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La absurda muerte de Isadora

Duncan
Algunas muertes trágicas se han convertido en
verdaderas leyendas, lugares imaginarios en los
que la realidad poco tiene que ver con lo
realmente sucedido. En otras ocasiones, las
pinceladas fantásticas sólo han venido a
incrementar cierto halo de excentricidad
presente en el óbito. He aquí uno de esos casos,
sin duda entre los que más me intrigan: el
irónico y, a la vez, terrible final de Isadora
Duncan.
Las cenizas de Isadora, que duermen ahora en
el columbario del Cementerio de Père-Lachaise
en París, llegaron al mundo en forma de cuerpo
mortal en la primavera de 1878. Vio la primera luz en San Francisco y,
desde muy temprano, la pequeña Dora Ángela, que pasaría a llamarse
Isadora más tarde, tuvo que enfrentarse a graves problemas. Su familia
estaba arruinada y su padre acabó en la cárcel acusado de fraude bancario,
pero el ambiente musical promovido por su madre, que se encargó de
educar a sus hijos y, de paso, intentó ganar algo de dinero impartiendo
clases de piano, hizo que a la futura bailarina se le colara el ritmo en lo
más profundo de su alma.

Y no voy a ir mucho más allá, pues semblanzas sobre su vida pueden


encontrarse por todas partes sin mucho esfuerzo. Con la primera mirada
ha sido suficiente, porque marca toda su carrera: surgió de la nada,
aprendió sola, luchó contra todo tipo de obstáculos y, finalmente, triunfó.
Su estilo de danza era radical, novedoso, fresco y, precisamente por su
descarada naturalidad, se convirtió en uno de los iconos del siglo XX. Sí,
tuvo que aguantar críticas destructivas, abucheos y hasta insultos, pero
marcó un toda una época y, si a los mojigatos amantes de la tradición más
pura, aquellos bailes cargados de sensualidad y energía les parecían más
propios de un demonio que de una jovencita, no tardaron en encontrar en
la vida personal de la estrella un nuevo campo de batalla para forjar sus
ataques. Isadora era así en todos los aspectos de su vida, imprevisible, libre
y alejada de los convencionalismos. Se casó con un poeta ruso que era
mucho más joven que ella, aunque el affaire no duró demasiado y el chaval
terminó suicidándose, o asesinado según otros, tras pasar varios meses
recorriendo locamente Europa con su amada en un frenesí de alcohol, lujo
y violencia de lo más surrealista. Para colmo, Isadora decidió ser madre
soltera y, allá donde iba, el escándalo estaba asegurado, para gozo de los
periodistas locales. Sus líos amorosos con poetas o actrices, destaparon su
carácter bisexual que terminó por convertir su figura en algo singular,
odiado e idolatrado a partes iguales.
¿Acaso no se intuye ya un trágico final? Así fue, pero todo sucedió por
una simple casualidad, no fue el alcohol ni las fiestas locas, una simple
pieza de seda se convirtió en su cadalso. Años antes de su muerte, en 1913,
con el Sena parisino como telón de fondo, sus dos hijos fallecieron
ahogados al caer el automóvil en el que viajaban a las aguas. ¿Será éste
uno de esos macabros guiños que, a veces, la historia se encarga de
construir para alimentar los mitos modernos? Cada cual imagine lo que
quiera, pero el 14 de septiembre de 1927 otro coche se encargó de raptar a
la gran Isadora de su fiesta perpetua y, además, de una forma
sobrecogedora. Algunos adornos han ido colocándose a la trágica escena
nocturna con el paso del tiempo. Para resaltar el ambiente decadente en
que se desarrolló, se suele afirmar que el vehículo mortal fue un carísimo
Bugatti, aunque realmente se trató de un coche más mundano. También,
en un intento de idealizar la situación, se dijo que las últimas palabras de
Isadora antes de partir hacían referencia a la gloria, cuando parece ser que
se referían a una pequeña escapada con un joven amante. Lo cierto es que,
aquella noche, la gran bailarina ya en pleno descenso a los infiernos como
artista, sin haber llegado a cumplir el medio siglo de vida, murió
estrangulada.
No fue mano humana la causante, ningún criminal rodeó con sus manos
su frágil cuello. Isadora, la diosa del ritmo moderno, tal y como fue
llamada por algunos, quien hizo revivir el clasicismo griego de una manera
muy personal a través de atrevidas escenografías, se encontraba esa noche
en Niza, acompañada de unos amigos. Uno de ellos, posiblemente uno de
sus amantes, un atractivo mecánico italiano, sugirió a dar un paseo en
automóvil. El coche, un Amilcar, a quien alegremente apodaba la bailarina
como `Bugatti´, y posiblemente de ahí parte el error, no era ni siquiera un
automóvil en toda regla. Se trataba de un curioso vehículo a motor,
técnicamente un ciclocar de los que estaban de moda en la época, de escasa
potencia pero aspecto deportivo. Poco importa que no fuera un monstruo
de la carretera, porque a pesar de su inofensivo aspecto, se convirtió en su
asesino.
Alegremente, la pareja circulaba por el Paseo de los Ingleses en la citada
ciudad del sur de Francia. Isadora vestía con su habitual lujo. Dando dos
vueltas a su cuello, llevaba una largo echarpe de seda que se agitaba
libremente al aire de la marcha. No hubo grito alguno, todo sucedió en
apenas un instante. La pieza de seda, ondeando alegremente, topó por
casualidad con los radios metálicos de la rueda trasera, trabándose con
ellos. El efecto fue inmediato, el echarpe se tensó y estranguló
violentamente el cuello de Isadora, que se fracturó sin remedio. Y así, de
forma tan absurda, entró en el campo de los mitos modernos una de las
transgresoras más deliciosas de la pasada centuria.

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