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Eticas Materiales y Formales PDF
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Según las éticas de bienes, para entender qué es la moral conviene descubrir ante todo el bien o
fin que los seres humanos persiguen, es decir, el objeto de la voluntad humana, y después
esforzarse en describir su contenido y en mostrar cómo alcanzarlo.
Una ética de bienes sería aquella que se rige por los siguientes principios: 1) Esto debe quererse
como fin último porque es lo más bueno en el orden práctico; 2)Esto debe quererse como medio
porque es condición necesaria de lo más humano en el orden práctico. Naturalmente, toda ética
de bienes propone fines, pero los propone precisamente por ser buenos. La ética de fines
aceptaría los dos principios anteriores, pero añadiría un tercero: 3) Y esto es lo más bueno en el
orden práctico porque es el fin último querido por Dios, la naturaleza, la naturaleza humana, el
Estado, etc. Naturalmente, toda ética de fines apela a la bondad de éstos; pero la justifica por
ser queridos.
En el seno de las éticas de bienes se produce una escisión entre las éticas de fines y las de
móviles. Según los defensores de las éticas de fines, la ética de bienes se caracteriza porque la
bondad o maldad de los actos humanos dependen de la adecuación o inadecuación al fin que se
proponen. Estos fines pueden clasificarse en dos grandes bloques: fines egoístas (donde todos
los valores son auto-relativos) y fines altruistas (donde todos los bienes son hetero-relativos). En
ambos casos, sin embargo, ya se dé más importancia al propio yo o al tú, hay algo común, a
saber, que su objeto es algo concreto, dado en la naturaleza misma, en la vida, o no separable
totalmente de ella.
Por su parte las éticas de móviles juzgan necesario para determinar el bien de los seres
humanos indagar empíricamente cuáles son los móviles de la conducta humana: qué bienes
mueven a los hombres a obrar. Para descubrir tales móviles recurren a la psicología y a un
método empirista, capaz de detectar los móviles empíricos de la conducta.
La distinción entre éticas materiales y éticas formales –distinción propuesta por Max Scheler– es
una distinción de los tipos extremos de fundamentos que cabe atribuir a la moral o la ética. La
distinción propuesta por Scheler era, por lo demás, una generalización de la distinción de Kant
entre la materia y la formade la “facultad de desear”. Pero Kant entendía la materia en el sentido
subjetivo (inmanente al sujeto deseante) que afecta a cualquier objeto empírico que pueda ser
apetecido por la facultad de desear regulada por el principio del placer, de la felicidad subjetiva
ligada a la consecución del acto. Kant llama imperativos (y no meras máximas o reglas
subjetivas que pueden darse arbitrariamente en la facultad de desear) a las reglas objetivas que
obligan a la acción como deberes. Pero Kant establece que cuando esos imperativos son las
reglas que la voluntad debe reconocer como necesarias para conseguir la materia previamente
deseada, serán imperativos hipotéticos y por tanto carentes de significado moral, pues ellos son
un simple episodio de la concatenación causal material y por tanto, no hay autonomía puesto
que ahora la voluntad se determina por una regla que, en realidad, está impuesta por una
materia empírica. Para que la regla se convierta en ley moral la voluntad habrá de limitarse a
suponerse a sí misma, es decir, habrá de eliminar toda materia y actuar en virtud de su propia
forma, a saber, la universalidad y la necesidad. El imperativo categórico kantiano elimina, pues,
toda materia subjetiva y se presenta, por tanto, como un imperativo formal. Scheler, que
considera correcta la hipótesis formulada por Kant, subraya la presencia necesaria de una
materia en todo acto de desear, pues sin materia alguna el acto de desear sería vacío, si bien
concede a Kant que tal materia no debe ser subjetiva y señala a otras materias, no subjetivas,
sino objetivas, como determinantes adecuados de la acción moral. Distingue de este modo, en
general, las éticas formales de las éticas materiales.
Opuestas al formalismo kantiano hay que distinguir entre la ética de los bienes y la de los
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valores. La de los bienes comprende todas las doctrinas que, fundadas en el hedonismo o
consecución de la felicidad, comienzan por plantearse un fin. Según este fin, la moral se llama
utilitaria, perfeccionista, evolucionista, individual, religiosa, etc. Su carácter común es el hecho
de que la bondad o maldad de todo acto dependa de a adecuación o inadecuación con el fin
propuesto, a diferencia del rigorismo kantiano donde las nociones de deber, intención, buena
voluntad y moralidad interna anulan todo posible eudemonismo en la conducta moral. En una
dirección parecida, pero con distintos fundamentos, se halla la ética de los valores, la cual
representa, por un lado, una síntesis del formalismo y del materialismo, y, por otro, una
conciliación entre el empirismo y el apriorismo moral. El mayor sistematizador de este tipo de
ética, Scheler, la ha definido como un apriorismo moral material, pues en él empieza por
excluirse todo relativismo, aunque, al mismo tiempo, se reconoce la imposibilidad de fundar las
normas efectivas de la ética en un imperativo vacío y abstracto. El hecho de que semejante ética
se funde en los valores demuestra ya el “objetivismo” que la guía, sobre todo si se tiene en
cuenta que en la teoría de Scheler el valor moral se halla ausente de la tabla de valores y, por lo
tanto, consiste justamente en la realización de un valor positivo sin sacrificio de los valores
superiores y de completo acuerdo con el carácter de cada personalidad.
Por “éticas materiales” no hay que entender éticas que propongan fines de tipo material o
“materialistas”. Las éticas materiales dan un contenido a la tarea moral, especificando cuales
deben ser los “fines morales” que debe proponerse el hombre y convirtiendo toda “norma moral”
ennorma para un fin.
Las éticas formales tratan de fundar la moral sin un contenido específico. La moral es una
“forma” cuyo contenido, en lo esencial, es algo circunstancial.
Además de la distinción entre éticas materiales y éticas formales, es usual agrupar las teorías
éticas en dos grandes grupos: deontologistas y teleologistas. Sin embargo, la terminología varía
aquí mucho: por “deontologistas” es frecuente emplear hoy “contractualistas”, mientras que por
“teleologista” se usa hoy generalmente “consecuencialista”.
Una visión deontologista de la moral está estrechamente ligada con las ideas de derecho y de
democracia: la doctrina popular de los derechos humanos es precisamente el mejor ejemplo de
doctrina deontologista. Por el contrario, el punto de vista teleologista en la moral guarda gran
semejanza (como lo muestra la historia del utilitarismo) con el del hombre práctico, el que busca
“resultados”, el hombre de la actividad económica.
Las teorías deontologistas señalan la obediencia a la ley como elemento esencial de la acción
moral: sólo obramos moralmente cuando obedecemos a la ley y porque obedecemos a la ley.
Naturalmente, los deontologistas no toman la palabra “ley” en el sentido del derecho positivo,
pero tampoco en el sentido de la antigua ley natural, cargada de contenidos concretos. En la
forma más simple, propuesta por Kant, la obediencia se debe a aquellas normas que puedan
resultar universalizables, es decir, que reúnan las condiciones formales (imparcialidad, utilidad
general...) para ser leyes. El deontologismo kantiano era demasiado abstracto; el actual suele
expresarse en un estilo contractualista. De acuerdo con él, son malas aquellas acciones que
resultarían rechazadas bajo un sistema de regulación de la conducta que nadie, en situación de
igualdad y libertad, rechazaría como base de común acuerdo. Como esta situación de igualdad y
libertad completas sólo puede darse en una situación hipotética, la de “estado de naturaleza”, los
(hipotéticos) acuerdos en el estado original de naturaleza constituían así las leyes o las
instituciones morales.
Se consideran éticas deontológicas (del griego deon, deber) aquellas que encuentran en el deber
mismo incondicionado el elemento moral de la acción. Su punto central de interés está
constituido por lo moralmente exigible, que consiste en atender a los intereses generalizables.
Pera las éticas deontológicas contemporáneas (Köhlberg, Rawls, Apel) la tarea moral consiste en
“decir qué reglas mínimas hemos de seguir para que cada uno viva según sus ideales de
felicidad”. Los que se inscriben en esta línea, sitúan la esfera del deber en los mínimos exigibles
universalmente, mientras que los máximos sustanciales de felicidad no se pueden exigir, sino
únicamente invitar a su realización.
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Las éticas de fines creen que para determinar en qué consiste el bien humano es preciso
desentrañar cuál es la esencia del hombre, ya que, descubriéndola, podremos afirmar que su
bien y su fin consisten en realizarla en plenitud. Por eso acuden a la metafísica, que es el saber
capaz de desvelar la esencia de los seres, y recurren al método creado por Aristóteles, el método
empírico-racional, que parte de la experiencia y prosigue sus indagaciones a través de los
conceptos.
1. Éticas materiales
1.1 Aristóteles
En el libro I de la Ética a Nicómaco plantea Aristóteles un problema clave para la ética: cada
actividad humana persigue un bien que es, por tanto, su fin, como ocurre con la medicina, que
tiene por fin la salud, o con la construcción, que tiene por meta la casa; pero los distintos fines
tiene a su vez otros, porque siempre cabe preguntas: “salud, ¿para qué?”, “edificios, ¿para
qué?”. En esta jerarquía de fines, los subordinados tienen menor importancia porque no se
buscan por sí mismos, sino por el fin superior.
El pensamiento griego no podía soportar la idea de que una serie de elementos subordinados
entre sí fuera infinita. Por eso, según Aristóteles, todas las actividades humanas tienden a un fin,
y todos los fines son a su vez medios para un fin último, que da razón de los restantes.
Estudiamos para obtener un título, y queremos el título para conseguir un puesto de trabajo; y,
si seguimos preguntando “para qué?”, acabaremos reconociendo un fin último de nuestros actos:
queremos ser felices.
El fin último natural de las acciones humanas es, pues, la felicidad, porque mientras tiene
sentido preguntar “construir casas, ¿para qué?”, y responder “para ser felices”, carece de
sentido preguntar, “felicidad, ¿para qué?”. Sin embargo, hay discrepancias a la hora de
determinar en qué consiste la felicidad, ya que unos la cifran en el dinero, otros, en recibir
honores. Por eso es preciso trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que la
identifiquemos con la felicidad y después buscar cuál de nuestras actividades los posee. La
felicidad será, pues,
un bien perfecto, es decir, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él, a
diferencia de los bienes útiles, que se buscan por otra cosa;
un bien suficiente por sí mismo, o sea, que hace deseable la vida por sí mismo, de
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manera que quien lo posee ya no desea otra cosa, aunque no es incompatible con gozar de
otros bienes;
el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser humano,
según la virtud más excelente;
Para aclarar estas dos últimas características intentará Aristóteles dilucidar cuál es la función
más propia del ser humano, y distinguir entre las acciones que tienen un fin en sí mismas y las
que se realizan por un fin externo a ellas.
Con el recurso a la función más propia del hombre enlazamos con la moral del mundo homérico:
cada ser humano tiene una función (ser soldado, gobernante, …) y sus obligaciones morales
consisten en desempeñarla bien y en intentar adquirir las virtudes adecuadas para ello.
Pero Aristóteles va más allá del mundo de una comunidad y se pregunta si hay una función
propia, no del soldado, del músico o del deportista, sino una función propia del ser humano como
tal. Si existiera una actividad en la que se expresara esa función, en el desempeño de esa
actividad a lo largo de la vida entera consistiría la felicidad, y la virtud que preparara para su
ejercicio sería la más perfecta.
Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que aquellas cuyos
fines son distintos de ellas. Por ejemplo, charlar o pasear con los amigos son acciones que se
realizan por el disfrute mismo que proporcionan; mientras que ir a un lugar determinado no se
hace por disfrutar yendo, sino por llegar á él.
Las acciones más perfectas ni necesitan de algo más, ni hace falta que terminen, porque lo que
queremos conseguir con ellas en ellas mismas se contiene; por eso, si existe una actividad
propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y autosuficiente, será del tipo de
acciones que tiene el fin en sí misma.
Sin embargo, el ejercicio continuo de la vida contemplativa es imposible para los seres humanos,
por eso se realizará también moralmente quien viva según su intelecto práctico, es decir,
dominando sus pasiones para lograr la felicidad. Y en esta tarea nos ayudarán las virtudes, que
pueden ser dianoéticas, o de la inteligencia, y éticas, o del carácter.
La virtud dianoética es la prudencia, que constituye la “sabiduría práctica” porque nos ayuda a
deliberar bien, sobre lo que nos conviene en el conjunto de nuestra vida; a discernir, a tomar
decisiones, entre el defecto y el exceso, orientado a las demás virtudes: el valor, por ejemplo,
será el término medio entre la cobardía y la temeridad.
Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita vivir en una
ciudad regida por leyes buenas, porque el logosque nos capacita para la vida contemplativa y
para tomar decisiones individuales prudentes también nos habilita para vivir en sociedad. Por
eso la ética exige la política; el bien supremo individual (la felicidad) requiere una poliscon leyes
justas.
1.2 Epicureísmo
Para los epicúreos, el principio supremo moral es la búsqueda del placer (hedonismo). Pero estos
placeres deben procurar tranquilidad de espíritu. De ahí que Epicuro se incline por placeres de
tipo espiritual, que son los que pueden procurar la ataraxia o ánimo sereno.
El primitivo significado de la palabra «bueno» no expresa una consonancia con cierto orden de
carácter ideal o real, sino que traduce en el fondo una relación con nuestras potencias apetitivas.
Por agradarnos una cosa y traernos placer, la llamamos buena; porque otra nos desagrada y nos
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acarrea molestias, la llamamos mala.. No es el principio ético un bien objetivo en sí, sino que el
placer subjetivo se convierte en principio del bien. “El placer es el principio y el fin de la vida
feliz». “Una teoría no errónea de los deseos acierta a dirigir toda elección nuestra y toda
aversión hacia la salud del cuerpo y la imperturbabilidad del alma, pues éste es el fin de una vida
feliz; y todo lo que hacemos, lo hacemos para evitar el dolor del cuerpo y la turbación del alma”.
1.3 Estoicismo
Los estoicos propugnan un hombre virtuoso que actúe de acuerdo con su razón y que domine
sus pasiones. La apatía.
¿En qué consiste el bien moral? Cleantes acuñó el concepto básico de “vivir conforme a la
naturaleza”. Se expresaba comúnmente con esta norma un fin y orientación de la vida. Otra
fórmula rezaba así: bueno es lo conveniente, o lo que es justo y debido. Por ser el hombre un
ser racional, lo debido viene a concretarse en “una conducta a tono con la naturaleza racional del
hombre y fundada en ella”.
La ataraxia y la apatía sólo se pueden conseguir desentendiéndose del mundo y sus problemas,
encerrándose en uno mismo.
Hume sostiene que la moralidad se determina mediante el sentimiento. Esto quiere decir que en
todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro hombre, que le
permite sentir la moralidad del mismo modo.
Hume plantea el siguiente problema: ¿cuáles son los principios generales de la moral?, ¿en qué
medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura? Y señala
que la razón tiene una aportación notable en la alabanza moral: las cualidades o las acciones
que alabamos son aquellas que guardan relación con la utilidad, con las consecuencias
beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para su poseedor. Señala también que,
excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las leyes más justas, leyes que respeten
los intereses contrapuestos de las personas y las peculiares circunstancias de cada acción. La
razón puede ayudarnos a decidir cuáles son las consecuencias de cada acción, útiles o
perniciosas, y por tanto, debe tener cierto papel en la experiencia moral.
captamos el contenido de los valores –su materia–, sin necesidad de extraerla de la experiencia:
la ética puede ser material sin ser empirista.
1.5.1 Scheler
Scheler expone su teoría como contrapuesta a la “ética formal” de Kant, aunque acepta diversos
supuestos de la misma. Pretende probar que su teoría no incurre en los errores que la de Kant
atribuye a las éticas materiales. Ante todo, viene el reproche de que toda ética material ha de
ser ética de los bienes y de los fines. Scheler establece su ética material de los valores
arrancando de la fenomenología de Husserl, que establece la posibilidad de una objetividad
puramente ideal.
¿Qué son estos valores?. Los valores no son cosas, no son realidades que podamos encontrar en
el mundo: simplemente valen. Los valores son inespaciales e intemporales, aunque para
realizarse necesitan de seres espaciales y temporales. Pero los valores en sí mismo gozan de una
cierta idealidad, que los hace sustraerse a las condiciones del espacio y del tiempo. De ahí que
los valores tampoco sean relativos a las distintas épocas. Los valores son inalterables. Lo único
que puede considerarse relativo es la captación humana de determinados valores. Ha habido
épocas en las que no se han captado valores que ahora se captan y, posiblemente, en un futuro
se captarán otros valores que ahora no vemos.
Los valores son también bipolares: poseen un polo bueno o positivo y uno malo o negativo. La
tarea moral consiste en realizar los valores positivos y en evitar los negativos.
¿Cómo sabemos cuales son unos y otros? Aquí podríamos interpretar la captación de los valores
desde un ángulo relativista. Para los distintos individuos los valores pueden ser mejores o peores
según el punto de vista que adopten.
Para Kant, toda ética material es empírica y a posteriori. La ética formal es a priori. Pero Scheler
reclama que el conocimiento de los valores no viene de esta experiencia común, ni es empírico.
La decisión no puede ser nunca fruto de una operación intelectual o racional. Aquí expone
Scheler su teoría de la intuición eidética de los valores, del mismo orden de la intuición de las
esencias lógicas que enseño Husserl. Los valores son percibidos por una intuición emocional del
orden del sentimiento y de la preferencia de su distinta jerarquía axiológica. La intuición de los
valores es a priori; pero este apriorismo es distinto del a priori formal kantiano. El error de Kant
está en haber confundido el a priori con lo formal, y todo lo a posteriori con lo material y
empírico.
Los valores son fruto de una intuición emocional porque los valores no se razonan: se captan.
Ahora bien, para que los valores se nos den, a esta captación intuitiva le hace falta una
preparación intelectual. Un hombre inculto tendrá mucho más disminuida su capacidad para
intuir determinados valores, y sólo captará los más brutos y primarios. En este sentido, la ética
de los valores no es una ética popular: a los elementales criterios de “bien” y “mal” opone una
serie de matizaciones o jerarquías. De ahí la necesidad de una preparación intelectual.
La jerarquía de los valores: de menos valiosos a más valiosos, la establece Scheler así: 1)
valores útiles; 2) valores vitales; 3) valores espirituales; 4) valores religiosos. Los valores
estrictamente morales no figuran en la tabla. La tabla moral consiste en la realización de los
restantes valores. Bueno será realizar los valores positivos, y malo realizar los valores negativos,
preferir los valores inferiores y no realizar los valores positivos, que se consideran dignos de
realizarse. Porque la tarea moral no se agota en “preferir” unos valores a otros; si no se realizan
de modo efectivo, la vida moral queda incompleta. La ética de los valores tiene en común con las
éticas formales el no desear directamente que los hombres sean “buenos” ni se realicen los
valores por algo: los valores deben ser realizados por ellos mismos, porque son algo superior,
que vale y que debe ponerse en práctica. Los valores son autónomos, atendibles por sí mismos.
Ni son algo que el hombre crea, ni tampoco algo que Dios crea.
1.5.2 El utilitarismo
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La meta de la moral consiste en alcanzar la mayor felicidad (el mayor placer) para el
mayor número posible de seres vivos. Ante dos cursos de acción, actuará de forma
moralmente correcta quien elija aquel que proporciona la mayor felicidad para el mayor
número.
Este principio de moralidad es a la vez un criterio para tomar decisiones racionales y, aplicado a
la vida social, ha sido responsable del desarrollo de la economía del bienestar y de una gran
cantidad de reformas sociales. Aparece por primera vez en el libro de Cesare Beccaria Sobre los
delitos y las penas, pero los utilitaristas consideramos como clásicos son tres: Bentham, J.S. Mill
y Henry Sidgwick.
Bentham introduce una aritmética de los placeres, que descansa en dos supuestos:
el placer es susceptible de medida, porque todos los placeres son iguales en cualidad.
Teniendo en cuenta criterios de intensidad, duración, proximidad y seguridad, se podrá
calcular la mayor cantidad de placer
los placeres de las distintas personas pueden compararse entre sí para alcanzar un
máximo total de placer
Sin embargo, Mill rechaza estos supuestos y afirma que los placeres no se diferencian por la
cantidad, sino por la cualidad, de suerte que hay placeres superiores y placeres inferiores. Son
las personas que han experimentado ambos quienes están legitimadas para decidir cuáles son
superiores y cuáles inferiores, y sucede que éstas prefieren siempre los placeres intelectuales y
morales. Por eso puede decir Mill que es mejor ser “Sócrates insatisfecho que loco satisfecho”:
los seres humanos necesitan más para ser felices que los animales.
El utilitarismo de Mill ha sido calificado de “idealista” porque, hasta tal punto valora los
sentimientos sociales como fuente de placer, que asegura que en las condiciones desgraciadas
de nuestro mundo la doctrina utilitarista puede exigir a un hombre sacrificar su felicidad por la
felicidad común.
utilitarismo del acto, que exige valorar la corrección de cada acción por las
consecuencias que provoca
utilitarismo de la regla, que exige considerar si la acción ante la que nos encontramos
se somete a alguna de las reglas que ya consideramos morales por la bondad de sus
consecuencias. Este modo de proceder ahora energías y aprovecha la experiencia que las
personas ya hemos acumulado en la historia.
Mill define el utilitarismo como «el credo que acepta como fundamento la utilidad, o principio de
la felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la
felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad». La felicidad es el
placer y la ausencia de dolor, y la infelicidad la presencia del dolor y la ausencia del placer. La
búsqueda de la virtud constituye el factor más importante para alcanzar la felicidad, felicidad
personal y social, que llega a identificarse con el placer. Los placeres no se pueden comparar
cuantitativamente, sino en función de su cualidad. Así distingue entre placeres “superiores” e
“inferiores”. Se han de preferir los “superiores”. Por otro lado, como todos los hombres desean el
placer, éste es universalmente deseable, constituyéndose así el fundamento objetivo de la ética.
Su consecución producirá individuos autosatisfechos y autorrespetados. Esto sólo podrá lograrse
a través de la educación moral e intelectual. Mill señala que el utilitarismo (y toda suerte de
hedonismo ético) han sido objeto de incomprensión desde la antigüedad, ya que ningún
hedonista ético trata, salvo alguna excepción irrelevante, de rebajar a los seres humanos
igualándolos a los puercos. Cuando se defiende que el objetivo humano por excelencia es la
búsqueda del placer o de la felicidad, se habla no de un “placer” o una “felicidad” no cualificados,
que pudieran ser disfrutados por igual por los animales más simples y por los seres humanos. El
hedonismo de Epicuro o de Mill se fija exclusivamente en el placer humano, o la felicidad
humana, lo que involucra una referencia a todas las capacidades humanas, especialmente a las
capacidades propias del intelecto, o las que acompañan a la excelencia, virtud, o areté y el
desarrollo de todos los sentimientos armoniosos de amistar y cooperación entre los humanos.
Desde el punto de vista de la división tradicional entre éticas teleológicas o de fines, y éticas
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deontológicas o del deber, el utilitarismo puede considerarse, sin lugar a dudas, como la doctrina
ética teleológica más representativa y de mayor repercusión en la filosofía moral.
Contemporáneamente no es infrecuente que se le considere como una de las diversas variantes
del consecuencialismo.
El utilitarismo parte de un hedonismo psicológico, más o menos matizado, que considera que,
como cuestión fáctica, el hombre obra de acuerdo con el principio de maximizar su placer y
minimizar su dolor, y de ahí pasa, mediante una serie de razonamientos, más o menos
defendibles, o más o menos falaces, según los intérpretes, a un hedonismo ético que admitiría
dos variantes: a) hedonismo ético egoísta, predominante en ciertas partes de los escritos de
Bentham, que considera como deber del hombre la búsqueda de la propia felicidad y b)
hedonismo ético universal, que considera que es deber de todo hombre ocuparse
imparcialmente, y al mismo tiempo, tanto de la promoción de su felicidad particular como del
incremento del bienestar general de todos los seres humanos, e incluso de todos los seres
sintientes, de forma que se contribuya a la producción de la mayor felicidad total. Según la
justificación del principio utilitarista parecería que los pasos a seguir serían los tres siguientes: a)
todo el mundo desea su felicidad (hedonismo psicológico); b) es deseable que todo el mundo
busque su felicidad (hedonismo ético egoísta); c) es deseable que todo el mundo busque la
felicidad de todo el mundo, incluida la suya propia (hedonismo ético universal).
Esta “deducción” del principio del utilitarismo a partir de lo deseado ha sido objeto de una doble
crítica. Por una parte, como es el caso de Moore en Principia ethica, parece lógicamente falaz el
paso del isal ought, o lo que es igual de lo “deseado”, perteneciente al mundo de los hechos, a lo
“deseable”, propio del mundo de los valores y las prescripciones, por lo cual, a juicio de Moore,
una justificación como la de Mill incurriría en la falacia naturalista. Por lo demás el paso de b) a
c) implicaría lo que algunos autores han denominado la falacia de la composición. El hedonismo
psicológico aparece claramente establecido por Bentham al afirmar que «Nature has placed
mankind under the governance of two sovering masters, pain and pleasure» y de alguna manera
es así mismo suscrito por J. S. Mill al afirmar que «no puede ofrecerse razón alguna de por qué
la felicidad general es deseable excepto que cada persona en la medida en que la considera
alcanzable desea su propia felicidad». Para Mill, siempre actuamos movidos por el placer y el
dolor, lo que ocurre es que su noción de placer se adecua a todo lo que el ser humano considera
placentero (incluida una vida virtuosa, dedicada a su autodesarrollo o al desarrollo de los
requisitos y estructuras que propicien el que los demás se auto-respeten, y se auto-desarrollen
también).
1. Utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla. Se entiende por utilitarismo del acto aquel
que toma sólo en cuenta, a la hora de determinar la bondad o maldad de una acción
determinada, las consecuencias concretas y directas que de la misma se derivan, mientras
que el utilitarismo de la regla tomaría en consideración las consecuencias que se originan
de la aplicación habitual de la regla bajo la que se subsume un acto determinado. Mentir,
por ejemplo, suele considerarse habitualmente un acto malo, dadas las consecuencias
perniciosas para la vida en sociedad, de tal forma que un utilitarista de la regla lo
condenaría sin paliativos. Un utilitarista del acto, sin embargo, podría considerar que, en
determinadas ocasiones, si la mentira en cuestión va a producir más beneficio que daño en
términos generales, no sólo no es reprensible, sino que, como en el caso de las “mentiras
piadosas”, puede convertirse en algo recomendable.
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1. El utilitarismo hedonista sería el defendido por Bentham, con su reivindicación del valor de
todos los placeres por igual, en tanto en cuanto sean placeres. Si el placer es lo que
cuenta, todos los placeres, por toscos, rudimentarios y groseros o grotescos que parezcan
han de contar por igual. Así, el entretenerse con el tute ha de ser tomado tan en serio y
éticamente con el mismo valor como el dedicarse al arte, la ciencia, la música o la poesía,
con tal de que produzca el mismo monto de felicidad a las personas particulares que lo
practiquen.
De acuerdo con R. Wollheim (“John Stuart Mill and Isiah Berlin – The ends of Life and the
Preliminaries of Morality”, en A. Ryan (ed.), The idea of freedom, OUP, Oxford, 1979) el
utilitarismo de Mill constaría de tres tramos o niveles. En el nivel superior aparecería el
utilitarismo complejo, que prescribe la maximización de la utilidad de acuerdo con un agente
moral que podríamos considerar situado en el nivel post-convencional de Köhlberg, que elabora
por sí mismo, de acuerdo con sus reflexiones y convicciones, sus criterios de felicidad personal y
de la felicidad a percibir por los implicados por su acción. Este tipo de utilitarismo es el que entra
en vigor cuando se cumplen las condiciones requeridas para que el agente posea su propio
concepto de felicidad y conozca las concepciones que poseen los demás. En suma, es válido
únicamente cuando los hombres han desarrollado sus facultades plenamente.
En el segundo tramo o nivel se encontraría el utilitarismo simple (que parece coincidir con el
utilitarismo hedonista de Bentham, con algunas matizaciones, ya que incluye tanto una
concepción monística de la utilidad, como una concepción pluralista pero jerárquica). Este
utilitarismo es válido en tanto en cuanto los hombres no hayan formado sus concepciones de su
felicidad, dedicándose más bien a la búsqueda del placer que de la felicidad, tanto para ellos
mismos como para los demás.
Por último, en el tramo o nivel más bajo se encontraría lo que Wollheim denomina utilitarismo
preliminar, que promueve todo aquello que es necesario para que la gente se forme su concepto
de felicidad, o para que lo mantenga en el caso de que ya lo haya formado. Dicho utilitarismo es
válido ya bien cuando las concepciones de felicidad no están del todo formadas, o cuando ya
están formadas y se trata de mantenerlas. De acuerdo con esta interpretación de Wollheim el
utilitarismo preliminar siempre es válido, y más aún, cuando entra en conflicto con los dos
tramos previos, a menos que se produzca un coste en utilidad excesivamente grave, este
utilitarismo preliminarprevalece siempre, de tal modo que «la educación para la felicidad es más
importante que la obtención ya bien del placer o de la felicidad» (p. 267)
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sustancialmente, de hecho hay que decir en honor de Bentham que en su teoría hay ya
una importante distinción y diferenciación de los placeres, si no por sus cualidades
intrínsecas sí por los efectos que de ellos se derivan. Los veros famosos que popularizaron
su doctrina nos dan cuenta de los efectos o resultados que hacen a un placer
extrínsecamente más valioso que otro:
Si bien a nivel teórico pueden existir diferencias entre los planteamientos de Bentham y Mill,
requisitos tales como el de la fecundidad de los placeres (fructífero, intenso, largo, etc.), hacen
que, de hecho, en la práctica, Bentham hubiera de preferir también al Sócrates insatisfechos,
que incitaría a reformas sociales importantes que reportarían una felicidad al mayor número, que
al necio insatisfecho, así como también habría de preferir el placer de relacionarse íntimamente
con la literatura, que el placer de estar en contacto con el licor, a tenor de los efectos
secundarios de esta última experiencia.
1. Utilitarismo de la preferencia. Una de las objeciones que se han hecho desde antiguo al
utilitarismo consiste en la dificultad de determinar en qué consiste la “felicidad” que se
supone debe ser maximizada. Se plantea la cuestión, por ejemplo, de si por “felicidad” ha
de entenderse un estado mental subjetivo, o si ha de apuntar a alguna cuestión más o
menos objetivable. En este sentido es bien conocida la postura de Griffin, rechazando un
hedonismo de “estados mentales” y apelando a la noción de “deseos informados” como
mejor candidata para explicar el sentido último de la “utilidad”, donde “deseos informados”
no significa simplemente los “deseos actuales” de una persona, o de una mayoría de
personas, sino los deseos que la gente albergaría si comprendiese la naturaleza de los
posibles objetos de deseo. Para Hare la noción racional es aquella que es preferida cuando
nuestras preferencias actuales han pasado por el tamiz de lo que los hechos y la lógica
demandan. El utilitarismo de la preferencia, que en algún lugar enfatiza que ha de ser
imparcial, parecería presentar la ventaja, frente al utilitarismo de la felicidad, de evitar
tanto el paternalismo (alguien podría proclamar que sabe mejor que nosotros en qué
consiste nuestra “felicidad” y “obligarnos” a ser felices en el sentido que él lo entiende),
como al dogmatismo o la dictadura benévola, o al despotismo ilustrado. Es decir, el
utilitarismo de la felicidad parece conllevar el riesgo, ausente en el utilitarismo de la
preferencia, de que quienes ostentan los poderes diversos sepan lo que redunda en la
mayor felicidad de la comunidad y no se dignen atender a los deseos y las preferencias
existentes, sino que, basándose en unas supuestas preferencias reales o potenciales
ejerzan como absolutos déspotas, desoyendo los requerimientos de la mayoría.
2. Utilitarismo ampliado y los derechos prima facie. Martín Diego Farrell propone la
incorporación de derechos individuales prima facie al utilitarismo, derechos que por
supuesto no son absolutos, sino “desplazables”, no por otros derechos de rango superior,
sino por consideraciones de utilidad, por el cálculo de consecuencias. Ahora bien, si un
derecho, como pudiera ser el derecho a igual consideración defendido por Dworkin, puede
ser desplazado por consideraciones de utilidad, no puede ser desplazado siempre por
consideraciones de utilidad. ¿En qué casos prevalece el derecho y en cuáles el cálculo
utilitarista? La respuesta de Farrell es: «Si existe una alternativa disponible que permita
que ese derecho sea respetado, aun a costa de la pérdida de cierto grado de utilidad,
entonces el derecho prevalece. Si para evitar consecuencias desastrosas, en cambio, no
hay más alternativa disponible que violar el derecho, entonces el cálculo utilitarista
prevalece» (Utilitarismo, ética y política, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1983, p. 367)
2. Éticas formales
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Las éticas formales tratan de eludir cualquier contenido moral. Lo que importa es la “forma”
misma de la moralidad. Las éticas formales no se interesan ni por los fines ni por las
consecuencias de los actos morales (no son teleológicos), sino que fundan la moralidad de un
acto en el hecho moral de que se percibe su obligación (es deontológico). La moral de Kant, para
quien el único motivo de actuación moral es la voluntad buena, aquella que se decide a obrar por
fuerza del imperativo categórico, o simplemente por deber, es una ética formal clásica; la ética
de R.M. Hare, para quien moral es sólo aquella acción que se ajusta a la prescriptividad y a la
posibilidad de universalización, esto es, que se realiza sólo porque está mandada y porque es
una conducta que puede universalizarse, es un ejemplo de formalismo (mitigado) ético actual.
El deber se presenta como la obediencia a una ley que es universalmente válida para todos los
seres racionales. ¿Cuál es el contenido de esta ley? ¿Cómo tomo conciencia de ella? Tomo
conciencia de ella como un conjunto de preceptos que puedo establecer para mí mismo y querer
que sean obedecidos por todos los seres racionales. La prueba de su auténtico imperativo es que
puedo universalizarlo.
El imperativo categórico (a diferencia del hipotético) no está limitado por ninguna condición.
Simplemente tiene la forma: “Debes hacer tal y cual cosa”. Es el concepto de un criterio racional
y objetivo para decidir cuáles son los imperativos morales auténticos.
Según Kant, el ser racional se da a sí mismo los mandatos de la moralidad. Cada uno de
nosotros es su propia autoridad moral – autonomía del agente moral –. Por tanto, la autoridad
externa, aun si es divina, no puede proporcionar un criterio para la moralidad.
La moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con que lo
hacemos, pero no les da una dirección.
La doctrina del imperativo categórico me ofrece una prueba para rechazar las máximas
propuestas, pero no me dice de dónde he de obtener las máximas que plantean la exigencia de
una prueba. La prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad de
universalizarlo en forma consistente. El deseo de Kant es exhibir al individuo moral como si fuera
un punto de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real.
Kant construye su teoría en la Crítica de la Razón Práctica. La razón pura puede hacerse
práctica, en cuanto es “principio de determinación de la voluntad”. Su teoría moral la completa
con la adición de otras dos obras: Fundamentación de la metafísica de las costumbres y
Metafísica de las costumbres.
La ética de Kant se plantea como una ética del deber puro. No puede haber ningún móvil,
distinto del puro deber, que justifique una acción moral. Si actuamos en virtud de alguna mira
egoísta, de la índole que sea, actuamos obedeciendo lo que Kant denomina “imperativos
hipotéticos”. Un imperativo hipotético es el que se ajusta a la fórmula general: “si quieres A, haz
B”. Se trata de establecer nuestra acción como medio para conseguir un fin. Pero Kant entiende
que este fin es egoísta.
La voluntad humana, que es racional, no deber seguir los impulsos de los intereses de los
sentidos: la voluntad tiene que superar la estricta naturaleza y hacerse autónoma. Ha de ser una
voluntad que se de su propia ley. La ley moral no llega al hombre desde fuera, es un medio de
su misma constitución racional. Cuando sale de sí misma a buscar esa ley en las constitución de
sus objetos, entonces se produce siempre heteronomía, que será la dependencia de nuestro
obrar libre de los principios exteriores que vienen de los objetos, y señalados como fundamentos
de obrar materiales. La voluntad humana es en sí legisladora bajo la regla de la razón, y no
reconoce otro imperativo que vega de fuera y condicione su autodeterminación bajo la propia ley
a priori. Por ello, debe guiarse de un imperativo categórico. Todo el ideal moral, según Kant,
debe estar formado por estos imperativos categóricos, que ordenan la ejecución – su omisión –
de un acto, sin condición. Sólo al excluir todo “fin” o “bien, la voluntad queda libre, al no estar
determinada por ningún objeto. El imperativo categórico dice: “obra de modo que la máxima de
tu voluntad pueda siempre a la vez valer como principio de una legislación universal”.
Lo que cuenta es la “máxima de la voluntad”, es decir, la intención o ratio suficiens agendi que
es lo que constituye una buena voluntad. Se trata de obrar por el deber sin más; obrar porque
se considera que hay que obrar así, con independencia de cualquier juicio exterior que pueda
merecer nuestro acto.
Pero la máxima de la voluntad no queda reducida a una mera “intención” subjetiva; tiene que
valer, a la vez, como principio de legislación universal; si podemos querer que nuestro modo de
obrar se convierta en ley general, en modelo para cualquier acción en las mismas circunstancias,
entonces actuamos moralmente, entonces somos buenos.
Toda la teoría kantiana se centra en la determinación de esa ley moral. Para ello distingue tres
clases de principios prácticos: las máximas, los imperativos hipotéticos y los imperativos
categóricos:
1. las máximas son principios prácticos, pero de valor subjetivo. No son imperativos ni leyes.
La máxima es un principio conforme al cual obra un sujeto.
2. los imperativos hipotéticos son reglas de determinación de la voluntad que mandan algo
con vistas a un fin, es decir, una acción que es buena como medio para otra cosa, no como
acción buena en sí. Son preceptos prácticos o normas imperativas y en esto se distinguen
de las máximas; pero no son leyes porque carecen de universalidad.
¿Cómo hallar entonces esta ley moral? Para determinarla, Kant procede a la distinción entre la
materia y la forma de la ley. Para ello, sienta la siguiente afirmación: “Todos los principios
prácticos que suponen un objeto (materia) de la facultad de desear, como fundamento de la
determinación de la voluntad, son empíricos y no pueden proporcionar ley práctica alguna o ‘ley
moral’”.
Por consiguiente, la verdadera ley práctica universal del obrar moral que contenga el propio
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Esta ley moral será un imperativo categórico que exprese la mera forma de la ley, como
suprema condición de todas las máximas y con independencia de las condiciones empíricas o de
los móviles de obrar materiales, reducibles al placer subjetivo y egoísta. Sólo es posible,
admitiendo en la razón práctica una forma a priori, paralela a las formas aprióricas de la razón
teórica. Es el imperativo categórico del deber que se expresa como proposición sintética a priori.
Kant desprecia todo lo material, todo lo que tenga contenido en la ética. Para él sólo es ética la
forma pura del deber. Kant no nos muestra ninguna forma objetiva que pueda aceptarse como
norma de comportamiento moral. Sin embargo, esto ofrece algunas dificultades:
Se trata de una normativa que, reconociendo la dignidad del hombre, viene a completar el juicio
vacío formal del imperativo categórico. Tomar a los demás como fines es obrar por el deber;
pero un deber que viene ya encarnado en algo más concreto.
Así pues, la ética kantiana va a ser puramente formal, una moral autónoma y apriórica. El
imperativo categórico no tolera ninguno de los supuestos “materiales”.
La voluntad es buena sólo por el querer (la intención). Lo único bueno entonces es esta buena
voluntad, como un valor absoluto. Kant no postula valores morales determinados para saber qué
es bueno o malo, sino sólo si se ha obrado con “respeto a la ley”, si se ha cumplido el deber por
el deber. Por ello, Kant no se preocupa de determinar cuáles son en concreto los deberes del
hombre.
En virtud de este formalismo y apriorismo autónomo de su principio formal supremo como única
regla de la moralidad, Kant rechaza su más todos los sistemas morales que “hasta ahora ha
habido”. Todos ellos habrían colocado el fundamento de la ética en principios materiales o
empíricos.
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1. Fórmula de la ley universal. La primera es la fórmula general, y dice así: Obra sólo según una
máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.
Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico, y dice así: obra sólo según aquella
máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal
(Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Calpe, 1994, pp. 91-
92)
La “máxima” se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles que, de
no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la voluntad. La
máxima es la ley práctica, en la medida en que se convierte en fundamento subjetivo de los
actos, es decir, en principio subjetivo. Si se tiene en cuenta que la idea que tenemos de la
naturaleza es que se trata de nuestra experiencia explicada por leyes universales, el ámbito de
la moral regida también por leyes universales categóricas puede ser considerado también como
una segunda naturaleza.
Las otras tres formulaciones se derivan de éstas, pero sólo existe un imperativo categórico, una
sola ley moral suprema, aunque dicha de formas diferentes.
2. Fórmula de la ley de la naturaleza: la segunda fórmula, muy parecida a la anterior, reza así:
Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la
naturaleza.
Puesto que la universalidad de la ley por la que suceden determinados efectos constituye
lo que se llama naturaleza en su sentido más amplio (atendiendo a su forma), es decir, la
existencia de las cosas en cuanto están determinadas por leyes universales, resulta que el
imperativo universal del deber acepta esta otra formulación: obra como si la máxima de tu
acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza (ibid., p. 92)
Esta formulación del deber excluye cualquier finalidad relacionada con principios subjetivos
(condicionados) de la voluntad, porque supone que no hay que buscar más que una finalidad
absoluta, ahora bien, sólo el ser racional es fin en sí mismo.
3. Fórmula del fin en sí mismo: la tercera formulación es la siguiente: Obra de tal modo que uses
la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al
mismo tiempo, y nunca solamente como un medio.
La idea de un ser racional que es fin en sí mismo fundamenta la idea de autonomía moral. Pues
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no se actúa moralmente sino en conformidad con uno mismo, esto es, el hecho de tener como
imperativo categórico el respeto a la misma humanidad como fin en sí misma nos constituye a la
vez en legisladores universales; por eso, la moralidad puede llamarse también reino de los fines.
“Reino”, o sea, sociedad de seres racionales sometidos a las mismas leyes; “de fines2, es decir,
sociedad en la que los miembros son seres racionales autónomos; en este reino, los miembros,
como soberanos legisladores, se dan la ley a sí mismos y la moralidad consiste, una vez más, en
actuar de acuerdo con una ley que haga posible un “reino de los fines”.
4. Fórmula del legislador universal: «Obra siguiendo las máximas de un miembro legislador
universal en un posible reino de fines» (ibid., pp. 117-118). De este modo el ser racional puede
otorgarse a sí mismo una ley que no es la de la naturaleza, y en esto estriba su grandeza y su
dignidad. Y en esto consiste también la autonomía de la voluntad, que radica, según Kant, en
actuar por principios que puedan convertirse en leyes universales. La conclusión de la explicación
de Kant lleva a aclarar el principio: sólo una buena voluntad es algo incondicionalmente bueno. Y
así, la voluntad es buena porque se impone a sí misma la única ley que puede compartir todo ser
racional: la de actuar de acuerdo con el imperativo categórico que no es más que una forma de
querer, una forma sin un contenido moral concreto. El fundamento de este imperativo categórico
sólo lo puede analizar una crítica de la razón pura (práctica).
la ética del discurso de Apel y Habermas propone como procedimiento una situación
ideal de habla entre todos los afectados por la norma
Rawls propone una situación ideal de negociación, a la que llama posición original
Para que una acción comunicativa sea racional, es preciso presuponer que el hablante eleva
implícitamente cuatro pretensiones de validez del habla –inteligibilidad, veracidad, verdad y
corrección– y que el oyente también implícitamente las acepta. Si el oyente pone en cuestión
alguna de ellas, el hablante procederá racionalmente sólo si trata de explicarse mejor
(inteligibilidad), decir lo que piensa (veracidad), o aducir las razones por las que considera que la
proposición que emite es verdadera o que la norma de acción es correcta. En los dos últimos
casos, la verdad y la corrección no pueden quedar resueltas sino a través de una argumentación,
sujeta a reglas lógicas, y también a las reglas que surgen de considerar la argumentación como
un proceso de comunicación y como una búsqueda cooperativa de la verdad y la corrección. Tal
argumentación recibe el nombre de discurso.
Descubrir lo verdadero y lo correcto sólo es posible si suponemos la idea de una comunidad ideal
de comunicación o de una situación ideal de habla en la que los científicos, en el caso de la
verdad, y los afectados, en el caso de las normas, pudieran decidir a través de un diálogo
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La ética discursiva tiene por justas sólo las normas de acción a las que todos los afectados
darían su consentimiento tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría, movidos por la
fuerza del mejor argumento, por el argumento de que la norma satisface intereses universales.
Se trata de una “puesta en diálogo” del imperativo categórico kantiano y de una reinterpretación
del concepto de persona, que ahora se entiende como “interlocutor válido” en la decisión de
cuantas normas le afecten. Que las personas son dignas de respeto significa en esta tradición
dialógica que es preciso tomar sus intereses en cuenta y que son ellas mismas las facultadas
para defenderlos a través de un diálogo.
Si para Kant el punto de partida de la ética era el hecho de la conciencia del deber, ahora
partimos también de un hecho: las personas argumentamos sobre normas y nos interesamos
por averiguar cuáles son moralmente correctas. Entablamos argumentaciones sobre si la
insumisión y la desobediencia civil son moralmente correctas, pero también sobre la distribución
de la riqueza y sobre la violencia. En esas argumentaciones podemos adoptar dos actitudes
distintas:
discutir por discutir, o intentando llegar a la conclusión que nos favorece, sin ningún deseo
de averiguar si podemos llegar a entendernos
tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problema y queremos saber si podemos
entendernos
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga sentido y se
convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección.
Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del imperativo,
la ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la argumentación, los que
hacen de ella una actividad con sentido. La conclusión es que cualquiera que pretenda
argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:
que todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto, cuando se dialoga
sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos a
poder ser por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier afectado por la norma,
lo desvirtúa y lo convierte en una pantomima.
que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo el que
se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría entre los
interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso. Este discurso, según Habermas, debe
atenerse a las siguientes reglas
no puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas
anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso
Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de acuerdo en
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El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante distinto de los diálogos
reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción, y en los que los participantes
no buscan satisfacer intereses universalizables, sino intereses individuales y grupales. Sin
embargo, cualquiera que argumenta, preocupado por averiguar en serio si una norma moral es
correcta, presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Por eso la situación ideal de
habla a la que nos hemos referido es una idea regulativa.
Una idea regulativa es la idea de una situación que no sabemos si se dará alguna vez, pero que
nuestra razón propone como deseable. Por eso, los que trabajan por realizarla obran
racionalmente. Por ejemplo, que haya paz en el mundo o que la distribución de riqueza sea
justa. La idea sirve como meta para nuestra acción y como criterio para criticar nuestras
situaciones concretas.
La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para nuestros diálogos reales y
un criterio para criticarlos cuando no se ajustan a la idea.
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de que todas las
personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en cuenta en las decisiones que les
afectan, de modo que puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en las condiciones
más próximas a la simetría. Serán decisiones moralmente correctas, no las que se tomen por
mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados estén dispuestos a dar su
consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.
2.3.2 J. Rawls
En Teoría de la justicia aborda una de las cuestiones que más preocupan hoy: ¿qué es una
sociedad justa? Una sociedad justa –dice– es la que se somete a unos principios de justicia que
sus miembros elegirían en condiciones de justicia. Pero, ¿cuáles son esas condiciones? Para
responder diseña los trazos de los que llama una posición original.
Supongamos que tenemos que decidir las normas por las que vamos a guiarnos en una situación
concreta, y cada uno propone las que le favorecen a él. ¿Podríamos decir que esas normas son
justas? Según Rawls, no lo son, porque en la tradición democrática occidental la justicia se
entiende como equidad: una norma es justa cuando favorece a todos y cada uno, con
independencia de sus características. Lo contrario sería parcialidad y, por tanto, injusticia.
Por eso Rawls diseña los trazos de una situación imaginaria, a la que llama posición original.
En esa situación los miembros de una sociedad todavía no saben qué características naturales y
sociales van a tener: están cubiertos de un velo de ignorancia. Y tienen que decidir qué
principios quieren que les gobiernen. Cada uno de ellos piensa que le puede tocar en el futuro
ser el peor situado: pobre, enfermo, miembro de una raza discriminada. Por eso tratará de
maximizar los mínimos: de proponer unos principios que beneficien al máximo al peor
situado, que es a lo que se llama principio maximin.
La situación que hemos descrito es una situación de equidad y, por tanto, de justicia, porque
proponemos principios poniéndonos en el lugar del peor situado. Rawls considera que desde esta
situación cualquier persona inteligente sugeriría dos principios:
“Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas
iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás”
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“Las desigualdades sociales y económicas han de regularse de tal modo que pueda
esperarse razonablemente que sean ventajosas para todos y que se vinculen a empleos y
cargos accesibles a todos
Este segundo principio necesita una cierta explicación: lo ideal sería que todas las personas
fueran iguales, pero, como no es así y como cada uno ha de dar lo mejor de sí para que se
beneficie la colectividad, sólo estarán justificadas las desigualdades que beneficien a los menos
aventajados.
Las prescripciones en que consiste el lenguaje moral no provienen de la razón pura, pero sí de la
razón (ha de ser razonables, lógicas) lo que exige que respeten los requisitos generales de la
racionalidad y la lógica del lenguaje moral. Ello implica que las prescripciones deben tener una
doble base:
1. un conocimiento suficiente de los hechos, pues sólo así queda garantizada la racionalidad
de la prescripción, y
2. un compromiso con la justicia, esto es, la pretensión de lograr el mayor bien alcanzable, lo
cual se consigue tratando de que la prescripción sea la más universalizable de las posibles
Ambos requisitos son inalcanzables para el individuo concreto, por lo que ha de conformarse con
aceptar como válidas normas que probablemente no sean totalmente correctas desde el punto
de vista de la racionalidad. Es decir, asumir una norma no implica que sea correcta. El individuo
se ve en la necesidad de adoptar una norma de acción, pero no puede contrastar si es la
correcta, de modo que su decisión se decantará como la más razonable. Pero si la corrección de
la norma no es segura, su valor moral no puede residir en su contenido, sino en la mera forma.
La forma se refiere aquí al hecho de adoptar una norma razonable. El criterio moral radica en la
decisión individual tomada desde la imparcialidad y la racionalidad que puede ser universalizada.
La acción que siga una norma así adoptada será moralmente valiosa.
2.5 Sartre
Para Sartre Dios no existe, y de esta verdad hay que sacar todas las consecuencias. Al
desaparecer el fundamento último de los valores, ya no puede hablarse de valores, principios o
normas que tengan objetividad y universalidad. Queda sólo el hombre como fundamento sin
fundamento (sin razón de ser) de los valores.
Según Sartre, el hombre es libertad. Cada uno de nosotros es absolutamente libre, y muestra su
libertad siendo lo que ha elegido ser. La libertad es, además, la única fuente de valor. Cada
individuo escoge libremente, y al hacerlo crea su valor. Así pues, al no existir valores
objetivamente fundados, cada uno debe crear o inventar los valores y normas que guíen su
conducta. Pero si no existen normas generales, ¿qué es lo que determina el valor de cada acto?
No es su fin real ni su contenido concreto, sino el grado de libertad con que se efectúa. Cada
acto o cada individuo vale moralmente no por su sumisión a una norma o a un valor establecidos
–con lo cual renunciaría a su propia libertad–, sino por el uso que hace de su propia libertad. Si
la libertad es el valor supremo, lo valioso es elegir y actuar libremente.
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Pero existen los otros, y yo sólo puedo tomar mi libertad como fin, si tomo también como fin la
libertad de los demás. Al elegir, no sólo me comprometo yo, sino que comprometo a toda la
humanidad. Así, pues, al no existir valores morales trascendentes y universales, y admitirse sólo
la libertad del hombre como valor supremo, la vida es un compromiso constante, un constante
escoger por parte del individuo, tanto más valioso moralmente cuanto más libre es.
Sartre rechaza que se trate de una elección arbitraria, ya que se elige en una situación dada y
dentro de determinada estructura social. Pero, con todo, su ética no puede su cuño libertario e
individualista, ya que el hombre se define con ella: a) por su absoluta libertad de elección (nadie
es víctima de las circunstancias), y b) por el carácter radicalmente singular de esta elección (se
toma en cuenta a los otros y su correspondiente libertad, pero yo –justamente porque soy libre–
elijo por ellos, y trazo el camino a seguir por mí mismo –incluso con respecto a un programa o
acción común–, pues de otro modo abdicaría de mi propia libertad).
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