Está en la página 1de 26

Ética y Derecho

Fernando de Trazegnies Granda

Tabla de materias

I. INTRODUCCION

1. Ética y creatividad.

2. Ética y Derecho.

II. ¿EL DERECHO ES UN FIN O UN MEDIO?

III. EL DERECHO COMO FORMA DE ORGANIZACION DE LAS


CONDUCTAS SOCIALES

1. El Derecho como orden auto-generado.

2. Rechazo a la idea del control social.

IV. LAS NORMAS PROHIBITIVAS

V. LA EFICIENCIA COMO CRITERIO DE ORGANIZACION DE LAS


CONDUCTAS SOCIALES

1. La neutralidad moral del orden

2. La idea moral de culpa como obstáculo para una adecuada


organización social

3. Las opciones trágicas

VI. LA ORGANIZACIÓN JURIDICA DE LO INTOLERABLE


MORALMENTE.

VII. CONCLUSIONES

I. INTRODUCCION

Este ensayo se propone discutir la incidencia de la Ética sobre el


Derecho y la relación entre medios y fines en el plano jurídico.

1. Ética y creatividad.
En realidad, la dimensión ética es constitutiva del ser humano: esta
capacidad de elegir entre el bien y el mal que el Creador otorga al
género humano desde el Paraíso enaltece al hombre y lo diferencia de
sus parientes animales. La posibilidad de opción hace al hombre
responsable de su propio destino y, por consiguiente, le transfiere
facultades auténticamente creativas, ya que la creación está basada
siempre en la libertad, que a su vez conlleva una necesidad de escoger.
En esta forma, libertad y responsabilidad, acción libre y evaluación
moral, son elementos que se sustentan y se refuerzan recíprocamente.

Es así, gracias a esta dimensión moral con lo que ella implica de libertad,
que el hombre no es un ente estable y estático sino que se encuentra en
permanente transformación de sí mismo y de su entorno, en constante
movimiento y cambio. Y esta condición, sublime pero riesgosa, puede
llevar al hombre al Cielo como al Infierno, lo puede elevar hasta las más
altas cumbres del espíritu o hundirlo en las profundidades abisales de la
degradación, lo puede impulsar a crear de manera cada vez más rica su
propia humanidad o a destruirse a sí mismo y al mundo que lo rodea.

En consecuencia, la dimensión ética acompaña al hombre en todos sus


actos, lo envuelve, lo obliga a tomar decisiones constantemente. Nada de
lo humano es ajeno a la ética; y, desde esta perspectiva, el Derecho
tampoco puede serlo.

2. Ética y Derecho.

Ahora bien, el Derecho es mal concebido con mucha frecuencia como


simplemente el brazo armado de la Ética, como un sistema de
prohibiciones basado en los imperativos morales a fin de que la sociedad
se comporte en forma correcta.

Por eso, cuando la creatividad del hombre parece orientarse hacia


caminos que pueden ser destructivos, cuando la investigación científica
parece salirse de los límites morales, mucha gente se vuelve hacia el
Derecho a fin de que colabore con su fuerza coercitiva en poner barreras
a esas conductas que se consideran peligrosas e inmorales.

El caso de la oveja clonada es muy ilustrativo en ese sentido. Tanto en el


Perú como en el extranjero, hemos escuchado voces que, lejos de saludar
con entusiasmo este triunfo extraordinario de la ciencia, claman en
nombre de la Ética contra tales experimentos considerando que
constituyen una ofensa a la moral y un atentado contra la dignidad
humana. Y, como si se tratara de algo absolutamente natural que no
merece mayor análisis, esas voces de protesta se dirigen a sus
respectivos Gobiernos a fin de que se prohíba mediante una ley ese tipo
de investigaciones. Si la moral está en peligro, parece lógico que el
Derecho intervenga.

Sin embargo, las relaciones entre la moral y el Derecho son algo más
complicadas. Y por eso es conveniente que nos preguntemos sobre la
naturaleza y las funciones del Derecho: ¿es realmente el Derecho algo
así como el Ministerio de Gobierno y Policía de la Ética? ¿El derecho es
simplemente un instrumento imperativo de represión moral de las
conductas sociales? Y aun si no fuera solamente ése su papel, ¿puede
imponer el Derecho limitaciones a las actividades de los hombres en
nombre de la Ética?

Todas ellas son preguntas graves que no intentaré responder


concluyentemente. Me voy a limitar a explorar la cuestión y a exponer los
puntos de vista de un abogado respecto de las relaciones entre el
Derecho y la Ética.

II. ¿EL DERECHO ES UN FIN O UN MEDIO?

Quizá la primera cuestión que debemos plantearnos es si el Derecho debe


ser tenido como un medio o como un fin en sí mismo. Y la segunda cuestión
consiste en que, si consideramos que el Derecho es un medio, nos hace
falta saber el fin al cual apunta; en otras palabras, ¿el Derecho es un
medio para lograr qué?

Desde mi punto de vista, el Derecho definitivamente es un


medio porque lo que pretende es organizar la vida humana: se trata
simplemente de un instrumento para facilitar y permitir la vida en
sociedad; es un procedimiento, una técnica, que contribuye al logro del
fin propuesto.

A veces se plantean las cosas en términos circulares y,


mediante ese artificio, se pretende convertir al Derecho en un fin. Por
ejemplo, esto sucede cuando se dice que el fin del Derecho es lograr un
Estado de Derecho; por consiguiente, el fin del Derecho es el Derecho
mismo. Creo que hay error en este razonamiento porque el propio Estado
de Derecho no es sino un medio para lograr otras cosas, como puede ser
una vida humana digna, el ejercicio de la libertad y otros objetivos
similares.

De la misma manera, cuando se dice que el Derecho persigue la


seguridad jurídica, tenemos que entender que la seguridad jurídica a su
vez es la atmósfera o la pre-condición para el desarrollo o el logro de
otros valores involucrados. Por tanto, la seguridad jurídica sigue siendo
un medio.
Por último, se puede plantear que el Derecho tiene un valor
propio, un valor intrínseco a su propio campo y que es al mismo tiempo su
fin esencial: la justicia. Pero la justicia tampoco es un fin en sí mismo sino
un medio para conseguir otros fines en circunstancias difíciles. Porque
la justicia es la forma de distribuir proporcionalmente las ventajas y las
dificultades existentes que facilitan o impiden el logro de esos otros
valores a los cuales la sociedad aspira.

La justicia quizá no sería necesaria -y ciertamente el Derecho


tampoco- si viviéramos en una sociedad de absoluta abundancia, donde
todas las metas personales pudieran ser realizadas sin referencia al
problema de la escasez. Pero como por definición los medios materiales
son limitados -ya que el límite es una condición inherente a su propia
materialidad- no es posible que todos encontremos -cuando menos con la
misma facilidad o al mismo tiempo- los bienes materiales que nos hacen
falta para cumplir o lograr los fines espirituales que nos
proponemos. Ante este problema de escasez, surge la necesidad del
reparto en el espacio o en el tiempo. Si los bienes fueran absolutamente
abundantes, podríamos usarlos sin ninguna referencia al Derecho. Así
sucede con el aire, que es tan importante para la vida humana ya que su
carencia durante dos o tres minutos puede causar la muerte y que, sin
embargo, su utilización (salvo condiciones especiales) no se encuentra
regulada por el Derecho: a nadie se le dice cuándo debe respirar ni en
qué forma va hacerlo. En cambio, cuando no existe tal abundancia o
cuando esa abundancia puede ponerse en peligro, de modo que no es
posible permitir un uso indiscriminado en común de un recurso, no queda
más remedio que hacer divisiones en el tiempo o en el espacio y otorgar
asignaciones.

Esto significa que, frente a la escasez, tenemos que establecer


unidades en el espacio y/o en el tiempo y reconocer a ciertas personas
derechos exclusivos sobre esas unidades. Por ejemplo, dado que la tierra
es escasa, no queda más remedio que dividirla en propiedades y reconocer
a ciertas personas la titularidad de ciertas parcelas. En otros casos, la
división la hacemos en el tiempo, es decir, establecemos turnos para usar
el mismo bien en diferentes momentos y asignamos los turnos a
determinadas personas.

En cualquiera de estos dos casos, surgen los derechos


subjetivos o individuales. Cuando se trata de bienes fungibles -que
desaparecen con su consumo- esta asignación o división es tanto más
importante: si tenemos diez naranjas y hay diez personas que necesitan
comer para no morir, una noción elemental de justicia nos dice que le
corresponde una naranja a cada uno.
De manera que no ingresan al Derecho ciertas cosas porque son
importantes para el hombre; ingresan las cosas porque son escasas y, por
tanto, requieren un orden para su aprovechamiento. Otro criterio para
que ciertas situaciones sean reguladas por el Derecho es porque afectan
las relaciones humanas y ponen en peligro la vida en común; razón por la
cual se prohíbe el homicidio, el robo y otras conductas antisociales. En
esta medida también -es decir, en tanto que se refieren a la vida en
común- el Derecho regula situaciones sociales a fin de asegurar la
vigencia de ciertos valores morales en los que la sociedad cree y cuya
inobservancia por unos afecta a otros: éste es el caso del Derecho de
Familia.

Por tanto, no es correcto decir que el Derecho no es sino una


suerte de transcripción imperativa de los valores morales. Ni tampoco
puede decirse que los aspectos morales más importantes son recogidos y
respaldados por el Derecho a fin de que no queden al libre arbitrio de la
persona. En realidad, puede haber aspectos morales de la mayor
importancia que no son juridizados; sólo se incorporan al Derecho aquellos
que se refieren a bienes escasos y a situaciones que afectan la vida en
común. No cabe duda de que la obligación moral de no alimentar el deseo
de matar a otra persona es tan grave e importante como la obligación
moral de no matar a otra persona; pero sólo ésta última es incorporada al
Derecho porque sólo ésta última tiene consecuencias sociales.

III. EL DERECHO: UNA FORMA DE ORGANIZACION DE


LAS CONDUCTAS SOCIALES

1. El Derecho como orden auto-generado.

De acuerdo con lo dicho, el Derecho no puede pretender hacer buenos a


los hombres. Se propone a lo sumo que no sean socialmente malos; y aun
este objetivo moderado no tiene un alcance general que abarque todas
las dimensiones del ser humano sino que se concreta a ciertas
circunstancias especiales que se sitúan dentro del marco de la vida social.

Sin embargo, es preciso tener muy en claro que el Derecho no es


simplemente un sistema de prohibiciones que se limitan a decir en forma
imperativa lo que no se puede hacer. En otras palabras, el Derecho no es
el brazo armado de la Etica. Su estructura no es la de una lista de
impedimentos determinada por la moral. Más bien, el Derecho es ante
todo una forma de organización. Por ese motivo, el Derecho no puede ser
visto en negativo como la expresión de un "no" reiterado que pretende
una estabilidad moral, sino que hay que verlo en positivo, como una
compleja red de coordinaciones, prohibiciones y facilitaciones que se
orientan a posibilitar un orden dinámico. Es por ello también que es un
error atribuírle al Derecho una estructura dual basada simplistamente
en lo lícito y lo ilícito, lo permitido y lo prohibido.

En realidad, el Derecho es ante todo y sobre todo una forma de


organización de las conductas sociales. Y ésto no se puede perder de vista
cuando analizamos sus relaciones con la moral.

Una aclaración se impone. Aparentemente, una tal afirmación confirmaría


que el Derecho es en verdad una manera como la moral se hace pública y
se impone coercitivamente. Porque si el Derecho organiza las conductas
sociales, requiere un criterio para hacerlo, una guía que determina cuáles
son las conductas admisibles y cuáles las inadmisibles. En consecuencia,
es la Ética la que le otorga su sustento.

Sin embargo, no es esto lo que quiero decir. Si introduzco la idea de


organización es precisamente para oponer una concepción organizacional
del Derecho a una concepción moralista del Derecho. En realidad, la moral
no es el único criterio para organizar las conductas sociales. Existen
otros criterios que no están vinculados con la moral o que, al menos, no
están directamente relacionados con ella. Por eso, la función
organizadora del Derecho no es sinónimo de una función moralizadora.

En realidad, el Derecho surge ahí donde se necesita un cierto orden. El


Derecho aparece -o debiera aparecer- espontáneamente en una
congestión de tránsito: resulta claro que si todos intentan pasar a la vez
por una misma esquina, nadie va a hacerlo. Por consiguiente, se hace
necesario crear una pauta de orden, establecer ciertas reglas (por
ejemplo, los automóviles de cada calle se turnan cada minuto para tener
derecho al paso y estos períodos se marcan con una luz que es preciso
respetar como base de tal orden). Otro ejemplo clásico es el de la
boletería del cine: cuando una cantidad muy grande de gente se acerca a
la ventanilla para comprar su entrada, es evidente que si todos intentan
comprar a la vez cada uno conseguirá la entrada que desea con mas
dificultad y más lentamente; de ahí que lo racional sea formar una cola y
establecer turnos.

Como puede verse, esta necesidad de orden no necesariamente está en


función de realizar objetivos morales sino simplemente de una mayor
eficiencia en la obtención de lo que nos hace falta, una mayor eficiencia
en la satisfacción de nuestros deseos o intereses, independientemente
de la moralidad de éstos. Puede ser que la película que queremos ver sea
absolutamente inmoral porque contiene escenas inaceptables. Pero, pese
a ello, ese Derecho espontáneo que organiza la venta instaurando el orden
de una cola, contribuye a facilitar la satisfacción con más eficiencia del
inmoral deseo de los compradores.

2. Rechazo a la idea del control social.

La concepción del Derecho que quiero plantear puede evocar de alguna


manera las ideas de Roscoe Pound, cuando éste afirmaba que el Derecho
era el equivalente de una ingeniería social, es decir, una técnica que
permite construir un orden de conductas.

Sin embargo, aun cuando reconozco algún parentesco con la noción de


ingeniería social en cuanto técnica de organización, no puedo coincidir con
Pound en la medida que este autor convierte al Derecho más
precisamente en una técnica de control social.

Personalmente, considero absolutamente inadecuado definir al Derecho


como un medio de control social, ya que ello parece suponer que existe un
ente superior que tiene la “verdad” sobre la forma como deben vivir los
hombres y desde arriba controla las conductas para que se ajusten a las
pautas que él impone. Pienso, por el contrario, que todo en el Derecho es
resultado de la propia actividad de los hombres libres, por lo que no es
un control vertical sino una forma de auto-organización primordialmente
horizontal.

Esta diferencia es muy importante desde el punto de vista de la relación


entre Ética y Derecho.

La idea del Derecho como forma de control social presupone que hay
ciertos valores superiores indiscutibles que determinan de antemano y
para siempre lo que debe hacerse con la sociedad y que son impuestos
como un molde o una plantilla sobre las conductas humanas. En cambio, el
Derecho entendido como organización espontáneamente generada no
implica necesariamente una implantación desde arriba sino una auto-
coordinación de intereses y perspectivas. Obviamente, ello no es
obstáculo para que esa actividad generativa espontánea de orden
establezca a su vez un segundo nivel, que surge de ella misma con carácter
subsidiario, para dirimir las controversias y para aplicar la coerción si
fuera necesario a fin de conservar el orden auto-creado. Pero ni la
dirimencia ni la coerción se realizan en nombre de valores superiores y
eternos sino de los resultados de esa auto-organización social con el
objeto de asegurar precisamente la horizontalidad y la libertad de las
relaciones.

En otras palabras, el Derecho como auto-organización no supone una


suerte de Código Moral superior e inalterable sino un constante burbujeo
de intereses al nivel de la sociedad civil que nacen, colisionan, concuerdan
y desaparecen, y de esta manera construyen relaciones sociales, las
modifican, las destruyen y las reconstruyen. El orden no es impuesto
desde un plano superior y distinto de la propia sociedad, sino que es auto-
generado y está en continuo cambio porque es el resultado de la actividad
de individuos cambiantes; y estos individuos son cambiantes porque están
vivos, y la vida humana es movimiento y cambio en tanto que es libertad
creativa.

Esto no significa que la Ética no tenga relación alguna con el Derecho. Por
el contrario, cada decisión individual, cada conducta que da lugar a ese
burbujeo, no es una toma de posición ciega sino que, dentro de esa
efervescencia creativa, responde a una opción moral. Pero lo importante
es que, si bien el Derecho está informado por la moral en tanto que las
actitudes y preferencias de los individuos que lo construyen tienen una
base moral, el Derecho por sí mismo no es un mero mecanismo de
imposición coercitiva de la moral, el Derecho no convierte en imperativa
una moral superior a él. En realidad, el Derecho es una simple técnica
para consolidar los diferentes puntos de vista de los individuos libres.

IV. LAS NORMAS PROHIBITIVAS

Claro que alguien podría argüir, por la vía del absurdo, que si el Derecho
es una organización espontánea, no deberían existir en rigor normas o, en
todo caso, las normas sólo deberían existir para canalizar los intereses
de los individuos pero de ninguna manera para prohibirlos: sería como el
policía de tránsito que puede hacer esperar a ciertos automóviles en una
esquina para dar paso a otros, pero no puede impedir que un automóvil
salga a la calle ni puede prohibirle que vaya adonde quiera ir ni obligarlo
a ir donde no quiere ir.

Esta observación tiene efectivamente una cierta base; y es por ello que
partes muy importantes del orden jurídico funcionan sólo
supletoriamente y no imperativamente, como es el caso del Derecho de
los contratos. Pero también es cierto que si alguien no hace caso al policía,
éste tiene que sancionar y eventualmente prohibir la circulación de un
vehículo. En consecuencia, toda organización no está formada únicamente
por prohibiciones pero implica siempre un cierto grado de prohibiciones.

Por otra parte, no hay duda de que en ese proceso de concordancias y


discrepancias que constituye el juego social, los individuos encuentran,
dentro de cada época y dentro de cada cultura, un cierto número de
valores comunes. No hay duda también que algunos de esos valores
comunes -no todos- son indispensables para la vida social en los términos
en que la sociedad quiere vivir. Y, en consecuencia, esos valores tienen
que ser impuestos por el Derecho a fin de crear el orden que se quiere.
Nuestra sociedad reconoce, por ejemplo, como valores comunes a la vida
y a la propiedad; y, por tanto, como decíamos antes, prohíbe el homicidio
y el robo como una consecuencia lógica de ese reconocimiento.

Esta comprobación de la existencia de una imperatividad implícita en el


Derecho ha dado lugar en ciertos momentos de la Historia a que se haya
pretendido darle al Derecho el carácter de una moral armada; así se han
aplicado prohibiciones jurídicas que excedían el objetivo de lograr un
mínimo de organización social y que buscaban, más bien, lograr
coercitivamente un máximo de moralidad. Estas experiencias han dado
siempre lugar a un conflicto entre el Derecho y la Ciencia o entre el
Derecho y la creatividad humana, con resultados catastróficos para la
humanidad.

Los ejemplos sobran. El mundo antiguo conocía que la Tierra es redonda,


como lo demuestra el hecho de que, dos siglos antes de Cristo,
Eratóstenes había incluso calculado con bastante precisión su
circunferencia. Y Strabo en el S. I de nuestra era escribió literalmente
que navegando por el Océano Atlántico hacia el Oeste se podía llegar a la
India, y que quizá en el camino se descubrieran uno o dos continentes
habitables. ¿Que pasó con estos conocimientos científicos tan
importantes? Posiblemente, nadie se atrevió a retomar estos atrevidos
planteamientos por el temor de que los prejuicios de la época se
expresaran en sanciones incluso penales; posiblemente, los manuscritos
que contenían estos conocimientos fueron apartados del acceso por el
común de los mortales y enterrados en lo más oculto de las bibliotecas,
considerando que contenían ideas moralmente subversivas que socavaban
las verdades establecidas. El hecho es que ello retrasó el descubrimiento
de América en 20 ó 22 siglos.

Mucho tiempo después, en el S. XVII, Galileo fue prohibido por la


Inquisición de enseñar que la Tierra se movía alrededor del Sol, como
sostenía Copérnico en contra de Ptolomeo. La razón de tal prohibición fue
que esta nueva impiedad de los matemáticos contrariaba las Sagradas
Escrituras y le hacía perder dignidad al ser humano dado que la Tierra ya
no sería el centro del universo.

Calvino en Ginebra se propuso modelar al hombre según su propia noción


de bien; y para dar apoyo a sus ideas morales radicales, hizo uso del
Derecho. La necesidad de fidelidad intransigente a lo que consideraba la
verdadera doctrina, lo llevó a condenar a la hoguera a Servet, a
considerar delito la blasfemia, a meter a personas a la cárcel por trabajar
en día domingo, a sancionar el baile por considerar que atentaba contra
la moral sexual, a obligar penalmente a la gente a que trabaje.
En épocas más cercanas a la nuestra, el nazismo inoculó en los niños la
convicción de que había que denunciar a sus padres si expresaban en la
intimidad del hogar ideas contrarias al régimen, a fin de que el Derecho
nazi pudiera caerles encima con todo su rigor. Y en la revolución cultural
china de Mao, se asignaron las tareas de espías a algunos vecinos para
que vieran si los demás residentes del barrio tenían un comportamiento
"políticamente correcto" en el interior de sus casas.

En mi opinión, ninguna de estas medidas jurídicas ni ninguno de estos


regímenes contribuyó ni al progreso ni a la dignidad del hombre. Porque
la dignidad del hombre está basada en su libertad y porque lo que se
opone al progreso se opone también a su dignidad en la medida que ésta
es la actualización libre de las potencias humanas.

La posibilidad de que el Estado intervenga por medio del Derecho


prohibiendo conductas inmorales, dio lugar hace unos años en Inglaterra
a un debate muy intenso con motivo de la política a seguir respecto de la
pornografía y del homosexualismo. Intervinieron de uno y otro lado
personalidades eminentes del Derecho, como Lord Devlin, el Profesor
H.L.A. Hart, Ronald Dworkin y otros.

Personalmente, pienso que si bien el Derecho puede imponer ciertas


normas morales, este proceso de convertir la moral en ley debe ser muy
prudente y cauteloso, porque la concordancia entre los individuos en
materia de convicciones morales no es necesariamente evidente; por el
contrario, la vivencia social de esos valores admite tantos matices y
sutilezas en términos de conductas efectivas que es posible establecer
una gran cantidad de distinciones que llevan a que el presunto acuerdo
resulte ilusorio.

Es por ello que el Derecho es reticente a incorporar prohibiciones


generales derivadas de valores pretendidamente comunes; sólo incorpora
los más patentes y apremiantes. De ahí que la regla general para el
Derecho sea la tolerancia, la libertad de acción: contrariamente a lo que
se cree comúnmente, la prohibición o la obligación impuesta es una
excepción en el Derecho. En consecuencia, no solamente las prohibiciones
legales deben ser pocas y muy significativas socialmente hablando sino
que, además, no pueden ser establecidas sino con las máximas
formalidades y garantías, es decir, mediante leyes formales. Esta regla
principista se expresa usualmente en las Constituciones de los Estados
modernos mediante la fórmula: "Nadie está prohibido de hacer lo que la
ley no prohíbe ni obligado a hacer lo que la ley no manda".

Mi conclusión en esta materia es que el Derecho puede y debe prohibir


ciertas conductas inmorales. Pero su intervención tiene que ser lo
mínimoindispensable para defender los máximos valores en los que la
sociedad cree. Esto implica que el criterio para tal intervención
prohibitiva debe ser siempre minimalista y que, cuando sea necesario, se
produzca de manera muy específica, deslindando claramente las
conductas prohibidas de las permitidas en todos sus matices: la
prohibición no puede ser jurídicamente enunciada como un principio
general que cae sobre toda una serie de actividades como una sábana que
no permite ver los matices y las diferencias. Por ejemplo, en el caso de la
clonación, parecería claro que los valores cristianos de nuestra sociedad
nos llevan a considerar intolerable que tenga lugar en seres humanos y,
consecuentemente, nos inclinamos a dar una norma legal que la prohíba.
Pero esa ley no debe prohibir la clonación animal y otros experimentos
genéticos similares, ni aun en el caso de que tales conocimientos puedan
servir para algún día realizar la clonación humana. Porque crear por esa
vía una raza de ganado vacuno que de una leche o una carne más abundante
y más nutritiva para la alimentación humana, sería más bien una bendición
de Dios que recibimos por intermedio de la Ciencia. Igualmente, si es
posible crear cerdos cuyo corazón es compatible con el del ser humano y
que dan lugar a menos dificultades de trasplantes, no solamente no
debemos prohibir la investigación sino nos corresponde alentarla y
premiarla, precisamente por razones morales.

Es muy importante que el criterio de evaluación moral que inspire al


Derecho no sea un naturalismo simplista y regresivo. En los tiempos
actuales, no solamente no debemos sino que no podemos tenerle miedo a
lo artificial. El hombre ya no es un mero producto de la naturaleza sino
que es un ser inventado por sí mismo. Basta con mirar alrededor nuestro
para comprobar que vivimos en un mundo artificial, en el sentido de que
no es la pura naturaleza: nos vestimos, nos movemos, nos sentamos,
trabajamos con cosas que no son producto de la naturaleza sino del
ingenio humano. Y, lo que es más grave, si regresáramos a un estado
puramente natural, no solamente viviríamos peor sino que probablemente
no podríamos subsistir. El hombre y la naturaleza deben desarrollar una
interacción constructiva, en la que ambos resultan transformados en
beneficio recíproco, dando lugar a un enriquecimiento de la vida humana
y a una cada vez mayor complementación mutua entre lo dado y lo
inventado.

V. LA EFICIENCIA COMO CRITERIO DE ORGANIZACIÓN DE


LAS CONDUCTAS SOCIALES
De acuerdo con lo dicho, el Derecho funciona en un gran número de
situaciones al margen de la Ética; y quizá, en ciertos casos, incluso contra
la moral, cuando necesidades de orden exigen el sacrificio de un valor
moral. En estas situaciones, la insistencia en aplicar criterios morales a
las soluciones jurídicas puede resultar un obstáculo epistemológico que
no permite comprender la naturaleza de la situación.

1. La neutralidad moral del orden

Esta relativa independencia del Derecho frente a la Moral conlleva que


existan numerosas situaciones en las que la solución no consiste en la
aplicación de una norma moral sino simplemente en encontrar la forma
más eficiente de organizar las conductas sociales a fin de que cada uno
de los miembros de la sociedad pueda, en la medida de los posible, realizar
sus posibilidades e intereses.

Cuando me referí a la organización de los compradores de boletos frente


a la ventanilla de un cine, hice notar la necesidad de un orden que sólo
tiene por objeto darle fluidez a la venta. Ahora bien, este orden puede
ser obtenido de múltiples maneras. En unos casos se empleará el sistema
de la cola, en otros casos se utilizará una suerte de cola virtual
entregando a cada persona que llegue un papel con su número; y así
sucesivamente. Los procedimientos varían y los criterios en los que se
basan también pueden ser distintos. Es posible optar porque tengan
derecho a comprar primero los primeros que llegan. Pero también puede
establecerse que la preferencia la tendrán las familias que vienen al cine
con hijos pequeños. O, por último, se puede vender prioridades o
derechos para comprar primero; así se venderían los boletos en el orden
que resulte según quién esté dispuesto a pagar más por el derecho de
comprar boletos primero, de manera que la venta de entradas al cine se
desarrollaría en una suerte de remate. Nada de esto tiene relación con
la moral sino simplemente con el orden y con los intereses que tienen que
ser coordinados.

Si tratamos de la congestión de tránsito y de la necesidad de establecer


turnos para el paso, también encontramos ahí una variedad de opciones.
Puede reglamentarse que pasa por el crucero un automóvil de cada calle
por vez, de manera que se van intercalando. O puede autorizarse el
tránsito por el crucero de todos los automóviles que sean capaces de
pasar en un minuto, de manera que se establezcan turnos con ese lapso.
Pero también podría disponerse que los turnos sean de un minuto y medio
o de treinta segundos, sin que la decisión tenga nada que ver con la moral
sino exclusivamente con la eficiencia del sistema de turnos.

En materia automovilística, un claro caso de determinación moralmente


neutra de las reglas es la decisión del lado de la calzada por el que se
maneja. Hay países que manejan por la derecha, hay países que manejan
por la izquierda. ¿Qué lado es mejor? Probablemente, ninguno tiene una
superioridad sobre el otro. En alguna oportunidad, se hicieron estudios
orientados a demostrar que lo debía hacerse era manejar por la derecha
porque los hombres somos diestros “por naturaleza”; de esta manera, un
imperativo de Derecho Natural (otro nombre de la Moral) obligaría a que
los reglamentos de tránsito de todos los países ordenen el manejo por la
derecha. Sin embargo, esos estudios resultaron ridículos y más bien
demostraron que daba exactamente lo mismo manejar por un lado o por
otro. Lo único realmente importante es que, sea que se maneje por la
derecha o por la izquierda, debe manejarse por un solo lado. Vemos así
cómo la necesidad del orden por el orden mismo es más importante que lo
ordenado: lo que se exige para que haya orden, es simplemente una
regularidad.

Podríamos señalar un número incontable de ejemplos en este sentido.


Examinemos la adquisición de la mayoría de edad. ¿Por qué se adquiere la
mayoría de edad a los 18 años y no a los 21 como era antes o a los 25 como
es en otros países? ¿Por qué se exige que para ser candidato a la
Presidencia de la República se tenga más de 35 años y no más de 30 o
quizá más de 40? Puede argumentarse que en ambos casos se necesita
que la persona haya llegado a un cierto grado de madurez; y eso es verdad
en términos muy generales. Pero este argumento tiene poco que ver con
la Moral y más con la organización adecuada de la sociedad. Por otro lado,
las leyes que determinan esas edades no han sido establecidas por el
mérito de ningún estudio psicológico o sociológico que las sustente sino
solamente sobre la base de una convicción vaga en tal sentido. Además,
cada persona es distinta por lo que algunos pueden estar maduros para
disponer de sus bienes a los 16 años y otros no lo están ni a los 25 años.
Y, por último, si una persona suscribe una escritura de venta cuando tiene
17 años y 364 días, ese acto es nulo; pero si lo hace unas horas más tarde,
una vez cumplidos los 18 años, el acto es válido. ¿Puede acaso pensarse
que estas diferencias obedecen a una razón de justicia o de valores
morales? En realidad, se trata simplemente de una necesidad de orden:
la persona es igualmente capaz un día antes de adquirir la mayoría de
edad; pero para que exista seguridad jurídica, es mejor uniformar la edad
y darle un valor absoluto.

Notemos que, cuando nos encontramos en estos casos frente a una opción
que no nos satisface, puede suceder que el motivo de nuestro desacuerdo
se fundamente en razones axiológicas. Sin embargo, la importancia del
orden es tal que ese desacuerdo no puede invalidar la opción. Como decía
Kant, más vale un Derecho injusto a no tener Derecho; porque el Derecho
injusto es cuando menos una forma de orden.

Esta es, por ejemplo, la situación de la prescripción. Podemos pensar que


una persona que se ha apropiado ilícitamente de un inmueble de otro, no
debe nunca ser considerado propietario; más bien, el dueño debe tener
siempre abierta la posibilidad de recuperarla. Si admitimos que esa
persona que actuó deshonestamente se niegue a devolverla a su legítimo
propietario y se quede con la casa de la que se ha apoderado, estaremos
frente a una inmoralidad. Sin embargo, el Derecho no quiere -por razones
de orden- que la discusión de la legitimidad de la propiedad pueda ser
discutida hasta remontarse a illo tempore. Por eso se establece la
prescripción llamada usucapión, que dispone que quien ocupe una casa
como si fuera el dueño sin que su propietario se la reclame durante un
cierto tiempo, adquiere la casa en propiedad. ¿Es inmoral que se premie
al ladrón? Posiblemente, sí; pero es necesario desde el punto de vista de
la lógica del Derecho. Por otra parte, antes se disponía que el plazo para
esa prescripción absoluta era de 30 años; el nuevo Código Civil la ha
rebajado a 10 años. ¿Cuál es la base para establecer esos plazos?
Ciertamente no la moralidad: únicamente la conveniencia social. En la
época actual donde las transacciones son más frecuentes y donde todo
funciona más rápidamente, 30 años parece un plazo demasiado largo para
dar seguridad a los bienes que serán objeto de transacciones.

2. La idea moral de culpa como obstáculo para una adecuada


organización social.

La concepción moralista del Derecho tiende a construir el sistema


normativo en torno de la subjetividad, ya que la Moral es eminentemente
un problema del individuo en tanto que tal. Es por ello que el Derecho
moralista acentúa la idea de responsabilidad subjetiva y de culpa como
base del sistema. De esta forma, no hay responsabilidad sin culpa; y a su
vez, no hay culpa sin responsabilidad y sanción. Notemos la afinidad que
existe, desde esta perspectiva, entre el análisis de una situación jurídica
y el examen del pecado: no puede haber acto ilícito sin culpa
como nopuede haber pecado sin culpa, es decir, sin que medie una
responsabilidad personal del individuo, sea por hecho intencional o
negligente.
Veamos cómo la distinción entre la concepción moralista y la función
organizadora del Derecho afecta la teoría de la responsabilidad
extracontractual.

Como es sabido, la responsabilidad extracontractual es la que se encarga


de crear un balance en las conductas de los individuos cuando no media
entre ellos una relación contractual previa. Si dos personas han firmado
un contrato y uno le causa un daño al otro incumpliendo la obligación
convenida, ese otro que ha sido frustrado tiene derecho a exigirle la
prestación pactada en el contrato y además una indemnización por los
daños y perjuicios. Pero, ¿qué sucede cuando una persona causa un daño
a otra sin que hubiera contrato alguno entre ellas?

Desde una perspectiva moralista, los juristas dirán: si ha habido dolo o


culpa del causante, éste debe pagarle una indemnización a la víctima. Pero,
¿cómo queda la víctima del daño si no ha habido ni dolo ni culpa en el
causante? Ah, se dice, entonces es un accidente y cada uno soporta el
daño que recibe accidentalmente. No se lo puede pasar a nadie. No le
puede cobrar a nadie una indemnización porque, como dicen los ingleses,
se trata de una situación que no tiene un responsable humano sino que es
el resultado de un acto de Dios.

Esto significa que no se puede obligar a una persona que pague por un
accidente si no ha sido responsable por el mismo. No cabe duda de que
la idea que está detrás de este punto de vista es más la de sanción que la
de reparación, ya que la indemnización es sólo un correlato de la culpa: el
responsable de haber causado un daño tiene que ser de alguna manera
castigado y es por eso que paga una reparación a la víctima. Pero, como
se puede apreciar, las ideas de responsabilidad, sanción, perjuicio
culpable, etc. son ideas morales.

Ahora bien, sucede que muchas veces la sociedad tiene la forma de evitar
que el accidente se produzca, pero no la quiere usar. Por ejemplo, los
accidentes de tránsito no se producirían si la sociedad prohibiera ciertas
conductas: salvaríamos muchas vidas humanas si se prohibiera el uso de
automóviles; o, para no ser tan exagerados, si sólo se permitiera que
circulen automóviles que no puedan ser conducidos a más de 10 kms. por
hora. Pero sucede que todos queremos que hayan automóviles porque son
muy cómodos; y todos queremos que vayan bastante más rápido que 10
kms. por hora. Sin embargo, sabemos también a ciencia cierta que ello
originará inevitablemente un cierto número de accidentes de tránsito al
año, incluso un cierto número de muertos. No es que se pueda aspirar a
gozar del automóvil y a la vez reducir los accidentes a cero. Eso es
imposible. Por tanto, si queremos que hayan automóviles es que
indirectamente estamos queriendo también que hayan heridos y muertos,
como un costo que es preciso pagar por las ventajas que nos da la
velocidad de transporte.

Ahora bien, esas personas que son víctimas de la comodidad de todos,


deben recibir una indemnización que repare en parte el daño sufrido. En
consecuencia, como dentro de la teoría moralista de la responsabilidad la
indemnización es siempre vista como un castigo y el castigo está
inevitablemente ligado a la idea de culpa, es preciso encontrar a un
culpable de todas maneras en cada accidente a fin de que la víctima sea
reparada. De esta manera, los accidentes dejan de ser propiamente
accidentes para convertirse a la fuerza en actos negligentes que
teóricamente se hubieran podido evitar. Sin embargo, no hay duda de que
existe una dimensión de verdadero accidente en estos casos puesto que
sabemos que estadísticamente esas situaciones se van a presentar de
manera inevitable. Y, de otro lado, muchas veces es preciso crear al
“culpable” a posteriori y forzando las circunstancias, porque el nivel de
previsibilidad y de inevitabilidad era mínimo dentro de la situación que
dio lugar al accidente automovilístico. Pero si no forzamos las
circunstancias para encasillarlas dentro de la noción de negligencia, no
habría culpa; y si no hay culpa, no hay obligación de pagar una
indemnización. Esto significaría que si no violentamos la noción de culpa
para convertir a casi todo causante en culpable, nos encontraríamos que,
a pesar de que el automóvil y la velocidad es algo de lo cual nos
beneficiamos todos, los heridos a causa de los verdaderos accidentes
(aquellos donde la culpa es difícilmente discernible) no encontrarían
culpable y, por tanto, tendrían que soportar pacientemente su desgracia
como proveniente de Dios, porque sería inmoral cargarle la
responsabilidad a alguien que no tenga la culpa.

En cambio, si entendemos el Derecho como organización de la conducta


humana, la responsabilidad extracontractual puede ser perfectamen
te construida sobre una base objetiva, independiente de la culpa. En
efecto, si tenemos en cuenta que existen mecanismos difusores de los
costos sociales a través del mercado, no hay inconveniente en hacer que
pague la reparación una persona que no ha sido culpable del accidente,
siempre que éste a su vez pueda descargarse de ese costo
distribuyéndolo dentro de la sociedad cargándolo al precio de un
producto. En ese sentido, la obligación del pago de la indemnización
correspondería no al culpable, subjetiva o moralmente hablando, sino a
aquél que puede mejor distribuir ese costo dentro del conjunto de la
sociedad a través del mercado.

Liberado de la presión de la Moral que lo conmina a que no obligue a pagar


una reparación a quien no es culpable, el Derecho se preocupa, entonces,
de organizar de la manera más eficiente la reparación de la víctima sin
pretender sancionar a nadie. En ese sentido, cuando hay un accidente de
tránsito en el que un vehículo atropella a un peatón, se puede atribuir la
obligación objetiva de pagar, por ejemplo, al conductor o al propietario
del vehículo no porque éste sea realmente culpable ni porque se le
convierte en un culpable ficto, sino porque tiene mejores posibilidades
de tomar un seguro que el peatón: el propietario asegura su automóvil
contra daños a terceros y, en esta forma, permite que los mecanismos
sociales y económicos reparen a la víctima sin que a su vez resulte nadie
plenamente afectado por la obligación de pagar la indemnización.
Igualmente, cuando el accidente se produce por una interacción entre una
empresa y un particular, puede obligarse a pagar la reparación a la
empresa porque ésta a su vez diluye estos costos en la sociedad por el
mecanismo de los precios (salvo el caso de empresas en campos de
productos de demanda inelástica).

Claro está que lo dicho no se aplica al caso de los daños que realmente se
producen con dolo o negligencia grave, porque entonces el aspecto
sancionador conserva su vigencia. Dicho en otras palabras, en los daños
cotidianos y ordinarios -que no son el resultado de dolo ni culpa grave- el
Derecho se encarga de que la víctima tenga una reparación aprovechando
los mecanismos de mercado, independientemente de la idea moral de
culpa. En cambio, cuando hay dolo o negligencia grave, la culpa sigue
teniendo vigencia.

3. Las opciones trágicas

Por otra parte, el Derecho se ve obligado a asumir opciones que


sacrifican valores morales en aras de una mejor organización no
solamente del placer y de la fortuna sino también del dolor y de la
desgracia. Como dice Calabresi, no sabemos por qué existe sufrimiento
en el mundo. Pero sí sabemos cómo el mundo decide que este sufrimiento
afecte más a unas personas que a otras.

Hemos planteado que el Derecho aparece siempre que existen


condiciones de escasez, como una forma de repartir los bienes sociales
cuando no todos pueden gozar de todo o cuando no todos pueden gozar
de tales bienes a la vez; es entonces que se hace necesario partir
espacialmente o establecer turnos temporales.

Sin embargo, la escasez obliga a veces a realizar una partición que vulnera
nuestros sentimientos morales, pero que resulta inevitable. Para utilizar
la expresión de Calabresi, el Derecho tiene muchas veces que decidir en
medio de "opciones trágicas" (tragic choices). En ellas, la paradoja
resulta inevitable y la tragedia no descansa. Pero esa tragedia es ante
todo una crisis moral: se presenta un conflicto de valores que no pueden
ser respetados simultáneamente: aunque sentimos que debiéramos
cautelar ambos, sólo es posible que uno prevalezca. En consecuencia, el
Derecho tiene que realizar una opción trágica, en la que ciertos valores
morales serán sacrificados.

Para entender este tipo de situaciones críticas, imaginemos el reglamento


de un hospital del Seguro Social que disponga que los enfermos
terminales sean enviados a sus casas. Podríamos pensar que ésta es una
norma cruel y amoral: ¿cómo es posible que quien va a morir sea
abandonado por los médicos de la Seguridad Social, intencionalmente
desatendido y arrojado a la calle por mandato de la ley? ¿Acaso el
moribundo no se encuentra precisamente en el tipo de situación que
requiere más cuidado, amor y compasión? ¿Es que los médicos del Seguro
Social no tienen corazón ni criterio moral? Sin embargo, debe tenerse en
cuenta que ese hospital tiene un número limitado de camas y una cantidad
enorme de pacientes que esperan su internamiento. En consecuencia, ante
la escasez, el Derecho toma el partido de los pacientes que pueden ser
curados y que necesitan esas camas, abandonando a aquellos otros que no
tienen remedio. ¿Cómo no negar que esto es duro y que hiere nuestros
sentimientos morales? Pero la escasez nos obliga a escoger
inexorablemente; y el Derecho -que es, ante todo, un administrador de la
escasez- tiene que hacerlo aunque la Moral se resienta.

VI. LA ORGANIZACIÓN JURÍDICA DE LO INTOLERABLE


MORALMENTE.

Regresemos a las normas imperativas que prohíben aquello infringe lo que


constituye el mínimo insoslayable de moral social.

Conforme a lo que hemos visto anteriormente, el Derecho sólo puede


prohibir lo intolerable, aquello que excede del límite de tolerancia moral
de una determinada sociedad. Y ciertamente no todo lo que es
moralmente reprobable resulta también intolerable. Por consiguiente,
hay actividades cuya inmoralidad es manifiesta pero que no es
conveniente que el Derecho las prohíba.

Un ejemplo típico en tal sentido lo constituye la prostitución, que en la


mayor parte de los países modernos no está tipificada como un ilícito
penal: la prostituta no es una delincuente ni puede ser detenida ni
perseguida por el sólo hecho de ejercer el meretricio, ya que ésta es una
actividad legalmente permitida. Aún más; puede ser necesario que a estas
actividades inmorales pero legalmente lícitas se les
otorgue un status jurídico, con su propio reglamento, a fin de proteger
ciertos intereses sociales. En el caso de la prostitución, su ejercicio se
encuentra sujeto a normas que exigen, entre otras cosas, que las
prostitutas deban tener un carnet vigente que acredite que están
autorizadas para realizar ese oficio porque se encuentran libres de
enfermedades contagiosas; y para mantener tal autorización deben
someterse a exámenes médicos periódicos. En este caso, el interés
general de la salud pública, lleva a legalizar y reglamentar la actividad
inmoral a fin de controlar mejor sus consecuencias socialmente negativas.
Estamos ante una conducta inmoral pero tolerable.

Sin embargo, existen otras conductas inmorales que resultan


simplemente intolerables porque el mero hecho de que se produzcan hiere
de manera muy profunda la sensibilidad moral de una época o de un pueblo.
En ese caso, no se puede autorizar expresamente (otorgando carnets) y
ni aun siquiera tolerar tácitamente omitiendo toda referencia legal: es
preciso prohibir. Pero hay que tener muy en cuenta que prohibir no
significa desconocer la realidad por decreto, no significa negarse a
aceptar que esas conductas se producen y que tienen múltiples
consecuencias dentro del orden social. Y todo lo que es parte de la
realidad y que tiene significación social, tiene que ser organizado
socialmente a través del Derecho. Debido a esa confusión entre Moral y
Derecho que he denunciado antes, a veces se teme que regular
jurídicamente sea de alguna forma legalizar y quizá incluso legitimar
moralmente lo ilegitimable; y por ello se prefiere que el Derecho se limite
a prohibir y castigar, sin siquiera organizar no ya las conductas inmorales
sino tampoco los resultados sociales de ellas. Pero el Derecho tiene que
organizar los resultados de todas las conductas, sean morales o
inmorales, porque todos estos efectos forman parte de la trama social.
Por consiguiente, aun en el caso de las conductas moralmente
intolerables, es preciso ordenar jurídicamente sus consecuencias
sociales.

No cabe duda de que uno de los campos más álgidos, en los que esta
relación entre la Moral y el Derecho ha revestido características
dramáticas en los últimos años, es el de la Biología moderna. Aquí
nuevamente se presenta el dilema de saber si el Derecho cumple una
función moralizadora simplemente (es decir, si debe limitarse a impedir
las conductas inmorales y lograr la moralidad) o si cumple, además, una
función organizadora independientemente de los aspectos morales.
Quizá la primera gran discusión en esta materia se planteó primero con
motivo de la inseminación artificial y de la fecundación en probeta. Estas
nuevas posibilidades que abría la ciencia dieron lugar a una gran variedad
de situaciones con relevancia jurídica. El Profesor Marcial Rubio, en su
estudio titulado "Las reglas del amor en probetas de laboratorio", ha
encontrado al respecto 329 posibles situaciones jurídicamente
diferentes. Muchas de estas situaciones no tienen solución legal en el
orden jurídico actual; y, sin embargo, reclaman alguna.

Para dar una idea de la rica problemática jurídica que la inseminación


artificial plantea, revisemos algunos de los casos posibles. Adoptemos
como hipótesis que la ley debe prohibir la inseminación heteróloga -es
decir, la que tiene lugar con elementos genéticos externos al matrimonio-
por cuanto se considera moralmente intolerable. No estoy seguro de que
lo sea en todos los casos, pero utilicemos la hipótesis de la prohibición
más radical a fin de comprobar cómo, aun en tal hipótesis extrema, el
Derecho tiene que organizar y regular aspectos vinculados a dicha
inseminación heteróloga prohibida.

Si tal tipo de inseminación está prohibido, quienes la lleven a cabo -tanto


los beneficiarios como los médicos y los llamados donantes- incurrirían
en un delito y podrían recibir diversas sanciones, incluyendo la cárcel. Sin
embargo, no hay que olvidar que es frecuente que el ser humano infrinja
las leyes, a pesar de que las sanciones sean muy drásticas; y, por ello, bien
puede suceder que ese tipo de inseminación se lleve a cabo: una pareja
que no puede tener hijos recibe una donación ya sea de esperma o de
óvulo de una persona ajena al matrimonio (a veces un hermano o hermana,
otras un donante anónimo) y así concibe un niño. Imaginemos que ese niño
cuando sea mayor se entera y logra probar que el esperma no provino del
esposo de su madre sino de una persona que luego adquirió una gran
fortuna. Cuando muere el donante, ¿podría ese niño reclamar parte de la
herencia aduciendo que es su hijo? La legislación actual no lo permite;
pero tal prohibición se debe a la necesidad de dar seguridad cuando
menos formal a la familia, teniendo en cuenta el carácter incierto de las
pruebas clásicas de paternidad: ya que no se podía demostrar
médicamente a cabalidad que el hijo era de un tercero, el Derecho optó
por considerarlo irremisiblemente del esposo a fin de evitar una situación
de perniciosa incertidumbre. Sin embargo, ahora que se cuenta con la
prueba genética que tiene una seguridad casi absoluta, tendríamos quizá
que reconsiderar el asunto. ¿No podríamos entender jurídicamente que
esa persona resultante de la inseminación artificial heteróloga es hijo
biológico del donante y una suerte de hijo adoptivo del esposo de su
madre que lo crió? Hasta hoy, legalmente no es así; porque el hijo es de
la madre que lo dio a luz y del marido de ésta en tanto no haya impugnado
su paternidad dentro de un plazo relativamente corto. Pero el hecho de
que ahora se pueda demostrar en cualquier momento de la vida del sujeto
que el óvulo o el esperma -y quizá ambos componentes genéticos-
provienen comprobadamente de terceros identificables, ¿no varía la
situación respecto de la herencia?

Avancemos un paso más en el ejercicio. Supongamos que prohibimos


también la fecundación homóloga -es decir, con esperma del propio
marido- cuando el marido ha muerto, como lo pide la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Sin embargo, una mujer desesperada por el
fallecimiento de su esposo, seis meses o un año después del deceso,
aprovecha que éste ha dejado esperma congelado en un hospital y pide
que la inseminen. El niño que nace, ¿es hijo del marido?, ¿puede llevar su
apellido? Si luego muere el abuelo biológico, ¿podrían sus primos ganar un
juicio contra éste niño para dejarlo sin participación en la herencia? Más
allá de la realidad biológica, ¿el solo hecho de que la madre fuera
fecundada con posterioridad al matrimonio hace que el concebido pierda
su nombre y sus parentescos familiares y, consecuentemente, toda
participación en la fortuna familiar? La legislación actual, pensada en
función de la idea de que el padre siempre está perfectamente vivo al
momento de la fecundación, llevaría a desconocer jurídicamente la
filiación y los derechos hereditarios de la persona así concebida si el
parto tiene lugar después de los 300 días contados a partir de la muerte
del marido. Y nadie ha querido modificarla porque se piensa que si se
otorgan derechos de filiación a esa persona respecto del marido pre-
muerto, se está de alguna manera reconociendo la validez de la
fecundación post mortem, lo que constituye una inmoralidad. Pero, ¿no es
acaso también una inmoralidad que ese niño de probeta resulte un ente
sin padre y sin nombre?

Otra situación originada en la nueva Biología que conmovió a la doctrina


jurídica fue la de los "vientres alquilados".

Cuando se conocieron los primeros casos en que una mujer había alquilado
su vientre a cambio del pago de una cierta suma de dinero a fin de que se
le coloque un óvulo fecundado (un embrión) para que lo geste y lo dé a luz,
se produjo una intensa reacción porque se consideraba que ésto era
moralmente intolerable. Por ello se exigió que el Derecho simplemente
prohibiera tales acuerdos y no los regulara en forma alguna, ya que la
regulación era percibida de alguna manera como una convalidación moral.

Sin embargo, para los abogados las cosas no son tan simples ni tan
evidentes.

La situación jurídica es legalmente más clara cuando el contrato de


alquiler de vientre incluye que la mujer gestante aporte también el óvulo,
como sucedió en el famoso caso de la familia Stern contra la familia
Whitehead en los Estados Unidos en el año de 1987[i]. La señora Stern no
podía concebir descendencia y por ello el señor Stern celebró un contrato
con la señora Whitehead para que fuera artificialmente inseminada con
el esperma de él, ella gestara al concebido, le diera a luz y luego lo
entregara a la pareja Stern. Todo ello a cambio del pago de USD $10,000
y de los gastos médicos correspondientes. Es importante señalar que el
esposo de la señora Whitehead aceptó que su mujer fuera gestante de
un hijo de otro, y declinó de antemano su paternidad. Una vez que la niña
nació, la madre quiso retenerla a pesar de las estipulaciones del contrato
de subrogación, y el caso tuvo que ir al Poder Judicial.

El caso fue conocido en primera instancia por la Corte Superior de New


Jersey, en 1987.

Parece normal que Melissa, la niña resultante, fuera considerada por la


Corte como hija de la señora Mary Beth Whitehead y del señor William
Stern, sus padres biológicos. Pero, ¿debía la madre entregar la custodia
de la niña al padre y cumplirse de esta manera cuando menos parcialmente
el contrato? La Corte expresa su total acuerdo con el principio de que
producir un niño por dinero o comerciar con un niño es algo denigrante
para la dignidad humana; y recuerda que la Décimo Tercera Enmienda de
la Constitución norteamericana prohíbe este tipo de tratos. Sin embargo,
considera también que el contrato en discusión no atenta contra la
mencionada enmienda porque el señor Stern no está comprando un hijo
de otros ya que, tratándose de su propia esperma, es propiamente un hijo
suyo. Por tanto, sostiene la Corte que el pago realizado no es por el precio
de una niña sino por los servicios prestados por la madre, la que aceptó
ser impregnada y llevar adelante el embarazo. En otras palabras, la Corte
consideró que el contrato no era uno de compraventa de seres humanos
(lo que hubiera implicado una inconstitucional variante de la esclavitud)
sino uno de locación de servicios que no se encuentra prohibido por el
ordenamiento jurídico: el señor Stern no le compraba una hija a la señora
Whitehead porque, de un lado, tenía derecho a ella en tanto que era su
propia hija y, de otro lado, el contrato no podía legalmente entenderse
como que la señora Whitehead dejara de ser madre de la niña. En
consecuencia, la niña era hija legalmente del señor Stern y de la señora
Whitehead. Sin embargo, la Corte comprobó que la madre tenía un hogar
complicado, con un marido alcohólico. En consecuencia, en el interés de la
niña, ordenó que la madre (Whitehead) fuera desprovista de la patria
potestad y que la custodia definitiva de la niña fue entregada al padre
(Stern). La sentencia termina con esta frase: "La Corte afirma que
Melissa merece nada menos que estabilidad y paz".
Esa sentencia fue apelada por la señora Whitehead ante la Corte
Suprema de New Jersey. Como puede apreciarse, la sentencia era muy
discutible y da una idea de los términos en que se presentan judicialmente
estas cuestiones. Nótese que no existía ninguna prohibición expresa en
el Derecho norteamericano que hiciera nulo el contrato de subrogación.
Sin embargo, la Corte Suprema de New Jersey interpretó que esa
prohibición existía en forma tácita, sin que tuviera importancia legal el
hecho de que no fuera expresa; y por ello declaró nulo en parte el fallo
de la Corte de Primera Instancia en el sentido de que no se podía privar
a Mary Beth Whitehead de la patria potestad porque ella era realmente
la madre[ii]. Pero la solución de la Corte Suprema de New Jersey no fue
radicalmente diferente de la de la Corte Superior porque, sin perjuicio
de establecer un régimen de visitas a su hija para la señora Whithead en
tanto que madre, otorgó siempre la custodia al señor Stern, basándose
exclusivamente en la determinación de cuál de los dos padres era más
responsable y podía cuidar mejor de la hija común.

Ahora bien, el caso resulta mucho más difícil si, aun cuando exista
prohibición legal de celebrar un contrato de subrogación, la madre
gestante no ha aportado tampoco el óvulo sino que tanto el esperma como
el óvulo han sido proporcionados por el matrimonio que contrata el
vientre. Supongamos que una pareja que es fértil pero que la esposa no
puede retener un embarazo durante los nueve meses, decide alquilar el
vientre de otra mujer para lograr el hijo de ambos que anhelan pero que
no pueden llevar a término. Celebran un contrato de subrogación en el que
la gestante no es simplemente inseminada con esperma del marido -como
fue el caso Baby M- sino que se le implanta un embrión constituido por un
óvulo de la mujer fecundado por el marido. Esta gestante acepta realizar
este servicio porque necesita el dinero para darle una mejor educación a
los hijos que tiene con su propio esposo.

Imaginemos que, una vez tenido al hijo, la gestante se niega a entregarlo


a quienes le implantaron el embrión. Si existe prohibición legal de
celebrar contratos de subrogación, el acuerdo entre la pareja y esa
mujer, no puede ser tomado en cuenta. En consecuencia, el hijo
corresponde legalmente a la mujer que lo gestó y a su marido. Pero sucede
que el hijo corresponde biológicamente a la pareja que contrató el alquiler
de vientre. Y, por otra parte, el marido de la gestante rechaza la
paternidad. ¿Debe ese niño ser considerado simplemente como un hijo
ilegítimo de la gestante de padre desconocido? Y si los padres biológicos
tuvieran una fortuna mayor que la madre gestante, ¿ese niño se queda sin
heredar esa fortuna aunque es el hijo biológico sólo porque no es hijo
legal? Todo ello a fin de no reconocer jurídicamente un contrato que
denigra la dignidad humana; pero, ¿es ésta la manera de proteger la
dignidad humana?
El último caso que quiero mencionar es el de la clonación. No cabe duda
de que se puede establecer por muy buenas razones morales que es ilícito
clonar a las personas humanas y, consecuentemente, la ley puede prohibir
la clonación humana y quizá hasta los experimentos científicos
conducentes directamente a ella. Pero el Derecho tiene que hacer algo
más: tiene que prever la forma como se insertará en la vida social un
individuo clonado si, a pesar de las prohibiciones, se lleva a cabo la
clonación.

Si alguien clona a una persona, el problema no queda resuelto con enviar


a la cárcel al responsable. La persona clonada está ahí y el Derecho tiene
que establecer también lo que se debe hacer con el clon. Como es una
persona humana, tenemos no solamente que respetarle su vida sino
también integrarlo a la sociedad con derechos plenos.

Esto significa que el Derecho debe tener normas que definan la identidad
del hombre clonado. Recordemos que, mediante el procedimiento de
clonación, se retira el código genético de una célula fértil y se le sustituye
por el código de otra persona. Por consiguiente, en este procedimiento
intervienen varios “padres”. En primer lugar está el padre que aportó el
semen y la madre que aportó el óvulo; pero luego el óvulo fecundado es
desprovisto de lo más esencial de su estructura: su código genético que
es lo que precisamente le da la identidad y hace que el nuevo ser sea
efectivamente hijo de quienes pusieron esperma y óvulo. Y entonces una
tercer persona -hombre o mujer- le aporta un nuevo código genético que
es introducido en ese óvulo fecundado que prácticamente se convierte
simplemente en un medio material con el que se construirá el nuevo ser
humano conforme a los patrones del código genético adquirido
posteriormente a la concepción. Todavía ese óvulo radicalmente
transformado puede ser devuelto al vientre de la mujer que suministró
el óvulo original o, si se quiere hacer aún más difícil el problema jurídico,
implantado en otro vientre. En cualquier caso, la madre que dé a luz, sea
la original o una tercera, tendrá muy poco que ver biológicamente con el
recién nacido cuyo código genético lo vincula biológicamente a otra
persona. Y lo mismo sucede con el padre que aportó el esperma.

Por tanto, el niño resultante se parecerá físicamente al donante del


código genético y no a los presuntos “padres” que aportaron el semen y el
óvulo. Si se realizan las pruebas genéticas de paternidad, ese niño
aparecerá vinculado a la familia de quien aportó al código genético y no a
las familias de sus padres “naturales”. Peor aún, probablemente podrá ser
considerado genéticamente como hijo ni siquiera de quien aportó el
código sino de los padres de éste. En otras palabras, mientras que en la
filiación normal los que aportan los gametos son los padres biológicos,
aquí nos encontraríamos que más decisivo biológicamente en la formación
de la identidad física del nuevo ser es el tercero que aportó el código
genético posteriormente a su concepción. Pero éste a su vez no podría
ser visto como padre biológico, porque genéticamente es más un
“hermano” que un padre. De modo que, desde un punto de vista puramente
genético, casi podemos decir que no tiene padres.

Todo esto resulta, sin duda, muy complicado desde el punto de vista
jurídico. No cabe duda de que es indispensable determinar legalmente
quiénes deben ser considerados como los padres de este ser que,
independientemente de que sea resultado de una clonación, es una
persona humana. El Derecho tiene que decirnos quién es su familia para
efectos, por ejemplo, de los impedimentos matrimoniales. También el
Derecho debe prever cómo se va a llamar, cómo se va a establecer su
partida de nacimiento ya que éste es un documento esencial para la vida
ciudadana. El Derecho debe decidir quiénes están obligados a mantenerlo
y a educarlo hasta que alcance la mayoría de edad y a quien le
corresponde heredar, llegado el caso.

Todavía podemos imaginarnos muchas otras situaciones complejas con


relación a esa realidad insoslayable que sería el hombre clonado
ilegalmente. Por ejemplo, si la clonación se produjo en el extranjero pero
la célula base fue tomada de un peruano, el clon resultante ¿es peruano o
es extranjero? En el Perú seguimos tanto el principio del ius soli como el
del ius sanguinis, esto es, consideramos peruano tanto al que nace en el
territorio del Perú como al hijo de padres peruanos. Imaginemos que el
ser clonado nace en el extranjero; por tanto, no le corresponde la
nacionalidad por ius soli. Pero, aún cuando quienes colocaron el semen y
el óvulo fueran peruanos, ¿podemos aplicar el ius sanguinis y considerar
peruano al nuevo ser si su código genético -que es el elemento esencial
de su identidad- fue proporcionado por un extranjero? Más radicalmente,
¿es aplicable el ius sanguinis a quien no tiene propiamente padres, a pesar
de que la Constitución se refiere específicamente a la condición de “ser
hijo de padre o madre peruanos”? Para tomar un tema de moda, ¿podrá
ese clon aspirar un día a la Presidencia de la República?

VII. CONCLUSIONES

En resumen y para concluir, la relación entre la Moral y el Derecho no es


tan obvia ni tan inmediata como a veces se piensa.

No me cabe la menor duda de que la Moral es una dimensión


importantísima de la persona humana: creo que la Moral nos hace
humanos; y que vivimos con una exigencia ética permanente.
Pero esto no significa que cada aspecto de nuestra vida sea simplemente
una expresión de la Moral. Y específicamente el Derecho no puede ser
reducido a una Moral en pie de guerra, a una suerte de ética con uniforme
militar.

Claro está que no puedo aceptar las tesis amorales de Geiger, quien
sostiene que las normas jurídicas son meras imposiciones políticas del
Estado, sin referencia alguna a la Moral; ni las de la Escuela de Upsala
que reduce la Moral a vagos sentimientos y, en la práctica, le resta toda
importancia. Pero, sin perjuicio de que la Moral constituya una atmósfera
envolvente de todas las actividades del ser humano, el Derecho no se
orienta directamente ni exclusivamente a la realización de los valores
morales sino que tiene por objeto la organización de la sociedad en
función de varios criterios, entre ellos, los morales.

El Derecho tiene que ser informado por la Moral como todas las
actividades de nuestra vida. Pero no todas las normas morales pueden ser
convertidas en normas jurídicas; ni tampoco todas las normas jurídicas
deben tener su fundamento en normas morales.

Cada una de estas disciplinas tiene su propio campo de acción (sin


perjuicio de que éstos campos se entrecrucen muchas veces); cada una
tiene su propio razonamiento, sus propios métodos, su propia
problemática, sus propios procedimientos; y no es posible confundirlas
entre sí ni derivar una de la otra.

Como conclusión general y preliminar, quisiera afirmar que la Ciencia


moderna -y, en particular, la nueva Biología- plantea al Derecho desafíos
que no pueden soslayarse con pretextos morales. Hay que aprender a
enfrentarlos jurídicamente para encontrarles una solución moral
verdadera.

______________________

NOTAS

William Stern v. Mary Beth y Richard Whitehead (Baby M case).


[i]

217 N.J. Super. 313, 525 A.ed 1128 (1987).

[ii]
In Re: Baby Girl, 14 F.L.R. 2008 (1985).

También podría gustarte