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Fast, Howard - El General Derribo A Un Angel PDF
Fast, Howard - El General Derribo A Un Angel PDF
DERRIBÓ A UN
ÁNGEL
Howard Fast
Howard Fast
urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)
El general derribó a un ángel
-General. señor -dijo el capitán Kelly cuando Mackenzie levantó el auricular del
teléfono y preguntó qué demonios querían-, general Mackenzie. señor; me
parecería que usted ha matado un ángel.
-Repítalo. capitán.
-¿Un qué?
-Sí, general.
-¿Sí. qué?
-Es un ángel. Cuando usted estaba allá matando individuos del Viet Cong...
bien, señor, usted sencillamente mató un ángel.
-Ahora supongo que me llevará a ver ese maldito ángel y que Dios se
compadezca de usted si no lo es.
Pero lo era; más de seis metros de largo y todo un ángel hecho y derecho, de
la cabeza a los pies. Los infantes de marina lo habían tapado con dos pedazos
de papel alquitranado, y era una suerte para ellos que los guerrilleros del Viet
Cong hubiesen desistido de tirarse contra Oueen-to, o simplemente decidido no
luchar por un tiempo, pues tenían poca lucha entre manos y todo lo que los
jóvenes podían hacer era echarse boca arriba en sus trincheras y tratar de no
mirar el enorme cadáver que yacía bajo los papeles alquitranados ni hablar de
eso tampoco: pero a pesar de todo el esfuerzo que hicieron, no dejaban de
dirigir miraditas al bulto y dos de ellos, que descorrieron el papel de manera
que Mackenzie pudiera verlo, lloriquearon un poco. Ello no le agradó al general;
si había una cosa que no Ie gustaba, era soldados que llorasen y vivazmente
dijo a Kelly:
-Sí, señor. De la cabeza a los pies tiene seis metros con sesenta centímetros.
Lo hemos medido.
-Bueno, eso es lo que es -dijo Kelly-. En un ángel. ¿Qué otra cosa puede ser?
El general Mackenzie dio una vuelta en torno del cadáver yaciente y tuvo que
admitir la lógica del pensamiento expresado por el capitán Kelly. Aquel objeto
era blanco, no del blanco de la carne sino del blanco de la nieve, tenía forma
de hombre y estaba desnudo y tendido sobre un lado, con dos grandes alas de
plumas plegadas debajo. Su cabello era de oro hilado y lucía un rostro
demasiado bello para ser humano.
-Sí, señor.
-Sí, señor. Pero no podemos encontrar las heridas. Tal vez su piel sea muy
dura. Pudo haber sido el golpe contra el suelo lo que lo mató.
Kelly, que era un buen católico, titubeó al principio; pero entre un general vivo y
un ángel muerto. la elección no era difícil. Llamó a un pequeño grupo de
infantes de marina, y estos, sin entusiasmo, consiguieron dar vuelta el cuerpo
gigantesco. Cuando Mackenzie se quejó de que unas manchas de barro
dificultaban su inspección, ellos limpiaron perfectamente al ángel. Tampoco de
ese lado había heridas.
-¿Señor?
-¡Maldita sea, Kelly! ¿.Cuántas veces tengo que darle una orden? Dije que lo
envuelvan y lo pongan en el barco.
-El cadáver se encuentra junto a la puerta del hangar F -dijo Mackenzie-. Dejé
un guardia para que lo cuide. señor.
-¡Dios lo condene al infierno. Mackenzie! ¿Sabe usted qué es lo que tiene ahí?
-Sí. señor.
-Tal vez no lo expliquemos, señor. Quiero decir que está ahí. Ha ocurrido. Esa
maldita cosa está muerta, ¿no es verdad? Enterrémoslo. Eso es lo que hacen
los soldados; entierran a sus muertos, se ajustan el cinturón y siguen adelante.
-Por tener iniciativa, Mackenzie, le dan una estrella de oro. Sí señor, general,
eso es lo que le dan. Todos los infantes de marina en Queen-to saben que
usted tiró contra un ángel, lo mató y el ángel cayó. Lo saben el piloto de su
helicóptero y la tripulación, lo cual quiere decir que en este momento lo sabe
todo el mundo en esta base. porque cualquier cosa que aquí ocurre, el último
que se entera soy yo; y esos babiecas de reporteros que están en la base ya lo
saben. para no mencionar a los malditos capellanes. ¡Y usted quiere enterrarlo!
¡Que Dios le conserve la inocencia!
-¿Y qué ha hecho usted con el cadáver de ese ser sagrado si en realidad tiene
cadáver?
-Tiene cadáver, un cadáver muy sólido. Más aún. es tan grande como un
elefante joven: seis metros con sesenta centímetros de alto. Está bajo custodia,
tendido en el hangar F.
El padre O'Malley movió horrorizado de lado a lado la cabeza, miró a sus
colegas protestantes y luego pasó junto a ellos hacia el rabino para
preguntarle:
Dijeron a coro “amén” todos ellos y siguió más silencio, hasta que finalmente
Whitcomb, el episcopaliano. dijo:
-Usted no pregunta a un río por qué es un río ni a un burro por qué es un burro
-dijo Mackenzie-. De todas maneras, interiormente tenemos nuestra opinión
profesional.
-Si esta criatura sagrada está viva -opinó valientemente el rabino Bernstein-,
entonces no sentirá ni odio ni rabia hacia nosotros. Es un ser de amor y
perdón. ¿No está usted de acuerdo conmigo, padre O'Malley?
Así fuese tan sólo porque los ministros protestantes se sentían visiblemente
indecisos, el padre O'Malley se declaró de acuerdo:
-Esa "cosa", como usted lo llama, señor, es un ángel bendito del Todopoderoso
y usted debería cuidar más su alma inmortal que el arma.
-¿A quién cuernos cree usted que está hablando, señor... tan sólo...
Al igual que en las películas del Western, cuando llega lo de que suelen llamar
el. momento "de la verdad" en que el sheriff y el bandolero están cara a cara,
con las manos nerviosamente apoyadas en los revólveres, mientras la
muchedumbre se va alejando silenciosamente de los dos hombres marcados
de esas películas, así los presentes fueron alejándose de Mackenzie hasta que
éste se halló solo... tan solo como puede estarlo cualquier hombre en la Tierra.
El ratón
Sólo el ratón observó el plato volador que descendía hacia la Tierra. El ratón
estaba acurrucado recelosamente en un escondite, crispando nerviosamente
su nariz diminuta, mientras le temblaban todos los nervios por el miedo y la
atención al hacer su aterrizaje el hermoso objeto dorado.
El plato volador (o nave espacial circular, cuya forma era más o menos la de un
sombrero achatado y de ala ancha) pasó rozando el techo de la casa
suburbana de dos plantas, planeó por encima del fondo de la casa y se
acomodó en una maraña de rosales trepadores, escondiéndose entre las
ramas y las hojas de manera que quedaba cubierto por completo. Y dado que
el plato volador tenía tan sólo setenta y cinco centímetros de diámetro y apenas
diecisiete centímetros de altura, el ocultamiento se lograba con bastante
facilidad.
O por lo menos parecían, de un modo vago, algo así como seres que el ratón
había visto, que en realidad eran hombres, con la salvedad de que su estatura
era sólo de siete centímetros y medio y estaban vestidos con trajes espaciales.
Si el ratón hubiese podido distinguir entre el traje y lo que contenía y si su
visión hubiese sido selectiva, habría observado que bajo la envoltura
transparente los hombres salidos del platito diferían tan sólo en tamaño de los
hombres de la Tierra, por lo menos en su aspecto general. Sin embargo. en
otros sentidos diferían muchísimo. No hablaban en forma oral ni sus trajes
contenían ninguna clase de equipo de radio: eran telépatas, y luego de haber
permanecido en silencio más de cinco minutos, intercambiaron pensamientos.
-Lo que debe tenerse en cuenta -dijo el primer hombre- es que mientras
nuestro peso es mucho menor aquí que en nuestra patria, todavía seguimos
siendo muy, pero muy pesados, y esta Tierra no es muy densa.
-¡Qué curioso!
-¡Pobrecitos!
-Sí, pobrecitos, y sin embargo consiguen sobrevivir. Eso es toda una proeza, a
la vista de la gente. Gente interesante. Explora un poco.
-Sí... sí, realmente. Sus ideas son horribles, ¿no es cierto? Lo siento, pero
prefiero los animales. Hay uno justo aquí, delante de nosotros. Completamente
despierto y sin nada más que miedo en su cerebro diminuto. En realidad, el
miedo y el hambre parecen formar todo su bagaje mental. Nada de odio ni
agresión.
-Él es también tan pequeño como las cosas de este planeta -observó el
segundo hombre: espacial-. No es mayor que nosotros. ¿Sabes una cosa? Nos
podría servir perfectamente bien.
Dicho esto, los dos hombres diminutos se aproximaron al ratón, que seguía
acurrucado y a la defensiva en su escondite, sin que se le viese más que la
punta de sU nariz poblada de bigotes. Los dos hombres avanzaron despacio y
cuidadosamente, eligiendo sus pasos detenidamente. De pronto uno de ellos
se hincó casi de rodillas en un terroncito e intentaron después hacer pie en
piedras, grava, trocitos de madera. Evidentemente su gran peso hacía que la
dura y seca tierra les resultase demasiado suave pura ofrecerles seguridad.
Mientras tanto el ratón los observaba y cuando fue claro el rumbo en que
venían, el animalito intentó convulsivamente escapar.
Otros dos seres, ambos mujeres, esperaban en el platito mientras los hombres
penetraban por la esclusa pneumática, llevando al ratón. Las mujeres,
evidentemente en concordancia con los pensamientos de los hombres, no
necesitaron que se les dijese lo que había sucedido. Prepararon de antemano
lo que sólo podía ser una mesa de operaciones, un tablero liso con luz brillante
encima y una tabla de instrumentos a lo largo. La luz formaba un cuadrado de
brillo en el obscuro interior de la nave espacial.
-Yo estoy esterilizada -informó a los hombres la primera mujer, levantando las
manos cubiertas con guantes delgados y transparentes- de modo que podemos
trabajar inmediatamente.
Al igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina,
sino un amarillo claro y vivo, del color del limón, y el cabello era anaranjado.
Despojados de los trajes espaciales, todos aparecían vestidos más o menos
igual; descalzos y con pantaloncitos cortos en el caliente interior de la nave; las
mujeres ni siquiera cubrían sus pechos bien formados.
-Yo establecí contacto -les dijo la segunda mujer-. Todos están dormidos, salvo
sus cerebros.
-He explorado como quien hace un viaje por una alcantarilla. Pero he reunido
muchos datos. El animal se llama ratón. Simbólicamente es el más pequeño y
más inofensivo de los seres, vegetariano y perseguido por casi todos los
demás en este curioso planeta. Sólo su tamaño explica su supervivencia y su
extraordinaria destreza para ocultarse.
Cuando volvieron los dos hombres, estaban vestidos igual que las mujeres, con
pantaloncitos cortos y descalzos, con los mismos guantes transparentes.
Entonces los cuatro se pusieron a trabajar con rapidez y destreza, formando
evidentemente un equipo que habría realizado esta labor muchas veces en el
pasado. El ratón estaba tendido sobre el vientre, con las patas abiertas. Un
hombre puso una máscara cónica sobre la cabeza del ratón y comenzó a
insuflarle oxígeno. El otro hombre le afeitó la parte superior de la cabeza con
una rasuradora eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaban una operación que
levantaría la tapa entera del cráneo del ratón. Trabajando con gran velocidad y
pericia, hicieron una incisión. en la piel y después, utilizando trépanos provistos
de una especie de rayo láser en lugar de sierra, abrieron la parte superior del
cráneo, la extrajeron y la entregaron a uno de los hombres, que la colocó en
una sartén llena de una solución reluciente. El cerebro del ratón quedó de este
modo al descubierto.
Luego las dos mujeres acarrearon una máquina que tenía una torrecita encima
de una junta universal, bajaron la parte superior hasta situarla cerca del cerebro
expuesto y apretaron un botón. Salió de la torrecita más o menos un centenar
de alambres diminutos y con mucha rapidez las mujeres empezaron a unir esos
alambres a partes del cerebro del ratón. El. hombre que había estado
gobernando el caudal de oxígeno acercó en ese momento otra máquina, sacó
de ella tubos e inició un proceso de suministro de fluido al sistema circulatorio
del ratón, mientras el segundo hombre se dedicó a trabajar en la sección del
cráneo que estaba dentro de la solución brillante.
Los cuatro realizaban su labor en forma serena y al parecer sin fatiga. Afuera,
llegó a su fin la noche y salió el sol y todavía los cuatro seres espaciales
seguían trabajando. Más o menos al mediodía terminaron la primera parte de
su tarea y se retiraron, retrocediendo de la mesa para observar y admirar lo
que habían hecho. El diminuto cerebro del ratón había quintuplicado su
tamaño, y por la forma y los repliegues parecía un cerebro humano en
miniatura. Cada uno de los cuatro compartió un sentimiento de gran
realización, entremezclaron sus pensamientos, se alabaron mutuamente y se
dedicaron entonces a terminar la operación. La forma de la sección del cráneo
que había sido extirpada estaba ahora de acuerdo con el tamaño del cerebro
alterado y cuando ellos la volvieron a colocar en la cabeza del ratón, la única
diferencia en el aspecto del pequeño ser era un extraño y alto bulto encima de
los ojos. Cerraron las roturas, unieron la carne con una especie de substancia
plástica, quitaron los tubos, insertaron tubos nuevos y modificaron la
inconsciencia del ratón, convirtiéndola en un sueño profundo.
Durante los cinco días siguientes el ratón durmió; pero de un sueño inmóvil, su
estado cambió paulatinamente hasta que al quinto día comenzó a agitarse y
moverse inquieto; al sexto día se despertó. En estos cinco días se le suministró
el. alimento por vía endovenosa, se lo masajeó constantemente y se lo sondeó
también constantemente y telepáticamente. Los cuatro seres espaciales se
turnaron en la tarea de penetrar en el cerebro y darle información, y neurón por
neurón, sección por sección, programaron su nuevo cerebro agrandado.
Realizaban esta tarea con mucha habilidad. Proveyeron al ratón de
conocimiento, entendimiento, habla y autocomprensión. Le impusieron una
gran cantidad de datos, equilibraron la información con una comprensión
filosófica del universo y su sentido y lo dejaron como había estado
emocionalmente, sin agresión ni hostilidad, pero también sin miedo. Cuando
por último se despertó el ratón supo qué era y cómo se había convertido en lo
que era. Todavía continuaba siendo ratón, pero en el asombro y la majestad
encantadora de su mente fue como no había sido ningún otro ratón que jamás
hubiese vivido en el planeta Tierra.
-¿Por qué?
-¡Y para esto un ratón! -exclamó el ratón-. ¿Por qué? Yo soy el más pequeño y
más indefenso de todos los seres.
-Ya no lo eres -le aseguraron-. Nosotros, por nuestra parte, no llevamos armas,
porque tenemos nuestras mentes, y de esa misma manera tu mente es ahora
igual que las nuestras. Puedes entrar en el cerebro de cualquier criatura, un
gato. Un perro -hasta un hombre-, ocluir las sendas de los neurones a sus
centros de odio y agresión, y hacerlo con la velocidad del pensamiento. Tienes
la más poderosa de todas las armas: la capacidad de hacer que cualquier ser
viviente te ame, y teniendo eso, ya no necesitas nada más.
Así fue como el ratón se convirtió en parte del pequeño grupo de gente
espacial que medía, relevaba planos y examinaba el planeta Tierra. El. ratón
corrió vertiginosamente por las calles de un centenar de ciudades, se introdujo
en centenares de edificios y salió de ellos, se acurrucó en rincones y pudo
captar las discusiones de. personas dotadas de poder que gobernaban esta o
aquella parte del. planeta Tierra y los seres espaciales escuchaban con sus
oídos, olían con sus sensitivas fosas nasales y veían con sus suaves ojos
pardos. El ratón recorrió miles de millas, atravesando mares y continentes cuya
existencia jamás había sospechado ni en sueños. Escuchó a profesores que
pronunciaban conferencias ante públicos de estudiantes universitarios y
escuchó las grandes orquestas sinfónicas, los exquisitos pianistas y violinistas.
Observó a madres que daban hijos a luz y oyó hablar de guerras que se
proyectaban y crímenes que se pensaban cometer. Vio deudos llorones que
miraban cómo se sepultaban los muertos en la tierra y tembló a los sones
estrepitosos de grandes líneas de montaje en fábricas monstruosas. Se abrazó
a la tierra mientras pasaban por encima balas silbantes y vio que los hombres
se destrozaban unos a otros por razones tan obscuras que en sus propios
cerebros no había más que odio y temor. En la misma medida que la gente
espacial, fue un extraño para los hábitos curiosos de la humanidad y oyó a los
seres humanos especulando sobre la mezcla casual y carente de cerebro, de
gozo y horror, que era la civilización de la humanidad en el planeta Tierra.
Luego, cuando su misión estuvo terminada casi por completo se le ocurrió al
ratón preguntarles acerca del lugar en que ellos vivían. De esta manera pudo
sopesar hechos, medir posibilidades y especular a tientas con las
incertidumbres, creando sus propias abstracciones; y de este modo, una de
aquellas noches en que el calor de los cinco seres llenaba la nave espacial,
cuando se encontraban sentados y entremezclaban pensamientos y reacciones
en un intercambio de cuerpo y mente del cual el ratón era una parte, pensó en
el sitio en que ellos habían nacido.
-No.
-No.
-Casi nunca.
-¿Me será permitido vivir con vosotros, con vosotros cuatro? ¿Tal vez cumplir
junto a vosotros otras misiones? ¡Vosotros jamás sois crueles! No me
colocaréis junto con los animales. Me dejaréis estar con la gente, ¿no es
verdad?
No le respondieron. El ratón trató de leer sus mentes, pero todavía era como un
niño pequeño cuando llegó al juego de la telepatía y los cerebros de los otros
estaban bien protegidos.
-¿Por qué?
Siguieron.sin contestarle.
-¿Por qué?
-Por la más sencilla de todas las razones, querido amigo. Nos volvemos a
nuestra patria.
-No podemos.
-Pero sois tan sabios -protestó el ratón-. Podéis hacer casi cualquier cosa.
Cambiadme. Haced que sea como vosotros.
-De acuerdo con tus cánones somos sabios... -dijeron los seres espaciales,
plenos de tristeza. Esta se infiltraba por todo el ámbito y el ratón sintió su
desolación-. De acuerdo con nuestros cánones tenemos muy escasa sabiduría.
No podemos hacer que vosotros seáis como nosotros. Eso está más allá de
todo poder que queramos o podamos soñar. No podemos ni siquiera deshacer
lo que hemos hecho, y ahora comprendemos qué es lo que hemos hecho.
-No me dejéis aquí -les imploró el ratón-. Cualquier cosa, pero aquí no me
dejéis. Dejad que haga el viaje con vosotros, y si entonces tengo que morir,
moriré.
-No hay ningún viaje tal como tú lo ves -le explicaron-. El espacio no es para
nosotros un área. No podemos hacer que resulte comprensible para ti, sólo
podemos decirte que es una ilusión. Cuando nosotros nos elevamos y salimos
de la atmósfera terrestre, nos deslizamos en un pliegue del espacio y
aparecemos en nuestro propio sistema planetario. De manera que no sería un
viaje que tú pudieras realizar con nosotros, sólo un paso hacia tu muerte.
-Y también te dimos los medios para defenderte, de manera que puedas vivir
sin miedo.
-¿Por qué? ¿Por qué tengo que vivir? ¿No entendéis eso?
-¿Para mí? -y, dicho esto, el ratón los miró y les imploró que lo mirasen-. ¿Qué
veis? Yo soy un ratón. En todo este han mundo no hay otro ser como yo.
¿Debo volver junto a los ratones?
-Tal vez.
Corrió fuera del túnel a buscar el aire del exterior y allí se quedó sollozando y
jadeando. Volvió la cabeza hacia arriba, hacia el cielo y extendió su mente,
pero lo que trató de alcanzar estaba a cientos de años luz.
-¿Por qué? ¿Por qué? -dijo el ratón llorando para sus adentros-. Son tan
buenos, tan sabios... ¿Por qué me lo han hecho a mí?
Napoleón, Stalin, Hitler, y Mussolini tenían todos algo en común con Milton Boil:
eran de baja estatura. Pero los momentos más trascendentes de la historia
humana han sido a menudo consecuencia de la falta de quince o veinte
centímetros de altura, y aunque sería difícilmente provechoso, es sin duda
interesante especular sobre lo que pudo haber sido el destino del hombre de
haber tenido Milton Boil más de un metro con ochenta de estatura, en vez de
un metro con cincuenta y dos centímetros, y un apellido como Smith, Jones, o
Goldberg en lugar de Boil.
A esta altura era tan grande la cantidad de dinero que pasaba por las dignas
manos de Milty que en todo el comercio se lo conocía como el "niño de oro" o,
más a menudo, el "grano de oro"; pero Milton estaba más allá de las pullas
originadas por su apellido. Su visión y su imaginación lo habían elevado a
alturas que no tenían precedente y una vez más hizo que su influencia
gravitase sobre los legisladores. En 1982 sus obreros iniciaron la excavación
para un edificio nuevo de cien pisos, donde los cielos rasos estarían a un metro
cincuenta del suelo. Los biógrafos recuerdan este momento como época de
una crisis enorme en la vida de Milty Boil y los historiadores la evocan como un
instante crucial en el destino del hombre. De pronto todas las fuerzas del
conservadorismo se concentraron sobre Milty; se lo llamó de todo, desde
usurero depravado hasta enemigo público número uno; la insultaron en el
periodismo, en el Congreso y en la radio y la televisión. Por supuesto, hubo un
puñado de personas de magnífica visión que aplaudió el coraje y la creatividad
de Milty; pero fueron ultrajes lo que más recibió. Y a ellos, en su hoy histórica
conferencia de prensa, Milty replicó sencillamente y con dignidad:
-¿Es verdad, señor? -interrogó el representante de The New York Times, audaz
y cáustico como correspondía a su posición, iniciando el ataque contra Milty-.
¿Cómo puede usted decir eso siendo que nosotros, los norteamericanos,
somos la gente más alta del mundo, sobre todo nuestra juventud?
-Les voy a contestar -les aseguró Milty-. Nunca he sido otra cosa que claro y
directo en cuanto a mis planes. He sometido este problema a un plantel de
cuarenta y dos médicos. Todos ellos están conformes en que doblarse,
acurrucarse y arrastrarse ocasionalmente sólo puede ser beneficioso para la
salud humana. De acuerdo con eso, toda una serie de músculos, antes
postergados, entran en juego, y de ese modo mis esfuerzos coinciden con el
plan del presidente para la salud física. En cuanto a la defensa de la
democracia en una escala internacional, nada desarrolla mejor a un hombre
para combates en la selva que la actividad producida por la vida en un
departamento cuyo techo está sólo a metro y medio. Tengo aquí una
manifestación del secretario de Defensa -de la cual hay coplas mimeográficas
disponibles-, que en parte dice: "Las preocupaciones constantes por el
bienestar de este país, que predominan en el pensamiento de Milton Boil
merecen atención y recomendación especiales". También tengo aquí.
declaraciones de los generales Bosch y Kopulant, expertos uno y otro...
-Señor Boil -le interrumpieron-, ¿está usted procurando decirnos que estos
techos bajos constituyen una característica positiva y progresista de la
construcción de departamentos?
De este modo se defendió Milty Boil, un hombre que estaba solo en su lucha
contra las fuerzas de la reacción y siempre contempló el beneficio gigantesco
producido por un edificio de departamentos de un metro y medio de altura.
Pero un día después, en su acostumbrada reunión de directorio, Milton
descubrió que hasta los mismos que compartían las ganancias tenían sus
dudas.
-Milty, no se puede aceptar esa idea. Tengo entendido que Washington piensa
tomar cartas en este asunto.
-¿Has oído ya lo que a este respecto dice Pravda? Aquí tengo la traducción: "El
paso final en la decadencia de los Estados Unidos". Bueno, esto obliga a
pensar.
-Yo no digo que no sea una medida inteligente, Milty. Simplemente pregunto:
¿Dará resultado? ¿Es posible que sea práctico? Life no es Pravda, pero
escucha este editorial: "¿Ha errado por fin Milty? Nosotros no estamos del lado
de quienes lo consideran un loco o un enemigo público. Reconocemos que el
máximo constructor de la moderna América del Norte no toma sus decisiones a
la ligera. Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros los
norteamericanos tenemos noventa centímetros de alto. Si..."
-¿Quieres decir esto?: "Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros los
norteamericanos tenemos noventa centímetros de estatura...
-¿Está qué? -preguntó uno de los directores más antiguos, menos capaz a
causa de su edad de seguir la pirotecnia del pensamiento de Milty.
-Está bien. Pero decidme esto. ¿Cuál es el problema número uno de nuestro
mundo actual?
-¿No has oído hablar de los antibióticos? No, las enfermedades, no.
-¿La inflación?
-Tú tan luego hablas de eso! tú que has hecho millones con la inflación. Vamos,
vamos, usen el cerebro: hay un solo problema número uno en el mundo actual
y si lo vencemos, nos vence, si lo destruimos, nos destruye... hasta ahora,
hasta este preciso instante en que tu tío Milty Boil acaba de resolverlo y ya no
nos vencerá ni nos destruirá.
El directorio esperó.
-¿Por qué?
-Porque es un gusto, Milty, un don, por así decir. Tienes más sentido del humor
que nadie en el mundo.
-¿No? Sin embargo, es forzoso que estés bromeando. La Tierra es lo que es.
Tiene cuarenta mil kilómetros de circunferencia. Lo saben los niños de cuarto
grado.
-Milty, Milty -dijo el componente más. antiguo con tono paternal-. Milty, tienes
un cerebro extraordinario, pero nadie puede hacer que la Tierra sea más
grande.
-¿No?
-Muy bien -dijo Milty, sin dejarse perturbar por el veterano del directorio y
sonriendo levemente-. Nadie puede agrandar la Tierra. Pero dime una cosa:
supongamos, únicamente a los fines de la discusión, que el promedio de los
hombres midiese un metro y medio. Ahora bien, si adoptase la misma escala
con relación a él mismo. todo se reduciría a la mitad. Cinco centímetros serían
diez centímetros y un kilómetro se convertiría en dos kilómetros. Dicho con
otras palabras. si el tamaño del hombre se reduce a la mitad, también se
reducen todas sus medidas. Repentinamente el mundo deja de tener cuarenta
mil kilómetros de circunferencia y empieza a tener ochenta mil. Hemos
duplicado el tamaño de la Tierra.
-Yo lo digo, Milty. Fui amigo de tu padre, que Dios lo tenga en su gloria, de
modo que me asiste un derecho.
-¿De qué manera, Milty? -preguntó el miembro más joven de la junta. Éste
coincidía en todo con Milty.
-¿No? -dijo Milty sonriendo. Años después recordando aquella sonrisa, algunos
de los miembros jóvenes del directorio hablaron de una cualidad que recordaba
a "La Gioconda" pero esto fue retrospectivamente, después de que Milty se
había ido a cobrar las recompensas que el otro mundo pueda conceder a
genios como él. Por el momento, entonces estábamos en 1982, la sonrisa de
Milty fue una sonrisa de quien está seguro de saber más que los otros.
-No... no, no podemos hacer que los hombres sean más bajos, pero ellos
pueden conseguirlo, ¿no es así?
-¿De qué manera, Milty?
Luego, ante la admiración silenciosa (es decir, silenciosa hasta que terminó de
hablar) de los allí reunidos, Milty expresó su plan; y cuando finalizó aquellos
irreductibles y cínicos representantes del único negocio que hace girar la Tierra
estallaron en aclamaciones y aplausos, Milty se levantó y recibió la
demostración con la cabeza gacha, modestamente: no era egoísta, pero
tampoco era de esos que esconden su emoción.
-¡Ya lo tengo, señor Boil! Primera vuelta. Usted conoce la forma en que la
compañía Kellogg impulsa la venta de sus copos de maíz como el alimento que
hace crecer a los niños. Union MilIs es un cliente nuestro. Estoy vislumbrando
un producto competidor, Tinies. Ya tengo el lema: "Pequeña y dura". Todas las
compañías tendrán que seguir la nueva corriente. "¿Tienes miedo al estómago
abultado? Tinies reducirá tus músculos convirtiéndolos en nudos de acero.
Tinies nudos de acero, Pequeña y dura." Ya tengo hasta una tonada: "Pequeña
y dura, pequeña y dura, ¿quién demonios precisa la estatura? Si sólo yo soy
pequeña y dura". Por supuesto tenemos que encontrar algo como una
antivitamina, pero también representamos a Laboratorios Asociados y
conseguiré que ellos trabajen para lograrla.
Milty hubiera sido capaz de abrazar al chico, pero ya Steve Johnson, de Kelly,
Cohen and Clark, estaba de pie y hablaba. Representaba a una de las
principales aerolíneas del orbe.
-Segundo: Los vuelos a la Luna y a Marte. Todas las líneas aéreas han estado
hablando de la perspectiva de ofrecer estos vuelos a turistas. Pero el costo es
aterrador. Nosotros lo convertimos en un don del cielo: "¿Quiere ver la Luna?
Si es alto, no podrá. Pero sus hijos pueden. Manténgalos bajos. Deles de
comer antivitaminas. Para que ellos disfruten de lo que usted nunca soñó
disfrutar, un vuelo a la Luna o a Marte, entre en el mañana, dé un vistazo al
futuro glorioso del hombre. Ningún turista que tenga más de un metro cincuenta
puede viajar al espacio exterior". ¿Qué les parece esto? ¿Verdad que es
hermoso?
-¡Píldoras pura ir a la Luna! ¡Cómo me entusiasma esa idea! Quiere decir que
los chicos del laboratorio tendrán que empeñarse realmente en encontrar algo
que regule la estatura, pero si han encontrado todo lo demás... ¿Por qué no?
Píldoras para ir a la Luna.
Hubo algunas caras agrias, las de unos cuantos qué todo lo estropean, pero la
mayoría de las personas congregadas tiraron, como quien dice, sus sombreros
al ruedo y se formularon proyectos rápida y densamente.
-Alto, obscuro y bello... Eso debe andar. Pequeño para ser alto. "Pequeño,
obscuro y hermoso”
-Bello.
-Fíjense en el aspecto sensual. "El sexo es mejor con un hombre pequeño o
una mujer pequeña".
-“Haga la prueba con ambos, decida por su cuenta”. Eso les da la sensación de
cosas que. uno hace por sí mismo.
-¿Qué les parece esto? “Cierre el abismo de las generaciones!” Durante las
últimas tres o cuatro generaciones los chicos han sido todos más altos que sus
padres. Con razón los padres no pueden imponer la ley. Ahora nosotros
invertimos las cosas, cada generación será más pequeña que la precedente.
Restableceremos la autoridad de los padres. El hogar vuelve a ser el santuario
que fue en épocas antiguas.
Una tras otra, aparecieron luminosas ideas, hasta que empezaron a brillar los
comienzos de un nuevo programa mundial, allí, en la sala del directorio de
Empresas Boil.
Durante el resto de su vida Milty tuvo una orientación, una razón y un sentido
para el tremendo esfuerzo que produjo una de las grandes fortunas de nuestro
tiempo. Los cínicos dicen que los primeros cinco años del programa crearon la
condición por la que Milty Boil pudo empezar a construir sus gigantescas
estructuras -cien pisos con cielos rasos a sólo un metro y veintiséis centímetros
y medio de altura-, sin tropezar con ninguna oposición. Otros, los llamados
reformadores, mantuvieron que era indigno para el hombre pasar su vida
entera en un lugar en que jamás podría confiar en erguirse bien recto, pero
Milty rebatió esa acusación con su fantástica Declaración de Propósitos, un
documento que en la historia de los Estados Unidos ha ocupado su lugar junto
a la Declaración de la Independencia y el Discurso de Gettysburg. Transcribo
tan sólo el primer párrafo de la Declaración de Milty, pues estoy seguro de que
la mayoría de mis lectores la conocen de memoria:
“La vida sin finalidad" escribió Milty (o algún desconocido escritor a sueldo que
tomó su inspiración en la dinámica conducción de Milton Boil), no es ni vida ni
muerte, sino tan sólo una existencia torpe y miserable, indigna del hombre. El
hombre debe tener una meta, un propósito, un destino, una finalidad reluciente
por la cual luchar. Vimos en la juventud desventurada de las décadas del
sesenta y del setenta lo que significa carecer de propósito en la vida; pero
jamás volverá el mundo a encontrarse en esa situación. La gente, la gente
desvergonzada me ha acusado de construir con fines de lucro. Aseguran que
reduzco al hombre con mis cielos rasos bajos, que lo despojo de su dignidad.
Pero la verdad es lo contrario. Mediante mis casas espléndidas, el hombre ha
hallado a la vez dignidad y propósito -el propósito de ser pequeño y de criar
hijos pequeños, para que el mundo pueda aumentar de tamaño, y la dignidad
de los hombres que siempre deben luchar contra su ambiente, que no pueden
erguirse de pie en confort decadente, que deben luchar y crecer luchando-“.
En el año 2010, cuando Milty tenía setenta años de edad, realizó su último
propósito. Mediante su influencia cada vez mayor, convenció al Concejo de la
Ciudad de New York para que aprobase una ley que redujese a la mitad el
Parque Central, concediendo el sector que está al norte de la calle 82 y al sur
de la 98 a Milton Boil, para que con ello pudiese cumplir el sueño de toda su
vida construyendo una casa de departamentos que tuviese doscientos pisos y
cuyos cielos rasos estuviesen a sólo un metro cinco centímetros del piso. Más
de cien personas murieron en los tumultos que siguieron a esta medida del
Concejo de la ciudad, pero el progreso no se realiza jamás sin pagar un precio,
y Milty se preocupo de que viudas e hijos de quienes perecieron no padeciesen
hambre. Además garantizo espacio vital en su nuevo edificio a todos los que
los alborotos dejaron huérfanos, cobrándoles tan sólo la mitad del alquiler que
pagaban los inquilinos comunes.
Después de eso, sólo fanáticos y hippies podían negar que Milty fuese el
propietario más bueno y gentil de toda la historia del latifundismo. En realidad,
después de su muerte, el Papa instituyó procedimientos que darían por
consecuencia el que Milty pasase a ser el santo patrono de todos los
propietarios; pero esto todavía es cosa del futuro, y en el camino que conduce
a su santidad se han sembrado muchas espinas, para no hacer mención de
una cierta confusión acerca de la religión de Milty, es decir, suponiendo que
profesase alguna religión.
Milty murió a los ochenta y siete años, y podemos sentirnos satisfechos de que
haya vivido el tiempo necesario para ver que su sueño se convertía en realidad.
Su ataúd fue transportado por ocho jóvenes, ninguno de los cuales medía más
de un metro y treinta y dos centímetros de estatura, y el público que llenaba
aquí y allá la capilla estaba formado por hombres y mujeres no mayores de un
metro con veinte. Por supuesto, éstos constituían excepciones, y hasta medio
siglo después no existió la primera generación de adultos que midiesen menos
de noventa centímetros.
¿Pero dónde está el gran hombre que no haya sufrido los dardos de la envidia
y el odio? La calumnia es la carga que los grandes deben sobrellevar. y Milton
Boil la sobrelleva tan silenciosa y pacientemente como el que más.
Sobre la modesta lápida que imparte dignidad al lugar en que reposan sus
restos. puede leerse un epitafio esculpido que él mismo escribió:
"Los encontré altos y los dejé bajos."
El mohawk
Una multitud se agolpó, puesto que no hace falta gran cosa para congregar
gente en New York, y el padre Michacl O´Conner salió de la catedral y el policía
Patrick Muldoon se acercó desde la calle, y los rayos del plácido sol de junio se
posaron sobre todos.
-¿No sabes -le dijo Muldoon, cuya voz emprendía ese fatigoso sendero de
paciencia y amenaza velada-, que esto es propiedad privada y que no tiene
ningún derecho a clavarte una pluma en el pelo y venir a sentarte aquí y
congregar una multitud, creando dificultades a los fieles honestos?
-¡Pero qué diablos está usted diciendo! -exclamó el oficial Muldoon-. ¿Va a
permitir que ese hereje siga ahí sentado?
Hasta aquel momento la intención del padre O´Conner había sido decir unas
cuantas palabras razonables que fuesen lo bastante persuasivas para que el
indio se marchase. Pero ahora cambió de idea súbitamente.
-Lightfeather.
-Mire -dijo Muldoon-. Yo me crié como católico y tal vez no sepa mucho. pero
de una cosa estoy seguro: las catedrales son lugares hechos para practicar
adoración adentro, no afuera de ellas.
No obstante, el indio siguió allí y en el transcurso de unas horas llegaron las
cámaras de la televisión y la prensa y el padre O´Conner se vio nada menos
que frente al propio cardenal. Los medios de indagación de los grandes
canales se concentraron en la letra m -m de meditación y de mohawk-. Chet
Huntley informó a millones de seres, no sólo que la meditación era un
importante ejercicio espiritual de significación interior, una íntima concentración
en uno u otro pensamiento de honda trascendencia religiosa, sino que los
indios mohawk fueron grandes en su tiempo, la fuerza organizadora de las
poderosas Seis Naciones de la Confederación Iroquesa. La paz de los bosques
era la paz mohawk, hasta la ley era la ley mohawk, codificada en tiempos
antiguos por aquel apacible y sabio Hiawatha. Desde el río San Lorenzo, en el
norte, al Hudson, en el sur, la paz mohawk y la ley mohawk imperaron antes de
que llegasen los blancos.
-¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que los derechos de propiedad de Dios
van más allá de la catedral de San Patricio? Usted sube que él es propietario
de Wall Street, de la Casa Blanca, de las iglesias protestantes, de un buen
número de sinagogas, de la Unión Soviética y de China Roja, para no
mencionar una o dos galaxias allá lejos. De modo que yo, en su lugar, padre
O´Conner, aconsejaría para la meditación algún sitio más adecuado que el
pórtico de la catedral de San Patricio. A mi juicio, usted debería inducirlo a que
se vaya mañana a la mañana.
-Sí, Eminencia.
-Pacíficamente.
-Sí, Eminencia.
-Hasta ahora nunca habíamos tenido una huelga de brazos caídos en San
Patricio.
Pero al plan de acción del padre O´Conner algo le faltaba para ser perfecto.
Eran ya más o menos las cinco de la tarde y las calles se habían llenado de
gente que iba presurosa a sus hogares. Pese a lo poco que se necesitaba para
formar una multitud en New York, es menos lo que hace falla para dispersarla;
y en aquel momento el indio era como si formase parte del edificio. El padre
O´Conner permaneció un rato de pie al lado de Lightfeather, cavilando todo lo
creativamente que podía, y luego preguntó cortésmente al indio si lo había
oído.
-¿Buenas qué?
-Las vibraciones.
-¡Ah!
-Es una cuestión de creencia. Este lugar está lleno de creencia. Por eso lo
elegí. Necesito creencia.
-Yo sí.
-Su Eminencia, el Cardenal, está enojado conmigo -confesó por último-. Quiere
que lo induzca a irse.
-No, pacíficamente.
-Antes estaba conmigo en que Dios era el amo de esto. ¿Lo ha convencido de
lo contrario su Eminencia?
-Detesto fingirme sargento primero para esto -dijo el padre O´Conner-. ¿Cuánto
tiempo proyecta quedarse?
-¿En el tiempo?
El indio fue fotografiado y televisado hasta que las propias cadenas estuvieron
saturadas de él y el padre O´Conner se quedó allí para cuidar que la
meditación del indio no fuese interrumpida. El sacerdote se sintió muy
hermanado con el indio, pero, siendo sacerdote, también él sabía que muchos
preguntaron pero pocos tuvieron respuesta.
Dejó que el sonido lo atravesara; lo sintió pero no lo retuvo. Y luego oyó el paso
saltarino y rumoroso de un arroyo. Lo oyó también sin retenerlo. Y entonces
aspiró el perfume de la tierra de junio, el maravilloso olor húmedo, dulzón y
denso de la vida que viene y de la vida que va y a este aroma se aferró, pues
sabía que su meditación había terminado y que le había sido concedido un
momento del tiempo de Dios.
Abrió los ojos y, en lugar de las grandes masas del Centro Rockefeller, vio una
antigua formación de tuliperos, todos ellos de cuatro metros y medio de
diámetro en la base y tan altos que sólo las aves sabían dónde terminaban.
Finos dedos del alba trazaron un encaje por entre los tuliperos y por el gran
conocimiento que se proviene del gran tiempo, el indio supo que en la orilla del
Hudson había canoas de corteza de abedul, puestas al abrigo de las
inclemencias a la espera del día en que se las necesitase, y que el Hudson era
el camino al valle Mohawk, donde estaban las lejanas viviendas iroquesas. Ya
no esperó más, sino que se puso de pie de un salto y echó a correr entre los
tuliperos. El sacerdote se había vuelto un momento para contemplar la
imponente majestad de la catedral de San Patricio; cuando volvió a mirar, el
indio había desaparecido. En lugar de sentirse complacido por haber logrado lo
que deseaba el Cardenal, experimentó una sensación de pérdida.
Horas después el Cardenal mandó llamar al padre O´Conner y éste le dijo que
el indio había partido muy temprano a la mañana.
-No, Eminencia.
-Hágala.
-No, no se lo pregunté.
-Entonces -dijo el Cardenal-, cuando vuelva, le aconsejo que se lo pregunte.
La herida
Mi esposa no era tan complaciente con él ni con sus conceptos, y, por sobre
todas las cosas, con el proyecto de introducir bombas atómicas en la corteza
de la Tierra.
-Es un error -dijo lisa y llanamente-. No sé por qué ni cómo, pero lo que sé es
que todo lo relacionado con la maldita bomba está mal.
-¿Pero no podrías mirar este asunto como una especie de salvación? -argüí-.
Nos encontramos aquí en los Estados Unidos con bombas atómicas en
cantidad suficiente como para aniquilar la vida en diez Tierras del tamaño de la
nuestra; y cada una de ellas representa una inversión de millones de dólares.
No podría estar más de acuerdo contigo cuando sostienes que son los objetos
más aborrecibles y espantosos que ha concebido la mente humana.
-Porque mientras esas bombas están aquí inactivas, representan una amenaza
constante, día y noche, la amenaza de que a algún general cabeza de chorlito
o a un político sin cerebro se le dé por arrojarlas contra nuestros vecinos. Pero
ya ves que Gaffey ha venido con la posibilidad de un uso pacífico para esas
bombas. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?
-Significa que podemos usar las malditas bombas para algo que no es suicidio,
porque si eso se pone en marcha, será el fin del. género humano. Peto hay
depósitos de esquisto petrolífero y gasógeno en lodo el planeta, y si podemos
emplear la bomba para abastecer al hombre de combustible durante un siglo. y
eso sin tomar en cuenta los subproductos químicos, podemos sencillamente
encontrar una manera de emplear provechosamente esas bombas inmundas.
Y sospecho que lo creía. Revisé los planes elaborados por Gaffey y sus
asociados y no pude descubrir ninguna falla. Si la perforación se hacía
debidamente, no habría desprendimientos nocivos. Sabíamos eso y poseíamos
los conocimientos necesarios para hacer la perforación; se había demostrado
por lo menos en veinte explosiones subterráneas. El temblor de la Tierra
carecería de importancia a pesar del calor, no se produciría ignición de
petróleo. y no obstante el costo de las bombas atómicas, la economía sería
monumental. Más aún, Gaffey insinuó que alguna componenda entre el
gobierno y Trueno S. A. estaba en estudio y que si resultaba tal como se había
proyectado, las bombas atómicas no costarían a Trueno S. A. nada en
absoluto, pues todo el asunto sería aceptado como un experimento de la
sociedad.
Yo tenía en total unos diez mil dólares de ahorro disponibles y otros diez mil en
títulos de American Telephone y del gobierno. Martha poseía también un poco
de dinero suyo, pero eso lo dejé aparte y, sin decirle nada, vendí mis acciones
y títulos de Telephone y del gobierno. Las acciones de Trueno S. A, se vendían
a cinco dólares cada una, y yo compré dos mil. Las de General Shale se
vendían a dos dólares y de éstas compré cuatro mil. No vi nada inmoral -tal
como se considera la inmoralidad en el comercio- en los procedimientos
adoptados por Trueno S. A.. Su relación con el gobierno no era distinta de las
relaciones de varias otras compañías y mi propio proceso de inversión era
perfectamente serio y honorable. Ni siquiera recibía información secreta, pues
la idea de usar la bomba atómica para extraer petróleo de esquistos ha tenido
amplia publicidad, aunque poco se la ha creído.
-¡Ah, sí, sí! -convino Martha-. Contaminar la atmósfera, matar más gente con
más automóviles, aumentar la velocidad con la que podemos dar vueltas
zumbando sin llegar precisamente a ningún sitio.
-¡Oh, eres una pesimista! -opinó la esposa de Gaffey, que era joven y bonita,
pero no un gigante mental.
-Claro que el asunto tiene dos aspectos -admitió Gaffey-. No es posible detener
el progreso, pero me parece que es posible orientarlo.
-De la misma forma en que venimos orientándolo, para que nuestros ríos
apesten, nuestros lagos sean cloacas llenas de peces muertos, nuestras aves
se envenenen con DDT y nuestros recursos naturales queden destruidos.
Todos somos destructores, ¿no es cierto?
-¡Vamos, vamos! -protesté-. Las cosas son así. y todos estamos indignados,
Martha.
-Los hombres siempre han excavado la tierra -dijo Gaffey-. Si así no fuese.
estaríamos todavía en la edad de piedra.
-No, no, no -dije yo-. La edad de piedra, Martha, fue una época muy
desagradable. No puedes desear que volvamos a ella.
-¿Recuerdan -dijo Martha despacio- que hubo una época en que los hombres
hablaban de la Tierra como de una madre? Era la Madre Tierra y lo creían. Era
la fuente de la vida y de la existencia.
-La han secado -dijo Martha-. Cuando se seca a una mujer, sus hijos perecen.
Era una extraña y poética afirmación y,.tal como yo lo pensé, de mal gusto.
Para castigar a Martha dejé a la señora Gaffey con ella, so pretexto de que
Max y yo teníamos que conversar de ciertas cosas comerciales, lo cual en
realidad hicimos. Entramos en el estudio nuevo de la nueva casa, encendimos
cigarrillos de cincuenta céntimos de dólar cada uno y Max me describió
minuciosamente lo que habían bautizado con mucho acierto el “Proyecto
Hades".
-La cuestión es -dijo Max- que yo puedo conseguir que entres en esto desde el
principio mismo. Desde abajo. Están en el asunto once compañías, empresas
muy sólidas y de buena reputación -y las nombró, lo cual me impresionó
debidamente- y esas empresas aportan capital para lo que será una subsidiaria
de Trueno S. A.. A cambio de su dinero se les da un veinticinco por ciento de
interés. Hay además un diez por ciento en forma de certificados de opción para
compra de acciones, puesto a un lado para consultas y consejos, y tú
entenderás el motivo. Yo puedo acomodarte con un uno y medio por ciento -
alrededor de tres cuartos de millón-simplemente a cambio de. unas semanas
que dediques y te pagaremos todos los gastos, además de otras
compensaciones.
-Da la impresión de ser interesante.
-Tiene que ser más que una impresión. Si el "Proyecto Hades" resulta, el valor
de tu parte aumentará diez veces dentro de cuestión de cinco años. No
conozco manera mas rápida de llegar a millonario.
-Esto -dijo- es lo que, según nuestros conocimientos geológicos, debe ser una
de: las regiones más ricas en producción petrolera de todo el país. ¿Coincides
conmigo?
-¿Por qué?
-Que tu experta opinión concuerde con la nuestra. Dicho con otras palabras,
tiramos los dados junto contigo. Estudia la situación y si nos dices que sigamos
adelante, seguiremos adelante. Y si nos dices que es un castillo de naipes,
bueno... plegamos nuestras tiendas, como los árabes, y nos alejamos
sigilosamente.
-Tal vez sea más. Cuando piensas en esa medida por debajo de la superficie,
te encuentras. con un misterio más obscuro que el de Marte o Venus... todo lo
cual conoces.
-¿Qué?
-Dinamitarlo.
-Por supuesto... ¿Y qué encuentras de malo en esa idea? ¿En qué está
equivocada? Sabemos, o por la menos tenemos una buena razón para creerlo,
que hay una fisura que se abrió y se cerró. El petróleo debe estar sometido a
una presión enorme. Introducimos una bomba atómica, una bomba mayor de
las que hasta ahora hemos usado, y logramos que la fisura se abra. ¡Dios
Todopoderoso! Sería el pozo más grande de toda la historia de la explotación
petrolera.
-Así es.
-¿Esperando qué?
-¡Un demonio! Sabes perfectamente bien por qué... ¿Y supones que podemos
dejar el asunto en suspenso, ahora, después de todo el dinero y el tiempo que
en esto hemos invertido?
El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el
sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía
medio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles,
metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos
abandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios
todo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado
buscador de petróleo.
Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle,
un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo
había visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase
inmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por
lo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas
rodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en
medio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max
supiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría
si decía que la idea era descabellada.
-Dame tiempo.
Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en
un Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas
y volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y
calculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí
también de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y
dijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie de
rabdomante, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que en
realidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso se
advertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación de
veintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía que
estaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero se
recobrarían y encontrarían otro rabdomante.
-Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación
brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay
petróleo.
-¿Lo hay?
-Yo no puedo ayudarte -dijo Martha-. Tienes que resolver tú solo este conflicto.
Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está
representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a
convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno
había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y
hasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.
Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no
hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal
vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que
habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo
que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que
la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja -una burbuja
de alrededor de doscientos metros de diámetro-, y entonces la superficie de la
burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a
quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol
amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte
Sinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento.
Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar
despejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una
columna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se
elevó borboteando. ¿Pero sería petróleo?
Siguió el silencio.
-¡Maldición, no es petróleo!
-¡Es sangre!
-Está loco.
Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del
otro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en
nuestros ojos.
-¿De dónde?
-¿Qué?
-Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo
inmemorial, o tal vez fuese una fábula griega..o algo similar, pero de todas
maneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto
puede ser un hijo, para una madre, y de pronto el hijo se enamoró de una mujer
bella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él
deseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lo
traeré..."
-Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... -
intervine yo.
-No voy a discutirte eso -dijo suavemente Martha-. porque cuando él se lo dijo,
ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón
viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este
indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con
un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...?
-No me gusta tu cuento.
-No lo creo.
-¿Mi madre?
-Sí.
-¡Oh!
-Sí.
-¿Por qué? -dijo ella gritando-. ¿Por amor de Dios, por qué?
-No lo sé.
-Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos
aprendido a dar vida a nada.
-Y ahora es demasiado tarde -dijo Martha.
Martin Chesell, que vivía en el piso undécimo de uno de esos altos edificios de
departamentos que aparecían como hongos en la Segunda Avenida durante
las décadas del setenta y del ochenta, vestía pantalones y una camisa, ninguno
de los cuales mostraba ser de linaje o de precio. Su esposa, Doris, acababa de
decirle:
-¿Qué clase de loco puede ser a esta hora? Será mejor que observes por la
mirilla.
-Te vas a llevar una gran sorpresa -contestó mientras miraba por la mirilla.
Era hombre que conocía cuándo una corbata y una camisa eran buenas con
sólo verlas. Martin Chesell abrió la puerta y preguntó al diablo qué deseaba.
-Yo soy el diablo -contestó éste cortésmente-. Y vengo aquí a hacer un trato
por el Wall Street Journal de mañana.
-Lárguese de aquí, farsante -dijo Martin disgustado-. El hospital está del otro
lado del río, a seis cuadras de aquí. Vaya a pedir que lo internen.
-Yo soy el diablo -insistió el diablo-. Soy realmente el diablo, lo juro por mi
honor.
Luego empujó a Martin a un lado y entró en el departamento, pues tenía algo
más de fuerza que el común de la gente.
-¿Quién es, Martin? -gritó su esposa, y acudió para ver. Estaba vestida para
salir a su empleo en la casa Bonwit, donde vendía vestidos hasta que los pies
se le cansaban -todos los días cerca de las cuatro y veinte- y en el curso de
una jornada veía tantas caras como para reconocer por el olor simplemente al
diablo cuando lo tuvo cerca.
-En la calle cuarenta y ocho hay una imprenta donde hacen esos titulares -dijo
Doris dándoselas de sabihonda.
-¿Pero usted no? Usted no tiene empleo. Son felices, pero ¿qué puede hacer
un demonio para demostrar su identidad? ¿Enseñar mi registro de conductor?
¿O esto?
-¿O esto? -y en la frente del diablo aparecieron dos cuernos, que brillaron
durante un momento y se desvanecieron después.
-¿O esto?
-No me venga con esos ardides -dijo el diablo-. Mire dentro de su propio
corazón si duda de mí, muchacho. ¿Hacemos trato? Yo vendo -usted compra-
un ejemplar del Wall Street Journal de mañana. ¿De acuerdo?
-¿Por qué un alma humana? ¿Qué hace usted con ellas? ¿Las colecciona?
¿Les pone marco?
-¿Entonces qué pierde usted al vendérmela? Vender lo que no tiene sin estafar
al comprador es un excelente negocio, Martin... todo ganancias y nada de
pérdidas.
-¡Por amor de Dios! -dijo Doris-. Véndele tu maldita alma. ¿O hemos de pasar
el resto de nuestras vidas en esta inmunda ratonera de tres habitaciones?
Porque si eso es lo que va a ocurrir, tú vivirás solo, querido Martin. Estoy harta
de verte sentado en un lado u otro mientras yo me mato trabajando. Tesoro
mío, tú eres quien pierde y es posible que ésta sea tu última oportunidad.
-¡Una mujer extraordinaria! -dijo el diablo encantado Tiene bien puesta la
cabeza, Martin.
-Mi alma.
-¿Cómo?
-Es anticuado, pero sencillo. Aquí tengo el contrato, todo muy explícito y legal.
Léalo. Un pinchacito, una gota de sangre sobre su firma y el Wall Street Journal
de mañana será suyo.
Martin Chesell leyó el contrato. Como por magia, en la mano del diablo
apareció un alfiler. Un pinchazo en un pulgar y de él salió una gota de sangre
que cayó sobre la firma.
-Todo lo cual hace que sea muy legal y que deba cumplirse -agregó el diablo,
sonriendo y entregando el papel a Martin. Doris se olvidó de su empleo y Martin
se olvidó de su alma, y abrieron el diario con manos temblorosas, pasando a la
penúltima página, donde aparecen las cotizaciones de la bolsa de Nueva York
y examinaron la lista. El diablo observó todo plácidamente divertido, hasta que
de pronto Martin giró sobre sus talones y exclamó:
-¿Cuál?
Martin miró.
-Ha subido cuatro puntos -dijo con voz baja-. Esto no tiene sentido en absoluto.
American Telephone no ha subido cuatro puntos en un día desde que
Alexander Graham Bell inventó el teléfono.
-Sí, ha subido, Martin. En realidad, sí. Puede ver que hasta las dos del día de
hoy oscilará más o menos en la misma forma de siempre, y que entonces, a las
dos en punto, la gerencia anunciará la entrega de dos acciones por cada una
de las actuales. Sí, Martin, sí, dos por una. Lea nuevamente esos precios y
verá que alcanzan un máximo de cinco dólares con setenta y cinco centavos
por encima del precio de las dos en punto, aun cuando al cerrar sólo estén con
cuatro puntos de ventaja. De manera, Martin, que ya ve; si vende al máximo,
puede ganar limpios cinco dólares o algo más, la cual es un beneficio
espléndido para un negocio tan rápido. No hay ninguna razón por la cual no
sea muy rico antes de que termine el día. NInguna razón en absoluto.
-Guarda ese diario en un bolsillo interior. Que nadie lo vea... y fíjate bien que
digo nadie.
-Martin, ¿qué vamos a ganar? Cinco dólares por acción, ¿no es eso?
-Martin, ¿te has vuelto loco? Esta es la única, la única y verdadera oportunidad,
y tú hablas de cien mil dólares. No, compramos doscientas mil acciones y de
esa manera ganamos medio millón. Medio millón de dólares, Martin. Limpios y
hermosos dólares.
-Está bien, nena. Pero no estoy seguro de que se puedan comprar cien mil
acciones de una compañía como American Telephone and Telegraph sin influir
en el precio. Si nosotros hacemos que suba...
-Martin, es posible que yo no sepa una sola palabra acerca de la bolsa, pero sé
a cuánto van a cerrar hoy. Querido, ¿no lo ves? Tenemos el WaIl Street
JournaI de mañana. Lo sabemos. Por muchas acciones que compres de esa
compañía, la cotización se mantendrá fija hasta eso de las dos y entonces
subirá cinco dólares con setenta y cinco centavos. ¿No fue eso lo que.dijo?
Doris dio a entender que los días libres eran lo que menos le preocupaba en
ese momento, y Martin esbozó su propósito con aquel sentido seguro, y
superior que tiene siempre quien compra acciones en cantidad. Pero en vez de
saltar de alegría, Gibson lo contempló preocupado.
Se sentaron.
-Aunque hables en serio, te burlas de mí, Martin. Esa clase de bromas... bueno,
no gustan a algunos. Hay quienes se enojan.
-Mira, Frank -dijo Martin-, tú eres corredor de bolsa. Eres un hombre que
atiende clientes. Yo soy un cliente. Vengo a comprar y tu me dices cortésmente
que me vaya de paseo.
-Martin -contestó Gibson pacientemente-, esa cantidad de acciones de
American Telephone equivale a más de diez millones de dólares. Esto
significaría que tú debes tener por lo menos seis millones, un poco más o un
poco menos, como respaldo. ¿.De qué serviría seguir hablando? De modo que
puedes ir con tu chiste a cualquier otro lugar.
-¡Pero es verdad!
-¡Por amor de Dios, Martin! -lo interrumpió Doris-. Háblale con claridad y haz el
negocio de una vez. Te explicaré lo que pasa, Frank. Tenemos información
confidencial de que las acciones de Telephone van a subir cinco puntos esta
tarde.
-¿Cómo lo saben?
-Lo sabemos.
-No lo sabe nadie. Hace meses que circula ese rumor. Las acciones de
Telephone constituyen el grupo más rebelde a las infiltraciones que hay en el
mercado. Tú estás pidiendo lo que puede ser la venta total de un día, y esta
firma no podría sostener esa operación ni por un momento. Está fuera de toda
razón.
-Cien acciones de Telephone... sí, por supuesto. Tienes cuenta en esta casa.
Compra cien acciones. No seas avaro.
-¿Me pides que te salga de garante por un crédito de seis millones de dólares?
Estás bromeando.
-No estoy bromeando. Hablo muy en serio -replicó Martin, pensando para sus
adentros que aquel hombre era un hijo de mala madre y no conocería placer
mayor que despedirlo con caras destempladas el día en que viniese a pedirle
algo. Sería nada más que cuestión de tiempo.
-¿Puedo preguntar para qué? -dijo el cuñado.
-Es posible que seas mi hermano -dijo Doris-, pero para mí eres una porquería.
Eran las once y media cuando llegaron a la sucursal del Chase Manhattan en la
parte superior de la avenida Madison. Martin había sido compañero de estudios
del hijo del gerente, y luego de haberse presentado a sí mismo y presentado a
Doris, el hombre escuchó atentamente.
-De lo mejor que existe. Y creo que hasta podríamos llegar a facilitarles el
ochenta por ciento del valor de bolsa.
-Me parece que sí, por lo menos en quince minutos. ¿Tienen las acciones en
su poder?
-Supongo que tienen buen motivo para ello. Pero no podemos ayudarlos.
-Tengo una tarea que cumplir -les dijo Gibson-. Quizá no me crean. pero estar
encargado de atender clientes es un trabajo como cualquier otro. No me
dificulten las cosas, déjenme cumplir mi tarea.
-¿Porqué no te mueres?
-¿Por qué no tienes un poco de talento? Son las dos menos diez. Enséñale el
diario.
-Ahí tienes el Wall Street Journal de mañana. Todas las cotizaciones de bolsa...
completas, con los cierres de hoy.
-Ustedes dos están locos. ¿Qué pretenden que haga? ¿Que arme un
escándalo? ¿Que llame a la policía?
-Está bien, miro la fecha -Gibson tomó el diario y se fijó. Después clavó la vista
en el dato. Volvió la página y finalmente miró la fecha de la última página.
Entonces abrió el diario.
-Martin, no puedo. Aun cuando creyera que este diario no fuese una
superchería...
Su voz se perdió. Gibson estaba mirando las noticias de la pantalla del frente
de la oficina, donde de pronto vio que los directores de American Telephone
habían decidido entregar dos acciones por cada una de las existentes, una vez
que fuese aprobado por los accionistas.
-¿Comprarás las acciones? -preguntó plañidero Martin-. ¡Oh, Dios mío! ¿Harás
el favor de comprar las acciones?
-Ya han subido dos puntos -dijo Doris-. ¿Por qué no me mato? No, podría
haberme tirado bajo un tren subterráneo o hacer una cosa parecida. No, señor.
Tuve que casarme con Chesell.
A las dos, cuando cerró la bolsa, American Telephone estaba cuatro puntos por
encima de su precio de apertura. A las cuatro y cuarto, los Chesell tuvieron una
de sus pequeñas peleas. Si no hubiera sido por lo agotados que se sentían
después de tanto trajín, podría haber sido una pelea mayúscula. Tal como
ocurrieron las cosas, no hubo nada físico, apenas unas cuantas
recriminaciones: una discusión en que una palabra llevaba a otra. Doris inició el
altercado diciendo:
Martin se fue al living room y ella cerró con un portazo. En ese momento
golpearon suavemente a la puerta del departamento. Martin abrió y era el
diablo.
-¡Sí que tiene usted una desfachatez! -exclamó Martin-. ¡Miserable hijo de
perra! Después de lo que me ha hecho. se atreve a volver...
-¿Qué es lo que he hecho? Martin, Martin, entiendo que esté enojado, pero esa
manera impulsiva de hablar no viene a cuento.
-Usted me enredó.
-¡Martin!
-No, a usted no le importa. Bueno... en cuanto a mí, puedo decir que estoy
harto y cansado de usted, de manera que váyase. ¡Salga inmediatamente!
-¡Fuera!
-¡Caramba, Martin!
-Martin, claro que yo sabía lo que iba a ocurrir. Hace mucho tiempo que
practico este juego. Y la gente es tan desdichadamente predecible. Pero lo que
pasó hoy carece de importancia.
-¿Carece de importancia?
-Con dinero, mi querido Martin. Dinero hay donde quiera que dirija su mirada.
Por ejemplo, tiene una póliza de seguro de vida sobre su mujer, ¿no es así?
-Los dos nos hemos asegurado, uno a favor del otro, por veinte mil dólares.
-Una linda suma para empezar, Martin. Con menos se han iniciado fortunas. Y
a usted, además, no le gusta ella en absoluto, ¿no es verdad?
-¿Por qué no quiso hacer trato por el alma de ella esta mañana? -preguntó
Martin de pronto.
-Querido Martin, el alma de Doris no vale nada. En los cinco años de
matrimonio, usted se la ha estropeado tanto que ya nada vale. Usted tiene un
talento extraordinario para la destrucción, Martin. El alma de su mujer es como
si no existiese, y no resulta muy agradable vivir a su lado, ¿no es verdad,
Martin?
-Y hoy está tan decaída... Debe resultar comprensible que sea capaz de tirarse
por la ventana de un piso undécimo. ¡Pobre mujer! Pero algunas ganan y otras
pierden, Martin.
-Ha pensado muy bien. Eso me gusta. Ahora está usando la cabeza,
muchacho. Tranquilícese. Tengo un dato mejor para la semana que viene.
Datos, oportunidades, licor bueno, comida sabrosa, mujeres que no se quejan,
y dinero, mucho dinero. Querido Martin, ¿por qué titubeas?
-¡Pobre muchacho!
Va a sentirse muy decaído esta noche. Tenemos que cenar juntos. Yo lo invito,
por supuesto. Y para consolarlo...
Sacó de un bolsillo interior un ejemplar muy bien doblado del Wall Street
Journal.
-El del miércoles que viene. De hoy en diez días -le dijo.
El intervalo
Pocos quieren ver las cosas como son, pero hay un principio y un fin; así
ocurre, y después que uno ha pasado los cincuenta años, esta realidad lo mira
de lleno al rostro. Uno lee las páginas necrológicas y descubre que personas
de su propia edad e incluso más jóvenes están muriendo y entonces esta
realidad se cierra sobre uno y llega a sentirse solo, tal como yo me sentía.
Cuando hace mucho, pero mucho tiempo que uno está decentemente casado,
es una suerte si le toca irse primero; pero si uno se queda, entonces no tiene
más remedio que mirarse a sí mismo y preguntarse qué está esperando.
-Linda Luna llena tenemos esta noche -dijo el hombre, en vista de que yo no le
contestaba.
Asentí con la cabeza y lo dejé; con el automóvil anduve por la calle principal
hasta e! camino del Viejo Turco Glotón. y luego recorrí las tres millas que me
separaban de la casa. Ésta se hallaba edificada sobre una loma y tenía unos
doscientos años; durante ese tiempo una docena de propietarios la había
embellecido, modificando esto o agregando aquello y nosotros la habíamos
embellecido también en los diecinueve años que la teníamos.
Durante todo ese tiempo la había contemplado en el pasado; fue siempre una
casa interiormente cálida, viva, llena de recuerdos y de las vidas y el espíritu de
los niños que habían jugado y crecido allí y del aroma de las buenas cosas que
se habían cocinado en ella, y la pasión del sexo y del amor, el odio que se
había engendrado allí, los apetitos satisfechos y no satisfechos, los anhelos,
las realizaciones, los desengaños, los temores, y los recelos. Así fue cuantas
veces la vi en el pasado. Pero ahora estaba en silencio y exenta de pasión. Era
tan sólo una caja, muy fría por dentro, pues el principio del invierno ya la había
alcanzado, y en Nueva Inglaterra el invierno viene rápido e inclemente en los
Berkshires. Pero este invierno era de un frío de hielo, más bien furtivo que
literal. Uno lo sentía calándole los huesos y antes de que el hielo le quemara la
piel, uno lo sentía en el filo de su propio corazón. Yo había comenzado a
temblar y quería un fuego desesperadamente, de manera que fui al depósito de
madera que había llenado con buena leña seca el verano anterior. Encendí el
fuego y quemé unos cuantos papeles para que empezase a tirar la chimenea,
agregué leña menuda y coloqué encima tres gruesos y viejos troncos de abedul
gris, o abedul plateado, como algunos lo llaman, y entonces verdadero calor
salió de la gran chimenea de piedra. Pero el cuarto seguía estando frío.
Eran las últimas horas de la tarde y comenzaba a obscurecer. Rondé por la
vieja casa vacía, buscando esto o aquello para llevar de vuelta a la ciudad;
pero no había nada que desease particularmente, ni siquiera los primeros
manuscritos de mis más tempranas obras de teatro ni libros. La aporreada vieja
máquina de escribir era una buena y cara Underwood de la década del 30, pero
yo tenía otra en New York. Tal vez algún día enviara los cuadros y los libros,
pero no en ese momento. Algún día en que las cosas me preocupasen mas.
La Luna salió, tan fuerte y plateada que el día parecía no marchitarse ni morir,
sino sólo cambiar de color, y la luz lunar torno brillante la faz de las montanas
al norte de mí.
Aquí y allá se veía una leve capa de nieve en las laderas, y donde había nieve
se podían ver con detalle las distintas vertientes.
Encendí la pipa, fumé y contemplé las llamas saltarinas del fuego, y creo que
en cierto modo intuí lo que iba a ocurrir. Porque para mí no fue gran sorpresa
mirar por la ventana y ver lo que vi. Yo había golpeado la pipa en la chimenea,
me levanté y caminé hasta el ventanal que daba al norte. Vi que ello había
terminado y que estaban recogiendo el decorado enrollándolo, fuese para
siempre o para utilizarlo en cualquiera de las formas en que tales cosas se
utilizan, o para emplearlo nuevamente en otro lugar.
Mientras proseguía mi camino por la ruta 22 y de ahí al bulevar Saw Mill River,
me sorprendió no ver otros automóviles. ¿Sería más tarde de lo que pude
haber imaginado? Toqué para ver si tenía el reloj, pero descubrí que lo había
olvidado en la casa, de modo que no pude saber en absoluto qué hora era.
Ni siquiera en el Circle había automóviles. y una vez que lo dejé atrás, corté por
el atajo Tappan Zee y, cruzándolo, entré en la autopista. Hasta aquel momento
nunca había visto el atajo Tappan Zee sin tráfico, sin el torrente interminable de
camiones pesados que lo recorrían con ruido ensordecedor y que salían de él,
pero esta noche ése camino estaba vacío... y sentí el súbito temor de que
también se hubiesen llevado la autopista como se habían llevado el camino de
unión allá al pie de las montañas. Si pensaba en ello imaginaba tramoyistas de
teatro dotados de un burdo y grosero sentido del humor, tramoyistas a quienes
nada deleitaba tanto como el azoramiento de este o aquel actor; pues por muy
buen concepto que tengamos del oficio, los tramoyistas no crean nada ni
representan parte alguna de la obra, sino que solamente contemplan la función
a sabiendas de que su único timbre de superioridad está en el hecho de que
seguirán allí durante la función siguiente y la que siga a ésta.
Fui a donde sabía que iría, al teatro de la agrupación "La Máscara", de la cual
yo fui socio durante treinta y tres años. Con el auto recorrí la avenida Lexington
hasta el Gramercy Park, donde había una playa de estacionamiento
directamente delante del club. Me sentía ansioso por el temor de que estuviese
a obscuras, como estaban todos los demás edificios; pero no, nada de eso. Lo
encontré perfectamente iluminado, y me abrió la puerta el viejo Simón, el
portero, quien me saludó con gravedad, tomó mi sombrero y mi saco como si
aquélla fuera una noche que en nada se diferenciara de cualquier otra y dijo
con serenidad:
-Hay unos cuantos socios aquí, señor, casi todos ellos en el bar. Todavía están
sirviendo en el comedor, pero nada extraordinario, tan sólo sandwichs y sopa
caliente.
Bajé al bar, que estaba bastante lleno de gente y junto a la mesa del billar una
media docena de socios bebían cerveza y observaban con mucha gravedad un
grave partido de ese juego. Ignoro por qué, pero siempre se bebía cerveza
cuando se miraban partidas de billar, aunque hasta entonces no lo había
notado. Ahora lo noté, y pensé qué ambiente excelente para un primer acto
sería aquél. No recuerdo que alguien haya hecho que la acción de un primer
acto de comedia transcurriese en el sótano de la agrupación "La Máscara",
pero sin embargo no había nadie en el teatro, es decir, ninguna persona de
sexo masculino, que por lo menos no hubiese pasado una velada allí. El partido
se desarrollaba entre Jerry Goldman y Steve Cunningham, tanto uno como el
otro buscavidas bastante eficaces, como para ganarse el sustento si tenían
necesidad de hacerlo. Los observé un rato, saludando con inclinaciones de
cabeza a viejos amigos; y paulatinamente me corrí hacia el interior del bar,
entre Jack Finney y Bert Avery, el escenógrafo, y pedí a Robert, el barman, un
whisky de centeno doble con hielo.
-Sí. Gracias al cielo que estoy aquí. Allá arriba estaba frío y solitario.
-Sí, desde las laderas, ¿sabe? y detrás de mí por el bulevar Saw MilI River. Ya
habían levantado la mayor parte de New Rochelle, desde el centro comercial
directamente hacia atrás.
-lrv Goldstein vino en avión desde Miami -dijo Finney entristecido-. Fue su
último vuelo. Habían levantado la mayor parte de Florida. Yo he pasado
momentos deliciosos en Miami; a muchos no les gusta, pero a mí siempre me
agradó, pues es un sitio excelente en el que vive gente disipada y
despreocupada. Pero es monótono, ¿sabe? oh, endemoniadamente monótono,
y Goldstein dice que estaban enrollándolo desde el norte, con perversidad y sin
prestar atención a nada, a todo lo largo del estado, como si fuese un viejo
pedazo de alfombra.
-Goldstein dijo que parecía la Luna por debajo -agregó Bert Avery-, con
cráteres y cosas similares que habían estado cubiertas; pienso. en la forma en
que uno tiene un piso piojoso en un escenario y lo disimula con alfombras y
¡qué demonios! son total unos cuantos cientos de dólares más, lo cual no
determinará que deba terminarse la temporada la noche de estreno o que se
aguante una función más.
Vino Robert trayendo otro whisky agrio para Bert Avery, escuchó el finar de
nuestra conversación y preguntó si no pensábamos que guardarían las cosas
para otra función.
-¿En algún otro sitio? -yo pensé en esto durante unos instantes-. Eso significa
que cambiarían el elenco, ¿no es verdad?
-Los chicos acuden al teatro con alegría -observó Finney-, pero en rigor de
verdad es una profesión triste. Un día uno levanta la vista para contemplar el
decorado y ve todo tan desalineado y sucio como el propio Infierno y
¡maldición! se dice para sus adentros: "¿Siempre ha sido así o se está
volviendo miserable o todo ocurre dentro de mi cabeza dolorida?"
Cunningham hizo el tiro con toda perfección, la bola contra la baranda y luego
al bolsillo, y se suscitó un murmullo de aprobación, pero sin aplausos. Toqué
con el codo a Goldstein.
-¿Tiene apetito?
-Bien.
Uno de ellos había encendido un cigarro y vi que Goldstein fruncía el ceño con
muestras de desaprobación. Yo estaba de acuerdo con él. Existía una
disposición no escrita de: que, así como un cigarrillo o la pipa estaban bien en
la mesa, los cigarros debían llevarse al salón contiguo, donde uno podía tomar
café o cognac o lo que desease. No veía motivo para quebrantar esta noche la
costumbre y se me ocurre que ambos nos sentimos complacidos cuando uno
de los camareros se acercó y dijo algo en voz baja al socio transgresor, quien
entonces movió la cabeza y apagó el cigarro. El mozo que nos atendía nos dijo:
-Me temo que ya queda muy poco que elegir a esta hora.
-Me temo que no, señor Goldstein. Sólo lo preparamos para la cena.
-No, por supuesto que no. Pero esto del café a la italiana sólo para la cena...
¡Bueno, vamos!
-Sí, oh, sí -convine-. Tengo entendido que viniste en avión desde Miami.
-Sí. Un vuelo excelente. Muy sereno. No me gusta viajar en avión, pero este
vuelo fue estupendo.
-¿Estuviste de vacaciones?
-No, en realidad, no. Tú sabes, se me ocurrió que podía hacer una de esas
tragicomedias judías acerca de un hotel de Miami Beach. Tú sabes qué clase
de asunto es, schmaltz y chistes malos sobre todo, y tal vez un dos por ciento
de algo válido, para que el público derrame alguna lagrimita si es que tiene
ganas de hacerlo. Ésa es bastante mi especialidad, y después de haber
representado una de ellas en un restaurante de la Segunda Avenida y dos en el
Garment District, encontré menos escabrosa la senda. Claro que eso no es
escribir comedias en la forma en que tú lo haces, pero sólo requiere un poco de
habilidad y saber algo de puesta en escena, y en Miami jamás ha habido una
que valiera algo. Encontré un material excelente... -y su voz se fue perdiendo.
-Sí.
-Debe haber sido un espectáculo extraño. Quiero decir desde el aire.
-¡Horriblemente extraño! ¡Ah, si! Es decir, era como una alfombra vieja. ¿Me
entiendes? Desde siete mil quinientos metros de altura, toda la escala cambia.
.-No. Lo veo.
-Me gustaría pensar que así es. Tú naciste en Maine. ¿no es verdad?
-Bueno, soy de una tercera generación, nacido justo aquí en esta ciudad.
Detesto pensar que todo deba ser destrozado.
El mozo nos trajo el pedido. El queso era bueno y siempre me gustaron los
bizcochos Bath, aparte de que tenía apetito; pero Goldstein apenas si tocó su
comida. Permaneció un rato sentado en silencio y después dijo:
-El café es delicioso -dijo Goldstein, probándolo-. Sí. de niño. Hice tres años de
teatro de verano y representaciones en gira. Sé exactamente lo que quieres
decir. Miras las candilejas y allí no hay nada más que esa confusión de luces,
hasta que tus ojos se acomodan, y los ves allí afuera, y he ahí ese momento de
confusión en cuanto al lugar y la parte.
Abrí entonces los ojos. Los demás socios seguían absortos en su lectura.
Me eché hacia atrás y volví a dormitar sin oponer resistencia. ¡Qué fastidiado
me hubiese sentido si alguien hubiese hecho eso durante una escena de una
de mis obras! Sin embargo yo siempre tuve una demostración de simpatía,
moviendo la cabeza. para los que me aventajaban en edad. muchos de ellos
inveterados devotos del teatro, que de todas maneras cabecean durante los
intervalos, mientras se cambia el decorado.
El cine
Nos agrupamos alrededor de él, encantados de tenerlo con nosotros. Los niños
procuraron tocarlo, y estoy seguro de que en su fantasiosa imaginación lo
confundían con Dios. Era un gran placer y un gran privilegio ser visto por él,
saludado por él, o hasta ser destinatario de su sonrisa; y podéis imaginaros lo
sorprendido que me sentí cuando vino directamente hacia mí, separándose la
gente para que pudiera pasar; y me saludó personalmente.
Tuve que sosegarme para poder hablar, y cuando lo hice, dije sencillamente:
Los que estaban escuchando aprobaron con sus cabezas y sonrieron y yo creo
que adiviné lo que vendría. ¿Me sentí sorprendido? Por supuesto, pues nadie
está nunca seguro, pero tal vez no tan sorprendido como pude sentirme.
-Supongo que han pasado diez años desde que la proyecté -dijo el operador-.
Es digna de una ocasión especial. No es una de esas películas que se
proyectan en cualquier momento.
Era una distinción especial ser objeto de atención por parte del operador; la
gente me miró de manera distinta. No sólo daba a uno proyección social, sino
que agregaba a esa situación una sensación deliciosa de autoimportancia que
lo inducía a uno a resplandecer con satisfacción. Jane, Clarey, Lisa, Mona...
éstas fueron chicas que estuvieron sentadas conmigo en años anteriores; de
pronto toda su actitud hacia mí fue diferente, y Jane procuró tomar posesión.
Era una mujer de empuje, y en este momento me daba cuenta de que así
había ocurrido y también de lo fácilmente que hubiera podido quitármela de
encima. Pero más que eso, yo quería estar sentado a solas. Quería estar
conmigo mismo y dentro de mí mismo mientras viera Pleno mediodía. Estaba
seguro de que el operador tuvo un buen motivo para elegirla y yo deseaba
concentrarme y comprender. Busqué lugar en un rincón de atrás de la platea,
sitio frecuentado principalmente por la gente mayor, y aunque los espectadores
que me rodeaban me conocían no se preocuparían por mí ni me molestarían
en mi aislamiento.
Me arrellané en la butaca y entré en el mundo del bien y del mal -que era la
suma y substancia de nuestra propia dignidad-. Gary Cooper era bueno y
mataba cuando fuese malo, lo cual estaba muy bien. No era fácil. Era un líder
que se mantenía solo, porque su condición era el liderazgo, y de esta manera
comprendí por qué el operador había elegido aquella película. El líder debe
distinguir claramente entre el bien y el mal, y si la muerte es la única solución,
debe apelar a la muerte como Dios querría. Mi corazón clamó interiormente por
Gary Cooper. Lo conocía. Era hermano mío.
Terminó la película y la voz grave y sonora del operador llegó a través del
sistema de amplificación.
En cuanto a mí, Schecter y Kiley, teníamos trabajo que hacer y, por lo tanto,
pasaríamos por alto aquel descubrimiento. (Debo mencionar aquí que el
operador no soportaba la palabra "película" para describir lo que transcurría en
la gran pantalla plateada. Prefería llamarla "descubrimiento" por la visión o
descubrimiento de otra parte del gran mundo que habitamos que implicaba).
Nosotros, en cambio, iniciaríamos inmediatamente un inventario de nuestras
provisiones y las verificaríamos, ya que era ésta una de las primeras
obligaciones del presidente. Al asumir el gobierno, tenía acceso al estado del
lugar y de las cosas; y luego presentaría mi informe a la gente.
-Sin embargo -dije-, que ninguno imagine que toleraré desaliño ni desorden. Un
uniforme desarreglado denota una mente desordenada, y no permitiré tal cosa
en una organización de la cual depende nuestra existencia misma. No
imaginen que pueden engañar ni confundir a Schecter ni a mí. Haremos un
nuevo desfile mañana a la mañana y quiero verlos aparecer tal como los
verdaderos acomodadores deben aparecer.
-¡Ah. sí! -le dije-. Conozco ese cuarto, Kiley. Solían llamarlo la oficina, aunque
no se lo ha usado desde hace años para ningún propósito.
-¡Oh!
-¿Sabes? Hace días que no miro la pantalla, Dorey. Me resulta muy extraño no
participar en los descubrimientos. Esto me provoca una sensación rara.
¿Entiendes lo que quiero decir?
-Eso exactamente.
-Bueno, ahí la tienes -dijo. Había muchas puertas cerradas con llave, y me
resultó bastante extraño que alguien dudase de su existencia. Sin embargo,
Kiley era muy joven y cualquiera tiende a perder contacto con lo que los muy
jóvenes saben o no saben.
-Kiley, Kiley -le repliqué pacientemente-. La puerta está cerrada con llave.
-¿Cómo?
-¿Una qué?
-¡Que Dios bendiga tu ignorancia, Kiley! Eso que tú llamas llave no existe.
-No, Kiley, no existe. Una puerta cerrada es una puerta cerrada y no hay nada
que pueda impedir que esté cerrada.
-Kiley, ya te he dicho que no existe eso que llamas llave. Sé que existe la
palabra, pero es sólo un símbolo metafísico. Es posible, Kiley, que yo no sea
un hombre singularmente devoto, pero siempre he sentido un gran respeto por
la religión y no creo que nadie dude de mi dedicación a lo religioso. No
obstante, debo reconocer que la metafísica es una cosa y la realidad es algo
enteramente distinto. Te aseguro lisa y llanamente que una llave es como un
milagro. Hablamos de ellas; hasta hay quienes creen en ellas; pero yo jamás
he encontrado ninguno que haya visto una. ¿Me entiendes?
-De manera que sugiero que olvidemos lo de las llaves y nos dediquemos a
convertir este cuarto en un taller mecánico adecuado, y si lo hacemos, hemos
de poner en perfectas condiciones esas máquinas vendedoras. ¿Estás de
acuerdo conmigo, Kiley?
-Y hay una cantidad de otras cosas que necesitan reparación. Algunas butacas
del cine son absolutamente inadecuadas para sentarse en ellas.
Debo decir que fui bastante bondadoso con él al día siguiente. Extremé mis
recursos para felicitarlo por sus inventarios de dulce, y él, a su vez me llevó al
taller mecánico, que yo alabé sobremanera. Estaba haciendo una especie de
torno que, según me explicó, le permitiría fabricar piezas para las máquinas
vendedoras.
-Y debe saber una cosa, señor presidente -dijo ansiosamente-; yo creo que
podría utilizar la misma máquina para hacer una llave.
-Sí -dijo Kiley muy seriamente-. Lo sé. Estoy dispuesto a aceptar lo que el
mundo piensa. Quiero decir que no deseo que usted tenga la sensación de que
soy izquierdista ni nada parecido...
-No tengo esa sensación, Kiley. Puedes estar tranquilo de que si pensase tal
cosa, jamás te habría nombrado para integrar la comisión. Eres muy joven para
ser miembro de ella, Kiley.
-Sí, señor.
-Gracias, Dorey. Me lisonjea mucho que se halla tomado tanto interés por mí.
-Entonces, Kiley, como amigo, debo pedirte que abandones esa ilusión al
respecto de las llaves.
-¡Señor!
-¿Por qué tienes ese empeño en discutir conmigo, Kiley? Algunos de los
hombres más sabios de nuestra sociedad se han interesado por esa cuestión
de las llaves. No existen llaves. Nunca han existido. Nunca existirán.
-...¿Señor?
-Que nunca volverás a mencionar este asunto de las llaves. No pienses más en
eso. Despreocúpate. Las llaves no existen. No existieron jamás. Jamás
existirán.
-Sí. señor.
-Así me gusta.
-Lo haré.
-¡Oh!
-Ya lo sé.
-¿Y qué?
-¿Cómo pudo estar vacío? Has dicho que no quitaste la vista de la puerta.
-Muy bien -dije yo suspirando-. Supongamos que los dos miramos ahí adentro.
Allí no hay demonios, ni llaves, ni milagros. Procuré que Kiley entendiera
perfectamente todo esto, así que supongo que podemos ver.
-No hay indicio alguno de le siente bien ni de que Kiley haga algo que esté mal.
Miremos un poco.
Abrí la puerta del taller. Hacía días que yo no entraba allí, pero el torno de Kiley
se encontraba terminado, y en su banco de trabajo se veían algunas brillantes
piezas nuevas para las máquinas vendedoras. Pero Kiley no estaba allí.
Yo volví al taller y cerré luego de haber entrado. De pie allí en ese momento,
solo con Schecter, dejé que mi vista recorriese nuevamente el lugar y luego
otra vez más. Era un cuarto pequeño y no había sitio donde ocultar nada, ni
escondrijos, ni rincones, ni grietas.
-¿Bien, señor, está satisfecho? -inquirió Schecter.
-Esa puerta está cerrada con llave, Dorey -me informó Schecter.
-Sé perfectamente bien que ésa es una puerta cerrada con llave.
-Afuera.
-¿Qué? ¿Estás joco? Esa puerta está cerrada con llave. Ninguno puede pasar
por una puerta cerrada de ese modo.
-Yo pasé.
-¡Con una llave! -gritó Kíley-. Dijiste que no podría hacer una llave, pero la hice.
Aquí está.
-Pero aquí está, Dorey, aquí está. Créamelo, yo abrí la puerta y entré...
-Ahí afuera, atravesando esa puerta cerrada con llave -agregó-. ¡Dios
Todopoderoso! Ahí afuera el Sol brilla con un esplendor tan grande de gloria
dorada que la mente no puede concebirlo, y hay musgo verde y árboles verdes
y edificios altos y gente... miles y miles de personas, personas reales que
visten ropas de colores brillantes y sobre cuyas ropas cae el sol como un baño,
y las chicas tienen piernas largas y desnudas, cabello castaño, rubio o negro, y
son reales. ¡Reales, Dorey! No como esas sombras que el operador nos
proyecta en la pantalla grande. ¿Cree que sus descubrimientos son reales o
que siquiera son descubrimientos? No lo son. Son sombras, mentiras,
ilusiones... Pero fuera de esa puerta el mundo es real...
-¿Qué?
-He dicho que lo dejes en paz y que saques de aquí tus malditos
acomodadores... ahora mismo.
-Me das fiebre, Schecter. Sal de aquí y llévate tus acomodadores contigo.
Afligido y poniendo mal ceño, mirándonos a Kiley y a mí, Schecter sacó a los
acomodadores del cuarto, y luego yo, fatigado, me volví hacia Kiley y le dije:
-No hay duda de que sabes echar a perder cosas, ¿no es cierto? Yo me
deshago para conseguir que seas miembro de la comisión, a pesar de que
nunca hubo otro tan joven, ¿y qué consigo en recompensa? Un loco furioso,
eso es lo que consigo.
-¡Cállate!
-Kiley, permite que deje bien establecido esto: nadie abre una puerta cerrada
con llave.
-¿Entonces esto qué es? -preguntó, sosteniendo en alto el trozo de metal que
tenía en la mano.
-Un trozo de metal. Nada. No hay llaves. No hay nada que sea afuera.
-Sí.
-¿Schecter también?
-¿Yo estaba aquí? A eso es a lo que quiero llegar, Dorey. ¿Yo estaba aquí?
-¡No! -contesté yo, casi gritando.
-Está bien -dijo Kiley-. Está bien, Dorey. Entonces deme una oportunidad. Es lo
único que pido. Déjeme abrir esa puerta cerrada con llave. Yo lo inventé todo y
yo hice esta llave. La tengo aquí en la mano -y la sostuvo para que yo la viese-.
Déjeme usarla, Dorey. Permítame abrir la puerta. Permítame llevarlo allá
afuera.
-¡No!
-¿Por qué?
-Porque eso que llamas llave no existe y porque no puedes abrir una puerta
cerrada con llave.
-Entonces yo...
Y, luego de decir esto, giró sobre los talones y se dirigió hacia la puerta
cerrada.
-No.
-¡Oh, Dios mío, Dorey! ¿No me quiere permitir que abra esa puerta, apenas
una rendija, para que vea el resplandor de la luz solar?
-No.
Como quiera que sea, alguien contó lo que sucedía y en el vestíbulo había
gente que observaba silenciosamente cómo salíamos. Kiley gozaba de gran
aprecio y los únicos odiados eran Schecter y sus acomodadores. Yo llevé a
Kiley hasta la sala y a través de la sala hasta la escalera. Era la hora de la
función para niños y aquel día se proyectaría una.serie de doce dibujos
animados de Bugs Bunny. Mientras pasábamos junto a la última fila, Kiley dijo:
-¿Por qué no puede usted pensar lo que afuera sería para ellos, Dorey?
-La verdad.
-Sí, él te lo agradecerá.
-Estoy muy ocupado ahora, Dorey... reuniendo películas de una nueva parte
del mundo ¿sabes? Los travelogues de Fitzgerald. De manera que no tenemos
descubrimientos, sino exploraciones. Si pudieras esperar...
-¿Es urgente?
-Sí, operador.
-Sí, operador. Asegura haber abierto una puerta cerrada con llave.
-Por supuesto, le habrás dicho que las puertas cerradas con llave jamás
pueden abrirse... y que ésa es la forma en que Dios hizo el mundo...
-Se lo dije.
-Sí.
-¿Es dócil?
-Sí, operador.
Así era el operador, educado y considerado para todas las necesidades de los
otros.
-No debes tener miedo. El asunto está ahora en manos del operador.
-No lo sé, pero cualquier cosa que haga, será de toda justicia. Con el operador
puedes estar seguro de que así ha de ser. Es muy sabio. Cuando toma una
decisión, es una decisión justa, por supuesto.
-No se trata de creer, Kiley. Puedes estar tranquilo. Con sólo que te quites de la
cabeza esas fantasías.
-De modo que éste es el joven Kiley -dijo amablemente-. Un joven muy
simpático. Yo conocí a tu padre, Kiley. Un hombre excelente. Sí, en realidad. Y
a tu abuelo. Buenas personas, buena familia.
-Sí, operador.
La voz de Kiley tembló ligeramente, pero eso no tenía nada de extraño cuando
alguien hablaba por primera vez con aquel hombre.
-¿Una llave? ¡Pobre Kiley! No hay llaves, no hay dragones, no hay unicornios y
no hay magos. Dios ha ordenado su mundo de la mejor forma posible. Los
mitos son para los niños.
-¡Oh, sí!
-Y usted sabe que todo lo que está aquí son sombras, sin sentido ni
substancia, y todo lo que es real y bello está afuera.
-Sí, Kiley.
-¿Y qué haremos? -preguntó Kiley con gran emoción-. ¿Saldremos de aquí?
¿Hemos estado sólo esperando un tiempo, un momento... como si Dios
hubiese de alargar una mano hacia abajo, tocarnos y abrir nuestros ojos?
Entonces habría algún sentido para nuestra vida, ¿no es verdad? ¿En mi vida?
¡Oh! Nunca imaginé semejante instrumento. Gracias, operador, gracias,
gracias.
-Créame, Dorey, yo no tengo nada contra usted. ¿Cómo podría saber? ¿Cómo
podría alguien saber sin ver con sus propios ojos? Quiero decir, alguien que no
sea el. operador. Él sabía, el lo supo inmediatamente. ¿No es así, señor?
-¿Aislado?
-¿Dónde?
-¿Para siempre?
-¡Dorey, no es posible que haga esto! -dijo gritando-. Ya oyó lo que me dijo el
operador.
-¡Está allí! -me gritó-. Dorey, está allí. ¿Cree que podrá destruir esa verdad
destruyéndome a mí?
Los insectos
La gente se enteró de la primera transmisión por varios medios. Aunque las
llamadas no identificadas por radio son bastante frecuentes y por lo común no
se sujetan a una divulgación general de noticias -ya que son más o menos
excentricidades y a menudo obra de maniáticos-, no se las atiende
celosamente. Lo interesante de esta señal era que había sido repetida por lo
menos dos docenas de veces y había sido captada en varias partes del mundo
en diferentes idiomas: en ruso en Moscú, en chino en Pekín, en inglés en New
York y en Londres, en sueco en Estocolmo. En todos estos lugares aparecía en
la banda de alta frecuencia, en algo menos de veinticinco megaciclos.
Nosotros nos enteramos por Fred Goldman, jefe del salón de monitores de la
National Broadcasting Company, cuando él y su esposa cenaron con nosotros
a principios de mayo. Él presta atención a estas llamadas; escucha
transmisiones del mundo entero en media docena de idiomas, y le gusta
comentarlas: un barco que pide auxilio y luego silencio y ni una palabra en la
prensa, o una combinación de New Orleans tocando el último rock violento -si
tal cosa fuera posible- en Yarensk, en algún lugar de la tundra del norte de
Siberia, o cualquier otro suceso de entre una docena de incongruentes
acontecimientos diarios transmitidos por las ondas de radio de la Tierra. Pero
esa noche estaba algo sofocado y pensativo, y cuando lo dio a conocer, estaba
menos extraño que razonable.
-¡Oh!
-Una buena señal, muy clara -dijo-. Alta frecuencia. Sin embargo, la voz es
extraña... ¿Saben qué dijo?
Había allí otra pareja, los Dennison; él era un cirujano bastante bien
conceptuado y ella hizo un intento más bien torpe por tomar el asunto con buen
humor. Yo trato de recordar cómo se llamaba esta mujer, pero su nombre no
acude a mi memoria. Era rubia, bella y delgada, pero no muy inteligente; ella se
ingenió, sin embargo, para hacer volver a Fred al asunto, mas él se retrajo.
Procuramos persuadirlo, pero cambió de tema y se convirtió en oyente. Hasta
mucho después de la cena no logré obligarlo a seguir hablando de ello.
-¿Acerca de la señal?
-¡Ah, sí!
-¿Eso únicamente?
Así fue como yo me enteré del asunto. Me despreocupé, tal como supongo que
hicieron muchos otros, y la verdad es que lo olvidé por completo. Dos semanas
después pronuncié mi segunda conferencia de la serie Goddard Free, de
Harvard. y durante el período destinado a consultas, un estudiante me
preguntó:
Bebí después un coñac con el doctor Fleming, el decano, delante del hogar de
su cómodo y acogedor estudio y me contó que la universidad hacía una
especie de vigilancia del éter.
-Actualmente, todos los días -dijo el decano-. Los muchachos lo han tomado
como una especie de grito de combate.
-Hemos hecho pruebas por nuestra cuenta, y hasta se han realizado mayores
esfuerzos en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es bastante
quejumbroso, ignoro cuál pueda ser el sentido. El estudiantado está muy
enardecido con esta cuestión.
-Vas a burlarte.
-Haz la prueba.
-¡Oh!
-¡Gracias a Dios! Tal vez podamos impedir que sigan matándolos o contener a
quien realiza la matanza. Es la queja más triste de que yo tengo noticia.
-No.
-¿No?
-Dije que no, que no podemos evitarlo -aclaró mi esposa muy en serio-, porque
son los insectos.
-¿Qué?
Le aseguré que había oído hablar de ello y agregué que integraría la comisión
sólo por curiosidad. El día en que fui al centro de la ciudad para la reunión de la
nueva comisión era el mismo en que el generar Carl de Hargod, el nuevo jefe
de estado, había llegado a New York para hablar durante un banquete en el
Waldorf; y en aquel momento era recibido por el alcalde y un millar de
manifestantes. Estos constituían un conglomerado de pacifistas y de hippies, y
marchaban de un lado a otro al frente del municipio, en silencio y portando
letreros que decían: "Usted debe impedir que nos sigan matando".
Llegué lo bastante temprano como para entrar antes de que empezasen las
ceremonias de bienvenida, y cuando me uní a los demás integrantes de la
flamante comisión, escuché un pedido de disculpas por la ausencia del alcalde
y la promesa de que estaría con nosotros antes de media hora. Formaban
parte de la comisión otras cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Yo
conocía a estas últimas, Kate Gordon, que era comisionada de salud pública y
Alice Kinderman, que estaba vinculada con el museo de Historia Natural y
acababa de ser nombrada asesora de la Dirección de Parques, y conocía
también a uno de los hombres, Frank Meyers, abogado que tenía vinculaciones
importantes en Washington. Meyers me presentó a los demás, a Basehart, que
era jefe del Departamento de Entomología en la enorme universidad de la
ciudad y a Krummer, del Departamento de Agricultura de Washington.
-Energía. ¡Dios mío! ¿Alguien tiene una noción de cuántos existen? Sólo de
especies hay más de medio millón. En cuanto a los individuos, está fuera de
nuestro alcance calcularlo. Podrían generar cualquier energía requerida.
Cumplir cualquier tarea... si, por supuesto, se juntan en una supercolmena o un
superenjambre teórico y adquieren conciencia de sí mismos. Y parece que así
ha ocurrido. ¿Saben? Nosotros siempre los hemos matado, pero tal vez ahora
sean ellos demasiados. Tienen un enorme instinto de supervivencia.
-Eso es lo que más me gusta de nuestro apuesto alcalde -dijo Jane-. Nombra
comisiones para cualquier cosa, ¿no es cierto? Estoy segura de que ahora
tiene la conciencia tranquila...
-¡Cielo Santo! -dije yo-. ¿También de esto tiene que tener conciencia?
Nunca terminé mi defensa de! pobre hombre acosado. Sonó el teléfono. Era
Bert Clogmann, uno de los directores del New York Times, a quien algo
conocía y quien me informó que habían decidido publicar la noticia en la
edición de la mañana, dado que ya había aparecido en Londres y en Roma, y
me preguntaba si podría explicarle algo respecto de la comisión.
-Si estás en una comisión -dijo mi esposa-, entonces tienes que creerlo.
-Yo creo que parte de la labor de esa comisión es comprobar la validez del
asunto en sí.
-Hay un equilibrio natural en esta clase de cosas, una totalidad ecológica. Los
insectos se comen unos a otros, las aves comen insectos y ciertos animales
contribuyen a su vez, y hasta la naturaleza de un modo misterioso restringe lo
que se exceda en un sentido u otro. Pero hemos matado a las aves sin
misericordia y ahora estamos tratando de matar a los insectos, y seguimos
quitando partes de ese ciclo ecológico, y quién sabe adónde nos conducirá.
Pero el hecho principal presentado a la comisión fue que los mensajes de alta
frecuencia habían cesado, y una vez que se detenía esa manifestación visible
de un deseo tan natural como el de la supervivencia, los partidarios de la duda
comenzaron a ejercer su dominio y se dedicaron a demostrar que el público
había sido burlado. Dado que fuera del simple hecho aislado de la devastación
en Nebraska, no se había advertido cambio alguno en la conducta de los
insectos en ningún lugar del planeta, la idea de que se trataba de una burla
encontró asidero muy fácilmente. Nombramos a Frank Meyers, para que
formase una especie de comisión de un único integrante para que investigara
los pros y los contras del asunto y dentro de las dos semanas presentara un
informe.
-Dentro de dos semanas tenemos que partir para Vermont -me hizo notar mi
esposa.
-Nos quedaremos aquí todo el verano -le aseguré-. También ésa es la forma
normal en que operan las comisiones.
Con gran deleite, Krummer nos contó que el Pentágono había unido sus
fuerzas con las del Departamento de Agricultura para fabricar un insecticida tan
mortífero que un solo cuarto de galón de ese producto, en forma de llovizna
fina, mataría cualquier insecto en la superficie de una milla cuadrada. Sin
embargo, era tan mortífero para animales como para seres humanos,
inconveniente que ellos esperaban salvar muy pronto. Pero Meyers opinó que
la cuestión no debía preocupar mayormente.
-Los de la C.I.A. -explicó- están más o menos conformes en que los rusos son
los responsables de las transmisiones. Tienen por doquier aparatos secretos y
es parte de su plan general sembrar el temor y la discordia en el mundo libre.
Más aún, sabedores de que ellos mismos lo han hecho público, Pravda publicó
ayer un largo artículo en el cual nos culpan a nosotros. También me he
entrevistado con veintitrés de los principales naturalistas, y todos, excepto uno,
están de acuerdo en que el concepto de una inteligencia colectiva de los
insectos al nivel de la inteligencia del hombre es absurdo.
-¿Por qué?
-Sólo porque es lógico y emocionante -dijo Basehart-, y ustedes saben que los
rusos son tan desesperadamente melancólicos y faltos de imaginación, que
jamás se les ocurriría pensar semejante cosa, ni aunque pasase un millón de
años.
-¡Oh, vamos! -dijo Kate Gordon, o tal vez, para describirlo mejor, debería decir
que lo bufó-, está poniéndose decididamente teleológico, doctor Basehart, y
entre hombres de ciencia creo que esto no tiene defensa.
-¡Oh! -pero por lo visto, Basehart no deseaba discutir-. Tal vez. Sin embargo,
algunos de nosotros no podemos menos que ser siquiera un poco teleológicos.
No siempre nos sobreponemos a la educación religiosa de nuestra niñez.
-¿Maligna? ¡Ah! No... absolutamente, no. Nunca ha sido ése el concepto que
yo tengo de la inteligencia. El mal es mediocre y más bien estúpido. No, la
sabiduría no es maligna, todo lo contrario. Pero, tengamos o no que temerlos...
bueno, me refiero a que no hemos aportado ninguna explicación satisfactoria.
Yo no quiero decir nosotros, los de esta comisión. Hablo de la humanidad. La
humanidad sólo avanzó en dos direcciones, en la de convencerse de que una
inteligencia de insectos no existía y en la de fabricar un nuevo insecticida. Pero
lo que ellos nos piden es que no sigamos matándolos. ¿Qué van a hacer ellos?
-Vamos, vamos -dijo Meyers riendo- ¿no estamos jugando demasiado bien
este juego? Hemos formado una comisión de ciudadanos sinceros e
interesados, y no me parece que hayamos solucionado el problema. Yo
propongo que pasemos a cuarto intermedio hasta el mes de septiembre.
-Si nuestro hijo estuviese vivo, yo no dormiría demasiado bien. ¿Sabes una
cosa? Hace tres años que murió, y me parece que hubiera sido ayer.
-Vamos a iniciar unas vacaciones para descansar -le dije-, y no soporto esta
clase de humor.
-Se trata sencillamente de que a veces dejo de preocuparme. ¿Eso será parte
del envejecimiento?
Por supuesto, entonces, hacia el principio del verano, las ciudades morían.
Mi propia idea fue ir en el auto a la ciudad, y día a día tuve la sensación de que
debía hacerlo, pero mi esposa me lo impidió. Su temor de abandonar nuestra
casa para ir a la ciudad era tan grande que hasta que el alimento comenzó a
escasear, no estuvo de acuerdo en que yo fuese, ni aun acompañado por ella.
Nuestro teléfono había dejado de funcionar mucho tiempo atrás, y después de
días de no ver un avión por el cielo me di cuenta de que los aviones ya no
volaban. Finalmente, yendo en el auto a la ciudad, nos detuvimos en la casa de
Glenn Olson para preguntarle si él sabía cómo estaba el pueblo, y para
comprar tal vez algo de miel y jarabe. Lo encontramos muerto en su dormitorio;
no muerto desde mucho antes, tal vez sólo desde el día anterior. Había sido
picado en un antebrazo tres veces mientras dormía. Mi mujer, que en un
tiempo fue enfermera. explicó el proceso mediante el cual tres pinchazos
consecutivos de abeja bastarían para matar a un hombre. El aire estaba lleno
de abejas que zumbaban, trabajaban y volaban.
-Podemos -dije, pensando. que millones de otros seres estaban igual que él.
Olson tenía una alacena bien provista. Llené algunas bolsas con mercaderías
en lata, harina, habas, miel en tarros y jarabe de arce, y llevé todo al auto,
mientras Jane se quedaba en la casa. Luego cubrí el cadáver de Olson con
una frazada y tomé a Jane de un brazo.
-Tengo miedo.
-Alan, ¿le ocurrirá a todo el mundo? -me preguntó-. ¿Será así en el mundo
entero?
-No sé.
Sin embargo, cuando volví al automóvil para recoger las provisiones que
habíamos tomado de la casa de Olson, tuve que apelar a cuanto coraje y
fuerza poseía.
Las cosas fueron algo mejor al día siguiente, y al tercer día pude inducir a Jane
a que saliese de la casa conmigo para caminar un rato.. Al principio se negó,
pero al cabo de poco su temor comenzó a desaparecer y entonces,
paulatinamente, aquello se convirtió en algo con lo cual se vive, como supongo
que todo puede convertirse. La semana siguiente yo me senté a escribir este
relato. He estado trabajando en él tres días. Ayer una abeja se posó en el
dorso de mi mano, una abeja obrera zumbadora, escandalosa y grande.
Sostuve la mano con firmeza. miré a la abeja y la abeja me devolvió la mirada.
Entonces se alejó volando, y tuve una sensación de que todo había sucedido y
de que lo pasado no se repetiría. Pero cómo lo recibiríamos y cómo
volveríamos a acomodarnos a la vida, yo no lo sé. Anoche hablé de ello con mi
esposa.
-¡Ojalá que Basehart esté vivo y bien! -dijo-. Me gustaría volver a verlo.
Lo cual resultó bastante curioso, dado que lo único que ella sabía al respecto
de Basehart era lo que yo le había contado.
Después se echó a llorar. No era mujer que llorase mucho y pronto se enjugó
las lágrimas y se dedicó a coser no sé qué cosa que había dejado abandonada
semanas antes. Encendí la pipa. Fue lo último que hice aquel día. Estábamos
sentados y en silencio cuando obscureció.
FIN