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UBA – FFyL

DEPARTAMENTO DE ARTES
HISTORIA DE LA DANZA (Plan 2019)
TEORIA GENERAL DE LA DANZA (Plan 1986)
2do. Cuatrimestre - 2021

HOMANS, Jennifer. (2010) Apollo`s Angels. A History of Ballet. New York: Random House.
Traducción: Eugenia Pérez Alzueta

CAPÍTULO I
Reyes de la danza

La Música y la Danza no solo provocan gran placer pero también tienen el honor de depender de las
Matemáticas ya que están compuestas de números y medidas. Y a esto se debe sumar la Pintura y la
Perspectiva, y el uso de Máquinas sumamente elaboradas, todo lo que se utiliza para decorar los
Teatros en los Ballet y las Comedias. Por lo tanto, sea lo que sea que digan los viejos doctores, afanarse
en todo esto significa ser Filósofo y Matemático.
Charles Sorel

Según Aristóteles, el ballet expresa las acciones del hombre, sus costumbres y sus pasiones.
Claude-François Ménestrier

La grandiosidad y magnificencia del rey resultan del hecho de que, en su presencia, ninguno de sus
súbditos son iguales… Sin gradación, inequidad o diferencia, no existe orden posible.
Le Duc de Saint-Simon

Es a esta noble subordinación a la que debemos el arte del decoro, la elegancia de las costumbres, los
exquisitos buenos modales que han marcado esta magnífica época.
Charles-Maurice De Talleyrand

Cuando el rey Enrique II de Francia se casó con la florentina Catalina de Médici en 1533, las culturas
francesa e italiana contrajeron una estrecha y formal alianza, y allí comienza la historia del ballet. Si bien
la corte francesa había gozado durante mucho tiempo de torneos, justas y bailes de máscaras, estos
impresionantes y fastuosos entretenimientos seguían pareciendo modestos comparados con los que
tradicionalmente organizaban los príncipes y la nobleza de Milán, Florencia y Venecia: bailes de
antorchas, elaborados ballets ecuestres con cientos de jinetes en formaciones simbólicas, e interludios con
mascaradas de temática heroica, alegórica y exótica.
El profesor de ballet Guglielmo Ebreo, por ejemplo, escribiendo desde Milán en 1463, describió
fiestas que incluían fuegos artificiales, funambulistas, magos y banquetes de hasta veinte platos servidos
en bandejas doradas mientras que pavos reales deambulaban por las mesas. En otra ocasión, en 1490,
Leonardo Da Vinci ayudó a montar la Festa de paradiso en Milán, en la que se representaba a los Siete
Planetas con Mercurio, las Tres Gracias, las siete Virtudes, ninfas y el dios Apolo. Los italianos también
realizaban sencillos pero elegantes bailes sociales conocidos como los balli y los balletti que consistían en

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una serie de agraciados y rítmicos pasos de baile propios de las ceremonias y bailes formales, o en
ocasiones, en la representación de pantomimas estilizadas que los franceses llamaban ballets.1
Catalina (que tenía tan solo catorce años cuando se casó) controló durante muchos años la Corte
francesa luego de la muerte de Enrique en 1559, obligando a los cortesanos franceses –y a los reyes– a
tolerar su gusto “a la italiana”. Sus hijos, los reyes Carlos IX y Enrique II de Francia, prosiguieron con la
tradición: estaban fascinados con las carrozas, cuadrigas y desfiles de representaciones alegóricas que
habían visto en Milán y Nápoles, y compartían el entusiasta interés de su madre por las ceremonias y los
eventos teatrales. Con ellos a cargo, hasta las más severas procesiones católicas podían transformarse en
coloridos bailes de máscaras, y ambos monarcas eran conocidos por pasear de noche por las calles en
travesti, ornados con velos dorados y plateados, máscaras venecianas y acompañados por cortesanos en
atuendos similares. Realizaban funciones de temática caballeresca acompañadas de danzas, cantos y
pruebas ecuestres para crear espectaculares collages teatrales, como la justa realizada en Fontainebleu en
1564, que incluyó la recreación en escala real del asedio a un castillo y batallas entre demonios, gigantes y
enanos por el cautiverio de seis hermosas ninfas.
Estas fiestas, aparentemente tan alegres en su extravagancia, no eran tan solo frívolos
entretenimientos. La Francia del siglo XVI estaba asolada por implacables y violentos conflictos sociales y
religiosos: los reyes franceses, inspirados en una profunda tradición renacentista italiana y en el
principesco mecenazgo a las artes, veían el espectáculo como una forma de aplacar las pasiones y calmar
las violencias sectarias. Catalina –como lo demostró en la masacre a los hugonotes en París, en el día de
San Bartolomé de 1572– no era ninguna santa de la tolerancia. Pero la brutalidad de este episodio no
debería impedirnos ver el hecho de que tanto ella como sus hijos, entre muchos otros, genuinamente
esperaban que el teatro fuera una importante herramienta política que pudiera mitigar tensiones y
pacificar bandos en guerra.
Fue este mismo razonamiento el que hizo que Carlos IX creara, en 1570, la Academia de Poesía y
Música inspirada en la Academia Platónica Florentina, atrayendo a miembros del distinguido círculo de
poetas franceses, incluidos Jean-Antoine de Baïf, Jean Dorat y Pierre de Ronsard 2. Estos poetas,
fuertemente influenciados por el neoplatonismo, creían que bajo la superficie caótica y desgarrada de la
vida política se escondían una armonía y un orden divinos: un conjunto de relaciones matemáticas y
racionales que era la prueba de las leyes naturales del universo y del misterioso poder de Dios. Mezclando
su propias convicciones religiosas con la noción platónica de un reino secreto e ideal mucho más real que
su propia percepción del mundo, buscaban refundar la Iglesia Católica, no ya a través de la liturgia sino de
las artes y el teatro, pero por sobre todo de las formas clásicas de la antigüedad pagana. A partir del
trabajo con actores, poetas y músicos, estos hombres esperaban poder crear un nuevo tipo de espectáculo

1 Ebreo, De Pratica, 47: Jones, "Spectacle in Milan”; Sparti, “Antiquity as Inspiration”.


2 Yates, The French Academies, 24-25, 37, 23.

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en el que el rigor rítmico del clásico verso griego se uniera a la danza, la música y la palabra en pos de una
totalidad armónica. Creían que el número, la proporción y el diseño ayudarían a dilucidar el orden oculto
del universo, y de este modo, alcanzar la revelación de Dios.
Como una poderosa amalgama de teología mística, magia recóndita y rigor clásico, la nueva
Academia representaba una forma diferente de idealismo: el arte y la música podían apelar a las más altas
cualidades y metas de los hombres. La clave residía en hacer de la espiritualidad y del aprendizaje un
efecto teatral concreto. De este modo, la Academia propuso un rumbo de investigación enciclopédica que
incluía filosofía natural, lenguas, matemáticas, música, pintura y artes militares. El objetivo era, como lo
explicó uno de sus adherentes, perfeccionar al hombre “tanto en mente como en cuerpo”. La música –“el
lado hermoso de las matemáticas”– ocupaba un lugar especial, dado que se consideraba que sus armonías
celestiales, su lógica pitagórica y su penetrante intensidad emocional eran de una persuasión sin igual.
“Las canciones –se decía siguiendo a Platón– son hechizos para el alma”. O como expresan las figuras de
la Academia, “donde la música es desordenada, la moral también es depravada, y donde es ordenada con
propiedad, allí los hombres tienen disciplina moral”.3
Lo mismo ocurría con la danza. De hecho, los Académicos veían en el ballet la oportunidad de
encaminar las pasiones tortuosas y los deseos físicos del hombre hacia un amor trascendental por Dios.
Durante mucho tiempo se había considerado que el cuerpo rebajaba al hombre, sacrificando sus poderes
espirituales más elevados por sus necesidades materiales. En la Gran Cadena del Ser que clasificaba todo
ser viviente, desde las criaturas más bajas de tipo vegetal y material hasta los ángeles que ocupaban los
peldaños más altos cerca de Dios, se consignaba al hombre a los peldaños medios: suspendido
peligrosamente entre bestias y ángeles, sus más elevadas aspiraciones quedaban para siempre
condicionadas por sus lazos terrestres y su desagradables funciones corporales.
Pero si bailaba, así lo creían los hombres de la Academia, el hombre podía romper con algunos de
estos lazos terrestres y elevarse acercándose a los ángeles. Los movimientos del cuerpo, disciplinados a
partir del ritmo poético y de la métrica, y coordinados con los principios musicales y matemáticos, podían
ponerlo en sintonía con las armonías celestiales. Pontus de Tyard, un poeta involucrado con la Academia,
escribió sobre la lógica que justificaba dichas afirmaciones en términos característicamente humanísticos:
“La apertura de los brazos y la apertura extrema de sus piernas equivalen a la altura del hombre; así como
también, el largo de la cabeza multiplicado por ocho, nueve o diez según las diferentes estatuas”. Fue esta
idea de proporción matemática perfecta la que llevó al clérigo Mersenne, en un momento de gran
inspiración en 1636, a referirse al “autor del Universo” como al “gran maestro del Ballet”. 4

3Yates, The French Academies, 86; McGowan, L'Art du Ballet de Cour, 14


4Mersenne, citado en Yates, The French Academies, 24-25. Como señala Yates, la prosa exacerbada de Mersenne refleja la urgencia
que sentía cuando Europa se sumergía en la Guerra de los Treinta Años.

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Para llevar estos elevados ideales a la vida teatral, los artistas de la Academia trabajaron en
adaptar la poesía y la música a la métrica del verso griego. Escandieron los pasos de baile siguiendo un
patrón de sílabas largas y breves y notas, entrenando de este modo gestos, caminatas y saltos de acuerdo
con los ritmos de la música y la poesía. Todos los domingos, los intérpretes actuaban frente al rey y otros
mecenas. En absoluto contraste con la animada sociabilidad de las otras representaciones en la corte, en
las que la comida, la bebida y la conversación eran moneda corriente, los conciertos de la Academia se
desarrollaban en el más absoluto silencio y, una vez que comenzaba la música y el baile, ya nadie se
sentaba. Fue este rasgo de devoción el que llevó a que las siguientes generaciones de pensadores católicos
admiraran a los Academicistas como “Orfeos católicos” que demostraron que con disciplina musical “toda
la Galia, de hecho todo el mundo podía resonar con la más elevada gloria de Dios y los corazones de todos,
arder de amor divino”.
En 1581, las búsquedas de la Academia dieron su fruto en el Ballet comique de la Reine. Este
ballet se celebró en honor al casamiento de la hermana de la reina, Marguerite de Vaudémont con el
Duque de Joyeuse, él mismo un gran defensor de la Academia. El Ballet comique fue uno de los diecisiete
entretenimientos que incluyeron torneos, ballet ecuestres, fuegos artificiales, y una celebración preparada
por los poetas de la Academia en estilo antiguo, combinando verso cantado, música y danza. Realizado en
París, en un amplio salón del Petit-Bourbon para una audiencia de “personas distinguidas”, este
espectáculo atrajo sin embargo multitudes de miles de personas que se abrían paso hasta el palacio,
ansiosas por presenciar el evento. Como no era extraño que sucediera, la función comenzó a las veintidós
horas y duró alrededor de seis horas, terminando bien entrada la noche. 5
Fue un hecho espectacular pero íntimo. Aún no existían las plataformas elevadas por lo que los
actores del Ballet Comique hicieron la función entre el público. Se trataba de un relato alegórico sobre la
encantadora Circe derrotada por los poderosos dioses Minerva y Júpiter. Como los pintores, los maestros
de ballet solían trabajar con manuales de mitología, gruesos libros de referencia que detallaban el carácter
simbólico y alegórico de dioses y diosas. De este modo, la historia funcionaba en varios niveles que los
espectadores de la época podían comprender: era un historia sobre las pasiones subyugadas por la razón y
la fe (en directa referencia al fanatismo religioso), sobre el rey y la reina sometiendo a sus enemigos, y
sobre la resolución de la discordia y el triunfo de la reconciliación y la paz –el ballet se presentó tan solo
nueve años después de la masacre de San Bartolomé–. Como escribió el maestro de danza Balthasar de
Beaujoyeulx en el prefacio al ballet, “Y ahora, luego de tantos acontecimientos inquietantes (…) el ballet
se erigirá como marca de la fuerza y solidez de nuestro Reino… Los colores del rubor retornaron a su
Francia.”6

5 Yates, The French Academies, 240. En el prefacio escrito del ballet, Beaujoyeulx explicaba con cierta extensión que había fusionado
la "invención moderna" del ballet con la comedia –comedia en el sentido de que la representación terminaba de forma auspiciosa,
aunque sus personajes eran dioses y figuras heroicas. Véase "Au Lecteur", en Beaujoyeulx, Balet Comique de la Royne.
6 McGowan, L'Art du Ballet de Cour, 43.

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Los bailes estaban diseñados para demostrar justamente esto. Creados por Beaujoyeulx –al que
un contemporáneo celebró como “un geómetra único en su creatividad”– trazaban figuras perfectamente
formadas sobre el suelo, medidas en pasos exactos: círculos, cuadrados y triángulos demostraban las
formas en las que los números, la geometría y la razón ordenaban el universo y las almas humanas. Al
final del espectáculo, Circe hacía una reverencia y presentaba ante el rey su vara mágica, y un grand ballet
se desplegaba con doce náyades de blanco, cuatro dríadas de verde, y la reina y la princesa creando y
recreando cadenas y formas. “Fue tal la destreza de cada bailarina para conservar su lugar y marcar la
cadencia –escribió Beaujoyeulx– que los espectadores consideraron que ni el mismo Arquímedes tenía
una mejor comprensión de las proporciones geométricas”. Esperaba que quienes lo observaran se
“llenaran de asombro”.7
Muchos lo hicieron. El Ballet comique de la Reine fue celebrado en su momento y quedó grabado
en la memoria de Francia como el primero de un nuevo género, el ballet de cour que impuso lo que un
estudioso llamó “un clasicismo intenso y preciso” a las hasta entonces libres prácticas del espectáculo
medieval. Antes del Ballet comique de la Reine, las danzas de los espectáculos de la corte eran más un
andar estilizado que un ballet. En el Ballet comique de la Reine, en cambio, la disciplina formal y el diseño
resultaban del deseo de hacer de la danza y de la música una de las medidas del orden del universo. La
precisión concreta de los autores –su preocupación por trazar la longitud, duración, medida y geometría
de cada paso– combinada con su amplia aspiración espiritual sentaron las bases para lo que hoy
conocemos como las técnicas clásicas de la danza. Esta fue la base sobre la cual, casi un siglo más tarde
bajo el reino de Luis XIV de Francia, los maestros del ballet sistematizaron y codificaron los pasos de
ballet a partir de una serie de minuciosos principios geométricos. 8
El Ballet comique de la Reine y el surgimiento del ballet de cour supusieron un cambio
importante respecto de prácticas anteriores: invistieron a la danza de un propósito serio, incluso religioso,
y la ligaron a la vida intelectual y política francesa. Una fuerte corriente idealista que derivó del
humanismo renacentista, y que la Contrarreforma Católica amplió, hizo que hombres cultos como los de
la Academia creyeran que uniendo la danza, la música y la poesía en un espectáculo coherente tal vez
conseguirían comenzar a salvar la brecha entre las pasiones terrenales y la trascendencia espiritual. Era
una ambición extraordinaria que nunca se perdió realmente en el ballet, incluso si en tiempos más
escépticos fue a veces olvidada o soslayada. Los artistas que crearon el Ballet comique de la Reine tenían
la genuina esperanza de elevar al hombre, llevarlo peldaños arriba en la Gran Cadena del Ser y acercarlo a
los ángeles y a Dios.
Sin embargo, no todos en su momento apreciaron la significancia del Ballet comique de la Reine.
Si algunos espectadores quedaron asombrados, otros se disgustaron: ¿cómo era posible que el rey gastara

7 McGowan, L'Art du Ballet de Cour, 37; Yates, The French Academies, 248; Christout, Le merveilleux, 62.
8 Yates, The French Academies, 270.

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semejante cantidad de recursos en un entretenimiento fastuoso en tiempos de guerra civil y conflicto?


Enrique III había sido profusamente criticado por su obsesión con la Academia. Un crítico clavó una nota
ante la recámara donde se reunían los poetas con el rey, alegando: “Mientras la guerra civil asola a Francia
en todo su territorio, nuestro Rey practica ejercicios de gramática”. Tenía razón, y de hecho el entusiasmo
moralista de los hombres de la Academia fue pronto barrido por la violencia que marcó y finalmente
terminó con el desafortunado reinado de Enrique. Obligado a huir de París por la reaccionaria Liga
Católica Pro-Española que aspiraba al trono, Enrique hizo asesinar a sus líderes para luego morir él
mismo a manos de un monje en 1589.9
Las ideas que por primera vez se cristalizaron en el Ballet comique de la Reine, lograron dejar, a
pesar de todo, una profunda huella. Hasta bien entrado el siglo XVII, los experimentos de la Academia
siguieron siendo admirados por distinguidos científicos, poetas y escritores, sobre todo ante la renovada
violencia que enfrentaba Europa con la Guerra de los Treinta Años (1618-48). El clérigo Mersenne, cuyo
hogar en el convento de Minimes, en la Plaza Real de París, se convirtió en la “casilla postal” de la vida
intelectual de Europa en la primera mitad del siglo, escribió sobre el ballet de cour, como también
discutieron sobre este arte muchos de sus amigos y colegas –René Descartes, entre otros– y, hasta en
algunos casos, intentaron escribir ballets. Descartes presentó a la reina de Suecia el Ballet de la Naissance
de la Paix en 1649, justo antes de su muerte. En la corte, el ballet siguió siendo fundamental: todos los
domingos, la reina francesa María de Médici (florentina de nacimiento) celebraba ballets en sus
apartamentos y aumentó el número de representaciones en la corte. Y su hijo, el Rey Luis XIII (1601-
1643), se volvió un excelente bailarín y un ávido intérprete.10
Pero ya no era realmente lo mismo. Bajo el reino de Luis XIII, los persistentes ideales del
Neoplatonismo de la Academia se debilitaron frente a una raison d’état más instrumental. Mientras Luis
y su extraordinario primer ministro, el Cardenal Richelieu, se proponían agrupar las diferentes fuerzas en
conflicto bajo el potente brazo del Estado francés y hacer del poder del rey sobre su reino, un poder
absoluto, el significado y el carácter del ballet cambiaron. Tuvieron que cambiar. Luis y Richelieu estaban
más preocupados por el poder que por Dios, y en vez de revelar el orden del universo, el ballet de cour
engrandecía ahora la magnificencia del rey. De este modo, la seriedad intelectual del Ballet comique de la
Reine dio paso a un estilo más rimbombante y adulador. Este también sería un aspecto persistente del
ballet.
Luis XII escribió ballets, diseñó vestuarios y, a menudo, fue el protagonista de las producciones
de la corte: le gustaba actuar del Sol y de Apolo, presentándose como un dios en la tierra y un padre para
su pueblo. Pero los ballets en la corte de Luis XIII nunca fueron muy arrogantes o pomposos: eran

9Ibid., 33.
10Williams, Descartes, 10. Guillaume Colletet fue el autor de varios ballets, y Nicolas-Claude Fabri de Peiresc y François de
Malherbe hablaron de ballets en sus correspondencias. Colletet, en particular, escribió sobre los ballets con el brío idealista de los
académicos del siglo XVI, pero sus propios ballets, creados para el rey, estaban llenos de burlesque y pompa.

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acompañados por elementos burlescos, eróticos y acrobáticos, incluyendo obscenidades extravagantes y


furtivas alusiones a chismes de la corte, lo que incrementaba su popularidad y efecto. Un espectador se
quejó de que unas cuatro mil personas intentaron apiñarse en la grande salle del Louvre, y de que hasta el
mismo rey podía encontrarse con el paso cerrado por una multitud de gente que estaba allí para verlo
actuar. Solían apostarse arqueros en la sala para evitar que los espectadores se apretujaran dentro, y en
una ocasión la misma reina se retiró furiosa y agitada al no haber podido abrirse paso entre la multitud.
Los teatros como los conocemos hoy aún no existían, y los ballets se realizaban tradicionalmente
en palacios, parques o en largas avenidas, con asientos y escenario construidos especialmente para la
ocasión. No había un escenario en sí, ni los actores estaban en altura o dentro de un arco de proscenio,
sino que eran parte de un evento social mayor. Los espectadores solían mirar desde arriba al ballet desde
asientos dispuestos en gradas (como tribunas) para poder observar mejor las figuras divinas y los
patrones formados por los intérpretes en el suelo. No había fondos fijos ni telones, sino que en su lugar
había carretas que trasladaban la escenografía cerca o detrás de los actores. Sin embargo, esto fue
cambiando gradualmente a lo largo del reinado de Luis XIII. Bajo la influencia de escenógrafos italianos
pioneros (muchos de ellos ingenieros), el escenario se elevó unos centímetros por encima del suelo, y se
fijaron telones, cortinas, trampas, fondos fijos y máquinas para llevar las nubes y las cuadrigas “hasta el
cielo”. Richelieu, cuyo interés por el espectáculo era tal que llegó incluso a escribir sus propias obras,
construyó un teatro en su propio palacio en 1641. Reformado en años posteriores, éste se convertiría en la
sede de la Ópera de París.
La idea detrás de estas innovaciones teatrales era simple: la ilusión. Para ese momento, era
posible crear efectos aún más espectaculares y mágicos, efectos que parecían desafiar la lógica física y
humana y que, por sobre todo, envolvían a los actores y al propio rey en un aura mágica. Esto era de suma
importancia. De hecho, a medida que Richelieu trabajaba en hacer aún mayor la autoridad real, la imagen
y el cuerpo del rey se volvieron cada vez más importantes. Teóricos políticos habían sostenido durante
algún tiempo que el Estado francés sólo existía en la persona del rey, cuyo cuerpo era tan indivisible como
sagrado. Se pensaba que el cuerpo del rey contenía su reino; según la fórmula de un destacado escritor, el
rey era su cabeza, el clero su cerebro, la nobleza su corazón y el tercer estado (el pueblo) su hígado.
Tampoco se trataba de una propuesta meramente teórica o metafórica: a la muerte de un rey, varias
partes de su cuerpo –corazón, intestinos– se solían otorgar como reliquias a aquellas iglesias con
estrechos vínculos con la monarquía. Y en el siglo XVII, se acentuó todavía más la idea de que la
monarquía era una herencia de sangre y no dinástica, haciendo del cuerpo del rey un objeto de una
adulación política y religiosa cada vez más intensa. Gobernaba, según los teóricos, por derecho divino: ya
estaba, por sangre y por nacimiento, más cerca de los ángeles y de Dios. 11

Como más tarde dijo Luis XIV, “Francia no encarna la nación, ésta existe plenamente en la persona del Rey.” Apostolidès, Le Roi-
11

Machine, 11-14.

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Ningún monarca puso más énfasis en la veneración del cuerpo del rey que el hijo y heredero de
Luis XIII, Luis XIV. Tampoco es una coincidencia que el joven Luis –más que ningún otro rey antes o
después– se dedicara con tanta pasión a la danza. Habiendo debutado en 1651, a la edad de trece años,
Luis bailó en unas cuarenta producciones importantes hasta su última aparición dieciocho años después,
en el Ballet de Flore de 1669. Dotado de un físico elegantemente proporcionado y un refinado cabello
dorado, Luis tenía lo que su tutor llamó una vez "una apariencia y un porte casi divinos", la marca de Dios,
pensaban algunos, pero Luis (que compartía esta opinión) también se esforzó por desarrollar sus
naturales talentos físicos. Cada mañana después de la ceremonia del lever, se retiraba a una gran sala
donde practicaba salto, esgrima y danza. Dirigía el entrenamiento su maestro de ballet personal, Pierre
Beauchamps, que trabajó diariamente con el rey durante más de veinte años. Luis ensayaba durante
largas horas para sus ballets, en ocasiones, volviendo a practicar durante las tardes y ejercitándose hasta
medianoche. 12
El interés de Luis por el ballet no era sólo un gusto de juventud; era una cuestión de estado. Como
él mismo reflexionó más tarde, estas actuaciones complacían a sus cortesanos y captaban los corazones y
las mentes de su pueblo, “tal vez con más fuerza, incluso, que los regalos o las buenas acciones”. En
Carnaval y en entretenimientos de la corte, llegó hasta el punto de subvertir (y con ello realzar) su
investidura real bailando roles burlescos y de bufón, como el de una Furia o un borracho. Pero fue en sus
elevados y nobles bailes donde Luis articuló plenamente su confianza suprema y su vasta ambición: en el
Ballet du Temps (1655), todos los tiempos convergían en su reinado; en otras representaciones él era la
Guerra, o Europa, o el Sol, o el ya más famoso dios Apolo (vestido de romano y con plumas, sugiriendo
poder e imperio). Cuando las fiebres y mareos, causados supuestamente por los extenuantes ejercicios, lo
obligaron a abandonar las representaciones, el interés de Luis por los espectáculos de la corte no mermó.
En los primeros meses de 1681, por ejemplo, asistió a no menos de seis ensayos y veintinueve
representaciones del extenso y vistoso espectáculo teatral Le Triomphe de l'Amour. 13
¿Qué es lo que interesaba tanto a Luis del ballet? Para describir la relación exacta –dado que ésta
existe– entre el absolutismo a ultranza del reinado de Luis y la aparición del ballet clásico como arte
teatral plenamente articulado, debemos recurrir a los primeros años de la vida de Luis y al tan particular
carácter de su corte. Bajo el reinado de Luis XIV, la danza se convirtió en mucho más que un instrumento
directo con el que mostrar la opulencia y el poder de la realeza. Hizo de la danza una parte integrante de la
vida de la corte, en un símbolo y un requisito de la identidad aristocrática tan profundamente arraigado e
interiorizado que el arte del ballet quedaría para siempre vinculado a su reinado. En la corte de Luis se

12 Dunlop, Louis XIV, 10.


13 McGowan, “La Danse: son rôle multiple”, 171

*La primera ópera italiana que se realizó en París fue La Finta Pazza, en 1645, con danzas del italiano Giovanni-Battista Balbi. En
1647, Orphée provocó una ola de resentimientos por los fondos destinados al arte italiano. Durante la Fronda, cuando se apuntó
contra Mazarin, Giacomo Torelli, el “mago” del diseño teatral, fue encarcelado y muchos artistas italianos tuvieron que huir.

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pulieron y refinaron las prácticas reales del espectáculo y las sociales del baile aristocrático; fue bajo sus
auspicios que nacieron las reglas y convenciones que gobiernan el clásico arte del ballet.

De niño, Luis había sido sometido a la grosera indignidad de tener que huir de París durante los
violentos disturbios de la Fronda (1648-53), durante la cual la elite gobernante y la nobleza desafiaron
violentamente, y con una considerable fuerza militar, el cada vez más absolutista Estado francés. El
primer ministro, Jules Mazarin –a quien muchos despreciaban por ser extranjero (era italiano), pero a
quien Luis valoraba como un consejero leal– fue también forzado a un exilio temporal, habiendo sido
acusado, entre otros muchos crímenes, de haber derrochado recursos preciosos del Estado para llevar a
sus queridos bailarines, actores y diseñadores italianos a la capital francesa.* Los tortuosos y humillantes
eventos de esta desconcertante y desorganizada rebelión fueron un duro recordatorio de que la nobleza
todavía era capaz de socavar el efectivo poder del rey, de que el absolutismo no era aún absoluto.
Cuando la Fronda se calmó y Mazarino regresó a París en los primeros meses de 1653, el primer
ministro encomendó un ballet que duraría trece horas, con Luis (que entonces tenía quince años) en el
papel protagonista. Fue un tour de force político y teatral. El Ballet de la Nuit, que duró toda la noche,
ponía en escena la perturbación, las pesadillas y la oscuridad, para luego, en las primeras horas de la
mañana, hacer aparecer a Luis como el Sol. Vestido de oro, rubíes y perlas, con brillantes rayos de
diamantes que salían de su cabeza, muñecas, codos y rodillas, y con ricos penachos de avestruz (un
codiciado símbolo de nobleza) apilados en su cabeza, Luis venció a la noche. Para mayor énfasis, la
representación se repitió para la corte y en París ocho veces a lo largo del mes siguiente.
Pero el Ballet de la Nuit, así como las políticas absolutistas de Richelieu y Mazarin,
definitivamente no fue suficiente. Cuando Luis XIV accedió al trono en 1661, no tardó en limitar el poder
de aquellos que habían desafiado –o podrían desafiar– su autoridad, y conmocionó a la corte al excluir de
su círculo de asesores a los "nobles de espada" –llamados así por su derecho a portar armas–. Todos los
nobles de sangre, prelados, cardenales y oficiales de Francia cuya preeminencia era una cuestión de
ascendencia y una fuerte tradición fueron expulsados de manera abrupta del poder y reemplazados por
h0mbres “más nuevos”: “nobles de toga” (nombre que obtenían de la vestimenta profesional) con
conocimientos técnicos y administrativos que sabían que podían ser reemplazados a voluntad. Estos
hombres no tenían necesariamente los “cuatro cuartos” de sangre noble requeridos por la tradición como
prueba de nobleza: debían sus títulos y su estatus casi por completo al rey.
De forma astuta y con el mismo espíritu, Luis también despojó a la nobleza establecida de su
tradicional identidad militar (la espada) y creó un ejército profesional bajo su control directo. Esta nueva
fuerza no dejaba de ser difícil de manejar y corruptible, pero debilitaba a los antiguos nobles y disminuía
su posición y poder. Para limitarlos aún más, Luis apartó a estos nobles de sus habituales esferas de
influencia en París y de sus propias fincas provinciales, y exigió su presencia –un honor cuyo rechazo

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significaba un riesgo– en las remotas cortes de Marly, Saint-Germain y Versalles. Obligados a residir en
estos entornos aislados y endogámicos bajo el estricto dominio y observación del rey, no tenían más
remedio que "jugar el juego del poder”, y jugarlo sólo con las reglas de Luis.
Las consecuencias fueron dramáticas: Luis efectivamente logró desestabilizar a la nobleza,
poniendo en cuestión los criterios a partir de los cuales se había medido el estatus a lo largo de siglos. Esto
desató una obsesión casi patológica por los “buenos” casamientos (de mejor sangre), la cuna, las
genealogías, la purificación (purgas, enemas, sangrados), y la separación entre “verdaderos” y “falsos”
nobles. Luis extremó la cuestión y avivó las inseguridades al hacer que sus oficiales exigieran
documentación detallada para una extensa revisión de las genealogías. De este modo, la puja por develar
los “falsos” nobles no solo aumentó la ansiedad social sino que arrastró tanto a los viejos como a los
nuevos nobles (de espada y toga) bajo la fuerte órbita del rey. Las razones eran políticas, pero también, y
no en menor medida, económicas. La monarquía tenía una necesidad crónica de dinero y la aristocracia
siempre había representado una fuga: por tradición, la aristocracia francesa no pagaba impuestos.
Además, al “pueblo” –que sí pagaba impuestos– solo se lo podía exprimir hasta cierto punto. Los “falsos”
nobles que se veían degradados, y éste era justamente el punto, representaban una nueva fuente de
ingresos: se los podía obligar a pagar impuestos. Los nobles más ambiciosos pero menos establecidos
significaban una fuente de ingresos aún más vital: por lo general, provenían de la rica burguesía y
adquirían su lugar entre la élite social comprando sus cargos al rey. De esta forma, Luis se aprovechaba
del intenso deseo de reconocimiento social, estatus político y ventajas fiscales, haciendo de la corte un
complejo y hermético mundo simbólico, una representación teatral constante de las jerarquías y linajes
que le permitían definir al Estado francés como él lo concebía. Los recursos no eran muchos: criticar a la
corte o al rey podía conducir al castigo, a la humillante pérdida de estatus o aún peor, al exilio.
En este contexto, la sujeción a la etiqueta y al ritual en la vida de la corte era inexorable. Se sabía
muy bien que el estatus dependía, literalmente, de la posición que se ocupara en relación con el rey. Nada
se libraba al azar, todo estaba regulado, incluso el tipo de silla en el que se podía llegar a sentar una mujer.
Aquellos en los escalafones más bajos de la sociedad tenían asignados taburetes, luego seguían las sillas
con diferentes tipos de brazos y respaldos, hasta llegar a sillones propiamente dichos para aquellos en los
cargos más altos. Para los vestidos de luto, el largo de la cola de la reina era de once anas, mientras que la
de las Hijas de Francia era de nueve anas y las de las Nietas de Francia, siete anas 14. Hasta los
movimientos del cortesano estaban coreografiados con precisión: un noble de rango inferior debía tener
sentado a su derecha a un noble de rango superior; los príncipes de sangre abandonaban el Parlement
cruzando por el centro de la sala, mientras que el hijo bastardo del rey debía servilmente hacerlo por los
lados. Y durante la ceremonia del lever del rey, los cortesanos debían estar de pie –como un corps de
ballet obediente– en filas cerradas para acercarle al rey su camisa o para limpiarle las nalgas. Como

14 Antigua unidad de longitud de aproximadamente un metro.

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bromeó en una ocasión Madame de Maintenon, “la austeridad de un convento no se compara con aquella
austeridad de la etiqueta a la que están sujetos los cortesanos del Rey”. Pero Luis sabía lo que hacía. “Esas
personas están seriamente equivocadas, advirtió, las que creen que todo esto es por simple ceremonia”. 15
En 1661, Luis fundó la Real Academia de la Danza teniendo esto mismo en mente. Esta nueva
Academia era bastante diferente tanto en su espíritu como en su forma a aquella del siglo XVI. En las
patentes de la nueva institución, Luis XIV describió en cierta forma su intento: “El arte de la danza… es
sumamente ventajoso y útil para nuestra nobleza y para el resto de la gente que tiene el honor de estar
cerca nuestro, no sólo en tiempos de guerra, para nuestros ejércitos, sino también en tiempos de paz, para
nuestros ballets”. Explicaba que “el desorden causado por las últimas guerras” había llevado a ciertos
“abusos”, y que el propósito de la Academia era “restaurar la perfección primera del arte de la danza”. 16
También se trataba de ajustar todavía un poco más la disciplina en la corte. La danza fue durante
mucho tiempo considerada como “uno de los tres principales ejercicios” de la nobleza, junto con la
equitación y las armas, y los maestros de baile habían muchas veces acompañado a nobles en sus
excursiones militares para no interrumpir su entrenamiento. Se enseñaba danza en las escuelas de
esgrima y equitación, y formaba parte también del currículo regular de las academias establecidas por la
nobleza a principios del siglo XVII para brindarles a sus hijos una ventaja en las artes militares y
cortesanas. La danza era, por lo tanto, un arte militar complementario, una disciplina en tiempos de paz
afín a la esgrima y la equitación, con las que compartía algunos de sus movimientos y un abordaje
disciplinario del entrenamiento y la habilidad física. Sin embargo, al fundar la Academia de la Danza, Luis
volvió a marcar un desplazamiento de las artes marciales hacia la etiqueta cortesana, más lejos de las
batallas y más cerca de los ballets.17
Pero la Academia también planteó un problema. La danza no era solo un arte militar practicado
por nobles y reyes, era también un oficio de larga data: los bailarines, incluso los bailarines del rey, habían
tradicionalmente pertenecido a la Cofradía de Saint-Julien des Ménestriers que también acogía a músicos,
juglares y acróbatas. Esta cofradía controlaba el acceso a la profesión, brindaba beneficios a sus miembros
y, por lo general, los bailarines debían pasar por ella para obtener las credenciales necesarias para un
buen empleo. Ser miembro de la nueva Real Academia de la Danza de Luis era, en cambio, un privilegio –
o un “derecho privado” otorgado por el rey– y en consecuencia, una afrenta dirigida a la autoridad de la
cofradía. De hecho, los trece hombres designados por Luis no eran maestros de baile comunes y
corrientes: se referían a sí mismos como “los Mayores” e incluían a los maestros de baile de la reina, del
Delfín, el hermano del rey, y más tarde, del mismo rey. Como miembros de la Academia, se les otorgaba
un acceso especial al rey y, más importante aún, quedaban exentos de regulaciones y tasas de cofradía, y

15 Solnon, La Cour de France, 349; Blanning, The Culture of Power, 32.


16 Archives Nationales, Danseurs et Ballets de l’Opéra de Paris, 27-28.
17 Saint-Hubert, La Manière, 1. Ordenanzas de 1788, 1792 y 1818 estipulaban que se incluyeran escuelas de danza en las barracas

militares francesas.

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de muchos otros tipos de impuesto. Como muchos de los privilegiados en la corte, estos maestros de baile
formaban parte de “los hombres del rey” y debían su estatus (y una riqueza considerable) a su patronazgo.
Era la sinecura de los talentosos. 18
Como podemos imaginarnos, los miembros de la cofradía vieron en esto una ofensa. En una serie
de locuaces y agudos panfletos, incluso uno escrito por quien dirigía la cofradía, aquellos que se oponían a
la nueva Academia del rey acusaron sus miembros de alejar la danza de la música despojándola así de
todo significado. La sola idea de que una academia de danza pudiera existir por fuera de una cofradía
musical era, decían, obstinado y sumamente ofensivo. La danza, insistían haciéndose eco de los poetas de
la Pléyade, era una representación visual de la música que en sí era la expresión de acordes celestiales. La
relación entre ambas “se basaba en el modelo de la armonía divina y por lo tanto (…) debería haber
durado lo mismo que la tierra”. De hecho, los maestros de danza se formaron durante mucho tiempo
como violinistas, se esperaba que se acompañaran a ellos mismos y, en ocasiones, que compusieran arias:
y su arte se consideraba una rama de la música. 19
Quienes apoyaban la nueva Academia, sin embargo, señalaron fríamente que, de hecho, la danza
había superado a la música. Su nuevo y apropiado propósito, decían, era elevar a la nobleza para que
sirviera a su rey. La música era un mero acompañamiento, y la independencia y superioridad de la danza
era obvia: sus instructores, después de todo, eran bien proporcionados y gráciles, mientras que un
violinista podía ser “ciego, jorobado o con una sola pierna sin dañar su arte”. Sin embargo, nunca se dudó
del resultado de este alboroto. En 1663, la Gazette señaló que “en este punto, los maestros violinistas se
escandalizaron unánimemente y se opusieron a la nueva institución, pero su caso fue rechazado". 20
El cambio fue dramático: los maestros de ballet más privilegiados de Francia habían pasado de
ser músicos, por lo menos oficialmente, a ser sobre todo cortesanos cuyo propósito principal era el de
pulir la etiqueta y perfeccionar los artificios requeridos por la alta cuna. Y gracias a Luis, estas habilidades
eran cada vez más demandadas. Como la apariencia física se consideraba un signo de nobleza innata, los
cortesanos se esforzaban por parecer “nobles” y actuar como tales. Y como se veían cada vez más
obligados a mejorar su estatus por medio de adulaciones y formas elegantes de comportamiento, el
maestro de ballet se convirtió en un accesorio vital. Porque bailar mal en la corte no sólo era vergonzoso,
sino una fuente de profunda humillación, una torpeza de tal magnitud que es difícil de comprender hoy en
día.
El duque de Saint-Simon, por poco el santo patrón de la ambición y el spleen, escribió en sus
memorias la devastadora experiencia de uno de los Montbron, un aspirante a aristócrata que tuvo la gran
desgracia de bailar mediocremente en presencia del rey. Habiendo presumido de manera temeraria sobre
sus habilidades en el baile, el joven muchacho fue puesto a prueba: trastabilló, perdió el equilibrio e

18 Kunzle, “In Search”,2 (“The Elders”).


19 Ibid. 7.
20 Christout, Le Ballet de Cour, 166; Kunzle, “In Search”, 3-15.

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intentó disimular sus torpes movimientos con “actitudes aún más afectadas y alzando sus brazos en alto”.
Mortificado, pidió que le concedieran otra oportunidad pero a pesar de sus mejores esfuerzos, las risas lo
terminaron echando de la pista de baile. Avergonzado por su caída en desgracia, el pobre Montborn no se
animó a presentarse en la corte por un buen tiempo. No es de extrañar que existieran en París, en la
década de 1660, más de doscientas escuelas de baile dedicadas, todas ellas, a formar a los jóvenes nobles
para evitar tan letales infracciones de etiqueta.21
¿Quiénes eran estos maestros de ballet? Pierre Beauchamps, para tomar una de las más exitosas y
dramáticas historias, perteneció a una larga estirpe de maestros de baile y violinistas, y su padre era uno
de los músicos del rey. Entre los catorce hermanos, fue él a quien formaron como violinista y bailarín, y
creció en el modesto mundo de los maestros de oficios con codiciado acceso a la corte. Famoso por su
habilidad y destreza, Beauchamps llegó a ser maestro de baile del rey en 1661 y más tarde fue nombrado
director de la Real Academia de Danza, entre sus muchos y estimados cargos. Beauchamps bailó al lado
del rey, asumiendo a menudo los papeles de Su Majestad cuando el mismo rey estaba indispuesto. Se
convirtió en un hombre rico que presumía de una importante colección de arte italiano.
Su alumno Guillaume-Louis Pécour tuvo una trayectoria igualmente impresionante. Pécour nació
en 1656 y su padre tenía un modesto empleo como mensajero del rey. Pero las conexiones de Pécour con
Beauchamps y su habilidad como bailarín –por no hablar de su inusual atractivo físico– lo convirtieron
en una figura popular en la corte, donde era muy admirado por el hermano del rey, cuyas inclinaciones
homosexuales favorecían en cierto modo a Pécour. Este enseñaba y organizaba bailes para una clientela
aristocrática, y en 1680 obtuvo el puesto de maestro de baile de los pajes del rey. Amasó una riqueza
considerable, lo que hizo que el ensayista Jean de la Bruyère se maravillara ante este "joven que ha llegado
tan alto gracias a sus bailes". Hacia el final de su vida, Pécour adquirió el privilegio real para publicar y
difundir las “partituras” de los bailes, muchas de los cuales siguen siendo utilizadas por los bailarines en
la actualidad. 22
Si por un lado, la Academia de la Danza de Luis hizo de la etiqueta y del ballet el rasgo distintivo
de la vida en la corte, por el otro, también apuntaba a hacer de la cultura francesa un objeto que el resto
de Europa buscara emular. De hecho, fue solo una de las tantas instituciones del estilo fundadas durante
el siglo XVII, como la Academia Francesa (Académie Française, 1635), la Academia de la Pintura (1648),
la Academia de Esgrima (1656), la Academia de la Música (1669) y la Academia de Arquitectura (1671). La
idea era centralizar bajo la autoridad real toda la cultura francesa, pero también reemplazar la vieja
civilización europea de bases latinas con la lengua de Francia, con su arte, su arquitectura y su danza –
ampliar la influencia francesa tanto en cuestiones artísticas e intelectuales como en los asuntos militares–
. Esto no resultó difícil: Luis ya era admirado por sus victorias militares y por su exitosa consolidación del

21 Hilton, Dance of Court and Theater, 15-16.


22 La Gorce, “Guillaume Louis Pécourt”, 8.

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Estado francés, y la élite política y cultural de toda Europa había adoptado e imitado sin reparos el gusto y
el arte franceses. La otrora cosmopolita y latina république des lettres estaba siendo subsumida, como
dirá más tarde un diplomático italiano, en “l’Europe française”. 23
Con esta idea en mente, el rey encargó a Beauchamps que inventara “una forma para comprender
la danza en papel”. Fue un paso clave: sin la notación, la danza francesa permanecería necesariamente
como un entretenimiento local; con ella, los maestros de ballet franceses podrían enviar sus ballets al
exterior y alcanzar a una clientela internacional (los sastres solían mandar muñecas modelando la última
moda parisina). La idea era anotar los pasos, pero no necesariamente los de un ballet o una producción
completos: incluso las producciones que se repetían varias veces no estaban tan fijadas como lo están hoy
en día, y los bailarines solían cambiar los pasos o tomaban la danza favorita de un ballet para insertarla en
otro.24
La petición del rey, formulada en algún momento de la década de 1670, desencadenó un
competitivo aluvión de investigaciones llevado adelante en varios frentes por los principales maestros de
ballet (no es de extrañar que su trabajo coincidiera con los esfuerzos por registrar el arte de la esgrima, y
las similitudes de sus movimientos –y del esfuerzo por anotarlos– son sorprendentes). Tras años de
minucioso trabajo, surgieron varios sistemas de notación de la danza, pero prevaleció el de Beauchamps.
El propio Beauchamps presentó al rey cinco volúmenes de símbolos, textos y danzas anotadas, pero estos
documentos se han perdido desde entonces, si es que alguna vez se hicieron públicos. Además,
Beauchamps no solicitó el permiso necesario para imprimir su obra y, para su disgusto, su sistema fue
retomado y publicado en 1700 por un maestro de ballet parisino que también tenía fuertes conexiones en
la corte, Raoul Auger Feuillet.
La notación de Feuillet tuvo una enorme influencia. Tuvo varias ediciones francesas, se tradujo al
inglés y al alemán, y fue utilizada por maestros de ballet de toda Europa hasta bien entrado el siglo XVIII.
Incluso obtuvo el imprimátur de Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert para la autorizada
Encyclopédie en la que el pintor y matemático Louis-Jacques Goussier la describió en extenso. Además,
en parte gracias a su éxito, más de trescientas de las danzas bailes registradas por la notación de Feuillet
siguen siendo utilizadas hoy en día, incluso una de Beauchamps y otra de Pécour.
Feuillet se centró en lo que consideraba las danzas más importantes y nobles, lo que el cortesano
Michel de Pure llamaba "la belle danse" y que un historiador describió como "el estilo del noble francés ".
La belle danse designaba un tipo de danza social que se ejecutaba regularmente en los bailes, pero
también en los espectáculos de la corte, donde sus pasos se adornaban con proezas técnicas más
exigentes. No era una danza grupal: la gran mayoría de las danzas que Feuillet y sus colegas registraron
eran solos y dúos, y de hecho la notación no estaba diseñada para registrar un mayor número de

23 Réau, L’Europe Française, 12.


24 Harris-Warrick and Marsh, Musical Theater, 84-85.

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intérpretes. La forma más elevada y venerada de la belle danse era la entrée grave, generalmente llevada
a cabo por un hombre solo o por dos hombres juntos, acompañada de una música de compás lento y
elegante. Los movimientos eran majestuosos y pesados, los miembros se desplegaban con una gracia
calculada y no había indicio alguno de saltos o giros acrobáticos degradantes.25
De hecho, lo crucial de la belle danse, y de la entrée grave en particular, es que la bailaban
exclusivamente los hombres. El ballet privilegiará más tarde a las mujeres y a la bailarina, pero no
todavía: es la época del bailarín. La situación puede ser confusa, ya que las mujeres actuaban (aunque no
en la entrée grave), y se destacaban a menudo sus habilidades como bailarinas. Pero su baile se limitaba
en gran medida a los bailes sociales o a los ballets de la reina; en los ballets del rey y en los espectáculos de
la corte, así como en los escenarios de París, los papeles femeninos eran interpretados por hombres en
travesti. Esto cambiaría en la década de 1680, pero por el momento se entendía que los hombres eran los
virtuosos que lideraban este arte. En su apogeo, la belle danse era inequívocamente masculina, regia y
cargada de gravedad. Era, literalmente, la danza de los reyes. También fue el modelo para el ballet clásico.
El eje sobre el que giraba la belle danse era la etiqueta, y es en este sentido que se puede decir que
Luis XIV presidió la aparición del ballet clásico como forma de arte. Como hemos visto, si bien el ballet en
el espectáculo de la corte tenía ya una larga historia, fueron Luis y sus maestros de ballet quienes llevaron
la técnica de la danza a un nuevo nivel y le dieron una vívida raison d’être: la ambición social. Las
jerarquías elaboradas y los extraordinarios artificios que definían a la nobleza en la corte de Luis –
formaciones medidas, reglas para pasar frente a los superiores y sentarse en determinadas sillas– se
encajaron a la fuerza en la belle danse.
No fue Luis quien inventó esa conexión: el baile y la etiqueta siempre habían sido buenos
amantes, y los manuales de baile que se remontan al Renacimiento abundan en reglas relativas al porte y
la conducta. Sin embargo, los escritos de Feuillet y Pierre Rameau (otro destacado maestro de ballet)
extremaron como nunca antes esta sujeción a la etiqueta. En sus libros, uno podía aprender los más
refinados detalles acerca de cómo hacer una reverencia y quitarse el sombrero; cómo entrar en un salón
apartamento, cruzarse con un superior en la calle o mostrar respeto al salir de una habitación; cómo
sujetar sus propias faldas, cuándo levantar la mirada y hasta dónde inclinarse dependiendo del momento
y para quién; cómo convertirse, en palabras de otro maestro de baile, en un "ser hermoso". 26
La postura era fundamental: el cuerpo debía estar erguido, pero relajado, con la cabeza en alto y
los hombros inclinados hacia atrás, con los brazos sueltos a los lados, las manos curvadas y serenas, y los
dedos de los pies suavemente girados hacia fuera. La idea, como decía Rameau, era parecer libre, con "un
aire de soltura que sólo se puede adquirir bailando", y evitar caer en la "humillación" de los movimientos
rígidos, duros o afectados. Un mal porte era sinónimo de mal carácter, y la mujer, en particular, debía

25 Lancelot, La Belle Danse; Hilton, Dance of Court. En el siglo XVII, la entrée grave era considerada la cima de la danse noble, pero
también había otros muchos géneros de danza que correspondían a otras formas musicales.
26
“Ser hermoso”, bel ester podría también tratarse de un juego con belles lettres. De Lauze, Apologie de la Danse, 17.

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mostrarse "bien dispuesta, sin afectación ni demasiada audacia", y nunca "asomar la cabeza hacia
delante”, señal clara de indolencia. Otro maestro de ballet escribió más tarde: "Todavía no se ha
encontrado mejor ejercicio para dar forma y moldear el exterior del hombre". 27
Sin embargo, no todo era el porte. Feuillet describió ampliamente los lugares en los que se
bailaba: los salones de baile y sus escenarios eran típicamente rectangulares, con los invitados que se
sentaban alrededor, y el rey y su séquito –la Presencia– colocados en el extremo delantero. La regla era
que los bailarines (normalmente un solo o una pareja) comenzaban y terminaban su danza en el centro de
la sala (o del escenario), uno frente al otro o hacia el rey. Mientras bailaban, no se movían libremente por
la pista: desde una vista aérea, la notación de Feuillet indicaba figuras simétricas claras, giros, círculos y
curvas en S que debían ser trazadas por un solista o por la pareja, juntos o en espejo, alrededor del eje de
la presencia del rey. La orientación era fundamental y la geometría del baile hacía que todos estuvieran
sumamente conscientes de la relación con el otro, con el rey y con los cortesanos que los rodeaban. Era, en
su sentido más profundo, un baile social.

Pasos de baile en la notación de Feuillet. Los símbolos representan los pies en sus diversas
posiciones establecidas a partir de la música que encabeza la página.

27
Rameau, Le maître à danser, 2-4 (“aire de soltura” y “humillación”); Hilton, Dance of Court, 67 (“bien dispuesta”); Pauli, Elémens
de la Danse, 112-13 (“Todavìa no”).

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A esta extremada preocupación por las reglas de la etiqueta, Feuillet aportó –siguiendo a
Beauchamps entre otros– un celo por la categorización y la codificación. Se había eliminado para ellos la
distancia que separaba un gesto o un movimiento en la corte y una postura formal del ballet, y una
muestra del tipo de pensamiento analítico que los caracterizaba es el hecho de que la notación de Feuillet
haya sido la primera en usar símbolos abstractos –notas musicales– en lugar de simples letras (como r =
reverencia) para describir los pasos de baile. En estas danzas y en las descripciones de Rameau, el cuerpo
se organiza como una corte en miniatura, con complicadas reglas que rigen el movimiento de sus
miembros. Se pusieron en juego todas las metáforas que vinculan el cuerpo del rey con el cuerpo político y
el orden cósmico, o a la cabeza del jefe del Estado cuyos miembros quedan sujetos, a coordinarse y
ajustarse a las jerarquías y leyes naturales.
El principal esfuerzo residía en las cinco posiciones del cuerpo, codificadas por primera vez
por Beauchamps y expuestas claramente por Feuillet, Rameau y otros que siguieron sus pasos. No
podemos enfatizar lo suficiente la importancia de estas posiciones: son la escala mayor, los colores
primarios de los que surgen todas las demás construcciones del ballet. Sin ellas, la belle danse era una
danza social; con ellas, se dio el salto crucial de la etiqueta al arte. Las cinco posiciones “verdaderas” o
nobles, con los pies girados 45 grados a la altura de la cadera, se complementaban con cinco posiciones
"falsas", en las que los pies apuntaban torpemente hacia dentro para representar a personajes sociales
menores como campesinos, borrachos o marineros. Fue universal el acuerdo respecto de que en las
verdaderas posiciones, los pies nunca debían estar girados más de 45 grados, para que el bailarín no se
desviara peligrosamente hacia el tipo de exageración que emplean los artistas acrobáticos. La línea que
prescribe los movimientos nobles se trazó con cierta precisión, y las posiciones verdaderas definieron una
regla de oro para el movimiento. 28
La primera posición era un punto de encuentro, un "hogar" o el equivalente en ballet de una
tónica musical en la que el cuerpo se mantenía elegantemente en reposo, talón con talón, y las piernas
ligeramente giradas hacia fuera desde la cadera. Las otras cuatro posiciones preparaban el cuerpo para
moverse. La segunda posición separaba los pies horizontalmente en la longitud precisa del pie del bailarín
para que éste pudiera desplazarse de un lado al otro sin nunca darle la espalda al rey. La medida de "un
pie" significaba que su movimiento nunca sería torpe o demasiado abierto, sino que se mantendría en
estricta proporción con la medida de las caderas y los hombros del bailarín. La tercera posición (al igual
que la primera) juntaba las piernas y los pies, pero ligeramente cruzados. Era una posición cerrada, en la
que las piernas estaban perfectamente unidas a nivel de las rodillas, de manera que el bailarín podía
moverse hacia atrás y hacia delante, un pie siguiendo al otro en una línea recta.

28
Los niños no estaban exentos de las exigencias de la etiqueta. En 1716, un hombre llamado Des Hayes presentó a la Academia de
Ciencias el diseño de un corsé para niños, y en 1733 presentó el diseño de una correa de mentón para mantener la cabeza de los
niños en posición vertical, junto con otro mecanismo para ayudar a los que tenían “dedos de paloma” a "girar los pies hacia afuera".
La Academia lo aprobó. Véase Cohen, Music, 77-78.

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En la cuarta posición, los pies estaban separados exactamente por un pie de distancia, uno
delante del otro, con el cuerpo erguido en el medio. Como si el bailarín realizara un paso cuidadosamente
calculado hacia delante pero frenara a mitad de camino, con el peso sobre ambos pies (girados hacia
fuera). El quinto era la suma de todos los pasos; dejaba al bailarín preparado para moverse de lado a lado
o de adelante hacia atrás, sin salirse de su trayectoria lineal geométricamente definida. El talón de un pie
se deslizaba hacia el dedo del otro, lo que hacía que los miembros estuvieran en una perfecta y equilibrada
alineación vertical. Las posiciones eran, de este modo, como un mapa que preparaba los pies para
desplazarse por trayectorias claramente definidas, hacia el frente, hacia los lados o hacia atrás (no estaba
permitido deambular sin precisiones); limitaban y medían el movimiento, asegurándose que éste fuera
siempre contenido y proporcionado. "Los pasos –aconsejaba Feuillet– deben estar contenidos dentro de
los límites de las posiciones”.29
Los brazos también fueron mapeados, aunque con menos claridad. Lo ideal, por ejemplo,
era que los brazos se extendieran hacia los lados en segunda posición, a la altura del estómago. Sin
embargo, si el bailarín era demasiado bajo, los brazos debían elevarse un poco y extenderse para
aparentar mayor altura. Si tenía un cuerpo demasiado largo, los brazos podían llevarse hacia abajo o
redondearse a la altura del codo (acortarse) en compensación. Sin embargo, los brazos nunca se elevaban
por encima de los hombros porque este tipo de distorsión indicaba angustia o pérdida de control. Sólo las
furias u otros espíritus diabólicos alzaban los brazos.
Las posiciones precisas de los brazos, las muñecas y las manos se solían dejar a criterio del
bailarín, pero eso no significa que no estuvieran reguladas. Se hacía mucho hincapié en la forma de
ofrecer una mano, llevar un abanico, quitarse un sombrero o los guantes, y los dedos debían estar
curvados y perfilados, el índice y el pulgar doblados uno cerca del otro como si se estuviera levantando
una falda (o sosteniendo el arco de un violín). La palma de la mano era de particular sensibilidad, como si
tuviera una vida aparte de los dedos y las muñecas, y el simple hecho de girar la palma hacia arriba o
hacia abajo podía cambiar todo el comportamiento físico. Era importante estar consciente de las manos, y
Rameau recomendaba mantenerlas no del todo abiertas ni cerradas, sin comprometerse pero listas para
reaccionar.
La relación entre las extremidades también estaba escrupulosamente definida. El cuerpo se
dividía por una línea horizontal a la altura de la cintura, como una pollera (o más tarde un tutú) separa la
parte alta y baja del cuerpo; pero también existía una división vertical, como si se lanzara una plomada
desde la punta de la cabeza, por la espina dorsal hasta el suelo. El bailarín debía organizar sus
movimientos a partir de estas divisiones norte-sur, este-oeste. De esta forma, se pensaba que tobillos,
rodillas y caderas se correspondían con muñecas, codos y hombros. Cuando la rodilla se doblaba, el codo
reaccionaba; si el tobillo se flexionaba, esto tenía consecuencias para la muñeca. Además, y en relación

29
Feuillet, Choreographie, 106.

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con las tradiciones de contrapposto en el arte, si el hombro y el brazo derecho giraban hacia delante, esto
debía equilibrarse por oposición con la cadera y la pierna izquierdas. La habilidad era en gran medida una
cuestión de coordinación de movimientos múltiples y simultáneos de todo el cuerpo conforme a reglas
sutiles pero claramente delineadas.
En gran parte dependía de la musicalidad: Feuillet anotaba en la parte superior de la página
la música de cada figura que trazaba , y también dividía sus curvas decorativas en distintos segmentos,
cada uno de los cuales contenía el movimiento de un compás musical específico. Evitando cualquier
ademán florido y ostentoso, los bailarines valoraban las cadencias sutiles y las tensiones rítmicas
sostenidas y resueltas de forma refinada y exigente. La agudeza musical dependía de un cuerpo receptivo,
finamente calibrado y preparado para reaccionar incluso a las más sutiles señales musicales. Cada
extremidad y cada terminación nerviosa debían estar vivas y listas para desplazarse.
De esta forma, el cuerpo se encontraba siempre preparado y en movimiento, con las rodillas
ligeramente flexionadas, los talones apenas levantados del suelo y las extremidades equilibradas en
relación con el centro de gravedad del bailarín. El equilibrio era vital, pero éste nunca era un punto de
quietud con el bailarín rígidamente erguido en una posición determinada: más bien era una serie de
microajustes y pequeñas maniobras físicas. El paso de una posición a otra debía ser, como decía Feuillet,
una "mutación" sin interrupciones. De hecho, la ejecución fluida dependía especialmente del uso hábil
del empeine (que se extiende a través del tobillo) para pequeños pasos de transición, como el demi-coupé
–una forma de caminar exagerada donde se flexionan las rodillas, y los pies se elevan sobre el metatarso,
en un sutil ritmo acentuado. En la belle danse, esta parte del pie actuaba como amortiguador y como un
modo de calibrar constantemente los cambios en la alineación del cuerpo, pasando de un movimiento a
otro de forma sutil y casi imperceptible. Al igual que en manipulaciones verbales, utilizar bien el pie y el
tobillo podía embellecer una frase o suavizar un momento incómodo. Podía dotar a su autor de un aire de
pulcritud y soltura.30
Además, en los pasos estaba impresa la etiqueta. El plié, por ejemplo, era una simple
flexión de las rodillas y una preparación para dar un paso o saltar, pero también era un signo de humildad
asociado a la reverencia: cuanto más importante era la persona ante la cual se hacía la reverencia, más
profunda era la flexión de las rodillas. Del mismo modo, las oposiciones que se establecían a lo largo del
del cuerpo no sólo eran un principio formal, sino que también tenían un matiz social, como recordaba
Rameau a sus lectores: "Por ejemplo, si te cruzas con alguien, debes correr el hombro" para dejar el
espacio necesario para que pase. También existían resonancias con la etiqueta de la esgrima: el éffacé
designaba la "retirada” o el retroceso de uno de los lados del torso para evitar la mirada del adversario. Y

30
Ibid., 26-27.

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la rotación no implicaba (como sí lo haría más tarde) abrir los pies y las piernas hasta el extremo físico de
una línea de 180 grados. Era más bien una postura controlada que indicaba soltura, elegancia y gracia. 31
Cuando un hombre y una mujer bailaban juntos, solían ejecutar los mismos pasos en
espejo, pero los hombres eran dados al virtuosismo, mientras que se esperaba que las mujeres fueran más
moderadas. La relación era caballeresca, ya que el hombre realizaba hazañas técnicas en honor de su
recatada dama, y también reflejaba una visión común de la sexualidad: se pensaba que las mujeres eran
biológica y físicamente iguales a los hombres, sólo que un poco menos desarrolladas y con menos "calor".
La diferencia era de grado, no de tipo, y así también lo era en los bailes.
Existían también otras jerarquías: no se consideraba a todos los cuerpos iguales. En
consonancia con la idea de que, en palabras de Saint-Simon, “la gradación, la desigualdad y la diferencia”
eran no solo naturales sino deseables –en la sociedad como en el mundo físico–, algunos cuerpos se los
consideraba más “elevados” y aptos para desempeñar el estilo noble que otros. Al reconocer este hecho
aparentemente incontestable –después de todo, los cuerpos son diferentes–, con el tiempo se fue
diferenciando a los bailarines de acuerdo con diferentes géneros: “serio” o “noble”, “semi-serio”, y atrás
de todo, el “cómico”. Las categorías nunca fueron rígidas o quedaron fijas: un bailarín, por ejemplo, podía
pasar a otro género para determinada danza, o incluso distorsionar el estilo del movimiento buscando un
tipo de efecto dramático –exótico, fantástico, burlesque-. Pero estas categorías establecieron una serie de
importantes límites que la mayoría de las personas daba por sentado hasta la década de 1820, cuando ya
agotadas y controvertidas, finalmente sucumbieron. 32
Los bailes del estilo serio y noble, como ya vimos, eran idealmente interpretados por los
hombres de cuerpos largos, esbeltos y elegantemente proporcionados. En el siglo XVIII, Gaetan Vestris,
un danseur noble, era conocido como “el dios de la danza” y su físico y belleza eran tan impresionantes
que Horace Walpole señaló en una ocasión que Vestris debía ser “el único ser perfecto que haya caído de
las nubes desde que el hombre y la mujer tienen memoria”. Descendiendo en la escala social, el bailarín
semi-serio era más compacto y se movía más rápido que su colega noble. Su moneda era el élan y un
delicado ingenio físico. El bailarín cómico era robusto y vivaz: era el campesino y el tipo menos refinado. 33
El personaje de un bailarín en el escenario también dependía, por supuesto, de lo que
llevara puesto. Tanto en los ballets como en los bailes, los bailarines se vestían a la última moda utilizando
las telas y accesorios más caros y lujosos diseñados por sastres, joyeros, peluqueros y otros artesanos.
Siguiendo las convenciones de la pintura y del teatro, la vestimenta romana se consideraba la más elevada
y noble; de ahí que Luis XIV apareciera a menudo como un emperador romano, ataviado con símbolos de
alta alcurnia y carácter como las pelucas empolvadas, las joyas preciosas o las plumas de avestruz (raras y
costosas) colocadas como un gran helecho en el casco del héroe. El punto no era representar con precisión

31
Rameau, Le maître à danser, 210.
32
Ladurie, Saint-Simon, 65.
33
Walpole en Clark and Crisp, Ballet Art, 39.

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a un personaje, sino respetar las reglas del decoro: la vestimenta era una forma de indicar el lugar que
ocupaba un personaje en la jerarquía social, y la calidad, el número, el valor y la longitud de las telas, los
penachos, las joyas y las colas estaban ajustados al estatus. Sin embargo, el tono de la representación
nunca bajaba demasiado; incluso los que interpretaban a los campesinos vestían con seda.
Los personajes o los significados alegóricos se expresaban por medio de accesorios, tocados
y símbolos que cosían a partir de los últimos figurines de moda. Se representaba la noche con estrellas
rociadas sobre una tela; los griegos, los musulmanes y los americanos podían ser identificados por sus
exóticos tocados; el Amor podía llevar una tela teñida de rosa. En un traje particularmente ingenioso, el
monde malade se representaba con un tocado del monte Olimpo y el cuerpo del bailarín cubierto por un
mapa con Francia en el corazón, Alemania en el estómago, Italia en la pierna e Hispania en el brazo –
brazo al que intencionalmente hacían sangrar con sanguijuelas en el transcurso de la danza-.
El disfraz también debía incluir el rostro: máscaras o antifaces eran de rigor tanto en la
corte como en el escenario. De cuero, terciopelo, o de tela, podían sujetarse con los dientes a partir de una
cuenta que se fijaba en el interior de la máscara, o con unos elegantes lazos alrededor de la cabeza. No
eran accesorios decorativos sino una parte esencial de la vestimenta. Se creía que el carácter humano era
inmutable y estaba determinado por una mezcla particular de humores y temperamentos en el cuerpo; no
existía actuación alguna capaz de ocultar o alterar la identidad de un individuo y la única posibilidad de
ser alguien diferente a uno mismo era llevando una máscara. De ahí que los bailarines no intentaran
"convertirse” en sus personajes: los asumían llevando símbolos de nacimiento y estatus. Por este motivo,
las máscaras se usaban también en las rodillas, los codos y el pecho, e incluso en el pelo.
Incluso cuando no portaban máscaras, los cortesanos, especialmente las mujeres,
acostumbraban pintarse rostro, cuello y pecho con “blanco de plomo” (altamente tóxico), y algunas veces
también esmaltada con clara de huevo. Los labios rojos y las venas azules podían dibujarse sobre la base
blanca para crear un aspecto sin imperfección alguna. Muchas veces, se pegaban en el centro de la mejilla
o en el rabillo del ojo parches de cuero rojo o de tafetán negro recortados en formas simbólicas que
indicaban pasión, picardía o gustos. Las máscaras y el estar enmascarado eran, por lo tanto, solo uno de
los elementos de un drama mayor hecho de apariencias y artificios –y engaños–, y del que los ballets eran
solo una expresión. El control físico y emocional era primordial, como señaló La Bruyère: "Un hombre
que conoce la corte es maestro de sus gestos, de sus ojos y de su rostro... es profundo; impenetrable;
disimula malas influencias, sonríe a sus enemigos, controla su irritación, disfraza sus pasiones, desmiente
su corazón, habla y actúa contra sus sentimientos.” 34
Las convenciones de la vestimenta daban, en cuanto a la danza, una clara ventaja a los
hombres. El atuendo estilo romano o los trajes con faldón a la moda, los pantalones bombachos y las
medias de seda dejaban a la vista y daban libertad a las piernas. Las mujeres no tenían la misma libertad.

34
Johnson, Listening in Paris, 294.

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Como señaló Claude-François Ménestrier, sin más comentarios, “Los vestidos de las mujeres son menos
apropiados (para bailar) porque deben ser largos”. En efecto, las pesadas polleras que caían hasta el suelo,
llevadas sobre enaguas y adornadas con mantas, faldones, fajas rígidas y corsés, conspiraban para
restringir el movimiento en pos de una postura erguida y un porte digno. Sin embargo, estas vestimentas
no eran necesariamente vistas como un impedimento: la mujer obraba con su vestido como si fuera parte
de su cuerpo, y su estructura arquitectónica contribuía a su desenvoltura y talla. Justamente el arte residía
en ocultar y no en revelar, en el artificio y no en la expresión de lo personal, y las capas de telas, máscaras,
joyas y maquillaje debían, partiendo de lo natural, hacer del cuerpo en sí mismo una obra de arte. 35
Resta el importante asunto de los pies sobre los que se basa toda la estructura del cuerpo.
Después de todo, eran los pies lo que se mostraba: se asomaban por debajo de las faldas de las mujeres, y
era por medio de los movimientos rápidos de los pies, de los zapateos y los pasos ornamentados que los
hombres demostraban su virtuosismo. No es casual que la notación de Feuillet registrara con precisión
qué partes del pie, en qué momento y cómo debían posicionarse en la pista de baile, pero no especificaba
nada sobre cabeza, pecho, caderas y brazos, como si se esperara que estos se dedujeran solos.

Mlle. Subligny y Mr. Balon: los trajes decorativos formaban parte de la danza.

35
Ménestrier, Des Ballets Anciens et Modernes, 253

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Los bailarines ejecutaban sus danzas en zapatos de calle que estaban hechos, por lo general,
de seda, terciopelo o cuero. No había distinción entre izquierdo y derecho, y los pies eran como dos
pedestales que decoraban con filigranas la base de las piernas. Los zapatos de los hombres eran de punta
cuadrada con un talón ancho y bajo en la parte trasera, y para las mujeres eran más en punta, con un
talón más fino y alto que salía desde el arco del pie. De esta forma, los hombres podían moverse con una
soltura y un equilibrio que las mujeres jamás hubieran podido pretender, y la línea larga y estrecha de los
zapatos del hombre hacía esencial que los pasos fueran hechos de manera decidida: arrastrar los pies
podía ocasionar una caída desagradable y humillante. Los pies de las mujeres, en cambio, se ahuecaban a
la altura del arco y el talón junto con el empeine tiraban el peso hacia abajo, en una línea vertical,
acentuando aún más su porte encorsetado y volviendo necesarios pasos más pequeños y delicados.
Esta obsesión por los pies no surgió de la nada. Para la mentalidad del siglo XVII, los pies
eran un objeto de encanto y fantasía erótica, y los zapatos podían ser sensuales, vistosos y un claro signo
de rango. Los cortesanos llevaban tacones rojos (que mostraban el rango), y los zapatos solían estar
decorados con cintas, hebillas de oro, plata o joyas, y hasta con escenas de amor, flores, pastores o incluso
batallas importantes. Los pies pequeños eran codiciados, sobre todo en las mujeres quienes solían atar sus
pies con cinta de lino encerada para forzarlos a que entraran en zapatos que les cortaban la circulación y
hacían que muchas jóvenes cortesanas se desmayaran de dolor. A principios del siglo XVIII, la bailarina
Marie-Anne de Cupis de Camargo era tan admirada por su fino pie que las damas de la corte acudían a su
zapatero (que se convirtió en un hombre rico) con la esperanza de poder tener también "el pie más bonito
del mundo".36
Calzados, trajes, máscaras y maquillaje formaban parte de la belle danse que era, a su vez,
un espectáculo estudiado y refinado de nobleza. A los ojos modernos, la danza en la corte francesa puede
resultar un frágil cascarón, como ficticia, falsa persona o una fachada exageradamente adornada sin
ninguna sustancia real por dentro. Pero es importante recordar que en la Francia del siglo XVIII, la
jerarquía, el grado, la proporción y el control físico eran parte de un diseño social y político mayor. La
apariencia era sustancia, y la belle danse era una de las formas de mostrar y adquirir nobleza.
Tal vez, también nos resulte difícil asociar el florido artificio gestual de la belle danse con la
pureza y el rigor del clasicismo. Sin embargo, la belle danse era en gran medida un arte clásico por su
estricta observancia de reglas e ideales, y por su devoción hacia una concepción formal de precisión,
proporción y perfección humana. Quienes entrenaban sus cuerpos para dominar las cinco posiciones de
Beauchamps y se centraban en las meticulosas leyes que gobiernan el movimiento, tal vez se hayan
sentido envueltos por momentos en un gran engaño. Pero si la belle danse es un espejo desde el cual
observar la corte de Luis, también la trasciende. El autocontrol y el orden exigidos por esta organización

36
Éloge à Mle. Camargo. 1771, Bibliothèque de l'Arsenal, Collection Rondel, RO 11685.

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lineal y geométrica del cuerpo sobreviviría más allá de la corte que le dio su forma, no ya como etiqueta
sino como danza: el ballet clásico.

El ballet se sostenía en dos pilares. La belle danse era uno: decía cómo debían bailar los
nobles. El segundo era el espectáculo. Los ballets todavía no eran las funciones en teatros con largas horas
de danza para una audiencia, como lo son hoy en día. Eran en gran parte todavía ballets de cour, grandes
exhibiciones de poder para aquellos en el poder. En muchos sentidos, la belle danse y el ballet de cour
formaban parte de lo mismo: ambas representaban y confirmaban las jerarquías que gobernaban la vida
en la corte y la magnificencia del rey. Pero era también una convivencia tensa. Si la belle danse apuntaba a
una estricta disciplina clásica, el ballet de cour se inclinaba fuertemente hacia una estética más
extravagante y barroca. Vale la pena, sin embargo, desarrollar un poco las fuentes y la magnitud del
espectáculo teatral durante el reinado de Luis XIV, ya que éste es otro de los rasgos definitorios del ballet.
Puede parecer un punto de partida extraño comenzar por la Iglesia Católica, dado que, si
bien tiene una célebre liturgia dramática, tradicionalmente no vio con buenos ojos la danza. “Donde está
la danza, está el diablo”, vociferó Alexandre Varet en 1666, tomando su autoridad de los escritos del siglo
IV de Saint John Chrysostom . La danza “no hace más que excitar las pasiones, perder la modestia entre
tantos saltos y abandonarse a una vida disoluta” despotricó otro, citando como autoridad a San Ambrosio
del siglo IV. De hecho, bailarines y actores que dieran representaciones públicas eran automáticamente
excomulgados y se les negaban los ritos finales de un entierro católico. 37
Lo irónico de estos severos mandatos se agudizó en los tiempos de la célebre pasión de Luis
XIV por las artes, algo que no escapó a La Bruyère: “Qué más estrafalario –escribió– que tener a una
multitud de cristianos de ambos sexos, en una sala, en determinados días para aplaudir a un grupo de
individuos excomulgados, que están allí tan solo en virtud del placer que brindan y que han sido pagados
por adelantado”. Voltaire disparó desde el siglo siguiente: “¿Creen que cuando Luis XIV y toda su corte
bailaban en el escenario se los excomulgaba? (…) Pero si no se excomulga a Luis XIV que bailaba por su
propio placer, no parece justo excomulgar a quienes brindaban ese placer a cambio de un poco de dinero,
con el permiso absoluto del rey de Francia”. 38
Entre los católicos, sin embargo, había un grupo que sí creía en los bailarines y las danzas:
los jesuitas. Conocidos por su fervor de Contrarreforma y su deseo de emplear las artes para salvar almas,
veían en los ballets y el espectáculo una forma de atraer e inspirar a los creyentes; y no es casualidad que
muchos de los tratados más apasionados sobre el ballet hayan sido escritos por padres jesuitas. De hecho,
entre la corte y las escuelas jesuíticas prominentes se dio un intercambio constante, y Beauchamps,

37
Benoit, Versailles, 16; Jean-Baptiste de la Salle citado en Franklin, La civilité, 205-6.
38
Benoit, Versailles, 372; Maugras, Les Comédiens, 268-69.

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Pécour y otros bailarines de gran prestigio enseñaron y actuaron regularmente en el Colegio de Clermont
(rebautizado como Louis-le-Grand en 1682), institución que educó a toda la élite francesa y extranjera.
En los colegios de los jesuitas se enseñaba a los alumnos (muchos de ellos futuros
cortesanos) la oratoria y la "retórica muda" de la danza, los gestos y la declamación. Aprendían a
conducirse con una postura firme y erguida, con la cabeza en su sitio, no echada hacia atrás ni colgando
hacia adelante como la de un perro, ni demasiado alta (orgullosa) ni demasiado baja (irrespetuosa). Las
manos debían mantenerse a los lados, ligeramente por delante del cuerpo, y los brazos aplomados, sin
balancearse nunca al ritmo de los pasos ni elevarse por encima de los hombros. Los buenos oradores, se
les decía, debían tener cuerpos bien proporcionados (nada de cuellos excesivamente cortos y cómicos) y
esforzarse por perfeccionar sus gestos para equipararse a los de los reyes y príncipes de la Iglesia, cuyos
cuerpos numinosos brillaban con luz divina.39
Cada año, los estudiantes interpretaban tragedias en latín con interludios de ballet a gran
escala para un público de cortesanos prominentes que, muchas veces, en el Colegio de Clermont, incluía al
rey. Los profesores de retórica escribían y diseñaban los ballets destinados a persuadir. En colaboración
con los maestros de ballet, estos profesores creaban producciones elaboradas y ricamente decoradas con
efectos escénicos modernos. Sin embargo, sus ballets nunca fueron meros entretenimientos o
divertimentos, que los padres jesuitas despreciaban por ser fríos y decorativos. Por elcontrario, los ballets
de los jesuitas se hacían eco de los temas del teatro latino al que acompañaban. Se esperaba, además, que
ejercieran un poderoso control emocional sobre el espectador y que lo arrastraran al mundo de lo
"sobrenatural y extraordinario". Con títulos como Le Triomphe de la religion, fueron concebidos en el
espíritu de la arquitectura eclesiástica barroca, con sus grandes columnas entorchadas de mármol (por lo
general, falso) y oro, diseñadas para llevar a los hombres a Dios. 40
Por muy espectaculares que fueran estas producciones de los jesuitas, no podían rivalizar
con los ballets que se representaban en la propia corte, y en esto, como en tantas otras cosas, la Iglesia
quedaba opacada por el Estado francés. Pensemos en Les Plaisirs de L'Île enchantée, un evento que duró
tres días y se celebró en Versalles en mayo de 1664 en honor de la reina, pero que también para escándalo
y grave consternación de la reina madre, Ana de Austria, condujo a interpretaciones de que era en honor
de la amante del rey, la atractiva Mlle. de La Vallière. Versalles aún no era el extravagante palacio en el
que se convertiría: todavía era una residencia de caza, y el gran castillo y los jardines no estarían
terminados hasta unos años más tarde, lo que hacía que la logística de transportar decorados, trajes,
comida, agua y materiales de construcción fuera aún más exigente e impresionante para los asistentes.
Los festejos representaban una historia extraída de un conocido poema de Ludovico Ariosto
sobre Roger, un caballero errante cautivo de la bella hechicera Alcine. Cada día, el rey en compañía de

39
Ver Fumaroli, Héros et Orateurs.
40
Ménestrier en Christout, Le Ballet de Cour, 232-33.

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unos seiscientos cortesanos recorría diferentes puntos al aire libre, terminando finalmente en un lago
donde el gran palacio de la misma Alcine había sido construido especialmente para placer de los
espectadores. Por la noche, el camino estaba espléndidamente iluminado con cientos de velas de cera y
antorchas encendidas, y el rey, que hacía de Roger, aparecía con un traje salpicado de diamantes y
montando un magnífico semental. Hubo un suntuoso banquete (con los comensales sentados en estricto
orden de rango) que tematizaba las cuatro estaciones, y en el que los bailarines representaban los signos
del zodíaco y "las estaciones" aparecían montando un caballo, un camello, un elefante y un oso. Luego,
llegaron actores con enormes bandejas de comida magníficamente decoradas y se representaron algunas
obras de Molière y otros entretenimientos preparados, como se indicaba en los planes del evento, por un
"pequeño ejército" de artistas y artesanos. El último día, con un ballet a gran escala se representó el asalto
al palacio mágico de Alcine protegido por gigantes, enanos, demonios y monstruos danzantes, y en el que
Roger, esta vez interpretado por un profesional, lo que permitió al rey observar y presidir, empuñó su
varita mágica y, entre truenos y relámpagos, hizo que el palacio se desmoronara al tiempo que explotaban
fuegos artificiales. 41
De ahí que los ballets fueran tan solo uno de los elementos de un espectáculo grandioso y
ritualizado, un mundo de placeres sensuales y opulento entretenimiento. En este espectáculo, y en otros
similares, el rango importaba menos que el mérito y las prerrogativas del rey: tanto Beauchamps como
otros profesionales que no pertenecían a la nobleza solían actuar codo a codo con la realeza, interpretando
tanto roles heroicos como cómicos. Había, sin embargo, un momento crítico en el que la sangre se
imponía sobre la destreza: al finalizar el ballet de cour casi siempre le seguía un tipo de ballet distinto,
más breve, el grand ballet que funcionaba como una resolución ceremonial, un retorno a un orden tónico
y natural. Como parte de la práctica que se remontaba por lo menos hasta el Ballet comique de la Reine,
este grand ballet era tradicionalmente bailado por los nobles y el rey, vistiendo a menudo máscaras
negras y ataviados según el rango. Y en contraste con las danzas más libres, improvisadas y burlescas del
espectáculo anterior, los pasos y figuras del grand ballet eran, en el sentido más estricto, nobles y
coreografiados.
Los cortesanos lo habrían reconocido al instante, ya que en los bailes del rey, como en el
grand ballet, los bailarines eran seleccionados de antemano y actuaban en orden según su rango. Los que
no bailaban (se hacían excepciones por edad) observaban y juzgaban. El grand ballet funcionaba así como
un puente entre el teatro y la vida, entre el mundo fantástico y alegórico del espectáculo y el mundo
jerárquicamente reglamentado de la corte, entre el ballet de cour y la belle danse. Se trataba de una
reducción y un resumen: se podía extraer la moraleja del espectáculo de los pasos y las figuras de esta
danza, como el acorde final de una exposición musical dramática. Se reestablecían las jerarquías formales,

41
Molière, Oeuvres complètes, I:751.

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se ponía a los actores de nuevo en sus respectivos lugares y se confirmaba formalmente el orden y la
disciplina que regían las relaciones sociales.

El ballet de cour estaba tan estrechamente ligado a la monarquía francesa que se


consideraba –como el propio rey– inmortal. Pero no lo fue: en el transcurso del reinado de Luis (1643-
1715) flaqueó y cayó en un lento pero irreversible declive. Una de las causas ostensibles fue el desarrollo
de una forma de arte importada directamente de Italia que, aunque relacionada, entró en competencia: la
ópera. Pero otra causa más inmediata todavía fue Jean-Baptiste Molière (1622-1673) y la comédie-ballet.
En la década de 1660, Molière trabajó junto con el compositor Jean-Baptiste Lully (1632-1687) y el
maestro de ballet Beauchamps, además de contar muchas veces con la colaboración del maquinista
italiano Carlo Viagarani, conocido por sus ingeniosas innovaciones técnicas y sus espectáculos a gran
escala. Era un equipo formidable, y juntos estos artistas crearon un entretenimiento iconoclasta y de una
pícara ingeniosidad que por lo general tenía lugar en medio del banquete y de las festividades de los
espectáculos del rey. Con el tiempo, estos entretenimientos socavaron el ballet de cour del que formaban
parte, no atacándolo desde fuera sino desgastándolo desde dentro. No es que el ballet de cour haya
desaparecido de pronto o se haya transformado en algo nuevo; se trató principalmente de un tema de
cambio y disolución; mientras que el ballet de cour se prolongaba fue perdiendo coherencia y dio lugar a
otras formas teatrales.
La comédie-ballet era todo lo que el ballet de cour no era: un género sucinto y escrito con
precisión satírica que mezclaba el teatro y la música con ballets “cosidos” –como decía Molière– a la
trama. Las danzas no eran, de este modo, divertissements gratuitos sino que surgían de la trama,
formaban parte de la acción. La primera comédie-ballet que se produjo fue Les fâcheux, representada en
1661 en una fiesta brindada por el desafortunado ministro de finanzas de Luis XIV, Nicolas Foucquet*.
Molière y Beauchamps (Lully aún no participaba) habían imaginado en un principio entretenimientos de
teatro y danza separados, pero no tenían suficientes bailarines buenos y necesitaban tiempo para que los
bailarines que sí tenían pudieran cambiarse el vestuario en sus diferentes entrées. Es así que se decidió
“coser” las danzas a la obra dramática para dar tiempo a que los bailarines se cambiaran mientras que los
actores interpretaban sus papeles. El rey quedó complacido, y le siguieron otras comédies-ballets.
La comédie-ballet no era, sin embargo, solo el resultado de una improvisación teatral.
También se inspiró fuertemente de las convenciones de la época. Molière era un gran conocedor, por
ejemplo, de la agudeza verbal del círculo literario parisino conocido como las précieuses. Estos círculos
eran liderados por, mujeres de espíritu independiente cuya privacidad y sus agudas y eruditas discusiones
sobre la etiqueta y el amor cortés eran una suerte de refugio de la sofocante cultura de la corte de Luis XIV

*Foucquet no tardaría en ser destituido y encarcelado, supuestamente por la extravagancia de esta fiesta y sus presunciones de
grandeza, aunque su caída también formaba parte de un juego de poder mayor orquestado por el rey.

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a la que las précieuses (como Molière) podían por momentos sutilmente oponerse.

En 1659, Molière había unido su ingenio al de estas en una punzante sátira, Les précieuses
ridicules. No nos debería sorprender que Molière haya también asistido al Collège de Clermont y
estuviera exhaustivamente instruido en las artes jesuíticas, tanto en el arte de la retórica y la persuasión
moral, como en la práctica de vincular los ballets con la tragedia; tampoco que estuviera influenciado por
la commedia dell'arte y que compartiera un teatro con una de las más consumadas compañías de este
género París.
La commedia dell’arte era importante por haber sido alguna vez un arte tan serio como
cómico. Hoy, con cierta razón, la asociamos con excentricidades y bufonadas y con los personajes
bufonescos de Pierrot y Arlequín, entre otros. Pero ésta es solo una parte de la historia. En sus comienzos
y hasta el siglo XVII, los intérpretes de la commedia dell’arte eran charlatanes y actores contratados por
las familias nobles, muy versados en las comedias y dramas escritos que se remontaban a Ovidio y Virgilio
–algunos incluso fueron admitidos en academias, donde estudiaron literatura y arte–. Para complacer a
sus nobles patrocinadores, estos actores mezclaban sus actuaciones con alusiones literarias y
tergiversaban los géneros, burlándose, imitando y despreciando las rígidas y pomposas modas académicas
y los simulacros de los hombres y mujeres que las adoptaban. Lo central de su atractivo residía en la sutil
tensión entre el drama formal y la improvisación alocada, entre lenguajes elevados y populares.
Lully no era ajeno a esta tradición. Nacido en Florencia, primero sirvió a Luis XIV como
violista y saltimbanqui antes de convertirse en un destacado compositor de la corte cuyo ascenso
astronómico y hábitos libertinos constituyeron el objeto de un sin fin de especulaciones y chismes. En la
comédie-ballet, dejó las danzas formales a Beauchamps pero supervisó personalmente y bailó los papeles
más cómicos, que eran a menudo improvisados. En efecto, se lo conocía por sus airs de vitesse y su
impaciencia hacia la “estupidez de la mayoría de los grands Seigneurs” que no podían seguirlo en sus
ágiles pasos y secuencias.42
En 1670, Molière y Lully se lanzan a la sátira de las convenciones del ballet y del
espectáculo de la corte con Le Bourgeois gentilhomme. La obra, representada por primera vez para el rey
en su castillo de Chambord, es un retrato mordaz de la ambición burguesa y de las reglas arbitrarias de la
etiqueta de la corte. M. Jourdain, el advenedizo que aspira a subir de rango a partir de su riqueza, es
cómicamente torpe y desconoce los modales requeridos por la alta sociedad. Contrata a sastres, músicos,
filósofos y maestros de ballet para que le enseñen a comportarse como un cortesano y aristócrata hecho y
derecho. Pero no es suficiente. Para llegar a ser un verdadero hombre de rango debe primero pasar la

42
Michel de Pure, citado en Heyer, ed., Lully Studies, xii.

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prueba de fuego de cortejar a una marquesa, lo que significa, según le aconsejan sus afectados e
interesados consejeros, ofrecerle un grand ballet. 43
El maestro de baile –él mismo, la parodia de un sicofanta de corte– enseña a M. Jourdain
cómo hacer una reverencia –un paso hacia atrás y reverencia, luego tres pasos al frente, en cada uno,
reverencia, “la última tan abajo como las rodillas de la dama”– y cómo bailar un minué. Pero en privado,
se muestra ofendido: la danza es un arte, proclama haciéndose eco de los miembros más antiguos de la
Real Academia de Danza de Luis XIV, y no debería verse mancillada por este avariento burgués.
Indignado, arremete contra el maestro de esgrima, “un animalito gracioso con pechera… un maestro
golpeando metales”, y proclama con vanidosa ostentación que la danza es un arte sumamente superior:
“El hombre no puede hacer absolutamente nada sin la danza… Todos los infortunios de la humanidad,
todo los desastres que inundan su historia, las incompetencias de sus políticos y los errores de sus grandes
generales, se deben todos a no haber aprendido a bailar”.44
Para el momento que llegamos al grand ballet final, el Ballet des Nations, habíamos
asistido a un anti-grand ballet interpretado por un torpe bufón turco, en clara referencia a los ineptos
modales de un emisario otomano que había visitado recientemente la corte francesa y que había quedado
comprensiblemente aturdido por los caprichosos requerimientos de ésta. Originalmente interpretada (y
sin duda, improvisada) por Lully, las payasadas del muftí solo eran superadas por las de M. Jourdain,
interpretado por el mismo Molière. Este grand ballet, lejos de ser una resolución, era un ataque
devastador. Ejecutado por bailarines profesionales, en este caso, y no por la nobleza, satirizaba la
tradicional ceremonia de resolución.
Le Bourgeois gentilhomme marcó un momento importante en la historia del ballet, no por
lo que hizo sino por la forma en la que resumió una tradición y la puso patas para arriba. Es difícil
imaginar que la pomposa ceremonia del ballet de cour pudiera seguir siendo vista de la misma manera,
incluso por parte de los cortesanos más ávidos. Además, se trataba aquí de un género nuevo, una especie
de ballet de cour en miniatura que carecía por completo de los dispersos y dramáticamente superfluos
divertissements que solían ser los acompañamientos típicos de los espectáculos del rey. La comédie-ballet
se deshizo de lo que sobraba del ballet de cour en pos de la coherencia dramática, y Le Bourgeois
gentilhomme finiquitó el asunto burlándose de esta. Así y todo, el hecho de que la comédie-ballet se
desarrollara al interior del ballet de cour –siendo, en efecto, una obra dentro de otra obra– es una
muestra de la fuerza y durabilidad de la corte de Luis y de sus formas ceremoniales. Ambos podían
coexistir, y de hecho lo hacían. Pero el tono satírico había abierto de golpe las puertas y había despejado el
camino hacia el cambio.

43
Esta interpretación se basa en McGowan, "La danse".
44
Molière, Don Juan and Other Plays, 271, 273, 266.

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Ni Molière, Lully o el rey se contentaron con la comédie-ballet. En 1671, Luis les pidió que
colaboraran con Pierre Corneille y el libretista Philippe Quinault en una nueva obra que se estrenaría en
las Tullerías de París. Pocas veces se había reunido un grupo de colaboradores tan ecléctico: Corneille, la
conciencia de la tragedia francesa, tenía poco en común con el ligero Quinault, o incluso con el estilo
vigoroso pero italianizante de Molière o Lully. Las Tullerías, un vasto théâtre à machines, habían sido
construidas por Vigarani en 1662. Con capacidad para al menos seis mil personas, tenía un aspecto
masivo, con imponentes columnas de mármol y oro que decoraban el interior, y un escenario cincuenta
por ciento más profundo que cualquier otro de la época, totalmente equipado con todas las máquinas
imaginables. La idea era puramente barroca: envolver al espectador en la ilusión de vistas y cielos que se
extendieran hasta el infinito. Para volver la ilusión aún más fuerte, Vigarani llegó a pintar personas
adicionales, poblando así el escenario con multitudes de cartón que se extendían hacia atrás a lo largo de
una serie de bambalinas y canaleta, que disminuían al llegar a un horizonte lejano. El resultado pudo
haber sido espectacular desde el punto de vista visual, pero el imponente tamaño del teatro lo convirtió
también en un desastre acústico, y cayó en desuso. La nueva producción, Psyché, lo sacaría brevemente de
la decadencia.
Psyché prometía ser algo nuevo: una tragédie-ballet. Era un intento ambicioso de unir una
temática seria con ballets y elaborados efectos de escena, y la producción incluyó danzas para céfiros y
furias, dríadas y náyades, bufones, pastores, acróbatas y guerreros. De acuerdo con un observador, hubo
incluso una espectaculardanza con la dirección de setenta maestros de ballet profesionales y un cuadro
final con no menos de trescientos músicos suspendidos en las nubes.45 El carácter exagerado de la
producción no pasó desapercibido en su momento: Psyché inspiró una cadena de parodias. Si la comédie-
ballet era un afilado género satírico que usaba la danza y el teatro como espejo sobre el que reflejar a la
corte y sus disparates, entonces la tragédie-ballet era su reverso, un espectáculo desmesurado dentro de
la tradición del ballet de cour con un escenario grandioso y vestido de tragedia. Como tal, era más un
desenlace que un inicio: Psyché fue la única tragédie-ballet jamás creada, y no estaríamos equivocados si
viéramos en ella los estertores del ballet de cour.
En 1669 se fundó la Academia Real de Música, más tarde conocida como la Ópera de París,
y fue allí, bajo la dirección de Lully, donde se desarrollaron posteriormente el ballet y la ópera franceses.
La idea de su creación partió del ambicioso pero administrativamente inepto poeta Pierre Perrin. Perrin
propuso al rey la creación de una academia de poetas y músicos para que Francia no fuera "vencida" por
los extranjeros en el nuevo y vital arte de la ópera, que tanto estaba avanzando en las ciudades italianas de
la época. Pretendía crear un arte nacional francés, distinto y superior al italiano. El rey aceptó, pero no

45
El número exacto de maestros de ballet que actuaron en el ballet es incierto: un observador dijo setenta, aunque el libreto exige
cuarenta y seis.

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proporcionó los fondos: la Academia debía sobrevivir sólo con la taquilla, y Perrin pronto se encontró en
la cárcel de deudores.
Lully, siempre oportunista, no dejó de ver los posibles beneficios y el prestigio de la Ópera
de París, y mediante una serie de maquinaciones se hizo con el control de la empresa en 1672. Sin
embargo, insatisfecho con las condiciones originales establecidas por el rey, intrigó para obtener una
concesión crucial al año siguiente: no se permitiría a ningún otro teatro parisino montar producciones a
una escala igual de grande. En lo específico, se limitó estrictamente el número de músicos y bailarines que
otros teatros podrían emplear. De este modo, Lully sofocó la competencia* y se dio carta blanca para el
desarrollo de un nuevo arte de la ópera y el ballet. 46
Lo que siguió fue un período de enorme dinamismo artístico cuyo centro era la Ópera de
París: un dinamismo fundado, sin embargo, en principios muy diferentes a los que habían operado –y
seguían haciéndolo– en la corte. En las cartas patentes de la Ópera, el rey estipuló que los nobles que
bailaran o cantaran en su escenario no perderían su estatus nobiliario, como ciertamente ocurriría si
actuaran en cualquier otro escenario de París. La Ópera, al parecer, debía ser una corte fuera de la corte,
un lugar privilegiado para los espectáculos y ballets reales. Y en efecto, muchas de las primeras
producciones de la Ópera de París eran copias de aquellas que habían sido representadas por primera vez
para el rey en Versalles. Sin embargo, lo que Luis no podía anticipar era que estos aristócratas amateurs
a los que intentaba proteger pronto irían desapareciendo: su participación codo a codo con profesionales
se volvió casi en lo inmediato más una excepción que una regla. Los nobles más prominentes ya habían
bailado junto a profesionales en una de las primeras producciones de la Academia, Les Fêtes de l’Amour
et de Bacchus, pero esta sería una especie de función de despedida, y desde allí en adelante solo algún que
otro noble ocasional honró el escenario de la Academia.
Además, y esto fue todo un cambio, las mujeres subieron al escenario. Cuando Le Triomphe
de l'Amour (estrenado en la corte en 1681) se representó en la Ópera de París, los papeles que
originalmente bailaban la Delfina y otras damas reales no fueron interpretados por hombres en travesti,
como era habitual. En su lugar, fueron interpretados por las primeras bailarinas profesionales, entre las
que se encontraba una tal Mademoiselle de La Fontaine, conocida además por componer sus propios
pasos**. Curiosamente, el hecho de que las mujeres bailaran ahora en el escenario de la Ópera pasó casi
desapercibido en la época: "una singular novedad", señalaba un tanto anodinamente el Mercure galante.
La razón de esta indiferencia puede ser que la presencia de La Fontaine sólo ilustraba lo que la gente ya
sabía: que en los años siguientes a la creación de la Ópera de París, el baile social y el profesional tomarían

46 Louis creó por primera vez la Académie d'Opéra en 1669, pero cuando Lully obtuvo el privilegio en 1672, pasó a llamarse
Académie Royale de Musique, y el nombre volvería a cambiarse posteriormente, varias veces. Para evitar confusiones, utilizaré
sistemáticamente "Ópera de París".

*Molière ya había muerto mientras interpretaba en el escenario Le Malade Imaginaire.

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caminos separados. Ahora existían dos vías distintas, la corte y el escenario, que no se mezclaban tan
libremente como en el pasado. Para las mujeres, se trató de un caso de ascenso por descenso: a medida
que los nobles de verdad se retiraban y sus papeles eran ocupados por profesionales calificados (pero
socialmente bajos), las bailarinas encontraron un lugar.47
Además, y contrariamente a la imagen popular acerca de la fastuosa vida en Versalles, tanto
París como la Ópera de París iban ganando terreno a la corte. Desde la década de 1680 hasta el fin del
reinado de Luis en 1715, se siguieron realizando ballets en la corte, aunque con menor regularidad y, por
lo general, con mayores restricciones. Cuando el grand château de Luis finalmente fue completado en
Versalles, a principios de 1680, ni siquiera alojó un teatro. Además, la vida en Versailles se volvió cada vez
menos festiva a medida que Luis sumaba derrotas militares y caía cada vez más bajo la influencia de la
devota Madame de Maintenon. Fue ella quien en 1697 exigió la expulsión de los actores de la commedia
dell’arte italiana. Durante estos años, la tensión que siempre había existido entre París y la corte –Luis
había conservado siempre la asociación entre París y la Fronda– fue cada vez más aguda. La Ópera de
París funcionó como una suerte de puente pero también era una institución sumamente parisina, tanto
en su audiencia como en su propio sentimiento de independencia.
Poco después de la fundación de la Ópera de París, Beauchamps fue nombrado maestro
principal de ballet. Sabemos muy poco de su obra coreográfica , que quedó perdida en el tiempo, pero
podemos seguir algo de lo que ocurrió con la danza en este periodo a través de la obra de Lully, que tanto
contribuyó a desarrollar la primera ópera francesa. Lully y sus contemporáneos eran muy conscientes de
que la ópera se basaba en las sonoridades y los ritmos de la lengua italiana, y también estaban muy a tono
con la tragedia y la fuerte tradición clásica francesa desarrollada por Corneille y Jean Racine. Por ello,
Lully, en estrecha colaboración con Quinault, se alejó del ballet de cour y de la comédie-ballet y se esforzó
por forjar una nueva forma operística francesa, cuidadosamente seria. El resultado fue un nuevo género:
la tragédie en musique.48
La tragédie en musique no dejó de lado la danza. No podía hacerlo: el gusto francés exigía
ballets. Pero el verdadero interés de Lully y Quinault radicaba en las formas en que la música podía ser
adaptada al molde de la lengua francesa. Fascinado por la declamación teatral, Lully estudió las técnicas
de la legendaria actriz trágica La Champmeslé (amante de Racine), y a la hora de componer se inspiraba
en el libreto, que aprendía de memoria, declamando sus versos y dando forma a las líneas rítmicas y
melódicas en función de la acentuación de las sílabas de la métrica poética. A diferencia de lo que sucedía
con la ópera italiana, Lully tendía a componer papeles serios en recitativo y se esforzaba por lograr un

47 La Gorce, Jean-Baptiste Lully, 275.


**La Fontaine también participó ocasionalmente de algunos ballets en la corte, pero no sabemos mucho más de su vida excepto que
con el tiempo terminó instalándose en dos conventos diferentes (aunque sin tomar los votos), y murió en 1738.
48 La tragédie en musique abarcaba desde Alceste (1674) y Ays (1676) que intentaban modelar la ópera al drama de Racine, hasta

Isis (1677) que estaba repleto de ballets, máquinas de efectos, y espectáculos. Isis, sin embargo, resultó ser una excepción, y entre los
trabajos de Lully y Quinault, prevaleció el modelo de Atys.

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estilo sencillo y cercano a la palabra, reprendiendo a los cantantes que se atrevían a ornamentar o
distorsionar su preciada claridad lingüística.
Las danzas y divertissements salpicaban cada producción como chispas o pedacitos de
caramelo. El ballet, al parecer, estaba perdiendo su pretendida seriedad. Podemos ver el cambio en un
pequeño pero revelador detalle: la danza preferida de Luis XIV había sido siempre la señorial courante o
entrée grave, pero Lully prefería el entonces ágil y saltarín minué, “siempre alegre y rápido”, en triple
tiempo, que aparecía repetidamente en sus óperas (y era también la danza que M. Jourdain había
intentado dominar tan desesperadamente ). Del mismo modo, según el marqués de Sourches, algunos
años más tarde Luis pidió a sus maestros de ballet que pusieran en escena una courante:
sorprendentemente, ninguno pudo recordar los detalles de esta danza, antaño la favorita, y el rey tuvo que
conformarse, de nuevo, con un minué. Las formas más elevadas del estilo noble, al parecer, estaban
dejando paso a una danza más brillante y ornamentada que priorizaba pasos rápidos y saltos alegres. 49
De este modo, surgió una tensión entre la ópera, que se afanaba en ser seria, y los ballets,
que lo eran ostensiblemente cada vez menos. La ópera francesa era todavía –como el ballet de cour– una
especie de paraguas que incluía a ambos, pero aún no se sabía exactamente qué dirección debería tomar, y
los años siguientes desataron un vertiginoso surtido de géneros vagamente relacionados que mezclaban
ópera y ballet en diferentes medidas. La gente era muy consciente de esta situación de cambio, y el ballet y
la ópera se convirtieron en objeto de un polémico debate.
Suele considerarse a la Querelle des Anciens et des Modernes como un asunto literario. Sin
embargo, en el último cuarto del siglo XVII también se convirtió en una amarga guerra cultural sobre la
naturaleza y los méritos del reinado de Luis, que a su vez desbordó en una acalorada discusión sobre el
propósito y el futuro de la ópera y el ballet. Los "Antiguos" afirmaban que el siglo XVII –y el reinado de
Luis XIV– representaba el final de una gran tradición que se remontaba a la antigüedad a través del
Renacimiento. Los "Modernos", por el contrario, no veían ninguna razón para enraizar el presente en un
pasado anticuado y oxidado. El reinado de Luis, insistían, no era un punto final sino un nuevo y glorioso
comienzo sin precedentes en la historia. ¿No eran la lógica cartesiana y el método científico pruebas de
que Francia había engendrado una época moderna nueva y superior? ¿No era Le Brun una mejora
respecto de Rafael? ¿No era la lengua francesa más avanzada que el latín? ¿No habían superado la ópera
francesa y la música de Lully todo lo anterior?50
Para los Antiguos, en cuyas líneas se encontraban hombres distinguidos como Racine y
Nicolas Boileau, los Modernos no eran más que cortesanos tendenciosos cuya escritura florida y retórica
superficial nunca serían capaces de captar la gravedad de Luis de Francia. La perspectiva de los Antiguos
se hacía eco de la de los Jansenistas, una rama católica de la que Racine en particular era un fuerte aliado

49 Brossard, citado en Wood, Music and Drama, 184.


50 Sobre la querelle, véase en particular Fumaroli, “Les abeilles et les araignées”.

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y cuya severa doctrina religiosa y su énfasis en la pureza y el control eran tanto una cuestión de gusto
como de teología. De este modo, Racine y los Antiguos abogaban por un estilo claro y sin adornos,
agudizado con ironía e ingenio, y desdeñaban el estilo ornamentado y barroco típico de los jesuitas, sus
archienemigos políticos. No es de extrañar, por lo tanto, que los Antiguos tuvieran poco respeto por el
ampuloso espectáculo de la ópera, que consideraban una forma superficial de adulación que nunca podría
rivalizar con la tragedia o la sátira. Y los textos de Quinault para las tragédies en musique les resultaban
especialmente ofensivos, ya que en obras como Alceste, de Eurípides, el libretista distorsionaba
voluntariamente los textos antiguos en nombre del gusto y la moda contemporáneos. Boileau, que (a
petición del rey) intentó una vez escribir una ópera, encontró la tarea tan "horrible" que lo llenó de
"asco".51
Los Antiguos no se equivocaron con la ópera, el ballet o los hombres que los defendían. Los
Modernos eran, en efecto, consumados cortesanos: Quinault y Lully se movían en el círculo íntimo del rey
(el rey firmó los certificados de matrimonio de ambos), y Quinault era conocido por sus versos galantes y
sus rimas demasiado ingeniosas. También estaba el panegirista Jean Desmarets, que trabajó con Luis
XIII, el cardenal Richelieu y Luis XIV en espectáculos de la corte, y Charles Perrault, que debió gran parte
de su éxito al influyente ministro de Luis XIV, Jean-Baptiste Colbert, y fue un miembro destacado de la
Academia Francesa, bastión de los Modernos. De hecho, Perrault se convirtió en un líder declarado de los
Modernos, y sus puntos de vista también fueron retomados y elaborados por personalidades menores
como Michel de Pure, un ávido cortesano y autor de un tratado muy discutido sobre la danza, y el padre
jesuita Claude-François Menestrier, que escribió extensamente sobre los espectáculos.
¿Qué podían decir estos hombres en defensa de sus amados ballet y ópera? En primer
lugar, admitieron que los ballets, en particular, no tenían ni el rigor ni la seriedad de la tragedia o, incluso,
de la comedia. Los ballets fracasaban estrepitosamente a la hora de adaptarse a las unidades clásicas de
tiempo, lugar y acción; no podían representar plenamente a las figuras heroicas ni las emociones
humanas más elevadas, como la compasión y el terror, ni siquiera esperaban instruir o formar la vida
moral de los hombres. Y sin embargo... El ballet, declaró de Pure en 1668, era un género teatral "nuevo"
que se justificaba precisamente por sus desviaciones de la tragedia. La ópera, se hacía eco el poeta y
libretista Antoine-Louis Le Brun en 1712, debe ser considerada como una "tragedia irregular… un
espectáculo recientemente inventado con sus propias leyes y belleza". 52
Será mejor que recordemos a qué se enfrentaban los partidarios del ballet en particular. A
pesar de su importancia en la corte, la danza nunca había calificado entre las artes liberales de gran
prestigio –por tradición, la aritmética, astronomía, geometría, gramática, lógica, retórica y música– que
se creía eran dignas de ser estudiadas por los hombres libres, excepto quizás (como hemos visto) al

51 Beaussant, Lully, 554.


52 De Pure, Idée des Spectacles; Heyer, Lully Studies, x.

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establecerla como una rama de la retórica o la música. Tampoco se la consideraba a la par de la poesía de
la que tanto alardeaban los Antiguos. En cambio, siempre se la había considerado como una ocupación
más artesanal (era, después de todo, un trabajo físico), y sus maestros, como hemos visto, solían proceder
de los estratos más bajos de la sociedad, aunque en ocasiones ascendieran a posiciones visibles en la corte.
Sin embargo, la cuestión siempre había sido confusa, precisamente porque la danza estaba tan
íntimamente ligada a la etiqueta de la corte y a los espectáculos reales y, ya en el Renacimiento, los
maestros de ballet se habían vuelto hacia sus altos patrocinadores, y hacia la antigüedad, para justificar y
elevar a su arte y a sí mismos. 53
No eran los únicos. La pintura también había sido relegada durante mucho tiempo a la
categoría de un empleo vulgar: los pintores trabajaban con las manos. Pero durante el Renacimiento y en
los siglos XVI y XVII, los artistas y escritores consiguieron elevar la pintura al nivel de arte liberal (o
“bellas” artes, como se denominaba cada vez más), a menudo siguiendo a los Antiguos al asemejarla a la
poesía: ut pictura poesis, en traducción un tanto libre, “así como es la poesía, es la pintura”. Y de esta
forma, Menestrier y otros maestros de danza adaptaron este argumento, insistiendo en que los ballets
también eran como las pinturas, excepto que eran animadas, pinturas que vivían y se movían, y que sin
lugar a dudas imitaban más fielmente la vida. Si la pintura se había elevado gracias a los retratos de actos
ejemplares y heroicos, el ballet merecía, por extensión, elevarse del mismo modo.
Fue un audaz paso teórico, pero no del todo convincente. La verdad es que los ballets no
pertenecían al riguroso y racional mundo del teatro clásico, y siempre permanecerían en los límites de las
liberales y bellas artes. El campo de los ballets era más bien el imperfecto mundo de lo merveilleux. Esta
expansiva escena, con sus resonancias paganas y cristianas y su fascinación por los milagros, los
acontecimientos mágicos y sobrenaturales que desafían la lógica material y la razón humana, parecía
hecha específicamente para la ópera y el ballet, y había estado asociada durante mucho tiempo con el
espectáculo de la corte. Tanto más cuanto que, para muchos en la época, lo merveilleux no era un mundo
irreal o imaginario ajeno a la experiencia cotidiana: era habitual la creencia en hechizos, y los espíritus, las
hadas, los fantasmas y las ideas vagamente religiosas sobre el oscurantismo, las brujas y la magia negra
habitaban las mentes de las personas, incluso de las más cultas.
En términos teatrales, lo merveilleux implicaba máquinas y ballets: deus ex machina,
efectos espectaculares en los que hombres y dioses se transformaban y parecían volar hacia las nubes o
desaparecer repentinamente a través de trampas escénicas, y escenografías que giraban de golpe,
transportando al espectador a tierras exóticas en un abrir y cerrar de ojos. Charles Perrault explicaba que
los efectos y las criaturas fantásticas, tan mal vistos en la tragedia o la comedia, eran perfectamente

53Thoinot Arbeau, en 1589, sugirió que la danza pertenecía a las siete artes liberales por su relación con la música y las matemáticas.
Sin embargo, en el siglo XVII, las ideas sobre las artes liberales empezaron a cambiar, ya que las consideraciones estéticas y las ideas
sobre la belleza pasaron a primer plano y la noción de "bellas artes" se impuso. A partir de entonces, la música pasó a ser
considerada cada vez más un arte estético que un arte matemático.

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dignos en la ópera, que tomaba lo merveilleux como tema tout court. Del mismo modo, La Bruyère
reflexionaba que la ópera podía "envolver la mente, los ojos y los oídos bajo el mismo hechizo". 54
Con este espíritu, Perrault publicó en 1697 lo que más tarde se convertiría en un texto
icónico para el ballet: La Bella Durmiente. Escrito hacia el final de su vida como un cuento de hadas para
divertir a sus propios hijos, La Bella estaba impregnado de las ideas defendidas por los Modernos. No se
basaba en la mitología griega o romana, ni hablaba de ángeles y santos. Por lo contrario, Perrault trató de
dar a los niños su propio merveilleux claramente francés, arraigado en la época de Luis. La Bella es la
historia de un príncipe y una princesa buenos (de ropas y modales elegantes) que vencen a las hadas
malvadas, a los ogros y a una noche de cien años. Al final, el príncipe, ya convertido en rey, salva a su
amada reina y a sus hijos de una muerte espantosa y restablece el orden en su reino. Perrault escribió en
un francés intencionalmente claro y sencillo, y tiñó su cuento de moral cristiana, recordando a los lectores
que la inocencia infantil de la princesa (como la del niño Jesús) reflejaba un estado de fe pura. Hoy en día,
a menudo olvidamos que La Bella Durmiente no era solo un cuento para niños: era un homenaje a Luis
XIV, a lo merveilleux, y al Estado francés moderno.
Tal vez no sorprenda que lo merveilleux no perturbara en lo más mínimo a los Antiguos.
Jean de La Fontaine ridiculizó las engorrosas máquinas teatrales cotizadas por la ópera y el ballet,
quejándose de que los recurrentes fallos mecánicos dejaban a los dioses colgando indefensos de las
cuerdas y que se sabía que accidentalmente habían inclinado los cielos hasta hacerlos caer en el infierno.
Según él, incluso cuando lograban su cometido, los efectos de las máquinas eran ridículas decepciones
perpetradas al conocimiento. Del mismo modo, Charles de Saint-Evremond, un crítico sin pelos en la
lengua, escribiendo desde el exilio en Inglaterra, bajó los brazos ante el popurrí característico del ballet y
la ópera: "En efecto, cubrimos la tierra con divinidades y las dejamos bailar… Exageramos con un
conjunto de dioses, pastores, héroes, magos, fantasmas, furias y demonios". Pero incluso él llegó a admitir
que Lully y Quinault habían hecho maravillas con este arte tan peculiar. 55
Y así fue. Porque si bien los Antiguos tenían la sartén por el mango –y sus argumentos
seguirían sonando en los oídos de los maestros de ballet durante siglos–, fueron los Modernos quienes
presidieron el nacimiento de la ópera y el ballet franceses, tal y como surgieron del ballet de cour. En
1687, cuando Lully murió de gangrena y Beauchamps abandonó la Academia de Música para ser
sustituido por Pécour, el ballet y la ópera se encontraban en una posición firme y el ballet se encontraba
incluso en ascenso. El número de ballets en tragédies en musique se duplicó con creces en la década de
1690. Y cuando el compositor André Campra, en colaboración con Pécour, creó L'Europe Galante (1697),
prescindió totalmente de la tragedia y se limitó a encadenar una serie de números de danza basados

54 Vean, por ejemplo, lo que decía André Félibien, que producía espectáculos en la corte: "Los movimientos de una máquina crean
efectos que sorprenden y encantan al público mucho más que cualquier otra cosa de la naturaleza ordinaria. De este modo, Su
Majestad asombra y deleita con acciones heroicas y virtuosas que superan todo lo que la naturaleza y el hombre pueden ofrecer",
citado en Apostolidès, Le Roi-Machine, 134; La Bruyère citado en Oliver, The Encyclopedists, 10.
55 Lesure, ed., Textes sur Lully, 115-16.

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vagamente en el tema de Europa. Con Les festes vénitiennes (1710), esta tendencia se consolidó, y los
ballets pasaron a ocupar un lugar cada vez más importante en las óperas durante las siguientes décadas.
En 1713, la Ópera de París contaba con veinticuatro bailarines; en 1778, el número llegaría hasta noventa,
con aproximadamente una ópera trágica por cada tres producciones más ligeras y orientadas a la danza.
Sin embargo, este aluvión de ballets no supuso una nueva edad de oro. De hecho, el periodo
de grandes innovaciones –que presenció la inmensa codificación de las posiciones de Beauchamps, y la
evolución del ballet de cour, la comédie-ballet y la tragédie en musique– estaba llegando a su fin. El ballet
estaba cambiando, volviéndose más desenfadado y perdiendo la espontaneidad, la grandeza y el toque
satírico evidentes en las representaciones de años anteriores. En parte, esto se debía a que el ballet se
estaba alejando poco a poco de sus orígenes. A principios del siglo XVIII, la corte de Luis que tanto había
cultivado el ballet empezaba a perder su vitalidad. En el 1700, la duquesa de Orléans se quejaba
amargamente de haber visto a los cortesanos sentarse indiscriminadamente en la corte sin prestar
atención al rango, y cinco años más tarde escribió que las reglas de etiqueta se habían vuelto tan laxas que
"no puede saber una ni quién es... No puedo acostumbrarme a esta confusión… esto ya no se parece a una
corte". 56
No es que Luis hubiera perdido control sobre los rituales de la corte. De hecho, los
requisitos ceremoniales en Versalles, en particular, se hicieron aún más elaborados durante los últimos
años de su reinado. Pero esto también representaba un debilitamiento, y si los cortesanos estaban cada
vez más alertas, puede que fuera porque intuían –como la duquesa de Orléans– que las formas estaban
comenzando a ser más frágiles. No es casualidad que en los años inmediatamente anteriores y posteriores
a la muerte de Luis, en 1715, París recuperara su brillo, la Ópera se distanciara de la corte y volvieran los
actores italianos que habían sido expulsados tan abruptamente. El gusto también estaba cambiando y
favorecía los divertissements más ligeros y efervescentes (y eróticos) y las formas episódicas: la alta
sociedad celebraba fiestas íntimas en retiros privados en el campo, la ropa se volvió (por un momento)
más suelta y menos ornamentada, y el estilo predominante se desplazó de Nicolas Poussin a Antoine
Watteau. 57
En este sentido, los ballets del final del reinado de Luis eran muy propios de su época:
alegres reminiscencias, miniaturas decorativas o retratos teatrales de un arte de la corte en declive.
L'Europe Galante, al fin y al cabo, no era más que un desfile de divertissements, cada uno de los cuales
representaba una cultura europea diferente, un lugar común del que se burlaba Molière en el Ballet de las
Naciones y que se remonta a los primeros tiempos del ballet de corte. Pero no se trata sólo de que estos
ballets tuvieran un aire retrospectivo. Las cosas realmente habían cambiado, y no solo en cuestiones de
gusto y etiqueta. Los cortesanos y los reyes habían sido los principales protagonistas de los ballets, pero

56Brochet, À la Cour de Louis XIV, 95.


57En 1715, por ejemplo, la Duquesa du Maine instaló su propio teatro en Sceaux, donde ella y sus invitados ideaban ballets, óperas y
obras de teatro y contrataban a profesionales para que los entretuvieran en las legendarias Grandes Nuits de Sceaux.

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ahora veían a los profesionales representar sus papeles en el escenario de la Ópera de París. Los ballets se
habían originado en la corte; ahora los de la Ópera rara vez lo hacían. Además, los bailes sociales eran
cada vez más sencillos, mientras que la técnica profesional ganaba en complejidad, con pasos y bailes
nuevos y cada año más difíciles. Para subrayar la magnitud del cambio, en 1713 se creó una escuela en la
Ópera de París para formar a bailarines profesionales que sigue funcionando en la actualidad.
Se cerraba así el círculo: el ballet se había trasladado de la corte al teatro, de la danza social
a la teatral. Pero en el proceso –y este es el punto crucial– se siguió conservando la impronta de la vida
cortesana. El ballet, después de todo, era el perfecto artefacto de la cultura aristocrática francesa del siglo
XVII: una amalgama de normas y reglas de la vida en la corte, de la caballería y la etiqueta, de los códigos
de la noblesse, de lo merveilleux y del espectáculo barroco. Todo ello estaba inscrito en sus pasos y
prácticas. Además, si el ballet parecía –como decían los Antiguos– aferrarse a la adulación, el engaño y la
ampulosidad barrocos, o restringido por el corset del ritual y el artificio de la corte, debemos recordar que
también articulaba ideales elevados y principios formales. Dado que la etiqueta elaborada en la corte de
Luis buscaba la simetría y el orden, y se inspiraba en profundas corrientes del pensamiento renacentista y
clásico, el ballet estaba impregnado de una geometría anatómica y una clara lógica física que también
tenía implicaciones trascendentes. Como arte, se movía entre los marcados polos del estilo clásico y el
barroco. Era una visión y una defensa de la nobleza, no como clase social, sino como estética y como
forma de vida.

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