de engendrai- unos hijos vengadores del rey muerto. Orestes
no fue reconocido al modo tradicional, siguiendo los medios de Esquilo y de Sófocles,
sino gracias a la intervención de un anciano, que advirtió una cicatriz reveladora;
además, el joven no entró en Argos para matar a Clitemestra y a Egisto, sino que
Egisto habría de morir en un huerto y Clitemestra perecería en la casa de labor: frente
a Sófocles ello suponía una vuelta al orden normal de las muertes, primero, Egisto y,
luego, Clitemestra, que había sido el elegido con anterioridad por Esquilo. Y en Ifige­
nia entre los Tauros ( ’Ιφιγένεια ή ev Ταύροι?) -mejor que Ifigenia en Táuride y, en
todo caso, Ifigenia en Táurica- se plasmaban las secuelas de la saga de los últimos
Atridas, en concreto, Orestes y la propia Ifigenia, con un prólogo necesario de la
protagonista (vv. 1-66). En el país de los Tauros la joven Ifigenia exponía sus circuns­
tancias vitales, su sacrificio previo en Aulide y su llegada a una tierra nueva en la que
ejercía de sacerdotisa de la diosa Artemis, así como un sueño sobre la muerte de su
hermano Orestes. Precisamente, hasta esa tierra llegaron el referido Orestes y Pílades,
llevados por un oráculo de Apolo, con la intención de robar la imagen sagrada de
Artemis caída del cielo para aplacar así a las Erinies, airadas aún a pesar del juicio
del Areópago; fue entonces cuando se produjo la llegada de un vaquero, que relató las
capturas de Orestes y Pílades; tras ser descubiertos por unos pastores, Orestes había
sido víctima de la locura; apresados, habían sido conducidos ante el rey y, condenados,
ya como prisioneros llegaron al templo. Al saber Ifigenia que se trataba de unos argi­
vos, se interesó por el fin de Troya y por los destinos de Hélena, de Calcante, de
Odiseo, de Aquiles y de Agamenón y también de toda su familia, Clitemestra, Electra,
la propia Ifigenia y Orestes; Ifigenia le propuso a Orestes llevar una carta a Argos,
consiguiendo con ello su salvación, mientras Pílades se quedaba como única víctima
del sacrificio; si bien Orestes aceptó, propuso que el enviado no fuera otro que su
amigo Pílades mientras él mismo se ofrecía como víctima; llevada por la nobleza del
joven, Ifigenia, creyendo ver en él las virtudes propias de su hermano, decidió ser ella
quien lo amortajara, rito que no pudo cumplir con aquél; una vez que Ifigenia leyó la
carta, dirigida a su hermano Orestes, y se produjo el reconocimiento, Orestes la informó
del matricidio, del juicio y del encargo del robo de la imagen. Ante todo ello, Ifigenia
trazó un plan de huida: expondría que ambos prisioneros habrían tocado la imagen de
la diosa y que tanto ellos como la imagen necesitaban ser purificados en el mar; con
esa argucia Ifigenia consiguió engañar al rey Toante. Mientras huían, un mensajero
llegó para advertir al rey; tras un intento fallido de distraer su atención por parte del
coro de cautivas griegas, el mensajero advirtió al rey de la huida; y, cuando el rey se
disponía a perseguirlos, apareció la diosa Atenea, anunciando el destino de los jóvenes,
la instauración de los cultos de Artemis Taurópolo y de Ifigenia Brauronia en Halas,
en el Atica, y el establecimiento de la ley por la que la igualdad de votos conllevaba
la absolución. El dramaturgo creó en la práctica el viaje de un Orestes todavía perse­
guido y su llegada a la Táurica, en virtud de un oráculo, en busca de la imagen de
Artemis para el cese de la persecución de aquellas Erinies que no quedaron conven­
cidas en el juicio del Areópago; y, de igual manera, desarrolló en un solo argumento
el sincretismo aleccionador de las diferentes Ifigenias del acervo cultural griego.

22.5. En Hélena (Ε λένη ) se ofrecía la leyenda de la heroína Hélena, con un


enfoque distinto del asunto troyano tradicional, comenzando con una intervención
primera de la protagonista sobre su entorno nuevo (vv. 1-67). En Egipto, junto al río
Nilo, ante la tumba del rey Proteo, Hélena, suplicante, hablaba del rey ya difunto, que
había vivido en la isla de Faros como soberano de aquellas tierras fértiles y que la
habría acogido tiempo atrás; expuesta su condición de espartana y de hija de Tindáreo
-m ás que de Zeus- y Leda, aludido el motivo del juicio de Paris y mencionada la
Guerra de Troya, contaba cómo Hermes la habría envuelto en una nube, llevada por
el éter y dejada en la mansión de Proteo, esperando la vuelta de su esposo Menelao.
A pesar de la mala fama de Hélena, Teoclímeno, hijo de Proteo y nuevo rey, deseaba
casarse con ella. Con la llegada de Teucro, hijo de Telamón y hermanastro de Ayante,
de Salamina, Hélena, que no fue reconocida, supo de lo acontecido en Troya: la muerte
del propio Ayante, la disputa por las armas de Aquiles, las desapariciones de Menelao
y Hélena, la muerte de Leda y las muertes de los avergonzados Dioscuros y su trans­
formación en dioses. Tras una defensa de su inocencia y una crítica de los mitos,
atendiendo el consejo del coro de doncellas griegas, decidió consultar a Teónoe, hija
de Proteo y hermana de Teoclímeno, sobre el destino de su esposo. Mientras, se pro­
dujo la llegada de Menelao, náufrago y vestido con harapos y jirones, imprecando a
Pélope como origen familiar y exponiendo su paso por Libia y la pérdida de su nave,
no sin antes salvar a su esposa Hélena y ocultarla en el interior de una gruta. Pero una
anciana le anunció que Hélena, la hija de Zeus, estaba en Egipto; entonces, llegaba
Hélena con la respuesta de Teónoe de que su marido aún vivía y, al descubrir al náu­
frago harapiento, huyó; pero los esposos comenzaron a reconocerse, se habló de una
imagen nebulosa y, al final, un mensajero anunció la desaparición de la Hélena de la
gruta en las profundidades del éter. Una vez que se produjo el reconocimiento y tras
mutuas explicaciones, Hélena habló de su lecho intacto y de los deseos nupciales de
Teoclímeno; Hélena prefería la muerte a la boda con el nuevo rey y Menelao se unió
a tal deseo de manera que, primero, la mataría a ella y, luego, se mataría él; pero
Teónoe expuso que Hera deseaba la salvación de los esposos, para mostrar la falsedad
de la boda de Paris y Hélena, mientras Afrodita se oponía. Ante la desesperación de
Menelao y Hélena, decididos a morir, Teónoe les prestó ayuda: Hélena acudió ante
Teoclímeno para anunciar falsamente la muerte de su esposo, como le dijera un náu­
frago -que no era otro que Menelao-, y su deseo de hacer una ofrenda en el mar; tras
contar lo sucedido con la falsa Hélena y una vez hechos los preparativos, se adentra­
ron en el mar y pudieron huir; por último, un mensajero anunciaba la marcha de la
pareja y, al tiempo, los Dioscuros se aparecieron ante Teoclímeo, que tenía la intención
de matar a su hermana Teónoe, y, luego, los dos jóvenes se dirigieron a Hélena, para
anunciar su divinización, y a Menelao, para anunciar su estancia en la Isla de los
Bienaventurados. El autor siguió fielmente la versión del poeta Estesícoro de Hímera
en su Palinodia (cf. PMG 62-63), por la que Hélena no fue a Troya, sino una imagen
suya, mientras ella permanecía en la corte del rey Proteo en Egipto, si bien habría de
apuntarse que también Heródoto hablaba de la estancia de Hélena en Egipto (cf. Hist.
2.112-120), apoyado en parte por la mención homérica, un tanto confusa, de una droga
egipcia con efectos calmantes que la propia Hélena habría recibido como regalo de la
egipcia Polidamna, esposa de Ton, (cf. Od. 4.221-230). Como novedades dramáticas
dignas de mención, además del desarrollo pormenorizado de la estancia en Egipto, se
añadían las circunstancias de que, una vez muerto Proteo, se habría enamorado de ella
el príncipe Teoclímeno, el cambio de la homérica Idótea en Teónoe y la ayuda de ésta
en la huida de Menelao, ahora acompañado de Hélena, frente a los deseos no ya de
su padre sino de su hermano. Tampoco parecía clara la relación argumentai de la te­
tralogía de las Fenicias. En las Fenicias (Φοίνισσαι), centrada en el asedio de Tebas
por los caudillos argivos y en el duelo de Etéocles y Polinices, se incluía un prólogo
aleccionador de Yocasta (vv. 1-87). En Tebas, ante el palacio real, la anciana Yocasta,
de luto, invocando a Helio, relataba los acontecimientos de la saga tebana, desde
Cadmo, pasando por su propio matrimonio con su hijo Edipo, hasta el reparto del trono
entre sus hijos Etéocles y Polinices y su posterior enfrentamiento, al tiempo que ad­
vertía la presencia de Polinices, por entonces casado con una hija de Adrasto, junto
con sus aliados, con la intención de reclamar el poder que le correspondía, ante las
puertas de Tebas. Mientras, desde los muros, un pedagogo le describía a Antigona la
situación de las tropas y la disposición de los caudillos argivos; por su parte, el coro
de fenicias recibió a Polinices dentro de la ciudad en una tregua y pudo contarle a
Yocasta, que mencionó el intento de suicidio del desesperado Edipo, todo lo acaecido,
su boda y su alianza; luego, se presentó Etéocles, pero Yocasta no pudo reconciliarlos;
sin obtener nada, Polinices se marchó; más tarde, Etéocles preparaba con su tío Creonte
la defensa de la ciudad, confiándole, en el caso de su muerte, el cuidado de Tebas,
disponiendo la boda de Antigona con su hijo Hemón y negando la sepultura de Poli­
nices una vez muerto. Reclamada la presencia de Tiresias, éste anunció la muerte del
joven Meneceo, hijo de Creonte, como condición indispensable para la victoria; no
obstante, negándose el padre, el hijo asumió su destino, ofreciéndose en sacrificio; algo
más tarde, un mensajero informó a Yocasta de la muerte heroica del joven Meneceo
y de la situación del conflicto, con los hermanos dispuestos a la lucha individual.
Yocasta, junto con Antigona, se dirigió al frente para suplicar la paz; mientras, llegaba
Creonte con el cadáver de Meneceo para entregarlo al cuidado de Yocasta; y, entonces,
un mensajero anunció las muertes de Etéocles y Polinices y el final trágico de la pro­
pia Yocasta, que se suicidó. Cuando Edipo preguntó por todo lo sucedido, recibió las
explicaciones de Antigona; Creonte se hizo cargo del poder, expulsó a Edipo, dio
sepultura a Etéocles, dejó insepulto el cadáver de Polinices y ordenó la boda de An-
tígona con Hemón; pero la joven pidió lavar el cadáver del hermano y decidió acom­
pañar a su padre, que quiso tocar los cadáveres de sus hijos y de Yocasta y que recordó
la profecía de su muerte en Colono. Con un asunto cercano al desarrollado en los Siete
contra Tebas de Esquilo, las innovaciones de Eurípides consistían en presentar con
vida a Yocasta -como también hiciera en las Suplicantes- , viviendo con el ciego Edipo
en el palacio, que, encerrado por sus hijos, tendría como un último destino, quizás,
novedoso, la partida final al exilio con Antigona tras las muertes de los hermanos
Etéocles y Polinices -no obstante, en Esquilo Edipo habría muerto antes de la lucha
fratricida-, y, sobre todo, el doble encuentro de Polinices con su madre, que buscaba
la paz entre sus hijos -como ocurría en un poema fragmentario de Estesícoro-, y,
luego, con Etéocles, añadiéndose como curiosidad que, lejos de lo habitual, el justo
Etéocles de otras ocasiones representaba el ansia de poder, detentado injustamente en
virtud del pacto de distribución del gobierno por turnos anuales, mientras que el injusto
Polinices de otras ocasiones representaba el respeto por el orden, aspirando justa­
mente a un gobierno que se le negaba. Otras aportaciones dignas de mención fueron
la ταχοσκοττία inicial del pedagogo y de Antigona, al modo épico, el catálogo de los
jefes argivos -si en Esquilo eran Tideo, Capaneo, Etéoclo, Hipomedonte, Partenopeo,
Anfiarao y Polinices, en Eurípides eran Hipomedonte, Tideo, Partenopeo, Polinices,
Adrasto, Anfiarao y Capaneo, con la inclusión de Adrasto en el lugar de Etéoclo, lista
luego repetida en otro orden, Partenopeo, Hipomedonte, Tideo, Capaneo, Adrasto y
Anfiarao, junto con Polinices, y con otra distribución (y algún cambio) de estos jefes
en las puertas, Partenopeo en las puertas Neístas, Anfiarao en las puertas Prétides,
Hipomedonte en los portones Ogigios, Tideo en las puertas Homoloides, Polinices en
las puertas Creneas, Capaneo en las puertas Electras y Adrasto en las últimas puertas
innominadas- y el sacrificio del joven Meneceo, por cierto, criado por Yocasta tras la
muerte de Eurídice, otra innovación euripidea, ya que en Sófocles la esposa de Creonte
moriría después de Hemón, frente al tradicional Megareo, hijo de Creonte, citado otra
vez por Esquilo. Y en Orestes (Ό ρέστη?) se escenificaba de nuevo la saga de los
Atridas, con una palabras de Electra que resumían las viejas desgracias familiares
(vv. 1-70). En Argos Electra contaba la historia terrible de los Tantálidas hasta llegar
a los Atridas Agamenón y Menelao, deteniéndose en la muerte de Agamenón a manos
de Clitemestra y en la muerte de Clitemestra a manos de Orestes, por el consejo de
Apolo y con la ayuda de la propia Electra y del fiel amigo Pílades, y, aludiendo al
estado de postración en el que desde entonces se hallaba Orestes, añadía la decisión
de la ciudad sobre su expulsión y la deliberación sobre un castigo mayor y fatal, si
bien confiaba en su tío Menelao, que había llegado a Nauplia y había enviado por
delante a su esposa Hélena, que lloraba por la muerte de su hermana Clitemestra, al
tiempo que se alegraba con la presencia de su hija Hermione, abandonada por ella
tiempo atrás. No obstante, las relaciones entre Electra y su tía Hélena eran turbias
hasta el punto de rechazar aquélla la propuesta de ésta de honrar la tumba de la reina
muerta; tras la llegada de Menelao, que en el cabo de Málea había sabido de la muerte
de Agamenón a manos de su esposa gracias al dios marino Glauco y que en Nauplia
había tenido noticias de la muerte de Clitemestra a manos de su hijo, Orestes le pidió
ayuda, si bien, ante la opinión desfavorable de Tindáreo, padre de Clitemestra y, por
tanto, su abuelo, que defendía la lapidación del nieto por no haber respetado las leyes
griegas, se negó. Tras varias intervenciones fue decretada la pena máxima contra
Orestes y Electra, que decidieron darse muerte; Pílades, también expulsado por su
padre Estrofio por haber colaborado en el crimen, les aconsejó la venganza: Orestes
decidió matar a Hélena y Electra propuso tomar a Hermione como rehén; cuando
Orestes iba a acabar con Hélena, ésta desapareció; entonces decidieron vengarse de
Hermione, y Menelao, al verse privado de su esposa y de su hija, intentó penetrar en
el palacio; pero, a su vez, los jóvenes amenazaron con prenderle fuego. Finalmente,
la aparición de Apolo junto con una silenciosa Hélena solucionó el conflicto: Hélena
se marchaba ya con los dioses por orden de Zeus como guía de los navegantes, mien­
tras Menelao podría elegir a una nueva esposa, Orestes debía casarse con Hermione y
Pñades debía hacerlo con Electra y, una vez purificado, sería Orestes quien habría de
reinar sobre Argos. En el desarrollo del mismo asunto presentado en las Euménides
de Esquilo, las Erinies (luego, las Euménides) no eran ya las diosas vengativas que
perseguían al protagonista sino un mero producto de su imaginación delirante; Orestes,
solo y abandonado por los dioses -era ésta otra innovación euripidea-, en su desvarío
tramó una venganza contra su propio padre Agamenón mediante las muertes de Hélena
y Hermione; y en este deseo habría de seguirlo su hermana Electra, también resentida
contra Hélena. Nueva era la condena de los dos hermanos por parte de la asamblea
de los argivos y también innovadora era la propuesta de Pñades de vengarse de un
Menelao cobarde y ambicioso con los intentos de las muertes de Hélena, salvada por
Apolo y llevada al éter, y, luego, de Hermione. Y sorprendente era el final: Orestes
(y no el destinado Neoptólemo) se casaría con Hermione, Pñades lo haría con Electra
y Tindáreo y el pueblo de Argos abandonarían por la intervención de Apolo sus ansias
de justicia y de venganza contra Orestes, que habría de ser su nuevo rey; con todo ello
habría de producirse la vuelta a una normalidad política, legal y religiosa que se rom­
pió mucho tiempo atrás.

22.6. La última tetralogía sería la compuesta por Ifigenia en Áulide, Alcmeón en


Corinto (Alcmeón II) y las Bacantes, con dos piezas de la misma conservadas, Ifigenia
en Áulide y las Bacantes, y una pieza perdida, Alcmeón en Corinto, un melodrama
novelesco y lleno de peripecias en la misma línea del Ión descrito con anterioridad.
En Ifigenia en Áulide (Ιφ ιγ έν εια ή έν Αύλίδι) se retomaba el asunto troyano, con
un Agamenón dubitativo cuya única justificación posible era otra vez una vieja histo­
ria, (vv. 49-114). En el campamento griego levantado en Áulide, en la costa de Eubea,
Agamenón dialogaba con un anciano, servidor fiel palaciego, a la par que se mostraba
angustiado con una tablilla que escribía y borraba. Tras mencionar el juramento de
Tindáreo, realizado por los pretendientes de Hélena, y la elección de Menelao como
su esposo, el rey de Argos aludía a la formación del ejército griego y a su elección
como jefe de la expedición y mencionaba la estancia forzosa en Áulide por la impo­
sibilidad de navegar y las palabras del adivino Calcante por las que habría de realizarse
necesariamente el sacrificio de su hija Ifigenia en honor de Ártemis para hacerse a la
mar y destruir Troya; y añadía cómo, si bien en un primer momento habría tomado la
decisión de proclamar la licencia del ejército mediante el mensajero Taltibio ante tal
condición, luego, convencido de lo contrario por Menelao, habría escrito una tablilla
falsa, en la que le pedía a Clitemestra que enviara a Ifigenia para entregársela en ma­
trimonio a Aquiles, artimaña sólo conocida por Calcante, Odiseo y los Atridas. Pero,
arrepentido de ello, le encargó al referido anciano que llevara otra carta a la ciudad
de Argos, en la que le pedía a su esposa que retuviera a su hija, lo que, según el an­
ciano, provocaría la ira de Aquiles, improbable para Agamenón por la ignorancia de
aquella trama por parte del joven héroe. No obstante, descubierto por Menelao y tras
quitarle la tablilla al anciano, le recordó el rey de Esparta a su hermano su deber como
jefe expedicionario, si bien éste se quejó del sacrificio de su hija por la acción de una
mala esposa y de un juramento injusto; entonces, estaba acercándose ya Ifigenia,
acompañada por Clitemestra y Orestes, aún niño; y, cuando Menelao, llevado por su
amor fraternal, cambió de opinión por creer injusta la muerte de su sobrina por las
acciones de su esposa, fue Agamenón quien mantuvo la decisión del sacrificio sangriento
de su hija por el temor ante una sublevación de las tropas griegas, ya avisadas del
destino de la joven, y por la desconfianza inspirada por Calcante y por Odiseo. Una
vez que llegó Ifigenia vestida de novia y con su dote, se dispuso la boda falsa; pero
la llegada de Aquiles, ajeno a la boda, descubrió el engaño, confirmado por las palabras
de un anciano, por lo que el héroe se prestó a la defensa de la joven; cuando llegó
Agamenón para reclamar a Ifigenia, su esposa Clitemestra le habló de su propia boda
forzada, de la muerte de su primer marido, Tántalo, y de su hijo a manos del propio
Agamenón y, entre amenazas, le explicaba lo innecesario del sacrificio de Ifigenia por
Hélena, siendo, en todo caso, más lógico el sacrificio de Hermione. Ante la incom­
prensión y las reticencias de la propia Ifigenia, Agamenón expuso la necesidad del
sacrificio en el nombre de Grecia; cuando Aquiles defendió a la joven, casi apedreado,
fue desobedecido incluso por los mirmidones; y se esperaba la llegada del mismo
Odiseo para llevársela. Finalmente, Ifigenia aceptó el sacrificio por su país ante los
elogios de Aquiles; más tarde, un mensajero, relató el sacrificio en el que colaboraron
Calcante y el propio Aquiles; pero, en el momento final del sacrificio, apareció una
cierva ensangrentada en su lugar; así, los griegos podían partir, mientras Ifigenia había
volado hacia los dioses. Todo ello se lo confirmó Agamenón a Clitemestra; y, entre­
gándole a Orestes, le pidió que regresara al palacio mientras él partía hacia Troya. Con
el desarrollo de una historia, el sacrificio de Ifigenia, incluida ya en las Ciprias de
Estasino y en la Orestea de Estesícoro, las innovaciones míticas eran mínimas, pero
relevantes: así, sería un motivo aportado la inclusión de las cartas de Agamenón a su
esposa Clitemestra; serían tres y no dos las hijas de Zeus y Leda, la novedosa Febea,
Clitemestra y Hélena; y con cierta inquina Eurípides hacía a Odiseo no hijo de Laertes
sino del malvado Sísifo, en la misma línea de Sófocles en Ayante y en Filoctetes', de
igual manera, incluía a un tal Tántalo, primo de Agamenón, como primer esposo de
Clitemestra, con quien habría tenido un hijo -ambos, esposo e hijo, serían asesinados
por el Atrida-; y el propio final de Ifigenia, cuya esencia habría cambiado desde la
timidez al arrojo, era un tanto sorprendente: ni sólo murió ni fue llevada a otras tierras,
sino que murió y, luego, apareció viva, si se quiere, resucitó; y, de esta manera, todo
enlazaba con la versión mitológica de Ifigenia y su estancia entre los Tauros, ya dra­
matizada. Y en las Bacantes (o las Bacas) (Βάκχαι) se exponía una nueva visión del
mundo dionisíaco, en un momento histórico y social concreto, caracterizado por la
introducción de una nueva religión mucho más intimista en toda Grecia, plasmada en
la disputa familiar entre Dioniso, hijo de Zeus y Sémele, y su primo Penteo, hijo de
Equíon y Ágave, y con el momento inicial marcado en la intervención reveladora del
propio Dioniso, con los sucesos previos a su llegada a Tebas, (vv. 1-63). En el palacio
de Cadmo, en Tebas, Dioniso contaba a grandes rasgos su vida, su nacimiento tebano
y su llegada desde las tierras lidias, frigias, persas, bactrias y medas y de Arabia y
del resto de Asia; una vez establecidos los ritos, había llegado a Grecia, comenzando
por Tebas, ciudad hostil en la que incluso las hermanas de su madre Sémele habían
dudado de la paternidad de Zeus; por esa circunstancia se apoderó de ellas - y de todas
las tebanas- el delirio dionisíaco; como el rey Penteo no admitiera el nuevo culto,
Dioniso había decidido imponerlo para marchar a otro lugar más tarde; y, si, a pesar
de todo, la ciudad rechazaba su presencia, estaba dispuesto a atacarla con su ejército
de ménades, su tíaso de lidias. Tras esta intervención se marchó junto a las bacantes
de los valles del Citerón; luego, llegó el adivino Tiresias y, a su reclamo, se presentó
el viejo Cadmo; vestidos ambos como bacantes, decidieron marchar al monte; en eso
llegó Penteo, criticando el comportamiento de las mujeres tebanas y habiendo apresado
a muchas de ellas; pero faltaban todavía su tía Ino, su madre Agave y su otra tía
Autónoe; y mostró el rey su deseo de apresar al joven lidio que se proclamaba dios,
es decir, a Dioniso. Tras reprocharles Penteo a Tiresias y a Cadmo sus comportamien­
tos inadecuados, defendió el adivino la importancia de la diosa Deméter, en suma, la
Tierra y sus alimentos, y del dios Dioniso, inventor del vino; pero Penteo decretó la
persecución de Dioniso y su muerte por lapidación; cuando llegó un sirviente, acom­
pañado de unos guardias, con Dioniso preso, se supo que las bacantes capturadas
habían escapado de la cárcel; tras varias amenazas Penteo mandó encadenar a Dioniso,
que, más tarde, revelaría todo lo sucedido; con ilusiones el dios había engañado a
Penteo, que, en realidad, no lo habría atado a él, sino a un toro, y que, en medio de
un incendio terrible, habría creído degollarlo en vano; y, finalmente, el palacio quedó
destruido. Entonces, un mensajero refirió los hechos de las bacantes en un monte; y,
cuando Penteo se disponía a atacarlas, Dioniso consiguió que se disfrazara de mujer,
infundiéndole una cierta locura; mientras Dioniso incitaba a Penteo a ser espía de la
escena, por su parte Penteo creía ver en Dioniso a un toro; descubierto Penteo, fue
Agave, su madre, la que alertó de su presencia; finalmente, el mensajero contó lo
sucedido: hallado el hijo, su madre lo atacó y entre todas ellas lo descuartizaron; y
también fue su madre la que clavó su cabeza en un tirso. Ya en Tebas Cadmo consiguió
hacerle ver a Ágave lo sucedido con su hijo Penteo, que habría muerto en el mismo
lugar en el que lo hiciera su primo Acteón, como un castigo divino; finalmente, Dio­
niso anunciaba el destino de Cadmo y Harmonía y su transformación en serpientes,
sus victorias sucesivas hasta su derrota en un santuario de Apolo y su transporte, por
Ares, a la Tierra de los Bienaventurados con el permiso de Zeus, mientras sus hijas
partían al destierro. En las líneas arguméntales de varias obras anteriores, especialmente,
el drama de Prátinas de Fliunte titulado las Dimenas o las Cariátides y, sobre todo,
las dos tetralogías de Esquilo, la Licurgea, formada por los Edonos, las Básaras y los
Muchachos junto con Licurgo, y el conjunto innominado sobre Dioniso, Sémele o las
Aguadoras, las Cardadoras de lana y Penteo junto con las Nodrizas (o las Nodrizas
de Dioniso), y, en una menor medida, el drama satírico de Sófocles titulado Dioniso
niño, en el caso de no existir ninguna incompatibilidad cronológica, sin obviarse los
tratamientos de Polifrasmon en la Licurgea, de Iofonte en las Bacantes y de Jenocles
también en las Bacantes, el mito dionisíaco que se ofrecía en esta obra de Eurípides
era completo y tradicional y, por ello, la innovación no era del todo frecuente: no
obstante, existía una aportación bastante curiosa, en unas palabras de Tiresias, como
era que el dato cierto de que, rasgado un trozo del éter (ρήξας μέρος ... αίθέρος),
Zeus habría moldeado una imagen falsa de Dioniso que habría de ser entregada a la
enojada Hera como rehén (έθηice τόνδ’ ομηρον έκδιδούς), fue convertido con el paso
del tiempo en la noticia aceptada de que Dioniso hubiera estado cosido al muslo
(έν μηρω Διός) de Zeus, tras la muerte fulminante de su madre, por la evolución
popular de la realidad. Y otros datos fueron que el castigo de Acteón habría tenido su
origen en la soberbia del joven, que se creía mejor cazador que Artemis, o bien que
se omitía a Polidoro, el hijo de Cadmo, que, no obstante, sí aparecía en las Fenicias,
para acentuar la circunstancia de que, con las muertes de sus nietos Acteón y, luego,
Penteo, se anunciaba el final de la familia; y habría de añadirse la figura de Lisa, la
locura rabiosa, que también presidía el Heracles euripideo. Por lo demás, esta obra
postrera se volvía un manual perfecto de los ritos básicos de la religión dionisíaca por
la riqueza de sus detalles.

22.7. Por último, en Reso ('Ρήσος), pieza de autoría siempre discutida, unas
veces euripidea, otras sofoclea y otras, sin más, espuria y anónima, aun sin grandes
razones para ello, por lo que no sería excesivamente incorrecta su consideración
probable de obra euripidea, se plasmaba un asunto troyano, con la figura inicial de
Héctor, confiado falsamente en el final bélico, (vv. 52-75). En el interior de la ciudad
de Troya, sitiada por los griegos, Héctor, el corifeo del coro de los centinelas y, más
tarde, Eneas conversaban sobre la situación del conflicto; así, las hogueras que brilla­
ban en el campamento de los griegos, junto al fondeadero de las naves iluminado con
antorchas, eran la señal de la retirada del ejército enemigo, según Héctor; pero Eneas
no era de la misma opinión, por lo que se decidió el envío de un espía; y se ofreció
voluntariamente Dolón, que recibiría como pago postrero de tal servicio los caballos
de Aquiles, trayendo como prueba del encargo la cabeza de Odiseo o, si ello no fuera
posible, la cabeza de Diomedes. Mientras, un pastor, a modo de mensajero, informaba
a Héctor de la llegada de su amigo y aliado Reso, hijo del río Estrimón y la musa
Terpsícore y rey de los tracios, un tanto jactancioso, con sus numerosas tropas; pero
tal circunstancia, favorable para el coro vigilante, no fue excesivamente bien vista por
Héctor, que le reprochó su tardanza al propio Reso; excusándose, sin embargo, el rey
tracio con el estallido de un conflicto con los escitas, mostraba su intención de acabar
por sí mismo con el conflicto troyano. Durante esa misma noche se había producido
junto a la flota griega la muerte de Dolón a manos de Odiseo y Diomedes; con la
llegada del nuevo día, ya como espías infiltrados en Troya, llevados por el deseo de
acabar con las vidas de Héctor, Eneas o Paris, la diosa Atenea les propuso la muerte
de Reso, auténtico peligro para la victoria griega. Ante la llegada inesperada de Paris,
para anunciarle a Héctor posiblemente la presencia de espías, Atenea, transformada en
Afrodita, lo tranquilizó; una vez consumada la muerte del aliado troyano y de otros
soldados, los espías griegos se apoderaron de sus caballos y huyeron; descubierta por
los centinelas la presencia de Odiseo, que logró escapar astutamente, el auriga de Reso
contó la muerte de su amo, culpando a los troyanos. Finalmente, apareció Terpsícore
con su hijo en los brazos y, conformando las identidades de los asesinos, profetizó la
divinización del difunto, al tiempo que anunciaba la muerte de Aquiles; y, entonces,
comenzó una nueva batalla en cuya victoria confiaba Héctor. Presentada como una
dramatización afortunada de la Dolonía homérica (cf. II. 10), esta obra postrera y de
valores discutidos mostraba una gran fidelidad a la tradición épica con alguna novedad,
junto con algún detalle menor y anecdótico como la contraseña troyana “Febo”, las
continuas referencias a los astros, el cambio inusual de la diosa Atenea en la diosa
Afrodita y la intervención final de la musa Terpsícore.

22.8. En cuanto a las tragedias euripideas fragmentarias, destacaban, por el


estado de conservación y también por sus aportaciones míticas, Alcmeón en Corinto,
Alejandro, Andrómeda, Antigona, Antíope, Arquelao, Belerofontes, Cresfontes, los Cre­
tenses, Crisipo, Dánae, Dictis, Eolo, Erecteo, Estenebea, Faetonte, Frixo I y Frixo II,
Hipsípile, Ino, Melanipe la cautiva y Melanipe la sabia, Meleagro, Pirítoo y Télefo.
Así, en Antigona (’Αντιγόνη), con una mención nostálgica del tiempo pasado (fr. 157
Nauck2-Snell) y con la muerte y el funeral de Polinices además de un debate dramático
al cargo de Antigona o de Hemón, a modo de justificación de las exequias de Polinices,
(fr. 176 Nauck2-Snell), habrían de advertirse, frente al drama sofocleo, unas circuns­
tancias precisas, por un lado, que Hemón y Antigona no eran novios, sino esposos,
y, por otro lado, que tuvieron un hijo llamado Meon; en esta obra, probablemente,
Dioniso, tras contener la ira de Creonte, habría vaticinado la boda de los jóvenes y el
nacimiento del niño referido. En Erecteo (Έ ρεχθεύς), uno de sus dramas de mayor
calado político, aparecía Praxítea, la esposa de Erecteo, decidida a entregar a su hija
en sacrificio por su patria, (fr 360 Nauck2-Snell, vv. 1-55). En la ciudad de Atenas,
enfrentada con Eleusis y ante la invasión del Ática por Eumolpo, hijo de Posidón y
aliado de los eleusinios, con un ejército tracio, el rey Erecteo, casado con Praxítea y
padre de tres hijas, consultó el oráculo délfico, obteniendo como respuesta el sacrificio
de su hija mayor; una vez sacrificada ésta, se suicidaron sus hermanas, que, no en vano,
habían jurado no sobrevivir si se producía tal circunstancia; Erecteo venció y liberó su
tierra; una vez caído Eumolpo en la batalla, Posidón consiguió que Zeus fulminara a
Erecteo; finalmente, Atenea consagró el Erecteon como un lugar de culto en honor del
héroe muerto. Además, en dos ocasiones recreó el mito novelesco de Melanipe, hija del
viejo Eolo, el hijo de Helén, e Hipo (o Hipe), la hija del Centauro Quirón, y madre de
Beoto y Eolo. En Melanipe la cautiva (Μελανίππη ή δεσμώτι?), probablemente, la
protagonista -mejor que la reina Teano-, presa, elogiaba las virtudes femeninas (fr. 494
Kannicht [=frs. 499 y otros Nauck2-Snell;//: 13 (a) Page], vv. 1-29). Melanipe (o Arne),
unida al dios Posidón -aunque tal circunstancia no mereciera crédito alguno-, quedó
encinta; enviada por su padre junto al rey italiano Metaponto, por entonces, de viaje por
Tesalia, y su esposa Teano (o Autólite), dio a luz en el palacio a unos gemelos, Beoto
y Éolo, que fueron expuestos, si bien recibieron los cuidados de unos pastores; más
tarde, quizás, ante la esterilidad de la reina, serían adoptados por el propio rey; pero,
al quedar la reina encinta y al dar a luz a dos gemelos propios, pensó en deshacerse
de los gemelos adoptados, acudiendo para ello a la ayuda de sus tíos; descubierto el
plan criminal por Melanipe, ésta fue encarcelada; Beoto y Éolo se defendieron de la
peligrosa conspiración y mataron a los tíos de la madre adoptiva; luego, cuando su­
pieron que Melanipe era su madre auténtica, regresaron y la liberaron, produciéndose,
posiblemente, entonces el suicidio de la reina; finalmente, el dios Posidón confirmó la
identidad real de los jóvenes y ordenó la boda de Metaponto y Melanipe, en adelante,
la nueva reina. Y en Melanipe la sabia (Μελανί ππη ή σοφή) la protagonista revelaba
su linaje familiar en el prólogo (fr. 481 Kannicht [= frs. 481 y otros Nauck2-Snell;
fr. 14 Page], vv. 1-22). Melanipe, durante la ausencia de su padre Éolo, condenado a
un año de destierro, dio a luz a unos gemelos de Posidón; prohibiéndole el dios revelar
su identidad, los niños permanecieron ocultos en un establo, al cuidado de unas vacas;
al regresar Éolo, decidió acabar con tales niños extraños, lo que forzó a Melanipe
a revelar que ella era su madre; airado el padre de la joven, decidió acabar no sólo
con los niños sino también con la misma Melanipe; finalmente, intervino Posidón
(o Hipo), se reveló la identidad paterna y se profetizó que los gemelos llegarían a ser los
héroes epónimos de Beocia y de Eólide. Y, por último, en Télefo (Τήλεφος) Eurípides
abordó en amplitud una leyenda tratada ligeramente por Esquilo y por Sófocles, con
un prólogo en el que el propio Télefo, hijo de Heracles y Auge y, más tarde, heredero
del rey misio Teutrante, exponía sus circunstancias (fr. 696 Kannicht | = frs. 696 y otros
Nauck2-Sncll; fr. 17 Page], vv. 1-13). Télefo, rey de los misios, fue herido en el muslo
por el propio Aquiles en el primer intento expedicionario griego contra Troya; como la
herida nunca sanó, más tarde, el rey misio, cubierto de harapos, se presentó en Aulide,
en el campamento de los griegos, pidiendo la curación a cambio de una información
útil sobre el camino que habría de tomar la nueva expedición; pero, reconocido por los
enemigos, se refugió en un altar, tomando como rehén al pequeño Orestes por consejo
de Clitemestra; finalmente, curado por Aquiles con la herrumbre de su lanza, Télefo
condujo la flota griega hasta Troya.

22.9. También habrían de añadirse algunos dramas satíricos relevantes, si bien


poco conocidos, como Autólico I (y, quizás, Autólico II), Busiris, el Cíclope, Euristeo,
los Segadores y Sísifo. En Busiris (Bouoipiç) abordaba un asunto egipcio, con unos
versos sobre la esclavitud (fr. 313 Nauck2-Snell). El egipcio Busiris era un rey de
una crueldad extrema, lo que obligó a huir al también rey Proteo; como practicara el
sacrificio de los extranjeros, apresó a Heracles a su paso por aquellas tierras; pero el
héroe pudo liberarse, dando muerte al propio Busiris y a su hijo Anfidamante. En el
Cíclope (Κύκλωψ), un drama satírico conservado en su integridad y, quizás, la pieza más
significativa del género, posiblemente, tras las huellas de otro drama satírico también
titulado el Cíclope de Aristias de Fliunte, el hijo del viejo Prátinas, (cf. TrGF 9F4)
se ofrecían unos ligeros intercambios de pareceres sobre la justicia y la democracia y
sobre la vida civilizada y la vida salvaje bajo la forma de una representación extrema
ejecutada coralmente por Sileno y los Sátiros, Odiseo y el Cíclope Polifemo, con un
comienzo adecuado en boca del citado Sileno, dirigido a Dioniso, (vv. 1-40). En Sicilia
Sileno recordaba las penalidades sufridas junto a Dioniso y, en su búsqueda del dios,
raptado por unos piratas tirrénicos, su llegada a la isla del Etna, en cuyas cuevas soli­
tarias vivían los Cíclopes homicidas; y añadía cómo vivían, a modo de esclavos, en la
casa de uno de ellos, el Cíclope Polifemo, cuidando sus rebaños y su hacienda. Una
vez que llegaron de las colinas los Sátiros, Sileno advirtió la presencia de una nave en
la playa: unos remeros, al mando de su jefe, avanzaban con vasos y jarras vacíos; era
Odiseo de Itaca, que, en su viaje desde Troya, había sido arrojado a Sicilia. El héroe,
que quería conseguir agua y provisiones a cambio de vino, les dio el vino de Marón y
fue preguntado por los sucesos troyanos y por Hélena, merecedora de castigos; cuando
estaba a punto de recibir de ellos corderos y quesos de leche cuajada, llegó el Cíclope;
una vez que se escondieron a su pesar en el interior de la cueva por el consejo de
Sileno, el Cíclope creyó que sus esclavos y sus propiedades habían sido víctimas de
piratas o de ladrones; pero, sorprendentemente, el cobarde Sileno acusó a los griegos;
defendiéndose en vano Odiseo de tal acusación, el incrédulo Cíclope mandó preparar
con ellos un magnífico banquete. Invocados Atenea y Zeus por Odiseo, el Cíclope
mató a dos griegos y los devoró; cuando se dispuso a dormir, por primera vez Odiseo
le ofreció vino en abundancia; luego, decidido a salvar a todos los allí retenidos y
dispuesto a acabar con el Cíclope, planeó Odiseo clavarle una rama de olivo, afilada
y puesta al fuego, en su único ojo; más tarde, ofreciéndole Odiseo el vino por segunda
vez, una vez embriagado el Cíclope, le quemó el ojo; el Cíclope, ya ciego, lamentó la
acción terrible de Odiseo, que, astutamente, se habría presentado ante él como Nadie.
Aunque los persiguió, Odiseo, reconociéndose como tal, y los demás pudieron escapar.
Y se cumplió, así, el antiguo oráculo, por el que el Cíclope habría de ser cegado por
Odiseo a su vuelta de Troya, si bien quedaron anunciadas nuevas desdichas venideras
para Odiseo. Inspirado en el famoso pasaje de la Odisea (cf. 9.105-505) y en otros
tratamientos posteriores, con la figura bien caracterizada del Cíclope Polifemo, hijo
de Posidón y la Ninfa Toosa, los cambios de la pieza fueron mínimos, muchas veces
asentados en algunas exigencias dramáticas y escénicas: así, junto con la considera­
ción ya ensayada de Odiseo como hijo de Sísifo y no de Laertes por su astucia y la
presentación de Polifemo como antropófago, se redujo la duración del episodio a unas
horas frente a la noche y los dos días de Homero, el encuentro de Polifemo y Odiseo
se producía frente a la cueva del gigante, mientras que en Homero Odiseo entraba
en la cueva y allí esperaba la llegada del Cíclope, y respetaba la vida de la mayoría
de los griegos frente al relato homérico; además, la cueva no estaba cerrada por una
roca, sino que permanecía abierta y el Cíclope no sólo se alimentaba de leche sino
también de carne, mientras que la soledad homérica de Polifemo la alteraba en esta
ocasión las presencias de Sileno y los Sátiros, convertidos en unos pastores al servicio
forzoso del Cíclope. Y en Sísifo (Σίσυφο?) también se perseguía, al igual que ocurría
con el Cíclope, la recreación humorística de un personaje legendario y popular, con
una mención algo extraña de Heracles, el hijo de Alcmene, (fr. 673 Nauck2-Snell). En
este caso, en relación con los varios episodios protagonizados por el astuto y malvado
Sísifo, que, quizás, aparecería en la escena soportando el castigo de la pesada roca,
podría tratarse o bien de su vuelta al mundo de los vivos desde el Hades, aduciendo el
desprecio de su mujer por sus propias honras fúnebres, lo que, en cierta forma, incluía
en esta pieza dramática algunos elementos presentes en Alcestis, con las intervenciones
probables de Heracles y de la propia Muerte, o bien una versión de la fundación de los
Juegos ístmicos en honor de su sobrino Melicertes, equiparándose con ello a Heracles,
fundador de otros Juegos Griegos.

23. Entre los dramaturgos de los comienzos del género (siglos VI-V a.C.) el
tratamiento mítico había ido conformándose con decisión. El primer testimonio que
nos ha llegado pertenecía al drama Penteo (Πενθεύς) de Tespis, con una alusión precisa
a la piel de cervatillo, usada a modo de túnica exterior, inserta en un contexto dionisíaco
ÇTrGF lF lc); y del mismo autor eran una reflexión sobre la actitud de Zeus, alejado
del placer desmedido, incluida en una obra incierta (TrGF 1F3), y un pasaje también
incierto -quizás, otra vez del mismo Penteo- de posible tono campestre y dionisíaco
con las menciones comunes del cornígero Pan y de Dioniso Bromio (TrGF 1F4).
De la producción de Quérilo, el autor de Álope (Άλόττη), no nos ha llegado casi nada;
sólo habrían de señalarse sus imágenes curiosas, incluidas, quizás, en algún relato
mitológico incierto, sobre las piedras como los huesos de la tierra (TrGF 2F2) y de
los ríos como las venas de la tierra (TrGF 2F3), durante un tiempo atribuidas erró­
neamente al poeta épico Quérilo de Samos (cf. fr. 26 Bernabé [= frs. 11-12 Kinkel]);
por lo demás, sobre la autenticidad del drama en el que se aludía al río Erídano
-en cuyas aguas pereciera el joven Faetonte- (TrGF 2F4) habría algunas dudas ra­
zonables y, en este caso, podrían atribuirse al épico Quérilo antes referido (cf. fr. 4
Bernabé [= fr. 14 Kinkel (= FGrHist. 696F34)]). Frínico esbozó múltiples asuntos;
en Alcestis (’Ά λκηστις), como quedó señalado con anterioridad, si tradicionalmente
Perséfone (o Core) libró a Alcestis de la muerte, Heracles, tras vencer a la Muerte
personificada (θάνατος), armada con una espada, con la que debía cortar un mechón
de la cabellera de la esposa de Admeto, devolvía a la protagonista desdichada al mundo
de los vivos (TrGF 3Flc-3, esp. TrGF 3F2, sobre Heracles y la lucha decisiva con
la Muerte); eran igualmente interesantes los restos de las Pleuronias (o las Mujeres
de Pleurón) (Πλευρώνιαι), sobre el origen de la ciudad de Pleurón y la toma de
dicha ciudad por los etolios (TrGF 3F5) y sobre la leyenda de Meleagro, hijo de Eneo
(en otras versiones, hijo de Ares) y Altea, y del tizón mágico y vital (TrGF 3F6): si
hasta entonces la muerte de Meleagro era una consecuencia de la acción directa de
Apolo, como atestiguaba Hesíodo en el Catálogo de mujeres o las Eeas (cf. fr. 25
Merkelbach-West, vv. 9-13) y en el Descenso de Pirítoo (cf. fr. 280 Merkelbach-West,
vv. 1-2), en esta obra se recogía por primera vez el motivo del leño fatal, posiblemente,
tomado de las leyendas etolias, luego elaborado por el poeta Baquílides en uno de sus
epinicios en honor de Hierón I de Siracusa (cf. 5.56-175), Esquilo en las Coéforas
(cf. vv. 602-611), Sófocles en Meleagro (cf. frs. 401-406 Radt) y Eurípides en otro
Meleagro (cf. frs. 515-539 Nauck2-Snell); y en una obra incierta se hacía una alusión
al troyano Troilo, el hijo menor de Príamo y Hécabe, amado en esta versión por el
griego Aquiles, (TrGF 3F13). Y Prátinas se sirvió de los argumentos míticos en una
misma línea de trabajo; además de la alusión única al canto de la codorniz en las
Dimenas o las Cariátides (Δύμαιναι ή Καρυάτιδες) (TrGF 4F1 [= PMG 711]), entre
sus fragmentos destacaría un famoso hiporquema de tono dionisíaco, que, posiblemente,
procedía de uno de sus dramas satíricos, (TrGF 4F3 [= PMG 708]). Y, como sería hasta
cierto punto normal, en muchos casos era muy poca la diferencia con los tratamientos
de otros autores de mayor peso.

24. Entre los dramaturgos contemporáneos de los grandes trágicos (siglo V a.C.)
sucedía algo bastante parecido. De Euforión podría decirse bastante poco, salvo que era
uno de los candidatos a la autoría del drama todavía esquileo Prometeo encadenado
(Προμηθεύς δεσμώτης). En relación con Aristarco, autor de Tántalo (Τάνταλος), po­
drían apuntarse unas palabras del propio Tántalo, ejemplo claro de uno de los castigos
eternos, sobre la sabiduría y la palabra (TrGF 14Flb). Y también cabría mencionar
la descripción tópica de Eros (o Amor) en un drama incierto (TrGF 14F2). Sin duda,
el dramaturgo más sorprendente fue Neofron con una versión magistral de Medea
(Μήδεια) -prácticamente contemporánea de otra Medea, obra de un desconocido
Eurípides, sobrino de otro desconocido Eurípides-, que, al parecer, debió ser la fuente
precisa de la obra -y, quizás, adaptación personal- del Eurípides por antonomasia,
por más que todo ello por alguna causa incierta le pasara inadvertido a Aristóteles en
su Poética; de la pieza dramática primera se han conservado algunos fragmentos de
interés indudable: una intervención de Egeo tras su llegada a Corinto y su encuentro
buscado con Medea para que fuera ella quien intentara revelarle el contenido del oráculo
recibido en Delfos -circunstancia ésta no tan explícita en la obra euripidea- (TrGF
15F1), el célebre monólogo de Medea con sus vacilaciones inevitables (TrGF 15F2) y
la adlocución última de Medea a Jasón, anunciándole el final que le estaba destinado,
(TrGF 15F3). Y, por su parte, Ión ocupó un puesto excepcional en el panorama trágico
de su tiempo; en Agamenón (’Αγαμέμνων) se hacía una referencia precisa al regalo
con el que Clitemestra premiaría al mensajero -para Séneca, Euríbates- cuando, al
fin, anunciara la vuelta de su esposo Agamenón (TrGF 19F1); en el aparentemente
misterioso Gran drama (Μεγα δράμα) debió abordarse la leyenda de Prometeo y el
robo del fuego, al parecer, con una alusión a la frágil férula (TrGF 19F15); en los
Guardianes (Φρουροί) se abordaba el episodio del encuentro de Odiseo y Hélena en
Troya, aludiéndose a la toma de la ciudad asiática, con una primeras intervenciones
destinadas a conocer el sentir de la esposa de Menelao y las razones de su marcha
con el extranjero Paris (TrGF 19F43b); y en el drama satírico Ónfale ( Όμφάλη)
(TrGF 19F17a-33a) se planteaba la esclavitud de Heracles en el palacio de Ónfale,
la reina de Lidia, comenzando con la llegada de Hermes y Heracles, vendido en esta
ocasión por el dios referido a la reina lidia por la muerte de ífito, el hijo de Éurito,
el rey de Ecalia, a la tierra de Pélope, en este caso, Frigia (TrGF 19F17a); y en un
pasaje incierto se hacía una ponderación de los poderes esenciales de los dioses axiales,
Apolo y Zeus, (TrGF 19F55); en suma, su dominio argumentai se caracterizaba por el
gusto tradicional acompañado de un cierto deseo de renovación.

25. Además, Aqueo debió abordar en los Azanes (Ά δα νες) los vínculos de este
pueblo griego con el dios supremo Zeus -se trataba de los árcades (o arcadlos), dado
que Azania (o Arcadia) era la tierra de Zan, es decir, de Zeus-, la impiedad de Licaon
junto con el banquete horrible y la transformación en lobo y el sacrificio de víctimas
humanas en honor de Zeus Liceo (TrGF 20F2); en Momo (Μώμος), la personificación
de la burla (o el sarcasmo), con sus consejos a Zeus sobre las bondades del conflicto
troyano ante el problema de la población excesiva de la tierra, se ofrecía una imagen
muy poco grata del dios Ares (TrGF 20F29); en Filoctetes (Φιλοκτήτης), quizás, so­
bre la llegada del héroe a Troya, se recogía el ímpetu de Agamenón (TrGF 20F37); y
en el drama satírico Etón (Α’ίθων), sobre la leyenda de Erisicton -luego recogida con
algunas variantes en el Himno a Deméter de Calimaco-, ahora hijo de Mirmidón, por
cuya insaciable voracidad también fue llamado Etón (TrGF 20F5a, testimonio éste de
Helánico [cf. FGrHist. 4F7], recogido por Ateneo [cf. 15.689b]), se hacía una reflexión
curiosa sobre el amor y el hambre (TrGF 20F6). De las piezas de Iofonte destacaban
tanto su versión de las Bacantes (o las Bacas) o Penteo (Βάκχαι <ή Πενθεύς>), tras
las huellas posibles del drama esquileo Penteo y del drama sofocleo las Bacantes,
con una reflexión probable de Agave sobre los dioses (TrGF 22F2), al modo de las
Bacantes euripideas, como la Destrucción de Ilion (Ίλίου πέρσι?), con los lamentos
últimos de Hécabe y un incendio final, al modo de las Troyanas euripideas. Entre las
obras fundamentales de Agatón, famoso por sus sentencias, habría de señalarse Tiestes
(Θυέστης), con unas palabras marginales -y difíciles de ensamblar con la leyenda
del protagonista- de uno de los fallidos pretendientes de la mano de Anfítea, hija de
Pronacte, otorgada en matiimonio, en una de las distintas versiones del episodio, por
su hermano Licurgo a Adrasto (TrGF 39F3). Y Critias, uno de los dramaturgos de
mayor altura y, quizás, no excesivamente valorado, escribió una probable tetralogía
compuesta por Tenes, Radamantis y Pirítoo, las mismas piezas espurias euripideas,
sobre el descenso infernal de Heracles en la compañía de Teseo para raptar a la joven
Perséfone y sobre la liberación final de Teseo y Pirítoo por el propio Heracles, con
un coro de iniciados eleusinos, posiblemente, ya muertos, junto con Sísifo, un drama
satírico de tono sofístico, sobre la invención de los mismos dioses por la voluntad firme
de los soberanos para el gobierno absoluto de los hombres; de Pirítoo (Παρίθους)
destacaba en el Hades el diálogo inicial entre Eaco, el portero infernal, (TrGF 43F1,
vv. 1-4) y Heracles, que se presentaba detalladamente, (TrGF 43F1, vv. 5-16); y de
Sísifo (Σίσυφος) resaltaba el comienzo reflexivo, de tono cosmogónico, sobre la vida
(TrGF 43F19, vv. 1-4). Por tanto, los contenidos de los dramaturgos del siglo V a.C.
mostraban unos puntos comunes incuestionables, frutos, sin duda, de un mismo entorno
histórico, por más que pudieran apuntarse otros matices distintos.

26. Entre los dramaturgos inmediatamente posteriores (siglo IV a.C.), apegados


a un cierto estilo generacional, también se ahondaba en unas líneas semejantes. Anti-
fonte fue el autor de Andrómaca ( ’Ανδρομάχη) (fr. 30 Page), un drama de asunto
troyano en el que, según Aristóteles (cf. EE 7.4.1239a37 y EN 9.9.1159a27), se acen­
tuaba el sentimiento materno de Andrómaca -en esta ocasión, probablemente, como
madre de Moloso y no como madre de Astianacte- más que en la pieza homónima de
Eurípides, aunándose en sus palabras indivisas las bondades de los hijos y de la casa
(vv. 1-2); sin embargo, se han planteado muchas dudas sobre si el único resto existente
sería parte de la Andrómaca antifontea, en cuyo caso se apuntaría el deseo de alejar
al hijo de un peligro amenazante o de una persona cercana, o de una posible Hécabe
anónima, en cuyo caso se aludiría al terrible destino de sus hijas y a la intención
de evitar tales desgracias; de ser de Antifonte, habría trazado el dramaturgo, junto
con Eurípides, el retrato perfecto de la heroína maternal y abnegada que habría de
contraponerse a la atormentada Medea; y en Meleagro (Me λέαγρός), otra vez según
Aristóteles (cf. Rh. 2.2.1379bí3 y 2.23.1399b25), se exponía la leyenda de la caza del
jabalí de Calidón, advirtiéndose que la finalidad de la llegada de los elegidos etolios,
más que la captura misma, era la demostración palpable del valor virtuoso del héroe
(TrGF 55F2). Astidamante el Joven fue el autor de Alcmeón (’Αλκμέων), según Aris­
tóteles (cf. Po. 14.1453b29), uno de los ejemplos señeros de tragedia griega, con una
cierta defensa de la verdad (TrGF 60Flc); también compuso una versión de Antigona
(Ά ν π γ ό ν η ): si, frente al drama de Sófocles, en la Antigona de Eurípides, Hemón y
Antigona eran esposos y padres de Meon, sólo aludido, posiblemente, en la pieza de
Astidamante se acentuaba el papel de Meon, abordándose su actuación personal, qui­
zás, como uno de los defensores postreros de Tebas, y su reconocimiento final por
Creonte; entre sus obras conservadas destacaban una pieza titulada Héctor ("Εκτωρ)
(TrGF 60Flh-2a), hoy fragmentaria y de inspiración homérica, que suponía una
plasmación novedosa y única de la despedida de Héctor y Andrómaca (cf. II. 6), con
unas palabras de Héctor sobre su yelmo y el miedo de su hijo (TrGF 60F2) y del final
de Héctor (cf. II. 22), con la reacción clara de Aquiles ante el fallo de Héctor en el
duelo (TrGF 60F2a, vv. 14-16), y otra titulada Nauplio (Ναύπλιο?), con unas palabras
del propio Nauplio a su hijo Palamedes por entonces ya muerto (TrGF 60F5). Entre
las obras de Cárcino el Joven destacaron Alope (Ά λόπη ) (TrGF 70Flb), en la que,
según Aristóteles (cf. EN 7.8.1150M0), se enfatizaba el dolor desmesurado del ban­
dido Cercíon, el padre de Álope, que, cuando supo que su hija fue amada por Posidón,
llegó a suicidarse, Edipo (Οίδίπους) (TrGF 70Flf), en la que, según Aristóteles
(cf. Rh. 3.16.1417bl8), Yocasta prometía y hacía concesiones ante quien buscaba al
hijo expuesto, en una alusión posible a su esposo Layo, por lo que Yocasta, como la
Andrómaca antifontea, habría ocultado a su propio hijo por el peligro que por dife­
rentes razones supondría una persona excesivamente cercana, quizás, su propio padre,
y Medea (Μήδεια) (TrGF 70Fle), en la que, según Aristóteles (cf. Rh. 2.23.1400b9)
y con una variación evidente de la obra euripidea, la protagonista, ante la desapari­
ción de sus hijos, fue acusada de haberles dado muerte, lo que fue rechazado por
Medea argumentando que nunca habría matado a sus hijos sino al propio Jasón, in­
sinuándose que el verdadero peligro que se cernía sobre los hijos vendría de otra
persona distinta, quizás, de su propio padre o de algún miembro de su nueva familia;
de las obras conservadas habrían de señalarse Sémele (Σεμέλη), con su crítica dura
sobre la condición femenina, (TrGF 70F3) y, quizás, Tiro (Τυρώ), en la que se apostaba
por la unión de virtud y prosperidad como un requisito de vida y de bienaventuranza,
{TrGF 70F4); y, por último, en un fragmento extenso de una obra desconocida se
planteaban el rapto de Perséfone, la hija de Deméter, por Hades, aquí Plutón, el dolor
de Deméter y los efectos terribles sobre la humanidad, en concreto, tanto sobre la
tierra de Sicilia y las colinas etneas como sobre el resto del mundo, en el más puro
estilo épico (TrGF 70F5). Entre las obras del trágico Queremon, con muchos fragmen-
tos recopilados por Ateneo de Náucratis en su obra simposíaca (cf. libro 13), destacaba
Alfesibea (Ά λφεσίβοια), que se centraba en la historia de Alfesibea, posiblemente,
no la Ninfa de Asia de la que llegó a enamorarse Dioniso, engendrando a Medo, más
tarde, epónimo de los medos, sino aquella joven, también conocida como Arsínoe,
hija del rey arcadio Fegeo, en cuyo palacio de Psofide se purificó Alcmeón, hijo del
adivino Anfiarao y Erifile, perseguido por las Erinies vengadoras por el asesinato de
su madre, recibiendo, tras la curación definitiva que le proporcionara su anfitrión regio,
a tal doncella como esposa; quizás, y con el motivo de unas alusiones a las flores,
el fragmento conservado supondría una descripción detallada y poética de Alfesibea
(TrGF 71F1); también habría de señalarse el Centauro (Κένταυρος), según Aristóteles
(cf. Po. 1.1447b21; cf. etiam Po. 24.1460a2), un drama concebido como rapsodia -por
tanto, de estilo épico evidente-, de variedad métrica acusada, que plantearía, al modo
hesiódico, algún suceso relacionado con el Centauro Quirón más que con el Centauro
Neso con una escena de recogida de flores por parte de unas doncellas otra vez con
un estilo épico bien marcado (TrGF 71F10); y, finalmente, podría citarse Eneo (Οίνεύς),
tras las huellas arguméntales propuestas por Eurípides en su Eneo y por Filocles el
Viejo, el sobrino de Esquilo, también en su Eneo, sobre el destronamiento del etolio
Eneo, rey de Calidón y padre de Meleagro, por sus sobrinos, los hijos de su her­
mano Agrio, y, finalmente, devuelto al poder, según algunas versiones, por su nieto
Diomedes, con una descripción conseguida y sugestiva -también con alguna influen­
cia esperada de las Bacantes de Eurípides- de unas doncellas, posiblemente, unas
ménades, bailando a la luz de la luna y, luego, adormecidas sobre la hierba de la
pradera -la relación de Eneo con Dioniso era estrecha por distintas causas: de su
propio nombre (ΟΙνεύς) vendría el término griego que designaba el vino (οίνος), fue
el primero que cultivó la vid tras recibir de Dioniso la primera cepa plantada en Gre­
cia por su hospitalidad y, quizás, uno de sus pastores habría hallado el procedimiento
de elaborar vino-, ya realizada por el propio Eneo en un momento difícil de precisar,
ya en un momento en el que, quizás, Diomedes llevaría a cabo su venganza contra
Agrio, ya en un momento en el que, quizás, en las cercanías del templo de Dioniso,
posiblemente, Diomedes le aconsejaría a Peribea, la nueva esposa de Eneo, buscar
refugio ante el peligro inminente representado por Agrio (TrGF 71F14). Y Teodectes
compuso unas obras de un interés ciertamente indudable; en Alcmeón (Άλκμέων),
pieza elaborada sobre la muerte de Erifile, la madre odiada de Alcmeón, y los de­
más sucesos acaecidos en Argos, y sobre la purificación de Alcmeón en Psofide y
su encuentro con Alfesibea, posiblemente, la referida Alfesibea, quizás, por enton­
ces ya casada con el protagonista, vertía unas palabras, de influencia euripidea, so­
bre la desgraciada condición femenina, haciendo hincapié en la consideración social
inferior de las mujeres, con una alusión más que probable al caso nefasto de Erifile,
(TrGF 72Fla); y en otro momento de la pieza se ofrecía un diálogo lleno de tintes
legalistas entre Alfesibea y su esposo Alcmeón sobre la muerte, para ellos justa, de la
madre y su ejecutor (TrGF 72F2); en Edipo (ΟΙδίπους) se recogía uno de los dos
célebres enigmas o acertijos de la Esfinge tebana, en concreto, aquél sobre el día y la
noche (TrGF 72F4); en Filoctetes (Φιλοκτήτης) el protagonista, herido en una mano
por una serpiente, a pesar de soportar el dolor durante un cierto tiempo, se rindió y
suplicó drásticamente el fin inmediato de su terrible mal (TrGF 72F5b); en Flélena
(Ε λένη), con la disputa de fondo, según Aristóteles (cf. Pol. 1.6.1255a37), sobre la
esclavitud y sus distintos tipos, se recogía el momento en el que Hélena, capturada
por los vencedores griegos, no reconocía, por su condición natural, su nueva y posi­
ble condición de esclava (TrGF 72F3); en Orestes (Ό ρ έσ τη ς) el joven protagonista
llegaba a reconocer la muerte de su madre Clitemestra como venganza justa por la
muerte de su padre Agamenón (TrGF 72F5); habrían de citarse unos versos, quizás,
de Linceo (Αυγκεύς), drama probable, según Aristóteles (cf. Po. 18.1455b29), sobre
la historia del egipcio Linceo y la danaide Hipermestra y el episodio de la captura del
matrimonio y también de su hijo Abante, con una reflexión sobre la tardanza de los
dioses en ejecutar el castigo impuesto a los hombres, para que el cumplimiento del
mismo obedeciera más a la piedad que al miedo (TrGF 72F8); habría de citarse un
fragmento, quizás, de un posible Tiestes (Θυέστης), con una reflexión sobre el tiempo
como alivio de los males, en este caso, las desgracias terribles sufridas (TrGF 72F9);
y habría de añadirse una súplica a Helio (o el Sol), que constituía el inicio de una
tragedia incierta, para unos Alcmeón y para otros Orestes, si bien no habría de descar­
tarse su atribución posible a Hélena, con una protagonista que reflejaba la actitud de
su marido Menelao y las acusaciones de los griegos, advirtiéndose que en la tragedia
los ruegos a tal divinidad eran más bien propios de quienes defendían su inocencia
(TrGF 72F10); y, sin duda, fue uno de los puntos de referencia obligados de la dra­
maturgia de su tiempo.

27. El tirano Dionisio el Viejo fue el autor de Adonis (’Ά δωνις), pieza sobre la
leyenda de Adonis, hijo de Cíniras y su hija Mirra (o Esmirna), su nacimiento extraño
de su madre convertida en el árbol de la mirra, provocado por la herida de un jabalí,
y la muerte del joven por la acción de Ares, convertido, a su vez, en jabalí, con una
mención imprecisa del jabalí y de las primicias rituales de sus pezuñas (TrGF 76F1);
en Alcmene (’Αλκμήνη), pieza sobre Alcmene, la esposa de Anfitrión amada por Zeus
y madre de Heracles e Ificles, se ofrecía, quizás, a propósito de las desventuras de
Anfitrión, una consideración tópica sobre la felicidad de los dioses y la desgracia de
los hombres (TrGF 76F2); y en Leda (Λήδα), sobre la esposa de Tindáreo amada por
Zeus convertido en cisne, se hacía hincapié en la imposibilidad de la felicidad plena
(TrGF 76F3). Timocles abordaba los poderes del amor y del deseo en un fragmento
dudoso (TrGF 86F1). El cínico Diógenes -o, quizás, alguno de los poetas cínicos
como Filisco y Crates- compuso una obra trágica de aires plenamente cínicos, con
la autosuficiencia y el placer de fondo, con unas palabras de Heracles sobre la virtud
como esclava de la suerte (TrGF 88F3 [= fr. adesp. 374 Nauck2-Snell]); y un frag­
mento también cínico aludía a la música, a Orfeo y al canto de las Musas (TrGF 88F7
[= fr. adesp. 546 Nauck2-Snell]); posiblemente, Crates fue el autor de unos versos
sobre Heracles: si en un fragmento anónimo se apuntaba el sentimiento ampliamente
griego del héroe (fr. adesp. 392 Nauck2-Snell), ahora el filósofo, en un tono evidente
de parodia, apostaba por el cosmopolitismo griego (TrGF 90F1). Y Sosífanes fue el
autor de Meleagro (Μελέαγρος), con una alusión al poder mágico de las jóvenes te-
salias con sus ensalmos (TrGF 92F1). Otra vez los mismos argumentos mitológicos,
pero con unos contenidos filosóficos y retóricos muy elevados, se volvían los objetos
preferidos de los argumentos dramáticos, apoyándose en muchas ocasiones, como, por
otra parte, era de esperar, en las obras previas.

28. A continuación, habría de señalarse la figura del ateniense Mosquión (si­


glo III a.C.), autor helenístico, al menos, de transición, que compuso Télefo (Τήλεψος),
la única obra suya de asunto mitológico hoy conservada, si bien muy parcialmente,
heredera de distintas piezas de Esquilo, Sófocles, Eurípides, Iofonte, Agatón y Cleofonte,
posiblemente, más cercana al Télefo euripideo; se ofrecían las vicisitudes de Télefo,
hijo de Heracles y Auge, ya su exposición y, luego, su conversión en el rey de Misia,
ya -y parecería ésta la mejor solución- su vinculación con el conflicto troyano, por
un lado, en la primera y frustrada expedición contra Troya, en la que fue herido en
el muslo por Aquiles, y, por otro lado, en los inicios de la segunda y definitiva expe­
dición contra Troya, en la que, presentándose como un mendigo cubierto de harapos
en Aulide, fue curado también por Aquiles, convirtiéndose así en el guía certero de la
flota griega, con una alusión central a la identificación del destino con la necesidad
y su poder sobre los dioses y los hombres (TrGF 97F2). El intento de señalar alguna
obra más de asunto mítico tradicional no ha dado frutos seguros.

29. Finalmente, entre los poetas de la Pléyade alejandrina (siglo III a.C.) desta­
caba Sosíteo, con un drama satírico titulado Dafiiis o Litierses (Δάψνις ή Λιτυέρσης·),
sobre la historia del malvado rey Litierses de Frigia, hijo bastardo del rey Midas
y considerado el Segador (θεριστή?) por antonomasia, vencedor siempre en unas
siegas funestas que acababan con las muertes de los vencidos, sobre el pastor
Dafnis, reducido a la esclavitud por Litierses cuando buscaba a su amada Ninfa Talea
(o Talía) -también llamada en otras fuentes Pimplea-, raptada por unos piratas, y sobre
la intervención final de Heracles, decidido a poner fin a las crueldades del rey frigio;
de cierta inspiración euripidea y, especialmente, en sus piezas satíricas, con un tono
cercano a Alcestis y con influencias de los Segadores (Θερισταί), y con un protago­
nismo compartido tanto por Dafnis como por Litierses, como parecía subrayar el título
mismo de la pieza, destacaba el prólogo pronunciado por Sileno (quizás, Marsias, el
Sileno frigio), con alusiones a Midas y sus orejas de asno y al voraz Litierses y su
siega peculiar (TrGF 99F2); y, por último, se apuntaba el final del rey a manos de
Heracles (TrGF 99F3). Licofron fue el autor de los Pelópidas (Πελοπίδαι), una obra
sobre la saga de Pélope, fundamentalmente, Atreo, Tiestes y Plístenes y, quizás, con
algunas alusiones a otros miembros como Crisipo, Piteo, Astidamea e Hipótoe, en la
que se ofrecía una reflexión breve por la que aquellos que deseaban la muerte, no
obstante, retrocedían ante ella cuando se les presentaba (TrGF 100F5). Y Alejandro de
Etolia compuso Dafiiis (Δάψνις·), con Marsias, el Sileno frigio, y una versión novedosa
del aprendizaje de la flauta vinculado con el pastor siciliano Dafnis (TrGF 101F2);
sin embargo, destacaba el posible drama satírico titulado los Jugadores de astrágalos
(Ά στραγαλισταί), sobre la infancia y la juventud del homérico Patroclo, el asesinato
del hijo de Anfidamante -llamado Clisónimo, Eaneo o Lisandro-, por una disputa
en el juego de las tabas, y el destierro final en el palacio de Peleo junto con Aquiles
ÇTrGF 101F1). A beneficio de inventario, un tal Bíoto fue el autor de otra Medea
(Μήδεια), con unas menciones de los filtros y del nacimiento de los hijos, quizás,
alusivas al encuentro de Egeo con Medea (TrGF 205F1); pero su datación imprecisa
impediría del todo el análisis de la evolución de los personajes del drama en una po­
sible comparación con otros tratamientos distintos.

30. Luego, tras la figura axial de Ezequiel (TrGF 128), entre los autores de la
época posterior (desde el siglo II a.C. en adelante) estaría Apolónides, que compuso
un drama, quizás, sobre Dioniso y Penteo (TrGF 152F3) y otro sobre las metamorfo­
sis de Zeus y sus amores (TrGF 152F4), si bien destacaban un fragmento, de difícil
atribución mítica, sobre las excelencias del buen juicio (TrGF 152F1) y otro, quizás,
de la misma obra, más preciso sobre las virtudes de la mujer (TrGF 152F2). Esquilo
de Alejandría compuso Anfitrión (Ά μφιτρύων), de igual nombre que la pieza sofo-
clea, que versaría sobre la unión de Zeus y Alcmene y la llegada posterior del esposo
Anfitrión, y de contenido, posiblemente, semejante, con un reconocimiento expreso
de la discreción oportuna (TrGF 179F1). Gneo Pompeyo Macro fue el autor de una
Medea (Μήδεια), la postrera en la lista considerable de piezas de igual nombre, con
una novedosa adlocución maternal de Medea a sus hijos (TrGF 180F1). Y, por último,
un desconocido Serapión, vinculado con los oráculos délficos y autor de epinicios y
tragedias, compuso una obra de asunto desconocido, quizás, con alguna alusión a la
Sibila, (TrGF 185F1). Los asuntos mitológicos eran otra vez similares; y ya en los
últimos momentos la extensa tragedia griega comenzaba a compartir el protagonismo
con la pujante tragedia romana.

31. También habría de señalarse el escaso contenido de las tragedias que era
ajeno a la mitología clásica. Reflexionaba sobre todo ello, no obstante, sin agotar el
tema en cuestión, ciñéndose, en concreto, a la labor del dramaturgo Agatón, otra vez
Aristóteles (Po. 9.1451M9-32): ού μην άλλα κα'ι έν τα ΐς τραγωδίαις ένίαις μεν εν
ή δύο των γνωρίμων έστιν ονομάτων, τα δε άλλα πεποιημένα, έν ένίαις δε ούθέν,
otov έν τω Ά γάθω νος ’Ά ν θ ε ι- ομοίως γάρ έν τούτω τά τε πράγματα και τα
ονόματα πεποίηται, κα'ι οΰδεν ήττον ευφραίνει, ώ στ’ ού πάντως είναι £ητητέον
των παραδεδομένων μύθων, περί ού? αί τραγωδίαι είσίν, άντέχεσθαι. κα'ι γάρ
γελοΐον τούτον £ητεΐν, é-rrel και τα γνώριμα ολίγοι? γνώριμό έστιν, άλλ’ όμως
εύφραίνει πάντας. δήλον ούν έκ τούτων δτι τον ποιητήν μάλλον των μύθων είναι
δεί ποιητήν ή των μέτρων, δσω ποιητής κατά τήν μίμησίν έστιν, μιμείται δε
τά ς πράξεις, καν αρα συμβή γενόμενα ποιεΐν, ούθεν ήττον ποιητής έ σ τι- των γάρ
γενομένων ενια ούδεν κωλύει τοιαύτα εΐναι οΐα αν εΐκός γενέσθαι κα'ι δυνατά
γενέσθαι, καθ’ ο έκεινος αύτών ποιητής έστιν. En consecuencia, ampliándose aún
más el campo de acción del contenido no mítico, en aquellas piezas reseñables, en las
que no aparecía como elemento básico y central el asunto mítico, cabrían señalarse
posibilidades muy distintas.

32. Podría hablarse de una tragedia histórica, que guardaba una cierta similitud
con otros tipos de composiciones en las que el mito se veía sustituido por un episodio
real, como sucedía, por ejemplo, en la exposición de la historia del rey Creso de Lidia
contada poéticamente por Baquílides (cf. oda 3). El primer autor de fondo histórico
atestiguado fue el viejo Frínico con unos dramas hoy fragmentarios: por un lado, la
Toma de Mileto (Μιλήτου αλωσι?) (493 a.C.), drama representado en el arcontado
de Temístocles (c. 524-459 a.C.), que, a su vez, abordaba la ocupación y la destruc­
ción de la ciudad jonia de Mileto por los persas un año antes (494 a.C.) y que, por
desalentar el espíritu patriótico de los atenienses con el reflejo fiel de los padeci­
mientos terribles de unos ciudadanos emparentados con ellos -sobre todo, cuando era
inminente un nuevo peligro persa, que, no obstante, habría de culminar con la batalla
costera de Maratón (490 a.C.) contra Darío I (522-486 a.C.)-, fue multado con mil
dracmas y acabó prohibido, como recogiera Heródoto (cf. Hist. 6.21); por otro lado,
las Fenicias (Ψοίνισσαι) (476 a.C.), drama en tomo a la victoria de los griegos sobre
los persas en la batalla naval de Salamina (480 a.C.) contra Jerjes (486-465 a.C.), el
mismo motivo de la pieza esquilea -y en la misma línea argumentai del poema épico
las Pérsicas (Περσικά), también llamado la Perseida (Περσηίς), de Quérilo de Samos
(siglo V a.C.) sobre las Guerras Médicas, que abordaba la victoria de los atenienses
sobre el rey Jerjes, (cf. frs. 1-12 Bernabé [= p. 265 y frs. 1-9 Kinkel]) con un cierto
tono historicista, probablemente, tomado del historiador Heródoto-, con la intervención
señalada de un coro de mujeres fenicias de la corte persa y cuya puesta en escena fue
costeada por el propio Temístocles, que había intervenido en el conflicto bélico; y, por
otro lado, los Persas (Πέρσαι), obra dudosa transmitida como los Justos o los Persas
o los Consejeros (Δίκαιοι ή Πέρσαι ή Σύνθωκοι) -sin embargo, no quedaba del todo
claro ni si se trataba de la misma Toma de Mileto, de las Fenicias o, posiblemente, de
otra pieza distinta, ni si podría plantearse una identificación más estricta de los Persas
con la Toma de Mileto y de los Consejeros con las Fenicias; por lo demás, tampoco
parece seguro que el título recibido de los Justos (Δίκαιοι) hubiera de entenderse como
los Arteos (Ά ρταΐοι), por más que fuera la denominación de “arteos” el término persa,
equivalente a la denominación griega de “héroes”, con el que se aludía a los hombres
de otros tiempos, a la vez que no serían convenientes la correción y la sustitución de
la lectura transmitida por la explicación sugerida-: entre los restos que nos han lle­
gado (TrGF 3F8-12) destacaba el pasaje en el que un eunuco anunciaba la derrota de
Jerjes al tiempo que vestía unos tronos para los compañeros de mando, comenzando
con una mención siempre citada de los persas (TrGF 3F8: τ ά δ ’ εστι Iíe ρσών τών
πάλαι βεβηκότων). Pero fue Esquilo el dramaturgo que marcó los límites de la tragedia
histórica con una mayor precisión. De todo el compendio trágico posible de aliento
histórico sólo se conservaba una tragedia completa, los Persas (Πέρσαι) de Esquilo
(472 a.C.), ya analizada, cuya representación ateniense fue financiada por Pericles y
cuya representación siciliana fue costeada por Hierón I, lo que, de ninguna manera,
tendría que implicar la ausencia de elementos míticos al uso, al menos, colaterales y
alusivos: se trataba de un drama histórico que abordaba un hecho real cercano en el
tiempo y vivido por el propio autor, la invasión de Grecia por las tropas persas de
Jerjes, derrotadas en primera instancia en la batalla de Salamina (480 a.C.); y, en el
fondo se advertía un mensaje lleno de contenido moral, porque, si en la Orestea la
justicia de Zeus acabaría brillando de manera absoluta sobre las ataduras atávicas, en
los Persas la justicia de Zeus acabó recayendo con todo su peso sobre el soberbio rey
Jerjes. Pero ya en las Etneas (Αίτναΐαι) -es decir, las Etneas auténticas, Α ίτναΐαι
γνήσιοι, representadas en Siracusa, si bien en el catálogo de sus obras también estaban
extrañamente las Etneas falsas, Αίτναιαι νόθοι, representadas en Atenas- o las Etnas
(Αΐτναι), pieza en cinco actos y escenarios distintos destinada a la celebración de la
fundación de la nueva ciudad siciliana de Etna (476/475 a.C.) por el tirano Hierón I
de Siracusa y representada durante la visita siracusana del autor (471/470 a.C.), de
contenido un tanto incierto (frs. 6-11 y 283 Radt), debieron incluirse algunas menciones
de carácter histórico inmediato, junto con la presencia de un coro de mujeres etneas
y una alusión a los dioses Palicos sicilianos -eran éstos los dos hijos de Zeus y la
Ninfa Talea (o Talía), también llamada Etalia y Etna, de quien nacieron una vez que,
temerosa de Hera y grávida como estaba, fuera recibida en el seno de la Tierra, cuyo
auxilio habría solicitado- (fr. 6 Radt). No obstante, muy poco más podría deducirse
de esta pieza esquilea.

33. Las tragedias históricas junto con algunos dramas satíricos de igual tenor
dieron unos nuevos frutos dignos de mención. Así, Teodectes compuso Mausolo
(Μαύσωλος) (TrGF 72F3b) (c. 356-352 a.C.), sobre la vida del sátrapa Mausolo de
Caria (r. 377/376-353/352 a.C.), objeto de alabanzas por parte de unos autores como
Teopompo, el mismo Teodectes y Náucrates de Eritrea y, quizás, Isócrates, según re­
firiera Aulo Gelio (cf. NA 10.18.5, con el dato preciso de la obra del faselita: exstat
nunc quoque Theodecti tragoedia quae inscribitur Mausolus', para una referencia
paralela, cf. Suid. θ 138). Un caso extraño fue el anónimo Drama de Cíniras o, sim­
plemente, Cíniras (Κινύρας) (p. 838 Nauck2-Snell), en un principio, una pieza más
de asunto mitológico, sobre la historia de Cíniras, el amor de su hija Mirra y el na­
cimiento de Adonis y también sobre las muertes de Cíniras y de su hija, y, luego,
unida a unos hechos políticos afines, según referían Suetonio (cf. Calig. 57) y Flavio
Josefo (cf. Ant.Iud. 19.1.13), tanto porque en una de sus representaciones, al entrar en
el teatro, moriría el rey Filipo II de Macedonia (r. 359-336 a.C.), hijo de Amintas y
padre de Alejandro Magno, a manos de su amigo Pausanias, como porque, más tarde,
fue la pieza que se representaba en los momentos políticos turbios que condujeran
al asesinato del emperador romano Caligula (r. 37-41 d.C.): si, en el primer caso, sin
ser la intención inicial de la pieza, podría trazarse en un momento concreto algún pa­
ralelismo, si se quiere, fortuito, entre las vidas del rey mítico y del rey histórico, sobre
todo, en lo que concernía a las muertes, en el segundo caso, las circunstancias parecían
un tanto buscadas o, al menos, simplemente premonitorias. Y un caso excepcional
fue Pitón, acompañante de Alejandro Magno en sus campañas militares, que compuso
Agén (Ά γ ή ν ) (325/324 a.C.), un pequeño drama satírico (σατυρικόν δραμάτιον), si
bien en este caso cabría hablar de una pieza de transición entre el drama satírico y
la comedia satírica -en nuestra opinión, no tan mal transmitida como suele señalarse
sin más-, con el motivo principal de un suceso histórico relacionado con Alejandro
Magno y el traidor Hárpalo (c. 355-323 a.C.), un noble macedonio que gozara de la
confianza real y, al cabo, tesorero imperial en la campaña india, a pesar de los episodios
previos del robo de fondos al propio Alejandro y de su huida a Atenas con soldados
y dinero -sobornando así a varios políticos atenienses, entre ellos, al mismo Demos-
tenes- (333 a.C.). Y tuvo lugar la representación satírica en el campamento militar
de Alejandro Magno, llamado en este caso sólo Agen -quizás, un nombre parlante
inventado certero, basado en su condición de conductor del pueblo-, caracterizado,
posiblemente, como un importador de trigo, y también apuntado como el autor de
la obra por Ateneo (cf. 2.50f, 13.586d y 13.595d), junto a las riberas del lejano río
Hidaspes, coincidiendo con las Grandes Dionisias y tras la huida por mar y la defección
de Hárpalo, también llamado en este caso Pálides -quizás, un nombre parlante inventado
sarcástico, basado en su condición nula de blandeador y guerrero, luego, entregado
por completo a la vida muelle, con alguna alusión sutil a sus tropiezos violentos; por
azar, también su nombre real aludía a la rapiña cometida-, posiblemente, en su con­
dición de tesorero militar, y unido a los nombres de unas heteras como la entonces
difunta y oracular Pitionice y la recién llegada y dulce Glícera, por su modo de vida
desmesurado y ostentoso (324 a.C.), (TrGF 91F1). Situada la acción en la ciudad de
Babilonia, cerca de un alto cañaveral, quizás, una entrada del mundo infernal, y ante
el ilustre templo de la prostituta Pitionice, consagrado a la diosa Afrodita Pitionice y
construido por Pálides, circunstancia ésta que luego provocaría su huida, los magos de
los bárbaros le propusieron invocar a la referida Pitionice, ya difunta; a continuación,
se mencionaba la pobreza extrema de la tierra del Ática y se aludía a la cantidad de
trigo enviada por Hárpalo, llamado en esta ocasión con su nombre real, semejante a
la cantidad de trigo enviada anteriormente por el propio Agén, precisándose, además,
que, en realidad, era una donación de Glícera, con la imagen poética -no siempre bien
interpretada- de ser para ellos prenda de perdición más que de hetera; y en la mezcla
armoniosa de este doble plano de la realidad histórica y la ficción literaria se adverti­
rían las huellas previas del poeta innovador Filóxeno de Citera (435/434-380/379 a.C.),
autor del ditirambo titulado el Cíclope o Galatea (PMG 815-824), una alegoría satí­
rica sobre un amor no correspondido, con la historia ficticia del enamorado Cíclope
Polifemo, la desdeñosa Ninfa marina Galatea y el implacable héroe Odiseo, trasuntos
reales del poderoso tirano Dioniso I de Siracusa (405-367 a.C.), de una joven flautista
y del propio poeta cortesano y vengativo, respectivamente.

34. Una mención aparte merecía Mosquión, autor famoso de dramas históricos
por antonomasia -hoy fragmentarios, aunque, en nuestra opinión, susceptibles de unas
reconstrucciones mucho más acertadas que las propuestas hasta ahora-, que compuso
los Fereos (Φεραίοι), para unos, sobre el asesinato del tirano tesalio Jasón de Feras
(r. 380-370 a.C.), político de convencimiento panhelenista más que discutible, y, para
otros, sobre el asesinato del también tirano tesalio Alejandro de Feras (r. 369-359 a.C.),
sobrino del anterior, a manos de sus parientes, y, quizás, como la solución más plau­
sible, con los dos como protagonistas, el primero como una referencia pasada nefasta
y el segundo como una reiteración presente igualmente nefasta. Y en esta pieza pecu­
liar, a modo de debate dramático dialogado (άγων λόγων), impregnado de la libertad
franca y sincera en la expresión (παρρησία), y con la presencia probable de un coro
de ancianos de Feras, a la manera del coro de la Alcestis euripidea, se ofrecía una
reflexión sobre la costumbre piadosa de los funerales religiosos y sobre el respeto al
difunto, considerado, en definitiva, una sombra, (TrGF 97F3), con un cierto parecido
con la Antigona euripidea (cf. fr. 176 Nauck2-Snell). De igual manera, con un tono
altamente racionalista, abundando en el comienzo y la situación de la vida humana y
mortal (βρότειος βίος) y el fortalecimiento de la ley (νόμος), se exponía el concepto
del progreso humano, es decir, el desarrollo de los hombres, apuntándose la cuestión
de las primeras formas de conductas y el valor de la cultura, desde la semejanza
con la vida de las fieras y la debilidad de la ley hasta el auge del comportamiento
humano civilizado, con una mención del mítico Prometeo, y el triunfo de la ley, uno
de cuyos preceptos era el entierro piadoso de los difuntos, (TrGF 97F6), con un cierto
eco órfico en lo que atañía al canibalismo y a las matanzas mutuas (cf. fr. 292 Kern).
Luego, en la misma línea se insinuaba otra vez el respeto a los muertos, atendién­
dose a la ganancia nula de tal ultraje, (TrGF 97F7); habría de apuntarse que otros
fragmentos inciertos (TrGF 97F8-9-10) podrían encajar sin demasiados problemas
en la concepción de la obra dramática en cuestión, insistiendo uno en las relaciones
entre los hombres (TrGF 97F8), otro, a modo de ejemplo mítico, en la incertidumbre
propia de la prosperidad humana, con una alusión a la llegada de un señor de Argos
como un suplicante humilde a una tierra sin determinar, quizás, Tiestes y su vuelta
a la misma Argos tras su exilio o, quizás, Adrasto y su entrada en el Ática tras el
fracaso de la expedición contra Tebas, (TrGF 97F9) y otro en la fragilidad de la
felicidad vital (TrGF 97F10). Por otra parte, también fue el dramaturgo ateniense el
autor de Temístocles (Θεμιστοκλής), sobre la victoria de Salamina, figura histórica
ésta abordada anteriormente por Diógenes de Sinope (siglo IV a.C.) en su Temístocles
y posteriormente por Fílico de Cércira (siglo III a.C.) en otro Temístocles·, en esta
pieza se hablaba de la audacia como principio de las grandes acciones (TrGF 97F1);
posiblemente, dos fragmentos inciertos no serían sino unas partes del proemio de un
discurso, en definitiva, unas palabras del propio Temístocles, (TrGF 97F3-4-5), uno
sobre la libertad de expresión (TrGF 97F4) y otro sobre el juicio justo (TrGF 97F5).
Una importancia no menor tuvo el desconcertante Licofron, esta vez como autor de
los Casandreos (Κασσανδρείς) (TrGF lOOFlh), una tragedia histórica, posiblemente,
cuajada de acontecimientos, sobre la ciudad de Casandrea, fundada sobre la antigua y
célebre ciudad de Potidea (316 a.C.) por el rey macedonio Casandro (c. 358-297 a.C.,
r. 305-297 a.C.), hijo del general y regente macedonio Antipatro (397-319 a.C.), y
los sucesos vinculados con ella: desde el rey macedonio Demetrio I Poliorcetes
(336-283 a.C.) y su destronamiento (288 a.C.) por el general macedonio y, luego,
rey de Tracia Lisímaco (c. 360-281 a.C.) y el rey de Epiro Pirro (319-272 a.C.) junto
con el suicidio de su esposa Fila, hija del citado Antipatro, pasando por el asesi­
nato de los dos hijos pequeños de Arsínoe, hija de Ptolemeo I Soter y Berenice I
y viuda del citado Lisímaco, a manos del nuevo rey macedonio Ptolemeo Cerauno
(c. 287-279 a.C.), su hermanastro y nuevo marido, a quien acabaría abandonando
y quien, más tarde, sería asesinado (279 a.C.), y la llegada de la joven Arsínoe a
Egipto y su nuevo matrimonio con su hermano Ptolemeo Π Filadelfo, convirtiéndose
en Arsínoe II Filadelfo, hasta el establecimiento de la tiranía en la ciudad con el
gobierno de Apolodoro (279-276 a.C.) y la liberación final gracias al rey macedonio
Antigono II Gónatas (c. 320-239 a.C.), hijo del citado rey Demetrio. También compuso
el escritor calcidio, posiblemente, en una misma línea parecida, los Aliados (Σύμμαχοι)
(!TrGF 100F7), el Huérfano ( Ορφανός) (TrGF 100F4c) y los Maratonios (Μαραθώνιοι)
(TrGF lOOFlk), ésta con algún detalle sobre la batalla de Maratón y el pasado heroico
griego, si bien los contenidos de todas ellas eran inciertos; y, finalmente, fue el autor
del discutido Menedemo (Μενέδημος) (TrGF 100F2-3-4), un drama satírico sobre
Menedemo de Eretria, otra vez con el viejo Sileno y los Sátiros, sobre los banquetes
de un personaje histórico, el filósofo Menedemo de Eretria, con quien pudo tener
tratos en Eubea, si bien, para unos, se trataba del encomio abierto del filósofo y, para
otros, la burla evidente del mismo, por tanto, cercano al drama Cleantes de Sosíteo,
aunque, probablemente, se trataría de un drama elogioso de tono humorístico. Por
último, a modo de colofón, un caso extremo y apenas documentado fue Anaxíon de
Mitilene, hijo de Trasiclides, un autor de datación imprecisa, que compuso un drama
satírico titulado los Persas (Πέρσαι) (TrGF 202), representado por un tal Asclepiades
de Cálcide, hijo de Heraclidas, de contenido desconocido, si bien pudo tener alguna
relación más o menos directa con el drama esquileo de igual título.

35. Además, era digno de mención el Papiro de Giges (P.Oxy. 2382), sin duda,
uno de los hallazgos literarios más interesantes relacionados con el mundo de la poe­
sía trágica. Se trataba de una pieza anónima conocida como el Drama de Candantes,
Giges y Nisia (Κανδαύλης, Γύγης και Νυσία) (TrGF adesp. 664), de autor descono­
cido, también llamada Candaules y Giges (Κανδαύλης κα'ι Γύγης) o, sencillamente,
Giges (Γύγης), en suma, una variación poética libre del famoso relato de Heródoto
(cf. Hist. 1.8-12), inserto en la sección lidia de su obra, con anterioridad atribuido
erróneamente al viejo Frínico, si bien hoy estaría datado acertadamente en la época
helenística (siglo III a.C., aunque también pudiera ser del siglo IV a.C.), y sin razo­
nes de peso para una adjudicación más que discutible al poeta Lieofron. En conse­
cuencia, cercano al estilo historiográfico y apegado al texto herodoteo, en este drama
hoy fragmentario se contaba la historia novelesca del final de Candaules, el último
de los Heraclidas que fueron reyes de Lidia, y del ascenso de Giges, el primero de
los Mérmnadas, cuya acción esencial quedaba planteada en unas palabras precisas
pronunciadas por Nisia, la reina (βασίλεια) de los lidios, ante un coro de mujeres
lidias (vv. 18-33). En Sardes, la capital del reino de Lidia, el presuntuoso rey Can­
daules, enamorado profundamente de su esposa Nisia y convencido totalmente de su
hermosura, muy deseoso de impresionar a su amigo Giges, uno de sus lanceros, con
la hermosa reina, sin su consentimiento, hizo que la viera desnuda en el dormitorio
conyugal; pero ella advirtió la presencia inesperada de Giges y, pensando en vengarse
sin límites, le planteó una doble opción, ya asesinar al rey Candaules, casarse con
ella y reinar sobre los lidios, ya darse la propia muerte; y, dando cumplimiento a la
primera opción propuesta, Giges se convirtió en el nuevo rey de los lidios. Y den­
tro de un estilo mixto depurado también era digno de mención el poema dramático
Alejandra ( ’Αλεξάνδρα), el poema oscuro (τό σκοτεινόν ποίημα) por antonomasia,
del ya mencionado Lieofron, sobre las circunstancias personales y las visiones proféti-
cas de la princesa troyana Alejandra o Casandra, la hija de Príamo y Hécabe. Con un
estilo formal marcadamente dramático y con una fuerte carga mitológica, este poema
helenístico consistía en la exposición detallada de los vaticinios de Alejandra, con una
estructura tripartita evidente: un prólogo del guardián encargado por el rey Príamo de
la vigilancia de la princesa Alejandra (vv. 1-30), las profecías propiamente dichas de
Alejandra (vv. 31-1460) y el epilogo del mismo guardián (vv. 1461-1474). Siguiendo
las pautas tradicionales de los mensajeros teatrales, quizás, la figura del guardián, al
modo esquileo, contenía la clave dramática (vv. 1-30). Situada la escena real en la
corte palaciega del rey Príamo, mientras su hija Alejandra permanecía encerrada en la
prisión troyana, si bien el relato oracular profuso permitía una sucesión interminable
de escenarios múltiples y, al final, se anunciaba incluso la prisión misma -una torre
de piedra desde la que se veía el m ar- como otro escenario posible, el poema no
era sino la intervención extensa del guardián, que, a su vez, contenía la intervención
extensa de Alejandra o, si se quiere, la repetición fidedigna de la intervención previa
de Alejandra, una vez que se había producido la marcha de Paris a Esparta, cuya con­
secuencia funesta habría de ser el rapto ofensivo de Hélena, sobre la destrucción de
Troya, los destinos de los héroes -tanto los que habrían de regresar como los que no
habrían de regresar- y las luchas futuras entre Europa y Asia, ante un rey Príamo que
permanecía completamente en silencio. En suma, partiendo de la poesía épica y de la
tragedia y con un tono enigmático preciso, Licofron conseguía un resultado personal
y sorprendente, quizás, un tanto abigarrado, tanto conceptual como formalmente, y
muchas veces criticado, pero lleno de una fuerza literaria indiscutible.

36. Como quedó apuntado ya por Aristóteles, el trágico Agatón (finales del
siglo V a.C.) inició un camino argumentai no demasiado fructífero con la puesta en
escena de tragedias con personajes y asuntos inventados; sobre todo, fue el caso de
la pieza titulada la Flor (’Άνθος·), quizás, Anteo (Άνθεύς·), (TrGF 39F2a), con unos
esbozos arguméntales que podrían enlazar con la Comedia Nueva y en cierta me­
dida también con la novela antigua. En definitiva, se trataba del motivo de José y
Putifar, recreado en el poema elegiaco Apolo de Alejandro de Etolia (cf. fr. 3 Powell),
con el relato de Fobio, hijo del Nelida Hipocles y Elámene y gobernante de Mileto,
de su esposa Cleobea, también llamada Filecme, y del joven noble Anteo de Hali­
carnaso, hijo del rey Aseso. Y, a propósito de la disputa sobre el título de esta pieza
de Agatón, podría apuntarse que de la unión del título transmitido, es decir, la Flor
("Ανθος, por tanto, οΐον έν τω ’Αγάθωνος· ’Ά νθει), y del título corregido poste­
riormente, es decir, Anteo (Ά νθέύς, no el ’Α νταίος mítico tradicional, y, por tanto,
οΐον ev τω ’Αγάθωνος ’Ανθεΐ), en suma, “el floreciente” o “el florido”, podría
proponerse una solución intermedia con un juego poético de palabras, probablemente,
aclarado en el desarrollo mismo de la obra dramática -circunstancia ésta que tam­
bién concurría en un pasaje concreto del poema del etolio (cf. vv. 5-7: ’Ανθεύς ...
πρωθήβης, εαρος θαλερώτερος)-· No obstante, no quedaría descartada la presencia
de unos elementos mitológicos diversos, si bien más que una función central tendrían
una función colateral, por más que en ellos pudieran intuirse algunas alusiones a la
historia expuesta.

37. Y en un entorno social, cultural y religioso más bien distinto asumían los
dramas griegos unos contenidos arguméntales diferentes. Como un ejemplo señero de
todo ello, entroncada esta vez con la Biblia y enraizada en la historia y la religión del
pueblo judío, la Exagogé (o la Partida) (Εξαγω γή) de los hebreos de Egipto -com ­
pilada por el historiador helenístico Alejandro Polihístor en su obra Sobre los judíos
(cf. FGrHist. 273F19) y luego transmitida por Eusebio de Cesarea en su Preparación
evangélica (9.28-29)-, también llamada el Drama de Moisés (Μωσής), de Ezequiel
(o Ezequielo) -pudo ser conocido en los círculos literarios alejandrinos con el nombre
griego de Teodectes, una traducción justa de su nombre hebreo y, por tanto, el mismo
nombre del famoso dramaturgo faselita- (siglo II a.C.), probablemente, de Alejandría,
autor de varias tragedias judías -así, mientras Alejandro Polihístor lo reconocía como
dramaturgo (cf. PE 9.28: Έ£εκιήλος ό τών τραγωδιών ποιητής), Clemente de Ale­
jandría también apuntaba el sesgo judío de su obra (cf. Strom. 1.23.155: Έ^εκίηλος
ó τών ’Ιουδαϊκών τραγωδιών ποιητής)-, hoy perdidas, y representante cimero de la
literatura judeo-helenística, ofrecía una versión dramática del libro bíblico del Exodo
(o la Salida) de los hebreos (capítulos 1-15). Inserta, pues, esta obra en la época he­
lenística y compuesta, en concreto, en un siglo de un cierto apogeo de la literatura
escrita en griego por los judíos, se trataba no sólo del único drama judío conservado
y, a la vez, de la muestra más amplia de poesía griega judeizante, sino también -y es
algo poco señalado, por lo que fue ignorado corrientemente- del caso más importante
de tragedia helenística que ha llegado, si bien sería algo más discutible su considera­
ción taxativa de ejemplo significativo de la concepción trágica del período helenístico.
Aparte de la Toma de Mileto, las Fenicias y, quizás, los Persas de Frínico, con las
descripciones de un mundo oriental cercano, y, sobre todo, aparte de los Persas de
Esquilo, con su visión universal del pueblo vencido y en el fondo con un elogio griego
encubierto, no sería el drama de Ezequiel la única obra griega de asunto foráneo, si
se advertía que ya el Papiro de Giges contenía un asunto lidio y si se apuntaban unos
nombres como el contemporáneo Dimante de laso con Dárdano (Δάρδανος), pieza
dramática sobre la historia de Dárdano, originario de Samotracia y, al cabo, fundador
mítico de la ciudad de Troya, y como el más tardío rey armenio Artabazes (o Artavas­
des) (siglo I a.C.), con unas obras hoy desconocidas, pero, posiblemente, en una línea
bastante similar; y, con respecto al asunto bíblico, habría de destacarse, algo más tarde,
la figura de Nicolao (o Nicolás) de Damasco -sin embargo, para otros, Juan de Da­
masco- (siglo I a.C.), autor de tragedias y de comedias, con el drama titulado Susana
(Σωσάννα), al parecer, sobre la esposa del babilonio Joaquín, una joven hermosa y
temerosa de Dios, asediada por dos ancianos mientras se bañaba en su jardín, acusada
falsamente de adulterio y, al cabo, salvada en el juicio por el joven profeta Daniel; y,
con posterioridad, ya en la época imperial, la tragedia bíblica habría de seguir otros
derroteros distintos, no obstante, bajo la influencia euripidea: aquí habría de insertarse
la figura de Apolinario (o Apolinar) de Laodicea de Siria (siglo IV d.C.), autor tardío
y variado con obras de asunto hebreo, cuyas comedias, tragedias y poemas líricos
seguían los estilos respectivos de Menandro, Eurípides y Píndaro. Marcada, pues, por
los estilos de los grandes trágicos griegos de la época clásica, esta pieza peculiar de
Ezequiel, conservada parcialmente y centrada en la figura de Moisés, profeta de Dios
(o Yahveh), estaba organizada en cinco actos: el monólogo inicial de Moisés y el
encuentro con Sepfora y las demás hijas de Ragiiel (vv. 1-67), el sueño de Moisés y
la interpretación de Ragüel (vv. 68-89), Dios y Moisés a propósito de la zarza ardiente,
las plagas de Egipto y las prescripciones sobre la Pascua de los hebreos (vv. 90-192),
el paso del Mar Rojo (vv. 193-242) y el Oasis de Elim y el Ave Fénix (vv. 243-269).
Y muy esclarecedor era el comienzo de la intervención inicial de Moisés, en la que,
tras huir de Egipto, contaba con mucho detalle sus primeros años de vida, (vv. 1-31).
A modo de prólogo, Moisés, tras su huida de Egipto, hacía una presentación exhaus­
tiva de sí mismo y de las circunstancias del pueblo hebreo, mencionando para ello la
marcha mucho tiempo atrás de Jacob de la tierra cananea -es decir, la tierra de Canaán,
la antigua Palestina-, la llegada a Egipto con setenta personas y su conversión final
en el patriarca de un pueblo luego oprimido, aludiendo tanto a la situación penosa del
pueblo hebreo reducido a la esclavitud, pero de población creciente, ante los castigos
del rey, a saber, la realización de enormes construcciones, como a la orden real de
ahogar en el río Nilo a los niños varones, contando cómo su madre lo mantuvo escon­
dido tres meses y cómo acabó vistiéndolo y exponiéndolo en la vega pantanosa del
río bajo la vigilancia de su hermana Mariam y refiriendo cómo la hija del rey Faraón,
que se había acercado con sus doncellas a tomar un baño, lo descubrió, lo recogió y
reconoció su condición hebrea, cómo Mariam se ofreció a buscar una nodriza para tal
niño, que no sería otra que su propia madre, y cómo la princesa lo llamó Moisés,
porque lo había recogido de la orilla del río; también apuntaba Moisés cómo, cuando
dejó de ser un niño, llegó al palacio real, no sin que su madre le contara la verdad
sobre su linaje y los dones divinos, cómo, durante su juventud, se crió y se educó
gracias a la princesa y cómo, ya adulto, dejó el palacio y por el impulso del rey
-quizás, Dios más que el Faraón- sintió la urgencia de actuar y añadía cómo se en­
contró con dos hombres luchando, uno hebreo y otro egipcio, cómo ayudó al primero
y mató al otro y lo enterró en la arena, sin que nadie lo supiera, cómo, al día siguiente,
volvió a encontrarse con otros dos hombres, esta vez de la misma raza, luchando, cómo
se puso de parte del más débil ante el reproche del más fuerte, que le refirió el crimen
del día previo, y cómo, al saberlo todo el rey egipcio, hubo de dejar el país, dirigién­
dose a una tierra extraña; y entonces llegaron unas doncellas, entre las que destacaba
Sepfora -la bíblica Seforá (o Séfora), luego esposa de Moisés y madre de Guersom y
Eliezer-, anunciándole al forastero que era aquélla la tierra de Libia, habitada por
distintas tribus de etíopes, de raza negra, y gobernada por un mismo rey y general, a
la vez, rector de la ciudad, juez y sacerdote: eran las siete hijas de Ragüel (o Ragovel),
rey, jefe militar y sacerdote de la occidental Libia -e l bíblico Reuel, también llamado
Jetró, sacerdote de la oriental Madiam, situada al sur de Edom-; y Sepfora, como le
anunciara la joven a un tal Cus (o Cum) -quizás, el prometido ahora relegado, ausente
del relato bíblico-, fue entregada a Moisés por su padre Ragüel. Luego, Moisés tuvo
un sueño: vio un trono grande en la cima del Monte Sinaí; allí se sentaba un hombre
noble, con una corona y un cetro en la mano izquierda; llamándolo con la mano de­
recha, le dio el cetro y la corona y le dejó el trono a Moisés, que ocupó su puesto,
vio la tierra y el cielo y un conjunto de estrellas que cayeron ante sus rodillas y que,
tras proceder a su recuento, las vio desfilar como un ejército de hombres y, luego,
despertó; y el profético Ragüel lo interpretó: se trataba de una señal de Dios, por la
que Moisés sería rey, juez y jefe de los hombres y su visión de la tierra, el mundo y
el cielo mostraba que el forastero, como adivino, conocería el presente, el pasado y el
futuro. A continuación, Moisés hacía mención de la prodigiosa zarza que ardía espon­
táneamente y sin consumirse, obviamente, en el Monte Sinaí -en el relato bíblico
llamado en esta ocasión el Monte Horeb-, y se recogía la intervención de Dios, con
la advertencia de estar en tierra sagrada y en la presencia de Dios, cuyo rostro no
debía ver, el mismo Dios de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, y con el anuncio
de la salvación del pueblo de los hebreos en su condición de pueblo elegido y de las
instrucciones que debían seguir los propios hebreos y el rey egipcio; ante la imposi­
bilidad de hablar con fluidez argüida por Moisés, Dios le aconsejó servirse de su
hermano Aarón, reservándose él sólo para recibir las órdenes divinas; y, para conferirle
credibilidad ante el rey egipcio, Dios le concedió unas señales prodigiosas, las capa­
cidades de convertir su cayado en una serpiente y de volver su mano blanca como la
nieve al introducirla en su pecho -no obstante, frente al relato bíblico faltaría la capa­
cidad de convertir el agua del río en sangre-; luego, con el cayado como instrumento
mágico se describían los diez males (o las diez plagas) que habrían de asolar Egipto
-el brote de sangre en el río, las fuentes y los estanques de aguas, las ranas y los
gusanos de la madera, la ceniza de horno, las úlceras, las moscas de perro, la peste,
la granizada con fuego, la oscuridad, las langostas y la muerte de los primogénitos,
con algunas diferencias ligeras con respecto al relato bíblico, que citaba el agua con­
vertida en sangre, las ranas, los mosquitos, los tábanos, la muerte del ganado, las úl­
ceras, la granizada, las langostas, las tinieblas y la muerte de los primogénitos-; con
estas calamidades llegaría a su fin la soberbia arrogante del malvado pueblo egipcio,
si bien el rey Faraón no habría de sufrir nada salvo la muerte de su hijo y temeroso
ante ello los dejaría marchar; y, además, Dios le ordenó que le comunicara al pueblo
de los hebreos que ese mes habrían de encaminarse a una nueva tierra, que celebraran
la Pascua durante la luna llena, que embadurnaran con sangre las puertas de sus casas,
para que su terrible mensajero -en el relato bíblico sería el mismo Dios- pasara ante
ellas sin entrar -por la causa ahora omitida del décimo castigo contra los egipcios, es
decir, las muertes de los primogénitos-, y que durante la noche comieran carne asada;
entonces, el rey con prisa dejaría salir al pueblo, que, sin embargo, de los propios
egipcios recibiría objetos valiosos en compensación por los trabajos realizados; y, una
vez en la nueva tierra, como el viaje habría de durar siete días, debían guardarse los
mismos siete días al año para comer pan ázimo y venerar a Dios, con el sacrificio de
las primicias de los animales machos; al décimo día, debían tomar los animales y
guardarlos hasta el decimocuarto día y, por la tarde, sacrificarlos y comerlos, pero
calzados y con el bastón en la mano, dispuestos para la marcha; y, después del sacri­
ficio, debían señalar con sangre las jambas de las puertas, para que la muerte pasara
de largo; y en el futuro estos hechos habrían de ser la fiesta de los hebreos. Más tarde,
un mensajero egipcio contaba el paso del Mar Rojo: el rey Faraón persiguió a los
hebreos con un ejército numeroso de diez mil hombres armados, caballería, carros de
cuatro caballos, soldados en ambos flancos, formando una hueste terrible, infantes y
escuadrones, separados entre sí para permitir el paso de los carros, con los jinetes y
los demás egipcios; en suma, se trataba de un millón de hombres; cuando llegó el
ejército egipcio, los hebreos se hallaban en la orilla del Mar Rojo, dedicados a sus
labores cotidianas, alimentando a sus niños y desarmados; al ver a sus enemigos,
gritaron temerosos, miraron al cielo y elevaron súplicas al Dios de sus antepasados;
mientras los hebreos mostraban su inquietud, los egipcios sentían alegría, levantando
su campamento en un lugar llamado Beelzefón; aguardando los egipcios una batalla
por la mañana, sucedieron hechos prodigiosos; una gran columna, como una nube,
apareció de repente, situándose entre ambos grupos; y Moisés, tomando su cayado,
golpeó los lomos del Mar Rojo, dividiéndose en dos; todos los hebreos pasaron rápi­
damente por el paso marino, pero, cuando los egipcios lo iniciaron, se hizo de noche,
las ruedas de los carros no pudieron girar, en el cielo se vio un gran resplandor como
de fuego y parecía que Dios ayudaba a los hebreos; uno de los egipcios, advirtiendo
que se trataba de la ayuda divina, propuso la vuelta y, entonces, el camino del Mar
Rojo desapareció y aniquiló al ejército enemigo. Por último, un guardián y, a la vez,
explorador de los hebreos le hacía al poderoso Moisés unas descripciones fantásticas:
por un lado, se mencionaba un lugar, posiblemente, el Oasis de Elim -e n el relato
bíblico, una vez que caminaron tres días por el desierto, llegaron a Mará y luego a
Elim, con sus doce fuentes de agua y sus setenta palmeras-, situado en un valle abierto
y accesible a la vista del propio profeta; estaba iluminado con un resplandor en la
noche como una columa de fuego, había una pradera sombreada y corrientes de agua,
un suelo fértil, doce fuentes que brotaban de una piedra y setenta troncos fuertes de
palmeras fructíferos; también había una tierra llena de verdor rica en agua y comida
para los animales; y, por otro lado, se hablaba de una criatura extraña y admirable,
posiblemente, el Ave Fénix -ausente del relato bíblico, esta ave estaría en Elim más
que en la tierra de Canaán-, de doble tamaño que un águila,' con alas variopintas y
con colores; de pecho purpúreo y de patas de color bermellón, y en su cuello con
mechones de color azafrán, de cabeza semejante a los gallos domésticos, mirando con
unos ojos de color verde manzana en círculo, como semillas, tenía una voz extraordi­
naria; y parecía el rey de todas las aves, pues todas las criaturas aladas lo seguían con
miedo en círculo y al frente, como un toro orgulloso, iba con impetuoso paso. En
resumen, era esta obra un drama plenamente judío, con la figura central de Moisés y
con el motivo axial de la salida del pueblo hebreo de Egipto después de cuatrocientos
treinta años de permanencia y esclavitud en las tierras de los Faraones, con una fide­
lidad más que extremada con respecto a los relatos bíblicos, pero, si se quiere, con
algunos desvíos arguméntales, que obedecían más a un deseo personal del autor hele­
nístico, creador y exegeta, por enmarcar los relatos bíblicos en las cercanías de una
comunidad pujante como era la comunidad alejandrina, apoyándose para ello en otras
fuentes de transmisión, que a un desconocimiento poco razonable de la tradición hebrea
-entre estas diferencias destacarían, por un lado, la mención sorprendente de Libia
como el lugar del exilio de Moisés, en consonancia con las fuentes que hacían de su
esposa una etíope, y, por otro lado, las menciones detalladas de la riqueza del Oasis
de Elim, heredera tanto de las utopías bíblicas como de las utopías griegas, y la in­
clusión extraña del Ave Fénix, en otro tiempo ofrecida por Heródoto en la sección
egipcia (cf. Hist. 2.73), si bien el motivo no fue usado en toda su amplitud-; con todo
ello se sellaban la personalidad propia del autor y las características culturales del
público de dicha pieza teatral.
38, Habrían de señalarse dos razones fundamentales para la adopción de un nuevo
transfondo argumentai no mitológico en distintas obras dramáticas. Por un lado, habría
de tenerse en cuenta que unos sucesos míticos bélicos relevantes anteriores como fueron
la expedición de los Siete contra Tebas y la Guerra de Troya tuvieron en el acervo
cultural griego siempre la consideración de hechos históricos reales, si bien alejados
en mayor o menor medida en el tiempo, por lo que, en consecuencia, unos sucesos
nuevos como eran las Guerras Médicas y la Guerra del Peloponeso, igualmente rele­
vantes, si bien en distintos planos, podrían ser objetos de unos tratamientos trágicos
similares; y, por todo ello, más que hablarse de un desvío argumentai del compendio
mítico previo, habrían de apuntarse tanto las conversiones evidentes de unos momentos
históricos axiales en unos mitos plenos -también a los modos de la lírica coral y de la
historiografía de todas las épocas, como eran los casos plenamente aceptados de Erecteo,
rey de Atenas, de Teseo, héroe nacional y también rey antiguo de Atenas, y de Minos,
rey de Creta, circunstancia ésta que conduciría sin remedio a la conformación heroica
del pueblo de Grecia y, en especial, de los atenienses- como los anclajes perfectos de
los mitos en unos momentos históricos concretos -como eran los casos de la Orestea
esquilea, con el privilegio de la Justicia frente a la costumbre heredada y con algunos
elementos socio-políticos insertos en el desarrollo dramático, de la Antigona sofoclea,
con el debate de lo legal y lo legítimo y la flexibilidad democrática, y de muchas
obras euripideas, sobre todo, Andrómaca, Hécabe y las Troyanas, con la comparación
propuesta y sugerente de la Guerra de Troya y la Guerra del Peloponeso, y también
Ifigenia en Áulide, con el abandono de los sacrificios humanos y, por extensión, con
la eliminación de todo lo cruento-. Y, por otro lado, habría de advertirse un rasgo dis­
tintivo más en relación con la comedia, como era la posibilidad argumentai selectiva
en un género excesivamente rígido, si bien -y valga esta reflexión como paradoja- era
esa misma rigidez la que hacía posible los cambios de contenidos, sin dejar de apun­
tarse que también en la comedia se advertía la presencia mítica, siempre sometida
a discusión, por ejemplo, en una obra de exquisito uso mítico, como era el caso de
Dionisalejandro del viejo Cratino, crítico impenitente del poderoso Pericles, sobre el
Juicio de Paris (o Alejandro), revestido de seriedad mitológica, ahora convertido en
el Juicio de Dioniso, revestido de comicidad mitológica, y en una obra diversa como
era el caso de las Ranas de Aristófanes, siempre crítico con el demagogo Cleón, con
la presentación más que discutible de Dioniso.

39. Era algo evidente la vinculación inicial de la tragedia con la liturgia de Dioniso,
posiblemente, alentada por el désarroi lo literario de los hechos más sobresalientes del
dios tebano, a la vez, griego y universal. Pero pronto la pasión divina dionisíaca dio
paso a la pasión heroica inmediatamente humana. Fue el mundo un tanto irracional
del sufrimiento en cuanto experiencia vivida con mayor o menor templanza bajo la
sombra de un destino implacable: no en vano hablaba en un tono definitorio Teofrasto
de la tragedia como destino heroico (CGF 1.57: τραγωδία έστιν ήρωϊκής τύχης
περίστασις). Y muchas veces ni el buen comportamiento (ev πράττειν) comportaba
el bienestar ni el mal comportamiento (κακώς πράττειν) comportaba la desgracia.
Todo ello no supondría el desprecio por las viejas historias mitológicas recogidas por
la poesía épica y por la poesía lírica, sino la contemplación de las mismas a través
del sufrimiento vital, que no pocas veces se volvía enseñanza al modo esquileo (πάθεί
μάθος). En la tragedia griega el mundo fabuloso de los héroes y de las heroínas se
erguía como un paradigma universal de conductas y de comportamientos, dotando a la
leyenda dramatizada de unos rasgos generales precisos, es decir, el amor, la justicia, la
venganza, la infidelidad y los celos, entre otros; y sobre estos protagonistas heroicos,
en la medida en la que se lograba un mayor grado de caracterización y de singularidad,
giraba la acción dramática plena. Al cabo, imbuidos los personajes de la poesía trágica
de actitudes un tanto similares a las actitudes mostradas por los viejos personajes de la
poesía épica, se desprendía un mensaje sutil: si tales personajes, quizás, de una mayor
altura, se veían sometidos al vaivén imparable de situaciones extremas, muchas veces
irresolubles, muy poco les quedaba por hacer a los hombres y a las mujeres, mucho
más limitados; pero estos héroes indudablemente humanos o, si se quiere, estos hom­
bres indudablemente heroicos, llevados a una situaciones extremas, tenían aún el poder
decisivo e irrenunciable de la elección suprema y última. Por su parte, el mundo de los
dioses y de las diosas, si bien no estaba ausente, se mantenía en un segundo plano, con
sus características conceptuales concretas e incluso con sus repercusiones escénicas,
porque -y no es algo que deba apuntarse en vano- no se trataba de un teatro de dio­
ses, sino de hombres: pero ello no menguaba, de ninguna manera, su importancia en
los acontecimientos y, muchas veces, eran ellos, precisamente, quienes moldeaban la
realidad vivida a partir del desconocimiento desconcertante de los hombres sobre sus
comportamientos variados, como bien afirmara, en otro momento histórico y en otra
situación literaria, el viejo poeta y político Solón de Atenas (fr. 17 Merkelbach-West:
πάντί] 8’ αθανάτων αφανής vóos άνθρώποισιν); y tal aseveración rotunda, al menos,
entonces, parecía incuestionable.

40. En esencia, el mito mostraba valores eternos y conductas recias: Agamenón era
tanto el poder absoluto como la gloria efímera, Clitemestra era unas veces la bondad y
la frustración de lo esperado y otras veces la maldad y la destrucción de lo conseguido
y ambos, Agamenón y Clitemestra, reflejaban la incomprensión mutua y la falta del
respeto debido por ambas partes, Electra y Orestes empuñaban la venganza desenfrenada
aparentemente justa y luego castigada, Edipo simbolizaba la indefensión absoluta ante
el destino inasible y Yocasta recreaba la imposibilidad de evitarlo, Etéocles y Polinices
eran el desencuentro innecesario y terrible, Antigona representaba la defensa de lo le­
gítimo frente a lo legal, Creonte plasmaba la defensa de lo legal frente a lo legítimo y
tanto Antigona como Creonte simbolizaban la condena fatal de los extremos injustos,
Heracles, también sujeto a su destino, mostraba la imposibilidad absoluta de felicidad
y el Centauro Neso se servía de la venganza dilatada, Ayante era la angustia vital y
el desprecio de los demás ante unos méritos auténticos frente a los méritos supuestos
de los urdidores entre los que destacaba el desdibujado Odiseo, Alcestis era la entrega
desprendida y un tanto irreflexiva y Admeto era la aceptación egoísta, Fedra encarnaba
el amor imposible y la angustia del desprecio, Hipólito asumía la castidad desmesurada
y soberbia y tanto Fedra como Hipólito simbolizaban el castigo de lo imposible, Medea
mostraba los celos desmedidos y la crueldad infinita y Jasón era la defensa cínica del
egoísmo inútil, asentado en la escasa valoración de los compromisos adquiridos ante
las conveniencias, y, finalmente, Penteo se caracterizaba por la ceguera del presente
y por la incomprensión del mundo que se derrumbaba ante la llegada de otro mundo
muy distinto. Aun siendo así en líneas generales, no obstante, estos valores propios de
los personajes podían alterarse en las distintas versiones de los mitos escogidos y en
los distintos tratamientos de los diversos autores. Y, además, como quedó apuntado, la
utilidad trágica era diversa: así, junto con Esquilo y Sófocles, Eurípides se servía del
mito tradicional para reflejar la sociedad de su época y la comparación sugerida de la
Guerra de Troya y la Guerra del Peloponeso, tantas veces debatida, llegó a adquirir
una cierta consistencia en el transcurso de su producción dramática.

41. Unas veces se ofrecían unos tipos ideales beneficiosos para las ciudades como
aquellos jóvenes heroicos que entregaban sus vidas para la salvación de su ciudad y
de su patria como Macaría en los Heraclidas, Meneceo y Antigona en las Fenicias e
Ifigenia en Ifigenia en Áulide\ y otras veces convenía escuchar la voz aquilatada de
la experiencia, al menos, como un punto de partida y de discusión, manifestada por
aquellos sobrevivientes firmes de las tragedias familiares, como Peleo en Andrómaca,
Alcmene y Yolao en los Heraclidas, Yocasta en las Fenicias, Tindáreo en Orestes y
Cadmo en las Bacantes. Por lo demás, una vez que el mito quedaba revestido del valor
paradigmático, éste alcanzaba a los propios personajes míticos: en las Suplicantes de
Esquilo la situación apurada de las Danaides quedaba iluminada por varios paralelos
míticos y, espigando entre sus propios ascendientes, sus lamentos se comparaban con
los proferidos por Proene, la esposa de Tereo, desterrada por la muerte de su propio
hijo, la opresión llevada a cabo por los Egipcios se comparaba con la opresión recibida
por lo por parte de Hera e incluso su mismo exilio se asemejaba al mismo exilio de
Apolo, en Filoctetes de Sófocles el final terrible de Heracles parecía proyectarse en el
mismo Filoctetes, el nuevo depositario de sus armas, si bien ambos estarían unidos por
un hecho definitivo como la toma de Troya, y en Alcestis de Eurípides se establecía
una relación obvia entre la pareja formada por Admeto y Alcestis y la pareja formada
por Orfeo y Eurídice, técnica también empleada en otras obras euripideas y, así, en
Medea la protagonista se comparaba con Ino por el trato enloquecido hacia sus hijos,
en los Heraclidas se unía a Heracles con Teseo míticamente, en concreto, con la alu­
sión a la salvación previa de Teseo, preso en el Hades, por Heracles para justificar la
exigencia de ayuda ante el rey ateniense por parte de Yolao, en Hipólito se recurría
también míticamente a Pan, Hécate, los Coribantes, Cíbele y Dictina para explicar el
mal de Fedra y en las Bacantes era advertido Penteo del peligro de la soberbia, como
mostraba la historia de Acteón. En suma, los mitos encerrados dentro de los dramas
servían para explicar de algún modo las circunstancias que se desarrollaban como eje
argumentai, ya abordando las causas iniciales de los sucesos presentados, ya estable­
ciendo algunas semejanzas y diferencias palpables que pudieran arrojar alguna luz
sobre las peripecias de los distintos personajes trágicos.

42. Entre las distintas vertientes socio-culturales sobre las que incidía directa­
mente la mitología desplegada en la tragedia clásica destacaban tanto la religión como
la religiosidad. Además de la unión estrecha de la tragedia y la mitología, la tragedia,
la religion y la religiosidad, entendida como una manifestación palpable y popular
de la misma, iban unidas desde los comienzos, como quedó apuntado, cuando en
Sición florecía el culto del héroe Adrasto y, sobre todo, cuando en Atenas lo hacía
el culto del dios heroico Dioniso, vinculado con las Grandes Dionisias (o Dionisias
Urbanas [o Dionisias de la Ciudad]), con las Pequeñas Dionisias (o Dionisias Rura­
les [o Dionisias de los Campos]) y con las Leneas. Pero ello no quiere decir ni que
la tragedia fuera un fenómeno plenamente religioso ni que la tragedia asumiera la
condición de mero catecismo pagano, lo que, por lo demás, no les fue aplicado ni a
Homero ni a Hesíodo en plenitud. La tragedia tenía, sin duda alguna, vínculos con
la religión, pero era ante todo arte y espectáculo. Distinto es que en los dramas se
vertieran elementos y concepciones religiosas hasta el punto de la consideración del
mito elegido como un soporte de los problemas ético-religiosos. Los dioses y los hé­
roes de las tragedias eran los mismos de la poesía épica tradicional; y, otra vez, con
sus semejanzas y sus diferencias, participaban de las tragedias, por más que muchas
veces tras los dioses se adivinaran personificaciones de poderes universales y tras los
héroes sólo se ocultaran sentimientos humanos. En ese continuo llevar a los hombres
hasta los límites soportables de su propia existencia la tragedia se volvía una expresión
humana de difícil parangón, casi purificadora, y, al final, con una visión más o menos
benévola del mundo divino; y la vida se plasmaba con una intensidad extrañamente
compensada en la tetralogía dramática, porque la gravedad seria y vital de la tragedia
quedaba completada con la levedad risible y vital del drama satírico, pero en este
caso sin atisbarse el espectáculo absoluto de la comedia. En todas las manifestaciones
literarias se palpaba la religiosidad, desde los lazos más sutiles entre ambos mundos
hasta el uso de todos los elementos religiosos transmitidos por la tradición como as­
pectos legendarios y fundacionales, cultos antiguos y nuevos y proyección del mito
en la realidad y como invocaciones, plegarias y sacrificios, sin obviar la inclusión
de sueños, oráculos y enloquecidos trances divinos; y, partiendo muchas veces de tal
religiosidad, el hombre luchaba enconadamente contra los designios divinos y contra
el destino fijado. Por todo ello hablar de que en otras épocas, especialmente, con el
auge evidente de las Ptolemeeas (o las Ptolemeas) alejandrinas, se perdiera el tono
religioso en favor de lo meramente artístico no dejaba de ser algo arriesgado y hasta
cierto punto innecesario, cuando también podría aludirse, más que a la eliminación, a
un cambio de orientación con el desarrollo claro de nuevos motivos reflexivos.

43. En un acercamiento imprescindible y sumario, sin pretenderse por ello la


exhaustividad expositiva, habrían de destacarse las actitudes religiosas de los tres gran­
des trágicos de la época clásica -a la vez, miembros insignes de unas generaciones
distintas y autores de unas producciones amplias y suficientes-, cargadas muchas veces
de tópicos innecesarios y necesitadas todavía de unas revisiones profundas. En Esquilo
se plasmaba la tragedia religiosa en todas sus vertientes posibles. La religión y la
religiosidad se mezclaban de manera inmediata en todas sus obras y, aunque hoy es
doctrina común que el dramaturgo de Eleusis no influyó en el devenir religioso griego
de su tiempo, lo que, como punto de partida, se nos antoja más que discutible, habría
de acentuarse, al menos, su impronta en la sociedad de entonces. Considerado el teó­
logo de la escena, la religión era un factor más, si se quiere, básico, de su entorno
personal y literario, pero sin obviarse su patriotismo y su deseo de una nueva sociedad
democrática. Imbuido de una piedad patriótica y reformista, opinaba que los dioses
representaban el universo rector del mundo: como sucedía en los versos de Píndaro,
Esquilo apostaba por la sublimidad moral de los dioses. Pero, marcados con una rigi­
dez de comportamiento muchas veces al margen de lo humanamente moral, los dioses
no siempre señalaban el camino de conductas humanamente encomiables. Y, no obs­
tante, todos los deslices divinos, como el comportamiento duro de Zeus con Crono, la
actitud malévola de Apolo con las Moiras y el trato funesto de Ares a Halirrocio, el
hijo de Posidón, podrían adjudicarse al tiempo viejo, lejos del tiempo nuevo en el que
Esquilo quería situar a sus dioses trágicos. Para el gran dramaturgo Zeus, Apolo y
Palas Atenea, cada uno de ellos en su propia esfera de actuación, eran los nuevos
dioses que se oponían a los viejos dioses, es decir, Urano, Crono, las Erinies e incluso
el Titán Prometeo; y ese cambio divino debía tener su parangón en el ámbito humano
y, en concreto, en la Atenas clásica. Pero, anclado todavía en una concepción antigua,
criticada por Platón, mostraba a todos los dioses, con la inclusión matizada del propio
Zeus -no tanto dios supremo como jefe de los dioses-, sometidos, de manera un tanto
incomprensible, al destino fijado, circunstancia ésta que, en cierta medida, los acercaba
a los hombres; y, sin embargo, los dioses eran la ayuda cierta en estos momentos de
florecimiento democrático y religioso con la que poder afrontar los males heredados
y siempre recobrados por un dios vengador (δαίμων άλάστωρ), con sus tormentos
inextinguibles, rompiéndose así la cadena vengativa original y germinando con ello la
responsabilidad humana, apoyada en el propio individuo y en cierta forma en la propia
colectividad humana a la que pertenecía por lazos de muy distinto tenor. Uno de los
ejemplos punteros es la tetralogía excepcional de la Orestea, con su enorme carga
cívica y religiosa. En Agamenón Zeus, fuera él quien quisiera y lo que quisiera, como
proclamaba su célebre himno coral (vv. 160-183: Ζευς δσ τις π ο τ ’ έστιν, εί τό δ ’
αύ- / τω φίλον κεκλημένω, / τοΰτό νιν προσεννέπατ / ούκ έχω προσεικάσαι /
π ά ν τ ’ έπισταθμώμενος / ττλήν Διός, εί τό μάταν άττό φροντίδος άχθος / χρή
βαλεΐν έτητύμως· / ούδ’ δσ τις πάροιθεν ήν μέγας, / παμμάχω θράσει βρύων, /
ουδέ λέξεται πριν ώ ν / δς δ ’ έ π ε ιτ ’ εφυ, τρ ία - / κτήρος ο’ί χετα ι τυχώ ν / Ζήνα
δέ τ ις προφρόνως επινίκια κλάδων / τεύξεται φρένων τό παν, / τον φρονεΐν
βροτούς όδώ- / σαντα, τον πάθει μάθος / θέντα κυρίως ε χ ε ιν / στάζει δ ’ εν γ ’
ϋπνω προ καρδίας / μνησιπήμων πόνος· και παρ’ α - / κοντας ήλθε σωφρονεΐν /
δαιμόνων δέ που χάρις βίαιος / σέλμα σεμνόν ήμένων), en suma, causa, impulso
y origen de los comportamientos de los hombres, era el garante del orden universal
y, por ello, era la Justicia misma, noción ésta apuntada ya en los Persas en el castigo
de Zeus a la soberbia desmedida del rey Jerjes, por lo que frente al caos injusto que­
daba patente el orden cósmico justo; y, no obstante, a pesar del intento de valoración
del mundo divino, en la misma obra Apolo mostraba un comportamiento impropio y
cruel con la joven princesa troyana Casandra. Pero, frente al desasosiego divino de las
Coéforas, en las Euménides, con el desmoronamiento de las Erinies antiguas y mal­
vadas, convertidas ahora en las Euménides nuevas y benefactoras, Apolo y Atenea,
como unos dioses ex machina peculiares, pasaron a ser entonces, sin soslayar la pre­
sencia omnipresente del justo Zeus, las manifestaciones más claras del nuevo orden
tanto religioso -una de cuyas construcciones más sorprendentes se revelaba en la in­
tervención inicial de la Pitia en la última pieza trágica de la tetralogía, apartándose en
cierta medida de las convenciones míticas admitidas- como social -con el cambio
inevitable que producía la adopción de un nuevo sistema más afín al sentir democrático
imperante-. Sin embargo, no siempre fue ésta la misma actitud ante los mismos dioses,
porque el Zeus de Prometeo encadenado era un dios duro, absoluto y tiránico. Por
todo ello, y debido a la disparidad observada en sus obras, no es tan fácil delimitar la
concepción vital de este dramaturgo para quien los planos divino y humano estaban
en estrecha relación. Y, sin embargo, en la mayoría de las ocasiones cabría una última
reflexión: la concepción distinta sobre un mismo dios, en este caso, Zeus, sin obviarse
la posibilidad de la evolución propia del autor, como suele señalarse sin más, podría
deberse al lugar que en la tetralogía ocupara la obra conservada y, así, se trataría,
más que de una evolución del propio autor, de un mero reflejo de la evolución del
propio dios en un conjunto determinado de piezas con una finalidad buscada y concreta.
En Sófocles el mundo religioso parecía firme, si bien se admitían matices variados.
En unos momentos por entonces convulsos, con el cuestionamiento de los dioses, de
las leyes del Universo y de los hombres, el dramaturgo de Colono Hípico, lleno de
sentimientos religiosos y devoto del apenas conocido Halón, un dios de la salud vincu­
lado con Asclepio, cuyo culto también propició en Atenas, representó en su obra el
elenco divino; no obstante, los dioses de sus dramas hacían gala de una cierta lejanía
y esa distancia se volvía aparente indiferencia, no pocas veces un tanto engañosa, ante
las vicisitudes y los sufrimientos de los hombres. En las obras de Sófocles, con todo
su bagaje de fe tradicional, de entusiasmo religioso y de aceptación del orden divino
ifr. 895 Radt: del γάρ eu ττίπτουσιν οί Διό? κύβοι), los hombres ocupaban la primera
fila, mientras que los dioses, presentes que no ausentes y entre ellos Zeus en su cali­
dad de dios principal, asentían y disentían desde el fondo. En Ayante Atenea les dio
su apoyo a Odiseo y a los Atridas, perjudicando sin excesiva piedad al propio Ayante.
En las Traquinias Heracles llegó a quejarse de la actitud incomprensible de Zeus, su
propio padre. En Antigona los dioses quedaban en la penumbra ante el humanismo
directo de Antigona y también de Creonte y con el debate siempre vivo de las leyes
escritas y de las leyes no escritas, con todo el transfondo cívico y religioso ya señalado.
En Edipo rey el desconcertado Edipo culpaba directamente a Apolo de sus desventuras.
Y en Electra, con una actitud semejante a la presentada en Antigona, el papel de los
dioses era bastante difuso, mientras todo se movía en unos términos más humanos.
Pero los dioses no habrían abandonado el drama sofocleo, regido por un ideal añejo
firme que comenzaba a alejarse del ideal renovado de su tiempo: en Filoctetes Heracles
desempeñaba el papel del dios que, al final, solventaba los problemas y en Edipo en
Colono los rayos y los truenos hacían intuir, al menos, una presencia divina. Con su
carga de piedad tradicional y ciudadana, Sófocles, convertido en un héroe tras su muerte
con el nombre de Dexíon (o Dexión), ofrecía una situación religiosa algo compleja, si
se quiere, a pesar de su aparente claridad, en la que, seguido por los dioses, el hombre,
esa gran maravilla, debía asumir su propia vida. Y en Eurípides la religión también
era fundamental, si bien siempre habrían caído sobre él los tópicos de la racionalidad
y de la actitud irreligiosa, tópicos éstos verdaderos, pero que no podrían aplicarse al
conjunto de su producción. Sumamente crítico con la tradición, uno de sus rasgos más
personales era el aprovechamiento del mundo divino heredado en cualquier momento
y en cualquier situación, por más que pudiera producirse una contradicción evidente.
Racionalista sin medida, analizaba la tradición mítica y ofrecía su propia versión; pero
para el dramaturgo de Salamina los dioses, poderosos y eternos, no constituían ningún
ejemplo de moral humana: vivían al margen de la moralidad de los hombres y eran
éstos los que se empeñaban en la consecución del bien. En unas ocasiones parecían
los dioses de siempre, como eran los casos de Afrodita y Ártemis en Hipólito y de
Dioniso en las Bacantes, y se perfilaba la fe tradicional y oficial en los Heraclidas
y en las Suplicantes', pero en otras ocasiones la consideración de los dioses llegaba
a cambiar, arrastrados muchas veces por sentimientos extremos: en Ión Apolo era
acusado de seductor y violador de Creúsa con una conducta, al menos, impropia y
cercana a su comportamiento con Casandra en la tetralogía esquilea ya referida, en
Electra era acusado de ordenar la muerte de Clitemestra y en Heracles la crítica divina
quedaba de manifiesto. En muchas obras los dioses parecían meros adornos y su papel
se volvía intranscendente: en Medea y en Electra eran los hombres quienes se empe­
ñaban en forjar sus vidas y sus propios destinos, en Hélena y en Ión el elemento
mítico y religioso no era sino el paisaje en el que se desarrollaban novelas dramáticas
de final feliz y en Alcestis lo religioso llegaba a volverse algo cercano a lo cómico;
y en medio de la desesperación se proclamaba la ausencia de dioses en Belerofontes
(fr. 286 Nauck2-Snell, vv. 1-3: φησίν τ ις είναι δ ή τ’ εν ούρανω θεούς; / ούκ είσίν,
οΰκ ε ϊσ ’, εϊ τ ις ανθρώπων θέλει / μή τω παλαιω μώρος ών χρήσθαι λόγω). Sin
embargo, se conservan, al menos, varias piezas de Eurípides de interés religioso:
Hipólito, que plasmaba el escrúpulo religioso del joven y casto protagonista devoto
de la casta Ártemis frente a la pasión de una Fedra dominada por Afrodita, y, sobre
todo, Ión, con todas las reservas, y las Bacantes, de manera más clara, que represen­
taban, respectivamente, unas visiones más que peculiares de los mundos de Apolo y
de Dioniso. Y eran igualmente interesantes las apreciaciones religiosas que subyacían
en unas obras tan cercanas y, a la vez, tan lejanas como Ifigenia en Áulide e Ifigenia
entre los Tauros. Por lo demás, como también quedara apuntado, más discutible resul­
taría la aparición final de un dios, el deus ex machina, constatado en unas piezas como
Hipólito, Andrómaca, las Suplicantes, Ión, Ifigenia entre los Tauros, Hélena y Orestes,
a modo de solución extrema de una situación complicada, pero que, paradójicamente,
estaba resuelta en la práctica en la mayoría de las ocasiones, que de alguna manera
habría de vincularse con el gusto por la etiología de cultos locales tanto de dioses, con
las apariciones divinas, es decir, epifanías o teofanías, como de héroes, y con las ce­
lebraciones de sus hechos notorios. Y es que Eurípides, capaz de presentar todos los
elementos religiosos tradicionales, hizo de la tragedia el escenario perfecto para afron­
tar sus propios sentimientos, muchas veces cambiantes y desbordantes, sobre los
dioses, los hombres y la propia religión. Sin duda, las actitudes religiosas se manifes­
taron en los demás autores trágicos; y en ellas habrían de apreciarse tanto una conti­
nuación, al menos, formal, del mundo religioso heredado -com o mostraban los autores
del siglo IV a.C - como unas aportaciones propias de su tiempo -como exhibían los
autores de la época helenística (a partir de los siglos IV-III a.C.)-. Si Eurípides insis­
tía en situar el comienzo de toda súplica en los dioses, como les dijera Teónoe, la hija
de Preto, a Menelao y su esposa Hélena (Hel. 1024-1027: έκ των θεών δ ’ αρχεσθε
χίκετεύετε / την μεν σ ’ έάσαι πατρίδα νοστήσαι Κύπριν, / "Ηρα? δε την έννοιαν
έν ταύτώ μένειν / ήν έ? σε και σόν πόσιν έχει σωτηρία?), Teodectes defendería
el mismo principio (TrGF 72F7: από τών θεών αρχήν δέ ποιείσθαι πρέπον).

44. Eran los dioses y las concepciones de siempre puestos en escena, con una
religiosidad más o menos oscilante en virtud de los cambios más o menos profundos
de las sociedades nuevas y con una presencia más o menos sentida. Con el paso del
tiempo el panorama religioso habría de alterarse con la irrupción de otras culturas y
otros sentimientos, como lo harían Ezequiel y los autores de asuntos bíblicos. Y más
discutible sería la influencia del propio mundo religioso romano en los autores griegos
de la época imperial, sobre todo, cuando algunos de ellos eran ciudadanos plenamente
romanos. En suma, en lo que atañía a la mayor parte de la dramaturgia griega, la
mitología ofrecía todo el material argumentai sobre el que la religión y la religiosidad
desplegaban sus concepciones y sus reglas. No es que la mitología sirviera de mero
soporte de la religión, sino que, en muchos casos, marchaban al unísono.

45. En la Grecia antigua, durante todos los siglos de vigencia absoluta de los
dramas y de sus distintas manifestaciones y, especialmente, durante los siglos V, IV
y III a.C., la tragedia, desarrollada magistralmente por distintos autores, algunos de
ellos, sin duda, cimeros, fue un modo literario de expresión único por su grandeza
conceptual y formal y, en cierta medida, por sus resortes técnicos, capaz de oscure­
cer otras producciones genéricas relevantes, sobre todo, aquellas creaciones de sesgo
poético, fundamentalmente, en la época clásica, y una expresión multiforme, capaz de
presentar las leyendas de los ciclos mitológicos esenciales con unos mensajes concretos
y directos de muy distinto calado que, si se quiere, iban más allá de los argumentos
ofrecidos. Y, así, la tragedia griega, con todos los elementos que la conformaban, por
lo demás, definitorios, necesarios y fundamentales, junto con una apreciación sopesada
de las vicisitudes personales, no tan polarizada como en otros momentos literarios
importantes, como fue el caso de la tragedia romana, especialmente, la cultivada en la
época imperial, de inspiración estoica, adquirió un tono ejemplarizante sin parangón,
que habría de permanecer a pesar del paso inevitable del tiempo, y una dimensión
universal, en la que los hombres habrían de explorar los matices distintos del acontecer
vital en profundidad.
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C. Kraus, “Ezechiele poeta tragico”, RFIC 96 (1968) 164-175, K. Kuiper, “De Ezechiele poeta
Iudaeo”, Mnemosyne n.s. 28 (1900) 237-280, “Le poète juif Ezéchiel”, REJ 46 (1903) 48-73 y
161-177 y “Ad Ezechielem poetam Iudaeum curae secundae”, RSA 8 (1904) 62-94, R. Petsch,
“Ein Mosedrama aus hellenistischer Zeit”, NJbWiss. 1 (1925) 803-807 y E. Starobinski-Safran,
“Un poète judéo-hellénistique: Ezéchiel le tragique”, M H 31 (1974) 216-224.
TRAGEDIA Y POLÍTICA

ANTONIO SANCHO ROYO


UNIVERSIDAD DE SEVILLA

El tema del presente artículo, “Política y Tragedia”, es uno que, bajo formulaciones
distintas y a un nivel de concreción también diverso, ya sea por autores, obras o aspectos
diferentes de teoría política, ha conocido numerosos trabajos a cargo de especialistas
de prestigio. El objetivo a alcanzar no debe, por tanto, perseguir el ser exhaustivo sino
enfatizar aquellos aspectos más relevantes, a nuestro juicio, de lo que representó la
tragedia, la creación literaria más señera de la Atenas del siglo V, como reflejo y marco
teórico y nocional de la ideología o el ideario político a la sazón en boga.
Por “política” se suele entender ya sea la existencia de un modelo político o teoría
política que pueda vislumbrarse fundamentado en una obra o manual teórico, y en el
caso que nos ocupa sería en las obras de los tragediógrafos griegos, o bien el reflejo
de la praxis política del momento, con sus cambios y evolución, en esas misma obras,
y también la ideología ateniense del siglo V como producto reflejo de su propia defi­
nición como ciudadanos miembros de una polis. Y derivado de ello, o en formulación
diferente, se halla el problema entre si la tragedia como género literario estelar en la
Grecia del siglo V y primera mitad del siglo IV se propuso dentro de su misión edu­
cadora reflexionar sobre un modelo de Estado y un sistema de gobierno ideal o bien
se limitó a reflejar los cambios profundos que de hecho se estaban produciendo y a
darles un fundamento y un respaldo en el plano ideológico. En realidad se trata de las
dos caras de una misma moneda.
Por otra parte, hay que decir que, cuando se habla de “política” o, mejor dicho,
de teoría política con referencia a ese periodo de la historia de Grecia no podemos
esperar encontrar ninguna obra específica en la que de forma sistemática, doctrinal e
independiente se desarrolle una teoría del Estado o un ensayo sobre el poder. Para ello
habría que esperar, por lo menos, a Platón. Ahora bien, ello no quiere decir que no
existiera una reflexión sobre estos temas, máxime cuando el hombre griego del siglo V
tenía como marco de referencia la polis, entidad que daba sentido a su vida y a la
que quedaban supeditados los intereses privados, y parte fundamental de la polis era
el sistema de relaciones de poder, de representación y competencias entre lo privado
y lo público, entre la ley divina y la ley de la ciudad, entre el derecho de sangre y el
familiar y el público y el civil, etc., y esto no es otra cosa que “política”, entendido
este término en su acepción originaria como sistema de gobierno y conjunto de leyes
o normas que rigen la convivencia ciudadana en el seno de la polis o ciudad-estado.
Y este aspecto reseñado en último lugar me parece de importancia capital, es decir,
el papel desempeñado por la ciudad y en concreto por Atenas como marco de civili­
dad, porque cuando hablamos en este periodo de tragedia, de política y de civilidad
estamos hablando de Atenas. Y la tragedia, además de reflejo de la praxis política y
de un modelo de Estado en proceso de creación es también el marco de representación
del espíritu ciudadano con el que el hombre ateniense del momento se identificaba,
encontraba su anclaje, y el no ateniense lo tenía como meta a alcanzar.
Y el que fuera la tragedia, género genuinamente ateniense y de vida efímera en su
formato original, el soporte de esta reflexión y de su puesta en escena tiene parte de
justificación porque en esa época en Grecia este tipo de reflexión estaba indisolublemente
unido a la obras literarias en sus múltiples géneros y manifestaciones y a los poetas
y prosistas autores de ellas. La obra literaria, amén de su componente artístico, era
vehículo y soporte al tiempo de las ideas en ella debatidas y todas ellas tenían como
motivo un acto ciudadano y público al que estaban vinculadas y que eran su razón de
ser. Por tanto, es ahí en la obra de poetas, historiadores, sofistas y filósofos en donde
se han de buscar los postulados teóricos de raigambre política. En ellas se refleja la
realidad del momento, las inquietudes y problemas que acuciaban a los griegos de la
época y la toma de posición de sus autores ante los citados problemas. Y a lo anterior se
añadía, además, una clara finalidad educativa, perceptible de modo especial en géneros
literarios tales como la tragedia y la comedia en el ámbito de la poesía y la filosofía e
historiografía, sobre todo la historia de Tucídides, en el ámbito de la prosa.
La polis ateniense estuvo implicada en la producción de tragedias directa e indirec­
tamente. La tragedia fue, además, un producto emblemático de la Atenas democrática
ante ella misma y ante el resto del mundo griego y bárbaro. Su época de esplendor
viene a coincidir con el apogeo cultural, militar y político de Atenas. Por todo ello,
es natural que en la investigación sobre la misma se hayan abierto nuevos cauces y
que numerosos estudiosos, entre los que caben destacar a J.-P. Vernant, V. Naquet,
N. Loreaux y otros que tendremos ocasión de citar, hayan tratado de poner en evidencia
y profundizar en esa relación estrecha entre las representaciones trágicas y el entorno
que las genera. Esta relación se contempla desde perspectivas diversas, así es un medio
del que se vale el gobierno democrático para hacer llegar a la masa del pueblo los
problemas que acuciaban a la democracia, aún en periodo de consolidación, para buscar
un punto de equilibrio entre el mundo de valores del pasado, ya en parte superado y
los de la nueva etapa, para reforzar la identidad colectiva como pueblo, etc. Y para
ello destacan la vinculación institucional de la tragedia y su semejanza y equivalencia
con otras instituciones estatales, cuales eran la Asamblea legislativa o las Cortes de
justicia, y del mismo modo que ellas la representación trágica tenía como función
servir de espacio escénico en el que se contrastaran ideas a cargo de los personajes
intervinientes, actores entre sí de un lado y actores y coro, de otro.
En la democracia el derecho de votar alcanzó su máximo desarrollo, el derecho de
hablar abiertamente fue una condición exigida e inherente a la categoría de ciudadano y
la politización del discurso fue mucho más acentuada. La Tragedia representó ese discurso
cívico. Pues ella no era simplemente una forma de arte. La Tragedia fue de hecho una
institución social, un nuevo tipo de espectáculo en el sistema de los festivales públicos
de la ciudad1. Esta idea de considerar la tragedia como una institución dentro de la polis,
como una parte del discurso cívico y como la escenificación del contexto del que nace
y que le da fundamento sin solución de continuidad está en la base de muchos estudios
modernos sobre el drama y se debe a la línea de investigación ya citada de Vernant
y su círculo. Ahora bien, el carácter de discurso público de la tragedia está motivado
por factores diversos y de rango distinto, unos extemos a ella misma, los relativos a su
inserción en una gran festival ciudadano, las Grandes Dionisias o Dionisias urbanas y al
apoyo social y político con el que contaba, al ser patrocinada por la ciudad, así como a
su proyección inmediata sobre la masa de ciudadanos y foráneos que se concitaban en
las representaciones y que eran los destinatarios primeros y principales de las mismas;
otros factores eran internos, su temática era de interés público y, sobre todo, reflejaba
las pretensiones, problemas y métodos de la democracia en fase de consolidación2.
Croally3considera a la tragedia como un “discurso de la polis ateniense del siglo V”.
La aproximación a la tragedia como discurso cívico es, en opinión de Croally, pro­
vechosa, y enfatizar su significación como un discurso específico que surge de una
política y religión diferente de la nuestra resultará de mayor interés que la reducción
de la tragedia a una forma literaria simplemente.
El intento reducionista que pretende ver en la tragedia sólo una obra de arte literaria,
poética y bella, es peligroso y erróneo. Heath4 argumenta que es anacrónico imponer
criterios modernos de unidad temática a los textos clásicos. Él ve ejemplificado en
Platón y Aristóteles que los griegos tienen una noción de unidad más bien centrífuga
que centrípeta, y aunque ambos autores no representen un consenso a cerca de la uni­
dad de las obras de literatura en el siglo V, no hay evidencia de que la “coherencia”
de una obra de literatura sea aplicable a la tragedia. Incluso para algunos la aplicación
a la tragedia del término “literatura” puede resultar tan anacrónico como buscar en
ella una idea particular de unidad. De igual modo, hoy parece erróneo privilegiar en
demasía el binomio autor-obra en una especie de “autonomía” aislacionista y desligada
del entorno, que sólo se explica y encuentra su razón de ser en ella misma, cuando
hablamos de la tragedia griega del siglo V5.

1 J.-P. Vernant y P. Vidal-Naquet (1987) 26.


2 Esta estrecha interdependencia entre el contexto sociopolítico e institucional y la tragedia ha tenido,
sin embargo, también sus detractores como Jasper Grifñn (1998), quien lleva a cabo una crítica profunda
de esta nueva interpretación de la función trágica. Cf., sin embargo, la detallada y, a mi juicio, certera
respuesta de R Seaford (2000).
3 N. T. Croally (1999) Introduction 1-16. Cf. consideraciones sobre el carácter publico del festival
en cuyo marco se desarrollaban los concursos trágicos, ibidem.
4 M. Heath (1989) passim , en especial, 3-11 y 150-155.
5 Cf. N. Loraux (1981), a propósito del discurso fúnebre, como expresión del ideario cívico ateniense,
y O. Longo “The theatre o f the polis”, en J. Winkler-F. Zeitlin (eds.) (1990), 12-20. Este último autor
enfatiza en su artículo (p. 14) el papel fundamental de la ciudad y su patronazgo como institución social
en la producción de tragedias. La finalidad perseguida sería la de conseguir o reforzar la identidad social
Desde esta perspectiva, es decir, desde la progresiva valoración que cada vez más
se le da al entorno social y político que genera la tragedia, se ha destacado la profunda
relación de esta con el festival en el que se representa. La tragedia sería, pues, el ex­
ponente máximo de escenificación de debate cívico entre las demás manifestaciones
de civilidad que jalonan y conforman la celebración del festival6.
La consideración de la tragedia como vehículo de discusión de los problemas que
acuciaban a los atenienses en la realidad cotidiana y como plataforma en la que tratar
de conciliar el pasado reciente tan distante por los cambios habidos, profundos y su­
cesivos, pero tan cercano aún y operativo en las conciencias y en lo que Max Weber7
llama el “conocimiento nomológico”, es algo que hoy muchos sostienen y que parece
tener sólidos fundamentos.
Christian Meier dice8: “Éste (el conocimiento nomológico) es un conocimiento
normativo, general y superpuesto, al que nosotros referimos todo nuestro pensamiento,
acciones y experiencias y en el que todas estas deben estar incorporadas si las cosas
tienen que parecer correctas. Es una clase de conocimiento aunque no sea concienzuda­
mente consciente: a través de él conocemos, o al menos sentimos lo que es verdadero
y lo que es falso, lo que está en orden y lo que debería darnos base para preocuparnos
o sentir temor... Está lejos de ser estático, puede crecer y cambiar, pero con objeto de
darnos una sensación de seguridad debe ser razonablemente resistente. Puede albergar
contradicciones, sin tender a ser sistemático o incluso consistente... Contiene en varios
grados de desarrollo una visión del mundo, nociones de Dios, del cosmos y la naturaleza,
múltiples ideas de regulación y cambio, de lo que es aceptable o inaceptable... Este

y la cohesión comunitaria, fines que deben entenderse no como algo impuesto al público destinatario de
las obras, sino como satisfacción de una demanda social y esperada por la colectividad. En este proceso
interactivo convergerían, por tanto, los intereses del patrocinador y del patrocinado.
6 S. Goldhill, “The Great Dionysia and Civic Ideology”, en Nothing..., 97-129. Destaca cuatro: 1) la
realización a cargo de los diez estrategos, magistrados que representaban el máximo poder político y militar,
de las libaciones en honor del dios, en el teatro y ante el público congregado, ceremonia cívica de alto valor
simbólico (cf. Plut. Cimón, 8.7-9; 2) la exhibición en la escena de los tributos pagados por los súbditos
del imperio ateniense como muestra del poder y triunfo de Atenas en términos militares y políticos; 3) la
lectura pública ante toda la ciudad de los nombres de aquellos que habían realizado grandes beneficios a
la ciudad y las recompensas que esta les otorgaba, normalmente en forma de una corona o guirnalda de
oro. Entendido este acto más como glorificación a la ciudad que por su gratitud con los benefactores que
como exaltación de los premiados; 4) la presentación de los huérfanos de los caídos en la guerra en el
escenario del teatro. Huérfanos cuya manutención ha sido sufragada a expensas del Estado hasta su edad
adulta y que desfilan con la armadura de hoplitas en perfecta formación. Ceremonia de un alto contenido
simbólico y de un alto valor cívico militar por cuanto representa la máxima aspiración del ciudadano varón,
su aceptación en el seno de la clase hoplita, prototipo de lo que entonces representaba el “hombre libre”.
7 Max Weber (1864-1920), uno de los fundadores de la sociología moderna que revolucionó los
métodos de investigación de las ciencias sociales y de la interrelación existente entre la realidad histórica
y la valoración de hechos concretos. Fueron ejes importantes en su pensamiento el problemas de la “obje­
tividad” (Objektivität) del conocimiento aplicado a las ciencias, y en concreto a las ciencias sociales entre
las que se incluye la historia (Weber, 1951) y la “libertad” de los juicios éticos o de valor (Wertfreiheit)
(ibidem). Según él el conocimiento racional general de la realidad histórica, en el que se podría encuadrar
el nomológico, está condicionado por la cultura de cada pueblo y la experiencia concreta vivida.
8 (1993) 35.
conocimiento pertenece en principio al individuo, pero hay también un conocimiento
nomológico colectivo dentro de la sociedad y sus diferentes partes. El conocimiento
del individuo y el de clases o grupos, de la sociedad y sin duda del mundo al que ellos
pertenecen no se pueden concebir como independientes el uno del otro”.
Fue este conocimiento el que experimentó una profunda sacudida a finales del
siglo VI y en el siglo V como consecuencia de los rápidos y sucesivos cambios habidos
en la realidad política de Grecia, y en concreto de Atenas, la capital y motor de la
Hélade. “No obstante, la clase media ateniense no tuvo la oportunidad como la moderna
burguesía de desarrollar su propia disposición, su manera de pensar, su sentido de la
disciplina y de la moralidad y también su propia conciencia pública antes de entrar
en la política”9. Mucho del pasado estaba presente en sus conciencias y en su menta­
lidad. Entre otras cosas los mitos y la visión del mundo que ellos transmitían estaban
omnipresentes en las diversas manifestaciones literarias, épica, tragedia, lírica coral,
servían por otra parte de fuente de inspiración a los artistas para sus creaciones y al
mismo tiempo comportaban una función pedagógica al representar hechos e historias
del pasado, del pasado mítico, en los frisos de los templos, en las decoraciones de los
vasos, en la estatuaria y, en general, en cualquier tipo de representación artística. Con
seguridad, los mitos y leyendas estuvieron presentes en los cuentos e historias bajo
cuyo influjo crecieron y por medio de cuyas imágenes aprendieron a conocer el mundo,
como es una constante en cualquier cultura. En la explicación del cosmos latente en
todas ellas y en su progresiva racionalización subyace un doble juego de causalidades
a doble nivel, uno divino y otro humano que a veces marchan en paralelo pero con
mucha frecuencia se interfieren y parecen colisionar.
Al nivel del conocimiento nomológico, y debido a los cambios experimentados
en la realidad sociopolítica, profundos y sucesivos, se produce la necesidad de revisar
las bases conceptuales del pasado heredado, y ya en parte superado por los hechos
ocurridos, para adecuarlo a ese nuevo presente no dotado aún de unos fundamentos
ideológicos y conceptuales aceptados por todos. Y esa revisión tuvo su marco de discu­
sión institucionalizado en la escena ateniense, en el curso de los festivales dramáticos
y por medio de las ideas debatidas en las tragedias. En este sentido la tragedia no tuvo
como misión principal la de reflejar la realidad que la generó, que sí que la reflejó
pero no como crónica de sucesos, cosa impropia de una obra poética y de arte, sino
mas bien, como ha sugerido Jean-Pierre Vernant, presentar esa realidad problematizada,
con sus contradicciones y confusiones, para poder, tras el debate de ideas puestas en
juego en la escena, encontrar nuevas bases aceptadas por el común de los ciudadanos
que dieran solidez y fundamento al nuevo marco de relaciones cívicas, legislativas y
estructurales en el seno de la polis. A esto contribuyó el papel de educador que el
poeta trágico detentó en la Atenas del siglo V.
En consecuencia, la tragedia sirvió de crisol en el que fundir lo viejo con lo
nuevo; el pasado mítico, con un código moral y ético basado en la cuna y el linaje,

9 Cf. Meier (1993) 41.


de raigambre fuertemente aristocrática, y nula participación del pueblo en las tareas
de gobierno y representación, y el nuevo presente más racionalizado, de base más
igualitaria y participativa, en donde cada cual valía según su capacidad y no su cuna,
con una burguesía emergente que supuso un contrapeso al poder omnímodo de la
aristocracia de antaño basada en el poder de la tierra, y una masa popular mucho más
libre y participativa, siquiera como cuerpo electoral y jurisdiccional, que además tenía
el orgullo y la satisfacción de haber contribuido a defender a su patria, codo con codo
con los antiguos señores de la guerra10. En ese antiguo mundo la teoría de la culpa
heredada y el castigo expiado en las generaciones sucesivas, o la envidia de los dioses
ante la felicidad excesiva de los hombres, que también era castigada, ocupaban un
lugar de preeminencia en la conciencia nomológica. Y de su pervivencia en el tiempo
y en la mentalidad de los griegos de entonces es buena muestra el empeño mostrados
por los autores trágicos por abordar estos problemas y encontrar respuestas diversas
a los mismos.
La tragedia habría servido a modo de foro de transición de debate en el que buscar
el anclaje en el viejo sistema tradicional y aún presente en las conciencias de muchos
ciudadanos, enraizado en el mito y la naturaleza, de lo nuevo, racional y en proceso
de creación pero sin asiento firme aún, sin provocar con ello una ruptura total entre
ambos sistemas nomológicos.
Además, la experiencia política de Atenas, con ser única y de una ciudad, no obs­
tante, produjo ideas políticas profundamente enraizadas e influyentes que trascendieron
los límites ciudadanos y alcanzaron validez universal entre los griegos. Estas ideas
fueron expresadas de modo memorable por los trágicos, en especial Esquilo, y los
historiadores, sobre todo Tucídides. Se da, en efecto, un proceso de interrelación mutuo
entre la práctica política y la realidad histórica ateniense en su discurrir cotidiano y
la elaboración de una teoría política y de una conciencia ciudadana basada en dicha
experiencia y realidad a la que daba fundamento teórico, por una parte, y de la que
extraía los fundamentos generales y conceptuales para la elaboración de la citada teoría,
de una conciencia de pueblo y de una identidad como hombre libre, por otra.
En efecto, los tres trágicos, liderados por Esquilo, Tucídides, y Platón en el ámbito
filosófico, configuran el trípode más representativo y señero de la búsqueda de esa Atenas
ideal y soñada que persiguieron con ahínco los atenienses del siglo V y primera mitad
del IV. En el caso de Tucídides el ideario cívico se evidencia en el discurso fúnebre, si
bien con características distintas a su configuración en la tragedia, como ha expuesto
de manera excelente N. Loreaux11 en su memorable monografía. La diferencia, sin

10 En Maratón, Salamina y Platea, cf. infra.


11 Cf. ob. cit. 216-218 y passim. Loreaux ha estudiado exhaustivamente el valor cívico-militar que
tenía el discurso fúnebre, que se integraba en una ceremonia con un componente teatral, de espectáculo,
que permitía una comparación con los festivales teatrales. Rasgo esencial del mismo es su carácter pane­
gírico de glorificación a Atenas por su gratitud hacia sus hijos y no de celebración de las hazañas de los
muertos. Y también el anonimato y sepultura de los caídos, de quienes no se menciona su nombre, con
lo que se realza el ethos igualitario y cívico de la democracia. Es la ciudad la que da y quita honores,
embargo, entre ambos tipos de discursos radica en que en la tragedia el discurso se
presenta en forma de debate de discursos, como αγών λόγων, o discursos antitéticos en
tanto que en el discurso fúnebre, en el έττιτάφιος λόγος, el discurso es uno solo sin
oposición formal alguna. Se trata de la afirmación incontrovertible de la superioridad
y gloria de Atenas frente a otros modelos externos, con lo cual el discurso fúnebre
supone, también él, la confrontación de dos modelos contrapuestos, la democracia es
definida frente a otro modelo constitucional pero sin que se dé la estructura antilógica
perceptible en el modelo trágico.

Ya antes hemos mencionado cómo la tragedia es considerada por algunos como


una institución más en el seno de la polis. Y es que si alguna vez hubo una forma
de arte que estuviera estrechamente conectada con el ámbito político esa forma con
seguridad fue el drama ateniense12.

Todo lo que rodeaba a las representaciones estaba estrechamente vinculado al Es­


tado13y las propias representaciones eran sufragadas directa o indirectamente (liturgias,
coregias) por él, la misión de la tragedia era educativa y dirigida a la enseñanza del
pueblo, etc. El Estado contribuía a sus expensas a sufragar la asistencia a las repre­
sentaciones. Un jurado elegido por el Consejo junto con el arconte epónimo juzgaba
las obras que competían en la escena. Y el arconte epónimo elegía a los autores a los
que se les otorgaba el honor de presentar a concurso sus obras y a los coregoi que
entrenarían y costearían a los coros. Y en consecuencia era lógico que el poeta, como
educador además de artista, expusiera sus ideas sobre temas tan importantes como los
temas de Estado, o del poder, etcétera.

Nos hemos referido antes a la primacía que suele otorgarse a Esquilo entre los
trágicos en este proceso de consolidación y búsqueda de los fundamentos de la teo­
ría política de la democracia y, aunque sea una simplificación, ello se debe a que
Esquilo, el primer trágico del que nos han llegado obras completas, fue partícipe de
una etapa crucial en el establecimiento del régimen político que, con todas los reparos
que se quieran hacer, es el que caracteriza a la época clásica griega, la democracia
ateniense, pero sin agotar con ello su virtualidad, pues muchas de las ideas políticas
debatidas en ese periodo y que fueron los pilares de ese sistema político tales como
la libertad, la igualdad, la participación ciudadana en las tareas de gobierno por medio
de cargos electos o representativos, etc. han perdurado, modificadas claro es, hasta
nuestros días.

y el individuo p e r se no cuenta. La distancia con Homero es abismal. Comparable al anonimato de los


caídos en combate es el que se aprecia en los Persas de Esquilo respecto a los partícipes en la gesta de
Salamina en donde se mencionan los príncipes persas con todo lujo de detalles y se silencia el nombre de
los jefes griegos. Hecho este que se ha de entender en el sentido antes indicado, es Atenas y lo que ella
representa lo que debe ser y se pretende que sea glorificado, no los individuos que hallan su razón de ser
y valía como miembros de ella. Cf. también Larry J. Bennett-W. Blake Tyrrell (1990) 444.
12 Cf. D. Kagan (1960), Chapter 4. The Search for Freedom and Responsible Government, pp.
50-72.
13 Cf. Pickard-Cambridge (1968, 2a) 96-97 para los aspectos democráticos de las Grandes Dionisias.
Esquilo asiste y da testimonio de la etapa final de un proceso de cambios y evolu­
ción en el plano político y legislativo en el que el pueblo llega a suplantar· a la nobleza
aristocrática y al poder unipersonal de los reyes y tiranos en las tareas de gobierno.
Los hitos más importantes fueron:

1. Reformas legislativas de Solón de corte moderado, base electiva de corte


timocrático y no por nacimiento, abolición de la esclavitud por deudas, introducción
de tribunales populares, etcétera.
2. Tiranía de Pisistrato, de talante moderado y continuador en parte de las medidas
de Solón cuya constitución no modificó. La medida de enviar jueces por los pueblos de
Atica sirvió para potenciar una justicia más imparcial y rápida y a salvo de los enredos
de la política de Atenas y quebró más aún el monopolio que la nobleza detentaba en
la impartición de la justicia en la ciudad. No puede dudarse que la tiranía de Pisistrato
supuso una continuación y consolidación del cambio constitucional empezado por
Solón. Sus hijos Hiparco e Hipias fueron otra cosa, el primero murió como resultas
de un asunto privado e Hipias acabó en el exilio en el 510 y marchó a Asia como un
cliente del Rey de Persia con el que tenía una alianza por matrimonio.
3. Caída de la tiranía. Entre las dos opciones: retornar a la oligarquía presolo-
niana o proseguir el camino hacia la soberanía popular, se escogió esta última bajo
el liderazgo de Clístenes14. Continuó el proceso de centralización a expensa del poder
local de los nobles; despojó a estos de numerosas prerrogativas entre las que figuraban
muchas de orden religioso y las puso en manos públicas. Reformó las tribus destru­
yendo los privilegios especiales de la nobleza. Aunque todavía los cargos electos para
el desempeño de las magistraturas recaían en las clases más elevadas, no obstante el
cuerpo entero de ciudadanos participaba en la votación. Y las últimas instancias de
poder residían en los tribunales populares y en la asamblea del pueblo que fue la que
validó las reformas de Clístenes.
4. Guerras médicas: Maratón (490). Este episodio fue crucial para el devenir de
la recién instaurada democracia, todavía en una forma moderada y limitada15. Supuso
la victoria de Grecia ante un agresor extranjero, y en concreto de una Grecia abande­
rada por la Atenas democrática frente a un pueblo vasallo y sin libertad como era el
persa. En esta lucha fue el pueblo el que participó codo con codo con la nobleza en la

14 Sobre las reformas de Clístenes se puede consultar el ya antiguo, pero válido aún libro de P. Léveque
y P. Vidal Naquet (1964, hay reimpr. en 1966 y trad, inglesa de David Ames Curtís en 1996).
15 Cf., sin embargo, P. Euben “The battle...” (1986) defiende que fue Salamina la que marcó el
comienzo y puso los cimientos para la elaboración de una teoría política en Grecia y el episodio que
realmente incorporó al pueblo a las tareas de gobierno y, sobre todo, hizo que los atenienses se definieran
y tomaran conciencia de sí mismos como pueblo. En este artículo se analizan con pormenor diferentes
aspectos de esta batalla en relación con la consolidación de la democracia ateniense y la elaboración de
una teoría política que le diera base. Esta diferencia de enfoque es, con todo, antigua, y ya se aprecia en
Platón, Leyes 707 b 4-c 4, en donde Clinias y el extranjero ateniense sostienen estos mismos puntos de
vistas encontrados y además de su apreciación sobre la repercusión de Salamina, o Maratón y Platea, en
la salvación de los griegos, generalizan sobre el valor democrático de las victorias obtenidas en el mar
frente a las conseguidas en tierra.
defensa de la Hélade, hecho que tuvo sus consecuencias después y dio un respaldo al
gobierno popular todavía inmaduro. Y además supuso también la derrota definitiva de
la tiranía en Atenas, pues la invasión persa tenía como finalidad más concreta y primera
destruir la democracia, restaurar la tiranía de Hipias y hacer de Atenas un estado bajo
la protección y cliente de Persia. La tiranía, que gozó de popularidad general bajo
Pisistrato sería definitivamente un término deshonroso en el futuro.
5. Por último hemos de señalar la suerte aciaga de los vencedores de Salamina
y Platea, el ateniense Temístocles y el espartano Pausanias, un paso más en el camino
del triunfo del Estado frente a las grandes individualidades, hecho este que es sín­
toma de la transformación del pensamiento político de los griegos en las décadas de
los setenta y sesenta del siglo V. El golpe de gracia vendría de la mano de Efialtes,
adversario político de Cimón, que en el verano del 462 introdujo una reforma radical
en la Constitución; en especial consistió en despojar de sus atribuciones políticas al
Areópago, bastión de la nobleza e integrado por los antiguos arcontes, dejándolo con
competencias sólo en los delitos de sangre y en ciertos derechos de vigilancia en cues­
tiones sagradas. El Consejo (boulé), las comisiones del tribunal de jurados (heliaía) y
la Asamblea del pueblo (ekklesía) lo sustituyeron.

Esquilo, además de reflejar en sus obras buena parte de su pensamiento e ideas


políticas no, insistimos en ello, como lo haría un tratadista teórico sino como poeta
y creador de arte y bajo el ropaje de la historia mítica, además de ello participó en
las batallas de Maratón y de Salamina y precisamente su participación en Maratón
figuraba como motivo de orgullo en el epigrama funerario que se hallaba en su tumba,
epigrama que aunque no compusiera él debía recoger sin duda algún detalle cierto de
su biografía y personalidad como el sentirse orgulloso de haber luchado por la libertad
de Grecia. Entre sus obras, Los persas recoge ese episodio de la historia griega con
fervor patriótico y orgullo de haber preservado la libertad del pueblo griego.
Cuando Atosa le pregunta al Corifeo sobre quiénes son esos griegos contra los
que va a luchar su hijo Jerjes, entre otras preguntas le dice: ¿Qué pastor ele hombres
está a su frente y manda el ejército? Y el Corifeo responde: No se llaman esclavos ni
vasallos de ningún hombre (Persas 241-242)16.

16 La oposición griego / bárbaro es típica de la ideología ateniense del siglo V y equiparable a la


de libre /esclavo (véase Hdt. 7. 135; Aristóteles, Pol. 1252b; Isoc. 4.181) y fue de vital importancia para
la afirmación de la identidad del hombre griego frente al otro, el no griego y, por tanto, bárbaro. Y esta
obra de Esquilo contribuyó en gran medida a la creación de esa identidad (cf. Croally, 103). Esta identi­
dad, que era producto de la autodefinición típica del pensamiento griego reforzada por la victoria en las
Guerras Médicas, procedía por polaridad, es decir, por oposición contrastiva con oteas personas o pueblos.
En la Atenas del siglo V, el uno por excelencia era el varón griego ciudadano que podía definirse como
hombre frente a los dioses, animales y mujeres, como libre frente a los esclavos y como griego frente a
los bárbaros, cf. Agamenón 918-25, dice Agamenón: Por lo demás no me trates con blandura como si
fiiera una mujer ni, cual bárbaro, caído en tierra, me acojas con clamor ni hagas odioso mi camino con
ropajes extendidos. Con esto se debe honrar a los dioses, mas que uno, siendo mortal, camine sobre her­
mosos bordados, desde mi punto de vista, en modo alguno está libre de temor. Te estoy diciendo que me
honres como a un hombre, no como a un dios (trad. E. A. Ramos Jurado, 2001). Para Croally (1999, 52)
El alcance y significado del enfrentamiento queda claro cuando el Coro hace una
valoración de la derrota persa y entre otras cosas dice: Y otros por la tierra de Asia
ya no serán por largo tiempo gobernados por los persas, ya no pagarán tributos a
unos amos rigurosos, ni en tierra postrándose recibirán órdenes, pues el poder real ha
fenecido. Tampoco estará ya la lengua de los hombres bajo custodia, pues el pueblo
es ya libre para hablar libremente, porque el yugo de la fuerza ha sido desatado; y
tinta su campo en sangre la isla de Ayante ceñida por las olas encierra la gloria de
los persas (584-597). La libertad de acción y de palabra están garantizadas.
Acorde con el espíritu de estos versos está el grito con el que los griegos acudie­
ron al combate en Salamina: ¡Oh hijos de los griegos, marchad, liberad a la patria,
liberad a vuestros hijos, a vuestras mujeres, a las sedes de los dioses ancestrales, y a
las tumbas de vuestros antepasados, por todos ellos es ahora la lucha (402-405). De
nuevo es la ελευθερία el móvil impulsor de la acción y del combate.
En esta obra el poeta ataca a la tiranía y a la figura del tirano encarnada por
Jerjes. Pero la tiranía que tiene en mente Esquilo es aquella despótica y reaccionaria
cuyo estigma más infamante es la supresión de la libertad en todos los órdenes y el
ejercicio de la ϋβρις como forma de gobierno. No es tanto la tiranía revolucionaria y
fermento de discordia civil y subversiva del poder establecido, cual conocieron Solón
o Teognis.
Detalles de la hybris que exhibe Jerjes son, por ejemplo, el pretender encadenar
el Helesponto: Atosa: Con ingenios unció el estrecho de Hele hasta el punto de tener
un camino. Darío: ¿Y logró cerrar el gran Bosforo? Atosa: A sí es, y alguno de los
démones, de algún modo, cooperó en el plan. Y Darío constata: El, que al sagrado
Helesponto como a un esclavo confió en retener con cadenas mientras fluía, al Bosforo,
corriente de un dios, e intentó cambiar el ritmo del estrecho y ciñéndolo con trabas
trabajadas a martillo... Y pese a ser mortal creyó, no obstante, con torpe reflexión
que se impondría a todos los dioses, y en especial a Poseidón (745-750). Y el mismo
Darío algo más adelante afirma: Pues la hybris, cuando florece en demasía, da como
fruto la espiga de la obnubilación, de donde recolecta una cosecha toda de lágrimas
(822-824).
Otra figura que es caracterizada con los rasgos del tirano es Zeus en la tragedia
Prometeo encadenado, al menos en la obra conservada, y a su forma de ejercer el po­
der se la censura como tiranía, de hecho los términos τύραννος y τυραννίς aparecen
en la obra para designar a Zeus y su reinado. Su ascenso al poder se hizo, como era
usual entre los tiranos, por medio de las violencia, gracias a una στάσις. El coro se
hace eco de la arbitrariedad del nuevo poder: Coro: Pues unos nuevos timoneles son
dueños del Olimpo, y con nuevas leyes Zeus, a su antojo, ejerce el poder y los colosos
de antaño ahora han desaparecido (148-151). Significativo es también que los dos

la autodefinición por medio de la diferencia es un método muy importante de producción de ideología.


Otro ejemplo: D.L. 1.31 cuenta que Sócrates se sentía afortunado, πρώτον μέν ότι άνθρωπος έγενόμην
καί ού θηρίον, εΐτα δτι άνήρ κα'ι ού γυνή, τρίτον δτι Έ λλην καί ού βάρβαρος.
asistentes de Zeus sean Fuerza (Κράτος·) y Violencia (Bias) los elementos de los que
se valen los tiranos para ejercer su poder omnímodo y arbitrario. Es propio también
de los recién llegados al poder ejercerlo con dureza, Hefesto: ... pues el corazón Zeus
es inflexible. Además, todo el que ocupa el poder desde hace poco es duro (34-35).
El coro de Oceánidas censura entre lamentos el comportamiento de Zeus: En estos
actos deplorables Zeus, que gobierna con leyes propias, revela su arrogante poder
a los dioses de antaño (403-406). El Océano le insta a Prometeo a aceptar la nueva
situación: Conócete a ti mismo y acomódate a los nuevos modos, pues hay un nuevo
señor absoluto entre los dioses (311-312). Y le advierte: Si me tienes a m í como
maestro no darás coces contra el aguijón, pues estoy viendo que áspero monarca no
sometido a rendición de cuentas ejerce el poder (321-324)17. También Atosa dice de
su hijo Jerjes: Pues sabed bien, si mi hijo tiene éxito sería un hombre muy admirado,
pero si fracasa -no está sometido a la rendición de cuentas, y si se salva gobernará de
igual modo este país (Persas, 211-214). Y otro rasgo del tirano, la desconfianza, dice
Prometeo: A pesar de recibir de mí tales beneficios el señor absoluto de los dioses me
ha recompensado con este innoble castigo. Pues la tiranía entraña esta enfermedad,
no fiarse de los amigos (223-227). Y al referirse al comportamiento de Zeus con Ió
Prometeo dice: ¿No os parece, pues, que el soberano absoluto (τύραννο?) de los dioses
es por igual en todo violento?
En el Agamenón la figura del tirano está representada en Egisto quien por la
fuerza y la violencia, con engaño, intenta hacerse con el poder de manera ilegal dando
muerte al rey legítimo18. Y el Coro, que asiste desde fuera a lo que ocurre en el pala­
cio, ante los gritos del rey asesinado dice: Se puede ver, pues su preludio es como si
se prepararan signos de tiranía (τυραννίδος σημεία) para la ciudad (1354) Y más
adelante el rechazo ante un poder ilegítimo se expresa de manera clara: Mas no es
soportable, vale más morir pues es un destino más dulce que la tiranía (1364-65). La
actitud soberbia, de ϋβρις·, con la que se caracteriza a Egisto aparece en varios lugares
al final de esta obra dejando claro en el espectador el carácter tiránico de Egisto, que
presagia su ruina, y sugiere sin decirlo expresamente que la acción de Orestes cuando
se tome venganza será además la acción de un tiranicida. Dice Egisto al Corifeo: ¿Tú
dices eso sentado en la última fila de remeros, mientras mandan los que están en el
puente de la nave? Aunque seas viejo te darás cuenta de cuán duro resulta al de esa
edad el aprender cuando se ordena obedecer. Las cadenas, los tormentos del ham­
bre son excelentes médicos inspirados de las almas para enseñar a la vejez incluso.
¿No lo ves, viendo esto? No lances coces al aguijón no sea que sufras alcanzándolo
(1616-1624) Y: ¡Y que estos abran contra mí la flor de una lengua insensata, de este
modo, y lancen tales voces tentando a Dios y se alejen del consejo sensato e injurien
<al que manda>! (1662-1665).

11 Las traducciones del Prometeo son de E. A. Ramos Jurado (2001).


18 Cf. Sobre la caracterización de la tiranía y del tirano en la tragedia R. Seaford, “Tragic Tyranny” en
Kathryn Morgan (ed.) (2003) quien ve en los actos impíos y en la violencia cometida contra los familiares
por los “tiranos trágicos” un instrumento de y para el poder y de abuso del ritual, juzgado negativamente
por el espectador ateniense.
El rechazo al tirano y a la tiranía es una manera de manifestar una ideología polí­
tica de forma negativa19. La salvaguarda de la libertad de acción política y de palabra
(παρρησία), la responsabilidad de lo hecho en el ejercicio de un cargo público, es
decir, la rendición de cuentas, el sometimiento a la ley y el uso de la razón-persuasión
frente a la violencia y la fuerza serían por polarización las virtudes que deben sustentar
el régimen político defendido por Esquilo y que viene a coincidir con la democracia
ateniense en la forma y grado de desarrollo alcanzado en su época20.
Pero también es posible apreciar estas ideas de manera positiva en otras de sus
obras.

Igual que la tiranía la anarquía debe ser rechazada: Coro: No elogiaras ni una vida
sin gobierno ni sometida a un tirano. A todo lo intermedio concedió la divinidad poder,
y rige cada cosa de manera diferente (Euménides 526-528) palabras que corrobora Ate­
nea: Mando a los ciudadanos que en su celo no honren anarquía ni despotismo y que
no alejen todo terror de la ciudad. ¿Quién sin temor a nada es justo de los hombres?
(696-697). Ya antes el Coro había abogado por terror que hace al hombre o a la ciudad
respetar a la lusticia: A veces es bueno el terror y cual guardián de nuestra alma debe
quedarse allí sentado; es conveniente bajo el dolor ser temperantes. ¿ Quién -hombre
o ciudad igualmente- si nada bajo el cielo causa temor a su corazón puede honrar
la Justicia? (519-525). Es decir hay que respetar la ley, ser prudentes y temperantes,
la moderación debe presidir nuestra vida privada y política. Este ideal de σωφροσύνη

19 Cf. Sin embargo, P. Euben (1986) 36-38 sobre las figuras del Agamenón de Esquilo y el Creonte
de la Antigona, y la afinidad entre tiranía y filosofía. En la Tragedia hay fuerzas contrapuestas que crean
una tensión constante, justicia y trasgresión, logro y ruina, salud y enfermedad, visión y ceguera, razón y
tiranía (cf. sobre el lugar de los oxymora en la tragedia, G. B. Walsh (1984) p. 71 y passim). Estas fuerzas
crean un dilema que el héroe debe resolver integrando en una unidad trascendente la complejidad de la
vida y del pensamiento. En el caso de Creonte, preocupado con razón por restaurar el orden después de
una guerra civil y fraticida, su interés por el orden llega demasiado lejos y el orden se convierte en todo
y para no ser gobernado por nadie se queda aislado y sin poder. El hombre que insiste en el poder total
para mantener el orden completo carece de poder para salvar a la ciudad y es, a su vez, su destructor de
hecho. Adrados, Ilustración..., p. 361, afirma que Creonte a pesar de estar movido por hacer bien a su
ciudad y castigar al enemigo Polinices hasta el final dejándole insepulto, “llevado por su exclusivismo
político y por su confianza en sí mismo, llega a conclusiones inadmisibles, como que Antigona y Hemón
deben obedecerle contra su obligación religiosa, que los ciudadanos deben obedecer asimismo a su rey en
lo pequeño, lo justo y lo contrario a esto (Ant. 666 ss.), que a los dioses no puede alcanzar ningún acto
impuro de los hombres {Ant. 1044)”. De ahí, un teórico como Arendt postula, al leer a los clásicos griegos,
que el poder es necesariamente colectivo y que un orden político presupone una pluralidad de voces y
de puntos de vista. D e las dos formas de comportarse un tirano descritas por Aristóteles, Política 1313
al7-1316b27, Creonte representa al tirano impulsado por los motivos ruines, en cambio, en la República
tenemos la figura de Trasímaco como ejemplo de tirano-filósofo pues también la tiranía puede estar mo­
tivada por lo que hay de más admirable en nuestra naturaleza.
20 Sin embargo, D. Cohén (1986) sostiene que frente a la tesis generalmente defendida por los críticos,
que ven una justicia de base moral en la concepción que de la misma tiene Esquilo, la idea de la justicia
que aflora en su trilogía es la de “un orden cósmico y político que no es ni moral ni justo, sino más bien
tiránico, en el sentido de que sus bases últimas son la fuerza y el miedo” (129). En síntesis, vendría en
parte a coincidir con el derecho del más fuerte, entendido como justicia, que aplicó posteriormente Atenas
frente a los melios y que de forma magistral reflejó Tucídides.
es el que debe ser el principio rector de nuestra existencia como hombres y como
ciudadanos. Supone en la práctica un punto de equilibrio defendido por Esquilo en su
concepción de la teoría del estado democrático que había nacido de una alianza por
una parte de aristocracia y pueblo frente a la tiranía y, por otra, había heredado buena
parte de los planteamientos de la aristocracia que le precedió, entre los que destaca la
realización individual, y también como Estado -aunque en esta época y hasta finales
del siglo V realmente los intereses individuales coinciden con los colectivos, es decir
con los de Atenas, y este dato es necesario para entender la teoría política aristocrática
y democrática-, mediante la realización de acciones que produzcan gloria y prestigio,
postulado heredado de la moral agonal aristocrática, pero, y esta es la diferencia, no
como patrimonio de la nobleza sino como objetivo al alcance de cualquiera. En Solón
el factor de discriminación era el dinero, como dijimos su Estado era de base timo-
crática con un fuerte elemento popular, después fue totalmente popular en cuanto al
electorado, no así en cuanto a los elegidos.
El peso y la defensa por parte de Esquilo del poder del pueblo se aprecia con
claridad en las Suplicantes, única obra conservada de una trilogía integrada además
por Los egipcios y Las Danaides. Esta obra además, como la Orestea versa, en último
término, sobre el problema de la Justicia21.
Veamos algunos pasajes sobre el poder del pueblo: Pelasgo: No estáis sentadas en
el hogar de mi palacio. Pero si la ciudad se contamina en general, que en común se
preocupe el pueblo de buscar remedio. Yo no podría comprometerme por anticipado,
sino tras haber hecho partícipes a todos los ciudadanos de estos sucesos (365-369). El
Coro de Danaides insiste: Tú, en verdad, eres la ciudad, y tú el pueblo. Como máxima
autoridad no sometida a juez alguno eres señor del altar, hogar de esta tierra, con el
único sufragio de tu frente y en tu trono de cetro único toda cosa decides. Guárdate
de la mancha (370-376).
La decisión de los argivos se presenta con la terminología usual en la Asamblea
ateniense del siglo V.
Danao: Tened ánimo, hijas. Va bien lo de la gente del lugar. Por parte de la Asam­
blea se han adoptado decretos decisivos. Corifeo de las Danaides: Salve, anciano,
que me anuncias gratísimas noticias. Mas dinos en qué sentido ha quedado tomada
la decisión, <y>la mano soberana del pueblo cómo ha constituido mayoría (600-604).

21 Aunque no son de Esquilo, sí pueden citarse por ser de la tragedia dos pasajes de las Suplicantes
de Eurípides que versan sobre otra de las características del nuevo estado democrático junto con la ya
citada libertad, cual es la proclamación de la igualdad de los ciudadanos, no diferenciados ya ante la ley
o la política por razón de linaje o patrimonio. Aquí Teseo dice: Forastero, para empezar, te equivocas
al buscar aquí a un tirano. Esta ciudad no la manda un solo hombre, es libre. El pueblo es soberano
mediante magistraturas anuales alternas y no concede el p oder a la riqueza, sino que también el pobre
tiene igual de derechos (405-408). Y poco más adelante: N ada hay más enemigo de un Estado que el
tirano. Pues, para empezar, no existen leyes de la comunidad y domina sólo uno que tiene la ley bajo su
arbitrio. Y esto no es igualitario. Cuando las leyes están escritas, tanto el pobre como el rico tienen una
justicia igualitaria. El débil puede contestar al poderoso con las mismas palabras si le insulta; vence el
inferior al superior si tiene a su lado la justicia (429-437).
El rey convence y persuade a su pueblo por medio de la palabra, sin usar de la
coacción ni de la violencia, ni siquiera de la autoridad de su poder:
Dánao: ...De ello les persuadió el rey de los pelasgos al pronunciar tal discurso
relativo a nosotros, invocando la gran ira de Zeus Suplicante, en el sentido de que no la
acrecentaran para el tiempo futuro, diciendo que la doble mancha, a la vez extranjera
y ciudadana, que apareciese ante la ciudad, podría convertirse en invencible pasto de
males. Al escuchar tales razones el pueblo argivo decretó con sus manos, sin heraldo,
que así juera. Y el pueblo de los pelasgos escuchó los retóricos giros persuasivos. Mas
fue Zeus quien diole cumplimiento (615-624). Pelasgo: Tales son los decretos que han
sido promulgados por parte de la ciudad con el voto unánime a cargo del pueblo: no
entregar por la fuerza al grupo de mujeres. De estos decretos un clavo está clavado
de forma penetrante de parte a parte como para permanecer firmemente. Ellos no
están escritos en tablillas, ni sellados en hojas de papiros, sino que claramente los
estás escuchando de una lengua libre en el hablar (942-949)22.
La importancia de la persuasión en vez de la violencia como medio y fundamento
del nuevo Estado democrático es puesta en evidencia por la propia diosa Atenea en la
parte final de las Euménides cuando consigue la aceptación de la nueva situación por
parte de las antiguas diosas de la venganza, las Erinias, herederas de una mentalidad
arcaica, de un pasado superado, y convertidas en Euménides, diosas benéficas que
recibirán culto y tendrán cabida en el nuevo orden. Y así le dice Atenea a la portavoz
de las Erinias: Mas si es santa para ti la majestad de Persuasión, dulzura y seduc­
ción de mi lengua, tú te quedarás aquí (885-887). Y ante la aceptación, finalmente,
de aquellas diosas pronuncia estas palabras: Ver cumplido benévolamente esto para
mi país me llena de alegría. Amo los ojos de Persuasión, pues ha vigilado mi lengua
y mi boca ante éstas que rehusaban ferozmente. Mas ha vencido Zeus del ágora. Y
triunfa nuestra rivalidad en el bien para siempre (968-976)23.
Y hay más temas en las Suplicantes. Se aborda el tema de la relación de sexos tal
vez con la intención de llegar a una situación de cierto equilibrio en las relaciones entre
ambos sexos, como aspecto menor pero importante en esa búsqueda de un equilibrio
cósmico previo al cívico y político. El contraste entre Oriente y Occidente juega también
su papel aquí, como en los Persas, con el tinte exótico de lo extraño en las figuras de
las Danaides y sus primos los Egipcios, de una parte y Pelasgo, rey no sólo de Argos
sino de un imperio que se extiende desde el Estrimón hasta Grecia. También aquí se
reafirma la independencia y el carácter único del mundo occidental. Es central el tema
de la dificultad de tomar decisiones, así Pelasgo en quien recae esta tarea dice: Estoy
lleno de dudas y el temor domina mis entrañas sobre si actuar o no actuar y asumir
la fortuna (379-380). Este es el dilema, comprometerse y asumir la responsabilidad de
la acción o dejar que las cosas sigan su curso y asumir también por omisión la suerte
de los acontecimientos. En este proceso el pueblo tiene ahora parte importante. Y en

22 Trad, de E. A. Ramos (2001).


23 Trad, de E. A. Ramos (2001).
último término está el conjugar el interés político y terrenal inmediato con las leyes
divinas, en este caso del asilo a quien se acoge a las leyes de la hospitalidad24.
En consecuencia podemos decir que Esquilo se vale del antiguo mito para clarificar
cuestiones que acuciaban a él mismo, a sus conciudadanos y también a los aliados de
Atenas. Ya hemos dicho algunas, la dificultad de tomar decisiones y la responsabili­
dad de quién debe tomarlas, en donde claramente defiende que los afectados son los
que deben asumir tal responsabilidad y derecho, la dificultad de conciliar la utilidad
política con las leyes de los dioses y todo ello en una situación en la que el pueblo
jugaba cada vez un papel de mayor relevancia en los asuntos públicos. Esquilo desde
su atalaya de poeta trágico contribuyó a conformar esa conciencia popular colectiva,
a reforzar su identidad ciudadana y a hacer ver que la tarea que les correspondía era
importante y sus consecuencias de amplio calado.
En la Orestiada, obra representada después de la reforma de Efialtes, Esquilo vuelve
a poner en la escena problemas ya debatidos con anterioridad si bien aquí con la pers­
pectiva de los nuevos cambios. Así, el conflicto entre el antiguo orden de cosas y el
nuevo. Aquel representado por las Furias que reivindican la venganza por el crimen
cometido de acuerdo con la ley de los dioses de quienes son fieles servidoras, frente
al nuevo orden defendido por Apolo a quien sirve Orestes que cumplió sus mandatos.
Este conflicto hallará su solución integradora por medio de la intervención de Atenea,
y el voto del Areópago, que persuade a las Furias convertidas por ello en Euménides.
Pocos años antes había tenido lugar en la escena política ateniense el conflicto entre
el moderado Cimón y el radical Efialtes, con la victoria de este último. Reflejo de la
oposición entre los sexos se ve en la defensa que hace Apolo de la preeminencia de
los vínculos matrimoniales y del dominio del hombre frente, a quien dice pertenece
realmente el hijo por ser de su simiente. Las Furias defienden la primacía de los lazos
de sangre que prohibirían el matricidio ni siquiera por venganza de la muerte paterna;
ningún lazo hay más fuerte que el que une la madre al hijo. Y todo esto con dioses
representados físicamente en la escena, lo que debió suponer un fuerte impacto visual
y una gran impresión al auditorio.
Podríamos considerar a la trilogía de la Orestiada como un documento relevante
de pensamiento político, no en el sentido moderno del término sino en el más amplio
y totalizador y teórico que tenía en la Grecia clásica. Esquilo se inserta así en una
larga tradición de pensamiento y teología política, en la que pensamiento y práctica
iban estrechamente unidos.
“Una cadena de visiones penetrantes, casi un sistema integrado, se puede rastrear a
lo largo de la obra. En primer lugar hubo una era ‘pre-política’ en la que la alternancia
entre venganza y contra-venganza imperaba -una especie de proceso automático que los
griegos temían tanto-. Luego llegaron las tiranías, en la que el enlace necesario entre
temor y respeto se rompió. Después siguió el periodo de los partidos que finalmente

24 Cf. Euménides 443-454: Orestes justifica su pureza al acogerse como suplicante a la estatua de la
diosa Atenea.
logró recuperar los viejos problemas de la agenda política en términos de los derechos
viejos y nuevos. Fue un debate apasionado en cuyo centro estaba la cuestión de quién
debería ejercer el poder”25.
Hito importante en este proceso fue el de que el estado de cosas podía cambiarse
mediante la decisión política, incluso con una minoría de votos. Y todo ello presidido
por un espíritu de reconciliación que integraba vencedores y vencidos, lo viejo y lo
nuevo, lo divino y lo humano en una síntesis final26.
Esta restauración del nuevo orden tenía pleno sentido en el marco del festival en
el que se realizaba, que suponía como en los rituales del Año Nuevo una superación
de lo ya pasado e instauración de lo nuevo. En las Grandes Dionisias también tenía
que ser vencido el caos constantemente. Según Vemant la ciudad “se hacía a sí misma
en el teatro”. Por participar en esto los ciudadanos revivían su unidad. Y las tragedias
desempeñaban la función que Platón atribuyó a los festivales en general: poner a los
mortales en su sitio y en la situación acorde con la justicia.

Al ideal de concordia posible en el plano humano, ejemplificada en el Estado


democrático ateniense concordia que parece tener el refrendo de la divinidad como
se puede adivinar al final de la Orestiada, sigue la visión más pesimista de Sófocles
que atisbaba los peligros de la nueva democracia sobre todo en sus representantes más
radicales. Esta visión sin embargo se inserta y es producto de aquello que constituye el
objeto principal de interés de Sófocles cual es el tema de la acción y del destino del
hombre en conexión con el orden inmutable del mundo27. Es característico del pensa­
miento sofocleo por otra parte la dependencia total de la esfera humana de la divina
que la condiciona. Recordemos el verso final de las Traquinias2H\ y nada hay en esto
que no sea Zeus·, o las palabras que pronuncia Teucro en el Ayax: Yo, ciertamente, no
sólo eso sino todo afirmo que los dioses lo traman para el hombre siempre; pero al que
no le sea grato esta idea a su espíritu, guste él de la suya, y yo de esta (1036-1039).
Esquilo que también expresa esta idea con frecuencia, da un paso más y desciende a
un “segundo nivel” en el que se halla la reconciliación29.
En Sófocles se echan en falta una toma de posición política positiva como veíamos
en Esquilo y su ideal de reconciliación y síntesis armónica de los contrarios y de las
ideas en conflicto. La postura de Sófocles es más bien una postura o posición anti-,
como la que se puede apreciar en la Antigona o el Edipo, formalizada en la denuncia de
los peligros que se cernían sobre una situación política con la que Sófocles colaboraba
pero de la que desconfiaba que tuviera capacidad para resolver por mucho tiempo los
problemas de la ciudad, porque los problemas también surgían en el nuevo orden. Ello

25 Cf. Christian Meier, 132.


26 Para una evolución de la figura de Zeus en la trilogía de Prometeo cf. Meier, 146-147 y 153.
27 Cf. Adrados (1966) 343 y ss.
28 Esta obra es objeto de controversia en cuanto a su datación, para unos es muy antigua en tomo al
460, otros la sitúan entre las más modernas, en torno al 410. Adrados la sitúa en plena época de la Guerra
del Peloponeso.
29 Cf. Adrados (1966) 181 ss.
no debe entenderse como una crítica a la democracia, sino un reconocimiento de que
ella es solamente una institución humana y, por tanto, falible como el hombre. El tema
que preocupa a Sófocles es el del poder y la obediencia, también a Esquilo, si bien a
diferencia de este último él insiste menos en el tema de la reconciliación que en el de
los abusos de una y otra parte. El criterio para juzgarlos es el comportamiento frente
a las leyes no escritas. Lo importante es el ideal humano en general, aunque tenga una
aplicación política. En la Antigona, por otra parte, el problema no es con un orden
particular sino con la propia racionalidad del proceso político. Por ello Sófocles no
toca algunos problemas graves de la democracia cuales son el de la relación entre las
clases sociales existentes o la adecuación entre la igualdad democrática y el principio
del axioma o prestigio tradicional.
El tema del Estado aparece en Sófocles tratado, como también ocurría en Esquilo,
y por razones similares, en conexión con el tema del tirano. La tiranía en tanto que
régimen político previo a la instauración de la democracia y encarnación del poder
absoluto próximo a la monarquía, así como el tirano, versión peyorativa de los anti­
guos reyes, eran el mejor medio de insertar el material que el mito proporcionaba en
un nuevo contexto y al servicio de nuevas ideas. Este hecho trajo como consecuencia
que la figura del tirano en la tragedia tenga un carácter doble y ambiguo y así, de un
lado, encama las cualidades más aborrecibles del tirano: violencia, abuso de poder,
leyes privadas, desconfianza, etc, y, de otra, en él se encaman también las cualidades
del buen gobernante preocupado por el colectivo de ciudadanos-súbditos ydefensor
de la ley tradicional y divina, sin rasgos tiránicos. E incluso aparece eltránsito de un
modelo a otro de gobernante en un mismo personaje. Ya vimos ejemplo de ello en
Esquilo, en su obra los Persas, con los personajes de Jerjes y de Darío,y enSófocles
tenemos a Edipo y Creonte entre otros ejemplos que se podrían citar.
En el caso de Creonte, pasa de ser el rey que pone por encima de todo el bien de
la ciudad y el castigo del enemigo de ella con la negación de enterrar al que se ha
alzado en armas contra ella hasta convertirse en el prototipo del tirano que afirma sin
pudor: Al que la ciudad designa se le debe obedecer en lo pequeño, en lo justo y en
lo contrario (Ant. 666-669), eufemismo por no decir “injusto”, es decir, en todo. La
intransigencia de Creonte en enterrar al cadáver de Polinices por encima de cualquier
consideración, ni aunque las águilas de Zeus quisieran llevárselo como pasto junto al
trono del dios. Ni en ese caso, por temor a esta impureza, yo permitiré que enterréis
a aquel (Ant. 1040 ss), tiene su “pendant” en el Agamenón del Ayax:

Odiseo: ...de modo que en justicia no debería ser deshonrado por ti, pues no le
destruirías a él sino a las leyes de los dioses. Y no es justo, si muere, dañar a un hombre
valiente ni aunque le odies.
Agamenón: ¿Vas a asumir, Odiseo, la defensa de ese contra m fí
Odiseo: Sí, yo en verdad. Pero le odié cuando estaba bien odiarle.
Agamenón: ¿No debías también pisotear al muerto además?
Odiseo: No te complazcas, Atrida, con provechos indignos.
Agamenón: Ciertamente no es fácil que el tirano sea piadoso (1345-1350).
No obstante, Agamenón cederá por su amistad con Odiseo, no así Creonte que
condenó como enemigo a Tiresias, el único que sabía las consecuencias de la acción
de Creonte que implicaba una ruptura del orden de la Naturaleza, en el Hades no había
excepción entre los muertos al respecto, en Atenas ninguna ley vetaba expresamente
la sepultura a los traidores y la solidaridad humana demandaba la superación de los
antagonismos. Esto lo entendió Hemón quien finalmente hubo de enfrentarse a su padre
sumido en una cerrazón total y en una completa ceguera.
En el diálogo entre ambos hemos de ver una pieza de pensamiento político de
enorme relevancia. Ante la figura de Creonte devenido en tirano, cuyo estilo de poder
es incompatible con el ideal político del Estado democrático, como se encarga de decirle
Hemón: No existe ciudad que sea de un solo hombre (737) y Tú gobernarías bien
en solitario, en un país desierto (739), se contrapone la de Hemón representante del
nuevo espíritu que sabe que en una ciudad no es suficiente hablar, ordenar y obedecer
sino que hay que escuchar, aprender y prestar una atención profunda a otros. No es
posible gobernar contra la masa de ciudadanos (ciudadanía). Algunos han pretendido
ver en el retrato que Sófocles hace de Creonte algo de la personalidad de Pericles, a
la sazón líder de la democracia ateniense pero con rasgos de autoritarismo y de un
populismo y radicalidad exacerbados que le hicieron acreedor a algunas burlas en las
comedias de la época como un déspota y un tirano. Contra excesos tales pretendía
poner en guardia el tragediógrafo.
Para Meier la figura de Antigona pudiera representar una nueva clase de “héroe”
representante de un sector disidente en la sociedad, de un pensamiento independiente30,
no ortodoxo y rebelde frente al sometimiento y obediencia en todo al poder establecido.
Rebelde pero no revolucionario, pues acata el poder establecido y a quien lo detenta
salvo en un solo punto, que choca a su juicio con un tipo de justicia más alta a la que
se debe por completo; la figura de Antigona es equiparable a la de un ciudadano de a
pie, sin poder, a pesar de su nacimiento regio31. Tal vez aunque incómodos estos ciuda­
danos resultan necesarios como piedra de toque en la que probar la opinión mayoritaria
y gracias a su disidencia se puede avanzar en la toma de decisiones y medidas tras un
debate previo. Quizás la admiración de que goza por parte del pueblo de Tebas sea
amén de otras razones de la conciencia que tienen de la necesidad de tales ciudadanos
defensores de causas destinadas al fracaso pero útiles en la confrontación de ideas. Se
trataría en su caso de un intento por parte de Sófocles de personificar en esta heroína un
nuevo modelo de responsabilidad cívica mediante el ejercicio de la libertad individual
en el seno de la comunidad. Y ello por medio de una mujer que como tal nada contaba

30 Cf. vv. 821-822, en donde el corifeo, en diálogo coral, le dice: ά λλ’ αυτόνομο? ζωσα μόνη δή
θνητών ‘Αίδην καταβήση, “eres la única de los mortales que, p o r seguir tu propia ley, vas a bajar en vida
al Hades”. El término αυτόνομος era un término político cuyo significado semántico era “independencia”
respecto de otras leyes. El pecado de Antigona consiste en haber pasado, por autoafirmación, de considerar
una acción justa, a considerar la única acción justa. Y ello es osadía y soberbia. A la ley, al νόμο?, lo ha
convertido en αύτο-νόμο?, en su ley. Proceso que cae fuera de la polis, la única realidad autónoma, cf.
Díaz Tejera (1989) 112.
31 Cf. una visión distinta en Adrados (1966) 347 ss.
en una sociedad machista y por tanto no podía pretender ni ser vista como modelo ni
aspirante a nada, lo que potenciaba más las ideas por ella defendidas.
En esta obra se pone de relieve una vez más el lento proceso de los avances
democráticos y la pervivencia de muchos elementos del pasado aun vigentes en la
mentalidad de la época que la radicalización política a nivel individual y colectivo,
internamente en los elementos más extremistas del partido democrático, y externamente
en tanto que proyecto político de la ciudad de Atenas manifestado en su exacerbado
imperialismo reavivaban y hacían presagiar malos augurios en el futuro. La tesis que
prima en esta obra es que hay ciertos límites que no se pueden transgredir, así como
deja entrever que la política de esa época estaba aún firmemente enraizada en el mundo
de los dioses a pesar del racionalismo imperante. También se evidencia la pervivencia
de la sempiterna recurrencia trasgresión-ruina-expiación. Creonte, Antigona, Hemón,
Eurídice, como Ayax en su caso, todos con sus razones, válidas y defendibles sufren
castigo por haber trasgredido en algún momento la medida y con su expiación el orden
queda nuevamente restablecido. Por ello en el ideal humanista y político defendido
por Sófocles en esta obra son los conceptos de prudencia, sensatez y reflexión los
que aletean a lo largo de toda ella, conceptos aplicables al individuo en cuanto tal y
a la polis en cuanto que institución humana y política sin la que el individuo en esta
época no era nada.
Y llegamos a Eurípides quizás el trágico más controvertido de la tríada de dra­
maturgos griegos por excelencia. De él se ha dicho todo o casi todo, y se ha visto en
su teatro dha amenaza del género o un atentado contra la majestad de Esquilo o el
clasicismo de Sófocles. Nietzsche, el más radical, llegó hasta afirmar que fue el res­
ponsable de la muerte de la tragedia al introducir al hombre ordinario en la escena y
vulgarizar la tragedia haciendo posible con ello el advenimiento del género que sería
su heredero, la Comedia Nueva.
Es evidente que con Eurípides la tragedia experimenta cambios y cambios importan­
tes pero no en el sentido extremo del pensador germano sino más bien motivados por
la realidad en cuyo seno vieron la luz las tragedias de Eurípides. El mundo dramático
de este tragediógrafo está condicionado por rasgos propios de la personalidad de su
autor y en especial, y desde el punto de vista político e ideológico, por el impacto de
la guerra y sus consecuencias en las conductas humanas; y además por la influencia
de la retórica, del poder de la palabra, en su momento personificada en la sofística,
cf. Hecuba·. ¿ Por qué, de tal modo, los mortales nos esforzamos en los demás saberes,
como es debido, y los buscamos todos, y, en cambio, la Persuasión, la única tirana de
los hombres, en nada más nos afanamos por aprenderla a costa de un salario, para
que nos sea posible, un día, convencer de lo que uno quisiera y obtenerlo a un tiempo ?
(814-820). Recordemos que su producción coincide casi por completo con el periodo
de la Guerra del Peloponeso, sus obras van desde el 438 aprox. hasta el 406 en que
murió. Las dos últimas obras, Ifigenia en Aúlide y las Bacantes fueron representadas
postumamente. Un número importante de sus tragedias tienen como tema directa o
indirectamente la guerra y sus consecuencias y la obra más representativa de todas
es su tragedia las Troyanas. En este sentido Eurípides y Tucídides tienen mucho en
común y para ambos la guerra es un βίαιος- διδάσκαλος. Y es a la luz de este duro
maestro que es la guerra y del relativismo introducido por la retórica sofística bajo la
que hay que analizar el teatro de Eurípides.
Sin embargo, con Eurípides la tragedia sigue desempeñando la función de marco
de debate en el que se cuestiona por obra del autor la realidad ateniense y los proble­
mas que acucian a la ciudadanía. Y también asistimos en su obra a la autorreflexión
sobre la identidad griega sobre la escena así como a la confrontación de la ideología
del hombre griego frente a los personajes de ficción que por ella desfilan y que cons­
tituyen para un demócrata ateniense el otro del que ya hemos hablado antes: reyes,
héroes, transgresores, bárbaros, esclavos, mujeres seductoras y poderosas, etc. Pero
ese mundo dramático en el que, como dijimos, el ciudadano griego ateniense perfilaba
espacialmente, temporalmente, étnicamente, socialmente y sexualmente su identidad
frente al otro se complica extraordinariamente, y si ya antes con frecuencia ese otro
se mostraba ambivalente y con contornos poco diferenciados ahora la imagen del
otro se torna más borrosa, variada y poliédrica hasta el punto de que las fronteras entre
los polos de la polaridad quedan difuminadas si no borradas y no se distingue bien
quién es el verdaderamente libre y quién el esclavo, o quién actúa en realidad como
un bárbaro, quién puede ser tenido como philos. Su teatro, en esta ruptura o empuje
hasta el extremo de problemas ya antes considerados, confiere papel dominante a las
mujeres, que llegan a dar nombre y erigirse en protagonistas de muchas obras, mujeres
que en la ideología imperante estaban excluidas como el otro frente a los hombres.
Además ese otro en la escena es otro coral, de muchas voces y difícil de reconducir a
una entidad definida. Esto hace que el autoexamen a través del otro sea más compli­
cado. Y como la complejidad la provoca la guerra esta que es la proyección externa
de la ciudad según palabras de Vernant32 se ha hecho dueña de la escena y ha llegado
a ser el otro, el agente del autoexamen.
Ecos de la crítica a los papeles que la ideología prescribía a los dos sexos se pueden
ver en la afirmación de Medea: Dicen que nosotras vivimos una vida sin riesgo en
nuestras casa y ellos, por el contrario, luchan con la lanza. ¡Necios! ¡Por tres veces
querría yo estar al lado de un escudo mejor que dar a luz una sola vez (250-1).
De igual modo el Coro en esta misma obra proclama la llegada de una suerte de poe­
sía sin prejuicios ni cortapisas que discriminen sexualmente a la mujer (410-427):

Estrofa 1. Las corrientes de los ríos sagrados remontan a sus fuentes, y la justicia
y todo está alterado. Entre los hombres imperan las decisiones engañosas y la fe en
los dioses ya no es firme. Pero lo que se dice sobre la condición de la mujer cambiará
hasta conseguir buena fama, y el prestigio está a punto de alcanzar al linaje femenino;
una fama injuriosa ya no pesará sobre las mujeres.
Antist. 1. Las Musas de los antiguos aedos dejarán de celebrar mi infidelidad.
No concedió, en efecto, a nuestra inteligencia como don el canto divino al son de la

32 Vernant (1980) 25: “la política puede definirse como la ciudad vista desde dentro...la guerra es
la misma ciudad enfrentada al exterior”.
lira, Febo, el guía de los cantos; puesto que hubiera hecho resonar como respuesta un
himno para el linaje de los hombres.

¿Y qué decir de una figura como Alcestis en la que los roles femenino y mascu­
lino parecen estar cambiados, y eso en una sociedad en la que la ανδρεία era cosa
de hombres?
Las consecuencias de la guerra que subvierten las relaciones de amistad/ enemistad
se aprecian en las palabras del Coro de la Hécuba: Es cosa terrible en verdad cómo
todo concurre para los mortales, y cómo las leyes determinan los momentos de necesi­
dad haciendo amigos a los enemigos más encarnizados, y hostiles a los anteriormente
benévolos (846-850). Los ecos tucidídeos son evidentes (cf. 1.41, 3 palabras de los
corintios).
En lo referente a la polaridad griego/bárbaro que había sido señal de identidad para
el ciudadano griego basada en la diferencia de lengua, religión, política y conducta
después de las Guerras Médicas y de la que constituye un ejemplo las palabras de
Ifigenia en Ifigenia en Aúlide: Es natural que los griegos dominen a los bárbaros, y no
que los bárbaros manden a los griegos, madre. Pues esa es gente esclava y los otros
son libres. Pues bien, contra esa división se alzará la voz de Eurípides.
Veamos algunos ejemplos. A las palabras de Hermione en la Andrómaca 243:
No gobernamos la ciudad con las costumbres de los bárbaros (βαρβάρων νόμοισιν)
responde Andrómaca: Lo vergonzoso tanto allí como aquí causa vergüenza. Hécuba,
en las Troyanas 1190-1 dice ante el asesinato de Astianacte, el hijo de Héctor: A este
niño lo mataron un día los aqueos por temor. ¡Vergonzoso (αισχρός·) epigrama para
Grecia! Y Andrómaca ante el mismo hecho exclama con terminología similar: ¡Oh
griegos, inventores de suplicios bárbaros! ¿Por qué matáis a este niño que de nada
es culpable? (765-66). En esta fluctuación entre griegos y bárbaros en donde parecen
invertirse los papeles, Andrómaca, la princesa troyana parece encamar mejor el ideal
de la mujer griega que la griega Helena, así en la caracterización que hace de sí misma
en diálogo con su madre Hécuba, dice entre otras cosas (643 ss): Cuantas virtudes se
han descubierto propias de las mujeres, todas las he practicado en casa de Héctor.
En primer lugar abandoné el deseo de no quedarme en casa, lo cual -haya o no haya
motivo de reproche para las mujeres- arrastra por sí solo mala fama. No permitía a
las mujeres dentro de palacio palabras altaneras...”.
Hall (1989) ha mostrado cómo las tragedias troyanas de Eurípides han contribuido
a subvertir en un plano moral la polaridad existente entre griego/ bárbaro y las afines
e interdependientes esclavo/ libre, amigo /enemigo. El procedimiento puede ser como
hemos visto presentando a los griegos comportándose como bárbaros o a los bárbaros
dotados de nobleza. Con ello destruye el oxymoron que en términos de ideología
suponía la asociación nobleza y barbarie. En Troyanas 203 Taltibio, al comunicar la
suerte del sorteo de las prisioneras y pedir que las trajeran para llevárselas a los je ­
fes griegos menciona expresamente a Casandra y le atribuye un espíritu libre, κάρτα
του τοΰλεύθερον έν t o i ç τοιούτοις· δυσλόφω? φέρει κακά “muy en verdad el ser
libre soporta con impaciencia las desgracias en tales casos”. Hécuba, en esa misma
obra (267) llama a Taltibio, heraldo griego, ώ φίλος. Puede rastrearse aquí ideas
contrarias a la precedente división del mundo en griegos y bárbaros que estaban en
el ambiente, por ejemplo, en la boca de Hipias (Pit. Prot. 337c-e) que considera a la
humanidad como una sola comunidad de hombres con espíritu33.
Así podríamos seguir con el análisis del desmantelamiento ideológico y político que
Eurípides lleva a cabo en su obra de todos aquellos criterios de identidad sobre los que
gravitaba el orgullo del ateniense del siglo V. La misma guerra ocasión extrema para
un ciudadano en la que obtener la gloria en la defensa de la polis, agón máximo en
una sociedad agonal y competitiva es objeto de una crítica feroz por parte de Eurípides
en las Troyanas cuestionando desde el principio de la obra la victoria griega que ha
despertado de Atenea su antigua aliada y que promete en su diálogo con Poseidon un
duro retorno para los griegos. Las palabras de Casandra (365-405) sobre los motivos
y consecuencias de la guerra para los troyanos y los aqueos (griegos) insisten en lo
incierto de a quién considerar vencedor, “voy a demostrar que estos troyanos son más
afortunados que los aqueos, y aunque estoy poseída, esto al menos lo afirmo libre de
mi locura báquica. Estos por causa de una mujer ...han perdido ya millares de vidas.
Y su sabio general ha perdido lo que más quería en aras de un ser odioso... Más
adelante dirá en esa misma alocución, y es que en verdad el hombre prudente debe
evitar la guerra. En el diálogo final de Hécuba y Helena (915-1033) tenemos en esta
misma obra un buen ejemplo de la influencia de la retórica mediante la contraposición
de dos discursos antitéticos en los que como en otros del mismo tenor, pensemos en
los de Medea y Jasón, etc., no parece haber vencedores ni vencidos, igual que ocurre
con los de Tucídides autor con quien tanto comparte Eurípides.
Se podría seguir hablando mucho de unos hombres y de unas obras que por encerrar
una virtualidad siempre perenne y renovada nunca se agotan y admiten una lectura,
adecuación y puesta a punto siempre vivas, pero creo que con lo dicho, sin ser mucho,
al menos ha podido vislumbrarse la relación entre tragedia, polis y política, término
este último considerado en su más noble y amplia acepción.

33 Cf. Pit. Político 262 d, donde se considera inadecuada esa división; también Antifonte (DK 87B44b,
45-47, 63, 65, 67-71) la niega en términos biológicos.
D. Cohen, “The Theodicy of Aeschylus: Justice and Tyranny in the Oresteia”, Greece and
Rome 33.2 (1986) 129-141, N. T. Croally, Euripidean Polemic. The Trojan Women and the
junction o f tragedy (Cambridge University Press 1999 [1994]), A. Díaz Tejera, Ayer y Hoy
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histoire de I' oraison funèbre dans la “cité classique" (Paris, Mouton, 1981), Chr. Meier, The
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Wissenschaften”, en ibidem, 475-526, J. Winkler-F. Zeitlin (eds.), Nothing to do with Dionysos?
Athenian Drama in its Social Context (Princeton 1990).
TRAGEDIA Y RETÓRICA

JOAQUÍN RITORÉ PONCE


UNIVERSIDAD DE CÁDIZ

El ascenso de la prosa y la sustitución del verso por ésta como forma literaria do­
minante es un proceso que comienza a incubarse durante la época clásica. Los primeros
pasos del ψιλός λόγος son vacilantes y no se alejan en exceso del referente literario de
la tradición poética precedente, cuyo prestigio resulta indiscutible. La propia ρητορική
τέχνη, que con el tiempo ocupará el núcleo del sistema educativo y otorgará a la prosa
la citada hegemonía, se edifica a partir de los modelos literarios de la poesía arcaica: en
su catálogo de figuras de lengua y de pensamiento, en las formas oratorias que empiezan
a sistematizarse por géneros y subgéneros, y en los recursos argumentativos y en la
propia disposición interna de los distintos tipos de discurso. Pero la influencia también se
produce en sentido contrario. El vertiginoso desarrollo de la retórica desde sus orígenes
sicilianos y su éxito en el ámbito de la πόλις democrática (inexplicable, por otra parte,
sin la acción difusora de los sofistas) da inicio a un proceso de retorización de la poesía
que, como señala Werner Jäger, aun con toda la exageración que ello comporta, “debía
conducir a la completa disolución de la poesía en la oratoria”1. En diversos grados, en
función de la época y de los autores, los diversos géneros poéticos van a sufrir el im­
pacto de la retórica, de modo que elementos ya inherentes a un género pueden adquirir
un aspecto y un desarrollo novedosos (tal es el caso de los agones trágicos o del elenco
tradicional de figuras de lengua o de pensamiento, codificadas a partir del siglo V en
las τέχναι y explotadas sistemáticamente por la oratoria), e incluso, por otra parte, el
género poético puede adoptar procedimientos retóricos ajenos que alteran su aspecto,
e incluso su naturaleza, con importantes consecuencias de crítica y público, así como
para su posterior evolución como forma literaria.
No hay mejor ilustración para estas consideraciones que la evolución de la tragedia,
el género poético por excelencia de la literatura griega clásica, a lo largo de los siglos V
y IV en su convivencia con la disciplina que Gorgias trae a Atenas, según la tradición,
en su célebre embajada del año 427, una relación sobre la que abundan afirmaciones
simplificadoras y que conviene analizar con grandes precauciones. Desde el clásico
libro de Duchemin sobre el agón trágico han ido apareciendo excelentes trabajos de

W. Jäger, 315.
alcance general (Bers, Xanthakis-Karamanos...) o sobre autores en particular (Lasso de
la Vega, Schmalzriedt o Bruce sobre Sófocles, y Collard, Winnington-Ingram, Barlow,
Jouan, Albini o Assael, entre otros muchos, sobre Eurípides)2 que permiten presentar
los hechos en unos términos más precisos.
La frontera entre la tragedia “en estado puro”, reacia a la influencia sofística, y
la tragedia “retorizada” se ha situado tradicionalmente entre Sófocles y Eurípides. De
acuerdo con esta delimitación, en Sófocles se manifestaría el género en todo su es­
plendor, con un pleno equilibrio entre el fondo y la forma y un dominio absoluto de
los recursos dramáticos, que estarían subordinados a lo que Aristóteles considera αρχή
y ψυχή de la tragedia: el desarrollo de una “fábula” (μύθος·) a través de la “estructu­
ración de hechos” (σύστασις πραγμάτων)3. Frente al “poeta de la tragedia clásica”,
cuyo Edipo rey constituye para Aristóteles la cima del género, Eurípides sería, según
la expresión acuñada por Wilhelm Nestle, “el poeta de la Ilustración griega”; y ello
se manifestaría, además de en el aspecto estrictamente ideológico, en el importante
papel que desempeñan en sus obras los recursos formales de la retórica contemporá­
nea, cuyo uso abusivo podría llevar incluso a un descuido de las exigencias del drama.
Esta línea crítica, e incluso descalificadora, de la tragedia retorizada de Eurípides nace
de la reacción de los contemporáneos del poeta, representados por Aristófanes, que
lo agasajaron en una medida mucho menor que a su gran rival, y de los juicios del
propio Aristóteles, que reprueba, como veremos más adelante, la subordinación de lo
dramático a lo discursivo. El éxito que conoció la obra de Eurípides durante el siglo IV
o los juicios críticos favorables sobre su maestría en el manejo de la retórica, como
los de Quintiliano o Dión de Prusa4, no evitan que modernamente, sobre todo desde
las descalificaciones de Nietzsche en El origen de la tragedia, se le haya censurado en
este aspecto. Su gusto por los debates ideológicos, por los discursos trabados según las
reglas escolares, por los argumentos elaborados y engarzados con destreza sofística y,
en definitiva, por todos los recursos del arte retórica ha merecido crítica más o menos
severas, entre ellas, a modo de ejemplo, la de J. de Romilly, quien afirmaba que “cet
art de l ’antilogie et toutes les finesses dialectiques pour soutenir quelque thèse générale
se retrouvent, de façon parfois presque indiscrète, au coeur des tragédies d’Euripide”5,
o la de Lasso de la Vega, que aseguraba del poeta que “a pesar de sus protestas contra
los abusos de la retórica, la utiliza con habilidad y hasta con placer, algunas veces
incluso en lo que tiene de más reprobable”6.
El panorama tradicional de la historia de la relación entre tragedia y retórica se
completa finalmente, para el período anterior a Sófocles, con un Esquilo próximo aún
a los orígenes corales del género y ajeno a toda influencia de la nueva τέχνη y, en lo
que se refiere los desarrollos del siglo IV, con unos autores como Teodectes, Cárcino

2 Las referencias bibliográficas se encuentran al final de este trabajo.


3 Poética 1450a32, 1450a40.
4 Quintiliano, Inst. Orat. 10.1.68; Dión de Prusa 18.7; 52.11.
3 J. Romilly, 119. Cf. J. Assael,175.
6 J. S. Lasso de la Vega, 57.
o Mosquión que llevan a las últimas consecuencias la retorización de la tragedia em­
prendida por Eurípides, de modo que estaríamos asistiendo a la ya citada disolución
de la poesía en la oratoria.

Si bien este planteamiento es acertado en términos generales, durante las últimas


décadas la crítica ha introducido matices de cierta importancia, tanto en lo que respecta
al juicio sobre obras concretas -algo particularmente significativo en el caso de Eurí­
pides, en alguna de cuyas piezas, como el Orestes, la retórica no desempeña un papel
tan superfluo ni tan ajeno como se creía al núcleo del drama- como en valoraciones
de conjunto. En este sentido, hoy se subraya que la obra de los grandes trágicos no es
uniforme en el tiempo, sino que presenta una línea evolutiva en la que, dentro de ciertos
límites propios de cada autor, la presencia de la retórica es cada vez más palpable, y
ello a pesar de las críticas a la retórica que los propios dramaturgos ponen en boca de
sus personajes. Y esto resulta evidente además de en Eurípides, en el propio Sófocles,
menos ajeno a la Ilustración y a la retórica de lo que se venía afirmando, e incluso,
aunque en menor medida, en Esquilo. Por otro lado, han de establecerse unos criterios
muy claros, antes de proceder al estudio de cada autor, sobre lo que debe entenderse
como verdadero reflejo o influencia de la retórica contemporánea. Así, siguiendo a
V. Bers7, la presencia de la retórica en sentido estricto, en cuanto ρητορική τέχνη
introducida en Atenas por profesionales, a veces llamados también “sofistas”, en la
segunda mitad del siglo V, ha de buscarse en determinadas “marcas” en las secciones
de los discursos, en determinados rasgos lingüísticos y en otro tipo de características
que se adentran en el terreno del pensamiento o διάνοια (repertorios de argumentos
de corte racionalista vinculados a consideraciones como la “verosimilitud”, τό eÍKÓs,
o la “naturaleza”, φύσις). Según Bers, la presencia de esta retórica se hace evidente
cuando se introducen en la tragedia discursos semejantes a los que tienen lugar en la
vida real en cualquiera de los tres géneros oratorios: el judicial, el deliberativo o el
epidictico. Con todo, son las argumentaciones al margen de la necesidad del drama
(los llamados “portable arguments”, o “argumentos exportables”), características de
Eurípides, las que revelan un grado más elevado de retorización.

Una metodología de este corte tiene la ventaja de evitar la confusión entre lo que
son artificios propios de un género -o del hecho literario en general- con los rasgos
que denuncian la invasión por parte de la retórica, en sentido estricto, de un terreno
que originariamente le era ajeno. Con una precisión aún mayor, E. Schmalzriedt8,
para identificar los ingredientes genuinamente retóricos contenidos en las tragedias de
Sófocles, establece la necesidad de proceder a una triple distinción metodológica. En
primer lugar ha de distinguirse entre “retórica” y “sofística”, esto es, entre la nueva
disciplina sobre la teoría y la praxis discursiva y las corrientes de pensamiento de
carácter ilustrado: la estrecha vinculación entre ambas no implica en modo alguno
identificación, y esto, como vamos a ver, es de particular interés en el caso de Sófocles,

7 V. Bers, 177 ss.


8 E. Schmalzriedt, 92-93.
cuya distancia ideológica con respecto a la sofística no implica que el autor se man­
tenga ajeno a las técnicas y a los problemas que plantea la retórica. En segundo lugar,
y entrando en lo estrictamente literario, no han de confundirse las “gattungseigenen
rhetorischen Formen des Dramas” (“formas retóricas propias del género dramático”)
con lo que es “rhetorischen Primärbereichen” (“dominio primario de la retórica”): a
las primeras no cabe atribuirles una procedencia extradramática, pues existen en la tra­
gedia desde su origen, mientras que lo segundo, procedente de la teoría y de la praxis
oratoria, es indicio transparente de retorización. Por último, no se deben identificar
con la retórica figuras como el paralelismo, la antítesis, la aliteración o la anáfora que,
a pesar de su inmediata sistematización en los manuales de retórica, son anteriores
al nacimiento de ésta y constituyen, en palabras de Schmalzriedt, “literarischen und
stilistischen grundphänomenen” (“fenómenos básicos literarios y estilísticos”). De no
establecer cuidadosamente estas distinciones se podría caer en el absurdo de vincular
la elaboración estilística de Esquilo, por ejemplo, con la retórica, en una época en la
que ello resulta cronológicamente imposible.

Iniciamos, por lo tanto, un recorrido por la obra de los grandes trágicos, particu­
larmente Sófocles y Eurípides, sobre estas premisas. Atentos a la presencia de debates
sofísticos, hemos de evitar su confusión con el usufructo por parte de cada autor de
las técnicas retóricas, lo que no implica identificación con una orientación ideológica
de corte relativista. Por otro lado, habrá de evitarse la confusión entre el reflejo de
la teoría y la praxis de la ρητορική τέχνη y las técnicas literarias o la elaboración
estilística inherentes a la tragedia y preexistentes a la retórica. Indicios claros serán,
en este sentido, la introducción y la elaboración de discursos procedentes de la vida
real de la πόλις (deliberativos, judiciales o epidicticos); la presencia en estos discursos
de “marcas escolares” que reflejen técnicas de persuasión enseñadas por los rétores;
el empleo de argumentos racionalistas extraídos de los repertorios escolares y, por
último, la presencia de terminología -de jerga técnica incluso- procedente del ámbito
de la retórica. Aun siendo en ocasiones difícil establecer la frontera entre lo trágico y
lo retórico, lo que siempre quedará patente es el grado de identificación, en su caso,
del autor con todos estos materiales -empleado con mayor o menor distanciamiento
crítico- y sobre todo, en Eurípides y la tragedia posterior, cómo la retórica pasa de
ser una presencia más o menos explícita a situarse en el corazón del drama y, por lo
tanto, a modificar su naturaleza, lo que no le pasará desapercibido a un crítico agudo
como Aristóteles.

I. ESQUILO.

La tragedia de Esquilo es anterior, evidentemente, a la sofística así como al na­


cimiento de la retórica y a su enseñanza en Atenas. Esto significa que la extrema
elaboración de su estilo nace de la tradición poética que le precede -la épica, la lírica
coral y la tragedia preesquílea- y de su genio y sus preferencias como autor literario;
y esto es así aunque los manuales de retórica incorporen, sistematizándolas, las figuras
de lengua y pensamiento que nuestro autor aprendió de la poesía arcaica. De hecho,
como comentábamos al principio, ni siquiera las fiorituras de la prosa temprana surgen
ex novo, sino de la tradición literaria anterior. Por otro lado, una serie de autores han
cuestionado, como es bien sabido, la autenticidad del Prometeo encadenado, entre
otras razones, por un tono de modernidad que parece reflejar una cierta influencia
de la sofística y de la tragedia posterior9. Dado que el debate sigue abierto y que
los argumentos a favor de la autenticidad son también bastante sólidos, no conviene
extraer del Prometeo conclusiones aventuradas para el tema que nos ocupa, aunque
sí dejar constancia de que su autor crea al protagonista a partir del dios astuto de la
tradición, y magnifica su filantropía y su empeño civilizador contraponiéndolo -hecho
difícil de encajar en la teología esquílea- a un Zeus presentado con rasgos tiráni­
cos: el resultado es una figura, la de Prometeo, a la que incluso dos personajes del
drama -Fuerza, en el verso 62, y Hermes, en el verso 944- califican irónicamente de
σοφιστής·10, probablemente -es nuestra opinión- en el sentido tradicional de “dotado
de sabiduría práctica”.

Sin embargo, y aun reafirmándonos en la nula influencia retórica y, por supuesto,


sofística, sobre Esquilo, es indiscutible que el autor de la Orestía (458) representa
en una de sus tragedias toda la escenificación -discursos de defensa y de acusación
incluidos- de uno de los ámbitos que competen estrictamente a la oratoria y a su
teorización en la retórica: el del género judicial. El célebre juicio de Orestes ante el
Areópago (Euménides 396-754) es la plasmación en el terreno mítico, y con toda la
elaboración poética que se quiera, de una escena tomada de la vida ciudadana de la
Atenas democrática. Existen, para empezar, determinados detalles en el juicio de Orestes
que se acomodan a las formas observadas en los procesos reales: las alusiones a los
juramentos de las partes, que se presentan, por cierto, como discursos contrapuestos
(328-9); la exhortación de Atenea a la recopilación y presentación de testimonios y
pruebas (485-9); el discurso de defensa de Apolo, que acude a dar testimonio a favor
de un suplicante e invita a Atenea a la introducción de la causa (575-82); y, en general,
la sucesión formalizada de las intervenciones de los litigantes y las de Atenea hasta su
fallo final absolutorio desde la presidencia del tribunal (735-54). En lo que se refiere
al contenido del debate, alguna de las argumentaciones desarrolladas por Apolo en
su defensa rayan lo artificioso o, al menos, causan la sorpresa del lector moderno,
particularmente la que prima la muerte del padre sobre la madre y justifica, de este
modo, la acción de Orestes:

“También esto te lo voy a decir y entérate de que hablaré con rectitud. Una madre
no es la que se dice engendradora de un hijo, sino nodriza del germen recién sem­
brado. Engendra quien fecunda. Mas ella, extraña para un extraño, conserva el brote,
si es que la divinidad no lo malogra. Te mostraré una prueba de esta argumentación:
se puede ser padre sin madre. Aquí cerca hay un testigo, la hija de Zeus Olímpico”
(656-664).

9 Cf. E. A. Ramos, 17, con bibliografía actualizada.


10 Cf. S. Saïd, passim.
Atenea, por su parte, emitirá el voto decisivo a partir de este mismo razonamiento:

“Ésta es mi tarea, dar mi juicio la última. Yo depositaré mi voto a favor de Orestes.


Pues no tengo madre que me engendrara y apruebo todo lo varonil (excepto contraer
matrimonio) con todo mi corazón. Estoy por completo de parte del padre” (735-739).

El proceso de Orestes debe entenderse además en relación con una de las escenas
más características del tragedia griega: el agón. Aunque desde los estudios de Du-
chemin y Graf ha quedado claramente establecido que sólo a partir de Sófocles cabe
hablar de escenas de agón en el sentido formal, cuyo desarrollo vendrá condicionado
por el influjo de los debates sofísticos, la autora francesa entiende que la tragedia
incorporaba el elemento agonal desde sus orígenes populares (la poesía mimética
de forma amebea en la que se contraponían dos caracteres o intereses) y que, por lo
tanto, los diálogos esquíleos en los que se enfrentan dos personajes, particularmente
en esticomitia, constituyen un claro antecedente de los desarrollos de Sófocles y Eurí­
pides. Hemos de concluir, por lo tanto, que en Euménides encontramos unos de los
precedentes más claros de la escena de agón formalizada, y esto significa que justo
uno de los elementos de la tragedia en los que se va a manifestar con posterioridad
en mayor medida la influencia de la retórica tiene orígenes presofísticos, no sólo ya
en la estructura antilógica que enfrenta dos tesis contrapuestas, sino en el cariz de las
argumentaciones empleadas -m ás tarde denominadas “sofísticas” o “retóricas” y que
de hecho surgen de una práctica que sería habitual en los tribunales democráticos- y
en los propios formalismos de un género oratorio, en este caso el judicial. El caso de
Esquilo demuestra, en definitiva, que la retórica puede desarrollar técnicas literarias
preexistentes -e l agón no nace de ella, aunque la nueva τέχνη desempeñe un papel
decisivo en su formalización definitiva11- , y que se configura, al menos en sus primeros
pasos, a partir de una práctica oratoria real que tiene su reflejo en la tragedia. Es po­
sible incluso que la inclinación de ésta desde sus orígenes por lo agonal haya influido
decisivamente en las célebres άντιλογίαι de la retórica sofística.

II. SÓFOCLES.

Las obras de Sófocles y de Eurípides han sido a menudo interpretadas, como


señalábamos al principio, dentro de las etiquetas contrapuestas de clasicismo frente a
Ilustración. A ello contribuye decisivamente la cronología, esto es, el hecho de que, a
pesar de la diferencia generacional, la longevidad del primero y la muerte más temprana
del segundo dan lugar a que sus períodos creadores sea en buena parte simultáneos:
entre 456/5 -si admitimos la datación más temprana del Ayax- y 407/6 -fecha de
composición estimada para Edipo en Colono, representada en 401 por el nieto del
poeta- en el caso de Sófocles, y entre 438 -estreno de Alcestis- y 408 -representación
de Orestes, poco antes de la partida del poeta para Macedonia- en el caso de Eurípides.
Sófocles, en lo que se refiere a nuestro tema, se habría mantenido al margen de las

11 C. Collard, 59.
nuevas corrientes retóricas y, atrincherado en la tradición, alentaría una permanente
hostilidad a la sofística. El “poeta de la Ilustración”, por el contrario, habría sido un
decidido partidario de las nuevas corrientes intelectuales, y ello se reflejaría en su
descarada explotación de los procedimientos de la retórica contemporánea. Los datos,
sin embargo, desmienten estas simplificaciones: ni cabe esperar en Eurípides una ad­
hesión incondicional a la “fiebre sofística”, por muy amigo que sea de retorizar sus
dramas, ni Sófocles, aunque ajeno y hostil a los planteamientos teóricos de la sofística,
se muestra impermeable al éxito de la retórica, que no ha de identificarse con aquélla,
entre sus contemporáneos.
El autor de los dos Edipos, según se piensa hoy, sobre todo desde el estudio de
Schmalzriedt, no sólo no se mantiene al margen de los desarrollos de la retórica en su
época, sino que se entiende con las corrientes renovadoras. Su obra, en este aspecto,
no es monolítica, sino que, al igual que, por cierto, la de Eurípides, se muestra cada
vez más permeable a la retórica, algo especialmente patente en su última pieza, Edipo
en Colono. Las diferencias entre la técnica dramática de Sófocles y la de su rival, que
sin duda son muy importantes, tanto en la intensidad de la retorización como en la
función que desempeña la retórica dentro de las distintas obras, no deben plantearse,
pues, en términos absolutos de conservadurismo frente a innovación, sino dentro de
dos concepciones diferentes de la tragedia que en ninguno de los dos casos son ajenas
a las nuevas corrientes literarias.
La incorporación progresiva de material retórico a las tragedias de Sófocles es
patente, en una primera aproximación, a efectos estadísticos12. El recuento de los
tecnicismos de clara filiación retórica arroja como resultado un aumento progresivo,
particularmente significativo en las tragedias de la última época. Entre ellos se cuentan,
en el análisis de Schmalzriedt, las referencias a las “pruebas testimoniales” (τεκμήριον,
τεκμαίρεσθαι), a la “persuasion” (πειθώ, πείθεσθαι) y al concepto de “discurso opor­
tuno” o “teorema del καιρό?” (καιρός του λέγειν), que Gorgias, según testimonio de
Dionisio de Halicarnaso, introdujo en el debate retórico13.
Pero mucho más importante es el elemento doctrinal. La investigación moderna
ha puesto de relieve la incorporación por parte de Sófocles de las doctrinas más ca­
racterísticas de la retórica contemporánea, entre ellas la que Platón hace remontar a
Tisias y a Gorgias: la “verosimilitud” o είκός14, algunos de cuyos cultivadores más
señalados fueron Antifonte y Tucídides. Los dos Edipos constituyen al respecto dos
ejemplos señalados, más patente, si cabe, el segundo. En Edipo rey, tan ilustrativo, por
lo demás, de la justicia contemporánea tanto en algunos términos empleados como en
las prácticas procesales, la doctrina del είκός se manifiesta en el discurso de defensa
de Creonte ante Edipo (584-615). Ante las acusaciones de conspiración y asesinato
que se le imputan Creonte no posee otro medio de defensa que el argumento de pro­
babilidad: según Creonte estas acusaciones carecen de sentido por el hecho de que su

12 Cf. E. Schmalzriedt, 94 ss.


13 DK 82 B 13.
14 Platón, Fedro 267a.
parentesco con Yocasta le otorga una posición de gran influencia sin los riesgos que
comporta estar al frente del Estado. Todo ello se expone, además, con la destreza y el
orden propios de un discurso judicial:

“Considera primero esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a
dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo más deseo
de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona que sepa razonar.
En efecto, ahora mismo lo obtengo todo de ti sin temor, pero si fuera yo mismo quien
gobernara, haría muchas cosas también contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para
mí más grato el poder absoluto que un mando y un dominio exento de sufrimientos?”.

Tras el argumento especulativo, Creonte introduce, aunque no sea concluyente, la


prueba:

“Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la


respuesta del oráculo. Y otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en común
con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos,
por el tuyo y por el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición
no probada. No es justo considerar, sin fundamento, a los malvados honrados ni a los
honrados malvados”.

En Edipo en Colono la elaboración retórica llega a unos límites únicos en Só­


focles, aunque en el marco de una denuncia contra la manipulación de los métodos
argumentativos de la sofística.Xa escena agonal que enfrenta a Edipo con Creonte en
el episodio segundo (729-885) se estructura en dos discursos enfrentados de cada uno
de los personajes, para cuya composición el poeta demuestra su conocimiento y su
competencia en el arte retórica. A éstos les sigue un rápido diálogo que desemboca
en una esticomitia, la cual incide en el tema central de la escena: la denuncia de los
métodos sofísticos. Nuestro poeta, por lo tanto, exhibe su familiaridad con la retórica,
tanto con sus doctrinas como con sus métodos, aunque dentro de un contexto clara­
mente condenatorio.
Veámoslo con más detenimiento. La prjoLs de Creonte que da comienzo al agón es,
como se ha señalado15, una muestra muy reveladora de discurso propagandístico que
oculta los hechos bajo el ropaje de argumentos elaborados. Comienza con una captatio
beneuolentiae dirigida a los atenienses (“nobles habitantes de esta tierra”), seguida de
una reflexión sobre Tebas como verdadera patria y “nodriza” de Edipo, para terminar
con una falaz exhibición de dolor por la situación del protagonista y de su hija, y con
una invitación a Edipo para retornar a su verdadera patria, agradeciendo, eso sí, los
servicios prestados por Atenas:

“Pero no es posible ocultar lo que está a vista de todos, así que tú, Edipo, por los
dioses de tus padres, obedéceme y ocúltate, consintiendo en volver a tu ciudad y a tu
hogar patrio, saludando cordialmente a esta ciudad, pues se lo merece. Pero tu propia patria
debería ser más honrada en justicia, ya que en otro tiempo fue tu nodriza” (755-762).

15 E. Schmalzriedt, 98.
Tras esta apariencia verosímil se esconden los verdaderos intereses de Creonte
(obtener los beneficios anunciados por los oráculos sobre Edipo) y el silenciamiento
de su responsabilidad en el destierro de éste. El discurso de respuesta de Edipo revela,
por el contrario, los hechos que Creonte oculta, y saca a la luz sus verdaderas inten­
ciones, lo cual se hace, por otro lado, con una denuncia formal de la manipulación que
el lenguaje puede operar sobre la realidad. Al tirano, que encama en este aspecto lo
peor de la sofística, se le acusa de convertir en “astuta estratagema” un razonamiento
aparentemente justo (καπό παντός αν φέρων λόγου δικαίου μηχάνημα ποίκιλον,
761-2), y se opone sistemáticamente la falsedad de la palabra frente a la verdad de los
hechos: “me intentas llevar escondiendo crueles propósitos con tus suaves palabras”
(σκληρά μαλθακώς λέγων, 774); por otro lado, lo que Creonte le ofrece es excelente
de palabra pero funesto en los hechos (λόγω μέν έσθλά, τοΐσι 8' έργοισιν κακά, 782).
Finalmente, el diálogo rápido que sigue a los discursos es una denuncia transparente,
ya en términos generales, de la retórica que se emancipa la verdad, entre cuyos rasgos
se cuentan la “pericia oratoria”, la ya citada teoría del καιρός, la capacidad ilimitada
del orador para tratar cualquier tema -tan atacada por Platón-, y la oposición entre
macrología y braquilogía, asunto que fue objeto de discusión entre los especialistas.
Incluso la terminología empleada por el poeta es reveladora, pues está tomada de los
debates de los rétores contemporáneos:

“E d ip o : Eres hábil con la lengua. Yo no sé que sea justo ningún hombre porque
hable bien de cualquier tema (γλώσση συ δεινός" ανδρα 8' οΰδέν' ο ίδ ' έγώ δίκαιον
öo’TiS’ έξ απαντο? ευ λέγει).
C r e o n te : Distinta cosa es hablar mucho a hacerlo oportunamente (χωρι? τό τ '
ε ίπ είν πολλά και τό καίρια).
Edipo: Ciertamente, tú crees que hablas poco pero con oportunidad (ώς δή συ
βραχέα, τα υ τα δ ' έν καιρω λ έ γει? )” (806-809).

La polémica contra la retórica sofista asoma también en Filoctetes, en esta oca­


sión en relación con uno de los motivos más queridos del poeta, el de la naturaleza
humana, cuya inmutabilidad suele ser la raíz del dilema trágico del protagonista
sofocleo. Este problema de la φύσις, considerada en su oposición al νόμος·, es tam­
bién uno de los grandes temas de debate -casi podríamos decir “de moda”- del mo­
vimiento sofístico. Con todo, lo que a Sófocles le interesa es la naturaleza humana
en cuanto entidad inmutable que se opone a la futilidad y volubilidad del lenguaje,
perteneciente al ámbito de lo social. Así Odiseo, en la tragedia citada (55-134),
aparece como maestro consumado en el arte de manipular la realidad con la pala­
bra, y se sitúa a este respecto en el polo opuesto a Neoptólemo, al que pide que
violente por una vez su naturaleza noble para engañar a Filoctetes y poder obtener
de este modo la victoria en Troya. La petición de Odiseo subordina la justicia, en la
línea del utilitarismo sofístico, al imperativo de la victoria (“lánzate a ello, ya nos
mostraremos justos en otra ocasión”, 83), y ante las protestas del hijo de Aquiles,
que se reconoce incapaz de traicionar su naturaleza noble, la respuesta que ofrece
parece una reflexión crítica del propio poeta sobre las circunstancias de la Atenas
democrática:
“Hijo de noble padre, también yo mismo cuando era joven tenía la palabra ociosa
y el brazo activo. Y ahora, remitiéndome a las pruebas, veo que entre los mortales son
las palabras y no los actos los que guían todo” (96-99).

Este Neoptólemo entero, cuya naturaleza inflexible resulta ineficaz ante las exigen­
cias prácticas, proporciona también una clave muy reveladora para interpretar en sus
justos términos el archicomentado discurso de Ayax 646-692 en la tragedia homónima:
el célebre “Trugrede” o “discurso engañoso”, en el que el hijo de Telamón anuncia
aparentemente su decisión de ceder a los ruegos de Tecmesa y someterse a la autoridad
de los Atridas. Es muy significativo que Odiseo sea en ambas piezas el contrapunto del
personaje noble de naturaleza invariable, así como que también en ambas se destaque
la incompatibilidad entre esa φύσις y una realidad que exige adaptarse para sobrevivir:
frente a Odiseo, el hombre “manipulador”, experto en los recursos del lenguaje, Áyax
y Neoptólemo son incapaces de ceder, lo que desemboca en Áyax en el suicidio del
protagonista, y en Filoctetes en la solución de la trama por una intervención ex machina
de Heracles. Fue Welcker quien abrió el debate entre los que piensan que Áyax finge
ante Tecmesa un cambio de parecer para ganar tiempo (T. Wilamowitz, Howald, von
Fritz, Lesky), los que creen que Áyax juega deliberadamente con la ambigüedad y la
ironía (Schadewalt, Kitto, Errandonea, Knox, Sicherl) y los que, con Bowra, piensan
que el discurso de Áyax responde a un verdadero, aunque efímero, arrepentimiento y
a un deseo de reintegrarse en el mundo16. En nuestra opinión, el pasaje de Filoctetes
confirma que la mutabilidad de la φύσις es incompatible con el héroe trágico de Só­
focles; el cambio pertenece más bien al dominio del lenguaje y, en general, del νόμος·.
Áyax no cambia de parecer, permanece firme en su decisión de suicidarse: su ήθος,
como se ha señalado17, se mantiene por completo “incapaz de aprendizaje”, άπαίδευτον.
El “discurso engañoso” es una pieza magistral en la que el poeta logra que el lector
perciba tras la elaborada argumentación del personaje sobre el devenir universal y la
necesidad de ceder ante las circunstancias (nivel lingüístico, manipulable) su verdadera
y firme intención de permanecer fiel a su naturaleza (nivel ontológico) a pesar de sus
protestas de arrepentimiento: “Yo voy allí donde debo encaminarme (εγώ γάρ el μ'
έκείσ' δττοι πορευτέον). Vosotros haced lo que os digo y, tal vez pronto, os enteréis
de que estoy salvado, aunque ahora sufra el infortunio” (690-692).
Finalmente, en lo que a Sófocles respecta, la influencia de la retórica es tam­
bién palpable en la formalización definitiva del agón trágico. Ya hemos aludido a
las raíces presofísticas del agón, al precedente que constituye el juicio de Orestes en
Euménides y a la influencia que el propio agón puede haber ejercido como modelo
para las άντιΛογίαι de la sofística. El agón, cuyas raíces en las formas populares de
las que brotan la tragedia y la comedia parecen evidentes, sólo aparece como forma
claramente reconocible -dejando de lado el precedente esquileo- a mediados de siglo,
concretamente en el episodio cuarto de Ayax, con el enfrentamiento entre Teucro y

16 Remitimos al clásico trabajo de F. Ferrari (1981) para una puesta al día con las correspondientes
referencias bibliográficas.
17 F. Ferrari, 205.
Menelao (1047-1162), y en el éxodo de la misma tragedia, en la confrontación entre
Teucro y Agamenón (1226-1317). Estos agones, a los que ha de añadirse el que en­
frenta a Hemón con Creonte en Antigona (632-765), presentan aún una formalización
bastante relajada. Son claramente identificables por los dos discursos que enfrentan a
los personajes - a veces nada m ás- aunque los discursos pueden ir acompañados de
otras marcas adicionales: el diálogo animado - a veces esticomítico- que prepara o
cierra la serie de discursos (ya vimos algo en Edipo en Colono), en ocasiones incluso
intercalado; discursos más breves, pronunciados también por los protagonistas, que
cierran la escena a modo de epílogo; y, por último, pequeñas intervenciones del coro
-normalmente de dos versos- para marcar divisiones dentro de su estructura, la más
importante al final de la serie de discursos a manera de apostilla más o menos com­
prometida con las tesis expuestas18. Estos agones sofocleos, por otro lado, con todo lo
identificables que son, carecen de la rigidez propia de los agones de la tragedia tardía.
La lectura de los citados pasajes de Áyax o de Antigona no sitúan al lector en una
suerte de pausa en la evolución de la acción. Frente a la sensación de abstracción, e
incluso impertinencia, de determinados agones euripídeos, el agón de Sófocles nunca
carece de naturalidad, de modo que el lector se ve llevado al núcleo del debate sin
abandonar la lógica de la fábula: la confrontación se acomoda sin rupturas al episodio
y el poeta no pierde el control del drama.
El agón trágico, sin embargo, adquiere su forma definitiva cuando se invierten los
términos y adopta como modelo los discursos enfrentados de la retórica. La libertad
compositiva de los primeros agones será sustituida por una rigidez estructural particu­
larmente patente en las tragedias de Eurípides, aunque, según Duchemin, sólo a partir
de Medea (431). Hay en especial un agón de Sófocles que presenta ya, no obstante,
claros indicios de retorización: el que enfrenta en Electra a Clitemnestra con su hija
(516-633). Aún no tenemos las “marcas” euripídeas de inicio del agón, sino que nos
mantenemos dentro de la fluidez dramática típicamente sofoclea; pero el llamado
“discurso natural” (“natürlische Beredsamkeit”), con su sucesión de lugares comunes,
sentencias, comparaciones, etc., que parecen nacer espontáneamente, es sustituido ya
por dos discursos simétricamente organizados desde el punto de vista argumentativo
y, en lo que respecta a sus contenidos, apegados por completo a los hechos sometidos
a juicio19.

El discurso de Clitemnestra comienza con un reconocimiento explícito del asesinato


de Agamenón y su justificación por el sacrificio de Ifigenia:

“Tu padre, y nada más, es siempre para ti el pretexto: que fue muerto por mí. Por
mí, lo sé bien, no puedo negarlo; la Justicia se apoderó de él, no yo sola, a la que
deberías ayudar si fueras sensata. Este padre tuyo, al que siempre estás llorando, fue
el único de los helenos que se atrevió a sacrificar a tu hermana a los dioses. ¡No tuvo
el mismo dolor cuando la engendró que yo al darla a luz! Anda, muéstrame por qué

18 C. Collard, 60.
19 E. Schmalzriedt, 105.
causa la sacrificó. ¿Es que vas a decir que por los argivos? Ellos no tenían derecho a
dar muerte a la que era mía” (525-537).

A continuación, una sucesión de interrogaciones subrayan la acusación contra


Agamenón, que habría cedido a los intereses de su hermano Menelao, para finalmente
invitar de modo formal a Electra a que formule “con justicia” los reproches contra
sus parientes: el δέ σοΙ δοκώ φρονεΐν κακώς, γνώμην δικαίαν αχούσα τούς πέλας
ψέγε (550-551).
Electra inicia formalmente su discurso aceptando la invitación a hablar y refutando
punto por punto las argumentaciones de Clitemnestra. El sacrificio de Ifigenia se con­
sumó por la maldición de Artemis:

“Entonces hablo. Dices que has dado muerte a mi padre. ¿Qué expresión más
vergonzosa que ésta podría ya existir, bien lo hayas hecho con razón o no? Te diré,
además, que no lo mataste con justicia precisamente, sino que te arrastró a ello el obeder
al malvado varón con el que ahora vives. Pregunta a la cazadora Ártemis en castigo de
qué retuvo en Áulide los frecuentes vientos, o yo te lo diré, pues no es lícito aprenderlo
de ella” (558-565).

Los sucesos de Áulide se justifican por la responsabilidad del caudillo del ejército
aqueo y no por una concesión a Menelao. En todo caso, y a pesar del sacrificio de su
hermana, Electra subraya la ilegalidad asesinato de Agamenón, tras el que se esconde
en realidad la pasión culpable por Egisto:

“Dinos, si quieres, por qué motivo cometes ahora la más vergonzosa de todas las
acciones, cuando te acuestas con el criminal, con cuya ayuda has matado antes a nuestro
padre, y tienes hijos de él y has desechado a los que engendraste antes en tu matrimonio
legal. ¿Cómo podría yo alabar estas cosas? ¿Acaso también dirás que estás vengando
a tu hija?” (585-592).

El “poeta de la tradición clásica”, en definitiva, no permanece ajeno al impacto


que la retórica ejerce en la literatura griega a partir de la segunda mitad del Y. Este
impacto, cuya huella es más visible a medida que avanza la centuria, afecta a la ter­
minología, el empleo de argumentaciones de escuela (καιρός, είκός...), a las propias
técnicas de organización y composición de los discursos y, sobre todo, a las escenas
agonales. Con todo, en Sófocles la retórica nunca suplanta ni entorpece lo dramático
convirtiéndose en un fin en sí misma, e incluso en tragedias como Electra o Edipo
en Colono, en las que el proceso de retorización es particularmente visible, el autor
mantiene en todo momento el pulso del drama por encima de los fuegos de artificio
de la nueva τέχνη, de modo que raramente se pierde la sensación de armonía entre
los diversos ingredientes teatrales. De hecho, la actitud que desde el punto de vista
intelectual mantuvo a lo largo de su vida, recelosa ante el racionalismo sofístico y su
aplicación política, se manifiesta, como hemos visto, en la condena de la manipula­
ción de la verdad -entendida como φύσις inmutable- por la destreza en el manejo del
lenguaje -creación humana, según el célebre coro de Antigona (354) y, por lo tanto,
“convencional” (νόμος)-. La condena de Sófocles no se dirige, por lo tanto, contra la
retórica, de la que se revela como un competente conocedor, sino contra su utilización
fraudulenta con fines inmorales: el hombre que “se enseñó a sí mismo el lenguaje y
el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse” (καί φθέγμα
καί άνεμόεν φρόνημα καί αστυνόμου? όργας εδιδάξατο, 354-356), “poseyendo una
habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos,
la encamina unas veces al mal, otras veces al bien” (σοφόν τι τό μηχανόεν τέχνας-
ύπέρ έλπίδ' εχων τότε μεν κακόν, αλλοτ' ε π ' έσθλόν ερπει, 365-367).

III. EURÍPIDES Y LA TRAGEDIA DEL SIGLO IV.

Eurípides es, de los tres grandes trágicos, el que concede un papel más importante
a la retórica en su técnica dramática. Así fue percibido ya por sus contemporáneos,
como se refleja el cáustico Aristófanes de las Ranas. En este aspecto, como en otros
igualmente característicos de su teatro -la psicologización del héroe trágico, la inno­
vación en el tratamiento del mito, la actitud ante la religión y determinadas realidades
sociales, o el denominado “aburguesamiento” de la tragedia- Eurípides se revela como
poeta innovador y conocedor de las nuevas corrientes intelectuales. En este sentido
cabría aplicarle, con Winnington-Ingram, el calificativo de ποιητής' σοφός·. Sin em­
bargo, hoy estamos lejos del “Euripides rhetoricus” de Thomas Miller, el Eurípides
discípulo de los sofistas que habría introducido en su tragedia las enseñanzas recibidas
de sus maestros. Las conclusiones de Miller, que vinculaban al poeta con la escuela
a la que en el siglo siguiente se adscribe Anaximenes de Lámpsaco, el probable
autor de la Retórica a Alejandro, carecen hoy de validez: para empezar, por razones
cronológicas (Eurípides es contemporáneo de Protágoras y mayor que los sofistas,
lo que excluye una relación escolar) y, por otro lado, por el error metodológico, ya
mencionado, de atribuir a una escuela retórica procedimientos estilísticos (figuras de
lengua y pensamiento) presentes en los otros trágicos e incluso en la poesía arcaica20.
Eurípides se recrea a menudo en los procedimientos de la retórica contemporánea,
pero de una manera gradual -e l agón de Alcestis está cercano aún a los agones so-
focleos de tragedias como Ayax y Antigona- y, desde luego, ajena a una disciplina
escolar concreta.

La etiqueta de σοφός resulta válida, por otro lado, en el sentido de “innovador”


desde el punto de vista estrictamente literario, nunca por una identificación con los
postulados de la sofística. No debe perderse de vista que Eurípides, a la vez que abre
las puertas a la retórica, se mantiene crítico desde el punto de vista ético y político
ante sus efectos perversos. Diseminados a lo largo de toda su producción se encuentran
pasajes muy significativos en los que tal o cual personaje se lamenta amargamente de
la manipulación que el orador competente ejerce sobre los hechos, hasta el punto de
que su última tragedia completa, Orestes, tiene en éste uno de sus asuntos centrales.
Hécuba, por ejemplo, en el célebre agón de Troyanas (914-1032), se lamenta de ca­

20 F. Jouan, 4.
recer de mayor capacidad persuasiva, siendo ésta, la persuasión, la verdadera rectora
de los hombres:

“Parece que no voy a conseguir nada. ¡Oh infeliz de mí! ¿Por qué, de tal modo, los
mortales nos esforzamos por los demás saberes, como es debido, y los buscamos todos,
y, en cambio, la persuasión, la única tirana de los hombres, en nada más nos afanamos
por aprenderla a costa de un salario, para que nos sea posible, un día, convencer de lo
que uno quisiera y obtenerlo a un tiempo?”.

Esta desconfianza de Eurípides hacia la persuasión dolosa queda también sugerida de


modo constante con imágenes expresivas del tipo εΰτροχος γλώσσα o εΰτροχον στόμα,
aplicadas a la habilidad del orador, con términos como σεμνομυθεΐν, λεπτουργείν,
γλώσση ευ περιστελεΐν o toda la familia de palabras relacionadas con κομψός21.
Incluso el orador es a menudo ridiculizado, como es el caso del κήρυξ κομψός και
παρεργάτης λόγων de Suplicantes, o la condena de las malas consejeras por parte
de Hermione en Andrómaca: τούσδε Σειρήνων λόγους σοφών πανούργων ποικίλων
λαλημάτων (“esas palabras de Sirenas sabihondas, listas, hábiles, charlatanas”, 936-7).
Sin embargo, es en Orestes donde la denuncia es más explícita y donde, al mismo
tiempo, se plasma con transparencia el ideal euripídeo de un lenguaje simple, anclado
en los πράγματα, en labios, no del profesional de la palabra, sino del hombre honrado
-ideal que resulta sin duda contradictorio con su práctica como dramaturgo y estilista-.
El relato del mensajero (866-956) es una irrupción directa en la tragedia de la oratoria
deliberativa y, con ella, una denuncia de la manipulación de los ciudadanos por parte
de los demagogos. A la pregunta de Electra sobre los argumentos que se esgrimieron
para condenar a muerte a los dos hermanos, el mensajero describe el discurso de
Taltibio en los siguientes términos:

“Y pronunció, poniéndose siempre bajo la sombra de los que tienen el poder, un


discurso ambiguo. De un lado ensalzó a tu padre, pero no elogió a tu hermano; envolvió
en bellas frases palabras malignas, diciendo que había implantado unos usos perversos
contra los progenitores. Y dirigía rápidamente la mirada insinuante a los amigos de Egisto.
Tal es, en efecto, esa raza: los heraldos brincan siempre en pos del afortunado. Para ellos
ése es el amigo: cualquiera que domine en la ciudad y esté en los altos cargos”.

Tenemos, pues, ambigüedad, amplificación y ocultación deliberada de argumentos,


virtuosismo verbal y adulación. Pero el tumulto de la asamblea llega a su culminación,
por fin, cuando interviene un individuo “de lengua desenfrenada” (άθυρόγλωσσος) que
pide la muerte por lapidación de Orestes y Electra. La escena es de gran interés por
el ciudadano que toma a continuación la palabra, que, como contrafigura del anterior,
ejemplifica al hombre sencillo y constituye una toda una proclama ideológica por
parte del autor:

“Otro se levantó y dijo lo contrario a éste. No era un hombre de aspecto elegante,


pero sí un valiente (μορφή μεν ούκ εύωπό?, ανδρείο? δ ’ άι/ήρ), que rara vez frecuenta

21 Cf. de nuevo F. Jouan, 7.


la ciudad y el círculo del ágora, uno que con sus manos cultiva su propio campo -ésos
son los únicos que defienden el país-, inteligente cuando está dispuesto a recurrir al
diálogo, íntegro y que practica un género de vida irreprochable”.

Este Eurípides tan distante, desde el punto de vista teórico, de la sofística -nada más
desacertado, pues, en este aspecto que la célebre etiqueta de “poeta de la Ilustración”- ,
está, sin embargo, perfectamente familiarizado con la retórica y la explota en sus obras
hasta el punto de crear un nuevo tipo de tragedia que rompe con la tradición y señala
un nuevo camino para los continuadores de la siguiente centuria. Aristóteles percibió
con toda exactitud las consecuencias de este salto cualitativo: la más importante quizá
la disolución de los “caracteres” (ήθη), que antes se definían a través de su “decisión”
(προαίρεσις), en la mera expresión de su “pensamiento” (διάνοια):

“Además, sin acción no puede haber tragedia; pero sin caracteres, sí. En efecto, las
tragedias de la mayoría de los autores modernos carecen de caracteres (άήθεις τραγωδίαι),
y en general con muchos poetas sucede lo mismo, como también entre los pintores le
ocurrió a Zeuxis frente a Polignoto” (1450a23-27).

Según la crítica de Aristóteles, la sucesión de “parlamentos caracterizados” (ρήσεις·


ήθικάς) y de “expresiones y pensamientos bien construidos” (λέξεις- καί διανοίας
εΰ πεποιημένας) es insuficiente para “alcanzar la meta de la tragedia” (ο ήν τή ς
τραγωδίας εργον); de ahí que sea el apartado de la elocución (λοξις), y no el de los
caracteres, el que domina primero el principiante (1450a29ss.). Según se explica más
abajo, en un pasaje archicitado, los caracteres de las tragedias de su tiempo han perdido
la naturalidad expositiva del ciudadano y sus parlamentos están compuestos según los
fines y los métodos de la retórica:

“En tercer lugar, el pensamiento (διάνοια). Y éste consiste en saber decir lo im­
plicado en la acción y lo que hace al caso (τα ένόντα κα'ι τα άρμόττοντα), lo cual,
en los discursos, es obra de la política y de la retórica; los antiguos, en efecto, hacían
hablar a sus personajes en tono político (ττολιτικώς), y los de ahora, en lenguaje retórico
(ρητορικώ?)” (1450b4-8)22.

Por último, en el capítulo dedicado al pensamiento y la elocución, Aristóteles se­


ñala como propio de la tragedia suscitar las emociones a partir de los hechos mismos,
a diferencia de la oratoria, cuyo método es presentar estos hechos acompañados de
“enseñanza” (διδασκαλία):

“La diferencia está en que aquí deben aparecer sin enseñanza (aveu διδασκαλίας·),
mientras que en el discurso deben ser procurados por el que habla y producirse de
acuerdo con lo que se dice (υπό του λέγοντο? παρασκευά£εσθαι κα'ι παρά τον λόγον
γίγνεσθαι). Pues ¿cual sería el provecho del orador si las cosas pareciesen atractivas
sin necesidad del discurso?” (1456b4-8).

22 Cf. Retórica 1417a23; y Dión Crisóstorao 52 (a propósito de Eurípides). Cf. M. Quijada,


243-44.
Los autores de esta tragedia “sin caracteres”, en la que la exposición retórica ha
sustituido al personaje que se define con su acción, son -es evidente- los continuado­
res de Eurípides. Todos ellos -Teodectes, Mosquión, Cárcino, Astidamante, Afareo-
se han formado ya en las escuelas retóricas (Teodectes y Astidamente, por ejemplo,
con el propio Isócrates); de ahí que su obras sean no ya influidas, sino frutos di­
rectos de la nueva concepción literaria que esta filiación escolar arrastraba consigo.
Xanthakis-Karamanos dedicó en 1979 un artículo, ya clásico, a la cuestión. En él
analiza algunos de los fragmentos más representativos de estos autores en los que se
hace patente la elaboración desde el punto de vista retórico. Ésta se manifiesta, según
la autora, en la abundancia de distinciones técnicas de carácter legal - a menudo co­
nocidas por nosotros a través de la Retórica de Aristóteles-, en los debates dramáticos
-entre los que destacan los contenidos en el Alcmeón y el Áyax de Teodectes-, y las
escenas -con ilustres precedentes también en el teatro clásico- en las que el agón se
perfila como un juicio dramático -no podían faltar títulos como Medea, de Cárcino, o
Helena y Orestes, de Teodectes-,
Es evidente que la obra de Eurípides no se acomoda en su totalidad a las observa­
ciones de Aristóteles, y así lo advirtió ya Dión de Prusa, quien, conocedor quizá del
texto de la Poética o de comentaristas dependientes de él, atribuyó a su genio una doble
excelencia, “política” y “retórica” (ή τε τοΰ Εΰριπίδου σύνεσις... πολιτικωτάτη καί
ρητορι,κωτάτη οΰσα, LU 11). No obstante, Else23, editor y comentarista de la Poética,
sugería que frente a tragedias en las que asoma simultáneamente el Eurípides “político”
y el “retórico”, como Suplicantes, existen otras en las que nuestro autor se manifiesta
plenamente “retórico” en el sentido aristotélico, como en el citado agón de Troyanas
(914-1032). Sin discutir, pues, que en un determinado grupo de tragedias, como ha sido
bien puesto de relieve por los críticos, Eurípides aparece como un magnífico creador de
caracteres y como dramaturgo en sentido estricto, es igualmente obvio que la retórica,
en el sentido aristotélico, encuentra en él a uno de sus principales cultivadores, lo que
lo convierte en innovador y en precursor.
Es en las ρήσεις donde, para empezar, hay que buscar al Eurípides más retorizante.
Ya hemos aludido al discurso del Mensajero de Orestes, que traslada a la tragedia la
oratoria deliberativa. El elogio fúnebre que pronuncia Adrasto en Suplicantes (858-
917), procedente del género epidictico, se ha considerado tradicionalmente un sátira
de los επιτάφιοι del siglo V, dado lo insólito de elogiar a los Siete como modelos de
αρετή y no como paradigmas de ϋβρις. Nótese, en los versos iniciales, la deliberada
acumulación de tópicos de escuela para encomiar a Capaneo:

“Su fortuna era abundante, pero en modo alguno se jactaba de ella. Su orgullo no
era mayor que el de un hombre pobre. Huía de quienes se vanagloriaban en exceso
de sus mesas y desprecian la frugalidad, pues decía que el bien no se encuentra en
alimentar el vientre, sino que basta una mesa moderada. Era un amigo de verdad para
sus amigos, estuvieran presentes o no, y el número de éstos no era grande. Su carácter,

23 G. F. Else, ad loe. Cf. D. W. Lucas, 107.


sincero; bien hablado de lengua: nunca dirigió palabra violenta ni a esclavos ni a ciu­
dadanos” (862-871).

Pero es el agón -formalizado ya en Eurípides a partir de M edea- la unidad dramática


en la que los discursos suelen integrarse en un marco plenamente retórico. En uno de
los más célebres, que es además una “escena de juicio”, el que enfrenta a Helena y a
Hécuba en Troyanas (914-1032), se acumulan todos los rasgos del Eurípides “retórico”.
Para empezar, en lo que se refiere a la inserción de los discursos en el drama, estamos
lejos de la “naturalidad” sofoclea24: ambas mujeres inician abruptamente sus interven­
ciones ante Menelao con un proemio absolutamente técnico. Comienza Helena:

“Puede que no me contestes por considerarme enemiga -te parezca que hablo bien
o mal-, pero voy a contestar a aquello de lo que me vas a acusar con tus palabras,
oponiendo a tus razones las mías y mis acusaciones contra ti...”.

El apunte del corifeo introduce el tema gorgiano del poder del λόγος-, lo que le
vale a Eurípides para incidir en la inmoralidad de la persuasión sofística, que destruye
el concepto mismo de “culpa”:

“Reina, defiende a tus hijos y a tu patria destruyendo la persuasión de ésta, puesto


que, con ser malvada, habla razonablemente. Y esto es terrible”.

Por último, la introducción de Hécuba tiene un tono igualmente de escuela:

“En primer lugar, me pondré del lado de las diosas y desmostraré que ésta habla
sin razón...”.

La estructura de los discursos también está sometida a la formalización de los ago­


nes retóricos, de modo que el segundo es una ordenada refutación de los argumentos
del primero. Helena, en primer lugar, traslada la culpa a Paris y se remonta al Juicio
de las diosas:
“Éste dirimió el juicio de las tres diosas: el regalo de Palas a Alejandro era conquistar
Grecia al frente de los frigios; Hera le prometió el dominio de los límites de Europa
y Asia si Paris la elegía, y Afrodita, ensalzando mi figura, le prometió entregarme si
sobrepasaba a las diosas en belleza”.

Afrodita, pues, poder irresistible incluso para los dioses, acompaña a Alejandro en
su visita a Grecia y carga con la responsabilidad de la huida de Helena a Troya. Con
ello Eurípides desarrolla uno de los asuntos favoritos de la retórica sofística -el de la
defensa de Helena- con argumentaciones semejantes a las de las célebres piezas de
Gorgias e Isócrates:

“¿En qué estaba pensando para abandonar mi casa y seguir a un extranjero traicionando
a mi patria y familia? Castiga a la diosa, hazte más poderoso que Zeus, quien tiene el
poder sobre los demás dioses pero es esclavo de aquélla. Y ten comprensión conmigo”.

24 C. Collard, 61 ss.
Finalmente, Helena justifica su permanencia en Troya tras la muerte de Paris por
la violencia de Deífobo, que abortó con éxito sus intentos de fuga:

“Me apresuré a hacerlo y son mis testigos los guardianes de las puertas y los vigías
de las torres, quienes más de una vez me sorprendieron tratando de hurtar mi cuerpo
desde las almenas hasta el suelo con cuerdas. Pero un nuevo esposo, Deífobo, me arrebató
y me retenía como esposa con el consentimiento de los frigios”.

El discurso de Hécuba es estrictamente paralelo. Comienza echando por tierra como


un sofista crítico de la mitología la versión tradicional del célebre juicio:

“No creo que Hera y la virgen Palas llegaran a tal punto de insensatez como para
que una vendiera Argos a los bárbaros y Palas esclavizara Atenas a los frigios, cuando
vinieron al Ida de broma y por coquetería. ¿Por qué iba a tener Hera tantos deseos
de aparentar belleza? ¿Acaso para conseguir un marido mejor que Zeus? Y Atenea,
¿perseguía el amor de algún dios, ella que pidió la virginidad a su padre por huir del
matrimonio? No trates de hacer de las diosas unas insensatas por adornar tu maldad; no
vas a persuadir a personas juiciosas”.

A continuación descalifica el argumento sofístico del “poder irresistible” de Afro­


dita. Helena, y no la diosa, fue la responsable de sus actos:

“Si mi hijo era sobresaliente por su belleza, tu mente al verlo se convirtió en Cipris;
que a todas sus insensateces dan los mortales el nombre de Afrodita”.

Finalmente, Hécuba desmiente que, tras la muerte de Paris, a Helena se la haya


retenido contra su voluntad:

“¿Dónde te sorprendieron trenzando un nudo o afilando una espada, como haría una
mujer noble que añora a su anterior esposo? Y sin embargo, yo te reprendí más de una
vez diciendo: ‘Hija, sal de aquí, mis hijos se casarán con otras; te enviaré a ocultas hacia
las naves aqueas; pon fin a la lucha entre los griegos y nosotros’. Pero esto te resultaba
amargo. Paseabas tu insolencia en el palacio de Alejandro y exigías que los bárbaros se
postraran ante ti. Esto era grande para ti”.

Las conclusiones de ambas intervenciones, por último, recapitulan las argumenta­


ciones como en la práctica forense y lanzan una apelación final al juez, Menelao en
este caso, con tópicos que nos resultan familiares por los ejercicios de escuela. Helena
introduce el imperativo religioso del poder de la diosa:

“¿Cómo pues, esposo mío, va a ser justo que muera a tus manos yo, a quien uno
desposó a la fuerza y que, lejos de salir victoriosa, tuve que servir amargamente en mi
segunda casa? Si quieres ser superior a los dioses, tal pretensión es insensata por tu
parte”.

Hécuba introduce el imperativo de la ejemplificación moral ante toda Grecia:

“Menelao -m ira donde pongo fin a mi discurso-, coloca una corona sobre la Hélade
matando a ésta como se espera de ti, y establece la ley para las demás mujeres: que
muera la que traicione a su esposo”.
Al lector familiarizado con la obra de Eurípides le acuden a la mente debates
semejantes al que acabamos de analizar. Más aún, estos agones no son a veces más
que la traslación a la escena de los discursos enfrentados de los sofistas, difícilmente
justificables desde el punto de vista teatral, aunque posiblemente no desagradaran al
público ateniense del último tercio del siglo V. Sin embargo, no queremos terminar
este repaso del Eurípides “retórico” sin citar el artificio más extradramático de todos,
en el que la acción queda absolutamente marginada e impera el puro y gratuito gusto
por el debate sofístico: el de los llamados por Bers “portable arguments”, esto es,
argumentaciones retóricas con motivación escasa o nula en el contexto dramático en
el que se insertan. Son numerosos los ejemplos que cabe aducir25, aunque podemos
citar uno particularmente representativo por la conciencia que tiene el propio poeta
de su inoportunidad: los argumentos que intercambian el heraldo cadmeo y Teseo en
Suplicantes (399-510) en el agón sobre la democracia. De un modo gratuito, y a partir
de la “confesión democrática” de Teseo, el poeta introduce tiradas de versos senten­
ciosos o especulativos sobre las ventajas y desventajas de esta forma de gobierno, así
como de su opuesta, la tiranía. Tras la primera intervención del heraldo, que acumula
sentencias desconectadas sobre el asunto del debate, valgan como muestra las palabras
burlonas de Teseo sobre la inoportunidad del alegato, que no son sino las del propio
Eurípides, consciente del artificio de la situación:

“Teseo: Ingenioso es este heraldo, aunque dice palabras que no vienen al caso
(κομψός· γ ' ό κήρυξ καί παρεργάτης λόγων). Ya que has iniciado esta disputa, escucha,
pues tú has sido el primero en establecer la discusión” (426-428).

Sin embargo, este tono irónico no impide que, acto seguido, el poeta se recree
en un extenso desarrollo, en cien versos, de las argumentaciones enfrentadas, con la
subsiguiente suspensión de la acción dramática. Esta faceta plenamente retorizante de
Eurípides anuncia la evolución que la tragedia va a sufrir a lo largo del siglo IV, bien
diagnosticada y analizada por Aristóteles. Con todo, frente a autores como Teodectes,
Mosquión o Cárcino -con todas las cautelas que exige nuestra escasa información-,
el teatro de Eurípides se ajusta aún al concepto de la tragedia clásica, de modo que lo
discursivo, por muy importante que sea su crecimiento, sigue estando subordinado a la
acción, con lo que sigue siendo la “decisión” la que define al personaje en cuanto tal.
La personalidad literaria de Eurípides no se agota en el marco de una escuela retórica
determinada, ni siquiera la intensa elaboración retórica de sus agones y de sus ρήσεις·,
con todo lo superflua que pueda parecer desde el punto de vista teatral, llega al extremo
de diluir acción y personajes en lo discursivo, hasta el punto sustituir, en términos aris­
totélicos, lo “político” por lo “retórico”. Más aún, aunque es evidente que sus posiciones
ideológicas son próximas en muchos aspectos a la llamada “Ilustración”, en el terreno
del lenguaje se muestra tan buen conocedor y hábil cultivador de los métodos de la
sofística -en ocasiones con gran fruición- como sumamente crítico con la capacidad
de manipulación que estos métodos aportan. Por otro lado, los hallazgos de la τέχνη

25 Cf. V. Bers, 179 ss.


ρητορική serían de hecho bien conocidos por todos los autores de la segunda mitad de
siglo y hemos encontrado en el propio Sófocles, el agudo intérprete de las dificultades
de la φύσις en el mundo “manipulable” y defensor de los valores tradicionales frente
a las nuevas comentes de pensamiento, un autor familiarizado con ellos y permeable a
su influencia en las tragedias de madurez. Finalmente, la distinción metodológica entre
las aportaciones efectivas de la retórica y los artificios “prerretóricos” inherentes a la
tragedia como género nos ha permitido analizar en Esquilo una elaboración de estilo
anterior al impacto de la nueva τέχνη y, en el caso de Euménides, el embrión de lo
que, mediando ya la retórica, se habrá de configurar definitivamente como “escena
agonal”. Con todo nuestro inmenso desconocimiento de la tragedia del siglo IV -por
muy meritorias que hayan sido las aproximaciones de los especialistas-, cabría decir
quizá para terminar que la disolución de la tragedia en la retórica y, por lo tanto, la
aparición de una nueva forma de entender lo dramático comienza a ser una realidad
cuando a lo largo de este siglo se rompe el equilibrio entre acción y discurso que en
ciertas piezas de Eurípides comienza ya a mostrarse frágil. Aristóteles fue testigo de
ello y nos quedan al menos, si no los textos originales, la crítica de un espectador de
excepción.
1. TEXTOS.
E. A. Ramos Jurado, Esquilo. Tragedias (Madrid 2001), A. Alamillo, Sófocles. Tragedias
(Madrid 1981), A. Medina-J. A. López-Férez-J. L. Calvo, C. García Gual, L. A. de Cuenca,
Eurípides. Tragedias I-III (Madrid 1977-1979) y V. García Yebra, Poética de Aristóteles (Ma­
drid 1974).

2. ESTUDIOS.
U. Albini, “Euripide e la pretesse della retorica”, La parola del passato 224 (1985) 354-
360, J. Alsina, Tradición y aportación personal en el teatro de Eurípides (Barcelona 1963),
J. Assael, “La rhétorique et le tragique dans Oreste d’Euripide”, en J. M. Galy-A. Thivel (eds.),
La rhétorique grecque. Actes du Colloque “Octave Navarre” (Nice 1994), S. A. Barlow, The
Imagery o f Euripides (London 1971), V. Bers, “Tragedy and Rhetoric”, en I. Worthington (ed.),
Persuasion: Greek Rhetoric in Action (London-NewYork 1994) 176-195, A. H. Bruce, The
Tragic Rhetoric o f Sophocles’ Trachiniae (Cornell Univ. 1984), C. Collard, “Formal Debates
in Euripides’ Drama”, Greece & Rome 22 (1975) 58-71, J. Duchemin, L ’agôn dans la tragédie
grecque (Paris 19682), G. F. Else, Aristotle’s Poetics (Harvad 1957), F. Ferrari, “La composizione
del terzo monologo di Aiace”, Maia 33 (1981) 199-205, G. Graf, Die Agonszenen bei Euripides
(Göttingen 1951), W. Jäger, Paideia: los ideales de la cultura griega (México-Madrid-Bue-
nos Aires 19622), F. Jouan, “Euripide et la rhétorique”, Les études classiques 52 (1984) 3-13,
J. S. Lasso de la Vega, “Retórica y tragedia en Sófocles: el ‘discurso engañoso’ de Ayante”,
en G. Morocho (ed.), Estudios de drama y retórica en Grecia y Roma (Universidad de León
1988) 57-72, D. W. Lucas, Aristotle: Poetics (Oxford 1980 [1961]), Th. Miller, Euripides
Rhetoricus (Göttingen 1987), W. Nestle, Euripides der Dichter der griechischen Aufklärung
(Sttugart 1901), W. Nestle, “Sophokles und die Sophistik”, Classical Philology 5 (1910) 129 ss.,
M. Quijada, “Aristóteles, Poética 1454a24, y la tragedia del siglo IV”, Veleia 11 (1994) 237-244,
J. Romilly, La modernité d ’Euripide (Paris 1986), S. Saïd, Sophiste et tyran ou le problème de
Prométhee enchaîné (Paris 1985), E. Schmalzriedt, “Sophokles und die Rhetorik”, en J. Dyck
et alii (eds.), Rhetorik: ein internationales Jahrbuch (Stuttgart 1980) 89-110, G. Xanthakis-
Karamanos, Studies in Fourth Century Tragedy (Athens 1980) y “The Influence of Rhetoric
on Fourth Century Tragedy”, The Classical Quarterly 29 (1979) 76, R. P. Winnington-Ingram,
“Euripides ποιητή? σοφός”, Arethusa 2 (1969) 127-142.
TRAGEDIA Y FILOSOFÍA

ENRIQUE ÁNGEL RAMOS JURADO


UNIVERSIDAD DE SEVILLA

Solemos establecer como punto de referencia inicial para el desarrollo del género
trágico c. 535 a.C., fecha en que, según las Didascalicis, se celebró el primer concurso
trágico en Atenas, que ganó Tespis, hijo de Temón. Ya en esta fecha, es decir, en la
época en que bajo la tiranía de Pisistrato contamos con la existencia atestiguada de
la tragedia, quienes denominamos filósofos llevaban decenios ejercitando su λόγος
en su doble vertiente de razón y lenguaje tratando de desligarse del pensar mítico y
de la forma literaria que hasta la fecha lo había recogido, la poesía, pues la prosa no
sólo es una forma literaria distinta de la poesía, sino conscientemente elegida por unos
hombres que querían romper con todo el mundo simbolizado por el poeta-sabio, por
el poeta educador hasta la fecha en Grecia.

La querella entre los poetas y estos nuevos intelectuales que posteriormente recibirán
el nombre de filósofos estalla pronto, porque el mito, que era parte fundamental del pen­
samiento del hombre común de la época e ingrediente fundamental del género primero
con altura literaria en Grecia, la poesía, requiere una fe que estos nuevos intelectuales
no están dispuestos a concederle. A partir de los primeros filósofos milesios estalla
una querella entre poetas y filósofos que perdurará hasta fines del mundo antiguo, en
la que la poesía, ya a partir de la época clásica, cederá el testigo de la paideia, de la
educación, a la filosofía y a la retórica. Cierto es que hubo influjos mutuos, entre uno
y otro campo, y que hubo trágicos, como Eurípides, que asimilaron el clima intelectual
de su época y reflexionaron sobre temas que tuvieron continuidad en filósofos como
Platón1, y filósofos, a su vez, a quienes incluso se atribuyen tragedias como Diógenes
de Sínope2 o Enomao de Gádara3, y es verdad que la adopción de la forma poética de
determinados presocráticos, como Parménides, Empédocles y Jenófanes, encontraron
su continuidad en la poesía filosófica, por ejemplo, de los cínicos o de escépticos
como Timón, pero, sobre todo, a partir del siglo IV a.C., a partir de Platón, la visión
negativa de algunas escuelas filosóficas, como la platónica con precedente entre los

1 Cf. J. de Romilly, 191-205.


2 Cf. Diogenes Laertius 6.80.
3 Cf. Iuliamis, Or. 7.210 d 4-211 a 8; Suidas, s.u. Δ ιογένης. Cf. A. Brancacci, 37-67.
presocráticos, de la poesía tradicional y, en concreto de la tragedia, será un lugar
común, como veremos, hasta fines del mundo antiguo. Y ello a pesar de que ambas
compartan lugar de nacimiento, hundan sus raíces en la religión4, supongan un novum
en la evolución del ser humano, alcancen prestigio y profundidad en el mismo solar
patrio, establezcan relaciones de sentido entre el hombre, la naturaleza y los dioses
y estén unidas en tanto se plantean como cuestión el hombre y su cosmos5. Mas hay
un aspecto fundamentalmente en que entran en conflicto, ya que ambas pretenden la
formación del ciudadano y en este terreno filósofos y poetas, entre ellos los trágicos,
difieren6 y los primeros menospreciarán en líneas generales a los segundos.
Como reconocía Platón7 en su tiempo era “ya antigua (παλαιά) la querella (διαφορά)
entre filosofía y poesía (φιλοσοφία Te καί ποιτική)”. Todo partía básicamente del
proceso de problematización que sufre el μύθος, eje de la mayor parte de los géneros
poéticos, y de los valores éticos y políticos que la poesía intentaba transmitir, en gran
parte a través de él, valores que son puestos en tela de juicio por los denominados
“amantes de la sabiduría”, los filósofos.
Como decía Ortega8 “el hombre se dedica a esta extraña ocupación que es filosofar
cuando por haber perdido las creencias tradicionales se encuentra perdido en su vida
(...) Para que la filosofía surja es menester que el hombre haya vivido antes de otros
modos que no son el filosófico. Adán no pudo ser filósofo o, por lo menos, sólo pudo
serlo cuando es arrojado del Paraíso. El Paraíso es vivir en la creencia, estar en ella,
y la filosofía presupone haber perdido ésta y haber caído en la duda universal (...) La
filosofía sólo puede brotar cuando han acontecido estos dos hechos: que el hombre ha
perdido su fe tradicional y ha ganado una nueva fe en un nuevo poder del que se des­
cubre poseedor: el poder de los conceptos o razón. La filosofía es duda hacia todo lo
tradicional; pero, a la vez, confianza en una vía novísima que ante sí encuentra franca
el hombre”. Efectivamente el hombre griego durante siglos vivió como Adán en el Pa­
raíso, aferrado y cómodo en el mundo y en las creencias plasmadas en el mito y en los
géneros poéticos a él vinculados. Cuando la actividad de algunos intelectuales, basados
en su λόγος como rey, pone en cuestión el mundo de la cotidianidad mítica vivida hasta
entonces surge la filosofía, que desde un inicio se enfrenta, aunque se alimente de él,
al mito y a la poesía como educadora de Grecia, trátese de Homero o los trágicos. Los
poetas, como ejes de la paideia, son puestos en tela de juicio. Los valores transmitidos
por determinados mitos y plasmados por los poetas, salvo que se consideren inspirados y
con ello sufran un proceso de alegorización, no son precisamente los que deban formar a
un πολίτης, en opinión de los filósofos. Los filósofos manifestarán, en líneas generales,
su oposición a las ideas del común de los mortales, que creen en el μΰθος y valoran
a los poetas como formadores. Incluso habrá determinados momentos en que choquen

4 Cf. P. Mendes Joäo, 99-108.


5 Cf. N. Georgopoulos (ed.), passim, y Cl. Auvray-Assayas, 269-277.
6 Cf. A. López Eire, 75-76.
7 R. 607 b 5-6.
8 Cf. VIII 267-268.
brutalmente lo antiguo y lo nuevo y entonces el pensador pague, de uno u otro modo
(muerte, exilio, quema de libros), su libertad de pensamiento y palabra9.
Poetas, entre ellos los trágicos, y filósofos se disputan la égida de la sabiduría, de
la paideía, y la polémica, en ocasiones, va a resultar encarnizada (reproches, críticas,
menosprecio), pero los filósofos, en general, no van a poder renunciar ni a determina­
dos poetas considerados sagrados (Homero, Hesíodo, Orfeo y posteriormente Oráculos
Caldeos), a los que, si es preciso, alegorizan, ni, por supuesto, al mito en sí tamizado
por el λόγος. Los trágicos no se encuentran, mirando el transcurso de la filosofía griega,
entre los autores preferidos por los filósofos, de forma que las citas de los trágicos en
los filósofos griegos resulten algo ocasional (salvo en los estoicos), al contrario que
los poetas considerados sagrados. De todas formas hemos de llamar la atención sobre
el hecho de que una historia de la exégesis trágica, comprehensiva, en las distintas
escuelas filosóficas está por hacer. Leemos con más o menos frecuencia sobre la tra­
gedia trabajos centrados en los estoicos, Platón y Aristóteles, mas casi ninguno en las
restantes tendencias filosóficas y, además, falta una buena obra de conjunto.
Como es lógico, de la etapa que llamamos convencionalmente presocrática muy
escasos pueden ser los testimonios de los filósofos y, a la inversa de los trágicos,
sobre el otro campo. La coexistencia de tragedia y filosofía como ámbitos distintos
se producirá a partir, aproximadamente, del último tercio del siglo VI a.C., y en esa
época aún el prestigio y valoración social estaban del lado de la poesía y las voces
discrepantes de determinados intelectuales que hasta la fecha habían visto la luz, casos
de Heráclito10 o Jenófanes11 por citar unos ejemplos, no eran sino unas gotas de agua
en el sereno lago de la estimación social de la poesía. Ni los amenazantes “bastonazos”
de Heráclito a poetas como Homero, ni la supuesta condena a los infiernos por parte
de los pitagóricos de Homero y Hesíodo, ni los duros reproches de Jenófanes a ambos
poetas eran un grave obstáculo para la Homerolatría y Hesiolatría de la época. Y si
hacía falta, para ello estaba la alegoría, cuyo nacimiento, no casualmente, las fuentes
antiguas sitúan en el último tercio del siglo VI a.C., la figura de Teágenes de Regio12,
o la selección de pasajes como hacían los pitagóricos13. La crítica ética, moral, a la
poesía de lo “no conveniente”, “de lo indecoroso” será el centro ya por parte de los
primeros filósofos y así será hasta fines del mundo antiguo14. La poesía como mala
formadora de ciudadanos desde el punto de vista de los filósofos estaba tomando cuerpo
ya en la Grecia arcaica. El terreno para la República platónica se estaba preparando.
Los filósofos, además, se van a considerar, en general, superiores a los poetas, pues
como decía Walter Kaufmann15, “ninguno de los grandes filósofos consideraron la
humildad como una virtud”.

9 Cf. E. Derenne, passim.


10 22 B 42 DK. Cf. et. 22 B 56-57 DK; 22 B 40 DIC.
11 21 B 11 DK, 21 B 1 DK. Cf. D. Babut,83-117.
12 Cf. E. A. Ramos (1999), 45-59.
13 Cf. Iamblichus, VP 110-111.
14 Cf. E. A. Ramos (2002), 125-150.
15 Cf. p. 25.
Mas, a su vez, también es cierto que dentro de los filósofos presocráticos se van
a ir asumiendo ya nociones tradicionales que van a resultar claves para la conciliación
a la larga entre filosofía y poesía, me refiero sobre todo a la poesía sagrada, en la
cual advirtamos nunca incluyeron los filósofos a la tragedia. Por ejemplo, la noción
de poeta inspirado, del poeta sabio, que dice verdad y que culminará en el comen­
tario de Proclo, como veremos, a la República platónica, abrazándose fraternalmente
Platón y Homero. Un exponente lo tenemos ya en la figura de Demócrito, en el que
las vivencias de un Homero, Hesiodo o Píndaro como poetas inspirados habrían de
encontrar una formulación filosófica16. Para él el “entusiasmo”, la presencia de la
divinidad en el alma del poeta, era una garantía. La auténtica poesía es como una
revelación aparte y más allá de la razón.Las facultades del poeta son llevadas al pa­
roxismo, estimuladas, pensaba, por un agente externo sobrenatural que sume al poeta
en un frenesí especial, en un trance semejante al furor divinantium, en el que percibe
efluvios de seres y cosas que en su normalidad psíquica sería incapaz de percibir. Así
se entiende que, al decir de Horacio17, Demócrito excluyera del Helicón los sanos...
poetas (excludit sanos Helicone poetas Democritus), esto es, a los poetas cuerdos,
a los poetas en su sano juicio o en normalidad psíquica, o que afirmara, al decir de
Cicerón18, “que sin locura nadie puede ser un gran poeta” o “no se puede ser un gran
poeta... sin inflamación de ánimo y sin una especie de hálito de locura”, de forma
que, en palabras de Clemente de Alejandría19, Demócrito llegara a pensar que “lo que
un poeta escribe con entusiasmo e inspiración divina (μ ετ’ ενθουσιασμού και ίεροϋ
πνεύματος) es sin duda bello”. Cierto es, pensaba el atomista20, que “ni el arte ni la
sabiduría son cosa accesible para quien nada ha aprendido”, esto es, admite el apren­
dizaje, y que la poesía se basa en la “imitación”21, pero aprendizaje e imitación si no
van acompañados de “inspiración”, esto es, de la consabida dosis de manía, de nada
vale. Los dioses emiten un ιερόν πνεύμα que el alma del poeta recibe, a través de los
poros o más bien a través de la respiración, quedando así en estado de “entusiasmo”
y, con ello, capacitada para expresar, aunque fuera míticamente, la verdad. Son ideas
que volveremos a encontrar en Sócrates-Platón y tradición posterior y que resultarán
claves en la relación entre la tragedia y la filosofía, pues al final no será toda la poesía
la censurada e incluso exiliada (por ejemplo, Platón) por los filósofos sino sólo aquella
que ya ha nacido no inspirada.
Por tanto, antes del advenimiento de Platón, los filósofos ya se consideraban como
superiores, en general, a los poetas, hacían una crítica fundamentalmente moral, ética
a la poesía, distinguían entre poesía inspirada y no inspirada, hablaban del valor edu­
cativo de la literatura y comenzaban a utilizar los conceptos incipientes de mimesis y

16 Cf. los trabajos de A. Delatte, P. Vicaire, H. Flashar, G. A. Koller, L. Gil y C. Bobes-G. Baamonde-
M. Cueto-E. Frechiila-I. Marful.
17 Ars poetica 295 = 68 B 17 DK.
18 De Div. 1.38, 80 = 68 B 17 DK.
19 Strom. 6.168 = 68 B 18 DK.
20 68 B 59 DK.
21 68 B 154 DK (Plutarchus, D e sollert. anim. 974 a).
catarsis, éste último aspecto, por ejemplo, ya entre los pitagóricos, mas hay un magní­
fico texto de Gorgias, el sofista, quien deambulaba por Atenas cuando Sócrates tenía
unos treinta años, que nos ilustra bien sobre las ideas que se estaban propagando en
los ambientes intelectuales de la época y que presagian las ideas socrático-platónicas
y sus derivaciones posteriores. Se trata del famoso pasaje del Encomio a Helena que
nos habla sobre el poder del λόγος·, de la palabra, ese μέγας1 δυνάστη?, ese “gran
soberano” “que con un cuerpo pequeñísimo y totalmente invisible lleva a término obras
sumamente divinas (θειότατα αποτελεί)”:

“Puede, en efecto, acabar con el miedo (φόβο?) y suprimir la aflicción (λύπην),


producir alegría (χάραν) e intensificar la compasión (ελεον). Y que esto es así voy a
demostrarlo. Mas preciso es también demostrarlo a la opinión de los oyentes. A la poesía
toda la considero y la denomino palabra con metro (λόγον εχοντα μετρον). A sus oyentes
les invade un estremecimiento de terror, una compasión (ελεος) que provoca abundantes
lágrimas, un pesar por amor a los dolientes, con motivo de las venturas y desventuras de
acciones y personas extrañas por medio de las palabras el alma experimenta (επαθεν)
una experiencia propia (ιδιόν τι πάθημα)”.

Temor, compasión, catarsis, imitación... nociones que ya nos preanuncian conoci­


dísimos textos platónicos (y detrás de él Sócrates) y aristotélicos. Aunque no de forma
explícita, creemos que Gorgias está pensando en la tragedia. Son las emociones que
el espectador siente ante ella, por el poder “psicagógico” del λόγος·22. Sabido es, por
otra parte, que la sofística, en líneas generales, seguía defendiendo el valor mimético
de la literatura y su capacidad educativa, formadora, y por ello, entre otras razones,
se dedicaba con ahínco a la exégesis de los grandes poetas23. Es recomendable leer al
respecto, por ejemplo, el Protagoras de Platón, en el que el hijo de Aristón atribuye
al sofista de Abdera una teoría de la educación en la que lectura y comentario de los
grandes poetas24 tenían un papel fundamental.
Ya tenemos preparado el terreno para las figuras de Sócrates y Platón. No nos vamos
a meter en la eterna cuestión del problema del Sócrates histórico, en el problema de
las fuentes fundamentales (Platón, Jenofonte, Aristófanes) y cuál es el Sócrates real.
Mas hablemos de Sócrates, como crítico literario, cuando las fuentes fundamentales al
menos, Platón y Jenofonte, coinciden y es lógico pensar que el filósofo ágrafo en su
enseñanza oral mantuviera una determinada actitud ante el arte, la literatura, la poesía
y, en concreto, respecto a la tragedia. Sabido es que Sócrates mantenía en cuestión de
arte que el artista, para serlo de verdad, debía hacer coexistir las facultades innatas y
el desarrollo de ellas a través del aprendizaje25, que el arte es mimesis, imitación, como
Jenofonte26 describe que el marido de Jantipa defendía en las conversaciones con el
pintor Parrasio de Efeso, el escultor Clitón y el fabricante de corazas Pistias, y abo­

22 Plato, Phdr. 2171 c 10.


23 Cf. Plato, Prt, 338 e 6-339 a 3. Cf. et. 80 A 30 DIC.
24 325 d 8-326 b 6.
25 Xenophon, Mem. 4.2-8.
26 Mem. 3.10.1-15.
gaba por la utilidad del arte, en el sentido de que el arte se adecúa a un fin27. Además,
según las fuentes del filósofo ágrafo, valoraba, más que ninguna otra, como después
Platón y tantos platónicos, la poesía inspirada, mientras que los poetas coetáneos, con
su aparente saber, son por supuesto inferiores al auténtico filósofo indagador. Todos
recordamos el famoso pasaje de la Apología28 en el que para averiguar si el oráculo de
Delfos a preguntas de Querefonte tenía razón al decir que Sócrates era el más sabio de
los hombres, se fue inquiriendo por las calles de Atenas a los diversos gremios sobre
sus respectivas artes y entre ellos a los poetas. Recordemos lo que nos dice el texto29,
supuestamente en boca de Sócrates allá en los primeros meses del 399 a.C.:

“Preciso es, en verdad, haceros ver mi peregrinación, como si llevara a cabo una
especie de trabajos, a fin de que para mí también irrefutable fuera el oráculo. Tras los
políticos, pues, me dirigí a los poetas, los de tragedias y los de ditirambos y los demás,
en la idea de que allí me iba a coger in fraganti a mí mismo siendo más ignorante que
aquéllos. Recopilando, pues, poemas suyos que me parecían más elaborados por ellos,
les iba preguntando qué querían deck, para, a la vez, aprender también algo de ellos.
Pues bien, vergüenza siento, atenienses, de deciros la verdad, mas, sin embargo, hay que
decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar mejor que ellos sobre los
poemas de los que ellos eran autores. Conocí, pues, a mi vez también sobre los poetas
en poco tiempo lo siguiente, que no por sabiduría hacían lo que hacían, sino por un
cierto don natural e inspirados por la divinidad como los profetas y los adivinos, pues
también ésos dicen muchas y hermosas cosas, pero no saben nada de lo que dicen. Una
experiencia similar me pareció que experimentaban también los poetas y a la vez me
di cuenta de que ellos, en virtud de la poesía, creían ser los más sabios de los hombres
incluso en las demás cosas en las que no lo eran. Me alejé, pues, también de allí cre­
yendo que era superior en lo mismo en lo que también lo era a los políticos. Finalmente,
pues, me dirigí a los artesanos. En efecto, era consciente de que yo no sabía nada, por
así decir, mientras que sabía que descubriría que ellos eran entendidos en muchas y
hermosas cosas. Y en eso no estuve equivocado, sino que sabían lo que yo no sabía y
en este sentido eran más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció que los buenos
artesanos caían en el mismo error en el que precisamente también caían los poetas: por
dominar bien su arte cada uno estimaba que era el más sabio también en las demás
cosas, las más importantes, y ese error eclipsaba aquella sabiduría suya, de forma que
me preguntaba a mí mismo en nombre del oráculo si preferiría estar así como estoy, no
siendo sabio en cuanto a la sabiduría de ellos ni ignorante en cuanto a su ignorancia, o
bien tener las dos cosas que ellos tienen. Me respondí, pues, a mí mismo y al oráculo
que más me valdría estar como estoy”.

La idea aquí expresada por Sócrates está más ampliamente desarrollada en el Ión y
en el Fedro. Se basa en el supuesto de que la mente del autor y sus órganos fonadores
son simples elementos mediadores entre una fuerza de orden superior, que es la que
responsable en último término, y el público. En la Apología, pues, se establece una

27 Xenophon, Mem. 3.10.9-15; 3.8.4-10.


28 Nos atenemos a nuestra reciente edición y traducción con introducción y notas de la Apología y
Fedón.
29 22 a 6-e 6.
primera teoría acerca de la inspiración poética, donde entran los autores de tragedias,
análoga a la del Ión. La teoría socrático-platónica concede al auténtico entusiasmo o
endiosamiento la génesis de la auténtica poesía. En este diálogo se hace radicar en esa
fuerza divina la verdadera génesis del arte. Actúa a la manera de la piedra imán30, que
magnetiza en primera instancia al emisor -el poeta-, luego al rapsoda y finalmente al
público. Con el símil de la piedra magnética reúne Platón los tres polos que se implican
en la creación poética: un dios (o sus subrogadas, las Musas), un poeta a través del cual
la inspiración se hace palabra, y un público, que a través del rapsoda, recibe la obra,
que resulta, mediante la inspiración, no obra humana, sino divina, siendo los poetas
“profetas”, “los que hablan en lugar de”, esto es, como “intérpretes de los dioses”.
Recordemos parcialmente el emblemático pasaje31:

“Ya miro, oh Ión, e intento mostrarte cuál es mi opinión al respecto. Pues no es una
técnica (τέχνη) lo que te permite hablar bien de Homero, tal como yo decía hace un
momento, sino que es un poder divino (θεία... δύναμι?) el que te mueve, parecido al
que hay en la piedra que Eurípides32 llamó magnética y la mayoría heraclea. En efecto,
esta piedra no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que infunde en los anillos un poder
tal que pueden hacer lo mismo que la piedra, atraer a otros anillos, de tal manera que en
ocasiones se forma una larga cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A
todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así también la Musa
misma los hace inspirados (ένθεου?), y por medio de estos inspirados se forma una
cadena de otros inspirados. Todos los poetas épicos, pues, los buenos, no es en virtud
de una técnica (τέχνη?) por lo que recitan todos esos bellos poemas, sino porque están
inspirados por la divinidad (ένθεοι) y posesos (κατεχόμενοι). Esto mismo le ocurre a
los poetas líricos (μελοττοιοί) (...) Porque una cosa leve es el poeta, alada y sagrada, y
no está en condiciones de poetizar antes de que esté inspirado por la divinidad (ένθεο?),
demente (έκφρων) y el intelecto (νους) ya no esté en él”.

En ningún momento, pues, en el Platón conservado33 se admite que la verdadera


poesía pueda ser fruto de una técnica, de un conjunto de destrezas conscientemente
aprendidas. Es el furor lo que inspira la verdadera poesía. La inspiración poética en
el Fedro es asimilada a una especie de locura divina. Existen cuatro tipos de delirio o
manía que vienen de los dioses: el profético, el hierofántico, el poético y el amoroso.
El tercer tipo, el furor poético34, es el responsable de la verdadera poesía, quien acude

30 533 d 1-534 e 5.
31 533 c 9-534 b 6.
32 Fr. 567 Nauck.
33 Cf. los trabajos de C. Browson, W. C. Greene, E. Cassirer, G. Colin, E. E. Sikes, J. Tate,
J. W. H. Atkins, H. G. Godamer, M. Delcourt,H. Gilbert, Th.S. Duncan, M. J.Verdenius, W. J. Verde-
nius, P. Vicaire, A. H. Gilbert,J. G. Warry, T.Gould, G. M. A. Grube, R.Harriots, E. N.Tigerstedt,
D. A. Russell-M. Winterbottom (eds.), G. M. A. Grube, J.-P. Vernant, W. Kauffman, D. A. Russell,
J. Moravcsik-P. Tempo, S. Halliwell, J. R. Truscott, G. A. Kennedy (ed.), R. Brock, S. Rosen, H. Wiegmann,
A. Beltramenti, M. Demos, A. R. Keller, J. T. Kirby, M. Losau, B. Rubidge, E. A. Havelock, A. Jaulin,
P.-M. Schuhl, G. Binder-B. Effe (eds.), C. Bobes Naves et alii, Ch. Janaway, S. Halliwell, P. Murray,
St. Büttner y T. Lee Too.
34 245 a 1-8.
a las puertas de ella sin la posesión, sin la locura de las Musas, será un poeta imper­
fecto, no un verdadero poeta.
La verdadera poesía no es, por tanto, según Sócrates-Platón, una actividad de la
razón. En el Ión, pues, al igual que en el Fedro, se admite con toda claridad no sólo
la inspiración del poeta sino también la belleza de la obra que produce. De todas
formas hay que poner en claro que para Platón el filósofo está por encima del poeta
inspirado, pues cuando en el Fedro nos dice que hay diversos tipos de locura afirma
que la más excelsa locura es la locura de amor que viene de Eros y Afrodita, el amor
a la belleza y a la verdad, la pasión que convierte al hombre en filósofo, en pensador.
Recordemos también que en el mismo diálogo platónico, cuando el alma pierde sus alas
y cae, el alma se puede reencarnar en diversos niveles, siendo superior el del filósofo
(primer nivel) al del poeta (sexto nivel), a quien “corresponde lo imitativo (περ'ι την
μίμησιν)”35, y ya sabemos el valor negativo que tenía lo mimético en Platón en tanto
alejado del mundo de las Ideas. Por regla general el reino del poeta es el de la dóxa,
no el del conocimiento auténtico, el de la Verdad. Sólo el poeta-filósofo, aquél que
se ha acercado y contemplado el mundo de las Ideas, las auténticas realidades, es un
auténtico poeta.
Sin embargo, como todos sabemos, al abordar la misma cuestión desde el punto
de vista educativo en la República, establece un control en su πόλις ideal de la poe­
sía. Sólo cabrá en ella aquella poesía que, dirigida por la razón, toma por tema la
alabanza de los dioses y de los hombres sobresalientes por su virtud y no otra. Y
ahí entra la tragedia. Ahora no hay alusión alguna al tema de la inspiración, ni se
estudia al poeta como tal, sino desde el punto de vista social, moral, de no coadyu­
vante a que los ciudadanos de la πόλις ideal alcancen la αρετή, y es desde esta
perspectiva como queda expulsada de su ciudad-estado ideal gran parte de la poesía
griega.
La condena de la poesía y con ella expresamente de la tragedia la justifica Platón
desde el punto de vista de la forma y del contenido. Desde el punto de vista de la
forma hay que partir de la teoría de las Ideas. Como sabemos Platón establece una
clara distinción entre el mundo sensible, inestable, de apariencias, y un mundo supra­
sensible, inmutable, auténtica realidad, que es el mundo de las Ideas, presidido por la
Idea del Bien. El modelo es el nivel superior, todo lo demás en jerarquía descendente
son imitaciones, copias, que se van alejando cada vez más del mundo de las Ideas.
Nosotros, en nuestro mundo, estamos condenados a vivir en el mundo sensible, en el
mundo de los fenómenos, de lo cambiante, de lo mutable, de las apariencias, de las
copias, que es lo que captamos, como se pone en evidencia en el mito de la caverna.
Por tanto, si nuestro mundo es una copia y el artista, a su vez, imita intentando copiar
las realidades sensibles, el artista cada vez más se aleja de la Idea. El famoso ejemplo
de la cama36 ilustra bien esta noción. Por una parte existe, auténtica realidad, la Idea

35 Phdr. 248 e 1-2.


36 R. 596 e-598 b.
de Cama, por otra su imitación que realiza el artesano en nuestro mundo sensible
para nuestro descanso y, en un nivel aún más inferior, la imitación que, por ejemplo,
de la cama del mundo sensible realiza el pintor o describe el poeta. Ésta es la razón
por la que en la teoría platónica el arte aparece relegado a un estatuto de tercería,
inferior, ya que el artista imita nuestro mundo sensible, mera apariencia, con lo cual
se aleja más del mundo al que debemos tender, al trascendente, al de las Ideas. El
artista, el escritor, copia a su vez de una copia. El arte es una ficción imitativa. En
oposición al auténtico filósofo que tiende al mundo superior, al mundo de las ideas,
desprendiéndose de lo sensible, separando, incluso, el alma del cuerpo, el artista, y
con ello el poeta, se sumerge en el mundo cambiante, sensible, creando simulacros
del mundo fenoménico. Lógicamente Platón, junto con los platónicos posteriores,
preferirán la poesía inspirada, aquella en que se produce una comunión entre el poeta
y la divinidad, en la que el poeta supera mediante el “entusiasmo” el mundo sensible
y menospreciará, en cambio, aquellos géneros, obras o poetas frutos de la técnica y
de la imitación humana, que pueden alejar al ciudadano del mundo de las Esencias.
Cuanto más se sumerja un poeta en el mundo de la mimesis, más detestable será en su
opinión. Y aquí entra la tragedia. Es de admirar en el poeta a veces sus “opiniones”,
pero sabiendo que son eso “opiniones” y no conceder el beneficio de la omnisciencia
al poeta supuestamente “inspirado”.
En el libro III de la República distingue una tríada en la forma de la dicción
poética imitativa: la mimética simple, que es diégesis pura, todo un relato en boca del
poeta, mimética pura que es cuando el poeta desaparece y hace hablar a los personajes,
y mimética mixta, aquella en que la voz del poeta se encuentra entreverada por las
palabras que pone en boca de personajes. En el primer tipo, según Platón37, entraría
el ditirambo, en el segundo el drama (tragedia y comedia) y en el mixto la épica. El
texto es el siguiente38:

’Ορθότατα, εφην, ύπέλαβε?, και οΐμαι σοι ήδη δηλοΰν ο έμπροσθεν ούχ oíos τ ’
ή, δτι τη? ποιήσεω? τε κα'ι μυθολογία? ή μεν διά μιμήσεω? δλη έστίν, ώσπερ συ
λέγει?, τραγωδία τε και κωμωδία, ή δε δι’ απαγγελία? αύτου του ποιητου -εϋροι?
δ ’ αν αυτήν μάλιστα που έν διθυράμβοι?-, ή δ ’ αυ δ ι ’ άμφοτέρων εν τε τη των
επών ποιήσει, πολλαχοϋ δε κα'ι άλλοθι, ε’ί μοι μανθάνει?.
“Muy correcta respuesta, dije yo, y creo que ya te he hecho evidente lo que antes
no fui capaz, que hay un tipo de poesía y narración de mitos completamente imitativa,
como tú dices, la tragedia y la comedia, otro tipo es el que tiene lugar mediante el relato
por el propio poeta -podrías encontrarlo sobre todo en los ditirambos-, y otro, a su vez,
es el que tiene lugar mediante ambos procedimientos tanto en la poesía épica como en
otros muchos lugares, si me entiendes”.

Éste es prácticamente el primer texto griego importante transmitido en el que de


una manera explícita, aunque referido a poesía imitativa, se hace una clasificación de

37 R. 394 c.
38 R. 394 b 8-c 5.
géneros literarios basada en la modalidad de dicción propia de cada uno de ellos y sus
procedimientos elocutivos39. Pero para el propósito que nos interesa y para la perspectiva
de los platónicos posteriores retengamos que la tragedia pertenece al ámbito extrema­
damente imitativo y, por tanto, más alejado del mundo de las Formas, del mundo de
las Ideas. Desde esta perspectiva, pues, la tragedia es detestable, refleja pura ilusión,
lo más alejado de la auténtica “realidad”.
Mas también Platón distingue en el discurso poético en la misma República,
ateniéndose al fondo del poema, entre verdadero y falso. En el libro II de su Res
publica aborda Platón el tema de la educación de los guardianes en el Estado ideal.
Respecto al modelo educativo tradicional griego, Platón, por boca de Sócrates, pro­
pondrá una educación que él considera completa. Hay que educar el cuerpo mediante
la gimnástica y el alma mediante la música y comienza su análisis por ésta, ya
que la música precede en la educación a la gimnástica, y, a su vez, inicia el análisis
de la música por la parte que concierne a su contenido, lo relativo a los mitos, y
ahí denuncia las blasfemias de la epopeya y de la tragedia, por la imagen inade­
cuada, falsa y nociva que nos ofrece de la divinidad, ya que por todos es sabido
que para Platón Dios es bueno y no puede ser causa de mal, como lo pintan en
determinadas obras y pasajes los poetas, entre ellos los trágicos40, sino que la divini­
dad es inocente41. Determinados pasajes míticos, reflejados en la poesía, como los
de Crono, Hera, Hefesto, teomaquias, gigantomaquias, etc., aun acudiendo a un
“sentido subyacente” (υπόνοια), no deben ser escuchados por un alma no formada,
que debe, por el contrario, escuchar las narraciones “más hermosamente dispuestas
con vistas a la virtud (προ? αρετήν)”42. Las palabras de Sócrates a Adimanto43 van
en la línea de que están fundando una polis ideal, una πολιτεία nueva, una Res
publica sobre nuevos cimientos, y, por tanto, hay que vigilar el tipo de poesía, en­
tre ella la tragedia, que pueda tener cabida en lo que después Plotino denominaría
Platonópolis:

“—Y yo contesté: Adimanto, no somos poetas ni tú ni yo en este momento, sino


fundadores de una ciudad, y a los fundadores les conviene conocer los moldes (τύπου?)
en los que deben componer los poetas, a los que tienen que atenerse si componen, mas
no tienen que componer μύθους.
—Correcto, dijo él, pero en este caso, ¿los moldes en teología (τύποι περί
θεολογία?) cuáles serían?
—Los siguientes, poco más o menos, dije yo: se debe, sin duda, reproducir siempre
(áei) al dios tal cual es, tanto si lo pone en escena en una epopeya (έν επεσιν), como
en un poema lírico (έν μέλεσιν) como en una tragedia (εν τραγωδία).
—Preciso es, en efecto”.

39 Cf. C. Bobes et alii, 72.


40 R. 376 e 2-380 c 5.
41 R. 379 c 1-7.
42 R. 378 e 2-3.
43 R. 378 e 7-379 a 10.
Por tanto, no se debe permitir a los poetas, ni siquiera a Homero, culpabilizar a
los dioses de nuestros males, “ni, a su vez, se debe permitir (έατέον) que los jóvenes
escuchen lo que Esquilo dice (Αισχύλος λέγει)”, esto es, que

“la divinidad hace a los mortales culpables


cuando quiere arruinar por completo una casa”44.

sino que, “por el contrario, si alguien compone los padecimientos de Níobe (τα τή ς
Νιόβης· πάθη), como el autor de estos yámbicos, o los de los Pelópidas o las gestas
de Troya o algún otro tema semejante, no hay que permitirle que los exponga como
obras de la divinidad (θεού έργα), o en caso contrario, tendrá que inventar (έξευρετέον)
una explicación parecida a la que nosotros ahora estamos buscando, y habrá que decir
que la divinidad llevó a cabo acciones justas y buenas (δίκαιά τε και άγαθά) y que el
castigo redundó en provecho (ώνίναντο) del afectado. Pero que infortunados (άθλιοι)
son los que sufren su castigo, y que la divinidad es la autora de ello, no hay que
permitírselo decir al poeta. Pero sí se le habrá de permitir si dice que los malos eran
infortunados pues precisaban un castigo y que, al recibirlo, han obtenido un provecho
por parte de la divinidad. Pero decir que la divinidad, que es buena (αγαθόν οντα), es
culpable de los males (κακών... α’ίτιον), hay que sostener con energía por todos los
medios (παντί τρόπω) que nadie lo diga en su ciudad, si ésta debe gozar de eunomía
(εΰνομήσεσθαι), ni que nadie, ni joven ni viejo, lo escuche, tanto si estas historias
están expuestas en versos o no (μητ ’ έν μετρώ μήτε ανευ μέτρου), pues quien re­
lata tales leyendas dice cosas impías (ούτε δσια), inconvenientes (ούτε σύμφορα) y
contradictorias entre sí (ούτε σύμφωνα αυτά αύτοίς)”45.
No menos interesante que el contenido de estas críticas son los criterios sobre los
que se fundamenta. Se ha sostenido en ocasiones que la elección de los mitos juzgados
aceptables por Platón estaba regida por criterios puramente utilitarios y educativos,
como creía P. Boyance46. En efecto, en la República el acento se pone en el hecho
de que los mitos inadecuados en cuestión deben ser pasados en silencio o al menos
revelados a un número pequeño de personas, “aunque sean verdaderos”, pues hacen
daño sobre todo a los jóvenes y futuros guardianes. Se notará también que los actos de
violencia mencionados por Platón a título de ejemplo competen siempre a miembros
de la misma familia (Urano-Crono-Zeus, Hera y sus hijos, Hefesto y su padre), porque
se trata siempre de eliminar los relatos de querellas entre familiares, a fin de asegurar
la cohesión de la familia y el Estado. Sin embargo, sería erróneo creer que el criterio
utilitario o educativo exclusivamente cuenta. En el Eutrifón no interviene, la crítica
de Sócrates es puramente teológica y desinteresada e incluso en República y Leyes se
acude también al criterio de la falsedad.

44 R. 380 a 1-4. Cf. fr. 154 de la Níobe de Esquilo (cf. Pap. Soc. Ital. 1208, fr. 116 Mette).
Cf. et. R. 383 a 9-c 1 donde también censura versos de Esquilo (fr. 350) por lo que decían “sobre los
dioses”.
45 R. 380 a 5-c 2.
« Cf. p. 159.
Naturalmente el rechazo de las concepciones tradicionales implica también una
contrapartida positiva. Platón se vio precisado a definir los principios de una teología
nueva, conforme, a la vez, a la verdad y a los intereses superiores del Estado. Son las
pautas que hay que seguir, a las que se refiere Adimanto en la República·, οι τύποι
περί θεολογία?, a los que los poetas y mitopoietas, entre ellos los trágicos, deberían
atenerse. El primero de estos dogmas de la teología platónica proclama la bondad
absoluta de Dios, que no puede ser causa de determinadas cosas, sino sólo de bienes,
es decir, de una pequeña parte de lo que nos sucede. El segundo aboga por la sim­
plicidad e inmutabilidad de la naturaleza divina, en tanto “absolutamente perfecta”, y,
por tanto, no cambia, no se metamorfosea, pues quien cambia es para tender a mejor,
mas mejor que la divinidad no hay nada, consecuentemente “amigo mío, que ningún
poeta nos hable de que
‘los dioses semejantes a huéspedes extranjeros
recorren las ciudades bajo multitud de apariencias’47

ni nos cuente nadie mentiras sobre Proteo48 y Tetis49 ni en tragedias ni en otros poemas
nos ponga en escena a Hera transformada en sacerdotisa
‘para los fecundos hijos de Inaco, río argivo,’50
‘ni nos mientan con otras muchas historietas semejantes’”51.

Estos caracteres de la divinidad son reafirmados en contextos muy diferentes, lo


que muestra bien a las claras que las normas de la teología no son válidas sólo en
el cuadro particular de la República y confirma que la teología platónica y la crítica
platónica a los poetas, entre ellos los trágicos, no están fundamentadas sólo en criterios
exclusivamente educativos y sociales. Ya en la Apología 21 b 6 Sócrates subrayaba que
Dios no puede hablar contra la verdad, pues no es su naturaleza. En otros pasajes52
Platón insiste en la inmutabilidad, veracidad, bondad, ausencia total de envidia, om­
nisciencia, impasibilidad, inaccesibilidad a todo sentimiento por parte de la divinidad.
Estas exigencias se oponen en bloque a las creencias populares de las que la poesía
se hace eco. Hay que afirmar, pues, como en el Fedro que “lo divino es bello, sabio,
bueno y todo lo similar”53 y que, por supuesto, la envidia, tan arcaica, está ausente de
la divinidad54. Por tanto, cualquier afirmación o narración en sentido opuesto por parte
de los poetas, entre ellos los trágicos, que conculquen estos principios, son condenables.
No olvidemos que Dios se convierte en el Platón de las Leyes “en la medida de todas

47 Od. 17.485-486.
48 Cf. Od. 4.456-458; Aeschylus, fr. 210-215 (Mette incluye el título entre los trece que considera
obras de carácter satírico por parte del poeta eleusino, siendo el drama satírico perdido de la Orestíd).
49 Cf. Pindarus, N. 4.62.
50 Aeschylus, fi: 168, correspondiente a Ξάντριοα, detemáticadionisiaca.
51 R. 381 d 1-e 1.
52 Cra. 408 c 5-7; Ti. 29 e 1-4; Phdr. 247 a 8, 246 e 1, 278 d 3-4; R. 388 c-389 a; Phil. 33 b 8-11.
53 246 d 8-e 1.
54 247 a 7.
las cosas (ό δή θεός ήμίν πάντων χρημάτων μέτρον)”55, en una inversión buscada
de la famosa formulación protagórica.
Por tanto, para Platón el verdadero arte es aquel que conduce a la Idea, a la
Verdad, al Bien, a la Belleza y sólo así puede admitirse en un Estado. Las razones,
como hemos visto de Platón, para condenar las artes, entre ellas la tragedia, obedecen
a razones de fondo (verdad/falsedad; educativo/ no educativo), razones de forma (según
el grado de mimesis) y razones pragmáticas (en tanto puede provocar en el receptor
reacciones inconvenientes). A Platón le interesa sobre todo el arte, y con él, la poesía
como transmisor de unos valores, de un contenido, de provocar en el receptor un deter­
minado efecto, desde su punto de vista, positivo. Las Musas no deben ser sólo gratas
sino útiles. Los poetas trágicos y cómicos son deleznables, piensa como fundador de
una polis ideal, en tanto poetas miméticos -la mimesis deleznable-, y, además, con
sus excesos en llantos y risas apelan a la parte irracional del alma, la más alejada del
ideal platónico de la templanza. Todas son razones (éticas, metafísicas, psicológicas)
que conllevan la condena de la tragedia.
Con este punto de vista es lógico que Sócrates en el libro X de la República, en
su comienzo56, llegue a afirmar tajantemente “que en modo alguno (μηδαμη) debe­
mos admitir (παραδέχεσθαι) poesía alguna mimética (μιμητική)”, que es mera apa­
riencia, pues “el imitador (ό μιμητής·)”, ό του ειδώλου ποιητής, “no conoce el Ser
(τοΰ... οντος), sino lo aparente (του φαινομένου)”57 y con sus obras puede causar
“daño (λώβη)” “en la mente de los oyentes (τής των άκουόντων διανοίας), cuantos no
posean como contraveneno (φάρμακον) el conocimiento (τό είδέναΟ de su auténtico
ser”58. Y ahí entra desde Homero, aunque le tengamos “cierto cariño y respeto desde
niño”59, a los trágicos, de quienes Homero ha sido “el primer maestro y guía”60. Por
tanto, los trágicos no están dotados para educar, de ahí que, en virtud de una ética
“política”, en su sentido etimológico, de un punto de vista metafísico (no conocen el
Ser) y “psicagógico” (arrastran el alma del espectador a emociones no sanas), se les
expulse de la ciudad-estado platónica, junto con Homero, en la República o que, al
menos, como en las Leyes, se les someta a una censura previa y sólo se permita acce­
der a los escenarios a aquel drama que esté de acuerdo con la ideología estatal. Los
guardianes de la ciudad-estado si se les inquiere sobre este aspecto deberán contestar
al interesado lo siguiente61:

“Nosotros mismos somos autores, en lo posible, de la más bella y, a la vez, exce­


lente tragedia, pues toda nuestra πολιτεία consiste en una imitación (μίμησις) de la
más hermosa y excelente vida, que afirmamos que es en realidad la más verdadera trage­

55 716 c 4.
56 R. 595 a 5.
57 601 b 9-10.
58 595 b 5-7.
59 595 b 9-10.
60 Cf. E. A. Ramos 1987, 75-80.
61 Lg. 817 b 2-d 3.
dia (...) No creáis, pues, que nosotros fácilmente vamos a dejaros sin más que plantéis
escenarios entre nosotros, en la plaza, ni que nos presentéis actores de bellas voces, que
hablen más alto que nosotros, ni que os concedamos hablar en público a los niños ni
a las mujeres ni al populacho entero diciendo, en relación con unos mismos hábitos de
vida, no lo mismo que nosotros, sino, de ordinario, todo lo contrario. Locos tendríamos
que estar prácticamente tanto nosotros como cualquier ciudad que os permitiera hacer lo
que ahora decís sin antes decidir las autoridades si lo que habéis compuesto es decible
(ρητά) y apropiado (επιτήδεια) para ser expuesto en público o no”.

Toda una censura del Estado. Sólo el poeta filósofo, el poeta que conozca las Ideas,
la Esencia, el Ser, tendría cabida en la construcción platónica. No hay que “dar coro”
(χορόν ού δώσομεν)62 ni “permitir que los maestros (τους διδασκάλους·) se sirvan de
sus obras con fines educativos (έπ'ι παιδεία) para los jóvenes, si los guardianes han
de ser piadosos (θεοσεβείς) y divinos (θειοι) en la medida en que pueda serlo un
hombre”63. Platón somete “la poética a la moral, la estética a la ética, exhortándonos
a los seres humanos a considerarnos a nosotros mismos poetas y actores de lo que
debería ser el bellísimo drama de nuestra propia vida”64.
Por último, respecto a Platón, quisiera hacer un par de reflexiones finales. La primera
es que jamás en su obra conservada cita a Sófocles y sí a Esquilo y a Eurípides, como
tampoco cita versos de Aristófanes, a pesar de que sea interlocutor en el Banquete y
sea citado por Sócrates como uno de los orígenes de sus males en la Apología. Más
que a los trágicos, cita, por ejemplo, a Píndaro y a Hesíodo (unas cuarenta veces) y,
sobre todo, permanentemente a Homero65. En segundo lugar, no lo olvidemos, a Platón
le gustaba la actividad poética. Se conservan algunos epigramas a él atribuidos y es
fama que incluso llegó a componer ditirambos y tragedias, de los que conservamos
fragmentos, sin mencionar los rasgos dramáticos con los que impregna sus diálogos.
Recordemos también que entre las últimas supuestas palabras de Sócrates ante el
tribunal en su juicio del 399 a.C.66 figuran la que encontraba, en parte, consuelo ante
su inminente e injusta muerte en que, cuando marchara al Hades, podría “reunirse
con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero”, todos ellos para los platónicos posteriores
“divinos poetas”.
En cuanto a la escuela peripatética, como es sabido, ésta va a rechazar la teoría
de la inspiración, negándose a reconocer la colaboración de potencias superiores con
el poeta, subrayando, en cambio, la importancia de los factores irracionales que inter­
vienen en la creación literaria: la facultad mimética, la imaginación y la afectividad.
A ello le unirán la elaboración intelectual, la elaboración consciente, con arreglo a un
plan premeditado. A partir de Aristóteles y sus discípulos la crítica literaria discurre,
pensamos, por cauces más “objetivos”, postulándose para el poeta por añadidura a sus

62 R. 383 c 2. Cf. et. Lg. 817 d 7 (δώσομεν ύμίν χορόν).


63 R. 383 c 2-5.
64 Cf. A. López Eire, 84.
65 Cf. J. Labarbe, passim.
“ Ap. 41 a 6.
dotes naturales (φύσις, natura), oficio (τέχνη, ars) y práctica (μελέτη, exercitatio),
como se refleja también en autores como Neoptolemo de Paros67.
Ya con Aristóteles la poesía no será juzgada con criterios extraliterarios. Con el
discípulo de Platón68 la perspectiva que la filosofía y los filósofos adoptan respecto a
la tragedia cambia radicalmente. No podemos meternos en profundidad y con detalle
sobre la visión del fundador del Liceo respecto a la tragedia, ya que ocuparía, por
sí, un espacio que en esta ocasión resulta imposible y sobre la que tantísimo se ha
escrito. Sabido es que Aristóteles dedicó parte de su producción al arte literario, que
en gran parte se ha perdido, y nos tenemos que conformar básicamente con el primer
libro de la Poética, ya que el segundo (el de la comedia) no nos ha llegado, y con
los tres libros de la Retórica. Hemos perdido, por ejemplo, los tres libros Sobre los
poetas o los Problemas homéricos o las Didascalias, sobre todo lo cual no tenemos
sino fragmentos. Mas para nuestro propósito la obra fundamental es la Poética, obra
de tipo esotérico o “acroamática”, destinada al interior de la escuela e incompleta, que
se ha “sacralizado”, creo, que en exceso, y que realmente nos muestra su punto de
vista sobre la cuestión que nos ocupa. Es la reflexión sobre la poesía de un filósofo,
aunque no uno más, sino una de las grandes cimas del pensamiento y que además, no
lo olvidemos, reflexionaba sobre el tema siendo griego y con la tragedia griega aún en
período creativo. Sigue gozando afortunadamente, no hay que dudarlo, de actualidad,
pero al que no hay que hacerle decir más que lo que dice filológicamente hablando.
Decir que Aristóteles es el primero que concede a los estudios literarios una auto­
nomía, que piensa la poética como una ciencia literaria, como un arte que imita con el
lenguaje, es un lugar común. A la literatura, al contrario que Platón, hay que valorarla,
decía69, en sí y no en función de criterios extraliterarios:

“Además, no es el mismo criterio de corrección (όρθότης) el de la política y el de


la poética, ni el de ningún otro arte distinto al de la poética”.

Como ya dije, no es lugar de exponer toda su teoría literaria para enmarcar la tra­
gedia ni incluso todo lo que pensaba sobre ella, mas sí, al menos, de recordar algunas
series de puntos para mostrar sobre todo las diferencias con Platón. En primer lugar
para Aristóteles la literatura es μίμησι? y el ποιητή? es un μιμητή?70 “a la manera
de un pintor o cualquier otro imaginero (είκονοποιό?)”, pero lo mimético no tiene
ningún sentido peyorativo como en Platón. La literatura es imitación como toda arte,
la mimesis es su esencia, aunque la diferencia esté en el medio de imitación que es el

67 Cf. P. Shorey, 185-201, y L. Gil, 71-78.


68 Cf. los trabajos de L. Cooper-A. Gudeman, A. P. MacMahon, E. Bignone, H. E. Butcher,
G. F. Else (1957 y 1958), J. Jones, A. W. J. Adkins, F. L. Lucas, D. W. Lucas (ed.), D. J. Allan, V. Garcia
Yebra, W. Kauffman, 65-128, G. F. Held, E. Belfiore, S. G. Salkever, M. Heath, J. Beaufret, A. O. Rorty (ed.),
C. Bobes Naves et alii, 107-144, I. Düring, 272-289; A. López Eire (2002a) 85-139 y A. López Eire
(2002b) 5-17 y 131-158, y R. Ben Mrad.
69 Po. 1460 b 13-15.
70 Po. 1460 b 8.; Cf. G. A. Koller y S. Halliwell.
lenguaje, un lenguaje especial que tiene unas normas específicas, que puede adoptar la
forma de prosa o verso71. Los diversos géneros literarios se diferencian entre sí por tres
medios: “o por imitar con medios diversos o por imitar objetos diversos o por imitarlos
diversamente y no del mismo modo”72. Su objeto de imitación son las acciones de los
hombres, “los que imitan, imitan a hombres que actúan”73, y esta imitación “necesario
es que imite siempre de una de estas tres formas posibles, pues o bien (se. imitará)
las cosas como eran o son o bien como se dice o como parece o bien como deben
ser”74. Estos hombres imitados en su actuación serán esforzados o de baja calidad y
en la imitación resultarán mejores o peores. “Homero hace a los hombres mejores”75,
al igual que la tragedia, y en oposición estará la comedia76. En cuanto a los modos de
imitación el discípulo de Platón distingue entre la forma diegética o narrativa, que es
la propia de la epopeya, y la forma dramática, donde los personajes son presentados
actuando, la propia del drama, esto es, de la tragedia y comedia, pero sin condena
extraliteraria como en el caso de Platón. Es más, Aristóteles prefiere aquella forma en
la que el poeta hable por sí lo menos posible:

“El propio poeta debe decir lo menos posible (ελάχιστα λέγειν), pues así no es
imitador (μιμητή?)”77.

Y el no ser imitador, para Aristóteles, es un defecto, con lo que tenemos la inver­


sión de la visión platónica. La imitación, condenada en la teoría platónica, es un valor
literario en la teoría aristotélica. Por tanto, en una primera aproximación, la creación
literaria es caracterizada como imitación (narrativa o dramática) por medio del lenguaje
(en prosa o verso) de una acción humana (de hombres esforzados o de baja calidad que
en la imitación resultarán mejores o peores). Ahora bien, por tener que ser imitación
en la que cuanto menos aparezca el creador es mejor, la poesía en sí más alta es la
dramática, fundamentalmente por otros valores la tragedia, y sólo subsidiariamente y
de forma inferior la épica, en tanto se asemeja a la dramática (personajes que actúan
y dialogan), y lógicamente el nivel más alejado sería la lírica, pues no es concebible
el creador en escena, y los poetas didácticos (tipo Hesíodo) o poetas-filósofos que
nos ofrecen en primera persona su visión del mundo (tipo Parménides o Empédocles).
Cuanto más “imitación” de lo ajeno y menos “estén en escena” los poetas mejor: “pues
preciso es que personalmente (se. el poeta) diga lo menos posible (ελάχιστα), pues
en este aspecto no es imitador. Ahora bien, los demás intervienen personalmente a lo
largo de todo el poema e imitan pocas cosas y en pocas ocasiones”78, lo contrario a
Homero y, por supuesto, aún a mayor distancia la poesía dramática.

71 1447 a 29-30.
72 1447 a 16-18.
73 1448 a 1.
74 1460 b 9-11.
75 1448 a 11-12.
76 1448 a 16-18.
77 1460 a 8-9.
78 1460 a 8-9.
Para Aristóteles el origen de esta mimesis tiene una doble causa. Por una parte,
es connatural al hombre y así adquirimos nuestros primeros conocimientos y en se­
gundo lugar porque todos gozamos con la imitación79. En cuanto a la relación entre
imitación y realidad -tan problemática, como hemos visto, para Platón y fuente de
rechazo de determinados tipos de poesías- en Aristóteles no presenta problema al­
guno, porque la imitación, digámoslo así, no es concebida como algo fotográfico, sino
como algo verosímil. Esta teoría se encuentra reflejada, entre otros textos, en el fa­
mosísimo pasaje de la diferencia entre poesía e historia en el que dice que “resulta
evidente por lo anteriormente expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha
sucedido (το τα γειρόμενα λέγειν), sino lo que podría suceder, esto es, lo posible (τά
δυνατά) según la verosimilitud o la necesidad (κατά το είκός ή τό άναγκαΐον)”80.
Ε incluso si hay conflicto entre lo είκός y la realidad, Aristóteles se pone del lado
de lo είκός81:

“Preciso es preferir lo imposible verosímil (αδύνατα είκότα) a lo posible increíble


(δυνατά απίθανα)”.

Aunque lo real no queda excluido como objeto de la mimesis poética, no se


muestra como un criterio que sirva para calificar la creación artística. Es lo verosímil
lo que prima y es verosímil todo aquello que nos resulta asumible en un contexto
determinado, independientemente de que sea verdadero o falso (otra diferencia con
Platón). Si lo expuesto se acomoda en el lugar y en el contenido al conjunto de la
obra y no causa desajuste en las expectativas del receptor (oyente o lector) es correcto.
Por tanto, la verosimilitud entra entre las capacidades del creador, mas es evaluable
en el receptor, que es el destinatario último de la obra literaria y en función del cual
y por los efectos que en él produce esta obra es calificada82. La obra poética no es un
tratado filosófico que pretenda alcanzar “la verdad”, sólo intenta ofrecer un placer a
nivel del νους, del intelecto, arrastrar al alma, proporcionarle un placer estético. La
poesía tiene “su verdad” que no tiene por qué coincidir con la “verdad” de la realidad
ni con la “verdad” del filósofo. Para Platón, recordemos, el poeta verdadero tendría que
ser a la vez filósofo, esto es, tender y alcanzar en lo posible la “verdad” para luego
expresarla, tener acceso al mundo de las Ideas, las auténticas realidades, que no están
en este mundo y, por tanto, son inaccesibles a los no filósofos; el poeta, recordemos
al discípulo de Sócrates, imita sólo a partir de una copia, es copia de copia. Para el
maestro de Alejandro, en cambio, el poeta no imita la individualidad de las cosas, sino
su universalidad, por ello “la poesía es más filosófica y más seria (φιλοσοφώτερον καί
σπουδαιότερον) que la historia, pues la poesía narra más bien lo general (τό καθόλου)
y la historia lo particular (τά καθ’ έκαστον). Lo general es a qué clase de hombres
le corresponde decir o hacer tales o cuales cosas de acuerdo con lo verosímil o ne­
cesario, a lo cual tiende la poesía a pesar de poner nombres propios a los personajes;

79 1448 b 4-19.
80 1451 a 36-38.
81 1460 a 26-27.
82 Cf. J. M. Pozuelo, 51-59.
lo particular, por el contrario, qué hizo o qué le pasó a Alcibiades”83. Como dice el
profesor López Eire, para Aristóteles “la poesía no reproduce por vía de imitación
la individualidad de las cosas, sino su universalidad”84, no tiende a lo individual
sino a lo genérico y por eso es “más filosófica” que la historia. La poesía se mueve
en el plano de los universales, de las “formas”, de lo verosímil, y la tragedia del
siglo V a.C. es la forma más perfecta a la que ha llegado la poesía mimética y dra­
mática en su evolución en la concepción del estagirita.
La poesía, pues, es imitativa y depende del poeta el que imite acciones serias y
moralmente buenas y elevadas (caso del Homero de la llíada y Odisea) o acciones
ridiculas y moralmente reprensibles (caso del autor del Margites). Con la primera
posibilidad, con la de Homero y sus dos poemas, entronca la tragedia, con la segunda
la comedia85. La epopeya y la tragedia86 comparten el objeto de imitación (acciones
excelentes de hombres esforzados), la unidad de acción (que no se ha de confundir con
la del personaje principal ni con la de tiempo, sino con la coherencia y verosimilitud
de sus partes) y algunas de sus partes (μύθος·, caracteres, pensamiento y elocución),
mas la primera es diegética, de verso uniforme, de mayor amplitud temporal, capaz
de narrar en sucesión acciones simultáneas, y más libre en el espacio, mientras que
la segunda, la tragedia, es mimética, de metro variado según sus partes, de menor
amplitud temporal, de mayor unidad de acción y de espacio, más intensa, por tanto, y
realzada por el espectáculo y la música.
Concretamente sobre la tragedia, aunque ya hemos dicho algo al respecto desde
el punto de vista aristotélico (visión técnica y no “política”), no podemos obviamente
abordar cuestiones como sus orígenes según el discípulo de Platón o el fondo y forma
en profundidad, mas sería imperdonable no decir que apreciaba sobre manera el Edipo
Rey de Sófocles y no recordar su famosa definición de tragedia, aunque no podamos
analizarla en profundidad en sus términos por razones evidentes. Recordemos que
dice así87:
εστιν οΰν τραγωδία μίμησι? πράξεω? σπουδαία? καί τελεία? μέγεθο? έχουση?,
ήδυσμέίΛι) λόγω, χωρί? έκαστου των ειδών έν t o î ç μορίοι?, δρώντων καί ού δι ’
απαγγελία?, δι’ έλέου και φόβου περαίνουσα την των τοιούτων παθημάτων κάθαρσιν.
λέγω δέ ήδυσμένον μεν λόγον τον εχοντα ρυθμόν και αρμονίαν καί. μέλο?88, τό
δέ χωρ'ι? τόί? ε’ίδεσι τό διά μέτρων ένια μόνον περαίνεσθαι καί πάλιν έτερα διά
μέλου?.
“Es, pues, la tragedia imitación de una acción esforzada y completa, con cierta am­
plitud, con lenguaje sazonado, con cada una de las especies de sazonamiento utilizada

83 1451 b 5-11.
84 Cf. 2002b, 133.
85 Cf. n. 60.
86 Cf. C. Bobes et alii, 123-124.
87 1449 b 24-31.
88 [καί μέλο?] del. Tyrrwhitt. La exclusion es admitida por diversos editores, entre otros, por Rudolf
Kassel (Oxford 1965) a quien sigue, por ejemplo, A. López Eire en su traducción con notas y texto griego
y anteriormente J. Alsina Clota, pero no V. García Yebra (cf. n. 68).
por separado en las distintas partes, con personajes que actúan y no mediante relato, que
a través de la compasión y el temor lleva a cabo la purgación de tales afecciones. Me
refiero con ‘lenguaje sazonado’ al que tiene ritmo, armonía y canto, y con ‘cada especie
de sazonamiento por separado’ el que algunas partes se llevan a cabo sólo mediante
versos y otras, por el contrario, mediante canto”.

Muy resumidamente vemos que para Aristóteles las características de la tragedia


son las siguientes:

- El objeto de imitación es una acción esforzada y completa.


- El medio de imitación es el lenguaje sazonado (ritmo, armonía y canto).
- La forma de imitación es la dramática, mediante la actuación de los personajes,
no mediante el relato.
- El efecto sobre el receptor es la κάθαρσις mediante el è'Xeoç y el φόβο?.

Las tres primeras características podríamos denominarlas técnicas y la última psi­


cológica, la famosa y eterna catarsis trágica sobre la que tanto, desde hace siglos, se
ha escrito. Sobre este último aspecto sí que nos gustaría marcar una diferencia con
Platón: mientras que los efectos de una obra literaria, concretamente de la tragedia,
pueden resultar temibles para la Res publica platónica, en tanto puede subvertir el
ánimo de los ciudadanos y de la polis, para el maestro de Alejandro el arte literaria,
la catarsis trágica en concreto, puede tener efectos beneficiosos para el individuo y
la sociedad en la que se inserta. No podemos detenemos, como es lógico, en las in­
terpretaciones médicas, mentalistas, psicoanalíticas, estéticas, ascéticas o morales de
esta catarsis trágica, pero sí insistir en que a diferencia de su maestro Aristóteles no
ve necesidad en plantear un control estatal de la literatura, porque sus presupuestos
son distintos.
Tampoco podemos detenernos, como es lógico, en los elementos o partes cua­
litativas de la tragedia de acuerdo con el fondo (fábula, caracteres y pensamiento)
y la forma (espectáculo, canto y elocución), ni en las partes cuantitativas (prólogo,
episodio, éxodo y parte coral) ni en las cuatro clases de tragedias por él distin­
guidas89:

Τραγωδία? δε εϊδη είσ'ι τέσσαρα (τοσαΰτα γάρ κα'ι τα μέρη έλέχθη), ή μεν
πεπλεγμένη, f¡s τό δλον έστ'ιν περιπέτεια καί άναγνώρισις, ή δε παθητική, οΐον
οι τε Αϊαντε? και οί Ίξίονες, ή δε ήθική, οΐον οί Φθιώτιδε? και ό Πηλευ?· τό δε
τέταρτον..., οΐον αί τε Φορκίδε? κα'ι ό Προμηθεύς κα'ι δσα έν αδου.
“De tragedia hay cuatro clases (pues otras tantas se han dicho también que son
sus partes), una la compleja, que es en su totalidad peripecia y reconocimiento, otra la
patética, por ejemplo, los Ayantes90 y los Ixíones91, otra la de carácter, por ejemplo, las

89 1455 b 32-1456 a 3.
90 Aparte de la de Sófocles, el tema, por ejemplo, fue abordado por Esquilo, Astidamante, Teodectes
y Cárcino.
91 Esquilo, Sófocles y Eurípides, entre otros, abordaron el mito de Ixión.
Ftiótides92 y el Peleo93, y la cuarta...94, por ejemplo, las Fórcides95 y el Prometeo96 y
cuantas tienen por escenario el Hades”.

pues Aristóteles, por sí, es una monografía97.


Desde la época fundacional los estoicos gustaron de hacer concordar sus voces con
las de los excelsos poetas, sean estos Homero, Hesíodo, Orfeo, Museo, o los autores de
tragedia o lírica98. Las motivaciones aducidas han sido variadas. Desde que se trataba
de salvar la religión tradicional y las obras maestras griegas (Zeller), o de confirmar
el estoicismo a través de los poetas sagrados (Tate99) o bien porque pensaban que, al
estar el lógos en su forma más pura en el pasado, se mostraban inclinados a aplicar
a poetas del pasado tal tipo de exégesis (Pohlenz). Desde mi punto de vista las dos
primeras no se excluyen y la tercera actuaría como justificación, y, por tanto, no estoy
de acuerdo con la opinión de Daniel Babut100, cuando afirma que la alegoría no es,
en líneas generales, más que un pretexto para “ilustrer de façon piquante tal ou tel
aspect de l’enseignement de l’Ecole, plutôt qu’un effort sincère pour faire apparaître,
derrière l’écran du mythe, les croyances essentielles qui constitueraient comme le fonds
commun à la philosophie et à l’ancienne religion”. Sabemos que Crisipo101, según
Galeno102, gustaba llenar sus textos de “versos homéricos, hesiódicos, de Estesícoro, de
Empédocles y órficos, y además de tragedia, de Tirteo y otros poetas”, pretendiendo,
según Cicerón103, acomodar estos autores a sus propias teorías, de modo que “estos
antiquísimos poetas parezcan haber sido estoicos”. Ya Zenón había escrito, aunque se
ha perdido, un Sobre la audición de los poetas que, según Festa104, puede ser una de las
bases del De poetis audiendis de Plutarco, al que posteriormente haremos referencia.
En el caso de los trágicos el autor más citado, lógicamente, entre los estoicos es el
que corresponde a los gustos de la época, Eurípides.
En cuanto a los platónicos éstos habían heredado de su maestro la visión sobre
la poesía y los mitos y la seguridad de que Dios existe y de que no hay lugar para el

92 Tragedia, por ejemplo, perdida de Sófocles.


93 Por ejemplo, las escritas, perdidas también, por Sófocles y Eurípides.
94 Laguna en el texto, que algunos editores, siguiendo a Bywater, completan con el término δψι?, en
el sentido de que el cuarto tipo estaría basado en el espectáculo, la tragedia espectacular. Mas Schrader
sustituye τέταρτον por τερατώδες, entendiendo que el cuarto tipo sería la de tipo “portentoso”. Por su
parte Else supone que τό δε τέταρτον es una glosa y que deberíamos leer ή δε έττείσοδιώδηΐ, entendiendo
que la cuarta sería la “episódica”. Son simples conjeturas.
95 Por ejemplo, drama satírico de Esquilo.
96 Por ejemplo, la discutida obra de Esquilo.
97 Tampoco podemos detenemos en Teofrasto (cf.G. M. A. Grube, 172-183) ni en Filodemo, siglos
después (cf. C. Innes, 215-219, D.Obbink [ed.] y R. Janko[ed.]).
98 SVF I 539, 41; Π1078, 636,1081, 1023, 1077,1078, 101.
99 Cf. pp. 1-10.
100 Cf. pp. 191-192.
101 SVF II 255.30 ss. Cf. E. A. Ramos (1979-1980), 17-37.
102 De Hipp, et Plat. Plac. ΠΙ 4 (120), 281 M.
103 De natura deorum 41 (SVF II 316.11 ss.); cf. et. II 316.16 ss. Cf. CI. Auvray-Assayas, 269-277.
1(>* Cf. vol. I, 97.
ateísmo, que Dios es bueno y no puede ser causa del mal, ajeno, por tanto, al que nos
pintan los poetas, y que su naturaleza es simple e inmutable y que los mitos aceptables
no pueden contravenir estos moldes de pensamiento. Estos typoi teológicos platónicos se
conservarán ininterrumpidamente en sus herederos, quienes, en cambio, fueron mucho
más proclives a la exégesis alegórica que su maestro, incluso ya los que englobamos
en el período que conocemos con el nombre de platonismo medio105. Y todo ello va a
incidir en su visión de la poesía, y en concreto de la tragedia.
Máximo de Tiro, el sofista y declarado seguidor de Platón, por ejemplo, dedica su
D iscurso IV al siguiente problema, reflejado ya en el título, ¿Q uiénes se han expre­
sado m ejor sobre los dioses, p o eta s o filósofos? Para nosotros la respuesta no podría
ser otra que los filósofos, pero Máximo postula que tanto filósofos como poetas han
enseñado sobre los dioses la misma doctrina, unos abiertamente, otros en lenguaje
figurado. El alma de nuestros antepasados, decía, en su simplicidad y candor un tanto
infantiles “reclamaba de alguna forma una filosofía en verso”, una dulce música que
“la gobernase y dirigiese con ayuda de ficciones”. Pero la humanidad se hizo adulta,
prosigue Máximo de Tiro, y la incredulidad y la malicia se instalan en las almas y
se despoja de sus velos a esta filosofía en verso, quedando desnuda, expresándose en
prosa. Por tanto, para Máximo de Tiro, de una edad de oro humana, plena de inocencia
y sin maldad, que expresaba sus nociones sobre Dios en una simbiosis entre poesía y
filosofía, se pasa a una edad, como la nuestra, equiparable a la de hierro hesiódica, en
que filosofía y poesía se han disociado y ese contenido es maravillosamente expresado
en prosa filosófica si se quiere, pero prosa al fin y al cabo. El filósofo de Tiro prefería
el lenguaje mítico, enigmático de la poesía, al lenguaje directo de los filósofos. Mien­
tras que la filosofía repele, dice, la poesía atrae. Los antiguos poetas han hecho como
los médicos que “envuelven las drogas amargas en un alimento apetecible con el fin
de ocultar el gusto desagradable de un remedio benéfico”; han envuelto en historias
maravillosas y encantadoras con su forma versificada y musical las austeras lecciones
de la moral, las solemnes aportaciones de la filosofía. Máximo de Tiro vuelve sobre
este mismo tema en otro discurso que lleva por título nada menos que ¿Existe una
escuela hom érica?, al mismo nivel que una escuela platónica o peripatética o estoica.
Para él los antiguos tenían tanto contenido sapiencial como los modernos, sólo que,
vuelve a insistir, con el fin de penetrar mejor en las almas de los oyentes e instruirlas
sin esfuerzo, presentaban sus lecciones de forma colorista. Los modernos, continúa el
tirio, han arrancado todos los velos y “han hecho aparecer una pobre filosofía comple­
tamente desnuda, maltratada de palabra, mujer pública ofrecida a cualquiera”106.
En estos primeros siglos del Imperio también el filorromano Plutarco dirigiéndose
a su amigo Marco Sedacio en Cómo debe el jo ven escuchar la poesía, en su intento de
incorporar la gran tradición poética griega a la paideía de la época, extrayendo sobre
todo el jugo moral y formativo que desde su punto de vista la poesía contiene, dedica
parte de su atención a la tragedia, de la que extrae con valor moral textos sobre todo,

105 Cf. los trabajos de J. M. Dillon, H. Dörrie, K. Praechter, J. Whittaker y L. Deitz.


106 Or. 26.2; cf. et. Strabo 1.2.8.
como es lógico, de Eurípides, en segundo lugar de Sófocles y, por último, de Esquilo.
El autor de Queronea, en la línea de Máximo de Tiro, decía que “los filósofos, en
efecto, se sirven de ejemplos cuando quieren reprender y educar a partir de los hechos
que están a la vista, mientras que los poetas hacen lo mismo aunque modelando ellos
mismos los hechos y exponiéndolos en forma mítica”107. La poesía, pues, es propedéutica
de la filosofía, si se sabe leer bien, con ayuda, si es preciso, de un guía experto108:

“Pues al igual que la mandrágora, al crecer junto a las vides y transmitir su fuerza
al vino, hace más suave (μαλακωτέραν) el sueño profundo a quienes beben, así también
la poesía (ή ποίησις), al asumir de la filosofía sus razonamientos en combinación con lo
mítico, ofrece a los jóvenes una enseñanza ligera y amable. De ahí que no se deba rehuir
la poesía por parte de los que se van a dedicar a la filosofía, sino que deben empezar
a filosofar (προφιλοσοφητέον) en la poesía, acostumbrándose a buscar y amar lo útil
(τό χρήσιμον) en el placer (έν τω τέρποντι), y, en caso contrario, deben combatirla
y sentir aversión”.

El maestro como buen guía, pues, “mostrando estas cosas a los jóvenes” no per­
mitirá “que tiendan a las malas costumbres sino que emulen y prefieran las mejores,
añadiendo al punto la censura a unas y la alabanza a otras. Y, sobre todo, preciso
es hacer esto en las tragedias (έν τα '19 τραγωδίαι?), cuantas contienen expresiones
persuasivas y ambivalentes en acciones despreciables y perversas”109. Con la tragedia
-en mayor medida que, como es lógico, con Homero- hay que tener cuidado, pero,
si se lee bien, resulta propedéutica de la filosofía, pudiendo extraerse especialmente
lecciones morales concordantes con la ética filosófica, todo ello realizado con la misma
habilidad con la que la abeja extrae “la miel” de las flores incluso aparentemente
menos apropiadas:

“La abeja, efectivamente, por naturaleza en las flores más punzantes y en los espinos
más agudos hallan la miel (μέλι) más suave y más útil; los jóvenes, por su parte, si son
educados rectamente (όρθώς) en la poesía, aprenderán a extraer algo bueno y provechoso
de una forma u otra incluso de la que hay sospecha de mala y absurda”110.

Pues “así como en las hojas y frondosos sarmientos de una vid con frecuencia se
oculta el fruto (ό καρπό?) y pasa desapercibido en la sombra, así en la dicción poética
(έν ποιητική λέξει) y en los cuentos extensos se le escapan al joven muchas cosas
provechosas y útiles (ωφέλιμα και χρήσιμα), mas preciso es que esto no suceda ni se
extravíe de los hechos, sino que se aferre sobre todo a los que encaminan a la virtud
y son capaces de modelar (πλάττειν) su carácter”111. Con este fin, como dijimos, el
biógrafo aporta y comenta textos fundamentalmente de los tres grandes trágicos, sobre
todo, de Eurípides, según la tendencia marcada desde el siglo IV a.C.

107 20 b-c.
108 15 f-16 a.
109 27 e-f.
110 32 e-f.
111 28 d-e.
Veamos finalmente la actitud neoplatónica ante la tragedia. Los neoplatónicos
vuelven al concepto de mimesis en el sentido peyorativo. Ya para Plotino el principio
en que se fundamenta el arte, la imitación, es un principio defectuoso e inferior al
entendimiento. En el νους la belleza es una, es la misma esencia, mientras que esa
belleza en el arte aparece dispersa y deformada, pues la obra artística es producto de
muchas bellezas parciales y por tanto, en principio, el arte no es valioso y es inferior
a la naturaleza112, mas, eso sí, merced a la labor del auténtico artista que en su interior
ha imaginado la esencia del objeto la obra artística es, en cierta forma, valiosa113. La
imagen que un buen escritor construye en su mente no es sólo una representación vi­
sual del objeto, sino que tiende a su esencia114. El buen artista pasa de ser artesano a
ser una especie de creador, aunque sujeto a determinadas limitaciones, ya que la idea
que tiene en la mente es sólo un reflejo del mundo trascendente, aunque puede llevar
al espectador o lector de la obra a rememorar el modelo original115.
Plotino, por todos es sabido, fue un hombre muy culto, un griego -no étnicamente
pues era egipcio, pero sí categorialmente- donde resuenan los ecos de Homero, Hesíodo,
himnos homéricos, Jenófanes, Teognis, Arquíloco, Simonides, Pindaro, teatro, etc., pero
no se le nota fascinación por el mito y gusto por la exégesis. Sólo hay que leer sus
Enéadas. Mas no somete a exégesis textos de los trágicos, como tampoco Porfirio o
demás neoplatónicos.
En efecto, los neoplatónicos tenían por poetas sagrados a Homero, Hesíodo, órficos
y Oráculos Caldeos. Pensaban que la poesía valiosa, donde el mito es rey, y filosofía
no tenían por qué ser antagónicas. La base está en realizar una correcta exégesis. El
problema consistía, de entrada, en que para salvar las dos voces, Platón y poesía sagrada,
había que reinterpretar correctamente la República platónica, porque, no olvidemos, en
ella autores como Homero o los “malos” trágicos resultan expulsados. La solución más
interesante es la que nos ofrece Proclo en su Comentario a la República116 al distinguir
tres tipos de poesía en función de los tres estados del alma. El primero de ellos es
el propio del poeta inspirado, el más elevado, cuando el alma del poeta deja de tener
existencia propia y se identifican divinidad y poeta. En este caso la verdad transmitida
es verdad divina, un bien divino, que puede estar contenida incluso en mitos groseros
en apariencia. Pero un mismo poeta, incluido Homero, puede en ocasiones no estar
en esta situación inspirada, sino trabajar con sus capacidades intelectuales. Entonces
la poesía no es divina, pero sí puede contener un saber auténtico. Es, por ejemplo,
nos dirá Proclo, la poesía didáctica o moral. El tercer tipo, el inferior, es la poesía
mimética, “mezcla de opiniones e imaginaciones, enteramente compuesta por medio
de la imitación”, portadora sólo de opiniones, “una pintura ilusoria de realidad, no un
conocimiento exacto”. Por supuesto un poeta puede componer en cualquiera de estos

112 Enn. 4.3.10. Cf. E. Krakowski, passim.


113 Enn. 5.8.1.
114 Cf. E. Panofsky, 26.
115 Enn. 2.9.16.
116 In R. I 177.7-179.32 Kroll; cf. A. D. R. Sheppard, passim.
tres estados del alma o en los tres alternativamente, incluido Homero. Así, desde luego,
no hay texto que no pueda ser salvado y, por tanto, no hay oposición entre Platón y
la “buena” poesía, sino que lo que Platón expulsaba de su ciudad-estado ideal era al
poeta que componía en el nivel de poesía mimética, propia, dice Proclo, sobre todo
de los trágicos.
Pero detengámonos un momento con más detalle en este tercer tipo de poesía. Al
referirse Proclo a este tercer tipo se expresa así117:

Τρίτη δε έπ'ι ταύται? έστ'ιν ή δόξαι? καί φαντασίαι? συμμιγνυμενη καί διά
μιμήσεω? συμπληρουμένηκα'ι ούδεν ά λλ’ ή μιμητική και ο ΰσ α και λεγομένη και
τότε μεν εικασία προσχρωμένη μόνον τότε δε και φαινομένην προϊστάμενη την
άφομοίωσιν, άλλ’ οϋκ οΰσαν, ε ις όγκον μεν έπαίρουσα τά σμικρά των παθημάτων,
έκπλήττουσα δε t o u s ακούοντας· τόί? τοιοισδε όνόμασι και ρήμασιν, κα'ι ταΐ?
έ ξ α λ λ α γ ά ίς των αρμονιών κα'ι ταΐ? των ρυθμών π ο ικ ιλ ία ς συμμεταβάλλουσα τά?
τών ψυχών διαθέσει?, και τά? των πραγμάτων φύσει? ούχ οίαίπερ είσίν, άλλ’ οΐαι
φαντασθεΐεν αν τοί? πολλοί? έπιδείκνουσα· σκιαγραφία τι? οΰσα τών δντων, άλλ’
ού γνώσι? ακριβή?.
“Además de las antes citadas hay una tercera que es mezcla de opiniones e imagina­
ciones y que es por completo llevada a cabo mediante la imitación y que es denominada
y no es otra cosa sino mimética, ya sea que pretenda simplemente copiar el objeto ya sea
que se proponga una semejanza ilusoria, mas no real, que enfatiza las más mezquinas
de las pasiones, que impacta a los oyentes con palabras y expresiones similares, que
muta las disposiciones del alma con los cambios de armonía y variedad dé ritmos, que
muestra las naturalezas de las cosas no como son sino como se imagina el vulgo. Ella
es una especie de pintura ilusoria de la realidad, no un conocimiento exacto”.

Es la descrita por Platón, según Proclo, en el Sofistans, en Leyes119 o en pasajes


de la República120, en la que compone ocasionalmente, muy poco, Homero, pues él lo
hacía “preferentemente en el inspirado”121. Más adelante, en el mismo Comentario a
la República, llamará a los poetas trágicos “ilusionistas”, ya que han tendido a agradar
simplemente los oídos del vulgo y si algunos dicen que Homero es la fuente de la
tragedia es simplemente en tanto que en él también se da, aunque poco, esta forma
inferior de componer, pero sin llegar al grado ínfimo de los trágicos122, lo que nos
hace recordar lo que nos decía el Pseudo-Plutarco, salvando las distancias, respecto a
Homero como fons de la tragedia123.
Ahora bien, hay que precaverse de los poetas y, sobre todo, de los trágicos, por­
que no contribuyen, sobre todo, a la educación de los jóvenes que leen o escuchan

117 In R. I 179.15-25 Kroll.


118 235 d 1-236 a 6, 246 c 4 ss.
119 667 c 10-d 6, 668 a 6-10, b 9-c 3.
120 597 e 3-598 b 5.
121 I, 195 13-14 Kroll.
122 Cf. In R. I 195.13-196.13 Kroll.
123 D e Homero 213.
sus composiciones sin discernimiento124, sin darse cuenta de que la tragedia es un arte
imitativo, atractivo, pero peligroso, que “infecta” a los aún no formados125, de ahí que
“Platón no admita ni la tragedia ni la comedia en su constitución recta (els την όρθήν
πολιτείαν) en tanto indignas de que los jóvenes se interesen por ella”126. Tiene razón
Platón, en opinión de Proclo127, en “no dar un coro a los autores de tales composiciones,
ni permitir, en tanto jóvenes, escucharlas, pues hay que ponerse en guardia contra ella,
según se ha dicho, por tres motivos, por la falsedad de sus opiniones (δοξών), por la
desmesura de las pasiones (παθών άμετρία?), por su carácter abigarrado en toda vida”.
La condena platónica de la tragedia, pues, seguía aún vigente entre sus sucesores en
la Atenas del siglo V d.C.

124 In R, I 46.7-47.14 Kroll.


125 In R. I 49.13-51.25 Kroll.
126 In R. I 51.1-3 Kroll.
127 In R. I 51. 21-24 Kroll.
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tonic Philosophy in the Early Centuries of the Empire”, A N R W II 36.1 (Berlin-New York 1987)
81-123, H. Wiegmann, “Plato’s critique of the poets and the misunderstanding of his epistemo-
logical argumentation”, Ph&Rh 23 (1990) 109-124.
SOBRE LAS CONVENCIONES ESCÉNICAS DE LA TRAGEDIA
Y LA COMEDIA CLÁSICAS

MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ


UNIVERSIDAD DE SEVILLA

0.1. Las convenciones teatrales, como el espacio del que son inseparables, repre­
sentan un hecho que, por sofisticado que sea, parece hoy ya natural como fenómeno
artístico, con lo cual ha perdido parte de su primitiva eficacia como elemento de
sorpresa y aun de magia escénica1. También en el mundo antiguo, en cuanto el teatro
se consolidó como institución, se pudo llegar a poseer esa apariencia de naturalidad
que le da el hábito, creándose así una complicidad entre el público y los artistas que
adquiere una dimensión distinta cuando, como ocurre tan frecuentemente en la Comedia
Antigua, se producen referencias metateatrales. Por ello una definición de la convención
teatral supone el concepto de acuerdo tácito entre la representación y los espectadores,
acuerdo que permite, como todos los pactos, la simplificación de los datos y una ade­
cuada asignación del énfasis2. Y es que el teatro, además del hecho textual, prescindible
incluso en ciertos casos, posee en su compleja realidad otro contextual, que incluye,
por ejemplo, la existencia del disfraz o de un espacio determinado, y todavía otro ges-
tual, lo que significa un modo de utilizar conscientemente el propio cuerpo por parte
del actor como encarnación del personaje. Las preceptivas tradicionales han prestado
lógicamente mayor atención al primero de estos aspectos y los filólogos clásicos hasta
hace pocas décadas apenas reparaban, salvo excepciones, en los capítulos que tienen
más que ver con la representación y ha habido que esperar a la producción de autores
como O. Taplin o P. D. Arnott para que se prestara una mayor atención a estas otras
dimensiones. Ello significa también que apenas se ha reparado en que, a diferencia de
la ficción narrativa, que se dirige, tal como la entendemos hoy, sobre todo al individuo,
estableciendo con él una complicidad equiparable pero particularizada, las convenciones
teatrales tienden mucho más a una vinculación con el grupo, que aparece así como
público. Y ello explica el éxito del teatro antiguo como espectáculo de masas.
Por otro lado, una parte del teatro más reciente ha insistido, alejándose del modelo
llamado burgués y más conocido tradicionalmente en los medios urbanos, en el tercer

1 I. Lada (97) habla de “empathy and bewitchment” en la propia fase teatral, es decir, una vertiente
emocional que en el caso griego sería compatible, según sus razonables tesis, “with cognitive processes”,
lo que sitúa la representación ática fuera de la crítica brechtiana.
2 Cf. las reflexiones de D. Bain y la cita de Bradbrook que aduce (1977, 1).
aspecto señalado y a veces se limita a él, reduciendo muchas veces la teatralidad a un
nivel comparable al del simple mimo. Sin embargo, es posible que desde el nacimiento
mismo del teatro y en los más diversos lugares, el papel desempeñado por la gestua-
lidad, por la expresividad del cuerpo del actor, haya sido una condición esencial de
la representación dramática. Y no importa nada ahora el que esa gestualidad se haya
desarrollado y personalizado sobre todo en el paso de la figura del actor anónimo al
divo: siempre ha estado ahí y ha de contarse con ella. Y, a su lado, también con la
capacidad ilusionante de la representación, con su fingimiento y sus convenciones, que
permiten que el público identifique unos falsos hechos como verídicos o vea determi­
nados objetos o situaciones bajo una luz diferente, mientras que una mirada realista
los contemplaría sin el significado que la representación les atribuye. Lo mismo ocurre
con una muy probable estilización del gesto, sobre todo en la tragedia, lejos del mayor
realismo presumible para la comedia, e incluso cabe sospechar, como lo ha expresado
M. Kaimio, que, por ejemplo, en algunos casos “the words describing physical contact
were mere formulas of speech unaccompanied by action” (1988, 8). Y sin que crea­
mos que haya una regla o norma fija, hasta cierto punto damos la razón a L. E. Rossi
cuando afirma que en el teatro griego más antiguo “la lista degli oggeti scenici è tanto
piú precisa quanto meno è probabile che questi fossero realmente sulla scena” (66), y
esto porque ahí interviene la palabra, un tema que será esencial para nosotros.

0.2. Pues bien, aquí vamos a examinar una serie de hechos especialmente sus­
ceptibles de tener un valor propio cuando están sujetos a una visión convencionalizada
como es la del teatro, en nuestro caso el ático del siglo Y. A modo de aproximación
y tras algunos preliminares pasaremos revista primero a ciertos factores, entre ellos
el de la relación entre los dos principales géneros dramáticos y el del citado papel
de la palabra como elemento especialmente relevante con sus muchas derivaciones
(§§ 0.2-11), para adentrarnos después en aspectos que tienen una entidad suficiente
para un examen independiente, en concreto el espacio (§§ 1.1 ss.), el coro (§§ 2.1 ss.),
el mensajero (§§ 3.1 ss.), los actores (§§ 4.1 ss.), los accesorios, determinadas bases
físicas como la skené y su puerta, la maquinaria y la decoración (§§ 5.1-8.2). Y, aun
así, a pesar de esta variedad de materias, habremos de dejar de lado algunas cuestiones
tan relevantes como, por ejemplo, la representación única, en principio irrepetible, el
carácter mítico-religioso de la tragedia, que le impone sus propias convenciones, la
diversidad de esquemas formales no ya tanto para la tragedia como sobre todo para la
evolución de la comedia3, la organización de los concursos teatrales, etc., los cuales
condicionaban la composición de las obras y la puesta en escena, y asimismo todo lo
que se refiere al lenguaje con sus diferentes registros o la métrica.
Pero nos gustaría hacer todavía una observación y es la de que, en un ámbito en
que dependemos ampliamente de precarios restos materiales y de noticias tardías y
muchas veces poco dignas de confianza, no es raro leer ciertas afirmaciones que a

3 Incluido el interesante y espinoso tema de la división en actos, que nos gustaría mucho poder
discutir, comenzando por una polémica contribución de A. H. Sommerstein (1984).
veces se expresan más como dogmas que como posibilidades, y esto tanto sobre los
datos arqueológicos que corresponden a la base arquitectónica del teatro como sobre
los de la propia ejecución. En realidad, muchas de estas aseveraciones no son sino
simples opiniones cuando no aventuradas ocurrencias. Como tampoco podemos creer
ciegamente en las informaciones del lexicógrafo Pólux y de otros escritores o de los
escolios. Y es que, como una cuestión también de carácter precautorio y referida
igualmente a estas fuentes, según ha estudiado de modo especial M. R. Lefkowitz,
muchas noticias que se leen en los tratados o en los comentarios antiguos no proceden,
como se puede comprobar claramente a veces, de otras autoridades que los propios
textos literarios y en concreto en buena parte de la comedia aristofánica. Como escribe
esta autora, “even Aristotle, in composing his ‘Poetis’, appears to have taken at face
value a source that ought only to be used with the utmost discretion -the comedies
of Aristophanes. Aristophanes was hardly modest about his accomplishments..., but I
wonder if he could have imagined that he was destined to become the most influential
historian of the Athenian theater” (1984, 153).
Por lo demás, en la medida en que aquí nos importa mucho más la representa­
ción que cuestiones como las estrictamente arqueológicas, de antemano avisamos que
estamos también bastante en desacuerdo con el optimismo que algunos han mostrado
en lo tocante a las posibilidades escénicas del teatro griego y que creemos que está
vinculado al idealismo que durante siglos ha acompañado a buena parte de nuestros
estudios sobre la antigüedad. Por ello, es reconfortante leer una aseveración como la
que encontramos en una celebrada obra de Taplin sobre Esquilo y aunque sabemos
que se está refiriendo en concreto a un texto perdido: “It is astonishing how much
of the standard picture of Aechylus’ stagecraft is build on conjectures” (1989a, 431).
Y no podemos sino estar de acuerdo con la censura que ya en su momento dirigiera
N. G. L. Hammond (1972, 388) contra quienes como T. B. L. Webster han creído que
en realidad “there is no reason to suppose that in fundamentals the theatre of Euripides
and Aristophanes looked any different from the theatre of Aeschylus and the theatre
of Thespis”4. Pero podría también tener razón Hammond cuando señala (389 s.) que,
a pesar de toda nuestra lógica desconfianza autores como Pólux posiblemente mane­
jaban aún bastante información previa y en particular algún texto tan relevante como
pudo ser el tratado Sobre la Comedia Antigua de Eratóstenes, y éste y otras fuentes
de Eratóstenes a su vez posiblemente otra tan venerable como Sobre el coro del pro­
pio Sófocles5. Pero esta suposición es para nosotros a la vez una creencia en el aire,
puesto que no podemos comprobar qué tipo de informaciones se remontan realmente
a esas viejas fuentes.

0.3. Si muchas de las dificultades a que nos enfrentamos tienen que ver con un
aspecto connatural al teatro, su carácter radicalmente efímero, que en el caso griego

4 La frase es precisamente de Webster (1959-1960, 504).


5 Un texto este último sujeto siempre a las dudas que cabe expresar respecto a las noticias transmi­
tidas. Lefkowitz, por ejemplo (1984, 147), se ha referido a ese tratado perdido con toda la desconfianza
que es dado imaginar ante noticias tan disparatadas como la que ofrece la Suda sobre él.
estaba reforzado por su dependencia de festividades anuales y la inexistencia, al me­
nos durante las primeras generaciones, de las reposiciones, la carencia de acotaciones
(sólo conocemos en torno a media docena y no dejan de ser sospechosas) que nos
ayuden a imaginar cómo era la representación es otro añadido problemático6. Nuestro
teatro clásico fue todavía parco en ellas y esto es igualmente un obstáculo para los
hispanistas, y también otros muchos ingredientes se les escapan, sobre todo aquellos
que tienen que ver, como escribe J. E. Varey, con “la actuación cómica, las posibles
morcillas, los gestos y ademanes que a veces constituyen, o definen, un personaje
cómico o el rol habitual de un actor favorito... Hay rasgos importantes de la vida
teatral del siglo XVII que son imposibles de recrear, tan efímeros como la belleza de
las actrices o las alusiones contemporáneas...” (9). Y, si esto es así para una época
tan próxima y mucho mejor documentada, ¿qué diremos para un tiempo que está en
el origen mismo del teatro europeo y cuyos primeros pasos se confunden con una
oscuridad quasiprehistórica por lo que se refiere a sus antecedentes rituales y folcló­
ricos? Y todavía en nuestro tiempo se ha asistido a intentos de crear incluso sistemas
minuciosos de notaciones escénicas (Artaud, Stanislavki...), lo que nos aleja aun más
de aquellos orígenes en que lógicamente se dependía de las indicaciones verbales en
los ensayos.

Ahora bien, si el teatro, como todo arte, supone en cualquier época una red de
convenciones, en el caso del teatro griego clásico este nivel puede entenderse como
acrecentado. Hoy podemos esperar en cualquier representación teatral inesperadas
novedades, porque el artista moderno contempla la originalidad y la desviación como
valores positivos, rompiendo precisamente cualquier convención establecida. El teatro
griego en cambio se mueve de modo sistemático dentro de un juego de convenciones
mucho más estricto y que sólo con el paso del tiempo pudo sufrir ciertas modificacio­
nes. Estamos ante géneros profundamente ritualizados y conservadores que ciertamente,
en las fechas que aquí más nos interesan, también poseen una historia, pero en la que
los cambios fueron escasos y lentos, de suerte que casi nos permiten en buena parte
de los casos hacer abstracción de ellos y considerar todo el desarrollo de gran parte
del siglo V como un bloque relativamente estático. Se podría alegar que no faltó el
experimentalismo, por supuesto, y quizás Eurípides y no digamos la comedia fueron
sus motores más dinámicos, pero es hacia el final del siglo cuando el ritmo de las
alteraciones se precipita, iniciándose incluso una transformación decisiva de los propios
géneros. Y, aunque al estudioso, cuando examina esos cambios, puede parecerle que
se dan en una eficaz acumulación, por ejemplo y de nuevo dentro de la producción de
Eurípides, lo cierto es que ésta se extendió a lo largo de unos cincuenta años: prácti­
camente también el máximo plazo imaginable de la vida activa como espectadores de
muchos de sus conciudadanos, tiempo suficiente para que éstos los asimilasen como
si fuesen lentos procesos naturales.

6 Véase luego con más extensión § 0.9. Modernamente se utiliza el término “didascalia”, que abarca
las acotaciones (o texto secundario para algunos, “stage directions”): cf. “Acotación” (de A. Gonzalez) en
F. P. Casa, L. García Lorenzo y G. Vega García-Luengos.
0.4. A la vez debemos recordar otro hecho importante y que nos vale igualmente
como otro punto de partida. Todo género literario supone una selección de elementos,
que pueden así trazar unos límites al género respecto tanto a la realidad como a los otros
géneros. El teatro griego, al elegir la representación, adoptó el camino de la mimesis
física, pero sin renunciar en absoluto a la palabra, tan relevante tanto en el folclore
como en el rito y la épica. Resulta de este modo un género con una Combinación
nueva, que contrapone como ingrediente propio la visualización del espectáculo al mero
recitado narrativo épico o al canto lírico. También acota un espacio físico estable para
la representación que forzosamente ha de contrastar con la variable localización que,
como espacio dramático, requieren sus diversos argumentos y desde luego su separación
en comedia y tragedia. Pero a la vez esa división en dos formas dramáticas básicas
ofrece unas posibilidades extraordinarias, que permiten al mismo tiempo profundizar
y enriquecer cada una de ellas y, en lo posible y sin su desvirtuación, provocar tras­
vases de la una a la otra, como ocurre sobre todo con las paratragedias cómicas7 o,
en un ejemplo particular y extremo, con la aparición como personajes de una comedia
(Ranas) de dos afamados autores trágicos. No es, pues, sólo la oposición lo que rige la
labor de los autores, por ejemplo, en cuanto a la elección del argumento (el mito, rara
vez la historia, para la tragedia; la invención libre para la comedia) o la clase de final
(patético y trascendente frente a feliz y festivo), o incluso la estructura de la obra; es
también la vecindad la que sugiere nuevas posibilidades. En cuanto a la citada acotación
espacial, es una limitación obligada, pero que a la vez fuerza a recursos imaginativos,
como la simulación de diferentes lugares y la distinción entre sucesos presenciables y
sucesos exteriores no visualizables pero que deben ser explicitados. En este punto la
épica ofrecía ya un excelente modelo con sus diversos niveles de relato, pero el drama
procedió también a algunas otras invenciones, como las referidas a sucesos ocultos e
igualmente sugeridos, si bien por medios diferentes de la narración.
En cuanto a la paratragedia, adopta para nosotros sobre todo una vertiente verbal
(que incluye la parodia métrica). El carácter efímero, ya recordado, del teatro ático
hace que sea bastante absurdo imaginar que los espectadores, excepto quizás algunos
pocos privilegiados o en casos de especial fama o insistencia de los cómicos, como
en el tan repetidamente citado Télefo euripideo, o por tratarse de obras de fechas re­
cientes, percibían usualmente estas alusiones como ecos concretos de piezas y pasajes
determinados. Si los atenienses cultivados podían conocer de memoria largas tiradas
homéricas, por ejemplo, es impensable que, salvo excepciones llamativas, sucediese así
con obras tan pasajeras como las tragedias. Las parodias trágicas se percibirían más bien
con gran frecuencia como ecos genéricos, a lo que ayudaban el lenguaje y el ritmo de
la imitación cómica8, así como seguramente también la más solemne gestualidad del

7 La obra clásica sobre el tema es, como bien se sabe, la de P. Rau.


8 En cuanto al mecanismo y a la apelación a la memoria del público de la paratragedia cómica
véase un fino análisis de G. Mastromarco (529 ss.), para el que es fundamental justamente la idea de que
remitiría frecuentemente a contextos trágicos más que a textos muy concretos. Mastromarco (532) alega
al respecto un fragmento muy significativo de Dífilo (74 K.-A.). C. W. Marshall establece a su vez una
comparación con ciertas parodias cinematográficas (1999-2000, 329, n. 19). Pero aun esto es excesivo:
actor9, pero sobre todo el contraste entre el registro grave de la expresión y el contexto
humorístico en que de modo imprevisto se le hacía encajar. O, de otro modo, había
suficientes elementos como para crear en el público la impresión inmediata de que el
teatro cambiaba momentánea y aparentemente de género. De pensar lo contrario, in­
currimos en un anacronismo. Lo que no obsta para que en casos muy concretos el eco
paródico pudiera referirse incluso a una determinada representación, como en la célebre
anécdota que se trae a colación en Ranas (v. 303), que muestra que un simple fallo
de dicción de un actor podía ser recordado. O, por mencionar otro ejemplo conocido,
cómo en Tesmoforiantes (v. 1060) se alude a la Andrómeda de Eurípides y se ayuda
al recuerdo insistiendo en que justamente se había representado el año previo. De este
modo la monodia precedente, sin duda con diversas resonancias de la obra euripidea
citada, encontraba justificación incluso entre los espectadores más olvidadizos.

0.5. Ahora bien, la distancia genérica entre tragedia y comedia no afectaba so­
lamente a la creación y ejecución de los dos géneros: también verosímilmente, si no
a la existencia de dos públicos no del todo coincidentes10, sí a una distinta conducta
de los espectadores. Es impensable, por ejemplo, que éstos acudiesen con las mismas
expectativas a las representaciones de ambos géneros, y no nos referimos ya sólo a
la seriedad del uno y al humor del otro. La buscada unidad y coherencia de la trage­
dia debía contribuir mucho a que se la contemplase como muy distante de la usual
arbitrariedad estructural de los argumentos cómicos, que tanto puede sorprender a los
lectores modernos y que sin duda no resistió el cambio de época, puesto que en la
evolución hacia la Nea buscará también aquella coherencia y unidad que habían sido
notas destacadas de la tragedia. Igualmente es impensable que los espectadores man­
tuviesen una actitud respetuosa ante la provocativa Comedia Antigua, mientras que sí
en cambio es imaginable que esto fuese así, al menos durante bastante tiempo, ante
la tragedia. Platón ha aludido a la crisis que pudo afectar a la conducta del público
ante los espectáculos, pero sus textos no siempre es claro que se refieran a las repre­
sentaciones teatrales y menos que apunten en particular a las de la tragedia11, si bien
seguramente son tanto una emanación de sus posiciones muy conservadoras como el
producto de sus experiencias en el curso de su propia vida. Pero es lógico pensar que
los espectadores ante la comedia respondiesen con reacciones como la risa o el aplauso
o la ruidosa protesta. Es más, como escribe Taplin (1986, 172), “it was essential for

nosotros hoy podemos ver una película prácticamente cuantas veces se nos antoje y percatamos de este
modo incluso de los detalles de la parodia o de la emulación.
9 El cómico Platón podría reflejar en su fr. 138 K.-A., aunque se refiere a su tiempo, la oposición
entre el mayor estatismo trágico, que imperaría incluso en las evoluciones de los coreutas, y el vivaz
movimiento que desde luego el cómico prefiere. Pero el contexto en Ateneo (14.628e) es muy poco clari­
ficador.
10 Cf. algunas observaciones en M. Brioso Sánchez 2003, sobre todo 26 ss.
11 Lg. 3.700c ss. y, más claramente referido al teatro, Rep. 6.492b. Su término “teatrocracia” posee
un sentido más amplio de lo que tendría entre nosotros. Véase un excelente análisis de los textos platónicos
pertinentes e incluso de su posible influencia posterior en R. W. Wallace, 97 ss. Hay un pasaje aristotélico
(Po. 26.1462a) no muy comentado, pero que en cierto modo podría ser un apoyo para la visión platónica
previa.
comedy, if it was to succeed, that the audience should interrupt; it was essential for
tragedy, if it was to succeed, that the audience should not interrupt. We do not know
for sure whether comedy encouraged shouting, whistling, clapping, etc., but obviously
it encouraged laughter... The intense concentration of tragedy calls for silence...”.
Ciertamente las anécdotas referidas a situaciones de verdadero escándalo evocan acti­
tudes contra actores, a veces explícitamente nombrados como cómicos, pero también
hay otras que atañen a fracasos de Eurípides, etc.12, de suerte que no es fácil trazar una
divisoria entre dos comportamientos tajantemente distintos en función del género al
menos a lo largo del siglo Y. Pero suponemos que la conducta ante cada uno de éstos
solía depender también de una codificación, de alguna forma de complicidad implícita,
que respondía a las propias convenciones de la escena. Así, el celebrado llanto de los
espectadores ante La toma de Mileto de Frínico13 fue sin duda una respuesta extrema
pero hasta cierto punto ritualizada, puesto que la tragedia estaba destinada a conmo­
ver. Tal codificación podría parecer menos fácil de imaginar en las representaciones
cómicas, pero no era necesariamente así: ya los propios textos, en que la interpela­
ción al público es tan frecuente como las referencias a la actualidad, son indicadores
muy valiosos14. Es inimaginable que el público no respondiese de algún modo a los
estímulos convencionalizados que se le proporcionasen. Si apelamos al debatido con­
cepto de la “ilusión dramática”, la abundancia de sus quiebras en la comedia15 debía
corresponderse con una conducta beligerante, activa, de la audiencia. En cambio, la
tragedia, con su solemne distanciamiento y su negación a la metateatralidad, debía
reclamar una conducta gravé y respetuosa. Pero Platón, como cree Wallace, pudo tener
cierta razón al trazar una especie de círculo vicioso: un público ya un tanto distante
de ese respeto ancestral era susceptible a su vez de ser halagado con nuevos recursos
en lugar de perseverar en aquella vieja tradición.
No es éste el lugar para rememorar la discusión sobre si esas interpelaciones cómicas
al público son un residuo vivo de formas rituales o festivas previas, es decir, de una
etapa predramática. En cierto modo, esto es posible, pero lo que sí parece evidente es
que la tragedia, que también proviene y quizás más claramente de ritos ancestrales, se ha
desprendido de ellas, si alguna vez las hubo en formas de culto serias, quizás funerarias,
en tanto que su nutrida presencia en la comedia puede deberse en su formalización
clásica sobre todo a una tendencia propia del género, fortalecida por el estímulo de
fenómenos como la política y, en general, el regocijo nacido de una interacción entre
escena y público. Como señala F. Muecke, también pudo influir, como en tantos otros
aspectos, la conciencia por parte de los comediógrafos de que así se diferenciaban de
la tragedia, el otro género que servía de constante referencia en la creatividad de los
cómicos (54). Y, en cuanto al mencionado tema de la llamada “ilusión dramática”, de

12 La mayor parte de los testimonios están recogidos en A. W. Pickard-Cambridge 1968, 272 ss.
13 Cf. Hdt. 6.21.2.
14 Como escribe G. A. H. Chapman, se ha de pensar en la tragedia “as played in front o f an audience,
and Old Comedy as played to an audience” (2). Las cursivas son del autor.
15 Sería inútil citar ejemplos aquí y ahora: puede verse un nutrido catálogo en Chapman, 4 ss., y un
intento de examen sistemático en N. W. Slater 2002.
si está presente o no en la comedia ática, también podemos remitirnos a G. M. Sifakis
y al mismo estudioso citado, que apelan a una razón de mucho peso: ¿puede hablarse
de “ilusión dramática” en un género en que el argumento representado no se nos
ofrece como una verdad, sino como un pretexto, o, como lo expresa Sifakis, cuando se
recurre constantemente a la conciencia de los espectadores como testigos de que unos
actores simulan ser determinados personajes?16. En cambio, la tragedia es un empeño
en lo contrario, en hacernos creer de modo continuo que los actores no lo son, sino
personajes de un drama humano. El recurso al viejo mito, fuente de creencias, es ya
significativo, en tanto que también lo es, en sentido opuesto, el que la comedia invente
su propio mito y, además, lo presente como un cuadro absurdo.

0.6. Pero, antes de referirnos a otros aspectos de la representación, se ha de


insistir en una cuestión que nunca debe olvidarse y es la de que, para nosotros, la
esencia del teatro ático estaba sobre todo en la palabra y que, por consiguiente,
muchas de sus convenciones están basadas justamente en el nivel de la palabra. En
principio, creemos que esta aseveración apenas debería requerir justificación alguna,
pero, como estamos seguros de que otros no la entenderán con la misma perspectiva
que nosotros y podemos incurrir en equívocos, procederemos a explicarla y a alegar
algunos argumentos en su favor. Sabemos bien que el subrayado de la importancia de
la palabra puede interpretarse como una rendición sin condiciones al viejo logocen-
trismo que ya fuera tan decisivo en la interpretación aristotélica del teatro griego y en
particular de la tragedia y que no es desde luego más censurable que el empeño de
tantos estudiosos modernos en ceñirse al análisis más o menos exclusivo de la letra
y los contenidos ideológicos del drama. Aristóteles partía de una confrontación entre
la épica y la tragedia y era lógico que en él pesara más el texto que otras facetas del
teatro, pero, aun así, hizo un gran esfuerzo por teorizar sobre otros aspectos del género
trágico. Y, por supuesto, la anterior afirmación debe ser también matizada en el sentido
de que no es incompatible con la creencia de que la propia representación, como en
todo fenómeno teatral, era otro elemento decisivo; lo que queremos decir básicamente
es que, además del peso que posee el texto en sí, incluso muy diversos datos que se
suponen específicos de la representación están usualmente también explicitados en
él y que nuestra vía de acceso a la representación es de modo forzoso a través de él
(cf. §§ 0.9 ss.): es la palabra la que pinta en la fantasía de los espectadores el mundo
ficticio de lo representado; el texto crea así las imágenes que el autor pretende sugerir,
lo que a su vez implica la posibilidad de una extraordinaria economía escénica. Pero
no sólo esto, sino que también conviene no olvidar que el teatro griego que estudiamos
convive todavía con una cultura esencialmente oral y más aun en el nivel popular, que
se alimenta sin la menor duda de las tradiciones orales y de géneros multitudinarios
como el teatro. Pero además no estamos ante un caso único: el teatro isabelino, nuestra

16 Cf. Sifakis 1971, 7 ss., así como Muecke, 54 s. Sifakis define la ilusión citada (como “the unin­
terrupted concentration o f the fictitious personages o f the play on their fictitious situation”: 56) desde la
perspectiva de los actores, pero es claro que la definición puede adoptar también como base la actitud de
los espectadores, naturalmente bajo la presión del propio espectáculo.
comedia clásica o el No japonés han sido o son también sobre todo textos represen­
tados y éstos sugieren una diversidad de elementos que facilitan la comprensión. Así,
en el No apenas puede decirse que haya acción y bastan las palabras para producir un
cambio espacial o temporal, siendo los textos básicamente narrativos y expositivos.
En el Lhamo tibetano, según C. Alba Peinado, “la historia es introducida por el shung
shangken (el narrador)... [que] provee una rápida sinopsis de la historia en tibetano
clásico, completamente ininteligible para el auditorio... Es deber del narrador expli­
car el argumento de cada escena y la entrada y salida de los personajes principales”
(235). En el caso del teatro griego, por otra parte y en particular en la tragedia, pesaba
la herencia de los géneros narrativos, de la épica en concreto, y sólo a lo largo del
tiempo, como veremos en determinados ejemplos, asistimos a la lucha por librarse de
esta herencia complementando más que sustituyendo el relato por los recursos de la
representación. Y Taplin ha mostrado, con las entradas y salidas escénicas de los per­
sonajes de Esquilo como materia de estudio, cómo éstas están usualmente vinculadas
a una explicitación verbal (1989a).
Pero conviene que insistamos al respecto en unos principios operativos imprescin­
dibles. Así, cuando hablamos de distanciarnos de una tradición filológica a la que sólo
o casi sólo ha importado el texto, en el sentido de la letra y los contenidos ideológicos,
es precisamente porque nos interesa en particular la relación entre la palabra como útil
dramático y la acción en un marco espacial, así como las convenciones establecidas,
y porque vemos en cambio el texto, como letra pasiva, y tales contenidos, como un
aspecto insuficiente que sólo nos da una visión alicorta del teatro griego. Es más, en
esta línea sería extremadamente útil para nosotros saber, por ejemplo, cómo aprendían
los actores y coreutas las técnicas de actuación, así como el propio texto y la música
de las representaciones. Tenemos ejemplos vivos en otros lugares del mundo en casos
como el del citado Lhamo, en el que tradicionalmente la transmisión ha sido oral, de
generación en generación, con la utilización rara vez del vehículo de la escritura. El
teatro griego antiguo, con su resistencia a las reposiciones, debía seguir otros méto­
dos, pero ello no era obstáculo seguramente para que la oralidad fuese también un
elemento básico.

0.7. Es importante recordar aquí al respecto una distinción establecida por ciertos
estudiosos y que ha traído a colación A. Andrisano hace unos años, sobre los ejemplos
del teatro ático y de las colonias griegas de Italia: la oposición, que no puede considerarse
polar desde luego, entre, en sus propias palabras, un “teatro del corpo” y un “teatro di
parola”. En principio, estas dos modalidades teatrales, posibles e incluso coexistentes
en diversos lugares, apuntan, la una, a las capacidades miméticas que pueden darse
hasta en los ámbitos más primitivos o rústicos y que suelen ofrecer un producto más o
menos ocasional, basado en lo cotidiano e inmediato y sin especial elaboración en sus
niveles ínfimos, pero que también aporta una extrema eficacia; un producto definible,
en fin, como teatro popular, en el cual el gesto es el medio prioritario frente a un texto
inexistente o rudimentario. La otra modalidad, usualmente como una depuración de ese
nivel popular, es el teatro culto, en que el texto suele ser prioritario y la gestualidad
secundaria. Andrisano, que califica el segundo tipo de “teatro aristocrático” (233),
encuentra otra de sus particularidades en la tendencia a dotarse de un espacio propio,
aunque variable en sus formas. Grecia y quizás en el ámbito dorio más que en ningún
otro parece haber sido rica en variedades de teatro del primer tipo, que en bastantes
casos tendió hacia estructuras más elaboradas. El tipo de la segunda clase que mejor
conocemos y el que nos interesa aquí en particular es naturalmente el teatro ático,
que habría de tener una extraordinaria influencia a todo lo ancho del mundo17. La
comedia, según este esquema y también según todas las probabilidades de su historia,
que para nosotros empieza en sus testimonios casi dos generaciones después que la
tragedia, habría conservado más ingredientes de las formas populares que ésta. Pero
ambos géneros, tomados ya por cultos, fueron privilegiados por la transmisión y el
respeto de la posteridad frente a aquella otra vertiente en que la palabra nunca llegó
a tener un relieve equivalente.
Todo esto representa un cuadro aceptable, pero no deja de ser por ello una sim­
plificación. Si en otras culturas se dibujan con total precisión dos tendencias, una
culta y otra plebeya, en el caso ático los hechos son mucho más complicados. Todo
el teatro ático en bloque se nos ofrece como un producto de amplio consumo y no fue
inconveniente para ello el refinamiento que llegó a alcanzar su presentación lingüística
y poética. Sin embargo, la contraposición entre tragedia y comedia parece reproducir
en cierto modo una tensión entre lo “aristocrático” y lo popular, y éste es uno de los
elementos más enriquecedores de ambos géneros y del eficaz contraste entre ellos. Y
de algún modo también la contraposición se da entre el carácter seguramente hierático
de la representación de la tragedia y la manera de la actuación cómica, mucho más
dinámica y gestual. Pero uno y otro género aúnan misteriosamente dos tendencias que
hoy nos parecen bastante separadas: lo culto y lo popular, como una muestra que sin
embargo no será excepcional de una actitud ante el fenómeno teatral.
La concentración del peso escénico en la palabra es, pues, un hecho que debe
ser tenido en cuenta muy en especial y esto prácticamente por igual en la tragedia y
en la comedia. Hacer hincapié exageradamente en la imaginada representación es un
error que lleva a la incomprensión del teatro ático. Es por ello muy arriesgado tratar
de solucionar diversos problemas con el recurso del resultado en representaciones mo­
dernas de las obras clásicas. Si M. Bieber llegó a escribir: “The best way to visualize
the possibilities of a Greek drama is, of course, to produce it or to see it produced”
(1954, 277), en esas mismas páginas expone luego una serie de reparos que pueden
oponerse a tan simple metodología.

0.8. El espectáculo dramático, si nos limitamos ahora a la tragedia como, en


parte, una forma efectivamente derivada del recitado épico y en parte del canto ritual,
fuentes ambas que en sus ejecuciones no destacaban precisamente por el peso de la
acción, implicaba que se recurriese a la palabra tanto para la comunicación entre los
actores (o entre actor y corifeo o coro) como entre los actores y el público y resultase

17 Ya Platón en La. 183a alude a este carácter focal o central de Atenas en el terreno del teatro.
Desde luego sobre todo el festival de las Dionisias urbanas llegó a tener una reputación panhelénica.
notable que, por el contrario, se apelase a su ausencia como rasgo de expresividad: al
menos el Eurípides nacido del ingenio de Aristófanes en Ranas ve como una anomalía
censurable que Esquilo recurra a un prolongado y llamativo silencio de algún personaje
(vv. 911 ss.). Y, por lo que atañe a la comedia, sin duda tuvo una primera etapa de
predominio de formas de farsas y pantomima primitivas y de prácticas corales más o
menos folclóricas y con tendencia a la mera improvisación, por lo que la evolución
hasta alcanzarse algunas complejidades típicas de la comedia al modo aristofánico debió
ser larga y rica en aportaciones. Es más, si tenemos noticias de que la comedia ática
más antigua era muy breve y esencialmente coral, también terminó siendo en esencia
un largo texto representado, en el que la palabra era hasta cierto punto el elemento
dominante y en buena parte por la fuerza de las carencias de la representación. De
modo que igualmente en ella para nosotros el texto es valioso no sólo por su entidad
como pieza literaria, sino porque sustituye con gran frecuencia a cualquier otro tipo
de información. Aún en nuestro teatro clásico una escenografía con frecuencia también
precaria era compensada por la palabra como “signo escénico”, incluso como “creadora
de decorados”, que funcionan por tanto como “decorados verbales”, en palabras de
M. de los Reyes Peña (165).

Pero las carencias a que nos referimos se deben a su vez a muchos factores, unos
técnicos, otros económicos, otros de inercia cultural o de hábitos de los propios espec­
tadores, etc. Y que no se trata de una visión nuestra aquejada de un pesimismo propio
es fácil de comprobar ya a través de la lectura de una obra tan cercana cronológica­
mente a los momentos cruciales de nuestro tema como es la Poética de Aristóteles.
Éste, posiblemente reflejando el sentir de los intelectuales de su época y tal como ya
comentábamos, es evidente que concede mucha mayor importancia al texto que a la
ejecución escénica18 y, en segundo lugar, en su obsesiva comparación de la tragedia y
la épica, más allá de sus semejanzas ve en la primera una especie de superación de la
segunda, sobre todo precisamente porque la dramatización ofrece muchas posibilidades
que la narración épica no puede alcanzar, y, añade, porque la tragedia es más sintética,
más breve en la organización y presentación de su tema, con lo que su propia unidad
es también más estricta (24.1459b).

0.9. La llamativa superfluidad verbal del teatro clásico griego que tanto perturba
al lector moderno ha llevado a ciertas especulaciones que merece la pena comentar. Y
es que a veces se ha entendido que algunas explicitaciones del texto son precisamente
una especie de indicación equivalente a nuestras direcciones escénicas o acotaciones.
En cierto modo ésta es una interpretación razonable, pero simplista. Las pocas acota­
ciones antiguas, aparte de ser sospechosas19, afectan a temas por lo general limitados,
puesto que la gran mayoría atañe al sonido (el toque de una flauta, un grito, etc.), y
su rareza está a todas luces justificada; en todo caso, es evidente, como decíamos, que

18 Cf. sobre todo 14.1453b.


15 O. Taplin (1977) ha expuesto de un modo bastante plausible que esas pocas instrucciones de este
tipo que nos ha legado la transmisión textual deben ser muy posteriores a los propios dramaturgos.
el autor-director podía dar las debidas instrucciones ocasionalmente de viva voz a sus
actores. En las indicaciones contenidas en el propio texto parece que estamos en cambio
ante explicitaciones dirigidas al público, para que complete imaginativamente lo que
ve en escena, y éstas sí abundan y responden a una de las convenciones más típicas
y nutridas del teatro griego: referencias a la entidad de personas y objetos, lugares,
movimientos escénicos, etc. Se trata, pues, de una aparente redundancia pero distinta
de la prolijidad de que hablaremos al tocar la cuestión de las escenas de mensajero
(§§ 3.1 ss.). Esas otras indicaciones facilitaban y simplificaban sin duda las necesidades
de la representación y, en fin, colaboran para confirmarnos en la sospecha de que ésta
era extremadamente elemental, con un parco número de recursos y posibilidades técni­
cas. Y es irrelevante para nosotros ahora que unos autores parezcan más inclinados que
otros a frecuentar estas explicitaciones20. Estamos ante una tendencia sistemática que
significa, en palabras de Taplin que se limitan a la tragedia, pero que son extensivas
a todo el teatro griego clásico, que “the characters of Greek tragedy say what they
are doing, or are described as they act; and so the words accompany and clarify the
action” (1989a, 28). Desde nuestra perspectiva moderna este principio es difícil que
pueda llevar a otra conclusión que la sabiamente expuesta ya por E. Fraenkel en su
edición de Agamenón21 y que el mismo Taplin recuerda: “In ancient dramatic literature
it is never allowable to invent stage directions which are not related to some definite
utterance in the dialogue”. O, de otro modo: hay una relación muy estrecha entre texto
y acción, entre las palabras y los actos contemplados (o supuestamente contemplados)
por el espectador. En una época en que las acotaciones son tan frecuentes puede ex­
trañar esa casi segura inexistencia de un sistema semejante en el teatro antiguo, pero
sorprenderse de ello es desconocer las condiciones en que se producía y el hecho básico
de que ese mismo teatro desarrolla en gran escala ese otro sistema justamente equiva­
lente, que es el de las que algunos, como E. Aston y G. Savona, llaman acotaciones
intradialógicas. Una cuestión diferente es que este segundo sistema resulte insuficiente
para nosotros, por cuanto no se nos dan en el texto todos los datos que hoy creemos
necesarios porque supuestamente nos permitirían reconstruir de un modo adecuado la
antigua representación. Pero el problema reside, según nuestro modo de ver, en cuál
era el límite de la acción en la medida en que también la palabra podía suplirla o darla
por ejecutada, o al menos por ejecutada tal como está expresada verbalmente, lo que
podría significar un alto grado de convencionalidad.

Un tema vinculado a éste y que algunos se han empeñado en debatir, aunque las
probabilidades de ir más allá de las meras opiniones personales o de hipótesis son muy
escasas, es el siguiente: si la representación teatral y sobre todo la trágica ofrecía un
carácter relativamente uniforme o si, por el contrario, el autor-director o el director
a secas tenían, con una mayor cercanía a lo que sucede hoy, una cierta libertad en

20 Se suele citar a Sófocles como el más parco, lo que posiblemente se explica por su sentido menos
espectacular de la acción dramática: cf. Arnott 1962, 24, que no busca sin embargo una justificación del
hecho.
21 Oxford, reimpr. 1974, ΠΙ 642 s.
las fórmulas de la representación. AM debería entrar, como algunos también piensan,
una supuesta variedad de los elementos decorativos, que nosotros discutiremos aparte
(§§ 7.6 s.). E. A. Dale en una reseña un tanto crítica al libro de W. Beare The Roman
Stage publicada en Phoenix 7.1 (1953) censuró ya la opinión de éste de que las re­
presentaciones eran esencialmente uniformes, entre otras razones por la simplicidad
de los medios y con sólo la diferencia general impuesta por los dos grandes géneros.
Para Bear en su respuesta a Dale (1953, 78) la mera distinción que establece Ateneo
(14.614e-f) entre una “escena cómica” y otra “trágica” (κωμική σκηνή / τραγική σκηνή)
debe entenderse simplemente así, “without any necessary implication that the front of
the σκηνή or scene-building was adapted to the special needs of tragedy or comedy”.
Y se pregunta dónde están los testimonios y los indicios que apunten a esos cambios
supeditados a la individualidad de las obras (79). La argumentación contraria, sustentada
por estudiosos como la citada Dale, insiste siempre en noticias como la que atribuye
a Sófocles un papel de relieve en el uso de la σκηνογραφία, lo que nunca sabremos
exactamente lo que significa: si un fondo con una decoración estable, según es lo
más verosímil y está en línea con el escaso tiempo disponible entre la representación
de las sucesivas piezas en una jornada, o una variedad disponible en función de las
obras. El argumento que a nuestra vez manejamos es básicamente el de una economía
típica de un teatro muy elemental, lo que por supuesto no implica tosco por necesidad,
sino regido por unos criterios económicos propios y que explican en buena parte esa
prolijidad verbal que cumplía la función de forzar la imaginación del público y a la
vez llenar las supuestas lagunas de la representación.

0.10. Debemos hacer notar también que la palabra actúa concentrando la acción
en un alto grado no sólo cuando, con un socorrido ejemplo, un mensajero relata un
suceso acontecido fuera de la escena, sino también cuando un actor, que es a la vez
espectador, informa de lo que ocurre en algún punto para él visible, pero no para el
público. Es lo que sucede, por citar un caso, en Fenicias de Eurípides, con las expli­
caciones del viejo pedagogo sobre el ejército enemigo. Pero está también un tipo de
información equiparable para sucesos que se entiende que el público debería ver, pero
que, dada la precariedad escénica, no percibe sino en probables indicios que suponemos
sólo más o menos simbólicos. Así, en Bacantes, con el incendio y el terremoto. Estos
acontecimientos ofrecen un alto dramatismo en la letra de la obra, pero es imaginable
que debían tener, si acaso, una mínima y muy convencional repercusión escénica. La
acción era sin duda el aspecto más limitado de aquel viejo teatro, lo que confirma incluso
un hecho general, al que no suele concederse la importancia que merece: un escenario
bastante estrecho22, más que el romano, según sabemos tanto por la arqueología como
por Vitruvio (5.7). Esa angostura es de todo punto evidente que estaba relacionada con
la mayor capacidad de la orchestra, pero la restricción progresiva de la actuación a la

22 Podemos calcular, frente a una longitud de unos veinte metros, una anchura de sólo tres a lo sumo.
Desde luego nuestro escenario clásico tenía también usualmente unas medidas reducidas, pero contaba con
mayores posibilidades gracias sobre todo a la existencia de pisos, divididos en diversos espacios, y de un
foso, además de una compleja tramoya.
escena no debió implicar un desarrollo mucho mayor de la dinámica corporal. Y basta
pensar en el contraste entre esta limitación espacial y nuestros profundos escenarios,
que permiten acción y transmutación escénica casi ilimitadamente.
La consecuencia evidente, subrayada por los textos, es, en fin, ese dominio de la
palabra, encamada sobre todo en la voz de los actores, más quizás aun en la tragedia
que en la comedia (en ésta el movimiento corporal sería más relevante), y una deduc­
ción lógica es que aquéllos se esmerarían en la memorización de los versos y en su
ejecución oral. Por otra parte, dado el rígido sistema de concursos anuales, tendrían
mucho más tiempo para ensayar la representación que, por ejemplo, sus colegas de
nuestro Siglo de Oro o que los isabelinos, agobiados por la acumulación de estrenos y
representaciones en plazos muy cortos23. Como escribe Vetta, “una scena povera come
quella attica, limitada a uno sfondo convenzionale, invariabile, e a qualche riferimento
simbolico, non poteva che affidare progressivamente il maggior onere dello spettacolo
ai colori vocali, ai toni e al tempo di recitazione” (63). Sin que deba olvidarse el
realce que debió dar a los trágicos el concurso instituido hacia el 450-44924, un hecho
que sin duda tuvo una importancia progresivamente paralela, en la tragedia, a una
transformación del mayor estatismo primitivo en una gestualidad y dramatización ma­
yores, en tanto que la primera debió ser en cambio un recurso cómico muy antiguo
y siempre enfatizado.

0.11. Hay muchos aspectos que las palabras en su función intensamente descrip­
tiva sugieren y muchos de cuyos detalles no nos es fácil imaginar cómo se plasmaban
en escena, o, de otro modo, si había, por ejemplo, alguna ayuda de efectos especiales
que completaran el texto. Ya la prolijidad que suele ofrecer éste respecto a ciertos
acontecimientos como, por citar un momento notable y conocido, la aparición aérea
del coro y del dios Océano en Prometeo hace muy sospechosa una presencia paralela
y significativa de tales supuestos efectos. Sin embargo, se ha llegado incluso a afirmar
que la fecha del Prometeo debe ser relativamente tardía por dos razones que tienen que
ver con la técnica, aparentemente muy compleja, y el decorado: M. L. West (1979)
se ha apoyado para su datación entre 445 y 435 en que una fecha previa sería impen­
sable por la falta de espacio de la escena para que pudiera darse aquella entrada coral
aérea sobre medios más capaces de lo usual. Es más, sabemos que ya en algún mo­
mento en la antigüedad hubo quienes imaginaron efectos semejantes, como parece
atestiguar un escolio al v. 287, que sugiere que la escena de Océano podría justifi­
carse como un medio para distraer al público mientras se desalojaba el aparato que
había permitido entrar por los aires al coro (καιρόν δίδωσι τω χορω καθήκασθαι τή?
μηχανή? ’Ωκεανός έλθών). Igualmente la representación de Prometeo ha llevado a
otras hipótesis tan extravagantes e inverosímiles como la de un gran muñeco hueco
para hacer el papel del Titán, con un actor que naturalmente se ocultaría en su interior,

23 En nuestra comedia los cambios de obras, entre cada diez o quince días, dan idea de la precariedad
de las actuaciones, sin tiempo apenas para ensayos y memorización.
24 Ya en términos generales, Aristóteles advertía que, por lo que se refería a los concursos en que
se enfrentaban los autores, eran los actores los que podían tener un peso decisivo (Rhet. 3.1403b33 s.).
un muñeco que, así, podría ser clavado a la roca con una cuña de acero (vv. 64 s.)
y maltratado con todos los crueles detalles que el texto nos ofrece. Y basta releer el
capítulo que G. Murray dedicó a los recursos técnicos de Esquilo en su monografía de
este título para ver a qué extremos se puede llegar por este camino. Con toda razón un
autor como Taplin ha ejercido una dura crítica contra esa perspectiva de grandiosidad y
espectacularidad aplicada en particular a este trágico: “I do not mean to deny that there
is a strong element of the exotic and of the ceremonial in the theatre of Aeschylus:
on the contrary these are particularly characteristic features of his tragedies, though
far from absent in the later theatre, particularly Euripides... But the spectacles which
involve these elements are integral to the plays and are a significant part of them.
The spectacles which I hope to obliterate from our vision of Aeschylus’ stagecraft are
inessential visual effects -particularly crowds, machines, and massive ‘happenings’-
which are not founded in the plays, and which are, I maintain, the additions of later
producers and scholars, both ancient and modern” (1989a, 40). Es más, ni las propias
obras de Esquilo ni las alusiones aristofánicas llevan a otra conclusión: “Aeschylus is
not remarkable... for his extravagant spectacle but for his bombastic and monstrous
language” (42). Pero ha habido también críticos que han creído en la necesidad de
que también los prodigios euripideos diesen lugar a un despliegue notable de efectos
especiales25, en tanto que otros se inclinan no sólo a pensar en su convencionalidad,
sino en que, como creen G. Norwood y otros, todo forma parte, en el socorrido ejemplo
de Bacantes, del engaño a que se ve sometido un Penteo y de las alucinaciones que
padecen las ménades, de modo que apenas habría necesidad más que de algún mínimo
truco, con la palabra como elemento realmente significativo26. Y es que tampoco es
cuestión de empecinarse en negar que se recurriese en algún caso a ciertos trucos fá­
ciles, como sonidos fingidos o una exhibición de humo, que sugiriese un desastre sin
necesidad de grandes efectos: todo ello es factible con medios mínimos; tendríamos así
algún elemento físico27, pero sin duda desproporcionado respecto a la intensa eficacia
de las palabras. Pero unos indicios de la apelación a la simple fantasía con éstas como
instrumento y que nos permiten hacerla extensiva a otros casos son, como ejemplos
notables, la aparición de unas aves que se trata de ahuyentar y que naturalmente son
ficticias28, o, lo que parece absolutamente superfluo, que en el Cíclope invadieran de
verdad la escena los ganados de Polifemo. Es sabido que nuestro teatro medieval nació
con medios extremadamente simples, incluso ingenuos, y sólo más tarde alcanzó una
cierta espectacularidad. E igualmente que nuestros clásicos, avanzado el siglo XVII,

25 Todavía V. di Benedetto y E. Medda escriben respecto tanto a Bacantes como a Heracles: “È


probabile che agli occhi degli spettatori il crollo che scuote la casa venisse rappresentato attraverso il
movimento di alcuni elimenti della facciata” (68), de acuerdo con su hipótesis, que comentaremos (§ 6.3),
de la fachada móvil de forma parcial o total.
26 Como contraste véase, de un lado, la posición de E. R. Dodds en el comentario de su edición
(Oxford I9602) y la de J. I. González Merino, que aboga por un ejercicio esencialmente imaginativo y más
cerca de las opiniones de un autor como Norwood.
27 Cf. V. Castellani, que trata de conjugar algún tipo de cambio material y la expresividad del
texto.
28 Nos referimos por supuesto al Ión euripideo (vv. 154 ss.).
llegaron a practicar algunos recursos extraordinarios (por ejemplo, fuegos artificiales,
si bien limitados en especial a fiestas palaciegas), de modo que las comparaciones aquí
sólo nos sirven para marcar diferencias. Y entre tantas razones que se pueden alegar
en defensa de nuestra posición está la dificultad de desarrollar incluso un mínimo
despliegue de medios en un teatro al aire libre.

1.1. Otro elemento clave para el funcionamiento de las convenciones es desde


luego el espacio, concepto que debe ser convenientemente delimitado, sobre todo por
cuanto se ha utilizado en los últimos tiempos para expresar nociones distintas o alejadas
de las que nos interesan aquí. Y estamos refiriéndonos en especial a los estudios de
orientación estructuralista y sus derivados. Desde nuestra perspectiva espacio interior
y exterior no son, por ejemplo, polos de ninguna conceptualización simbólica dentro
de una concepción dualista típica precisamente de la herencia estructuralista, como
ocurre en trabajos como los de R. Padel o D. Wiles y, como casos egregios, en los que
resuenan ecos de las doctrinas de un autor como J.-P. Vernant, las etéreas complejidades
introducidas en el concepto espacial por R. Rehm en un libro reciente (2002). Para
nosotros las cosas son mucho más simples: nos preocupa la relación entre el espacio
físico y los medios de que se disponía para la representación, así como la interrelación
entre ésta y el medio tanto físico como imaginario.
Espectáculo teatral y espacio son dos realidades que se relacionan de modo estrecho
e indispensable, puesto que la representación debe hacerse en un ámbito determinado
y con límites precisos que se transforman en virtud de la propia representación. El
marco espacial en el teatro es, pues, uno de los principales condicionantes, pero a la
vez un potente motor para la invención. No hace mucho nos hemos referido en otra
publicación (Brioso Sánchez 2004) al tema del espacio teatral en Grecia y ya durante
su elaboración percibimos las dificultades que entraña deslindar esta cuestión en sentido
estricto de otras que afectaban a la presentación dramática. Y es que la materialidad de
una construcción nos aparece de inmediato, gracias al hecho que implica el espectáculo,
como una realidad con un significado diferente. Nuestro tema de ahora, centrado en
las convenciones, tiene sin embargo una clara conexión con el tema de ese artículo e
incluso algunas de estas páginas serán deudoras (incluso cuando matizan) de lo que en
su día escribimos, pero también la ventaja de que nos permite contemplar el fenómeno
teatral griego de un modo mucho más global.
Pues bien, ateniéndonos ya ahora al tema del espacio en una primera aproximación,
desde el punto de vista físico, un obstáculo grave es que no se nos ha conservado nin­
gún teatro griego de los primeros tiempos. El de Epidauro no se remonta más allá de
la segunda mitad del siglo IV a.C. Y, en cuanto al llamado de Dioniso en Atenas29, es

29 J.-Ch. Moretti, autor de un artículo muy clarificador sobre este espacio teatral (1999-2000), ha
llamado la atención sobre la impropiedad de este nombre, frente a la que él entiende como correcta (“teatro
del santuario de Dioniso”), por más que aquel título aparezca ya en testimonios griegos (380): cita como
fuente decisiva a Pausanias (1.20.3). En cuanto a que las Leneas pudieron disponer de un teatro propio
fuera de ese recinto, tesis sostenida sobre todo por C. F. Russo, es bastante improbable: cf. una crítica
detallada en C. W. Dearden, 5 ss.
sobre todo, tal cual nos ha llegado, el producto de la remodelación, en el reinado de
Adriano, de una construcción que se remonta aproximadamente sólo al año 330 a.C.,
bajo el gobierno de Licurgo. Sin duda el teatro ateniense al pie de la Acrópolis en
que se representaron las grandes obras del siglo Y fue una realidad distinta y, no sólo
inicialmente, mucho más modesta, pero, como veremos (§ 1.6), éste tampoco fue el
primer espacio consagrado en Atenas a las representaciones dramáticas. Y no sólo debe
tenerse en cuenta que, en general, los antiguos teatros griegos sufrieron reformas y
fueron adaptados incluso para usos muy distintos, para asambleas populares en muchos
casos o para espectáculos tan diferentes como, por ejemplo, los juegos circenses, sino
que el ateniense ha sido precisamente el más retocado de todos, con sucesivos cambios
hasta el siglo IV d.C. y afectado todavía modernamente por algunas excavaciones poco
cuidadosas. Y, como es usual, con frecuencia los parcos restos arqueológicos han dado
lugar a interpretaciones divergentes.
La extrema modestia escénica de los orígenes del teatro griego no debe sorpren­
dernos; por el contrario, es un hecho universal. Si buscamos una comparación que
pueda sernos cercana, basta recordar que nuestro teatro del Siglo de Oro pasó por varias
etapas en lo que se refiere ya a las posibilidades del marco espacial a cielo abierto y a
cómo éste condicionaba la representación y el espectáculo30. Si en la época de Lope de
Rueda en las calles y plazas se montaban unos simples tablados, más tarde el teatro se
asienta en corrales (es decir, patios espaciosos de ciertas casas), de los que conocemos
al menos cinco en Madrid en la segunda mitad del XVI, y sólo desde 1579 se alcanza,
en perfecta concordancia con la popularidad de la comedia, la fase de los edificios
construidos expresamente para la representación. Cualquier población de cierta entidad
llegó a tener uno o dos corrales para este uso y, en el XVII, la boga teatral invade los
pueblos, sobre todo los que tenían un asentamiento privilegiado como cruce de rutas.
Tampoco ha de olvidarse que había representaciones circunstanciales en ámbitos pa­
laciegos, lo que debe descartarse en Grecia, e igualmente con carácter minoritario, en
centros de enseñanza y en conventos. Y, en cuanto a la Inglaterra isabelina, tenemos un
proceso parecido, primero con el empleo de los patios de ciertas posadas, alquilados pol­
las humildes compañías ambulantes, y luego con construcciones ya específicas desde
las mismas fechas aproximadamente que las de los teatros estables madrileños, pero
de las cuales sólo hay noticias indirectas. También en Inglaterra varios de los nuevos
edificios recordaban las estructuras de aquellos patios de las posadas, continuando con
la tradición del teatro al aire libre.

1.2. En la Grecia del siglo V en el interior del espacio acotado como recinto
teatral aparece el destinado a la representación como punto focal en el nivel tanto
sonoro como visual. La escena en cierto modo se prolongaba en la orchestra, como

30 Tomamos nuestros datos, entre otras fuentes, de Ch.-V. Aubrun, N. D. Shergold, Diez Borque (1984,
especialmente las contribuciones de M. Sito Alba y M. Vitze), J. E. Varey, De los Reyes Peña, etc. Hemos
consultado además, entre otros, el Utilísimo vol. VI de los Cuadernos de Teatro Clásico (Los teatros del
Siglo de O jo...). Para una puesta al día recomendable sobre algunos de los temas que más nos interesan
aquí véase también I. Ll. Sirera Turo.
marco igualmente simple, y todo el conjunto por su propia desnudez era propenso a un
simbolismo que completaría con mínimos elementos la función significativa del texto.
Esta simplicidad se repite en diversas formas antiguas de teatro de que tenemos noticias,
de geografías y épocas diversas, por más que luego algunas hayan evolucionado hacia
mayores complejidades que han modificado los esquemas originales. Ante todas ellas
surge la duda de si ha sido la falta de medios la que condujo a la simplificación o pudo
ser ésta, al menos hasta cierto punto, un modo de expresión voluntario, precisamente
por la propia fuerza que puede poseer la sencillez. Seguramente ambas perspectivas
tengan su parte de razón.
Así, por lo que se refiere en concreto a la escena, en el caso de la clásica nuestra,
como ha escrito Varey, “toda la evidencia demuestra que el escenario del corral de
comedias era muy sencillo, pero también muy flexible: la misma sencillez permitía al
dramaturgo evocar, a través de la poesía, una variedad de locales y efectos”, aunque
no faltaron tampoco “montajes espectaculares” (217). Pero no hay duda de que no
sólo en cuanto a decorados nuestros clásicos dispusieron ya de medios muy superiores,
acompañados de determinadas convenciones, como los tipos de vestidos para indicar,
por ejemplo, interiores o exteriores, etc., pudiendo recurrirse siempre por supuesto a la
palabra para aportar mayores precisiones. El escenario del corral de Almagro atestigua
unas dimensiones razonables para la época, de algo más de ocho metros de anchura
por cinco y medio de fondo (De los Reyes Peña, 137). Es cierto que el mobiliario
clásico sigue siendo por lo general el mínimo imprescindible (alguna mesa, unas si­
llas) y alguna barrera improvisada puede simular en algún caso la existencia de dos
espacios, lo que es posible que se diese ya, por ejemplo, en las últimas escenas de la
Asinaria plautina. Pero el paso del tiempo trajo nuevos empeños constructivos, de suerte
que más de un autor como Lope de Vega se queja de los excesos de la carpintería,
y sobre todo cuando se pusieron de moda trucos de origen italiano que encandilaban
al público y hacían pasar al primer plano de la fama a los forjadores de la mecánica
escénica. El teatro del XVI y del XVII tenía antecedentes de los que partir: el teatro
griego surgió de una época preteatral que no podía ofrecer un apoyo semejante. Y, por
lo que se refiere al teatro isabelino, el escenario solía ser una plataforma alargada no
demasiado espaciosa (de unos catorce metros por nueve de profundidad) con un muro
al fondo y un par de puertas, que podían taparse con una cortina, y una galería superior
que valía tanto para típicas escenas elevadas (un balcón, una muralla) como para los
músicos. El decorado y la utilería del modestísimo escenario, sin telones todavía, era
de un simbolismo extremo (celebrados ejemplos son los de una silla para simular un
interior o unas antorchas para aparentar la noche) y el movimiento escénico depen­
día esencialmente de entradas y salidas de los actores (con inclusión de la salida en
brazos de los muertos y desde luego de las que permitía el uso de alguna trampilla).
En cuanto al Lhamo tibetano, en palabras de Alba Peinado, “apenas existen apoyos
visuales o sonoros que contextualicen de forma realista las historias... La convención
es tal que para representar la galería superior de un palacio basta subirse en una
silla” (233). Y aun como otro ejemplo de simplicidad de los medios escénicos puede
volver a traerse a colación el mencionado No, en el que objetos como el abanico o
un simple bastón se cargan de profundo significado. Y algo semejante se repite en la
celebrada ópera china, en la que se da un notable simbolismo: un látigo representa un
caballo, un remo un barco y una mesa un puente.
La cerámica nos enseña que en el teatro griego ese tipo de indicaciones tendrían
igualmente una extremada simplicidad y pudo darse también un acusado simbolismo,
de suerte que algún objeto serviría para situar a los espectadores en un ambiente de­
terminado31, todo lo cual no obsta para que, según nos informan los textos mismos,
algunas obras requiriesen un montaje un poco más complejo, sobre todo con objetos,
como vemos en ciertas comedias, más abundantes, pero en general el conjunto antiguo
debió ser de una sencillez también extremada. Las coincidencias, pues, con los casos
que hemos reseñado son grandes, incluso en el carácter naturalmente diurno de las re­
presentaciones. Y la simplicidad de la representación y la elementalidad de los recursos
que venimos señalando responden a una actitud determinada ante el concepto teatral,
pero son asociables también con la popularidad de los géneros, y esto vale tanto para
la Grecia antigua y Roma como para el siglo XVII británico o español.

1.3. Aunque exista una relación estrecha, debe diferenciarse, como ya señalá­
bamos, entre el espacio físico en cuyo marco tiene lugar la representación y el espa­
cio como concepto escénico, el cual varía en función precisamente de la convencio-
nalidad teatral. Y ahí entra de nuevo una de las funciones ya aludida de la palabra,
en este caso la descriptiva, que contribuye intensamente a convertir un marco ma­
terial en dramático y suple todo aquello que la materialidad no permite presentar y
que el texto traslada a la imaginación del público. En el caso ático una convección
previa a todas permitía saber de antemano que la acción iba a ocurrir en un exterior,
convención que ya funcionaría igualmente cuando la representación tenía lugar en la
plaza o luego en un teatro primitivo sin skené, como, más tarde, cuando ya existía
ésta última. Y debemos ver una correlación, no mantenida en nuestro teatro clásico,
entre ese exterior teatral y la situación de los propios espectadores, sentados en un
graderío al aire libre y ante un amplio paisaje. La impresión dramática de un exterior
sin embargo fue todavía convencionalmente reforzada cuando ya la representación tuvo
lugar delante de alguna construcción, o, dicho más concretamente, cuando, como fue
normal en la comedia, era imaginada en una calle. Lo más relevante no es aquí que
una obra implique que la acción ocurre en el exterior: es el carácter sistemático y
por tanto siempre previsible de ese exterior, y esto en todos los géneros dramáticos,
de modo que podemos trazar una línea de continuidad desde, digamos, Persas hasta
Menandro.
Se ha comentado a veces que el que precisamente de un modo sistemático nos
encontremos ante un exterior, a diferencia de lo que ocurre en nuestro teatro clásico
o en Shakespeare, no llamaría la atención de un público típicamente mediterráneo y
masculino, habituado a una vida social que transcurría en las vías públicas y en el
ágora. De ahí la frecuente situación dramática en que un personaje llame a otro para
que acuda al exterior de una vivienda o el encuentro de varios personajes, con una

31 Cf. Pickard-Cambridge 1946, 123. Véase aquí §§ 5.1 s.


coincidencia tantas veces repetida, en ese mismo espacio. Usualmente, si proceden del
interior, se alega un pretexto para su salida. Y, sin embargo, no cabía confusión alguna
entre la vida cotidiana y estas situaciones teatrales, cuya existencia era autónoma y con
frecuencia bien diferenciada, de modo que, en palabras de Dedoussi, “it would not occur
to the audience to compare this action to real life, because they were conscious of their
situation in theatrical space” (1995, 125). En el ejemplo que la propia Dedoussi pone,
del inicio de Antigona, algo bien ajeno a la vida real sería imaginar que dos princesas
para hacerse confidencias deban salir de su palacio a la calle: “Privacy in general, and
how best to obtain it, is not here a relevant question. It is theatrical convention, not
the imitation of actuality, which on so many occasions draws the characters of drama
out of their houses” (ibid.).
Pero esta sistematicidad de la acción en el exterior en ciertos casos puede elevarse a
hecho más general que apenas se menciona y que sin embargo tiene mucho que ver con
la convencionalidad con que se asimilaba el espectáculo. Y es que el exterior habitual, la
calle, por decirlo con una sola palabra, si era el lugar donde podría esperarse encontrar
a los varones áticos, no era normalmente el espacio en que se esperaba encontrar a
sus mujeres, aunque, como es natural, esto se matizase en función de muchos detalles,
como la edad, la consideración social o las simples necesidades vitales. Así que el
teatro, con tantas heroínas expresándose en público y “en la calle”, era un paréntesis
entendido como convencional también en este punto, tal como lo era el hecho mismo
de que la mujer se expresara con cierta libertad, frente a la recomendación igualmente
habitual de la virtud de su decente silencio en la existencia cotidiana32. Podríamos,
pues, decir que no es un hecho social, el hábito de la vida en el exterior entre las
gentes mediterráneas, el que debe explicar satisfactoriamente como tal una convención
teatral; es una cuestión de simple complicidad, justificada en buena parte por razones
técnicas y que arranca de la construcción de un teatro al aire libre, la que explica el
carácter de esa práctica. La fachada de la skené ya perfeccionada indicaría de un modo
visual semejante solución escénica, pero prácticamente no hubiera hecho falta. En la
tragedia el paraje debía recordar lo más frecuentemente un lugar regio o piadoso33, de
acusada solemnidad, donde transcurrían los episodios del antiguo mito, y se concretaba
en poblaciones muy asociadas a esos mitos, como Argos, Tebas o Atenas, en tanto que
las comedias solían remitir a simples viviendas particulares. Y lo más usual en este
último caso, desde la Antigua a la Nea, era que la acción transcurriese en Atenas, lo
que siguió en vigencia incluso cuando la comedia de corte ático se representó en muy
diversas poblaciones del mundo helenizado, un hecho que se repite en la palliata romana.
Ocasionalmente, también la tragedia podía requerir un lugar humilde o un marco rural:
éste es el caso de la cabaña en la Electra euripidea. Pero la tragedia suele atenerse a
la construcción única, sea cual sea, con una simplificación que nos aleja del enredo
cómico, y sólo puede mencionarse como excepción el ejemplo de Andrómaca, con dos
entradas simultáneas y bien diferenciadas según se deduce del texto, una del palacio

32 Cf. al respecto M. Shaw.


33 J. Roux (26 s.) ofrece un catálogo detallado.
de Neoptólemo y otra de un santuario34, porque no son sino la suma de aquellas dos
posibilidades aludidas. Y ha de hacerse notar también que los datos verbales que se
refieren a la construcción ante la que tienen lugar los episodios y la topografía teatral
en sentido amplio pasaron por una evolución, puesto que suelen ser más detallados
en Eurípides que en sus predecesores, lo que puede ponerse en relación con un cierto
mayor grado de pretensión realista.
La existencia de una skené y su fachada no fue, pues, un ingrediente espacial pri­
mario del teatro ático, sino una innovación posterior (cf. §§ 6.1 s.), y no entendemos
una afirmación como la de Hammond (1972, 400) de que ya en la ubicación en el
ágora, de la que hablaremos, se alzase una skené, que simplemente luego habría sido
heredada en el traslado al llamado teatro de Dioniso. Pero lo que nos importa ahora es
que representa una aportación que, comenzando por ser práctica y adquiriendo luego
carácter simbólico, será el germen de lo que hoy solemos llamar simplemente teatro,
es decir, un edificio como espacio totalmente cerrado dentro del cual y a un lado se
extiende el público y en el otro se sitúa la escena33.

1.4. Un ámbito como el del teatro de Atenas nos muestra un graderío cuyo nom­
bre (κοΐλον, cavea en latín) alude claramente a la forma típica del teatro griego, con
una superficie algo mayor que un semicírculo y un trazado que aprovecha una ladera
natural, lo que significa la lúcida subordinación de la geografía a la eficacia espacial
y auditiva, frente a la que será la construcción más artificial romana y moderna. Este
graderío permitía el disfrute añadido del paisaje, como aún se ve en Delfos, en la
propia Atenas o en Segesta (Sicilia), como un indicio, que debe ser tenido en cuenta,
de una herencia rural que seguirá teniendo un gran peso en el espectáculo antiguo,
pero también como una consecuencia natural de la concepción del espectáculo como
asociado a los espacios dilatados y abiertos. Un paralelo vivo se ha dado tradicional­
mente en las representaciones del Lhamo tibetano: “El paisaje natural del Tibet -escribe
Alba Peinado-, de extensas llanuras rodeadas por magníficas montañas, es reflejado
en el escenario abierto en el cual el Lhamo se representa. La audiencia rodea circu­
larmente este escenario sentada sobre mantas y protegida de la lluvia por una enorme
tienda llamada ghur” (233). En el teatro ateniense está la huella hoy sólo parcial de
la ορχήστρα circular, con unos veinticinco metros de diámetro36, lo que significa una
amplia área de en torno a seiscientos metros cuadrados y donde evolucionaba y cantaba
el coro y donde igualmente se desenvolvieron durante cierto tiempo los actores. La
amplitud de este espacio, excesiva quizás para las evoluciones de un pequeño número
de actores y coreutas (sobre las cifras véase §§ 2.2 y 2.4), se debió verosímilmente

34 Sobre el número de puertas de la skené véase §§ 6.4 s.


35 Cf. D. Wiles 1997, 15 s., que remite a los trabajos de A. Ubersfeld.
36 Términos como orchestra, skené, etc., fueron los usuales, pero también se utilizaron otros even­
tualmente equivalentes: para detalles cf., por ejemplo, Arnott 1962, 18-20. Las dimensiones han sufrido
ligeras rectificaciones desde los trabajos de W. Dörpfeld hasta nuestros días: cf. W. B. Dinsmoor. La
forma primitiva es un tema también muy debatido: los restos de los diversos teatros más antiguos entre el
Atica y la Argólide apuntan a una forma variable, “elongated, trapezoidal or rectangular”, según Moretti
(1999-2000, 378).
a otras aplicaciones con mayor número de intervinientes, por ejemplo, a la ejecución
del ditirambo.
El teatro ático era un espectáculo desplegado ante un inmenso público, que equivalía
a una buena parte de la ciudadanía37, lo que nunca deberá interpretarse, según hemos
comentado ya, como una mera circunstancia. Desde luego hubo teatros en el mundo
griego de dimensiones mucho más reducidas, y L. Polacco (1983, 8) cita, por ejemplo,
el de Siracusa, con una capacidad de sólo unas mil quinientas personas, lo que no debió
quizás ser tampoco muy raro. Pero los hubo con cifras aun superiores y, en el caso del
de Atenas, los propios escritores áticos recogen algunas bastante abultadas que podemos
juzgar en ciertas ocasiones producto de una exageración más o menos encomiástica,
pero que corroboran la tendencia a la identificación del concepto de público con el
del conjunto de los ciudadanos. Sea como sea, a pesar de los graves desperfectos que
aquejan a sus restos y de las transformaciones sufridas, no hay duda de que fue uno de
los teatros más amplios de la antigüedad griega, lejos de esa otra categoría de teatros
menores, y es muy difícil aceptar la afirmación del mismo Polacco de que su capacidad
no debería exceder, en el tiempo de los grandes dramaturgos, de unos tres mil espec­
tadores (ibid.): dejado de lado el cálculo que se pueda hoy hacer sobre el terreno, la
población de Atenas en esta época y la gran popularidad de los géneros teatrales nos
llevan a ver en esta opinión un grave error de apreciación. En cuanto al argumento de
que, “lorsqu’on réussissait à gagner une place dans le théâtre, on ne la quittait pas,
par crainte de la perdre”, de lo que sería un indicio el que fuera normal que se llevara
comida al espectáculo (ibid.), nos parece fuera de lugar. Y el que la razón principal de
la introducción del fondo llamado θεωρικόν por parte de Pericles fuera no la de facilitar
la entrada a los más desfavorecidos y a los trabajadores, sino “la nécessité de mettre
de l ’ordre dans l ’entrée du théâtre” (ibid.), se nos antoja también una hipótesis poco
verosímil. Una visión como la de Polacco, tan restrictiva, significa el olvido de que no
estamos ante un fenómeno teatral como entidad en sí, según sucede en la actualidad
por lo general y ocurría usualmente ya en nuestro siglo barroco, sino como parte de
unos festivales cívico-religiosos nacionales, lo que le proporcionaba de modo forzoso
un sentido popular diferente. Desde luego no existía nada semejante al carácter selectivo
y minoritario del público teatral moderno, sino que, nuevamente con una mayor proxi­
midad al de nuestro teatro clásico, se trataba de una multitud socialmente mezclada y
variopinta. En una ciudad como Atenas existió un auténtico fenómeno de masas que
debieron sentirse atraídas por estos espectáculos, que además mostraban una espléndida
diversificación y que, como hemos subrayado, fueron de hecho los únicos géneros lite­
rarios que cabe considerar de alcance multitudinario en la Antigüedad, sin que notable
y paradójicamente ese carácter llevase durante el siglo V a un detrimento de la calidad.

37 Sobre los espectadores cf. Brioso Sánchez 2003 y 2005. Nuestro corrales clásicos podían tener
aforos variables, en torno por lo general a algo menos de mil espectadores: cf. De los Reyes Peña, 154. Pero
debe tenerse en cuenta, en innecesaria defensa del carácter popular, que había continuas representaciones,
así como el número de teatros de algunas grandes poblaciones. Respecto al teatro isabelino, algunas cifras
son aun superiores: hubo locales londinenses que podían tener cabida hasta para unos tres mil espectadores:
cf. M. Gómez Lara 2004, 129.
1.5. El carácter de espacio natural y abierto, al igual que el que las representacio­
nes tuviesen lugar, como todavía en nuestro teatro clásico y en el isabelino, en pleno
día38, son hechos claramente diferenciales respecto a la situación moderna más usual39,
así como también, por ejemplo, la inexistencia de algo equivalente al telón de boca,
que permitiese la momentánea y tajante divisoria entre actores y público pero que
tampoco hubiese podido cerrar la visión de la orchestra. El círculo parece haber sido
un elemento germinal de las representaciones teatrales en su forma más antigua, como
espectáculo entre popular y ritual, lo que debemos poner de nuevo en relación con
los coros circulares del ditirambo y, sin entrar en mayores problemas, quizás también
con las danzas en corro tan típicas en la geografía mediterránea40. Así, el espacio de la
representación difícilmente podía tener el carácter absorbente que ha llegado a alcanzar
en la escena moderna, con los juegos de la iluminación y otras muchas posibilidades
técnicas que fuerzan una contemplación muy focalizada y excluyente. Y es que esta­
mos demasiado acostumbrados, sobre todo desde las aportaciones decimonónicas de
Adolph Appia, a que la representación teatral dependa también del juego de las luces
para hacernos una idea de esa otra normalidad que implicaban el espacio abierto y la
luz diurna, aspectos todos del teatro antiguo que no hay duda de que se correspondían
con una actitud muy distinta del propio público, y que en cambio podía estar un poco
más cerca de la que sería observable, y está bien documentada, en el espectador de
nuestros clásicos corrales. Y aun así, éstos, como los teatros británicos del XVII, eran,
como edificaciones autónomas, espacios en cierto modo cerrados, lo que conllevaría
ya un cierto paso hacia el máximo aislamiento moderno.
El teatro griego no estaba, pues, cerrado frente a la ciudad, sino integrado en ella,
de suerte que el público no podría desvincularse del exterior habitual. Hasta tal punto
esto es cierto que en algún momento hubo incluso la idea convencional de que, cuando
los personajes accedían a la escena desde el exterior, entrarían por una u otra abertura
en función de su procedencia. Las dos είσοδοι se habrían especializado: una, la derecha
(u occidental) desde la perspectiva de los espectadores, daría paso a los que procedían
“del ámbito rural o del puerto o de la población”; la opuesta, a los llegados de algún

38 No se puede descartar que la hora que Pistetero dice a Prometeo en Aves (σμικρόν τι μετά
μεσημβρίαν: v. 1499) coincidiese con la real, puesto que para un autor no era imprevisible en qué mo­
mento podía representarse su pieza, y en todo caso siempre hubiera cabido una oportuna modificación del
texto a d hoc. Pero otro pasaje muy comentado también de Aves (vv. 785-789) no confirma necesariamente
ni mucho menos, contra lo que a veces se ha afirmado, que las comedias por esas fechas se represen­
tasen efectivamente después del mediodía tras las tetralogías trágicas (cf. § 8.1 y la cita de W. Luppe).
Nuestros “Reglamentos de teatros” (así los de 1608 ó 1615) precisaban rigurosamente la hora en que
debían comenzar las sesiones, dependiendo de la época del año, entre las dos y las cuatro de la tarde,
y siempre de forma que “se acaben una hora antes de que anochezca”. Y no sólo se trataba de razones
prácticas sino sin duda morales: cf. Varey 1987, 241. El Kabuki japonés también se ha representado tra­
dicionalmente durante el día, lo que fuerza a los espectadores a que procedan a comer entre las piezas.
Y el Lhamo, según Alba Peinado (238), ofrece sus representaciones desde el inicio de la mañana hasta
el final de la tarde.
39 Cf. el examen de esta cuestión concreta por parte de D. del Corno (1991).
40 Pero el esquema circular se encuentra, con función teatral, en un ámbito tan distante en espacio
y tiempo como el del Comualles medieval: cf. R. Portillo García, 91 ss.
otro lugar, de acuerdo al menos con el muy poco convincente texto de Pólux41. Esta
noticia es escasamente fiable42, y desde luego no hay en otros documentos antiguos
datos que la confirmen. Lo más interesante, sin embargo, es que haya podido producirse
una convención semejante en alguna fecha ignorada por nosotros, pero seguramente
no anterior a la época helenística, y basada en algunas comedias concretas en que se
produjese una contraposición entre el acceso, por ejemplo, de la plaza pública y el
del puerto. Si se hubiese llegado a una concepción cerrada del teatro, una invención
convencional semejante no hubiera tenido sentido. Y, así, suponemos que, cuando en
su Orestes Eurípides asigna a cada entrada una orientación según los puntos cardinales
(vv. 1246 ss.)43, es difícil imaginar que lo hiciese de un modo que no fuese realmente
acorde con la topografía ateniense.

Un hecho que para nosotros, más allá de las conjeturas basadas en la arqueología,
podría tener el máximo interés sería saber si un posible cambio en la forma de la orchestra
significó una distinta concepción del teatro. Este a todas luces sufrió una evolución entre
el siglo VI y los comienzos del V: tal evolución habría tenido alguna relación con ese
posible cambio en la orchestra, que algunos defienden que pudo tener una traza previa
rectangular o semejante44. Naturalmente, los partidarios de esta solución califican de
mera fantasía la de un origen ya circular, como basada en supuestos deducidos del rito
o incluso de la presunta analogía o derivación de las típicas eras rurales con funciones
diversificadas además de la propia de la trilla, o de la antigüedad, que se pierde en la
noche de los tiempos, de las ya aludidas danzas “en corro”, tan típicas, como hemos
recordado, de los países mediterráneos, pero no en seguros hallazgos materiales45. Un
ejemplo de esta posición es el de Hammond, que en su, metodológicamente modélico,
intento de reconstruir cuál pudo ser el formato más antiguo todavía en el ágora ateniense,
se refiere por sistema a una orchestra circulai- con el apoyo, que él cree definitivo, en
los resultados de las excavaciones de Dörpfeld. Pero lo que menos entendemos es, por
otra parte, la supuestamente necesaria relación entre la circularidad negada y la limi­
tación para que los actores actuasen en la propia orchestra, tal como al menos Rehm
presenta el problema: “The idea of a circular orchestra, then, suggests the need for a
separate area, which in turn leads to the conception of Greek staging that ‘hugs the back
wall’ ” (278). Una separación que tiene su afirmación más tajante en el texto de Pólux
(σκενή μέν υποκριτών ίδιον, ή δ’ορχήστρα του χοροί): 4.123), pero que es difícilmente
aceptable para fechas muy antiguas. El problema mayor es que para la recuperación de
patrones muy primitivos estamos sujetos a polémicas reconstrucciones arqueológicas

41 4.125 ss. Cf. también Vitrubio 5.6.8.


42 Fue ya debatida por K. Rees (1911) y W. Beare (1938) y luego rechazada por autores como
K. Joerden o Taplin (1989a, 450 s.). Alguna defensa esporádica de la vieja noticia se puede ver, por ejem­
plo, en Bieber 1954, o en Roux. Éste cree posible incluso que esa distinción se extendiese a otros teatros
griegos (26, n. 1). Pero estaríamos de todos modos de nuevo en fechas tardías.
43 Cf. Sófocles, Áyax 805 ss. y 874 ss.
44 Tesis sostenida, por ejemplo, por E. Pöhlmann (1983), que volvió a resucitar el debate, así como
más tarde por E. Gebhard, Rehm y otros.
45 Cf. Rehm 1988, 276 s., con nutrida bibliografía.
y desde luego en todo caso a lo que pueda deducirse de los propios textos teatrales,
una servidumbre equiparable a la que padecemos en muchas cuestiones respecto a los
escolios y los tratadistas como Vitrubio, el propio Pólux o Elio Donato, todos no sólo
de fechas tardías sino aferrados por lo general a unas noticias para las que no cuenta
el cambio temporal y la evolución de los recursos teatrales.

1.6. Dependemos, pues y por optimistas que seamos, de noticias inciertas, cuando
no nos sentimos presionados además por hipótesis modernas, por lo general contra­
puestas. El caso de Atenas, en el que se ha centrado la mayor parte de la polémica,
es uno de los más confusos, puesto que precisamente el teatro de Dioniso ha sido de
los más remodelados y, además, debemos remontarnos incluso a una etapa previa, en
la que aún no existía ni siquiera el esbozo más primitivo de este espacio. De ahí que
algunos apelen a la prueba de otras construcciones de menor relieve por su asentamiento
en modestas poblaciones del Atica, pero que justamente por su menor importancia han
conservado mejor sus viejas estructuras. Un caso muy llamativo pero tampoco único
es, como se sabe, el del pequeño teatro de Tórico, al sureste del Atica, cuyo graderío
presentaba una alineación en buena paite rectilínea y cuya orchestra era casi rectangular.
Pero deducir que también el teatro de Dioniso tuvo en sus primeros tiempos una traza
semejante, con orchestra poligonal, o incluso sostener que hubo una evolución, y no
sólo en Atenas, desde unos teatros con esquemas poligonales hacia otros con formas
circulares, no pasa de ser muy aventurado como postulado general.
Lo que sí es indiscutible y se confirma con las noticias de que disponemos es
que, en Atenas, hubo en principio un espacio teatral de unas extremas elementalidad y
provisionalidad. Los materiales más antiguos eran de carácter no estable, sobre todo la
madera, y sus accesorios debían ser por tanto fácilmente desmontables. Sabemos que
hacia el 530 un elemento material destacado eran unas simples carretas y también que
por las mismas fechas se instituyeron los concursos trágicos. Esas carretas podían ser­
vir tanto para el traslado de enseres como quizás de plataforma móvil para las propias
representaciones: esto último requería que hubiese ya alguna actuación independiente
de la coral, lo cual está atestiguado precisamente para el momento que asociamos con
el nombre de Tespis. Y un hecho comparable es que, cuando el teatro medieval tiende
a buscar escenarios fuera de los templos, el carro aparece como un medio usual de
representación o de complemento de algún tablado46. Y conocemos un tipo ilustre de
teatro, como fue la Commedia dell’arte, que también tuvo en sus humildes orígenes
y desde luego en compañías errantes durante bastante tiempo escenarios portátiles.
Sin embargo, en el Atica no parece haber existido una versatilidad semejante, que, en
dependencia evidentemente de la reputación de cada agrupación, lo mismo permitía
escenificar una obra en una plaza que en un palacio. En cuanto al lugar de las primiti­
vas representaciones trágicas, parece haber sido, según ya adelantábamos y de acuerdo
con ciertos datos47, la explanada del ágora, la plaza pública, que era tanto un lugar de
encuentro para los ciudadanos y un mercado como un espacio en que también podían

46 Cf. Portillo García, 88, con bibliografía.


47 Véanse el estudio de las fuentes en Hammond 1972 y la discusión en H. J. Newiger 1976, 80-92.
ejercerse algunas funciones cívicas y religiosas48. En cuanto a la comedia ática (dejamos
de lado la de procedencia dórica), tuvo quizás en su origen un lugar aparte y propio,
otra explanada entre la colina de la Pnyx y la Acrópolis, en la parte occidental de la
ciudad. Esta separación puede ser un interesante indicio de que no existía aún un es­
pacio que realmente se identificase como teatral y estable, pues, en caso contrario, no
hubiera tenido mucho sentido y hubiese sido antieconómica: el caso ático no es desde
luego comparable a la diversificación de locales que se dio en nuestro teatro clásico.
Tenemos noticias igualmente de que más tarde se construyó en la misma ágora una
especie de precario andamiaje desmontable, los debatidos ικρια citados por Hesiquio,
Focio y la Suda, en los que se asentaron filas de bancos. Si bien una instalación así
se derrumbó muy a comienzos del siglo V49, todavía Aristófanes aludirá a estos anda­
miajes de madera y con ese mismo nombre en una pieza bastante tardía50. Por tanto,
puede deducirse que, incluso cuando ya las representaciones, tanto de la tragedia como
de la comedia, se hacían en la ladera junto al recinto del santuario de Dioniso, los
espectadores seguían ocupando unos asientos semejantes de precaria consistencia y no
los de piedra que se construyeron mucho más tarde. Es más, según se puede imaginar
con el testimonio de otros teatros locales, tal vez convivieron durante un tiempo los
dos materiales en la estructura del graderío51. El terreno sólo debía servir de soporte
inclinado para el asentamiento, seguramente ya más firme, de esta instalación primitiva,
que es impensable que tuviese una capacidad equiparable ni de lejos a la que tendría el
graderío posterior. Hasta ese momento, pues, no se hizo sino trasladar un viejo modelo
a una nueva ubicación: ésta fue un acierto y la prueba es que se convirtió en una sede
definitiva para las representaciones teatrales y para otros diversos usos. Y no debió ser
sino hacia finales del mismo siglo Y cuando comenzó a dotarse de una base sólida a
la parte escénica, sobre la que aún siguió levantándose una estructura de madera. Y
no será, en fin, como dijimos, hasta los tiempos de Licurgo cuando tanto el graderío
como el espacio de los actores pasaron a ser construcciones de piedra52.

Ha habido una enconada discusión acerca de si ya en el siglo V la escena era


un espacio elevado y uno de los argumentos que se han utilizado para defender esta

48 La orchestra citada en la Apología de Platón (26d-e) y en la que se vendían libros a fines del
siglo V puede ser ésta primitiva del ágora, que habría conservado su nombre.
49 Los detalles de la Suda (s. v. Πρατίνα?) son muy precisos: en torno a los años 500-496 y com­
pitiendo ya Prátinas, Quérilo y Esquilo.
50 Tesmoforlantes, del año 411: cf. v. 395, en que άσιόντες· από των ίκρίωυ se refiere sin duda a
los maridos que llegan a casa procedentes del teatro. Que los ’ίκρία de madera como graderío que todavía
menciona Aristófanes y citados también en Cratino (fr. 360 K.-A.) no corresponden al teatro ha sido de­
fendido vanamente por R. Martin.
51 Cf. Moretti 1999-2000, 386: es posible que, como en otros teatros, los primeros asientos de piedra
fuesen los correspondientes a la primera fila o fila de honor (prohedría). Ésta, frente a la vieja propuesta
de un par de filas honoríficas de Dinsmoor, parece haber sido efectivamente sólo una: cf. igualmente
Moretti, 387. Un pasaje como Caballeros 702 ss. sólo contrapone la prohedría como referencia al asiento
honorífico a la última fila del graderío.
52 Polacco ha defendido sin embargo en diversos trabajos una fecha más antigua para este tipo de
edificación.
tesis se refiere a las quejas de algunos personajes ancianos de que deben subir por
un camino que ya es duro para su edad53. Pero tal argumento es endeble, por cuanto
puede aceptarse simplemente que estas quejas tópicas responden a una convención
establecida. La insistencia de ciertos caracteres en que suben es, como dice Dearden
(14), una indicación espacial dada a los espectadores referida a la acción y a las con­
diciones de los caracteres, en el caso cómico citado un ascenso de un coro de ancianos
cargados con leña camino de la Acrópolis, no una clave referida al espacio físico del
teatro: esto último hubiera sido superfluo. Y naturalmente lo mismo debe decirse de
algún otro pasaje trágico equivalente, como Heracles 107 ss. de Eurípides54. En tanto
que es algo distinto que a partir de cierto momento no fácil de precisar entre orchestra
y escena hubiese ya unos pocos escalones.

2.1. Uno de los aspectos que más nos alejan del teatro ático y que constituye a
la vez uno de los puntos de contacto entre sus dos principales géneros es el papel des­
empeñado por el coro, que además tenía un lugar específico, aunque no exclusivo, en
que cantaba y danzaba, la ya citada orchestra, hechos ambos que fueron determinantes
en la conformación del teatro griego clásico. Esta importancia se percibe ya en la vieja
terminología (por ejemplo, χορηγό? para quien corría con los gastos de la representa­
ción, “solicitar un coro” -χορόν α ίτειν - para la participación en los concursos)55 que
perdura incluso cuando la actuación coral pierde su pleno sentido56. Y es precisamente
un indicio ya de nuestra distancia y dificultad de comprensión ante este fenómeno la
inadecuación del término “coro” para lo que representaba el χορό? griego.

Es claro que el peso del coro en el teatro primitivo era paralelo al relieve que
tenían el canto y la danza, antes de que surgiera propiamente la función del actor y
del diálogo. Es muy posible que Persas tenga aún especiales recuerdos de aquella
hegemonía del elemento musical, sobre todo, como no ha dejado de subrayarse, en
la actuación tan intensamente lírica del personaje de Jerjes en su parte final. Pero la
resistencia del coro trágico a pasar a un segundo plano fue bastante duradera: de ahí,
por ejemplo, su empeño en no desaparecer, salvo excepciones, en ningún momento de
la representación. Su salida temporal de la vista del público, que sucede por primera
vez que sepamos en Euménides (v. 235, véase § 2.5), es ya quizás una concesión al

53 Cf., por ejemplo, de Eurípides, Ión 738 ss. y Electra 490 ss., o, en comedia, Lisístrata 286 ss.
54 En realidad el propio Dearden termina por expresar una posición moderada al respecto: en tanto
que niega que las dos áreas de actividad (escena y coro) lleguen a confundirse en algún caso, por ejemplo,
con la invasión continuada de la escena por parte del coro, a la vez acepta que la escena (a la que sigue
llamando “a low stage”) pudiera estar a una altura de “perhaps four feet”, lo que no es poco desde luego:
esa altura sería “sufficient to raise the actors a little over the chorus without destroying the rapport between
them” (18).
55 Cf. Acarnienses 628: se nos dice que el autor se ha hecho cargo de “coros de comedia”, eviden­
temente por representar comedias.
56 Todavía en el final de La Samia de Menandro se pide a la diosa Victoria que conceda su favor
“al coro”, lo que significa en realidad a la obra y al autor. Ch. Dedoussi escribe al respecto: “Although
the xopóg is separated from the drama, it remains an indispensable traditional element o f the theatre”
(1970, 170).
nuevo peso de los actores, así como a algún otro recurso dramático. Por otra parte,
tal vez haya que ver en el observado dato de que papeles como los de los siervos o
incluso los de dioses no suelan tener partes cantadas alguna relación con la expansión
del elemento dramático a expensas del canto: esos papeles habrían aumentado su pre­
sencia con el propio desarrollo del drama.

2.2. La posición central del coro, en la orchestra, intermedia entre público y


actores, es muy significativa. Como lo es su amplio espacio, que a diferencia de lo
que será la escena propiamente dicha, permitía cómodamente las evoluciones de la
danza coral y desde luego al menos durante un tiempo los movimientos de los propios
actores. El coro era un pequeño conjunto de cantantes-danzantes, con doce o quince
miembros en la tragedia y veinticuatro en la comedia, encabezado por el κορυφαίο?,
que se hacía cargo de las partes en recitativo, y no hay la menor duda de que, sobre
todo en la tragedia, la voz concorde del conjunto coral se pretendía que representase
de algún modo a la comunidad también concorde (véase § 2.3), con sus sentimientos
piadosos y conservadores. Lo cual nos da una idea de cómo la tragedia trataba de
mantener, en un siglo y en una polis con una historia conflictiva, un sentido de la vida
social muy arcaico. En esta línea, un texto como Bacantes de Eurípides representa una
excepción significativa: su coro es un cuerpo extraño a la idea de una comunidad; por
el contrario, supone un elemento forastero disgregador para ésta, en función de un
valor que se supone superior. De ahí que, en palabras de Ch. Segal, situado en “an
adversarial relation to the human protagonists, it has less interaction on the stage with
the members of the polis than does the chorus in most tragedies” (1997, 65)57. A veces
se ha pensado también que el coro trágico es una especie de portavoz de las ideas del
autor, una idea esta que fue ya sostenida por los lectores románticos, pero que es una
simplificación insatisfactoria. Por lo demás, hay que distinguir la expresión del coro
como tal de las intervenciones del corifeo, que a veces se nos ofrece casi como un
actor más, sin salvar del todo no obstante la distancia que le separa del actor -y de
su personaje- propiamente dicho. Lo que sí es cierto es que el distanciamiento que el
coro suele mantener respecto de lo que acontece en la escena trágica le proporciona
una visión más amplia que la que pueda poseer un carácter cualquiera: con frecuencia
sus palabras son las de un tercero experimentado y prudente, pero las variedades de
su expresión son muchas y múltiples los matices, desde los más emotivos a los más
reflexivos.
Si nos atenemos a la imagen recuperable de la tragedia clásica en fecha ya avan­
zada, aquella propia posición del coro, en un espacio situado entre el público y los
personajes y reforzada por su actitud usualmente distanciada, permite intuir la inten­
ción de que su papel sea en cierto modo, en la representación, el de un intermediario
entre esos dos colectivos, el de los espectadores o ciudadanos y el que encarna unos
antiguos sucesos ejemplares. El coro funciona así como un cierto filtro moral y emotivo,

57 El mismo Segal señala los casos de los coros de dos textos de Esquilo (Suplicantes y Euménides)
como ciertos antecedentes de la innovación euripidea en Bacantes (67).
con el cual el público puede orientarse respecto a sus propias reacciones emotivas y
éticas (cf. R. Coleman). En el género cómico tal colectividad puede tener en cambio
un decidido rasgo partidista o representar a un grupo definido, hasta llegar a la degra­
dación en forma de mera pandilla de borrachos en la Comedia Nueva. La cerámica del
siglo VI revela este papel del coro como grupo de individuos vestidos de modo uniforme
o con sólo ligeras variaciones, con frecuencia representando a seres nada cercanos al
ciudadano ático, cuando no a criaturas estrafalarias o animalescas58. Y, sea como sea,
estas formas de colectividad suponían psicológica y socialmente un contraste con las
individualidades representadas por los personajes, encarnados en los actores. En la
escena ese contraste se manifestaría incluso en el uso de disfraces individualizadores
por parte de éstos, frente a esa mayor o al menos relativa uniformidad, con inclusión
de unas máscaras usualmente idénticas, por parte del coro59.
Es bastante razonable suponer, en efecto, que en principio todos los coreutas llevasen
el mismo atuendo, con una uniformidad que se refleja no sólo en las ilustraciones de la
cerámica sino en cierto modo también ya en los títulos que aluden precisamente a un
grupo como colectivo. Sin embargo, cuando se marca de algún modo la individualidad
de algunos de sus miembros o desde el momento en que asistimos a una división en
semicoros incluso antagónicos, como sucede en la comedia, no es fácil seguir ima­
ginando que siempre el conjunto se revestía de una especie de uniforme, fuese éste
el que fuese. Así, en Avispas 230 ss. algunos coreutas reciben nombres propios y un
ejemplo extremo sería el de Aves, en que cada coreuta representa un pájaro distinto,
pero naturalmente en bastantes casos la diferenciación podía limitarse, por ejemplo, a
la máscara y ser sobre todo verbal. En términos generales podría razón Green cuando
escribe: “The choras gains its very identity from being a group, and so just as its mem­
bers dance with a uniform step, so they wear identically styled costume. Acharnians
are Acharnians, Frogs are Frogs, Banqueters are Banqueters, not a random collection of
assorted individuals” (1994, 28), pero una tendencia general no quita para que pudiese
haber excepciones que permitieran resaltar la originalidad de ciertos argumentos. Y
justamente las mismas artes plásticas reflejan, como señala el propio Green {ibid.), que
la cantidad de obras en que el coro ofrecía una colectividad desusada, de modo que
la de simples seres humanos resulta menos frecuente, podía reforzar esta propensión a
lucir semejante pretensión de novedad. Por ello Green admite sin muchas reservas que
el atuendo podía conllevar “variations of the detail and colour of the costume within
the overall pattern” (29), lo que también, como el mismo autor ejemplifica, se refleja
en ocasiones en la decoración de la cerámica.

2.3. La impresión de que el coro pretendía ser en cierta forma la encarnación, al


menos en la tragedia, del sentir comunitario, debe ponerse en relación con el hecho
de que el teatro era un acto social en el sentido de que la sociedad lo entendía, en
el contexto de unos festivales nacionales, como parte relevante de su propia entidad

58 Cf. sobre esta cuestión J. R. Green 1994, 28 s.


59 Cf. a este respecto Brooke 77 s., y asimismo C. Calame 85 ss., con reflexiones sobre la máscara
como medio para la pérdida de la identidad y sobre todo en estos usos colectivos.
nacional. Esta perspectiva del coro podemos verla reflejada en los textos, sean cuales
sean sus variedades y matices, y ha sido sometida a un novedoso pero polémico análisis
por parte de J. J. Winkler en el sentido de que podía haber también en su base una
contraposición de rangos de edad (1992). Según Winkler y con un discutible apoyo
en representaciones plásticas, el coro trágico estaría constituido por efebos, es decir,
por jóvenes varones en edad militar, una categoría cívica que desde luego sabemos
que tenía parte relevante en el festival de las Grandes Dionisias. Esta clase de edad,
señala, se corresponde justamente con el carácter del coro, puesto que, mientras los
actores representan a individuos con “the responsability of correct social action”, aquél
“usually performs in the guise of persons who do not bear such responsability -slave
women, prisoners of war, old m en-” (43), lo que nos parece una distinción excesiva­
mente esquemática. Para Winkler, se establecería así de un modo social una respuesta
positiva a lo que vemos en escena: el contraste entre los actores y el elemento más
disciplinado de la representación (“disciplined in the exacting demands of unison
movement, subordinated to the more prominent actors, and characterized as social
dependents”). Pero esta hipótesis, brillante, mas con muy escasos soportes, podría
expresarse en realidad y a la luz de esos mismos indicios plásticos de este otro modo:
el coro estaría formado por jóvenes, no necesariamente efebos, y esto por la simple
razón de que para la danza eran más idóneos que los individuos de más edad, lo que
valdría desde luego aun más para el coro cómico, que practicaba sin duda movimien­
tos ágiles y vigorosos. Las tendencias acrobáticas de algunas formas teatrales, con el
ejemplo llamativo de la ópera china, son bien conocidas, y a este respecto debería
recordarse que la propia comedia aristofánica subraya más de una vez el dinamismo
de sus danzas y que los coros de Menandro son presentados usualmente en sus obras
como formados por jóvenes, lo que significa que todavía, aunque ya lejos de la vigencia
de un cuerpo de baile disciplinado en el sentido de Winkler, los coreutas revelarían
claramente su condición física. La tesis de Winkler, en fin, poco tiene que ver con la
convención escénica, en la que un coro de ancianos o de mujeres no es en absoluto
raro. Pero digamos también que, aunque nos parezca convincente, sí lo es el espíritu
con que fue formulada: la idea de ese valor comunitario que al menos el coro trágico
parece querer expresar.

2.4. El coro cómico diverge en su comportamiento bastante del trágico. Por lo


pronto, en la comedia el distanciamiento respecto a los sucesos escénicos suele ser
mínimo; en sentido contrario, el conjunto cómico puede tener pretensiones y actuaciones
incomparablemente más activas y variadas que en la tragedia, aparte de poder adoptar
las apariencias más fantásticas, lo que lo reforzaba sin duda como foco de atención
de los espectadores, y es mucho más frecuente que se escinda en dos semicoros que
incluso pueden contraponerse en un franco antagonismo, con la diferencia de sexo como
razón tampoco nada desusada de esa hostilidad: así, en Lisístrata60. Ese antagonismo

60 Nos es imposible comprobar la curiosa noticia dada por un escolio a Caballeros 589 respecto a que
en casos tales los coreutas que representaban varones eran trece frente a sólo once supuestas mujeres. Desde
luego se trata de una información extemporánea respecto al verso citado, lo que la hace más sospechosa.
se muestra otras veces, por parte del coro, hacia el protagonista y sus posiciones ideo­
lógicas: es el caso de los agresivos carboneros de Acarnienses o, en Avispas, de los
aguerridos camaradas que se alinean ideológicamente con Filocleón contra Bdelicleón,
en tanto que en Tesmoforiantes la hostilidad se vuelve contra Eurípides y en Caba­
lleros contra el maldecido Paflagonio y a favor de su rival, el vendedor de morcillas,
como un cierto antecedente del socorro que el coro ofrece a la heroína Praxágora en
Asambleístas. Estamos, pues, a la vista de esa frecuente actitud del coro cómico contra
algún tipo de enemigo, representado por una diversificada galería de individuos, ante
un rasgo muy típico de la Antigua. Tal hostilidad, expresada lo más usualmente por
viejos frente a un más joven héroe, implica así un típico rasgo cómico que aprovecha
los tópicos desacuerdos entre las clases de edad. Con este antagonismo se consuma el
máximo alejamiento respecto a cualquier pretendida encarnación de la colectividad: la
posibilidad de representar al colectivo de ciudadanos se revela incluso risible y falsa.
Esto ocurre, con dos ejemplos ya aducidos, en Acarnienses y en Avispas. En cambio,
vimos como excepcional en la tragedia el caso de Bacantes. Y desde luego la usual­
mente aceptada presencia de dos semicoros en la párodos de Troyanas de Eurípides61
no conlleva oposición alguna.
La división cómica en semicoros estaba sin duda facilitada por la cifra mayor de sus
miembros. Esta cantidad de veinticuatro coreutas cómicos está atestiguada en diversos
escolios a textos aristofánicos y por Pólux y otros autores tardíos. Hay, sin embargo,
un pasaje de Aves de Aristófanes precisamente en el que a la individualización de cada
miembro del coro con veinticuatro nombres de pájaros enumerados en unos pocos ver­
sos (297-305) se suma la previa mención de otros cuatro. Pero este dato aislado no es
suficiente para poner en duda la cifra tradicionalmente mencionada y más cuando se
observa que esas cuatro primeras aves están claramente diferenciadas en el pasaje del
catálogo de las otras veinticuatro62. Nuestra interpretación, que tiene el apoyo de un
escolio (ad v. 297), es que tal serie de cuatro es ajena al coro y simplemente representa
un grupo de individuos, simples extras, que desfilan por la escena para permitir ciertos
chistes, como ocurre en tantas obras aristofánicas.

2.5. El coro entraba en la orchestra inmediatamente al inicio de la obra (o tras


un prólogo o un episodio) por uno de los dos pasajes laterales, una de las llamadas
είσοδοι (también tardíamente πάροδος, denominación más válida para la parte del texto
correspondiente a este momento de la entrada)63, por donde asimismo penetraban los
actores al menos hasta la época de Pericles o incluso posteriormente, si así lo requería
el argumento. Este acceso a la vista del público, que modernamente ha vuelto a ser
practicado por el teatro más o menos experimental, no puede sino hacer recordar la
“senda de las flores” (hanamichi), es decir, la alta y bien visible pasarela que se utiliza

61 Ya así un escolio ad. v. 166.


62 N o obstante, un autor como W. E. Blake ha defendido la cifra de veintiocho coreutas: Véase
Dearden 106, para los argumentos en sentido opuesto.
63 En pasajes metateatrales de la comedia, como Nubes 326, el término usual es precisamente
είσοδος.
en el teatro japonés. Pero la comedia sobre todo ha creado interesantes variantes para
la entrada del coro, que excepcionalmente puede adoptar incluso un carácter más o
menos individualizado, como en el pasaje ya citado de Aves y, de un modo que no está
muy claro, en el notable ejemplo de Asambleístas, en que se hace esperar el texto de
la párodos. Como hecho reseñable en tragedia, en Electra de Eurípides el coro entra
alternando su canto con el de un personaje.
Al estar presente de modo habitualmente continuado en la orchestra, se supone
que es testigo de todo lo que sucede o se dice en la escena: un hecho convencional
que choca con cualquier actitud de secretismo que puedan atribuirse los personajes, si
bien en alguna ocasión, como vemos en Ión (vv. 1520 ss.), se pretende explícitamente
que el coro, como testigo inoportuno, no escuche el coloquio entre Creusa y su hijo.
De ahí también que a veces se le pida precisamente que guarde un secreto, lo que
se corresponde, en la tragedia, con su actitud de afecto o de comunidad de intereses
con el héroe o la heroína. No obstante, su presencia puede conllevar también ciertas
variedades que quiebran el esquema más típico de su actuación. Así, si lo más usual
era que el coro entrase en la orchestra, como se ha dicho, dentro ya del tiempo de
la representación, hay ciertos casos que plantean el mismo problema que algún actor
presente ya al iniciarse la obra (así, por ejemplo, el anciano vigía de Agamenón), con
el coro ya presente desde el inicio, como el de las Erinias en Euménides, aunque esta
vez estamos como relativa justificación ante una obra que es continuación de otra
previa en la trilogía y no supone un comienzo absoluto. Más sorprendente es que
el coro pueda llegar a la orchestra no por las eísodoi sino por la puerta de la skené,
según se ha supuesto para Coéforos o para Helena de Eurípides. Y es también muy
excepcional que penetre por la puerta de la skené al interior de ésta, como sucede en
esta última pieza citada (cf. vv. 327 ss.), dejando escena y orchestra temporalmente
vacías (v. 384)64.
Normalmente esa permanencia del coro en la orchestra se mantiene hasta la éxodos
o salida lírica con que la obra podía terminar, lo que representa un fuerte engarce para
la continuidad de la obra, pero no faltan ejemplos en que, según sabemos a través de
la explicación del tecnicismo μ ε τ ά σ τ α σ ι? en Pólux65 y de nuevo por los propios textos
y comentarios, el coro desalojaba la orchestra para retomar más tarde con una nueva
entrada. Esto ocurre en un corto número de obras repartidas en la producción de los tres
grandes trágicos (Euménides, un texto ya citado, Áyax 814, Alcestis 746, el ya también
mencionado caso de Helena y Reso 564). Sólo en Helena se explicita, como hemos
visto, que la ausencia tiene lugar aprovechando la puerta misma de la skené, lo que debe
interpretarse en el sentido de que en el resto el alejamiento temporal se producía por
una de las eísodoi. En estas ocasiones esta primera e inusual salida puede coincidir con

64 En uno y otro caso puede haber contribuido a este movimiento excepcional el que ambos conjuntos
estén formados por sirvientas del palacio. Y desde luego los textos lo explicitan sin discusión (cf. Ch. 22 y
Hel. 331). En Hipólito el coro inicial de cazadores que entona el breve himno a Artemis debe desaparecer,
quizás también por la puerta de la skené, antes de la auténtica párodos.
65 'H Sé κατά χρείαν έξοδος ώς πάλιν εϊσιόντων μ ετά σ τα σ ή , ή δε μετά ταύτην είσοδος
έπιττάροδοί (4.108).
un supuesto cambio de lugar, lo que ocurre en Eum énides y en Ayax. Así, la salida del
coro podría valer como un cierto indicador convencional del propio cambio escénico,
pero en los demás textos citados esto no sucede, por lo que tal vez la m etástasis deba
interpretarse simplemente como una ampliación de posibilidades por parte de la tragedia
a partir de ciertas fechas, lejos ya de la convención antigua que parece asociarla con
la alteración del paisaje teatral. Buscar otras exégesis puede ser más arriesgado y, por
ejemplo, lo es creer que en E um énides la real justificación sea la expulsión del coro del
templo de Apolo (vv. 179 ss.) por una especie de piadosa incompatibilidad66, cuando
puede interpretarse como un pretexto buscado por el autor, más acertado y elegante
desde luego que el de R eso61. Lo que ya queda a nuestra imaginación es a dónde se
retiraba exactamente el coro cuando no penetraba por la puerta de la skené, si salía de
la vista de los espectadores, lo que es muy improbable dada la distribución del espacio
disponible en el recinto del teatro, o simplemente se apartaba de modo discreto a un
lado de la orchestra u ocupaba una eísodos de modo temporal.
Pero, más allá de la excepcionalidad de estas salidas dentro de la representación,
el coro puede aludir a la posibilidad de ausentarse, por ejemplo, para entrai- a resolver
una situación lamentable (así en M edea 1275 s.), aunque no se produzca de modo
efectivo tal salida. Estos amagos de partida se dan tanto si realmente tiene lugar una
desdicha o violencia como si no68: lo que une a todas estas situaciones diversas es
sólo la fallida pretensión del coro de poder salir de la vista de los espectadores y de
solucionar un problema, una actuación esta que, en concreto en la tragedia, quebraría
su habitual actitud distanciada y pasiva.

2.6. Hemos visto que como entidad dramática que pretende presentarse como
unidad o grupo unánime, todo apunta a que el coro dispusiera del refuerzo muy ve­
rosímil de un disfraz también común. En la misma línea está su uso abundante de la
primera persona, con más frecuencia en singular que en plural, y lo mismo sucede
con la segunda cuando es interpelado por algún personaje69. Esta tendencia, como
observa Kaimio (10), puede inducir al lector moderno a percibirlo como un carácter
más, como un individuo, en detrimento del sentido colectivo que le es propio y que
justamente permite su ocasional disgregación. De ahí lo que el mismo autor califica
de “basic inconsistency” en la personalidad del coro: puede expresarse e incluso actuar
como un individuo a pesar de ser un grupo y a la vez expresarse y actuar como grupo
enfatizando su carácter colectivo (ibid.). En particular el “yo” singular concentra la
mayor fuerza dramática, sin que deba interpretarse, a diferencia del de la lírica personal

* Cf. Paduano, 256.


67 En éste por lógicas necesidades, menos claras en Alcestis y Helena (en ésta un motivo argumentai
sería para que la personalidad de Menelao pueda seguir siendo desconocida para los habitantes del palacio).
Cf. los esfuerzos por justificar estas salidas en Amott 1984-1985, 148 sobre todo.
68 Amott (1982) ha analizado en detalle estos casos en Eurípides.
69 El estudio clásico sobre el tema es el de Kaimio (1970), que examina las diversas interpretaciones
y analiza prolijamente la casuística del uso del singular y el plural. En un apéndice se nos ofrecen tablas
numéricas de estos usos, pero, como el mismo Kaimio observa, naturalmente las cifras tienen escaso valor
frente a las múltiples y ricas matizaciones de los textos.
y según ya dijimos, como la encamación de la voz del propio poeta. Estamos ante
un complejo artificio, cuya asimilación por parte del público sólo tenía sentido por
la práctica misma de la asistencia al teatro. Por otra parte, la eventual disgregación
citada es rara en la tragedia, en la que cabe interpretarla como un hecho arcaizante, y
está sujeta a un control bastante riguroso. Usualmente no pasa de ser una formaliza­
tion verbal, que permite, por ejemplo, según vemos en Agamenón 1348 ss., expresar
diversas posibilidades de conducta, pero que se resumen al fin en la vacilación y la
pasividad típica del grupo70.
La Comedia Antigua, como era de esperar, ha llevado mucho más lejos esta ten­
dencia a la disgregación, pero sin que se llegue a otorgar una personalidad definida a
los miembros del coro, puesto que esto los convertiría en actores de propio derecho
y desnaturalizaría su sentido como integrantes de un conjunto. Y, sin embargo, se ha
podido decir que Aristófanes marca una posición relativamente más cercana a la de
Esquilo que a la de los trágicos posteriores al considerar el coro como provisto de
“strong collective spirit and homogeneity” (también en palabras de Kaimio, 247), lo
que lo adorna de nuevo con una recia personalidad.
Respecto a la individualización de los miembros del coro en la Comedia Antigua,
un hecho que es asociable, como hemos comentado, a unos probables detalles dife-
renciadores del disfraz, el caso más señalado es posiblemente el ya citado de Aves, en
que cada uno de los veinticuatro coreutas representa un pájaro distinto. No sabemos
hasta qué punto esta desviación de la tendencia usual a identificar el coro con un mero
colectivo se repitió en otras obras, pero es posible que esto sucediese, por ejemplo, en
Demos de Éupolis, un texto en que al parecer cada coreuta encamaría a una población
diferenciada dentro del marco del imperio ateniense71. Paz de Aristófanes plantea en
este nivel un problema, puesto que explícitamente se nos dice que los miembros del
coro responden a extracciones diversas e incluso su actitud respecto a la empresa de
la recuperación de la paz no es en absoluto igual (vv. 464 ss.). Si es verosímil que
semejantes individualizaciones repercutiesen sobre todo en los disfraces de los coreutas,
no lo es tanto en la existencia de intervenciones autónomas de cada miembro del
conjunto, dado que esto, generalizado, crearía complicaciones innecesarias. En todo
caso, el coro cómico se nos ofrece como una agrupación bastante adaptable, frente
a la personalidad más unitaria y definida del coro trágico. Es más, a lo largo de un
texto como el de Ranas sus funciones pueden ser cambiantes según las circunstancias
de los sucesivos episodios.

70 No es indiferente en absoluto que en este excepcional pasaje dentro de la producción esquilea se


emplee el trímetro del diálogo y no las medidas líricas. Hasta cierto punto podemos ver ahí una multipli­
cación de la indecisión ya presente en algunos monólogos épicos. D e todos modos, el propio Kaimio nos
pone en guardia con razón contra las interpretaciones demasiado frecuentes en el sentido de la descompo­
sición de las intervenciones corales en individualidades diferenciadas (104). Naturalmente el texto citado
de Agamenón se ha utilizado más de una vez en el debate sobre la cifra de los coreutas. Y digamos de
paso que como rasgo arcaizante es comparable a la estructuración compleja y catalógica de la rhesis del
mensajero (y su marco contextual) en Siete contra Tebas 375 ss.
11 Cf. los datos y catálogos reunidos en A. M. Wilson.
De todos modos, es una observación generalizada que la presencia del coro suele
estar más enfatizada en la tragedia que en la comedia; es más, en ésta después de la
parábasis pierde bastante de su peso. Y, en sentido amplio, el coro cómico se acerca
más al papel de los personajes. Todo lo cual puede interpretarse en el sentido de que
el trágico conserva mucho más la función original de este conjunto. Y, naturalmente,
la metateatralidad típica de la comedia no deja de afectar también al coro. Y no nos
referimos sólo a un momento tan particular como la parábasis. Por citar un caso de
especial interés podemos señalar cómo en Ranas por un momento el coro olvida su
papel en un contexto dramático, procede a entonar un himno y se identifica a sí mismo
como χορό? (v. 386). Este hecho de la identificación metateatral del coro, nada raro
en comedia (cf., por dar un par de ejemplos más, A carnienses 443 y Lisístrata 1279)
sería inconcebible en la tragedia, si bien el coro trágico sí puede aludir a su canto y
su danza.

2.7. El papel más típico en concreto del coro trágico es generalmente el de


limitarse, como decíamos, a exponer un comentario con tono sentencioso y emotivo,
aunque se dirija dialógicamente a los personajes. Pero su mencionada pasividad no
significa neutralidad en absoluto; al contrario, como observador intensamente interesado,
se aplica a apostillar la acción dramática, a condolerse de las desdichas de los héroes,
a solidarizarse con éstos (incluso como cómplice en ciertos momentos y situaciones)
y aconsejarles, a la manera, como interpretan algunos, de un supuesto modelo para la
esperada actitud de los espectadores72. Pero en ocasiones también se permite intervenir
de modo aun más directo y, en unas pocas obras, ser incluso una parte importante del
conflicto dramático73: así, en fechas todavía relativamente antiguas, en Suplicantes,
Coéforos y Eum énides de Esquilo, y luego en Suplicantes de Eurípides, o en Troyanas,
en que el coro está formado por cautivas que esperan su destino. Pero es en Sófocles
donde el papel del coro ha sido más estudiado, en parte por su propio interés, en parte
por unas observaciones de Aristóteles al respecto (Po. 1456a25 ss.) que han tratado de
ser desentrañadas. Un factor de relieve y que es aplicable a los demás textos trágicos
es, como ya apuntábamos para la comedia, si su posición es favorable al héroe, puesto
que marca una diferencia relevante en su actitud: es lo que ocurre, por ejemplo, en la
Electra sofoclea, frente al caso extremo o excepcional y ya citado de Bacantes. Incluso
si no muestra una lealtad personal, suele ser fiel a los intereses de la comunidad, de
lo que tal vez el ejemplo más interesante sea el de E dipo rey, en que la fidelidad al
monarca se sustenta en la devoción a esos intereses: o, de otro modo, el coro es leal al

72 Cf., por ejemplo, Easterling 1997, 163: “They offer possible models for the onlookers’ emotional
responses”.
73 Es lo que expresa Aristóteles con el término συναγωνί^εσθαι (Po. 18.1456a). B. Gentili (1984-
1985, sobre todo 33 ss.) ha aportado una interpretación restrictiva de este concepto (“il coro debe dare
il proprio contributo, collaborare, ma senza intervenire direttamente nell’azione”), discutida a su vez por
Di Benedetto y Medda (396 s.). Por su paite, Dale ha hecho observaciones interesantes sobre los grados
de interacción de personajes y coro y mostrado cómo esa presión del segundo sobre la acción es básica­
mente “lyric or emotional in tone, never rhetorical” y con apenas presencia en el elemento dialógico (1969,
210-220; la cita pertenece a la p. 214).
monarca de Tebas como tal, no a la persona de Edipo74. En sentido contrario, a veces
también el coro llega en su pasividad a ser tenido por invisible para los personajes,
de modo que éstos actúen sin considerar su presencia. Se abren así, ya en la propia
tragedia, múltiples posibilidades, que rechazan cualquier pretensión de definir el papel
del coro de un modo unitario o constante y que lo alejan absolutamente de la función
de un mero comparsa lírico de la acción. Debe hacerse por ello una clara distinción
entre lo que hemos conceptuado como el primitivismo de la existencia misma del coro
y, de otra parte, la riqueza de sus funciones en el teatro clásico ático.

2.8. El papel del coro, pues, es muy variado y es una simplificación acentuar
alguna de esas posibilidades dramáticas en detrimento de las demás. También lo es,
creemos, verlo, sobre todo en Sófocles, como afirmaba, por ejemplo, I. Errandonea
(1958), como un personaje equiparable a los que realmente tienen esta función. Es
cierto que, por ejemplo, en E dipo en Colono 1579 ss. un mensajero puede revelar sus
noticias al coro como único oyente presente en ese instante, pero esto no significa
sino la perfecta integración de este colectivo en la construcción de la obra. Y desde
luego es un hecho señalable que, mientras que Esquilo y Sófocles traban a la acción
y los sucesos dramáticos las intervenciones líricas del coro, en Eurípides asistimos
a un proceso en que esta vinculación se va progresivamente diluyendo, lo que tiene
mucho que ver con la crisis del drama en general y no sólo de la tragedia hacia fines
del siglo V.
Por otra parte, hay otros datos concretos que reflejan claramente, frente a esos
varios grados de compromiso, la distancia que el coro trágico guarda respecto a los
acontecimientos dramáticos: así, el que sea muy reticente a la hora de anunciar la
entrada de un carácter, incluido el mensajero, frente a la propensión al anuncio, típica
precisamente de los personajes; también su actitud eminentemente pasiva ante las
violencias que pueden tener lugar tanto de modo más o menos convencional en la es­
cena como, con mayor efectividad, en el interior escénico. Sin embargo, los diferentes
trágicos pudieron llevar a cabo ciertas tentativas de dar también mayor énfasis a una
cierta acción dramática del coro, haciéndole tomar partido de un modo más visible
y decidido, como ocurre con los ancianos áticos de E dipo en Colono, que amenazan
llegar a las manos con Creonte y sus hombres, pero que al final no sobrepasan los
límites de su impotencia, habitual en el género, o cuando en el H eracles euripideo
se enfrenta, aun confesando su debilidad, al déspota Lico, o, como en Reso, en que
el coro es una pieza del reparto argumentai, al actuar como centinela75 e incluso, en
el inicio, de mensajero. Pero, más allá de esas pretensiones activas eventuales, hasta
cuando el coro tiene un protagonismo, que para nosotros es excepcional, como sucede
en algunas obras de Esquilo (Suplicantes es el ejemplo más sobresaliente), su pasividad,
incluso su función de víctima, que recuperará Eurípides en Troyanas y en sus propias
Suplicantes, queda realzada de modo suficiente.

74 Cf. G. M. Kirkwood, 3.
75 Precisamente este carácter activo de centinela le obliga a ausentarse en una muy forzada metástasis
(vv. 564 ss.), a la que ya nos hemos referido (§ 2.5)..
Y es esa pasividad, que no debe confundirse con una mera inactividad, junto con sus
pretensiones de encamación de un grupo social o de la colectividad, lo que contribuye
a hacérnoslo hoy más extraño. Ya los propios textos, en concreto de tragedia, pueden
reflejar un grado de convencionalidad que subraya esa marginación y, si se quiere,
esa debilidad ante el planteamiento dramático. Y es que esa actitud del coro trágico,
que hace que se atenga usualmente a una función de testigo emotivamente vinculado,
conlleva la apelación a diversos pretextos que justifiquen su abstención de participar,
por ejemplo, en la defensa de una víctima o en el acto de evitar una acción funesta.

El del papel del coro en la acción es un punto que sin duda preocupó lógicamente
pronto a los teóricos, según se deduce ya de la Poética de Aristóteles, donde (18.1456a
de nuevo), después de afirmarse que el coro debe comportarse como uno de los actores,
se distingue sin embargo entre dos matices, el uno con su referente en Eurípides, el
otro con Sófocles como modelo, siendo un tercer patrón el que se diera por primera
vez por iniciativa de Agatón, que convirtió las actuaciones del coro en εμβόλιμα, es
decir, en simples “incrustaciones” o piezas intercalables en cualquier situación, lo que
a todas luces Aristóteles considera censurable y refleja el máximo distanciamiento
posible entre el coro y el drama representado. Y esto que Aristóteles escribe cuando
ya la función de aquél había entrado en crisis, como posiblemente había mostrado
ya un texto tan innovador y problemático en ciertos aspectos como Asambleístas de
Aristófanes, del año 392, en que la desaparición formal de la parábasis y el empo­
brecimiento de las partes corales parecen verse sólo hasta cierto punto compensados
por la densidad de las monodias en boca de actor, pero en que, sea como sea, domina
con mucho el verso del diálogo.

3.1. Dentro de la importancia concedida a la palabra, en aquella tensión citada


entre la representación y el relato, observamos resultados diferenciables y que mues­
tran que la narración todavía posee un gran significado como medio expresivo y, por
supuesto, informativo. La comedia nos ofrece y en un mismo autor un par de ejemplos
que pueden aducirse como contraste, lo que dice mucho de la capacidad de inventiva,
de variación, del escritor teatral: mientras en Acarnienses asistimos a una sesión de
una asamblea popular en miniatura, en cambio en Asambleístas, un texto muy poste­
rior, la asamblea primeramente se nos anticipa como ensayo (las mujeres estudian su
futuro comportamiento en una asamblea masculina), por tanto de modo informal, y
más tarde se nos hace presente sólo en forma de relato. El autor puede, pues, elegir
entre representación e información indirecta sólo a través de la palabra. Esto no implica
una contraposición de dos métodos excluyentes, pero sí una gradación en el uso del
instrumento verbal. De ahí la relevancia, a lo largo de la historia del teatro griego, en
el segundo caso y en particular en la tragedia, del personaje del mensajero que cons­
tituye otro de sus elementos más típicos frente a nuestra concepción teatral moderna76.

76 La bibliografía sobre el mensajero es abundante y podemos mencionar como compendio hasta su


fecha el estudio ya clásico de L. di Gregorio. Hoy pueden leerse también con provecho el reciente libro
de J. Barrett y el ensayo narratológico de I. J. F. de Jong.
La figura del mensajero, según la interpretación tradicional, procede de la épica77.
Pero una distinción esencial del mensajero trágico respecto a su supuesto equivalente
épico es que aquél no reitera un mensaje, sino que cuenta un suceso del que general­
mente ha sido testigo, con la convención añadida de que, una vez iniciado el relato,
no suela ser interrumpido78, de suerte que su informe tiende a conformar, como un
distante reflejo épico, un discurso unitario. El patetismo que también suele estar ligado
al mensaje se debe a que con la mayor frecuencia lógicamente las noticias son nega­
tivas, aunque no faltan mensajes positivos y gozosos, como el de Traquinias 180 ss.,
así como a la no rara implicación emotiva del propio noticiero en el contenido de
su información y, en ocasiones, también en los propios hechos narrados: un ejemplo
notable, señalado así por H. Strohm y Barrett (169 ss.), es la exposición del auriga en
Reso, si bien no con la excepcionalidad que el último autor citado pretende atribuirle.
Lo que es cierto es que, a la vez, el mensaje suele aparecer como un discurso objetivo
y autorizado: en palabras del mismo Barrett, “while there is, on the whole, a strong
identification of speaker and speech in tragedy, the messenger, in sharp distinction,
offers a narrative that in general is conspicuously disassociated from any particular
point of view” (xvii).

3.2. El mensaje (término impropio como pocos) se entiende que está dirigido a
los oyentes escénicos y no al público. Y debe distinguirse claramente la función de este
personaje de la de un simple enviado con una orden, como el heraldo de Heraclidas
55 ss. o la figura de un Taltibio tanto en Hécuha como en Troyanas. Frente a la rigidez
épica, la actuación del mensajero trágico79, dada la variedad de situaciones, posee una
gran riqueza y desborda una simple funcionalidad. Lo que explicaría un dato que nos
es conocido: los prim eros actores solían representar ese papel, sin duda por su especial
lucimiento con sus largas rheseis, y alguno de ellos se hizo famoso justamente por su
habilidad en este tipo de actuación (cf. Di Gregorio, 6). Por lo demás, la evolución
del espacio escénico ha llevado a la distinción, no siempre rigurosa en la terminolo­
gía teatral antigua, de los términos άγγελος· y εξάγγελο?, si bien sólo se diferencian
básicamente como variedades del mismo tipo. Y es que funcionalmente no hay una
especial diferencia entre un mensajero que arriba desde un exterior y el típico sirviente
que sale por la puerta de la skené para comunicar un suceso ocurrido en el interior,
aunque las situaciones sean lógicamente distintas. Y, si añadimos el hecho de que era
inevitable que estas escenas padeciesen la parodia cómica por tratarse de un aspecto
muy típico de la convencionalidad trágica, el cuadro no puede ser más atractivo.

77 D i Gregorio, siguiendo a L. Bergson, pretende rebajar considerablemente el peso de la herencia


épica (que se revela sin embargo hasta en ciertos usos lingüísticos) en las escenas de mensajero trágicas
(11 ss.). En cambio, es un punto de vista usual en la colección de trabajos recopilada por Barrett.
78 Cf., en sentido muy contrarío a esta tendencia, Persas 256 ss. o Traquinias 180 ss., este segundo
texto dando lugar a una escena de estructura muy compleja. Pero es cierto que, salvo excepciones, lo normal
es que el papel del mensajero sea reacio a prestarse a una escena verdaderamente dialogada. Véase luego
(§ 3.3) sobre el tratamiento euripideo de estas escenas.
79 Es al que se ha dirigido prioritaria y lógicamente la atención de los estudiosos. Así, D i Gregorio
sólo puede recordar la vieja Tesis de J. Wagner referida a la comedia (3, n. 3).
En una gran parte de los casos el mensajero es un ser anónimo, cuya función se
agota en sí misma, sin otra participación en el desarrollo dramático que no sea su
propia información: de ahí su status muy habitual de mero sirviente y el que sea raro
que posea o se atribuya alguna personalidad más allá de la de portador del mensaje,
lo que, como se ha dicho, no es obstáculo para que pueda sentirse simpatéticamente
asociado a los acontecimientos, y de ahí que a veces tenga incluso intervenciones líricas.
Pero otras veces es un personaje de función diversa que participa en la intriga y adopta
también de modo eventual la de portador de noticias: así, por referirnos a otros casos
mínimamente diferenciados, puede ser, como en Antigona, un vigilante que traerá un
informe de sus observaciones, o un viejo ayo, como en Electra del mismo Sófocles
(vv. 660 ss.), o un pastor (en Reso), pero igualmente una figura bien caracterizada,
como la de Dánao en Suplicantes de Esquilo, que posee en su papel una participación
circunstancial en este oficio de noticiero trágico80, o como Ismene en Edipo en Colono
(vv. 361 ss.). Incluso, en una multiplicidad enriquecedora, la función la adopta una
diversidad de individuos: así, en Traquinias, Licas (vv. 229 ss.), Hilo (vv. 750 ss.) o la
nodriza (vv. 871 ss.), que conviven con un mensajero del tipo más usual. El concepto,
pues, es polivalente y flexible, cuando no incluso equívoco, lo que puede llevar a dis­
cutir en casos concretos la identificación como mensajero de determinados personajes
y a debatir la definición estricta del tipo.

La escena de mensajero (ύττό σκηνή?) responde, como suele subrayarse, a una


concepción teatral muy distante de la moderna, pues ésta tiende a hacer objeto de
representación lo que el teatro antiguo propendía a narrar. De ahí su particular con-
vencionalidad. Como las noticias transmitidas por el mensajero trágico suelen ser
referidas a hechos patéticos o incluso sangrientos, su papel se ha asociado por parte
de algunos estudiosos al empeño en no poner ante los espectadores sucesos tales. Lo
que no quiere decir que no se muestren a la vista del público las consecuencias de
semejantes violencias: por ejemplo, el siempre recordado caso del fin de Penteo en
Bacantes. Una vez más la comparación con el No puede ser una guía de cierto interés,
puesto que en esta vieja forma japonesa domina el relato ampliamente. Pero, contra lo
que cree Di Gregorio, para nosotros las razones de la economía escénica pueden ser
relevantes y no deben relegarse en bien de una hipótesis plausible pero insuficiente,
puesto que son muchos los aspectos en que el teatro griego ha evolucionado a partir
de esa misma situación presumiblemente primitiva o preteatral. Pero no nos estamos
refiriendo a una tesis como la recogida también con aprobación por Di Gregorio (27)
y que trata de poner en relación la presencia y uso de la figura del mensajero con el

80 Cf. vv. 600 ss. El corifeo, de acuerdo con esta función, lo saluda precisamente como portador de
noticias (άγγέλλων). Sería poco aceptable ver en términos como éste una intención metateatral. Podemos
referirnos de paso a Electra de Eurípides, v. 759: cf. el comentario de Marshall 1999-2000, 326, que sin
embargo parece creer en un uso intencionado: “It is difficult not to see in Electra’s question an explicit
recognition o f the theatrical convention o f the messenger sp eech...”, con el añadido de que “Electra may
simply be using an everyday theatrical metaphor in her speech, which gains an added nuance only because
it happens to be spoken during a play”. Algunos otros ejemplos que suelen aducirse de tragedia son menos
convincentes: así el uso de πρόσωττου en Bacantes 1277.
hecho de la resistencia trágica a los cambios escénicos, lo que se corroboraría por lo
contrario en la comedia, proclive a los cambios y menos a esa presencia del típico
noticiero: la tragedia se empeña en rechazar las alteraciones espaciales imaginativas
al modo cómico sin duda porque le eran innecesarias y quizás también porque eran
precisamente una marca de la comedia y debilitarían la gravedad del género. Es claro,
por tanto, que existe una relación entre la fijeza espacial de la tragedia y la función
del mensajero, pero no estrictamente como causa y efecto, sino como dos hechos
concomitantes y constitutivos de la ficción trágica.

3.3. El éxito de las escenas de mensajero en el caso concreto de la tragedia, que


apenas puede decirse que sufran un desgaste mientras el género tuvo plena vigencia,
se debe sin duda no tanto a su asimilación por parte de los espectadores como heren­
cia épica (así cree Barrett, xvii) sino en buena parte a la necesidad teatral de intro­
ducir una información que de otro modo podría ofrecerse con gran dificultad, con lo
que retornamos a razones de economía dramática. Posiblemente al lector moderno no
le sea fácil entender no ya la existencia de estas escenas sino el que se mantuviese
de modo tan fiel esta convención durante varias generaciones; es más, que incluso
bastante más tarde una tragedia como la Alejandra de Licofrón se reduzca a una
rhesis equivalente por su esencia narrativa, lo que demuestra su arraigo en el espíritu
de la composición trágica. Esta visión sería sin embargo profundamente anacrónica,
pero un anticipo de esta inquietud crítica pudo darse ya de algún modo en la propia
historia de la tragedia, por cuanto se observa la búsqueda de nuevas fórmulas. Es
claro, no obstante, el valor de tal solución teatral en la medida en que estas escenas
simplifican la acción dramática, aportando de una vez nuevos y decisivos elementos.
Pero al tiempo se observa esa tendencia evolutiva, que Di Gregorio ha estudiado en
detalle y que tiene su momento más destacado en la producción euripidea. En ésta la
primera nota significativa es que la escena de mensajero coincide precisamente con
la mayor frecuencia con lo que en la concepción aristotélica responde a la catás­
trofe, casi siempre tras algún canto coral en que el colectivo expresa sus temerosas
expectativas. Estos temores explícitos suelen ser equivalentes a un aviso formal de la
llegada del mensajero, como un modo sutil de prevenir esta llegada, en tanto que en
cambio, cuando el mensajero entra en una escena dialogada, es más frecuente que
sea un personaje el que advierta explícitamente de su llegada. Pero no hay duda de
que Eurípides ha pretendido ofrecer una gran variedad de esquemas, con el evidente
empeño en diversificar el papel de una figura y un tipo de episodio en exceso estereo­
tipado. La estructura euripidea, con sus breves acogidas dialogadas del mensajero, con
algunas interrupciones de la rhesis noticiera y coloquios también en ocasiones poste­
riores al mensaje muestra bien esa pretensión de diversidad estructural, con ejemplos
especialmente complejos, como los de Suplicantes, la primera escena de mensajero
de Helena, las dos de Fenicias o el caso muy novedoso del εξάγγελος representado
por el sirviente frigio en Orestes.
En cuanto a los contenidos, desde la perspectiva formal es indiferente que sean
verídicos, que es con mucho lo más usual, o que eventualmente formen parte de un
engaño, respondiendo al que Di Gregorio llama con término quizás no muy acertado
un “falso messaggero” (8): es el caso de Filoctetes 542 ss.81. Barrett ha estudiado en
detalle (132 ss.) el del discurso ficticio del pedagogo en Electra de Sófocles, que sin
poseer la excepcionalidad que le atribuye tiene el especial interés, como pieza de un
engaño, de un complot, de ser parte muy relevante de la acción.
Otra cuestión discutida de su actuación es la de la prolijidad de sus relatos, inse­
parable decididamente de los habituales pormenores del relato épico. Quienes se sor­
prenden de la usual minuciosidad de la información ofrecida por el mensajero parece
que olvidan que el teatro antiguo propende a cierta superfluidad en general, sobre todo
en la descripción de detalles que, como ya adelantábamos (§§ 0.6 y 0.9), el espectador
se supone que también ve. Esta redundancia verbal parece darse igualmente, según
propugnara G. Felsch82, cuando al tiempo de la noticia se produce una reacción emotiva
por parte de otros personajes, con una supuesta coincidencia en el nivel informativo.
Sin embargo, desde el punto de vista del público antiguo no debía quizás percibirse
superfluidad alguna, y es que, además, tiene razón Di Gregorio cuando escribe que en
realidad secciones textuales de lamentación como, por ejemplo, los κομμοί sofocleos
de Traquinias 983 ss., Edipo rey 1307 ss. o Edipo en Colono 1670 ss. no son sino
ecos líricos de unas noticias o de los sucesos acontecidos que resultan “troppo vaghi
ed insufficienti pertanto a colmare la frattura venutasi a creare in seno all’azione con la
rappresentazione ύπο σκηνήν di avvenimenti di capitale importanza” (30, n. 15), O, de
otro modo: el valor informativo de estos ecos líricos es mínimo y no puede competir
con el de los mensajes foi'males.

4.1. El coro, tal vez ya con un guía al frente y sus acompañantes musicales,
debió ser el único elemento de la ejecución preteatral primitiva, lo que nos sitúa en
un nivel semejante al de la lírica coral no dramática que perdura en el siglo V. Pero
en una fecha bastante antigua y según un proceso bien aceptado, un único actor parece
haberse separado del colectivo representado por el coro primitivo, de modo que se
pudiese dar ya un mínimo de acción y sobre todo una confrontación dramática entre
actor y coro.
Hay una noticia que apunta a mayores limitaciones en el teatro ático, más allá in­
cluso de la drástica que supuso la existencia temporal de un solo actor. Según la Suda,
habría sido Frínico el trágico el primero en introducir un personaje femenino en escena,
lo que coincide con el hecho de que entre la parca lista de sus títulos conservados hay
al menos uno (Alcestis) que apunta a una heroína83. Nos gustaría poseer más detalles
sobre esta innovación, que tuvo sin duda más importancia de la que usualmente se le
da, pues representa el germen de uno de los usos más notables del teatro griego pero
a la vez subraya esa acusada rigidez primitiva y está también sin lugar a dudas en la
raíz de la norma de la masculinidad obligada de los actores. La fecha de esta novedad

81 Evidentemente distinto de aquel en que el mensajero relata una intriga o trampa, como en Helena
1526 ss.: cf. sobre este tema F. Solmsen y, para ciertas obras de Eurípides, M. Quijada, 37 ss..
82 Citado por D i Gregorio, 30, n. 15.
83 No es muy probable que, contra lo que algunos sospechan, se tratara de un drama satírico.
debió ser sin embargo muy antigua, tal vez ya a fines del siglo VI. Si esto fuese así,
estaríamos en la etapa en que había todavía un solo actor, pero ya forzado a representar
más de un papel y por tanto abocado a una dramatización creciente.
Para el tiempo de una buena parte de la producción de Esquilo eran ya al
menos dos los actores, y tres obras suyas {Persas, Siete y Suplicantes) pueden re­
presentarse efectivamente con sólo dos84. Y un texto como el segundo mencionado
muestra cuánto hay aún de narrativo en una tragedia semejante. La introducción del
segundo actor no fue en principio, como resalta Else, para crear una situación de
conflicto con el héroe, como muestran todavía Persas y Siete (“He is not a hero, or
even a person at all, but an instrument for extending the play in time and space”)85,
al menos con los evidentes ejemplos de los mensajeros en ambos textos (86). Y ya
con Sófocles, si hacemos caso de las noticias transmitidas, se alcanza el supuesto
tope de tres actores86 y de hecho es un autor cuyo complejo juego escénico plantea
problemas incluso con esta última cifra. Se discute sobre cuál pudo ser la fecha en
la que se introdujo este importante cambio, pero debió ser antes de la representación
de la Orestea, en el 458, puesto que ya ahí Esquilo acepta esta innovación87. No obs­
tante, la impresión que podemos sacar de la Orestea es la de que Esquilo ha hecho
un uso aún escaso del tercer actor como criatura parlante: así, para los papeles de
Casandra en Agamenón o, todavía más, de Pílades en Coéforos88, y la tesis disidente
de que fue él mismo el que introdujo esta novedad (así, por ejemplo, Else, 86) no
parece muy creíble.
Respecto a la comedia, los datos son confusos y Aristóteles (Po. 5.1449b) lo acre­
dita, pero otra fuente atribuye a un autor concreto, Cratino, la introducción del tercer
actor89, lo que puede significar una regulación semejante a la que vemos en general

84 Sobre las funciones del segundo actor en Esquilo véanse las observaciones de G. F. Else, 86 ss.
Por otra parte, Coéforos no supone dificultad alguna ya con la cifra canónica de los tres actores, pudiendo
resolverse el episodio en que interviene brevemente Pílades (cf. vv. 900-902) con la previa salida del ya
innecesario sirviente. Prometeo puede aún representarse con sólo dos actores parlantes (no podemos entrar
aquí en los espinosos asuntos de su autenticidad y su fecha) y además ha dado lugar a una estéril discu­
sión sobre si la figura del Titán era representada por un gran pelele hueco, dentro del cual se ocultaría un
actor: cf. Pickard-Cambridge 1968, 139, y Taplin 1989a, 243, ambos con referencias bibliográficas. En
otros momentos volveremos a encontramos con este tema.
85 Estas palabras serán matizadas adecuadamente en la página siguiente: “The purpose is not to ‘get
an action going’ on stage through conflict or even debate or discussion, but to report -and, it may be, to
explain- the hero’s downfall, or else lead up to it by placing him before a tragically necessary decision
which will bring on the disaster”.
86 Horacio desde luego lo da como norma: “nec quarta loqui persona laboret” (AP 192).
87 Hammond ha propuesto que ésta tuvo lugar en fechas en que coinciden estrenos de ambos autores,
entre 468 y 456 (1972, 413; cf. también 444).
88 Cf. el interesante análisis de B. M. W. Knox (sobre todo 108 ss.).
89 Cf. W. J. W. Koster, 14. Aunque se puede objetar a este texto atribuido a Tzetzes que emplee el
término πρόσωπα y no ύποκριταί (cf. D. M. MacDowell 1994, 325), parece bastante claro que se refiere a
actores. Es interesante hacer notai· que el mismo texto añade que así Cratino acabó con el desorden previo,
pues sin duda en una comedia de extracción popular no habría regla alguna. Una cuestión debatible es si
Cratino aportó simplemente el tercer actor o, como Tzetzes dice, impuso el límite de tres.
en Aristófanes, y esto tal vez hacia mediados del siglo Y, y también que la comedia,
como en muchos otros aspectos, siguió en este punto los pasos de las aportaciones
trágicas. O, como dice Dearden, “there is no good reason for thinking that the state
would allow comedy more actors than her sister art of tragedy... Probably, therefore,
some control was excercised over the number of actors in comedy, and it seems plau­
sible that tragedy influenced that number” (87 s.).

Sea como sea en cuanto a la imprecisión de las fechas, los años centrales del
siglo V debieron ser muy importantes para la historia del teatro ático. Sabemos también,
por ejemplo, que desde 450-449 se celebró un concurso de actores, de modo que los
archivos públicos conservaron ya, junto a los nombres del autor y del corego, el del
actor vencedor. E igualmente parece haber sido la mitad del siglo cuando comienza
a ser desusado que los autores sean a la vez actores, todo lo cual sin duda está rela­
cionado y supuso una especialización profesionalizada de éstos últimos. Hoy apenas
cabe imaginar el impacto de este tipo de innovaciones sobre todo en el contexto de un
género tan ritualizado como la tragedia, y la comparación con el No surge de inmediato,
pues también en él se contraponen un coro y un número muy limitado de actores,
realmente sólo dos: el protagonista (shite) y un secundario (waki): estamos ante unas
rigideces aun mayores que las conocidas en el drama ático, renuentes a la expansión
en la cifra de actores y muestra de una convención bien asentada. Por otra parte, la
innovación referida a la cifra de actores conllevaba siempre un límite decisivo en una
economía conservadora y restrictiva, puesto que, cuando la acción dramática se fue
complicando, obligaba, como es natural, a que con frecuencia un mismo actor tuviese
que desempeñar diversos papeles, lo que a su vez realzó sin duda el sentido y valor
de la máscara y los distintos atuendos, que eran los que, con la palabra, identificaban
a cada personaje90, y a la vez debió forzar a los actores a adaptar su voz y sus gestos
a caracteres diferentes91. Pero también la aparición del tercer actor permitió que los
otros dos y sobre todo el llamado protagonista se especializasen más en los papeles
relevantes. El héroe o heroína pudo incluso pasar en ocasiones a ser el único papel de
aquél, como se puede deducir, por ejemplo, para varias obras del propio Sófocles92. Es
más, se puede sugerir que fue la necesidad derivada de un papel central de gran peso
la que pudo tener gran influjo en la adopción de este nuevo paso en el desarrollo de

90 Siempre ha llamado la atención que un escolio de Fenicias de Eurípides (a d v. 93) advierta que
era el mismo actor el que desempeñaba los papeles de Yocasta y Antigona, lo que supone una noticia nada
usual, que sin embargo es aceptada por un autor como Pickard-Cambridge (1968, 147). Podemos estar
simplemente ante una deducción de un comentarista, pero poco acertada a la vista de la presencia conjunta
de ambas mujeres en los vv. 1270 ss. Suponemos que la coincidencia de papeles en un actor podía ser un
hecho flexible y en función de las características de los propios actores. Arnott (1962, 43) no parece haber
caído en la cuenta de la anomalía y comenta la rapidez con que el actor-Yocasta cambiaría su equipo para
transformarse en Antigona.
91 Aristóteles cita (Rh. 1404b22) al actor Teodoro como especialmente dotado para la adaptación de
su voz a distintos papeles.
92 Electra y Edipo rey pueden ser los casos más claros. Vetta (70, n. 24) ofrece un catálogo de cinco
textos sofocleos, algunos de los cuales presentan sin embargo problemas: cf. Pickard-Cambridge 1968,
140-144, con más detalles y dudas.
la técnica del drama. Y es que los papeles representados por el protagonista tienden
a hacerse más extensos y lucidos hacia finales del siglo V.

4.2. Pues bien, la cifra de tres actores representó el final aparente de un proceso
en el que, desde un criterio moderno y por tanto susceptible de ser anacrónico como los
hechos demuestran de modo tenaz, quizás se esperaría alguna continuidad, hasta haber
alcanzado una situación más flexible, como la que hallamos en el teatro renacentista y
barroco. Si se tratara de un arte basado en tipos, como ocurre en la Commedia dell’Arte,
incluso como en cierto modo sucedió en Menandro, entenderíamos más fácilmente ese
estancamiento. Pero no es así, y mucho menos cuando concurren dos (o, si se quiere,
tres) géneros con necesidades tan diversificadas.
No podemos entrar aquí en las razones por las que se detuvo ahí el proceso citado,
pero sí nos importa lo que atañe a la economía dramática. Y es ésta la que lleva a
un resultado que hoy no puede por menos de llamar la atención, puesto que es para
nosotros muy sorprendente que un mismo actor encarne varios papeles y ante todo
que esto suceda no ocasionalmente sino como sistema. Pero de inmediato debe alegarse
que de tal sistema formaban parte también el disfraz y la máscara, que justamente
permitían el juego de un corto número de actores de modo a todas luces satisfactorio.
Y es que, en el caso del teatro ático, estamos ante una cuestión más técnica que otra
cosa, aunque, como veremos a continuación, no ha faltado alguna opinión discor­
dante en este punto. Semejante práctica implicaba una costumbre para el público y
la atribución al fenómeno del carácter de un hecho natural. Estamos, pues, ante una
convención más, pero de extraordinarias consecuencias, fijada a partir de un número
estable y muy limitado de actores disponible y cuya motivación pragmática en reali­
dad termina por importai' muy poco una vez aceptado el sistema. Pero un problema
añadido es el de hasta qué punto podemos hablar de un sistema rígido, por cuanto
sabemos que arrastraba algunas anomalías, las cuales revelan a la vez que un autor
podía sentir ciertas necesidades expresivas que le llevaban ocasionalmente a ligeras
quiebras de lo establecido.
Era ésta una limitación que podía conducir en ocasiones también a que un
mismo personaje fuese interpretado en el curso de una obra por más de un actor,
como resulta del análisis de ciertos textos. Es más, el público es de suponer que es­
taba igualmente habituado a tratar de indagar por los medios que fuese qué actor, sobre
todo si era famoso, estaba detrás de determinada máscara, lo que llevaría a reparar
en los tipos de gestos, el tono de voz, etc., de los actores conocidos. Hemos de ima­
ginar esto especialmente desde que se alcanzó la cifra de tres actores e incluso, se­
gún veremos, podía recurrirse a un cuarto actor de modo fugaz para desempeñar
un papel menor, de suerte que fue ya factible multiplicar el número de personajes
diferentes.

4.3. Si bien no queremos entrar aquí, como hemos dicho, en el tema de las cau­
sas de la limitación en la cifra de los actores, debemos referimos a una que se ha ale­
gado a veces y que tiene mucho que ver con el juego de las convenciones dramáticas:
la de que así se pretendía evitar confusiones a los espectadores cuando había más de
tres personajes parlantes en una misma escena93. Easterling en concreto ha precisado
que la limitación se debería a que el público pudiese distinguir con facilidad quién de
entre los actores enmascarados es el que estaba en el uso de la palabra (1997, 153),
una solución esta que mucho nos tememos que responde a un típico argumento de
filólogo que tiene presente en especial el texto y quizás también bajo la influencia de
los problemas que plantea la identificación de los interlocutores en el diálogo anti­
guo94: no hay duda de que a la vez que la voz el actor utilizaba el gesto y, en general,
el movimiento corporal, y éste bastaría en caso de duda para identificar al personaje
momentáneamente en el ejercicio de la palabra. Es más, en el caso de los llamados
protagonistas era obligado que los jueces pudiesen distinguir perfectamente cuáles
eran sus papeles cuando representaban más de uno. Y la relación entre el personaje
y su voz podía, qué duda cabe, poseer su valor cuando ya el primero hubiera tenido
una presencia previa, lo cual es muy distinto de la asociación que se da, por ejemplo,
en Edipo en Colono, entre la voz y la persona de Ismene, según advierte su hermana
Antigona (v. 323): esta indicación sólo vale para el anciano ciego, en tanto que para
el público bastaría el nombre de la joven.
En cuanto al argumento que pretende representar la sospecha de una cierta dificultad
para distinguir, en un diálogo entre tres o más personajes, cuál está en el uso de la
palabra, nos parece de muy escasa consistencia: estamos más bien ante una cuestión
de destreza dramática, pues de hecho los autores, aun cuando haya tres personajes
presentes, suelen hacer intervenir al mismo tiempo en el diálogo a no más de dos,
dando lugar así a una convención muy particular. Nos encontramos, por tanto, ante
dos hechos que deben diferenciarse convenientemente: de una parte, las limitaciones
impuestas por el número de los actores; de otra, ciertas restricciones debidas, de acuerdo
con una explicación verosímil, a la naciente técnica y que llevaban a limitar aun más
el juego escénico. Lo primero ocurre, por citar unos pocos ejemplos, con una típica
pareja como los Dioscuros, de los cuales, cuando aparecen en Electra y en Helena
de Eurípides, habla sólo uno95. También Ismene en Edipo en Colono está reducida al
silencio en el episodio que se inicia con el v. 1096, a la expectativa sin duda de la
cercana entrada de Teseo: es evidente que ahí está representada por un extra. Pero es
sin duda la figura de Pílades la que supone para el lector de la tragedia griega el más
llamativo símbolo de la mudez de un personaje en escena, y esto tanto en Coéforos
como en la citada Electra.
4.4. Pero tenemos ejemplos también de la segunda situación. Y es que la inter­
vención en una conversación de tres actores sin que uno de ellos se vea reducido al
silencio es un fenómeno muy raro y en todo caso de muy corta duración, pudiendo
citarse el caso del breve intercambio entre Electra, Pílades y Orestes (vv. 1209-1245)
en la obra de este último título, o cómo de nuevo Pílades, que dialoga con Orestes en

93 Cf., por ejemplo, D i Benedetto y Medda, 208 s., pero la idea se lee ya en Donato (3.8).
94 Sobre esta cuestión cf. G. R. Manton.
95 Tal vez un director moderno sugiriese que podrían recitar al unísono: un recurso como éste creemos
que es inimaginable en el teatro antiguo.
el inicio de Ifigenia en Táuride (cf. también vv. 657 ss.), luego guarda silencio mien­
tras conversan largamente los dos hermanos (vv. 472 ss.) y sólo interviene por breve
tiempo en un aparente diálogo a tres (vv. 727 ss.), pero a su vez dividido convenien­
temente en sucesivas secciones con nuevos diálogos por parejas, de suerte que apenas
se puede hablar de un triángulo efectivamente parlante. Estos mínimos momentos con
una cierta concesión a un nuevo método dialógico, frente a lo que sucedía en Electra,
representan una tímida pero significativa evolución en la técnica dramática producida
en el plazo de unos pocos años. Es más, se ha observado que Esquilo y Sófocles en
sus obras más antiguas conocidas se abstienen de este experimento. Eurípides, situado
ya en un tiempo en que existía cierta práctica en la nueva dirección, muestra, aunque
no todavía en sus obras más antiguas96, una variada libertad y lo mismo sucede en la
comedia del tiempo.
Nos hallamos, pues, ante una cuestión en la que se produce un avance en la técnica
dramática que, aunque por supuesto fue facilitado por la conditio sine qua non que fue
la aparición del tercer actor, no fue inmediatamente resuelto por ésta. Pero no estamos
tan seguros como Sifakis de que este proceso esté íntimamente ligado a la tendencia del
teatro griego hacia un cierto realismo, que culmina en la Comedia Nueva (1995, 14). El
paso entre la conducta al respecto de Esquilo y la del Sófocles de, digamos, Edipo rey
representa básicamente un avance técnico. El manejo de un diálogo a tres no es nada
fácil y lograr satisfactoriamente escenas en las que tres actores (en ocasiones dos y el
corifeo) hablen libremente es una prueba de maestría. Y en la comedia la situación no
es muy distinta, aunque más ágil, y sólo encontramos unos pocos coloquios con tres
personajes conversando, como vemos, por ejemplo, en el primer episodio de Pluto.
Hay, en conclusión, dos hechos diferenciables: el límite en el número de actores, de
un lado, y, de otro, la barrera técnica que representaba el manejo del diálogo entre
más de dos actores parlantes simultáneamente en una escena.

4.5. Sea como sea, un mayor número de actores permitía lógicamente una cifra
mayor de personajes y, en consecuencia, una superior complejidad de los argumentos.
No obstante y si dejamos aún de lado los caracteres mudos, la tragedia fue reacia a
aceptar un número elevado, con un crecimiento limitado entre los siete de Esquilo, los
nueve de Sófocles y los once de Eurípides, datos que son muy significativos respecto a
una cierta evolución y a las tendencias de cada uno de los tres trágicos más famosos97.
A la vez, disminuyó la herencia narrativa de la épica y también el papel y el volumen
de las intervenciones del coro; incluso pudo reducirse el número de los coreutas, si
bien esta limitación tal vez tuvo razones económicas.
El selecto grupo de tres actores, forzado a una creciente diversificación de papeles,
estaba no obstante secundado por figurantes, lo que acrecentaba igualmente la elasti­

96 Cf. de nuevo Mantón para los detalles (14).


97 Son dos obras tardías de Eurípides (Fenicias y Orestes) las que alcanzan las cifras de once y diez
respectivamente, lo que significa, si hiciera falta subrayarlo, que la gran mayoría de los textos euripideos
conocidos se adaptan a una no superior a la de Sófocles.
cidad en el planteamiento de las escenas: aparte de los músicos acompañantes, había
un número variable de extras, incluso niños, como ocurre tanto en Eurípides como en
la comedia del siglo V, exigidos por determinados argumentos98. Aunque sí podemos
hacemos una idea de qué tipos de figurantes aparecían en la escena99, es imposible saber
cuántos serían y de qué dependía una cifra más o menos generosa sobre todo para los
cortejos trágicos100. Se ha observado que es Eurípides quien parece tener mayor propen­
sión al empleo de extras. D. P. Stanley-Porter dedicó hace ya tiempo un interesante y
minucioso artículo al tema, por más que, como el autor reconoce, nuestra información
sea extremadamente precaria. Tal vez el principal error de Stanley-Porter sea no haber
segregado los casos de mudos que no son tan meros figurantes como, por ejemplo, los
sirvientes o guardias, como es el comentado caso de Pílades en diversas obras o de
Polideuces en las éxodoi de Electra y Helena. No es lo mismo el figurante mudo por
irrelevante que un personaje secundario pero que no es irrelevante en la escena, que
debe además su mudez, total o transitoria, a la restricción en el número de actores o a
las dificultades del manejo del diálogo. Un tipo de mudos, por lo demás muy particular,
como han resaltado diversos estudiosos y desde luego el propio Stanley-Porter, es el
de los citados niños. Y desde luego, del resto, son importantes, aunque sólo sea por
su número y por su posible contribución a la brillantez del espectáculo, esos otros que
formaban parte de cortejos o de cuerpos de guardia o semejantes, es decir, todos los
que el autor citado engloba en la categoría de “attendants”.

4.6. En cierto modo también el coro y sobre todo el corifeo, éste con sus reci­
tativos y su capacidad para el diálogo, sin serlo estrictamente y a pesar de su fuerte
vinculación al coro, llenaban una relativa función de cuarto actor. Pero no faltan unos
pocos pasajes (luego aduciremos algunos ejemplos) que permiten la sospecha de que
de modo eventual un auténtico cuarto actor (algunos piensan que hasta un quinto)
interviniese, si bien sólo brevemente, quizás un aventajado aprendiz de los que corrien­
temente hacían papeles mudos. Por ello ya K. Rees, en un trabajo que sigue siendo
hoy de gran interés (1908), puso en tela de juicio la validez de la regla de la cifra de
actores fijos, alegando un cierto número de casos en que efectivamente ésta parece
no funcionar y llegando a la conclusión de que el origen de la supuesta cifra estaría
simplemente en una actitud idealizante o estetizante de Aristóteles, que habría esta­
blecido para el futuro una opinión autorizada. La cuestión tiene mucho que ver con el
tema de los personajes silenciosos, cuya conducta se puede explicar, como se ha visto
(§ 4.3), ya sea por razones dramáticas o de simple lógica, ya sea por la citada regla.
Así, retomando un ejemplo ya citado, si en Edipo en Colono Ismene no vuelve a
tomar la palabra (sí lo hace Antigona) a partir del v. 1099 hasta prácticamente el
final de la obra, puede alegarse que esto sucede porque hay tres actores parlantes ya

98 Los niños también pueden ser personajes parlantes, pero de modo muy breve y siempre en textos
euripideos (Alcestis, M edea, Andrómaca y Suplicantes).
” En tragedia suelen formar parte de cortejos de personajes regios (o, a veces, de supuestas multi­
tudes, como en Edipo rey). En comedia hay lógicamente una variedad mayor.
100 Se ha pensado, por ejemplo, que su número podía depender tal vez de la apetencia de mayor o
menor lucimiento del corego.
en escena (Antigona, Edipo, Teseo, en primer lugar) o simplemente porque no es de
esperar que tenga nada que decir como eficaz contribución a la situación dramática.
Pero este tipo de hechos a todas luces, si no hay una imposibilidad manifiesta, de­
pende casi siempre del modo y el ritmo de la representación: tal vez en bastantes de
los casos aducidos bastaba una acomodación del ritmo de la actuación a fin de que
hubiese tiempo suficiente para que uno de los tres actores se cambiase rápidamente
de máscara y atuendo y apareciese encarnando un nuevo papel.

En la tragedia se ha alegado la posibilidad de un cuarto actor, por ejemplo, en


Coéforos101 y sobre todo en Edipo en Colono102, en algunos textos de Eurípides, así como
en diversas comedias103. Se ha hecho notar que son precisamente tres obras tardías, la
citada de Sófocles y Fenicias y Orestes de Eurípides, las que plantean el problema del
modo más agudo, las tres con un alto número de personajes y de estructura compleja.
En el mencionado texto sofocleo se observa en particular un complicado juego de
entradas y salidas y desde luego un largo y oportuno silencio del personaje ya citado
de Ismene, sin duda para lograr una posible representación con los medios disponibles.
Y Jouan puede hacerse la siguiente pregunta: “Aux diverses raisons de l’épuisement
du genre tragique à la fin du Ve siècle, ne faut-il pas ajouter le fait que les poètes, en
multipliant les personnages et en corsant les intrigues, arrivaient au bout des possibilités
offertes par la contrainte des trois acteurs?” (72). De todos modos, el que un Aristóteles
no mencione nunca la posibilidad de un cuarto actor muestra ya la excepcionalidad del
hecho y, creemos que su referencia debe tomarse en un sentido realmente técnico. Y
el que el papel de un mismo personaje debiese ser ocasionalmente desempeñado por
actores diversos pudo convertirse en un recurso que facilitaba la precariedad en la cifra
de éstos, sobre todo cuando las tramas de las tragedias se hicieron más complicadas
y, como hemos visto, alcanzaron en algunos casos una cifra desusada de personajes,
lo cual se repite y aun en mayor grado en la comedia aristofánica.

Conviene sin embargo detenemos un poco más en este hecho, puesto que ha dado
lugar a un largo debate. Su historia bibliográfica puede seguirse, por ejemplo, en un
polémico artículo de MacDowell (1994), quien, tras un análisis pormenorizado de las
comedias aristofánicas (en las que la dificultad parece agudizarse), llegó a la conclu­
sión de que, salvo en Acarnienses, que plantearía un problema particular, se precisan
regularmente no tres, sino cuatro actores104, aunque esa actuación extraordinaria, que

101 Tal como hemos interpretado anteriormente (n. 84), el actor que encama al sirviente que anuncia
la muerte de Egisto en 875 ss. debe salir después de pronunciar el v. 886 para reaparecer rápidamente con
un nuevo papel, puesto que, tras solo cinco líneas atribuidas a Clitemnestra, se presentan Orestes y Pílades
(que esta vez sí hablará).
102 Para ceñirse en esta última obra a la limitación de los tres actores algunas de las apariciones de
Teseo deben ser desempeñadas por actores distintos, lo que también podría ser una solución, dado que la
máscara y el atuendo en principio al menos serían determinantes.
103 Cf. Pickard-Cambridge 1968, 142 ss., y el fino análisis del tema en Jouan 1983, 70 ss.
104 Igualmente la cifra de cuatro es aceptada, por ejemplo, por K. J. Dover (1972, 26 s.). En cambio,
J. Henderson (en su edición de Lisístrata [Oxford 1987] XLII s.) admite para esta obra, bien es verdad
que con reservas, un quinto pero muy ocasional actor.
quebraría el supuesto límite, afectaría sólo a papeles parlantes mínimos o en general de
escasa entidad. También, según MacDowell, en varias obras (Nubes, Aves, Lisístrata,
Tesmoforlantes, Ranas, Asambleístas) “there is some indication that Aristophanes is
manipulating the action or dialogue to avoid using a fifth actor, either by making one
character exit before another appears or by keeping silent a character who might be
expected to speak” (335). Pero esto último nos parece una posibilidad muy remota,
por cuanto la tendencia es justamente, como hemos visto, la de evitar que hablen más
de dos personajes a la vez. Y respecto a lo de salir para dejar entrar, también es un
hecho usual y Dearden precisamente lo tomó como criterio básico al indagar en la
comedia aristofánica y al reparar en concreto en aquellos momentos escénicos en que
un carácter relevante sale para dar paso a otro también relevante (92 ss.). Su conclusión
es clara: las escenas en que, sea cual sea su categoría, hay simultáneamente cuatro
actores parlantes son la excepción que parece confirmar la regla, de modo que, como
hecho general, “if three actors are on the stage one must depart before another can be
introduced” (94). En cuanto a los pasajes problemáticos de Acarnienses (vv. 43-175
y 824-828) y la supuesta necesidad de un quinto actor, admite, por ejemplo, rápidas
salidas o, incluso para la hijas del megarense en el segundo, el empleo de muñecos o
alguna otra posibilidad más o menos excepcional (ibid.). Tenemos así de nuevo planteada
la cuestión del uso de muñecos en escena, que nos parece poco verosímil, aunque no
impensable. Pero esto significaría, en el caso citado, que otro actor presente tendría
que hacerse cargo de esas mínimas intervenciones, de modo que esto daría lugar a un
fenómeno de ventriloquismo, lo que nos situaría en un terreno nuevo entre las conven­
ciones de la actuación y sin duda con la complicidad del público. El ventriloquismo ha
sido postulado para explicar algunas otras mínimas intervenciones incluso en tragedia
(así, en Alcestis y en Suplicantes de Eurípides)105, lo que estaría facilitado lógicamente
por el disimulo permitido por las máscaras. Es más, el ventriloquismo produciría un
efecto cómico, que el público aplaudiría; pero su uso en tragedia nos parece muy poco
probable. E igualmente se nos antoja que al menos también en la tragedia el empleo
de muñecos podría dar lugar a efectos inadecuados.

5.1. Otro de los problemas a que nos enfrentamos en el ámbito de las conven­
ciones del teatro ático clásico es el de los accesorios, desde la mínima parafernalia
que debía constituir su utilería hasta, por ejemplo, el uso de la skené y de sus puertas
o de la maquinaria y posible decoración utilizable.
Aunque se trate de un texto muy posterior a las fechas que nos importan aquí,
el novelista Aquiles Tacio nos ofrece una infrecuente referencia a un truco escénico
como es el de una daga con una hoja deslizante y que puede ocultarse en el interior
del mango para fingir una muerte (3.20.7). Estamos ante un documento muy útil y rara
vez mencionado: no sólo había armas trucadas, sino también falsas muertes a la vista
del público, como sabemos por las citadas ya por Aristóteles en su Poética (11.1452b)
y como algunos han supuesto para el suicidio de Ayax en Sófocles.

105 Cf. para detalles Marshall 1997, 77 ss.


Pues bien, en unos y otros casos nos hallamos ante convenciones teatrales que
hoy se nos antojan banales, pero que el teatro griego sólo debió ir adquiriendo con
el paso del tiempo. Y es que, en cuanto a la utilería, como ya hemos aludido (§ 1.2),
hubo una muy probable parquedad, que permite establecer comparaciones con otras
formas de teatro en que rigen una gran simplicidad e incluso un extremado simbolismo.
También señalábamos de paso que seguramente la comedia dispuso de medios menu­
dos que no hubieran sido dignos de aparecer en la escena trágica. Pero no conviene,
sin embargo, dejarse llevar por el anacronismo de imaginar ni siquiera el escenario
cómico con una nutrida y en buena parte superflua cantidad de utensilios. Es más,
cuando en la comedia se alude a objetos determinados, esto puede ocurrir porque sean
necesarios para la representación, pero también simplemente con algún fin distinto.
Así, la insistencia en Paz 729 ss. en que los sirvientes, es decir, unos extras, carguen
con los que se han mencionado previamente106 y que tanto ha llamado la atención
porque parece fuera de lugar, es explicable si observamos que nos conduce al típico
chiste (la referencia al latrocinio)107, lo que confirma la ley no escrita de que en la
comedia de corte aristofánico se saca a colación cualquier tema, por extemporáneo
que sea, con tal de que dé lugar al lucimiento del ingenio del autor. Como escribe
Dover, “the movement of properties is [en Aristófanes] a comparatively trivial matter” ,
(ibid.): efectivamente, lo es, y tanto por ser usual como por ser ya banal, si bien su
mención puede tener una finalidad propia. Pero pasemos ya a tocar algunos aspectos
concretos de la cuestión.
Dado el trasfondo piadoso sobre todo de un género como la tragedia, no puede
sorprender demasiado que en el centro de la orchestra hubiese un altar: esto parece hoy
indiscutible, y el hecho de que θυμέλη se identifique a veces con la propia orchestra
es un indicio de esta relación. No es, sin embargo, un dato que pueda descuidarse
el de que las bases de altares descubiertas en teatros como el de Dioniso en Atenas
sean de fechas tardías. Por otra parte, Arnott (1962, 43 ss.) ve como inaceptable que
este altar de la orchestra sirviese para episodios de suplicantes108, como, por ejemplo,
el del inicio del Heracles de Eurípides, aunque el argumento de que su dedicatoria
a Dioniso lo hacía inapropiado para este uso y que, por tanto, si aparece un altar en
una escena, debe tratarse forzosamente de una pieza situada sobre el logeion y que
coincidiría con el que Pólux llama άγυιεύς βωμός· (45), nos parece poco convincente.
Pero en la propia escena podía haber un altar (tal como había igualmente imágenes
de dioses), que suponemos mucho más insignificante y ocasional, típicamente ado­
sado a una puerta, e incluso es verosímil, como cree también Amott (57 ss.), que pu­
diese hacer las veces de una tumba si un argumento lo requería, pues ello va en línea
con la extremada economía del teatro griego109. Pero, aunque no seamos tan rotundos

106 Debe recordarse que en el teatro japonés existen extras especializados precisamente en mover la
también parca utilería e incluso para el cuidado y buena disposición de los lujosos disfraces.
107 Cf. Dover 1972, 21.
108 Cf. los razonamientos al respecto de Rehm 1988 y 1999-2000, en especial 365.
109 El detalle burlesco, citado por Amott (62), que aporta Aristófanes en Th. 887 s. parecemuy con­
vincente para la identidad (o equivalencia convencional) altar-tumba: Aristófanes estaría mofándose de
como Rehm para deducir de la inexistencia de restos arqueológicos la imposibili­
dad de dicho altar escénico durante el siglo V, ¿por qué desaprovechar sistemáti­
camente un elemento tan relevante en la orchestra, sobre todo si el movimiento de
los actores tenía lugar todavía en buena parte en ella? Esta posibilidad estaría facili­
tada desde luego por aquellos casos en que los suplicantes eran los propios coreutas,
como ocurre en el drama esquileo de ese título. Creemos que en este punto debemos
estar abiertos a una práctica flexible y que uno u otro altar podían ser utilizados se­
gún los casos. Pero el hecho seguramente más reseñable es que el género por su pro­
pio carácter piadoso pudo crear el hábito de unos elementos más o menos permanen­
tes y a la vez simbólicos, como es el caso destacado del altar y, secundariamente, de
una tumba, ya que religiosidad y muerte figuran entre sus componentes más usuales.
Por tanto, no es claro que, como se lee a veces, la presencia de esos dos objetos per­
mitiese a los espectadores intuir que iban a contemplar escenas de suplicantes o de
culto fúnebre.

5.2. Pero la utilería trágica plantea un problema particular, como es el del uso de
vehículos. Hoy podemos preguntarnos si es imaginable o era necesario que Agamenón o
la reina Atosa en Agamenón y en Persas respectivamente, o Clitemnestra y las cautivas
troyanas en Electra de Eurípides entrasen realmente a la vista de los espectadores sobre
un carro, por más que así se diga en el texto. Podemos dejar de lado por supuesto que
estos vehículos penetrasen en la escena, y, así, creer que es preciso justificar esto, como
hace Arnott110, se nos antoja fuera de lugar. La anchura de los accesos laterales (είσοδοι)
era suficiente para su desplazamiento y no es el problema material el relevante tanto si
se detenían en los propios accesos como si llegaban a penetrar en la orchestra. Y es que
no hay duda, ateniéndonos a la letra de los textos, de que realmente había vehículos
que hacían su aparición en ciertas representaciones, de modo que unas palabras como
las de Clitemnestra en el v. 906 de Agamenón ( I k \ j ( í v v ' άττήνης τήσδε) o las de la
misma Clitemnestra (εκβητ’ άττήνης..., lv' Ιζω τοϋδ’ όχου στήσω ττόδα) en la citada
obra de Eurípides (vv. 998 s.) deben tomarse como determinantes, pero esto no quita
para que podamos imaginar también en otros momentos una existencia meramente
convencional y que no fuera más allá de las palabras, lo cual facilitaba la tarea y era
más práctico, y para que rechacemos la extensión abusiva de este recurso practicada
sin la menor necesidad por bastantes editores y comentaristas modernos. Y, así, Taplin,
que pone a discusión la sospecha de que “chariot-borne entries were a commonplace
in the early theatre”, luego no puede citar de modo relativamente convincente sino
unos pocos casos de Esquilo (1989a, 76). Incluso algunos estudiosos se han detenido
en discutir si en tal o cual de estos episodios había un solo carro o dos111. Eurípides
tal vez pudo tratar de imitar la espectacularidad de Esquilo introduciendo dos en su

un usual recurso trágico. En la secuencia de una trilogía una tumba, por ejemplo, en Coéforos, debía desapa­
recer de acuerdo con la nueva escenificación en la obra siguiente: cf. D i Benedetto y Medda, 13.
110 “Chariots and long processions would be difficult to manoeuvre on a narrow stage, and the wider
approach of the parodos would naturally suggest itse lf’ (1962, 38).
111 Por ejemplo, Marshall 1999-2000, 332.
Electra1,2, pero el interés principal debe recaer en el hecho de que ambos autores han
dejado constancia en algunos textos de su presencia, de acuerdo con el principio de que
lo que sucede ante los espectadores debe explicitarse con la palabra. Debemos, pues,
aceptar este recurso, pero poner en duda su frecuencia, sobre todo porque respondía a
todas luces a la búsqueda de la espectacularidad, muy típica de Esquilo pero rara vez
imitada después. Y, sin embargo, tampoco debe dejar de señalarse que la presencia de
un carro o incluso dos ante los espectadores tampoco tenía por qué causar en éstos
una notable impresión y justamente por darse en amplios espacios y al aire libre. Es
cierto que todo eso hubiera podido suplirse con simples explicitaciones en boca de los
personajes, con alusión a hechos ocurridos supuestamente en algún exterior invisible
y cercano, pero el recurso era factible y pudo emplearse con la parquedad necesaria
para que no dejase de atraer la atención.
Hay, no obstante, piezas o momentos dramáticos, incluso de Esquilo, en que la
supuesta presencia de vehículos resulta discutible o al menos no necesariamente de-
ducible del propio texto: es de señalar, por citar unos pocos ejemplos, que en Persas
sean unas palabras de Atosa (vv. 607-609), que avisan de que ahora viene del palacio
sin su usual boato, las que induzcan a pensar que en su primera entrada (vv. 150 ss.)
debía aparecer sobre un carro y con algún suntuoso cortejo113: no hay duda de que
el autor ha pretendido marcar un contraste, y para que éste se produjese bastarían
las palabras. Y, en la misma obra, Jerjes, derrotado, haría por supuesto una entradá
más llena de significado dramático a pie que en un vehículo (vv. 909 ss.). En tanto
que en Suplicantes el que Dánao previamente aluda a carros y caballos (vv. 180-183)
no justifica tampoco forzosamente el que luego Pelasgo deba entrar montado en un
vehículo: de hecho Dánao dice que ve venir a toda una tropa armada y montada,
cuya entrada en escena con diversos carros sería aún más inverosímil. Y en cuanto
a la expresión aristofánica (Ra. 963) acerca de los arneses de Memnón, podría estar
también referida simplemente, como tantas otras alusiones en esta obra, al lenguaje
barroco de Esquilo.

5.3. Ciertamente la dignidad trágica era, por otra parte, un freno para cualesquiera
pretensiones realistas, y de hecho ya en la relación entre los personajes debía haber
una distancia y por tanto, muy al contrario que en la comedia, se rehusarían habitual­
mente los contactos físicos. Eurípides, no obstante, escenifica algún abrazo (así en
Heracles 1408 s.) o un apoyo corporal (en la misma obra, vv. 1423 s.), y en general
se pueden imaginar como reales aquellos otro contactos que requiriesen las actitudes

112 Éste pudo ser un intento aislado de rememorar las viejas solemnidades de Esquilo y se ha de
observar que en Ranas 1405 se alude precisamente a los cairos como un hecho típico de éste. Marshall
(loe. cit.) y otros han supuesto que Eurípides emulaba (parodiar parece excesivo) no la antigua represen­
tación de la Orestea sino su reposición en la década del 420, lo que supone replantear el problema de la
fecha de Electra, que aquí no nos atañe. Esto en todo caso nos debería llevar a examinai' más de cerca el
interés del efecto de estas reposiciones.
113 Muy razonable nos parece la observación en ese sentido de B. Marzullo (1993, 293 s.), respecto a
la cual a Di Benedetto y Medda sólo se les ocurre comentar que “non si vede perché la Regina dovrebbe
sottolineare la cosa la seconda volta e non invece la prima” (96).
de súplica (cf. J. P. Gould). Y algo semejante debía suceder con los objetos, que se
usarían muy parcamente. Arnott ha llamado la atención, por ejemplo, sobre el curioso
hecho de que ni siquiera a los ancianos se les invita nunca a sentarse, lo que parece
mostrar que no existían asientos, excepto las gradas que daban acceso a la skené o en
todo caso el mencionado altar o una tumba: “They may of course sit on the altar, like
Niobe, to indicate grief, or lie on the ground, like Adrastus, in misery or supplication,
but never sit down in the normal way” (70). Pero, aunque es posible que en un detalle
como éste influyese la cuestión de la dignidad del género114, para nosotros se trata a
la vez de un rasgo de economía escénica. En cambio, como decíamos, la comedia, tan
flexible en todo, disponía sin duda de una variedad de utensilios que llevaban y traían
los propios actores o que eran transportados por las mutae personae que circulaban
por la escena, y en el caso concreto de Aves, citado por Amott (71) se menciona un
δίφρο? que debe ser sacado de la vista (v. 1552). Así, todos los datos apuntan a que,
dentro de la parquedad de la escena antigua, la comedia era propensa a disponer de
cierta utilería como un medio más de crear efectos humorísticos, del mismo modo que
cultiva los contactos físicos y una dinámica corporal más intensa. Por el contrario, los
pocos objetos que se verían en la escena trágica en todo caso corresponderían a ese
nivel de alta dignidad, como las coronas con las que una heroína euripidea (Electra
880 ss.) honra a Orestes y al fiel Pflades, o de extremo patetismo, como cuando, también
de modo excepcional, el mismo Eurípides al menos quizás dos veces pudo simular la
presentación en escena de cabezas humanas. El momento de Bacantes en que Agave
mostraba la de Penteo debía ser de un gran efecto y sería de lo más contraproducente
que el empleo del término πρόσωπον (v. 1277) haya sido utilizado para interpretarse
metateatralmente, como “máscara”, tal como ha pretendido algún estudioso115: esto
supondría la pérdida de todo el patetismo del instante. Se ha llegado a sospechar que,
al estar naturalmente asociada la cabeza a la máscara, sería suficiente con mostrar una
máscara, con tal, claro es, de que ese personaje y por tanto esa máscara hubieran ya
aparecido previamente para así poder crear una base de identificación. Pero que Orestes
también mostrase la cabeza de Egisto en Electra es más discutible, sobre todo desde
el momento en que “cabeza” (κάρα: v. 856) puede tener un sentido metonímico por
la persona, y por tanto bastaba la exhibición del supuesto cadáver de Egisto, sin la
duplicidad (cadáver y cabeza por separado) que hallamos en Bacantes. Una vez más
sería la palabra la que regiría la escena y bastaría el nombre de Egisto para que los
espectadores asociasen cualquier máscara con el personaje.
Se ha señalado (Marshall 1999-2000) que la citada Electra es precisamente una
obra en que se ofrecen en escena más accesorios de lo habitual en tragedia, y esto es
cierto116. Eurípides en un argumento como éste practica un cierto toque de realismo y

114 Arnott añade: “We may perhaps explain this by the highly stylized nature o f fifth-century acting;
to sit down was too ‘real’ a gesture to be permitted, and would deprive the actor of many of his expressive
movements” (ibid.).
115 Cf. Ch. Segal 1982, 248 s. En cambio, en comedia podemos encontrar tal sentido metateatral con
toda naturalidad.
116 Cf. también D. Raeburn.
la vasija que transporta la heroína es también un dato significativo. Incluso, como el
propio Marshall recuerda (334), se ha comparado este texto en diversos aspectos con
la comedia. El descenso de la solemnidad trágica se muestra ya en la humilde casa
rural y los modestos hábitos de Electra, que casi serían el equivalente de los celebrados
harapos de Télefo. Es más, el juego de los personajes ocultándose al acecho, aunque
presente de modo ocasional en la tragedia preeuripidea, es un típico recurso de la co­
media, como ha estudiado I. Mamolar Sánchez. Sea como sea, es evidente también en
este punto que la tragedia tendió a una limitación de su talante egregio, sobre todo en
la búsqueda de una mayor expresividad, y ya en Persas sin duda se mostraba la derrota
de Jerjes de algún modo en una degradación de su atuendo, tal como las dos diferentes
entradas de Atosa también marcaban el cambio de situación (cf. § 5.2). Algunos han
pensado que Esquilo no podría haber cedido a una presentación realista en este punto,
sobre todo porque, tomando como único y decisivo testimonio a Aristófanes, creen que
la identificación entre Eurípides y este tipo de novedades debe contrastarse, tal como
lo hace el cómico, con la imperturbable grandeza esquilea. Taplin, por el contrario,
opina, y pensamos que con toda razón, que Esquilo justamente habría dado ya un paso
en esa dirección (1989a, 122)117. De un modo semejante Esquilo en Coéforos 653 ss.
hace que Orestes llame a la puerta del palacio y converse con el portero, haciendo
notar también Taplin que esta escena de llamada y apertura de la puerta y coloquio
consiguiente, siendo bastante típica de la comedia, es desusada en la tragedia (véase
§ 6.4). Tenemos ahí la aparición de un modesto viajero, Orestes, y un proceder que
recordaba demasiado la vida diaria, por contraste con arribadas grandiosas como la
de Agamenón en la misma trilogía. Como escribe Taplin, “it may be that knocking at
the door quickly adquired comic or mundane associations, or had them all along, and
that is why the device was discarted by the tragedians” (341) -más bien lo segundo,
en nuestra opinión-, Pero, en fin, no vamos a detenernos a discutir aquí, como hace
también Taplin (342), si Orestes va o no acompañado de sirvientes, porque nos parece
irrelevante118; el interés está en la existencia de episodios en que los espectadores podían
ver reflejado relativamente en la escena trágica algún suceso cotidiano.
6.1. Hemos tratado ya del espacio (§§ 1.1-6) como marco teatral; es la hora de
enfocarlo aquí desde un punto de vista más propio de la representación. Pues bien,
tal como hemos recordado, se llegó en cierto momento a una situación en la que,
segregados ya alguno o algunos actores, éstos sin embargo persistieron un tiempo en
actuar en la orchestra. Pero la construcción de un nuevo espacio, dotado progresiva­
mente de mayores posibilidades, como ocurrió en el teatro de Dioniso, permite dudar
de que aquéllos se movieran preferentemente todavía en ella. Ya nos hemos referido
a cómo se levantó la skené, que parece haber sido una construcción relativamente
tardía, hasta el punto de que de hecho sólo en los teatros de Atenas y Corinto hay

117 Que Jerjes recupere su perdida dignidad dependería, según H. C. Avery (182 ss.) de que o un
sirviente o la propia Atosa (¡de vuelta y ahora silenciosa!) le proveyesen de un nuevo ropaje regio. Todo
esto es muy improbable.
118 En todo caso el doble plural del v. 713, que no hay por qué atribuir a algún “later producer” (así
Taplin, 342), no sería sino un rasgo más del típico lenguaje altisonante de Esquilo.
indicios de que surgiese antes del final del siglo V119 y que por tanto se acotase así
convenientemente un espacio escénico. Y el desarrollo, secundario pero indiscutible, de
un escenario, que además pudo adquirir más tarde una cierta altura120, y la limitación
progresiva del papel del coro en beneficio precisamente de los actores, son argumentos
de peso para defender la creciente independencia de este nuevo espacio de actuación
y la consiguiente subordinación de la orchestra a la escena121. Esa mayor altura suele
asociarse por parte de los expertos con la aparición del proscenio con columnas, que a
su vez tiende a datarse en sus primeras apariciones muy a fines del siglo IV y que se
generaliza en diversos lugares ya desde el ΠΙ en adelante. Con el despliegue de estos
nuevos medios el centro de atención fue pasando a la escena e incluso a la puerta (o
puertas) de la σκηνή, de la que hablaremos ahora y por donde se accedía imaginaria
y convencionalmente a unos interiores que cada vez cobran más relieve. En cambio,
dejaremos de lado el confuso tema del aprovechamiento escénico de la roca cuya
primitiva presencia detectan las excavaciones al borde de la orchestra y que tanto ha
sido argumentado por estudiosos como Hammond. En todo caso, sólo diremos que, si
eso fue así, sería un interesante elemento de juicio a favor de quienes sostienen que
la escena luego construida tenía ya marcada elevación desde sus comienzos, elevación
que habría heredado de la citada altura rocosa.
El término σκηνή no es un tecnicismo teatral en su origen sino uno bien vulgar para
designar una cabaña o barracón, con frecuencia de uso militar, o un simple tenderete
en el mercado. Por tanto, no llegó a tener al menos en griego antiguo un significado
en absoluto parecido a nuestro concepto de escenario. Cabe sospechar que fueron
sobre todo necesidades puramente técnicas en el montaje de las obras, entre ellas el
forzoso cambio de disfraz de los actores, las que llevaron a construir una especie de
nave o barraca que ocupó un espacio detrás de la orchestra y por tanto muy próximo
al templo de Dioniso. Esta barraca de madera, en principio por consiguiente incluso
desmontable, lo que podría significar que tal vez se levantaba con ocasión de cada
festival, debió estar adosada a un pórtico (στοά) que se alzó también por ese tiempo y
que de algún modo limitó el espacio del teatro por el Sur, separándolo ya claramente
del santuario allí ubicado. Suponemos que es a esta construcción a la que se refiere
Aristófanes en su parábasis de Paz (v. 731) con el plural περί τα? σκηνάς·122 y desde
luego sigue siendo hoy sin duda uno de los puntos más polémicos del teatro griego, y
esto por la principal y tan usual razón de que, dados sus primitivos materiales, no se
han conservado restos de fecha muy antigua, de modo que apenas podemos referirnos

119 La noticia de Vitrubio sobre Agatarco (7.11) supone que se habría construido en tiempos de Esquilo
y como invención del mismo Agatarco.
120 Vitrubio confirma que la escena griega llegó a ser más alta que la romana (entre diez y doce pies
frente a no más de cinco: cf. 5.7.2), pero se refiere desde luego a los teatros griegos que él pudo conocer.
121 Algunos autores como Wiles sostienen que se debe esperar a época helenística para alcanzar una
real separación de actores y coro, de modo que también para los actores la orchestra habría persistido un
largo plazo como espacio básico (1997, 63). Pero los argumentos manejados en pro de esta tesis se nos
antojan excesivamente teóricos.
122 Aquí utilizaremos skené para la citada construcción y escena, como siempre hasta ahora, para el
espacio situado delante y que más tarde generaría también el que llamamos proscenio.
a datos anteriores al siglo IV. Se ha sugerido, con argumentos tomados de los propios
textos teatrales, que su construcción como simple barraca pudo tener lugar en torno al
año 460, en una etapa generadora de cambios decisivos, en tanto que como edificio de
mayor entidad, aunque siempre con una única planta rematada por una terraza, debió
ser muy posterior123. Por primera vez entre las piezas conservadas es en la Orestea
donde hallamos su aprovechamiento para crear el efecto de una fachada, en este caso
de un palacio y luego de un templo, lo que ha servido como argumento utilizado ya
por U. von Wilamowitz y luego, entre otros, por Taplin (1989a, 452 ss.) precisamente
para la fecha en torno a la cual pudo producirse su aparición. No obstante, un pasaje
como el referido al στέγο? αρχαίοι de Persas 140 plantea un delicado problema de
interpretación, puesto que, a pesar de los esfuerzos de Taplin por negarlo, es difícil
que se utilizase una expresión como ésta sin la existencia visible de algún tipo de
construcción. Y el que el texto nos hable de un interior, como quizás ocurría ya en
Fenicias de Frínico (del 476)124, no significa que la supuesta y convencional visión
de tal imposible interior no se forzase precisamente por la presencia de una fachada
rudimentaria. Por otra parte, cuando se representa Persas en el 472 es difícil suponer
que todavía los cambios de disfraz tenían lugar a la vista de los espectadores125. Taplin
ante este problema concreto parece suponer de un modo un tanto ambiguo que antes
de la existencia de la skené utilizada como referencia escénica podía disponerse ya de
ella como simple cabina o lugar discreto en el que tendrían lugar, en una obra como la
última citada, los cambios necesarios, así como la custodia de la utilería usual (454),
pero esto nos parece a lo sumo sólo imaginable durante una breve etapa transitoria: la
perfecta funcionalidad teatral de la skené y de su acceso debió descubrirse muy pronto,
por no decir de inmediato, en cuanto se dispuso de una construcción semejante. Sea
como sea, es de interés la observación de Taplin cuando considera difícilmente casual
que todas las obras de Esquilo previas a la Orestea no aporten alguna referencia a un
edificio, en tanto que desde esa trilogía en adelante tal referencia se convierta prácti­
camente en una regla trágica (455).

6.2. La primera función de la skené pudo ser, pues, sobre todo práctica, como
lugar para la custodia de objetos y para el cambio de indumentaria de los actores,
unos usos limitados que podrían dar la razón a quienes piensan en unas dimensiones
reducidas y seguramente sin nada parecido a los paraskenia o alas proyectadas a los
lados de la orchestra y que le darían un cierto carácter envolvente y permitirían ya un
rudimento de nuestro escenario como caja sólo abierta por un lado. Sus dimensiones
luego no tuvieron por qué ser mayores y, por ejemplo, la terraza tampoco requería una
gran extensión, puesto que nunca estuvo destinada a la actuación, sino a lo más a la
aparición sobre ella de personajes en una actitud estática. Pero la primera consecuencia
fue el cierre del espacio antes teóricamente ilimitado, lo que parece responder a una

123 Recuérdese la noticia sobre Agatarco (n. 119).


124 Cf. D i Benedetto y Medda, 80.
125 Cf. Webster 1970, 8. Este estudioso es uno de los detractores modernos de la tesis citada de
Wilamowitz.
especie de tendencia universal del marco dramático. Así, incluso en el muy elemen­
tal esquema escénico del teatro más antiguo de la India, que carecía de decorados y
tramoya de cualquier tipo, una cortina clausuraba la visión detrás de los actores, que
podían acogerse a su protección para cambiarse de vestuario o simular sonidos en un
interior126. No hace falta añadir, en fin, que una barrera como la de la fachada de la
skené podía facilitar la acústica. Por lo demás, en teatros de importancia menor, como
el mencionado de Tórico, no parece que llegara a haber una construcción semejante,
entre otras razones también por falta de espacio, pero no es disparatado imaginar que
igualmente pudo levantarse al menos un muro en ese lugar, con una función delimitadora
semejante. Desde el punto de vista moderno, estamos evidentemente ante un primer
paso hacia una acotación más acusada no sólo del espacio de la representación sino
del ámbito teatral en sentido amplio: se cierra el fondo, antes visualmente indefinido,
y se anticipa con ese límite la clausura definitiva de nuestro espacio escénico moderno,
aunque estemos aún muy lejos del espacio totalmente envolvente del teatro como edificio
cerrado. Todavía nuestros corrales clásicos supondrán una etapa intermedia, pero en
que el sentido de la clausura es mucho mayor que en el modelo griego evolucionado.
En cuanto a la forma de la skené primitiva, fue presumiblemente la de un alargado
rectángulo y ya con una disposición semejante a la que tuvo luego la skené de piedra.
Pero, como veremos, es más interesante el tema de sus aberturas, las que daban a la
escena e incluso algunas posibles secundarias, laterales o traseras, que permitirían,
por ejemplo, que los personajes que no surgían de su interior directamente a la escena
pudiesen acceder a ésta, aparentemente desde un exterior, sin recorrer una eísodos
completa, con la pérdida de tiempo que esto suponía y que chocaría con el ritmo de
la representación que cabe atribuirle al drama antiguo.

6.3. Es evidente, pues, que la skené sufrió una transformación que la hizo pasar,
de ser posiblemente un mero local planeado con un fin utilitario, a convertirse en un
espacio con significado dramático, integrándose por tanto en el sistema de convenciones
teatrales. En este segundo nivel su abertura hacia la escena y también, aunque en un
grado menor, su terraza adquieren un papel relevante. Si en los primeros tiempos los
espectadores podían olvidar su existencia, tal como nos puede ocurrir modernamente,
por ejemplo, con la concha del apuntador, luego ya no fue así, al convertirse la skené
en un elemento cargado de sentido escénico. Y es imaginable que, con independencia
del tema de la fecha de su construcción, tal vez ese uso típicamente teatral de la skené
pudo tener ya aplicación en un texto como el de la Orestea, sobre todo porque, junto
con la escena, a la que se une así indisolublemente, incluso puede llegar a simbolizar
lugares diferentes a lo largo de la trilogía. Al mismo tiempo esa abertura que daba paso
a la escena, la puerta (o puertas: cf. § 6.5) de la skené, adquiere un sentido también
nuevo, como vía de acceso hacia un interior que cobra vida imaginaria y en que se
supone que también ocurren ciertos sucesos. Es el momento en que en vez de una
mera barraca o almacén el público ve ya un palacio o un templo, con un acceso por

126 Cf. la información que se lee en H. de Glasenapp y recogen C. Oliva y F. Torres Monreal (19).
donde entran y salen los personajes de la ficción. La tragedia utilizará ya en adelante
esa abertura como paso natural a ese interior imaginado, en tanto que la comedia la
convertirá, de acuerdo con cada argumento, en un elemento de usos variados y de una
muy superior complejidad.
La presumible precariedad de la construcción de la primitiva skené ha dado lugar
por parte de algunos a la hipótesis de que para la representación de ciertas obras (por
ejemplo, Suplicantes de Esquilo) su fachada desaparecía127, puesto que no era necesaria
y más bien resultaría incongruente con los datos del argumento, pero que también, y
esto es lo más notable, para otras obras podía desplazarse en todo o en parte, para,
entre otros fines, permitir a los espectadores la visión del interior en determinadas
escenas. Así, en la Orestea, en palabras igualmente de Di Benedetto y Medda, “é
preferibile pensare che si avesse una rimozione totale o parziale della facciata stessa
(da immaginare come una struttura abbastanza leggera, per esempio una intelaiatura
lignea completata con tessuti...)...” (89). Pero creemos que una hipótesis como ésta,
que crea mayores dificultades y fuerza a una complejidad excesiva a lo que debió ser
una técnica escenográfica muy rudimentaria, no es sino el resultado de la oposición
al uso de un aparato como el llamado eklcyklema que, según veremos (§ 7.5), resolvía
muchos problemas, así como de un empeño en hacer que los espectadores viesen
realmente lo que no precisaban ver. Los citados autores incluso se preguntan (31) qué
ocurría más tarde cuando se representaron obras cuya escenificación se suponía que no
requería la presencia de la skené·. así, Filoctetes y Edipo en Colono, que sin embargo
no creemos en absoluto que planteasen precisamente ese problema. Puestos ante este
dilema, parece preferible atenerse a la explicación más simple: si Esquilo no utilizó
esa fachada y su puerta correspondiente antes de la representación de la Orestea ni
hace, como recordábamos, ninguna referencia significativa a su existencia, es porque
posiblemente no existía aún o, en caso de existir, la skené no era todavía sino una cons­
trucción meramente utilitaria. Y en cuanto a la cuestión planteada por los dos eruditos
italianos para ciertas obras de fechas más recientes, si tampoco se lee en sus textos
una referencia a una edificación, es porque ésta, aunque visible, para los personajes y
para los espectadores, es decir, teatralmente, era como si no existiese.
Pero quizás más sorprendente aun es la idea de que esa fachada pueda representar
una pared interior, contra la convención típica del teatro griego de que todo lo visible
dramáticamente ocurre siempre en el exterior. Ese sería el caso de Euménides, en que,
según Rehm (1988), la fachada correspondería en realidad al interior del templo de
Apolo, lo que significaría la inversión de otra convención también típica: la de que
los personajes que atraviesan la puerta desde la escena de hecho estarían entrando
en el templo128. Esto se nos antoja tan notable como el poder contemplar a través de

127 Cf. D i Benedetto y Medda, 83: “La mancanza di skene... va riconosciuta invece, alia luce della
nuova datazione del dramma, come una scelta scenica del poeta nella sua piena maturitá”.
128 Di Benedetto y Medda censuran esta ocurrencia, puesto que, como bien recuerdan, la Pitia en el
prólogo está explícitamente situada fuera del templo (98). Sin embargo, los mismos autores admiten, como
vimos (§ 6.1), que en Fenicias de Frínico se pudiese simular un interior (80).
una puerta un interior, pero precisamente factible a través del poder de la palabra. Se
produciría así la metamorfosis verbal del exterior visible en un supuesto interior: la
misma expresión στέγος άρχαϊον de Persas, ya citada, nos permitiría sospechar este
paso. Pero es lógicamente la comedia la que con toda naturalidad lleva a cabo esta
transformación, y así, en el inicio de Nubes, estamos en un dormitorio y después ya
en la calle ateniense de costumbre, a la que se abre la escuela socrática129. La carencia
de medios, que de continuo nos sale al paso en este teatro francamente primitivo y
siempre desde la anacrónica perspectiva moderna, era un estímulo para la creación
de soluciones novedosas y osadas, con las que someter elementos como el espacio y
darles un sentido original.

En cambio, la idea de que la fachada de la skené representaba realmente edificios


concretos y variados que incluso podían sufrir alteraciones en el curso del drama
obliga a contemplar el teatro antiguo como dotado de unos medios extraordinarios. Y
ahí está Bacantes, como ejemplo siempre recurrente, que plantea grandes problemas
y ha dado lugar a largas polémicas. Sin que deba olvidarse que tal vez, por más que
el tema sea muy debatido (cf. §§ 8.1 s.), la pared frontal de la skené podía pintarse y
cubrirse por tanto con alguna clase de decorado, aunque es casi seguro que, al menos
en las primeras generaciones, éste no estuviese destinado a estimular la imaginación
de los espectadores en cada pieza concreta y más para obras destinadas en principio a
una única representación. Lo más razonable es pensar que lo esencial de los elementos
escénicos permanecía de un modo estable incluso a lo largo de todo el festival. Como
ha subrayado Dearden (5), esta estabilidad es coherente además con el conservadurismo
tan marcado que domina el teatro ático durante el siglo V. Pero hay una propuesta al
respecto que tiene la virtud de la sencillez y que merece ser expuesta más tarde con
cierto detalle (§ 6.8).

6.4. La edificación citada dio lugar a dos decisivas consecuencias. La primera y


más evidente fue que entre la skené y la orchestra quedó delimitado un espacio, no
de gran amplitud, pero que en adelante sería el dominio más propio de los actores:
esa limitación es ya significativa de la escasa importancia que se le concedía en sus
primeros tiempos a efectos de la representación. Y, la segunda, que la pared frontal de
la skené, en la que por lo pronto habría al menos una puerta que suponemos central,
pudo tener ciertos aprovechamientos convencionales, para los que bastaba la conjunción
de las necesidades teatrales, en obras que cada día eran más complejas, y de la imagi­
nación de las gentes del teatro. Se podía hacer creer, por ejemplo, que era la fachada
de un palacio o de un templo, como se ha dicho, o de una o dos viviendas o incluso,
con algún aditamento más o menos simbólico, el entorno de alguna caverna: todo ello
se verá luego implicado en el ambiguo término προσκήνιον {proscaenium en Vitrubio
5.7), que vale tanto por ahora para la fachada de la skené como para esos posibles
elementos escénicos e incluso para el espacio mismo en que se desenvolvían los actores.

129 Cf. el análisis de Dover (1972, 106). En cambio Pickard-Cambridge, ateniéndose a la lógica
aparente del texto, cree que se trata de un exterior (1946, 78 s.).
Es claramente un término referido a una entidad física y ya más elaborada, de fecha
incierta130, en tanto que λογείον (lat. pulpitum) es un concepto eminentemente funcio­
nal. De este modo, el público adquiere una nueva concepción de lo que contempla, ya
que ve ante él, al fondo, una construcción que, como divisoria, fomenta la ilusión de
que la ficción dramática se prolonga más allá de lo que alcanza su vista131. La entrada
era la puerta de un edificio, que se concreta en el texto, y de allí podían surgir perso­
najes, que venían de ese otro espacio invisible, incluido un εξά γγελος que narrase lo
que allí aconteciera. La puerta, pues, funciona como otro nuevo medio de la economía
dramática y, en la comedia, podía también significar novedosos aportes humorísticos:
¿quién no recuerda cómo ya en La Samia tenemos un esbozo del recurso del continuo
entrar y salir que culminará en la actividad del viejo Euclión en Aulularia como uno
de los efectos más divertidos de esta pieza? La simulada puerta palaciega puede, como
en Agamenón, ser el umbral en que muestra su ambigua figura una Clitemnestra, reina,
esposa y conspiradora; puede ser también una barrera física, de suerte que, como vemos
en Lisístrata con la supuesta entrada de la Acrópolis, cabe incluso imaginarla como el
acceso a un bastión defendido (con inversión radical de la realidad) por las mujeres
y prohibido a los hombres, una prohibición que es a la vez el símbolo de la forzada
abstención sexual a que aquéllos se ven sometidos. O, en Avispas, en que es una vía
de escape obstruida y cuidadosamente vigilada para que no se fugue algún individuo
escurridizo y pertinaz. Y desde luego servía sutilmente para una buscada ambigüedad,
de la que se aprovecha un cómico como Aristófanes: Dale cita el ejemplo del personaje
de Eurípides que en Acarnienses 407 ss. está a la vez fuera (materialmente, gracias al
ekkyklema) y dentro de su casa (1969, 124), a lo que se suma la ironía metateatral de
aludir a la propia máquina que permite este ingenioso juego132.
Pero hay aun un recurso, tan elemental que apenas reparamos en él, y que es el
ya citado de la llamada a la puerta, reflejo de un acto de lo más cotidiano y, como
por ello mismo era de esperar, improbable en la tragedia133, pero que se convierte
en cambio en la comedia en todo un ritual de muy variadas consecuencias y en que
la metateatralidad cómica revela diversas facetas. E incluso, como ocurre en Aves,
cuando no es imaginable el sentido de tal puerta, sino que aparentemente estamos en

130 Cf. Moretti 1997.


131 Di Benedetto y Medda utilizan el término “spazio retroscenico” para este imaginado interior, frente
a “spazio extrascenico”, definido como aquel “non visibile che si immaginava al di là delle eisodoi” (34).
Padel hace reflexiones interesantes sobre la función de este espacio interior.
132 Digamos de paso que un aprovechamiento particularmente convencional de este interior es el que
hallaremos en la Comedia Nueva cuando un actor que sale por una puerta de la skené se dirige a alguien
que permanece dentro, como sucede, por ejemplo, en D is Exapatón 102 ó en Díscolo 456 ss., lo que da
un efecto de cotidianeidad y realismo muy típico de la Nea. La puerta también puede ser un dato clave en
un gesto como el de Démeas cuando expulsa a Críside de su casa en el acto III de La Samia, una escena
que podía terminar justamente con un portazo.
133 Cf. § 5.3. Entre los textos euripideos observamos que en M edea Jasón pide que se le abra
(vv. 1314 s.), en Helena Menelao da voces igualmente ante la puerta del supuesto palacio (vv. 435 s.) y
lo mismo ocurre con el mensajero ante la entrada del templo en Ifigenia en Áulide 1284 ss. y de nuevo
con Menelao en Orestes 1561 s. Creemos que en ninguno de estos casos habría una efectiva llamada a la
puerta, sin duda un comportamiento sentido como muy escasamente digno del género.
el aéreo reino de los pájaros, el personaje de visita pretende llamar a ella, reclamando
la presencia del esclavo que habitualmente acude en las viviendas a abrir desde el
interior (vv. 53 ss.): efectivamente, un sirviente acudirá a la llamada y luego simulará
entrar para buscar a su alado amo. Y el absurdo se reitera todavía en las palabras del
habitante de la irreal morada, Abubilla, que le ordena a su criado: “¡Abre (άνοιγε)
el bosque, para que yo salga...!” (v. 92)134. Todo esto, en serio o en broma, hace que
el espectador deje de contemplar la fachada de la skené como un simple fondo que
oculta un espacio con diversos aprovechamientos prácticos. Un actor puede traspasar
esa puerta con algún pretexto para cambiar de disfraz y desempeñar un nuevo papel,
pero también puede hacerlo un personaje para disfrazarse, como vemos, en ejemplo
siempre citado, en Bacantes135 o en diversas comedias de Aristófanes. Y uno y otro
cambio de atuendo en el interior de la skené por parte de un actor o de un personaje
tenían en común la ventaja de que podían ser ayudados en una labor más o menos
obligadamente rápida o complicada. Y desde luego ahí dentro, como ya sabemos, pue­
den tener lugar acontecimientos de muy diversa índole, pero cuya visión por la razón
que sea debe convencionalmente evitarse.
Ha sido sobre todo la comedia, como igualmente hemos señalado, la que ha sacado
un extraordinario provecho de la existencia de la puerta de la skené. Y, todavía más,
ha articulado un tipo de escena que Ch. Mauduit ha llamado precisamente “scènes à
la porte” y estudiado con acierto (26 ss.). Así, interpreta que la frecuencia y relieve
que posee en la Comedia Antigua el citado acto de llamar a la puerta, si bien res­
ponde al remedo de un suceso trivial en la vida cotidiana, hasta convertirse a su vez
en un acto de lo más banal en la Nea, en aquélla llega a ser en cambio “un élément
de caractérisation et d’identification du personage comique” (27). Aun más allá, esa
llamada puede desencadenar, al abrirse la puerta, la aparición de un espacio imagina­
rio cuyas normas y cualidades difieren de las usuales, un espacio encamado a su vez
naturalmente en personajes tan logrados en su presentación como Agatón, Eurípides,
los discípulos socráticos o el pintoresco Filocleón. La comedia griega anticipa bastan­
tes de los divertidos efectos que va a desarrollar Plauto en cuanto al juego de las
puertas (ya hemos citado Aulularia) y hasta su uso como centro a veces de las peri­
pecias arguméntales, lo que llega sin duda a su cima, como ha señalado G. Mazzoli
(254 ss.), en Curculio.

6.5. Pero la puerta de la skené, además de recurso de inagotables efectos, ha


sido modernamente un tenaz punto de discusión: ¿en el siglo V había usualmente una
sola puerta o al menos dos o tal vez incluso tres?136. Esta es una cuestión que nunca

134 Esta desviación disparatada del tópico de la puerta puede recordar cómo, según la interpretación
más razonable, en Avispas se ofrece la inversión sin duda humorística del sentido de su abertura normal
(hacia el interior: cf., por ejemplo, Orestes 1561 s.), de modo que el empeño de Filocleón por escapar
se corresponda con ese sentido excepcional hacia el exterior: cf. Dale 1969, 106. La discusión sobre ese
sentido real de la abertura parece ya totalmente fuera de lugar.
135 Ya en Alcestis Admeto pasa al interior para adoptar sus ropas de duelo (cf. vv. 507 ss.) y algo
semejante hace Helena en la obra de este título (vv. 1087 s. y 1186).
136 Ésta última es la cifra que dan Vitrubio (5.6.3) y Pólux (4.124).
ha sido clarificada de modo suficiente o a gusto de todos, sin que ayude mucho el
que este motivo se refleje con frecuencia en las pinturas de tema teatral. Aparte de la
observación de los teatros de su momento, en los tratadistas tardíos pudo influir por
supuesto la lectura de ciertas obras ya de la Comedia Antigua (Lisístrata, por ejemplo)
y no digamos de la Nea. Pero Dale (1969, 103 ss. y 119 ss.) ha mostrado cómo en
realidad, al menos para la tragedia, bastaría la existencia de una sola puerta. Y si las
tragedias podían representarse con una sola puerta, no tendría mucho sentido que para
unas comedias muy concretas se alterase el fondo de la escena137, cuando bastaba el
juego de la convención dramática para simular que una misma puerta podía ser a la vez
varias (107 ss.): una argumentación que nos parece bastante convincente para el teatro
del siglo V, sobre todo porque para los cambios espaciales de la comedia aristofánica el
que hubiese una o varias puertas es, en efecto, un problema sólo aparente. En cambio,
posiblemente para el siglo IV ya avanzado138 y desde luego para el momento de la
Nea pudo estar ya organizada regularmente la escena de modo que se dispusiese de
al menos dos, puesto que la convención más acusada y regular de ésta gira justamente
en torno a la vecindad de unas familias, a veces socialmente diferenciadas139, lo que
implica de modo usual un mínimo de dos puertas, en contraste claro con el teatro
del siglo V. O, de otro modo, es mucho más fácil de asimilar que un espacio muy
imaginativo como el de la Antigua aprovechase una puerta con valores diferentes que
el que la mucho más uniforme Nueva, con sus pretensiones de realismo, se atuviese
también a una sola puerta, cuando todo era más fácil si por lo menos se disponía ya
de dos. Siguiendo el pensamiento de Dale, es absurdo imaginar como obligado que los
sucesivos lugares en que se desenvuelve la acción de Ranas tuviesen que atenerse a
una diversidad de accesos, cuando en modo alguno ofrecían una contigüidad espacial.
Y, aunque en tono menor y menos disparatado, lo mismo puede decirse de Acarnienses
o Lisístrata. El número de puertas pudo ampliarse durante las reformas del siglo IV
sin mayor problema y de acuerdo con una concepción ya diferente del teatro. Como
escribe Dale refiriéndose a la Nea, “the constant interaction of two or more households
is integral to these comedies, and this is naturally reflected in the juxtaposition of
the houses. But what, in the name of naturalism or illusion or convenience, is to be
gained by the juxtaposition of the houses of Heracles, the inn, and the palace of Pluto
in Ranas? These are not interacting, but successive, moments” (108). Algo semejante
fue también afirmado por Roux (36), si bien en el contexto de una solución propia de
los problemas que atañen a la fachada de la skené y a la que nos referiremos luego140;
por E. Simon (24 s.), por Taplin141 y aun más recientemente por P. Thiercy, quien,
refiriéndose al caso concreto y aparentemente más difícil de Aristófanes, escribe que

137 Cf. en el mismo sentido Dearden (20).


138 Cf. Dover 1966. Cf. también, para un caso concreto, R. G. Ussher sobre Asambleístas (34 s.).
139 Cf. el análisis de Ch. Cusset.
140 Debemos hacer notar sin embargo que Roux se refiere exclusivamente a la tragedia, lo que sim­
plifica los hechos.
141 “In my view there was more probable one door only for all or nearly all o f the fifth century”;
incluso en el caso disputado de Coéforos, “while a second door might be used if available, the play can
be staged without confusion with only one” (1989a, 439 s.).
“une seule porte était vraisemblablement suffisante pour la représentation de toutes
les comédies” (2000, 15).
Pero no han faltado defensores de una posición divergente, como, por ejemplo,
Sommerstein, que escribe: “Analysis of Cho. 875ff strongly suggests that there are also
at least one other door” (1996, 41), y ya en su momento aludimos al problema concreto
de Andrómaca (§ 1.3). Y dentro de este estado de opinión sigue siendo precisamente
la comedia (también algún drama satírico) el género que plantea mayores dificultades.
Ya hemos mostrado la solución que nos parece más razonable, o, si se quiere, más
imaginativa y en consonancia con la libertad creativa de éste a lo largo del siglo V.
Pero como en Nubes existen ya dos casas y este dato podría permitirnos pensar en
dos puertas diferentes142, como a su vez en Asambleístas hay cuatro viviendas distin­
tas, ¿deberíamos aventurar que la fachada de la skené llegó a disponer más o menos
eventualmente de ese número de aberturas?143. Por ello algún filólogo como Moretti
(1999-2000, 397) se ha inclinado por una solución flexible, pero que tendría a su vez
el inconveniente de requerir un aparato escénico más complicado: “The Athenian skene
must have had a fixed double door at the center of its façade, but one could create
other openings by removing side panels. It makes little sense to ask if the skene had
three doors. It could have had three, even if (as seems likely) it had only one double
door”. En cuanto al fragmento 48 K.-A. del Autólico de Eupolis, que con su literalidad
podría alegarse como un argumento de relativo peso sobre la posibilidad ya antigua
del uso de hasta tres puertas, al menos para la comedia, es justamente un pasaje en
que sólo se nos dice que hay “tres viviendas”, lo que a todas luces no equivale a las
prolijas indicaciones, por ejemplo, del prólogo del Díscolo.

6.6. Estamos, pues, no sólo ante un tema que puede tener diversas respuestas,
que son una mezcla del resultado de la observación de los textos (la arqueología poco
puede decir al respecto para esta etapa antigua)144 y de opiniones personales, sino ante
una cuestión convencional típica, por lo que insistimos en que la posibilidad de que
se utilizase una sola puerta de modo habitual no plantearía grandes problemas ni a los
directores escénicos ni al público. A favor de la existencia durante bastante tiempo de
una sola puerta estaría el hecho, señalado de un modo aparentemente oportuno, como
vimos, por Dale y por Dearden, de que en el teatro de Dioniso se habrían represen­
tado primeramente tragedias y por tanto, dadas las necesidades prácticas de éstas, la
skené no tuvo por qué tener más de una puerta, de modo que fue la comedia la que
debió adaptarse a lo que ya existía y sin duda resolvió este problema de la manera
más imaginativa posible. Pero las fechas no apoyan con claridad este razonamiento, ya
que la introducción de los concursos de comedias puede haber sido anterior a la exis­

142 Dover, por ejemplo, cree en una “high probability” de que se precisasen dos puertas en concreto
para Nubes y Asambleístas (cf. 172, 21 ss. y 106 ss. Véase igualmente 1966).
143 Si se apura aun más la realidad de los numerosos personajes, habría que recurrir incluso a seis
puertas: cf. el análisis de Thiercy 2000, 19.
144 Moretti hace referencia a lo que sabemos de épocas posteriores, los siglos IV y III, pero no es
muy convincente trasladar estas informaciones al siglo V.
tencia de la skené. De ahí que debamos apelar sobre todo a una lógica de las propias
convenciones, apoyada básicamente en la lectura atenta de las obras y en la evolución
en especial de la comedia. Y es esta lógica la que, más allá de discusiones de detalle,
nos induce a ver como preferible aquella solución. En palabras de Dearden referidas a
Aristófanes, “there is clear evidence therefore that one door can accommodate different
characters at consecutive moments, that certain scenes are more easily explicable on a
one-door hypothesis, and that Aristophanes was not averse to completely ignoring all
spatial logic whenever it suited his purpose, even to the extent of letting two unrelated
characters use the same door at the same time. So flexible a convention suggests that
a single door was all that the playwright required”, lo que cree que resulta confirmado
tras un detallado análisis: “The most satisfactory conclusion from the evidence seems
to be that only a single door was available to the tragic playwright and his comic
counterpart. The three-door skene demanded by the plays of Menander results partly
from a change of climate in comedy from fantasy to a more realistic setting... A door
for each family becomes a necessity if the audience are to follow the machinations of
this kind of plot” (29). El contraste entre la concepción escénica de un Aristófanes y
un Menandro es prácticamente el de una visión antagónica, el mismo que se da entre
las pretensiones realistas del segundo y la fantasía del primero; por tanto, es perfec­
tamente lógico no sólo que las soluciones del uno y del otro fuesen distintas, como
son diferentes sus planteamientos, sino que se apoyasen también en unas posibilidades
distintas del espacio real.
Lo que, además, nos parece muy poco probable, fuera ya del tema del número de
puertas pero dentro del de su materialidad, es que, como se ha pensado en ocasiones,
la puerta estuviese provista de un πρόθυρον, es decir, un porche o pórtico sostenido
por columnas, tal como se ve a veces en pinturas que pretenden reflejar de algún modo
la escena teatral y según algunos han creído poder deducir de los propios textos. Esta
construcción, que efectivamente se encontraba en las casas más suntuosas de la época,
no es aceptable, entre otras razones por el escaso espacio que la propia escena ofre­
cía145. Es más, tal aditamento arquitectónico haría más difícil la diversa funcionalidad
de una única puerta. Es, por otra parte, fácil imaginar que los pintores no deseasen
reflejar la real simplicidad de la escena y la adornasen con elementos que reforzaban
precisamente una buscada perspectiva. Y otro tema añadido es el de unas supuestas
ventanas, requeridas para escenas de obras como Avispas y sobre todo Asambleístas.
De nuevo nos encontramos ante una necesidad concreta y específica de la comedia146,
lo que hace su existencia muy sospechosa: no tiene mucha lógica, además, que sólo
para unas pocas obras se requiriesen unas aberturas suplementarias. La terraza de la
skené, de escasa altura, valdría perfectamente, como algunos han supuesto147, para ese

145 Pickard-Cambridge examinó en su momento en detalle esta cuestión con un resultado decididamente
negativo (1946, 75 ss.). Los argumentos rebatidos de la tesis contraria pueden verse sobre todo en Rees
1915, 117 ss.
146 Cf. una vez más Dearden (31), que ha analizado en detalle este tipo de problemas del espacio
escénico, en este caso con una opinión positiva.
147 Cf. la propuesta de Fraenkel (1936, 257 ss.).
servicio puntual, o en todo caso la propia puerta. Y debe observarse también que, si
algunas comedias de Aristófanes tratan de reflejar vulgares viviendas atenienses, la
existencia ya de ventanas a la calle en éstas es bastante inverosímil: sabemos que las
aberturas de las habitaciones daban usualmente al patio. Por tanto, quizás no sea tan
disparatado retornar a la vieja tesis de que, como para otros juegos escénicos, la terraza
de la skené podría ser un lugar muy eficaz.
Sea como sea, estos accesos eran aprovechables, como ocurre en especial en la
comedia, para la entrada y salida de personajes como un ingrediente de relieve en el
enredo y la dinámica teatral. Los actores no estaban ya obligados a entrar y volver a
salir por las eísodoi laterales, lo que era sin duda muy lento y, en fin de cuentas, se
hacía innecesariamente a la vista del público. Lo que ya no es verosímil, como se ha
comentado (§ 6.3), es que esas aberturas permitiesen ver realmente un interior, puesto
que esto sería absurdo cara a un público que en su mayoría tendría grandes dificultades
para hacerlo, y no tiene mucho sentido plantearse la cuestión, como hacen Di Benedetto
y Medda, de si bastaba con que la puerta fuese suficientemente grande (15)148 o, como
se Ha visto, a través de la posibilidad, que nos parece bastante impensable, de que
la fachada fuese móvil. Un recurso semejante habría hecho superfluo que el público
fuese informado, como suele suceder, de lo que ocurre en ese interior. Según vemos
en Edipo rey 1237-1239, ni siquiera el coro puede observar lo que sucede dentro del
palacio, ya que, por otra parte, en un caso así y como especifica el mensajero, se trata
de un interior dividido en diversas estancias.

6.7. La erección de la skené tuvo, pues, una importante consecuencia que resulta
planteada, según lo dicho anteriormente, en el nivel de la ilusión dramática: la de que
se contemplaba una fachada, con una abertura, y que, fuese cual fuese su identidad
(palacio, vivienda común, cueva...), se convertía en un punto de atención determinante
para los espectadores, y, además, que de lo que pudiese ocurrir tras esa fachada, en
ese supuesto e invisible interior, el público tuviese noticia no sólo a través de sonidos
(gritos, palabras más o menos audibles, pero siempre expresivas) sino por la función
de intermediario de un εξάγγελος·, es decir, de un actor que, proveniente de allí, podía
explicar lo que ocurría, como una ampliación de la tarea tradicional del mensajero
que, viniendo del espacio “extraescénico”, narraba sucesos más o menos distantes: así,
en Edipo rey 1223 ss. Nos encontramos, por tanto, ante una interesante adquisición
dramática pero a la vez, como en el caso de los prólogos explicativos, ante una nueva
ganancia para la narración, en detrimento de la representación, en esa pugna que el
teatro griego sostuvo a lo largo de toda su historia con su herencia narrativa. Y, en fin,
añadamos que el nuevo recurso estuvo sobre todo al servicio del movimiento de los
actores, por cuanto, salvo algunas excepciones más que contadas como las que se han
supuesto sobre todo para Coéforos y Helena (cf. § 2.5), no era un acceso típico del
coro, lo que significa un escalón más en el relieve creciente de la actuación actorial
frente al colectivo coral.

148 Webster (1970, 9) sugiere una anchura de más de tres metros, lo que permitiría el paso de un
grupo de personas o, en su opinión, incluso de un ekkyklema de gran tamaño.
En la tragedia, en la que apenas cabe decir que ocurriera rara vez nada espectacular
a la vista del público, era de una utilidad manifiesta esta ilusión de unos interiores149
donde podía suceder un acto espeluznante como el de la muerte de los hijos de Medea
o de su familia a manos de Heracles en la obra euripidea de este título (véase § 7.5).
Y por ello cabe preguntarse por el alcance preciso de una frase de Aristóteles sobre
la que volveremos y que alude a muertes en escena o por el hecho de que Esquilo
critique en Ranas a Eurípides por haber presentado “parturientas en los templos”
(τικτοΰσα? εν τοίς· tepots: v. 1080) con referencia a Auge, en que esta sacerdotisa,
seducida por Heracles, daba a luz a Télefo en el santuario de Atena. Que se aludiera
a partos inminentes, como en Lisístrata 742 ss., no tiene nada de sorprendente y tam­
poco a embarazadas míticas como Sémele, que aparecía así en una obra de tal título
del propio Esquilo. ¿Qué era entonces lo reprensible en Eurípides? ¿Realmente había
una simulación del parto en un lugar sacro? F. de Martino en una breve nota sobre el
tema cree que así Aristófanes pondría en solfa al propio Esquilo, que habría tocado ya
episodios semejantes (2000, 459-463). Pero nuestra duda estaría no en el tema, sino
en la verosimilitud de la representación. Tampoco naturalmente la Cásina plautina da
a luz en escena y, con toda probabilidad, no hemos de pensar sino en la impropiedad
de manejar argumentos que, como hubiera podido criticar Platón, dotaban a los dioses
de una conducta demasiado humana. El contexto de Ranas (con alusión a un incesto)
es muy significativo: la censura, como tantas que se le hacen a Eurípides en esa obra,
era de carácter moral, no en cuanto a lo que se mostrase en escena. Es de hecho Só­
focles quien presenta un suicidio, el de Ayax, y en cambio Eurípides sólo se atreve a
ofrecernos dos muertes a la vista del público, las de Alcestis e Hipólito, pero ninguna
de las cuales es violenta en el mismo y rotundo sentido.
Ahora bien, esa barrera representada por la fachada de la skené, con sus evidentes
ventajas, seguía siendo, como hemos visto, un límite, en concreto entre lo visible y
lo invisible. Sin posibilidades, contra algunas osadas propuestas, de que esa especie
de telón (de fondo) se levantase, sólo cabía contemplar un supuesto interior a través
quizás de algunos ensayos trágicos y sobre todo de la libérrima imaginación de un
Aristófanes, como hemos recordado en el caso de Nubes (cf. § 6.3). Que, fuera de
estas excepciones, el interior no era aún utilizable para la representación se muestra en
el ejemplo concreto del Cíclope euripideo, que fuerza el relato homérico al situar una
buena parte del episodio no en la caverna de Polifemo, sino en el exterior: se entra
en la cueva para la inmolación invisible de algunos compañeros del héroe errante, lo
que será narrado por el propio Odiseo como un peculiar εξάγγελος, y para el acto
de dejar ciego al Cíclope. Como dice Amott, que aduce precisamente este ejemplo
(1978, 101), en un caso así la mímica de los actores debía ser muy notable y contri­
buiría de modo decisivo a solucionar los muchos obstáculos del tema. De este modo,
como se ha subrayado, lo extraescénico cobra una doble posibilidad, enriqueciendo el
elemento invisible, narrado o sugerido, con la ventaja en la nueva adquisición de su
mayor dramatismo.

149 Sobre la contraposición interior-exterior cf. Joerden, que también dedica un excurso al ekkyklema.
6.8. Pero aún nos queda por mencionar una solución propuesta por Roux en un
muy interesante artículo que tiene la virtud de simplificar en alto grado los problemas
de la fachada de la skené. Éstos surgen del empeño, de un lado, en individualizar
una variedad de fachadas, lo que conllevaría, como dijimos, un hipotético desarrollo
de la decoración, y, de otro, en la supuesta necesidad de entender físicamente episo­
dios como el ya mencionado y tan problemático de Bacantes, con su incendio y su
terremoto. Es claro que ante una frase como la del v. 632 de esta pieza, en que se
nos dice que el palacio de Penteo se ha derrumbado, caben distintas opciones, pero
sobre todo dos extremas: o bien los espectadores asistían a una exhibición de efectos
especiales, o bien sólo oían palabras, de por sí creadoras de ilusión dramática, y no
veían ni oían nada espectacular. Si ya nuestro modo de concebir el teatro ático apunta
a esta última solución, con sus mínimos medios y su recurso a la imaginación del
público y al instrumento verbal, la propuesta de Roux refuerza nuestra perspectiva.
Y es que esta investigadora cree que gran parte de estos problemas, al menos los de
las representaciones trágicas, se resuelven si entendemos que la skené no mostraba la
fachada propiamente dicha de una vivienda, sino simplemente “la porte d’entrée de la
cour qui la précède” (31): de ahí el empleo de términos apropiados como πύλη o ττύλαι
o sus derivados y compuestos, es decir, los que denotan la entrada a un recinto y no
necesariamente a un local techado y cerrado. La diferencia tal vez parezca mínima,
puesto que en todos los casos estaríamos ante el acceso a un espacio habitado, pero
respecto a la ilusión dramática, que es lo relevante aquí, puede ser grande. Para los
espectadores cualquier acontecimiento ocurre en el interior, es decir y cuando se trata
de un palacio, en las cámaras que tienen su acceso al patio y por tanto no tiene por
qué repercutir, siempre convencionalmente, en esa fachada, que es uniforme y provista
de una única puerta.

Esta solución, que creemos bastante acertada aunque se pueda discutir su aplicación
a casos concretos y en especial a las representaciones cómicas (no tenidas en cuenta
por Roux), facilita igualmente la cuestión del decorado, mínimo y simple, y de la
puerta, pero sobre todo permite interpretar la dificultad planteada por una representa­
ción como la de Bacantes. Para Roux, si los personajes o el coro atisban algo de lo
que puede suceder en el interior, su mirada alcanza no esos espacios cerrados, sino
la αυλή, el gran patio central del palacio. En la obra citada, por seguir con el mismo
e interesante ejemplo, los coreutas contemplarían así el derrumbamiento de la edifi­
cación interior, naturalmente fuera de la vista del público, en tanto que el muro de la
fachada, referente para éste, quedaría intacto (40). En suma, “au V e siècle au moins,
le spectateur avait devant lui, pour tout décor, un mur d’enceinte aveugle, ennobli par
un couronnement dorique et percé d’une seule porte. Le proscénion, l’orchestra, re­
présentaient la voie publique, l’agora: les rois quittaient la salle du trône, les femmes
le gynécée, les vierges le ‘parthénon’ pour venir dans l’agora, où se déroule toute la
partie visible de la tragédie” (50).

Se trata de una solución simple y funcional, que permite imaginar un mínimo de


elementos necesarios para la representación. Desde luego, cuando la fachada es la de un
templo u otro habitáculo distinto del palacio esta propuesta deja de tener validez, pero
como principio general y sobre todo en lo que atañe a cómo concebían los espectadores
la situación dramática ha de ser tenida presente y en su justo valor. Algunos podrán
achacarle que sea una explicación de carácter muy general y que arrastre problemas
concretos, pero ese supuesto fallo está en línea con las tesis aquí mantenidas, que han
tendido a rehuir los particularismos, difíciles de sostener en un tipo de teatro elemen­
tal. Pero también ha de señalarse que la realidad teatral no tiene por qué sujetarse sin
embargo a esta lógica, que queda fácilmente desbordada: en diversas obras el coro,
por ejemplo, o los propios espectadores perciben que lo que acontece tras la puerta
de la skené ocurre inmediata y efectivamente tras ella, no en espacios presuntamente
más profundos. La topografía supuesta de un palacio queda así neutralizada de modo
eficaz. “Tout se passe par exemple comme si la baignoire fatale dans Agamemnon et le
foyer auprès duquel Égisthe doit être frappé dans YElectre de Sophocle étaient placés
juste derrière la porte de la façade”, escribe Lebeau (309 s.). El interior adquiere así
una elasticidad simplificadora y necesaria, en función de los intereses convencionales
del drama como espectáculo.

6.9. Hasta ahora nos hemos movido siempre en el mismo plano, dejando de lado
por irrelevante que la escena estuviese a partir de una fecha incierta ligeramente elevada
respecto a la orchestra. Pero el teatro ha tendido en muy diversos lugares y fechas a
buscar soluciones hacia arriba, en una distinta dimensión que rompa la discreta hori­
zontalidad. Y, dado el espacio y las construcciones que hemos analizado, también en
el caso ático esto se confirma. Como la skené estaba cubierta por un techo aterrazado
(la típica terraza sureña y mediterránea), éste era utilizable para, si se deseaba, hacer
asomar a algún personaje en una altura, generalmente una divinidad, por lo que se le
dio el nombre de θεολογειον (cf. Pólux 4.130), es decir, el lugar desde donde “hablan
los dioses”. Hammond (1972, 416) ha sugerido que, si todavía en Esquilo la aparición
de criaturas extraordinarias (dioses, incluso difuntos como Darío) se producía en el
mismo nivel de la actuación normal, en tiempos de Eurípides se aprovecharon ya los
medios posibles para una aparición en alto, un cambio este que se habría debido a
una transformación social con la que “men in the latter part of the century became
cynical about such matters” (como las apariciones sobrenaturales). Esto es posible, de
suerte que el descreimiento forzase una conducta más espectacular en el teatro, pero
también lo contrario: que la existencia de nuevos medios, como lo eran definitivamente
la mechané, de la que hablaremos muy pronto, y el propio theologeion, permitieron
volver a la vieja tradición épica de las apariciones elevadas. En algún caso se piensa
que incluso en la propia tragedia, por ciertas necesidades arguméntales, también un
individuo común podía ocupar ese puesto prestigioso: por ejemplo, el anciano vigía
del comienzo de Agamenón, que sin embargo tal vez aparecía simplemente, de acuerdo
con una posición como la de Hammond que coincide con la nuestra, como atento vi­
gilante sobre la escena misma: sus palabras significan todo y la convención permitía
al público imaginarlo sin más en una atalaya. De un modo semejante otra rhesis de
lamentación que tanto recuerda ésta, la del protagonista en el prólogo de Acarnienses,
no tenía por qué recitarse en una elevación mayor que el logeion usual. Y Fenicias de
Eurípides plantea el problema de si realmente el viejo pedagogo y Antigona suben a
la terraza para divisar la tropa enemiga (vv. 88 ss.), puesto que los datos que ahí se
manejan son aparentemente tan superfluos o chocantes que hacen dudar: así, la insis­
tencia en que el camino esté libre (“que ningún ciudadano aparezca al paso”: v. 93),
lo que en el interior del palacio tiene muy escaso sentido; en que están subiendo por
una escalera, una información que puede responder tanto a la típica redundancia verbal
como a una sustitución del acto por la palabra, etc. Ahora bien, como ese nivel ele­
vado puede subrayar la idea de una jerarquía, en el caso griego tradicionalmente más
religiosa que social150, ese efecto solemne se vio pronto remedado por la comedia, al
alzar, ya fuese sobre el theologeion, ya con su equivalente la mechané, a un individuo
supuestamente no digno de tal honor, como ocurre con el Sócrates aristofánico en
Nubes o con Trigeo en Paz.
Pero no faltan quienes duden de la existencia y funcionalidad de esa terraza, pre­
firiendo en cambio, como ocurre con Di Benedetto y Medda (que se apoyan hasta
cierto punto en la ambigua descripción de Pólux), “piccole piattaforme raggiungibili
dal retro a mezzó di scale”, y tachando la tesis del theologeion sobre la terraza de
superflua (17)151. Pero, por poner un ejemplo de las dificultades que acarrea esta otra
solución, ambos autores han de situar al vigía de Agamenón en un lugar “che possiamo
immaginare como una torretta realizzata nella parte laterale della facciata o accanto a
essa” (88). Que, si este caso era así, un filólogo nórdico no acabe de entender el papel
práctico y hasta fácilmente rutinario de una azotea mediterránea, sería algo compren­
sible; lo es muy escasamente cuando una propuesta como ésa proviene de habitantes
de la geografía sureña.

6.10. Esta necesidad de contar con una prolongación hacia arriba del espacio
se repite en nuestro teatro clásico, en el que el balcón (en realidad, usualmente dos),
destacado y más alto respecto a las tablas, suele utilizarse para escenas de serenata
y escaladas nocturnas, ya sin sacralidad alguna, o para simular la altura de una mu­
ralla o todavía, en ocasiones, como sede celestial152. En nuestros teatros había tam­
bién una especie de sótano (trampa) y el mismo detalle se dio en los isabelinos, lo
que permitía efectos extraordinarios y recuerda una interesante noticia de Aristóteles
que muestra que igualmente en el teatro griego no faltaron esporádicas novedades, que
el conservadurismo popular y seguramente la censura de los entendidos condenaron:
en la representación de una obra de Cárcino el actor que representaba a Anfiarao sa­
lía como por escotillón “desde su santuario bajo tierra”, invento que los espectadores
“tomaron a mal” y acarreó el fracaso de la obra (Po. 17.1455a). Esto tuvo lugar ya
entrado el siglo IV, pero sabemos que bastante más tarde hubo teatros que dispusieron
de un pasillo subterráneo que permitía cómodamente este efecto llamativo: al menos los

150 Un caso de interés es el de Orestes, en cuyo final tenemos a diversos personajes humanos y a
Apolo en posición elevada, pero el dios posiblemente con la ayuda de la mechané.
151 Véase sobre el tema J. Mastronarde 1990.
152 Varey en un capítulo titulado “Cosmovisión y niveles de acción” (1987, 23-36) hace una exposición
modélica de las funciones del balcón. El teatro isabelino contó también con una galería alta con empleos
semejantes.
restos de los de Eretria y Sición permiten imaginar su existencia, en correspondencia
con el dato que Pólux ofrece sobre los llamados χαρώνιοι κλίμακες· (4.132). Pero no
hay razón alguna para suponer nada parecido en lo que conocemos del teatro ateniense
previo a aquella fecha y sólo podemos basamos en el supuesto apoyo de ciertos pasajes
teatrales, lo cual plantea siempre razonables dudas, puesto que las convenciones escéni­
cas permiten otras soluciones mucho más sencillas. Lógicamente esto fue factible desde
que la escena adquirió una suficiente elevación, lo que también es problemático y nos
lleva al menos a los tiempos de Licurgo o a fechas incluso posteriores153. Las presencias
de Ultratumba entre los autores del siglo V suponemos que se hacían visibles de un
modo simple, como cualquier otro personaje, sin el recurso a pasadizos, trampillas o
artilugios semejantes, y desde luego los argumentos cómicos en tomo al descensus ad
inferos no parecen haber requerido más que palabras e imaginación154.
Sin embargo, ha habido una larga y estéril discusión en especial sobre cómo aparecía
el espectro de Darío en Persas y una de las propuestas ha sido precisamente la del paso
subterráneo155. Pero claro es que el que ya en una obra de Esquilo surja un espectro
en escena no es un argumento, contra lo que afirma, por ejemplo, Bieber (1939, 148),
a favor de una datación muy antigua para la posibilidad de este truco escénico. No
basta, no obstante, para disuadir a los partidarios de esta solución el que, mientras en
teatros como los citados de Eretria o Sición han quedado huellas de una estructura de
este tipo datable en el siglo IV, no haya ni el menor rastro en el de Atenas, ni auñ de
fechas relativamente tardías. Entre esos partidarios está el mismo Taplin, que escribe:
“Above all it is clear that the ghost of Darius is to be imagined as emerging upwards
at A. Pers 681” (1989a, 447). Para Taplin simplemente “the subterranean steps are not
totally without support from the plays” y no ve dificultades para extender el recurso
incluso a obras fragmentarias de Esquilo y Sófocles, de cuyo contexto no tenemos sin
embargo información. Pero las dudas que esta solución escénica plantea se reflejan en
el propio Taplin en la formulación condicional de esta frase: “If there was an under­
ground passage, ...then, obviously, that was used” (118), a la vez que su hipótesis nos
presenta cuál pudo ser su esquema: “There would simply be a portable stage property
representing the tomb in front of the opening, and Darius would come up behind it”
(ibid.). Pero aún hay más, puesto que un estudioso tan imaginativo como Comotti,
apelando a la autoridad de Taplin y sin sus reservas, no puede por menos de suponer
también para la aparición de la misma sombra de Darío algún medio que le permi­
tiese surgir de bajo la tierra, “probabilmente un ‘praticabile’ collegato con l’esterno
per permettervi 1’accesso all’attore”, lo que es para él “assolutamente indispensabile
per la credibilitá dell’azione in rapporto alie parole del testo” (286), propuesta que sin
embargo sigue enfrentada con la sencillez que, para nosotros, debía presentar la escena
ática más antigua. Y, al contrario, creemos que, contra éste que juzgamos un producto

153 En la remodelación de esos años se ha dicho con cierta frecuencia que no sólo se alargó la super­
ficie de la escena, lo que permitía una mejor distribución de varias puertas, sino que también aquélla se
elevó ya considerablemente: pero cf. Webster 1970, 21 s. y 173 s.
154 Cf. A. Melero Bellido.
155 Cf. un breve resumen del debate en Taplin 1989a, 117. Véanse también referencias en Padel, 345.
de una perspectiva anacrónica, la credibilidad de un episodio como el de Persas es­
taba asegurada para el público ático, sobre la base de la mera ilusión dramática, sin
necesidad alguna de apelar a un reflejo material de lo que el texto ofrece. Creer que
éste dicta lo que se debe ver es un error, en lugar de invertir el orden y tomar el texto
como instrumento básico precisamente de lo que se pretende que el público imagine
ver. Y es notable que ni siquiera se encuentre reparo alguno en la citada observación de
Aristóteles, que podemos recoger de este modo: si hubiese habido el recuerdo del uso
ya por Esquilo de este recurso o si, de otro modo, hubiese habido entre las prácticas
típicas de la escenografía del teatro ateniense este medio, ¿cómo es que la supuesta
innovación de Cárcino generó protestas y un sonado fracaso?

7.1. Hemos aludido a la carpintería y a la tramoya, tan relevantes en diversas


formas en la historia del teatro pero cuyas posibilidades en el caso ático debieron ser
muy escasas, entre otras razones por la ausencia de un escenario con capacidad para
contener o incluso para disimular una serie de artificios que hoy conocemos bien. Pero
no faltaron con el tiempo algunas máquinas (ya hemos hecho ciertas referencias a la
mechané y al ekkyklema), que son siempre importantes en las convenciones de los géne­
ros escénicos, y desde luego unos mínimos elementos decorativos, también ya aludidos.
Tenemos, en teoría, cierta información sobre aquéllas, y desde luego alguna terminología.
Pero una vez más estas informaciones son sospechosas de ser anacrónicas respecto a
las fechas que aquí nos importan. Es bastante impensable, por ejemplo, que un Esquilo,
no obstante ser tenido tradicionalmente por un dramaturgo dado a la espectacularidad,
usase ya y aun menos en gran escala una maquinaria que en todo caso al final de su
carrera podía estar naciendo. Por supuesto, esta maquinaria dependía básicamente de que
hubiese ya una skené y, como han defendido Taplin y otros, también se debe esperar
bastante a que esta construcción no sólo se levantase sino que se aprovechase de modo
adecuado. Como Taplin subraya (1989a, 43), son Eurípides y Agatón, y desde luego
Jenocles, los dramaturgos cuyos nombres se asocian con el empleo de la maquinaria,
no Esquilo ni menos Sófocles. La fama moderna de un Esquilo espectacular no ya en
su lenguaje sino en su escenografía se ha basado en especial, según hemos visto, en
todo lo que se ha podido suponer sobre una aparatosa puesta en escena de Prometeo
encadenado, lo que hoy de modo creciente está sujeto a discusión. Estamos, como es
bien sabido, ante una obra de autoría y datación problemáticas, en que, al hilo del
texto, es muy fácil dejarse llevar por la fantasía imaginando recursos extraordinarios,
pero todo ello nos parece más que dudoso, sobre todo porque no se trataría sólo de
elevar o transportar aéreamente a un individuo, lo que exigiría un medio técnico muy
poco probable en fecha relativamente antigua. Y, aunque siempre queda la razonable
duda de si en esas fechas no bastaba también para ciertas exhibiciones el muy práctico
theologeion (si es que ya existía la skené), esta solución se nos antoja nada razonable
para este caso. Esto, el situar al coro en el theologeion, ha sido defendido sin embargo
por Mastronarde (1990), lo que nos parece francamente excesivo. Como sabemos bien,
el teatro ático antiguo, sujeto a un férreo conservadurismo, no se destaca precisamente
por grandes novedades y un coro en la terraza de la skené habría sido un hecho casi
tan revolucionario como subido en una plataforma volante. Un autor como Esquilo o
el desconocido escritor del Prometeo, que a la vez sería su propio director escénico, es
de suponer que no se plantearía a sí mismo excesivas dificultades técnicas que además
podrían acarrearle el rechazo del público. Como escribe Arnott, “we must always look
for the simplest answer to any problem, and not the most complicated; we must ask
how little was required, and not how much” (1962, 21). Y esto debió ser más verdad
aún en fechas relativamente antiguas, cuando la sacralidad y rigidez de la tragedia se
impondrían sobre cualquier veleidad renovadora. Pero el que el recurso al theologeion
fuera factible, como decimos, para otras circunstancias, este convencimiento no nos
lleva a estar de acuerdo con algunos estudiosos que evidentemente no puedan refrenar
su imaginación: así, por ejemplo, Comotti, al tiempo que cree “poco probabile” que la
mechané pudiese elevar y mantener suspendido al coro durante su intervención, supone
en cambio posible que las Oceánidas “fossero spinte alia vista del pubblico sul loro
carro al di sopra della skene, sul theologeion’' (287, n. 13). Pero nosotros no podemos
imaginar ni cómo esto podía suceder ni qué necesidad había de que sucediese.
Como quiera que sea, en general y fuera de este caso concreto, no ha faltado un
prolijo debate sobre si ya el teatro del siglo V estuvo dotado de estos medios mecá­
nicos y en qué fechas pudieron aparecer. En un tipo de teatro en que llegó a haber, ya
dos distinciones espaciales decisivas (diferencias de altura y contraposición entre un
exterior y un interior) hubo en algún momento la necesidad, así como las posibilidades
mecánicas, de subrayar estos contrastes. No sabemos, por ejemplo, por qué razón para
mostrar a un actor en un lugar elevado no pareció suficiente o adecuado el uso de la
terraza, sino que, al igual que para ciertos desplazamientos en el nivel de la escena, se
recurrió a la invención de máquinas que sin duda podían haberse evitado. En cuanto
al funcionamiento y formas de éstas, son objeto de lógicas discusiones, por cuanto los
datos antiguos, sobre todo los proporcionados por Pólux (4.123-132), pueden apuntar,
como en tantos otros casos, a un desarrollo también más moderno de estos aparatos y,
por lo demás, como no es raro en las descripciones técnicas de la antigüedad, tampoco
son muy claros en sus detalles156. No obstante, no faltan estudiosos modernos que no
sólo suponen un uso abundante y bastante antiguo de estos artefactos, sino que ex­
hiben una extraordinaria capacidad para interpretar y exponer los datos técnicos: una
muestra notable, pero desde luego no única, es la de estas palabras de Comotti: “Se
dunque noi prendiamo in esame le opere del teatro antico, considerándole dal punto
de vista della loro realizzazione scenica, dobbiamo ammettere che già a partire dalla
prima meta del V sec. A.C. esse presentano situazioni drammatiche che non potrebbero
essere rappresentate in modo accettabile per il pubblico senza l’impiego di adeguate
attrezzature e di apparati scenografici specifici per ciascun dramma tendenti, ad esem-
pio, ad una presentazione realística e illusionistica dello sfondo e delle pertinenze
ambientali” (285). Veremos luego algún ejemplo en que Comotti, llevado de esta fe,
encuentra esa conjunción del realismo y la ilusión dramática que le hace entender que

156 Aparte de la nutrida información que se recoge en Pickard-Cambridge (sobre el ekkyklema: 1946,
100 ss.), cf. Newiger 1989, Comotti, Marzullo 1991 o U. Albini. No faltan modernamente intentos de re­
construcción: citaremos después algún otro análisis, pero, por su pretensión más sistemática, véase Dearden,
50 ss.
debe haber una coincidencia entre las palabras del texto y la ejecución de cualquier
tipo de acto. La lógica que supone un desarrollo lento de unos precarios medios téc­
nicos hasta un posible perfeccionamiento en época helenística le parece una negación
bastante incomprensible frente a sus propuestas, referidas sobre todo a Esquilo, en el
que ya tendríamos esa estupenda asociación de la ilusión dramática y del realismo en
que tanto insiste: “Una posizione pregiudiziale negativa di questo genere nei confronti
di testimonianze cosí numerose e perspicue relativa alia messa in scena dei drammi
di Eschilo non sembra fundata su argomenti oggettivamente validi” (288). Y es que
Comotti no parece caer en la cuenta de que a más información que se nos ofrezca en
los textos responde una menor probabilidad de que la acción requiriese una ejecución
técnica “di tipo illusionistico e realístico” como la que él postula a ultranza.

7.2. Trataremos aquí en concreto de los dos aparatos ya mencionados, habida


cuenta de que otros cuyos nombres nos han llegado debieron ser sólo variantes (reales
o meramente léxicas) de estos dos artilugios principales o tuvieron una importancia
menor. La justificación del primero arranca de una creencia ancestral y previa al teatro.
Y es que ante todo se ha de recordar un hecho religioso que todavía en nuestra pintura
del Barroco responde a una tradición casi universal: la divinidad suele percibirse como
una entidad de un nivel superior, elevado o celestial, imaginada y a veces vista por
los humanos desde su humilde situación en un plano terrenal. En la literatura griega
desde Homero se refleja perfectamente esta concepción de las distintas posiciones
divinas y humanas y según la cual los dioses descienden de las alturas cuando quie­
ren intervenir entre los hombres, de suerte que su epifanía se entiende usualmente (y
lingüísticamente) como una aparición desde lo alto. Así se nos muestra una de las
muchas facetas que ligan el viejo teatro griego, como ya se comentó (§ 6.9), a raíces
piadosas, de lo que no se carece de paralelos en otros teatros: la religiosidad, ya sea
en cuanto a los locales de exhibición (por ejemplo, los monasterios), ya sea en sus
vinculaciones temáticas (en este caso con el budismo) es esencial en un teatro como
el del Lhamo tibetano. El teatro griego trató de recoger esta tradición tan arraigada
y por más de un procedimiento. El que alguno de estos medios nos pueda parecer
un tanto chocante a nosotros no tiene importancia alguna: estamos ante intentos de
representar lo que respondía a una creencia muy arraigada y ni siquiera es imaginable
que el público lo percibiese como algo extraño. Si los cómicos se ceban en el tema
no es posiblemente porque pretendieran ridiculizar el método ni menos la creencia;
seguramente buscaban censurar el abuso de un recurso escénico. Desde el punto de
vista teológico las apariciones divinas suponían además un tratamiento respetuoso de
una nueva concepción divina, en la que una teofanía no era ya un suceso frecuente,
como en Homero, sino la prueba de que los dioses podían intervenir en los asuntos
humanos en casos extremos, para resolver un conflicto que los hombres no alcanzaban
a solucionar por sí solos.
Si el espectador moderno escasamente avisado puede verse sorprendido por este
recurso, enjuiciable hoy como viciado por una vieja concepción religiosa, debe tener
en consideración sin embargo que se trata de un hecho que responde a una visión
del poder, emanado en fin de cuentas del de los dioses y su intervencionismo en los
asuntos de la tierra, una visión que todavía hoy es válida en el imaginario popular y
de ciertas creencias. En el caso griego, además, pesaba sin duda sobre todo una vene­
rable tradición épica. Y ese mismo espectador moderno debe a la vez recordar cómo
se manifiesta el poder también en nuestro teatro clásico en las apariciones escénicas
de un alto magistrado o del monarca para resolver una situación. Aunque se ha llegado
a un empleo abusivo y simplemente metafórico de la expresión deus ex machina para
referirse a cualquier imprevisto que solucione un problema, es evidente que existe una
gran distancia entre la solución divina o nacida del poder humano (rey, magistrado...)
y otros casos en que es el azar el que precipita igualmente de modo sorpresivo un
desenlace. En el teatro ático se suman estos dos aspectos: el de la visión superior del
poder divino y el del recurso a éste para solucionar cuestiones cuya gravedad sobrepasa
las fuerzas humanas. Literariamente hoy se asiste a una preferencia por la apelación
a otros medios, sin exhibición de voluntades extrañas o divinas, pero fue al contrario
en los viejos tiempos y debemos respetar aquellas creencias, así como interesarnos en
las convenciones escénicas que son su reflejo teatral.
El término theologeion es de por sí bien expresivo de su función. Pero todavía
hubo otro medio que en la práctica era equivalente y que no sólo se empleó, como
ya adelantábamos, para la presentación de los dioses o héroes míticos. Nos referimos
a la llamada, entre otros nombres, μηχανή (κράδη es una denominación cómica fre­
cuente), y cuya estructura y funcionamiento no tienen por qué preocuparnos mucho
aquí. Digamos en todo caso que era una especie de grúa157 que con cuerdas y garru­
chas permitía elevar sobre una precaria plataforma o especie de cesta de reducidas
dimensiones a un personaje suspendido bastante por encima del nivel del escenario.
Sabemos que la mecánica por esas fechas no era un arte muy avanzado y todo lo que
podemos intuir sería hoy tan trasnochado, si no más, como los artilugios utilizados con
fines semejantes en la representación de ciertos autos sacramentales o en misterios de
origen medieval158. Por otra parte, la forma precisa y su funcionamiento sólo se dejan
suponer, por lo que no han faltado estudiosos imaginativos que han propuesto diversas
y a veces increíbles soluciones técnicas, sin duda con el afán de dignificar un artefacto
que a todas luces, al igual que el ekkyklema, no fue el producto precisamente de una
preocupación estética159. Si hacemos caso de la información de Pólux (4.128), esta
grúa estaría situada a la vista de los espectadores, “junto a la párodos izquierda”, lo
que confirma también el principio de que eran irrelevantes los criterios de disimulo o
de exhibición de los elementos de la tramoya.

157 El cómico Antífanes en su célebre fragmento de Poesía (189.15 K.-A.) compara muy expresiva­
mente su funcionamiento con el acto de alzar un dedo. Cf. el comentario de Dover en su edición de Nubes
al término Tappós (126).
158 A fines del siglo XV I no era raro el uso de poleas y grúas para efectos más o menos espectacula­
res: cf. O. Arróniz. Un equivalente funcional de la mechané fue el llamado pescante o canal, un artefacto
con polea y contrapeso que permitía elevar o hacer descender a un personaje: cf. Ruano de la Haza 2000,
248 ss.
159 A sí el editor de Ión en Les Belles Lettres supone {ad v. 1570) que el carro de que habla la diosa
Atena debía tener alguna realidad y cree que la mechané “avait la forme d’un char”. Aquí estamos ante
un hecho tan imaginario como la “escolta” que luego Atena promete a Creusa e Ión (v. 1616).
Los términos que se aplican a este artilugio son de uso frecuente ya en el siglo V
y su presencia en pasajes de Paz y Aves que son remedos trágicos debe interpretarse
en el sentido de que la mechané se utilizó también para las tragedias y ya en fechas
anteriores al menos al 421, año en el que se representó la más antigua de esas dos
piezas. En el comienzo de Paz el quijotesco Trigeo trata de llegar al cielo montado en
un enorme escarabajo y todo apunta a que esta proeza se mostraba gracias a un aparato
de este tipo160: estamos evidentemente ante la inversión del motivo trágico, pues no es
un dios el que se muestra de este modo a los mortales, sino un osado mortal el que
se eleva hacia los dioses. Y también en Nubes, según se comentó, cabe imaginar a
Sócrates así elevado cuando se le sorprende entregado a la observación de los fenóme­
nos celestes, un caso que no parece responder a una parodia trágica precisa, lo que no
significa que no encaje en la burla general de los medios expresivos de la tragedia161.
Las parodias en los pasajes cómicos señalan a todas luces a Eurípides, que, según una
creencia ya tradicional, habría abusado de una solución divina de los conflictos trági­
cos, convirtiendo en un tópico la epifanía de un dios al final de las obras, de donde la
expresión θεος άπό μηχανή? para un desenlace demasiado convencional o forzado162.
Y sin embargo no han faltado estudiosos que se han resistido a aceptar el uso de este
aparato en el siglo V163, lo que parece bastante fuera de lugar a la vista de esos datos
y cuando, además, los testimonios literarios se completan con pinturas que revelan la
existencia de la mechané al menos a fines de ese siglo164. Y es muy razonable sospe­
char una vez más que los años en torno al 450 fuesen el momento más probable para
una invención de este tipo, precisamente cuando el teatro de Dioniso pasó por ciertas
reformas que aumentaron su capacidad. Se ha supuesto que dioses como los que se
muestran en Euménides (Apolo, Atena) debían hacer todavía simplemente su epifanía
a pie, lo que coincide con las palabras de la diosa sobre su “pie infatigable, sin alas”
(ατρυτον ττόδα, πτερών άτερ: vv. 403 s.)165. Pero con el tiempo posiblemente esta
discreta presentación no pareció digna de la divinidad y de la tradición encarnada en la
épica y se urdió este medio mecánico. Un medio que no nos parece adecuado calificar
de “realista”, como ha hecho Mastronarde (1990, 253 sobre todo)166.

160 Pocas dudas pueden caber ante la indicación metateatral por parte del propio Trigeo al operario
que maneja la máquina en el v. 174.
161 Se debe señalar que en el drama satírico, en una radical diferenciación de la tendencia trágica (al
menos después de Esquilo), dioses y criaturas como sátiros o ninfas parecen compartir sin problemas el
mismo espacio que los humanos. Y, si quiere verse una cierta contaminación de géneros, esto podría valer
para alguna justificación del modo de las presencias divinas en obras como Alcestis o Ión (cf. Mastronarde
1990, 273 s.).
162 Cf. ya la crítica en Platón, Cra. 425d. Pero de hecho Aristófanes parodia también el empleo del
ekkyklema, según vemos tanto en Acam ienses como en Tesmoforiantes. Un caso parangonable es el del
abuso de la presencia del monarca justiciero de nuestra comedia clásica para resolver el conflicto dramático.
163 Cf. Lefkowitz 1984, 148 ss., que subraya la debilidad sobre todo de la información proveniente
de los escolios.
164 Cf. Padel, 362.
165 Cf., por ejemplo, Th. G. Rosenmeyer, 62.
166 Su frase “the crane represents a striving for ‘realism’ in physical movement, a striving that suggests
that mere imagination was not always thought to be sufficient for the representation o f divine epiphanies
7.3. Una cuestión distinta y que nos importa más aquí es la frecuencia real con
que se utilizase la mechané, sobre todo para las epifanías divinas, que también podían
tener efecto cómodamente en el theologeion161. Y no nos vale como argumento en contra
el que, según leemos en Taplin (1989a, 444), las parodias aristofánicas no representan
justamente apariciones de dioses168. Es posible incluso que fuese alguna tentativa más
o menos aislada en ese empleo de la mechané la que desatase las parodias cómicas
del procedimiento, y de ahí la ocurrencia de transformar la respetuosa visión divina en
la aparición de cualquier criatura precisamente no divina. Marshall (1999-2000, 336,
n. 50) supone, creemos que con toda razón, que antes de la invención de la mechané
lo usual sería, para las epifanías, el empleo de la terraza citada, pero que luego, ya
inventada aquélla, pudieron coexistir ambos procedimientos. En nuestra opinión y esta
vez contra el parecer de Marshall, era sobre todo si había de alzarse a más de un ac­
tor, como ocurre con Cástor y Pólux en Electra de Eurípides, cuando por supuesto es
bastante improbable que se emplease la mechané: el texto (vv. 1233 ss.) parece dejar
bastante claro que el fenómeno tiene lugar “sobre lo más alto de la casa” (δόμων ihre ρ
άκροτάτων) y que los dioses “caminan” (βαίνουσι). La continuación (“no es ése un
camino propio de mortales”: ού γάρ θνητών φ ’ ήδε κέλευθος) no debe seducirnos
para lo contrario: estas palabras se referirían simplemente al hecho convencional de
que aparecer por lo alto es propio de dioses. Y lo mismo imaginamos, en Heracles,
con la mensajera Ms y el acompañante que encama la locura, y con la aparición de
Apolo y Helena al final de Orestes169. En cambio, sí le damos de nuevo la razón a
Marshall (loe. cit.) cuando se opone a que se interpreten expresiones semejantes en
Eurípides como un irónico rasgo de metateatralidad en detrimento de la creencia en
las epifanías.
El austero Sófocles, con la complacencia de Aristóteles en tantos aspectos de la
dramatización, no parece haber usado ese aparato y, respecto a Esquilo, todo hace
pensar, como hemos visto, que tal vez todavía utilizó simplemente y a lo sumo para
las apariciones divinas la terraza de la skené. Eurípides, a pesai- de su fama al respecto,

or spectacular flight” no es muy convincente: no creemos que haya ahí sino la pretensión de reproducir
de algún modo visualmente la aparición en alto de los dioses homéricos.
167 Puede parecer bastante estéril empeñarse en distinguir cuáles apariciones se efectuaban con la
mechané y cuáles sobre el theologeion, pero muchos críticos se han dedicado a este ejercicio: véase un
caso concreto en Mastronarde 1990 y sus apéndices.
168 Conviene quizás, a falta de testimonios, no dar por cierto que ningún cómico expusiera a una
divinidad sobre la mechané, naturalmente como parodia, pero desde luego es así en los textos conservados.
169 Creemos que debe dejarse de lado una vez más el caso muy particular y problemático del Prometeo
conservado, sobre el que un autor como Taplin ha manifestado sus reservas (1989a, 446 s.). No obstante,
incluso cuando sobre el uso de la mechané en esta obra se han expresado dudas, a veces se ha hecho de
un modo que resulta de lo más notable. Es lo que ocurre con Amott, quien escribe refiriéndose al coro
de las Oceánidas: “It is almost impossible that they are swung in on the mechane. Although the chorus
by this time had been reduced to fifteen, their combined weight, together with that of their chariot, would
present great mechanical difficulties. It has been estimated at over one ton, and the mechane as used by
Euripides seems to have carried, at most, two characters and a chariot” (1962, 76). Basta recordar que
la descripción que se lee en Nubes, con expresiones como ούπ'ι τή? κρεμάθρα^ (v. 218) y από ταρρου
(v. 226), hace pensar en un medio bastante frágil y de muy escasa capacidad.
quizás lo usó mucho menos de lo imaginado, puesto que, según observa Taplin, como
la mayor parte de sus apariciones divinas para deshacer el nudo dramático son repen­
tinas, posiblemente era más lógico el empleo de la terraza del theologeion110. Un punto
respecto al cual no debe olvidarse la crítica aristotélica al abuso de ese artilugio, que
entiende debe tener una actividad restringida, ya que “los desenlaces de los argumentos
deben derivarse de los propios argumentos”, habiendo de limitarse la máquina para
usos como el de la información previa o referida a hechos venideros, no, por tanto,
para zanjar el tema (Po. 15.1454a-b), una crítica sin nombres propios y que por ello
mismo tal vez nos indica que no fue sólo Eurípides quien empleó, con abuso o sin él,
ese sistema artificioso.

Al tiempo, esta inclinación a un final inesperado y un tanto forzado ha de relacio­


narse con la nueva moda de los desenlaces felices de la tragedia. Y quizás Aristóteles
hubiese dado en cambio su asentimiento a un uso como el que supuestamente pudo
hacer Eurípides de la mechané en el caso citado de su Heracles con divinidades que
no vienen a proporcionar un desenlace, sino a crear un nuevo conflicto, si bien ahí
se nos plantea, como hemos visto, el problema de si la mechané tenía capacidad para
alzar a más de un individuo, cuando el theologeion resultaba un espacio muy apropiado
para resolver dificultades semejantes171. Es más, la aparición repentina sobre la terraza
de una divinidad es un hecho teatralmente sin duda mucho más impresionante que un
lento ascenso sobre una precaria plataforma pendiente de una polea que fácilmente,
como muestra la comedia, se podía tomar como objeto risible. La crítica al recurso
sistemático a la mechané tiene, además, perfecto sentido sobre todo porque existía ese
otro medio mucho más simple y natural para lograr estas apariciones extraordinarias,
y prueba de ello es que los cómicos se ríen precisamente de ella. Así, el Sócrates aris-
tofánico daba una figura más grotesca sobre tal plataforma. Y nos explicamos tanto el
rechazo del crítico como el aprovechamiento cómico del artilugio. Imaginar, por otra
parte, que la mechané servía también para que uno o varios personajes accediesen al
theologeion172 parece bastante absurdo e innecesario, cuando es seguro que éste tenía
su propio y lógico acceso, alguna escalera (verosímilmente posterior, invisible), como
cualquier terraza mediterránea y tal como lo que supone con toda razón Dale para los
movimientos de Filocleón en Avispas (1969, 103).

7.4. Como quiera que sea, la mechané representó una solución nueva, por más
que tosca, para esa aspiración teatral seguramente universal que es la utilización de
unos niveles superiores de la escena y sobre todo la necesidad de presentar a criaturas
egregias o divinas por encima de los simples humanos. Se podría seguramente oponer

170 “These epiphanies could be made more abruptly on the roof than on the flying machine” (1989a,
445).
171 Un reciente editor del texto en el CSIC (Madrid 2002), E. Calderón Dorda, parece entender que
no era éste el caso cuando anota: “Aparecen Iris y Locura en lo alto del palacio”, tal como más tarde (ad
v. 906) “Atenea se aparece sobre el techo”, interpretando correctamente la palabra μελάθρφ de Anfitrión.
172 Así, por ejemplo, Rehm: “Via the mechane they move onto the roof of the house” (1999-2000,
368).
algún reparo a este tipo de invenciones, entendiendo que abrieron un camino a otros
mil artificios teatrales en detrimento de la apelación a la imaginación del público. Y
sin duda un aparato de este tipo no resiste una comparación con los excesos a que se
llegó entre nuestros clásicos para simular también el desplazamiento aéreo, por con­
traste buscado con las posibilidades abiertas en el uso de escotillones para simular el
inframundo173. Pero la figura elevada supuso de todos modos la ya citada ampliación
del espacio escénico, esta vez en el sentido de la verticalidad, en respuesta evidente­
mente a una necesidad de expansión de la representación misma que contrarrestase la
pérdida dramática de la orchestra.

Sigue sin embargo en pie la pregunta sobre la relación entre el theologeion y la


mechané. Se da por supuesto entre algunos estudiosos que primero fue aquél, desde
el momento en que se construyó la skené y que sólo más tarde se inventó el artefacto.
Pero apenas hemos leído el planteamiento de por qué, si existía la primera posibilidad,
se introdujo la segunda, aparentemente superflua o en una competencia también en
apariencia innecesaria. Como escribe Marshall, antes de la invención de la mechané
la terraza de la skené debió ser el lugar idóneo para la aparición de las divinidades
(1999-2000, 336, n. 50): la solución era práctica y, aparentemente, destinada a perdu­
rar. Pero no fue así y hoy algunos piensan que su uso, después de la nueva invención,
pudo ser incluso más bien esporádico. También fue raro ya que un dios se mostrase
en la tragedia en el simple nivel escénico, al igual que un mortal, como quizás fue lo
usuaLtodavía en Esquilo y es aún imaginable en el inicio de un texto como Troyanas.
Parece fuera de duda que el que la mechané se impusiera se debió a que, lejos de lo
que podría parecemos a nosotros, que tenemos ya difícil tomar en serio un mecanismo
tan rudimentario, las apariciones aéreas en una altura que suponemos superior a la de
la terraza eran más creíbles cuando se trataba de dioses, en tanto que la terraza sí era
utilizada de modo ocasional por individuos humanos, lo que la despojaba del debido
prestigio y misterio, de modo que, inventada la mechané, el uso del theologeion pudo
parecer ya insuficiente. Y no creemos en absoluto, al contrario de lo que algunos han
supuesto (cf. Marshall, 336), que Eurípides con un texto como ése proceda a llamar
la atención sobre la “theatricality of his conclusion in order to undercut or ironize the
theophany”. Ni siquiera el uso abundante de la mechané, como vemos en el propio
Eurípides, debió desacralizar tales epifanías, y ello a pesar de una parodia como la de
Nubes, cuyo peso recaía no sobre la inadecuación en el ámbito divino, sino sobre las
impías (y grotescas) pretensiones humanas.

Digamos, en fin, respecto a las apariciones por medio de la mechané (o, en todo
caso, en el theologeion), que suelen estar precedidas de unos versos con los que se
anuncian. Un par de ejemplos pueden ser los de Andrómaca, en que el corifeo llama
la atención sobre una epifanía celestial y a continuación Tetis se presenta sí misma
(vv. 1226-1232), e Ión, en que el joven se pregunta qué divinidad se muestra sobre
el templo (vv. 1549 s.), a lo que sigue también la presentación a cargo de la propia

173 Cf. Yarey, sobre todo 291 ss.


diosa. Pero éste no es un esquema fijo, puesto que en otros casos no hay aviso alguno
y la divinidad surge de un modo que suponemos escénicamente más imprevisto174. En
general, esos versos introductorios responden simplemente al juego del anuncio de la
entrada o salida de nuevos personajes y no creemos que tengan un significado especial.
Si acaso, llenaban el tiempo hasta que el actor, sobre todo, pero no necesariamente,
si se usaba la mechané, había terminado su desplazamiento. Los espectadores verían
perfectamente la aparición y sólo quedaba la relativa incógnita de la identidad concreta
del personaje, que se resolvía del modo habitual. Según el mismo Marshall (337) estas
indicaciones aumentan en número en Eurípides con el paso del tiempo, lo que “perhaps
reflects a growing familiarity amongst the audience with this theatrical technique. As
the devise becomes more familiar, it is less necessary for the playwright to downplay
the explicit theatricality” (337).

7.5. La otra máquina, también ya nombrada, era el εκκύκλημα, que tenía la virtud
simulada de mostrar eventualmente un interior desplazando a personajes u objetos hacia
afuera. La convención aquí residía no sólo en la aceptación por los espectadores de
la presencia del artilugio, sino de que así contemplaban el interior de un edificio. En
palabras de J.-M. Jacques, “au total, si naïf que puisse paraître le procédé, l’eccyclème,
dans un théâtre dont l’espace scénique était exclusivemente constitué par l’extérieur,
dont le décor figurait la façade des habitations, jamais le dedans, était pour le poète qui
voulait représenter une scène d’intérieur un expédient commode en même temps qu’une
convention nécessaire” (92). Aunque no estamos tan seguros de encontrarnos ante una
convención “necesaria”, ésta se hace extremada cuando, como sucede en Áyax, si es
que para este pasaje se usaba el ekkyklema, lo que no es nada probable, el personaje
ya en el exterior se dirige a Tecmesa para ordenarle “salir” (v. 369: ούκ έκτό?...).
Un primer problema es, de nuevo, el de la fecha de su posible introducción. Desde
luego no podemos esperar a aquella en que aparece ya el tecnicismo εκκύκλημα, el
siglo II a.C., puesto que hay alusiones a su funcionamiento muy anteriores y la duda
está no en si realmente se utilizó un artilugio semejante, del tipo que fuese, ya en el
siglo V, sino más bien en qué fecha dentro de éste, puesto que negar terminantemente
él empleo de este sencillo aparato en ese siglo, como hacen Di Benedetto y Medda
(22), nos parece fuera de lugar. Hammond, por ejemplo, cree que aún no estaba en
uso cuando se representó la Orestea y que los cadáveres eran todavía presentados en
escena a hombros, tal como ocurre en Siete contra Tehas (1972, 445). Pero pudo ser
una invención que se sumara a las que se produjeron por esos mismos años o algo
después. En realidad, son nuevamente parodias que se leen en Aristófanes (Acarnienses
y Tesmoforiantes) las que permiten sospechar el empleo del eklcyklema ya antes en las
representaciones trágicas175. En caso contrario, estas ocurrencias cómicas pierden su

174 Se suelen, para Eurípides, citar los casos de Ifigenia en Táuride 1435, Hipólito 1389, Medea
1317. El de Orestes 1625 es más imaginable que se resolviese con el theologeion, puesto que es una doble
aparición.
175 Taplin (1989a, 442) ve dudoso su empleo ya para obras de Esquilo y más bien cree que los
testimonios de Aristófanes en todo caso permiten aceptar la existencia del ekkyklema a partir del 425. Ver
sentido esencial como tales parodias. Y, según comentábamos al tratar de la mechané,
es muy razonable que fuese justamente algo antes del 450 cuando se introdujese tam­
bién el empleo de este aparato176 y tal vez se hizo ya uso de él al menos para Ayax de
Sófocles, que suponemos una de sus obras más tempranas conservadas, de la década
del 440177, y precisamente para una escena posterior al suicidio del héroe (¿caía éste
sobre la plataforma móvil?: es una pregunta muy lógica), cuando su cadáver debía ser
retirado y un actor quedaba así disponible para encarnar un nuevo papel.
En cuanto a su conformación y funcionamiento178, la duda principal179 está en si
se trataba de una plataforma fija y giratoria sobre un eje, lo que hubiera seguramente
planteado grandes dificultades técnicas y suponía una instalación que podía obstruir
la entrada de la skené, por lo que es la solución menos verosímil; o simplemente una
plataforma ligera movida sobre ruedas, que aparecía y desaparecía a través de esa misma
entrada. Pero este debate no tiene para nosotros mucha utilidad aquí: tendríamos en todo
caso, si releemos las imprecisas noticias antiguas, dos variedades del mismo artilugio:
Webster, que sin duda respeta la autoridad de Pickard-Cambridge, escribe sin embargo:
“We must however remember that if a wheeled sofa is possible a wheeled platform
is also possible” (1970, 9). Y lógicamente no sólo ha habido una discusión sobre su
estructura y forma, sino que, como sucede con la mechané, cada comentarista apela a
su empleo cuando así lo juzga conveniente en determinados pasajes de las obras, un
hecho que viene también de antiguo.

7.6. La cuestión básica reside en lo que nos atañe en que la fachada de la skené
era, según la entendemos, una barrera fija, sólo permeable dramáticamente a través
de sus puertas, pero no desplazable, en tanto que este nuevo aparato, del tipo que
fuese, podía permitir la ilusión de “ver” más allá de esa fachada y no sólo oír lo que
aconteciese tras ella. Nuestro teatro clásico (y es posible que el isabelino igualmente)
parece haber resuelto esta necesidad de ampliar la visión hacia la llamada “escena
interior” (“discovery-space” o “inner stage” en la terminología inglesa) sobre la base
de unas simples cortinas (paños)m, que pendían del balcón y con las que se cubrían
esas puertas (o quizás supuestas puertas), de modo que los espectadores, cuando eran

también de nuevo interesantes reservas sobre estos pasajes aristofánicos en Lefkowitz (1984, 148 s.), que
recuerda que los términos empleados no son tecnicismos.
176 Cf. Sommerstein 1998, 53 n. 39, con bibliografía muy pertinente.
177 Naturalmente para un caso como el de la visión del cadáver de Agamenón en la obra esquilea
de este nombre D i Benedetto y Medda creen, de acuerdo con su conocida tesis, que los espectadores lo
verían directamente en el interior, “perché i personaggi che erano aU’interno della casa apparissero visibili
al pubblico era sufficiente che essi si disponessero nei pressi della porta”, o “con la rimozione della facciata
o di una parte di essa: immaginando che si traitasse di una struttura piuttosto leggera” (23). En cuanto
al suicidio de Ayax, “il modo in cui si realizza... presenta elementi di problematicità... probabilmente il
suicidio avveniva dietro un qualche riparo che nascondeva Aiace alia vista... ed è quindi assimilabile alie
morti che avvengono retroscenicamente” (290).
178 Las noticias antiguas son más bien parcas: un escolio a Acarnienses 408 sólo indica que se trataba
de un artefacto de madera movido con ruedas y la explicación de Pólux (4.128) es prolija y desorientadora.
179 Cf. la extensa información de Pickard-Cambridge (1946, 101 ss., y en especial 119-122).
180 Cf. De los Reyes Peña, 165.
descorridas, pudiesen atisbar lo que ocurría en ese otro espacio, pero esto estaba faci­
litado por la disposición del corral, lo que no era válido para el teatro antiguo. Claro
es que cualquier suceso o personaje en ese interior generalmente se percibiría de modo
poco nítido, por el contraste de luz con el exterior del corral, por lo que no es raro
que fuese el lugar más idóneo, como en el mundo antiguo, para los acontecimientos
violentos o extraordinarios, así como para simular con los diversos huecos de las dos
plantas del fondo lugares sombríos como cavernas o mazmorras181.

Sobre aquella plataforma, fuese cual fuese su construcción y funcionamiento, se


podía ver un “interior”, no propiamente por su valor espacial sino por su sentido testi­
monial y de acuerdo con una mera convención. De este modo asistimos, por ejemplo,
en Acarnienses, a una escena en que Eurípides busca la inspiración en su casa y nos
es mostrado en un interior-exterior convencional. Este medio permitía igualmente al
público contemplar, en la tragedia, algún triste espectáculo, como el del cadáver de
la reina Clitemnestra en las dos Electras o la matanza de su familia efectuada por el
enajenado Heracles en la obra euripidea de este título, aunque desde luego las muertes
tuviesen lugar previamente en el interior invisible. Pero también en algún caso el difunto,
procedente del mundo exterior, aparecía en la escena portado por extras o por algún
personaje: así, como hemos recordado, en Siete contra Tebas, y luego en Andrómaca.
Así, con cualquiera de las soluciones citadas, se respetaba la tradición de no ofrecer
en escena los hechos violentos, sino sólo hacerlos objeto de una narración por boca
de un mensajero o personaje de función equivalente, pero mostrando en cambio sus
lamentables consecuencias, con lo que se acrecentaba el patetismo. Es claro que el
ekkyklema ofrecía de este modo un compromiso con un tabú tradicional sólo excepcio­
nalmente roto y fue a la vez una solución forzada por la inexistencia de telones que
pudieran alzarse. Y es evidente, por lo demás, que bastaba con uno solo para estos
efectos esporádicos y el dato de Pólux (4.128) de que podía haber uno disponible para
cada puerta es poco creíble, al menos para fechas antiguas, y escasamente práctico. En
cambio, la propuesta, ya citada, por parte de algunos analistas de que en realidad un
interior se podía ver a través de una puerta abierta denota escaso conocimiento de las
dificultades escénicas, pues ¿cuántos espectadores podrían ver ese interior? Es mucho
más fácil aceptar la función de esa plataforma móvil, aunque queden dudas sobre cómo
se producía ese desplazamiento hacia afuera de los personajes. El que Sófocles, reacio
a la carpintería escénica, aceptase probablemente este artilugio, nos invita a sospechar
que su manejo podía ser relativamente discreto, al menos bastante más que el de la
mechané, lo que quizás se corrobora con el silencio de Aristóteles al respecto, por
contraste con su crítica a los abusos de este otro artefacto.

Los dos aparatos mencionados fueron, en fin, el grado extremo de invención me­
cánica a que llegó el teatro ático de las primeras generaciones. La escena cobraba así
nuevas dimensiones espaciales y daba paso a un estatuto de convencionalidad mayor.
Pero estas máquinas, fuese cual fuese su fecha de creación y su funcionamiento,

181 Cf. Yarey, sobre todo 236 ss. y 249 ss.


tuvieron un empleo indudablemente esporádico, aplicado a solucionar problemas en
situaciones muy concretas y por consiguiente muy distinto del sistemático que corres­
pondía a otros elementos que se exhibían en la escena, como eran, por ejemplo, las
máscaras y disfraces, pero esa práctica no evitó que algún autor pretendiese fomentar
la espectacularidad de sus puestas en escena valiéndose del uso y hasta del posible
abuso de aquéllas.

8.1. En unos géneros teatrales que dependían básicamente de la palabra para las
referencias espaciales el empleo de alguna decoración, por mínima que fuese, era en
principio y como ya hemos apuntado bastante superfluo, pero, sobre todo si adoptamos
una perspectiva moderna, no dejó de ser también a la vez un útil hallazgo. Las noti­
cias antiguas, como tantas otras veces, no son acordes tampoco respecto a la fecha en
que tuvo lugar la aparición de alguna decoración primeriza, y aluden tanto a la época
de Esquilo y por obra del ya citado pintor Agatarco, como a la de Sófocles y con
el añadido de que estamos ante una iniciativa propia de éste último182. El desarrollo
alcanzado por la pintura ática por esas fechas permitió relativamente pronto sin duda
un cierto despliegue escenográfico, pero sin que sepamos con certeza si podía corres­
ponder a obras concretas y era por tanto renovable. Una tesis que, con este punto de
partida, va mucho más allá se lee con todo lujo de detalles en Pickard-Cambridge, con
expresiones como “ ‘sets’ for each type of scene, easily transferable” (1946, 123)183,
pero que no tienen una convincente justificación. El término σκηνογραφία empleado
para esta labor y que se encuentra desde el siglo IV, sólo indica que hubo una práctica
pictórica, razonablemente en un principio sobre la fachada de la skené, lo que nos
ofrece una referencia temporal derivada de la erección de la propia skené. Según los
cálculos recogidos por el mismo Pickard-Cambridge, la sucesión de obras que debían
representarse en una misma jornada apenas dejaría sin embargo tiempo para proceder
a posibles cambios de decorados184, y, por otra parte, la gran mayoría de los textos
sólo requeriría un mínimo, limitado a subrayar la existencia de una fachada y que sin
la menor duda podía valer para obras diferentes. Se ha calculado, efectivamente, que
a lo largo de la jornada apenas se contaría en total con un par de horas con la escena
y la orchestra vacías para realizar algunos cambios y tal vez la mayor parte de este
breve plazo se concentraba en el paso de la tetralogía trágica a la escenificación de
la comedia, si es que las comedias se representaban los mismos días y no, como ha
sostenido Luppe con buenos argumentos, con sus representaciones concentradas en
una jomada propia185. A lo sumo habría tiempo para introducir pequeños cambios
escénicos, lo que no es poco en todo caso en un teatro de tan radical economía. Así,
tendríamos un fondo decorado, pero bastante estable, como cree, por ejemplo, Wiles

182 Cf. Aristóteles, Po. 4.1449a.


183 Dearden opina a su vez que podían existir ya en el siglo V unos paneles con motivos decorativos
que o bien se correrían a voluntad o bien se fijarían sobre la fachada de la skené (38).
184 Ibid. Cf. también las observaciones de Webster 1970, 3 s., y Dearden, 3 s.
185 El pasaje siempre aducido de Aves 789 significaría simplemente “hasta nosotros, es decir, los que
estamos aquí en el teatro”, y no “hasta nosotros, es decir, los que estamos representando una comedia”:
cf. Luppe, 72 s.
(1997, 161), que ve, como nosotros, demasiadas dificultades para que se dispusiese
de decorados cambiantes: una decoración uniforme y tan neutra como la ausencia de
decorados. En todo caso, incluso si aceptamos la hipótesis de que en algún momento
se trató ya realmente de una decoración cambiante, sería lógico que se sintiera más
esa necesidad en obras o géneros (el drama satírico y la Comedia Antigua en especial)
que se atenían menos a un espacio estable. Ahora bien, cuando hablamos de la Anti­
gua sobre todo, creer que debían existir no ya sólo decorados que cambiasen de obra
a obra, sino que se adecuasen a los distintos momentos posibles, se nos antoja que
está muy fuera de lugar. Como señala en su detallada exposición sobre el tema Amott
(1962, 91 ss.), todo esto parece un mero anacronismo, derivado de la observación de
los usos de nuestra época.
Sea como sea, se ha de reconocer que el decorado es ciertamente un elemento
fácil de desarrollar por comparación con otros como la maquinaria o los grandes
telones y bambalinas. Y en nuestro clasicismo hubo ya un cierto progreso, que dio
lugar a invenciones como las llamadas apariencias, y con efectos de la carpintería
y la tramoya que llegaron a un virtuosismo inimaginable en el teatro antiguo. Por su
parte, en la Nea la decoración podía sin duda reducirse al mínimo, al tratarse con la
mayor frecuencia de unas fachadas urbanas de casas particulares, de modo que sólo
había que insistir en ella cuando, por ejemplo, como ocurre en Díscolo, la escena se
traslada a un ámbito rural. Sí hubo un enriquecimiento de los elementos decorativos
con el paso del tiempo, este dato opera en contra de quienes imaginan ya, en concreto
para la Comedia Antigua, un cierto lujo y variedad en este capítulo. Lo más fácil de
imaginar es que, tal como ocurre con la acción, el ámbito donde tenían lugar los su­
cesos se sabía porque así se decía en el texto, y, de haber cambios, eran sobre todo
las indicaciones verbales las que los mostraban.
Sin embargo, en Atenas, en algún momento impreciso, pero en todo caso no muy
antiguo, sabemos que hubo ya algunos humildes medios para cambiar la decoración, en
particular a base de unos artilugios giratorios llamados περίακτοι, que eran portadores,
según Vitrubio (5.6.8), de hasta tres decorados diferentes186, pero las descripciones que
nos han llegado de su forma y función son una vez más en extremo confusas. Debían
ser relativamente ligeros, para transportarlos con facilidad, y de ello dará un indicio
Plutarco {De gloria Ath. 348e) cuando imagina un desfile de símbolos teatrales y entre
otros (disfraces, máscaras, altares y los trípodes que premiaban a los coregos) están
las μηχανά? από σκηνή? περιάκτου?. Es de suponer que igualmente estos decorados
pudieron adoptar ciertas imágenes reutilizables para multitud de obras que apuntaban
a entornos convertidos en convencionales187, puesto que el principal elemento de fondo
seguían siendo la fachada de la skené y sus consabidas puertas, de modo que se po­
día aportar con ellas a la acción un dinamismo suficiente. Lo que es deducible del

186 Hay noticias además de que en Sicilia hubo decorados móviles, pero no podemos ir muy lejos
respecto a esta confusa información: cf. Bieber 1939, 140.
187 D e esta convencionalidad tenemos un ejemplo comparable en los decorados clásicos españoles,
que mostraban una serie de lugares posibles, hasta seis “consagrados” (mar, cielo, palacio, etc.).
empleo de los períciktoi es que permitían alterar con rapidez el paisaje escénico, ya
en el paso de una obra a otra, ya incluso en el curso de una, creando simbólicamente
(su tamaño no podía ser excesivo) la ilusión de un verdadero cambio de lugar. En
época helenística este sistema de la variada decoración se amplió, pero esto ya escapa
a nuestra atención aquí.

8.2. Cualquier opinión a favor de un decorado realista y ad hoc debería, en fin,


aportar argumentos de cierta solidez. Si no se puede negar, para el siglo Y, la exis­
tencia de algún decorado, contamos con el hecho cierto de que, como subraya Arnott,
históricamente “realistic scenery is not essential to the theatre; it is characteristic of
only a small part of it, and has been in use for a comparatively short period of time”
(1962, 92). El análisis de diversas formas teatrales, desde el teatro isabelino (Arnott
no aduce el drama clásico español) al No y el Kabuki japoneses o el del clasicismo
chino muestran una decoración mínima, esquemática y con tendencia a ser genérica y
desde luego simbólica. El cambio de decoración, tal como lo entendemos según nues­
tro teatro burgués, con multitud y variedad de elementos, es un concepto inaplicable
a muy diferentes modos de concebir la dramatización. Una buena parte de las obras
griegas no implica cambios de lugar, en lo que no está ya acorde nuestro teatro clásico,
que ofrece una gran flexibilidad en la localización, sin duda por una mayor capacidad
escenográfica. Un pintor como Agatarco, si hacemos caso de la noticia mencionada de
Vitrubio, pudo haber decorado la pared de la skené en un sentido precisamente genérico,
con un fondo válido para obras muy diversas. Y justamente esto se corroboraría porque
la necesidad, a partir de una fecha posterior pero incierta, de contar también con un
decorado cambiante, fue lo que llevó a la invención de los períactoi, que con gran
probabilidad, como hemos supuesto, eran de un carácter esencialmente simbólico.
Un texto que con gran frecuencia se ha imaginado que debía requerir una decora­
ción particular y que, por tanto, ha sido un argumento muy empleado para la defensa
de los decorados cambiantes, es Filoctetes. Sin embargo, tampoco debería hacer falta
añadir que era absolutamente inútil que la decoración especificase la clase de paraje
donde la acción tenía lugar, si ya la obra se inicia con unas palabras del personaje
Odiseo que iluminan prolijamente este aspecto. Un público habituado desde siempre
a todas las convenciones escénicas que hemos repasado no tendría el menor inconve­
niente en imaginar ese lugar descrito. La superposición del decorado particular y de la
prolija descripción verbal crearía en cambio una impresión de superfluidad absoluta.
Un cambio de decorado, por otra parte, sólo tiene sentido si conlleva (o está provo­
cado por) un cambio de lugar. La tragedia es poco propicia a que esto ocurra, lo que
para nosotros significa que en la representación de este género al menos el cambio
espacial no era un recurso deseable en sí, por lo que se apelaba a él sólo cuando el
argumento estrictamente lo forzaba. La comedia, como en casi todo, operaba de otro
modo, pero esto no implica que su propensión a los cambios desarrollase por sí sola
una decoración adecuada a ellos, que, además, hubiese sido tarea en exceso complicada
para los medios disponibles. Sus alteraciones son tan imaginativas y las vecindades tan
ilógicas que nos es dado suponer que en lo que menos se apoyaban era justamente en
unas decoraciones diferentes.
Dale (1969, 260) ve en el cambio de lugar, junto con la hipotética visión de un
interior, uno de los dos modos en que se rompe el esquema típico del drama antiguo,
definido esencialmente por elementos como la unidad espacial y la exclusiva visión de
un exterior. De ahí, invirtiendo ahora los términos, la localización unitaria continuada
de la gran mayoría de las tragedias o, en caso contrario, las precisiones ofrecidas por
el texto. Dale (120) incluso apunta la idea de que en este género posiblemente este
recurso, buscado hasta cierto punto durante un tiempo, habría caído en desuso por
contraposición a la libertad en este terreno de la comedia de la época: “Perhaps it
was dropped later because it was felt to be too reminiscent of comedy, where -in a
much more reckless form - it long remained at home”. Pero lo cierto es que, mientras
la imaginación cómica invitaba a la imprevisibilidad espacial, los argumentos trágicos
y el esquema genérico más bien tendían a lo contrario. Así, sólo con grandes reservas
podríamos acceder a la tesis de esa evolución expuesta por Dale.
En cuanto a los cambios espaciales en la comedia, apenas merece la pena insistir
en ellos, puesto que son bien conocidos y justamente como uno de los recursos más
ágiles y en línea con la imaginación desbordada de la Antigua, por contraste tanto con
la tragedia como con la Nea. Obras como Acarnienses, Aves o Ranas nos trasladan con
las alas de la palabra de un lugar a otro, sin limitarse a espacios realistas o previsibles,
sino invadiendo el reino de la fantasía. Los espectadores esperarían justamente estos
cambios sorprendentes, que podían trastocar el propio dominio del mito o llevar a
invenciones tan notables como el vehículo de Trigeo. Aristófanes, y resumimos en su
nombre a tantos de sus competidores, se emplea a fondo en este ámbito del disparate
espacial. Las duras restricciones de la escena ática se quiebran así estrepitosamente,
pero es con la palabra como arma con la que esto sucede, no con una escenografía
muy limitada o casi, si se nos permite decirlo así, inexistente.
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