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Pedaleo nocturno

© 2023 Diego Rojas Valderrama


ISBN: 978-956-6077-26-8
Diseño portada: Vicente Fernández Cárdenas
Pintura portada: Detalle de “Demodé”, óleo sobre cartón, Patricio Bruna, 2021.
Ilustraciones interiores: serie “Rostros al carboncillo”, Patricio Bruna (2019-2022).
Edición al cuidado de Marcelo Novoa
Impreso en Chile / Printed in Chile
Diego Rojas

Pedaleo nocturno
y otros relatos sobrenaturales
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Estremecimientos en la pupila de un muerto...

Hace años que no me duermo tranquilo si no releo alguna


página del género fantástico (llámese ciencia ficción, fantasía o
terror). Por eso, aquí quiero compartir cierto escalofrío textual
que me ha dejado la lectura nocturna de estos doce relatos sobre-
naturales de Diego Rojas. Porque hablar de un nuevo libro en la
escena local, es también remontar la historia de dicha literatura,
hija legítima de la Imaginación y el Misterio, pero también de su
padre ausente, el Terror sobrenatural o el Horror cósmico, extra-
viados en estas costas hace más de cien años.

Ya me explayé en otros papeles borroneados hace décadas


sobre su historiografía condenada al anonimato y el ocultamien-
to sistemático de tanto título y autor no-mimético tanto por la
prensa como por la academia; corpus que conforma el revés de
una trama canónica que ya debiese ser puesta al día y punto. Solo
nos bastará citar aquí a María Luisa Bombal, viñamarina, que se
valió de dos novelas breves: La última niebla (1935) y La amortajada
(1938) para desfondar el catafalco realista de las letras patrias.

En lo que va del s.XXI en la región, dichas escaramuzas en-


tre identidad y representación parecen haber mutado gracias a
las nuevas generaciones amantes del terror. Veamos. La casi des-
conocida novela ganadora del concurso municipal, El ángel de la
muerte (1997) de Sebastián Cisneros, que aún espera lectores, hasta

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los que de sobra tienen Álvaro Bisama con su distopía pop (Caja
Negra, 2006) o Néstor Flores con el mix de gore y serie B (Barce-
lona, 2006). También asistimos a la descarga de textos bastardos
y malignos: Valpore (2009) de Cristóbal Gaete, Variaciones sobre la
vida de Norman Bates (2010) de Claudio Faúndez y Waribashi, la
comarca infernal (2018) de Andrés García. Todos gestos necesarios
de una limpieza quirúrgica ética del presente infernal de esta ciu-
dad dañada, siempre a punto de desaparecer por propia mano.

Como verán, el fantástico no sólo goza de tradición, sino que


puede anunciar nuevos estremecimientos, como estos pedaleos noc-
turnos que aquí saludamos con terrorífica alegría. Digno heredero
de clásicos fundacionales (Poe, Quiroga, Lovecraft o King, entre
muchos más), también es alumno rebelde y hasta peleón, al buscar
su lugar bajo los puentes literarios, logrando su sitial al utilizar las
artes que mejor conoce: honestidad biográfica, experiencias iden-
titarias y sana desconfianza sobre la Realidad.

Profes taciturnos, novios despechados y ancianos heroicos


son algunos de los personajes que enfrentarán demonios, fantas-
mas, maldiciones y derrotas en escenarios reconocibles del Puer-
to, pero a sabiendas que no volverán a ser los mismos. Pedalear
de noche, vivir al lado de universitarios, asistir a talleres literarios
online o soñar con libros raros serán solo nuevas formas de convo-
car a la desgracia. Pues atisbar en esos mundos velados cambiará
irremediablemente nuestra percepción del futuro; ese abismo que
nos tragará a todos.

En su libro anterior, La noche no se mueve (2020) Diego Rojas


retrataba secamente la opacidad de lo cotidiano, la incomunica-

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ción y escasa empatía entre semejantes. Aquí da un paso más hacia
la eterna oscuridad humana. Los hechos sobrenaturales narrados
asaltarán nuestros ojos desafiándonos a sostener la mirada. Viejos
patios de infancia, tóxicos amores juveniles, lecturas malditas que
nos atormentan en sueños, cerros distópicos con vidas latiendo
tras su fin (tal como estremecimientos en la pupila de un muer-
to...) jugarán con nuestros sentidos abriéndolos a otras realidades,
otras dimensiones.

También los invito a reparar en la eficacia narrativa de estos


relatos que se sostienen en una sensación de malestar y horror
creciente, pero curiosamente real, tangible, al alcance de la mano;
revelando así universos invisibles de fuerzas incontrolables, pero
atrapadas al medio de nuestras invivibles vidas anodinas. Aquí
mismo, en Valparaíso.

Marcelo Novoa
Dunas de Concón, 2022.

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“...Allí me quedé, a la luz de la luna, te-
miendo que el aire o las estrellas pudieran
moverse y despertaran a ese monstruoso
museo que yacía a mis pies. Pero el Hom-
bre Ilustrado dormía pacíficamente.
En ese cuadro de la espalda, el Hombre
Ilustrado me apretaba el cuello con las ma-
nos, tratando de matarme. No esperé a que
las imágenes se hicieran precisas y claras.
Corrí camino abajo a la luz de la luna.
No miré hacia atrás. Un pueblecito se ex-
tendía ante mí, oscuro y dormido...”

El Hombre Ilustrado, Ray Bradbury.

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Pedaleo nocturno

Las energías iguales se atraen.


Dicho popular entre las corrientes espirituales

Hace varios veranos que venía quedándome solo en la


pensión. Todos mis compañeros de hogar –en su mayoría
estudiantes universitarios– regresaban donde sus familias. Lo
primeros días eran geniales, pues si me daba la gana podía
andar en pelotas por toda la casa, pero pronto la soledad me
terminaba por incomodar. No podía aceptarla. Era profesor
y podía pasarlo bien durante enero y febrero, pero después
de tantos años, todavía no superaba mi separación con la
Maca, quedé en la nada misma. No tenía norte, no sabía qué
hacer con mi tiempo libre. A veces me mortificaba pensando
que la mayoría de los profesionales a los treinta vivían en una
casa bonita o en un depa propio, tuvieran o no pareja, y que
disfrutaban la vida a concho. Yo, antes de los treinta, ya era
un perdedor. El grupo de amigos de izquierda se volvió una
carga y lo abandoné; las purgas políticas y la lucha de clases
se me volvieron superficiales y dejaron de tener cabida entre
mis preocupaciones más personales. Inventaba rutinas para
tener la mente ocupada: salir a trotar a la playa, escribir unas
cuantas líneas, ver alguna película deprimente, y al final del
día, tomar la bicicleta para internarme en la noche del Puerto.
Me tiraba por Carampangue hacia abajo, esquivando
colectivos y frenando de vez en cuando, temeroso de que se
me cortaran los frenos, pero de todas formas, la velocidad
me daba las descargas de adrenalina deseadas. El descenso

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podía ser el inicio de alguna aventura, donde el destino o la
casualidad me permitieran encontrarme con Macarena. Pese
a todo lo que pasó, quizás ahora estaría más tranquila y hasta
con ganas de hablarme.
Llegando al centro, pedaleaba por Esmeralda, el esce-
nario feliz y nocturno por el que alguna vez nos paseamos
tomados de la mano, con la arquitectura clásica de la ciudad
subordinada a nuestro idilio. Todo ello me despertaba es-
peranzas y también pena, pero las primeras era mucho más
fuertes. El corazón vibraba cuando el pedaleo me llevaba a
la misma Plaza Aníbal Pinto. Los músicos callejeros, los hip-
pies y punks que vendían copete, cigarros sueltos y comida
vegana, me transportaban a los días en donde la vida era una
risotada feliz alrededor de una chela, o una ilusión de enca-
marme con alguna reina de la noche. Luego, arrastrando la
bicicleta a pie como un creyente absoluto, subía hasta Cerro
Alegre. Las calles antiguas y elegantes despertaban todas las
postales que tenía guardadas en la memoria, y en todas esta-
ba Maca. En cada calle, en cada escalera. Estaba en el Paseo
Atkinson, bajo la luz de un farol en donde pinchamos por
primera vez, o en medio de las voces y risas de unas minas
que tiraban la talla a la entrada del ascensor Reina Victoria.
La encontrara o no, tendría que volver a sentir su au-
sencia. No nos hablábamos hacía años. Ella había salido ade-
lante mucho más rápido que yo, con su pololo nuevo y su
vida nueva. Ambos teníamos la responsabilidad de todo lo
ocurrido, y la mía no era menor.
Antes de llegar a mi casa, tocaba sanar las heridas re-
cién abiertas. Si me devolvía en esas condiciones, la iba a
pasar mal. Para mejorarme, bajaba cerro Alegre y después
recorría toda la costa de Avenida Altamarino. El ejercicio del

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pedaleo me arrojaba al presente, junto al murmullo de las
olas que se asomaba por encima de los auriculares. Muy poca
gente circulaba a esas horas, salvo alguna pareja de amantes
que estacionaban por allí para no ser molestados. La bicicle-
ta se había transformado en mi compañera, mi confidente
muda, la amiga que no me permitiría llegar más bajoneado
de la cuenta a dormir. Era bueno pedalear al lado del mar
nocturno, espiar su carácter, sus formas secretas, las escul-
turas que segundo a segundo nacían y morían. Tendría que
abordar ese viaje, noche a noche, hasta encontrar una ruta
nueva en mi vida estancada.
Una de esas noches, para acortar el camino, subí por la
Plaza de Los Loros, camino a Playa Ancha; dicen que es pe-
ligroso ir hasta la Piedra Feliz tan tarde, se supone que desde
lo alto de la roca puede verse cómo desde el mar emergen las
cabezas de las suicidas del desamor, seduciéndote para que
saltes como si fueran las sirenas de Homero. Serían como las
doce, y por la vereda que colinda con la misma plaza, bajaba
una mujer rumbo a la costa. No era común ver a alguien
solo caminando por allí a esas horas, aunque tampoco im-
probable. Llevaba puesto un jersey de lana, la noche era fría.
Tendría unos cincuenta años. El cabello canoso y chascón
denotaba despreocupación total. Caminaba con las extremi-
dades tiesas, como una muñeca que estuviera aprendiendo a
moverse. Tenía los ojos fijos en la nada, quizás extraviados
en lo que ocurría dentro de su cabeza. Esa presencia me in-
comodó, por lo ajena a la belleza nocturna de los árboles, o al
calor que se insinuaba desde los departamentos iluminados
tras la plaza. Parecía arrastrar una estela de esa garúa coste-
ra que no debía aparecer por lo menos hasta el otoño. Por
la pinta de orate, pensé que bien podría ser alguna paciente

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del Hospital Psiquiátrico El Salvador, ubicado un poco más
arriba. No soy muy dado a conversar con gente desconocida,
pero algo en ella me preocupó.
–Disculpe... ¿Necesita ayuda?
Ella siguió avanzando como si no me hubiese escucha-
do, pese a que estabámos frente a frente.
–Disculpe... ¿NECESITA AYUDA?
Ahora sí había escuchado. Lo comprobé en el temblor
contenido de sus ojos. El rostro se endureció y siguió cami-
nando con firmeza. Me sentí un poco impertinente, como si
la pregunta hubiese estado a punto de infringir una barrera
extraña e invisible que de por sí funcionara mal, dejándonos
a ambos expuestos al mutuo reconocimiento.
“Vieja culiá loca”, pensé, algo herido en mi ego por su
desprecio, así que me dispuse a seguir pedaleando.
–S-sí... necesito ayuda... –dijo su voz a mis espaldas.
Me volteé hacia ella sin bajarme de la bici. Su pose no
había cambiado, solo que ahora estaba congelada y no me
sacaba los ojos de encima.
–¿Qué le pasa? –Su cara de loca hizo que me sintiera
arrepentido de habérmelas dado de buen samaritano.
–Necesito que me ayude...
–Sí, pero ¿a qué?
–Acompáñeme, y ahí va a saber...
El asunto no me estaba gustando nada. Su aspecto ya
no provocaba piedad, sino miedo y desconfianza; aparte, otra
preocupación repentina se me pasó por la cabeza. ¿Qué pasa-
ría si, por esas casualidades, Macarena quisiera verme y hubie-
se averiguado la dirección de mi casa, y en ese mismo momen-
to estuviera golpeando la puerta, mientras yo perdía el tiempo
con esta extraña? Existía esa posibilidad, obvio que sí, pensé,

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era perfectamente probable. También imaginé otra situación:
si seguía perdiendo el tiempo con esa mujer, la casualidad po-
dría hacer que la Maca pasara en algún vehículo justo en aquel
momento, y si llegara a pensar que la tipa era mi nueva pareja o
algo así, quizás podría perder toda nueva oportunidad con ella.
Me dio pena irme sin darle ninguna explicación, pero
lo hice igual. Ella gritaba a mis espaldas: ¡Joven! ¡Joven!, y ya no
volví a darme la vuelta.
Mis piernas estaban reventadas de cansancio, pero se-
guí cuesta arriba. Quizás paré en alguna botillería de Aveni-
da Playa Ancha y compré algo para picar antes de dormir.
Cuando llegué a la pensión, esta seguía desordenada y no me
importó, porque la dueña vivía en una casa aparte y yo no
solía tener muchas visitas. Eso sí, esperando que hirviera el
agua para tomarme un té, pensé en que me hubiese gustado
la compañía de alguien, aunque fuese alguna de las compa-
ñeras pesadas cuyo sentido del orden no toleraba nadie en la
casa. Pese a todo, sabía que la soledad era lo que tenía que
vivir mientras no vislumbrara un camino nuevo. No saldría
de allí hasta que descubriera el trasfondo de mi situación.
Con música freejazz de fondo me acomodé en el co-
medor con la colación, algunos libros y la computadora, para
ver si me daban ganas de escribir o corregir algún cuento.
Al rato, sentí ganas de ir al baño. Estaba al final de un pasi-
llo, en el que las habitaciones desocupadas durante el verano
permanecían bajo llave. Odiaba transitar por allí de noche,
ser despertado por las ganas de mear y tener que pasar por
ese lugar mal iluminado, con las hileras de puertas selladas
vigilándome a ambos lados. A pesar de mis rollos, pude lle-
gar hasta la taza a tiempo y echar la meada tranquilamente.
Pero apenas hube empezado, alguien tocó el timbre de la

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casa. ¿Quién podría estar llamando a esta hora? De inmedia-
to pensé en algún ladrón, o pasteros macheteando plata para
sus vicios. ¿Y si fuese la Maca? ¡La MACARENA! Temía su-
frir otra decepción, pero la esperanza dolorosa que ya cono-
cía me apuró, haciendo que me orinara los calzoncillos. Ape-
nas me subí el cierre, corrí a la puerta. La abrí y mi esperanza
se encontró con la misma calle en pendiente de siempre. Ni
siquiera un perro o algún auto pasando allí fuera. Saqué la
cabeza y miré con precaución a ambos lados, no había nadie.
Más confiado, salí y miré a esa luna llena, que con todas esas
historias a cuestas donde unos amantes la declaran testigo de
su amor, parecía burlarse y despreciarme. Sentí una deses-
peración rabiosa, así que entré y cerré con llave. Todavía no
decidía qué hacer cuando sentí dos golpes, desde dentro de
la casa. Apagué la música. Supe claramente que venían desde
el pasillo del baño. Primero encendí las luces del comedor,
todas las que encontré, mientras mi mente barajaba las res-
puestas más tranquilizadoras. Podía ser que alguno de mis
vecinos hubiese vuelto antes de lo previsto mientras yo estu-
ve pedaleando, o tal vez la administradora había arrendado
una habitación a algún inquilino que se hospedaría solo por
el verano. Ningún pensamiento logró calmarme.
Encendí la luz del pasillo y avancé lento, con una voz
que sentí temblar dentro de mi boca pregunté: ¿Hay alguien?
Esperé unos cinco segundos, pero no hubo respuesta. A lo
mejor se había caído algo en el baño y me estaba pasando los
mansos rollos. Intentaba pensar, hasta que oí un nuevo golpe
de nudillos dentro de una pieza a mi derecha. Me paré ante la
puerta, percibiendo el temblor incontrolable de mis piernas.
–¿Macarena? ¿Maca...? –Me quedé callado y esperé
cualquier posible respuesta.

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No fue necesario apoyar mi oreja contra la puerta.
–Necesito ayudaaa...
Reconocí altiro la voz de la mujer del camino costero.
Una rabia instintiva ante la intromisión se apoderó de mí,
pero fue reemplazada en milésimas de segundos por ese te-
rror insoportable que nace ante aquello que no tiene ningún
sentido, y sin embargo está allí delante de uno. Desde el otro
lado, escuché un jadeo.
–¡¡¡Necesito ayudaaa!!!
Me congelé y ya no pude respirar, tuve que hacer un
gran esfuerzo de voluntad para tomar una bocanada de aire
y retroceder unos pocos pasos. Todo ocurría con la calma
irritante de una cámara lenta, desde la que podía observarme
a mí mismo como si fuese otra persona. El cerrojo hizo clic y
la puerta comenzó a abrirse. A pesar de la confusión de sen-
tires y decisiones en los que me había convertido, aún pesaba
la esperanza de ver salir desde adentro el rostro de Macarena,
pero en su lugar asomó una mano blanca y húmeda, seguida
por la manga de un jersey que reconocí de inmediato. Los
dedos se aferraron lentamente al marco de la entrada y solté
un alarido, mientras avanzaba de espaldas hacia la salida del
pasillo sin quitar los ojos de esa mano. La mujer comenzó a
llorar. Con un último resto de autocontrol, tomé las llaves de
la mesa del comedor y después mis manos temblorosas pe-
learon contra el cerrojo de la puerta de calle hasta que cedió.
A la rápida tomé la bicicleta arrinconada en el living y salí.
Mientras me montaba, oí los pasos de la mujer por el interior
de la casa, y luego sus gritos. Las pisadas corrieron en mi di-
rección tan rápido que ni siquiera alcancé a cerrar la puerta, y
me lancé calle abajo. Si bien poco a poco la deje atrás, lo que
se oía era demasiado nítido...

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–¡Devuélvete! ¡Soy Macarenaaa...! –Sabía que estaba min-
tiendo, ahora su voz era gruesa, cavernosa, y terminó en una
carcajada que me pareció enfermiza.
Después de un rato, disminuí la velocidad. En shock
y pese a todo, la imagen de la Maca seguía flotando en mi
cabeza, pues me imaginé que la encontraba a medio camino,
nos abrazábamos y decía que todo iba a estar bien. En lugar
de eso, me había topado con una horrible abominación que
me persiguió hasta mi casa.
Llegué al Barrio Puerto y merodeé por los pubs, falta-
ban unas dos horas antes de que estos cerraran, y los grupos
de amigos y parejas se divertían yendo entre uno y otro local.
Pese a que sabía que Macarena ya no ocupaba el mismo nú-
mero de celular, igual lo marqué; tal como esperaba, la voz
de la operadora me devolvió a la dura realidad. Cambió el
número hace años, y de la misma forma aún me tenía blo-
queado de todas sus redes sociales. Entonces, llegó la misma
reflexión que siento como una cuchillada en el pecho cada
noche, pero esta vez sí la dejé entrar; estaba harto de todo.
Macarena y yo vivíamos en la misma ciudad, quizás hasta
anduviéramos por las mismas calles, pero estábamos desti-
nados a no encontrarnos nunca más.

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Era un verdadero goce

Después de la universidad, subía el cerro Playa Ancha


trotando por el camino costero. Es un lugar solitario, nun-
ca me encontré con nadie merodeando por allí; hablamos
de cuando en ese sector aún no se establecían las tomas de
pobladores post-estallido. En esa época, los únicos seres hu-
manos que veía por allí eran los que montaban sus vehículos
particulares y los enormes camiones que iban y venían entre
el Sector Puerto y la Ruta 64.
Avanzando por la orilla de la carretera, al rato me des-
viaba de esa ruta y escalaba las lomas que llevaban a los ven-
tisqueros, y a partir de allí iba acompañado a mi derecha del
murmullo del Océano Pacífico, subiendo unos treinta metros
para llegar hasta mí. Era un verdadero goce. Subía y bajaba
pequeñas lomas cubiertas de pasto largo y árboles frondosos
bajo un cielo limpio y claro, mientras los acantilados y el mar
quedaban poco a poco atrás.
Nunca antes sentí tanta libertad. Esta apareció por pri-
mera vez desde que dejé la casa de mis abuelos maternos y
abandoné la sequedad agobiante de Calama. Ellos nunca me
hablaron mucho de mis papás, solo decían que no eran bue-
nas personas y que por eso se habían quedado con mi custo-
dia. Con mi abuela nos adorábamos, pero ella me entregaba
un amor asfixiante. Cuando descansaba en su regazo y sus
manos acariciaban mi pelo, siempre me tranquilizaba hasta

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quedar dormido, mientras bromeaba con que era una bruja
y que con ayuda de sus poderes me cuidaría para siempre. Si
bien en la infancia me sentí muy protegido, cuando crecí me
di cuenta de que esta protección era una carga, no me dejaba
tener pololas ni amigos. Ni me atrevía a desobedecerla por-
que aunque nunca me pegó, sabía hacerme sentir culpable.
Falleció un año antes de que me fuera de Calama, y aunque
me duela reconocerlo, su ausencia me era necesaria. Mi abue-
lo, otro prisionero suyo, casi sin ganas de vivir desde que
enviudó, permitió que después de egresar del liceo, me fuese
a estudiar a donde quisiera, y elegí Valparaíso. No le impor-
tó; en el fondo, creo que quería quedarse sufriendo solo. En
cambio, yo estaba contento, por fin recorrería el mundo.
En mis trotes por esa ruta, cada día fui llegando más
lejos, agradecido de que aquella lejanía mantuviera esa por-
ción de naturaleza a salvo. Con el tiempo descubrí un peque-
ño bosque. Al principio no me atrevía a entrar: los árboles
apretados unos con otros podían esconder arañas o cule-
bras, además todo el conjunto estaba rodeado por plantas
espinosas que dificultaban el ingreso, pero mi necesidad de
riesgo y aventuras pudo más. En su centro, se encontraba
un claro en el que resaltaba un árbol frondoso. La primera
vez que me acerqué tenía tallados unos dibujos extraños en
la corteza que no pude reconocer. Desde las ramas, colga-
ban unos cordelitos con trozos de papel decorados con las
mismas figuras. Sus raíces salían oscuras y fuertes del suelo,
enroscadas unas sobre otras, casi como si pudieran moverse.
Cerca de este, entre el follaje, alguien había dejado un sillón
corroído por la intemperie, pero útil para descansar. Aga-
rré confianza y me recostaba allí mismo, acompañado de la
música de mis auriculares. El viento de la tarde recorría mi

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piel casi como haciéndome cosquillas. Cuando el lugar ya me
era familiar, el canto de los pajaritos me obligaba a apagar
el Spotify. Los aromas de la vegetación me llenaban los pul-
mones, provocando sueños y sensaciones agradables. El sol
atravesaba el follaje del claro de forma precisa, calentando
mi piel sin quemarme, como si me diera un trato especial en
pleno inicio del verano. En la universidad me sentía solo por-
que las minas no pescaban, pero ese bosque me prodigaba
toda la atención que no encontraba allá. Los símbolos en el
tronco fueron desdibujándose y un día eliminé los papelitos
que colgaban de las ramas porque afeaban la vista. Cada vez
que volvía, podía sentir que el paisaje me recibía lleno de ale-
gría, con sus brazos abiertos. Incluso podía llegar triste, pero
siempre me iba renovado.
Tiempo después, conocí a Daniela. Una mujercita es-
pectacular. No sé qué habrá visto en mí, de verdad no sé,
pero llamé su atención y empezamos a pololear. Aunque sue-
ne cursi, se parecía a la princesa que siempre imaginé cuan-
do me leían cuentos, o a esas hadas rubias y menudas que,
vestidas de verde, tocan la flauta dulce para los habitantes
del bosque encantado. Sentí la necesidad de compartir con
ella mi lugar secreto, al que había dejado de visitar desde que
comenzamos a salir. Aceptó la invitación y decidimos irnos
de camping.
Mientras avanzábamos por el camino costero, se quejó
reiteradamente del sol. Era muy blanca y este le hacía daño,
pero dijo que vino porque no quería decepcionarme. Aún
así, no paró de rezongar mientras subíamos y bajábamos por
las lomas. Mi única esperanza era que cuando viera la belleza
del bosque quedaría maravillada.
–¿Y este es tu lugar secreto? –dijo al verlo.

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El follaje lucía mustio, mugriento. Olía mal, como a
pantano. Las moscas nos molestaron una y otra vez. Me
acerqué al árbol. Estaba seco, la corteza gris. Las raíces pa-
recían de cartón descolorido al sol. No lo toqué, temía que
se fuese a desplomar. Estábamos muy cansados así que nos
sentamos en el sillón, pese a la cara de asco y miedo que puso
Daniela al verlo.
Mi iluso plan era que llegando allí pudiéramos tirar, es-
timulados por la naturaleza salvaje. Igual lo hicimos, pero fue
desastroso. El contacto del follaje con su piel desnuda le pro-
vocó alergia. Las moscas se estrellaban en su cara, se enterró
varias astillas en los pies y pegó el medio grito cuando vio
una laucha entre las raíces. Ya no pudimos seguir. Era como
si el lugar no nos quisiera ahí, como si estuviese enojado. En
pelotas, a la sombra del bosque, me sentí pésimo, vulnerable.
Miré al árbol seco y deshojado, el que parecía una vieja
huesuda e histérica a punto de retarme. En un rato más iba
a atardecer, así que me alejé un poco para mear tranquilo
antes de irnos. De vuelta, Daniela no estaba. La llamé, pero
no contestó. Su ropa seguía en el sillón. Las hojas del árbol,
pese a que estaban secas y a punto de caer, susurraron con
frescura ante una brisa corta que remeció las ramas; en me-
dio de aquel sonido agradable, dentro de mi cabeza algo dijo:
olvídate de ella, quédate conmigo. No alcancé a pensar en nada,
entré en un trance, solo noté que algo intentaba escapar en-
tre la tierra suelta de las raíces. Aterrado, escarbé y escarbé
hasta que apareció la cara de Daniela y parte de su cuerpo.
Los ojos y la boca abierta estaban llenos de tierra, pero aún
seguía viva. Seguí desenterrándola, mientras se convulsiona-
ba en silencio con desesperación y dolor. Oí un sonido que
en principio me costó reconocer: las raíces se retorcían y

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palpitaban, succionando la sangre de ella bajo tierra. Muy
pronto dejó de sacudirse. Las raíces lucían sanas y fuertes
de nuevo. Miré hacia arriba. El árbol volvía a ser joven y
las hojas nuevas resplandecían de verde. Atiné a correr, pero
no pude. El canto de las aves y el perfume del bosque me
adormecían. Caí sobre el sillón. Mis ojos se cerraron y sentí
con claridad que alguien posó mi cabeza sobre su regazo al
tiempo que me hacía cariños en el pelo.

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Nadia

A la mañana, mi abuela ya tenía listo el café y la pailita


con huevos de campo revueltos sobre la mesa, mientras se
jactaba con orgullo de que sus gallinas solo comían maíz y
otros alimentos naturales, no como la porquería que las otras
aves comen en el norte. El presente era auspicioso: la ciudad
de Aysén, las montañas nevadas reemplazando cada uno de
tus horizontes urbanos al amanecer, el agua del río restallan-
do en tus entrañas mientras esperas que la trucha muerda el
anzuelo bajo el sol; la comida sabe a pasto, a bosque virgen,
a leche de vaca, a animal salvaje.
–Con tus tíos tuvimos pena por ti, no sabíamos cómo
ibai a reaccionar. Nos preguntábamos ¿qué será del Daniel
cuando sepa lo que le pasó a la Nadia...? –dijo mi abuela.
–¿A qué se refiere? –Ella dudó antes de responder.
–Bueno, ustedes tuvieron algo...
–¿Tener algo? ¿Nadia y yo? ¡Nunca...! –Mi abuela son-
rió, sorprendida:
–¡Pero tú le gustabai! Llegó un día a la casa para contar-
me que andaba detrás tuyo y me pidió consejo. Le dije que lo
conversara directo contigo, pero también le advertí que tú no
erai de acá, que ibai a irte luego y que por eso la podíai hacer
sufrir... –Pensé que era una broma, pero mi abuela no era
dada a las tallas. –¡Cabro leso! –Me dijo con ternura. –Quizás
fue bueno que ella no te haiga dicho nada. Habríai sufrido
mucho. En verdad, fue difícil para todos...

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Conocí a Nadia y a mi abuela hace trece años atrás,
verano del año dos mil ocho, cuando viajé a Aysén para re-
cobrar a la familia de mi abuelo materno. Sucedió como en
los viajes iniciáticos: por razones familiares, este hombre que
había desaparecido de la vida de mi madre y tías durante su
infancia, regresó a Valparaíso veinte años después. No hubo
tiempo para dolores o cobranzas; supongo que todos los im-
plicados solo querían limpiar el pasado, o más bien este ya
había dejado de importar. Durante el tiempo que se quedó
en mi casa, al viejo le caí bien, así que me invitó a volar con
él en mi primer viaje en avión, para que conociera a la familia
que formó en Aysén junto a mi abuelastra. Yo había termi-
nado hace poco el primer año de Pedagogía en Castellano
en la universidad sin echarme ningún ramo, por lo que esas
vacaciones llegaron como un premio. Literalmente era un
viaje hacia lo desconocido, como el inicio de una película de
aventuras y suspenso, donde yo era el jovencito que iba en
busca de una historia que le había sido negada por el destino.
La meta final de mi viaje era El Balseo, un poblado pequeño
en medio de la ruta que comunica a las ciudades de Aysén
y Coyhaique, casi separado de cualquier rastro molesto de
modernidad por enormes extensiones de bosques vírgenes y
ríos limpios en derredor.
Desde el avión, el aura que emanaba tanto de las pe-
queñas villas como de los bosques colindantes, me hacía
pensar que la vida allí era una mezcla apasionante de belleza
y misterio, despertar y deseo; ahora, pienso que para el joven
que siente que la existencia le estaba abriendo sus puertas al
cumplir la mayoría de edad, no hay nada más atractivo que
estas combinaciones.
La abuelastra se convirtió en abuela y el cariño mutuo
creció rápidamente. Junto a mi abuelo cuidaban un interna-

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do abandonado que, en otros tiempos, había acogido a gene-
raciones completas de patagones que en la actualidad ya eran
padres o abuelos; hasta hoy sigue siendo una bodega gigante
donde van a parar todos los bienes muebles dados de baja
en los colegios de la región. A cambio de su trabajo y de
llevar el inventario, recibían un sueldo y una casa en donde
habitaban al lado del recinto, en la que en ese entonces aún
vivían con sus hijos, mis tíos. Ellos eran tres y rondábamos
casi las mismas edades; eso nos ayudó a hacer buenas migas.
Como de momento estaban sin pega o habían terminado
recientemente el liceo, los acompañaba a cazar aves con rifle,
a pescar en el inmenso río Mañihuales, o nos íbamos a acam-
par a los rincones más alejados de la mano humana.
Nadia era amiga de la familia, una pelirroja muy guapa
de ojos verdes. La conocieron cuando habían sido vecinos
en la ciudad de Aysén hacía algunos años atrás; cuando se
cambiaron a El Balseo, ella los visitaba de vez en cuando. Al
principio llamó mi atención, pero después no pesqué porque
tenía quince, cuatro años menos que yo; pero más allá de ese
detalle, su forma de ser me parecía infantil aunque coherente
con su edad.
De vez en cuando llegaban destacamentos de cabros
que hacían el servicio militar a desmalezar los alrededores
del internado, y para descansar debían pasar la noche allí.
La abuela les tenía los camarotes de las habitaciones limpios
y acondicionados, como cuando aún dormían estudiantes,
aunque no había -y al parecer nunca habrá- electricidad en
el recinto.
–¿Sabían que acá penan? –les dijo un día Esteban, el
mayor de mis tíos, a los conscriptos que descansaba del tra-
bajo bajo la sombra de un árbol, –los vecinos dicen que en
las mañanas, a la misma hora en que el internado funcionaba

29
antiguamente, allí adentro se escuchan risas y voces de los
alumnos y profesores muertos.
–¿Y ustedes también las han escuchado? –dijo esa vez
un milico con una sonrisa burlesca, mientras sus compas se
acercaban a escuchar.
–Nunca, pero le tenemos respeto a esas cosas, por eso
no entramos de noche.
El conscripto -que como buen santiaguino nos tildaba
a todos de huasos ignorantes- se mató de la risa junto a sus
amigos, y luego siguió con su trabajo de retirar las malas
hierbas, pero Esteban ya había plantado la semilla del mie-
do. Ese mismo milico se encargaría de esparcir el rumor.
Con Nadia y mis tíos esperamos la noche, levantán-
donos pasadas las dos de la mañana para colarnos en el in-
ternado. De día no había nada raro: en esas salas y pasillos
antiguos, castigados por la falta de mantención, vivían rato-
nes al abrigo de pizarras apiladas llenas de garabatos, o de
los computadores y muebles viejos que se acumulaban en
todos los rincones; pero en la madrugada, las montoneras
de cachivaches conformaban siluetas amenazantes, y la mis-
ma oscuridad parecía molestarse cuando el ojo nervioso de
la linterna recorría cada rincón. Si algo se escondía por allí,
siempre alcanzaba a ocultarse oportunamente del haz de luz,
mientras evitábamos chocar con los trastos y despertar a los
milicos, intentando a la vez ignorar nuestros propios reflejos
en el vidrio de las puertas o de los ventanales, temiendo ver
algo más acompañando nuestros rostros nerviosos. Desde
las granjas vecinas no venía ningún ruido, solo se oía el canto
oportuno de los grillos o el grito de algún pájaro perdido
arriba en la negrura; y si ya te habías acostumbrado lo sufi-
ciente al silencio nocturno, tras aquellos sonidos, podías es-
cuchar el murmullo grave de los ríos Simpson y Mañihuales

30
conformando el telón de fondo ominoso de nuestra puesta
en escena.
Dábamos golpecitos sutiles en las ventanas de las ha-
bitaciones para asustar a los huéspedes, y cuando pasaba un
tiempo prudente, empujábamos despacio las puertas de las
piezas ante sus ojos soñolientos; y Nadia, como era menudi-
ta, subía al techo del recinto y de tanto en tanto dejaba correr
canicas por la superficie. Quienes la pasaban de verdad peor
eran los que se atrevían a abandonar los dormitorios por-
que no aguantaban las ganas de mear. Los seguíamos por los
pasillos con las linternas apagadas pero a corta distancia; de
repente una de nuestras pisadas hacía eco, o dejábamos caer
algún objeto en los rincones donde sus ojos solo veían oscu-
ridad. Para rematar a la víctima de turno, impulsábamos otra
canica que, calculadamente, se detenía en el haz de la linterna
con la que se guiaba entre las sombras.
Al día siguiente nos reímos, tomando todas las histo-
rias del lugar para la chacota, aunque evitábamos entrar allí
por las noches cuando nadie se estaba hospedando. Igual, no
podía evitar cierto cargo de conciencia. La abuela nos retó
al enterarse de la broma, reclamando que éramos demasiado
grandes y hediondos para andar haciendo cosas tan infantiles.
Después del desayuno, los cinco fuimos a bañarnos al
río; no había mucho que hacer. En un momento, me quedé
solo con la Nadia en la orilla, mientras los demás seguían
nadando.
–¿No te da miedo hacer estas bromas? –le dije.
–¿Por qué preguntai eso?
–Porque igual es un juego peligroso –busqué bien las
palabras, para no verme tan perno– por el internado pasó
mucha gente. No es que crea en fantasmas, pero siento que
le faltamos al respeto a ese lugar...

31
–Entonces, ¿para qué jugaste? ¿Acaso tení miedo de que
te salga un espíritu? –Su sonrisa desafiante me puso colorado.
–Te dije que no creo en esas cuestiones, solo que esta-
mos siendo irrespetuosos...
–No seai latero, erí súper fome... –Me puse más rojo
todavía y me deshice en explicaciones que no hicieron más
que hacerla reír de buena gana.
–Me gusta como hablai.
–¿Por qué?
–Porque hablai lindo, me gusta... –Sabía a lo que se es-
taba refiriendo, a mi acento nortino. No pude devolverle el
cumplido, ya que el acento de los ayseninos me cargó, no
me gustó la musicalidad con la que cargaban sus frases, pero
luego me fui acostumbrando hasta que ya no importó.
Cuando febrero se estaba acabando, preparé mi regreso
al puerto. A esas alturas ya me sentía todo un patagón, y me
juré que algún día me establecería en Aysén para siempre. Por
esas fechas recuerdo que tuve la última conversación con Na-
dia, un día en el que me invitó a pasear a Coyhaique. Estába-
mos fumando en la Plaza de Armas, en un mediodía soleado.
La invitación me sorprendió bastante, ya que nunca me había
pescado mucho, solía conversar más con mis tíos. Contó algo
de su vida. Recuerdo que sostenía una relación compleja con
sus padres, y que no tenía muy claro qué hacer en el futuro.
–¿Tení pensado volver?
–Sí, yo creo que para el próximo verano.
–Y cuando salgai de la universidad ¿Viviríai aquí?
–No sé... El lugar me encantó, la verdad es que me
gustaría, pero no sé, no tengo ni idea de lo que haré de aquí
a cinco años...
–A lo mejor yo ni siquiera esté aquí en ese tiempo. Al-
gún día me voy a ir, esta región me tiene chata...

32
–Pero cómo, si yo nunca antes había estado en un lugar
así, tan natural...
–Es que tú no entendí –me interrumpió–, nadie que
crezca acá se queda, al menos los que quieren surgir. Hasta
los pavos de tus tíos van a irse un día. A mí, lo único que me
espera acá es casarme con un milico o algún mino que tenga
tierras y dedicarme a criar hijos.
Después ya no recuerdo qué más hablamos, solo que
volvimos a El Balseo, en donde nos despedimos con un abra-
zo y después se fue a la carretera a tomar el bus a Aysén.
En marzo, ya de vuelta en Valparaíso, inicié el segun-
do año de universidad. Llegué ocupando sombrero, tomando
mate en clases y con un andar más seguro; la táctica resul-
tó, porque las compañeras me encontraban cambiado, como
más animoso. Con el tiempo dejé de conversar con mi familia
del sur.
Pasaron dos semestres y un día, llegando a mi casa des-
pués de clases, puse las noticias. Me encontré con el siguiente
titular: “Menor de edad desaparecida en la región de Aysén”.
En la pantalla, una foto de Nadia enmarcada por el cabello
pelirrojo que el canal había sacado de su Fotolog. Las amigas
decían que la perdieron de vista en una fiesta. Desde ese día
pasaron dos semanas en las que familias y cercanos, que des-
confiaban del sistema judicial aysenino, revisaron todas las
orillas de ríos y carreteras menos transitadas de la región;
incluso, una orden de búsqueda cruzó hacia Argentina.
El desenlace fue terrible para mi parentela sureña. Mi
abuelo encontró su cuerpo en los alrededores del interna-
do. Ellos ya habían revisado con anterioridad el lugar por
petición de la familia de Nadia, así que quedó claro que el
cadáver había sido puesto allí de forma reciente. Mis tíos y
abuelo estuvieron algunos meses en la palestra de la opinión

33
pública, pero al final, todos fueron declarados inocentes. Los
exámenes forenses dictaminaron que, efectivamente, Nadia
había sido asesinada en otro lugar, y que los autores materia-
les la dejaron en el internado para inculpar a otros. Mis tíos
tenían coartadas que, por suerte, fueron corroboradas por
terceros, pero el golpe recibido fue tan grande que todos
abandonaron la región, dejando a mis abuelos solos. Nunca
se encontró un culpable.
Todo eso pasó hace trece años. Nunca olvidé a mi fa-
milia ni a la región ni a Nadia, pero durante los años de estu-
dio me dediqué por completo a la universidad, y después de
egresar, solo tuve vida para el trabajo. Mi abuelo, el hombre
que apareció en mi vida y anexó en ella esta línea argumental
inconclusa, falleció de forma natural hace unos meses. Solo
pude viajar hasta ahora que comenzaban mis vacaciones de
verano. Mis tíos quieren verme, así que en unos días estarán
aquí. Pese a estar sola, la abuela se encuentra bien; quizás no
se oyen tantas risas como antes, pero hay paz.
Después del desayuno con el que me recibió, y su reve-
lación, me dediqué a pasear por los alrededores recordando
el pasado, hasta que se hizo de noche. Tuve que dormir en
uno de los catres del internado, solo. Mi abuela ocupaba las
habitaciones de la casa como bodegas, y no alcanzó a des-
ocupar alguna antes de mi llegada. De todas formas, ella me
prometió que en unos dos días estaría todo listo, y además
la enorme sala en la que debía dormir estaba equipada con
las mismas camas cómodas; también me había dejado una
linterna para cuando tuviera que levantarme al baño. Con
complicidad, dijo que no tuviera miedo, que ella muchas ve-
ces había estado allí de noche y nunca vio nada raro.
Ayer pasé mi primera noche en el internado. La sala
enorme estaba ocupada por ocho camas, elegí una al azar.

34
En la oscuridad, pensé en la entrada de esta familia a mi
vida y todo lo que eso involucró. El pasado se me figuraba
como un laberinto del que fluyen sonrisas que no se deci-
den a hablar, guardando secretos que se agrandan con los
años y cuyas huellas profundizan los matices del presente.
Pensé que las historias nunca terminan, y que vamos de una
en otra iluminando el camino solo con la intuición. No me
pude dormir altiro, los camarotes de madera crujían por los
cambios de temperatura. El internado es un lugar demasiado
grande para una sola persona. Me asusté, pero tengo que re-
conocer que el miedo vino acompañado de vitalidad juvenil,
con el fuego sorpresivo que sentí en mi pecho hace mucho
tiempo atrás en este mismo lugar.
Debí haberme quedado dormido hacía muy poco,
cuando el sonido de un objeto pequeño que rodaba en el
piso me despertó. Asustado, tanteé la linterna sobre el vela-
dor, y con ella iluminé el suelo. Dejé el haz de luz detenido en
un punto, sin deseos de seguir buscando, y una canica avanzó
hacia el centro del campo iluminado, donde se detuvo.
–¿Quién anda? –pregunté.
Sentí el peso del silencio que me rodeaba como si tu-
viera vida propia.
–Todavía hablai lindo –me susurró ella desde la noche
que mi linterna no alcanzaba a iluminar.

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El caso de los niños indigentes

Nunca imaginé que una broma pudiera tener conse-


cuencias tan drásticas. La placa falsa decía Daniel Robles, De-
tective Sobrenatural, y después de pegarla en el exterior de la
puerta del depa, agregué debajo una hoja de cuaderno con
mi peor letra manuscrita: “y Hugo Álamos, ayudante”. Cuan-
do llegó de la universidad y se encontró con mi innovación,
ocultó la sonrisa y lanzó un suspiro de tedio fingido, dicien-
do ok mientras entraba. Me maté abiertamente de la risa. Era
parte del humor absurdo que nos unía, el que nos estimulaba
a competir por quién llegaría más lejos en la siguiente juga-
rreta. Tomando once, le expliqué que la placa solo era una
pegatina que mandé a hacer y que se podía despegar fácil de
la madera, así que no tendríamos problemas con el arrenda-
dor ni nada parecido.
La placa era también un monumento a mi ñoñez de
estudiante de Literatura. Resulta que me metí en el optativo
de Horror y Género Policial, y de repente estaba buscando y
leyendo con avidez las historias protagonizadas por los de-
tectives sobrenaturales John Silence, Thomas Carnacki, Jules
de Grandin o John Constantine, y comencé a mirar todas las
series que sugirió el profe, como Twin Peaks, The X-Files y
Kolchak: the night stalker. El Hugo también era ñoño pero de
otra forma. Estudiaba Historia y era muchísimo más prácti-
co, más racional que yo; ni siquiera se hacía el tiempo para

37
visitar o llamar de vez en cuando a la mamá que vivía sola
en el sur, porque para él todo era estudio. A pesar de que
me tildaba de ser el fantasioso del dúo, nos entendíamos a la
perfección.
Dejamos el sticker pegado a la puerta para tirar la ta-
lla con los compas que se dejaban caer algunas noches para
compartir unas chelas. No faltó el vecino inocente que pre-
guntó si acaso era verdad lo del aviso, aconsejando cuidarnos
y que no nos metiéramos en asuntos raros, pues el sector
arriba de Plaza Echaurren -en donde vivíamos- era antiguo
y los edificios podían contener muchas malas energías. Otra
vecina comentó, con mueca burlona, que puchas que estába-
mos jodidos los universitarios, aludiendo a que andábamos
tan cagados de plata que teníamos que sacarla de dónde fue-
ra. La verdad, es que igual me gustaba dármelas de misterio-
so y captar toda esa atención que recibía, así que dejé el sticker
por más tiempo del pensado.
Una tarde llegué de la universidad y antes de que pu-
diera meter la llave en la cerradura, el Hugo abrió en mi cara.
–Man, te esperan adentro...
Al pasar choqué con la imagen de una señora muy su-
cia y harapienta sentada en el living. De inmediato, un olor
asqueroso como de un animal muerto completó la escena.
–Hola... ¿Qué se le ofrece? –Se adelantó mi mecanismo
automático de comunicación ante situaciones imprevistas.
–Buenas, vengo por lo del aviso de la puerta...
Le dije que esperara y me llevé al Hugo a la cocina.
–¿Qué onda?
–Te prometo que estoy igual que tú... –respondió.– Fui
a ver quién golpeaba y cuando abrí se coló llorando, diciendo
que necesitaba encontrar a sus hijos...

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–¿Ehhh?
–Me habló todo el rato de sus hijos muertos, que la
llaman de noche. Le expliqué como diez veces que tu placa
es de mentira, pero no me pesca... –Lo iba a retar por pavo,
pero le ví una cara distinta a la del Hugo que siempre se jacta
de estar sereno y en control ante cualquier situación. Su ra-
zonamiento científico esta vez no le había servido para nada.
La mujer era una indigente, quizás la ví mendigando
alguna vez en la Plaza Echaurren o en otro sector del Barrio
Puerto. No era raro que hubiese podido entrar al edificio,
no había conserje y siempre algún vecino dejaba la puerta
de calle abierta. Tenía la cara maltratada de tanto llorar. Una
parte mía estaba más preocupada de que dejara sucio y/o
hediondo el sillón. Tomé asiento frente a ella, preguntándole
qué necesitaba.
–Joven, disculpe por haberme metido así. Me llamó
Maritza. Me dijeron que en este departamento viven unos
detectives espiritistas y dejé la pega botada para venir. Lo que
pasa es que mis dos hijitos murieron hace un mes atropella-
dos por una micro, acá abajo en la plaza. Usted no me va a
creer, pero todas las noches van a golpearme la puerta y ya
no sé qué hacer. Y las veces que abro, no hay nadie, desapa-
recen. ¡No sé si me estoy volviendo loca, pero ayúdenme por
favor, ya no doy más!
Con el Hugo nos miramos, sin encontrar refugio o
consejo. Entonces, le expliqué muy lento a la mujer que todo
era un error, que éramos simples estudiantes haciendo una
broma. Fui a la puerta, retiré la placa y le mostré el sticker,
pero ella no entendió o quizás no le importó. Lloró y llo-
ró rogando que la ayudáramos, que los parches curitas no
le daban mucha plata aunque algo podría pagarnos. No es-

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cuchaba razones, como si en su mundo solo existieran ella,
su llanto y sus hijos muertos. Ya que el Hugo no aportaba
mucho en manejar el asunto, jugué la carta que me resultó
más conveniente: le dije que íbamos a ayudarla, pero que
debía volver mañana. Pensaba que la mujer era una pastu-
rrienta más de la calle y que al día siguiente ni siquiera iba a
acordarse de aquella conversación. Se fue algo más tranquila,
dándonos las gracias como si fuéramos sus salvadores. Pasó
un rato, y ahí recién nos matamos de la risa. La bromita de
los detectives paranormales había dado un giro de película
y pasamos a ser nuestras propias víctimas, aunque el Hugo
recalcara que yo era el pastelazo al que se le ocurrían esas
tonteras. De todas formas, estábamos contentos de poder
agregarla a nuestro repertorio de anécdotas estúpidas.
Al otro día esperamos por si acaso, pero la mujer no
aparecía. Se hizo de noche y cada uno estudiaba en su pieza
cuando llamaron a la puerta. Miré por el ojo mágico. Ella
tenía la misma cara de angustia del día anterior. Decidí no
abrir y cuando iba retirándome, la mujer se puso a llorar a
moco tendido, rabiosa, diciendo que venía por sus hijos. Con
el Hugo nos miramos con la misma cara de tragedia del día
anterior. Estábamos jodidos. Abrimos la puerta, pero con
la cadena puesta. Le dijimos que se calmara, que era tarde,
y que si seguía así los vecinos iban a reclamar; le explicamos
de todas las formas posibles que fue un error, pero no hubo
caso de hacerla entender. Pedimos disculpas una y otra vez
por el mal entendido, no podíamos hacer nada, y a manera
de torpe compensación le pasé una luca que llevaba en el
bolsillo. La mujer se fue con su llanto bajito, dejándonos con
una tristeza que nos mantuvo en vela.
La siguiente noche, la culpa y el cargo de conciencia se

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vieron interrumpidos por el mismo par de nudillos golpean-
do a la puerta. Ahí ya nos molestamos, íbamos a amenazarla
con echarle a los pacos. Miré por el ojo mágico, y allí estaba,
intentando vernos por el lente exterior. Abrí la puerta com-
pleta y ya había desaparecido. Encendí la luz del piso, estába-
mos solos. Nos miramos con cara de ¿Qué onda? El edificio
no tenía ascensor, solo escaleras. Bajamos los cuatro pisos
para asegurarnos de que se había ido, pero no la encontra-
mos y tampoco en la calle. Sabíamos que era imposible que
ella fuera maratonista como para bajar corriendo tan rápido
y perderse de vista. “¡El depa!” dijo el Hugo. Nos devolvi-
mos preocupados, pero estaba con llave, así que nadie entró
en nuestra ausencia. Extrañados, subimos los niveles restan-
tes hasta el piso décimo, pero era obvio que ya no estaba en
el edificio.
Siguió pasando lo mismo. Por ubicación, nuestra ven-
tana daba a una quebrada y no a la calle principal, así que no
veíamos nada de lo que ocurría afuera, pero oíamos a la dis-
tancia los llantos de la mujer acercándose, y estos se hacían
más fuertes a medida que llegaban hasta el edificio y luego
hasta nuestra puerta. Abríamos y nadie. El Hugo estaba su-
percontrariado. Preguntamos a los vecinos si es que acaso no
oían el bullicio que armaba la mujer indigente, pero solo nos
miraban raro. Nadie escuchó nada extraño, todos pasaban
tardes-noches de lo más acogedoras. Antes de dormir, com-
probábamos una y otra vez que la puerta del edificio quedará
con llave, pero de alguna forma siempre lograba ingresar y
llegar hasta nuestro departamento con sus lamentos.
Varias veces la habíamos esperado tras la puerta con la
intención de abrir de improviso y pillarla con las manos en
la masa, pero siempre quedábamos frente al pasillo oscuro y

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vacío. Ahí no me quedó otra más que caer en la cuenta de lo
que realmente nos estaba pasando.

nuestro primer caso

–¿De qué razonamiento científico me estás hablando?


–reclamé–. La loca simplemente desaparece, admítelo. No te-
nemos idea de cómo se las arregla para entrar y desaparecer...
–Me parece casi inocente que te escudís en la pseudo-
ciencia para hallar una explicación –dijo el Hugo–. Tienes
una imaginación tremenda y te estás sugestionando. Asume
que eres una persona sensible e impresionable...
–¿Qué proponís entonces? Porque si tienes una mejor
idea, la quiero escuchar. Que no sea jugar al corre que te pillo
de nuevo con ella, porfa.
–No sé, si supiera te lo diría, pero no voy a recurrir al
pensamiento mágico para encontrar una solución. ¿Cachai
que lo que me dices es que prácticamente la llorona nos está
acosando?
–Hermano, está pa-san-do, y no es casualidad...
–Claro, es por culpa de la tonterita del sticker.
–Esto va más allá y lo sabís bien, aunque te hagas el
huevón. Dicen que estas cosas no le pasan a cualquiera y
tenemos que saber por qué nos está pasando a nosotros. Va-
mos a ponernos las pilas y el pecho a las balas. Esto debe
tener un motivo, y al menos yo, sí lo intento averiguar.
–Debieras dejar de leer tanto libro de fantasía, te está
afectando, en serio –dijo, mientras se fue con una taza de té
recién servida a la pieza, dando un portazo.
Quería colgarlo, siempre tan ególatra -claro, es Leo-,
pero bajo su rabieta sabía que el Hugo la estaba pasando mal.

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Nunca me pasó una cosa así, pero para él, tan racional, debía
ser aún más fuerte. Ni yo estaba tan seguro de mis palabras,
pero es que ya no nos quedaba más por suponer.
A primera hora caminé hasta Plaza Echaurren. Eché
una mirada: el sector era de los mendigos, los locos, los pas-
teros y los delincuentes menores que se instalaban todo el día
en las bancas y alrededores. Traté de encontrar por si acaso a
Maritza con la mirada, como lo había intentado otras veces,
pero nada. Fui a hablar con el hombre del quiosco. Pensó un
rato y luego recordó a dos niñitos que fallecieron atropella-
dos junto a su madre -una vendedora de parches curitas- por
un auto particular que iba a exceso de velocidad. Fue un día
domingo de poca locomoción, el chofer iba jalado. Confir-
mó que la mujer se llamaba Maritza. El accidente había ocu-
rrido hace como cuatro años y a mediados de diciembre;
estaba seguro porque recordaba adornos navideños en todas
las tiendas. Al parecer, Maritza no percibía el tiempo como
nosotros, los vivos.
Con la fecha estimada, busqué la información en las
páginas web de la prensa porteña. La noticia era apenas un
pequeño recuadro, pero pude obtener la foto de Maritza Ga-
llardo. Estaba pixeleada y no se podía mejorar, pero aún así
los rasgos se parecían a los de ella. Imprimí todo y fui a espe-
rar al Hugo fuera de su clase. Cuando vio el material, se tapó
la cara con ambas manos, haciendo el gesto -mitad cómico,
mitad superado por las circunstancias- de ahogar un grito.
Irnos no nos convenía, en ningún otro sitio encontra-
ríamos un departamento tan barato y cómodo a la vez, to-
mando en cuenta que éramos estudiantes con la plata justa;
menos, pagar una médium o un espiritista de dudosa reputa-
ción para espantarla. Ubicar a un cura o un pastor nos pare-

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ció agrandar más el embrollo, tampoco podíamos ubicar a la
familia de Maritza y decirles que nos estaba penando. Por lo
tanto, decidí que nosotros mismos solucionaríamos el tema.
Así que le dije a Hugo que me ayudara porque no podía ha-
cerlo solo. Aceptó a regañadientes, aunque yo sabía que él sí
estaba comenzando a aceptar lo que nos ocurría.
Recordé todas las revistas de investigaciones paranor-
males que leí de chico: Más Allá, Muy Interesante y Año Cero, y
en la feria de las pulgas de la Avenida Argentina compramos
un lote por unas chauchas. Y también buscamos en Google:
“¿cómo expulsar a un espíritu?”. Hallamos algo al respec-
to, pero muchas eran prácticas disparatadas que de ningún
modo íbamos a realizar, hasta que un breve artículo nos acla-
ró. Decía que, si no contábamos con la ayuda de un asesor
espiritual, podíamos hacer algo sencillo: un sahumerio mien-
tras se recitaba el Salmo 91; era un ritual simple, pero el texto
reforzaba que lo crucial era la fe involucrada en el acto.
Al día siguiente teníamos todo dispuesto, hasta una bo-
tellita llena de agua bendita que saqué de la Iglesia La Matriz,
y que el Hugo roció dentro y fuera de la puerta del depa por
si acaso. Para el sahumerio, juntamos las hierbas que él con-
siguió: romero, salvia, lavanda, manzanilla, albahaca, laurel, y
un trozo de palo santo. Le recalqué al Hugo que se tomara la
cuestión en serio, que debía reunir toda la fe disponible; éste
decía que haría lo posible, sobretodo, porque había dejado de
creer en la niñez.
Ya eran las diez, la hora a la que solía llegar nuestra
invitada. Habíamos aprendido a la fuerza a reconocer los rui-
dos que traía la noche: algún bocinazo, ladridos, voces que
morían de inmediato y, a veces, discusiones entre borrachos.
Debajo de ese barullo, adivinábamos al llanto arrastrarse tí-

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mido por el pavimento hasta hacerse fuerte a medida que se
acercaba. Mientras iba subiendo las escalas, el escándalo era
total. Así llegó a nuestra puerta. Hugo encendió de inmedia-
to el sahumerio y comenzó a dar vueltas en círculo, siem-
pre hacia la derecha, mientras yo -por ser el más dispuesto a
creer- rezaba en voz alta el Padre Nuestro. El depa se llenó
de un humo denso y aromático. Maritza rogaba y rogaba allá
afuera por sus hijos, pero de a poco fue quedándose muda,
hasta que dejamos de oírla. Esa noche dormimos bien, y a la
siguiente hicimos el mismo ritual, aunque ya no era necesa-
rio. Ella no volvió.
Con el paso de los días pudimos regular el sueño, aun-
que Hugo me fue tomando distancia. Vivimos una experien-
cia fuera de lo real y para él fue demasiado. Para mí tam-
bién, pero con la diferencia de que siempre he sido de mente
abierta ante lo paranormal; por cierto que confirmarlo es
otra cosa, no lo niego. Él, en cambio, desde que lo conocí,
se jactaba de su nihilismo cada vez que podía, de su certeza
en que la vida no tenía sentido y que después de esta no
hay otra. Por como iba la convivencia, quizás ni siguiéramos
viviendo juntos para el próximo año, pero no quise sacar el
tema y esperé a que las cosas decantaran por sí solas.
Pasado casi un mes, volvimos a ser los amigos que éra-
mos, retomando los carretes habituales y las exquisiteces de
la vida universitaria. Una tarde después de tomar once, toca-
ron a la puerta. Fue a atender mientras yo estudiaba en mi
pieza, y me llamó con una voz que intentaba modular el mie-
do que ya le conocía. Al instante estaba a su lado frente a la
puerta. Afuera, dos niñitos sucios, de entre ocho y diez años.
–Preguntan que si vimos a su mamá... –dijo el Hugo
con la cara en blanco y los ojos muy redondos.

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Tragué saliva para aliviar la angustia en mi garganta.
Iban tomados de la mano. Sus caras estaban mugrientas y las
ropas olían fuerte a humedad. Los ojos cansados y resigna-
dos del más chico repetían la misma pregunta. El corazón se
me cayó a pedazos imaginando sus noches en pena por las
calles frías y hoscas del puerto, solos y sin ningún consuelo.
Por algún motivo que se nos escapaba, no podían encontrar
a su madre ni esta a ellos. Recordé que en el filme Sexto Sen-
tido los fantasmas no sabían que estaban muertos, y si no me
equivocaba, la Maritza se nos había presentado como una
persona normal; si ella no lo sabía, menos los cabros chicos.
Ya nos habíamos deshecho de ella, pero teníamos que inten-
tar que se reencontraran, deduje. Fui a revisar mis cuadernos
y volví con las noticias del accidente impresas en la mano,
temblando al no tener ni idea de lo que estaba haciendo. El
Hugo se dio cuenta, y abrió los ojos todavía más. Le extendí
los papeles al más grande, junto con la fotografía de su ma-
dre. Mientras el otro se le arrimaba de pies puntillas para leer
también, cerré la puerta despacio. A continuación, un llanto
suave y doliente llegó del otro lado de la puerta y de a poco
fue descendiendo las escaleras hasta perderse en la calle. Me
senté en el living, de nuevo angustiado, preguntándome si
había hecho lo correcto. El Hugo tenía cara de haber pre-
senciado un desastre terrible, y quizás hasta tenía ganas de
aforrarme, pero en vez de eso, se acercó y dijo que no sacaba
nada con preocuparme, que nadie habría sabido qué hacer
en mi lugar.
Quizás me dormí de pura tristeza. Al amanecer nos
pillamos en el living y compartimos un café cargado antes de
salir a clases. Conversamos sobre la urgencia de cambiarnos,
porque no sabíamos si las visitas iban a repetirse, pero era

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tarde, así que decidimos seguir hablándolo a la noche. Al salir
del depa, Hugo me detuvo por el hombro, indicándome la
entrada. Al abrir la puerta, una tira de parches curitas afirma-
da de la hoja cayó al piso. Hugo dejó la mochila en el sofá, se
devolvió a su pieza y se encerró. Le golpeé preguntándole si
estaba bien, no contestó. Asustado, le aclaré que lo habíamos
logrado, que ese era el pago de la madre, y me gritó que iba
seguir durmiendo. Pegué la oreja a su puerta y percibí uno
que otro sollozo ahogado. Lo dejé tranquilo.
El cambio del Hugo dejó en shock a quienes le cono-
cían. La idea de abrir una Oficina de Investigación Paranormal
en nuestro depa había sido mía, pero él sí se la tomó a pe-
cho. No abandonó sus lecturas, aunque se puso a estudiar
El Kybalión y asistir cada semana a una escuela de Reiki en
Concón. Le hablaba a todo el mundo de las energías y las
vibraciones, algunas hippies que nunca lo pescaron se entu-
siasmaron. Llegadas las vacaciones de verano, y días antes de
que se fuera a visitar a su vieja, le tiré la talla de que si acaso
no se estaría convirtiendo en un ser de luz; él tranquilamente
me dijo que si se estaba preparando era porque alguien debía
ser el práctico en el equipo de trabajo. Entonces, yo tendría
que ser el hombre de acción, como Jules de Grandin o Karl
Kolchak, idea que me encantó. Pero lo que de verdad me
preocupa ahora, es de dónde vamos a sacar el tiempo para
atender a las almas de tantos afligidos que tarde o temprano
van a venir a golpear nuestra puerta.

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El nicho

Hoy en la mañana acompañé a mi mamá al funeral de


la tía Gertrudis. No éramos familiares directos de esta, pero
la habíamos amado como si lo fuera. En la actualidad es-
tamos en plena cuarentena -fase dos- pero en el funeral, a
nadie le importó; todos sus vecinos figuraban embutidos en
las calles estrechas del Cementerio N°3 de Valparaíso. Pare-
ce que de nuevo había vuelto al trago, pero su hígado ya no
estaba para los trotes de juventud. Mi vieja lloraba de pura
culpa, por haberla dejado de visitar tantos años.
Después de su único marido, del que se divorció siendo
muy jovencita, nadie le conoció a la tía alguna pareja, aunque
las copuchas del barrio contaban que desde su casa, por las
noches, se escuchaban risitas, conversaciones y otros ruidos
que los más cahuineros relacionaban con sexo, pero nunca
nadie se atrevió a comprobar nada. Los vecinos descubrie-
ron su muerte gracias al olor a descomposición que venía
de la ventana de su pieza. Al entrar, la encontraron acostada
en su cama. Llevaba varios días fallecida, lo suficiente como
para que las lauchas le dejaran la cara arañada y carcomida.
La mayoría de quienes vieron el cuerpo dijeron que su rostro
reflejaba angustia y súplica; pero otros, en voz baja, agrega-
ron que el gesto final de la finada, parecía retratar más un
placer impúdico que dolor físico.
Creo que la tía Gertrudis fue la mejor amiga de mi vie-
ja. Cuando era chico, se visitaban todos los domingos para

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comadrear al calor del mate, mientras yo paraba la oreja fin-
giendo jugar. La Gertru era bien entrete, contaba historias
que me cautivaron, pero un día se le pasó la mano. Me relató
que cuando era joven, después de separarse, un duende la
estuvo visitando durante varias noches después de acostarse
a dormir. Me lo describió tal cual aparecen dibujados en los
cuentos infantiles que uno compraba en la feria de las pulgas:
zapatitos de charol, ropa colorida, sombrero de copa y orejas
puntiagudas, rostro arrugado y ojos que brillaban como dos
llamitas verdes. Apenas la tía apagaba la lámpara del velador,
el duende llegaba y tomaba asiento sobre su estómago, por
encima de las frazadas. Entonces la amenazaba con que se
la iba a llevar, mientras ella rogaba para que se fuera. Una
noche, no dando más de angustia, comenzó a hacerse la dor-
mida antes de que el visitante llegara. Este rompía cosas y
saltaba sobre la cama mientras gritaba: ¡Gertrudis! ¡Gertrudis!,
pero ella no abrió ningún ojo, ni movió algún músculo de la
cara. Ocupó la misma técnica por varias noches, hasta que
el duende se aburrió y no volvió más. La historia me aterró
bastante, pero esa misma tarde, mientras esperaba la micro
con mi mamá para irnos a casa, esta me explicó que cuando
eran jóvenes y después de que su marido la dejara, la tía se
puso muy buena para el copete y otros vicios, y en su peor
momento, sufrió alucinaciones de todo tipo y que una vez
llegó a decir que el famoso duende quería obligarla a que
se casaran. De vez en cuando, a la tía le gustaba repetirme
la historia, pero mi vieja me cerraba el ojo y así quedaba un
poco más tranquilo. Al principio pensé que le gustaba asus-
tarme, pero aún me acuerdo de cómo al contar la historia,
su rostro se llenaba de un sufrimiento ya añejo, pero todavía
palpable.

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Mientras recordaba esas anécdotas del pasado, entra-
mos a la calle del cementerio donde le daríamos la última
despedida. No me gustan los cementerios. Los edificios de
nichos a derecha e izquierda subían varios metros por enci-
ma de nuestras cabezas, y al verme rodeado de féretros tuve
ganas de desaparecer rápido de allí. Tenía la mirada saturada
de tanta placa y nombres de finados anónimos. Cada vez
que vengo, trato de estar el menor tiempo posible. Le tengo
mucho respeto a la muerte y miedo a sus secretos; además,
estaba muy nublado y el frío de la costa nos dejó la ropa toda
húmeda de garuga.
Durante los preparativos para meter el ataúd al nicho,
la gente narraba historias relacionadas con las virtudes que
la tía había mostrado en vida, y disimulados, los cahuineros
se apartaban para seguir hablando de los supuestos aman-
tes que en realidad nadie había visto. Fui atrás del tumulto
para encender un pucho. Los comentarios me parecían obs-
cenos y de mal gusto, sobre todo en aquel lugar. Sin notarlo
al principio, un hombrecillo se puso cerca mío. Me llamó la
atención porque, además de su enanismo, permanecía muy
atento a todo lo que ocurría en el funeral. Llevaba sombrero
y terno anticuados. Notando que no me quitaba los ojos de
encima, lo encaré. Como para sí mismo, y con pesar, levantó
los hombros y solo dijo: tendría que haberse venido conmigo. Lue-
go avanzó hacia el grupo, y abriéndose paso entre los torsos
de la gente se escabulló hasta desaparecer.
Lo seguí con la vista atento a que reapareciera, pero
no lo vi más. Antes de que sellaran el nicho, los familiares se
despidieron por última vez. Con mi vieja estábamos listos
para irnos, pero un movimiento dentro de la cavidad aún
abierta llamó mi atención. Estiré el cuello y entorné bien los

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ojos para tratar de ver mejor en la oscuridad. Dos puntitos
de luz verde sobre el ataúd me quedaron mirando. Después
vi una garrita que me hizo una seña, mientras la otra sostenía
un cincel. Tal visión era suficiente como para perturbarme
por sí sola, pero no terminó allí. Entre sus piernas, colgaba
la sombra de un pene erecto que se balanceaba de un lugar a
otro, enorme para aquel cuerpecito que apenas se insinuaba
en la oquedad. Mientras ordenaba mis ideas aún en desor-
den, los trabajadores del cementerio sellaron el nicho para
siempre.

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Incendio del paisaje

Mis melodías y números están aquí. Han llenado mis años,


los años en que rehusé morirme. Y para eso mismo escribo,
escribo, escribo, al mediodía o a las tres de la mañana. Para
no estar muerto.
Ray Bradbury

La última tarea del taller de escritura online consistió en


redactar un cuento de terror basado en el cuadro El mundo
de Cristina, pintado por Andrew Wyeth. Cuando el profesor
proyectó la imagen en la pantalla, la angustia se apretó en
el cuello de Julia. El hombre remarcó que estaba prohibido
investigar la obra antes de escribir, ya que el trabajo debía
ser producto de la honestidad y la intuición libre. Había que
liberar la voz por más incómodas que fuesen sus verdades,
bromeó.
Julia no encontró motivos suficientes para postergar el
ejercicio. Estaba de vacaciones, feliz de olvidarse de la caja
registradora y de esa forma de vida que le parecía tan medio-
cre frente a los éxitos universitarios de sus hermanos mayo-
res y amigos, a pesar de que había salido del liceo solo hace
un par de años. Cuando el tema la interpelaba demasiado, en
este caso el cuadro, se sentía amenazada ante la idea de que
ciertos aspectos de su vida privada se colaran en la escritura
y quedaran a la vista, pero como siempre, contra toda inco-
modidad se posicionó ante el computador.
Fue moviéndose por la pintura gracias a la pantalla tác-
til de su laptop. El conjunto formado por la chica de espaldas
sobre la hierba seca y salvaje, los caseríos descuidados en la

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línea del horizonte y el cielo impregnado de sol, le provoca-
ba una tensión sofocante. Sintió un gran interés por cono-
cer el rostro de la joven. Las aves oscuras parecían eternizar
el momento previo antes de caer calcinadas sobre el techo
del granero. Julia no sabía nada de pintura ni dibujo, así que
sólo ocupó su propia caja literaria de herramientas. Para su
sorpresa, la enigmática casona de madera que se imponía a
lo lejos era la misma que aparecía en el opening del videojue-
go de horror Silent Hill, ese pueblo maldito que le encantó
tanto en la adolescencia. Siempre se imaginó en los zapatos
del escritor Harry Mason, quien iba al rescate de su hijita y
de aquella joven que había sido quemada viva por su propia
madre dentro del hogar. También recordó el cuento de Elsa
Bornemann, Aquel cuadro, donde el protagonista heredaba
un óleo pintado por su madre a los diez años; era la imagen
de una casa y sus ocupantes, la que al pasar de los días re-
velaría un oscuro secreto familiar. Fue un relato de horror
juvenil que la fascinó en su momento, pero que ya de adulta
la incomodaba. Agrandó más la imagen que debía servir de
inspiración para el trabajo y sus ojos se pegaron en la puerta
abierta de la casona. No había lugar para engaños: encuadra-
do en el umbral oscuro, un rostro masculino de carne corroí-
da, con la boca abierta y gimiente de los zombis del cine, le
devolvía la mirada. Cerró de golpe el laptop, convenciéndose
de que ya tenía mucho sueño.

El sol pega fuerte. A mis pies está Cristina, toda revuelta en


la maleza. Mi primer impulso es ayudarla a pararse y llevarla a la
casona que está más allá, pero se niega asustada. Quiero ver su cara y
la esconde en el pasto. Entonces voy hacia allá sola, sin control de mis
piernas, como siguiendo un guión. La puerta principal está abierta y

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siento tanto miedo que no soy capaz de entrar, pero los pies me llevan
a la fuerza hacia una ventana. En el sillón, un hombre mayor lee el
diario y un poco más allá está Cristina, con la cara metida en una
historieta. El hombre desvía su mirada hacia la niña, deja el diario
de lado y camina hacia ella. Cuando está cerca, se agacha y extiende
su mano hacia las piernas. Me alejo del vidrio, pero en mi cabeza
sigo viendo todo lo que ocurre allí adentro. Cristina sale corriendo de
la casona hacia ninguna parte con la ropa destrozada, sin detenerse,
y cuando está ya lejos cae desmayada entre la hierba. Una risa de
hombre restalla por todo el campo. Llega desde la puerta abierta y
retumba en mi interior.
Aunque sé que estoy soñando, siento unas ganas tremendas de
vomitar. Voy hacia el granero y allí dentro mis manos registran los
cachureos hasta que encuentran un bidón de bencina. Salgo y arrojo
el líquido contra las paredes de la casa. El chirrido imprevisto de la
madera espanta a los pájaros y llena toda la tarde, amenazando con
arrancar de su base para aplastarme. Tengo que entrar, pero la puer-
ta abierta es un grito negro que me quiere comer. La casa grita como
un animal salvaje, pero entro a pesar del miedo. Está todo oscuro,
aunque mis ojos ven igual. El interior ha cambiado. Reconozco el es-
cenario de mi hogar de infancia y tengo que controlarme para no salir
corriendo. Voy arrojando la bencina por el piso y los muebles, y la
casa lanza un gemido de angustia que revienta las ventanas, los cua-
dros y los vasos sobre la mesa. Salgo de allí y es de noche, las estrellas
bajan como si quisieran ver mejor. Sigo sofocada y transpiro mucho.
La casona gime, llora, se burla y amenaza con que nadie me va a
creer, que todos se van a enojar conmigo y abandonar si digo mentiras.
Crece y yo quedo pequeña, sola, pero recuerdo que ni de niña le hice
caso. Las estrellas me rodean y resplandecen fuerte. Tengo un fósforo
encendido en la mano y lo lanzo a la puerta. Como si fuera el final de
una película, el fuego crece poco a poco y la casa grita de rabia y dolor,

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hasta que solo puedo escuchar el crepitar y nada más. Quiero llevarme
a Cristina, pero no la encuentro. De repente amanece con aire fresco,
y la veo derribando con un martillo las paredes humeantes que aún
quedan en pie, luego se va y vuelve con unos sacos de cemento. Va a
levantar su propia casa y cultivará la tierra, será la dueña y señora
de todo lo que se ve.

Julia despertó al medio día, empapada en sudor. Ape-


nas terminó el desayuno, encendió el laptop. Imprimió el
cuadro y lo posicionó al lado de la pantalla. Allí estaba, en
su escritorio, la imagen real -no la soñada durante la noche-
contando una historia siempre ajena, pero esperando a que
cualquiera la llenara con su propia experiencia.
Mientras más soltaba las manos sobre el teclado, el ca-
lor aumentaba. Se detuvo. Miró la casona en la imagen, pero
en ella no había rastro alguno de fuego.

“Algo se está quemando dentro mío, es verdad, pero ya no


duele...”

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El encendedor

–Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?


“Un creyente” George Loring Frost

A la mayoría de los colegas les pareció buena la idea.


Para nuestros estudiantes sería motivante ver a dos de sus
profes de Lenguaje a lo choro, al lado de algún conocido ros-
tro televisivo. El director del liceo también celebró la idea en
el último consejo online, porque (entre broma y broma, sus
insinuaciones apuntaban a ello) nuestra presencia en el pro-
grama podría ayudar a subir las matrículas para el próximo
año y así evitar despidos masivos; la pandemia había afecta-
do bastante el presente y, por lo visto, nuestro futuro.
Estaba agradecido de que el Pablo hubiese compartido
el premio ganado conmigo, pero la verdad es que los días pre-
vios a tomar el bus a Santiago, anduve bastante preocupado.
Claro, me luciría delante de los cabros y mis colegas (los más
floreritos estaban bien picados), pero me parecía desubicado
ser partícipe de una instancia que tomaba a la muerte como
show, sobre todo en un momento como este, cuando la gen-
te estaba muriendo y los que no, debíamos encerrarnos en
las casas para protegernos del COVID. Algunos apoderados
evangélicos avisaron que no dejarían que sus hijos viesen el
matinal por considerar la instancia inmoral; sin embargo, a
nadie más pareció importarle, mucho menos al canal, cuyo
equipo de producción se comunicó la semana antes del viaje
para darnos instrucciones, muy interesados en nuestro rol de
profesores de la educación pública.

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La salida de mi casa no fue agradable. Con todo lo que
ocurría en el mundo, estar en la calle me causaba una ansie-
dad tremenda, un miedo casi irracional. Para acallar mi pro-
pia culpa, me dije que lo hacía para divertir a los estudiantes
que nos verían desde sus casas, encerrados y asustados por
la pandemia.
En la Estación Pajaritos nos pasó a buscar la camioneta
del canal, la que nos llevó al destino: el ex-Hospital San José,
donde la leyenda dice que aún penan las víctimas del cólera
y la tisis. Nunca antes había estado allí, pero ya conocía sus
pasillos y salas desastradas, donde las camillas y el instrumen-
tal médico en desuso se acumulaba en desorden a manera de
ambientación lúgubre; como chileno promedio, fui educado
en los “lugares embrujados” por los mismos matinales.
A la entrada del recinto, nos recibieron el Salfate y la
gente de producción; me sentí algo decepcionado de no ver a
ninguna famosa rica. Solo hubo tiempo para darnos la bien-
venida oficial a la “Sección Paranormal”, y las instrucciones
resumidas que nos habían mandado por correo: mostrar ten-
sión en todo momento, asustarnos cuando se nos aparecieran
los “espectros”; y en la conversa que tendríamos al salir del
hospital, se nos pidió expresamente hacer énfasis en el miedo
que desde ahora “nos perseguiría para siempre”, y que men-
cionáramos que “el hospital nunca nos abandonará, siempre
lo llevaremos en la conciencia”. Dijimos que sí a todo, aunque
lo que nos importaba era mandar un saludo enfático a nues-
tro liceo, colegas y estudiantes. Por último, nos recordaron
sus cláusulas -el canal no se hace responsable de algún posible
contagio ni de accidente alguno- y comenzó la función.
Con todos los resguardos sanitarios, entramos al hos-
pital como a las diez de la noche; nuestra participación se-
ría transmitida al otro día en el matinal. En todo momento

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tuvimos el cuidado de nunca estar a menos de un metro de
distancia los unos de los otros. No había luz eléctrica, por
lo que muchos lugares del recinto estaban prácticamente a
oscuras. El recorrido era similar al que se hace de noche en
el Cementerio de Disidentes en Valparaíso: un guía (prototi-
po chilensis del presentador paranormal fundado por Carlos
Pinto) metiéndonos cuco al relatarnos las historias de cada
área; y aquí el Salfate actuando como su palo blanco, sobre-
cogiéndose más que nosotros, e incluso huyendo como loco
cuando -medio ocultos por una puerta entreabierta o al fon-
do de un pasillo oscuro- se asomaban los actores disfrazados
de enfermos tuberculosos, doctores o monjas. Cuando deja-
ba de hacer el show, y teniendo en cuenta que éramos profes
de lenguaje, ponía a prueba nuestra sapiencia preguntándo-
nos sobre algunas lecturas y películas de terror, y nosotros
le seguíamos el juego haciendo obvias referencias literarias a
Poe, Lovecraft o King, y recordando algunas leyendas crio-
llas relacionadas con lugares malditos.
Al finalizar el recorrido y ante la fachada del edificio,
mandamos los saludos prometidos al liceo, hicimos la invi-
tación a respetar las medidas sanitarias, y agregamos todo
lo demás que nos pidieron decir. El Salfate destacó nuestro
sacrificio como docentes durante el primer año de pande-
mia, pero llamó a los estudiantes del país a apoyar el retorno
a las clases presenciales. No nos habían avisado nada de eso.
Miré al Pablo, y creo que al instante imaginamos los reclamos
que nos llegarían desde el Colegio de Profesores; el gremio
no quería que retornáramos, para salvaguardar la salud de
alumnos y colegas, en un minuto donde ni siquiera existía
vacuna en el país. Pablo se enojó e iba a decirlo, pero justo se
terminó la grabación. Nos pusimos a discutir con el Salfate,
quien se desmarcó diciendo que solo transmitía la postura

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del canal; después se acercó un productor y explicó que no
debíamos preocuparnos, que la grabación sería editada antes
de transmitirse.
Inquietos y sin creer en su palabra, nos preparamos para
partir. Mientras mi colega seguía a los potos de las actrices
que iban y venían, entré al recinto para encontrar algún pasillo
donde sacarme la mascarilla y fumarme un pucho a solas, lejos
de las conversaciones. Por supuesto que estar allí me ponía
nervioso, pero confiaba en que aún rondaban algunos cama-
rógrafos y sonidistas desmontando equipos. Del techo colga-
ba una única ampolleta cuya luz era demasiado tenue.
No vi a nadie, hasta que un “paciente fantasma” salió
de una sala cercana, con un cigarro nuevo entre sus dedos.
Iba sin mascarilla y se apoyó en la misma pared donde yo
estaba acodado, aunque a distancia prudente. Me pidió el en-
cendedor y se lo pasé con bastante recelo; aunque pudiera
ofenderse, cuando me lo devolviera iba a bañarlo en alcohol
gel. Esperaba que no quisiera conversar y que se fuera pronto;
quería evitar hasta la más mínima posibilidad de contagio.
–¿Este lugar es siniestro, no? ¿Usted cree en fantasmas?
–preguntó de improviso. Al verlo de reojo, vi que su mirada
atravesaba distraída el humo que su boca exhalaba, enfocado
en algún punto indeterminado. Consciente de la referencia al
microcuento, me giré para enfrentarlo. Sentí diminutas pisa-
das de terror subiendo por la boca de mi estómago: medio
borroneado por la penumbra, en el rostro flacucho que aho-
ra me miraba comenzó a estirarse una sonrisa que exhibió
una hilera de dientes amarillos, largos y ordenados; la elastici-
dad de las comisuras parecía no tener fin, mientras la sonrisa
continuaba y continuaba expandiéndose a lo Jack Nicholson.
–Yo no –respondí, siguiendo el juego.
Esperé con expectación la obvia respuesta.

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–¡Yo tampoco! –gritó, y girándose, hizo la pantomima
de atravesar la pared.
Ambos reímos; sin duda era alguien “culto”. Cuando vi
que continuó riendo de forma exagerada, sin siquiera taparse
la boca, y que además avanzaba hacia mí, estuve a punto de
pararle los carros; sin embargo, antes de que pudiese hacer
algo, el hombre carraspeó y tosió con fuerza en mi dirección;
sentí cientos de gotitas chocar contra mi rostro y chaqueta.
Asustado e indignado a más no poder, activé la linterna del
celular, y al bajar la vista, vi mi chaqueta salpicada de pintitas
púrpuras en el pecho. Llevé los dedos a mi cara húmeda y las
yemas me quedaron manchadas de rojo. Él, con la mano en
la boca, seguía tosiendo doblado sobre sí mismo, intentando
retener la sangre que se colaba por sus dedos hasta el piso.
Enderezándose con dificultad, clavó sus ojos en los míos,
levantando los hombros en señal de disculpa como quien ha
cometido un desliz sin importancia; entonces me desmayé.
Fui despertado por alguien que gritaba mi nombre a
lo lejos; estaba en un lugar distinto al que recordaba, acos-
tado cómodamente sobre un colchón, aunque con mucho
frío pese a estar tapado por una frazada vieja. Con manos
temblorosas apenas pude encender la linterna del celu, y
entonces ví que me encontraba descansando sobre uno de
los catres de los enfermos en medio de una larga hilera de
camastros vacíos y oxidados. Hice la frazada a un lado con
terror y asco, y en un esfuerzo tremendo por controlar los
nervios, seguí los gritos para escapar de allí. Sentí mi cara
pegajosa, y al recordar la sangre, al salir vomité. Aún temblo-
roso saqué un cigarro de la cajetilla, y al buscar en mi bolsillo,
recién comprendí que él no me había devuelto el encendedor.

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La vieja Lupe

Tras la puerta metálica, estaba la vecindad. Los niños que


habíamos vivido allí le pusimos ese nombre, porque el inte-
rior era muy parecido al set donde se grababan los capítulos
de El Chavo del 8, pero en realidad, estaba frente a la puerta
de Marinero Ugarte, un cité en cuyo interior se encontraban
cuatro o cinco casas en pleno cerro Ramaditas. Nunca olvidé
la dirección, porque en primero básico tuve que aprenderla
de memoria para una prueba de la escuela; lo malo fue que
en ese momento no la pude recordar, y después mi vieja me
retó tanto que al final no se me borró más.
No es casual que haya visitado este lugar, pero no hay
un motivo práctico que motivara la visita; igual, tampoco soy
alguien práctico. Cuando uno a veces se siente muy mal, bus-
ca sostenerse en algo sólido, y a veces esto se encuentra en
ciertos lugares, momentos o personas del pasado. Quizás, en
medio de la nostalgia, también está el deseo inconsciente de
matar a algunos monstruos.
Me fui de acá a los seis años, ya que mi vieja y padrastro
decidieron escapar de un día para otro de los meses impagos
de arriendo. En ese entonces, no había ninguna puerta me-
tálica que impidiera la entrada al cité, ni menos un citófono
para comunicarse con las casas de adentro. Perdí la esperan-
za pero la empujé y estaba abierta, como esperando mi llega-
da. Fantaseé toda mi vida con volver a entrar allí alguna vez,

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pero nunca creí que se me diera la oportunidad. Estábamos
en Fase 1 del Coronavirus, aún no habían vacunas y no eran
tiempos para entrar por error a ningún lugar por delirios
nostálgicos, eso lo tenía claro. Me exponía a que alguien me
parara los carros, aunque igual podía entrar y echar una mira-
dita corta, pensé. Puede que por ese mismo temor, me haya
sentido observado desde la ventana del segundo piso, perte-
neciente a la casa al lado del portón. Desde esa dirección, un
chasquido parecido al que se hace con la lengua me dejó con-
gelado por un instante. Miré a la ventana, pero el interior del
piso estaba aislado por una cortina inmóvil y muy sucia. Ese
había sido el hogar de la bruja, pensé, el que también tiene
una segunda entrada hacia el interior del cité. Sonreí ante el
miedo que los niños del lugar le tuvimos a la vieja Lupe. En
ese momento me hubiese gustado verla para comprobar si el
temor aún existía, seguramente me habría reído de su pinta
de abuelita fea y loca, lejos de la imagen monstruosa que se
quedó grabada para siempre en mi memoria.
Me acomodé la mascarilla y avancé tímido por el pasi-
llo que comunicaba con el cité. En medio de aquellas paredes
abiertas al cielo limpio, era donde me gustaba gritar por el
puro placer de sentir mi propio eco y de hacerlo durar todo
lo que pudiera; lo hacía hasta que me cansaba, pues el retum-
bo no duraba mucho y tenía cierta particularidad de repetirse
electricamente para acabarse de súbito, sin las reiteraciones
de un eco normal.
El sol caía sobre el patio encementado con la misma
suavidad de antes, y la sombra invitaba a sentarse a las afue-
ras de los portales de las casas para un merecido refresco.
Sus fachadas -apenas pude reconocer la que había sido mía-
eran de estilo más moderno y sus colores otros, en algunos

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casos las ventanas de los segundos pisos se habían converti-
do en balcones, y la música trap reemplazaba a los sonidos
chirriantes de la frecuencia AM de Radio Festival y su eterna
cuña “atrás sin golpe”. La vecindad había cambiado su rostro
tal cual lo había hecho yo. Sin embargo, seguía siendo la mis-
ma: nadie podría borrar de la historia que yo había crecido
allí, que respiré los aromas del sol, o del barro y el cemento
húmedos; pero por otro lado, la vecindad me había aburrido,
aprendí a odiar su cotidianidad, mientras soñaba con irme a
vivir a un lugar donde la vida fuera más emocionante.
La voz de un cabro chico me trajo al presente. Eran
tres, más un niñito como de un año, que un poco más atrás
arrastraba entre sus piernas unos pañales cagados. Jugaban
sin mascarilla, así que los mantuve lejitos.
–¿Busca a la señora Lupe? –dijo uno de ellos, muy des-
confiado–. ¿La señora Lupe? pensé. Claro que conocía a la
bruja, pero no esperaba que después de tantos años alguien
se acordara de ella.
–No... para nada –dije, mientras giraba para irme.
–Ella dijo que hoy día iba a tener una visita, un amigo...
–repitió el niño mayor.
Los tres seguían de pie ante mí, muy preocupados. El
bebé jugaba tras ellos con la tierra muerta de los maceteros,
cerca de la segunda entrada al hogar que había sido de esa
vieja. Era la única casa a la que no se le había hecho ningu-
na mantención: tenía las ventanas destrozadas, las murallas
sin pintar y la puerta desencajada del marco y entreabierta.
Su presencia afeaba todo el conjunto, además era un peligro
para cualquier niño que se metiera allí adentro, pero no era
lo que en ese momento me descolocó. No era posible que
ellos supieran de la vieja Lupe, pues ya habían pasado vein-

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tiocho años desde que tuve cinco y me fui de la vecindad.
Era imposible que siguiese viva.
Escuché el eco de un miedo muy antiguo. Una suave
electricidad en mis pantorrillas me recordó que cada vez que
la señora Lupe se asomaba desde su puerta, yo echaba a co-
rrer hasta estar a salvo en el interior de mi casa; pese a ello, el
chasquido de lengua me perseguía a toda hora del día hasta
encontrarme a solas en las noches. Al recordar la infancia,
la vieja siempre me había parecido más un mito, pero aho-
ra confirmaba su realidad. El olor del cemento húmedo me
devolvía no solo sensaciones, sino fantasmas. La vecindad
tampoco me había olvidado.
Miré de nuevo a la casa de la vieja Lupe. La recordé allí
mismo, mirándonos desde su portal, gritándonos, abriendo
la mandíbula en cámara lenta, expandiéndola y expandién-
dola hasta que su rostro era un hoyo negro, delimitado por
dientes filosos, del que asomaba una lengua larga de papilas
gustativas gordas y amarillentas.
–¡Váyanse, o les voy a tirar pichí! –Gritaba.
Ya a salvo en nuestras casas, y sin atrevernos a mirar por
ventana alguna, escuchábamos el impacto del líquido contra
el cemento. Más tarde, saldría alguna vecina para manguerear
y espantar el mal olor, también temerosa de recibir un balde
con orina caliente sobre su cuerpo.
Los adultos hablaban de ella con un miedo respetuoso.
Mi mamá ordenaba que nunca debía acercarme a su puerta,
ni siquiera a los maceteros bajo su ventana, y que cuidara
siempre a la Nancy, mi hermanita, que en ese entonces debía
tener no más de dos añitos de edad.
Mis amigos de esos años contaban que, en el interior
de la casa de la vieja Lupe, había niños y bebés secuestrados,

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amontonados en una habitación oscura; aunque rogaran, ella
no hacía caso y los llevaba a la cocina, donde les arrancaba la
piel todavía vivos solo por el placer de oírlos gritar.
Pese al miedo, era imposible quedarnos dentro de
nuestros hogares sin jugar. El patio nos llamaba, invitándo-
nos a protagonizar la historia que nos esperaba bajo la luz de
cada día. El deseo de diversión nos elevaba por encima de la
realidad para protegernos de cualquier peligro, difuminando
las pesadillas al fondo de todos nuestros juegos; pero al me-
nor chasquido de lengua, nos retirábamos a las sombras del
patio hasta que pasara el peligro.
Una tarde, mientras jugábamos a la pinta, perdí a la
Nancy de vista por un segundo. Estábamos tan entretenidos,
que no nos percatamos de que la puerta de la vieja estaba
entreabierta. Cuando la ví, entraba a la casa embrujada con
su tren-cascabel en la mano; al correr hacia ella, me miró
con su risita de bebé travieso y cerró la puerta por dentro.
Mis amigos quedaron congelados en medio del juego, en una
mueca de tragedia pura. Te van a pegar, me dijo la Luisa, en-
tre preocupada y gozosa ante lo que ella creía el justo castigo
que me debiesen dar. Aterrado, no paré de correr hasta llegar
a mi casa, subir la escalera y contarle lo ocurrido a mamá.
La recuerdo lanzarse escaleras abajo, sin pensarlo dos veces,
como quien se precipita hacia un desastre.
Al rato, con un rostro aliviado, volvió con mi hermana.
No recuerdo los detalles, solo que la Nancy se dedicó a llorar
toda la tarde, porque en la casa de la vieja se había quedado
su tren de cascabel.
La mirada desconfiada de uno de los niños me devol-
vió de nuevo al presente. Volvió a preguntar que si acaso era
el amigo que esperaba la bruja y yo me reí perplejo. Contesté

67
que no, que las brujas no existen y que los fantasmas tampo-
co, pero ellos no me creyeron. El rostro del niño cambió de
la desconfianza al terror, y giré la cabeza hacia donde estaba
mirando. El bebé que hace un rato había visto gatear por
los rincones, empujó la puerta de la señora Lupe y ya estaba
adentro. Los demás niños quedaron congelados.
–Caballero, tenga cuidado... –dijeron, cuando me vie-
ron entrar a la casa. Les respondí que no se preocuparan, que
no iba a pasarme nada.
No quise esperar a que avisaran a sus papás, después
de todo esa casa debía estar hecha un asco en el interior y el
niño podía accidentarse, aunque por otro lado, me gustaba la
posibilidad de conocer aquella pocilga por dentro, de encon-
trar la verdad detrás de tanta pesadilla y hacer lo que nunca
pude de niño: reírme del supuesto poder de la vieja cochina
y vengarme entrando a su guarida.
El interior era un peladero de escombros y muebles
destrozados, amontonados por los rincones. Recorrí todo el
primer piso, pero no veía al bebé ni escuchaba ruido alguno.
El olor a tierra, característico de las casas antiguas que han
sido desmanteladas por los hombres y el tiempo, me llenaba
la nariz. Tuve el extraño presentimiento de que mi infancia
seguía existiendo en paralelo a mi vida adulta, incluso cre-
ciendo y expandiéndose con todos esos personajes.
Llegué al inicio de la escalera que llevaba al segundo
piso, donde estaba la ventana desde la que me sentí obser-
vado cuando aún estaba en la calle y no me decidía a entrar
a la vecindad. Tenía ganas de subir y seguir humillando con
mi presencia el recuerdo de la vieja, pero no se me había ol-
vidado la guagüita. Algo cayó en una pieza del primer piso.
Busqué. El niñito estaba sacudiendo una viga de madera po-

68
drida apoyada contra la pared desconchada, y si no llegó se
le habría caído encima. Ninguna huella de la vieja Lupe, ni
siquiera alguno de los tubos con los que se ondulaba el pelo.
Con algo de desencanto, no encontré siquiera un retrato an-
tiguo, algún documento que confirmase su vida pasada.
Al salir al patio con el bebé, una mujer vino en mi di-
rección; un poco más atrás, estaban los tres niños, expec-
tantes. Vestía de forma casual, sin mascarilla. En su andar
rígido y en la mirada, había algo agresivo. Le pasé al hijo, y ni
siquiera me dio las gracias.
–El niño se metió adentro y lo fui a sacar... –dije con mi
mejor sonrisa, aunque ella no la pudiese ver bajo mi mascarilla.
–¿Quién es usted? –habló con rabia.
–Ehhh... ando buscando a la señora Lupe, vivió acá
hace varios años, pero parece que... –dije, dando la única ex-
cusa que se me ocurrió.
Los niños se miraron entre sí con la boca y los ojos
bien abiertos. La mujer no estaba menos sorprendida.
–¿No ve? ¿No ve que la vieja no es un invento...? –dijo
el que debía ser su hijo mayor.
–Esa casa ha estado botada desde que llegamos a vivir
acá, y todos los vecinos son nuevos, nadie sabe quién vivió
allí... –me explico la mujer– ¡Y voh deja de hablar huevadas!
–gritó a su hijo, quien insistía enfático con su reclamo.
Le di las gracias por la información y crucé el pasillo
de vuelta a la calle, consciente de que aquellas paredes no
volverían a retener mi eco nunca más. Al salir, cerré la puer-
ta metálica como si hubiese dejado atrás ese capítulo para
siempre. Vieja asquerosa, pensé, te las arreglaste para trans-
formarte en una leyenda urbana y seguir asustándome; pero
como fuese, te gané, y en tu propio terreno.

69
Desde una de las casas del interior del cité, alguien en-
cendió la radio: ¡Ping! ¡Atrás sin golpe!, replicaba como en mi
infancia, la cuña vieja de la Radio Festival.
Me encaminé al plan, pero justo bajo la ventana exte-
rior del segundo piso de la vieja, sobre la vereda, estaba un
tren de plástico. ¡Ese era el trencito de cascabel de la Nancy,
el que perdió dentro de esa casa! El plástico antes blanco,
ahora estaba amarillento por los años. Y a mis pies, como
esperando. Al agacharme para recogerlo, oí un nuevo chas-
quido de lengua. El instinto me obligó a saltar como un gato
engrifado fuera de la vereda; casi de inmediato, una cascada
amarilla y el tren al medio de una poza de orina y mierda.
Eché un garabato al comprobar que mi pantalón estaba sal-
picado, miré hacia la ventana y alcance a ver cómo un brazo
que sostenía una bacinica se ocultó con rapidez en el interior.
Corrí calle abajo, perseguido por su risa sonora y sucia.

70
La última jornada

Por el exceso de trabajo, a veces


veo formas extrañas en el aire,
oigo carreras locas,
risas, conversaciones criminales.
“Autorretrato” Nicanor Parra

No hay paz más reconfortante que la que se siente en


esta sala de clases después de la última jornada de la semana,
cuando todos los adolescentes se van. Atrás al último, cruje
alguna silla. Hay colegas que dicen que en estas salas penan,
y aunque no fuera así, estoy convencido de que las personas
que pasan por estos lugares dejan algo en el ambiente. Al final
del día parecen lugares inmaculados, santos, uno ni se atreve
a perturbar el silencio. A esta sala en especial le tengo mucho
respeto, es como mi capilla privada. Acá le hice clases al Ter-
cer año B, el tiempo transcurrido me parece una eternidad.

Partí con ellos, apenas un profe primerizo de liceo mu-


nicipal. En la universidad me enseñaron los contenidos ne-
cesarios para mi labor desde una mirada cargada de concien-
cia social, pero no me prepararon para gobernar una sala de
clases. Al Tercero B lo veía todos los viernes. Me demoraba
todo lo posible antes de llegar al tercer piso. Avanzaba por
el patio con un sol de película feliz cayendo a chorros en
mi cara, pero por dentro no paraba de preguntarme cómo
mi vida había terminado así, cómo mi carrera temprana pa-
recía más una pesadilla que el sueño idealista que imagina-
ba antes de egresar de la carrera. Levantaba la vista. La sala

71
parecía observarme distraída desde sus ventanas. Subía las
escaleras lento, pero siempre la hora terminaba por llegar.
Espiaba con disimulo por el vidrio antes de que Gabriela, la
profesora de la clase anterior, me entregara el mando. Todos
se veían muy disciplinados y atentos. La profe se despedía
de los cabros encantadora, toda segura de sí misma, y yo
entraba. Controlando los temblores en mi voz, les ordenaba
que se pusieran de pie para saludar, lo que hacían como un
mero gesto de misericordia. Como casi todos los cabros y
cabras que estudiaban aquí eran de origen humilde, algunos
bien choros. Muchos venían de familias disfuncionales, con
problemas relacionados a las drogas, al alcohol, a la violencia
intrafamiliar, y al abandono del padre o de la madre.

Intentaba parecer profesor para que aquello semejara


una clase. Anotar la fecha, el objetivo en la pizarra, mientras
ellos cuchicheaban a mis espaldas. Iniciaba el contenido ig-
norando los gritos e insultos que se lanzaban entre sí, ate-
rrado ante la idea de enfrentarlos. Me despreciaban, como si
yo fuese algo irritable, alguien con quien ensañarse. A veces
salía olor a quemado y me hacía el loco. El Javier, con per-
fume Axe y encendedor prendía fuego a su mesa, y siempre
alcanzaba a apagarla cuando me giraba. Sus demás compa-
ñeros estaban listos, esperando a que lo retara solo para lle-
varme la contraria. El sol del atardecer se colaba suave por
las ventanas, dándole al momento un tono amable que no se
correspondía para nada. Continuaba con la clase que nunca
había comenzado. Si les hablaba suave quedaba como perkin,
y si me ponía a gritar de frustración, lo que era habitual, se
pondrían más odiosos y crueles. En síntesis, no sabía qué
hacer. Temblando, iba de uno en uno pidiéndoles por favor,

72
con mi mejor sonrisa, que se portaran bien, que a la larga no
tener clases les iba a perjudicar a futuro y cosas por el estilo,
lo que no les importaba nada. Solo querían pasarlo bien, y a
mis costillas.
–Oiga profe ¿Por qué me puso esta nota tan baja? Pa-
rece que está ciego, tiene que revisar de nuevo, no se la voy
a aceptar –decía el Benjamín, para después sonreír de forma
cómplice a los demás.
–Eso lo revisamos de forma personal. Ahora, sigamos...
–No poh, yo quiero una explicación ahora.
–Ya oh, dejenle continuar con la clase... ¿No ven que
me hacen reír? –decía otro.
El resto estallaba a carcajadas. Con una coordinación
casi militar, me echaban todo abajo. Se quedaban mirando
sonrientes, listos para hacerme caer de nuevo. Temía que al-
gún directivo viniera a evaluar mi desempeño justo en esos
momentos.

Entonces entraba a clases con miedo y ellos buscaban


alguien a quien respetar. No podía armar bien mis conte-
nidos porque solo pensaba en lo desgraciado que era. No
había motivo por el que prestarme atención, pensaba, nada
que hiciera o dijera les parecía interesante. La profe Gabrie-
la a veces se acercaba para consolarme. Ella quizás podía
ayudarme, una de las líderes sindicales del establecimiento
con un potente discurso marxista, conocida por defender los
derechos de los profesores frente a Dirección.
–Oye, tienes que estar tranquilo, aprender a llevarlos –
me decía–, yo voy a hablar con ellos para que corten el leseo.
–Porfa, profe Gabriela, no le cuente a nadie, no quiero
que los colegas hablen de mí, o de que llegue a oídos del dire...

73
–Tranquilo profe, no voy a decir nada, y ya va a ver
cómo estos cabros cambian la actitud con usted –decía, ce-
rrándome un ojo.
Las cosas no cambiaron para nada. Una tarde exploté
ante el curso: –¿Por qué hacen todo esto? ¿Acaso no tienen
un mínimo de respeto?
–Profe, se la digo clarita –dijo alguien–, no nos gusta
su clase. Queremos que se vaya, que pida cambio de curso.

A veces llegaba a la casa a puro llorar. Rechazaba los


carretes con mis colegas, me sentía demasiado disminuido
como para compartir con ellos de igual a igual. No quería
que se dieran cuenta de que no servía para la pega. Solo que-
ría renunciar y salir corriendo sin parar de allí, pero me pesa-
ba el haber estudiado durante cinco años una profesión solo
para abandonarla en el primer año de ejercicio. Había mucho
trabajo y tiempo invertido. Un día invité a mis viejos a al-
morzar para contarles que ya no podía más, que mi vida era
terrible, que los cabros me odiaban. Buscaba apoyo, pero me
miraron feo. Dijeron que tenía que ir para adelante nomás,
como cualquier adulto responsable.

Iba a arrancar igual, pero mi psicóloga dijo que ello ya


no podía seguir siendo mi táctica en el día a día; fue una estra-
tegia que me sirvió en la adolescencia, pero lo más sano era
dejarla. Tenía que aprender a estar seguro de mí mismo, a no
tomarme las cosas tan a pecho, hacer lo mejor que pudiera y
aceptar lo que no podía controlar. Era nuevo en el liceo, y las
personas nuevas siempre eran puestas a prueba, incluso, por
los mismos colegas. Debes sacar cuero de chancho. Lo que
el resto opine de ti, colegas o estudiantes, debe ser lo último

74
que te preocupe si estás consciente de hacer las cosas bien,
dijo la especialista, aún más convencida que yo.

Como alguien que se lanza de espaldas al vacío, seguí


su consejo. Hice todo lo que tenía que hacer: informar a los
inspectores acerca de los problemas del curso y citar apo-
derados. Suspendieron a varios estudiantes por mi causa –el
inspector general dijo que eso los amedrentaría–, y la verdad
es que fue peor. Todo empeoró. Más encima, el inspector me
llamó a reunión junto al profesor jefe del curso. Sin mucho
ánimo, este último explicó que ya había hecho toda la gestión
que podía hacer, pero que de todas formas estaría pendiente
de cualquier otra situación que se presentase, aunque yo sa-
bía que no tendría ningún resultado; el profe era un hombre
viejo, bastante apernado en el liceo; se ausentaba casi todo el
año, por lo que para su propio curso era un perfecto desco-
nocido. El inspector dijo que el problema era mío, que con
los demás profes se portaban bien, que ya no podía hacer
nada más. Entendí clarito el mensaje. La UTP fue dos veces a
observarme con el mismo curso, y cada vez que iba a pedirle
la retroalimentación a su oficina, se excusaba con que no tenía
tiempo. Quería que llegara diciembre para renunciar y punto.

Después de la clase del viernes, el Javier y la Danitza


pidieron quedarse a hablar conmigo por unas dudas con la
materia. Por supuesto que no les creí nada, ni siquiera tenían
cuaderno para la asignatura, pero me quedé a escucharlos.
Total, tenían ese viaje de estudios a Santiago, y no los vería
en toda la próxima semana.
–Queremos hablar con usted porque hizo algo muy
feo... –dijo el Javier.

75
–¿A sí? ¿Qué sería lo feo? –dije.
–Díganos usted poh, si sabe... –dijo la Danitza.
–¿Para qué se hace el loco? –insistió el Javier.
–No entiendo a qué quieren llegar... –Casi tartamudeé.
–Abra su computador y vaya a documentos, profe.
Sentí una alarma en todo el cuerpo. Encontré una car-
peta que no conocía y la abrí. Estaba llena de fotos de estu-
diantes, chiquillas, en la sala o en el patio. La mayoría se enfo-
caba en sus faldas cortas o en sus piernas. En otras, aparecían
en ropa de gimnasia, apretada y ligera. Los miré a ambos,
seguramente con cara de querer aforrarles. En algún lapso de
la semana, mientras salí del aula por cualquier estupidez, se
metieron en mi laptop para guardar aquellas fotos. No tenía
idea si otros cabros también participaban de la “broma”.
–¡Esto no se los voy a aguantar, es inaceptable! He to-
lerado demasiadas cosas, pero esto no. ¿Quieren asustarme?
Bueno, vamos los tres inmediatamente donde el inspector, o
donde el director mejor. Se les pasó la mano, esta vez la van
a tener que pagar.
–Vamos poh profe. ¡Vamos al tiro! ¿A quién le van a
creer? Es verdad, nos metimos a su compu por travesura,
pero esas fotos ya estaban allí, son suyas... –dijo la Danitza.
–Qué feo, profe, no lo esperábamos de usted. A nadie
le gustan los profes pedófilos, dicen que pierden la licencia.
Usted puede ir donde el dire y hacer todo lo que quiera, pero
las fotos están en su propio compu –dictaminó el Javier.
–Claro que sabemos nosotros nomás, pero se podrían
terminar enterando más... –advirtió la Danitza.
Juro que le hubiera dado vuelta la cabeza a los dos
de un solo combo en el hocico. Querían plata, dos gambas
mensuales, o harían correr el rumor y más pruebas falsas con

76
las que apoyar la acusación. El asunto era grave. Podría com-
probar mi inocencia, pero antes tendría que pasar por una
investigación, arriesgando que la mentira se difundiera más y
más. Imaginé el escándalo que armarían los apoderados y se
me quitó el valor. La duda quedaría instalada, nadie confiaría
en mí. Rumbo a marcar la salida, vi que todos los directi-
vos ya se habían ido. El ultimátum terminaba en una semana
más, y cuando el curso volviera de su viaje el siguiente lunes,
tendría que darles la plata sí o sí.
Pasé un fin de semana horrible. No prendí la tv, ni la
radio ni el computador; se me revolvía el estómago cuando
me acordaba del plazo. Sábado y domingo los pasé acostado,
escondido entre las sábanas. No quería pasarles plata, pero a
cambio tendría que ponerle pecho a todo el mal rato que se
vendría. Puede que comprobara mi inocencia, pero me des-
pedirían igual para calmar las aguas. Quizás la noticia llegara
a otros liceos. Tendría que cambiarme de ciudad, porque en
esta todos me iban a apuntar con el dedo. Finalmente, deci-
dí mandarlos a la cresta. Había soportado mucho. Cometí
varios errores, pero esto no me lo merecía. El lunes iba a
hablar con el orientador o con quien fuera y haría frente a la
situación, aprovechando que los dos estudiantes estarían en
su viaje de estudios. Si no me creían, no importaba, mi con-
ciencia estaba tranquila. Expondría el problema y confiaría
en que mi inocencia y el destino jugaran a mi favor.

Llegué el lunes a primera hora, y el liceo era un revol-


tijo de apoderados y estudiantes; parecía ceremonia de fin
de año, pero nadie estaba alegre. Nos citaron a todos los
docentes en la sala de profes. Durante la noche del sábado,
el bus en el que iba el 3ro B protagonizó un accidente auto-

77
movilístico en la Ruta 64; al parecer, yo era el único que no se
había enterado. Después ocurrió una explosión que afectó a
la mayoría de los vehículos, y el bus se incendió en segundos.
Todos fallecieron, incluido el profe jefe que los acompañaba.
Hubo muchos funerales, y acusaciones al liceo por arrendar
un bus en mal estado; yo no pude reaccionar en toda esa se-
mana. No sabía si sentía placer, dicha, pena o angustia. Sentía
todas estas emociones y ninguna a la vez. El problema que
me carcomía la existencia se redujo a nada. Fue un sendo deus
ex machina, aunque sabemos que la vida es capaz de cosas
mucho más raras.

La psicóloga, en nuestra última sesión, dijo que el pro-


blema del 3ero B no había sido conmigo sino con ellos mis-
mos, y que era natural que el accidente me trajera cierto alivio,
tomando en cuenta la amenaza, así que no debía sentir culpa.
A fines del año del accidente, pensé que iban a despe-
dirme, pero me dejaron tal cual. No sé cómo, pero aquí sigo
hasta hoy. De allí en adelante, entré a las salas con más pa-
chorra, suelto de cuerpo, lo más auténtico posible. Les hablo,
no contestan, pero igual trato de cachar su música, los libros
que leen, y todo lo de sus mundos. Siempre les aconsejo a los
más pesados, aunque hagan como que no me escuchan, que
deben aprender a calmar la rabia, porque les va a traer más
dolor a ellos que a quienes se los infringen; deben conocerse
a sí mismos para no sucumbir al dolor privado que los atena-
za ni depender de este. En estos años, me he involucrado en
incidentes muchos más graves; por separar peleas, he estado
a punto de ser apuñalado, o de haber recibido esa bala loca de
una pandilla; pero por suerte, nunca pasó a mayores.

78
Hace poco, por casualidad, pasé por fuera de la oficina
de la UTP. La jefa discutía con Gabriela, ya que descubrieron
que en muchas ocasiones, a través de difamaciones crueles,
ésta aleonaba a ciertos cursos en contra de profes que ya no
seguían en el liceo debido a sus mentiras. La profesora con-
fesó que era cierto y terminó llorando. Ahí supe que sería
trasladada de establecimiento.
–Hola, me gustaría hablar contigo... –Estábamos solos
en la sala de profesores, y como si no me escuchara, conti-
nuó desocupando su casillero.
–Gabriela, me enteré de todo... pero quiero saber por
qué lo hiciste... –Sin siquiera mirarme, terminó de arreglar su
bolso y se fue de allí para siempre.
De vez en cuando, al final de la jornada de los viernes,
me gusta visitar la sala que fue del 3ro B, como si a la luz
del crepúsculo pudiese ver su verdadera personalidad. Tomo
asiento en el pupitre de profe. El lugar pareciera tener la paz
de quien duerme, una paz que solo yo conozco.
Hoy me quedo un rato más, buscando algún pensa-
miento que no llega, así como una revelación o una moraleja
nueva. Entonces, entre los pupitres, me parece escuchar risas,
tímidas al principio, sin bocas que pueda ver. Este es un liceo
antiguo, los profes más viejos aseguran que penan. Al fondo,
un lápiz abandonado cae al piso. No quiero comprobar si era
cierto o no lo de los fantasmas, así que me persigno y salgo.

En la sala de profes quedan algunos colegas, conversan


con la inspectora general. Intento entrar en confianza, les
echo la talla, pero ni siquiera me involucran, tampoco me mi-
ran. Mientras más viejos son los profes, más ariscos se ponen
con los jóvenes, pienso.

79
De pura rabia, pero sin darme cuenta, al salir de la sala
doy tremendo portazo. A través del cristal de la puerta, les
pido disculpas. Ellos no dicen nada, pero miran en mi direc-
ción con un miedo irracional en sus caras. La inspectora se
acerca al vidrio y parece verme con una sonrisa nerviosa. Le
hago nuevamente gestos de disculpas, pero no me responde.
Desde el patio en penumbras, miro por última vez la
sala del 3ro B. Desde la distancia, escucho el eco de algunas ri-
sas; tras las ventanas, percibo un resplandor muy fugaz, como
si alguien usara un encendedor. Por fin, marco el término de
mi turno y me esfumo. En el liceo comienza otra jornada, y
en ella, ya no me corresponde participar.

80
El movimiento final

Morir ha de ser una aventura tremendamente grande.


“Peter Pan y Wendy” James M. Barrie

A continuación transcribimos la última página del dia-


rio de don Ignacio Pinto, bajo previa autorización de sus
hijos. La posible validez de algunos de los hechos más inex-
plicables aquí relatados queda a entera discreción del lector.

Acabo de ver en la plaza al hombre del saco. Estoy


complicándome, es demasiado joven para ser el mismo
al que enfrenté hace casi cincuenta años, pero da igual.
Estoy asustado, tengo la impresión de que va a pasar
algo malo.

En posteriores gestiones privadas con la hija, Ángela, esta


nos facilitó el resto de este valioso y sensible material.

Hace menos de tres semanas, estaba mirando con


mis binoculares desde el balcón y lo vi en la plaza por
primera vez. Es un hombre joven de apariencia humil-
de, lleva la ropa sucia y siempre anda arrastrando un
saco por todas partes. Pensé que era un nuevo integran-
te del grupo de viejos que se junta a tomar pilsen en las
bancas, pero él se sienta lejos de ellos y se queda miran-
do todo el rato a los niños que juegan. Llega todos los
días más o menos a las seis de la tarde, nadie le presta
atención, ni siquiera cuando los perros le ladran como si
se le fueran a echar encima. Él no les hace ningún caso
y los perros no se atreven a acercarse más. Su actitud
me puso nervioso y quise verle la cara. Esta se me hizo

81
demasiado familiar y al reconocerlo sentí un miedo te-
rrible como no lo sentía hace mucho. Seguí mirando y
casi me desmayé cuando una paloma llegó aleteando a
la baranda, del puro susto la eché a chuchadas. No me
hizo caso y de repente se fue. Volví a mirar al hombre-
cito, seguía donde mismo. Estaba tan quieto que una
paloma (¿la misma que me asustó?) se posó en su hom-
bro, cerca de la oreja. Este poco a poco fue girando su
cabeza en mi dirección. Estoy separado de la Plaza de la
Conquista por catorce pisos y una cuadra completa de
casas y negocios, pero tuve la sensación de que me ha-
bía pillado y que podía ver mis ojos a través de mi bino-
cular. El desgraciado sonrió saludándome con la mano,
entonces entré al departamento y cerré la mampara.
Volví a abrirla a eso de las doce de la noche. Casi no
se veía nada de la plaza, excepto las pocas personas que
transitaban cerca de los faroles y lejos de la sombra de
los árboles. De forma involuntaria pensé en la Marta,
cuando éramos unos cabritos y pololeábamos allí mis-
mo en lo oscuro. Voy mirando, y ahí está el hombre, ca-
minando de esquina a esquina. Detrás arrastraba el saco
pero ahora iba lleno de algo que se sacudía fuerte en
su interior. La impresión me dio náuseas. Seguramente
llevaba perros o gatos. Por la pandemia, imaginaba que
mucha gente quedó sin trabajo y no les quedaba otra
que comerse esos animales, como pasó en los tiempos
de la Dictadura. Esta vez no me miró, y se perdió de-
bajo de los árboles. Esperé como veinte minutos, pero
no volvió a salir.
La doctora dice que para mi edad en general ando
bien de la cabeza, por eso descarto que me esté llegan-
do la demencia senil. Solamente por su palabra mis hi-
jos no insisten en instalarme con alguno de ellos en sus
casas. Debiera contarle esto a la Catita pero sé perfec-
tamente quién soy y puedo solucionar mis problemas
solo. Siempre me valí por mí mismo y así va a ser hasta

82
que me muera. Hace unos dos años que comencé a es-
cribir en este diario para retener la memoria y a las per-
sonas que conocí, pero siento que es urgente recordar
esa época cuando me fui de la casa de mis papás. Algo
me dice que así voy a descubrir qué cresta es lo que me
atormenta. Está pasando algo terrible y la solución está
en el pasado.

El siguiente texto autobiográfico pertenece al libro


del Taller de Letras al Atardecer organizado por la Oficina de
Asuntos Vecinales de la I. Municipalidad de Valparaíso.

Nací en el año 1945 en este mismo cerro, Los Pla-


ceres. Era el mayor de siete hermanos y me tocó ha-
cerme cargo de todos ellos, desde hacerles comida has-
ta llevarlos a la escuela, mientras mis viejos trabajaban
haciendo cualquier pituto. Mi papá no tomaba ningu-
na gota de alcohol, a diferencia de los hombres de su
tiempo, pero era muy severo y estricto con las normas,
me exigía buenas notas o si no me llegaba algún azote.
Cuando podía me juntaba con los amigos en la Plaza
de la Conquista. Todos andaban metidos en la izquier-
da y hacían campañas de agitación política, pero a mí en
la casa me lo tenían prohibido, tenía que ser un hombre
derecho, como decía mi viejo. Más que nada, iba porque
estaba enamorado de la Sole, la colorina de la pobla-
ción. Era una de las dirigentas más lindas y más choras
de las células de izquierda, todos éramos sus enamora-
dos. A la Marta también la conocía de chico pero no me
interesaba, eso sí, éramos excelentes amigos.
Con el tiempo, y nadie se explicaba por qué, la Sole
se fijó en mí y pololeamos hasta que al año siguiente
nos casamos, pero por el civil, porque ella no creía en
la iglesia. Mi viejo no estaba contento, pero al menos

83
su hijo estaba cumpliendo con el deber de un hombre.
Yo en cambio me sentía realizado, tenía trabajo en una
tienda de zapatos, me alcanzaba para arrendar una ca-
sita en el mismo barrio y además estaba con la mujer
que amaba. Un día salí temprano de la zapatería para
buscar las llaves de la bodega que se me quedaron en
la casa, y lo que vi me cambió la vida por completo. En
la misma cama donde dormíamos, ella estaba saltando
encima de uno de sus antiguos pinches del partido. Le
saqué la cresta al gallo y lo tiré en pelotas a la calle
delante de los vecinos, mientras la Sole se tapaba la
cara de la vergüenza. Después, desde la ventana nos
gritaba que paráramos de pelear.
Cuando fui a pedirle explicaciones a mi ex, entre
lágrimas pidió disculpas aunque me confesó que en
verdad se había casado conmigo porque todo el mundo
me encontraba serio y ordenado, y así dejaba conten-
tos a los papás que creían que era una loca descarriada.
De esa forma podía continuar con sus actividades po-
líticas sin ser molestada por la familia. Dijo que hacía
rato ya no aguantaba más mentir y seguir conmigo,
que lo sentía mucho. La melancolía me rajó del pecho
hacia abajo con todo su peso. Durante toda la vida ha-
bía hecho todo lo que mis papás y el colegio y los curas
decían que era correcto, y aún así el destino o Dios
me hacían daño. Estaba lleno de dolor y lo único que
quería era desaparecer, irme a un lugar donde pudiera
sacarme toda la rabia y la pena atoradas en el cuerpo.
Si no hacía algo drástico y pronto, estaba seguro de
que iba a morirme por dentro para siempre.
Dentro de los pocos gustos que mi papá nos dio
junto a mis hermanos cuando niños, le gustaba lle-
varnos al circo que se instalaba en la falda del cerro.
Los espectáculos que más admiré eran los de hombres
forzudos que doblaban fierros con sus manos y levan-

84
taban tres o más personas sobre sus hombros, pero lo
que adoraba más era cuando se agarraban a pelear, ahí
me volvía loco de emoción. Deseaba ser como ellos.
Ahora a mis veinte años se presentaba la oportunidad
de cumplir el sueño, y sobre todo, olvidarme de la Sole
y lo que consideraba mi fracaso. Hice las maletas y
caminé al circo que ya se estaba desarmando para par-
tir a otra región. Pedí hablar con el dueño y le dije
que buscaba trabajo, me miró con burla o desprecio, y
se negó porque yo parecía un lolo demasiado decente
y por eso no tendría ninguna gracia para ser artista.
Picado, dije que prefería ser un joven aburrido a un
artista vicioso de cuchitril, pero cuando le di la espal-
da, el hombre sujetó mi hombro. Mi respuesta le había
causado risa y dijo que sí, que me buscaría un puesto.
Así, abandoné todo lo que tenía en Valparaíso por mu-
cho, mucho tiempo.
Durante los primeros meses, estuve para lavar las
jaulas de los monos y la del león flacuchento, y en ge-
neral para cumplir los mandados hasta de los paya-
sos más mediocres, hasta que hice amistad con Carlos
Atlas, “El hombre más fuerte del mundo”, quien me
ejercitaba con sus propias pesas y después me enseñó
piruetas tipo saltos mortales y saltos largos. Cuando
encontró que ya estaba listo, me inició en el judo y
la lucha greco-romana, disciplinas en las que contaba
con muchos logros deportivos. El dueño estuvo bas-
tante conforme con el cuerpo atlético que conseguí y
me dejó como el asistente principal en el número de mi
maestro. Un poco más de un año después, aburrido de
hacer la toma del gorila con mi cuerpo en cada función
para después arrojarme con todo su poder a la galería,
a Carlos Atlas se le ocurrió cambiar el acto por uno
más atrevido de Catch as catch can, o “cachacascán”,
como decía mi padre de forma burlesca.

85
En cada pueblo y ciudad interpretábamos a rivales
feroces que se odiaban profundamente. Como animales
salvajes nos acechábamos en círculos mientras que en
el público las mujeres nos piropeaban y los hombres se
reían envidiosos de nuestros cuerpos aceitados y mus-
culosos, pero cuando mi profe los insultaba, la carpa
completa hervía de rabia. Gracias a su actuación, todos
comenzaban a corear mi nombre, Mowgli el niño salvaje.
Él era el malvado Rasputín, papel para el que se había
dejado crecer la barba hasta la cintura. Golpe a golpe,
llave a llave, calentábamos el gallinero hasta que pare-
cía que el circo completo iba a caerse de tanta emoción.
Mowgli era novato e ingenuo y por eso Rasputín lo cas-
tigaba con golpes en la entrepierna y otros movimien-
tos ilegales, hasta que entraba el tony Míster Jaiva con
un balde de agua que dejaba caer sobre mi maestro, y
yo aprovechaba de agarrarlo de la barba para proyec-
tarlo al piso por encima de mi espalda. Acto seguido,
le aplicaba una llave al tobillo (el mismo movimiento
que ocupé como llave de remate hasta el final de mi
carrera) y Rasputín se rendía. La galería estallaba en
hurras y aplausos, mientras el tony levantaba mi puño
en señal de victoria. Nunca me sentí más seguro de mí
mismo, me creía la muerte y estaba listo para enfrentar
a la vida y someterla con un candado al cuello.
Después de que el circo regresó a Chile de una gira
por Latinoamérica, llegaron ofertas de distintos pro-
motores del Catch as catch can para que me uniera a sus
espectáculos. Fue en el momento justo, porque tenía
un amorío secreto con la hija del dueño, una mujer
guapísima que se afeaba para interpretar el papel de
la Mujer Barbuda, y me avisaron que alguien le había
ido con el cuento al viejo y que ahora este me busca-
ba con su revólver; tuve que arrancar de la carpa con
lo puesto y despedirme de cinco años de carrera cir-

86
cense. Cuando quise ubicar a mi profe mucho tiempo
después, este se había ido del circo y nadie sabía dónde
estaba. Me habría encantado enterarme de cualquier
cosa suya.
Cerré un trato con el empresario Enrique Venturi-
no en Santiago y me uní a su troupé. Mis dotes actora-
les, el buen físico y técnica llamaron altiro la atención
del público, así que en muy poco tiempo fui subiendo
en la cartelera hasta quedar fijo en la lucha principal
de cada espectáculo. El promotor estaba contento por-
que mi presencia atraía a una cantidad de público fe-
menino que era poco frecuente y eso, por supuesto, era
más plata para su bolsillo.
Mi personaje ahora se llamaba Mowgli, el amo de la
palanca al tobillo y peleé contra grandes como el Huaso
Briones, El Hombre Montaña, Blue Demon y Pepe San-
tos, por recordar a algunos, y hasta agarré a coscachos
al mísmisimo Mr. Chile cuando este era un novato, y
me llevaron de gira por Venezuela y Argentina. Con el
tiempo, hice equipo con Máscara Roja, un luchador en-
mascarado que no luchaba tan técnico como yo, pero
que era un excelente acróbata y luchador aéreo. Con
este nos cuidábamos las espaldas y poníamos orden
cuando los rudos no respetaban las reglas, por eso fui-
mos enemigos mortales de villanos como La Momia o
Mr. Death, que de todos era el enemigo más tramposo
y duro de vencer.
Amaba la lucha libre. Se ganaba bien, alcanzaba
para comida calientita y arrendar una casita cerca de
Barrio Franklin. Por nada quería volver a Valparaíso
aún, pero Venturino armaba grandes espectáculos en
el Fortín Prat, así que cuando viajé al Puerto, lo pri-
mero fue ir donde mis viejos. Cuando me abrieron la
puerta después de tantos años sin vernos, ellos y mis
hermanos que aún quedaban allí quedaron congela-

87
dos. Mi mamita lloraba de contenta y el Martín con la
Charito me obligaron a contarles todo lo que había he-
cho en ese tiempo, pero el viejo estaba distante. Quizás
quería odiarme, despreciarme por la forma en que me
ganaba la vida, pero en el fondo estaba admirado de
mis logros, solo que no podía entenderlo. Yo había he-
cho todo lo que un joven tenía que hacer para conver-
tirse en uno de esos delincuentes que él tanto temía,
pero me había ido excelente. Y apenas tenía veintiséis
años, un cabrito.
Los vecinos en la calle me trataban como el hijo
ilustre de la pobla y los cabros chicos pensaban que era
una especie de superhéroe, aunque estaba consciente
de que el recuerdo de cuando me gorrearon también
revivió con mi regreso. Tenía miedo de encontrarme
con mi ex y que la vergüenza y la pena que me había
costado tanto espantar, regresaran. No quería volver a
sentirme así de solo y desamparado nunca más.

Del recorte de prensa de Revista Vea: “Tragedia aérea


enluta al deporte de la Lucha Libre”, extraímos una entre-
vista a un sobreviviente que no quiso revelar su nombre:

“Por quedarme en casa de mis papás para sa-


ludar a unos familiares que venían de visita al
Puerto, rechacé arrepentido la invitación al
gran espectáculo que iba a realizarse en Co-
yhaique. Esta decisión cambió por completo
mi forma de ver la vida y mi creencia sobre las
casualidades. En ese avión iban muchos de los
luchadores más importantes de la escena local
y que se estrellara en un cerro de Aysén y que
todos fallecieran quemados o atravesados por
las ramas y que yo siga vivo solamente por una
decisión tan simple, aún me da que pensar...”

88
Nuevos fragmentos del diario de vida:

De a poco, volvieron las ganas de estabilizarse.


Había cumplido con todo lo que podía darme, era fuer-
te, vivía como quería, viajé y conocí lugares que nunca
más visité. Estuve en la intemperie y volví mejor, pero
no era suficiente. Por necesidad propia, quería estar con
alguien y formar una familia.
Cuando recién volvía a la pobla, recuperé altiro
la amistad con la Marta. Era la única persona que me
conocía más que nadie, con la que siempre pude ser yo
mismo sin vergüenza. Aún estaba soltera y vivía con
su madre, juntas atendían un almacén chiquito en el
mismo barrio. No sé si habrá sido la nostalgia por el
pasado, la compañía que nos dábamos o qué sé yo, pero
comencé a encariñarme con ella. No era el mismo amor
ideal que sentía por la Sole, este era más aterrizado, sua-
ve, y me daba paz. Era bien dura la mujer, me costó un
montón convencerla, aunque tenía buenas razones: en
esos tiempos uno no podía divorciarse así como así, y
pensaba que si se ponía a andar conmigo iba a ser mi
amante, la maraca a ojos de todos, pero le aseguré que ya
había hablado con la Sole y que estaba todo arreglado,
cada uno hacía su vida por separado sin molestar por
nada del mundo al otro. Éramos el chisme de los veci-
nos, pero no nos importaba porque pensábamos irnos
de allí para vivir juntos. La suegra no me admitía en la
casa, hasta que entendió que lo mío era serio. Tuvimos
cuatro hijos, y recién pudimos casarnos viejos, cuando
en Chile se reguló el divorcio y al fin pude separarme
de la Sole.
A la Marta le encantaba verme luchar, pero me
pidió que buscara un trabajo donde arriesgara menos el
pellejo, así que sin abandonar la lucha libre ni el entre-
namiento, trabajé de guardia de seguridad en distintos
locales hasta mi jubilación. Estaba todo bien, cuando

89
llegó el Golpe de Estado, y después de esto la lucha
libre prácticamente desapareció hasta la década de los
ochenta. Resulta que el Salvador Allende había sido un
gran fanático del cachacascán, por eso los milicos no
nos miraban con buenos ojos, podíamos ser upelientos.
En el cerro Los Placeres, la cosa era seria. Ha-
bían mucha gente de la UP escondida, ocurrían enfren-
tamientos seguidos y siempre los milicos se llevaban
gente, la Sole fue una de las pocas que logró salir del
país para no volver nunca. Ese problema ya era grande,
pero se complicó más cuando comenzaron a desapare-
cer niños, chiquititos, entre cinco y diez años de edad.
Los papás andaban vueltos locos, iban a la comisaría
pero los pacos se hacían los lesos. Con la Marta tenía-
mos miedo por el Alfredo y la Catita, que en ese enton-
ces estaban super chicos, así que casi no los dejábamos
salir a la calle. El asunto seguía creciendo, y un día me
invitaron a una reunión secreta. Los combatientes del
cerro estaban todos refugiados o ya se los habían lleva-
do, por eso era la única persona fuerte a la que podían
pedir ayuda. Según ellos, yo podía averiguar algo de lo
que estaba pasando. Me negué rotundamente, pero los
ruegos por sus críos fueron demasiados. Andaban di-
ciendo que un hombre abordaba a los más porfiados
que se alejaban de sus casas para jugar antes del toque
de queda, y se los llevaba a la Plaza de la Conquista,
desde donde desaparecían. Estaba el peligro de que
los milicos estuvieran involucrados, y eso me asustaba.
Acordamos que saldría a caminar solo por una noche,
y que contaría con el apoyo de algunos vecinos para
esconderme si es que los soldados me pillaban infrin-
giendo el toque de queda.
Antes que nada, recurrí a Máscara Roja para que
me ayudara a “patrullar”. Me mandó a la cresta apenas
le conté, que cómo podía ser tan huevón poniéndome
en riesgo, yo que era padre de familia. Cuento corto, le

90
dije que ya estaba decidido y que lo haría con o sin él.
La pensó un poco, y al final dijo que me ayudaría, que al
menos estaría allí para cuidar de que no me metiera en
peligros innecesarios. Nos habíamos vuelto cómplices,
hermanos en todo el sentido de la palabra, y aparte,
odiaba a los militares a muerte.
Nos juntamos el día señalado en mi casa, le di-
jimos a la Marta que pasaría la noche en el hogar de
mi amigo para ayudarlo en la ampliación de una pieza.
Fuimos a la casa de una ex-presidenta de la junta ve-
cinal y salimos de allí después de iniciado el toque de
queda. Máscara Roja había quedado de llegar con unos
pasamontañas, pero el tontorrón trajo unas máscaras
de lucha libre mexicana. Puta que lo reté, si nos veían
con esas cuestiones puestas podían relacionarnos con
cualquiera de nuestros compañeros retirados y poner-
los en peligro, pero ya no había nada que hacer.
Aunque la noche era completa íbamos pega-
dos a las fachadas, los postes estaban todos reventa-
dos. Bajamos desde la calle Lincoyán hasta la Plaza de
la Conquista, la idea era dar un par de vueltas y des-
pués devolvernos. Vimos dos o tres camiones llenos
de milicos ir y venir, paseando la luz de las linternas
por todos lados, pero no pasó nada. En la plaza todo
estaba tranquilo. Nos escondimos debajo de un árbol,
agachados, y como estábamos completamente tapados
por unos arbustos, el Máscara me convidó un cigarro.
No fumaba, pero se lo acepté para relajarme. Un rato
después, algo nos llamó la atención entremedio de los
árboles de enfrente, al otro lado del centro de la plaza.
Nos quedamos quietos, pero solo pudimos ver la silueta
de un hombre. Seguimos mirando por unos segundos
más. Estaba escondido como nosotros, pero se dirigía
a alguna parte. Pensé que podía ser un curadito así que
me quedé tranquilo, pero Máscara Roja juró y rejuró
que estaba seguro de haberlo visto acompañado de la

91
silueta de un niño y que al parecer arrastraba un saco.
Con el corazón en la mano, rodeamos la plaza a través
del follaje con la idea de llegar hasta él, sin tener que
cruzar el centro y quedar expuestos. Estábamos don-
de el Máscara decía haberlo visto, pero no había nadie.
Miré hacia un árbol y el susto me dejó sin respiración.
Apoyado en el tronco, estaba un niñito de unos ocho
años, el Peter, el hijo de mi vecino Juan. Tenía la mirada
fija en la nada, parecía que no nos estuviera viendo. Las
manos y la cara estaban heladas. Mientras lo revisaba,
Máscara Roja gritó ¡Nacho! detrás mío. En el acto supu-
se que nos pillaron y por poco me arrodillo en el suelo
con las manos en la nuca. Cuando me di vuelta sin dar
más de los nervios, un hombre estaba estrangulando
a mi amigo con sus dos manos, mientras este caía de
rodillas sin poder soltarse. Me sorprendió, nunca nadie
fue capaz de humillar de esa forma a Máscara Roja, y
me tiré encima del desconocido. Antes de que cayera
sobre él, con un movimiento rápido, agarró la solapa de
mi chaqueta, levantándome en el aire y me lanzó de ca-
beza con solo una mano contra un tronco. Estaba algo
noqueado, pero no sé si por el golpe o por la impresión
de haber visto a alguien tan fuerte. Mi compañero es-
capó de la garra y capturó al hombre desde la espalda,
pero este se zamarreaba con fuerza y Máscara iba de
aquí para allá casi a la rastra. Fui y le puse mi mejor
combo. Le di vuelta la cara, pero nada. Se me quedó mi-
rando, sonriendo. La mano me dolía. Casi como haber
golpeado algo inerte, como concreto. Le mandé otro y
también uno en el estómago, pero ni siquiera se dobló.
Entonces me mandó una patada que casi me reventó
los testículos. Antes de que pudiera humillarnos más,
el cabro chico despertó y se puso a gritar como conde-
nado. Máscara Roja se distrajo, el hombre lo proyectó
por encima de su espalda hacia adelante, y desapareció
tras un árbol. Lo seguí a rastras, sobándome, pero ya no

92
estaba. Desapareció solamente a unos centímetros de
nosotros. Las luces alrededor se encendieron y el niño
no paraba de gritar. Máscara me obligó a correr arras-
trándome del brazo, el niño ya estaba a salvo y nosotros
sí que podríamos meternos en problemas.
Al día siguiente, supimos que los vecinos encon-
traron al chiquillo en la plaza sano, pero no podía acor-
darse de nada. Nos reunimos con el grupo de vecinos
que conocía nuestra misión. Quisieron saber si el tipo
era un milico, pero dijimos que no, que era un hom-
bre sucio, de barba y cabello crecidos. Nos dieron las
gracias, pero pidieron que ya no nos siguiéramos invo-
lucrando porque la repre se pondría más fuerte en el
cerro, y que probablemente con nuestra acción ya no
habría más niños perdidos.

***

Esa historia ocurrió hace ya exactos cuarenta y


ocho años. Hoy, mi hija la Catita llamó temprano para
saber cómo estaba, así que ya despierto y a lo que termi-
namos de hablar, bajé a la calle para comprarme algún
embeleco para acompañar la taza de café. En la plaza,
se ve uno que otro niño andando en bici con los pa-
pás vigilando detrás; las dosis de vacunas del Gobierno
hacen que la gente se esté atreviendo poco a poco a
salir a la calle. Me acordé cuando con la Marta hacíamos
lo mismo con nuestros niños, aunque estos ahora son
adultos y de repente salen con que uno era distante con
ellos, que crecieron más o menos solos y más cosas por
el estilo. Parece que haga lo que haga un papá, siempre
va a pasar por el juicio de los retoños.
Después hice la tremenda fila fuera de la rotisería
por culpa de la misma pandemia. Allí la gente hablaba
de que en dos semanas se habían perdido cuatro niños
en el cerro. Aunque hice todo por evitarlo, el nudo en la

93
garganta me complicó la respiración, mientras me en-
terraba las uñas en las palmas de las manos para seguir
presente y no quedar atrapado en el miedo. Una señora
dijo que eso era lo que avisaban en las noticias, pero que
en realidad las desapariciones empezaron hace varios
meses y que el número de niños perdidos era mucho
más alto.
Pese a que pensé que con la escritura de ayer en
la noche el tema iba a quedar atrás, he estado super in-
quieto. Algo falta recordar pero no sé qué más. Es una
coincidencia y ya está, se acabó, pero no sirve de nada
escribirlo, es como si sonara una alarma en todo el ce-
rro y solamente pudiera escucharla yo.
Mi cuerpo ya no está para aguantar el miedo, me
quedo muy excitado y agotadísimo. En la tarde bajé a la
plaza para tomar el sol y a través de la mascarilla con-
versé con una joven que resultó ser una de las tías que
trabajan en uno de los hogares de menores de por aquí
cerca. Las adolescentes que palomillaban un poco más
allá con un grupo de cabros me eran caras conocidas
pero nunca se me ocurrió que eran huérfanas. La joven
se desahogó. Era nueva en el Hogar y le había tocado
ver cosas muy duras allí adentro. Las niñas pasaban des-
compensadas y a veces les pegaban a las tías por nada.
No aguantaba más, solo estaba allí para pagarse los estu-
dios, pero ya era mucho. Luego cambió de parecer y se
sintió terrible por odiar a las chiquillas y tener ganas de
arrancar lejos. Soltó algunas lágrimas y solo le dije que
no se preocupara, que la realidad la había sobrepasado
un poco y que sentirse hastiada no la hacía una mala
persona, que a lo mejor por esa misma razón la vida
la había puesto allí, para enfrentar el desafío y ayudar
a esas niñas que seguramente la necesitaban. Sonrió y
me dio las gracias. Continuó hablando de los niños que
estaban desapareciendo y me dejó helado. Tres niñas
del hogar habían desaparecido en el último tiempo. Era

94
normal que se fugaran por algunos días, incluso para
siempre, y por eso los pacos no habían hecho mucho
caso de las constancias que el hogar de menores dejó en
la comisaría. Sus otras colegas decían que se pasaba mu-
chos rollos y que no era nadas malo tener menos niñas
a las que atender. Iba a seguir preguntándole, pero llegó
el mendigo y se sentó en una banca que quedaba lejos,
pero frente a nosotros. El maldito me cerró un ojo y se
quedó mirando a las cabras que seguían conversando un
poco más allá. Pregunté a la joven si acaso lo ubicaba.
Como no lo veía apunté con el dedo sin ningún asco,
pero ella seguía preguntándome qué dónde estaba sen-
tada la persona que quería mostrarle. Seguí indicando,
pero ella me miraba con cara de no entender. Me puse
nervioso y levanté la voz mientras volví a apuntar en la
misma dirección, a la vez que el desgraciado se reía aún
más burlesco. Observándome raro, ella dijo que allí no
había nadie, que todas las bancas estaban desocupadas
y que solo estábamos en la plaza las niñas, ella y yo. Las
manos me saltaban a temblores, así que le dije que ha-
bía sido una confusión y caminé hacia mi edificio. Miré
para atrás, la joven seguía mirándome como si fuera un
viejo loco, quizás hasta con compasión, y el mendigo se
reía por lo bajo. Pensé en devolverme y gritarle que qué
se había imaginado, pero temí la posibilidad de descu-
brir que él solo estaba en mi cabeza.
Me pregunto que si seré yo el que está actuando
raro. Quizás sea el viejazo y la demencia senil que me
cayeron encima con todo. No quería llegar a esta edad
así. Antes me daba miedo que el envejecimiento fuese
aburrido y triste, pero ahora preferiría eso. El presente y
el pasado se enredan en una maraña de recuerdos y es-
pejismos. Mi cerebro está agotando sus recursos y hace
lo que puede por mantenerme equilibrado.

95
***

¡Por fin me acordé! Este recuerdo siempre ha es-


tado a la vista y, por lo mismo, no llamó mi atención
hasta ahora. Soy un niño y estoy jugando a la pelota con
los demás en una cancha de tierra. Somos pobres pero
muy felices, la población es apenas un conjunto de ca-
suchas de madera clavadas en la tierra. No lo sabemos
o quizás sí lo sabemos y los juegos hacen que se nos
olvide, pero los adultos viven alertados porque de vez
en cuando llegan los pacos a buscar a algún dirigente
comunista, es inicio de la década de los cincuenta, y la
Ley Maldita está en plena vigencia. Los niños estamos
cabreados porque los que tenemos papás o al menos fa-
milia, nos tenemos que entrar muy temprano a las casas.
En el último mes se han perdido varios chiquillos, entre
nosotros se sabe que el viejo del saco tiene su escondite
en el cerro y sale por las noches a llevarse a los que se
han portado mal. En la casa nos piden que tengamos
mucho cuidado con los desconocidos. Puede que ese
día estuviera acompañado de la Sole o de la Marta, o
de otros niños. Alguien apunta a un hombre desastrado
que duerme la mona bajo un árbol, y sin pudor dice en
voz alta: Ahí está, ese es viejo del saco. El hombre despierta
y se pone de pie violentamente, la sombra no nos deja
ver su cara, y grita: “¿Qué están sapiando, cabros cu-
liaos?” Salimos corriendo para todos lados, perseguidos
por su risa desaliñada y terrorífica. Seguro que no salí a
la calle durante varios días.

***

Me gustaría que Máscara Roja estuviera acá, con-


migo. Falleció hace unos cinco años, no fui al funeral,
me enteré de su muerte días después. Ambos nos pro-
pusimos volver al estrellato cuando la lucha libre retor-

96
nó en la década de los ochenta por la televisión. Yo aún
le ponía pecho a las balas aunque estuviera pasado de
peso y más lento que antes, pero mi compadre ya no
volaba, las maniobras aéreas desde la tercera cuerda le
salían horribles, a riesgo de accidentar a su oponente y
a sí mismo, y más encima, los nuevos luchadores hacían
estos movimientos mejor y con muchas innovaciones.
Fuímos a TVN a ponernos a prueba con Mr. Chile, La
Momia y otros luchadores nuevos. Los productores dije-
ron que me harían un contrato porque a pesar de haber
perdido condición física sabía manejarme en el ring y
tenía bastante desplante, pero no podían aceptar a mi
compañero, su calidad atlética resultaba impresentable
para la tele. En su favor dije que Máscara Roja había
sido toda una institución luchística antes del Golpe y
que era un referente para los jóvenes, pero a ellos no les
importó. Cuando le conté que había firmado contrato
y que a él no lo llamarían, estalló de rabia. Dijo que lo
traicioné, que el plan era que nos contrataran a los dos
o a ninguno. Contesté que lo sentía y que podía volver
a apelar por él, pero no hubo caso. Yo era un traidor y
no había nada más que hablar. Eliminó todo contacto
conmigo y nunca más nos dirigimos la palabra. Se puso
tremendamente egoísta, pero su reproche todavía me
carcome aunque no sea cierto. Nunca quise traicionar-
lo, pero era mi carrera, el sueño de mi vida, no podía
abandonarlo por él ni por nadie. Ahora lo extraño, solo
mi amigo podría ayudarme a entender lo que está pa-
sando, pero estoy acá solo, volviéndome loco y apegado
a los muertos.
No imaginaba que esperar la muerte fuese así.
Puros recuerdos y los vecinos o familiares repitiendo
cosas que te dijeron hace tiempo y otras que sabes muy
bien que nunca te dijeron, o vienen y te cuentan secre-
tos que no te interesan, o te dicen cómo hubiese sido tu
vida de haber hecho las cosas de otra forma.

97
***

Él va a volver a atacar, solo tengo que seguir vi-


gilándolo desde mi ventana. Y tendré que bajar yo mis-
mo a enfrentarlo, no habrá otra forma. Solamente yo
conozco su existencia, y él lo sabe. Cada cierto tiempo
vuelve a acosarme con sus maldades. Con Máscara Roja
fallamos y ahora no tengo ninguna oportunidad, pero
sea como sea, si se da el caso tendré que hacerle frente.
Será esta noche, estoy seguro. Las palomas se paran en
el balcón para meterme miedo, pero las expulso con la
escoba. Pienso en todos los que no están: la Sole, Más-
cara Roja, y por supuesto la Marta, sí, a esta le rezo para
que venga a tirarme las patas por la noche aunque sea,
pero nunca viene.

Testimonio del conserje A.L.N. de las Torres 4 y 5:

“El 20 de julio, don Ignacio bajó por el ascensor has-


ta el vestíbulo a la una de la madrugada. Presentaba
una gran agitación e indicó a este conserje que una
niña había sido secuestrada en la plaza y que iba a
ayudarla. Se le dijo que no se habían escuchado rui-
dos en toda la noche, pero don Ignacio indicó que
los gritos habían sido tan fuertes que retumbaban en
los edificios de enfrente y que llegaron hasta su cator-
ceavo piso. Don Ignacio salió a la calle desabrigado
pese al frío, y por eso llamé de inmediato al número
de celular que la hija de este señor me había dejado en
caso de cualquier problema. Como ya constató este
conserje en ronda de preguntas, durante esa noche
ninguno de los vecinos cercanos a la plaza escuchó
gritos o ruído alguno.”

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Testimonio de la adolescente S. A. J. Grabación nuestra:

Me arranqué del Hogar para irme a la casa okupa de


unas amigas en San Antonio. Salí de noche, y llegando a
la plaza encendí un pitito. De entre medio de los árboles,
salió un tipo pidiéndome unas quemadas. Me fijé que
arrastraba un saco sucio pero vacío. Fumamos y me pre-
guntó dónde vivía y qué hacía allí. Estábamos conver-
sando y de repente se agacha y abre el saco en el piso, y no
sé cómo lo hizo para ser tan rápido, pero se puso de pie
y me echó la bolsa encima. Empecé a patalear y a gritar,
pero era como que el saco se me apretara al cuerpo y me
inmovilizara. Él me empujó y me pegué en la nuca con el
piso. Me arrastró y decía que no importaba que gritara,
que nadie podía escucharme. Grité, pero nadie llegó. Me
sacudí todo lo que pude y se puso a patearme hasta que
no pelié más. Sentí que me arrastró por el pasto y luego
como que bajábamos a algúna parte, porque me pegaba
contra unos escalones...

Desperté y estaba un lugar oscuro, iluminado un poco


por una antorcha que colgaba de una pared. Me asusté
caleta y grité pidiendo ayuda, pero escuchaba mi puro
eco. Había una pelea cerca pero no se veía nada. Al
rato ví a un abuelito tirado en el suelo de tierra, con la
nariz sangrante y todo empolvado. Una paloma revolo-
teaba encima suyo y él se defendía con las manos porque
quería picotearlo. Estábamos en una cueva de tierra,
del techo colgaban raíces como de árboles. Delante, es-
taba el hombre que me secuestro, avanzando mientras
el viejito intentaba alejarse asustado, pensé que se iba a
morir de miedo. El hombre le dijo que estaba hediondo

99
a muerto, que por eso podía ver las cosas de la muerte,
que no había destino ni misión, que ahora se iba a morir
y que del otro lado no iban a estar ni su esposa ni sus
padres ni nadie, que todo llegaba hasta allí. El viejito
empezó a temblar más fuerte mientras el pájaro seguía
atacándolo, pero puso una cara de rabia que me asustó
más que el otro hombre. Detrás del viejo aparecieron
dos luces flotando, empezaron a brillar y yo y el hombre
malo tuvimos que taparnos los ojos. Los abrí un poco
y detrás del viejito estaban dos hombres que brillaban.
Se veían grandotes como matones, uno tenía una barba
que le colgaba hasta el ombligo como a esta altura, y el
otro llevaba puesta una máscara roja. La paloma estaba
muerta en el piso. No sé cómo lo hizo, pero el viejito se
tiró a las piernas del hombre como si tuviera la velocidad
y la fuerza de un mino de veinte. Este cayó de guata al
piso, mientras el viejo le tomó un tobillo y se lo empezó a
apretar. El hombre gritaba desesperado, pedía que por
favor lo perdonara y lo soltara, pero el viejito le doblaba
el pie con toda su fuerza. Entonces escuché un ruido de
algo que se partía, como un apio pero más fuerte, y el
viejito soltó el tobillo del hombre que se arrastró por el
piso gritando de dolor...

Más allá vi una luz que caía del techo e iba a correr
para allá, pero el viejito estaba en el suelo de nuevo, lleno
de transpiración, quería decirme algo y no podía, pero
me alargaba las manos. Lo ayudé a pararse y llegamos a
una escalera de tierra que llevaba a la luz. Lo arrastré
hacia arriba, y aunque yo estaba con ataque de nervios,
igual traté de calmarlo. Subimos y aparecimos entre los
árboles de la plaza. Lo apoyé en un tronco. Cuando

100
quise ver por si acaso si el hombre nos había seguido,
la entrada a la cueva ya no estaba. Al viejito le costaba
mucho respirar y lo hacía cada vez más lento. Me puse
a gritar por ayuda, y de a poco las luces de las casas se
encendieron y la gente empezó a llegar a la plaza...

La declaración de la adolescente fue desestimada por


carabineros, debido al resultado de los exámenes toxicológi-
cos, y solo ha sido abordada por nuestra línea investigativa.
Respecto al agresor desconocido, aquí podemos in-
dicar que, hace pocos días, unos padres denunciaron en la
comisaría del mismo cerro que su hijo fue perseguido por
un presunto secuestrador. Según el niño, el sujeto no pudo
alcanzarlo porque sufría una cojera que lo obligaba a despla-
zarse con mucho trabajo y lentitud.

Daniel Robles y Hugo Álamos


Investigadores
Instituto de Investigación Paranormal
Andrés Barros Pérez-Cotapos

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102
Sueño N°7

Él contestó: “Nadie debe hacer preguntas en esta


puerta, porque puede despertarse la gente de la ciu-
dad. Porque cuando la gente de la ciudad se des-
pierte, morirán los dioses. Y cuando mueran los
dioses, los hombres no podrán soñar más”.
“Días de ocio en el país del Yann” Lord Dunsany

Entonces destapé una chela para acompañar el pito


que ella encendía sin ayuda de la lámpara y nos dejamos con-
sumir por la oscuridad de mi pieza, con nuestros cuerpos
disfrutando a sus anchas del alivio que el buen cogollo iba
dejando tras su paso. Las bocas exhalaban recuerdos y ri-
sitas al ritmo del vapor tenue que subía desde los poros al
techo. Disfrutaba de la magia, del milagro de intimar con al-
guien que te volvió loco hace casi diez años atrás, y que ahora
estaba acariciándote en tu propia cama, como redimiendo
el pasado que no fue. Tu cuerpo parecía haber guardado y
escondido ese deseo incluso de ti mismo durante todo ese
tiempo sin verla. Los sueños pasados se habían postergado
solo para consolarte en el momento indicado, y ahora pau-
saban la soledad de la cuarentena. Las sensaciones eran tan
frescas y fuertes, y el momento tan especial como esperaste
que fueran. La realidad aun te podía sorprender, intentaba
hablarte como antaño, cuando nada era tan en serio. De he-
cho, ni siquiera charlamos de la posibilidad de contagiarnos
con el Covid-19.
Más relajada, Ángela habló del poemario que sí o sí
quería publicar durante el año, animada por no sé qué poeta

103
consagrada de Santiago. Para no ser menos, conté que estaba
trabajando en un libro de cuentos fantásticos. Picó la car-
nada y preguntó cómo inventaba las tramas, y contesté que
hurgaba en mi interior o en la calle, buscando cualquier cosa
que resultara divertida y que ojalá me hiciera latir el corazón
mientras escribía, aún corriendo el riesgo de quedar en pe-
lotas en el papel. No se lo dije, pero para mí esta sinceridad
era algo nuevo.
Cuando me tomé la escritura en serio, los dictámenes
de los poetas más pasados a rollos y amargados eran claras:
los únicos temas posibles serían la deconstrucción del len-
guaje y el sin sentido de la vida, en un tono melancólico y
fome. Pero recién caí en la cuenta cuando toqué fondo: para
ser yo mismo de una vez por todas y escribir algo que valiera
la pena, debía trasladar mis propios impulsos y fantasías al
papel, abrirme a mi propia interioridad repleta de los mons-
truos cósmicos y héroes de la cultura de masas tan temidos
por los filósofos de turno, y sacarme el peso de las ideas que
obligaban a la literatura a ser un producto exclusivo de gente
inteligente para gente inteligente, desprovisto de humanidad
y repleto de eslóganes, manifiestos, tradiciones y causas po-
líticas totalizantes; y por supuesto, tendría que dejar de leer
con culpa a Stephen King o a Hugo Correa y asumirlos de
una vez por todas. Era un territorio donde uno tenía el deber
de hacer lo que se le diera la gana. Además, respecto a mi
género predilecto, ya la existencia en sí misma me parecía un
hecho bastante extraño y fantástico por así decirlo.
Conté algo del texto que tenía más completo, basa-
do en un episodio de mi vida. Trataba de un libro que soñé
cuando chico, cuya visión me perturbó por bastante tiempo.
Mientras le explicaba la trama, me percaté de que la Ángela

104
hacía rato guardaba un silencio profundo. A pesar de la pe-
numbra, pude reconstruir su boca y los ojos quietos y abier-
tos, como si estuviera congelada, pensé que era cosa de la
marihuana y le sacudí el hombro. Como si mi interrupción
la hubiese reconectado de improviso con la realidad, pidió
que le leyera el borrador. Asombrado por esa petición no
muy común en la cama, aunque también contento y ansioso
ante la idea de cautivar a una primera lectora, me levanté para
tomar el notebook que estaba encima del escritorio y lo prendí
mientras volvía a echarme sobre las sábanas. Me costó un
poco adaptarme al resplandor brusco de la pantalla:

Como a los trece años, soñé que encontraba en la repisa de


libros de la pieza familiar un texto extraño, antiquísimo. To-
maba asiento a la orilla de mi cama, apoyando el volumen en
el borde de la de mis viejos para hojearlo más cómodamente. El
decorado de las páginas interiores era una exageración barroca
que nunca más volví a ver en sueño alguno y mucho menos en
la vida real. Aún recuerdo ecos de la náusea que sentí al mirar
esos grabados de personajes cuyas vestimentas y armaduras me
resultaron totalmente ajenas a todo lo que yo conocía.

Al despertar casi abracé la pobreza de la habitación compar-


tida con mis hermanos y mis padres. Mientras el sueño se iba
fragmentando a la par que salía el sol, en mi mente persistía ese
sujeto de yelmo de madera coronado con ramas que se extendían
hasta los bordes de una de las páginas amarillentas. No podía
recordar las formas de la caligrafía manuscrita del volumen,
pero estaba seguro de que era horrorosamente ilegible, y por
extraño que suene, dentro del sueño pude sentirla respirar.
Ya despierto, el olor a abandono de la casa era el de todos

105
los días. Tranquilizado por la confianza y la seguridad de lo
cotidiano, imaginaba que las ramas de ese yelmo comenzaban
a asomarse por debajo de las camas y desde los rincones más
oscuros de la pieza, agarrándose a las murallas y al mueble des-
tartalado sobre el que estaba la tv en blanco y negro del hogar.
Al levantarme miré a la repisa. En el lugar del libro de mi
sueño estaba el ejemplar de La Odisea, e intrigado lo aparté
del resto. En la portada aparecía un plano medio de Ulises
amarrado a una de las velas de su embarcación, con su rostro
torturado por el placer de escuchar a las sirenas cuyas formas
quedaban para la imaginación.

–Conozco ese libro que soñaste... –dijo Ángela como


para sí misma.
–No creo, no está inspirado en ninguno de esos libros
medievales raros que salen en documentales o creepypastas –le
respondí un poco a la defensiva– Yo soñé este libro y ni an-
tes ni después ví algo parecido en la realidad.
–¡Guachito, estoy segura de que ya he visto ese libro!
–dijo eufórica.
–¿En serio? –dije, intentando disimular cualquier ex-
presión burlona en mi cara.
–No te vayas a asustar. Mira...
Se sentó en el borde de la cama, encendió la lámpara
del escritorio y revolvió el interior de su bolso, mientras yo
me preguntaba con qué lesera iba a salir ahora. A pesar que
la parte delantera de su cuerpo ocultaba el haz de luz casi
en su totalidad, noté a la perfección el movimiento de los
músculos de la espalda. Recordé que en la universidad la pe-
laban harto porque cambiaba de personalidad radicalmente
cada vez que salía y entraba a un nuevo grupo político o de

106
artistas que profesaban ser la vanguardia definitiva. Fue la
primera feminista de la carrera pero estaba lejos de causar
revuelo, ya que tanto a las compañeras como compañeros
les molestaba su necesidad constante de atraer la atención.
Siempre contaba que en su infancia estuvo un mes en coma
porque había recibido un golpe en la cabeza; algunos decían
que allí estaba la razón de todo. Para ellos (y a veces para mí)
era la siútica, una artista hippie más.
Volvió a acostarse con una libreta de apuntes en el
regazo. Buscó hasta que se detuvo en un dibujo realizado
con lápiz grafito. No digamos que era profesional, aunque
cumplió con dejarme impactado apenas reconocí la figura.
Era una forma humanoide con túnica negra, y de su cabe-
za nacían ramas deshojadas que se extendían hacia arriba y
en todas direcciones, y un racimo nuevo de estas aparecía
cuando una punta parecía acabar. El dibujo estaba titulado
“Cabeza de árbol”.

–Lo vengo dibujando desde que era chica.


Era similar al sujeto que soñé de niño en esas páginas
y que hacía pocos días describí en el borrador de mi cuento.
Durante una fracción de segundo me sentí observado desde
el papel, como si de pronto entrara en contacto con algo
desconocido pero que siempre estuvo allí, detrás de todas
las cosas comunes y corrientes. Para aliviar la incomodidad
y el miedo, culpé a la docilidad imaginativa en que me había
dejado la marihuana frente a los delirios de la Ángela.

107
–Comencé a soñar con él y con el libro como a la mis-
ma edad en que los soñaste tú, pero yo seguí soñándolos
hasta que me hice adolescente –explicó ella sin excitación
aparente.– Por ejemplo, a veces soñaba que iba por una plaza
de la mano de mi mamá y el libro aparecía abandonado sobre
una banca o en la vitrina de una librería o en la biblioteca
de una casa. Me perseguía todas las noches. En otro sueño
apareció por primera vez en mi pieza, entonces le di cara y lo
hojeé. Era hermoso pero de una forma extraña... o barroca,
como dijiste. Lo seguí revisando en los sueños que llegaron
después, tanto que aprendí a memorizar algunos símbolos
que anotaba inmediatamente en un cuaderno apenas desper-
taba. Después de eso, se empezó a meter el Cabeza de Árbol.
Nunca se acercaba demasiado, pero sabía que me vigilaba.
Podía estar mirándome desde una calle llena de gente, otras
veces me asomaba desde la ventana de mi pieza a la calle y
lo veía parado en el jardín, siempre sapeando. Despertaba
gritando varias veces en una misma noche y mis papás se
empezaron a preocupar. Me llevaron al neurólogo, comencé
a tomar pastillas y nunca más volví a tener esos sueños.
–¿Qué te dio por andar ahora con ese cuaderno? –pre-
gunté desconfiado.
–Este es otro cuaderno, el que escribí de chica desapa-
reció hace años de la casa de mis viejos, siempre pensé que
alguien se lo robó. Este lo llevo ahora porque al principio de
la pandemia empecé a soñar de nuevo con el libro. Siempre
creí que todo había sido una fantasía de cabra chica, por eso
cuando los sueños volvieron dije ahora sí que estoy loca en
serio y sufrí crisis de angustia. Recordé lo del golpe en la
cabeza que me dí aprendiendo a andar en bici, pero excepto
por esa vez que estuve hospitalizada, mi cabeza siempre ha

108
funcionado bien. Entonces me armé de valor y empecé a
anotar de nuevo todos los sueños apenas despertaba. ¿Te
digo algo? Estoy segura de que esto es en serio, que detrás
hay algo que voy a descifrar. ¡Y mira la sorpresita con la que
me vengo a encontrar ahora mismo! –dijo mirándome con
un poco de picardía.
La situación me pareció enredada y hasta siniestra. No
podía ser que la Ángela creyera lo que me estaba diciendo
y que lo contara tan suelta de cuerpo como si fuera algo
de lo más normal. La cita ya no me pareció agradable y me
puse nervioso. Estaba claro que las coincidencias eran sor-
prendentes, pero no por eso iba a creerle aunque dentro mío
sintiera que estaba delante de algo muy familiar. Lo único
que quería era que amaneciera y se fuera luego. Mis amigos
de la época universitaria siempre reclamaron que yo le daba
mucho crédito y que era el único que la pescaba, pero hoy caí
en cuenta que después de tantos años que pasaron desde la
universidad, las artistas delirantes que jugaban a ser especia-
les ya no me parecían tan atractivas.
Me mostró una página en la que estaban dibujados ca-
racteres similares a estos, se supone que pertenecían al libro.
Parecían conocidos, pero en el momento no los identifiqué.
Quizás el lector pueda hacerlo antes que yo señale su origen:

–¿Sabes qué dice? –preguntó con aire de superioridad.


–No. Ni idea.
–Yo tampoco, pero sé que estos signos pertenecen a

109
un sistema de comunicación que no se parece a los que utili-
zamos las personas... las que vivimos en esta realidad, quiero
decir. Nosotros utilizamos palabras que hacen referencia a
objetos, a seres vivos, a ideas; con ellas reconocemos el mun-
do y acordamos formas de ver y vivir la realidad.
–...Sí, conozco a Saussure... lo estudiamos juntos, en la
misma clase... –dije con un tono pesado que no me molesté
mucho en ocultar.
–El problema es que estos jeroglíficos, símbolos o lo
que sean, no se refieren a nada que alguna persona de este
mundo como tú y yo pueda reconocer y entender, por eso
de chicos la caligrafía y los grabados del libro nos asustaron
tanto. Los seres dibujados parecerían personas si no tuvie-
ran cabezas de animales, que de repente pueden ser simples
cascos. Los paisajes en los grabados son extraños: pareciera
que las montañas cuelgan del cielo al revés, la luna es igual de
intensa que el sol. Hice lo posible por entender la escritura,
hasta que entendí esto: la comprensión de los símbolos es
inconsciente, onírica, solamente pueden ser descifrados den-
tro del sueño.
Hasta aquí llegamos con esta locura, me dije. Cerré los
ojos y respiré suave e intenso para que se diera cuenta de que
estaba hablando sola. Preguntó que si acaso me había abu-
rrido, le contesté que no, pero que el pito me había cansado.
No dijo nada, guardó el cuaderno y apagó la luz. Se apegó a
mí, pero me hice el dormido, entonces se dio la vuelta y, por
fin, pude dormirme de verdad.
Al otro día la fui a dejar al Rodoviario y volvió a San-
tiago. No contesté ninguno de los mensajes por Facebook que
me envió después, a lo más le respondí escuetamente algún
saludo, hasta que se aburrió y no escribió más.

110
***

Esa noche me perjudicó bastante: pese a que el relato


me tuvo muy entretenido desde que se me ocurrió, no pude
continuarlo ni empezar otro, y sin embargo no paraba de
pensar en el libro de los sueños y en el Cabeza de Árbol ese.
Pasaba más de la mitad del día sentado ante la pantalla
del computador impartiendo clases online y corrigiendo guías
y pruebas, y en más de una ocasión con tremendos dolores
de cabeza, pero aún así no dejaba de pensar una y otra vez
en todo lo que la Ángela me contó. Algo dentro mío estaba
convencido de sus palabras y eso no me gustaba. Prefería la
realidad tal cual era y temía enfrentarme a algo que se le esca-
para. Hace un tiempo, en mis peores momentos de ansiedad
me daba miedo caminar por la calle o viajar en el transpor-
te público y que ocurriera cualquier cosa que se saliera de
control. Imaginaba toda clase de desastres y transpiraba y
creía que me iba a morir, hasta que la psicóloga me enseñó
a meditar y a controlar la respiración. Tuve varios avances al
respecto, pero la visita de la Ángela me hizo recordar todos
estos temores. Más encima, volver a revivir un miedo infantil
siendo un adulto me hizo sentir pésimo. Alguien había atis-
bado una puerta camuflada en el paisaje de mi cotidianidad y
ahora no me era posible ignorarla.

***

En un sueño me encontré dentro de una habitación sin mue-


bles ni decoración, ni puertas ni ventanas. Las paredes verdes
estaban medio iluminadas por el resplandor blanco y negro de
un televisor antiguo. En la pantalla pasaba algo y me acerqué.

111
La imagen mostraba el plano general de una barca siguiendo
el curso de un río de aguas suaves. No había ningún indicio
que me permitiera descubrir alguna referencia del lugar. En la
rivera que se veía de frente pude notar que algo se desplazaba
entre el follaje siguiendo a los navegantes, y con la ayuda del
anochecer que los estaba cubriendo, las sombras se apretaban
contra los árboles impidiendo que pudiera ver qué se movía más
allá. Estaba seguro de que aquello no solo seguía el rumbo de
la barca sino que tenía puesto su interés en mí, al otro lado de
la pantalla.

Las cabezas de los remeros tenían formas de aves, también


podrían haber sido solamente cascos. Ángela iba amarrada al
mástil principal, y cuando se percató de mi presencia en la habi-
tación, comenzó a gritarme algo, pero la imagen no tenía audio
y estaba lo bastante lejos como para que fuera posible dilucidar
la expresión de su rostro. Poco a poco me fui haciendo consciente
de otro detalle, de una mancha oscura parada en la proa. Di un
respingo al identificar la figura: el Cabeza de Árbol estaba mi-
rándome, vestido con una túnica negra y llevando el libro entre
sus brazos. Algo me dijo que era él quien estaba oculto entre
la vegetación, y sin que me diera cuenta había logrado subirse a
la barca. Quise apartar la mirada de inmediato pero no pude
moverme. La piel de su rostro tenía la textura de un árbol
de superficie rugosa y las ramas de su cabeza eran lustrosas y
fuertes, incluso parecía que en cualquier momento podría brotar
una hoja de alguna de ellas. La pantalla se fue acercando poco
a poco a su rostro o de repente eran mis ojos aterrados los que
caían hacia él. Antes de que termináramos de encontrarnos
cara a cara, me desperté. Prendí la lámpara y sentí náuseas al
recordar el sueño, sobre todo por lo siniestro del paisaje.

112
***

Pensé seriamente en volver donde la psicóloga, hasta


que pasó lo siguiente. Por esos días me invitaron a participar
de un foro online organizado en la plataforma Meet, sobre
el horror en la literatura latinoamericana contemporánea, y
expuse un capítulo de mi tesis de pregrado, un análisis se-
miológico sobre los Radioteatros del Dr. Mortis y su relación
con la cultura chilena del s.XX; lo hice solo por compromiso,
ya que si bien el horror es uno de mis géneros predilectos,
últimamente decidí alejarme de este para disminuir las pesa-
dillas. Otro de los invitados expuso el proceso creativo de
su propia adaptación al cómic de La narración de Arthur Gor-
don Pym de Edgar Allan Poe, una novela que con sus viajes
marítimos y misterios antárticos supo cautivar mi preado-
lescencia. Todo anduvo bien hasta que el autor del comic
proyectó en nuestras pantallas los gigantescos símbolos que
Pym encontró en la isla de Tsalal y que luego registró en su
libreta. Explicó -y aquí cito in extenso:- “En un nivel extra-
textual, estos petroglifos de origen y significado incierto, y
también las referencias al color blanco en la novela original,
podrían representar el paso hacia un mundo desconocido,
un lugar donde los lenguajes humanos mueren para dar paso
al horror del vacío, al sin sentido aparente representado por
el abominable graznido de las aves “tekeli-li”, cuyo significa-
do exacto Lovecraft supo identificar tan bien”. Estaba muy
concentrado hasta que la verdad llegó como un flashazo y
mis orejas dejaron de prestar atención: los símbolos que Poe
dibujó hace más de ciento ochenta y cuatro años en su nove-
la, eran los mismos que la Ángela había “soñado y dibujado”
en su cuaderno unos meses atrás. ¡Huevona penca! grité in-

113
dignado y menos mal que el micrófono estaba silenciado. Me
enojé conmigo mismo porque debería haberme dado cuenta
del engaño, pero la novela no había estado en mis manos
hace mucho. Pensé de inmediato en llamarla y pararle los
carros, pero solo fue un pensamiento preliminar. Nadie con
dos dedos de frente podía ocupar su tiempo alimentando
mentiras tan ociosas, escribir cuadernos, copiar símbolos e
inventar toda una historia en la que parecía creer honesta-
mente. De todas formas, dolía que me hubiera engañado en
mi propia cancha de juego, la literatura. Y seguro habré repe-
tido ¡Huevona loca! muchas veces ese día.

***

A mitad de año, fui capaz de dejar el tema de Ángela


atrás, y de enfocarme en vivir en el presente, que tampoco
era muy auspicioso. Mi vida seguía siendo pasar encerrado
en la casa impartiendo clases online, leer cuando podía y pro-
tegerme del dichoso virus. Mientras hacía una pausa, entré
a Facebook y varios de mis ex-compañeros de universidad
comentaban en sus perfiles sobre un desgraciado acciden-
te. Tuve el panorama completo cuando alguien publicó en
su estado: ¡Fuerza, Angelita! Fui a su perfil y por el listado
de publicaciones cargadas de buenas vibras plasmados en su
muro, supe que estaba hospitalizada. Permanecía en estado
de coma desde hace varios días. Cuando salí del shock, afli-
gido, lamenté haberle hecho la desconocida a propósito. Ni
siquiera alcanzó a publicar su libro de poemas.
Llamé al celular de una vieja amiga en común para sa-
ber más, y me contó que Ángela arrendaba hace muy poco un
depa con su nueva pareja. Una tarde, volviendo de hacer las

114
compras, este la encontró durmiendo en el sofá. No la pudo
despertar. No había un diagnóstico médico claro, solo estaba
durmiendo y su cuerpo se negaba a reaccionar ante cualquier
estímulo. Lo más raro de todo, es que el pololo decía haber
tenido la impresión de que en las semanas previas, Ánge-
la estaba tratando de no despertar, pero nadie entendió qué
quería decir con esto y él tampoco aparentemente lo supo
explicar. Al informarme gracias a esta amiga, toda la historia
que quise olvidar volvió a mi mente. ¡Qué chucha! ¡Qué lo-
cura! Tuve sentimientos de culpa y mucho miedo de estarme
volviendo loco. Pude alivianar la culpa al reflexionar que no
había forma en que pudiera haberla ayudado, y luego pensé
que mi psicóloga habría estado orgullosa si hubiera oído esta
conclusión. Pensaba que la historia quedó atrás después del
supuesto plagio a Poe a manos de la Ángela, y desde ahí todo
tranquilo, pero ese “estaba buscando no despertar” que mencionó
el pololo, de allí en adelante no me dejó dormir bien.
En las noches siguientes aparecieron los sueños raros,
eso sí, no tan lúcidos como el sueño del barco y el río. Era
como si algo estuviese golpeando una puerta en mi interior
con la intención de saltar desde allí a lo que reconocía como
realidad. Del otro lado podían estar Ángela, el Cabeza de
árbol o ambos, y mi parte racional no quería nada con ellos,
¡Que se fueran a la cresta! Pero no por eso dejaban de ase-
diar en mis sueños. A veces veía en ellos al Cabeza de Árbol
mirándome desde una calle mientras un tumulto de gente
imaginaria iba y venía a su alrededor sin hacerle caso. En
otras noches, la voz de Ángela me llamaba interrumpien-
do cualquier escena que estuviese soñando y corría aterrado
hasta despertar sudando en plena madrugada.

115
Volví donde la psicóloga, esta vez vía online. Dijo que
quizás lo que me estaba perturbando era la culpa incons-
ciente, pese a que lo ocurrido a Ángela escapaba a mi res-
ponsabilidad; yo solo repetí que ya no me sentía culpable
sino asustado, incómodo ante la idea de que mi fantasía es-
tuviera apoderándose de mi realidad. Sabía que no estaba
loco, pero tal vez algo estaba funcionando mal en mi cabeza.
Contestó que esta última conjetura era muy apresurada, que
por mientras debíamos indagar las causas que me llevaban
a tener estas pesadillas; recetó que de allí en adelante, fuese
anotando todas las mañanas mis sueños en una libreta para
que en las próximas sesiones los discutiéramos. Finalmente
pregunté qué hacer si volvía a ver a Ángela o al Cabeza de
Árbol en mis sueños; bueno, contestó ella, escucha lo que te
quieren decir. “¿Por qué te da miedo ese Cabeza de árbol? Si
no puedes averiguar qué quieren, vamos a avanzar un poco
lento, porque la única forma en que vimos mejoras la última
vez, ha sido enfrentando la verdad”.
La próxima sesión que tendré con ella será en siete días
más, y mientras tanto mi pega consistirá en anotar con lujo
de detalles todo lo que me llame la atención:

Sueño N° 1

Estoy en la habitación de una cabaña, solo. Alguien golpea


la puerta. Con temor, decido abrir. Me acerco con los puños
en guardia, para que sepan que estoy dispuesto a todo. Sé que
no entrarán si yo no se los permito. Giro el pomo, la hoja se
abre y una enorme ventisca me tira de espalda al piso e invade
el lugar. La impresión fue tan grande que desperté inmedia-
tamente, muy agitado.

116
Sueño N° 2

Voy arriba de una barca que cruza un bosque extraño,


acompañado de viajeros de distintos colores de piel y vestimen-
tas que pertenecen a distintas épocas de la historia. Hablan
en latín o en lenguas románicas. Cruzamos un crepúsculo
extraño. Los remeros usan unas gorras o cascos con formas
de aves. Nos piden aplicarnos una cera extraña en las orejas
para evitar escuchar las voces que vienen del bosque, porque
quienes las escuchan son hechizados y se lanzan al agua para
perderse entre los árboles.

Sueño N° 3

Pasamos por afuera de una ciudad de gigantescas murallas.


Los guardias que debieran estar cuidando sus puertas, duer-
men con las espadas y lanzas en el suelo, al igual que todos
los habitantes al interior de la urbe. La barca pasa de largo.
Uno de los navegantes dice que cuando esa gente despierte,
los dioses morirán, y que cuando eso pase, ningún ser podrá
volver a soñar.

Sueño N° 4

Soy el único que desembarca en el muelle destartalado. Los


ex compañeros de viaje me hacen saludos de despedida, mien-
tras la barca se aleja. Es de noche. Dijeron que aquí es donde
Ángela descendió. Camino por una especie de desierto, rodea-
do de rocas gigantes que parecen sacadas de la imaginación

117
de Dalí. En una de ellas, veo retratados en la superficie los
símbolos que Pym dibujó en su diario. A lo lejos, una ciudad
resplandece con todos los colores posibles en la oscuridad. Im-
posible describirla. Sé que Ángela está allí. Sigo avanzando.
Pienso que en cualquier momento saldrá a mi encuentro el
Cabeza de Árbol.

Sueño N° 5

Me cuesta reconstruir el sueño, pero más o menos


estas son las imágenes con las que me quedé al des-
pertar:
–Llego a las afueras de una ciudad amurallada.
–Está deshabitada.
–Muchos colores me invaden y borronean los contornos de las
cosas.
–Torre lejana, último piso, la Ángela en una biblioteca. Tie-
ne el libro en sus manos y lo lee.
–El Cabeza de Árbol me sigue de cerca por el desierto.

Sueño N° 6

–Subo la torre.
–Llamo a la puerta de la biblioteca.
–Ángela me habla desde adentro, pregunta si me quiero que-
dar con ella en ese mundo para siempre.
–El Cabeza de Árbol llegó a la torre, va a entrar.

118
Antes de responderle algo, despierto. Me da terror
pensarlo, pero sé que cuando vuelva a dormir, apareceré de
nuevo en la torre y cuando Ángela me haga la misma pregun-
ta, sé que responderé que sí. Es eso, o enfrentarme al Cabeza
de Árbol que, por fin, comenzará a subir las escaleras.

119
120
Chorizos Asados

La hora había llegado y la gente conocería al hijo de Hastur


y todo el mundo se inclinaría ante las Estrellas Negras que
penden en el cielo sobre Carcosa.
“El reparador de reputaciones” Robert Chambers.

El lugar estaba hediondo y sucio. Alguna vez fue algo


parecido a un restorán, pero ahora era cualquier cosa. Tenía
un hambre tremenda, no comía hace tres días y esperaba po-
der “comprar” algo. Comprar era un eufemismo, pues hacía
rato que la plata no tenía valor. Los grupos de gentuza cedie-
ron a la locura, se mataban entre ellos y luego comían a los
muertos; al menos, conservaban la “delicadeza” de cocinar la
carne al fuego en las calles del Barrio Puerto.
La pintura descascarada había dado paso a la pared
desnuda, directo al cemento carcomido por la falta de man-
tención. Las mesas y sillas de madera parecían sacadas de una
película de western, de un pueblo fantasma abandonado hace
mucho. Me sentí atraído al lugar por el olor a carne. No, no
era esa peste hedionda que dejaba la carne humana al palo,
ese olor a grasa que se pegaba al pelo y a la ropa. Era aroma
de chorizos, chorizos de chancho, bien condimentados. Re-
cordé los dieciocho de septiembre, mucho antes de que nos
invadieran los ejércitos de la ciudad de Carcosa, cuando al
lado de la parrilla y bajo la cueca que sonaba en la ramada,
nadie suponía que el futuro podría llegar a ser tan podrida-
mente malo.

121
En el interior, una mujer harapienta sentada arriba de
una de las mesas mordisqueaba un hueso con ansiedad. Un
niñito de unos diez años pasaba la mopa por el suelo graso-
so, y el gordo echado sobre una silla del fondo me tincó que
podía ser el dueño. Miraba hacia ninguna parte y murmuraba
cosas ininteligibles. Otro más que había sido maldecido para
siempre por Hastur el Innombrable y su obra de teatro mal-
dita, montada por sus seguidores a pesar de todo el caos rei-
nante. Yo fui uno de los pocos que se negó a verla. Todos sa-
lían enfermos de las funciones, embrutecidos por una locura
y un terror que no conocía límites. Se sabía que a algunos los
llevaban al teatro por la fuerza, por eso permitía que todo el
mundo viera la pistola que traía colgando de mi cinturón. La
había arrancado del cadáver de un paco hace días. No tenía
buena puntería, pero nadie tenía por qué saberlo.
Ocupé una silla y esperé a que me atendieran. Tenía
semillas de arvejas para intercambiar, debía ser suficiente,
aunque no sé si algo volverá a cultivarse sobre esta tierra
maldecida; el agua potable dejó de existir hace meses en todo
el país, por eso ahora todos sufrimos de diarreas intermiten-
tes. Los gusanos andan por las calles y dentro de las casas.
No era bueno comer cualquier cosa; incluso, por más que la
asaran, la gente que comía carne humana usualmente moría
sufriendo cólicos terribles. Ya se sabía en todas las ciudades:
el Rey Hastur lo enfermó todo de color amarillo, el amarillo
de la locura, de las heridas infectadas, de la piel contagiada
por la peste.
Si no querían darme carne, amenazaría al dueño con
matarlo. Nunca lo haría de verdad, pero tenía mucha hambre
como para conformarme con un no. Comida y alojamiento,
eso necesitaba. Este hombre en ningún momento me miró,

122
perdido en su discurso enloquecido. El niño se acercó todo
tímido, con la cabeza baja, secando un vaso manchado con
un trapo aún más sucio. La puerta de la cocina estaba abierta,
y de allí salía el aroma inconfundible de esos ricos chorizos,
pero desde donde estaba no pude ver qué más alimentos
podría haber adentro.
–Hola, niñito. ¿Pregúntale a tu papi si me puede cam-
biar comida por este puñado de semillas?
El niño nunca levantó la mirada y solo caminó a la co-
cina. En seguida llegó con un plato lleno de chorizos. Olía
rico, pero no estaba tan enajenado como para no percibir el
leve aroma a pudrición. Por favor, que no me dé más diarrea,
rogué en mi interior. Quizás estaban pasados, pero qué im-
portaba, tenía demasiada hambre.
Mastiqué el primero casi con rabia, goloso. Mis papilas
gustativas identificaron el sabor a cerdo, y luego a rancio,
pero solo lo escupí al piso cuando sentí un movimiento en
mi lengua. Miré el chorizo mordido: al interior de la tripa,
los gusanos cocidos y moribundos, aún luchaban por la vida.
–¡Oye, cabro chico! ¡Cómo se te ocurre servirme esto!
Qué sacaba con desquitarme con él, pensé, así que fui
donde el papá. Lo levanté del cuello de su camisa grasienta.
El blanco de sus ojos había sido reemplazado por el rojo,
pero aun así pude verlos moverse. Los cientos de gusanos
que se alimentaban bajo las córneas le daban vida nueva a
esa mirada ya muerta.
Lo solté y retrocedí. Él, como si no pasara nada, vol-
vió a acomodarse en la silla. Se reía por lo bajo, sin gracia.
Me fijé en el niño. Pobrecito. Antes de este mundo enfermo,
tuve esposa e hija, hoy muertas. Él seguía parado en medio
del salón. Ya sabía qué encontraría en sus ojos, y acercarme

123
solo me partiría más el corazón. Caminé a la salida, pero me
detuve. Los gusanos cubrían hacia donde mirara, las paredes,
el techo, mis brazos y manos.
Todo tomó color rojo, pero la mujer que roía el hue-
so estaba cubierta de harapos amarillos, y me miró con una
sonrisa demencial. El niño seguía donde mismo, hasta que
de pronto me quedó mirando. Sus ojos sanguinolentos eran
mundos que bullían de vida asquerosa. Recién entonces, los
míos comenzaron a hormiguear.
Salí a la calle. Me rodeó un mar de gritos y locura teñi-
dos de rojo. Solo indentifiqué que era de noche porque allá
arriba las estrellas aún conservaban su color negro triunfante.

124
AGRADECIMIENTOS

Dedico estos cuentos a Marcelo Novoa


y Jesús Diamantino, grandes maestros y
difusores de la literatura fantástica y de
horror chilena.

A continuación, sin por ello ser menos


importantes, también quiero agradecer a
las siguientes personas:

A mi madre y hermanos, no solo por el


apoyo monetario, también por siempre
haber respetado e incentivado este oficio.

A las amigas “Roxanas” Severino y Ros-


si por sus valiosos consejos creativos,
(aunque tal vez no lo sepan).

A Patricio Bruna por su larga amistad y


sabiduría estética.

Y a todos y todas los/las que se atreven a


descorrer el velo de la realidad cotidiana.

125
ÍNDICE

Prólogo 7
Pedaleo Nocturno 13
Era un verdadero goce 21
Nadia 27
El Caso de los Niños Indigentes 37
El nicho 49
Incendio del paisaje 53
El Encendedor 57
La vieja Lupe 63
La última jornada 71
El movimiento final 81
Sueño n° 7 103
Chorizos Asados 121
Agradecimientos 125

127
Pedaleo Nocturno
y otros relatos sobrenaturales
de Diego Rojas
se terminó de imprimir
en los talleres de
Alba Impresores,
Valparaíso,
abril
2023.

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